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Spanish; Castilian Pages 182 Year 2018
La impronta autoficcional. (Re)fracciones del yo en la narrativa argentina contemporánea José Manuel González Álvarez (ed.)
Estudios Latinoamericanos
DIRECCIÓN
Walther L. Bernecker Sabine Friedrich Gian Luca Gardini Silke Jansen Andrea Pagni
CONSEJO CIENTÍFICO
Anke Birkenmaier (Indiana University, Bloomington) Sean Burges (Australian National University) Ana Casas (Universidad de Alcalá) Clara Eugenia Lida (El Colegio de México) Ilse Logie (Universiteit Gent) Andrés Malamud (Universidade de Lisboa) Ana Peluffo (University of California, Davis) Juan Valdez (Mills College, Auckland) José del Valle (City University of New York, CUNY)
Vol. 55
José Manuel González Álvarez (ed.)
La impronta autoficcional. (Re)fracciones del yo en la narrativa argentina contemporánea
Iberoamericana - Vervuert - 2018
Redacción: FAU Erlangen-Nürnberg Centro de Estudios de Área Sección Iberoamérica Bismarckstr. 1 D-91054 Erlangen Alemania
Este libro se publicó gracias al apoyo financiero otorgado por la Fundación Alexander von Humboldt
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). © Iberoamericana, 2018 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 [email protected] www.iberoamericana-vervuert.es © Vervuert, 2018 Elisabethenstr. 3-9 – D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.iberoamericana-vervuert.es ISBN 978-84-8489-379-0 (Iberoamericana) ISBN 978-3-95487-751-5 (Vervuert) ISBN 978-3-95487-752-2 (eBook) Depósito Legal: M-10522-2018 Diseño de cubierta: a. f. diseño y comunicación Impreso en España The paper on which this book is printed meets the requirements of ISO 9706
Índice
Presentación....................................................................................................................... 7 José Manuel González Álvarez “Una autobiografía escrita por otro”: desidentificación y paradojas del yo en Macedonio Fernández........................................................... 15 José Manuel González Álvarez “La certidumbre de ignorar si he detallado…”: Norah Lange y la autoficción....................................................................................... 27 Julien Roger La máquina airiana: valores y efectos de su espacio autoficcional..................... 41 Pablo Decock Relatos autoficcionales de filiación que operan un descentramiento lingüístico: Lenta biografía de Sergio Chejfec, El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia de Patricio Pron y Más al sur de Paloma Vidal...... 59 Ilse Logie La autoexposición en la obra de Abelardo Castillo................................................ 75 Daniel Mesa Gancedo Memorias del desastre: la autoficción en la literatura de los hijos (y los nietos)................................................................................................ 97 Ana Casas Giros del yo. Los objetos de la infancia en Aparecida de Marta Dillon y Pequeños combatientes de Raquel Robles................................................................ 117 Anna Forné
Variaciones de la auto(r)ficción en la narrativa argentina.................................... 129 Sabine Schlickers Apuntes autoficcionales: Mario Levrero se divierte mientras el yo es dibujado y el autor agoniza............................................................................ 141 Julio Prieto Sobre los autores............................................................................................................... 179
Presentación José Manuel González Álvarez
Hace exactamente cuatro décadas, en 1977, Serge Doubrovsky acuñó el neologismo “autoficción” en la contraportada de su relato Fils, cuyo narrador y protagonista era Serge Doubrovsky. Instauraba así una triple identidad nominal que no sería sino el arranque de una ardua exploración teórica en torno al yo hecho texto. Desde entonces hasta aquí, la presencia del término ha ido cuajando por igual en aulas universitarias y ámbitos no académicos, atraídos unas y otros por el cariz mayormente híbrido de unos textos que proyectan ficcionalmente al yo-autor, pero que a la vez lo cuestionan, refractan y distorsionan. Aunque el fenómeno surge inicialmente vinculado al género autobiográfico, el aporte de cierta tradición francófona (De Man 1991; Colonna 2004; Gasparini 2008) impulsa la autoficción hacia el costado de lo novelesco, instalándola en una zona de ambigüedad paradójica. En liza estaba nada menos que la jugosa plaza fronteriza entre la autobiografía y la novela, entre lo ficcional y lo factual; de ahí que la fortuna hecha por el término autoficción y el cortocircuito hermenéutico que tales textos provocan en el receptor hayan alimentado en los círculos académicos un denso debate teórico —con el subsiguiente despliegue terminológico— que hace de los ejercicios autoficcionales una veta especialmente fecunda para el análisis. Múltiples han sido los reajustes conceptuales y avatares de la autorrepresentación (Casas 2012: 9-33), tanto en su aplicación a otros rubros (poesía, teatro, cine, novela gráfica, videojuegos), como en su novedosa alianza con los estudios de la memoria (Blejmar 2016), la intermedialidad o la transmedialidad (Casas 2017). No conviene ignorar, pues, que la atención prestada por la crítica a la autoficción es creciente, al menos en lo que hace a la autorrepresentación narrativa. En este sentido, empieza a ser nutrida la bibliografia existente, sobre todo aquella dedicada a extrapolar —certeramente— la reflexión teórica sobre textos o poéticas particulares dentro de las literaturas hispánicas (Molero de la Iglesia 2000, Alberca 2007; Toro y Schlickers 2010; Pozuelo Yvancos 2010; Casas 2012, 2014, 2017; Gil González 2014; González Álvarez 2015). Sin embargo, resulta llamativa la cierta escasez aún tanto de estudios monográficos sobre la narrativa argentina de corte autoficcional —excepción hecha de los consagrados a Ricardo Piglia y César Aira (González Álvarez 2009; Decock 2014)—, como de aquellos con vocación de conjunto (Premat 2009; Mesa Gancedo 2012); de igual modo, es evidente que en la tradición crítica vernácula pueden hallarse
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acercamientos con un enfoque bastante más amplio sobre las “estrategias discursivas del yo” vinculadas a la escritura de género (Amícola 2007), el “giro autobiográfico” —diarios, cartas, memorias (Giordano 2008)—, o la cultura de la intimidad (Catelli 2007), estudios todos de enjundia que, pese a su relativa especificidad, no pretenden ni llegan a recortar la cuestión que nos ocupa. Es algo admitido que, desde prácticamente sus albores, en la literatura argentina han campeado prácticas proclives a la inscripción textual del yo, las cuales comienzan orbitando en torno a la autobiografía como fórmula canónica (Domingo F. Sarmiento, Miguel Cané, Lucio Mansilla, Victoria Ocampo, Norah Lange). Tales poéticas portaban en embrión una voluntad mixtificadora de los géneros que tendía a cuartear la identidad del autor-narrador en textos donde la confesión o el diario se (con)fundían en la cita apócrifa, el cuento, la novela o la humorada. Ello es muy perceptible ya en algunas propuestas literarias —un tanto asistemáticas— de Macedonio Fernández, tomando estas carta de naturaleza en las figuras de Borges, Copi o Gombrowicz. Esta proclividad se torna más acusada si cabe en la narrativa contemporánea, como bien prueban algunas ya afianzadas figuras de autor: desde César Aira, Ricardo Piglia o Héctor Libertella, pasando por Alan Pauls, Sylvia Molloy y Daniel Link, hasta Laura Alcoba, Sergio Bizzio, Daniel Guebel, Félix Bruzzone, Patricio Pron, Raquel Robles, Mariana Eva Pérez, Dalia Rosetti o Washington Cucurto, entre otros, con mención añadida a autores quizá menos reconocibles en ese marbete, como puedan ser Abelardo Castillo, Sergio Chejfec o Paloma Vidal. Tal profusión de nombres ha abierto, a su vez, una panoplia de modalidades y estrategias autorrepresentativas cuanto menos complejas —cuando no sofisticadas— que debieran encontrar correspondencia en estudios críticos que las abarquen. Con este motivo, y al calor de un proyecto de investigación posdoctoral financiado por la Alexander von Humboldt Stiftung (2015-2017), decidimos organizar un coloquio internacional sobre teoría y crítica en la autoficción argentina de los siglos xx y xxi, celebrado en la Friedrich-Alexander-Universität Erlangen-Nürnberg entre el 18 y el 20 de enero de 2017. El evento reunió a un grupo de especialistas en este sector de los estudios literarios con el fin de abordar especificidades, confluencias, divergencias y (re)escrituras, así como distinguir tomas de posición variadas en el campo literario argentino respecto de este paradigma. El volumen que el lector tiene ante sí viene a albergar, reformulados y ampliados, nueve trabajos expuestos en dicho foro, que se proponen atender esa zona hasta el momento menos frecuentada por la crítica. Recorren estos un espectro narrativo que va de lo postestimonial a lo grotesco, pasando por lo fantástico, paródico y metaficcional para indagar en sus mutuas interacciones. La reflexión en torno a la narrativa autoficcional argentina de los siglos xx y xxi es promovida aquí también desde diferentes prismas: la teoría de los géneros y la figura de autor (Premat 2009) como estrategia de
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inserción en un campo literario; los estudios sobre los afectos, la extraterritorialidad, el descentramiento lingüístico, los estudios culturales (Pérez Firmat 2003), los relatos de filiación (Viart 2009), la nostalgia (Boym 2001) o la factualidad de los objetos (Brown 2001); ello sin excluir la teoría literaria de vocación más taxonómica, orientada a determinar los dispositivos formales que, de manera disruptiva, habilitan la ocultación, multiplicación o reinvención del yo diegético. En sintonía con esta buscada pluralidad, el libro da cabida a algunos abordajes que presentan la expresión autoficcional como un paradigma inmanente, frente a otros que contemplan en ella una forma de irrupción o giro textual exento de carácter teleológico; y aun otros ponen el foco en inercias o automatismos adquiridos por ciertas fórmulas autorrepresentativas cercanas ya a la saturación retórica. Por lo demás, seleccionar autores de la vanguardia histórica —el caso de Macedonio Fernández y Norah Lange—, cuya obra es anterior a la acuñación misma del término autoficción, supone, en cierto modo, enfrentarse también a una aparente aporía que, a nuestro entender, no hace sino corroborar la validez y el vigor del concepto. Cabe acotar, en última instancia, que el recorte geográfico efectuado por nuestro estudio no es óbice para que algunos artículos hagan referencia ocasional a textos de otras narrativas hispánicas ni para que, incluso, uno de ellos sea consagrado al uruguayo Mario Levrero, autor mayormente rioplatense, de estirpe ‘macedoniana’, y cuya escritura ensancha el ya secular corredor literario entre Montevideo y Buenos Aires. Por razones cronológicas y de precedencia literaria, el volumen se abre con el trabajo de José Manuel González Álvarez, quien se ocupa de rastrear los mecanismos dislocadores del yo en Macedonio Fernández, centrándose en los textos misceláneos de Papeles de Recienvenido (1929) y Continuación de la Nada (1944). Mediante el análisis de seudónimos, prólogos, brindis, dedicatorias, cartas, esbozos de breves relatos y otros híbridos genéricos, se propone mostrar la singularidad de una operatoria, la macedoniana, en cierto modo precursora o señaladora de un productivo vector en la narrativa argentina contemporánea. La estructura tripartita del artículo —las paradojas del yo, la desidentificación y la “autobiografía escrita por otro”— aborda, por un lado, la disolución de cualquier atisbo de un yo textual estable o unitario y, por otro, el constante torpedeo que el autor inflige a las prácticas autobiográficas al uso. En una línea rupturista análoga se inserta Norah Lange, quien fue esculpiendo con tenacidad una figura de autora bien marcada ya desde la novela 45 días y 30 marineros (1933). Su poética autoficcional larva en la atmósfera de brindis y banquetes en que tanto se prodigó la vanguardia martinfierrista porteña, y de ello da cuenta el estudio de Julien Roger, que toma impulso en el instrumentario crítico de Gérard Genette. Roger analiza transversalmente prosas diversas de la autora (novela, memorias, discursos), “autonarraciones” con que delinear de qué manera Lange conquista un vasto “espacio del yo” que el investigador en realidad califica de
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“protoautoficcional”, al gestarse este con sutileza en los intersticios de lo confesional, lo intertextual y lo fragmentario, propiciando una “progresiva desreferencialización”. Plenamente depositaria y ejecutora de un programa vanguardista es la poética de César Aira, que se ha tornado central en el campo literario argentino, mediante una preeminencia paradójicamente conquistada desde la excentricidad. Es Aira creador de una muy amplia franja autoficcional que rebasa las lindes intratextuales: sus ensayos, entrevistas, conferencias, ediciones y prólogos se constituyen en intervenciones críticas nada gratuitas, cincelando así una figura de autor transnarrativa. En este volumen Pablo Decock rubrica dicho espacio atendiendo a Las curas milagrosas del Doctor Aira (1998) y El error (2010). Ambas son novelas paradigmáticas, por un lado, de los múltiples ejercicios de autofiguración textual; y, por otro, despliegan mecanismos de descomposición de una escritura calculadamente fallida que dinamitaría las expectativas del lector, en tanto “se podría leer también cierta contradicción en el proyecto mitográfico de Aira que parece regido por la frivolidad y la intrascendencia pero que al mismo tiempo aspira a crear y dejar una Obra”. En otra órbita de análisis, el estudio de Ilse Logie comienza apelando a la porosidad congénita de la literatura rioplatense, y lo hace para enfocar la cuestión que nos congrega desde el prisma de la extraterritorialidad. Así, la autora elige tres títulos como Lenta biografía (1990), de Sergio Chejfec, Más al sur (2008), de Paloma Vidal, y El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia (2011), de Patricio Pron. En ellos, los narradores y protagonistas, ante el silencio de sus padres, refieren recuerdos en una lengua en la cual no sucedieron los hechos, produciéndose “un corte en la transmisión intergeneracional” y surgiendo, por consiguiente, “tentativas de restitución vacilantes, que interrogan a la escritura a la vez que la sostienen”. El artículo desgrana los modos en que se obra tal descentramiento lingüístico que, desde la nostalgia del desplazamiento, resulta en textualizaciones del yo harto complejas. La extranjería aparece, por tanto, como elemento modulador de la posmemoria y la autoficción, puesto que los narradores, en estos relatos de filiación, se proyectan en tanto hijos obligados a una reconstrucción identitaria dificultosa y, además, obstaculizada por el hecho de escribir en/desde otra lengua. La novedosa contribución de Daniel Mesa Gancedo se emplaza en una ribera metodológica bien distinta, adentrándose en la obra del recientemente fallecido Abelardo Castillo, cultor de géneros varios y autor por momentos “fuera de foco” en lo que al campo literario argentino concierne. Mesa elige el de “autoexposición” como término más ajustado para aprehender un flanco autorrepresentativo intenso en la escritura de Castillo y sostenido en el tiempo. El artículo, exhaustivamente documentado, se centra en la vertiente narrativa de su obra —sin eludir menciones a su extenso diario— e incide, en igual medida, tanto en las estrategias de simulación homonímica como en la forja de un vigoroso avatar ficcional llamado Esteban Espósito, “un personaje que cumple todos los requisitos de la proyección heterónima
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del autor”, cubriendo de este modo un significativo vacío en la bibliografía crítica sobre este particular. Por su parte, la perspectiva del “giro afectivo” es la senda elegida por Ana Casas, que usufructúa los conceptos de “posmemoria” (Hirsch 1997) y “narrativas de ausencia de sentido” (Gatti 2011), reivindicando lo pertinente de iluminar la autoficción con dichas nociones. Desde esas coordenadas, la investigadora recorre ciertos relatos de la posmemoria argentina que, marcados por lazos de filiación, permiten a los miembros de segunda y tercera generación recomponer memorias quebradas de las víctimas por medio de las emociones. Con el objetivo de “establecer posibles afinidades —y también posibles disidencias— entre las diversas posmemorias de signo autoficcional independientemente de su ubicación temporal o geográfica”, en la segunda parte del trabajo se analizan algunos títulos de la narrativa española más reciente; se logra así una confrontación de textos que, en rigor, parecen pivotar entre la autoconciencia artística del autor y una cierta noción de compromiso ético inestable, pero aún subyacente. Paliar los huecos de la desmemoria desde la autofiguración (Giordano 2008) interesa también al artículo de Anna Forné, quien fija su atención en las ficciones Pequeños combatientes (2013), de Raquel Robles, y Aparecida (2015), de Marta Dillon. Sin abandonar la esfera de las estéticas filiatorias y afectivas, se emprende en esta ocasión un análisis de la construcción autoficcional a partir del espacio y de la materialidad de los objetos, es decir, cómo estos evocan traumas de la niñez y logran resemantizar la figura del desaparecido. Forné pone énfasis en la noción de “subjetividad afectada” —propia de la segunda generación— que signaría ambos textos, donde el proceso mismo de indagación heurística es ficcionalizado a la vez que “la referencialidad narrativa se desdibuja una y otra vez cuando interfieren los sentimientos en el proceso de reconstrucción de las memorias de la infancia”. La contribución de Sabine Schlickers nos entrega un análisis metateórico y esencialmente narratológico. Este postula la existencia de “seis variantes auto(r)ficcionales” cuya funcionalidad se justifica al ser aplicada sobre un corpus argentino de ficciones contemporáneas desde Borges hasta la actualidad. La autora defiende una concepción de la autoficción stricto sensu, que se sustentaría en su exclusiva ficcionalidad, prescindiendo de toda posible mezcla con lo factual. Schlickers incide en el carácter metaléptico y siempre paradójico de toda textualización del yo, por cuanto esta “reside en el juego con la autoría y con la autotextualidad”. Las precisiones terminológicas del estudio pretenden establecer una taxonomía que revela, en suma, las cotas y matices de sofisticación formal alcanzados por el rubro de la autorrepresentación literaria. Como cierre, a modo de coda, el abarcador aporte de Julio Prieto se centra en la veta autoficcional que recorre la escritura de Mario Levrero, en particular aquella contenida en “Diario de un canalla” (2013), texto que, junto a El discurso vacío (1996) y La novela luminosa (2005), conformaría lo que el crítico denomina “trilogía de la
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novela inconclusa”. El trabajo trasciende los límites de su título para abundar en disquisiciones sustanciosas en torno a la autoficción desde la teoría literaria, proponiéndose un doble objetivo: mostrar cómo se va desplegando una figura de autor —un “factor Levrero”—, y ubicarla en una dinámica tragicómica de “diversión” y “agonía”. Así, Prieto se aleja de los enfoques que conciben la autofiguración narrativa como un género, para alinearse con quienes la entienden como una irrupción en el relato, ligada al concepto retórico de “prosopopeya” blandido por Paul de Man para caracterizar la escritura autobiográfica. En este sentido, se destaca el designio “pseudonovelesco” de la escritura diarística levreriana, lo que conduce al investigador a desechar la dicotomía entre “modos fantásticos” (kafkianos) y modos “autobiográficos” (ascetismo teresiano) recalcando, en cambio, su complementariedad en el tramado de ese yo. Es de desear que la variada procedencia de los participantes, tanto por países como por universidades (Erlangen-Nürnberg, Bremen, Potsdam, Alcalá, Zaragoza, Paris-Sorbonne, Gent, Antwerpen y Göteborg) confiera al estudio un carácter plural y dialógico entre tradiciones académicas diversas. Con la publicación del presente volumen aspiramos, en definitiva, a trazar un panorama —breve pero esclarecedor— de las diversas modulaciones del yo, arrojando luz sobre los numerosos frentes temáticos y procedimentales que, en su fecundidad, la narrativa autoficcional argentina viene suscitando.
Agradecimientos Por último, pero desde luego no menos importante, quisiera expresar mi agradecimiento sincero a quienes hicieron posible que el proyecto cristalizara, primeramente en forma de coloquio internacional, y más tarde resultara en la presente edición. Para ello, cruciales han sido las ayudas tanto de la Dr. Alfred-Vinzl-Stiftung como de la Alexander von Humboldt-Stiftung, por los fondos que ambas fundaciones otorgaron para la celebración del coloquio; de nuevo he de agradecer a la Alexander von HumboldtStiftung por el generoso apoyo financiero concedido, posteriormente, para facilitar la aparición de este volumen; a la editorial Iberoamericana/Vervuert, que publica desde hace ya muchos años la colección Estudios Latinoamericanos/Lateinamerika-Studien de la Sección Iberoamérica. Debo a Laura Welsch las labores de intendencia desempeñadas durante la reunión científica y las no menos valiosas de revisión y maquetación de los manuscritos. Vaya mi gratitud, finalmente, a Andrea Pagni, profesora de Literatura y Cultura Latinoamericana, con quien estoy en deuda por el asesoramiento académico brindado durante toda mi estadía de investigación en la FAU y, asimismo, por el apoyo logístico en las tareas de gestión y preparación de este libro que ve hoy la luz.
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Bibliografía Alberca, Manuel (2007): El pacto ambiguo. De la novela autobiográfica a la autoficción. Madrid: Biblioteca Nueva. Amícola, José (2007): Autobiografía como autofiguración. Estrategias discursivas del Yo y cuestiones de género. Rosario: BeatrizViterbo. Blejmar, Jordana (2016): Playful Memories. The Autofictional Turn in Postdictatorship Argentina. London: Palgrave Macmillan. Boym, Svetlana (2001): The Future of Nostalgia. New York: Basic Books. Brown, Bill (2001): “Thing Theory”, en Critical Inquiry 28.1, pp. 1-22. Casas, Ana (ed.) (2012): La autoficción. Reflexiones teóricas. Madrid: Arco Libros. Casas, Ana (2014): El yo fabulado. Nuevas aproximaciones críticas a la autoficción. Madrid/Frankfurt: Iberoamericana/Vervuert. — (2017): El autor a escena. Intermedialidad y autoficción. Madrid/Frankfurt: Iberoamericana/Vervuert. Catelli, Nora (2007): En la era de la intimidad. Seguido de: El espacio autobiográfico. Rosario: Beatriz Viterbo. Colonna, Vicent (2004): L’autofiction et autres mythomanies littéraires. Paris: Tristram. Decock, Pablo (2014): Las figuras paradójicas de César Aira. Un estudio semiótico y axiológico de la estereotipia y la autofiguración. Oxford/Berne: Peter Lang. De Man, Paul (1991): “La autobiografía como desfiguración”, en Anthropos: Revista de Documentación Científica de la Cultura 29, pp. 113-118. Gasparini, Philippe (2008): Autofiction. Une aventure du langage. Paris: Seuil. Gatti, Gabriel (2011): Identidades desaparecidas. Peleas por el sentido en los mundos de la desaparición forzada. Buenos Aires: Prometeo. Gil González, Antonio J. (2014): Las sombras del novelista. Autorrepresentaciones. Binges: Éditions Orbis Tertius. Giordano, Alberto (2008): El giro autobiográfico de la literatura argentina actual. Buenos Aires: Mansalva. González Álvarez, José Manuel (2009): En los “bordes fluidos”. Formas híbridas y autoficción en la escritura de Ricardo Piglia. Berne: Peter Lang. — (coord.) (2015): “La autoficción hispánica en el siglo xxi”, en Pasavento. Revista de Estudios Hispánicos 5. Disponible en: (última consulta: 30/10/2017). Hirsch, Marianne (2012 [1997]): Family Frames: Photography, Narrative, and Postmemory. Cambridge: Harvard University Press. Mesa Gancedo, Daniel (2012): “La ficción diarística argentina en el siglo xxi”, en Ana Gallego Cuiñas (ed.), Entre la Argentina y España. El espacio transatlántico de la narrativa actual. Madrid/Frankfurt: Iberoamericana/Vervuert, pp. 101-143.
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Molero de la Iglesia, Alicia (2000): La autoficción en España. Jorge Semprún, Carlos Barral, Luis Goytisolo, Enriqueta Antolín y Antonio Muñoz Molina. Berlin: Peter Lang. Pérez Firmat, Gustavo (2003): Tongue Ties: Logo-eroticism in Anglo-Hispanic Literature. New York: Palgrave Macmillan. Pozuelo Yvancos, José María (2010): Figuraciones del yo en la narrativa. Javier Marías y E. Vila-Matas. Valladolid: Universidad de Valladolid. Premat, Julio (2009): Héroes sin atributos. Figuras de autor en la literatura argentina. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica. Toro, Vera, Schlickers, Sabine, y Luengo, Ana (eds.) (2010): La obsesión del yo: la auto(r)ficción en la literatura española y latinoamericana. Madrid/Frankfurt: Iberoamericana/Vervuert. Viart, Dominique (2009): “Le silence des pères au principe du ‘récit de filiation’”, en Études Françaises 45.3, pp. 95-112.
“Una autobiografía escrita por otro”: desidentificación y paradojas del yo en Macedonio Fernández José Manuel González Álvarez FAU Erlangen-Nürnberg
Yo, el más nombrado y mejor identificado de los desconocidos, me veo en apuros de Obras Completas, para empezar, de modo que todo el porvenir, toda mi carrera literaria será posterior, en mi caso, a dichas Obras; solo porque el público no se ha parado a esperarme para darme nombre de un gran desconocido y ahora tengo que merecerlo, componiéndome de golpe un pasado de autor y poder luego comenzar a escribir. Esta situación nueva en vida de escritores, ¿no será adversa al éxito? (“Prólogo a lo nunca visto”, Museo de la Novela de la Eterna, 2007b: 50). Soy el imaginador de una cosa: la no-muerte; y la trabajo artísticamente por la trocación del yo, la derrota de la estabilidad de cada uno en su yo. (“Nuevo prólogo a mi persona de autor”, Museo de la Novela de la Eterna, 2007b: 36).
A la hora de trazar una cartografía de las modulaciones autoficcionales en la narrativa argentina, rápidamente asoma la figura de Macedonio Fernández (18741952), que se antoja central y, en cierto modo, precursora de un modo de proyección autorial cuanto menos singular1. Frente a quienes durante años obliteraron su notable legado sobre una región amplia de la literatura argentina del siglo xx, el pensador porteño es ya reconocido como autor harto relevante en la conformación de ese canon. Su escritura viene suscitando una atención creciente en los círculos académicos, radicada mayormente en sus experimentales operaciones hermenéuticas sobre escritura y lectura, que parecen describir una órbita completa en torno a la transtextualidad (Genette 1989).
1 La realización de este trabajo se enmarca en el proyecto posdoctoral “Invenciones del yo en la autoficción argentina contemporánea (2000-2014)”. El desarrollo de dicho proyecto ha sido posible gracias a la financiación provista por la Alexander von Humboldt-Stiftung, a través de una beca posdoctoral integrada en el programa “Experienced Researchers” (2015-2017).
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El (supuesto) escaso interés de Macedonio2 en la difusión de sus textos y su voluntaria dispersión oscureció la impronta de un escritor que, sin embargo, abrió nuevos cauces expresivos a partir de una escritura en esbozo que cuestiona a menudo alguno(s) de sus actantes (emisor, receptor y canal). Uno de esos cauces lo sitúa como destacado teorizador y ejecutor de una serie de torsiones autorrepresentativas cruciales en las cuales Celina Manzoni distingue una “sala de espejos […] que esconden elaboraciones minuciosas expresivas de una retórica del silencio y de la ausencia” (2007: 539). Frente al célebre pudor de la literatura en español ante la expresión autobiográfica —o precisamente por ello—, la historia literaria argentina ha visto, por el contrario, la proliferación de propuestas y moldes textuales conducentes a una sostenida escritura del yo. Estudiosos como Colonna (1989) y Amícola (2009) se han detenido en las figuras de Borges, Copi y Gombrowicz para ejemplificar la recurrencia de la literatura rioplatense a los giros autoficcionales. Para poder vindicar con justicia el peso específico de la propuesta macedoniana, digamos, sustractiva, silenciosa, no conviene ignorar que el autor del Museo de la Novela de la Eterna se topa con una tradición de cierta prosapia, la de la expresión autobiográfica en la literatura argentina decimonónica o de comienzos del siglo xx: Sarmiento y sus Recuerdos de provincia (1850), la Carta confidencial (1871) de Carlos Guido Spano; Miguel Cané y su Juvenilia (1884), Mis memorias (1904) de Lucio Mansilla, Aguas abajo (1914) de Eduardo Wilde; Allá lejos y hace tiempo (1918) de Guillermo H. Hudson; y, ya bien entrada la centuria, los Cuadernos de infancia (1937) de Norah Lange o Viaje olvidado (1937) de Silvina Ocampo, prefiguradoras de Antes que mueran (1944) y Autobiografía de Irene (1948), respectivamente. Tal nómina desfila en tanto género más o menos canónico, asociado a un cierto tono elitista y exaltatorio3, cuyos protocolos retóricos Macedonio se encarga de desacomodar desde el prisma vanguardista4. 2 El trabajo de Rodríguez Martín (2010) demuestra lo que esa dejadez tenía parcialmente de impostado, subrayando el sostenido interés de Macedonio en dar a conocer su obra, así como los numerosos contactos con editores y directores de revista (46-48). 3 Para una rápida sistematización de la cuestión, remito a María Elena Legaz (2000: 10-35). Para un panorama más amplio, véanse los estudios ya clásicos de Adolfo Prieto (1982) y Sylvia Molloy (1996). 4 No obstante, en Macedonio no todo es quiebre respecto a la escritura autobiográfica anterior. Aunque somos conscientes de la dificultad a la hora de establecer relaciones de precedencia en las poéticas de un campo literario, coincidimos con María Elena Legaz (2000: 15) en que Aguas abajo (1914), de Eduardo Wilde, rompe con cierta solemnidad codificada en el género que lo acerca a la condición de novela autobiográfica. En efecto, en este relato de infancia Wilde se dirige al lector como “público ilustrado y mentecato” (Wilde 1914: 10) y aparece modulado por la irónica voz narradora de Boris, en tercera persona, trasunto del autor “por cuya imaginación e índole intrínseca, haré algunas excursiones en estas páginas con la anuencia displicente
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El rupturismo de su propuesta lo convierte, si así puede denominarse, en una suerte de escritor ʻprotoautoficcionalʼ por dos razones básicas: 1) la frecuencia con que se prodiga en construir tesoneramente una figura de autor (Premat 2009); 2) las reflexiones teóricas —copiosas y asistemáticas—, que efectúa en torno a la (auto)biografía, la otredad y la (im)posibilidad del yo encarnado en la ficción. En sintonía con ello, me propongo analizar en este artículo tales mecanismos dislocadores del yo hecho texto en la escritura macedoniana, de acuerdo con la estructura tripartita que anuncia mi título: las paradojas del yo, la desidentificación y la “autobiografía escrita por otro”. Un examen atento al costado novelístico-ensayístico de la producción macedoniana delata la práctica omnipresencia de un personaje-autor que, amén de apostrofar de continuo al lector, juega a agrietar su propio discurso con comentarios metaenunciativos, a menudo orientados a la construcción afinada de un yo ficcional. Siendo esto así en el grueso de su obra, en lo que sigue me circunscribiré, sin embargo, a Papeles de Recienvenido (1929) y Continuación de la Nada (1944), reunidos luego en un único volumen por la editorial Corregidor. En tanto autobiografía de este trasunto macedoniano (Recienvenido), la publicación del libro respondió a la necesidad de presentar y poner en circulación al Macedonio escritor en el campo literario argentino del momento; una inscripción por lo demás paradójica, pues lejos de la promoción encomiástica, este texto autobiográfico permite vertir, según reza uno de los subtítulos, las “confesiones de un recién llegado al mundo literario” (Fernández 2007a: 31) por 1922 y el surgimiento de un “autor ignorado y que no se sabe si escribe bien” (ibíd.: 22) por 1924, cuando su autor empírico, este presunto “advenedizo”, contaba ya con 48 y 50 años, respectivamente. Si la consideración de los aportes macedonianos a la literatura argentina posterior ha oscilado en las últimas décadas desde la inexistencia hasta casi la ubicuidad, esa misma tensión no resuelta y ese mismo binomio —inexistencia y ubicuidad— pueden percibirse en el caso de su escritura autoficcional o, mejor, en aquellos textos donde se larva una figura de autor. Estudiosos como Julio Prieto (2002), Julio Premat (2009) o Celina Manzoni (2007) han dado cuenta de ello; y en particular del resignado corrector de pruebas” (ibíd.: 8). Esta instancia, por momentos desafiante, se va afianzando en el texto con teatrales interpelaciones a un lector figurado: “Finalmente, si á V. No le importan las noticias de Tupiza, no las lea i habremos concluido!— V. se piensa que yo escribo para V.? — Yo escribo para mí, como escriben para sí, todos los autores que procuran el bien de la humanidad!” (9). Las constantes fugas narrativas, los bocetos de relato, el incumplimiento de lo anunciado, el escamoteo permanente de fechas (“¿Qué sería de la historia, de la crónica i de la biografía sin fecha?” [9]) o el humor desacralizador en algunos títulos (“Primeros pasos por este mundo miserable i vario según dice Espronceda” [8]) parecieran tener resonancia en algunas de las estrategias macedonianas que desbrozaremos, vinculadas a una reverberación del yo igualmente fragmentaria y problemática.
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Diego Vecchio (2003) discierne con acierto dos vectores —egotista y egocida— que vertebrarían el constructo de la autoría en Macedonio, si bien el crítico los considera fuerzas autónomas, no complementarias, dentro de su obra. Lejos de ello, sostendremos aquí que ambas son líneas interconectadas de cuya convergencia brota una figura de autor tan consistente como tensa. De hecho, no es infrecuente que en Macedonio la estupidez impostada toque con lo sublime o meritorio. El vacío, la inacción, desvirtúan el yo, pero tal desvirtuación corre pareja en el autor a una entronización del mismo, como acontece en “El cartero delicioso”: “¿A nadie se le ha ocurrido pensar que mi escritorio es el único paraje del mundo en que pueden hallarse páginas en blanco? Por este solo hecho meritísimo debería reservarse para mí la primera estatua que sobre” (Fernández 2007a: 101). Este no-hacer —propio del autor negligente o despojado— se trasluce con especial claridad en los “Brindis de Recienvenido” (ibíd.: 51-77), que se presentan en principio como alocuciones más o menos breves dirigidas a un colectivo y dedicadas a un escritor visitante. En este marco se inserta el accionar vanguardista de un Macedonio Fernández que, como Norah Lange, usufructúa esta modalidad para desacreditar “el recurso de encarar vidas pasadas y trayectorias cumplidas” (Manzoni 2010: 97). En efecto, con frecuencia la dedicatoria al artista homenajeado queda reducida a la mínima expresión, siendo Recienvenido quien, contra pronóstico, se afana en perfilar un yo autorial desde la oralidad de sus intervenciones. Aquí es donde acaso cuaje una figura de autor más marcada de entre toda la obra macedoniana, y lo hace curiosamente utilizando como soporte la paradoja de una negatividad afirmativa; esto es, hacer de la pérdida, de la ausencia o de la sustracción de valores un modo contundente de comparecer en el campo literario. No hace falta sino comprobar el rosario de seudónimos (Vecchio 2003; Premat 2009) con que se recubre el autor para quebrar su estabilidad nominal: el Bobo de Buenos Aires, Macedonio García, Marcelino García, el señor López, ImpensadorMucho, Pensador-Poco, Ningunamuno, Polígrafo del silencio, entre muchos otros. En consonancia con ello, Julio Premat ha entrevisto en esta táctica “un egocidio en tanto que atributo principal de una poderosa figura de autor (o, mejor, del oxímoron como atributo principal del autor). Con inigualada intensidad, Macedonio es el autor que se crea en sí mismo como un autor que no está” (Premat 2009: 38). Recienvenido elige, pues, presentarse como un conglomerado de taras bien diversas que rebasan con mucho el protocolo de la captatio benevolentiae para internarse de lleno en una serie negativa que, sorpresivamente, vendría a constituir “el fundamento de una enormidad mesiánica” (Premat 2007: 441). No en vano, al final del brindis a Pedro Figari afirma no haberle dirigido una sola palabra (Fernández 2007a: 53); en el ofrecido a Ricardo Güiraldes reconoce “no haber dicho nada en suma” (54); en los dedicados a Gerardo Diego y Norah Lange admite “no estar preparado para improvisar” (56, 65) y tener varios borradores de improvisación. El “brindis inasistente” nos lo
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muestra como “el escritor más corto” (58) y “el primero en llegar tarde a la Literatura” (59); a Marinetti lo recibe con la confesión de que “no tengo ningún libro mío en circulación y solo he llegado a la 5.ª edición de prometerlo y anunciarlo” (62). Con Scalabrini Ortiz se lamenta de poseer “tan poco las dotes de orador” (66), mientras que en “Brindis oral de faltante” llega a mofarse de lo ordinario de su propio apellido y de su propio aspecto físico: “El profundo desahogo de haber faltado a todo aquello a que asistí, por mi condición delgada y pequeña de físico, inadvertible” (69)5. Como puede verse, la construcción autoficcional se obra en Macedonio a partir de un evidente regusto autodeprecatorio6, pero que comporta en paralelo una reivindicación clara del oficio de autor. En ese sentido, no escasean en los brindis las menciones autotextuales que la voz de Recienvenido hace a otras modalidades de brindis por él patentadas (“brindis sin fin”, “brindis incomprimible y sin fin” [58], “el brindis que no funciona” [64]). La fragmentación y el despiste teatralizado contrastan, no obstante, con el rigor del narrador a la hora de exprimir cuantas paradojas le sean posibles. Esta labor, cuasi bufonesca, es asumida aquí como una profesión de fe del humorista compulsivo, sobre todo en aquellas entradas firmadas con el seudónimo “el Bobo de Buenos Aires” donde el grotesco y la autodenigración son llevados al paroxismo sobre la desconcertante convicción de que “Buenos Aires ha tiempo que un Bobo, por lo menos, debiera tener. Aun si se encontrara otro […] yo lo seré: lo he sido para mí, lo seré para mi Buenos Aires” (109). En rigor, las operaciones descritas hasta ahora persiguen la meta de difuminar el referente. Macedonio parece muy consciente de una época en que la atomización del hecho literario permite incluso prescindir de alguno de sus agentes. En tal sentido, en un prólogo del Museo de la Novela de la Eterna, llega a asignar a la literatura un objetivo central: la “desidentificación”, que el porteño se encargó a veces de llevar a la práctica tachando con vehemencia cuanto nombre propio de autor aparecía en sus papeles7: “Y sin embargo pienso que la literatura no existe porque no se ha dedicado únicamente a este Efecto de desidentificación, el único que justificaría su existencia y que solo esta belarte puede elaborar” (Fernández 2007b: 37). 5 “Señor Fernández, cuya modestia clama porque no se le nombre aquí y que aún después de nombrarlo todos seguirán preguntando cómo se llama, por gozar de un apellido tan favorable al incógnito” (Fernández 2007a: 54). 6 “Un autor que se automutila, que se afirma incapaz de fijar la palabra y el sentido, que se declina, insistente, de personaje en personaje. Un recién escritor, autor sin lector, incapaz e ignorante, sin dones, plenamente desconocido” (Premat 2009: 43). 7 Prieto ha documentado tal práctica del autor incluso con su propio nombre. Así, aparecen textos suyos en un ejemplar de la revista Destiempo con el nombre “Macedonio Fernández” tachado a lápiz enérgicamente por él mismo. En concreto, se trata del artículo “La conferenciabilidad y la cacha” (Prieto 2002: 358).
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Como ha sido ya señalado en otro lugar (González 2011: 65-78), los mecanismos macedonianos de construcción textual abundan en una constante inversión de los actantes, cuando no en la supresión directa de alguno de ellos para, por ejemplo, fulminar la recepción u horadar seriamente el proceso de escritura8. La borradura del yo, de la escritura y de la lectura estarían en realidad supeditadas a una ontología de corte monista reflejada en la idea de Almismo Ayoico. Estas obedecen en última instancia en Macedonio a una voluntad de inexistencia desde la que alcanzar la “No-muerte”, por cuanto “la nihilidad del Tiempo y del Espacio, correlativa a la nihilidad del Yo (o identidad personal) y de la Sustancia material, nos sitúa en una eternidad sin concebibles discontinuidades. Esta es la certeza metafísica de la novela” (Fernández 2007b: 72). Tal certeza metafísica, con ostensibles trazos borgianos en forma y fondo, propulsa una tercera inversión sobre la que pondremos el foco en adelante: la disolución del yo en tanto sujeto de la creación, un yo tan fustigado como enmascarado mediante distintos ardides. Uno de ellos es sencillamente la defensa abierta de la ʻinfluenciaʼ literaria, rayana incluso en un plagio aquí positivamente connotado. Así lo refrenda el porteño en una de sus cartas editadas en Epistolario: “En el trastorno de acomodar el nuevo cuartel se me han escondido o amotinado Quevedo, Mark Twain y demás colaboradores de mis colaboraciones a la revista Oral; no encuentro ninguno de los libros y autores que yo más escribo, y hasta que no ordene toda la biblioteca no recobraré mi inventiva” (Fernández 2007c: 84). El aserto no es trivial y trasciende el terreno de la mera chanza por dos motivos: primero porque Macedonio desecha para sí la condición de lector, suplantándola por la más desconcertante de escritor de “libros y autores”: el plagio parcial o total como práctica sustitutiva de la lectura misma; con ello, el de leer no sería entonces un acto finalista de metabolizar un mensaje, sino que entrañaría escribir a otros escritores y, en consecuencia, la literatura equivaldría a una perpetua cita inacabada. En segundo lugar, la declaración plagiaria implica una condena de la escritura entendida como creación original, lo cual supone a su vez una abolición clara del yo como instancia generadora de literatura. Así lo ha percibido Mónica Bueno, para quien el escritor “desrealiza la figura de autor instaurándola solo como una móvil función compleja y variable de un sujeto inestable” (Bueno 1996: 82). Otros vericuetos halla Macedonio para reformular su repudio a la singularidad. Es el caso de ʻpublicar un libro con el nombre de otroʼ: plagio invertido en virtud del cual se desea socavar el concepto de autoría y dislocar voluntariamente la recepción 8 En esa línea se situarían dos tenues figuraciones del autor en Museo de la Novela de la Eterna que problematizan, desde lugares distintos, la posibilidad de un yo orgánico y efectivo dentro del texto: el personaje de Deunamor (El No-Existente Caballero), quien encarnaría “la suspensión, la cesura de la identidad”, y Dulce-Persona, signada por “la expectativa de ser. Está hacia el ser, pobrecita” (Fernández 2007b: 36).
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de su propia escritura. La abolición de la autoría es el tema de otro enjundioso artículo, “El plagio y la literatura infinita”, firmado coherentemente con el seudónimo de Alberto J. Ricardi y donde aboga por la supresión de la propiedad privada en el arte para, dice, “proclamar la libre apropiación de los bienes del genio y del ingenio, o socialización de la inteligencia” (Fernández 1944: 5). Una noción escurridiza de propiedad que va afianzando con distintos matices, entre ellos la paradoja cuando, asestando un nuevo golpe a la ilusión de originalidad, asegura desafiante que “la idea que voy a exponer es absolutamente mía: nadie la encontró antes que yo en otro autor” (Fernández 1997: 254). En uno de los prólogos de No todo es vigilia… brota la voz ficcional de Raúl Scalabrini Ortiz quien, a petición de Macedonio9, tercia para aclarar lo siguiente: “Está bien, Macedonio. Confieso, para complacerlo, que yo le induje a publicar bajo su firma alguna de sus ideas. ¿Está conforme?” (Fernández 2001: 234). Autoría presupone siempre desvío en la poética macedoniana y cuando acecha el peligro del yo autor al uso, el porteño se exonera de ello atribuyendo a otros la responsabilidad de un acto que sitúa en el campo semántico del crimen, al aducir en ese mismo texto términos como culpa, confesión, instigación e inducción. Si las biografías constituyen un género ʻembusteroʼ solo posible desde el absoluto desconocimiento del sujeto biografiado, Macedonio no es menos beligerante con la autobiografía, tildada de “poco atrayente”, “poco social” y ante todo “poco modesta”; en este escenario, el autor enarbola la extravagante modalidad titulada “Innovación de una autobiografía escrita por otro”, donde reconoce literalmente que “mi autobiografiador y yo no hemos aclarado cómo se firma esto. Nos hallamos confusos…” (Fernández 2004: 150). La otredad aparece, entonces, como única alternativa garante de veracidad. La deriva egocida de Macedonio es nítida en este particular, al asegurar en Papeles de Recienvenido que “las biografías, autobiografías y entrevistas a hombres célebres son los novelones máximos” (Fernández 2007a: 99), negando de raíz a estos subgéneros su capacidad para estabilizar el yo, convertido aquí en mutante depósito de ficción. El autor de Adriana Buenos Aires disemina sus andanadas contra la autobiografía y su carga ilusoria en los textos y contextos más insospechados (por ejemplo, en homenajes a Evar Méndez o a Gómez de la Serna). En el primero llega a extender el alcance de la autobiografía a toda la literatura: “En la cansada y no muy varia autobiografía que es principalmente la Literatura, reintento inacabable…” (Fernández 2004: 151), mientras que en el segundo ensalza a Ramón por combatir eficazmente contra lo que llama “puerilidad biográfico-efusiva de la estructura del poema construido, tentado de 9 Es conocido el crucial impulso que algunos amigos del autor le dieron a la publicación de No todo es vigilia…, de ahí que Macedonio se escude en ello para pedir la intervención de Scalabrini Ortiz: “Se le pide que hable de la culpa que comparte con Leopoldo Marechal y Francisco Luis Bernárdez” (Fernández 2001: 234).
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novelismo y del peor: el autonovelismo” (158). Pudiera parecer que, al condenar el “autonovelismo”, Macedonio está impugnando cualquier deriva autoficcional, pero su ataque va más orientado al yo como construcción sentimental con pretensiones realistas. Este rótulo de la escritura autobiográfica albergaría “la forma más embustera de arte que se conoce […] sólo las Historias son más adulteradas” (Fernández 2007a: 83) y, en realidad, en la escritura macedoniana es mucho más vasto de lo que cabría inicialmente pensar, toda vez que sus alusiones a las formas biográficas terminan por aludir veladamente a la región de lo autoficcional. En uno de sus habituales “Títulos-texto”, se postula la desopilante “biografía sacada en instantánea por cualquier persona con quien tengamos un incidente injusto en la calle […] hará en dos minutos la nómina de nuestros defectos, reconociéndolos paladinamente uno tras otro” (ibíd.: 98), donde de nuevo es un actante otro el que figura como el mejor capacitado para textualizar el yo. Una mascarada de tenor similar la constituye el también transgresor proyecto del “reportaje sin reporteado”, que encierra el estadio genérico perfecto, pues equivaldría a la escritura misma, exenta de asunto y donde el receptor (el reporteado) es elidido directamente. Y por otro lado “el autorreportaje sin reportero” ayuda a tensar esa cuerda egocida, muy ligada a su definición de autoprólogo en Continuación de la Nada: “El autoprólogo será a la temblorosa literatura anticipatoria de prologar lo que las dos formas más usuales del reportaje: el auto-reportaje (sin reportero) y el reportaje sin reporteado, al anticuado reportaje efectivo (que exige dos personas y una cita puntual)” (Fernández 2007a: 169). Cierta crítica (Premat, Manzoni, Bueno) ha detectado oportunamente los virajes autoficcionales del bonaerense, quien practica una permanente irrisión de la autobiografía al uso en cinco poses hilarantes que lo ficcionalizan, por cuanto “la autobiografía o la confesión biográfica son las dos oportunidades más logradas de ocultarse, el par de la fiel fotografía” (Fernández 2007a: 99)10. No casualmente su título es “A fotografiarse”, pues en ellas el autor descree de la ilusión representativa que portarían el retrato, la (auto)biografía o la fotografía misma. Macedonio contraviene la aspiración fijista de todo discurso autobiográfico, haciendo maleables vectores a priori inamovibles como la descripción física, la procedencia, la edad, la altura o la fecha de nacimiento. Eso sucede con la “pose n.º 1”, cuando nos confiesa que “el Universo o Realidad y yo nacimos el 1.º de junio de 1874” (Fernández 2007a: 83), si bien en otro momento declara haber nacido en 1875; mientras que poco más adelante manifiesta 10 Las autoficciones macedonianas han sido estudiadas por Julio Premat (2009) en un excelente escrutinio de Papeles de Recienvenido. Celina Manzoni espiga las torsiones del yo en “En la sala de los espejos. Autobiografía y autoficción” (Manzoni 2007: 521-539). También Mónica Bueno (1996) se ha ocupado con solvencia del quiebre del yo en sus brindis y poses, así como María Elena Legaz (2000: 207-229).
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su deseo de haberlo hecho en 1900 y, en la pose n.º 5 indica que su alumbramiento tuvo lugar en un año “muy 1874”, donde la gradación del adverbio dinamita la precisión aportada por el número. En la segunda pose, intitulada “Autobiografía de encargo”, una matriz como la de la procedencia es asimismo cuarteada sin miramientos a través del humor: “Soy argentino, desde hace mucho tiempo: padres, abuelos, bisabuelos; antes España por todos lados” (ibíd.: 84). Datos objetivos y objetivables son, sin embargo, subjetivados e irónicamente sometidos a juicio. Respecto a la edad, la voz enunciadora afirma que “no tengo más que cincuenta años, lo que no es mucho, si se tiene en cuenta mi primera fecha. Contando los que viviré todavía algunos me dan sesenta” (85). De su estatura nos participa que “no es mala: depende del uso […] por arriba deja suficiente espacio hasta el cielo” (85); otros rubros de lo autobiográfico nos son traídos desde la autoderrisión: así, el narrador se presenta físicamente como “flaco y más bien feo”, además de atesorar “un lote de enfermedades […]. No las combato porque no sé cuál es la que necesitaré mi último día” (85). Tan risible como el historial clínico resulta en la pose segunda la relación de algunos ʻhitos biográficosʼ vinculados a cierta torpeza circense como son los chichones provocados por las caídas, siendo su especialidad la caída libre, quebrantos de los cuales Recienvenido hace la piedra basal de su poética en “Autobiografía de encargo”: “A los siete años ya aprendí a venirme abajo de un balcón y llorar enseguida […] casi diez metros seguidos, orientado en perfecta vertical y sin entretenerme en nada en el trayecto” (ibíd.: 86)11. Toda textualización del yo es para Macedonio sinónimo de descoyuntamiento y, a lo sumo, serviría para rebajar la entidad del autobiografiado a la mínima expresión. Por eso mismo, ve plausible la extravagante opción de la “biografía por correo”, remitida por “una persona que de diez años atrás no veía y de quien nunca se imaginó haber llamado la atención” (88). En su poética, la búsqueda de la “desconocibilidad” se antoja, pues, conditio sine qua non para cualquier indagación en el yo. El porteño es consciente de lo inoperante de toda tentativa (auto)biográfica en general e inclusive la suya en particular, al torpedear sin piedad en Continuación de la Nada su propio “retrato”, publicado en Papeles de Recienvenido 15 años atrás. En alusión autotextual, el autor idea lo que llama la “Biografía de mi retrato en Papeles de Recienvenido” para de nuevo desterrar todo atisbo de identificación ahora en la tercera pose, admitiendo con sarcasmo que “después de ese exitoso retrato he trabajado quince años en parecérmele, que tal es la dificultad” (ibíd.: 87). 11 “Mis chichones sobresalían no solo en el cuerpo sino en el barrio. Aun entre tumefacciones, ya de por sí relevantes, las mías sobresalían y en chichonería comparada era yo persona de fama” (Fernández 2007a: 87).
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Ya ha quedado sentado que la macedoniana es una estrategia afirmativa del yo desde su propia negación. La pose quinta constituye un buen epítome de ello toda vez que egotismo y egocidio vuelven a entreverarse. La nota en sí se acerca más que ninguna otra a la condición de semblanza con cierto aire referencial. Publicada en Sur (1941) como proemio al cuento “Cirugía psíquica de extirpación”, muestra a un Macedonio en esta ocasión interesado en enumerar sus obras editadas, así como en desgranar su poética. Se delinea aquí una figura de autor cuyos atributos son sin duda exhibidos, a la par que se ven desactivados en los párrafos último y primero de la nota, donde concluye reconociendo que “mis lectores caben en un colectivo y se bajan en la primera esquina” (Fernández 2007a: 92), esto es, un autor sin lectores, o con lectores escasos que rápidamente desisten de su cometido. De inicio el narrador declara sardónicamente empezar a ser citado por Jorge Luis Borges a los pocos años de edad, es decir, nos las habemos ante un no-autor en tanto que usurpador, despojado de originalidad12: Nací porteño y en un año muy 1874. No entonces enseguida, pero sí apenas después, ya empecé a ser citado por Jorge Luis Borges, con tan poca timidez de encomios que por el terrible riesgo a que se expuso con esta vehemencia comencé a ser yo el autor de lo mejor que él había producido. Fui un talento de facto, por arrollamiento, por usurpación de la obra de él. Qué injusticia, querido Jorge Luis, poeta del “Truco”, de “El general Quiroga va al muere en coche”, verdadero maestro de aquella hora (90).
No deja de ser esta, la del “usurpador de Borges”, una proyección ficcional electiva por parte de Macedonio, aunque harto discutida críticamente en la dirección contraria, que situaría al “Sócrates porteño” más en la vereda del usurpado. “Me sigue faltando el primer envidioso” (Fernández 2004b: 228-229), se lamenta el narrador de “Solicitada de agradecimiento”, uno de los misceláneos textos de Papeles de Recienvenido, en alusión a la falta de “clientela” lectora. Al suprimir Macedonio la instancia hermenéutica del lector, Julio Prieto ha detectado en tal propuesta “una siniestra heterotopía: una estructura que sólo puede leer aquél que la escribe, una pesadillesca república de escritores en la que nadie ocuparía el lugar abyecto de la lectura” (Prieto 2002: 200). Y, a nuestro juicio, similar resistencia se aprecia a ocupar el lugar —en ocasiones abyecto también— del yo reverberado en la escritura de Papeles de Recienvenido y Continuación de la Nada. Inexistente y ubicuo, vacilante unas veces, desviado o carcomido en otras; son ramificaciones de lo autobiográfico, pero siempre postuladas desde la paradoja y la dislocación, como corresponde cabalmente
12 Para estudiar el desvío de la autoría, véase al respecto “El complejo de Avellaneda (Macedonio-Borges)” (Prieto 2002: 119-126; Prieto 2010: 17-35), así como García (1999: 59-66) y Mattalía (1992: 497-507).
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a esta poética negadora del ego en cuanto categoría conceptual, al tiempo que poética refrendadora de ese mismo ego a lo largo de su proyecto escritural. Egotismo y egocidio, deformación grotesca, desidentificación, son coordenadas sobre las que girará buena parte de las ulteriores incursiones autoficcionales en la Argentina. Los mecanismos macedonianos repasados cobran sentido desde el fértil negacionismo que singulariza su proyecto; fértil porque irrigan el campo de la narrativa autoficcional argentina del presente y del pasado siglo. Se trata de poéticas como las de César Aira, Ricardo Piglia, Héctor Libertella, Luis Chitarroni, Daniel Guebel, Sergio Bizzio, Damián Tabarovsky, Dalia Rosetti o Mario Levrero —en la ribera oriental— que no parecen derivar de sino afluir a la escritura de Macedonio desde diversos ángulos, filtros, refracciones13. Y aunque esta, la genealógica, sea otra historia, también se orienta claramente en pos de ese “derrotar la estabilidad de cada uno en su yo” (Macedonio 2007b: 36) con que Macedonio quiso enriquecer y retar a la literatura por venir.
