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Spanish Pages 628 [635] Year 2021
Esther Martínez Luna (ed.)
El presente libro está constituido gracias a la contribución de varios profesores e investigadores que integran la comunidad trasatlántica de los estudios hispáni cos. Con sus artículos, los colaboradores de Estudios culturales y literarios del mundo hispánico. En honor a José Checa Beltrán unieron esfuerzos para celebrar la trayectoria intelectual del investigador Checa Beltrán. El volumen está conformado por una amplia variedad de estudios que reflejan diversas tradiciones intelectuales, diferentes espacios geográficos y un amplio re pertorio metodológico y temático, cuyo arco temporal se extiende desde el siglo xvi hasta el xxi. En ese sentido, la diversidad y la amplitud de las páginas de Estudios culturales y literarios del mundo hispánico, suscitadas gracias al festejo del itinerario investigador de José Checa Beltrán, contienen, en un extremo, diser taciones acerca de la poesía del siglo xvii y, en el otro, la práctica de la autobiogra fía en un blog de internet. Entre los dos puntos del horizonte cronológico, también podemos destacar la presencia de comedias, la poesía originada por la tradición oral, el laborioso taller verbal del modernismo encabezado por Rubén Darío, las variantes que la materialidad de los impresos determinan en los textos, las prácti cas discursivas que se codifican en diferentes géneros literarios y en diferentes soportes editoriales, como libros, periódicos y los centauros digitales que se abren paso poco a poco en los estudios especializados. En virtud de ello, estamos ante un amplio abanico temático en los estudios hispánicos, donde cada uno de los espe cialistas siguió la ruta que su objeto de estudio le exigía con rigor y seriedad cien tíficos. Sin duda, estas contribuciones se suman con mucho gusto para reconocer la trayectoria académica de José Checa Beltrán.
(ed.)
Estudios culturales y literarios del mundo hispánico En honor a José Checa Beltrán En honor a José Checa Beltrán
México (1800-1850). Modelos de sociabilidad, mate rialidades, géneros y tradiciones intelectuales. His toria de las Literaturas en México (edición y coordi nación), México, Instituto de Investigaciones Filo lógicas, UNAM, 2018. Ha participado en diversos proyectos de investigación relacionados con temas concernientes a grupos letrados durante el siglo xix; crítica e historia literarias, retórica; asociaciones lite rarias e historia intelectual.
Esther Martínez Luna
Estudios culturales y literarios del mundo hispánico
Esther Martínez Luna (Ciudad de México, 1966). Es doctora en Letras por la Facultad de Filo sofía y Letras de la UNAM e investigadora titular a tiempo completo del Centro de Estudios Literarios del Instituto de Investigaciones Filológicas, desde 1996. Es además profesora de Literatura Mexicana de los siglos xviii y xix. Ha sido directora de la revista Literatura Méxicana del Centro de Estudios Litera rios, UNAM (2016 a 2019). Miembro del Sistema Nacional de Investigadores. Sus publicaciones, tanto nacionales como internacionales, se relacionan con la historia de la prensa y el mundo cultural y literario de finales del siglo xviii y el siglo xix. Entre ellas mere cen atención El debate literario en el Diario de México 1805-1812 (estudio, selección, edición y anotación), México, Instituto de Investigaciones Filológicas, UNAM, 2012; y Dimensiones de la cultura literaria en
ISBN 978-84-00-10841-0
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CSIC
CONSEJO SUPERIOR DE INVESTIGACIONES CIENTÍFICAS
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Esther Martínez Luna (ed.)
El presente libro está constituido gracias a la contribución de varios profesores e investigadores que integran la comunidad trasatlántica de los estudios hispáni cos. Con sus artículos, los colaboradores de Estudios culturales y literarios del mundo hispánico. En honor a José Checa Beltrán unieron esfuerzos para celebrar la trayectoria intelectual del investigador Checa Beltrán. El volumen está conformado por una amplia variedad de estudios que reflejan diversas tradiciones intelectuales, diferentes espacios geográficos y un amplio re pertorio metodológico y temático, cuyo arco temporal se extiende desde el siglo xvi hasta el xxi. En ese sentido, la diversidad y la amplitud de las páginas de Estudios culturales y literarios del mundo hispánico, suscitadas gracias al festejo del itinerario investigador de José Checa Beltrán, contienen, en un extremo, diser taciones acerca de la poesía del siglo xvii y, en el otro, la práctica de la autobiogra fía en un blog de internet. Entre los dos puntos del horizonte cronológico, también podemos destacar la presencia de comedias, la poesía originada por la tradición oral, el laborioso taller verbal del modernismo encabezado por Rubén Darío, las variantes que la materialidad de los impresos determinan en los textos, las prácti cas discursivas que se codifican en diferentes géneros literarios y en diferentes soportes editoriales, como libros, periódicos y los centauros digitales que se abren paso poco a poco en los estudios especializados. En virtud de ello, estamos ante un amplio abanico temático en los estudios hispánicos, donde cada uno de los espe cialistas siguió la ruta que su objeto de estudio le exigía con rigor y seriedad cien tíficos. Sin duda, estas contribuciones se suman con mucho gusto para reconocer la trayectoria académica de José Checa Beltrán.
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Estudios culturales y literarios del mundo hispánico En honor a José Checa Beltrán En honor a José Checa Beltrán
México (1800-1850). Modelos de sociabilidad, mate rialidades, géneros y tradiciones intelectuales. His toria de las Literaturas en México (edición y coordi nación), México, Instituto de Investigaciones Filo lógicas, UNAM, 2018. Ha participado en diversos proyectos de investigación relacionados con temas concernientes a grupos letrados durante el siglo xix; crítica e historia literarias, retórica; asociaciones lite rarias e historia intelectual.
Esther Martínez Luna
Estudios culturales y literarios del mundo hispánico
Esther Martínez Luna (Ciudad de México, 1966). Es doctora en Letras por la Facultad de Filo sofía y Letras de la UNAM e investigadora titular a tiempo completo del Centro de Estudios Literarios del Instituto de Investigaciones Filológicas, desde 1996. Es además profesora de Literatura Mexicana de los siglos xviii y xix. Ha sido directora de la revista Literatura Méxicana del Centro de Estudios Litera rios, UNAM (2016 a 2019). Miembro del Sistema Nacional de Investigadores. Sus publicaciones, tanto nacionales como internacionales, se relacionan con la historia de la prensa y el mundo cultural y literario de finales del siglo xviii y el siglo xix. Entre ellas mere cen atención El debate literario en el Diario de México 1805-1812 (estudio, selección, edición y anotación), México, Instituto de Investigaciones Filológicas, UNAM, 2012; y Dimensiones de la cultura literaria en
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ESTUDIOS CULTURALES Y LITERARIOS DEL MUNDO HISPÁNICO
Fotografía: Luis Checa Salanueva.
ESTHER MARTÍNEZ LUNA (ed.)
Estudios culturales y literarios del mundo hispánico En honor a
José Checa Beltrán
CONSEJO SUPERIOR DE INVESTIGACIONES CIENTÍFICAS Madrid, 2021
Reservados todos los derechos por la legislación en materia de Propiedad Intelectual. Ni la totalidad ni parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, puede reproducirse, almacenarse o transmitirse en manera alguna por medio ya sea electrónico, químico, óptico, informático, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo por escrito de la editorial. Las noticias, los asertos y las opiniones contenidos en esta obra son de la exclusiva responsabilidad del autor o autores. La editorial, por su parte, solo se hace responsable del interés científico de sus publicaciones.
Catálogo de publicaciones de la Administración General del Estado: https://cpage.mpr.gob.es Editorial CSIC: http://editorial.csic.es (correo: [email protected])
© CSIC © Esther Martínez Luna (ed.), y de cada texto, su autor © Imagen de cubierta: Alien, de Luis Checa Salanueva ISBN: 978-84-00-10910-3 e-ISBN: 978-84-00-10911-0 NIPO: 833-21-108-1 e-NIPO: 833-21-109-7 Depósito Legal: M-21671-2021 Maquetación: Ángel de la Llera (Editorial CSIC) Impresión y encuadernación: Gráficas Loureiro, S. L. Impreso en España. Printed in Spain En esta edición se ha utilizado papel ecológico sometido a un proceso de blanqueado ECF, cuya fibra procede de bosques gestionados de forma sostenible.
Índice
Pág. La huella intelectual de José Checa Beltrán.................................................................... 13 Esther Martínez Luna Biobibliografía de José Checa Beltrán ............................................................................
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SIGLOS XVI Y XVII Los enigmas de la Esfinge: quince notas a la Soledad primera de Góngora........................ 29 Rafael Bonilla Cerezo Los romances de las Tardes entretenidas, de Castillo Solórzano........................................ 69 Cristina Castillo Martínez La precisión temporal en la narrativa realista entre los siglos xvi y xix........................... 87 Jesús Gómez La muerte de la esposa infiel en algunas comedias tempranas de Lope de Vega.............. 103 Abraham Madroñal Los sueños de Proteo. De Lázaro de Tormes al Pijoaparte de Marsé.............................. 119 David Mañero Lozano Representación mágica del mundo: exaltación monárquica y dualidades de la modernidad........................................................................................................................... 131 Jesús Pérez-Magallón De lindos, ranas, pisaverdes, putos, figurones y mariones en el teatro clásico español..... 149 Francisco Sáez Raposo La belleza de la mujer en la tratadística y el teatro del Siglo de Oro............................... 169 Oana Andreia Sambrian Inestabilidad de la fortuna y trasfondo político en las comedias bíblicas de Mira de Amescua................................................................................................................... 181 Aurelio Valladares Reguero
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Índice Pág. SIGLOS XVIII Y XIX Ritmo y melodía en la poesía de Rubén Darío.............................................................. 205 Loreto Busquets Los aduladores, de Juan Pablo Forner, comedia olvidada.................................................. 225 Jesús Cañas Murillo Formas del criollismo apologético en el pensamiento ilustrado americano: los casos de Llano Zapata y Beristáin de Souza............................................................................. 241 Cathereen J. Coltters Illescas Una biblioteca privada descrita por su propietario: los libros de Lucas José de Elizondo (1681-1736)............................................................................................................. 259 Paloma Díaz-Mas La tradición como estética y como fe: continuidades y reminiscencias programáticas del criticismo sobre poesía popular en España (siglos xviii-xx)....................................... 275 Luis Díaz Viana Entre divertimiento y filosofía: la América hispana según algunos ilustrados franceses.... 299 Françoise Étienvre De La Bella y la Fiera a La Bella y la Bestia: recorrido español del cuento de madame Leprince de Beaumont............................................................................................. 321 Francisco Lafarga La identidad visual de la Gazetilla Curiosa, o Semanero Granadino… (1764-1765)............. 331 Elisabel Larriba Abdicaciones y reivindicaciones: los autores del siglo xviii frente a los reparos de la censura.......................................................................................................................... 351 Elena de Lorenzo Álvarez De burlas literarias, negocios y desengaños: Sueños hay que verdad son, y punto en contra de los astrólogos (1739), primer almanaque del pobrecito Manuel Pascual......................... 369 Ana Isabel Martín Puya El «sueño literario» en la prensa novohispana.................................................................. 385 Esther Martínez Luna El Correo Mercantil de España y sus Indias y la Ilustración americana................................. 397 Catherine Poupeney Hart Las biografías del Parnaso español: López de Sedano y el canon........................................ 413 Pedro Ruiz Pérez Autores románticos catalanes en castellano durante la década teatral 1833-1843............. 429 Josep M. Sala Valldaura Fuentes metalingüísticas del Diccionario de galicismos (1855), de Rafael Baralt................... 443 Pilar Salas Quesada La Orden del Santi Espíritu en Úbeda y Santisteban del Puerto: aproximación histórica.459 Adela Tarifa Fernández
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Índice Pág. «Traidor, inconfeso y mártir» en la escena madrileña del siglo xix (1849‑1899)............. 477 Irene Vallejo González
SIGLOS XX Y XXI Huerto humilde (1907) y La jornada (1910): dos poemarios modernistas de José Ortiz de Pinedo...................................................................................................................... 493 Rafael Alarcón Sierra Mito, historia y representación: ¿Por qué corres, Ulises?, de Antonio Gala........................ 511 M.ª Teresa García-Abad García El espectador contemporáneo (especulación, proyecto y mirada)................................... 523 José-Luis García Barrientos Nombres dibujados: las firmas de los creadores de vanguardias en su correspondencia epistolar.................................................................................................................... 537 Irene García Chacón De geografías y variantes. Una canción tradicional: «Amor mío, si te vas…».................. 549 Luciano García Lorenzo Definiendo posmodernidad............................................................................................... 555 Miguel Ángel Garrido Gallardo Amado Nervo en el meridiano cultural de España. Exégesis y edición póstumas............ 567 Leonardo Martínez Carrizales Entre el Erre Jota y el Arre Jaén: sobre Lirios marchitos, de Cristóbal López Carvajal...... 585 Juan M. Molina Damiani El puzzle buñuedaliano de Un perro andaluz: un desafío para el espectador..................... 597 Brígida Pastor ¿Blog y/o di(et)ario? Las prácticas autobiográficas de Enrique García-Máiquez.............. 611 Armando Pego Puigbó Tabula gratulatoria................................................................................................... 627
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La huella intelectual de José Checa Beltrán Esther Martínez Luna Instituto de Investigaciones Filológicas, UNAM
El libro que el lector tiene en sus manos se ha constituido gracias a la contribución de varios profesores e investigadores que integran la comunidad trasatlántica de los estudios hispánicos. Con sus artículos, los colaboradores de Estudios culturales y literarios del mundo hispánico. En honor a José Checa Beltrán respondieron inmediatamente al llamado que se les hiciera para unir sus esfuerzos en homenaje a la trayectoria intelectual del profesor Checa Beltrán, próximo por su jubilación. José Checa Beltrán es, sobre todo, autor de numerosos artículos y libros de teoría, crítica e historia literarias relativas al siglo xviii y a los primeros decenios del xix. Sus publicaciones han contribuido significativamente al conocimiento que el dieciochismo posee sobre esas disciplinas y sobre su trasfondo social en la España del siglo ilustrado. Checa Beltrán ha estudiado los debates literarios de la época insistiendo en su dimensión política, pues como bien sabemos, las formulaciones contenidas en un tratado de poética, en una historia de la literatura o en el análisis de una obra literaria están impregnadas de elementos que determinan su inserción en el espacio social. De modo que las aportaciones de Checa Beltrán al ámbito del pensamiento literario ilustrado y romántico incluyen su conexión con la trama por medio de la cual los seres humanos se organizan socialmente. Además, sus análisis sobre la estética barroca, neoclásica y romántica explican la ubicación de cada autor en redes intelectuales y en grupos hegemónicos de presión respecto de la institución políticoliteraria del periodo histórico. Las orientaciones de este programa de estudio se enmarcan, como es natural, en el dominio especializado de la historia de la poética y la retórica occidentales, pero también forman parte del conocimiento universitario que se organiza alrededor de nociones heterogéneas propias de la crítica de la cultura. Dada la amplitud que caracteriza este programa, el título de este volumen la destaca para hacer justicia a la ambición del itinerario intelectual de Checa Beltrán y a la diversidad de quienes en estas páginas le rinden su consideración. La figura del doctor Checa Beltrán es tan pródiga y tan influyente en el ámbito universitario que ha hecho posible la convocatoria de una comunidad de estudiosos cuyos integrantes representan diversas tradiciones intelectuales, diferentes espacios geográficos y un amplio repertorio metodológico y de temas cuyo arco tem13
Esther Martínez Luna
poral se extiende desde el siglo xvi hasta el xxi. En este sentido, cabe resaltar que la diversidad y la amplitud de las páginas de Estudios culturales y literarios del mundo hispánico suscitadas gracias al festejo del itinerario investigador de José Checa Beltrán implican, en un extremo de una línea convencional del tiempo, la poesía del siglo xvii y, en el otro, la práctica de la autobiografía en un blog de internet. Entre los dos puntos del horizonte cronológico que actualmente podemos contemplar, destaca la presencia de comedias, la poesía originada por la tradición oral, el laborioso taller verbal del modernismo encabezado por Rubén Darío, las variantes que la materialidad de los impresos determinan en los textos, las prácticas discursivas que se codifican en diferentes géneros literarios y en diferentes soportes editoriales, como libros, periódicos y los centauros digitales que se abren paso poco a poco en los estudios especializados. En este amplio arco del tiempo de la tradición literaria hispánica, no solo se distinguen puntos eminentes, sólidamente arraigados en las circunstancias de tiempo y espacio que han terminado por caracterizar, sino que también se advierten problemas cuyo tratamiento traza la duración inesperada de algún asunto estético, ritmos sostenidos de la cultura, replanteamientos y renovaciones de valores literarios. Tal es el caso, por ejemplo, de la sutileza del conocimiento que implica la vigencia social del término ópera y su desarrollo identitario en España; o el desplazamiento del legado literario del destacado poeta mexicano Amado Nervo hacia el meridiano cultural de España por virtud de la edición de sus obras completas en las prensas de la villa y corte. Como se advierte gracias a estos casos seleccionados entre muchos otros de igual valor en este libro, los integrantes de la comunidad estudiosa reunida en estas páginas rinden testimonio de la vitalidad que caracteriza los estudios universitarios de la tradición literaria hispánica gracias a la diversidad de sus orígenes y trayectorias como especialistas. Tales trayectorias académicas y tales orígenes formativos han enriquecido este libro al dotarlo, por un lado, de la gravedad del peso de temas y perspectivas de estudio largamente sancionadas y, por otro, del movimiento incesante de la renovación de perspectivas críticas. El trabajo desarrollado durante muchos años por José Checa Beltrán se refleja en el suelo más firme de este volumen, pues él mismo ha contribuido a asegurar su solidez por medio de sus estudios sobre la poética dieciochesca y otros asuntos; al mismo tiempo, el lector asiduo y el estimulante conductor de nuevas generaciones que ha sido el profesor Checa Beltrán también se reconoce en los replanteamientos críticos de quienes, por amistad y por admiración, han entregado su contribución a esta obra. Los que participamos en esta empresa de estudio y de celebración hemos querido, desde los intereses que caracterizan nuestras respectivas áreas de trabajo, dar testimonio de nuestro aprecio y reconocimiento a la trayectoria científica e intelectual de José Checa Beltrán. De modo que estamos en presencia de una rara conjunción en este libro en cuyas páginas se encuentran los coetáneos de Pepe, concentrados como él en el siglo xviii, y los provenientes de otros heterogéneos sectores del campo investigador en virtud de la admiración y la simpatía que las diversas formas de la condición del discípulo implican. Todos los aquí reunidos 14
La huella intelectual de José Checa Beltrán
decidieron participar en un diálogo determinado por el temperamento solidario de los estudios hispánicos. El ejemplo de José Checa Beltrán, no solo circunscrito a las conquistas de sus proyectos de investigación, sino difundido a muy diversos ámbitos de la vida científica universitaria por virtud de su gestión personal, ha sido el motor de este libro. El centro de gravedad de sus proyectos personales radica en el mundo de la preceptiva literaria y la retórica. A este respecto, José Checa ha pasado un largo tiempo de su vida intelectual leyendo cuidadosamente las obras de los principales teóricos de la literatura para ofrecer a quienes nos hemos beneficiado con su trabajo, no solo en Europa sino también en América, el análisis más competente hasta ahora de la estructura conceptual de tales árbitros de la escritura y el gusto literarios. Tras una larga etapa centrada principalmente en la época de la Ilustración, en los últimos años, como director de un grupo de investigación internacional, se ha ocupado de estudiar la recepción del legado cultural español en la Europa ilustrada y romántica. Como este no es el lugar adecuado para enumerar la dilatada lista de las publicaciones de Checa Beltrán, nos conformaremos con subrayar que somos muchos los que hemos seguido los pasos del investigador en el estudio del pensamiento literario dieciochesco y de las transferencias culturales a que este ha dado lugar. Por otro lado, la amplitud y la constancia de la gestión personal del investigador que sale de las arduas horas de estudio de su despacho de trabajo ha sido cultivada en estancias de docencia e investigación que han tenido como sedes diversas universidades y centros de investigación europeos, canadienses y mexicanos, en cuyas aulas ha impartido conferencias y cursos, y cuyos repositorios bibliohemerográficos ha fatigado con admirable disciplina. Mención aparte, desde luego, merece la Universidad de Bolonia, donde José Checa obtuvo el segundo grado de doctor que ostenta, el correspondiente a Lenguas y Literaturas Extranjeras Modernas, y con la cual desde entonces ha cultivado un vínculo productivo para sus colegas y para la formación de nuevas generaciones. En esa universidad varias veces centenaria formó parte del reconocido grupo de estudiosos del setecientos español encabezado por Rinaldo Froldi. Junto a sus trabajos de investigación y de docencia, ha ejercido los de crítico literario en importantes revistas científicas europeas y americanas, así como en las páginas culturales de periódicos como el ABC y El País. La actividad constante de José Checa Beltrán también comprende tareas editoriales; entre estas cabe destacar su entrega profesional a la reputada Revista de Literatura, primero como secretario de redacción (2002-2010) y luego como director (2011-2014). El prestigio atesorado por Checa Beltrán a lo largo de su trayectoria le ha granjeado con justicia un reconocimiento traducido en los puestos que ha ocupado como integrante de consejos editoriales de importantes colecciones o revistas especializadas, tanto españolas como extranjeras. Asimismo, el mundo de la traducción tampoco le ha sido ajeno; baste mencionar más de 250 artículos científicos, literarios o culturales, traducidos del italiano al español para el periódico El Mundo y la Revista de Occidente. 15
Esther Martínez Luna
La presencia del universitario cuya extensa y productiva trayectoria aquí celebramos se extiende a su generoso desempeño como responsable de proyectos nacionales de investigación que han ampliado las fronteras del conocimiento, además de consolidar redes internacionales de investigadores en torno de objetivos comunes. A este respecto, citamos los proyectos denominados «Canon y nacionalismo: lecturas europeas del legado literario-cultural español (1788-1833)», «Lecturas del legado literario-cultural español: canon, nacionalismo e ideología en España, Francia e Italia (1700-1808)», «Sociedad y cultura en la prensa jiennense: los primeros veinticinco años del Jaén, 1941-1965», «El debate literario de la prensa madrileña en el umbral del Romanticismo (1801-1823)». José Checa Beltrán no ha escatimado su tiempo para participar asiduamente como integrante de jurados en concursos académicos y literarios. Pepe, como se le reconoce cálidamente en el amplísimo círculo de sus amigos, sus discípulos y sus conocidos, ha cumplido 70 años. Por lo tanto, su ciclo en el CSIC concluye, de acuerdo con los lineamientos institucionales a ese respecto. Sin embargo, la energía y la lucidez intelectuales que se cuentan entre las prendas más notorias del doctor José Checa Beltrán nos aseguran que aún le quedan muchos asuntos que desahogar en su nutrida agenda de trabajo: temas por investigar, asuntos por aprender con el propósito de aguzar todavía más el conocimiento que ha llegado a poseer sobre su especialidad. Junto a ello, en el horizonte actual destaca inmediatamente el arduo trabajo que implica la dirección de la revista Piedras Lunares, fundada y dirigida por él mismo desde 2017. En un plano más personal, sabemos que se propone reorganizar los ciclos de cine-debate que en el pasado reunieron en torno a él a una comunidad desinteresada pero fervorosa ante el arte de la imagen en movimiento. Si algún tiempo libre resta en su plan de trabajo, Pepe retomará las tareas laboriosas y prolijas de la jardinería, una metáfora vegetal muy próxima al cuidado que el estudioso se impone al leer y al escribir. Y no dudamos que alrededor de la cabeza de José Checa Beltrán ya gire el proyecto de fundar un instituto de investigación del siglo xviii en su natal, querido y entrañable Jaén. Concluyamos estas páginas preliminares. Estudios culturales y literarios del mundo hispánico. En honor a José Checa Beltrán es un libro que, dada la solvencia plenamente acreditada de sus colaboradores, tiene valor para los interesados en las materias aludidas en su título. No obstante, este volumen tuvo como origen la voluntad más sincera y desinteresada por rendir constancia pública del afecto que profesamos por Pepe; un aprecio aguijado no solo por su inteligencia, su erudición y su dedicación a ensanchar las fronteras del conocimiento, sino también por su alegría andaluza y por su calidez. Por ello, muchos otros colegas universitarios hubieran querido figurar en estas páginas, pero las agendas apretadas que resultan de la vida académica contemporánea impidieron el cumplimiento de su deseo. Todos ellos se han sumado a la «Tabula gratulatoria».
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Biobibliografía de José Checa Beltrán
José Checa Beltrán nació en Jamilena (Jaén) el 4 de octubre de 1950. Cursó el Bachiller Elemental en Andújar (Jaén) y el Superior en el Instituto Ramiro de Maeztu de Madrid. Con catorce años comenzó a trabajar, primero de botones y después como administrativo de banca; desde entonces tuvo que compatibilizar estudios y trabajo. Cursó el primer año de Filología Hispánica en el Colegio Universitario de Jaén, y los cuatro posteriores en la Universidad Complutense de Madrid, donde se licenció y obtuvo el título de Doctor en Filología Hispánica. También es Doctor en Lenguas y Literaturas Extranjeras Modernas por la Università di Bologna (Italia). En esta universidad italiana enseñó, como lector, lengua y literatura española durante cinco años, entre 1982 y 1987. Regresó a España en octubre de 1987 como investigador contratado por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, en Madrid. Después de trabajar en varios proyectos de investigación, en 1992 obtuvo la plaza de Científico Titular del CSIC y posteriormente la de Investigador Científico. Fue jefe del Departamento de Literatura del Instituto de la Lengua Española del CSIC (2006-2008). Como profesor visitante e invitado ha realizado largas estancias de investigación en varias universidades e instituciones extranjeras, como la British Academy de Londres (1999), Università di Bologna (2000), Universidad Nacional Autónoma de México UNAM (2005), Université de Montréal (2006), McGill University de Montreal (2006), Université Sorbonne Nouvelle-Paris III (2011 y 2013), Universidad de Ginebra (2017). En el CSIC ha sido secretario (2002-2010) y director (2010-2014) de la prestigiosa Revista de Literatura, así como de la colección de libros Anejos de Revista de Literatura. Ha sido secretario de la colección Clásicos Hispánicos. Es miembro del Consejo de Redacción, del Consejo Asesor y evaluador de importantes revistas y colecciones de libros de España, Francia, Italia, Alemania, Inglaterra, México y Estados Unidos. Es fundador y director de la revista Piedras Lunares. Revista giennense de Literatura. Ha participado en la gestión de varios congresos internacionales y ha orga nizado y dirigido algunos celebrados en destacadas universidades extranjeras: Sorbonne de París (en 2010 y en 2014), Bolonia (2011), relacionados estos con la recepción de la cultura española en la Europa ilustrada y romántica. 17
Biobibliografía de José Checa Beltrán
Ha formado parte de varios proyectos de investigación y ha dirigido los siguientes: «El debate literario en la prensa madrileña del umbral del Romanticismo, 1801-1823» / «Sociedad y Cultura en la prensa giennense, 1941-1965» / «Lecturas del legado literario-cultural español: canon, nacionalismo e ideología en España, Francia e Italia, 1700-1808» / «Canon y nacionalismo: lecturas europeas del legado literario-cultural español, 1800-1833». Es miembro del Comitato Scientifico del Centro Studi sul Settecento Spagnolo (Bologna). Ha sido miembro del Conseil Scientifique de la Casa de Velázquez (París-Madrid, 2011-2014). Ha sido evaluador experto en la ANEP y en la AEI, para la evaluación de proyectos del Programa Estatal de I+D y del Plan Estatal de Excelencia I+D, ha formado parte de los Comités de Evaluación de Doctorado de Calidad y ha sido miembro de diferentes tribunales y jurados científicos y literarios. Ha participado como ponente en un gran número de congresos nacionales e internacionales. Ganador del Premio Cronista Cazabán de investigación literaria (2004) por sus estudios sobre el Romancero Oral giennense y accésit del XVII Premio Internacional de Investigación Fundación Foro Jovellanos del Principado de Asturias (2015) por su libro El debate literario-político en la prensa cultural española (18011808). Ha impartido cursos de doctorado, ha pronunciado conferencias en distintas universidades e instituciones, ha dirigido tesis y ha sido tutor de estancias de investigación de numerosos profesores de distintas universidades europeas y americanas. Durante 12 años (2001 a 2012) ha sido profesor del máster Curso de Alta Especialización en Filología Hispánica (Fundación Carolina). Sus numerosas publicaciones, aparecidas en las mejores colecciones y revistas científicas, recogen las líneas de investigación que ha mantenido durante su carrera profesional: siglo xviii, poética, crítica literaria, romancero, prensa cultural, recepción de España en el extranjero y transferencias culturales. También ha publicado crítica de libros en las páginas culturales de El País y de ABC, en Revista de Occidente y en distintas revistas universitarias de diferentes países. Las investigaciones de José Checa se dirigieron desde el principio de su vida profesional a ámbitos poco o deficientemente estudiados relativos al legado cultural español. Sus estudios han permitido que la historiografía literaria española disponga ahora de un conocimiento sistemático y casi exhaustivo de la poética del siglo xviii, de una visión más completa y ponderada de la teoría, la historia y la crítica literarias del siglo ilustrado, contextualizadas estas disciplinas en su más amplia dimensión política e histórico-cultural. Sus publicaciones muestran de manera inédita las conexiones entre el debate literario y la discusión política de la época, las diferencias entre la cosmovisión clasicista, el neoclasicismo heterodoxo y la novedad romántica, así como la incorporación de España al cosmopolitismo europeo. Por otra parte, su labor y la de los grupos de investigación que ha dirigido ha abierto una original vía de análisis sobre la recepción de la cultura española en la Europa ilustrada, mucho más precisa y atendible que la sostenida anteriormente por la historiografía tradicional. Todas estas aportaciones y perspectivas críticas conforman sus libros y artículos, que a continuación se enumeran. 18
Biobibliografía de José Checa Beltrán Publicaciones de José Checa Beltrán Libros: 1992. La poesía del siglo xviii (con J. Antonio Ríos Carratalá e Irene Vallejo), Madrid, Júcar, 300 pp. 1996. El siglo que llaman ilustrado. Homenaje a Francisco Aguilar Piñal (ed. con Joaquín Álvarez Barrientos), Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 894 pp. 1998. Razones del buen gusto. Poética española del neoclasicismo, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 370 pp. 2004. Pensamiento literario del siglo xviii español. Antología comentada, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 344 pp. 2005. Romancero oral de la comarca de Martos, Jaén, Instituto de Estudios Jiennenses, 232 pp. 2012. Lecturas del legado español en la Europa ilustrada (ed.), Madrid-Fráncfort, IberoamericanaVervuert, 304 pp. 2014. Demonio y Modelo. Dos visiones del legado español en la Francia ilustrada, Madrid, Casa de Velázquez, 196 pp. 2015. La cultura española en la Europa romántica (ed.), Madrid, Visor Libros, 292 pp. 2016. El debate literario-político en la prensa cultural española (1801-1808), Madrid-Fráncfort, Iberoamericana-Vervuert, 286 pp. 2020. Antonio de Capmany: luces y sombras, Madrid, Fundación Larramendi, Biblioteca Virtual de Polígrafos, 90 pp.
Capítulos de libros: 1991. «Opiniones dieciochescas sobre la traducción como elemento enriquecedor o deformador de la propia lengua», en M. Luisa Donaire y Francisco Lafarga (eds.), Traducción y adaptación cultural: España-Francia, Oviedo, Universidad de Oviedo, pp. 593-602. 1992. «La comedia de magia en la crítica neoclásica y romántica», en Francisco J. Blasco, Ermanno Caldera, Joaquín Álvarez, Ricardo de la Fuente (eds.), La comedia de magia y de santos, Madrid, Ediciones Júcar, pp. 383-393. 1995. «Notas sobre el concepto dieciochesco de belleza: Luzán», en Estudios dieciochistas en homenaje al profesor J. M. Caso González, Oviedo, Instituto Feijoo de Estudios del siglo xviii, I, pp. 181-194. 1995. «Pintura y tragedia», en Teo Puebla. Catálogo, Madrid, Galería María de Oliver, pp. 25-28. 1996. «Teoría literaria», en Francisco Aguilar Piñal (coord.), Historia literaria de España en el siglo xviii, Madrid, Trotta-CSIC, pp. 427-512. 1996. «Bibliografía de teoría literaria del siglo xviii», en Joaquín Álvarez Barrientos y José Checa Beltrán (coords.), El siglo que llaman ilustrado, Madrid, CSIC, pp. 221-230. 1996. «La reforma literaria», en Agustín Guimerá (coord.), El reformismo borbónico, Madrid, Alianza Editorial, pp. 203-226. 1996. «La teoría de la tragedia en Estala», en Josep M. Sala-Valldaura (ed.), Teatro español del siglo xviii, Lleida, Universidad de Lleida, I, pp. 243-264. 1997. «Una tipología del concepto de imitación: la tradición clásica», en Esteban Torre y J.-Luis García Barrientos (eds.), Comentarios de textos literarios hispánicos. Homenaje a Miguel A. Garrido, Madrid, Síntesis, pp. 83-103. 1998. «Forner y el neoclasicismo», en Jesús Cañas y M. Ángel Lama (eds.), Juan Pablo Forner y su época, Cáceres, Editora Regional de Extremadura, pp. 57-72.
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Biobibliografía de José Checa Beltrán 1998. «La poética de Martínez de la Rosa: un anacronismo», en José C. Torres Martínez y Cecilia García Antón (eds.), Estudios sobre literatura española de los siglos xix y xx. Homenaje a J. M. Díez Taboada, Madrid, CSIC, pp. 839-850. 1999. «Mínguez de San Fernando y su traducción de la Encyclopédie Méthodique», en F. Lafarga (ed.), La traducción en España (1750-1830). Lengua, literatura, cultura, Lleida, Universitat de Lleida, pp. 177-185. 2001. «Fernando de Rojas y La Celestina», en Felipe B. Pedraza Jiménez, Rafael González Cañal, Gema Gómez Rubio (eds.), La Celestina. V Centenario, actas del congreso celebrado en Puebla de Montalbán en 1999, Cuenca, Universidad de Castilla La-Mancha, pp. 3-13. 2001. «Fuentes francesas de la teoría literaria española del siglo xviii», en Recepción de autores franceses de la época clásica en los siglos xviii y xix en España y en el extranjero, Madrid, UNED, pp. 51-58. 2001. «Tradición y modernidad en las poéticas de mediados del siglo xix», en José A. Hernández Guerrero, Fátima Coca Ramírez e Isabel Morales Sánchez (eds.), Emilio Castelar y su época. Ideología, retórica y poética, Cádiz, Ayuntamiento de Cádiz-Universidad de Cádiz, pp. 421-432. 2002. «El libro: la Colección de poetas castellanos (1786-1798)», en Joaquín Álvarez Barrientos (coord.), Espacios de la comunicación literaria, Madrid, CSIC, pp. 107-128. 2002. «La recuperación de Píndaro en el canon neoclásico español», en José M. Maestre, Joaquín Pascual y Luis Charlo (eds.), Humanismo y pervivencia del mundo clásico. Homenaje al profesor Antonio Fontán, Alcañiz-Madrid, Instituto de Estudios Humanísticos-Editorial LaberintoCSIC, III.V, pp. 22-31. 2003. «La teoría teatral», en Javier Huerta Calvo (dir.), Historia del teatro español, dirigido por, Madrid, Gredos, vol. 2, pp. 1519-1552. 2004. «Apuntes sobre el influjo francés en la poética neoclásica española», en Patrizia Garelli y Giovanni Marchetti (eds.), «Un hombre de bien». Saggi di lingue e letterature iberiche in onore di Rinaldo Froldi, Alessandria, Edizioni dell’Orso, I, pp. 259-268. 2004. «Debate literario y política», en J. Álvarez Barrientos (ed.), Se hicieron literatos para ser políticos. Cultura y política en la España de Carlos IV y Fernando VII, Madrid, Biblioteca NuevaServicio de Publicaciones de la Universidad de Cádiz, pp. 147-165. 2004. «Francia y su literatura en la Minerva madrileña (1805-1808)», en Marta Giné y Yolanda Domínguez (coord.), Prensa hispánica y literatura francesa en el siglo xix. Pequeñas y grandes ciudades, Lleida, Universitat de Lleida, pp. 35-46. 2004. «Una nueva sensibilidad lectora: Censura y política en Variedades (1803-1805)», en J. Antonio Hernández Guerrero, M. Carmen García Tejera, Isabel Morales Sánchez y Fátima Coca Ramírez (eds.), La recepción de los discursos: el oyente, el lector y el espectador, Cádiz, Universidad de Cádiz-Ayuntamiento de Cádiz, pp. 339-350. 2005. «Meléndez Valdés en el debate literario de su época», en Jesús Cañas, M. A. Lama y José Roso (eds.), Juan Meléndez Valdés y su tiempo, Mérida, Editora Regional de Extremadura, pp. 57-76. 2005. «Sobre el (sub)género novela histórica romántica», prólogo al libro de Andrea Bernardi y Morlacchi Editore, La mujer en la novela histórica romántica, Perugia, pp. 9-13. 2006. «Sobre la virtualidad estética de la materia cristiana: Quintana y Blanco White», en J. Antonio Hernández Guerrero, M. Carmen García Tejera, Isabel Morales Sánchez y Fátima Coca Ramírez (eds.), Retórica, Literatura y Periodismo. Actas del V Seminario Emilio Castelar, Cádiz, Ayuntamiento y Universidad de Cádiz, pp. 113-122. 2007. «La Spagna e la poetica del Neoclassicismo europeo», en Giulia Cantarutti y Stefano Ferrari (eds.), Paessaggi europei del Neoclassicismo, Bologna, Il Mulino, pp. 121-140. 2007. «Notas sobre la mujer en el pensamiento literario de principios del siglo xix», en M. Victoria Utrera Torremocha y Manuel Romero Luque (eds.), Estudios literarios in honorem Esteban Torre, Sevilla, Universidad de Sevilla, pp. 747-760.
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Biobibliografía de José Checa Beltrán 2008. «El Quijote y la teoría neoclásica», en M. Ángel Garrido Gallardo y Luis Alburquerque García (coords.), El Quijote y el pensamiento teórico-literario, Madrid, CSIC, pp. 175-186. 2009. «Ilustrados y conservadores en el debate literario español», en Milena Koprivitza et al. (eds.), Ilustración en el Mundo Hispánico: preámbulo de las independencias, Tlaxcala, Gobierno del Estado de Tlaxcala, Instituto Tlaxcalteca de Cultura, Fideicomiso Colegio de Historia de Tlaxcala, Universidad Iberoamericana, pp. 61-82. 2009. «La literatura francesa en la prensa madrileña (1801-1805)», en Encarnación Medina Arjona (eds.), La prensa. La presse, Jaén, Diputación de Jaén-Universidad de Jaén, pp. 11-29. 2009. «Luzán y la Ilustración», en Joaquín Álvarez Barrientos, Óscar Cornago, Abraham Madroñal y Carmen Menéndez (eds.), En buena compañía. Estudios en honor de Luciano García Lorenzo, Madrid, CSIC, pp. 843-852. 2009. «Munárriz, José Luis», en Francisco Lafarga y Luis Pegenaute (eds.), Diccionario histórico de la traducción en España, Madrid, Gredos, pp. 819-820. 2009. «Pensamiento político y literario en un periódico innovador: Variedades de Ciencias, Literatura y Artes, 1803-1805)», en Fernando Durán, Alberto Romero y Marieta Cantos (eds.), La patria poética. Estudios sobre literatura y política en la obra de Manuel José Quintana, Madrid, Iberoamericana-Vervuert, pp. 193-217. 2010. «Canon y nacionalismo en la crítica literaria del siglo xviii: la recepción española del Quijote», en Kala Acharya et al. (eds.), East and West. Exploring Cultural Manifestations, Mumbai-New Delhi, Somaiya Publications, pp. 467-484. 2010. «La retórica como artefacto político: el caso de Capmany», en José Miguel Delgado Barrado (dir.) y M. Amparo López Arandia (coord.), Andalucía en guerra (1808-1814), Jaén, Universidad de Jaén, pp. 287-296 y 539-542. 2010. «Le traduzioni di Gessner nell’ambito del dibattito letterario spagnolo (1785-1804)», en Giulia Cantarutti, Stefano Ferrari, Paola M. Filippi (eds.), Traduzioni e traduttori del Neoclassicismo, Milano, Francoangeli, pp. 49-61. 2010. «Nacionalismo literario y diversidad de modelos en la España de principios del siglo xix», en Milena Koprivitza, Manuel Ramos, Cristina Torales, José M. Urkía y Sabino Yano (eds.), Del mundo hispánico a la consolidación de las naciones (1808-1940), Tlaxcala, Gobierno del Estado de Tlaxcala, pp. 175-200. 2010. «Rodríguez Fernández, traductor de Gessner en 1791», en Julio Escribano, Jerónimo Herrera, Javier Huerta, Emilio Peral y Héctor Urzáiz (eds.), Paso honroso. Homenaje al profesor Amancio Labandeira, Madrid, Fundación Universitaria Española, pp. 151-168. 2011. «El Arte poética de Aristóteles en traducción de José Goya y Muniain (1798)», en Francisco Lafarga y Luis Pegenaute (eds.), Cincuenta estudios sobre traducciones españolas, Bern, Peter Lang, pp. 117-122. 2011. «Luzán», en Carlos Alvar (dir.), Gran Enciclopedia Cervantina, Madrid, Centro de Estudios Cervantinos-Castalia Ediciones, vol. VIII, pp. 7328-7329. 2011. «Neoclasicismo y heterodoxia en la crítica literaria madrileña (1801-1808)», en Joaquín Álvarez Barrientos y Jerónimo Herrera Navarro (eds.), 26 estudios sobre el siglo xviii español. Para Emilio Palacios Fernández, Madrid, Fundación Universitaria Española-Real Sociedad Bascongada de los Amigos del País, pp. 239-256. 2012. «La preceptiva dramática», en Judith Farré, Nathalie Bittoun y Roberto Fernández (eds.), El teatro en la España del siglo xviii. Homenaje a J. M. Sala Valldaura, Lleida, Universitat de Lleida, pp. 59-78. 2012. «Lecturas sobre la cultura española en el siglo xviii francés», en José Checa Beltrán (ed.), Lecturas del legado español en la Europa ilustrada, Madrid, Iberoamericana-Vervuert, 2012, pp. 61-92. 2012. «Leyenda negra y leyenda rosa», en José Checa Beltrán (ed.), Lecturas del legado español en la Europa ilustrada, Madrid, Iberoamericana-Vervuert, 2012, pp. 7-12.
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Biobibliografía de José Checa Beltrán 2015. «La otra imagen de España», en José Checa Beltrán (ed.), La cultura española en la Europa romántica, Madrid, Visor libros, pp. 9-13. 2015. «Moral y religión en el pensamiento literario de la España del siglo xviii», en Markus Ebenhoch y Veronika Österbauer (eds.), La religión, las letras y las luces. El factor religioso en la Ilustración española e hispanoamericana, Fráncfort, Peter Lang, pp. 77-91. 2015. «Nacionalismo literario y canon en el siglo xviii: García de la Huerta y Bourgoing», en Jesús Cañas Murillo, Miguel Ángel Lama y José Roso Díaz (eds.), Vicente García de la Huerta y su obra (1734-1787), Madrid, Visor Libros, pp. 19-44. 2015. «Recepción de los modelos líricos áureos en el siglo ilustrado», en Begoña López Bueno (dir.), Entre sombras y luces. La recepción de la Poesía del Siglo de Oro de 1700 a 1850, Sevilla, Universidad de Sevilla-Grupo PASO, pp. 51-79. 2015. «Recepción del legado literario español en la prensa francesa (1800-1823)», en José Checa Beltrán (ed.), La cultura española en la Europa romántica, Madrid, Visor libros, pp. 57-77. 2016. «Apuntes sobre la recepción de Feijoo en Francia», en Inmaculada Urzainqui y Rodrigo Olay Valdés (eds.), Con la razón y la experiencia. Feijoo 250 años después, Oviedo, Instituto Feijoo de Estudios del siglo xviii-Universidad de Oviedo-Ayuntamiento de Oviedo-Ediciones Trea, pp. 417-431. 2017. «Ignacio de Luzán y su autoimagen», en Elena de Lorenzo Álvarez (coord.), Ser autor en la España del siglo xviii, Oviedo, Ediciones Trea, pp. 163-184. 2017. «Paisaje cultural italiano en las Cartas críticas sobre la Italia de José García de la Huerta», en Giovanni Dotoli, Encarnación Medina y Mario Selvaggio (eds.), Entre l’Italie et l’Espagne: les arts du voyage, Roma, Edizioni Universitarie Romane, pp. 201-220. 2019. «Canon, política y redes en la historiografía literaria del siglo xviii español», en Jesús Cañas Murillo (ed.), En los inicios ilustrados de la historiografía literaria española: miradas sobre la Edad Media y el Siglo de Oro (1700-1833), San Millán de la Cogolla, Cilengua, pp. 67-87. 2019. «Unidad (Las tres unidades)», en Miguel Ángel Garrido Gallardo (dir.), Diccionario español de términos literarios internacionales, DETLI, en línea, Madrid, CSIC, s. v., disponible en: http://www.proyectos.cchs.csic.es/detli/sites/default/files/Unidades%20%28las%20 tres%29.pdf [Consulta: 19/01/2021]. 2019. «Apuntes sobre “viejo barroco” y “nuevo clasicismo”», en Luis Alburquerque, José-Luis García-Barrientos, Antonio Garrido Dominguez y Ana Suárez Miramón (coords.), Vir Bonus, Dicendi Peritus. Homenaje a Miguel Ángel Garrido Gallardo, Madrid, CSIC, pp. 879-891. 2020. «Unidades (las tres)», en Miguel Ángel Garrido Gallardo (dir.), Diccionario español de términos literarios internacionales (DETLI), Madrid, CSIC, pp. 1-20. En prensa: «Lo culto y lo popular en la poética española del siglo xviii», en Pedro Tomé (ed.), Salvajes de acá y de allá: memoria y relato de Nos-Otros. Homenaje a Luis Díaz de Viana, Madrid, CSIC. «Geografía y mitología: un recorrido de Mme. de Staël a Ortega y Gasset», en Voir, lire, vivre la ville méditerranéenne, actas del coloquio internacional, Université Cadi Ayyad-Universidad de Jaén. «Recepción de Cervantes en el siglo xvii», en Gran Enciclopedia Cervantina. «Recepción de Cervantes en el siglo xviii», en Gran Enciclopedia Cervantina. «Vicente de los Ríos», en Gran Enciclopedia Cervantina. Artículos en revistas: 1986. «Vulgata y actualización de contenidos en la tradición oral del romance de Amnón y Tamar», Spicilegio Moderno. Letteratura, lingue, idee, 21, pp. 135-158.
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Biobibliografía de José Checa Beltrán 1988. «Una retórica enciclopedista del siglo xviii: La Filosofía de la elocuencia de Capmany», Revista de Literatura, L, 99, pp. 61-89. 1989. «El elogio de la lengua española en Capmany», Revista de Filología Española, LXIX, pp. 131-151. 1989. «Ideas poéticas de Santos Díez González. La tragedia urbana», Revista de Literatura, LI, 102, pp. 411-432. 1989. «Romances de la tradición oral jiennense», Revista de Dialectología y Tradiciones Populares, 44, pp. 123-138. 1990. «Acción humana, prosa frente a verso y retractatio: tres tópicos sobre la imitación en las poéticas españolas del siglo xviii», Castilla, 15, pp. 53-67. 1990. «Los clásicos en la preceptiva dramática del siglo xviii», Cuadernos de Teatro Clásico, 5, pp. 13-31. 1991. «El concepto de “imitación de la naturaleza” en las poéticas españolas del siglo xviii», Anales de Literatura Española, 7, pp. 27-48. 1991. «La crítica literaria periodística en los años de El Pensador», Estudios de Historia Social. Periodismo e Ilustración en España, 52-53, pp. 121-130. 1991. «Paralelos de lenguas y culturas en el siglo xviii: de Feijoo a Vargas Ponce (1726-1793)», Revista de Literatura, LIII, 106, pp. 485-512. 1991. «Il genere letterario “lirica” nella poetica del Settecento spagnolo», Spicilegio Moderno. Letteratura, lingue, idee, 23, pp. 3-11. 1992. «Novela y teoría española dieciochesca», Ínsula, 546, pp. 15-17. 1993. «Las poéticas españolas del período 1790-1810», Entre Siglos (Génova), 2, pp. 87-98. 1994. «El debate literario español en el prólogo del Romanticismo (1782-1807)», Revista de Literatura, LVI, 112, pp. 391-416. 1994. «Verosimilitud y maravilla en la poética española del siglo xviii», Anthropos, 154-155, pp. 32-38. 1997. «Poesía y filosofía: Juan Andrés y el “estilo espiritoso”», Revista de Literatura, LIX, 118, pp. 423-435. 1998. «Apuntes sobre poética y machismo», Salina. Revista de Lletres, 12, pp. 70-75. 1999. «Poética de la risa», en Risas y sonrisas en el teatro de los siglos xviii y xix, Scriptura, 15, pp. 11-27. 2000. «La pintura no es como la poesía: Lessing y la teoría española de la época», Studi Ispanici, 2000, pp. 41-59. 2000. «Una poética inédita del siglo xviii», Revista de Literatura, LXII, 124, pp. 317-326, 2001. «Decadencia posbarroca y reacción neoclásica», Fundación Universidad de la Rioja, sitio web no disponible, pp. 1-20. 2001. «Neoclasicismo y poesía ilustrada», Fundación Universidad de la Rioja, sitio web no disponible, pp. 1-26. 2001. «Poética y Romanticismo: Gil de Zárate y la herencia neoclásica», Salina. Revista de Lletres, 15, pp. 167-174. 2002. «En busca del canon perdido: el siglo xviii», Studi Ispanici (Pisa-Roma), 5, pp. 95-115. 2005. «La preceptiva neoclásica», E-excelence, disponible en: https://www.liceus.com/producto/ preceptiva-neoclasica/. 2006. «Lagarto, revista literaria de 1945», Elucidario. Seminario Bio-Bibliográfico, 2, pp. 47-58. 2008. «Quintana y la historia literaria española», Ínsula, 744, pp. 9-12. 2009. «Modelos franceses y neoclasicismo en la prensa española de principios del siglo xix», Bulletin Hispanique, 111, 1, pp. 141-164. 2009. «Un año en la historia de Jaén, de España y del mundo: 1941», Elucidario, 7, pp. 23-41. 2009. «Una Idea del siglo xviii: sobre la Ilustración en el Memorial Literario (1801)», Revista de Literatura, LXXI, 142, pp. 490-519.
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Biobibliografía de José Checa Beltrán 2012. «Bances Candamo, Luzán y el Neoclasicismo», Edad de Oro, XXXI, pp. 111-127. 2014. «Apuntes sobre crítica literaria y contexto político en la prensa madrileña del prerromanticismo (1800-1808)», El Argonauta Español (Montréal), 11, pp. 1-11. 2014. «Notas sobre la prensa cultural madrileña (1808-1814)», Tinkuy. Boletín de Investigación y Debate, 21, pp. 23-42. 2016. «Subjetividad, imitatio y naturaleza en el siglo xviii», Iberoromania, 84, pp. 215-227. 2017. «La obra filológica de Capmany: notas sobre autorrepresentación, nacionalismo y recepción», en Carole Filliere et Maud Le Guellec (eds.), Longtemps j’ai pris ma plume pour une épée. Écriture et combat dans l’Espagne des xviii et xix siècles. Hommage à Françoise Étienvre, HispanismeS, hors-série, 1, pp. 29-51. 2018. «Apuntes sobre pensamiento literario y estrategias autoriales en el siglo xviii», Studi Ispanici, XLIII, pp. 273-288. 2018. «Manuscritos dieciochescos desconocidos del Fondo Altamira en la Biblioteca de Ginebra» (con Abraham Madroñal Durán), Cuadernos de Estudios del Siglo xviii, 2018, 28, pp. 221-252.
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Biobibliografía de José Checa Beltrán Recensiones críticas en periódicos: 1997. «Veinticinco años de Lucien Goldmann». Sobre Miguel A. Garrido Gallardo, Crítica literaria. La doctrina de Lucien Goldmann (Madrid, Rialp, 1996), en Babelia, suplemento cultural de El País, 22 de marzo, p. 17. 2001. «Teoría Literaria del siglo xxi». Sobre Miguel A. Garrido Gallardo, Nueva introducción a la teoría de la literatura (Madrid, Síntesis, 2000), en Babelia, suplmento cultural de El País, 31 de marzo, p. 14. 2002. «Por el visillo de la literatura». Sobre Mercé Boixareu y Robin Lefere (coords.), La Historia de España en la literatura francesa (Madrid, Castalia, 2002), en Abc Cultural, 3 de agosto, p. 15. 2003. «Como el ave fénix». Sobre Enrique Giménez López (ed.), Y en el tercero perecerán. Gloria, caída y exilio de los jesuitas españoles en el siglo xviii (Alicante, Publicaciones de la Universidad de Alicante, 2002). Sobre Manuel Luengo, S. I., ed. de I. Fernández Arrillaga, Memorias de un exilio. Diario de la expulsión de los jesuitas de los dominios del Rey de España. 1767-1768 (Alicante, Publicaciones de la Universidad de Alicante, 2002), en Abc Cultural, 12 de julio, p. 14. 2003. «Un príncipe moderno». Sobre Juan Martínez Cuesta, Don Gabriel de Borbón y Sajonia. Mecenas ilustrado en la España de Carlos III (Valencia, Pre-Textos y Real Maestranza de Caballería de Ronda, 2003), en Abc Cultural, 29 de noviembre, p. 16. 2005. «Equilibrar la balanza». Sobre Manuel Lombardero, Otro Don Juan Valera. Vida y pensamiento de Juan Valera (Barcelona, Planeta, 2004), en Blanco y Negro, suplemento cultural de Abc, 16 de abril, p. 6. 2005. «Escenario de todas las artes». Sobre Luciano Francisco Comella y Blas de Laserna (ed. de M. Angulo, G. Labrador y J. D. G. Martínez), Doña Inés de Castro, escena trágico-lírica (Salamanca, GES xviii -Univ. de Salamanca- y Ediciones Amnesia, 2005), en Blanco y Negro, suplemento cultural de Abc, 17 de septiembre, pp. 30-31. 2006. «Gramática de la mentira». Sobre Fernando Rodríguez de la Flor, Pasiones frías. Secreto y disimulación en el Barroco hispano (Madrid, Marcial Pons, 2005), en Abcd las Artes y las Letras, suplemento cultural del Abc, 737, 24 de marzo, pp. 24-25. 2008. «¡Buen Provecho!». Sobre Ole Martin Hoystad, Historia del corazón, desde la antigüedad hasta hoy (Madrid, Lengua de Trapo, 2007), en Abcd las Artes y las Letras, suplemento cultural del Abc, 842, 20 de marzo, p. 6. 2011. «Rinaldo Froldi, espejo del hispanismo italiano». Reseña biobibliográfica con motivo del fallecimiento del profesor Froldi, en Abc, 10 de septiembre, p. 50.
Traducciones: Ha publicado traducciones del italiano al español en Revista de Occidente y, sobre todo, en el periódico El Mundo, donde entre 1990 y 1995 publicó más de 250 artículos científicos, literarios o culturales procedentes del Corriere della Sera y de La Stampa.
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SIGLOS XVI Y XVII
Los enigmas de la Esfinge: quince notas a la Soledad primera de Góngora
Rafael Bonilla Cerezo Universidad de Córdoba Università di Ferrara
La epístola del erudito Francisco Cascales (1634: 34) a su tocayo —y bastante más rudo— Francisco del Villar publicaba acerca de las Soledades (1613-1614) de Góngora que «esta poesía culta […] camina como el lobo, que da pasos adelante y otros atrás, para que así, confusos, no se eche de ver el camino que lleva».1 Por eso, con motivo de las bodas de plata de la edición de las silvas de don Luis a cargo de Robert Jammes (1994),2 a quien los que vinimos después le debemos tanta «piedad agradecida», he resuelto aprovechar otra efeméride, la del homenaje a mi ilustrado amigo José Checa Beltrán, para medir fuerzas con quince loci critici de la Soledad primera (1613). Pionero en poner encima de la mesa la necesidad de volver a los antiguos intérpretes de los poemas mayores, también el sabio Alfonso Reyes (1958a y 1958b) ha sido un «albergue a cualquier hora» desde que en el 2016 decidí apostar por el arte —concedo que un punto vicario— de comentar a los comentadores. Tanto a los más inspirados del Barroco como a los modernos.3 Huelga subrayar que el estupendo trabajo de Jammes no tardó apenas en convertirse en la brújula para cualquiera que desee enredar por el laberinto del «Homero español».4 Y ahí sigue. No en balde, plumas de mejores prendas que la mía, verbigracia las de Alatorre (1996 y 2000) y Carreira (1998 y 2011), se apresuraron a saltar al ruedo crítico, prestos a aplaudir sus triunfos con devoción y justeza. No 1 Véase ahora el «epistolario gongorino» de Cascales (2018), en cuidada edición de Blanco y Mulas. Disponible en: https://obvil.sorbonne-universite.fr/corpus/gongora/1634_cartas-cascales [Consulta: 21/01/2021]. 2 Este capítulo se entregó el 26 de mayo de 2019. El maestro galo, q. D. g., nos dejaría el 12 de octubre de 2020. 3 Según Romanos (2002: 201), «por repelentes que sean, o parezcan ser, [no podemos ignorarlos] si queremos entender [a cabalidad] los textos del [poeta cordobés]». Me ocupé en otros lugares de los vv. 1-4 de la Dedicatoria al duque de Béjar, «Pasos de un peregrino son errante» (Bonilla Cerezo, 2020); y de los vv. 6, «muros de abeto, almenas de diamante» (Bonilla Cerezo, 2016), y 26 de la Soledad I, «(alga todo y espumas)» (Bonilla Cerezo, 2019). 4 A propósito de las Soledades como laberinto, véase Collins (2002: 91).
