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COMITÉ DE LECTURA: Manuel Alberca Serrano, Mechthild Albert, José Aragüés Aldaz, Jean Alsina, Rafael Angharad, Gero Arnscheidt, Murielle Borel-Codaccioni, Ana Casas Janices, Isabel Cuñado, Hanno Ehrlicher, Celia Fernández Prieto, Teresa González Arce, Rebeca Martín, Gonzalo Navajas, Christine Pérès, Nathalie Sagnes, Aránzazu Sarría Buil, Georges Tyras, Marc Vitse
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AMÉLIE FLORENCHIE / ISABELLE TOUTON (EDS.)
La ejemplaridad en la narrativa española contemporánea (1950-2010)
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Agradecemos al Instituto Cervantes, a AMERIBER, y al Servicio cultural de la Universidad de Burdeos su apoyo financiero, así como a Sebastián de Neymet por la ilustración de cubierta
Derechos reservados © Iberoamericana, 2011 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 - Fax: +34 91 429 53 97 © Vervuert, 2011 Elisabethenstr. 3-9 – D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 - Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.ibero-americana.net ISBN 978-84-8489-607-4 (Iberoamericana) ISBN 978-3-86527-661-2 (Vervuert)
Depósito Legal: Ilustración de la cubierta: Sebastián de Neymet: «Caperuza» (2004) Diseño de la cubierta: Juan Carlos García Cabrera Impreso en España Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro.
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ÍNDICE
INTRODUCCIÓN Del exemplum medieval a la ejemplaridad contemporánea . . . . . . . . . . . . . . .
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LA PERSPECTIVA DE LOS NOVELISTAS Isaac Rosa La ejemplaridad hoy: un pacto de responsabilidad con los lectores . . . . . . . .
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Ricardo Menéndez Salmón Apuntes para otra estética de la resistencia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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Paloma Díaz-Mas Novelas históricas, novelas ejemplares . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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PRIMERA PARTE. LA EJEMPLARIDAD: UN PACTO DE RESPONSABILIDAD CON LOS LECTORES
Geneviève Champeau La ejemplaridad literaria en tiempos del realismo social . . . . . . . . . . . . . . . . .
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Catherine Orsini-Saillet Ejemplaridad y ambigüedad en la obra novelesca de Rafael Chirbes . . . . . . .
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Isabelle Steffen-Prat La nueva ejemplaridad de Marcos Ana . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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Yannick Llored La ejemplaridad del compromiso literario de Juan Goytisolo en Las semanas del jardín . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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Amélie Florenchie Isaac Rosa o la «escritura responsable» . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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SEGUNDA PARTE. APUNTES PARA OTRA ESTÉTICA DE LA RESISTENCIA Benoît Mitaine Tiempo de silencio: érase una vez la revolución literaria. En torno a un ejemplo ejemplar de contraejemplaridad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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Antonio Francisco Pedrós-Gascón La novelas «ejemplares» de José Manuel Caballero Bonald: latinoamericanismo y disidencia ideológica en la España del franquismo . . . .
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TERCERA PARTE. NOVELAS HISTÓRICAS, NOVELAS EJEMPLARES Isabelle Touton Ejemplaridad de la narrativa-reescritura de Paloma Díaz-Mas . . . . . . . . . . . .
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Agnès Delage Manuel Vázquez Montalbán y la novela posthistórica. La ejemplaridad política en O César o nada (1998) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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CUARTA PARTE. Y... LA CONSTRUCCIÓN DE GÉNERO(S): NUEVOS EJEMPLOS FEMENINOS, JUVENILES Y RECONFIGURACIÓN DE LO MASCULINO
Maylis Santa-Cruz Las niñas ejemplares en Nosotros, los Rivero de Dolores Medio . . . . . . . . . . . .
227
Myriam Roche José María Guelbenzu: en busca de la figura femenina ejemplar . . . . . . . . . .
247
Isabelle Fauquet Trayectorias ejemplares en Hay algo que no es como me dicen. El caso de Nevenka Fernández contra la realidad, de Juan José Millás . . . . . . . . . . . . . . .
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Philippe Merlo La ejemplaridad en la literatura infantil: el caso de la obra de Laura Gallego García . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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Nicolas Mollard Construcción y deconstrucción. Figuras ¿ejemplares? en cuatro relatos de Ricardo Menéndez Salmón . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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SOBRE LOS AUTORES . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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INTRODUCCIÓN DEL EXEMPLUM MEDIEVAL A LA EJEMPLARIDAD CONTEMPORÁNEA
El presente volumen reúne diecisiete contribuciones en torno a la noción de ejemplaridad en la narrativa española contemporánea. Las nociones de modelo y la subsiguiente de ejemplaridad proceden de una larga tradición literaria, que, como se sabe, se remonta al exemplum. Por ello mismo, puede sorprender que se traigan a colación esas mismas nociones a propósito de la novela contemporánea, en una época en que se suele decir que han perdido vigencia los cánones literarios y se supone que ya no hay consenso acerca de las normas de comportamiento. Es más, al ser asimilada a las etiquetas tan peyorativas de «moralista» o «moralismo», la ejemplaridad no debería de gozar de gran prestigio entre los intelectuales y los artistas desde la desaparición de un régimen —el franquismo—, cuyas raíces pretendían hundirse precisamente en la moral más «pura». Cabe preguntarse si, a pesar de todo, sigue siendo posible y relevante reivindicar hoy por hoy un derecho a ser un escritor «ejemplar», a escribir una literatura «ejemplar», sin ser tachado de retrógrada o de reaccionario. Los novelistas y académicos que han participado en esta reflexión responden afirmativamente, indicando qué nuevos planteamientos suscita la ejemplaridad y a qué nuevos retos responde. La ejemplaridad, como hemos señalado, se enmarca dentro de una tradición literaria de la que, sin embargo, siguen valiéndose los escritores actuales, a veces no tan conscientemente; ante todo, porque el ejemplo forma parte de nuestro discurso, de nuestro logos. Así es como el exemplum es una de las más antiguas figuras de la inventio retórica definida por Aristóteles y uno de los
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dos medios de la persuasio: un argumento que pertenece al ámbito de lo jurídico y opera por analogía o inducción. El orador presentaba una corta comparación o una breve fábula, sacadas de la historia o de la mitología (reales), o inventadas (ficticias), protagonizadas por personajes admirables, para sacar de ellas conclusiones relativas al presente. En cambio el modelo, como el ejemplo en Platón, constituye la fuente prototípica —o sea primera, única o arquetípica, «que colma la ley» (Macé 2007)— de las características de un objeto concreto. En la Edad Media y el Siglo de Oro español, dos campos de aplicación religiosos destacan: el de la predicación (más bien heredera de la concepción aristotélica del ejemplo como argumento) y el de la hagiografía (más deudora de Platón, puesto que los santos suelen encarnar el prototipo de una cualidad, una conducta, etc.). José Aragüés Aldaz (1999), al rastrear las ocurrencias del término ejemplo en los tratados de aquellas épocas, hizo patente una gran variedad de uso y no pocas contradicciones, lo que le llevó a establecer una distinción entre un sentido laxo y un sentido restringido del término. En Francia, Jacques Le Goff definió el ejemplo tal como se entiende en los sermones medievales: «[...] relato breve dado como auténtico y destinado a ser integrado en un discurso (la mayoría de las veces sermones) para convencer a un público y aleccionarle»1 (1982: 36; traducción nuestra). Se trataba de un instrumento de edificación al servicio de la religión caracterizado por su narratividad, su brevedad, su veracidad o autenticidad, la dependencia con respecto a otro discurso, su finalidad retórica (persuadir), y su dimensión didáctica y pragmática, haciendo necesaria la vinculación del locutor y del receptor en torno a una misma creencia. Su función era instilar deleitando normas de comportamiento y, en última instancia, facilitar la salvación eterna del destinatario. Respecto a argumentos puramente racionales, el ejemplo permitía la visualización, una comprensión más inmediata, la memorización y la movilización de las emociones. Con ejemplos a contrario, los sermones procuraban a menudo infundir miedo a la damnación y recordar al hombre que debía hacer uso de su libre albedrío para resistir las tentaciones de Satanás (y de su auxiliar favorito: ¡la mujer!).
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«[...] récit bref donné comme véridique et destiné à être inséré dans un discours (le plus souvent des sermons) pour convaincre un auditoire pour une leçon salutaire».
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La literatura hagiográfica propone sobre todo ejemplos a maiora, siendo los santos modelos ideales, hacia los que el cristiano tiene que tender sin intentar identificarse con ellos. Si bien las biografías de santos suelen evidenciar una imitación de la vida de Jesús, de los apóstoles, los evangelistas o de otros santos, los fieles tienen que saber imitar sin seguir al pie de la letra la conducta del santo, ya que los conduciría al pecado de orgullo. Las vidas de santos medievales y áureas estudiadas, entre otros, en España por Fernando Baños Vallejo (2005) y José Aragüés Aldaz (2005), y en Francia por el grupo Lemso (Framespa) de la Universidad de Toulouse (Vitse 2005), también han dado pie a múltiples estudios de género en Estados Unidos, por el protagonismo que tienen en ellas las mujeres: «ni la formulación novelesca más feminista (como la de la novela sentimental española [...]) puede medir fuerzas con la hagiografía femenina, que pone ante los ojos del lector a verdaderas heroínas» (Gómez Moreno 2008: 216). Ahora bien, muchos géneros literarios clásicos y modernos parecen ser deudores de la literatura ejemplar o, por lo menos, comparten con ella rasgos genéricos. Fuera del ámbito de la ficción, no podemos dejar de pensar en los espejos de príncipes y en el género biográfico. Desde los cantares de gestas hasta Cervantes pasando por los libros de caballería, como mostró Ángel Gómez Moreno en Claves hagiográficas de la literatura española (del «Cantar de mio Cid» a Cervantes) (2008)2, se encuentran huellas de la literatura hagiográfica mucho más significativas de lo que se suele imaginar. Ni siquiera escapan de esta influencia la novela realista decimonónica —quizá en su tendencia más modernista, como algunos textos de Emilia Pardo Bazán (Sanmartín Bastida 2002: 262-264 y 585-587)—, o las obras de la Generación del 98 (se impone la referencia a San Manuel Bueno, Mártir de Miguel de Unamuno). Recordemos, por otra parte, que paralelamente a su uso en la literatura de predicación, el exemplum se desarrollaba en colecciones orientales de ejemplos y sentencias escritas u orales anónimas, traducidas o adaptadas al castellano (muchas de ellas derivadas del Panchatantra). Las más conocidas son sin duda las dos colecciones del siglo XIII: Calila e Dimna, cuyos protagonistas son animales, y El Sendebar o libro del engaño de las mujeres, que se dirige a un público masculino para enseñarle a desconfiar de la astucia y perversidad de las 2
«[...] los relatos novelescos y hagiográficos coinciden en algunos rasgos definidores de ambos géneros, sin que se sepa a ciencia cierta en qué dirección obran los influjos ni podamos determinar su naturaleza precisa en cada caso» (Gómez Moreno 2008: 43).
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mujeres. Consisten en una sucesión de relatos enmarcados, que presentan situaciones arquetípicas, personajes desprovistos de psicología, una contextualización mínima que, por amplificación o hipérbole, va a impactar al lector. Desembocan en una generalización y un juicio ético a menudo formulado por el filósofo o consejo real (la moraleja) vinculado con el relato marco y la lección que debe sacar del ejemplo el soberano. En un cuarto momento, y por analogía, es al lector u oyente a quien le corresponde descontextualizar y recontextualizar el ejemplo para sacar del relato una regla que oriente su propia conducta. La eficacia del dispositivo didáctico depende de la existencia de unos valores que todos compartan, de un sistema moral preexistente. En este tipo de literatura, existe una relativa convergencia entre las tradiciones orientales y la cristiana (ejemplos menos humorísticos serían los de don Juan Manuel en El conde Lucanor, o Libro de Patronio del siglo XIV). Pero, si bien la literatura ejemplar o hagiográfica dio lugar a obras edificadoras y conformistas, los relatos ejemplares no dejaron de llevar en germen parodias que intentaron atentar a la moral oficial o criticar la hipocresía vigente (por ejemplo, en la anónima Carajicomedia que, en una estructura hagiográfica, sustituye a los santos por prostitutas) y además inspiraron ficciones moralmente ambiguas. En unos tiempos en los que se censuraban violentamente las heterodoxias en España, se dieron muchos casos de obras que desarrollaban ejemplos enfrentados con la moral oficial, pretextando en algún prólogo servir de escarmiento, como lo hace Juan Ruiz en su Libro de buen amor: E Dios sabe que la mi intención non fue lo fazer por daar manera de pecar nin por maldezir; mas fue por reduçir a toda persona a memoria buena de bien obrar, e dar ensiemplo de buenas costumbres e castigos de salvaçión (1985 [1330, 1343]: 64).
Cuando los personajes contraejemplares son protagonistas de relatos largos y detallados, aunque abocados a un final desgraciado o censurados en su conducta por algún narrador, sus palabras, sus actitudes pueden aparecer también como modelos y sus autores ser a veces acusados de poner en tela de juicio, indirectamente, el sistema de valores comunes. Son ejemplos muy conocidos de esta ambigüedad ideológica La Celestina de Fernando de Rojas o el anónimo Lazarillo de Tormes. Anunciar una ejemplaridad que aparentemente acata la norma para presentar mejor personajes condenables desde este punto de vista, pero que acaban despertando en el lector empatía o admiración, es, desde luego, un recurso recurrente de la literatura libertina.
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En el ámbito español no se puede obviar la obra de Cervantes en su relación con la literatura ejemplar que se trata larga y tendidamente en el libro colectivo dirigido por E. Bouju, A. Gefen, G. Haucœur y M. Macé (2007). Nos limitaremos a recordar algunos de sus aspectos. La ejemplaridad literaria es uno de los temas principales del Quijote. Don Quijote imita de manera rígida, literal, a sus modelos, los héroes de libros de caballería, sin contemplar la distancia que separa su mundo del de ellos (distancia temporal y distancia entre la realidad y la ficción). Su modelo justifica todas sus acciones, le sirve de única guía en una perspectiva de emulación: para llegar a ser el mejor de los caballeros de todas las épocas, quiere «colmar la ley». El caballero andante encarna la aporía de la lectura en primer grado (Bouju 2007). Sin embargo, como se explicita en la segunda parte en respuesta a las críticas que alberga la versión apócrifa de Avellaneda, sí que se ambiciona una lectura ejemplar, aunque no dogmática: Cervantes pretende dar acceso a una lectura en segundo grado, es decir, crítica (Hautcœur 2007: 154). Por otro lado, y paradójicamente, el mismo personaje de Cervantes fue considerado como un español modélico, ejemplar de un alma española preñada de ideales, por ciertos lectores románticos y autores de la Generación del 98. Desde los años sesenta, es la propia novela la que se considera ejemplar de la novela moderna, e incluso posmoderna, por ser paródica, especular, híbrida, metaficcional, por incluir una crítica literaria y una autocrítica, etc. Un ejemplo que no puede ser igualado: «Une parodie devenue parangon» (Nabokov, en Perrot-Corpet 2007: 198) En cuanto a la «ejemplaridad» de las Novelas ejemplares, es todavía objeto de muchas controversias. En algunos casos, la crítica ha hecho una lectura puramente moralista, pero el antididactismo, la falta de moraleja clara y la propia declaración prologal de Cervantes hacen dudoso el contenido de la verdadera lección: «no hay ninguna de quien no se pueda sacar algún ejemplo provechoso, y si no fuera por no alargar este sujeto, quizá te mostrara el sabroso y honesto fruto que se podría sacar, así de todas juntas como de cada una de por sí» (Cervantes 1982 [1613]: 63-64). En otros casos, se ha entendido la ejemplaridad en un sentido puramente estético, ya que Cervantes declara ser el primero en novelar en lengua española. La ambigüedad, también patente en el Persiles, nos deja pensar que, si hay una ejemplaridad moral en esos relatos —que a lo mejor no son todo lo ortodoxo que quisieron dejarlo pensar los adeptos de la Contrarreforma—, sería más bien la de un cristianismo humanista, tolerante y caritativo (Lavocat 2007). En cualquier caso, la
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lección no se da directamente: el lector, al que se considera libre y capaz de sacar sus propias conclusiones, ha de acceder al sentido del texto gracias a una comprensión afectiva, y sacando provecho de la empatía que despiertan en él los personajes (Corréard 2007). Con todo, las Novelas ejemplares han nutrido hasta hoy la narrativa española, valgan como ilustración algunos libros del siglo XX: la antifranquista colección de relatos históricos reunidos bajo el título de Los usurpadores (1949), escritos por Francisco Ayala en el exilio3, la serie de microrrelatos paródicos titulada Crímenes ejemplares que Max Aub publicó en México en 1957 o la variación más reciente de Enrique Vila-Matas en Suicidios ejemplares (1991). La cuestión de los modelos sigue vigente en el siglo XIX, tanto en el ámbito político como moral y artístico. Políticamente, los románticos liberales exiliados volvieron la mirada hacia los modelos ingleses y la Revolución Francesa. La narrativa romántica consagró, desde un punto de vista formal, la ejemplaridad de la música, modelo para todas las artes, e hizo del poema, por su proximidad con ella, el género literario más «puro». En la segunda mitad del siglo, los novelistas realistas y naturalistas intentaron interpretar la sociedad recurriendo a modelos sacados de la naturaleza, de las ciencias (en particular biológicas) y el escritor pretendió emular al científico. Pero se reprochó a la mirada de entomólogo de los naturalistas una falta de ejemplaridad moral, desde un punto de vista católico, como lo ilustra, por ejemplo, el ensayo de Emilia Pardo Bazán, La cuestión palpitante. Por consiguiente, de un modo u otro, la cuestión de la ejemplaridad de la literatura siempre se planteó de forma explícita, y fue utilizada y discutida hasta, por lo menos, mediados del siglo XX. En efecto, en los años veinte y treinta se refleja la batalla ideológica que sacude la sociedad española en los relatos de las publicaciones periódicas populares que quieren influir marcadamente en las mentes y los comportamientos (relatos anarquistas, comunistas, católicos...) y, más tarde, en los cincuenta, la novela del realismo social reivindica otra vez por lo alto su función social, a expensas de cualquier dimensión estética.
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«Pero ¿por qué apela [el autor] a la conciencia de sus lectores, no desde el suelo de estas experiencias inmediatas que, más o menos de cerca, toda nuestra generación comparte, sino a través de “ejemplos” distantes en el tiempo? Probablemente, para extraer de ellas su sentido esencial, que los inevitables partidarismos oscurecen cuando se opera sobre circunstancias actuales» (Ayala 2001 [1949]: 103).
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Entonces, ¿en qué medida sigue siendo posible una ejemplaridad de la narrativa a finales del siglo XX y principios del XXI? La novela posmoderna bien parece ser el lugar de una ruptura entre moral y estética, el de la más pura intransitividad: la literatura ya sólo hablaría de literatura. Su apertura, su polisemia, el multiperspectivismo y las técnicas antiilusionistas parecen incompatibles con una inducción normativa de las conductas (Gefen 2007), y la novela de tesis, a la que se reprocha una concepción ancilar de la literatura, se ha convertido en antiejemplo para la novela posmoderna. Lo que sí se acepta de manera consensuada es que algunas obras puedan convertirse en modelos estéticos, que proporcionen claves para otros escritores. No porque inventen nuevos géneros (los epígonos siempre aparecen inferiores al autor ejemplar, quien consiguió desvincularse de sus propios modelos) sino por ofrecer unas concepciones estéticas que cada autor puede apropiarse sin pretender igualar al maestro (y nos topamos otra vez con el modelo aplastante del Quijote en la novela posmoderna). Desde luego, la ejemplaridad plantea la cuestión de la canonización de ciertas obras en la historia de la literatura según los valores de cada época —los «ejemplos» literarios canónicos son también obras a las que es cómodo apelar para lucirse en el campo literario aunque ninguna influencia o lección directa pueda de hecho rastrearse en la obra del autor que se vanagloria de semejante filiación. Pero, aunque esta idea —¿este prejuicio? (Forest 2007)4— acerca de la autonomía de la literatura sea mayoritaria entre la crítica (que no en la práctica de los lectores), las teorías de la literatura más recientes han vuelto a reflexionar acerca del vínculo que ésta mantiene con el mundo circundante, y han intentando analizar cómo puede influir en el lector, si no de manera explícita y totalmente controlada por el autor, sí de manera más compleja, indirecta y a veces en los lugares menos esperados por el propio autor. Jean-Marie
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«Qu’il puisse y avoir une signification éthique à déduire d’un livre passe, en conséquence, pour une inexpiable ingénuité. La puissance de cette nouvelle idée reçue est devenue assez extraordinaire. Un roman ou un poème qui revendique une ambition morale se trouve, pour cette raison même, immédiatement frappé d’ostracisme: on décidera que le texte incriminé ne relève pas de l’art et on le relèguera aussitôt, avec un geste suffisant de condescendance à son égard, dans le domaine subalterne de la «littérature à thèse», c’est-à-dire, de la propagande ou du catéchisme. Et si l’œuvre en question —en raison de son évidente importance— résiste à un tel geste d’exclusion, on décidera que sa littérarité tient précisément au fait qu’elle est irréductible à la signification éthique dont elle se prétend pourtant l’expression explicite» (Forrest 2007: 398).
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Schaeffer (1999) recuerda que la imitación es la base de cualquier aprendizaje y demuestra que no se puede prescindir de ella en la lectura. Para Yves Citton, la interpretación literaria ejemplifica una manera de entender la sociedad. Escritura y lectura bien podrían ser el «lugar común de una reflexión colectiva sobre el modelo general de la naturaleza humana que nuestra sociedad se da de sí misma» (2010: 227; traducción nuestra) a la vez que permitirían elaborar modelos alternativos de sociedad5. Los trabajos teóricos que vuelven a atribuir a la narrativa un poder ejemplificante suelen hacer hincapié también en el papel de las emociones y de los juegos de rol en la lectura. La filósofa norteamericana Marta Nussbaum escribió en Upheavals of Thought (2001) un capítulo titulado «Cultivar la compasión racional: la educación moral y cívica» en el que recalca el papel de la compasión y la empatía en los mecanismos de la lectura de ficción. Demuestra que las emociones, que se vinculan estrechamente con los valores, son cognitivas y normativas. Nuestras emociones revelan nuestros sistemas de valores y pueden modificarlos, orientarlos. De ahí que las diferentes emociones posibles con respecto a los personajes, a los valores del narrador implícito y a las propias reacciones del lector puedan suscitar en este último reflexiones de tipo moral, una actitud reflexiva ante su propia vida, y permitirle además tomar en cuenta el valor de lo distinto, del otro, así como su propia dependencia intelectual y emotiva con respecto a lo que le es exterior (Mathieu 2007). Desde luego, estas posibilidades ofrecidas por la narrativa dependen de los logros estéticos de la obra. La cuestión de la ejemplaridad abarca también la del héroe. El héroe todopoderoso e infalible, el superhombre, parecen no darse más que en la literatura popular o juvenil, pero algunos protagonistas, a pesar de no ser intachables, siguen funcionando como héroes cuyos defectos los hacen más humanos, entrañables. Uno de los más característicos nos parece encarnarlo el capitán Alatriste (Arturo Pérez-Reverte), un espadachín a sueldo cuya actitud es censurable en algunos aspectos pero que, dadas las circunstancias vividas y
5 «Les affabulations littéraires —en partant des micro-récits fictionnels plutôt que des métarécits idéologiques, en restant lucides sur la précarité et la relativité des méthodes qu’elles mettent en jeu ainsi que des conclusions auxquelles elles aboutissent— représentent sans doute notre meilleure chance d’espérer construire, par tâtonnements et par corrections réciproques, un modèle de la nature humaine et de la coexistence sociale, modèle peut-être capable de reconstituer par le bas une autoreprésentation de nos sociétés plurielles» (Citton 2010: 230).
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su estatuto social, se presenta como ejemplar por su dignidad y su virilidad (Touton 2007). Muchas «novelas históricas» pretenden, del mismo modo, presentar personajes históricos con sus luces y sus sombras, bajo una perspectiva intimista, pero acaban por bosquejar modelos «nacionales» cuyas limitaciones se justifican por el peso del contexto histórico. Además, tales novelas se venden con un pacto de lectura ambiguo, a través de un paratexto que insiste en la autenticidad de las vivencias y la reconstitución histórica como para hacer olvidar que no se trata sino de ficción. Por fin, cabe interrogarse, en el caso de que se siga encontrando algún tipo de ejemplaridad en la narrativa actual, sobre sus modalidades narrativas, sobre los valores que transmite. ¿Refleja o no los valores dominantes de la sociedad que le rodea? ¿Puede existir en cierto tipo de obras, por ejemplo, en la narrativa nacionalista o revisionista que no se asume como tal, una contradicción entre los argumentos racionales en boca del narrador o de los personajes, y otro tipo de argumentación solapada que apele a lo sensible, a los sentimientos y haga mella en el lector a pesar del discurso racional? En fin, ¿qué papel puede atribuirse al azar, o sea a la posibilidad de sacar de una obra una lección que ni era la que se buscaba ni la que el autor quería transmitir6? Otras tantas preguntas que hemos intentado contestar en esta reflexión colectiva en torno a la ejemplaridad en la narrativa española contemporánea. Para abrir este volumen les damos la palabra a los escritores que nos ofrecieron, además de su obra, su peculiar perspectiva sobre el tema. Aunque los tres coinciden en que la literatura tiene una dimensión ejemplificadora, cada uno de ellos aprehende la ejemplaridad a su manera: con distancia irónicohistórica para Paloma Díaz-Mas, con distancia crítica para Isaac Rosa y con distancia dialéctica para Ricardo Menéndez Salmón. En un texto lleno de humor, Isaac Rosa defiende la idea de una responsabilidad «cívica» del escritor hacia los lectores y hacia la sociedad en general. Si rechaza la palabra compromiso por su carácter algo anticuado, no rechaza, en cambio, como otros autores de su generación, las nociones de ejemplaridad, de ética o de valor. Consciente de que hemos sido educados para aprender de los libros y de que los libros siempre encierran una visión del mundo, reafirma el poder de la escritura y del escritor en el terreno del debate social, po-
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Es lo que Alexandre Gefen (2007) pone de realce a través de la noción anglosajona de serendipity o serendipidad.
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lítico, tratándose especialmente del legado de la Guerra Civil y del franquismo como se ve en dos de sus novelas, El vano ayer y ¡Otra maldita novela sobre la guerra civil! A su vez, Ricardo Menéndez Salmón nos brinda una reflexión sobre la necesidad absoluta de tomar en consideración la dimensión ética de la literatura, a partir de la obra de Peter Weiss, y de su autobiografía ficticia titulada La estética de la resistencia. Como topógrafo de la literatura actual, destaca una serie de características de la sociedad contemporánea que todas coinciden en la dominación de un sentimiento pos-posmoderno de indiferencia generalizada, hacia el artista, hacia su obra, hacia la cultura o la excelencia, en fin hacia todo, que rechaza por lo tanto la idea de que el artista pueda tener y ejercer una responsabilidad en la sociedad. En ese balance bastante desilusionado, destacan sus novelas (La ofensa, Derrumbe o El corrector) como reacciones contra la indiferencia y como manifestaciones de la dimensión ética que conlleva cualquier (est-)ética. Por su parte, Paloma Díaz-Mas recalca el estatuto contradictorio de la ejemplaridad, que se rehúsa por un lado, pero que, por otro, resulta imprescindible. Afirma así que el lector busca leer historias ejemplares y que el escritor, novelista o cuentista, aunque sea a pesar suyo, busca también escribir historias ejemplares, con lo cual la ejemplaridad está en la base misma de la escritura literaria. A partir del argumento de tres de sus novelas, Paloma DíazMas muestra cómo el tratamiento irónico, es decir, distanciado, del pasado, y en especial de la Edad Media, le permite conferir a sus textos una dimensión aleccionadora que no refleja sino su propia opinión: la necesidad de no cumplir todos sus deseos (El rapto del Santo Grial), la relatividad de la verdad histórica (El sueño de Venecia) y la conciencia del valor del pasado para entender el presente y preparar el futuro (La Tierra fértil). Pasemos ahora la palabra a los diferentes contribuidores que participaron a la elaboración de este volumen cuyo objetivo es ofrecer una visión de la narrativa española actual bajo el ángulo de la ejemplaridad, visión cuadripartita que se apoya mayoritariamente en la perspectiva de cada uno de los tres escritores. La primera parte, titulada «La ejemplaridad: un pacto de responsabilidad con los lectores», reúne cinco contribuciones centradas en autores que asumen cierto compromiso político y moral, con respecto a la cuestión de la memoria histórica y al legado del pasado reciente de España, de la Guerra Civil, del franquismo, o de ambos a la vez.
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En su artículo dedicado a la ejemplaridad en la narrativa española de finales de los cincuenta, Geneviève Champeau muestra las contradicciones del realismo social, entre realismo socialista y realismo crítico, al proponer a los lectores modelos de conducta encarnados por el capataz o el huelguista, pero vertidos en moldes retóricos tan rígidos como los de su contramodelo, el discurso franquista. A partir de la clasificación de Vincent Jouve, Catherine Orsini-Saillet destaca una estirpe de «héroes cóncavos» en la narrativa de Rafael Chirbes, personajes oblicuamente ejemplares, cuyo comportamiento ambiguo, subrayado gracias a la técnica del multiperspectivismo, pone en tela de juicio la ejemplaridad misma e invita al lector a reconstruir por cuenta propia una forma de moral personal. Por su lado, Isabelle Steffen-Prat estudia el caso de un «héroe de lo cotidiano» en las memorias de Marcos Ana (Decidme cómo es un árbol), poeta y portavoz de todos los presos políticos del franquismo, que en el crepúsculo de su vida reúne en un texto genéricamente libre de todo formalismo su experiencia y la de otros, siendo convertidos los recuerdos en «actos éticos» (Susan Sontag) de una generación ejemplar y sacrificada. A través de la complejidad del personaje de Eusebio/Eugenio, de la intertextualidad y de la polifonía que caracterizan Las semanas del jardín de Juan Goytisolo, Yannick Llored se interroga sobre el compromiso ético y estético del escritor, poniendo de realce el lugar fundamental que ocupa la figura del autor en su obra como crisol donde se mezclan todas las contradicciones de la sociedad española todavía incapaz de superar el trauma de la Guerra Civil y del franquismo. Por fin, Amélie Florenchie se interesa por la deconstrucción de los mitos literarios en El vano ayer y ¡Otra maldita novela sobre la guerra civil! de Isaac Rosa, y en particular por el mito del héroe republicano y el tópico de la reconciliación nacional fomentado por la transición democrática. Muestra cómo Rosa intenta definir un nuevo discurso literario que se podría calificar de ejemplar sobre el pasado reciente de España, valiéndose de un conocimiento profundo y completo de los hechos históricos, abordados con mayor objetividad que por el pasado. En la segunda parte del volumen, «Apuntes para otra estética de la resistencia», incluimos dos reflexiones cuya perspectiva es más histórica y menos formal, y permite enfocar la noción de ejemplaridad desde los escritores y el mundo de las letras.
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Así es como Benoît Mitaine define la ejemplar contraejemplaridad de Luis Martín-Santos a partir de la ruptura creada en la historia de la literatura por la publicación del memorable Tiempo de silencio: una novela que pretende «modificar la realidad española», pero que le permite también a su autor como al lector divertirse, rompiendo de ese modo no sólo con el realismo social sino también con la atmósfera plúmbea de la sociedad española bajo el franquismo. Antonio Francisco Pedrós-Gascón aborda la ejemplaridad desde un ángulo original que se sitúa más bien del lado del escritor, pero dentro de un marco a la vez estético-geográfico. A través del estudio de las principales novelas que José Manuel Caballero Bonald escribió tras su estancia en Colombia (1960-1962), el autor rastrea las huellas de una latinoamericanofilia ejemplar que se manifiesta en la impregnación de su lenguaje, el recurso a la narrativa real-maravillosa, y la defensa y praxis del barroquismo. Mediante el uso de estos elementos el autor gaditano reafirma su oposición al régimen franquista y al tradicionalismo español, más propenso a ensalzar la figura de Quevedo por encima de Góngora, preferencia de Caballero Bonald. La tercera parte, «Novelas históricas, novelas ejemplares», abandona el escenario histórico contemporáneo para hundirse en los arcanos de la Edad Media y del Renacimiento, y mostrar cómo el pasado puede seguir siendo ejemplar a la hora de comprender el presente. En su aproximación a la obra de Paloma Díaz-Mas, Isabelle Touton aborda la vertiente histórica de la ejemplaridad y su componente medieval. Basándose en el estudio de textos anteriores de la autora, muestra cómo la ejemplaridad de su última novela, La Tierra fértil, estriba en un uso sutil y lúdico de la tradición literaria, gracias a la que la novelista consigue fabular ejemplos válidos para el presente. En cuanto a Agnès Delage, enfoca la cuestión de la ejemplaridad en su vertiente política, para analizar la ficcionalización de modelos o anti-modelos de ejercicio del poder a través del estudio de la única novela histórica de Manuel Vázquez Montalbán. En O César o nada, Vázquez Montalbán recrea la saga de los Borgia en la Italia del siglo XVI, para estudiar la emergencia de la Razón de Estado y la posibilidad de una «ética de resistencia», encarnada por Maquiavelo. Entre novela histórica y novela de tesis, esta ficción, que el mismo Vázquez Montalbán calificaba de «posthistórica», invita al lector a una crítica radical de los fenómenos de dominación contemporáneos y plantea el paradigma inestable de un «pesimismo activo» como único modelo de compromiso político.
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Por fin, la cuarta parte, que lleva por título «Y... la construcción de género(s): nuevos ejemplos femeninos, juveniles y reconfiguración de lo masculino», se centra en la ejemplaridad tal como la pueden encarnar personajes novelescos, hombres, mujeres, jóvenes o incluso ¡ángeles!, enfrentados con grandes problemas existenciales como el amor, el poder o la paternidad. La aproximación a Nosotros los Rivero que ofrece Maylis Santa-Cruz permite, al igual que la contribución de Geneviève Champeau, acercarse a la narrativa de los años cincuenta; en esta novela, se estudia la caracterización de los personajes femeninos como modelos ejemplares o contraejemplares a la vez que se subraya la sutileza con la que la autora, Dolores Medio, se libró de la censura para hacer triunfar sus ideas, encarnadas por el personaje de Lena, mujer independiente y escritora famosa en la España de Franco. Myriam Roche se interesa también por la representación de la mujer como posible modelo de conducta en la narrativa de José María Guelbenzu. Esboza primero el retrato de una mujer ejemplar en la España de la transición democrática, es decir, independiente y sobre todo sensual, para compararlo luego con el que generan las novelas policíacas del autor, a través de la juez Mariana de Marco: mujer libre también, pero cuya independencia resulta menos transgresiva en la sociedad actual que en los años sesenta o setenta. La autora concluye sobre la idea de un balance desencantado del escritor frente a la sociedad en la que vive y sus limitadas posibilidades de evolución. Isabelle Fauquet muestra cómo, en Hay algo que no es como me dicen, Juan José Millás construye, a partir de un caso real de acoso, una novela que defiende una ejemplaridad a la vez pragmática (orientada hacia la acción) y cognitiva (hacia el saber): si la trayectoria de la protagonista, Nevenka, es ejemplar al pasar de víctima a heroína, la del narrador/autor lo es también al conferir al discurso literario una dimensión política bajo la forma de un alegato contra el machismo. Por su lado, a través de la obra de Laura Gallego García, Philippe Merlo se interroga sobre la ejemplaridad en una literatura infantil y/o para adolescentes de tipo fantástico. Apoyándose en los trabajos del filósofo francés Henri Bergson sobre la moral del santo y del héroe, analiza la construcción y evolución del personaje de Ahriel, ángel de sexo femenino que, tras pasar por varios estadios, llega a saber exactamente «quién es», para asentar la ejemplaridad del relato en la idea de la necesaria búsqueda por el lector joven de un equilibrio personal entre el Bien y el Mal que no descarte cierta ambigüedad. Nicolas Mollard, por fin, aborda la ejemplaridad tal como se manifiesta en cuatro cuentos de Ricardo
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Menéndez Salmón escogidos por sus temáticas afines: la paternidad, la relación padre-hijo (recogidos en Gritar y Los caballos azules). En estos cuatro relatos el autor muestra cómo se construyen para descontruirse luego figuras de padre, no con el objetivo de transformarlas en figuras contraejemplares, sino, al contrario, para cuestionar a fondo los estereotipos vinculados con éstas. Al fin y al cabo, Nicolas Mollard nos enseña cómo la paternidad es algo tan común e «improbable» a la vez para Ricardo Menéndez Salmón. El presente volumen es fruto de una reflexión colectiva llevada a cabo entre octubre de 2009 y marzo de 2010 en la Universidad de Burdeos y el Instituto Cervantes de la misma ciudad, en torno a la noción de ejemplaridad en la narrativa española contemporánea. Esta reflexión se enmarca en un proyecto científico más amplio en torno a la noción de modelo, impulsado por Geneviève Champeau y Ghislaine Fournés, sucesivas directoras del grupo de investigación ERPI, componente de AMERIBER. Antes de dejar paso a la lectura de ese trabajo colectivo que nos agradó tanto, cabe agradecer a todos, investigadores y autores, su participación al seminario; varios de ellos aceptaron que no figuraran sus contribuciones por cuestiones de espacio, pese a su gran interés: queremos dar las gracias en especial a Alexandre Gefen, uno de los autores del volumen coordinado por Emmanuel Bouju tan a menudo citado por los contribuidores. Nuestra gratitud va también hacia la directora de AMERIBER, la catedrática Elvire Gómez-Vidal Bernard, sin la cual este trabajo no hubiera podido llevarse a cabo, hacia la catedrática Geneviève Champeau, por su participación al volumen y sus valiosísimos consejos en cuanto a redacción, y hacia Antonia Picazo Serna, directora del Instituto Cervantes de Burdeos, que nos acogió tan amablemente en la última vivienda de Goya en esta misma ciudad.
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Puesto que el tema que nos reúne es hablar de la ejemplaridad en la novela española reciente, y en concreto en nuestras obras, no sé si decir que hoy estamos aquí tres novelistas ejemplares, o ejemplarizantes. En cualquier caso, creo que ninguno de los tres, ni Paloma Díaz-Mas, ni Ricardo Menéndez Salmón ni yo rehusamos el tema, los tres reconocemos elementos éticos en nuestros libros y no tenemos miedo de ser vinculados a esa noción de ejemplaridad. Lo digo porque no sé si las organizadoras del encuentro, Amélie e Isabelle, han tenido muchas dificultades para encontrar tres novelistas españoles actuales dispuestos a hablar de ejemplaridad en sus obras. Sé que tienen interés en nuestras novelas, que las han leído y analizado con mucha generosidad, pero ya digo, no sé si desde el principio quisieron contar con nosotros o es que no han encontrado más novelistas dispuestos. Porque me temo que a más de un novelista español, de mi generación, por ejemplo, le entrarían sudores fríos si le invitasen a un encuentro como éste. Me imagino la respuesta de algún novelista: «¿Ejemplaridad? ¿En mi obra? ¿Por quién me tomas? ¿Me estás llamando moralista? ¿Qué crees, que soy un cura o algo así? En mi obra no hay nada de ejemplaridad, todo lo contrario, es pura transgresión, provocación, amoral, antiejemplar...». Bromas aparte, lo cierto es que para muchos autores la ejemplaridad es una palabra vieja, de otro tiempo, de la edad de la inocencia, y todo lo que tenga que ver con ejemplaridad, con valores, con ética, con moral, con compromiso incluso, son palabras grandes, pesadas, duras, impropias de un
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tiempo como éste que se pretende, o que nos presentan y nos describen como un tiempo blando, líquido, ambiguo, fragmentario, poliédrico, esta posmodernidad interminable donde no caben grandes palabras ni grandes relatos ni grandes propósitos. Yo no tengo miedo de esas palabras, de esos conceptos, como no lo tienen Ricardo Menéndez Salmón ni Paloma Díaz-Mas, y por eso estamos hoy aquí tres autores que no sé, insisto, si somos ejemplares ni si lo son nuestras obras, pero que tenemos muy presente en nuestra escritura esas cuestiones, que remiten en último término al papel que la ficción ha jugado siempre y sigue jugando como intermediación con la realidad, el poder de la ficción, su capacidad para construir, transmitir, enseñar, una interpretación del mundo. Pensando en todo esto de la ejemplaridad, me encontré hace unos días una anécdota simpática, que tiene relación, contada por el crítico James Wood en su libro Los mecanismos de la ficción (título original: How Fiction Works): En 2006, el representante municipal de Neza, una barriada dura en la que viven dos millones de personas, en el extremo oriental de la ciudad de México, decidió que los miembros de su fuerza policial tenían que convertirse en «mejores ciudadanos». Decidió que debía darles una lista de lectura, en la cual se podía encontrar Don Quijote, la bella novela de Juan Rulfo Pedro Páramo, el ensayo de Octavio Paz sobre la cultura mexicana El laberinto de la soledad, Cien años de soledad de García Márquez, y obras de Carlos Fuentes, Antoine de Saint-Exupéry, Agatha Christie y Edgar Allan Poe. El jefe de policía de Neza, Jorge Amador, cree que leer ficción enriquecerá a sus oficiales al menos de tres maneras: «Primero, permitiéndoles adquirir un mayor vocabulario. Después, otorgando a los oficiales la oportunidad de adquirir experiencias a través de un intermediario. Un oficial de policía debe ser conocedor del mundo, y los libros enriquecen la experiencia de las personas de manera indirecta». Finalmente, Amador asegura que existe también un beneficio ético. «Arriesgar tu vida para salvar las vidas y las propiedades de otras personas requiere unas convicciones profundas. La literatura puede mejorar esas convicciones profundas permitiendo a los lectores descubrir vidas vividas con un compromiso similar. Esperamos que el contacto con la literatura haga que nuestros oficiales de policía estén más comprometidos con los valores que han jurado defender.»
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Ya ven, pura ejemplaridad. No entiendo que Amélie e Isabelle no hayan invitado a Jorge Amador a este encuentro. Ya en serio, y aunque la noticia transmite un elemento de ingenuidad en ese jefe de policía que espera convertir a sus agentes en mejores personas, es interesante cómo en sus palabras revela tres formas de ejemplaridad atribuidas a la literatura: el aprendizaje del lenguaje, en primer lugar, «adquirir un mayor vocabulario»; conocer el mundo por intermediación de la literatura, en segundo lugar; y alcanzar convicciones éticas profundas y un mayor compromiso con los demás, en tercer lugar. Ya digo, pura ejemplaridad. En realidad, el jefe de policía mexicano no es tan ingenuo. Y en caso de serlo, comparte esa ingenuidad con millones de lectores en todo el mundo. Pues, ¿no es eso lo que esperamos de los libros, lo que siempre hemos obtenido de ellos, lo que buscamos al leer? ¿Es cándido pensar que la literatura nos puede hacer mejores personas, no sólo más listos, más cultos, mejor hablados sino también buenos, moralmente mejores? Llevamos siglos buscando esa ejemplaridad en la literatura. A eso apunta también la educación, la insistencia en la lectura a los niños, pero también a los adultos en las campañas institucionales de promoción de la lectura, que insisten en atribuir esos valores a la literatura, presentada como algo entretenido pero también provechoso. ¿No sigue siendo ésa la fórmula aplicada por buena parte de la literatura comercial, por ejemplo, la novela histórica superventas, que se basa en la vieja fórmula de «instruir deleitando»? ¿A qué otra cosa, sino a nuestra convicción de que la literatura nos hace mejores personas, responde la frecuente sorpresa que mostramos ante casos de criminales, genocidas, torturadores o abusadores de niños que son al mismo tiempo grandes lectores? (Ese tópico sobre los nazis, la contradicción aparente de un pueblo de gran cultura capaz de llegar a algo como la solución final, el estereotipado personaje de novelas, el comandante nazi que dispara a los judíos con una mano mientras con la otra sostiene un libro.) Todo ello está en nuestro aprendizaje como lectores, desde niños nos enseñan a buscar esos valores, esas enseñanzas, en los libros. No hay más que pensar en la literatura infantil, tanto la clásica (las fábulas y cuentos culminados con moraleja, explícita o implícita, para aprender a desconfiar de los extraños, ser bueno, comérselo todo, no ser avaricioso, no envidiar, etc.) como la contemporánea, que sigue estando cargada de valores y se atribuye, junto a su condición de entretenimiento, un componente educativo, de transmitir tolerancia, respeto, igualdad, amistad, etc. Si así es como nos educan como
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lectores, si ese potencial es el que aprendemos de la literatura desde pequeños, ¿por qué deberíamos cambiar después? ¿Por qué deberíamos esperar otra cosa al crecer? Como lectores, estamos habituados a esa ejemplaridad, a aprender con ficciones, a conocer el mundo con novelas y películas, a tomar modelos de conducta a imitar o contramodelos a rechazar, a construir nuestro sistema de valores. Desde los ejemplarios medievales de evidente intención didáctica y moralizante, las obras al estilo del conde Lucanor, las novelas ejemplares cervantinas o no, las mil fábulas, cuentos, apólogos, sermones y leyendas que se transmitían oralmente o por escrito con las mismas intenciones, pasando por buena parte de la literatura del siglo XIX, los sucesivos realismos con intención de denuncia, la literatura comprometida del siglo XX... Pero también en nuestros días, donde pese a esa resistencia de algunos autores que comentaba al principio, y a los propósitos de transgresión más o menos acertados, sigue habiendo mucha literatura ejemplar. Sobre todo en este tiempo en que la ficción ha conquistado otros terrenos, y todo es relato, todo es narración, y los medios de comunicación usan estructuras narrativas de la ficción, y los profesores cuentan relatos para explicar sus lecciones, y los políticos recurren a historias ejemplares para transmitir sus decisiones y planes, en eso que hoy llaman storytelling, y que en realidad es muy viejo. Y sin embargo, como decía al principio en tono de broma, muchos autores se alejan de ese potencial de la literatura, rechazan esa ejemplaridad, esa capacidad de las novelas para transmitir una interpretación del mundo, del tiempo que vivimos o del pasado. Es algo propio de esa posmodernidad a que me refería, en la que muchos han renunciado a decir, o prefieren decir a media voz, con ambigüedad, con ironía, porque debemos huir de las grandes palabras y de los grandes relatos, y lo que se lleva es ser irresponsable. En palabras del editor y crítico Constantino Bértolo, en un lúcido texto (La ironía, el gato, la liebre y el perro) sobre el uso hoy de la ironía para decir sin decir nada: [La ironía es la] Musa irresistible para el escritor de nuestro tiempo: el que no quiere equivocarse. Quiere participar en el decir pero sin decir nada exactamente y ve en la ironía la elegante evasiva que resuelve el problema que plantea tal cuadratura del círculo. Su miedo a decir [algo] se asienta en su presunta lucidez histórica: decir produce catástrofes. [...] Nada hay por tanto de raro en que con tantas ventajas la ironía se haya constituido en el recurso más prestigioso de nuestro
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tiempo literario. Tiempo en que el hablar claro parece estar condenado a volverse palabra autoritaria, dogmática, totalitaria: anatema. Tiempo en el que el escritor rehúsa ser árbitro, juez o testigo y teme que el decir le comprometa. La ironía goza social, cultural y literariamente de máximo aprecio y ha devenido condición y mandamiento intelectual insoslayable: toda existencia inteligente debe ser irónica, llegándose por este camino a una afirmación implícita que la sacraliza: ironía e inteligencia serían una misma cosa.
El escritor, por tanto, rehúsa a buena parte de sus tradicionales poderes como escritor. Renuncia en buena parte a ser ese intérprete o intermediador con la realidad, rehúsa a decir, a explicar, a valorar. Ahí se entenderían los recurrentes debates sobre el fin de la novela, la muerte de la novela, el descrédito de la ficción, y la proliferación de novelas autorreferenciales y metaliterarias que construyen su propia realidad y viven de espaldas a la realidad, incluso a veces con apariencia de realismo formal. No obstante, considero que estos debates sobre la muerte de la novela o el descrédito de la ficción son debates de escritores, y tal vez de críticos y estudiosos, pero raramente de lectores. Al contrario: mientras los escritores dudan del potencial de la literatura, los lectores siguen, seguimos, siendo inocentes, ingenuos, no sé si tanto como el inspector de policía mexicana pero en la misma dirección. Mientras los autores dan por cierto el descrédito de la ficción, los lectores siguen creyendo en la ficción, siguen leyendo con credulidad. Mientras los autores se desentienden de esa capacidad para indagar, interpelar, interpretar nuestro tiempo que siempre ha tenido la literatura, los lectores seguimos esperándola en cada libro, la buscamos, incluso en los libros aparentemente más evasivos. Mientras los autores huyen de la ejemplaridad, palabra maldita asimilable a moralista o sermoneador, los lectores seguimos construyendo nuestro sistema de valores en buena parte a través de ficciones. Ese desencuentro entre autores y lectores tiene, por supuesto, consecuencias. El desentendimiento de todo lo que tenga que ver con esa posible ejemplaridad, la ambigüedad moral, o la propuesta de contramodelos no para ser rechazados sino para ser admitidos como nuevos modelos, tiene efectos sobre el sistema de valores de los lectores, de los ciudadanos. El asesino, el psicópata simpático, culto, digno de admiración, por ejemplo; y muchas otras formas de transgresión que ya no son tales, que son inofensivas, pero que acaban sustituyendo a los tradicionales modelos de conducta.
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Yo creo que los novelistas jugamos un papel en la construcción de ciudadanía en democracia. Al margen de que lo queramos jugar o no, se espera de nosotros, entra dentro de las expectativas de los ciudadanos. No se trata ya de eso que conocemos como compromiso, la decisión de un autor de comprometerse con una visión crítica de su tiempo. Yo hablo de otra cosa, de algo que no es decisión del autor porque le antecede, se le presupone. Por eso a mí no me gusta hablar de compromiso (palabra también hoy maldita y de la que muchos autores huyen por considerarla apolillada, gastada, rancia). Yo prefiero hablar de responsabilidad, término que me parece más exacto. Pienso que escribir, escribir ficciones como es nuestro caso, implica un ejercicio de responsabilidad. Algunos lo asumimos e intentamos ser autores responsables; otros se desentienden y optan por la irresponsabilidad; y algunos hasta celebran esa irresponsabilidad, la reclaman como condición propia. En mi caso, si decido escribir una novela sobre la Guerra Civil o el franquismo, como hice en mis libros anteriores, no puedo obviar que mi novela va a ser leída como algo más que una mera novela, una obra fruto de mi imaginación; que va a ser leída como una propuesta de interpretación de la guerra y el franquismo, puesto que los lectores estamos habituados a construir nuestro conocimiento y nuestra memoria de tiempos pasados a partir de ficciones antes incluso que mediante libros de historia o testimonios. La ficción juega un papel central en la construcción del discurso sobre el pasado reciente, y más en el caso de España, donde las peculiaridades, las carencias en la construcción de ese discurso y la ausencia o debilidad de otros agentes han dado a los creadores (novelistas, cineastas) más responsabilidad todavía, les han llevado a ocupar un espacio que tal vez no les corresponde, al menos no en esa medida, pero es cierto que la Guerra Civil la conocen los ciudadanos más por la literatura o el cine que por la historiografía, siendo ésta tan abundante, o por la instrucción pública. Pero ese razonamiento no sólo sirve para tiempos pasados, también para el presente. Toda novela incluye una interpretación del mundo, una información, unos valores. Y eso está al margen de las intenciones del autor, incluso aunque él no lo pretenda, incluso en los casos de novelas más aparentemente evasivas, de puro entretenimiento, o especialmente en estas novelas, se está ofreciendo un programa, una imagen, un sistema. La falta de ejemplaridad no deja de ser otra forma de ejemplaridad; y la contraejemplaridad también lo es en el fondo.
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De ahí que, al margen de las intenciones del autor —que en mi caso, lo reconozco sin reparo, son intenciones que podríamos llamar políticas, de intervención sobre mi tiempo— escribir implica una responsabilidad. De ahí que yo, como autor, asuma la existencia de un pacto de responsabilidad con los lectores y con la sociedad en general. Tomo prestada esta expresión, «pacto de responsabilidad», también de Constantino Bértolo, de su último libro, La cena de los notables. Como él, yo también considero que cuando uno toma la palabra (y escribir es una forma de tomar la palabra en público), los demás callan para escuchar (y leer es una forma de permanecer callado para escuchar lo que dice el libro); es decir, cuando uno pide la palabra y la toma, toma esa palabra que es pública, que es de todos; y habla y es escuchado, está incurriendo en responsabilidad, y debería respetar un cierto pacto con el lector, hacer un uso responsable de esa palabra, no malversarla. Y no estoy hablando de ninguna forma de represión, ni censura, ni siquiera autocensura. Me refiero a un ejercicio de responsabilidad cívica que debería ser exigible al escritor de ficciones como le es exigible al ingeniero para que el puente aguante en pie o al cirujano para que el paciente no muera en la mesa de operaciones. Porque los escritores también hacemos daño, también somos responsables de derrumbes, en el terreno en este caso de los valores, y en el de la política, en la construcción de esa ciudadanía en democracia de que hablaba antes. Ése es el tipo de ejemplaridad que está presente en mi obra, la de alguien consciente del poder que la palabra escrita, la ficción, sigue teniendo hoy, y que intenta hacer un uso responsable de ese poder. La literatura sobre la Guerra Civil, por ejemplo, es en gran medida responsable del conocimiento o desconocimiento, de la memoria o desmemoria que la sociedad española tiene; y de eso quise hablar en El vano ayer o en ¡Otra maldita novela sobre la guerra civil! De la misma forma, la ficción contemporánea, la literaria, la televisiva y la cinematográfica tienen responsabilidad en la manera en que el miedo se ha convertido en un elemento central de nuestro tiempo, las ficciones nos educan en el miedo, y de eso quise hablar en mi última novela, El país del miedo.
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APUNTES PARA OTRA ESTÉTICA DE LA RESISTENCIA Ricardo Menéndez Salmón
I Entre 1975 y 1981, el pintor, dramaturgo y narrador alemán Peter Weiss publicó, en tres volúmenes, la summa de su pensamiento político y estético, Die Ästhetik des Widerstands, obra traducida en España como La estética de la resistencia. El libro, un auténtico monumento (la edición en castellano, en Hiru, consta de 1.082 páginas de apretadísimo texto; la edición alemana en Suhrkamp, más legible, alcanza las 1.196), es la plasmación de la epopeya vital de Weiss y lleva a sus últimas consecuencias dos de los subgéneros novelescos más queridos por la tradición centroeuropea: la novela de formación, o Bildungsroman, y la novela de arte, o Künstlerroman. En efecto, grosso modo, el empeño de Weiss en su texto es trasladarnos, bajo el aspecto de una novela pero, en realidad, apelando a la biografía personal, al ámbito de lo vivido, en definitiva a la autobiografía, la doble dirección de su formación, como comunista, por un lado, y como artista, por otro, mostrando, de modo admirable y, hasta donde yo sé, sin parangón en la literatura contemporánea, cómo la educación política y la educación estética pueden ir de la mano, dialogar, discutir y florecer en paralelo, aunque por supuesto aplicando en todo momento un expediente crítico que no obligue a la subsunción de aquélla en ésta, como históricamente han pretendido buena parte de los regímenes socialistas. Así, el motto que vertebra la estructura de La estética de la resistencia, una novela en la que las Brigadas Internacionales de la Guerra Civil española dia-
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logan con el exilio sueco de Bertolt Brecht, la oposición interna de La Orquesta Roja a la máquina fascista de Hitler se opone a la contemplación del friso del altar de Zeus en Pérgamo que hoy se conserva en Berlín, y el trabajo alienante en la fábrica o en el taller convive con una meditación asombrosamente iluminadora acerca de la obra de Géricault, puede resumirse en una frase admirable, verdaderamente ejemplarizante, y que yo acato sin rubor aplicada a mi trabajo: «La totalidad de la literatura», escribe Weiss, «está presente en nosotros bajo la protección de una diosa que aún podemos aceptar como válida: Mnemosine». Subyace en la obra de Weiss la negación de dos de las tesis más reiteradas en la actual literatura, rasgos de un Zeitgeist a menudo paralizante, ensorberbecido en su propia vacuidad, amante de mirarse el ombligo. La primera es la convicción, asumida por muchos creadores actuales, de que el escritor ha aceptado el desmoronamiento de las jerarquías del gusto y de la opinión, la decanonización y cierto neopopulismo: vivimos en un eclecticismo del gusto, habitamos en el rebajamiento de la exigencia artística y en una pasión nada morigerada por lo light. Miembros de una comunidad hipervinculada, nos regodeamos en el elogio de una espléndida superficialidad: tendencias culturales huecas, hipertrofia teórica, cansancio de estilos puros. Como el mundo se ha vuelto ininteligible, nuestra ignorancia ya no es un lastre, sino que podemos asumirla sin rubor. El fracaso de los grandes relatos conlleva la asunción de la derrota del verbo como rebelión y como revelación. La literatura ya no nos religa; si acaso, nos convoca a las ferias del asombro, donde todo es plausible. La segunda dirección contemporánea a la que La estética de la resistencia se opone es a la certeza que constata la derogación de los parámetros éticos y morales: del terror de Aliosha Karamazov ante el «todo está permitido» a la evidencia de los relatos de David Foster Wallace en los que «todo es posible», incluso que un hombre defeque excrementos en forma de Victoria de Samotracia. Frente a las últimas ideologías, que criticaban las anteriores, hoy se escribe desde la indiferencia. Pero no se trata de una indiferencia de tipo psicológico, donde todo le da igual al sujeto, sino de una situación en la que es imposible escoger una ideología frente a otra, quizás porque el mercado, que parece hoy la única ideología observable, las tritura y absorbe todas. Frente a esta sumisión a un pensamiento débil y a una literatura (ir)responsable, que no debe pagar ningún peaje por habitar el aquí y el ahora, La estética de la re-
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sistencia de Weiss representa, a qué dudarlo, una gozosa anomalía, y creo que puede ser reclamada, aun hoy, casi treinta años después de su redacción, como guía en el desfiladero de las motivaciones que ponen en marcha los resortes creativos, pero también éticos, de la escritura.
II Fugacidad, accidente y vértigo son signos pregnantes de nuestro tiempo. Hijos de un mundo fragmentado, urgente, imposible de aprehender, nuestra tradición ha aspirado siempre a reconocer la unidad subyacente a ese mundo, a expresarse mediante uno o varios gigantescos relatos, a levantar con obstinada periodicidad grandes summas que volvieran rígida la plasticidad. Buena parte de la historia del pensamiento occidental, desde el diálogo entre Heráclito y Parménides a propósito del estatus ontológico del mundo fenoménico hasta el esfuerzo de Marx y sus epígonos por desentrañar un motor de lo real bajo la pluralidad de acontecimientos históricos, se ha hecho eco de ese conflicto irresoluble. El vendaval posmoderno desatado a finales de los años setenta del pasado siglo nos ha hecho cómplices de una de sus tesis más cautivadoras y, al tiempo, paralizantes: la convicción de que el pensamiento ha desesperado, la evidencia de su claudicación ante la inconmensurabilidad del suceder, la certeza de que el augurio nietzscheano de las inteligencias póstumas duró apenas lo que el terrible siglo XX nos permitió soñar. Desde esta perspectiva cabe entender que la posibilidad de descubrir «otras voces y otros ámbitos» no corresponde al fin a las viejas academias de humanidades aupadas al carro de la diosa del poema del Ser y del No Ser, sino que en el arte, y en concreto en la literatura, se encuentra disuelto todo ese potencial acumulado a lo largo de siglos. Hegel ha muerto, cierto, pero Submundo, la novela de Don DeLillo, no resulta menos poderosa que La fenomenología del espíritu a la hora de dar cuenta de cómo piensa un imperio e interpretar la dialéctica de su desarrollo. No me atrevo a pronosticar hacia dónde se mueve, hoy, la literatura, pero sí me atrevo a pronosticar desde dónde escribimos. Para ello, hurtándome a una discusión nominalista al respecto de si vivimos en la posmodernidad, en la pos-posmodernidad o en un tiempo sin prefijos, y aceptando que en muchos aspectos aún vivimos en plena modernidad e incluso en plena época pre-
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moderna (basta, al respecto, advertir cómo determinados poderes son incapaces, 220 años después de la Revolución Francesa, de aceptar algo tan obvio como la separación entre Iglesia y Estado), propondré ciertas claves que afectan al escritor contemporáneo, con la advertencia de que estas claves no son meliorativas por necesidad, sino que me limito a enunciarlas por lo que poseen de evidentes. 1. El escritor contemporáneo descubre una perspectiva problematizadora de la realidad, concluyendo en una crítica general sobre sus sistemas y códigos. Para Auster, «la realidad no existe»; para Barth, «la realidad es un bonito lugar para ir de visita, pero uno no desearía vivir allí, y la literatura nunca lo ha hecho por mucho tiempo». 2. El escritor contemporáneo asume su incredulidad ante los grandes relatos que intentaban alcanzar una comprensión global del mundo. Digamos que el último intento por pensar el mundo como un Todo fue el de Hegel. El mundo es demasiado complicado, variado e inabarcable para percibirse sincrónica y simultáneamente. La percepción de la totalidad sólo puede hacerse a través del fractal, que refleja el Zeitgeist. 3. El escritor contemporáneo construye sus historias con un estilo literario fundado sobre el collage y cuyo modelo formal es el caos. Se potencia la discontinuidad, la ruptura del discurso lineal, a través de la recuperación y uso del fragmento como elemento estructural. El modelo entrópico ha impuesto su discurso también en lo artístico. Y aunque toda escritura, desde la más inocente a la más vanguardista, es una tentativa que aspira al sentido, aunque sea al sentido del sinsentido o al sinsentido de la propia forma, aunque toda literatura es un intento por derrotar a la temible entropía, hay un reconocimiento explícito de que la literatura es, a su vez, una implacable generadora de desorden, de desorganización, de caos. 4. El escritor contemporáneo trabaja desde el abandono de las teorías seculares sobre el autor, la originalidad y el concepto de propiedad con varias consecuencias: la posibilidad del plagio intertextual, la introducción de la interpretación libérrima de la obra y el combate contra la idea de propiedad intelectual. Surgen la deconstrucción y los movimientos de apropiacionismo. Todo es de todos. Pensemos, en un plano de excelencia, en Bacon reinterpretando los retratos papales de Velázquez. 5. El escritor contemporáneo construye desde el gusto por una escritura entre géneros, por una narración a medio camino entre la realidad y la ficción, el mestizaje, la hibridez, la indeterminación. Pensemos en el Sebald de Austerlitz.
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6. El escritor contemporáneo prohíja la metautoría, la presencia del propio autor como personaje del libro. Hay una autoconciencia de la narración: los libros se vuelven conscientes de sí mismos y se tratan como estructuras autogenerativas, autoparódicas, especulares y reflexivas. Pensemos en el Calvino de Si una noche de invierno un viajero. 7. El escritor contemporáneo no oculta una cierta predilección por una perspectiva ahistórica y presentista, sustentada en el instante. En esa falta de conciencia histórica hay que considerar el hecho de que la posmodernidad fue un movimiento genuinamente norteamericano y que la sociedad de este país tiene grandes dificultades para captar la dimensión histórica de los hechos. La modernidad que se fundó con la Ilustración fue una construcción europea, pero la posmodernidad es un fruto norteamericano. En la modernidad predominaba la razón universal, pero la posmodernidad es el reino del multiculturalismo. Y Norteamérica encarna a los grandes gestores de la mezcla de estilos: lo kitsch, el camp, el zapping. 8. El escritor contemporáneo escribe desde su gusto por la falsificación, la traducción falsaria o infiel y la idea de conspiración, que es la mistificación manipuladora llevada a la política. Pensemos en la obra de DeLillo, que se puede leer casi como una autoprofecía cumplida de la política neocom.
Insisto en que no todas estas características, que me parecen inobjetables desde el punto de vista de su existencia, lo son desde el punto de vista de su probidad. Algunas de estas características convergen hacia un lugar común que en mi escritura he combatido sin disimulo: ese lugar común es la indiferencia.
III En mis tres últimas novelas publicadas en Seix Barral, entre 2007 y 2009, he intentado construir en realidad una trilogía contra la indiferencia: en La ofensa, una indiferencia disfrazada de guerra que pudo propiciar fenómenos como el nazismo; en Derrumbe, una indiferencia disfrazada de miedo que nos conduce a la actual cultura del simulacro en la que nos encontramos inmersos; y en El corrector, una indiferencia disfrazada de mentira que llevó a la sociedad española al borde del abismo el 11 de marzo del año 2004, exigiendo de ella un ejercicio de responsabilidad casi heroico. Desde esta óptica, y si bien muchos críticos se muestran reacios a considerar la posibilidad de conceptuar el arte en términos morales o moralizantes,
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como escritor creo que no sólo es posible criticar el arte como pauta cultural, sino que es necesario, aunque desde una perspectiva individual, que no colectiva. El arte no debe tener moral, pero sí ética: el arte no debe pretender la reforma de la sociedad, pero sí debe indagar en el sentido de un respeto por la propia idea de arte, o si se prefiere, debido a la actual dificultad para deslindar qué es arte de qué no lo es, del respeto a la obra de arte en cuanto intención, en cuanto propósito, en cuanto búsqueda, en fin, de algo superior en el hombre, sea inmanente, como es mi caso, o trascendente, como sucede con otros artistas. Me he limitado, pues, a ejercer de topógrafo de una realidad literaria que no necesariamente me gusta, pero que es desde la que trabajo, para diagnosticar algo que es más un deseo que una certeza. El narrador del siglo XXI es fruto de un tiempo en construcción. Si la Historia ha sido siempre una especie de work in progress, hoy más que nunca, puesto en solfa el empeño por imponer una concepción ahistórica del tiempo, un omega de la Jerusalén terrenal, el escritor hereda una época en constante transformación. Y transformación equivale a accidente, crisis, plasticidad, polisemia, vértigo. Es cierto que ya no se puede escribir como en 1880, pues todo el mundo ha visto Australia sin necesidad de visitarla; sin embargo, ello no significa que los anhelos y las angustias de los hombres de 1880, conocieran o no Australia, sean distintos a los nuestros. Porque puede que el mapa haya cambiado, pero sus puntos cardinales (amor, fatum, muerte, tiempo) permanecen inalterables. El narrador del siglo XXI ha de tener en cuenta esta evidencia. Pero también ha de tomar en consideración otra. Vivimos en un tiempo dominado por la tentación de la copia, del eco de un eco. La tecnología no sólo ha convertido la literatura en un producto infinitamente reproducible, sino que una lógica perversa ha convertido también al escritor en un sujeto infinitamente reproducible. El narrador del siglo XXI debe ser consciente de que el libro sólo ya no basta. Por eso creo que el papel del editor va a ser fundamental. El siglo XXI y sus narradores necesitarán editores audaces capaces de ofrecer al público una cultura de escritores vivos, no de simulacros, una cultura de libros únicos en el seno de una sociedad donde la excelencia cada vez importa menos. Es en ese problemático statu quo donde creo que sigue teniendo cabida la ejemplaridad que representan obras como la de Peter Weiss, una ejemplaridad que exprese, en definitiva, la confianza en la literatura como una maquinaria
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desveladora y debeladora: desveladora de la entraña de la Historia y del papel jugado por los individuos dentro de ella; debeladora de las distintas mistificaciones que el Poder emplea para mantener a hombres y mujeres en una infancia perpetua y estúpida. Una maquinaria que, en resumidas cuentas, no renuncie a constituirse, una vez más, en una (est)ética de la resistencia. Gijón, junio del 2010
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NOVELAS HISTÓRICAS, NOVELAS EJEMPLARES Paloma Díaz-Mas
Entre las definiciones que el Diccionario de la Real Academia da para la palabra ejemplar se encuentran las siguientes: «1. adj. Que da buen ejemplo y, como tal, es digno de ser propuesto como modelo. Vida ejemplar. 2. m. Original, prototipo, norma representativa. [...] 6. m. Lo que se ha hecho en igual caso otras veces. 7. m. Caso que sirve o debe servir de escarmiento». Según eso, literatura ejemplar sería tanto la que da ejemplo que puede servir de modelo como la que ofrece casos que deben servir de escarmiento, o simplemente la que propone prototipos o normas representativas, la que muestra cómo se ha hecho otras veces en casos parecidos. ¿Escribimos hoy novelas ejemplares? ¿Es la ejemplaridad un objetivo de la narrativa actual? Podríamos pensar que no. La impresión más generalizada es que hoy en día se lee para adquirir conocimientos «técnicos» (caso de la mayoría de los libros, desde los de texto hasta los de autoayuda) o para entretenerse, pero no para recibir un mensaje moral, que es lo que lleva implícita la literatura ejemplar. La moral está mal vista y, en principio, nos imaginamos que pocos lectores estarán dispuestos a comprar un libro porque les han dicho que transmite ejemplos morales; en contrapartida, pocos escritores actuales se atreverían a afirmar que escriben literatura moral: es veneno para la taquilla. Sin embargo, creo que el lector muchas veces busca un mensaje moral, aunque ni siquiera sea consciente de ello. Todos hemos sufrido alguna vez una decepción al leer un libro que podríamos calificar de «entretenido», incluso de «bien escrito», pero que no nos ha prendido, no ha llegado a interesarnos; y acabamos por concluir que ese libro no nos decía nada. ¿Qué espe-
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rábamos que nos dijera el libro? Probablemente, algo sobre nosotros mismos, sobre los seres humanos en general. Esperábamos que nos contase una historia ejemplar, algo que pudiéramos trasponer a nuestra vida. De la misma manera, los escritores —salvo que sean fabricantes de best sellers, de pura literatura de consumo... y aun así— buscan contar algo, decir algo. ¿Contar qué? Creo que queremos contar historias con las que el lector pueda identificarse y que, por eso mismo, se convierten en historias ejemplares, en modelos o muestras de la conducta humana. En otras palabras, la empatía entre el lector y el texto se basa, a mi juicio, en la capacidad del texto para convertirse en modelo, ejemplo o muestra de algo reconocible como humano.
EJEMPLARIDAD
E I RO N Í A
En el caso concreto de una escritora como yo, ¿cómo se manifiesta la ejemplaridad en lo que he escrito? Para empezar, creo que es fundamental el uso del distanciamiento irónico. Puede parecer paradójico que para acercar la literatura al lector el escritor tome distancia, pero trataré de explicar cómo lo entiendo yo desde mi propia experiencia. Una experiencia, la de escribir, que es producto de un proceso no del todo consciente, en el que quien escribe adopta con frecuencia decisiones que en el momento no sabría explicar, pero que acaban teniendo coherencia en la obra terminada o, incluso, en el conjunto de la obra de una autora o de un autor. La mayoría de mis novelas y muchos de mis cuentos se sitúan en un tiempo pasado. Esto ha hecho que me califiquen de escritora de novela histórica, lo cual es sólo relativamente verdad: aunque ubique la acción en un tiempo pasado más o menos reconocible, lo cierto es que escribo historias completamente inventadas. O sea, que mis narraciones (novelas y cuentos) no son historias verdaderas, sino auténticas ficciones. Sin embargo, el situar mis historias en el pasado —real o imaginario— y no en el presente es, a mi juicio, un recurso de ejemplaridad, puesto que el hecho de que la trama no suceda en la actualidad, sino en un entorno de otro tiempo, me permite crear una distancia que propicia la ironía en el sentido recto del término: la figura retórica que consiste en decir una cosa aparentando decir otra.
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En efecto, cuando escribimos novela histórica estamos diciendo una cosa (estamos contando hechos que aparentemente sucedieron en el pasado, hablando de cosas y de personas que ya no existen), pero en realidad decimos otra: hablamos, en realidad, de nuestra propia época, del mundo que nos rodea, de nosotros mismos. Y el situar los hechos en otra época no es más que un pretexto para hablar del ahora, un recurso para narrar con cierto distanciamiento lo que podría haber pasado ayer mismo. Partimos de la base de que muchas veces las cosas se aprecian mejor con perspectiva, se ven mejor desde una cierta distancia. Contar lo que le pasa a un señor feudal del siglo XIII, a los caballeros de la mesa redonda, a un niño de la calle del siglo XVII o a un viajero inglés en el Madrid del XVIII (por poner sólo algunos ejemplos que aparecen en mis novelas) es una forma irónica de hablar del ser humano. Parece que estoy hablando de gentes de otros tiempos, pero ¿no sentían, pensaban y actuaban ellos como nosotros hoy? ¿Qué diferencias y semejanzas había entre esos hombres y mujeres de otro tiempo y nosotros? ¿Pueden servirnos sus historias como ejemplo o modelo, como caso prototípico o como escarmiento? Hablar del pasado (o fingirlo) es una forma irónica de hablar de nosotros mismos, de nuestro mundo y de nuestros sentimientos. Es el viejo ideal humanista de la Historia (aquí, la historia ficticia, inventada pero verosímil) como maestra de la vida.
TRES
N A R R AC I O N E S , T R E S E J E M P LO S
Me gustaría comentar ahora brevemente cómo veo la cuestión de la ejemplaridad en tres de mis novelas: El rapto del Santo Grial o El Caballero de la Verde Oliva (1984), El sueño de Venecia (1992) y La Tierra fértil (1999). El rapto del Santo Grial fue la primera novela que publiqué (aunque no la primera que escribí, pero de aquel primer intento narrativo será mejor olvidarse). Salió a la luz porque en 1983 quedó finalista en la primera edición del Premio Herralde, que con el paso del tiempo se ha convertido en un galardón literario de prestigio, a través del cual se han dado a conocer en España y fuera bastantes escritores. La época en que se convocó por primera vez el premio era el final de la Transición política española, el momento en que España estaba viviendo el paso de un régimen dictatorial a una democracia parlamentaria. Eran años (los que mediaron entre la muerte del general Franco en 1975 y la entrada de
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España en la Unión Europea en 1986) en que todas las posibilidades parecían abiertas y vivíamos a un tiempo con interés y con inquietud los cambios vertiginosos que estaba protagonizando el país. Una época a la vez esperanzadora e inestable, en la que todo parecía posible y en la que teníamos la impresión —probablemente acertada— de que todo en nuestro entorno estaba en proceso de construcción y el resultado podía ser un hermoso edificio, una chapuza o la ruina total (sobre las cabezas de todos planeaba también la memoria histórica de la Guerra Civil que habían vivido nuestros padres o nuestros abuelos, y el temor a que volviera a producirse una contienda por el estilo). Eran, en definitivas cuentas, tiempos de ilusiones y zozobras. Todo estaba abierto a novedades, también en el ámbito literario. El panorama cultural pedía una renovación. A muy pocos interesaba ya la literatura de los escritores oficiales del franquismo; aunque hubo algún intento de recuperar a los autores españoles en el exilio, en la mayor parte de los casos (y salvo excepciones), su discurso, que había envejecido en su aislamiento, no logró prender en una sociedad española ansiosa de cambios. Y existía, por tanto, una cierta curiosidad por comprobar si la democracia recién estrenada podía traer también nuevos aires al mundo de la cultura. En ese contexto, algunos premios literarios y, sobre todo, la acción de unas cuantas editoriales independientes cumplieron el importante papel de dar a conocer nuevos escritores. Surgió así lo que se ha dado en llamar nueva narrativa española, que desde luego no es una generación literaria, sino una serie de escritores de distintas generaciones, con diferentes acercamientos estéticos y temáticos a la literatura, y procedentes de distintos lugares de España (con una presencia importante de autores que vivíamos y escribíamos en ciudades de la periferia), que tuvieron la oportunidad de publicar y darse a conocer precisamente en esos años de los albores de la democracia. La mayoría de ellos siguen o seguimos publicando. El rapto del Santo Grial lleva al final dos fechas: Jerusalén 1978-Madrid 1982. Es el tiempo (cuatro años largos) que tardé en escribir esta novelita de menos de cien páginas. Cuatro años para ochenta y siete páginas (que es la extensión exacta) da un total de poco más de veinte páginas por año, lo cual significa que escribí despacio, sin premura y, sobre todo, que dejé reposar lo que había escrito, releí, reescribí, dejé y retomé la escritura varias veces. El mercado literario no estaba estructurado como hoy —estaba, más bien, desestructurado, lo cual permitía gran libertad y nichos de oportunidades para los autores desconocidos— y los escritores no sentíamos la presión de publi-
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car un libro cada dos años para estar siempre presentes en el panorama literario, una mecánica infernal que se ha impuesto después y que ha agotado el venero creativo de varios buenos escritores que cometieron el error de someterse a ella. En mi trayectoria personal esos años van desde el momento en que terminé mis estudios universitarios hasta los meses previos a que me convirtiera yo misma en profesora de la Universidad del País Vasco, lo cual supuso además trasladar mi residencia de una gran ciudad como Madrid a una pequeña ciudad vasca, Vitoria; entre 1978 y 1982, al tiempo que escribía la novela, me estaba formando con una beca en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, un organismo que abandoné precisamente en 1982 y al que no regresé hasta veinte años después, en 2001. El periodo de escritura de esta primera novela coincide, por tanto, con mis años de formación como escritora, pero también como persona y como profesional. La primera fecha está datada en Jerusalén porque la idea de la novela surgió durante unos días de estancia en esa ciudad, para participar por primera vez en mi vida en un congreso de estudios sefardíes, una especialidad en la que entonces me iniciaba y a la que me he dedicado hasta hoy. Pues bien, esa novela principiante es ya una novela ejemplar, y mucho. Escribí una historia aparentemente ambientada en la Edad Media, pero se trata de un Medievo puramente literario, que no pretende reflejar la realidad histórica sino colocar la acción muy lejos: en un país imaginario llamado Edad Media. Por eso me sorprendió tanto la primera vez que leí una crítica en la que se calificaba El rapto del Santo Grial de novela histórica. Para mí, la narración no tenía nada que ver con la historia, sino con un mundo simbólico, lo cual equivale a decir que se trata de una alegoría moral. El argumento es simple y aparentemente ingenuo. El rey Arturo convoca a una cena a los caballeros de la Mesa Redonda, unos caballeros que han ido multiplicándose a lo largo de los años, hasta el punto de que ya son centenares y ni siquiera se conocen todos entre sí; al final, cuando todos están un poco borrachos, les anuncia la buena noticia: el Santo Grial, por conseguir el cual llevan todos luchando varias décadas, ha aparecido; cien tejedoras lo custodian en un castillo (que no por casualidad se llama Castillo de Acabarás), de manera que sólo hay que ir a buscarlo y entonces se instaurará en el mundo una era de paz, armonía y felicidad. Pero sucede que la buena noticia no es tan buena, porque en realidad a estas alturas nadie quiere encontrar el Grial. Es la búsqueda, y no el Grial, lo
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que se ha convertido en el objetivo y en la razón de vivir de los caballeros y, si no hay nada que buscar, la vida deja de tener sentido. Por esa razón, aunque todos aparentan alegrarse, nadie quiere recuperar el Grial, ni siquiera el propio Arturo. Y así, con sabia hipocresía de rey viejo y de caballero experimentado, Arturo envía a unos caballeros por caminos imposibles para que encuentren el Grial... y a otros por caminos contrarios, más fáciles, para que se lo impidan. El breve trayecto, aparentemente sencillo, entre la corte de Arturo y el castillo donde se guarda el Grial, se convierte en un itinerario moral de varios personajes: el fiel Perceval, el idealista que cree en el Grial, lleva su sacrificio hasta el punto de estrellarse con un barco contra un acantilado para cumplir el mandato de Arturo de buscar el Grial por mar... cuando el Grial se encuentra en tierra; la Doncella Guerrera, también idealista, que pretende luchar en pie de igualdad en un mundo masculino y acabará muriendo a manos de Pelinor, el caballero al que ama y que la ama; Lanzarote, que, dividido entre la obligación de obedecer al rey y su deseo de no alcanzar el Grial, acaba armando caballero a un rústico bestial (el Caballero de la Verde Oliva) a fin de que luche con él y le impida alcanzar el Castillo de Acabarás. O el generoso Gauvain, que se ofrece a traicionar a su amigo Perceval para impedirle alcanzar el Grial sin que Perceval desobedezca el mandato de Arturo. Pero será el bestial Caballero de la Verde Oliva quien finalmente consiga el Grial y, de paso, se lleve a las cien tejedoras que lo custodian. En el desarrollo de la trama se escuchan ecos de la novela caballeresca francesa en verso (el roman) y también de cuentos populares, de episodios del romancero hispánico y hasta de la poesía tradicional sefardí. Pero, en su conjunto, El rapto del Santo Grial o el Caballero de la Verde Oliva es una alegoría moral sobre la necesidad humana de tener anhelos nunca alcanzados, sobre la desilusión que producen los deseos cumplidos, sobre la esperanza y el desengaño, sobre cómo los idealistas sucumben víctimas de sus propios ideales y se imponen en el mundo el cinismo, la brutalidad o el interés. Ahora, releyéndola veinticinco años después, con la perspectiva que me da el tiempo transcurrido, me sorprende el contraste entre su apariencia de fábula amable y casi infantil (en España han incluido varias veces esta novela entre las lecturas obligatorias para estudiantes de Secundaria, de 14 a 16 años) y el amargo mensaje que subyace en ella. Una visión escéptica del mundo y de la vida escrita cuando yo tenía veintitantos años.