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“La certidumbre de ignorar si he detallado…”: Norah Lange y la autoficción Julien Roger Sorbonne Université
“La ficción siempre mejora lo presente.” (Molloy 2003: 97)
En su último libro, titulado Postscript (2016) y publicado en la editorial Seuil, Gérard Genette comenta la anécdota siguiente, que ya había contado en su libro de recuerdos, Bardadrac. Cuando Genette quiso comprar un lector de DVD, hace ya unos años, y cuando pidió explicaciones en cuanto a su uso, el vendedor le contestó: “Estimado señor, ¡si usted fue capaz de escribir Figures III, bien puede descifrar y entender las instrucciones de uso de un lector de DVD!” (Genette 2016: 86, traducción mía). Genette cuenta que esta anécdota ha sido retomada, citada y comentada por unos periodistas franceses, pero que estos nunca se preguntaron si esta anécdota era real o inventada. Lo más interesante, para el tema que nos interesa, consiste en que Genette confiesa en Postscript que él ya no sabe si esta anécdota ha sido apócrifa, y dice que “lo más verosímil es que he ʻbordadoʼ esta frase (no invento, ʻmejoroʼ) en un simple segundo de silencio desconcertado de mi interlocutor” (ibíd.). Y termina Genette agregando que “incluso cuando son unos profesionales, los lectores de auto-semi-ficciones son a veces más crédulos de lo que uno puede imaginárselo al escribir” (ibíd.). Además, en el último tramo de su libro, Genette confiesa que él cree en lo que Sainte-Beuve llamaba los azares de la pluma, o sea, en las virtudes de la invención, y descree en la “demasiado famosa ʻautoficciónʼ” (ibíd.: 267, traducción mía), por querer llenar a toda costa la casilla virgen del Pacto autobiográfico de Lejeune. Genette, en efecto, se niega a llenar los campos vírgenes de la poética, diciendo que no hay que motivar todo y que a veces hay que dejar una zona de misterio en las obras. Me parece que podemos colocar estas reflexiones de Genette en el principio de nuestra reflexión sobre la autoficción, diciendo que: 1. Lo que más cuenta en un proceso autoficcional no es tanto la intención del autor al escribir su texto. Ya sabemos que, desde Barthes, la cuestión de conocer
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e interpretar un texto en función de la intención precisa del autor puede ser deleznable e incluso llevar a ciertos contrasentidos hermenéuticos. Sin embargo, asistimos desde hace ya varios años a una ‘vuelta al autor’ o, mejor dicho, un ‘regreso hacia el autor’. El mismo Barthes ya había matizado su postura (en efecto: me parece más una postura que una verdadera convicción) en El placer del texto, cuando dijo que si no tuviéramos en cuenta al autor, el crítico podía tartamudear. Ya volveremos sobre este punto en el curso de nuestro artículo. 2. De lo precedente deriva, y vuelvo a Postscript, el último libro de Genette, que lo que más cuenta es el acto de lectura del texto y su interpretación. De la misma manera que “Pierre Ménard, autor del Quijote” puede ser leído, precisamente, como una descripción bastante fiel de la reescritura —o sea de la recreación o cocreación del sentido del texto: del acto de leer—, el proceso de lectura es lo que más cuenta en una autoficción. Casi diría que hay que inscribir el gesto autoficcional, o el gesto ‘auto-semi-ficcional’, en términos sumamente irónicos de Genette, en una hermenéutica de la lectura. Poco importa si la autoficción ha sido pensada para burlar al lector, para sugerirle falsas pistas. Lo que más cuenta es la lectura que se hace del texto. No es cuestión de dosificar el grado de invención o de ‘realidad’, y no hay que hacerlo; si no, uno puede caer en lo ridículo, como señala Genette. La consigna, lo admito, es difícil, pero necesaria. En efecto, si uno lee la autoficción únicamente intentando señalar las marcas autobiográficas, es decir, las marcas de ‘lo real’, cae precisamente en la trampa urgida por el autor de autoficciones. En otros términos: si uno lee un texto autoficcional como un documento autobiográfico, o, de manera quizá más sutil, intentando ver lo que concierne a la biografía real o a la invención, comete, me parece, un contrasentido: el de leer la autoficción como un texto histórico, o un texto de ‘autohistoria’, si se me permite el neologismo. Hay que leer los textos autoficcionales como, en francés, textes du je ou textes du jeu, o sea textos del ‘yo’ o textos del ‘juego’. En los intersticios del texto estaría su verdad, la del lector. En efecto, si volvemos a Genette, en particular en Fiction et diction (1991), la autoficción no puede considerarse sino como un género que depende de la valoración del lector. Lo que prima en ella, no es, al contrario de la autobiografía, el enunciado de los meros hechos (es decir: del referente), sino más bien la enunciación o el pacto de lectura ambiguo. De tal forma que la autoficción estaría incluida en las poéticas llamadas condicionalistas por Genette, pues no se define por una serie de reglas o de normas (como la tragedia o el soneto), sino más bien por la percepción, por parte del lector, del libro que está leyendo.
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La autoficción parece situarse, pues, en el meollo de un viejo problema teórico como la mímesis aristotélica. Si la autobiografía se concibe como una imitación lo más fiel posible del referente (lo que es, de todas formas, imposible), la autoficción construye un mundo que escapa precisamente al referente, como lo veremos más adelante, y que es, a fin de cuentas, un texto literario. No digo que las autobiografías no sean textos literarios, por supuesto, sino que las autoficciones son quizá más literarias, o, al menos más imaginativas, puesto que el autor imagina e inventa su existencia. De tal manera que podemos decir con Marie Darrieussecq que “la diferencia fundamental entre autobiografía y autoficción es que esta va a asumir voluntariamente esta imposible reducción de la autobiografía al enunciado de realidad” (Darrieussecq 1996: 377, traducción mía). Cabe destacar que anterior al neologismo “semi-auto-ficción” que Genette forja, con cierta sorna e incluso cierto desprecio, en su último libro, el término ‘autoficción’ aparece en su obra por primera vez en Palimpsestes, de 1982, a propósito de la ambigüedad genérica de En busca del tiempo perdido: En este libro, yo, Marcel Proust, cuento (de manera ficticia), cómo yo encuentro a una tal Albertine, cómo me enamoro de ella, cómo la secuestro, etc. A mí es a quien en este libro atribuyo estas aventuras, que en la realidad no me sucedieron, al menos bajo esta forma. Dicho de otra manera, yo me invento una vida y una personalidad que no son exactamente (“no siempre”) las mías. ¿Cómo llamar este género, esta forma de ficción, puesto que, hay ficción aquí, en el sentido fuerte del término? El mejor término sería sin duda el término con el que Serge Doubrovsky designa su propio relato: autoficción (Genette 1992: 358, traducción mía)1.
Afirma Genette que “hay ficción aquí, en el sentido fuerte del término”, oponiendo este término a “realidad”. Me parece que, antes de proseguir, debemos entender mejor los mecanismos de la ficción, para llegar a entender mejor la autoficción. ¿Cómo definir la ficción, en oposición a la no ficción? Podemos recurrir a dos conceptos para definir la ficción. El primero sería, en la veta de Dorrit Cohn en Lo propio de la ficción, el juego con la focalización (sobre el cual volveremos en este artículo). Y el otro sería el juego con 1 “Dans ce livre, je, Marcel Proust, raconte (fictivement), comment je rencontre une certaine Albertine, comment je m’en éprends, comment je la séquestre, etc. C’est à moi que dans ce livre je prête ces aventures, qui dans la réalité ne me sont nullement arrivées, du moins sous cette forme. Autrement dit, je m’invente une vie et une personnalité qui ne sont pas exactement (ʻpas toujoursʼ) les miennes. Comment appeler ce genre, cette forme de fiction, puisque fiction, au sens fort du terme, il y a bien ici? Le meilleur terme serait sans doute celui dont Serge Doubrovsky désigne son propre récit: autofiction”.
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el lenguaje, o sea la ficción concebida como “arte del lenguaje” o “aventura del lenguaje”, para retomar el subtítulo de Philippe Gasparini en Autofiction. Une aventure du langage, subtítulo que viene de una cita de Barthes en sus Essais critiques, de 1966: La función de la narrativa no es “representar”; es construir un espectáculo que nos queda aún muy enigmático, pero que no puede ser de orden mimético, ya que la narrativa no muestra, no imita. “Lo que tiene lugar” en la narrativa, es, desde el punto de vista referencial (real), literalmente, nada; lo que sucede es solo el lenguaje, la aventura del lenguaje, la incesante celebración de su venida (Barthes 2002: 864-865, traducción mía)2.
Por otra parte, para llegar a nuestro corpus de análisis, o sea la obra de la argentina Norah Lange (1905-1972) uno puede hacerse la pregunta siguiente: ¿cómo analizar textos autoficcionales que, como los suyos, han sido publicados antes de la creación del término autoficción? En efecto, como destaca Gasparini en Autofiction. Une aventure du langage: La autoficción, como tal, apareció en un contexto post-68, y postfreudiano, de liberación de la palabra y de los hábitos. Hay que insistir sobre el hecho de que esas dos aspiraciones, a la expresión individual y a la libertad sexual, eran, para esta generación, íntimamente vinculadas: es por la verbalización, la deculpabilización y la revaloración de la sexualidad que se supone que el individuo se reapropiará del lenguaje. […] La autoficción es un producto derivado de esa doble revolución cultural (Gasparini 2008: 304, traducción mía)3.
Entonces, el término autoficción nació en los años 70, después de la muerte de Norah Lange: el título de este artículo puede ser, pues, un reto para el crítico. El término autoficción, forjado a partir de la publicación de Fils de Doubrovsky, se suele definir a partir de la contratapa de dicho texto: “fiction d’événements et de faits strictement 2 “La fonction du récit n’est pas de ʻreprésenterʼ, elle est de constituer un spectacle qui nous reste encore très énigmatique, mais qui ne saurait être d’ordre mimétique. […] ʻCe qui se passeʼ dans le récit, n’est, du point de vue référentiel (réel), à la lettre: rien, ʻce qui arriveʼ, c’est le langage tout seul, l’aventure du langage, dont la venue ne cesse jamais d’être fêtée”. 3 “L’autofiction, en tant que telle, est apparue dans un contexte post-soixante-huitard, et postfreudien, de libération de la parole et des mœurs. Il faut insister sur le fait que ces deux aspirations, à l’expression individuelle et à la liberté sexuelle, étaient, pour cette génération, intimement liées : c’est par la verbalisation, la déculpabilisation et la revalorisation de la sexualité que l’individu était censé se réapproprier le langage. […] l’autofiction est un produit dérivé […] de cette double révolution culturelle”.
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réels”, “ficción de acontecimientos y de hechos estrictamente reales” (Doubrovsky 1977, traducción mía). Inmediatamente, en la obra de Norah Lange, viene la cuestión de la delimitación del corpus para estudiar la autoficción. En efecto, si bien, por supuesto, se puede utilizar y analizar un texto a partir de conceptos que le son posteriores (como se hace con los conceptos sicoanalíticos aplicados a la literatura o la pintura anteriores a la creación de dicha teoría y praxis), para Norah Lange se plantea la pregunta en términos estéticos y literarios. Los textos, recogidos en Obras completas en Beatriz Viterbo (Lange 2005, 2006) y en Papeles dispersos (Lange 2012), pueden ser leídos a partir de una postura particularmente seductora que sería la de la afirmación y la del espacio (o, mejor dicho, como veremos, una deconstrucción) de un yo. Cuadernos de infancia (1937) ha sido considerado por la mayoría de los críticos como una autobiografía pese a que el nombre de la autora-narradora no aparece en ningún momento, mientras que los nombres de los personajes reales han sido cambiados por otros ficticios. Si bien, para citar a Lejeune, el tema de la autobiografía, “es el nombre propio”, podemos considerar Cuadernos de infancia como una autoficción, por la evocación de la infancia de la protagonista, y sobre todo, por el hecho de que la propia Norah Lange haya dado pistas de lectura en sus discursos de Estimados congéneres. Dedica Lange tres discursos, publicados en 1968 y recogidos en las Obras completas en que agradece a la “familia Lange” por su participación involuntaria en la obra. Vale la pena citar la introducción de uno de ellos, del 23 de octubre de 1938: “Comprenderéis ahora mi confusión si os murmuro que al indagar en esa ordenada fatiga el síndrome capaz de englobar este regocijante racimo de homenajeados, solo adquirí la certidumbre de ignorar si he detallado o no una familia en mis Cuadernos de infancia” (Lange 2006: 419). Lo mínimo que se puede decir a propósito de este metatexto, es que resulta sumamente ambiguo: “la certidumbre de ignorar si he detallado o no una familia”. Esta cita bien podría constituir un pacto de lectura para los Cuadernos de infancia, poniendo la ambigüedad y la incertidumbre como lema interpretativo. De esta manera, podemos decir que el pacto es, a la vez referencial, por la narración de los acontecimientos, y a la vez ficcional, puesto que los personajes ficticios, por ejemplo, no llevan los mismos nombres que los personajes reales como ya lo destacamos. Además, los padres están siempre nombrados como “el padre” o “la madre”, a veces sin artículo. La inscripción de Cuadernos de infancia en el campo del espacio autobiográfico se cifra en la postura de ‘clamar’-pregonar su ‘yo’, que está claramente presente al final, cuando la niñanarradora, que se está haciendo adolescente, se pone a gritar a la faz de la tierra: A los catorce años, uno de mis pasatiempos predilectos fue gritar desaforadamente. […] Otras veces me ponía un chambergo de hombre, y envuelta
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en un poncho, trepaba al techo de la cocina desde el cual me era posible contemplar el interior de las casas circundantes, […] e iniciaba mi discurso. […]. Envuelta en el poncho, la cara enrojecida, el chambergo echado sobre los ojos, proseguía imperturbable esa tarea que, por lo general, duraba más de una hora, hasta que, ya sin voz, descendía muy seria y me encerraba en mi cuarto (Lange 2005: 545-546).
Podríamos decir que este acontecimiento, inventado o no (la autora bien pudo hacer de este un episodio apócrifo, como Genette respecto al vendedor), prefigura, anuncia e impulsa una poética langeana del yo autoficcional. En efecto, con este acto, la niña narradora abarca a la vez la novela autoficcional 45 días y 30 marineros, anterior a los Cuadernos (y sobre la cual volveremos en este artículo), los Cuadernos de infancia, Antes que mueran, continuación autoficcional de la obra precedente, y los famosos discursos pronunciados con motivo de banquetes compartidos con amigos, recogidos bajo el título de Estimados congéneres. Estos discursos, en particular, constituyen una prueba más del deseo langeano de proclamar su yo, pregonar su individualidad frente a los demás. Como la propia autora lo expresa en un libro de confidencias con Beatriz de Nóbile, estos discursos eran preparados muy cuidadosamente: Escribía mis discursos con una semana de preparación. Los preparaba bien. Por lo general indagaba la autonomía particular del homenajeado; hasta me documentaba con consultas a un médico, a nuestro amigo el doctor Juan Antonio Zuccarini. A esa clase de discursos los llamé “mis ensayos anatómicos”. Los decía subida en un cajón de vino porque me gustaba dominar a la multitud (De Nóbile 1968: 20).
Esta última frase recuerda la penúltima escena de Cuadernos de infancia, cuando la niña narradora declama sus discursos al aire libre. Estos discursos pueden ser considerados, pues, como “autodicciones”, en términos de Genette en Fiction et diction, en la medida en que cubren el vasto panorama de la escritura del yo, en su vertiente no ficcional. Para atenernos a la autoficción, quizás sea más adecuado considerar las obras de Lange como testimonios de preautoficción, o de protoautoficción, en la medida en que lo que más cuenta en esta obra, son, de manera más extensa, los espacios del yo, o los espacios autobiográficos en el sentido de Lejeune. Entonces, quizás sean necesarias algunas aclaraciones teóricas antes de pasar al análisis del corpus. Pues, me parece que, antes de hablar de autoficción, más adecuado sería hablar de espacio del yo, del ámbito extenso de la escritura del yo. En efecto, el término de autoficción puede borrar el límite entre realidad y ficción, y quizá no permita distinguir lo que es ‘espacio personal’ y lo que no lo es.
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Además, lo que caracteriza la autoficción, según Gasparini, es la dimensión propia y sumamente literaria del texto: Este tipo de escritura activa la función poética del lenguaje de la que Jakobson decía que “pone en evidencia el lado palpable de los signos.” […] Fils se distingue así de manera manifiesta de los escritos referenciales (científicos, jurídicos, periodísticos, etc.), que solo tienen como meta transmitir informaciones a través del lenguaje, disimulando lo más posible su valor subjetivo, su índole retórica, su existencia misma. Y se desprende así de las autobiografías, ingenuas o astutas, que postulan tal neutralidad del lenguaje. […] Son las palabras que engendran los recuerdos y no el contrario. El lenguaje le dicta su vida (Gasparini 2008: 27-28, traducción mía)4.
En otros términos, lo que más importa en la autoficción, y más aún en la protoautoficción, no es tanto la función referencial del lenguaje, sino su función poética. En este sentido, podemos decir que las obras de juventud de Lange, 45 días y 30 marineros, Cuadernos de infancia y Antes que mueran, son testimonios protoautoficcionales. 45 días y 30 marineros es el relato ficcionalizado de Lange a bordo de un buque de carga. Para conmemorar este viaje, se organizó una gran fiesta, de la cual es testimonio la presencia de Lange disfrazada de sirena y rodeada del grupo ultraísta (todos hombres), disfrazados de marineros. En uno de sus discursos dice Lange: Y ya que toda noticia transcurre en vosotros con señalada convicción si se la rodea de menudencias autobiográficas, nada me cuesta agregar una rememorada vicisitud de la suscrita. Soy la única que ha pernoctado en barco de mesurada tarifa e inexistentes viáticos. Mi libro anterior rememora esa hazaña, por más que un erizado pudor me impidiera destacar que el puerto de Buenos Aires atestiguó mi partida hacia Noruega, adosada al trigo, al cemento, a las manzanas, adjunta a una sola libra esterlina en mi bolsillo, una sola libra tan desprovista de carácter que se dejaba influir por la menor variación barométrica (Lange 2006: 429).
4 “Ce type d’écriture active la fonction poétique du langage dont Jakobson disait qu’elle ʻmet en évidence le côté palpable des signes.ʼ […] Fils se distingue ainsi de manière éclatante des écrits référentiels —scientifiques, juridiques, journalistiques, etc.— qui ne visent qu’à transmettre des informations à travers le langage, en dissimulant autant que possible sa teneur subjective, sa nature rhétorique, son existence même. Et il se démarque par conséquent des autobiographies, naïves ou rusées, qui postulent une telle neutralité du langage. […] Ce sont les mots qui engendrent les souvenirs et non l’inverse. Le langage lui dicte sa vie”.
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Si bien esta novela ha sido rechazada en un primer momento por la autora (como lo señala en su entrevista con De Nóbile), fue no obstante destacada por Jorge Luis Borges: Fue [una novela] trabajada por recuerdos […]. [Se trata de] una novela imaginativa, la de invenciones. Invención es el reverente nombre que damos a un feliz trabajo de los recuerdos. Toda novela es autobiográfica: la de Stevenson no menos que la de Proust. Inventar pormenores tan verosímiles que parezcan inevitables, tan dramáticos que el lector los prefiera a la discusión (Borges 1933: 1).
De tal manera que 45 días y 30 marineros puede leerse, si no como una autobiografía, al menos como una “invención a partir de recuerdos”, según el mismo Borges, o sea autoficción. Pero lo más destacable en esta novela, y lo que los críticos vieron muy poco, son, sin duda, las referencias intertextuales, sumamente numerosas, y que funcionan como un criterio de ficción, o, mejor dicho, para parafrasear a Gasparini, la aventura del lenguaje. Incluir esta novela autoficcional en la aventura del lenguaje mediante la intertextualidad empieza por la intratextualidad, es decir, las referencias a otras obras de Lange en esta novela: notamos, de paso, dos citas de un libro de Lange, publicado antes de 45 días y 30 marineros: Los días y las noches, cuyo título está citado dos veces en la obra: “Siente, en esa hora, que los días y las noches, los hombres y las cosas, comienzan a entrar, despacito, en el pasado…” (Lange 2005: 349, cursiva mía), y: “Siente que su decisión de partir, se va edificando sola, sin argumentaciones lógicas. Es como si, de golpe, se hubiera hastiado el mar, ante la vista momentánea, alucinada y reconocida de la tierra. Como si, en un segundo, los días y las noches, los hombres y las cosas de todos esos puertos que recorrieron juntos, hubiesen aminorado su fervor” (ibíd.: 362, cursiva mía). Lo más raro, en estas dos citas, es que el entorno textual de Los días y las noches es el mismo: el verbo “sentir” y “los hombres y las cosas”. Este ejemplo puede parecer banal, pero muestra que, en el momento mismo del recuerdo de la protagonista Ingrid, la instancia narrativa cita dos veces los libros de Lange. La intertextualidad en la novela es bastante amplia y funciona como un marcador de ficción, o, mejor dicho, de literariedad, empezando con el nombre del personaje de Stevenson, un solterón con quien habla Ingrid muy a menudo. En un primer momento, hablan de la literatura de sus respectivos países: “En la Argentina, donde estuve 5 años, proyecté al comienzo de leer los libros recomendados por el pueblo. Supe de Martínez Zuviría, en un sector, de Roberto Arlt en otro, de Soiza Reilly. Después me di cuenta que muy pocos se han regocijado con Horacio Quiroga, con un poema de Banchs, y de otros que para mí valen mucho” (ibíd.: 258). De esta manera, la intertextualidad hace que el texto se desprenda literalmente de su vertiente referencial, para llegar a ser una ficción aparte: esta escena parece en efecto
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poco verídica, pues parece poco probable que Ingrid-Norah haya encontrado a este personaje real. Otra referencia literaria, ya no explícita, como la que acabamos de citar, sino más bien implícita, puede encontrarse al indicar que “abajo de ellos, en torno de ellos, el agua se sacude, oscura, como un presagio. Y el barco avanza ebrio, un poco alegre, un poco trágico, tropezando con las olas” (ibíd.: 308). Se trata de una alusión transparente al poema de Rimbaud, “El barco ebrio”, de 1871, pero que aquí toma una tonalidad especial, a decir verdad, humorística, puesto que los marineros de la novela de Lange están muy a menudo (por no decir siempre) borrachos, o, al menos, achispados. De tal manera que el recuerdo, como diría Borges, está mediatizado por el lenguaje, o, mejor dicho, por la función poética del lenguaje. Por último, cabe señalar que 45 días y 30 marineros escapa de su dimensión estrictamente referencial, mediante un sistema de alusiones literarias que la acercan a una autoficción, o una protoautoficción, a mitad de camino entre autoficción y novela autobiográfica. Norah Lange consigue con este texto darnos una lección crítica y poética en sumo grado moderna, evidenciando que la pureza de los géneros literarios es un concepto caduco. Encontramos, de esta manera, una lección poética que vale para la obra de Lange en su conjunto: “Yo creo que es una cobardía mirar las cosas de frente” (ibíd.: 283), o sea, pervertir (sin que este verbo sea tomado en sentido moral) la novela clásica, referencial, mezclando en ella los recuerdos y la ficción: ficción de recuerdos, o, pues, autoficción. La otra característica de la autoficción langeana no es solo la imitación de la literatura. En su famoso ensayo Le propre de la ficción, Dorrit Cohn destacó que “la ficción es ficción únicamente cuando pone en marcha su potencial de focalización” (2001: 46, traducción mía). Un ejemplo de juego con la focalización que permite definir la ficción, en función de los postulados de Cohn, es el de la muerte de Bergotte en En busca del tiempo perdido. En efecto, mientras que la novela funciona en el código de focalización interna, Marcel cuenta las últimas reflexiones de Bergotte, cuando este cae muerto delante de La vista de Delft, de Vermeer. Siguiendo la lógica del relato y la lógica narratológica, esto es imposible puesto que solo Bergotte pudo experimentarlo. El narrador Marcel da un paso más hacia la ruptura de focalización, lo que produce un efecto de ficción. Lo mismo sucede en Cuadernos de infancia, que no está completamente focalizada sobre el relato de los pensamientos de la narradora. Esta cuenta a veces acontecimientos que se encuentran fuera de sus conocimientos inmediatamente alcanzables. Un buen ejemplo de esta “infracción” al código de focalización, como lo analiza Inka Marter (2008: 52), es el relato de la muerte del chico de los barriletes, en el capítulo 66: Una tarde —ya de nuevo en la cama—, construyó un enorme barrilete verde. Después de pegar una cantidad de papeles hexagonales con un engrudo espeso,
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se echó súbitamente, hacia atrás, cerró los ojos y dijo que se ahogaba porque las ventanas eran demasiado estrechas. Cuando apartaron el barrilete que abarcaba casi todo el lecho, ya había muerto (Lange 2005: 515-516).
El relato de la narradora adulta, como tal, es imposible narratológicamente hablando, puesto que no se mencionan testigos que hubiesen podido relatar las últimas palabras del chico de los barriletes. La focalización, en este caso, ya no es interna sino cero. Otro ejemplo de esta infracción del código de focalización se sitúa en el capítulo 38, cuando la narradora cuenta el llanto de su madre al despedirse de la institutriz, Miss Whiteside. La escena tiene lugar en el cuarto de costura y la narradora recuerda que “a los ocho días cerró sus valijas. La madre se despidió en su cuarto porque era la hora de dar el pecho a Esthercita, y al dirigirnos a la terraza, algunas lágrimas rodaron, lentamente, sobre su pecho desnudo” (ibíd.: 456). La narradora no pudo ver esas lágrimas, e, incluso si hubiese sido posible, la madre no hubiera hecho el relato de este episodio a la hija narradora: estas lágrimas constituyen pues una ruptura de la focalización interna, y crean un efecto de ficción. La transgresión del código de focalización interna se debe a la imposibilidad del recuerdo: cuando un personaje narrador cuenta una historia a la que no pudo haber asistido, pasa a ser sospechoso, y, saliendo del código de focalización interna, hace del texto una invención. Hay que volver sobre el pacto de lectura que ya se había dado desde el íncipit de Cuadernos de infancia: “Entrecortado y dichoso, apenas detenido en una noche, el primer viaje que hicimos desde Buenos Aires a Mendoza, surge en mi memoria como si recuperase un paisaje a través de una ventanilla empañada” (ibíd.: 373, cursivas mías). Recuperar “un paisaje a través de una ventanilla empañada”: todo está, por supuesto, en este participio pasado “empañada”, es decir, en una evocación de recuerdos, una mirada (término esencial de la poética langeana) oblicua, difusa, propicia a la invención, a la recreación de recuerdos. Tal es el sentido de la reseña de Oscar Bietti, cuando se publicó Cuadernos de infancia: “La mentira oportuna y graciosa endulza y suaviza la vida; ese poco o mucho de artificio nos sirve para pensar que es el libro más hermoso de la autora. Sabe ella hacer resurgir con la nostálgica evocación el tiempo sonriente de una infancia dulce y serena” (1937: 326). Podemos afirmar, con Sylvia Molloy, que a partir de Cuadernos de infancia, “Lange encontró en sus recuerdos de infancia el impulso para una poética” (2010: 23), lo que es el caso para la tercera autoficción de Lange, Antes que mueran, publicada en 1944. El ensayo de Borges “La nadería de la personalidad” (1925), publicado en Inquisiciones, podría plantar el decorado para analizar Antes que mueran. En efecto, en su texto, Borges, después de querer “abatir la excepcional preeminencia que hoy suele adjudicarse al yo” (Borges 2011: 81) arremete contra el psicologismo romántico decimonónico (“la egolatría romántica”, ibíd.: 88), afirmando varias veces que “el yo no existe” (ibíd.) y
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que “no hay tal yo de conjunto” (ibíd.: 82). Como lo destaca Maristany a propósito de los Cuadernos: “De allí la desconfianza y el desdén que Borges profesará hacia el género autobiográfico, mero artificio retórico y empeño ilusorio de una conciencia por mostrar consistente aquello que no es más que una nadería: su personalidad” (2005: 65). El pasado o mejor dicho el recuerdo es, en resumidas cuentas, poco fiable. Antes que mueran se inscribe en esta dinámica. En efecto, al contrario de Cuadernos de infancia que conservaba, mutatis mutandis, cierto toque de referencialidad convencional, los episodios que relatan Antes que mueran son sumamente abstractos y parecen estar vaciados de contenido diegético clásico. El libro se abre con una defensa de “las posibilidades que se mueven detrás de las palabras” (Lange 2006: 11) y el lector comprende que todo el libro será una serie de retazos, fragmentos narrativos que cuentan un vacío, una mera combinación de textos en los cuales el contenido será, a priori, deleznable. Ya desde el primer fragmento, el proceso autoficcional se pone en marcha: la narradora pronuncia su nombre, el mismo que la autora, “Norah”, y agrega, enigmática: Mi nombre emergía de mí y regresaba, porque era yo quien me llamaba sin responderme. Me pareció que mi nombre salía a vagar para volver a guarecerse, inútilmente, en esa olvidada región de donde solo acudía cuando alguna voz lo recordaba. […] Me pareció que pronunciar mi nombre, a solas, era como anunciar un peligro o, peor aún, como si algo, en la oscuridad, me rozara la mano (ibíd.: 11-12).
Antes que mueran anuncia lo que podría calificarse de “divorcio con el referente” (Masiello 1997: 25) en la narrativa posterior de Lange. En efecto, este libro autoficcional se centra más bien en episodios donde lo acontecido tiene menos importancia que la narración del acontecimiento. El juego sobre el lenguaje es capital y, a veces, el sentido se difunde sin que el lector haya captado el sentido de la narración. Frente a la imposibilidad de contar los recuerdos, la memoria es el puro relato de una nada. El final del fragmento 20 adquiere en este sentido un valor poético (en el sentido aristotélico de cómo contar): De todos los dolores me pareció el más importante, el menos narrable, el de más arduo olvido. Cuando quise contar, describir ese latido afelpado, comprobé que no era un dolor para ser relatado, sino el dolor más solitario e incurable, el dolor más minucioso y triste, el más recóndito, intocable latido (Lange 2006: 36).
De tal manera que lo que pone en escena el relato, no es el relato del recuerdo, sino el relato en sí mismo, en su valor formal, y desconectado de todo referente vivido. Antes que mueran constituye, después de Cuadernos de infancia, un verdadero reto para la autora y también para el lector, puesto que el sentido no se da
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como tal. Frente a la imposibilidad de asir el referente, y el recuerdo, el lenguaje es lo que toma todo el lugar en este texto. Los recuerdos, como tales, están inscritos en una dinámica de antirrelato, de contrarrelato, en la medida en que, frente a la vacuidad de la memoria, el texto desvela todas sus posibilidades hermenéuticas. Se puede hablar, con Molloy, de “desencuentros productivos” (2010: 28): lo que más cuenta no es el episodio como tal, sino la imposibilidad, la aporía del relato tradicional: “Nunca sucede nada”, dice la narradora (Lange 2006: 95), y es esta nada (nadería, diría Borges) la que cuenta el texto. La literatura es, en resumidas cuentas, el arte de decir lo que no sucede, esta nada radical sobre la que todo proceso de interpretación es vano. Toda voz es un vacío y este vacío, este desencuentro entre el referente y la voz que lo cuenta sería lo único productivo. “La muerte es la libertad absoluta porque no se puede hacer semblante de la muerte” (Antelo 2010: 149). A partir de esta radical propuesta, la escritura de Norah Lange en sus autoficciones sigue una progresiva desreferencialización: en síntesis, la estética y la poética de Norah Lange es la de un progresivo desprendimiento con respecto a ‘lo real’, con respecto al mundo. La escritura autoficcional es, entonces, el medio para la autora de desconectarse con los recuerdos para llegar a narrarlos de manera autónoma y para que la vida se desligue progresivamente del campo de lo narrable para crear un texto autónomo y, sobre todo, autorreferencial. Parece pues, en última instancia, que ‘decir yo’ para Norah Lange es un medio para contar otra cosa que no sea del orden de los recuerdos vividos. El espacio del yo, protoautoficcional en Norah Lange es, pues, un punto a mitad de camino entre lo autobiográfico y lo autoficcional. Quizá, como destaca Arnaud Schmitt, citado por Gasparini, el término de autonarración sea el más adecuado: Narrarse, autonarrarse, consiste en hacer bascular su autobiografía en lo literario. Contarse, pues, pero con toda la complejidad propia de la novela y de las variaciones modales […] estilísticas propias del género. En otros términos, autonarrarse consiste en narrarse como en una novela, en verse como un personaje, aunque la base referencial bien sea real (en Gasparini 2008: 312, traducción mía)5.
“Verse como un personaje” de novela: tal será el giro de Norah Lange en sus ficciones posteriores, Personas en la sala, Los dos retratos y El cuarto de vidrio, que serán reescrituras laterales y parciales de sus autoficciones. Podría entonces leerse toda la
5 “Se narrer, s’autonarrer consiste à faire basculer son autobiographie dans le littéraire. Se dire, certes, mais avec toute la complexité inhérente au roman et aux variations modales, […] stylistiques propres au genre. En d’autres termes, s’autonarrer consiste à se dire comme dans un roman, à se voir comme un personnage même si la base référentielle est bien réelle”.
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obra de Lange como una vasta autonarración dilatada y, sobre todo, divorciada con el referente (Masiello 1997: 25), como ella misma ha señalado en el cuento “Vacilante juego mortal” (1934), con cuyas palabras cerramos nuestro artículo: No puedo sufrir ciertas palabras. Me avergüenza su sentido directo de decir pan, para indicar pan. Me sucede lo mismo con los libros. Por eso no me gusta la gente que tiene “el don del relato”, porque dicen pan, y quieren decir pan, en el sentido más común, en toda su capacidad nutritiva. Por eso prefiero los libros que solo sean bien escritos y los hombres complicados (Lange 2012: 112).
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La máquina airiana: valores y efectos de su espacio autoficcional Pablo Decock University College Ghent
I. Introducción teórica: autofiguración en la literatura argentina En un artículo titulado “Cansados del yo”, publicado a principios de 2016 en el suplemento cultural de EL PAÍS Babelia, Anna Caballé constata que hay “muestras de fatiga en relación a la autoficción”, a pesar del enorme éxito que ha tenido el género híbrido en las últimas décadas. A su modo de ver, esta fatiga se debe en parte a la “extrema dificultad de reconocer los límites del género”. Es obvio que la académica de la Universidad de Barcelona hace este balance desde la perspectiva de la autobiografía y se centra en primer lugar en el terreno de la literatura peninsular. Ahora bien, en este trabajo importa menos entrar en discusiones genéricas —a veces poco fructíferas— sobre los criterios formales que determinan si un relato pertenece o no al campo de la autoficción. Más vale preguntarse por la función de las estrategias autoficcionales, por sus planos de aparición y por el efecto que producen. Esto es oportuno en particular para la obra de César Aira, pero también para otros autores argentinos e hispánicos. De todas formas, cabe preguntarse si el comentario de Caballé también puede aplicarse a la literatura argentina, donde coexisten una serie de modalidades o variantes autoficcionales, por ejemplo en la literatura de los hijos (Félix Bruzzone, Mariana Eva Pérez, Laura Alcoba, Patricio Pron, etc.). Además, la literatura argentina se decanta por el lado más imaginario o fantástico de la autoficción. De ahí también la importancia que el investigador francés Colonna le dedica a la narrativa rioplatense en su tesis doctoral y luego en su posterior ensayo Autofiction et autres mythomanies littéraires (2004). Copi (mencionado una vez en Colonna 2004: 14), pero sobre todo Borges y Gombrowicz son mencionados y comentados en diversas ocasiones de su libro (ibíd.: 195), especialmente en el capítulo sobre la autoficción fantástica. En la tipología propuesta por Colonna1 la “autoficción fantástica” es también la variante más próxima a su definición general de la 1 Colonna propone la categorización siguiente, no como un modelo estable, sino como un détecteur d’approche (2004: 146) que carece de cualquier dogmatismo: l’autofiction fantastique (2004: 75-92), l’autofiction biographique (2004: 93-117), l’autofiction spéculative (2004: 119134) y l’autofiction intrusive (autoriale) (2004: 135-144).
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autoficción que amplía a su vez la definición de Doubrovsky, de postura realista y más representativa de la novela autobiográfica2. Otra característica fundamental de la literatura argentina es la obsesión por la invención de una figura de autor (proceso que se puede estudiar de Borges o Macedonio en adelante, pero que ya comienza con el escritor ficticio Martín Fierro), como bien ha demostrado Julio Premat en su excelente estudio Héroes sin atributos (2009). Por otra parte, en ese libro y en otros artículos suyos, Premat no define del todo la autoficción o la define de la manera más amplia posible. La autoficción es esencialmente “una etapa indisociable del proceso de creación de una obra” (2009: 13). Lo que importa, para Premat, es la ficción de autor o la figura de autor que forma parte de la “polisemia y ambigüedad del texto” (2009: 13), pero que al mismo tiempo sobrepasa los límites del texto literario y entra ya en la dinámica social de la circulación de la obra. Por tanto, si bien la crítica argentina (Premat, Amícola, Giordano, Arfuch) se ha detenido en la invención o en la autorrepresentación del yo en la literatura, no se ha definido la autoficción con arreglo a criterios estrictamente formales, tal como se ha hecho de forma muy extensa en el mundo académico francés (Doubrovsky, Lecarme, Colonna, Gasparini) y peninsular (Alberca). El último punto que quiero destacar en esta breve introducción teórica, antes de abordar la obra y la figura autorial de Aira, es la noción de ‘espacio autoficcional’ que está en el título del presente artículo y que permite estudiar cómo se manifiesta la figura del autor en todos sus planos de aparición. Para este término me inspiré en la noción equivalente de “espacio biográfico” de la crítica argentina Leonor Arfuch (2002) cuyo estudio homónimo de 2002 se centra en las nuevas formas autobiográficas —con un lugar central para la entrevista— y en la teorización contemporánea del sujeto. El espacio biográfico da cuenta de las nuevas narrativas identitarias que se construyen en la proliferación de géneros y medios híbridos. Es decir, nuevamente se observa la tendencia —abierta e interesante a mi modo de ver— de estudiar la recurrencia del yo en todas sus variantes genéricas y discursivas.
II. Los tópicos autorreferenciales de César Aira Parece oportuno afirmar que la posibilidad de la legibilidad de un yo autorial es lo que da coherencia a la obra de Aira en la que las ‘novelitas’ —hasta cierta altura
2 En la teoría de Doubrovsky, la autoficción —según Colonna— “se confond entièrement avec le roman autobiographique nominal, une variété de la province du roman autobiographique, qui ne constitue elle-même qu’un des îlots de la fabulation de soi, et tend à masquer la luxuriance de l’archipel” (2004: 196).
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ilegibles en términos hermenéuticos— son meras variantes de ese yo autoficcional (en sus diferentes componentes) y cuyo resultado no tiene mucha importancia frente al conjunto que es la creación de una Obra (el mito del autor). En ese sentido, el mito Aira sería a la vez su obra y la condición de su obra (Decock 2014). En este trabajo me interesa profundizar en la autofiguración de César Aira y destacar dos tensiones estrechamente relacionadas. Primero, la paradójica centralidad de la figura de autor que contrasta con la desacralización de la misma. Segundo, se podría leer también cierta contradicción en el proyecto mitográfico de Aira que parece regido por la frivolidad y la intrascendencia, pero que al mismo tiempo aspira a crear y dejar una Obra (aunque, continua, siempre en expansión). Si bien mis reflexiones pueden aplicarse a una parte considerable de la narrativa del autor argentino, me centraré principalmente en la autofiguración y la puesta en escena de los mecanismos de la descomposición en Las curas milagrosas del Doctor Aira (1998) y un texto más reciente, El error (2010), y mostraré el diálogo que se establece con los otros planos del espacio autoficcional (ensayos, entrevistas, política de edición, etc.). Finalmente, a lo largo de mi trabajo me detendré también en la ambivalencia del valor literario de su obra y en cómo el efecto que provoca se ha convertido en una marca sumamente exitosa. En la narrativa de Aira, la construcción de una figura de autor a través de una proliferación de máscaras autoficcionales y en las reflexiones metaliterarias parece ser el único referente posible. El dispositivo autoficcional se caracteriza por dos ingredientes entrecruzados que marcan la autofiguración fomentada por el propio autor y que parece condicionar, en parte, la lectura y la crítica de su obra: 1) La exposición —en sus novelas, ensayos y entrevistas— de una figura desacralizada del autor, o sea, una desautorización irónica del yo autor-narradorprotagonista plasmado en el niño Aira (El Tilo, Cómo me reí), el demonio burlón (El Tilo), el sabio loco o el idiota Aira (El congreso de literatura, Las curas milagrosas del Doctor Aira). 2) La puesta en escena de los mecanismos de la escritura que a veces tiende trampas al lector y boicotea sus expectativas. En este sentido, el Exoscopio, es decir, la máquina que se utiliza para la clonación en El congreso de literatura (1997) —“que se parecía un poco en exceso al Gran Vidrio de Duchamp” (80)—, parece ser el dispositivo tecnológico con el que Aira sueña para la producción de sus ficciones. Es cierto que el autor alimenta —en un singular gesto de autopromoción— toda una serie de figuras autorreferenciales en sus novelas, ensayos y entrevistas3. Por ejemplo, 3 Véase el excelente artículo de Ana Porrúa a propósito de la importancia que ocupan las entrevistas e intervenciones públicas de Aira para la imagen creada del autor y principalmente
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produce y cultiva los códigos siguientes que conciernen tanto a su figura de escritor (auto) como a su manera —sus procedimientos, su estilo— de escribir (meta): el del autor singular y raro, el autor-vampirista, el eterno niño Aira, el sabio loco, el idiota, el artista-monstruo, el provocador; el de no corregir sus textos, la mala escritura, la improvisación, la frivolidad, la famosa “huida hacia delante”, y un largo etcétera. Por lo general, Aira pone en circulación una serie de avatares suyos —basados en una autoironía inédita— que encarnan la imagen opuesta del arquetipo del escritor ‘tradicional’4. Lo subvierte y lo reemplaza de manera muy consciente por otra serie de imágenes recurrentes que se convierten al fin y al cabo en tópicos autorreferenciales. Mediante esta estrategia caracterizada por la centrifugacidad y la autorreferencialidad, Aira terminó ocupando un lugar ‘al margen’ del tradicional campo literario argentino. No es en absoluto un gesto ingenuo. A pesar de su supuesta posición periférica en las décadas anteriores, la obra de Aira se ha convertido paradójicamente en un referente para la generación literaria más joven de su país (Guebel, Bizzio, Cucurto, Coelho, etc.) y ha conquistado hoy en día el centro de ese mismo campo literario5. Ana Porrúa, que se ha centrado en la particular posición que ocupa Aira en el campo literario (o sea, su postura, como diría Jérôme Meizoz [2007]) ha afirmado que “[l]o que sí parece hoy muy para la reconstrucción del campo literario argentino que Porrúa analiza en términos de “explosión” (el campo literario de los años 60 y 70 marcado por relaciones fuertes entre sus actores) e “implosión” (el de los años 80 y 90 caracterizado por componentes más lábiles): “En este espacio se mueve Aira, que ya no considera atendibles ninguna de las figuraciones colectivas. […] En este nuevo campo —definido generalmente en términos de posmodernidad, o calificado por sus rasgos posmodernos—, el movimiento es implosivo. Si la explosión (el bigbang es una teoría de la explosión) expande la materia y genera la multiplicidad, la implosión (el big-crunch es el nombre que le da la ciencia a este proceso hipotético) produciría una fuerza centrípeta, de concentración, y haría retornar el universo sobre sí mismo” (2005: 25). 4 Siguiendo a Martín Prieto, el arquetipo del escritor tradicional o modernista se podría caracterizar por la relación consecuente que mantienen sus obras con su “verdad de artista”. El proyecto literario de Aira, en cambio, subvierte esa idea y no se deja delimitar en esos términos: “Aira, en cambio, construye su valor como autor posmoderno en tanto autor de una obra en superficie inconsecuente con una única verdad de artista, y articulada sobre pares antitéticos que no se anulan: realista y fantástica, elevada y banal, poética y prosaica, patética y divertida, filosófica y trivial” (Prieto 2006: 444). 5 A su vez, Pron insiste correctamente en la “doble productividad” de la obra airiana: “[…] hacia atrás, en relación a la tradición literaria argentina anterior, que él entre otros completó mediante la intervención crítica que dio origen a la tradición ‘alternativa’, y hacia adelante, en los escritores que —movidos por su influencia— adoptaron la serie ‘alternativa’ y, con ella, motivos y procedimientos […]” (2007: 194). Aira recupera, en efecto, una serie de autores (Arlt, Puig, Osvaldo Lamborghini, Pizarnik, Copi) cuya obra ha sido revalorizada por la generación de los autores susodichos posterior a Aira.
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oportuno es el momento en el que Aira decide salir al ruedo, adquirir visibilidad. Una instancia histórica de reconstrucción del campo literario, a la que él decide presentarse solo, casi como Rubén Darío en las ‘Palabras liminares’ de Prosas profanas” (2005: 26). No se puede negar que la estrategia autoficcional de Aira, es decir “crear y situar una figura de autor en una determinada relación de fuerzas dentro del sistema literario argentino” (Perromat 2014: 38) tiene éxito. Éxito que se explica porque la autofiguración se construye de forma coherente en las diferentes dimensiones del espacio definido y, por tanto, no se limita a los textos literarios del autor: no incluye solamente la política de edición subversiva con respecto al mercado editorial —la llamada superproducción a-mercantil artesanal (Montaldo 1998) que consiste en publicar sus textos en editoriales famosas (Emecé, Mondadori), pequeñas (Beatriz Viterbo) o ignotas (Eloísa Cartonera, Mansalva, Interzona, Belleza y Felicidad), además de los múltiples ensayos dedicados a sus maestros literarios (Copi, Pizarnik, Lamborghini, Puig, Arlt)—, sino también la manera de orientar el discurso crítico sobre su obra (Decock 2014: 211) a través de juicios valorativos en reseñas o entrevistas (por ejemplo, la frase a menudo citada, “el mejor Cortázar es un mal Borges”). Juicios de valor o reflexiones teóricas que luego reaparecen en los frecuentes pasajes metaliterarios de sus textos literarios y que hacen que, al fin y al cabo, Aira vaya creando un espacio de lectura para su propia obra. Este efecto se refuerza por el hecho de que parte del discurso crítico se hace eco de los comentarios y tópicos autorreferenciales (la frivolidad, la precipitación, la mala literatura, entre otros) difundidos por el autor. En otras palabras, se tiende a hablar del autor con su propia voz (Decock 2014: 16)6. En el doble análisis que sigue quiero mostrar cómo funcionan los mecanismos del discurso airiano en sus relatos y cómo esto contribuye a la creación de una figura de autor sumamente productiva que se articula también en los otros planos del espacio autoficcional.
III. Enmascaramientos estratégicos y saturación en Las curas milagrosas del Doctor Aira (1998) El juego con los tópicos autorreferenciales se observa muy bien en la —llamémosla así— novela Las curas milagrosas del Doctor Aira (1998)7. Este texto, que comparte 6 También he destacado la problemática del estatuto de la omnipresente voz del autor para la crítica literaria en mi libro (2014), donde abogo por tomar cierta distancia con respecto a la voz del autor y no “analizar la obra de Aira con teorías y conceptos que provienen casi exclusivamente de los mismos libros (novelas o ensayos) del autor” (Decock 2014: 16). 7 Cabe señalar que la obra lleva, entre paréntesis, el subtítulo de “Novela”. Sin embargo, debe relativizarse la importancia de esta indicación genérica por parte del propio autor, porque, como bien ha mostrado García, “no incide más que como creación ambigua de horizonte de lectura” (García 2006: 193). Por otra parte, el motivo de la mención del subtítulo debe
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varias similitudes temáticas no solamente con El congreso de literatura —que se publicó solo un año antes—, sino también con Las aventuras de Barbaverde (2008), La trompeta de mimbre (1998), y, sobre todo, con La mendiga (1998), es una prueba de la autotextualidad que caracteriza la obra airiana8. Al igual que en El congreso de literatura, se pone en escena un protagonista, el Doctor Aira, cuya común onomástica con el autor nos parece situar nuevamente en el campo de la autoficción. La identidad entre protagonista y autor es, además, confirmada por la ya conocida serie de indicios biográficos: el Doctor Aira tiene cincuenta años, nació en Coronel Pringles, vive y trabaja en Flores, escribe en los bares del barrio y pertenece a una familia de “clase media decente” (Aira 1998: 16). Sin embargo, si bien esta novela tiene todo para ser interpretada en clave autoficcional, está escrita no en primera sino en tercera persona (aunque, a veces, se parece a un largo monólogo interior). Este tipo de excepción a la regla de la triple identificación nominal (A=N=P) no es tratado por Alberca —se detiene principalmente en las “excepciones al protocolo nominal” (2007: 245)—, pero no impide una lectura autoficcional sobre todo si nos apoyamos en los múltiples tópicos metaliterarios presentes a lo largo del texto y en las huellas referenciales susodichas. Como caso límite de su categoría narrativa, Las curas milagrosas del Doctor Aira excedería entonces el campo de las novelas del yo, pero sin alterar fundamentalmente su estatuto ambiguo entre pacto autobiográfico y pacto novelesco, a pesar de funcionar a partir de un narrador anónimo en tercera persona. En términos muy resumidos, esta autoficción fantástica se divide en tres capítulos: en el primer capítulo se presenta la eterna rivalidad entre el Doctor Aira y su archienemigo, el Doctor Actyn, que no pierde ocasión para intentar mostrar de manera grotesca el fracaso de la cura milagrosa del Doctor Aira. En el segundo, más breve, el protagonista decide dejar la práctica de la cura milagrosa para dedicarse a la edición de sus fascículos de curas milagrosas. Este trabajo intelectual es un pretexto idóneo para hacer un recorrido por una serie de figuras que conciernen en realidad a la poética del propio escritor Aira. Finalmente, en el tercer capítulo de la novela, el Doctor Aira cae, sin embargo, en la trampa de su rival y pone en escena el método de buscarse, tal vez, en la equiparación del método de la cura milagrosa y el de la redacción de una novela, como se sugiere repetidamente en el texto (Aira 1998: 81). 8 El enfrentamiento de cómic entre el héroe Barbaverde y su eterno rival, el profesor Frasca en Las aventuras de Barbaverde, hace eco a los conflictos entre el Doctor Aira y su archienemigo, el Doctor Actyn. Luego, las variaciones sobre la historia de Sansón (45-46) recuerdan el motivo del relato “Lo que sigue” de La trompeta de mimbre. Finalmente, lo grotesco de la tecnología audiovisual y el simulacro perpetuo recrean un concepto desestabilizador de ‘lo real’ junto a algunos datos más circunstanciales (la carrera en ambulancia por el barrio y el Hospital Piñero) que recuerdan con creces a la atmósfera de La mendiga.
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los “biombos metafísicos” que, por supuesto, desemboca en el papelón más grande de su vida cuando el paciente “moribundo” que debe salvar milagrosamente resulta ser el propio Doctor Actyn. Pasemos ahora a un análisis de los códigos autorreferenciales que son más frecuentes en el segundo capítulo de la novela donde se puede afirmar —gracias a la identificación autoficcional— que se pasa revista a algunos de los procedimientos del Doctor —escritor— Aira y a su particular política de edición. Cabe tomar como punto de partida del análisis la siguiente referencia explícita a la figura del escritor y su mito personal: El motivo se formularía solo, y calzaría perfectamente en su sistema estético-teórico autobiográfico, colaborando en la creación de su mito personal. No importaba lo papelonero que fuera (aunque en privado, en familia); en cierto modo estaba dispuesto a sacrificarse por su obra. Además, por ese camino se llegaba a un nivel donde se neutralizaba el papelón, el miedo al ridículo, todo eso, al absorberse en la figura normalizada y aceptada del Extravagante (Aira 1998: 44-45).
Vale la pena detenerse en este fragmento capital porque corrobora mi lectura en clave autoficcional ya que se reflejan en él algunas elucubraciones del protagonista sobre su “sistema estético-teórico autobiográfico” centrado alrededor de una figura de artista particular. Si es fácil destacar las afinidades entre el sistema de las curas milagrosas y el sistema literario Aira, tal como lo he descrito hasta ahora y como se reafirma en el resto de esta novela, no se puede decir lo mismo —a primera vista— del alcance exacto de esa “figura normalizada y aceptada del Extravagante” que aparece asociada a una tentativa de ‘neutralizar’ el papelón y el ridículo. Sin querer descartar totalmente una interpretación que postule la función terapéutica de la autoficción en la obra airiana9, me parece sin embargo que el interés metarreflexivo de esta figura reside en la configuración de una postura determinada que se sitúa de forma implícita en la genealogía macedoniana. Julio Prieto, que analiza en un trabajo valioso Las curas como un “homenaje oblicuo a Macedonio” (2005: 186), aclara que Macedonio casi siempre aparece de forma disfrazada en la obra airiana no 9 Tanto Remón-Raillard (1999, 2003) como Alberca (2005, 2007) analizan respectivamente en El llanto y Cómo me hice monja/La costurera y el viento la importancia del leitmotiv del miedo en el contexto de la autoficción airiana: “A mi juicio, el sentido del miedo, secreto por vergonzoso, se agazapa en la autoficción de Aira. […] En Cómo me hice monja, Aira ha escondido/revelado un hiperbólico pero creíble miedo infantil: un miedo culpable, irracional, el miedo a perder al padre y a perderse, a desaparecer. Los términos a retener aquí son disparate y miedo. Ese miedo impreciso, pero real, resulta ficcionalizado en la novela, de manera grotesca mediante el disparate” (Alberca 2005: 233).
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solo porque la figura de Macedonio ya está sobredeterminada en el campo literario argentino (Osvaldo Lamborghini, Ricardo Piglia) sino también porque Aira construye la línea genealógica de la vanguardia que caracteriza su poética con “precursores predominantemente no argentinos, a excepción de Lamborghini” (Prieto 2005: 188). A la luz de estas estrategias genealógicas, las huellas macedonianas camufladas en la figura extravagante del Doctor Aira son muy significativas y contribuyen a completar la serie de autocaracterizaciones heterodoxas que incluye la obra de Aira. El Doctor Aira se convierte entonces de esta manera en el punto de anclaje en carne y hueso para los tópicos repartidos en la novela. Algunos de los principales códigos autorreferenciales en esta novela son la puesta en cuestión de lo verosímil, su —falsa— negativa a usar ejemplos, la realidad como fuerza transformadora, su escritura diaria en los bares de Flores, la importancia del azar en la creación, el gesto ready-made y su concepción de una obra como conjunto (Enciclopedia) dividida en fascículos. Conviene resaltar estos dos últimos porque atañen no solamente a la singular lógica de edición que caracteriza el proyecto de César Aira, sino también al libro como objeto material y cultural en el mercado del arte. El proyecto editorial vanguardista de las curas milagrosas retoma, en primer lugar, los códigos que marcan la política de edición de César Aira, o sea, la serialidad y la visibilidad, mediante los cuales subvierte los valores tradicionales (el trabajo serio, riguroso y solitario) del campo literario: Dadas estas características del método del Doctor Aira, la publicación tendría que ser enciclopédica. Y si bien la palabra ‘Enciclopedia’ no debía ser escrita en ningún momento, los fascículos en su totalidad abierta e infinita no eran otra cosa que una Enciclopedia general y total. Ahí estaba el secreto de las Curas, el secreto al que él se proponía, y ahí estaba la clave de su empresa, darle un máximo de visibilidad (Aira 1998: 47).
