Foucault Y La Filosofia Antigua

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Frédéric Gros y Carlos Lévy (dir.)

F

oucault

Y LA FILOSOFÍA ANTIGUA Actas del coloquio internacional llevado a cabo el 21 y 22 de junio de 2001, organizado por la U niversidad de París-X II M Véase la nota 60. Se podría pensar que Antípatro no se refiere a la amistad de los sabios, como algo prefigurado en la conyugalídad, sino a las amistades comunes, siempre imperfectas. *' Plutarque, Notions communes, XXII, 1068f(=SVF, III, 627, p. 160, 27-29)

siem pre se tom a como contrapunto de la unidad de los sa ­ bios. En un pasaje que gana si se lo contem pla a la luz de otro autor, Estobeo, Plutarco propone diferenciar distintos tipos de unidad. El m atrim onio forma una totalidad que tie­ ne una única índole, en oposición a otras totalidades forma­ das por elem entos dispares (precisam ente, d iestó to n ) y en oposición tam bién a las totalidades com puestas por elem en­ tos yuxtapuestos (como si fueran planchas de madera). «De algunos cuerpos, los filósofos dicen de unos que e s­ tán com puestos por elem entos distintos, como lo está una flota o un ejército; de otros, dicen que están formados por partes yuxtapuestas, como ocurre con una casa o un navio; y de otros dicen, por últim o, que forman un todo de una n a­ turaleza única, como es el caso de todo ser viviente. Análo­ gam ente, en el matrimonio, la unión de las personas que se aman forma una totalidad de una única naturaleza; la de los que se casan por la dote o para tener hijos está formada por partes yuxtapuestas, y la de los que no hacen m ás que acos­ tarse juntos está integrada por elem entos distintos, y no se podría decir de ellos que habitan n i que viven juntos».85 En contraposición a esos dos tipos de unidad, Estobeo defi­ ne así la amistad: «Se habla de la am istad en tres sentidos. En el primer caso, la causa es la utilidad común, y por eso se dice que son amigos, pero esta amistad no se considera un bien por­ que cosas que han estado separadas no pueden tener como re­ sultado ningún bien. La llamada amistad, en el segundo caso, significa un lazo amistoso entre los allegados, a la cual se cali­ fica de bien exterior. Por último, está la amistad hacia sí m is­ mo, según la cual, uno es amigo de los allegados, y ellos m ues­ tran que la amistad forma parte de los bienes del alma.86 El primer sentido de la am istad remite a las am istades «comunes», las que vinculan elem entos separados; el segu n ­ do podría corresponder a lo que Plutarco llam a elem entos yuxtapuestos, m ientras que el último parece indicar que la am istad entre amigos es una extensión de la am istad por sí mism o y, en este sentido, se puede pensar que se trata de una krásis, como en Plutarco: «Así como los m édicos dicen que hay en los líquidos com penetración total, así es n ecesa­ rio que en los esposos se com penetren los cuerpos, los bie­ nes, las am istades y las relaciones».87 Plutarqué, Préceptes de mariage, 34, 142-143a, “ Stobée, ecl., 94, 21, W=SVF III 98, p. 24, 22-28. *' Plutarque, ibíd.

E n tanto unión que conserva todas las cualidades de los elem en tos de la m ezcla, la k rá sis nos perm ite comprender que la am istad de los sabios es siem pre una am istad califi­ cada, una am istad, por así decirlo, siem pre única, específi­ ca, marcada por lo que son los individuos, que se caracteri­ zan por su cualidad individual (idíos polos), aun cuando la intim idad de los sabios tolera la p olyph ylía, la pluralidad de am igos,88 o la pérdida del amigo (por la muerte). C onstitu­ ye, al propio tiem po, el acuerdo m ás perfecto con la natura­ leza, p ues el sabio obra conforme a la razón universal. Lo que importa aquí es que si el alm a del sabio es la esposa per­ fecta del lógos divino, es decir, su arm onía, no por ello se di­ su elve en esa naturaleza que la excede. Es el alm a merito­ ria de ta l sabio la que participa de la razón universal, cuya tensión, en consonancia perfecta consigo m ism a, como en un violín (o una lira) tam bién forma acorde perfecto con la ten­ sión divina, está en arm onía con ella, aun cuando no sea idéntica a ella (en cuyo caso el sabio perdería su tensión in­ dividual, lo que es imposible).89 En tercer lugar, hay que destacar que los amigos compar­ ten todo y forman un todo único, como el kósm os concebido como sistem a de los hom bres, los dioses y todas las cosas creadas con m iras a ellos. Si mi enfoque de la am istad y del m atrim onio es p ertin en te, se com prende en ton ces que el cuidado de la ciudad del que habla Musonio no sea sólo pre­ ocupación por la supervivencia de una ciudad determ inada sino preocupación por la ciudad universal, definida como el conjunto de los lazos arm oniosos entre hom bres y dioses. C u idado de s í y m atrim onio: un ejercicio ético en la ciu d a d universal La reflexión m usoniana y, m ás en general, toda la reflexión estoica sobre el m atrimonio se proponen mostrar el princi­ pio genético de la relación con los otros, cuyo telón de fondo es el cuidado de sí, sin el cual, por otra parte, no hay verda“ No debería sorprendernos que no se considere una transgresión de la noción de fidelidad a la esposa lo que ocurría en la comunidad de muje­ res e hijos propia de los discípulos de Zenón. Al fin y al cabo, se puede ser fiel a varias esposas, como se puede ser fiel a varios amigos. La monoga­ mia es una traducción muy romana de la doctrina estoica. * El lector interesado en este recurso a la música para explicitar la virtud, puede consultar a A. Long., «The harmonics of Stoic virtue», Síoic Studies, University of California Press, 1997, pp 202-223.

dera relación posible (los stu lti no son amigos: a lo sum o, son socios).90 El matrimonio crea el marco para que esa relación sea posible, a partir de la s tendencias prim igenias de la n a­ turaleza, pero tam bién crea el marco para que esas tenden­ cias alcancen su finalidad racional: es a la vez el fundam ento de las relaciones sociales y el lugar en el cual ellas se organi­ zan con arreglo al d estin o racional del hombre. D estino que consiste en reconocerse miem bro do la Ciudad U niversal por la cualidad de los lazos sociales que instaura y por su parti­ cipación en la razón, a través del m ás perfecto ejercicio de los deberes, de modo de engendrar en el seno de la ciudad algo sim ilar a la sociedad de los sabios; un todo unificado, único cuerpo social genuino. Como dice Marco Aurelio, no hay que contentarse con form ar parte (meras) de la Ciudad, es necesario ser miem bro {m élos) de ella.91 En esta últim a observación veo la articulación entre el cuidado de sí y la participación en la naturaleza universal: el hombre no es m ás que una parte de ese gran todo que es el universo. Su participación en el gobierno divino siem pre está individualizada, su acción es siem pre la acción de un hombre determ inado, con todo lo que él es y lo que la filoso­ fía lo hace devenir. C uidar de sí e s a la vez cuidar de la vir­ tud, es decir, obrar con arreglo a la naturaleza pero, al m is­ mo tiempo, es tomar conciencia de lo que se es: la participa­ ción en el gobierno de Zeus no es ni abstracta ni anónim a, cada uno participa a su m anera en calidad de procurador, de padre, de esposo, etc. La reflexión sobre el m atrimonio es un camino para pensar esa participación pues el matrim onio rem ite a cada uno de los esposos a sí mismo y, a la vez, a la com unidad que el m atrim on io in stitu y e , lo cual e s ya una m anera de vivir el propio e sta tu to de ciudadano del u n i­ verso. En M usonio, la problem ática del m atrim onio encierra asim ism o una exigencia particular, que el m aestro de Epictecto im pone al lugar donde el ser hum ano vive:92 participar 90 Observación que puede hallarse también en De beneficiis, VII. 51 Marca Aurelio, Pensées, VII, 13. El sentido '■melódico» de mélos es pertinente par igual: de cierta manera, el canto del alma está en armonía con el del alma del mundo. m Cf. Mu so mus, XIV, p. 72, 6-73,10: Musonio compara al hombre con la abeja que se pierde, y pierde así bu cualidad de abeja y lo que la hace vivir como tal si abandona la colmena. El verbo que usa, apóllym ai, quie­ re decir a la vez perecer, quedar desarraigado, perderse, y en este caso implica el desarraigo que significa para la abeja la soledad y la pérdida,

de la ciudad de los hom bres de m anera tal de dejar allí una h uella del tipo de relación que conocen los sabios y los d ioses. E se es el destino de todos aq uellos cuya vida h u ­ m ana d ep en d e de e se tejido de relacion es con los otros (que pueden igu alm en te perder). El m atrim onio es la pri­ m era condición porque es la prim era exp eriencia verd a­ dera de esa inclinación por las relacion es h u m an as que excede sin duda alguna la comprensión m eram ente intelec­ tual. A mi manera de ver, sería un contrasentido reducir el llam am iento de Musonio al m atrimonio a la sim ple obedien­ cia de las leyes de Augusto, ver en la justificación filosófica de la propaganda un improbable retorno a las mores de los antiguos. E l matrimonio del que habla M usonio no es reductible a la institución encuadrada por las leyes, así como hoy en día la relación entre dos personas que se am an y desean construir una vida de a dos no es reductible a ninguna dis­ posición jurídica. Podrían hallarse vestigios de una exigencia sim ilar en la descripción de los lazos so cia les que hace S én eca, quien m uestra que la am istad, cuyo móvil es la buena acción, no en el sentido de la cosa que se intercam bia, sino en el del intercam bio en sí, es una relación fundada en la gratitud, itinerario que va desde el favor hecho por uno a la acepta­ ción del agradecim iento de quien lo recibe. No hay ley que pueda reglam entar tal obligación que, por su índole, escapa a la ley de la ciudad: «Hay m uchas cosas que escapan a las leyes y a las acciones de la ju sticia, cuya puerta de acceso es el uso, m ás fuerte que cualquier ley en el caso de las relacio­ nes hum anas. No hay ley que nos ordene guardar los secre­ tos de los amigos; no hay ley que nos obligue a m antener la palabra incluso con un enemigo: ¿qué ley nos som ete a ese deber cuando hem os hecho una prom esa a alguien? N in gu ­ na. No obstante, compadecería a quien no haya m antenido un secreto o una promesa, me indignaría con él».93 El vínculo de las relaciones h um anas opera en un nivel infralegal: la ley no consigue ligar (adligere) lo que la obli­ gación (obligare) ya ha anudado, y que se presenta en forma no ta n to de su n a tu ra le z a s in o de la v id a que le es p ro p ia . E l uso que hace M u s o n io de este té rm in o es m u y s im ila r a l que hace E p ic te to iEntretiens, II , 10, § 14, 16 y 17). “ Séneca, De beneficiis, V, X X I, 1. (L a obra co m p le ta de Séneca fu e p u b lic a d a en c a ste lla n o en tra d u c c ió n de L o re n zo R iber, Obras completas de Séneca, A g u ila r, M a d rid , 1943.)

inm ediata como un deber desprovisto de toda coerción ex­ cepto la libre participación en la vida y los intercam bios so­ ciales. El vínculo no está creado ni garantizado por ninguna norma exterior a la relación misma: no se obra con arreglo a ninguna ley cuando se acepta una obligación de tal índole, como no sea la que la naturaleza ha querido para bien del hombre y que, como expresión de la benevolencia de ésta, no implic'a coerción alguna: «La buena acción es un acto social: crea un agradecim iento benévolo y un vínculo».94 Podrían encontrarse h u ellas (¡muy poco m usonianas en apariencia!) de una reflexión sim ilar en Foucault, en su s e s ­ tudios sobre la am istad y, especialm ente, sobre la relación hom osexual.95 La elevada idea que propone M usonio sobre la pareja lleva a ver en ella una relación que, puesto que se fúnda sobre la ascesis y la filosofía, contrasta con cualquier otro tipo de relación, funcional, institucional, etc. En la a s­ cesis de la relación y en razón de lo que ella m ism a instituye sin ninguna exigencia externa, la pareja está llam ada a dar testim onio de la am istad, a ser su experiencia y a ser la rea­ lización de un cuerpo social que salva la ciu d a d 96 porque e s­ capa a la s norm as de la convención y de la opinión, y le m uestra al hombre una m anera de ser que él no ha term ina­ do aún de reinventar.

94 Ibíd., V, XII, 5. 95 M. Foucault, -D e l’am itié comme mode de vie» (conversación con R. de Ceccaty, J. Danet y J. Le Bitoux), Gai Pied, N9 25, abril 1981, págs. 3839, reproducida en DE IV, 293, págs. 163-167). 96 Musonio insiste en diversos lugares en el hecho de que hay que -cui­ dar de la ciudad-, especialmente casándose. Véase XIV, 72, 5; 73, 9; 76, 5.

FILOSOFÍAS HELENÍSTICAS

MICHEL FOUCAULT Y EL ESCEPTICISMO: REFLEXIONES SOBRE UN SILENCIO C a r l o s Lévy U niversité Parfs - Sorbonne

¿Qué m odalidades adopta la perm anencia de los sistem as filosóficos cuando se los percibe como puras construcciones in telectu a les, es decir, cuando no están sincronizados con la sociedad, la cultura y la ciencia de la época que los vio na­ cer? Se puede decir que a partir del siglo i a.C., los tres gran­ des sistem as helenísticos, el estoicism o, el epicureism o y él escepticism o,1 han dejado lugar paulatinam ente al platonis­ mo m edio y al neoplatonism o, los que intentaron dar res­ puesta a cuestiones que esos sistem as no habían podido re­ solver (o intentaron, sim plem ente, paliar la usura con cier­ tos conceptos, como el de naturaleza), pero se puede sostener por igu al que esos sistem as siguen viviendo hoy en día en formas su tiles y complejas, así como se puede decir, m u ta tis mu.ta.ndis, que el latín es una lengua muerta y que el francés es un neolatín. N adie podría decir con respecto a los tres sis­ tem as que he mencionado que su presencia en el campo in te­ lectual de los últim os decenios haya sido frecuente ni eviden­ te, puesto que su estudio estuvo circunscripto a especialistas cada vez menos num erosos. Con Michel Foucault, quien, a diferencia de P. Hadot no pertenece al serrallo de los esp e­ cialistas en la Antigüedad, la filosofía helenística recuperó su estatuto de modelo de vida y fue presentada como tal a un público de lectores que excedía en mucho a los lectores de investigaciones sobre la Antigüedad. Al decir, «la filoso­ fía helenística», sin embargo, he sido im preciso porque te n ­ dría que haber dicho «ciertas filosofías helenísticas», ya que 1 Puede h a lla rs e u na visió n de co n ju n to de estos tre s sistem as en C. Lévy, Les philosophes hellénistiques, Parfs, 1997.

hay una que estuvo excluida de las reflexiones de Foucault: el escepticism o. Quiero interrogarm e acerca del sentido de esa exclusión y, para hacerlo, partiré de algo que aparente­ m ente nada tiene que ver con la filosofía helenística, a sa ­ ber, la célebre polémica entre Foucault y Derrida sobre la P rim era M editación de D escartes. Para mayor claridad de mi demostración, hablaré con cierto detenim iento sobre ese debate an tes de intentar comprender por qué Foucault dejó de lado el escepticism o en su recorrido por el pensam iento antiguo. El origen de ese debate se halla en algunas líneas de H istoire de la folie, en las cuales Foucault acusa a D escartes de haber excluido la locura de su prim era m editación porque consideraba que «si el hombre puede siem pre estar loco, el pensam iento como ejercicio de la soberanía de un sujeto que se impone el deber de percibir lo verdadero no puede ser in ­ sensato».2 Según Foucault, el tem a de la locura no es un ar­ gum ento escéptico entre tantos otros: «uno puede suponer que sueña, e identificarse con el sujeto que duda para hallar ‘alguna razón para dudar’ ... pero, a la inversa, uno no pue­ de suponer que está loco, p u es la locura e s p recisam en te la condición de im p osibilidad del p en sam iento».3 S egú n la p ersp ectiva de H isto ire de la fo lie, la exclu sión de D escar­ te s tien e que ver, ev id en tem en te, con la práctica in stitu ­ cion al «del gran encierro» que confinaba al loco en la épo­ ca clásica. Es in ú til in s is tir sobre e ste hecho, aun cuando la respon sab ilid ad exacta de D escartes en la siste m a tiz a ­ ción de la represión de la locura m erece, sin duda, un an á­ lis is m ás profundo. C onviene recordar aq uí un pasaje del propio D escartes:4 «¿Cómo podría negar que esta s manos y este cuerpo son míos? Como no sea pareciéndome a esos in­ sen satos cuyo cerebro está tan perturbado y ofuscado por los vapores de la b ilis n egra, y que so stien en que son reyes cuando son m iserables; que está n ataviados de púrpura y oro cuando están desnudos, o que tienen cabeza de arcilla, o im aginan ser un cántaro y tener el cuerpo de vidrio. P ues, ¿qué? Que son locos, y no sería yo m enos lunático que ellos si me dejara llevar por su ejemplo». 2Histoire de la folie á l'age classique Folie et déraison, París, 1961, p. 57. 3 Ibíd., p. 55 4 Premié re M éditation, p. 405-406, Descartes, Oeuvres philosophiques, éd. de F. Alquié, París, 1967. (Hay diversas traducciones al castellano: una de ellas: Discurso del método y M editaciones metafísicas, El Ateneo, Bue­ nos Aires.)

En una conferencia pronunciada el 4 de marzo de 1963 en el Collége Philosophique, que sería publicada en 1964 en la R evue de m étaphysique et de m o ra le ,y m ás tarde, en 1967, en L’écriture et la différence, Derrida pretendió dem ostrar que no tien e asidero sosten er que Descartes excluyó la locu­ ra de su m editación y que, por el contrario, contem pló la posibilidad de una locura total cuando recurrió a la hipóte­ sis del «genio maligno». Dejo de lado aquí los'com entarios generales sobre la metodología de Foucault que Derrida ex­ pone en ese artículo para circunscribirm e a la cuestión de la locura. Lo m ás interesante del artículo reside en la afirm a­ ción de que, en el pasaje citado m ás arriba, D escartes no habla in p ro pria persona, sino que expresa la objeción del lector novato, de un lego im aginario que no es filósofo, alar­ mado ante la idea de que se puedan poner en duda todos los conocim ientos sensibles, y que le contesta a D escartes:5 «no, no todos los conocim ientos sen sib les, pues sin ellos usted estaría loco, y no sería razonable tom ar el ejemplo de los lo­ cos, plantearnos un discurso de loco». Con un em peño a la vez pedagógico y retórico, D escartes habría tomado nota de esa objeción potencial sin ceder por ello con respecto al fon­ do de la cuestión pues, lejos de moderar su objetivo, habría m antenido la radicalidad de su discurrir reem plazando la locura por el sueño. Según Derrida,6 la locura no eg m ás que un caso particular - y no el m ás g ra v e- de las ilusiones sen ­ sibles que interesan a D escartes, m ientras que «el sueño re­ presenta la radicalización de la hipótesis de que los sentidos pueden engañarm e a veces o, si lo preferimos, su exagera­ ción hiperbólica». En cuanto al «genio maligno», representa una locura que no sería una perturbación del cuerpo sino «que instalaría la subversión en el pensam iento puro, en sus objetos puram ente inteligibles, en el campo de la¿ ideas cla­ ras y d istin tas, en el dominio de las verdades m atem áticas que escapan a la duda natural».7 Hábil para la paradoja, De­ rrida puede así reprocharle al libro de Foucault el ser «un enérgico gesto de protección y encierro» pues, circunscri­ b ien d o la locura d en tro de su propia r e p r esen ta c ió n , Foucault se habría rehusado a advertir que D escartes, lejos 5 J. Derrida, L'écrilure et la différence, París, 1967, p 78. (Hay tra­ ducción al castellano: Le2 escritura y la diferencia, Anthropos, Barcelona, 1989.) « Ibíd., p. 77. T Ibíd., p. 82.

de excluirla de la duda radical, «instala su am enazadora posibilidad en el corazón m ism o de lo inteligible».8 El últim o acto de este debate fue la pormenorizada res­ puesta que Foucault dio al artículo de Derrida, publicada bajo el título «Mon corps, ce papier, ce feu» [Mi cuerpo, este papel, este fuego] en D its et éc rits,9 En el texto cartesiano, dice Fotfcault, el loco no es -com o el sueño—una modalidad de la vida interior, sino una figura de la exterioridad. Cuan­ do supone que sueña, D escartes evoca realidades banales, como sentir el calor del fuego o extender la mano, m ientras que, cuando se trata de la locura, habla de cuerpos de vidrio, de cabezas de arcilla, en otras palabras, de tem as que im pli­ can una transform ación radical del contenido de las repre­ sentaciones y del estatuto de la conciencia a la vez. En el caso del sueño, hay un proceder lógico: recordar el sueño, tratar de distinguir el sueño de la vigilia, no saber si se su e­ ña o no, actuar voluntariam ente como si uno estuviera so­ ñando, toda una secuencia que es im posible encontrar en el caso de la locura. De ahí que la propia idea de considerarse loco uno mism o es un absurdo que im plica la autodestrucción de la locura como argum ento escéptico. En cuanto a las dos innovaciones principales de Derrida, Foucault responde, con toda razón a mi parecer, que el «genio maligno» no es una im agen paroxística de la locura sino un ejercicio volun­ tario, controlado, practicado por un sujeto 4ue m edita y no se deja sorprender en ningún momento, alguien que dom ina la situación frente a la ficción que él mism o ha creado. A si­ m ism o, rechaza la identificación de quien en u ncia el sed am erites su nt isti con el lector novato, y sostien e que no se trata de un mom ento retórico sino de la afirmación de que el filósofo no puede proseguir su m editación si no excluye la hipótesis de su propia locura. He intentado resum ir a sí un debate muy rico que habría ameritado un análisis m ás profundo. Lo que pareció sorpren­ dente en la lectura de esos textos es que, pese a sus diferen­ cias, Foucault y Derrida están de acuerdo en algo: tanto uno como el otro presentan la argum entación como si D escartes fuera independiente de una tradición filosófica, como si h u ­ biera inventado los argum entos escépticos que utiliza en la Prem iére M éditation. A este respecto, contradicen al propio " Ibíd., p. 85. 3 Michel Foucault, Dits et écrits, 1954-1988, t. 2 , (1970-1975), París, 1994, p. 245-267.