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Con El sueño de Venecia me presenté y obtuve, casi diez años después (en 1992), aquel Premio Herralde de cuya primera edición había quedado finalista. Se trata, esta vez sí, de una novela aparentemente histórica, cuyo protagonista es el barrio madrileño en el que nací y viví mi infancia y mi juventud. Un barrio cuyos orígenes se remontan al siglo XVII (y testigo de ello son varias iglesias y conventos de esa época que aún existen), pero que hasta la actualidad ha conservado el urbanismo del siglo XIX, que se convirtió en un barrio de la clase media. La casa de mis padres, en la que tantos años viví, es un edificio de pisos que debe datar de la década de 1820. Es, también, un barrio con resonancias literarias: alguna de sus calles aparece en novelas de Benito Pérez Galdós, otra (la calle de Valverde) da título a una novela de Max Aub; viene a coincidir aproximadamente con el barrio de Maravillas de otra novela de Rosa Chacel y con el barrio del Refugio con el que tituló José María Merino una colección de cuentos ambientada en el viejo Madrid tradicional. Aunque la idea principal era evocar la historia (imaginaria) del barrio desde el siglo XVII hasta el XX, varios elementos hacen de hilo conductor entre un capítulo y otro: una casa-palacio en la que recalan por distintas circunstancias varios personajes de otras tantas épocas; un apellido (Mendoza) que se repite en varios personajes entre los que se supone que hay alguna relación de parentesco que pasa de un siglo a otro. Y, sobre todo, un cuadro que se pinta en el primer capítulo y, a medida que va pasando de mano en mano y de siglo en siglo, va sufriendo cambios, deterioros, mutilaciones y repintes, y con el que todos los personajes principales tienen alguna relación. Cada capítulo se desarrolla en una época y está narrado según las convenciones literarias de esa época en concreto: una especie de novela picaresca en primera persona para el siglo XVII, una novela epistolar que es a la vez crónica de viajes de un noble inglés viajero en Madrid en vísperas de 1808, una novela galdosiana con indiano incluído, una novela realista de posguerra que nos cuenta la vida cotidiana y las fantasías de una niña que se parece mucho a mí cuando era pequeña; y, por último, el informe de un especialista que ha restaurado el cuadro y que desarrolla una hipótesis muy científica sobre su posible origen y su historia. Las relaciones de los distintos personajes con ese cuadro que se pinta al principio y se restaura al final van marcando la pauta del paso del tiempo, de la erosión del tiempo sobre las cosas y las personas, de la tergiversación del pasado a través de la percepción y de la memoria individuales (cada personaje ve en ese cuadro una realidad distinta, a veces muy divergente de la que el lec-
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tor va conociendo a través del curso de la novela) y, por fin, de nuestras limitaciones para reconstruir verazmente el pasado a partir de una interpretación racional de los restos que ese pasado nos va dejando. El científico que restaura el cuadro en el último capítulo llega a unas conclusiones acerca del cuadro y de su historia completamente alejadas de la verdad, como puede comprobar el lector que ha seguido la peripecia de ese objeto desde el principio. Así que El sueño de Venecia acaba siendo, más que una narración que pretende reconstruir la historia, una reflexión sobre nuestra incapacidad de reconstruir verazmente el pasado. En este caso, me parece que la ejemplaridad está precisamente en la reflexión sobre la Historia o, mejor dicho, sobre la capacidad de historiar. Es la novela escrita por una historiadora llena de dudas acerca de la capacidad de los historiadores para alcanzar la verdad, por muy científicos y rigurosos que sean nuestros métodos. El lector, que ha ido siguiendo el curso de los acontecimientos «reales» (reales en la ficción, se entiende), acaba confrontando su propia versión de los hechos con la que cuenta el autor del informe final sobre el cuadro, y ese lector se da cuenta de que el historiador se equivoca, porque lo que él ha visto no tiene nada que ver con las conclusiones a las que llega el historiador. El historiador se engaña y entonces cobra pleno sentido con una cita apócrifa de un autor del siglo XVII con la que se abría el libro, un prólogo al que el lector probablemente no prestó demasiada atención cuando empezó a leer, en el que se describe cómo una doncella ciega es guiada por un destrón que criba en un cedazo piedras y pepitas de oro del río de la Historia: Mas como el oro era menudo y la criba gruesa, íbasele el oro por el cedazo al río y tornaba a perderse en las aguas, mientras que él se quedaba sólo con los gruesos guijarros que entre la arena había, los cuales guardaba en su zurrón como cosa de mucha estima. Demandé al Desengaño, mi guía, cuál era el enigma de aquella vista, y él me respondió con muy gentil y grave continente: —Has de saber que esta Doncella, tan hermosa como desdichada, es la Verdad; a la cual los dioses, allende la crueldad de hacerla ciega, diéronla otra grave pena, y es la de no ser nunca creída; testigo de lo cual es aquella profetisa Casandra, que cuanto mayor verdad profetizaba menos era creída por los de Troya. Mas porque no se despeñase ni desapareciese del todo del mundo, otorgaron los dioses a la Verdad ese viejo como destrón, el cual es el Error, que nunca se separa un punto de ella y siempre la guía. El cedazo que lleva es la humana Memoria, que, como criba que es, retiene lo grueso y deja escapar lo sutil.
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La moraleja, la consecuencia de la narración ejemplar, en este caso está al principio. Y el lector, una vez terminada la novela, debería volver a leer el prólogo para recuperar un mensaje que ya leyó, pero que sólo después de terminada la narración cobra su cabal sentido. La Tierra fértil es mi última novela publicada —luego he publicado otras obras de narrativa, pero no son novelas, sino cuentos o memorias— y se ambienta en la Cataluña medieval, en una zona interior y montañosa muy parecida al Parque Nacional del Montseny, un paisaje con el que me une una relación personal muy especial. La novela, que me costó siete años de trabajo (podría decir que siete años y un día, pero eso se parece demasiado a una condena) tiene un arranque moral: se inicia con un breve capítulo en el que una voz actual reflexiona ante la contemplación de un paisaje de la Cataluña interior —sabemos que se trata de Cataluña por un par de catalanismos insertos en el texto—; se trata de un paisaje en el que son evidentes las huellas del pasado (hay una antigua casa de payés, unos campos de labor trabajosamente robados a la montaña, las ruinas de un castillo) y su contemplación induce a pensar en quienes vivieron allí en otro tiempo: lejos de cualquier idealización del tiempo pasado, constatamos que fue su esfuerzo y su sufrimiento lo que humanizó ese paisaje. A partir de ahí toma la voz otro narrador, una especie de cronista medieval que cuenta la historia de Arnau de Bonastre, un señor feudal de la segunda mitad del siglo XIII y de las personas que le rodearon, aquellos por cuyo esfuerzo y padecimientos se hizo fértil la tierra que hoy contemplamos. Muchas veces he dicho que es una novela histórica de sentimientos. No en el sentido de que sea una novela sentimental, en el peor sentido de la palabra; sino porque lo principal de la novela no es la trama ni la historia, sino precisamente la evolución moral de los personajes, de sus sentimientos y sus relaciones, con algunos hilos conductores: el sentimiento de culpa del protagonista, Arnau de Bonastre. El odio, la culpa y el amor en la relación de Joan Galva y Arnau. El resentimiento de Mataset, el criado traidor, que acabará causando la ruina de todos. La rebelión contra el padre de Arnau, Raimón de Bonastre y de los hijos de Arnau contra él. La evolución psicológica y los cambios en las relaciones están narrados, a veces morosa y detalladamente, en un contexto histórico aparentemente medieval, pero esos sentimientos, esas reacciones, esos cambios en las relaciones creo que son perfectamente reconocibles para un lector actual, que los ha
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visto —quizás no con tanta violencia y vigor, quizás más atenuados: la exageración de los rasgos los hace todavía más ejemplares— en su entorno, tal vez en su entorno cercano. Al final, queda el sentimiento desolador de que todo tiempo futuro será peor y que las situaciones siempre acaban deteriorándose, en una rueda de la fortuna que hace que los personajes asciendan desde lo más bajo y se precipiten después en su propia incapacidad, en las ruinas que producen sus pequeñas necedades, terquedades o errores. Un declive desastroso que tiene su última expresión en una cita encubierta del poeta catalán Salvador Espriu que cierra el libro (proviene de su Primera història d’Esther, de 1948): «Porque escrito está que una cruel necedad esclaviza desde siempre a los hombres y les lleva a convertir su historia en un mal sueño de dolor tenebroso y estéril». ¿Alguien se atreve a decirme que esa frase, que actúa como moraleja de la novela, no es ejemplar y perfectamente aplicable a nuestra vida y a nuestra historia?
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PRIMERA PARTE LA EJEMPLARIDAD: UN PACTO DE RESPONSABILIDAD CON LOS LECTORES
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LA EJEMPLARIDAD LITERARIA EN TIEMPOS DEL REALISMO SOCIAL Geneviève Champeau
Son varias las modalidades del realismo cultivado en España a lo largo de los años cincuenta y en la primera mitad de la década siguiente1. Bajo la apelación «realismo social» designo exclusivamente su versión contemporánea del desarrollo de una oposición sociopolítica a la dictadura franquista, de la penetración de la influencia del PCE en las esferas intelectuales y de su política de frente nacional antifranquista. Circunstancias que fomentan la atribución de una finalidad ético-política a la literatura. Estamos ante un caso de literatura militante, de imbricación entre compromiso literario y político. Entre los novelistas más representativos de esta corriente figuran Antonio Ferres, Alfonso Grosso, Jesús López Pacheco, Armando López Salinas y José María Caballero Bonald, que ocupa una posición más lateral. Las novelas más destacadas son, por orden cronológico, Central eléctrica de López Pacheco (1958), La piqueta de Ferres (1959), La mina de López Salinas (1960), La zanja de Grosso (1961), Dos días de septiembre de Caballero Bonald (1962) y El capirote de Grosso (1966). A ello han de añadirse numerosos libros de viajes, entre los cuales Campos de Níjar de Juan Goytisolo (1959), Caminando por las Hurdes de Antonio Ferres y Armando López Salinas (1960), y Tierra de olivos de Antonio Ferres (1964). El realismo social surge en un momento de crisis hegemónica del franquismo, de agudización de las tensiones sociales, de cambio de estrategia del PCE, la cual, a partir de su V Congreso, en septiem-
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Véase en particular Sobejano (1971) y Soldevila Durante (1980).
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bre de 1954, se orienta hacia la lucha interior y la formación de un amplio frente antifranquista. Hacia el final de la década, periodo que José María Caballero Bonald califica de «fervorosos años» (Rico 1971: 21), se desarrolla una euforia prerrevolucionaria de parte de quienes creen que el franquismo está a punto de derrumbarse2. Puede asimilarse el realismo social a una forma de literatura ejemplar distinguiendo en él una ejemplaridad cognitiva y otra pragmática. La ejemplaridad cognitiva concierne la concepción del lenguaje y de la ficción como espacio y medio de elaboración y/o de transmisión de conocimientos; atañe también a las relaciones que las obras establecen con su contexto discursivo, un contexto en este caso más político que literario. La ejemplaridad pragmática es relativa al impacto de las obras sobre el público lector, a los modelos de comportamiento que le proponen y al papel que pretenden ejercer en la evolución de la realidad social influyendo en las mentalidades.
LA
E J E M P L A R I D A D C O G N I T I VA
Un discurso polémico En su larga introducción a La zanja de Alfonso Grosso, José Antonio Fortes atribuye una motivación económica a los escritores «sociales»: la ostentación de una finalidad crítica ocultaría la búsqueda de una salida editorial que acaba ofreciéndoles Carlos Barral (Fortes 1982: 48-89). Atenerse a esta motivación es no tener suficientemente en cuenta el clima político e intelectual que dominó a finales de los años cincuenta y al principio de la década siguiente. Se reitera, bajo la pluma de los escritores y de los críticos defensores del realismo social, las expresiones «situación urgente», «literatura de urgencia». Llegada la hora de los balances críticos, José María Castellet hablará de «una poética de urgencia que se suponía a sí misma determinada por circunstancias prerrevolucionarias» (1969: 15). Se afirma entonces un concepto militante de la literatura que no ha de reproducir la vida sino que ha de hacerla (Nieto 1958: 7), en una perspectiva de reconstrucción cultural del país, de conquista de un nuevo público, pero
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En Autobiografía de Federico Sánchez (1977) Jorge Semprún, apoyándose en numerosas citas de la publicación del PCE Nuestra bandera, desarrolla la idea de un error de apreciación en la infravaloración de su capacidad de adaptación.
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también de propuesta de un nuevo proyecto de sociedad. Retomando los objetivos del realismo socialista, el crítico Ramón Nieto escribe en 1960 que «[la literatura] puede constituirse en motor de la historia, impulsando a la sociedad para que evolucione y se transforme» (1960b: 12-15). El compromiso literario no se disocia pues del compromiso sociopolítico para estos escritores, algunos de los cuales estaban afiliados al PCE (como Armando López Salinas, Antonio Ferres y Jesús López Pacheco), mientras que otros eran «compañeros de viaje». No es de extrañar que el poeta Antonio Machado se vuelva para ellos figura modélica tanto por su apoyo a la República, durante la Guerra Civil, como por sus virtudes poéticas3. No se puede enfocar pues el realismo social independientemente de su contexto de producción. Es una literatura de protesta y de reacción determinada no sólo por el estado de la sociedad española de finales de los años cincuenta y por un proyecto político democrático, sino también por un contramodelo cuya falsedad sus promotores denunciaban: la propaganda gracias a la cual la dictadura pretendía mantenerse. La cuestión de los modelos no puede, pues, plantearse en términos exclusivamente literarios puesto que el peso del contramodelo del discurso franquista en el realismo social es determinante (Champeau 1993). Dos objetivos al menos se atribuyen a esta literatura comprometida. Desempeña por una parte funciones de sustitución ante la ausencia de libertad de expresión: revela lo que calla o deforma la propaganda franquista y reacciona ante el uso pervertido del lenguaje que hace dicha propaganda. Desempeña en esto el papel de la prensa en una sociedad democrática. Pero lo que distingue las novelas del realismo social de las que se publican en los años anteriores, como Los bravos de Jesús Fernández Santos (1954) o El Jarama de Rafael Sánchez Ferlosio (1956), por ejemplo, es su objetivo de eficacia social: se trata de colaborar, desde el área de la creación, al desarrollo de las fuerzas antifranquistas y/o revolucionarias. Semejante objetivo implica una renuncia a la autonomía del arte al que no se reconoce una finalidad en sí mismo sino supeditándolo a criterios exógenos. Es éste un rasgo común a las sociedades totalitarias. Como en la concepción falangista del arte —en su libro Arte y Estado, Giménez Caballero compara las artes a falanges funcionales4— y como 3
Cf. el número de homenaje que le dedica la revista Acento Cultural, 5, marzo de 1959. Declara, a propósito de la arquitectura, reina de las artes porque se dirige a las masas, que «ante ella, las otras arte —como falanges funcionales— deberán disciplinarse para ocupar su rango de combate u ordenamiento» (Giménez Caballero 1935: 77). 4
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en el realismo socialista, la estética se supedita a la ética y, más aún, a la política. A partir de los años cuarenta, y desde posturas ideológicas opuestas, toda evasión de la realidad circundante se vuelve en España moralmente censurable. En 1960, escribe Ramón Nieto: El mundo y especialmente nuestro país, no puede permitirse el lujo de mantener artistas que especulen con el puro artificio estético. La literatura no es un lujo. Es un arma de combate. Es pieza fundamental en el juego de la vida. La literatura es una empresa de solidaridad humana y al escritor no le está permitida ninguna de estas dos escapatorias: descender a sus intimidades baldías o subirse a una nube. El escritor que no se apunta a la hora de hacer causa común con la justicia y la libertad se convierte en responsable tácito del triunfo de la injusticia o de la opresión (1960: 17).
Es ésta una literatura para la acción, una literatura de tesis tal como la analiza Susan Rubin Suleiman (1983). De ahí su función didáctica y el carácter normativo y dogmático del aparato crítico que la acompaña. Buenos ejemplos de ello son la revista Acento Cultural (1958-1961)5, la recopilación de artículos de Juan Goytisolo Problemas de la novela (1959) o su artículo «Para una literatura nacional popular» (1959a: 6 y 11). La labor literaria se plantea como deber moral: «el artista debe estar al servicio del hombre» (Conte 1958: 7); «el escritor debe buscar el sentido de la marcha de la sociedad» (Castellet 1959b: 10); «Es un imperativo moral reflejar las contradicciones sociales»6. José Antonio Fortes aplica justificadamente la expresión «moralismo del deber ser» (Fortes 1982: 66) a esta literatura militante. En efecto, en el realismo social como en el realismo socialista y en una concepción falangista de la literatura, ésta no puede limitarse a dar cuenta del mundo tal como es; ha de presentarlo tal como debería ser (Farré 1962: 9). El realismo socialista se conoce muy poco en España, las obras no son asequibles, pero se difunde en la segunda mitad de los años cincuenta una cultura marxista militante, de tradición oral, clandestinamente aprendida y difundida (Díaz 1983) que vehicula las concepciones del arte que imperaban en la Unión Soviética.
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La publicación, primero mensual, se suspende «por causas económicas insuperables» entre marzo de 1959 y enero de 1960. 6 Juan Goytisolo, coloquio de Formentor, en Castellet 1959b.
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Esta supeditación de la literatura a fines exógenos supone que se confía en los poderes del lenguaje y de la ficción para dar cuenta de la realidad y hacer de ella una representación veraz. La realidad es asequible, comprensible, reproducible y transformable. La creación literaria se concibe como prolongación de la función de comunicación del lenguaje, minimizándose su función poética que, en la definición que de ella da Jakobson, se centra en el mismo mensaje. «La literatura nace de la necesidad de comunicación aliada con una necesidad de expresión», escribe en 1960 Ramón Nieto (1960b: 13). Motivan un desinterés por el significante literario al menos tres factores, el primero de los cuales es una experiencia traumática del lenguaje, desgajado de la realidad, que hicieron los escritores durante la posguerra: en la España franquista, la ficción está del lado de la propaganda y se temen los espejismos del discurso. «Me dan miedo las palabras, como si hasta ahora sólo hubiese vivido de palabras», confiesa un personaje de Tormenta de verano de Juan García Hortelano mientras que el epígrafe de Eugenio de Nora que escoge Antonio Ferres para su libro de viaje Tierra de olivos revela una desconfianza similar hacia el lenguaje: «La guerra, la paz sorda / impiden siempre la verdad primera / de las palabras. Ah, sólo palabras / Como flores ahogadas en un charco de lodo / [...] España, pasión de vida / 1963». Refuerza la represión del poder creador del verbo la influencia indirecta, por el canal de la militancia política, del realismo socialista que opuso literatura formalista, subjetivista, irrealista y burguesa, a un realismo progresista7. En España también se condena una literatura tachada de «irrealista», que ocultaba bajo el esteticismo su impotencia para desvelar los rasgos esenciales de un momento social. Se asimilan, por una parte, invención formal y arte burgués y, por otra, una solución artística, el realismo, unas fuerzas sociales, las capas populares y una postura política, el progresismo. De ahí las reiteradas condenas de lo que José María Castellet llama «las tentaciones del formalismo» (1959a: 6) asociadas a un arte burgués decadente. No se suele conciliar satisfactoriamente la función cognitiva atribuida a la literatura, su intencionalidad ética y política con la preservación de la autonomía de la creación literaria y de su valor estético. El lenguaje no es creativo sino vehículo de una significación previa que hay que desvelar —ya que es ocultada o deformada por el régimen dictatorial— y comunicar. Las
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Véase el número monográfico de la revista Action Poétique, 44, septiembre de 1970, dedicado al realismo socialista y Luis Farré (1962: 3-6).
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soluciones formales sólo se justifican por su eficacia a la hora de plasmar la realidad y las posibilidades de su transformación8. El imperativo político, en el contexto de un antagonismo fundamentalmente dual, genera un fenómeno de mimetismo entre las fuerzas contrapuestas que lleva a Juan Goytisolo a hablar de «una misma retórica aunque de signo opuesto» (1977: 167). El realismo social, que se considera a sí mismo como un modelo literario por encarnar la solución más adaptada a la España de su tiempo, queda prisionero de su contramodelo.
Para una literatura nacional popular Si la renovación de la novela española, desde La colmena de Camilo José Cela (1951) a El Jarama de Rafael Sánchez Ferlosio (1956), corresponde a una fase de apertura de la literatura a los aires del extranjero, en particular a la novela americana posterior a la gran crisis, como lo recalcan los artículos publicados por José María Castellet en la revista barcelonesa Laye, luego recopilados bajo forma del libro, La hora del lector (1957), los modelos literarios a los que se atienen los novelistas del realismo social son preferentemente nacionales, como lo indica el título del artículo programático de Juan Goytisolo «Para una literatura nacional popular» publicado en 1959. El contramodelo por excelencia es para él Ortega y Gasset, a quien atribuye la responsabilidad del divorcio entre escritor y público. Mientras que, para el autor de «La deshumanización del arte» (1925), no es la temática sino el cultivo del material verbal lo que determina el valor artístico de la obra literaria, como no es la calidad del mármol lo que determina la belleza de una escultura, Juan Goytisolo mantiene —en una interpretación reductora que comparten otros muchos miembros de su generación— que Ortega aboga por un arte elitista que da la espalda a la vida de los individuos:
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En el artículo precedentemente citado, José María Castellet declara perentoriamente que «Sin esta dependencia de la realidad, las técnicas expositivas son puro formalismo, un esquema previo a la creación literaria y, por lo mismo, pirueta vacua, acrobacia gratuita. Las técnicas narrativas, pues, no se justifican por sí mismas, sino por adecuación a una realidad determinada». Véase también Jesús López Pacheco, afín a las tesis del realismo socialista (1958: 6).
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Desterrados los problemas de orden concreto, las preocupaciones de índole social y humana, alejada de la vida real y sus vulgaridades [...] el resultado de tal concepción [...] se traduce en una literatura esteticista y egocéntrica, ajena por completo a la realidad contemporánea [...] la novela pierde sus contornos nacionales y se torna aséptica, cosmopolita, hermética (Goytisolo 1959a: 6).
A los novelistas «deshumanizados», Benjamín Jarnés y Gómez de la Serna, se contraponen las figuras de Pérez Galdós y de Baroja, y, remontando el curso del tiempo, los representantes más destacados de una larga tradición nacional realista y crítica cuya presencia se transparenta explícitamente —tanto en las obras de creación como en las revistas literarias— en citas y epígrafes de autores entre los cuales destacan Mateo Luján, Quevedo, Mateo Alemán, Larra y, en el siglo XX, Antonio Machado y Miguel Hernández. Juan Goytisolo incluye en su libro de ensayos literarios, Problemas de la novela, dos capítulos dedicados a la herencia crítica de la novela picaresca, titulados «La picaresca, ejemplo nacional» y «La herencia de la picaresca» (1959b). La novela nacional por la que aboga el escritor difiere, en su argumentación, de la literatura nacionalista que exalta un pasado anquilosado, por ser una novela del «aquí y ahora», que corresponde a los intereses y a las aspiraciones que los escritores atribuyen a los lectores, animada «al mismo tiempo que [por] una crítica severa de la tradición, por una confrontación con la realidad libre de esquemas, determinada tan sólo por su deseo de modificarla y transformarla» (Goytisolo 1959a: 11).
Ejemplaridad del libro de viaje En conformidad con una característica de los lenguajes realistas decimonónicos estudiados por Philippe Hamon (1982: 119-181), la obra atrae la atención del lector hacia el mundo representado a expensas de la propia representación, lo cual limita, sin evacuarla del todo, la presencia de una dimensión reflexiva que en cambio ha pasado a ser masiva en la literatura actual. Sin embargo, se manifiesta un componente autorreferencial de esta literatura social en el florecimiento de una literatura de viajes, paralela a la producción novelística y a menudo cultivada por los mismos escritores. El libro de viaje, entre literatura y periodismo, escenifica de hecho una concepción de la literatura, del lenguaje y del escritor que el realismo social presenta como modélicos. Los viajes a los rincones más pobres y apartados de España (Las Hurdes, La Cabrera o los
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campos de Níjar), manifiestan la función informativa y crítica que se atribuye a una literatura reconciliada con el referente histórico: el libro de viaje es arquetipo de una literatura del «aquí y ahora». «Quiero olvidar la demagogia, la “literatura”, la estética. Quiero seguir escribiendo las insignificantes historias vividas según ellas fueron», afirma el escritor y periodista Jesús Torbado en Tierra mal bautizada (1969: 218). Por otra parte, este tipo de obras evidencia la valoración de lo colectivo. Cada obra es una contribución a una empresa común, que rebasa la individualidad del autor y la singularidad de la obra. Escriben Antonio Ferres y Armando López Salinas en la «Nota preliminar» a Caminando por las Hurdes: «Pensamos que, más bien, puede constituir un capítulo, una aportación al conocimiento de España» (1960: 9-10). La misma escritura en colaboración es otro indicio de recelo hacia la subjetividad en la representación de una realidad colectiva. El escritor-viajero, personaje de su obra, se representa a sí mismo como el que sale de su torre de marfil para mezclarse con el pueblo, dialogar con él, como un trabajador más que vive de modo espartano (no tiene más bienes que su mochila). No se trata de un arte de vivir, como en el caso de Cela, sino de una forma de identificación con las poblaciones visitadas. El escritorviajero manifiesta su calidad de testigo, que funda la veracidad de su relato en la propia experiencia. La legibilidad del discurso es facilitada por una frase que suele ser breve; se prefiere la coordinación a la subordinación, se practica abundantemente la parataxis. Salvo bajo la pluma de Juan Goytisolo, el vocabulario suele ser sencillo o técnico (el uso de términos locales, del nombre de las plantas o de términos propios de diferentes oficios producen un efecto de veracidad). Añadamos que a lo legible se asocia lo visible que refuerza el efecto de realidad (mapas, fotos), y que el discurso confía en las virtudes persuasivas de la redundancia. El escritor-viajero se presenta a sí mismo como una caja de resonancia, un mediador cuya subjetividad queda controlada (se prefiere la narración en tercera persona). Encarna el ideal —populista— que Gabriel Celaya formulaba de este modo: «Lo importante no es hablar del pueblo, sino hablar con el pueblo, en el pueblo y desde el pueblo» (1959: 19). Los libros de viaje del realismo social manifiestan también claramente el ideal de un lenguaje reconciliado con el referente a través de un modelo de escritura periodístico. La significación tiende a identificarse con el referente mientras que se borran las marcas de la literatura: el espacio-tiempo del relato tiende a coincidir con el espacio-tiempo exterior, los personajes tienen por referentes a personas reales y su multiplicidad configura un personaje colectivo; el relato reproduce —al menos lo pretende— intercambios reales en los diálogos. Se evidencia «el poder factual
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talismánico atribuido a la palabra», como lo escribirá más tarde Juan Goytisolo (1977: 160). En La mina de Armando López Salinas, la ejemplaridad de la instancia narrativa se manifiesta en epígrafes anónimos con valor autorreferencial. El primero subraya la función informativa y crítica de la literatura y la función de mediador del escritor que atribuye la palabra a los que socialmente carecen de ella: «Y ése me dijo: Adonde vayas / habla tú de estos tormentos, / habla tú, hermano, de tu hermano / que vive abajo, en el infierno». El segundo recalca la función didáctica de la novela ante el cambio sociopolítico: «Yo no vengo a llorar aquí donde cayeron: / vengo a vosotros, a los que viven. / Acudo a ti y a mí y en tu pecho golpeo»9.
La novela, modelo cognitivo A diferencia de la filosofía o de las matemáticas, la literatura es arte de lo particular, lo cual no le prohíbe desarrollar estrategias que le confieran una proyección más general. En el caso del realismo social existe una tensión entre una historia particular y la representación de una realidad nacional. Como se ha apuntado ya, se consigue este objetivo concibiendo cada obra como una pieza de un puzle reconstituido colectivamente. También haciendo de cada obra un modelo cognitivo de una realidad más amplia, que destaca sus rasgos esenciales y contribuye de este modo a su comprensión. De ahí el personaje representativo, estudiado por Gil Casado, que trasciende las peculiaridades individuales para encarnar una categoría social10 (se consigue el mismo efecto cuando el personaje colectivo sustituye al personaje individual). El personaje tipo corresponde a la concepción socialista y lukacsiana del verdadero realismo, el que trasciende las apariencias y el impresionismo naturalista para desvelar los mecanismos esenciales de una sociedad. La individualización del personaje es mínima en las novelas que nos ocupan y las focalizaciones internas no pretenden dar cuenta de los movimientos de una conciencia sino traer una información sobre su estatuto, sus reacciones ante sus circunstancias vitales o introducir otras situaciones similares gracias al recuerdo. 9
Cita sin referencia. «[...] éste será un símbolo de su clase, representará valores arquetípicos» (en Casado 1973 [1968]: 46). 10
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El que una obra particular se presente como modelo de otra realidad más abarcadora se manifiesta aún en el significativo empleo recurrente del artículo definido «el» o «la» en los títulos: La piqueta (Antonio Ferres), La zanja (Alfonso Grosso), La mina (Armando López Salinas). Como explican los lingüistas, el artículo definido tiene la capacidad de introducir en el discurso una generalización. En la frase «el hombre es mortal», la extensión del sintagma «el hombre» abarca la humanidad. Del mismo modo, cuando ocupa la posición del título, receptáculo de un semantismo apenas esbozado por la significación que la lengua le da al término, el sustantivo precedido del artículo «el» o «la» tiende a designar una clase antes que un objeto singular. La piqueta no cuenta sólo el derribo de una chabola en las afueras de Madrid sino que presenta un ejemplo de las difíciles condiciones de alojamiento del jornalero que emigra a un centro urbano a finales de los años cincuenta. La zanja se refiere a unas obras en las que trabaja el protagonista pero simboliza los agudos contrastes sociales de la sociedad andaluza. Mediante la historia de la emigración de un jornalero andaluz y su muerte por una atención insuficiente de la empresa a las condiciones de trabajo, La mina denuncia las condiciones de la acumulación capitalista en la España del despegue económico. Lo subraya una nota introductoria en la que el autor explica que la ficción nació del testimonio de un minero encontrado en un tren: la misma transposición del discurso factual a la ficción proyecta lo particular hacia lo general. La metonimia puede adoptar la forma de un sujeto colectivo, la cuadrilla de segadores (El capirote) o de mineros (La mina) que permite reunir a personajes procedentes de diferentes puntos de la geografía nacional, los cuales, recordando sus respectivas existencias, amplían el marco de la ficción y le confieren una mayor representatividad.
EJEMPLARIDAD
P R AG M ÁT I C A : L A F O R J A D E L M I L I TA N T E
A la hora de los balances, a finales de los años sesenta, el realismo social fue blanco de múltiples críticas, en particular el que fomentara simplificaciones de todo tipo y se asentara en una insuperable contradicción entre el proyecto de crear una literatura popular y la realidad del público lector español que era entonces muy reducido11. Esta contradicción no es tan radical como 11
Según estadísticas del INLE, el número de títulos, confundidas todas las categorías, es sensiblemente el mismo en 1952 (3.445) que en 1935 (3.246); pasa a 5.445 en 1958; asciende
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puede parecerlo si se acepta considerar que sus novelas y libros de viajes no se dirigían de hecho a un lector campesino u obrero —¡quién iba a ser tan iluso como para imaginarlo conociendo las condiciones de vida, la tasa de analfabetismo, de escolarización efectiva y la pésima situación de la lectura en la España de los años cincuenta!— sino a lectores intelectuales y de clase media, sus lectores efectivos. El examen de las obras revela que, si la temática tratada se refiere a las capas populares, la manera de tratarla, el modelo de comportamiento que proponen, orientado hacia la acción colectiva y, a este efecto, la necesidad de la unión y de la organización, no eran sólo válidos en el marco de las reivindicaciones laborales sino que eran pertinentes de cara a la acción política. La diégesis ubicada en un espacio popular cobra entonces el valor de una sinécdoque: la parte vale por la parte (un grupo social por otro) y por la totalidad (la sociedad española toda). Además de desvelar extremos de pobreza, atraso e injusticia, las distintas obras esbozan trayectorias individuales o colectivas abocadas a un tipo preciso de acción, la huelga. Hasta podría establecerse una tipología de las novelas sociales en función del grado de presencia de esta modalidad de presión social. No se menciona en Dos días de septiembre (1962) de Caballero Bonald en la cual la insatisfacción y la protesta no provienen de una situación laboral sino de una generación, la de jóvenes de distintas categorías sociales (esta novela ocupa un lugar aparte en el realismo social). En Central eléctrica (1958), los campesinos atrasados cuyas tierras han sido anegadas por una presa organizan una expedición nocturna contra la central que apedrean en vano porque los dispersa la guardia civil (112-115). El episodio superpone tres niveles de interpretación: el primero, de tipo social, es relativo a una rebelión abocada al fracaso porque las piedras no pueden nada contra los fusiles; el segundo, que opone la oscuridad y la luz, la prehistoria y la modernidad es simbólico y mítico; y el tercero, que relata cómo se pone en movimiento un sujeto colectivo, es ideológico. La aspiración a una acción colectiva apunta en La piqueta (1959) de Ferres sin concretarse. La única respuesta colectiva al desahucio de
a 10.129 en 1964. Las tiradas son reducidas: 2.500 a 3.000 ejemplares para las novelas hasta 1965, fecha a partir de la cual pasan a 5.000 o a 10.000 en las colecciones de bolsillo (Alianza, Libros de bolsillo). Comenta retrospectivamente Juan Goytisolo que «resulta risible la pretensión del autor de una novela o de un libro de poemas con tiradas de mil quinientos a tres mil ejemplares, de transformar, mediante la obra algo tan vasto y complejo como la realidad española» (en Rico 1971: 16).
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los chabolistas es la solidaridad de la cuadrilla de albañiles, al que pertenece el padre, que les permite instalarse provisionalmente en el mismo solar de las obras. Fracasa y es reprimida en La zanja (1961) una manifestación delante de la casa del Sindicato, aunque se perfila la perspectiva de futuros movimientos más estructurados —«matar el gusanillo no han podido» (223); «El gusanillo no muere» (225)—. En La mina (1960), el hundimiento de una galería y la muerte de varios mineros provocan una huelga de protesta que, tal vez para sortear la censura, no se designa como tal: «como medida de protesta, los trabajadores de la cuenca no acudieron a la hora de los relevos y la sirena de la fábrica clamaba inútilmente» (285). Hay que esperar La huelga (1967), de Isabel Álvarez de Toledo, la «duquesa roja» (duquesa de Medina Sidonia y miembro del PCE), novela publicada en La Librairie du Globe de París, para que se relate la historia de una huelga promovida por obreros agrícolas provistos de una conciencia política. Esta novela realiza lo que se anhelaba confusa o claramente en las precedentes sin poder concretarse. Más tardía y más abiertamente política por publicarse más allá del alcance de la censura, cuenta una huelga tipo en sus diferentes fases, con sus objetivos, sus obstáculos y sus triunfos. Abriendo un amplio abanico, de un sentimiento de impotencia a las formas culturales tradicionales de disentimiento y a la acción efectiva, esta temática vertebra, aunque veladamente, las obras. Cobra sentido a la luz de la conflictividad social que se acentúa en España a partir de 1962 y de la línea política del PCE que promueve, desde julio de 1959 y en el VI Congreso de Praga de enero de 1960, la huelga nacional pacífica y la huelga general política12. Se confirma, pues, que la novela social plasma el «deber ser» tanto como el ser e incorpora un programa educativo para el ciudadano. Mientras que, a principios del siglo XXI, la ejemplaridad de la obra literaria sólo podrá ser indirecta y distanciada, la ejemplaridad pragmática del realismo social es directa y masiva. Adopta la estructura antagónica característica de las novelas de tesis13, repartiendo el personal de la novela en función de una serie de oposiciones:
12 «La grève nationale est la grève générale politique des travailleurs des villes et des campagnes, avec l’appui et la participation, sous diverses formes, d’autres couches et classes —paysans, petite et moyenne bourgeoisie, fonctionnaires, intellectuels—, jointe à la fraternisation avec les forces armées et la police, contre la dictature» (citado por Hermet 1971: 70). 13 Susan Rubin Suleiman caracteriza la novela de tesis como «novela antagónica» (1983: cap. 3).
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entre latifundistas y jornaleros, pero también se agrupa a amos, administradores, ingenieros y capataces frente a obreros fijos, empleados y trabajadores ocasionales o parados. Refuerza a menudo el antagonismo estructural de las categorías sociales: un contraste —populista— entre la inmoralidad de los ricos y las virtudes populares; se fustiga, en particular, la homosexualidad de los pudientes14, lo que resulta ser una manera de degradarlos verbal e imaginariamente. Oposiciones de otro tipo, más importantes en la perspectiva de la acción, se establecen dentro de las capas populares. La unidad de trabajo, la cuadrilla, que reúne un puñado de hombres alrededor de un jefe de cuadrilla, permite contrastar posturas valoradas positiva o negativamente en relación con la acción colectiva. Por un lado el fatalismo del campesino y su sueño de acceder al estatuto de pequeño propietario que no deja de abrigar Joaquín en La mina, el individualismo de quien estima que «cada uno con su pan se lo coma» (López Salinas 1960: 182), los excesos y la inconstancia que hacen que un hombre sea poco de fiar como Pepe, el costalero que se emborracha con la paga y es incapaz de cumplir cuando hace falta (Grosso 1961: 199), las rencillas que dividen a los trabajadores, las venganzas que pueden perderlos, como en el caso de Juan, encarcelado porque una mujer, que se sintió desairada por él, lo acusa de haberle robado una cadena de oro. En cambio, se valoran el compañerismo que exige Trinidad para que la carga de los costaleros esté bien repartida (ibíd.: 203), el sentido de la unión, temática que se repite machaconamente, la solidaridad, una moral personal ascética (Ruiz, en La mina, enseña a sus hombres a no excederse bebiendo, a no ser mujeriegos, a cumplir con sus obligaciones familiares), porque los excesos desvían al hombre de la acción. Es la moraleja que saca otro personaje en El capirote: Es necesario mantener sereno el espíritu por los muchos acontecimientos que pudieran llegar inesperadamente, y, por ello, no dejarse sorprender por los placeres mismos y los mismos vicios que atosigan y debilitan a los poderosos, sino estar alerta, sin demasiadas pasiones y alcohol en el cuerpo (Grosso 1966: 69).
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Las novelas del latifundio andaluz tienden a adoptar sin distanciamiento el punto de vista popular. El foso social separa menos pobres y ricos que los que trabajan y los que no lo hacen. Pitt Rivers menciona la crítica popular de la inmoralidad de los latifundistas que han pervertido con sus ambiciones el orden social y son la fuente de toda corrupción (Rivers 1971: 80).
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Esta recomendación que Trinidad dirige a los costaleros sevillanos es pertinente para cualquier hombre dispuesto a comprometerse en la acción, empezando por los lectores de la novela. En el marco del elogio del trabajo, incluso se alaba, en la familia del jefe de cuadrilla Lobo, en Central eléctrica, el reparto de papeles de la familia tradicional donde la mujer, administrando la casa, permite al hombre dedicar todas sus energías al trabajo15. En este aspecto también la novela social coincide, involuntariamente, con la propaganda franquista. El jefe de cuadrilla —en particular Ruiz «El Asturiano» en La mina y Genaro Infantes en El capirote— encarna el militante ideal, el conductor de hombres, generoso, enérgico, valeroso, provisto de una conciencia social y política más aguda que los demás, que se domina a sí mismo, sabe aleccionar a sus hombres, no vacila en aconsejar a los miembros de su grupo en cuestiones de moral privada y los disciplina. La cuadrilla resulta ser, además de una unidad de trabajo efectiva, un pequeño ejército en orden de batalla en la vertiente ideológica de las novelas.
Estrategias de persuasión La finalidad de la novela social no es tanto deleitar o seducir como informar y convencer. Carece totalmente de humor y de componentes lúdicos. Se dirige conjuntamente a la razón y a la afectividad del lector. La veracidad del discurso se asienta en la presencia de topónimos, referencias geográficas y datos etnográficos inmediatamente identificables porque pertenecen al bagaje cultural del lector. Como se ha subrayado ya, el lenguaje y el estilo son sencillos, claros, desprovistos de ambigüedad y construyen el etos de un narrador que se acerca al periodista. La redundancia relativa a situaciones, reacciones e ideas, contribuye a anclarlas en la mente del lector porque lo que se repite acaba pareciendo verdadero. En cuanto a la presencia masiva del diálogo, cumple múltiples funciones. Al imitar el habla popular, produce un efecto de
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La familia de Juan Lobo es ejemplar desde este punto de vista. Si él es el obrero modelo, María, su mujer, es la esposa fuerte que carga con la economía doméstica, la educación de los niños y las mudanzas; libera a Juan de toda preocupación ajena a su trabajo (léanse en particular las páginas 221-222, en la secuencia 19 de la tercera parte). Se opone a «La Pinilla», el contramodelo, que habla por los codos y no cuida de su casa (153-159).
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realidad y es otro factor que autentifica el discurso; invierte simbólicamente la relación de fuerzas efectiva en la vida social atribuyendo la palabra a los que socialmente carecen de ella y quitándola a los representantes de las capas superiores; el diálogo motiva la introducción de la información, recurso común de los realismos. Por otra parte, escenifica en estas obras una práctica democrática convenciendo racionalmente al interlocutor en vez de seducirle por la fuerza de la imagen o del mito como lo hacen la retórica franquista y, de modo más general, los totalitarismos. Joaquín pocas veces se había preguntado quién tenía la culpa de las cosas y las había aceptado tal como venían. Ahora, tras las conversaciones con el «Asturiano», mil ideas confusas se entremezclaban en su cerebro (López Salinas 1960: 151).
El intercambio verbal permite, en fin, confrontar los comportamientos y hacer que los personajes valoren ellos mismos sus respectivas posturas sin que tenga que encargarse de ello el narrador, el cual delega en sus personajes la moraleja de la ficción. No renuncia, no obstante, el relato a los beneficios del pathos que facilita la inmersión afectiva del lector. El narrador no vacila en presentar las vivencias de los personajes recurriendo preferentemente al léxico de la frustración, el miedo, incluso el pánico, la cólera y la desesperación. Se dramatiza la acción, dosificando incidentes y accidentes en un crescendo que lleva al lector a un clímax que suele coincidir con el final de la obra y desemboca a menudo en la muerte: la de un jornalero aplastado por una cuba de vino (Dos días de septiembre), la de un jornalero tuberculoso (La zanja y El capirote) y la de la cuadrilla en el hundimiento de una galería (La mina). Una serie de acontecimientos dramáticos, que alterna con la descripción del avance de las obras, ritma el relato en Central eléctrica: asesinato de un campesino por sus vecinos, muerte de un obrero que se hunde en el hormigón de la presa en construcción, de varios obreros arrastrados por la ruptura de una compuerta y salvación heroica de dos de ellos, electrocución de un joven analfabeto y violación final de una joven campesina. La condición de los hombres humildes se ennoblece y sus desdichas se agrandan al elevarse sus vidas a la dignidad de la tragedia. La emoción facilita la implicación afectiva y la compasión del lector, sensibilizándolo a la necesidad de encontrar soluciones que eviten que sigan produciéndose semejantes dramas. A diferencia de lo que ocurre en novelas más recientes, el realismo social rechaza cualquier forma de distanciamiento.
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El capirote acentúa la fuerza emotiva de su final trágico recurriendo a un simbolismo religioso invertido. El antagonismo social se plasma en el motivo del «paso» de Semana Santa sacado en procesión, el cual pone en escena, a través de la pasión de Cristo, la violencia que padece la sociedad sevillana. Mientras que el latifundista va de penitente al aire libre, bajo la túnica y el capirote de seda planchados con esmero por una criada que resulta ser la novia del jornalero tuberculoso Juan, protagonista de la novela, éste anda debajo del paso, entre los costaleros, a pesar de su pésimo estado de salud y, cuando después de tres caídas —que no dejan de recordar las de Cristo en el camino del Calvario— muere durante la procesión del Viernes Santo, lo llevan a hombros, bajo la faldilla del paso, sus compañeros de cuadrilla. La novela termina con la visión de la sangre del muerto confundiéndose con la de Cristo: Entre las saetas, aplausos, incienso, claveles y cornetas, el Cristo, con los brazos en cruz, avanzaba lentamente, dejando en su camino hacia la Catedral un delgado e impreciso hilillo de sangre, mientras las primeras luces de la mañana se abrían paso por Oriente (Grosso 1966: 232).
La simetría entre la mitad superior, aparente, del paso y su otra mitad inferior y oculta, simboliza analógicamente la organización dual de la sociedad y la explotación de un componente por otro, mientras que la procesión, en la que se juntan el propietario, el sacerdote y el guardia civil, se convierte en autocelebración del orden social. En vano se vierte la sangre del jornalero en un sacrificio que carece de cualquier función redentora. Se retoman, subvirtiéndolos, un imaginario y un rito que contribuyeron a la justificación de la dictadura. El final de La mina recurre, en cambio, a un imaginario revolucionario. El pasado sigue vivo en la memoria del jefe de cuadrilla Ruiz que participó en las huelgas de Asturias en 1934, fue guerrillero después de la Guerra Civil e informa a sus compañeros acerca de esta tradición revolucionaria y resistente (153-154). Después del hundimiento de la galería, el pasado se proyecta en el presente y el porvenir. Bajo el efecto del miedo, la angustia, el dolor y el odio, los mineros se funden en una sola voz de protesta: «Luego, como si la muchedumbre formara un solo cuerpo y una sola voz, un grito único y continuado rasga el aire de la tarde. Todas las voces de protesta fundidas en una sola terrible voz» (223). Se accede entonces al pueblo ideal hecho momentánea realidad mientras que, proyectándose imaginariamente hacia un futuro
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anhelado que reproduce un pasado revolucionario, el narrador transfigura a Carmela, la novia de Luis, uno de los mineros que acaban de morir, convirtiéndola en una pasionaria, una alegoría de la revolución: Erguida sobre la punta de los pies atraía sobre ella la mirada de la multitud... —¡Hay que pedirles cuentas de las vidas! —gritaba con aguda voz. Su pañuelo parecía flotar en el aire como una bandera (223).
Y no falta, el día del entierro, el color de la sangre y la revolución: «El cielo iba volviéndose de un color rojizo sobre las cumbres de Sierra Mestanza» (228).
Las ambigüedades del realismo social: Central eléctrica El final de La mina no carece de pinceladas épicas. Sin embargo, la novela social no puede cantar, como el realismo socialista, la épica del trabajo que transforma la naturaleza, la grandeza del trabajador, nuevo Prometeo, ya que se lo impiden, en el campo, la concentración de las tierras en manos de una minoría que condena la masa de los campesinos al paro y, por otra parte, las bolsas de subdesarrollo en zonas atrasadas, así como, en la industria en vías de desarrollo, las durísimas condiciones de la acumulación capitalista. De ahí que varias novelas del realismo social oscilen entre dos polos: la alabanza del trabajo, presentado como un valor primordial, una vía privilegiada de realización del hombre —«Un hombre necesita darse cuenta de que trabaja, es su única justificación» (Central eléctrica, 184-185)—, y la denuncia de las condiciones concretas de su ejercicio en la España de finales de los años cincuenta y del principio de la década siguiente. Si el segundo polo se cuela en el molde de un realismo crítico, el primero sigue la vía del lirismo —aunque menos acentuado que en la novela social de los años treinta— y de la épica. El trabajo es fuente de progreso —se tiene fe en un porvenir que hace falta construir— y procura dignidad y alegría. Es obra de fecundación como se comprueba en esta descripción de los mineros que pican la roca: «Las manos luchan contra las piedras. Las dieciséis manos de la cuadrilla transforman la piedra en pan» (La mina, 111). Este tipo de comentario, poco frecuente en La mina, menudea en cambio en Central eléctrica, verdadero himno al progreso técnico, como lo era ya La turbina de César M. Arconada en 1930. La
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épica del trabajo cobra en la novela de Jesús López Pacheco una dimensión mítica reiteradamente confirmada. A través de la construcción de una central eléctrica en una comarca atrasada cercana a la frontera portuguesa, se sintetiza el recorrido de la humanidad de la barbarie a la civilización, de la prehistoria a la era industrial, «de la piedra a la luz» (113). El hombre demiurgo y el dios electricidad sustituyen al Dios cristiano y el mito borra la Historia16. El montador y jefe de cuadrilla Juan Lobo, sacerdote de la religión de la técnica, es arquetipo del trabajador ejemplar, apasionado y abnegado (126-136). En vez de recibir un tratamiento realista, los accidentes del trabajo se integran a la épica del Progreso, a la lucha del hombre contra la Naturaleza que tiene sus inevitables víctimas17. Y el salvamento de dos hombres arrastrados por la ruptura de una compuerta desemboca en una representación del pueblo ideal, no ya unido en la lucha por sus condiciones de trabajo y de vida, sino como sujeto colectivo unificado por una empresa común: —¡Aaa...! empezaron a decir todos. Los cuerpos se echaron hacia atrás, seguros, como remos en una embarcación, como piezas convencidas de una máquina viva, invencible, la misma máquina formada por hombres, que construye, que transforma, que mantiene y aumenta el mundo y la vida. Eran obreros del Salto y sudaban, y su sudor era el mismo de los que han llenado el planeta de pirámides casi eternas, en lucha contra el tiempo y las fuerzas que pesan para hundir la vida de los hombres (242; énfasis mío).
16 En la novela social de principios del siglo XX, en los años anteriores a la crisis, apuntaba ya la presentación de la fábrica como templo del trabajo, el himno a la máquina que fertiliza campos y ciudades, en particular en la novela de Jesús Sánchez Díaz, Jesús en la fábrica (1911). Véase a este propósito Alonso (1993). 17 Cuando la ruptura de una compuerta ocasiona la muerte de varios hombres, Andrés se extraña de la aparente impasibilidad de Lobo que acaba de perder a su amigo, Ramos, antes de entender que no es impasibilidad sino «dolor vencido», «aceptación natural». El accidente se convierte en aplicación de una ley natural, y la aparente indiferencia del montador es una respuesta a la crueldad de la naturaleza («se portaban de un modo tan cruel, tan necesariamente cruel como la naturaleza»), interpretación confirmada por la coincidencia entre el accidente mortal y el nacimiento del hijo de un obrero, lo cual motiva este comentario de Andrés: «Hay una sabia compensación en la naturaleza» (López Pacheco 1958: 181-182). Por otra parte, Antonio Rojos, que se hunde en el hormigón de la presa porque se le volcó encima una vagoneta, tiene treinta y tres años —una precisión que no se suele dar—, la edad en que murió Cristo. La mera mención de su edad confiere a su muerte un simbolismo de redención que permanece implícito: el antiguo campesino muere contribuyendo al progreso del país (82-84).
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Las metáforas de la embarcación y la máquina humana no dejan de recordar la de las falanges funcionales a la que recurría Giménez Caballero. Ya mucho antes en el relato, en la descripción de la ascensión de una fila de obreros desde la presa hasta el lugar de descanso, a la hora de la comida, el narrador había introducido, de una pincelada, una primera visión, igualmente unánime, del pueblo ideal de los trabajadores: De la presa ascendía la línea oscura y viva, como una línea de hormigas. Ascendía con seguridad, casi como una fuerza natural, algo como un torrente inexorable e inverso que vencía lentamente a la gravedad (52).
En semejante representación de un pueblo unificado por un objetivo común, en el que el individuo-hormiga se funde en la masa y saca su fuerza de su organización, son patentes las similitudes entre dos ideologías opuestas que comparten, sin embargo, una misma concepción totalitaria del hombre. La contradicción entre el plano realista en el que no se compaginan progreso técnico y progreso social y el plano metafórico-simbólico en el que el hombre encuentra su justificación en su contribución a los avances de la humanidad se resuelve, mal que bien, en Central eléctrica, gracias a un joven ingeniero, Andrés, portavoz del autor e intérprete de la significación de la obra, que intenta articular los dos discursos. Este Jano bifronte es el intérprete de la religión de la ciencia que afirma la existencia de un progreso continuo de la humanidad, en réplicas líricas no exentas de grandilocuencia, mientras que, por otra parte, ante la indiferencia de los demás ingenieros, encarna también en la diégesis una conciencia social permeable a la miseria de los campesinos de Aldeaseca, a la injusticia del desahucio que los deja sin tierras, consciente de que resulta imposible aplicar la palabra «civilización» al tratamiento que reciben de la empresa los aldeanos condenados a emigrar: «No sé, pero me parece que esto no es exactamente la civilización. Falta algo» (298). Sin embargo, los dos discursos se yuxtaponen sin articularse verdaderamente. Esta disyunción, que se manifiesta en una alternancia de páginas realistas-críticas y otras lírico-simbólicas, es indicio del fracaso de la tentativa de asociar dos objetivos: denunciar el atraso de ciertas zonas del país, el precio social de la industrialización, como lo hacen los relatos de viajes, y proyectar sobre esta realidad disfórica la representación del hombre nuevo heredado del modelo socialista. El resultado es una novela dual, que superpone dos calcos hetero-
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géneos, el ser y el deber ser, reproduciendo al fin y al cabo lo que el realismo social español más reprochaba a la propaganda franquista: el presentar el país no tal como era sino tal como lo configuraba el modelo ideológico.
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EJEMPLARIDAD Y AMBIGÜEDAD EN LA OBRA NOVELESCA DE RAFAEL CHIRBES Catherine Orsini-Saillet
Pensar el problema de la ejemplaridad en la novela y cómo se puede plantear en la narrativa de hoy invita a interrogarse sobre la capacidad que tienen las novelas para proponer modelos que el lector puede seguir o no y que sirvan de escarmiento. Supone problematizar lo que fue una evidencia clásica —la función moral de la literatura1— y comprender cómo vuelve a aparecer, cómo se percibe o no, este componente ético en la novela contemporánea. Esta reflexión conduce, por una parte, a centrarse en la dimensión pragmática de la ejemplaridad, o sea en la influencia que ejerce la obra sobre el lector, en la capacidad o la voluntad de los autores para transmitir valores a través de la ficción, en las modalidades del didactismo de las novelas sus expresiones sean directas u oblicuas. Por otra parte, nos podemos también preguntar en qué medida una obra literaria merece calificarse de ejemplar y considerarse como un modelo elaborado por un escritor tal vez ejemplar. Esta dimensión parece particularmente interesante en el caso de Rafael Chirbes, una de las voces más importantes entre los autores actuales, ya que incluye en muchas de sus novelas una figura de novelista, en general fracasado y muy poco ejemplar, pero que invita a reflexionar sobre el papel de la litera1
«L’idée d’une fonction morale de la littérature était une évidence aux yeux de l’esthétique classique. Très longtemps, il est allé de soi que la littérature se devait d’être exemplaire puisque sa raison d’être était d’éduquer tout en divertissant, de fournir à l’individu un certain nombre de modèles, de lui communiquer un ensemble de valeurs. Autrement dit: on la considérait comme indissociable d’une certaine éthique dont elle était l’expression» (Forest 2007: 397).
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tura. Además nunca vaciló Rafael Chirbes en situarse a contracorriente, en no adoptar las tendencias dominantes del mercado para seguir fiel a sus convicciones. Rafael Chirbes cree en la dimensión ética de la literatura, a pesar de la total ausencia de personajes ejemplares en sus novelas. En su opinión, la meta de la literatura no ha cambiado tanto desde la Edad Media y está convencido de que la ejemplaridad es consustancial a la novela. Comparte esta idea con el novelista argentino Ricardo Piglia quien en su libro El último lector declaró: «el lector de ficciones [...] es alguien que encuentra en una escena leída un modelo ético, un modelo de conducta, la forma pura de la experiencia» (citado por Chirbes en Por cuenta propia, 17 y 134). Rafael Chirbes, en su última recopilación de ensayos, comenta esta afirmación que permite establecer un puente entre la literatura contemporánea y los textos medievales: [...] buscamos modelos de conducta en las narraciones: no otra cosa era lo que ofrecían las fábulas medievales a sus lectores u oyentes: enxiemplos ofrecía don Juan Manuel en El Conde Lucanor, fábulas, narraciones que ponían ante disyuntivas a los personajes y, de paso, al lector que se adentraba en ellas. Walter Benjamin —al igual que lo hace Piglia— pensaba en la novela como espacio donde se plantea un problema moral, un ejercicio de pedagogía (Por cuenta propia, 17-18).
A pesar de la declaración del autor —«buscamos modelos de conducta»—, sus novelas carecen de personajes caracterizados por un comportamiento ejemplar, orientado hacia lo que ellos consideran como el Bien. Hemos de suponer, por lo tanto, que dichos textos encuentran otras vías, más oblicuas, para ejercer su función moral y entrar en el ámbito de una «literatura responsable»2. En el caso de Rafael Chirbes, veremos que la noción de ejemplaridad desaparece del sistema de los personajes para privilegiar una ambigüedad que obliga al lector a una revisión permanente de las significaciones; que el relato se abre a una multiplicidad de voces. Nos preguntaremos entonces si este recurso sistemático en las cuatro últimas novelas del autor se pone al servicio de un relato ejemplar y por qué.
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Véase en este mismo volumen el texto firmado por Isaac Rosa, «La ejemplaridad hoy: un pacto de responsabilidad con los lectores».
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Las últimas obras de Rafael Chirbes —La larga marcha (1996), La caída de Madrid (2000), Los viejos amigos (2003) y Crematorio (2007)— son novelas corales que corroboran la tendencia a una desaparición del héroe en la novela española del siglo XX. Ángeles Encinar puso de relieve esta evolución en un estudio donde, citando un trabajo de Paul Conrad Kurz sobre la novela europea, afirma que: «el héroe tradicional, definido como un hombre perfilado, diferenciado del mundo circundante, un aventurero superior, con una superioridad de formación o de capacidad de amar, de apasionarse o hasta de pecar», había sido sustituido en la novela contemporánea por «una figura adocenada, a menudo difícil de comprender, incapaz de todo lo elevado, aprisionada por las circunstancias, banal, en desacuerdo consigo mismo» (1990: 41).
Esta desaparición del llamado «héroe tradicional» pone de realce la necesidad de volver a pensar la naturaleza del héroe en la novela contemporánea. Para este estudio nos apoyaremos en una tipología propuesta por Vincent Jouve que se funda en la combinación de dos criterios permanentes que, según él, entran en la definición del héroe: el hecho de ser o no protagonista y la ejemplaridad (Jouve 1995). Llama héroes «convexos» a aquéllos que encarnan un comportamiento ejemplar —con dos modalidades, los «campeones» (que ocupan el primer plano) o los «modelos» (que son personajes secundarios de la historia); y héroes «cóncavos» a aquéllos que no son ni ejemplares ni modélicos, ni dignos de confianza, pero que orientan la significación de la obra de modo oblicuo. De nuevo, éstos se dividen en dos subcategorías: los «cobayas» (protagonistas) y los «reveladores» (personajes secundarios). En las novelas de Rafael Chirbes, parece muy claro que abundan héroes «cóncavos» que casi podrían calificarse de antihéroes, si pensamos en la definición del héroe tradicional, porque nunca realizan hazañas ni encarnan ideales admirables. Las historias situadas en el periodo de la guerra y de la posguerra podrían favorecer la aparición de figuras «convexas», tanto en la generación de los padres como en la de los hijos, y, sin embargo, no las hay, ni en el bando nacional, ni en el bando republicano, porque cada personaje se mueve con sus contradicciones. En La larga marcha unos de los mejores ejemplos serían el personaje de Pedro del Moral, que combate con los nacio-
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nales, y Vicente Tabarca, afecto al otro bando. El primero, lleno de ilusiones, está convencido de luchar con el bando correcto, pero dista mucho de encarnar un «modelo» y se convierte en un «revelador», ya que conduce al lector a replantearse la imagen del soldado nacional cruel, ciego, violento, despiadado. Mientras que no vacila nunca en presumir de ser un camisa vieja, vive obsesionado por el día en que tuvo que rapar a mujeres republicanas. A lo largo de los años que siguen a la guerra no deja de recordar aquellos actos represivos que, en vez de revelar un compromiso carente de dudas, se convierten en un hito en el camino de la degradación: [...] para sacar a empujones a aquellas tres mujeres asustadas, y el sargento se dirigía a él «tú, Pedro», y le daba una maquinilla y le decía que las esquilara, «pela a esas putas rojas», y él no era capaz de decir que no, a pesar de que la más joven era nada más ¿Dónde había caído? ¿En Belchite? ¿En las montañas de Santander mientras entraban en una casa que una niña, y la mayor, una anciana, y luego oía el «Cara al sol» y se acordaba de ellas mientras miraba correr el agua del riachuelo que había a la salida de aquel pueblo que no había visto nunca antes ni volvió a ver en la vida? ¿Ahí murió el muchacho que Pedro fue? ¿O ya se había muerto antes? (La larga marcha, 102).
El verbo caer que aparece en discurso indirecto libre remite no tanto a la derrota del soldado como a la del hombre. Este episodio se convierte, para Pedro del Moral, no en el recuerdo de una victoria sino en una referencia de crueldad: «las palabras se le habían escapado cortantes, duras, como las del sargento cuando le dijo: ‘te he dicho que las peles, que las esquiles a esas putas rojas’» (106). La conciencia que tiene el personaje frente a sus actos despiadados conduce a matizar la integridad de su compromiso con los vencedores, a pesar del bando elegido. Por lo demás, el narrador realza unas cuantas expresiones entrecomilladas y aisladas entre paréntesis para mostrar, con cierta ironía, el desfase entre el discurso oficial y la experiencia vivida, e invitar al lector a reconsiderar, a través del ejemplo de Pedro del Moral, a los vencedores y a los vencidos como categorías estancas: [P. del Moral] había soñado en cosas hermosas [...] cuando volvió como vencedor de una guerra (así los habían llamado: «vencedores»). [...] pensaba que la posguerra iba a ser hermosa, y de ellos, de quienes habían servido a la bandera española contra las hordas de la República. Así se lo prometían los altos mandos que visitaban las trin-
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cheras y les hablaban después de haberlos puesto en formación («vencedores de las hordas sin fe del comunismo internacional») [...] (34).
En toda la novela no aparecen soldados que se convierten en héroes de la guerra, pero sí encontramos, por ejemplo, una caricatura del joven falangista a través del personaje de Pedrín, amigo de Roberto. De la misma forma, en La caída de Madrid, la única hazaña contada es el robo de una pitillera sobre un cadáver republicano, mientras que el uso casi sistemático de la focalización interna y del discurso indirecto libre en ambas novelas hubieran podido facilitar esta presentación de los acontecimientos y de unos personajes convencidos de tener toda la razón en su lucha. Tampoco encontramos a héroes en el bando de los vencidos de La larga marcha; no tenemos la visión de los soldados que luchan sino exclusivamente la imagen de la derrota como, por ejemplo, a través de los recuerdos y de la vida del médico Vicente Tabarca. Su más recurrente pesadilla es la visión de los puertos de Levante llenos de «cadáveres andantes que se movían envueltos en harapos» (95) a los que no llegaron los barcos salvadores, y donde Vicente Tabarca tuvo que quedarse ante el mar que «era la puerta [...] y era una puerta que estaba cerrada» (96). Lamenta el no haber muerto en las trincheras y el haberse convertido en un «pelele asustado»: Vicente Tabarca también pensaba que, si le hubiera llegado la muerte en las trincheras, hubiera sido héroe, petrificado en el tiempo, su imagen en la memoria de alguien (¿quién podría acordarse de tantos muertos?), pero no: ni siquiera esa posibilidad. A quienes habían resistido hasta el final les había tocado lo peor, la indignidad como un caos (96-97).
La mayor pérdida que sufrió este prestigioso médico es la de su identidad, condenado a «canjea[r] la supervivencia por —así lo decía él— una resignada muerte “civil” [...]. No había habido conmutación de la pena de muerte, sino cambio de una muerte por otra muerte» (91-92). Esta figura de vencido, que no logra alcanzar un estatuto de héroe sirve también de «revelador», ya que encarna una tensión dialéctica entre las nociones de vencidos y vencedores. En efecto, en este panorama desolador, Vicente Tabarca sigue siendo fiel a sus ideales y logra mantener una conducta moral ejemplar cuando corre el riesgo de practicar el aborto de Elvira Rejón, por solidaridad desinteresada. Tampoco reniega de lo que ha sido, pero cuando descubre las lecturas y activida-
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des clandestinas de su hija Helena, se comporta como un vencido temeroso de lo que le pueda pasar a su hija, ya no cree en sus ideas revolucionarias y actúa con su hija como los franquistas actuaron con él: «[Vicente Tabarca] tenía la impresión de que él ejercía como cirujano por una vez en su vida desde que se acabó la guerra, y sajaba para extirpar el tumor cuando rompió en mil pedazos aquellos papeles» (279). El propio texto pone de realce este paralelismo puesto que la imagen del cirujano se había utilizado para referirse a los métodos represivos de los franquistas —«esos despiadados cirujanos» (47)— que intentaban extirpar, en vano en el caso de don Vicente, las ideas republicanas que entraban en conflicto con el discurso oficial. El médico, convertido en enfermo contagiado3, se hace de nuevo cirujano, frente a su hija, cuando adopta los métodos de los verdugos, lo que relativiza la victoria de la permanencia de sus ideas ya consideradas por el propio personaje como nefastas para el porvenir de su hija. El miedo pudo con las convicciones más arraigadas e impidió, pues, los comportamientos heroicos. Un personaje como Vicente Tabarca que no se deja vencer en su propia interioridad (sigue escuchando en soledad la Pirenaica mientras destruye las revistas de Helena) pero impide que su hija reemprenda la lucha invita al lector a pensar lo difícil que fue seguir siendo portador de valores en el contexto del franquismo4. Si nos fijamos ahora en el retrato que propone Rafael Chirbes de la segunda generación, la de los hijos, enfocada en la segunda parte de La larga marcha y en La caída de Madrid, tampoco aparece un amago de heroísmo, sea en el frente obrero o estudiantil. Cuando se evoca la lucha antifranquista, las aspiraciones individuales y el deseo sexual se mezclan y parecen sobrepasar la dimensión ideológica. El estudiante comprometido comunista o militante en grupúsculos más radicales disidentes dan lugar a retratos sarcásticos y caricaturescos que dejan percibir el desencanto del autor cuando mira hacia un pasado que conoció de cerca. Esto se ve, por ejemplo, en una conversación entre Carmelo, un 3
Véase el campo léxico de la enfermedad: «[Vicente Tabarca] sigue contagiado por una forma de pensar que los vencedores calificaron de epidemia y que extirparon con cruel y efectivo instrumental durante tres años en las trincheras y cuya cura prosiguieron en paredones y celdas. [...] la dolorosa cura no ha sido suficiente, [que] sigue intoxicado» (La larga marcha, 46-47). 4 La complejidad de la situación se nota también a través de la contradicción que hay entre el nombre que eligió el médico para su hija (Helena, con hache) y su actitud represiva cuando descubre su compromiso: «“Con hache, por favor”, le dijo al secretario del juzgado [...] y con la hache quería expresar esa fuerza clásica, trágica, que deseaba contagiarle a la recién nacida. La venganza por mano interpuesta» (La larga marcha, 51).
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estudiante gallego de origen campesino, y Gregorio, un obrero hijo de un jornalero extremeño, que el narrador transcribe, no sin ironía: La clase obrera —le decía Carmelo a Gregorio, repitiendo lo que enunciaban aquellos papeles tirados a ciclostil— tenía que ser la que dirigiese el mundo. Sólo ella podría hacerse cargo de un futuro que irremediablemente iba a llegar. «El proletariado es la única clase que puede dirigir una revolución que supere las contradicciones e injusticias de la sociedad burguesa. Una revolución irremediable por necesaria.» Gregorio se reía de aquellas palabras que no entendía demasiado bien. «Imagínate lo que pasaría si mandásemos nosotros. Si mandando gente de cultura, abogados, profesores o gente así, va el mundo como va, lo que podría pasar si nos lo dejaran manejar a cuatro burros. Eso son cosas que decís los estudiantes porque no sabéis lo que es un obrero», se burlaba Gregorio de Carmelo, que se tomaba en serio sus palabras y las rebatía con pasión (La larga marcha, 332-333).
Los argumentos de Carmelo convierten su discurso en una caricatura de discurso marxista que no llega a convencer a un Gregorio más sensato. En la misma novela, Luis Coronado es también un seudomilitante marxista con un discurso caricaturesco y un comportamiento muy poco ejemplar, ya que utiliza la clandestinidad no realmente para luchar sino para ocultar sus orígenes humildes y su identidad que lo avergüenzan (345). Ninguno de los estudiantes se erige en héroe de la oposición estudiantil. La mayoría de las veces se pone en tela de juicio la sinceridad de sus compromisos y podemos percibir la huella de la pluma sarcástica del Juan Marsé de Últimas tardes con Teresa en los procedimientos de degradación que afectan a todos. Lo que se critica no son los valores en sí sino la falta de convicción de los personajes. Nadie encarna una actitud digna, ni siquiera según su propio sistema de valores. También en Los viejos amigos y en Crematorio, a la luz del presente en que se sitúa la historia y que coincide con el tiempo de la escritura, se evidencia la hipocresía de los compromisos pasados, dado que todos los personajes que tuvieron sueños revolucionarios se adaptaron al nuevo sistema después de la vuelta a la democracia. Nos encontramos en un universo degradado, en el que ya no existen valores, en el que el autor parece añorar aquellos valores en los que creyó en su etapa de joven marxista. Ya no puede haber héroes aparte de los llamados «reveladores» en las novelas de Chirbes, ya no hay personajes ejemplares. Desaparecen tanto los modelos como los contramodelos, lo que puede plantearle al lector un problema de evaluación.
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La construcción narrativa de las novelas que privilegian el multiperspectivismo permite relativizar la visión que tenemos de los personajes, sobre todo a partir de La caída de Madrid. En las tres últimas novelas, el tiempo reducido de la historia (menos de un día) y el marco espacial limitado (Madrid en La caída de Madrid, la sala de un restaurante madrileño en Los viejos amigos o la pequeña ciudad balnearia de Misent en Crematorio) permiten un cruce de perspectivas que hace más compleja la imagen que tenemos de la mayoría de los personajes. El resultado es que la ambigüedad se convierte en la piedra angular que sostiene el sistema. Por ejemplo, el personaje de Guillermo en La caída de Madrid está sujeto a diversas interpretaciones que dan cuenta de su ambigüedad: aparece primero en las secuencias segunda y decimoquinta como uno de los dos policías que participaron en la detención de Enrique Roda, un militante antifranquista. Desde la perspectiva del preso, gracias a la focalización interna y un discurso que busca la compasión del lector, Guillermo es una bestia, encarnación de la violencia del poder5. Por lo tanto, es también un miembro «ejemplar» de la Brigada político-social según el comisario Arroyo, máxima autoridad cuya opinión no ha de ponerse en tela de juicio. La inclusión de unas cuantas expresiones en discurso directo atribuidas a Guillermo6 y su participación en el maquillaje del asesinato del Viejo en muerte natural hacen de él un agente concienzudo y dócil que obedece ciegamente. Con estas dos visiones contrapuestas se construye el estereotipo del policía brutal. Sin embargo, cuando se acerca la hora de ejecutar a Enrique Roda, Guillermo se pone a dudar, vive un verdadero conflicto interno, lo que lo humaniza y lo convierte en un miembro ya no tan ejemplar, según el sistema de valores de los suyos. Al principio de la secuencia decimoséptima, el narrador desvela las reacciones de Guillermo frente al espectáculo de un gato que está jugando con un gorrión cuya cabeza ha arrancado. Los detalles macabros sugieren una escena de tortura y despiertan en Guillermo el recuerdo de la detención de Enrique gracias a la analogía entre las alas mutiladas y la
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«Dolor en la cabeza, en el pecho, en las canillas, en los tobillos. Y voces. Estaban pisoteándolo. Le daban patadas, lo levantaban con el pie, caía de nuevo y recibía otra vez las patadas» (La caída de Madrid, 30-31). 6 «Comisario, un rojo menos» (La caída de Madrid, 48), «primero enseñas el palo y después metes la zanahoria en la boca» (56).
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privación de libertad. La figura del depredador lo horroriza y se siente en la misma situación que el gato: «Cabrón de gato pensó y se sintió como un cabrón él» (La caída de Madrid, 271); el espectáculo le devuelve por consiguiente una imagen de sí mismo que lo sobrecoge. Ya no es el personaje tan seguro de sus convicciones, por lo que se puede rehabilitar ante los ojos del lector como un hombre capaz de evolucionar, de cambiar de ideología, de comprender sus errores. Pero en realidad también podemos plantear de otra manera los motivos de su perplejidad, ya que ignoramos si duda por remordimiento, por sentimientos humanos o porque sabe que la situación está a punto de cambiar y que el estatuto de verdugo y de miembro ejemplar de la Brigada político-social le puede costar caro en el futuro. En efecto, Guillermo es consciente de que los verdugos de un día pueden ser las víctimas del día siguiente. Si recordamos que toda la acción pasa el 19 de noviembre de 1975, víspera de la muerte de Franco, comprendemos el temor del personaje que, aquel día, se siente tan frágil como el gorrión: [...] recordando la cabeza del pájaro entre las patas del gato, se sentía frágil [...], era como si también a él pudieran dejarlo tumbado [...] con un tiro en la nuca y tres letras pintadas con spray sobre la espalda. A lo mejor en vez de ATE esas letras dirían ETA, pero él estaría igual, allí, muerto y caído (275).
El palíndromo que forman las siglas ATE (Antiterrorismo ETA) y ETA subraya cuán fácil puede resultar la inversión de la situación. Ignoramos entonces si los aparentes remordimientos del personaje son auténticos o si revelan su temor al futuro y su cobardía. Todas estas interrogaciones del lector producen una ambigüedad imposible de resolver que refleja las contradicciones de la naturaleza humana porque a Rafael Chirbes, lo que más le interesa —y lo expresa a través de la construcción de sus novelas— es entender la lógica de los personajes: Me gusta mucho la gente e intentar ponerme en la cabeza de cada uno. Los asesinos tienen también su corazoncito, y eso no quiere decir que los quieras. Si pretendes escribir novelas, y no editoriales de periódicos, tienes que tener eso en cuenta y narrar lo privado de cada personaje: ése es el espacio de la novela y si lo pierdes se pierde la literatura (Fernández 2002: s.p.).
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Los personajes creados son claramente del tipo de los héroes «cóncavos» llamados «reveladores» por Vincent Jouve, quien precisa que su presencia condiciona o determina la significación de la historia sin entrar en una estrategia militante obvia. De ellos, dice Jouve que son menos didácticos que pedagógicos lo que remite a los propósitos de Rafael Chirbes, quien entiende «la novela como ejercicio de pedagogía», en la que el papel de interpretación del lector es determinante. Es la vía preferida de Rafael Chirbes, quien escribió en En la lucha final, su segunda novela, que «escribir no resuelve los interrogantes pero, al cargarlos de sentido, los hace soportables» (22). En las últimas dos novelas, y particularmente en Crematorio, los personajes podrían parecer menos ambiguos, ya que el autor pinta «la decadencia de unos seres entregados a la impostura y a la codicia», según las palabras de Ernesto Ayala-Dip (2007: 14), pero la construcción narrativa multifocal invita otra vez a la confrontación de los puntos de vista. Además, el tema de la muerte favorece la revelación de la parte humana de cada uno y anuncia la hora de los balances. Crematorio consta de una serie de trece capítulos no numerados, muy largos y compactos, por componerse cada uno de un sólo párrafo muy denso, seguidos de una última secuencia (la decimocuarta) que ostenta un estatuto aparte y cierra el texto a modo de coda. Una serie de siete puntos de vista alternan de manera totalmente aleatoria, como en La larga marcha, para representar una forma de totalidad, la diversidad de los tipos sociales7 y humanos. Casi todos los capítulos corren a cargo de un narrador heterodiegético que privilegia la focalización interna, aunque en varias ocasiones se distancia claramente del personaje focal, lo que le permite insertar unos cuantos juicios. Cuatro capítulos se hallan aparte por ser narrados en primera persona. Tres de ellos, estratégicamente colocados —el primero, el séptimo o capítulo axial y el último (el decimotercero)—, revelan la posición privilegiada ocupada por Rubén Bertomeu cuya primera persona constituye como la columna vertebral de la novela. El capítulo undécimo aparece en cambio totalmente aislado y da originalidad a la voz de Juan, el yerno catedrático8 de Rubén, el único en ex-
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El abanico es, sin embargo, mucho más amplio en La larga marcha que en Crematorio. El catedrático es un personaje recurrente en la narrativa de Rafael Chirbes: véase en particular la figura de Juan Bartos en La caída de Madrid y Los viejos amigos. En Crematorio, el apellido de Bartos se ha cambiado en Mullor que es el nombre del verdugo franquista en La buena letra. Este peregrinaje onomástico puede revelar que el personaje del catedrático se construye como una figura muy poco simpática y llena de contradicciones. 8
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presarse en primera persona —con omisión de Rubén—, aunque su voz no llegue a imponerse con tanta fuerza como la de su suegro. Este estatuto aparte del personaje podría interpretarse a partir de lo que dice de él Fernando Valls: «La actitud de Juan Mullor, quien se aprovecha de todos, a la vez que los detesta, se caracteriza por sentirse por encima de los demás, aunque no lleguemos a entender por qué» (2008: 27). En realidad, los críticos no destacan esta originalidad narrativa, como si la voz de Juan no se distinguiera de las demás focalizaciones internas, lo que muestra que el personaje no llega a situarse por encima de los demás, se funde con la masa coral de la que sólo emerge la voz de Rubén. Toda la novela gira en torno a la muerte de Matías Bertomeu, hermano menor de Rubén. Este acontecimiento es el pretexto que origina los pensamientos de cinco de los personajes focales que conocieron de cerca al muerto (Rubén Bertomeu, riquísimo promotor, Mónica, su jovencísima segunda esposa y, al parecer, ex prostituta, Silvia, hija de Rubén, Brouard, amigo de infancia de los hermanos Bertomeu, novelista homosexual, enfermo de cáncer en fase terminal, y Juan Mullor, yerno de Rubén). Uno tras otro van a proponer un retrato del muerto y de los demás provocando un cruce de perspectivas que hace de cada personaje una construcción compleja y a veces contradictoria. A este núcleo familiar, se añaden otras dos figuras, conectadas a la historia a través de Rubén, pero que no tienen nada que ver con la muerte de Matías. Son Ramón Collado y Yuri. Ambos le permiten al lector penetrar directamente en los negocios sucios de Rubén que pueden intuir sus parientes pero que no conocen claramente. Sirven para pintar otra faceta del viejo promotor y completar la imagen de un universo violento y sucio donde el dinero lo puede y lo vicia todo. Sin embargo, el narrador nos invita, mediante el uso casi sistemático de la focalización interna, a compartir el sufrimiento de todos los personajes hasta de los más viles, que a veces no tienen nada que ver con el muerto. Tenemos el ejemplo de Yuri que está al servicio de Traian, el proxeneta ruso conectado con la mafia. Yuri repele y cumula los vicios, entre los que el de ser el violador de la hija de uno de sus patrones, pero la presentación en focalización interna del dolor del hombre separado de su familia, su versión de la violación a partir de la provocación de la joven, sus sentimientos amorosos hacia Irina matizan la cara oscura y en unos momentos aparece como una víctima tal vez digna de compasión. En la única secuencia en la que seguimos su punto de vista, está duchándose y el narrador cuenta, a lo largo de varias páginas, en-
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trecortadas por recuerdos de Yuri y reflexiones sobre su cuerpo que lo ridiculizan9, cómo se esmera en lavarse todos los pliegues más íntimos de su cuerpo, hasta los rincones más escondidos como si estuviera intentando limpiarse, en vano, de todas sus culpas, de todas sus manchas. En esta secuencia está claro que es un narrador omnisciente el que hace uso de la focalización interna para proporcionar una imagen dual de un Yuri que, por una parte, confiesa sus fechorías y se convierte en la encarnación del mal y, por otra, las justifica, como si no tuviera toda la culpa. Acabamos teniendo la impresión de que Yuri vive en casa de Traian un verdadero infierno, de que su vida se ha convertido en una especie de cadena perpetua, más dura que la cárcel, de que es un verdadero títere que al fin y al cabo da lástima con tanto dolor acumulado. El narrador lo confirma cuando sale de la focalización interna y se distancia del personaje para proponer una interpretación de su vida. Lo presenta como una víctima de las maniobras de Irina: A Irina le da gusto jugar con Yuri. Es como jugar con esos cochecitos con los que juegan los niños a los que les aprietas el botón del mando y corren, y vuelves a apretarlo y se paran en seco con un ruido de plásticos que crujen. ¿A quién no le gusta tener un juguete, un animalito que te obedece? Si, por la tarde, vuelve el jefe, y ella y el jefe se revuelcan en la cama, Irina sabe que Yuri oye, sabe que el animalito sufre, y eso le gusta [...]. Eso, para él, es el infierno, el sitio de los otros, también el sitio escondido de él, sitio de lo oscuro, de lo insoportable que hay en él [...] (Crematorio, 155).
El personaje parece, pues, no poder escapar a su cara negra, se impone cierta fatalidad que lo condena al dolor, que hace de él, en parte, una víctima. Lo mismo podemos decir de Ramón Collado, un ser absolutamente vil pero también víctima de los rusos, o de Rubén. Otro ejemplo podría ser el de Silvia, tan criticada por su jovencísima madrastra, acusada de ser incapaz de verter la menor lágrima, y que, sin embargo, llora a solas la muerte de su tío tan querido. El dolor experimentado por los personajes se ve incrementado por su aislamiento. Todos parecen incomunicados, cortados de los lazos sociales habituales: Rubén en su coche, Mónica en el cuarto de baño, Collado
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Esta secuencia hace de Yuri la vertiente masculina de Mónica a quien descubrimos, en la segunda secuencia, entregada a una ridícula sesión de gimnasia facial en el cuarto de baño de su lujosa casa.