En segundo lugar, estos “fascículos” de pocas páginas anticipan de alguna manera los textos breves de Aira publicados en la editorial Eloísa Cartonera, tales como Mil gotas (2003), El Todo que surca la nada (2003) y El cerebro musical (2005): “Pero fascículos con tapa dura. Podía ser razonable, pero no tanto; algo de su locura debía sobrevivir. Tenía pensado un grueso cartoné muy rígido para las tapas, que haría contraste con la poca cantidad de páginas que contendrían, no estaba seguro todavía de si serían cuatro u ocho, no más” (ibíd.: 50-51). Al reflexionar sobre la ilustración de los fascículos de las curas milagrosas, el lector asiste también a unas divagaciones inconexas sobre la elaboración de unos trajes que serían “imaginativos disfraces de gran aparato pensados por pura exuberancia de la fantasía […]” (43). Sin embargo, en la medida en que el Doctor Aira avance en su proyecto, se van concibiendo estos vestidos como
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“una suerte de construcciones arquitectónicas de alambre y tela, en las que debería meterse […]” (45). Es cierto que en este tipo de instalaciones donde se fusionan el dibujo, materiales divergentes y una suerte de “teatro vestimentario unipersonal” se evoca la herencia duchampiana del ready-made —ya omnipresente en El congreso de literatura (1997)10—: “Los dibujos que ya tenía hechos de esos trajes le daban un material ready-made para ilustrar los primeros fascículos; después, ya vería. […] En cuanto al texto, no tenía más que elegir de entre sus miles de páginas manuscritas, y empezar el gran collage” (45). De los fantaseos neovanguardistas del protagonista importa destacar algunos elementos fundamentales en sintonía con la práctica estética de Duchamp porque permiten progresar el razonamiento acerca de la subversión de los valores estéticos tradicionales en la poética de Aira. En Fuera de campo (2006), Graciela Speranza nos aporta un estudio original sobre el legado de Duchamp en la literatura y el arte argentinos que ella analiza a través de tres ideas nucleares: el impacto de la reproducción en el arte, un desplazamiento del interés de las artes hacia fuera de sus campos específicos y el giro hacia un arte más conceptual (2006: 22). No cuesta demasiado esfuerzo reconocer estos tres rasgos en el happening imaginario del Doctor Aira que, en el espejo autoficcional, se convierte en un modelo estético descentrado para la literatura del escritor de esta novela. En este sentido, es además llamativo el paralelismo entre la obra de teatro En la corte de Adán y Eva de El congreso de literatura y el experimento transmediático de Las curas milagrosas del Doctor Aira porque ambos parecen actuar como una especie de autoproyección provocadora del escritor y fomentan una interpretación devaluadora del resto de su obra. En cuanto a la expresión de los rasgos duchampianos en el fragmento susodicho, resalta ese movimiento señalado hacia el afuera de su campo específico cuando la simple ilustración de un libro se transforma en una instalación hecha mediante todo tipo de materiales y objetos seleccionados de manera arbitraria. Esta manera de proceder alude, a mi modo de ver, a la enorme receptividad (desde el Facundo a una estética a veces próxima a la de Pulp Fiction) de la literatura airiana —“Todo cabía en la escritura […]” (Aira 1998: 47)— que recicla códigos de géneros y medios muy heterogéneos en una relación esencialmente desjerarquizada. También el giro conceptual es notable en las planificaciones especulativas del Doctor Aira que en ningún momento de la novela llegan a concretarse: no importa la realización de la obra concreta, sino su método de fabricación. Finalmente, el propio texto de las curas milagrosas también se sitúa en la zona experimental de repetición y diferencia porque reproduce con “pequeñas 10 En diversos artículos y entrevistas, Aira ha expresado abiertamente la influencia de la estética de Duchamp en su obra: “Ars narrativa”, “La innovación”, “Kafka, Duchamp”. Véase al respecto también la bibliografía del estudio de Speranza (2006).
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variaciones” (ibíd.: 46) algún relato ya muy conocido (45), o sea, un material ya readymade. Queda claro que mediante estos códigos autorreferenciales, y particularmente con la referencia recurrente y explícita al ready-made de Duchamp se plantea una vez más el problema fundamental del valor en la obra airiana en el cual importa indagar también a continuación. Ahora bien, ¿qué es lo que nos enseña el análisis de las figuras autorreferenciales a propósito de la problemática del valor? Pienso que tanto los estereotipos massmediáticos (provenientes de los géneros menores) como los códigos autorreferenciales tienen un ‘efecto devaluador’ pero que este se manifiesta a otro nivel según la categoría enfocada: si bien los códigos populares filtran directamente la realidad narrada y ‘contaminan’ de esta manera la materia del libro y devalúan, por ende, el libro mismo en tanto objeto estético, la segunda categoría de tópicos opera en un nivel metaliterario —los procedimientos de la escritura— al concentrarse alrededor de la subversión de la figura del escritor tradicional o modernista (que encarna una ética literaria coherente con su verdad de autor) y al exponer el libro como puro artefacto. En ese sentido, Las curas milagrosas del Doctor Aira podría ser un caso ejemplar para mostrar la correlación entre la recepción menos positiva de esta novela por parte de la crítica académica y los efectos devaluadores de ambas series de códigos. En efecto, cuando revisamos la lectura que se hace de esta novela en las tesis doctorales argentinas que se han publicado sobre la obra de Aira de Estrín (1999), Contreras (2002) y García (2006), constatamos que el juicio de valor es más bien negativo. Si para Estrín se trata de un texto con “altibajos analíticos gigantescos” (1999: 56), en el análisis de Contreras, se califica como una “chapucería” (2002: 271) deliberada. Finalmente, García opina que es una novela “algo fracasada” y, además, “una de las menos atractivas de Aira” (2006: 48)11. ¿Tal vez Las curas… sea un texto demasiado transparente con respecto a sus propios principios estéticos? O sea, cuando se desvanece la metáfora entre el arte milagroso del Doctor Aira y la literatura del escritor Aira (Aira 1998: 59), o cuando la equiparación dudosa entre novela y milagro se vuelve muy explícita, se descuida deliberadamente el desarrollo coherente del texto concreto que desemboca, en consecuencia, en la 11 Esta recepción menos positiva es confirmada también por la mayoría de las reseñas en la prensa crítica. Me limito, a modo ilustrativo, al ejemplo de Vivián Abensushan, “César Aira: la novela inexistente” (Letras Libres, 2003) que logra reflejar de manera contundente la recepción de este tipo de textos en el caso del lector no entendido. En su lectura, Las curas milagrosas del Doctor Aira es una “[n]ovela sin novela, concebida como una ficción que fracasa deliberadamente para dar lugar al artefacto […]”. Y, en cuanto a la posible sensación del lector, nota: “Y se quedará boquiabierto, torturado, como un pobre espectador inculto frente a un peluche conceptual, sintiendo una íntima nostalgia por la novela que no ha leído. Y que pudo leer, si el autor se hubiera dado tiempo para elaborarla…”.
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gratuidad y el sinsentido. Que no haya malentendido: el código autorreferencial forma parte integrante —con variada intensidad— de toda la literatura de Aira, pero cuando la novela sirve de mero pretexto para explayar su teoría y cuando la ficción no es sino la ilustración de sus propios procedimientos o especulación teórica sobre el futuro de la literatura, el ‘resultado’ puede desilusionar incluso al lector entendido.
IV. La mecánica de una escritura fallida en El error (2010) La segunda obra que quiero destacar en este recorrido por la autofiguración de Aira es El error, un texto más reciente y apenas comentado por la crítica, que muestra la sorprendente coherencia del proyecto de escritura airiano, dado que vuelven a ponerse en escena varias de las claves metaficcionales que aparecen repetidamente en el resto de su obra: la torpeza, la chapucería, la improvisación, el descuido, la aceleración, la alteración de perspectiva, etc. En esta falsa novela de aventuras se distinguen cuatro relatos que son narrados de forma digresiva: el propio viaje del narrador-protagonista y su pareja a El Salvador, donde visitan a unos amigos misteriosos; la biografía de un escultor vanguardista; la historia del crimen, la huida y captura de una mujer que mató a su marido y que por un error ha sido liberada pero vuelve a ser detenida después; y, finalmente, las aventuras del bandolero mítico Pepe Dueñas, gran vengador de las injusticias sociales en su país pero que luego termina —no sin cierta dosis de humor airiano— lavando los platos en su casa y llevando los niños al colegio. Si bien Las curas milagrosas del Doctor Aira puede considerarse como una autoficción atípica (el texto no está narrado en primera persona, pero contiene el nombre del autor así como una serie de huellas referenciales), El error es un texto difícil de categorizar no solamente por su estructura laberíntica, sino también por el hecho de que solo la primera historia de la obra (2010: 7-38) —la visita de la pareja a El Salvador— es narrada en primera persona por un narrador anónimo. Las demás historias están escritas en tercera persona y no se menciona en ningún momento el nombre del autor. Resulta, por tanto, difícil de clasificar este texto como autoficcional. Sin embargo, la riqueza de los códigos autorreferenciales se encuentra en los procedimientos literarios o artísticos que se exponen de forma explícita a lo largo del texto y revelan la poética de su autor. Pese a que las digresiones y los cambios de perspectiva complican a primera vista una lectura más hermenéutica (en términos de trama, argumento, desarrollo de personajes, linealidad), también es cierto que los guiños metanarrativos entre las diferentes historias permiten leerlas como variaciones sobre el mismo tema o la misma obsesión, a saber, la puesta en escena de los procedimientos de la invención. La dimensión metaficticia ya es visible en la portada, el título y el comienzo del
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libro donde el narrador-protagonista de la primera historia ‘sale’ a la novela en la que está escrito ‘el error’. Al igual que en Las curas… y otros textos suyos, lo que está en juego son los mecanismos de construcción y destrucción textual de la máquina airiana, como también se observa en la obvia descripción autorreferencial de la instalación del escultor vanguardista al comienzo del relato: Era como entrar a una fábrica abandonada, con máquinas para hacer cosas inimaginables. Las obras que se exponían eran grandes aparatos de hierro, que nos empequeñecían cuando nos internamos entre ellos. Parecían grúas, o locomotoras, desarmadas y vueltas a armar al azar, o al revés, con las partes pintadas de colores vivos, dislocadas, ensambladas de modo que parecían desafiar a la gravedad. Se podía circular dentro de ellas, y no se sabía bien dónde terminaba una y empezaba otra (2010: 16, la cursiva es mía).
Así, se destaca en particular en El error el funcionamiento de una máquina de ficciones —que a veces tiene la forma de una instalación de arte, una escultura, una pintura o una saga literaria— y, simultáneamente, la mecánica de su descomposición. Algo similar ocurre cuando se describen las prácticas piratas de una editorial que publica novelitas baratas y el narrador reflexiona sobre las combinaciones posibles de aventura y sobre la originalidad del producto que “había salido, paradójicamente, de las exigencias del plagio. En efecto, los argumentos provenían sin mayor modificación de viejos folletines españoles, estos a su vez enmascaradas traducciones del francés” (ibíd.: 92). Y añade el narrador: “Un traslado tan chapucero bastaba para crear una atmósfera ligeramente maravillosa, en la que el anacronismo y el descuido se unían para volver soñada la realidad salvadoreña” (92). Los tópicos metaficcionales de la improvisación, el descuido y la chapucería vuelven a aparecer en el fragmento siguiente, a la hora de comentar las aventuras del bandolero Pepe Dueñas: “En las andanzas de Pepe Dueñas prevalecía la improvisación, y un cierto descuido, un ‘qué me importa’, que le permitía seguir adelante en todas las circunstancias, dejarlas todas atrás, en la confianza de que las siguientes también tendrían premio” (149). Los fragmentos citados, igual que otros ejemplos parecidos en El error, se caracterizan por su gesto performativo en el sentido de que cuestionan de manera descarada la figura del escritor canónico y sus valores literarios (la exigencia, el orden, la perfección). A mi modo de ver, El error se presenta como uno de los mejores ejemplos de la escritura fallida y deliberadamente negligente de Aira que se inscribe en la fructífera tradición rioplatense de la ‘mala literatura’. Tal como en Las curas, el papelón y la metida de pata son en El error herramientas imprescindibles para poder explorar nuevos caminos en busca de lo nuevo. También es cierto que esta actitud radical puede terminar por defraudar al lector que se ve llevado abruptamente de un relato entrecruzado a otro en una trama
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inasible. Cabe detenerse a estas alturas en la importancia que cobra el error como figura antihermenéutica en la poética airiana. El error suele entenderse generalmente como una desviación de una norma y es también en sus sinónimos de equivocación o falla a menudo considerado como algo esencialmente negativo y despreciable. Ahora bien, en el proceso de la creación literaria de Aira, el error (el malentendido, la distracción, la falla perceptiva) se convierte en el procedimiento perturbador idóneo porque le permite jugar con la racionalidad humana y sus coordenadas espacio-temporales establecidas, transgredir las normas convencionales e innovar el arte. Dicho de otro modo, en el error se cristaliza la poética del nonsense de Aira (Decock 2014) y se desafía la comprensión del lector. En ese sentido, la absurda historia de la mujer homicida que por un error ha sido liberada pero vuelve a ser detenida poco después es emblemática de la intermitente suspensión del sentido que se produce en su obra: Pero la semana no había terminado cuando vinieron a buscarla: su liberación había sido un error, una confusión de papeles y nombres, una negligencia de un empleado que había obtenido su puesto no por méritos sino por recomendación y acomodo político. Se deshacían en disculpas. El modo más vigoroso de pedirle perdón fue asegurarle que no habría más errores y que se pasaría el resto de su vida presa. […] ¡Qué historia! (Aira 2010: 85).
V. La ambivalencia del valor literario Quisiera volver brevemente a la primera etapa de la obra de Aira, concretamente a un texto poco estudiado por la crítica académica, a saber, Una novela china (1987). Constituye una exploración singular por el mundo oriental del taoísmo y la noción creativa de la vacuidad; y contiene al mismo tiempo una dimensión metarreflexiva interesante para el propósito de este trabajo. La cita siguiente que versa sobre el tema de la deformación en los cuadros de Chen en relación con las finalidades estéticas de su obra —¿se trata de un fraude o no?— es crucial para entender el proyecto literario de César Aira12: Deformaciones tan constantes, y por momentos tan enigmáticas en cuanto a sus finalidades estéticas, que desde entonces se discutía sobre la realidad de sus dotes; bien podría haber sido, decía la voz escéptica de cada cual, que Chen hubiera sido un fraude, un torpe. La duda volvía más fascinante su obra, y el encanto hacía más difícil la resolución de la alternativa (2004 [1987]: 23). 12 En su tesis, García tiene toda la razón en destacar este fragmento: “Igual que en este caso, la obra de Aira todavía nos desconcierta en cuanto a las finalidades estéticas que pretende comunicar” (García 2006: 196).
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Tanto el pintor Chen como Aira postulan la duda o la ambigüedad fundamental como un valor estético de su arte respectivo que se constituye a partir de lo que podríamos llamar una dialéctica del fracaso que se mueve entre genialidad y torpeza, y que nos invita a contestar la pregunta: ¿sublimidad o fraude? A estas alturas, es oportuno pasar a una reflexión más exigente y más abstracta acerca del valor estético a la luz del conjunto de la obra de Aira, o, mejor dicho, a la luz del proyecto literario que anima esta obra, dejando así en modo suspensivo la recepción de la novela particular concebida como resultado. Este breve recorrido axiomático que pasa por las referencias ineludibles de Kant (como fundador de la estética moderna) y Duchamp (como símbolo de la vanguardia) propone determinar en qué consisten exactamente el valor y el efecto de esta obra. Tal vez haya alguna provocación en la pregunta siguiente pero el desafío que plantea es al mismo tiempo muy atractivo: si dejamos de lado la curiosidad fetichista del aficionado airiano o el interés profesional del investigador, ¿no es legítimo preguntarse qué tiene de ‘interesante’ una nueva obra de Aira? Plantear la pregunta es más fácil que contestarla sobre todo si el propio autor no deja de problematizar el valor en la descalificación de la obra literaria y en la desacralización de la figura de autor, como se ha visto tanto en Las curas milagrosas del Doctor Aira como en El error. ¿Cómo fundamentar un juicio de valor sobre la obra de César Aira? Esta es la pregunta que me interpela (y que remite también a los defectos del discurso crítico señalados anteriormente)13. ¿A partir de qué condiciones o paradigmas evaluar las novelas del escritor argentino? ¿Se debe o se puede expresar überhaupt un juicio de valor sobre su obra? Si bien, después de la pérdida de los valores estéticos modernistas —‘el todo vale’—, la pregunta acerca de los criterios de evaluación se ha vuelto una cuestión delicada, la obra de Aira parece haber hecho de este vacío axiológico y ontológico una de sus premisas estéticas. Si el valor literario sí importa, ¿en qué consiste exactamente? Se puede sostener que el valor de la obra de Aira reside, por una parte, en la sistematicidad de su proyecto (endógeno), lo cual supone una estrecha relación entre estética —el juicio de valor— y poética —el conocimiento de la singularidad de ese proyecto— (Fabbri 1997: 21) y, por otra parte, en su efecto de catalizador para la literatura contemporánea, y tal vez, para las generaciones literarias posteriores (exógeno). Me parece crucial, sin embargo, que se considere primero la exigencia y experiencia internas de esta 13 Conviene señalar que también Graciela Speranza ya ha formulado acertadamente esta pregunta: “Descalificados el estilo, la adecuación entre el plan y la realización, la trascendencia, la originalidad, la autonomía de cada obra, ¿sobre la base de qué atributos más o menos convencionales definir el valor de una novela de Aira?” (Speranza 2006: 294). Pregunta que intenta contestar mediante la categoría negativa de “lo informe” de Bataille.
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obra para poder fundar la posibilidad de una consideración de su dinámica externa. Por medio también de la postura airiana específica y el espacio de lectura construido, habría entonces en las letras hispánicas contemporáneas un ‘efecto Aira’ que sería, en realidad, una prolongación —con un alcance menor, obviamente— del “efecto Duchamp” (Speranza 2006) en la escena artística internacional. En cuanto al valor endógeno de esta Obra, no se puede insistir suficientemente en la singularidad de su poética porque estamos tratando un corpus que rompe precisamente con la concepción modernista de una obra unitaria, completa y perfecta. La Obra de Aira tampoco se limita a una suma de sus novelas publicadas. Al contrario, el conjunto inacabado engloba también sus ensayos, sus obras de teatro, su diccionario, sus artículos y conferencias, sus entrevistas y, desde luego, todos los escritos futuros. Este amplísimo espacio autoficcional, tal como lo he definido, muestra ejemplarmente que Autor y Obra se encuentran en una posición simétrica. Es decir, el ego neonarcisista (Alberca 2007: 42) y desacralizado de estas figuras de autor —simulacros engañosamente transparentes, vaciados de sentido y en conflicto con lo “ideal de la escritura” (Laddaga 2007: 22)—14 que protagonizan sus textos, se refleja también en una Obra articulada alrededor del nombre propio y del procedimiento, en formas impuras e imperfectas, en una poética del sinsentido. Al exponer el proceso de escritura se relativiza simultáneamente el resultado. Si bien no debe olvidarse que es claramente una obra en sintonía con su marco cultural espacio-temporal y que constituye una respuesta contundente a su propia tradición literaria, la originalidad de este proyecto literario y el anhelo paradójico pero fundamental de crear una Obra son incontestables. Cabe volver a la pregunta sugerida a partir de Una novela china: ¿sublimidad o fraude? Es cierto que debe entenderse el gesto provocador de su obra no solo en el contexto de las vanguardias históricas —solo importa el procedimiento para hacer arte nuevo—, sino también en el marco del arte contemporáneo —como bien ilustra el debate sobre el arte neovanguardista al final de Las noches de Flores (2004)— que privilegia la dimensión performativa o conceptual de la obra. Además, la intervención estratégica del autor en el campo literario mediante un discurso crítico que no deja de dar pautas para la lectura de su propia obra no contribuye a contestar la pregunta planteada y nos invita básicamente a elegir entre dos opciones. Por una parte, el lector tiende a formar un juicio dicotómico y categorizar sus textos en buenas o malas obras, como se ha comentado al final del análisis de Las curas. Por otra, la intermitente suspensión del sentido —propia de una 14 El punto de partida del ensayo de Laddaga es que nos encontramos en un importante momento de transición de las artes verbales en América Latina, de obras de autores (entre los que incluye a Aira, Bellatin, Cucurto, etc.) que ya no permiten al lector hacer una “experiencia del fondo de lo existente” (2007: 20).
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poética del nonsense— acarrea a su vez una suspensión del juicio de valor en la crítica airiana, como se sugiere también en el trabajo de Sager: “La literatura del autor de La villa parece ser un caso paradigmático de ese tipo de objetos ante los que el juicio estético queda relegado” (2008: 23). Al inscribir la ambivalencia del valor literario en el centro de su poética, Aira ha logrado desestabilizar y diversificar el sistema literario argentino e hispánico. No hay duda sobre la productividad de los efectos de su obra, y por tanto prefiero desentrañar primero los mecanismos de la máquina airiana antes de opinar sobre la calidad de sus productos.
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Relatos autoficcionales de filiación que operan un descentramiento lingüístico: Lenta biografía de Sergio Chejfec, El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia de Patricio Pron y Más al sur de Paloma Vidal Ilse Logie Universiteit Gent
I. Autoficción y extraterritorialidad La autoficción responde a una tendencia general de la narrativa contemporánea, también en Argentina. Sin embargo, al mirar de más cerca esta producción literaria, la categoría ‘narrativa argentina’ se desdibuja hasta volverse incierta, pues un importante subconjunto de estas autoficciones está anclado en una condición de extranjería. En el presente artículo no me propongo entrar en la cuestión de la literatura posnacional, globalizada o mundial, que ocupa el centro de una discusión aún en curso, y que está lejos de haber alcanzado una definición. Para un mejor entendimiento de la cuestión terminológica remito a un excelente artículo de Silvana Mandolessi, “¿Es posnacional la literatura argentina contemporánea? Apuntes para un debate” (2011), donde se analizan diferentes estudios que señalan una nueva constelación, fruto de una crisis cultural e identitaria. Todos los trabajos comentados por Mandolessi tienen en común la intención de describir un estado del campo literario en el que la unión, antes en apariencia indisoluble, entre nación y literatura se ha fracturado: ya no es posible pensar ni la producción ni la circulación de la literatura en el estrecho marco de lo nacional. No hay que olvidar, sin embargo, que la cultura del Río de la Plata, construida en gran parte por inmigrantes, posee una porosidad que desde sus orígenes ha funcionado como anticipación del paradigma de nuestra vivencia contemporánea de la identidad, una identidad a la deriva. Pero antes que ahondar en el debate de lo posnacional, me interesa abordar el descentramiento de la relación entre literatura y nación a partir de algunas autoficciones producidas por escritores extraterritoriales cuyos proyectos estéticos están claramente pendientes de los efectos de tal constelación, sin que renuncien del todo a la dimensión local. Para comprender mejor las obras literarias de aquellos autores “carentes de patria” (Steiner 2002: 10) y, en consecuencia, de una única lengua,
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quisiera recuperar el uso propuesto por George Steiner en su ensayo Extraterritorial, publicado en inglés en 1971. Estos escritores, señala Steiner, se encuentran más bien “en una relación dialéctica no solo respecto a su lengua materna sino respecto a varias lenguas” (2002: 6). En los escritores analizados por Steiner (Kafka, Nabokov, Beckett, Borges), esta dubitación o errancia, antes que una pérdida o un déficit, se vuelve un nuevo modo de entender la literatura, una posibilidad de desarrollar la lengua literaria como instrumento, como intervención dentro de una heterología productiva que les permite hacer vibrar dentro de sus lenguas la extranjería sorprendente de otra(s). Tal extranjería lingüística no solo es instrumentada por medios más bien explícitos y obvios, como los desplazamientos entre diversas lenguas dentro de una misma obra, sino de modos más complejos y sutiles. Para dar cuenta de la condición fronteriza de estos escritores modernos que se ven desplazados de los territorios primarios de la patria, Steiner recurre a la infancia o la lengua materna para señalar una particular relación de extranjería que constituye, según el crítico, una fuente privilegiada de creatividad literaria. Siempre según Steiner, en la modernidad, un poeta o novelista separado de su lengua materna ya no es un ser mutilado, sino portavoz de un nuevo internacionalismo cultural. A diferencia de esta mirada celebratoria construida a la luz de la literatura europea del siglo xx, críticos más actuales y provenientes del campo de los estudios latinos de la academia norteamericana, como el cubano-estadounidense Gustavo Pérez-Firmat, articulan la potencia creativa con la dimensión disruptiva de la extraterritorialidad y su historia de exilios y desarraigos. En su importante trabajo Tongue Ties. Logo-Eroticism in Anglo-Hispanic Literature (2003) —literalmente ‘lazos de lengua’— en el que conceptualiza los vínculos productivos del erotismo y la lengua, Pérez Firmat subraya que “contrariamente a ciertas declaraciones, no hay bilingüismo sin dolor” (2003: 6), dado que cambiar de lengua es un elemento perturbador por definición: entrar en una lengua desconocida es enfrentar significantes sin significado y experiencias de otredad radical. De allí que un uso más matizado de la categoría de extraterritorialidad deba integrar la propuesta de Steiner como categoría teórico-interpretativa para la literatura contemporánea, junto con su igualmente importante y problemática dimensión desterritorial. Los tres textos que se presentarán a continuación han sido escritos desde el descentramiento lingüístico por hijos de exiliados o militantes políticos. Tanto en Lenta biografía de Sergio Chejfec (1990), como en El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia de Patricio Pron (2011) y en Más al sur (2008) de Paloma Vidal, la literatura se extraterritorializa como efecto del impacto político que tuvieron acontecimientos tan trascendentes como el holocausto en Europa y la dictadura militar en Argentina. Chejfec y Pron evocan en su lengua materna experiencias con la lengua extranjera que van mucho más allá de la mera operación lingüística: Lenta biografía focaliza el idisch
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del padre y su precaria relación con el español, mientras que El espíritu de mis padres… se centra en el alemán del hijo que decidió exiliarse para romper con sus raíces argentinas. En el caso de Vidal, la situación se complica aún más. Si bien la autora ha escrito en portugués los cuentos de Mais ao sul, en los que recrea su experiencia de dislocación producto del exilio de los padres desde Argentina a Brasil, ella misma ha traducido sus textos al castellano (Más al sur), versión con la que se trabajará en el presente artículo. Las tres narraciones expresan la sensación de no pertenecer nunca del todo al lugar en el que se vive y forman parte de un corpus cada vez más extenso de autores ʻargentinosʼ que producen sus obras desde afuera. Otros ejemplos contemporáneos serían Ernesto Semán, que escribe desde Estados Unidos, o Laura Alcoba, desde Francia. Al decir del crítico Marcos Seifert en su análisis de una novela anterior de Pron, El comienzo de la primavera (2008), se trataría de la construcción del extranjero “como una ubicación privilegiada” (2012: 1) desde la que se puede decir más y mejor. Tradicionalmente, la lengua materna es vista como íntima pertenencia, como lo más propio de la identidad. Pese a que esta premisa romántica ha sido problematizada por pensadores como Derrida, quien, en Le monolinguisme de l’autre, sostiene que toda construcción identitaria se mantiene a partir de un fantasma de la pertenencia, y por estudiosos como Yasemin Yildiz, en cuyo brillante ensayo Beyond the Mother Tongue se deconstruye la institucionalización del monolingüismo en los estudios literarios y se aboga por un paradigma posmonolingüe, no cabe duda de que la lengua forja, en importante medida, al individuo. Cada lengua implica una manera de concebir el mundo, por lo que, en el traslado de una lengua a otra, no solo se juega el mensaje, sino la recuperación o pérdida de posibilidades de la experiencia. Así, vivir rodeado de o inmerso en una lengua extranjera complejiza la definición de la propia identidad, entendiendo esta última noción, con base en las propuestas de Anthony Giddens (1991) y Paul Ricoeur (1985), como una construcción narrativa realizada a partir de una reflexión del individuo sobre su propia biografía. Es lógico, por tanto, que, al escenificar la relación con una lengua extranjera, los relatos que forman el objeto de estudio en este trabajo no solo ejemplifiquen el cambio de la relación entre el escritor y la lengua nacional tal como lo sostiene Yildiz, sino que también problematicen la estética tradicional de la autobiografía, cancelando la posibilidad de una lectura transparente en términos biográficos. De acuerdo con Philippe Gasparini, el término ‘autoficción’ designa en la actualidad ese lugar de incertidumbre estética, que es también un espacio de reflexión acerca de la relación entre ficción y realidad (2008: 7). Dicho con mayor precisión, en lo que sigue se tomarán estos relatos como autoficcionales en tanto se configuran como textos cuya clave de lectura es ficcional, pero en los cuales el autor se percibe involucrado en la obra a través de su nombre propio u otra forma de referencia a su persona real, aunque siempre transfigurado (véase la definición propuesta por Vincent Colonna, 2004: 74).
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II. Relatos de filiación, relatos de posmemoria A las definiciones de índole ʻtécnicaʼ cabe añadir que la categoría de la autoficción puede ser considerada un producto de las relaciones íntimas entre la creación y la teoría literaria que se dieron en la década de los 70 del siglo xx. La autoficción fue, desde su surgimiento, una de las formas de recuperar la figura del autor, después de que el estructuralismo declarara su muerte a través de textos centrales como “La mort de l’auteur” de Roland Barthes (publicado originalmente en 1968) o “Qu’est-ce qu’un auteur”, conferencia dictada por Michel Foucault en 1969. Se asistía de nuevo a un proceso de creciente visibilización del autor en el que se iba perfilando cierta conciencia de la capacidad de transformación del hombre por la escritura y de la escritura por el hombre. Para un escritor no hay individualidad dada, como se desprende de los análisis de Paul Ricoeur y su noción dinámica de la mímesis, enfocada en la práctica de la narración que incide sobre la vida del sujeto; práctica que lleva a la culminación una forma específica de experiencia. Por esta oscilación entre aspectos referenciales y autorreferenciales, la autoficción se presta particularmente a acoger relatos que establecen una negociación constante entre el autor en su papel de hijo y ese mismo autor en su calidad de escritor. Los textos de Chejfec, Pron y Vidal pueden ser denominados “relatos de filiación”, un término que el crítico Dominique Viart (1999) propuso para una serie de relatos aparecidos en Francia desde los 80 en adelante que a su modo de ver inauguran una nueva corriente. Se distinguen de las “novelas de genealogía” por su modo de situarse ante el pasado. Las novelas de genealogía narran la fundación de un linaje y su devenir (Viart 1999); por eso mismo, incluyen una perspectiva temporal progresiva, desde el comienzo hacia su después. Las novelas de filiación, en cambio, parten de otra perspectiva temporal: desde el ahora de la enunciación interrogan el pasado, buscando (r)establecer relaciones que inscriban al sujeto en una continuidad histórica con las generaciones anteriores. Pero no son solo los antepasados quienes constituyen el objeto de la búsqueda de los hijos; uno de los desafíos últimos es un mejor conocimiento del narrador de sí mismo. O sea que los relatos de filiación entroncan con la búsqueda identitaria mediante un desvío: más que sobre el sujeto en sí, se interrogan sobre aquellos de los que heredan, reemplazando “la investigación de su interioridad por aquella de su anterioridad familiar” (Viart 2009: 96, cursiva en el original, traducción mía). Según Viart, es precisamente en los relatos en torno a este tema donde se ha desarrollado en primerísimo lugar la autoficción; no es casual que la obra considerada fundadora de esta forma genérica a medio camino entre la ficción y la autobiografía se titule Fils, es decir, ‘hijo’ (Serge Doubrovsky 1977). Para Viart, los relatos de filiación son más autoficcionales que miméticos respecto a una realidad comprobada. En ellos, la necesidad de escribir se liga con la pregunta por el
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origen y el destino de la filiación cuando las figuras paternas y maternas escapan del relato, cuando se ha producido un corte en la transmisión intergeneracional. Ante este silencio de los padres, surgen entonces tentativas de restitución vacilantes, que interrogan a la escritura a la vez que la sostienen. Este efecto es aún más agudo cuando padres e hijos no hablan el mismo idioma. En su esclarecedor artículo sobre la reciente producción narrativa chilena interpretada desde el prisma de los “relatos de filiación”, Sarah Roos (2013) argumenta que el núcleo temático de estas narraciones está formado por “la transmisión de una herencia mental, cultural, social o política de los padres, que se refleja en el concepto de memoria comunicativa elaborado por Aleida Assmann para aplicarlo sobre todo al ámbito de los estudios literarios, culturales y sociológicos” (Roos 2013: 338). Roos traduce del alemán esta cita de Assmann (2006: 25): La memoria como cohesión de nuestros recuerdos crece de afuera hacia adentro del hombre, de manera parecida al idioma, y no cabe duda de que el idioma es a la vez su apoyo más importante. La memoria comunicativa, como podemos designarla por lo mismo, nace por lo tanto en un ambiente de cercanía espacial, interacción regular, formas de vida en común y experiencias compartidas (en Roos 2013: 338).
Pero si la lengua sirve de vehículo para transmitir los recuerdos, ¿qué pasa cuando el idioma ya no es un idioma compartido? ¿O cuando el protagonista narra sus recuerdos en una lengua en la que no sucedieron los hechos? En estos casos se producen narraciones signadas por una discursividad heterogénea, que convocan una intervención sobre las escrituras del yo que no puede ser una operación ingenua. Como ha demostrado Roos en su análisis del corpus chileno, también en el área del Cono Sur se ha registrado en las últimas décadas un aumento notable de los relatos de filiación. Tematizan las huellas traumáticas que han dejado la historia europea (holocausto) y sobre todo la propia (dictadura militar) en la convivencia familiar y en la historia subjetiva narrada desde una perspectiva íntima. Lo que convierte a estos hijos en ʻhijos deʼ es la articulación entre filiación y trauma histórico. La historia de los familiares muertos en Lenta biografía, el compromiso político del padre del narrador de Patricio Pron y las circunstancias borrosas de la emigración a Río de Janeiro de la niña en Más al sur constituyen sendos relatos de filiación de generaciones segundas a los que se suele aplicar, salvando lo que hay que salvar1, la etiqueta de “posmemoria”. Esta noción fue desarrollada por los académicos norteamericanos 1 Para un estado de la cuestión al respecto, véase mi artículo “¿Posmemoria en el Cono Sur? Sobre la aplicabilidad de un concepto” (Logie, en prensa).
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Marianne Hirsch (1997, 2012) y James Young (2002) como modo de dar cuenta de la pervivencia de los hechos traumáticos, más en particular del holocausto nazi, en representaciones artísticas. Hirsch y Young utilizan el modelo de la posmemoria para describir la experiencia de aquellos que no han vivido los acontecimientos traumáticos en carne propia, sino que han heredado el relato de esa experiencia y lo reformulan desde su presente y su propia subjetividad. La pregunta que surge es cómo se pueden ʻrecordarʼ aquellos hechos que no se han experimentado directamente o sin entender su alcance (siendo el sujeto de la narración un niño, por ejemplo). Se trata de una forma de memoria muy poderosa y muy particular porque su conexión con su objeto o fuente está mediada no por un recuerdo sino a través de una inversión emocional y una creación relacionada con el pasado. La posmemoria parte, usualmente, de un vacío; las narrativas sobre el pasado son confusas, llenas de omisiones e imprecisiones. La posmemoria “crea donde no puede recuperar; imagina donde no puede recordar, hace duelo por una pérdida que no puede ser reparada” (Hirsch 1997: 422, traducción mía). Como tendencia propia de la posmemoria se puede mencionar que prefiere la imaginación productiva a la memoria deficiente, lo que la emparenta con los procedimientos de la autoficción.
III. Lengua extranjera y melancolía Como antecedente de la producción de la posmemoria autoficcional en el seno de la literatura argentina, cabe mencionar Lenta biografía de Sergio Chejfec, que data de 1990, o sea, de los años posteriores a la caída de la dictadura. Narra la historia de un hijo que intenta reconstruir el pasado europeo de su padre. Único sobreviviente de una familia judía víctima del exterminio nazi, este padre, con su apellido impronunciable, huyó de Polonia, su país de origen, con la esperanza de radicarse en otra tierra. Desde otras lenguas (el ruso, el idisch, el polaco) y, siendo ya adulto, llegó a Argentina, con una preparación inadecuada para lo que sería su vida. La lengua que más valora el padre es el idisch, única lengua verdadera y auténtica para él, pero un idioma “tan parecido a la masticación” para el narrador (Chejfec 2007: 23). En su ensayo “Lengua simple, nombre”, Chejfec observa lo siguiente sobre el tema del idioma del padre: Ya dije que mi padre hablaba mal, o sea, que tenía dificultades con el español. También es cierto que hablaba muy poco. La lengua simple, escasa y mal pronunciada lo alejaba de su familia, porque teniendo el lugar de la autoridad, pero expresándose mal, reflejaba todo el tiempo una inadecuación fatal, porque al mismo tiempo demostraba tener una lengua más verdadera (Chejfec 2005: 199).
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Ahogado por el exilio, pero impermeable a la contaminación del nuevo lugar, el padre canta canciones en idisch, lee el periódico Die Presse, aspira el rapé, juega al ajedrez con el hijo repitiendo la palabra ‘jaque’ de forma abusiva, celebra el ritual de la pascua judía. Apenas puede comunicarse con sus hijos, que hablan español, y ni siquiera sabe pronunciar correctamente sus nombres, por lo que se siente fuera de lugar en la geografía y en la lengua argentina. Al mismo tiempo, manifiesta una voluntad explícita de transmitir un legado a su descendencia2. O sea, que a la hora de articular un relato sobre el pasado, el hijo se topa con un doble obstáculo: no solo con la insuficiencia del lenguaje para representar experiencias traumáticas, sino también con el hecho de que sea otro el idioma que habla su padre. En el ensayo ya citado, Chejfec declara que Lenta biografía es un texto autoficcional: “Aquella novela estuvo enteramente inspirada en mi padre, fue un modo de fabular unas preguntas personales y familiares que dejaba sin respuestas” (2005: 198). Al mismo tiempo, reconoce que constituía una forma de buscarse a sí mismo: “Había rescatado un ser anónimo, tomaba prestada su vida para escribir sobre ella, y al hacerlo me daba vida a mí mismo” (ibíd.). Ahora el autor comprende que las dificultades que el padre tenía con el castellano repercuten en el estilo que él mismo se forjó, un estilo moroso y artificial, una lengua demasiado cerebral que el hijo adopta “como resultado de la forma paterna de hablar” (ibíd.: 204) y de la que toma distancia en el ensayo. A primera vista, la novela pone en escena una derrota. Evoca la mudez del padre, al tiempo que propone una reflexión sobre la imposibilidad de acceder a un legado, la radical intraducibilidad de una experiencia que no tiene una lengua común en la que poder contarse. Porque si, al inicio, el padre se muestra cooperativo, dispuesto a escribir la historia de su vida en idisch para que el hijo la traduzca o mande traducirla, poco después ya abandona la idea y recae en un estado de melancolía, convencido de que se trata de una misión imposible. El hijo tiene una visión mucho menos aurática de la lengua materna: ante la impotencia del padre a poner por escrito su vida, se hace cargo de escribir su relato —suyo y del padre—, reconociendo plenamente la arbitrariedad de su lectura tentativa y fragmentaria y reconociendo que no resulta posible el formato testimonial. Ante el naufragio de la lengua y la falta de objetos que permiten reconstruir el archivo familiar, como fotos o cartas, que normalmente abundan en este tipo de relatos de filiación, busca establecer el contacto por otras vías: a través de la cercanía corporal, de una comunicación gestual o simplemente tratando de captar atmósferas. Esta dimensión aparece sobre todo en las tertulias dominicales, cuando el padre se reúne con algunos amigos con quienes comparte el idisch y sí se muestra 2 Para un análisis pormenorizado de Lenta biografía a partir de la noción derrideana de “legado”, remito al trabajo de Gina Sarraceni (2007).
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locuaz y habla con fruición. Entonces el hijo escucha fascinado las anécdotas que no entiende y se deja penetrar por la atmósfera febril y húmeda que se instala en la casa y por el eco de aquellas voces que estimulan su imaginación. Formulando conjeturas acerca de ese pasado paterno, suponiéndolo a través de un acercamiento contiguo, el narrador de Chejfec muestra la intercambiabilidad entre lo propio y lo ajeno y la opacidad de toda memoria. Su relato es asimismo un relato sobre la precariedad e imprecisión de todas las narraciones que pretenden ser fieles a los hechos y a la verdad. Al mismo tiempo, la ceremonia de escribir logra disolver el carácter profundamente melancólico del relato. A través de la percepción psicoanalítica de la melancolía, se justifica y desarrolla el tópico de la escritura como trabajo de duelo, pero como un trabajo de duelo triunfante, ya que el gesto de la escritura fue realizado. El propio Chejfec deja entrever una posibilidad de reencuentro no traumática con el origen, cuando observa: “Ahora es algo que no me preocupa del mismo modo, porque advertí que desde cualquier sitio de ese gran espacio llamado ʻel extranjeroʼ la imagen guardada del país se hace más nítida, y estando en el país es cuando se diluye y muchas veces se desmiente” (2005: 205).
IV. Lengua extranjera y nostalgia reflexiva El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia de Patricio Pron (2011) se presenta como un relato autobiográfico ligeramente novelado. Los hechos y datos básicos que estructuran la narración son verdaderos. Es comprobable que Pron deja la Argentina a los dieciocho años, emigra a Alemania, donde se encuentra, doce años después, cuando recibe la información de la inesperada y urgente enfermedad de su padre. Entonces decide regresar y descubre la investigación en torno al caso de una desaparición en El Trébol, provincia de Santa Fe, que su padre estaba realizando antes de caer enfermo. A la serie de revelaciones sobre el caso de Alicia Burdisso se suman el conocimiento y la comprensión más profunda de los alcances del compromiso de sus propios padres y de la derrota política que sufrieron, proceso que conduce a la reconstrucción del vínculo entre padre e hijo. Pero se trata de un proceso gradual. Por las frecuentes marcas metaficcionales que aparecen en la novela, nos damos cuenta de que estamos frente a un escritor en busca de su expresión, que prefiere ampararse en la ficción. Cuando el hijo comprende mejor a sus padres es cuando empieza a encontrar un lenguaje más adecuado, pero ni siquiera al final se liman todas las asperezas, como lo afirma el narrador en su epílogo: “Aunque los hechos narrados en este libro son principalmente verdaderos, algunos son producto de las necesidades del relato de ficción, cuyas reglas son diferentes de las de géneros como el testimonio y la autobiografía” (Pron 2011: 198).
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Es en la primera parte donde más a menudo se desestabiliza el contrato mimético. El narrador comienza su relato en un estado de desamparo emocional y físico. Si bien no se proporcionan muchos datos acerca de la naturaleza de su trauma (que corresponde con la dictadura militar argentina), se informa al lector de los síntomas: la amnesia que sufre por el consumo excesivo de psicofármacos y la imposibilidad de crear un hogar propio o de desarrollar una vida normal. Comenta que durante su exilio en Alemania buscaba deliberadamente la errancia y solía dormir a la intemperie, en los sofás de las personas que conocía: “No lo hacía porque no tuviera dinero sino por la irresponsabilidad que, suponía, traía consigo no tener casa ni obligaciones, dejarlo todo atrás de alguna forma” (ibíd.: 14). El narrador se encuentra atravesado por la imposibilidad de sentir cualquier espacio como hogar, topos que será sustituido por la casa de la literatura, como morada por excelencia del sujeto extraterritorial. Por eso se fue a vivir a Alemania, país donde habían vivido los escritores que más le interesaban, y por eso se refugió en la lengua alemana (ibíd.: 15-16). Al inicio, este narrador, escéptico y de poca fiabilidad, está neutralizando el lenguaje, lo lleva a su expresión básica y lo despoja de su componente retórico. Está en una situación de agramaticalidad absoluta, tiene la sensación de no entender absolutamente nada, ya no dispone de los códigos para interpretar los hechos externos. No reconoce la casa familiar: “La casa estaba fría y húmeda como un pez cuyo vientre yo había rozado una vez antes de devolverlo al agua, cuando era niño” (ibíd.: 28). Esta perplejidad frente a su lengua materna está gráficamente representada por la ausencia de algunos números en las secciones de la novela, y lingüísticamente se expresa a través de diversos procedimientos como el balbuceo, la enumeración, el uso frecuente de listados inconexos (por ejemplo cuando observa los productos en la nevera [29] sin reconocerlos o cuando deambula por la casa de sus padres sin poder hacer nada más que ofrecer una descripción impersonal de las piezas [33])3. No parece casual, en este sentido, que la única parte donde los fragmentos aparecen ordenados cronológicamente es aquella en la que el narrador reescribe la investigación periodística del padre, porque es allí donde la memoria se convierte por fin en legado. Significa que el hijo ha logrado rescatar el valor de la lucha de la generación anterior y entablar un diálogo con ella, construir de nuevo lazos que lo vinculan a una comunidad, para la cual no es necesaria una completa comprensión ni una coincidencia sin fisuras. Y tampoco nos debe sorprender que el cambio de registro lingüístico ocurra cuando el narrador es de nuevo capaz de adoptar una perspectiva afectiva de estructura íntima, en la escena en la que contempla a su madre cocinar y decide ayudarla (40-41). Tal como fue el caso en la autoficción de Chejfec, la desterritorialización adquiere aquí un sentido concreto en términos de migración a través de la biografía de uno de 3
Para un análisis que ahonda en este aspecto de la novela, véase Pamela Tala (2012).
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los protagonistas. Pero, de un modo mucho más afirmativo que Lenta biografía, la novela de Pron —como en general aquella literatura de los hijos escrita desde otras coordenadas culturales— legitima la extranjería como el lugar desde donde puede volver a establecerse una continuidad borrada con el pasado dejado atrás. El retorno no deseado del narrador a un país del que escapó, se salda con un movimiento de reterritorialización que, sin embargo, siempre será parcial; el desvío de la otra lengua ha permitido recuperar hasta cierto punto la materna, ha permitido verla como nueva, excluyendo sin embargo cualquier univocidad. Aunque en estas narraciones intimistas y reflexivas no ha desaparecido la sensación de desamparo y el verdadero regreso se presenta de antemano como una utopía inalcanzable, lo siniestro que dominaba en las novelas de índole melancólica, como la de Chejfec, ha perdido protagonismo ante un proyecto de resemantización vital. Como ha demostrado Bieke Willem (2016) en su investigación sobre la narrativa chilena posdictatorial, el trabajo de Svetlana Boym (2001) nos puede ayudar a comprender esta evolución que también se hace patente en los relatos de la posmemoria argentina. En Pron y en Vidal se observa que la expresión estética de lo inenarrable, de la ajenidad radical, aún presente en Lenta biografía, parece haber cedido el paso a un paradigma que tiende a reescribir la derrota a partir de una experiencia más placentera del origen dejado atrás. Frente al destino doloroso del exilio, Pron y sobre todo Vidal oponen la esperanza de proyectos, de búsquedas, de promesas favorables a las nuevas vidas que soñaron los padres. Sugieren que la lejanía y el vivir en un país no hispanoparlante también pueden favorecer la literatura de un escritor. Es verdad que el idioma propio se vuelve un no-lugar y puede ahondar en la sensación de inseguridad, pero también obliga a introducir nuevas temáticas y engendra una especie de reflexión y a la vez objetividad respecto al lenguaje, que lleva a calibrar de manera diferente el espesor de la propia lengua. Se suele atribuir una connotación negativa a la nostalgia porque se la considera demasiado unilateralmente como una fuerza conservadora, fetichista, una manera kitsch de relacionarse con el pasado. Pero en su libro The Future of Nostalgia, Svetlana Boym (2001) rehabilita ciertas modalidades de la nostalgia. En una aproximación que se aleja de la tradicional, la autora afirma que son sobre todo dos los tipos de nostalgia que caracterizan la relación que uno mantiene con el pasado, el hogar y la añoranza: la “nostalgia restauradora” y la “nostalgia reflexiva”. La nostalgia restauradora pone énfasis en el componente etimológico del nóstos —volver a casa—, mientras que la reflexiva hace hincapié en el algía, es decir, en la añoranza y la pérdida, en el proceso imperfecto de la memoria (Boym 2001: 41). De acuerdo con esta bipartición, la nostalgia más nociva e improductiva es la “restauradora”, la que propone reconstruir el hogar perdido y parchar los vacíos de la memoria, tan característica de los nacionalismos que formulan teorías conspirativas y fabrican mitos históricos a medida. La “reflexiva”, por el contrario, como
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arma y dispositivo de creación del emigrado, es una nostalgia más crítica y distanciada, consciente de la imposibilidad de reconstruir el pasado. Si la primera se expresa mediante la fiel rehabilitación de los monumentos antiguos y la institucionalización de la memoria, la reflexiva “se recrea en las ruinas, en la pátina del tiempo y en la historia, y sueña con otros lugares y épocas” (Boym 2001: 41, traducción mía). El concepto de la nostalgia reflexiva se acerca en este sentido a la melancolía productiva definida en el materialismo histórico de Benjamin. Ambos conceptos evocan una relación dinámica y activa con el pasado. Los narradores nostálgicos de Pron y de Vidal son nostálgicos reflexivos: no presentan su objeto de deseo como una verdad absoluta, sino antes bien como una invención. En sus obras encontramos una constante ida y vuelta de la ficción a la realidad, lo supuestamente recordado, acompañada de la reflexión metaficcional, vehiculando una prudente potencialidad utópica sin ignorar el pasado y sin pretender presentar, cueste lo que cueste, una visión del futuro. Más en general, la imaginación resulta ser un elemento clave para definir la nostalgia de la generación de los hijos, que muchas veces tienen que imaginarse una Argentina a partir de lo no transmitido por sus padres, de los silencios acerca del pasado. La “invención imaginaria”, característica esencial de la posmemoria, según Hirsch, define entonces también su nostalgia. Es el tipo de nostalgia que habita las páginas de Más al sur (2008 para la edición original en portugués), de la escritora ¿argentina?, ¿brasileña? Paloma Vidal, colección de once relatos que tienen como núcleo común la emigración y la memoria, el modo en que se recuerda y se recrea un pasado y hasta se vislumbra o imagina un futuro. Los desplazamientos constantes que se evocan también se materializan en la estructura del libro, dividido en dos partes: “Viajes” y “Fantasmas”. Por un lado, desarrolla la mirada de la niña que llega con sus padres exiliados a un país extranjero y, por el otro, la de la mujer que vuelve a su país natal para enterrar a su padre. Los relatos son también el relato de la supervivencia de la generación que se crió en el exilio, adquirió otra lengua y otra cultura, pero al mismo tiempo carga con las marcas de una identidad escindida. En “Viajes”, el largo relato que abre el volumen, la narradora sigue el derrotero y los desarraigos de su familia, desde la migración europea de posguerra al Río de la Plata que trajo a su abuelo desde Barcelona, pasando por el exilio de sus padres a Brasil, motivado por el golpe de estado de Videla, hasta el suyo propio con su presente en Londres, episodio al que ponen un fin brusco los atentados terroristas en julio de 2005, en los que muere la pareja de la protagonista. Es a través de ese novio argentino totalmente sedentario que ella empieza a comprender quién es y a plantearse su “verdadero origen” (Vidal 2011: 47), su identidad de “falsa argentina”. El desenlace de “Viajes” es indeciso: termina con el propósito de tener que irse de nuevo, a un país que se encuentre más al sur: “Partiendo una vez más” (ibíd.: 41, 50) hacia una nueva geografía “que me podrá acoger, quizás en otra ciudad, otro río, mucho más al sur” (51).