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Rafael Bonilla Cerezo
me mueve aquí, entonces, el prurito de la sabihondez; y tampoco el de la censura o el azote. Menos aún el deseo de ser más gongorista que Góngora. Solo glosaré, por fin, un puñado de notas en las que el profesor Jammes no vaciló en confesar que le asaltaban dudas. A menudo coinciden con varios de los pasajes que Pellicer (1630: 171) llamara «enigmas de la Esfinge» en sus Lecciones solemnes. Para decirlo de una vez, dibujaré quince asteriscos que, según otro par de artículos que han animado estas páginas —las apostillas de Giuseppe Mazzocchi (2010) y José Palomares (2014) al Polifemo (1612) y las propias Soledades—, tal vez nos ayuden a desbrozar algunas «dificultades vencibles» en la silva de los campos, favoreciendo siquiera la reducción de las «invencibles» (Spitzer, 1980: 257). Hago mía, pues, aquella imagen de Reyes (1961: 12) cuando soñaba con unos Elíseos en los que el mismísimo Góngora en persona explicaría su obra a don Alonso Diego López de Zúñiga, VII duque de Béjar, a quien se la había ofrecido ya en vida: «Solo he querido, mediante este subterfugio […], traer hasta la calle, hasta el humilde puesto donde puedan adquirirlos todos los pasantes, los exquisitos productos de aquel laboratorio poético que generalmente se considera como recinto inacce sible». I. Dedicatoria al duque de Béjar, vv. 35-37 que a tu piedad, Euterpe, agradecida, su canoro dará dulce instrumento, cuando la Fama no su trompa, al viento.5
Jammes (1994: 191-193) parafraseó estos versos tal que así: mi musa, agradecida a tu bondad, tocará su canoro y dulce instrumento, y oirás, no las trompas de la Fama (ya que no se trata de un poema heroico), sino la flauta pastoril de Euterpe. […] Es como si dijera: «A falta de poema épico, o de panegírico, aquí está mi humilde poema pastoril que eternizará tu nombre».6
5 Rojas Castro (2015: 114) señala que «el testimonio S [de las Soledades] lee que, a tu piedad ya noble agradecida, esto es, sustituye Euterpe por ya noble. Con N sucede un fenómeno interesante: el copista primero transcribe Euterpe, luego tacha y añade encima ya noble; pero esta lección no le parece correcta y vuelve a tacharla. Finalmente, añade Euterpe en el margen. En otras palabras, restituye la lección original. Se puede deducir que el copista consultó S, que, como se vio, contiene una lección errónea; luego consultó otra copia con la correcta». 6 Remito también al temprano soneto A Juan Rufo, de su Austríada, «Cantastes, Rufo, tan heroicamente» (1584): «Y así la Fama, que hoy de gente en gente / quiere que de los dos la igual memoria / del tiempo y del olvido haya victoria, / ciñe de lauro a cada cual la frente» (vv. 5-8). Exceptuando las Soledades, para las que sigo la edición de Jammes (1994), y la Fábula de Polifemo y Galatea, editada por Ponce Cárdenas (2010), citaré los textos de Góngora por la edición digital de Antonio Carreira (2016). Disponible en: http://obvil.paris-sorbonne.fr/corpus/gongora/gongora_obra-poetica/ [Consulta: 21/01/2021].
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Yo considero que Góngora afirmaba más bien, y así lo insinué junto a Tanganelli (2013: 39), que en las Soledades tocará (y cantará) Euterpe, musa de la poesía bucólica, en aquellos episodios en los que no lo haga la Fama con su trompa: esto es, Clío, musa de la epopeya y de la cinegética, de acuerdo con la fibrosa estampa que don Luis trazó del duque de Béjar, retratado en la Dedicatoria como diestro cazador y, después, como una suerte de Júpiter tonante. No en vano, la luciente jabalina (Góngora, 1994: 187) que este linajudo portaba consigo para alancear al oso («las formidables señas / del oso que aún besaba, atravesado, / el asta de tu luciente jabalina», 1613, vv. 19-21) guarda más de un vínculo, por su tamaño y fulgor, con uno de los atributos más propios del señor del Olimpo: el rayo, con el que solía avanzar como báculo de poder o arma arrojadiza. Y tampoco se olvide que una iconografía del mismo tipo, asociada de nuevo con Júpiter, y basada —igual que parte de la Dedicatoria de las Soledades— en un pasaje de los Fesceninos que Claudiano compuso para las bodas del emperador Honorio (Blanco, 2012: 124), resucitaría apenas cuatro años después en el Panegírico al duque de Lerma (1617); precisamente cuando el poeta nos muestra al valido de Felipe III en calidad de industrioso rejoneador: «Tal vez la fiera que mintió al amante / de Europa, con rejón luciente agita» (1617, vv. 65-66) (Bonilla Cerezo y Tanganelli, 2013: 41). Nótese a su vez el simbolismo de los instrumentos musicales, ya bien explicado por Caldera (1967: 228-229)7 y Klein (1982: 177-186) a propósito de la Dedicatoria al conde de Niebla en el Polifemo: «escucha al son de la zampoña mía» (1612, I: 6); «y al cuerno, al fin, la cítara suceda» (1612, II: 16); y «Alterna con las Musas hoy el gusto, / que, si la mía puede ofrecer tanto / clarín (y de la Fama no segundo), / tu nombre oirán los términos del mundo» (1612, III: 21-24) (Góngora, 2010: 155156). Se registra un esquema bastante similar en el citado Panegírico a don Francisco de Sandoval y Rojas, duque de Lerma: Si arrebatado merecí algún día, tu dictamen, Euterpe, soberano, bese el corvo marfil, hoy, de esta mía sonante lira, tu divina mano. Émula de las trompas, su armonía, el séptimo Trïón de nieves cano, la adusta Libia, sorda, aún más lo sienta que los áspides fríos que alimenta (1617, vv. 1-8).
Y de nuevo, aunque más difuso, en uno de los sonetos del ciclo a los marqueses de Ayamonte, «Alta esperanza, gloria del estado» (1607): 7 «La zampoña […] alude al aspecto más […] artificioso e idílico […] de esta poesía. La cítara […] parece subrayar […] el tono apolíneo, elegante, de la musicalidad rebuscada y sutil. El clarín […], cuyo bélico estruendo solía acompañar ejércitos y batallas, evoca […] sonoridades sombrías y, al […] tiempo, rotundas y vibrantes».
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Rafael Bonilla Cerezo Alta esperanza, gloria del estado, no solo de Ayamonte mas de España, si quien me da su lira no me engaña, a más os tiene el cielo destinado. De vuestra fama oirá el clarín dorado, émulo ya del sol, cuanto el mar baña, que trompas hasta aquí han sido, de caña, las que memorias han solicitado (vv. 1-8).8
Recuerdo, por último, que Pabst (1966: 34) advirtió que «la Dedicatoria al duque de Béjar termina como empieza: con el contraste de dos imágenes, nota característica de la técnica gongorina; bifurcación mental en virtud de la cual se expresan dos acciones paralelas, sucesivas o disyuntivas». Pero contraste no siempre —lo hemos visto— es sinónimo de exclusión; luego está claro que el broche del atrio de las Soledades, un panegírico en miniatura, por cierto, resume dicho balanceo («sucesivo» y/o «alterno», acogiéndome a la tesis del romanista teutón) desde la bucólica a la epopeya, y viceversa, que distinguirá al poema de don Luis.9 Por otro lado, aunque nunca se haya aducido, porque el rastro del horacianismo en Góngora continúa falto de estudio,10 la mención de Euterpe y de las coronas de encina y grama («zanefa», «sitial») que el aristócrata le otorga al poeta, o lo sagrado supla de la encina lo augusto del dosel, o de la fuente la alta zanefa lo majestüoso del sitïal a tu deidad debido, ¡oh Duque esclarecido!, 8 Según Matas Caballero (2019: 819), «el instrumento que había acompañado a la diosa alegórica de la Fama […] en la Antigüedad era la trompa, como se observa, por ejemplo, en la siguiente cita de Cesare Ripa (1560-1622): Donna vestita d’un velo sottile […], haverà due gran’ali, sarà tutta pennata e per tutto vi saranno tant’occhi quante penne e tra questi vi saranno molte bocche e corecchie, nella destra mano terrá una tromba […]. El poeta se expresará en el Polifemo (vv. 22-24) de forma similar: que si la mía [mi Musa] puede ofrecer tanto / clarín (y de la Fama no segundo) / tu nombre oirán los términos del mundo. […] Más tarde, […] vuelve a aludir al clarín de la Fama en la canción De la toma de Larache (1610): y del fiero animal hecha la trompa / clarín ya de la Fama oye la cuna (vv. 14-15); [y] en el soneto fúnebre dedicado al Greco, Esta es la forma elegante, oh peregrino (1614): Su nombre, aun de mayor aliento digno / que en los clarines de la Fama cabe (vv. 5-6)» […]. 9 La glosa de Pellicer (1630: 363) no resulta precisa en esta ocasión: «Y agradecida a tanta piedad, Euterpe consagra su lira a la piedad del duque, o la fama al viento, su trompa en su alabanza». Y lo mismo ocurre con la de Salcedo Coronel (1636: 10): «Dará al viento su canoro y dulce instrumento cuando no dé la Fama su trompa. Esto es, publicará Euterpe agradecida tu grandeza en dulces ver sos cuando calle envidiosa la Fama tus gloriosas acciones». Alonso (1982: 624) lo repetiría sin diferencias sensibles: «[P]orque así la musa Euterpe, mi humilde musa lírica, agradecida de tu protección, dará su dulce y canoro instrumento, la flauta, a los aires —publicará tus alabanzas con dulces versos— cuando calle la trompa de la Fama». 10 Véase el capítulo de Blanco (2016: 403-406) titulado «Aurea mediocritas vs. Conciliatio opposi torum».
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templa en sus ondas tu fatiga ardiente, y entregados tus miembros al reposo sobre el de grama césped no desnudo (1613, vv. 22-29; Góngora, 1994: 187-188),
quizá deriven de la Oda a Mecenas del gran moralista latino: Pero a mí me asocia con los altos dioses la yedra, guirnalda de las frentes doctas; el ameno bosque, los ágiles coros de Ninfas y Sátiros me apartan del mundo con tal que Euterpe su flauta o la lira lesboa Polimnia no me nieguen. Pero si, en cambio, me cuentas como vate lírico, herirá los astros mi cabeza enhiesta (vv. 29-36; Horacio, 1990: 86-87).
En conclusión, gracias a esa lectura alternativa —y complementaria—, fundada en el vaivén desde la bucólica a la epopeya, dos de los pilares sobre los que Góngora levantó el edificio textual de sus Soledades, sin orillar la cinegética, es decir, gracias a Euterpe y a Clío, aquí en feliz alianza, se explicaría mejor ese colofón con el que don Luis cerró su Dedicatoria. Así parece interpretarlo también el anónimo antequerano (seguramente Francisco de Cabrera) que se oculta detrás de la Soledad primera, ilustrada y defendida: «[C]uando la fama no inmortalizare tu nombre, lo hará Euterpe; esto es, serás celebrado de los poetas, quedando la fama de tu nombre inmortal» (Osuna Cabezas, 2009: 163-164). Y no solo: la hibridez genérica, por lo que a la epopeya se refiere, algo difuminada por Jammes tanto en su estudio como en las notas de su edición, representa la clave de bóveda de libros más recientes. Pienso en el de Mercedes Blanco (2012: 12-31), quien ha sugerido que las Soledades proponen una alternativa a la demanda del poema épico y a la propuesta de Tasso: si no un poema heroico, expresión con la que llama Tasso a la epopeya, otra cosa que valga como sucedáneo o sustituto. […] Las Soledades se [singularizan, pues,] como muestra única de un «género» en cierto modo imposible al que, si fuera posible dar un nombre, habría que llamar «epopeya de la paz».
He aquí el motivo de la presencia de cruzados y cazadores ya en la Dedicatoria; del episodio del «venatorio estruendo» en la Soledad I (1613, vv. 222-242), reevaluado por la propia Blanco (2014: 319-321); y también de los ecos de la Cinegética de Opiano en la Soledad II (1614, vv. 954-965), exhumados por Ponce Cárdenas (2014: 249-279), quien además relacionó el conocido como «Discurso de la cetrería» en la Soledad de las riberas —según la bautizara Pedro Díaz de Rivas—, con La Caccia (1591), un valioso poema épico-didáctico de Erasmo de Valvasone.11 11 Véase también Cancelliere (2010: 73): «[T]oda la sección inicial de las Soledades (vv. 1-91) se desarrolla en doble dirección entre el tono épico y el lírico que narra, en el estilo de la elegía pastoril, la huida de un amor infeliz». Se podría hablar, pues, de acuerdo con Montero y Ruiz (1991: 36-37), de una «silva libro. […] Todo el proyecto gongorino aparece presidido por un criterio de unidad dentro
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II. I, vv. 10-14 lagrimosas de amor dulces querellas da al mar, que condolido, fue a las ondas, fue al viento el mísero gemido segundo de Arïón dulce instrumento.
Acerca de este pasaje, Alatorre (1996: 79) trasladó una nota de Jammes (1994: 200), para quien el v. 11 («da al mar, que condolido») representaba un anacoluto: [E]l sujeto de los versos que siguen no es el mar, como lo dejaba esperar el movimiento de la frase, sino el mísero gemido. Este tipo de ruptura de construcción gramatical es frecuente en el poema: cf. vv. 215-216 («las estrellas nocturnas luminarias / eran de sus almenas»). D. Alonso y A. Carreira construyen diferentemente, haciendo de que una conjunción consecutiva («de manera que»).12
En cambio, el crítico mexicano (Alatorre, 1996: 79) opinaba que nos hallamos ante un latinismo sintáctico, un ablativo absoluto. El pronombre que no está en «nominativo», por supuesto, sino en «ablativo» (= «dat mari, quo miserto», etc.). Y, en efecto, la prosificación de Jammes suena a traducción de ablativo absoluto: «habiéndole compadecido el Océano…», etc. Lo mismo sucede en II, 467 y ss.: «un corcho despedido, el cual…».
Incluso Jammes se despistaba alguna vez (aliquando bonus dormitat Robertus!), ya que prosificó estos versos en contra de lo expresado en su propia nota. A mi juicio, condolido califica aquí al sustantivo mar y no al gemido. Bastaría añadirle una coma al v. 11 («da al mar, que, condolido,») para asimilar que, más que como ablativo absoluto, condolido funciona dentro de ese heptasílabo a guisa de participio concertado, o bien como predicativo. Siempre y cuando leamos el «pronombre-conjunción» (que) con ese valor consecutivo (de manera que) que le atribuyeron Alonso y luego Carreira.13 Más aún: se trata de uno de esos pasajes, analizados con tiento por Nadine Ly (1996), en los que don Luis se vale de un que con cierta apariencia de anacoluto, y que Blanco (2016: 286-291) —para verbos como dar, fiar, solicitar, negar…— denominó «casos oblicuos» mediante los cuales Góngora homenajea a los de Tasso en la Gerusalemme. de la variedad, que, si por un lado presenta carácter seriable […], no debe ocultar la tendencia al fragmentarismo, que, en un nuevo vaivén de lo narrativo a lo lírico, reintroduce en el texto modalidades discursivas identificables con géneros líricos». 12 En su posterior Comprendre Góngora, Jammes (2009: 221) se mostró menos tajante a este respecto: «La phrase est à la limite de l’anacoluthe». 13 Según Alonso (1982: 626), «del mismo modo la lastimosa canción de nuestro náufrago hizo que el mar se condoliera de él y le salvó la vida». Carreira (1986: 246), mejorándolo, lo interpreta así: «[D]a al mar dulces querellas lagrimosas de amor; que (= de manera que) condolido, el mísero gemido fue a las ondas, fue al viento, segundo instrumento dulce de Arión».
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Ofrezco ya mi versión: «[N]áufrago y desdeñado, sobre ausente, [el náufrago] da lagrimosas, dulces querellas de amor al mar; que [“de manera que”], condolido [el mar], el mísero gemido [del náufrago] fue [sirvió] a las ondas, fue [sirvió] al viento, [como] segundo [y] dulce instrumento de Arión». En efecto, estos versos no resultan nada fáciles, ni siquiera unívocos, pero convendrá observar que el epíteto de marras (condolido) cuenta entre sus varias acepciones las de ‘apiadado’ y ‘compadecido’; sin perder de vista que, ‘para significar la persona que se conduele’ (Diccionario de autoridades, s. v.), este participio pasivo se utiliza en forma activa. No tendría sentido, en fin, que el náufrago (v. 9) de Góngora, desairado por su dama, ni tampoco su mísero («infeliz») gemido (v. 13), se enternecieran; el que debe perdonar la vida al héroe, metaforizado como un segundo Arión, es lógicamente el mar, y no al contrario. Los comentaristas del Barroco, sobre cuyos hombros Jammes no parece haberse subido en esta oportunidad, no titubean en absoluto. Según Almansa y Mendoza, «el gemido de este navegante enfrenó al mar y fue instrumento como el de Arión, sacado a tierra por el delfín» (Orozco Díaz, 1969: 201). Pellicer (1630: 365) reproducía así el fragmento que nos ocupa: «[A] cuyas dulces quejas, enternecido el mar, y piadoso con sus gemidos, usó con el forastero la fineza misma que con Arión». Más parcos, pero igual de firmes, se mostraron Salcedo Coronel (1636: 16): «que condolido: que habiéndole escuchado [el mar], compadecido», y el anónimo de Antequera, que afirmaría lo propio en su Soledad pri mera, ilustrada y defendida: “las lágrimas y quejas de ese mancebo de tan buena postura […] fueron parte con el mar a que, compadecido de él, se sosegase”» (Osuna Cabezas, 2009: 169). También se podría rescatar, por su relación con el íncipit de la Soledad I, un párrafo de las Varias fortunas del soldado Píndaro (1626) del novelista Gonzalo de Céspedes y Meneses: «[L]os Cielos te han traído por tan extraño rodeo, que parece milagro, a esta tierra, condolidos de mi dolor y lastimados de mi lástima». Resulta curioso que sea justamente este el ejemplo recogido en el Diccionario de autoridades para la voz que nos traemos entre manos, por más que a los esforzados académicos del siglo xviii se les escapara el guiño del talaverano al verso de Góngora. Otro texto del propio don Luis avala que, cuando usaba el participio pasivo condolido —solo dos veces a lo largo de todo su corpus—, este connota siempre al sustantivo activo más cercano; sabedor, sin duda, de las dificultades que entrañaría para sus lectores dicha estructura de raíz latinizante. Así, en el epitafio del romance En la muerte de doña Luis de Cardona, monja en Santa Fe de Toledo («Moriste, ninfa bella», 1594) escribió: «Suspende, oh caminante, el paso diligente y, cuando no admirado, condolido detente» (vv. 77-80).
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III. I, vv. 39-41 su dulce lengua de templado fuego lento lo embiste, y con süave estilo la menor onda chupa al menor hilo.14
Jammes (1994: 204) considera que embestir es «atacar», pero aquí sin violencia, como lo precisan el adjetivo antitético que precede («lento»; caso típico de oxímoron) y la indicación que sigue («con suave estilo»). No se trata, pues, como creen algunos comentadores modernos, de una metáfora taurina: era corriente representar al sol con faz humana, riendo y sacando la lengua fuera (véase cualquier grabado de la época), y no es sorprendente que Góngora lo evoque lamiendo con su lengua el vestido del joven.15
Dado que Jammes se reservó los nombres de esos «comentadores modernos» a los que desautoriza en esta página de su edición —tal vez Alonso, o acaso la Anto logía poética de Góngora que Carreira (1986: 205) publicó en Castalia—, me limito a aclarar que: 1) no hay razón para entender que el epíteto lento sea aquí un «caso típico de oxímoron», ya que cualquier embestida, al menos dentro del mundo de la tauromaquia, puede calificarse como bonancible, pastueña, abanta, rebrincada, etc., de acuerdo con las virtudes o los resabios del morlaco de turno; 2) Carreira (1986: 205; 2009: 415) ha sostenido dos veces, separándose por ello de Jammes, que estos versos dilatan «el concepto inicial [de la Soledad I]: el sol en forma de toro embiste y lame el vestido». Y después de releer el íncipit de la Sole dad I, creo que Carreira está en lo cierto: durante el catasterismo del signo de Tauro («Era del año la estación florida / en que el mentido robador de Europa», 1613, vv. 1-2), se nos informa de que las armas que el astado lucía en la frente se asemejaban a «media luna» (1613, v. 3), además de ser «el Sol todo los rayos de su pelo» (1613, v. 4) y «pacer estrellas en campos de zafiro» (1613, v. 6);16 14 Según Rojas Castro (2015: 119), «en este verso también se puede hallar una variante de autor. La versión primitiva, que transmiten Br, Rm, R1 y O, leía: no sin süave estilo. La segunda mano del testimonio Pr tachó la versión primitiva y añadió en la misma línea la […] definitiva. Como ya se ha dicho, el testimonio Br transmite la versión primitiva; ahora bien, la misma mano que a veces actualiza la versión primitiva, añadió encima de este verso lento lo embiste, en lugar de ponerlo al inicio y de sustituir el no sin por y con. Se trata, pues, de un error cometido durante la actualización del pasaje. Por último, debo señalar que si bien el verso de la versión primitiva fue impreso por Alonso, Jammes no lo menciona». 15 Remito a Spitzer (1980: 259), aunque no comparto su lección de la voz estilo («punzón»). 16 Por lo que atañe a las «flores» y a los «rayos», don Luis repitió la metáfora en la Soledad II: «Llegaron luego donde el mar se atreve / si promontorio no, un cerro elevado / de cabras estrellado, / iguales, aunque pocas, / a la que, imagen décima del cielo, / flores su cuerno es, rayos su pelo» (II, vv. 302-307; Góngora, 1994: 465). Y de nuevo resucitaría en una culta versión a lo divino («¿Cuál podréis, Judea, decir?»): «Si esta noche, o noche tal, / flores os sirvió la nieve, / zodíaco hecho breve / de mucho Sol un portal, / adonde un bruto animal, / viéndose rayos su pelo, / aun con el toro del cielo / se desdeña competir, / ¿cuál podréis, Judea, decir / que os dio menos luz: el ver / la noche día al nacer,
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3) entonces, juzgo factible la correlación entre dicho toro, cuyo brillante pelaje hace de él un sol con media luna por pitones —valga la licencia de don Luis, y también la mía—, y el Sol, metaforizado como toro, por medio del catasterismo del signo de Tauro, que «embiste» la ropa del náufrago; 4) Góngora era aficionado a la fiesta nacional,17 de ahí que tampoco descarte que tuviera en mente una capa muy particular de los cuatreños: la albahía; o sea, el pelo blanco cremoso, «parecido en su tonalidad al tordo isabela de los equinos. Como en aquella [la tordo Isabela], [la albahía] está formada por diferentes tonalidades [que] radican en el mismo filamento piloso, [con floculaciones] que se muestran grisáceas por la base y blanquecino-amarillentas por la punta, dando en su conjunto el tono cremoso característico» (Aparicio Sánchez, s. f.: 159); 5) en resumen, el poeta cordobés diseñó aquí un juego de reflejos metamórficos —y a su vez metafóricos— a partir de un quiasmo: el toro albahío —pero no ensabanado, pues en esa capa «los filamentos son únicamente de color blanco» (Aparicio Sánchez, s. f.: 181-182)—18 en que se transformó Júpiter para raptar a la bella Europa, se convierte al inicio de la Soledad I en una gran estrella (o sea, en un Sol), que es justo lo que después rumiará (1613, v. 6), ya transformado en «toro celeste» (en la primera versión de la silva se leía dehesas azules y no campos de zafiro).19 Y viceversa: el sol que seca (digamos que ‘rumia’) la ropa del náufrago toma varios atributos («lamiéndolo apenas», «embiste», «chupa») de ese cornúpeta astral del comienzo de la silva. De entre los gongoristas del tiempo de los Austrias, solo Salcedo Coronel (1636: 16) adelantó que «no será error presumir que [estos versos son] imitación de Ovidio: […] “Flamma diu cunctata caput contingere Santum / Erravit posito / lenta sub usque toro”». Eso sí, el anónimo de Antequera añadiría que «Sinesio dijo que la luna tiene cara de Toro, y Paterno, libro 1: Irai de argento la cornuta fronte» (Osuna Cabe/ o el día noche al morir?» (1615, vv. 9-20). Véase Alonso (1982: 298). Sobre el «paradigma del toro» en las Soledades, remito a Blanco (2016: 309-332). Poggi (2019: 185) ha estudiado «come la formula Era… cuando che lo sorregge avvii una modalità che verrà ripresa lungo tutto il poema per indicare il passaggio tra le sue varie fasie narrative: [1613, vv. 233-238; 1614, vv. 33-36, 706-712]». 17 Bastará citar el soneto A don Pedro de Cárdenas en un encierro de toros, si bien aquí nos topamos con un manso de solemnidad: «Salí, señor don Pedro, esta mañana / a ver un toro que en un Nacimiento / con mi mula estuviera más contento / que alborotando a Córdoba la llana. / Romper la tierra he visto en su abesana / mis prójimos con paso menos lento / que él se entró en la ciudad tan sin aliento, / y aun más, que me dejó en la barbacana» (1614, vv. 1-8). Nótese la semejanza entre los sintagmas «lento lo embiste» (Soledad I, 1613, v. 40) y «con paso menos lento» (1614, v. 6). 18 Dicho pelaje sí que lo encontramos en el soneto «Sacra planta de Alcides, cuya rama» (1585): «tus aras teñirá este blanco toro, / cuya cerviz así desprecia el yugo, / como el de amor la enferma zagaleja» (vv. 12-14). Y también en otro de circunstancias que Góngora consagró a una enfermedad de don Antonio de Pazos, obispo de Córdoba (1586): «De este más que la nieve blanco toro, / robusto honor de la vacada mía» (vv. 1-2). 19 Un toro no muy distinto del que Góngora mencionaría luego en «Los rayos que a tu padre son cabello», un soneto de 1625: «purpureará tus aras blanco toro / que ignore el yugo su lozano cuello» (vv. 7-8).
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zas, 2009: 167). Luego el motivo taurino les resultaba más que expedito a los comentadores. Por otro lado, sobre el íncipit de la Soledad I contamos con el valioso artículo de Dámaso Alonso, «Góngora y el toro celeste» (1982: 289-301),20 y con otros dos más recientes que me parecen ejemplares. Mercedes Blanco (2016: 311-312) ha destacado que los animales con cuernos no dejan de asomar […] a lo largo del relato, […] desde el toro de la cronografía inicial, media luna las armas de su frente, hasta los novillos aún no domados por el yugo, pasando por el macho cabrío, el que de cabras fue dos veces ciento / esposo casi un lustro; […] el cuerno de la abundancia, hecho de diáfanos cristales; los cabritos más retozado res; la terneruela y su madre; el gamo de pululante ramo; […] y los toros que domarán un día los hijos de la pareja [de pastores que se desposan en la primera de las silvas].
Tampoco excluyo que debajo de esa cronografía inicial de la Soledad I perviva la silueta del grabado del Rapto de Europa de Francesco Colonna, incluido en el Sueño de Polifilo (1499) (Blanco, 2016: 331), o acaso de un óleo de Tiziano sobre este asunto; cuando no unos conocidos versos de Os Lusíadas: «Era no tempo alegre quando entrava / Nou robador de Europa a luz Febea / […] / E Flora derramava o de Amaltea» (II, 72a-d; Méndez, 2012: 34). La novedad de la descriptio gongorina, que remozó la depurada antaño por Horacio, Ovidio, Estacio y Nono de Panópolis, precursores todos ellos de la imagen de Petrarca («En la estación que más presto declina», L; «En su más bella edad y más florida», CCLXXVIII), y después de Camoens, que le quitaría el polvo,21 estriba en su genio a la hora de inventar una cronografía en la que «el toro está enfáticamente marcado por su misma ausencia, ya que no es mencionado en los seis versos que instauran el paradigma [Júpiter-toro-robador de Europa], sino aludido en una perífrasis» (Blanco, 2016: 305); y también en la imagen del v. 4: «y el Sol todo los rayos de su pelo».22 Una metáfora, por fin, que no consta en ninguno de los autores de la antigüedad latina o renacentista, como indicó Méndez (2012: 36) al postular que «la identificación de modo específico [de los rayos de Febo] con el pelo del [toro] es una formulación inédita por lo inextricable de dicha coalescencia». Comparto, pues, en lo sustancial, el sensus mythologicus, e incluso el astrologicus, que Méndez quiso ver detrás de la hipotiposis que abre la Soledad I. Y repito que Góngora no aludía a un «níveo toro», es decir, a un bruto ensabanado, como el de las Metamorfosis (II: 852); A la zaga de dos trabajos de Spitzer, tal vez para corregirlos, Alonso (1982: 295) concluyó que «otras veces la representación de ese estar el Sol en la constelación zoomórfica, se intensifica haciendo que la piel y el pelo del animal resplandezcan como si cada pelo fuera oro o fuera rayo del mismo Sol». 21 Véase McGrady (1986). 22 Según Tanganelli (2008: 311), quien se basó en rétores como Vives, Juan de Santiago y Francisco Galés, «es necesario que la primera cronografía de las Soledades no brille, en el plano de la inventio, por su originalidad, porque exactamente la convencionalidad de la res ofrece al lector la imprescindible brújula para orientarse en esta intrincada selva de atrevidas metáforas soldadas a irónicas alusiones mitológicas (el toro que es Júpiter y, a la vez, la constelación homónima en conjunción con el sol)». 20
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aquel que luego Boccaccio describiera en su Genealogie deorum gentilium libri como candidum (II, LII: 1951; II: 107-108). O quizá el morlaco (formoso e bianco tauro) de Angelo Poliziano «formoso e bianco tauro» (Stanze, I, 105a-b). No cuestiono que sea el color dorado el que domine en el astado de la Soledad I; ni siquiera que «acaso pueda entenderse que el minium, o bermellón, con el que se pinta la imagen celeste aluda a la tonalidad propia de la Stella dominatrix de la constelación (Alfa Tauri), “la más brillante de las Híades”: Aldebarán (el Oculus Tauri), cuyo color es, en efecto, “rojo”» (Méndez, 2012: 41). Lo que me interesa es la bizarría de la imagen, ya que no sugiere que el signo de Tauro se ilumine, gracias al sol, cuando este entra en su casilla, sino que el toro de Góngora es ya un sol en sí mismo. Más aún: un «toro-sol» que, gracias a una antítesis de veras formidable, luce media luna en su frente. Y no acaba aquí la cosa: dicha antítesis resulta esencial, a la postre, para crear la primera simetría (o paradigma) de la Soledad I: un paralelo metamórfico en quiasmo, porque será precisamente ese sol —con atributos de toro— quien enjugue («embista») el traje del náufrago. Y tampoco se pierda de vista que don Luis repetiría la idea, que sabía original, trescientos versos después, aunque de forma mucho más elíptica: De lágrimas los tiernos ojos llenos, reconociendo el mar en el vestido (que beberse no pudo el Sol ardiente la que siempre dará cerúleas señas), político serrano, de canas grave, habló de esta manera (I, vv. 360-365; Góngora, 1994: 271).
Por otra parte, la antítesis del «sol lunado» también armoniza a las claras, aunque no se haya insinuado hasta ahora, expandiendo así el paradigma («toro-sol-luna»), con el episodio del carbunclo de la misma Soledad I. Aunque lo glosaré a continuación, me limito a señalar que Góngora escribió en los vv. 75-76 de su silva que piedra, indigna tïara (si tradición apócrifa no miente) de animal tenebroso, cuya frente carro es brillante de nocturno día (Góngora, 1994: 213-215).
Como puede verse, la Soledad I evoluciona desde la imagen del «sol lunado» a la de este nocturno día; y de nuevo por medio de un quiasmo («carro brillante / nocturno día»).23 El segundo de este par de sintagmas fue glosado por Mazzocchi (2010: 22): «[L]a luminosità notturna del carbonchio sulla fronte di un “animal tenebroso” produce un evidente ossimoro (“notturno giorno”). Che tale non sarebbe del tutto se si intendesse día/dies nell’acezione, corrente in latino, di “luce”». Sobre las cronografías de las Soledades, véase Roses (2007: 43-68).
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Que se trata de un tipo de contraste muy del gusto de Góngora lo acreditan un endecasílabo del Polifemo, «pisando la dudosa luz del día» (1612, IX, 72) (Góngora, 2010: 157), el recreo pirotécnico de la Soledad I («Los fuegos pues el joven solemniza, / mientras el viejo tanta acusa tea / al de las bodas dios, no alguna sea / del nocturno Faetón carroza ardiente», 1613, vv. 652-655; Góngora, 1994: 325-327) y también la cronografía «noctur-diurna», por así llamarla, de la canción para el certamen poético de las fiestas que el cardenal don Bernardo de Sandoval hizo con motivo del traslado de la Virgen del Sagrario a una capilla que este le fabricó: Al favor que San Ildefonso recibió de Nuestra Señora, «Era la noche, en vez del manto oscuro» (1616): Fulgores arrogándose, presiente nocturno sol en carro no dorado, en trono sí de pluma que, luciente, canoro nicho es, dosel alado, concentuoso coro diligente, a tanto ministerio destinado: en hombros, pues, querúbicos, María viste al aire la púrpura del día (vv. 9-16).
Así las cosas, las Soledades se abren con la imagen de un sol-toro (y de un torosol) albahío, porque tampoco conviene ignorar otro de los recursos de Góngora: aunque se haya repetido hasta la saciedad que nos batimos el cobre con el artista más oscuro del Barroco, hay que entender que, más allá de esa «vocación hermética», sus tinieblas no siempre derivan del océano de autoridades latinas, que por cierto maneja con fluidez —ya atiendan por Horacio, Ovidio, Virgilio, Estacio, Petrarca o Camoens—, sino de un proceso de metaforización del mundo con el que Góngora se adelantó más de tres siglos al Surrealismo y que el también poeta Luis Rosales (1973: 76) alcanzó a explicar como nadie: «[E]l metaforismo de [su] lengua es algo más que un recurso […] ornamental y se convierte en auténtico metamorfismo». IV. I, vv. 43-44 que hacían desigual, confusamente, montes de agua y piélagos de montes
Vuelve a fundarse aquí Alatorre (1996: 79-80) en el magisterio de Jammes, esta vez para refutarlo: Dice Jammes: «Breve e impresionante visión de un paisaje de tempestad, al anochecer, sintetizada en una hipálage». Yo creo que esto no está bien. La tempestad que causó el naufragio ha quedado muy atrás, por así decir. El Sol de mayo ha sido lo bastante fuerte para chupar la menor onda al menor hilo del traje del náufrago, y ahora nos hallamos
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Los enigmas de la Esfinge: quince notas a la Soledad primera de Góngora en un crepúsculo muy normal: desvanecido el oro en los horizontes de Occidente, mar y tierra quedan de tal manera hundidos en la penumbra que el peregrino no sabe si está viendo montes de agua o piélagos de montes: confusión total: confusamente (imposible distinguir qué es qué). El otro adverbio, desigual[mente], está puesto muy adrede porque hay una «diferencia específica»: no puede compararse la horizontalidad del mar (ni siquiera cuando hay tormenta) con la verticalidad de los montes.
Pellicer (1630: 375-376) había anotado: «[A]penas conoció el extranjero que el Sol iba caminando al ocaso, en que veía que los campos se iban desdorando de la luz solar, y que los montes, en desigualdad confusa, parecían piélagos de agua y las ondas parecían montes». Y lo mismo declaraba el anónimo de Antequera (Osuna Cabeza, 2009: 189), para quien dicha furia marina no parece demasiado posterior al naufragio del peregrino: «Don Luis pasó más adelante la metáfora y dijo: “piélago de montes”, cuando con la venida de la noche no se diferencia la tierra y el mar, y eso quiso decir con aquel “desigual y confusamente”».24 Jammes tiene aquí su parte de razón, pues lo que Góngora nos narra es un episodio desarrollado en un par de secuencias a lo largo de uno o, a lo sumo, dos días. A ver si me explico: el naufragio tuvo lugar una jornada —no se precisa si por la mañana o por la noche— del mes de abril. Y después conoceremos que el peregrino pisó tierra firme, más allá de que esto ocurriera ya al medio día, y tendió su vestido en la arena para que el Sol lo secara («embistiera») con su «dulce lengua de templado fuego». Así lo leyó también Alonso (1982: 626-627): No bien siente nuestro desgraciado extranjero que la dorada luz desaparece del horizonte (de tal suerte que ya el crepúsculo finge a la vista, allá en la lejanía, solo una desigual confusión de espacios de agua que parecen montes y de montes que semejan mares), cuando […] escala […] unos riscos.
Luego no veo desatinado que esas turbulencias que el héroe contemplaba desde la orilla, como cavilando sobre la suerte que había tenido al no perecer entre las olas, se plieguen, muy aristotélicamente, a la misma unidad de tiempo que el citado naufragio, pero formando parte, eso sí, de otra secuencia (dentro de la misma jornada). Además, el náufrago enseguida es acogido por los pastores, cuya hechura virgiliana se antoja segura; y recuérdese que las Bucólicas se distinguían por empezar al amanecer y terminar con el crepúsculo: no en vano, Títiro invitaba a Melibeo a Menos categórica, la teoría de Salcedo Coronel (1636: 25) no anula la de Pellicer, ni tampoco la del anónimo de Antequera: «Apenas el extranjero vio desdorados de la luz del sol los horizontes que hacían con desigualdad confusa parecer los montes piélagos de agua y las ondas del mar levantados montes»; a su juicio «por ausencia del sol», esto es, por la noche. Chemrys (2008: 25-26) entiende que «the attributes of “montes”, specifically the external shape of the mountains, and of “piélagos”, the external form of the sea, are interchanged. […] We become aware of the feelings the peregrino has a he climbs a cliff, caught between a sea of mountainous forms above and below, at a point where the horizons of land and sea merge […] into one confusing reality as a subjective experience becomes comunicable through the development of form». 24
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pasar juntos la noche en la primera de ellas. Despejo, pues, el dilema sobre esa tormenta que, según Alatorre, «había quedado muy atrás», y que yo considero bastante próxima al accidente del héroe. Por último, aunque Góngora acuda a la hipálage «montes de agua y piélagos de montes» solo después de consumado el naufragio, y de nuevo en la Soledad II: Onda pues sobre onda levantada la fiera (horror del agua) cometiendo ya a la violencia, ya a la fuga el modo de sacudir el asta (vv. 487-492; Góngora, 1994: 489),
esta había asomado ya por la Eneida de Virgilio, «aquae mons» (I, v. 105), y en otra de las fuentes que rescaté para explicar el inicio de la Soledad I (Bonilla Cerezo, 2019): me refiero a las Metamorfosis, y en concreto al naufragio de Céix; no antes —ni tampoco después— de que este se produjera. Escribe Ovidio (1990: 450): La celestial región parece llena de olas, y las nubes rociadas; y otras veces se ve la roja arena y con ella las aguas coloradas, y a ratos está el mar ennegrecido, sus espumosas olas allanadas (vv. 927-932).
V. I, vv. 70-83 atento sigue aquella (aun a pesar de las tinieblas bella, aun a pesar de las estrellas clara) piedra, indigna tïara (si tradición apócrifa no miente) de animal tenebroso, cuya frente carro es brillante de nocturno día: tal, diligente, el paso el joven apresura, midiendo la espesura con igual pie que el raso, fijo (a despecho de la niebla fría) en el carbunclo, Norte de su aguja, o el Austro brame o la arboleda cruja.
Jammes anotó (1994: 212-214) que el animal tenebroso es el lobo, según Pellicer; [y] cualquier animal nocturno, según Salcedo. Se ha discutido mucho sobre este pasaje y sobre el origen de la leyenda del carbunclo, piedra maravillosa que brilla en la noche». Luego de remitir a la edición de Alonso, nos invita a leer «el tratado De carbunculis animadversiones, que publicó Cristóbal Pérez de Herrera, […] médico contemporáneo de Góngora; pues, si no estoy mal informado, es una pista que sigue actualmente (tan atento como el “villano” gongorino) mi colega Ignacio Arellano».
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Carreira (2009: 416) se limitó a copiar el dictamen de Salcedo: «“[D]ejose llevar don Luis del error pueril de los que dicen que el carbunco lo trae cierto animal en la cabeza y que de noche resplandece como llamas de fuego”». Aclara, no obstante, que tal animal, según Spitzer (1980: 262-263), es un tigre (en un antiguo poema en francés de Faral, el Roman de Thèbes; y también en The Tiger (1794), de William Blake, en paralelo que le sugirió A. Hatcher); lo que no está claro es por qué lo sigue el villano. Piñero, por su parte, supone que Góngora se refiere al lincurio, o piedra procedente de la orina del lince, mencionada por Plinio, […] tesis ya desechada por Salcedo Coronel.
Dos décadas después de planear aquella «expedición filológica» de la que Jammes se hiciera eco, Arellano (2014) publicó un artículo en el que iluminaba la causa por la que se ha debatido tanto a propósito del animal tenebroso (nocturno) que lucía en la frente un carbunclo que brilla en la oscuridad: se llegó a decir que se trataba de un lobo, de un tigre, de un dragón, de un perro, de una amada desdeñosa (¡!), de un ciervo, de un lince…, pero, en realidad, Góngora se refería a otra bestezuela de la que sí se hablaba por aquel entonces, casi siempre en el ámbito de las Indias, y que atiende por carbunco o carbunclo, igual que la piedra que se afirma que porta en la frente. Tras confirmar el mismo Arellano que el comentarista que más se aproximaba a su lectura es el anónimo de Antequera (Osuna Cabezas, 2009: 197), que había aludido ya al sobrecejo, pero sin decantarse por ninguna especie, asienta su corolario en una cita de la Historia General y Natural de las Indias de Gonzalo Fernández de Oviedo (2.ª parte, libro XX, cap. 10), en unos versos de La Argentina de Barco Centenera, en una octava de la Mosquea de Villaviciosa, en un poema de Figueroa, en un larguísimo etcétera de autores latinoamericanos del siglo xx y hasta en varios blogs. Casi se diría que hemos venido leyendo el pasaje sobre el carbunclo con unas lentes excesivamente cultas y que todo resultaba cristalino para los hombres del Barroco.25 Pero nada más lejos de la realidad, sobre todo desde un artículo de Méndez (2015) en el que, después de probar que el animalillo en cuestión, sea el que fuere, no abunda en los diccionarios ni en las historias naturales de la Edad de Oro, aportó otra fuente, más rara incluso que las del profesor Arellano: un tal Ximénez Savariego, médico rondeño, firmó una bizarra analogía entre el carbunclo y la nutria. Y claro, semejante paralelo «choca de modo notable con la imagen de un animal de monte y ligero en salto y carrera» (Méndez, 2015: 501).26 Sin embargo, al releer el fragmento de la Soledad I, me parece que los apuros son menos semánticos que sintácticos. Góngora no escribió que su náufrago iba Así lo glosa Almansa y Mendoza: «Animal si nocturno tan luciente es el carbunco, que en las tinieblas ilustra con la piedra de su frente la región de la escuridad» (Orozco Díaz, 1969: 202). 26 Quizá haya que suscribir las palabras de Alatorre (1996: 81), por lo que atañe al menos a la cláusula «si tradición apócrifa no miente»: «[L]a explicación de Díaz de Rivas es más “completa” que las de Alonso y Jammes: la “tradición apócrifa” se refiere no solo a la piedra que cierto animal tiene en la cabeza, sino también al provecho práctico que los villanos sacan de su extraordinaria luminosidad». 25
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«fijo en el carbunclo [del carbunclo]», porque sonaría a burda tautología, indigna de él. Por otro lado, si se acepta que debía de pensar que el sustantivo (carbunclo) servía a modo de lanzadera para una metonimia —la piedra como parte de la cabeza de la fiera—, y a la vez para una dilogía, relativa al esotérico animal, habría que entender que ese carbunclo era —al menos para él— la brillante piedra, primero, y el ¿cérvido?, después, hacia el que avanzaba el protagonista. Luego quizá el sintagma de animal tenebroso cuya frente… haya sido matizado por don Luis con una amplificatio que, en paralelo, asume también el papel de aposición clarificadora (carbunclo); un adjunto al que, sin darle respiro a su lector, superpuso otro de carácter náutico («en el carbunclo, Norte de su aguja»). Nótese además cómo ambos periodos vienen introducidos por dos epítetos relativos al peregrino; un par de adjetivos, en fin, que además son sinónimos entre sí: «atento sigue […] aquella piedra de animal tenebroso»; y «fijo […] en el carbunclo».27 Góngora debió suponer, entonces, que sus lectores, anudando dicho esquema sintáctico, resolverían el silogismo sin ningún apuro: «animal tenebroso = carbunclo». No me he olvidado de las autoridades listadas por Arellano. Todo a su tiempo. En un trabajo en el que aspiró a dar respuesta al enigma de otra fiera gongorina —la (o las) que había cazado el cíclope Polifemo, cuyas pieles transformó en una zamarra: «su piel manchada de colores ciento» (1612, IX, v. 68; Góngora, 2010: 157)—, Ponce Cárdenas (2009) razonaba, a partir de textos de Claudiano, Virgilio, Horacio, Ovidio y Estacio, entre otros, que Góngora no discurría aquí sobre un ciervo, ni tampoco sobre ningún tigre (tal como sugirieron Pellicer, Salcedo, Cuesta y Antonio Vilanova), sino acerca de un lince, una de cuyas cualidades, según honda tradición paradoxográfica que remonta a Ovidio y Claudiano, se cifra en que «su orina, al ser expulsada y entrar en contacto con el aire, se solidifica para transformarse en una gema preciosa de potentes virtudes (el lincurio)» (Ponce Cárdenas, 2009: 202). Para aquilatarlo, echó mano de un artículo de Félix Piñero Torre (2002) en el que este demostraba —o eso pretendía él— que el símil del crepúsculo de la Sole dad I por el que correteaba el animal tenebroso solo cobraría sentido a la luz de las leyendas que circularon en torno al lince durante el Seiscientos. Resumiendo: Góngora definió como indigna a la piedra que refulgía en la cabeza del supuesto «lobo cerval» (¡al menos no se trataba ya de un dragón, ni de un perro, ni tampoco de una amada desdeñosa!), pues, según se había ido perpetuando desde las Metamor fosis de Ovidio y la Historia Natural de Plinio, el lincurio nace de la orina del más elegante felino de nuestra península. 27 Dolfi (2013: 157-158) ha comentado que «cuando, por fin, en el v. 82, Góngora menciona su nombre lo hace transformando [la piedra] de complemento de una frase comparativa (“cual [...] el villano / [...] atento sigue aquella / piedra [...]”, vv. 68-71) en directa catacresis de la luz que el náufrago intenta alcanzar: “el joven apresura / [...] / fijo [...] / en el carbunclo” (vv. 78-82). […] La aposición metafórica que Góngora añade al mencionar de manera explícita la palabra “carbunclo” remite más bien a su función, o sea, su ser indispensable guía: es “Norte de su aguja” (v. 82). Esta referencia a la estrella polar (una estrella que es “Norte”) cierra, pues, aquel campo semántico astronómico que quedó como fondo en este segmento de la acción [inicial] del poema».
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Todo perfecto, si no fuera porque no resulta verosímil que dicha gema, excretada por el fantástico animal que elijamos, se traslade como por arte de magia desde el suelo a la frente del lince. Por eso no me convence tampoco la glosa de Manuel Ponce en sus Comentarios a las Soledades (ms. 114 de la RAE, fol. 107v), en los que también Ponce Cárdenas (2009: 230) se abrigó para razonar su hipótesis: «[Ha] tenido esta vulgaridad su fundamento y principio en los ojos del lobo, los cuales en las tinieblas de la noche lucen y resplandecen tanto que parecen un hacha encendida a quien los mira de lejos». ¡Magnífico!, pero por mucho que las pupilas de ese lobo brillaran en la oscuridad, Manuel Ponce se olvidó de explicarnos cómo ese tercer ojo, esto es, el carbun clo, pasó a adornar como una tiara la frente del —por ahora— lince. También juzgo improbable que los villanos que corrían por aquellas selvas a la caza de tesoros confundieran los destellos que salían de la vista del felino solo con una y no con dos piedras preciosas. Huelga insistir, pues, en que difícilmente se podrá establecer, al menos para este pasaje, una plena identidad entre el «carbunclo» y el más plebeyo «lincurio» En definitiva, no cuento con otros avales que los del citado paralelismo sintáctico, el par de aposiciones («atento sigue» y «fijo en el carbunclo), la metonimia y la dilogía, relativas tanto a la piedra como al propio animal (carbunclo), que esta vez, a diferencia de lo que ocurría en el Polifemo, no parece un lince, ni una especie de ocelote o gato onza. Por eso voy a sumar una ficha en la que nadie ha reparado: la deslicé en un trabajo de hace cuatro años (Bonilla Cerezo, 2015) y se ocultaba en una olvidada retórica de 1629: el Templo de la elocuencia castellana de Jacinto Carlos Quintero: «[N]uestro don Luis de Góngora […], al carbunco, animal que tiene en la frente el lucimiento de su piedra, [lo llama] carro brillante de nocturno día (Quintero 1629: 15v)». Qué noticias tuviera el padre Quintero sobre la existencia de los carbunclos es harina de otro costal, pero no debería caer en saco roto que apenas un bienio después de la muerte de Góngora, cuando la controversia en torno a las Soledades estaba en toda su pompa, un modesto predicador salmantino interpretó sin problemas —«el carbunclo es un animal, además de la piedra que brilla en su frente»—, y seguramente otros muchos como él, unos versos que parecían necesitar de la ciencia del más imaginativo de los zoólogos. Solo una apostilla final. Jammes (1994: 212) explicó que la cabeza [del carbunclo] es indigna, no la tiara: hipálage sencilla, cuya génesis se discierne en las dos versiones anteriores de este verso: «diadema o tïara / de bien indigna frente» y «piedra, indigna tïara / de bien indigna frente».
Y Méndez (2015: 520) acabó por darle la razón: … debe además asumirse que hay una implícita metonimia, totum pro parte, al nombrarse a la diadema o a la tiara; pues no puede proponerse su equivalencia literal con
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Resulta divertido, no obstante, que Pellicer (1630: 378-379) se lavara las manos y omitiese de su glosa el epíteto indigna: «[E]l labrador, de noche, sigue el carbunclo que lleva en la cabeza el lobo, la tiara, aún hermosa, a pesar de las tinieblas; aún clara, a pesar de las estrellas». Por el contrario, Salcedo Coronel (1636: 29) sí que se mostró rotundo; y adelanto que su lección difiere de las de Jammes y Méndez: «… aquella piedra […] que sirve de corona indigna o tiara, esto es, que la trae indignamente en la cabeza del animal tenebroso». Esta vez estoy de acuerdo con Salcedo. Por dos motivos: 1) la segunda de las primitivas versiones de las Soledades repite el adjetivo indig na a propósito de la tiara y también de la frente, que no es sino una sinécdoque por la cabeza del (animal llamado) carbunclo; sin que en ningún caso haya que colegir que la primera resulta indigna a consecuencia de la segunda, ya se elija la tiara, o bien la frente, como su término de comparación.28 2) por otro lado, un poeta tan original como Góngora pudo introducir una serie de pequeños ajustes en su metáfora para evitar la redundancia del epíteto in digna, que sin duda le incomodaría. Opino, pues, que indigna se refiere solo a la tiara, y no a la cabeza del carbunclo, porque si damos por bueno, según he indicado, que don Luis confiaba en que sus lectores asociarían al carbunclo con un animal, y no solo con la piedra, dicha tiara sería entonces la gema en cuestión, centelleando encima de los ojos; una piedra que, a modo de tercer «ojo-diadema», coronaba la frente —y el otro par de ojos— de la misteriosa fiera. VI. I, vv. 243-246 Otra con ella montaraz zagala juntaba el cristal líquido al humano por el arcaduz bello de una mano que al uno menosprecia, al otro iguala.
28 Sobre las redacciones de las Soledades, véanse Alonso (1982: 423-441), Jammes (1994: 7-22) y Roses (2008: 97-130). Alonso (1982: 627-628), por otro camino, lo interpreta igual que yo: «[P]iedra luminosa […] que trae en su cabeza cierto animal amigo de la oscuridad, de tal modo que la piedra es como corona o tiara, que, indignamente—sin merecerlo— lleva en la cabeza, y la frente del animal, con el resplandor de la piedra, parece un brillante carro de un sol nocturno». Lo mismo piensa Roses (2008: 118-119): «[En la última versión], se mantiene la voz “tiara”, aunque calificada ahora mediante hipálage con el adjetivo “indigna”, ya que este vocablo era aplicado a “frente” en la versión primitiva».
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Según Jammes (1994: 248), Salcedo y Pellicer se atienen al sentido de «acueducto», «encañado», que es en efecto el que da Covarrubias s. v. arcaduz, pero el que aquí conviene es el de «cangilón», porque la mano de esta serrana, en su ir y venir entre el agua y su cara, imita el movimiento de una noria. […] Pellicer entiende que la serrana estaba bebiendo; Díaz de Rivas, Salcedo y el Abad de Rute […], que se estaba lavando; D. Alonso admite las dos interpretaciones (y con él Wilson), pero parece preferir la de Salcedo; Jones es de la misma opinión. A mí también me parece más natural imaginar a esta serrana refrescándose; además, si la evocara bebiendo, se puede suponer que Góngora hubiera aludido al color rojo de sus labios, y no a la blancura de su cara.29
Jammes no se equivocaba, porque Góngora unió aquí dos cristales: los del agua y los del rostro de la «montaraz zagala», delicadísimos, casi transparentes, en imagen típica de su poesía. Basta con leer la descripción de Galatea en el Polifemo: «fugitivo cristal, pomos de nieve» (1612, v. 328). La octava XXVII de la fábula del cíclope y la nereida, menos metafórica que los versos que nos ocupan, permite suscribir la idea de Jammes: «Caluroso, al arroyo da las manos, / y con ella las ondas a su frente» (vv. 209-210). Mutatis mutandis, Acis hacía el mismo gesto que la pastora de la Soledad I. Y lo mismo vale para la XXIV: «su boca dio y sus ojos, cuanto pudo, / al sonoro cristal, al cristal mudo» (vv. 191-192). Ponce Cárdenas (2010: 257) ha explicado que «el cuerpo yacente de Galatea es “cristal mudo” […] y las rumorosas aguas del arroyo son “cristal sonoro”». Otro soneto («En el cristal de tu divina mano», 1609) que nunca se ha emparentado con la Soledad I, ratifica que si Góngora hubiera pensado —en los versos que nos ocupa— en ese gesto de acercarse la mano a la boca para beber, habría descrito, como poco, el «rojo de los labios» de la pastora; por no decir que habría usado el verbo en cuestión («bebí») de forma más explícita, como en el primer cuarteto de este poema: En el cristal de tu divina mano de Amor bebí el dulcísimo veneno, néctar ardiente que me abrasa el seno, y templar con la ausencia pensé en vano (vv. 1-4).30 29 Según Collins (2010: 25), «el perfil de los objetos […] empieza a borrarse y desestabilizarse bajo la presión retórica y perspectival [sic] del gongorismo. Así que, por la magia transformacional del poeta, la bella mano de una pastora, el agua cristalina de un arroyo y la imagen de un arcaduz se funden y confunden en la Soledad I». 30 Acerca de los vv. 243-246 de la Soledad I, Dolfi (2013: 160) ha señalado que «sobra observar que la catacresis “cristal” aparece incluso como acostumbrada hipérbole de la belleza femenina: unas veces se afirma sólo por su significado cromático (como en el v. 244 donde los dos referentes —piel cándida y agua transparente— se suman para proponer una comparación desigual en lo transparente y en lo nítido: la zagala, cogiendo el agua con su mano, “juntaba el cristal líquido al humano”); otras veces, en cambio, recupera también su propia componente matérica. Es el caso por ejemplo, de las piernas y de aquellas partes que, dejadas descubiertas por la falda, se denominan respectivamente “columna bella / dispensadora del cristal no escasa” y “pedazos de cristal” (vv. 545-49)».
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VII. I, vv. 350-355 Menos en renunciar tardó la encina el extranjero errante, que en reclinarse el menos fatigado sobre la grana que se viste fina su bella amada, deponiendo amante, en las vestidas rosas su cuidado.
El participio latino (amante) se refiere al sintagma «el menos fatigado», y desempeña la función de predicativo, ya que el complemento directo de deponiendo es el sintagma su cuidado. Yo lo editaría así: «su bella amada, deponiendo, amante, / en las vestidas rosas su cuidado». Otro asunto es el de las vestidas rosas, que, con cierta gazmoñería, Salcedo despachó con una notita que despista más que aclara: «Llama a las serranas vestidas rosas por su juventud y su belleza». Jammes (1994: 270), en cambio, sí invita al lector a que disfrute con «la gracia y la libertad de las actitudes sugeridas»; un consejo que luego puliría en su prosificación (Jammes, 1994: 271): «… antes de que el menos cansado de los serranos hubiera acabado de tenderse sobre la basquiña de grana fina de su bella amada, olvidando en su regazo sus cuidados de amor». Vázquez Siruela (fol. 85r) aporta una fuente algo más recóndita: las Epístolas de Filóstrato. Sea como fuere, queda claro que los exégetas antiguos, a fuer de recatados, erraron el tiro, porque las vestidas rosas no conciernen, según creía Salcedo Coronel, a las serranas en sentido amplio. Imposible —salvo milagro o caso de extrema fortuna— que el peregrino de las Soledades apoyara, ¡y a la vez!, su cabeza en más de un regazo. Jammes introdujo aquí el término basquiña («ropa o saya que traen las mujeres desde la cintura al suelo», Aut., s. v.), que Góngora no utilizó. Aunque concedo que el regazo, y por extensión las vestidas rosas, podrían referirse al vientre de la pastora, apostaría por una imagen bastante más lírica e incomparablemente más erótica: las vestidas rosas, en plural, acaso metaforicen aquí el pecho de la zagala, cubierto por un vestido, o quizá por un corpiño —no por una basquiña—, también de color grana. Recordemos ahora la querencia de don Luis por celebrar el busto femenino con otras imágenes de refinada sensualidad: si los senos de Galatea eran pomos de nieve (v. 329), o sea, dos lucidísimas manzanas a las que Acis —igualado con Tántalo en la octava XLI («imita al siempre ayuno en penas graves»)— se vio obligado a renunciar durante unos minutos, nada impide pensar que en la Soledad I el pecho de la pastora se «reimagine» como unas vestidas rosas. Cacho Casal (2014), en virtud del celebérrimo soneto XXIII de Garcilaso, aquel que comienza «En tanto que de rosa y azucena», nos ha enseñado que la palabra «rosa» encerraba un significado erótico en el Siglo de Oro. Y otra de las cimas de las letras españolas, la Noche oscu ra del alma de san Juan de la Cruz —que no traigo como modelo de los versos de Góngora, porque en las liras del fraile carmelita la imagen («azucenas») alude al 48
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pecho del Amado—, ayudaría, al margen del trueque de las rosas por las azucenas, a entender ese gesto del serrano y, más aún, el lugar exacto donde reposó su cabeza: En mi pecho florido, que entero para él solo se guardaba, allí quedó dormido, y yo le regalaba, y el ventalle de cedros aire daba. […] Quedeme y olvídeme, el rostro recliné sobre el Amado, cesó todo y déjeme, dejando mi cuidado entre las azucenas olvidado (San Juan de la Cruz, 2002: 207).