D escartes quien, como se sabe, en las Réponses aux secóndes objections, escribe con respecto a los argum entos escép­ ticos utilizados en la A ntigüedad:10 «aun cuando haya leído hace tiem po muchos libros de los escépticos y los académ i­ cos sobre esta m ateria, y aun cuando no rumiara con cierto disgusto vianda tan vulgar, no he podido con todo evitar d e­ dicarles una Meditación entera». S i D escartes es sincero, si se ha lim itado a retomar los argum entos escépticos elabora­ dos en la época helenística, el tem a adquiere una dim ensión histórica que ni Derrida ni Foucault parecen haber su p u es­ to, a saber: ¿en la Antigüedad, había alguna diferencia en ­ tre el su eñ o y la locura en tan to argum entos escépticos? ¿Había algo en el pensam iento antiguo que correspondiera al «genio maligno» y, de ser así, alguien había establecido alguna relación entre él y la locura? Adem ás, como es legíti­ mo suponer, si D escartes no se conformó con reproducir los argum entos de la A ntigüedad, es interesante al m enos iden­ tificar el m a teria l prim igenio que elaboró y transform ó. Debo decir aquí que el tipo de arqueología que emprendo en este artículo fue esbozada por J.-M. B eyssad e11 en un artí­ culo publicado en 1973, pero de una m anera con la cual no concuerdo y que precisaré m ás adelante. Por consiguiente, abordaré los dos pilares de nuestro conocimiento sobre el es­ cepticism o antiguo, los A cadém icos de Cicerón y la obra de Sexto Empírico. En lo que respecta al primer diálogo de Seconds Académ iques, titulado Lúculo, Cicerón aborda el problema de la apa ra la x ía , es decir, la cuestión de las representaciones fal­ sa s que son en todo sem ejantes a las verdaderas, y mencio­ na el caso de los soñadores, los ebrios y los locos.'2 Trata los tres casos de la m ism a m anera (siue in quiete, siue p e r uinum , siue p e r insanium ), en otras palabras, como estados que ilustran la incapacidad del sujeto para diferenciar lo fal­ so de lo verdadero. M ás adelante, en los parágrafos 88-89, vuelve a reunir en una tríada a los soñadores, los ebrios y los locos por medio de coordinaciones fuertes: dorm ien tiu m et vinulentorum et furiosorum uisa, y se detiene en el tem a de m anera algo m ás detallada. En lo que concierne al su e­ 10 Réponses aux secondes objections, p. 552 de la ed ición A lq u ié . 11 J .-M . Beyssade, »M ais q u o i ce so n t des fous. S u r u n passage co n tro versé de la Premiére M editación••, Revue de m étaphysique et de inórale, 78, 1973, p. 273-294. ** L u c ., 51-53.

ño, Cicerón cita el famoso prólogo de los A nales de Ennio, en el cual el autor cuenta que Homero se le apareció en sueños para revelarle que él (Ennio) era su reencarnación. En lo que concierne a los locos, apela discretam ente a un ejemplo histórico: sin dar d etalles sobre las m anifestaciones de la locura, menciona a cierto Tuditano y, sobre todo, da ejemplos literarios, como el de personaje de H ércules en Eurípides. Con respecto a los ebrios, Cicerón se lim ita a decir: sim ilia de uinulentis. Sin duda, evocar las m anifestaciones concre­ tas de la ebriedad habría contrariado la d ig n ita s del diálogo filosófico, adem ás de que la literatura seria no ofrecía nin­ gún ejemplo presentable. Partiendo de este fragm ento, se puede afirmar que, para el escepticism o, las tres situaciones son totalm ente equivalentes aunque hay una, la ebriedad, que se m antiene al fondo de la escena porque la falta de fun­ dam ento literario y las conveniencias aconsejan hablar de ella con mayor discreción. Debe hacerse notar a este respec­ to que D escartes habla del sueño, excluye -form alm ente al m en o s- la locura y no menciona los efectos del alcohol, lo que tendría que ver con el control que el sujeto que m edita ejer­ ce en todo momento sobre sí mismo. ¿Qué es lo que dice Sex­ to Empírico? Dentro de los modos o argum entos escépticos, la locura, el sueño y los estados etílicos se consideran cau­ sas equivalentes de la alteración de las representaciones. A diferencia de Cicerón, S exto13 no se refiere en su exposición a ejemplos históricos ni literarios aunque no renuncia a otor­ gar a esos estados un estatuto exterior:14 «las personas afec­ tadas de ph ren itis o poseídas por los dioses creen oír a los espíritus, lo que no ocurre en nuestro caso». En A dversu s m ath em aticos, se refiere explícitam ente a la N ueva Acade­ m ia y procede de la m ism a m anera que Cicerón, e s decir, recurre a ejemplos literarios para ilustrar la locura y el sue­ ño.16 A través de toda la obra de Sexto, real o ficticio, el loco es el otro. Nada nos perm ite entonces atribuir un estatuto particu­ lar a la locura en los escépticos de la Antigüedad. S e me po­ dría objetar, no obstante, que es muy posible que D escartes conociera los argum entos escépticos de Cicerón y de Sexto, como así tam bién los de algunos autores del Renacim iento, 13 Véase Hypatyposes phyrrhoniennes [Esbozos o lin e a m ie n to s del p i­ rro n is m o ], I, 101, 117. 14 Ib íd ., 101. T ra d u cció n de P. P e lle g rin . 15 Adu. math., V I I , 203.

en los cuales ya se habría producido la doble transformación que hem os comprobado en la obra cartesiana: interioriza­ ción de lo que era externo en los antiguos y formulación de un estatuto particular para la locura. D esde luego, no pre­ tendo haber leído a todos los escépticos renacentistas, pero nada sem ejante hallé en los que conozco. U n caso de esp e­ cial interés es el de M ontaigne, quien habla varias veces de la locura en la Apologie de R aym ond Sebond. Lo que llama la atención en M ontaigne es que la locura cesa de ser algo que sobreviene a los otros, preferentem ente a los héroes trági­ cos. ¿Acaso no evoca «esa adversidad por la cual un filósofo, un alm a se transform a en el alm a de un loco, perturbada, estupefacta y perdida»?16 Con gran elegancia, señala asim is­ mo que la filosofía no se ha dedicado al caso del filósofo que se vuelve loco, y dice: «me parece que los filósofos no han pulsado esa cuerda». Cuando habla de los accidentes de la enfermedad, la locura o el sueño, ¿no dice acaso que nos ha­ cen aparecer las cosas diferentes de lo que son para las per­ sonas que gozan de buena salud y tien en los sentidos des­ piertos? B uen lector de los escép ticos de la A n tigüedad, M ontaigne no considera que la locura es algo radicalm ente distin to de las otras cau sas de desarreglo de los sentidos pero, a diferencia de Cicerón y de Sexto, la considera explí­ citam en te una virtualidad de la vida interior de todo ser hum ano, incluido él mismo. He ahí una etapa im portante en el itinerario que lleva a D escartes. Quiero dedicar ahora algunas palabras al artículo de J M. B eyssade al cual hice alusión anteriorm ente.17 Apoyán­ dose sobre el diálogo cartesiano La rechereche de la vérité, en el cual un personaje llam ado Poliandro represen ta al hombre curioso por todo pero novato en el terreno de la filo­ sofía, que no llega a comprender que se pueda dudar de todo, B eyssade in siste sobre la pluralidad de voces presentes en D escartes, sobre ese Poliandro que está presente ahí en el diálogo y se resiste a los argum entos aunque se vuelve car­ tesiano. Me parece que, en este aspecto, B eyssad e se aproxi­ ma a Derrida. Sobre el tem a que nos concierne aquí, afirm a que D escartes, lejos de m ostrar con respecto a la locura su propia intolerancia, expresa en cambio un prejuicio con res­ pecto a ella que data de mucho antes del siglo xvii. Según B eyssade, los locos y los soñadores ocupan un lugar en la ls M o n ta ig n e , EssaLs, éd. P. V ille y, P a rís , p. 551. 17 C f. supra, n o ta 226.

nave que boga hacia el N uevo mundo en la Seconde M éditation, pero el ejemplo del loco, a diferencia de aquel del soñ a­ dor, le im pide al hombre probo subir a bordo. Para probar la existencia de lo que considera un prejuicio muy arraigado en la cultura clásica, B eyssade cita el parágrafo 454 del L úcu­ lo, en el cual el personaje que da nombre al diálogo, repre­ sen ta n te del dogm atism o estoico de Antíoco de E scalona, afirma que pretender que no hay diferencia entre las percep­ ciones del loco y las del hombre sensato sería una in se n sa ­ tez colosal: quod uelle efficere non m ediocris insania est. Si uno se atiene a ese pasaje, la única conclusión posible es que el dogmático Lúculo establece una diferencia radical entre la locura y el buen sentido. Pero lo que B eyssade no aclara es que, en el párrafo precedente, Lúculo había afirmado que sería una locura análoga pretender que las representaciones del ebrio y el que su eñ a son idénticas a las del hombre nor­ mal. En otras palabras, como creo haber dicho ya, tom ar en cuenta el Lúculo no resta originalidad al texto cartesiano; por el contrario, pone en evidencia que en la Antigüedad la locura no ten ía en absoluto el estatuto que Descartes le con­ fiere. Con respecto al genio m aligno, como ya he dicho en otro lugar,18 su antepasado remoto en la literatura antigua se h a­ lla en el páragrafo 7 del Lúculo, donde aparece como una pura construcción dialéctica. El escéptico de la Academ ia dice allí al estoico: si pretendes que dios se m anifieste a v e ­ ces a los hombres y les brinde ayuda enviándoles m ensajes a través de los sueños o los oráculos, ¿por qué no adm itir que, en virtud de su om nipotencia, pueda hacer exactam en­ te lo contrario, es decir, borrar la diferencia entre las repre­ sentaciones verdaderas y las falsas, encerrando así al sujeto en un laberinto de errores?».19 El genio m aligno del acadé­ mico escéptico no tien e espesor ontológico alguno, no e s m ás que la subversión dialéctica del dios estoico, bienhechor de la hum anidad y garante de la verdad de las representacio­ nes. El dios que engaña del Lúculo es la personificación de " C. Lévy, Cicero Academicus, Rome, 1992, p. 223-243. 19 Luc., 47: «N am cum d ic a lis in q u iu n t, «uisa quaedam m itti a deo uelut ea quae in sonm is uideantur quaeque oraculis, auspiciis, extis declarentur- (haec enim aiunt probari a Stoicis quos contra dispun tant), quacrunt quonam modo falsa uisa quae sint, ea deus efficerepossit probabilia, quae autem plañe proxume a d uerun accedant, efficere non possit: aut si ea quoque possit, cur illa non possit quae perdifficiliter internoscantur tamen; et si haec, cur non Ínter quae sit omnino.

la potencia del sorites, ese procedimiento dialéctico tan caro a los escépticos que perm ite pasar insensib lem ente de una cosa a su contraria. E stam os muy lejos de la locura hiperbó­ lica que Derrida pretende hallar en el genio m aligno carte­ siano. Volviendo a la P rem iére M éd ita tio n , me parece que se puede afirm ar que D escartes, en oposición a lo que él mismo afirmó, no sé lim itó a rum iar una «vianda tan vulgar». En lo que respecta a la locura, y contrariam ente a M ontaigne, le sigue reservando el estatuto externo que tenía en Cicerón y en Sexto Empírico pero, a diferencia de ellos considera, al m ism o tiem po, que no es un argumento m ás entre otros. No obstante, yo m atizaría la opinión de Foucault diciendo que, si bien es cierto que D escartes excluye a la locura como in s­ trum ento dialéctico de la duda, esto se debe a que, por un breve instante, le ha perm itido ingresar al campo de la filo­ sofía. La locura que él expulsa de la reflexión filosófica no es, como ocurría en Cicerón y en Sexto Empírico, un perso­ naje ilustre de la historia o la literatura ni una virtualidad inherente a todo sujeto, como piensa Montaigne: es el loco común, acompañado de su delirio trivial y patético a la vez, pero tam bién de un diagnóstico médico. N ada se dice de la causa de los su eñ os, m ien tras que la locura se exp lica al tiem po que se expone, como producto de la bilis negra que perturba el cerebro: «esos in se n sa to s cuyo cerebro e stá tan perturbado y ofuscado por los vapores de la b ilis negra». Si uno tien e en cuenta la economía general del pensam iento escéptico, se puede pensar que el equilibro se m antiene de alguna m anera desde Cicerón hasta D escartes. El escepti­ cism o de la A ntigüedad neutraliza el espanto que causa la locura despojándola de su carácter concreto y vistién dola con el noble ropaje de la tragedia, pero D escartes, por su parte, la hace entrar en escena sin ningún esteticism o, y la expulsa de inm ediato como elem ento perturbador, imposible de integrar a su discurrir. Con respecto al genio m aligno, pienso que e s un error afirmar, como lo hace Derrida, que se trata de la forma extrem a de la locura. El loco de D escartes cree que tien e la cabeza de vidrio y el cuerpo de arcilla, m ientras que el genio m aligno no crea ilusión de corporei­ dad. D esde luego, desde un punto de vista teórico, creer que el cuerpo existe cuando no existe puede verse como una su ­ peración, una radicalización del error acerca de lo que el cuerpo es. Sin embargo, Derrida no tien e en cuenta que la

locura t a l como se la presenta en l a Prem iére M éditation y el genio m aligno son de naturaleza distinta. Creer, como el loco, que uno tiene cuerpo de vidrio constituye un camino sin 9 a lid a de la sinrazón, una proposición que rem ite a sí m is­ ma, que e s filosóficam ente estéril. A lo sumo, se le podría re­ conocer valor por transposición a la poesía. Por consiguien­ te, el genio maligno no es una superación hiperbólica de la locura común sino, por el contrario, el punto de convergen­ cia de proposiciones y tradiciones filosóficas: un ser que no existe fuera de la racionalidad filosófica. La reflexión sobre esta polém ica entre Foucault y Derri­ da nos lleva a un interrogante doble: ¿por qué Foucault, tan sensible a la historia de la filosofía, dejó de lado totalm ente el trasfondo histórico de la Prem iére M éditation , cuando el propio D escartes lo invitaba a tenerlo en cuenta? ¿Sem ejan­ te insensibilidad ante la historia del escepticism o fue algo circunstancial o fue, en cambio, una característica general del p en sa m ien to de F oucault, en cuyo caso habría que h a ­ blar de una a u tén tica exclu sión del escep ticism o? B ien , me parece que d esp ués de la publicación del sem in ario de 1 9 8 1 -8 2 ,20 uno arriba a la ú ltim a con clu sión. S in duda, L’h erm én eu tiqu e du su jet parte de Sócrates, e incluso de p ensadores anteriores, puesto que F ou cau lt interpreta el «conócete a ti mismo» como forma particular de un cuidado de sí cuya presencia en el pensam iento griego, según él, es mucho m ás antigua y fundam ental. La prim acía acordada al «conócete a ti mismo» por encim a del «cuidado de sí» es para Foucault consecuencia del mom ento cartesiano,21 mo­ m ento en que el cuidado de sí habría quedado descalificado al separarse dos cuestiones que eran indisociables en la An­ tigüedad: la de «cómo tener acceso a la verdad» y la de las transform aciones del ser necesarias para acceder a la ver­ dad. Me parece necesario citar aquí con cierto detenim iento la página 18 del curso: «Así, en toda la A ntigüedad (con los pitagóricos, los estoicos, los cínicos, los epicúreos, los neoplatónicos, etc.) e sta s dos cu estion es estuvieron sep arad as. Hay, por supuesto, excepciones. La m ás notable y fundam en­ tal es la de aquél que llam am os ‘el’ filósofo porque fue, sin duda, el único en la A ntigüedad para quien la cuestión de la esp iritualidad carecía casi de im portancia, aquél a quien 20 M. Foucault, L'herméneutique du sujet, Cours au Collége de Fran­ ce, 198]-1982, F Gros éd., París, 2001. 21 Op. cit., p. 15.

reconocemos como fundador de la filosofía en el sentido mo­ derno del término: A ristóteles. Ahora bien, como todos sa ­ bemos, A ristóteles no fue la cumbre de la A ntigüedad sino su excepción». Desde la perspectiva que he adoptado en este artículo, la de la posición con respecto al escepticism o, se puede comprobar que esta corriente filosófica está, a la vez, a u sen te y presente virtu alm en te en lo que dice Foucault. A u sen te porque F ou cau lt no lo m enciona jam á s, cuando cualquier estudiante de historia antigua sabe que es uno de los tres sistem a s helenísticos, ju n to con el estoicism o y el epicureism o. Presente virtualm ente en el «etc.» y en la m en­ ción de A ristóteles como única excepción, que perm ite pen­ sar que el escepticism o sigue la regla común enunciada por Foucault. Lo que se torna problemático es que esa virtuali­ dad jam ás se actualiza, en otras palabras, que en la s qui­ n ien tas y pico de páginas que tien e el libro editado por F. Gros, no se m enciona una sola vez a Pirrón, ni al Cicerón de los A cadém icos, ni a S exto Em pírico. E sta comprobación, que no parece haber llamado la atención de los com entaris­ ta s de Foucault, no puede tener m ás que tres explicaciones a mi modo de ver. No m e detendré en la primera, que me parece m uy inve­ rosím il. Según ella, Foucault no habría dicho nada sobre el escep ticism o porque lo consideraba una corriente m enor cuya mención no aportaría nada a su demostración. Tbdos sabem os, sin embargo, que la s tres corrientes de la filosofía h elen ística no tienen la m ism a naturaleza, puesto que hay dos dogm atism os y dos escepticism os, y la preocupación glo­ bal de Foucault con el cuidado de sí no podía considerarlas insignificantes o despreciables. Adem ás, como buen lector de M ontaigne y de D escartes, Foucault no ignoraba, con toda seguridad, el papel esencial que desem peñó el escepticism o en la formación de esos dos p ensadores franceses. Ahora bien, a sí como en los textos sobre D escartes que acabo de recordar Foucault no se refiere jam ás al escepticism o an ti­ guo, al hablar de M ontaigne en el sem inario de 1982 dice que se lo podría leer «como un intento de reconstituir una estética y una ética de sí»,22 es decir, en la perspectiva de todo el libro, como un Epicteto rediuiuus. ¿Qué decir en tal caso de la Apologie de R a ym o n d S ebon d? Parece que esta cuestión no preocupó dem asiado a Foucault. C. Imbert me ha sugerido la segunda explicación, funda”

O p c it., p. 240.