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La reflexión de la narradora sobre lo que la migración significa para su identidad produce una tensión constante entre el sentimiento perturbador de la dislocación de estas vidas, que desencadena momentos de crisis y de angustia (el abuelo que sufre terrores nocturnos [24]; la narradora que a su vez tiene pesadillas a su llegada a Copacabana [35] y, siendo ya adulta, en Londres, donde se habría escapado de la cama si su novio no la hubiera sujetado [44]) y una experiencia emancipatoria de poder despojarse de todo lo accesorio de su pasado para devenir una persona nueva, de reinventarse. La extranjería se presenta sobre todo como una inadecuación de la memoria y de la herencia. En sus especulaciones sobre la migración como factor genealógico, la narradora se pregunta si la errancia es una condición que se hereda. De nuevo la respuesta no está exenta de paradojas porque oscila entre el afán de inscribirse en una historia familiar, un deseo de origen y de regreso, por una parte, y, por otra, la imposibilidad de hacer tal cosa, la conciencia de que la patria y el pasado familiar se han vuelto una construcción ficticia. Intenta captar el fenómeno de la migración documentándose científicamente a través de artículos de prensa y estudios históricos, comparando repetidamente el comportamiento del ser humano con el de las aves y sus motivaciones para migrar. Pero esta suma de información factual no la acerca a una verdadera comprensión del tema. Una y otra vez se topa con el obstáculo de este “engranaje fallido” que es la memoria (ibíd.: 41). Nuestra identidad, al fin y al cabo, presupone un proceso de interpretación que no admite respuestas contundentes. ¿Cómo apropiarse de una memoria construida de materiales ajenos? La joven mujer intenta reconstruir la historia de su abuelo, inmigrante catalán, como queriendo ingresar en un pasado que le es refractario: “Como si no hubiera una discontinuidad intransplantable entre una vida y otra, entre una geografía y otra; como si un ser saliera del otro, en una cadena sucesiva en el tiempo y en el espacio, salto imaginariamente el abismo que existe entre mí y los que me engendraron” (ibíd.: 27). A continuación, esta misma narradora, desde un presente en el que trata de imaginar una nueva partida, vuelve sobre los actos cotidianos previos a que sus padres y ella dejaran el propio país, así como a los días lejanos en que fueron recibidos en otro. La escasez de recuerdos los acerca a una ficción, dice la narradora en uno de los pasajes en que hace referencia a la fragilidad de la memoria: “Veo a mi papá y a mi mamá ordenando objetos en el espacio del nuevo departamento, que en mi recuerdo es inmenso, el noveno piso de un edificio frente a la Praça do Lido ¿Recuerdo o imagino?” (ibíd.: 30). Para después afirmar: “Imagino todo esto. Invento imágenes para recuerdos inexistentes. Mis padres nunca me contaron detalles y nunca pregunté, pero es muy probable que no se acuerden, que los actos cotidianos de esos días hayan entrado en una nebulosa de la memoria que obedece a un instinto de preservación” (31). El bilingüismo contribuye a esta condición de identidad ambivalente. Suprimir la lengua materna equivale a borrar una parte de sí mismo dado que funciona como vehículo
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de reminiscencia del pasado. En cada uno de los tres viajes emprendidos en el relato se especifica cuál ha sido el modo de comunicar, y en cada episodio se destacan significativas escenas de intraducibilidad para las cuales se buscan compensaciones. Sobre todo en la evocación por la narradora de la mudanza a Brasil con sus padres cuando era niña, la imagen de distancia que se evoca aumenta por no estar en contacto con la primera lengua. Es un filtro más que se añade y que ficcionaliza la historia, utilizando la lengua como metáfora del proceso de comprensión de su identidad: quiere entender ese viaje “como se entiende una lengua extranjera, nunca absolutamente, siempre con vacíos de sentido, expresiones que se pierden, fonemas que se confunden” (ibíd.). Busca una nueva pertenencia, que nunca se consigue del todo, mientras que espera rescatar la lengua perdida para poder recuperar retazos de la infancia: “La escasez de recuerdos hace de ese tiempo una fantasía. Imagino, no sin angustia, cómo habría sido si nos hubiésemos quedado. ¿Cómo sería ella? ¿Cómo sería él? ¿Cómo sería yo si no supiera hablar portugués?” (33). Al escribir en portugués, a la distancia temporal de la posmemoria se agrega la geográfica y la lingüística. Se refuerza la sensación de que son solo conjeturas: una memoria vicaria, que es de otros, porque finalmente la memoria es un distanciamiento de una experiencia que sucedió pero que la narradora no vivió o no sabe si vivió. Se intensifica este carácter hipotético cuando se narra en otra lengua en la que no ocurrió la experiencia, una lengua que no corresponde necesariamente con la configuración de esta memoria. Sin embargo, en Vidal se equilibra cierto goce de la extrañeza con la necesidad de tener algo propio, no excluye poder llegar a lo propio “por la vía de lo ajeno” (Seifert 2014: 287). Deja entrever que la búsqueda de una identidad lingüística otra, formularse en otra lengua, puede ofrecerse como liberadora también. Finalmente, la narradora asume esta identidad discontinua y compleja de la cual la práctica de la escritura es constitutiva porque permite construir un tejido más denso y encontrar cierto anclaje. Pero obviamente no puede cobrar la estructura de un formato autobiográfico convencional. Conviene la autoficción, en la que no hay frontera nítida entre recordar e imaginar. En este caso, permite un juego más distendido con una identidad que ya no parece amenazada porque se fundamenta en estos tránsitos: surge y se nutre precisamente del desplazamiento, en el hacer visibles las grietas. Tampoco sorprende que la narradora constate que recuperar esas travesías solo es posible indagando en los procedimientos mismos de la escritura, sus posibilidades y sus limitaciones, ya que su acceso a las experiencias es muy fragmentario. Por último, y como se explica en la “nota a la edición argentina”, la autotraducción forma parte de esta trayectoria porque las marcas y suturas que deja el proceso de traducción cuestionan aún más la propiedad de una lengua, que no nos pertenece sino que ella nos posee a nosotros (Vidal 2011: 9-11). La autora-traductora explica que no ha querido reescribir el texto sino que se ha posicionado ante él como traductora, como si estuviera trabajando con el texto de otro, lo que hasta cierto punto es así. A la vez se resigna a lo intraducible, que siempre existe.
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Conclusión El proceso de la posmemoria, al plantear una relación más íntima entre la escritura y la vida, ha fomentado una eclosión de las escrituras del yo, cuyo eje está colocado en la enunciación. La autoficción mantiene ese predominio, al mismo tiempo en que se asienta en un contexto reconocible a partir de la identificación parcial del nombre del autor y sus circunstancias con el sujeto de la escritura; de este modo se efectúa una compenetración entre el escritor como hijo y como creador. “Nostalgia es un sentimiento de pérdida y desplazamiento, pero es también un romance con nuestra propia fantasía”, apunta Svetlana Boym en The Future of Nostalgia (2001: 13, traducción mía). Redefinir la nostalgia desde esta ambivalencia, y a partir de los rasgos que tiene en común con la posmemoria, permite enfocar conceptualmente la mezcla paradójica de anhelo y mirada crítica, e identificarla como tendencia propia de la posmemoria que caracteriza la narrativa de los ‘hijos’ argentinos. Permite asimismo comprender mejor ciertas evoluciones al interior de este subcorpus de textos. En los tres relatos de filiación que he presentado, se observa que escribir la memoria autobiográfica desde afuera (desde la doble pertenencia como tema de reflexión en Chejfec, o como lugar de enunciación en Pron y Vidal) también se pone en escena como una práctica ambigua, que sin duda entraña cierta ilegibilidad, pero que constituye asimismo un camino de reconstrucción identitaria, de reposicionamiento del sujeto y de ʻmovilizaciónʼ literaria4. Escribir desde o en otra lengua aparece invariablemente como un gesto precedido de titubeos, que refleja el temor del sujeto de perder algo de sí mismo, en especial su infancia. La combinación de estos dos rasgos —hacer prevalecer la imaginación por sobre la memoria deficiente y escribir desde o en otra lengua— descompone aún más la proposición diáfana en torno a las escrituras del yo. Estas autoficciones de la extranjería aportan un marco no esencialista fuera del tradicional marco de identificación cultural, y, al hacerlo, muestran la inoperancia de nociones de autenticidad dadas por sentadas.
4 La errancia de los hijos multilingües puede verse como un nuevo avatar de la escritura errante tal como la define Julio Prieto en su rastreo de una constelación específicamente latinoamericana de las prácticas de agramaticalidad en cuanto modo de activar una ilegibilidad productiva: “Hablamos, entonces, de escrituras errantes: escrituras ʻmalasʼ, en el sentido de lo que denota un yerro o una falta, y en el sentido de un errar —en el sentido de lo que es puesto a la deriva o implica el abandono de una determinada lógica de la propiedad—” (2016: 13).
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La autoexposición en la obra de Abelardo Castillo Daniel Mesa Gancedo Universidad de Zaragoza
Al proponer enfocar —quizá nunca mejor dicho— el problema de la autoficción en la obra del argentino Abelardo Castillo (1935-2017) usando el término de ‘autoexposición’ no busco connotar de modo general un término relativamente común, bastante usado cuando se trata de hablar de las representaciones o exhibiciones públicas del yo. De hecho, en esta ocasión, mi propuesta prescindirá casi por completo de disquisiciones teóricas y se centrará en la presentación y el análisis de una obra concreta que, por razones diversas, parece haber quedado ʻfuera de focoʼ más allá de sus fronteras nacionales. A cualquier lector de Castillo se le hará evidente que el uso que aquí propongo deriva de la presencia en su obra de un personaje llamado Esteban Espósito, figura de nítido perfil autoficcional, en la medida en que —al margen del nombre— comparte con el autor datos biográficos muy precisos. Por eso, la ‘autoexposición’ en Castillo no es solo una más o menos vaga manera de presentarse públicamente, sino una particular estrategia de proyección autorial sobre un personaje de ficción. Para empezar a comprender en qué consiste esa estrategia, podría partirse de una anotación del diario de Castillo del 31 de diciembre de 1981: “No coincido con mi propia realidad. Como una fotografía movida” (Castillo 2014: 366). En mi lectura, la autoexposición en la obra de Castillo implica, en efecto, la posibilidad de una imagen distorsionada, alterada o desplazada del ʻyoʼ, que —como sugiere la anotación del diario— es análoga a ciertas fotografías. Pues, en efecto, la autoexposición es —entre otras cosas— una técnica fotográfica relacionada con la automatización de la selección de apertura y velocidad de obturación. Un error en la aplicación de esa técnica podría determinar, ciertamente, que la foto saliera movida. La autoficción, entendida como autoexposición, podría considerarse —metafóricamente— como un procedimiento que genera una imagen alterada, que ʻno coincide con la propia realidadʼ1. 1 Para ese sentido fotográfico, puede consultarse el portal FotoNostra, en: (última consulta: 20/09/2016). El término no está recogido en el DRAE y el corpus del español actual solo recoge dos
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I. La exposición pública del escritor Castillo De todos modos, antes de describir los procedimientos de autoexposición ficcional del escritor Abelardo Castillo, no parecerá inoportuno comenzar señalando algunos elementos que permitan reconocer su efectiva proyección pública, condición para que aquella estrategia funcione. A pesar del eventual desconocimiento internacional de la obra de Castillo, se trata de una figura clave en la literatura argentina a partir de los años 60, autor de una obra muy amplia en muy diversos géneros: algunos de sus textos más importantes fueron publicados en la década de los 90 del siglo pasado (las novelas Crónica de un iniciado, 1991, y El evangelio según Van Hutten, 1999; la recopilación de todo su teatro en 1995 y de toda su obra cuentística en 1997 —bajo el título unitario de Los mundos reales—; también desde finales de los 80 fue entregando volúmenes de carácter ensayístico: Las palabras y los días, 1988; Ser escritor, 1997; El oficio de mentir —entrevistas con María Fasce—, 1998) y ya en el siglo xxi amplió su obra cuentística con un nuevo volumen, El espejo que tiembla (2005) y su obra ensayística con otra recopilación (Desconsideraciones, 2010). En los últimos tiempos se hallaba inmerso en la publicación de sus nutridos diarios (en 2014 publicó la primera entrega, que abarca de 1957 a 1991, y para enero de 2017 —poco antes de su fallecimiento— se anunciaba un segundo volumen que llegaría hasta las anotaciones de 2006). Las razones por las que Castillo ha quedado fuera de foco son entonces ajenas a la magnitud (cuantitativa y cualitativa) de su obra. Sin duda, en ello influyó el hecho de que muy raramente accediera el autor a viajar fuera de Argentina2 y su relativo desinterés por proyectar y difundir su escritura en otros espacios o en otras lenguas:
apariciones: una con el sentido fotográfico (de 2004) y otra relacionada con la retórica (de 2000) en un sentido que parece sinónimo de ‘auto-representación’. El corpus del español del siglo xxi recoge otras dos apariciones consecutivas en un periódico argentino (de 2011) con el sentido de ‘exhibición pública’ (usado en paralelo al de ‘autobombo’). Hay un ejemplo de otro sentido asentado en el ámbito de la psicología y que se refiere a una terapia para el tratamiento de las fobias y de la ansiedad, véase: (última consulta: 20/09/2016). Podría ser operativo aplicar también este último sentido a la obra de Castillo: no en vano algunos de los autores que más le interesan podrían considerarse, en sentido amplio, psicólogos (Nietzsche, Unamuno, Sartre) y, desde luego, la cuestión de la ansiedad y el miedo son centrales en su escritura, en relación con el alcoholismo. 2 “Rubén Tiziani, que está en Clarín, me ha propuesto seriamente hacer una serie de viajes (Brasil, México, España, en principio, y por lo visto algunos más) para entrevistarme con los mejores escritores —esto lo recalcó bien, como para que yo tomara en cuenta la IMPORTANCIA del asunto— de nuestra lengua y escribir una serie de notas para el diario. No le dije ni que sí ni que no. Lo único que le propuse, como conditio sine qua non, es
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Una vaga sensación de pánico cuando pienso que nadie me conoce fuera de mi país. Pregunta interesante: ¿deberían conocerme? Algo sé: yo no he hecho casi nada —nada—, en los últimos veinte años, para que eso suceda. Mi último contacto con traductores y editoriales fue hace mucho, cuando vivía con tía en la calle Maza. Después, cuando definitivamente me mudé acá, lo olvidé todo. Eso, claro, coincidió con mis años de beber. Nunca volví a mandarle un libro más a nadie. Tal vez, en el fondo, esto esté mal. Tampoco escribo cartas (27 de marzo de 1989; Castillo 2014: 474).
Hay que matizar, no obstante, esta limitación nacional señalando que durante un tiempo la relación de Castillo con España fue relativamente intensa, sobre todo basada en la estrecha amistad con poetas como Fernando Quiñones o Félix Grande3, la cual, sin duda, propició su colaboración regular con la revista Cuadernos Hispanoamericanos en los años 80-90, en lo que resulta ser su momento de mayor proyección (o exposición) internacional. Según el diario, parece que en 1987 lo representará la agencia de Carmen Balcells y será editado en Mondadori (Castillo 2014: 400). En la actualidad, que, en el caso de aceptar, los viajes deben ser en barco. ¿Por qué detestaré viajar? El único lugar adonde estuve dispuesto a ir fue Cuba, en 1962, y esa fue la única vez que yo no tuve la culpa de que el viaje no se realizara. Hasta hoy me han invitado a EE. UU., a Polonia, a Chile (dos veces), a un encuentro de intelectuales latinoamericanos sobre la cuestión de Medio Oriente, cuyo itinerario era Ginebra, París, Roma, Jerusalén… El último viaje que rechacé fue a España, y, antes, a Colombia” (28 de marzo de 1977; Castillo 2014: 308). A partir de este momento, siempre que se citen los diarios de Abelardo Castillo se unificará la consignación de la fecha según la fórmula que se ve en el texto, a pesar de que los usos de datación en el diario son muy diversos. La paginación, por otra parte, es relativa, pues he trabajado con una versión electrónica de la edición de ese diario (detallada en la bibliografía final), en formato epub. El número de páginas oscila dependiendo del programa utilizado para acceder al documento. En este caso, me he servido de Mantano Reader Premium (versión 2.5.1.18) para Android, y la obra se extiende ahí por 474 páginas. Lo mismo sucederá para las ediciones utilizadas de los Cuentos completos (Castillo 1997; 443 pp.) y de Crónica de un iniciado (Castillo 1991; 354 pp.). 3 Este último ejerció como mediador en una publicación frustrada de sus cuentos en España a principios de los 70: “Una especie de nuevo libro. Una especie porque se trata de una selección de cuentos, más varios inéditos. Lo editan en Chile, en la Editorial Universitaria. Es prácticamente el mismo Los mundos reales que iba a publicarse en España, por intermedio de Félix Grande, pero que quedó en la nada (la editora se fundió o alguna catástrofe por el estilo, a lo que ya estoy acostumbrado)” (1 de septiembre de 1971; Castillo 2014: 231). En 1996, al transcribir su diario, Castillo anotará: “Ninguna catástrofe. El libro, sencillamente, fue rechazado. Dicho sea al pasar, el director o consejero editorial era un escritor amigo, argentino” (Castillo 2014: 240).
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sin embargo, Castillo no pertenece a los autores de esa agencia y de su extensa obra solo hay ediciones españolas de El que tiene sed 4 y de El evangelio según Van Hutten5. En Argentina, por el contrario, la exposición de Castillo ha sido extraordinaria desde los inicios de su escritura. La historia pública del escritor Abelardo Castillo se inicia de acuerdo con asentados protocolos de sociabilidad literaria: los premios y las revistas. En 1959 gana el concurso de la revista Vea y Lea con su cuento “Volvedor”, que parece ser el primero que publica. Llevaba escribiendo cuentos “vagamente legibles” desde 1953, año en que comienza también su diario y su primera novela (Castillo 1998a: 209). En el mismo año 1959 presenta al premio de La Gaceta Literaria su primera obra dramática, El otro Judas, animado por el poeta Nicolás Guillén (ante quien la había recitado íntegra), que también es premiada. Dos años después, en 1961, la obra será publicada y representada, y se erige como la primera obra pública de Abelardo Castillo6. En 1965 se traducirá al polaco, lo que es testimonio de su éxito como dramaturgo que, además de mantener obras en cartel durante años, consigue premios internacionales en La Habana y en Europa. Para ratificarlo, en 1963, su segunda obra dramática, Israfel (recreación de la biografía de E. A. Poe), gana un premio para autores latinoamericanos convocado por la UNESCO en París. Se publicará al año siguiente y se estrenará en Buenos Aires en 1965. En 1967 se traduce al checo. La primera proyección internacional de Castillo es, entonces, principalmente como autor dramático y en países del este europeo, con innegables implicaciones ideológicas en la época7. Casi simultáneamente a esos premios inaugurales, Castillo comienza su actividad como promotor y director de tres importantes revistas literarias, que se sucederán casi sin interrupción: El grillo de papel (1959-1960), El escarabajo de oro (1961-1974) y El ornitorrinco (1976-1985)8. Desde ellas ejercerá, sin duda, un papel de observación 4 Mondadori (1989) y Plaza & Janés (1994), ambas agotadas, y la última en el marco de una “Biblioteca de Abelardo Castillo” sin otros títulos, al parecer; en 2013 la ha recuperado Carpe Noctem. 5 Seix-Barral (1999), igualmente agotada. Conviene añadir que mientras en España su obra ha ido a parar a editoriales pequeñas e independientes, en Argentina, Castillo publica en sellos adscritos a grandes multinacionales, como Seix-Barral o Alfaguara. 6 “En Córdoba montan El otro Judas. Es notable que esta pieza haya sido representada tantas veces: hoy acaban de decirme que, hace un tiempo, fue estrenada en Israel; también ha sido puesta cuatro o cinco veces en España y últimamente, por los mismos actores que la montan en Córdoba, fue llevada al Festival Mundial de Teatro Universitario y obtuvo dos premios, en Polonia” (s. f., 1965; Castillo 2014: 182). 7 Para más precisiones sobre las traducciones de la obra de Castillo, es imprescindible la consulta de la tesis de González (2004: 500-502). 8 Aun después de cerrar la última, escribirá en su diario algo relevante para el tema de la autoficción: “[…] una revista propia: es el único lugar donde un tipo como yo puede sentir que dice la verdad” (31 de mayo de 1989; Castillo 2014: 430).
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(e influencia) literaria, que se proyectará también en los talleres de escritura que ha coordinado durante décadas y en los que han participado autores muy relevantes de generaciones más jóvenes, como Liliana Heker, Juan Forn, Samanta Schweblin o Pablo Ramos. En 1961, la primera colección de cuentos de Castillo, Las otras puertas (que había sido presentada sin éxito a un concurso en Buenos Aires) será también premiada en La Habana y publicada simultáneamente en Cuba y Argentina. Resulta interesante comprobar que la revelación de la obra de Castillo a principios de los 60 coincide con el fin de lo que el autor llama su “biografía sobria” (Castillo 1998a: 214) y, por lo tanto, la construcción de su imagen de escritor se solapa con lo que habrá que llamar su biografía “ebria” (que se extenderá hasta un día preciso de 1974)9: en ese período han visto la luz dos libros de cuentos (Las otras puertas, 1961; Cuentos crueles, 1966) y se ha preparado otro que saldrá en 1976 (Las panteras y el templo); se ha publicado y estrenado buena parte de su teatro (a El otro Judas e Israfel, hay que añadir la pieza breve A partir de las 7 y la más extensa Sobre las piedras de Jericó que se publican —junto a El otro Judas— en un volumen titulado Tres dramas, 1968). Por último, Castillo ha publicado en esos años también su primera novela: La casa de ceniza (1967), comenzada en 1953. Además ha mantenido regularmente su revista más longeva (hasta 1976), El escarabajo de oro. Durante esta etapa, por otro lado, se cancela la vertiente de su escritura que podríamos considerar menos expuesta: la de poeta10. Tras abandonar la bebida en 1974, el núcleo de su obra publicada lo constituirán dos novelas de larga gestación, que serán textos capitales para analizar el problema 9 “Cuando volví a jugar al ajedrez ‘en serio’ dejé de tomar, es decir, dejé de tomar el mismo día (13 de octubre de 1974) en que, después de una borrachera, perdí una Defensa Pretov con Cabrera” (diciembre de 1981; Castillo 2014: 371). De 1974 no hay anotaciones en el diario publicado. 10 Su intención de convertirse en poeta se circunscribe básicamente a la década de los 50. Fasce anota que en 1953 “proyecta su primer libro de versos ‘malditos’: Quinto evangelio, que no sobrevive al proyecto” (Castillo 1998a: 209). Por su parte, el autor escribe en su diario: “También encontré un cuaderno que tiene apuntes sueltos de un diario de 1957, de la época en que decidí quemar mis versos. Es curioso: siempre conté que un día había decidido quemar mis versos de adolescencia, pero sin estar muy seguro de que eso hubiera ocurrido realmente […], y sin embargo hubo un momento preciso en el que renuncié a todos esos poemas. Quiero decir que no sucedió paulatinamente, en distintas quemas de papeles, sino que fue una decisión súbita y, por lo que veo, bastante lúcida y autocrítica, fundamentada” (20 de agosto de 1976; Castillo 2014: 282). Hasta donde conozco, los escasos poemas de Castillo que han sobrevivido solo pueden encontrarse ahora en las páginas de las revistas que dirigió. Recientemente, el autor ha afirmado que ha eliminado incluso aquellos que aparecían en sus diarios, pero con la intención de publicarlos posteriormente: “Anotaba cierto tipo de cosas y las mezclaba en el diario con ficciones y con poemas. A los poemas, los eliminé. Por supuesto, algún día voy a publicarlos. Ese libro de poemas se llamará La fiesta secreta, porque la poesía fue para mí mi fiesta secreta” (en Beccacece 2014).
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de la autoficción en la escritura de Castillo: El que tiene sed (1985) y Crónica de un iniciado (1991). Entre ambas, Castillo empieza a compilar sus ensayos (Las palabras y los días, 1988) y solo después de dar a la luz las novelas seguirá ampliando su obra cuentística con otro volumen, Las maquinarias de la noche (1992), para inmediatamente iniciar la recolección de toda su obra, como se ha detallado anteriormente, y ampliarla con textos nuevos11. Durante esta última etapa, como al principio, la figura y la obra de Castillo han encontrado también una plataforma de exposición y reconocimiento basada en importantes premios12 o en ocasionales adaptaciones cinematográficas de algunos relatos13. 11 Recuérdese: en 1995 recopila su teatro completo, que, entre tanto, se había enriquecido con otras dos piezas (El señor Brecht en el Salón Dorado, estrenada en Buenos Aires en 1981; y Salomé, terminada en 1994, después de más de veinte años de elaboración, según Fasce, en Castillo 1998a: 219); en 1997, reúne sus cuentos bajo el título de Los mundos reales y textos ensayísticos en el libro Ser escritor. En 1999 publica la que sería su última novela, El evangelio según Van Hutten, en la que se recupera el tratamiento heterodoxo del tema de Judas, que ya había desarrollado en su primera obra publicada, y en 2005, su último libro de cuentos, El espejo que tiembla. De esta última etapa es también el libro de ensayos Desconsideraciones (2010). Además, toma forma el discurso autobiográfico en libros de conversaciones (El oficio de mentir, 1998) y diarios. 12 En 1984, el Konex a su trayectoria desde 1950; en 1986, el premio municipal por El que tiene sed; en 1993, el Nacional “Esteban Echeverría” por el conjunto de su obra; en 1994, el Konex de platino al mejor cuentista de 1989-1993; en 1996, el Premio de Honor de la provincia de Buenos Aires (compartido con Sábato y Denevi); en 2000, el premio de los libreros argentinos a su trayectoria; en 2004, de nuevo el Konex de platino al mejor cuentista del quinquenio 2000-2004; en 2007, el Premio Casa de las Américas por El espejo que tiembla; en 2011, el Premio de Honor de la SADE; en 2014, el Konex de brillante como “la figura más importante de la última década de las letras argentinas” (junto con Ricardo Piglia). 13 Sin entrar en detalles (que pueden encontrarse en la base de datos IMDB: ), en esos años se adaptan al cine los relatos “La madre de Ernesto” (1992, con producción y título polacos: Identifikatsiya zhelanij), “Patrón” (1995, con el mismo título) y “Negro Ortega” (2001, con el título de “Negro”). El primer relato es de Las otras puertas (1961) y los dos últimos de Cuentos crueles (1966). La relación de Castillo con el audiovisual había comenzado, no obstante, en los 70, con la adaptación a la televisión de “Macabeo” (1971, en Argentina), un cuento de Las otras puertas (1961). Queda por confirmar la verdadera índole de la adaptación del drama Israfel para la televisión española en 1976. Aparte de los datos consignados en IMDB con el título, sin duda erróneo, de “Israel” (y su inclusión en una serie titulada El quinto jinete), el blog “El teatro en la televisión” añade la duración: 110 minutos: (última consulta: 29/12/2016). Más verosímiles son los datos que da Calvo Carilla (2010: 349) al informar de que ese drama se proyectó en TVE, incluido en el programa El Teatro, aunque no es tan preciso al calificar la obra de “fantástica” y al vincular a Castillo con la revista Sur. Se ignora si esa versión fue la misma que se pasó en alguna ocasión en la televisión argentina.
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Por último, en relación con esa constante presencia o exposición pública en Argentina, cabría recordar las numerosas entrevistas que el autor ha concedido para acompañar la publicación de sus obras, dando lugar —como se ha señalado— incluso a algún volumen extenso de conversaciones (con la periodista, editora y escritora María Fasce), de título tan relevante para mis intereses como El oficio de mentir (1998). En ese sentido, no cabe descartar del todo la asunción de una ʻposeʼ de personaje, que puede aquilatarse en numerosas entrevistas filmadas y que hoy alcanzan una difusión ampliada gracias a Internet14. Podría concluirse, entonces, que, al menos en el ámbito argentino, Castillo ha sido siempre un autor muy expuesto. Pero, como he anticipado, no es de ese tipo de (auto)exposición del que pretendo hablar en mi trabajo, sino de cómo ese concepto puede relacionarse en la obra del autor argentino con las prácticas que hoy llamamos autoficcionales.
II. Un personaje llamado —entre otros nombres— Castillo Además de crear una muy nítida imagen de escritor, basada en una intensa exposición pública desde los años 60, la obra de Abelardo Castillo está también marcada por una constante presencia de lo subjetivo y lo autobiográfico, combinada con una no menos importante reflexión sobre la construcción de ficciones y, específicamente, del personaje narrativo. Aunque pudiera considerarse que esos son los mimbres fundamentales para elaborar una obra autoficcional, el concepto resulta anacrónico en el momento en que Castillo empieza a fraguar su escritura. A pesar, incluso, de lo extenso y sostenido de su producción hasta la actualidad y de haberse ocupado en alguna ocasión del fenómeno de la posmodernidad (Castillo 1999a), Castillo no usa nunca el término de ‘autoficción’. Desde luego, en sus numerosos ensayos se ocupa de autores que han sido incluidos por la crítica en ese paradigma (Borges, Marechal), y en su panteón particular ocupan un lugar especial algunos otros que constituyen una piedra de toque para la reflexión sobre el término, como Sartre o Unamuno. Por otro lado, sin embargo, Castillo ha manifestado reiteradamente su prevención contra las
14 Baste citar al respecto la impresión de María Fasce, su interlocutora más prolongada en el tiempo: “Cuando pienso en Abelardo Castillo no suelo pensar en sus libros. Pienso en un hombre huraño, de voz oscura, de ojos apenas atenuados por el humo de la pipa, que, desde un sillón Savonarola, rodeado de cuatro paredes de libros, decía frases polémicas o cuidadosamente improvisadas, y a veces se reía muy fuerte, como a destiempo, en un intento efectivo de borrar la gravedad y el énfasis” (Castillo 1998a: 8).
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identificaciones autobiográficas de los relatos escritos en primera persona15 o incluso contra las proyecciones autoriales sobre determinados personajes16. Quizás por todo ello, Castillo se ha mantenido hasta ahora bastante al margen de la red crítica interesada por la autoficción. Solo la tesis inédita de Claudia González dedica unas páginas (2004: 296-302) al asunto, cuando el concepto no había resultado todavía demasiado operativo en la literatura hispánica17. Otros críticos se han interesado por la condición de los narradores en Castillo (Morello-Frosch 1980; Corpa Vargas 1997), pero sin aplicar tampoco el concepto de autoficción a sus análisis. El único trabajo que parece haberse acercado de modo específico a este problema en la obra de Castillo es uno de Enrique Foffani, sobre la última novela de Castillo, El evangelio según Van Hutten, citado por González en su tesis (2004: 299 n.), pero al parecer inédito18. Y, sin embargo, a pesar de las prevenciones del autor y del escaso interés que el asunto ha despertado entre la crítica, la obra de Abelardo Castillo constituye un corpus fecundo para la exploración de los problemas que afectan al relato autoficcional. 15 “Creer seriamente que Arlt era Silvio Astier porque El juguete rabioso está escrito en primera persona, da lo mismo que creer que Kafka era un orangután porque escribió Informe para una academia, donde el narrador es, notoriamente, un mono” (Castillo 1998b: 38). 16 Al respecto, es fundamental el microensayo “Personajes” (Castillo 1998b: 182-183), donde califica de “lamentable” la fórmula que parece alentar bajo todo proyecto autoficcional (aunque no se refiera a ese asunto): “La diferencia entre un escritor y sus personajes es que el escritor puede decir impunemente una frase como ‘Madame Bovary soy yo’, pero habría sido lamentable que, en algún momento de la novela, Emma hubiera declarado: ‘Yo soy Gustavo Flaubert’. Un buen personaje sabe que tiene la obligación de comportarse con decoro” (Castillo 1998b: 183). 17 Por eso, se ciñe a cuestiones más relacionadas estrictamente con los aspectos autobiográficos: escenas infantiles o históricas, relacionadas con el peronismo; pasiones como el ajedrez, el boxeo, el alcoholismo o la “vida itinerante” entre San Pedro y Buenos Aires. Ese análisis se complementa con cuestiones de voz narrativa (González 2004: 285 ss.), intertextualidad (370 passim) e incluso autotextualidad (381 ss.), con especial atención a la recurrencia del personaje de Esteban Espósito. 18 En esas páginas, el crítico argentino hace referencia al uso del nombre propio en algunos relatos de Castillo; lo sitúa en la tradición al considerarlo un recurso “de ficcionalización bastante usado en la literatura argentina, un juego de espejos que permite crear la ilusión intrusiva de la vida real en la literatura”; lo relaciona con Borges y con Sábato. Señala, no obstante, diferencias: “en Castillo se trata de un ardid que no se apoya en el merecido reconocimiento que, como figuras públicas, dichos escritores tienen en el ámbito internacional”, antes “surge casi como una necesidad de la obra misma” y lo relaciona explícitamente con el personaje de Esteban Espósito. Señala además el crítico que “en ese ligamen entre autor y narrador parece residir su núcleo más significativo” (Foffani; en González 2004: 299 n.).
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En primer lugar, es frecuente en sus cuentos la presencia de estrategias de simulación homonímica. En segundo lugar, resulta capital para entender su proyecto narrativo (especialmente, novelesco) explorar la presencia y significado de Esteban Espósito, un personaje que cumple todos los requisitos de la proyección heterónima del autor. En cuanto a la primera de esas modulaciones autoficcionales, debe señalarse que la presencia de personajes homónimos ha sido utilizada por Castillo desde sus primeros cuentos19, pero con algunos matices. El nombre de “Abelardo” se atribuye siempre a un narrador en primera persona que rememora sucesos del pasado. La identidad onomástica se revela, en estos casos, mediante un vocativo utilizado por algún otro personaje en medio de un diálogo. En “El marica” (publicado en la revista El grillo de papel en 1959, y luego incluido en Las otras puertas, 1961) la cuestión de la identidad del “Abelardo” narrador se convirtió en un aspecto fundamental durante una agria polémica sostenida con David Viñas (en marzo-abril de 1961). Este último leyó el cuento de forma estrictamente autobiográfica, y pretendió detectar la condición de homosexual en el autor del cuento (cuya identidad, sin embargo, ocultó interesadamente al exponer su hipótesis). En su respuesta —incluida en los diarios—, Castillo acusó a Viñas de confundir “la palabra personaje con la palabra autor” y consideró “idiota, o acaso un síntoma de infantilismo muy propio de usted, creer que un cuento en primera persona es necesariamente autobiográfico”. Para reforzar su argumento, adujo ejemplos que, en algún caso, repetiría en otros textos: Ni Tolstói fue un caballo llamado Midelienzo, ni Kafka el orangután que escribió el “Informe para una Academia”. Según esa disparatada teoría, Joyce sería la esposa de Leopoldo Bloom y Pär Lagerkvist, un enano contemporáneo de Leonardo da Vinci (Castillo 2014: 154).
El segundo volumen de relatos de Castillo (Cuentos crueles, 1966) también incluyó un cuento narrado en primera persona por alguien que lleva el nombre del autor: “Capítulo para Laucha”. Otra vez, se trata de un relato retrospectivo en el que el yo evoca una historia de amor antigua, y la cuestión onomástica es central: Laura, la protagonista del relato, y conocida de niña como Laucha, nombra al narrador como “Abelardo” cuando se reencuentran muchos años después de su romance infantil.
19 Convendría, no obstante, precisar que aquí se trabaja con las versiones incluidas en Cuentos completos (Castillo 1997) y en El espejo que tiembla (Castillo 2005), y que es conocida la constante tarea de reescritura a la que el autor ha sometido casi toda su obra. Por eso, sería necesario un cotejo con versiones previas de los relatos para conocer hasta qué punto el signo onomástico permanece o se ha alterado.
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El narrador, entonces, revela que el uso de su nombre ʻrealʼ supone un signo de transformación: “Me sorprendí. Siempre que oigo mi nombre me sorprendo; siempre que lo pronuncian los que pertenecen a mi pasado, a la época en que yo era el Cacho, no este. Suena tan falso, por lo demás” (Castillo 1997: 113). El nombre ʻverdaderoʼ es, entonces, un signo “falso”, que revela la destrucción de la que podría considerarse identidad de origen. Sobre ese relato, Castillo escribirá en su diario una nota muy reveladora desde el punto de vista que aquí interesa: “‘Capítulo para Laucha’ participa de cierto tono ʻconfesionalʼ (las comillas quieren señalar todo lo que tiene de simulación este tipo de ficción donde el autor utiliza el yo, esa primera persona que Wilde desterró de la literatura)” (mayo de 1977; Castillo 2014: 324). Habrá que esperar bastantes años para que el recurso al nombre del autor vuelva a encontrarse en un cuento de Castillo. Se tratará de “Muchacha de otra parte” (publicado en Cuadernos Hispanoamericanos en 1989 y luego en Las maquinarias de la noche, 1992), rememoración, nuevamente, de un amor frustrado, ahora con tintes fantásticos. En este relato, la inscripción del nombre solo se da una vez, en boca de la protagonista femenina, para aludir a la diferencia de edad entre los protagonistas ya en el momento de la relación (siendo “Abelardo” viejo, “casi matusalénico”, de “más de treinta años”; Castillo 1997: 375), y no tiene ninguna consecuencia en el relato20. Muy distinto es el uso del apellido “Castillo” incluido también como personaje en varios relatos del autor. En estos casos, ese personaje es siempre destinatario de historias ajenas contadas por otro personaje, un recurso que podría relacionarse con las ficciones borgianas (como ya señalara González 2004: 302). La primera aparición se produce, sin embargo, no en un cuento, sino en la primera novela del autor: La casa de ceniza (1967). Allí “Castillo” es interlocutor del narrador anónimo, y aparece nombrado —en vocativo— solo en dos ocasiones: al principio y al final de la narración, como índice de marco (Castillo 1994: 17, 118). Un postfacio sin fecha (y firmado “A. C.”) que revela algunas modificaciones sobre el texto inicial señala cómo estas incluyeron la modificación de la presencia del personaje homónimo y una eventual fuente para el recurso: “En su versión original, La casa de ceniza tenía un epílogo terrorífico, que he suprimido, y una prescindible nota liminar donde yo, Castillo, simulaba 20 Solo encuentro el nombre Abelardo en otros dos lugares de la obra de creación de Castillo, pero ya no son signo —aparentemente— de simulación autoficcional: en “La fornicación es un pájaro lúgubre” (cuento incluido en El cruce del Aqueronte, 1982, luego publicado en Cuadernos Hispanoamericanos en 1989 y finalmente en Las maquinarias de la noche, 1992) el narrador, Bender, profesor de literatura española, se compara con Abelardo —el amante de Eloísa en la leyenda medieval— para conjurar, irónicamente, las consecuencias de su eventual adulterio. Por último, en una anotación de 1968 en el diario se recuerdan las dramatis personae de una obra perdida (“Las metamorfosis de Ovidio”), entre las que se cuenta un “Abelardo” del que solo se dice que tiene “18 años” (Castillo 2014: 203).
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haber recibido el manuscrito del amigo de Wenzel. Influencias de El lobo estepario, naturalmente […]” (Castillo 1994: 142). La condición de interlocutor silencioso se repite en “El asesino intachable” (un relato incluido en Las panteras y el templo, 1976), en el que “Castillo” recibe y transcribe sin intervenir la historia de un crimen perfecto por parte de su perpetrador, quien apela reiteradamente a su oyente, como buscando aprobación. En Las maquinarias de la noche (1992) también hay un cuento semejante, “Thar”, pero la elaboración de la figura del oyente es mucho más sutil: tras un largo preámbulo en primera persona relacionado con el proyecto de escribir un cuento, el proyecto solo se verifica cuando el yo —hasta ese momento anónimo— visita a un “viejo turco, que por supuesto era árabe” (Castillo 1997: 352) y este le cuenta “la historia de la espada”. El relato, fantástico (y borgiano por su ambientación), va mezclando las voces del árabe y del yo, a quien aquel se refiere como “don Castillo”, un apelativo que, viniendo de una figura tópicamente acriollada, ficcionaliza también irónicamente al destinatario. El último cuento en el que aparece esta figura de un “Castillo” interlocutor es “La que espera” (escrito en 1995, según Fasce —en Castillo 1998a: 219—, y cierre del último volumen publicado hasta ahora, El espejo que tiembla, 2005). Aquí el planteamiento es semejante al de “El asesino intachable” porque de nuevo “Castillo” recibe la historia de un crimen. En esta ocasión, a diferencia de aquel relato, la voz en primera persona se hace explícita al principio e identifica al narrador como “el doctor Cardona”, quien, por su parte, hará frecuentes referencias explícitas en su monólogo a las reacciones de “Castillo”, orientando así la recepción. Un caso aparte de uso del apellido del autor se da en el cuento “Week-end” (Las panteras y el templo, 1976). Ya no se trata de un interlocutor y la apelación no es directa, sino que un narrador en primera persona innominado —en principio— describe la relación entre “el hombre llamado Castillo” y “el hombre llamado Barbieri”, durante una visita del primero a San Pedro, el pueblo en el que creció el autor. No son las únicas coincidencias: más adelante se menciona su afición al ajedrez. Los índices autobiográficos, por tanto, se han multiplicado y el recurso a la tercera persona con la perífrasis que subraya el índice onomástico busca un distanciamiento que se revela forzado y que, en un momento dado, estalla: “yo sentí una especie de aviso, vale decir: el hombre llamado Castillo lo sintió” (Castillo 1997: 270). Un poco antes, “el hombre llamado Barbieri” le había dicho: “A vos, realmente, te pasa algo”, a lo que el interpelado responde: “—No —dijo el hombre llamado Castillo—. A mí no. A la tarde —hizo un ademán vago—. A las cosas. Hay algo fuera de perspectiva, pero no es eso” (Castillo 1997: 270, la cursiva es mía). Esa conciencia del personaje afecta, evidentemente, a la perspectiva del relato y justifica el hecho de que el yo narrador decida escindirse del personaje para contar una historia que tiene un fuerte componente onírico y ominoso.
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De esta primera estrategia autoficcional homonímica cabe concluir que “Abelardo” y “Castillo” son siempre personajes presentes en la historia, pero mientras que el primero implica una fuerte inscripción del autor como narrador y protagonista, “Castillo” es una clara instancia mediadora de historias ajenas. Si la mención se traslada a una tercera persona perifrástica (“el hombre llamado…”), la distancia (solo rota ocasionalmente y corregida) se incrementa (hay una ficción de ‘no familiaridad’) adecuada al efecto que quiere causarse. Podría pensarse, pues, que “Abelardo” es un signo de intimidad con la historia que se va a contar, aunque en ocasiones puede marcar ya una transformación irreversible: la diferencia entre “Abelardo” y “Cacho”, por ejemplo —en “Capítulo para Laucha”—, marca que mientras el personaje narrador se acerca al autor, se ha alejado de otra identidad acaso más ʻauténticaʼ. El apellido “Castillo”, por su parte, parece un signo metonímico del narrador asentado, reconocido por otros, consciente de su exposición pública, la cual propicia que le lleguen historias que, a su vez, transmitirá21. Pero, además de la inscripción explícita del nombre o apellido del autor, hay en la obra de Abelardo Castillo otros índices autoficcionales más distensos, pero igualmente típicos: la utilización de un nombre ʻparecidoʼ o la diseminación de otros signos autobiográficos distintos del nombre22. Respecto a la primera de esas estrategias, solo hay un caso en la obra del argentino: se trata del personaje “Andrés Córdoba”, protagonista de la obra teatral A partir de las 7 (escrita en 1958; publicada en la revista El escarabajo de oro, 1960, y en Tres dramas, 1967) y de “La cuarta pared” (en Las panteras y el templo), cuento directamente basado en aquella. La coincidencia en las iniciales y en la condición de escritor aparentemente responsable de un taller literario acerca al personaje al autor, además de la mención de un recuerdo de infancia que se puede atribuir al propio Castillo23. Pero, en este caso, su presencia es mucho menos relevante 21 No me parece necesario explorar de momento la posible deriva psicoanalítica que vincularía el apellido paterno con la condición de ʻautorʼ y, simétricamente, con la especial relación que el autor Castillo tendría con su padre —único vínculo con la familia, una vez que la madre los abandona; portavoz de su primer triunfo literario, que le comunica en 1959 el premio obtenido por El otro Judas, pero creyendo que era una novela— (Castillo 1998a: 212). 22 Llama la atención que en su obra de ficción Castillo nunca utiliza sus iniciales (salvo en prólogos o epílogos) para designar a algún personaje. En el diario, en cambio, este recurso sí aparece, en pasajes con clara voluntad ficcionalizadora. 23 En el cuento se lee: “Durante meses pediste un juguete, era caro seguramente. Era el mejor, seguramente. Lo veías todos los días al volver del colegio. Llorabas. Cuando por fin te lo compraron, también lloraste. ʻSe me va a romper. Algún día se me va a romperʼ. Fue lo único que se te ocurrió. Y al día siguiente lo hiciste pedazos vos mismo…” (Castillo 1997: 226). La versión del drama es casi idéntica (Castillo 1995: 62). La misma escena se repite en Crónica de un iniciado: “aquel juguete roto por mí una mañana de Reyes cuando, acaso por primera vez,
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que la de la mujer que desgrana en un monólogo las circunstancias de una relación desgraciada, marcada por el sometimiento. La difuminación de la identidad se corresponde aquí con el carácter —literalmente— fantasmal del personaje. Sería muy largo detallar, por último, los relatos en los que Castillo utiliza índices autobiográficos (comprobables por entrevistas, por ejemplo) sin necesidad de utilizar signos de identidad o semejanza onomástica. Nos encontraríamos ahí en un territorio más alejado de la autoficción, y ante relatos que ya han sido estudiados por la escasa crítica que se ha ocupado del asunto (especialmente, la tesis de González). Baste decir que los índices más repetidos son, al margen de las figuras de escritor que abundan en sus cuentos, la condición de hijos de padres separados de algunos protagonistas infantiles (“Conejo”, en Las otras puertas, 1961)24; la mención —muy reiterada— de San Pedro como el lugar de la historia (varios de tema más o menos gauchesco-criollista: “Fermín” y “Volvedor”, en Las otras puertas; “El tiempo y el río”, en Las maquinarias de la noche, 1992; o alguno protagonizado por un escritor: “Los ritos”, en Cuentos crueles, 1966); la importancia del ajedrez en la trama: “La cuestión de la dama en el Max Lange”, Las maquinarias de la noche.
pensé esto no, esto no lo quiero, esto es demasiado hermoso y se me va a romper algún día y es necesario algo irrompible, diamantino, absoluto, no tristemente sujeto a la vejación del tiempo y a la inmundicia de la muerte, y entonces ya no lo quiero y tomo un martillo, pego, veo saltar los resortes y las pequeñas ruedas de lata, miro casi con felicidad la estación en ruinas, los rieles en pedazos” (Castillo 1991: 25). Finalmente, la evocación directa se da en una entrevista con Claudia González (2004: 435-436): “Parece que cuando era chico yo quería un juguete que se exhibía en un negocio. Éramos pobres nosotros, o sea que ciertos juguetes no estaban del todo al alcance de mi padre. No sé qué era, si una estación de trenes o una estación de servicios; pero era algo bastante sofisticado que valía muy caro. Como yo amaba ese juguete, le hice la vida imposible a todo el mundo —te aclaro que esto no es un recuerdo mío. Por eso siempre insisto en que nuestra biografía está hecha de las historias que los otros nos cuentan, además de la nuestra. Además del cuento que nos contamos nosotros mismos, está el cuento que los demás cuentan sobre nosotros—, y mi tía siempre recordaba lo raro que era yo de chico; porque al final me compraron ese juguete y, cuando yo lo tuve en mis manos parece que me puse a llorar como un desesperado y lo primero que se me ocurrió decir fue: ‘Esto se me va a romper algún día’. Y lo tuvieron que devolver. En la vidriera era eterno, estaba más allá, estaba como protegido por una especie de eternidad. En cambio, ya en mis manos, algún día se iba a romper. Esto, sin duda, es una estructura que llevo adentro desde andá saber cuándo y no tengo ningún interés en averiguarlo y, seguramente aparece también en mi vida”. 24 A Claudia González (2004: 432) —entre otros— le confiesa el autor: “‘Conejo’ es uno de mis pocos cuentos casi estrictamente autobiográficos. Narra un hecho real. Mis padres se separaron cuando yo tenía ocho años y lo que traté de contar es el momento de esa separación. Nunca existió un conejo y yo no soy del todo ese niño”.
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La última novela de Castillo, El evangelio según Van Hutten (1999), pone por fin en juego el recurso del personaje narratario o mediador (de la historia del protagonista Van Hutten) típica del “Castillo” antes analizado en algunos cuentos. Pero el nombre de ese interlocutor no aparece en ningún momento. Sin embargo, desde la solapa se lo identifica con el autor —en una interesante interferencia del peritexto sobre el texto, relacionada con la ya insoslayable exposición pública— y se anticipan allí los rasgos que ese narrador-mediador comparte con el Castillo real: afición al ajedrez, vecino del barrio de Once, autor de una obra sobre Judas… En la novela, por otra parte, se menciona a San Esteban, lo que es un refuerzo de ese efecto autoficcional, pues para entonces ese otro nombre, Esteban, ya se ha convertido en un inequívoco alter ego del autor.
III. Un hombre llamado Esteban Espósito Resta, pues, explorar las manifestaciones de ese Esteban Espósito, alter ego o avatar que lleva un nombre tan distinto del autor, pero que supone, a mi juicio, la modulación más interesante de la escritura autoficcional en la obra de Abelardo Castillo. El personaje de Esteban Espósito estaba a punto de nacer en la escritura hacia 1961, en los albores de la obra publicada de Castillo y en el final de lo que —como se ha visto— el autor llamó su “biografía sobria”. Entonces había empezado a escribir lo que sería Crónica de un iniciado, protagonizada por Espósito, aunque no se publicaría hasta 1991. La primera mención en el diario aparece, justamente, el día del 27 cumpleaños del autor (27 de marzo de 1962), y se vincula con la autobiografía: “Esteban encuentra ese libro y lo toma como un símbolo (Mi experiencia)” (Castillo 2014: 163)25. La prehistoria de esa novela —que en esa misma fecha empieza a nombrarse “Crónica”— también se reconstruye en el diario: su origen está en un viaje a Córdoba el 14 de octubre de 1961, durante el cual (como anota el propio Castillo en 1996; 2014: 132) escribió las primeras páginas “como comienzo de un cuento que se iba a llamar ‘Graciela’”. Unos meses después se anuncia: “Estoy escribiendo (¿o fingiendo escribir?) un relato largo; El elixir del Diablo, se llama provisoriamente” (26 de diciembre de 1961; Castillo 2014: 131). Con el nuevo año se establece el vínculo: “He ido recopilando algunos datos para El elixir del Diablo o Memorias de un iniciado. El plan es caótico; se trata de una novela, aunque corta” (4 de marzo de 25 Aunque el diario no aclara cuál puede ser ese libro, probablemente se trata de “la edición facsimilar de Das Volksbuch von Doktor Faust (Frankfurt, 1587)”, que Espósito encuentra en la biblioteca de la Dirección de Cultura de Córdoba, en el capítulo II de la primera parte de la novela, y que roba para “completar la documentación para el capítulo central de este libro” (Castillo 1991: 14).
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1962; Castillo 2014: 161). Por fin, tras la primera mención de Esteban en el diario y antes de la primera referencia al texto como “Crónica, IX”, se establece también el 27 de marzo de 1962 el vínculo genético entre novela y diario: “Debo revisar mis diarios del 56-57: allí puedo encontrar, en germen, algunas ideas útiles para la novela” (Castillo 2014: 162). A partir de ese momento, los diarios de Castillo, la novela y el personaje de Espósito crecen simultáneamente y su publicación en 1991 —y eventualmente la desaparición de Espósito del mundo ficcional de Castillo— marca el final de una larga etapa en la obra del autor26. Sin embargo, la manifestación o exposición pública del personaje a la lectura solo se produjo cuando Castillo abandonó la bebida, en 1974: es entonces cuando publica un cuento protagonizado por Espósito, titulado “El cruce del Aqueronte” (primero en Cuadernos Hispanoamericanos, y luego dando título a una recopilación de relatos en 1982), que más tarde se integrará en la novela El que tiene sed (1985)27. En 1977 escribirá en su diario: “En ʻEl cruce del Aqueronteʼ mi identificación […] es total: no solo con el personaje sino con lo que él piensa del mundo” (31 de enero de 1977; Castillo 2014: 305). El que tiene sed (1985) y Crónica de un iniciado (1991) nacen como expansión y transformación de uno o varios relatos breves28 y, en su estado actual, incorporan significativos pasajes que se prestan a la lectura autoficcional. Las primeras líneas de El que tiene sed definen ya una perspectiva narrativa inestable:
26 Conviene recordar que 1991 es el último año incluido en el primer volumen de los diarios de Castillo. 27 De creer al diario, que afirma que abandonó la bebida exactamente el 13 de octubre de 1974 (Castillo 2014: 371), la publicación del cuento es anterior: el número 285 de Cuadernos Hispanoamericanos salió en marzo de ese año. 28 De la primera dirá Castillo (1998a: 113): “Yo pensaba escribir una colección de relatos con el personaje de Esteban Espósito. En un viaje nada sobrio cayó sobre mí —no sé de qué otra manera decirlo— el tema de ʻEl cruce del Aqueronteʼ, después escribí el encuentro con el Hombre de los ojos de Plata, y cuando llegué al relato del delirium tremmens, sentí que eso se estaba transformando en una novela”. Ya en septiembre de 1971 había anotado en su diario ese proyecto, insinuando de forma inequívoca la identificación con Esteban Espósito: “El cuento que escribí lo escribí de un tirón, de dos, sin estar muy seguro de lo que quería hacer; hasta pensé que podía ser el principio o el germen de una novela corta, y de pronto se cerró. Se terminó solo, trac, como con un candado. Es un título formidable. Sylvia me dijo que dipsómano, en griego, quiere decir sediento, o el que tiene sed. Es un título para novela, sin duda. He pensado escribir (London, Jackson y Lowry me perdonen) toda una serie de relatos sobre el alcoholismo, con este título. El personaje, siempre el mismo, es Esteban. Vale decir…” (Castillo 2014: 233).
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—No deberías seguir tomando, escuché, aunque sin que la historia cambiara demasiado podría escribir escuchó ya que ignoro si estas cosas me están ocurriendo realmente a mí, o a otro, y hasta algo peor: ni siquiera entonces, ni siquiera en el momento de oír la voz apagada de la muchacha, habría podido jurar que el destinatario era yo. No es fácil de explicar. Yo estaba ahí, en esa mesa junto a la ventana, en el bar Nilo, y la muchacha era Mara y me hablaba a mí, hablaba en voz baja, sin mirarme y en el tono casual con que uno se dirige a un sujeto peligroso o a un chico trepado a una cornisa; pero yo estaba como a un metro de mí mismo y lo veía beber. Y el que se emborrachaba por mí, o más exactamente por los dos y hasta por el mundo en general, era el otro, Otro con mi nombre y mi cara. Esteban Espósito. Él. Con mi cara y mi nombre y, sobre todo, con mi edad (Castillo 1989: 9).
Al final de esa novela, por si todavía cupiera alguna duda, se introduce una descripción de Espósito construida con muchos rasgos verificables en la persona de Castillo: […] voy a cumplir treinta y nueve años, hace treinta que no lloro, soy dueño y señor de diecisiete mil millones de ardientes células nerviosas a prueba de toda la serie de los metílicos, de la dulce Beatriz, de maniguas y pantanos, de Graciela, de mariposas negras y aguavivas, de Mara, de Cecilia, no tengo pie plano ni ladillas ni ano contra natura, estoy cruzado de cicatrices como un mapa, me falta un buen pedazo de ceja y parte de mi nariz abona los yuyos de una zanja, pero, aparte de quién me quita lo bailado y lo que me pienso bailar, siento crecer unos alerones de pterodáctilo bajo la camiseta, de ave roc, de fénix; tengo un cuaderno Leviatán de hojas cuadriculadas escrito hasta el final, con una carátula que dice Crónica de un iniciado […] (Castillo 1989: 156).
Crónica de un iniciado —que aún no se había publicado cuando pudo leerse ese pasaje— intensifica esa identificación diseminando rasgos autobiográficos que no conducen a una síntesis semejante, pero, sobre todo, reflexionando sobre la conexión del nombre con la identidad y apurando más el juego con el enfoque narrativo. El capítulo XVIII y último de la primera parte es una “ficha históricogenealógicaprenatal” (Castillo 1991: 106) en la que confluyen algunas reflexiones sobre el nombre, que llevan a una conclusión sobre la identidad colectiva: Me llamo Esteban Espósito. Ni nombre de escritor tengo (ibíd.: 100). Me llamo Esteban Espósito, no es un buen nombre. […] En efecto, no es ningún nombre. […] Confesar me llamo expósito que no solo no es un nombre estupendo sino siquiera un nombre de ninguna especie (ibíd.: 105). […] soy mi propio origen, me celebro y me fundo a mí mismo (ibíd.: 106). Todos los argentinos somos expósitos. Guacho: gaucho (ibíd.).