VIII. I, vv. 368-370 dio el primer alimento al que, ya deste o de aquel mar, primero surcó, labrador fiero.
Corrijo la puntuación de Jammes. Este pasaje debería editarse así: dio el primer alimento al que, ya deste o de aquel mar primero, surcó, labrador fiero.
La clave radica en la correlación entre el primer alimento y aquel mar primero, que a mi juicio sería el Egeo, juzgado por Góngora y los hombres de su tiempo como el más antiguo. La expresión «este [mar]» se referiría en cambio al Tirreno. Jammes (1994: 272) glosaba con detalle y modestia apreciables que «sin referirse únicamente a los Argonautas, de los que hablará más adelante (vv. 397-402), [don Luis] alude a la diversidad de las tradiciones, que sitúan aquella primera expedición marítima en el mar Egeo, pero prolongan su vuelta hasta el Tirreno y las columnas de Hércules». Repito, sin embargo, que el epíteto primero completa aquí a mar, y no a labrador primero, como de hecho constaba en la primera redacción de la Soledad de los campos, que el propio Jammes (1994: 272) transcribe con esmero. IX. I, vv. 453-456 Tantos luego astronómicos presagios frustrados, tanta náutica doctrina, debajo aun de la zona más vecina al Sol, calmas vencidas y naufragios
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Alatorre (1996: 84) explica que los astronómicos presagios de este verso, dice Jammes, «no sé exactamente a qué aluden». Yo propondría ligarlos simplemente con la náutica doctrina del verso siguiente: hasta finales del siglo xv, las cartas de navegación («náutica doctrina») se apoyaban en las especulaciones de los cosmógrafos «clásicos» sobre la inhabitabilidad de la Zona Tórrida («astronómicos presagios»). Pero los descubridores no se arredraron por lo uno ni por lo otro.
De nuevo acudirán en nuestro auxilio varios de los gongoristas barrocos. Sobre la expedición de Vasco de Gama, Pellicer (1630: 468) avanzó la tesis de Antonio Alatorre: «… desatendiendo tantos presagios de la astronomía, tanta doctrina de la marinería». Por su parte, Salcedo Coronel (1636: 250) observaba que lo más meritorio de la ruta hasta las Indias tuvo lugar «después de haber doblado [el almirante] el promontorio o cabo de Buena Esperanza, burlando tantos presagios astronómicos, que repugnaban aquella empresa como imposible». Un poco más preciso se muestra el anónimo antequerano (Osuna Cabezas, 2009: 290) al remitir a «nuestros historiadores, que tratan de la India Oriental y de los horrendos naufragios que han sucedido en este cabo, con los vientos tan grandes como hay». Finalmente, ya en nuestros días, ni Alonso (1982: 640), ni Carreira (1986: 221), ni Beverley (1993: 94) repararon en esta duda de Jammes. Añadiré que al socaire de otro famoso pasaje en el que también se alude al cabo de Buena Esperanza, Vázquez Siruela (fol. 125v-128r) citaba «al autor del Moreto, que comúnmente se atribuye a Virgilio», exhortando a una consulta de los comentarios de Martín del Río y también de la obra de Columela. Luego, ya se tratara de astrónomos o de historiadores —el anónimo antequerano no concreta ningún nombre—, la lección de Alatorre me parece la correcta. De hecho, creo que el pasaje apenas entraña dificultad. Góngora no pensaba en uno u otro astrónomo, cualesquiera que estos fuesen. Para qué negarlo, a veces los editores le buscamos tres pies al gato solo por el placer de hacerlo. X. I, vv. 534-539 Alegres pisan la que, si no era de chopos calle y de álamos carrera, el fresco de los céfiros rüido, el denso de los árboles celaje, en duda ponen cuál mayor hacía guerra al calor o resistencia al día.
Según Jammes (1994: 304), en el v. 536 hay un anacoluto: «[L]os dos primeros versos de la frase quedan sin continuación gramatical directa». Tal vez podría resolverse así: «Alegres [las serranas y el peregrino] pisan [la que no era] calle y carrera de chopos y carrera de álamos, respectivamente [porque se reparten sin un orden 50
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preciso]; [y] ponen en duda cuál hacía mayor guerra al calor o resistencia al día: el fresco ruido de los céfiros [o] el denso celaje de los árboles». Me separo esta vez de Pellicer (1630: 480), que lo glosó de otra manera: «[Y] así comenzaron a caminar por entre los árboles, donde lo denso de las ramas y lo suave del Céfiro, que por entre ellas corría, dejaban en duda si hacía más guerra al calor el aire o más guerra al sol las hojas». El sujeto del sintagma poner en duda vuelven a ser aquí las serranas y el peregrino. Comparto por el contrario la idea de Salcedo Coronel (1636: 122): «[E]ra tan apacible su confusión que ponía en duda con el fresco ruido de los vientos que en ella corrían y la densidad de sus árboles cuál era mayor, o la guerra que hacía el fresco al calor o la resistencia que hacía lo denso de las ramas al sol, para que no penetrasen sus rayos la espesura». Transcribo ahora la paráfrasis de Alonso (1982: 643), similar a la mía: Y así comienzan a andar por el bosque, que, si bien no tenía sus árboles distribuidos formando carreras de álamos y calles de chopos, era tan agradable en cambio su desorden que entre el fresco ruido de los céfiros y la densa enramada de los árboles sería difícil determinar [por parte de las serranas y el peregrino] quién hacía más guerra y resistencia, si el fresco ruido al calor o si el follaje a la luz del día.
Y por último la de Carreira (1986: 255), que estimo algo más ambigua, toda vez que el sujeto parece ser de nuevo el ruido de los céfiros y el denso celaje de los árbo les: «Pisan alegres la que, si no era calle de chopos y carrera de álamos, el fresco ruido de los céfiros, el denso celaje de los árboles, ponen en duda cuál hacía mayor guerra al calor o resistencia al día».
XI. I, vv. 566-572 El menos ágil, cuantos comarcanos convoca el caso, él solo desafía, consagrando los palios a su esposa, que a mucha fresca rosa beber el sudor hace de su frente, mayor aun del que espera en la lucha, en el salto, en la carrera.
Jammes (1994: 310), y después Alatorre (1996: 73), postularon que el heptasílabo «que a mucha fresca rosa» cabe entenderlo de dos formas: Pellicer expone bien su ambigüedad y las discusiones que podía suscitar entre los gongoristas: «el sentido que esto tiene no es muy fácil: yo decía que los serranos, fatigados con el cansancio y fatiga de las cargas que llevaban, sudaban y llegaban al rostro de sus mujeres, y entre las rosas de sus mejillas enjugaban el sudor; pero nuestro amigo Gabriel
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Rafael Bonilla Cerezo de Roa, gran poeta, gran amigo de D. L. y grande imitador suyo, de cuyo M. S. me he valido, me advirtió que lo que D. L. quiso decir allí, era que cada zagala limpiaba a su esposo con puñados de rosas deshojadas el sudor de su frente. A mí se me hace duro: otro lo decida». La segunda lección es también la de Salcedo («limpiando con pétalos de rosas los rostros sudorosos de sus enamorados», y la adoptan D. Alonso («con muchos pétalos de rosas deshojadas») y Carreira. A mí me parece tan verosímil la primera como la segunda, con tal que se modifique ligeramente la fórmula de Roa, quitando el epíteto «deshojadas». O bien la esposa (es decir, la prometida, no la mujer, como dice Pellicer por error) del jactancioso, dejando momentáneamente el grupo de las serranas, acerca cariñosamente su cara a la de su prometido, para que le dé un beso: en este caso, las frescas rosas son metáfora de sus mejillas; o bien se quita la corona de rosas que lleva en la cabeza (la corona que compuso con las flores cogidas en la margen del arroyo (vv. 247-250) y la pone en la de su prometido, coronándole festivamente como vencedor, ya que vencedor se proclama: este ademán, tierno y burlón, me parece corresponder mejor al gusto de Góngora (Jammes, 1994: 310).31
No tengo dudas de que la lección más segura es la de Pellicer. Por la sola razón de que la metáfora pura de las rosas para referirse a una zona del rostro —en este caso las mejillas— de la mujer (o de una divinidad mitológica, como la Aurora) es muy habitual en Góngora. Se halla, de hecho, en la propia Soledad I: «cuando a nuestros Antípodas la Aurora / las rosas gozar deja de su frente» (1613, vv. 636-637; Góngora, 1994: 323). Véase cómo parafraseó Jammes (1994: 323) estos dos últimos versos: «[C]uando la Aurora ilumina el otro hemisferio, dejando gozar las rosas de su frente a los pueblos que viven en la parte opuesta de la tierra». Volviendo a los que nos interesan (1613, vv. 566-572), opino que por muy exigente que Góngora fuera consigo mismo y con sus cultos lectores, no habrá ninguno que, a estas alturas del texto, recuerde que ¡más de trescientos versos atrás! (1613, vv. 247-250) una pastora se había adornado el pelo con una corona de flores: Del verde margen otra las mejores rosas traslada y lilios al cabello, o por la matizado o por lo bello, si Aurora no con rayos, Sol con flores (Góngora, 1994: 249).
Además, Góngora escribe que se trata de otra pastora; distinta, en suma, de aquella montaraz zagala de los vv. 243-246, la cual —que sepamos— no se tocaba con corona de ninguna clase. Y tampoco hay noticias de que la esposa mencionada por don Luis en el v. 568 sea la misma de antes (vv. 243-246). Una pastora de veras hacendosa, a tenor de lo dicho, si aceptamos la tesis del adorno floral, pues se habría molestado (¡a saber por qué!) en separar las azucenas de esas rosas que con tantísimo esmero se dedicó a entretejer —insisto— trescientos versos antes solo para enjugar ahora la cara de este serrano. Dúdolo mucho. Beverley (1998: 99) adoptó la opinión de Pellicer.
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Mejor valdría detenerse, caso de seguir la pista de la corona, en los vv. 786-791 del epitalamio de la Soledad I: Claveles del abril, rubíes tempranos, cuantos engasta el oro del cabello, cuantas (del uno ya y del otro cuello cadenas) la concordia engaza rosas, de sus mejillas siempre vergonzosas purpúreo son trofeo (Góngora, 1994: 357).
En efecto, se nos habla aquí de una corona, pero no me convence la prosificación de Jammes (1994: 357): Todos los claveles —rubíes tempranos del abril— que engasta el oro de su cabello, todas las rosas que engarza la concordia, encadenando de ahora en adelante los cuellos de ambos desposados, son el trofeo purpúreo de sus siempre vergonzosas mejillas, vencedoras de los claveles y de las rosas.
Es su conclusión la que me desazona: no creo que Góngora diga que las mejillas de esta pastora son «vencedoras de los claveles y de las rosas», sino que el sustantivo trofeo posee aquí el valor de «adorno»: luego estas rosas, gracias a su esponjosidad, engalanarían, rozándolas apenas, las mejillas de la novia. El anónimo antequerano (Osuna Cabezas, 2009: 334) escribió que don Luis dijo vergonzosas las mejillas o por el color rosado (como Claudiano, De Nuptiis Honorio et Marie, v. 268, […] donde puso la causa por el efecto, y dijo pudorem por ruborem, que después le llama sanguine, o por la vergüenza de que suelen vestirlas las doncellas, como muy propia del recogimiento virginal, como notó Tibulo: «Virgineus teneras stat pudor ante genas». Y Virgilio, 1, Geórgicas: «at si virgineum suffuderit omne ruborem».
A mi parecer, la «mucha fresca rosa» del v. 569 es metáfora pura por las mejillas de la zagala. Lo valida el temprano soneto «Tras la bermeja Aurora el Sol dorado» (1582): Tras la bermeja Aurora el Sol dorado por las puertas salía, del oriente, ella de flores la rosada frente, él de encendidos rayos coronado (vv. 1-4).
Se me podrá objetar que Góngora usa aquí el verbo coronar y que, por tanto, mi tesis flaquea un poco. Pero no se ignore que el poeta señala que la Aurora corona de flores, y no de rosas, su rosada frente; es decir, una frente que cabría identificar con la propia flor («rosa»). La imagen quedaría aún más clara en otro soneto del mismo año, «Cual parece al romper de la mañana» (1582), donde el cordobés sí que explicitó tanto los términos reales de la imagen como los metafóricos: 53
Rafael Bonilla Cerezo Cual parece al romper de la mañana aljófar blanco sobre frescas rosas, o cual por manos hecha artificiosas bordadura de perlas sobre grana, tales de mi pastora soberana parecían las lágrimas hermosas sobre las dos mejillas milagrosas, de quien, mezcladas, leche y sangre mana (vv. 1-8).
Y lo repetiría en la décima «Vamos Filis al vergel» (1619): Vamos Filis al vergel, y dejarás envidiosa de tus mejillas la rosa, de tus labios el clavel (vv. 1-4).
Finalmente, traigo a capítulo uno de los sonetos más logrados del Siglo de Oro; aquel que comienza: Ilustre y hermosísima María, mientras se dejan ver a cualquier hora en tus mejillas la rosada Aurora, Febo en tus ojos, y en tu frente el día (1583, vv. 1-4).
Sirvan como estrambote, el romance «Famosos son en las armas» (1590), en el que se puede leer: Sembró de purpúreas rosas la vergüenza aquella tez que ya fue de blancos lilios, sin saberla responder (vv. 81-84);
y la descripción de la moza en aquel otro que se abre con el octosílabo «Dejad los libros ahora» (1590): la ceja, entre parda y negra, muy más larga que sutil, y los ojos, más compuestos que son los de quis vel qui, entre cuyos bellos rayos se deriva la nariz, terminando las dos rosas, frescas señas de su abril (vv. 17-24).
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XII. I, vv. 767-770 «Ven, Himeneo, ven donde te espera, con ojos y sin alas, un Cupido cuyo cabello intonso dulcemente niega el vello que el vulto ha colorido».
Jammes (1994: 350) aprobó la conclusión de Jones sobre este apóstrofe: «Su largo pelo infantil desmiente el vello que cubre [el rostro de Cupido]», dando a niega su sentido figurado habitual, mientras Salcedo, seguido por D. Alonso y Carreira, lo interpreta de modo más concreto: «cuyo cabello no cortado encubre el vello que da color a su rostro». […] Yo también he adoptado esta versión, aunque es más sutil la primera, por esa contradicción que implica entre lo pueril de los cabellos largos y lo casi varonil ya del vello o del bozo.
Sorprende que ningún comentarista lo haya relacionado con la descriptio viri de Acis en las octavas XXXIV-XXXV del Polifemo, de la que los versos de las Soleda des son una suerte de adaptación: […] A pesar luego de las ramas, viendo colorido el bosquejo que ya había en su imaginación Cupido hecho con el clavel que le clavó en su pecho, de sitio mejorada, atenta mira en la disposición robusta aquello que si por lo suave no la admira, es fuerza que la admire por lo bello. Del casi tramontado sol aspira a los confusos rayos su cabello; flores su bozo es, cuyas colores, como duerme la luz niegan las flores (vv. 277-280; Góngora, 2010: 166).
Este par de octavas avalarían las sucesivas lecciones de Alonso, Carreira y Jammes, en el supuesto de que las interpretemos así: el pelo de Acis luce confusos rayos que lo equiparan con un tramontado sol. Y como tramontar es la acción por la que ‘el Sol en su ocaso se oculta de nuestro horizonte detrás de los montes’ (Aut., s. v.), habrá que concluir que el cabello de Acis era castaño, como observó Carreira (1986: 187), o bien «rubio ceniza» (Ponce Cárdenas, 2009: 140). El mismo Ponce Cárdenas (2009: 111-170) razonó cómo la troquelación metafórica del bozo-flor aparecía ya en las traducciones italianas de las Metamorfosis de Ovidio. Y recicla otros ejemplos que pudieron espolear la creatividad de Góngora en el Epitalamio de Paladio y Celerina (vv. 39-43) de Claudiano, en el Epithalamium Laurentii (vv. 15-16), atribuido al mismo vate alejandrino, y en la paráfrasis de la Tebaida de Estacio que firmara Juan de Arjona (octavas 159-162, 198-200). 55
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Añadiré que Góngora la había empleado ya en el romance burlesco «Despuntado he mil agujas» (1596); dieciséis años antes, pues, de escribir el Polifemo: Galanes, los que acaudilla el del arco y del virote, o tengáis el bozo en flor, o espinas en el bigote (vv. 9-12).
Más arduo se antoja el tema del bozo de Acis, que es el que nos interesa. No estoy seguro de que esta lección de Carreira (1986: 197) sea la correcta: «[D]uerme la luz no significa el crepúsculo, como entiende Alexander Parker, ya que la escena transcurre al mediodía, sino los ojos de Acis». Considero que Ponce Cárdenas (2009: 140-141) lo ha explicado mejor al apuntar no a los ojos del garzón siciliano, sino a los de Galatea: [P]ese a que Galatea alcanza a ver que el cabello del joven héroe tiene las tonalidades del sol a la hora del crespúsculo, para ésta resulta imposible distinguir de qué color es su barba incipiente. Lo único que se percibe de ella es que resulta un adorno viril, una flor más de su hermosura.
Convendría intuir aquí una metáfora floral relativa al rostro de Acis. Si unas octavas antes (en la XIV) leímos que la cara y la piel rosada de la ninfa eran la consecuencia natural de que Purpúreas rosas sobre Galatea la Alba lilios cándidos deshoja: duda el Amor cuál más su color sea, o púrpura nevada, o nieve roja (1612, vv. 105-108),
en un pasaje con varios ecos de las Imagines de Filóstrato y de los versos de Ausonio, Garcilaso y fray Luis, por lo que atañe a la nieve roja (Palomares, 2014: 104-111), es natural que el novio de la hija de Doris —que también descendía de una ninfa, Simetis, que lo había concebido con un varón («Era Acis un venablo de Cupido, / de un fauno medio hombre, medio fiera, / en Simetis, hermosa ninfa habido», 1612, XXV, vv. 193-195)—, con vistas a desviarse del monstruoso Polifemo —«un monte de miembros eminente» (VII, 49)—, se defina por lucir un rostro metaforizado con términos florales: luego lo que sugiere Góngora en la octava XXXV es que el bozo del mancebo, o sea, la pelusa de su bigotillo, reimaginado como «flores», niega («encubre») igual que cuando duerme la luz, o sea, a la hora del crepúsculo, las otras flores; y esas otras flores, en principio, serían cándidos lirios, por analogía con los que formaban el rostro de Galatea. Nótese cómo duplica esta idea en la canción Al conde de Lemus, habiendo venido nueva de que era muerto en Nápoles («Moriste en plumas no, en prudencia cano», 1614): 56
Los enigmas de la Esfinge: quince notas a la Soledad primera de Góngora Cuando de flores ya el vulto se viste, al fogoso caballo Valenzuela purpúreas plumas dándole tu espuela (vv. 37-39).
Según Micó (2001: 62-63), Góngora describe [en el Polifemo] el bozo incipiente del joven Acis con una metáfora (flores) que puede hallarse en Virgilio (Eneida, VIII: 160; IX: 181), Silio Itálico (III: 84) y otros autores más modernos, pero la originalidad —y la dificultad— del pareado está en la curiosa explicación de por qué no se distinguen bien las tonalidades de ese bozo florido. La luz es la de los ojos de Acis: aquella duerme porque éstos están cerrados y, en consecuencia, las flores no dejan ver (niegan, «ocultan», por la falta de luz) sus colores.
Casi nada se puede añadir a un artículo de Ly (2013: 109-110) en el que pasa revista a la imagen «bozo-flor», pues se trata del único hasta la fecha que ha espejado la octava XXXV del Polifemo sobre los vv. 767-770 de la Soledad I: En ambos textos, el bozo y el vello aparecen negados, aquí por el cabello intonso, allá (si se acepta mi lectura) por sufrir el bozo el impacto semántico de la luz dormida del casi tramontado sol y del color apagado, semioscuro, del cabello parecido a los confusos rayos del sol poniente. Es obvia la originalidad del color atribuido al cabello de Acis en la Fábula: oro y rayos solares, por cierto, pero oscurecidos por la mención del casi tramontado sol. En ambos casos, lo que parece importarle al poeta es una paradoja: afirmar la presencia de los colores y flores del bozo como colores y flores de la primavera juvenil, negándolos. Pero mientras que en la Soledad la doble equivalencia vello = flores y cabello = rayos se da como complemento de la expresión literal, en el Polifemo van tan estrechamente intrincadas la dicción literal y la metafórica que la densidad de la escritura produce la meraviglia, el pasmo ante la (aparente) opacidad del significante flores.
Otro texto que ayuda a solucionar tan florido enigma es la prosopografía de Píramo en el romance «La ciudad de Babilonia» (1618), si bien aquí la metáfora sobre la piel de sus mejillas (raso) no contribuye a nuestros propósitos, ni tampoco la sobria descripción del bozo: Su copetazo pelusa si tafetán su testuzo, sus mejillas mucho raso, su bozo poco velludo. […] Al fin en Píramo quiso encarnar Cupido un chuzo, el mejor de su armería, con su herramienta al uso (vv. 113-124).
Respecto al sintagma cabello intonso, fue Martín Vázquez Siruela (154r) quien dio con la fuente exacta: el libro 3, capítulo 4, de la poesía de Tibulo: «Intonsi crines longa cervice fluebant / spirabat Syrio mirtea rore coma». 57
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XIII. I, v. 797 flechen mosquetas, nieven azahares
Alatorre (1996: 85-86) comentó sobre este endecasílabo que según Jammes, Góngora dice flechen «porque la mosqueta… tiene espinas». A mí no me convence esa ecuación espinas = flechas. No creo que venga al caso. Lo que Góngora dice es que parece caer una nevada, pero son azahares; parece caer una lluvia de flechas, pero son mosquetas. La ecuación va por otro lado. La mosqueta, como oportunamente explica Jammes, es una «rosa pequeña muy olorosa». ¿Y qué son los azahares sino flores pequeñas muy olorosas? En la aromática y leve lluvia no tienen nada que hacer las espinas de la mosqueta, aparte de que unas y otras flores irían desprendidas de su tallo.
Otro vistazo a los libros de los mejores escoliastas arroja nueva luz sobre este verso, tan perfumado como espinoso. Pellicer (1630: 500), Salcedo (1636: 161) y el anónimo de Antequera (Osuna Cabezas, 2009: 337-338) hallaron el modelo directo, que esta vez se ocultaba en el Epitalamio de Claudiano en honor de Paladio y Celerina: «[…] lapsu meliore volantem / ut talami tetigere fore, tum vere rubentes / desuper invertunt calatos largosque rosarum / imbres et violas plenis sparsere faretris, / colectasque Veneris prato […]»32. Pero lo que nos concierne es el paralelismo, también citado por Jammes (1994: 360), que estableció Salcedo Coronel (1636: 161) entre los versos de la Soledad I y la octava XLIII del Polifemo: Los unos de estos Amores derramen de sus argentados carcajes mosquetas y azahares. Alude a lo que fingieron los poetas antiguos que hacían las gracias, o estos Cupidillos en las bodas. Ya lo notamos en el comento del Polifemo, estancia 43, explicando aquellos versos: «Cuantas produce Pafo engendra Gnido / negras vïolas, blancos alhelíes, / llueven sobre el que Amor quiere que sea / tálamo de Acis ya, y de Galatea».
Entre los modernos, Alonso (1982: 652) dio en el clavo con su prosificación: Ven, Himeneo, y haz que los menos vulgares de los amorcillos, hijos de las ninfas hermosas que oculta el bosque, den al aire las plumas de sus alas, y mientras unos vierten con sus plateadas aljabas una lluvia, no de flechas, sino de mosquetas, y una nevada de azahares, vigilen otros la aldehuela.
Incluso en los contados casos en los que Jammes marró el tiro, asombra su agudeza crítica. Nótese que Góngora, ceñido al magisterio de Claudiano, mencionó las violas y los alhelíes en la octava XLIII del Polifemo; mientras que en las Soledades 32 «Vacían encima canastillos rojos de flores primaverales y abundante lluvia de rosas, y esparcieron de sus repletas aljabas violetas recogidas en las praderas de Venus».
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se decantaría por las rosas mosquetas y los azahares. En buena lógica, cabría pensar que en el primer texto se sirvió solo de una de las flores (las violetas) que asoman por el Epitalamio de Paladio y Celerino; y lo propio hizo en el segundo (las rosas). Pero no hay rastro de los alhelíes, y menos todavía de los azahares que nievan en la Soledad I, en ninguno de los poemas del alejandrino que don Luis usó como piedra de toque. Es cierto que Jammes tropezaría al deducir que Góngora escribe flechen porque «la mosqueta tiene espinas». Sin embargo, también supo apreciar la originalidad de esa flor: una pequeña rosa blanca, conocida por su olor a almizcle; y, claro, también del azahar, la flor del limón o del naranjo, dos cítricos que Claudiano no incluyó en su canto de bodas. El mérito de la imagen gongorina se resume en tres detalles: 1) el v. 797 de la Soledad I es el único de toda su obra en el que el verbo flechar tiene valor connotativo, liberado, pues, de los textos cinegéticos en los que solía usarlo; 2) Góngora, mientras se entretuvo en calcar los versos del Epitalamio de Paladio y Celerina, también los hispanizó —modernizándolos— gracias a las flores escogidas: la mosqueta y el azahar, ambas españolas y más que andaluzas. Recuérdese que ya había nombrado la primera de ellas en el romance Del palacio de la primavera («Esperando están la rosa»), que data de 1609: Mosquetas y clavellinas sus damas son. ¿Qué más quies, oh tú, que pides lugar, que bel mirar y oler bien? (vv. 57-60).
La mosqueta florece, por fin, en la décima de 1610 titulada De la toma de Lara che («Larache, aquel africano»), de nuevo estudiada por Ly (2013: 96): A la española el marqués lo vistió, y dejar le manda cien piezas que, aunque de Holanda, cada una un bronce es. Dellas les hizo después a sus lienzos guarnición, y viendo que era razón que un lienzo espirase olores, oliendo lo dejó a flores, si mosquetes flores son (vv. 1-10).
Adviértase la paronomasia entre la rosa mosqueta y los mosquetes, un tropo que nos faculta para disculparle ese «espinoso borrón» a un escribano tan pulcro como Jammes.
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XIV. I, vv. 835-837 De errantes lilios unas la floresta cubran, corderos mil que los cristales vistan del río en breve undosa lana.
Jammes (1994: 365-367) prosificó este fragmento como sigue: Unas [prendas] —las seguidoras de Palas— cubran la floresta de corderos, parecidos a azucenas errantes, y tan numerosos que, cuando crucen el río, hagan desaparecer el agua, como si las ondas vistieran de pronto un abrigo de lana undosa.
Pero antes se había preocupado de hacer un poco de historia, resumiendo las varias notas al respecto: Mi paráfrasis de la versión definitiva supone una construcción consecutiva: «corderos mil, [tan numerosos] que los cristales del río, en breve, vistan undosa lana», a diferencia de las de Pellicer, Salcedo Coronel y Dámaso Alonso, quienes yuxtaponen los adjetivos «breve» y «undosa», aun cuando esta lección, en apariencia más simple, tenga el inconveniente de suponer una identidad entre «vestir en» y «vestir con»; identidad, por cierto, que en el caso de Góngora no está nada clara, dado que el poeta utiliza siempre «vestir», o «vestir de», pero nunca «vestir en».33
Pedro Díaz de Rivas argumentó que estos versos había que leerlos justo al contrario: en realidad son los ríos los que visten de lana a los corderos, basándose para ello en una vieja tradición (Aristóteles, Plinio, Solino, Teofrasto, Marcial…) «según la cual el color de la lana (blanca, negra o dorada) depende del río donde se baña el ganado» (Jammes, 1994: 366). Pues bien, aunque yo no comparto la postura de Díaz de Rivas, admito, de la mano de Jammes, que el erudito barroco también usaba el sintagma en cuestión con el valor de «vestir con lana». Una vez más, Jammes dio en la diana, más allá de alguna apostilla de mi cosecha que refuerza su corolario: si añadiéramos una coma después de corderos mil, quedaría más claro que dicho sintagma es aposición de los errantes lirios del v. 835, porque, gracias a una metáfora soberbia, Góngora imaginó al rebaño como lirios o azucenas errantes; un tipo de imagen nada inusual en su poesía. No en balde, González Quintas (2008: 295) se esforzó en probar que, como en el caso de estas «ovejas-lirios», las flores —en calidad de término real— a veces son metamorfoseadas en estrellas dentro de los versos de don Luis, según una semejanza […] entre sus respectivos términos imaginarios y los términos reales (analogía fundada normalmente en el color, pero también […] en la resistencia o en la forma. Sin embargo, tanto Góngora como Quevedo emplearon, para denominar metafórica-
33 Rojas Castro (2015: 185) anota que «la versión primitiva [de este verso] era restituidos ya en undo sa lana. Como tal solo se encuentra en el testimonio O».
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Los enigmas de la Esfinge: quince notas a la Soledad primera de Góngora mente las flores, el término imaginario estrellas, sin que la relación analógica entre los términos resulte ya tan patente y con el consiguiente incremento del factor sorpresa.
Una segunda pista: «los cristales vestidos de undosa lana» son aquí los del río, que desaparece en breve («de pronto»), fruto del número de cabezas de ganado que abrevan en él y lo atraviesan. Y no albergo dudas —Díaz de Rivas se equivocó en este lugar— porque dicha imagen, aún en mantillas, rondaba ya por la cabeza de Góngora (2010: 171) en el Polifemo. Leamos la octava XLIX: Pastor soy, mas tan rico de ganados que los valles impido más vacíos, los cerros desparezco levantados y los caudales seco de los ríos (1612, vv. 385-388).
Si las cabras del cíclope hacían desaparecer los cerros levantados y se tragaban ríos enteros, se comprende que en la Soledad I las citadas «ovejas-lirios» cubran (vistan), como si fueran un manto de lana, todo el cauce (los cristales) del río. Más madera: hay unos versos de la «silva de los campos» con los que nunca se ha careado el pasaje en cuestión; y a fe que aclaran el episodio: dentro del epitalamio de la Soledad I, Góngora escribió: y al verde, joven, floreciente llano blancas ovejas suyas hagan, cano, en breves horas caducar la hierba (1613, vv. 824-826).
De nuevo la imagen resulta novedosa y otra vez son los rebaños los que, como un blanco tapete (cano), extendido a lo largo y ancho del otero, caducan la hierba, es decir, la devoran, en breves horas. En conclusión: Jammes volvió a acertar, y a Díaz de Rivas le falló el pulso. Y no porque la tradición grecolatina que usó de paraguas no sea valiosa o documentada, que lo es, sino porque Góngora no la tomó en cuenta en ninguna de sus composiciones cuando de pintar estos cuadros bucólico-geórgicos se trataba. Don Luis se muestra aquí, pues, siquiera por una vez, menos culto de lo que su leído comentarista pretendía; y no debiera asombrarnos. ¡Quién no ha pecado alguna vez de querer ser más gongorino que Góngora! También erraron en sus glosas —y lo afirmo con menos firmeza, porque no lo tengo claro— Pellicer, Salcedo Coronel, Dámaso Alonso y Antonio Carreira. Por la sola razón de que en el corpus de Góngora no escasean las parejas de adjetivos yuxtapuestos y, por ello, aferentes al mismo sustantivo.34 Sería el caso del que nos atañe («lana»), tal como sugieren los estudiosos antiguos y modernos, «breve, undosa lana» (1613, v. 837). Pero si releemos el pasaje que acabo de escoliar (1613, 34 Lo explicó Alatorre (1996: 84.85) a propósito del verso «las que Sidón, telar turquesco» (I, 614) de la primera Soledad.
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vv. 824-826), cuyo campo semántico parece vecino y presenta una hipérbole semejante a la de los vv. 835-837, colegiremos que si Góngora escribió el sintagma en breves horas pocos versos atrás, es probable que ese en breve del v. 837 posea valor temporal y que Jammes lo haya glosado con tino. Convendría valorarlo, no obstante, a la luz de otro episodio de la Soledad I (1613, vv. 913-918): Corderillos os brote la ribera que la hierba menuda y las perlas exceda del rocío su número, y del río la blanca espuma cuantos la tijera vellones les desnuda.
Esta es la paráfrasis de Jammes (1994: 387): «Sean tantos los corderos que os nazcan en la ribera que su número exceda el de las hierbas menudas y el de las gotas de rocío, y que los vellones que les quita la tijera sean más abundantes que la blanca espuma del río». Solo falta, en fin, comparar estos versos con los que me sirvieron de lanzadera para avivar el debate: si el número de corderillos excedía («superaba») las perlas de rocío y sus guedejas, ya esquiladas, sobrepasaban en blancura —pero también en cantidad— a la de las espumas del río, parece lógico que cuando en los vv. 836-837 Góngora escribía que «[…] corderos mil que los cristales / vistan del río en breve undosa lana», le otorgó la función de sujeto activo a los corderos, y no a los cristales, vestidos, de hecho, por la undosa lana del rebaño. Todo ello en virtud, por supuesto, de la multitud de cabezas que cubrían su corriente, metaforizadas como una suerte de «alfombra de nieve» sobre las aguas. XV. I, vv. 886-887 (sus espaldas rayando el sutil oro que negó al viento el nácar bien tejido)
Jammes (1994: 382) comentó a este respecto que sus cabellos rubios [de la serrana], atados y reunidos detrás de la cabeza por una cinta de nácar, caen en forma de abanico sobre sus hombros, como los rayos del sol cuando sale (rayando). Por nácar bien tejido supongo que se debe entender una cinta de tela guarnecida con lentejuelas de nácar (como «turbante de oro» o «coturnos de oro» para decir «dorados» o «bordados de hilo de oro») a menos que se trate de lo que llamaban entonces «chamelote de aguas», tejido cuyos reflejos se parecen a los del nácar: esta segunda solución parece ser la de Dámaso Alonso, que traduce «cinta color de nácar». De la misma manera lo explica el abad de Rute: «les daba a las labradoras que bailaban el cabello en las espaldas, tranzado con cinta color de nácar».
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Carreira (1986: 237) se había pronunciado de forma un punto somera: «su cabello sujeto por cintas de raso». De ahí que veintitrés años después decidiera ampliar aquella notita: «su cabello sujeto por cintas de raso, brillante como el nácar» (Carreira, 2009: 450). Pero algo me dice que su apostilla («cintas de raso, brillante como el nácar») no era sino la discreta confesión de un titubeo, porque Góngora no emplea el sustantivo raso en este fragmento. Por su parte, Mercedes Blanco (2016: 319) observó que las explicaciones de este pasaje no son muy satisfactorias. […] La nota de Jammes es bonit[a] y plausible, pero depende de [su] ardiente y realista imaginación, nada más: otras explicaciones son posibles. Por ejemplo, que las muchachas tienen el cabello suelto, y antes (en el pasado «negó al viento el nácar bien tejido») lo tenían recogido en una redecilla de perlas de nácar. Otra conjetura, seguramente peor, pero que no puede descartarse. Habría que ver la totalidad de las explicaciones dadas por los comentaristas, lo que no ha sido hecho de momento.
Para remediarlo, voy a cotejar estos versos con otros de un poema del Góngora de juventud: la canción «Corcilla temerosa» (1582). En ella se lee: Corcilla temerosa, cuando sacudir siente al soberbio Aquilón con fuerza fiera la verde selva umbrosa, o murmurar corriente entre la yerba, corre tan ligera que al viento desafía su voladora planta: con ligereza tanta, huyendo va la ninfa mía, encomendando al viento sus rubias trenzas, mi cansado acento. El viento delicado hace de sus cabellos mil crespos nudos por la blanca espalda, y habiéndose abrigado lascivamente en ellos, a luchar baja un poco con la falda, donde no sin decoro, por brújula, aunque breve, muestra la blanca nieve entre los lazos del coturno de oro. Y así, en tantos enojos, si trabajan los pies, gozan los ojos.
Veamos ahora la obertura del acto II de la comedia de Las firmezas de Isabela (1611) (Góngora, 2015: 127): 63
Rafael Bonilla Cerezo Dichosa pastorcilla que, del Tajo en la orilla, por ella, más que por su arena, rico, viste, sincera y pura, blancura de blancura, nieve el pecho y armiños el pellico, y al viento suelta el oro encordonado cuando vestirse quiere de brocado (II, vv. 1040-1045).
En mi opinión, la imagen es muy similar en ambos textos: el viento desea jugar y deslizarse (abrigarse) a través del sutil oro del cabello de la serrana —ya metaforizado ‘a lo Petrarca’— y también de los mil crespos nudos que adornaban la rubia trenza de la «Corcilla temerosa». Sin embargo, en la formidable canción de 1582 el viento no solo «llega a abrigarse lascivamente en ellos», sino que incluso desciende, con una imagen sensualísima, hasta la falda de la ninfa, logrando así que muestre su blanca nieve; o sea, el pie —de nuevo metaforizado— entre los lazos de su sandalia (coturno) de oro. Este detalle, o sea, la reimaginación de los atributos más seductores de la dama —el pelo rubio, y el pie, convertido ya en blanca nieve—, nos permite releer los versos de la Soledad I: no se trata, pues, de que la zagala se haya recogido el cabello con una cinta de nácar, ni tampoco con un chamelote de aguas. Lo que sugirió Góngora, en la línea de lo apuntado en «Corcilla temerosa», es que el sutil oro (el pelo) bien tejido (entiéndase «bien peinado»), esparcido como un sol que irradiaba sus rayos (las blondas guedejas) a lo largo de la espalda de la serrana, impide (niega) que el viento acaricie su nácar: es decir, la blanca piel de la muchacha, de acuerdo con una imagen de que Góngora repitió hasta dos veces para describir a sus exquisitas mujeres. Transcribo enseguida la descriptio puellae de Galatea en la octava XIV del Polife mo (Góngora, 2010: 159): De su frente la perla es, eritrea, émula vana; el ciego dios se enoja y, condenado su esplendor, la deja pender en oro al nácar de su oreja (1612, vv. 109-112).35
Y ahora el soneto tardío De una dama que, quitándose una sortija, se pica con un alfiler (1620), donde el nácar (‘blanco, con mezcla de encarnado’, Aut., s. v.) se refiere al dedo de la protagonista: Prisión del nácar era, articulado, de mi firmeza un émulo luciente, un dïamante, ingeniosamente en oro también él aprisionado (vv. 1-4).
Sobre el «encarnado» de Galatea véase Cancelliere (2012).
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Ciñéndonos al plano sintáctico-metafórico, siempre que se me acepte que el nácar es la piel de la espalda de la pastora en el episodio de la Soledad I, quedaría reforzada la correlación petrarquista: pelo (oro), pies (blanca nieve) y espalda (nácar). Todo encaja a la perfección; máxime si, además, se tiene en cuenta que don Luis pudo elegir como fragua estos versos de la Égloga II, de Garcilaso: ¡Oh dríadas, d’amor hermoso nido, dulces y graciosísimas doncellas que a la tarde salís de lo ascondido, con los cabellos rubios que las bellas espaldas dejan d’oro cubijadas!, parad mientes un rato a mis querellas (vv. 623-625; Vega, 1992: 154).
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Los romances de las Tardes entretenidas, de Castillo Solórzano*1 Cristina Castillo Martínez Universidad de Jaén
I. Castillo Solórzano, narrador y poeta Mucho se ha hablado de la labor de Alonso de Castillo Solórzano como narrador. Su habilidad para crear historias que agradaran al público lo convirtió en un escritor de éxito capaz de dar a las prensas una veintena de títulos en un periodo de veinticinco años. Sin embargo, menos ha sido la atención prestada a su labor como poeta, más allá de los importantísimos Donaires del Parnaso (Madrid, 1624 y 1625), profusamente estudiados. En aquella primera publicación reunía más de un centenar de composiciones vinculadas a su participación en las academias madrileñas de Francisco de Medrano y de Francisco de Mendoza, pero su interés por la poesía no quedaba en los límites de aquellos dos volúmenes, sino que continuaría en el resto de su amplia producción literaria. Tanto es así que el único de sus libros que carece de versos es el Epítome a la vida y hechos del ínclito rey D. Pedro de Aragón (Zaragoza, Pedro Dormer, 1639). En todos los demás, ya sea prosa histórica o hagiográfica, hay espacio para ellos. Es cierto que la incorporación de composiciones poéticas en el interior de obras narrativas tiene una larga tradición en nuestra literatura (con más o menos éxito en unos géneros que en otros) y que, en la denominada novela corta, es una constante que, en ocasiones, comparte espacio con piezas teatrales dando lugar a una mixtura genérica muy del gusto de la época. En el caso de Castillo Solórzano, la inserción de poemas no es un mero ornato, sino que forma parte de un diseño estructural que repetirá en muchos de sus textos. El análisis del conjunto de su obra permitiría afirmar que, entre las diversas composiciones, el romance es una de las preferidas (sucede así en Tardes entretenidas, Jornadas alegres, Tiempo de regocijo, Noches de placer, Los alivios de Casandra, La sala de recreación o La quinta de Laura), pero, puesto que emprender tal tarea requeriría más espacio del que dispongo, me cen* Este trabajo se inscribe en el marco del Proyecto I+D+i del MINECO «La novela corta del siglo xvii: estudio y edición (y III)» (FFI2017-85417-P).
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traré en la primera de las colecciones, dejando para otra ocasión el análisis del romance en la obra completa del tordesillano. II. «Pienso que podremos dar a esta conversación el título de Tardes entretenidas» Las citadas tardes del título son seis. Un puñado de las muchas del mes de mayo en las que dos ancianas viudas con sus hijas (Lucrecia, Costanza, Ángela y Laura), en compañía de criados y del gracioso Octavio, se refugian en una quinta a las afueras de Madrid para recuperarse de unas opilaciones. La moda de morder búcaros que tanto rubor causó a las jóvenes y que tanto material proporcionó a la literatura áurea1 es la excusa para reunir a este grupo de personas en un entorno aislado del urbano y, por tanto, idóneo para contar y cantar. El contexto es el de una colectividad muy concreta, esa clase media de índole cortesana entregada al recreo.2 El motivo del viaje, la salud y el entretenimiento. De la primera (sin mayor relevancia narrativa que la expuesta) se encargará el médico (convertido también en narrador) y de la segunda, Octavio.3 El orden del entretenimiento es fundamental por lo que las pautas han de quedar claras desde el principio: [D]ispongo el entreteneros las tardes hasta la noche, y ha de ser desta manera: que a la persona que tocare, o por suerte o mandato, cuente a todos una novela con la mejor prosa que de su cosecha tuviere, y luego que se acabe lleve dos remates con dos ingeniosos enigmas, que digan asimismo otras dos personas, que para esto sean señaladas por sus turnos mientras durare este gustoso ejercicio, sazonando yo todo esto antes y después cantando alguna letra o romance hecho a algún gracioso suceso o repentinamente al asumpto que se me señalare, que con eso y con cantar a tres y cuatro voces algunos tonos que yo he enseñado a estas señoras, pienso que podremos dar a esta conversación el título de Tardes entretenidas, y espero de los agudos ingenios de todas estas damas que han de novelar muy a imitación de lo de Italia, donde tanto se han preciado desto (Castillo Solórzano, 1992: 16-17).
Seis son las tardes, seis las novelas que se cuentan y seis los personajes que toman parte en estos entretenimientos: dos hombres (Octavio y el médico) y cuatro mujeres (Lucrecia, Costanza, Ángela y Laura), cuyas intervenciones y comportamientos, aunque apenas se hable de ellos, se adivinan distintos. Si bien la agudeza es patrimonio de todos, como lo demuestran en los enigmas, lo jocoso queda reservado exclusivamente para ellos. Sucede así en los poemas y también en las dos únicas novelas burlescas: El proteo de Madrid y El culto graduado, de las que se encar Baste citar la comedia de Lope de Vega El acero de Madrid, construida sobre este tema, y más en concreto los siguientes versos entonados por los músicos: «Niña del color quebrado, / o tienes amor, o comes barro» (II, vv.: 1344-1345). 2 «Dos ancianas viudas, que habiéndoles faltado sus esposos, personas de calidad y que habían ocupado honrosos puestos, les dejaron bastantes haciendas, que ellas iban aumentando para dar a cada dos hermosas hijas que tenían copiosos dotes en iguales empleos» (Castillo Solórzano, 1992: 13). 3 Feliciano tendrá una función muy similar a la de Octavio en las Jornadas alegres. 1
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Los romances de las Tardes entretenidas, de Castillo Solórzano
gan Octavio y el médico, respectivamente. La palabra para todos adquiere una dimensión social extra, pues, al pasar de la posición cómoda de público a la de mayor responsabilidad de narrador oral, con la carga de teatralidad que implica, sienten la presión del juicio colectivo. La reacción, con todo, es diferente: los personajes masculinos recurren al tópico de la falsa humildad justificando el caudal de su pobre ingenio para ganarse al auditorio (muy habitual entre escritores); mientras que en los personajes femeninos asoma la vergüenza, aplaudieron todas la letra y tono que Octavio había cantado, y tocándole a la hermosa Lucrecia el novelar, cubiertas sus mejillas con el rojo esmalte de la vergüenza que acentuaba más su hermosura, ocupó un asiento algo eminente a los demás, y habiéndose sosegado en él por un breve espacio, rompió el silencio comenzando así su novela (Castillo Solórzano, 1992: 189).
Es el narrador el que se encarga de marcar esta fragilidad únicamente femenina y también Octavio cuando al comienzo señala: «[L]o que importa ahora es que mi señora doña Ángela se disponga a decirnos su pensada novela, quitando a estas señoras el vergonzoso temor para hacer adelante lo mismo» (Castillo Solórzano, 1992: 25). El contar no es indiferente a nadie, pero, en las mujeres, tiene efectos físicos, reflejo, tal vez, del comportamiento que se les presupone, ajustado al decoro, como debían de saber los lectores de estas obras —muchas lectoras, imaginamos—. El cantar es otra historia. III. «Sazonando yo todo esto antes y después cantando alguna letra o romance» Esta colección de las Tardes entretenidas obedece a un esquema compositivo uniforme: marco introductorio con romance, narración de una novela y marco de cierre con dos enigmas y un nuevo romance. La deuda con los novellieri italianos y más en concreto con los Piacevoli notti, de Straparola, resulta evidente, como bien han demostrado Anne Cayuela (2000) e Ilaria Resta (2018), poniendo especial énfasis en la singularidad e importancia de ese par de enigmas incorporados al final de cada tarde. Pero si bien estos doce acertijos dan cohesión al conjunto de la obra, también contribuyen a este propósito los diecisiete romances restantes, cuyo análisis quiero abordar en estas páginas. En las Tardes entretenidas aparecen un total de 43 composiciones de escasa diversidad métrica y con un claro predomino del romance: 29 frente a 4 sonetos, 2 poemas en octavas, 1 décima, 1 sexteto-lira y 6 letrillas. La mayoría de los romances están situados en el marco de cada tarde: seis al inicio (todos entonados por Octavio y de cariz jocoso) y dieciocho en el marco de cierre (doce enigmas y seis romances líricos cantados a una o a tres voces). Los cinco restantes aparecen en cuatro de las seis novelas. Las composiciones insertas en estas se concentran en su mayoría en El culto graduado, lo cual se entiende por los intentos del protagonista 71
Cristina Castillo Martínez
de convertirse en poeta. En Engañar con la verdad no aparecen versos y en La fantasma de Valencia tan solo un soneto. La siguiente tabla permitirá observar con más claridad el engaste del romance en la arquitectura compositiva de la obra:4 ROMANCES Tarde
Marco (inicio)
Novelas
Marco (cierre)
El amor en la venganza «La tirana de la vida» (Rosaura)
I
«De aquel caballo de Palas» (Octavio)
La fantasma de Valencia
II
«Perdonad, señora Cintia» (Octavio)
III
«Necio de tres altos» (Octavio)
El Proteo de Madrid «Quien ha dicho que Narciso» (Domingo)
«Del solar que ensalza a muchos» (enigma, Laura) «Monstro parezco a la vista» (enigma, Lucrecia) «Fugitiva Laura» (Octavio)
IV
«Melindrosa doncelleja» (Octavio)
El socorro en el peligro «Convalesciente Amarilis» (Félix)
«Para darnos nuevo ser» (enigma, Octavio) «El animal que en el cielo» (enigma, Ángela) «En buen hora desengaño» (Octavio, Laura, Ángela)
[1 sexteto-lira y 1 soneto]
«Universal hacedor» (enigma, Laura) «Desciendo de dos solares» (enigma, Lucrecia) «¿De qué sirve, amor travieso?» (Octavio) «La tierra me produció» (enigma, Costanza) «De un riguroso solar» (enigma, Ángela) «Lisarda, ninfa del Turia» (Octavio, Laura, Ángela)
[1 soneto]
[1 soneto y 1 décima]
V
«Hechizos solicitaba» (Octavio)
El culto graduado «Caracteres de crueldad» (Bachiller) «Submiso a vuestro (elegantes» [1 soneto, 2 octavas, 6 letrillas]
«La tierra le dio principio» (enigma, Lucrecia) «Soy un preciado tesoro» (enigma, Laura) «Zagales de Manzanares» (Laura)
«Dama cuyo negro embozo» (Octavio)
Engañar con la verdad
VI
«Dos vidas tuvieron fin» (enigma, médico) «De todos cuatro elementos» (enigma, Octavio) «A mirar cómo baila Belilla» (Octavio, Laura, Ángela)
6
5
18 (12 enigmas)
Total
29
IV. «Poeta del romancismo» La abundante presencia del romance y el tono jocoso predominante en ellos nos lleva a vincular las Tardes entretenidas con los Donaires del Parnaso, especialmente con la parte segunda. Ambas obras se publican el mismo año y aunque sean muy diferentes dialogan discretamente a través del verso. 4 He considerado oportuno indicar también la ubicación de las 14 composiciones restantes para poder valorarlas en el conjunto de la obra. Aparecen señaladas entre corchetes.
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Los romances de las Tardes entretenidas, de Castillo Solórzano
Muchos de los romances de las Tardes se basan en la agudeza del enigma o en el cariz jocoso, lo que hace probable que fueran compuestos en la etapa de Castillo Solórzano como académico de las tertulias de Medrano y de Mendoza, o en un momento inmediatamente posterior. Si atendemos a los dos volúmenes de los Donaires, tal y como indica Luciano López Gutiérrez (2003: 180), encontraremos un total de 156 composiciones entre sonetos, canciones, silvas, letrillas, madrigales, endechas, poemas en décimas, en redondillas, en tercetos o en quintillas, además de romances. Estos últimos, sin duda, son los más numerosos con 91 (32 + 59): [L]o cual concuerda con la reivindicación que había hecho de esta clase de composiciones su maestro Lope de Vega, y con la circunstancia del gran peso que tienen las mismas en la poesía jocosa de los grandes poetas cómicos de la época, en especial en Góngora y Quevedo; todo lo contrario a lo que acontece con las letrillas, muy abundantes en la producción festiva de los dos ingenios citados, y prácticamente inexistentes en la obra objeto de mi estudio. Pues bien, Castillo usa el romance en sus adivinanzas jocosas, en los poemas en los que pretende realizar una sátira de estados introduciendo un marco narrativo que facilite el desfile de las distintas figuras objeto de sus dardos; en las facecias (algunas de ellas inspiradas en cuentos tradicionales) en las que relata una historia, generalmente de tono burlesco, destinada simplemente a suscitar la risa de los lectores, e incluso hasta en algunas fábulas mitológicas, quizás la más clara muestra de la faceta paródica de los Donaires (López Gutiérrez, 2003: 180-181).
La segunda parte de los Donaires se cierra con una veintena de enigmas, escritos todos en romance, distintos de los incluidos en las Tardes, pero coincidentes al esconder objetos de uso común (Cayuela, 2000: 450) y al recurrir a estructuras o fórmulas de cierre parecidas (Resta, 2008: 508-509). El vínculo se hace más evidente todavía en los romances festivos, como veremos a continuación. Su cultivo le permitía seguir manteniendo una fama de poeta ingenioso enemigo de la oscuridad, surgida al calor de las academias,5 donde también encontró la crítica. Anastasio Pantaleón de Ribera le dirigió alguno de sus acerados dardos en el conocido Vejamen sobre la luna: «Su ejercicio es ser poeta jocoso, de aquella data, verbi gratia, pero no tiene verbi gratia aunque se precia de más salado que un arenque» (1634: 105r). Ambos habían compartido sesiones de academia, pero mientras Pantaleón de Ribera se reconocía seguidor de Góngora, Castillo Solórzano se tenía por «poeta del romancismo», según señala en el verso 162 del romance «A don Juan de Espina, deseando ver su casa» (Donaires II, n.º 51). Una manera de situarse en el bando de quienes cultivaban una poesía sencilla frente a los cultos, considerando que la forma del romance se estimaba la expresión lírica más tradicional en castellano y que la poesía gongorizante era vista, por sus detractores, como lo radicalmen5 «Alonso de Castillo Solórzano debió integrarse en seguida en el Madrid de los Austrias y de acceder a los círculos literarios de más prestigio (academias, justas, certámenes...). Su llave fue, sin duda, el gracejo y la inspiración jocosa, aprovechando los tópicos literarios de la época y el ambiente frívolo y saturado de literatura. Buscaría hacerse escuchar en los cenáculos literarios que poetas y artistas frecuentaban para halago y recreación de nobles y mecenas: las academias literarias» (Jauralde, 1979: 740).
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Cristina Castillo Martínez te nuevo y heterodoxo, dentro de una sociedad, como la española del xvii, que al menos en sus valores primordiales se pretendía sólidamente estable y cerrada a cambios. Bajo la frase «poeta del romancismo» se perfila también el conservadurismo ideológico de Castillo Solórzano, que quedará patente en su extensa obra narrativa posterior […]. Esta toma de posición al final del poema redondea el ejercicio de autoconfiguración que se ha llevado a cabo, pues, como afirma Greenblatt esta operación requiere someterse a un poder o autoridad absoluta (i. e.: el romance, la tradición lírica castellana, Lope en última instancia) a la vez que oponerse a algo que se percibe como extraño u hostil (la «novedad» de la poesía culterana) (Rodríguez Mansilla, 2008: 10).
Si analizamos los romances que aparecen en la obra, advertiremos que, junto con los enigmas, contribuyen a mantener la uniformidad de su estructura.