da sobre su experiencia personal de la historia de la en se­ ñanza de la filosofía en el siglo xx. Me dijo que la formación filosófica de Foucault se hizo en un mom ento en que no se acordaba importancia alguna a los filósofos helenísticos, y no se dedicaba prácticam ente ninguna atención a la h isto­ ria del escepticism o. No descarto de ninguna manera esta posibilidad porque es cierto que los estudios sobre la filoso­ fía helenística comenzaron a desarrollarse en la década de 1970. Sin embargo, formularé dos objeciones: la primera es que Foucault dictó su seminario en 1982, años después de que se publicaran, en 1972, Le scepticism e et lephénom éne de J.P. D um onty, en 1973,P yrrh on ou l ’apparence de M. Conche, verdadera revolución en las investigaciones sobre el escep­ ticismo. No olvidemos tampoco Pyrrhon et le scepticism e grec de Léon Robin, publicado en 1944, y el clásico por antono­ m asia sobre este tem a, Les sceptiques grecs de Victor Brochard, que data de fines del siglo xix.23 En cuanto al argu­ m ento de una in sensib ilid ad con respecto al escepticism o atribuible a un medio m ás que a un individuo, ¿no cabe de­ cir que ese clima acicateó aun m ás el interés de Foucault por Dión de Prusa, M usonio Rufo y Filodem o, prácticam ente desconocido entonces, y su interés por la filosofía latina, que los profesionales de la filosofía ignoraban en gran medida cuando no la hacían objeto de su socarronería? H onra a F oucault haberse aventurado a llí donde n adie o ca si nadie -fu e ra de algunos raros e sp ec ia lista s- se arriesgaba, y es precisam ente por su talento como precursor y descubridor que el argum ento de la determinación histórica y cultural no m e parece dem asiado convincente. Queda pues la tercera explicación, que concierne al fon­ do del problema. Voy a tom ar en serio el «etc.» de la en u m e­ ración de Foucault que cité anteriorm ente y form ularé la hipótesis de que no es la ausencia del «cuidado de sí» entre los escépticos lo que explica su silencio, sino la forma que adopta en ellos ese cuidado. El ocultam iento m ás o m enos inconsciente es entonces, para m í, el signo de su incomodi­ dad ante una forma de pensam iento cuya im portancia no podía ignorar pero que, de haberla tomado en cuenta, habría socavado la te sis principal del sem inario o, al menos, obligan V. Brochard, Les sceptiques greca, París, 1887. Esta obra fue reedi­ tada en 2002 en la colección «Le livre de poche références», con una pre­ sentación de J.-F. Balaudé. Hay traducción al castellano: Los escépticos griegos, Losada, Buenos Aires, 1945.

do a una formulación significativam ente distinta. En lo que concierne a Pirrón, nadie puede negar que h abía en él una preocupación por el sí m ism o de igu al in ten sid a d por lo m enos que la de E picteto o Marco A urelio. Pirrón aplicó el precepto de no ocuparse de lo que les ocurre a los otros e in tere sa rse en sí m ism o de m anera tan radical que, se ­ gún cuentan, podía cam inar al borde de un precipicio al que había caído un am igo sin inm utarse:24 «cierto día en que Anaxarco cayó a un pantano, él prosiguió su cam ino sin si­ quiera darle la mano». No obstante, en Pirrón, la atención por s í m ism o no tien e como objetivo la construcción de una fortaleza interior sino, por el contrario, la abolición de la subjetividad. «No e s fácil -d ec ía —despojarse del hombre",25 e s decir, llevar a su térm in o la a sc e sis n egativa que debe cu lm in ar en la erradicación del sujeto. En él, la finalidad ú ltim a de la conversión de la m irada con siste en no verse porque uno ha conseguido d estru irse. La a sce sis pirronia­ na procura hacer de q uien se creía un sujeto un reflejo del absurdo del mundo. Cuando Pirrón se deja morder por los perros, o cuando se comporta como si un obstáculo no exis­ tiera, establece una armonía especular entre la nada ontológica que constituyen para él esos perros, ese obstáculo, y la nada de una indiferencia hacia el mundo que ha construi­ do pacientem ente. La m ayor parte de los elem entos que Foucault pone de m anifiesto en su descripción del cuidado de sí de los estoicos helenísticos y romanos, están p resentes tam bién en Pirrón, sólo que su sentido ha cambiado: ya no se trata de transfor­ mar, de elaborar, sino, m ás bien, de destruir. Como aquellos filósofos, Pirrón entiende que el cuidado de s í y la destruc­ ción de sí no corresponden a un período de formación, y de­ ben durar toda la vida. Como ellos, recom ienza incesante­ m ente los m ism os ejercicios, como ellos determ ina etapas, la u D iogéne Laérce, IX , 63 = frg 10 Decleva C aizzi, Pirrone, Testimoninnze, Naples, 1981. Acerca de la pe rso n a lid ad filo sófica de P irró n , véanse, además de las obras ya citadas, W. G órler, « P yrrh o n aus Elis», p. 732-759, en Die hellenistische Philosophie, H. F la s h a r éd. 1994; J. B ru n sch w ig , «P yrrho», The Cambridge History of Hellenistic Philosophy, K . A lg ra et al., eds., C a m b rid g e , 1999, p. 241-250; C. Lévy, » P v rrh o n , E n é sid é m e e t S e x tu s E m p iric u s : la q u e stio n de la lé g itim a tio n h is to riq u e dans le scepticism e», en Antichi e Moderni nella filosofía di etá imperiale, A. B ra n ca cci éd., W. R. B e tt, Pyrrho. His Antecedentes and his Legacy, O xfo rd , 2000, p. 2!>9330. 25 Véase el celebre fra g m e n to de A ris to c le s en Eusebio, Préparatinn évangélique, X IV , 18, 1.4 = frg . 53 D ecleva C a izzi.

afasia, la ataraxia y, por últim o, la apatía, es decir, la im pa­ sibilidad total.46 En el neopirronismo, tal como fue elaborado por Enesidemo y tal como lo conocemos nosotros a través de Sexto Empírico, las cosas son bastante d istin tas a raíz de la pre­ sencia de un elem ento extraño al escepticism o original: el escepticism o gnoseológico de la N ueva Academia. En Sexto Empírico, el sujeto asum e su propia existencia y presenta características formuladas a veces de una m anera que no parece incom patible con las descripciones de Foucault. Así, m ientras Sexto dice que el objetivo del escéptico es la «sere­ nidad en m ateria de opiniones y la moderación de los afec­ tos en las cosas que se nos imponen», define un programa de elim inación de las opiniones añadidas, programa que así for­ m ulado, se acomodaría a los estoicos y los epicúreos. Con todo, no se puede pasar por alto una diferencia im portante. Los dogm áticos helenísticos consideran que el esfuerzo de autotransform ación les perm itirá alcanzar una verdad do­ ble: la verdad de ellos m ism os y la verdad del mundo. Para el escéptico neopirroniano, la transform ación de sí apunta a com prender que la verdad del mundo no se puede alcanzar o, al m enos, que no hay criterio alguno que perm ita afirmar que uno la ha alcanzado. C ontrariam ente a la oposición bi­ polar establecida por Foucault, para ellos, entonces, el «cui­ dado de sí» no es la condición de acceso a la verdad sino la condición de acceso a la epoché sobre la verdad. A modo de conclusión, diré entonces que, en su lectura del «cuidado de sí» helenístico y romano, Foucault h a hecho una elección que se traduce en una exclusión de importancia que no se puede ju stificar desde el punto de vista histórico ni metodológico, y agregaré que esa elección m anifiesta la fas­ cinación por un modelo. Contradiciéndose en cierto sentido, Foucault eligió la ciudadela contra el desierto, la potencia contra la nada, Marco Aurelio contra Pirrón. N olens m as que uolens, se situó así en el seno de una tradición del p en sa­ m iento occidental a la cual no ha ahorrado críticas. A sí como D escartes excluye la locura porque es un elem ento d esesta­ bilizador en exceso, Foucault excluye el escepticism o porque, en el fondo, no puede adm itir que ese proceso histórico de construcción del sujeto que quiso poner en evidencia alber­ gaba en su seno a quienes lo contradecían radicalm ente. El proyecto de hacer una genealogía del sujeto no im plicaba en 2’ Sext. E m p., Hyp. Pyr., I, 25. T ra d u cció n de P. P e lle g rin .

absoluto afirmar que todo el pensam iento antiguo con la sola excepción de A ristóteles adoptó m odalidades idénticas o, m ás exactam ente, no podía ser plenam ente convincente si no se articulaba con una genealogía de la autodestrucción del sujeto cuyo arquetipo es Pirrón, y que constituye la ver­ tien te n ihilista del «cuidado de sí». En Sénec^ o en Marco Aurelio, la destrucción del sujeto empírico es el preludio n e­ cesario al advenim iento del genuino sí m ismo, que recupera su naturaleza racional. En Pirrón, se transforma en un fin. La apatía, m eta últim a del pirronismo, consiste en adoptar como télos la aniquilación de toda percepción para no ser m ás - e l verbo «ser» e s trágicam ente inadecuado a q u í- que la apariencia de las apariencias. La pretensión totalizante que excluye una parte del todo constituye, en mi opinión, el error de Foucault, error que encierra, de m anera m ás eficaz aún que la Prem iére M éditation cartesiana, una concepción im perial del sujeto, puesto que, si el loco ha asomado fugaz­ m ente en Descartes, el escéptico ha quedado perm anente­ m ente excluido de la reflexión foucaultiana sobre el «cuida­ do de sí».

PRESENCIA DE EPICURO A la in G ig a n d e t

U niversité París - XII

«Presencia de Epicuro», sin duda, pero habría que decir tam ­ bién «ausencia de Epicuro». El epicureism o está presente en este texto de Foucault de m anera mucho más m anifiesta que en otros trabajos suyos ya publicados sobre la filosofía anti­ gua pero, ¿de qué m anera lo convoca el autor, y de qué epi­ cureism o se trata? En sum a, lo que plantea un problema es el uso que se hace del epicureism o en L’herm éneutique du sujet. ¿No se esconde algún otro detrás de Epicuro? En la doctrina del Jardín, F ou cau lt busca las m ás de las veces la confirmación de hipótesis elaboradas sobre otro terreno (esencialm ente estoico), a veces com plem entos o m atices. De ahí que, en conjunto, la atención que presta a los textos sea menos precisa, y que su sistem a de referencias sea m enos convencional que el que su ele encontrarse en los estudios consagrados a los estoicos. Por esa razón, para el esp ecialis­ ta esa lectura tien e un m atiz decepcionante, con excepcio­ nes notables sin embargo: por ejemplo, cuando la especifici­ dad de la problem ática epicúrea sobre la am istad da una medida del tenue lazo que vincula la salud de sí mism o y la salud de los otros en las doctrinas helenísticas (p. 185-188), pero tam bién cuando la organización de la escuela epicúrea se revela ejemplar para la com prensión de las prácticas co­ lectivas relativas al cuidado de sí (p. 110-112; 130-133) e, incluso, cuando su sten ta en gran m edida el an álisis de la p a rresia en el tratado de Filodem o consagrado a ese tem a (p. 370-374). Usando otras palabras, si hay evidencia de un «itinerario estoico» (estoico romano, en todo caso) en L ’herm éneutique du sujet, no incumbe a los epicúreos. La tram a de referen-

cias al Jardín es discontinua, heterogénea. ¿Qué relación tie­ ne con la economía general de la exposición? Como hemos insinuado m ás arriba, acom paña los an álisis, sea para con­ firm arlos o m atizarlos. Sin pretender agotar el tem a, la idea se aclarará con una breve reseña: Confirmaciones: • En el marco problemático de la relación entre filosofía y m edicina, el óntos philosoph ein de Epicuro caracteriza la idea de curación según la verdad (p. 94). •E l comienzo de la C arta a Meneceo m uestra que para los filósofos h elenísticos el cuidado de sí constituye «una obliga­ ción perm anente, que debe durar toda la vida* (p. 10 y 85). • La organización de las escu elas epicúreas hace presen­ te la necesaria mediación del filósofo para la salud (p. 130133, a partir de una referencia crítica a las reconstrucciones de De Witt). • El papel del «hablar franco» (parresía) tal como surge del tratado epónim o de Filodem o perm ite p recisar la función del decir verdad en las com unidades filosóficas (p. 370-374). • La tem ática original de la am istad epicúrea confirma el vínculo problemático entre salud de sí mism o y salud de los otros (p. 185-188). • La ph ysiología epicúrea ilu stra de m anera ejemplar la forma etho-poética que se confiere al saber de la naturaleza en las doctrinas helenísticas (p. 228-233). Excepciones: • Cuidado de sí y economía: a diferencia de lo que sucede en los estoicos, no hay en los epicúreos una tendencia n eta a desvincular las urgencias del cuidado de sí de las obligacio­ nes de la economía. De ahí, la interrogación sobre el ámbito que es propio del cuidado de sí (p. 59). • La oposición epicúrea a la p ra em ed ita tio m alorum de los estoicos evidencia una posición distinta con respecto a la m anipulación ética de las representaciones (p. 449-450). * * *

Se puede hacer una hipótesis sobre los motivos de sem ejan­ te situación: aun cuando se rem ite en conjunto a la proble­ m ática del cuidado de sí, la construcción epicúrea presenta singularidades, desvíos notables con respecto a la organiza­ ción de Foucault, no sólo en sus d etalles sino tam bién en al­

gunas de su s intenciones fundantes. De ser así, en el curso de 1981-82, Foucault no podía evocar el epicureism o más que m arginalm ente y en térm inos generales. Retomando los propios térm inos de la problemática de Foucault, uno se po­ dría preguntar qué tipo de sujeto se instituye m ediante el dispositivo ético epicúreo. A mi modo de ver, es un sujeto que se define ante todo por la conquista de un lugar o de un si­ tio, y por un modo defensivo. En la clase del 17 de febrero, Foucault subraya el peso político - e n el sentido actual de la exp resión - de lo que de­ nom ina la «ética de sí», con respecto a la problemática del cuidado de sí tal como uno la descifra en los textos h elen ísti­ cos. D espués de estigm atizar la precariedad de los «retornos a sí» contem poráneos, Foucault agrega: «M ientras que la teoría del poder político como institución se refiere habitual­ m ente a una concepción jurídica del sujeto de derecho, me parece que un análisis de la gubem am entalidad - e s decir, el a n á lisis del poder como conjunto de relaciones reversi­ b le s - debe referirse a una ética del sujeto definida por la relación de sí consigo mismo. Lo que sim plem ente quiere decir que [...] las relaciones poder / gubem am entalidad / go­ bierno de sí y de los otros / relación de sí consigo m ism o, todo eso constituye una cadena, una trama, y que allí, en tom o de e sa s n ociones, uno debería poder articular, pienso, la cuestión de la política y la cuestión de la ética».1 D esde lue­ go, sería necesario situar de nuevo esa observación dentro del contexto del curso y de la vasta reflexión sobre el poder y los poderes que Foucault desarrolla a partir de S u rveiller et pu n ir. Para atenerm e estrictam ente a mi propósito, me co n ten to con se ñ a la r que, en el co n tex to p a rticu la r de L’herm éneutique du sujet, no se hace alusión alguna a Epicuro. Ahora bien, me parece que la manera particular en que este filósofo deslinda la ética de la política im plica cuestio­ nes de fondo relativas a la im portancia del ejercicio filosófi­ co y al estatuto del sujeto en cuestión, «atrapado» de alguna m anera en esa práctica. Debem os a Epicuro o, m ás probablem ente, a su discípulo Metrodoro, una metáfora notable sobre la condición hum a­ na: «[...] frente a la m uerte, todos los hom bres habitam os una ciudad sin m urallas (pólin ateích iston oikoüm en)»} Lo que quiere decir varias cosas distintas. ’ L ’herméneutique du sujet, p. 241-242. Senlence Vaticane 31.

En primer lugar, lo siguiente: si el fin últim o, el télos de la ética, es decir de la filosofía toda, es la felicidad, es nece­ sario ver con claridad que esa búsqueda de la felicidad se hace contra un trasfondo de precariedad absoluta. A sí lo enseñan la experiencia y la ciencia de la naturaleza, la physiologla. En efecto, todo cuerpo sensible, es decir, todo com­ puesto de átom os y de vacío —y eso son nuestros cuerpos y nuestras a lm a s-, está destinado a la descom posición y a la m uerte. En consecuencia, la circun stan cia d eterm in ante para la filosofía es el aprem io de la m uerte que se cierne so­ bre nosotros. Curiosam ente, es lo que Foucault deja de lado cuando com enta el principio de la L ettre á Ménécée.3 No obs­ tante, a ese apremio hace alusión el comienzo de la carta: «para nadie es dem asiado pronto n i dem asiado tarde para filosofar», es decir, postergar la felicidad es un lujo que na­ die puede perm itirse. Se comprende por esa m ism a razón por qué la filosofía toda se endereza hacia una ética, cuya certidum bre tiene el cometido de garantizar la ciencia de la naturaleza, la física atom ista, y la teoría sen su alista del co­ nocim iento que la acompaña, la canónica. Entendida como corresponde, sem ejante perspectiva lleva a Epicuro a una instrum entalización estricta de la verdad. D espués, hay que entender que la metáfora de la ciudad sin m urallas apela al modelo político clásico en la filosofía. El mundo, que nada tien e de la morada común a los dioses y los hombres que imaginaron los estoicos, hace de mi existen ­ cia una incierta sentencia de m uerte postergada contra la cual las m urallas de la ciudad no son defensa alguna, como no lo eran las «murallas inflamadas» del mundo (las flam antia moeriia m un di de Lucrecio). E se lugar com unitario y so­ lidario que la Grecia clásica concibió como lugar propicio a la realización de la justicia y la felicidad, era considerado por los epicúreos con desconfianza, con una actitud cargada de consecuencias. Filosofar exige un retraim iento con respecto a la com unidad política, sus leyes, la organización del poder, pues ninguna ley libró nunca a persona alguna del tem or de la muerte o de los dioses; peor aún, el peligro crece en el seno mismo de ese recinto: la ambición se hace dueña de las al­ m as exasperando su agitación, las rivalidades agobian a to­ dos con una am enaza perm anente,4 siendo que «la seguridad 3 L ’herméneutique du sujet, p. 85. 4 Lucréce, De rerum natura, I I I , 59-78. (H a y tra d u c c ió n al castellano: La naturaleza de las cosas. A lia n z a E d ito r ia l, M a d rid , 1984.)

m ás pura nace de la vida tranquila, lejos de la turba».5 Por ende, nadie encontrará m ás que en sí mism o las condiciones de la felicidad, el medio para protegerse contra «la enferm e­ dad de la muerte», primera figura del cuidado de sí. Sólo los criterios de la vida feliz, si es que se ha podido determ inar su naturaleza, perm itirán establecer la función y el valor, necesariam ente relativo, del político. La concepción epicú­ rea «positiva» de la ju sticia, a sí como el ideal de una com u­ nidad fundada en la am istad6 provienen de la m ism a in ten ­ ción de redefinir los lazos con los otros apoyándose en los principios éticos de la salud individual. Si la m uerte me agobia por ineluctable e im previsible, si el tem or al sufrim iento y la angustiada incertidumbre que genera me im piden ser feliz m ás aún que los dolores del cuerpo, la s ex igen cias que Epicuro im pone a la d efinición del bien ético pueden parecer exorbitantes. En efecto, ese bien debe ser de índole tal que nos garantice una felicidad indiferente a los azares de la suerte (criterio de invulnerabi­ lidad);7 que nos asegure tam bién el acceso al bien con auto­ nom ía total (criterio de autosuficiencia);8 que sea total con respecto a lo que requiere nuestra naturaleza (criterio de perfección).9 El puro placer no es el sumo bien sino en la m e­ dida en que se revela capaz de satisfacer todos estos requisi­ tos. 10¿Qué violenta paradoja hay en esta pretensión de pa­ sar de una situación de extrem a precariedad, expresión, se­ gún parece, de la naturaleza m ism a de las cosas, a una de seguridad inexpugnable, que iguala la condición del sabio a la de los dioses? E l preludio del canto II de De rerum n atu ra ayuda a pre­ cisar la índole de solución epicúrea: la conquista de un sitio por parte del sabio. S uave m ari m agno... E l espectáculo de los desdichados que están a m erced de la tem pestad aum en­ ta el sentim iento de seguridad del que contem pla la escena desde tierra firme, acodado en la borda. Así, el sabio puede 5 Epicure, Máxime Capitale, XJV. Hay traducción al castellano: Carta a Meneceo y máximas capitales, Editorial Alhambra, Madrid, 1985. 6 Con respecto a la amistad, véanse los sugerentes comentarios de Foucault en la p. 185 y siguientes de L'herméneutique du sujet. 7 Lettre a Ménécée 131. 8 Lettre a Ménécée 130; Sentences Vaticanes 44, 77. 9 Lettre a Ménécée 131. 10 P. M itsis expone de m anera a sa z elocuente e s ta problem ática en