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Mucho después en la novela, otro personaje confirma esa interpretación del propio personaje, para su sorpresa: “El hombre había empezado a transformarse en el huérfano de la creación, en un expósito… […] huérfano, hijo de nadie, guacho. Que es lo que le pasa al hombre cuando siente que se ha roto su pacto cósmico con la divinidad […]” (ibíd.: 284). Por fin, en al menos otros dos lugares muy significativos de esta novela vuelve a cuestionarse el enfoque narrativo. En el capítulo VIII de la segunda parte, Esteban se plantea el vínculo con su escritura y con su memoria: “[…] a veces me pregunto si todavía tengo derecho a decir mis palabras. Lo que hago se parece menos a escribir que a revolver los trastos de un desván ajeno buscando la memoria de otro” (ibíd.: 142). Esa sombra de una entidad indeterminada se revelará en el capítulo I de la tercera parte como responsable solidario (o confuso) de la misma narración: “Mi voz como si fuera de otro. O la voz de Esteban Espósito como si fuera la mía. Ya da lo mismo. Lo que no debería contarse de ninguna manera puede contarse por fin de cualquier manera” (ibíd.: 211). Como también acaba de verse, la propia ficción revela que el nombre del personaje no es en absoluto casual. Está sobrecargado formal y simbólicamente. En primer lugar, llama la atención el apellido. Es la forma italiana de ‘expósito’ y tiene el mismo significado (huérfano, abandonado, sin padres conocidos, entregado a un establecimiento benéfico, ‘guacho’, en definitiva). En el contexto argentino, por tanto, no puede considerarse que sea una forma inhabitual, ni un intento de disimular la etimología29. Por su significado, el personaje aparece ya marcado simbólicamente como alguien que no tiene padres. El autor establece la interpretación y el vínculo directo con su propia biografía en una carta de noviembre de 1987, dirigida a su amigo Arnoldo Liberman y referida a sus relaciones con Sábato: Vos te equivocás al decirme que el rol paternal, en términos generales, no es mi script de vida: lo que no entra en mi proyecto es ser hijo. O no viste que mi alter ego, Esteban, se llama Espósito. Vos podrás decirme que eso también está mal, que, como decía Hemingway, el que no es hijo de nadie es un hijo de puta (Castillo 2014: 404).
La propia sonoridad del nombre también merece comentario. En Crónica de un iniciado el protagonista recibe una variante de su nombre como una revelación: “Durante la noche me desperté tres veces. Recuerdo la palabra expósito, a las cuatro de la madrugada: un deslumbramiento o una revelación. Como si me hubiera fulminado el sonido. Un flash: expósito” (Castillo 1991: 35). Pero su apellido es una variante de 29 Al parecer Argentina es el país hispanohablante donde esa forma del apellido es la más común (y el cuarto del mundo, tras Italia, EE. UU. y Brasil), mucho más que ‘Expósito’. Véase: (última consulta: 20/12/2016).
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ese flash. La forma italianizada establece un juego fónico de reduplicación con el nombre “Esteban”: Es- Es-, dos sílabas que parecen insinuar una especie de redundancia —digamos— ontológica. Pues, en efecto, la elección del nombre “Esteban” tampoco parece casual o inmeditada. La fuente hagiográfica se revela en Crónica de un iniciado (ibíd.: 15): “San Esteban yo. Protomártir”. Y más adelante: “Me habría resultado difícil explicar por qué Stefano, el Casto, renunció una noche al dulce lignum, dulce clavos, dulce pondus sustinet. Yo quería ser santo” (ibíd.: 40)30. Pero esa conexión se prolonga y desarrolla, como ya se ha apuntado, en la última novela de Castillo, El evangelio según Van Hutten, a pesar de que allí el narrador en primera persona es innominado: Supongo que sabe a quién llamamos el protomártir del cristianismo. —A san Esteban —dije. —Exacto. Esteban, compañero y discípulo de Santiago el Justo. Santiago el de la epístola: el hermano carnal de Jesús. Me imagino que también sabe que el amigo Pablo, cuando todavía no comía chancho y firmaba Shaul, estaba entre los romanos que torturaron a Esteban y lo asesinaron. —Lo sabía —dije—, o me parece ahora que ya lo sabía. El pasado anticristiano de Pablo es conocido por todos. Sin ese pasado no habría habido Camino de Damasco, ni conversión (Castillo 1999b: 48).
La raigambre simbólica y cristiana del nombre “Esteban” es, entonces, incuestionable y forma serie con otras presencias bíblicas en la obra de Castillo (sobre todo en su teatro: Judas, Jericó, Salomé). Por lo que dice Van Hutten, Esteban sería una especie de personaje análogo al de Judas, tal como lo interpreta Castillo en El otro Judas y también en su última novela: una especie de actor paradójicamente necesario para que se cumpla el destino de otro personaje y, así, una determinada historia pueda echar a andar. De ese modo, en el nombre y la figura de “Esteban Espósito” se concentran los significados del personaje sin ancestros31 y del —podría decirse— ʻprotagonista propiciatorioʼ o víctima para el cumplimiento de un destino ajeno. Si Espósito funciona como un alter ego del autor —según reconoce explícitamente, en la carta a Liberman antes citada—, alguien con cuya visión del mundo se identifica totalmente o incluso un “avatar” (como también dice en el diario, 9 de enero de 1977; Castillo 2014: 302), no es solo como máscara para disfrazar información autobiográfica: Esteban Espósito 30 Con alteraciones y alguna eventual incorrección, las palabras latinas son del Pange lingua de Venancio Fortunato. 31 Un rasgo parcialmente autobiográfico (Castillo fue criado por una tía y por su padre, una vez que la madre abandonase el hogar cuando él tenía ocho años), al que en Crónica de un iniciado se da una proyección alegórica de carácter colectivo.
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es —en definitiva— el laboratorio ficcional en el que Abelardo Castillo conjura su “biografía ebria”: su nombre llega a la tinta (1962) cuando el alcohol empieza a impregnar el cuerpo de Castillo, pero solo se abre a la lectura cuando el autor decide desintoxicarse (1974). En cierto modo, Espósito es el dipsómano propiciatorio al que se atribuyen y se hacen padecer experiencias vividas o soñadas (o alucinadas) por el autor en un proceso de transformación radical. El que tiene sed (expresión que, como recuerda Castillo, es la traducción literal de “dipsómano”) será el lugar textual en el que ese experimento se realizará —en público— y en el que conseguirá liberarse de la sombra de ese avatar para recuperar su impulso inicial y, finalmente, concluir Crónica de un iniciado: […] en El que tiene sed, Esteban Espósito de alguna manera desaparece, muere o algo le pasa en el último renglón de la novela. Me pude liberar de mi personaje. En cambio, en Crónica… está vivo, tiene veintisiete años y todo el futuro por delante. Gracias a El que tiene sed, en mí, Espósito, ya había muerto, con lo cual pude terminar la novela, pero recién en 1990 (en Hopenhayn 2005).
IV. Conclusión: el diálogo imposible entre Espósito y Castillo En las páginas anteriores solo he pretendido exponer algunos elementos fundamentales para entender la dialéctica que se da en la obra de Abelardo Castillo entre la construcción pública de la figura de autor y la difuminación ficcional de su perfil. El Abelardo Castillo ʻrealʼ cede numerosos rasgos de su biografía a diversos avatares ficcionales, entre los cuales el más importante recibe el nombre de “Esteban Espósito”, a quien en Crónica de un iniciado hace —casi literalmente— su gemelo: “Nací en el año de la Nova Hércules, el 27 de marzo de 1935” (Castillo 1991: 100)32. Lo que en este momento de cierre me parece oportuno subrayar es que esos gemelos habitan 32 La “Nova Hércules” hace referencia a una estrella cuya explosión se descubrió a finales de 1934 (véase , última consulta: 21/12/2016), y que, al parecer, tuvo gran repercusión mediática por todo el mundo. Castillo incluye también su fecha de nacimiento en El que tiene sed, al anotar que en esa fecha, el personaje de Jacobo Fiksler (central en la novela, como una especie de maestro al que Espósito busca en un manicomio), fue encerrado por primera vez en la cárcel y se convirtió al cristianismo: “desde 1935, año en que la policía lo llevó a puntapiés a la cárcel de Villa Devoto por razones místicas —el viejo le ofrendó sus genitales a la Virgen del Pilar bajándose los pantalones ante el altar mayor, lo cual enardeció a aquellos feligreses de la Década Infame pero fue muy del agrado de Nuestra Señora, ya que Fiksler, circunciso, recuperó milagrosamente el prepucio y ese mismo día, 27 de marzo, se convirtió al cristianismo” (Castillo 1989: 120).
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mundos paralelos: “Digamos que nadie puede advertir que somos gemelos. Solo él y yo lo supimos desde el principio. No nos parecemos en absoluto y, no obstante, somos gemelos” (s. f., 1966; Castillo 2014: 196). Esas palabras que vienen de un esbozo de cuento anotado en el diario de Castillo podrían definir la relación entre el autor y su alter ego principal, pero también entre este y sus otros avatares: en ningún relato, breve o extenso, coinciden “Abelardo”, “Castillo” o “Espósito”. Cabría postular que son entidades excluyentes: en términos paródicos, podría decirse que la ficción es demasiado pequeña para albergarlos a todos simultáneamente. Si se quisiera prolongar el análisis para detectar cómo se relacionan esas diversas figuras hay que abandonar el territorio de la ficción y acceder a textos de carácter ʻdocumentalʼ, como son las entrevistas y, notablemente, el diario. En una de las conversaciones más dilatadas, María Fasce casi acorrala al autor, cuando cree haber detectado una contradicción en sus respuestas: “—Entonces, finalmente, termina confesando lo que niega a cada rato. —Qué. —Que usted es Esteban Espósito”. Pero, de inmediato, Castillo responde: —Yo no soy Esteban Espósito. Hay cosas en las que me parezco y cosas en las que no. Por ejemplo, él está pensando casi absolutamente todo el tiempo, no puede ver la realidad más que a través de sus pensamientos. En algún sentido, uniendo ideas que me acometen en una semana o en distintos años, y juntándolas en un solo día, a lo mejor soy como él. Tal vez me parezco un poco en que confundo las cosas. Tampoco entiendo nada de primera intención […] (Castillo 1998a: 130-131).
Toda la obra de Castillo parece signada por esa vacilación entre la identidad y la diferencia: las estrategias autoficcionales (homónimas y, sobre todo, heterónimas) que he presentado son mecanismos de exploración de las relaciones entre la vida y la escritura. Eso parece obvio, pero la creación de un avatar ficcional tan poderoso como Esteban Espósito y la indagación en el lugar que ocupa esa figura en el proceso de construcción y difusión de esa obra hacen pensar en que verdaderamente se trata de un ʻotro yoʼ destinado a la experimentación con esos fragilísimos componentes. El autor Castillo, profusamente expuesto en el campo literario argentino se diluye —para escribirse— en un perfil ajeno, mientras su biografía se diluye (asumidamente) en el alcohol. Pero ese avatar de nombre sobrecargado simbólicamente no se expone a la lectura hasta que —por alguna razón— el autor real abandona el alcohol y encuentra la manera de aglutinar en una novela (y en un título que es un epíteto que también aglutina al autor y al personaje) las experiencias del que he llamado “dipsómano propiciatorio”. En las últimas páginas de El que tiene sed, Esteban Espósito se diluye y puede renacer en otro texto —hasta entonces imposible—, cuya publicación marcará otro corte en la biografía del autor (Crónica de un iniciado).
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Pero, como acabamos de saber hace poco, hay un texto en el que sí conviven todos esos avatares del autor, todas las diferentes declinaciones del ʻyoʼ, en todos los casos nominativos: se trata del diario. Allí aparecen todos los Castillos, todos los signos metonímicos de la identidad, las iniciales, otras versiones del apellido, revelaciones de apodos amistosos o sibilinos, y, por supuesto, Esteban Espósito. En esta aproximación apenas he usado esas páginas (emanadas, por cierto, de una figura cuya entidad autorial —cabe asumir— es distinta a la del autor implícito de todas las narraciones) como accesorio documental. Queda fuera de este acercamiento, entonces, el análisis de ese magma textual como espacio en el que conviven, de forma no menos compleja, con una complejidad distinta, vida y ficción. En una entrevista muy reciente (Castillo 2016), el autor ha afirmado: “Un escritor se expone mucho más en su obra que en un diario”. La exposición se asocia, sin duda, con el riesgo: la obra (de ficción) es la intemperie en la que la figura del escritor se pone verdaderamente en juego. En ese sentido, Espósito (más que “Abelardo” o “Castillo”) se convierte en un avatar protector para ir avanzando en esa obra. Pero cuando la misma figura se manifiesta en el diario —valga esta hipótesis paradójica como última propuesta por ahora— Espósito parece funcionar como catalizador de enunciados profundamente verdaderos, protegidos —en virtud de la figura del otro— de la sombra de insinceridad que —para el hombre llamado Abelardo Castillo— tiñe toda escritura diarística.
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Memorias del desastre: la autoficción en la literatura de los hijos (y los nietos)1 Ana Casas Universidad de Alcalá
Este artículo retoma algunas reflexiones desarrolladas en un trabajo anterior (Casas 2016) en el que examinaba la noción de “posmemoria” —conceptualizada por Marianne Hirsch en varias de sus obras en torno a las narrativas del Holocausto—, aplicándola a una serie de relatos de la posdictadura argentina con un marcado carácter autoficcional. Me ocupaba, concretamente, de algunos de los relatos de Laura Alcoba, Félix Bruzzone, Mariana Eva Pérez, Patricio Pron y Raquel Robles. Aunque el concepto de posmemoria ha sido muy discutido desde los estudios literarios —lo han hecho, entre otros, Beatriz Sarlo en su libro Tiempo pasado. Cultura de la memoria y giro subjetivo (2005) o más recientemente Sebastiaan Faber en su artículo “Actos afiliativos y postmemoria: asuntos pendientes” (2014)—, este me servía, sin embargo, y con todas las precauciones, para reconocer una serie de rasgos recurrentes en la narrativa de los jóvenes autores argentinos antes mencionados, pertenecientes a la llamada generación de los “hijos”2. Sus textos transmiten, en efecto, una suerte de “memoria mediada” (utilizando la expresión de Hirsch), en la medida en que recogen la experiencia de los padres, a menudo víctimas del terrorismo de Estado, y comunican al lector acontecimientos que les han sido legados por la generación anterior. Estos constituyen, muchas veces, el núcleo dramático de las novelas, enlazados o combinados con otros que sí han sido experimentados en primera persona o con respecto a los cuales los autores pueden ofrecer un testimonio personal —generalmente circunscrito al tiempo de la infancia—. 1 Este trabajo forma parte del proyecto “Figuraciones del yo y representación autoficcional en narrativa, cine, teatro y novela gráfica en el marco de la teoría de los géneros”, financiado por el Subprograma Ramón y Cajal (MICINN-RYC) 2011. De igual modo se enmarca en el Proyecto del Plan Nacional “La autoficción hispánica. Perspectivas interdisciplinarias y transmediales. 1980-2013” (FFI2013-40918-P), financiado por el Ministerio de Economía y Competitividad. 2 El punto de vista adoptado en dicho trabajo debe mucho al artículo de Ilse Logie (2015) en torno a un libro de relatos de Félix Bruzzone, ya que buena parte de su base conceptual se apoyaba en el de esta investigadora.
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Como en los textos del Holocausto, estos relatos de la posmemoria argentina presentan una estructura particular, al estar plagados de vacíos, de agujeros difíciles o imposibles de llenar como consecuencia de la distancia entre el presente de la enunciación y los hechos referidos o evocados, y como consecuencia también del trauma que los hijos han heredado de sus padres y que han querido o necesitado reelaborar y transmitir a otros. Los lazos de filiación junto con la experiencia del daño explican, en este sentido, la ʻfuerte subjetividadʼ de los textos, a la vez que la oscilación entre continuidad y ruptura del recuerdo hace evidentes los mecanismos de construcción inherentes a toda memoria —ahora de modo explícito— a través de procesos narrativos y, muy importante, a través de procesos imaginativos. Ello implica, por un lado, la expresión de lo íntimo —la experiencia individual, subjetiva— antes que la elaboración de un testimonio vinculado a lo colectivo, y, por el otro lado, la presencia de elementos ficcionales que contaminan de manera sostenida lo referencial. La autoficción, por lo tanto, se ofrece como una forma privilegiada “de plasmar narrativamente las ambigüedades, contradicciones y recovecos tanto de una memoria indirecta y fluctuante como de una identidad quebrada” (Logie 2015: 78). De ahí que en la mayor parte de estas obras abunden, efectivamente, los elementos paratextuales y textuales que ponen de manifiesto este tipo de enunciación híbrida —mitad referencial y mitad ficcional—, en la que no es posible discernir lo fabulado de lo realmente acontecido, generando, así, una narración de tipo paradójico (que no es ni autobiografía ni novela, o, si se quiere y como se ha repetido tantas veces, que es ambas cosas a la vez). El aspecto que entonces me interesó subrayar, y que ahora quiero desarrollar brevemente, radicaba en la importancia de las emociones en la configuración de estos relatos. Ello permite conectar las nociones de posmemoria y autoficción con el llamado “giro afectivo”, tan en boga, por otra parte, en los estudios literarios actuales. Aunque advierto de antemano que voy a simplificar el significado de ‘afectos’ y ‘emociones’, por ser conceptos afines e intercambiables en buena parte de la literatura crítica sobre el tema3. Lo que querría poner de relieve es cómo las narrativas de las (pos)memorias reconstruyen el pasado desde posiciones fundamentalmente emocionales antes que
3 Para un deslinde clarificador, puede consultarse el trabajo de Jo Labanyi a propósito de las diversas posiciones teóricas que se han ocupado de ambas nociones. Concluye la autora que el afecto es la respuesta del cuerpo a determinados estímulos, hallándose en un nivel precognitivo y prelingüístico, mientras que la emoción es consciente, involucra juicios y expresa actitudes morales (2010: 224). Afecto y emoción ocupan, en definitiva, diversos puntos de un continuum que va del cuerpo a la mente, siendo distinta, aunque próxima, la temporalidad de cada uno de ellos.
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intelectivas y cómo esto incide en la modulación autoficcional de las obras —ocupadas en mostrar verdades íntimas y subjetivas, aun a riesgo de caer en contradicciones, inexactitudes y deformaciones con relación a lo sucedido o experimentado—. Es más, el mundo de los afectos centraliza estos relatos, impelidos a desarrollar sus historias en el contexto precisamente de la familia, espacio (afectivo) privilegiado de la transmisión de la memoria en ámbitos de represión institucional o política, como ha señalado Hirsch en muchas ocasiones. Con razón apunta Josefina Ludmer (2010: 73), con respecto a la situación en Argentina, que “cuando se habla de memoria se habla de una relación genealógica y familiar a cargo de Madres, Abuelas, Hijos, Familiares […]. Como el sujeto se define como familiar —concluye—, la memoria es afecto”. Así, muchas de las tramas pivotan en torno a la familia y los lazos entre sus miembros, con relación a los cuales se posicionan o definen los protagonistas: estos son huérfanos —afectivamente desamparados— en Pequeños combatientes (2013), de Raquel Robles, Diario de una Princesa Montonera (2012), de Mariana Eva Pérez, Los topos (2008), de Félix Bruzzone, y en buena parte de los cuentos que integran 76 (2007), del mismo autor. La protagonista de La casa de los conejos (2007), de Laura Alcoba, es una hija ʻabandonadaʼ por su madre (ʻabandonadaʼ porque esta dedica su tiempo y sus energías, antes que a sus ocupaciones maternas, a la lucha armada, desatendiendo a su hija desde el punto de vista afectivo). Está la niña que, desde el exilio francés —desde la distancia, por lo tanto—, envía cartas al padre, que está en una cárcel argentina, en El azul de las abejas (2014), también de Alcoba4; o el hijo que trata de recuperar la relación con el padre enfermo, con el que no acaba de entenderse, en El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia (2011), de Patricio Pron. De igual modo, quedan dibujados otros vínculos, con hermanos, tíos o abuelos, conformando un mapa de redes familiares. Los hijos, en definitiva, toman la palabra en tanto que depositarios de la memoria de sus padres (una memoria quebrada, que deben de recomponer, especialmente cuando estos han muerto siendo muy jóvenes, como ocurre con los desaparecidos) y en tanto que transmisores de su propia experiencia. Con relación al individuo, la familia es, en efecto, un lugar poderoso a la vez que frágil. En palabras de Hirsch (2012 [1997]: 13), la familia, “estructuralmente el
4 Los libros de Laura Alcoba que se mencionan en este trabajo fueron escritos originariamente en francés y luego traducidos al español bajo su atenta supervisión. De su última novela, La danse de l’araignée (2017), todavía no hay versión española, aunque debe leerse como la última entrega de la trilogía compuesta, en sus dos primeras partes, por Manèges (La casa de los conejos) y Le bleu des abeilles (El azul de las abejas). En La danse de l’araignée, la narradora evoca su adolescencia, durante el exilio francés, así como la correspondencia mantenida con el padre, prisionero político en una cárcel argentina; el tiempo de la diegésis es, por lo tanto, inmediatamente posterior al de El azul de las abejas.
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último vestigio de protección contra la guerra, el racismo, el exilio y el desplazamiento cultural, deviene particularmente vulnerable a esas rupturas violentas, al tiempo que se convierte en la medida de su devastación”5. La unión de los hermanos en Pequeños combatientes es un ejemplo de cómo la familia se constituye como ese espacio de protección —aun de manera inestable— y también, en algún caso, de reparación o de sanación de la herida. Algo a lo que llega el protagonista de El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia, solo que mucho tiempo después, ya siendo adulto, cuando es capaz de ponerse en el lugar del padre y restaurar los afectos familiares. No ocurre así, sin embargo, en otros textos, como Diario de una Princesa Montonera, en el que la narradora acaba encontrando refugio precisamente fuera de la familia —en su pareja y sus amigos—, o en Los topos, donde la propia idea de familia es cuestionada, subvertida y parodiada a lo largo de todo el relato. Consecuentemente, la familia es también un espacio de inseguridad, de dolor y de vulnerabilidad. Fracturada cuando se han producido muertes y secuestros, sobre ella cae todo el rigor de la violencia de Estado incluso cuando sus miembros han logrado sobrevivir: la experiencia de la cárcel, de la clandestinidad, del exilio o del insilio compromete las vidas de los personajes, su mundo de afectos y emociones. Una de las expresiones de esa agresión es la usurpación de la intimidad, especialmente durante la infancia, cuando los protagonistas de estos relatos pierden a sus padres, en el caso de los hijos de los desaparecidos, o cuando se les impide tener una niñez normal. Colaboradora involuntaria de las actividades políticas de la madre, la niña de La casa de los conejos abraza un modo de vida en el que los juegos, las fantasías e incluso las rutinas infantiles quedan definitivamente marcados por la experiencia de la lucha armada y sobre todo de la clandestinidad, como leemos en este fragmento de la novela: “Hoy es el día en que se limpian las armas. Yo trato de encontrar un pequeño sitio limpio en la mesa atestada de hisopos y cepillos empapados en aceite. No quiero ensuciar mi rodaja de pan untada con dulce de leche” (Alcoba 2008 [2007]: 86). La representación de la niñez robada es, sí, muy elocuente en relatos de infancia como los de Laura Alcoba y Raquel Robles. Están narrados bajo la perspectiva de los niños protagonistas y ponen de manifiesto la mirada extrañada de quienes todavía no tienen edad para entender del todo lo que sucede a su alrededor y, sin embargo, adoptan las ideas y los hábitos de sus mayores en contextos de violencia y represión (ideas y hábitos evaluados, por cierto, desde la mirada adulta en el momento presente de la enunciación). Aunque no es menos verdad que el recuerdo doloroso de la infancia también está muy presente en otros textos narrados no ya desde la perspectiva del niño, sino desde la del adulto que rememora algunos episodios, como sucede en El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia: 5
La traducción es mía.
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Cuando era niño tenía órdenes de no traer a otros niños a la casa; si debía andar solo por la calle, debía hacerlo en dirección opuesta al tráfico y prestar atención si un coche se detenía junto a mí. Yo llevaba una placa al cuello con mi nombre, mi edad, mi grupo sanguíneo y un teléfono de contacto: si alguien intentaba meterme dentro de un coche debía arrojar esa placa al suelo y gritar mi nombre muchas veces y tan alto como pudiera. Tenía prohibido patear las cajas de cartón que encontraba en la calle. No debía contar nada de lo que escuchaba en mi casa (Pron 2011: 164).
La “familia a la intemperie” (ibíd.: 17), como se lee en la novela de Pron, deshechos o alterados los vínculos entre sus miembros cuando falta lo más básico —la protección que los padres brindan a sus hijos en circunstancias corrientes—, tiene una serie de efectos negativos en la vida emocional de los niños: mientras esperan el regreso de los padres, los jóvenes protagonistas de Pequeños combatientes, por ejemplo, no pueden entablar una relación afectiva satisfactoria con los tíos que los están criando; el narrador de El espíritu de mis padres…, ante la distancia emocional de su progenitor, recuerda haber sentido que la suya era “una familia incompleta, una familia sin padre” (17) y haber sufrido por ello; la protagonista de La casa de los conejos se refugia en el silencio, rotos los puentes con la madre a la que apenas ve, encerrada esta en el “embute” clandestino donde se imprime Evita Montonera. A veces los personajes-niños encuentran alguna figura de sustitución: es el caso de Diana —de apellido Teruggi, asesinada tras los acontecimientos que se narran en La casa de los conejos—, presencia benéfica en la vida de la pequeña protagonista y a quien la autora dedica su relato; o la compañera montonera que arriesga su vida para recuperar el libro Cuentos para soñar que los padres de los niños, en Pequeños combatientes, leían por las noches a sus hijos. Estos relatos dan cuenta también de las secuelas negativas que esas infancias tan singulares tienen en la etapa adulta: las relaciones ambivalentes de la Princesa Montonera con sus dos abuelas, integrantes de Abuelas de Plaza de Mayo, y su irreparable ruptura con el hermano recuperado, quien, conocedor de su verdadera identidad, no puede, a su vez, romper el vínculo con sus apropiadores; o la soledad perenne en los narradores de los relatos de Pron y Bruzzone. Todos ellos parecen compartir la misma o parecida sensación de orfandad (también en los casos de quienes no perdieron efectivamente a sus padres). De este modo, no solo ofrecen un testimonio, a partir de la memoria de sus orígenes, sino que comunican la experiencia del daño en primera persona. Una experiencia que, como señala Carlos Thiebaut (2008: 207), tiene dos lados: “el del penar y el de dar cuenta del mismo en un concepto de lo que él es y de lo que en él anda metido”. No es tarea sencilla. De su dificultad da buena cuenta la cantidad de dolencias psicosomáticas que padecen los personajes: las migrañas de la Princesa Montonera o la amnesia del narrador de El espíritu de mis padres… son los más evidentes. Son
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síntomas de un duelo postergado difícilmente abordable, bien porque no hay cuerpos a los que llorar, bien porque la vivencia traumática ha bloqueado los mecanismos psicológicos que permitirían drenar la aflicción. Dicho duelo postergado se expresa muy particularmente en la resistencia a la rememoración, cuestión que las narrativas de las (pos)memorias autoficcionales, aun de manera paradójica, abordan muchas veces. El hartazgo de Mariana Eva Pérez, cansada de estar siempre dándole vueltas al “temita”; la motivación de la escritura de Laura Alcoba, en La casa de los conejos (narrar “no tanto por recordar —dice— como por ver si consigo, al cabo, de una vez, olvidar un poco”, 2008 [2007]: 14), la voluntad del narrador de El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia de no recordar, razón por la que toma pastillas, etc., contrastan con la necesidad acuciante de rememoración como único camino de apaciguamiento, de comprensión de los demás —los padres— y también de uno mismo. Por ello, el proceso introspectivo vuelve sobre los hechos (aun de forma dubitativa), pero también sobre las sensaciones y los sentimientos que experimentan los personajes al hilo de los acontecimientos, al tiempo que profundizan en los modos de procesar estos. Encontrar los términos de esa expresión es algo arduo y doloroso, casi al límite de lo comunicable: “No existen palabras —dice la narradora de La casa de los conejos al contemplar el lugar donde se produjo la tragedia— para la emoción que me invadió cuando descubrí, en cada cosa recordada, las marcas de la muerte y la destrucción” (ibíd.: 129). Sin embargo, también se recuperan emociones esenciales, como el miedo, la culpa y la vergüenza de quienes fueron objeto de violencia indiscriminada, sobre todo cuando eran niños. El temor a ser apresados por ser torpes o negligentes —especialmente en las narraciones de Alcoba, Robles y Pron—, o a ser secuestrados, llevados lejos de sus familias, actúa como una caja de resonancia del miedo de los padres, conscientes de los riesgos de su militancia y de las consecuencias fatales que esta podría tener para ellos y sus familias. Es el miedo que siente la niña de La casa de los conejos cuando vomita sobre su padre en una ocasión en que va a visitarlo a la cárcel, incapaz de contener la angustia, o el de la protagonista de Pequeños combatientes, ante la posibilidad de no volver a ver a sus padres o ser descubiertos ella y su hermano como subversivos potenciales. De este modo sienten culpa y vergüenza, incapaces de gestionar responsabilidades excesivas, cayendo a menudo en la sensación de ridículo e impotencia que tanto se explota en las novelas de Alcoba: con frecuencia, la niña protagonista de La casa de los conejos y El azul de las abejas se ruboriza cuando percibe la distancia entre el mundo de los mayores —las preocupaciones de estos, sus temas de conversación— y sus propios comentarios o pensamientos. De igual manera, se observa en los personajes cierta inestabilidad emocional (accesos de llanto, cambios de humor, golpes de ira, tristeza), como modo de encauzar la frustración y los sentimientos reprimidos: inevitablemente sienten odio, rabia, impotencia, ante el dolor
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que padecen. Un dolor que en ciertos casos puede resultar extremo —“lo Peor”, lo llama la narradora de Pequeños combatientes—, cuando lo que se narra es la muerte o desaparición de los padres, pero que deriva también de otras circunstancias, como cuando la Princesa Montonera tiene que enfrentar el juicio a los genocidas. Todas estas cuestiones —posmemoria, autoficción, afectividad o emocionalidad del relato— enlazan con otra idea o concepto también fundamental para la comprensión de esta clase de obras: me refiero a las “narrativas de la ausencia del sentido”, estudiadas por el sociólogo Gabriel Gatti en su espléndido libro Identidades desaparecidas. Peleas por el sentido en los mundos de la desaparición forzada (2011). Siguiendo el razonamiento de Gatti, estaríamos ante relatos en los que la identidad de los autores resulta por encima de todo vacilante y contradictoria, oponiéndose a las “narrativas del sentido” a cargo de los organismos oficiales e institucionales que están comprometidos con la memoria, como Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, la asociación H.I.J.O.S., etc., así como otros entes o discursos (antropología forense, jurisprudencia, legislación sobre la materia) que tienen como meta fijar de manera unívoca la identidad de las víctimas y la realidad de los hechos. De esta manera, el objetivo de las narrativas de la ausencia del sentido no es llenar el vacío reparando, exorcizando y, cuando las circunstancias lo permiten, anulando lo acaecido —por ejemplo, cuando se restituye la identidad de unos huesos o la de un niño robado—, sino que reclaman ese vacío como el lugar desde el que se construye el sujeto. No es casualidad, evidentemente, que Gatti perciba en la expresión artística —el cine, la literatura, las artes visuales— el espacio propicio en el que se desarrollan las narrativas de la ausencia del sentido frente a otros ámbitos o discursos que sí tratan de poner límites a la identidad y la memoria de los sujetos dañados y que, por lo tanto, tienen como fin dotar de sentido (a menudo de un sentido único) a los acontecimientos y las personas. Más allá del acierto de su diagnóstico, me interesa recoger el planteamiento de Gatti también por otro motivo. En el capítulo final de Identidades desaparecidas, el sociólogo apunta a la transnacionalidad del concepto que vertebra su libro: “el detenido-desaparecido”. Una figura de “derecho” —dice—, “sancionada por leyes internacionales”, que ha acabado trascendiendo los límites del contexto argentino, para englobar a todos los ciudadanos que, independientemente del lugar o del momento histórico que les ha tocado vivir, han sido despojados de los derechos consustanciales a su propia ciudadanía (libertad, vida, identidad) a manos precisamente del Estado, o con la aquiescencia del Estado, que es, en última instancia, quien otorga y, se supone, quien protege esa misma ciudadanía. Estamos, pues, ante una categoría universal que, en aras de esa universalidad, puede llevarnos a pensar que las respuestas —en nuestro caso, literarias— a las situaciones que engloban la violencia y la desaparición forzada tampoco deben de diferir en exceso entre ellas. No resulta descabellado, por lo tanto, buscar paralelismos entre
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las narrativas de la posmemoria argentina con otras producidas en contextos de represión similares. La literatura que es también de ‘los hijos’ en Chile o la de ‘los nietos’ en España presenta, sin duda, parecido interés por evaluar y discutir las identidades oscilantes de sus autores —herederos de la “catástrofe para el sentido” que implica la desaparición forzada de personas—, así como parecida proclividad a emplear las estrategias de la autoficción, es decir, a recrear de manera imaginativa tanto lo sucedido como la identidad de sus protagonistas. De este modo, se explica la recurrencia de determinados motivos en las diversas posmemorias, como el retorno al hogar familiar desde lugares o ámbitos lejanos, como ya han notado Ilse Logie y Bieke Willem (2015) en su artículo “Narrativas de la posmemoria en Argentina y Chile: la casa revisitada”, en el que examinan la tendencia al destierro y el desarraigo de los escritores de la posmemoria (en su caso, se ocupan de los argentinos Patricio Pron y Ernesto Semán y del chileno Alejandro Zambra), pero también la tendencia al retorno, en un movimiento ambivalente en su relación con el espacio en el que se perpetraron los actos violentos y, en consecuencia, en su relación con el pasado. Muy a menudo se reitera también el proceso de investigación (periodística, universitaria o incluso amateur) a cargo de los narradores de estas novelas con respecto a la memoria familiar o colectiva: en Soldados de Salamina (2001), un periodista llamado Javier Cercas trata de componer, a través de testimonios escritos pero sobre todo orales, un episodio de la Guerra Civil —el fusilamiento frustrado del intelectual e ideólogo de la Falange, Rafael Sánchez Mazas—; el narrador —profesor de antropología, para más datos— de Los rojos de ultramar (2005), del mexicano descendiente de exiliados catalanes Jordi Soler, reconstruye la experiencia bélica, la represión posterior y la huida a México de su abuelo Arcadi gracias a las memorias manuscritas de este, nunca publicadas, y a los documentos del archivo de Luis Rodríguez, antiguo embajador de México en la Francia ocupada, pero sobre todo trata de aclarar los detalles del complot para matar a Franco en el que su abuelo y sus socios del cafetal participaron en la década de los 60. El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia, de Patricio Pron, presenta también una estructura casi detectivesca, en la medida en que el narrador colecciona las notas periodísticas, los informes policiales y administrativos sobre el caso Burdisso (un pobre hombre asesinado por razones crematísticas y que resulta ser, a la sazón, el hermano de una antigua camarada del padre del protagonista, desaparecida durante la dictadura muchos años atrás y cuyo destino sigue siendo un misterio). En La estrategia del koala (2013), del español David Roas, el hallazgo fortuito de un diario de bitácora redactado a bordo de los buques de guerra del bando nacional España y Mar Cantábrico, así como un álbum de fotografías tomadas durante la contienda, sirve al narrador para interesarse por la figura de su abuelo —de la que apenas puede trazar unos pocos rasgos— transmutado luego en símbolo de la historia reciente de su país. La última novela de Cercas, El monarca de las sombras (2017),
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presenta también una estructura similar, en este caso el narrador —identificado plenamente con el escritor Javier Cercas— busca documentos, entrevista a testigos directos e indirectos, bucea en su propia memoria familiar, con el fin de reconstruir la vida y sobre todo la muerte, acaecida durante la batalla del Ebro, de Manuel Mena, su tío abuelo y oficial del bando fascista. Son, en fin, algunos ejemplos, entre otros que también se podrían citar6. Lo que me interesa ahora es subrayar algo que, aunque pueda resultar obvio, tiene un peso relevante en estas narraciones: en ellas el proceso de investigación implica un deseo de conocer aquello que se ignora, de desmantelar los silencios en torno a una serie de acontecimientos y reflexionar, por lo tanto, sobre los procesos de transmisión de esa memoria de los que el narrador acostumbra a ser depositario. De igual modo, no podemos perder de vista que estamos ante la expresión de una búsqueda que es sobre todo personal e identitaria (Tyras 2011: 353): al final de su investigación, ante el lugar exacto donde debió de morir su tío abuelo, Javier Cercas comprende que “la historia de Manuel Mena era mi herencia, mi parte fúnebre y violenta e hiriente y onerosa de mi herencia, y que no podía seguir rechazándola, que era imposible rechazarla porque de todos modos tenía que cargar con ella” (2017: 277). De ese modo, la doble temporalidad que suele vertebrar estas obras, configurando lo que Ana Luengo (2004: 49) ha dado en llamar “novela de confrontación histórica”, pone frente a frente dos épocas distintas —el pasado evocado y el presente de la enunciación— y, en consecuencia, dos generaciones distintas —la que vivió los hechos que se cuentan y la que, a lo sumo como testigo involuntario de esos mismos hechos, trata de comprenderlos o de dialogar con ellos—. Dos épocas y dos generaciones separadas por un lapsus de tiempo variable —menor en el caso de la posmemoria argentina y notablemente superior, por ejemplo, en el de la posmemoria de la Guerra Civil española (véase Gómez López-Quiñones 2006: 35)—. En casi todos los casos, no solo domina el punto de vista del narrador situado en el presente, sino que el relato se interroga acerca del impacto que el pasado ha acabado teniendo en su identidad. Así, los protagonistas de estos relatos aprenden algo de sí mismos que les resulta fundamental y que, a menudo, marca un antes y un después en sus existencias o en su forma de ver el mundo. A mi juicio, esta característica —la presencia de momentos casi epifánicos— resulta más llamativa en los textos españoles. De ellos quiero ocuparme, aun de manera superficial y breve, contraponiéndolos a las manifestaciones de la posmemoria argentina (para lo cual trataré de no perder de vista las nociones axiales de este trabajo, que son, como decía antes, posmemoria, autoficción y emocionalidad del relato, y a 6 Otros títulos en Tyras (2011), donde se examinan los elementos policíacos en las narrativas de la memoria.
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las que sumaré la noción de ausencia de sentido conceptualizada por Gatti), con el objetivo último de establecer posibles afinidades —y también posibles disidencias— entre las diversas posmemorias de signo autoficcional, independientemente de su ubicación temporal o geográfica. Retomando una idea enunciada ya en varias ocasiones a lo largo de este trabajo, podríamos deducir que, frente a las narrativas dominantes, los relatos de la posmemoria se basan en la interpretación que la historia familiar ofrece de unos hechos. Como advierte Geoffrey Maguire (2014: 218) a propósito de El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia, los aspectos imaginativos de la posmemoria “permiten a la segunda generación apropiarse de las historias de sus padres y usarlas creativamente para construir versiones del pasado, las cuales tienen una relación con las preocupaciones del presente”. En España no cabe hablar tanto de padres ni de segunda generación, como de abuelos y de tercera generación, en la medida en que son los nietos quienes, a lo largo de la última década, han asumido la labor de narrar el pasado y confrontar lo sucedido, ahora que está muy cerca la desaparición de aquellos que vivieron los hechos en primera persona. Un paréntesis entre generaciones que se explica por la imposición de la historia oficial por parte de los vencedores, a lo largo de los casi cuarenta años que duró la dictadura, y también por el pacto del olvido, o pacto del silencio, que caracterizó la Transición, y que dejó sin voz a los represaliados (con las leyes de Amnistía de 1976 y especialmente de 1977; o la labor reformista del primer gobierno democrático, que conservó estructuras del régimen dictatorial, como la Justicia y el Ejército). A ello hay que sumarle, como explica María Corredera (2010: 37), el fuerte deseo de libertad de las jóvenes generaciones, ansiosas por abrazar la normalidad democrática de otros países de su entorno, aun a costa de renunciar a que se hiciera justicia con las víctimas7. Hay un cierto consenso entre los críticos en interpretar este auge o boom de la memoria a partir del año 2000, aproximadamente, como una manifestación, entre otras, de un debate más amplio en torno a la Guerra Civil, el franquismo y la Transición en el ámbito de la esfera pública en general: un debate que es cada vez más vivo y que, en buena parte, se alimenta de las reivindicaciones de algunos colectivos de víctimas y sus familiares (en especial la Asociación de la Recuperación de la Memoria Histórica), los organismos internacionales de derechos humanos, las investigaciones
7 María Corredera (2010: 37) sintetiza la actitud de la sociedad (sobre todo de la sociedad política) española: “las generaciones más viejas que cargaban con las vivencias personales de la guerra se distanciaban cada vez más de las más jóvenes, que, dispuestas a distinguirse de la herencia de la contienda, trataban de subirse al tren del futuro que era sinónimo de libertad. A su vez, el miedo generalizado y el temor, siempre presente a que volviera a repetirse otra guerra, así como la presencia todavía reciente de la represión actuaron reactivando el aprendizaje del silencio con el que la sociedad española se había visto obligada a vivir durante cuarenta años”.
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recientes a cargo de historiadores y periodistas, las exposiciones en museos, la divulgación de testimonios y también las revisiones que del tema se han llevado a cabo en el cine y la literatura (ibíd.: 40-41). Sin embargo, a diferencia de lo sucedido en otros contextos como el argentino, en España los discursos oficiales siguen resistiéndose a establecer medidas de reconocimiento y de reparación con relación a las víctimas de la guerra y de la dictadura, como han puesto de manifiesto, entre otros, el informe de Amnistía Internacional de 2005, que reconoce la deuda que en esos momentos España seguía teniendo pendiente con las víctimas; las quejas de partidos políticos, plataformas ciudadanas e individuos particulares respecto a las limitaciones y las dificultades en su aplicación de la Ley de Memoria Histórica —impulsada por el gobierno de Rodríguez Zapatero, y publicada en 2007—; o la nota de prensa de nuevo de Amnistía Internacional, en este caso del año 2010, llamando a resolver los miles de casos de desaparición forzada que todavía moran en nuestras cunetas, etc. Está claro que, en España, los conflictos en torno a los modos de interpretar el pasado y de hacer justicia aún están muy lejos de poder resolverse. La posmemoria sobre la Guerra Civil —y muy particularmente la que tiene un carácter autoficcional— ofrece posibles soluciones a través de la narración de “historias de vida en clave menor”, como las llamaba no hace mucho Rossana Nofal, refiriéndose, en su caso, a la literatura argentina (2015: 840). Como los de otras latitudes, estos relatos también ponen de manifiesto una relación afectiva con el pasado y evidencian la difícil inteligibilidad respecto a lo sucedido en términos históricos. En este sentido, la elección de la autoficción como espacio de desvelamiento y enmascaramiento del yo enunciador no solo permite subvertir los pactos de lectura habituales, sino que instaura una relación distinta del escritor con la verdad. Se hace más fácil —por decirlo de algún modo— hablar de uno mismo y de los demás —especialmente de los muertos— haciendo uso de una mayor libertad creativa, sorteando la autocensura intrínseca a todo relato autobiográfico e imaginando lo que difícilmente puede saberse de manera fidedigna, tanto por razones históricas y políticas —cuando desde instancias del poder se ha ocultado la verdad— como por razones psicológicas —cuando el sujeto se enfrenta a la experiencia traumática y a la penosa tarea de reconstruir el pasado8—. Esta tensión inherente a todo texto autoficcional —en especial cuando se trata de plantear cuestiones ligadas a la posmemoria— se proyecta, a menudo, en la forma del relato. Así sucede, por ejemplo, en El espíritu de mis padres
8 Para Jo Labanyi (2007) esto último no se aplicaría a la literatura española sobre la memoria, pues el silencio de los testimonios no se debería tanto a un bloqueo emocional debido a un trauma, como a las particulares condiciones políticas del país. El silencio vendría impuesto por el poder (represión, censura, etc.) y por los hábitos comunicativos de las víctimas, acostumbradas a no hablar de ese asunto por miedo a posibles represalias. Se trata, sin duda, de una sugerente interpretación del fenómeno.
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sigue subiendo en la lluvia, de Patricio Pron, en el que los vacíos del recuerdo aparecen textualizados —se sustraen capítulos y la novela se muestra fragmentaria, incompleta en algunos de los hilos de las diversas tramas—; La estrategia del koala, de David Roas, donde se ensayan distintas versiones de la historia —desde el relato testimonial y comprometido hasta el pastiche posmoderno—, todas ellas parodiadas en el capítulo 8; y así interpreto también que Javier Cercas alterne en El monarca de las sombras dos narradores distintos: aunque ambos emplean la primera persona y responden a la figura jurídica del escritor, el narrador de los capítulos pares aborda la narración de los hechos de manera distanciada, como si se tratara de un historiador, mientras que el de los capítulos impares se afana en contar las motivaciones de su relato, el cómo y el porqué de enfrentarse a esa parte tan pesada de su herencia familiar (Cercas 2017: 273-274). La narrativa autoficcional que tiene como principal asunto la Guerra Civil y la represión que siguió a esta atiende, en definitiva, a ese proceso de reconstrucción de una verdad que, aun siendo subjetiva y, por lo tanto, sujeta a contradicciones y vacíos, atañe al narrador de un modo muy particular. Se hace recurrente la toma de conciencia por parte de los protagonistas, para quienes recuperar el pasado que se desconocía, o que a duras penas se intuía, implica poder vislumbrar una identidad distinta a la que hasta entonces se creía poseer. En Los rojos de ultramar el encuentro con unos alumnos en la Universidad Complutense de Madrid, durante el cual el narrador constata la ignorancia de los jóvenes con relación a la historia reciente de España, lo lleva a interesarse por sus propios orígenes familiares. Así, evoca la decisión de su abuelo Arcadi de alistarse como voluntario en el ejército republicano, a la vez que trata de entender los efectos que esta acción ha tenido para él y su familia: “A veces se toma una decisión —dice— y, sin reparar mucho en ello, se detona una mina que irá estallando durante varias generaciones” (Soler 2012: 13)9. La meditación sobre las consecuencias de ese acto concreto tiene un carácter “filiativo” —el concepto es de Faber (2011, 2014)—, en la medida en que el narrador es el nieto que busca desentrañar la historia de su abuelo. Sin embargo, en los relatos sobre la Guerra Civil dicho lazo filiativo —que, como se ha visto, muchos textos argentinos se afanan en complejizar— se convierte también en lazo “afiliativo”: el narrador se siente solidario del sufrimiento de todos aquellos que pasaron por la experiencia de su abuelo, trascendiendo dicha relación el ámbito de la familia y lo consanguíneo. Es significativa, por ejemplo, la escena en la que el personaje pisa la arena de la playa de Argelès-sur-mer, donde Arcadi estuvo detenido y donde murieron tantos republicanos. 9 Comentando las memorias de su abuelo, en las que se aprecian lagunas y vacíos, el narrador dice lo siguiente: “Se ignora una pila de estas dimensiones cuando se está tratando de descifrar en qué momento empezó todo, en qué minuto se tomó la decisión de ir a la guerra, en qué instante cambió de rumbo su vida y la de Laia, su hija, y consecuentemente la mía” (Soler 2012: 14).
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Frente al ruinoso obelisco conmemorativo deja un bolígrafo como gesto de homenaje (2012: 162) —a falta de una flor o de un objeto más apropiado—, no solo para honrar a los vencidos sino para alinearse a ellos por razones éticas e ideológicas10. En Soldados de Salamina, de Javier Cercas, o en el cómic de Paco Roca Los surcos del azar (2013), no hay vínculos familiares, pero sí persiste el esquema intergeneracional a través del cual los jóvenes que no vivieron la guerra dialogan con los que sí lo hicieron, llegando en algunos casos a producirse procesos de “desfiliación” —de nuevo el concepto es de Faber—, como el tantas veces comentado con relación al narrador de Soldados de Salamina, cuya evolución ideológica lo conduce del interés intelectual por la figura de Rafael Sánchez Mazas a la admiración sin paliativos por Miralles, el anónimo héroe republicano11. Un esquema que se reitera en Lo que a nadie le importa (2014), de Sergio del Molino, o en La estrategia del koala, de David Roas, esta vez sobre la base del parentesco, donde los nietos ‘repudian’ los actos y las ideas de sus abuelos —en ambos casos combatientes del ejército nacional—, llegando a cuestionar conceptos tales como familia, lugar o herencia. Sucede de este modo en el texto de Roas, cuando el narrador renuncia a escribir la novela del abuelo gallego, como en un cierto momento había sido su propósito, y escoge referentes ʻfamiliaresʼ distintos de los que le han tocado en suerte: los 715 fusilados en la comarca de Ferrol al poco de iniciarse la guerra, los 17 vecinos de Ares, en la provincia de La Coruña, que fueron paseados, o los anarquistas y militantes de izquierda que secuestraron un barco de pesca con el fin de llegar a la costa francesa, de donde fueron llevados al campo de concentración de Argelès. La única memoria que, para Roas, cabe reivindicar es la de las víctimas, de las que su protagonista se siente hijo (o nieto). Con respecto a esta clase de actos afiliativos, Faber ofrece la siguiente explicación: Dado el estado extremadamente controvertido de la memoria pública del violento siglo xx español, cualquier acto afiliativo con las víctimas del franquismo implica también, quiérase o no, una serie de rechazos y condenas: del golpe de Estado que desató la guerra en 1936; de la represión de parte de las tropas y paramilitares del bando nacional; de la dictadura franquista; de la negligencia del legado político y judicial de la represión en los años de la Transición; y de las políticas de la memoria de los sucesivos gobiernos democráticos (Faber 2014: 148).
10 Como explica Sebastiaan Faber (2011: 102-103), “las relaciones de los nacidos entre 1950 y 1980 con los que vivieron y lucharon en la guerra —vivos y muertos— se postulan no solo como filiativas —constituidas por la sangre, el parentesco, el destino—, sino sobre todo como afiliativas, esto es, sujetas a un acto de asociación consciente, basadas menos en la genética que en la solidaridad, la compasión y la identificación”. 11 Aunque el sentido de dicha evolución ideológica sigue siendo controvertida. Véanse, por ejemplo, Luengo (2004: 240) y Larraz (2014: 348).
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Aunque no siempre es así y hay obras que transitan otros caminos, digamos, más ponderados. Es el caso —muy significativo, en parte por las expectativas generadas— de El monarca de las sombras, la última novela de Javier Cercas, en la que, si bien el narrador entiende que Manuel Mena “se había equivocado políticamente”, reconoce también que “había sido capaz de arriesgar su vida por valores que, al menos en un determinado momento, estaban para él por encima de la vida” (Cercas 2017: 270). En este sentido, Cercas adopta la visión desencantada que la Odisea ofrece de Aquiles —el joven de la muerte hermosa y perfecta en la Ilíada, que es como la familia del narrador ve a Manuel Mena—, cuando este, al ser interrogado, confiesa con melancolía que es preferible ser el siervo de un siervo y tener una vida longeva, antes que ser el monarca de las sombras. No es este el lugar para detenerse en ello, pero sí merece la pena mencionar la polémica recepción de la que ha sido objeto El monarca de las sombras, relato al que Sebastiaan Faber (2017) le reprocha precisamente que, al contrario de lo que sucede en Soldados de Salamina, el narrador —identificado con el autor real— no se haya liberado de los lazos genealógicos y, en cambio, se haya colocado de nuevo “las esposas filiativas, movido por lo que siente como una imperiosa necesidad: reconciliarse de lleno, y en público, con su propia genealogía franquista” (s. p.)12. La polémica —agria en más de un momento— evidencia la dificultad de separar, tanto en la producción como en la recepción de esta clase de obras, los procesos intelectivos de los puramente emocionales, así como de aislar las implicaciones ideológicas y políticas del tema abordado. El escaso trabajo, desde un punto de vista colectivo e institucional, llevado a cabo en torno a la memoria de la Guerra Civil y de la dictadura, conlleva, en las expresiones literarias, una exigencia de toma de partido que, cuando se ve matizada —como en el caso de Cercas— desencadena todo tipo de airadas reacciones. También es posible que en las novelas de la posmemoria subyazca aún una actitud, hasta cierto punto, deudora de la noción de compromiso ético del escritor. Aunque esta visión del autor ha tenido un largo recorrido en la tradición literaria española, fue sobre todo muy evidente en la narrativa de la posguerra con el auge del realismo social. Si entonces urgía desvelar los aspectos ocultos de una realidad manipulada por los discursos oficiales, ahora se impone —parecen decirnos estos textos— desenmascarar la versión, o las versiones, de esa misma realidad que, todavía a instancias de ciertos poderes políticos y fácticos, siguen tergiversando y silenciando determinados hechos. Ello explicaría también la marcada tendencia al realismo literario como forma de expresión privilegiada (aun en los relatos con un fuerte componente metaliterario, como los de Cercas y Roas)13. La modulación autoficcional vendría a Le responde, no con menos vehemencia, Alberto Moreiras (2017) con argumentos contrarios. En su interesante trabajo, Jo Labanyi contrapone obras del tardofranquismo y de mediados de los 80 en torno a la guerra y la represión —proclives a utilizar esquemas de lo fantástico y emplear 12 13
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reforzar la presencia del autor en la obra y su compromiso —aquí en el sentido de afinidad y cercanía— con respecto a la materia narrada. Pero, por otra parte, hablamos de un autor proyectado en el texto, cuya presencia resulta inestable —los rasgos identificadores entre autor y personaje conviven con otros que resultan, en cambio, distanciadores—, de modo que dicha presencia del autor, si bien tiene la virtud de reforzar la referencialidad del texto, también la cuestiona. Los espacios de indeterminación que ello genera contribuyen a configurar narrativas de la ausencia del sentido, tal y como las entiende Gatti, especialmente en los textos de desfiliación, en los que se produce una fractura ideológica en la línea familiar. De este modo, interpreto la imposibilidad para muchos narradores de relatar los hechos en los términos en los que estos sucedieron realmente o, incluso, su negativa a asumir algunos acontecimientos. Es el caso del protagonista de Soldados de Salamina, cuando se niega a aceptar la parte humana de Miralles y prefiere erigirlo en símbolo de heroicidad, o del narrador de La estrategia del koala, a quien la investigación en torno a la figura del abuelo le depara solo aburrimiento: no hay épica en sus hazañas, y sí estulticia en el pensamiento que transparentan las anotaciones del diario. Por esa razón, y tras ensayar distintas formas de narrar su historia, decide escribir un fake —una novela en primera persona sometida a la perspectiva del abuelo—, que, de todos modos, también acaba abandonando: “¿a quién le va a interesar una historia que revele los desmanes de otro fascista sin nada sorprendente que ofrecer? —se pregunta—. Porque el abuelo, por lo que se deduce de las fotos y del diario […] no debió de ser más que un simple peón” (Roas 2013: 168). Se advierte, pues, una oscilación que me parece más llamativa que en los relatos argentinos, entre aceptar la ausencia del sentido y la necesidad o el deseo de construir uno que reescriba los elementos de la historia transmitida por los vencedores y se convierta en un acto de justicia para las víctimas. La distancia entre las generaciones, así como entre el momento presente y el momento de los hechos referidos explica en cierto modo dicha aspiración de comprensión y de totalidad. Por ello, se idealizan a menudo las opciones políticas (con su marcado carácter utópico) de aquellos que figuras monstruosas, como el fantasma— con la ficción más reciente sobre el mismo tema, más apegada al paradigma realista. Manifiesta claramente su preferencia por las primeras: “The refusal of realist narrative in those films and novels discussed above which use the trope of haunting can be seen as a recognition of the fact that no narrative of atrocities can do justice to the pain of those who experienced such atrocities at firsthand. This seems to me a more ethical position than the assumption, in those texts that opt for documentary realism, that it is possible to re-create for the reader or spectator a direct experience of the wartime and postwar repression as they were lived at the time” (2007: 111). Se advierten, de todos modos, desviaciones del esquema realista en las novelas de Cercas y Roas, ya citadas, bien por inclusión de estructuras metaficcionales, en el caso de ambos, bien por introducir elementos paródicos y grotescos, especialmente en el caso de Roas.