V. Los romances del marco inicial La obra se asienta sobre el concepto de entretenimiento colectivo en el que la participación de todos por medio de la palabra adquiere cierta teatralidad. El rubor de las damas lo evidencia, los comentarios sobre la forma de narrar, también. La justificación es crear un ambiente distendido en el que las damas se puedan distraer tras haberse dedicado a tomar acero para recobrar su salud, aspecto que se cita al comienzo y no vuelve a aparecer, como corresponde a toda excusa argumental. Octavio abre cada tarde con un romance jocoso con el que eleva el tono de la reunión, convocando la atención de todos, antes de que dé comienzo cada novela, como si de una loa al inicio de la fiesta teatral se tratara. Los seis los canta Octavio al son de su guitarra, mero ejercicio de agudeza y esparcimiento, repitiendo, en la mayor de los casos, temas ya tratados en los Donaires, aunque suavizados en el tono. Un recurso muy habitual entre los cultivadores de la poesía festiva en el Siglo de Oro fue la utilización desvirtuada de temas épicos clásicos. El contraste entre lo heroico y lo cotidiano era de por sí fuente de risa y de ella quiso beber Castillo Solórzano en los 112 versos del romance «De aquel caballo de Palas / que en Troya postró edificios» (tarde I, marco inicial), el primero de toda la colección. Recrea de forma paródica el episodio en el que Eneas huye de Troya salvando a su padre de las llamas, pero dejando a su esposa Creúsa en medio del caos. Las hazañas del héroe troyano tantas veces cantadas son sometidas a descrédito por parte de los poetas gustosos de la burla. Quevedo, en El alguacil endemoniado, se dirige «Al pío lector» diciéndole: «Y si fuéredes cruel y no pío, perdona, que este epíteto, natural [del pollo], has heredado de Eneas», pues al héroe se le consideraba prototipo de la pietas, por tanto, pío, devoto. En el soneto «Imitación de Virgilio en lo que Dido dijo a Eneas queriendo dejarla», vuelve a incidir en esta imagen «y tan preciado de llamarte pío, / que al principio pensaba que eras pollo» (Quevedo, 1981: 578), que repite Castillo Solórzano en su romance «Bien pudo temer Creúsa / de su ánimo encogido, / que no ha de hacer por un pollo / el que se precia de pío» (1992: 25). 74
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Explica Octavio que compuso su romance tras haber presenciado la ridícula forma que tuvo un maestresala de rescatar a su mujer de un incendio siendo «de la peor condición del mundo y con quien […] no tiene hora de paz». Una excusa que le sirve para justificar su tardanza que, a su vez, es excusa que justifica su inclusión en la jornada. La segunda de las tardes comienza con un romance dedicado a la luna («Perdonad, señora Cintia / si entre la runfla de apodos») construido sobre la acumulación de nombres con que es conocida. Se trata de una técnica muy recurrente en la poesía jocosa, que ya había empleado Castillo Solórzano en dos romances de Donaires II: «Apodaban a la luna» (n.º 12: 491-492) y «A la luna» (n.º 72: 616-618). En esta ocasión, realiza una interesante simbiosis con la ciudad de Madrid a partir de la condición de la luna como diosa triforme, Diana en la tierra, luna en el cielo y Proserpina en el infierno:6 «Allá en la calle de Silva / Diana fue el nombre propio, / Proserpina en el Barranco, / que es barrio de los demonios. / De allí fuiste mejorada / de nombre, de coche y toldo, / y a la calle de la Luna / distes epíteto honroso» (vv. 17-24). Se ampara en la reputación de alguna de estas calles: la de Silva era conocida por sus posadas y comedias («Trapaza se fue con Lorenzo Antonio a la calle de Silva, y tomaron una posada muy buena», Aventuras del bachiller Trapaza, cap. XVI); la del Barranco parece asociarse a los encuentros amorosos, según el refrán recogido por Correas «En el Barranco, la puerta sin tranco (Barranco es en Madrid el barrio de las mujeres enamoradas y de noche no se cierran sus puertas; dicen tranco por tranca, por hacer consonancia)» (1906: 111); y, aunque menos se sabe de la calle de la Luna, su presencia no escasea en las letras áureas: «Yo posaba en un barrio que llaman la calle de la Luna, estaban unas casas principales enfrente de mi posada, adonde algunas veces que me estaba vistiendo veía a un balcón en que había unas celosías hablar mujeres y tener mucha visa», dice el personaje de don Carlos en la novela Más puede amor que la sangre incluida en La sala de recreación, del propio Castillo Solórzano (1649: 143). Tampoco falta en este romance la habitual misoginia centrada en aquellas mujeres mayores que se empeñan en ser jóvenes: «Muchacha os hacéis con unos, / mujer os hacéis con otros, / y de aquí os volvéis a niña, / aunque es vuestra edad de choznos» (1992: 83), presente en el romance n.º 12 de los Donaires: «Siendo estilo de mujeres / hacerse de viejas niñas, / la que fue doña Lunada / se convirtió en doña Brizna» (vv. 17-20). Son variantes del mismo tema, ejercicios de ingenio que pueden repetir elementos, pero no versos. La tarde tercera tiene una estructura más uniforme que el resto. Octavio, maestro de ceremonias, adquiere un protagonismo mayor, si cabe, al encargarse de narrar la novela de ese día (la única que le corresponde en toda la obra, El Proteo de Madrid). Entona, además, las composiciones que abren y cierran esta reunión, que Lope de Vega lo emplea en varias de sus obras: «trina diosa que te llamas / Luna en el hermoso cielo, / Diana en la verde tierra, / Proserpina en el infierno», dice en El premio de la hermosura (III, vv. 2342-2345). 6
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casualmente tratan temas parecidos y son romancillos hexasílabos,7 los únicos de todo el texto. Con el primero, «Necio de tres altos, / galán boquirrubio» (vv. 128130), Castillo Solórzano critica al amante que se deja engañar por las mujeres,8 creando un ritmo que se sustenta más que en la asonancia en la organización en estrofas de cuatro versos en las que el último es siempre una enumeración de tres términos «trato, estilo y uso» (v. 4), «flechas, dardos, chuzos» (v. 8), «brío, aliento y pulsos» (v. 12). Se trata de un recurso que volverá a emplear en el romancillo final «Fugitiva Laura, / ya que me desprecias» (vv. 182-184), hecho «al desdén de una dama» por la que sufría un caballero, aunque termina diciendo «Aquesto cantaba / Castalio a sus puertas, / por si escucha afable / lira, voz y endechas» y sabemos que Castalio fue el seudónimo que Castillo Solórzano empleó en algunas reuniones de academia (King, 1963: 153).9 Quizá de allí o de algún certamen procedan estos versos que, como confiesa, «en verdad que me valieron una sortija» (v. 182). De manera que las composiciones de apertura y cierre de esta tarde coinciden en la forma, en el recurso, en el tema e incluso en el número de versos (64 en ambas). Madrid está muy presente en la obra de Castillo Solórzano, tanto en los marcos como en las novelas, ya sea en prosa o en verso, aunque en este último caso, casi siempre, desde una perspectiva burlesca. Son numerosas las referencias al río Manzanares, al puente de Segovia, o a otros lugares emblemáticos de los que resalta exclusivamente el defecto ejercitando la agudeza y buscando la risa. Es el caso de la calle Mayor, lugar de paseo y de encuentro de los amantes, donde se ubicaban los mejores comercios (joyerías, platerías, sastrerías), pero caracterizada por su suciedad, bullicio y peligrosidad. De esta manera, en el romance de la cuarta tarde, Octavio se dirige a la «Melindrosa doncelleja, / la de los parleros ojos» (186-188) para reprocharle que se entregue al cortejo amoroso en lugar tan poco adecuado, convirtiendo estos versos en un aviso para amantes despistados y forasteros inexper El autor los denomina «endecha», pero no hay que olvidar que en los siglos xvi y xvii era frecuente esta alternancia terminológica (Jauralde, 2003: 127). 8 El tema del galán ridiculizado por gastar su tiempo y su energía en perseguir a una dama que no le corresponde es ampliamente tratado por Castillo en los Donaires, con múltiples variantes. Valga como muestra «A un galán retirado de galantear» (II, n.º 57: 581) o las décimas «A un galán que no quería gozar por no perder el deseo» (II, n.º 64: 603-604). Con ellos parodia los sinsentidos a los que conduce el amor. Lejos quedan del neoplatonismo o del sufrimiento ennoblecedor. De ahí que en este romancillo se tilde al protagonista de «tonto amante» (v. 21) e incluso de «majadero» (v. 61). 9 Menudea este nombre por varias de las obras de Castillo Solórzano, especialmente aquellas más vinculadas al ambiente de academia: «El sitio de los apodos / por sus posadas le dejan, / y a Castalio en él dormido, / que no implica al ser poeta» (Donaires II, n.º 12); en la «Fábula de las bodas de Manzanares» la última de las Jornadas alegres se dice: «Castalio, académico jocoso, conociendo su pobre ingenio, escogió el último lugar entre sus compañeros, ofreciendo un soneto al propuesto asunto» (Castillo Solórzano, 2019: 244), que no es sino un soneto que ya había publicado en los Donaires II, n.º 52; en la estafa tercera de Las harpías en Madrid se reproduce una sesión académica en casa del cura: «Dióse el último asunto a Castalio, que era jocoso» (pp. 150-152); al comienzo de la sexta de las Noches de placer, los participantes tras cantar una letra «desearon saber su autor y díjoseles que era Castalio el de Manzanares» (Castillo Solórzano, 2013: 288); y en el romance final de la quinta de las Tardes entretenidas dirá: «Esto publica Castalio / a la causa de sus penas, / a quien ya favorecido / quiso cantar esta letra» (Castillo Solórzano, 1992: 301). 7
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tos, comparando sus peligros a los que ofrece el mar: «En el mar de aquesta calle / contra el más velero bolso, / cada mano es una sirte, / cada tienda es un escollo» (vv. 33-36). Emplea metáforas e imágenes muy habituales en la poesía burlesca. Lope de Vega lo hace en varias de sus obras: «Es mar la Calle Mayor / y sus tiendas las sirenas, / que llaman, de engaños llenas, / al galán que tiene amor» (El sembrar en buena tierra II, vv. 1340-1348). El propio Castillo las había practicado en los Donaires: «Una escuadra de galeras / parecían yendo en corso / los coches, que van sulcando / ya por barro, ya por lodo» (Donaires I, n.º 3, «A la fiesta de Santiago el Verde, en el Sotillo de Manzanares de Madrid»). Y volvería a hacerlo en las Jornadas alegres a través de la décima: «Golfo de piratas lleno / teatro en quien no hay ensayo» (V, 243). De la peligrosidad de esta calle había advertido Antonio Liñán y Verdugo en su Guía y aviso de forasteros que llegan a la corte (Madrid, 1623), y unos años después lo haría Remiro de Navarra en el capítulo VI de sus Peligros de Madrid (1646). Por tanto, se inscriben estos versos en el contexto de un Madrid que desde el reinado de Felipe II había adquirido una gran importancia creando un entramado social interesante y complejo del que se hará eco la literatura. Especial interés reviste el romance de la quinta tarde que comienza «Hechizos solicitaba / un galán a lo moderno», en el que critica una vez más la necedad del galán enamorado ahora a través de una historia de cariz popular: un joven consigue que una hechicera le confeccione un filtro amoroso con el que cautivar a una dama, con tan mala suerte que tropieza y el líquido se derrama sobre un jumento que es el que acaba enamorado. De la efectividad de este relato nos habla el hecho de que ya lo hubiese tratado en el romance n.º 61 de los Donaires II, «Solicitaba un amante / a una niña blanca y rubia». La recuperación frecuente de unos mismos temas habría que entenderla dentro del contexto de una poesía festiva que se alimentaba de unos códigos y de unos tópicos con los que ejercitar la habilidad y asegurar el éxito entre el auditorio, sobre todo en los casos de improvisación. Ahora bien, cuando Castillo Solórzano regresa a ellos lo hace sin repetir versos, como mucho imágenes con cambio de rima. En el caso concreto de estos dos romances, la presentación de los personajes se hace de manera muy similar, incorporando cada información nueva en una cuarteta, aunque en el romance de los Donaires se entretiene más en la descripción de la bruja. Compárense el comienzo de ambos: Tardes entretenidas
Donaires del Parnaso
Hechizos solicitaba un galán á lo moderno; que se vale del atajo quien se cansa del rodeo. De una niña de cristal 5 siente durezas de acero, que se juzgó en lo cristalino quiebras al primer encuentro. Con una hechicera topa,
Solicitaba un amante a una niña blanca y rubia, si en estafarle derecha, en favorecerle zurda. Desesperado le tiene 5 hallar en tanta hermosura, al tomar, facilidades, pero al rendírsele dudas. Solicitando violencias,
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Cristina Castillo Martínez que ha hecho ya en el infierno 10 caravanas de novicio para demonio profeso. Dióle en un pomo de vidrio confeccionado el remedio por quien espera favores 15 de quien no ablandaron ruegos. Al revolver de una esquina rompióle el vidrio un jumento, donde, fuerzas del hechizo, le imprimieron sus efectos. 20 […].
dio parte desto a una bruja, 10 que ha hecho para demonio más caravanas que Judas; mujer que sobre una losa ha hecho nacer lechugas, a los capones, barbados, 15 doncellas, a las vïudas. Esta, pues, más de piedad que por la paga que ahúcha, le dio al picado galán el remedio que procura. 20 Un confaccionado parche le entrega la vieja astuta, con que ponga presto blanda a quien se le muestra dura. Partió de contento loco 25 el que de amor se despulsa, deseando ver halagos de quien ha sufrido injurias. Mas el descuido que al hombre el entendimiento ofusca, 30 por quien las prosapias claras se han convertido en obscuras, hizo en él un desacierto, que entre una confusa turba de gente se pegó el parche 35 en un hijo de una burra. […].
Castillo Solórzano reescribe una historia de marcado tono popular, que debió de ser conocida si tenemos en cuenta que, con variantes, aparece en las glosas al Sermón de Aljubarrota, atribuidas a Diego Hurtado de Mendoza (Caro Baroja, 1992: 140-141; López Gutiérrez, 2003: 589; López Gutiérrez, 2012: 390-391). Allí los protagonistas son un portugués, una morisca del Albaicín, una hechicera siciliana y un chamelote encantado. Cambian los ropajes y los nombres, pues en esta ocasión se presenta como un chascarrillo o uno de los muchos chistes sobre portugueses que circulaban, pero el motivo es el mismo.10 No podía faltar en estos versos jocosos la alusión a las embozadas, arrebozadas, atapadas o doncellas de soplillo que cubrían el ojo derecho dejando el izquierdo al descubierto. Este es precisamente el tema del romance con el que Octavio inaugura la última tarde «Dama cuyo negro embozo, / el rostro a mi vista ocultas». En él la burla viene dada al indagar irónicamente en lo que esconden y le sirve de excusa para desmontar el canon de belleza renacentista esencializado en la tópica descripción o alusión a cabello, ojos, nariz, mejilla y boca. 10 Las glosas y el sermón fueron publicados por Antonio Paz y Meliá en Sales españolas o Agudezas del ingenio nacional (1890: 101-225) y el cuento lo incorporó Carmen Hernández Valcárcel en el primer volumen de El cuento español de los Siglos de Oro. El siglo xvi bajo el epígrafe de «El asno enamorado del portugués» (2002, I: 116 y 323-324).
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De ahí que critique «el moño suplefaltas», «la eterna clausura» del ojo tapado, o la boca «de dientes estéril». VI. Los romances de las novelas Diferentes son los romances incluidos en las novelas en la medida en que están relacionados con la temática que plantean. De los cinco que aparecen en toda la obra, dos son amorosos y se insertan en aquellas novelas alejadas del tono burlesco, El amor en la venganza y El socorro en el peligro.11 El romance de la primera («La tirana de la vida / temiendo estaba rigores») está perfectamente imbricado en la historia: cuando Isabela pide a su dama Rosaura que cante, esta entona una composición que el criado del conde Eduardo escribió para ella, sin saber que este último está escuchando y sin imaginar que poco después matará a su esposo. Se trata de una ensalada en la que se alude a dos personajes que, por sus nombres, bien podrían proceder del ámbito pastoril: Belisa, cuya hermosura se ensalza en los versos del romance, y Elicio, que la festeja con un villancico: «Tantas fiestas causa Belisa / cuantas mira en el campo flores / y a las fuentes aumenta la risa / y su canto a los ruiseñores». La composición no afecta al desarrollo de la narración, pero tiene otras implicaciones pues es expresión del amor que Eduardo siente por Isabela, contribuye a hacer más impactante la muerte del almirante, al mismo tiempo que podía crear un vínculo con el lector, ya que las ensaladas solían sostenerse en el empleo de versos o citas de poemas fácilmente identificables por el público (Díaz-Mas, 1993: 232). El otro romance lírico es el que incorpora Castillo Solórzano en El socorro en el peligro («Convalesciente Amarilis / pisaba el florido valle») como cortejo nocturno de don Félix ante su amada y previo también a una inesperada pendencia. Aunque la inclusión del poema esté justificada, de nuevo la utilización de nombres de índole pastoril o lírico, habitual en el romancero nuevo, hace posible su canto exento del contexto, como debió de suceder. A este respecto resulta interesante el hecho de que aparezca, con variantes, en la controvertida colección manuscrita de Obras de Baltasar del Alcáçar, recopilada por José Maldonado Dávila y Saavedra hacia 1680, en la que se le adjudican composiciones escritas por Góngora, Quevedo, Juan de la Cueva y parece que también de Castillo Solórzano. De hecho, este es el único testimonio en el que se le atribuye a Alcázar (Núñez Rivera, 1992: 64). En cualquier caso, su sola inclusión podría dar cuenta del éxito de esta composición del tordesillano. Los otros tres romances tienen cariz jocoso además de implicaciones más profundas en la trama para la que debieron de ser creados, por lo que, si prescindiéramos de ellos, se resentiría. Así de importante, por ejemplo, es el romance «Quien 11 También se incluye en ese apartado Engañar con la verdad, pero recordemos que no inserta ningún poema.
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ha dicho que Narciso / se convirtió en flor de lis», único poema inserto en El Proteo de Madrid, pues es la estrategia que emplea el pícaro Dominguillo para descubrirle a don Cosme su venganza por haberle mandado azotar: «Adiós, señor estafado, / engañado malandrín, “no me verán más en Francia / ojos que me vieron ir”». De paso lo ridiculiza por su apariencia de «lindo», figura masculina habitual en ámbitos cortesanos, cuya obsesión por el aspecto externo les hacía ser tildados de afeminados y narcisistas. Ya fueron blanco de las burlas de Castillo en los Donaires, como lo fueron de muchos de los poetas de la época (Sánchez Jiménez, 2015). El culto graduado —novela leída por el médico en la quinta tarde— está protagonizada por el bachiller Alcaraz, a quien la lectura de libros de poesía gongorina le lleva a desear convertirse en poeta. En esta novela Castillo Solórzano incorpora dos romances de 28 versos cada uno en los que aprovecha para criticar una vez más este estilo poético, motivo nuclear de toda la novela (Rodríguez Mansilla, 2012 y Bonilla, 2015). Mientras que la mayor parte de las composiciones son entonadas de memoria por los personajes en el resto de la obra, estas dos, sin embargo, son leídas. Una manera de marcar su artificiosidad e impostura. De ahí que Castillo lo denomine «cultísono romance», desenmascarando, como señala Patrizia Campana en su edición, «de una manera voluntariamente tosca, todos los recursos estilísticos típicos del culteranismo: léxico latinizante (“subpedita”), omisión del artículo (“Cede a deidad”), hipérbaton (“canoras afecta salvas”), etc. Estos recursos van aumentando hasta llegar al final, en que con un encabalgamiento se corta una palabra en dos versos distintos» (1992: 269, n.º 24). La crítica hacia los poetas oscuros es una constante en sus obras. El segundo romance «Submiso a vuestro (elegantes / regente) cónclave aspira» es el memorial que el bachiller presenta ante el fingido tribunal para poder graduarse de culto. Absorto en su aspiración como poeta y dramaturgo de la nueva escuela, no es consciente de que le han convertido en actor bufonesco del teatro montado por don Diego y sus amigos en el Prado Alto de Madrid. Su única intención es mofarse de su simpleza, metiéndose en sus aspiraciones y recreándolas por insostenibles, como un Sancho (más burlesco y menos humano) en la ínsula Barataria. Cuando cae la celosía tras la que se ocultan los conocedores de la burla, se desvela el engaño y el incauto bachiller sale corriendo sin poder desprenderse de esa impuesta condición actoral, pues, en su huida, unos muchachos le lanzan pepinos, a la manera del público insatisfecho con la representación. Pero lo que me interesa ahora de esta novela que, por su condición de falsa academia, es la que más composiciones poéticas reúne, es que de todas ellas los romances son los que mejor definen y condicionan el futuro del estudiante. El primero, que acabo de analizar, lo identifica como víctima de la moda culterana y el segundo es el pasaporte al sinsentido. En ambos utiliza unos mismos recursos que ponen en evidencia la vacuidad del lenguaje pretendidamente oscuro y la ignorancia de quienes lo cultivan como este bachiller Alcaraz, convertido en Alcarcio en sus versos (no podía faltarle un seudónimo), que, perdido en la altisonancia de estos conceptos, llega a insultarse sin advertirlo al final del segundo romance: 80
Los romances de las Tardes entretenidas, de Castillo Solórzano Humílima a vuestro (oh padres conscriptos) respeto indica, ciencia corta y torpe, siendo tanquam asinus ad lyram. Al celebérrimo anhelo grado culto, y este sirva memorial de daros cuenta Alcarcio, de que cultiza.
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Ese «tanquam asinus ad lyram» (como un asno con una lira) que derivó en el refrán castellano «no se hizo la miel para la boca del asno» es una expresión basada en la fábula de Fedro El asno y la lira. Erasmo la recoge en sus Adagios (1, 4, 35), San Jerónimo en sus Epístolas (27, 1) (Cantera Ortiz de Urbina, 2006: 13) y forma parte de la letrilla atribuida a Góngora «Cantar quiero a los que entienden / de las cosas a que aspiran / tan quam asinus ad liram» (Rodríguez Moñino, 1966: 118). VII. Los romances del marco final Los romances con los que se cierra cada tarde son todos líricos y se presentan generalmente amalgamados con estribillos o villancicos, mantienen un mismo tono y tienen menor relevancia que los del principio. El primero, «¿De qué sirve, amor travieso / dar al arco suspensión», alaba la sensualidad de la boca de una dama en la línea de advertencia de los peligros del amor, como hizo Góngora en el conocido soneto «La dulce boca que a gustar convida». Castillo Solórzano remata el romance con una seguidilla arromanzada: «Maravillas nos muestra / tu boca, Anarda, / pues que da la vida / con lo que mata»,12 versos que unos años después publicará como estrofa de la composición «Con pinceles seguidos / formo un retrato» en los Escarmientos de amor moralizados (libro V: 99v-100r) y, consecuentemente, en el Lisardo enamorado, reescritura de aquel (libro V: 210). La tarde segunda la rematan Laura, Ángela y Octavio cantando un romance que nos traslada del entorno madrileño al valenciano. En él contrasta la imagen de dura que proyecta la protagonista («Lisarda, ninfa del Turia, / altiva aprendiz es ya / de lo duro de las rocas, / de lo inconstante del mar») con la sensibilidad de su canto, mientras mira al mar («Atrevidas llegan las olas / a besar la verde ribera / y al cantar de los ruiseñores / salta y baila la blanca arena»). Aparecen aunados romance y villancico, frialdad y sensibilidad, tercera y primera persona. En algunos casos, Castillo Solórzano establece algún vínculo con los romances del inicio, aunque sea levemente. Unas veces por los recursos que emplea, como sucede con la enumeración convertida en estribillo de los romancillos de la tarde 12 A pesar de que Campana, en la edición que sigo, lo dispone a manera de dístico, he optado por presentarlo de esta manera, atendiendo a las palabras del narrador en la versión que aparece en los Escarmientos de amor moralizados: «Holgáronse de oír en el trivial metro de las seguidas los graves conceptos de las perficiones de la dama» (f. 100).
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tercera, de los que hablé más arriba. Y en otras ocasiones porque los temas tratados desde un punto de vista burlesco al comienzo, los enfoca ahora desde una perspectiva seria. Eso le permite hablar de quienes han asumido su situación de amantes no correspondidos: «En buenhora desengaño / hagáis mi suerte felice» (tarde IV); o de aquellos otros que conocieron el desdén y ahora saben lo que es la correspondencia: «Ya publica favores / quien vio desdenes / que borrascas de celos / no permanecen», canta Castalio al final del romance «Zagales de Manzanares / venid y veréis a Celia». La última tarde se cierra con una letra con cuarteto decasílabo glosada en dos romances de doce versos cada uno que terminan con la repetición de la cabeza a modo de estribillo: «A mirar cómo baila Belilla / los pastorcillos alegres van, / pues a fe que si libres la miran, / que han de volverse sin libertad». Una variante más de esas combinaciones de romance con estribillo, con villancico o como glosa a las que recurre al caer el sol. Octavio, alter ego de Castillo Solórzano, sabe bien lo que hace. Es consciente de que lo burlesco y jocoso sirve para elevar el tono y crear el ambiente propicio para el entretenimiento. Por eso comienza con romances de esta índole, que interpreta él al compás de la guitarra, y deja para el final los líricos, en los que hace partícipes a las jóvenes damas (Laura y Ángela) para cantar al son de un arpa o un clavicordio, instrumentos de sonido tenue, «porque sus dulces y regaladas voces, acompañadas de igual destreza, eran lo celebrado de la corte y la suspensión de los que, por grandísimo favor, merecían oírlas» (1992: 13). Puede tratar los mismos temas, pero el enfoque ha cambiado con el caer de la tarde. En definitiva, estos son los romances de las Tardes entretenidas. Un grupo de poemas de mayor o menor calidad que recorren la obra de manera perfectamente estructurada dando unidad a esta colección de novelas. El romance y no otro metro es el elegido por Castillo Solórzano para conseguirlo, tal vez rememorando el clásico verso «las relaciones piden los romances» de su admirado Lope de Vega. Sea como fuere, en ellos ensaya su habilidad versificadora, recoge temas que responden a los intereses de un grupo social determinado y deja al descubierto las costuras de unos patrones compositivos que repetirá en otras muchas de sus obras, haciendo que podamos hablar de un Castillo Solórzano poeta a la vez que narrador. Bibliografía Arellano, Ignacio. «Los enigmas de Castillo Solórzano en los Donaires del Parnaso», Notas y estudios filológicos, 3 (1986), pp. 123-148. Bonilla Cerezo, Rafael. «Pesadilla de médicos, veneno de enfermos: la sátira científica en Alonso de Castillo Solórzano», Edad de Oro, XXVII (2008), pp. 47-104. — (est. y ed.). «El culto graduado de Alonso de Castillo Solórzano», proyecto «POLEMOS de la Universidad de la Sorbona (OBVIl)», Sorbonne Université-Labex Obvil, 2015. Disponible en: https://obvil.sorbonne-universite.fr/corpus/gongora/1625_el-culto-graduado [Consulta: 21/01/2021].
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Apéndice. Índice de primeros versos de los romances «Belilla cuya hermosura / es de la almas imán» [glosa de «A mirar cómo baila Belilla»] (VI, marco final, Octavio, Laura y Ángela, 348-349). «Caracteres de crueldad, / rígida escribes Inés» (V, novela, bachiller, 268-269). «Convalesciente Amarilis / pisaba el florido valle» (IV, novela, Félix, 223-224). «Dama cuyo negro embozo, / el rostro a mi vista ocultas» (VI, marco final, Octavio, 304-306). «De aquel caballo de Palas, / que en Troya postró edificios» (I, marco inicial, Octavio, 21-25). «¿De qué sirve, amor travieso, / dar al arco suspensión» (I, marco final, Octavio, 77-78). «De todos cuatro elementos / somos hechos y formados» (VI, marco final, enigma, Octavio, 347-348). «De un riguroso solar, / que ha hecho homicidas fieros» (II, marco final, enigma, Ángela, 122-123). «Del solar que ensalza a muchos / hasta el frígido elemento» (III, marco final, enigma, Laura, 178-179). «Desciendo de dos solares / más antiguos que los godos» (I, marco final, enigma, Lucrecia, 75-76). «Dos vidas tuvieron fin / con que mi ser acredita» (VI, marco final, médico, enigma, 344-345). «El animal que en el cielo / le colocaron por signo» (IV, marco final, Ángela, enigma, 253-255). «En buenhora desengaño / hagáis mi suerte felice» (IV, marco final, Octavio, Ángela y Laura, 256). «Fugitiva Laura, / ya que me desprecias» (III, marco inicial, Octavio, 182-184). «Hechizos solicitaba / un galán a lo moderno» (V, marco inicial, Octavio, 260-263). «La tierra le dio principio / a mi humilde nacimiento» (V, marco final, Lucrecia, enigma, 297-298). «La tierra me produció / con infinidad de partos» (II, marco final, Costanza, enigma, 120-121). «La tirana de la vida / temiendo estaba rigores» (I, novela, Rosaura, 49-50). «Lisarda, ninfa del Turia, / altiva aprendiz es ya» (II, marco final, Octavio, Laura y Ángela, 124-125). «Melindrosa doncelleja, / la de los parleros ojos» (IV, marco inicial, Octavio, 186-189). «Monstro parezco a la vista / compuesto de dos metales» (III, marco final, Lucrecia, enigma, 180-181). «Necio de tres altos / galán boquirrubio» (III, marco inicial, Octavio, 128-130). «Para darnos nuevo ser / que por república sirva» (IV, marco final, Octavio, enigma, 251-252). «Perdonad, señora Cintia, / si entre la runfla de apodos» (tarde II, marco inicial, Octavio 80-84).
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Los romances de las Tardes entretenidas, de Castillo Solórzano «Quien ha dicho que Narciso / se convirtió en flor de lis» (III, novela, Domingo, 155-159). «Soy un preciado tesoro / que debajo de dos llaves» (V, marco final, Laura, enigma, 299-300). «Submiso a vuestro (elegantes / regente) cónclave aspira» (V, novela, bachiller, 286-287). «Universal hacedor / de los cielos y la tierra» (I, marco final, Laura, enigma, 72-73). «Zagales de Manzanares / venid y veréis a Celia» (V, marco final, Laura, 301).
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La precisión temporal en la narrativa realista entre los siglos xvi y xix* Jesús Gómez Universidad Autónoma de Madrid
A lo largo de la historia de la literatura española se ha llegado a identificar de modo exagerado el desarrollo de la ficción en prosa, a partir del siglo xvi, con la trayectoria de la narrativa realista, lo que explica la amplia cronología de la cuestión planteada en el título que encabeza estas páginas. Nos preguntamos en ellas por la precisión temporal en la narrativa realista, desde sus antecedentes clásicos en torno al relato autobiográfico del pregonero de Toledo que culminan en las respectivas propuestas de Mateo Alemán y de Cervantes, comparándolas con la del realismo decimonónico.1 Se trata de subrayar la significación de un rasgo diferencial entre ambos modelos narrativos al que hasta ahora no se le ha concedido la suficiente importancia. En la historiografía de la literatura española, sin embargo, se ha señalado la novedad que supuso para la narrativa del siglo xix la aparición de una cronología histórica alejada de la incoherencia o imprecisión del realismo anterior. El ajuste del tiempo histórico colectivo al tiempo individual de cada novela es un fenómeno que no se produjo con anterioridad, ya que, en palabras de José-Carlos Mainer: «Hasta entonces el tiempo de las novelas ha sido indefinido. Por mucho que el Quijote rezume la vida de la España de finales del siglo xvi, ni una sola precisión temporal en todo el texto nos permite datarlo exactamente» (2000: 177). Antes de
* Las siguientes consideraciones se inscriben en el proyecto de investigación H2019/HUM-5898 de la Comunidad de Madrid/Unión Europea (Fondo Social Europeo), adscrito al Instituto Universitario La Corte en Europa (IULCE). Están dedicadas a José Checa Beltrán, nuestro querido Pepe, con quien afortunadamente tuve oportunidad de coincidir a finales de los ochenta en la antigua sede de la calle Duque de Medinaceli. 1 Desde un punto de vista teórico, existen diferentes concepciones sobre el realismo más allá del usual «realismo genético» basado en la correspondencia exacta entre los fenómenos externos al texto y su escritura, como pone de relieve Villanueva (1992), si bien en un nivel básico el realismo del Lazarillo de Tormes se caracteriza por la supervivencia material del protagonista porque, entre otras razones, «distinguir las clases sociales a través de los alimentos tiene relación estrecha con la cosmovisión de la época de Lázaro» (Chung, 2017: 30).
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concluir en la obra maestra de Cervantes, veremos en los epígrafes primero y tercero la imprecisión temporal en el realismo clásico, desde Lazarillo de Tormes a la serie picaresca que a través de Guzmán de Alfarache llega hasta Estebanillo González, en contraste con la precisión temporal que se pone de manifiesto en los epígrafes segundo y cuarto sobre el realismo histórico decimonónico, desde La Gaviota, de Fernán Caballero, a Los pazos de Ulloa, de Pardo Bazán, pasando por Doña Perfecta, de Galdós. I. El realismo clásico Con anterioridad al Quijote, la imprecisión temporal sobre los sucesos históricos se percibe en la obra que ha sido considerada como precursora del realismo clásico, el Lazarillo de Tormes, aun cuando aparezcan en ella sendas alusiones que enmarcan el relato del pregonero al inicio y al final del mismo. Es sabido que al comienzo de su narración autobiográfica Lázaro menciona la muerte de su padre «en la de los Gelves» y, cuando finaliza, declara encontrarse en la cumbre de toda su buena fortuna: «[E]l mismo año que nuestro victorioso Emperador en esta insigne ciudad de Toledo entró y tuvo en ella Cortes» (10, 80). No ha logrado establecer la crítica con exactitud la cronología de los respectivos sucesos históricos, dependiendo de si la primera alusión se refiere a la aciaga expedición militar de 1510 a la isla tunecina de Yerba (Gelves) o bien a la victoriosa de 1520, y si la segunda se refiere a las Cortes toledanas de 1525 tras la victoria de Pavía o bien a las de 1538-1539. Lo que queda claro es que por imprecisión no se produce una correspondencia exacta entre el tiempo histórico colectivo y la trayectoria del aprendiz de pícaro en el diseño temporal de su narración.2 Concuerda en este sentido con la opinión de Mainer el comentario de Francisco Rico: «Ninguna de las grandes novelas del Siglo de Oro, ni el Guzmán de Alfarache ni el Buscón ni el Quijote, atiende a concordar la cronología interna del relato con la cronología de la gran historia» (2011: 106107). A pesar de ello, la coincidencia del «diseño realista», en palabras también de Rico, entre el Lazarillo y la narrativa decimonónica le lleva a postular la continuidad con el realismo decimonónico basada en la conquista definitiva para la ficción en prosa del dominio de lo cotidiano y de lo vulgar tras «la ruptura de las jerarquías que asignaban a los personajes un estilo, serio o grotesco, en función de su rango social» (Rico, 2003: 286). La ruptura del decorum literario se refiere a la teoría de los tres estilos codificada desde la Edad Media en la conocida rota Vergilii que postulaba la jerarquía entre el correspondiente nivel estilístico y la extracción social del personaje, sobre la cual 2 Concluye Rico: «Es difícil, pues, escapar a la conclusión de que “la de los Gelves” remite a 1510 (mienta o no la madre de Lázaro) y las Cortes en cuestión son las famosas de 1538-1539. Pero, si es así, según todo indica, en vano pretenderemos conjugar las andanzas de Lázaro y ciertas efemérides del Quinientos: las unas y las otras discurren por sendas independientes» (2011: 106).
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planteó el romanista alemán Erich Auerbach ya en 1942 su conocida hipótesis del realismo en la literatura occidental. Como es bien sabido, al recomponer su trayectoria a través de una serie de veinte calas históricamente sucesivas desde Homero a Virginia Woolf, sobre la «representación de la realidad en la literatura occidental» como se tradujo el subtítulo de Mímesis, estudió la evolución de la ruptura de la regla clásica según la cual, «lo real cotidiano y práctico sólo puede encontrar su lugar en la literatura dentro del marco de un género estilístico bajo o mediano, es decir, como cómico-grotesco, o como entretenimiento agradable» (Auerbach, 1950: 522). Las posibles infracciones del decoro literario han sido objeto de atención también en el hispanismo, como se puede comprobar en los estudios de Anthony Close sobre la mentalidad cómica del Siglo de Oro cuando defiende que las desviaciones en el Quijote sobre la norma en la división de estilos «se deben a su respeto por los criterios de unidad y propiedad, antes que por el de verdad empírica» (Close, 2007: 153).3 El realismo cervantino, por tanto, vendría a contradecir dentro de la poética clásica la teoría estilística del decorum anticipando de este modo, junto con la picaresca, el realismo de la narrativa decimonónica. De acuerdo con el planteamiento anterior sobre los antecedentes de la narrativa realista, en el hispanismo se ha puesto de relieve la importancia de la ruptura de la teoría clasicista de los tres estilos marcando su proyección hacia la novela decimonónica. Sin embargo, creo que no se entienden las verdaderas consecuencias de la ruptura estilística sin relacionarla con el rasgo diferencial ya señalado, es decir, la correspondencia cronológica entre el tiempo colectivo de la historia y el individual de la ficción novelesca. Para observar sus implicaciones, es necesario contrastar la imprecisión temporal del Lazarillo con la trayectoria de la narrativa decimonónica. II. El realismo decimonónico Dentro del realismo «abstracto», según lo denominara Joan Oleza cuando plantea la evolución de la narrativa decimonónica a partir de las novelas de tesis, consideraremos tanto La Gaviota, de Fernán Caballero, cuya primera versión española fue publicada en forma de libro en 1856 por primera vez, como Doña Perfecta (1876), de Benito Pérez Galdós, quien concibe su relato desde un bando ideológicamente opuesto al de Cecilia Böhl de Faber, la hija del hispanista alemán que había adoptado el novela con el pseudónimo de Fernán Caballero.4 De acuerdo Añade Close: «La segunda parte de Don Quijote en particular abre un camino que luego conducirá al abandono de la segregación de estilos y temas en la que se basaba la poética tradicional» (2007: 153-154). 4 J. Oleza: «Hasta el advenimiento del naturalismo los dos bandos hacen una misma cosa: enfrentar sus ideologías desde una misma forma expresiva: la novela de tesis» (1976: 27). Como superación del realismo abstracto, el epígrafe cuarto lo dedico a Los pazos de Ulloa (1886), de Emilia Pardo Bazán, muestra acabada del modelo realista-naturalista. 3
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con la perspectiva histórica que afecta al relato, no puede ser más significativo el comienzo de La Gaviota cuando presenta la salida en barco desde el puerto inglés de Falmouth hacia España de uno de sus protagonistas principales, el cirujano alemán Fritz Stein. Se data el comienzo con toda precisión cronológica: «En noviembre del año 1836, el paquete de vapor Royal Sovereing se alejaba de las costas nebulosas de Falmouth» (145). No trata la autora de ofrecer un detalle ornamental, ni un dato simplemente informativo, sino de establecer la perspectiva histórica consustancial al relato novelesco, lo que ahora implica una perspectiva temporal coherente. El tiempo histórico o externo de los sucesos aludidos en La Gaviota tiene que ver inicialmente con el desarrollo de la primera de las guerras carlistas entre 1833 y 1840, ya que la intención del cirujano alemán, según explica él mismo en el capítulo primero, es la de acudir como médico en ayuda del ejército de Navarra. A partir de capítulo segundo, después de un intervalo implícito de dos años, la acción se desplaza a un pueblo de la costa onubense denominado Villamar donde emblemáticamente aparecen las ruinas de un convento abandonado, en otros tiempos suntuoso y rico. Este nuevo tiempo interno está condicionado por los sucesos históricos ocurridos desde 1837 tras la desamortización del gobierno de Mendizábal seguida de la exclaustración de los frailes del convento, donde precisamente es curado Stein de las heridas de guerra, ya que en él viven la tía María con su hijo y fray Gabriel, quienes les proporcionan sus cristianos cuidados. Se puede seguir con toda precisión el tiempo interno de la novela de Fernán Caballero, quien suele situar los saltos temporales entre capítulos, hasta abarcar unos doce años desde 1836 a 1848, si tenemos en cuenta que el capítulo anticlimático final ocurre cuatro años después de finalizar la acción principal de La Gaviota con la vuelta al pueblo de Villamar. La doble referencia histórica al carlismo y a la desamortización resulta clave en el relato, ya que los personajes positivos, como Stein, la tía María o fray Gabriel entre otros, se identifican con la defensa de las ideas tradicionales o son víctimas de las políticas liberales ocurridas con posterioridad a la desaparición del absolutismo fernandino, mientras que los personajes negativos siguen las modas extranjerizantes, como hace La Gaviota al sustituir en su repertorio la canción española por la ópera italiana, o bien defienden ideas liberales, como las del ridiculizado alcalde de Villamar, quien se opone a las ideas antiguas siendo único representante de su partido en el pueblo. El maniqueísmo conservador de Fernán Caballero no obstaculiza, sino todo lo contrario, el diseño realista en cuanto la condicionalidad histórica problematiza y concede un estatus representativo sobre la historia española a las peripecias cotidianas de unos personajes cualesquiera, como Stein, la Gaviota, la tía María o fray Gabriel, por el hecho de estar inmersos en las circunstancias de su época. Con independencia de la ideología correspondiente, el mismo diseño se mantiene veinte años después en Doña Perfecta (1876) al servicio, en esta ocasión, de un maniqueísmo de signo liberal progresista. La trama de la novela de Pérez Galdós 90
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presenta significativas coincidencias con la de Fernán Caballero, puesto que en ambas hay una comunidad rural a la que llega un personaje forastero para revolucionar su idílica existencia. La llegada del cirujano Stein a Villamar en La Gaviota, con la que prácticamente se inicia el relato, tiene su correlato en la llegada del ingeniero de caminos Pepe Rey a Orbajosa en Doña Perfecta, ya que ambos desencadenan una serie de fuerzas en conflicto entre la tradición y los cambios políticos o sociales que conduce al sacrificio personal de sus protagonistas respectivos. En el caso del novelista canario, quizá por ocupar el lugar de máxima relevancia en el desarrollo de la narrativa realista española del xix, se ha destacado desde muy pronto el mérito, en mayor medida que se le concede a Fernán Caballero, de la condicionalidad histórica de su narrativa, como afirma Stephen Gilman, «desde el principio Galdós tuvo ese don especial de visión histórica que distingue a un Stendhal, un Balzac, un Tolstoy o a un Dickens de sus más eminentes predecesores de los siglos xvii y xviii» (1985: 83).5 Pero el diseño realista de Doña Perfecta es similar al que se había ensayado ya en La Gaviota, dada la coherencia causal del tiempo histórico que condiciona dentro del relato la peripecia vital de sus personajes. Ahora bien, se ha discutido el año en el que comienza el tiempo interno de la acción desarrollada en Doña Perfecta durante tres meses, entre marzo y abril, seguidos de un añadido epistolar en el anticlimático capítulo último que nos lleva a diciembre. Como en el capítulo tercero se dice que cuando Pepe Rey llega a Orbajosa estaba a punto de cumplir treinta y cuatro años, teniendo en cuenta que el matrimonio de sus padres se produjo en 1841 (según se puntualiza al comienzo del mismo capítulo), se ha deducido que 1875 es el año más probable por la coherencia del tiempo interno del relato. Sin embargo, el narrador galdosiano prefiere dejarlo sin datar cuando afirma «que lo que aquí se va contando ocurrió en un año que no está muy cerca del presente, ni tampoco muy lejos» (318-319). A pesar de esta imprecisión relativa, la hipótesis defendida por M.ª Pilar Aparici Llanas nos conduce al año anterior a la conclusión de la tercera guerra carlista, en 1876, refutando las opiniones anteriores que proponían adelantar su datación al inicio del conflicto bélico, en 1872.6 En cualquiera de los dos casos, las referencias históricas al carlismo y al ambiente de contienda civil son básicas para comprender el diseño realista de los sucesos novelados. En el segundo capítulo, camino de Orbajosa, se produce el encuentro casual con un personaje apodado Caballuco, «hijo de un famoso Caballuco que estuvo en la facción, el cual Caballuco padre era hijo de otro Caballuco abuelo, que también estuvo en la facción», como le explica el acompañante de Pepe Rey a este antes de Sobre Doña Perfecta en particular, afirmaba José F. Montesinos: «… una novela sin pretensiones históricas, aunque pique en historia» (1968: 172). 6 Aparici Llanas: «Quedan así claramente descartadas las hipótesis que sitúan la acción de Doña Perfecta en el período revolucionario anterior a la Primera República, como en el caso de Tuñón de Lara [...]. También Varey, en su análisis de Doña Perfecta, sitúa la acción en torno a 1872. Una lectura atenta del citado capítulo III muestra la imposibilidad de estas fechas» (1982: 46). 5
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añadir de manera significativa: «… ahora andan diciendo que vuelve a haber facción» (188). Teniendo en cuenta que el bando faccioso aludido es el de los carlistas, se puede observar por el pasaje anterior que el ingeniero de caminos se encuentra desde su llegada con el conflicto bélico, endémico de todo el siglo xix español, a punto de reanudarse en la comarca. Se confirma el ambiente prebélico con el anuncio del envío del ejército desde Madrid a Orbajosa, consumado en el capítulo dieciocho cuando se produce la ocupación de la ciudad levítica por parte de la autoridad central para prevenir un levantamiento faccioso. De situar la acción novelesca durante la reanudación de la tercera guerra carlista en 1872, o bien poco antes de su finalización en 1874, la condicionalidad histórica se respeta en cualquier caso, ya que la guerra civil se imbrica por su motivación política en el conflicto entre tía y sobrino. Como en el caso de Fernán Caballero, pero en un sentido ideológico opuesto, Pérez Galdós justifica la oposición de sus personajes principales en defensa de las tradiciones del carlismo (Doña Perfecta) y de la burguesía liberal (Pepe Rey) al enfrentar los valores del catolicismo ultraconservador con los del progreso secular. Un inciso sobre la perspectiva histórica de Doña Perfecta, calificada por Galdós como su primera «novela española contemporánea», nos sirve para plantear la diferencia existente con respecto al historicismo de sus «episodios nacionales» cuya publicación se inicia en 1873. Estos pretenden novelizar sucesos relevantes de la historia patria desde la primera serie que comienza con Trafalgar hasta la quinta que finaliza en 1912 con la publicación de Cánovas, pasando por Amadeo I donde el proteico narrador de la última serie de episodios, Tirso Liviano, cuando regresa al pueblo de su niñez, plantea una oposición muy parecida a la que explica el enfrentamiento de Pepe Rey con su tía: «Para mí, pasar de Madrid a Oña era como saltar de un planeta a otro. Mi padre, que con tanto desprecio y horror hablaba de las miasmas de Madrid, no se daba cuenta del aire espeso de fanatismo que allí respirábamos» (1986: 288). Sin embargo, se mantiene la distancia entre «episodios nacionales» y «novelas contemporáneas» porque en estas el objetivo principal no son los acontecimientos históricos, cambios de gobierno o contiendas bélicas. Existe, además, una diferencia en cuanto a la lejanía cronológica entre la fecha de composición y los sucesos históricos del relato, mayor en los episodios que en las novelas de ambientación contemporánea. La narrativa decimonónica deriva inicialmente de la atracción por los temas históricos, muy de moda desde la época del Romanticismo a lo Walter Scott, que prefiere remontarse hasta épocas lejanas donde, como ocurre en la remota Edad Media, aprovecharon los narradores para proyectar con mayor libertad imaginativa sus fantasías personales, como hacen Espronceda en Sancho Saldaña (1834) o Larra en El doncel de don Enrique el Doliente (1834). Las peripecias fantaseadas de este tipo de narraciones construyen una perspectiva diferente no solo del historicismo de la narrativa realista, sino de los ocasionales antecedentes del Siglo de Oro que se han señalado, como las Guerras de Granada (1595), de Ginés Pérez de Hita, calificadas de «primera novela seudohistórica europea» (Fosalba, 2017: 146). Alterna en su narración Pérez de Hita la ca92
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suística sentimental con la introducción de recursos formales como cartas y poemas sobre la figura del moro enamorado,7 en la primera de las dos partes de las Guerras civiles inspirada durante la conquista del reino nazarí por relatos legendarios sobre el linaje de los Abencerrajes y sus disputas con los Zegríes. III. La serie picaresca La idealización de la maurofilia literaria plantea durante el Siglo de Oro una perspectiva sobre el pasado del reino nazarí ajeno al diseño de la narrativa realista, si bien estamos viendo que el modelo clásico iniciado con el Lazarillo se caracteriza también por su imprecisión, cuando no por su indiferencia, sobre la cronología relativa al tiempo externo del relato. Es un fenómeno genérico que se puede hacer extensible a la temática picaresca reconfigurada por Mateo Alemán quien, al consagrar literariamente la figura del pícaro a través del relato autobiográfico escrito por el propio Guzmán de Alfarache después de haber sido condenado a galeras, traza el tiempo interno de su trayectoria vital que le conduce hasta su confesión pública. Se extiende el tiempo desde el momento de la salida de la casa materna en Sevilla teniendo Guzmán doce años. Tras su paso por Madrid y Toledo, viaja a Italia para visitar en Génova a sus parientes ya con unos catorce. La estancia en Italia, donde sirve a un cardenal romano durante dos años y al embajador francés en Roma durante cuatro, se prolonga durante su vagabundeo acompañado de Sayavedra por Florencia, Bolonia, Milán y de nuevo Génova. Después de su regreso en barco a España, acaba en la corte madrileña donde transcurren siete años y, después de enviudar, otros siete casándose por segunda vez con una mujer que finalmente le abandona. De vuelta a Sevilla, donde pretende viajar a las Indias ya con unos cuarenta años, acaba en galeras, donde se arrepiente de la vida pasada y escribe su confesión autobiográfica. La «cronología coherente» de la vida del pícaro ha sido resumida por José María Micó (1987: 30-31), quien conjetura que cuando abandona el servicio del embajador francés estaríamos en torno a 1567 y cuando su segundo matrimonio, hacia 1582. Como en el Lazarillo, la crítica se ha visto obligada a formular hipótesis sobre los referentes cronológicos externos, ya que faltan en el relato datos temporales precisos sobre los años correspondientes o, si se pueden deducir, chocan por su anacronismo. De la primera clase de comentarios temporales imprecisos es la referencia que hace Guzmán cuando al llegar a la primera venta, donde come la famosa «tortilla de huevos» (1.ª, I: 3), alude a un fenómeno habitual en aquella época sin precisar el año exacto: «Era el año estéril de seco y en aquellos tiempos solía Sevilla padecer, La segunda parte de las Guerras de Granada (1597), de tono muy distinto, versa sobre la guerra de las Alpujarras. También se ha mencionado otras obras entre los posibles antecedentes, como la Crónica sarracina, de Pedro del Corral, sobre las cuales plantea su caracterización Carlos Mata Induráin (1995). 7
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que aun en los prósperos pasaba trabajosamente: mirad lo que sería en los adversos».8 De la segunda puede ser buena muestra la alusión a la estatua ecuestre de Cosme I de Medici, que no fue colocada en la florentina Piazza della Signoria hasta 1594, treinta años después de que el pícaro hubiera llegado a Florencia durante sus correrías italianas: «Mandólo aquí poner a perpetua memoria el Gran Duque Ferdinando su hijo, que hoy es» (2.ª, II: 1).9 Por su falta de correspondencia, el comentario que hace Sayavedra es independiente del tiempo interno sugerido para la estancia italiana de Guzmán casi treinta años antes de que pudiera haber visto finalizada la obra, como si el dato fuera un añadido de Mateo Alemán tentado por la proximidad a la presunta fecha de composición de la primera entrega del Guzmán de Alfarache, hacia 1597, antes que por su correspondencia cronológica con el relato del pícaro. Estamos viendo que la indeterminación del tiempo externo y su falta de exactitud son un fenómeno habitual desde el Lazarillo en la trayectoria de la narrativa realista, caracterizada por el cronotopo en términos bajtinianos de la «novela de aventuras costumbrista» (Bajtin, 1989: 280). El tiempo de la vida corriente en la peripecia biográfica del pícaro carece de la condicionalidad observada en los personajes de la narrativa realista decimonónica como Stein (La Gaviota) o Pepe Rey (Doña Perfecta), condicionados por las circunstancias políticas e históricas de sus épocas respectivas. Durante el Siglo de Oro, incluso en La vida y hechos de Estebanillo González (1646), considerada por la crítica como el último exponente de la narrativa picaresca, tampoco concuerdan los datos cronológicos externos con la peripecia de su protagonista, a pesar de que se ambienta durante la guerra de los Treinta Años y de que abundan en su relato las referencias a sucesos históricos como las campañas bélicas. La exactitud de las fechas no se extiende en el Estebanillo a la «invasión de la realidad» (Goytisolo, 1976: 107), ya que la crítica ha subrayado desajustes dentro de la sucesión de hechos como el salto de cuatro años con respecto a la deserción del pícaro de la compañía del maestre de campo Melchor de Bracamonte, que se produce en el capítulo tercero cuando se refiere al virrey de Sicilia (duque de Alburquerque) cuya toma de posesión fue en 1627, seguida de la alusión en el mismo capítulo a su alistamiento en la compañía de Diego Manrique de Aguayo, que se retrotrae hasta finales de 1624 o principios de 1625 (1990, vol. I: 145, 152, 164).10 8 Anota J. M. Micó (I: 169), sobre este recuerdo personal: «habría que pensar en el año 1557» por ser de gran esterilidad, si bien por la frecuencia de estos fenómenos, «lo más sensato me parece no buscar en estas lamentaciones una especial voluntad de precisión cronológica». 9 Sobre una alusión anterior al gobierno de Ferdinando de Medici (1587-1604), anota Micó: «La precisión cronológica no es precisamente lo más característico de las alusiones históricas en el Guzmán» (II: 161). 10 Después de referirse a las «inexactitudes y saltos cronológicos importantes», Carreira y Cid (1990: LXIV y LXXIII) atribuyen el desplazamiento temporal del capítulo tercero al propósito de silenciar el periodo en que fue criado Estebanillo del príncipe Emmanuel Filiberto de Saboya. En esta misma introducción, se recogen diversos trabajos en los que Cid ha argumentado de modo plausible sobre la autoría de Gabriel de la Vega más allá de la «ilusión realista» (Carreira y Cid, 1990: LXXXVI y ss.).
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Cabría relacionar algunos desajustes cronológicos como los anteriores con la ausencia de datos precisos sobre los años en que tuvieron lugar los sucesos referidos por el pícaro, convertido en bufón («hombre de buen humor») como medio de supervivencia al servicio de varios amos, entres los cuales destaca la presencia del general imperial Ottavio Piccolomini desde la misma dedicatoria de la novela. Sin embargo, ni las reacciones, ni los comentarios del pícaro-bufón cuando se refiere a las respectivas contiendas de las que ha sido testigo, como las batallas de Nördlingen (1634) en el capítulo sexto, de Thionville (1639) en el octavo, el asedio de Arras (1640) en el noveno, la derrota de Rocroy (1643) en el duodécimo, trascienden la anécdota personal o la bufonada. Es verdad que el relato de ficción Estebanillo está inspirado en la existencia documentada de un Estebanillo González, criado del príncipe Emmanuel Filiberto de Saboya y más tarde de Ottavio Piccolomini. Pero sería ingenua la suposición, propia del «realismo genético», de identificar a su protagonista con el escritor. Lo cierto es que, con independencia de que pudiera ser Gabriel de la Vega el verdadero autor de la obra cuya portada la atribuye ficticiamente al propio Estebanillo, se detectan contradicciones en el discurso puesto en boca de su protagonista, por sus resonancias apátridas que han sido reivindicado en la época contemporánea por lectores como Juan Goytisolo, con respecto a los continuos panegíricos del bando imperial que culminan en el encuentro del pícaro-bufón con Felipe IV en el capítulo penúltimo. Las divergencias ocasionales entre la perspectiva del narrador y el punto de vista del personaje preocupado únicamente por sobrevivir se han visto subrayadas desde lecturas posteriores al realismo decimonónico donde, como estamos viendo, se aplica para su interpretación la condicionalidad histórica en la conducta de los personajes como rasgo habitual desde el realismo decimonónico. De acuerdo también con este modelo realista-naturalista, la conducta de los personajes viene condicionada por su ubicación en un determinado momento de la historia precisado con exactitud, lo que explica en gran parte la trayectoria de la narración y sirve de complemento necesario para interpretarla. IV. El diseño realista Con posterioridad a la serie picaresca que, inaugurada entre Lazarillo de Tormes y Guzmán de Alfarache, llega hasta Estebanillo González, el realismo adquiere carta de naturaleza al convertirse en uno de los principios fundamentales de la estética decimonónica, «como la realización perfecta de la tendencia en cuestión; para estimar el grado de realismo de las escuelas anteriores y posteriores se las compara con el realismo del siglo xix» (Jakobson, 1970: 72). Tanto la coherencia como la precisión cronológica del tiempo externo al relato se convirtieron entonces en elementos decisivos de la narrativa realista decimonónica, y no solo de algunos ejemplos aislados como los anteriormente vistos en La Gaviota y Doña Perfecta, sino del propio paradigma al que se refiere Jakobson. 95
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Para comprobarlo de nuevo, veremos un último ejemplo perteneciente ya a la etapa realista-naturalista, caracterizada por su mayor objetividad narrativa, en Los pazos de Ulloa (1886), de Emilia Pardo Bazán. Cuando se publica esta novela, inaugurando la colección del editor Daniel Cortejo titulada con reminiscencias galdosianas Novelistas españoles contemporáneos, han aparecido o están apareciendo dos de las grandes obras que suponen la culminación de la tendencia realista-naturalista como La Regenta (1884-1885), de Leopoldo Alas, Clarín, y Fortunata y Jacinta (1886-1887), de Pérez Galdós. Precisamente un año después de la publicación de Los pazos, en 1887, aparece en la misma colección La madre Naturaleza concebida como su continuación, si bien ambas novelas se pueden considerar temática y estructuralmente como si fueran autónomas. Pese también a la continuidad temporal de los sucesos narrados entre ambas novelas, de 1867 a 1880 aproximadamente, ambas son diferentes, ya que los treinta capítulos en que se dividen Los pazos se caracterizan por la rigurosa coherencia entre los actos de los personajes y los sucesos históricos ocurridos a lo largo de un década, si bien la trama principal (caps. I-XXVIII) tiene lugar durante unos cuatro años, mientras que, por su parte, la cronología de La madre aparece reducida a tan solo seis días.11 El intervalo cronológico de la primera novela se asemeja más al intervalo de doce años en La Gaviota o incluso al año de Doña Perfecta, teniendo en cuenta que las tres tienen asimismo un final anticlimático. Este se produce en Los pazos (caps. XXIX-XXX) después de que hayan transcurrido diez años del trágico desenlace de la acción principal de la novela, con el asesinato de Primitivo y el destierro de Julián. Otra coincidencia significativa es que la acción de Los pazos se inicia con la llegada de otro forastero, el clérigo Julián nombrado capellán de Ulloa, a una comunidad rural, desencadenando con su presencia el conflicto de la tradición frente al cambio que, de nuevo, conduce al sacrificio personal del personaje ajeno al microcosmos: idílico para Fernán Caballero o bien anacrónico y fanático según Galdós. A su vez, Pardo Bazán no se muestra tan abiertamente combativa desde un punto de vista ideológico, conservador o progresista, porque de su narración, mucho más imparcial por la variedad de puntos de vista que se alternan en ella, se deduce la aceptación más o menos resignada por parte de la condesa de la barbarie inexorable del medio rural. Como sabemos por el capítulo cuarto, la acción principal de Los pazos se data poco antes de la revolución del 68 cuando la voz narrativa alude a la falta de legitimidad del título de marqués para Pedro Moscoso: «[Y]a es hora de decir que el marqués de Ulloa auténtico y legal, el que consta en la Guía de forasteros, se paseaba tranquilamente en carretela por la Castellana durante el invierno de 1866 a 1867» (38). En una sincronía casi total entre el devenir histórico y la intrahistoria de los 11 No obstante, es muy significativa desde un punto de vista histórico la rememoración de Gabriel (cap. VIII) sobre su vida al compás de la historia: «Yo soy víctima de mi época y del estado de mi nación, ni más ni menos. Y nuestro destino corre parejas. Los mismos desencantos, hemos sufrido; iguales caminos hemos emprendido» (1999: 176).