Epicurus E thical Theory. The Pleasures o f ¡nvulnerability, Ith aca, London, 1988.

com pararse con el observador que, sin intervenir en la ba­ ta lla , contem pla desde la cum bre de una m on tañ a a dos ejércitos que se en fren tan en el llan o. ¿Y esa ribera? ¿Y esa s «talturas / am u rallad as sólid am en te por el sab er de los sabios?»11 Retraerse significa, por un lado, apartarse, retirarse a un lugar marginal o distante; im plica desapego, protegerse con­ tra lo que am enaza la posición de retiro y, al mismo tiempo, construir un sistem a de defensa -m u r a lla s-; significa, en fin, procurarse una posición privilegiada que perm ita una visión desde lo alto, una m irada envolvente que ponga los asuntos hum anos en su lugar. Foucault describe m uy bien el ejercicio de esa mirada desde las alturas en el marco e s ­ toico de las representaciones en Séneca y Marco A urelio.12 Sin embargo, la actitud de los m aestros estoicos a este res­ pecto se inspira directam ente en Lucrecio, como lo ha de­ m ostrado O. B loch.13 La diferencia de m ayor im portancia desde nuestra perspectiva, creo, es que en Lucrecio la idea del sitio que inspira la m etáfora es parte constitutiva del d is­ positivo ético-teórico, y no una mera técnica particular que lo integra. Repitam os entonces, ¿cómo garantizar tal lugar? La m e­ táfora epicúrea es clara y rigurosa. Puesto que es vano ba­ tirse en retirada frente a la irrupción del peligro exterior, se procede a un desplazam iento en la solución: ya no se trata de actuar sobre las cosas sino sobre su s representaciones y, por esa razón, sobre la m anera en que nos afectan. La salud consistirá en un retorno interior sobre el modo en que nos exponem os al peligro y cómo lo enfrentam os. Por consiguien­ te, el único lugar de retiro es el a lm a , sólo ella puede in sti­ tu irse como ese «punto fijo» que sim boliza el «rayo inm óvil en la llanura», una de las claves de esta delicada articula­ ción.’4 Ahora bien, sustraerse a algo es, literalm ente, obrar por sustracción: la m uerte es u niversal y necesaria pero, ¿qué es lo que nos liga a ella, qué suerte de experiencia pa­ radójica, imaginaria? La respuesta de Epicuro se apoya en su fam osa te sis «La m uerte no es nada para nosotros». La experiencia de la muerte en primera persona es contradic­ toria en s í misma, pues, para sen tir y experim entar lo que 11 Lucréee, De rerum natura, II, 1-10. 12 Respectivamente, p. 268-273 y p 293-296. 13 O Bloch, -Anóthen epitheórein. Marc-Auréle entre Lucréce et Pas­ cal-, en Matiére á /lista res, París, 1997, p. 119-131 w De rerum natura, 308-322.

sea, debo estar vivo. En sum a, la muerte queda reducida al rango de «enfermedad de la im aginación», como diría d es­ pués Alain bellam ente. El em peño mismo de la ética es cu­ ram os de ella. La eficacia práctica de sem ejante an á lisis entraña sin duda, un retiro, en el sentido de sustracción: «el conocimien­ to recto de que la m uerte no es nada para nosotros trae re­ gocijo a la condición mortal de nuestra vida, no porque la dote de tiem po infinito sino porque su prim e de ella el deseo de inm ortalidad».15 A todos los problemas que el sabio no puede resolver directam ente, «los ha descartado, ha aparta­ do de su vida todo lo que le convenía alejar». Así, m ediante una inversión notable, es la m uerte la que, en definitiva, no despoja de nada a la vida dichosa.16 La exposición de Torcuato, el epicúreo que habla en el De F inibu s de Cicerón, d esta­ ca esa operación: «después de haber elim inado (d etra ctis) los terrores y la s pasiones y extirpado (d erep ta ) la im prudencia de todas las opiniones falsas, la sabiduría se nos brinda como la guía m ás certera hacia el placer»; «habiendo extirpado y tallado todo lo que había en él de opiniones vanas y de erro­ res, el sabio, encerrado en los lím ites de la naturaleza, es el único que puede vivir sin aflicción y sin temor».17 C uriosa­ m ente, en este últim o texto, el m ovim iento de retiro hacia el interior de lím ites fijados por la natu raleza aparece como algo estrictam ente análogo a la sustracción de las opiniones y los deseos vanos. E xtraña sustracción operada sobre el vacío. E ste dispositivo pone en juego los principios de la canó­ nica epicúrea. Puesto que el criterio para toda certidumbre reside, en efecto, en la sensación, el trabajo de la razón no con siste en ju zgarla o corregirla sino, por el contrario, en desem barazarla de las opiniones y creencias que la nublan o em pañan su evidencia. Así, la búsqueda de la verdad des­ cansa sobre una sustracción, lo que alguno denom inó «prin­ cipio de frugalidad epistem ológica» de los epicúreos. De ahí, el cálculo de los placeres, sobre el cual se apoya en últim a instancia todo el dispositivo ético. En efecto, la positividad del placer, el hecho de que constituya el «sumo bien» es el objeto de una evidencia interna incuestionable, contraparti15 Lettre a Ménécée 125. 18 Máxime capitale, XX. 17 Cicéron, Des termes extremes des biens et des maux, I, 43-44. (Hay traducción al castellano, Del supremo bien y del suprem o m al, Gredos, Madrid, 1987.)

da de la evidencia epistem ológica de las sensaciones exter­ nas. No obstante, como toda sensación, es álogos, a la vez m uda e irracional; por ende, si no la acom pañara un cálculo racional, no sabría dictarnos la conducta óptima. La finalidad de ese cálculo es determ inar un m áxim o, vinculado a la asignación de un lím ite cuantitativo para todo placer: «Una vez superado el su frim ien to de la carencia, el placer de la carne no puede aumentar; sólo varía».18 Al­ canzado ese máximo, que llega muy rápidam ente, el placer sólo puede diversificarse por variación de los objetos o den­ tro del objeto, pero no se alterará en cantidad, ni en inten si­ dad, ni en calidad. Determ inar la relación entre placer y dolor es algo estre­ cham ente vinculado con la teoría del máximo. No hay un estado interm edio entre los dos térm inos antagónicos. El apogeo del placer se alcanza pronto porque coincide con el cese del sufrim iento debido a la carencia: «Quien conoce los lím ites de la vida sabe que no es difícil procurarse lo que suprime el sufrimiento producido por la carencia, y lo que tor­ na perfecta la vida entera».19 Reprimir los deseos no tiene, por ende, nada de ascético; está en consonancia con la n atu ­ raleza m ism a del placer, qu^ se brinda de entrada en su más alta intensidad, aunque siem pre am enazado de derrumbe o inversión en sufrim iento si se in ten ta sobrepujarlo o refinarlo. La interpretación de la relación entre m ovim iento y re­ poso en el placer es una cuestión delicada. Según D iógenes Laercio, «la ausencia de perturbación y la ausencia de dolor son placeres en reposo (k a ta stem a tik a í); por el contrario, el júbilo y la alegría son p laceres en m ovim iento (k a tá kínesin )». A este respecto, los epicúreos se distinguen de los cirenaicos, los cu ales adm iten solam ente el placer en movi­ m iento.20 Pero, ¿cómo articulan ellos estas dos especies o mo­ dalidades del placer? E squem áticam ente, se abren dos cam i­ nos principales a la interpretación: una de ellas consiste en adm itir que el placer catastem ático, en reposo, alcanza y realiza el placer cinético consistente en el m ovim iento que acom paña la dism inución de la carencia y de la pena (interls Seníertce Vaticane 59, véase asimismo Máxime C apitale XVIII. 19 Máxime Capitaie XXI, “ Vies et doctrines des philosophes iIlustres, X 136. Hay diversas tra­ ducciones al castellano, entre ellas: Vidas de los filósofos m ás ilustres, Porrua, México, 1984 y Vidas de filósofos ilu stres, Omega, Barcelona, 2003.

pretación de Bignone y De Bailey); la otra con siste en no aceptar que el placer puro, estab le, tenga el m ovim iento como condición y asim ilar el placer cinético a los poikílm ata, esa s variaciones que no son necesarias para suprim ir el dolor sino que, por el contrario, presuponen el equilibro del placer en reposo, y no pueden tener efecto sino §i partir de él, como ocurre cuando uno come dulces después de haber saciado el hambre comiendo pan (comentario de Diano). Sea como fuere, este «minimalism o» rem ite siem pre al principio de sustracción: el placer puro se alcanza m ediante la elim inación m etódica de los criterios hedonistas de acu­ m ulación, intensificación, m axim ización por duración, va­ riación... Precisam ente por esa razón responde a los requisi­ tos de la felicidad, asegurando un retiro sólido para el alma. Si el placer se alcanza desde que cesa el dolor y tien e su mayor intensidad desde e se instante, entonces el epicúreo dispone de un modelo que, en la medida en que se encam ina a regir sus pensam ientos y su s actos, le asegura un estado perm anente de placer máxim o coincidente con la ausencia absoluta de perturbación. El punto estable y seguro de la vida, por consiguiente, se alcanza en lo poco, fruto de un re­ tiro metódico, y Epicuro nos recuerda que de lo poco, jam ás hay penuria. *** A lo largo de este bosquejo hem os podido reseñar algunos de los elem entos principales de la problem ática del sujeto ético elaborada en L ’herm éneutique du sujet: la vinculación entre la cuestión del cuidado de sí y la de la salud; la idea del pri­ vilegio ético acordado al alm a (algo notable para una doctri­ na que tom a de entrada el placer del cuerpo como punto de referencia); técnicas de defensa que rem iten a l a parask¿ué\ el predom inio del trabajo sobre las representaciones, etc. Pero, ¿qué decir de la configuración subjetiva que está en juego en este dispositivo epicúreo de retiro-sustracción? En mi opinión, la situ ación de aprem io que im pone la decisión filosófica y, sobre todo, la m anera en que los epicú­ reos la piensan, tien e por corolario una concepción su m a­ m ente particular de la salud y del proceso para alcanzarla.21 21 Recordemos el comienzo de la Lettre á Ménécée: «Que nadie, sien ­ do joven, demore en filosofar; ni. siendo viejo, prescinda de la filosofía. Pues para nadie es demasiado pronto ni demasiado tarde para asegurar-

La filosofía descansa sobre una decisión que genera, me pa­ rece, una cosa que es m ás del orden del retorno que del or­ den de un auténtico itinerario de conversión. Sin duda, se trata de un retorno que se prepara: ése es el sentido de los procedim ientos de sustracción que he detallado y, desde una visión m ás externa, está su b yacen te en las funciones de ejem plaridad, em ulación y aliento reservadas a la com uni­ dad de los amigos. Pero hay que ir hacia la m eta recta y rá­ pidam ente. El rechazo de los epicúreos por la p a id eía tien e que ver con este apremio, así como la relación estrictam ente u tilitaria con la verdad con la cual se articula ese repudio.22 E l uso de los compendios y las m áxim as que resum en la doc­ trina de Epicuro en el interior del Jardín debe m irarse des­ de esta perspectiva.23 Se comprende que la figura del retorno ético está en con­ sonancia con la tesis de un criterio natural de la buena ac­ ción, criterio inscripto en todo ser viviente: el placer (a este respecto, uno se ve obligado a romper con la opinión meto­ dológica preconcebida de Foucault, rem itiéndose a los prin­ cipios de la doctrina). Como hem os visto, ese placer se expe­ rim enta de inm ediato con inten sid ad máxima, a condición, desde luego, de haber comprendido que las variaciones cua­ lita tiv a s no le agregan nada, y tener sobre este asunto un saber íntim o y práctico. De suerte que el sujeto ético descan­ sa, a mi parecer, en el esquem a o el modelo del pu nto. El sujeto se garantiza al m ism o tiem po que se renliza, en un «sitio» m ental (la ribera o la cumbre de Lucrecio;, punto de vista vinculado con la discrim inación de los deseos a la cual corresponde un punto en el tiem po (un lím ite, decía Epicu­ ro) ligado a la intensificación «sustractiva» del placer. Me parece que Foucault bordea esta idea cuando rem ite la reti­ cencia epicúrea respecto de la p ra em ed ita tio m alorum ,2* sin desarrollar, empero, su s im plicaciones. Lo que está en ju e­ go, sin embargo, es uno de los m odelos im portantes del an á­ se la «alud del alma. Quien dice que el tiempo de filosofar no ha llegado todavía, o que ya ha pasado, se parece al que dice que el tiempo de la feli­ cidad no ha llegado todavía o que ya se ha ido». 21 Véase en las páginas 229-230 de L ’herméneutique du sujet, el co­ mentario sobre la oposición entre p aideía y physiología. “ Véase a este respecto el comentario de J. Brunschwig en Le style de la pensée. Recueil de teiies en hommage de Jacques Brunschwig, Paris, 2002, p. XXXV. Cf. L'herméneutique du sujet, p. 450. El texto fundamental sobre este tema se encuentra en las Tusculanes de Cicerón, III, 32-33.

lisis de la construcción de sí propuesto en L’herm éneutique du sujet: el de la progresión ascética, de la vida ética como itinerario. E n efecto, F oucault afirm a que los procedim ientos de constitución del sujeto rem iten a un modo de compromiso en la existencia que él retom a en la figura del itinerario, conce­ bido m ás precisam ente como puesta a prueba: «la vida como una forma de prueba de s í mismo».25 La idea de que la m edi­ da de sí m ism o se tien e en el campo abierto por la sucesión de los acontecim ientos de la vida me parece estrecham ente vinculada con la aspiración estoica o tín ica a la virtud, y di­ fícilm ente conciliable, por el contrario, con la m anera en que los epicúreos determ inan las condiciones y la naturaleza de la «ascesis» filosófica, tal como he tratado de resum irla aquí. Por no hablar del lazo estrecho -q u e Foucault destacó ade­ m ás com entando a S én eca - entre la ascética estoica y la con­ cepción de una providencia totalm ente ajena a la doctrina epicúrea. Escuchem os ahora al propio Epicuro: «Quien cono­ ce los lím ites de la vida sabe que no e s difícil procurarse lo que suprime el sufrimiento producido por la carencia, y lo que torna perfecta la vida entera, de suerte que no tien e n ecesi­ dad, adem ás, de cosas que im plican lucha (agón)».26 Lejos de aparecer como el térm ino de un lento descubrim iento de sí que adopta la forma de la prueba, inseparable de un ejerci­ cio paciente de transformación del sujeto por él mismo, la perfección de la vida se brinda, m ás bien, como un punto en que cesa la ilusión del deseo, ilusión de un goce infinito que en traña una an gu stia igualm ente infinita por la pérdida. Hay algo así como un cortocircuito: la recom pensa de la vida feliz es la contraparte de un desistir. Por esa razón, el obje­ tivo del sum o bien ya no debe enderezarse a ese mom ento privilegiado de realización que sería la vejez. Sabem os, por el contrario, que en virtud del ejercicio filosófico, el anciano se hace joven «por obra de la gratitud por lo que ha sido», y el joven deviene anciano «porque el tem or del p orvenirya no lo acosa»27 Al m ism o tiempo, hay en el dispositivo epicúreo un d es­ plazam iento con respecto a otro eje fundam ental de la inter­ pretación de Foucault: el de la estilización estética de la exis­ tencia ética. No nos detendrem os aquí sobre este tem a, pero 28 L ’herméneutique du sujet. p. 466. 26 Máxime capitale XXI. ,T Lettre a Ménécie 122.

es necesario advertir que el epicureism o no puede conside­ rar como objeto de goce en sí mismo el ordenam iento ético de la existencia considerada como un todo. Epicuro no cesa de repetir que la virtud no es m ás que un medio. Su interés, el de su «atletismo» si se quiere, se lim ita estrictam ente al hecho de .que nos garantiza «poder contem plar todo con un espíritu que nada altera». E s la fórmula de la piedad según Lucre ció.2*1 *** No sería ilegítim o invertir la pregunta de partida y, después de habernos interrogado sobre el interés de Foucault por el epicureism o, preguntarnos qué interés tienen los com enta­ rios de Foucault para el lector de Epicuro. Me inclinaría por hablar de un interés indirecto, oblicuo. E sos com entarios perm iten cuestionar la doctrina del Jardín de modo poco convencional, incluso perm iten vislum brar que en «la her­ m enéutica del sujeto epicúreo» hay algo que es irreductible a la interpretación globalizadora que propone Foucault.

*!...] pacata posse omnía mente tueri», De rerum natura, V, 1203.

LAS PRÁCTICAS DEL ALMA

LA PRÁCTICA DE LA DIRECCIÓN DE CONCIENCIA M ich el S enellart

Ecole Nórm ale Supérieure - Lyon

No me propongo analizar en esta exposición el conjunto de los textos en que Foucault trata la dirección de conciencia, desde la A ntigüedad a la pastoral tridentina, pasando por los textos fundacionales del m onaquism o occidental. Tampo­ co es mi propósito estudiar la cuestión de la dirección de con­ ciencia en su diversidad de aspectos técnicos, sociológicos e institucionales. Mi intención inicial era comparar el an áli­ sis que se hace de la dirección de conciencia en el curso de 1980, Du gouvernem ent d es viu ants, en el de 1982, L ’h er­ m én eu tiq u e du su je t y, en m enor m edida, en el de 1978, S écu rité, territo ire , p o p u la tio n ,1 con los gran d es estu d io s y a clásicos sobre e sa práctica: el libro de Paul Rabbow, Seelenführung. M ethodik d er E xerzitien in der A ntike, publi­ cado en M unich en 1954,2 que rem onta los Ejercicios espiri­ tuales de Ignacio de Loyola a la tradición antigua, y el libro de Ilsetraut Hadot, Seneca und die grieschich-róm ische Trad ition d er Seelenleitung, publicado en Berlín en 1969.3 No voy a dedicar dem asiado a esta últim a obra puesto que la relación en tre F ou cau lt y el estoicism o del im perio será abordada en las ponencias de otros participantes en el colo­ quio. Por el contrario, el primero de los libros citados parece ofrecer m aterial para un debate interesante. Foucault no lo cita jam ás y no parece haberlo leído: en 1982 no m anifiesta conocer m ás que un libro anterior del m ism o autor, publica­ do en 1914, que versa sobre la terapia de la ira en la época 1 Curso cuya edición preparo en este momento y que aparecerá en 2004. ‘ Publicado por Kósel-Verlag. :l Publicado por Walter de Gruyter & Co.

helenística y del Alto Imperio.4¿Es que la comparación del aná­ lisis de Rabbow con el suyo propio no podía esclarecer sus op­ ciones metodológicas e interpretativas y contribuir, por consi­ guiente, a comprender mejor el sentido de su propio itinerario, abriendo perspectivas críticas originales? De hecho, esta hipó­ tesis no era fecunda pues habría llevado a restringir la discu­ sión a un plano estrictamente formal, ya que Rabbow consagró lo esencial de su libro a describir de manera muy minuciosa el método de los ejercicios antiguos de dirección espiritual. Ade­ más, habría acarreado resultados decepcionantes, ya que la mayor parte de las técnicas psicagógicas (el término le perte­ nece)5 puestas en evidencia por Rabbow fueron descriptas des­ pués por Ilsctraut Hadot en su libro y por Pierre Hadot en el artículo de 1977tt sobre ios ejercicios espirituales, enriquecidas además por nuevos ejemplos. La obra de Rabbow es sin duda, para usar palabras de Pierre Hadot, el «libro fundamental» so­ bre el tem a,7y ha dado origen a toda una bibliografía que llevó adelante su legado sin dejar por ello de señalar sus lím ites.8 Así, uno vuelve a los escritos de Ilsetraut y Pierre Hadot a tra­ vés de Rabbow. No obstante, Rabbow no se contentó con describir en de­ talle las técnicas de «meditación» (m eléte)9 desarrolladas en la filosofía antigua: formas retóricas, atención de sí, exam en de conciencia, meditación de los m ales, prácticas de escritu4 P. Rabbow, Antike Schriften über Seelenheilung und Seelenleitung auf ihre Quelleri untersucht, I, Die Therapie des Zorns, Leipzig, B. G. Teubner, 1914. A despecho de lo que sugiere el titulo, el tema del libro no es directamente la dirección de conciencia sino una indagación sum amen­ te erudita sobre las fuentes de De ira, de Séneca, de la cual proviene la «Technik methgdischer Selbsterziehung und Willensbeeinflussung» (p. 1) puesta en práctica en la época del impeno. 5 P. Rabbow, Seeienführung, op. cit., p. 17, Acerca de la utilización de este términn por Foucault, véase L ’herméneutique du sujet, p. 389-390. s Publicado en el Annuaire de la V' Section de l'Ecole Pratique des Hantes Etudes, t. LXXXIV, 1977, p. 25-70 y reimpreso en P. Hadot, Ezercices spirituels et philosophie antique, París, Etudes agustiniennes, 1981. p, 13-58. ; P. Hadot, op. cit., p. 15, nota 6. " Véase especialmente I. Hadot, op. cit., p. 1, nota 3, en la cual se le reprocha haber analizado los textos de Séneca, Epicteto y Plutarco según un modelo que proviene de los Ejercicios de Ignacio de Loyola. Véase tam­ bién P. Hadot, op. cit., p. 59-60, quien dice que Rabbow ha vinculado en exceso el fenóm eno de los ejercicios esp iritu a les a la ¡nnenw endung (orientación hacia el interior) del siglo III a. C., olvidando su intrínseca relación cor la filosofía antigua -te sis muy discutible-, y que ha limitado su indagación exclusivamente al aspecto ético del fenómeno. 0 Sobre esta palabra, que conviene traducir literalmente como «ejer­ cicio», véase P. Rabbow, op. cit., p. 23 y P. Hadot, op. cit., p. 21, nota 3G.