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combatieron contra el fascismo, vertiendo sobre ellos una mirada que, a veces, resulta no solo escasamente crítica sino cargada de emoción14. (En este sentido, la última novela de Cercas abriría un espacio distinto y, hasta cierto punto, incómodo15.) Con el objeto de regresar a los límites geográficos de este libro, pondré de ejemplo de esto último a La abuela civil española (2014), la novela de la escritora argentina descendiente de exiliados españoles, Andrea Stefanoni. Concebida como una autoficción —pues a pesar de que la narradora principal se llama Sofía y no Andrea, los paratextos insisten en subrayar que todo lo que se cuenta pertenece a la historia familiar de la autora16—, el texto presenta el esquema conversacional habitual en las posmemorias sobre la Guerra Civil —aunque aquí la conversación se sobreentiende, al aparecer elidida17—, ocupando el proceso de transmisión de la memoria un lugar central. La abuela, de 87 años, se recupera de una caída en casa de su nieta, depositaria y transmisora de esa memoria que está a punto de desaparecer. En la fragilidad del testimonio —cerca de su extinción por razones biológicas— descansa parte de esa carga emocional a la que me refería antes y que, a mi modo de ver, caracteriza muchas autoficciones sobre la Guerra Civil. Las emociones, aunque contenidas en determinados momentos —cuando se cuentan las diversas muertes de la familia evitando un exceso de sentimentalismo—, 14 El grado de sentimentalismo depende, como es obvio, de cada obra, pero no estoy de acuerdo, en general, con esta afirmación de María Corredera (2010: 21): “El hecho de que las generaciones no vivieron la guerra, a diferencia de las que la padecieron, no lleven consigo rencores y odio personales, les facilita ver y revisar de forma más objetiva el paso de la guerra y sus consecuencias; pero también este aligeramiento del peso del pasado puede hacer que estas generaciones se desentiendan de él más fácilmente y miren más al futuro que al pasado”. Sin menoscabo de la calidad de la mayor parte de estas obras, no me parece que en ellas haya una observación “objetiva”, de los hechos, más bien lo contrario. 15 Ha sido acusado de ambigüedad política (Faber 2017), lo que en España implica casi connivencia con el franquismo. 16 Autora y narradora comparten, además, diversos elementos biográficos, como la profesión o el apellido italiano. 17 La novela, que se divide en tres partes, presenta dos niveles narrativos: uno de ellos en presente, a cargo de una narradora en primera persona (Sofía), al principio de la primera parte y a lo largo de toda la tercera, en el que desgrana su propia historia familiar con especial hincapié en los recuerdos de su infancia en la isla del Tigre junto con sus abuelos; otro narrado en pasado por un narrador heterodiegético en el que se relata la historia de Consuelo y Rogelio, desde los años anteriores a la Guerra Civil hasta su experiencia del exilio. Aunque apenas se reproducen las conversaciones entre Sofía y Consuelo sobre el pasado de la segunda, en alguna ocasión se alude a ellas, por ejemplo al inicio de la secuencia 50: “Hoy es veinticinco de diciembre. La noche anterior la pasé con la abuela y con mi hermano, que se fue poco después de la una. Nosotras nos quedamos hablando hasta las cuatro, hasta que a mí me agarró sueño: ella podría haber seguido mucho tiempo más” (Stefanoni 2014: 229).
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están siempre presentes, en especial el miedo que Consuelo y Rogelio experimentan a lo largo de todo el relato, y del que, ya anciano, Rogelio solo se libra en su lecho de muerte: “Ya nadie nos persigue”, es lo último que acierta a decir a Consuelo antes de que él expire (Stefanoni 2014: 237). La novela, en suma, busca generar un efecto emocional en el lector a través del relato de las vicisitudes de la pareja: sus penurias económicas, las diversas formas de violencia de la que son víctimas —ya no durante la guerra sino después, en su boda, por ejemplo, celebrada durante una misa atestada de falangistas, o cuando Consuelo tiene que parir sola porque la partera se niega a asistirla— y también, por supuesto, la dura experiencia del exilio. Como es habitual en las narrativas de la posmemoria, el relato da voz a los vencidos, a los silenciados de la Historia, moviendo al lector a la empatía. En estas novelas no hay pretensión de fijar una verdad en mayúsculas. En ellas, se intersecan el testimonio, la autobiografía y la ficción —la historia privada y la historia colectiva—, como prueba del escepticismo posmoderno ante la incomprensión global de lo real, pero como salvaguarda también contra el relativismo ideológico que niega cualquier tipo de verdad. En este sentido, la modulación autoficcional del texto, permite establecer un cierto equilibrio entre la autoconciencia artística y, al mismo tiempo, la confianza en lo literario como modo de conocer el mundo, de ofrecer explicaciones —aunque personales y subjetivas— a los procesos sociales y políticos que operan en nuestras realidades.
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Giros del yo. Los objetos de la infancia en Aparecida de Marta Dillon y Pequeños combatientes de Raquel Robles Anna Forné Göteborgs Universitet
Con el agotamiento de las posibilidades del decir del género testimonial, que en su formato canónico cancela las grietas y dislocaciones propias de la memoria subjetiva, la generación de los hijos de los detenidos-desaparecidos de la última dictadura militar en Argentina ha recurrido a otros formatos narrativos para configurar las memorias personales de la infancia. Entre los variados lenguajes de la memoria de esta serie narrativa destacan las narraciones autoficcionales, que al combinar diferentes protocolos de lectura convencionalmente incompatibles instalan un pacto de lectura ambiguo (Alberca 2007). El componente filial-referencial es crucial en el activismo estético de los hijos e hijas de los desaparecidos, que, al inscribirse en el marco de las “performances del ADN” exploradas por Diana Taylor, reclama la reaparición de los desaparecidos por medio de la recuperación y transformación de diferentes materiales culturales (2003: 168-169). En estos relatos, que se despliegan en forma de un reciclaje de los residuos materiales de la memoria, la vinculación concreta del yo narrador con el nombre y apellido que figuran en la portada del libro adquiere matices políticos porque “hacen eje en la filiación y la genealogía como claves para referir la carga traumática de la violencia del pasado” (Amado 2004: 47). En este sentido, Victoria Daona habla de “estéticas filiatorias” al referirse a la autonomía discursiva que otorga la condición político-histórica de ser familiar de un desaparecido. Sostiene Daona que los lazos genealógicos “los habilita[n] para hablar del tema con solemnidad o irreverencia, según prefieran, pero con una potestad que no tienen quienes no forman parte de los afectados directos” (2015: 167-168). Daona resalta, en la misma línea que Amado, que los/as hijos/as intervienen en el espacio público con la intención de resignificar o recodificar la figura del desaparecido queriendo saber no solo dónde están, sino también quiénes fueron realmente sus padres. En esta indagación genealógica asoma la “subjetividad afectada” (Daona 2015: 171) del yo narrador y de este modo se pone en práctica la búsqueda heurística que Laurent Jenny (2003) ha señalado como característica de algunas autoficciones. Refiriéndose a
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W ou le souvenir d’enfance de Georges Perec, Jenny sostiene que en esta suerte de autoficciones filiatorias, la ficción “toma el peso de la realidad” para poner al día la verdad oculta, a la que el niño huérfano nunca pudo acceder: […] là où le récit autobiographique s’égare dans les supputations imaginaires et s’avère impuissant à retrouver la réalité de l’enfance, c’est la fiction qui prend un poids de réalité et finit par mettre à jour la vérité ensevelie de ce que le petit Perec n’a jamais pu savoir (2003: s. p.).
Etimológicamente, el adjetivo heurístico proviene del griego (εὑρίσκειν, heurískein) y significa tanto ‘hallar’ como ‘inventar’ (DRAE), si bien en su acepción contemporánea la heurística se refiere a los métodos de investigación, o bien a la búsqueda e investigación de documentos o fuentes históricos. En relación con los relatos autoficcionales filiatorios que nos ocupan aquí, es interesante el doble sentido original del vocablo, ya que estos a menudo se despliegan tanto en la dirección de una narrativización de la indagación de los residuos materiales concretos del pasado, como hacia una exploración de las posibilidades de la imaginación en el proceso de inventarse un yo en el presente. Es decir, la búsqueda material realizada con el fin de reconfigurar la figura del padre que se representa en esta serie literaria desencadena la invención del yo de esta subjetividad afectada por la ausencia y la desaparición. En este trabajo se propone una lectura de Pequeños combatientes (2013) de Raquel Robles y Aparecida (2015) de Marta Dillon, que pretende pensar cómo en estos dos relatos una serie de objetos evocan las memorias traumáticas de la infancia1. El estudio aborda cómo en el proceso escriturario de resignificación de la figura del desaparecido se articula la “subjetividad afectada” en el encuentro con diferentes objetos de memoria. En particular interesa ver cómo intervienen los objetos en el proceso de crear significados, o, parafraseando a Bill Brown (2003: 4), cómo utilizamos los objetos con el fin de recrearnos al organizar nuestras ansiedades y moldear nuestras fantasías. En “Thing Theory” (2001), Bill Brown inicia su reflexión sobre la manera repentina e inesperada con la que los objetos cotidianos pueden afirmar su presencia y poder. A partir de la distinción de Martin Heidegger entre objetos y cosas, reminiscente de la teoría del arte de Shklovski y en particular el concepto de ostranenie o extrañamiento, Brown plantea que los objetos se revelan como cosas cuando hay un cambio en la relación entre sujeto y objeto, a partir del cual el objeto deja de cumplir su función cotidiana. Para Brown, la pregunta que hay que plantearse no es tanto si las cosas son, sino qué hacen y cómo organizan en contextos específicos el estado afectivo 1 Las narrativas posdictatoriales ya han sido abordadas en, por ejemplo, Blejmar (2016); Daona (2015); Forné (2010, 2015, 2016); Logie (2015, 2016); Ros (2012).
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del sujeto. En otras palabras, al hacer la distinción entre objetos y cosas, el problema que se plantea es cómo los objetos inanimados constituyen al sujeto humano al afectarlo de distintas maneras (2001: 7). Señala Brown que la interacción entre sujeto y objeto, que convierte el objeto en cosa, puede pensarse como un efecto secundario o una retroproyección (algo latente), o bien como un exceso de materialidad en el sentido de una presencia sensorial o metafísica. La cosa, por lo tanto, es liminar, “a recognizable yet illegible remainder or as the entifiable that is unspecifiable. Things lie beyond the grid of intellegibility the way mere things lie outside the grid of museal exhibition, outside the order of objects” (ibíd.: 4-5). Es decir, las cosas son ilegibles al mismo tiempo de ser restos reconocibles; son identificables, aunque indeterminables. En los relatos filiatorios autoficcionales, el sujeto que se recrea narrativamente se encuentra escindido entre dos tiempos. Si bien es característica de todo relato autobiográfico la construcción narrativa en dos tiempos —el de la vivencia y el de la escritura—, en esta serie de textos, la desintegración temporal es el eje mismo del relato en el sentido de que contamina también la relación entre la realidad y la imaginación hacia una construcción narrativa que explora lo que Salman Rushdie (1991) ha llamado lo “imaginariamente verdadero” del relato del yo fragmentado y agujereado. Por un lado, está el niño que no puede entender lo que vive y, por otro lado, el hijo-adulto que, aparte de sus memorias personales, dispone de información documental y de una versión emblemática de la historia, pero cuya memoria personal se encuentra todavía incompleta. La necesidad de crear una ‘ficción sobre sí mismo’, tramada entre lo personal y lo público, entre lo factual y lo imaginario, crece por lo tanto de un deseo y una voluntad de saber y de conocerse hacia atrás y hacia delante. El que hace y el que mira obran por separado en esta reconstrucción de una historia de vida, la propia y la del familiar desaparecido. Resalta Eva Mariana Perez la discrepancia temporal a propósito de la exposición de arte “Amontonados. Temporalidades de la infancia”, en la que Ana Adjiman, Lucila Quieto y María Giuffra exhiben una serie de obras en las que exploran las huellas de la infancia, que en el caso de las tres artistas estuvo marcada por la desaparición de sus padres durante la última dictadura militar: Hay una contradicción entre la mano que recorta y pega, que por la ejecución no puede ni intenta ser infantil, y la mirada sobre los objetos, distanciada, extrañada, que nos sugiere la de un niño que no entiende lo que ve. O lo que copia, porque la precisión con la que se retratan armas y presos insinúa la preexistencia de un original fotográfico (2010: s. p.).
Esta misma escisión temporal se narrativiza en los relatos autoficcionales filiatorios que nos ocupan aquí, y se concretiza de manera notable en las escenas de cotidianidad en las que se describen, desde diferentes temporalidades, los objetos que de distintas maneras intervienen en el proceso de recuperación de memorias.
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I. Aparecida, de Marta Dillon En Aparecida, de Marta Dillon, el lector se encuentra con un exceso abrumador de materialidad, expuesto por medio de un lenguaje poético que se distancia de la voz y perspectiva infantiles. Se trata, por lo tanto, de una novela que podría describirse con las palabras de la propia autora como “poesía material” (2015: 49). Esta profusión de detalles materiales e informaciones documentales acerca el relato de Dillon al corpus de textos testimoniales sobre la dictadura, así como a las pesquisas e informes de los antropólogos forenses tan presentes en esta novela. Advierte Dillon sobre su búsqueda: Buscar es una palabra peliaguda cuando se trata de desaparecidos, porque a decir verdad no está claro que los busquemos a ellos, a ella en mi caso. Lo que se busca es un material residual, el sedimento de su vida antes y después de convertirse en esa entelequia que no es, que no está, que no existe (ibíd.: 19-20).
En este sentido, el texto de Dillon se resiste a abandonar las certezas de las pruebas materiales, al mismo tiempo que dibuja el ambiguo gesto autoficcional propio de la subjetividad afectada de la segunda generación. En lo que sigue se abordará en primer lugar cómo se reciclan los residuos materiales concretos en la búsqueda heurística narrativizada en esta novela. En segundo lugar, se mirará cómo la narradora recupera las memorias de la infancia por medio de una écfrasis, es decir, la verbalización de una imagen. El relato de Marta Dillon se inscribe en el marco de la estética filiatoria no solo por ser la narración de una hija de desaparecidos, sino porque además hace referencia explícita a otros hijos a lo largo del relato, un anclaje referencial finalmente consolidado por los agradecimientos incluidos al final del libro donde se explicita el apellido de las personas (¿personajes?) mencionadas en el relato. Más allá de este condicionamiento paratextual de la construcción de sentidos, en la novela de Dillon se arma un relato complejo de reinvención tanto de la figura de la madre como de la propia subjetividad, que va más allá de la corroboración referencial. En Aparecida, esta recodificación de la madre, que al final de relato se convierte en una aparecida porque Marta Dillon puede recuperar y enterrar sus huesos, se arma por medio de una “arqueología de la ausencia” que expande narrativamente los fotomontajes de Lucila Quieto (2011), denominados como tal, en los que figura Marta Dillon en unos collages al lado de su madre desaparecida. En parte es este texto que se reescribe y reinventa en Aparecida por medio de una estética similar de reciclaje intermedial: Marta Taboada era abogada y militante política. Fue secuestrada en su casa de la localidad de Moreno, junto a varios compañeros de su agrupación, en presencia de sus hijos. Continúa desaparecida. Marta, su hija, es periodista y escritora. Tiene una hija llamada Naná (Quieto 2011: s. p.).
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En la novela, la conjunción de las imágenes personales del pasado y del presente se complementa con un rastreo de los archivos del Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) y una reconstitución geográfico-testimonial del lugar de desaparición de Marta Angélica Taboada, que incluye visitas a los sitios documentados donde se recogen testimonios de los vecinos del barrio. Concluye la narradora: Sentí la euforia anegándome la garganta, como si hubiera ganado algo, descubierto algo, vencido al tiempo, a mi propia incredulidad. Y había sido tan fácil como presentarme en el terreno y preguntar; las marcas estaban a flor de piel, eran la memoria del barrio, patrimonio común, ningún secreto (2015: 135).
Entre los objetos de memoria, la ropa de la madre ocupa un lugar importante en el proceso de resignificación narrado en Aparecida. Estando en las oficinas del EAAF, la narradora-protagonista pregunta si se puede ver la ropa que se había rescatado de la exhumación arqueológica, con la idea de que los objetos declaren en el proceso de restitución de memorias: “Que la ropa hablara, la que tenía cuando estaba viva, la que llevó hasta la muerte” (ibíd.: 116). En Aparecida, la ropa de la madre desaparecida afirma su presencia en el presente cuando la desempolvan en las oficinas de EAAF, intentando conectar los fragmentos de tela de las bolsas con las imágenes de memoria conservadas de la ropa que llevaba puesta Marta Taboada en los años 70: “Su ropa era ella” (110), explica la narradora, y en varias ocasiones repite la descripción de la ropa que solía llevar su madre, reconstruyendo a partir de los vestigios concretos su figura: “Pero acá no se trataba de espíritus sino de cosas, pedazos de tela descoloridos y descuartizados, sus partes separadas unas de otras, informes al principio, hasta que pusimos las tres las manos sobre ellas y entre ellas y empezó nuestra tarea de reconstrucción” (117). A treinta y cinco años de la desaparición, se vuelve posible ver y tocar las pertenencias de su madre, algo que le fue negado cuando de adolescente encontró una bolsa con ropa en un placar en casa de sus abuelos. Hurgando entre los pedazos de tela llenos de polvo, intentando reconstruir la ropa de su madre, la protagonista-narradora se da cuenta de las lagunas de su propia memoria, que a pesar de la lista detallada de la ropa de su madre que repite una y otra vez, no puede recordar qué tenía puesto la madre el día que cayó presa. Si bien en un primer momento esta carencia provoca una duda con respecto a su entereza y compromiso testimonial —“me parecía que faltaba a mi deber como testigo […] cómo iban a confiar mis hermanos en todo lo que sí tenía en la memoria si no había podido retener ese detalle” (119)—, este vacío en el mapa exacto del testimonio la lleva a afirmar la importancia de los afectos en el momento de reconstruir la figura de la madre: “Mi ternura no estaba atada a la certeza aunque ya había aprendido algo de su peso específico, algo que no tenía que ver con la memoria…” (120). Es una pollera azul, encontrada en
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la bolsa de ropa en el laboratorio del EAAF, y descrita por una sobreviviente como la que Marta Taboada tenía puesta en el cautiverio, que llega a constituir, junto con los huesos exhumados, la evidencia principal en el proceso de reconstrucción de la figura de la madre. Por medio de un juego de imágenes palimpsésticas, propio de las estéticas filiatorias2, se reconstruyen los estratos materiales de la memoria, desde las fotos y anotaciones de la primera exhumación de 1984 (116) a la revisión presente de la ropa, completada con el testimonio de Cristina Comandé (128), hasta la foto que saca la narradora-protagonista de la prenda —“Me subí a una silla para sacarle una foto cenital, para que no se me escapara ningún detalle” (123)—. De este modo, la búsqueda heurística narrativizada en Aparecida se sostiene principalmente en los residuos materiales concretos del pasado y explora en menor medida las posibilidades de la imaginación. Desde la posición en el presente, son además las fotos de los vestigios materiales sacadas con el celular que llegan a constituir la muestra más valiosa, en forma de una arqueología ya no de la ausencia, sino de la aparición, documentada en todos sus estratos espacio-temporales: “Ninguna otra evidencia podía competir ahora con las fotos que tenía en el celular” (127). Las estrategias narrativas empleadas en Aparecida con el fin de narrativizar las memorias de la infancia son complejas y variadas. En las primeras páginas de Aparecida, la narradora advierte que su memoria es esencialmente audiovisual, una propiedad que se torna recurso narrativo en el relato. En la representación narrativa del trabajo heurístico llevado a cabo por la autora-narradora-protagonista, que comprende varios niveles espacio-temporales e incluye diversos materiales concretos, destacan las descripciones textuales que producen una visualización del objeto representado. En algunas de estas secuencias, la narradora se contempla a sí misma, lo cual produce una duplicación del yo autorial, escindido entre el momento de la evocación y el pasado evocado. Un ejemplo de esta suerte de desdoblamiento, producido por medio de la verbalización de una representación visual —una écfrasis literaria— es la narrativización de una película Súper-8, rescatada del archivo familiar3. La visualización de la Súper-8 en Aparecida no es solamente verbal, dado que la foto de la tapa es una instantánea de la cinta narrativizada en la novela, que además se paratextualiza en minúsculas en la solapa final como procedente del archivo familiar,
Véase Forné (2015). En el campo de los estudios intermediales, desde hace unos veinte años proliferan las teorizaciones en torno a la écfrasis literaria. Señala Lindhé (2013: 7) que si bien todavía la mayoría de los teóricos enfatizan el referente (el objeto percibido) existen cada vez más definiciones que hacen hincapié en los efectos de la descripción que hacen que el público pueda visualizar, eso es, imaginar al objeto descrito tal como si estuviera presente, acercando así la conceptualización a la idea de enargeia, propia de la retórica clásica. 2 3
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lo que para el lector atento y competente inicialmente da pie a una lectura referencial4. No obstante, la complejidad espacio-temporal de la instancia narrativa, textualmente instalada por medio de la descripción de la película, seguidamente conlleva un desplazamiento de esta misma referencialidad. La función de la écfrasis es materializar lo abstracto y volver sensorialmente presente al objeto descrito para así despertar los sentimientos y la imaginación del lector, que de esta manera se convierte en espectador. De este modo se crea la sensación de una presencia doble, la del objeto en el mundo del espectador y la del espectador en el mundo del objeto (Agrell 2016: 114). En Aparecida esta verbalización de la representación visual retrotrae al yo espectador-narrador a la infancia en forma de una autocontemplación que momentáneamente cancela la distancia espacio-temporal entre el momento de la exposición y el de la filmación. Es decir, la proyección narrativizada del proceso de percepción de una escena cotidiana en la que la protagonista-narradora aparece junto a su madre en la playa momentáneamente permite la confluencia de presente y pasado, lo que crea una sensación de presencia e inmediatez, un efecto de como si (quam si) otra vez estuviera allí (ibíd.: 115). La verbalización de la película Súper-8 se divide en una serie de escenas textualmente separadas por medio de la palabra “Corte”. En el primer fragmento, los tiempos verbales empleados al autonarrarse por medio de la contemplación revelan una intersección y entrelazamiento del presente-pasado (“la mujer que yo era ahora”) y el pasado-presente (“la niña que soy ahí”) que fractura la cronología convencional y acerca los tiempos, a efectos de crear una sensación de inmediatez. De este modo, en Aparecida, el sujeto que narra lo que ve vuelve a ser quien fue porque en el cruce espacio-temporal el sujeto que contempla y el objeto contemplado son el mismo. En un acto iterativo, la narradora vuelve a mirar la película una y otra vez y describe en detalle los lugares, objetos y personas que aparecen en la pantalla (y más allá de ella). Es solo el cuerpo de la madre que se resiste —“esquiva la cámara” (Dillon 2015: 169)—, a pesar de la insistencia de la narradora en recuperarlo y enmarcarlo en el relato: Contuve la respiración, fui capaz de escuchar el viento que no se escuchaba de ninguna manera, van a acercarse, mamá se retira el pelo de la cara pero todavía está muy lejos para verla, el horizonte azul, las sombrillas de colores, otros chicos correteando entre ellos. Así estaba, nítida y en movimiento aunque a la distancia, rogué que se sostuviera la imagen, que se acercara, que llegara al primer plano pero no, siguen de largo o caminan en círculo, no sé, es papá el que se adelanta, extiende su mano, el horizonte se invierte y una mancha rosada lo cubre todo. Corte (ibíd.: 171).
4 Según Alberca, este debe ser un lector que “se deleite en el juego intelectual de posiciones cambiantes y ambivalentes y que soporte ese doble juego de propuestas contrarias sin exigir una solución total” (1996: 16).
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La frustración que provoca la imposibilidad de evocar el cuerpo de la madre —“mi desilusión porque no vi su cara, porque no me miraba, porque no veía lo que quería ver” (ibíd.: 173)— se debe a su ilegibilidad a pesar de ser un resto reconocible. Esta misma ilegibilidad es la que rompe la ilusión de presencia e inmediatez. En Aparecida el pacto ambiguo propio de la autoficción no solamente se genera por medio de un desplazamiento desde lo referencial al terreno de la literariedad, sino que asimismo involucra una exploración intermedial. Estas estrategias narrativas de transgresión, incitadas por la búsqueda heurística y textualmente evidenciadas, invitan al lector a realizar una indagación paralela para así dar el paso junto con la autora-narradora-protagonista del ámbito referencial al medio literario y a lo “imaginariamente verdadero”. La inserción intermedial de evidencia material a lo largo de la novela, por lo tanto, forma parte de la estética filiatoria que en otro lugar denominamos —citando a Rosi Braidotti— “el arte de la reversibilidad”, señalando la potencialidad creativa de la repetición y del arte del ‘como si’ (Forné 2015).
II. Pequeños combatientes, de Raquel Robles La narradora-protagonista de Pequeños combatientes nunca revela su nombre, de la misma manera que tampoco nombra directamente el acontecimiento que marca un antes y un después de su vida. A lo largo del relato se refiere a la desaparición de sus padres como “Lo Peor”, como si nombrar la probable muerte de los padres la convirtiera en realidad. Así el juego de palabras es una manera de conjurar lo que no puede pasar, es decir, “Lo Peor”. Al igual que la autora de la novela —Raquel Robles— la narradora-protagonista de Pequeños combatientes es hija de desaparecidos. Más allá de los datos genealógicos de Robles, que con facilidad condicionan una lectura referencial, la novela establece un contrato de lectura ambiguo cuando en la dedicatoria señala la narrativización de la memoria: “A Juan, por esta noche que me leyó este libro de un solo aliento para que pudiera escuchar mi propia voz”. Ya en la primera página se indica la brecha temporal entre el tiempo de la narración y el tiempo de lo narrado y cómo esta determina las modalidades de la escritura del yo. En esta dedicatoria, la voz narrativa se fracciona no solo entre dos temporalidades, sino que evoca también un tercer momento, cuando el yo narrativo puede escuchar su propia voz del pasado en el presente, cuando un compañero le lee en voz alta el relato en el que se reinventa. Indudablemente, la novela plasma a partir de la mirada y el lenguaje infantiles un cuadro sugerente de una niña huérfana que crea su propio frente de resistencia en casa de sus tíos, donde vive junto con su hermano menor tras la desaparición de sus padres. El título de la novela alude precisamente a la necesidad que siente la niña de
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continuar la lucha revolucionaria a pesar de la ausencia de sus padres, y se representa detalladamente cómo emula los códigos lingüísticos y de conducta de los militantes de izquierda de la época. En este sentido la novela invita, casi de manera tramposa, a una lectura que depende del referente, en la línea de los testimonios de la militancia, en los que la verificación de los datos orienta el proceso de lectura. No obstante, en esta obra también se produce una reinvención del yo, que se manifiesta en una serie de escenas en las que la percepción dislocada de los objetos cotidianos irrumpe e interrumpe el estado de normalidad que insiste en mantener la protagonista. En lo que sigue se examina una de estas escenas con el fin de reflexionar sobre cómo la (re)invención del yo puede nacer del encuentro con los objetos cotidianos. En las primeras páginas de Pequeños combatientes se manifiesta la importancia de los objetos en la construcción de la memoria, sea esta testimonial o autoficcional. Cuenta la narradora-protagonista acerca del destino de sus padres comunicado por los familiares: Y la verdad pareció ser esa: nada de balas, nada de barricadas, nada de granadas ni de armas largas. Mis padres, los combatientes, convertidos en dos vecinos, un matrimonio, un hombre y una mujer, encapuchados, subidos a los empujones a un Falcon verde oliva. Me costó mucho reponerme de esa imagen. Noches de insomnio tratando de descodificar el cambio de estrategia. Hasta que entendí: era el súmmum del camuflaje, había que disimular. […] Mis tíos dejaron de romperme las pelotas con los psicólogos y los estúpidos de mis compañeros de la escuela compraron el personaje sin cuestionar nada (Robles 2013: 12-13, cursiva nuestra).
Cuando la versión sobre los hechos transmitida por los familiares (un matrimonio encapuchado y secuestrado en un Ford Falcón verde) no corresponde a la visión heroica que la narradora tiene del destino de sus padres (balas, armas largas, barricadas y granadas), toma la decisión de desempeñar un papel, o sea, inventarse un personaje con el fin de poder dedicarse a descifrar los mensajes de la organización. Este personaje que crea la narradora-protagonista explica que “Una vez que te pasa Lo Peor, no puedes andar fijándote en detalles” (ibíd.: 66), y a pesar de eso son los pormenores materiales de todos los días los que captan su atención, desde los libros y las flores y plantas de la casa de los tíos hasta los colores y estampados de los objetos (por ejemplo: “En el ropero de la pieza pintada de celeste encontré varios libros” [ibíd.: 57]). En la mayoría de los casos, estos objetos no alteran la percepción, sino que forman parte tanto de la normalidad construida de la cotidianidad como de la estrategia de combate. A pesar de la estrategia de disimulo y resistencia de la protagonista-narradora, hay objetos que la perturban con su presencia insistente y la obligan a encontrarse consigo misma. Un momento epifánico de la novela se produce cuando en un cumpleaños de repente un globo violeta hace que la protagonista-narradora pierda su autocontrol:
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De repente frente a mí apareció una nena que sostenía un globo violeta, pero no era un globo común de cumpleaños sino uno de esos que se van hacia arriba. Fue como si me hubiera tirado de un empujón hacia el centro de mi recuerdo y pronto me encontré en el cuarto de mi papá y mamá […]. Todas las prácticas para controlar mis sentimientos, todo el entrenamiento frente al espejo todo eso había quedado desbaratado por un globo violeta (ibíd.: 70-71).
En vez de confirmar la factualidad y fuerza verificadora de los objetos descritos, tal como prescribe el protocolo testimonial, aquí el objeto disrumpe, trasladando el peso de la realidad a otra dimensión. En este caso, el globo violeta puede pensarse como la retroproyección de una memoria suprimida, que en un momento inesperado sale de visita. Resulta que en este relato no son los objetos asociados a la resistencia que disparan los procesos de memoria, sino que es el objeto frívolo e intrascendente de un globo violeta que hace aparecer las imágenes mnemónicas y el recuerdo paternal. Y no solo eso, porque al mismo tiempo que este objeto convertido en cosa despierta involuntariamente las memorias reprimidas de la niña, también evoca la ética militante aprendida de los padres: “Entonces escuché claramente la voz de mi padre que me explicaba que los payasos, los zancos y los malabaristas estaban mal porque ese día en Plaza de Mayo había que celebrar a los Trabajadores porque era el Primero de Mayo” (ibíd.: 71). Así pues, la épica militante no perdona la frivolidad. En esta escena, por tanto, se produce uno de esos momentos cuando el objeto se convierte en cosa para así (re)constituir al sujeto humano por medio del afecto y las emociones porque, al decir de Brown, las cosas organizan el estado afectivo del sujeto. Si pensamos la relación entre sujeto y objeto en relación con los protocolos genéricos dominantes al configurar las memorias de la dictadura en Argentina, podemos constatar que en Pequeños combatientes no solo hay una dislocación del sujeto, sino que además se modifica el valor concedido a los objetos. Las descripciones de la realidad externa ya no funcionan como soporte de una verdad objetiva, sino que son los objetos que hacen que el sujeto pueda iniciar la búsqueda heurística propia del relato autoficcional de la segunda generación, si bien en este caso concreto el giro subjetivo es involuntario. Las obras brevemente analizadas en este artículo pertenecen a la serie narrativa de “estética filiatoria” todavía en proceso de formación en Argentina. En este trabajo abordamos cómo en el proceso escriturario de resignificación de la figura del desaparecido se articula la “subjetividad afectada” del narrador-protagonista en el encuentro con diferentes objetos de memoria. En las dos obras analizadas, el pacto ambiguo de la autoficción se produce como efecto de la narrativización de la indagación heurística realizada por las narradoras-protagonistas con el fin de reconfigurar la figura de sus padres desaparecidos y con ella la propia subjetividad. A pesar de un fuerte anclaje material, textualizado por medio de las abundantes descripciones detalladas
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de lugares, personas y objetos, la referencialidad narrativa se desdibuja una y otra vez cuando interfieren los sentimientos en el proceso de reconstrucción de las memorias de la infancia. Así, cuando la relación inicial del sujeto con el objeto se modifica produciendo una suerte de extrañamiento, se vuelve imposible insistir en una reconfiguración del pasado tal cual fue según los mecanismos estéticos del relato testimonial. Esta puesta en escena de la “cosificación” (en el sentido de Brown) de los objetos de la memoria está acompañada de una metarreflexión sobre las estrategias de representación. En este sentido se invita al lector a realizar una indagación paralela, y en esto reside el activismo estético de esta serie narrativa.
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Variaciones de la auto(r)ficción en la narrativa argentina Sabine Schlickers Universität Bremen
Ya en las actas del congreso sobre autoficción que celebramos en 2009 en Bremen (Toro, Schlickers, Luengo 2012), así como en la tesis de doctorado de Vera Toro1, concebimos la autoficción como un subgénero paradójico y (meta)ficcional en vez de como texto híbrido que oscile entre lo factual (la autobiografía, la memoria, el testimonio) y lo ficcional. Después de presentar brevemente este concepto de la autoficción, presentaré unas formas literarias más sofisticadas de la misma, ya que comparto con Anna Caballé (2017: s. p.) cierta fatiga con respecto a la autoficción ʻclásicaʼ que mezcla memoria y novela y “corre el riesgo de convertirse en una fórmula”. Distinguiré entre la autoficción fantástica-paradójica, la reescritura autorficcional, la auto(r)ficción, la autoficción fingida, la auto(r)ficción heterodiegética y la autorficción redoblada, sin ninguna pretensión exhaustiva. La clave de estas nuevas variantes auto(r)ficcionales reside en el juego con la autoría y con la autotextualidad, forma peculiar de la intertextualidad ficcional que destaqué ya brevemente en nuestro volumen (Schlickers 2012a: 64 s.): la autotextualidad designa la aparición explícita o implícita de otro texto del mismo autor por medio del título o por la inserción de personajes o acontecimientos del hipotexto en el hipertexto del mismo autor. Tanto estas variantes como la autoficción clásica se modelan como textos genuinamente ficcionales, y no como textos híbridos que entremezclan la no-ficción de la autobiografía o del discurso testimonial con la ficción. Recurro a un concepto estricto de lo ficcional, de acuerdo con Muñoz Molina: “una gota de ficción tiñe todo el relato de ficción”2. La autoficción resalta la ficcionalidad, por lo que tiene siempre una dimensión metaficcional. El único rasgo pertinente que distingue textos ficcionales de textos no ficcionales es el desdoblamiento de la situación de enunciación (Schlickers 2012b), por lo que no hay identidad entre autor implícito (Ai) y narrador (N): Ai # N.
1 Vera Toro (2017): “Soy simultáneo”. El concepto poetológico de la autoficción en la narrativa hispánica. Madrid/Frankfurt: Iberoamericana/Vervuert. 2 Este aforismo se cita en la novela El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia de Patricio Pron (2011: 198).
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No obstante, el término autoficción disuelve (deliberadamente) la claridad de los pactos de lectura y de escritura, autorizando una escritura del yo al que se le permite jugar con referencias a la verdad. Manuel Alberca (2007) se refiere a este juego como “pacto ambiguo”. Puesto que la diferencia entre autoficción y autobiografía tampoco está siempre muy clara, concebimos la autoficción como un pacto lúdico entre el autor (implícito) y el lector (implícito). La autoficción recurre normalmente a la perspectiva autodiegética, aunque hay algunos textos literarios, si bien pocos, escritos en tercera persona en los que el narrador habla sobre sí mismo. Puesto que esconde así su verdadera identidad, esta variante forma parte de la narración no fiable en el nivel de sobre la enunciación: en algún momento el narrador deja caer la máscara y se revela como pseudoheterodiegético. En Beatus Ille (1986) de Antonio Muñoz Molina, por ejemplo, la voz narrativa en tercera persona que asume la narración en la segunda parte y en el primer capítulo de la tercera parte de la obra resulta ser la del —presuntamente muerto— poeta Solana, lo que revela que la situación narrativa heterodiegética era fingida3. Vincent Colonna (2004) distingue entre cuatro tipos de autoficción: 1.º La autoficción biográfica como La tía Julia y el escribidor (1977) de Vargas Llosa, que resulta ser una novela autobiográfica, tomada tan en serio por la tía ofendida de Vargas Llosa, que esta respondió con un juicio y con un libro que presenta otra versión de la historia amorosa con su sobrino. 2.º La autoficción especular demuestra un (breve) reflejo del autor en su obra; me refiero a este tipo como modo auto(r)ficcional, ya que consta en una mera inscripción puntual metaléptica del autor in corpore y/o in verbis (Schlickers 2012a: 59). Así, en “Hombre de la esquina rosada” (1935) y en “La forma de la espada” (1944), el autor se ficcionaliza, por ejemplo, al final del cuento como narratario llamado Borges. En La potra (1973) de Juan Filloy, el autor aparece al final de la novela brevemente como abogado de su protagonista (profesión que Filloy ejerció de hecho en su vida extraartística). 3.º En la autoficción fantástica, el autor ficcionalizado se ubica en una historia inverosímil, refutando así cualquier interpretación autobiográfica; más adelante presento el ejemplo del relato “El otro” de Jorge Luis Borges. Descartamos ya en nuestro estudio (Toro et al. 2012: 13) el cuarto tipo de la autoficción de Colonna, la autoficción intrusiva, por tratarse más bien de una 3 Cfr. Schlickers (2000) y Meyer-Minnemann y Schlickers (2007). Es de suponer que haya asimismo narradores no fiables pseudohomodiegéticos, pero no he encontrado ningún ejemplo para esta variante.
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metalepsis retórica cuando el narrador (y no el autor) se dirige directamente al lector: “Ainsi ferez-vous, vous qui tenez ce livre d’une main blanche…” (Le Père Goriot de Balzac, citado por Colonna 2004: 136). En los otros tres tipos, en cambio, se combinan elementos supuestamente biográficos con elementos inventados, más o menos verosímiles o incluso fantásticos, por lo cual tampoco distinguimos entre autoficciones ʻbiográficasʼ y ʻfantásticasʼ. En el segundo y tercer tipo, la metalepsis y la mise en abyme aporétique, es decir, la autoinclusión narrativa paradójica de la obra literaria que se contiene a sí misma, desempeñan un papel importante, pero no imprescindible. Cada uno de los tres tipos demuestra que la autoficción pertenece a la narración paradójica. Esto se ve también en la modelización contradictoria de la autoficción para la que recurrimos a Genette, quien indica el carácter paradójico de la autoficción de manera congénita: “C’est moi et ce n’est pas moi” (1991: 161). A nivel gráfico, Genette traduce esta definición en el siguiente triángulo en el que solo cambiamos el autor de Genette por el autor implícito (Toro et al. 2012: 19):
Ai # = N = P
Aunque el autor implícito (Ai) pretende ser idéntico al narrador (N), no lo es (Ai # N), porque la autoficción es un texto ficcional que ofrece por definición un desdoblamiento de la situación de enunciación, lo que lo distingue de un texto factual (Ai = N). Al igual que en cualquier otra narración homodiegética, el narrador es idéntico al personaje (N = P). La presunta relación de identidad entre el personaje y el autor implícito (P = Ai) constituye el rasgo peculiar de la autoficción y determina su carácter paradójico. Añadimos la conformidad (ª) o disconformidad (#ª) ideológica o moral entre las tres instancias (ibíd.: 20), con lo que resultan cuatro modelizaciones posibles que valen, por otro lado, para cualquier texto ficcional: / ª personaje autor ª narrador \ #ª personaje / ª personaje autor #ª narrador \ #ª personaje
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La autoficción juega con la autoría: se puede identificar al personaje autoficcional por medio de referencias autotextuales (véase infra) o alusiones al título de la obra, por nombres de personas relacionadas con el autor, referencias autobiográficas, etc. Veamos ahora las variantes de la autoficción clásica que mencioné al principio.
I. La autoficción fantástica-paradójica Esta primera variante combina el tercer y el segundo tipo de la autoficción de Colonna (véase supra), vinculando lo fantástico-inverosímil con recursos paradójicos genuinos y llamativos. Así, el cuento “El otro”4 de Borges, incluido en El libro de arena (1975), arranca con una introducción en la que el narrador autodiegético subraya la autenticidad de un suceso insólito que le ha pasado y asustado tanto que tardó tres años para poder escribirlo, esperando que él mismo lo concebiría a lo largo de los años como algo ficcional, al igual que sus supuestos lectores. Con esta reflexión metaficcional, el narrador pone ya al narratario en guardia, y a través de este al lector implícito. El juego ambiguo al que lo invita recorre todo el cuento, en el que se presentan pruebas para autentificar un “hecho” que no solo no prueban nada, sino que se vuelven paulatinamente más vertiginosas, hasta terminar en una cinta de Möbius. El “hecho” consiste en un encuentro fantástico del personaje-narrador Borges consigo mismo como joven Borges, y con ello en una simultaneización fantástica que es a la vez metaléptica: — […] usted se llama Jorge Luis Borges. Yo también soy Jorge Luis Borges. Estamos en 1969, en la ciudad de Cambridge. No —me respondió con mi propia voz un poco lejana. […] Yo estoy aquí en Ginebra, en un banco, a unos pasos del Ródano. Lo raro es que nos parecemos, pero usted es mucho mayor, con la cabeza gris (1984: 212).
En primer lugar, destaca aquí el desdoblamiento autoficcional-fantástico del personaje. Además, “el otro” se encuentra en otro lugar (en Ginebra en vez de en Cambridge) y en otro tiempo (en 1918, en vez de en 1969) (ibíd.: 216). Con ello se manifiesta aquí una triple metalepsis horizontal, que es ontológica, espacial y temporal5. 4 Los análisis de este cuento de Borges y de “Historia para un tal Gaido” de Castillo, así como de la novela La otra playa (véase infra) se encuentran asimismo en forma algo variada en la monografía La narración perturbadora: un nuevo concepto narratológico transmedial, que edité junto a Vera Toro, en Iberoamericana/Vervuert en 2017. En ese estudio se encuentran (re)modelizaciones de los recursos paradójicos que se mencionan en este artículo. 5 Más adelante, el viejo Borges propone explícitamente al joven verse “al día siguiente, en
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El narrador trata, no obstante, de explicar racionalmente lo inexplicable: “Nuestra conversación ya había durado demasiado para ser la de un sueño”6, y a continuación los dos hablan sobre literatura, lo que le otorga al cuento una dimensión altamente intertextual: se citan ciertos intertextos como El doble de Dostoievski (aunque no se menciona el relato “Distante espejo” [1943] de Cortázar, intertexto de “El otro”). Para salir de las paradojas de la otredad7, el protagonista piensa en la “prueba” de la flor de Coleridge y le da otra vuelta de tuerca: para demostrar la realidad del encuentro, le pide dinero al otro y le da unos dólares que llevan la fecha de 1974. Como el otro está ubicado en el año 1918, esta fecha es absolutamente futurista e irreal. Para el lector implícito, empero, la fecha 1974 resulta igualmente futurista, ya que la diégesis está situada en el año 1969 (y la redacción del cuento en el año 1972) (ibíd.: 211). El narrador mismo aumenta la ambigüedad al pretextar que “alguien me dijo que los billetes de banco no llevan fecha” (218) y llega a la conclusión de que el otro ha soñado la fecha en el dólar. Finalmente, los dos protagonistas hacen desaparecer estas “pruebas de lo real” (218). El joven Borges duda también de la veracidad de este encuentro fantástico consigo mismo en versión vieja y pregunta suspicazmente: “—Si usted ha sido yo, ¿cómo explicar que haya olvidado su encuentro con un señor de edad que en 1918 le dijo que él también era Borges?” (216). Esta pregunta perspicaz —que el narrador-personaje trata de naturalizar con un olvido que no convence a nadie— convierte la ficción en una vertiginosa cinta de Möbius que cambia de banda en cada encuentro nuevo que se producirá entre los dos Borges. Consecuentemente, la conclusión final tampoco soluciona nada, es otro de los tantos intentos ingeniosos de explicar lo inexplicable, otorgándole, empero, tan solo otra dimensión fantástica: “Creo haber descubierto la clave. El encuentro fue real, pero el otro conversó conmigo en un sueño y fue así que pudo olvidarme; yo conversé con él en la vigilia y todavía me atormenta el recuerdo” (219).
ese mismo banco que está en dos tiempos y en dos sitios” (219). Debido a esta paradójica simultaneidad temporal-espacial no se trata aquí de una silepsis, sino de una metalepsis. 6 Tal vez destaca aquí una alusión a la aventura de Don Quijote en la cueva de Montesinos (segunda parte, caps. 22-24): tanto el primo como Cide Hamete mismo dudan sobre la veracidad de esta aventura fantástica, de la que Don Quijote vuelve profundamente dormido. Uno de los argumentos es: “—Yo no sé, señor don Quijote, cómo vuestra merced en tan poco espacio de tiempo como ha que está allá bajo, haya visto tantas cosas y hablado y respondido tanto” (Cervantes 1994: 203). 7 El narrador autodiegético mayor se burla de la lectura romántica-referencialista de un poema de Whitman por parte de su joven yo, razonando que “medio siglo no pasa en vano. […] comprendí que no podíamos entendernos. Éramos demasiado distintos y demasiado parecidos” (Borges 1984: 217).
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II. La reescritura autorficcional En esta segunda variante se recurre a la inscripción puntual metaléptica del autor, recurso paradójico que se combina en el ejemplo que sigue con un recurso engañoso: “Historia para un tal Gaido” de Abelardo Castillo (1993) es una reescritura autorficcional de “Continuidad de los parques”, con la variante de que aquí en vez de la lectura, es la escritura la que resulta ser mortal. El efecto inquietante, empero, es tan fuerte como en el hipotexto8 de Cortázar. El otro intertexto es “Hombre de la esquina rosada” (1935) de Borges9, lo que se revela tanto por la temática —una pelea mortal entre dos hombres en un baile, una mujer en medio y una historia de venganza por parte del hermano del muerto—, como por el tono y el ambiente criollo destartalado —un almacén, una cortina de flores desleídas, un espejo roto, etc.—. En el momento de la anagnórisis, cuando Martín se enfrenta finalmente con el asesino de su hermano, reconoce que este es un “pobre infeliz [que] tampoco tenía la culpa de nada” (1993: 101). Resulta que el asesino solo había obedecido a los códigos machistas, y que su vengador se da cuenta de ello en este momento tan codiciado durante veinte años. En este sentido el relato se vincula intertextualmente con la continuación de “Hombre de la esquina rosada”, el cuento “Historia de Rosendo Juárez” (1970) de Borges, en el cual el propio Rosendo relata qué le había sucedido antaño, por qué había actuado aparentemente de manera tan cobarde en el momento crucial del desafío: “sucedió entonces lo que nadie quiere entender. En ese botarate provocador me vi como en un espejo y me dio vergüenza. No sentí miedo […]; me quedé como si tal cosa” (Borges 1984: 38)10. Pero a la vez la frase citada en la que el asesino era un “pobre infeliz [que] tampoco tenía la culpa de nada” apunta a otra dimensión de sentido, que se revela solamente al final: el que tiene la culpa es el narrador-autor de “Historia para un tal Gaido”, quien admite que no es fácil contar lo que pasa al final. Mientras imagina cómo Martín pasa por el barrio de Boedo, señala, cambiando a la vez al presente y a la certeza: “Cuando Gaido doble la esquina, verá, inequívoca, una ventana con luz: eso significa que el otro está ahí, dentro de la casa, esperando oír el ruido de la cancel” (Castillo 1993: 100). Este “otro” resulta ser el mismo narrador, que aguarda, al igual que el lector ficticio de “Continuidad de los parques”, a que su asesino —que en este caso es su propio personaje— lo alcance (metalepsis ascendente del enunciado y metalepsis temporal y espacial): 8 Cohn subraya la consiguiente singularidad del relato de Cortázar, puesto que no ha encontrado “aucune œuvre littéraire qui sécrète cet effet” (Cohn 2005: 130). 9 Hay varias alusiones a otros cuentos de Borges: el viejo en el boliche que mira con ojos blancos a Gaido mientras de lejos pasa un tren (Castillo 1993: 99) remite, por ejemplo, a “El sur”; la historia de venganza fraterna con un cuchillo hace pensar en “El fin” (cfr. Schlickers 2007: 203 ss.) y el hipertexto de “Hombre de la esquina rosada” se menciona más abajo. 10 Véase el análisis detallado en Schlickers (2007: 210-214).
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Esperando oír el ruido de la cancel […] mientras él escribe un cuento de espaldas a la puerta y cree escuchar ya (escucha ya) un sordo taconeo que da vuelta la esquina, mientras yo acabo la historia de Martín Gaido, oigo […] que me nombra, que ya pronuncia mi nombre aborrecido y, con rencorosa lentitud, saca la mano del bolsillo y me insulta en voz muy baja (ibíd.: 100 s., cursiva mía).
El narrador resulta ser el autor que escribe el cuento —auto(r)ficción—, y por consiguiente es el creador de la historia. En este sentido autorial se revela como el verdadero asesino del hermano de Martín —y a la vez como víctima de su propio personaje—. Esto puede vincularse con su ambiguo título, ya que por un lado le dedica la historia a Gaido, pero por otro suena despectivo que la historia que se lee a continuación esté escrita “para un tal Gaido”. De hecho, llama la atención que el narrador abandone poco antes de contar el final su posición distanciada al marcar su poder con respecto al personaje: “[Martín] sintió vértigo y pensó echarse atrás; pero yo no lo dejé tener miedo. Yo le inventé el coraje” (ibíd., cursiva mía). Esta pista indica que el narrador está creando la historia que cuenta; además, el cambio repentino de la tercera persona a la primera señala que es un narrador no fiable, y resulta de hecho ser pseudo-heterodiegético11. Juega con su personaje como el gato con el ratón, hasta convertirse finalmente en víctima mortal de este: Gaido “saca la mano del bolsillo” (ibíd.: 102) donde guarda el arma para vengarse del verdadero autor del asesinato de su hermano. Este final insinuante, que no cuenta el homicidio, hace nuevamente referencia al hipotexto “Continuidad de los parques”. El cuento de Castillo contiene, por cierto, una nota (auto)irónica, puesto que el autor ficticio, que se cree omnipotente, pierde finalmente el control sobre su personaje que se emancipa de su ʻautorʼ, resarciéndose de esta triste historia convencional que lo perseguía por más de veinte años.
III. La auto(r)ficción El secreto y las voces (2002), de Carlos Gamerro, combina la técnica narrativa engañosa con una mise en abyme aporética y con la autotextualidad, recurso intertextual que transforma el texto literario en una auto(r)ficción peculiar. La reconstrucción del narrador homodiegético, que vuelve al pueblo de su infancia para desentrañar las circunstancias de la muerte de Darío Ezcurra, revela que todo el pueblo sabía y consentía, al igual que en Crónica de una muerte anunciada de García Márquez, que iba a ser ejecutado. Las versiones singulares se contradicen, pero paulatinamente se 11 En pasajes anteriores, el uso de la primera persona funcionaba como marca de enunciación autorial (“como digo” [98], “no puedo asegurar”, [99]); en el pasaje citado, sin embargo, el narrador se inscribe por primera vez ontológicamente en la historia que cuenta.
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revelan los enredos y complicidades entre los habitantes del pueblo y el poder policial y militar en una dictadura, lo que impone la pregunta en torno a la responsabilidad de cada uno12. Sorprendentemente, no ha sido mencionado por la crítica académica13 el hecho de que el narrador se revele en el último tercio de la novela como hijo de Ezcurra (recurso engañoso), dato que todo el pueblo conocía salvo él mismo. Y hacia el final hay otro giro, cuando el narrador contesta a la pregunta de un amigo: —Al principio decías que era todo para una novela. ¿Era puro circo? —Qué sé yo. No se me ocurrió nada mejor. Tengo un amigo escritor que ya hizo una con las cosas que le conté, y ya incluyó unas páginas sobre el pueblo. Fue él el que inventó ese nombre: Malihuel. Y a vos te puso Guido. Capaz que esta historia la quiere escribir también (2008: 261).
En esta respuesta destaca la auto(r)ficción, que combina el juego de la autoría con la autotextualidad: el “amigo escritor” del narrador es Carlos Gamerro, el autor real de la novela que se ficcionaliza indirectamente a través de este dato; las “páginas sobre el pueblo” se refieren a la novela breve El sueño del señor juez (2000) de Gamerro (que se había mencionado ya explícitamente en la página 15 de la novela) y a su novela larga Las islas (1998). Esta última referencia autotextual es implícita, pero marcada por el nombre del narrador, que revela al final de El secreto y las voces su identidad onomástica: “Me llamo Felipe Félix”, igual que el protagonista de Las islas. Por último, en el párrafo citado hay una mise en abyme aporética, a través de la cual el narrador pretende que este amigo escritor planifique escribir la novela que el lector implícito acaba de leer.
IV. La autoficción fingida La melancólica novela Una muchacha muy bella (2013) de Julián López presenta por primera vez la temática de una militante desaparecida contada desde la perspectiva de su hijo único, sin que este relato se base en experiencias autobiográficas14. 12 La novela fue redactada durante el debate sobre la tesis Hitler’s Willing Executioners (1996) de Goldhagen. 13 Véanse al respecto las reseñas de Sylvia Saítta en La Nación, 24 de noviembre de 2002, y de Marcos Mayer en el diario Clarín – Suplemento Cultura y Nación, 14 de diciembre de 2002, reproducidas en la homepage de Gamerro: . 14 Carlos Gamerro comenta maliciosamente que “si la mayoría de las obras de este corpus están regidas por el deseo de fugarse de la condición de ʻhijiʼ, Julián López, en su novela, corre afanosamente detrás de ella, tratando de darle alcance a fuerza de lenguaje; su novela bien podría llevar por subtítulo ʻsobre el deseo de ser hijo de desaparecidosʼ” (Gamerro 2015: 522).