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personajes de la comunidad gallega, que será la marca genérica de otras grandes novelas como La Regenta o Fortunata y Jacinta, transcurren interconectados los sucesos narrativos y los acontecimientos políticos. Después de que se aluda en el capítulo sexto a la etapa del gobierno militar de Narváez entre julio de 1866 y marzo de 1867 que favorece en Los pazos los intereses del cacique local conservador, Barbacana, frente a los de su rival protegido por los liberales, Trampeta, la revolución sesentayochista en el capítulo decimotercero, en coincidencia significativa con la boda del marqués de Ulloa con su prima Nucha, hará aflorar las disensiones familiares por las alocadas ideas que Pedro Moscoso exhibe ante su tío: «[C]uando el sobrino, por molestarle, le contradecía, disculpaba a los revolucionarios, repetía las enormidades que la prensa y las lenguas de entonces propalaban contra la majestad caída» (117-118).12 La inconsciencia política del joven anticipa el final de la trama novelesca, poniendo de relieve una vez más la conexión mutua entre la historia colectiva y el destino individual de cada personaje. A partir del capítulo XXIV, la entrada del marqués en la política local condiciona la trama directamente tras los sucesos revolucionarios que han politizado la sociedad con las nuevas ideas llegadas hasta los remotos pazos: «También allí se politiqueaba. En las tabernas de Cebre, el día de la feria, se oía hablar de libertad de cultos, de derechos individuales, de abolición de quintas, de federación, de plebiscito» (202). El programa de las Cortes constituyentes de 1869 condiciona las respectivas estrategias de los caciques enfrentados por las elecciones comarcales: Trampeta radicalizado en su liberalismo y Barbacana convertido al carlismo por cuya facción se presenta como candidato Pedro Moscoso instigado por Primitivo. En realidad, el mayordomo hace un doble juego para arruinar a su amo con los gastos electorales, sin que estos le sirvan al marqués para ser elegido diputado. Cuando el complot del mayordomo asegura la victoria del bando oficial contrario al marqués, el desenlace se precipita (cap. XXVIII) con el asesinato por motivos políticos de Primitivo. En los dos capítulos anticlimáticos finales han transcurrido diez años hasta la restitución de Julián a la parroquia de Ulloa, por lo que estamos hacia 1880 en plena Restauración canovista.13 La perspectiva histórica, por tanto, es imprescindible para comprender cómo se acompasa el desarrollo de las circunstancias políticas con el conflicto que envuelve a los personajes de Los pazos, antes y después de la revolución del 68, de modo similar al desarrollo de Doña Perfecta en torno al inicio de la tercera guerra carlista en 1872, o de La Gaviota, en torno a la desamortización de 1837. Al final del capítulo anterior (XII), el capellán Julián recibe así la noticia revolucionaria: «La Marina se había sublevado, echando del trono a la reina, y esta se encontraba ya en Francia, y se constituía un gobierno provisional, y se contaba de una batalla reñidísima en el puente de Alcolea [...]. Ahora sí que Barbacana estaba fresco: su eterno adversario Trampeta, amigo de los unionistas, se le montaría encima por los siglos de los siglos amén» (114-115). 13 Comienza el último capítulo (XXX) con la siguiente frase muy significativa: «Diez años son una etapa, no solo en la vida del individuo, sino en la de las naciones. Diez años comprenden un periodo de renovación: diez años rara vez corren en balde, y el que mira hacia atrás suele sorprenderse del camino que se anda en una década» (Pardo Bazán, 2017: 410). 12
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V. Conclusión La condicionalidad histórica es característica del paradigma realista decimonónico, a diferencia de lo que ocurre en la tradición previa inaugurada por el Lazarillo, desde Guzmán de Alfarache a Estebanillo González, en la serie picaresca que fue subsumida por el modelo cervantino, más sincrético y amplio, ensayado en el Quijote. También escasean los datos cronológicos precisos en la historia del ingenioso hidalgo, la composición de cuya primera parte pudo iniciarse hacia 15911592, según se deduce de las alusiones a la fecha de publicación de las obras censuradas en el donoso escrutinio por el cura y el barbero. Persiste una manifiesta indiferencia cervantina hacia la articulación coherente del tiempo interno con el externo de la narración en ambas partes del Quijote.14 Si bien en relación a la primera podemos aceptar que se incluyen en ella secciones escritas con anterioridad a los años noventa, como el relato autobiográfico del cautivo que rememora después de su participación en la victoriosa batalla de Lepanto de 1571 el cautiverio argelino (I: 39-41), la lógica interna del conjunto no responde más que a una «tenue cronología» (Anderson y Pontón, 1998: CLXIX).15 En la segunda tan solo una fecha aparece explícita cuando Sancho (II: 36) dicta la carta para su mujer: veinte de julio de 1614, situando durante el verano del mismo año la acción que comienza «casi un mes» (II: 1) después de la primera, un intervalo que resulta del todo inverosímil, además, para que haya dado tiempo al éxito que refiere el bachiller Sansón Carraco (II: 3) sobre las ediciones del Quijote, pero que sirve para enlazar ambas partes sin solución de continuidad, anulando de paso el valor de la existencia de la continuación apócrifa. Ya que el hilo cronológico de las aventuras se reanuda en el Quijote de 1615 poco antes de un mes de haber regresado don Quijote y Sancho de la segunda salida, solo cabe entender los comentarios del bachiller Sansón Carrasco como una clara intromisión en la cronología interna del relato por parte del tiempo de la escritura: «… que el día de hoy están impresos más de doce mil libros de la tal historia: si no, dígalo Portugal, Barcelona y Valencia, donde se han impreso, y aun hay fama que se está imprimiendo en Amberes» (Don Quijote, 647). Porque la temporalidad de la segunda parte está más concentrada, si bien sigue sin ser muy precisa ni congruente, tanto por la cronología interna como por las escasas alusiones al tiempo externo del relato, incluyendo las referencias al Quijote apócrifo de Avella A pesar de las hipótesis como la que propone Sergio Merino Jiménez, permanece la imprecisión del relato, como él mismo reconoce: «Tendrá razón, en parte, quien afirme que no es posible establecer de manera fiable una línea cronológica en al que ubicar la acción de la Primera parte del Quijote» (2012: 179). 15 Si la primera parte comienza un mes de julio y termina un domingo de septiembre, la segunda comienza un mes después de acabar la anterior: «Sin embargo se mencionan como inminentes las justas de San Jorge en Zaragoza (abril); además, la carta de Sancho a su mujer tiene como fecha el 20 de julio de 1614 (II: 36), pero Don Quijote llegará a Barcelona (II: 62), al parecer, el día de San Juan» (I: 45), en palabras de Francisco Rico. 14
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neda que comienzan con la lectura en la venta (II: 59).16 Manifiesta también la segunda parte una mayor conciencia de la actualidad, como cuando don Quijote camino de Barcelona se encuentra con Roque Guinart (II: 60), personaje inspirado en el bandolero real Perot Roca Guinarda, que nos remite al conflicto entre bandos nyerros y cadells en el principado. El histórico Roca Guinarda, o Rocaguinarda, había sido indultado por el rey en 1611 siempre que se marchase desterrado los siguientes diez años, por lo que estamos ante un nuevo desajuste cronológico si tenemos en cuenta que, de acuerdo con la carta dictada por Sancho, la acción novelesca transcurre durante el verano de 1614. Otra muestra de actualidad se percibe al inicio de la segunda parte, en la conversación del hidalgo con el cura y el barbero donde se trasluce un interés por el arbitrismo y por el tema Della ragion di Stato, según el título del tratado de Giovanni Botero traducido al castellano en 1593, que había difundido el tacitismo político durante la última década del siglo xvi.17 Los comentarios sobre las «nuevas... de la corte» (II: 1) que hace don Quijote, además de asociarle a la figura del arbitrista entonces de actualidad, muestra su interés por «esto que llaman la razón de estado y modo de gobierno», como escribe poco después el narrador en el mismo capítulo (626). A pesar de todo, falta en el conjunto del relato cervantino una perspectiva histórica desde la cual ordenar, como hemos observado en el modelo del realismo decimonónico, la cronología interna, condicionando la conducta de los personajes con relación al tiempo histórico. Los historiadores han creído encontrar en el Quijote diferentes claves sobre la transformación de la Monarquía Hispánica, como afirma Antonio Feros a propósito de la mencionada razón de Estado: «[D]el contexto se puede deducir que aquí Cervantes se estaba refiriendo a la radical transformación del gobierno de la Monarquía que tuvo lugar durante el reinado de Felipe III».18 Sin embargo, la imprecisión cronológica, cuando no la simple ausencia de datos fechables con exactitud, obstaculiza la validez histórica de las diferentes interpretaciones que se han basado en la asociación de la figura del hidalgo cervantino con una determinada imagen de la España imperial, bien sea como caricatura antiespañola de la arrogancia militar difundida por sus enemigos políticos desde el siglo xvii y todavía muy viva durante la centuria siguiente, o bien por la idealización romántica del comportamiento ridículo de su protagonista en virtud de su innegable caballerosidad. Son interpretaciones globales que resultan tentadoras incluso entre los historiadores especialistas en la época, como cuando Thompson afirma sobre la vigencia del ideal militar en la España de Cervantes: «[T]odo esos soldados eran a su mane Riquer (2005: 305-316) explica las incoherencias temporales de la segunda parte, situada en el verano de 1614, por el deseo cervantino de replicar al apócrifo aparecido en el mismo año. 17 Como señala Rivero (2005: 374), en coincidencia con el apogeo del arbitrismo entre 1590 y 1621. 18 Transformación causada por la figura del valido, si bien matiza Feros: «[S]iempre es difícil desentrañar las verdaderas intenciones de un autor» (2005: 91). 16
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ra unos Quijotes a los que salían al paso la incomprensión y la irrisión, y a los que también se miraba con miedo y con odio» (2005: 228).19 Pero faltan en la narración cervantina datos cronológicos sobre el contexto histórico que nos permitan generalizar causalmente sobre las condiciones históricas de las aventuras quijotescas más allá de las conexiones lógicas con el discurso social y cultural de su tiempo. La condicionalidad fue considerada, no solo por Auerbach, como decisiva en la caracterización del realismo decimonónico iniciado en Francia por Stendhal y Balzac, quienes al convertir «a personas cualesquiera de la vida diaria, en su condicionalidad por las circunstancias históricas de su tiempo, en objetos de representación seria, problemática y hasta trágica, aniquilaron la regla clásica de la diferen ciación de niveles» (1950: 522).20 Frente al diseño realista más intemporal tanto del Lazarillo, como de Mateo Alemán o de Cervantes, la condicionalidad histórica ha servido en la narrativa decimonónica para que la ruptura de la teoría de los tres estilos, adquiera una dimensión nueva al vincular de manera necesaria el destino del personaje a su realidad histórica. Si la condicionalidad histórica acentúa la visión problemática de los sucesos cotidianos, hemos comprobado que en el modelo del realismo mimético clásico brilla por su ausencia la sincronización entre el tiempo interno del relato y su contexto histórico. Así ocurre con los desajustes temporales desde la primera parte del Quijote, ubicada de manera imprecisa desde finales del reinado de Felipe II después de que tuviera lugar la batalla de Lepanto, hasta comienzos del reinado de su hijo Felipe III, durante el cual se desarrolla por completo la segunda.21 El modelo del realismo clásico, tanto cervantino como picaresco, se caracteriza por su imprecisión temporal. Lejos de ser irrelevante, la ausencia de condicionalidad histórica nos permite diferenciar en la historia de la literatura española la naturaleza del realismo mimético que culmina en el Quijote del modelo realista-naturalista posterior, estableciendo una solución de continuidad entre ambas tradiciones narrativas. Por último, las reflexiones anteriores ejemplifican la profunda interacción que se produjo en el comportamiento de los personajes novelescos, de extracción social alta o baja, con respecto a los principales sucesos históricos de su época como rasgo determinante del nuevo diseño realista que acabó imponiéndose en la evolución de la novela durante el siglo xix. 19 En el mismo sentido globalizante, otra afirmación posterior de Thompson insiste en la identificación colectiva: «La incapacidad de transformar España en una potencia naval de primera fila es indicativa de lo rápido que —al igual que el afán de Don Quijote por deshacer los entuertos de este mundo— las primeras iniciativas reformadoras del nuevo régimen se disolvieron en el fracaso y la decepción a la fría luz de la realidad fiscal y militar» (2005: 228). 20 Como afirma también Riley, en referencia al realismo decimonónico: «Es una consecuencia literaria del moderno sentido histórico, y sólo llegó a afirmarse plenamente cuando la crisis de los valores y creencias tradicionales, de los que dependían el decoro y la doctrina de los estilos, se hallaba ya muy avanzada» (1966 [1962]: 228). 21 Han sido reconocidos los «desajustes temporales» por el quijotismo, como anota García Berrio (2018: 704) cuando los atribuye a la despreocupación del escritor en la Segunda parte por esas «minucias irrelevantes».
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La precisión temporal en la narrativa realista entre los siglos xvi y xix
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La muerte de la esposa infiel en algunas comedias tempranas de Lope de Vega
Abraham Madroñal Universidad de Ginebra
El motivo del uxoricidio está presente en el teatro de Lope desde fecha bastante temprana y hasta el final de su producción, basta citar los títulos que aparecerán en estas páginas y una de sus últimas comedias, El castigo sin venganza. En todas ellas, un marido que se cree ultrajado en el honor por la infidelidad de su mujer (sea esta infidelidad cierta o no) acaba dando muerte a su esposa de forma secreta o pública, según las ocasiones, y por medio de una persona interpuesta o por sí mismo. De todas esas comedias basadas en el uxoricidio vamos a escoger aquí unas cuantas de fecha relativamente temprana y relacionadas con la ciudad de Toledo, de una u otra manera. La muerte de la mujer infiel (ya fuera verdad o suposición) tiene lugar de diversas formas: por estrangulamiento y fingiendo un accidente (caso de El toledano vengado), por apuñalamiento (caso de La desdichada Estefanía o Los comendadores de Córdoba, también en la novela La prudente venganza). La mujer suele reconocer su culpa antes de morir y hasta otorga que está bien dado el castigo de la pérdida del honor (caso de El toledano vengado). Porque siempre se trata de una cuestión de honor familiar, depositado en el frágil vaso de la esposa. Y se trata también generalmente de nobles y ricos-hombres, que tienen el honor como divisa y no quieren que se lo mancille nadie y mucho menos su esposa y todavía menos por cuestiones de infidelidad, que de manera inevitable dejaban en mal lugar al marido. Salvo algunos ejemplos concretos, como la mujer de Peribáñez, la voluntad de la mujer es quebradiza y caprichosa, y por eso puede enamorarse de un hombre distinto a su marido y tener relaciones con él. La reacción natural del esposo es de incredulidad, por eso casi siempre pretende esconderse en su propia casa para ser testigo de dicha infidelidad y, una vez comprobada, pasar a la acción. La venganza suele ser brutal, muchas veces con el ensañamiento propio del hombre que por celos y deshonor es capaz de atropellarlo todo. Por último, queda el perdón de la justicia o de los espectadores, que como receptores privilegiados tienen todos los datos para juzgar si la muerte está bien dada. 103
Abraham Madroñal
De Los comendadores de Córdoba a El toledano vengado: la mujer adúltera a manos del marido preocupado por su honra Una de estas comedias es Los comendadores de Córdoba. La muerte de la mujer a manos del marido celoso no era algo nuevo en el teatro de Lope cuando escribe obras hacia 1604 o posteriores, había aparecido ya en la comedia que menciono (entre 1596 y 1598, según Morley; Bruerton, probablemente de 1597), dramatización de la famosa leyenda que se centra en Fernando Alfonso, el veinticuatro cordobés, que da muerte a su mujer, Beatriz, y a su amante, el comendador calatravo don Jorge, después de sorprender a ambos en pleno adulterio. Según alguna leyenda, don Fernando se presentó ante el rey Juan II para pagar su culpa, tal y como sucede justamente en la historia de Estefanía y su marido que luego consideraremos en La desdichada Estefanía. La crudeza con que el marido da muerte a la esposa y a todos los que habían tenido algo que ver en el asunto recuerda otra comedia de Lope: La contienda de Diego García de Paredes y el capitán Juan de Urbina (1600), cuando este último mata de forma salvaje también a su esposa como castigo de la infidelidad cometida.De la misma el veinticuatro acaba con la vida de su esposa, de los criados, incluso de un papagayo que había en su casa, por cuanto teniendo la facultad de hablar, no le había dicho nada de la infidelidad de su mujer. Esta muerte de los criados culpados o intermediarios sucede también en otras obras en que está presente el conflicto, aunque no se materialice el adulterio por la negativa de la esposa: me refiero al caso de Peribáñez, acaso cercano en fecha a 1604-1605. Lope escoge el motivo de la joya perdida (en este caso, un anillo que el rey le había regalado el veinticuatro, este a su esposa y esta a su amante, y el rey lo descubre en la mano del calatravo don Jorge y recrimina a don Fernando hacer tan poco aprecio de él). Esa misma joya, que metafóricamente representa el honor del noble, es la que ha perdido la Cava a manos del rey don Rodrigo, cuando este la fuerza, y de la que se queja amargamente a su padre el conde don Julián en la comedia El último godo (Madroñal, 2017b: 265-293). Es histórica la base de la comedia de Los comendadores: el rey perdona en 1448 cualquier homicidio cometido en Antequera y Fernán Alfonso se acoge a dicho perdón en 1449, mientras que en la obra de Rufo huye a Francia (Galván, 2015: 489). Está demostrado que Lope sigue para la comedia de Los comendadores de Córdoba los romances que publica Juan Rufo al final de su libro Las seiscientas apotegmas (precisamente publicado en Toledo, por Pedro Rodríguez, en 1596, y que cuenta con versos laudatorios de amigos del Fénix como el doctor Gregorio de Angulo, el traductor Luis Gaitán o el dramaturgo Juan de Quirós), aunque no solo, porque muestra conocer otras fuentes de la leyenda (Abad y Bonilla, 2003), pero lo que es muy probable es que el poeta desarrollara la historia fabulosa en su estancia en la ciudad del Tajo en 1597, es decir, nada más publicarse el libro de Rufo, cuando Lope compone buen número de obras «toledanas», entre ellas la hagiográfica San Tirso de España, la histórica Comedia de Bamba y probablemente otras. A este año puede corresponder aquella famosa referencia de Montalbán 104
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que dice que en Toledo compuso quince jornadas (es decir, cinco comedias) en otros tantos días: Hacía una comedia en dos días, que aun trasladarla no es fácil en el escribano más suelto, y en Toledo hizo en quince días continuados quince jornadas que hacen cinco comedias, y las leyó como las iba haciendo en una casa particular donde estaba el Mro. Joseph de Valdivielso, que fue un testigo de vista de todo (Pérez de Montalbán, 1999: 921).
¿Serían estas comedias de 1597? Desde luego el buen clérigo Valdivielso, amigo del Fénix, estaba en esa fecha en la ciudad, preparando ya la que sería su Vida de san Josef (1599 en versión corta y 1604 en versión ampliada). Los estudiosos han señalado que hasta noviembre de ese año 97 justamente, en que se cierran los teatros, Lope escribe «más de once comedias por año (lo) que le permitía ganarse holgadamente la vida» (Sánchez Jiménez, 2018: 110). Es cierto que desde septiembre a noviembre estaba en Madrid (109), pero también que por lo menos en mayo y junio estaba en Toledo (Madroñal, 2014a). Se diría que el poeta trágico se abre camino en su teatro y que quiere deslumbrar a una ciudad que después le iba a acoger como madre, cuando resida en ella a partir de 1604. Acaso otra de las comedias compuestas para cerrar dicho cómputo fue El toledano vengado. Se trata de una comedia de autenticidad dudosa, que se nos ha transmitido en un solo manuscrito bastante estragado, y que correspondería al año 1606 «o poco después» según Cotarelo, que creía que «el asunto quizá no sea de invención, sino que habrá realmente sucedido en Toledo» (1916: XV). Hoy sabemos que la historia del viejo celoso Constante, que acaba dando muerte de forma secreta tanto a su mujer adúltera como a su amante, deriva de una novela italiana de Bandello, como ha estudiado Ojeda Calvo (2007). Otros estudiosos han señalado también la vinculación con una novela de Ghiraldi Cintio (Galván, 2015: 494), novelista italiano que se traduce, curiosamente en Toledo en 1590, por parte de Luis Gaitán de Vozmediano, que contribuye también con un poema a Las seiscientas apotegmas, de Rufo. El libro de Gaitán se tituló Primera parte de las cien novelas de M. Juan Baptista Giraldo Cinthio y está publicado igualmente por Pedro Rodríguez. Todavía Heugas (1993) sugiere una fuente francesa, las Cents nouvelles (1432), donde se relata el trágico, aunque cómico también, ahogamiento de la mujer culpable a lomos de una mula deseosa de saciar su sed con el agua del río. Morley y Bruerton (1968: 567-568) opinan que se escribió en una fecha tan temprana como 1596, pero sugieren que sería retocada después por cuanto aparece la figura del gracioso Mendoza. Intuyen que la fecha que da Cotarelo se basa en la presencia de una alusión al brasero de principios del xvii que hizo Tello; pero en realidad esta referencia lo único que indica es que se acuerdan de un célebre corregidor de la ciudad, Juan Gutiérrez Tello, famoso por su dureza contra los malhechores, que hizo en Toledo buen número de edificios, entre ellos un brasero para castigar delincuentes en la Vega. Tello gobernó la ciudad entre 1573 y 1576 y su mención quiere indicar dos cosas: que la comedia no tendría sentido represen105
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tada fuera de ella y que quizá la fecha haya que acercarla a finales del xvi o principios del xvii. Así dice Petronila a Marcelo: Está dos dedos de hereje, y el brasero que hizo Tello se ve desde aquí (Vega Carpio, 1916: 595).
Inmediatamente después, Marcelo recita unos versos que a Petronila le recuerdan la comedia que acaba de oír en el corral toledano, el famoso Mesón de la Fruta: Dígame, señor: ¿es él el que hace las comedias? porque esto que ha dicho aquí lo he oído en el Mesón todo (595).
Existe el corral desde 1576, y conoció al menos dos remodelaciones importantes en las fechas que nos interesan: 1587 y 1605 (Marías, 1983: 1622-1624). Es interesante notar la importancia del tema de la muerte de la mujer, culpada o no, en algunas comedias de Lope de esta época y ambiente toledano, como ocurre precisamente en El toledano vengado, que presenta también la muerte de la mujer adúltera a manos de su marido. Se han señalado algunas objeciones para considerar esta comedia como de Lope, sobre todo cuestiones métricas y de tipo ortológico. En efecto, el argumento de la comedia es distinto de otras obras de Lope y la solución del problema también: ahogar al amante de la mujer en el río, como si hubiera sido un accidente fortuito mientras se bañaba; matar a la propia mujer, como si también hubiera sido un accidente provocado por una viga que se cae y casarse con la joven criada de esta, que se había mantenido fiel a su señor. El argumento de la obra es bien conocido por nuestros dramaturgos y no es original de Lope. Ya Tirso de Molina en su comedia El celoso prudente, incluida en Los cigarrales de Toledo (1624), escribía:
Sancho Yo he leído de un marido a quien un grande afrentó que en secreto se vengó. Diana (¡Que yo le ofendo ha creído!) Sancho Convidó, en medio el estío a su enemigo a nadar y, a título de jugar, los dos entrando en el río abrazándose con él, a la mitad le llevó, donde su injuria vengó siendo sus brazos cordel,
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y el verdugo su corriente. Después salió voceando, «¡Favor, que se está anegando mi amigo, ayudadle, gente!» Y con este medio sabio dio nuevo ser a su honor, paga justa al agresor, y nadie supo su agravio. Si no fuera Sigismundo que deshonrarme intenta, yo vengara ansí mi afrenta y no la supiera el mundo; mas es príncipe en efeto; su sagrado es mi lealtad; honra, otro medio buscad y advertid que sea secreto. Diana (¡De Sigismundo y de mí está celoso! Este engaño al fin resultó en mi daño. ¡Ay, cielos!) Sancho También leí que este marido prudente después que dormida vio su esposa, fuego pegó al cuarto; que quien consiente al agresor acompaña; y cerrándola la puerta, después que tuvo por cierta su muerte, y la llama extraña en cenizas esparció su agravio, porque no hubiese quien de él noticia tuviese, desnudo, a voces pidió agua; mas no tiene efeto cuando la honra incendios fragua y ansí del fuego y el agua fïó el honor su secreto (El celoso prudente, jornada III).
Como se puede ver, es la misma venganza que la de Constante en El toledano vengado, si bien en lo que Tirso dice haber leído la muerte de la mujer se produce por el incendio de su casa y en la comedia atribuida a Lope por una viga que le golpea cuando se mete en la cama. Es evidente que Tirso está citando la fuente que le ha servido al autor de El toledano vengado; pero esta fuente no puede ser esta comedia por cuanto dice haber leído y no oído o visto y porque el uxoricidio se produce de manera distinta. No hace ahora al caso, pero hay que decir también que el mercedario soluciona de manera diferente los celos del marido a como se habían solucionado tanto en Los comendadores como en El toledano.
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Por si fuera poco, Lope vuelve a utilizar el mismo argumento en un modelo genérico distinto, la novela La prudente venganza, incluida en La Circe (1624), donde el marido celoso, Marcelo, acaba dando muerte a su esposa y a los criados que habían sabido del adulterio, para terminar ahogando al amante, Lisardo. Incluso mata a Antandro, el amigo que le había traicionado a Lisardo, de un pistoletazo, y también, con un veneno a su criada Fenisa, porque no quería que quedasen testigos de su deshonor. Solo que ahora la acción se ambienta en Sevilla y hay una diferencia importante: Lisardo y Laura estaban enamorados desde jóvenes, pero el primero tuvo que ausentarse de la ciudad por una muerte. En el caso de El toledano vengado no se produce ese enamoramiento previo, sino que Dorotea, la joven esposa de Constante, cae enamorada en las redes de un joven don Juan llamado ahora Marcelo y es culpable de trazar los medios para verle, fingiendo que en realidad Marcelo quiere a su criada Petronila. En La prudente venganza, el esclavo Zulema, que se dedicaba a atender a los caballos de su señor, mata a su ama de varias puñaladas, tal y como hace el moro Hamete, que se dedica a lo mismo en las caballerizas de la familia Suárez Franco, en El Hamete de Toledo (1608), otra comedia de Lope del mismo ciclo, donde también aparece el corregidor Tello, que en este caso persigue al esclavo asesino y lo ajusticia en público cadalso; mientras que Zulema es arrastrado por los muchachos y lapidado por ellos.1 Es muy llamativo el descarnado proceder de algunos personajes, como la traición de Justino, amigo de Marcelo, que, sin razón aparente, vende a su amigo y compañero, o la treta de Dorotea para burlar a su marido y dar rienda suelta a su capricho amoroso por el joven amante, despreciando incluso los sabios consejos de su criada, única mujer sensata, a pesar de tener un origen humilde. Quizá por eso acaba convirtiéndose en doña María, la nueva esposa de Constante. Precisamente de ella está enamorado el gracioso Mendoza, que entre sus gracias exhibe una larga tirada en versos esdrújulos, tal y como había puesto de moda el canario Cairasco de Figueroa hacia finales de los 80. Por otra parte, Mendoza dicta también su testamento burlesco ante su ama. La presencia del gracioso obliga a retrotraer un tanto la fecha temprana de la comedia, pue es sabido que tal cosa no sucede en Lope hasta principios del xvii. Desde luego, El toledano vengado es una comedia escrita y concebida para Toledo por el fuerte sabor local. Es más, diría que se circunscribe a todo lo relacionado con la Vega, el cigarral la Huerta de Vargas, San Juan de los Reyes, el Cambrón, el Nuncio, etc. Por otro lado, la vinculación que guarda con otra comedia anterior, La famosa toledana, de Juan de Quirós (1591), es también bastante llamativa. Esta comedia se escribió y representó en la ciudad, probablemente ante el mismo rey. Por otra parte, aparecen en la obra recursos basados en los juegos de palabras, ingeniosos juegos conceptuales con términos como cortar, cuando el joven trincha un ave para que la coma su enamorada, pero es sorprendido por el marido de esta. 1 López Martínez ha vinculado El celoso prudente con El celoso extremeño cervantino y desde luego es cierto que el final no cruento de ambas obras las emparenta, entre otras cosas.
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Los juegos entre prima, primera/tercera (jornada I, vv, 465-488) y otros. Véanse los siguientes, en boca de Marcelo: Quiéroos a vos porque os quiero, para que vos me queráis y, queriendo, permitáis goce la gloria que espero. Porque poniendo el querer en quien yo puesto le tengo, a vos a quereros vengo porque a vos he menester. ¿Queréis vos que quiera yo a lo que dicen mis ojos? (Vega Carpio, 1916: 595).
Son constantes también las alusiones a la literatura. No solo la repetición de dos versos de Garcilaso, también las continuas referencias a Olimpia y Vireno, por ejemplo, o a aquel moro aragonés cuya enamorada moría de celos (tal vez Bravonel de Zaragoza), en clara referencia al romancero nuevo. Se alude a una comedia representada en el Mesón (de la Fruta), el famoso corral toledano, cuyas razones repite el joven punto por punto. Se habla de Terencio y se incluyen dos sonetos, uno de los cuales ha sido atribuido a Quevedo, aunque no se acepta como obra suya: «Un real a una dama es poco precio» (v. 685). Dorotea, por su parte, es dama lectora, pues no en vano alude a don Belianís o al Febo (v. 889), haciendo referencia a dos conocidos libros de caballería, el segundo de los cuales se publicada en la década de los 70. Dos estudiantes recitan un romance antiguo del Cid: «Donde las aguas de Duero» (vv. 2075-290) en castellano antiguo y citan las palabras de Terencio: «Nihil dictum quin prius dictum», mientras recuerdan el emblema de la serpiente que se muerde la cola (vv. 2092-2100). Da la impresión de que el joven enamorado Marcelo es un aprendiz de literato, que se permite incluso introducir referencias clásicas en su discurso, como cuando se compara a Toledo con un laberinto similar al de Creta y a sí mismo con Teseo, y más tarde con Vireno, Sansón o Píramo. Incluso utiliza una frase proverbial, «Y esto Vargas que lo entienda», para hacer entender en clave a su enamorada que la espera en la Huerta de Vargas esa misma tarde, burlando así al marido que lee la carta que el joven le hace llegar supuestamente a Petronila. Es llamativa la importancia del cigarral de los Vargas en la Vega, lugar de reunión —como sabemos— de intelectuales y también de los señores y damas que protagonizan Los cigarrales de Tirso, y donde se leen novelas y se ponen en escena comedias, como la ya citada de El celoso prudente. La Huerta de Vargas era hasta 1591 propiedad del joven caballero poeta don Luis de Vargas, amigo de Lope y Cervantes; pero a partir de ese año lo hereda —como todo el mayorazgo por muerte del caballero citado— su hermano don Antonio. Era muy conocida la actividad amorosa del joven don Luis y tal vez esta continua referencia al cigarral tenga en parte ese motivo. Desde luego es posible pensar que tanto Justino como Marcelo sirvan en casa de los Vargas, el 109
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primero de copero y el segundo de trinchador de aves, porque, como dice Constante cuando visita el lugar donde trabaja su oponente y descubre que tiene gran despensa y se come muy tarde, «en aquesta casa /…es como estar en palacio» (vv. 1315-16), y es bien sabido que la casa de los Vargas en Toledo rivalizaba en lujo y esplendor con el propio alcázar. El «desvarío» literario de Marcelo sugiere a Constante la frase de que está «a pique… / de que le lleven al Nuncio» (vv. 880-881), que es el pago que se da a los que enloquecen también en la literatura, como sabemos por el Quijote de Avellaneda. Igual que el héroe de la novela caballeresca, Marcelo es un gran conocedor e imitador de la literatura, pues no en vano mezcla en su discurso versos de Garcilaso, que continúa con desigual fortuna: «Flérida, para mí dulce y sabrosa, más que la fruta del cercado ajeno…» ¡Ay, casada dulcísima y hermosa! Cuando estos versos dos pondero, peno (El toledano vengado, vv. 365-368).
En determinado momento, Petronila le pregunta si es él «el que hace las comedias», porque una parte de su discurso la ha oído en una comedia representada en el toledano Mesón de la Fruta. Parece, pues, que Marcelo, joven de baja extracción social, lacayo de un señor poderoso, imita a sus héroes literarios, al menos para conquistar el amor de las mujeres, a las que parece aficionado como otro don Juan avant la léttre. O como otro don Quijote. Pero no solo la locura literaria le relaciona con don Quijote, porque al igual que Marcelo, Garcerán, protagonista masculino de La famosa toledana, del jurado Juan de Quirós, se pasa internado un tiempo en dicha institución psiquiátrica (el Nuncio) por pretender a la mujer con que quiere casarse su padre. La relación con esta última comedia (que ya se ha puesto en contacto con La gallarda toledana, del mismo Lope) (Torres, 2013), parece estrecha, al menos en todo lo que tiene que ver con el asunto de los jóvenes de la ciudad que pretenden mujeres, ya sean nobles, plebeyas o busconas y que comparten amigablemente un rato de ocio en diferentes lugares como las Vistillas o las tablas que ofrece el Tajo para nadar. Las conversaciones de dichos jóvenes parecen corresponderse, hasta el punto de que Lope pudo tener en mente la comedia del jurado toledano para componer algunos fragmentos de la suya. También en La famosa toledana, de Quirós, un hombre viejo, Francelino, está a punto de casarse con una joven mujer (Marcela), pero esta está enamorada del hijo del primero, Garcerán, que en diversas ocasiones aparece en escena abrazado a su amante. Es como si se produjera casi un adulterio, porque Marcela se ha prometido a Francelino, y este quiere acabar con la locura de su hijo, primero internándolo en el Nuncio y luego desterrándolo de la ciudad. Para evitar el destierro, el joven se finge ahogado en el Tajo, cuando una noche calurosa nadaba en el río. Todo es una estratagema de su amigo Quirardo en este caso, pero el viejo Francelino lo cree 110
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y celebra que se le despeje el camino de su joven esposa. Solo que todo es ficción, porque Garcerán se disfraza de buhonero y se burla del padre, casándose él primero con la joven. La dama tracista que es Marcela se parece bastante a Dorotea, mujer de Constante, y este es muy similar a Francelino tanto en posición económica como en guardián del honor familiar. Solo que Marcela no está casada; pero aun así promete su mano a los hombres, originando un conflicto que solo se soluciona al final. El joven Garcerán se parece también al enamorado de Dorotea en El toledano vengado, porque —como él— es también mujeriego y osado. Sin embargo, Francelino resulta cómico: es un pobre viejo del que se burla su hijo, cuando pierde la dama que quería; mientras que Constante se toma la justicia por su mano y resulta vencedor, casándose al fin con otra mujer, si cabe más joven todavía: su criada Petronila. El enamoramiento del viudo Francelino es casi infantil, como lo es el amor que siente Constante por su esposa. Pudo Lope haber tenido en cuenta La famosa toledana, obra de enorme éxito en su época, quizá estrenada ante Felipe II en 1591, para ofrecer una nueva comedia a la ciudad que le acogía muy pocos años después. Acaso el de 1597. La presencia del gracioso Mendoza, señalada por Morley y Bruerton (1968) puede convenir también a ese año, pues La francesilla, primera obra en que Lope muestra la figura del donaire, según propia confesión, ronda también esa fecha. Pero hay una alusión en la comedia que podría recordarnos a la premática de los tratamientos y cortesías (1586). Dice así, cuando la criada se dispone a abrir una carta que le trae Justino, el cual dice: Muy bien puede abrir la carta. Cruz tray arriba, y entablo con ella la fe que hablo, porque en traer cruz se ve que la escribió hombre de fe, porque esotra escribió el diablo. No trae crianza o firmeza. El renglón derecho empieza que es conforme a la premática de Amor, que ha de ser la plática de donde hallamos llaneza. Con «Señora» empieza ahora; no es adular vuestro pecho; la premática la ignora, que siendo el amor derecho, puede empezar con «señora».
Como digo arriba, esta alusión a la premática puede referirse a la promulgada en 1586, en tiempos del rey Felipe II y todo ello unido sugerir una fecha temprana para esta comedia, acaso la referida de 1597.
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Entre La desdichada Estefanía y El pleito por la honra: la mujer inocente y su marido Fernán Ruiz de Castro, ejemplo de homicidas El caso de las comedias que presentamos a continuación es completamente distinto a los que habíamos considerado antes: primero, porque la base argumental es histórica y no legendaria; segundo, porque la esposa es falsamente culpada de adulterio. En tercer lugar, habría que situar la importancia del marido, en este caso un noble importante, como lo fue Fernán Ruiz de Castro, alcalde de Toledo. La figura histórica de Fernán Ruiz de Castro (o también Fernando Rodríguez de Castro), el Castellano, importante y poderoso noble, y todo lo relativo a su familia sin duda atrajeron la atención de Lope de Vega, especialmente cuando se relacionó con la ciudad de Toledo. Las comedias que giran en torno a su persona se reparten entre los años 1604 y 1606 y no todas ellas son de atribución segura. Concretamente, La desdichada Estefanía se escribió en noviembre de 1604, según el manuscrito autógrafo de la comedia. Es decir, nada más llegar el Fénix a la ciudad. Por su parte, El pleito por la honra parece la segunda parte de la comedia anterior, pero no hay unanimidad en cuanto a lo autoría de Lope ni tampoco en lo que se refiere a la fecha. Ambas obras se basan en los sucesos acaecidos a una misma familia: los Castro, que tenían un importante entronque familiar con los Andrada y, por supuesto, también con los gobernantes de su tiempo, los condes de Lemos, especialmente con el VI conde, Fernando Ruiz de Castro Andrade y Portugal (1548-1601) y, sobre todo, con el VII, Pedro Fernández de Castro y Andrade (1576-1622), que sería presidente del Consejo de Indias, virrey de Nápoles entre 1610 y1616 y presidente del Consejo Supremo de Italia. Lope había sido secretario de este último noble cuando todavía era marqués de Sarriá, hasta 1599. El caso es que a Lope, como ha escrito Oleza (2015), le interesan algunos sucesos de la familia, que convierte en materia dramática: especialmente la trágica y desgraciada muerte de Estefanía y también la figura de su marido y homicida, Fernando Rodríguez de Castro, el Castellano, que llegó a ser alcalde de Toledo. Se diría que la figura de este último es la que verdaderamente quiere destacar el dramaturgo y que se propone a hacerlo cuando llega a la ciudad para cumplir un aligerado destierro de la corte (San Román, 1935). Fernando Rodríguez de Castro era originario de Castilla, vivió entre 1125 y 1185 y fue muy conocido, además de por sus acciones guerreras contra otros nobles y contra los musulmanes, por haber contraído matrimonio con Estefanía Alfonso (c. 1148-1180), hermanastra de Fernando II de León e hija ilegítima del rey Alfonso VII de León y de la condesa Urraca Fernández de Castro. Se suele señalar la fecha de 1 de julio de 1180 como la del asesinato de Estefanía a manos de su esposo por una cuestión de celos, ya que este creía que le era infiel. Esas mismas fuentes señalan que le dio muerte en el lecho mientras amamantaba al hijo de ambos. La realidad es que Fernando y Estefanía tuvieron dos hijos: Pedro y Sancha, pero la literatura ha inventado uno más: Fernando, que es el que cobra el honor 112
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perdido de la familia pidiendo la cabeza de su padre por el asesinato de su madre, aunque al final le perdona, en la comedia El pleito por la honra. Según la historia conocida, en 1162 Fernando II había conquistado Toledo, hasta entonces en poder de los castellanos, y había nombrado alcalde de ella a Fernando Rodríguez de Castro, de ahí lo de alcalde de Toledo que se le da a Castro en diversas comedias. La ciudad volvió a manos castellanas poco después, en 1166. Pero el recuerdo del glorioso guerrero siguió vivo en la mente de los toledanos y también la desgraciada y romántica historia de la muerte de la inocente Estefanía. Ahora bien, es de notar que Lope fluctúa en el uso que hace de esta figura histórica, porque si por una parte es conocido por su valor contra los moros, por otra es derrotado por el famoso toledano don Esteban Illán, que es quien acaba echando a Castro de la ciudad, cuando proclame desde la torre de San Román al nuevo rey castellano Alfonso, provocando la huida de Ruiz de Castro a Huete. En efecto, cuentan las relaciones históricas cómo Illán entró al joven heredero en Toledo por la noche, burlando del celo precisamente de Ruiz de Castro, que cuando ve que se proclama como rey a Alfonso, huye de la ciudad de que era alcalde. Así, en Las paces de los reyes, Lope se mueve en dibujarlo de forma poco airosa, eso sí despojándole de su apellido Castro, para evitar posibles malentendidos con los nobles de esa familia en su tiempo. Sin embargo, en las comedias que trato ahora, las cercanas a 1604, la figura de Ruiz de Castro es la de un héroe invencible y en ellas no aparece su oponente Esteban Illán. ¿Pudo Lope haber cambiado su manera de ver a esta importante familia, una vez terminada su época de prosperidad política? Al fin y al cabo, de Illán descienden las casas de Oropesa (los Álvarez de Toledo) y de Alba. Y, como diría Dominguillo, el criado que acaba con su señor, «ni quito ni pongo rey, pero ayudo a mi señor». Porque este alcalde toledano, Ruiz de Castro, tenía fama de invencible entre los moros y algunos dramaturgos lo escogieron como gloria local y le hicieron protagonista de sus comedias, tal es el caso del famoso Sastre de Toledo, Agustín Castellanos, que sabemos que en 1602 había compuesto la obra (hoy perdida) El invencible alcalde de Toledo (San Román, 1935: 67-68), quizá centrada en su persona. Fuera por este hecho o por otra razón, Lope, que era amigo de Castellanos y parece que le ayudaba en la composición o corrección de sus obras, ya que el Sastre era analfabeto, se puso tras la pista de esta «gloria local», cuya familia podía suministrarle suficientes argumentos para llevar a cabo unas cuantas comedias. Como bien señala Oleza (2015), Lope desdeña otro asunto familiar de los Castro de vital importancia y seguro éxito en las obras dramáticas: la trágica historia de doña Inés de Castro, que tan buen resultado había dado ya en tragedias anteriores de Jerónimo Bermúdez y que seguiría dando tiempo después. Quizá por su falta de arraigo en la ciudad que acogía al poeta en su destierro, prefirió la historia de Fernando Ruiz de Castro y su desdichada mujer, la inocente Estefanía, y quizá la venganza de su hijo Fernando o Fernandico, como se le menciona también en la comedia de dudosa atribución El pleito por la honra o el valor de Fernandico. 113
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Fernán Ruiz de Castro mata a su esposa en La desdichada Estefanía, pero todo es consecuencia de un lamentable error, porque Estefanía no era culpada, sino que una criada suya usaba sus vestidos para encontrarse secretamente con su enamorado. Como tampoco era culpada Casilda, mujer de Peribáñez, cuando el Comendador la persigue amorosamente, con la complicidad de una prima de la mujer que abre las puertas al noble y a su enamorado. Peribáñez terminará dando muerte a la prima, a su enamorado, criado del Comendador, y a este mismo, después de cerciorarse de la fidelidad de su mujer. Comparte esta obra maestra del ciclo toledano del Fénix probablemente fecha con estas obras que comentamos, pues se suele señalar que se escribió hacia 1604-1605. Es evidente que interesaba el asunto del uxoricidio en estas fechas y en este entorno de Toledo, pues Lope se prodiga una y otra vez y compone obras para cuestionarlo. Las soluciones son diferentes, según sea o no culpada la esposa, pero a veces la mala fortuna hace que pague una inocente. Por su parte, el marido casi siempre termina entregándose a la justicia real, que inevitablemente termina perdonando la muerte, pues ha sido por cuestión de honor. También la ambientación histórica tiene algo en común, los años en que se sitúa la acción: 1143 en El servir con mala estrella, 1180 en La desdichada Estefanía, unos cuantos años después en el caso de El pleito por la honra (vive todavía Fernán Ruiz de Castro); sin embargo, época de Enrique III, en el caso de Peribáñez, y época de Juan II en el de Los comendadores de Córdoba. Ambientación histórica más remota en el caso de las comedias primeras y un tanto más cercana en las últimas, pero siempre el mismo tema de la esposa que puede haber cometido alguna infidelidad y el del marido que tiene que castigarla para recuperar su honor. Porque no se puede estudiar El servir con mala estrella sin relacionarla con El pleito por la honra, atribuida a Lope, aunque según Menéndez Pelayo no pudo escribir tal disparate. El pleito por la honra, también titulada El valor de Fernandico, propone como protagonista a Fernando, hijo de Fernán Ruiz de Castro, que reclama su honor al rey don Sancho el Deseado, dado que su padre había dado muerte a Estefanía, su madre, por una sospecha de celos. Ruiz de Castro se pasa casi toda la comedia en prisión por esa muerte pero, habida cuenta de que es el único que puede guerrear con éxito contra el infiel, que acaba de invadir nuevamente la tierra española obtiene la libertad, para ir a luchar contra los moros, y vuelve victorioso a Toledo con la cabeza del rey musulmán. Fernandico pone entonces un pleito a su padre y reclama su muerte, pero cuando el rey falla a su favor y le dice que ha recuperado el honor, Fernando perdona a su progenitor y todo acaba en el consabido final feliz con la boda de Fernando y otro noble con sus respectivas enamoradas. Comedia muy efectista, de sentimentalismo fácil en ocasiones, como cuando Fernando, disfrazado, va a ver su padre en prisión y este le traslada el amor por su hijo, El pleito por la honra no parece escrita por Lope. Incluso hay rasgos de estilo que aconsejan pensar en una época algo más tardía que la del Fénix, si no es —como sugiere Menéndez Pelayo— alguna interpolación posterior de algún có114
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mico, dado que están en el manuscrito pero no pasan al impreso que sirve de base a su edición. Lope había escrito La desdichada Estefanía, en noviembre de 1604, en Toledo, y según algunos estudiosos El pleito sería la segunda parte prometida al final de aquella comedia. Se da la particularidad de que en la comedia hay dos graciosos, Laynez y Guarín, que tienen un duelo cómico que sirve de contrapunto al desafío entre sus amos respectivos: Fernandico y Anzúrez. Pudo Lope escribir poco después el origen, mucho más interesante, de la pérdida del honor de Ruiz de Castro y su hijo, sin duda una materia mucho más dramática y efectista, una tragedia en toda regla que contrasta con acciones de otras comedias contemporáneas como Peribáñez, como he dicho. Ahora bien, las cuestiones de ortología desaconsejan la atribución al Fénix de esta curiosa comedia, acaso también las estilísticas. Hay rasgos de gongorismo en la obra que hacen que sea más prudente retrotraer su fecha. La persona de Estefanía la Desdichada vuelve a aparecer en otra comedia de Lope, esta auténtica, El servir con mala estrella, obra sin fecha precisa, para la que se frece el abanico de 1604 y 1606 (Morley y Bruerton, 1968).2 El servir con mala estrella cuenta un suceso supuestamente histórico que tiene personajes que lo son, como el alcalde Nuño Alfonso o Munio Adefonso, quien en 1143 entra en la ciudad de Toledo con las cabezas de varios reyes moros, a los que había muerto en batalla, y es recibido por el arzobispo Raimundo de Sauvetat, que también aparece en la comedia, y la emperatriz doña Berenguela, que no aparece. Es histórico igualmente que el rey Alfonso VII regresó apresuradamente a la ciudad para darle el parabién. Pero ese mismo año muere el alcalde toledano en una trampa tendida por el adalid de Calatrava Farax (o Al-Faray) en la batalla de Peñanegra. Sin embargo, en realidad la comedia escoge como protagonista al francés Rugero de Valois, que llega con su criado, el gracioso Turín, a servir al rey don Alfonso, que está en Toledo. La ciudad se cita repetidamente, especialmente el castillo de San Cervantes, donde se resuelven las cuestiones de honor, y en efecto Rugero es retado por un caballero que se desploma en sus brazos por un veneno que le habían dado. El rey corteja a doña Sancha, que queda preñada de él y tiene a una hija llamada Estefanía (la protagonista de la comedia citada de Lope y cuya muerte violenta a manos de su marido resuena también en El pleito por la honra, como se ha dicho), y Rugiero se enamora de doña Hipólita, que le da una banda antes de irse a la guerra con el moro, dado que el rey le dice que acompañe al famoso toledano Nuño Alfonso, el cual obtiene victoria tras victoria. Otros sucesos de la comedia nos alejan aquí del tema propuesto. Lo que es evidente es que el jurado cordobés Juan Rufo, amigo de Cervantes, había encontrado un tema muy sugerente para tratarse en los escenarios y Lope, siempre atento a los buenos argumentos, fuesen históricos o no, lo había desarro El alcalde toledano Fernán Ruiz de Castro, el Castellano se menciona en otra comedia atribuida a Lope, aunque quizá no obra suya, Las dos bandoleras: «Fernán Ruiz de Castro, / que era alcaide de Toledo, / no le entregó la ciudad». Véase Madroñal (2014b: 297). 2
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llado con éxito en una tragedia sangrienta como era Los comendadores de Córdoba, a buen seguro compuesta y estrenada en Toledo en 1597. El éxito lo había intentado reproducir en otras comedias que trataban el mismo tema, pero ahora asociado a una figura de raigambre local, Fernán Ruiz de Castro, lo que de paso le permitía alabar a la familia de su protector, el que sería conde de Lemos, cuyo descendiente se estaba convirtiendo en el gran mecenas de la época. ¿Intentaba el poeta ganarse su favor? Es muy posible, como también lo intentaron sin éxito Cervantes o Góngora. O acaso la familia encargó al dramaturgo una o varias obras en que se elogiara su estirpe con alguna intención concreta. El caso es que el dramaturgo desarrollaría un mismo asunto de diferente manera, pero desde luego asegurándose el éxito escénico. Bibliografía Abad, Manuel y Rafael Bonilla. «Introducción», en Lope de Vega, Los comendadores de Córdoba, ed., introd. y n. de Manuel Abad y Rafael Bonilla, Córdoba, Ayuntamiento de Córdoba, 2003. Clark, Fred M. «Objective tests of authenticity and the attribution of El toledano vengado to Lope de Vega», Hispanófila, 13 (1970), pp. 13-18. Cotarelo, Emilio. Obras de Lope de Vega, t. II, Madrid, Real Academia Española, 1916. Galván, Luis. «El motivo del uxoricidio en la comedia española del Siglo de Oro», en Romanische Forschungen, 127-4 (2015), pp. 482-512. Heugas, Pierre. «Variation sur une nouvelle de Lope de Vega, La prudente venganza», Bulletin Hispanique, 95 (1993), pp. 286-287. López Martínez, José Enrique. «Sobre El celoso prudente de Tirso y dos novelas cervantinas», en Beatriz Mariscal y María Teresa Miaja de la Peña (coords.), Actas del XV Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas «Las dos orillas», II, México, El Colegio de México, 2007, pp. 307-320. Disponible en: https://cvc.cervantes.es/literatura/aih/pdf/15/aih_15_ 2_026.pdf [Consulta: 21/01/2021] Madroñal, Abraham. «Sobre la fecha, fuentes y otros aspectos de El Hamete de Toledo, de Lope de Vega», Anuario Lope de Vega. Texto, Literatura, Cultura, 19 (2013), pp. 32-66. — «San Tirso de Toledo, tragedia perdida de Lope de Vega», Hipogrifo, 2.1 (2014a), pp. 23-54. — «Manuscritos desconocidos para una comedia famosa (En torno a La famosa toledana, de Juan de Quirós)», en Santiago Fernández Mosquera (ed.), Diferentes y escogidas. Homenaje al profesor Luis Iglesias Feijoo, Madrid-Fráncfort, Iberoamericana-Vervuert, 2014b, pp. 285-308 (Biblioteca Áurea Hispánica, 97). — «De santos, fiestas y crítica literaria: El capellán de la Virgen de Lope de Vega y las justas poéticas toledanas de 1616», Boletín Hispánico Helvético, 25 (2015), pp. 3-22. — «Dos comedias de Lope relacionadas con Illescas (El caballero de Illescas y Las paces de los reyes)», en Jaume Garau (ed.), Pensamiento y literatura en los inicios de la modernidad, New York, Instituto de Estudios Auriseculares, 2017a, pp. 75-93. — «Historias de godos (tres comedias de Lope de Vega sobre la historia antigua de Toledo)», en Teatro del siglo de oro: ¿historia o poesía?, Cuadernos de Teatro Clásico, 32 (2017b), pp. 265-293. — «Entre la historia y la leyenda: El santo niño de La Guardia, comedia de Lope de Vega», Rilce, 33.1 (2017c), pp. 283-301. — «Entre la historia y la leyenda. A propósito de Las dos bandoleras, comedia atribuida a Lope de Vega», Anuario Lope de Vega, 25 (2019), pp. 281-230.
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Los sueños de Proteo. De Lázaro de Tormes al Pijoaparte de Marsé*1 David Mañero Lozano Universidad de Jaén
Cuando Proteo, dedicado al cuidado de las focas de Poseidón, recogió el rebaño y concilió el sueño, el rey de Esparta Menelao se abalanzó por sorpresa sobre él para intentar capturarlo. Esta era la única estrategia eficaz, según el consejo de la diosa Idótea, para que el genio marino accediese a informarle sobre el modo de regresar a su hogar y lo ocurrido en él durante su ausencia. Sin embargo, «el anciano perito en intrigas maliciosas», según la descripción homérica de Proteo en la Odisea (IV: 460461), al verse forzado a compartir sus conocimientos del pasado y del futuro, procuró zafarse adoptando distintas apariencias. Aunque todos sus ardides fueron inútiles y tuvo que doblegarse ante Menelao, el dios trató de sustraerse una vez más ocultando sus dotes adivinatorias y fingió desconocer quién había ayudado al espartano a tramar su captura y cuál era el propósito de la emboscada. La escena es muy similar a la protagoniza por Aristeo en la versión virgiliana del mito. Capturado Proteo, ante las «fingidas preguntas» con las que pretende disimular su clarividencia, el hijo de Apolo replica: «Tú lo sabes, Proteo, tú mismo lo sabes, pues no es posible que en nada se te engañe; mas tú deja de querer burlarme» (Geórgicas, IV: 446-448). Este mito del individuo que, pese a su capacidad de desempeñar una función en la sociedad, elude mediante tretas o identidades engañosas las expectativas sociales, define en cierto modo al sujeto moderno, un sujeto que se instala en su entorno, pero mantiene su independencia, a riesgo de entrar en conflicto con otros individuos o con sus propias convicciones. Pues bien, si indagamos sobre el desarrollo de este modelo caracterológico en la literatura hispánica, es necesario considerar la figura del pícaro, personaje asentado en la narrativa moderna que destaca por su conflictividad, con unas inquietudes que lo enfrentan al sistema de valores al que pertenece y no pocas veces consigo mismo. * Este estudio se enmarca dentro del proyecto de I+D de Excelencia del Ministerio de Ciencia, Investigación y Universidades con referencia FFI2017-82344-P, financiado por la Agencia Estatal de Investigación (AEI) y el Fondo Europeo de Desarrollo Regional (FEDER). Una primera versión de este trabajo fue presentada en el coloquio internacional Pícaros y sujeto moderno, celebrado en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Córdoba en febrero de 2014.
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Lázaro y Guzmán. Un modelo de personaje Detengámonos en algunos ejemplos de los textos fundacionales de la denominada novela picaresca, que enlazaré después con otros desarrollos literarios apreciables en obras posteriores, en particular en Últimas tardes con Teresa, de Juan Marsé. Al igual que Proteo, Lázaro de Tormes no es quien aparenta. Como recuerda el ciego con quien comienza la «carrera de bivir» (2001: 119),1 su aspecto de muchacho inocente es engañoso, dado que el pícaro se ve obligado a practicar «burlas endiabladas» (121) con las que intenta escapar de los rigores impuestos por sus amos. Así le gusta recordarlo al «mal ciego»: «“¿Pensáys que este mi moço es algún inocente? Pues ¡oýd si el demonio ensayara otra tal hazaña”. Santiguándose, los que lo oýan dezían: “¡Mirá, quién pensara de un mochacho tan pequeño tal ruyndad!”» (127). Salta a la vista, en tan breves palabras, la fuerte contradicción entre los intereses personales y los códigos que regulan las relaciones sociales. Pero no pensemos que el resentimiento del amo le lleva a distorsionar en exceso el retrato de Lázaro. Más adelante, cuando el escudero se interese por la vida del pícaro, este reconoce: «[L]e satisfize de mi persona lo mejor que mentir supe, diziendo mis bienes y callando lo demás» (171). Naturalmente, el falseamiento de la identidad no es exclusivo de Lázaro. De especial significación, en tanto que proporcionan un punto de vista añadido al del protagonista, son las divagaciones del escudero, maestro en sustentar falsas apariencias, acerca de cómo actuaría él si estuviese al servicio de «un señor de título»: «… porque yo sabría mentille tan bien como otro […], no me matar por no hazer bien las cosas que él no avía de ver […] y otras muchas galas desta calidad que oy día se usan en palacio» (204-205). En el transcurso de la narración, advertimos que los ardides de Lázaro, al igual que los de los nuevos cortesanos mencionados por el escudero,2 exceden lo necesario para la supervivencia. Lázaro no se contenta con alcanzar una posición estable, un trabajo digno del respeto y la seguridad de la que carecen los mendigos en Toledo, sino que aspira ante todo al medro. No solo abandona a los amos con los que sufre penalidades. También se despide, en cuanto considera que ha obtenido el suficiente rendimiento, del capellán a quien sirve como aguador, pese a valorar positivamente los cuatro años empleados en este oficio: «Desque me vi en hábito de hombre de bien —reconoce—, dixe a mi amo se tomasse su asno, que no quería más seguir aquel officio» (233). Finalmente, cumpliendo los sueños que la «ventura» había negado al escudero, el pícaro accede a un «oficio real» (236), en el que, ya situado en el plano del presente narrativo, encuentra la posibilidad de seguir medrando, pues, según confiesa, «mi señor me ha prometido lo que pienso cum Cito en adelante por esta misma edición. Para una lectura del Lazarillo como cuestionamiento del modelo social cortesano, remito a Torres Corominas (2011). Por su parte, Muñoz Sánchez (2014) ofrece un pormenorizado estudio de las relaciones entre la novela picaresca y la Corte durante el reinado de Felipe IV, que enmarca en un contexto histórico y genérico mucho más amplio. En cuanto a la figura de Proteo como símbolo de las disimulaciones políticas de la vida cortesana, véase Álvarez-Ossorio Alvariño (2000: 134-137). 1 2
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plirá» (240), con la condición de que ignore las murmuraciones que circulan sobre el amancebamiento de su mujer con el arcipreste de San Salvador. El personaje, en suma, reclama su autonomía para desenvolverse en sociedad e interpretar el mundo al margen del resto de individuos con los que se relaciona. La invención de identidades caracteriza de modo aún más patente a Guzmán de Alfarache, cuyo verdadero nombre desconocemos: «[P]ara no ser conocido —declara el pícaro—, no me quise valer del apellido de mi padre: púseme el Guzmán de mi madre y Alfarache de la heredad adonde tuve mi principio» (2012: 66).3 Esto es solo el inicio de una larga mascarada en la que el pícaro adopta otros nombres, como don Juan de Guzmán y don Juan Osorio. Por otra parte, tan pronto sirve de criado como se dedica al galanteo, la mendicidad, el robo o la alcahuetería, hasta que finalmente, en su supuesta condición de narrador arrepentido de sus anteriores «vidas», asume el papel de predicador. A esto es a lo que se refería con sus latines Ruy Fernández de Almada, el estudiante lisboeta al que se atribuye uno de los poemas encomiásticos de la segunda parte de la obra. En traducción de Gómez Canseco: «Guzmán, encierras, como un nuevo Proteo, / las cosas claras bajo misteriosa figura, las excelsas bajo otra menor» (2012: 365). La comparación no pasó desapercibida a los lectores más tempranos de la obra, como Chapelain, en las palabras al lector de la traducción al francés de la segunda parte del Guzmán, de 1620, donde considera al protagonista «un Proteo con cien rostros y formas diversas»;4 y tres años después, en la presentación que acompaña a la traducción inglesa de James Mabbe, el poeta Ben Jonson alude a «este Proteo español»,5 en referencia a esa asombrosa capacidad de transformación de Guzmán que dio también título a la clásica monografía de Edmond Cros, quien dedica un par de páginas a este particular (1967: 88-89). Sin embargo, más allá de estas asociaciones prototípicas del mito con las metamorfosis del pícaro, existen otros rasgos compartidos, en los que ya me detuve a propósito de Lázaro de Tormes. En primer lugar, dejadas a un lado las estrategias retóricas empleadas por el narrador, si atendemos al desarrollo de la trama, observamos que el pícaro cambia de identidad con una función muy distinta a la señalada por Fernández de Almada. No se trata únicamente de un cambio de apariencia que desempeñe un propósito aleccionador, acorde a la tradición medieval de la enseñanza a contrario, sino de una artimaña del personaje cuyas motivaciones me ocuparé de comentar. Reparemos antes de nada en que Guzmán, apenas toma la palabra para tratar sobre la condición de sus padres, opone su visión de los hechos a otras noticias que circulan: [E]ntiendo que les hago —si así decirse puede— notoria cortesía en expresar el puro y verdadero texto con que desmentiré las glosas que sobre él se han hecho. Pues, cada vez Extraigo las citas de Gómez Canseco. Literalmente: «un Protée à cent visages et cent formes diverses» (Chapelain, 1639: sign. A4v). 5 Cfr. The Rogue, Or, the Life of Guzman de Alfarache Written in Spanish by Matheo Aleman: «this Spanish Proteus» (v. 5). 3 4
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David Mañero Lozano que alguno algo de ello cuenta, lo multiplica con los ceros de su antojo, una vez más y nunca menos, como acude la vena y se le pone en capricho (30).