ra, etc. Acompañó la descripción con com entarios sobre la diferencia entre la forma antigua y la cristiana de la Seelenleitung, subrayando por ejemplo, la extraordinaria diversi­ dad, inten sam en te individualizada, y la enorm e libertad de los m étodos psicagógicos antiguos en oposición a la unicidad que propugnaron los directores espirituales cristianos has­ ta Ignacio de Loyola.10 También destacó el carácter racional de la espiritualidad griega, orientada hacia el dominio de sí y la autarquía, cuando los ejercicios cristianos daban impor­ tancia, en cambio, al elem ento afectivo, intensificado por una profusión de medios psicológicos y actitudes corporales, con m iras a una «vida en el Señor» tan plena como posible.11 M ás allá de la continuidad de un género, rem ontando las fuentes de las ascesis espiritual ignaciana a la A ntigüedad, ponía de relieve la s diferencias esen ciales vinculadas con el cambio de finalidad y la transform ación de la relación consi­ go mismo. Ahora bien, llam a la atención que esta indagación diacrónica no haya acordado lugar alguno a la espirituali­ dad cristiana de los primeros siglos de la era vulgar, y que no haya procurado determ inar la s etapas sucesivas o mo­ m entos clave de tal transform ación. ¿En qué m om ento se inició? ¿Cuál fue el ritmo de su evolución? ¿Fue algo progre­ sivo y continuo o, por el contrario, un m ovim iento entrecor­ tado, atravesado por influencias m últiples, salpicado de con­ flictos y de crisis? Averiguarlo no era su propósito. Como bien dice Pierre Hadot, sin em bargo, «desde los primeros si­ glos de la Iglesia la espiritualidad cristiana recogió, en par­ te, el legado de la filosofía antigua y de sus prácticas espiri­ tu a le s » .12 D e ah í en a d ela n te, el in te r é s del a n á lisis de Foucault, en relación con el de Rabbow salta a la vista: la originalidad de su enfoque no residía tanto en la descripción de las técnicas de dirección y exam en de conciencia, ni si­ quiera en haber verificado la especificidad cristiana en esa esfera -c o sa que otros habían hecho con frecuencia—, sino en la atención que prestaba al m om ento decisivo en que, según él, se había producido el pasaje de una dirección de concien­ cia fundada sobre el cuidado de sí, en térm inos de dominio de sí y libertad, a una dirección de conciencia orientada h a­ cia la salud, en términos de obediencia y renunciam iento a sí. Ese m om ento crucial -q u e Foucault no deja de recordar 10 P. Rabbow, op. cií., p. 131. 11 Ibíd., p. 151-159. 11 P. Hadot, op. cit., 60.

diciendo «no es un instante preciso del tiempo Isino] un proce­ so muy complejo, que entrañó conflictos, escansiones, evolucio­ nes lentas, sucesos precipitados, etc.»13- corresponde a la for­ mación del monaquismo occidental a fines del siglo rv y halla su expresión m ás vigorosa en la obra de Casiano (365-435). Este filósofo representa el punto de inflexión fundamental de la historia d é la subjetividad en Occidente, a partir del cual -la obligación de decir verdad acerca de sí mismo» se inscribe, en tanto condición de salud, en el procedimiento psicagógico: mo­ mento, entonces, en que nace la confesión cristiana, la cual, ha­ ciendo del sujeto de la dirección espiritual el objeto de su pro­ pia palabra verdadera, instala la producción de sí mismo bajo el signo de la dependencia de otro. Quiero dedicar esta exposición al análisis de ese m om en­ to, tal como se lo bosqueja en el curso de 1978, estudiando en particular la cuestión de la apá th eia , fin común de la as­ cesis filosófica y monástica. A ntes de justificar la elección de esa noción, conviene situar brevem ente dentro de las in ves­ tigaciones de Foucault la problemática del curso de 1978 con respecto al tem a de la dirección de conciencia, con el fin de mostrar desde qué ángulo la aborda y poner de m anifiesto las cu estiones que querría exponer yo en este trabajo. j:¡¡: ?}«

S i bien no habla de la dirección de conciencia en sus libros, salvo de m anera alusiva en La volonté de s a v o ir y a propósi­ to de la pastoral de la Contrarreforma, Foucault vuelve a ella con una insistencia significativa en los cursos que dictó en el Collége de France. Pueden distinguirse en ellos tres etapas importantes: el curso de 1975 sobre los anorm ales, el curso de 1978 sobre la gu b ern am en talidad y el curso de 1980, ya citado, en cuya línea se inscribe -com o bien lo ha mostrado F. G ros- el del 1982. En 1975 el interés de Foucault por la dirección de concien­ cia está vinculado con la institucionalización de la confesión a m ediados del siglo xvi. Foucault recuerda que la pastoral trídentina, desarrollada por San Carlos Borromeo, entrañó el desenvolvim iento en sem inarios y colegios de dos grandes técnicas correlativas del gobierno de las almas: por una par­ te, la penitencia, acompañada de la elaboración de un proce­ dimiento riguroso de exam en y guía del penitente por parte H M. Foucault, L'herméneuttque du sujet, p, 346.

del confesor;14 por la otra, la dirección de conciencia, que para el dirigido consistía en «comunicar su interior» (Olier) al direc­ tor a fin de avanzar en el sendero de la salud. Entonces, el pro­ blema que interesa a Foucault es el del cerco impuesto al cuer­ po, portador del deseo y del placer, por parte del gobierno de las almas. Con su programa de cristianización de la sociedad, el Concilio de TVento no se limitó a reforzar la economía sacra­ mental de la penitencia establecida en la Edad Media. También suscitó el despliegue de todo un aparato de dirección espiritual que hizo aparecer la carne como objeto de un discurso exhaus­ tivo y también exclusivo: obligación de decirlo todo y de no de­ cirlo m ás que al confesor.15E sta correlación entre penitencia y dirección de conciencia explica sin duda que Foucault, a dife­ rencia de Rabbow, no otorgue un lugar destacado a los Ejerci­ cios de Ignacio de Loyola, anteriores al Concilio de T rento,16de los cuales, que yo sepa, no habla jam ás, a despecho del papel fundam ental que desempeñaron en el desarrollo de las prácti­ cas espirituales en Occidente. En 1980, en cambio, ya no es el cerco im puesto al cuerpo en la pastoral tridentina sino las prácticas de la confesión en la pastoral m onástica del siglo iv lo que justifica el interés de Foucault por las técnicas de dirección espiritual, en un triple aspecto: la relación con el m aestro, el exam en de conciencia y la verbalización de los pensam ientos.17 A partir de los tex­ tos de Casiano, Foucault trata en especial de describir cómo surgió una nueva técnica de exam en de sí que im plicaba la producción de un discurso verdadero sobre sí mismo y, al pro­ pio tiem po, una obediencia absoluta al director espiritual. E se curso de Foucault rastrea, en sum a, el origen de un pro­ ceso que culmina y se reactiva a la vez con la pastoral triden­ tina, pero lo hace con una perspectiva que difiere sin duda de la de 1975: el horizonte problemático de Foucault es aho­ ra la relación del sujeto con la verdad y ya no, al m enos di­ rectam ente, la «fisiología moral de la carne».18 El curso de 1978 señala una suerte de transición entre la u M. Foucault, Les anorm aux, éd. par V. Marchetti et A. Salomoni, París, Gallimard-Le Seuil, «Hautes études», p. 170. (Trad. castellana: Las anormales, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2" reimp., 2001.) 15 Ibíd., p. 188-9 lf' Fueron aprobados por el papa Pablo III en 1548. C f, además del resumen del curso revisado por Foucault (Dits et écrits, t. IV, p. 125-29), la concisa y clara presentación del tema que hace F. Gros en su postfacio a L’herméneutique du sujet. “ M. Foucault, Le.s anormaux, op. cit., p. 180.

tem ática del cerco im puesto al cuerpo por el poder religioso y la de la confesión. En efecto, las lecciones 6 y 7 (15 y 22 de febrero de 1978), consagradas al pastorado de los primeros siglos, describen la génesis del «gobierno de las almas» defi­ nido como el «arte de las artes» por los padres cristianos, y lo hacen an alizand o su estructura específica y mostrando su novedad con respecto a las prácticas grecorromanas de go­ bierno. É sa es, en ton ces, la primera vez que Foucault trata en sus en señ a n za s del «gobierno de las almas» en sí mismo, no ya con respecto a otra cuestión, la primera vez que abor­ da la genealogía a partir de la pastoral de la Iglesia antigua y la compara con las formas clásicas de dirección espiritual. Por consiguiente, en cierto sentido, esas clases son el bos­ quejo de los cursos de 1980 y 1982. No obstante, el acento recae m ás sobre el modo de relación que une al pastor y su oveja que sobre el tipo de discurso que se exige de esta últi­ ma. Dentro de e ste marco, la dirección de conciencia aparece como una forma esencial del pastorado a partir do la organi­ zación del monaquisino. En ella, el pastorado se consuma de la manera m ás sistem ática, más constante y m ás rigurosa. Por consiguiente, el análisis de e sa práctica nos puede ayu­ dar a com prender lo que sig n ifica la noción de pastorado -sim p le en apariencia pero compleja y problemática en rea­ lid a d - en el pen sam ien to de Foucault, nos puede ayudar a delinear m ás precisam ente sus contornos y a evaluar su per­ tinencia en cuanto categoría histórico-crítica. D esde luego, no es posible em prender un an álisis d eta­ llado del tem a d adas las lim itaciones de una sim ple exposi­ ción. Así, m e atendré a exponer algunas reflexiones sobre la noción de ap á th eia , que Foucault menciona por primera vez en la séptim a cla se a propósito de la diferencia entre la di­ rección de conciencia grecorromana y la cristiana, y que re­ cuerda después de m anera m ás alusiva en la octava clase, esta vez con respecto a la ascesis de los anacoretas. *** Frente a la com unidad, la tarea principal del pastor, dice Foucault, es enseñar, lo que implica no sólo transm itir un saber sino tam bién dar el ejemplo y adaptar el discurso al espíritu del auditorio. Nada hay allí de original con respecto a la Antigüedad. La novedad reside, ante todo, en «el hecho de que esa enseñanza debe ser una dirección de conducta co­

tidiana», que entraña «la observación, la vigilancia, la direc­ ción ejercida en cada instante y de manera tan continua como sea posible».13 Segunda novedad fundamental: la dirección de conciencia. Comparando la práctica antigua con la cristiana al respecto, Foucault llega a la conclusión de que la prim e­ ra20 era un «instrumento de dominio de sí [m aitrise]- m ien­ tras que la segunda, por el contrario, es un «instrumento de dependencia» que liga al dirigido con el director mediante la obligación de producir un discurso de verdad sobre sí mismo. Esta técnica del examen de sí permite al pastor ejercer su po­ der y garantiza «la relación de obediencia absoluta» de un indi­ viduo a otro que define la relación pastoral. Obediencia que tie­ ne su fin en sí misma, es decir en la producción de un estado de obediencia caracterizado por el renunciamiento a la propia vo­ luntad. En efecto, la humildad no es más que lo que hemos di­ cho: «saber que toda voluntad propia es mala» y «lograr que muera la voluntad en cuanto voluntad propia, es decir, que no exista otra voluntad que la de carecer de voluntad».21 A ese es­ tado -«voluntad que ha renunciado a sí m ism a»- los padres griegos lo llam aban apáth eia. A sí, la apáth eia representa m uy bien el término del oficio pastoral, el estado al que tien ­ de, aquél en que alcanza su objetivo, por el cual, en un m is­ mo movim iento, se justifica y se refuerza. Por ende, es algo indisociable de la institución pastoral. En esta parte del curso, Foucault no cita ninguna fuente precisa. Con todo, los rasgos que destaca -ren un cia al egoís­ mo, a la voluntad singular, pá th o s entendido como voluntad orientada sobre sí m ism a - indican que la a pá th eia pertene­ ce al discurso de las ascesis cenobítica y m onástica, conti­ nuación de la anacoresis de los primeros siglos. Proviene del mism o sistem a de pensam iento del cual son testim onio las vidas de los padres del desierto - l a H istoire lausiaque de Paladio, las In stitu tion s et conférences de Casiano, la Régle de San B en ito - y que se prolonga, según Foucault, en las obras de San Ambrosio y San Gregorio.22 Ahora bien, surge una 19 M. Foucault, Sécurité, territoire, population, clase del 22 de febrero de 1978. 20 Más precisamente: el examen de conciencia que formaba parte del arsenal de la dirección de conciencia. 31 M. Foucault, Sécurité, territoire, population, clase del 22 de febrero de 1978. 22 Se advertirá que en las páginas dedicadas por Foucault a la pasto­ ral no se menciona ni una sola vez a San Agustín, eslabón fundamental entre estos dos autores.

primera dificultad inherente al propio discurso de Foucault: la m ism a a pátheia presentada como m eta del pastorado apa­ rece bajo una luz muy distinta en la octava clase. Recorrien­ do las diferentes formas de resistencia al pastorado, o «con­ tra-conductas», que se m anifestaron durante la Edad Media, en una suert^ de giro paradójico, Foucault coloca en primer lugar al ascetism o (los otros tipos de contra-conductas tom a­ ron la forma de las comunidades, la m ística, el retom o a las Escrituras y las creencias escatológicas). Giro paradójico al m enos en ap arien cia p u esto que se con sidera en gen eral al cristianismo como «una religión de la ascesis, por oposición a las religiones antiguas».23 Aun cuando subraya la importan­ cia del renunciamiento a sí mismo, Foucault se niega a confun­ dir la ascesis con la obediencia incondicional a un superior. Para él, lejos de ser una religión de la ascesis, el cristianismo instituyó el pastorado monástico en contra de las prácticas as­ céticas propias de la anacoresis egipcia y siria, con el riesgo de desmesura que entrañaban. En efecto, el ascetism o es incom­ patible con la obediencia por diversos motivos: se trata de un ejercicio de sí y sobre sí que no necesita la presencia ni la auto­ ridad de otro; es un ejercicio que parte de lo m ás fácil y va a lo más difícil, en el cual el asceta se transform a en el guía de su propio ascetism o m ediante el sufrim iento; constituye una suerte de reto interno y extem o que lleva a som eterse a prue­ bas cada vez m ás exigentes; su m eta es un estado de apátheia que, a diferencia del que describimos anteriorm ente, consis­ te en el dominio de sí mismo, del propio cuerpo y de su s pa­ decim ientos, de modo que el asceta «no sufre lo que sufre»;2,1 por último, culm ina en un repudio de la m ateria o en la iden­ tificación con el cuerpo mismo del Cristo. Con respecto a la a p á th e ia , Foucault cita el ejemplo de un tal abate Juan, cuya im pasibilidad era tal «que uno podía hundirle el ojo con un dedo sin que él se inmutara».25 Por ende, hay una am bivalencia en la a p á th e ia , signo por un lado de una voluntad que ha renunciado a sí m ism a so­ m etiéndose a la autoridad de un m aestro y, por el otro, de un perfecto dominio de sí que im plica la aniquilación total de la propia voluntad. P ese a su s rasgos originales, la segunda es­ taría inscripta en una prolongación de la tradición antigua, ” M. Foucault, Sécurité, territoire, population, clase del 1“ de marzo de 1978. " Ibfd. " Ibíd.

m ientras que la primera indicaría la novedad radical de la pastoral cristiana. Una y otra tienen en común el renuncia­ m iento a sí mismo y por eso se oponen al cuidado de sí que caracterizaba a las escuelas filosóficas griegas y romanas. El problema estriba en que el ejemplo de apátheia ascética cita­ do por Foucault proviene del mism o corpus del que extrae la noción pastoral de apátheia. En efecto, muy poco preocupa­ do en este tem a por oponer el «desierto» a la vida cenobítica o la forma anacorética y la forma com unitaria de la vida mo­ nástica,26 Foucault busca sus ejemplos de proezas ascéticas e im pasibilidad perfecta en la literatura consagrada a los ere­ m itas del desierto y tam bién en los escritos de Casiano. Una primera serie de preguntas surge de todo esto: en lugar de contraponer la apátheia ascética a la monástica, ¿no habría que ver en la segunda, en lo esencial, una continuación de la primera, y volver a analizar el lugar que ocupa en la historia del cristianism o occidental? Tal como la define Foucault, ¿for­ ma parte la apátheia pastoral del núcleo de una tradición que nace o, por el contrario, es el eje de una experiencia religiosa en vías de realizarse? Suponiendo incluso que representa un giro radical en el pensam iento cristiano de los primeros si­ glos, ¿fue objeto de un acuerdo unánim e por parte de los doc­ tores cristianos, m ás allá de inevitables inflexiones y modu­ laciones? Bien sabem os que no fue así. Desde Jerónim o y Agustín hasta Tomás de Aquino, por razones sin duda muy distintas, las principales autoridades de la iglesia de Occi­ dente se mostraron muy severas con respecto al ideal de la a p á th eia . De lo que acabamos de decir, surge una segunda serie de interrogantes. ¿Cómo conciliar el modelo pastoral, cuyo eje era la apátheia, con la reacción adversa a ella pro­ pia de la tradición eclesiástica m ás ortodoxa? Si es cierto, como sostien e Foucault, que el poder pastoral es indisociable de la organización de la religión como iglesia de vocación uni­ versal, fenóm eno único en la historia de las d istin tas socie­ dades, segú n él, ¿cómo dar cu en ta de esa contradicción? ¿Será que el pastorado no se realiza necesariam ente en la apátheia o que no constituye una de las tan tas figuras posi­ bles del gobierno cristiano? Si bien el pastorado es sin lugar a dudas una invención del cristianism o, no es seguro que en ** Aunque no ignora las polémicas sobre este terna. Cf. la sexta clase (15 de febrero de 1978): «En los primeros siglos de la era cristiana en Oc­ cidente, el gran debate, I...] vinculado con la gnosis, entre el ascetismo de los anacoretas y la regulación de la vida monástica en la forma cenobítica es todavía asunto del pastorado*.