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Pero esta información no es otorgada por la novela ni por su paratexto15. La novela está contada por un narrador autodiegético que no revela ni su propio nombre ni el de su madre, por lo que el lector implícito piensa —debido al pacto autobiográfico— que está leyendo una autoficción biográfica o novela autobiográfica sobre la orfandad impuesta por el terrorismo de Estado. Este cambio paradigmático indica que la ficción de desaparecidos ha llegado también en la literatura a ser un género, puesto que en el cine, sea de ficción o documental, se habla desde hace tiempo del “Cine de desaparecidos”. No obstante, no estoy segura de si Una muchacha muy bella pueda clasificarse como autoficción fingida, o si sería más adecuado hablar de una autobiografía fingida, como en el caso de la novela picaresca. En ambos, no obstante, destaca la no identidad entre el autor (implícito) y el narrador, y la identidad entre el narrador y el personaje. Pero tan solo en la autoficción tenemos la supuesta identidad entre personaje y autor implícito, aunque sea falsa, que es justamente lo que queda intratextualmente ambiguo en la novela de Julián López.
V. La auto(r)ficción heterodiegética La novela fantástica La otra playa (2010) del escritor argentino Gustavo Nielsen ofrece, a través de un personaje secundario, otra variante interesante de la autoficción: el novio de Lorena (de la que se enamora un padre de familia) se llama Gustavo y es un escritor de novelas de terror que tiene miedo de sus propias historias. Con este guiño humorístico, el autor se inscribe auto(r)ficcionalmente en su relato. La novela termina con una mise en abyme aporética imperfecta y con otro guiño autoficcional: Gustavo convirtió la historia fantástica que se cuenta en La otra playa en una novela, cambiando levemente el final mediante un toque gore con el que logra un best-seller. En su versión, “el padre se encontraba con la hija, tenían una conversación emocionante, pagaba así su deuda y después, al final, le devoraba la cabeza de un tarascón” (Nielsen 2010: 176). El autor implícito se mofa aquí del mundillo de las letras, tanto de los editores y lectores (cfr. ibíd.: 176 s.) como de los autores, porque Gustavo, después del éxito, “sentía angustia, algo existencial. Lorena supuso que un escritor sería siempre insaciable en sus fobias” (178).
15 La información de la solapa es contradictoria en cuanto al estatus factual/ficcional del texto que presenta: María Moreno pretende primero que la novela “no es un testimonio sino de [sic] una ficción y su narrador. Este narrador no será un H.I.J.O. con puntitos en el medio sino quien narra todo lo que la madre no podría narrar en un campo de concentración […]”, pero luego se refiere a la instancia narrativa como “testigo-narrador”, expresión con la que inscribe el texto en la vertiente testimonial.
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VI. La autorficción redoblada La última variante auto(r)ficcional de este estudio está modelada según la última novela de Patricio Pron, No derrames tus lágrimas por nadie que viva en estas calles (2016), que concibo como autorficción redoblada situada en dos niveles narrativos y ficcionales. Con el término ‘autorficción’ designo una ficción en la que el autor ficcionalizado no pretende ser idéntico a su narrador y personaje, como en el caso de la autoficción. Otros ejemplos para la introducción de famosos autores reales como personajes en novelas serían Roberto Bolaño en Soldados de Salamina (2001) de Javier Cercas y Mario Vargas Llosa en Memorias de una dama (2009) de Santiago Roncagliolo. El término compuesto ‘autorficción redoblada’ designa una suerte de autorficción de segundo grado: un narrador homodiegético o heterodiegético presenta biografía(s) y entrevistas con uno o varios escritores que, al tomar la palabra, se auto(r)ficcionalizan a su vez, como en mi ejemplo No derrames tus lágrimas por nadie que viva en estas calles. El hipotexto de esta novela es La literatura nazi en América (1996) de Roberto Bolaño, con la gran diferencia de que las biografías de escritores ficticios en la novela de Bolaño están presentadas en tercera persona por un narrador hetero-extradiegético. En la novela de Pron, por el contrario, la situación narrativa es más complicada y compleja. La acción se ubica en tres tiempos: en 1945 (y 1944 y 1947); en 1978 y en 2014, o sea en la actualidad, y en distintas ciudades de Italia. Se presentan testimonios, recuerdos y anécdotas de varios autores italianos futuristas entrevistados en 1978 por Pietro o Peter Linden, un joven activista de las Brigadas Rojas16. Todos estos autores fueron invitados en 1945 a un congreso de escritores fascistas en el norte de Italia y se acuerdan ahora, más de treinta años más tarde, de las intervenciones de sus colegas. Además se rastrea la obra perdida de Luca Borrello, muerto misteriosamente en los últimos días de la Segunda Guerra Mundial. Peter Linden encontrará las investigaciones de su propio padre, un carpintero partisano que se escondía junto con el enemigo potencial, el escritor fascista Borrello, en la montaña. El padre guardará la obra inédita del futurista en una caja. No puedo detenerme en esta novela de Pron, que ha sido calificada de “literatura literaria”. De hecho, Pron ha hecho un trabajo textual enorme con literatura, estudios, biografías, manifiestos futuristas y la creación borgeana no solo de toda una obra perdida, disparatada, sino de todos esos autores con sus biografías. Tardé algo en darme cuenta, pero gracias a Abelardo Castellani, el editor de Lo Scarabeo d’Oro —torsión del nombre de Abelardo Castillo, editor de la revista El escarabajo de Oro—, capté la primera pista. Después los indicios saltaron a la vista, como anacronismos o una curiosa cita autotextual. A partir de ahí fue fácil reconstruir que el congreso, a la que la República
16 Sin que se ahondara en ello en el texto, el tiempo diegético de 1978 coincide con el secuestro y asesinato del primer ministro Aldo Moro.
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de Salò había convocado —entre los españoles figuran Giménez Caballero, Eugenio d’Ors, Juan Ramón Masoliver, etc.— no llegó a celebrarse en la realidad extratextual. En el apéndice de la novela se presentan biobibliografías de “Algunas personas mencionadas en estos libros” (Pron 2016), entre las que aparece Hans Hollenbach, que es un personaje de la novela El comienzo de la primavera de Patricio Pron. El juego autotextual, rasgo frecuente de la auto(r)ficción, se parodia cuando esta misma novela de Pron, El comienzo de la primavera, se presenta en No derrames tus lágrimas… como obra perdida de Borello (ibíd.: 273). De ahí que al fin y al cabo ya no cause sorpresa que todos los escritores entrevistados en No derrames tus lágrimas… sean ficticios, aunque no es tan fácil llegar a reconocerlo, y de hecho muchos críticos no se dieron cuenta de ello. Ello se debe tal vez a otro paratexto, la “Nota del autor”, en la que Pron indica todos los textos usados, tanto factuales como ficcionales, otorgándole a su novela una dimensión ensayística que destaca por otro lado, efectivamente, por su significado político y moral. Las seis variantes auto(r)ficcionales demuestran el gran potencial de una ʻfórmulaʼ architextual, de repetitiva aparición en la literatura hispánica actual. Para comprobar si estas variantes son excepcionales o aleatorias o si pueden considerarse, por el contrario, como nuevos subgéneros auto(r)ficcionales, a los que habrá que añadir posiblemente más tipos, deberían analizarse muchos más textos literarios, también de otros países. Pero la narrativa argentina actual ofrece ya un panorama auto(r)ficcional bastante amplio y sugerente.
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Apuntes autoficcionales: Mario Levrero se divierte mientras el yo es dibujado y el autor agoniza Julio Prieto Universität Potsdam
“L’âme est ce qui tient tête à l’intolérable.” Lacan
Este ensayo propone explorar dos cuestiones: por un lado, y principalmente, la construcción de la figura autorial en la escritura de Mario Levrero; por otro, la dinámica de diversión y agonía (o bien, el trenzamiento de tragedia y comedia) que implica esa construcción. Para indagar estas cuestiones apelaré al concepto de autoficción, entendido no tanto como un género narrativo más o menos estable, universalmente cultivado en la literatura contemporánea y tendencialmente asentado como tal en el discurso crítico, sino más bien como una suerte de irrupción textual —una dimensión que emerge en determinados textos y en determinados momentos de lo que de manera amplia podríamos llamar escritura de sí—1. Desde esta perspectiva, la autoficción sería una estrategia de autofiguración por la que se hacen visibles y se relacionan una dimensión trágica y una dimensión cómica. La tragedia remite aquí a la agonía del sujeto como su verdad última —a la conciencia de su temporalidad y mortalidad, especialmente aguda en las configuraciones modernas de la escritura de sí, desde el género autobiográfico que emerge a partir de la Ilustración a las más recientes “escrituras del yo”—2; la comedia, a las estrategias de diversión y distracción de esa conciencia, que implican distintas formas de ficción y diálogo crítico: formas en que aparece el ‘tú’ o se establece una relación con 1 La noción de autoficción fue acuñada en 1977 por el narrador francés Serge Doubrovsky en su novela Fils y luego desarrollada por los estudios teóricos de Colonna, Gasparini y Alberca, entre otros. Para la trayectoria crítica de la noción y sus manifestaciones recientes en el ámbito hispánico, véase Casas (2012) y Toro, Schlickers y Luengo (2010). 2 En cuanto a las “escrituras del yo” en el ámbito rioplatense, véase Giordano (2008 y 2011b). Sobre la autobiografía en el ámbito hispanoamericano son indispensables los trabajos de Molloy (1991) y Catelli (2007).
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un otro3. Una de esas formas, a la que es particularmente proclive la narrativa de Levrero, es lo que podríamos llamar el dibujo de la escritura como proyecto de salida o crítica del yo —proyecto vinculable a lo que Roland Barthes llamara “la libertad de trazar” así como a la noción de “muerte del autor” (1968: 57-69)—4. A esta inflexión ʻtragicómicaʼ alude el título del ensayo, que parafrasea en clave autoficcional el título de una novela de Levrero: Nick Carter se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo (1975). Novela que en sí misma sería productivo analizar desde el punto de vista de la autoficción, aunque más allá del título no me ocuparé aquí de ella, sino de otro texto —“Diario de un canalla”—, cuyo análisis propongo como punto de fuga para proyectar una mirada de conjunto sobre la escritura y la poética narrativa de este autor.
I. Un diario entre dos épocas “Diario de un canalla” es un texto que en cierto modo hace de parteaguas en la obra de Levrero, en la medida en que junto a “Apuntes bonaerenses”, con el que fue 3 Aunque es algo en lo que no cabe abundar aquí, la autoficción podría considerarse un nuevo avatar de lo que en otros momentos históricos representaron la tragicomedia, la novela picaresca o la sátira menipea, en cuanto formas híbridas que pusieron en conflictivo diálogo las convenciones genéricas y discursivas de lo alto y de lo bajo, lo histórico y lo ficticio, lo verdadero y lo falso. Sobre los vínculos entre la autoficción y la sátira menipea, véase Colonna (2004: 30) y García (2015). 4 Examino la cuestión del “dibujo de la escritura” en Levrero en un trabajo reciente; véase Prieto (2016). Otra manera de considerar la relación entre autoficción y tragicomedia sería a partir de las figuras retóricas de la preterición y la ironía que Jean Starobinski (1974) identificara como claves en la escritura autobiográfica, a partir de la descoincidencia entre el sujeto que narra y el sujeto narrado (o entre los ‘yos’ del presente de la escritura y del pasado que se rememora). La preterición estaría asociada a la dimensión elegíaca del lamento por algo perdido, que se daría de manera ejemplar en las Confesiones de Rousseau; la ironía, a la conciencia de un desdoblamiento que Starobinski vincula a la dimensión cómica del Lazarillo de Tormes. En cierto modo la autoficción sería el resultado de combinar las dos modalidades del “estilo autobiográfico”: preterición e ironía, el tono elegíaco de la autobiografía y la comicidad de la novela picaresca. Desde esta perspectiva, la autoficción designaría las prácticas textuales orientadas a hacer visibles los procesos psicológicos y retóricos que de manera más o menos ‘naturalizada’ se dan en toda escritura autobiográfica. De ahí la pertinencia de vincular este concepto con las nociones de metaficción y metalepsis, como lo señalan varios críticos (Colonna 2004; Gasparini 2008; García 2015), o bien de entenderlo como “deconstrucción del yo autobiográfico” (Pozuelo Yvancos 2012). De ahí también la posibilidad de rastrear lo que de ‘autoficcional’ habría en las autobiografías clásicas o en las distintas formas históricas de escritura de sí. En ese sentido (que privilegiaré en las páginas que siguen) la autoficción, de manera análoga a lo que propone Paul de Man (1979a) sobre la autobiografía, no sería tanto un género literario cuanto una figura de lectura.
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originalmente publicado en la colección de relatos El portero y el otro (1992), supone el inicio de la escritura diarística y autobiográfica que cultivó en sus últimos años, y en virtud de la cual suele dividirse su obra en dos etapas (Gandolfo 2005; Montoya Juárez 2013: 13; Oliver 2016: 135). La primera etapa incluiría una serie de relatos y novelas ʻfantásticasʼ que iría desde la llamada “trilogía involuntaria” de los años 60 —integrada por las novelas La ciudad (1970), El lugar (1982) y París (1979)5— hasta la colección Los carros de fuego (2003), pasando por las novelitas ʻgemelasʼ Fauna y Desplazamientos (1986) y colecciones de relatos como La máquina de pensar en Gladys (1970) o Espacios libres (1986), y por textos inclasificables como Caza de conejos (1986) o parodias del género policial como la mencionada Nick Carter (1975) y Dejen todo en mis manos (1998). La segunda etapa —ʻrealistaʼ y autobiográfica— incluiría una serie de textos diarísticos: además de El discurso vacío (1996) y La novela luminosa (2005) —textos con los que “Diario de un canalla” forma una suerte de constelación textual: lo que podríamos llamar la trilogía de la novela inconclusa—, entraría en ella también el diario Burdeos, 1972, publicado póstumamente en 2013, donde da cuenta de su estancia de tres meses en esa ciudad. Aunque la división de la obra de Levrero en una etapa de literatura imaginativa y otra de escritura autobiográfica no deja de ser problemática —al igual que la dicotomía entre realismo y literatura fantástica que tiende a establecer esa división—, me interesa destacar la cualidad liminar de “Diario de un canalla” en cuanto texto “bisagra” (Astutti 2013: 202) que permite rastrear una serie de continuidades entre lo que más que como etapas sería quizá más exacto describir como momentos o intensidades de escritura —momentos o intensidades que pueden muy bien coexistir en un mismo texto y de hecho tienden a darse simultáneamente a lo largo de la producción de Levrero—. “Diario de un canalla” es por lo demás un texto clave en la trayectoria biográfica de Jorge Mario Varlotta Levrero (el nombre civil completo del autor que nos ocupa)6, cuya Novelas escritas respectivamente en 1966, 1969 y 1970 (Gandolfo 2013b: 21). Desde el punto de vista de la construcción de la figura autorial no deja de ser significativa la ligera descoincidencia en “Mario Levrero” del nombre civil-familiar y el nombre autorialliterario, complicada por el hecho de que algunos de sus textos tempranos los firma como “Jorge Varlotta” —Nick Carter, o las historietas Los profesionales (1988) y Santo Varón (1986), así como numerosos textos humorísticos publicados en diversas revistas uruguayas y argentinas (Vecchio 2016: 8)—. La dualidad de los nombres Mario Levrero/Jorge Varlotta tiene un vago parecido con la que propone el par Ricardo Piglia/Emilio Renzi (cuyo nombre completo es Ricardo Emilio Piglia Renzi), si bien en este caso la construcción de “Emilio Renzi” como alter ego ficcional-autorial es de signo distinto: “Emilio Renzi” funciona como personaje “autobiográfico” o como “heterónimo” en las narraciones de Piglia (González Álvarez 2009: 198), a la vez que como trasunto autorial en Los diarios de Emilio Renzi (2015-17), protagonizados y narrados por “Emilio Renzi” pero firmados por Ricardo Piglia; por su parte “Jorge Varlotta” 5 6
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composición implica una experiencia catártica que abre la perspectiva de una ʻnueva vidaʼ (tanto en un sentido pragmático como en varios sentidos simbólicos). En efecto, este ʻdiarioʼ fue escrito hacia el final de una estancia de dos años en Buenos Aires, en medio de una honda crisis personal que precipitará su decisión de regresar a Montevideo, así como abre una suerte de ʻvía místicaʼ que tiene que ver tanto con un específico proceso de introspección y “cuidado de sí” en el sentido de Foucault (1984), como con la escritura de una novela iniciada en 1984 para conjurar el temor a una operación de vesícula que lo lleva a confrontar su mortalidad, una novela “imposible” y finalmente inconclusa a pesar de sus varias reescrituras7, que después de abandonarla en el año 84 retomará de diversas maneras en “Diario de un canalla”, en El discurso vacío y en La novela luminosa —textos que, como observa en el “Prefacio histórico” a esta última, en algún momento pensó publicar conjuntamente (2008: 19) y que componen una suerte de trilogía: la “trilogía luminosa”, como la llama Helena Corbellini (2011)—. En rigor, de esa novela solo se conservan los cinco capítulos reescritos en 2001 con el apoyo de una beca Guggenheim (y presumiblemente en los años subsiguientes hasta su muerte), incluidos al final del libro homónimo publicado póstumamente en 2005 y precedidos por el extenso “Diario de la beca”. Pero en cierto modo estos textos diarísticos pueden leerse también como distintas actualizaciones de esa elusiva “novela luminosa”: diversos intentos de aproximación a un límite por definición inalcanzable, que configuran una suerte de intermitente work in progress —una novela a venir que solo puede darse en su “fracaso”, según lo advierte el citado “Prefacio histórico a la novela luminosa”: “Todo este libro es el testimonio de un gran fracaso” (2008: 19)—.
II. Autoficción y escritura diarística En el “Diario de un canalla” es ostensible una cualidad que comparten todos los textos diarísticos de Levrero, desde “Apuntes bonaerenses” hasta Burdeos, 1972, pasando por El discurso vacío y La novela luminosa: a diferencia de los diarios de oscila entre el nombre civil-familiar y el nombre autorial (en Nick Carter y en las historietas y textos humorísticos), en tanto que “Mario Levrero”, al construirse con el segundo nombre y apellido, funciona como un casi-pseudónimo —un pseudónimo “no muy distante”, como lo llama en Burdeos, 1972 (2013: 169), que gradualmente empieza también a competir con “Jorge Varlotta” como nombre familiar a medida que, a partir de cierto punto, empiezan a preponderar en su círculo social quienes de entrada lo conocen como “Mario”—. No así en el caso de “Ricardo Piglia”, en el que coinciden el nombre civil-oficial, el nombre familiar y el nombre autorial —i. e. “Ricardo Piglia” sería un ortónimo, en tanto que “Mario Levrero” oscilaría entre el pseudónimo y lo que Diego Vecchio llama un “semi-ortónimo” (2016: 3)—. 7 Aquí y en lo sucesivo todas las citas de “Diario de un canalla” se refieren a Levrero (2013).
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escritores que funcionan como anecdotario o crónica intelectual, o bien como taller de escritura de la futura obra —como los Diarios de Lezama o los de Virginia Woolf, por ejemplo—8, los textos diarísticos de Levrero tienen una estructura ficcional: están pensados como obra, como forma literaria con un específico estilo y un argumento o conflicto narrativo, y en ese sentido se los podría relacionar con diarios como los de Pavese, Gombrowicz, Pizarnik o el recientemente fallecido Ricardo Piglia —diarios que se conciben como obras literarias autosuficientes y válidas en sí mismas—. Por otra parte, se diferencian de esos diarios literarios por el hecho de que no abarcan períodos extensos de la vida del autor, sino que cubren tramos biográficos muy específicos: “Diario de un canalla” abarca poco más de un mes (entre el 3 diciembre de 1986 y el 6 de enero de 1987) —el período de vacaciones de su trabajo como editor en una revista bonaerense de juegos de ingenio—; Burdeos, 1972, los tres meses que vivió en esa ciudad, rememorados durante dos semanas de septiembre de 2003; el “Diario de la beca” de La novela luminosa, el año durante el que disfrutó de la beca Guggenheim (entre agosto de 2000 y agosto de 2001). Los textos que integran lo que he llamado la trilogía de la novela inconclusa se diferencian además de los citados diarios ʻautorialesʼ por el hecho de estar asociados a un específico y tentativo experimento de escritura —a la continuación de una novela inconclusa que retorna en una serie de variaciones como novela a venir—. En los tres casos, el diario se presenta como tal diario y como algo más —o como algo menos—. En la medida en que ese algo más (o algo menos) propone algún tipo de experimento literario, son textos que se dan en una continua oscilación entre el diario íntimo y la ficción diarística. En ese sentido, el “Diario de un canalla” tiene mucho en común con otro “diario que no es exactamente un diario” (Vecchio 2010: 95): el “Diario del sinvergüenza” (1957) de Felisberto Hernández, autor con el que por lo demás Levrero tiende numerosos vínculos y complicidades9. Esa continua oscilación entre el registro de lo vivido y el trabajo de construcción textual es, diríamos, intrínsecamente autoficcional. Ahora bien, lo autoficcional de estos textos pseudonovelescos no tiene que ver tanto con la ambigüedad de lo vivido y lo inventado por el autor-narrador —en el sentido de lo que Manuel Alberca (2007) llamara “pacto ambiguo”—, sino que más bien tiende a cobrar un sentido existencial y fenomenológico ligado a la reflexión sobre la construcción del yo a través de la escritura —reflexión, en última instancia, sobre la dimensión imaginaria y construida de toda instancia subjetiva—. La dinámica autoficcional 8 Para una interesante lectura del diario de Virginia Woolf y otros diarios de escritores, véase Giordano (2011). 9 Para la relación entre estos dos textos, véase Verani (2006) e Inzaurralde (2012).
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de estos textos se manifiesta específicamente en una continua tensión entre un polo de informalidad y autenticidad confesional (en el sentido de una espontaneidad y de una falta de forma o acabado literario que se asocian a la búsqueda del ʻverdadero yoʼ o al acceso a una subjetividad más auténtica), y un polo de artificio e invención artística que tiene que ver con la reflexión metatextual sobre el diario que se está escribiendo, su estructura, su estilo —así como con las estrategias de auto(de)construcción del yo en la escritura y la puesta en juego de una “figura autorial” (Premat 2009)10—.
III. El diario como forma pseudonovelesca “Diario de un canalla” se abre con el gesto de negar la condición de escritura literaria de este texto, lo que se advierte ya desde su primera entrada (correspondiente al 3 de diciembre de 1986): “Un hipotético lector debería perdonar estas vacilaciones y esta verborragia: hace mucho tiempo que no escribo; estoy diciendo ʻheme aquíʼ, ʻaquí estoy yoʼ. Estoy, nuevamente, acariciándome y nutriéndome con palabras. Las dejo fluir” (18). Sin embargo, la misma entrada del diario que incluye esta afirmación se cierra con un pasaje de notable eficacia retórica en la descripción de la ciudad de Buenos Aires —un pasaje muy ʻbienʼ escrito, que apela eficazmente a recursos estilísticos como la enumeración, la anáfora y la paronomasia (con la que culmina en una suerte de clímax lírico la cuidada gradación rítmica de la frase)—: “Sí, me gusta la ciudad de Buenos Aires […]. Me gusta la calle Corrientes, la indiferencia, la angustia no siempre percibida que flota bajo un cielo que no se mira, entre los gigantescos edificios y sobre la ausencia del mar —y del amor” (20). Este vaivén entre los polos de la veracidad y el artificio retórico tiene su manifestación más explícita en el notable pasaje que cierra la segunda entrada del diario, y en el que abre la tercera (correspondientes al 4 y 5 de diciembre). En el primero leemos: “Pero no estoy escribiendo para ningún lector, ni siquiera para leerme yo. Escribo para escribirme yo; es un acto de autoconstrucción. […] No me fastidien con el estilo ni con la estructura: esto no es una novela, carajo. Me estoy jugando la vida” (25). De esta elocuente afirmación, que propone la escritura diarística como “autoconstrucción” existencial —como forma de “jugarse la vida” ajena a preocupaciones de estilo o composición novelesca—, se pasa a constatar, en la primera frase de la
10 En El discurso vacío esa dualidad es manifiesta desde la descripción preliminar del texto como novela armada “a semejanza de un diario íntimo” a partir de dos “vertientes o grupos de textos”: un “conjunto de ejercicios caligráficos breves, escritos sin otro propósito” y “un texto unitario de intención más ʻliterariaʼ” (2007: 7).
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entrada siguiente, que esa escritura que se “deja fluir” espontáneamente está empezando a cobrar “estructura”: una estructura de relato literario al que le correspondería un título específico11, y que además de plantear de entrada un explícito conflicto o nudo argumental —la lucha entre el yo mundano (el yo “canalla” del título) y el yo artístico o espiritual— introduce ahora un primer personaje además del narrador del diario, un extraño visitante en forma de pájaro atrapado en el patio de su casa, que hará de antagonista del autor-narrador a lo largo del texto y pone en marcha el suspenso narrativo (espoleado por lo insólito de la monstruosa criatura que describe: una suerte de híbrido de gorrión y pato): […] este texto comienza a estructurarse; incluso he pensado un título: “Diario de un canalla”. Porque los aparentes azares han determinado que hoy empezara a pensar en esto como en un diario. En efecto, al descorrer las cortinas del dormitorio cuando me levanté hoy […] me encontré con un azorado nuevo visitante del patiecito trasero. Es, sin lugar a dudas un ave; algo muy extraño, con un cuerpo parecido al de un gorrión, aunque de mayor tamaño y plumaje de color más confuso, y pico como de pato (25-26).
Curiosamente, justo cuando el texto afirma su condición de diario, es cuando este muta en novela y empieza el relato —un relato que a través del hilo argumental tejido en torno al encuentro con un animal atrapado (que primero será un pichón de paloma, luego una rata y por fin una cría de gorrión) cuenta de manera indirecta la historia del conflicto espiritual del narrador, que se debate entre un yo muerto, atrapado o caído, y el resurgimiento de su yo espiritual y la reactivación de sus energías creativas—. En cuanto a este comienzo ʻnovelescoʼ del diario (o bien: este comienzo ʻdiarísticoʼ de la novela) cabe destacar tres puntos: 1) la estructura de relato literario de “Diario de un canalla” —que, como todo buen relato y de acuerdo con la conocida tesis de Ricardo Piglia (2006), cuenta a la vez dos historias: una aparente y otra latente—; 11 Análogamente, en el “Diario de la beca” de La novela luminosa, emerge gradualmente la conciencia de una estructura novelesca que se hace patente en el problema de cómo terminar un texto que es tanto diario como novela: “Tengo un problema con este diario: antes de dormir yo había pensado que por su estructura de novela ya tendría que estar terminando, pero su calidad de diario no me lo permite, sencillamente porque hace mucho tiempo que no sucede nada interesante en mi vida como para llegar a un final digno” (2008: 433). Poco antes, al referirse al final de su relación amorosa con Chl como “novela” (en el sentido de ‘novela romántica’) —“pero esta novela toca a su fin” (2008: 427)—, el propio diario pasa a describirse como novela indistinguible de esa ‘novela romántica’ que está por acabar: “Pensé: ʻLa novela se está terminandoʼ. Esta novela también se está terminando, porque ambas son una y la misma” (2008: 427).
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2) el motivo del encuentro ʻiluminadorʼ con un animal —un motivo ubicuo en la narrativa de Levrero (lo encontramos por ejemplo en la historia del perro Pongo en El discurso vacío o en el tema de la “paloma viuda” en La novela luminosa), que al activar la dimensión de la intertextualidad resalta la condición de artefacto literario del texto que estamos leyendo: un texto con una inserción específica en una serie marcada por un designio y una función “autorial” en el sentido de Foucault (1969)—; y 3) el deslizamiento genérico entre diario y novela, inducido por una serie de ligeros cortocircuitos: la (extrañamente tardía) toma de conciencia en cuanto diario de un texto que desde un principio se organiza como tal, así como el hecho no menos extraño de que la consecuencia de esa toma de conciencia diarística sea la aparición de un personaje que inicia el suspenso narrativo —de modo que, donde dice “diario”, se diría que el autor-narrador está pensando en términos de relato—, todo ello no hace sino apuntar a la forma pseudonovelesca de este texto, que continuamente niega y afirma tanto su condición de novela como la de diario. En ese sentido, la distinción que propone el pasaje inmediatamente precedente entre una escritura artística como forma o ʻtrampaʼ perfecta (donde el lector, atrapado en la red nociva de un autor ʻarácnidoʼ, sería una suerte de abyecta víctima abocada a no dejar de leer) y una escritura diarística informal y espontánea, que permite al lector entrar y salir del texto a su antojo —i. e., la distinción entre el modo artístico de las narraciones fantásticas y el modo testimonial de los textos autobiográficos y diarísticos, que suele dividir a los críticos y lectores de Levrero en fervientes partidarios de uno u otro modo— es inmediatamente deconstruida por las notorias cualidades ficcionales y seminovelescas de este ʻdiarioʼ (y, cabe agregar, de los otros textos diarísticos de Levrero), que se dan en conflictiva tensión con su pretendida informalidad y espontaneidad: Pero ya me está apenando tener al lector, por más hipotético que sea, pendiente —si es que todavía está allí— de estos ridículos conflictos míos. En otras circunstancias yo habría entrado derechamente al tema, habría agotado mis manantiales de horror, le habría vendido mi despreciable mercadería sin que él osara desviar ni por un instante la vista del texto, fascinado por una prosa límpida que teje una estructura perfecta, una traba de redes en las que él inútilmente puede agitarse: no le habría permitido escapar hasta que hubiera agotado la pestilente medicina. Ahora, con cierto rubor, imagino una serie de lectores dispersos, que entran y salen en mi prosa cuando quieren, que saltean párrafos enteros, buscando sustancia, que cierran el libro y deciden no volver a leer nunca más (24).
Más allá de la exageración caricaturesca y la irónica ambivalencia de esta distinción —en un extremo del ring: una escritura límpida y perfecta pero despreciable y “pestilente”, que descarga sobre el lector “manantiales de horror”; en el otro: una
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escritura franca y abierta, pero engorrosamente vaga o anodina, incapaz de retener a sus hipotéticos lectores—, el hecho de que este pasaje sea ya de por sí un notable ejemplo de prosa literariamente cautivadora inserto en un texto diarístico —así como el hecho de que el diario inmediatamente empiece a adquirir una estructura compleja y una serie de cualidades novelescas— contribuye a minar esa distinción entre un modo de eficacia ficcional y literaria (ahora supuestamente perdida) y el modo de veracidad autobiográfica en el que actualmente se daría su escritura12.
IV. El factor Levrero y la preparación de la novela A partir de este planteamiento se abren dos vías de lectura de la obra de Levrero desde el concepto de autoficción, entendiendo el término en un doble sentido narratológico y antropológico —i. e., en el sentido de la confluencia de autor, narrador y personaje en una misma instancia textual, por un lado, y como conciencia de lo construido e imaginario de toda subjetividad o instancia egoica, por otro—. La primera vía nos llevaría a rastrear las continuidades entre las distintas ʻépocasʼ de la narrativa de Levrero y a leer diacrónicamente la coherencia autoficcional de esa narrativa, toda vez que esta se escribe siempre en primera persona, como relato estructurado en torno a las percepciones, experiencias e imaginaciones de un yo idiosincrásico —un yo autorial que inventa y es inventado por su invención, aunque no siempre se lo identifique explícitamente con el nombre del autor que firma el texto—. La obra literaria de Levrero, tanto en sus modos ʻfantásticosʼ como ʻautobiográficosʼ, se construye siempre a partir de un yo narrativo que propone una específica percepción del mundo —es lo que Fogwill llama el “factor Levrero” (en Astutti 2013), que recorre e impregna todos sus textos, haciéndolos inmediatamente reconocibles—: Levrero descubrió de muy joven que el personaje más rotundo e inolvidable de su obra era el narrador y gradualmente fue identificándolo con el yo narrativo que predomina en sus cuentos y novelas. […] a ese personaje tramado de tics, fobias, obsesiones, manías y supersticiones se lo puede reconocer en la mayoría 12 La división de la obra de Levrero en etapas que corresponderían a estos dos modos de composición es por lo demás poco compatible con la evidencia bio-bibliográfica: por la misma época en que escribe “Diario de un canalla” acomete un proyecto tan diferente como La banda del ciempiés (que más bien estaría en la línea de las narraciones fantástico-grotescas) y aún bastante después, en los años 90, a la vez que escribe El discurso vacío trabaja en textos de ficción delirantemente inventivos como Dejen todo en mis manos y El alma de Gardel, así como en los 2000 la escritura de La novela luminosa es coetánea a la de los relatos fantásticos de Los carros de fuego (2003) (Montoya Juárez 2013: 54; Vecchio 2016: 1).
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de sus relatos y novelas, hasta en los que bien pudieron clasificarse de géneros fantástico, policial y de ciencia-ficción. Toda narrativa contiene restos autobiográficos pero en Levrero el género responde a una decisión. […] Siempre que el narrador reflexiona sobre el relato o da testimonio de las percepciones de un personaje en las pocas veces que se permite entrar a la conciencia de un tercero tiene lugar la irrupción del factor Levrero, ese entramado de manías que orientan a tratar el mundo real como una fantasía y a lo fantástico como el conjunto de piezas que dan cuenta del funcionamiento de la máquina de la realidad (Astutti 2013: 202-203).
En otras palabras, hay un factor Levrero, del mismo modo que existiría un factor Borges o un factor Kafka que otorga cohesión autorial a un determinado corpus textual, y que justamente por ser tan reconocible no precisa necesariamente de la identificación explícita del narrador con el nombre del autor que firma el texto. En virtud de ese factor Levrero —ese “estilo obsesivo, equilibrado entre lo cotidiano y lo absurdo”, como lo llama Elvio Gandolfo (2013a: 20) en una de las primeras notas críticas escritas sobre su obra— podemos leer la dimensión novelesca y ficcional de sus textos autobiográficos (tal como estoy proponiendo a propósito de la trilogía de la novela inconclusa) así como los aspectos ʻrealistasʼ y autobiográficos de las ficciones ʻfantásticasʼ —términos que en cualquier caso hay que entrecomillar, puesto que Levrero rechaza vehementemente tanto el naturalismo de la novela realista como la noción de literatura fantástica aplicados a sus textos, los cuales suele describir como escritura basada en lo real de su experiencia (que incluye sueños, fantasías y alucinaciones, tanto como la realidad externa de sus interacciones sociales e intersubjetivas)13—. Por otra parte, en una segunda vía de lectura, a partir de la noción de autoficción es posible leer los textos diarísticos de Levrero no tanto como escritura ʻrealistaʼ o ʻautobiográficaʼ, sino más bien como exploración del diario en cuanto forma pseudonovelesca. Exploración que enlaza con la rica tradición rioplatense de la antinovela, y en particular con el proyecto macedoniano de la “última novela mala” y la “primera novela buena” —resultante en la “doble novela” póstuma 13 En una entrevista con Pablo Rocca observa, por ejemplo: “La crítica literaria parece dar por sentadas muchas cosas, entre ellas la existencia de un mundo exterior objetivo, y a partir de allí señala límites precisos a la realidad y al realismo, da por sentado que el mundo interior es irreal o fantástico, y trata de rotularlo todo de acuerdo con esos puntos de partida arbitrarios y pretenciosos. Yo me pregunto por qué un sueño debe ser menos real que una vigilia, o un pensamiento, o un sentimiento, una idea o una vivencia debe ser menos real que una piedra o un poste de teléfonos” (2013: 208). En esa misma entrevista encuentra apropiada la noción de “realismo introspectivo” para describir “Diario de un canalla” y la totalidad de sus textos (2013: 107).
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Adriana Buenos Aires (1974)/Museo de la Novela de la Eterna (1967)—, donde la reflexión metatextual y la dimensión metapoética de un “escribir mal y pobre” se combinan con la crítica de la ficción, la crítica del yo y la construcción autoficcional de la figura autorial14. La dicotomía que plantea “Diario de un canalla” entre mala escritura diarística (escritura informe y confesional) y buena escritura novelesca (el relato perfecto que atrapa al lector) recuerda la dualidad macedoniana de la “mala” y la “buena” novela, cuyos términos de hecho invierte (en Macedonio, la novela ‘mala’ sería la ficción ilusionista que atrapa al lector, en tanto que la ‘buena’ sería la antinovela de la que el lector puede entrar y salir a su antojo)15. Asimismo, la estructura de diferimiento de la novela o de la ʻbuena escrituraʼ que encontramos tanto en El discurso vacío como en La novela luminosa es análoga a la que propone el Museo de la Novela de Macedonio, donde el advenimiento de la narración propiamente dicha se ve retardado por innumerables prólogos. La semejanza es especialmente notoria en el caso de La novela luminosa, donde al igual que en la antinovela macedoniana la mayor parte del texto es un monstruoso preámbulo: las 450 páginas del “Diario de la beca”, presentado como el “prólogo” de “La novela luminosa” (cuyos cinco capítulos no llegan a 100 páginas), serían el equivalente de la diferida ‘novela a venir’ macedoniana, donde los cincuenta y
14 Examino en detalle la antinovela macedoniana y sus ramificaciones políticas, filosóficas y literarias en Prieto (2002 y 2010). Véase también Camblong (2003), Ferro y Jitrik (2007), Attala (2009) y Vecchio (2003). 15 Otra variante del binomio antinovelesco macedoniano es la que propone la dualidad de la “novela oscura” y la “novela luminosa” en el libro homónimo (Strafacce 2012): dualidad entre la pseudonovela que se escribe en el proceso de perseguir la novela “buena” y “luminosa”, y la novela “imposible”, que queda definitivamente inacabada —o bien entre lo que se ‘debe’ y lo que se ‘desea’ escribir: “Ahora debo escribir (la novela oscura) y deseo escribir (la novela luminosa), pero no sé cómo hacerlo” (Levrero 2008: 456)—. Pero, al igual que ocurre en la antinovela macedoniana, en La novela luminosa los términos de esa polaridad tienden a confundirse, no en vano el pasaje que contiene la frase citada continúa así: “Tal vez, la novela luminosa sea esto que me puse a escribir hoy, hace un rato. Tal vez estas carillas son un ejercicio de calentamiento. Tal vez solo estoy tratando de dar vida a la imagen recurrente. No sé. Pero es probable que sí, que escribiendo —como siempre— sin plan, aunque esta vez sepa muy bien lo que quiero decir, las cosas empiecen a salir, a ordenarse. Ya estoy sintiendo el viejo sabor de la aventura literaria en la garganta” (2008: 457). Hacia el final del “Diario de la beca” observa: “En algún momento de estos días pensé que estaba mezclando el diario con el proyecto, y no estaba seguro de que estas páginas no correspondieran más bien a la novela luminosa. Luego pensé que no hay luminosidad en esta historia; hay magia, sí, pero no aquella magia luminosa que he buscado, y busco, registrar en la novela, sin éxito visible” (2008: 377-378). Para un lúcido análisis de La novela luminosa como novela “imposible”, véase Montaldo (2011).
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tantos prólogos son la parte central del texto, y los capítulos de novela vienen a ser un apéndice marginal —e igualmente quedan como novela inacabada—16. En ese sentido, el “Diario de un canalla”, como los ejercicios de escritura caligráfica de El discurso vacío, y como el “Diario de la beca”, con su compleja imbricación de discurso metatextual, inscripción autobiográfica y construcción autoficcional, pueden leerse como estructuras de diferimiento de un determinado ideal de novela que ya de por sí estarían efectivando una forma pseudonovelesca.17 Por esta vertiente, la trilogía levreriana de la novela inconclusa dialoga con la gran tradición de la novela moderna, cuyos ejemplos mayores —desde el Quijote hasta el Tristram Shandy o El hombre sin atributos, pasando por el Museo de la Novela o los Zorros de José María Arguedas (otra novela póstuma)—, tienen en común su condición de antinovelas o al menos el presentarse como algo que no es (aún) novela. O bien, para ponerlo en términos barthesianos, la trilogía levreriana de la novela inconclusa sería su “preparación de la novela”: un texto hecho de “añicos de novela” (Barthes 1987: 272) que, al igual que la imaginada (y oblicuamente escrita) por el pensador francés —la novela como una suerte de intermitencia entre el ensayo y el diario íntimo—18, se concibe como “engarce aleatorio de notaciones capaces de conjugar la elegancia formal con la verdad del instante en el que se insinúa un afecto” (Giordano 2011a: 98).
V. “Diario de un canalla”: sombras autoficcionales De acuerdo con este designio autoficcional y pseudonovelesco, en “Diario de un canalla” cada inscripción autobiográfica va acompañada de un ʻsombreadoʼ ficcional. Así, la descripción minuciosa del lugar en que escribe el autor-narrador (su vivienda a la sazón en Buenos Aires, en la calle Rodríguez Peña) va ligada a la “impresión entre vaga e incómoda de estar viviendo en un mito” (27), y un poco más adelante la experiencia cotidiana de vivir en una ciudad extranjera —si bien 16 Gabriel Inzaurralde (2012: 1045) señala con acierto el vínculo entre ambos textos a partir de la “desmesura” de los prólogos, así como también la diferencia entre los “prólogos meditativos y provocadores” del Museo de la Novela y el “diario personalísimo, a ratos confesional” que propone el extenso preámbulo de La novela luminosa. 17 La escritura diarística de Levrero coincide en ese sentido con la observación de Blanchot: “El escritor no puede sino llevar el diario de la obra que no escribe” (1992: 211). 18 Esa novela se podría leer de manera intermitente en la entera obra ensayística de Barthes, y de manera específica en su anti-autobiografía Roland Barthes, par Roland Barthes (1975), ensayo de escritura de sí que desde el epígrafe inicial se propone como discurso “dicho por un personaje de novela”.
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múltiplemente soñada y vivida previamente en su imaginación, por lo que también tiene algo de familiar: “hacía muchos, muchos años que vivía afectivamente en los mitos tangueros” (28)— se asocia a una especie de “alucinación” (28). En “Diario de un canalla” reaparece entonces un tema que recorre la narrativa levreriana: el tema de la ciudad extranjera, que vertebra sus tres primeras novelas —la “trilogía involuntaria” integrada por La ciudad, El lugar y París—, y en particular el tema de la vivencia imaginaria de los lugares, que es central en la novela que cierra esa trilogía, así como en el notable relato “La cinta de Moebius” (1982). En ambas narraciones, el hecho de que la acción transcurra en un París fantaseado por alguien que nunca estuvo en esa ciudad es tan determinante como la huella autobiográfica vinculada al hecho de que desde niño Levrero asoció esa ciudad al lugar donde trabajaba su padre, empleado durante muchos años en los almacenes “London/París” de Montevideo. En estos textos la vivencia imaginaria de la ciudad traza un (no-)lugar por el que se cruzan y destejen los hilos de la construcción narrativa y la experiencia biográfica. Análogamente, la descripción ʻrealistaʼ de la vivienda del narrador tiende a poblarse de reminiscencias atmosféricas del relato gótico. Así, en el apartamento “silencioso como una tumba” (28) se escucha el ruido nocturno de “uñas que arañaban desesperadamente algo” (30). Y los hechos anodinos de la vida doméstica se ven transformados por la vivencia imaginaria y el poder de extrañamiento de la mirada del narrador, el cual convierte por ejemplo a una rata atrapada en el patio (la aparente causante del misterioso ruido de uñas) en un ser “elegante, inteligente, grácil y tierno” (30), que come un trocito de pan “con mesura y consciencia” (31) y se humaniza gradualmente hasta llegar a ser vista como un niño o como un hijo cuya ingenuidad lo conmueve hasta las lágrimas. De hecho, en la entrada del día siguiente el tema de la rata atrapada en el patio deviene una suerte de relato kafkiano donde la mirada empática hacia el animal lo lleva a imaginar mundos alternativos en que las ratas no son ya seres nocivos y proscritos: un mundo al revés de seres humanos ratoniles, “obligados a vivir en redes de cloacas y al mismo tiempo […] muertos de hambre” (32) —básicamente, el argumento de “La madriguera” (1931) de Kafka—, y otro en que las ratas serían pulcros animales domésticos, “con una cinta roja al pescuezo, como mascotas de niños” (32). No es de extrañar, entonces, el patetismo de la escena con que acaba la historia: el envenenamiento de la rata forzado por la presión de los vecinos, descrito como un “crimen repugnante” (34) que pone fin a la existencia de un ser cuya última mirada es “inteligente y lúcida, aunque muy triste” (33). Inversamente, en la evocación de la operación de vesícula sufrida por el narrador dos años atrás, los pasajeros de un ómnibus son descritos un poco más adelante como “gente conducida como una clase especialmente inferior de ganado” (43).
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VI. La mirada extrañadora y la ficción diarística El tema de la animalización de lo humano y la humanización del animal es, notoriamente, una inquietud central de la narrativa de Kafka, y de la del propio Levrero —quien, recordemos, descubre su vocación de escritor leyendo al escritor checo-alemán, bajo cuya influencia compuso sus tres primeras novelas y a cuya obra significativamente se refiere no en términos de literatura fantástica sino como escritura que se atreve a “decir la verdad”—19. La mirada extrañadora es por lo demás uno de los rasgos distintivos del factor Levrero —ese específico modo de percepción del mundo que determina su escritura hasta el punto de convertirse en marca autorial, y que encontramos a cada paso tanto en sus textos de ficción pura (valga la expresión) como en los diarísticos y autobiográficos—. Para citar un ejemplo ilustrativo por su brevedad, recordemos cómo describe una noche de viento en La novela luminosa. En este pasaje bastan dos frases para crear una instantánea atmósfera de relato gótico-macabro (por un momento es como si estuviéramos en una de sus novelas más delirantemente fantásticas, digamos, en La ciudad o en París). Entrada del domingo 17 de junio de 2001, a las 3:06 de la madrugada: “Noche de aquelarre. Legiones de brujas en escobas pasan silbando por el cielo, arrastradas por el vendaval. Nunca había oído al viento silbando tan agudamente; no me explico qué producirá ese fenómeno” (2008: 444). En consonancia con las reminiscencias góticas y kafkianas de los encuentros con animales en el capítulo I (un pichón de paloma, una rata, una abeja), el relato de la operación de vesícula y sus preparativos con que se abre el capítulo II deviene una suerte de relato de fantasmas o de ʻmuertos vivientesʼ donde la ciencia moderna funge como agente del Mal y los médicos y enfermeras son “técnicos muertos” que
19 En una entrevista con Hugo Verani declara: “Fue leer América y de inmediato El castillo, y comenzar a escribir. Leía de noche El castillo y pasaba el día siguiente escribiendo La ciudad. […] Hasta leer a Kafka no sabía que se podía decir la verdad” (2013: 127). Y en La novela luminosa: “Kafka representó para mí algo así como un hermano mayor, que había llegado antes a una visión del mundo parecida a la que yo estaba descubriendo; pero, sobre todo, me convenció de que no era necesario escribir bien” (2008: 519). Significativamente, el “escribir mal” y el “decir la verdad”, rasgos en principio asociados a la escritura diarística y autobiográfica, son también para Levrero los rasgos eminentes de la literatura que más admira: las pesadillescas ficciones de Kafka. En otra entrevista identifica como rasgo distintivo de la mejor literatura —en la que incluye a Kafka junto a autores como Joyce, Faulkner o Proust— el “compromiso con la realidad”: “Las grandes obras, las obras maestras, suelen ser muy complejas, mundos enteros (Kafka, Faulkner, Joyce, Proust), y tienen que ver con cierta capacidad cerebral pero sobre todo con cierto compromiso con la realidad. Yo veo muy claro dónde están mis límites, pero no puedo estirarlos manejando palabras o técnicas o estilos, sino ampliando mi compromiso con la realidad” (Silva Olazábal 2008: 85).
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“lo matan a uno” (44), como esa siniestra enfermera —“mujer o lo que sea” (44)— cuya inhumana frialdad en el trato con el enfermo lo lleva a verla como una suerte de monstruoso ente tecnocrático-administrativo. Esta agudización de la mirada extrañadora —rasgo distintivo de la “literariedad” y de la “función poética” del lenguaje de acuerdo con las teorías del formalismo ruso (Shklovsky 1991; Jakobson 1975)— coincide con el gradual relajamiento de la forma de diario y la progresiva introducción de elementos novelescos, así como con la reflexión metatextual del autor-narrador sobre el carácter indefinido del texto que está escribiendo: “texto imposible” (39), según lo describe en la primera frase del capítulo II, cuya imposibilidad en cierto modo tiene que ver con su indefinición genérica —esto es, con la continua oscilación entre el relato literario y la forma diarística (forma que, según constata en la misma frase, aunque se retiene como principio de coherencia estructural, está empezando a perder): “(19 de diciembre) Obsérvese la fecha: el diario, como tal, se me fue al diablo. Todavía estoy de vacaciones; son los últimos días. Pero en lugar de aprovechar para llevar adelante lo más posible este texto imposible, me fui de viaje. No muy lejos, pero sí bastante lejos de este diario” (39). Además del trabajo de la mirada extrañadora y ficcionalizante interior al discurso, la relajación de la forma diario y su gradual mutación en relato novelesco se manifiestan en una serie de rasgos estructurales, como el hecho señalado en el citado pasaje de que las entradas del diario sean cada vez más espaciadas. Entre la última entrada del capítulo I y la primera del capítulo II hay un salto de doce días, y entre esta y la siguiente, un salto de nueve. Esta suerte de mutación genérica se ve también favorecida por el hecho de que las entradas del diario sean cada vez más extensas y narrativamente densas (y refieran no solo acontecimientos del día sino también recuerdos de sucesos pasados, como la operación de vesícula sufrida dos años atrás, antes de la mudanza del narrador a Buenos Aires)20. El mismo hecho de que el texto se organice en capítulos a la vez que en entradas de diario contribuye a esa indefinición genérica, así como al efecto de progresiva mutación novelesca. De los tres capítulos 20 De acuerdo con Lejeune (2007) lo que distingue al diario de la novela y de la autobiografía es la inflexión “retrospectiva” de estas, que se opondría a la inserción en el presente y a la orientación hacia el futuro de aquel, lo que determinaría su carácter “antificcional”. Starobinski, a diferencia de Lejeune, habla del “estilo del presente” de la autobiografía en cuanto producción de una “ficción de sí” —i. e. en cuanto autoinvención, desde el presente de la escritura, de lo que se fue en el pasado (1974: 66-70)—. Burdeos, 1972 es en este sentido un caso singular, puesto que (a diferencia de los textos diarísticos vinculados a la “novela luminosa”, que de manera más o menos aleatoria dan cabida a una mirada retrospectiva) se trata de un diario enteramente “memorialístico”, que preserva la forma de escritura diaria y cronológica —entre el 5 y el 16 de septiembre de 2003— para rememorar un período muy anterior de su vida —los tres meses en que, treinta años atrás, vivió en Burdeos—.
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que integran “Diario de un canalla”, el primero mantiene una regularidad cronológica (seis entradas en días consecutivos, del 3 al 7 de diciembre) que se va diluyendo en los dos siguientes —el segundo capítulo consta de tres largas entradas, correspondientes a los días 19, 28 y 31 de diciembre, al igual que el último capítulo, que incluye tres entradas correspondientes a días alternos: 2, 4 y 6 de enero—. Pero a mi modo de ver lo más significativo en el pasaje citado es el hecho de que la forma de diario se pierde a la vez que se recupera: cuando vuelve al “texto imposible” después de doce días, el narrador reinicia la escritura de “este diario” —y no es ocioso señalar que lo que entonces se retoma no es solo un diario en el sentido de un registro de acontecimientos cotidianos, sino también un diario de escritura del texto que estamos leyendo—. Se diría que en la disipación de la forma diario, lo que se pierde es tan relevante como lo que se produce en esa indefinición formal: una específica ficción de diario que permite articular un relato —una ficción cronológica que desde el principio tiene como premisa la indefinición genérica y la forma pseudonovelesca—. En otras palabras, la pérdida de la forma diario no sería un accidente que le sobreviene al texto, sino justamente la falta de forma que está buscando, la “imposible” forma a la vez literaria y no literaria, a la vez fantástica y autobiográfica, artificiosa y veraz —o, en los términos propuestos al principio del ensayo, trágica y cómica— que aproximadamente podríamos describir con el término autoficción21.
VII. El dibujo del yo como extravío: parapsicología y prosopopesis En esa línea de extrañamiento crecientemente ʻdesrealizadorʼ —i. e. crecientemente crítico con una cierta visión consensuada de la realidad, pues eso es lo que está en juego siempre en la escritura de Levrero: procurar el acceso a planos de realidad y conciencia más auténticos, menos deformados por el lugar común, el prejuicio o la ideología—, el retorno del motivo del encuentro con un animal en la segunda entrada del capítulo II retoma el tema parapsicológico introducido en la entrada anterior —esto es, la creencia en el Espíritu como energía que mueve el mundo, con la cual es 21 En la definición original del término que propone en la contratapa de su novela Fils (1977), Doubrovsky enfatiza la indefinición formal de la autoficción en cuanto escritura sin “género” y aun como práctica intermedial, anterior o posterior a la literatura —“écriture d’avant ou d’après la littérature, concrète, comme on dit musique”—, algo que tiende a perderse de vista en la reificación del término en los últimos años como género novelesco o como modalidad literaria —o simplemente como ‘moda’ que se manifiesta en la proliferación de narraciones crasamente comerciales, lo que quizá explique la reticencia hacia el término de algunos críticos (Giordano es un caso notorio) o el distanciamiento de otros que en su momento lo reivindicaron (Alberca 2014)—.
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posible conectarse a través de determinadas operaciones y en ciertos estados psíquicos inducibles, entre otras formas, por medio de la literatura—: “creo que el espíritu forma parte de una hiperdimensionalidad del Universo” —afirma— “y creo que es allí donde el Espíritu, con mayúscula, se mueve organizando ciertas cosas” (40-41). Tras de lo cual agrega, precisando el fundamento empírico de su creencia: “En esto creo, y no por haberlo leído ni por una forma de fe que me hayan inculcado, sino por conclusiones que he sacado de mi propia experiencia y por lo que he escuchado de varias experiencias ajenas” (41). Es lo que en términos bastante parecidos expone en La novela luminosa: Investigué, como dije, desordenada y azoradamente en materiales espiritistas, ocultistas, psicoanalíticos, religiosos y científicos, y logré saber que existía realmente algo a lo que podía llamarse Dios si uno quería, aunque también podía admitir otros nombres; en cualquier caso, era algo que superaba mi capacidad de percepción y de comprensión, pero había sí algo viviente y trascendente, algo que implicaba una multidimensionalidad del universo. También supe que había extrañas formas de comunicación con ese algo, y que esas formas nunca eran iguales a sí mismas y que no podía acceder a ellas a mi antojo (2008: 545).