Esto da pie a una digresión ejemplarizante en la que el narrador advierte sobre el poder de las palabras para disfrazar la realidad: «Común y general costumbre ha sido y es de los hombres, cuando les pedís reciten o refieran lo que oyeron o vieron, o que os digan la verdad y sustancia de una cosa, enmascararla y afeitarla, que se desconoce» (32). De manera evidente, observamos cómo el pícaro, con objeto de sustentar la veracidad de su relato, desautoriza las «lenguas engañosas y falsas que […] a ellos [(sus padres)] y a mí resultan cada día notables afrentas» (33). Ahora bien, conviene destacar el modo en que Guzmán opone su interpretación del mundo a la «común y general costumbre». Al igual que Lázaro de Tormes, el personaje sostiene la prevalencia y singularidad de su perspectiva: «… aunque de pícaro —dirá más adelante—, cree que todos somos hombres y tenemos entendimiento» (177). Y, también a imagen del pregonero de Toledo, Guzmán da la espalda a las críticas y murmuraciones con tal de mantener un medio de vida cómodo, como sucede durante su servicio como alcahuete del embajador de Francia (en II: 1, 2). En efecto, las aspiraciones del pícaro no conllevan necesariamente una aceptación de las imposiciones sociales. Así sucede en algunos episodios en los que Guzmán desempeña nuevas ocupaciones o adopta falsas identidades. Sirva como ejemplo el momento en el que el personaje, metido a pícaro, «con deseo de esta gloriosa libertad» (171), exalta las ventajas de no estar sujeto al «peso de la honra», actitud que opone al comportamiento de sus padres: «Poníame muchas veces a pensar la vida de mis padres y lo que experimenté en la corta mía, lo que tan sin propósito sustentaron y a tanta costa. “¡Oh —decía—, lo que carga el peso de la honra y cómo no hay metal que se le iguale! ¡A cuánto está obligado el desventurado que de ella hubiere de usar! ¡Qué mirado y medido ha de andar!”» (172). Según puede apreciarse, al tiempo que el pícaro elude las ataduras sociales, se esfuerza por integrarse en un grupo que le proporcione un medio de vida satisfactorio: «Junteme con otros torzuelos de mi tamaño, diestros en la presa. Hacía como ellos en lo que podía; […] ayudábales a trabajar, seguía sus pasos, andaba sus estaciones, con que allegaba mis blanquillas» (170). La situación se repetirá más adelante, cuando Guzmán acate las normas reguladas por los falsos menesterosos de Roma. Como ha señalado Guillén, el pícaro «learns that there is no material survival outside of society, and no real refuge […]. Social role-playing is as ludicrous as it is indispen sable. […] He becomes what I would like to call a “half-outsider”» (1971: 80). La imagen proyectada por Guzmán da lugar, por otro lado, a una inmediata aceptación o exclusión social. Este asunto tiene un alcance tópico y merece reiteradas reflexiones por parte del narrador. Valga de muestra el capítulo I: 2, 9. A su llegada a Almagro, el pícaro, que se presenta «bien aderezado y servido», es tomado por un «caballero principal» (238-239) llamado don Juan de Guzmán, lo que le permite granjearse la amistad (y más adelante la ayuda) del capitán de la compañía: «Recibiome —cuenta— con mucha cortesía, el rostro alegre; y lo merecía muy 122
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bien el mío, el vestido y dineros que llevaba» (239). Sin embargo, al final del capítulo asistimos a la situación contraria. Dilapidado su capital en el juego, entre otras circunstancias, durante los tres meses que tardan en zarpar las galeras desde Barcelona hasta Génova, Guzmán es rechazado por todos: «[A]purada la bolsa, me dieron de mano; ninguno me trataba, nadie me conversaba. Y no solo esto, mas ni me permitían los acompañase» (243). Pese a esto, el pícaro no tarda en reponerse y, en el capítulo siguiente, consigue posibles engañando a un platero, ante quien logra acreditarse con su identidad fingida de «hijo de un caballero principal, noble y rico» (247). Algo similar ensaya Guzmán con éxito en II: 2, 5, donde estafa a un mercader haciéndose pasar por un caballero rico llamado don Juan de Osorio. Por el mismo camino, gracias a la ayuda de Sayavedra, en el capítulo II: 2, 7, el pícaro desfalca a su tío y demás parentela, de nuevo bajo el disfraz del noble adinerado don Juan de Guzmán. En definitiva, es el personaje quien toma la iniciativa y urde diversos engaños, pero son las circunstancias sociales las que condicionan las transformaciones adoptadas. El cambio, por el contrario a lo que sucede en las vidas de santos, no es del interior al exterior, sino que está mediatizado por el entorno, y por lo tanto afecta solo al plano de las apariencias. Esta dialéctica entre el personaje y la sociedad, con la que se da carta de identidad literaria a la noción de sujeto moderno, constituye un motivo fundamental de la novela picaresca, cuyos desarrollos narrativos posteriores requieren también de atención crítica. La picaresca sin pícaros Entre los múltiples enfoques interpretativos de la novela picaresca, comparto la idea de que el género, en tanto que nace como imitación de la fórmula compositiva del Lazarillo por parte de los Guzmanes, empieza y termina con estas obras, lo que no impidió que surgiesen de inmediato abundantes parodias e imitaciones de diferente factura con las que se prolongó durante siglos el interés por la materia picaresca. En las primeras obras surgidas como reacción al género, como el Guitón Onofre, de González, el Buscón, de Quevedo, o La pícara Justina, se concede nuevamente el protagonismo a los pícaros, pero en todos estos casos se privilegia la perspectiva del narrador, que maneja al protagonista con la finalidad de ilustrar su propia tesis.6 Por otro lado, durante el siglo xvii, dentro del molde de la novela cortesana, aparecen nuevos ensayos narrativos en los que se adoptan rasgos de la novela picaresca, como es el caso de La hija de Celestina (1612), de Salas Barbadillo, titulada La ingeniosa Elena (1614) en la segunda redacción de la obra; además de otras aproxi Cuestión aparte es el Coloquio de los perros cervantino, donde la parodia del género picaresco no entra en contradicción con la construcción de una identidad compleja que, al igual que en el Lazarillo, sitúa al personaje en la senda de la novela moderna (Ruiz Pérez, 2011: 12). 6
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maciones igualmente caracterizadas por el hibridismo genérico, como el Marcos de Obregón (1618) de Espinel. El abandono de la forma autobiográfica dará lugar, finalmente, a otro tipo de obras que, si bien desechan los rasgos compositivos de la novela picaresca, presentan escenas de «ambiente apicarado», de lo que son muestra, entre un enorme caudal de títulos, algunas obras de Castillo Solórzano tan representativas como Las aventuras del Bachiller Trapaza (1637). En particular, dentro de la serie de novelas cortesanas en las que se percibe esta influencia, me interesa ahora precisar algunos aspectos relacionados con El proteo de Madrid, narración inserta por Castillo Solórzano en la primera de sus colecciones de novelas cortas, publicada en 1625 con el título de Tardes entretenidas. El protagonista del relato, Dominguillo, comparte algunos rasgos con el personaje del pícaro, como el origen humilde y la ocupación de sirviente —repárese en la relación intertextual implícita en el empleo del nombre en diminutivo—, pero dista mucho de recrear el mismo patrón caracterológico de Lazarillo y de Guzmán. En primer lugar, el punto de vista narrativo es asumido plenamente por un narrador que no deja resquicios por los que asome la voz o la conciencia del protagonista, constreñido a un papel de puro actante. En cuanto a la capacidad de transformación del personaje, en este caso estamos ante un recurso con una finalidad muy distinta de la desempeñada en los anteriores títulos. Dominguillo altera por vez primera su apariencia al disfrazarse de mujer para estafar a su amo, un ingenuo vizcaíno deseoso de meter en su aposento a una cortesana. No se trata, por tanto, de un cambio de identidad ideado con la intención de mejorar su condición social. A este propósito, es significativo cómo, tras descubrirse la burla tramada por el protagonista, este lamenta tan solo la posibilidad de «perder el crédito de burlón que hasta allí había cobrado con tanta reputación» (Castillo Solórzano, 1992: 145). Más adelante, Dominguillo se disfraza de clérigo para engañar a un mercader portugués, a lo que sucede otro episodio en el que se hace pasar por mendigo, hasta que finalmente es apresado y condenado a galeras. Los sucesos se encadenan sin que en ningún momento se ahonde en las motivaciones vitales del protagonista, asimilable a la figura folclórica del trickster o burlador, personaje prototípico enfocado exclusivamente hacia la acción.7 Mediante diversos procedimientos, que oscilan entre la sátira y la descripción de costumbres, la narración del pícaro conlleva una reflexión sobre el individuo y la sociedad que ha sido considerada también como antecedente o prefiguración de la bildungsroman (Rodríguez Fontela, 1996: 181-230). En particular, la crítica ha destacado los paralelismos entre el género surgido de la imitación del Lazarillo y las «novelas de formación» a las que da inicio Los años de aprendizaje de Guillermo Meister (1795-1796) de Goethe, con una importante repercusión en la literatura europea. Sin embargo, por lo que concierne específicamente al modelo caracterológico que nos ocupa, no es posible establecer un parentesco literario. El planteamiento 7 Las relaciones entre la figura del pícaro y los relatos orales protagonizados por el trickster han sido recientemente revisadas por Pedrosa (2017).
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de esta obra no enlaza con las narraciones fundacionales de la novela picaresca, sino con el modelo de autobiografía burguesa desarrollado en la Vida, de Torres Villarroel, en el que se produce una «realización vital y social del yo que puede ya elegir su destino en una sociedad más abierta, donde el racionalismo y las nuevas estructuras políticas del sistema burgués han quebrado los absolutismos dogmáticos de antaño» (Pérez López, 2005: 913). Los desarrollos modernos del personaje picaresco. El Pijoaparte No es, por tanto, hasta ya entrado el siglo xx cuando encontramos un verdadero desarrollo narrativo del personaje del pícaro, según se ha señalado a propósito de autores como Camilo José Cela, Juan Marsé y Eduardo Mendoza, entre otros (Eustis, 1986). La influencia de los protagonistas picarescos es bien patente en el ciclo de novelas El misterio de la cripta embrujada (1979) y El laberinto de las aceitunas (1982) de Eduardo Mendoza. Al igual que Guzmán de Alfarache, el protagonista de estas narraciones adopta distintos nombres y personalidades. De acuerdo con Resina (1997: 258-259), existe un interesante paralelo entre el pícaro, quien «explota los poderes ante los cuales se doblega», y «la crisis del sujeto burgués», cuyas aspiraciones sociales, condicionadas por la sociedad de consumo postfranquista, son parodiadas en el personaje de Ceferino. En este sentido, ambos casos podrían considerarse como una reacción crítica ante la «ideología feudal» (Resina, 1997: 247). Otros críticos (Saval, 2003: 68-69; Brioso Santos, 2005: 65-66) han resaltado la presencia de rasgos procedentes del Lazarillo y otras obras emparentadas en La ciudad de los prodigios (1986), del mismo novelista, donde se recrea el tópico del origen vil, el afán de medro, la degradación moral del personaje y otros elementos episódicos. No obstante, en esta obra se recurre a un narrador externo, que adopta una perspectiva alejada de la del protagonista. A este propósito, Mañero Lozano (2011) distingue entre algunas novelas en las que se privilegia la voz de un narrador implícito, ajeno a la perspectiva del protagonista, y, por otro lado, aquellas obras en las que el personaje principal no se limita a protagonizar la acción, sino que es también el verdadero objeto narrativo, hasta tal punto que la perspectiva del protagonista coexiste con la del narrador e incluso evoluciona durante el transcurso del relato. En esta segunda categoría cabría encuadrar algunas obras de Cela, como La familia de Pascual Duarte (1942) y Nuevas andanzas y desventuras de Lazarillo de Tormes (1944), en las que el punto de vista del narrador asume con coherencia el del sujeto representado. Pero es quizá en la obra de Marsé donde la visión adoptada por el protagonista se traslada con una mayor complejidad narrativa, difícil de encasillar en una única categoría, dado que el personaje es contemplado desde dentro y fuera de este. Villamía, a quien debemos una aproximación teórica a las derivaciones modernas de la novela picaresca, ha considerado la serie novelesca de Marsé como «la versión 125
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actual más lograda de ese engranaje de la novela que fundó la picaresca» (2011: 56). Con anterioridad a este trabajo, en un lúcido ensayo de Mangini González (1985), se apuntaron los principales nexos entre la novela picaresca y dos de las obras del escritor catalán: Últimas tardes con Teresa (1966) y Si te dicen que caí (1973). Incidiré, no obstante, en algunos aspectos relacionados con la primera de estas novelas, en los que se pone de manifiesto el desarrollo narrativo dado por Marsé al prototipo literario analizado en las páginas precedentes. El protagonista de Últimas tardes con Teresa, Manolo Reyes, apodado el Pijoaparte, comparte rasgos evidentes con los pícaros, como su origen humilde e incierto (hijo de una fregona, con un padre de dudosa identidad), y la ambición por medrar, ya esbozada en la primera aparición del personaje, a quien se describe con «uno de esos peinados laboriosos donde uno encuentra los elementos inconfundibles de la cotidiana lucha contra la miseria y el olvido, esa feroz coquetería de los grandes solitarios y de los ambiciosos superiores» (Marsé, 1998: 20-21). Unido a esto, el individualismo característico de Lázaro y Guzmán define también al antihéroe de Marsé. Pese al afán de este por mejorar de posición social, desprecia a quienes no comparten el mismo objetivo, lo que le lleva a perseguir sus ambiciones en solitario. Tras reprender a su amigo Bernardo por no implicarse en las actividades delictivas —«¡Pues cásate de una vez y púdrete en un jodido taller como mi hermano, no merecéis otra cosa!» (49)—, el Pijoaparte amenaza con abandonar su grupo de compañeros: «Por mi padre te lo digo, Bernardo: un día me cansaré y no me veréis más el pelo» (50). Su idiosincrasia se recalca más tarde en estas reflexiones: [E]l equilibrio tontarrón que aquellos jóvenes rambleros habían logrado establecer entre su vestimenta y sus veloces máquinas, era algo que solía poner una mueca de infinita pena y desprecio en los labios del Pijoaparte, como si realmente tuviera conciencia de lo inútil y efímero de ciertos afanes humanos. Ésos nunca serán nada, pensaba. […] le aburría la general penuria de aspiraciones y deseos que notaba en torno, tanta resignación ahogándole como un sudario (79-80).
Según se observa en estos y otros pasajes, el Pijoaparte mantiene a toda costa la independencia y sus pretensiones de medrar, aunque para ello deba, además de transgredir las convenciones sociales y las leyes, entrar en conflicto con otros individuos de su círculo más próximo. La naturaleza proteica del pícaro define también al personaje de Marsé, quien intenta escapar de su condición marginal mediante la práctica del disimulo y el engaño, lo que le lleva a adoptar diferentes identidades, como sucede en el primer capítulo, en el que finge llamarse Ricardo de Salvarrosa (25 y 28) para infiltrarse en una fiesta de la alta sociedad, nombre del que más adelante reniega con vehemencia al descubrir que la mujer a la que conquista, Maruja, pertenece a su misma clase social: «Vete al infierno. ¿Me oyes? ¡Y yo no me llamo Ricardo, me llamo Manolo!» (70). Avanzada la novela, en uno de los pasajes centrados en la infancia del personaje, se relata cómo este se enfrenta también con furia contra quienes le atribu126
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yen el apodo de el Inglés, empleado por las «malas lenguas» para dar a entender que su padre fue un huésped británico del marqués de Salvatierra con el que su madre había tenido una relación después de enviudar: «Manolo arremetió siempre contra la pretendida autenticidad de esa historia, y […] se pegaba salvajemente con sus compañeros de juegos cuando se burlaban de él llamándole “el inglés”» (92). Según se aclara a continuación, el empeño del personaje en desmentir los rumores, literaturizado por vez primera en el Lazarillo y en los pasajes antes comentados del Guzmán, no responde al deseo de salvaguardar la honra familiar. El objetivo del Pijoaparte es imponer en su entorno social una identidad diferente, igualmente inventada, que considera más acorde a la imagen que pretende proyectar: [E]l chico arremetía contra esa historia porque ponía en peligro, o por lo menos en entredicho, la existencia de otra que encendía mucho más su fantasía y que suponía para él la posibilidad de un origen social más noble: ser hijo del mismísimo marqués de Salvatierra (92).
En efecto, el pasaje refleja la propensión a las fabulaciones del personaje, «que ya desde niño creó su propia y original concepción de sí mismo» (92) y «necesitó la mentira lo mismo que el pan» (94), pero ante todo asistimos a un ardid con el que fabrica una máscara para desenvolverse en la sociedad: [S]us compañeros empezaron a llamarle «el Marqués». El apodo, discutible o no, obtuvo la aprobación general. Nadie supo jamás que él había sido el creador de su propio apodo, ni tampoco las astucias que desplegó para divulgarlo (93).
La ambición de medro del Pijoaparte, ligada al deseo de transformar su identidad, se percibe asimismo cuando los «vapores de su mente» (56) lo evaden de sus circunstancias personales. Así sucede, por ejemplo, en este episodio protagonizado con tan solo once años: El día que […] se acercó a la roulotte de los Moreau para ofrecer sus servicios como guía […], Manolo Reyes era todavía el hijo del marqués de Salvatierra; pero ya no lo era una semana más tarde o más exactamente, ya no le interesaba: una semana más tarde […] era estudiante en París, huésped y futuro yerno de los Moreau (94).
De especial significación es también la escena en la que el Pijoaparte imagina que rescata heroicamente a Maruja de un tifón, tras lo cual logra «avanzar, ante la admiración y la expectación general hacia el cómodo sillón de la terraza [del papà de ella], hacia una bien ganada paz y dignidad futuras…» (55). A esto se unen los sueños en los que el personaje salva a Teresa de incendios, terremotos y otros peligros, hasta que «la llevaba en brazos y se disponía a entregarla sana y salva a sus padres ante la admirada y asombrada concurrencia» (128). Se trata de ensoñaciones que asaltan obsesivamente al personaje en los contextos más insospechados, como en esta ocasión en la que acompaña a Teresa en el coche: 127
David Mañero Lozano Manolo estaba atento a la carretera y al perfil de Teresa. Viéndola así, de perfil, el joven del Sur empezó a barajar nuevamente su preciosa colección de postales azulinas: un accidente, Teresa malherida, el coche arde, él la salva… (207).
En cuanto a los personajes de las clases acomodadas, como Teresa y los compañeros con los que esta se relaciona, también sueñan con un futuro diferente, pero en estos casos se trata de una «crisis de idealismo» (284) o «fantasía revolucionaria» (373), es decir, de inquietudes intelectuales propias de la burguesía, cuya finalidad más inmediata es justificar su identidad ideológica. Por el contrario, las ensoñaciones del Pijoaparte responden al deseo de otra realidad, aspiración compartida por quienes pertenecen a su misma clase social: Y son los mismos pensamientos, la misma impaciencia de entonces la que invade hoy los gestos y las miradas de los jóvenes del Carmelo al contemplar la ciudad desde lo alto, y en consecuencia los mismos sueños, no nacidos aquí, sino que viajaron con ellos, o en la entraña de sus padres inmigrantes (38).
A imagen de los pícaros, el Pijoaparte utiliza sus relaciones sentimentales como un puente para el ascenso social —«se enamoraba de símbolos y no de mujeres» (103)—, además de descartar aquellas que no le permiten introducirse en los círculos de la burguesía catalana. Recordemos, a este propósito, el significado atribuido por el personaje a su relación con Maruja, a quien confunde con la hija de una familia acomodada: Entró en la muchacha como quien entra en sociedad: extasiado, solemne, fulgurante y esplendorosamente investido de una ceremonial fantasía del gesto, maravilla perdida de la adolescencia miserable (63).
A la mañana siguiente, al descubrir que la muchacha no es quien imaginaba, las ensoñaciones del Pijoaparte se desvanecen y regresa al plano de la realidad: [M]ientras aún soñaba despierto y una vaga sonrisa de felicidad flotaba en sus labios, la claridad del amanecer fue revelando en toda su grotesca desnudez los uniformes de satén negro colgados de la percha, los delantales y las cofias, solo entonces comprendió la realidad y asumió el desencanto. Estaba en el cuarto de una criada (63-64).
A la vista del desenlace de la novela, en el que el Pijoaparte es encarcelado y ve frustradas sus ambiciones, y teniendo además en cuenta las apreciaciones críticas del narrador, este podría calificarse como «“moralista satírico” no muy alejado del Quevedo de La vida del Buscón» (Mangini González, 1985: 68). Sin embargo, la adopción de la tercera persona, con la que se juzga a los personajes y sus circunstancias, no impide que se dé voz propia al protagonista o bien que el narrador transmita, según hemos visto, la conciencia y la valoración moral que el Pijoaparte tiene de sí mismo y de su entorno. 128
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La novela picaresca, al igual que otras manifestaciones narrativas posteriores, entre las que destaca la obra estudiada de Marsé, nos ofrece una interesante plasmación literaria del sujeto moderno. Mediante distintas actualizaciones del mito de Proteo, se configura un modelo de personaje independiente, con una concepción autónoma de la realidad. Sus aspiraciones, que intentará alcanzar mediante el engaño y las transformaciones de identidad, quedarán finalmente frustradas, con lo que se verá obligado a asumir el papel que la sociedad le tiene reservado. Su perspectiva del mundo, sin embargo, se hace patente ante el lector, como un testimonio más de la variedad de puntos de vista que configuran la representación literaria de la sociedad moderna. Bibliografía Alemán, Mateo. Le voleur, ou La vie de Guzman d’Alfarache, pourtrait du temps et miroir de la vie humaine, seconde partie […] Derniere edition, trad. de Jean Chapelain, A Lyon, De l’imprimerie de Simon Rigaud, 1639 (ejemplar de la Bibliothèque municipale de Toulouse). — Guzmán de Alfarache, ed. de Luis Gómez Canseco, Madrid, RAE, 2012 (Biblioteca Clásica). Álvarez-Ossorio Alvariño, Antonio. «Proteo en Palacio. El arte de la disimulación y la simulación del cortesano», en El Madrid de Velázquez y Calderón. Villa y corte en el siglo xvii. I. Estudios históricos, Madrid, Caja de Madrid, 2000, pp. 111-137. Brioso Santos, Héctor. «La materia picaresca en la novela de Eduardo Mendoza La ciudad de los prodigios», en José Vicente Saval (coord.), La verdad sobre el caso Mendoza, Madrid, Fundamentos, 2005, pp. 49-70. Castillo Solórzano, Alonso de. Tardes entretenidas, ed. de Patrizia Campana, Barcelona, Montesinos, 1992. Cros, Edmond. Protée et le Gueux. Recherches sur les origines et la nature du récit picaresque dans le «Guzmán de Alfarache», Paris, Didier, 1967. Escudero Prieto, Víctor. «Reflexiones sobre el sujeto en el primer Bildungsroman», trabajo de investigación del máster Construcción y representación de identidades culturales dirigido por Nora Catelli, Universitat de Barcelona, Departamento de Filología Románica, 2008. Eustis, Christopher. «La influencia del género picaresco en la novela española contemporánea», Thesaurus. Boletín del Instituto Caro y Cuervo, XLI, 1-3 (1986), pp. 225-255. Guillén, Claudio. Literature as a system, Princeton, Princeton University, 1971. La vida de Lazarillo de Tormes, y de sus fortunas y adversidades, ed. de Aldo Ruffinatto, Madrid, Castalia, 2001 (Clásicos Castalia, 265). Mangini González, Shirley. «La novela picaresca y la obra de Juan Marsé», Hispanic Journal, 7, 1 (1985), pp. 67-78. Mañero Lozano, David. «La mirada del pícaro. Sobre la influencia de la novela picaresca en la narrativa moderna y contemporánea», Ínsula, 778 (2011), pp. 39-44. Marsé, Juan. Últimas tardes con Teresa, 5.ª ed., Barcelona, Plaza & Janés, 1998. Muñoz Sánchez, Juan Ramón. «“La corte, del mundo maravilla”: la picaresca durante el reinado de Felipe IV», Nueva Revista de Filología Hispánica, LXII, 2 (2014), pp. 383-480. Pedrosa, José Manuel. «Novela picaresca, cuento de mentiras y cuento de trickster: homodiégesis y autoficción, entre escritura y oralidad», en Poéticas de la Oralidad. Homenaje a Margit Frenk, II congreso internacional, 2017. Disponible en: https://www.lanmo.unam.mx/repositorio/ LANMO/www/eventos/congreso/pdf/3a.pdf [Consulta: 21/01/2021].
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Representación mágica del mundo: exaltación monárquica y dualidades de la modernidad Jesús Pérez-Magallón McGill University
En su contribución a la Historia del teatro español hace ya tiempo se preguntaba Marc Vitse (1983, I: 597-598): ¿Hasta qué punto, y según qué modalidades, o con qué resistencias, participa la Corte castellana en el general movimiento europeo de implantación del modelo italiano, presentado por J. Duvignaud como el triunfo de una representación mágica o maravillosa del mundo, que la ciencia de los ingenieros encierra en el espacio controlado del «huis clos de la scène à l’italienne», nuevo instrumento estético esencial en la ascensión —nada evidente en la historia contemporánea de la España austríaca— del poder monárquico?
La instrumentalización política de la música teatral ha sido subrayada, entre otros, por Louise K. Stein (1990: 327; v. Sage, 1984), al decir, refiriéndose al Barroco, que «did develop its own propagandistic and nationalistic function, towards political and religious ends, especially certain forms of vernacular sacred and the atrical music». Por otro lado, como ya dijera Friedrich Blume (1967: 157) de modo sintético, «opera, indeed, became the scarcely veiled allegory of absolute sovereign ty, which it served», idea que se recicla y repite sin reconocer derechos de autor. Además de su valor como instrumento de visualización y exaltación del poder, la ópera aparece como encarnación inmejorable de la obra de arte total, en la que se sintetizan elementos de estilo y sonoridad musical, arquitectura y diseño, pintura, mímica, gesto y la retórica del verso y la palabra. Ese conjunto ocupa un lugar orgánico en la vida palaciega, en su espacio interior y exterior y, en síntesis, «embodies in its own characteristics and ideas the ceremonial hierarchy and the ideology of absolute monarchy», erigiéndose como «the final and highly refined crystallization of an aristocratic life stylized to the least detail» (Blume, 1967: 124-125). Danièle Becker (1989: 431) sostiene que la falta de separación clara entre zarzuela y ópera —y, por tanto, la «ausencia» de esta— se debe «a falta de compañía y libretista adecuados así como de fuerte voluntad real», lo que hizo que quedaran como formas líricas dominantes la zarzuela con su intrínseca tendencia hacia un espectáculo total. Ahora bien, uno puede preguntarse: ¿no será que el concepto de zarzuela o más bien de espectáculo total se consideraba superior a la simple ópera? Si así 131
Jesús Pérez-Magallón
fuera, como creo, la pregunta lanzada por Vitse debería de intentar responderse por vías distintas a la de si hubo ópera o no; la pregunta sería si con los medios de que se disponían en palacio o en los ambientes aristocráticos y en respuesta a las preferencias estéticas de la Corte se podía construir esa «representación mágica o maravillosa del mundo». Desde luego, yo creo que, en efecto, sí configuran tal tipo de representación, aunque no aparezca vinculada al ascenso del poder monárquico según el modelo francés que, no se olvide, no es más que un modelo entre otros. El recurso sistemático a diversos episodios mitológicos, el triunfo constante del amor y sus problemáticas (Acuña, 2013) —no sin ciertos episodios «dramáticos» y una deconstrucción crítica en el uso de las casuísticas amorosas y de sus personajes emblemáticos—, la «alegría» del final feliz, el papel que juega la música en ese conjunto, la sensación de irrealidad que crean las más modernas técnicas escenográficas a la italiana, todo refuerza el carácter de mundo mágico y, desde luego, ajeno a la realidad exterior. Claro que unos autores lo ejecutan de modo más coherente que otros —o mejor, unos tienden a quitar trascendencia a sus textos y personajes; otros insisten en reflexiones filosóficas y psicológicas o en lo didáctico (ver Sanz Ayán, 2006)—, pero la tendencia es la misma. Podría objetarse el papel de los graciosos como factor distorsionante, pero no hay que olvidar que el centro de la atención —y, por tanto, de la identificación que buscan los espectadores cortesanos— se sitúa en las aventuras de las deidades y otras figuras mitológicas, no en los graciosos. Estos forman parte de una práctica tradicional que no se considera preciso romper (v. Dowling, 1997). La cuestión, por tanto, que hay que indagar es, sí, la presencia operística, pero sobre todo el papel y función de la zarzuela junto a otras manifestaciones del teatro lírico. Como es sabido, la primera ópera española —segundo país en que se escribe y produce una ópera, después de Italia y junto con Alemania— fue La selva sin amor, de Lope de Vega, representada en Madrid ante los reyes en 1627, con escenografía de Cosme Lotti y música de Piccinini con ayuda de Monnani (Whitaker, 1984: 43-66; Stein, 1993: 191-205). Lope, sin embargo, llama a esa pieza égloga, no ópera, término que en España entra más tarde, concretamente en la obra de Sebastián Durón (1660-1716), La guerra de los gigantes (López-Calo, 1988: 180, 187). Tratando de explicar el vacío de más de treinta años que separa el temprano ensayo de Lope hasta que Calderón compone el texto literario de La púrpura de la rosa —su primer libreto de ópera, representada en el Buen Retiro el 17 de enero de 1660 (que se repone varias veces hasta fines de siglo), con música de Juan Hidalgo—, Stein (1990: 328) ha escrito: «The foreign genre (pastoral opera) and the humanistically inspired musical style (recitative) seem to have been rejected by both the artistic community and the royal patrons». Mas rechazo a seguir una fórmula idéntica no significa renuncia a lo que le subyace, la utilización masiva de recursos técnicos y escenográficos que se suman al empleo de la música y a una temática precisa para construir una imagen satisfactoria y radiante, por encima de todo exaltadora de la realeza gobernante pero flexible también para inscribir posicionamientos críticos. Y esa tendencia sí se da innegablemente en los escenarios cortesanos de 132
Representación mágica del mundo: exaltación monárquica y dualidades de la modernidad
la Monarquía Hispánica. Así, el mismo Hidalgo —que había compuesto la música para Pico y Canente, de Luis de Ulloa y Pereira (al parecer en colaboración con otros cuatro poetas, entre quienes figuraban Diego de Silva, Antonio de Solís, Rodrigo Dávila y fray Gia Rao), representada en el palacio del Buen Retiro en febrero de 1656— escribiría la partitura de Celos aun del aire matan (Stroud, 1981), estrenada el año de 1660, el 5 de diciembre, y cuya música se ha conservado íntegra, pero solo con la parte del canto y del continuo, sin incluir las particellas instrumentales, práctica habitual hasta la primera mitad del siglo xviii. La producción de óperas prosigue aunque muy espaciadamente. A principios del siglo xviii se representa la Ópera escénica, deducida de la guerra de los gigantes, compuesta para el cumpleaños de María Ana Sinforosa de Guzmán, IV duquesa de Medina de las Torres, esposa de Manuel Alonso de Guzmán, XII duque de Medina Sidonia, con música de Sebastián Durón y letrista desconocido; dedicada al conde de Salvatierra, que tal vez lo protegió, «ofrece la particularidad de que es la primera vez que en una partitura española con música teatral aparece la palabra “Ópera”» (Martín Moreno, 1985: 384) y, además, de ella se tiene completa información, con música para cuatro violines y clarines. La «Dedicatoria» al conde de Salvatierra, quien solía reunir una tertulia en su casa en los últimos decenios del siglo, pone bien de relieve la vinculación que se da entre todos los campos de la vida cultural de los novatores en los que se manifiesta una notable euforia modernizadora. La fecha de su estreno es simbólica, sí, pero no de que el cambio de dinastía represente un punto de inflexión en la cultura de la época, sino de todo lo contrario. La ópera ha sido recientemente transcrita, preparada y presentada por Martín Moreno, y su partitura enseña «influencias tanto francesas como italianas y [demuestra] la preparación de Sebastián Durón en la instrumentación, que incluye dos partes de violín, clarín y acompañamiento» (1985: 384, cursiva mía). Aunque en ella el compositor sigue empleando el término «Tonada», típicamente hispano, la influencia italiana es evidente con el empleo del recitado y de ritornelos de la orquesta, indicados con la misma palabra italiana. Por otra parte, la influencia francesa se detecta en el empleo de los «minuetes» y en el tratamiento de la escritura violinística (Martín Moreno, 1985: 384).
Según López-Calo (1988: 187), se trata de la última ópera genuinamente española —inmediatamente entraría con ímpetu avasallador la ópera italiana en España—. Por otra parte, su música presenta caracteres que la alejan notablemente de la de Hidalgo: sigue siendo la típica de España en el siglo xvii, tanto en los giros melódicos, ritmos, armonía, uso de los instrumentos, etc. Pero ya se percibe un aire de cambios, quizá no fácilmente definibles, pero reales, de todos modos;
entre otras cosas, el final del único acto (tras la introducción) que constituye el manuscrito concluye con un «minuete»; pero también plantea serias dudas sobre si se trata de la ópera completa. Aunque las opiniones parezcan divergentes, lo cierto 133
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es que en este período el teatro lírico conserva señas de identidad ciertas, mas también aparece claramente abierto a la modernidad musical representada por las prácticas italianas y francesas. Hacia 1704-1705 se representó otra ópera ahora mejor conocida, Los Elementos: ópera armónica al estilo italiano a los años de la Excma. Sra. Duquesa de Medina de las Torres, mi Señora, de Antonio de Literes y libretista desconocido. Según Martínez Moreno (1985: 388), «la obra está construida a base de partes a cuatro voces, a tres, dúos, recitativos, arietas, coplas y estribillos». Como ha escrito Juan Bautista Otero (1998: 6), «in terms of structural and harmonic elements, his compositional technique was deeply rooted in Spanish musical tradition, and combined with the new forms of Italian music to produce a fruitful new hybrid»; más específicamente, lo que destaca en la ópera de Literes es una gran variedad rítmica a la que se añade una combinación inteligente de armonías tradicionales españolas con atrevidos e inesperados cromatismos (particularmente en las arias, dúos y tríos). Así, como comenta Otero (1998: 6), el oyente «found himself torn between two worlds, sep arated by historical distance, and between two levels. One level depicted each individual element in abstract fashion, while the other endowed the elements with the roles of historical figures». En cierto sentido, la obra de Literes podría ser una respuesta o un acto de autoafirmación irónica y nacional(ista) frente al gusto «italiano» o «italianizante» de los monarcas: incrusta en un formato de carácter italiano rasgos absolutamente propios de la tradición española, incluso en la utilización de un reparto vocal compuesto esencialmente por mujeres. Recordaba Martín Moreno (1985: 388) que es la segunda vez que aparece el término ópera, y es curioso comprobar que en ambos casos (el de Sebastián Durón y el de Antonio de Literes) se trata de obras encargadas o solicitadas por las casas de la nobleza. No parece que en los corrales madrileños tuviesen mucho éxito las representaciones de ópera.
Otero ha ofrecido una explicación a esa «curiosidad». Como las exigencias de la guerra habían establecido casi como norma el retraso en el pago de salarios de los miembros de la Real Capilla, los encargos privados (de los duques de Medina de las Torres o de Osuna) representaban ingresos inmediatos y contantes. Comenta Otero (1998: 7) que, además, «the aristocracy was quite receptive to musical innovations, unlike the royal court». Si fuera cierto ese poco interés por las novedades musicales en la corte, de mayor significación resulta el mecenazgo privado. López-Calo (1988: 188) se preguntaba —pero no podía responderse— cuántas y cuáles óperas extranjeras, es decir, italianas, se representaron en España durante el siglo xvii: Que algunas se hayan representado se podía suponer a priori por el hecho de la importante presencia de personalidades italianas en España, sobre todo en la Corte, y aun por el influjo que, en general, ejercía entonces la cultura italiana, y en concreto la musical, en el mundo y que en España comenzaba a sentirse muy vivamente.
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El crítico cita como prueba las palabras de madame d’Aulnoy a las que volveremos más abajo, pero con ello no refuerza su opinión, sino que nos obliga a replantearnos el verdadero carácter de las representaciones tenidas como comedias o zarzuelas. La ópera de Durón La guerra de los gigantes aparece sin título en los documentos exhumados por Shergold y Varey (1985: 211), y calificada como «La comedia que se intitula ópera escénica». Por su parte, Bottineau (1962: 214-215) afirma, sin documentación que lo acredite, que las óperas, caractéristiques de la civilisation italienne, comme ceux d’Alessandro Scarlatti, connaissaient une grande vogue à la Cour d’Espagne à cause des relations étroites qui l’unissaient aux royaumes de Naples et de Sicile [...] Les vice-rois espagnols et leur entourage regagnaient leur pays, conquis par le goût et par certaines idées d’Italie. La Cour de ces grands seigneurs comme celle de Charles II, dans le dernier quart du xviie siècle, assura l’union de la musique napolitaine et de la poésie espagnole.
Sin embargo, Stein (1993: 130, 133) adopta en su monumental estudio una opinión cuando menos dubitativa, pues en un lugar afirma que Calderón no había visto ninguna ópera italiana y tres páginas después sostiene que «we do not know if the Spaniards could have had first-hand experience with recitative or with opera in general». Lo que sin duda es cierto es que no hay rastro documental de que se representase ninguna ópera italiana durante este período, pero ello deja, lógicamente, la puerta abierta a suponer que tanto diplomáticos italianos o aristócratas españoles que hubieran tenido contacto con la ópera en alguno de los virreinatos hayan podido organizar representaciones privadas de las que no haya quedado constancia. Porque, por ejemplo, Saint-Simon menciona —aunque ya en 1721— que la casa de la duquesa viuda de Osuna disponía de «una sala de ópera completa, menos ancha y un poco menos larga, pero muy distintamente bella que la de París, y singularmente cómoda por las comunicaciones de los palcos, del anfiteatro y de la sala» (García Mercadal, 1952, II: 334). Ignoro en qué año pudiera construirse esa sala que Saint-Simon llama «de ópera», pero tal vez fuera similar a la que había en casa del duque de Uceda, donde su esposa, hija del de Osuna, «hizo armar un hermoso teatro para la comedia» (García Mercadal, 1952, II: 1322), como comenta la marquesa de Gudannes, en espera de la visita de la reina allá en 1694. Lo cierto es que se ignora todavía —y quizá para siempre— demasiado sobre lo que era la vida musical en las casas de la nobleza y del alto clero, porque también Portocarrero disponía de su capilla musical y, como él, otros altos prelados. Más tarde, bajo el archiduque Carlos, en Barcelona entre 1708 y 1709 se representa Il più bel nome, de Antonio Caldara (1987), así como otras óperas y cantatas escénicas de Giuseppe Porsile y Enmanuele Rincón de Astorga (siciliano de origen castellano). Un ensayo calderoniano que, según Stein, tampoco tuvo posterior desarrollo fue el de las semióperas, es decir, obras como La fiera, el rayo y la piedra, Fortunas de Andrómeda y Perseo, Fieras afemina amor y La estatua de Prometeo. En la primera (representada en 1652) se hallan indicaciones explícitas para el uso del recitativo (la canción de Cupido está escrita en heptasílabos y endecasílabos), el canto solo y la 135
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canción polifónica. Lo que resulta más que evidente es que la ópera stricto sensu —o la ópera italiana— no es la forma de teatro lírico que se impone en España. Por tanto, hay dos problemas que afrontar: primero, hasta qué punto la zarzuela española —y otras formas de teatro musical— fue un género lo suficientemente desarrollado como para permitir construir esa representación maravillosa del mundo, dando entrada a las innovaciones musicales de la época, sometidas a un modo nacional de asimilación; y, segundo, cuál fue la realidad de las representaciones teatrales con componente musical o, más generalmente, las fiestas cortesanas. Porque lo que no se puede decir es que hubiera pocas zarzuelas y obras afines (piezas mitológicas o pastoriles, fiestas de comedia, comedias de música) en el reinado de Carlos II. Sobre la zarzuela, baste recordar que en 1648 Calderón funda el género con El jardín de Falerina, sobre un asunto del Orlando inamorato, de Boiardo, y con partitura de Juan Hidalgo; también se estrena El nuevo Olimpo, de Bocángel. La significación de esta fundación radica en integrar estructuralmente los tonos en la dinámica de la representación dramática, como remansos musicales en lo que podría tenerse como una comedia normal; no se recurre al recitativo y normalmente se escribe en dos actos, con entre un diez y un veinte por ciento de texto cantado. A diferencia —teóricamente— de la comedia con música, aquí los tonos deben encajarse en la acción dramática. La validez y aceptación de la propuesta calderoniana se revela en la serie de zarzuelas que se escriben con posterioridad. El golfo de las sirenas —de tema homérico— se representaría en 1657; al año siguiente, El laurel de Apolo, sobre la historia de Dafne. En 1661, Calderón da El hijo del sol, Faetonte y Eco y Narciso, con «importante intervención musical» (Subirá, 1932: 291): un año después el mismo autor escribe el libreto de la zarzuela Psiquis y Cupido o Ni amor se libra de amor, con música de Juan Hidalgo. Los celos hacen estrellas, de Vélez de Guevara, se presenta en 1672, con música de Hidalgo, primera de la que se conserva la partitura. Será Manuel de León Marchante quien ponga música a la zarzuela de Calderón Venir el amor al mundo; en 1680 se estrena Hado y divisa de Leonido y Marfisa, de Calderón, con música de Hidalgo. 1687 ve el estreno de Hipermnestra y Linceo, con letra del conde de Clavijo y música de autor desconocido; Bances Candamo presenta en 1692 Cómo se curan los celos y Orlando furioso, a las que siguen bastantes otras durante el período de entre siglos (Acuña, 2016: 297-301). Otro aspecto, desde luego, es la producción de zarzuelas, comedias de música o dramas musicales para los teatros comerciales. Si bien para la época de Carlos II todas las zarzuelas que se representaban en el Buen Retiro se abrían al público después de su estreno ante el monarca y la corte, otros problemas se plantean entre 1701 y 1708 —año en que se empieza a disponer de información escrita—. Podemos suponer que las pocas obras presentadas en el Buen Retiro seguían abriéndose al público, lo que permitiría afirmar que las zarzuelas y otras obras dramático-líricas allí estrenadas habrían sido también presenciadas por el público madrileño. A partir de 1708, sin embargo, puede constatarse que no hay ningún año —al menos hasta 1725— en que no se estrene o represente alguna zarzuela, comedia de música o fiesta de música. Un total de veinticinco títulos de zarzuelas se estrenan o presentan 136
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en los teatros comerciales de Madrid. Por supuesto, hay años en que los estrenos son varios (en 1711, por ejemplo, lo hacen tres zarzuelas: Antes difunta que ajena —música de Literes y libreto desconocido—, Las nuevas armas de amor —libreto de Cañizares— y Veneno es de amor la envidia —libreto de Zamora—). Quiere ello decir que, sin entrar a analizar el posible éxito o fracaso de estas representaciones, al público se le ofrece a lo largo de toda la época una variedad de títulos más que respetable. Eso sin contar las posibles comedias de música que debían parte de su atractivo precisamente al hecho de su nueva música. Y aun otra cosa distinta es la sugerida por M. N. Hamilton (1971: 33-34), el de las representaciones privadas: Amateur entertainments with music were given in palaces and convents, monasteries and colleges. Short zarzuelas caseras appeared in great numbers, written expressly for the purpose of presentation in salon or at private house, making small demands as to scenery or size cast.
En cuanto al segundo punto, todavía hay mucho que desbrozar sobre la realidad de las representaciones que tienen lugar en España y que se siguen llamando comedias. Ya María Asunción Flórez (2006: 266-268) señalaba que no había una verdadera distinción entre las zarzuelas y las fiestas cortesanas. Por ejemplo, madame d’Aulnoy (1876, I: 338) escribe en su carta del 29 de mayo de 1679: «Le Roi est allé au Buen-Retiro, où j’ai eu l’honneur de le voir pour la première fois à la comédie [...] On jouait devant lui l’opéra d’Alcine». ¿De qué ópera se trata? Según Varey y Shergold (1989: 179-180), no es otra que El palacio de Alcina, supuestamente comedia de Juan Bautista Diamante que se representó en el Buen Retiro 17 veces entre mayo y junio de 1679. Maura y Gamazo (1990: 233) nos ha proporcionado una descripción del marco en que tuvo lugar esa representación: «El miércoles 24 de mayo [...] Medina Sidonia, con Linares, Baños y don Diego de Silva, hermano de Pastrana, montaron en el coliseo del Real Sitio el estreno de una zarzuela de Diamante, titulada El imperio de Alcina, y la procesión del Corpus se celebró el 1 de junio, con más esplendor aún que en años anteriores». Según los documentos exhumados por Shergold y Varey (1982: 78), se trata de una comedia, y así la llama Manuel Vallejo al pedir una ayuda de costa, o sea que tenemos tres nombres para una realidad: comedia, zarzuela y ópera; sin embargo, uno puede preguntarse, ¿tan poco entendía madame d’Aulnoy como para confundir una comedia con una ópera? Es decir, si ella —una précieuse bien acostumbrada a los espectáculos cortesanos— no duda en considerarla ópera y en todos los papeles de la época aparece como comedia, es evidente que todavía falta mucho por aclarar sobre la realidad de esos espectáculos. Algo parecido sucede con la zarzuela de Bances Candamo, Cómo se curan los celos, representada el 22 de diciembre de 1692 y, probablemente, el 4 de noviembre de 1693, ya que el escribano de bajas la apunta como comedia (Arellano, 1991: 46; Gilabert, 2014). La pérdida del texto de Diamante y de la música de ambas piezas hace la labor más difícil, sin duda. Pero ¿no puede ser que estemos considerando mecánicamente como comedias lo que en realidad se representaban como zarzuelas, óperas o semióperas? A ese asunto le 137
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dedicó José Subirá (1971: 117-133) un trabajo de sumo interés, donde se aclara en mucho la oscilación terminológica con que se aludió a lo largo de casi un siglo y medio a las composiciones con una participación considerable de la música o totalmente cantadas. Sin embargo, los límites —sin necesidad de ser precisos— entre comedia con música y zarzuela siguen sin quedar claros. Probablemente, solo el estudio de las obras individuales permitiría una agrupación más o menos satisfactoria. O, yendo más allá, ¿no estaremos infravalorando la función y vitalidad de esas manifestaciones músico-teatrales que también en España transmiten esa «representación mágica o maravillosa del mundo»? La necesidad de replantearse el carácter de esas zarzuelas viene también apoyada por las consideraciones de Bottineau (1962: 287; cursiva mía): Au Colisée du Buen-Retiro sont données des «zarzuelas», qui sont parfois de vrais opéras. La musique ne nous en est pas toujours connue, mais semble bien avoir été l’uvre d’Espagnols. Espagnols également étaient les auteurs des livrets et les acteurs étaient ceux des compagnies madrilènes.
En efecto, junto a Antonio de Zamora y Eugenio Gerardo Lobo, un lugar muy destacado lo ocupa José de Cañizares, de quien, creo que, con absoluta razón, Martín Moreno (1985: 395) ha escrito: «Desde el punto de vista musical, el papel de José de Cañizares es comparable al del libretista Apostolo Zeno, casi estricto contemporáneo suyo, pues nace un año después que Cañizares y muere el mismo año. Cañizares requiere la música prácticamente en todas sus obras». Stein (1993: 329) ha suscitado un importante asunto institucional al afirmar que después de la muerte de Calderón «the royal patrons did not always commission new plays for important occasions», porque tal idea no parece ajustarse ni a la práctica anterior, ni a las circunstancias del país, ni a la realidad, pues olvida que Bances Candamo se convertiría, al parecer por decisión real de noviembre de 1687, en el responsable de los festejos cortesanos; o que «Pedrell afirma también que [Durón] era Director de Teatros, y aunque documentalmente no aparece el nombramiento, es bastante probable que desempeñase tal cargo durante el reinado de Carlos II» (Martín Moreno, 1985: 35). La idea de Stein es que el uso de la música anterior en reposiciones contribuyó a la estabilidad del estilo musical a lo largo de las décadas de 1680 y 1690, pero en los datos que ella misma aporta —y que se basan en las obras cuya música, total o parcial, se ha localizado— se comprueba que, además de tales reposiciones, al menos desde 1679 aparece con frecuencia música nueva de Serqueira, Gregorio de la Rosa, Navas y Durón (Stein, 1993: 348-351). Tras estudiar con detenimiento la música conservada de las zarzuelas españolas hasta 1690, Stein (1993: 288) concluye que «was a much simpler musical-theatrical genre than the semi-opera and that it made little room for imported musical genres. In a sense, the zarzuela was anti-operatic». Pero, fijémonos bien, porque Stein dice que «en cierto sentido» la zarzuela fue antioperística. Y la pregunta es ¿en qué sentido? Yo me atrevería a responder que solo en el sentido de evitar o impedir la expansión de la ópera tal y como se concibe en Italia o incluso en Francia; en el 138
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sentido de cerrar las puertas al desarrollo de un género que, en cierto sentido también, no era «necesario» en el ambiente palaciego ni en la sociedad, ya que las funciones que pudiera desempeñar se veían plenamente realizadas por la zarzuela y otras manifestaciones lírico-teatrales. La mayoría de las zarzuelas no aprovechan las formas italianas y no recurren al solo de una manera operística, llegando Stein a sostener además que la zarzuela era antioperística, y que por el entusiasmo con que fue cultivada —y recibida por su audiencia—, se convirtió en el tipo de espectáculo más visible en los escenarios palaciegos que las óperas o semióperas (Stein, 1993: 296-297). Sin embargo, M. N. Hamilton (1971: 23) había subrayado adecuadamente el carácter elitista de las zarzuelas, pues «the music of the zarzuelas was palat inate, courtly, to be played before aristocracy and royalty, the highest society in Spain. In no sense was the zarzuela popular, intended definitely for the common people». Por otra parte, Hamilton llevó a cabo una interesante comparación entre la zarzuela y la ópera bufa, concretamente la zarzuela de Literes Accis y Galatea. Su conclusión va en una dirección opuesta a la de Stein: «It seems incontestable that a form of light opera developed in Spain as well as in Italy, Germany, France, and England, and moreover achieved a definite form earlier than in other countries» (Hamilton, 1971: 30). Además, el hecho de que Zamora (ver Bermejo Gregorio, 2015) y Cañizares (Leal, 2006) fueran figuras esenciales en el proceso de transformación de la zarzuela, incluyendo el último en sus textos composiciones en metros propios para las arias da capo, indicaciones de recitativo o bailes como minués o contradanzas, permite a Stein (1990: 332) afirmar que «during the first 30 years of the 18.th century the zarzuela flourished with Spanish composers such as Antonio Literes and José de Nebra [...] By the end of the Baroque period the zarzuela was again the focus of a popular movement of musical nationalism», aunque el adjetivo popular debe separarse de su contenido sociológico, como bien señalaba Hamilton (1971: 26), para quien en el siglo xviii la zarzuela siguió con su forma original, «but with a decided advance in the quality, charm, and attractiveness of the music». La realidad es que la zarzuela llegaría a «extinguirse» a lo largo del xviii para renacer, con otras características, a mediados del xix. Pero la ópera también acabaría languideciendo por la misma época para volver a florecer en la segunda mitad del xix. Hamilton (1971: 35), sin aventurarse a opinar sobre el peso real del italianismo en las composiciones de esta época y tomando como punto de partida el hecho de que la ópera italiana solo se establece firmemente en Madrid —quiere decir en la corte— a partir de la llegada de Farinelli, sí se arriesga a creer que «there was more Spanish in them than Spaniards themselves are willing to admit», y refiriéndose a quienes escriben a favor del estilo tradicional español, pone como ejemplo a Durón y Literes. La paradoja es que estos, en su música para el teatro, demuestran claramente que ya no es el estilo «tan tradicional» como parece dejarse entender, aunque sí presenta señales propias del patrimonio musical español. Durón, como escribe Pablo L. Rodríguez (2010: 2), dispone «recitativos y arias, [incluye] partes instrumentales claramente idiomáticas [o utiliza] una elaborada musicalización de los textos, donde no se escatima en cromatismos, disonancias o modulaciones in139
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usuales», pero lo más importante es que llevó a cabo esa integración de signos y gestos italianizantes «sin contravenir las prácticas, estilos y géneros del Barroco hispano» (2). Luis Robledo ha escrito comentarios muy sugerentes sobre la situación de la música en la época de configuración de la modernidad. Partiendo de una afirmación semejante a la de Stein, y que era un lugar común de la historiografía, de que el advenimiento de los Borbones «llevó consigo la intención deliberada de modernizar y racionalizar las estructuras gastadas y, a veces, caóticas del régimen anterior» (1995: 4), pasa inmediatamente a matizar esa idea: Sin embargo, hubo continuidad, muy evidente en el caso de las artes, entre el reinado de Carlos II de Austria y el de Felipe V de Anjou, porque durante el último cuarto del siglo xvii se inicia un resurgimiento, tímido pero continuado, en la economía, en las ciencias y en la cultura, resurgimiento que implicaba para España un notable esfuerzo por encontrar el lugar que le correspondía en el concierto europeo (1995: 4).
En el campo concreto de la música, recuerda Robledo (1995: 4-5) que Juan José de Austria fue figura clave en este proceso, pues no solo era aficionado a la música y tocaba él mismo la viola de gamba, sino que «en los casi tres años que duró su mandato como primer ministro, de 1677 a 1679, imprimió un giro a la música de la Corte española trayendo de Italia violinistas y cantores». Recuerda Robledo (1995: 5), asimismo, que fue Juan José de Austria el encargado de preparar la boda de Carlos II con María Luisa de Orléans, que apareció en Madrid «acompañada de un nutrido contingente de músicos entre los que se contaban cuatro oboístas, lo que pudo facilitar el contacto de los músicos de la Corte con el repertorio musical francés». A diferencia de Juan José Carreras, quien un año antes había afirmado que con la muerte de Juan Hidalgo (1685), el célebre colaborador de Calderón de la Barca en las primeras óperas españolas, y la desaparición de Cristóbal Galán (1684), se cierra toda una época caracterizada por un conservadurismo evidente frente a los grandes cambios que experimenta la música europea a lo largo del siglo xvii (Robledo, 1994: 4),
Robledo (1995: 5) sostiene que la influencia italiana es, de hecho, perceptible en compositores activos durante estos años [1677-1679], como es el caso de Cristóbal Galán, muerto en 1684 siendo maestro de la Capilla Real, quien emplea un lenguaje diferenciado para los violines y ciertos procedimientos compositivos emparentados con la música italiana contemporánea.