sus formas doctrinales y prácticas el cristianismo sea siempre «pastoral» en el sentido que le da Foucault a este término. Por último, querría referirme a una última cuestión a pro­ pósito del estado de obediencia que liga al director espiritual con el dirigido, y que Foucault define como fin en sí mismo. ¿Esa relación no escinde la relación pastoral de su auténtica finalidad? Parece que hace falta reconsiderar la obediencia in­ condicional impuesta por la regla cenobítica y monástica a la luz de la noción de diákrisis - la discretio de C asiano- a fin de comprender más cabalmente su función. *** Recordemos ante todo el sentido de la palabra apátheia en la filosofía antigua.27 E sencialm ente, es un término de la escue­ la cínica y la estoica. Según cuenta Diógenes Laercio, Antistenes, queriendo im itar a Sócrates, le habría mostrado el ca­ mino de la apatía a Diógenes,28 quien se definía como «el orá­ culo de la apatía» (ho tés a p ath eías prophétesj.29 La apatía representa el ideal del sabio cínico para quien, entre la vir­ tud y el vicio, no están m ás que los indiferentes:30 «la locura antes que el placer», dice A n tísten es.31 La locura hace de él un dios que se basta a sí mism o y goza de una libertad per­ fecta. La apatía estoica se diferencia de tal apatía cínica, en­ tendida como ausencia total de em ociones. Sin duda, «para los estoicos [tampoco] hay nada entre la virtud y el vicio».32 La acción virtuosa consiste en vivir de acuerdo con el logos. Ahora bien, el lógos es sen sato o no lo es: no hay m atices en­ tre la sabiduría y la locura. Puesto que los pa ih é son im pul­ sos irracionales contrarios a la naturaleza o, según Crisipo, errores de juicio,33 ser apathés y logikós34 son una y la m ism a cosa. No obstante, todo este rigor tuvo exponentes m ás flexi­ bles en el estoicism o medio y en Séneca. Pero la diferencia 27 Cf. Th. Hutter, Die sittliche Forderung der Apatheia in den beiden ersten christlichen Jahrhunderten und bei Clemens von Alexandrien, Fribourg-en-Br., Herder, 1949, p.3-19. 28 Diogéne Laérce, VI, 2; VI, 15. 23 Carta XXI a Aminandro, citada por M.-O. Goulet-Cazé, L’ascése cynique, París, Vrin, 1986, p. 41, nota 80. 10 Diogéne Laérce, VI, 105; cf. M.-O. Goulet-Cazé, op. cit., p 4 1. 51 Diogéne Laérce, VI, 3. 12 Ibíd., VII, 127. 53 Ibíd., VII, 111. 54 Cf. M. Spanneut, Le stolcisme des Peres de l'Eglise de Clément de Rome ó Clement d'Alexandric, París, Le S eu il, 1957, p. 242.

esencial con el estoicismo no estriba en eso sino en el hecho de que el sabio no puede ser totalmente apathés: según Zenón, las pasiones dejan una cicatriz en el alma, y los estoicos -sigu ien ­ do a Crisipo- admiten afecciones buenas, eupatheíai, como el júbilo, la circunspección y la voluntad, de las cuales provienen la buena voluntad, la bondad, el afecto, el pudor, ef contento, el buen humor, etc., que atemperan la austeridad del sabio. Como bien dice M.-O. Goulet-Cazé: «La apátheia cínica, que se iden­ tificaba con la ausencia total de emociones, se transmuta en­ tonces en un estado que suprime las emociones irracionales pero conserva aquéllas a las que el sabio otorga su asentim ien­ to y que no contradicen la razón».*5 Sea en su forma estricta o en la moderada, la apátheia se oponía a la metriopatía peripatética, es decir, al ideal de m esu­ ra fundado en el control racional de las pasiones. Séneca, por ejemplo, pregunta: «¿Qué tiene más valor: tener pasiones mo­ deradas o no experimentar pasiones? Cuestión que se debate a menudo: los nuestros proscriben las pasiones, los aristotélicos quieren moderarlas».36 Lugar común de la filosofía moral anti­ gua, este debate continuó en la literatura cristiana, en los es­ critos de Jerónimo contra la apátheia pelagiana o en los docto­ res escolásticos dentro de otro contexto. La doctrina de la apátheia se transmitió a los padres cris­ tianos a través de Filón de Alejandría, en Oriente, y de Cice­ rón y Séneca en Occidente. A diferencia de los filósofos griegos y romanos, Filón no veía contradicción alguna entre apatía y metriopatía, que podían coexistir en el mismo hombre. Si bien condena a la primera en tanto insensibilidad, la elogia en cam­ bio en tanto capacidad de liberarse de los sentim ientos para obedecer el llamado de Dios, como Abraham, que aceptó sacri­ ficar a su propio hijo.37 En ese sentido, la apátheia representa la meta suprema de la sabiduría, pero no es fruto de la razón exclusivamente. Se realiza en el servicio de Dios, único factor que brinda las fuerzas necesarias para alcanzarla. Así, en el pensamiento judaico del primer siglo de la era vulgar, se esta­ blece por primera vez ese vínculo entre obediencia y apatía que desempeñará un papel tan im portante en la tradición m onás­ tica cristiana. D espués, la doctrina de la apátheia ocupa un lugar central en la filosofía gnóstica de Clem ente de Alejan35 M.-O. Goulet-Cazé, op. cit., p. 42, nota 86. M Senéque, Lettres á Lucilius, 116, 1, trad, H. Noblot revisada por P. Veyne, París, R. LafTont, ■■Bouquins», p. 1049 Véase asimismo Cicerón, Thsculanes, IV, 57. r‘ Cf. Th. Rütter, op. cit., p. 17-19.

dría, profundam ente im pregnada de estoicism o, en la cual aparece el tema, sin duda fundam ental, de la asim ilación a Dios: «IEI gnósticoj procura parecerse lo m ás posible al ser por naturaleza imperturbable (a p a th és), aquel que alcanzó la im perturbabilidad (ap á th eia n ) por medio de la ascesis».38 Este es un breve resum en de la evolución del concepto de apátheia desde los cínicos griegos hasta los primeros padres cristianos. Como se puede ver, los elem entos que continúan el pensam iento antiguo son muchos todavía. A despecho de otros m atices de capital importancia -com o el tem a bíblico de la obediencia a Dios y el otro, m ás propio de los evange­ lios, de la im pasibilidad divina o crística-, la apátheia sigue vinculada en los primeros cristianos con la rectitud de la ra­ zón y, por ende, queda definida en térm inos de moral intelectu a lista .30 E n el siglo iv, entre los monjes del desierto, esa apatía fundada en el logos quedará sustituida por otra, con­ cebida como don divino e indiferencia total al mundo, fruto de la ascesis del cuerpo y la mortificación de la voluntad. Por consiguiente, Foucault tiene toda la razón del mundo cuan­ do dice que la instauración del m onaquisino fue el momento en que se produjo la ruptura con la tradición psicagógica gre­ corromana. En una conferencia de 1979, resumió ese proce­ so en estos términos: «En la filosofía griega, el vocablo a p á ­ theia designa el imperio que ejerce el individuo sobre su s pasiones gracias al ejercicio de la razón. En el pensam iento cristiano, el páthus es la voluntad ejercida sobre sí mismo y para sí mismo, ha. apátheia nos libra de esa porfía».4'1 No obs­ tante, este enfoque suscita diversos com entarios relativos a: a) la relación entre laapdf/ieia cristiana y el pensam iento es­ toico, b) la relación entre ascesis y pastoral y c) el papel de la dirección espiritual en la práctica de los anacoretas. • a) Veamos un texto -a lg o tardío, lo reconozco - de Doro­ teo de Gaza (siglo vi d.C.), uno de los herederos m ás «mara­ villosam ente sensibles»41 de la tradición del desierto: «Quien :!JI Clément d'Alexandrie, Strom ates, VII. 13, 3, trad. fran. de A le Boulluec, París, Cerf, «Sources chrétienneS" 428, 1997, p. 71 {traducción levem en te modificada). (Hay traducción al castellano: Clemente de Ale­ jandría, Strom ata I, 11 y III, edición bilingüe de Marcelo Merino, Colec­ ción Fuentes Patrísticas, sin fecha.) 59 Cf. M. Spanoeut, op. cít., p. 246. ,u «Omnes etsingulatim : vei s une critique de la raison politique-, DE, IV, p. 146. J1 P. Brown, Le renoncement a la chair, trad. franc. de P.-E. Dauzat et C. Jacob, París, Gallimard, «Bibliothcque des Histoires», 1995, p. 288.

carece de voluntad propia hace siem pre lo que quiere. En efecto, como no tiene voluntad propia, todo lo que le acontece lo contenta, y se halla siempre haciendo su voluntad, puesto que no quiere que las cosas sean como él las quiere sino que sean tal y como son».42 La ausencia de voluntad propia, no como abolición de sí sino como condición del libre albedrío: los compiladores de la edición recuerdan al respecto un frag­ m ento del M anual de Epicteto, § 8: «No te em peñes en que los acontecim ientos sean como tú quieres; procura, en cam ­ bio, que sean como son y habrás alcanzado la serenidad».43 Al respecto, P. Hadot señala la deuda de Doroteo de Gaza con el estoicism o o, m ás exactam ente, con los aspectos del estoi­ cismo que había retomado el neoplatonism o.44 E ste ejemplo indica la necesidad de m atizar la contraposición entre la es­ piritualidad antigua y la m onástica, y tam bién la de analizar atentam ente la manera en que la segunda acogió, usufruc­ tuó y transformó el legado de la Antigüedad. • b) El segundo punto exigiría un desarrollo extenso. Me referiré aquí exclusivam ente al aspecto de la tradición tex­ tual. Uno de los protagonistas m ás notables de la experien­ cia del desierto fue Evagrio Póntico (345-399). Su discípulo Paladio describe en la H istoire lausiaqu e el riguroso ascetis­ mo al cual Evagrio se sometió en Egipto a lo largo de dieci­ séis años. Evagrio expuso su doctrina ascética en una obra titulada Prácticos, en la cual se hace eco de las enseñanzas de los erem itas egipcios que conocemos a través de los Apop h teg m a ta p a tru m . Por consiguiente, habiéndola vivido, es un testigo fiel de la ascesis anacorética que Foucault parece contraponer a la pastoral m onástica. D e los padres griegos, e s él quien aborda con la mayor sutileza el papel de la a p á ­ theia en la vida espiritual. De la primera etapa, o vida «prác­ tica» que precede a la vida «gnóstica» o contemplativa, la a p á ­ theia es el resultado de una lucha incesante contra las pasio­ n es que agitan en nosotros los demonios, quienes se sirven de los pensam ientos, los logism oi, para tentar a los anacore­ tas. Evagrio sien ta luego la teoría de los «ocho pensam ien­ tos», los vicios capitales clásicos: la gula, la lujuria, la avari­ cia, la tristeza, la ira, el desánim o o pereza, la vanagloria y 43 Dorothée de Gaza, D idaskaliai, trad. fran de L. Regnault et J. de Préville, París, Cerf, «Sources chrétiennes», 1963, X, § 202, citado por P. Hadot, op. cit., p. 70. 41 Citado por P. Hadot, op. cit. “ Ibíd., p. 70-72.

la soberbia, para cada uno de los cu ales hay un rem edio apropiado. Llevado a un grado extrem o de refinam iento, ese a n á lis is c o n s titu y e el in stru m en to in d isp e n sa b le de la d iá k risis (discernim iento de los esp íritu s) del director esp i­ ritual. Si b ien fue condenado por el concilio ecum énico de 553 por su .orientación sim ilar a la de Orígenes, Evagrio ejer­ ció una gra n influencia sobre la evolución de la ascesis mo­ nástica, ta n to en Oriente como en Occidente. Aunque rtunca lo nombra, C asiano toma bastante de él (la teoría de los ocho vicios cap itales, el papel de la discretio, etc.). Al parecer, en ­ tonces, el contraste entre apáth eia ascética y m onástica (es decir, p astora l) que tan to su braya F ou cau lt encubre una continuidad m ás profunda y m ás esencial. • c) E sa continuidad proviene, asim ism o, del papel de la dirección de conciencia en la práctica de los anacoretas. La H istoire lau siaqu e cita muchos ejem plos de anacoretas que cayeron en la ceguera y la confusión por soberbia, por haber­ se negado a seguir las enseñanzas de un maestro, como Herón, que ofendió a Evagrio diciéndole: «Los que se atienen a tus en señ an zas son ingenuos pues no hay necesidad de se­ guir a ningún otro maestro que el Cristo [...] El Salvador m is­ mo lo h a dicho: no otorgues el nombre de maestro (didascalon) a nadie sobre la tierra (Mateo, 23,8)».4S Indudablem ente este ejem plo ilustra muy bien la capacidad de resistencia al pastorado que entrañaba el ascetism o, pero también dem ues­ tra la im portancia de las relaciones de obediencia en la asce­ sis de los anacoretas. Doroteo de Gaza com enta al respecto: «los padres dicen que no salir de la celda es una mitad; la otra es postrarse a los pies de los antiguos».16 En consecuencia, a partir del siglo iv y en Oriente, la a p á ­ theia cristiana se inscribe en un campo de experiencia esp e­ culativa y práctica atravesado por las influencias doctrina­ rias estoicas y neoplatónicas, en el cual se foijan las técnicas de dirección de los otros y del exam en de sí que luego tomará el monaquismo occidental. Para analizar el papel que desem ­ peñó en la génesis del pastorado, hay que tener en cuenta todos esos elem entos en conjunto. Según esta m ism a pers­ pectiva, tam bién conviene apreciar en su ju sta m edida la 45 Palladius, Histoire lausiaque, ch. XXVI, trad. fran. de A. Lucot, Pa­ rís, Librairie Alphonse Ficard, 1912, p. 195. CIYad. castellana: Paladio, El mundo de lo.i padres del desierto (La historia lausíacaj, versión traducción y notas de León E. Sansegundo Valls, Universidad de Navarra. 1970.) 4f Citado por P. Brown, op. cit., p. 282.

cam paña em prendida contra ella casi en la mism a época por los padres latinos, especialm ente Jerónim o y Agustín. Me lim itaré a recordar dos textos: Primero, un fragmento de la carta 133 de San Jerónimo: «Evagrio Póntico escribió un libro, Per i apatheias, que po­ dríamos traducir por ¿mpassib¿litas o i.mperturbatio) es decir, el estado en que el espíritu no está perturbado por nada y que corresponde por igual a una piedra o a Dios».'17 El paralelo en­ tre piedra y Dios es injusto con Evagrio, quien distinguiendo la ap atía p erfecta de la im perfecta,'18 no ce sa de in sistir so­ bre la persistencia de las tentaciones en el transcurso todo de la ascesis. Poco importa esa cuestión aquí. A esa concepción que, según él, «hace desaparecer del hombre al hombre (tollíitj hominem ex hom ine)»,49 opone la impotencia del albedrío con­ tra la carne. ¿Cómo pretender estar limpios de pecado si, como dice San Pablo, «lo que quiero, no lo hago; y lo que no quiero, lo hago»? (Rom., 7, 23) Ahora, un pasaje muy conocido de la Ciudad de Dios de San Agustín: «[...] así como estam os agobiados aquí abajo por el peso de n u estra im perfección m ortal, la insensib ilid ad absoluta es una penuria de ju sticia [...] Así ocurre con lo que los griegos llam an apatía, a páth eia, cuya traducción en la­ tín no puede ser otra que im pasibilidad: esa apatía, que es del alm a y no del cuerpo, es algo bueno y deseable cuando representa un estado de desapego de los afectos contrarios a la razón que perturban el espíritu, pero no pertenece a esta vida [...] E sa apatía nunca acaecerá entonces verdaderamente sino en el momento en que ya no haya pecado en el hombre».50 C onviene señalar ante todo que esta crítica de la a p á ­ theia que refuta a la vez la apá th eia cínico-estoica y la ascé­ tica cristiana está vinculada con la polém ica antipelagiana pues -los pelagianos, en efecto, em plean ese térm ino como sinónim o de ausencia de pecado».51 Ser apath és era vivir sin pecado, poder que el hombre no extraía de la gracia sino de sus propias fuerzas. Hay una gran diferencia, sin duda, entre esta 41 St Jeróme, Epistolae, PL, 22, col 1151. 48 Cf. G. Bardy, «Apátheia», Dicettonnaire de Spiritualité, París, Beauchesne, t, I, 1937, col. 738. 49 Expresión que toma de Cicerón, De offíciis, III. 40 Saint Augustin, La Cité de Dieu, XIV, 9, trad. fran. de L. Moreau revue par J.-Haga clic en. Eslin, París, Seuil, «Points Sfigesses», p, 16263. (Hay traducción al castellano, La ciudad de Dios, Editorial Porrüa, México, 1970.) 51 G. Bardy, op. cit., col. 738.

concepción y la doctrina de los padres del desierto. Lo sign ifi­ cativo es que se las haya podido confundir, pues su discordia no se limita al contexto de una determinada herejía, se explica también por razones m ás profundas que entrañan opciones teológicas fundamentales. Testimonio de ello es la crítica que hace Casiano en la decimotercera Conferencia a la doctrina agustini ana de la gracia y la predestinación, en la cual veía una peligrosa negación del libre albedrío.52 Con m ás precisión, lo que estaba enjuego era el estatuto de la sexualidad, sim ple epi­ fenómeno para Casiano, quien creía poder dominar las pulsio­ nes sexuales por medio de la voluntad acompañada de la gra­ cia, aunque no negaba su persistencia entre los monjes. San Agustín, en cambio, la “había situado en el centro de la perso­ na humana»53y veía en ella la huella imborrable del pecado ori­ ginal. Paradójicamente, la potencia del libre albedrío aparece defendida por Casiano, heredero del ideal de apáth eia (a la cual denom inaba «pureza del corazón»), lo que indica que en la obediencia perfecta el renunciamiento a la propia voluntad no implica abandono de toda voluntad sino, más exactamente, nega­ tiva a tomarse a sí mismo como fin voluntario. Con r e sp e c to a to­ das estas cuestiones, es lamentable que no conozcamos el conteni­ do del último libro que Foucault no publicó: Les aveuxde la c h a iré excepto e l capítulo sobre «el combate de la castidad» según Casia­ no, publicado en 1982 en Communications.^ La reacción contra \a apátheia se prolongó hasta el siglo xiu, en un contexto teológico-filosófico totalm ente distinto. Con To­ más de Aquino, que ya no define las pasiones a la manera de los estoicos como afectos ingobernables sino como m olim ien ­ tos de nuestro apetito sensible, la apátheia, inalcanzable para Jerónimo y Agustín, deja de ser deseable por sí mismaEn general, entonces, se podría decir que en O c c id e n te , el pensam iento cristiano se m anifestó reticente u hostil al id e a l ascético de la apátheia que se había d e sa r r o lla d o en Oriente. No es posible hacer de ella el núcleo de una prácti­ ca ininterrum pida de la dirección conciencia, a u n q u e no s é lo que Foucault dijo sobre este tema, o habría dicho en los textos que no tuvo tiempo de com pletar ni de escrib ir. Voy a hacer por últim o un breve com entario sobre la obe52 Cr. P. Brown, op. cit., p. 503. Ibid , p. 505. 44 En realidad, este libro es anterior a los últimos v o lú m e n e s de la Hisloire de la sexualité, pues fue escrito en 1979, según me ha lieclio no­ tar Daniel Defert Cf. DE IV, p, 295-308.

diencia incondicional que se debe al director espiritual en la práctica monástica. Esa relación es indisociable de la diákrisis o discretio del director, es decir, su discernim iento. En su empeño por renunciar a sí m ismo, el aspirante a la vida con­ tem plativa debe hacer partícipe de todos sus pensam ientos al director espiritual porque carece él mismo del dan del dis­ cernim iento. No sabiendo discernir lo que debe com batir sin siquiera reparar en ello, entre todas las cosas que le su gie­ ren su corazón y su espíritu, el aspirante debe recurrir a al­ guien m ás sabio que él. E s el cometido de la exagóreusis o «declaración de los pensam ientos»,M a la cual Foucault con­ sagra, como sabem os, buena parte del curso de 1980. Así, la su spensión de la propia voluntad presupone una elección voluntaria - l a del director- con m iras a una libertad más alta y m ás plena en tanto ha sido ilum inada por él. «Obede­ cer -escrib e C lím aco- es excluir el discernim iento por exce­ so de discernim iento».57 De modo que la obediencia no cons­ titu ye un fin en sí misma. Además, conviene señalar que la discretio, que según Casiano guía al libre albedrío,58 repre­ sen ta para Tomás de Aquino un elem ento de la virtud de prudencia, y que es en nombre de esa prudencia -p resen te en todo hombre en grados d iv erso s- que este último rechaza la concepción ascética de la obediencia y se inclina por la no­ ción m enos estrecha de d o c ilita s :59 +^ * Se podría vincular la forma del pastorado así esbozada con el an álisis que hace Foucault de la estructura de la sobera­ nía. Según dice, la soberanía queda atrapada en un círculo que no le perm ite traducirse en prácticas efectivas de gobier­ * Cf. F. Vandenbroucke, «Direction spirituelle" (II. Les Chrétiens orientaux), Dictionnaire de Spiritualité, París, Beauchesne, t. 3, 1957, col. 1032-4 (manifestación y discernimiento de los logismoi) y 1036-8 (impor­ tancia de la nepsis (atención), materia y manera de la exagóreusis). 57 Scala Harcidisi, 4 PC 88, 680a; citado por F Vandenbroucke, op. cit. col 1043. 58 Acerca de la doctrina de la discretio en Casiano y su articulación con la noción de prudencia, véase el libro fundamental de Fr. Dingjan, Discretio, Les origines patristiques et monastiques de la doctrine sur la prudence chez Sa in t Thomas d'Aquin, Assen, Van Gorcum, 1967.