De acuerdo con esta creencia, el encuentro con el pichón de paloma es presentado al principio del capítulo II como una “señal del Espíritu” que le permite al autor-narrador reactivar su yo creativo y su escritura, largo tiempo abandonada, induciendo en él un estado de “magnetismo psíquico” (39). Estado que lo hace especialmente receptivo a “encuentros, llamadas, formas especiales de comunicación”, lo que además coincide en un breve lapso de tiempo con varias consultas de personas desconectadas entre sí sobre “problemas parapsicológicos” —tema crucial en la cosmovisión de Levrero y sobre el que escribió un interesante tratado: el Manual de parapsicología (1980)—. Enlazando con este tema, la aparición del pichón de gorrión en la segunda entrada diarística de este capítulo se relaciona con la facultad inconsciente de “entender el lenguaje de los pájaros” (45) y con una suerte de acto precognitivo, ya que la aparición del pichón es precedida por el pensamiento: “Debería haber otro pájaro en el patiecito”, tras de lo cual el pájaro en efecto aparece en el patio. O sea que el relato de la banal rutina doméstica que propone este diario, como en gran medida ocurre en sus otras ficciones diarísticas (El discurso vacío, La novela luminosa), está atravesado por fenómenos paranormales, teorías parapsicológicas, señales del Espíritu, visitas de fantasmas, derivas imaginarias y fantásticas, y reflexiones metatextuales y metapoéticas, lo que hace que la notación diarística y la inscripción autobiográfica deriven continuamente hacia el terreno de la autoficción y de la invención pseudonovelesca.
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En cuanto a la vertiente parapsicológica de la escritura levreriana, Diego Vecchio observa que “para Levrero, el sujeto es siempre un sujeto desdoblado. Los fenómenos parapsicológicos se producen en contra del yo o en ausencia del yo” (2014: 208), lo cual relaciona con su interés por la prosopopesis —el síndrome de las personalidades múltiples, “donde un sujeto se desdobla de manera espontánea o inducida, dando lugar a una o más personalidades alternativas” (ibíd.)—. Cabe vincular esta noción con la tesis de Paul de Man (1979a) que postula la prosopopeya como figura retórica determinante en la escritura autobiográfica en cuanto dialéctica de enmascaramiento y des-figuración —lo que en cierto modo lo convierte en un teórico de la autoficción avant la lettre—22. Figura que a su vez estaría asociada a otra figura retórica clásica: la parábasis o digressio, que de Man define como “a sudden revelation of the discontinuity between two rhetorical codes” (1979b: 300-301) y crucialmente relaciona con la teoría romántica de la ironía y en particular con su definición en Friedrich Schlegel como “desdoblamiento infinito” y “parábasis permanente”23. El interés de Levrero por fenómenos paranormales y parapsicológicos está directamente ligado entonces a su cuestionamiento de los límites del yo24, que lo lleva por ejemplo a definir el individuo como “ilusión óptica” a partir de una cita de Einstein —en un pasaje de La novela luminosa en que al recordar un sueño de la noche anterior tiene la certeza de haber captado telepáticamente (antes de leerlo) la esencia del cuento de una de las alumnas de su taller—: […] nunca puedo saber si lo que estoy pensando, o lo que se me ocurre, ha surgido de mi mente, por un proceso mío, o si viene de afuera, de otra mente. Y se me vuelve a plantear el tema de los límites del yo, y el tema de la tangibilidad de lo que llamamos individuo. Recuerdo una cita que leí hace un tiempo, atribuida 22 Agamben asocia la aparición del concepto moderno de persona al desarrollo histórico de los géneros y en particular a la oposición tragedia/comedia. De acuerdo con su análisis, en la Baja Edad Media (en la época en que escriben Dante y Fernando de Rojas), la tragedia se asocia a la identificación con la propia máscara, en tanto que la comedia “rechaza la identificación con el prósopon (la máscara)” (2016: 58). En ese sentido, la autobiografía sería el modo de escritura de sí que tiende a la identificación trágica con la propia máscara, en tanto que la autoficción sería un modo cómico de distanciamiento de la máscara, o bien se daría como oscilación tragicómica entre identificación y distanciamiento del yo. 23 Sobre el vínculo entre las nociones de ironía, digresión y desdoblamiento en la autoficción, véase García (2015). 24 La ‘parapsicología’ levreriana sugiere otro vínculo con Macedonio, toda vez que las nociones de “inconsciente colectivo” e “hiperdimensionalidad del Universo” son notoriamente afines a la tesis del “almismo ayoico” (Fernández 1990: 243) en que convergen la reflexión metafísica y el proyecto antinovelístico macedonianos.
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a Einstein (cito de memoria, claro): “Que nos percibamos como individuos separados no es más que una ilusión óptica” (2008: 65).
La figura del desdoblamiento es recurrente en sus narraciones —es un motivo central por ejemplo en su novella Fauna (1987)—, así como en cierto modo en la construcción de su figura autorial. La disociación entre los nombres Jorge Varlotta/ Mario Levrero —su “autoría bífida”, como la llama Vecchio (2016: 3)—, y los numerosos ʻsub-heterónimosʼ con que firma sus textos humorísticos, crucigramas y reseñas bibliográficas —Alvar Tot (anagrama de Varlotta), Tía Encarnación, Bartleby Lavalleja, Edipus Leroi, Profesor Hybris, Sofanor Rigby, Profesor Off, etc.— proponen otros tantos avatares de la prosopopesis. En su diario Burdeos, 1972 Levrero se refiere a sus motivos para publicar sus libros con pseudónimo (aun cuando sea un pseudónimo “no muy distante”, que también es parte de su nombre “oficial”), lo que tiene que ver con la diferencia entre su yo cotidiano-familiar y su yo escribiente o autorial: Debo aclarar que mi nombre oficial es Jorge Varlotta. […] La adopción del nombre “Mario” como mi nombre habitual […] se hizo con el tiempo más frecuente, y el Jorge pasó a segundo plano. Eso sucedió porque mi mundo, el mundo de mis amigos y conocidos, se fue nutriendo cada vez más con personas provenientes del mundo literario, desde los lectores hasta los alumnos. Solo unos pocos amigos más bien antiguos me siguen llamando Jorge. Y yo no dejo de sentir ese “Mario” como una apropiación indebida. Es como si me aprovechara de los méritos de otro, de ese que no tiene nombre y me dicta lo que debo escribir. Por algo me resultó indispensable usar un seudónimo, desde mi primer libro; un seudónimo no muy distante, ya que está formado por mi segundo nombre y mi segundo apellido porque, después de todo, eso que escriben las puntas de mis dedos pasa a través de mí. Pero siempre he tratado de dejar en claro que ese que escribe no soy exactamente yo (2013: 169).
Es algo que también señala en la citada entrevista con Pablo Rocca: “El escritor es un ser misterioso que vive en mí y que no se superpone con mi yo, pero que tampoco le es completamente ajeno” (2013: 88, subrayados en el original). A partir de esta disociación, la ambigüedad entre lo vivido y lo inventado que suele relacionarse con el concepto de autoficción pierde relevancia en la misma medida en que la gana en el sentido de la autoconstrucción del yo. La escritura levreriana está recorrida por una aguda conciencia de que toda autoría (y en última instancia toda subjetividad) es una especie de impostura que de ningún modo podría coincidir con un yo ʻrealʼ (ya que todos los yos son en última instancia apócrifos, contingentes y mudables en el tiempo). En ese sentido, y en la medida en que siempre que se dice ‘yo’ se está hablando de otro, la escritura
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de sí levreriana se podría vincular con lo que Philippe Forest (2001) llama “heterobiografía” —otra manera de nombrar la autoficción en cuanto experiencia de atravesar lo real del sujeto como imposible, en el sentido lacaniano de la traversée du fantasme—. “Mario Levrero” (o cualquier otro nombre de autor) vendría a ser como ese “fenómeno Varlotta” al que se alude en otro pasaje de Burdeos, 1972, una figura autorial autoparódica compuesta como una especie de collage con la fotografía de un famoso artista muy parecido físicamente a Varlotta-Levrero y con las letras recortadas de un artículo de revista dedicado a aquel, de manera que por obra y gracia de ese burlesco cut & paste el título del artículo —“El fenómeno Dupont”— se convierte en “El fenómeno Varlotta” (2013: 167-168). “Dupont” es por cierto un falso nombre genérico (como si dijéramos ‘Pérez’ o ‘Fulano’) elegido por su carácter casi anónimo de tan común —“en Francia casi todo el mundo se llama Dupont” (2013: 167)—, a fin de preservar la privacidad del exmarido de la mujer con la que vivía en esa época (cuyo nombre era idéntico al del famoso artista del artículo). La ironía de la anécdota es que, como en esa época su compañera (Antoinette) seguía siendo identificada socialmente por el apellido de su ex, durante los tres meses que vivió en Burdeos Varlotta-Levrero pasó a ser “Monsieur Dupont” (sustitúyase “Dupont” por el nombre verdadero del artista y del ex, o más bien por una X, ya que al no revelarse su identidad en el diario desconocemos su nombre real). De modo que el apócrifo “fenómeno Varlotta” que en ese burlón collage suplantara al “fenómeno Dupont” (i. e. al famoso artista oculto bajo ese nombre) se convierte en una impostura real —con la salvedad de que el suplantado ya no sería el famoso artista sino el ex de su mujer—, y ahora es “Dupont” (tanto el famoso artista como el ex) quien le impone su nombre a Varlotta-Levrero en una suerte de robo de la personalidad retroactivo e involuntario —evidentemente, un caso de justicia prosopopeica—: “Así, en Burdeos, Jorge Varlotta pasó a ser Monsieur Dupont. Juego de espejos, azar burlón, serpiente que se muerde la cola…” (2013: 170).
VIII. El drama de la escritura (algo sucede con los pájaros) Otro elemento que acentúa la dimensión ficcional de “Diario de un canalla” es la cualidad notablemente enfocada del discurso: lejos de la dispersión anecdótica propia de la notación diarística, “Diario de un canalla” plantea desde el principio un conflicto específico. Se trata aquí menos de la transcripción espontánea del acontecer diario que de un relato motivado, enfocado desde el principio en el conflicto entre el yo mundano y el yo espiritual del autor-narrador —y de manera más indirecta (aunque no menos relevante) en la cuestión de la construcción del
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yo a través de la escritura—. La descripción de su vida bonaerense está determinada por la presentación de este conflicto en términos narrativos, lo que explica el énfasis en el tema de la soledad del autor-narrador en Buenos Aires. De hecho, el retorno del tema del ave espiritual (primero como pichón de paloma, luego en forma de cría de gorrión descarriada) está directamente ligado al tema de la soledad del autor, en el que se insiste en el capítulo II. La desaparición en este capítulo y en el resto del texto de la “compañera” que vivía con él (mencionada incidentalmente en el capítulo I en el episodio del envenenamiento de la rata, un año anterior al presente de la escritura del diario) y la omisión de todo comentario acerca de la misma, en cierto modo nos aleja de una lógica de la notación anecdótica (que implicaría consignar el final de la relación amorosa, los motivos de la separación, etc.), y es sobre todo congruente desde el punto de vista de la focalización ʻautoficcionalʼ en el conflicto subjetivo del autor-narrador. El tema de la lucha entre el yo ‘canalla’ y el yo ‘espiritual’ —y en última instancia, el tema de la escritura de sí como drama existencial (“me estoy jugando la vida, carajo”)— se recorta de manera mucho más vívida sobre el trasfondo de la soledad del sujeto escribiente, cuyo único interlocutor o antagonista a lo largo del texto no es otro ser humano sino un otro animal —un otro extrañamente humanizado, sobre el que aquel se proyecta a sí mismo en esa agónica lucha psíquica—. Aparte del nombre implícito del autor-narrador “Mario Levrero” y de la muy marginal “Silvia” —la amiga argentina que según refiere al principio del capítulo II lo deja plantado en una cita, sumiéndolo en una soledad aún más desesperada— el único personaje con nombre propio que se menciona en el texto es “Pajarito” —el nombre con el que acaba bautizando al gorrión, su “compañero” de ahí en adelante—, lo que no hace sino añadir patetismo (no exento por lo demás de vetas jocosas y grotescas) al drama de la soledad del autor, que es también y sobre todo el drama de la escritura25. Así no es de extrañar que identifique su propia supervivencia —y la continuidad de una determinada visión del mundo y de la escritura: una “fe” siempre a punto de perderse— con la supervivencia del “pajarito”: 25 El tema de la soledad del autor puede verse por otra parte como un topos de la tradición moderna del diario íntimo, algo destacado por Blanchot y otros críticos (Didier 1976; Martí Monterde 2014). Lo relevante, entonces, no estaría en el eje de la notación diarística fidedigna sino en cómo esta coexiste con la remisión a una serie textual y a los rasgos específicos del diario íntimo que desde principios del siglo xix empieza a configurarse como forma literaria. En más de un sentido, se trataría de una soledad buscada, como en los Diarios de Kafka —probablemente el diarista moderno más relevante para Levrero—: “La soledad, que en su mayor parte me ha venido impuesta desde siempre, pero que en parte ha sido buscada por mí —pero qué otra cosa sino imposición era también eso—, esa soledad se vuelve ahora completamente inequívoca y llega a su extremo” (Kafka 2000: 659).
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En todo caso, si el Espíritu lo eligió para dar una señal a este humilde, desgraciado, torpe mortal, me imagino que también sabrá arreglárselas para que el pobre, desgraciado, torpe y desvalido pequeño mortal acurrucado en el rincón de mi patio pueda sobrevivir. Si el bicho no sobreviviera, me sentiría hondamente vejado y mi fe sufriría el más rudo golpe posible. Algo de esta fe, muy poco, pero algo, quedó en mí a pesar de los años de dictadura y a pesar de la operación. ¡Atención, Espíritu! ¡No destroces este tambaleante, incipiente intento de recuperarla del todo! ¡Protege al pajarito! (50).
Las dos siguientes entradas del diario, correspondientes al último día del año y al primero del año nuevo, se abren con una escueta frase cargada de simbolismo en el sentido de esa ansiada renovación vital, ligada al sentimiento de esperanza que conlleva el comienzo del nuevo año (lo que se subraya con letras mayúsculas y séxtuple signo de exclamación en la entrada del primero de enero): “(31 de diciembre) Y Pajarito vive” (51); “(1.º de enero de 1987) ¡¡¡¡¡¡PAJARITO VIVE!!!!!!” (60). Estos pasajes concuerdan con lo que observa Maurice Blanchot sobre la escritura diarística como “empresa de salvación”: La ilusión de escribir y a veces vivir que proporciona el diario […] y por último la esperanza, uniendo la insignificancia de la vida a la existencia de la obra, de alzar la vida nula hasta la bella sorpresa del arte, y el arte informe hasta la verdad única de la vida, el entrelazamiento de todos estos motivos hace del diario una empresa de salvación: […] se escribe para no perderse en la pobreza de los días (1992: 210).
IX. Tonalidades de la autoficción, contrariedades del sujeto En la larga entrada del diario que cierra el capítulo II (correspondiente al último día del año: el 31 de diciembre) se agudizan la dimensión autoficcional y lo que podríamos llamar la subjetividad inventiva del discurso del narrador. Por un lado, este se identifica de manera cada vez más explícita con el gorrión —cuyo temor al ser humano describe en términos de “manía persecutoria” o “trauma psíquico” (51)—; por otro, se hacen más frecuentes los quiebres metalépticos en forma de burlonas apelaciones directas al lector, llamando la atención sobre la naturaleza indefinida del texto que está escribiendo —“novela, diario, confesión, crónica o lo que sea” (54)— y sobre su estructura dual —lo que describe como “el tema humano y el tema divino” (58), i. e., el tema de la escritura como “autoconstrucción” y el tema simbólico-trascendente de lo que denomina la “fenomenología avícola” como “señal del Espíritu” (54)—, así como sobre la propia identificación del narrador con el pajarito:
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Está bien, sabihondo hipotético lector: me has descubierto. Ya sabes, porque eres astuto, que me he identificado con el pequeño gorrión. Es Nochevieja y estoy solo. Tengo, es cierto, mi nido de lujo; tengo mi lecho mullido y mis frazadas, mi turbo-circulador y mis estufas, mi equipo de audio y mi heladera —y estantes atiborrados de comestibles. Pero tengo frío, qué carajo; tengo el alma recagada de frío (60).
El capítulo final de “Diario de un canalla” se abre con una vuelta de tuerca en la escritura del yo como autocontemplación irónica que empieza a emerger en el capítulo II. Hay un patente cambio de tono: del pathos del modo intimista-existencialista que predomina en los capítulos anteriores (aunque no sin alguna que otra deriva jocosa), al modo grotesco-satírico del relato de la “peste sanatorial” (64), donde los médicos y enfermeras del hospital donde fue operado dos años atrás son evocados con cómica exageración como agentes de un burlesco círculo infernal. Se retoma así el tema cómico-siniestro de los operarios médicos “zombies” esbozado en el capítulo II, que ahora adquiere tintes decididamente delirantes. Desde el comienzo del capítulo (en la entrada del 2 de enero) esta deriva humorística coincide con una intensificación del grado de literariedad del discurso, patente ya desde la asociación inicial del puré de zapallo con “gusto a neumático quemado” que le dan en el hospital con las “imágenes de Raymond Chandler que yo más apreciaba: el churrasco con gusto a bolsa de correo enmohecida, el cigarrillo que sabía a trapo de electricista” (61), en una suerte de versión intertextual y hard-boiled del famoso pasaje de la magdalena proustiana —donde lo degustado no trae el recuerdo de un dulce sabor vivido sino la reminiscencia de amados (y amargos) sabores leídos. Simultáneamente, se intensifican la inverosimilitud y la duplicidad irónica del discurso: así en la desaforada descripción de médicos y enfermeras como “inmundicias de túnica blanca” o diabólicos “gusanos hominiformes” (63), o en la estrambótica oración de agradecimiento dedicada a las pocas excepciones de la “basura sanatorial” (el peluquero y una enfermera que, a diferencia de lo que parece ser la norma en este círculo medicinal dantesco, no maltratan a los convalecientes): “Hayan cometido los pecados que hubieren cometido, y quién no, merecen el Cielo (el modelo de cielo que mejor les caiga). Que el Señor los tenga en su Gloria, y que esta oración se multiplique por el infinito número de lectores que tendrá seguramente este magnífico libro que estoy escribiendo” (64). Bien es cierto que, al retomar en seguida el tema del pajarito atrapado en el patio, vuelve a un tono más comedido en la observación etológica de la conducta del animal, pero la supuesta objetividad de la mirada ʻcientíficaʼ sigue estando teñida por la obvia identificación del narrador con el ave cautiva, subrayada por los numerosos paralelismos entre ambos, que remiten continuamente al plano de la motivación narrativa. Así, al hambre “loca” del narrador convaleciente tras la operación de vesícula (65) corresponde
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el hambre de Pajarito, que lo lleva a ponerse “cada vez más nervioso” (66), así como más adelante se dice de este que “pía de hambre y soledad” (71), fundiendo el tema etológicoornitológico y el tema del conflicto espiritual del narrador —en el que convergen la “soledad del autor” y el motivo del “frío invernal” que siente el último día del año (un frío sobre todo anímico, si tenemos en cuenta que en Buenos Aires diciembre es un mes de verano)—. A su vez, el miedo a la operación que lo llevara a iniciar la escritura de una novela para exorcizar ese miedo (la novela inconclusa que en cierto modo retoma dos años después con la escritura de este diario) se corresponde con el miedo cerval del pajarito a la presencia humana y con las observaciones del narrador sobre el canto amenazador de los gorriones: un “piar desesperado y desesperante” (70) que es idéntico al que emiten esas aves cuando tienen miedo, según el principio “yo te asusto con mi expresión de miedo” (70) —lo que sugiere que en la novela emprendida antes de la operación el autor-narrador escribe su miedo como una suerte de canto amenazante para, en buena lógica gorriónica, asustar al miedo “con la expresión del miedo”—. La duplicidad irónica del narrador retorna cuando observa, dirigiéndose directamente al lector: “Porque el Espíritu está indudablemente mezclado con todo esto, aunque usted no lo crea y yo tampoco […]” (72) —observación que a la vez afirma y niega la creencia del narrador en el Espíritu, que se estaría manifestando en ese momento en la misteriosa coincidencia de la música de flautas que emite la radio (flautas que parecen imitar el canto de los pájaros), en el preciso instante en que el gorrión, en su despavorida huida al ver acercarse al narrador, se introduce en la vivienda y se oculta tras uno de los altavoces de la radio para luego desaparecer sin dejar rastro—. Esta observación da paso a un nuevo cambio de tono en la búsqueda del pajarito por toda la casa, que por momentos deviene una suerte de cómico slapstick fecundo en hilarantes accidentes y tropiezos. Tras una agotadora persecución, el narrador consigue depositar sano y salvo al gorrión en la maceta del patio, no sin antes proferir un cómico exabrupto dedicado a la criatura que pocas páginas atrás viera como “señal del Espíritu”: “Cerré la puerta, corrí las cortinas, y decidí olvidarme para siempre del hijo de mil putas” (75). Resolución que pronto abandona, pues inmediatamente vuelve a espiarlo, lo que pronto desemboca en una nueva deriva delirante en la que Pajarito asume vertiginosamente los roles de “damisela violada” y de jactancioso rufián de taberna (según el clásico modelo del miles gloriosus), para culminar en un melodramático clímax emotivo en que se mezclan el despecho y el reproche: Al rato ya tuve que espiarlo otra vez, por entre las tablitas de las persianas del escritorio. Tenía todo el aspecto de una damisela violada; se acomodaba las plumas, una por una, con la púdica indignación y la dolorida escrupulosidad de una doncella. Estoy seguro de que, además, se cree un héroe: “Estuve en la casa del Ogro”, contará, a lo largo de toda su vida, en turbios cafetines portuarios a otros
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pájaros de su calaña. “Me persiguió sin tregua, toda una tarde. Llegó a tenerme varias veces entre sus manos. Pero yo me escapé, porque la maña vale más que la fuerza”. Imbécil. Más que imbécil. Yo quería ser tu amigo, Pajarito (76).
La última entrada del diario retoma el tono de lacónica melancolía para narrar la desaparición definitiva del gorrión: “(6 de enero) Y aquí termina la historia de Pajarito. Se fue. No vive más aquí. […] Se fue rumbo a la vida adulta. Ahora será igual a todos los otros gorriones. […] Ahora Pajarito no tiene nombre. Nadie lo quiere. Para mí ya es recuerdo; es el que fue, no el que es” (76-78). La descripción del vacío y la sensación de “incompletud” que deja su ausencia en la planta del patio —“sin Pajarito como remate” (79)—, así como la pérdida del nombre que supone el paso a la vida adulta y la reintegración en la normalidad cotidiana de los “otros gorriones” invitan a una lectura simbólica en la que por debajo de la historia del ave extraviada se transparenta la historia de la “autoconstrucción del yo” del narrador —su agónica lucha entre el yo ‘canalla’ y el yo ‘espiritual’, entre la supervivencia como banal modo de “subexistencia” (132) y la autocreación por la escritura26—. La reincorporación del pichón de gorrión a la gris anonimia de la vida adulta sugiere, en términos del conflicto psíquico planteado al comienzo del diario, el retorno del yo mundano y el debilitamiento del yo espiritual. Pero este no desaparece del todo: en una última finta que esboza el inicio de otra historia (y que por ello tiene más de broche final de relato que de final de diario, que simplemente se interrumpe)27, la última frase del “Diario
26 El paralelismo entre el yo del narrador y el ave extraviada apela notoriamente al simbolismo arquetípico que identifica al ave con el espíritu (y en particular a las representaciones del Espíritu Santo en la iconografía cristiana) y es análogo al que propone La novela luminosa en la figura recurrente de la paloma muerta visitada por su “viuda”, que sugiere un trasunto de la progresiva decadencia y cercanía a la muerte del narrador, así como del periódico resurgimiento espiritual que suponen las visitas (cada vez más esporádicas hacia el final del “Diario de la beca”) de su examante Chl (“Chica lista”). No en vano la imagen con que se cierra el libro —la facies hipocrática que lo persigue hasta su última frase— es el cadáver de la paloma: “La calavera de la paloma parece seguir en su sitio; los huesitos del cuerpo no los veo, pero quizá estén, sí, todavía, allí” (2008: 567). Más allá de estas identificaciones y paralelismos, se diría que la propia escritura diarística funciona aquí como una suerte de trance transubjetivo, un modo de entrar en contacto con el Espíritu —el “Inconsciente” o la “hiperdimensionalidad del universo” cuyo signo son las aves—. Como observa en El discurso vacío, “cada vez que me pongo a escribir […] algo sucede con los pájaros” (2007: 72). Sobre el simbolismo de las aves en Levrero, véase Echevarría, quien describe certeramente La novela luminosa como “el negativo de una experiencia mística, el vaciado de su huella, el clamor de su inminencia” (2008: 102). 27 Giordano: “Los verdaderos diarios se interrumpen, no se cierran, porque la vida no sabe de puntos finales” (2011: 105).
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de un canalla” renueva la creencia en el Espíritu, cuya presencia se transmite a través de misteriosas señales —sus emisarios pueden ser un pichón de paloma, el recuerdo de un gorrión o, como se sugiere en la frase final, el encuentro con una mujer—: Ahora, la varita con la planta enroscada, sin Pajarito como remate, penacho o fruto, da una triste idea de incompletud, de castración, de inutilidad, de fracaso. Y ahora deberé recuperarlo en el recuerdo de una señal. Su presencia física, sus reclamos, su torpe comicidad, su incierta supervivencia, habían hecho que me olvidara de la señal. Pero el Espíritu no descansa: anoche me encontré con Silvia (79).
X. Falso final: autoficción y tragicomedia Recapitulemos, para aproximarnos a una conclusión. Toda la obra narrativa de Levrero, tanto las narraciones ʻfantásticasʼ como los textos diarísticos, puede considerarse como escritura del yo autoficcional. Según lo declara en La novela luminosa, la escritura solo tiene interés en la medida en que entreteje literatura y vida, como forma de “dar algo de uno mismo”: Amigo lector: no se te ocurra entretejer tu vida con tu literatura. O mejor sí: padecerás lo tuyo, pero darás algo de ti mismo, que es en definitiva lo único que importa. No me interesan los autores que crean laboriosamente sus novelones de cuatrocientas páginas, en base a fichas y a una imaginación disciplinada; sólo transmiten una información vacía, triste, deprimente. Y mentirosa, bajo ese disfraz de naturalismo. Como el famoso Flaubert. Puaj (2008: 72).
Las categorías de literatura fantástica, autobiografía o realismo son poco adecuadas entonces para describir la escritura de Levrero, en la medida en que toda ella se basa, por un lado, en una fenomenología de la subjetividad que presupone lo real de las fantasías y los procesos imaginativos —así como el carácter ficcional y construido de toda instancia egoica—, y por otro pone en juego una poética de la narración que concibe la escritura como acontecimiento que concierne a la “memoria del alma” —de ahí que llegue a afirmar—: “Yo nunca he escrito nada que no haya vivido” (Pereira 2013: 68)28. Ello lo lleva a rechazar tanto el naturalismo flaubertiano (o en general 28 De la obra de Levrero bien se podría decir lo que este afirma sobre la novela Valis de Philip K. Dick: “entreteje su ciencia-ficción con datos autobiográficos evidentemente reales, y más que una novela es un tratado filosófico-religioso de primer orden” (2008: 170) —lo segundo se aplicaría especialmente a La novela luminosa y a la trilogía de la novela inconclusa—.
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los presupuestos de la novela realista) como la noción de invención ligada a lo que suele entenderse por literatura fantástica en la estela de Borges y el círculo de la revista Sur (Adolfo Bioy Casares, Silvina Ocampo, José Bianco etc.)29. Es lo que expone con meridiana claridad en El discurso vacío: La gente incluso suele decirme: “Ahí tiene un argumento para una de sus novelas”, como si yo anduviera a la pesca de argumentos para novelas y no a la pesca de mí mismo. Si escribo es para recordar, para despertar el alma dormida, avivar el seso y descubrir sus caminos secretos; mis narraciones son en su mayoría trozos de la memoria del alma, y no invenciones (2007: 122).
La categoría de autoficción, por su condición híbrida y transgenérica, describe con bastante exactitud la concepción levreriana de la escritura y la subjetividad, y es especialmente productiva para leer sus textos diarísticos —y en particular la trilogía de la novela inconclusa—. Esta, según se afirma en el primero de los cinco capítulos incluidos en La novela luminosa, debería tener una forma autobiográfica, pero no ser una autobiografía “con todas las de la ley”, y por otra parte en cuanto novela imposible tampoco sería exactamente literatura —desde el momento en que reconoce que las experiencias extraordinarias o “luminosas” que quiere plasmar no admiten transcripción literaria: “La novela luminosa, en cambio, no puede ser una novela; no tengo forma de transmutar los hechos reales de forma tal que se hagan ʻliteraturaʼ” (2008: 455)—. Como observa en el “Prefacio histórico”, “los hechos luminosos, al ser narrados, dejan de ser luminosos, decepcionan, suenan triviales. No son accesibles a la literatura, o por lo menos a mi literatura” (2008: 19). La autoficción, en este sentido, designaría el intervalo entre lo que no se quiere y lo que no se puede escribir: una suerte de terreno de nadie, a medio camino entre la autobiografía, el ensayo y la novela —entre el “cuidado de sí”, el oscuro dibujo de la escritura y la literatura como iluminación propiamente dicha—, sin ser estrictamente ni lo uno ni lo otro30: Obviamente, la forma más adecuada de resolver la novela luminosa es la autobiográfica. Y también la forma más honesta. Sin embargo, no debe tratarse de una 29 El distanciamiento en cuanto a la poética de la ficción borgiana es explícito cuando afirma, hacia el final de La novela luminosa, en una suerte de profesión de fe literaria a la vez que religiosa: “Yo soy hombre del Espíritu Santo; al contrario de Borges, es lo único que entiendo, lo único que conozco, lo único en que creo” (2008: 554). 30 Desde esta perspectiva la autoficción sería una “forma irruptiva”, entraría en el orden de las “irrupciones que interrumpen el juego de las formas” (Laddaga 2013: 234). Rodolfo Fogwill observa que “ʻirrupciónʼ es una palabra levreriana” (2013: 259); en gran medida también lo es, cabe sugerir, la palabra ‘autoficción’.
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autobiografía con todas las de la ley, puesto que sería probablemente el libro más soso que pudiera escribirse. […] Ahora debo escribir (la novela oscura) y deseo escribir (la novela luminosa), pero no sé cómo hacerlo. Se ha fugado de mí el espíritu travieso, alma en pena, demonio familiar o como quiera llamársele, que hacía el trabajo en mi lugar. Estoy a solas con mi deber y mi deseo. A solas, compruebo que no soy literato, ni escritor, ni escribidor ni nada. Simultáneamente, necesito dentadura postiza, dos nuevos pares de lentes (para cerca y para lejos) y operarme de la vesícula (2008: 456-457).
La descripción de los textos diarísticos y autobiográficos de Levrero como textos realistas es así, pues tan problemática como la caracterización de sus relatos y narraciones como literatura fantástica, no solo por su poética de la escritura antinaturalista sino porque esos textos, y en particular los que integran la trilogía de la novela inconclusa, están plagados de fenómenos paranormales, coincidencias mágicas, señales del Espíritu y visitas de fantasmas que se presentan como parte de la experiencia cotidiana del autor-narrador. Es interesante, en ese sentido, cómo se describe el “Diario de un canalla” en el “Diario de la beca” de La novela luminosa. En la entrada del 22 de octubre del 2000 observa: Debo explicar al lector, o recordarle, por si ya lo sabía, que hace unos cuantos años escribí un texto llamado Diario de un canalla. Lo escribí en Buenos Aires. Mi impulso inicial había sido continuar la “novela luminosa” (subrayar este dato, ya que la novela luminosa —su conclusión— es el proyecto de la beca actual), y apenas me puse a escribir comenzaron los problemas con los pájaros. […] Entendí que esa epifanía de pájaros tenía un carácter simbólico; lo cierto es que a veces la llamada realidad objetiva se hace presente con un fuerte carácter simbólico. Y entendí que de algún modo yo había provocado esos sucesos por el hecho de haberme puesto a escribir. El paso de los años no me ha hecho cambiar de opinión, aunque quiero dejar constancia de que no me parece que pueda considerarse un hecho milagroso. Quizá sí un poco mágico, si entendemos la magia como una técnica perfectamente explicable. El Inconsciente sabe y puede hacer muchas cosas que nuestro pobre yo consciente ni imagina posibles (2008: 201).
En este pasaje es importante destacar que Levrero no solo se refiere al “carácter simbólico” de las aves en cuanto dimensión alegórica del texto —lo que pondría en evidencia su literariedad en la disposición textual de una serie de motivos, metáforas y símbolos—, sino que además y sobre todo está afirmando una creencia en el influjo “mágico” del pensamiento y la escritura en esa sucesión de “hechos con aves”, que ve como señales del Espíritu operando en su realidad cotidiana. Análogamente, fenómenos paranormales de telepatía, precognición, visiones de fantasmas, “visitas etéreas”
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y aún de “súcubos familiares” —de acuerdo con la teoría de William Burroughs de la posesión sexual por entes inmateriales— son descritos a lo largo del “Diario de la beca” como fenómenos cotidianos. No deja de ser significativo el que, entre los varios temas y motivos recurrentes listados en el “Epílogo” del “Diario de la beca”, acerca de los cuales ofrece un telegráfico “estado de la cuestión” al final del libro, junto a los ítems más o menos pedestres (“Antidepresivos”, “Yogur con vitamina C”, “Monitor de mala calidad”, etc.) aparezcan los temas “Fantasmas” o “Telepatía con el librero”. Más allá de conferir un aura de misterio a la cotidianidad más banal, la creencia en una “hiperdimensionalidad del Universo” hace irrelevante la ambigüedad entre el plano de lo vivido y el de lo inventado en el sentido de lo que Alberca (2007) llamara el “pacto ambiguo” de la autoficción —así como tampoco se trataría aquí de la vacilación sobre el estatus ontológico de lo narrado propia de la literatura fantástica de acuerdo con Todorov (1970)—, toda vez que la realidad en que podrían haber ocurrido o no los hechos referidos cobra una “plasticidad” que excede la oposición binaria realidad/ficción y admite de entrada como parte de esa realidad expandida hechos habitualmente considerados imposibles, paranormales o inverosímiles desde el punto de vista del discurso racionalista moderno31. La narrativa de Levrero no plantea nunca una vacilación fantástica en el sentido de Todorov, así como tampoco propone un coqueteo autoficcional en el sentido del banal juego narcisista consistente en sembrar la duda sobre lo que habría de inventado o de vivido en el relato del autor-narrador, sino que en ella siempre se trata de afirmar una creencia, de transmitir una determinada visión de la realidad —lo que podríamos llamar una visión de la realidad expandida—. El acceso a esa visión expandida está directamente relacionado con lo que Levrero entiende por “aventura literaria”, y se aleja de los habituales efectos de vacilación o ambigüedad que suelen asociarse al arte literario —cuya forma más “pura” de acuerdo con Todorov, conviene recordarlo, sería justamente la literatura fantástica—. En “La novela luminosa” y en el “Diario de la beca” abundan los actos discursivos desambiguadores: exhortaciones explícitas al lector que revelan una clara voluntad de despejar cualquier duda sobre la autenticidad de lo que refiere, rechazando toda intención de “poetizar” o de entrar en juegos de ambigüedad literaria. En el primer capítulo de la “novela luminosa” observa a propósito de una de las numerosas experiencias paranormales que se dispone a describir: “Lo que voy a decir a continuación debe tomarse al pie de la letra; no es algo simbólico, no es 31 Esta hiperdimensionalidad está directamente ligada a las creencias parapsicológicas de Levrero, que como observa Diego Vecchio (2014: 217-218) postulan la existencia de un “inconsciente colectivo, donde todo está conectado: lo que está adentro con lo que está afuera, lo que está abajo con lo que está arriba, lo sublime con lo abyecto, lo trivial con lo extraordinario” —y, añadiríamos, la vigilia con el sueño, la lógica de la fantasía con el principio de realidad—.
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una manera de decir, no es un intento de poetizar. Es un hecho, y quien no lo crea, que salga por favor de aquí, que no siga ensuciando mi texto con su resbalosa mirada —y que no intente, jamás, leer otro libro mío—” (2008: 463).
XI. Kafka con Santa Teresa: los castillos y las moradas Es más, la “novela luminosa” se presenta explícitamente como la historia de una conversión —no en vano su último capítulo se titula “Primera comunión”—, y los textos diarísticos que integran la trilogía de la novela inconclusa pueden leerse como una especie de “ejercicios espirituales” en el sentido ignaciano y teresiano del término —ejercicios en cierto modo ya prefigurados en los “ejercicios caligráficos” que se autoimpone el ascético escriba de El discurso vacío—. Aunque el relato de su conversión al catolicismo que cierra la “novela luminosa” no está exento de derivas humorísticas y su profesión de fe es más bien heterodoxa32, ello no debería hacernos olvidar el hecho de que ese relato y la entera trilogía de la novela inconclusa se configuran como una historia de la progresión del alma del autor-narrador en su lucha por alcanzar o recuperar una autenticidad perdida. En ese sentido, hay que entender literalmente lo que afirma en el “Prefacio histórico de la novela luminosa” cuando declara que su modelo para narrar las experiencias extraordinarias que quiso plasmar en esa novela son Las moradas de Santa Teresa —a quien no en vano llama “mi patrona” (2008: 15)—. Los tres textos de “escritura del yo” que integran la trilogía de la novela inconclusa proponen una suerte de reescritura en clave secular y pospsicoanalítica de la
32 Ese relato tiende a trenzar la exaltación mística y la más desopilante procacidad, enfocándose en la “difícil, aunque imprescindible, relación entre la religión y el sexo” (2008: 534) y privilegiando la Iglesia “que está dentro de uno; la Iglesia real, no la terrenal y política” (2008: 559). La inestable combinación de las valencias de la espiritualidad y la sexualidad produce una paradójica figura —la del ‘converso hereje’—: “Temo, también, que se me considere cínico, mentiroso, o hereje. Hereje, puede que lo sea, y tengo una teoría para defenderme. […] Pero quiérase o no, voy llegando sin proponérmelo —partiendo de unos pezones erectos— a mi conversión. O ʻconversiónʼ; que esto es algo que, tampoco, tengo nada claro. No sé cuál es, hoy, mi exacta relación con la Iglesia —y estoy escribiendo esto, en parte, también para tratar de averiguarlo—. […] Pero que hubo conversión, la hubo; y que fue una experiencia luminosa, lo fue” (2008: 535). La inscripción de un temor a que su “conversión” o su “creencia” sean tomadas a la ligera es análoga a la que encontramos en el “Diario de un canalla”: “A lo largo de estas páginas he hablado varias veces del Espíritu. Debo subrayar que, en materia religiosa, es lo único que creo a pie juntillas —si se me permite la expresión—. Pero no sabría definirlo, ni siquiera intentarlo. Apenas quiero rozar el tema para que se sepa que cuando hablo del Espíritu estoy diciendo algo y no haciendo una de mis habituales humoradas” (40).
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vía mística y el “camino de perfección” teresianos: un intento de recuperar el “recto camino” (2008: 26), según lo expresa en una de las primeras entradas del “Diario de la beca”. Más allá de la apelación al modelo de Las moradas (1577) o del Libro de la vida (1565) —que junto con los Ejercicios espirituales (1548) de Ignacio de Loyola se cuentan entre los más tempranos y pregnantes proyectos de escritura de sí en lengua castellana—, abundan en la “novela luminosa” y a lo largo del “Diario de la beca” fraseos puntuales que recuerdan la prosaica dicción mística de Teresa de Ávila, que famosamente afirmara: “entre las ollas y los pucheros también anda Dios”. Al reconocer su fracaso en mantener su escritura apegada a lo “luminoso” (o dentro del exigente ideal literario que se autoimpone), el narrador del “Diario de la beca” afirma, evocando el gusto teresiano por los diminutivos familiares y afectivos (a la vez que retoma el motivo del ave espiritual del “Diario de un canalla”): “soy como un pajarillo que prueba sus alas antes del primer vuelo” (2008: 460). Y en otro momento observa sucintamente: “Miro por la ventana hacia la gracia del cielo” (2008: 241). Asimismo, su concepción de la literatura como goce inefable que tiende a excluir el pensamiento y la idea (lo que llama el “panfleto” ideológico) tiene notorias afinidades con el discurso místico en cuanto experiencia de no entender, que quedaría más allá de la lógica y del discurso racional. Como también es afín al discurso místico su visión del amor como “soplo” trascendente ligado a la crítica y superación del yo mundano, tal como lo expresa en el segundo capítulo de la “novela luminosa”: “El amor, el espíritu, es un soplo eterno que sopla a través de los tubos vacíos que somos nosotros. No es tu fotografía lo que llevo en el alma, muchacha sin rasgos: es tu mirada, justamente lo que no era tuyo, lo que no era tú” (2008: 475). En resumen, se diría que en ese gran proyecto de escritura de sí que es el conjunto de la obra narrativa de Levrero, más que una etapa fantástica y una etapa realista o autobiográfica, lo que habría son dos modos o momentos de escritura del yo que no habría que entender en el sentido de una linealidad cronológica sino más bien como modos complementarios, que se dan siempre en diverso grado en cada texto de Levrero y que interactúan, con distintas variaciones y mezclas tonales, en una suerte de “bajo continuo” autoficcional. Es lo que, a partir de los dos autores que invoca como modelos o “santos patronos”, podríamos llamar el modo kafkiano y el modo teresiano de la escritura de Levrero. Esta se mueve entre El Castillo de Kafka y el Castillo interior de Santa Teresa: entre el momento kafkiano de escritura del yo en relación con un otro siniestro y contingente y el momento teresiano de autocontemplación y autoconstrucción en relación con un otro absoluto e intersubjetivo (lo que Levrero alternativamente llama el Espíritu o el Inconsciente). El modo kafkiano —modo grotesco o cómicotrágico— predomina en las novelas de la llamada “trilogía involuntaria”, así como el modo teresiano —modo tragicómico, que se orienta a una iluminación final— es preponderante en la trilogía de la novela inconclusa, pero
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ambos modos están presentes en los textos que integran las dos trilogías, y en mayor o menor medida los encontramos en todas sus narraciones y en todas las ʻépocasʼ de la escritura levreriana33. Concluyamos con un falso final, el “final ideal” que imagina el autor-narrador del “Diario de la beca” para su diario-novela en cierto modo sintetiza la tonalidad tragicómica que frecuenta La novela luminosa, así como la singular constelación de escrituras del yo que orbita en torno a la novela inconclusa. Es un final memorable, aunque hipotético (o tal vez por ello), entre otras cosas por la manera en que reescribe la “desgana de escribir” y el “cansancio de mundo” con que se abre El castillo interior o Las moradas34, así como por la ligereza con que nos lleva, en una suerte de dramática prestidigitación, de un horizonte de desesperanza y agonía existencial al reconocimiento de una relativa felicidad. También pensé que el final ideal sería algo como esto: Estoy cansado de esta situación, estoy cansado de esta vida gris, estoy cansado del dolor que me produce la extraña relación con Chl, el saber que la he perdido pero que está ahí a mano […]. Tengo pegado a la piel el rol de escritor pero ya no soy un escritor, nunca quise serlo, no tengo ganas de escribir, ya he dicho todo lo que quería, y escribir dejó de divertirme y de darme una identidad. […] Y estoy cansado de representar ese papel. Estoy cansado de todo. La vida no es más que una carga idiota, innecesaria, dolorosa. No quiero sufrir más, ni llevar más esta vida miserable de rutinas y adicciones. Apenas cierre estas comillas, pues, me volaré la cabeza de un tiro (Levrero 2008: 434).
En vez de ese truculento desenlace —que, como observa con ironía, habría hecho que el libro “se vendiera muy bien”— lo que sigue es una escena desigualmente iluminada —una confesión ʻa contraluzʼ, que inscribe un tenue pero innegable deseo de vivir—: 33 De ahí que, al leer La novela luminosa y en general la escritura diarística del último Levrero, sea preciso tener en cuenta el específico “giro autobiográfico” de estos textos a la vez que lo que tienen de “nuevo avatar de la caligrafía del sueño esbozada en sus primeras ficciones, que pretendían ser una traducción de Kafka al uruguayo” (Vecchio 2014: 218). 34 “Pocas cosas que me ha mandado la obediencia se me han hecho tan dificultosas como escribir ahora cosas de oración; lo uno, porque no me parece me da el Señor espíritu para hacerlo, ni deseo, lo otro, por tener la cabeza tres meses ha con un ruido y flaqueza tan grande que aun los negocios forzosos escribo con pena” (1861: 434), advierte la autora desde la primera frase de su autoexamen espiritual en Las moradas. Análogamente, en la “vida miserable de rutinas y adicciones” que Levrero describe con escrupulosa minuciosidad en el “Diario de la beca”, y afirma querer abandonar en este “final ideal”, resuenan ecos de los “grandes pecados y ruin vida” a que se refiere Santa Teresa en el prólogo del Libro de la vida (2014: 37), descritos “muy por menudo y con claridad” en ese libro y en todos sus escritos autobiográficos.
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Y para colmo no es cierto que esté cansado de vivir. Podría seguir llevando exactamente este tipo de vida que estoy llevando ahora durante todo el tiempo que el buen Señor me quisiera otorgar, incluso en forma indefinida. […] En realidad soy feliz, estoy cómodo, estoy contento, aun dentro de cierta dominante depresiva (2008: 435).
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Sobre los autores
Ana Casas es profesora de Literatura Española en la Universidad de Alcalá. También ha sido profesora en la Université de Neuchâtel (Suiza), Universitat Autònoma de Barcelona y en la Universitat Pompeu Fabra. Especialista en narrativa española contemporánea, es autora, entre otros, de El cuento español en la posguerra. Presencia del relato breve en las revistas literarias (2007); La autoficción. Reflexiones teóricas (ed., 2012); El yo fabulado. Nuevas aproximaciones críticas a la autoficción (ed., 2014); Voces de lo fantástico de la narrativa española contemporánea (en coautoría con David Roas, 2016) y El autor a escena. Intermedialidad y autoficción (ed., 2017). Dirige Pasavento. Revista de Estudios Hispánicos (www.pasavento.com) y es miembro del Grupo de Investigación “Semiosferas. Cine, teatro, literaturas, relaciones intermediales e interartísticas” de la Universidad de Alcalá, así como del Grupo de Estudios sobre lo Fantástico de la Universitat Autònoma de Barcelona. Ha dirigido el proyecto de investigación: “La autoficción hispánica. Perspectivas interdisciplinarias y transmediales (1980-2012)”. Pablo Decock es doctor por la Université Catholique de Louvain (Louvain-laNeuve, Bélgica) con una tesis sobre César Aira. Trabajó como editor y fue profesor invitado en la Universiteit Gent y la Université Libre de Bruxelles. Desde 2011 hasta principios de 2016 fue profesor de Literatura y Cultura Españolas e Hispanoamericanas en la Radboud Universiteit Nijmegen (Países Bajos) y coordinador de la carrera de Lengua y Cultura Hispánicas. Actualmente trabaja en la Universiteit Utrecht (Países Bajos) y en el University College Ghent (Bélgica). Ha editado, junto con Geneviève Fabry e Ilse Logie, el volumen Los imaginarios apocalípticos en la literatura hispanoamericana contemporánea (2010). Entre sus últimas publicaciones se encuentran artículos sobre la narrativa posdictatorial del Cono Sur y sobre autoficción, así como la monografía Las figuras paradójicas de César Aira. Un estudio semiótico y axiológico de la estereotipia y la autofiguración (2014). Anna Forné es doctora en Letras por la Lunds Universitet (Suecia) y profesora asociada de Literaturas Hispánicas en el Departamento de Lenguas y Literaturas de la Göteborgs Universitet. Sus áreas de interés son la materialidad de la memoria, la
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intermedialidad, la autoficción, el género testimonial y los imaginarios genéticos en la literatura y el cine contemporáneos. Su actual proyecto de investigación, financiado por la Fundación Sueca de Humanidades y Ciencias Sociales (http://anslag.rj.se/en/ fund/50201), aborda la cuestión del Premio Testimonio de Casa de las Américas. Entre sus últimas publicaciones se cuentan: “El arte de la reversibilidad en cuatro relatos de familiares de desaparecidos” (2015); “‘Una suma de negaciones’: Apuntes sobre el género testimonial y el Premio Casa de las Américas (1970-1976)” (2015); “Trayectorias narrativas de la memoria en El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia de Patricio Pron” (2016) y “Matters of Memory in Los Rubios by Albertina Carri” (2016). José Manuel González Álvarez es doctor en Literatura Latinoamericana por la Universidad de Salamanca (España). Ha sido profesor e investigador en las universidades de Salamanca y Alcalá (España), Buenos Aires (Argentina), la República (Uruguay) y Erlangen-Nürnberg (Alemania). Fue investigador posdoctoral del Ministerio de Ciencia e Innovación del Gobierno de España en la Universidad de Buenos Aires (2008-2010). Es autor de las monografías En los bordes fluidos. Formas híbridas y autoficción en la escritura de Ricardo Piglia (2009) y El cálamo centenario: cinco asedios a la literatura argentina (1910-2010) (2012). Ha coordinado el número monográfico de Pasavento. Revista de Estudios Hispánicos dedicado a la autoficción hispánica contemporánea (2015). Ha sido investigador posdoctoral de la Fundación Alexander von Humboldt (programa Experienced Researchers) en la Universität Erlangen-Nürnberg, donde desarrolló el proyecto “Invenciones del yo en la narrativa argentina contemporánea (2000-2014)”. Ha publicado numerosos artículos y capítulos de libro en torno a la literatura latinoamericana contemporánea en distintas revistas especializadas de Europa y América. Ilse Logie es profesora de literatura hispanoamericana en la Universiteit Gent (Bélgica) desde 2005. Sus publicaciones se centran en la narrativa rioplatense contemporánea (Borges, Chejfec, Cohen, Copi, Cortázar, Pauls, Puig, Saer) y en la traducción literaria. Ha llevado a cabo un proyecto de investigación sobre los imaginarios apocalípticos en la literatura hispanoamericana contemporánea y ha codirigido un proyecto sobre el canon en la prosa del Caribe hispánico y del Cono Sur (1990-2010). Últimamente ha trabajado sobre todo en la representación de la violencia en la literatura conosureña contemporánea (la producción cultural de los ‘hijos’) y el plurilingüismo en la escritura autobiográfica latinoamericana. Es cofundadora y ha sido presidenta de la Asociación de Hispanistas del Benelux (AHBx), forma parte del comité de lectura de Foro Hispánico (Leiden) y del comité editorial
Sobre los autores 181
de las revistas Linguistica Antverpiensia. Themes in Translation Studies y Filter. Es miembro de los grupos de investigación LIRICO (Red interuniversitaria de estudio de las literaturas contemporáneas del Río de la Plata en Francia) y CMSI (Cultural Memory Studies Initiative) y es vocal del IILI (Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana, Pittsburgh). Preside el Centro de Investigación Literaturas en Traducción (CLIV, Gante-Bruselas). Daniel Mesa Gancedo es profesor titular de Literatura Hispanomericana en la Universidad de Zaragoza. Entre los resultados de sus investigaciones destacan sus libros sobre la obra de Cortázar: La emergencia de la escritura. Para una poética de la poesía cortazariana (1998); La apertura órfica. Hacia el sentido de la poesía de Julio Cortázar (1999) y Continuidad de Cortázar (2015). Ha publicado también la monografía Extraños semejantes. El personaje artificial y el artefacto narrativo en la literatura hispanoamericana (2002). Ha colaborado en la edición de la poesía completa de Cortázar (2005) y coordinado un volumen sobre la obra de Ricardo Piglia, Ricardo Piglia. La escritura y el arte nuevo de la sospecha (2006). Es responsable de la antología Novísima relación. Narrativa amerispánica actual (2012). Ha publicado varios ensayos sobre el poema extenso y sobre diarios hispanoamericanos, lo que constituye su actual línea de trabajo. Julio Prieto es escritor y profesor de Literatura Latinoamericana en la Universität Potsdam. Doctor por la New York University, ha impartido seminarios como profesor invitado en las universidades de Princeton, Heidelberg, São Paulo, en la Freie Universität Berlin y en la Université de Paris 8. Entre sus publicaciones recientes cabe destacar los libros de poesía Bilingües (2013) y De masa menos (2013), así como los estudios monográficos Desencuadernados. Vanguardias excéntricas en el Río de la Plata (2002); De la sombrología. Seis comienzos en busca de Macedonio Fernández (2010); La escritura errante. Ilegibilidad y políticas del estilo en Latinoamérica (2016, Premio Iberoamericano LASA 2017) y el volumen colectivo (coeditado con Ottmar Ette) Poéticas del presente. Perspectivas críticas sobre poesía hispánica contemporánea (2016). Julien Roger es profesor en la Sorbonne Université — Faculté des Lettres, donde ofrece cursos de Literatura Latinoamericana y Traducción Literaria desde 2003. Su tesis, dirigida por Michel Lafon (Université de Grenoble III Stendhal), trató sobre la figura del autor en la obra de Leopoldo Lugones. Coorganizó, junto con Milagros Ezquerro, varios coloquios y jornadas de estudio, en el marco del “Séminaire Amérique Latine”. Junto con Adelaïde de Chatellus, coorganizó los coloquios “Vivir del
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cuento” (2008) y “Alejandra Pizarnik: balance y perspectivas” (2012). Coordinó con Marie-Linda Ortega La realidad y el deseo. Toponymie du découvreur en Amérique espagnole (2011), homenaje a Carmen Val Julián. Publicó artículos sobre Borges, Fogwill, Aira, Bolaño, Alan Pauls, Martín Kohan, Bioy Casares y Diego Vecchio y sobre teoría literaria. Desde hace algunos años se dedica a estudiar el corpus de ficción de Silvina Ocampo, Norah Lange y Sylvia Molloy a partir de la temática de la infancia, de la locura o de la autoficción. Sabine Schlickers es catedrática de Literaturas Iberorrománicas en la Universität Bremen (Alemania). Es autora de varios estudios monográficos: Verfilmtes Erzählen. Narratologisch-komparative Untersuchung zu El beso de la mujer araña (Manuel Puig/Héctor Babenco) und Crónica de una muerte anunciada (Gabriel García Márquez/Francesco Rosi) (1997); El lado oscuro de la modernización. Estudios sobre la novela naturalista hispanoamericana (2003); “Que yo también soy pueta”, la literatura gauchesca rioplatense y brasileña (siglos xix-xx) (2007), así como La conquista imaginaria de América. Crónicas, literatura y cine (2015). Es coeditora de estudios sobre la novela picaresca, la auto(r)ficción, la reinvención de Latinoamérica y las estéticas de autenticidad. Recientemente ha publicado la monografía La narración perturbadora. Un nuevo concepto narratológico transmedial (2017), sobre la combinación de técnicas narrativas sofisticadas como la narración paradójica, los recursos engañosos y enigmatizantes en la literatura y el cine.