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en la cama del hospital, Federico Brouard recluido en su habitación donde recibe la visita de Juan... El uso de la focalización interna a veces completada por el distanciamiento de un narrador omnisciente y por la percepción de los demás da la impresión de que la obra se construye como un verdadero caleidoscopio10, con un juego inestable de reflejos que nos hace revisar de manera permanente la visión que tenemos. Los retratos más completos son los de los hermanos Bertomeu: Rubén enfocado desde las perspectivas de todos los demás personajes y desde la suya, en primera persona, y Matías, el muerto de quien no se deja de hablar sin que se haga nunca un elogio fúnebre, sin que el lector sepa muy bien a qué atenerse, entre los puntos de vista encontrados de los demás11. Dialogan en la novela versiones poco fiables, ya que están deformadas por la subjetividad. Por ejemplo, cuando Rubén recuerda a Matías, deja claramente percibir unos celos heredados de la infancia por ser el hermano pequeño, el niño mimado de la madre, se nota la rabia por no haberle cedido Matías unos terrenos tan codiciados. La idealización del tío tiñe también de subjetividad los recuerdos de Silvia, quien erigió a Matías en el contrapunto del padre. Se multiplican así los enfoques eminentemente subjetivos sin que uno cobre más importancia que otro, sin que el lector tenga indicaciones claras para orientar sus juicios entre las múltiples contradicciones, lo que le invita a arriesgarse en la construcción de la significación, a abrirse camino entre las significaciones posibles, a partir de la confrontación de las perspectivas como lo ha señalado Fernando Valls: Del contraste y la confrontación de todas estas voces debe valerse el lector para poder juzgar los acontecimientos y las ideas que se ponen en juego. Así, el perspectivismo, la variedad de puntos de vista, la polifonía de voces, está en el fundamento último de este relato, pues cada uno de los protagonistas se muestra y explica desde su propia psicología, en absoluta libertad, como no podía ser de otra forma (2008: 27). 10 El propio Rafael Chirbes utiliza una comparación similar para referirse a la construcción de sus dos últimas novelas: «funcionan como una trituradora, como un espejo poliédrico que te hace enfrentarte con tu imagen parcela a parcela y que te descubre que toda esa sucesión de figuritas que aparecen en el poliedro no se corresponden con lo que tú creías» (Navarro 2008: 156). 11 «La confrontación de ideas que surgen en los monodiálogos de los protagonistas estallarán, a veces, con la misma contundencia del choque que se produce entre las bolas en la mesa de billar» (Valls 2008: 28).
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Esta permanente revisión a la que se ve sometido el lector provoca de nuevo cierta ambigüedad que se añade a la difícil valoración por parte de quien siente a menudo cierta contradicción entre su código axiológico y el sistema de simpatía construido por el texto12. El sufrimiento de los personajes, su presentación como víctimas, el uso de la primera persona o de la focalización interna y del discurso indirecto libre suponen la simpatía, provocan cierta empatía que el código cultural impide cuando los personajes encarnan valores no habitualmente compartidos y que hacen de ellos estereotipos de los «malos». Y justamente en la novela son los malvados los que sufren, como lo expresa Federico Brouard: Digamos que te convierte el dolor en un animal sombrío, dañino. Te enturbia. Te enmaraña las cosas. Te ciega dentro de una nube negra de comportamiento poco calculable. No son los héroes de las novelas, de las películas, quienes sufren, sino los malvados. Los héroes son animalitos saludables (Crematorio, 139).
Esta posición incómoda del lector se debe al tipo de narrador que utiliza de modo privilegiado el autor desde su primera gran novela coral, La larga marcha. De ella, dice: «es una especie de novela de todas las novelas. Me salió un narrador que yo llamo “compasivo” en la medida en que acompaña a sus personajes y padece con ellos, que se separa de unos para acercarse a otros y que va juntando los hilos» (Jacobs 1999: 187). Este narrador compasivo13, y tal vez ejemplar, hace problemática la evaluación de los personajes que se alejan de lo «correcto» y que pueblan las novelas de Chirbes. Desaparecen, por tanto, los comportamientos claramente ejemplares porque no hay personajes monolíticos capaces de encarnar de modo firme un ideal; conforme progresamos en las últimas publicaciones, los personajes ya no creen en nada, reniegan de sus compromisos pasados, hay un desajuste total entre los ideales revolucionarios y los comportamientos presentes, lo que traduce la desilusión de la generación a la que pertenece Rafael Chirbes respecto del posfranquismo. ¿Dónde están entonces los modelos de conducta que buscan los lectores en las narraciones según la afirmación del propio autor? 12
«[...] toute perception par le lecteur d’une contradiction entre le système des personnages et le système de sympathie l’oblige à réévaluer le sens du roman» (Jouve 2004: 96). 13 Juan Bautista Avalle-Arce define esta categoría de «narrador compasivo» (que presenta como característico de Galdós) diciendo que «comparte los sentimientos y las obsesiones de su protagonista» (2006: 322).
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E J E M P L A R I D A D D E L A O B R A , D E L R E L ATO : A B R I R S E A LO M Ú LT I P L E
En los textos ensayísticos de Rafael Chirbes que versan sobre la literatura y el papel del escritor, llaman la atención las expresiones que remiten a la actitud moral que, según este autor, ha de adoptar el novelista, y que se alcanza gracias al multiperspectivismo: Del cruce de miradas, del intercambio de puntos de vista que —en un movimiento de retorno, como de boomerang— aguzan y ponen en cuestión los propios puntos de vista y la mirada del lector, extrae lo mejor de sí misma la narrativa, su carácter de experiencia a la vez pedagógica y ética [...]. Me atreveré a decir que la novela, sobre todo, le permite al propio autor esa experiencia a la vez de aprendizaje y de peregrinaje moral, al contrastar su propia posición poniéndola a navegar al pairo entre los impetuosos soplos de otras miradas14 (Por cuenta propia, 26).
Su proyecto narrativo consiste, pues, en escribir no para resolver conflictos sino para plantearlos y dejar al lector encontrar la solución sin imponérsela. Ambiciona una literatura que invita a reflexionar sobre el mundo tal como es, en su multiplicidad, sin indicar dónde está el camino de las virtudes porque parece que ya es imposible encontrarlo. Este tipo de proyecto es lo que conduce a Rafael Chirbes a componer novelas corales, que buscan la polifonía: No me gusta que haya un narrador que domine, ni que haya tontos y listos, sino que cada uno mantenga sus razones. Eso es la literatura y no la hay peor que el panfleto. Defender sin fisuras una tesis es muy aburrido y para eso ya están los editoriales de los periódicos. Últimamente estamos viendo muchas novelas editorialistas, beatas, en las que se defiende el bien y se condena el mal. Para eso ya están los curas, los políticos y telepredicadores. Es mejor poner la radio, mover el dial y escuchar todos los púlpitos. La novela tiene que ser una indagación del hombre en cada época15. 14 En el mismo texto, añade que «no hay novela sin que el autor ponga a prueba su fuste ético» (27), afirma que dos de sus novelas —La buena letra y Los disparos del cazador— surgieron «como urgencia ética y política»; tampoco vacila en recordar las palabras de D. H. Lawrence: «La moral en la novela es la temblorosa inestabilidad de la balanza. Cuando el novelista pone el pulgar en el platillo, para hacer bajar la balanza de acuerdo con sus propios gustos, practica una inmoralidad» (35). 15 Con estas palabras, Rafael Chirbes comentó la opinión del periodista Alberto Moyano quien declaró: «Le ha dado buenos resultados la novela coral escrita a varias voces» (2007: s.p.).
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Para no caer en este defecto, Rafael Chirbes intenta siempre situarse más allá de la línea divisoria que separa el bien del mal. Esta voluntad se puede relacionar con cierta literatura realista o naturalista del siglo XIX en la que la pintura de lo real no sería «ni un alegato ni una condena moral» (Piton-Foucault 2007: 285), lo que supone de manera ideal la no intervención del autor o del narrador. Aunque a veces en las novelas de Chirbes podamos percibir claramente la distancia que se establece entre el narrador y sus personajes, lo que equivale a proferir la no adhesión a su sistema de valores, observamos sobre todo cómo se desdibujan los criterios valorativos, lo que puede desorientar al lector. La conclusión a la que llega Émilie Piton-Foucault cuando afirma que estos procedimientos que producen la ambigüedad (habla ella de «brouillage évaluatif») no se alzan en contra de la presencia de una ideología o de una axiología en la obra, sino en contra de la construcción de un modelo que el lector puede seguir fuera de la obra16, parece válida para analizar las novelas de Rafael Chirbes. Que no aparezca una jerarquía clara de los valores no quiere decir que no exista sino que no se la impone al lector; es el propio lector el que debe construirla o el que debe replantear sus prejuicios. Si Rafael Chirbes pinta un mundo desesperado, donde todos los valores entran en crisis, donde nadie cree en nada, donde ya no hay ningún personaje ejemplar, ¿no sería para expresar cierta nostalgia de los valores perdidos? Los personajes siempre aparecen con una contradicción entre sus ideales pasados y su actitud presente, lo que conduce a cuestionar aquéllos desde la desilusión producida en el presente, pero también muestra el desfase que hay entre las teorías y los actos dominados por la fuerza de atracción que ejercen el poder, el dinero, la fama... Chirbes propone un fresco en el que las ideologías son teo-
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«Dans Texte et idéologie, Philippe Hamon remarque que les œuvres réalistes [...] procèdent à une série de brouillages évaluatifs, visant à neutraliser toute tentation axiologique du texte: remise en cause de la question de la focalisation sur un “héros” porteur des marques évaluatives; ambiguïtés des énonciateurs axiologiques, nombreux et souvent contradictoires. Les dissonances contribuent ainsi à éviter l’univocité et à désorienter les points de vue, dont l’évaluation nécessite une certaine stabilité pour s’opérer. Ces procédés n’attaquent pas tant la présence d’une idéologie ou d’une axiologie dans l’œuvre, que leur capacité à produire un modèle à suivre pour le lecteur en dehors de l’œuvre. Il y aurait donc dans le roman réaliste une configuration explicite destinée à prévenir toute tentation d’exemplarité chez le lecteur, exemplarité dont les vecteurs nécessaires —mais non suffisants— seraient la présence d’un héros focalisateur non ambigu sur le plan évaluatif, l’univocité des jugements de valeur, et la possibilité d’une adhésion au groupe auquel le personnage appartient» (Piton-Foucault 2007: 287).
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rías abstractas que no pueden encontrar su concreción en el mundo sin deformarse y aparecer de modo utilitario, caricaturesco. Dicha nostalgia la puede compartir el lector o no.
BIBLIOGRAFÍA AVALLE-ARCE, Juan Bautista (2006): La novela y sus narradores. Alcalá de Henares: Centro de Estudios Cervantinos. AYALA-DIP, Ernesto (2007): «Retrato de impostores». En: Babelia-El País, 27 de octubre, p. 14. CHIRBES, Rafael (1991): En la lucha final. Barcelona: Anagrama. — (1992): La buena letra. Barcelona: Anagrama. — (1996): La larga marcha. Barcelona: Anagrama. — (2000): La caída de Madrid. Barcelona: Anagrama. — (2003): Los viejos amigos. Barcelona: Anagrama. — (2007): Crematorio. Barcelona: Anagrama. — (2010): Por cuenta propia. Barcelona: Anagrama. ENCINAR, Ángeles (1990): Novela española actual: la desaparición del héroe. Madrid: Pliegos. FERNÁNDEZ, Santiago (2002): «Los libros siempre saben más que su autor». En: Babab, 11; (última consulta: 2VII-2010). FOREST, Philippe (2007): «Paradoxe d’hier, préjugé d’aujourd’hui». En: Littérature et exemplarité (ed. de Emmanuel Bouju, Alexandre Gefen, Guiomar Hautcœur y Marielle Macé). Rennes: Presses Universitaires de Rennes (Col. Interférences), pp. 395-403. JACOBS, Helmut C. (1999): «Entrevista con Rafael Chirbes». En: Iberoamericana, XXIII, 75-76, pp. 182-187. JOUVE, Vincent (1995): «Le héros et ses masques». En: Le personnage romanesque: colloque international, 14-15-16 avril 1994, Nice (ed. de Gérard Lavergne). Nice: Université de Nice (Cahiers de narratologie, 6), pp. 249-255. — (2004): «Le lecteur et la construction du sens». En: La question du lecteur (ed. de Louise Bénat-Tachot et Jean Vilar). Paris: Presses Universitaires de Marne-la-Vallée, pp. 91-97. MOYANO, Alberto (2007): «Prolifera la novela beata que condena el mal y defiende el bien». En: (última consulta: 3-VI-2010).
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Al mundo le dejo todo Lo que tengo y lo que siento Lo que he sido entre los míos, Lo que soy, lo que sostengo
En Decidme cómo es un árbol, a sus 87 años, el poeta Marcos Ana (Fernando Macarro Castillo), se decide por fin a escribir su historia, sus historias, y así a darle crédito al consejo que le dio en su tiempo Pablo Neruda: Ya sé que estas historias van contigo y que no las vas a olvidar nunca, pero corren el riesgo de que se mecanicen al repetirlas y pierdan la cercanía y la espontaneidad temblorosa y viva [...]. Tienes que confiar en el poder del testimonio de la palabra escrita (Decidme cómo es un árbol, 309).
La fuerza de estas «historias» que acompañaron a Marcos Ana convirtió a un hombre cualquiera en un hombre «extra-ordinario». En efecto, en 1939, a sus 19 años, fue detenido como preso político y militante comunista: permaneció 23 años en las jaulas franquistas. Torturado, humillado, condenado a muerte dos veces, por fin le llegó el indulto en el año 1961. Esta historia individual hubiera podido pasar desapercibida entre las miles de vidas rotas por la represión política franquista, si no fuera por esta palabra escrita, poética y libre que Marcos Ana consiguió extraer de las diversas cárceles por las que pasó. Día tras día, gracias a la amistosa colaboración de sus compañeros de lucha y a la solidaridad internacional, logró difundir por el mundo testimonios poéticos de su vida carcelaria. Esta palabra escrita que se atrevía a fluir entre rejas se consideró entonces como la prueba nítida y estimulante de la capaci-
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dad de resistencia de un hombre frente a un sistema autoritario y dictatorial. Sin embargo, cuando recobró la libertad, en el 61, el poeta abandonó la palabra escrita y se convirtió en orador, en portavoz de estos hombres que seguían mudos detrás de las paredes de tantas prisiones franquistas. La oralidad sustituyó a la letra impresa, por lo menos hasta el año 2007. Este único libro en prosa publicado por Marcos Ana1 no es mera autobiografía ni tampoco panfleto político. Se trata de una nueva propuesta genérica brotando paradójicamente en el casi crepúsculo de una vida ajetreada. Así, la historia de un hombre se inscribe en el transcurso de la Historia, con mayúscula. Este hombre «común» sale del anonimato y pasa a ser un hombre ejemplar. Si, en un primer momento, el relato de Marcos Ana parece coincidir del todo con una ejemplaridad sencilla y asumida (primer apartado), sin embargo, no tarda en desviarse de los cánones literarios ejemplares para proponer un nuevo pacto genérico, híbrido y libre (segundo apartado).
R E C H A ZO
D E L A F I C C I Ó N Y S E N C I L L E Z D E L A E J E M P L I F I C AC I Ó N
El pudor del microrrelato individual El texto-testimonio de Marcos Ana se concibe como una obra autobiográfica cuya voz narrativa en primera persona se hace cargo de un largo relato analéptico. No obstante, a pesar de la fuerte afirmación de este «yo-narrador», la presencia del propio Marcos Ana es púdica y susurrante. El poeta prefiere la discreción nítida de frases escuetas articuladas en torno a verbos sencillos2 al efecto rimbombante de una sintaxis compleja. El texto no funciona como una larga diégesis coherente y lineal ni como una mise en abyme de la memoria que alumbraría de manera diacrónica los momentos claves de un pasado lejano, sino como una yuxtaposición de microrrelatos individuales, una colección de anécdotas, de recuerdos diseminados y desconectados. A esta fragmentación mnésica se añade un desdoblamiento de la voz narrativa que interviene gracias a un juego tipográfico: el presente en letra bastardilla dialoga con el pasado en letra romanilla. Este doble procedimiento de engaste de los relatos y de glosa por parte de la 1
Único libro en prosa, ya que sus poemas fueron publicados varias veces y en varios idiomas. «Soy salmantino. Nací el 20 de enero de 1920 [...]. Mi padre trabajó desde niño y era analfabeto» (Decidme cómo es un árbol, 21). 2
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voz situada en el presente remite a la ejemplaridad tópica de la ficción breve3. Marcos Ana instala una escritura del fragmento tal y como la concebía Roland Barthes (1995 [1975]: 89), una escritura de lo mínimo, vinculada con lo cotidiano, capaz de transcribir y transmitir toda la fuerza y la violencia de los sentimientos. Esta escritura funciona con un fuerte anclaje en la realidad y los exempla yuxtapuestos cobran un gran valor pragmático. La veracidad de los hechos viene atestiguada por el juego onomástico. Miguel Hernández, Antonio Buero Vallejo, José Robledano Torres y Ambrosio Ortega (Brosio) cruzaron el destino de Marcos Ana en las distintas cárceles: de la prisión de Porlier al penal de Ocaña, de la cárcel de Alcalá de Henares a la de Burgos. Fuera de las rejas, Neruda, Albertí o María Teresa León dieron fama a los testimonios del poeta. La ejemplaridad de Marcos Ana es ejemplaridad de lo real, ejemplaridad contextualizada, alejada de la complejidad narrativa de la ficción. El poeta expone con sencillez cómo se construye a la fuerza un héroe de lo cotidiano. Dos traumas, uno emocional —la muerte de su padre (48)—, el otro ético —el miedo a perder sus ideales (63)4— marcaron su juventud y fueron determinantes a la hora de aguantar el lento crescendo del horror y la caída progresiva en las profundidades del terror. Marcos Ana narra en episodios breves, casi exentos de emociones, la experiencia de los campos, la traición de ciertos compañeros, las torturas, las penas de muerte. El mutismo en cuanto a las peores barbaridades se convierte entonces en un grito ejemplar de dignidad humana. Si el cine no dudó en el momento de enseñar sin velos la violencia cruda de las torturas —En el crimen de Cuenca (1979), Pilar Miró5 filmó sin tabúes el cuerpo a cuerpo carcelario; en Hunger (2008), Steve McQueen desvela los peores momentos de la soledad car-
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«Deux traits de la fiction brève se prêtent particulièrement à une modélisation orientée du monde: [...] c’est l’établissement d’un niveau se donnant pour intermédiaire entre l’histoire rapportée et l’univers du lecteur, niveau intermédiaire qui permet une prise en charge des éléments subjectifs» (Grall 2007: 264). 4 Si bien Marcos Ana se deleita nombrando a los compañeros heroicos, conserva una gran discreción a la hora de denunciar a los que fallaron: «No me gusta dar los nombres de los compañeros que tuvieron debilidades, ni siquiera el de mis torturadores, porque tendrán hijos, nietos, y a tanta distancia no quiero empañar el recuerdo que tengan de sus padres o de sus abuelos, pasándoles la carga moral de una culpa que ellos no cometieron» (63). 5 En 1978, Lola Salvador, la guionista de El crimen de Cuenca, intentó convencer a Marcos Ana para que diera su consentimiento a una adaptación cinematográfica de su vida. Se negó. Sin embargo, en el 2008, Pedro Almodóvar compró los derechos de la autobiografía de Marcos Ana para llevar a cabo este mismo proyecto con el visto bueno del poeta (Elola 2008).
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celaria—, en Decidme como es un árbol, Marcos Ana evoca las vejaciones físicas y morales con una sola frase —«yo fui también torturado con los procedimientos más vejatorios y despiadados»— y muchos puntos suspensivos (68). La palabra se detiene mediante una elipsis temporal que contrae, en apenas unas líneas, meses de angustia y temor. El dolor se hace nudo, tumor traumático que destruye y construye al ser humano como lo explica Julia Kristeva: La douleur comme lieu du sujet. Là où il advient, là où il se différencie du chaos. Limite incandescente, insupportable entre dedans et dehors, moi et autre. Saisie première, fugace: «douleur», «peur», mots ultimes visant cette crête où le sens bascule dans les sens, l’intime dans les nerfs. L’être comme mal-être (1980: 165).
El hombre aparece desnudo, indefenso, frágil, y la ejemplificación surge a la vez desde el interior del ser y desde el presente de la voz narrativa: recordar hoy este insólito episodio me lleva a una reflexión sobre la conducta del ser humano [...]. Yo creo que desde tu propio dolor es más fácil comprender el dolor de los otros. Todo en la vida es una enseñanza (Decidme cómo es un árbol, 69).
Así, la tragedia individual va más allá de lo íntimo y se convierte en tragedia colectiva. En la medida en que «el yo es aquí siempre un nosotros» (prólogo de José Saramago en ibíd.: 13), el dolor y el pudor trascienden el yo individual para reflejar la continuidad solidaria de la pena6. Este movimiento de pudor silencioso le lleva a Marcos Ana a dejar que hablen los demás: poco a poco los microrrelatos autobiográficos se reelaboran en microrrelatos ajenos, gracias a una cadena memorial. Los ejemplos son numerosos, desde los más conocidos (las Trece Rosas7), hasta los desaparecidos anónimos que basculan hacia la
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«¿Pero qué ocurría en el interior de cada preso, qué drama ocultaba y sufría en silencio por el pudor de no mostrar ante los demás sus quebrantos? Se podría escribir un tratado de psicología sobre el tema, desgajando, individualizando la tragedia colectiva» (193). 7 En Palomas de guerra, biografía de cinco mujeres durante la Guerra Civil, Paul Preston quiere también revelar a las anónimas a través de lo cotidiano para subrayar la fuerza de la ejemplaridad de las mujeres de a diario: «A pesar de las diferencias de nacionalidad e ideología, Mercedes Sanz-Bachiller, Margarita Nelken, Priscilla Scott-Ellis y Nan Green fueron mujeres singulares a quienes les une el valor, la iniciativa y la disposición a hacer sacrificios por otros. No fueron representativas sino como ejemplos del valor y la iniciativa que se hicieron cotidianos entre las mujeres durante la guerra» (2004: 429).
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muerte dejando tan sólo un garabato en un papel mugriento. Las notas de capilla son un testimonio obvio del deseo de afirmación del valor heroico del ser cuando muere por injusticia y por los desequilibrios de un sistema político enloquecido8. Estas notas, recogidas y recopiladas por el poeta, funcionan entonces como repetición de lo ejemplar9. Se elabora así una cadena de la memoria y de la solidaridad en la medida en que estas notas-testamentos se elevan desde la ultratumba y necesitan el valor de los que permanecen vivos para llegar a sus destinatarios. A partir de los testimonios cosechados, Marcos Ana eleva a cada uno de estos hombres al rango de hombre ejemplar y al mismo tiempo diluye su propio heroísmo en un impulso general. Una vez más el poeta cede la palabra a su pudor y a su discreción10: «Me quedo con el rostro colectivo que forman todos estos hermanos ejemplares» (18).
La ética colectiva de lo cotidiano El relato ya no es del todo autobiografía o testimonio individual sino que se concibe de manera solidaria. La diégesis es entonces un lugar de «intercambio de experiencias»11 y lo narrativo se articula en torno a lo ético tal y como subraya Paul Ricœur: Dans l’échange d’expériences que le récit opère, les actions ne manquent pas d’être approuvées ou désapprouvées et les agents d’être loués ou blâmés [...]. Les expériences de pensée que nous conduisons dans le grand laboratoire de l’imaginaire sont aussi des explorations menées dans le royaume du bien et du mal (1990: 1994).
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«No sé cuántos caminos milagrosos abren los presos en la noche de las cárceles, pero su voz es invencible» (100). 9 Se trata de la ejemplaridad retórica de Aristóteles tal y como subraya Alexandre Gefen: «Dans ce modèle [...], la littérature n’a pas à fournir des abstractions mais doit répondre à une demande d’exemplification contextuelle en produisant des échantillons guidant par comparaison puis par induction analogique à la compréhension d’un modèle général ou d’une loi. Celle-ci est construite par le lecteur à partir de l’observation d’une répétition» (2007: 252). 10 Al final de su relato, narrando un diálogo entre compañeros, Marcos Ana confiesa: «Naturalmente comentaba estos sucesos con Claudín y Modesto y sobre todo mi inquietud por que se personalizaran tanto en mí los homenajes. Pero a ellos les pareció normal y positivo» (256). 11 Paul Ricœur toma prestada esta expresión de Walter Benjamin en Poésie et Révolution.
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Poco a poco, se impone un heroísmo de lo cotidiano que conlleva la elaboración de un sistema de valores arraigado en una ascendencia heroica y discreta como si la ejemplaridad se transmitiera de generación en generación. El comportamiento abnegado y heroico de las madres —Ana Faucha es una de ellas (Decidme cómo es un árbol, 150)— deja así de lado una posible cobardía de los hijos. Sobre esta base firme, y mediante el recuerdo, que Susan Sontag calificaba de «acto ético» (2003: 123)12, Marcos Ana evoca entonces una «ética ideológica», pensada de manera maniquea con el rechazo rotundo de cualquier compromiso con el mal. El poeta se vale de una retórica axiológica rápidamente identificada por el lector, lejos de cualquier ambigüedad como preconizaba Vincent Jouve: Pour qu’un itinéraire puisse servir d’avertissement ou de leçon, il faut impérativement que son évocation soit accompagnée d’un point de vue clair (2007: 241).
El discurso del poeta no es proselitismo ni propaganda sino que se arraiga en una íntima convicción política, convicción que guió la totalidad de una vida individual, que se apoya en normas vigentes, conocidas y reconocibles produciendo el «efecto-valor» del que habla el mismo Jouve: Le texte peut reprendre à son compte des valeurs préexistantes et il lui suffit de se référer à des normes qui, quelle que soit leur origine, sont l’objet d’un consensus dans l’extra-texte social (2001: 19).
El fervor comunista de Marcos Ana no falló nunca y esta convicción lo sostuvo a pesar de los infortunios. La fijeza de la norma moral, transmitida por una univocidad ideológica, crea entonces un discurso ético sencillo y compacto, reflejo de la constancia de la convicción política del propio Ana, como afirma él mismo: Cultivamos, y es razonable que así sea, por su ejemplaridad, la exaltación de la firmeza y el heroísmo en la defensa de nuestros ideales, valores que también se pueden defender con miedo (Decidme cómo es un árbol, 107).
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«Se souvenir est un acte éthique qui possède une valeur éthique en soi et par soi» (Sontag 2003: 123).
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El presente gnómico impone la ideología como punto de referencia constante y remite a los códigos que, según Barthes13, tejen el texto. Poco a poco, Marcos Ana introduce un referente superior a las anécdotas individuales. Este referente ideológico se impone de dos maneras: puede superponerse al texto a la manera implícita de los códigos de Barthes o puede interrumpir radicalmente el relato para exponer una máxima axiológica: «yo quiero el triunfo de la democracia para acabar con el odio y el fratricidio» (69), «Se puede temblar sin doblar la frente», «te nutres del ejemplo y del valor colectivo» (107). Sin embargo, cualquiera que sea el modo utilizado para plantear el sistema de valores, nunca pierde la sencillez ni la relación con lo cotidiano. Si en el relato de Marcos Ana surge una generalización de la voz individual gracias a la memoria, no es nunca teoría política histórica desconectada de lo humano así como subraya Tzvetan Todorov: La mémoire exemplaire généralise, mais de manière limitée; elle ne fait pas disparaître l’identité des faits, elle les met seulement en relation les uns avec les autres, elle établit des comparaisons qui permettent de relever les ressemblances et différences. Et «sans mesure» ne veut pas dire «sans lien»: l’extrême est en germe dans le quotidien (2004: 46).
La memoria se convierte en revelador de la ejemplaridad: gracias a ella la voz narrativa no sólo evoca su experiencia sino también la de los miles de hombres dignos que lucharon en las cárceles franquistas (Juliá 2006: 18)14.
13 «Chaque code est l’une des forces qui peuvent s’emparer du texte (dont le texte est le réseau), l’une des Voix dont est tissé le texte. Latéralement à chaque énoncé on dirait en effet que des voix off se font entendre: ce sont les codes: en se tressant, eux dont l’origine se perd dans la masse perspective du déjà-dit, ils désoriginent l’énonciation [...]» (Barthes 1970: 25). 14 «La memoria aspira a mantener viva la relación con tal o cual acontecimiento que reviste un especial significado para quien recuerda, sea un grupo o una persona, como sustrato de su identidad, como cumplimiento de un deber hacia el grupo o sus ancestros o, en fin, como una exigencia hacia el presente» (Juliá 2006: 18).
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Lucha contra la dilución mnésica Pero la memoria es cambiante y la elaboración de la ejemplaridad con el único recurso de los recuerdos es un ejercicio difícil. Cada uno de los recuerdos se puede diluir en una nube de olvido, diluyendo al mismo tiempo la evocación solidaria del mensaje ejemplar y reescribiéndolo, según Santos Juliá, a la luz de conocimientos posteriores: A medida que el tiempo pasa y las experiencias cambian siempre es posible saber más, pero siempre se recordará de otro modo: en los años setenta, cuando el objetivo era instaurar una democracia, la memoria de la guerra y la dictadura, fue diferente a la de los años noventa (Juliá 2006: 19).
Que Marcos Ana haya esperado tanto para escribir sus memorias15 quizás se deba a este deseo de despegarse un poco de la actualidad candente y de contemplar su vida desde el tiempo de la serenidad con el fin de no contaminar sus recuerdos con la fuerza de los acontecimientos históricos sincrónicos16. Pero también es posible que no midiera la fuerza de la palabra escrita a la hora de tejer nuevos vínculos entre memoria, historia y justicia. Marcos Ana se fue por el mundo entero para denunciar los crímenes franquistas pero se olvidó de que la ejemplaridad digna que traía consigo, mitin tras mitin, se difuminaba en cuanto callaba. Tradición oral, la ejemplaridad se inscribe en una tradición escrita que permite la generalización y la edificación mediante una lenta reflexión. Así la larga dilación de la escritura permitiría reunir a todos los españoles desde la sincronía de un tiempo apaciguado políticamente para llevarles un mensaje que pudiera ser comprendido al unísono. Desgraciadamente, si la espera consiguió que su autobiografía se inscribiera en la Recuperación de la Memoria Histórica actual, rompió al mismo tiempo la cadena memorial: 15 «Nunca quise escribir mis memorias, aunque muchos amigos me presionaban constantemente» (112). 16 En este sentido, el testimonio de Marcos Ana es muy interesante: se escribe en el 2007 pero se distingue de todas las obras de recuperación de la memoria de los «niños de la guerra» (Teresa Pamiés) que pueden arrojar la culpa a la generación de sus padres. Al escribir a sus 87 años, Marcos Ana concentra en su persona y su memoria a todas las generaciones de españoles desde los años veinte.
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Por fin, quizás demasiado tarde, estoy escribiendo mis memorias, o mejor dicho los recuerdos que más me marcaron y continúan vivos. Otros relampaguean como sobre un espejo roto, se me deshacen sin tomar cuerpo o se resbalan por los agujeros negros de la memoria (112).
De esta pérdida de los recuerdos nace un conflicto ético ya que el escritorpoeta se niega a dejar en las tinieblas del olvido y del anonimato a centenares de compañeros con quienes se cruzó a lo largo de los 23 años de su detención17. Este conflicto ético no queda del todo resuelto y a menudo se interroga Marcos Ana en cuanto a su legitimidad a la hora de ser el portavoz de quienes luchan contra los sistemas dictatoriales. Sin embargo, estas dudas o inquietudes éticas pueden considerarse como propias de un discurso comprometido: L’absence d’autorité fictive nuit-elle à l’autorité de l’œuvre? [...] le roman engagé confronte le lecteur à une voix personnelle, celle du narrateur-écrivain qui s’interroge sur la possibilité de son écriture à dire l’expérience mais aussi sur sa légitimité à assumer un rôle dogmatique et didactique (Servoise 2007: 287).
Al afirmar una norma ideológica firme, el relato de Marcos Ana se inscribe en esta definición del relato comprometido y las cavilaciones éticas forman parte del género mismo. No obstante el olvido sigue desvirtuando los actos pasados y el poeta intenta resolver este hiato entre memoria y veracidad sin tener que recurrir a la ficción. Al principio la solución es sencilla: el poeta se vale de la solidaridad memorial. Así, en su largo periplo internacional, al fallarle la memoria, pide a sus amigos que se la refresquen18, formando así una larga cadena de recuerdos. Para que funcionasen, Roland Barthes insistía en la necesaria liviandad de estos collages mnésicos: Il faut que le trait passe légèrement comme si son oubli était indifférent et que cependant, surgi plus loin sous une autre forme, il constitue déjà un souvenir; le lisible est un effet fondé sur des opérations de solidarité (le lisible «colle»): mais plus cette solidarité est aérée, plus l’intelligible paraît intelligent (1970: 27). 17
«No quiero olvidar a ningún camarada nombrando sólo a los que más recuerdo. Es un rostro, el rostro colectivo de mis hermanos, lo que permanece y permanecerá inolvidable» (161). 18 «Hace unos días escribí a mis grandes amigos en Estocolmo, Marina y Paco Uriz, pidiéndoles que me refrescaran algunas anécdotas de mi paso por Suecia» (287).
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Y Marcos Ana tiene miedo de que este único pegamento memorial de los demás no baste para colmar las lagunas de su memoria. Teme que los recuerdos de otros, al yuxtaponerse con los suyos, trastoquen el heroísmo de los valientes. Por esta razón, su texto-testimonio se concibe como una obra completa, como una nueva propuesta genérica. Un nuevo pacto genérico El texto de Marcos Ana parece seguir los pasos de cierta ejemplaridad tópica: relatos breves yuxtapuestos que conllevan un sistema claro de valores y permiten un movimiento de identificación y luego de edificación. Sin embargo, la aparición del olvido le obliga a forjarse una nueva ejemplaridad al romper con la exigencia de veracidad y exhaustividad que pensaba mantener a lo largo de su texto, movido por preocupaciones éticas e ideológicas. La nueva ejemplaridad de Marcos Ana se concibe entonces como una trasgresión genérica fecunda, ya que, según Jean-Louis Jeannelle: «toute transgression générique vise à une forme de représentabilité supérieure» (2007: 315). Marcos Ana forja una ejemplaridad híbrida para no desvirtuar con palabras inapropiadas los actos de los hombres dignos. Esta ejemplaridad es estética y poética, es testimonial y periodística, es visual y fotográfica. El espectro de la infidelidad memorial provoca una mise en abyme múltiple y resonante: apela a las voces de otros y al ojo de otros como paliativo a las deficiencias de los recuerdos. Marcos Ana empieza con la elaboración de una red metapoética que convoca al principio su propia voz tal y como resonó desde los trasfondos de las cárceles franquistas. Veintitrés poemas, como tantos años de cárcel, esparcidos por el texto narrativo se sustituyen a los silencios de la memoria. Son poemas nítidos, diáfanos, que «brotan de manantial sereno» pese a las circunstancias espeluznantes en las cuales fueron escritos. El contraste entre el impulso púdico y recatado de los versos y el dolor que evocan a voces conlleva una fuerza ejemplar y un valor ético desgarradores: Mi pecado es terrible: Quise llenar de estrellas El corazón del hombre. Por eso, aquí, entre rejas, En veintidós inviernos Perdí mis primaveras (41).
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La voz del poeta se eleva desde los tiempos remotos, desde las cárceles lejanas y surge en este presente del 2007 que es el tiempo de la escritura. Esta coincidencia de voces es coalescencia de los tiempos (en el sentido que le atribuía Bergson) y permite saborear con delicadeza las emociones más vívidas. La experiencia poética se convierte entonces en experiencia íntima, nos acerca a lo profundamente humano ya que: «L’image poétique apporte une des expériences les plus simples du langage vécu» (Bachelard 2009 [1957]: 10). Este compartir de experiencias con el poeta es tan eficaz como la lectura cronológica y veraz de sus recuerdos de infancia. Los valores son los mismos, la emoción es mayor, la empatía aparece y con ella surge la ejemplificación. Pero Marcos Ana deja también que hablen los demás en una nueva red intertextual. Resuenan las voces de Neruda, Albertí, Hernández, Lorca o la voz traducida de Elly Beloyanis desde su prisión de Grecia. Estas voces poemáticas añadidas a posteriori crean un cañamazo estético y ético, una red tupida de emociones y revelaciones que subrayan esta inmensa solidaridad que le dio fuerzas a Marcos Ana cuando luchaba contra el hambre, el dolor y el miedo. Por supuesto, en un primer momento, frente a un sufrimiento tan intenso, la empatía del lector es estética: «nul besoin d’avoir vécu les souffrances du poète pour prendre le bonheur de parole offert par le poète» (Bachelard 2009 [1957]: 12). Pero el lector va más allá de una lectura estética. Si acepta esta felicidad de la lectura que le ofrecen los versos, es también capaz de acordarse del sufrimiento y de la solidaridad para convertirlos en ejemplos. A esta ejemplaridad poética se añade una nueva ejemplaridad ya que Marcos Ana cede luego el sitio a voces periodísticas, con extractos de diarios de diversos países. La voz narrativa del hombre parece desvanecerse para dejar que hablen todas las voces del planeta que le acogieron (322). Este cambio de focalización permite una apertura de las conciencias y combate la soledad y el aislamiento que le tocaron vivir al poeta durante tantos años. La aparición de las voces periodísticas se hace patente cuando el poeta encarcelado y anónimo se convierte en un hombre libre, famoso y cotizado. Fiel a este pudor que le acompaña desde el principio, Marcos Ana huye de los focos de la gloria y el relevo que operan los recortes de prensa sirve de cataplasma memorial y de escondite humilde para su discreción. No obstante, esta polifonía ruidosa no es sinónimo de ambivalencia de los valores o de cacofonía axiológica. Al expresarse por boca de los demás, los valores de Marcos Ana no se convierten en pluralidad política y permanece la univocidad ideológica de convicciones: todas las voces hablan al
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unísono. Escribe Marcos Ana: «Soy un ferviente partidario de la unidad porque solos no podemos construir el futuro» (237). Esta unidad axiológica funciona como un vínculo creador ejemplar entre las distintas voces que llenan el texto. El texto ejemplar de Marcos Ana es texto híbrido, texto polifónico que ofrece una multiplicidad de experiencias o puntos de vistas y permite así, a través de la constancia de la norma moral, que el lector desarrolle una gran variedad de razonamientos analógicos. Se impone una «cohesión superestructural» (Jouve 2001: 113), que es para Marcos Ana cohesión ideológica, por encima de la aparente yuxtaposición de relatos desconectados. Así, le resulta fácil al lector, a pesar de esta desmultiplicación de voces, sacar un escarmiento individual y moral. Por fin, la ejemplaridad no es únicamente textual: si las voces dialogan entre sí, el texto y la imagen se unen para completar la memoria visual desfalleciente. Surgen fotos de parientes, de amigos, de Marcos Ana a diferentes edades, de recortes de prensa, de carteles, de portadas de libros, de facsímiles de cartas o manifiestos, que crean así un verdadero collage en el que texto e imagen forman de nuevo esta cadena memorial, antes descompuesta. Son sesenta y cuatro las páginas dedicadas a las fotografías, funcionan como series e ilustran así el propósito de Susan Sontag cuando escribía: Susciter l’intérêt pour un conflit particulier, dans la conscience de spectateurs exposés à des drames venant de partout, requiert la diffusion et la rediffusion quotidienne de séquences relatives à ce conflit (2003: 29).
La insistencia no es mera repetición sino voluntad de testimonio y las numerosas fotografías que pueblan las páginas del libro de Marcos Ana convierten el texto en un «relato visual» (Kibédi-Varga 1989: 96) cuya ejemplaridad se piensa de manera distinta. La imagen sugiere una relación diferente con el pasado que irrumpe en el presente y evoca la continuidad de los tiempos, a través de la «supervivencia» de la que hablaba Aby Warburg, tal y como lo expresa Georges Didi-Huberman: La forme survivante, au sens de Warburg, ne survit pas triomphalement à la mort de ses concurrentes. Bien au contraire, elle survit, symptomalement et fantomalement à sa propre mort: ayant disparu en un point de l’histoire, étant réapparue bien plus tard, à un moment où, peut-être, on ne l’attendait plus (2002: 67).
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La fuerza misma de las fotografías radica de su capacidad de explosión espontánea, de convocación inmediata del pasado en un impulso liberador desde el presente. Fue esta misma fuerza, esta capacidad de atravesar los tiempos con una convicción perenne, la que animó y movió a Marcos Ana a lo largo de su vida. En el 2007 o en el 2011, contemplamos las fotos del rostro frágil de un Marcos Ana adolescente, del rostro demacrado del poeta en los años sesenta, pero también del rostro borroso de miles de anónimos quienes acudieron a sus conferencias, a manifestaciones en defensa de Julián Grimau o a homenajes a las Brigadas Internacionales. Las fotografías reanudan con la solidaridad de las voces textuales, proyectan en ellas al espectador, le solicitan para que se haga partícipe de la unidad ideológica. Las fotografías muestran a héroes de lo cotidiano, a hombres ejemplares permanecidos en las tinieblas, e invitan a que otra gente humilde se convierta un día en hombres ejemplares. La fascinación que puede ejercer la fotografía tiene tanta fuerza de ejemplificación como las palabras. Contemplando, ensimismado, una fotografía del suplicio chino de los Cien pedazos, Georges Bataille escribía: Ce cliché eut un rôle décisif dans ma vie. Je n’ai pas cessé d’être obsédé par cette image de la douleur, à la fois extatique (?) et intolérable (Bataille [1971] 1961: 121).
Si bien las fotografías elegidas por Marcos Ana vetan todo voyeurismo, cualquier crueldad o erotismo, pueden tener, no obstante, este papel decisivo (y ejemplar) que poseyó la foto de Bataille. Así, el retrato del padre del poeta19, que mira sin miedo a la cámara con la gorra calada encima de las cejas pobladas y la camisa blanca de los domingos bien abotonada contrastando con la tez curtida por el sol, lleva en sí toda la honradez humilde de la gente de pueblo, toda la valentía de los que no tienen nada que temer. Hace falta una conciencia tranquila para devolverle su mirada a este hombre digno. La confrontación entre texto e imagen es emulación y el padre es ejemplar cuando se lee el pie de foto: «mi padre olía a sudor, a honradez, a pobreza». Poco a poco, la ejemplaridad se convierte en un puente genérico entre las artes, difundida por el mundo gracias a la solidaridad y a la coincidencia ideológica. Esta defensa rotunda de valores universales se hace sin que el poeta caiga en un propósito didáctico estricto o estéril: 19
Las páginas de las fotos no vienen numeradas, se insertan directamente dentro del texto en dos grupos de 32 páginas cada uno. Esta foto pertenece al primer grupo, después de la página 96.
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Este libro es una lección de humanidad, pero no porque su proyecto y su propósito hayan sido de aleccionar a los lectores acerca del camino recto, como si de estas páginas se tuviera que deducir un código ético o un manual de reglas de moralidad pública y privada (13).
Así, la ejemplaridad no es lección moral sino invitación libre a compartir no sólo unos valores, sino también una ética, más allá de los tiempos, más allá de las sensibilidades artísticas. Por ejemplo, el sueño desilusionado y poético de Marcos Ana, en los años cincuenta y desde la prisión de Burgos («Mi corazón es patio»20) se transformará en Francia, veinte años más tarde, en un espectáculo artístico y coreográfico del mimo Marceau titulado «La jaula». La porosidad genérica permite una porosidad de la ejemplaridad21 que, en el caso de Marcos Ana, no es más que el vínculo solidario que une a los hombres. En efecto, no prevalece la finalidad estética y Marcos Ana propone un nuevo pacto genérico que desemboca en una nueva ética. Marcos Ana no quiere ser un Gran Hombre. No se trata para él de ser un héroe. Intenta presentarse como un hombre de lo cotidiano22, incluso cuando este relato de lo cotidiano se arraiga en el horror y el dolor. Esta experiencia pragmática, dolorosa y sentimental de la vida es un modelo ético y moral pero necesita la experiencia de los demás para darse a conocer y supone un sistema de valores compartido por varios hombres. La miscelánea de voces que atraviesa el texto es la prueba ruidosa de que no existe un modelo único y fijo, un Gran Hombre, sino una pluralidad posible de hombres ejemplares ya que, como expresa Marcos Ana: «Mi voz era la voz de muchos, una voz encarcelada, un testimonio vivo que contribuyó a la defensa y a la libertad de mis hermanos» (302). Decidme cómo es un árbol convida al lector o al espectador a que se dejen llevar gracias a la experiencia ajena por estos caminos de libertad, de dignidad y de abnegación, y a que piensen como Marcos Ana que: «[...] vivir para los demás es la mejor manera de vivir para uno mismo» (379). 20
«Ya ni el sueño me lleva / hacia mis libres años. / Ya todo, todo, todo / —hasta en el sueño— es patio. / Un patio donde gira / mi corazón, clavado; / mi corazón, desnudo; / mi corazón, clamando; / mi corazón, que tiene / la forma gris de un patio» (176). 21 Así, el lector de los microrrelatos se convierte en lector de los poemas, de los recortes de prensa y en espectador de las fotografías. El proceso de identificación/generalización propio de la ejemplaridad se desmultiplica a través de los cambios de focalización y permite que un lector, insensible a la prosa se deje convencer por la poesía o la imagen. 22 Georges Pérec (1989) lo hubiera llamado un hombre «infra-ordinario» oponiéndolo así al hombre extraordinario, fuera de lo común.
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SERVOISE, Sylvie (2007): «Roman à thèse et roman engagé». En: Littérature et exemplarité (ed. de Emmanuel Bouju, Alexandre Gefen, Guiomar Hautcœur y Marielle Macé). Rennes: Presses Universitaires de Rennes (Col. Interférences), pp. 347356. SONTAG, Susan (2003): Devant la douleur des autres. Paris: Christian Bourgois. TODOROV, Tzvetan (2004): Les abus de la mémoire. Paris: Arléa.
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LA EJEMPLARIDAD DEL COMPROMISO LITERARIO DE JUAN GOYTISOLO EN LAS SEMANAS DEL JARDÍN Yannick Llored
Tal es la esencia de la literatura y el núcleo de su ejemplaridad: expresión del ser humano no amputado ni reducido a uno de sus múltiples componentes [...]. Las flores y frutos de la literatura concebida como escritura o palabra poética no existirían sin estas trabazones del árbol con el conjunto de la cultura y la sociedad. J. GOYTISOLO, El bosque de las letras (1995)
I N T RO D U C C I Ó N :
ASEDIOS A LA MEMORIA DE LA ESCRITURA
La obra de Juan Goytisolo se singulariza por una constante indagación sobre nuevas formas de expresión literaria capaces de profundizar en una poética de la modernidad, que no cesa de entroncarse con diferentes culturas y tradiciones para fecundar lo que el escritor llama el «árbol de la literatura». En este diálogo con la diversidad de las fuentes tutelares de su escritura —como son el mudejarismo, la herencia cervantina y el pensamiento «heterodoxo»—, Goytisolo desarrolla problemáticas ideológicas discernibles en sus novelas a través de la fuerza de invención, de cuestionamiento y de significación en las que no dejan de ahondar. La escritura explora así nuevos espacios de elaboración artística, de enfrentamiento crítico y de desvelamiento moral que sustentan, a otro nivel, la finalidad emancipadora de la poética del autor1.
1
A propósito de esta poética remitimos a nuestro artículo (Llored 2009b: 40-46).
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El reconocimiento del «árbol de la literatura» desencadena una vuelta a los orígenes mediante la configuración en los textos goytisolianos de una genealogía a la luz de la cual el sujeto de escritura se reinventa a sí mismo fragmentándose en múltiples proyecciones, que encauzan la transformación semántica de una materia verbal indisociable de los interrogantes de la conciencia histórica del autor. Las semanas del jardín (1997) no es exactamente una novela sobre la Guerra Civil española, pero sí una puesta al descubierto de lo que este conflicto fratricida ha producido: su poder irremisible de sometimiento y degradación absoluta en el plano político, intelectual y moral2. Adentrándose en lo más hondo de esa degradación —de esa pérdida y de ese desgarro devastador—, la escritura acentúa el impacto semántico de los fenómenos de separación y enmascaramiento a fin de que todas las figuras del protagonista, Eusebio o Eugenio (según las versiones propuestas por los diferentes narradores), así como todos los discursos, estén asediados y ocupados por su doble, su fantasma y, en última instancia, su propia ausencia. La concepción de la ejemplaridad ha de situarse aquí en el centro de los modos de conocimiento que despliega el lenguaje literario sobre el objeto de ficción y su capacidad de desvelamiento de una realidad, la cual cobra sentido precisamente a través de los artificios estéticos en los que el doble, el fantasma3 y la ausencia consiguen ser núcleos de historicidad ampliando las repercusiones críticas de la escritura. Se trata, pues, de mostrar cómo el valor ejemplar de Las semanas del jardín se funda en la interacción entre la historicidad, la teoría implícita sobre el lenguaje y una toma de posición inherentes a la poética y que permiten plantear preguntas esenciales: ¿qué papel puede asumir la creación literaria frente a la conciencia colectiva de la sociedad española apresada en la memoria todavía traumática del nacionalismo franquista? ¿Cómo la escritura, para erguirse a la altura de los desafíos contemporáneos, debe sondear nuevas formas 2
En algunas ocasiones Juan Goytisolo se ha definido como un «hijo de la Guerra Civil española» a causa de las profundas implicaciones que ésta tuvo tanto en su vida personal (muerte repentina de su madre, decisión de exiliarse en 1956, etc.) como en la evolución de su creación literaria (descubrimiento permanente de la dimensión disidente de una tradición literaria reivindicada, enfrentamiento con los mitos y las leyendas de la «España sagrada» del nacionalcatolicismo y sus valores, relación cada vez más profunda con la historia española para conocer los orígenes ideológicos del conflicto fratricida, etc.). 3 Esta figura también es abordada en relación con Las semanas del jardín por Pere Gimferrer (1999: 8).
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de inteligibilidad entre el lector y el mundo de la ficción mediante la mutua implicación de la memoria histórica, la reflexión ético-política y la deconstrucción de prácticas literarias? Y, por fin, ¿cuál es el espacio crítico e incluso moral, como capacidad de engendrar nuevos vínculos de imaginación, de intersubjetividad y de cuestionamiento de la conducta humana, que ha de configurar la novela para renovar las modalidades de lectura e interpretación? Estas preguntas claves conllevan la aprehensión del conjunto de las vertientes del objeto de ficción en su dinámica interna y en su manera de captar lo que esta última incorpora en los procesos de significación al abrirse también sobre la propia exterioridad del universo de la creación literaria. Goytisolo trata de contestar a estas preguntas en Las semanas del jardín reelaborando y transmutando, a partir de diferentes perspectivas de composición, la figura poliédrica del protagonista central, Eusebio/Eugenio, en la materia omnímoda de cuanto comprende y proyecta el acto de escritura: el fantasma inquebrantable de la represión ideológica, de la despersonalización y, al fin y al cabo, de la libertad ahogada —redes temáticas recurrentes desde Don Julián (1970) en la obra del escritor que cobran aquí características inéditas.
EL
RELATO - MARCO EN POS DE LA DESPERSONALIZACIÓN DE LA AUTORÍA
La variedad de enfoques y ángulos de distanciamiento constitutivos del objeto de ficción ofrecen la posibilidad de redefinir los límites de este último, su estatuto ontológico y su relación con un contexto sociohistórico. Desde esta perspectiva, la escritura combina la pluralidad de los regímenes de producción textual apoyándose en la permanente adaptación de diferentes retóricas, tonos, estilos y géneros literarios que implican en la novela una diseminación de la figura ficticia y de la función del autor. Esta estrategia se centra, en una primera fase, en la reutilización del arquetipo literario (ahora remozado) del relato-marco procedente de la cuentística de la tradición arabo-musulmana4 —cuyo modelo es Las mil y una noches— aclimatada en la literatura del Occidente medieval —en particular, en el Decamerón de Boccaccio— y, posteriormente, en la del Siglo de Oro español como se verifica, por ejemplo,
4
Sobre algunos aspectos de la influencia de la cuentística árabe en la tradición literaria española, especialmente en la obra de Miguel de Cervantes, ver Márquez Villanueva (2010: 71-74).
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en algunas obras de María de Zayas (1988)5. El relato-marco en Las semanas del jardín permite engarzar y redescubrir constantemente elementos de contacto entre los 28 relatos —uno por cada letra del alifato6— del círculo de los colectores-narradores de la novela. En cada uno de esos relatos se destaca una constelación de relaciones e indicios que desdibujan las fronteras entre lo propio —o sea, lo que proviene del colector del relato— y lo ajeno —lo que se manipula y modifica sacando provecho de otros relatos—, con el efecto obvio de que la responsabilidad de lo narrado queda en definitiva inatribuible y suspendida para llevar a cabo en el conjunto de la novela una despersonalización del concepto de autoría. El único elemento que hace posible identificar un relato con su narrador correspondiente —es decir, uno de los 28 colectores del círculo— reside en las predilecciones literarias y las tendencias ideológicas de estos últimos que se nos presentan brevemente al principio de la novela. Se amplifican así unas técnicas de narración discernibles en el primer capítulo de Las virtudes del pájaro solitario (1988), donde unas nobles damas, a la vez sobrevivientes de una epidemia y refugiadas a la espera de la victoria franquista, rememoran las dichas de sus aventuras pasadas: «las horas, los días, las semanas del jardín, absortas en incesante, boccacciana plática, reconstrucción minuciosa de lances y aventuras [...], fidelidad escrupulosa a los ritos del mundo extinguido» (53). El título de la novela, Las semanas del jardín, representativo del arquetipo literario7, remite a una obra desaparecida de Cervantes que el autor del Quijote anunció en sus Entremeses (1998: 16), al final de la dedicatoria al conde de Lemos, así como en el prólogo de las Novelas ejemplares. También es el título de un ensayo de Rafael Sánchez Ferlosio (2003: 291-335), publicado por primera vez en 1974, en el cual se analizan y experimentan técnicas de narración poniendo algunas veces en escena un diálogo entre escritores de diferentes épocas —lo que hará asimismo Goytisolo en su novela posterior Carajicomedia (2000).
5 Esta obra, Novelas amorosas y ejemplares, que ensarta una serie de novelas cortas, fue publicada por primera vez en Zaragoza en 1637. 6 El empleo del alifato, cuyas letras encabezan cada uno de los 28 relatos de la novela, tiene una clara dimensión esotérica que ha sido muy bien destacada (respecto al conjunto de la novela y a la figura ficticia del autor) por Marco Kunz (2003: 11-18). 7 El relato-marco, que implica la presencia de un círculo de narradores, también ha sido utilizado en una obra de ficción por el gran antropólogo y escritor (admirado por Goytisolo) Julio Caro Baroja (1995).
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En Las semanas del jardín la dimensión ideológica, los criterios retóricos y los principios estéticos de la gama impresionante de discursos y modalidades de composición difuminan los rasgos de la figura implícita del autor en cuanto sujeto de escritura —aunque, como veremos, esta figura no deja de reconstituirse en la textualidad— entrecruzando los hilos argumentales de la trama de la ficción: Los colectores se proponían acabar con la noción opresiva y omnímoda del Autor: cada cual podía intervenir en el relato con entera libertad [...]. En las juntas anteriores a la confección de la novela advertimos la existencia de dos corrientes opuestas: una pretendía trazar en línea recta o zigzag la continuación de la historia y construir el personaje a bandazos; otra se inclinaba hacia un tipo de narración arborescente, con digresiones y alternativas que, desde un tronco central, engendraban relatos autónomos o engastados (532).
La línea directriz de la diégesis radica, por tanto, en la trayectoria múltiple de Eusebio/Eugenio, la cual establece una continuidad con la novela anterior de Goytisolo, El sitio de los sitios (1995), donde el personaje del comandante español (510-515), perturbado por las manipulaciones de todos los bandos durante el sitio de Sarajevo, alude al internamiento de su tío Eusebio en un hospital psiquiátrico de Melilla, al principio de la Guerra Civil, para salvarlo del «paseo» gracias a la solicitud implorante de la hermana de éste ante su marido militar. En la novela coral y dialógica que es Las semanas del jardín, Goytisolo desplaza el centro de gravitación de la semántica textual cuyo eje ya no reside en la imposible reconstitución de unos relatos, poemas e informes, continuamente falsificados y amañados —a imagen de las manipulaciones durante la guerra en ex Yugoslavia—, sino en la deconstrucción de todo principio de representación relativo a los discursos, a las voces narrativas y al «yo» del protagonista proteico con el objetivo de extender la significación de la figura del fantasma. En función de una miríada de perspectivas, los componentes de la ficción literaria orientan su poder de descentramiento y dualidad agotando sus potencialidades semánticas que integran una confrontación con el horizonte histórico-cultural de la novela. Si el autor-creador es un elemento constitutivo de esta última, como sostiene Bajtin (1975: 70-82), también es porque los críticos y lectores configuran, desde sensibilidades ideológicas y estéticas diversas, su propia imagen del autor en el acto de la lectura. Es de hecho esa ín-
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dole de imagen la que se proyecta, a partir de la posición de enunciación y del pensamiento de cada uno de los 28 colectores, sobre el personaje de Eusebio/Eugenio en cuanto entidad policéntrica del espacio textual hacia la cual confluyen los discursos y estilos de una novela en la que se delinea asimismo, en un plano superior, el retrato fragmentario del escritor mediante una suerte de escenografía de los principios (o señas de identidad) de su escritura.
LA
R E S P O N S A B I L I D A D D E L E S C R I TO R
Conviene franquear una etapa más para comprobar cómo, desviándose de la pretendida «muerte del autor», abogada de modo diferente por Barthes y Foulcault en los años 1960-1970, Goytisolo incorpora en lo más hondo de la deconstrucción anteriormente mencionada no sólo los diferentes regímenes de producción textual —inseparables de la reutilización de varios géneros como el cuento oriental, la literatura picaresca, el relato de viaje, etc.—, sino estratos de subjetividad que resultan determinantes en la creación literaria. En efecto, estos últimos ofrecen la posibilidad de sondear la interioridad parcelada del «yo» protagonista y, de esta manera, sirven de ámbito de experiencia apto para relacionar las formas de invención literaria con la dimensión ética propia de los valores —y, en particular, del valor de verdad— entrañados en la poética. Por eso la figura de Eusebio/Eugenio resulta indisociable de la toma en cuenta de la situación del escritor e intelectual en una sociedad, como la española de la Guerra Civil, controlada por la violencia nacionalista, la permanente sospecha mortífera y la depuración ideológica. De ahí la necesaria implicación de algunos aspectos incómodos de la historia intelectual en la composición del personaje fracasado, poeta, republicano y homosexual, que es Eusebio/Eugenio. Éste se hundirá cada vez más en una degradación sin fondo tras haber denunciado, bajo el chantaje de los agentes del Servicio de Información Militar, a dos falangistas inflexibles, Veremundo y Basilio, que se encargaron de su reeducación ideológica, con la ayuda de electrochoques y del tormento psicológico, y que disentían del movimiento franquista permaneciendo fieles a los ideales revolucionarios de la Falange. Para salvarse de la muerte, Eusebio/Eugenio, el aparente testigo, hace una falsa declaración ante el juez a fin de que los franquistas puedan eliminar a los dos falangistas cuya homosexualidad y exhortación a la virilidad agresiva, a
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través de las prácticas orgiásticas que organizaban, contribuyen a una estetización de la violencia, la guerra y el sacrificio redentor inherentes al arte y a la retórica fascistas: Testigo: «reunión durante la cual el camarada Basilio calificó a Franco de “bellaco” y “traidor”, exhortó a entrar en contacto con los cuadros y miembros de Falange y de las JONS opuestos al decreto unificador, a aliarse con los jefes y oficiales del Ejército descontentos y a despachar emisarios clandestinos a la zona roja [...]. Esta asamblea conspirativa duró aproximadamente seis horas y asistieron a ella una cincuentena de personas, entre las cuales el declarante reconoció, además de Veremundo y Basilio, a sus ayudantes y a una treintena de jóvenes de su escuadra [...]» (591).
Este plano de la diégesis, cuyo hilo argumental se desarrolla en función de la reeducación ideológica de Eusebio —a quien Basilio concede una nueva identidad de corte falangista llamándolo Eugenio8—, dará lugar a las posteriores y nuevas transfiguraciones de su personalidad, pero sobre todo se compagina y enlaza con el segundo plano que consiste desde el principio de la novela en la huida de Eusebio, gracias a la ayuda de un militar marroquí (amante del poeta «rojo»), del cuartel-hospital psiquiátrico de Melilla. Ése es el Eusebio todavía no amputado de su propia personalidad —a pesar de la vigilancia y reclusión— que se preocupa por sus compañeros más íntimos, los poetas de la Generación del 27, y que vivirá amancebado, tras la huida, con su amante antes de convertirse, después de la muerte de este último, en una especie de vagabundo, asceta o pobre loco habitado por el misticismo sufí: «Si los alzados se salían con la suya, ¿cuál iba a ser la suerte de Federico, Manolo y Concha, Luis, Emilio, de todos los amigos? ¿Recibirían un tratamiento de favor similar al suyo o serían fusilados, como la mayoría, de forma sumaria?» (534). La interrelación de esos dos hilos argumentales —que siguen vías de desarrollo opuestas mediante la escisión cada vez más acentuada de la personalidad de Eusebio/Eugenio— deja aflorar la dinámica interna de los procesos de elaboración de la escritura en busca de su concepción de la totalidad para ex-
8
No es inútil reparar en la latencia irónica que procede de la etimología griega de esos nombres bastante similares: Eusebio (el «hombre piadoso») y Eugenio (el «bien nacido»). El significado etimológico de ambos nombres refuerza la condición dual del protagonista escindido y pone en solfa los valores castizos de una cierta ideología.
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plorar así el alcance último de la fragmentación, la dualidad y la relatividad inherentes a los componentes de la ficción (como, por ejemplo, los elementos espacio-temporales, la pluralidad de la identidad de los personajes y el carácter siempre incierto de las peripecias relatadas). En Las semanas del jardín, al igual que en El sitio de los sitios, son esas redes semánticas centradas en la fragmentación y la dualidad las que hacen estallar todo límite determinado del universo de la creación literaria para manifestar mejor sus niveles, estratos y órdenes tanto de realidad —más allá, claro está, de lo factual— como de experiencia en la complejidad que conlleva la escritura respecto a su aprehensión del mundo. La toma de posición frente a una materia histórica, frente a los valores de la literatura española de un periodo determinado y a la utilización de una lengua pervertida por la ideología, perfila aquí la renovación de los objetivos del compromiso literario de Goytisolo. Éste no deja, en efecto, de unir su reflexión sobre el lenguaje, sobre su impacto crítico y potencia de significación, con la manera como la creación literaria consigue tomar conciencia de sí misma convirtiéndose en un instrumento de conocimiento de lo que permanece soterrado en la memoria histórica y la identidad política españolas. La dignidad referencial que pretende alcanzar la escritura no se puede apartar de la elaboración artística de un lenguaje capaz de poner a prueba el valor de verdad propio de una poética que no cesa, en lo más recóndito de la actividad de su poder de transformación, de dar sentido a la responsabilidad del escritor dejando emerger —más allá de conjurar los espectros del pasado— lo que la represión totalitaria engendró y lo que ahora significa en la conciencia colectiva. En este sentido, para penetrar en Las semanas del jardín, es necesario considerar las repercusiones de la Guerra Civil y de la ideología nacionalista de signo fascista sobre los poetas de la Generación del 279 (en particular en los casos muy diferentes de Federico García Lorca, Luis Cernuda10, Emilio Prados y Vicente
9 Cabe precisar que no todos los poetas de este grupo —también denominado «Generación de la República»— se opusieron, desde el principio, al movimiento nacionalista: Gerardo Diego, por ejemplo, apoyó las ideas de la Falange y, de modo diferente, Jorge Guillén se vio más o menos obligado a colaborar, durante un periodo bastante breve, con los nacionalistas en Sevilla al principio de la Guerra Civil antes de salir de España gracias a la ayuda de Pedro Salinas. 10 Como bien recuerda Goytisolo, en 1936 Luis Cernuda, por ejemplo, no puso su poesía al servicio de las consignas ideológicas de izquierdas —aunque el apoyo del poeta a la República
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Aleixandre), pero también en un plano más externo, aunque no menos esclarecedor, sobre los escritores e intelectuales de los años 1940-1950. Importa entonces recordar los casos ilustrativos que son el pasado falangista de Gonzalo Torrente Ballester, algunas veces amañado a lo largo de su vida y jamás totalmente rechazado, así como el de Pedro Laín Entralgo que, a pesar de su ensayo autocrítico Descargo de conciencia, seguía ocultando, en una entrevista11 de 1992, los motivos de su actitud y el entusiasmo de sus esperanzas pronacionalistas, e incluso fascistas, a principios de los cuarenta. De modo correlativo, la desesperación patética de Dámaso Alonso que, atemorizado y sufriendo un conflicto interior, realizaba trabajos eruditos que le encargaban algunos jerarcas del régimen franquista, como es el caso de su libro sobre la poesía de san Juan de la Cruz, constituye otro ejemplo amargo. Se trata obviamente de un ejemplo muy significativo de la «larga esquizofrenia de la cultura española»12 que se plasma en profundidad —aunque no durante la posguerra sino en plena Guerra Civil— en la figura de Eusebio/Eugenio, cuyo comportamiento obedece a las reglas del fingimiento, la doblez y la hipocresía ligadas a una retórica huera y artificial como simple máscara grotesca. Antes de destruir un soneto de Federico García Lorca, fue constante— para que su lenguaje poético no se dejara instrumentalizar ni pervertir por el odio, la destrucción y la barbarie de la guerra. La libertad de expresión, de creación y de pensamiento del poeta seguía siendo fundamental para Cernuda. Importa leer el artículo de Juan Goytisolo: «Esa expresión nítida [de Luis Cernuda] de que la causa, por digna que fuere, no podía prevalecer sobre el ars poetica ni los derechos humanos fue compartida por un pequeño núcleo de artistas que como Juan Ramón Jiménez, Gil-Albert o Benjamín Jarnés se proponían iluminar el presente sombrío [...]» (2010: 11). 11 «Espacio vital, proyección hacia el Ecumene, voluntad libre, potencia y energía creadora, caballería mecánica montada por una selecta minoría que el Tercer Reich comenzó a aplicar a su política exterior y que los falangistas celebraron también en Madrid con la exaltación propia de las grandes ocasiones históricas: vivieron los días de la derrota francesa y de la amenaza sobre Inglaterra “con el alma traspasada de impaciencia y de ambición en esta dura amanecida de un mundo que sólo nosotros supimos ver”. Así, al menos, lo sentía Pedro Laín en las semanas inmediatamente posteriores a la caída de París [...]» (Juliá 2004: 329). 12 «Actúan [los escritores e intelectuales como Torrente Ballester, Laín Entralgo, Tovar, Maravall, D. Alonso, etc.] como actores de un país convertido en una gigantesca escenografía, turbiamente barroca, de actores sin sujeto real, o apenas capaces de oír a la persona por debajo del disfraz de actor (disfraz físico de uniforme falangista, o disfraz ético, la hipocresía del miedo). Ése es el origen de una larga esquizofrenia de la cultura española, donde habrá que distinguir en las mismas personas la voz fiel al libreto y al director de escena, y la segunda segregada por la persona que está detrás del actor, cuando hablan fuera de escena o visitan las bambalinas de un teatro que creyó tenerlo todo controlado» (Gracia 2004: 239-240).
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unas cartas de Luis Cernuda y postales de otros poetas opuestos al fascismo, Eusebio afirma, por tanto, sin rodeos: Constantemente me esfuerzo en observarme a mí mismo desde el punto de vista ajeno, el de los posibles confidentes que me acechan y aguardan un instante de descuido para correr con el soplo a los centinelas del nuevo régimen político y moral. Este continuo ejercicio de fingir emociones que no siento y acallar las que transmite el deseo es a la larga corrosivo y agotador. Silenciar mis sentimientos e ideas, cubrirme el rostro con la máscara de la opinión bienpensante, me parece a veces un castigo peor que el «paseo» o el paredón. La muerte resulta piadosa en comparación con este estrecho, inacabable asedio (566).
El grado de perversión de esa conducta, regida por el disfraz e indisociable, a nivel estético, de la plasticidad de la figura del protagonista escindido, se ve más acentuado a medida que deja transparentar los rescoldos de la fuerza de resistencia que ha sido destruida. Eusebio/Eugenio, el poeta «rojo» y homosexual, experimenta en sus adentros esa esquizofrenia aniquiladora y su figura poliédrica permite mostrar cómo la tragedia atroz de la Guerra Civil implicó el hecho ineludible, asumido hasta sus últimas consecuencias, de la toma de posición individual. Ciertamente en la ficción literaria esta toma de posición radical no es en sí lo que cuenta, porque en realidad sólo se debe insinuar y desdibujar en el trasfondo de las palabras y de la actitud del protagonista para introducirse poco a poco en el fantasma, el vacío y la ausencia que se apoderan de la figura del monigote —o mejor dicho pelele— que es también Eusebio/Eugenio, a imagen de otro monigote: el supuesto autor de la novela que inventan13 los 28 colectores-narradores al cabo de las tres semanas pasadas en un ameno jardín veraniego del norte de África.
13
«El Círculo de Lectores, antes de dispersarse, inventó un autor. Después de prolongadas discusiones en las que sus miembros lucieron vastos conocimientos etimológicos, históricos y lingüísticos, forjaron un apellido ibero-eusquera un tanto estrambótico, Goitisolo, Goitizolo, Goytisolo —finalmente se impuso el último—, le antepusieron un Juan —¿Lanas, Sin Tierra, Bautista, Evangelista?—, le concedieron fecha y lugar de nacimiento —1931, año de la República, y Barcelona, la ciudad elegida por sorteo—, escribieron una biografía apócrifa y le achacaron la autoría —¿o fechoría?— de una treintena de libros. En el momento de la despedida, cuando estaban ya hartos de la ficción de aquellas semanas en el jardín y suspiraban por volver a sus hogares y familias, le compusieron un rostro con distintas imágenes en un astuto montaje en sobreimpresión y lo pegaron, para rizar el rizo, como un monigote, en la solapa del libro» (625).
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Sin embargo, ese fantasma y esa ausencia hacen necesaria la presencia de lo que fue destruido (el valor de la dignidad humana) y lo que produjo que las personas se traicionaran a sí mismas sintiéndose como extrañas, ajenas y separadas de su propia humanidad. Como dijeron, a partir de 1936, Antonio Machado, en varios discursos pronunciados en Valencia (Hernández 2009: 28-32), Juan Ramón Jiménez, en su obra Guerra en España, y María Zambrano, en artículos publicados al principio de la Guerra Civil, todo escritor e intelectual español tenía forzosamente que definirse y asumir sus convicciones tomando posición frente a la guerra cuyas consecuencias, algunas veces extremas, eran inevitables tanto en su vida personal como en su obra literaria. En un ensayo de 1937, María Zambrano no dudó en realzar la utilidad social de unos intelectuales que debían ser combatientes y, por tanto, condenó a los que se adaptaron a una situación inaceptable eludiendo sus propias convicciones: Los que no supieron encontrar en sí mismos estas reservas de humanidad y se metieron en la cueva oscura de la impotencia disfrazada de arte o pensamiento más o menos puro, han quedado por debajo de los tiempos, incapaces de toda acción creadora. De entre ellos, los incapaces de correr el riesgo de ser hombres, han salido los neutrales y los renegados, que aprovecharon el salir de las fronteras españolas para lanzar su resentimiento (1998: 113).
Esta constatación legítima y un tanto enfervorizada no debe hacernos olvidar que también algunos poetas e intelectuales republicanos —es el caso de Antonio Machado, por ejemplo— se sintieron a veces como «personajes» en su propio bando, ya que la ideología política, aprovechándose de su figura y su arte literario, exigía de ellos una cierta compostura y unas ciertas palabras para alimentar la retórica y la propaganda en la lucha bélica14. De modo diferente, Eusebio/Eugenio puede ser considerado como uno de esos renegados y fracasados, mencionados por María Zambrano, a causa del miedo y de la perversión terrible que engendra la violencia fascista. De ahí la presencia en Las semanas del jardín de los actos de las plumas a veces sometidas como la del poeta Vicente Aleixandre, cuya carta15 escrita a un amigo falangista,
14
En lo que concierne al caso de Antonio Machado conviene consultar el libro de Trapiello (2010: 462-463). 15 Un extenso fragmento de esta carta de Vicente Aleixandre es reproducido por Julio Rodríguez Puértolas (2008: 1211).
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en 1939, es reelaborada por uno de los colectores poniendo así de relieve los efectos reales de la coerción ideológica que dan lugar, en este caso, a una lírica exaltación nacionalista. Estos efectos irremediables conducen, desde luego, a ciertas posturas acomodaticias impregnadas sin duda por la desorientación, el miedo legítimo y una conflictividad interior cuando ya se va aceptando la victoria franquista. Eusebio/Eugenio adopta, pues, las palabras serviles de Vicente Aleixandre en una carta que está escribiendo a su reeducador falangista, Basilio: «¡Qué bien hacía el brío y vigor de las escuadras, la escucha de las voces fervorosas, la visión de las banderas desplegadas [...]! ¡Qué aliento de plenitud, de gracia exaltadora, me oreó la frente en aquel jubiloso atardecer de verano suave!» (555). La alusión explícita a Vicente Aleixandre no parece fortuita, ya que el Premio Nobel español se convirtió, durante los años de posguerra, en una especie de mito viviente del poeta guía de las nuevas generaciones de escritores, que le profesaban una gran admiración cultivando así la dignificación de su figura. Esta unanimidad elogiosa en torno a Vicente Aleixandre16, considerado como verdadera encarnación de la memoria poética de la literatura nacional, también conlleva entonces su lado oscuro: su fantasma alimentado por un pasado algo silenciado y poco digno de recordar17. La figura de Vicente Aleixandre se revela así bastante representativa de las paradojas que afectan a la sociedad española y que, en cierta medida, ponen a prueba los valores de la democracia actual respecto a este pasado bélico traumático y más presente ahora que nunca a través de la memoria histórica. Es desde la atalaya de la literatura, de las creencias y posturas que (re)produce, desde donde Goytisolo se enfrenta con los conflictos que han dividido a una sociedad española acorralada en el presente por una memoria histórica que posee una dimensión ética y política esencial a través del nuevo estatuto de las víctimas, es decir, de su pleno reconocimiento y rehabilitación18. 16
Ver el artículo de Mélissa Lecointre (2008: 147-159). Es imprescindible mencionar lo que escribía Max Aub: «Me escribe [en octubre de 1965] Vicente Aleixandre, dándome algunas noticias acerca de Miguel Hernández, que le había pedido: “Si aprovechas estos datos —viene a decirme—, ¡por Dios, no vayas a decir que te los he dado yo!”. Son noticias totalmente anodinas [...]. He estado todo el día bajo la mortal impresión de tristeza. Veintiséis años después todavía tiembla de miedo Vicente porque puedan enterarse de que se interesa por la suerte del que fue uno de sus mejores amigos. Terrible desconsuelo: por él, por España, por Miguel» (2002: 262). 18 Sobre esta problemática crucial en la sociedad española contemporánea, se puede consultar el libro de Reyes Mate (2008: 149-176). 17
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Esta dimensión ética y política anida en la parte de ausencia situada en la figura del fantasma indisociable del protagonista Eusebio/Eugenio, el cual encuentra en la experiencia límite de la guerra la realización de una degradación abismal cuyo horror intensifica la extrañeza y el vacío que ahuecan su personalidad. La figura del fantasma, en relación con la sociedad española contemporánea, también comprende el recuerdo de los asesinados cuyos cuerpos no se han encontrado todavía —todos pensamos evidentemente en el desaparecido Federico García Lorca mencionado en la novela—; unos asesinados que son, a través de su ausencia, una especie de fantasmas de la vigencia del crimen político aún vivo en la conciencia crítica de muchos españoles. Eusebio/Eugenio, después de su reeducación por unos falangistas partidarios de Manuel Hedilla (el sucesor de Primo de Rivera) y opuestos al decreto de unificación de todos los grupos nacionalistas (de abril de 1937), es un espectro y símbolo de la perversidad extrema de una ideología totalitaria que también se materializa en Las semanas del jardín por medio de la reelaboración del discurso literario del fascismo español19 de los años 1920-1930. La retórica neobarroca, la violencia de los estereotipos, los símbolos obsesivos y el antisemitismo20 de ese discurso se originan principalmente en la producción literaria que apareció, a principios de los veinte, durante la guerra colonial española en Marruecos21, que es el espacio geográfico y mental donde tiene lugar gran parte de la acción de la novela. La apropiación por Eusebio/Eugenio del discurso literario fascista permanece, por un lado, en la incertidumbre respecto a su intención al utilizarlo —¿ironía, aceptación o fingimiento?—, ya que la narración no se sustrae en ningún momento de la 19
Ciertos aspectos de esta literatura fascista reelaborada en la novela han sido estudiados por Marco Kunz (2009: 89-116). 20 Este antisemitismo se verifica claramente en algunos poemas de los escritores fascistas más importantes; por ejemplo, José María Pemán, en Poema de la Bestia y el Ángel, presenta al judío como un eterno enemigo maldiciente. 21 «La guerra de Marruecos permite que se desarrolle gran parte de la retórica imperial y se afiancen los valores nacionalistas [...]. Guillén Salaya en el libro de memorias Los que nacimos con el siglo (1943), justifica la guerra de Marruecos, a la que se incorporaron varios de los jóvenes que luego compondrían los partidos fascistas españoles, porque había que “fecundarla con sangre viril de los hijos de esta Patria que extiende los brazos en cruz señalando rutas y destinos políticos”» (Urrutia 2006: 23).
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ideología de cada uno de los colectores, y, por otro lado, evidencia la continuidad socio-ideológica de unos procesos históricos marcados por el casticismo esencialista y la retórica imperialista. El protagonista-monigote puede así afirmar —¿de modo algo sincero o más bien irónico?— en la carta a su mentor falangista, Basilio, unas palabras denigrantes que proceden en realidad de este último y que producen casi un acto de ventriloquia enunciado por la figura ahuecada y fantasmal de Eusebio/Eugenio22: Hay que eliminar, como tú dices, todos los residuos del encanallamiento y la resignación que nos enfangan el alma, la plebeyez espiritual judeo-masónica y la sarna internacional del comunismo ateo [...]. También he memorizado el texto de tu amigo siquiatra, que tan bien cumplió conmigo y con tanto empeño se esforzó en salvarme: «necesitamos hoy modificar el cráneo —la mentalidad— de los españoles: ese cráneo democratizado, liberalizado, afrancesado y europeizado por tres siglos de degeneración craneana...» (555-556).
Esta última frase proviene de un artículo23 de agosto de 1937 publicado en el diario ABC por uno de los fundadores de la literatura fascista española —y no exactamente franquista—, Ernesto Giménez Caballero, autor de la obra Notas marruecas de un soldado (1923) ilustrativa de la función inaugural de la producción literaria africanista en el afianzamiento de los conceptos centrales —como, por ejemplo, los de sangre, Imperio, raza y violencia regeneradora— del discurso fascista español. La literatura fascista de los años 1920-1930 —en particular la africanista24— contiene importantes antecedentes y características de lo que será posteriormente la retórica oficial de la España del régimen de Franco. Si en El sitio de los sitios Goytisolo arroja luz sobre la mitificación del pasado histórico y la violencia étnica que legitimó el discurso ultra-nacionalista
22
El nombre de Eugenio tampoco es fortuito en Las semanas del jardín, ya que si puede aludir al filólogo Eugenio Asensio, ferviente crítico de las ideas de Américo Castro que siempre rechazó, también puede remitir a una de las novelas más populares durante los primeros años del franquismo, como observa Urrutia en su artículo anteriormente mencionado: una novela exitosa cuyo título era Eugenio o Proclamación de la primavera (1938) del escritor falangista Rafael García Serrano. 23 Se presenta un extenso fragmento de este artículo de Ernesto Giménez Caballero en el libro de Rodríguez Puértolas (2008: 367). 24 Ver Viscarri (1996: 139-157).
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de los criminales de guerra serbios, en Las semanas del jardín el discurso fascista español no es utilizado para complacerse en la inversión de la estética y retórica de los verdugos —por ejemplo, a través de una posible erotización de la violencia— sino como objeto de historicidad al igual que en la novela anterior. Se adensa así la dimensión dialógica de la figura del fantasma en cuanto medio de desvelamiento de la significación de lo soterrado en una memoria colectiva a través de la cual la sociedad toma conciencia de sí misma, de lo que construye en el presente y de la manera en que se encamina hacia un posible futuro. Desde este punto de vista, el fantasma inherente a la figura de Eusebio/Eugenio, como personaje surcado por su propia ausencia y extrañamiento, muestra cómo la escritura de Goytisolo incorpora en el espacio textual la presencia de sus propios fantasmas que son aquí los discursos y poemas de la literatura fascista española, cuya retórica25 e ideología dejaron a hierro y fuego profundas huellas en la Historia, la cultura y la lengua del país. Es evidente que esta ideología también contribuyó indirectamente a perfilar la evolución «heterodoxa» de la creación literaria del escritor, así como su trayectoria personal marcada por la experiencia del exilio y la función decisiva del pensamiento crítico.
TO D O S
S O N U N O : LO S RO S T RO S D E L P ROTAG O N I S TA E N L A P O L I F O N Í A D E L A N OV E L A
El segundo hilo argumental que recorre en paralelo toda la novela —centrado en la figura del Eusebio asceta— profundiza en la veta mudéjar de la escritura de Goytisolo deconstruyendo, mediante la ironía, algunas corrientes algo trasnochadas que se pueden emparentar con un cierto mudejarismo, tales como la maurofilia literaria y el orientalismo. La identificación del Eusebio sufí se lleva a cabo, a nivel diegético, por la descripción iterativa de su mirada intensamente azul y capaz de reducir al mutismo y a la invisibilidad la persona que la contempla: «su mirada me atravesaba como si mi existencia
25
El discurso del fascismo español presenta elementos de convergencia con el del nazismo. Ambos se sustentan en el fanatismo —considerado como un valor casi espiritual—, el énfasis —que debe borrar la razón de la retórica— y, por fin, la fusión entre el mito y la Historia. A propósito del discurso nazi y de una cierta literatura (apartada de toda ejemplaridad) sobre el exterminio durante la Segunda Guerra Mundial, es interesante leer el artículo de Rastier (2007: 1-27).