Para Stein (1993: 301), sin embargo, en lo que respecta a las canciones para el teatro, «the musical style and procedure [of Galán] seem indistinguishable from what we find in Hidalgo’s songs, so that as a theatrical composer Galán did not develop a musical style with strongly defined personal traits». Pero no se trata de identificar estilos radicalmente diferenciados, sino de percibir los cambios que se 140
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incorporan al discurso musical dominante y que revelan una apertura evidente al diálogo renovador con otras corrientes. No obstante, como afirma el mismo Robledo (1995: 5), «la generación siguiente a Galán, es decir, la activa entre finales del siglo xvii y el primer tercio del xviii, fue la que llevó a cabo la renovación definitiva del estilo musical español asumiendo el lenguaje internacional del llamado barroco tardío». En ese contexto una personalidad destaca extraordinariamente; se trata del ya citado Sebastián Durón, nombrado organista de la Capilla Real en 1691 por Carlos II y hecho maestro de la misma capilla en 1701 por Felipe V (ver Capdepón Verdú y Pastor Comín, 2013). Durón se decantó por el bando austracista y se exilió en 1706, aunque conservando sus vínculos con España e incluso regresando en alguna ocasión con licencia del rey. Si bien la primera zarzuela conocida —o conservada— de Durón, Salir el Amor del mundo, estrenada en 1696, es «deudora del estilo de Hidalgo y de los compositores que lo siguieron, exceptuando el protagonismo de los violines y la creación de estructuras dramático-musicales más complejas que en sus predecesores» (Robledo, 1994: 6), en dos obras representadas en 1710 y 1711 respectivamente, El imposible mayor en amor le vence Amor y Veneno es de amor la envidia, «está plenamente afirmado un lenguaje musical moderno de claro corte italiano: estructuración en base al binomio recitativo-aria da capo, amplios melismas vocales, escritura violinística “idiomática”, series de séptimas a través del círculo de quintas» (Robledo, 1994: 6). Las innovaciones compositivas de origen italiano coexisten con los «procedimientos tradicionales de la música teatral hispánica, el más notable, la pervivencia de formas estróficas compuestas por estribillo y coplas, o el empleo de la “ligera y popular seguidilla”» (Robledo, 1994: 6). O, como ha afirmado Bottineau (1962: 214), en la música «c’est l’influence de Naples, qu’on retrouvait encore. L’école instrumental espagnole, de tradition glorieuse, continuait de s’illustrer grâce aux artistes de la “Real Capilla” sous la direction de Sebastián Durón». Stein (1990: 330) ha afirmado que los estilos italiano y francés contemporáneos fueron utilizados por primera vez por Durón, «whose theatrical scores (written c16961713) show three layers of style: songs in the established Spanish manner of Hidalgo; songs which show Italian traits in their treatment of the text; and full-blown da capo arias in the italianate pan-European style». La misma mezcla se encuentra en la antología de Martí y Coll (Sagasta, 1984) pero, asimismo, en la compilación de aires para guitarra que Sanz había publicado en 1674 y en la práctica teatral de Bances Candamo. Stein parece pasar por alto el hecho de que Durón fue protegido y apoyado por el mismo rey (el Habsburgo Carlos II) que había protegido a Hidalgo y a Calderón; que los letristas de Durón (pero también de Literes, Torres, Nebra e incluso Facco) son autores que la crítica tiende a situar bajo la etiqueta de «escuela calderoniana»; y que Felipe V no modificó en lo esencial el estado de la música de la corte, por no decir nada de la de los teatros públicos. Por otra parte, Stein habla de una nueva oleada de influencia extranjera durante la década de los noventa, pero no explica en modo alguno el origen y la gestación de esa nueva generación de composi141
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tores. Porque el hecho es que los dos más significativos (Durón y Literes) tienen una formación y experiencia esencialmente españolas, aunque el contacto con las corrientes italianistas no exigía salir del país. Hamilton (1971: 211) recoge la leyenda según la cual Durón a la edad de dieciséis años habría compuesto y visto representar en París una opereta, elogiada por Lully y Quinault. De ahí, la supuesta fama de Durón en Francia. Claro que «Antonio de Literes es mucho más italiano en su música que Sebastián Durón, entre otras razones porque era trece años más joven que el músico de Brihuega, permaneció en España con Felipe V, sufriendo los abusos de su compañía de músicos italianos» (Martín Moreno, 1984: 387). Y, desde luego, no se puede decir que ni en los ochenta ni en los noventa haya habido mayor intercambio musical entre España e Italia o Francia. Lo que no quiere decir que no lo hubiera, al contrario, lo hubo y fue sin duda intenso. Pero ello obliga a rastrear sin preconcepciones la formación real de lo que parece aflorar en esa última década, ya que un problema semejante lo plantea un músico como José de Torres, que empieza a alcanzar cierta notoriedad en los muy primeros años del siglo xviii, pero cuya formación es anterior y española. Por mi parte, no tengo el menor reparo a aceptar el papel de Bances, Zamora o Cañizares en el proceso de renovación musical, porque creo que en ellos se está produciendo ya un cambio también en la concepción y realización del teatro, aunque bajo las apariencias del discurso dramático barroco. Conforme aumenta el italianismo de los españoles y la convivencia —o competencia— con los músicos italianos, se irá produciendo una simbiosis que resalta en numerosas obras y autores. Por tanto, no es casual que compositores italianos escriban zarzuelas con libretistas españoles e incluso la música para los autos representados en el circuito comercial, o que músicos españoles compongan zarzuelas según el modelo italiano renovado en el xviii —comedias harmónicas, dramas harmónicos, óperas escénicas, etc. (Hamilton, 1971: 104)—. Como escribe Stein (1990: 332), «the zarzuela was transformed between 1690 and 1750 by its absorption of styles and conventions from opera seria». El que la ópera italiana, seria o bufa, a principios de ese siglo fuera un fracaso de público en su intento de alcanzar el circuito comercial —e incluso tuviera poca dimensión en la vida cortesana— es significativo de ese proceso. Volviendo al principio, ¿hasta qué punto la labor de Calderón, en colaboración con músicos italianos o españoles, no constituye —funda en España— esa «representación mágica o maravillosa del mundo»? Personalmente, me siento inclinado a considerar que es la mejor plasmación de dicha idea. Para ello, tal vez baste ver los bosquejos de decoración preparados por Baccio del Bianco (ver Amadei-Pulice, 1990) para Las fortunas de Andrómeda y Perseo, así como toda la labor desarrollada por algunos críticos para reconstruir la puesta en escena de las obras mencionadas. La misma Stein (1990: 329) sostiene que, por ejemplo, en las semióperas, especialmente en las mitológicas, «recitative distinguished the conversations of the gods from those of mere mortals, and lyrical song became the vehicle for divine messages to the mortals». Ahora bien, ¿no forma parte esa separación dioses-humanos de una concepción así? Pues el ámbito de la divinidad 142
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—o de los semidioses, o héroes— es el único en que los reyes pueden verse representados sobre el escenario. Por otra parte, como ya dijimos, no es la presencia de graciosos lo que pone en tela de juicio ese tipo de representación y, desde luego, tampoco es esa figura la que convierte la obra en bufa —baste pensar en el Don Giovanni, de Mozart—. Si comparamos muy superficialmente la representación del monarca en comedias, tragicomedias o tragedias del Siglo de Oro con la representación divinal en zarzuelas y óperas veremos que hay una distancia fundamental: precisamente la que separa un territorio que puede albergar —y de hecho alberga— la experimentación crítica sobre ciertas conductas regias del espacio suprahumano en que los dioses —reyes— están obviamente por encima del bien y del mal y en el que la música y el canto hacen desaparecer como por ensalmo la problematicidad de las relaciones rey-súbditos o entre clases sociales. El que esa construcción de la imagen real se haga con un tipo de música más estrictamente italianizante o con otro que presenta variantes hispánicas en su lectura del lenguaje italiano no invalida en absoluto esa realidad. Lo mismo puede afirmarse respecto a que todo el espectáculo dramático-lírico se lleve a cabo por medio de recitativos, arias, coros y bailes o incluya también momentos de diálogo representado. La conclusión que puede desprenderse va en el sentido de afirmar que nada hay, ante esos espectáculos, que diferencie esencialmente lo que en España representan las diferentes variantes de espectáculo dramático-lírico —con predominio de la zarzuela— escritas para los escenarios reales de lo que representa la ópera en otras cortes europeas. Según López-Calo (1988: 51), «ni siquiera el conocimiento de la ópera italiana parece haber tenido un influjo particular en nuestros músicos», pues no parece, dice, que pretendieran imitar la melodía italiana. Esta idea ha sido reafirmada contundentemente por Stein: «Calderón and his composers (principally Juan Hidalgo) did not set out to implant Italian opera» (1993: 132), rechazando así la afirmación contraria de Jack Sage; o, como sostiene más adelante la misma Stein (1993: 185), «the musical style for theatrical songs in the period from 1650 to 1675 did not become “Italianized”, although externally Italianate forms (recitative, laments) were adopted by Spaniards». Virginia Acuña (2016), por su parte, ha profundizado en el estudio de los lamentos, como forma italianizante, a lo largo de la época que aquí nos interesa en una tesis doctoral que pone al día los conocimientos del teatro lírico español en esta época. Sin embargo, López-Calo (1988: 186) afirmaba que «causa extrañeza la modernidad de los recitativos de Juan Hidalgo en Celos, que han superado totalmente el recitativo “seco” de los florentinos y aun el de los operistas italianos sus contemporáneos». ¿Cómo entonces formular una modernidad musical-operística que no pase por los paradigmas italianos? Porque, aunque ninguno de esos hechos vaya en contra de la dinámica barroca de la música española y, en particular, de la consolidación de un teatro lírico que es instrumento de exaltación de la monarquía en el momento histórico en que tal programa se imponía, incluso creando «a Spanish operatic style (in which the predominant texture is that of the strophic air, even for narrative and dialogue) more than a decade before 143
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Lully and Quinault developed the French one» (Stein, 1990: 329), también es difícil precisar los límites del italianismo operístico español. Stein (1993: 185-186) plantea otro problema de mayor calado que es la articulación de un estilo musical nacional, que para ella imponía la explotación de fórmulas populares que desafiaban los modelos italianos, abriendo así una situación imposible debido a la ausencia de referentes. Aunque ella misma, en un trabajo anterior (1990: 330), muestra estar atrapada por ese conflicto al afirmar que para la música de la época «the term “Baroque” may seem a misnomer», en tanto «it can [...] serve for the grandiose court productions which were “Baroque” in their effect, although their music was not especially “Baroque” in character». Porque, en efecto, ese es el gran problema. Todos los estudios sobre la música barroca parten de unos paradigmas específicos: los que proporciona Italia en general, Francia en algunos campos, Inglaterra en otros, e incluso algunos principados alemanes para todavía otros (Schott, 1990; Palisca, 1991; DelDonna, 2009). Pero por razones que remiten sin duda al cambio de hegemonía político-económica de la época y, en consecuencia, también cultural, un estilo musical español no parece haber ocupado un lugar señalado en la vida cultural europea de entonces —o su lugar ha sido sutilmente borrado— y, por lo tanto, tampoco en la reflexión posterior sobre ese fenómeno. En especial, cuando ese estilo no es, como algunos afirman, producto de un más que falso aislamiento de la cultura española del momento, sino, por el contrario, integración de la tradición nacional y de una lectura específica de las prácticas musicales de otras comunidades, especialmente de Italia y Francia. Ese compartir y reelaborar en un lenguaje propio se pone todavía más de relieve cuando se constatan evidentes préstamos o lecturas más próximas al modelo en compositores y músicos del último cuarto del siglo xvii. No hace mucho tiempo Andrea Bombi (2004: 108) retomaba algunas interpretaciones sobre el papel de la ópera y su inscripción en el discurso nacionalista, recordando que «la historiografía nacionalista se convenció de que el establecimiento de la ópera (italiana) en España fue el resultado de la imposición de una dinastía extranjera, en contra de la voluntad y los gustos de un público nacional fuertemente apegado a sus tradiciones teatrales». Por el contrario, como ya señalaron Juan José Carreras, José Máximo Leza y el propio Bombi, lo que se percibe en la sociedad española de los siglos xvii y xviii es el proceso progresivo de incorporación y asimilación de algunos signos italianos, pero también franceses, en la ópera española —y en otras formas específicas del teatro lírico— para acabar eligiendo la versión italiana como la mejor adecuada para articular «determinados contenidos, desde el encomio cortesano a [...] relatos asumidos generalmente como mitos fundacionales de una identidad alternamente cuestionada y reafirmada» (Bombi, 2004: 108). Así, los agentes culturales que actúan en el campo del teatro lírico interpretan las aportaciones italianas, que se recortan como las más innovadoras del momento, y las procesan y fusionan con el patrimonio nacional fundando una nueva forma, la zarzuela, que va a ser el instrumento favorecido para la representación mágica del mundo, a la vez que vía por la que sus artífices 144
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inscriben su propia percepción de la realidad y/o su intervención en el proceso de articulación de una sociedad en cambio. La ópera de matriz italiana, con las que algunos escritores y compositores flirtean limitadamente, incrementará su presencia al lado de las formas privilegiadas por las élites sociales y culturales de la Monarquía hispánica, hasta ocupar una posición hegemónica bien entrado el siglo xviii, en particular bajo Fernando VI. Bibliografía Acuña, María Virginia. «The Spanish Lamento: Discurses of Love, Power and Gender in the Musical Theatre (1696-1718)», tesis doctoral, University of Toronto, 2016. — «“¡Muera Cupido!”: una lectura sobre la filosofía del amor en Salir el amor al mundo (c. 1696)», en Pilar Ramos López, Javier Marín López, Germán Gan Quesada y Elena Torres Clemente (eds.), Musicología global, musicología local, Madrid, Sociedad Española de Musicología, 2013, pp. 2157-2169. — «Sobbing Cupids, Lamenting Lovers, and Weeping Nymphs in the Early Zarzuela: Calderón de la Barca’s El laurel de Apolo (1657) and Durón and Navas’s Apolo y Dafne (circa 1700)», Bulletin of the Comediantes, 69, 2 (2017), pp. 69-95. Amadei-Pulice, María A. Calderón y el Barroco: exaltación y engaño de los sentidos, AmsterdamPhiladelphia, John Benjamins, 1990. Arellano, Ignacio. «Introducción», en Francisco Bances Candamo, Cómo se curan los celos y Orlando furioso, Ottawa, Dovehouse, 1991, pp. 9-98. Becker, Danièle. «El teatro lírico en tiempo de Carlos II», Javier Huerta Calvo y Harm den Boer (eds.), El teatro español a fines del siglo xvii: historia, cultura y teatro en la España de Carlos II, Diálogos Hispánicos de Ámsterdam, 8, 2 (1989), pp. 409-434. Bermejo Gregorio, Jordi. «La dramaturgia poético-musical de Antonio de Zamora. Estudio de las fiestas reales barrocas en un autor de finales del siglo xvii y principios del xviii», tesis doctoral, Universidad de Barcelona, 2015 Blume, Friedrich. Renaissance and Baroque Music: A Comprehensive Survey, trad. de M. D. Herter Norton (trad.), New York, W. W. Norton, 1967. Bombi, Andrea. «El mayor triunfo de la mayor guerra y otras óperas españolas de principios del siglo xviii», en Miguel Ángel Marín López y Juan José Carreras López (coords.), Concierto barroco: estudios sobre música, dramaturgia e historia cultural, Logroño, Universidad de La Rioja, 2004, pp. 77-110. Bottineau, Yves. L’Art de Cour dans l’Espagne de Philippe V (1700-1746), Bordeaux, Féret et fils éditeurs, 1962 (Bibliothèque de l’École des Hautes Études hispaniques). Caldara, Antonio. Antonio Caldara. Essays on his Life and Times, ed. de Brian W. Pritchard, Aldershot, Scolar Press, 1987. Calderón de la Barca, Pedro. Celos aun del aire matan, ed. de Matthew D. Stroud, San Antonio, Trinity University Press, 1981. — La púrpura de la rosa, ed. de Ángeles Cardona, Don Cruickshank y Martin Cunningham, Kassel, Reichenberger, 1990. Capdepón Verdú, Paulino y Juan José Pastor Comín (eds.). Sebastián Durón (1660-1716) y la música de su época, Vigo, Academia del Hispanismo, 2013. Carreras, Juan José. «El villancico en el Barroco español», librito explicativo del CD, en Eduardo López Banzo (dir.), Al ayre español: Barroco Español, vol. 1, «Más no puede ser», villancicos, cantatas et. al., Amsterdam, Deutsche Harmonia Mundi-BMG, 1994.
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De lindos, ranas, pisaverdes, putos, figurones y mariones en el teatro clásico español Francisco Sáez Raposo Universidad Complutense de Madrid
«¿No sabéis acaso que los injustos no heredarán el Reino de Dios? ¡No os engañéis! Ni los impuros, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los homosexuales, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los ultrajadores, ni los rapaces heredarán el Reino de Dios. Y tales fuisteis algunos de vosotros» (San Pablo, Primera Epístola a los Corintios, 6, 9-11). De este modo tan contundente se dirigía Pablo de Tarso a los Corintios en su Primera Epístola para advertirles de que aquellos que rigieran su comportamiento de un modo injusto estarían destinados a correr la misma suerte que otros pecadores a la hora de conseguir la salvación eterna. Entre este selecto grupo de discriminados incluye tanto a afeminados como a homosexuales. En el presente trabajo, me acercaré, en un primer momento, a la cuestión de la homosexualidad en la España del Barroco para entender su problemática antes de pasar a abordar el asunto desde una perspectiva puramente teatral, asumiendo que el tratamiento que se hace sobre las tablas tiene que responder, de alguna manera, a la realidad sociocultural donde se producen los textos dramáticos. El tema es tan amplio como complejo, por lo que se hace necesario acotarlo para poder abordarlo de forma práctica en las siguientes páginas. Por consiguiente, voy a estructurarlo en cuatro apartados: en primer lugar, haré una breve introducción en la que, de modo panorámico, intentaré ahondar en la mentalidad de la sociedad española del siglo xvii y exponer las consecuencias que acarreaba el hecho de ser considerado sodomita; en segundo lugar, presentaré una breve digresión quevediana en la que se llamará la atención sobre las claras diferencias entre el modo de abordar el homoerotismo masculino en el teatro y en otros géneros literarios auriseculares; a continuación veremos algunos ejemplos significativos de la presencia de personajes afeminados en la comedia barroca; y, por último, me detendré en la figura del actor Cosme Pérez, más conocido por su nombre artístico, Juan Rana, con el fin de revisar el desarrollo del motivo en el género teatral breve.
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Un poco de contexto histórico Ser o parecer sodomita en la España del Barroco (bastión de la Contrarreforma y faro del catolicismo) no era nada recomendable. Incluso tiempo antes, un monarca como Fernando el Católico, enfrascado como estuvo, la mayor parte de su vida, en importantes tareas de reconquista, firmó de su puño y letra una real cédula, conservada hoy en el Archivo General de Simancas, «para que se haga información sobre el Pecado nefando que trató de cometer un clérigo llamado Cristóbal González con un sacristán». Se preguntaba en su día, con cierto sarcasmo, Francisco Tomás y Valiente (1991: 45), si no tenía cosas mucho más importantes de las que ocuparse el rey en lugar de intentar esclarecer ese flirteo levítico. Obviamente sí, aunque este no le pareció un asunto que podía descuidar. El castigo al que tenía que enfrentarse el condenado por dicho delito era la muerte en la hoguera. En la jurisdicción castellana hay tradición de aplicar esta pena para sancionar el pecado contra natura desde época medieval. Referí antes el peligro de parecer sodomita porque en una sociedad en la que los mecanismos coercitivos propiciaban un sistema de control basado en la delación (con el componente de arbitrariedad que ello conlleva), no se precisaban de muchas pruebas fundadas ni del testimonio fiable de demasiados testigos para que alguien fuera juzgado y sentenciado. Al menos desde las Partidas alfonsíes se dejaba la puerta abierta a que cualquier persona pudiera llevar a cabo acusaciones sin excesivo sustento, e incluso se permitía hacerlas a aquellos a los que se había incapacitado, por la razón que fuera, para presentar demandas por delitos de otra naturaleza. Un texto clave en este tipo de jurisprudencia fue la pragmática que dieron los Reyes Católicos el 22 de julio de 1497 en Medina del Campo. En ella no solo se ratifica que la pena que deben sufrir los condenados por sodomía era la muerte en la pira, sino que, además, se les confiscarían todos sus bienes, «así muebles como raíces», que pasarían a engrosar las arcas del Estado. Asimismo, se especifica que, como pruebas acusatorias, tendrán validez aquellas que no sean lo suficientemente contundentes como para probar el delito de manera fehaciente. Incluso las que no tendrían validez en juicios de otra naturaleza. De hecho, en una pragmática mucho más cercana al periodo que nos ocupa, la que emitió Felipe II en 1592, directamente se anima a acusar, hasta el punto de que un solo testigo valdría para emprender proceso.1 Asombrosamente, como nos recuerda Tomás y Valiente (1991: 4445), tanto el texto de las Partidas como los de las pragmáticas de 1497 y 1592 estuvieron vigentes hasta comienzos del siglo xix, es decir, hasta la aparición de los primeros códigos penales modernos. Si nos fijamos en los tratados morales de la época, los pecados vinculados con el sexo podrían categorizarse en varios grupos que, de menor a mayor importancia, serían la fornicación, el estupro, el adulterio (que afectaba principalmente al marido, es decir, que la culpable de cometerlo era la mujer), el incesto, el sacrilegio 1 Para una visión mucho más detenida de la evolución legal del delito de sodomía remito a Tomás y Valiente (1991) y Chamocho Cantudo (2012).
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(siendo más grave el que cometen las monjas que el de los clérigos) y, por último, el pecado contra natura, que ocupa la cúspide de todos, porque mientras que los otros se consideraban pecados cometidos contra el hombre (entendiendo el término con valor genérico), este atentaba directamente contra Dios ya que, como señalaba Tomás y Valiente, «toda la economía de la creación está en juego en el acto sodomítico» (1991: 37). Dos apreciaciones, por consiguiente, se hacen necesarias. La primera, que el pecado contra natura no se circunscribe únicamente al acto de la sodomía, a pesar de que esta acción ha sido considerada tradicionalmente como el pecado por antonomasia, sino que incluye toda aquella práctica sexual que no conduzca a la procreación y que, por consiguiente, tenga como fin último, y no como medio, o mero aliciente el placer físico. Es por ello que, en este grupo de prácticas, habría que incluir también el bestialismo y las molicies que, en términos de prácticas sexuales concretas, podríamos entender como masturbación, tocamientos e incluso posturas sexuales consideradas como no naturales o indecorosas (Tomás y Valiente, 1991: 38). La segunda puntualización es que el pecado contra natura está vinculado con el hombre, en este caso, en su sentido específico, esto es, con el varón y no con la mujer. Y es así porque Dios, como Creador, ha querido compartir con él la trascendental tarea de generar vida, en este continuum que es la existencia humana, dotándole de la semilla necesaria para ello. Y es que, no lo olvidemos, para aquella mentalidad, la mujer no era más que una suerte de recipiente pasivo de la simiente procreadora. Recapitulando, un pecado contra natura es una acción que atenta directamente contra Dios, pues desafía el orden cósmico por él establecido. Ahora, ya desde un punto de vista más contextualizado, podemos entender el interés personal del Rey Católico por esclarecer la inclinación libidinosa que aquel clérigo tenía por el sacristán, ya que lo que estaba en juego no era simplemente un delito sin más, sino un atentado contra la ley divina, única a la que se debían someter los monarcas. Todavía incluso podríamos hilar más fino en la argumentación teológica. El pecado de la carne, en general, agrede directamente a nuestro propio cuerpo, templo físico que nos ha sido dado por Dios para albergar nuestro espíritu, esto es, como receptáculo del único nexo que nos une directamente con la Divinidad. Volvamos a la primera Epístola de san Pablo a los Corintios. Allí leemos: ¡Huid de la fornicación! Todo pecado que comete el hombre queda fuera de su cuerpo; mas el que fornica, peca contra su propio cuerpo. ¿O no sabéis que vuestro cuerpo es santuario del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios y que no os pertenecéis? ¡Habéis sido bien comprados! Glorificad, por tanto, a Dios en vuestro cuerpo (San Pablo, Primera Epístola a los Corintios, 6, 18-20).
Estamos, pues, ante un asunto de la máxima gravedad para la mentalidad de aquellas gentes, que, por su propia naturaleza, pudiera tener también consecuencias nefastas para la colectividad social en la que se cometa. De ahí que cada vez se vayan facilitando y alentando las acusaciones por medio de pruebas inconsistentes, pues el 151
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bien colectivo debía primar sobre el individual. Por ello, también era igualmente condenable aquel que, a sabiendas, consentía estas prácticas, ya que se convertía en cómplice de un delito que afecta a toda la comunidad y que podría manifestarse en la forma de algún mal, alguna plaga o peste. Las conclusiones a las que llegaban ciertos moralistas, a través de sesudos razonamientos elaborados por medio del principio de causa y efecto, eran rotundas. El franciscano Luis Castellolí partía de las premisas de que en Valencia, en su tiempo, había hambrunas y había sodomitas, por lo que lo primero tenía que ser necesariamente una consecuencia de lo segundo. Para él, la única solución posible era cortar el problema de raíz, esto es, eliminando el vector causal. En las tres grandes ciudades del reino de Aragón (Valencia, Zaragoza y Barcelona), entre 1540 y 1700 se procesó a 1624 personas acusadas de sodomía y solo en la primera de ellas, entre 1566 y 1630, fueron quemadas vivas 37 por este delito (Tomás y Valiente, 1991: 53-54). Un crimen atrocisimus exigía de una respuesta proporcional a su trascendencia, de ahí que atentar contra Dios, desde un punto de vista moral y teológico, justificara la purificadora muerte en la hoguera. No son pocas las noticias que los gacetilleros del Barroco nos dan de juicios y sentencias contra supuestos homosexuales. Traeré solo un par de ejemplos significativos extraídos de los Avisos de Jerónimo de Barrionuevo. Entre los sucesos que recoge el día 20 de noviembre de 1655 dice: El miércoles en la noche cogieron cuatro putos acostados de dos en dos en un jardín, al Barquillo [es decir, en la calle Barquillo], de un joyero de la calle Mayor de más de 60.000 ducados, que es el faraute de ellos, hombre muy galán. Éste estaba con un ginovés y un golillero con un escribano. Vilos ayer encerrar para darlos tormento para averiguar más cómplices (Barrionuevo, 1996: 252).
O el 18 de diciembre de 1655, por ejemplo, nos cuenta que Lunes queman a los del pecado nefando que, aunque llueve tanto, no dejará el fuego de hacer su oficio. Dios les dé buena muerte (Barrionuevo, 1996: 252).
Por todo lo hasta aquí expuesto, es perfectamente comprensible que un homófobo militante como fue Francisco de Quevedo se encontrara, en el recorrido alegórico que realiza por el Infierno en su Sueño homónimo, dispersos y mimetizados a los sodomitas, debido a su intrínseca naturaleza maligna, por todo aquel aterrador lugar y no, como sucede con otros colectivos, agrupados en lugares concretos: Pregunté a un mulato que a puros cuernos tenía hecha espetera la frente, que dónde estaban los sodomitas, las viejas y los cornudos. Dijo: En todo el infierno están, que ésa es gente que en vida son diablos, pues es su oficio traer corona de güeso. De los sodomitas y viejas, no sólo no sabemos dellos, pero ni querríamos saber que supiesen de nosotros, que en ellos peligran nuestras asentaderas, y los diablos por eso traemos colas, porque como aquellos están acá, habemos menester mosqueador de los rabos […] (Quevedo, 1996: 207).
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Excurso quevediano Antes de pasar a comentar aspectos específicos de la presencia de la homosexualidad en la comedia española aurisecular, llama poderosamente la atención el tratamiento diferente que se concede al asunto en otros géneros literarios de la misma época. El ejemplo más evidente lo encontramos en la poesía erótica, donde se aborda de una manera directa, descarnada y abiertamente afrentosa. En un momento en el que en los circuitos poéticos oficiales triunfa un planteamiento neoplatónico del amor, existen también corrientes alternativas en las que, en la forma de sátira, se percibe una fijación antisodomítica. En opinión de Adrienne L. Martín, hay una «obsesión anal», una manía que, en realidad, encubre un miedo atávico figurativizado, desde el punto de vista masculino, en la posibilidad de ser penetrado y que alegoriza el terror a la eterna condena del alma. Todo este discurso simbólico se concretiza en una parte muy específica de la anatomía humana, el ano, que, en palabras de Martín (2008: 107), se convierte en «imán o locus amoenus para el deseo homosexual». El discurso homófobo se articula en la forma de una ecuación en la que con los factores «sodomita» y «ano» se resuelve una incógnita cuyo resultado es «desgracia». Se genera una creencia que vincula, mediante una relación de correspondencia directamente proporcional, el afeminamiento de la juventud española con la decadencia del imperio. Me sirve la obra de Francisco de Quevedo como nexo de unión entre estos dos apartados de mi trabajo. En la que es posiblemente la obra maestra de la escatología aurisecular, Gracias y desgracias del ojo del culo, el autor madrileño compara esta parte del cuerpo humano con otras que, a lo largo de la historia, han tenido mucho más recorrido poético: [T]an desgraciado es el culo que siendo así que todos los miembros del cuerpo se han holgado y huelgan muchas veces, los ojos de la cara gozando de lo hermoso, las narices de los buenos olores, la boca de lo bien sazonado y besando lo que ama, la lengua retozando entre los dientes, deleitándose con el reír, conversar y con ser pródiga, y una vez que quiso holgar el pobre culo le quemaron (cito por Martín, 2008: 109).
Sirva como ejemplo de la actitud con la que Quevedo aborda el asunto en sus poesías la silva titulada Epitafio a un italiano llamado Julio:2 Yace en aqueste llano Julio el italïano, que a marzo parecía en el volver de rabo cada día. Tú, que caminas la campaña rasa, cósete el culo, viandante, y pasa. Muriose el triste mozo malogrado de enfermedad de mula de alquileres, El vínculo entre los italianos y la sodomía en la literatura de la época puede tener un origen político, ya que había un interés por demonizar a los de dicha procedencia cuando aún se seguía dirimiendo el control español sobre la península itálica. 2
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Francisco Sáez Raposo que es decir que murió de cabalgado. Con palma le enterraron las mujeres; y si el caso se advierte, como es hembra la Muerte, celosa y ofendida, siempre a los putos deja corta vida. Luego que le enterraron, del cuerpo corrompido gusanos se criaron a él tan parecidos, que en diversos montones eran, unos con otros, bujarrones (cito por Crosby, 2005: 548-549).
Pero el Quevedo descarnado de estos poemas se convierte en un dramaturgo jocoso y frívolo cuando aborda el tema en sus entremeses. Estamos ante dos autores diferentes o, mejor dicho, ante un autor que sabe adaptarse perfectamente a dos contextos genéricos diferentes. Compone el Entremés famoso del marión, que consta de dos partes, cuyo argumento se construye a partir de una típica inversión carnavalesca de la realidad. Mientras que en sus poemas se sirve de la sátira, en estos dos entremeses recurre a la parodia. En la primera parte, nos encontramos al protagonista, don Costanzo, al que requiebran de amores tres damas, doña María, doña Bernarda y doña Teresa, desde la calle donde está ubicada su casa. Él mostrará su temor a ser descubierto por su padre, que a esas horas duerme, ya que vigila con celo la honra de su hijo. Tenemos, por tanto, todos los elementos de un típico enredo amoroso de comedia, pero al revés: las damas disputándose con beligerancia el favor amoroso de un caballero que, custodiado por su padre, se muestra receloso y desconfiado ante la posibilidad de entregar su amor y su dignidad a una de sus cortejadoras. El dejarse seducir inopinadamente podría acarrearle desilusiones sentimentales, y otras consecuencias de índole mucho más práctica:
D.ª Bernarda
Aquí traigo, mi bien, un presentillo.
D. Costanzo
No, no; no tengo yo de recebillo.
D.ª Bernarda
¿Por qué lo escusas?
D. Costanzo
D.ª Bernarda ¿Por qué no tomarás lienzos, guantes y randados cuellos?
D. Costanzo Porque no es bien que tomen los doncellos; que suelen sucederles mil desgracias, que uno conozco yo que apenas vía, no digo yo del sol, pero la luz del día, y porque recibió un cierto presente
No quiero obligarme.
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De lindos, ranas, pisaverdes, putos, figurones y mariones en el teatro clásico español e una mujer, en pretendelle loca, d está con la barriga hasta la boca. ¡Desdichado de mí! (Quevedo, 2011: 486-487, vv. 30-42).3
Un poco más adelante, dos de sus galanteadoras ensalzarán, como motivo de su enamoramiento, la belleza natural del protagonista, carente de todo aderezo postizo, lo que le distingue de otros doncellos artificiales. Resulta especialmente graciosa la réplica, pretendidamente ingenua, de don Constanzo:
D.ª María A mí me obliga tu tez y tu hermosura, cosa rara.
D. Costanzo Pues no me pongo yo nada en la cara.
D.ª Teresa A mí me obliga más tu talle, que no destos mozuelos que hay agora, que son ocupación de madres viejas, rizándose el copete y las guedejas, un color en los labios tan agudo que dándole una vez un beso a uno le quedó el carrillo, ¡mal pecado!, sin papel de color arrebolado (Quevedo, 2011: 491, vv. 104-114).
En la segunda parte de la pieza comprobamos que el padre de don Costanzo ha concedido la mano de su hijo a doña María, con quien vive sometido e incluso maltratado. Ella, que ha llegado a casa enfurecida tras haber perdido su dinero jugando a las cartas con las amigas, paga su frustración con su marido, que llora su mala suerte, amenaza con irse a vivir a un convento y declara su temor por recibir tantos empujones y cogotazos, ya que, según nos dice, «estaba con sospechas de preñado» (Quevedo, 2011: 496, v. 39). La pieza concluye con el típico baile final. Podríamos decir, por tanto, que mientras que los poemas satírico-burlescos de índole homoerótica de Quevedo están protagonizados por putos y sodomitas, sus piezas breves lo están por mariones, doncellos o maricotes. Como señala Martín (2008: 115), «el puto sodomita odiado y temido se ha transformado en marión risible y curiosamente asexuado». No estoy de acuerdo, sin embargo, con la condición de «asexuados» de estos personajes. Lo estarán de modo análogo a la latencia que, en este sentido, presentan las damas de algunas comedias, aunque con una sexualidad menos velada y atenuada por el decoro, pero no ausente. De hecho, ese «cierto presente» que comentaba don Costanzo que había «recibido» un amigo suyo y que a él le inquietaba «tomar» (nótese la connotación erótica del verbo) no es otra cosa que el miembro viril que ha generado el embarazo al que hace re ferencia. El énfasis es mío. Así sucederá siempre que aparezca la cursiva en citas textuales.
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Mientras que los circuitos más restringidos de la poesía manuscrita permitían un exceso y descaro verbales, en los abarrotados corrales de comedias, vigilados celosamente por los censores y moralistas, se recurría a la anfibología y a una polisemia encubierta tras la gestualidad y la cinésica de los actores. La homosexualidad en la comedia La comedia será el territorio de los figurones y de los lindos. Dice Covarrubias en su Tesoro de la lengua castellana que «decir el varón “lindo” absolutamente es llamarle afeminado […]», a lo que añade el Diccionario de autoridades que el término, además, se emplea como sustantivo para hablar de un hombre «presumido de hermoso, y que cuida demasiado de su compostura y aseo». La evocación de la sodomía desaparece de la comedia, donde lo que se aprecia, en estos personajes, es una ambigüedad e indefinición sexual. Para ilustrar el repaso que estoy llevando a cabo he decidido realizar varias calas en dos obras que me parecen significativas por varios motivos: porque se trata de creaciones de dos dramaturgos muy diferentes, porque una es muy poco conocida y la otra mucho, pertenecen a épocas distintas y presentan al personaje en estadios también diferentes. Estas son De cosario a cosario (1617-1619), de Lope de Vega, y El lindo don Diego (h. 1662), de Agustín Moreto. Para un lector no demasiado atento, De cosario a cosario pasa como una más del buen número de comedias urbanas que el Fénix escribió durante las dos primeras décadas del siglo xvii, especialmente a partir de 1606, cuando la capitalidad de la Monarquía Hispánica vuelve a trasladarse, ya de manera definitiva, a Madrid. Estamos ante un argumento prototípico de las llamadas comedias de capa y espada en el que, como acción principal, encontramos a un galán, don Juan, indiano recién regresado a la villa y corte que, animado por su amigo don Fernando, aguzará todos sus sentidos para evitar caer en la trampa que le pudiera tender alguna dama tomajona. Frente a él está Celia, dama desdeñosa que no encuentra a un caballero que cumpla con sus exigencias amorosas. Entre estos dos desconfiados personajes se urde un argumento de aprecios y desdenes en el que poco a poco se irá revelando el amor que, a su pesar, irá creciendo entre ambos. De manera accesoria aparecerá también la historia de la otra pareja, don Fernando y Lisarda, y de los respectivos criados y personajes secundarios. Y de trasfondo Madrid, con sus calles, plazas, gentes, estampas típicas y cotidianeidad de una gran capital que ofrece al visitante incauto innumerables asechanzas. La crítica, por tanto, cuando se ha ocupado de la obra, se ha fijado en esa cuestión urbana, en su enredo y, desde un punto de vista sociocultural, en la figura del indiano enriquecido que vuelve a Madrid y se enfrenta a una realidad social que ahora le resulta extraña. Y no ha sido hasta hace poco cuando Antonio Sánchez Jiménez (2015) se ha atrevido a analizar el texto desde la perspectiva de la sátira a la crisis de la masculinidad que subyace en él. Como he comentado antes, la imparable decadencia de la Monarquía Hispánica se 156
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achacaba a un afeminamiento generalizado de la juventud española, a una generación de timoratos y melindrosos que, por moda, se habían amariconado y que, por ello, no estaban en condiciones de defender y luchar convenientemente por los principios esenciales (universales masculinos) que habían sustentado al imperio. En palabras de José Antonio Maravall (1975: 95), la sociedad española estaba invadida por una legión de «mariquillas», «inútiles» y «afeminados» que conducía al país al abismo. Los lindos aparecen en la obra de Lope únicamente de forma referida. En un momento dado, Celia explica a su criada Inés cuál es el motivo que la mueve a comportarse desdeñosamente con todos sus pretendientes. No se trata de una decisión voluntaria, sino forzada por el creciente afeminamiento de los mismos: Celia ¡Qué cansados gentilhombres! Inés Son éstos del escuadrón de los lindos. […] Celia Si hallara en quien ocupar el alma, el gusto, la vista, quisiera, como mujer; pero unos hombres se usan que de querer nos excusan, ni ellos se pueden querer; porque inventan tales cosas, que nos hurtan cada día esto que darnos solía para parecer hermosas. Yo me entiendo en no rendirme hasta hallar, cuando se ofrezca, un hombre que merezca por hombre, y por hombre firme (Vega Carpio, 1992: 124-125).
Lo curioso es que esta crisis de la masculinidad que afecta a los jóvenes y que disgusta a las damas crea, a su vez, una gran inseguridad en aquellos otros que, bien por edad, bien por resolución, no comparten sus planteamientos. Es lo que le sucede, por ejemplo, al otro galán, don Fernando, angustiado de forma continua con respecto a su relación con Lisarda y celoso ante estos pretendientes con los que piensa que no podrá competir en igualdad de condiciones. Su crisis de masculinidad evidencia un nulo conocimiento de la psicología femenina, ya que, en realidad, los lindos no atraían a las mujeres: Cuando yo salgo reñido, con celos o con sospechas, o voy a Atocha, o al Prado, a Palacio, a la Comedia, veo tanto mozo ilustre,
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Francisco Sáez Raposo tanto copete y guedejas, tanto calzón, tanta liga, tanto cambray, tanta seda, vuelvo más celos que truje, y digo: «¿Quién hay que vea tanto lindo, que no escoja y olvide por cosas nuevas? Y cuando estime su fe, su salud y su vergüenza, en primero movimiento, ¿qué pensamiento no peca?» (Vega Carpio, 1992: 119-120).
El fragmento describe la moda que seguían estos jóvenes, tanto en las prendas que vestían (calzón, liga, cambray, seda, etc.), como en su arreglo personal (el copete y las guedejas). En un artículo que preparó sobre la moda al uso en tiempo del conde duque de Olivares, Rafael González Cañal definía algunos de los adornos con los que se engalanaban los lindos: En cuanto a la moda masculina, el reinado de Felipe IV destaca, principalmente, por el uso de las guedejas, copetes, tufos, rizos y tupés, junto con un bigote y una perilla cada vez más pequeños. Se llamaba guedejas a los largos cabellos que caían de la cabeza hacia las sienes, mientras que el copete venía a ser, al igual que el tupé, un mechón de pelo que se levantaba encima de la frente; los tufos consistían en una especie de rizos que cubrían las orejas. Todos estos tocados masculinos eran muy utilizados por los llamados «lindos» (González Cañal, 1991: 86).
Resulta contradictoria la percepción social de estos peinados. Valgan solo un par de ejemplos para dar muestra de la complejidad del asunto. Por un lado, Quevedo, que, como sabemos, no era sospechoso precisamente de lindeza, sí era famoso por sus guedejas; por otro, héroes patrios, como el Cid, nada asociado con un posible amaneramiento, eran representados tradicionalmente con este tipo de cabello largo. Sea como fuere, el 13 de abril de 1639 se aprobó una premática contra el lujo que prohibía en los hombres los copetes y guedejas, «con crespo u otro rizo en el cabello» que pasase de la oreja con el objetivo de evitar «los daños que desto resultan». Hasta ese punto se creía que el excesivo cuidado en la apariencia masculina afectaba al destino político y militar del país. Ese mismo año, el humanista Bartolomé Jiménez Patón publicó su Discurso de los tufos, copetes y calvas en el que, precisamente, arremetía contra estos perniciosos tocados tan de moda entre sus contemporáneos. Paradójicamente, estos jóvenes atildados se esforzaban por aparentar hombría portando armas que desentonaban con el resto de sus prendas, propias de mujeres, y sus contoneos femeniles: Celia ¡Qué risa me solicita, aunque mirarlos me enfada: la sayita arremangada
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De lindos, ranas, pisaverdes, putos, figurones y mariones en el teatro clásico español y colgando la daguita! ¿Has visto tal devaneo ni una invención tan liviana? (Vega Carpio, 1992: 193).
Bastante más hay que agudizar el ojo crítico para percibir rasgos de lindo en el figurón que parece ser don Juan. Algunos discutibles, como la constante referencia a su cuidada y hermosa presencia física (a su «lindo talle»), como señala Sánchez Jiménez y, sobre todo, a ciertos comportamientos asociados con la condición femenina. El más destacado, en mi opinión, se produce durante la jornada segunda cuando tanto él como Celia fingen haberse sometido a una sangría terapéutica con el fin de aliviar el mal de celos que sufren. Debido a la supuesta pérdida de sangre, la dama finge un desmayo y, sorprendentemente, el galán repite esta poco varonil acción unos pocos versos después invirtiéndose los papeles entre uno y otra:
Juan ¿Qué tienes?
(Desmáyase Celia.) Celia
Falta de sangre.
Juan ¡Agua, Inés! ¡Serafín mío! ¡Ah, mi bien, volved en vos! […] Inés Aquí está el agua. […] Mendo Mójale el rostro tantico. Juan Volvió en sí. Celia
¡Jesús! ¿Qué tengo? […]
Juan O sea el haber tenido pena de verte, señora, o la sangre que he perdido, que yo también me desmayo. (Desmáyase.) Mendo ¡Agua, Inés! Celia ¡Ah, señor mío! Mójale el rostro […] ¿Hay rosa, con el rocío del alba, como don Juan con el agua? (Vega Carpio, 1992: 178-179).
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Pero, sin duda, el pisaverde por antonomasia de nuestro teatro clásico, el personaje donde más perfectamente se fusionan la naturaleza del figurón y la del lindo es el protagonista de El lindo don Diego, de Agustín Moreto. Se trata de la mejor obra de este subgénero, una pieza que, por mérito propio, pertenece al selecto grupo del canon teatral aurisecular español. Su éxito radica en su actualidad. Hoy sigue causando el mismo efecto cómico porque el público del siglo xxi siente a don Diego como un personaje moderno, actual, vigente y presente aún en nuestra sociedad. Esa es la clave de su pervivencia, su vitalidad y atemporalidad. Una vez más, su argumento se construye a partir de una historia de amor encuadrable en los parámetros habituales de las comedias de capa y espada. Todo ello circunscrito, impregnado y, en muchas ocasiones, inundado por la personalidad de don Diego. Entre las particularidades destacables de la obra, y nunca señaladas, está la de la maldad subyacente al protagonista. Bajo su cómica, estrambótica e inofensiva apariencia se esconde un personaje movido exclusivamente por un enfermizo egoísmo en el que exhibe una carencia total de escrúpulos ante el padecimiento de doña Inés y don Juan, la pareja protagonista, que ven cómo sus sentimientos amorosos deberán ser sofocados debido al matrimonio de conveniencia que don Tello, padre de ella y tío del lindo, ha concertado entre ambos. Estrictamente hablando, es la bajeza moral el rasgo caracterizador de un tipo que, paradójicamente, provoca con sus acciones nuestra carcajada. Sin embargo, detrás de este personaje, cuya presencia (tanto física como referida) anega toda la acción dramática, Moreto construye una segunda trama que pasa desapercibida (al menos, en todo su alcance): la del amor frustrado ante los designios de un padre que, buscando el bien de su hija, la aboca a un infausto matrimonio. El dramaturgo juega con este contraste conformado por el regocijo que don Diego provoca en el espectador y el simultáneo estupor en su prometida. Paradigmática en este sentido es la presentación de él que hace el gracioso Mosquito al público y al resto de personajes al inicio. Su entrada se hará esperar e irá precedida por una hilarante descripción que no hace sino aumentar las expectativas de todos, en la que se combinarán, fruto de un mismo germen, las ansias por ver aparecer al lindo sobre las tablas y la compasión hacia el infausto desenlace de la relación de los dos enamorados (Moreto, 2013: 359-364; vv. 313-386). Muy poco después don Diego nos confirma en primera persona lo que Mosquito nos había adelantado, ya que le encontramos en su boudoir en compañía de su primo don Mendo que muestra su extrañeza ante el excesivo tiempo, innecesario piensa él, que dedica a su aliño personal (Moreto, 2013: 370-371, 372373; vv. 475-508, 531-540). Pero sus veleidades se convertirán en su talón de Aquiles gracias al ingenio del gracioso, Mosquito, que, haciendo pasar a la criada Beatriz por una condesa enamorada de don Diego, evidenciará su codicia y restaurará el orden trastocado por su llegada. Si bien es cierto que no se pueden buscar en la obra profundidades psicológicas en las que enraizar el mal latente en ella, también lo es la presencia de un didactismo moralizante en su sustrato. Como espectadores, disponemos de más informa160
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ción que los dos protagonistas, y ello nos inclina a juzgar a don Diego desde una óptica benévola, porque sabemos algo que, dentro de la acción, solo el gracioso conoce: que sus actos no pueden triunfar. El asunto en el género breve Existen diferentes estudios (Restrepo, 1998 y 2000; Martínez, 2011) que han analizado el recurso a la heterodoxia sexual del varón en el teatro breve aurisecular. Yo haré mi recorrido por el último apartado de este trabajo de la mano de Juan Rana, personaje creado por el actor Cosme Pérez y con el que consiguió una fama sin igual en el panorama teatral del Barroco ya que, como nos cuenta algún cronista de la época, «sólo con salir a las tablas y sin hablar provocaba a risa y al aplauso». Fue tan famoso que los recién casados Felipe IV y Mariana de Austria lo invitaron para divertirles durante sus primeros días de luna de miel que pasaron en El Escorial; tanto, que la propia reina, un par de años después, le concedería una pensión vitalicia en agradecimiento «de lo que la hace reír». Pero una década y media antes, coincidiendo con su espaldarazo definitivo en el ámbito profesional, fue detenido en el transcurso de una redada antihomosexuales que las autoridades llevaron a cabo en octubre de 1636 y que, debido a que algunos de los implicados eran personas muy cercanas a la nobleza o incluso miembros de ella, se terminó convirtiendo en una auténtica caza de brujas. Fueron precisamente estos vínculos con personalidades relevantes de la sociedad madrileña los que, con toda seguridad, hicieron que el caso perdiera fuerza con el paso de los días y, poco a poco, todos los detenidos fueron puestos en libertad, incluido nuestro actor. Pero, en contra de lo esperable, el incidente sufrido por Pérez no se intentó encubrir y olvidar de la manera más rápida y discreta posible, sino que enseguida se transfirió al universo escénico de Juan Rana, y sin ningún tipo de temor a que estas referencias resucitaran o avivaran las posibles sospechas sobre su verdadera sexualidad se convirtieron en uno de los temas más explotados por los dramaturgos que le escribieron piezas. Esto fue posible y se vio potenciado gracias a la singular relación de dependencia que se entabló entre el actor y su personaje, a los que el público no supo desligar. Por supuesto, esta llamativa circunstancia no ha pasado desapercibida para la crítica. El primero que abrió la senda a su análisis fue Frédéric Serralta (1990), camino que yo mismo seguí unos años después (Sáez Raposo, 2003, 2004a, 2004b, 2004c, 2004d, 2005a y 2005b) y, desde unos planteamientos menos flexibles y más anacrónicos, también Peter Thompson (1998, 1999 y 2001), entre otros. Las interpretaciones que se han dado a esta circunstancia han sido muy variopintas: desde la hipótesis que sugiere que esta temeraria actitud podría responder a un acto de «pública defensa contra la falsa acusación» de un individuo cuya indignación ante la injusticia sufrida le animó a burlarse de ella y de sí mismo, como propuso Hannah Begman (1965: 522), hasta la teoría que, desde la óptica de los 161
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Queer Studies, acepta sin ninguna duda la homosexualidad del actor y la convierte en el eje de las investigaciones que lleva a cabo sobre él. Esta corriente encuentra en su presunta tendencia sexual la explicación al origen de su propio nombre artístico, y le proclama como el abanderado o icono de una especie de conato de revolución o liberación sexual que decidió emprender valiéndose de la oportunidad que le brindaba un género, a veces tan subversivo para los principios morales de la época, como el teatro cómico breve. Las libertades o las normas morales más relajadas que se permitían en estas representaciones, incluso cuando la familia real asistía a ellas, sería el foro perfecto desde el que Juan Rana, usando como altavoz su posición privilegiada en el panorama teatral, intentaría llevar a cabo esa reivindicación pública de su sexualidad. Resultaba muy fácil acomodar esta nueva temática en las piezas interpretadas por Juan Rana, ya que se hace en un género proclive a ello, pues existe un corpus numeroso que basa su comicidad en bromas sobre estereotipos propios de los homosexuales que, a su vez, se instalan en la carnavalesca temática del mundo al revés. Nuestro personaje, por lo tanto, no sería un caso único en el inmenso universo entremesil, aunque, por lo ya mencionado, sí más jocoso que otros que interpretaron estos papeles, pues sobre él planearía siempre la duda, muy atrayente para el público, de si sería realmente homosexual o no. Su físico tan «poco femenino» en combinación con su voz atiplada potenciarían también el efecto cómico. Los ejemplos que podríamos traer a colación son numerosos. Sirvan los siguientes como botón de muestra. Tanto en Juan Rana mujer como en La boda de Juan Rana (obras nacidas del ingenio de Jerónimo de Cáncer) se produce una inversión total de los papeles de hombre y mujer entre nuestro personaje y su esposa de turno. En la primera de ellas, Rana no puede asumir haberse convertido en una mujer de la noche a la mañana, como le quiere hacer creer su esposa, y solo lo acepta cuando todas las pruebas, incluida una autoexploración anatómica, así lo indican.4 Sin embargo, en la segunda no parece importarle lo más mínimo el hecho de tener que adoptar de modo permanente un rol femenino como condición para casarse con doña Inés que, a su vez, asumirá el papel masculino de la pareja. A Rana le resultan indiferentes los aspectos negativos que este cambio puede acarrearle, con tal, eso sí, de que le agasajen profusamente como se haría con cualquier otra dama: Cosme [...] Yo soy, esposa, un marido que os viene a servir de dama, y tomad aquesta mano por toda aquesta semana. Inés En darme la mano ya reconozco la ventaja. ¿Sabéis que a ser mi marido venís con las circunstancias «No lo acabo de creer, que es gran trabajo; / todo me he de tentar de arriba abajo».
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De lindos, ranas, pisaverdes, putos, figurones y mariones en el teatro clásico español e que yo el mando y el palo d he de tener en mi casa? Cosme ¿Y darame cuanto pida? Manuela Aqueso será sin falta. Cosme Pues, llámenme desde luego todos doña Juana Rana.
Desde el mismo momento en que se inicia la transformación (cuando empiezan a vestirle de mujer) sorprende el donaire, la naturalidad y la coquetería con la que Cosme actúa en su nueva condición femenina, tanto que provoca la admiración y los piropos de los galanes que, con anterioridad, no se habían inmutado ante doña Inés. Juan Rana ha asumido totalmente su condición de dama, revelándose más femenino de lo que antes se había mostrado su varonil esposa. Esto es lo que ocurre mientras le están vistiendo: Cosme Prende el justillo de suerte que descubra la garganta. Yo soy una dama jabalí, pues de telas me hacen plaza.
Inés ¡Qué hermosura! ¡Qué prodigio!
Galán 1.° Corazón, tocad al arma. Cosme Una alforza al guardapiés tomaréis de media vara, porque sin azar descubra unas medias naranjadas.
Galán 2.° ¡Oh, cómo roban los ojos!
Galán 3.° ¡Cómo el aire a todos mata! [...]
Cosme Mandad, señor don Inés, que un relojillo me traigan. [...] ¿Hay vicio como ser dama? Ponme, niña, muchos lazos, desde el cabello a la planta, que quiero sembrar favores [...].5
En El parto de Juan Rana, de Pedro Francisco Lanini, se da también un caso de travestismo, pero ahora se ha producido porque los paisanos del pueblo se «han Cito a partir del texto incluido en Floresta de entremeses y rasgos del ocio (1691: 153-154).
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visto obligados» a vestirle de mujer ya que «para hembra es mejor que para hombre». Es decir, la metamorfosis responde a una necesidad de adecuación a su verdadera realidad genérica. El pregón con el que se anuncia el castigo al que han condenado a Rana es nítido: Venga a noticia de todos como, por no ser Juan Rana hombre en nada, de mujer a la vergüenza le sacan (Serralta, 1990: 86).
El clímax se produce cuando aparece no ya vestido de mujer, sino habiendo asumido esta condición y experimentando en carne propia la posibilidad, privativa de dicho sexo, de concebir y alumbrar. Este es el grotesco punto álgido de la pieza, el momento mismo en el que el personaje rompe aguas sobre el tablado y da a luz en directo a su hijo Juan Ranilla:
Juan Rana Tengan, que del parto está la cabeza coronada. Mas ya parí con mil diablos. No me haré otra vez preñada. ¡No más en mi vida!
(Sale por debajo de las faldas Juan Ranilla con sayo.)
Todos
¡Que ha parido!
¡Cielos!
Juan Rana
¿Qué se pasman?
Cosme Berrueco Su retrato es el muchacho en talle y en rostro.
Juan Ranilla Mamá, ¿no abraza a su Juan Ranilla?
Juan Rana ¡Ay, parto de mis entrañas! ¡Ay, prenda mía!
Alcalde 1.° No niega en nada a su padre.
Juan Rana
Aún falta e l saber si es mi hijo, pues, puede ser que otro le haya hecho en mi ausencia.
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De lindos, ranas, pisaverdes, putos, figurones y mariones en el teatro clásico español Alcalde 2.º Pues, ¿cómo hacer la experiencia tratas? Juan Rana Viendo si es que un zarambeque tan bien como yo le baila.6
La comicidad de la escena (ya de por sí muy marcada al presentar a Juan Rana vestido de mujer y bailando recién parido) se enfatiza por la presencia de su remedo infantil (interpretado por la actriz Manuela de Escamilla que, a la sazón, tendría entre cinco y siete años de edad) que reproduciría al dedillo los pasos y movimientos de aquel a modo de prueba genética de maternidad. El recurso a los contoneos, dengues y ademanes tópicamente femeninos sería parte consustancial a la interpretación de estas piezas. También lo sería un tono de voz que contrastara poderosamente con la tosquedad que el espectador vincularía automáticamente con Cosme Pérez y su personaje. Peter Thompson (1999: 160-163) defiende la teoría de que la «otra sexualidad» de Pérez se convirtió en la piedra angular de la esencia escénica del personaje de Juan Rana. Considera también que el descomunal éxito del actor fue consecuencia de la pública manifestación de su condición sexual. Asimismo, declara que la relevancia de este asunto ha sido evitada, rechazada o subestimada de manera elocuente por todos los críticos anteriores a él. Por todo ello, llega a la conclusión de que in light of this critical reception of Juan Rana, a queer rereading of his person/persona is imperative to better understand the «other» Spanish theater and its place and significance within a seventeenth-century Spanish theater.
Este estudioso lleva a cabo una minuciosa relectura de algunas piezas en clave de identidad sexual con un predominio de la visión falocéntrica. Para él, la ambigüedad de Rana es de tal magnitud que sin ella no se puede entender la realidad teatral del Barroco español.7 Decía Ramón Martínez (2011: 11) que «lo diferente resulta atractivo». Y cuando lo diferente es risible, añado yo, aún más. O, mejor dicho, cuando lo diferente lo sentimos como totalmente ajeno a nosotros nuestra capacidad empática no se activa y, con ello, se genera una risa asimétrica, ya que se proyecta hacia individuos que percibimos como débiles o inferiores. Los mecanismos de la risa teatral se construyen muchas veces a partir de esta polaridad entre un yo y una alteridad que no se reconocen como iguales, sino a partir de una relación de superioridad de uno con respecto a la otra. Cito a partir del manuscrito 14 089 de la Biblioteca Nacional de España, fol. 433r-434r. A partir de unos planteamientos, en mi opinión, hiperbólicos y parciales, Thompson cree posible «to establish Juan Rana’s queer acting in order to provide a more enlightened revision of seventeenthcentury Spanish theater». A partir de ello, defiende que se pueden extraer conclusiones que considera «vital for enlightening the perceptions of Golden Age theater as a whole» (1999: 8-9). 6 7
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Francisco Sáez Raposo
Todavía está por hacer un estudio global sobre el personaje del lindo en el teatro español, un estudio transfronterizo que lo vincule con sus fuentes más directas, con el miles gloriosus latino, y con sus descendientes inmediatos, con el petimetre neoclásico. El mejor trabajo hasta la fecha, el más completo, es el realizado por Olga Fernández Fernández (1999), pero tiene la limitación de manejar únicamente un corpus de una veintena de piezas. El viaje debe ser también transgenérico. Para entender la repercusión social de todo este corpus de obras, que es muy numeroso y dispar, hay que entender a la sociedad que engendró a estos seres sexualmente fronterizos, comprender la percepción que se tuvo del referente real y pasar a analizar luego su transferencia escénica y la recepción de los mismos que, ya troquelados por los convencionalismos teatrales, se produjo en los espectadores, tanto en espacios teatrales públicos como cortesanos. Y es que el género, taxonómicamente hablando, tiene mucho de constructo cultural y, por consiguiente, su noción cambia dependiendo del momento histórico en el que nos encontremos. Precisamente por ello, la visión que de la sexualidad y del género tendrían Lope de Vega, Agustín Moreto, Francisco de Quevedo, Pedro Francisco Lanini o Jerónimo de Cáncer, por citar a algunos de los dramaturgos que han ido apareciendo a lo largo de estas páginas, es necesariamente diferente a la nuestra. Pero, además, no podemos olvidar que el teatro, la literatura en general, no refleja únicamente su realidad circundante, en la que nace, sino que, también, y eso ha pasado siempre, ayuda a generarla en una suerte de proceso circular de retroalimentación. No es que el modelo pase de la realidad a la ficción, sino que, muchas veces, saltaba de los escenarios a las calles.