M Cf. C. de Sainte-Marie-Madeleine, “Direction spirituelle» (V, Ju sti­ ficaron thélcgique), op. cit. col. 1185-6. Véase igualmente Th. Deman, en St. Thomas d’Aquin La prudence, Desclée, Ed. de la Revue des Jeunes, 21, éd,, 1947, «Notes et appendices», p, 323-4.

no. ¿Cuál es el fin de la soberanía? Realizar el bien común. Ahora bien, ¿en qué consiste el bien común sino en la obe­ diencia a la ley, es decir, en la soberanía misma? Por consi­ guiente, el único fin de la soberanía es m antener la sobera­ nía.60 Tal es el círculo que deberá romper el nuevo arte de gobernar que surge en los siglos xvi y xvn, y que sólo se que­ brará con el advenim iento de la economía política en el siglo x v iii .61 De igual modo, el cristiano se som ete a la autoridad de un director esp iritu al para aprender la hum ildad. Por ende, la obediencia no tiene otro fin que la obediencia m is­ ma en tanto renunciam iento a la voluntad propia. A sí, el cír­ culo de la obediencia es algo sim étrico, en el plano religioso, al círculo de la soberanía en el plano político. No es que pro­ vengan de una m atriz común n i que sean históricam ente solidarios. Ocurre, m ás bien, lo contrario: el primer círculo, de origen romano, y el segundo, de origen hebreo, confluye­ ron a lo largo de toda la Edad Media. Tanto el uno como el otro representan un proceso autofinalizado, cerrado sobre sí mismo, cuyo único motor es la lógica de su reproducción in ­ definida: ajeno en consecuencia a la pluralidad de los deseos y la heterogeneidad de los fines. Para Foucault, así como sólo se pudo desarrollar un arte de gobernar fundado sobre el an álisis concreto de las cosas repudiando el círculo jurídi­ co de la soberanía, un arte de vivir fundado sobre el cuidado de sí sólo podría florecer liquidando el círculo psicagógico del pastorado. E ntonces, el gobierno es el elem en to com ún a esa s dos figuras: ¿cómo pensar el gobierno como arte del go­ bierno de sí y de los otros, fuera de toda pretensión de sobe­ ranía y sin retornar al modelo pastoral foijado por el cristia­ nismo? Si reconocemos como propia esta cuestión, no podre­ mos responder a ella sin liberarnos de la circularidad que todavía la encierra en la obra de Foucault.

60 Puede hallarse una crítica a este punto de vista en M. Senellart, Les arts degouuerner, París, Le Seuil, «Des travaux», 1995, p. 42; Ch. Lazzari, introducción a H. de Rohan, De iin te ré t des punces et des E tats de la Chrétienté, París, PUF, «Fondements de la politique», 1995, p. 68, nota

1. 61 Cf. la cuarta clase (1“ de febrero de 1978) del curso Sécurité, terri­ toire, population, publicado en Dits et écrits, III, p. 635-56, bajo el título «La gouvernementalité».

FOUCAULT Y LA PARADOJA DEL PLATONISMO A nissa Castel-Bouchouchi

El enfoque de M. Foucault, genealógico y herm enéutico a la vez, perm ite indagar y reencontrar te sis y tem as esenciales de! platonism o sin apoyarse, no obstante, en lo que se deno­ m ina habitu alm en te el «idealismo platónico». En efecto, por una parte la p resentación de los autores y las d octrin as en su obra no e s n i académ ica n i h istórica , p ues reivin d ica cierta actualid ad, n ecesa riam en te proble­ m ática: seg ú n una fórm ula lapid aria de Frédéric Gros en su introducción al curso sobre la h erm en éu tica del sujeto, «genealogía quiere decir que llevo a cabo el a n á lisis a par­ tir de u n a cu estió n p rese n te» .1 A hora b ien, ¿cuál e s en e ste caso la cuestión presente? Ésta: el cuidado de s í (ep im éleia h ea u to ü ) ¿nos lleva a una determ inación especulati­ va o teorética de nuestra relación con la verdad o tien e como m eta una espiritualidad, un modo de vida, incluso, que im ­ plica ciertas prácticas de sí? En qué es determ inante el mo­ m ento socrático-platónico dentro de la problematización de la epim éleia heautoü-. ¿en la m edida en que sugiere una al­ ternativa entre modo de pensam iento y modo de vida, cono­ cim iento y áskesis, o, m ás bien, en el sentido de que pone en juego una complejidad originaria y una estructura única, en la cual el conocim iento de sí y el cuidado del alm a estarían inextricablem ente entretejidos? Por otra parte, la indagación foucaultiana pretende par­ tir de los textos, aunque no de todos, sino de los que son con stitu tivos del problema en tom o al cual se organiza la 1 M. Foucault, «Le souci de la vérité», en D its et E crits, t. II, 19761988, Paris, Gallimard, col!. Quarto, 2 0 0 1 ,1 ^ 3 5 0 , p. 1493.

reflexión actual. B asándose en ejem plos concretos de los e s ­ critos de Platón más que en la serie históricam ente con sti­ tuida de cierto número de ítem s reseñados y retomados por com entaristas ansiosos de establecer una tradición exegética y legitim arla, esa indagación tom a distancia con respecto a la doctrina del maestro. U na doctrina constituida implica, en efecto, una toma de posición respecto de las dificultades internas de la teoría y las paradojas identificadas com ún­ mente. Hubo, hay y habrá un Platón para los neoplatónicos -e l de las Formas inteligibles, las ideas-número y los géneros del se r -,2 un Platón, por así decirlo, prearistotélico - e l de las Leyes-,3 un Platón que prepara el cristianismo -e l del Fe-dón según P a sc a l-4 y un Platón de la c a v e r n a ..P o r el contrario, se supone que el Platón de los diálogos im plica y, por consi­ guiente, revela paradojas in h eren tes a los propios textos, que se considerarán definitivas si se revelan insolubles, irre­ cuperables por medio de una sistem atización, no dialectizables. Se adivinan, empero, las dificultades d esem ejan te her­ m enéutica. No sólo se funda en una selección d iscu tib le de los textos comentados -tex to s alejados6 de nosotros cuan­ do pertenecen a otra época u otra civilización, como sucede 1 Se trata de una linea tradicional de pensamiento, de la cual Léon Robín es el representante más célebre (P latón, París, PUF, 1935). 3 Sobre e ste tema, m e perm ito rem itir al lector a m i Introducción a los textos selectos de la s Leyes de Platón (P arís, F olio-E ssais, 1997). * Cf. Pascal, Pensées, 219 (éd. Brunschwig): «Es indudable que el he­ cho de que el alma sea mortal o inmortal representa toda una diferencia para la moral. No obstante, los filósofos han llevado adelante su moral haciendo caso omiso de ello: la discutían para pasar el tiempo. Platón, en cambio, preparó el advenimiento del cristianismo». 5 Cf. Nietzsche, Oeuvres philosophiques completes, t. XI, Fragments posthum es, 34 [66], París, Gallimard, p. 169 (trad. fran M. H aaret M. D. de Launay): «Siempre irónicamente: es una sensación rara observar un pensador tan sincero. Pero es aun más agradable descubrir que no es más que el primer plano y que, en el fondo, quiere otra cosa, y la quiere con suma audacia. Creo que ésa era la m a p a de Sócrates: tenía un alm a, y detrás de ella, otra, y otra más aún detrás de la segunda. Con la primera, se acostaba a dormir Jenofonte; con la segunda, Platón; y con la tercera, nuevamente Platón, pero con su segunda alma esta vez.» 6 Cf. M. Foucault, L'usage des plaisirs, París, Gallimard, p. 14, n. 1: «No soy helenista ni latinista, pero me pareció que con gran empeño, pa­ ciencia, modestia y atención, era posible adquirir suficiente familiaridad con los textos de la Antigüedad griega y romana. Me refiero a una fami­ liaridad que permita, conforme a una práctica sin duda constitutiva de !a filosofía occidental, interrogar la diferencia que nos mantiene a distancia de un pensamiento en el cual reconocemos nuestro origen y admitir, a la vez, la cercanía que perdura pese a ese distanciamiento que profundiza­ mos sin cesar».

en el caso de P la tó n - sino que, adem ás, todo com entario en ­ cubre una parte de invención, p ese a su fidelidad o m ás allá de ella. «Poruña parte [el comentario] perm ite construir (in­ d efinidam ente) discursos nuevos: la preem inencia del pri­ m er texto, su perm anencia, su estatu to de discurro reactuaIizable siem pre, el sentido m últiple u oculto que se le atri­ buye, la esencial reticencia o riqueza con que uno lo viste, todo eso funda una posibilidad abierta de hablar. Pero, por otra parte, cualesquiera sean las técnicas utilizadas, el co­ m entario no tiene ninguna otra función que decir, en últim a instancia, lo que fue articulado en silencio. Con arreglo a una paradoja que desplaza p erm an en tem en te pero de la cual no puede escapar, está obligado a decir por primera vez lo que, sin embargo, ya fue dicho, y a repetir infatigablem en­ te lo que, no obstante, jam ás fue dicho. E l indefinido cabri­ lleo de los com entarios es obra del sueño interno de una re­ p etición enm ascarada: puede ser que en su horizonte no haya otra cosa que el propio punto de partida, la mera reci­ tación».7 A partir de esta paradoja doble, la del método en general y la m ás singular del platonism o, se podría mostrar que en L’herméneutique du sujet Foucault ha logrado restituir -e n el registro de la repetición o la recitación - un problema genuin am en te platónico, innovando con todo, con respecto a la 7 L ’o rdre du discours, París, Gallimard, 1971, p. 27. Este pasaje no deja de recordar el célebre prefacio del N aissance de la clinique, en el cual se dice que el comentario «interroga al discurso sobre lo que dice y, segu­ ramente, sobre lo que ha querido decir; procura traer a la superficie ese doble fondo de la palabra, en el cual ella se reencuentra en una identidad consigo misma que uno supone más cercana a su verdad: enunciando lo que se ha dicho se procura volver a decir lo que jamás fue pronunciado [...] Comentar es admitir por definición un excedente del significado so­ bre el significante, un resto necesariamente no formulado del pensam ien­ to que el lenguaje lia dejado en penumbras, residuo que constituye su misma esencia, arrancada de su secreto. Pero com entar supone también que eso no pronunciado está adormecido en la palabra y que, por un exce­ so propio del significante, uno puede, interpelándolo, hacer hablar un con­ tenido que no estaba explícitamente significado. Al abrir la posibilidad del comentario, esta doble plétora, nos consagra a una tarea infinita que nada puede limitar: siempre hay significado que queda y al cual hay que dar la palabra; en cuanto al significante, siempre se ofrece con una riqueza que nos interpela a nuestro pesar sobre lo que la palabra ‘quiere decir'. Signi­ ficante y significado adquieren asi una autonomía sustancial que le ase­ gura a cada uno individualmente el tesoro de una significación virtual; en el lim ite, cada uno de ellos podría existir sin el otro y ponerse a hablar por sí mismo: el comentario habita ese espacio supuesto» (París, PUF, 1963, p. XII).

mayor parte de las lecturas concurrentes o contem poráneas, en la designación y la formulación del carácter esencialm en­ te insuperable de la paradoja en cuestión, es decir en la problem atización. Pues en ese curso, como en L ’usage des plaisirs, la apuesta indiscutible de Foucault era «analizar, no ya los com portam ientos ni las ideas [...] sino las problem atizaciones por m edio de las cuales el ser se da como algo que puede y debe ser pensado, así como las prácticas a partir de las cuales se da».8 En otras palabras, y a propósito de su lec­ tura de Platón, se trata de m ostrar que Foucault cree pau­ tar filosóficam ente un problema filosófico, no histórica ni académ icam ente.9 Ahora bien, ¿de qué filosofía se habla? En la clase del 6 de enero de 1982 en el Collége de France, Foucault precisa lo que conviene entender por «filosofía», a saber, una «forma de pensam iento que interroga, no ya sobre lo que es verda­ dero y lo que es falso, sino sobre lo que hace que pueda exis­ tir lo verdadero y lo falso, y que se pueda o no discrim inar entre lo verdadero y lo falso. Llamemos ‘filosofía’ a la forma de pensam iento que se pregunta sobre lo que perm ite al su ­ jeto tener acceso a la verdad, la forma de pensam iento que inten ta determ inar las condiciones y los lím ites del acceso a la verdad por parte del sujeto. P u es bien, si llam am os a eso ‘filosofía’, creo que podríam os llam ar ‘esp iritu alid ad ’ a la búsqueda, la práctica y la experiencia del sujeto con el fin de operar sobre sí m ism o las transform aciones necesarias para tener acceso a la verdad»,10 sean ellas purificaciones, ascesis, conversiones de la m irada, etc. Según esta defini­ ción m uy general, la gran paradoja del platonism o aparece 11 M. Foucault, L‘um ge des p la isirs, p. 19. 9 En una entrevista de 1984, reimpresa en D its et Ecrits, éd. cit., t. II, p. 1416, {jodemos encontrar esta bella definición de las problematizaciones: "Desde hace tiempo procuro saber si seria posible caracterizar la h is­ toria del pensamiento deslindándola de la historia de las ideas -e s decir, del análisis de los sistem as de representaciones- y de la historia de las mentalidades, es decir, del análisis de las actitudes y los esquem as de comportamiento. Me pareció que había un elem ento susceptible de carac­ terizar la historia del pensamiento: lo que uno podría llamar los proble­ mas o, más precisamente, las problematizaciones [..,] El pensamiento no es algo que habita una conducta y le da sentido sino, más bien, lo que per­ mite retroceder con respecto a una determinada manera de hacer o de actuar, plantearla como objeto de pensamiento e interrogar sobre su sen­ tido, sus condiciones y sus fines. El pensamiento es la libertad con res­ pecto a lo que uno hace, el movimiento por el cual uno se desapega de ello, lo constituye en objeto y lo somete a reflexión como problema». 1,1 Uhermcneutique du sujet, p. 16.

como principio originario de una espiritualidad negada o su ­ perada, por así decirlo: «por una parte, el platonism o fue el fermento, incluso el principal ferm ento, de diversos m ovi­ m ientos espirituales, en la medida en que concebía el cono­ cim iento y el acceso a la verdad sólo a partir del conocim ien­ to de sí, reconocimiento de lo divino en el sí mismo. [...] Para el platonism o, el conocimiento, el acceso a la verdad, no po­ día realizarse sino en las condiciones de un m ovim iento e s ­ piritual del alma, en relación consigo m ism a y con lo divino: relación con lo divino puesto que tenía relación consigo m is­ ma, y relación consigo m ism a puesto que tenía relación con lo divino. E sa condición de relación consigo m ism a y con lo divino fue precisam ente, para el platonismo, una de la s con­ diciones de acceso a la verdad El conocimiento de sí y el conocimiento de la verdad (el acto de conocimiento, la m ar­ cha y el método del conocimiento en general) van a absor­ ber, a reabsorber en su seno la s exigencias de la esp iritu ali­ dad. De suerte que, a lo largo de toda la cultura antigua, el platonism o desem peñará [...] un papel doble: planteará sin cesar las condiciones de la espiritualidad n ecesarias para tener acceso a la verdad y reabsorberá a la espiritualidad en el m ovim iento único del conocimiento, conocimiento de sí, de lo divino, de las esencias».11 A nte todo, conviene precisar los orígenes de esá parado­ ja. D espués, habrá que extraer de allí la estructura y la car­ ga de un punto de vista platónico -e n otras palabras, en el campo de los estud ios p latón icos- pero, tam bién, con una perspectiva m ás especulativa, en el marco de las corrientes de p en sam ien to actu ales o, al m enos, con tem p orán eas a Foucault. *** Los orígenes de la paradoja platónica deben buscarse por un lado en la A pología de Sócrates, cuya tem ática es el cuidado de sí y, m ás precisam ente, la solicitud que es necesario apor­ tar al alm a (epim éleia tés psychés). Por otro lado, hay que buscarlos en el A lcibiades, diálogo en el cual se llevan a cabo dos desplazam ientos d ecisivos.12 11 L ’herméneutique du sujet, p. 75-76. 11 En el Annuaire du Collége de France, S2rn'année, hay una presen­ tación sinóptica del curso sobre la hermenéutica del sujeto, texto que fue recopilado en Dits et écrits, t. II, p. 1172 y ss. de este modo: «Sería un error

En lo que concierne a la A pología, en la clase del 6 de enero de 1982 se sugiere buscar el origen de la paradoja pla­ tónica en el conflicto existente entre dos nociones distin tas invocadas por la figura socrática o, al m enos, en la concu­ rrencia de esas nociones: por una parte el «conócete a ti m is­ mo» (gnóthi seautón), precepto délfico que habría guiado la m isión filosófica de Sócrates (en particular la indagación que hizo entre sus conciudadanos para averiguar qué sabía cada uno y quién se conocía a sí mismo) y, por la otra, el cuidado de sí al cual Foucault quiere otorgar primacía axiológica con­ tra una tradición que lo habría descalificado o subordinado a la exigencia de conocimiento. «Me dirán que, para estudiar las relaciones entre sujeto y verdad es, sin duda, paradójico y bastante rebuscado elegir esa noción deepim éleia heautoü, a la cual la historiografía filosófica no ha acordado hasta hoy dem asiada importancia!...]. Todo indica que en la historia de la filosofía -y, m ás aún, en la historia del pensam iento occi­ d e n ta l- la fórmula en la cual se fundó la indagación sobre las relaciones entre sujeto y verdad fue la del gn óth i sea u ­ tón».13 Más precisam ente, in siste Foucault, el pensam iento occidental no habría sido fiel ni a la problemática platónica ni a una figura socrática nítida como la del cuidado de sí. ¿Significa esto nada m ás que bastaría con volver a las fu en ­ tes para denunciar una sucesión de prejuicios? ¿Cómo explicar sem ejante ilusión herm enéutica? Bergson hablaría en este caso del m ovim iento retrospectivo de lo verdadero, en el sentido de que solem os atribuir a los filóso­ fos antiguos relaciones con la verdad y representaciones del sujeto que la busca que son esencialm ente nuestras, como si las condiciones m odernas del acceso a la verdad proyectaran su sombra sobre la totalidad de los sistem as de pen sam ien ­ to, incluso los m ás antiguos. S in hablar explícitam ente de m ovim iento retrospectivo, la tesis de Foucault consiste tam ­ bién en explicar el extravío exegético m ediante un conjunto de factores conjugados cuyo elem en to fundam ental fue el desconocim iento de una historicidad de la verdad.14 En efec­ creer que el cuidado de sí fue una invención del pensamiento filosófico y que constituyó un precepto de la vida filosófica. En realidad, era un pre­ cepto de vida al cual se adjudicaba, en general, un valor muy alto en Gre­ cia», (p. 1173). 11 M. Foucault, L’herméneutique du sujet, p. 4-5. 14 Hay asimismo razones que tienen que ver con las paradojas de la historia de la moral, evocadas en la misma obra, p 14: «Bien sabemos que

to, según él, la descalificación de la epim éleia heautoü fue posterior al momento socrático-platónico: correspondería al m om ento cartesiano que fue la puerta de entrada a la edad moderna. A sí lo dice en la clase del 6 de enero de 1982: «Me parece que el motivo m ás serio del olvido del cuidado de sí, la razón por la cual ha desaparecido el lugar que ocupó este precepto a lo largo de mil años de cultura antigua, a esa ra­ zón la llam aría -con una expresión poco feliz, lo sé, pero que uso a título puramente con ven cion al-el ‘mom ento cartesia­ no’». Ese «momento cartesiano» con un par de com illas ope­ ró de dos m aneras, recalificando filosóficam ente el conócete a ti m ism o (gndthi seautón) y descalificando, por el contra­ rio, el cuidado de sí (epim éleia seautón)».1* M ás adelante, Foucault agrega: «se entra en la edad moderna (quiero de­ cir, la historia de la verdad ingresa en el período moderno) el día en que se adm ite que lo que brinda acceso a la verdad, la condición que determ ina que el sujeto pueda tener acceso a la verdad, es el conocim iento y sólo el conocimiento. Me parece que es ahí donde lo que he denom inado «momento cartesiano» ocupa su lugar y adquiere sentido, sin que quie­ ra decir exactam ente que es obra de Descartes, aunque él fue su inventor y el primero que inten tó esa operación. Creo que la edad moderna de la historia de la verdad com ienza en el mom ento en que lo que perm ite acceder a la verdad es el conocim iento mismo, y sólo él».16 E ste pasaje es fundam ental puesto que, tomando todas las precauciones del caso, establece una cesura entre los fi­ lósofos antiguos y los actuales: pone d istancia entre ellos hay una tradición (o quizá varias) que (a nosotros ahora, hoy en día) nos disuade de otorgar un valor positivo a todas esas formulaciones, todos esos preceptos y reglas, y hacer de ellos, sobre todo, el fundamento de una moral. Tbdas esas exhortaciones a exaltarse a sí mismo, a rendirse culto, a replegarse sobre sí mismo, a autoayudarse, suenan, para m is oídos al menos, ¿a qué? O bien como una suerte de desafio y bravuconada, una vo­ luntad de ruptura ética, una especie de dandysmo moral, la afirmación desafiante de una fase estética e individual infranqueable. O bien nos suenan como la expresión algo melancólica y triste de un repliegue del individuo, incapaz de sostener ante sus ojos, con sus manos, para él m is­ mo, una moral colectiva (la de la ciudad, por ejemplo) y que, ante sem e­ jante dislocación de la moral colectiva no tendría más que ocuparse de él mismo. [...] Creo que este conjunto de paradojas es una de las razones por las que el tema del cuidado de sí fue en parte dejado de lado y pudo des­ aparecer de la preocupación de los historiadores». 15 L'herméneutu/ue du sujet, p. 15. 16 L ’h erméneutique du sujet, p. 19.

rechazando con un mismo gesto la referencia a un presunto milagro griego y la determ inación de sujetos eternam ente idénticos a sí mismos. Ahora bien, ¿no es ésa acaso una con­ dición sine qua non de toda problematización? Esta objetiva­ ción se inscribe en una historicidad de contornos definidos a nuevo. Pues el momento socrótico-platónico corresponde a la aparición del cuidado de sí en la reflexión filosófica o, al m enos, a la reapropiación de ese precepto por parte de la fi­ losofía. Luego vendrá la edad de oro de la cultura del sí mismo en los primeros siglos de nuestra era, y después - t e r ­ cer período antes de su declinación en la edad m od ern a-, el pasaje de la a sce sis filosófica pagana al ascetism o cris­ tia n o .17 Por aproxím ativo que se a el carácter de las d eter­ m in acion es den om inad as m om ento socrático-platónico y m om ento cartesian o, se reconoce en ese m ovim iento del p en sam ien to la d istan cia n ecesaria que tam bién reivin d i­ ca Jean -P ierre V ernant cuando opone el g n ó th i seau tón d el individuo griego -in d ivid u o cósmico que se sien te en su sitio en el mundo al cual se in teg ra - al conocimiento de sí preconizado por el cogito, con lo que éste im plica de interio­ ridad en la relación con lo verdadero.18 Puede ser que esas cesuras sean esquem áticas, que exijan, sin duda, el uso de com illas, pero son heurísticas como lo m uestra lo que dire­ mos a continuación. 17 L'herméneutique du sujet, p. 32.