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fuera ilusoria: una insignificante sombra en la faz abigarrada del universo. La insistente repetición de su nombre no produjo efecto alguno. Viajábamos en orbes distintas, sin una mínima posibilidad de encuentro» (611). Ese rostro del Eusebio asceta, que siguió la vía de la piedad popular de algunas cofradías sufíes para finalmente desprenderse del mundo, ajeno a la existencia efímera y absorto en la contemplación de lo insondable, es una imagen radicalmente opuesta a la evolución del personaje Eusebio/Eugenio. Las máscaras de éste corresponden respectivamente, tras su denuncia forzada de las actividades de sus reeducadores falangistas, a las de un traidor que sucumbe al chantaje, un espía al servicio de los franquistas en Tánger, en los últimos años de la Guerra Civil, un negociante sin escrúpulos y gran colaborador de los norteamericanos llegados a Marruecos en 1942 y, por fin, un aristócrata excéntrico en Marrakech cuya vida humanamente miserable sólo se ve compensada por la fabulación engañosa. Esta fabulación le lleva a inventarse un nuevo personaje, el de Alphonse von Worden, el protagonista de la gran novela de Jean Potocki, Manuscrit trouvé à Saragosse26, que se puede considerar aquí como uno de los nuevos avatares procedentes de la larga cadena de tradiciones literarias, culturales y esotéricas, que tejen y destejen la figura-encrucijada del protagonista escindido, Eusebio/Eugenio. El permanente juego de máscaras, de contaminación y sustitución relativo al tratamiento de las diferentes facetas del protagonista no oculta, sin embargo, la radicalidad de la oposición. En efecto, la contrafigura del Eusebio anacoreta, casi situado fuera del mundo tangible y anegado en la perplejidad de sus adentros, es un ente antitético al Eusebio/Eugenio devastado por la degradación humana y moral —un monigote que se ha vendido al mejor postor malviviendo de las traiciones, las imposturas y los fracasos colectivos indisociables de la tragedia de la Historia. Las vertientes alternativas de la dualidad argumental de la trama —una dualidad por medio de la cual se va revelando la parte de ausencia y olvido discernible en el protagonista escindido— acaban por confundirse, al término de la novela, con el asesinato de Eusebio/Eugenio/Alphonse von Worden por su doble, el pobre loco asceta; ambos forman de nuevo un solo ser o ente de ficción a través de su muerte unitiva. Esta muerte es también una especie de liberación porque redime al protagonista del grado extremo de envilecimiento en el cual no ha dejado de sumirse a lo largo de una vasta geogra26
La novela de Potocki presenta también una fecunda encrucijada de culturas y tradiciones como bien muestra el artículo de Sounac (2009: 134-143).
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fía de la decadencia, que empieza con el internamiento en Melilla y acaba con el asesinato en Marrakech, pasando por Granada, Sevilla y Tánger. Así pues, para contrarrestar finalmente esta decadencia, en uno de los últimos capítulos de Las semanas del jardín, el colector encargado de la narración tiene la oportuna idea de entrar «en la piel de Eusebio» humanizando al personaje y, gracias a la introspección ya carente de máscaras, mostrando la dimensión liberadora de una muerte que reúne a los dos entes de ficción en uno solo: [...] los distintos hilos del relato que compone mi vida se juntaban de pronto, reunían lo disperso y concertaban lo opuesto [...]. El cuchillo que asía con fuerza, ¿lo esgrimía contra mí mismo? Lo veía brillar al sol como el símbolo redentor de mi abyección y condena. [...] yo, sí, era yo, me asomaba a la calle, clavaba los ojos en mí, parecía sobrecogido por el encuentro, el fulgor incendiario de mis pupilas, el cuchillo con el que me disponía a atacar, cegado como una falena por la intensidad de la luz, corriendo hacia ella, hacia mí, hacia las puñaladas que le asestaba [...] el arma nos unía a los dos en el júbilo y exaltación, daba fin al relato, remataba mi vida (622-623).
Al final, los 28 colectores-narradores combinan —gracias a las virtudes del azar o de la necesidad literaria— los datos biográficos y la imagen del autor de la novela, es decir, ese Goytisolo que recrea sin cesar su figura ficticia y las proyecciones múltiples de su «yo» como sujeto de escritura. Éste perfecciona, una y otra vez, su auto-retrato siempre en busca de nuevos papeles, de nuevas máscaras y, en realidad, de ámbitos de subjetividad auténtica sólo cognoscibles en las profundidades de cuanto consigue revelar la experiencia literaria. Se trata así de diseminar todas las partes del «yo» en la polifonía de las voces narrativas y en la constelación de los estilos de escritura, pero también en los fantasmas de la memoria, de la Historia y de lo que no ha dejado de anidar en la conciencia del autor.
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La ejemplaridad (o el valor ejemplar) de la escritura de Juan Goytisolo en Las semanas del jardín no se puede, por tanto, apartar de la concepción crítica de la historicidad que perfila la reelaboración de los textos clásicos, procedentes de diferentes culturas y tradiciones27, para multiplicar todos los puntos de vista sobre el objeto de ficción. A través de esta multiplicidad el lenguaje literario, en su reflexividad y confrontación con los discursos utilizados, cuestiona la dimensión ideológica de las lecturas que los colectores hacen de Eusebio/Eugenio explorando todas las potencialidades semánticas de las estrategias de apropiación relativas a la gama impresionante de retóricas y estilos. Estos últimos arrojan luz sobre los fantasmas presentes de la memoria colectiva y, a otro nivel, delinean una figura ficticia del autor como sujeto de escritura. De ahí la aprehensión de la totalidad que abarca la poética de Goytisolo mediante la diversidad vertiginosa de los procesos de fragmentación, de dualidad y relatividad aptos para abrir continuamente la materia del lenguaje y los componentes de la ficción sobre cuanto pueden integrar, significar y desvelar sobre el «yo», el mundo y el poder de conocimiento del acto de escritura. La ejemplaridad en Las semanas del jardín encuentra sus raíces en la finalidad emancipadora que no deja de repensar el arte literario del autor y que da a su escritura un carácter algo recurrente, insistente y casi autotélico, erigiéndose en modelo de sí misma a través, entre otros elementos, de los principios de resistencia y disidencia reformulados una y otra vez. Sin embargo, esta finalidad emancipadora logra constituir un horizonte que se abre sobre lo infinito del sentido y la lucidez de la complejidad en lo más hondo de los cuales no se transmiten valores, sino formas de conocimiento, prácticas de contemplación moral, interrogantes sobre la verdad de la creación literaria y su poética, y, por fin, sobre las posibilidades del sentido para poner al descubierto lo destruido, lo silenciado y lo reprimido. Estos aspectos decisivos también tienden a manifestar cómo la escritura pretende resistir a la erosión del tiempo. Conviene, a modo de conclusión, insistir en la pregunta del principio: ¿qué papel puede asumir la creación literaria frente a los conflictos contemporáneos, frente a los fantasmas presentes que acorralan con sus ecos y resonancias la con-
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Sobre esta relación primordial entre diferentes tradiciones y culturas en la obra del escritor, se puede consultar nuestro libro (Llored 2009a: 95-122).
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ciencia colectiva española y frente a unos discursos y una lengua que llevaron al crimen? Entre el crimen y el olvido se sitúa precisamente la significación presente de una memoria que se funda en el reconocimiento histórico y político de las víctimas cuyos fantasmas —como el que es inherente a la figura de Eusebio/Eugenio en la novela— permiten desentrañar la ausencia de lo que se destruyó poniendo a prueba a la vez los valores, las conductas y los actos políticos que determinan la capacidad de una sociedad para tomar plenamente conciencia de sí misma. De hecho, es precisamente de esta conciencia de la que no se separan las repercusiones de la escritura de Goytisolo, la cual responde a su manera en Las semanas del jardín a la pregunta anterior dando así sentido a un compromiso literario que no es aquí ninguna antigualla de otra época sino fuente (crítica) de reconocimiento moral y poético entre la creación literaria y la sociedad, en sus modos de pensar, actuar y rememorar.
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¿Qué significa la ejemplaridad hoy en día, en unas sociedades como las nuestras, española o francesa, donde la religión ha dejado de regir las conductas morales? ¿Es posible concebir una ejemplaridad exenta de cualquier forma de religiosidad? En realidad creemos que esta noción tan trascendente en la época medieval encuentra en la sociedad española de principios del siglo XXI un eco particular en cuanto a la herencia del pasado reciente de España. Tanto la época de la Guerra Civil como el franquismo siguen siendo la ocasión de una reflexión por parte de la generación de los nietos de los vencidos sobre el contenido no sólo de la Historia sino también de la memoria colectiva y/o histórica, concepto mucho más arduo de definir como ha mostrado Ana Luengo (2004) a propósito de España. No debe limitarse al listado de las fechas, al recuento de los muertos, al balance de los horrores cometidos por ambas partes, o incluso a los actos de conmemoración, sino que se debe llevar a cabo el reconocimiento de una responsabilidad —cuando no de la culpabilidad— de una parte de la población española hacia otra. Se trata, pues, de volver a definir un discurso que se podría calificar de ejemplar, sobre el pasado reciente de España, al determinar las responsabilidades y establecer las culpabilidades de cada uno de los actores involucrados. Se trataría de una ejemplaridad tan pragmática (acción) como cognitiva (saber) (Jouve 2007: 239-248), fundamentada en bases éticas e ideológicas, que permitirían no encerrarla en un marco histórico necesariamente estrecho, a uso esencialmente de las élites. Todos conocemos las polémicas originadas por la votación de la Ley de Memoria Histórica (véanse en la actualidad las acusaciones contra el juez Baltasar Garzón) y, en
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menor grado, aunque en un mismo plano, por el desplazamiento de los archivos de la guerra civil de Salamanca a Barcelona o la exhumación de los restos del poeta Federico García Lorca por ejemplo, polémicas que han sacudido fuertemente la sociedad española en su conjunto y muestran la imposibilidad de zanjar la cuestión mediante recursos legales. La dimensión afectiva no puede ser evacuada y testimonia de la necesidad de mantener abierto el debate, aunque ello impida curar la herida; pero, precisamente por eso, para que la herida acabe de supurar hace falta seguir debatiendo1. El arte y la literatura se han hecho los portavoces de estos interrogantes acerca de la Historia y la memoria histórica de la Guerra Civil y del franquismo como ha mostrado, por ejemplo, Emmanuel Bouju (2007) a través del caso de la novela posthistórica en España. Desde la publicación de Soldados de Salamina en 2001 hasta hoy (Antonio Muñoz Molina publicó en 2010 La noche de los tiempos), la narrativa española dedicada al tema abunda y, aunque se valga de apelaciones múltiples («novela de la memoria», «novela de la posmemoria», «novela posthistórica», «generación inocente», etc.), no logra ocultar su «monotematismo». Según el escritor Isaac Rosa quien habla de una «inflación de la memoria» (¡Otra maldita novela...!, 11), la cantidad perjudica la calidad, desdibujándose cada vez más la reflexión, debilitándose cada vez más la dimensión dialéctica del debate en la producción actual. Rosa considera que, del mismo modo que el poder, la narrativa se ha encaminado hacia unas vías rutinarias de exaltación maniquea de figuras heroicas o, al contrario, de matizaciones propias de un discurso de reconciliación nacional que tienden a momificar la memoria y, por consiguiente, conducen al olvido. Vamos a ver cómo, en ¡Otra maldita novela sobre la guerra civil! (2007), edición crítica de la primera novela del autor, La malamemoria (1999) y El vano ayer (2004), Isaac Rosa denuncia la manipulación de la Historia y de la memoria colectiva por las élites a la hora de volver sobre las responsabilidades de unos y otros durante la Guerra Civil y el franquismo, y su repercusión desastrosa sobre la narrativa española actual, generadora de un discurso estéril, sea
1 El trabajo de los historiadores es fundamental en estas cuestiones. Remito más particularmente a dos libros, entre otros muchos, que son Memoria de la guerra y del franquismo (2006), de Santos Juliá Díaz, y Políticas de la memoria y memoria de las políticas: el caso español en perspectiva comparada (2008) de Paloma Aguilar Fernández, que han permitido que se traten cuestiones hasta entonces silenciadas, como, por ejemplo, la expoliación de las familias republicanas exiliadas.
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estereotipado o «perspectivista», es decir, basado en la equiparación de los errores/crímenes cometidos por ambos bandos (vencidos y vencedores). Intentaremos, primero, definir los rasgos característicos de este discurso denunciado por Rosa y, en segundo lugar, destacaremos las pautas del discurso prescriptivo que promueve su obra y las motivaciones éticas/ejemplificadoras que encierra. Antes de seguir, cabe precisar la naturaleza de las dos obras estudiadas aquí. Las dos novelas tienen un punto común: en efecto, ambas ofrecen un discurso novelesco y metanovelesco a la vez. La primera es en cierto sentido posnovelesca y la segunda prenovelesca. ¡Otra maldita novela sobre la guerra civil! es la edición crítica a cargo de un lector «impertinente» de La malamemoria como ya hemos dicho. La obra se compone, pues, del texto original al que se han agregado una serie de comentarios dispuestos al final de cada capítulo y algunos comentarios sueltos sobre un epígrafe o el título de una parte. Su tonalidad es siempre crítica, incluso satírica, a pesar de unos cuantos comentarios positivos. Su contenido varía sin embargo: pueden enfocarse en problemas de estilo (apuntan la torpeza del escritor) y, en este sentido, son profundamente irónicos por parte del narrador/crítico, pero pueden también criticar la verosimilitud y el rigor históricos, y tener entonces una dimensión más polémica. En El vano ayer, las intenciones son las mismas —la obra es profundamente satírica—, pero los procedimientos son distintos. En efecto, el texto se define como «una novela en marcha», en la que un narrador/escritor recoge informaciones para un proyecto de novela sobre el franquismo; su discurso, metaliterario, se compone de dos «subdiscursos»: primero un discurso que condena la manera en que se escriben hoy en España las novelas sobre el franquismo y, segundo, un discurso que se revela más bien prescriptivo en el sentido en que encierra los principios de una escritura comprometida que marca la reintroducción de la ideología en el ámbito literario. Tanto en ¡Otra maldita novela...! como en El vano ayer, Rosa denuncia la manera políticamente correcta de tratar de la Guerra Civil y del franquismo en la narrativa española actual y apunta esencialmente dos problemas: los estereotipos sobre los vencidos y vencedores que conducen a una visión monolítica y maniquea de la Historia y el «perspectivismo», o sea, la puesta en perspectiva de opiniones divergentes, es decir, el relativismo del discurso de reconciliación nacional.
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En sus dos obras Rosa denuncia los estereotipos novelescos que configuran una visión literaria ya tradicional del pasado reciente de España. Para ello, procede a una deconstrucción sistemática, pero muy irónica, de la escritura y más específicamente de los personajes. Así, en ¡Otra maldita novela...!, al comentar el retrato del personaje de Gonzalo Mariñas, protagonista de La malamemoria y figura alegórica del «vencedor», el narrador/crítico lo califica irónicamente de «malo malísimo» (¡Otra maldita novela...!, 133). La redundancia subraya aquí el monocromatismo excesivo del personaje, encarnación del mal. A lo largo del texto, se le hace responsable nada menos que de la violación de varias muchachas y del asesinato de todos los hombres de un pueblo situado cerca del frente republicano durante la Guerra Civil. Además, al enfocar sus supuestos orígenes proletarios, el narrador/crítico muestra como el personaje es también el resultado de una «idealización obrerista de manual de zoología» (ibíd.). Y en general, todos los personajes de La malamemoria le parecen tópicos (Julián Santos es un beautiful looser producto de un androcentrismo excesivo, Ana es un ángel redentor, etc.); lamenta la particular debilidad de los personajes femeninos: Parece que la mujer en la novela española, cuando no recibe un protagonismo en clave “literatura femenina”, es a menudo reducida a un papel secundario y funcional, mera comparsa (¡Otra maldita novela...!, 249).
Desde un caso particular, el narrador/crítico hace una labor crítica del conjunto de la producción novelesca española. De la misma manera, en El vano ayer, el narrador/escritor denuncia el recurso sistemático a estereotipos para crear personajes supuestamente propios del periodo franquista. Así es como el personaje de Andrés Sánchez encarna la figura del estudiante, militante comunista y antifranquista. Sin embargo, esa figura se desmorona poco a poco; en el capítulo 12, por ejemplo, se contraponen el testimonio de un conocido de Andrés que destaca las contradicciones propias del joven y una lista alfabética de epítetos referentes a cualidades humanas positivas, como la que un mal escritor pudiera tener a mano a la hora de retratar su personaje: —Era un fanfarrón, un majadero iluminado, de esos que creen estar colocados en el lugar y el momento que un destino memorable les ha facilitado [...].
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—Era abnegado, afanoso, agudo, altruista, animoso, ardoroso, austero... (El vano ayer, 53).
La alternancia se prolonga hasta el final del capítulo agregándose en la lista algún que otro epíteto ambiguo como «quijotesco» (55). A través de este retrato paradójico, Rosa se burla de la artificialidad de las figuras heroicas. Más adelante, el narrador/escritor se vale de un discurso que parodia el actual discurso del principio de precaución sanitaria al convertirlo en un principio de precaución literaria: Mucho cuidado con los héroes, con los luchadores ejemplares, esculturas de una sola pieza que ni sombra proyectan bajo el sol; mucho cuidado con los héroes, especialmente si son jóvenes (El vano ayer, 38).
El otro protagonista de la novela, Julio Denis, responde también a una selección de criterios ya establecidos, entre ellos la elección de su nombre, que no es fortuita y lo convierte en personaje semirreferencial: seleccionar aquellos nombres menos mencionados, y entre éstos los desconocidos, los completamente desconocidos, los olvidados, centrar finalmente la atención en uno de ellos y probar suerte (9).
Una vez elegido el nombre se bosqueja el personaje con una sistematicidad que le quita cualquier forma de originalidad y dignidad: En primer lugar, deberíamos clasificar al profesor Julio Denis en cuanto integrante de la comunidad universitaria en los años sesenta, y como tal debemos situarlo en función de una coordenada básica: su posición respecto al resto de docentes y respecto a las autoridades (23).
El verbo deber y el vocabulario científico («coordenada básica») se usan aquí de manera irónica: no se deja ningún lugar a la imaginación, la creatividad, al arte en suma. Como en el caso anterior, el narrador/escritor se burla del arquetipo del personaje de académico bajo el franquismo: el uno corresponde al universitario franquista despreciable por ser actor de la represión que se ejerce a través de purgas; el otro, al académico antifranquista, pero no por ello menos des-
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preciado al ser objeto de una glorificación excesiva y ridícula (se habla de un hombre con «broncínea cabeza», pero «subido a un sartriano cajón de fruta», etc.). El narrador/escritor pretende entonces deshacerse de los estereotipos y optar por una tercera vía: optemos por aliviar a nuestro profesor de tales oficios y lo situemos en un terreno intermedio, alejado por igual de franquistas y antifranquistas, una serena tierra de nadie [...]; aspirante a un término medio [...]; o más que un término medio debemos hablar de un punto externo» (24).
Es interesante ver la falsa transición que se opera de «serena tierra de nadie» a «punto externo». La primera expresión suena casi a oxímoron: una «tierra de nadie» difícilmente puede ser un lugar sereno. En cuanto a la expresión final, marca la exclusión del personaje y ya no la distancia a que aspira. Al fin y al cabo, esta posición intermedia que, se supone, escapa de los estereotipos le inspira al narrador/escritor tanto desprecio como las otras dos. Recuerda, pues, que esta posición intermedia, neutral en suma, era la de la mayoría de los profesores de universidad bajo el franquismo, quienes temían perder su empleo en caso de oposición, con lo cual la «opción» del narrador/escritor tampoco es muy original. Además de los personajes, Rosa también desmonta las tramas y pone de realce la pobreza del discurso narrativo sobre la Guerra Civil y del franquismo en general. En ¡Otra maldita novela...!, el narrador/crítico ataca la dimensión tópica de la diégesis de La malamemoria, y, ya al final del primer capítulo, se burla de su «hilo conductor» como subraya el peyorativo «etc.»: «el viaje que se acaba convirtiendo en viaje interior, el descubrimiento que al final es de uno mismo, etc.» (24), siendo la búsqueda de un secreto vinculado con la Guerra Civil y de la dimensión simbólica del viaje dos temas recurrentes de la narrativa española actual. El blanco apuntado por el narrador/crítico es, sin embargo, otro: se trata de la visión maniquea de la Historia que ofrece la novela y permite sostener una interpretación idealizada de la Guerra Civil. Así, al comentar una cita de Max Aub puesta como epígrafe, encuentra la ocasión de denunciar la visión «cainista»2 de la contienda civil que sintetiza de este modo: «se mató porque 2
Remito también al libro de Ana Luengo ya mencionado sobre esta cuestión: «Otra cuestión a tratar es si la memoria colectiva se ha visto dividida en dos partes simétricamente opues-
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sí. Es decir, porque fulano le tenía ganas a mengano» (259). Según él, se trata de una visión que, pese a situar a los nacionales del lado de los «malos», acaba rebajando su responsabilidad en la medida en que basa la oposición en motivos históricos ancestrales, cuya calificación bíblica contribuye a legitimarlos, y no en la realidad de los hechos y de la ideología franquista que favoreció la ejecución sistemática de los republicanos durante y después de la guerra: «en frío, burocratizada, con trámite administrativo» (ibíd.). Recuerda entonces los propósitos de un personaje del bando nacional en el cuento de Alberto Méndez, «Los girasoles ciegos»: «no quisimos ganar, queríamos matarlos» (2004: 113). Esta visión maniquea condiciona el resto del relato. Así, el segundo blanco de las críticas atañe al formalismo y didactismo del discurso novelesco, consecuencia lógica de lo precedente como se puede entender. En el capítulo 8 subraya que: Se acentúa en este capítulo, además, un riesgo en este tipo de novelas, y en el que caen muchas de las narraciones referidas a la guerra civil: el didactismo, la voluntad informativa (y algo educadora) que sobre la desinformada ciudadanía parecen tener los autores (90).
Este didactismo caracteriza, según él, los diálogos, tanto en la novela como en el cine español, que son meramente «explicativos, aclaratorios, de ampliación de información o de fijación de la misma [...] diálogos de tesis» (339). Del mismo modo, en El vano ayer, el narrador/escritor denuncia la sistematicidad de los esquemas narrativos. Es así como al final del capítulo 2, por ejemplo, presenta las diferentes posibilidades que se le ofrecen a la hora de «retratar el periodo franquista», constituyendo éstas un «aparentemente limitado repertorio de esquemas» clasificados de «a» a «f»: a) Un misterioso asesinato cuya resolución —tras la necesaria investigación policial— saca a la luz una venganza de origen guerracivilesco (o heredada en la cadena generacional, en su versión más rural-caciquil). tas e irreconciliables, idea esta mantenida por diversos actores y conservada en la memoria colectiva como un hecho incuestionable. La Inquisición y la Edad de Oro, contrarreformistas y erasmistas, las cadenas de Fernando VII y los Constitucionalistas de Cádiz, los conservadores y los liberales, los nacionalistas y los republicanos. Esto les ha llevado a muchos a creer que la Guerra Civil fue el resultado de tal partición esencial de España» (2004: 72).
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b) Un exiliado regresa al país y recorre los lugares y personas de su memoria, con el consiguiente desencanto, enlazando episodios pasados. En este caso cabe también el recurso argumental de la venganza pendiente. c) Una célula de activistas prepara un atentado: asistimos a la vida clandestina con sus riesgos y atractivos, las disputas entre sus miembros, la necesaria traición, las dudas morales y el desastroso final. d) El buen hijo recoge las pertenencias del difunto padre y descubre, mediante la lectura de su correspondencia o de un diario íntimo, lo que sufrió su progenitor en la guerra y la primera posguerra, el exilio interior en que ha vivido durante décadas, e incluso un amor imposible y trágico o un doloroso secreto. e) Les enfants terribles: una pandilla de adolescentes con pretensiones artísticas y devaneos políticos se aburre en un entorno provinciano. El final aciago es de nuevo inevitable. f ) Historias entrelazadas, varios personajes tangenciales que actúan como perfectos paradigmas de sus respectivos grupos (el opositor, el intelectual, el camisa vieja, el comisario, el oportunista, etc.) y que acaban por colisionar en un final dramático (El vano ayer, 15-16).
En este párrafo, se nota primero que la variedad de esquemas narrativos es aún más limitada de lo que pretende el narrador/escritor, ya que son recurrentes los temas del secreto y de la venganza, y es sistemático el final trágico. La ironía se lee además en la adjetivación patética (desastroso final, amor imposible y trágico, doloroso secreto, final aciago, final dramático) o neologizante (guerracivilesco, rural-caciquil). A través de estos breves resúmenes de tramas novelescas, reconocemos obras tan famosas como, por ejemplo, Beatus Ille de Antonio Muñoz Molina —que corresponde esencialmente al esquema d), el más «desarrollado», de hecho. Así, tanto a nivel de los personajes como de las intrigas, la narrativa española dedicada a la Guerra Civil y al franquismo se encierra en unos esquemas estrechos que paralizan la reflexión y, por consiguiente, impiden el mantenimiento en el sentido casi técnico de la palabra3 de la memoria colectiva. Como escribe Celia Fernández Prieto a propósito de El vano ayer:
3
En una entrevista a El País realizada con motivo de la publicación de su novela, Isaac Rosa declaraba: «El franquismo y la guerra civil se han convertido casi en géneros literarios y como tales tienen sus limitaciones» (citado por Cuñado 2007: 7).
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El autor busca y desea otra cosa, una novela que no reduzca la memoria de la dictadura al estereotipo y al esperpento, que se aleje de esquemas trillados hasta la saturación, liberada de culpas, de cuentas que saldar o de homenajes que tributar (2008: 101).
Ahora bien, Isaac Rosa no se conforma con denunciar los recursos formales de la narrativa española, sino que apunta un problema más grave, previo a la escritura y vinculado con el déficit de conocimientos históricos de la sociedad en la que viven los escritores. Lo refleja a través de la manipulación de la información por un poder no artístico, sino político.
LA
M A N I P U L AC I Ó N D E L A I N F O R M AC I Ó N
A lo largo de El vano ayer se puede observar una tendencia a duplicar o multiplicar los puntos de vista mediante el recurso a técnicas polifónicas usuales (inserción de testimonios, citas, etc.), como para marcar la ruptura con la época de la dictadura franquista. Sin embargo, este dialogismo tiene un efecto perverso: al final no se sabe qué posición adopta tal o cual personaje frente al régimen. Así es como el retrato de Andrés resulta contradictorio, como ya hemos sugerido: es a la vez un militante comunista, cabecilla estudiante de la lucha antifranquista, y un joven de convicciones políticas bastante superficiales como lo revela su mayor interés por la poesía, su desenvoltura o su imprudencia (es en parte responsable de su detención y de las de sus compañeros). De manera mucho más ambigua, no se logra saber cuál es la posición de Julio Denis frente al régimen. Parece llevar hasta el extremo su neutralidad y convertirse en un hombre profundamente pasivo ante los acontecimientos (manifestaciones estudiantiles, detención de Andrés Sánchez, etc.). En el capítulo 24, el narrador/escritor presenta una serie de pretendidas «aclaraciones» sobre su situación, pero se anulan mutuamente: la actuación de Denis sigue siendo tan opaca como antes. Más adelante, en el capítulo 27, ofrece, en dos columnas paralelas, dos posibles versiones de la vida de Julio Denis: una primera versión donde adopta una posición de neutralidad «terca» hacia el régimen, y una segunda donde hace de delator al servicio de este mismo régimen. El tratamiento en forma de aporía del personaje sugiere que la neutralidad/pasividad es una actitud tan culpable como una participación activa al régimen franquista. Por fin, en el capítulo 33, bajo los efectos de una
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borrachera patética (que le lleva a un puticlub donde se hace robar su dinero sin haber sido capaz de hacerle el amor a la prostituta de turno), Denis se pone a confundir ficción y realidad: se convierte en el protagonista de sus propias novelas —novelas de espionaje que escribe anónimamente— y aparece bajo la figura del espía Guillermo Birón, fugazmente equiparado al personaje mítico de James Bond encarnado en aquella época al cine por Sean Connery. En este capítulo, Denis no es sino la metáfora de la mentira sobre que estribaba el discurso oficial sobre la Guerra Civil durante el franquismo4. Aplicado a la época contemporánea, la de Rosa, convierte la reconciliación nacional en una ficción de mala calidad; la actitud de Denis es sintomática de un pueblo que no se enfrenta con la realidad sino que la fantasea. Si, por un lado, la mayoría de los escritores opta por una visión maniquea de la Historia visible a través de sus personajes, oponiendo groseramente los buenos y los malos, otros adoptan un punto de vista ambiguo que pretende rechazar el maniqueísmo pero sin ser capaz de ofrecer una visión crítica. El enfoque resulta simplemente borroso y, según Rosa, es esa visión turbia la que preside al discurso de reconciliación nacional promovido por la Transición, hoy demasiado consensual y obsoleto. El fenómeno de diseminación de la información, que conduce finalmente a la desinformación, puede generalizarse. Los personajes de El vano ayer son unos «desaparecidos», cuyo destino se ignora. Así, Andrés es detenido pero no se sabe qué fue de él; unos afirman haber visto a su abuela ir a visitarle a Sol y luego a la cárcel de Burgos, otros aseguran que fue torturado a muerte como otros tantos oponentes. Esta incertidumbre asociada a la orfandad del joven hace manifiesto el trágico olvido a los muertos señalado en los capítulos 15 y 18. Del mismo modo, se desconoce la suerte de Julio Denis: unos afirman que se exilió a Francia, otros afirman que fue expulsado de España por las autoridades franquistas según un acuerdo previo entre ambas partes. Si la suerte de ambos protagonistas simboliza la de muchos hombres y mujeres «desaparecidos» bajo el franquismo, la ausencia de informaciones certeras al respecto, incluso después de la muerte del dictador —ya que el narrador/escritor escribe desde su presente de narración (principios del siglo XXI)—, muestra que la sociedad española, al ser incapaz de rescatar a sus víctimas, sigue padeciendo los efectos de la dictadura que sufrió durante casi cuarenta años. 4
Los años sesenta fueron marcados por celebraciones donde se exaltaba el régimen como garantía de la vuelta de la paz a España.
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Por otra parte, al reunir material informativo para su novela, el narrador/escritor incluye en el texto fragmentos de discursos y textos ajenos. Por ejemplo, en el capítulo 2, saca varias citas de monografías históricas como La oposición política al franquismo, La Universidad española bajo el franquismo o la Historia de España de Tuñón de Lara... (ídem en el capítulo 4). Del mismo modo, en los capítulos 17 y 23, reproduce y cita artículos de prensa: uno que refiere al suicidio de Julián Grimau y otros sobre las manifestaciones estudiantiles de 1965 en Madrid; en los capítulos 19 y 22, cita documentos oficiales de la policía franquista que explicitan métodos de reclutamiento y de tortura aplicados a los presos políticos; sin olvidar la inserción de numerosos testimonios de fuentes diferentes (antiguos compañeros de facultad de Andrés, antiguos colegas de universidad de Denis, antiguos militantes comunistas, antiguos policías, etc.). No obstante, la multiplicidad de puntos de vista plantea de nuevo dos problemas. El primero es que resulta difícil hacerse una opinión sobre la situación, como antes a propósito de los personajes. Por ejemplo, el narrador/escritor pretende respetar cierta simetría entre luchadores antifranquistas y policías en ejercicio en aquella época. Pero, darles la palabra a los verdugos como a las víctimas bajo el pretexto de la libertad de expresión puede resultar peligroso. En realidad, como he mostrado en un artículo dedicado a la perversión del diálogo en la obra de Isaac Rosa (Florenchie 2011), la presencia de estos testimonios del bando «adverso» no hace sino reforzar la crítica del franquismo y de los métodos de su policía. A través de ellos, es el «perspectivismo» lo que critica Rosa. Pero la multiplicidad de fuentes encierra otro problema. Evidentemente, resulta imposible averiguar la autenticidad de los testimonios —originalmente orales— referidos en el texto. Del mismo modo, ciertos documentos parecen fidedignos cuando en realidad carecen de fuentes (véanse páginas 7578, 83, 86) o son manipulados, como en el caso del artículo de prensa francés sobre las manifestaciones estudiantiles (El vano ayer, 85): consta de varios errores lingüísticos que prueban que no ha podido ser publicado en un periódico francés, sino que ha sido más bien redactado por un hispanoparlante. En los regímenes dictatoriales, como todos sabemos, la información es el monopolio del poder. Por eso se la limita y la poca a la que se permite el acceso es controlada, transformada, falsificada. A través de la manipulación de la información, Rosa nos muestra de nuevo cómo la sociedad española y en particular los intelectuales siguen teniendo prácticas heredadas del franquismo, elaborando una «verdad» monolítica, incluso cuando aparenta no serlo, y
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denuncia también los límites del conocimiento histórico, de la cultura histórica de sus coetáneos. De hecho, en una entrevista al periódico digital francés Médiapart el 3 de enero de 2010, Isaac Rosa declaró: Je n’écris pas malgré le fait que cette période me soit inconnue, mais j’écris précisément parce que je n’ai pas connu cette époque. Je n’ai pas vécu le franquisme et je ne suis pas d’accord avec la façon dont cela m’a été raconté [...]. Le principal ouvrage de León5 (La guerre qu’on nous a racontée: 1936 et nous) passe en revue de manière critique l’intégralité des travaux publiés sur le sujet. Plus généralement, l’histoire de la guerre civile est encore pleine de trous. D’abord parce que l’accès aux archives reste difficile. Ensuite parce qu’il existe une certaine routine académique. Ce sont les travers du regard sélectif, qui fait que certains sujets sont abordés des dizaines de fois, quand d’autres sont passés sous silence parce que personne ne s’y intéresse (Lamant 2010).
REABRIR
E L D E B AT E
Para intentar identificar los huecos antes que rellenarlos, Rosa considera la memoria como «un proceso impulsado por un interrogante, y no un objetivo fijo, ni una respuesta» según Isabel Cuñado (2007: 8); por eso, para reabrir el debate, recurre al discurso polémico y se niega a ofrecer otro discurso novelesco, sino que presenta un texto pre- o posnovelesco a sus lectores, como ya hemos dicho. La polémica (polemos en griego significa «guerra», «conflicto») se funda en una verdadera retórica, a base de figuras tan variadas y complejas como la ironía, el sarcasmo, etc., que permiten elaborar el ataque personal y más específicamente el argumento ad hominem. Conforme con lo que se propone, es decir, establecer las responsabilidades, Rosa recurre a menudo a éste. El argumento ad hominem es en general desvalorizado desde un punto de vista argumentativo, ya que, como dice la lingüista Ruth Amossy: «C’est principalement sa valeur logique qui est mise en cause: il s’en prend à la personne du locuteur au lieu de s’en prendre au sujet de la controverse» (2003: 409). Sin embargo, a partir de los estudios de Alan Brinton, Amossy intenta defender otra visión del
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Se trata de La guerra que nos han contado: 1936 y nosotros, de Jesús Izquierdo Martín y Pablo Sánchez León (2006).
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argumento ad hominem y lo convierte en un instrumento de persuasión, ya no fundado en el logos y el pathos, sino esencialmente en el etos o «imagen discursiva del orador». De ese modo, se basa en una deslegitimación de la imagen discursiva del adversario, porque construye al mismo tiempo una imagen discursiva del orador y entra en una relación triangular entre el adversario, el orador y el público. Todo depende de la intensidad de la interacción entre estos tres componentes. El argumento ad hominem aparece, pues: comme une critique du droit et de la capacité d’un orateur à influencer son auditoire soit en dénonçant dans un contexte particulier la position qu’il usurpe, soit en attaquant l’image verbale qu’il a construite de sa propre personne et/ou du stéréotype qui la sous-tend (Amossy 2003: 416).
En El vano ayer, Rosa condena a los herederos del sistema franquista, en particular a los policías y los soplones. Por ejemplo, el capítulo 16 es la sátira de un texto etológico donde se describe al «chivato español (delator hispaniolus)» como a un «pequeño mamífero del orden de los primates superiores, que con numerosas especies emparentadas forma la familia de los lenguaces» (75). El tono satírico se percibe a través de la mezcla de vocablos coloquiales («chivato», «lenguaces») y científicos («pequeño mamífero», «primates superiores») y el uso de falsas etimologías. El capítulo acaba convirtiéndose en un verdadero panfleto contra los antiguos miembros de los servicios de información bajo el franquismo: Y esas personas, ¿qué ha sido de cada una de ellas? ¿Cómo se reintegran en la vida democrática, qué ocurre con sus hábitos de soplones? [...] ¿Qué ha sido de aquellos que formaron parte de ese servicio [el SEU], o de los distintos servicios de información que operaban en la universidad? Algunos no tendrán hoy más de cincuenta años (79).
No se trata de una mera pregunta retórica, sino de un verdadero ataque personal. Si faltan los nombres, es también porque la relación triangular que establece Rosa, según el esquema descrito por Amossy, funciona sobre la base de la deficiencia/ausencia de la imagen discursiva del adversario, el soplón, en adecuación con su función que consiste en no hablar públicamente sino siempre en off.
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Rosa ataca también a los intelectuales, los de la época de la Transición y los actuales. Así es como un «grupo de lectores radicalizados» pretende, a través de una misiva reproducida por el narrador/escritor, denunciar la ausencia de películas sobre la corrupción policial en la producción cinematográfica nacional, cuando es un tema más que manido por el cine estadounidense, por ejemplo. En un tono más acusatorio, Rosa condena la tendencia a la autocensura de los creadores, su «temor hipócrita [...] asegurando la infalibilidad de nuestra democracia por el solo hecho de ser democracia» (El vano ayer, 191). La generalización a la que procede es evidentemente abusiva y provocadora porque no es cierto que se pueda considerar el conjunto de la producción artística española como «políticamente correcta», siendo el propio Rosa la señal de que no todos temen hipócritamente ni se conforman con vivir en un régimen democrático porque creen que ése les exenta de cualquier tipo de reivindicación. Del mismo modo, en la última parte de ¡Otra maldita novela...!, el narrador critica la manera como los novelistas tratan de «recuperar la memoria de los vencidos», creando una «falsa épica emotiva» (363). Esta palabra de «épica» no deja de recordarnos a Antonio Muñoz Molina, otra vez, que la usa a la hora de definir su relación con la historia reciente de España; en efecto, a raíz de la publicación de Beatus Ille declaró que «la épica de los vencidos, los resistentes y los desterrados [es] la única épica a nuestro alcance» (Sorelo 1989: 28). Se pueden también leer ataques a obras como las de Javier Cercas que promovió en su Soldados de Salamina, quizás sin premeditarlo, un avatar del discurso de la reconciliación nacional rechazado por Rosa. En ambos libros, y con voluntad polémica, el autor ataca a los intelectuales españoles por su general falta de compromiso político. Más allá del carácter polémico, el discurso de los narradores rosianos se hace prescriptivo, en el sentido en que proponen unas pistas para la renovación de la escritura novelesca, como, por ejemplo, la de un realismo absoluto y bruto en El vano ayer: [...] cuando hablamos de torturas, si realmente queremos informar al lector, si queremos estar seguros de que no quede indemne de nuestras intenciones, es necesario detallar, explicitar, encender potentes focos y no dejar más escapatoria que la no lectura, el salto de quince páginas, el cierre del libro. Porque hablar de torturas con generalidades es como no decir nada [...]; hay que recoger testimonios, hay que especificar los métodos, para que no sea en vano (156).
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El uso de una retórica incitativa reanuda con una forma de escritura comprometida («es necesario», «hay que», «para que», «nuestras intenciones»). Sin embargo, como hemos dicho antes y apunta Isabel Cuñado, no se trata para Rosa de suspender la interrogación y caer en la misma trampa que denuncia, a saber encerrar el discurso novelesco en un nuevo esquema. Encontramos también en ¡Otra maldita novela...! un verdadero análisis del fracaso de la Transición democrática: Porque el problema de la memoria histórica en España, entonces y ahora, ha sido más una cuestión de calidad que de cantidad. No tanto de si hay mucha o poca memoria, sino de qué está hecha. Como demuestran los trabajos de la historiadora Paloma Aguilar Fernández, en esos años primeros de la transición [...] hubo una inflación de memoria, con una omnipresencia del recuerdo de la Guerra Civil, pues interesaba a los muñidores del pacto que la memoria de la tragedia nacional actuase como coacción para quienes abogaban por la ruptura. Se hablaba de la guerra, y mucho, durante la transición. Otra cosa es que valoremos de qué manera se hablaba, y con qué límites —por ejemplo, impidiendo que saliesen a la luz cuestiones como esas en las que insiste el autor, las referidas al botín de guerra de los vencedores—, y qué tipo de discurso dirigido se proponía —el «nunca más», el «todos perdimos», la falta de culpables identificables (439).
En esta cita, el autor denuncia claramente la generación de los hombres políticos de la Transición. En particular, el «nunca más» y el «todos perdimos» son referencias al discurso promovido por las fuerzas políticas de izquierdas de la época —y más precisamente del PSOE—, sin cuya colaboración no hubiera sido posible este pacto del olvido. El recurso a la cita de fórmulas, de lemas, permite subrayar el contraste entre la brutalidad de los hechos y la pasividad de las reacciones, según la equiparación del pacto de amnistía con un pacto de amnesia. El narrador/crítico recuerda la existencia de un discurso de continuidad, «dirigido», «limitado», que no ha permitido la identificación y sanción de los culpables, ni tampoco que se abra el debate sobre la cuestión de la expoliación de los republicanos6: la palabra «expolio» aparece varias ve-
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En la entrevista a Mediapart antes citada, el joven autor declaró: «il reste beaucoup à faire, en matière de réparation des victimes, d’ouverture des fosses communes, de la désignation des responsables de la spoliation économique des républicains. Tout cela, personne n’en parle» (Lamant 2010).
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ces en el texto7. Es una cuestión sumamente delicada y polémica que no puede sino recordar otras expoliaciones como la de los judíos en la Alemania nazi y durante la Segunda Guerra Mundial. Su conclusión es tajante: Debido a las peculiaridades del caso español, a la defectuosa relación que tenemos con nuestro pasado reciente, la ficción viene ocupando, en la fijación de ese discurso, un lugar central que tal vez no debería corresponderle, al menos no en esa medida. Y sin embargo lo ocupa, lo quiera o no el autor, que tiene que estar a la altura de esa responsabilidad añadida. Vale (445).
Bien se ve el reto que lanza el narrador/crítico, que se confunde aquí con el autor, a los escritores de su país: debido a lo que llama una «responsabilidad añadida», aboga por una «escritura responsable». Según Rosa, los escritores españoles ocupan un sitio que no les corresponde a causa de las deficiencias que se observan en el terreno de la memoria histórica a nivel del poder político y de las instituciones en general. La aceptación del reto que constituye el recurso a una nueva forma de compromiso del artista/intelectual español es formulada sin equívoco por el autor como lo muestra la frase final: una frase breve, donde el verbo «Vale» tiene valor de fórmula adverbial afirmativa y muestra su determinación. Finalmente, lo que preconiza Rosa, es que la literatura adopte frente a la memoria histórica la misma actitud que el hombre frente al planeta, una actitud responsable y a largo plazo, una especie de «ética de la memoria sostenible». De este modo, el escritor «ético», «responsable», adopta una actitud ejemplar; esta nueva forma de ejemplaridad, fundada en el respeto a la realidad de los hechos históricos, en el mantenimiento, en un sentido casi técnico, como ya hemos dicho, de la memoria colectiva de las víctimas de la Guerra Civil y del franquismo, y ya no en preceptos religiosos, acerca al intelectual al spoudaïos o héroe griego, un hombre activamente comprometido con la sociedad en la que vive:
7 Citemos a modo de ilustración: «cuando precisamente son los aspectos económicos —la represión convertida en expolio, en saqueo— los menos conocidos de la guerra y posguerra, sobre los que no se ha construido acusación alguna, ni ahora, ni mucho menos en 1976» (Rosa 2007: 43); o también «los vencedores llevaron a cabo un auténtico expolio sobre los vencidos, apropiándose de los bienes y empresas de los derrotados, de los exiliados, tanto de los particulares como de las organizaciones políticas o sindicales» (ibíd.: 68).
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Le mot évoque d’abord l’idée d’empressement, d’ardeur au combat, puis ensuite simplement l’idée d’activité sérieuse: le spoudaïos est celui qui inspire confiance par ses travaux, celui à côté duquel on se sent en sécurité, celui qu’on prend au sérieux. Si ces déterminations ont été progressivement intériorisées et si Aristote, en le prenant pour exemple, songe moins à sa force physique qu’à la qualité de son jugement, il reste que la valeur du spoudaïos ne se mesure pas à une quelconque valeur transcendante, mais qu’il est lui-même la mesure de sa valeur (Aubenque 2001: 45).
Quisiera volver, para terminar, sobre la noción de responsabilidad. No es nueva y además está en boga. Sin embargo, cabe reafirmar su sentido. La responsabilidad del escritor de hoy, según como aparece a través de la obra de Rosa, se asemeja a lo que Max Weber (2010 [1919]) define por la ética de convicción8 y a lo que Hannah Arendt (2007 [1975]) considera como el fundamento de la moralidad, a saber, el consentimiento. Es una responsabilidad absoluta, que no se supedita a nada. En este sentido, quisiera vincular mi reflexión a la de Catherine Orsini cuyo estudio se centra en la trayectoria estética e intelectual de un gran escritor español admirado por Rosa, Rafael Chirbes. Me parece interesante la confrontación de las trayectorias de ambos autores, en la medida en que refleja el desfase que existe entre las dos generaciones que encarnan: la de Chirbes, que conoció el compromiso político durante el franquismo y la Transición democrática, y la de Rosa, que lo conoce en una democracia consolidada. Como muestra Catherine Orsini, para la generación de Chirbes prevalece un cuestionamiento de los grandes ideales; el escritor logra construir una estética del compromiso paradójica, fundada en una ambigüedad que se nutre de su desilusión: a cada uno le toca forjarse su ejemplaridad parece decirnos Chirbes. Al contrario, la generación de Rosa reivindica la radicalización del discurso político y el desplazamiento del debate público hacia asuntos más polémicos: ya no se trata de conocer, explicar, comprender, sino de volver a los hechos «brutos», a la realidad aún no desvelada de la Guerra Civil y del franquismo. De esta manera se puede considerar,
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En La política como vocación (Politik als Beruf ), el sociólogo alemán Max Weber distingue dos tipos de éticas políticas: la ética de convicción, donde las convicciones están por encima de los intereses individuales o colectivos y la ética de responsabilidad, donde los intereses están por encima; en esta concepción, la responsabilidad es una noción rebajada en comparación con la convicción.
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y me acerco aquí a la conclusión que sugiere la reflexión de Geneviève Champeau a propósito de la novela realista de los años cincuenta, que asistimos al mismo tiempo que a una vuelta del compromiso, bajo la forma de una escritura responsable, a una vuelta al realismo9. Ya no se trata de un realismo social o dialéctico, sino de un nuevo realismo, un realismo asentado en el «pacto de responsabilidad» del que habla el propio Rosa10, es decir —aunque la expresión sea un poco redundante—, un realismo responsable.
BIBLIOGRAFÍA AGUILAR FERNÁNDEZ, Paloma (2008): Políticas de la memoria y memoria de las políticas: el caso español en perspectiva comparada. Madrid: Alianza. AMOSSY, Ruth (2003): «L’argument ad hominem dans l’échange polémique». En: La parole polémique, études réunies par Gilles Declercq, Michel Murat et Jacqueline Dangel. Paris: Honoré Champion, pp. 409-423. ARENDT, Hannah (2007 [1975]): Responsabilidad y juicio. Barcelona: Paidós. AUBENQUE, Pierre (2001): La prudence chez Aristote. Paris: Presses Universitaires de France. BOUJU, Emmanuel/GEFEN, Alexandre/HAUTCŒUR, Guiomar/MACÉ, Marielle (eds.): Littérature et exemplarité. Rennes: Presses Universitaires de Rennes (Col. Interférences). CUÑADO, Isabel (2007): «Despertar tras la amnesia: Guerra Civil y posmemoria en la novela española del siglo XXI». En: Dissidences, I, 3, pp. 5-13. FERNÁNDEZ PRIETO, Celia (2004): «Novela, historia y posmodernidad». En: Actas del Congreso Historia y Literatura. Madrid: Fundación Caballero Bonald, pp. 99-105. FLORENCHIE, Amélie (2011): «Sociedad española contemporánea y perversión del diálogo en tres novelas de Isaac Rosa». Se publicará en: Nuevos derroteros de la narrativa española (ed. de Jean-François Carcelén, Geneviève Champeau, Georges Tyras y Fernando Valls). Zaragoza: Prensas Universitarias de Zaragoza.
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La última novela de Isaac Rosa, El país del miedo (2008) y la que el autor tiene en preparación (informaciones personales) son claramente novelas comprometidas con la realidad social; existe esta misma corriente en la novela francesa actual con obras como La centrale de Elisabeth Filhol, cuyo título no deja de recordar la novela de Jesús López Pacheco, Central eléctrica, publicada en 1958, Le Quai de Ouistreham de Florence Aubenas que mezcla novela de ficción y gran reportaje para describir las condiciones de vida del proletariado francés, o D’autres vies que la mienne donde Emmanuel Carrère describe la espiral infernal del sobreendeudamiento. 10 Remito al texto escrito por Isaac Rosa incluido en este volumen y titulado precisamente: «La ejemplaridad hoy: un pacto de responsabilidad con los lectores».
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JOUVE, Vincent (1995): «Le héros et ses masques». En: Le personnage romanesque: colloque international, 14-15-16 avril 1994, Nice (ed. de Gérard Lavergne). Nice: Université de Nice (Cahiers de narratologie, 6), pp. 249-255. — (2007): «Quelle exemplarité pour la fiction?». En: Littérature et exemplarité (ed. de Emmanuel Bouju, Alexandre Gefen, Guiomar Hautcœur y Marielle Macé). Rennes: Presses Universitaires de Rennes (Col. Interférences), pp. 239-248. LUENGO, Ana (2004): La encrucijada de la memoria. Berlin: Edition Tranvía. LAMANT, Ludovic (2010): «Isaac Rosa, écrivain: “ma génération est sortie de la fac sans rien savoir”». En: (última consulta: 15-III-2010). MÉNDEZ, Alberto (2004): Los girasoles ciegos. Madrid: Anagrama. ROSA, Isaac (1999): La malamemoria. Madrid: Ediciones del Oeste. — (2004): El vano ayer. Madrid: Seix Barral. — (2007): ¡Otra maldita novela sobre la guerra civil! Madrid: Seix Barral. — (2008): El país del miedo. Madrid: Seix Barral. SANTOS, Juliá (ed.) (2006): Memoria de la guerra y del franquismo. Madrid: Taurus. SORELO, Pedro (1989): «Los hijos de Federico Sánchez». En: El País, 23 de marzo, p. 28. WEBER, Max (2010 [1919]): «La política como vocación y como profesión». En: (última consulta: 18-III-2010).
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TIEMPO DE SILENCIO: ÉRASE UNA VEZ LA REVOLUCIÓN LITERARIA EN TORNO A UN EJEMPLO EJEMPLAR DE CONTRAEJEMPLARIDAD Benoît Mitaine
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DE LA EJEMPLARIDAD
Reproducir o cambiar, o —para decirlo en términos más connotados— mantener una ortodoxia o romperla: así es como pueden resumirse los valores que constituyen el campo de fuerza de la ejemplaridad. Y si este postulado básico resulta poco funcional para dar a entender lo que abarca este concepto, es porque las capillas de la ejemplaridad son, como bastarían tal vez para demostrarlo los artículos reunidos en este volumen, múltiples y variadas. Sin embargo, si para ser ejemplar fuera suficiente posicionarse en esta línea agonal entre el conservadurismo y el progresismo, eso implicaría que todas las obras, en mayor o en menor medida, lo son. De hecho, en teoría y de forma ideal, no es falso decir que toda obra es ejemplar si su ambición se ciñe a inscribirse en un modelo de pensamiento o en una concepción de la vida (etócrata); o, al revés, si pretende oponerse al ethos dominante (etóclasta). No obstante, la ejemplaridad de una obra literaria no se puede medir sólo en función de ese criterio, porque, de ser así, dejaríamos el terreno de la ejemplaridad para entrar en el de la conformidad (o no) a un canon, a un código de valores. La ejemplaridad se distingue de la conformidad por su excepcionalidad, que le confiere un valor especial, lo cual nos conduce a otro concepto insoslayable de la literatura, el de «clásico». Para ser ejemplar, una obra literaria tiene que encontrar un público (sin ser obligatoriamente un éxito), provocar un
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eco en el campo literario que le permita perdurar en el tiempo para tener un impacto en el futuro, lo que Judith Schlanger (2008) ha acuñado como la «memoria de las obras». Nuestro planteamiento no será averiguar si Tiempo de silencio (1962) es o no un clásico1, sino, más modestamente, poner de relieve algunos elementos tanto biográficos como estilísticos, temáticos o sociológicos ejemplares que hayan podido contribuir a elevar esta novela al rango de memorable. La metodología empleada para ello será plural y nuestro examen del texto de Luis Martín-Santos dependerá en buena parte de un acercamiento a la vez sociológico y narratológico. El objetivo apuntado consiste en hacer un sumario boceto del campo literario en el que irrumpe el autor en 1962 e intentar entender cómo pudo al mismo tiempo, y con una sola novela, dar el golpe de gracia al realismo social y dar la salida a una nueva producción literaria.
L U I S M A RT Í N -S A N TO S Mucho se ha escrito ya sobre la ruptura que Tiempo de silencio supuso en un campo literario español dominado desde los años cincuenta por el realismo social. Pero poco se ha subrayado que ese afán rupturista era propiamente constitutivo de la personalidad de Luis Martín-Santos (Larache, 1924San Sebastián, 1964). No se puede, en efecto, pasar bajo silencio el papel del determinismo de sus orígenes sociales, políticos y confesionales en su concepción a la vez destructora y genesíaca de la literatura2. Hijo de un cirujano militar que obtendrá el grado de general bajo el franquismo3 y de una madre que también procedía de una familia de militares, Luis cursa todos sus estudios en un colegio de marianistas en San Sebastián hasta obtener a los 17 años su bachillerato.
1 Lo cierto es que, después de casi cincuenta años, sigue siendo una obra leída, estudiada, admirada y tal vez insuperada respecto a su dimensión satírica, lo cual le ha asegurado una plaza nada desdeñable en la memoria de las obras de lengua española. 2 Para Luis Martín-Santos la literatura tenía una función «desacralizadora-sacrogenética» que consistía tanto en destruir «mediante una crítica aguda de lo injusto» como en edificar «los nuevos mitos que pasan a formar las Sagradas Escrituras del mañana» (Lázaro 2009: 292). 3 Leandro Martín-Santos, el padre de Luis, formó parte de los tribunales de depuración y represión después de la guerra en la provincia de Guipúzcoa.
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En el mismo año 1941, tal y como lo deseaba su padre, Luis se matricula en la facultad de medicina de Salamanca para salir, cinco años después con su licenciatura de medicina y así convertirse en el médico más joven de España. Aunque las informaciones al respecto son muy parcas, aparte de una ficha policial conservada en el Archivo del Ministerio de Justicia, se sabe que en el año 1945 está afiliado a Falange Española, lo que hace de él, según figura en su ficha policial, un «afecto al régimen» (Gorrotxategi Gorrotxategi 1995: 102)4, y eso hasta el año 1955 cuando la misma ficha policial lo estigmatiza, esta vez, como gran «enemigo» del régimen. Es reseñable que durante su etapa madrileña para preparar su doctorado entre 1946 y 1950, Martín-Santos frecuenta las tertulias literarias y filosóficas donde se codea con toda la élite intelectual española de la época. Fue seguramente ahí, durante aquellos años decisivos para su formación intelectual, cuando el estudiante retraído, católico y ejemplar que era, pasó a ser aquel «gran enemigo» que, de hecho, llegó a ingresar en 1957 en el PSOE, para incluso terminar siendo, sólo un año después, uno de los miembros elegidos de la comisión ejecutiva del mismo partido en el interior5, función de la cual dimitió en junio de 1960. Entre 1956 y 1960 la policía lo detuvo tres veces y pasó un total de ocho meses en las cárceles franquistas6. Por más sorprendente que pueda parecer, la trayectoria que acabamos de dibujar no es original ni inédita en aquella generación de escritores de mediados del XX. La generación inocente, como fue llamada en muchas ocasiones, compuesta de «hijos de la guerra» contaba en efecto en su seno con numerosos hijos de la burguesía que acabaron por rebelarse contra los valores y los intereses de sus padres, como recuerda Jean Tena: Leur vision ludique d’un conflit dont ils se sentent individuellement irresponsables, et, corrélativement, leur mauvaise conscience tardive, née d’une responsabilité collective de leur classe d’origine, ont marqué leurs films, leurs romans, leurs poèmes. Soumis dans les années quarante, durant leur enfance et leur adolescence, à un véritable «lavage de cerveau» intellectuel, ils vont, dans un premier temps, mettre en cause frontalement, par leur production culturelle, les bases mê4
Se le señala también en la biografía de José Lázaro (2009: 65) como «pro germánico» durante la Segunda Guerra Mundial. 5 El PSOE era entonces un partido clandestino dirigido desde Francia. Fue sólo a partir de 1958 cuando se creó una comisión ejecutiva en España. 6 Todos los datos biográficos provienen de la biografía ya citada de José Lázaro (2009).
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mes de ce conditionnement idéologique. L’œuvre littéraire sera donc cette «arme chargée de futur» (Gabriel Celaya), cet instrument capable de changer le monde sous l’égide d’une avant-garde militante aux références marxistes indéniables (Tena 1994: 615).
A pesar de haber sido, tal vez, algo más que el simple hijo de un vencedor por su afiliación a la Falange y a pesar de su rechazo total del comunismo7, conviene integrar a Martín-Santos en este grupo de inocentes que llevan en sus entrañas la ruptura: rompen con sus orígenes familiares (pero no sociales) al abogar por el campo de los vencidos y al declararse marxistas, y rompen con su confesión al optar, lógicamente, por el ateísmo. Sin embargo, a pesar de compartir una postura crítica hacia el régimen semejante a sus compañeros de ruta, son varios los puntos que le apartan de esta generación y que, en cierta medida, pueden explicar por qué Tiempo de silencio rompe con el realismo social de los años cincuenta. Primero, Martín-Santos, que comparte edad con autores como Antonio Ferres (1924), Ignacio Aldecoa (1925), Armando López Salinas (1925), Jesús Fernández Santos (1926), Rafael Sánchez Ferlosio (1927), Juan García Hortelano (1928), Alfonso Grosso (1928), y es bastante más mayor que Jesús López Pacheco (1930), Juan Goytisolo (1931) o Juan Marsé (1933), no ha empezado todavía su carrera de novelista en esa década, cuando todos los demás tienen ya una o varias novelas publicadas. A pesar de llegar muy tarde con Tiempo de silencio a un campo literario que hubiera podido parecer completamente estructurado y cerrado, aparece en un momento oportuno, si se considera que el realismo social ya había dado sus mejores frutos y que el modelo narrativo y temático dominante durante los diez años anteriores mostraba ya signos de agotamiento. El llegar después de la contienda sin haber librado batalla ni gastado fuerzas fue una oportunidad (no una estrategia) a la que supo sacar partido. No obstante, por esas mismas razones y por no haber podido demostrar que era un escritor capaz de hacer carrera, José Carlos Mainer, editor de Tiempo de destrucción, lo describió como «un médico que escribe» y un «francotirador literario» (Mainer 1980: 57). El segundo punto que lo diferenció de los demás escritores de su generación fue su militancia en el PSOE, cuando todos los demás, o casi, militaban en el PCE (López Salinas, Ferres, López Pacheco, García 7
Martín-Santos aborrecía el comunismo y decía a menudo: «Es que salir de una dictadura para entrar en otra, no» (Lázaro 2009: 371).
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Hortelano, Juan y Luis Goytisolo, Grosso, Fernández Santos, Marsé...) (Tena 1994: 615). No cabe duda de que su rechazo del comunismo, que consideraba una ideología peligrosa, tuvo fuertes repercusiones en su novela. En resumidas cuentas, y como veremos a continuación, Luis Martín-Santos supo hacer de sus diferencias y debilidades fuerzas para abrir un nuevo camino, un nuevo paradigma en el que Tiempo de silencio, por su presencia, impondrá su presente (Schlanger 1992: 113), establecerá nuevas reglas de juego.
TIEMPO
D E S I L E N C I O : E J E M P LO E J E M P L A R D E C O N T R A E J E M P L A R I D A D
El primer elemento fundamental para entender cómo el escritor de una primera novela puede irrumpir en un campo literario ya formado y ocupar de manera fulgurante la cabeza del escalafón de las letras peninsulares es recordar que el campo literario, tanto como el campo artístico al que pertenece, es extremadamente permeable al no exigir de sus agentes condiciones particulares (formación, diplomas...) para ser integrado. El «grado de codificación bajo» (Bourdieu 1992: 370) que caracteriza a este campo favorece la entrada de agentes provenientes de horizontes muy diferentes, disponiendo de un capital específico muy desigual. Dicho de otro modo, si es bastante fácil entrar en el campo literario, es más difícil darse a conocer, a reconocer por los demás, perdurar e imponerse. El segundo elemento para entender el fenómeno Martín-Santos está vinculado a las nociones de ambición y de impacto que la obra va a tener en su campo. No se puede ser escritor sin ser ambicioso. Pero talento y ambición no van siempre a la par. Luis Martín-Santos poseía ambas cosas. La fórmula puede parecer un tanto fácil, pero todos los que lo conocieron se quedaron pasmados por su inteligencia y brillantez verbal. Si añadimos a eso, como ya hemos señalado, la monotonía y el hieratismo que se había apoderado del campo literario español durante los años cincuenta, ya tenemos algunas claves para entender cómo Luis Martín-Santos consiguió triunfar con una primera y única novela. Antes de analizar Tiempo de silencio, conviene recordar cómo se constituía el campo literario de la época. De manera muy sintética, el realismo bajo el franquismo está estructurado alrededor de dos periodos y corrientes: primero el tremendismo con Cela (1916), Ballester (1910), Delibes (1920) o Laforet (1921), seguido después del realismo social con Cela, Romero (1916), Aldecoa
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(1925), López Salinas (1925), y todos los demás nombres ya citados. A pesar de las profundas diferencias narrativas e ideológicas existentes entre autores como Cela, Aldecoa, Sánchez Ferlosio y Ferres, podemos atrevernos a decir que se esmeran todos por reflejar la pésima y anormal situación política, social, económica y cultural en la que el franquismo ha sumido a España. Todos son muy conscientes de su responsabilidad social frente a un discurso oficial manipulador y mistificador que pretende esbozar el retrato de una España triunfadora. En semejante contexto, los novelistas se ven en la obligación moral y ética de ser los productores y emisores de un contradiscurso que muestre la siniestra realidad que el régimen franquista pretende ocultar. Como apuntó en su día Geneviève Champeau, la novela española de aquellos años se encuentra en la situación paradójica de tener que ceñirse a lo factual frente a un poder que ya tiene el monopolio de lo ficticio: Dans le contexte franquiste la fiction se situe davantage du côté du discours extralittéraire que de la littérature [...]. La fiction est rejetée vers le discours de l’autre tandis que la littérature est placée sous le signe de la réalité (1993: 70-71).
El intercambio de papeles en el que participan todos los actores de esta situación carnavalesca desemboca en la atribución de una carga funcional sin precedentes a la literatura y las artes en general convertidas, como analizó perfectamente Martín-Santos, en las crónicas más fidedignas de su tiempo: Actualmente [la novela es] más importante que en ninguna otra época, por la falta de otros exponentes de la opinión pública. El historiador de este tiempo nuestro recurrirá a la novela para saber lo que había bajo el conformismo total impuesto a la prensa cotidiana o periódica8 (Winecoff Díaz 1968: 237).
Tal planteamiento ético va a ejercer presiones también sobre la forma y la narración que se manifestarán, en particular, en un empobrecimiento de lo artístico a favor de una hipertrofia del fondo, es decir, del mensaje, que tiene que ser transparente9. Una de las modalidades narrativas adoptadas para in-
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Fragmento de una entrevista concedida por Luis Martín-Santos a Janet Winecoff Díaz el 21 de junio de 1962 y publicada en 1968. 9 Véase en este mismo volumen para más detalles «La ejemplaridad literaria en tiempos de realismo social» de Geneviève Champeau.
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tentar reproducir con la mayor fidelidad posible el referente se ha caracterizado por un recurso masivo a lenguajes, registros lingüísticos y campos léxicos considerados, tradicionalmente, como extraliterarios, tal es el caso, por ejemplo, del habla de la calle, del argot o de las jergas de los oficios. El arma elaborada por los novelistas de aquella generación fue seguramente ejemplar en términos de postura ética y de enfrentamiento dialéctico pero no se puede hilvanar mucho tiempo la antítesis de la tesis desarrollada por sus adversarios sin correr el riesgo de acabar produciendo un discurso estéril (por repetitivo), dependiente del discurso del otro (por ser puramente contradictorio) e incluso servil (por no ser autónomo y faltar de originalidad). Martín-Santos sintió tal vez antes que los demás o de manera más aguda la necesidad vital de tomar distancia respecto a esta relación dialéctica que unía de manera enfermiza a los dos discursos para volver a dar a la literatura libertad, gratuidad y placer. Supo entender de manera intuitiva (o no) que la ortodoxia y el acatamiento servil y religioso siempre producen rutina mientras que la herejía y la heterodoxia son generadoras de innovación. Sin embargo, antes de explicar por qué Tiempo de silencio pone un punto final al realismo social, hace falta señalar que Martín-Santos no rompe con todos los elementos constitutivos de este movimiento. De ser así no la podríamos considerar como el punto culminante de un paradigma narrativo. Muchos son en efecto los estudiosos que han subrayado la filiación temática, diegética, entre Tiempo de silencio y otros textos claves del realismo social: En guise de roman de transition, l’histoire de la littérature aurait parfaitement pu retenir pour référence l’ouvrage du romancier-poète A. Cunqueiro Les enfances d’Ulysse (1960), riche d’imagination et d’éléments magiques ou encore Nunca llegarás a nada (1961) de Juan Benet, recueil de nouvelles allégoriques d’une Espagne défaite et saisie à travers le prisme de la métaphore. Or, [...] c’est Tiempo de silencio (1962) (daté de 1961 mais publié en 1962) qui est régulièrement appelé à comparaître comme roman de la rupture enterrant le roman social [...]. Pourtant ce roman présente des situations pour le moins convenues et connues du roman social, comme les bidonvilles madrilènes, une bourgeoisie aboulique, les milieux bureaucratiques (laboratoire, ministère, commissariat) ou encore intellectuels (café des artistes, salle de conférence). Par ailleurs, l’histoire ne détonne pas vraiment par rapport aux romans précédents et n’a rien de bien singulier [...]. On le voit, l’argument est somme toute banal et peut tout à fait s’inscrire dans le roman social (Pagès 2008: 159-160).
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Las aseveraciones de Stéphane Pagès son exactas pero no toman en cuenta la composición del campo literario de los años cincuenta, lo que le conduce a oponer Tiempo de silencio a obras de autores como Benet (que nunca se comprometió políticamente, lo que no le impidió ser uno de los mejores amigos de Martín-Santos) y Cunqueiro (ex falangista). En aquellos años, las reglas del juego las establecían los autores de la vanguardia literaria que eran los mismos que luchaban contra el régimen. Cunqueiro y Benet incluso (a pesar de su proximidad con el grupo dominante) no entran en el mismo paradigma literario, lo que explica que la crítica (que era del mismo bando que la vanguardia literaria) haya reconocido enseguida a Tiempo de silencio como la obra del fin del realismo social y del inicio de una nueva etapa. Sin embargo, al mecanizar el funcionamiento de los campos así como el proceso de canonización, y al insistir tal vez demasiado en las relaciones (culturales, sociales, políticas) que el autor mantenía con todos los actores del subcampo literario al que pertenecía, se corre el riesgo de restarle méritos a una obra que, de manera incuestionable, ha contribuido, como veremos a continuación, a la renovación del discurso literario de los años sesenta, lo cual, otra vez, se opone al estilo de factura clásica de un autor como Cunqueiro. Martín-Santos, en conformidad con los comunistas (y a diferencia de Benet o Cunqueiro), veía en la literatura un instrumento para actuar en la realidad mundana: La literatura tiene dos funciones bien definidas frente a la sociedad. Una primera función relativamente pasiva: la descripción de la realidad social. Otra función especialmente activa: la creación de una Mitología para uso de la sociedad. En ambas funciones la literatura ejerce su capacidad para llegar a ser una técnica de transformación social. En cuanto que descripción, pone el dedo en las llagas sociales y suscita tomas de conciencia de las mismas. En cuanto que Mitología, puede actuar de dos modos opuestos: si se trata de una Mitología enajenada, como encubrimiento de lo injusto; si se trata de una Mitología progresiva, como pauta ejemplar de realización (Castellet 1976: 145 y Lázaro 2009: 278).
Sin embargo, el hecho de que la intencionalidad del autor, así como el argumento diegético de Tiempo de silencio —mediante la incursión de un joven biólogo (que investiga sobre el cáncer), en todas las clases sociales madrileñas, se esboza un retrato demoledor de la España de finales de los años cuarenta— correspondan perfectamente al esquema típico de la novela realista de los
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años cincuenta, no permiten concluir, como se ha hecho en muchos casos, que la ruptura afecta solamente a la forma. Tiempo de silencio debe al contrario su éxito a la (re)unión dionisíaca, extática, del fondo con la forma. Para poder afirmar que la trama narrativa es realista y comprometida, primero hay que liberar el argumento de toda una «ganga» literaria y artística que da un espesor y una complejidad hasta entonces inédita en las obras producidas por la generación del medio siglo. La palabra ganga se define en el Diccionario de la Real Academia Española como «materia que acompaña a los minerales y que se separa de ellos como inútil». Martín-Santos recupera y rehabilita la ganga, es decir, el caparazón de «inutilidad» y gratuidad retórica, que era un elemento consubstancial de la literatura y definitorio de la literariedad10, antes de que los realistas la redujeran al mínimo. Decir del lenguaje verboso y lujurioso elaborado por Martín-Santos que es barroco, quevedesco, orteguiano, barojiano, joyceano o sartriano, no es solamente caracterizar una forma; es también poner de realce una densidad intertextual fuera de lo común que contribuye a enmarañar el mensaje. A este primer nivel de complejidad cabe añadir la omnipresente ironía del texto, otro procedimiento citacional (Hamon 1996: 24-29; Sperber/Wilson 1978: 399-412), que se superpone a la intertextualidad, generando así un nivel de ambigüedad aún más elevado, como podemos observar en este fragmento, en el que el narrador describe las chabolas de Madrid, muy representativo del resto de la novela: ¡Pero, qué hermoso a despecho de esos contrastes fácilmente corregibles el conjunto de este polígono habitable! ¡De qué maravilloso modo allí quedaba patente la capacidad para la improvisación y la original fuerza constructiva del hombre íbero! ¡Cómo los valores espirituales que otros pueblos nos envidian eran palpablemente demostrados en la manera como de la nada y del detritus toda la armoniosa ciudad había surgido a impulsos de su soplo vivificador! ¡Qué conmovedor espectáculo, fuente de noble orgullo para sus compatriotas, componía el vallizuelo totalmente cubierto de una proliferante materia gárrula de vida, destellante de colores que no sólo nada tenía que envidiar, sino que incluso superaba las perfectas creaciones [...] de las especies más inteligentes: las hormigas, las laboriosas abejas, el castor norteamericano! (Tiempo de silencio, 52).
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Llamamos literariedad al conjunto de los procedimientos artísticos y estéticos que diferencian los textos literarios de los meramente factuales.
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No hay que ser especialista de la ironía o un censor muy sagaz para apreciar la socarronería y la crítica que encubre esta descripción que funciona según el principio carnavalesco de la permutación de las jerarquías: se sobrevalora para desvalorar. Además de poner de realce el subdesarrollo de España (cuando el régimen no para de hablar del desarrollismo), Martín-Santos se burla del esencialismo conceptualizado por los noventayochistas (e integrado en la ideología franquista) cuando teorizan sobre la «nobleza innata» del pueblo español heredada de los romanos, sobre la «pobreza alegre» o sobre los orígenes raciales y medioambientales del carácter nacional. Por fin, detrás de las múltiples críticas ya designadas en este corto fragmento está escondida, como ha señalado Jo Labanyi, una alusión intertextual directa al ensayo de Ricardo Macías Picaeva, El problema nacional (1899), cuando escribe: ¿Cómo se ejercen en España la mayor parte de esas industrias y artes? [...] Por una manualidad puramente tradicional y rutinaria, casi con el mismo instinto hereditario con que las sucesivas generaciones de abejas, castores u hormigas construyen siempre de idéntico modo sus panales, sus nidos hidráulicos o sus graneros subterráneos (Labanyi 1985: 38).
Al multiplicar los procedimientos enunciativos y diegéticos de interferencia (brouillage) con el uso masivo de la ironía, la intertextualidad, la intertextualidad irónica, Martín-Santos evidencia el «potencial revolucionario de la ironía y de la sátira» (Hutcheon 1981: 151) tan temido por los regímenes totalitarios. Hasta podríamos interrogarnos, con Terry Eagleton, sobre la ironía como indicio de conflictividad, como huella narrativa impuesta por un contexto opresivo: «Toutes les politiques d’opposition fonctionnent ainsi sous le signe de l’ironie, car elles savent qu’elles sont inéluctablement des parasites de leurs adversaires» (1994: 26). Lo que significa que incluso el distanciamiento irónico es fruto de la dialéctica tesis-antitesis de la que ya hemos hablado antes. Por fin, tras la crítica y la denuncia muy propia del realismo social, tras la ironía y la intertextualidad, queda un último punto por comentar: el humor. Cuando la hispanista estadounidense Janet Winecoff Díaz preguntó a Luis Martín-Santos «¿Qué fines busca al escribir?», él contestó: «Modificar la realidad española (también divertirme yo)»11. Esta respuesta resume la concepción 11
Fragmento de la entrevista ya citada entre Winecoff Díaz y Martín-Santos y reproducido en Lázaro (2009: 224).
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que Martín-Santos tenía de la literatura bajo la dictadura: ser ejemplar y contraejemplar a la vez. El autor le reconoce a la literatura una funcionalidad social y política, y ve en ella, como sus camaradas comunistas, un instrumento de acción y de inflexión potencialmente capaz de modificar el curso de la historia. Pero si fuera solamente eso, ya no sería literatura, sino pura propaganda. Una obra literaria cumplirá tanto más con su función militante cuanto más consiga deleitar a sus lectores. Martín-Santos no quiere hacer literatura de tesis y no está dispuesto a subordinar la estética o el placer (del lector y el suyo) a la política y al interés colectivo. La dimensión humorística muy presente en la obra atestigua un inmenso placer de escribir, un gozo solitario del escritor frente a su hoja, y este aspecto es, tal vez, la principal de las rupturas operadas por Tiempo de silencio en un panorama literario marcado por la crispación y la seriedad12.
C O N C LU S I Ó N Tiempo de silencio, con sus juegos sobre la lengua, su erudición, su intertextualidad, su ironía, su lujuria verbal, sus verborreas, sus prolijidades, su humor negro y sarcástico, encarna en las letras españolas bajo el franquismo la reivindicación del derecho al disfrute de la creación y de la recepción de una obra de ficción. Tiempo de silencio es una llamada al advenimiento de una nueva literatura sin complejos, liberada de la autoridad del lenguaje, y al nacimiento de una nueva clase de lectores dispuestos a reconocer que leer una novela siempre es un acto egoísta, un placer solitario. Luis Martín-Santos habrá sido el primer autor de la dictadura en hacer gala de su propia fruición en el acto de escribir, en exhibir su relación casi carnal con el lenguaje, en afirmar el derecho a divertirse e incluso a reír sin olvidarse nunca de la responsabilidad social que le incumbía. He aquí la contraejemplaridad ejemplar.
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Por regla general, las desviaciones respecto a la norma (o sea, ser contraejemplar) eran percibidas como egoístas, como una perversión que algunos no temían calificar de onanismo. Véase Champeau (1993: 90-91).
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LAS NOVELAS «EJEMPLARES» DE JOSÉ MANUEL CABALLERO BONALD: LATINOAMERICANISMO Y DISIDENCIA IDEOLÓGICA EN LA ESPAÑA DEL FRANQUISMO Antonio Francisco Pedrós-Gascón
Los primeros cronistas de Indias se enfrentan a un mundo insólito por desconocido, a una realidad maravillosa (a lo «real-maravilloso», por usar el término acuñado por Carpentier), sin ningún previo referente cultural. Y crean una prosa como recién nacida, como recién alumbrada, cuya vitalidad exuberante se correspondía con la exuberante vitalidad de las nuevas realidades [...]. El prodigio de lo ignoto, el asombro ante la naturaleza inusitada, posibilitan el asombro y el prodigio de otra nueva especie de literatura, más libre, más abierta, más integradora, más mestiza en suma. (Caballero Bonald 1999: 338-339).
Si es verdad que el hombre es hijo de su experiencia —o como diría un orteguiano de sus circunstancias—, cabe preguntarse cómo afectó la experiencia latinoamericana que vivió Caballero Bonald por tres años en Colombia (de 1960 a 1962) a su escritura y visión del mundo, a la manera en que a partir de entonces iba a plasmar su realidad, pues como el autor reconoce en una entrevista: «En todo caso, los tres años en Colombia fueron fundamentales en el trazado del mapa de mi experiencia» (Caballero Bonald, en Martínez de Mingo 2002: 65). Durante esos años Caballero dio clases de literatura española y latinoamericana en la Universidad Nacional de Colombia, allí nació su primer hijo, colaboró en revistas cimeras de poesía del continente como
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Mito, y forjó amistad con futuros laureados como Gabriel García Márquez. En este trabajo abordaré la manera en que las novelas posteriores a esta experiencia americana —Ágata ojo de gato (1974), Toda la noche oyeron pasar pájaros (1981), En la casa del padre (1988) y Campo de Agramante (1993)— ejemplifican una visión del mundo mestiza, visión de la que carece su primera novela, Dos días de setiembre (1962), que escribió mientras residía en Colombia bajo el nostálgico deseo de volver a su Jerez natal. Casualidad o no, Caballero Bonald no sintió la necesidad de escribir novela hasta que llegó a esas tierras americanas, a las que casi 500 años antes partieron de Palos de la Frontera unos viajeros que salieron de cerca de su ciudad. América parece haber demandado de este autor, que hasta entonces no había escrito otra cosa que poesía, que comenzara a novelar —si bien en una prosa muy poética— la realidad. Porque, parafraseando al cubano Alejo Carpentier, la realidad americana siempre ha sido novelesca, un exemplum marabiliae1: desde las alucinatorias anotaciones del almirante Cristóbal Colón en sus diarios, a la identificación de su territorio por parte de los conquistadores con los lugares que aparecían en el Amadís de Gaula, o las crónicas del también jerezano Alvar Núñez Cabeza de Vaca... Creo que es justo aceptar que, antes de su estancia en Colombia, Caballero Bonald era ya un latinoamericanófilo por asociación, pues, como el propio autor ha explicado en sus memorias —Tiempo de guerras perdidas (1995) y La costumbre de vivir (2001)—, convivió con los intelectuales latinoamericanos que estudiaban o vivían en ese Madrid de los cincuenta, y fue a través de alguno de ellos —como Eduardo Cote— como acabó como profesor por aquellas latitudes2. Como muestra del conocimiento directo e imbricación de Bonald en el mundo literario latinoamericano está el hecho de que fuera él quien le recomendó a Carmen Balcells la que luego sería su mejor carta: Gabriel García Márquez; y que Carlos Barral hablara de Bonald como un «cón-
1 Caballero Bonald cita la famosa frase de Alejo Carpentier en su artículo «Carpentier y lo “real-maravilloso”»: «El propio Carpentier se preguntaba en su libro Tientos y diferencias: “¿Qué es la historia de América toda sino una crónica de lo real maravilloso?”» (Copias del natural, 207). 2 Asimismo, y como expone en una entrevista reciente con Ana Solanes: «[...] yo me siento muy unido, por toda una serie de afinidades y gustos hereditarios, a una tradición latinoamericana que incluye a poetas como César Vallejo, Pablo Neruda, Octavio Paz, Juan Gelman, y a prosistas como Onetti, Rulfo, Carpentier, Lezama Lima, Borges... Por ahí ando» (Caballero Bonald, en Solanes 2007: 137).
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sul de la nueva poesía en ultramar» (La costumbre de vivir..., 286). Nuestro escritor fue, a su vuelta de Colombia tras la concesión del prestigioso Premio Biblioteca Breve, un puente entre los dos sistemas literarios, un nodo de información que conectaba ambos lados del Atlántico, tal vez incluso una de las personas que más contribuyó en España a ese fenómeno que, para bien o para mal, se ha llamado con el anglicismo boom. A este conocimiento literario y cultural habría que añadir las repetidas visitas que el autor hará a la Cuba revolucionaria durante los sesenta y hasta mediados de los setenta, de cuya experiencia nace la edición de una antología literaria —Narrativa cubana de la revolución (1968)— y una serie de entrevistas en las que, al igual que la mayoría del disidente pensamiento izquierdista europeo, se adherirá al proyecto revolucionario cubano: Como es bien sabido, el triunfo de la revolución cubana difunde también por el mundo adelante, junto a otros alentadores reclamos, una creciente atención por la cultura literaria que se está produciendo en Hispanoamérica. Una cultura adecuadamente propiciada entonces por una nueva nómina de poetas y novelistas que, en principio, se adhieren de una u otra forma a los supuestos revolucionarios que entonces se ejemplificaban en Cuba (Copias del natural, 384).
En la larga cita que a continuación se puede leer, José Manuel Caballero Bonald nombra tres motivos para su marcada y temprana «americanofilia», hecho que le sitúa a contracorriente del autárquico establishment cultural e institucional de la posguerra española: En ésas andaba cuando inicié una estrecha amistad con algunos de los poetas latinoamericanos a los que ya me referí y que solían aparecer por la ACI, donde fundamos una especie de tertulia literaria de ritmo más bien espasmódico. Fue una muy perseverante relación afectuosa que duró exactamente lo que la vida de tres de ellos: Eduardo Cote Lamus, Ernesto Mejía Sánchez y Jorge Gaitán Durán. He pensado muchas veces en que tal vez arranquen de ahí ciertas conexiones literarias mías con escritores de la otra orilla del idioma, más ostensibles acaso que las que puedan vincularme a una tradición de cuño estrictamente peninsular, salvando a los barrocos castellanos. Claro que, aparte de los tres años que me pasé enseñando literatura en Colombia y que tan feraces me resultaron, habría que tener en cuenta la procedencia cubana de mi padre y todas esas porciones de sangre criolla que me llegan a través de la abuela Obdulia Ramentol (Tiempo de guerras perdidas..., 338).
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A las tres razones que el autor da en 1995 para su identificación personal y defensa de lo latinoamericano —1) relaciones de amistad, 2) de sangre y 3) afinidades estéticas— habrá que añadir alguna más para comprender y calibrar el peso en su obra narrativa posterior a Dos días de setiembre. Por otro lado, y como se verá luego, no es gratuito que el autor marque su sentimiento de alienación o denostación de lo que califica como «tradición de cuño estrictamente peninsular». En artículos como «Carpentier y lo “real-maravilloso”» o «Narrativas hispánicas: una intersección» —recogidos en Copias del natural (206-213 y 384-387, respectivamente)—, Caballero Bonald insiste en la faceta ejemplarizante que la literatura latinoamericana tuvo para la coetánea peninsular, y resalta su tornasol lingüístico y el barroquismo como aglutinantes3. Es importante marcar aquí, para comprender mejor su visión y las derivaciones ideológicas de la misma en la obra de Caballero Bonald, la toma de posición por Góngora y su concepto del barroco —modelo literario que considera ejemplar—, visión que se contrapone en el periodo a la del barroquismo conservador ensalzado por el nacional-catolicismo, que veía en Quevedo el anuncio y justificación de la ideología neo-imperial española: Los instigadores de tamaña repulsa [a las Soledades de Góngora] —no los poetas disconformes— nunca han dejado de ser los mismos prebostes de la erudición que, desde que se institucionalizó en nuestro país la férrea unidad católica y, por ende, la lucha contra las libertades de cuño heterodoxo, maceraron su gusto en los más estancados caldos de la tradición nacional («Introducción», 33).
Otro hecho que conviene calibrar para poder entender lo que considero ejemplar actitud latinoamericanófila de Caballero Bonald —de la que da muestra en sus novelas— es el elemento histórico-geográfico: de Palos sale el primer viaje de Colón, y Cádiz es, desde el siglo XVIII, el puerto de entrada de las colonias americanas, o como dice el autor: «[...] cabeza de puente de las Indias, encrucijada de las rutas comerciales ultramarinas» (Tiempo de guerras perdidas..., 159). Fue también en Cádiz donde se firmó la primera constitu-
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«Parece evidente que el ejemplo se concretó sobre todo, y en los casos más notables, por vía lingüística. Quiero decir que lo que de veras supuso un llamativo punto de referencia teórico fue la lozanía, el poderoso rango expresivo de unas pocas novelas que, aparte del natural “exotismo” temático, respondían en muy estimable medida a lo que se llamó, no sin alguna demasía, “una nueva fundación del lenguaje”» (Copias del natural, 385).
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ción que le concede (nominalmente) igualdad a las colonias, y donde se encarceló a pro-independentistas latinoamericanos. Un último elemento a tener en cuenta sería la afinidad político-ideológica que amalgamó a la generación a la que pertenece Caballero Bonald, la de «niños de la guerra» —Ana María Matute, los Goytisolo, Juan Marsé, Juan García Hortelano y otros— en el repudio del establishment franquista y la ideología sobre la que éste se modelaba: Lengua (única y castellana), Imperio y Unidad (nacional y de destino en lo universal). A la base de estos tres ideologemas, o mejor aún, como referente fantasmal de los mismos y justificación última, estaba siempre América Latina, acogida bajo el paternalista epígrafe de «Hispanidad». Ante la ciega y extemporánea imposición y defensa de la Hispanidad por parte del sistema cultural franquista, es lógico que el pensamiento disidente —democrático y republicano— se erigiera en defensor o simpatizante de aquéllos que sufrían como ellos la retórica neo-imperial del nacional-catolicismo. A este respecto es interesante ver —como expone con elocuencia Sebastiaan Faber en Exile and Cultural Hegemony (2002)— cómo las élites peninsulares que tuvieron que exiliarse en América Latina debieron distanciarse de la educación nacionalista que habían recibido, y cómo este obligado desaprendizaje se produjo entre no pocas confrontaciones con una sociedad como la mexicana o la argentina4. El exilio hizo que muchos de estos autores, que tan sólo unos años antes se ubicaban en los lindes del nacionalismo que propugnaba esa misma Hispanidad, comenzaran a leer la avasalladora relación histórica entre peninsulares/criollos y esclavos/indígenas —de clave racial y económica—, en una nueva clave etno-política —una cultura intransigente, versus otra más liberal, si bien ambas hijas de una misma madre—, impulsados por el presente histórico al que ellos mismos se habían visto abocados. Ilustradora del periodo es la obra de Américo Castro, uno de los mayores representantes del pensamiento republicano exiliado, y su relectura del pasado peninsular —las tres culturas—, que tantas disputas le creó con Claudio Sánchez Albornoz: cerrazón/integrismo cristiano/regalismo —reverberante en el franquismo— versus el liberalismo cultural ejemplificado en los pueblos judío y musulmán —re4
Considérese, por ejemplo, la disputa entre Américo Castro y Jorge Luis Borges por las opiniones del primero acerca de la variante rioplatense del español, expresadas en uno de sus primeros textos escritos desde el exilio.
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publicanismo—. Usando el vocabulario acuñado por Castro, podríamos decir que la «morada vital» del exilio forjó la «vividura» de estas élites desterradas. Dentro de ese vasto territorio que va de la Tierra de Fuego a más allá del Río Bravo, hasta Nevada, Tejas o Colorado —desde donde escribo—, hay un actor principal en la filia latinoamericanizante de la disidencia al régimen: México; primera república en lograr la independencia y la que abrió las puertas al exilio republicano bajo la presidencia de Lázaro Cárdenas (1934-1940), defensor incondicional de la legitimidad republicana5. México, el país productor durante el siglo XX de uno de los imaginarios identitarios más pesados de América Latina, es mestizo y sincrético, fronterizo y contradictorio. Y uno de los tres centros editoriales más importantes del Boom. A México arribaron, y en él residieron e incluso se afincaron de por vida, escritores e intelectuales sin los que el pensamiento y la cultura del siglo XX español no se puede entender: Francisco Ayala, Max Aub, Julián Marías, José Bergamín, Luis Buñuel y un largo etcétera. En México se publicaron obras claves del periodo que la censura no hubiera permitido publicar en España, como Si te dicen que caí (1973) de Juan Marsé, o Señas de identidad (1966) y Reivindicación del conde don Julián (1970) de Juan Goytisolo. Para los españoles liberales, de izquierdas, o simplemente antifranquistas, México era el modelo de otra Hispanidad posible, una en la que España tenía más que aprender de sus colonias que éstas de la metrópoli: una Hispanidad mestiza y multicultural, policéntrica en palabras de Carlos Fuentes6. Y es éste un tema en absoluto trivial para poder valorar la obra de Bonald, autor que en múltiples ocasiones ha manifestado su preferencia y activa defensa del mestizaje: Digamos que un purista es un racista en versión lexicológica. Nadie duda, además, que un diccionario debe recoger, antes incluso que los vocablos autorizados por los escritores los legitimados por la frecuencia del uso popular. Y en América había multitud de palabras que debían integrarse necesariamente en el caudal léxico del español que allí se empezó a hablar (Copias del natural, 342).
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Un claro ejemplo de este sentimiento de deuda aparece en la reseña que publicó Caballero en la revista Ínsula sobre el libro de Susana Rivera Última voz del exilio (1991: 7). 6 «Comparto en este sentido la tesis del policentrismo defendida por Carlos Fuentes: nadie puede monopolizar el centro rector de esa red de afluencias lingüísticas; todos los que hablamos español somos copropietarios de ese bien común» (Copias del natural, 336).
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La primera de las novelas de Caballero Bonald, que como hemos dicho escribió mientras estaba en Colombia, es Dos días de setiembre (Premio Biblioteca Breve en 1961, publicada en 1962), novela que tangencialmente pertenece a lo que se ha dado en llamar «realismo social». Esta tendencia, pontificada por Josep María Castellet y Juan Goytisolo durante los años cincuenta, y bendecida por Carlos Barral hasta principios de los sesenta, empieza entonces a ser denostada y acusada de ser un realismo o «escuela de la berza»7 —Caballero lo llama «realismo de vuelo rasante»—, favoreciéndose en su lugar un realismo más sofisticado y poético, un «nuevo realismo “sin fronteras”» (Copias del natural, 385). Barral, uno de los mejores editores de Europa, entra entonces en una peculiar «rebelión [literaria] de los catalanes», alzamiento contra el realismo de la «escuela de Madrid»: Eso quizá pudieron montarlo Barral o Castellet, uno como teórico y otro como editor. Quizá había algo de eso. Yo vivía por esa época en Colombia y no asistí a la gestación, o sea, a las relaciones prematrimoniales del grupo, movilizado, eso sí, por una editorial y por alguna que otra consigna de urgencia. Pero para mí tampoco estaba todo eso muy definido, salvo el propósito de oponernos a cierto tinglado poético en boga (Caballero Bonald, en Domínguez/Gabriel y Galán 1988: 15).
Esta rebelión dio lugar al desembarco de los autores latinoamericanos en las letras del periodo, que quedó inaugurado con la concesión del Premio Formentor a Jorge Luis Borges en 1961 —en cuyo jurado estaban tanto Barral como Castellet— y que Joaquín Marco y Jordi Gracia rememoran en el título de su libro: La llegada de los bárbaros (2004). Consciente del significado ideológico y sociocultural de su apuesta, el editor catalán desafió y ganó la partida con la publicación de textos de autores latinoamericanos —Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, Carlos Fuentes, José Donoso...— en detrimento de la literatura oficial del régimen, encabezada 7 «También en el ámbito cultural español hubo voces que consideraron que, aunque se fuera antifranquista, no toda expresión había de identificarse con la resistencia. A finales de los años cincuenta, surgió la polémica entre la “generación de la berza” y la “generación del sándalo”, o dicho de otra manera, entre los novelistas sociales y los partidarios de una renovación literaria. Pero no fue sólo un enfrentamiento generacional: ya en 1962, Caballero Bonald (n. 1926) manifestaba su asfixia por el lenguaje realista, y apostaba por su enriquecimiento. Los propios autores del realismo social llegaron a la conclusión de que este tipo de novela estaba agotado» (Langa Pizarro 2000: 20).
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por Pemán y compañía, pero también de la operación realista que él mismo había promovido: Antes que en ningún otro lugar, esa eclosión [Boom] se divulga obviamente —a través del inicial trampolín cubano— en España, donde iba a encontrar algunas generosas y propicias actitudes receptivas. En primer término, se verifica como un contraste, un subrepticio desajuste entre la pujanza de ciertos narradores hispanoamericanos y la postración de no pocos de sus contemporáneos españoles [...]. Parece evidente que el ejemplo se concretó sobre todo, y en los casos más notables, por vía lingüística. Quiero decir que lo que de veras supuso un llamativo punto de referencia teórico fue la lozanía, el poderoso rango expresivo de unas pocas novelas que, aparte del natural «exotismo» temático, respondían en muy estimable medida a lo que se llamó, no sin alguna demasía, «una nueva fundación del lenguaje» (Copias del natural, 385).
En ese mismo año en el que aparece Dos días de setiembre (1962), se publica también por Seix Barral Tiempo de silencio, de Luis Martín-Santos —una de las novelas más ineludibles de la literatura española del XX—, y se le concede el Biblioteca Breve a Mario Vargas Llosa por La ciudad y los perros, publicada en 1963. Posteriormente, los ganadores serán autores como Vicente Leñero, Guillermo Cabrera Infante, Juan Marsé, Carlos Fuentes, Juan Benet o José Donoso. Estas tres obras referidas —Dos días de setiembre, Tiempo de silencio y La ciudad y los perros—, publicadas en un hiato de dos años, participan del compromiso social, pero lingüísticamente son textos muy elaborados, alejados de la tendencia pedestre de otras novelas del periodo. Pese a llevar dos años largos viviendo en Colombia, la penetración lingüística del español americano es casi nula en esta novela —a diferencia de las posteriores—, salvo por una expresión coloquial que se cuela al final del libro: «—Un magué8 —contestó el hijo de la Panocha, dejando la carretilla en el suelo» (Dos días de setiembre, 324). La añoranza del natal Jerez hizo que Caballero construyera el escenario y el lenguaje de la novela siguiendo un modelo costumbrista, que no admitía concesiones lingüísticas transatlánticas, algo que sí ocurrirá en sus posteriores novelas, en las que el escenario y el lenguaje con el que se recrea Argónida serán mucho más mestizos, como luego se ilustra.
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«1. m. Col. Bohordo del fique, sobre el cual se desarrollan las semillas» (DRAE 2001).
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Para cuando Caballero Bonald llega a Colombia, García Márquez ya había publicado su primera novela, La hojarasca (1955), al igual que se habían publicado obras tan referenciales como Pedro Páramo también de ese año, El reino de este mundo de Carpentier, publicada en 1949, o Epitalamio del Prieto Trinidad, de Ramón J. Sender de 1942. Y en 1967 se publica la que es comúnmente aceptada como obra cumbre del Boom: Cien años de soledad. Todas estas obras pertenecen, de una u otra forma, a lo que se ha llamado «realismo mágico» o «lo real maravillo americano». La primera de las formas es la más extendida —usada por Franz Roh y difundida en el mundo hispano a través de la traducción que Fernando Vela hizo para Revista de Occidente (1927)—, frente a la segunda forma, que fue acuñada por Alejo Carpentier. Como el «realismo mágico» es un concepto que más o menos cualquier lector medio asocia con la literatura latinoamericana del periodo —aunque stricto sensu no sea, ni mucho menos, el modelo predominante de escritura—, creo innecesario insistir en la relación existente entre ese modo de escritura y la ideología y praxis del latinoamericanismo de la segunda mitad del XX: ambas coinciden en el imaginario del lector. Dada la necesidad de concisión que conlleva un artículo, me centraré en un segundo término que ha tenido una importancia capital en este mismo periodo, el «barroco», y que considero fundamental para poder comprender la activa ejemplaridad latinoamericanófila de nuestro autor y cómo ésta aparece en su escritura. Conviene dejar claro que lo real-maravilloso y el barroco no son términos auto-excluyentes sino confluyentes, como explica Caballero Bonald en un texto dedicado al escritor cubano: Carpentier acuñó —refundió— un término que juzgó de especial interés para precisar de qué modo actúa el barroco en la elaboración de ciertas poéticas contemporáneas [...]. La descripción, el registro de una realidad anómala, extraordinaria, sólo puede abordarse eficazmente a través de un código lingüístico, de sensibilidad barroca, que equivalga al código de maravillas que encubre esa realidad (Copias del natural, 417).
Bajo el término barroco se agrupan un estilo arquitectónico y poético que se ha identificado como el arte propio de la contrarreforma, y, por ello, muestra máxima de la ortodoxia católica peninsular. Pero a la vez el barroco es la puerta de entrada de las heterodoxias más radicales y sincréticas del arte español. Los dos referentes fundamentales de la literatura española son los ani-
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madvertidos Quevedo (representante del conceptismo) y Góngora (del culteranismo), que se citaron ya antes. Si en la España franquista el triunfador será el ortodoxo, conservador y nacionalista Quevedo —cuya filia imperial tanto se enfatizó durante el franquismo—, en la pre-republicana Generación del 27 y en la literatura americana, la gongorina va a ser la escuela dominante y favorita, que será modernizada posteriormente por Carpentier y José Lezama Lima. Desterrado de España por centurias —hasta la final reivindicación del poeta cordobés con la edición de Dámaso Alonso de Soledades—, cuando Góngora vuelve al canon de las letras peninsulares tras la tournée americana de tres siglos, sus ropajes son ya los de un criollo. Y si de la narrativa cubana nuestro autor había hecho una antología, su relación con Góngora no es menor: Carlos Barral encargó a Caballero la realización de un libro sobre el barroco poético (Fernández Palacios 2006: 13), y posteriormente, Caballero publicó en Taurus la Poesía de Luis de Góngora (1982)9. De Alejo Carpentier son varios de los textos más importantes sobre el realismo mágico y sobre el barroco como ideologema identitario y muestra de la América mestiza —i.e. el «Prólogo» a El reino de este mundo (1949), o distintos textos recogidos en Tientos y disidencias (1964) y Razón de ser (1976)— , a los que habría que unir textos de José Lezama Lima y Severo Sarduy, entre otros. Sobre el barroco dijo Carpentier en uno de sus textos más conocidos: América, continente de simbiosis, de mutaciones, de vibraciones, de mestizajes, fue barroca desde siempre [...]. Todo lo que se refiere a cosmogonía americana —siempre es grande América— está dentro del barroco (1980: 51-52).
El barroco es, pues, para esta premisa ideológica, una herramienta capaz de aproximarse al alma americana, alma mestiza que resulta de la mezcla de ambas realidades transatlánticas. Y como toda herramienta, ésta puede ser constructora o demoledora, como lo es en Reivindicación del conde don Julián (1970), de Juan Goytisolo. La segunda novela de Caballero Bonald, Ágata ojo de gato (1974, Premio de la Crítica en 1975), es la novela más barroca de este autor —Lombardi llama a este barroquismo «barroco de la miseria» (1975: 190)—, y se aprecia a simple vista que es deudora de la poética de autores como Carpentier y Le9
La «Introducción» (1982: 7-49) ha sido revisada y reeditada en Copias del natural, con el título de «Recordatorios de Góngora» (293-309).
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zama Lima, a quienes conoció en Cuba y de quienes se ha manifestado fervoroso lector y defensor: Dentro de lo que A. Kerrigan ha bautizado «nueva literatura decadente-revolucionaria» de España e Hispanoamérica, en medio de la ofensiva neobarroca —Severo Sarduy con su Barroco, Alejo Carpentier el Concierto barroco— que propone ese medio para tratar de salvar el gusto por los sentidos y la imaginación, Caballero Bonald —¿tal vez por su ascendencia y entronque cubanos?— nos ofrece una novela cálida y culterana y, por rizar el rizo, de un culteranismo vuelto del revés: frente al Olimpo y la tradición clásica, los fangales, la superstición, lo popular: el barroco de la miseria (Lombardi 1975: 190).
Ágata ojo de gato mezcla la lengua barroca con lo real-maravilloso —ideologemas ambos identificados con lo latinoamericano gracias a la publicación de obras como Paradiso (1966) de Lezama Lima, o El siglo de las luces (1962) y El reino de este mundo (1949) de Carpentier—, para recrear un mundo andaluz de equivalencias mitológico-barrocas, al que el autor pone el nombre de Argónida10. A esta obra se podrían extrapolar las opiniones vertidas por Caballero tanto acerca de Carpentier: «No hay fisuras apreciables entre la elocución de índole barroca —injertada en lo maravilloso— y la temática de extracción barroca —amparada en lo maravilloso» (Copias del natural, 213); como de Góngora: «No cabe duda que las Soledades comportan, antes que nada, una obsesiva necesidad creadora: la de sustituir la historia elegida por sus presuntas equivalencias mitológicas, hazaña que puede llegar a ser tan apasionante como artificial» («Introducción», 31). Formalmente, Ágata ojo de gato muestra deudas con varias novelas latinoamericanas, como La Vorágine (1924), de José Eustasio Rivera —Albornoz (1975: 514-515), y Vilà i Serret/Pi i Murugó (1995: 31)—, y de otros autores de quienes toma y reconoce citas textuales —recurso éste tan barroco—. Entre estos autores están los latinoamericanos Octavio Paz, Carlos Fuentes, Jorge Luis Borges, José Lezama Lima, Julio Cortázar y Juan Rulfo. Pero más que de La vorágine, Ágata... es clara deudora de Cien años de soledad, tal y
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«Esta segunda experiencia narrativa entroncará con los experimentos “magicistas” de los llamados autores del “Boom” latinoamericano, y con su fórmula del realismo mágico, que mezcla la realidad más inmediata con los límites fantásticos de lo legendario, y lo atávico de las sociedades en donde el relato tiene lugar» (Buendía López 1983: 211)
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como han señalado Ortega (1977: 20), Buendía López (1983: 215) o Jiménez Morales (1995: 93) en sus estudios11. A varios niveles —como en el social, en el que las separaciones de clase denotan fuertes tintes coloniales—, la obra de Caballero muestra una clara relación con las preocupaciones literarias que se materializan en la literatura latinoamericana del periodo. Pero donde creo que se manifiesta más evidentemente la influencia y la ejemplaridad latinoamericana que va a acabar tomando su escritura es en la riqueza lingüística de estas novelas, en el nivel lexicográfico. Como el autor decía en una cita anterior, la nueva literatura latinoamericana «se concretó sobre todo, y en los casos más notables, por vía lingüística» (Copias del natural, 385), y sus particularidades a este respecto son muestra del mestizaje cultural (no sólo racial), que el autor ahora intenta insuflar a la cultura peninsular: Lo que me interesa, sin embargo, es vincular la noción de mestizaje al campo de los injertos y transfusiones de la lengua española en tanto que vehículo universal de expresión literaria. Lo cual equivaldría a definir este fenómeno como ya se ha venido haciendo con reiteración justiciera: como una mancomunidad, una copropiedad lingüística vinculada por igual a todos los hispanohablantes (Copias del natural, 335).
Así, en Ágata ojo de gato encontramos al menos dos vocablos de innegable origen americano y que dan un tono transatlántico al escenario: el primero el «nopal» (135 y 152) o cactus mexicano —especie invasora en una parte importante de España—, y que aparece referido por su nombre náhuatl, y no por las versiones locales andaluzas o peninsulares: penca, chumbera, higuera 11 Con la obra de García Márquez el texto comparte elementos como la caracterización de personajes; la circularidad de la trama —que termina con la destrucción de la casa/casta, cuya manufactura recuerda la de los ricos criollos indianos (Ágata ojo de gato, 214)—; la presencia de unas lluvias torrenciales (363) en la que resuenan los castigos/pestes bíblicas de Macondo; la presencia del incesto (216); la madre como eje basculante de la familia; la repetición de los nombres en las diferentes generaciones; la figura del «Emisario» —el vagabundo del titirimundi—, cuyas maravillas se asocian a los inventos de Melquiades (199) —Susana Rivera y Ricardo Gullón prefieren relacionarlo con el Maese Pedro cervantino (Rivera 1994: 59, y Gullón 1975: 554-555)—; o el personaje de Araceli Responsorio de Ágata ojo de gato, que se aproxima al de la española Fernanda del Carpio de Cien años de soledad, y cuya actitud vital es la propia de un peninsular recién llegado a las colonias, incapaz de relacionarse con los criollos, de quienes se siente superior en dignidad: «Algo parecido a un obstáculo infranqueable volvió a enfrentar una vez más su limpia casta con aquella otra casta enigmática y sucia, de la que aún sobrevivían su desafecto marido y la delirante madre de su marido y no sabía si también algún otro descarriado vagabundo marismeño» (316).
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chumba o tuna. Frente al vocablo mesoamericano que el autor utiliza en esta ocasión, en Dos días de setiembre el autor se decantaba por una de sus versiones peninsulares: «chumbera»12. Siendo como es Caballero un autor tan primoroso en el uso del lenguaje y que considera que una novela sin cuidada sintaxis y léxico no es tal, pero también un lexicógrafo, el uso de este tipo de vocablos de origen no peninsular puede ser difícilmente un descuido, o un acto gratuito e inconsecuente. Por el contrario, es un claro ejemplo de la praxis escritural de su visión del mestizaje. Por otro lado, si en Dos días de setiembre Miguel Gamero habla hiperbólicamente de su tío Felipe diciendo de él «que es de la raza de los cabrones libertos» (68) —usando un término de la tradición jurídica romana—, en Ágata ojo de gato Caballero hará uso de un término próximo, pero de marcada procedencia americana, el sustantivo/adjetivo «cimarrón»13 (166) que es aplicado para describir al normando Cipriani. El uso anterior del término náhuatl y el del presente «cimarrón» dan muestra de la concepción mestiza defendida por el autor en múltiples textos, e inducen a identificar el escenario de Argónida no sólo como un espacio en un tiempo mítico —cuyas fronteras temporales no son precisas—, sino también como un escenario mestizo que aúna elementos andaluces y americanos. Los límites de Argónida son mucho más que las lindes de Doñana: la Argónida bonaldiana es un theatrum mundi en cuyo escenario hay elementos de la maravillosa historia colonial americana14. De la siguiente novela, Toda la noche oyeron pasar pájaros (Premio Ateneo de Sevilla de 1981), ya ha marcado algún crítico como Ortega la similitud de la frase inaugural —«Todavía se acordaba mamá Paulina del día en que apareció el viejo Leiston por el muelle [...]» (13)— con la que da comienzo a Cien años de soledad15. La misma estructura analéptica/proléptica se repite a lo 12
«Con la otra mano, violentando la posición de los hombros, alcanzó un burgadillo que reptaba entre unos secos raigones de chumbera» (Dos días de setiembre, 16). 13 «3. adj. Am. Dicho de un animal: Salvaje, no domesticado»; y «5. adj. Am. Se decía del esclavo que se refugiaba en los montes buscando la libertad» (DRAE 2001). 14 «¿Cómo referirse si no, en español, a los animales, plantas, alimentos, utensilios, materiales de la vida cotidiana bautizados por los indios? Una actitud cuya razón de ser, ya con otros usos léxicos y sintácticos, se iría propagando hasta hoy mismo, cuando ese fértil concepto de lo “real-maravilloso” sigue proporcionando unos notables aparejos narrativos» (Copias del natural, 339). 15 «Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo» (García Márquez 1997: 9)
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largo de la obra como un leitmotiv —i.e. «David recordaría hasta muchos años después lo que entonces pensó [...]» (36 y ss.)—. El título de la novela viene de uno de los apuntes del Diario de Cristóbal Colón, en concreto del martes 9 de octubre de 1492, es decir, horas antes de avistar y tocar tierra, hecho que la inusitada presencia de pájaros anuncia. Como ocurre con la novela anterior, en ésta el autor vuelve a utilizar varias palabras de origen indudablemente americano: el «agave» (63) —planta de origen mexicano que aparecía ya en Dos días de setiembre (170)—, y se sugiere otro sustantivo/adjetivo con un lastre colonial tan marcado como lo era el «cimarrón» anterior: «caníbal»16. La palabra tiene su origen en ese primer viaje de Colón, y es la deformación del término Cariba/e, usado por los taínos. En la obra, la palabra la usa la británica Estefanía, en cuya visión parecen mezclarse histeria y miedo racial a partes iguales, el cóctel que destilan las historias coloniales europeas: —Me refiero al verdugo, el único tripulante de raza mestiza que permaneció en el barco cuando lo abandonaron al norte de las Salvajes [...]. Pero él siguió allí, comiendo cáñamo y carne de marinero, hasta que la corriente del febrerizo lo empujo hasta Punta Bolina (Toda la noche oyeron pasar pájaros, 320).
Referencia también a la América colonial en Toda la noche... son las galeras o pecios —que inmediatamente soñamos llenos de oro andino— que duermen bajo las aguas de la bahía de Cádiz, que «[d]ebe[n] de estar a remojo desde hace tres siglos» (207); y, por último, la caza de colonos marismeños recuerda a las persecuciones de esclavos escapados, quienes se reunían en colonias —conocidas como Quilombos o Palenques—. En esta novela, en lugar del mantenimiento del sistema económico esclavista, es la ideología lo que motiva la persecución de estos colonos: señoritos afectos al régimen —como Felipe Anafre o Fermín Benijalea— persiguen a los colonos que se beneficiaron con la transformación en tierras comunales, por parte de la República, de terrenos destinados desde antaño a cetrería. El tema de las cacerías humanas se repite en su siguiente novela, En la casa del padre (1988):
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«2. adj. Se dice de los salvajes de las Antillas, que eran tenidos por antropófagos» (DRAE 2001).
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Se trataba de cuando tío Alfonso María andaba por aquellos contornos enrolado en otras patrióticas cacerías (a las «órdenes», por cierto, de un Fermín Benijalea, pariente de tía Socorro) y era temido por sus alardes de perdonavidas y sus estrategias de guardián de la verdad (85).
En En la casa del padre la América que el lector encuentra es principalmente la de la post-independencia, pues la obra tiene un contexto histórico definido que corre parejas a la saga de los Romero-Bárcena, con referencias explícitas a personajes de la historia de España de finales del XIX y principios del XX17. De la historia americana hay un emplazamiento que aparece nombrado varias veces y que para la historia colonial española tiene una especial relevancia: Cuba. Por un lado, tía Socorro hereda posesiones coloniales (6263) y su marido, el tío Alfonso María, vuelve de allí con una mucama para su disfrute sexual (63). Con igual calidad racista, tía Socorro intenta traerse a una niña negra para exhibirla en sus paseos en landó por Jerez (63), capricho al que su marido se opone. Poco después en la novela, se nos relata un evento histórico de muy diferente calado: la revolución castrista confisca la ceiba de Camagüey que tía Socorro había heredado (131). Si la desdeñosa Estefanía hablaba de mestizos y negros que iban en el barco como caníbales, tía Socorro se referirá a los cubanos revolucionarios como «bosquimanos» (56, 224), demostrando su ignorancia y etnocentrismo. En En la casa del padre el elemento lexicográfico vegetal de origen americano es «una inmensa araucaria» (50), planta de origen austral que también aparecía en Toda la noche oyeron pasar pájaros (43), y que volverá a aparecer en su última novela, Campo de Agramante (1992), donde se explica al lector la importancia mitológica del árbol para las poblaciones mapuches (259). Como es sabido, arauco o araucano es el nombre que reciben los indios mapuches de Chile, inmortalizados en el poema épico de Ercilla La Araucana, obra motivada por la empatía que el escritor español sintió ante la muerte heroica de los mapuches. Aparte de la madera de este árbol, dentro del contexto lexicográfico, en Campo de Agramante se nombran también otras maderas americanas como el Palo de cajá o palocajá —proveniente de las Islas Vírgenes o Puerto Rico (19)— que, ejemplo de la maravilla, sigue rezumando savia
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En la obra se nombran personalidades como la regente María Cristina (En la casa del padre, 22); Canalejas (24), Miguel Primo de Rivera (43), Alfonso XIII (67), Sanjurjo (89), José Antonio Primo de Rivera (102) y Queipo de Llano y Yagüe (163).
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pese a estar ya seca (20). Esta madera aparecía nombrada también en En la casa del padre (197). Otros vocablos claramente americanos usados en el texto son los tropicales «palmitos» (Campo de Agramante, 30) y las mangostas (ibíd.). Por último, en esta obra aparece una referencia directa a México como destino del exilio republicano (304). Tras todo lo expuesto hasta aquí se puede quizá entrever la importancia que el pensamiento y el vocabulario latinoamericanos tiene en la visión del mundo de un autor como Caballero Bonald, en su defensa y praxis del mestizaje, y cómo el autor la ejemplifica en su literatura. Pero este mismo hecho también explica tal vez por qué, a fecha de hoy, la narrativa de Caballero Bonald sigue estando poco estudiada, hecho que resaltó Samuel Amell en una mesa de homenaje al autor que tuvo lugar en Sevilla en 2009. Casi 50 años después de la publicación de Dos días de setiembre aún se carece de un estudio que abarque en profundidad la producción novelística de Caballero Bonald, que la analice en su complejidad y polivalencia, bajo un prisma mestizo, transnacional y transatlántico. La narrativa del autor jerezano colma las limitaciones de las literaturas nacionales a que se enfrenta una escritura como la suya, hecha teniendo en mente un sistema o marco de correlaciones supranacionales. En la Academia, como en la vida, el mestizaje debería plasmar la realidad literaria de un mundo en los que las fronteras y estancos resultan cada vez más artificiales, porque como subraya Caballero en uno de sus textos: Y mi aprendizaje literario conecta por supuesto con mi escenario cultural nativo, pero también con otras heredadas culturas fronterizas. Confío en que los historiadores de la literatura, en vez de seguir empeñados en parcelaciones regionales, se refieran a un único espacio mestizo de la novela y la poesía que se escriben en las distintas vertientes de la lengua española. Insisto en lo mismo: todos los que usamos con registros diversos el español somos copropietarios de una riqueza que ningún país posee en exclusiva. Este consorcio —este mestizaje— no es que determine nuestro lujoso pasado literario, es que sigue garantizando ufanamente su porvenir (Copias del natural, 346).
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EJEMPLARIDAD DE LA NARRATIVA-REESCRITURA DE PALOMA DÍAZ-MAS Isabelle Touton*
La dimensión histórica es una constante de casi toda la narrativa de ficción1, culta y lúdica, de Paloma Díaz-Mas, que fue profesora de Literatura Española en la Facultad de Letras (Vitoria) de la Universidad del País Vasco y hoy ejerce como investigadora en el CSIC, especializada en lengua y literatura sefardíes. Sin embargo, se nota en ella una evolución, ya que los mecanismos distanciadores y los juegos intelectuales (que implicaban cierto mimetismo estilístico y enunciativo) han ido dejando más espacio a la ilusión novelesca y a la implicación afectiva. Así, los textos de los años setenta y ochenta —es decir, las novelas Biografías de genios, traidores, sabios y suicidas (1973), El rapto del Santo Grial (1984), Tras las huellas de Artorius (1985), el libro de relatos Nuestro milenio (1987), a los que hay que añadir algún que otro cuento suelto— eran ante todo brillantes variaciones paródicas, metahistóricas y metaliterarias. La novela El sueño de Venecia (1992) conjugaba con arte la imitación de técnicas narrativas de diferentes épocas —una para cada capítulo— y metaficción historiográfica —debida a la construcción y
* Agradezco a José Aragüés Aldaz, Rafael Bonilla Cerezo, Geneviève Champeau y Nicolas Mollard sus preciosos consejos bibliográficos y sugerencias interpretativas. 1 Paloma Díaz-Mas es también autora de una obra de teatro en la que una de las protagonistas se expresa en judeoespañol (La informante, 1983), de un relato que evoca su estancia en Estados Unidos (Una ciudad llamada Eugenia, 1992) y de otro, autobiográfico, sobre su formación como escritora (Como un libro cerrado, 2005).
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yuxtaposición de esos mismos capítulos2—. En cuanto a La Tierra fértil (1999), por ahora su última novela, la propia autora la califica de «novela histórica de sentimientos» (2005b: 121). Este erudito fresco medieval concede más importancia a las emociones y a los sentimientos, al espesor y a la psicología de los personajes que en las narraciones anteriores; por otra parte, fuera del texto prologal, la distancia tomada con la crónica histórica y las representaciones de la segunda mitad del siglo XIII se percibe en deslices o pequeños desfases llenos de sentido. Sin embargo, tales cambios no me parecen sustanciales ni son muestra, a mi juicio, de un salto subgenérico. Es más, me aventuro a proponer como marbete para abarcar el conjunto de la narrativa histórica de Paloma DíazMas el de novela/relato-reescritura. Servirá para designar novelas o relatos fundamentados en una intriga que se ubica en un pasado reconocible históricamente (con personajes y acontecimientos principalmente ficticios) y que juegan con la alternancia imitación/distancia con respecto al léxico, a los estilos y a las técnicas narrativas propias de los géneros que nos ha legado ese pasado. En cualquier caso, por muy fiel que la reconstrucción histórica intente ser al pasado, la narrativa-reescritura se concibe ante todo como una metáfora del presente, un espejo/ejemplo que invita al lector de hoy a extrañarse para examinarse mejor. Este proyecto lo explicita el narrador contemporáneo, trasunto de la voz de la novelista, en el prólogo a La Tierra fértil: Quizás, si tuviéramos todo este siglo por delante —un siglo recién estrenado, lleno de esperanzas y promesas—, llegaríamos a pensar que quienes estuvieron aquí antes que nosotros gozaron de una paz que envidiamos y disfrutaron de delicias para nosotros inalcanzables. Pero llevamos sobre nuestras espaldas el peso de todo nuestro siglo que acaba, con sus dolores y desengaños, y no podemos ser ya tan inocentes: sabemos que este paisaje se hizo humano y que esta tierra se hizo fértil a costa de sudor y sangre, que fue el sufrimiento de los que aquí vivieron lo que hizo nacer el trigo y sus esfuerzos quien abrió el camino, que con su sudor levantaron esta casa y luego padecieron penas y lloraron bajo su techo. Que esta tierra es fértil gracias a la sangre y a las lágrimas derramadas sobre ella, porque sólo es fértil la tierra sobre la que se ha sufrido (10). 2
Las metaficciones historiográficas son obras que, mediante la ironía, la parodia, la distorsión temporal, los collages, la confrontación de varios discursos, el perspectivismo, etc., cuestionan la posibilidad de alcanzar algún conocimiento certero sobre el pasado por medio de la interpretación de sus huellas.
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Ahora bien, Paloma Díaz-Mas, al tomar prestadas unas convenciones narrativas de la Edad Media y del Siglo de Oro, hace de la problemática de la ejemplaridad un tema central de sus narrativas-reescrituras, explorando sus posibilidades para recalcar mejor el poder de la ficción en la actualidad. Hablar de ejemplaridad es referirse a los dominios de la retórica, de las imágenes y de los afectos —los ejemplos son argumentos que procuran convencer racional y emocionalmente, deben permitir la visualización y la experimentación personal—, y, principalmente, al ámbito de la moral, de unas normas dictadas por una autoridad divina, institucional, colectiva o auctorial. Es interrogar los vínculos que la literatura escrita mantiene con la tradición oral, pero, sobre todo, es cuestionar la fuerza perlocutiva de la literatura, su dimensión didáctica y pragmática, los procesos de lectura e interpretación, su posible impronta en el lector, las herramientas que le proporciona para orientar su conducta. Para entender mejor la funcionalidad y el alcance de la multiplicación de los ejemplos en la obra maestra de casi setecientas páginas que es La Tierra fértil, aduciré primero el caso de un fragmento sacado de El rapto del Santo Grial (1984) —«La muerte del Caballero de Morado», noveno capítulo— y el del relato erótico «La discreta pecadora, o ejemplo de doncellas recogidas» (1990). La imitación de un exemplum clásico en el primer caso y la parodia y mise en abyme de un relato hagiográfico en el segundo me servirán de «ejemplos», es decir, de modelos de los que deduciré una matriz interpretativa para intentar aplicarla a la obra más larga y compleja que es La Tierra fértil. Lo que me propongo también por medio de esos tres textos es analizar en qué medida la elección de la narrativa-reescritura resulta particularmente apta para dejar en el lector una huella ejemplarizante, tal como la entiende Yves Citton: En même temps, on comprend également un peu mieux sur quoi repose le pouvoir de scénarisation qui pousse au cœur des récits. Raconter une histoire à quelqu’un, parvenir à capter son attention et à lui faire suivre les détours d’un script et les finesses d’une écriture, cela lui permet simultanément de contribuer à frayer les enchaînements d’actions et de pensées (croyances) qui articuleront ses comportements à venir, et de reconditionner les investissements de désirs et de valeurs qui caractérisent son économie des affects. Comme on l’a vu, cela ne suffit nullement à le faire agir (selon le modèle intenable de la marionnette); cela contribue toutefois à pousser ses comportements dans telles directions plutôt que dans telles autres (selon le modèle foucaldien de la conduite des conduites). En ce sens, raconter des histoires, c’est donc bien contribuer à scénariser les conduites à venir de ceux à qui on s’adresse (2010: 121).
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E J E M P LO C L Á S I C O S U BV E RT I D O E N D O S F I C C I O N E S H I S TÓ R I C A S M E TA L I T E R A R I A S
El ejemplo ineficaz El rapto del Santo Grial (1984), breve novela de juventud, remeda, con erudición, ironía, humor y distancia crítica y emocional3, un libro de caballerías centrado en las hazañas de los caballeros de la Mesa Redonda. Al enterarse de que el Grial está al alcance de la mano, el rey Arturo manda a algunos de sus caballeros en su búsqueda mientras pide a Pelinor, disfrazado de Caballero de la Verde Oliva, que les corte el camino, temeroso de que su encuentro signifique el final de la aventura común —«no hay nada más triste que no tener un ideal por el que luchar» (29)—. Se suceden una serie de peripecias, algunas maravillosas, entre las que figura la de «La muerte del Caballero Morado» (5456), aventura cuya protagonista recuerda a la del «Romance de la doncella guerrera»: la hija pequeña de un hombre mayor que sólo tiene siete hijas se ofrece para servir a su rey como caballero, lo que éste acaba por aceptar a condición de que la joven vaya disfrazada de hombre4. Disimulada su condición, deberá enfrentarse a su prometido, el caballero Pelinor, sin poder descubrirle su identidad: entonces es cuando intenta darle a conocer que es una mujer (en vano, ya que Pelinor la mata cruelmente) contándole un ejemplo que recuerda su propia historia y parece inspirado en la historia de Tancredo y Clorinda (Torcuato Tasso, La Jerusalén liberada, 1575): Pero escucha, te recitaré un hermoso cantar que mi madre solía entonar en los días de mi niñez; seguramente te causará gran placer oírlo y es posible que así salve yo mi vida [...]. Sucedió una vez en la corte del rey de Francia que el emperador, deseando declarar la guerra al rey moro de Aragón, mandó echar un pregón para que todos los caballeros de su reino, los más fuertes y barraganes que nunca se hayan conocido, 3
«Emotional distance creates an environnement ripe for humor» (Bellver 1996: 149). El prototipo de la doncella guerrera es una de las variantes de la virgo bellatrix, en oposición a la amazona, dotada de cualidades masculinas y que no va disfrazada. María Carmen Marín Pina ha rastreado las ocurrencias de este personaje en la historia de la literatura española hasta la novela Platir (1533): «El disfraz de caballero les abre narrativamente un espacio que hasta el momento les había estado vedado en la literatura caballeresca y las pone en contacto directo con la aventura» (1989: 93). 4
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acudiesen a defenderlo a él y a la causa de la Cristiandad [...]. Había allí un caballero muy anciano; en tiempos había servido bien al rey emperador, pero ahora sus fuerzas estaban disminuidas por la vejez y no podía valerse de sus miembros. Tenía este caballero siete hijas jóvenes y hermosas, mas no le había concedido Dios ningún hijo [...]. Allí saltó la más chiquita de sus hijas para decir: «No maldigas tú, mi padre, que a la guerra me iré en hábitos de varón» [...]. Marchóse pues la doncella a la lejana guerra. Ganó siete batallas sin ser descubierta, pero al cabo de las ocho sucedió que se le cayó el casco y se le arrancó la cofia mientras peleaba con un caballero. Y el caballero, al ver las hermosas trenzas doradas, comprendió que era doncella y no varón con quien estaba luchando. Enamoróse de ella, se hizo cristiano y con ella se casó. —Caballero —exclamó el valiente Pelinor con impaciencia—, no me ha gustado la historia que me contaste. En verdad que no sé cómo has podido pensar que te salvaría la vida esa patraña de viejas [...]. ¡Bien está la historia para viejas chochas y doncellas tejedoras, pero avergüenza oírla en boca de un caballero! [...] Siete veces porfiaron el valiente Pelinor y el Caballero de Santa Águeda en parecidos términos y en el cabo de las ocho Pelinor, airado, hincó su firme espada en el vientre de su vencido enemigo, que ya no podía defenderse. La espada entró bien, hasta la empuñadura, tan fácilmente como si se introdujera en la vaina. Pero no sangró la carne porque una vez el caballero había envainado la espada de Arturo y habían manado de su vientre unas gotas de sangre; y desde entonces sólo sangraba el vientre del caballero en las noches de luna nueva: ¡tal era el poder de la espada del rey! [...]
Tres problemáticas principales nacen, a mi parecer, de este episodio. Mientras que el lector entiende inmediatamente la función del ejemplo en boca del adversario de Pelinor —si bien es cierto que ambos no disponen de las mismas informaciones ya que el lector conoce la existencia de la doncella guerrera—, este último, a pesar de ser presentado como un caballero inteligente, no resulta capaz de tomarse en serio el cuento, ni consigue descifrar el relato metafórico para aplicarlo a la circunstancia. Pelinor es un receptor incompetente, quizá porque chocan dos códigos o dos tipos de tradiciones literarias que obstaculizan la comunicación (Ordóñez 1991: 156), porque sus prejuicios sobre lo que debe ser un caballero (un varón parco en palabras) lo incapacitan para este trabajo de hermenéutica, pero sobre todo porque la situación pragmática influye en el acto de interpretación. Para la doncella que quiere acatar su promesa de silencio y salvar la vida, el cuento se adapta a la situación. Para él no. Este ejemplo ante todo metatextual subraya la depen-
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dencia de toda expresión indirecta, metafórica, ejemplar, frente al contexto de enunciación. El relato plantea también cuestiones de género como la del posible papel de la mujer en la épica guerrera no sólo como protagonista —la ficción paródica permite que las mujeres se reapropien de una parte de la tradición clásica— sino también como posible lectora. La doncella está dotada de las virtudes necesarias para luchar contra un hombre y, además, maneja mejor los signos y discursos que Pelinor o Gauvin, quien atribuye, equivocadamente, el fracaso de la joven a su voluntad de usurpar un papel de hombre: «Pero tú, obstinada, quisiste no ser cerradura sino llave para abrir el castillo de Acabarás [...]. La mujer [...] tiene menguada fuerza» (69). En efecto, esta interpretación la desmiente el narrador, que no subraya un déficit de fuerzas o de aptitudes por parte de la doncella, puesto que gana siete batallas y muere en el octavo asalto, sino el que no lleve la fálica «lanza», simbólicamente superior. La mujer guerrera, metafóricamente desvirgada anteriormente por el rey Arturo, no adolece, pues, de una naturaleza inadecuada sino de una limitación simbólica y social. El combate que desemboca en la muerte escenifica («scénarisation») una concepción de las relaciones entre los sexos como relaciones de dominación, paradójicamente reveladas por el uso del disfraz. Finalmente, la novela permite echar retrospectivamente otra mirada sobre los libros de caballerías: no sólo hay, a través de la ceguera de los hombres, una denuncia de la violencia como constitutiva de la concepción tradicional de la virilidad en la literatura (y en la sociedad), sino que además la metáfora sexual del combate desvela el deseo homosocial5 (cuando no homosexual) de toda épica guerrera. De modo que el comportamiento de Pelinor es inadecuado desde la perpectiva de la mujer disfrazada y del beneficio esperado del exemplum, pero perfectamente adecuado en la perspectiva ideológica de la sociedad en la que se desenvuelve la historia. En el presente del lector, se añade otro plano interpretativo. La denuncia de la supremacía masculina que se impone por la fuerza parece provenir de una identificación del lector o de la lectora de hoy con la mujer disfrazada y ya no con el hombre-héroe, como hace Gauvin, encarnación diegética de la instancia medieval de recepción. El «mensaje» moderno, la ejemplaridad para el lector, pasa probablemente por este cambio de identificación.
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El «deseo homosocial» se define en el estudio de Eve Kosofsky Sedgwick (1985).
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El ejemplo para admirar El relato supuestamente erótico6 de «La discreta pecadora, o ejemplo de doncellas recogidas» (1990) es de clara inspiración cervantina y muy paródico: el título alude a las Novelas ejemplares7, pero el relato remite también al Quijote, a los prólogos de los Flores Sanctorum de Alonso de Villegas y Pedro de Ribadeneyra, y sobre todo a la segunda parte apócrifa del Quijote, la de Avellaneda, en la que don Quijote lee para su edificación el Flos Sanctorum de Ribadeneyra, en una voluntad por parte de su autor de enmendar la falta de ejemplaridad del primer Quijote. Pero la falta de lucidez de Clara de Bracamonte que se identifica con unos personajes sacados de relatos hagiográficos remeda la locura del don Quijote original. Al leer vidas de santas, la doncella recogida concibe el proyecto de hacerse mártir (propósito descabellado que tuvo también de niña Teresa de Ávila según confiesa en su Libro de la vida8) y para ello intenta pecar, sale de su casa, propone su cuerpo a todos los varones que se le cruzan y acaba por ser rechazada por ellos: Así pasaban los días en honestos y recoletos esparcimientos como son los de la aguja y los bolillos, mas el diablo, que no duerme y todo lo añasca, dio en introducir en aquella casa una dañosa pestilencia que muchas lágrimas había de costar a los padres de tan regalada hija. Y fue que, considerándolo honesto y libre de todo peligro, la dueña —que muchas veces son dueñas emisarios del demonio— introdujo en la casa un nuevo esparcimiento y éste fue la lectura de vidas de santos. Entusiasmóse la doncella con la novedad, que los pocos años son amigos de novedades, y simple e inocentemente entregóse a lo que tanto daño había de causarle. Pasábansele las tardes olvidada de sus labores, entregada a la lectura de los libros que, si parecían piadosos y hubieran sido edificantes en manos de más graves y sesudas personas, inficionaban perniciosamente el corazón de una simple doncella. La cual no tenía otro gusto sino el de leer aquellos terribles martirios que los enemigos de la fe infligían a los santos mártires, y cómo los azotaban, y desgarraban sus carnes con hierro, y aplicaban 6 Desde luego la ausencia de escenas de amor descritas invita al lector a reflexionar sobre la acepción de «erotismo». 7 Discreta es un calificativo «machaconamente cervantino» según Ángel Gómez Moreno (2008: 142). Por eso, aunque el título quizá aluda más directamente a otros títulos como el de La discreta enamorada de Lope de Vega, el calificativo me recuerda inmediatamente a las protagonistas de las novelas ejemplares. 8 El contrasentido moral de la joven Teresa que quiso hacerse mártir por soberbia o interés —para conseguir el cielo— se vuelve aquí burlesco e impío.
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plomo candente sobre sus heridas abiertas: o cómo las sencillas doncellas del Señor eran entregadas en lupanares a hombres lúbricos que las mancillasen, y cómo lo sufrían ellas todo por amor de Dios; y también cómo les arrancaban los pechos, los dientes y los ojos, para luego colgarlas de los cabellos o freírlas en grandes tinas de agua hirviente. Y otras cosas de este jaez, como las que suelen encontrarse en las historias de la leyenda dorada y las flores sanctorum, y que ella encontraba deleitosísimas y le producían un hasta entonces no experimentado gozo, que a veces la hacían derramar lágrimas y otras la sumían en una ardentísima pasión. [...] Mas comparada con los terribles casos de esas dichas mujeres, su vida parecíale tan blanca e inocente que, con tan monótonas ocupaciones y tan honestos esparcimientos, poca honra podía dar a Dios. Así concibió esta doncella la más extraña locura que imaginarse pueda, y es que comenzó a desear ser mujer pecadora y arrastrada, para poder luego arrepentirse y hacer grandes penitencias, que se admirase el mundo y la tuviese por ejemplo y guía de doncellas descarriadas y arrepentidas (72-73).
Puede verse también en la clausura una reescritura de la última anécdota del relato del «Cautivo» interpolado en el Quijote. Al final Clara se enamora de un pirata moro con el que goza de una relación sensual feliz, con el que se casa y para el que se convierte al Islam. Tanto en «La discreta pecadora...» como en «La muerte del Caballero Morado», los cuentos ejemplares interpolados conciernen a unas mujeres y no funcionan según la intención didáctica del que lo desgrana; si bien los contextos de comunicación y la naturaleza de los textos son muy diferentes —versión escrita de unos textos escritos hagiográficos con clara dimensión edificadora y universal vs. ejemplo oral que debía servir para una circunstancia particular—. Ambos relatos tienen en común la ambigüedad moral que encierran los errores de la protagonista del relato marco y la ficcionalización del arduo funcionamiento de un relato ejemplar, y plantean cuestionamientos afines. Desde luego es central la cuestión de la lectura, con la parodia de la incapacidad de don Quijote para descontextualizar-recontextualizar el ejemplo de los héroes de las novelas de caballerías. Aquí, de manera más general, nos topamos con lo paradójico de los ejemplos a maiore (desmesurados, tan sólo susceptibles de una emulación atenuada o parcial) y de los ejemplos para admirar (que no para imitar)9. La parodia funciona con una primera doble inversión: una lectura su9
«[...] algunos [ejemplos] que se han referido de santos son más para admirar que para imitar. Púsolos Dios en su Iglesia para espejo en que todos se miren y los más se avergüencen
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puestamente edificadora acarrea un mal (aquí se recuerda también las prevenciones que hasta recientemente albergaba la Iglesia Católica contra la lectura de las mujeres); y, en un segundo momento, son esos deseos de pecar los que salvan a la protagonista. El desenlace feliz (el viaje, el amor, el descubrimiento del otro, el cambio de la identidad cristiana de Clara por una identidad escogida de Zoraida) hace pensar que la equivocación inicial censurada por el narrador permitió en últimas instancias la liberación de una protagonista cuyo recogimiento era presentado como un encierro: la lectura errónea le abre finalmente las puertas de la autonomía y de la felicidad. En realidad, la serendipidad10, aquí ficcionalizada, de cualquier intento de transmisión a través de textos y discursos edificadores es un tema al que la antigua alumna y profesora que ha sido Paloma Díaz-Mas concede mucha importancia tanto en sus relatos autobiográficos —«por eso es mejor enseñar con fe y con fatalismo: allá va lo mejor que puedo daros; y, de este esfuerzo, algo saldrá, aunque sea lo más imprevisible» (Como un libro cerrado, 51), como, en esta lectura algo desvirtuada, por su insistencia en el azar, de la parábola evangélica, en La Tierra fértil: Que es como cuando el labrador siembra: de momento queda la semilla oculta y no sabe el sembrador cuál se logrará y dará trigo y cuál se pudrirá en la tierra o se la comerán los pájaros; pero de todas las que ha echado, alguna germina; y el que no siembra no recoge, que no hay cosecha posible en campos sin sementera (506).
Ya había contribuido Cervantes a hacer de los personajes de mujeres11 sujetos provistos de libre albedrío, a sustituir el vínculo inductivo que la literatura ejemplar establecía con el lector medieval por una lectura basada en la empatía, y, por esta vía, a mostrar en sus relatos que el control social sobre las mujeres ni era caritativo, ni podía ser totalmente eficaz12. En el relato de la discreta pecadora, la autora ahonda en esta lección, y va aún más lejos al proceder a una segunda doviendo lo mucho que estos santos hizieron y lo poco que ahora se haze. Mas ni por ver que hizieron tanto los aquí señalados, sea alguno tan presumptuoso que sin fuerças quiera irles a las parejas» (Villegas 1998 [1594]: 42). 10 Calco, poco eufónico a decir verdad, del inglés serendipity, que se define de la manera siguiente: «Chercher une chose et en trouver une autre que l’on reconnaît comme plus importante» (Gefen 2007: 254). 11 Al igual que muchos relatos hagiográficos, esos dos relatos de Paloma Díaz-Mas han dado lugar a interpretaciones desde la perspectiva de los genders studies (Myers 1991). 12 Resulta explícito, por ejemplo, en la novela de El celoso extremeño.
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ble inversión que funciona a nivel diegético, haciéndose eco de las problemáticas del Siglo de Oro y, a nivel pragmático, invitando al lector contemporáneo a trasplantar la lección a la actualidad. Por una parte, invierte el tópico presente, por ejemplo, en La fuerza de la sangre, y que larga vida tiene, de la mujer que quiere estabilidad o matrimonio, codiciada por el hombre que sólo desea gozarla (y reanuda así parcialmente con la tradición medieval que prevenía contra la naturaleza tentadora de las mujeres): los hombres no quieren sexo fácil con la doncella porque son fieles, son homosexuales, o se ven asustados por una mujer libre. Y, por otra, invierte también el final feliz del relato del «Cautivo»: la conversión al Islam de una hija de cristianos tiene como motivo el amor carnal y sentimental de su príncipe azul, un pirata moro, y le permite emanciparse y salvarse de su locura, cuando Zoraida del «Cautivo» era una musulmana que se convertía al cristianismo, se casaba para vivir en su nueva fe, a pesar de la aflicción de su padre. Desde una perspectiva contemporánea, se desprestigia el «recogimiento» para las mujeres y se retoma así el viejo tópico, denunciado reiteradamente por Juan Goytisolo13, que asocia al Islam con la lascivia, pero esta vez para valorarlo. Por fin, la ficción cumple una función de crítica en «acción» e incita a una retrolectura de textos de la Edad Media y del Siglo de Oro. No sólo recuerda las afinidades que hubo entre las vitaes sanctorum y las novelas áureas —novelas cortas alrededor de personajes femeninos14 o, como se verá también en La La Tierra fértil, novelas caballerescas15—, sino que explora el inconsciente de la literatura religiosa, ilustrando lo que recalcaron muchos críticos modernos: que los libros de santos podían ser fuente de recreación morbosa y encerraban una carga sexual sadomasoquista16.
13
«La lascivia atribuida a los moros en contraposición a la castidad de los castellanos fue el arma esgrimida por la Iglesia para trazar una frontera insalvable entre ellos» (Goytisolo 2003: 43). 14 «Indiscutiblemente, el paradigma de mujer fuerte lo tenemos en la Biblia y el santoral: de ahí, por pura impregnación, el patrón iría tomando fuerzas en el universo novelesco, lo que permite arrojar luz sobre los retratos femeninos que ofrece al público un autor como —lo pongo de nuevo por caso, y a nadie le puede extrañar— Cervantes» (Gómez Moreno 2008: 217). 15 «[...] hay mucho en común entre las figuras del santo y del héroe novelesco, por su función, por sus atributos, y hasta por aquellas proezas que caen dentro de lo maravilloso o taumatúrgico, lo que justifica que se produzcan influjos en ambos sentidos» (Gómez Moreno 2008: 38). 16 «Por su parte, las vidas de santos abundan en aspectos especialmente morbosos y truculentos, verdaderamente enfermizos desde cualquier óptica. A ese respecto, no conozco escritos tan dados a tendencias sadomasoquistas como algunas de estas vitae [...]» (Gómez Moreno 2008: 236).
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F É RT I L : E L E J E M P LO C O M O P R I N C I PI O D E AC C I Ó N
N A R R AT I VA Y V Í A D E E N U N C I AC I Ó N D E L S I S T E M A D E VA LO R E S
La Tierra fértil se presenta como una seudocrónica medieval catalana con un punto de vista único —menos en el prólogo—, asumiendo el respeto a la cronología, el uso de una lengua clásica con algunos medievalismos y catalanismos, un pensamiento que se adhiere a las estructuras sociales y a las maneras de concebir el mundo medievales (Díaz-Mas 2006: 48). Se centra en la historia de Arnau de Bonastre, un señor catalán de la segunda mitad del siglo XIII, la de su padre y de sus descendientes, de sus caballeros y de sus campesinos, y, en particular en las relaciones de amor-odio con otra familia, la de Guerau. Se presenta como una reflexión sobre el dolor como constitutivo de cualquier civilización, en una perspectiva antinostálgica, gracias a un prólogo en el que un narrador contemporáneo, al observar unas tierras fértiles, reflexiona sobre el mal del siglo XX. Cierto realismo crudo en la descripción de la violencia física y moral ejercidas por el poder feudal, de las torturas, de la guerra, aleja la novela del colorido romántico de muchas novelas de caballerías pero no por ello se abandona toda pretensión a la ejemplaridad: Y aun puede considerarse como una saga familiar que desarrolla el origen, apogeo y decadencia de una estirpe y un territorio, sin descuidar la educación sentimental de algunos personajes ni desatender la dimensión ejemplarizante de la historia en su continua rueda de repeticiones con los mismos errores cometidos por padres e hijos (Basanta 1999: 19).
La multiplicación de los ejemplos a un nivel extra o intradiegético sirve la imitación de la visión medieval y funciona como factor de progresión de la intriga. Desde personajes ejemplares cuya trayectoria linda en lo hagiográfico hasta ejemplos utilizados como argumentos para influir en cuestiones morales o politicas en un sentido laxo —«todo argumento comparativo utilizado en la suasio» (Aragüés Aldaz 1999: 123)— o restringido —«narraciones breves históricas (dicta o facta) expuestas como modelo para la actuación moral del oyente o lector»17—. Voy a intentar leer la función de esos ejemplos a partir de los tres ejes temáticos revelados por la lectura de los dos relatos precedentes. 17
Para la calificación, definición y clasificación de los ejemplos, me inspiro en el trabajo de José Aragüés Aldaz: «De este modo, al hilo de lo observado por las preceptivas clásicas, medie-
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Recepción, interpretación y dimensión pragmática En La Tierra fértil, no hay ironía ni reflexividad directa por parte de un narrador implícito visible. Sin embargo, al mostrar un conocimiento muy profundo del funcionamiento de los ejemplos medievales, de los que presenta un abanico completo —ejemplos de carácter puntual o atemporal, con asunto histórico (incluidos los bíblicos) o ficticio (verosímil o fabuloso), que requiere una lectura literal o metafórica, propio para la ilustración o la exhortación18—, las anécdotas cuestionan el vínculo entre realidad y ficción con frecuentes mises en abyme, permiten también una presentación compleja de cuestiones morales según la perspectiva medieval y arrojan luz sobre problemáticas que conciernen la naturaleza de la comunicación (didáctica o no) en nuestras sociedades contemporáneas. Por ejemplo, la vida desenfrenada y amoral de don Arnau en su juventud (violación de campesinas, agresividad incontrolada...) lo han convertido en una leyenda (exempla contraria) usada para amedrentar a los niños, en un «coco»: «—Andreu, no hagas mal, que si haces mal a los puercos vendrá don Arnau, que Dios nos valga contra él, y te llevará a los infiernos con las almas penadas» (38-39). Este tipo de idas y vueltas entre el exemplum vitae o vida de los personajes en la narración marco y la narratio exempli, o sea, las historias que cuentan, invitan paralelamente al lector a un ejercicio de actualización de las lecciones de la ficción. Proporciona otro ejemplo la anécdota del tapiz (un regalo hecho a la joven esposa de don Arnau, que la lleva a intentar asesinarlo) y la arqueta (respuesta de don Arnau, 232-233): [...] aquella historia del tapiz era demasiado semejante a lo que después había pasado entre doña Elisenda Guerau y don Arnau de Bonastre como para no suponer que hubiera allí alguna mala intención; pues de la misma manera que Judit dio
vales y renacentistas, puede convenirse en definir el exemplum, en su sentido más amplio, como toda forma breve destinada a ilustrar un principio de carácter general, en cualquier texto de orden didáctico, por medio de una comparación. En un sentido más estricto, el exemplum se define por oposición al resto de esas formas de la comparación, la conlatio y la imago [...]. Tan sólo en su acepción más restringida [...] el exemplum rhetoricum acogería aquellas narraciones breves históricas (dicta o facta), expuestas como modelo para la actuación moral del oyente o lector (hortans vel deterrens), especialmente de los menos instruidos (ad docendos plebeos), y en las que la relación entre los hechos propuestos y los esperables en el futuro adopta formas diversas [...]» (1999: 124). 18 Véase la clasificación propuesta por José Aragüés Aldaz (1999: 42).
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muerte a Holofernes tras haber comido y bebido y yacido con él, había pretendido doña Elisenda quitar la vida a don Arnau en su mismo lecho y con su propia espada. Y no se podía pensar más que quien había hecho tal regalo para unas bodas no buscaba agasajar a la novia, sino darle el mal consejo de que acabase con la vida de su esposo; que a las desposadas, si se les regalan historias, han de ser de buenos ejemplos, y no de cómo levantarse a la media noche de la cama a descabezar varones a filo de espada (204).
Recuerda el papel primordial de la interpretación en la funcionalidad del ejemplo y sugiere que «nuestra civilización de la imagen» no tiene pocos puntos comunes con la medieval, lo que permite hacer indirectamente hincapié en la necesidad de saber leer las imágenes cuyas narraciones pueden ser tan poderosas como las de los textos. La adhesión, por parte del narrador-cronista, a una sociedad jerarquizada y guerrera19 permite también a la autora articular la cuestión moral de la clemencia o el rigor con la noción de ejemplaridad: desde un punto de vista individual, la autoridad educativa y, desde un punto de vista colectivo, el ejercicio del poder se ven plasmados en la progresión de la intriga. La dimensión pragmática del exemplum, su mero papel de instrumento al servicio de una intención persuasiva y, con él, la cuestión de la elección individual quedan puestos de realce a través del uso que pueden hacer de un mismo ejemplo unos personajes con buenas o malas intenciones. El mismo ejemplo aplicado a dos situaciones moralmente opuestas —«no seáis como el campesino que encontró una víbora medio muerta de frío y se la metió en el seno para darle calor» (266); «Señor, no seáis como el payés que un día de invierno encontró una serpiente medio muerta de frío y la guardó en su pecho para darle calor; que la sierpe, tan pronto como revivió, lo primero que hizo fue clavar los colmillos y envenenar el pecho que le había salvado» (631)— surte efectos contrarios. Desde un punto de vista individual, no hay respuesta clara por parte del narrador implícito: si bien es la clemencia de don Arnau con Mataset la que le será fatal, fue la benevolencia de fray Guillem respecto a un Arnau blasfemador y despótico en su juventud la que permitió el cambio radical de situación que desencadena la intriga. Al retornar Arnau del cautiverio que sufrió en tierras de sarracenos, fray Guillem acepta oírlo en confesión (era tam-
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«Así, el narrador a veces nos escandaliza con sus observaciones, y ese escándalo sirve como piedra de toque para contrastar su época y la nuestra» (Díaz-Mas 2006: 48).
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bién el único recurso verosímil encontrado por la novelista para que un caballero medieval contara su intimidad, entre otras cosas la violación de que fue víctima20), su arrepentimiento y su conversión en un señor ejemplar. Sin embargo, aunque el otro, en la novela —por su conducta o por los ejemplos que cuenta—, ejerza un fuerte poder sobre el más débil o el más joven, en una perspectiva a la vez católica y humanista, el libre albedrío tiene que permitir al hombre —y al lector— resistir frente a las malas influencias: Pero de todas formas creo que yo le llevé [a don Bertrán] a ese fin tan desastrado, porque de tantas locuras como me vio hacer a mí cuando éramos muchachos tomó él ejemplo para sus locuras de hombre, de forma que creo que corrompí su corazón con mi mal obrar, y antes de matar su cuerpo di muerte a su alma. Que cuando éramos amigos era el hombre más dulce del mundo. Pero fray Guillem quiso liberarle un poco del peso de su culpa [...]: —Hijo —le decía— no digo yo que tu ejemplo fuera bueno para tu amigo, y más cuando parece que os amabais mucho y quizá él, que era más tierno que tú, quería emularte en muchas cosas. Pero cada hombre tiene su albedrío para elegir hacer bien o mal [...] (159-160).
Desde un plano colectivo, en la novela, la crueldad no tiene límites cuando se trata para los señores de someter a sus vasallos y, como en las hogueras de la Inquisición, la visualización del horror, la imagen impactante, se destinan a ir de boca en boca, transformada en relatos: don Bertrán de Guerau mandó hacer una jaula de hierro con la forma de un hombre, como las que a veces se hacen para exponer los cuerpos de los malhechores y que así sirvan de escarmiento; en esa jaula encerró el cuerpo de don Raimón, mi señor, y lo mandó colgar sobre el muro del Castell del Puig, cerca de la puerta del rastrillo, para que todos lo viesen (49). que no la dejaba viva por piedad, sino para que contase a todos los que la quisieran oír lo que allí había pasado, y que supiesen cómo castigaba el señor a sus traidores (586).
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«[...] Necesitaba un artificio que permitiese que mis personajes analizasen sus sentimientos con sus propias voces y sin dar la impresión de que se psicoanalizaban avant la lettre en honor del lector. Vino en mi ayuda un ensayo histórico sobre el sacramento de la confesión y su incidencia en la mentalidad medieval [...]» (Díaz-Mas 2005b: 119-120).
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La cuestión de la necesidad de «hacer un ejemplo» como mensaje político y su eficacia, así como, de manera más amplia, la elección que hay que hacer entre clemencia y rigor, que dan lugar a una disputa teórica a base de ejemplos entre los consejeros de don Arnau (471-479), están también al origen de todas la guerras de la fábula. El cronista medieval presenta con cierta complejidad la alternativa y justifica a menudo la violencia como necesaria para la buena administración del feudo —en coherencia con cierta visión medieval—. Ahora bien, tanto en las vidas de santos como, siglos después, en la imaginería franquista de los manuales escolares, el ejemplo (el mal ejemplo o ejemplo a contrario) sirve ante todo para escarmentar, dar miedo al castigo divino. Bien se sabe también que la Iglesia y demás poderes autoritarios siempre han utilizado puestas en escenas de castigos públicos para «hacer un ejemplo» —actitud que erige también la venganza en principio de gobierno. Por eso, el lector, impregnado de este trasfondo cultural, puede a lo mejor escuchar ecos de la voz de la autora en el encadenamiento de una violencia aniquiladora que se presenta como un ciclo de venganzas y en la condena final de un mundo jerarquizado por un principio varonil de fuerza y dominación: «se empeñan los hombres en añadir más muerte a la muerte» (594); «porque está escrito que una cruel necedad esclaviza desde siempre a los hombres» (632). La proliferación de los ejemplos que abarcan una misma cuestión moral —la legitimidad y eficacia de los ejemplos o contraejemplos, del castigo y de la benevolencia— y sus mises en abyme, la manera como se articulan el nivel individual y colectivo, la ficción y la historia, la teoría y la práctica, la especulación y la intriga sin que la construcción novelesca proporcione claves de interpretación unívocas obligan al lector a ser triplemente activo. Se ve impelido a adentrarse en una visión del mundo medieval y a tratar de entender su lógica, a interrogarse íntimamente sobre sus propios valores —los sentimientos que experimente en cada resolución de la intriga le informarán sobre ellos— y a comparar su época con la de la España feudal.
Cuestiones de género La voz del narrador, tanto en su parte descriptiva como narrativa, de la que se hacen eco los diálogos, recurre sistemáticamente a dos de las modalidades del exemplum, en el sentido laxo que le da José Aragüés Aldaz: el símil o similitudo (ejemplo descriptivo, atemporal —o vagamente tradicional— e
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ilustrativo) y la generalización (hacia el refrán) para evocar la experiencia sensitiva, psicológica y sentimental de los personajes. En el primer caso, las comparaciones permiten que el lector se vuelque en lo medieval, en particular en el estrecho vínculo que el tiempo y cualquier experiencia vitalicia mantenían con los ciclos de la naturaleza, el mundo vegetal o animal. El exotismo de los símiles sirve aquí para mejor describir con palabras nuevas sentimientos universales: pues no hay nada más difícil que acercarse a un poderoso, porque el enjambre de las gentes de su casa son como zarzas y espinos que ciegan un sendero e impiden avanzar, o como las bardas de un corral, que están allí para que no se puedan saltar sus muros (41). En estas cosas fray Guillem Berga solía ser más tolerante que otros, porque sabía que el deseo del hombre es como un caballo, que hay que guiarlo con las riendas para que no se desmande y vaya por donde debe, pero no se puede tensar demasiado la rienda hasta clavar el bocado, porque entonces el animal, en vez de sujetarse, se desmanda y es peor (346).
Las generalizaciones, en cambio, se alejan del uso de los ejemplos en la literatura medieval o áurea, que solían traer casos admirables y excepcionales, es decir, conducidos de mayor a menor (a maiore ad minus), puesto que parece que los personajes de La Tierra fértil, a pesar de ser admirables, se funden en una especie de experiencia universal, compartida por todos en el mismo grado, lo que permite una implicación emocional mayor del lector: Porque suele suceder que después de esta primera vez se encuentra el hombre como si algo muy grande y nunca usado hubiera sucedido, o como si fuese otro distinto que antes y lo hubiesen renovado por dentro y por fuera, o como si aquel día se estrenase el mundo (22). El señor notaba la agitación de su servidor y se iba templando también él, pues pocas veces puede un hombre quedarse impasible cuando ve a otro encendido (278). Que quien atormenta ha de ver a su contrario como una bestia o una cosa, pero si lo mira como a un hombre con carne y sangre, le puede la piedad y rara vez consigue seguir adelante (298).
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Vemos, pues, cómo la atención prestada al detalle21 y la reconstitución histórica (se cuidan mucho, además de la visión del mundo y del modo de dar cuenta de él, los objetos, costumbres, el derecho...) cumplen la doble función de sumergir al lector en una época remota para mejor sorprenderlo con todo lo que le hablará directamente a los sentimientos, del mismo modo que lo hacen los clásicos: Era todo tan cotidiano que —pese a haber sucedido en un tiempo muy lejano— resultaba completamente reconocible. Y las virtudes y los defectos de aquellos personajes en parte históricos y en parte inventados eran también válidos como modelo moral (Como un libro cerrado, 147).
Y es en el seno de esta doble imitación (de unas narraciones antiguas, de unos sentimientos contemporáneos) donde mejor se zarandean las normas con distancias, deslices —«agrammaticalités», diría Yves Citton (2010: 106)—, diferencias tratadas como variaciones, desplazamientos progresivos que conducen a veces al lector a franquear un límite que va a hacer mella en él. En La Tierra fértil el mayor ejemplo es, desde luego, la evolución de un vocabulario amoroso y de ejemplos que permiten describir el paso de la progresiva admiración recíproca, de la amicitia medieval —un concepto de «amor» que cuadra con los relatos de caballería— entre don Arnau y uno de sus vasallos y antiguo prisionero, Joan Galba, a la sugerencia y luego a la descripción durante mucho tiempo aplazada del nacimiento del deseo y del amor entre los dos. Empieza por la revelación de la sexualidad sádica que puede encerrar la ejemplaridad varonil (aguante, valor, entereza, silencio) cuando don Arnau tortura al que es entonces su enemigo —«De modo que cuanto más lo maltrataban, más iba anidando en ellos una especie de admiración por su entereza [...]»—. Se fortalece por medio de chistes, alusiones, ejemplos que toman en cuenta la existencia de las relaciones homosexuales:
21 «C’est bien l’attention au détail, le soin du particulier et la sollicitude envers le singulier qui nourrissent la dynamique de génération, de réception et de propagation des récits. Le pouvoir de scénarisation consiste donc à injecter ou à répandre des précédents dans le tissu social, de façon à y induire des comportements basés sur l’application des ces exempla (historiques ou fictifs) à des cas réels à venir, dans la mesure où ces cas seront perçus comme semblables à ces exempla» (Citton 2010: 126).
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Yo sé de un rey que tenía un caballero muy noble y muy valeroso en combate, pero con un defecto, y era que le gustaban más los escuderos y los pajes que las damas y doncellas. Y el rey, sabiendo esto, le dio a su caballero como armas un par de perdices, porque dicen que la perdiz es un animal tan lujurioso que, cuando no encuentra hembra, se montan y se pisan los machos entre sí. —No te creo, Laudes —contestó el señor—, porque según eso debería ser la perdiz la figura que más se viese en los escudos de armas. Y yo he visto más águilas, leones, barras y besantes que perdices. Porque ese pecado que dices es más frecuente de lo que se suele confesar. —Y tanto, señor —dijo Laudes—, que hasta se cuenta que de esto viene la enemistad del zorro Rainaut y el lobo Isengrin, su rival; aunque los que escribieron la historia de Rainaut lo ocultaron, para no infamar a un zorro tan noble y sagaz, yo sé el cuento de cómo sucedió aquello verdaderamente (468-469).
Y nos lleva a la aceptación íntima y pública del amor entre el señor, Arnau de Guerau, y Joan Galba (la tolerancia del entorno se justifica psicológicamente por el respeto absoluto a la jerarquía feudal encaramada por un señor todopoderoso): [...] habían esperado los dos demasiado tiempo y ya era hora de encontrarse y descubrirse el uno al otro lo que los dos ocultaban en su corazón. Que cuando la fruta madura se guarda mucho tiempo, o se pudre o se seca, pero en todo caso pierde su frescor y aroma (492). [...] fue como si el destino hubiera querido acoblarlos en el mismo yugo, y, aunque ellos retirasen la cerviz, no había nada que hacer, porque nada puede la resistencia del buey contra la voluntad del boyero, que los aguija hasta que se someten, agachan la cabeza y se dejan uncir (497).
La inserción de amores homosexuales en un relato que retoma algunos códigos de los relatos medievales contribuye a que se separe en la mente del lector sexo y género, virilidad y heterosexualidad, relato épico y masculinidad.
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Crítica literaria y retrolectura Además de poner de realce, como ya dijimos, la proximidad que siempre ha habido entre relatos hagiográficos y caballerescos, Paloma Díaz-Mas aboga en esta novela como en sus ensayos a favor de la enseñanza de los clásicos y extrae de ellos las partes menos conocidas; aquí las que dan cuenta de una tradición de amor o sexo entre hombres. Ya citamos la versión pícara propuesta por uno de los personajes del Roman de Renard, pero se echa también mano, entre otras cosas, de fuentes bíblicas: «ha muerto este caballero, que era para mí como dice la Escritura que fue Jonatán para el buen rey David, que su amor le era más grato que el amor de las mujeres» (616). No sólo reanuda la autora con la revelación de la dimensión homosocial de toda épica guerrera sino que contribuye a dar otra vitalidad a un género literario ya no privativo de los hombres. Como dice Germán Gullón: Esto supone, entre otras cosas, que la novela histórica, y en su rama de caballería a la que ciertamente pertenece la obra, pierde su adscripción al sexo masculino. El dominio del varón desaparece, y la esfera del poder del señor se ve contaminada por su ambigua sexualidad [...]. Al separar la fuerza de los atributos de la virilidad, pues don Arnau sigue siendo un esforzado caballero y su amante, Joan Galba, también, la novela de Díaz-Mas relee la vida medieval, la reescribe (2000: 5).
C O N C LU S I O N E S La ejemplaridad y el poder de la ficción están en el núcleo de la narrativa de Paloma Díaz-Mas que mantiene una doble tensión por la que se deslizan los valores del texto. Una tensión entre el constreñimiento que supone recrear un mundo medieval coherente —tal como se le representa tradicionalmente— y las distancias/anacronías/transgresiones sutiles introducidas por la novelista. Otra tensión entre el exotismo-extrañamiento que implica para el lector dejarse involucrar en semejante historia medieval y el proceso activo22 que supone el reconocimiento de similaridades con unas experiencias contemporáneas. Como mostraron Gérard Genette y Jean-Marie Schaeffer, la
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«Reconnaître des similarités n’est pas un processus passif mais actif» (Schaeffer 1999: 86).
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imitación supone una «inteligencia de la cosa imitada»23, de ahí que la narrativa-reescritura de Paloma Díaz-Mas, al proponer una comprensión distante y remozada de fábulas del pasado, ensanche el abanico de experiencias posibles del lector (en particular las que tienden a configurar una concepción flexible de los géneros sexuales24), contribuya a «frayer des chemins» (Citton 2010: 21), a establecer vínculos entre mundos supuestamente estancos. Pero lo hace siempre la narradora con una conciencia teorizada de la imposibilidad para el autor, como para el profesor, de controlar la transmisión llevada a cabo en el acto de lectura y de interpretación. Lo que sí me parece cierto es que por su ingente trabajo de información histórica, de apropiación de los clásicos, por la subversión sutil de códigos estilísticos del pasado, por la atención prestada a los detalles, por la lentitud de la intriga (en particular del desvelamiento de la historia de amor), por su dimensión épica, trágica y (melo)dramática, asociados a una erudición excepcional, La Tierra fértil lucha de manera ejemplar contra la ideología contemporánea de la eficacia, de la pasividad y de la mirada nostálgica y «desresponsabilizadora» hacia el pasado. Pero lucha asimismo contra el desprecio que la crítica contemporánea enarbola a veces hacia el lector que sigue buscando experiencias vitalicias en la literatura, asumiendo así la experiencia lectora de la mayoría de nosotros, ya que como recuerda Tzvetan Todorov: Nous sommes tous faits de ce que nous donnent les autres êtres humains: nos parents d’abord, ceux qui nous entourent ensuite; la littérature ouvre à l’infini cette possibilité d’interaction avec les autres et nous enrichit donc infiniment (2007: 16).
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«D’un autre côté, lorsque je construis un mimème j’accède du même coup à une connaissance de ce que j’imite: dans la mesure où la construction d’une imitation est sélective par rapport aux propriétés de la chose imitée, elle est ipso facto un outil d’intelligence de cette chose imitée» (Schaeffer 1999: 92). 24 «[...] dos de las singularidades que podrían definir la narrativa de Paloma Díaz-Mas serían justamente la descomposición de la “autoridad masculina” a partir de sutiles mecanismos retóricos y la representación de la fragilidad de su “dominación” a través de senderos poco transitados por autores, autoras, investigadores e investigadoras. Como, por ejemplo, los que se derivan de la dialéctica entre historia y ficción, legitimidad e ilegitimidad, centralidad y marginalidad, heterosexualidad y homosexualidad, individuo y sociedad, sueño y razón o tradición y modernidad. En el pasado y en el presente» (Mérida Jiménez 2001: 131).
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MANUEL VÁZQUEZ MONTALBÁN Y LA NOVELA POSTHISTÓRICA LA EJEMPLARIDAD POLÍTICA EN O CÉSAR O NADA (1998) Agnès Delage
En la dedicatoria que encabeza O César o nada, Manuel Vázquez Montalbán define su obra como una novela «posthistórica» que asume su emancipación absoluta de la reconstrucción ambiental descriptiva más o menos realista que caracteriza el género de la novela histórica1. De este modo, centrándose en la saga del clan de los Borgia en el siglo XVI, y especialmente en la figura de César Borgia, Manuel Vázquez Montalbán instrumentaliza el relato histórico para ficcionalizar una reflexión sobre la Razón de Estado y el uso político de la violencia, formalizados en la misma época por Maquiavelo, contemporáneo de los Borgia. En una entrevista con Georges Tyras, aclaraba el novelista cómo se fraguan concretamente la deconstrucción simultánea de los códigos del canon de la novela histórica y la ficcionalización política en el relato, haciendo especial hincapié en el alcance de la ejemplaridad ética en O César o nada:
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Krzysztof Pomian analizó, desde un punto de vista epistemológico, el carácter fundamentalmente verista y descriptivo de la novela histórica: «Tout se passe donc comme si chaque roman reconnu en tant que roman historique respectait à la manière qui lui est propre au moins trois exigences: celle de déplacer dans le temps vers le passé, les institutions, accessoires, croyances, mœurs, etc.; celle de mettre la psychologie des personnages en conformité avec l’époque où ils sont censés avoir vécu; celle, plus générale de rendre cohérents tous les déplacements temporels effectués» (1999: 21). En el contexto reciente de la producción de novelas históricas en España, Mar Langa Pizarro (2004) subrayó que, salvo contadas excepciones, la novela histórica del posfranquismo siguió marcada por los presupuestos realistas de la novela histórica decimonónica.