'* La máxima de Del ios, «conócete a ti mismo», no preconiza, como podríamos suponer, un retorno a sí mismo para alcanzar por introspec­ ción o autoanálisis un »yo» escondido, invisible a cualquier otro, que se plantearía como un puro acto de pensamiento o como dominio secreto de la intimidad personal. El cogito cartesiano, el «pienso, luego existo-, es tan ajeno al conocimiento que el hombre griego tiene de sí mismo como a su experiencia del mundo. Para el oráculo, ‘conócete a ti mismo» signifi­ ca: conoce tus límites, aprende que eres un hombre mortal, no intentes igualar a lus dioses. Incluso para el Sócrates que nos presenta Platón, que reinterpreta la fórmula tradicional y le imprime un nuevo impulso filosó­ fico interpretándola como ‘conoce lo que eres genuinamente, eso que en ti es el ti mismo’ -e s decir, tu alma, tu psyché- no se trata para nada de in ­ citar a sus interlocutores a volver la mirada hacia su interior para descu­ brirse en el seno de sí» (J.-P- Vernant, «L’homme grec» en Entre mytlie et politique, París, Seuil, 1996, p. 219). En una entrevista de 1983, Foucault hablará de un «conocimiento mitológico» (no psicológico) de sí que se ma­ nifiesta en el Alcibíades: -la idea de que hace falta conocerse a sí mismo, es decir adquirir el conocimiento ontológico de¡ modo de ser del alma no tiene nada que ver con lo que podríamos llamar el ejercicio de sí mismo sobre sí mismo [.,.1 Platón no habla nunca de examen de conciencia. ¡Ja­ más!» (Dits et écrits, éd. cit., t. II, p. 1226).

El llam ado momento socrático-platónico se caracteriza, en efecto, por dos «desplazamientos» que Foucault mencio­ na en la clase del 13 de enero de 1982. El primero se inspira en el A lcibíades (127e): «Sócrates dijo: eres ignorante, pero joven; por lo tanto, tien es tiem po, no de aprender sino de ocuparte de ti. Creo que ahí, en ese d esp lazam ien to del ‘aprender’ -consecuencia previsible, habitual, dé sem ejante razonam iento- al imperativo de ‘ocuparse de s í’ [...] se preci­ pitan num erosos problemas que rozan, me parece, todo lo que está en juego entre filosofía y espiritualidad en el m un­ do antiguo».19 Dos señ alam ien tos se im ponen al respecto. Por una parte, la preem inencia del epim éleia implica ya una forma de indecisión entre modo de pensam iento en sentido estricto y modo de vida en sentido lato, indecisión que se re­ velará como algo constitutivo de la paradoja platónica pro­ p iam en te dicha. Por otra parte, la s nociones de d esp laza­ m iento, de juego -probablem ente herencia alth u sserian a-20 desem peñan un papel operativo en la construcción de la pa­ radoja: se trata de mostrar cómo funciona una contradicción im plícita, tal vez del orden de lo impensado. En cuanto al segundo desplazam iento que he m enciona­ do, tien e que ver con la definición del alm a que el A lcibíades perm ite elaborar, hoy como siem pre. «¿Cuál es el único ele­ m ento que, efectivam ente, se sirve del cuerpo, de las partes del cuerpo, de sus órganos y por consiguiente de los instru ­ m en to s, y que fin alm en te se servirá del lenguaje? E s el alm a, y no puede ser otra cosa que el alm a. Por ende, el su ­ jeto de todas las acciones corporales, instrum entales y del lenguaje es el alma: el alma en tanto ella se sirve del len ­ guaje, de los instrum entos y del cuerpo. Entonces, hem os lle­ gado al alm a. Advertirán sin em bargo que esa alm a, a la cual hem os llegado por medio de un extraño razonam iento en torno al ‘servirse de’, nada tien e que ver, por ejemplo, con 19 M. Foucault, L'herméneutique du sujet, p. 45-46. 20 Naturalm ente, se piensa en el «juego» habilitado por el «espacio» de los desplazamientos teóricos constitutivos de la teoría del contrato so­ cial de Rousseau, mediante el cual, en los Cahiers pour l ’Analyse N'-‘ 8 Althusser proponía problematizar los objetos filosóficos, en su caso, el obje­ to filosófico «contrato social» e ilum inar lo impensado: «a propósito del objeto filosófico ‘contrato social’ de Rousseau, querría sugerir que un aná­ lisis del modo de funcionamiento teórico del objeto filosófico fundamental de una teoría puede ilum inam os sobre la función objetiva de tal teoría filosófica: puede, precisamente, esclarecer lo que ella elude en los mismos ‘problemas’ que elige» (p. 5).

el alm a prisionera del cuerpo que habría que liberar, como ocurre en el F ed ó n \nada tiene que ver con el carro alado del Fedro, que había que encam inar en la dirección correcta; ni tampoco tien e que ver con el alm a construida según una je ­ rarquía de instancias que sería necesario armonizar, como sucede en la República. Se trata del alm a en tanto sujeto de la acción; el alm a en tanto [...] chrésis [...]. Se puede decir que cuando Platón recurre a esta noción de la chrésis para averiguar cuál es el sí mism o del cual habría que ocuparse, no descubre en absoluto el alm a-substancia sino el alm a-su­ jeto. E sa noción de chrésis será precisam ente la que vam os a reencontrar a lo largo de la historia del cuidado de s í y su s diversas formas».21 Con ese desplazam iento o a través de él, se tien e necesidad aquí de una determ inación particular del alm a que rem ite a la cuestión del sujeto y que, por consi­ guiente, compromete indirectam ente la relación con la ver­ dad en la m edida en que ese recentram iento tiende a romper con una problematización tributaria del objeto de investiga­ ción, la ciudad ju sta, por ejemplo, cuyo análogo sería el alm a individual. Se piensa entonces en el proceso descripto ya al final de L ’usage des p la isirs, a propósito de la dialéctica del amor que se expone en el Banquete. Se ve allí, en efecto, «que la reflexión platónica tiende a alejarse de una problemati­ zación actual que gravitaba en torno del objeto y el estatuto que se le habría de atribuir para plantear, en cambio, un cuestionam iento sobre el amor que gravita en tom o del su ­ jeto y de la verdad de que es capaz». En la reflexión sobre el amor de los mancebos se elabora el principio de una «abs­ tención indefinida», ideal de un renunciam iento cuyo mode­ lo es Sócrates por su resistencia sin fisuras a la tentación. El tem a de ese renunciam iento tien e por sí mismo un alto valor espiritual»: surgen así «la purificación progresiva de un amor que sólo se dirige al ser mism o en su verdad y la interrogación del hombre sobre sí m ism o como sujeto del deseo».22 s|> $

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Abordemos ahora la estructura de la paradoja m ism a, y su peso sobre los estudios platónicos. En la m ism a definición que hace Foucault do esa paradoja, establece una relación 21 L'herméneutique du sujet, p. 55-56. *’v Lusage des p laisirs, p 314 y 316-317.

con el juego a la cual conviene volver ahora, m ás precisa­ m ente, a la m araña de nociones concurrentes, a la compleji­ dad originaria de los tem as platónicos y a su dim ensión sin ­ fónica en algún sentido. En la clase del 13 de enero, F oucault habla tam bién de la especificidad del platonism o en el propio seno'del mom ento denominado socrático-platónico: «Hay ahí una m araña diná­ m ica, una interpelación recíproca en tre g n óth i seau tón y epim éleia seautón (conocim iento de sí y cuidado de sí). Esa maraña, esa interpelación m utua es, según creo, caracterís­ tica de Platón».23 El hiato entre, por una parte, una figura socrática en la cual el cuidado predom ina sobre el conoci­ m iento de sí, y por otra parte, la complicación n etam ente platónica de la s dos nociones lleva a definir el cuidado de sí en la tradición platónica y neoplatónica como el elem ento destinado a consum arse en e l conocim iento de sí. Sin em bar­ go, el an á lisis no se detiene allí y adm ite otras prolongacio­ nes. En efecto, en un segundo tiem po, se considera asim is­ mo que «el hecho de que ese conocim iento de sí, en tanto expresión primordial y soberana del cuidado de sí, brinde acceso a la verdad en general es característico de las corrien­ tes platónica y neoplatónica. Por últim o, otra característica de la forma platónica y neoplatónica del cuidado de sí será el hecho de que el acceso a la verdad perm ita reconocer lo divino en el sí mismo. [...] No se pueden hallar esos elem en ­ tos —en todo caso con la m ism a distribución y organización— en las otras formas [del cuidado de sí] epicúreas, estoicas e, incluso, pitagóricas, pese a todas las interferencias que pue­ dan existir entre los m ovim ientos neopitagóricos y neoplatónicos en períodos posteriores».2* Sin duda, la paradoja del platonism o estriba en una com­ plejidad originaria o, si se prefiere, estructural. En otras palabras, no es de ningún modo accidental. Las distinciones que elabora la exégesis, que perm itirían encontrar una so­ lución unívoca a las dificultades señaladas, están au sen tes del corpus p latónico y sólo podrían resolver la com pleji­ dad de m arras al precio de una traición interpretativa, co­ m enzando por la diferenciación entre cuidado de sí catárti­ co y cuidado de sí político, que es anacrónica con respecto al platonism o, como se afirma en la clase del 3 de febrero de 1982. «La relación entre lo catártico y lo político constituye 24 L ’herméneutique du sujet, p. 67. 24 L ’herméneutique du sujet, p. 75.

un problema en la tradición neoplatónica. M ientras que, [...] para Platón, [no hay] en realidad una econom ía diferente entre el procedimiento catártico y el cam ino del político, en la tradición neoplatónica, por el contrario, las dos tendencias se disocian, de modo que el uso del ‘conócete a ti m ism o’ con fines políticos y con fines catárticos -in clu so, el uso del cui­ dado de sí con fines políticos y con fines catárticos- ya no co­ inciden, constituyen una bifurcación len la cual] hay que ha­ cer una elección».25 Más precisam ente aún: «En Platón, no se diferencia lo catártico de lo político. Mejor dicho, la m is­ ma andadura es catártica y política a la vez, en tres sen ti­ dos. P ues ocupándose de sí mismo, uno se volverá capaz de ocuparse de los otros.26 Hay, si se quiere, un vínculo de fina­ lidad entre ocuparse de sí y ocuparse de los otros. Voy a prac­ ticar sobre mí lo que los neoplatónicos denominaron kátharsis, voy a practicar el arte de la catártica para poder devenir sujeto político, sujeto que se entiende como quien sabe lo que es la política y, por consiguiente, puede gobernar. Prim er vínculo: vínculo de finalidad. En segundo lugar, hay un vín­ culo de reciprocidad: [...] si, ocupándome de mí m ism o ga­ rantizo a m is conciudadanos su salud, su prosperidad, la vic­ toria de la ciudad, y la prosperidad de todos, entonces, la salud de la ciudad, la victoria que le aseguro, me beneficia­ rá a m í en la medida en que formo parte de la comunidad m ism a de la ciudad. Por ende, en la salud de la ciudad, el cuidado de sí halla su recompensa y su garantía. Uno se sa l­ va en la medida en que se salva la ciudad toda, y en la m edi­ da en que uno ha contribuido a la salvación de la ciudad ocu­ pándose de sí mismo. Se puede ver esta circularidad en todo el edificio de la República. En tercer lugar, el tercer vínculo, después del la finalidad y el de la reciprocidad: lo que podría­ mos llam ar un vínculo de im plicación esencial. Pues al ocu­ parse de sí misma, practicando la «catártica de sí» (término que no es platónico sino neoplatónico), el alm a descubre a la vez lo que ella e s y lo que ella sabe o, mejor dicho, lo que siem pre ha sabido. Descubre lo que es y descubre tam bién 25 L ’herm éneutique du su jet, p. 1G7. En una en trev ista de 1983, Foucault dice: *A partir del momento en que el cristianism o retomó la cultura de sí, la puso al servicio de un poder pastoral, en la medida en que la noción de epim éleia heautoú se transform ó en epim éleia ton állon...», D its et écrits, op cit. t. II, p. 1228. 24 Cf. L ’usage des p la isirs, p. 85: «El epim éleia heautoú, la solicitud por sí mismo es una condición previa para poder ocuparse de los otros y dirigirlos».

lo que ha contemplado como reminiscencia».27 A este respec­ to, la lectura de Foucault es, en efecto, hom ogénea con la e s ­ tructura de la República, a la cual se remite explícitam ente en un diálogo emblemático, pues son muy escasos los com en­ taristas que se atreverían a afirmar que su telos es esencial­ m ente -o , como se dice ahora -en últim a instancia»- políti­ co2* (o, fundam entalm ente m etafísico o pedagógico): parece realm ente imposible desenm arañar el entretejido temático de esta obra. Entonces, pues, será im posible elim inar la paradoja. En una resp u esta a las preguntas que form ulaba el público, Foucault habla ju stam ente del círculo platónico, a propósito del conocim iento de sí como asim ilación a lo divino en sí: «...Tener acceso a la verdad es tener acceso a ser uno mismo, un acceso tal que el ser al cual se accede será, al mism o tiem ­ po y de rebote, el agente de transformación de quien tiene acceso a él. He ahí el círculo platónico o, en todo caso, el cír­ culo neoplatónico: conociéndome a m í mismo, accedo a un ser que es la verdad, y cuya verdad transform a al ser que soy y m e asim ila a Dios. H e ahí la noción de hom oíosis tó theón».29 Así, se conserva la paradoja excepto, evid en tem en ­ te, cuando se tom an decisiones de sentido que son exterio­ res a los textos para resolver desde afuera las contradiccio­ n es o nudos internos. Tal intervencionism o es muy normal en un sentido - t a l vez sea así como avanza la historia de la filosofía- pero no forma parte de un enfoque estrictam ente herm enéutico. En el campo de los estudios platónicos, el así llamado enfoque dialógico, y m ás generalm ente la tenden­ cia más o m enos radical a volver a los diálogos m ism os, in ­ dependientem ente de la doctrina escrita o no de Platón, ha hecho que en los últim os vein te años se tom en en cuenta las paradojas sin pretender resolverlas a cualquier precio. Por ejemplo, la paradoja que tom a Foucault fue estudiada por Charles Gríswold de una m anera esclarecedora y concilia­ ble a la vez con la s hipótesis foucaultianas. En efecto, este iT M. Foucault, Lherménctiíique du sujet, p. 169. 28 Entre esos raros y notables com entaristas, se debe citar a JeanFranfois Pradeau, quien defiende la interpretación política en Platón et la cité (París, PUF, coll. Philosophies, 1997) así como en el capítulo de su autoría en P.-M. Morel, Platón et l'objet de la science (Presses Universitaires de Bordeaux, 1996, en particular, p, 59 y ss.). 29 M. Foucault, L'herméneutique du sujet, respuesta a las preguntas sobre subjetividad y verdad, p. 184.

autor ha profundizado la paradoja existente entre dos figu­ ras del filósofo en Platón, según que la asim ilación a lo divi­ no sea la finalidad del filosofar (vertiente teorética) o según que el alm a encarnada esté definitivam ente separada de lo inteligible (vertiente espiritualista). Por un lado, el filósofo de La R epú blica es quien ve efectivam ente las ideas en su vida y quien, puesto que las ha visto, está en condiciones de relacionar la multiplicidad sen sible con la unicidad vislum ­ brada de la idea, y vivir en consecuencia una vez que ha des­ cendido de nuevo a la morada común. En este contexto, el mismo hombre se eleva hasta lo inteligible y desciende lu e­ go para actuar en función de lo que ha visto, pues es él m is­ mo quien ve, quien vive y quien actúa. Por el contrario, en su vida, el filósofo del Fedro está separado de lo inteligible, con lo cual no tien e relación sino por medio de la memoria y las im ágenes. Si, en el ámbito del mito, la «palinodia» des­ cribe mucho m ás precisam ente el espacio que hay que reco­ rrer entre la caverna y el sol, es ¡ay! para indicar tam bién que la elevación es en gran medida im practicable para el fi­ lósofo: «acordándose de la belleza verdadera, uno tom a alas y, una vez alado, deseando em prender el vuelo y no pudiendo hacerlo, dirige la mirada hacia lo alto como un pájaro, y descuida las cosas de la tierra».30 Por impedido, el ascenso hacia las verdades es por ende parcial. En el posterior des­ censo a la caverna, que relaciona la filosofía con la política, aparece m ás bien en este diálogo tardío una anam nesis rei­ terada que separa la filosofía de la política. El «entusiasmo», presencia de lo divino en el hombre, reem plaza el esquem a de la trascendencia que predom inaba en la R epú blica VII por el de la inm anencia. Se llega, en definitiva, a una defini­ ción «oblicua» del filósofo, quien se caracteriza por una incom pletitud estructural, de la cual son testim onio su enfoque y su inscripción en la ciudad. Como bien dice Ch. Griswold, «el tem a de la rem iniscencia, au sen te en la R epú blica, desta­ ca el carácter parcial y mediato de nuestra comprensión de las Formas, la cual se lleva a cabo de manera oblicua. Mucho más que \a R ep ú b lica, el Fedro hace hincapié en la im posibi­ lidad del filósofo de escapar de la caverna. En el universo del Fedro, no podrían existir «reyes filósofos» porque no podrían ex istir filósofos en el sentido que esta expresión exige».31 TO Platón, Phédre, 249d-e. 31 Ch. L. Griswold Jr., -Le libéralism e platonicien», en M. D ixsaut (éd .), Contre Platón, t. 2, Renverser le platon ism e, París, 1995, p 283-184.

E ste an álisis habría interesado a Foucault porque plantea una cuestión crucial: en el seno del corpus platónico, ¿coha­ bitarían los dos modelos de relación con la verdad? *** ¿Acaso la lectura foucaultiana aspira con todo su vigor a identificar, analizar y respetar la paradoja, y