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La concebí casi como una pieza dramática, muy shakespeariana en algunos aspectos y en algunas resoluciones de los diálogos y los enfrentamientos y que iba a ser una reflexión sobre el poder en tiempos de tránsito. Si en la época de los Borgia trataba del tránsito de la sociedad feudal a la sociedad de las monarquías absolutas, en la época actual era el paso de lo que había sido el mundo realizado según la Guerra Fría al mundo resultante de la Guerra Fría. El papel que tenían en estas situaciones los condotieros, los aventureros, la gente con cierta capacidad de ver el futuro y lo que podían hacer ahí, la complejidad moral de la época de los papas, en la que la mala fama se la llevaban los Borgia, pero ahí follaban todos los cardenales que podían y tenían hijos naturales, y todos tenían sicarios, asesinos... toda esa época de desconcierto, de tránsito de poder era muy interesante para reflejar cómo se liberan los códigos, las normas morales (Tyras 2003: 231).
La forma dialogada del relato convierte O César o nada en una categoría atípica de ficción política que permite elevar el ejemplo histórico singular de César Borgia y su «época de desconcierto» a un doble nivel de ejemplaridad. Dicha novela «posthistórica» escenifica primero una ejemplaridad que se puede calificar como «a-histórica», en la medida en que Manuel Vázquez Montalbán la presenta como un análisis general de los periodos de transición, como si de un modelo político invariante se tratara, lo cual equivale a anular su historicidad. Cabe señalar que en esta entrevista, Vázquez Montalbán no piensa específicamente en la situación nacional, o sea en la Transición española del posfranquismo: se refiere más bien a la actualidad de los años noventa y a los macrocambios de equilibrios mundiales, equiparando el tránsito del feudalismo al Estado Moderno con las mutaciones más recientes de la globalización ultraliberal. En segunda instancia, el autor plantea una ejemplaridad estrictamente política en su obra, en torno al antagonismo entre ética y Razón de Estado, es decir, entre «normas morales» y ejercicio pragmático del poder. Con esta alteración declarada de los códigos de la novela histórica tradicional, O César o nada parece prolongar la intervención de Manuel Vázquez Montalbán sobre los géneros llamados realistas y populares (como anteriormente pudo hacerlo con la novela policíaca y la serie Carvalho) hasta casi reencontrarse con el género de la novela de tesis que, según el estudio clásico de Susan Suleiman (1983) constituye la forma novelesca ejemplar por antonomasia. O César o nada podría insertarse así en la dinámica global de la novela posfranquista que Emmanuel Bouju calificó como «un travail radical de redéfinition sémantique, qui substitue, pour l’essentiel, à l’effet de réel, l’intention
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éthique, l’humanisme de l’écriture» (2002: 91). Sin embargo, esta novela «posthistórica» que, como vamos a ver, se desentiende de cualquier esfuerzo de realismo para privilegiar la intención ética, ocupa un espacio novelesco muy singular, tanto por su adscripción genérica atípica como por sus ambiciones de ejemplaridad a-histórica que pretende reflejar la globalización reciente en el espejo de la Italia del siglo XVI. Mediante el análisis pormenorizado de la construcción de la ejemplaridad política y ética en esta saga de los Borgia, podremos apreciar cómo Vázquez Montalbán altera también el canon de la novela de tesis, por la inestabilidad de la construcción axiológica en la ficción. Al igual que las últimas obras novelescas más importantes de Vázquez Montalbán, como Galíndez (1990), Autobiografía del general Franco (1992) o El estrangulador (1995) que se centran también en las relaciones entre política y ética, O César o nada desmantela progresivamente la utopía del «humanismo de la escritura», para inaugurar nuevos paradigmas de la «tarea política» de la literatura, que viene a ser el objeto de una revisión metódica y pesimista a la vez (Aguado 2004).
E J E M P L A R I D A D Y G É N E RO : O C É S A R O N A D A ¿ N OV E L A « P O S T H I S TÓ R I C A », F I C C I Ó N P O L Í T I C A O N OV E L A D E T E S I S ? O César o nada, ficción dialogada ambientada en la Italia del siglo XVI, se publicó al final de la década de los noventa, en un periodo en el que el autor barcelonés se situaba preferentemente en el escenario de la historia reciente, indagando nuevas formas narrativas de corte periodístico-ensayístico —entre estos textos figuran, por ejemplo, Panfleto desde el planeta de los simios (1995), Un polaco en la corte del rey Juan Carlos (1996), o Marcos, el señor de los espejos (1999)—. Las aventuras novelescas de los Borgia y su cuestionamiento de la ejemplaridad de la Razón de Estado se apartan, desde luego, de esta última fase de la construcción del universo narrativo de Manuel Vázquez Montalbán, que fue definida por Georges Tyras como un «gran viraje [...] que corresponde a la búsqueda de nuevas formas, capaces de mezclar escritura factual y escritura artefactual» (2007: 105). Vázquez Montalbán había matizado su supuesta deserción del terreno de la ficción a favor del ensayo o del periodismo, para llegar a identificar su producción de los años noventa como «un periodo de una cierta indecisión ficcional», y declararlo en adelante superado. Manuel Vázquez Montalbán certi-
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ficaba de una manera a la vez categórica y aleatoria su definitivo retorno a la ficción, interrogándose a sí mismo sobre su sorprendente reversibilidad: Ahora he vuelto a la ficción de una manera prácticamente total. He escrito y publicado Erec y Enide, y estoy trabajando en la vuelta al mundo de Carvalho y Biscuter. Pero el otro día, ante unos episodios que ocurrieron en Estambul, me planteaba: «¿Pero bueno, esto es literatura o periodismo?» (Tyras 2003: 150).
Por lo tanto, la «indecisión ficcional» que Vázquez Montalbán evidencia como el rasgo más eficiente para calificar su narrativa ensayística en los años 1990, vuelve a surgir inesperadamente en sus últimas novelas de los años 2000 y podríamos considerar que O César o nada, publicada en 1998, ya augura la fecundidad literaria de esta irresolución dentro de la propia lógica novelesca. Para determinar en qué consiste la «indecisión ficcional» en O César o nada y entender cómo ésta se convierte en un recurso fundamental para configurar una compleja ejemplaridad política en la novela, cabe recordar que esta incertidumbre no se sitúa en el plano de una tensión entre literatura y periodismo, como lo apuntaba el mismo autor respecto a su última obra Milenio Carvalho. En O César o nada, la perturbación de los códigos ficcionales de la novela histórica se realiza ante todo mediante una dramatización de la intriga que significa una desaparición casi completa de todos los aspectos descriptivos2 y un predominio absoluto del diálogo analítico sobre el relato. En este sentido, al calificar su obra de «muy shakespeariana» o al compararla con un «drama romántico»3, Vázquez Montalbán no pretende integrarla en el género del drama histórico decimonónico, haciendo de su novela una
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La estructuración general de la intriga en la novela recurre al uso sistemático de la elipsis, para eludir la representación directa de las escenas de acción y conservar únicamente el comentario analítico. Entre muchos otros casos, podemos observar un ejemplo de este procedimiento de omisión diegética en un episodio dedicado a la represión militar en Cataluña. Carlos V nombra a Francisco de Borja virrey de Cataluña y le encarga una represión sangrienta con la orden siguiente: «—A los nobles los arrestas, y a los bandoleros si no son nobles los ahorcas» (395). El capítulo siguiente pasa por alto el relato de los hechos y condensa la descripción del personaje al mínimo, usando la parataxis: «La sombra de seis ahorcados, y hacia los cuerpos colgados alza su rostro Francesc de Borja. Contempla con satisfacción su obra» (ibíd.). 3 «Tenía más la actitud de un autor de un drama romántico o existencial sobre Lucrecia, César y toda esa gente fascinante, que no una interpretación de carácter estrictamente sociologista» (Tyras 2003: 235).
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sencilla teatralización de la historia de los Borgia, sino que instaura la hegemonía de la forma dialogada como una manera de poner el debate políticoteórico en primer plano, en detrimento de la narración histórica propiamente dicha. Esta novela, que se autodefine como «posthistórica», llega a situarse más allá de la historia mediante el predominio de la interlocución de los personajes, porque el análisis político del sentido de la acción de los Borgia resulta mucho más importante que la reconstitución mimética de los acontecimientos. Manuel Vázquez Montalbán declaró que esta misma construcción dialogada de O César o nada fue el instrumento privilegiado que le permitió pasar con más eficacia del ejemplo histórico circunstancial de los Borgia a una ejemplaridad política paradigmática: Por otra parte, la estrategia narrativa, dialogada, de encuentros, me permitía huir de un tratamiento histórico convencional, es decir, de la construcción de unos ambientes, de un vestuario ligado a una época, quitar toda esta dimensión y convertirlo en un diálogo que pudiera hacerse en calzoncillos o vestido por Armani o por cualquiera. Me interesaba más reflejar un conflicto que una época (Tyras 2003: 131).
Esta apuesta por una forma exclusivamente dialogada sirve además para representar la confrontación entre distintos puntos de vista antagónicos y permite configurar la ejemplaridad de un «conflicto» político que trasciende la historia individual o una determinada «época». De esta manera, O César o nada se aleja de la novela histórica hasta convertirse en una especie de ficción política perspectivista, centrada en la relación entre Razón de Estado y ética4, así como en el cuestionamiento del uso de la violencia como método «lógico» de gobierno. Como lo refleja el diálogo entre César Borgia y Maquiavelo: [César Borgia] —Conmigo ha llegado el terror ¿No le parece una simplificación, señor Maquiavelo?
4 Hace falta recordar que la forma dialogada de O César o nada también se explica por el origen de la novela: la saga de los Borgia debía ser inicialmente un guión televisivo, pero al no concretarse el proyecto, Montalbán convirtió el guión en novela. El periodista Salvador Enguix precisó a este respecto: «la novela es el final no esperado de la investigación que hace tres años inició este escritor para realizar una serie de televisión, propiciada por el editor Eliseu Climent, sobre los Borja» (Enguix 1998: s.p.).
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[Maquiavelo] —No he reunido la suficiente teoría sobre eso. Todavía. Pero analizo sus pasos, César, y sólo veo acciones lógicas si tenemos en cuenta lo que pretende, la finalidad de una empresa. La violencia es necesaria para construir la sociedad y estamos en tiempos de violencia. Debe ser patrimonio del poder, porque si no, la violencia es desorden (241).
Al teorizar así la violencia, no sólo como instrumento de dominación personal, sino como salvaguardia del orden social, Vázquez Montalbán utiliza el diálogo entre César y Maquiavelo para subordinar claramente la narración histórica y el ejemplo individual a un análisis político que desemboca en la producción de una norma de acción paradigmática y generalizante («la violencia es necesaria»). A este respecto, podemos preguntarnos en qué medida este tipo de tratamiento «posthistórico» de la ficción significa un reencuentro con un género como la novela de tesis, que constituye, como lo demostró Susan Suleiman, la forma ficcional más ejemplarizante, demostrativa y generalizadora, en la que la producción de una «tesis», es decir, de una norma axiológica, importa más que la «materia diegética» de la ficción (1983: 141-142).
EL
I N T E RT E X TO Y L A C O N F I G U R AC I Ó N I N E S TA B L E DE LA EJEMPLARIDAD POLÍTICA
En O César o nada, Montalbán parece manipular los códigos de la novela histórica precisamente en el sentido de la novela de tesis, es decir, reduciendo al mínimo la «materia diegética» de la ficción histórica inspirada en los Borgia para dejar paso a un relato exclusivamente dedicado al examen dialéctico de los modelos y anti-modelos de la Razón de Estado. La intertextualidad evidenciada en el paratexto de la novela (con una dedicatoria a Gramsci y un epígrafe sacado de una novela de Pío Baroja) anuncia claramente que la ejemplaridad se construye en un sofisticado juego de referencias que oscila entre la deconstrucción y la renovación de determinados paradigmas políticos y ficcionales. La posible afinidad estructural entre la novela «posthistórica» y la novela de tesis queda plasmada en el dispositivo paratextual de la obra, ya que Vázquez Montalbán elige como título la divisa de los Borgia, O César o nada, pero esta sentencia funciona como un homenaje evidente a una novela que Pío Baroja publicó con el mismo título en 1910. El guiño intertextual se hace
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patente en el epígrafe, donde Montalbán cita literalmente César o nada5, relato considerado por los críticos (Shaw 1979) como una novela de tesis de corte muy clásico. Pío Baroja creó en efecto en su novela una anticipación del arquetipo político del líder fascista a partir del personaje ficcional de un joven aristócrata valenciano llamado César Moncada, fascinado por el voluntarismo tiránico de César Borgia y de los Borgia en general. Los dos capítulos centrales de la novela de Baroja, titulados «La vida de César Borgia» (cap. XVIII) y «Reflexiones de César» (cap. XIX) concretan la identificación entre César Moncada y César Borgia, cuya figura viene a ser reinterpretada como paradigma del sobrehombre nietzscheano, para luego dar lugar a una ejemplificación programática del autoritarismo que presagia el fascismo como modelo político. La admiración que el personaje ficcional siente por César Borgia es el primer paso hacia la modelización del arquetipo del dictador: Ya tenía César Moncada una gran curiosidad. Estos Borgias le interesaban. Su simpatía iba hacia aquellos grandes bandoleros que dominaban Roma y querían apoderarse de Italia, penca a penca, como una alcachofa. Su propósito le parecía bien, casi moral. La divisa Aut Caesar, aut nihil era digna de un hombre de genio y valor (Baroja 1975 [1910]: 204).
En el capítulo siguiente, César Moncada valora el papel histórico de César Borgia y también de su descendiente San Francisco de Borja, para elaborar un modelo de gobierno nacionalista, racial, belicista y autoritario de regeneración política de España a principios del siglo XX (Longhurst 1980; Bello Vázquez 1990): Este brío español que en sus dos impulsos, espiritual y material, dio nuestro país a la Iglesia [...] debía intentar España hoy en beneficio de sí misma. [...]
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El epígrafe de la novela de Montalbán está sacado del capítulo XVIII, titulado «La divisa de César Borgia: Aut Caesar, aut nihil» en el que Baroja glosa la figura histórica y la divisa de César Borgia. Es de notar que Montalbán interrumpe la cita seleccionada en el epígrafe de su novela justo antes de la réplica final del diálogo, donde Baroja designa a César Borgia como el arquetipo ejemplar del «buen español». Reproducimos a continuación la cita íntegra: «—En esta época, próximamente —dijo Kennedy—, César Borgia vino a Roma desde la Universidad de Pisa, cuando le hicieron Papa a su padre. Tendría entonces unos veinte años, y era fuerte, ágil, domaba caballos, manejaba las armas admirablemente, y mataba toros. —¿También? —Era un buen español» (1975 [1910]: 203).
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Somos individualistas; por eso, más que una organización democrática, federalista, necesitamos una disciplina férrea, de militares. Planteada esa disciplina, debíamos propagarla por los países afines, sobre todo por África. La democracia, la República, el socialismo, en el fondo no tienen raíces en nuestra tierra. Familias, pueblos, clases, se pueden reunir con un pacto; hombres aislados, como somos nosotros, no se reúnen más que por la disciplina. Además, nosotros no reconocemos prestigios, ni aceptamos con gusto rey, ni presidente, ni gran sacerdote, ni gran mago. Lo único que nos convendría es tener un jefe... para tener el gusto de devorarlo. El Loyola del individualismo extrarreligioso es lo que necesita España. Hechos, hechos siempre, y una filosofía fría, realista, basada sobre los hechos y una moral basada en la acción. ¿No te parece? Yo pienso, y ahora me afirmo más en mis ideas, que los únicos que podemos dar un sentido, hacer una nueva civilización con caracteres propios, con esa vieja raza ibérica, nacida probablemente en las orillas del Mediterráneo, somos los españoles (Baroja 1975 [1910]: 209-210).
Como lo comprobamos en este último parlamento de César Moncada, la ficción de Pío Baroja se estructura sobre una triangulación entre invención novelesca, referencia histórica y ejemplaridad de un modelo político único, el del hombre providencial prefascista. Al reutilizar literalmente el título O César o nada y el mismo tipo de proximidad entre novela, historia y paradigmas políticos, Montalbán exhibe un vínculo entre su propia ficción «posthistórica» y la novela de Baroja, pero este parentesco está asumido desde una profunda ironía; ironía que llega a convertirse en una verdadera demolición del modelo ficcional y político de la novela de tesis barojiana. La ironía es especialmente obvia en torno a la figura de César Borgia que encarnaba en la novela de Baroja el arquetipo de «lo español» y la aspiración regeneracionista a una centralización política en el marco utópico de una dictadura inteligente. En la obra de Montalbán, César Borgia aparece al revés como una efigie posmoderna de la «catalanidad» y de un poder central captado por un grupo periférico. César Borgia habla a menudo en catalán en la intimidad o en los momentos más decisivos de su actuación en el seno del clan de los Borgia6, pero la identidad catalana de los Borgia, que está repeti-
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Un personaje comenta el uso repetido del catalán como seña de identidad íntima de los Borgia: «Sólo hablas en catalán cuando estás triste o cuando estás con los tuyos» (16).
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damente destacada a lo largo de la intriga7, no se convierte nunca en una apología catalanista (en el sentido en que no hay nunca una exaltación de lo catalán o de su papel histórico). Muy al contrario, César Borgia y la numerosa parentela de los Borgia representan «una familia» unida por su origen catalán, sinónimo de marginalidad en Italia, pero ante todo preocupada por la conquista del poder, como lo explica el personaje de Calixto III: «los Borja contra el resto de familias que se reparten el poder y no quieren intrusos» (20). Vázquez Montalbán traduce así la solidaridad familiar catalana de los Borgia en términos estrictamente políticos y pragmáticos, en el contexto de una lucha para hacerse con el poder central del Papado. El destino trágico de César Borgia ilustra el final fracasado del sueño de acaparar definitivamente el poder en Italia, bajo el título de «Rey de Italia». Alejandro VI comenta este «sueño político» de César y admite ante un grupo de cardenales que este proyecto sería el asentamiento definitivo de la dominación de una facción tan periférica como la de los Borgia en el escenario político en Italia: —Hemos estado debatiendo las propuestas de su santidad y haremos cuanto esté en nuestra mano. Ese sueño de César coronado como rey de Italia al servicio de la cristiandad debe de ser fruto de una revelación divina. —Es el sueño necesario de todos los italianos. Nosotros somos de origen valenciano y se nos ha llamado catalanes. Pero nos consideramos de aquí, romanos, queremos ser italianos (253).
Por lo tanto, la principal diferencia entre la visión barojiana del personaje de César Borgia y la versión de Vázquez Montalbán va mucho más allá de la escisión irónica entre catalanidad e hispanidad: los dos novelistas abordan la
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La identidad catalana de los Borgia aparece sobre todo de manera conflictiva, al provocar, por ejemplo, la hostilidad de los romanos contra la elección de Alejandro VI en la Santa Sede. Nada más ser nombrado Alejandro VI, Rodrigo de Borja relata con tintes mesiánicos la ascensión de su clan como una estrategia de un colectivo de origen catalán: «Una familia escogida por Dios para cumplir sus designios en la Tierra. Me di cuenta cuando el predicador san Vicente Ferrer profetizó que sería Papa y me encargó la tutela de Alfonso de Aragón, rey de Nápoles. Ahora, formáis parte de los trescientos valencianos, catalanes y aragoneses que me he traído a Roma como gente de confianza y no quiero que me defraudáis. Estoy rodeado de hostilidad. Esta gentuza se pasa el día exclamando: Oddio, la Chiesa romana in mano ai catalani. Nos detestan» (54-55).
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cuestión de la Razón de Estado en términos radicalmente distintos. Para Baroja, César Borgia simboliza esencialmente el modelo del autoritarismo prefascista en el que el personaje ficticio de César Moncada se proyecta, como puede por otra parte identificarse a Mussolini8. En cambio, Vázquez Montalbán aborda la cuestión del poder a través de César Borgia en términos más abstractos de dominación personal y propone una visión más compleja ya que añade en la ficción, al lado de la figura central de César Borgia, dos actualizaciones a la vez distintas y complementarias de la Razón de Estado. En O César o nada, Vázquez Montalbán introduce así el personaje de Maquiavelo como figura del intelectual que no se conforma con ser un mero observador del contexto político y actúa directamente como consejero de César Borgia, para «vivir las acciones del poder desde cerca» y penetrar la esfera de los arcana imperii9. A través del personaje de Francisco de Borja que se convierte en el protagonista principal de la última parte de la novela, Vázquez Montalbán ilustra la anexión de la Razón de Estado por una organización colectiva —la Compañía de Jesús—, de modo que la última frase de la novela es la divisa de los Borgia, trasformada en Aut Deus, aut nihil (416). Las figuras antitéticas de César Borgia y de Francisco de Borja encarnan la mutación entre una aprensión estrictamente individualista de la Razón de Estado y el uso de la tecnê de la dominación por un aparato colectivo de poder, con fines trascendentes. La novela de Vázquez Montalbán reúne, por lo tanto, tres niveles heterogéneos de ejemplaridad de la Razón de Estado: el hombre de acción y su actuación individual, el intelectual comprometido y el santo, visto en este caso como líder de una organización colectiva. Este triple enfoque de la cuestión de la Razón de Estado aleja radicalmente la ficción de Vázquez Montalbán de la univocidad de la novela de tesis, tan evidente en la obra de Baroja. 8
Al pasear en Roma, César Moncada observa la escena siguiente: «Un chiquillo desharrapado escribía con carbón en una pared: “¡Viva Musolino!” y debajo iba dibujando un corazón atravesado por dos puñales. —Muy bien— murmuró César—. Este chiquillo es como yo, un partidario de la acción» (Baroja 1975 [1910]: 66). 9 En su novela, Montalbán imagina una escena en la que César Borgia contrata a Maquiavelo como consejero. El filósofo sale de su condición inicial de intelectual analítico y teorizante para confesar su profundo deseo de situarse lo más cerca posible de «las acciones del poder»: «—Lo necesito a mi lado. —¿Como filósofo o como filólogo? —Como experto en ciencia militar [...]. —Estudiaré la oferta. Es curiosa la condición humana. Lo que a mí me gusta de verdad es jugar a las cartas en mi casa de la Toscana y comer nueces o finocchióna acompañada de vino trebbiano. Pero lo que me seduce es vivir las acciones del poder desde cerca» (242-243).
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De hecho, la saga de los Borgia compuesta por Vázquez Montalbán desbarata metódicamente la lógica demostrativa de la novela barojiana, tanto a nivel narrativo10 como a nivel político. En efecto, Vázquez Montalbán, muy al contrario de Baroja, inscribe su relato en un siglo XVI suficientemente abstracto para dejar íntegramente a cargo del lector la actualización de la ejemplaridad política de la ficción histórica en un contexto reciente. De esta manera, Vázquez Montalbán rechaza el dispositivo de «discurso autoritario» que, según Susan Suleiman, funda el género de la novela de tesis al imponer al lector una unidimensionalidad de la interpretación de la ficción11. O César o nada, con su uso sistemático de la polifonía dialogada puesta al servicio del análisis de la violencia política y de la Razón de Estado, se libra de la estructura de la novela de tesis, definida por Suleiman como un tipo de narración «monologique à l’extrême» (1983: 164). La obra de Montalbán fragmenta y multiplica los puntos de vista en el diálogo, impidiendo así la proyección de una «tesis» propiamente dicha; es decir, la afirmación de una lección política totalizadora, con un alcance dogmático exclusivo. Es más, gracias a la ausencia de intervención de un narrador omnisciente, la ficción admite una multiplicidad de enfoques que transforma la ejemplaridad ficcional en un cuestionamiento que permanece siempre abierto o, al menos, problemático. El lector está finalmente invitado a preguntarse dónde está realmente la lección política e incluso si es posible que exista. La inestabilidad de la ejemplaridad en O César o nada, condicionada por una fragmentación de la construcción de los modelos políticos, no debe interpretarse como un escepticismo radical que asimila el sentido de la historia a una serie de aporías. Para Vázquez Montalbán, la estructura dialógica permite
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Katharine Murphy analizó la presencia de la voz auctorial en la ficción de Pío Baroja y notó que en César o nada, las intrusiones de autor del prólogo sirven como comentario aclarador del sentido ejemplar de la novela: «Like Niebla, Baroja’s novel reveal different forms of authorial presence and intrusion. At times, the author becomes a hidden witness; at others, his presence is more clearly visible as he enters the world of his fiction as an identifiable authorial figure, most notably in the prologue of César o nada, El laberinto de las sirenas and El mundo es ansí» (2004: 243). 11 Susan Suleiman aclara la estructura autoritaria de la narración ficcional en la novela de tesis, independientemente de su orientación ideológica: «Que la thèse soit conservatrice ou révolutionnaire, défendant le statu quo ou son abolition, le roman à thèse est, en tant que genre, foncièrement autoritaire: il fait appel au besoin de certitude, de stabilité, et d’unicité qui est un des éléments du psychisme humain; il affirme des vérités, des valeurs absolues» (1983: 18).
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proponer al lector una novela consciente de la dificultad de formalizar una tesis política, sin, por lo tanto, renunciar a la validez ética de la ejemplaridad. Unos años antes de la publicación de O César o nada, el autor formulaba en Galíndez la posibilidad de construir un relato político ejemplar fuera del canon dogmático de la novela de tesis. En esta novela, el personaje de Muriel, que se encargaba de rescatar el destino de Galíndez en su trabajo de tesis, ambicionaba la redacción de un libro, descrito según lo que ella misma llamaba «la parábola de Rashomon»: «En la película se cuenta un mismo hecho mediante distintas apreciaciones de diferentes testigos y el espectador ha de hacer el esfuerzo de elegir una de las versiones o ir reuniendo elementos de una y de otra» (Galíndez, 101). La construcción caleidoscópica de la película de Kurosawa viene presentada en Galíndez como una mise en abyme de la composición de un relato capaz de restituir la complejidad de la valoración ética de una conducta política individual. En 1998, Manuel Vázquez Montalbán pone en práctica esta parábola en la ficción «posthistórica» de O César o nada, que, como Rashomon, solicita directamente la participación del receptor, con lo cual postula un lector in fabula autónomo frente a la autoridad auctorial. Mediante esta implicación necesaria del lector, la ficción puede pretender a una ejemplaridad política emancipada del dogmatismo de la novela de tesis. Para Manuel Vázquez Montalbán, este aspecto polifónico y, sobre todo, reflexivo de la ejemplaridad es fundamental en O César o nada y por eso rechazó de manera muy clara un determinado tipo de comprensión unívoca para su novela. En su entrevista con Georges Tyras, en la que dedica una atención especial a la interpretación de los modelos políticos de O César o nada, Montalbán asume que su novela es ejemplar en la medida en que elabora globalmente una «reflexión sobre el poder» y el uso racional de la violencia más allá de un contexto histórico circunstancial, pero desmiente una ejemplaridad estrictamente normativa, característica de la novela de tesis clásica. Montalbán se opone así a la lectura propuesta por Massimo D’Alema, ex presidente de Italia y miembro histórico del PCI italiano, que veía en O César o nada una sofisticada novela de tesis en clave. Para D’Alema y Camilleri12, la novela «posthistórica» que cuenta la pasión por el poder de tres generaciones de Bor12
Andrea Camilleri (1926) fue también un destacado miembro del PCI y es un conocido escritor, que tuvo un gran éxito en Italia en los años noventa con una serie de novelas policíacas cuyo protagonista principal se llama Comisario Montalbano, en homenaje amistoso a Vázquez Montalbán.
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gia podía leerse en segundo grado como una crítica radical del papel histórico del Partido Comunista, identificado al Príncipe maquiavélico, es decir, a la racionalización absoluta de las prácticas de poder. Vázquez Montalbán relata la anécdota para defender una lectura más abierta de O César o nada: Recuerdo que, cuando se publicó la traducción italiana de la novela, me la presentaron, en una fiesta del PCI, D’Alema y Camilleri. Éste hizo una presentación literaria, el otro una introducción muy curiosa, retomando las tesis de Gramsci de que el Partido era «el Príncipe», o al menos había intentado serlo. Yo no estaba nada de acuerdo con esta interpretación. Como sus referentes comunistas son Togliatti y Berlinguer, y todo lo que venga después no le gusta demasiado, su análisis subrayó lo que la novela tiene de juego de figuras que pueden representar en cualquier época el juego del poder, pero su conclusión de que el Partido llegó a ser el Príncipe no era a la que había que llegar. Uno de los aspectos que me interesó y me tentó mucho al utilizar la figura de Maquiavelo fue la interpretación que Gramsci había hecho de él como el fundador de la ciencia política; y en cierto sentido, es el propio Gramsci el que insinúa que la voluntad del Partido de actuar como un intelectual orgánico colectivo podía reflejar esa posibilidad de ser el Príncipe de una nueva sociedad, el estimulante de una nueva sociedad (Tyras 2003: 234).
Vázquez Montalbán rechaza tajantemente la propuesta interpretativa de Massimo D’Alema: leer O César o nada como una novela de tesis que desplegaría una ejemplaridad en dos niveles, en la que el personaje de Maquiavelo hace de César Borgia el modelo político de su Príncipe, y Vázquez Montalbán haría de la Razón de Estado teorizada en el Príncipe el modelo de interpretación del Partido Comunista en el siglo XX. En esta óptica, la trayectoria histórica del Partido Comunista vendría a ser la ejemplificación máxima del autoritarismo de la Razón de Estado, descrito en el Príncipe como autonomización violenta de la acción política y emancipación de la tutela de la ética. Manuel Vázquez Montalbán no aprueba la validez de la hipótesis interpretativa avanzada por D’Alema, reprochándole su parcialidad en su lectura equivocada de Antonio Gramsci y su conformismo ideológico, heredado, según él, de «Togliatti y Berlinguer», es decir, de las figuras emblemáticas de la ortodoxia del PCI de los años cincuenta y sesenta. Pero más allá de los debates internos entre las distintas corrientes históricas del comunismo, lo que Montalbán desautoriza aquí es ante todo el reduccionismo de la lectura de D’Alema. Al subrayar en O César o nada la importancia del personaje de Ma-
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quiavelo, cuya construcción ficcional está inspirada en los análisis teóricos de Antonio Gramsci (1978), Vázquez Montalbán desplaza el epicentro de la ejemplaridad política de su novela hacia un paradigma voluntariamente abierto y contradictorio, el del «pesimismo activo».
EL
PA R A D I G M A D E L
« PE S I M I S M O
AC T I VO »
O César o nada sería a la vez una novela dedicada a la Razón de Estado encarnada por el personaje del condottiero en la figura de César Borgia y al «intelectual orgánico» ejemplificado por Maquiavelo. Esta terminología marxista, directamente retomada de Antonio Gramsci, es utilizada por Vázquez Montalbán para corregir la afirmación de D’Alema y restituir el sentido original de la equiparación entre el Partido y el Príncipe que el teórico italiano propuso en los años treinta. Para Antonio Gramsci, el «intelectual orgánico» (cuyo modelo sería Maquiavelo) tiene un papel fundamental a título individual, ya que la conquista del poder político pasa por la conquista de la hegemonía cultural. Por otra parte, en la óptica de Gramsci, si el Partido puede asemejarse al «príncipe moderno» es únicamente en la medida en que consigue convertirse a su vez en «intelectual orgánico colectivo» y actuar como organización colectiva para sistematizar una cultura de masa independiente de la cultura burguesa y proponer nuevos modelos sociales. Pero con el final de la Guerra Fría y el derrumbe de la ideología marxista, Vázquez Montalbán observó con mucha sorna que la utopía del Partido como «intelectual orgánico colectivo» había dejado paso a la triste realidad de un eurocomunismo, en el que el Partido se convirtió en un «idiota orgánico colectivo»13. Con todo, la herencia teórica de Gramsci viene reivindicada en la novela de Montalbán como clave intertextual de interpretación de la ejemplaridad política de la ficción, a través del personaje de Maquiavelo, según lo indica la dedi-
13 «Intelectual orgánico colectivo quiere decir cuando hay en el partido una interrelación de distintos mundos, de distintas experiencias de lo existente, distintos códigos lingüísticos. Esto enriquece y entonces se formula una capacidad de entender la realidad superior: cuando el dogmatismo y el sectarismo pasan por encima de eso, acabas no entendiendo lo que pasa a tu alrededor, acabas incapaz de insertarte en la sociedad y de hacer propuestas a la sociedad. Entonces te has convertido en un idiota orgánico colectivo. El intelectual orgánico colectivo se ha convertido en un idiota orgánico colectivo» (Balibrea 1996: 69).
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catoria de O César o nada: «A Antonio Gramsci, / Sin cuyos estudios sobre Maquiavelo / No me habría atrevido a afrontar / Una novela tan posthistórica». Más allá del homenaje paratextual, Vázquez Montalbán configura un verdadero pacto de lectura para O César o nada que convierte la ficción en una indagación «posthistórica» y ucrónica sobre el papel del intelectual y su relación con el poder, rescatando así, a través de la figura histórica de Maquiavelo revisitada por los análisis de Gramsci, un modelo de pensamiento y de actuación crítica que sigue válido en la época actual de la globalización neoliberal. El personaje de Maquiavelo, compuesto a partir de este intertexto de las teorías de Gramsci, cobra por lo tanto en la ficción una doble dimensión, simultáneamente histórica y actualizada. Cuando Maquiavelo analiza, por ejemplo, «el sentido de los tiempos», es decir, la crisis de las ciudades-estados italianas a principios del siglo XVI, su desciframiento puede leerse simultáneamente como la crítica de la quiebra del poder de los Estados-naciones a finales del siglo XX, frente a la mundialización financiera: —Durante décadas hemos impulsado cambios fundamentales y todo parecía preparado para el gran cambio. Todos los síntomas conducían a un salto propiciado por la razón y el hombre como medida de todas las cosas. Así han prosperado artistas, humanistas, caudillos, y la realidad por fin era la realidad, esa realidad que tan bien conocen los que tocan directamente las cosas, los campesinos primitivamente y los comerciantes con inteligencia. Toda la modernidad viene de los filólogos y los comerciantes. Los filólogos hemos tenido la referencia de la cultura clásica, pero los comerciantes han tenido que entender lo nuevo a través de su propia práctica. Los comerciantes y los banqueros están haciendo su mundo [...]. La liberalidad de estos tiempos ha sido excesivamente peligrosa. ¿Quién la controla? Juanito, a toda época de liberalidad le sigue otra de control (371).
Además de esta plasticidad del discurso teórico de Maquiavelo, inmediatamente actualizable en el contexto político contemporáneo del lector, el mismo personaje del filósofo adquiere una doble dimensión ejemplar en el terreno de su actuación política. En O César o nada, por una parte, Maquiavelo concreta a la vez el desengaño del intelectual frente al sentido de los tiempos, o sea, la inmoralidad de la Razón de Estado, y, por otra, defiende la viabilidad política de un proyecto de crítica radical de la praxis del poder. En efecto, su teorización inédita de la Razón de Estado no se queda en un plano especulativo y se trasforma inmediatamente en un verdadero instrumento de gobierno
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y de dominación. De ahí concluye Alejandro VI que Maquiavelo no es sólo un intelectual, un filólogo, un «profeta», y su intervención en el ámbito político viene resumida por él en el paradigma siguiente: —No te parece un poco cínico ese Maquiavelo? ¿Otro profeta desarmado? —Sólo es un pesimista. Un pesimista activo. Desconfía del instinto del hombre y de la vigilancia de Dios. Sólo cree en la razón aliada con la fuerza, y a continuación las leyes (225).
Al sintetizar la ejemplaridad política y conceptual de Maquiavelo en O César o nada en la norma axiológica del «pesimismo activo», Manuel Vázquez Montalbán recicla una conocida fórmula de Gramsci —«pesimismo de la inteligencia, optimismo de la voluntad»—, que durante décadas fue un lema de acción comunista, con lo cual el escritor catalán asume en el trasfondo del personaje su propio compromiso intelectual y afectivo filomarxista14. Pero Vázquez Montalbán reactiva y reactualiza el eslogan para proyectar en el oxímoron del «pesimismo activo» un modelo posible de acción política, que ya había esbozado en algunas obras anteriores. Recordemos que, en Galíndez, la cuestión central en la ficción era la violencia política, ambientada en la dictadura de Trujillo. En la novela, las relaciones entre ética y política se exploran a través de la figura de Galíndez, pero también mediante los dos personajes de intelectuales contemporáneos: Norman Radcliffe y su alumna Muriel que se encarga de rescatar la memoria del compromiso político del activista vasco. El personaje del profesor de ética Norman Radcliffe promulgaba en la ficción el principio teórico de un «pesimismo activo» como modelo de compromiso político para el intelectual contemporáneo; sin embargo, él mismo traicionaba esta postura, que pasaba a ser defendida por su alumna Muriel, en su trabajo de tesis dedicado a la «ética de la resistencia». El profesor formulaba la necesidad de un compromiso político que no podía eludir el riesgo de la crueldad, es decir, asumir la parte violenta de la acción política: En mi segunda obra apuesto por la libertad de elegir, a pesar o incluso desde la duda y el pesimismo. Es imposible guiar una posibilidad de conducta desde la
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«Mi relación con el partido ha sido siempre curiosísima, porque yo no me he querido desvincular por respeto a una parte de mi propia identidad, pero no por las excesivas ganas del partido de conservarme» (Balibrea 1996: 68).
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certeza en una verdad absoluta y elegir implica riesgo a mancharse, a equivocarse, incluso a ser cruel, individual, colectivamente (Galíndez, 48).
En Galíndez, este paradigma de conducta del intelectual venía a ser traicionado por el mismo personaje que lo dictaba, mientras que, en O César o nada, este principio se mantiene válido en las actuaciones de Maquiavelo. Vázquez Montalbán, con estas dos novelas, plantea la misma esperanza, a veces decepcionada, de un intelectual visto como un sujeto capaz de intervenir en la historia y en la política pero desde un pesimismo que tiende a dudar de la misma posibilidad de este compromiso. Por lo tanto, el «pesimismo activo» encarnado en O César o nada por Maquiavelo se debe interpretar, más allá de la nostalgia de la referencia a Gramsci, como un paradigma incierto de la utopía del intelectual comprometido que asume su propia incertidumbre y su propia relatividad en la época contemporánea. En su novela «posthistórica», Montalbán comparte con el pensamiento posmoderno el sentimiento de una crisis profunda del sentido de la acción política. Pero, como analiza muy acertadamente Txetxu Aguado en su estudio reciente de las relaciones entre ética y ficción en la novela contemporánea española, Manuel Vázquez Montalbán, al defender una comprensión simultáneamente «pragmática y utópica de lo político» (2004: 146), se acerca y se distancia a la vez de la postura casi nihilista de Lyotard que describe un sujeto no interviniente globalizado, es decir, aniquilado en su dimensión ética, por la sociedad de consumo. Así pues, la complejidad de la construcción narrativa e intertextual de la ejemplaridad en O César o nada, o en las otras novelas que Vázquez Montalbán publicó en la década de los noventa, como Galíndez, Autobiografía del general Franco o El estrangulador, puede entenderse como un esfuerzo por preservar un paradigma político contradictorio y frágil, formulado como un «pesimismo activo», es decir, como la creencia simultánea en la validez ética del activismo político y la comprobación pragmática de sus límites y de sus fracasos.
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LAS NIÑAS EJEMPLARES EN NOSOTROS, LOS RIVERO DE DOLORES MEDIO Maylis Santa-Cruz
La primera definición que propone el Diccionario de la Real Academia para el adjetivo «ejemplar» es la siguiente: «Que da buen ejemplo y, como tal, es digno de ser propuesto como modelo», y ofrece como ejemplo la locución «vida ejemplar». En la tradición medieval, la vida ejemplar por excelencia era la de los santos, modelos ideales de comportamiento, pero inalcanzables. La historia española puede también presumir de grandes mujeres ejemplares como santa Teresa de Jesús o Isabel la Católica, cuyas figuras fueron recuperadas a lo largo de los siglos a veces como modelo místico o como símbolo de cierta hispanidad1. Existen, además, figuras de mujeres heroicas como Mariana Pineda, Agustina de Aragón o Dolores Ibárruri, pero su ejemplaridad va más allá de su mero sexo; son heroínas que llevaron a cabo hazañas y que difunden valores colectivos: valentía, abnegación, justicia... No obstante, la honestidad, la mesura o la castidad son términos que suelen acompañar el ideal femenino ejemplar, valores que el franquismo, a través de la figura de Pilar Primo de Rivera, vuelve a destacar tras el paréntesis de la República y de la Edad de Plata que permitió a las mujeres despojarse de ese corsé moral. Un comportamiento ejemplar que se inculcaba a las niñas a través de la educación y las lecturas de vidas de santas sobre todo. 1
«Thérèse et Isabelle, ces deux femmes que le féminisme le plus combatif pourrait revendiquer comme modèles, deviennent pour la propagande diffuse du premier franquisme les modèles de la soumission à la double hiérarchie patriarcale et divine, ainsi que le reflet d’une féminité spécifiquement nationale, immuable siècle après siècle» (Barrachina 1998: 187). Véase también Di Febo (1988).
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La locución «niña ejemplar» o «niña modelo» nos hace pensar en la obra de la condesa de Ségur que plasma la idea de una educación mediante el ejemplo y el contraejemplo. En la obra de la escritora de origen ruso, la educación es un factor determinante en la evolución del individuo; las malas influencias, como un entorno familiar demasiado represivo o, al contrario, en exceso laxo, empujan a los niños hacia el camino del bien o del mal. Sus novelas proponen entonces ejemplos de lo que hay que hacer y de lo que no hay que hacer, oponiendo un personaje ejemplar a un niño que está buscando el camino correcto, por no decir un niño malo. En Las niñas modelo (1858), Camille y Madeleine son dos niñas ejemplares cuyo comportamiento ideal (son obedientes, pacientes y comprensivas) se opone a la descortesía, la inquietud y falta de probidad de Sophie. Entre estos dos polos se encuentra la joven Marguerite, que se deja llevar constantemente por las provocaciones de Sophie. Ésta obliga a Marguerite a reflexionar sobre el bien y el mal, las buenas y las malas intenciones, y los criterios que fundan el juicio moral. El proceso educativo se apoya, pues, en un mecanismo doble de comparación: los adultos comparan a las niñas, imponiendo la norma, y las niñas se comparan entre sí: «Par le biais de la comparaison avec les autres enfants, [la fillette] est confrontée avec la norme de la Petite Fille Modèle, optimum dont il faut s’approcher» (Vinson 1987: 195). Además de hacer hincapié en la importancia de la educación mediante el ejemplo presentando a Camille y Madeleine como niñas ejemplares, la obra ofrece también el contrajemplo de Sophie, de modo que estamos en presencia de un trayecto ejemplar positivo y de otro negativo (Suleiman 1979: 24-42). Ahora bien, ¿qué puede significar el concepto de «niña ejemplar» en la narrativa española de los años cincuenta? Y, en el caso concreto de las mujeres, ¿cómo conjugar un modelo de comportamiento grato para la sociedad patriarcal de aquel entonces con los anhelos de autonomía y libertad que acarreó el siglo XX para aquéllas? ¿Cómo proponer modelos de conducta en los que la mujer ya no se presenta sólo como esposa y madre sino también como ciudadana en un contexto dictatorial que no les otorga tal autonomía intelectual? El discurso dominante pretendía prohibir el espacio público a las mujeres para que se dedicaran exclusivamente a las tareas domésticas: «Este discurso configuraba un prototipo de mujer modelo —el Ángel del Hogar / la Perfecta Casada / La mujer de su casa— que se basaba en el ideario de la domesticidad y el culto a la maternidad como máximo horizonte de realización de la mujer» (Nash 1994: 161).
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Con Nosotros, los Rivero (1953), Dolores Medio retoma, en cierta medida, el modelo propuesto por la condesa de Ségur al presentar una protagonista (Lena Rivero) que se debate entre dos ejemplos opuestos: por una parte, su hermana María, una joven formal, recatada y muy devota, y, por otra, su hermano Germán cuyo compromiso político con las ideas liberales lo condena a muerte, pero también, la hermana mayor, Heidi, quien representa todo lo que la moral franquista condena y que desempeña el papel de contraejemplo desde el punto de vista más tradicional. Sin embargo, al maniqueísmo de la escritora francesa Dolores Medio opone la posibilidad de una doble lectura, esto es, la calificación como trayecto positivo ejemplar o trayecto negativo ejemplar de estos dos polos opuestos depende, al fin y al cabo, de la recepción por parte del lector. Parece interesante, en este sentido, citar un fragmento de uno de los expedientes de censura de la novela: Hay tres personajes que forman el cañamazo de la obra y que viven toda la emoción novelística: Lena Rivero, su hermana María y Germán, el hermano. Lena, es una muchacha inquieta que simpatiza con ideales poco ortodoxos en ética social y política —estamos conformes con las tachaduras del Censor anterior— y refiere su vida y de sus familiares durante varias décadas. María, es la muchacha fiel a la conciencia religiosa que ofrece su futuro misional por la salvación de su hermano. Germán, incorporado a las ideas socialistas, aplaude la llegada de la revolución social, vive activamente el octubre rojo del 34 en la Capital asturiana y muere en el asalto a Oviedo (Montejo Gurruchaga 2000: 216).
Notamos que, para el censor, María supone el modelo ejemplar, el que se debe imitar mientras que condena totalmente al personaje de Germán por sus ideas en contradicción con los mandamientos del régimen. Sin embargo, para un lector que no comparte los prejuicios del censor, los valores se invierten y el hermano pasa del papel de contramodelo al de modelo, lo que resulta aún más transgresor no sólo por sus opiniones políticas, sino también por ser un hombre. Al dejar al lector, al menos en apariencia, la posibilidad de elegir entre el modelo ejemplar positivo y el modelo ejemplar negativo, Dolores Medio logra superar la prueba de la censura, ya que su novela se publicó finalmente en el 53 (terminó la escritura en 1952). No obstante, un lector fiel a la letra misma del texto no se deja engañar y percibe cuál es la intención de la autora.
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Dans la mesure où le narrateur se pose comme source de l’histoire qu’il raconte, il fait figure non seulement d’auteur mais aussi d’autorité [...]. Le narrateur devient ainsi non seulement source de l’histoire mais aussi interprète ultime du sens de celle-ci. Refuser ses jugements, cela équivaut de la part du lecteur à une rupture de contrat. Cette sorte de rupture est toujours possible, et devient même inévitable si le système des valeurs du lecteur est dans une relation conflictuelle trop forte avec celui du narrateur (Suleiman 1983: 90-91).
Me gustaría analizar la novela de Dolores Medio a partir del estudio de los diferentes tipos de ejemplaridad —ortodoxo y heterodoxo si se adopta el punto de vista de la sociedad franquista—, para luego interesarme en el trabajo de escritura de la novelista y hacer emerger así otra forma de ejemplaridad en contradicción con la precedente cuya preeminencia el lector sagaz sabrá reconocer. Siendo Lena Rivero la única y verdadera protagonista, sólo en su elección final se encuentra la ejemplaridad femenina defendida por la autora. En otras palabras, Dolores Medio, en su calidad de autor-demiurgo, destila, a lo largo de la novela, indicios que orientan al lector atento hacia una versión modernizada de la ejemplaridad femenina. Nosotros, los Rivero nos cuenta la historia de una familia ovetense entre 1924 y 1935 a partir de los recuerdos de Magdalena Rivero, la hija menor de la familia, que vuelve a Oviedo en 1950, convertida en una famosa escritora. El relato describe —en forma de recuerdo— la decadencia de una familia burguesa desde la muerte del padre hasta la del hermano durante el conflicto de 1934 en Asturias. La novela adopta los códigos de la novela de formación: Lena crece, aprende a ser adulta y autónoma gracias a los diferentes modelos que se le presentan como ejemplos. Se trata esencialmente de modelos familiares: María, la hermana ejemplar en el sentido más tradicional; Heidi, la coqueta condenada por una sociedad hipócrita; y Germán, el hermano comprometido que despierta en su hermana menor la conciencia política. Si María es la «niña ejemplar» o «niña modelo» por excelencia, Lena representa también cierta forma de ejemplaridad, pero una ejemplaridad más tenue por disentir del discurso dominante.
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F E M E N I N A T R A D I C I O N A L I S TA
Entendemos el adjetivo «tradicionalista» en el sentido más general, o sea, una tendencia a la exaltación y adopción de valores y costumbres del pasado2. Los inicios del siglo XX representan una verdadera Edad de Oro3 en la Historia de las mujeres en España. Van conquistando —aunque siga siendo un movimiento minoritario— nuevos territorios en las artes, la educación e incluso en política. A partir de 1915, la Residencia de Señoritas de Madrid, administrada por María de Maeztu —quien creó también el Lyceum Club Femenino—, recibe a universitarias y les propone programas culturales a los que las mujeres casadas que desean conocer nuevos horizontes pueden también acudir. Carmen Martín Gaite conoció, durante su juventud, a esas nuevas figuras femeninas según revela en Usos amorosos de la posguerra española: Y me fascinaban aquellas jóvenes universitarias, actrices, pintoras o biólogas que venían retratadas allí [en los periódicos] con sus melenitas cortas y su mirada vivaz y que cuando hablaban de proyectos para el futuro no ocultaban como una culpa el amor por la dedicación que habían elegido ni tenían empacho en declarar que estaban dispuestas a vivir su vida. No sabían, las pobres lo que les esperaba. Pero yo las veneraba en secreto. Fueron las heroínas míticas de mi primera infancia (1988: 49).
Sin embargo, con la instauración del régimen franquista, las «heroínas» de su infancia desaparecieron del escenario en beneficio de otro modelo femenino más tradicional, el de la chica «casadera» o el ama de casa caracterizada por su abnegación y su servicio total a la familia. El franquismo se inmiscuyó en la vida de las familias españolas a través de diversas organizaciones de la FET y de las JONS, cuya meta era difundir en la sociedad principios ideológicos conservadores. En cuanto a las mujeres, en 1934 se creó la Sección Femenina de la Falange4. Durante la guerra, se dedi2
El término «conservadurismo» se refiere más o menos a las mismas ideas, pero se suele limitar al terreno político. 3 En realidad, se suele emplear la expresión «Edad de Plata» para calificar este periodo del siglo XX que se caracteriza por la calidad y el protagonismo de los intelectuales, literatos y artistas de aquel entonces, y entre los cuales las mujeres desempeñaron un papel destacado: María de Maeztu, Clara Campoamor, Rosa Chacel, María Zambrano, Remedios Varo, etc. 4 Se podría también mencionar el Patronato de Protección de la Mujer, fundado en 1941. Esta organización contaba con muchos eclesiásticos que pretendían apartar a las jóvenes del camino del vicio y atraerlas hacia la Iglesia.
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caba sobre todo a apoyar a la militancia falangista, pero durante la dictadura se convirtió en una verdadera organización de educación de la mujer al servicio del régimen: había que instruir a las jóvenes para que fueran buenas patriotas, esposas y cristianas subordinadas al hombre. Se esfumaron totalmente los anhelos de independencia e igualdad entre los sexos: En España la Sección Femenina fue desde la instauración de la dictadura franquista un órgano burocrático al servicio del poder que cumplía funciones de adoctrinadoras, educativas y asistenciales. En sus estatutos se reafirmaba que «partiendo del concepto Nacional-Sindicalista de reintegrar cada núcleo a su orden y cada ser a su categoría, la Sección Femenina declara que el fin esencial de la mujer, en su función humana, es servir de perfecto complemento del hombre» (Molinero 1998: 108).
María, una de las hermanas de la narradora, corresponde perfectamente a las expectativas de la sociedad conservadora de los años cincuenta5, lo que explica la compasión del censor hacia ese personaje; ya que representa a la niña ejemplar, grata al régimen. Sin embargo, y siguiendo el modelo de la condesa de Ségur, una «niña modelo» sólo puede destacar frente a un contraejemplo, papel desempeñado en la novela por Heidi, la hija mayor. Lena, al igual que Maguerite en la novela de la condesa de Ségur, se halla, pues, entre estos dos polos femeninos opuestos o, para adoptar el punto de vista de la sociedad tradicionalista, vacila entre la ejemplaridad y la contraejemplaridad de ambas hermanas: santa María niña recatada y devota, y la sensual y, por lo tanto, condenada Heidi.
Santa María: un ejemplo de chica modelo Si bien sólo tres años separan a María de Lena, no comparten casi nada: ni juegos, ni conversaciones. Su presencia en la diégesis parece tener como única
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Aunque la acción se sitúa en los años treinta, muchos aspectos corresponden al periodo de la posguerra. Se trata de una estratagema habitual de los novelistas: hablar del presente aparentando describir otro periodo. Además, Dolores Medio pone así de realce el estancamiento de la sociedad española de los años cincuenta comparándolos con los treinta que no son más que una repetición del siglo XIX, sobre todo en la pequeña burguesía de provincia.
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razón el hecho de representar un contrapunto de la protagonista; «santa María», como se la suele llamar, es todo lo que Lena no es. El aspecto físico de una y otra es bien distinto: a las trenzas morenas de la más joven corresponden los tirabuzones rubios de María; y a la perpetua negligencia indumentaria de Lena, la perfección de su hermana: Su piel parecía más blanca, y su cabello más rubio, en contraste con lo negro del vestido [...]. Limpia, formal, obediente... Siempre lleva en orden sus tirabuzones y siempre el traje impecable. Como una especie de inmunidad contra el barro, contra el polvo, contra todo lo que significara suciedad (30).
Físicamente, María se corresponde a la perfección con los cánones de la belleza femenina tal y como aparecen en la literatura desde el Siglo de Oro (ojos claros, tez blanca, cabello dorado, etc.). No obstante, más allá de su aspecto físico, lo que la define como modelo ejemplar es su conducta: «limpia, formal, obediente», cualidades amenas para una sociedad conservadora. Es una chica extremadamente piadosa como lo demuestra su habitación convertida en verdadero altar: Pero el damasco del tocador de Heidi se convertía en el altar de María en una cándida colcha de piqué azul. Sobre el paño, blanquísimo y almidonado, que lo cubría, el Crucifijo y los candelabros de plata, procedentes de la herencia de Juan Rivero, y un cuadro que el Pontífice había dado a éste con su bendición (107).
También es recatada (no se le conoce ningún pretendiente y sólo sale de casa para ir a misa) y dotada para las labores manuales: «Con sincera admiración se extasiaba Lena ante las hábiles manos de María, que tejía siempre primores. Cualquier labor salida de sus manos tenía la cálida belleza del paño de un altar» (109). Además, María respeta las órdenes de su madre y, a diferencia de sus hermanos, nunca se rebela contra ella; tanto es así que incluso se convierte en su portavoz: «—¡Por favor, Lena, no hables así! ¡Qué lenguaje! Pareces un obrero... No te extrañe que mamá diga siempre que no pareces una señorita» (158). El empleo de la comparación es aquí muy interesante y remite al modelo educativo propuesto por la condesa de Ségur: «L’adulte, une mère ou son substitut idéologique, organise la confrontation des fillettes entre elles. Il arrive que cette confrontation soit conduite par l’une des petites qui joue un moment le rôle de garante de la norme» (Vinson 1987: 195).
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Mediante la comparación, Lena es rechazada del mundo femenino a través de la voz de su hermana, que, por su parte, aparece aún más como el ejemplo idóneo de feminidad por reproducir el discurso dominante, la norma. María tiene vocación y no cualquiera: decidió desde muy joven tomar los hábitos. Se trata de la vocación que más respeto provocaba en la sociedad de aquel entonces: No es que se entendiera muy bien en qué consistía tener vocación de monja, pero en los libros donde se narraban las vidas de los santos podían encontrarse algunas pistas que ayudaban a situar aquel fenómeno en el terreno de lo excepcional y misterioso. Era algo así como una llamada que venía de lo alto y a la que no se podía desobedecer. Parecido al flechazo del amor. Un momento sublime (Martín Gaite 1988: 36).
Representa la ejemplaridad femenina en el sentido más clásico de la palabra: lleva la vida de una santa y como tal es un modelo para su hermana menor. Una «niña modelo» grata para la sociedad tradicionalista, la perfección femenina (púdica, pasiva y servicial), el modelo que hay que imitar según la doxa6 conservadora.
Heidi o la contraejemplaridad Frente a la «santa niña» o «la niña modelo», la hermana mayor viene a ser un contramodelo. Según el esquema ya mencionado de la condesa de Ségur, la ejemplaridad destaca cuando se enfrenta a la contraejemplaridad. Es el papel que parece desempeñar Heidi: representa un contraejemplo que no hay que imitar, un modelo de comportamiento perpetuamente condenado en la novela por la sociedad burguesa ovetense, lo que provoca su huida de este mundo estancado. La hermana mayor es una chica frívola y vanidosa, orgullosa de su rango, sentimiento que pretende transmitir a Lena. Pese a que su padre acaba de morir, Heidi está más preocupada por la imagen de la familia que por el duelo que hay que respetar. Es maestra en el arte de lucirse y de gustar a los chicos;
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Entendemos el término «doxa» en su sentido clásico; para los griegos, se trataba de la voz de la opinión, un camino engañoso según Platón.
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una joven segura de su sensualidad y totalmente dispuesta a gozar de su estatuto de reina de los corazones de Oviedo: —Mira, Nita, allí viene Guillermo. No... no te asomes tan descaradamente, ¡por favor! Si te viera no se acercaría. Lena se frotó las manos, regocijada. Guillermo era muy simpático. A Guillermo —uno de sus pretendientes— debía Heidi su coronación olímpica. —Pues, sí —dijo la chiquilla con ironía— ahí viene Papá Zeus. Si la señora Rivero le ve acercarse [...] (9).
Lena se convierte en la cómplice de los amores clandestinos de su hermana, ya que, en su mente de niña, encuentra en ellos ecos de los cuentos de hadas: la princesa Heidi elevada al rango de diosa («coronación olímpica»), el príncipe azul (Guillermo) y la madrastra (la señora Rivero), destronada de su estatuto de madre por el empleo del sustantivo «señora» y no «mamá». Lena admira a su hermana y se da cuenta, a su lado, del poder que pueden ejercer las mujeres sobre los hombres. Un poder fundado en una sensualidad asumida, lo que provoca los chismes de las familias de Oviedo que se desesperan por casar a sus propias hijas: Sabía que Heidi era la chica más bonita de cuantas conocía y que todos los estudiantes se la disputaban. Y sabía que otras muchachas la envidiaban y los desafortunados padres protestaban de aquella predilección que Heidi gozaba entre los hombres (44).
Heidi está en perfecta contradicción con los códigos tradicionalmente preconizados por la sociedad conservadora, que exige a las mujeres discreción y modestia. La clase media ovetense explica su comportamiento por sus orígenes «americanos» (su madre era criolla7), sobreentendiendo así su nacimiento ilegítimo; orígenes poco convenientes para una sociedad retrógrada que otorga todavía demasiada importancia a la estirpe. Aunque hija de una mujer de buena familia —«nacida y criada en una plantación de Florida, 7
Heidi no es la hija de la señora de Rivero, sino su hijastra. Nació en América, de una primera relación del señor Rivero de la que casi no sabemos nada: «En su viaje de regreso trajo a España una pequeña criolla, una niñita morena de ojos negros y vivos, que hablaba más inglés que castellano, y éste con el suave ceceo de las cubanas, aprendido en los maternales labios de ama Pancha» (54).
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Heidi descendía por su madre de la nobleza centroeuropea» (54)—, nunca se le perdonó su nacimiento fuera de tierras españolas8. Tras su huida del hogar, Sara Montoya, una amiga de la familia exclama: «—Se esperaba, amiga mía, se esperaba... ¡Estas muchachas tropicales!... Siempre he dicho que esta chiquita acabaría por darle un disgusto serio» (90; énfasis mío). El empleo del deíctico «estas», además en forma plural, encierra a Heidi en una condición diferente de las demás chicas de su edad. La connotación peyorativa del demostrativo remite a una educación más libre, fuera del camino del pudor. Además, el empleo del adjetivo «tropical» no es neutro, ya que sugiere lo tórrido, lo húmedo, lo exuberante y también lo sensual, todo lo contrario de lo que tienen que enseñar las jóvenes recatadas españolas. Heidi y su gusto por el coqueteo es uno de los temas predilectos de la pequeña burguesía ovetense que no pierde nunca la oportunidad —sobre todo durante las tertulias que tienen lugar en la bodega de los Rivero— de manifestar su apoyo a una madre desesperada por el comportamiento tan poco conveniente de su hijastra: —Por su bien se lo advertimos una vez más, querida amiga —añadió Girald—. Mis hijas dicen que Heidi busca siempre los lugares más apartados. —Y dígame, señor Girald —preguntó Ger, candorosamente—, ¿qué hacen sus hijas por los rincones del parque? Carraspeó Girald: —Mis hijas, caballerito, van siempre acompañadas por su madre y pueden cruzar el parque a cualquier hora del día o de la noche, sin que la gente tenga el menor motivo de murmuración (77-78).
El miedo al qué dirán es lo que mueve y organiza la vida de esta microsociedad. En este pasaje se pone de manifiesto la hipocresía de esta sociedad de provincia; hipocresía sexual, primero, porque los tertulianos de la bodega se deleitan aludiendo varias veces a la belleza de Heidi pero al mismo tiempo condenan su picardía. En una sociedad que refrena el deseo sexual, el comportamiento desenvuelto de la joven no puede sino avivar el deseo si bien se trata de un deseo disimulado detrás de una condena moral. Condena que permite, de cierto modo, refrenar los ataques de la censura, ya que: 8
María y Heidi representan los dos modelos sobre los que se funda el discurso dominante para educar a las niñas; aquélla es el modelo de la mujer hispánica virtuosa, mientras que ésta es la abominable mujer extranjera o vamp, un ser sexual y libidinoso que provoca deseo y pasión.
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Si dans le domaine politique ou religieux, il n’y a pas lieu de dire autrement ce qui doit être tu, en ce qui concerne la morale sexuelle, tout ou presque se joue dans les mots. L’obstacle provient moins, aux yeux des censeurs, de ce dont on parle que de la façon dont on en parle, c’est-à-dire, de l’attitude du narrateur ou du locuteur face à la réalité évoquée (Champeau 1991: 148).
Hipocresía social también, ya que las críticas dirigidas a Heidi no son más que reflexiones amargas de padres deseosos de casar a sus hijas porque es la única opción socialmente conveniente para una joven mujer fuera del convento. Sin embargo, al atraer todas las miradas de los hombres, Heidi limita las oportunidades de las demás chicas casaderas. No obstante, lo que demuestra esta condena hipócrita por parte de la sociedad conformista es el carácter contraejemplar de Heidi. Lo que cabe notar aquí es la connotación sexual de la desaprobación. A diferencia de los hombres, a quienes incluso se les recomendaba adquirir cierta experiencia en este ámbito, una mujer no podía gozar libremente de su cuerpo: A pesar de que la censura de la época silenciaba cualquier referencia abierta a la sexualidad, había todo un código de sobreentendidos, mediante el cual se daba por supuesto que las necesidades de los hombres eran más urgentes en este terreno, e incluso se aconsejaba a las muchachas que no se inclinaran, en su elección de novio, por un jovencito inexperto sino por un hombre «corrido» o «vivido», como también se decía (Martín Gaite 1988: 102).
Lena se encuentra, así pues, frente a dos modelos de comportamiento femenino muy distintos. Si se adoptan los prejuicios de la sociedad conservadora, no cabe duda de que María es la niña ejemplar, mientras que Heidi es la coqueta, la condenada social y moralmente. La ejemplaridad femenina desde el punto de vista tradicional se funda en la abnegación, el recato y la negación del cuerpo. La vida de María se parece a la de las santas que solían leer las niñas para educarse. Se trata de una definición muy lejana de otro concepto que se suele asociar a la ejemplaridad: lo heroico.
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EJEMPLARIDAD
H E T E RO D OX A
Si se contemplan con cierto recelo los preceptos preconizados por la doxa franquista, se puede leer en la novela de Dolores Medio otro tipo de ejemplaridad: una que se aleja del conservadurismo social y que entra en lo heroico. Un héroe es un personaje que posee habilidades idealizadas, pero que es además un personaje que lleva a cabo hazañas y, por tanto, actúa. Es este paso a la acción de algunos de los personajes de la novela el que precisamente les permite alcanzar otro nivel de ejemplaridad.
Germán y el compromiso sociopolítico Germán Rivero, único hombre en este mundo de mujeres desde la muerte de su padre, asume plena y conscientemente su papel de mentor encargándose de la formación intelectual de su hermana menor. Su meta primera consiste en limitar la influencia de Heidi cuyo comportamiento considera demasiado frívolo y alejado de los imperativos de la vida. Ger tiene gran interés en la condición femenina; organiza conferencias para sensibilizar a sus conciudadanos acerca de las nuevas teorías feministas que aparecen en España a principios del siglo XX: Hace unas tres semanas, tenía que pronunciar en el Ateneo una charla sobre el feminismo y el trabajo de la mujer a través de la Historia. Para documentarme, busqué, entre otras obras interesantes, un libro de la Schreiner, que trajimos de casa de tío Juan (251-252).
Oliva Schreiner era una novelista surafricana que luchó por el derecho de las mujeres (sobre todo obreras) y de los negros. En un tratado de 1911, Women and Labour, preconiza la igualdad entre los sexos, la coeducación y declara que la mujer tiene que participar en la vida laboral de la sociedad para no convertirse en un «parásito sexual», relegado a las meras funciones sexuales reproductoras. Se trata de una expresión que Ger emplea para calificar a su tía soltera Mag: «un parásito de las emociones ajenas» (90). Además del feminismo, el hermano prosigue la formación de Lena iniciándola en las teorías socialistas (lo que explica las tachaduras de los censores y desgraciadamente no se pudo encontrar la primera versión de la novela):
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La autora de esta novela demuestra su simpatía por la República española del 14 de abril y su antipatía por las tropas españolas que pacificaron Asturias en 1934. En cuanto a la moral es a veces cruda en descripciones y perniciosa en teorías. Tiene un capítulo en que un hermano habla a su hermana de modo tan cínico y desvergonzado que resulta repugnante aunque lo haga con la piadosa intención de aleccionarla en la vida. Hay elogios de obras comunistas, de Stalin, etc. Es completamente reprobable (citado por Montejo Gurruchaga 2000: 214).
Ger es un lector asiduo de Herbert George Wells —«Buscó Lena sobre las tapas el título del libro que Ger estaba leyendo: El salvamento de la Civilización, de H. G. Wells» (243)—, escritor británico famoso por sus simpatías socialistas y sus teorías sobre un Estado-mundo que borraría las jerarquías sociales fundadas en los privilegios del nacimiento y lo sustituiría por unas jerarquías basadas en el mérito. Lena acaba identificándose con la clase obrera como lo demuestra el empleo de la primera persona del plural en esta afirmación de la joven: «tiene razón nuestro Ger. ¡Nos están explotando!» (158). Sin embargo, más allá de estas lecciones teóricas, lo que convierte a Ger en modelo ejemplar es el paso a la acción. No se contenta con simples discursos sino que convierte sus convicciones políticas en acción: así, se compromete con los obreros de la Revolución de 1934 y durante ésta pierde la vida. Tiene un papel simbólico fundamental a lo largo de la novela, representa la inteligencia, la cultura y la educación que permite abstraerse de lo prosaico personificado por la pequeña burguesía de provincia. Sus ideas sociopolíticas lo convierten en el portavoz del progreso y lo conducen hasta el estatus de mártir. Ger es, pues, el héroe ejemplar, pero si adoptamos un punto de vista heterodoxo, para la sociedad conservadora no es más que un rebelde que murió arrastrado por su locura.
Santa María heterodoxa Si la heterodoxia de Ger no deja lugar a dudas, el caso de María es más complejo y roza con lo irónico. Como ya vimos, María es la perfecta niña modelo que, además, pretende dedicarse a Dios. Es precisamente esta elección ejemplar —una ejemplaridad que la adscribe al linaje de las santas— la que al final la conduce hacia cierta heterodoxia.
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Si bien María ahorra dinero para su dote de novicia desde la niñez, no duda en regalar su humilde peculio a un amigo de su hermano para sacarle de apuro aunque ello signifique sacrificar su sueño de entrar en un convento: María se desprendía de sus ahorros, de la dote que desde niña había ido reuniendo a costa de sacrificios para poder entrar en un convento. Y ¿la entregaba a una familia pobre? ¿La entregaba a una institución benéfica? ¿Acaso a un pariente necesitado?... No, señor. Se la entregaba íntegra a un socialista desconocido que acababa de cometer un desfalco (276).
La generosidad de María es desinteresada y sincera, lo que provoca el respeto algo circunspecto de Lena. Lleva la ejemplaridad hasta el límite provocando una paradoja: actúa como una santa, esto es, hipoteca su propio futuro para el bien ajeno. En cierto modo, se parece a Ger, que no dudó en sacrificar su vida al altar de sus convicciones. Pero lo paradójico en el caso de santa María es que el beneficiario de su sacrificio no es más que un renegado: «un socialista desconocido». Su acto suena, pues, como una última burla a la doxa conservadora. Al ofrecer su dote a un miliciano, santa María alcanza el grado de la ejemplaridad heterodoxa: es ejemplar porque lleva a cabo sus convicciones, pero ello la conduce a actuar de una manera condenada por la opinión de la pequeña burguesía conservadora ovetense. Sin dote, María se va de misionaria a Filipinas donde muere. Con esta elección final se convierte en una mujer heroica; asume el carácter aventurero de los Rivero y pasa a la acción, dejando la actitud de simple observadora de la vida —como preconiza el pensamiento tradicionalista— para tomar las riendas de su destino. Frente a la ejemplaridad femenina descrita en el primer apartado de este trabajo, Nosotros, los Rivero ofrece otro tipo de ejemplaridad más bien heterodoxa. Si Ger sufre una clara condena por chocar demasiado con los valores de la sociedad franquista —de acuerdo con Susan Suleiman, «le système des valeurs du lecteur est dans une relation conflictuelle trop forte avec celui du narrateur»—, la trayectoria de María es más compleja; bajo la apariencia de una ejemplaridad muy tradicional, concluye con dos actos —la ofrenda y la salida para Filipinas— que le permiten entrar en lo heroico. María ya no se compara solamente con santa Teresa9, sino también con Mariana Pineda, mártir 9
Santa Teresa era una mujer activa en su época, sin embargo, al recuperar esta ilustre figura, el franquismo sólo puso de relieve su caridad ilimitada y su indefectible piedad.
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de los liberales en el siglo XIX, una mujer que no dudó en sacrificar su propia vida por sus convicciones10.
UN
L E C TO R E J E M P L A R
Volviendo a la protagonista y narradora de la novela, Lena Rivero, ¿qué tipo de ejemplaridad eligió? ¿Qué modelo decidió imitar? ¿El modelo ortodoxo o el heterodoxo? Sólo en su elección final cabe la ejemplaridad de la novela como si, al fin y al cabo, tal concepto dependiera de la recepción, pero de una recepción doble: intradiegética y extradiegética.
Leer entre las líneas Magdalena Rivero tiene 35 años cuando regresa a Oviedo. Ya no es la niña que sufría la atmósfera agobiante de la capital de provincias donde nació. Se trata ahora de una mujer hecha y derecha que viene a recogerse en los recuerdos de su infancia enterrados en las ruinas de la plaza de la universidad. Su decisión de abandonar Oviedo por Madrid es una elección muy natural. Como metrópoli y capital de España, simboliza un universo donde todo es posible, así como representa también la posibilidad del anonimato; allí ya no será «Ranita, la niña traviesa de la Uva de Oro» sino Magdalena Rivero, una chica como las demás, deseosa de vivir según sus propios valores. La salida de Lena hacia Madrid permite destacar la ejemplaridad que eligió. Como María, su partida viene motivada por una vocación nacida durante la infancia —«sería escritora» (260)—, toma las riendas de su destino y abandona el escenario de su juventud para asumirla. Además, esta salida simboliza para las mujeres de aquel entonces la experiencia vetada: abandonar el hogar por la gran ciudad. Las lecciones y el ejemplo de Ger están presentes en el acto último de Lena. Sumando las ejemplaridades heterodoxas de María y Ger, Lena propone un nuevo modelo femenino que se define primero por lo que no es o, más concretamente, por lo que no quiere ser. No es una mujer casada, ya que 10
Murió en 1831, a la edad de 26 años, condenada a muerte por un decreto real de Fernando VII: rechazó delatar a sus cómplices.
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vuelve sola y sin hijos a la ciudad de su infancia. Ahora bien, una mujer casada no podía viajar sola en la España franquista, como bien subraya una periodista del New York Post en un artículo de los años cuarenta: «La posición de la mujer española está hoy como en la Edad Media [...]. No puede frecuentar los sitios públicos en compañía de un hombre, si no es su marido, y después, cuando está casada, el marido la saca raramente del hogar» (La Hora, 7 diciembre de 1945, citado por Martín Gaite 1988: 30). En el primer y último capítulo de la novela —los que se sitúan en 1950—, Lena se desplaza sola y en total libertad por las calles de Oviedo, lo que indica que no vive bajo el régimen del matrimonio y que respetó su deseo de no casarse —«¡No me casaré nunca!» (203)—. La soltería era un estatuto que concitaba las iras de los responsables del discurso dominante: La soltería es percibida como un fracaso estrepitoso de la maternidad —que sólo es admitida dentro del matrimonio— y una forma velada de impugnación o rebeldía al principio de la subordinación femenina al hombre —que es precisamente en el papel de esposa donde alcanza su mayor realización (Roca i Gerona 2003: 54).
Sin embargo, no corresponde tampoco al retrato de la solterona clásica representada, en la novela, por la tía Mag. Aunque soltera, no vive como un «parásito» de la vida de los demás. Estos dos modelos femeninos —el matrimonio y la soltería «sufrida»— tienen como punto común la ausencia de autonomía y la vida al margen de lo político11; los dos son modelos clásicos en los que la mujer vive recluida en el hogar. No obstante, todas las escenas en las que Lena es adulta son precisamente escenas que transcurren en el exterior, como si la autora intentara subrayar mejor el alejamiento del personaje de los modos de conducta heredados de los siglos anteriores. Como ya vimos, estos modelos conservadores se rehabilitan durante la dictadura mediante la Sección femenina de la Falange. Pilar Primo de Rivera pretende formar la «mujer nueva»: Pilar Primo de Rivera, l’une des rares femmes à qui soit accordé le droit à la parole dans l’appareil de propagande du nouveau régime, énonce inlassablement dans ses discours et dans ses écrits la liste des qualités de la «femme nouvelle» dont la phalangiste est le prototype: disciplinée, pleine d’abnégation, la «femme nouvelle» doit
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Se entiende el término en su sentido etimológico de «cosa pública».
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en outre se caractériser par une joyeuse austérité. Respectueuse des prérogatives masculines, elle doit considérer toutes ses activités, même ses activités militantes, comme le prolongement de sa vocation naturelle de mère et d’éducatrice, quelle que soit sa condition, quelles que soient les circonstances (Barrachina 2005: 14).
Esa «mujer nueva» sólo es novedosa por su aspecto «militante», porque, en realidad, no es más que la exaltación de un ideal femenino que existe desde hace siglos: la mujer está relegada al papel de «madre-esposa». El modelo de la «mujer nueva» aparece sobre todo en el retrato de Lena. Concibió su existencia fuera del matrimonio, desmitificado como ideal y considerado una cortapisa donde se instaura la relación de autoridad masculina/sumisión femenina. Además, la mujer moderna, según la narradora, es una mujer independiente financiera e intelectualmente. Vive de su pluma y sus artículos son tribunas en las que se expresa su pensamiento: «Lena Rivero defendía, en sus artículos y en sus novelas, la influencia de lo hereditario sobre el ambiente, como factor determinante de la personalidad» (11). Frente al modelo de la «madre-esposa», propone un modelo más moderno de la feminidad, predicando la libertad intelectual y de movimiento hasta entonces reservada a los hombres (en ello se nota la ejemplaridad de Germán). Demuestra así que es posible tener éxito fuera de la doxa. Por tanto, su trayecto es ejemplar en el sentido de «edificante o instructivo», ya que nunca reniega de lo que quiere ser para complacer a una sociedad tradicionalista, y lo es también en el sentido de «digno de ser imitado». A través del relato de su vida, da ejemplo a toda una generación de jóvenes, prisioneras del nuevo orden establecido, y propone un modelo con éxito que no sufre el ostracismo del que hablaba el discurso oficial. La ejemplaridad de Lena no es tan obvia como la de María que aparecía como la perfecta niña modelo, pero se lee entre líneas, en las tenues indicaciones de su triunfo como mujer y como escritora.
Una novela ejemplar Nosotros, los Rivero aparece, sin embargo, como una novela algo utopista: ¿cómo una mujer puede pretender integrarse en una sociedad que no le reconoce ningún derecho a la independencia? Las mujeres no están totalmente excluidas de la polis, pero sí se las confina a un papel subalterno en ésta.
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La elipsis de quince años que separan el capítulo XXIX del XXX estigmatiza esta dificultad. Al acabar su formación como mujer, Lena tiene en sus manos todas las llaves para tomar las riendas de su destino y llegar a ser lo que soñaba desde la juventud. La novela hubiera podido acabar aquí, en la imagen de la narradora partiendo hacia Madrid, pero Dolores Medio decidió cerrar totalmente su novela para no dejar lugar a dudas. Al añadir el primer y último capítulo12, la escritora presenta a una mujer triunfante, coronada con gloria, y ello pese a mantener una postura abiertamente en contradicción con los códigos clásicos de comportamiento establecidos para una joven mujer. Por supuesto, Nosotros, los Rivero es una novela utopista en la España de los años cincuenta, pero una utopía que toma la forma de la disidencia, ofreciendo nuevas perspectivas y devolviendo la palabra a las mujeres que la dictadura pretendía enclaustrar en el papel de «madre-esposa». Si el lector de un Bildungsroman (precursor de la novela de formación) se forma gracias a la lectura, Nosotros, los Rivero lo educa al margen del discurso dominante. Magdalena Rivero, al escribir su trayecto, desempeña el papel de mentor para el lector (y sobre todo la lectora) mediante su ejemplo y guía sus pasos hacia su propia conciencia. Este conocimiento es entonces sinónimo de libertad frente a los modelos estereotipados impuestos por el franquismo. A lo largo de la lectura, descifra esa posibilidad de ser algo más y cierra la novela con una conciencia nueva. La novela asume el papel de tutor tal como lo definió JeanPaul Sartre: Il faut que le lecteur invente tout dans un perpétuel dépassement de la chose écrite. Sans doute l’auteur le guide; mais il ne fait que le guider; les jalons qu’il a posés sont séparés par du vide, il faut les rejoindre, il faut aller au-delà d’eux. En un mot, la lecture est une création dirigée (1975: 52; énfasis mío).
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Cabe recordar que son los únicos capítulos, situados en los años cincuenta, en los que aparece Lena como «famosa escritora».
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JOSÉ MARÍA GUELBENZU: EN BUSCA DE LA FIGURA FEMENINA EJEMPLAR Myriam Roche
Tratar de la cuestión de la ejemplaridad de la literatura es enfrentarse con un concepto algo huidizo y resbaladizo, cuya teorización resulta muy delicada, como lo demuestran los trabajos llevados a cabo en Rennes sobre este asunto (cf. Bouju et al. 2007). La dificultad proviene en parte de la riqueza semántica inherente a la palabra: ejemplar es el que da un buen ejemplo y sirve de modelo, pero también el que, fuera de cualquier consideración ética, es representativo o emblemático de alguna realidad concreta. Vincent Jouve traslada esta distinción original al plano de la teoría literaria proponiendo hablar de la «ejemplaridad pragmática», que puede llevar al lector a modificar su comportamiento por la virtud del ejemplo, y de la «ejemplaridad típica», que enriquece su saber subrayando una situación o un rasgo susceptibles por eso de cobrar un valor universal (2007: 239-248); no obstante, el objetivo final del artículo de Jouve es explicar hasta qué punto le parece improbable hablar de la ejemplaridad de la ficción literaria, por ser aquélla una dimensión demasiado vinculada a la interpretación subjetiva de cada uno. Semejante demostración casi podría ser una invitación un tanto lapidaria a cerrar el debate antes de empezarlo, pero no es así; al contrario, puede ser una manera alentadora de plantear el preámbulo siguiente: la cuestión de la ejemplaridad, por teórica que sea, nos afecta ante todo como lectores, con la sensibilidad y la aprehensión de la realidad que nos caracterizan a cada uno. Desde esta perspectiva, hemos decidido abordar la reflexión que nos ocupa como lectores y pensar en cuáles han sido los personajes literarios que nos han
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causado mayor impacto al asumirlos como potenciales modelos o tipos de algo. La respuesta ha sido: algunos de los personajes femeninos (¿primera señal de la subjetividad de la interpretación?) de la obra de José María Guelbenzu, y de dos novelas en particular, La noche en casa y El río de la luna. Con una extraña paradoja: las mujeres no son ni las heroínas, ni tan siquiera los personajes principales de estos textos. De ahí las preguntas siguientes: ¿por qué y cómo resultan ejemplares, si es que lo son? El análisis de los procedimientos de construcción de los personajes femeninos permitirá confirmar y explicar el fenómeno, centrándose en aspectos menos movedizos que el de la recepción subjetiva de la obra; y nos llevará a extender la problemática hasta considerarla en el conjunto de la trayectoria del autor y su contexto de producción. En términos generales, la obra novelesca de José María Guelbenzu se caracteriza por un fuerte componente intelectual, reflexivo, y por dejar mucho más espacio a la introspección que a la acción. Nada, pues, de épica y héroes en el sentido tradicional; los textos de Guelbenzu están poblados de seres angustiados, a menudo anquilosados por una problemática existencial compleja, devorados por una búsqueda obsesiva de armonía y de lucidez. El destino de estos personajes fracasados es totalmente sombrío, incluso trágico, de manera casi inexorable. Después de una primera etapa marcada por el experimentalismo, la obra de Guelbenzu, como la de otros autores, adopta formas narrativas más tradicionales: es el periodo de la Transición democrática, el de la publicación de La noche en casa (1977) y El río de la luna (1981); dos textos protagonizados por el mismo tipo de personajes masculinos tan desesperados e introspectivos, pero que proponen explicaciones nuevas, vinculadas de cerca con el contexto histórico. Y es precisamente esta nueva dimensión en la obra del autor la que permite estudiar la posibilidad de la ejemplaridad. La noche en casa cuenta cómo Chéspir, un treintañero angustiado, reencuentra por casualidad a una antigua compañera de universidad y comparte con ella una noche tan inesperada como decisiva. El río de la luna es un texto más complejo, que abarca diferentes periodos de la vida existencial y sentimental de un mismo personaje, Fidel. En ambos casos, lo que ocupa mayor espacio en la obra es el proceso introspectivo de unos protagonistas presos de su propia lucidez, obsesionados por la búsqueda de un ideal de armonía o de equilibrio, eternos insatisfechos de sí mismos. Llama la atención en el propio discurso de los personajes la recurrencia de una explicación a su infelicidad crónica: tanto Chéspir como Fidel culpan abiertamente a la educación recibida bajo el franquismo y a la atmósfera general que ha acompañado sus años
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de juventud. De una manera que le es muy propia, Guelbenzu hace resaltar las secuelas más íntimas de la dictadura, las que afectan la personalidad de los individuos en sus aspectos más privados: identidad, sexualidad, relaciones interpersonales, comprensión y aprehensión de la vida. En esta perspectiva, tan fundamental en las dos novelas, no deja de ser llamativo el papel de los personajes secundarios femeninos, que llegan a cobrar una importancia esencial y no exenta de una dimensión ejemplar que es necesario analizar con más detalles. Mediante las técnicas del contraste y del contrapunto, Guelbenzu pone en escena unas actitudes vitales radicalmente opuestas, aunque encuentren su origen en el mismo tipo de contexto. El caso más evidente es el de la confrontación entre Chéspir y Paula, los dos ex compañeros de facultad que protagonizan La noche en casa. La novela empieza por seguir a los dos personajes de manera alternativa, planteando una serie de elementos contextuales ya de por sí contrastados: Chéspir (apodo en homenaje a Shakespeare), recién separado de su compañera Pilar, está en San Sebastián, a la espera de un contacto clandestino y por eso obligado a la inmovilidad, estorbado por una pesada maleta (una situación de la que se desprenden sensaciones de estatismo, soledad, desamparo); Paula está en el tren, al inicio de un largo viaje que ha decidido emprender para encontrarse a sí misma y reunirse con un hombre al que ama (un contexto que denota dinamismo, compañía, esperanza). Se encuentran en la estación y pasan la noche juntos: esto da lugar a una confrontación verbal directa, interrumpida por el momento de fusión que representa su relación carnal. Los diálogos de la primera etapa, antes de la relación, llevan a los personajes a evocar el recorrido, la personalidad y el pasado de cada uno, revelando divergencias profundas que alimentan la tensión entre los dos. El tema de la educación recibida bajo el franquismo constituye un factor explicativo clave en el discurso de los dos protagonistas, como lo demuestran estas palabras de Paula: A mí no me han educado para que sea alguien, sino para que aguante, al contrario que tú; no te vayas a creer que eres muy luchador por ti mismo, también lo eres porque quienes te han educado lo han hecho para padre de familia, para tío, para el que trae el dinero a casa y lucha por la vida. Y a mí no [...]. Yo me enteré hace poco de que tengo que querer algo por mí misma, porque soy una persona como otra cualquiera. ¡Tú sabes que eres una persona desde que te dieron de mamar! A ti te han educado para conquistar imperios o despachos, yo qué sé; a mí para que vengas a ofrecérmelos y a preñarme (La noche en casa, 58).
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Además de establecer una relación directa entre contexto histórico y desarrollo personal, este tipo de comentarios sirven también para aumentar el contraste entre Chéspir y Paula, haciendo aparecer a ésta como más merecedora de su destino, más resolutiva, etc., y a aquél como más pasivo, quejicoso, anquilosado por su excesiva tendencia al autoanálisis. El fenómeno se amplifica a lo largo de los intercambios que siguen, sobre todo cuando tratan de la educación sentimental, hasta llegar al clímax de la confrontación: la revelación del tremendo malentendido entre los dos personajes, justo después del arrebato pasional que los ha unido y reunido en un movimiento de fusión a la vez erótica y existencial. Cuando Chéspir le pide a Paula que se quede con él, ella le responde con un largo discurso en el que se repite varias veces la palabra «libertad»: [...] te quiero mucho, muy profundamente, pero no a costa de mi libertad [...] estás entrando en los terrenos de mi libertad. Si yo tengo capacidad de estar contigo una noche en medio de un viaje en el que voy a buscar a la persona con la que quiero estar, y eso para ti no tiene valor, es tu problema. Y es tu problema saber ser un día así de libre (144).
En esto radica precisamente la ejemplaridad, sea pragmática o típica, de la figura femenina en esta novela: en la manera como encarna la posibilidad de la libertad en el contexto histórico tan particular de la Transición democrática. No sólo a través de Paula, que asume su deseo de encontrarse, de desarrollarse, dejando atrás el lastre de la mediocridad y de la culpabilidad; sino también a través de la mujer de Chéspir, evocada a través de los recuerdos de él, y que lo acaba de abandonar para dar rienda suelta a este mismo anhelo. Frente a un protagonista masculino que no consigue superar las carencias de su educación sentimental y que se encierra en una aprehensión intelectual de la realidad, las mujeres representan tanto un ejemplo, un modelo, como una figura de guía que indica la vía adecuada para alcanzar el tan ansiado objetivo de una forma de armonía existencial. Además, está claro que el mecanismo de la ejemplaridad se puede extender al nivel extratextual: el ejemplo propuesto por la figura femenina no tiene como único destinatario al protagonista de la novela, sino a cualquier lector potencial. La fuerte presencia del contexto histórico incluso lleva a considerar con atención a los lectores españoles contemporáneos de la publicación del texto (1977, pleno periodo de mutación para España), para los que un perso-
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naje como Paula puede tener un impacto particular, gracias, sobre todo, a su manera de asumir sin culpabilidad una libertad recién adquirida y de reivindicar su derecho al desarrollo personal: en esto no parece excesivo saltar el paso que reúne destino individual y colectivo. De manera menos evidente quizás, en el otro extremo del proceso de creación, se puede plantear la pertinencia de considerar que el personaje femenino representa un modelo para el mismo autor. José María Guelbenzu es de la misma generación que sus protagonistas masculinos, comparte con ellos una tendencia al intelectualismo y parece ser que una concepción de la mujer como guardiana del secreto de la sensualidad: La mujer, pienso yo, representa el sentido de la tierra. Esto no es ninguna novedad, claro. Pero desde ese punto de vista, es la sensatez, la inteligencia vital, no el exceso de ideología, aunque las mujeres de mis novelas sean personas con ideas y que emiten ideas en sus conversaciones. Pero todo aquello que se traen entre manos procede, de un modo u otro, de la vida terrenal, y es por lo tanto más sensual que en el caso de los hombres. Los hombres de mis novelas colocan sus convicciones por delante de sus necesidades, e incluso de sus deseos (Marco 1988: 53-54).
De hecho, el terreno en el que más se acentúa el contraste entre hombres y mujeres es el de la relación con el cuerpo. Tanto en La noche en casa como en El río de la luna, una de las claves del texto radica en la revelación que experimentan los protagonistas masculinos: la aprehensión intelectual del mundo no es la única posible, y el cuerpo también es un vector de conocimiento capaz de abrirles nuevos horizontes en su proceso introspectivo. A través de la relación sexual, concebida como vía de acceso a una plenitud y una armonía trascendentales, la mujer le enseña al hombre un camino inexplorado: es el caso de Pilar y de Paula con respecto a Chéspir en La noche en casa, y el de Teresa con respecto a Fidel en El río de la luna. En ambos textos el erotismo está desarrollado con una libertad novedosa y por eso mismo ejemplar en cierta forma de las evoluciones recientes del contexto de producción literaria. En El río de la luna, una de las cinco partes de la novela está dedicada a la relación entre Fidel y Teresa, claramente presentada como el personaje que transmite un saber, lo que ya sugiere una posible ejemplaridad: «[...] aquella persona que se revelaba con la fuerza de la totalidad y la sabiduría del placer, morena y cordial como nunca antes nadie le había transmitido tan intensamente la maravillosa cercanía del cuerpo y de la mente» (176). Teresa encarna una sensualidad, una falta de culpabilidad y una libertad que contrastan con
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el trasfondo general de la obra, es decir, la España franquista y su abrumadora mediocridad. Estamos a principios de los años sesenta, y el personaje es latinoamericano: como si el modelo, en aquella época, sólo pudiera llegar del extranjero; y es cierto que existe un desfase entre Teresa y las mentalidades encarnadas por algunos personajes secundarios o incluso por el mismo Fidel, con su manera bastante convencional de expresar los profundos celos que siente o con su tortuosa aprehensión general de la sexualidad. Sea en una novela o en otra, la figura femenina ejemplar está puesta de relieve como encarnación arquetípica de tal valor o rasgo de carácter. Se distingue de los demás personajes, y el texto la introduce de tal manera que aparece enseguida asociada al estado de ánimo que va a tipificar. En La noche en casa, Guelbenzu utiliza, por ejemplo, un poema para acompañar la primera aparición de Paula, y el capítulo empieza así, con los primeros versos de «Un viento», de Claudio Rodríguez: «Dejad que el viento me traspase el cuerpo / y lo ilumine. [...]» (31). El nombre del personaje surge justo después, abriendo una única larga frase que, después de plantear la situación (un viaje en tren), deja paso de nuevo al poema, con estos versos en particular: «ábreme ese camino / nunca sabido: el de la claridad». El poema cobra una resonancia singular a la luz de lo que sigue, y traduce metafóricamente lo que constituye la esencia del personaje: su lúcido anhelo de desarrollo personal, que la ha llevado el día antes a despedirse de su entorno y de su vida madrileña, asumiendo sin complejos su libertad individual. El procedimiento es idéntico y mucho más explícito en El río de la luna; cuando el personaje de Teresa aparece por primera vez, es ante todo como cuerpo asociado a la sensualidad: [...] ella seguía allí, en todo su esplendor. No la miró, simplemente lo supo. Ahora miraba a su derecha, al cuerpo moreno e indolentemente dormido de Teresa. Y le pareció que por fin y por siempre había hallado el camino de la sensualidad; que de alguna manera, por ahora tan inexplicable como hermosa, había comenzado a sentir, a vivir, a sentir y vivir ( 170-171).
El recurso a la descripción del cuerpo de la mujer, recurrente a lo largo de toda la parte titulada «Una estación de amor», impregna el texto de una sensualidad y un erotismo profundos, muy vinculados con la naturaleza que sirve de marco a la unión de los personajes. Contribuye a hacer de Teresa una especie de icono de la feminidad, a la que Fidel rinde culto y a la que no dejará de adorar y de perseguir una vez la haya perdido. Semejante configura-
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ción no deja de ser significativa en la perspectiva de la ejemplaridad: el personaje femenino se destaca de los demás, provisto, gracias a la mirada del protagonista, de un valor diferente, suplementario. Además de desarrollarse a lo largo de las dos novelas, el contraste que permite dar un relieve particular a la mujer se plasma en el desenlace de las intrigas, en el que el hombre desempeña sistemáticamente el peor papel. La noche en casa termina, por ejemplo, con una escena de torpe despedida en la misma estación donde se habían encontrado al principio los dos personajes: De todas formas Chéspir conoce muy bien los ojos de Paula y entre ambos se ha cruzado una lágrima diminuta. Sabe que sólo tiene que besarla, rodearla por los hombros y acompañarla al andén. Sabe que es un estricto problema de generosidad, con ella y consigo mismo. Pero no (183).
Chéspir es designado como responsable de este fracaso final, que viene a ilustrar una forma de egoísmo y de malestar ya latentes en las actitudes anteriores del personaje; no resulta capaz de un último gesto que lo engrandecería y le devolvería su dignidad. Las últimas palabras de la novela son las de Paula, que sí asume su emoción y sus lágrimas, al mismo tiempo que lanza al aire el comentario final: «Qué hijo de puta eres, Chéspir». No se han disipado la tensión ni el malentendido, cada personaje vuelve a su situación inicial: Paula reanuda su viaje y su búsqueda existencial, asumiendo lo que acaba de pasar; y Chéspir vuelve a una soledad y a un desamparo aun más agudos quizás que al principio de la intriga. En El río de la luna, habría que considerar dos desenlaces, empezando por el de la tercera parte, dedicada a la relación amorosa con Teresa, y que consiste también en una separación: ella abandona a Fidel después de una serie de discusiones o incomprensiones provocadas en gran parte por la tendencia del protagonista a los celos y a su incapacidad de entender los rasgos más extremos de la mujer a la que ama. Se trata para él de un verdadero trauma, vivido con «una impecable lucidez» (224), con la plena conciencia del fracaso y de la pérdida. La separación lo deja anonadado y solo, y la parte termina con el único deseo que le queda: «Tan sólo deseaba que se lo tragara la tierra». En cuanto al final de la novela en sí misma, también es el de la quinta parte, que tiene lugar catorce años después: Fidel ha pasado un par de años en París, conocido a varias mujeres y tenido diferentes tipos de relaciones, antes de volver a España y casarse con Delia; pero, perseguido por el recuerdo de Teresa, ha
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abandonado a su esposa embarazada para dedicarse a encontrar a su ex amante; y la última parte cuenta precisamente este encuentro, marcado por la desilusión. Fidel y Teresa no consiguen dar una segunda vida a la intensidad de sus pasadas vivencias, y la separación esta vez es definitiva: después del fracaso tan rotundo de su búsqueda de absoluto, la muerte del protagonista parece inexorable, y surge por intervención de un agresor anónimo, quizás el propio marido de Teresa o un hombre de paja suyo. Este final cierra el libro con el sello de la tragedia, subrayada por la última escena, patética: Delia, la esposa abandonada, acaba de dar a luz a su hijo, en una habitación de hospital, velada por la madre de Fidel. Como si las verdaderas mujeres ejemplares de la novela fueran éstas, en un sentido mucho más tradicional que en La noche en casa. En las dos novelas analizadas hasta ahora, llama la atención una singular paradoja: los protagonistas son claramente los personajes masculinos, en la medida en que son el centro de la intriga y ocupan la mayor parte del espacio del texto; la narración de lo que viven o piensan, el sufrimiento y el desamparo que experimentan pueden despertar la compasión del lector, e incluso una forma de identificación clásica en el procedimiento de la lectura. Pero a pesar de esto, y como ha demostrado el presente análisis, son los personajes femeninos secundarios los que enseñan la vía de la libertad, sea a través del erotismo, de una búsqueda identitaria asumida, o de una dinámica vital fértil y productiva. La mujer es el vector de una toma de conciencia o de una revelación para el protagonista masculino, y en esto adquiere sin duda una dimensión de modelo, de guía, de figura ejemplar; lo que puede implicar que los hombres tengan el papel de contraejemplos, pero la cosa no es así de simétrica. Chéspir o Fidel no contradicen los valores encarnados por los personajes femeninos, sino que aspiran a ellos sin conseguirlo. Tampoco puede considerarse que el autor los condene designándolos como modelos a no seguir. Claro está que ahí interviene la subjetividad de la interpretación del lector, como lo defiende Vincent Jouve, pero parece algo excesivo hablar de contraejemplos en la medida en que Guelbenzu hace hincapié en el proceso, siempre lúcido, de búsqueda de una armonía encarnada por las figuras femeninas, y el fracaso de los personajes no quita valor a su recorrido ni a su intención. En La noche en casa y El río de la luna, José María Guelbenzu enseña, pues, de cierta manera el camino a seguir, lo que podría parecer contradictorio quizás con el inicio de su carrera literaria: se trata de un escritor que proviene del experimentalismo, con la publicación de El mercurio en 1968, y que, por lo tanto,
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funda su obra en alguna forma de provocación o al menos de ruptura con los modelos establecidos. Sin embargo, es de señalar que, por una parte, esas dos novelas se corresponden con el final de su etapa experimentalista y que, por otra, el papel esencial del contexto histórico en ellas invita a relacionar su dimensión ejemplar con su fecha de publicación (1977 y 1981): no puede ser casual que las dos obras de Guelbenzu que tratan del franquismo de manera más explícita sean precisamente las publicadas en estos años de transición; tampoco lo es que propongan un ejemplo de vía hacia la libertad por intermedio de las mujeres. Ahora bien, cabría preguntarse si la obra posterior del autor y sobre todo las evoluciones recientes de su producción literaria siguen dando vida a la misma clase de figuras femeninas potencialmente ejemplares. La verdad es que un esquema del mismo tipo que el descrito hasta ahora, con este típico contraste entre personajes masculinos y femeninos, aflora de forma más o menos explícita en la inmensa mayoría de las novelas de Guelbenzu, con los motivos de la fascinación por una mujer —El esperado (1984), La mirada (1987) y La tierra prometida, (1991)—, de la mujer esposa y madre que aspira a desarrollarse de otra manera —La tierra prometida y El sentimiento (1995)—, de la mujer brillante en el ámbito intelectual o profesional —El sentimiento y Un peso en el mundo (1999)—, sin olvidar la larga lista de hombres torturados, y de alguna manera u otra fracasados, que pueblan todos estos textos. Hasta llegar a los años 2000 y al giro inesperado que José María Guelbenzu ha querido dar a su carrera literaria, publicando una novela policíaca de corte muy tradicional, titulada No acosen al asesino (2001). Lo que sólo iba a ser una pausa recreativa o un respiro, según las propias palabras del autor, se convirtió en una serie, cuya cuarta entrega ha salido a la venta en el 2008, y que sólo se ha interrumpido para dejar paso a una novela más ambiciosa, Esta pared de hielo (2005), en la que Guelbenzu reanuda su línea narrativa habitual. Respecto al tema de la ejemplaridad, la elección del género policíaco de enigma, a la inglesa, plantea la cuestión de la eventual dimensión moral, incluso moralista, de este tipo de novelas: en el seno de una comunidad cerrada, el crimen viene a perturbar un orden social establecido que sólo se podrá recuperar gracias a la designación del culpable por parte del investigador, en general durante una de esas típicas escenas de recapitulación del caso y revelación de la identidad del criminal; es decir que la intriga desemboca sistemáticamente en una vuelta a la normalidad después de la transgresión a la norma o a la ley.
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Las novelas propuestas por Guelbenzu no se salen de la regla: restablecer el orden es la delicada misión de un personaje femenino recurrente, la jueza Mariana de Marco, una figura esencial para nuestra perspectiva de análisis. Su retrato va cobrando espesor a lo largo de las diferentes entregas, conforme al deseo del escritor, que sólo concibe la existencia de la serie con la condición de ir completando y desarrollando cada vez más a su protagonista. Se trata de una mujer de unos cuarenta años, divorciada y sin hijos, ex abogada de éxito que acaba de acceder a la carrera judicial. Atractiva e inteligente, se la puede considerar en algunos aspectos como una heredera de la protagonista de La noche en casa, en una versión digamos más contemporánea: ha conseguido una situación profesional brillante, es ambiciosa, respetada, y asume todo lo que es, tanto la soledad o las dudas como el éxito o el poder; en fin, una mujer indepediente y libre, representativa de la evolución reciente de la sociedad española de su época, aunque a veces tenga que confrontarse con prejuicios de otros tiempos. Su función de juez la coloca de entrada en una posición simbólica ideal para una ejemplaridad de tipo moral y tradicional; el magistrado forzosamente se sitúa encima de los individuos corrientes para poder trazar la frontera entre el bien y el mal: «No es fácil ser quien juzga a los demás y sentirse iguales a ellos. El concepto de autoridad seguía manteniéndose muy cerca del de superioridad pese a la llegada de la democracia» (La muerte viene de lejos, 28). Mariana de Marco ejerce su deber con autoridad y firmeza, y se distingue muy claramente del resto de los personajes, cuanto más tanto que Guelbenzu sitúa las intrigas en unos ambientes provincianos reconstituidos con minucioso costumbrismo, dando vida, por ejemplo, a otras categorías de figuras femeninas, como son las integrantes de la burguesía media de la colonia de veraneo que organizan meriendas para comentar el crimen en No acosen al asesino. Aunque no deje de apreciar a esta gente, Mariana de Marco, con su gusto por la soledad y la libertad, por el whisky y las novelas del siglo XIX, desentona un poco y ofrece una cara mucho más moderna y sofisticada. Tratándose de una novela policíaca, el contraste entre el personaje femenino y los hombres toma un nuevo cariz, que es el de la confrontación entre la jueza y los culpables, entre el bien y el mal: los criminales e incluso los sospechosos son sistemáticamente personajes masculinos; pero la relación que se establece entre ellos y Mariana suele sobrepasar el marco de la estricta investigación policíaca, matizándose con actitudes de desafío, de provocación, de fascinación o de atracción mutuas. Volviendo al principal eje que guía nuestro estudio, la figura de la jueza
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de Marco resulta, pues, difícil de clasificar en términos de ejemplaridad. En efecto, por un lado, si bien su calidad de heroína recurrente y su función de magistrado tienden a determinarla como modelo en el sentido más tradicional o conservador, los momentos de duda y desamparo que la asaltan, cada vez más numerosos en las entregas que se suceden, la humanizan haciéndola falible. Por el otro, su vida privada o su personalidad la convierten en un ejemplo de mujer liberada, fuerte e independiente, pero sin llegar a tener el mismo alcance que en La noche en casa o El río de la luna. Quizás estas dos caras del personaje no se excluyan una a otra, ya que acaban por componer una figura presentada como ejemplar, en parte gracias al empleo de técnicas similares a las estudiadas en el caso de Paula o Teresa, en parte debido a la elección de un género codificado, ya de por sí portador de una forma de ejemplaridad tradicional (un héroe provisto de cualidades superiores, que resuelve una situación problemática en nombre del Bien y de la Verdad). No deja de llamar la atención la evolución que ha sufrido la figura femenina desde las novelas del periodo de la Transición política: Mariana de Marco representa al fin y al cabo un modelo bastante conservador, menos audaz para su época de lo que eran personajes como Paula o Teresa. Quizás eso tenga que ver con el punto de vista sobre la sociedad privilegiado por el escritor en su producción reciente. En las novelas policíacas, Guelbenzu retrata con ironía una España de provincias donde la vida social está condicionada por el chismorreo y las mentalidades siguen influenciadas por prejuicios anticuados. En cuanto a Esta pared de hielo, propone un tono crítico mucho más cínico para juzgar una época decadente, caracterizada por la ignorancia y la inconsciencia. Prueba de ello son las satíricas escenas del velatorio, en las que dominan la cursilería y la hipocresía, o el discurso del Diablo, que a lo largo de su conversación con la Muerte se queja de un mundo poblado de almas que «son sólo pellejo y artificio sin nada dentro» (284); para expresar parte de su cosmovisión, el escritor escoge nada menos que al Diablo y a la Muerte, dos figuras por esencia superiores a los simples mortales, convertidas en unos jueces implacables que condenan la sociedad contemporánea con un tono severo y moralizante. Aunque exista, pues, un parentesco innegable entre los personajes femeninos creados por Guelbenzu en sus novelas del periodo de la Transición y la heroína recurrente de sus novelas policíacas, el tratamiento de la noción de ejemplaridad ha conocido una evolución que sin duda refleja un aspecto del recorrido intelectual del autor. Mientras que figuras como las de Paula —La
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noche en casa— o Teresa —El río de la luna— encarnan unos modelos dinámicos, osados y alentadores, el ejemplo representado por Mariana de Marco veinte años más tarde es de corte tradicional y en algunos aspectos conservador, como si el autor hubiera querido adaptar su propósito a los sentimientos que le parece inspirar la sociedad en la que le ha tocado vivir. No se trata de una regresión sino de una reacción: la de un escritor que, desde lo alto de su posición de intelectual y crítico literario respetado, adopta la actitud del sabio distante para observar un mundo que le desagrada, pero sin ofrecer ninguna clave. Es ahí precisamente donde la ejemplaridad puede perder parte de su fuerza y de su dimensión pragmática: el modelo propuesto ya no tiene tanto impacto si no indica la vía a seguir para trascender las plagas de la sociedad actual, y la heroína de novelas policíacas contemporáneas no alcanza el profundo valor emblemático que llegaron a cobrar los personajes femeninos creados en una época en la que estaba permitida la esperanza.
BIBLIOGRAFÍA BOUJU, Emmanuel/GEFEN, Alexandre/HAUTCŒUR, Guiomar/MACÉ, Marielle (eds.) (2007): Littérature et exemplarité. Rennes: Presses Universitaires de Rennes (Col. Interférences). GUELBENZU, José María (1990 [1977]): La noche en casa. Barcelona: Destino. — (1989 [1981]): El río de la luna. Madrid: Alianza (Col. El Libro de bolsillo). — (2001): No acosen al asesino. Madrid: Alfaguara. — (2004): La muerte viene de lejos. Madrid: Alfaguara. — (2005): Esta pared de hielo. Madrid: Alfaguara. JOUVE, Vincent (2007): «Quelle exemplarité pour la fiction?». En: Littérature et exemplarité (ed. de Emmanuel Bouju, Alexandre Gefen, Guiomar Hautcœur y , Marielle Macé). Rennes: Presses Universitaires de Rennes (Col. Interférences), pp. 239-248. MARCO, José María (1988): «El espacio del deseo, la grieta y el mercado». En: Quimera, 75, pp. 53-57.
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TRAYECTORIAS EJEMPLARES EN HAY ALGO QUE NO ES COMO ME DICEN EL CASO DE NEVENKA FERNÁNDEZ CONTRA LA REALIDAD, DE JUAN JOSÉ MILLÁS Isabelle Fauquet
Hay algo que no es como me dicen (2004), de Juan José Millas, cuenta la historia verdadera de Nevenka Fernández, una joven concejal del PP de Ponferrada (Castilla y León) que denunció públicamente, en 2001, al alcalde Ismael Álvarez, por acoso moral y sexual. El texto, que establece un pacto de lectura referencial1, relata la investigación de un narrador-personaje sobre este caso. Un tal «Juanjo», narrador homodiegético, se entera de los acontecimientos de Ponferrada a través de la prensa, lo que suscita en él cierto interés por el caso y su protagonista, a la que decide conocer personalmente. Este encuentro da lugar a un año de entrevistas en las que Nevenka cuenta su trágica aventura al narrador-personaje, lo cual desemboca en el relato que leemos. El relato lo constituyen, pues, dos niveles diegéticos —la historia de la investigación del narrador (2001-2003) y la historia de la protagonista, Nevenka, objeto de la investigación (1999-2001)— que, lejos de ir por separado, no dejan de superponerse y mezclarse a lo largo del texto. El narrador-personaje, que lleva el mismo nombre, aunque incompleto, que el autor, es a la vez la instancia narradora que recoge los testimonios mediatizándolos y un personaje escenificado en una figura de escritor. 1
En efecto, los datos extratextuales que se incluyen en el relato (fechas, lugares, nombres, acontecimientos) son todos verificables. Además, el paratexto también confirma el componente factual del relato, desde la coincidencia entre autor y narrador —de la que hablaremos más adelante— hasta la contracubierta y las entrevistas al escritor que insisten en el anclaje referencial del relato.
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El relato de Millás convierte el «caso Nevenka» en una historia ejemplar en los dos sentidos —pragmático y cognitivo— del término (Giavarini 2008: 7-26). En efecto, por una parte, presenta la trayectoria singular y admirable de una víctima que acaba superando este estatuto y consigue denunciar una práctica todavía tabú en la sociedad española. Nevenka adquiere así la dimensión modélica de una figura digna de ser imitada. Su ejemplaridad es, pues, pragmática, o sea, vinculada con la acción y los valores (Jouve 2007: 240): el «buen ejemplo» constituido por Nevenka se erige en paradigma. Por otra parte, su historia es «ejemplificadora» en la medida en que es representativa de un fenómeno más general y mal conocido —el acoso—, e incluso de todo un sistema fundado en el machismo de la sociedad española. También ilustra la manipulación de la realidad por el discurso mediático y político. Esta segunda dimensión, cognitiva, permite articular lo particular y lo general, la vivencia individual y la norma; por eso, es factor de conocimiento, en relación ya no con la acción y los valores sino con el saber (Macé 2007: 28-29). Ejemplar es también la actuación del personaje-narrador, y su mismo proyecto narrativo. La estructura adoptada, la de la investigación, nos llevará a considerar su trayectoria, contada en un segundo nivel diegético, como la modalidad más adecuada al compromiso ético del narrador y, con él, del mismo autor. Relato factual que, sin embargo, utiliza unos mecanismos que lo vinculan con otro tipo de enunciados —entre los cuales el discurso argumentativo y el ficcional—, el libro se erige en una forma de contrapoder cuya finalidad es revelar una verdad oculta —porque ocultada— sobre el «caso Nevenka» y publicar un alegato contra el machismo.
LA
T R AY E C TO R I A E J E M P L A R D E
N EV E N K A
Del primer nivel diegético, dedicado a la reconstrucción de la historia de Nevenka, se desprende una ejemplaridad pragmática, en la medida en que la evolución de la protagonista vehicula una «lección» práctica para el lector, o quizás más bien la lectora. Aseguran la eficacia de esta ejemplaridad pragmática varios recursos propios de la ficción, o más habituales en ella, que procuran crear una identificación con el personaje. Destacan entre ellos el uso de las metáforas y el empleo de determinadas estructuras codificadas, como el relato de aprendizaje.
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Una «víctima inocente» (Ph. Hamon) Nevenka aparece primero como una víctima indefensa y acorralada, mediante una isotopía militar2 que recorre todo el texto y culmina con la comparación de Nevenka con una «fortaleza en ruinas» (77). Ella corresponde al tipo de la «víctima inocente», destacado por Philippe Hamon (1984: 190) a propósito de la novela realista. Éste considera dicha figura como la articulación de dos ejes maniqueos: un eje moral, en el que se oponen el inocente y el culpable, y un eje narrativo, o sea estructural, constituido por la pareja víctima/vencedor. En el eje moral, Nevenka encarna, pues, el personaje inocente frente al culpable, el alcalde Ismael Álvarez. Añade Vincent Jouve (1992: 212-213) que la «víctima inocente» es una de las figuras privilegiadas del pathos novelesco, ya que, al crear un vínculo de simpatía con el personaje que sufre injustamente, permite la identificación del lector. En el texto, las metáforas animales son las que crean el efecto de pathos, asimilando a Nevenka a un pez, desde la portada. En ésta, se ve un dibujo donde un hombre —representación del alcalde— está a punto de beber una copa en la que nada un pececito de colores, imagen de una Nevenka indefensa que va a ser aniquilada. La metáfora del pez, que reaparece luego en el libro3, permite ilustrar la situación de Nevenka cuando llegó al Ayuntamiento, como comenta el narrador: «Cuando viajé a Ponferrada y conocí de cerca la atmósfera moral del Ayuntamiento, me pareció que era un microcosmos de peces negros en el que había ido a caer inocentemente un pez de colores» (46). El adverbio «inocentemente» permite identificar con claridad el estatuto de «víctima inocente» de Nevenka, haciendo hincapié en el maniqueísmo de su antagonismo con el alcalde y su entorno. Por consiguiente, el objetivo es en este caso, como subraya Vincent Jouve a propósito del personaje patético, convertir la «comunión afectiva» entre el lector y el personaje en una «comunión ideológica» que incite al primero a tomar partido por el segundo. En el eje moral, el inocente es, entonces, el per-
2 Se pueden notar la omnipresencia de la palabra «acoso» y la recurrencia de «asedio» (78, 164); «cerco», (73, 82); «conspiración» (89); «trampa» (93, 162, 164); «acorralada» (108); «emboscada» (81, 161); «complot» (69, 80, 89). 3 «En el salón de la casa de los padres de Nevenka, en Ponferrada, había un acuario grande [...]. Cierto día, [Nevenka] advirtió [...] que la población del acuario había disminuido [...]. Su madre le dijo que había comprado un pez negro que quizá se estaba comiendo el resto» (45).
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sonaje «positivo». En cambio, en el eje narrativo que opone la víctima al vencedor, el personaje valorado es el que surge victorioso, el que «triunfa». Ahora bien, en Hay algo que no es como me dicen, Nevenka desempeña sucesivamente ambos papeles —víctima y vencedora— en una trayectoria que la hace pasar de un estatuto a otro, de modo que su itinerario recuerda al de la novela de formación.
Un «aprendizaje ejemplar» (S. R. Suleiman) Para Susan Rubin Suleiman (1983: 79-124), la «estructura de aprendizaje» es uno de los modelos narrativos característicos del relato ejemplar, que ella define como relato portador a la vez de una enseñanza —ejemplaridad cognitiva— y de una regla de acción práctica —ejemplaridad pragmática—. Recuerda que, según Lukács (1989), el héroe de toda novela de aprendizaje sufre dos transformaciones: la primera lo hace pasar de la ignorancia al conocimiento de sí mismo; y la segunda lo lleva de la pasividad a la acción. El personaje de Nevenka sufre esta doble transformación bajo la forma de lo que el narrador llama «el proceso de extrañamiento».
De la ignorancia al conocimiento de sí mismo: el proceso de «extrañamiento» como condición de acceso a la autonomía El primer sentido de «extrañamiento» es el asombro. Es el asombro de Nevenka tremendo cuando descubre que siempre vivió en un mundo de ilusiones hasta que este mundo se derrumbó a causa del trauma del acoso. El relato de Millás se asemeja perfectamente en eso a la novela de aprendizaje tal y como la define Nicolas Demorand: Nous entendrons donc par là un roman de début de vie qui suit les traces d’un héros jeune réduit dans un premier temps à la somme de ses illusions. La vision qu’il a du monde est entièrement soumise à ces chimères, qui agissent comme un filtre entre lui et le réel, à tel point que la réalité finit par se retourner contre lui (sous la forme d’épreuves diverses, amoureuses, sociales...). De l’illusion au sentiment d’une ignorance: telle est la première étape de l’apprentissage (1995: 14).
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La dialéctica incredulidad/toma de conciencia recorre, pues, todo el texto, a través de dos redes semánticas opuestas. Por una parte, el narrador subraya la ingenuidad de Nevenka4 y, por otra, su lucidez progresiva5 que la lleva a decir: «Hay algo que no es como me dicen» (119). El propósito es que el lector reproduzca la misma trayectoria que el personaje, de la ignorancia al saber, del error a la verdad. El derrumbe de las ilusiones provoca un «extrañamiento» en el sentido etimológico, o sea la transformación de uno en un sujeto extraño, ajeno. Cabe recalcar primero que la «extrañeza» es uno de los rasgos del protagonista de la novela de aprendizaje, como expone Nicolas Demorand: «Les héros sont étrangers par nature —et c’est sur le récit de cette étrangeté que se fonde le roman d’apprentissage» (1995: 85). En efecto, Nevenka siempre fue una extraña entre los suyos. Ella acumula varios rasgos del «niño bastardo»6 destacados por Marthe Robert (1972), entre los cuales consta la «mediocridad nativa», que se trasluce en su malformación física inicial (nació con una hernia) y también en su nombre extranjero, ya que, como apunta el narrador con mucha gracia, «era otra forma de descolocar a la recién nacida, pues vivir en Ponferrada con ese nombre es como vivir en la estepa rusa llamándose Mari Carmen» (113). La insistencia en la marginación involuntaria de Nevenka acentúa la dimensión patética del personaje y solicita la compasión del lector. El proceso de «extrañamiento» concierne también todo lo que define la identidad de Nevenka: sus padres, su país y sus valores. Nevenka siente «extrañeza» hacia sus padres7 y acaba por exiliarse8, marchándose primero a Inglaterra y después a «una ciudad del norte de Europa» (206) cuyo nombre el 4 «No se lo podía creer» (18, 147, 170); «no podía creerlo» (19); «incrédula» (18, 141); «no caberle en la cabeza» (55, 170). 5 «darse cuenta» (12, 16, 68, 70, 74, 76, 84, 85, 98, 124, 184, 185); «comprender» (60, 69, 71, 81, 84, 104, 149, 156, 168, 188); «comprobar» (60, 111); «notar» (156). 6 La noción del «niño bastardo» recorre toda la obra de Juan José Millás e incluso aparece en el título de una de sus novelas, Tonto, muerto, bastardo e invisible (1995). Además, en muchas ocasiones, el autor ha expresado su deseo de insertarse en la «literatura del bastardo» entendida como una literatura de la duda, que pone en cuestión la realidad, frente a la «literatura del hijo legítimo», triunfante. Se inserta así en la estela de La metamorfosis de Kafka, otro texto al que se alude explícitamente en Hay algo que no es como me dicen, como también en La soledad era esto (1990) (cf. Cabañas Vacas 1998). 7 «De súbito, la extrañeza que sentía respecto a la casa se trasladó también a sus padres [...], aquellos padres que le empezaban a parecer también extraños» (69). 8 El exilio es otro sentido de «extrañamiento».
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narrador quiere mantener secreto. Además de este desarraigo familiar y geográfico, Nevenka cuestiona la «realidad» en la que la educaron sus padres, es decir, una mentalidad estrecha marcada por el machismo y la homofobia a la cual ella va a oponer su propia experiencia de la realidad9. De modo más general, el personaje rechaza toda la sociedad burguesa de la que procede: «Nevenka, pues, había sido “una de ellos” hasta que “ellos” empezaron a producirle horror» (27). El personaje empieza a definirse en oposición a un sistema de valores del que fue víctima y con el que ha dejado de identificarse. Al fin y al cabo, este desarraigo permite que Nevenka, cuyos despojos abren el libro («Los restos de Nevenka»), se reconstruya al final («Nace la otra Nevenka»). Los títulos de estos capítulos —situados en las dos extremidades del libro— sugieren que el camino recorrido por Nevenka es un proceso vital inverso, de la muerte al renacimiento. Este «extrañamiento» hacia su entorno desemboca luego en un desarraigo ante ella misma que le permite acceder a la autonomía como sujeto, al pasar de la pasividad a la acción.
DE
L A PA S I V I D A D A L A AC C I Ó N
La pasividad es característica de cualquier víctima de acoso, como indica Marie-France Hirigoyen, psiquiatra especialista en el tema, citada en el relato de Millás: «el primer acto del depredador es paralizar a su víctima para que no se pueda defender» (103). El acoso que sufrió Nevenka durante meses fue al tiempo moral —a base de llamadas telefónicas obsesivas por parte del alcalde, humillaciones, vejaciones, insultos— y sexual —piropos escabrosos, comentarios y actitudes inconvenientes, solicitación permanente y hasta tocamientos íntimos—. El conjunto de estos «mecanismos de anulación de la personalidad» (107) colocaron a Nevenka en un estado de pasividad y sumisión, como lo recalca la red semántica de la parálisis10. Fue precisamente el libro de Marie-
9 «“Hay algo que no es como me dicen”. Por ejemplo, su padre siempre se había referido peyorativamente a los homosexuales, pero Nevenka tuvo, durante su época de estudiante en Madrid, un amigo homosexual que era una persona encantadora [...]. Por ejemplo, se había educado en la idea de que una mujer que se acostaba con dos hombres distintos era una ninfómana y tenía compañeras normales que habían pasado por esa experiencia sin acabar en un burdel» (119). 10 «no podía comprender aquella parálisis» (103); «Yo ya era incapaz de reaccionar» (164); «tuvo conciencia de que no se podía mover» (105).
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France Hirigoyen, junto a una terapia psicoanalítica, lo que ayudó a Nevenka a actuar. Como dice Suleiman a propósito de la novela de aprendizaje, «le héros va dans le monde pour se connaître et atteint cette connaissance à travers des actions qui sont à la fois des “preuves” et des épreuves» (1983: 81). Las «pruebas» por las que pasa Nevenka son, pues, la dimisión del Ayuntamiento y la denuncia de su agresor, gracias a las que deja de ser «una de ellos». Esta ruptura con su entorno se materializa también en actos simbólicos, como el tatuaje de Piolín en la muñeca que, además de metaforizar su enfrentamiento con el alcalde —asimilado a Silvestre—, fue, como dice ella, «un acto de afirmación» (126). Del mismo modo, su relación amorosa con Lucas, antítesis de su ex novio «tópico» Ramón, es otra forma de encontrarse a sí misma, ya que, al rechazar el modelo de la pareja convencional, Nevenka se opone a la sociedad conformista de la que procede. Entonces, a partir de la denuncia, Nevenka se aleja de su «mundo» y accede a la autonomía del sujeto. Por consiguiente, Nevenka efectúa un aprendizaje ejemplar que le permite superar su papel de víctima, lo cual le permite hallar su verdadera identidad. Aun así, ¿será legítimo decir que esta trayectoria la convierte en verdadera heroína?
¿Un personaje heroico? El personaje de Nevenka comparte algunos rasgos con el héroe del cuento tradicional, primero en lo relativo a su nacimiento singular como hemos visto. Precisamente, para Otto Rank (2000 [1922]), la marginación inherente al nacimiento funciona como unas señas de identidad del héroe: salvar los obstáculos ya presentes a la hora de su nacimiento le da una dimensión mítica, convirtiéndole en un sujeto dispuesto a realizar proezas para encontrar su lugar en el mundo. La asimilación de Nevenka a una heroína de cuento pasa también por la referencia intertextual a Hänsel y Gretel de Grimm, que recorre todo el libro. Nevenka y su novio Lucas, cuya historia es «una historia de la iniciación a la vida» (77), son los dos huérfanos del cuento que consiguen escapar de las manos del enemigo —la bruja en el cuento, Ismael Álvarez en el «caso Nevenka». Además, Nevenka se define por su soledad, a semejanza del héroe antiguo. En efecto, durante el «caso», ella es abandonada por todo su entorno: sus colegas del PP, sus diversos apoyos y hasta su familia. La soledad permite, pues,
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destacar su valor, ya que toma la decisión de denunciar al alcalde en contra de la opinión de todos. Las «pruebas» de las que ya hemos hablado y la victoria —noción consustancial a la de héroe— de Nevenka en los tribunales contribuyen también a asimilarla a una «heroína». No obstante, el desenlace del relato matiza el «triunfo» de Nevenka porque el narrador afirma que la historia termina «regular» (209), «con la víctima feliz, pero exiliada, y el agresor protegido por la solidaridad y el cariño de los suyos» (208). A la luz de los últimos acontecimientos —el 2 de septiembre de 2010, Ismael Álvarez anunció que se presentaba, con una lista independiente, a las elecciones municipales de Ponferrada (González 2010)— el final de Hay algo que no es como me dicen añade una nota de desencanto a la trayectoria de Nevenka, al mismo tiempo que propone una ética fundada ya no en unos principios globales y colectivos, sino en una respuesta que no pasa de la esfera individual. En efecto, el héroe tradicional es una representación sociocultural porque es el portavoz de los valores compartidos por los miembros de la comunidad de la que procede, como lo recalcan Jean Molino y Raphaël Lafhail-Molino: «Le héros de la tradition [...] incarne les valeurs de la communauté à laquelle il appartient et constitue en même temps un modèle auquel l’auditeur de la culture orale a tendance à s’identifier» (2003: 186). En cambio, la especificidad de Nevenka es que, después de haber representado y defendido los valores colectivos de su comunidad, como concejala electa, se distancia de ellos para acceder a la autonomía; o sea que la victoria de Nevenka se sitúa sólo a nivel individual: ya no defiende ningún valor colectivo sino que busca su propia supervivencia. Su trayectoria va de la dependencia a un sistema (colectivo) a la afirmación de su propia existencia (individual), es decir que su lucha —su «proeza»— sólo consiste en defenderse a sí misma; mientras que el narrador es quien da a su historia un alcance más general. Le confiere una dimensión pragmática, ya que, con la alusión intertextual al cuento infantil Hänsel y Gretel, asimila su propio relato a un cuento, con una finalidad didáctica. Del mismo modo que los cuentos desempeñan un papel «terapéutico» sobre el niño (Bettelheim 1976), el relato de Millás quiere convertirse en una enseñanza para cualquier mujer que sea víctima de acoso. Así pues, vemos que el primer referente de la primera persona del singular en el título («hay algo que no es como me dicen») es el personaje de Nevenka. Su trayectoria —de la ignorancia al conocimiento, de la «víctima inocente» al personaje victorioso— puede convertirse en modelo para las potenciales vícti-
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mas de acoso. Paralelamente, en un segundo nivel diegético, el título se aplica también al narrador que realiza otro tipo de trayectoria: de la manipulación por la opinión pública del «caso Nevenka» a la necesidad de reconstituir la verdad, a través de la modalidad de la investigación.
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«El complot de la realidad» El narrador denuncia la manipulación del «caso Nevenka» en el espacio público, recurriendo a la fórmula «el complot de la realidad» (80), que consiste en convertir a la víctima en culpable. Para dar cuenta de ello, se vale de la paradoja, a través de la dicotomía verdad/mentira, que aparece ya desde el subtítulo del relato. En efecto, «El caso de Nevenka Fernández contra la realidad» designa la lucha de la protagonista no contra la realidad en su sentido común, sino contra la verdad oficial, o sea, las apariencias, la disimulación y la mentira. Por ejemplo, participó de esta distorsión de la realidad la actitud del fiscal, que invirtió la situación jurídica al dirigirse a Nevenka como si fuera la acusada y no la denunciante11: «La dureza y la grosería de los interrogatorios de este hombre fueron tales que el juez tuvo que llamarlo al orden, señalándole que Nevenka Fernández no estaba allí en calidad de acusada, sino de víctima» (26; énfasis mío). El narrador pone además de relieve el papel de la prensa en este «complot», particularmente el de la prensa local, que, según él, se halla «en muchos aspectos, prisionera del PP» (25). Denuncia el tratamiento parcial y la selección arbitraria de la información, como después de la publicación del veredicto que condenó a Ismael Álvarez, cuando afirma: «No leí ningún editorial sobre el caso, quizá porque a ningún periódico le pareció extraño o enfermizo que la víctima se hubiera exiliado mientras el verdugo leía el pregón de las fiestas en su pueblo» (205). El discurso del narrador recuerda al de los escritores del realismo social de los años cincuenta, cuya denuncia de la manipula11
«Muchos todavía [...] recuerdan [el juicio] por la sorprendente, cuando no pintoresca, conducta del fiscal José Luis García Ancos, que en una de las sesiones se dirigió a la denunciante en estos términos: “¿Por qué usted [...] que no es una empleada de Hipercor que la tocan el trasero y que tiene que aguantar por el pan de sus hijos, por qué usted aguantó?”» (26).
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ción de la información por el régimen franquista estaba arraigada en su desconfianza hacia un «uso pervertido del lenguaje [por la] propaganda» (cf. Champeau, en el presente volumen, 57).
Reconstruir la verdad Frente a la manipulación de los hechos por el discurso mediático, el narrador decide «ocuparse de la verdad» (90). Propone, entonces, otra modalidad de relación con el saber, más especulativa, bajo la forma de la investigación. La pesquisa pasa rápidamente de unas informaciones «mediatizadas» —e insuficientes—, sacadas de la prensa, a unas informaciones «inmediatas», que cobran la forma del testimonio de la víctima y de sus familiares. Pero, paradójicamente, el narrador adopta una modalidad periodística —la investigación— para ponerla al servicio de un discurso que propone otro funcionamiento del lenguaje, cuya finalidad no es sólo transcribir la realidad, sino explicarla y darle sentido. En efecto, después de llevar a cabo la investigación, propone una reconstrucción organizada de la historia, desvelando así su fonction de régie (Genette 1972: 261-262), lo cual dota el discurso de una dimensión argumentativa. La fonction de régie es lo que da a la historia un «sentido», entendido a la vez como «dirección», a través de la perspectiva, y como «significado», gracias a la narrativización de los hechos que los organiza en una intriga. La perspectiva, facilitada por el carácter retrospectivo de la escritura, permite dar una visión panorámica de la historia que aparece en numerosas prolepsis. Esta estrategia, que consiste en una observación a posteriori de los hechos, sirve para recalcar que los eventos, lejos de surgir aisladamente, lo hacen en conformidad con un orden preciso, en un proceso determinado. Además, el narrador elige, organiza y jerarquiza los hechos, en busca de los elementos desencadenantes12. Para narrar la historia de Nevenka, tiene que reconstruir su pasado (de ahí la alusión a su nacimiento), buscando causas y haciendo inferencias. Para llevar a cabo esta tarea, se vale también de la «puesta en intriga», que aparece metaforizada en el texto a través de la alusión al puzle, declinada bajo 12
Cf. las frases siguientes: «Las horas previas a la toma de esa decisión, que es central en todo el conflicto» (p. 49); «En aquella fecha había surgido, en efecto, el primer chispazo que presagiaba el cortocircuito que se estaba produciendo ahora» (66).
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las imágenes de la sintaxis13 o del motor14. Al establecer relaciones lógicas entre las partes, confiere una cohesión al conjunto, mostrando que si los eventos sueltos no tienen significación propia, el hecho de colocarlos dentro de una serie es lo que les da coherencia y sentido15. Sin embargo, notamos que el narrador, en este segundo nivel diegético, modaliza bastante su discurso a través de numerosas locuciones hipotéticas, mostrando así al lector que no es omnisciente y que quedan huecos y sombras en su reconstrucción de la historia. Se trata de una estrategia destinada a construir su etos, demostrando que obra de buena fe, sin que estos matices cuestionen su interpretación general de los hechos. Por ejemplo, rectifica a veces sus intuiciones personales al confrontarlas con la realidad, o expone dos versiones de un mismo acontecimiento, sin zanjar. El narrador matiza así el carácter autoritario del discurso argumentativo y deja un espacio para la duda. Por eso, podemos identificar un tercer referente para la primera persona del título (después de Nevenka y del narrador): el lector. En efecto, gracias a un discurso modalizado, el narrador procura que el lector haga suya la frase «Hay algo que no es como me dicen», incitándolo a reconocer la parcialidad de los discursos ajenos y a cuestionar su veracidad. La actitud del narrador ante los discursos institucionalizados parece, pues, modélica, en una óptica pragmática de enseñanza al lector.
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«El detonador había sido la fiesta en la que el equipo de gobierno municipal celebraba la victoria por mayoría absoluta del PP en las elecciones generales, pero la carga explosiva se había ido acumulando por la adición de pequeños sucesos de acoso, cada uno de los cuales, aisladamente considerados, eran como las letras desprovistas de significado de un alfabeto. Había que colocar esos acontecimientos uno al lado del otro para advertir que había una sintaxis y un mensaje de terror en el conjunto» (66; énfasis mío). 14 «A medida que me internaba en las intimidades de una familia [...] “normal” [...] iba estableciendo conexiones que demostraban que cada una de las piezas de una vida, si uno era capaz de colocarlas en su lugar, eran como las piezas de un motor: todas tenían una función» (116). 15 El narrador se parece en eso a la figura del historiador, ya que como explica Paul Veyne a propósito del trabajo historiográfico: «[...] le fait n’est rien sans son intrigue; il devient quelque chose si l’on en fait le héros ou le figurant d’un drame» (1971: 52).
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Una investigación parcial La investigación del narrador es incompleta, en la medida en que él sólo entrevista al «bando» de la víctima, sin recoger el testimonio de Ismael Álvarez. Esta parcialidad se explica por varios motivos. Primero, el narrador insiste en el desequilibrio de la participación mediática de ambos personajes, oponiendo la omnipresencia del alcalde a la ausencia de Nevenka en el espacio público. El relato del narrador, por tanto, quiere restaurar un equilibrio justo entre los dos, otorgando un espacio a Nevenka inversamente proporcional al que tuvo durante el «caso». Además, a través de esa investigación parcial, el narrador toma partido por la víctima, como lo leemos en un artículo publicado a raíz de la publicación del libro: «el escritor no se entrevistó con el alcalde para elaborar este libro ya que “sabía desde el principio de qué lado debía estar”» (Labari 2004: s.p.). La investigación incompleta es entonces una estrategia motivada por un compromiso ético por parte del narrador y, detrás de él, del autor. En el texto, unos indicios narrativos corroboran este compromiso ético, a través de una modalidad discursiva ambigua. Del discurso referido (en estilo directo o indirecto) a unos enunciados que sólo pueden correr a cargo del narrador16, pasando por formas de discurso polifónico en las que el grado de reelaboración del discurso del otro es más o menos importante, el narrador hace variar el grado de proximidad o de lejanía de las voces. Por supuesto, el estilo directo, que muestra la mayor distancia entre la voz del personaje y la del narrador, se emplea mayoritariamente para integrar el discurso de los oponentes de Nevenka, como Ismael Álvarez o el fiscal García Ancos. En cambio, la fusión máxima interviene entre las voces de la ex concejal y la del narrador. Éste se funda en una serie de discursos anteriores del personaje, orales (las entrevistas) y escritos (un cuaderno de notas de Nevenka). Por consiguiente, no imagina totalmente la interioridad de la joven, pero sí reelabora su discurso, provocando una ilusión de compenetración de las voces en la que el narrador parece «ver con» y «pensar con» el personaje. La solidaridad narrativa lleva, por lo tanto, a una solidaridad axiológica entre el narrador y su personaje, como dice Geneviève Champeau a propósito de Ronda del Guinardó de Juan Marsé: «La dimension idéologique du roman passe par cette solidarité narra-
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Lo veremos en la tercera parte.
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tive [...]. Les rapports entre la voix narrative et celle des personnages permettent de dessiner la figure d’un narrateur solidaire du monde qu’il décrit et ayant choisi son camp» (Champeau 1993: 217). En resumen, además de escenificar el proceso de adquisición del saber, la investigación permite cuestionar los discursos sobre la realidad, a los que el narrador sustituye un discurso distinto, que integra una dimensión ficcional. En efecto, para provocar la adhesión del lector y revelar la verdad oculta, se necesitan procedimientos distintos a los del periodismo de información, entre los cuales ya hemos destacado el uso de las metáforas, la fonction de régie del narrador y la polifonía narrativa, que diferencian el relato de un mero reportaje o de un discurso argumentativo, aunque se utilizan estas dos formas genéricas. Hay algo que no es como me dicen revela así una concepción ética de la literatura, poniéndola al servicio de un discurso sobre la realidad social.
HACIA UNA FINALIDAD ÉTICA DE LA LITERATURA La figura del escritor Hay algo que no es como me dicen establece un pacto de lectura referencial no sólo a nivel de la diégesis, sino también respecto a la figura del narrador, que comparte explícitamente algunos rasgos con el autor. Además del nombre común «Juanjo» (abreviación de Juan José), se hallan en el texto algunos biografemas, entre los cuales consta el oficio de escritor, a través de la alusión a dos de las novelas de Juan José Millás, atribuidas a la autoría del narrador —Dos mujeres en Praga y La soledad era esto (42-43)—. Además, el narrador habla de su actividad periodística, cuando menciona, resumiéndola, su columna de prensa titulada «Nevenka», escrita por Juan José Millás y efectivamente publicada en El País el 7 de junio de 2002. Si, por supuesto, estos ecos autobiográficos tienden a fundar un pacto de «veracidad»17, dando más credibilidad y legitimidad a la fuente enunciativa, sirven también para presentar una reflexión sobre el papel del intelectual en la sociedad española de hoy. Se establece en efecto una con-
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Manuel Alberca resume el pacto autobiográfico de la manera siguiente: «En pocas palabras, el autobiógrafo pide al lector que confíe en él, que le crea, porque se compromete a contarle la verdad» (2007: 66)
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vergencia ideológica entre narrador y autor: en el epitexto18, el ciudadano Millás denuncia la actitud de la prensa en el «caso Nevenka»; el autor Millás escribe luego un libro para restablecer la verdad, a través de un narrador que se convierte en su portavoz. Asistimos además a la escenificación del acto de escribir, a través de varios indicios metatextuales de alcance simbólico. Cuando comenta, por ejemplo: «Mi procesador de textos acaba de poner una raya roja debajo de esta palabra, victimología, porque no la reconoce» (104), al utilizar un neologismo, el narrador, en su papel de escritor, intenta llenar un vacío a la vez semiótico y semántico. Por lo tanto, la indicación metatextual remite al carácter novedoso y comprometido del relato. ¿En qué consiste, entonces, este compromiso? El autor Juan José Millás nos da la respuesta en una entrevista: «Mientras haya gente que se interese por casos como éste, que se escriban, alguna esperanza hay, sino sería [...] la derrota» (Barbon 2004: s.p.). O sea que el compromiso responde a una ética de resistencia —Millás habla de «derrota»: en un proyecto de desvelamiento de la verdad, el narrador, y con él el autor, concibe su relato en oposición a los discursos dominantes, parciales y manipulados, y erige la literatura en contrapoder, como lo hacían, en otro contexto y con otros medios expresivos, los escritores del realismo social—. En efecto, subsisten huellas del compromiso literario en España, ya que numerosos escritores intervienen en los debates públicos de manera sesgada por medio de la columna de prensa, entre ellos Millás19. Cabe analizar ahora cómo la escritura comprometida de Hay algo que no es como me dicen cobra la forma del arte de la sátira social y política, basada en el potencial ejemplificador del caso de Nevenka.
Del ejemplo al precedente El «caso Nevenka» es un ejemplo, o sea, la representación concreta de un fenómeno general, el acoso. El proyecto del narrador obedece, pues, a un imperativo ejemplificador que, al generalizar un caso concreto, viene a plasmar un fenómeno más amplio. 18
Se han publicado numerosos artículos y entrevistas del autor acerca del libro (Skirole 2004, Fernández 2004, Melgar 2004). Ver también las columnas del propio Millás (2002 y 2003). 19 También colaboran con El País, entre otros, Javier Cercas, Juan Goytisolo, Almudena Grandes, Javier Marías, Antonio Muñoz Molina y Manuel Rivas.
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Se establece así un constante vaivén entre el caso concreto de Nevenka y la descripción más general de los mecanismos del acoso. Uno de los recursos de esta generalización es la inserción de comentarios en presente gnómico, que expresan unas verdades generales acerca del acoso, y que entrecortan la narración dedicada a Nevenka20. Del mismo modo, el narrador acompaña esta tensión universalizadora con un juego con los pronombres personales, haciendo alternar la tercera persona, cuyo referente es Nevenka, con la segunda, que permite implicar al destinatario, y las locuciones impersonales como «quien», «se» o «uno»21, que tienden a un grado superior de generalización. El ejemplo de Nevenka no es único y se inserta dentro de una serie de casos similares, como dice el narrador al principio: «los juzgados están llenos de denuncias por acoso que rara vez dan el salto a la prensa» (23). No obstante, lo que lo convierte en precedente es primero que haya tenido un eco en la prensa, por ser los protagonistas unas figuras públicas. Otro factor, más decisivo, es la victoria de la víctima en los tribunales, cosa inusual: «Si uno repasa algunas sentencias de los últimos años relacionadas con denuncias que tienen que ver con la violencia ejercida sobre el cuerpo o la mente de las mujeres, se le ponen los pelos de punta» (96). Además, el narrador destaca lo inaudito de este caso al subrayar que ocurrió en una sociedad que no favorece el reconocimiento de las mujeres víctimas de acoso, o sea, una sociedad misógina y hasta machista.
Un alegato contra el machismo El narrador pone en tela de juicio el machismo español del que el «caso Nevenka» fue sólo una plasmación particular. Describe el Ayuntamiento de Ponferrada como «un mundo de machos, más que de hombres» (48) antes de ampliar la noción de «machismo» a todo el sistema del que Nevenka fue víctima: la cultura —«Había sido víctima de su propia cultura, una cultura machista, misógina, brutal en muchos aspectos» (27)—, la tradición —«“Algo
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Por ejemplo: «Nevenka no podía creerlo. Por un momento pasaron por su cabeza todos aquellos meses de terror. Uno de los problemas de las víctimas de acoso es que se sienten culpables en lugar de víctimas» (19); «[Nevenka] se sentía culpable, como es frecuente en las víctimas de acoso» (52; énfasis mío). 21 Desde este punto de vista, las páginas 45-48 son muy significativas.
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habrá hecho”, parecían continuar diciendo, para mantener viva esa tradición tan nuestra de criminalizar a la mujer que ha sido agredida por un macho» (206)— y hasta la ley —«El delito de acoso es nuevo en nuestro ordenamiento. La ley es misógina, cuando no claramente machista» (95)—. Cabe subrayar que, en las citas anteriores, el narrador emplea el adjetivo posesivo de primera persona del plural, incluyéndose a sí mismo en esta cultura e incluyendo también al lector. Aunque se opone a los valores de una sociedad misógina, recuerda que él mismo, y el lector también, quizás sean solidarios de los verdugos a los que condena. Al denunciar «nuestro» sistema (el sistema español), el narrador enuncia asimismo una crítica tocante a la esfera política española y, más específicamente, al PP. Por ejemplo, denuncia el funcionamiento autoritario del Grupo Popular en el Ayuntamiento de Ponferrada: sumisión de los concejales al alcalde, caciquismo, nepotismo... La denuncia política se cristaliza, además, en la oposición de dos figuras políticas: Ismael Álvarez y Charo Velasco, la portavoz del PSOE en el Ayuntamiento. Más allá de su evidente antagonismo ideológico, estos dos personajes se oponen en términos morales. Frente a Ismael Álvarez, figura perversa de la manipulación, Charo Velasco encarna valores como la honradez —en la medida en que no utiliza la situación de Nevenka como un arma política— y la solidaridad hacia la víctima. Resulta que la oposición de dos sistemas de valores aparece también a través de los personajes secundarios que se distribuyen en modelos y antimodelos. Por ejemplo, frente al modelo de solidaridad femenina encarnado por Charo Velasco, Ana Botella, que tomó partido a favor del verdugo, resulta ser el antimodelo. Vincent Jouve explica que la axiología del narrador se trasluce en las oposiciones, ya que un sistema de antagonismos explícitos da una dimensión simbólica al texto (2001: 101-102). Al oponer así a los personajes secundarios, el narrador introduce otro eje de antagonismo maniqueo, que ya no establece una dicotomía entre la «víctima inocente» y «el verdugo culpable», sino entre el bien (Charo Velasco) y el mal (Ismael Álvarez). Por consiguiente, la ejemplaridad cognitiva, a cargo de una figura de narrador-escritor, permite reanudar con una literatura de tesis, con finalidad exógena, tanto a nivel político como axiológico. El mismo autor subraya la doble ejemplaridad, cognitiva y pragmática, de su proyecto: «El interés del libro es la capacidad que tiene de metáfora de la realidad de manera que, al leerlo, nos horroricemos del mundo en el que vivimos y pueda servir también a alguna Nevenka que esté en una situación seme-
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jante» (Barbon 2004: s.p.; énfasis mío). Al remitir a una literatura intencional, deja patente la filiación de su relato con los realismos anteriores, y más específicamente, el realismo social de los años cincuenta. Sin embargo, mientras que en éste, la ejemplaridad era «directa y masiva» (cf. Champeau, en el presente volumen), en Hay algo que no es como me dicen resaltan un claro distanciamiento, visible en la modalidad de la investigación que rompe con la transmisión de un saber previo, y una marcada reflexividad, a través de la metatextualidad. Como expone Geneviève Champeau acerca de las nuevas tendencias de la novela española contemporánea, la reflexividad «manifiesta la imposibilidad de elaborar un conocimiento sin asociarle una reflexión sobre las condiciones de su elaboración, los poderes y las trampas del lenguaje, los límites de la representación» (Champeau 2011). Además, la ejemplaridad literaria, inicialmente vinculada con unas formas fijas (el exemplum, la fábula) y con unos sistemas de valores ampliamente compartidos (sean morales, religiosos, políticos o revolucionarios), reaparece en la literatura española actual con modalidades distintas. En una sociedad en la que las representaciones del mundo ya no son estables y donde los valores sólo dependen del individuo, la ejemplaridad ya no consiste en la afirmación de verdades globales, sino en la formulación de respuestas éticas individuales, encarnadas aquí a la vez por la trayectoria de un personaje que accede a la autonomía del sujeto y por un personaje-narrador en primera persona. Sin embargo, Juan José Millás, a semejanza de otros autores españoles actuales22, no parece resignarse a la indeterminación ética y cognitiva propia de la posmodernidad: al escribir un relato como Hay algo que no es como me dicen, da pruebas de que todavía subsiste hoy en día la fe en la palabra literaria y en su compromiso ético con la verdad.
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Entre ellos constan Antonio Muñoz Molina, Javier Cercas, Isaac Rosa y otros autores de la «novela de la memoria» que abogan todos por unas nuevas formas de compromiso literario.
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Al decir ejemplaridad, uno piensa enseguida en el ejemplo que sugiere el término y un ejemplo que, a primera vista, es bueno... o malo. Luego, al aplicar y ver cómo funciona esta noción en la literatura española contemporánea, debo confesar que pensé en la literatura infantil y la literatura para adolescentes porque es la que, en un principio, propone unos modelos a los jóvenes, modelos que hay que seguir o rechazar, personajes ejemplares o detestables: un maniqueísmo con el que los primeros relatos para niños —los cuentos de hadas— juegan sin cesar. Me acerqué a esta temática a través de los textos de Carmen Martín Gaite (gracias a los trabajos y publicaciones de la Universidad de Toulouse y de Christine Pérès en particular) y luego a través de los relatos infantiles o para adolescentes de Xosé Neira Cruz (El armiño duerme, 2003; La estrella de siete puntas, 2005; Los libros de la almohada, 2007). Para este estudio, hubiera podido trabajar sobre los libros de autores como Elvira Lindo (Cádiz, 1962) y su serie de las aventuras del personaje Manolito Gafotas, un niño del barrio de Carabanchel (Manolito Gafotas, 1994; ¡Cómo molo!, 1995; Pobre Manolito, 1996; Los trapos sucios de Manolito Gafotas, 1997; Manolito on the road, 1998; Yo y el imbécil, 1999; Manolito tiene un secreto, 2002, que tuvo una adaptación para el cine y para la televisión) o los relatos de dos autoras consagradas, Carmen Martín Gaite —de nuevo ella— y Ana María Matute, pero preferí centrar mi análisis en una joven escritora muy conocida del público juvenil y adolescente español: Laura Gallego García (Valencia, 1977) y en el primer
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volumen de su serie sobre el ángel Ahriel, Alas de fuego (2004) que tiene una continuación con Alas negras (2009). El libro nos cuenta la historia de la reina Marla, de diecisiete años, que tiene a su lado desde su nacimiento un ángel de la guarda que se llama Ahriel. La reina Marla que se deja llevar por la ambición, la sed de poder y unos consejeros malos va a encarcelar a su ángel en la cárcel de Gorlian que tiene la particularidad de ser un mundo en miniatura en un globo de cristal. Este mundo fantástico es primitivo, salvaje y brutal, y nadie logró escapar jamás de este microcosmos donde viven seres horribles que matan y se entrematan. Al final del relato, después de una larga estancia iniciática en Gorlián, Ahriel saldrá de la cárcel y podrá vengarse. Hablar de ejemplaridad implica intentar definir la noción estudiada y remite desde el principio a una filosofía de la ética, del bien y del mal, a un sistema o una jerarquía de valores, un canon o un modelo que instaura una moral (lo que se debe o no hacer porque es bueno o es malo) que se impondría por sí sola. Además, la ejemplaridad sugiere que existe un modelo a imitar y es entonces sinónimo de perfección. La ejemplaridad se aplica al carácter, a la conducta, a la constancia, a la discreción, a la puntualidad, a la probidad. Todas estas ideas y nociones, las encontramos en las reflexiones que lleva a cabo el filósofo Henri Bergson en su obra Les deux sources de la morale et de la religion que me servirá de base teórica para todo mi trabajo. Como plantea el filósofo francés, es necesario diferenciar y, por lo tanto, definir lo que es bueno o está bien de lo que es malo o está mal: Que si, au contraire, on veut que l’idée de Bien soit la source de toute obligation et de toute aspiration, et qu’elle serve aussi à qualifier les actions humaines, il faudra qu’on nous dise à quel signe on reconnaît qu’une conduite lui est conforme; il faudra donc qu’on nous définisse le Bien; et nous ne voyons pas comment on pourrait le définir sans postuler une hiérarchie des êtres ou tout au moins des actions, une plus ou moins grande élévation des unes et des autres: mais si cette hiérarchie existe par elle-même, il est inutile de faire appel à l’idée du Bien pour l’établir; d’ailleurs nous ne voyons pas pourquoi cette hiérarchie devrait être conservée, pourquoi nous serions tenus de la respecter; on ne pourra invoquer en sa faveur que des raisons esthétiques, alléguer qu’une conduite est «plus belle» qu’une autre, qu’elle nous place plus ou moins haut dans la série des êtres: mais que répondrait-on à l’homme qui déclarerait mettre au dessus de tout la considération de son intérêt? (2003 [1932]: 89).
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Todo gira, pues, alrededor de una ética y de una moral pero muy a menudo la ética más laica y la moral más fluctuante provienen de una ideología dominante que siempre va acompañada de una meta. Surge entonces de esta reflexión del filósofo francés la problemática que rodea toda reflexión sobre la ejemplaridad: si el ejemplo depende del bien y del mal, ¿cómo aparecen el bien y el mal en la obra de Laura Gallego y, sobre todo, quién se erige en censor para definirlos? ¿En qué medida los relatos de la joven escritora pueden ser considerados ejemplares para sus lectores adolescentes? ¿Cuál es la meta que tiene este relato? Contestaré estas preguntas al analizar primero la figura de la protagonista, un ángel llamado Ahriel, que encarna una ejemplaridad que rápidamente puede desconcertar porque alterna entre el bien y el mal, dándole una preponderancia a éste. Además, parece que la ejemplaridad se define, en esta novela, por la voluntad de lograr a duras penas un equilibrio que estriba en la ambigüedad, idea que anima toda la novela.
UNA
E J E M P L A R I D A D A N G E L I C A L D E S C O N C E RTA N T E
Como se puede suponer, el personaje del ángel Ahriel aparece primero como defensor de valores que representan el bien: imparcialidad, justicia y serenidad: Momento después descendía por la escalera de caracol que llevaba a las mazmorras. Un espantoso grito la recibió, y el ángel se estremeció al reconocer la voz de Kendal. Se obligó a mantener la calma. «Imparcialidad, justicia, serenidad», se recordó a sí misma (22).
Lo que llama la atención es la emotividad del ángel que experimenta sentimientos como el espanto que bien pueden trastornar sus sentidos para una buena evaluación de la situación y para conservar su imparcialidad. Pero Ahriel, por lo menos en las primeras páginas de la obra, es la encarnación de la prudencia y de la sabiduría, es decir, esta figura del Phronimos, hombre prudente con comportamiento moral según Aristóteles, y no parece, por el momento reunir todas las características de lo que Bergson llama el héroe: «dévouement, don de soi, esprit de sacrifice, charité, tels sont les mots que nous prononçons quand nous pensons à eux [aux héros]» (2003 [1932]: 31). En efecto, lo que
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predomina en el ángel es su frialdad, su distanciamiento, su orgullo incluso. Nada que ver con el don de sí mismo, el espíritu de sacrificio (que no conoce el ángel por saber que es eterno) ni con la caridad. Por lo tanto, la primera impresión que el lector tiene de este ángel es la de un personaje que está por encima de todo porque también tiene cualidades que los otros seres no tienen: no sabe lo que es soñar o tener pesadillas, por ejemplo (29). El ángel parece inasequible, como diosa o «criatura de leyenda» (10). Su «re-presentación» es comparable con la de un arcángel, en este caso el arcángel Gabriel que vino a anunciar a María que iba a ser la madre del Salvador (10). Ahriel no ejerce el mal por el mal como lo afirma al decir que no puede enfrentarse con su reina porque le ha hecho un juramento de protección y no de ataque (31). Al principio de la novela, el ángel piensa hacer el bien al hacer lo que es «correcto» (7). Por su comportamiento, encarna lo que Bergson llama «la moral completa»: De tout temps ont surgi des hommes exceptionnels en lesquels cette morale s’incarnait. Avant les saints du christianisme, l’humanité avait connu les sages de la Grèce, les prophètes d’Israël, les Arahants du bouddhisme et d’autres encore. C’est à eux que l’on s’est toujours reporté pour avoir cette moralité complète, qu’on ferait mieux d’appeler absolue (2003 [1932]: 29).
Esta sabiduría estriba también en conocer sus propios límites e incluso en reconocer sus errores, como le pasa a Ahriel al principio de la novela (32), pero sobre todo al final cuando admite que en algo se equivocó en la educación de su protegida, la reina Marla. Ha fallido en su misión de mentor: —[...] ¿Por qué no pedimos ayuda a los demás ángeles, Ahriel? —Porque no intervendrían. Los ángeles son, fundamentalmente, observadores. Se comportan con los humanos como padres que pretenden educar a sus hijos, convencidos de que saben qué es lo mejor para ellos. Sólo que los padres intervienen cuando hay problemas, y los ángeles no. Nunca actúan para cambiar el presente, sino para tratar de mejorar el futuro (198).
De este modo, el ángel admite que no es ni una heroína ni una diosa. El uso de la tercera persona de plural evoca este cambio en Ahriel: ya no forma parte de la familia de los ángeles, se alejó de ellos. En este caso, es muy comparable con el modelo del hombre ejemplar para Bergson, lo que él llama el místico (cuyo carácter religioso conservamos aquí con la figura del ángel)
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pero que no está desconectado de la realidad y que, al contrario, tiene la voluntad de estar en la acción, en lo terrestre. Sea lo que fuere, debemos constatar que la ejemplaridad puede significar en un primer momento un rechazo o al menos un aislamiento del hombre ejemplar por parte de los que lo rodean, como le pasa a Ahriel: «Todos la admiraban y la temían, pero ella no tenía amigos» (8). No obstante, lo más interesante en el relato de Laura Gallego es que son varios los elementos que desconciertan al observar a la protagonista que supuestamente encarna la ejemplaridad. Primero, al contrario de todos los tópicos relacionados con los relatos religiosos, el personaje tiene sexo y es femenino, lo que al mismo tiempo facilita la identificación para las lectoras jóvenes, pero puede descartar a los muchachos. Luego, podemos ver que, desde el principio de la novela, el ángel de la guarda de la reina está combatiendo. No es un ángel pacífico sino que se parece más a aquellos ángeles guerreros de la época barroca española en los virreinatos andinos pintados por la escuela cusqueña. Es interesante la primera descripción que nos ofrece el relato: Y allí estaba ella. Cubría su cuerpo con una armadura de oro, reluciente como el mismo sol. Sus cabellos negros, recogidos en un complicado peinado de trenzas, se le desparramaban por los hombros, rectos y orgullosos. Había extendido sus grandes alas blancas, y su sombra parecía cubrirlo todo. Era casi tan alta como el enorme bárbaro, pero infinitamente más hermosa. Su nombre era Ahriel (6).
Se mezclan dos campos lexicales: el de la luminosidad combinada con la belleza («oro», «sol», «blancas», «reluciente», «hermosa») y el de la oscuridad sinónima de dureza y de orgullo («negros», «sombra», «armadura», «orgullosos»). Emana de esta primera visión una ambigüedad que estriba en un juego de contrastes que sigue presente a lo largo de toda la novela; por ejemplo, en el estilo indirecto libre que la autora usa a menudo para darnos los pensamientos íntimos del ángel: Ahriel había sabido siempre, desde que podía recordar, que su destino era ser un ángel guerrero. Había aprendido el arte de la lucha y había puesto su espada al servicio de la justicia y del equilibrio. Nunca había empleado tretas sucias ni trucos bajos. Siempre había empleado el cara a cara, noblemente y con honor (31).
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La utilización en las dos últimas frases de los adverbios «nunca», «siempre», «noblemente» traduce esta voluntad muy marcada del ángel de defender el bien a pesar de usar el mal para lograrlo. El problema sigue siendo el mismo: cómo lograr establecer una norma, un canon, un modelo que estribe en un equilibrio entre el bien y el mal. Es la gran dificultad y, al mismo tiempo, la gran riqueza de este relato que no delimita claramente la frontera entre lo bueno y lo malo: todo es fluctuante y, por lo tanto, ambiguo. En efecto, lo que propone la autora a sus lectores es reflexionar sobre la ejemplaridad pero vista desde el otro lado, es decir, desde el lado del mal. Para poder ejercer el bien hay que conocer el mal. Así, la propia Ahriel, después de la muerte de Bran, se vuelve verdadera y ante todo ángel guerrero, lleno de rabia, de odio y de revancha: No habría sabido decir cuánto tiempo permaneció allí, sollozando, abrazada a Bran. Pero, cuando levantó de nuevo la cabeza, su mirada se detuvo sobre la espada que había dejado en el suelo, y sus ojos relucieron con un brillo acerado. Y decidió que, si había conocido el amor, también podía recorrer los caminos del odio (140).
Estamos más o menos a la mitad del libro (140/251 páginas y 8/14 capítulos más epílogo). Se nota un giro brutal. Notamos también esta voluntad de mostrar que la ejemplaridad puede pasar por la maldad cuando la autora decide presentar a la joven reina Marla como la que, al contrario de casi todos los tópicos vinculados con la literatura infantil, no es la muchacha buena sino la encarnación y el brazo visible del mal. La joven reina envenena, engaña y traiciona a su propio ángel de la guarda (30). La oposición entre los dos personajes femeninos aparece desde las primeras líneas de la novela en su descripción física: Las dos mujeres eran muy diferentes. Ahriel era imponente, alta, serena y resplandeciente como una diosa. Marla era pequeña, pelirroja, impaciente. Con los años, había aprendido a dominar su nerviosismo, porque le iba la vida en ello. Ahriel le había enseñado (10).
La falsedad, la hipocresía y la maldad son los rasgos que caracterizan a la reina como se puede observar cuando finge no saber quién es la instigadora del asesinato del rey sariano: «Marla se llevó una mano a la boca para ahogar una exclamación. —Pero Ahriel, debes estar equivocada... ¿Cómo puedes creer lo que dice un espía sariano, por muy joven que sea?» (26). La novela
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insiste en esta figura del traidor como lo confirma la intervención de Ahriel cuando se dirige a su reina: «—Eso significa que tienes a un traidor más cerca de ti de lo que sería deseable —Ahriel habló con gravedad, pero también con desapasionamiento» (12). Además la soberana está rodeada de consejeros y de personajes malos, como «El desconocido» (33-34) que es «un hechicero o un sacerdote de algún dios maligno» (36), relacionado con la magia negra. Lo que sugiere la obra es que la reina se equivocó al elegir los modelos que se presentaron a ella. El deseo que normalmente todos podemos tener de «parecerse a», de «asemejarse a» alguien, al héroe del que habla Bergson1, en el caso de Marla se desvió del bien que le proponía Ahriel para dirigirse hacia el mal: Pero Marla había renegado de todo cuanto Ahriel le había enseñado. A pesar de los desvelos del ángel, la joven reina estaba demostrando despreciar los ideales que regían la vida de su mentora... y se las había arreglado para convencerla de lo contrario durante años (32).
Sin embargo, incluso en este momento en que parece que la obra propone una dicotomía entre el bien y el mal, la oposición no es tan nítida como se nota en las criaturas a la vez diabólicas y matadoras llamadas «engendros». Si el lector puede imaginarse que estas criaturas son intrínsecamente malas, al final uno se da cuenta de que no lo son del todo, y parecen más bien encarnar un mal que padecen y que las come desde dentro: —Todos esos engendros soportan un dolor físico y espiritual espantoso. Puedo sentirlo en su aura. Y canalizan ese dolor transformándolo en furia asesina. —¿Y eso te da derecho a matarlos sin más? —Es un acto de piedad. Para que dejen de sufrir (118).
En este intercambio entre Ahriel y su compañero en la «cárcel abierta» de Gorlian, Bran nos indica que el mal no está donde parece estar, que hay que tener cuidado con los posibles engaños, que una persona aparentemente mala quizá no lo sea. Finalmente, la frontera entre el bien y el mal es muy fluctuante. Es muy difícil poder saber dónde está el ejemplo que seguir. Por otra
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«À vrai dire, cette personnalité se dessine du jour où l’on a adopté un modèle: le désir de ressembler, qui est idéalement générateur d’une forme à prendre est déjà ressemblance; la parole qu’on fera sienne est celle dont on a entendu en soi un écho» (Bergson 2003 [1932]: 30-31).
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parte, notamos una inflexión en la personalidad de Ahriel que encarna supuestamente el bien. En efecto, primero ya no es el ángel orgulloso del principio sino que adopta una de las cualidades repertoriadas por Bergson para definir al héroe y, por lo tanto, al hombre ejemplar: la piedad.
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Á N G E L - H É RO E QU E S E H U M A N I Z A
Si las primeras impresiones que tenemos de Ahriel son las de un personaje altivo, distante y frío, bien tenemos que observar que se va humanizando poco a poco a lo largo de toda la novela frente a las condiciones externas que se imponen a él, como las condiciones difíciles de vida en la cárcel de Gorlian. Esta dimensión pragmática hace que el ángel se convierta en este hombre que los griegos llamaban Spudaios, un hombre bueno y valiente que inspira confianza por sus trabajos y hazañas, al que se toma en serio como le pasa a Ahriel que impone respeto a todos los demás. No se trata de un superhombre, ni de un héroe de la mitología, ni de un sabio según el modelo platónico, ni de un filósofo, ni de un político. Se trata de un hombre de acción, comparable al héroe como lo define Bergson, alguien que tiene que enfrentarse con los obstáculos. Y es el caso de Ahriel cuando tiene que adaptarse a un mundo que le es totalmente hostil, como podemos comprobar en esta cita: Ante ella, bajo una tenue luz crepuscular, se extendía un paisaje árido y brumoso que llegaba hasta el mismo horizonte. La piel de la tierra era pura roca, pedregosa y yerma, y sólo los picachos retorcidos y puntiagudos de la cordillera alteraban aquel panorama desolador. Ahriel se estremeció. No había nada vivo allí, por más que el viento, que silbaba furiosamente en sus oídos, se esforzase por ser considerado como tal (39).
A pesar de todos los obstáculos, el héroe sigue con su misión (40). Notamos un giro en la actitud de Ahriel. No sólo es el héroe según lo define Bergson sino también el héroe tal como aparece en la mitología, a la vez dios y humano. Esta humanización pasa por diferentes etapas. La primera es la pérdida de sus poderes divinos y, especialmente, la total inmovilización de sus alas que le permitían volar, esquivar los peligros:
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Nadie tocaba sus alas. Y menos un humano. Quiso moverse, pero no pudo. Quiso hablar, pero la lengua parecía un trapo seco en su boca. Y entonces sintió que algo se movía entre sus alas, algo frío y viscoso. Ahriel dejó escapar un débil gemido de terror. Le respondió una especie de siseo: una serpiente enroscaba sus anillos en torno al nacimiento de sus alas. Pero no se trataba de una serpiente corriente: Ahriel podía percibir claramente que rezumaba odio y maldad, y aquella sensación se iba transmitiendo a cada una de sus plumas, y a toda la superficie de su piel (34).
La pérdida de los poderes viene muy bien traducida con la repetición del verbo «querer» que se ve aniquilado por el uso, repetido también, del adversativo «pero». La segunda etapa de humanización pasa por los múltiples combates que tiene que dar Ahriel: contra los engendros y, en particular, el más poderoso, el Carnicero, del que sale victoriosa (121-122); contra el Rey de la Ciénaga (75); contra aquella cárcel abierta y cruel (59). El ángel va hasta aceptar a regañadientes rebajarse para poder sobrevivir, como lo notamos cuando tiene que arrodillarse a los pies del rey de la Ciénaga, reino dentro de la cárcel de Gorlian: «Ahriel meditó. Sentía que se rebajaría si aceptaba colaborar con un embaucador como aquél, pero tuvo que reconocer que se hallaba en un mundo extraño y debía sobrevivir en él... para regresar junto a Marla» (65). Sin embargo, este rebajamiento no implica que Ahriel se someta del todo. Conserva cierta dignidad y no acepta por ejemplo «pedir[le] permiso» (69). La última etapa es la que consiste en experimentar sentimientos, etapa fundamental que para el ángel desemboca incluso en enamorarse de... un humano, Bran (131). Finalmente son varias las pruebas por las que tiene que pasar el ángel para perder su estatuto de divinidad y lograr la de héroe y, por lo tanto, de verdadera ejemplaridad. En efecto, la humanización de Ahriel pasa por un lento proceso de experimentación de sentimientos que al principio no tenía el ángel: Cerró los ojos. Estaba confusa y perdida, y nunca antes se había sentido así. Su alma era un torbellino de sentimientos que jamás había experimentado: rabia, miedo, dolor, impotencia, remordimientos... pero lo peor era aquella espantosa sensación de fracaso (33).
Y además son todos sentimientos despreciativos. Es interesante notar que Henri Bergson consagra un apartado completo a las emociones en Les deux
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sources de la morale et de la religion (2003 [1932]: 35 y ss.). La idea esencial a la que llega el filósofo es que la «création signifie, avant tout, émotion» (ibíd.: 42). Y es lo que va a pasar en la obra: el ángel, al experimentar emociones, será el germen de una nueva creación, de un nuevo mundo. No obstante, existe una paradoja dentro del sistema que consiste en decir que las emociones son fuentes de creación y dicha paradoja estriba en que, con la aparición de emociones, desaparece al contrario la posibilidad de juzgar con serenidad, de poder diferenciar el bien del mal. En las citas que siguen, el uso del estilo indirecto libre nos hace partícipe de los pensamientos de Ahriel que se enfrenta a esta paradoja: Ahriel experimentó de pronto algo parecido al odio, y la intensidad de aquel sentimiento la asustó. Logró serenarse de nuevo. Los ángeles no odiaban. Los ángeles no amaban. Aquellas emociones eran propias de seres humanos, pero no de criaturas como Ahriel. Las emociones distorsionaban la visión ecuánime y objetiva del ángel. Los sentimientos impedían pensar y juzgar con claridad (101). Aquel torrente de emociones que la inundaba por dentro parecía haber acallado completamente la voz de su conciencia, que era también la voz de lo que sus mayores le habían enseñado desde su nacimiento. Los ángeles no amaban, porque aquel tipo de emociones hacían que perdiesen objetividad (133).
La emoción que invade al personaje es la de la duda que finalmente viene a contrarrestar la de objetividad como para sustituirse a ella (102). El ángel siente que ha sobrepasado un límite que jamás habría debido cruzar y que nunca podrá volver hacia atrás (134). Incluso llora, sentimiento que la autora quiere transmitir a sus lectores acentuándolo con una visión que se asemeja a la de una verdadera Mater Dolorosa: El ángel sintió que algo se desgarraba en su interior, algo que jamás podría ser reparado. Sabiendo que ni todas las lágrimas del mundo bastarían para expresar su dolor, gritó con toda la fuerza de sus pulmones mientras estrechaba el cuerpo de Bran entre sus brazos y lo envolvía amorosamente con sus alas, y la lluvia caía sobre los dos, inmisericorde (140).
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Observamos unos cambios profundos en Ahriel (143, 149, es decir, en medio de la novela). Al final del relato, ha perdido totalmente su objetividad (225). De esta manera, el ángel se está humanizando y se acerca a la sociedad que antes miraba desde muy arriba, muy orgullosa y altiva. Ahora, como diría Bergson, «il fait corps avec la société; lui et elles sont abordés ensemble dans une même tâche de conservation individuelle et sociale» (2003 [1932]: 33). Además, este recorrido por las emociones y la activación de los sentimientos es una etapa obligatoria para alcanzar un verdadero comportamiento ejemplar que implica la creación de una verdadera obra. Aquí, se puede entender por «obra» la que lleva a cabo Ahriel a lo largo de toda la novela. Una actitud que se erige como ejemplar. En este caso, la obra angelical se puede comparar con lo que Bergson llama también la obra en relación con la creación: «L’œuvre géniale est le plus souvent sortie d’une émotion unique en son genre, qu’on eût crue inexprimable, et qui a voulu s’exprimer. Mais n’en est-il pas ainsi de toute œuvre, si imparfaite soit-elle, où entre une part de création?» (2003 [1932]: 43). Lo que remite al mismo tiempo a la voluntad de la joven escritora de elevar su relato a un estatuto de ejemplaridad para sus jóvenes lectores. Finalmente, el asunto que plantea esta evolución en el personaje y que está en filigrana en todo el texto es la de conocerse mejor a sí mismo, saber quién es uno, lo que el narrador traduce claramente al darnos el pensamiento de Ahriel: «Necesito saber quién soy» (135). Una búsqueda del ser y de su definición que parece encontrar una respuesta a través de dos nociones aparentemente opuestas: el equilibrio y la ambigüedad.
LA
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La noción de equilibrio está presente a lo largo de toda la novela y es la que defiende Ahriel desde el principio al contrario de la reina Marla: —Confiemos en que el conflicto se solucione rápidamente y regrese el equilibrio a nuestra tierra —dijo Ahriel. —¡El equilibrio! —repitió Marla—. Siempre estás hablando de ello, Ahriel, pero lo cierto es que nuestro mundo nunca ha conocido el equilibrio (15).
Este equilibrio no conviene a la soberana que lo confiesa en el momento en que está envenenando a su ángel (29). Sin embargo, este equilibrio que defiende el ángel cambia de sustancia a lo largo del relato, como lo sugiere en
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esta cita la acumulación de expresiones como «se había vuelto al revés», «un giro inesperado», «un cambio tan profundo»: En el exterior de la cabaña, Ahriel se había sentado en el porche, sobre la plataforma, y reflexionaba acerca de todo lo que había vivido en los últimos días. Su mundo se había vuelto del revés. Su vida había dado un giro inesperado, había experimentado un cambio tan profundo que creía que jamás llegaría a asimilarlo del todo. Hundió el rostro entre las manos. Apenas unos días antes todo estaba claro, todo tenía sentido. Su misión era una vida. Su destino estaba ligado al de Marla, hasta que ella muriera (100).
Si al principio el ángel supone que se trata de mantener un equilibrio entre los diferentes pueblos, reinos o reyes, al final se trata de conservar un equilibrio dentro de uno mismo para mejor evaluar las situaciones externas, equilibrio interno que menciona Henri Bergson en Les deux sources de la morale et de la religion: «L’humanité est invitée à se placer à un niveau déterminé —plus haut qu’une société animale, où l’obligation ne serait que la force de l’instinct, mais moins haut qu’une assemblée de dieux, où tout serait élan créateur» (2003 [1932]: 86). Un equilibrio entre la parte angelical, divina, y la parte humana que está en Ahriel. Una dicotomía que bien se puede encontrar en los lectores de la novela y con la que ellos también tienen que contar. Un equilibrio que el ángel puede alcanzar gracias a sus alas. Pero al tenerlas detenidas por el cepo mágico que se asemeja a una serpiente de hierro, el equilibrio se ve altamente alterado: «Hasta que, por fin, logró acostumbrarse a caminar de aquella manera, sin poder utilizar sus alas para guardar el equilibrio; porque, aunque las alas seguían allí, ahora no eran más que un peso muerto a la espalda» (41). Un equilibrio que se nutre del ingenio y de la astucia que son más importantes que la fuerza brutal (112). Un equilibrio que implica que nada es totalmente negro o totalmente blanco, sino que el gris es la norma sobre el modelo de las alas del ángel: Se lavó a conciencia, frotando amorosamente cada una de sus plumas hasta que volvieron a ser blancas. Pero no logró devolverles el blanco de antaño, puro y resplandeciente como la nieve de las montañas o la espuma de mar. Ahora era un blanco desvaído, marchito, sucio. Y Ahriel comprendió entonces que nada volvería a ser como antes, porque, por muy lejos que fuese, siempre llevaría Gorlian adherido a su piel y enquistado en su corazón (213).
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En efecto, las fronteras, los «límites» entre el blanco y el negro, entre el bien y el mal, no son tan nítidas. Todo es «matices», «infinitos tonos de gris»: «Pero los humanos no captaban los límites con tanta claridad y, por ello, su visión del mundo estaba llena de matices y de infinitos tonos de gris. Los humanos podían buscar el bien, pero también sentirse atraídos por el mal» (231). Una noción que sigue presente hasta el final de la obra (199), un equilibrio interno que Ahriel quiere conservar, lo que implica que renuncie a su identidad de ángel al cien por cien (215). Porque este equilibrio significa para la protagonista la capacidad de elección que tienen los humanos y que no tienen los ángeles (232), la posibilidad de intervención del libre albedrío que cada ser tiene para escoger lo que es y lo que será su vida, otra de las lecciones de este libro: «No. Ahriel ya no era un ángel porque podía elegir su destino y tomar sus propias decisiones» (232). Este equilibrio es sinónimo de libertad (233) y sobre todo es la síntesis entre lo mejor de cada parte constituyente de su ser, angelical, demoníaco y humano: «Y entonces alzó el vuelo, y Kiara y Kendal la vieron alejarse hacia el crepúsculo, más hermosa que cualquier ángel, más vieja que los demonios y más sabia que todos los hombres» (247). Pero, en esta novela, la noción de ejemplaridad estriba esencialmente, casi de manera paradójica, en la idea de ambigüedad. Como ya hemos podido observar, lo que, a primera vista, parece ser bueno y encarnar el bien se revela ser lo contrario. Y pasa lo mismo con el mal que puede contener el bien como es el caso con Ahriel, mezcla de bien como ángel, pero de mal con sus acciones en la cárcel de Gorlian donde no vacila en matar para sobrevivir. La conducta de Ahriel es guiada al principio por la observación, la no intervención. No es habitual entre los ángeles que uno de ellos se transforme en guerrero. Sólo intervienen ellos en los asuntos humanos cuando éstos amenazan el famoso equilibrio (16). Nada ni nadie es todo blanco y bien o todo negro y mal: «—No te molestes, Dag —dijo él—. Para ella, las cosas son blancas y negras. Y nosotros estaremos siempre en el bando de los malos. Nadie es perfecto, Ahriel —añadió, mirando al ángel—. Ni siquiera tú. ¿Quién eres tú para juzgarnos?» (98). Se trata, pues, de la lucha eterna y tan antigua como el universo entre el bien y el mal (232). Dicha ambigüedad se traduce en las dudas que el ángel tiene desde el principio de la novela (22-23), indicio de su humanidad que se confirma cuando está a punto de salir de la cárcel de Gorlian: «Se quedó quieta un momento ante la salida, dudando. Una parte de su ser parecía desgarrarse para quedarse en Gorlian, y Ahriel comprendió que, después de tantos años, todavía ignoraba si había hecho o no lo correcto» (205). Regresamos al hilo conductor de toda ejemplaridad: la diferencia entre el bien y el
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mal. La novela esboza un camino posible para acceder al bien o, por lo menos, saber si detrás de unas palabras o de unas acciones no se ocultan la mentira y el mal. La verdad se leería en los ojos: Kab se volvió hacia ella, sobresaltado. El ángel leyó la verdad en sus ojos. —Tú —dijo—; tú asesinaste al conde Aren (23). Ahriel no terminó la frase. Se interrumpió de pronto y miró a Marla, y no le gustó lo que vio en sus ojos. La joven la observaba atentamente, como si estuviese esperando algo, con un brillo calculador en la mirada, mientras enroscaba la cadena de su medalla en torno a sus dedos (27). O tal vez no fuera sólo eso, sino también la expresión, extraordinariamente seria, que se leía en su rostro, y que no era propia de él. Las llamas se reflejaban en sus ojos, y al ángel le pareció que estaban ligeramente húmedos (120).
Además la vista es tan fundamental que la reina Marla y su «gemela», la reina Sabina (192), tienen un medallón que les permite ser invisibles (168). Los demás no pueden ver lo que sus ojos expresan. Por otra parte, cada una de ellas tiene grabado en su medallón el fragmento de una frase que juega sobre una oposición entre opuestos, el bien y el mal: «Sólo un protegido despertará al Devastador... Guiado por su ángel» (170). Si el principio evoca el mal con el Devastador, el final remite al bien con el ángel. Todo depende de un sabio equilibrio que consiste en reunir los dos lados de la cara, del medallón. Y esta figura la encarna al final del relato el ángel Ahriel que supo combinar las dos facetas del bien y del mal: una síntesis que le permite acceder a un estatuto que hace de él lo que Bergson llama el «hombre de bien»2, una personalidad privilegiada que se vuelve ejemplo, modelo para los demás: «pour être pleinement elle-même, [la morale complète] doit s’incarner dans une personnalité privilégiée qui devient un exemple. La généralité de l’une tient à l’universelle acceptation d’une loi, celle de l’autre à la commune imitation d’un 2
«Pourquoi les saints ont-ils des imitateurs, et pourquoi les grands hommes de bien ont-ils entraîné derrière eux des foules? Ils ne demandent rien, et pourtant ils obtiennent. Ils n’ont pas besoin d’exhorter; ils n’ont qu’à exister; leur existence est un appel. Car tel est bien le caractère de cette autre morale. Tandis que l’obligation naturelle est pression ou poussée, dans la morale complète et parfaite il y a un appel» (Bergson 2003 [1932]: 30).
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modèle» (2003 [1932]: 30). En efecto, Ahriel, con su sola presencia y existencia, atrae a los demás personajes y en particular, al final, a la reina Sabina que se vuelve la otra cara de la reina Marla y, por consiguiente, el ejemplo que seguir. Pero esta ejemplaridad no sólo se puede observar en los personajes y en sus acciones, como lo he hecho hasta ahora, sino que el propio relato se erige como ejemplar.
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Desde el principio, el universo evocado está fuera de toda temporalidad. Podemos suponer una posible ubicación en una época medieval fantástica sobre el modelo de lo que existe en la literatura de John Ronald Reuel Tolkien (Bloemfontein, África del Sur, 1892-Bornemouth, Reino Unido, 1973) y de El Señor de los anillos. Es interesante ver que, como en los tres libros del escritor, donde existe una lengua hablada por las alfas, el álfico, en la novela de Laura Gallego hay también una lengua hablada por los ángeles: «Ah-lias vin deliel» que significa «La justicia prevalecerá» (179). De igual manera, todo el espacio del relato está poblado por reinas y ángeles, lo que nos ubica en un espacio fantástico o, al menos, fantaseado, pero que se nutre de toda una literatura bíblica y sobre todo apócrifa. Así, los dos ángeles presentes, guardianes de las dos reinas, son Yarael para Sabina (190) y Ahriel para Marla. Una rápida investigación confirma la presencia de Ahriel en la clasificación de los ángeles. Existen dos ángeles que por su ortografía pueden ser el modelo que inspiró a la escritora. El primero es Ariel (Labonté 2009: 107-108), el más conocido por ser el revelador, el elegante, y por pertenecer a la orden de las virtudes y tener como don el de transmitir energía. Su esfera es la del equilibrio y es conocido por proteger la intimidad, favorecer la percepción a largo plazo, dar ánimo, perseguir sus ideales y ayudar a realizar sus sueños. Permite recobrar su libre albedrío y elegir entre el bien y el mal. El segundo es Hariel (Labonté 2009: 45-46) cuya esfera es la del amor. Asegura el equilibrio entre todas las esferas de la existencia, ayuda a elegir cuando se trata de cosas complejas, estimula la creatividad, permite luchar contra la hipocresía y la mentira, da la capacidad de expresarse y mejora siempre el entendimiento y la comunicación entre personas de mundos diferentes. Da también un sentido a lo sagrado y agudiza las capacidades cerebrales. Ayuda mucho a las personas en periodo de aprendizaje y al que necesita adquirir conocimientos
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nuevos. Los dos tienen como peculiaridad el insuflar y asegurar el equilibrio, palabra clave como he subrayado en mi análisis. Así que las características profundas de los modelos elegidos por la autora coinciden con su propósito, lo que implica una elección hecha adrede y que confirma que la novela se propone como ejemplo. Esta ejemplaridad consiste también en la elección del tiempo y del espacio que no tienen nada que ver con las coordenadas espacio-temporales a las que estamos acostumbrados. En efecto, el cronotopo elegido por la autora nos sitúa en un microcosmos, la bola de cristal-cárcel de la reina Marla donde están encerrados los personajes. Se trata de «un lugar creado mediante la magia. No tiene puertas. No necesita guardianes. Ni siquiera existe en nuestro espacio físico» (158). Aunque en este último elemento se equivoca el narrador, ya que si bien este mundo se encuentra en la habitación de la Reina Marla, es un mundo en miniatura (168, 189); un espacio hecho de pasadizos secretos (160), de cavernas y túneles (72-73), de precipicios (202), de grietas, de caminos oscuros casi impracticables (117). Se trata de un verdadero laberinto (209) cuyas características espaciales reducidas se aplican de igual manera al tiempo que «corre más deprisa» (189) dentro de Gorlian: —El tiempo no pasa igual en Gorlian, Ahriel. Hasta los más ancianos de este lugar recuerdan a la reina Marla. Su nombre se pronuncia como una maldición desde hace generaciones [...]. Tal vez, en el exterior, hayan pasado pocos años desde que Gorlian se creó. Dos, tres, quizás cuatro. Pero han sido décadas de miseria para los prisioneros de la reina Marla (85-86).
Y de hecho, parece que las leyes espacio-temporales que rigen este lugar son distintas de las de fuera (94). Al leer estas líneas, no podemos dejar de pensar en el episodio de don Quijote en la cueva de Montesinos. El caballero pensó haber estado durante varios días en la cueva mientras que Sancho Panza le confirma que estuvo sólo unas horas. Finalmente, lo vivido dentro de la cueva, o en nuestro caso dentro de la bola de cristal, es digno de muchas enseñanzas y también de ejemplaridad por ser el condensado del mundo exterior, una suerte de mise en abyme que permite al lugar insertado concentrar en tiempo y en espacio los ejemplos que seguir o no. La ejemplaridad estaría fuera de todo espacio o de toda temporalidad. Una idea que podemos vislumbrar también con otra intertextualidad con la obra de Shakespeare, La tempestad. En efecto, este microcosmos del que acabo de hablar se encuentra
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en la isla adonde fueron a parar todos los personajes. Pero lo más llamativo estriba en la presencia de un ángel, o mejor dicho de un «airy spirit» que se llama también Ariel, aunque la ortografía cambia ligeramente. Este personaje es servidor de Próspero, el duque legítimo de Milán, al que ayuda en sus propósitos, es decir, en hacer que su hija, Miranda, se case con Fernando, hijo del rey de Nápoles, como lo confirma este intercambio del Acto I, escena 2: PROSPERO: ARIEL:
Come away, servant, come! I am ready now. Approach, my Ariel, Come! All hail, great master! Grave sir, hail! I Come To answer thy best pleasure; be’t to fly, To swin, to dive into the fire, to ride On the curl’d clouds. To thy strong bidding task Ariel and all his quality.
Son estas mismas cualidades y estas mismas capacidades en intervenir rápidamente las que podemos encontrar en el Ahriel de Laura Gallego. Y de la misma manera, el Arhiel de Alas de fuego está en busca de la libertad como el Ariel shakesperiano, y ambos tienen que enfrentarse con gente mala: la bruja Sycorax en La tempestad, los engendros y la reina Marla en Alas de fuego. Finalmente, el libro propone al lector atento sacar múltiples lecciones, pero sin que la autora las dé claramente. Le toca al lector ser astuto e inteligente, y quizás en esto resida la ejemplaridad del relato: saber sacar lecciones por cuenta propia. Una lección que Ahriel le da a Kiara: «—Kiara —le dijo [Ahriel] con suavidad, pero también con firmeza—. No necesitas un ángel guardián que te diga lo que debes hacer. Tienes que valerte por ti misma, y aprender de tus errores. Ahora eres una reina: debes tomar tus propias decisiones» (247). Otra de estas lecciones sería estar siempre atento para poder juzgar convenientemente, o sea, saber de antemano donde está el objeto bueno o el malo. De hecho, al lector atento no le pasa desapercibido esta bola de cristal mencionada desde el principio de la novela, un objeto que el narrador califica de objeto «supersticioso», una «extravagante distracción» (25-26) que Ahriel no logró apartar de su protegida; una idea rematada un poco más adelante a través del empleo de los verbos «mirar», «aprender» y «preguntarse» que son las tres etapas de todo buen entendimiento: «—Porque miro a mi alrededor. Miro y aprendo. Y me pregunto ¿Por qué?» (97). Pero lo que propone el libro es una verdadera interrogación sobre la profunda identidad de
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los personajes y no tenemos que olvidar que este relato se dirige ante todo a un público de adolescentes que están construyéndose. Por consiguiente, el ejemplo que propone el ángel humano, héroe-heroína del relato, es una búsqueda de su propio ser, de su identidad, como lo traduce muy bien el intercambio que tiene con la figura del demonio y la utilización del verbo ser: «eres» (dos veces), «soy» (dos veces) y «fui» (cinco veces): —Puedo dominarte —dijo ella—. Porque fui humana y te conozco. Porque fui un demonio y te comprendo. Y porque fui un ángel y no te temo (242). Por primera vez, el demonio vaciló. —¿Qué eres? —Fui un ángel y fui humana, y fui un demonio, pero ahora no soy más que Ahriel. —No sabes quién eres —rió el Devastador. —Al contrario. Sé exactamente quién soy. Ahriel embistió de nuevo. El Devastador detuvo su ataque.
La identidad de Ahriel encontró ya su punto de equilibrio y es la lección que se quiere dar al lector.
C O N C LU S I Ó N Como he podido demostrar a través de este análisis de la obra de Laura Gallego, la ejemplaridad está muy presente a diferentes niveles. Se trata primero de encontrarla en parte encarnada en el personaje principal, una protagonista angelical que desconcierta, ya que no es del todo un ángel, o, por lo menos, se trata de lo que he definido como un «ángel-héroe que se humaniza», y que, por lo tanto, se vuelve más ejemplar, simplemente porque el lectorado al que se dirige el relato se puede identificar más con la heroína. La obra de Laura Gallego propone también una definición de la ejemplaridad que sería una sabia mezcla de equilibrio y de ambigüedad, lo que a primera vista parece paradójico pero que, gracias a los ejemplos analizados, nos muestra que la ejemplaridad no está dada, sino que hay que buscarla y que cada uno la tiene que encontrar para poder establecer su propio ser, un ser verdadero. Finalmente, nadie se erige en censor, y menos la autora que sólo propone reflexiones y deja muchas puertas abiertas, de ahí la omnipresencia de la noción de ambigüedad y de equilibrio que dominan todo el relato. La meta de
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La ejemplaridad en la literatura infantil
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estos escritos es ante todo dar a reflexionar sobre lo que es o lo que no es una conducta ejemplar para los niños y los adolescentes. No hay una lección final y la obra le plantea más problemas al lector. El ángel Ahriel no es del todo un modelo. Si se pudiera percibir una lección, ésta sería la del amor que debe estar por encima de todo como sugiere esta presencia enigmática de un niño, un bebé, un recién nacido (que aparece en las páginas 201, 217, 235, 243 y en el epílogo, página 249); y que implicaría que se ha vuelto totalmente humana. ¿Sería el hijo de Ahriel? ¿El hijo que hubiera tenido con Bran? Este niño sería el fruto del amor, de esta «evolución creadora», en palabras de Bergson. Como se puede observar, para llevar a cabo toda mi reflexión, el pensamiento de Henri Bergson me ayudó a definir mejor lo que puede ser un personaje ejemplar, un héroe, y, por consiguiente, proponer una definición más clara de la ejemplaridad en el caso que había elegido. Además, siguiendo el pensamiento —el ejemplo— del filósofo, puedo afirmar que, con esta obra, los personajes estudiados se inspiran más en el modelo griego que introducía matices dentro de las funciones atribuidas a cada uno de los dioses y de los héroes que en el modelo romano que se limitaba a unas funciones muy precisas (Bergson 2003 [1932]: 200 y ss.). Por lo tanto, al ser más «griegos», los protagonistas de Laura Gallego son aún más personajes de novela porque desarrollan más la función fabuladora. Esta última idea es desarrollada en el capítulo que sigue «La fantaisie mythologique» y que se titula «Fonction fabulatrice et littérature» (Bergson 2003 [1932]: 205 y ss.). A fin de cuentas, lo que propone la obra es una filosofía de la ambigüedad y del equilibrio que deja a su lector la posibilidad de elegir y de constituir su propia ejemplaridad. Entonces, el escritor se vuelve filósofo, al menos que sea al revés: como afirma de nuevo Bergson quien, después de precisar que es el músico el que más se puede acercar a la creación y alcanzar lo sublime, afirma que el filósofo es el escritor que traduce con las palabras las ideas: Il [le philosophe] se tient d’ordinaire, quand il écrit, dans la région des concepts et des mots [...]. Cette méthode donnera un résultat plus ou moins satisfaisant, mais elle aboutira toujours à un résultat, et dans un temps restreint. L’œuvre produite pourra d’ailleurs être originale et forte; souvent la pensée humaine s’en trouvera enrichie (2003 [1932]: 269).
El enriquecimiento que propone la obra de Laura Gallego, que se dirige a un público esencialmente infantil y adolescente, es ante todo hacer que surjan
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preguntas y dudas que son las mejores vías para entender lo que puede ser la ejemplaridad. La ejemplaridad es equilibrio, sí, pero un equilibrio que pasa por recovecos y un sinfín de idas y vueltas, de ambigüedades.
BIBLIOGRAFÍA BERGSON, Henri (2003 [1932]): Les deux sources de la morale et de la religion. Paris: Presses Universitaires de France (Col. Quadrige). GALLEGO, Laura (2004): Alas de fuego. Madrid: Laberinto. LABONTÉ, Mireille (2009): Les 72 anges, nos guides au jour le jour: un art de penser. Montréal: Quebecor (Col. Spiritualité). NEIRA CRUZ, Xosé Antonio (2003): El armiño duerme. Madrid: SM. — (2005): La estrella de siete puntas. Madrid: Anaya. — (2007): Los libros de la almohada. Madrid: Anaya.
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CONSTRUCCIÓN Y DECONSTRUCCIÓN FIGURAS ¿EJEMPLARES? EN CUATRO RELATOS DE RICARDO MENÉNDEZ SALMÓN Nicolas Mollard
A mi padre.
«La vida en llamas» y «A nuestros amores» (Gritar, 2007), «Ceremonia» y «El padre improbable» (Los caballos azules, 2005) son los cuatro relatos de Ricardo Menéndez Salmón que he decidido reunir en este análisis bajo el enfoque de la ejemplaridad. Para abordar este tema, y para quien conoce la obra del ya famoso escritor de La ofensa (2007) o de Derrumbe (2008), quizás hubiera sido más pertinente entrar en relatos más largos y densos como los antes citados u otras novelas como Panóptico (2001) o La noche feroz (2006), que cuestionan los fundamentos de la humanidad (o de «lo humano») e interrogan el alma humana en lo que de más profundo (y más oscuro) tiene. Pero nuestras culturas y sociedades occidentales no se definen únicamente por un conjunto de valores trascendentales, y no es ninguna originalidad escribir aquí que el estudio de destinos individuales, por muy triviales que éstos sean en lo cotidiano, también puede ser una clave de entrada para destacar modelos y normas de conducta, que participan desde lo particular en la construcción de la identidad colectiva. A fin de cuentas, la «intrahistoria» también participa de la Historia, con mayúscula. El objetivo de este estudio es doble: se propone, por una parte, diferenciar varios tipos y modelos a través de la conducta y de cierta construcción mental de los propios narradores, homodiegéticos y punto de focalización casi únicos de la narración, y, por otra, mostrar cómo, a partir de un proceso de descentramiento, se pone finalmente en tela de juicio el esquema establecido
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por el yo-narrador para invitar a otra lectura. En este proceso, lo ejemplar, conjunto de representaciones modélicas dentro de un sistema de valores, establecido por la voz narradora, no se encontraría discutido si otra voz, al final del relato, no viniera a romper el encanto para proponer otra vía, denunciar el modelo, recordar otra realidad, convertir a Dios en un monstruo o, por el contrario, a un marido fracasado en padre, improbable sí, pero padre1.
DONDE
S E C U E S T I O N A E L E S QU E M A E S TA B L E C I D O
Los cuatro relatos reunidos en este análisis tienen entre sí vínculos más o menos estrechos y numerosos, pero dentro de cada uno una frase, sola, hasta una única palabra pronunciada al final de la historia por un personaje secundario, rompe la construcción de un yo-narrador cuya característica principal, y no sólo por la focalización interna que induce tal tipo de narración, sería, para algunos narradores, una forma de encerramiento sobre sí mismo, de egocentrismo, hasta de narcisismo. En «La vida en llamas», un hombre recuerda en pretérito perfecto simple un tiempo ya concluido para él, en que acompañaba en su propia casa la agonía de su padre, consumido por un cáncer de pulmón, al mismo tiempo que «agonizaba» la pareja que el propio narrador formaba con su mujer. Mientras en este primer escenario se «cierran puertas» (imagen empleada por el narrador), en la casa de enfrente parece que se van a abrir otras, con el nacimiento futuro de un niño. En un juego simétrico (dos casas y dos jardines separados por una puerta roja), dos personas, un hombre y una mujer, leen un libro a quien está a punto de morir y a quien está a punto de nacer: En realidad, nacimiento y muerte estaban tan cerca el uno de la otra como dos libros en sus anaqueles, como dos lectores en sus respectivas burbujas de cristal, como dos casas separadas por un seto de rododendros y una puerta pintada de rojo por unos niños (14). 1 Para este estudio me fueron de gran utilidad los trabajos de Jacques Derrida y otros especialistas de su pensamiento. Mientras reflexionaba sobre cómo Ricardo Menéndez Salmón construye en sus relatos esquemas y modelos para romperlos al final, surgió la palabra «deconstrucción» que me condujo naturalmente hacia las teorías del filósofo francés. Se propondrá a continuación como postulado metodológico que las estrategias de deconstrucción empleadas por Derrida se pueden aplicar a la escritura del novelista gijonés.
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La lectura, la del propio lector del cuento y la que hacen los protagonistas, termina con la coincidencia de la muerte del padre con el nacimiento del hijo vecino. «Basta una palabra para abandonar una vida y penetrar en otra» (98) dirá el narrador de «A nuestros amores», segundo cuento que se propone estudiar aquí. En el caso del primer cuento, esta palabra que hace de vínculo entre las dos vidas es un nombre: Julio, nombre del padre muerto y del hijo recién nacido2. Mientras va leyendo el relato, uno se deja seducir por la composición, por el cuadro que dibuja la simetría misma de los destinos, por las imágenes —un hombre en llamas que irrumpe rodeado de silencio, una puerta roja al fondo de un jardín, una mujer embarazada, desnuda y «bella como una pintura antigua» o «hermosa como un incendio» (16)—, por la abnegación y la soledad del hijo frente a su padre que se está muriendo, por la dignidad del moribundo. Ésta sería la historia y no otra si, al final, este cuadro no se encontrara totalmente cuestionado por una intervención ajena, por otra voz, atronadora y disonante, la de la mujer del narrador que irrumpe en el relato. Ella es la que constata y con ella descubre el lector que el niño nacido en la casa de enfrente lleva el mismo nombre que el suegro que acaba de morir: «Qué ironía. El bebé se llama igual que tu padre» (17). La palabra «ironía», en esa voz que interviene en un discurso asumido desde el principio por una sola instancia, invita al lector a reconsiderar el relato desde otro punto de vista, y a dar más importancia a otra historia, evacuada por el narrador en primera persona —«desde luego, ésa es otra historia» (12)—: la historia de su propia pareja y de su separación. De hecho, en el umbral mismo del cuento, el narrador vincula su recuerdo con un tiempo marcado por la historia de su pareja: «Hace algunos años, poco antes de que nos separásemos...» (11). Ésta es, pues, la historia subyacente, relegada, que a pesar de abrir el relato queda como un telón de fondo a lo largo de la diégesis (en la página 15, se habla de «una cama de la que el amor huía con grandes pero silenciosos pasos»; énfasis mío), para imponerse violentamente al final por boca de la mujer, como si ésta reivindicara el derecho a contar su propia ver-
2 Ilustrar o analizar un relato con las palabras de otro relato puede aparecer como poco «académico», pero nos invita a ello la escritura de Ricardo Menéndez Salmón, que él mismo califica en varias entrevistas de «centrípeta», la cual es a menudo un juego de símbolos e imágenes que se repiten de una obra a otra: «En una literatura tan concéntrica y centrípeta como la mía [...], los textos se realimentan y los topoi se repiten una y otra vez» (Ricardo Menéndez Salmón, citado por Muñoz 2008: s.p.).
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sión. Con un proceso de descentramiento de la focalización se vuelve a centrar el foco de interés en la pareja denegada, al recordar que el hijo ejemplar es también marido y padre. El encerramiento del narrador en su «burbuja de cristal» se expresa, entre otros, por el uso casi obsesivo del adjetivo posesivo «mi», que vuelve más de cincuenta veces en el relato (en un poco más de siete páginas) para designar primero al padre («mi padre», veinte ocurrencias), a su mujer («mi mujer», ocho ocurrencias), a sus hijos (siete ocurrencias), e incluso a su vecina (cinco ocurrencias), a la que también parece haber integrado en su burbuja, mientras que el marido de ésta se ve precedido por el adjetivo plural: «nuestro vecino». El estudio de los posesivos aparece así como verdadera clave de lectura y de comprensión. Denuncian un punto de vista único: «mi padre», «mi mujer», «mis hijos», resumidos luego en «mi familia» bajo el techo de «mi propia casa»; o «mi vecina», la que aparece luego en «mi pintura antigua». Pero también marcan una presencia: «mi voz», «mi mirada», «mis ojos», «mi presencia física», «mi tarea», «mis rondas nocturnas», «mis sinsabores» y «mis alegrías». El vuelco final y el cambio de perspectiva se traducirán por un cambio de adjetivo: «mi padre» pasa a ser «tu padre» y, como condena consecutiva, el narrador excluye a la mujer cambiando el «mi» por el demostrativo «esa»: Fue entonces cuando mi mujer, la madre de mis hijos, dijo aquellas diez palabras que nunca olvidaré. Dijo: —Qué ironía. El bebé se llama igual que tu padre. Y en ese instante, mientras yo miraba a esa mujer a la que ya no amaba, mientras dentro de mí unas puertas se cerraban definitivamente... (17; énfasis mío).
El segundo relato estudiado, «A nuestros amores», presenta, si no en la anécdota sí en la narración, muchas similitudes con el primero. Un narrador homodiegético cuenta en primera persona, con una vuelta atrás —«yo tenía entonces treinta y cuatro años» (93)—, su viaje a Madrid en compañía de su mujer para inaugurar su «primera exposición en la capital» (ibíd.). Es artista y, como tal, está totalmente encerrado en un mundo en que los demás desempeñan un papel muy secundario. «Hice aquel viaje en compañía de mi esposa Sara y de un cuaderno de dibujo» (ibíd.): el verbo en primera persona del singular y no en plural, la evocación de su mujer a través del posesivo «mi» y de la palabra «esposa» que la subordina al sujeto, y su asociación con el cuaderno de dibujo que la relega al mundo de los objetos, sean objetos artísticos o sexuales —se evocan luego las «piernas de Sara» (94)—, presentan
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desde el principio al personaje masculino como un verdadero estereotipo de artista egocéntrico. Un artista ejemplar, se diría, desde un punto de vista paradigmático. No tiene más consideración que por su persona. El narrador se dibuja en negativo (si se permite el juego de palabras se diría más bien en positivo), a través de la descripción que hace de su mujer, funcionaria de un ministerio y modelo, según él, de conformismo y de vulgaridad (da como prueba implícita el que le habría gustado tener una tele en la habitación del hotel) y aterrada, según cuenta el narrador, por la idea de «no depender de alguien, no pertenecer a un lugar, no estar subordinada a un verbo principal» (93). La imagen lingüística fácilmente se puede transponer a otro dominio en el que Dios es el Verbo y el artista su encarnación. La pareja se ve como constituida por dos caracteres antagónicos, una oposición que el narrador hasta cree leer en los ojos de su galerista, cuya expresión traduce en la frase siguiente: «Jamás triunfarás en el mundo del arte con una mujer así» (99). La pareja no se comunica o, mejor dicho, y considerando el narcisismo del hombre, la mujer no le devuelve la imagen esperada: «Yo me busqué en los ojos de Sara, pero no pude ver nada» (100). Él es el único foco de interés, de atracción, hasta su encuentro se hizo en sentido único: «Ella se fijó en mí porque estaba solo, mirando con ojos crueles los precios de la fruta. Me dijo que le gustaron mis manos, mi espalda de remero, mi ceño triste» (95). La causa de lo que, desde el estricto punto de vista del protagonista, sería un fracaso total, es decir, su pareja, parece residir en el pasado del personaje, en una experiencia de «amor total» vivida cuatro años antes con una mujer llamada Julia. El recuerdo de la mujer de la que se había separado en la cumbre de su pasión, y que yacía escondido en algún lugar de su memoria, vuelve a surgir con las imágenes de Madrid —«fui asaltado por su recuerdo» (97)— y de otros recuerdos, el de una mujer de «pechos anchos y rotundos», de alguien que le devolvía también una imagen valorativa de su persona —«Julia me dijo que yo le recordaba a Jean-Paul Belmondo»3 (98)—. Obsesionado por este recuerdo, el de un tiempo que se revela como no concluido, el narrador pretexta una visita a algún crítico y vuelve solo al apartamento donde vivieron los seis meses de pasión. Allí le dicen que Julia se suicidó el año anterior. Entonces se rompe el espejo narcisista y el protagonista pierde sus puntos de referencia. El autor lo evoca con la imagen, recurrente en su obra, 3
En ese momento la pareja acaba de salir de la proyección de la película Al final de la escapada (1960), de Jean-Luc Godard.
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de «un náufrago que braceaba en pos de una tabla a la que agarrarse» (105), como quien fue arrojado de su mundo y se encuentra perdido en alta mar. El descentramiento de la focalización, según la problemática seguida en este estudio comparativo, permitido por el estado de crisis interior en que se encuentra el personaje, se opera al final del relato: en un primer tiempo, el narrador, para quien desaparece definitivamente cualquier esperanza de porvenir con su antigua novia, vuelve al lecho matrimonial y llega a considerar a su pareja dentro de un tiempo que tiene pasado y porvenir: «El calor de mi mujer, el calor de la madre de mi futuro hijo, el calor de mi compañera desde hacía tres largos años» (107). En un segundo tiempo, interviene, por vez primera en estilo directo, la voz de su mujer que hasta ahora sólo había sido transmitida por la voz narradora: «—¿La viste?». Dos palabras solamente, con las que el personaje femenino toma verdaderamente cuerpo dentro del relato y también, al sugerir lacónicamente que ha adivinado el secreto, dentro de la propia vida del narrador cuya intimidad comparte. Según el narrador, la voz de su mujer opera como «una placenta de paz» (107) en la que encuentra refugio, un refugio materno que alberga la promesa de otra vida. Se ha roto totalmente el esquema egocéntrico inicial. Los dos últimos relatos que elegí estudiar fueron publicados en un libro anterior, Los caballos azules (2005). «Ceremonia» y «El padre improbable» vienen en tercera y cuarta posición dentro de la obra, y funcionan, tanto a nivel temático como narrativo, como reflejo el uno del otro, ofreciéndose el segundo, en cierta medida, como una corrección4 del primero. En «Ceremonia» se derriba una figura tutelar, la del padre, mientras que en «El padre improbable» (título equívoco) acaba por esbozarse una figura paterna. En ambos relatos un narrador intradiegético comenta en primera persona y en tiempo presente la escena presenciada por él, y de la que es protagonista principal en el segundo caso. En ambos relatos se oyen voces exteriores, pero pertenecen a otra historia que se desarrolla en un escenario paralelo al primero: en «Cere-
4 Poder corregir, hacer correcciones es un tema que suscita una verdadera reflexión filosófica en la obra de Ricardo Menéndez Salmón y que merecería un estudio aparte. El título de su penúltima novela (El corrector, 2009) o, por ejemplo, sus comentarios acerca de la obra de Thomas Bernhard —habla del «perpetuo proceso de corrección al que se encadena todo artista que merezca ese nombre» (Menéndez Salmón 2004: s.p.)— son marcas entre muchas otras de su interés por esta temática que uno vuelve a encontrar a menudo cuando se adentra en la lectura de sus novelas.
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monia» la voz en off es la de una víctima de la dictadura argentina de Videla, que testimonia en un programa radiofónico; en «El padre improbable» son las voces de dos chicos a los que el narrador oye detrás del tabique de su apartamento. En ambos casos estas voces alimentan el flujo interior del narradorprotagonista quien, paradójicamente, se encuentra totalmente encerrado en sí mismo, concentrado en lo que está pasando en su propio mundo u obsesionado por sus pensamientos. Esta burbuja egocéntrica volará con la irrupción del mundo paralelo en el mundo del protagonista principal. «Ceremonia» se abre con la visión de una pareja, una nieta con su abuelo, jugando al ajedrez: «Daniela y mi padre están en el salón, jugando su partida de la tarde. Es un acto que repiten cada día» (37). Visión placentera, es una tarde como otras en una familia acomodada de Buenos Aires, en un piso de la Avenida de Mayo. Atenta al ritual que se desarrolla ante ella, la narradora, cuya identidad se revela a través del posesivo de «mi padre», escucha al mismo tiempo la radio. El relato es un vaivén entre su descripción de la escena íntima, su restitución de los comentarios radiofónicos y sus propios comentarios a propósito de lo que ve y oye. Ella es como la espectadora de dos escenas simultáneas, una presenciada en directo y otra oída e imaginada: «Me gusta la radio porque se parece al ajedrez, supone un ejercicio de cálculo y de imaginación» (38). Ambas historias tienen una trama dramática. El abuelo, al final del ritual del ajedrez, que la narradora interpreta como una ceremonia, un rito de paso, está a punto de perder su primera partida ante su nieta, después de haber perdido veinte años atrás su primera partida ante su hija. Lo que se cuenta es un duelo en el que está programada la muerte simbólica del abuelo, después de la del padre, reunidos en la única figura masculina de la familia. Por las ondas, en paralelo, llega la historia de un hombre que fue torturado y perdió, en este otro duelo real y violento, su masculinidad: «Somos hombres capados, somos mansos, nos dejaron como a dos eunucos» (39). Si se exceptúan los diálogos radiofónicos y las pocas frases del abuelo que se dan en estilo directo, la narradora es el enfoque único del relato, y si ella comenta y restituye la entrevista de la radio, incluso intentando imaginar el estado de ánimo del invitado y enfatizando lo dramático de su historia, su narración está caracterizada por cierta distancia emocional y carece totalmente de empatía hacia el que llama «un torturado por la dictadura de Videla» o «el torturado», expresiones perfectamente despersonalizadas. Éste encarna más bien un tipo social, el de «los torturados», y se enfrentó no con hombres de carne y hueso sino con un régimen político, «la dictadura de Videla». Por
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tanto, el drama real vivido veinte años atrás por el hombre al que detuvieron «por comunista» se vuelve drama teatral, puesto en escena por Schiavino, responsable del programa de la radio, y mantenido a distancia por la propia narradora, quien subraya los silencios, comenta los diálogos y distribuye las emociones: Confesiones como ésta son las que convierten a Schiavino en el rey de la radio. Argentina entera, salvo los que duermen la siesta o los que se entregan al placer del ajedrez con sus nietos, se habrá quedado ahora sin aliento, la garganta reseca, los ojos ciegos de tanto dolor (39).
Existe además un desfase entre los horrores relatados por el hombre y la actitud de la narradora, que los comenta mirándose «los rombos de la falda, el esmalte de uñas y su sortija de compromiso» (40). Sin embargo, los numerosos paralelismos operados entre las dos situaciones del relato, especialmente a través del juego de ajedrez —«Algunas de las palabras que el invitado de Schiavino pronuncia recuerdan también al juego de ajedrez: método, disciplina, táctica, ataque, defensa» (39)— y mediante analepsis con las que el lector vuelve veinte años atrás, cuando «el comunista» recuerda las torturas y la narradora recuerda cómo intentaba vencer a su padre con sus peones, dibujan poco a poco un tercer drama que se impondrá a la narradora misma cuando coincidan los dos recuerdos: el recuerdo de ella, cuando de niña llamó a su padre por teléfono para decirle que le había vencido, y el recuerdo del torturado oyendo que el jefe de sus verdugos, después de una llamada telefónica, le decía a un compañero suyo que su «nena le había ganado su primera partida». Entonces el pasado da un salto hacia el presente, los dos mundos se juntan en una sola anécdota, y la frontera que los separaba, simbolizada y materializada por la voz de Schiavino que funcionaba como mediador, desaparece para dejar lugar a un silencio profundo: ¿Dónde te has ido Schiavino, dónde estás?, pregunta la audiencia, pues un silencio espantoso llega desde el otro lado del receptor. La voz, pienso, la voz lo es todo, sólo ella nos redime, el silencio es lo espantoso, aunque sea el Mal quien hable siempre es preferible eso al silencio (42).
Precisamente es la voz del Mal, el cual acaba de encarnarse en la persona del abuelo, alias «el jefe», la que termina el relato con la misma frase pronun-
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ciada veinte años antes, confirmando así en el presente de la narración lo que hubiera podido ser una mera coincidencia, y condenando a la narradora al infierno: «—Carajo, Laura, la nena me ganó su primera partida» (ibíd.) La que había sido figura tutelar, Dios en su casa, se desploma al final según un proceso idéntico a los dos relatos estudiados antes. La intervención de una voz ajena impone a un narrador encerrado en su burbuja una nueva verdad, nuevos modelos, que rompen con los esquemas narcisistas establecidos. «—Ojalá se muera» (43). Como respuesta posible al desenlace del relato anterior, éstas son las palabras que abren el relato siguiente, «El padre improbable», palabras pronunciadas por el joven vecino de piso de un narrador también intradiegético que se expresa en primera persona. Aquí, sin embargo, no se desea la muerte de ningún padre sino la de una amante infiel. Entramos in medias res en un relato marcado desde el principio por el rencor y la violencia, con dos escenarios igualmente paralelos: lo que suponemos ser el salón del narrador, a quien imaginamos sentado en algún sillón en medio de la pieza, y el piso vecino, «al otro lado del tabique» (43), donde se oyen las voces de dos chicos. Dos mundos separados entre los que, como en «Ceremonia», las voces de los protagonistas y la imaginación del narrador son el único puente que permite el cruce de una frontera parcialmente permeable y que sólo el narrador pretende salvar. Como Laura, narradora de «Ceremonia», el hombre de «El padre improbable» asiste, en calidad de oyente-espectador, «desde el palco de [su] privilegiado silencio» (46) a lo que él mismo califica de «drama» o «comedia» —«estoy seguro de que el drama que se desarrolla ahí al lado es en realidad una comedia, un sainete, una estúpida farsa» (ibíd.)—, y en que los personajes son «figurantes» o «sosias de farra y dominó». La historia del joven engañado, que el narrador oye, imagina y restituye con palabras como «ira», «espanto», «desconcierto», «dolor», «vanidad», resuena en la propia vida y experiencia del vecino testigo, constituyendo juntas, y desde el propio punto de vista del narrador, un mundo de «quimeras y heces» (44). El fracaso del joven viene como eco, o reflejo, del fracaso del narrador, quien está esperando a que su mujer Susana, a la que no supo retener o acompañar —«fue ella quien decidió por los dos. Yo no dije nada. Me limité a callar, bajar la mirada, doblar el espinazo como una mula vieja» (45)—, vuelva de la clínica adonde ha ido para abortar, arruinando en él cualquier esperanza de paternidad. El personaje, inmóvil, está marcado por la indecisión, la culpabilidad, la desilusión. Él mismo nos facilita la imagen del pozo que entonces se impone a la mente del lector, abrumado a su vez por tanta desesperanza: «Yo transcurro aquí, al otro lado del tabique, flirteando con los sucedáneos del tedio, varado en el
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centro exacto de la pieza, fumando y tembloroso, abrevando en cierto pozo oscuro» (43). Sin embargo, y contrariamente al relato anterior cuyo final se dibuja ya desde el principio, la escena contada acaba de manera tan improbable como la paternidad del narrador, con la irrupción del chico vecino en el apartamento pidiendo un sacacorchos, y un abrazo mutuo entre él y el narrador: Luego se ha buscado en mis ojos y se ha puesto a llorar con una paciencia infinita, los hombros convulsos como si tuviera un ataque de hipo. Y entonces, como un padre improbable, lo he abrazado en silencio, ahorrándole con ese gesto universal cualquier palabra de excusa, para que pueda arrojar entre mis brazos, igual que un vómito dulce, toda la desolación de su mundo (47).
Mas este final no es por improbable menos coherente dentro del esquema narrativo elegido por Menéndez Salmón y objeto de nuestro análisis. Una vez más, un elemento exterior (aquí la voz acaba por encarnarse) irrumpe en el mundo del narrador forzando su construcción egocéntrica, acabando con su encerramiento y proponiendo otra vía. La elección de una instancia narradora en primera persona constituye un vínculo fuerte entre los cuatro relatos: una sola voz homodiegética, que cuenta su propia experiencia con una mediación mínima, como la expresión de una conciencia inmediata, apenas diferida en los dos primeros cuentos estudiados por el paso de los años y el uso del pretérito, pues la narración nunca se instala en el tiempo de referencia. Esta ausencia de mediación así como el punto de vista único refuerzan el sentimiento de encerramiento, pero desempeñan una función de trampantojo para el lector, a quien la ilusión de inmediatez entre lo vivido y lo contado impone una sola realidad que no es sino la del propio narrador. Desde luego la voz, como «verbo principal», es una trampa. «La voz lo es todo» (42)5, acaba diciendo, mintiéndose a sí misma, Laura, a quien el silencio radiofónico consecutivo a las revelaciones del hombre torturado dejó sola ante sus propios temores y dudas. De hecho, no es ninguna coincidencia si tanto en «El padre improbable» como en «Ceremonia» el encuentro de los dos mundos se hace bajo el signo del silencio: «Entonces, como un padre improbable, lo he abrazado en silencio, ahorrán5
El tema de la voz será objeto de otro estudio. Las palabras mismas de Ricardo Menéndez Salmón suenan como una invitación: «En la literatura la voz lo es todo» (2004: s.p.).
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dole con ese gesto universal cualquier palabra de excusa» (47); «Un silencio espantoso llega desde el otro lado del receptor» (42; énfasis mío). A través de la voz única y del hic et nunc de la narración se instala una presencia en la que se encarna una verdad, pero falsa por unívoca. Como contradiciendo a sus narradores, Ricardo Menéndez Salmón apela a la pluralidad de las voces y a la equivocidad. Según Jacques Derrida (1979), el proceso de deconstrucción sigue dos etapas. En una primera etapa, llamada de inversión, se cuestiona la jerarquía establecida. Éste es el papel final de las voces ajenas en los cuentos. Pero en el cambio de perspectiva éstas no invierten la relación de fuerza (en un sentido actancial incluso se podría escribir la relación de «las fuerzas»), sino que la dejan de lado para proponer otra vía. Ésta correspondería a la segunda etapa del proceso llamada de neutralización. El esquema original, u originario, con una presencia y una voz, se rompe en una multiplicidad de voces que son otras tantas miradas y posibilidades de lectura. Deconstruir, imponer una diferencia, una alteridad, lo que en Jacques Derrida sería más bien un proceso de lectura, es en la obra de Menéndez Salmón el proceso propio de la escritura. De la reflexión del filósofo francés nació otra palabra, «différance», diferancia, combinación de la palabra «diferencia» y del verbo «diferir». «La différance introduit du jeu, du dérapage, du déséquilibre», escribe Fred Poché (2007: 36). Con el proceso de deconstrucción se introduce una diferencia, pero saliendo del sistema automático de oposiciones duales. Según Fred Poché, «la déconstruction récuse toute notion de vérité singulière ou universelle d’un texte» (ibíd.: 46) a lo que podemos añadir con Marc Goldschmit que es «comme le détraquage de la dialectique, c’est-à-dire, du discours et de la lecture qui veulent la maîtrise sans réserve du sens et de la signification» (2003: 21); «C’est comme un virus inséminé à l’origine et qui démonte d’avance tout «montage» textuel ou institutionnel» (ibíd.: 20). Con una imagen parecida, Fred Poché habla de «une sorte de processus qui affecte tout» (2007: 49). Un diagnóstico rápido nos llevaría, pues, a considerar a Ricardo Menéndez Salmón, para quien la escritura «es una enfermedad»6, como doblemente contaminado.
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«La literatura no es un oficio, es una enfermedad; uno no escribe para ganar dinero o caer bien a la gente, sino porque intenta curarse, porque está infectado, porque lo ha ganado la tristeza» (Gea 2008: 15).
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F I L I AC I O N E S ,
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Detrás de las voces, o a través de ellas, los relatos de Ricardo Menéndez Salmón establecen ciertos modelos y sus protagonistas, entre ejemplaridad y tópicos, muestran caracteres y actitudes muy familiares para el lector occidental en cuanto a filiación, paternidad y vida de la pareja. En esta segunda parte del estudio, en el que se han distinguido para mayor claridad las técnicas narrativas del autor y la ejemplaridad de sus argumentos, se analizarán estos modelos y su tratamiento, con un enfoque que, por falta de espacio, hemos reducido a la imagen de la paternidad7, a través de la cual se cuestionan la actitud del hijo frente a su padre y la del padre frente al hijo, o la de otras parejas según la problemática escogida. En efecto, en cada relato estudiado se dibuja, de forma más o menos pregnante, una imagen, incluso se diría un estereotipo de filiación que lleva consigo una concepción modélica, sea del padre o del hijo. Empecemos con la representación que más alcance simbólico tiene, la de la figura tutelar de «Ceremonia». Esposo, padre y abuelo, el único hombre (y genitor) presente en aquel apartamento de la Avenida de Mayo (no se menciona a un posible yerno) es como una entidad varonil completa, sin rivalidad alguna en el relato en cuanto a varonía, pues el solo hombre (aparte de Schiavino que desempeña otra función) que protagoniza la historia anexa se presenta como «capado», víctima de las torturas orquestadas por un grupo anónimo de verdugos encabezados por «el jefe». Aquella figura entra en el relato bajo la función y los rasgos del abuelo, simbólicamente representado en el rey negro del ajedrez amenazado por los peones blancos de la nieta Daniela. Simbólicamente también se trata de «matar al abuelo», después de que Laura, hija y narradora, «mató al padre» siguiendo el mismo rito veinte años atrás. Pero ambas protagonistas pertenecen al género femenino, lo cual refuerza la ausencia de rivalidad varonil dentro de la familia. Otra imagen, la del sacrificio, evoca una simbología divina: «Mi padre ha acep-
7 La paternidad es un tema recurrente en la obra de Ricardo Menéndez Salmón. A las figuras de Los caballos azules y Gritar que estudiamos aquí se añaden otras. La novela Derrumbe, a la que Isabelle Touton dedicó un artículo (cf. Touton 2009), La noche feroz o El corrector ofrecen tipos diferentes. Muchas son las formas que toma la figura del padre en la obra del escritor asturiano. No todas son modélicas ni desempeñan una función central en el relato, pero entre ellas destacaremos la figura de Ricardo Irizábal, personaje clave de Los arrebatados (2003), al que volvemos a encontrar como personaje secundario en La noche feroz.
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tado el sacrificio tomando con su rey el caballo» (39). Después de haberla protagonizado, la narradora presencia ahora una escena ejemplar, en un sentido paradigmático, de transmisión de la herencia paterna, atestada por imágenes canónicas. Se dibuja una figura idealizada: Esa cabeza que en la época en que jugaba con mi madre lucía un hermoso pelo color de trigo; esa cabeza que cuando yo doblaba en edad a Daniela comenzó a perder el cabello; esa cabeza que ahora, cuando mi hija se dispone a entrar en su segunda década de vida, ya no es más que una pulcra bola de carne tostada por el sol (37).
La figura del hombre cuyo pelo, además de «hermoso», recuerda con su «color de trigo» la luz del sol al mismo tiempo que la fertilidad, atraviesa el tiempo familiar jalonando cada etapa; su «carne tostada por el sol», imagen trivial y afectiva, da testimonio de un trayecto metafórico hasta el cénit. El abuelo es la imagen ejemplar del patriarca. De herencia también se trata en «La vida en llamas», cuento en el que aparecen de la misma manera tres generaciones: un moribundo presentado en su función de padre —«mi padre»— y genitor —«el hombre que me había dado la vida» (13)—, su hijo, narrador del relato, y los hijos de éste, un modelo familiar reunido por voluntad específica del hijo bajo un mismo techo: «Mi padre tenía cáncer de pulmón y yo había decidido que debía morir en casa, no en el hospital» (11). La pareja central del relato, enfocada por la narración, es la del hijo con su padre, cuya relación se interroga a través de su confrontación con la muerte y la manera como se debe acompañar en ella a quien uno debe la vida. El tema universal escenificado en este cuento encuentra su máxima expresión en un cuadro final, cuando el padre pronuncia la última de las órdenes que su plaza en la jerarquía familiar le autoriza a dar: «—Lee —dijo. Y yo obedecí. Y leí una página, y otra, y otra más» (16)8. Una mise en abyme presenta al hijo, lector y narrador, contando el final simultáneo de dos historias, la del libro que está leyendo9 que coincide con la muerte próxima del padre:
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El tema de la lectura, también eje del cuento, necesitaría otro estudio que no cabe aquí. Es interesante constatar que el libro leído por el hijo no tiene título ni se conoce su historia: «El título del libro no importa demasiado. En cualquier caso, puedo asegurar que contaba una de esas historias que merecen ser escuchadas al menos una vez en la vida» (12). Viene como otra mise en abyme, reflexiva, un marco narrativo vacío en el que cabe la propia historia del narrador. 9
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El alba primero, y la mañana después, me sorprendieron en la habitación. Una luz cítrica, llena de polen y olor a hierba cortada, nos rodeó, nos conjuró en torno a nuestro libro, nos unió por última vez, un poco mitológicos sin duda, como siempre lo son un padre y un hijo (16).
El proceso de ejemplificación descrito y estudiado por Marielle Macé (2007: 25-37) se encuentra perfectamente ilustrado aquí. Se trata de un verdadero cuadro destacable (a nivel estilístico por su belleza y a nivel retórico por el uso, circunscrito a este trozo preciso, del pronombre «nos»). La actitud ejemplar del hijo en el cumplimiento de su deber filial encuentra en esta escena un valor simbólico que trasciende la sola relación incluida en la diégesis. A propósito del «buen ejemplo» Marielle Macé evoca «des énoncés densifiés, détachables, qui se signalent au lecteur pour leur qualité topique» (ibíd.: 32), y por otra parte escribe que «les bonnes images [...] ne font pas qu’illustrer une idée, [...] elles font faire une expérience esthétique, sensitive et perceptive» (ibíd.: 28). La imagen del hijo cerca de su padre participa de ello, funcionando como un icono dentro de nuestras representaciones imaginarias colectivas, e invocando los sentimientos (quizás las culpabilidades también) del propio lector. En un análisis cruzado, el tema de la paternidad también nos invita a estudiar juntos «A nuestros amores» y «El padre improbable», en que ambos relatos interrogan, a la inversa de los dos primeros cuentos, la capacidad del hombre a asumir esta propia función de padre. Ya no se trata, pues, de asumir una herencia, sea por parte del que la da o del que la recibe, sino de hacerla posible. Y en esto los dos cuentos citados presentan dos casos que también se pueden calificar de ejemplares. Espécimen narcisista, el artista de «A nuestros amores» ofrece una imagen tajante de denegación de paternidad. Las causas se encuentran en un fuerte egocentrismo ya evocado. En cuanto a su manifestación, ésta se lee en un párrafo aislado dentro del relato, cuando el narrador evoca el deseo de su mujer Sara de ser madre. La decisión es unilateral —«ahora que ella había decidido» (97)—, no incluye al hombre, y se conjuga en tercera persona del singular y no primera del plural. De hecho, la paternidad aparece al narrador como sinónimo de muerte: «Como si “quiero tener un hijo” fuera una declaración terrible y premonitoria, augural, un tratado de tinieblas, el anhelo de una Casandra rediviva, una frase tan lúgubre y demoledora como “me han pronosticado un cáncer linfático”» (ibíd.). Incluso nos atreveremos a decir
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que esta denegación también se manifiesta en el propio silencio del narrador en cuanto al tema, tema que no vuelve a aparecer en el relato sino en la última página: «el calor de mi mujer, el calor de la madre de mi futuro hijo, el calor de mi compañera desde hacía tres años» (107). Es interesante ver cómo en este relato, al igual que en «La vida en llamas», los dos narradores invocan la imagen materna cuando se rompe el espejo narcisista. De repente se proyectan en otra persona, se acaba con la unidad del Yo, se rompe la relación especular con el reconocimiento de una alteridad. Al final de «A nuestros amores» el narrador pronuncia el verbo «aceptar»: «acepté que amaba a mi mujer» (ibíd.). Según Jean-Claude Causse, «devenir adulte [...] est un apprentissage où l’on apprend à distinguer dans son être entre ce à quoi l’on n’entend pas renoncer et ce à quoi au contraire il faut consentir à renoncer» (2008: 45). La actitud final del artista se puede ver como un ejemplo de renunciamiento. El protagonista de «El padre improbable» representa por su lado la imagen de la culpabilidad, de la cobardía y de la paternidad (y con ella de la propia masculinidad) imposible de asumir o incapaz de afirmarse. Aquí también se trata de un hombre ante una elección, elección en la que se juegan varios porvenires: el suyo como padre, el de un hijo y el de la pareja (el relato, con punto de enfoque único, no cuestiona el porvenir de la propia mujer como mujer y madre). En este caso, el hijo existe, en ciernes, pero se le condena a la nada: Reconstruyo sin pánico estas dieciséis semanas de celos y dudas, pensando en el nonato encogido y sanguinolento, apenas si un buñuelo de terror y células, que un médico eficiente estará aspirando desde su breve farsa de vida hacia el blando epílogo de la nada (44).
Como un reflejo inverso de la pareja de «A nuestros amores», aquí es la mujer quien toma las decisiones: «Fue ella quien decidió por los dos» (45). Lo que lleva al narrador a calificarse de «castrado» (46), sin echarle la culpa expresamente a su mujer, pues asume una parte del acto: «En este instante deseaba [...] que nuestro egoísmo no fuera inútil» (47). Más que fruto del acto mismo de la mujer, el sentimiento de castración representaría más bien una automutilación simbólica, como una «autocastración» debida a la culpabilidad que roe al protagonista y a una herida narcisista. El aborto también es un acto sacrificial movido por el egoísmo, intento último y vano para preservar la unicidad de la pareja, mantener intacta una unidad primordial pero infecunda. Aquí la imagen masculina es la de una paternidad fracasada, que no
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llegó a ser, la de un hombre que no llegó a encarnarse en otro: «Siento [...] cómo mi paternidad se hunde en una laguna negra, en otra Estigia implacable» (44). En ambos relatos la paternidad, otro sacrificio, está rodeada por la idea de muerte. Más allá de la figura, «inejemplar» desde el punto de vista de cierta moral o «ejemplar» en lo que representa a un tipo masculino, es la actitud misma la que se cuestiona, la del hombre ante una elección vital. En oposición al padre de «La vida en llamas», para quien la proximidad de la muerte mueve al hijo a decir que «hay veces, en la vida de un hombre, en que ya no le es dado escoger» (14), el narrador de «El padre improbable» se encuentra ante una decisión en la que juega su devenir y en la que no ser padre equivale a no ser. La falta de decisión precisamente resuena como una condena. En palabras de Vincent Jouve, «une fiction est exemplaire dans la mesure où elle donne à voir une réalité typique, emblématique, épurée, bref, un cas si représentatif qu’il résume tous les autres» (2007: 239). En esto los padres o «no-padres» de Ricardo Menéndez Salmón, en su relación con sus hijos, incluso cuando éstos no llegan a existir, construyen figuras ejemplares. Sin embargo, cabe preguntarse de nuevo sobre quién es el autor de estas imágenes, de qué instancia procede la ejemplificación, pues los modelos se construyen a partir de una sola voz, la del narrador, y en un tiempo que abarca la casi totalidad del relato, encerrando ambos al lector dentro de un esquema único que funciona como un contrato de lectura. En un fragmento de su artículo dedicado a lo que él llama «estrategias de inejemplaridad», Alexandre Gefen habla de «dynamitage des procesus d’identification» (2007: 260). Construcción/deconstrucción, ejemplaridad/inejemplaridad, los relatos escogidos de Menéndez Salmón siguen el mismo rumbo y tienen una misma vocación: todos elaboran modelos que acaban dinamitados. Pero los modelos no se vuelven «inejemplares» por ello; es su propia ejemplaridad la que se cuestiona, a través de un proceso de deconstrucción ya evocado. Según Gilbert Hottois, del proceso de deconstrucción nacen términos «insolubles» («des termes indécidables») que «ébranlent et ruinent la belle logique des monismes et des dualismes. Ils manifestent [...] les ambiguïtés et apories d’un usage qui se voulait logique» (1998: 436). Del mismo modo, arruinada la construcción de los narradores, el relato no da lugar a un proceso de construcción de un nuevo modelo contrario o de cualquier otro, ya que la inversión es la que acaba la narración dándola por terminada. Así, en el último párrafo de los dos relatos estudiados de Gritar, la experiencia vivida por los narradores les mueve a pensar en la vida:
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Y mientras pensaba en la fragilidad de la vida... (107). Y en ese instante, mientras yo miraba a esa mujer a la que ya no amaba, [...] pensé en cuánto dolor oculto existe en cada vida que nos rodea (18).
En «Ceremonia» es la voz radiofónica de Schiavino la que invita a «reflexionar sobre nuestra historia reciente» (42). De la ruina nace una duda, de la duda nacen otras lecturas. Compartiendo la opinión de Julia Kristeva, Ricardo Menéndez Salmón habla de la literatura «como un movimiento aporético, como el intento por aproximarse hacia una meta que jamás se alcanza, como la aspiración hacia una finalidad constantemente defraudada» (2009b: 94). La plurivocidad reivindicada en los relatos del autor español es una buena muestra, en tanto que propone lecturas múltiples a la vez que intenta abrazar el campo de los posibles. En cuanto a la imagen del padre más precisamente, la aproximación del pensamiento de Emmanuel Levinas al de Jacques Derrida nos conduce a pensar que deconstrucción y paternidad tienen ciertos vínculos, en la medida en que ambas son una «experiencia de lo imposible» que tiende hacia una trascendencia. Rompiendo con una totalidad que es encerramiento, la deconstrucción, como la paternidad, es según Fred Poché, «del lado del “sí”, de la afirmación de la vida»10. En esto el padre más «ejemplar», como padre, entre los tipos estudiados sería el personaje de «El padre improbable», quien simbólicamente acaba por levantarse para abrir una puerta y abrazar a un hijo improbable, mostrando con su gesto que la paternidad es ante todo un acto adoptivo y gratuito, la aceptación del otro en su total alteridad.
10 Según Fred Poché, la deconstrucción «est une certaine expérience de l’impossible. C’està-dire, une expérience de l’autre, de l’autre comme invention de l’impossible, ou si l’on veut, comme la seule invention possible» (2007: 50). Por su lado, citando a Emmanuel Levinas, JeanClaude Causse escribe: «Considérer autrui comme son fils, c’est précisément établir avec lui ces relations que j’appelle “au-delà du possible”. [...] cet “au-delà du possible” est précisément l’altérité du fils. Il représente l’impossible du père, mais au sens de la nouveauté contenue dans la génération suivante» (2008: 50).
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NOTA SOBRE LOS AUTORES DEL VOLUMEN
GENEVIÈVE CHAMPEAU es catedrática de Literatura Española Contemporánea en la Universidad Michel de Montaigne-Bordeaux 3. Sus investigaciones versan sobre la novela contemporánea y los libros de viajes. Es autora de Les enjeux du réalisme dans le roman sous le franquisme (1993) y editora científica de varios libros, entre los cuales Référence et autoréférence dans le roman espagnol contemporain (1994) y Relatos de viajes contemporáneos por España y Portugal (2004). AGNÈS DELAGE es profesora titular en la Universidad de Paris Ouest-Nanterre. Se doctoró en 2005 con una tesis sobre la literatura política barroca, «Inventar la Historia. La escritura de la biografía política en el Siglo de Oro», realizada en la Casa de Velázquez de Madrid. Sus investigaciones actuales se orientan principalmente hacia la época contemporánea, centrándose en el análisis de las ficciones políticas en las artes plásticas y en la narrativa, tanto en España como en Latinoamérica. Entre sus últimas publicaciones figuran estudios dedicados al compromiso político y ético en las obras plásticas de Santiago Sierra, David Nebreda, Carlos García Alix y Guillermo Habacuc Vargas, y en las novelas de Almudena Grandes, Ignacio Martínez de Pisón, Juan Goytisolo y Manuel Vázquez Montalbán. PALOMA DÍAZ-MAS (1954), fue profesora de Literatura Española y Sefardí en la Universidad del País Vasco y actualmente es científico titular del Instituto de la Lengua Española del CSIC. Su libro de cuento Nuestro Milenio (1987) y sus novelas El rapto del Santo Grial (1984), Tras las huellas de Artorius (1986), El sueño de Venecia (1992) y La Tierra fértil (1999) son unos ejemplos magistrales de lo que se llama «metaficción histórica». La Tierra fértil, por
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ejemplo, cuenta una historia de amor homosexual en la recreación de una novela de caballería medieval. Como un libro cerrado (2005) es, en cambio, una suerte de «radiografía» de su infancia y adolescencia a través de la cual la autora reflexiona sobre «la génesis del escritor». La problemática de la ejemplaridad es central en la obra de una novelista que se inspira mucho en la literatura medieval (temas, discursos y lenguaje) y se sirve de las técnicas proporcionadas por la posmodernidad literaria para llevar a cabo una reflexión sobre el papel de la fábula y de la cultura en la época contemporánea. ISABELLE FAUQUET es una ex alumna de la École Normale Supérieure Lettres et Sciences Humaines (Lyon), titular de la Agrégation de Español. Es actualmente docente en la Universidad Michel de Montaigne-Bordeaux 3 como ATER (Attaché Temporaire d’Enseignement et de Recherche). Está preparando una tesis doctoral titulada «La ejemplaridad de la ficción en la novela española contemporánea», bajo la dirección de la profesora Geneviève Champeau. Sus investigaciones se centran en varios autores como Juan José Millás, Antonio Muñoz Molina, Arturo Pérez-Reverte, Javier Cercas, Dulce Chacón o Manuel Rivas. AMÉLIE FLORENCHIE es profesora titular de Literatura, Civilización y Lengua Españolas en la Universidad Michel de Montaigne-Bordeaux 3. Se doctoró en 2003 por la misma universidad con una tesis sobre la repetición en la escritura narrativa de Javier Marías al que ha dedicado distintos artículos. Sus autores predilectos son tan variados como Miguel Delibes, Manuel Vázquez Montalbán o Enrique Vila-Matas. Últimamente, su investigación se ha centrado en la novela de la memoria y autores más jóvenes como Isaac Rosa. YANNICK LLORED es profesor titular de Literatura Española en la Universidad de Nancy 2, ha publicado dos libros —Aproximación al lenguaje nómada de Juan Goytisolo en Las virtudes del pájaro solitario (2001) y Juan Goytisolo, le soi, le monde et la création littéraire (2009)—. Es también autor de artículos sobre la obra de Juan Goytisolo, sobre la teoría crítica, sobre la literatura clásica (Juan Ruiz, Miguel de Cervantes) y sobre otros escritores contemporáneos (José Jiménez Lozano, Max Aub). Recientemente, ha dirigido con Isabelle Touton un número monográfico de la revista Horizons Maghrébins (61) dedicado a la España de las tres culturas. Sus principales temas de investigación se centran, a partir de una perspectiva hermenéutica, en las problemáticas culturales e intelectuales en relación con la interpretación de los textos.
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RICARDO MENÉNDEZ SALMÓN (1971), «El terror es la maldición del hombre» (Demonios, Dostoievski): este epígrafe a la novela Derrumbe (2008) de Ricardo Menéndez Salmón condensa unos de los temas predilectos del novelista español muy saludado por la crítica y el público sobre todo desde la publicación de las novelas La noche feroz (2006), La ofensa (2007), El corrector (2009) y, la última, La luz es más antigua que el amor (2010), y del libro de relatos Gritar (2007). Mercenarios, asesinos, pedófilas y locos pueblan su universo narrativo. El terror —ese miedo descomunal que paraliza al hombre frente a los monstruos, a la vida y a la muerte— se hace el destino de una humanidad marcada por una posible culpabilidad colectiva y un consiguiente castigo de origen desconocido, que se relaciona con la fuerza perlocutiva de las palabras (maldecir es decir y actuar a la vez). De manera más general, la meditación sobre los límites y el poder del lenguaje que constituye el meollo de la narrativa anterior de esta joven pluma, concisa, poética y profundamente desesperada, viene siempre vinculada con unos cuestionamientos filosóficos y estéticos sobre el mal, la falta de sentido de la vida, la necesidad e inutilidad del arte y la belleza. En su narrativa, los personajes ejemplares escasean, es el mal que es en sí ejemplar (singular, fascinante, emblemático de cierta visión de la naturaleza profunda de la humanidad). La denuncia se hace más política en El corrector, novela centrada en los atentados del 11-M. PHILIPPE MERLO es catedrático de Literatura Española Contemporánea en la Universidad Lumière Lyon 2. Sus investigaciones se centran en la literatura española contemporánea y en las relaciones que existen entre el texto y la imagen. Es autor de una tesis doctoral titulada «Le Roman historique de Terenci Moix: de l’Histoire au mythe» (1997), de una habilitación sobre la novela española contemporánea con «Des images dans les Mémoires de Terenci Moix» (2004), y de más de setenta artículos publicados con comité de selección internacional en Francia, España, EE UU y México. Entre sus publicaciones destacan: La littérature espagnole contemporaine de 1898 à nos jours (2009); Le créateur et sa critique 1. Manipuler et Mentir (coord., 2009); Le créateur et sa critique 2. Manipuler et Séduire (2010); L’œil, la vue, le regard dans la création contemporaine (2006); y L’Humour hispanique (2004). Es profesor invitado por las universidades Carlos III y Complutense de Madrid, Salamanca, Sevilla, Santiago de Compostela, Iberoamericana de México D.F., Brown University (Providence-EE UU) y Harvard University (CambridgeEE UU). Miembro del laboratorio de investigación Passages XX-XXI, direc-
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La ejemplaridad en la narrativa española contemporánea
tor del Departamento de Lenguas Románicas y vicedecano de la Facultad de Idiomas de la Universidad Lumière Lyon 2. BENOÎT MITAINE es profesor titular en la Universidad de Borgoña (Dijon). Es autor de una tesis y numerosos artículos sobre la obra de Suso de Toro. Se interesa tanto por la narrativa española contemporánea como por la novela gráfica. En la actualidad, está preparando las actas del congreso «Guerres et totalitarismes dans la bande dessinée» que tuvo lugar en junio de 2010 en Cerisy-la-Salle. NICOLAS MOLLARD es profesor titular en la Universidad de Caen. Se doctoró en 2001 por la misma universidad con una tesis sobre las biografías españolas de santa Teresa de Jesús. Después de varios años de estudios sobre el mismo tema, y por otro lado cada vez más interesado por la narrativa española contemporánea, decidió dar otro rumbo a su carrera de investigador y docente para acercar sus propios intereses a los de sus estudiantes. Desde entonces emprendió el estudio de la obra del escritor gijonés Ricardo Menéndez Salmón. El artículo que se presenta en este volumen es la primera entrega de una investigación que se quiere progresivamente exhaustiva. CATHERINE ORSINI-SAILLET es catedrática de Literatura Española Contemporánea en la Universidad de Borgoña (Dijon). Se doctoró en la Universidad Stendhal de Grenoble con una tesis sobre Ignacio Martínez de Pisón (1995) y se habilitó en la Universidad Jean Monnet de Saint-Étienne con una tesis de habilitación sobre Rafael Chirbes como novelista de la memoria. Es presidenta de la Asociación de hispanistas «Hispanística XX» y dirige la revista del mismo nombre. Se interesa por la relación entre literatura, historia y memoria. Ha publicado artículos sobre el tema, especialmente sobre Rafael Chirbes, Julio Llamazares, Javier Cercas, Dulce Chacón y Manuel Longares. ANTONIO FRANCISCO PEDRÓS-GASCÓN es profesor en la Universidad del Estado de Colorado (Fort Collins), donde da clases de literatura, cultura y cine español contemporáneo. Recibió su doctorado en la Universidad del Estado de Ohio con una tesis sobre el Boom latinoamericano en España, que está revisando para su publicación, y es autor de un libro de entrevistas a Suso de Toro (Conversas con Suso de Toro, 2005). En la actualidad está trabajando con Prensas Universitarias de Zaragoza la edición de un libro que recoge las mejores entrevistas concedidas por José Manuel Caballero Bonald a lo largo de sus
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Sobre los autores
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más de 60 años como autor. Antonio es director asociado de España Contemporánea. Revista de Literatura y Cultura. MYRIAM ROCHE es profesora de Español en la Universidad de Saboya (Chambéry), autora de una tesis doctoral titulada «José María Guelbenzu: contours et détours de la subjectivité romanesque» (2007) y de varios artículos o reseñas sobre la obra de José María Guelbenzu. ISAAC ROSA CAMACHO (1974) nació en Sevilla y se educó en Badajoz, donde inició los estudios de periodismo, que nunca llegó a terminar. Comenzó a escribir relatos y obras de teatro breve, algunas reconocidas con la obtención de premios literarios. Siguió escribiendo ensayo y editó su primera novela en 1999, La malamemoria. En ella, el protagonista investiga el rastro de un pueblo masacrado durante la Guerra Civil. Es autor de la bien acogida novela El vano ayer (2004) ambientada en la posguerra y la dictadura, en la que lleva a cabo una reflexión sobre los estragos de los discursos relativistas que permitieron la Transición democrática pero impidieron que hubiera juicios y condenas claras contra los franquistas, y rehabilitación de los republicanos víctimas. Publicó también la original ¡Otra maldita novela sobre la guerra civil! (2005), en que propone una lectura crítica apócrifa de La malamemoria. Su última novela, El país del miedo (2008, Premio Fundación José Manuel Lara Hernández a la mejor novela de 2008), indaga en la manera como los miedos contemporáneos justifican el recorte de libertades. Esta(s) obra(s) muy metaliteraria(s) se distingue(n) de las novelas de la memoria consensuales por un compromiso político asumido. MAYLIS SANTA-CRUZ es titular de la Agrégation y profesora titular en la Universidad Michel de Montaigne-Bordeaux 3. Presentó una tesis doctoral, bajo la dirección de la profesora Geneviève Champeau, titulada «La novela de formación femenina en la posguerra española». Sus investigaciones se centran principalmente en las novelas escritas por mujeres en los siglos XIX y XX en España, Francia e Inglaterra. ISABELLE STEFFEN-PRAT es profesora titular de Literatura Española Contemporánea en la Universidad de Lille 3. Se doctoró con una tesis sobre la prosa narrativa y periodística de Antonio Muñoz Molina (Universidad de Paris IVSorbonne, 2002). Su tesis de habilitación (Universidad de Lille 3, 2009)
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analizó la escritura cinematográfica de Isabel Coixet. Su investigación se centra en la escritura de lo cotidiano como punto de convergencia entre géneros literarios y artes, y la llevó a escribir varios artículos sobre las obras de Camilo José Cela, Almudena Grandes, Antonio Muñoz Molina, Soledad Puértolas, Manuel Vázquez Montalbán, y también Isabel Coixet, Carlos Saura, Imanol Uribe. ISABELLE TOUTON es profesora titular de Literatura, Civilización y Lengua Españolas en la Universidad Michel de Montaigne-Bordeaux 3. Su investigación se centra sobre todo en la narrativa y el cómic contemporáneos, en particular en autores como Paloma Díaz-Mas, Carlos Giménez, Juan Goytisolo, Ricardo Menéndez Salmón, Arturo Pérez-Reverte, Juana Salabert, Gonzalo Torrente Ballester... Ha escrito también varios artículos sobre la imagen del Siglo de Oro en la novela histórica española del siglo XX. Ha dirigido con Yannick Llored un número monográfico de la revista Horizons Maghrébins (61, 2009) dedicado al legado de la España de las tres culturas.