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La belleza de la mujer en la tratadística y el teatro del Siglo de Oro*1 Oana Andreia Sambrian Academia Rumana Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades, Craiova
La mujer y su belleza son, al igual que todo lo que implica la humanidad, un producto y un reflejo de sus respectivos tiempos, de las creencias y la presión social, del imaginario que cada época histórica se ha labrado acerca de cómo tendría que ser la mujer, intentando normalizarla, domarla, dotándola de características a veces irreales, pero que tienen real cabida en los ideales masculinos acerca del cómo y el porqué de la mujer. La belleza de la mujer no es, en muchas ocasiones, un ideal que se autodefine, sino que se le impone, ya que el hombre, principal «beneficiario» de los encantos femeninos, es el que la canta y la dibuja, determinando la creación de cánones sociales. En la mentalidad cristiana que caracteriza en buena medida la Edad Media, y cuyo máximo representante es el homo religiosus, el cuerpo es la morada del alma, mientras que la mujer es la morada del diablo (Le Goff, 2007: 47-49). Desde el pecado perpetrado por Eva, que solo se pudo expiar mediante el sacrificio divino del hijo de Dios, pasando por la caza de brujas, el cuerpo de la mujer ha constituido un tema permanente de debate. El problema del cuerpo fue largamente debatido en la época prerrenacentista, a lo largo del siglo xv, puesto que el cuerpo representa el reflejo del alma y la morada del espíritu. Se pensaba, de hecho, que la belleza del cuerpo no era más que la exteriorización de la belleza interior, de ahí su importancia (Martínez Crespo, 1993: 198). Según Martínez Crespo, «más allá de esta pureza espiritual, la belleza física es importante porque es signo exterior de una cualidad moral» (1993: 198), el cual es un aspecto que vemos retratado muy a menudo en la posterior literatura del Siglo de Oro. * Este trabajo forma parte del proyecto de investigación «Las mujeres en la Casa de Austria (15661600). Corpus documental» (FFI2017-83252-P), financiado por el Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades del Gobierno de España y coordinado por la profesora Júlia Benavent (Universidad de Valencia).
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Uno de los tratados que se destaca a finales del siglo xv es el Tratado sobre la demasía de vestir, calzar y comer, de fray Hernando de Talavera, que se compone alrededor de 1477, mientras que su edición se produjo en 1496, en los años inmediatamente posteriores a la conquista de Granada. El hecho que motivó la redacción de esta obra fue la edición en Valladolid de un decreto de excomunión de las mujeres que se vistiesen con gorgera y caderas anchas y a los hombres que llevasen camisones con cabezones labrados. El escándalo que este edicto creó entre los intelectuales y hombres letrados de la ciudad motivó la consulta a las autoridades eclesiásticas […] Los argumentos expuestos por Talavera pretendían dos cosas. Primero, demostrar que los eclesiásticos sí podían dar su opinión sobre el tema de la vestimenta y legislar al respecto. Segundo, demostrarlo de una forma sencilla y comprensible para todo el mundo, sin que faltase el recurso tradicional a los ejemplos bíblicos y a la Patrística (De Castro, 2001: 13-14).
Prácticamente, mediante esta iniciativa, la Iglesia ponía de manifiesto que tenía las riendas de la regulación del comportamiento social, lo cual se dejó sentir sobre todo en los siglos xv-xvi, cuando el papel eclesiástico no se limitaba únicamente a meros escritos teóricos, sino que estaba involucrado de pleno en el desarrollo de la vida cotidiana. El individuo medieval, a pesar de la constante laicización social que se manifiesta en el periodo precursor a la aparición de las ideas renacentistas, sigue dejándose llevar por las normas moralizadoras impuestas por la Iglesia. De hecho, si nos fijamos de cerca en los escritores de los siglos xv, xvi y xvii nos damos cuenta que eran, ante todo, moralistas y que su manera de ver el mundo y la sociedad estaba sujeta a sus propios valores. Por tanto, el retrato social que recrean ni siquiera pretendía ser objetivo. Es así como se explican afirmaciones del Tratado de la índole de las que a continuación se presentan: «Agora dubdaron algunas personas que [...] se pudo esto vedar, e si el prelado touo para ello autoridad, y especialmente si se pudo poner sentencia de excomunión en las personas que lo vno o lo al se atreuiessen a traspassar» (Talavera, 2002). Y recuerda que «a los pueblos y a los subditos e inferiores pertenece obedecer simplemente, e bien hazer y executar lo que los mayores supieron o supieren mandar y ordenar». Según la editora del manuscrito de Talavera, un análisis de las fuentes que Hernando de Talavera utiliza para apoyar su discurso permite observar los elementos que la erudición eclesiástica de la Baja Edad Media consideraba indispensables en un discurso moral. Talavera cita entre los profetas a Elías, Isaías, Baruch, Isaac, Ezequiel, Daniel [...]; entre los Padres de la Iglesia menciona a Basilio, Ambrosio, Juan Crisóstomo, mientras que los Apóstoles de referencia son Pedro y Pablo. El tratado moralizador cristiano de Talavera puede además ponerse en relación directa con las llamadas leyes suntuarias o leyes contra el lujo (De Castro, 2001: 18).
El clérigo es defensor de la doctrina de lo natural, es decir, que cualquier cosa o conducta que contravenga la naturaleza hay que erradicarla por contener el germen del pecado: «De lo dicho se siguen tres cosas provechosas y de notar. La primera, que la demasía de las vestiduras es culpable y se debe evitar como cosa no 170
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necesaria y por consiguiente no natural» (Talavera, 2002). El recurso a lo natural es recurrente en Talavera que prosigue afirmando que también es cosa natural, y por eso usada en toda parte, que de una manera se vista el varón y de otra manera la mujer, y que generalmente que cada uno traya el vestido segund lo que más conviene para la ejecución de su officio [...] También es cosa natural que el varón traya la cabeza descubierta [...] y que la mujer siempre la traya cubierta (Talavera, 2002).
Además, Talavera ve en la voluntad una posible fuente de pecado, sobre todo cuando esta supone que el individuo se aparte de lo natural y de la necesidad de primer grado: «Y en esto que es voluntario acaece muchas veces errar y pecar venial o mortalmente, segun que más o menos la persona se aparta y excede o fallece de lo natural y necesario» (Talavera, 2002). Durante el siglo xvi en España es de sumo interés la obra de Luis Vives, De institutione feminae christianae, publicada en 1523 y dirigida a la reina de Inglaterra, Catalina de Aragón. Su interés para nosotros reside en el hecho de ser el primer tratado sobre la mujer cristiana que reivindica para ella una educación. Sus consejos se enmarcan dentro de la doctrina paulina, haciendo uso el autor tanto de las teorías y razonamientos desarrollados por aquellos escritores griegos y latinos cuyo pensamiento está más próximo al cristianismo, como los ejemplos señeros de la cultura clásica (Vives, 1994: 5). Vives aboga también por el respeto a las costumbres, lo cual nos remite una vez más a la ley natural, ensalzando que la belleza exterior tiene que encontrar su correspondencia en la belleza interior: «La mujer indolente o perezosa o (si place a los dioses) también la que va pasando sus días encandilada por juegos y placeres, no merece el alimento que recibe en el seno de la comunidad cristiana» (Vives, 1994: 88). Citando a San Pablo, Vives subraya que las mujeres se recubrirán con el vestido de la honradez adornándose a su vez con otras virtudes como la modestia y la sobriedad y no con los rizos del pelo, con los diferentes objetos de oro, con perlas o vestidos preciosos, sino mediante las buenas acciones, como conviene a las mujeres que practican la piedad (Vives, 1994: 88).
El mismo Vives se centra también en la cuestión de los afeites sobre los que la Edad Media ya había publicado recetarios (Manual de mujeres en el qual se contienen muchas y diversas recetas muy buenas), y los tratadistas moralistas cristianos ya se habían pronunciado. Podemos citar aquí el caso de Talavera, quien en su tratado sobre el vestir, calzar y comer es de la opinión de que «enmendar lo que Dios hizo fingiendo otros cabellos, otros ojos, otras cejas, otros colores en el rostro, otra estatura y proporción del cuerpo, es grave ofensa de nuestro señor y grave sacrilegio» (Talavera, 2002). Lucena también se había pronunciado sobre el uso de los afeites, exclamando «Oh, qué locura tan grande de las semejantes que desean ser hermosas y trabajan mudar sus figuras, demostrando que Dios no supo formarlas!» (Lucena, 1954: 18). Vives sigue en la misma línea, aunque utiliza un vocabulario menos violento. Para 171
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el escritor renacentista, si mediante la práctica de embadurnarse el rostro con albayalde y colorete la mujer pretende complacerse a sí misma, está loca, porque ¿qué cosa hay más hermosa o más agradable para cualquiera que ser cada cual lo que es en sí? Pero si lo hace para agradar a los hombres, entonces es una malvada. Tú tienes un solo esposo que es Jesucristo y para complacerle debes adornar tu alma con las virtudes […] (Vives, 1994: 92).
La doctrina de la necesidad a la que recurre Talavera la encontramos haciendo todavía eco dos siglos más tarde en Pedro Fernández de Navarrete que en su Conservación de monarquías y discursos políticos (1626) denunciaba la ociosidad del español y el gusto por las prendas costosas: Que España peque en la culpa de introducir y usar cada día nuevos trajes costosísimos, que sirven más a la ambición que a la necesidad, todos lo confiesan […] la emulación que de competir con sus vecinos es la que los necesita a gastos mayores y desproporcionados a su posibilidad (Navarrete, 1802: 242).
En esta misma línea, Juárez-Almendros hace hincapié en que las vestimentas, además de su gran valor económico, poseen un valor simbólico que refleja estructuras asentadas en diferentes factores humanos tales como la edad, el género, la salud, el estatus y la etnia. También […] las apariencias tienen un marcado papel político y social […] (Juárez-Almendros, 2009: 342).
Volviendo a Navarrete, su texto prosigue dando fe de cómo la mutabilidad del gusto del español por los trajes nuevos afea el alma: Y aunque el daño de hacerse costosos vestidos es tan grande como se ha dicho, es mayor el de la mutabilidad de los usos, no habiendo en los españoles traje fijo, que dure un año. De que resulta, que los vestidos y galas que cuestan hoy muchos ducados, no serán mañana de provecho; porque el antojo de los dos o tres invencioneros o invencioneras, sacan nuevas formas de trajes, con que se destierran los que dos días antes eran muy validos y estimados […] a los inclinados a galas y joyas no les bastará todo el oro de las Indias, ni las riquezas del mar Tirio, ni las que produce la Etiopia: siendo cosa cierta, que si las galas adornan el cuerpo, la demasía de ellas suele afear el alma (Navarrete, 1802: 248-250).
Por tanto, es evidente, aún mediante el uso de estos escasos ejemplos, que la tratadística moralizadora del periodo xv-xvii se caracterizaba por su homogeneidad en cuanto a la belleza de la mujer, que tendría que limitarse a ensalzar las virtudes espirituales y a las necesidades naturales del cuerpo. ¿Qué ocurría, sin embargo, con los autores literarios? ¿Hasta qué punto se hacían eco de las doctrinas cristianas de sus tiempos? Después de la Edad Media, Francesco Petrarca enseñó a toda Europa a cantar la naturaleza paradójica del amor humano y a describir con deleite la belleza de una don-
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La belleza de la mujer en la tratadística y el teatro del Siglo de Oro na que movía al hombre a sucumbir ante ella y olvidar la contemplación del cielo y los nobles objetos. Sin embargo, el neoplatonismo dignificó la experiencia del deleite visual del cuerpo femenino al convertirlo en reflejo de la bondad divina (Fernández y Lambea, 2010).
Petrarca modificó el modelo de retrato estrictamente medieval que se edificaba sobre el principio retórico de la enumeración de las partes anatómicas en sentido descendente: de la cabeza a los pies. El nuevo canon petrarquista se mostró selectivo y tuvo la virtud de agilizar y, de algún modo, deconstruir el esquema anterior medieval, demasiado completo, previsible y pegado al cuerpo femenino real y, por lo mismo, excesivamente monótono y pensado en su representación, o, por mejor decir, en su reconstrucción poética a través de la palabra. A diferencia de esto, lo más característico del retrato estrictamente petrarquista, que recorrió el Renacimiento español y se adentró en las entrañas del Barroco fue, esencialmente, una reducción muy sutil en la selección de las partes del cuerpo. En consecuencia, Petrarca eligió cabellos, ojos, frente, mejillas y boca como los elementos definitorios de la belleza erótica de la mujer. Durante el Barroco se produjo una especie de competencia por el protagonismo entre los diversos elementos del cuerpo, como, por ejemplo, entre la mano y los ojos, a cual más bello y tentador para suscitar el deseo erótico; entre la mano y el pie que aparecen cortando y haciendo brotar flores, respectivamente, remitiendo al mito de Flora, y al ciclo de las estaciones y a la renovación de la materia, pues la diosa recoge flores con la mano y les permite nacer de nuevo con el simple toque del pie en la tierra. También podemos encontrar el pie y el cabello compitiendo entre sí, venciendo al resto de los elementos para abrazarlos todos y unirlos con la curva que esboza la unión de los extremos: el cabello y los pies. Pero es que, además, el barroco poético, a la superposición de los elementos anatómicos descoyuntados, dotados de vida propia, suma una nueva posibilidad cromática que busca, no el matiz, sino el contraste: el rojo del rubí de la boca con el blanco de las manos; el blanco de las manos con el oro del cabello; el arco del cielo de las cejas con la luz de los ojos (Fernández y Lambea, 2010).
Dejando atrás al escritor italiano para centrarnos en la literatura aurisecular española, observamos que el modelo petrarquista sigue plenamente vivo y potente, empezando por Cervantes, que enmarca el retrato de la belleza de Dulcinea en los modelos ya establecidos de la época: Su nombre es Dulcinea […] su hermosura sobrehumana, pues en ella se vienen a hacer verdaderos todos los imposibles y quiméricos atributos de belleza que los poetas dan a sus damas; que sus cabellos son oro, su frente campos elíseos, sus cejas arcos del cielo, sus ojos soles, sus mejillas rosas, sus labios corales, perlas sus dientes, alabastro su cuello, mármol su pecho, marfil sus manos, su blancura nieve; y las partes que a la vista humana encubrió la honestidad son tales, según yo pienso y entiendo, que sola la discreta consideración puede encarecerlas y no compararlas (Don Quijote, parte I, cap. XIII).
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Y si desviamos la mirada hacia el teatro, el modelo más completo que se me ocurre acerca de la belleza de la mujer es el que lleva a cabo Tirso de Molina en La dama del olivar, en una descripción que se realiza de arriba abajo: No hay en Aragón mujer que mijor os pueda estar, y si os la vengo a pintar yo sé que la heis de querer Sus años verdes y en flor, y su hermosura, en la aldea no hay borrico que la vea que no rebuzne de amor. Es de una imagen su cara. «¿Con qué la lava?», dirás. Con lleve el diablo lo más que un caldero de agua clara. Los cabellos, no dirán, son que al sol causan vergüenza, y cuando en cola los trenza en las rodillas la dan. La frente, bruñida y lisa; las cejas son de amor arcos; los ojos si no son zarcos, provocan a amor y a risa. […] ¿Pues qué la boca? Aunque pasa de raya, limpia y risueña que no es bien que sea pequeña la portada de la casa. Los dientes altos y bajos
en hilera y procesión, piñones mondados son y a lo menos dientes de ajos. ¿Qué diré de los hocicos? Son que amapolas parecen cuando entre los trigos crecen. […] Las manos, que nunca adoba, más blancas fueran que el pecho, a no haberlas callos hecho ya el cedazo, ya la escoba. La cintura puede entrar (Señala los dedos) aquí, y si amor navegara, mejor su estrecho pasara, ¡pardiez!, que el de Gibraltar. […] Pues las piernas, si en el río lava, porque el cristal borre, corrido de verlas corre más aprisa y con más brío. los pies calzan once puntos cuando la aprieta el botín; mas sea ella honrada, en fin que no miréis en puntos.
Un detenido análisis de las obras del Siglo de Oro español identifica de hecho varias categorías en las que se pueden enmarcar las opiniones de los dramaturgos sobre la mujer, al ser estos algunos de los mejores cantantes y halagadores de la belleza femenina. La primera categoría en la que quiero detenerme hace hincapié en la belleza de la mujer entendida como congruencia entre las cualidades exteriores e interiores, siguiendo de esta manera los dramaturgos la misma línea que la literatura moralizadora cristiana. En A secreto agravio, secreta belleza, Calderón imagina la belleza como una mezcla de belleza física, virtud y cordura: Yo me he casado en Castilla por poder, con la mas bella muger, mas para ser propia, es lo menos la belleza, con la mas noble, mas rica, mas virtuosa, y mas cuerda que pudo en el pensamiento hazer dibuxos la idea […] (Calderón, 1637a: 182v-183r).
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La misma idea es ilustrada por Calderón en El alcayde de sí mismo, donde la dama más perfecta es la que tiene «belleza e ingenio» (Calderón, 1684a: 435), al igual que en El escondido y la tapada, «donde la naturaleza / para modelo compuso / de vna hermosura perfecta / la belleza, y el ingenio, / haziendo pazes en ella, / que hasta alli estauan reñidos, / el ingenio, y la belleza» (Calderón, 1683a: 520). La devoción de la cruz retoma la afirmación de que la belleza física tiene que estar en concordancia con los atributos internos, de modo que la belleza sea total: Mas belleza la humildad deste trage la assegura, que en la muger la hermosura es la misma honestidad… (Calderón, 1640: 114r).
Calderón hace además una clara distinción entre la belleza y la hermosura, e identifica la primera con lo armonioso y bonito de los rasgos físicos, mientras la segunda constituye el summum de cualidades de la que es bella por fuera y por dentro: Pasifae la mas hermosa dama, aunque el acento yerra, bella era, no era hermosa, que entre hermosura, y belleza ay distincion si se advierte. que hermosura, dize entera perfeccion, belleza no, y Pasifae poco honesta, sin entera perfeccion, no era hermosa, sino bella (Calderón, 1637b: 258).
Es por eso que en Afectos, amor y odio, Calderón insiste en que la belleza, mezclada con la vanidad y la soberbia, uno de los pecados capitales, no solo deja de ser completa, sino que sobra: Es Cristerna tan altiua, que la sobra la belleza; mira si la sobra poco para ser vana, y soberuia (Calderón, 1664: 95v).
Por tanto, la definición que los dramaturgos del Siglo de Oro dan por lo general a la belleza femenina es que esta se debe a la discreción. Lo vemos en Calderón, quien es de la opinión de que «ya es hermosa, quien es/agradecida y discreta» (Calderón, 1683b: s. p.) —no olvidemos la distinción que Calderón hacía entre la belleza y la hermosura—, y también en Tirso, para el que «siempre en naturaleza/la discreción y belleza/son madre de la virtud» (Tirso, 1634a: 27v). Asimismo, la mujer constituye el claro objeto/objetivo erótico del hombre, convirtiéndose en símbolo de deseo y del amor cortés. A las mujeres, el hombre «ha de ponerlas / en el absoluto imperio / de las armas, y las letras» (Calderón, 175
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1664: 95v), imagen que pone de manifiesto la doble virtud que deben de tener los hombres desde la Edad Media: ser soldados y a la par letrados. Además, la admiración de la belleza de la mujer es una de las características más encontradas en los hombres de la literatura. Obviamente la áurea no iba a ser menos: Porque valor no assegura, porque no arguye nobleza, quien no admira vna belleza, quien no adora vna hermosura (Calderón, 1691a: 16v).
La mujer permanece, obviamente, en el centro de las dos preocupaciones más importantes de los hombres, ya que es ella quien puede llevar a guerras, la que por su naturaleza imperfecta y débil tiene que ser rescatada, cuidada, protegida. Es de sobra conocido que a la mujer de la Baja Edad Media se le consideraba «un hombre mal hecho» por tener los órganos sexuales por dentro, lo cual justificaba su inferioridad con respecto al hombre desde el punto de vista de la tratadística de aquel entonces. Por consiguiente, la mujer solo podía ser alguien débil. El Barroco todavía presenta a la mujer como el sexo débil, lo cual justifica que el llorar fuera uno de los atributos de la belleza femenina: «Siempre el llorar / son armas de belleza» (Calderón, 1691b: 22). El debate en contra del afeite, tan presente en la Edad Media, no acaba allí, ni tampoco lo hace con la tratadística moralizadora, que continúa en la literatura laica aurisecular: que también defiende la belleza natural: Y pues nada el aliño la mejora, aquella solamente es hermosura, que amanece hermosura à qualquier hora (Calderón, 1684b: 521).
El afeite es el responsable de la belleza engañosa de la mujer, según palabras de Calderón, ferviente defensor de lo natural: Bien aya quien la belleza debe à la naturaleza, no al afeyte, y compostura (Calderón, 1684b: 130).
A Lope de Vega, aunque el más «feminista» de los escritores presentados, tal como tendremos la oportunidad de comprobar a continuación, tampoco parece que le haga mucha gracia el afeite, a pesar de que sus afirmaciones suelan ser menos sentenciosas que las anteriores, atribuyendo el afeite al cuidado de la mujer y no a alguna naturaleza demoníaca: Pero no te has contentado de venir con la belleza, que te dio naturaleza, mas la aumentô tu cuydado (Lope, 1618: 274v).
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La belleza de la mujer en la tratadística y el teatro del Siglo de Oro
Analizando a Lope en el contexto de su época, podríamos afirmar que se erige en un gran defensor de la mujer, ya que según afirma en una de sus comedias: ¿Quien os puede aborrecer, perfeccion, gracia, y belleza, que a nuestra naturaleza dio principio vuestro ser? (Lope, 1621a: 92r).
No solo demuestra Lope su consideración hacia las mujeres por el hecho de ser madres, sino que es además uno de los dramaturgos que menos encasquilla a la mujer en determinados estándares de belleza como lo era, por ejemplo, el canon petrarquista. Asimismo, Lope es de la opinión de que la hermosura reside en la armonía de los rasgos y no en un cierto color de pelo o de ojos: aqui vereys que no està la belleza mas perfecta en las faciones hermosas, si entre si se desconciertan sino en hazer Armonia, y dulce correspondencia entre si mismas, que yguales perfeta hermosura engendran, aqui vereys que no tiene la beldad leyes, ni fuerça, lineas, medidas, color, estampa, exemplo, ó firmeza, aqui lo moreno, y blanco la desigual diferencia de la color de los ojos, de rubias, ò negras trenças, si en deuida proporcion con las demas partes muestra vn consonancia ygual, que es musica la belleza, hazen perfeta hermosura, mas puesto que muchas sean las que este premio merecen (Lope, 1621b: 4v).
No todos los autores del Siglo de Oro piensan, sin embargo, lo mismo que Lope. Tirso de Molina, por ejemplo, hace hincapié en la inconstancia de la mujer, por muy bella que sea: Vna belleza inuencible a la riqueza y poder, y vna constante muger que es el mayor impossible (Tirso, 1634b: 234).
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En cuanto al canon de belleza de los dramaturgos auriseculares, más allá del canon lopesco para el que toda mujer es hermosa siempre y cuando sus rasgos estén en concordancia los unos con los otros, el canon petrarquista es el que más se impone: cabellos, ojos, frente, mejillas y boca son los elementos definitorios del modelo erótico de la mujer. A todo eso, el Barroco añade, como ya demostrábamos anteriormente, la competencia entre las distintas partes del cuerpo femenino; un buen ejemplo en este sentido lo constituye El astrólogo fingido, de Calderón, donde el autor afirma: Vn jazmin tu mano hermosa robaua, y él apacible rindió sus flores al suelo, porque tus plantas las pisen: Y dixo, viendo que vfanos blancura, y olor compiten, quita a mis hojas sus flores, y tus manos no me quites, pues es lo mismo tener tus manos que mis jazmines (Calderón, 1637c: s. p.).
Por lo demás, las obras calderonianas se centran en la blancura de la tez, en la hermosura del cabello y en lo natural para construir la imagen de la belleza ideal: Viendo el cabello, à quien la noche puso en libertad, quan suelto discurria, con las nueuas pragmaticas del dia, à reducirle Cintia se dispuso. La blanca tez, à quien la nieue pura ya matizò de nacar al Aurora, de ningun artificio se asegura (Calderón, 1684: 521).
El mismo título de la comedia que aquí citamos, Antes que todo es mi dama, es un elocuente ejemplo del papel que la mujer tiene en la vida del hombre. Además, Calderón pone en boca de uno de sus personajes un parlamento del que resulta que a los hombres no les interesan los distintos artífices a los que las mujeres acuden con tal de embellecerse, ya que lo único que les importa es gozarlas: porque esto de la hermosura, pompa, esplendor, lustre, y fausto, todo queda en los vestidos, y solo llega à mis braços el gusto con que con ella la mitad del gozo parto (Calderón, 1682: 179v).
En conclusión, el análisis de las obras moralizadoras cristianas y laicas de los siglos xv-xvii, mediante los ejemplos que hemos seleccionado, nos demuestran 178
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que, por lo general, a la mujer ni los clérigos ni los laicos le perdonan el pecado original, ni la diferencia física con respecto al hombre. Por eso, hay que someterla, definirla, interpretarla, no hay que dejar que sea como le apetezca, sino que hay que decirle cómo tiene que ser. Aunque Jesucristo había hecho que mediante su muerte en la Cruz se le perdonara a la Humanidad el pecado original, haciéndole responsable al ser humano solo de los propios pecados realizados en vida, los hombres parecen no haber perdonado todavía a la mujer, ya que les hace falta castigar su curiosidad innata, restringiéndola al ámbito de la casa y presentándola en la calle acompañada. Sin apenas libertad de expresión, salvo la que le daba el hallarse entre las paredes de los monasterios, las mujeres tienen que ser portadoras de una belleza que a nuestro parecer es falsa, ya que más allá de la belleza corregida con afeites, ninguna belleza puede ser auténtica si tiene que estar sujeta a un canon.
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Inestabilidad de la fortuna y trasfondo político en las comedias bíblicas de Mira de Amescua Aurelio Valladares Reguero Instituto San Juan de la Cruz de Úbeda
Centro Asociado de la UNED de la Provincia de Jaén
I. Introducción Durante la primera mitad del siglo xvii, coincidiendo con la etapa más esplendorosa del teatro del Siglo de Oro, se aprecia en varios de nuestros dramaturgos un interés por los dramas de tema histórico, pero no por el simple deseo de recrear asuntos de un pasado más o menos lejano en el tiempo, sino más bien porque veían en ellos un excelente motivo para ofrecer al variopinto público que asistía a las representaciones unos modelos de comportamiento perfectamente aplicables al momento que estaban viviendo. No constituía, por otra parte, ninguna novedad especial, ya que se trataba de seguir el viejo lema ciceroniano contemplando la historia como magistra vitae. Uno de los elementos básicos que aparecía como fiel exponente de la política del momento era sin duda el tema de la privanza, tan importante en la sociedad española del siglo xvii, donde los validos de los reyes Austrias estaban en el punto de mira de todos los ciudadanos. Nuestros dramaturgos (a veces, no libres de intereses particulares) no perdieron la ocasión de llevar a la escena momentos del pasado en los que no resultaba difícil encontrar paralelismos aplicables a la vida cortesana de los Austrias y sacar la correspondiente lección moral sobre la mutabilidad de la fortuna. Los ascensos y caídas vertiginosas de los «privados», de los que hubo variados ejemplos en las primeras décadas del siglo xvii, no constituían ninguna novedad para sus contemporáneos, dado que la historia española, por más cercana, así como la extranjera, ofrecían muchos ejemplos sobre el particular. Las envidias entre los poderosos, la soberbia o la deslealtad por parte de colaboradores sin escrúpulos cercanos al monarca, las caprichosas influencias de sus familiares y allegados, las veleidades de la propia realeza, las intrigas palaciegas de toda índole, etcétera, son situaciones de las que irán derivando la fortuna y adversidad de los «privados», a veces con una sorprendente rapidez. La crítica especializada en nuestro teatro áureo ha reparado en estos aspectos, con estudios tanto de carácter general como sobre autores en particular. Citemos, 181
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a título de ejemplo, los trabajos de Bradner (1971: 97-106), Ferrer Valls (2004: 159-185) o Peale (2004: 125-156). Uno de los dramaturgos en los que está más presente el asunto apuntado es Antonio Mira de Amescua (Guadix, Granada, 1577-1644), quien va a ocupar nuestra atención. Y precisamente el tema de la inestabilidad de la fortuna, justo en el momento en que estaba en pleno auge la actuación de los validos de los soberanos de los Austrias (duque de Lerma, duque de Uceda, conde-duque de Olivares...) ocupa un lugar importante dentro de su repertorio teatral, donde podemos encontrar títulos como La rueda de la Fortuna; El ejemplo mayor de la desdicha; No hay dicha ni desdicha hasta la muerte; No hay reinar como el vivir; Cautela contra cautela o las dos bilogías Próspera y Adversa de Don Álvaro de Luna y Próspera y Adversa de Don Bernardo de Cabrera. Por supuesto, esta faceta de la dramaturgia miramescuana no ha pasado desapercibida a los estudiosos del autor granadino. Tal es el caso de Arellano (1996: 43-64), Serrano Agulló (1996: 533-543 y 2006) y Muñoz Palomares (2007). Sin embargo, salvo algunas referencias precisas en el completo estudio de Muñoz Palomares, ha quedado prácticamente marginado el teatro bíblico, donde el contexto político de las primeras décadas del siglo xvii es más que patente. Alguien podría pensar que la historia bíblica, al quedar más lejana en el tiempo, tendría menos aplicación al tema que nos ocupa. Pero entendemos que no es así, ya que muchos personajes del Antiguo Testamento que nos van a servir de referencia (José, Moisés, David...) eran más conocidos para el público español que asistía a las representaciones teatrales en el siglo xvii que protagonistas de la historia de España más cercanos, como Álvaro de Luna o Bernardo de Cabrera. Para los españoles de la época, en su mayoría iletrados, resultaban familiares los relatos de la Sagrada Escritura a través de la catequesis, predicación y demás actividades de índole religiosa. Y, al tratarse para ellos de la palabra inspirada por Dios, seguro que les parecían más propicios para su adaptación al momento que les había tocado vivir y sacar la enseñanza correspondiente. Por todo ello, vamos a centrarnos en las seis comedias bíblicas hasta ahora conocidas de Mira de Amescua, que forman parte de ese centenar largo de comedias de nuestro teatro áureo inspiradas en el texto sagrado (Valladares, 2012: 255-268). No puede resultar extraño que un autor como Mira de Amescua, clérigo con una sólida formación religiosa, acudiera al texto sagrado para extraer lecciones morales destinadas a sus contemporáneos, echando mano de una técnica tan efectiva como el arte dramático. II. Dos modelos de «privados» en la corte del faraón: José y Moisés Comenzamos nuestro análisis con la comedia El más feliz cautiverio (Mira de Amescua, 2010: 361-454) basada en la figura de José, el penúltimo de los doce hijos de Jacob, vendido por sus hermanos y que, al saber interpretar los sueños del 182
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faraón de Egipto, este lo libera de su cautiverio y lo convierte en su primer ministro, puesto desde el que favorece a sus hermanos, con los que terminará reconciliándose (Génesis 37 y 41-47). La pieza miramescuana se ajusta fielmente al texto sagrado y solo agrega algunos elementos accidentales para completar la versión teatral. Y lo que nos importa por ahora es que la historia de este personaje le sirve al autor para presentar a su público un ejemplo paradigmático del ejercicio de la «privanza», aplicable a los validos de la España del siglo xvii. Por desgracia, para esta obra se dispone únicamente de tres fuentes textuales (una manuscrita y dos impresas) muy tardías, ya que todas ellas corresponden a la última década del siglo xviii, lo que hace sospechar que la versión que nos presentan contiene modificaciones con respecto a la que salió de la pluma de Mira. Es más que probable que el texto original se redujera (seguramente por exigencias de los nuevos gustos de los espectadores), dado que cuenta con un total de 2468 versos, cuando la práctica habitual en el teatro áureo era que rondara los 3000 versos. De todas formas, no creemos que afecte a la idea general planteada por el dramaturgo guadijeño y, en consecuencia, al propósito que ahora nos ocupa. Como punto de partida, el protagonista tendrá que afrontar con resignación los contratiempos que las circunstancias de la vida le van deparando. Así, al ser vendido José a unos mercaderes por parte de sus hermanos, implora compasión a estos haciéndoles reparar en el disgusto que supondrá para su padre. Pero como ve que no consigue ablandarlos, acepta irse con los mercaderes, asumiendo un destino que es superior a sus fuerzas: «Cielos, juicios vuestros son / que nadie a saber alcanza (vv. 321-322). Y a continuación se encomienda a Dios, adivinando que esta actitud es la mejor garantía de un futuro triunfo: Divino Señor, ampara mi inocencia, que pues libre de mis hermanos me sacas, me salvas de la cisterna y quieres que esclavo vaya, sin duda para alto fin mi mísera vida guardas. Vuestra voluntad se cumpla (vv. 324-331).
José es víctima de la envidia de sus hermanos, tal y como reconoce Rubén, el primogénito, en un aparte, al ver que su padre Jacob y su hermana Dina aceptan la versión de que José murió devorado por una fiera: «¿Qué más fiera que le envidia / que en nosotros su fin traza?» (vv. 550-551). Cuando José es llevado ante el faraón para interpretar sus sueños y observa que de inmediato causa buena impresión en el mandatario egipcio y su esposa, podía haber exteriorizado su alegría. Sin embargo, se muestra prudente y dispuesto a afrontar una nueva prueba. Por ello se pregunta: «¿Hasta dónde, cruel fortuna, / llegará tu ceño esquivo?» (vv. 688-689). 183
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Toda la corte de Egipto alaba la gestión de su ministro, hasta el punto de que el faraón afirme: «Por ti, Josef, tengo reino». No obstante, este le responde atribuyendo todo el mérito al Cielo: Tan grande dicha, señor, sólo la debéis al Cielo, no a mí, aunque de ella quiso hacerme a mí el instrumento (vv. 1190-1193).
El faraón pone a su servicio a Clefo y al que tuvo a José como esclavo, Putifar. No obstante, José acepta en tono realista esta nueva situación, fruto de los cambios de la fortuna: Del favor de Dios valido, y después, señor, del vuestro, mostraré a Egipto que soy de tanto Sol un destello. Aunque varia la fortuna con su instable movimiento, me sublime a tanta alteza, desde pobre, esclavo y preso, mandando a quien yo serví, de nada me desvanezco; pues mis míseros principios jamás olvidarlos puedo. Y así, Putifar, no hagáis, de que os mando, sentimiento; ni vos, Clefo, pues a mí no asistís, sino a mi empleo (vv. 1204-1219).
José atribuye de nuevo a la fortuna su suerte y ello le hace reflexionar al estilo de Segismundo en el conocido drama calderoniano, cuando observa las intenciones de Asenet ante el faraón con respecto al amor hacia él: ¡Fortuna, de mis desdichas elevarme a tantas dichas! Apenas, cielos, lo creo. ¡Yo en un trono sublimado! ¡Igual a un emperador! ¡Ser mi poder el mayor! ¡Y como rey adorado! Cuando tal juzgo mi estado, la imaginación se admira confusa con lo que mira, no alcanzando en tanto empeño si estoy despierto o si sueño si esto es verdad o mentira (vv. 1679-1691).
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José, después de diversos avatares, ya no puede resistir más y se identifica ante sus hermanos en los siguientes términos, que ponen de manifiesto su humildad y confianza en Dios: Yo soy Josef, vuestro hermano. No os turbe verme en tal puesto, no os admire, no os espante, que son milagros del Cielo para que sus altos juicios dejen cumplidos mis sueños (vv. 2109-2114).
Rubén da la noticia a su padre de que José no está muerto y que es «privado» del faraón: De Faraón Josef mi hermano alcanza poder, dominio, honor, mando y privanza; tanto, que en su distrito segundo rey le adora todo Egito (vv. 2289-2292).
El tema de la «privanza», tan presente en la sociedad española de los reyes Austrias y en el teatro de Mira de Amescua, encuentra en el caso de José un buen ejemplo para mostrar el modelo de lo que debe ser un «privado» o «valido» del rey. Estamos, pues, ante un anacronismo intencionado: al hablar de la «privanza» de José con respecto al faraón, tanto el autor como los espectadores del siglo xvii tenían presente la realidad de su época, concretamente la corte de los monarcas de la casa de Austria. En la escena final (encuentro de Jacob y sus hijos con José en presencia del faraón), José interpreta todo lo sucedido como cumplimiento de los designios del Cielo. A la extrañeza de Jacob su hijo le responde: Esto es haber, padre mío, sus infalibles decretos el Cielo cumplido en mí, por mi inocencia volviendo, y acreditar que verdades fueron de Josef los sueños (vv. 2451-2456).
Pasamos a la figura de Moisés, otro personaje fundamental en la historia de Israel que, si bien es distinto al anterior, tiene como punto en común el escenario de los hechos en la corte del faraón. Y, una vez más, Mira de Amescua no pierde la ocasión de presentarlo como modelo imitable para la práctica política de su tiempo. La pieza teatral en cuestión es Los prodigios de la vara y capitán de Israel (Mira de Amescua, 2004: 327-430), comedia inspirada en la vida de Moisés, que toma como base fundamental el relato del Éxodo (1-15), aunque recoge también algunos elementos del historiador judío Flavio Josefo y de la tradición cristiana. En varios 185
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momentos de la obra sale a relucir el tema de la «privanza» (tan querido de Mira), con reflexiones de Moisés sobre los vaivenes de la fortuna: hoy se goza del favor del poderoso y mañana se cae en desgracia. La relación de Moisés con el faraón está planteada bajo los esquemas de la que imperaba en la España de los Austrias entre el privado y el rey: confianza del rey en su privado, intrigas para hacer perder a este el favor del monarca, dudas del rey en el sentido de que su favorito le pueda traicionar… Eliacer aconseja al faraón en contra de Moisés, y el soberano egipcio duda, aunque sigue manteniendo su confianza en él: Dentro en mi pecho dudaba si era lealtad o traición, que semejante ocasión a que dudase obligaba. Por otra parte, le di palabra de ser su amigo, siendo Termud el testigo de lo que le prometí. Matarle ahora no es ley, porque no ha dado ocasión. ¿Quién ha visto confusión como ésta en pecho de rey? (vv. 495-506).
Los problemas para Moisés vendrán también de los propios hebreos, que creen verse perjudicados por la situación, lo que lleva al hermano de Moisés, Aarón, a estas reflexiones sobre la privanza: ¡Ah, privanza, privanza! ¡Objeto de envidiosos y enemigos, si el que pide no alcanza, enemigos se vuelven los amigos! ¡Triste del más privado pues del pequeño al grande es envidiado! (vv. 581-586).
Nacor presenta unos «memoriales» que acusan a Moisés ante el faraón y este duda si hacer caso o no a lo que allí se dice: Faraón Lee, Nacor, aquesos memoriales. Nacor (Lee) Dice aquéste: «Señor, al pueblo importa que de Moisén se ataje la privanza; que hay pronóstico cierto que un hebreo destrucción ha de ser de todo Egito, y de Moisén se temen infinito».
Faraón Más pienso que es envidia que otra cosa; veráse el memorial. Pasa adelante.
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Lee otro memorial
Nacor «Si estar seguro quieres en tu estado, no tengas a Moisén por tu privado».
Faraón ¿Qué es aquesto, Nacor? ¿Quién causa ha sido de que Moisén esté mal recibido?
Nacor Señor, el reino teme aqueste hebreo, porque como son muchos, ser podría, a trueque de salir de cautiverio, conjurarse y quitarte aqueste imperio.
Faraón Mira, Nacor, qué dice el que se sigue.
Nacor (Lee otro)
«En caso que vuestra majestad no se resuelva de quitar a Moisén el nombre de su amigo, lo está el reino de no obedecerle; que es afrenta de la nación gitana que el rey Faraón estime tanto a un hebreo, dando ocasión a que se sigan inconvenientes que no se puedan remediar».
Faraón Tente, Nacor; no pases adelante.
[Ap.] (Mucho me aprieta el reino en este caso, porque Moisén está tan obediente y le hallo tan leal a mi persona que merece del reino la corona. Bien es verdad que temo lo que dice; mas también es verdad que nunca he visto de que recelar pueda lo que temo. Pues, matar un amigo..., ¡bravo caso!, y más sin que haya causa de matarle. Mas a un vulgo alterado no hay quien pueda resistir. ¿Qué he de hacer? Que en este caso si a Moisén doy la vida, me la quito; mas si del reino la quietud estriba en que muera Moisén, Moisén no viva. Confesando, aunque vence su porfía, que matarle sin causa es tiranía) (vv. 689-722).
Al comienzo de la segunda jornada María y Aarón, hermanos de Moisés, comentan el aprecio que tiene el faraón a Moisés; si bien Aarón hace estas consideraciones sobre los peligros que siempre acechan al privado: Nada te espante, María, que cuando mira un privado que es querido y envidiado toda aquella lozanía y rueda, que hace el privar,
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Aurelio Valladares Reguero si mira la emulación la deshace cual pavón, porque es decenso al quitar. Y aunque el rey le quiera bien, si el reino le quiere mal, la opinión del vulgo es tal que el favor vuelve desdén (vv. 1148-1159).
Los hermanos israelitas Datán y Avirón discuten por un pan, lo que hace intervenir a Moisés, que intenta poner paz con la propuesta de que lo repartan. Entre tanto, el faraón observa atentamente el comportamiento de Moisés. Datán no está conforme y echa en cara a Moisés haber dado muerte a Eliacer, a lo que replica aquel que fue precisamente para salvar su honor. Acuciado por Nacor, el faraón encuentra en la confesión de Moisés un pretexto para condenarlo y así complacer a las personas de su reino que se lo pedían. Moisés se muestra sumiso y acata la decisión, que interpreta como consecuencia de los vaivenes de la fortuna, que antes le ha dado todo y ahora se lo quita. Se postra de rodillas ante su señor, al que se dirige en los siguientes términos: Señor, ya que en tu real mano está mi vida o mi muerte, y es la vida frágil sombra, sueño vano, caña débil; ya que permitió Fortuna que tu favor me subiese al cielo de ser tu amigo, y en las esferas celestes de tu amistad colocado me vi, sin temer vaivenes, porque la gracia del rey seguridades promete. Y ya que la envidia fiera postrado a tus pies me tiene, mas no me espanto, que he sido luna y es razón que mengüe, porque en su natural curso para menguar crece siempre, y es fuerza, si el sol la falta, que su luz no reverbere Dióme el sol de tu favor, luna fui resplandeciente, llegué al punto más sublime y en un punto llegué a verme sin la luz que me alumbraba; pero son del mundo bienes tan de espacio a alcanzarse como al deshacerse breves. No imagines, gran señor,
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Inestabilidad de la fortuna y trasfondo político en las comedias bíblicas de Mira de Amescua que relato estas mercedes para que me des la vida; no ha sido mi intento aqueste. Pero ya que al ojo tengo el morir, pues ya previenes instrumentos que a mi vida de la acción vital cercenen, sólo te pido, señor, un favor, no me le niegues; y para que le concedas será razón que te acuerdes que soy tu hechura y tu esclavo, tú, quien puede concederme que no muera en tu desgracia, para tener fin alegre. Sólo pido este favor y luego venga la muerte, que morir del rey amigos da descanso a los que mueren (vv. 1544-1591).
Esta reflexión, en actitud de sumisión, por parte de Moisés emana de la conocida proclama moral bíblica del «Vanitas vanitatum y omnia vanitas» (Eclesiastés 1:2) y, por otra parte, encaja perfectamente en la visión pesimista de la vida tan del gusto de la época barroca, a la que pertenece nuestro autor. III. Luces y sombras del rey David Estamos ahora ante uno de los personajes más importantes en la historia del pueblo elegido: David, celebrado en el Antiguo Testamento como el rey ideal de Israel y en el Nuevo Testamento como antepasado del Mesías. Mira de Amescua recrea en El arpa de David (Mira de Amescua, 2001: 97-206) los momentos estelares de la vida del monarca israelita: triunfo sobre los filisteos, pecado y arrepentimiento (I y II Samuel). Ahora bien, no es una simple recreación de la historia bíblica de David, sino que sirve al autor, al igual que otras obras suyas, para reflexionar sobre los vaivenes de la fortuna; con una clara aplicación a los «validos» de su época (primer tercio del siglo xvii). La obra se abre poniendo de manifiesto la tristeza que embarga el ánimo del rey Saúl, quien en un momento se lamenta en estos términos: «¡Ay de mí! ¡En qué tiempo breve / la gloria del mundo pasa!» (vv. 29-30). José, padre de David, manifiesta en un «aparte» después de que su hijo ha sido capaz de vencer a un león que tenía atemorizado a los pastores: Secreta fortaleza en aqueste rapaz ha puesto el cielo; ungióle la cabeza
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Aurelio Valladares Reguero un profeta de Dios, siendo mozuelo, y agora, coronada, fortuna le promete no pensada (vv. 649-654).
En el relato que hace Urías de la aclamación de que es objeto David tras vencer al gigante filisteo Goliat, dice entre otras cosas: De la gran Jerusalén salen las damas también con músicos instrumentos. Lógrense tus pensamientos; todo te suceda bien. Alegre viene, triunfando, junto al rey. Será su yerno. Fortuna va levantando de David el nombre eterno; la gala le van cantando (vv. 1014-1023).
El éxito guerrero ante el gigante Goliat y la disposición receptiva amorosa de Micol, al comienzo de la segunda jornada, hacen reconocer a David que, si la fortuna le sonríe, todo es obra de Dios: Pues no la quiso y se fue, favor es: la banda es mía. Fortuna, el cielo, el amor, hoy levantan un pastor a la esfera de la luna; mas, ¿qué amor, cielo o fortuna, sino mi eterno Criador? Gracias te doy infinitas, Santo Dios, por mi vitoria (vv. 1257-1265).
Cuando Jonatás, hijo del rey Saúl e íntimo amigo de David, comunica a este que su padre el rey intenta matarlo, el protagonista hace estas reflexiones sobre la vida: ¡Ay, mi Jonatás! Advierte qué breve, qué transitoria es deste mundo la gloria: juntas andan vida y muerte, gloria y pena, vencimiento, vitoria, gusto y tormento. Hoy vencí los filisteos; hoy levanté mis deseos; hoy soy nada en un momento. ¿Cómo procura la gente honra, con el desengaño de que pasa velozmente?
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Inestabilidad de la fortuna y trasfondo político en las comedias bíblicas de Mira de Amescua Era símbolo del año una enroscada serpiente, y es imagen si se advierte, a la vida parecida, porque toca desta suerte la cabeza, que es la vida, en la cola, que es la muerte. En un círculo, en esfera, anda, si se considera, el hombre: llorando nace, honras busca, y reinos hace, y, al fin, vuelve a ser lo que era (vv. 1370-1393).
Saúl acepta el consejo de su hijo Jonatás para escuchar de nuevo la música de David en un intento de aplacar su ira. Se oye la música expresada en un tono moralizante que evoca el inicio de las famosas Coplas, de Jorge Manrique: Recuerde el alma dormida; avive el seso y despierte; porque la vida se pasa como las aguas corrientes. Minutos son sus edades, sus glorias son horas breves, sueños son sus pasatiempos, marchitas flores sus bienes: que quien al cielo teme, ciertas señales de su gloria tiene (vv. 1497-1506).
El propio rey Saúl, después de fallar el intento de matar a David arrojándole una lanza, se ve obligado a reconocer: «¡Su fortuna es milagrosa!» (v. 1527). A continuación, David y Jonatás, como fieles amigos, mantienen este diálogo sobre los vaivenes que marcan la vida de David:
David Decir podemos que juego y burla parecen los sucesos deste mundo; sólo el cielo los entiende. Jonatás Parece, David, tu historia un libro de vanas suertes: blanca una hoja se halla, cuando otra negra se vuelve (vv. 1593-1600).
El rey Saúl concede, por fin, la mano de su hija Micol a David (de acuerdo con su promesa). Sigue una escena pastoril en que Jesé, padre de David, añora la presencia de su hijo, que de ser pastor se ha trasladado a la corte. Al quedar solo Jesé hace estas reflexiones sobre la vida de los privados, jugando con la vieja idea del contraste «aldea-corte», que muy bien pueden aplicarse a la época de Mira: 191
Aurelio Valladares Reguero Inmenso Dios de Israel, que entre aladas jerarquías de espíritus, mensajeros de vuestra corte divina, estáis gobernando el mundo, si ha de ser para que os sirva la privanza de David, su padre os le sacrifica. Siga la corte y la guerra, vuestros ejércitos siga, pero si no ha de serviros, vuelva a sus selvas antiguas. De los amigos de la corte, como sombras fugitivas que desvanece, si llega, la noche de las desdichas; de las mercedes reales que los linces de la invidia están siempre murmurando, vuelva a sus selvas antiguas; de las máquinas confusas y pretensiones prolijas, donde se anegan al hombre o la paciencia o la vida; de la invidiada privanza, vana y loca, pues confía en la voluntad del hombre, vuelva a sus selvas antiguas (vv. 1697-1724).
Vemos, una vez más, cómo Mira utiliza el término «privanza» (típico de los tiempos de los Austrias de comienzos del siglo xvii) para referirse a la monarquía de Israel. Cuando David parecía haber encontrado la paz, tras haber conseguido la mano de su amada Micol, de nuevo el rey Saúl desea su muerte. Estando David y Micol en un tranquilo diálogo, llega la criada Ana para anunciar las intenciones del rey. La nueva situación hace decir a David: Fortuna, ¿no me dirás quién te mueve o te detiene? Gustos me das con enojos, cual niño tierno que aprisa tiene diversos antojos: a un tiempo, en la boca risa y lágrimas en los ojos. Sol de invierno me pareces: sales tarde, aprisa subes, y cuando más resplandeces, entre celajes de nubes tus rayos desapareces.
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Inestabilidad de la fortuna y trasfondo político en las comedias bíblicas de Mira de Amescua Comedia son tus verdades: entran y salen figuras, haciendo más novedades en dos horas mal seguras que el mundo en sus tres edades (vv. 1891-1907).
En el ataque de los filisteos a los israelitas, David es apresado, pero logra salvarse fingiéndose loco. En cambio, Jonatás y Saúl son muertos. La desaparición de Saúl convierte a David en rey; sin embargo, la noticia le produce hondo pesar, puesto de manifiesto en estas reflexiones que cierran la segunda jornada: Jonatás muerto y yo vivo, Saúl muerto y vivo yo, ¿cómo, si pena recibo, la pena no me acabó? ¡Humano bien fugitivo! Rasgaré mis vestiduras y les daré sepulturas. ¡Tales son las majestades desta vida: vanidades, sueños, sombras y locuras! Dios, tu bondad me aficiona; justas son, mi Dios, tus leyes, pues dándome la corona, me avisas como a los reyes jamás la muerte perdona (vv. 2244-2258).
La tercera jornada se abre con un soliloquio de David en el que agradece a Dios lo que ha conseguido: Gracias al cielo divino que en dulce paz rey me veo, bien que el humano deseo apenas en mí previno. Pastor, pobre, peregrino, en esta vida me vi; humildemente nací, mas ya el tiempo me asegura que hasta mi misma ventura está invidiosa de mí (vv. 2259-2268).
El triunfo de David, a pesar de su horrendo pecado (tercera jornada) sería el colofón perfecto del buen privado.
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IV. Historias ejemplares en la época de los jueces de Israel El autor guadijeño no duda en acudir a otras figuras veterotestamentarias que, si bien no son tan conocidas como las tres anteriores, le sirven perfectamente para sus recreaciones teatrales. Para El capitán Jepté (Mira de Amescua, 2008: 21-109) se inspira en la parte más conocida de la historia del juez hebreo Jefté (Jueces 11), dotada, ya de por sí, de elementos propicios para un tratamiento dramático. Mira de Amescua, clérigo de amplios conocimientos sobre la materia, sigue con total fidelidad el texto sagrado, al que agrega, lógicamente, algunos ingredientes más, de acuerdo con los patrones del teatro áureo. Al tratarse de un personaje menos conocido, ofrecemos una síntesis argumental de la comedia miramescuana. Jepté, hijo de una meretriz, es expulsado de casa por sus hermanos de padre y sale desterrado junto a su hija Ana. Se une al dolor Joseph, primo y enamorado de Ana, cuyos pasos está dispuesto a seguir, acompañado del lacayo Zabulón. El rey Amón manifiesta su intención de hacer la guerra al pueblo de Israel y, en un encuentro con Jepté, humilla a este por su credo religioso, hecho del que promete venganza el hebreo. Padre e hija se topan con un grupo de bandoleros, quienes, al comprobar la valentía de Jepté, le proponen que sea su jefe, que tomará el nombre de Jasón. Amón recibe la promesa de colaboración por parte de Fenisa, reina de Etiopía, lo que provoca los celos de su esposa Mitilene, luego acrecentados cuando comprueba que Amón se siente atraído por la belleza de Ana. Los hermanastros de Jepté acuden al líder de los bandoleros para proponerle que acaudille al ejército de Israel contra los ataques de los amonitas. Tras comprobar su identidad, reconocen el error cometido al desterrarlo. Un ángel anima a Jepté a aceptar la propuesta y este hace el solemne voto de que, si resulta victorioso, ofrecerá a Dios en sacrificio a la primera persona de su casa que salga a recibirlo. Se produce el enfrentamiento bélico y Jepté consigue la victoria para Israel. Al regresar a casa, sale alegre a recibirlo Ana. Jepté, contrariado, revela el voto a su hija, que lamenta su suerte. Cuando Joseph se apresta a pedir la mano de Ana al padre, este aparece con el puñal ensangrentado después de haberla sacrificado. Un ángel aprueba el comportamiento de Jepté. El asunto central (cumplimiento de la promesa del juez sacrificando a su hija) presenta similitudes con el de Agamenón y su hija Ifigenia, inmortalizado por Eurípides y luego retomado por otros célebres autores, como Racine o Goethe; si bien con la diferencia de que el personaje bíblico asume sin titubeos su compromiso. Jepté se convierte, pues, en un buen ejemplo de la inestabilidad de la fortuna. Padre e hija aceptan con resignación el destierro y al final Jepté resultará victorioso, pero con un costo muy elevado: el sacrificio de su hija Ana. Desde el primer momento los dos protagonistas acatan el destino con la confianza puesta en Dios. Así se lo expresa Ana a su padre: Pues, señor, peregrinemos, que en Dios esperar podremos,
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Inestabilidad de la fortuna y trasfondo político en las comedias bíblicas de Mira de Amescua que no niega su rocío a ninguno el cielo pío (vv. 148-151). Señor, en mi Dios confía, fiel amparo a los humanos (vv. 163-164).
Tras el incidente entre Jepté y Amón, Ana lamenta de nuevo su suerte: «¡Ay de mí! / ¡Qué desdichada que fui / desde el día en que he nacido!» (vv. 353-355). Cuando padre e hija se encuentran con los ladrones reflexiona sobre su mala fortuna: Pobre soy, despojado de mi hacienda y mi patria desterrado, como me veis, vengo y ansí tan pobre soy que nada tengo, que ha sido la fortuna en mis sucesos varia e importuna (vv. 449-454).
Y posteriormente, al enfrentarse a un ladrón defendiendo a su hija Ana, Jepté hace de nuevo una referencia a la fortuna: Si hacienda me quitó fortuna impía, no me quitó el valor ni la osadía con que podré amparalla del humano poder (vv. 463-466).
Si la fortuna le sonríe (los ladrones lo nombran como jefe de la banda), el protagonista, en un aparte, vuelve a hacer idéntica reflexión: No debe el hombre Aparte vivir desconfiado, por más que se imagine derribado de la fortuna esquiva (vv. 502-505).
El triunfo de Jepté se debe a su confianza en Dios. Así lo expresa, en tono de agradecimiento, cuando sus hermanos (que no lo reconocen) le proponen ser caudillo del pueblo de Israel: ¡Oh, gran Dios de las venganzas!, de quien viene todo el bien, todos los nacidos den a tu piedad alabanzas; pues logras las esperanzas de los pobres y pequeños, sin ser de sus obras dueños los corazones humanos. No son vuestros sueños vanos. Descúbrese verdades son vuestros sueños (vv. 1691-1700).
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Tanto Jepté como su hija manifiestan su confianza en Dios antes de que el juez emprenda la misión encomendada, al comienzo del acto tercero, según puede comprobarse en este diálogo: Jepté No te aflijas, hija mía, que el Señor que nos defiende y es de mi celo testigo, con esta empresa se emprende humillar al enemigo que nuestra ofensa pretende. Pues de darnos la victoria, a él resulta la gloria y de su pueblo el reposo, y en él espero piadoso que nos tendrá en su memoria. Ana Pues con tu celo me obligas, bien harás en confiar en los intentos que sigas, y yo le voy a rogar que tu victoria consigas. Dame, señor, tus abrazos, consolaranme sus lazos. Jepté Y mi bendición también. Y en Dios confianza ten, que he de volver a tus brazos (vv. 1826-1846).
Y es a continuación cuando Jepté, tras quedar solo, se arrodilla ante Dios y hace el solemne voto: Yo, Señor, en la defensa de tu honor y de tus leyes, digna en mi fe recompensa, voy contra bárbaros reyes que solicitan tu ofensa. Yo, Señor, para moveros, un voto quiero haceros. Recibidle, Rey piadoso, que si vuelvo victorioso, desde hoy prometo ofreceros lo primero que al entrar de mi propria casa vea. Yo os lo he de sacrificar, porque agradecido sea víctima de vuestro altar (vv. 1847-1861).
Aunque el dramaturgo recrea una historia lejana del Antiguo Testamento, no pierde de vista el presente. En un momento de la obra los ladrones toman preso a 196
Inestabilidad de la fortuna y trasfondo político en las comedias bíblicas de Mira de Amescua
un poeta, lo que sirve a nuestro autor para hace un elogio de los poetas que hacen comedias en este interesante diálogo: Jepté ¿Quién eres? Poeta Griego. Jepté Gente sabia y discreta. ¿Profesas algún arte? Poeta Soy poeta. Zabulón ¿Poeta? ¿Eso tenemos? Ninguno se alborote, déjenme a mí con él. ¿Sois tagarote o poeta famoso?
Poeta Único y solo envidiaran mis versos. Zabulón ¿Quién? Poeta Apolo. Zabulón Dos tachas por lo menos tendréis, aunque seáis de los muy buenos: soberbio y maldiciente. Poeta Malcontento dirás, no me contentan jamás versos ajenos.
Zabulón Lo mismo tenéis todos, pues decís mal de todo por mil modos si en otros los miráis. ¿Que habéis escrito?
Poeta Comedias. Zabulón Yo os perdono que el vulgo de contado os paga luego con el silbo o aplauso. Jepté ¡Oh, vulgo ciego! Cuán ignorante estás en las perfetas calidades de célebres poetas. Soltadle libremente, que a tales hombres todo sabio estima, porque tienen deidad que eternamente los inspira y anima, y han de ser celebrados por reyes en las almas coronados (vv. 1068-1094).
Es evidente que cuando el protagonista realiza este encendido elogio de los poetas que escriben comedias se refiere, obviamente, no a los tiempos de los jueces del Antiguo Testamento, sino a los del espectador que veía esta obra. Aunque de menor importancia para nuestro propósito, no queremos pasar por alto otra comedia bíblica del autor guadijeño centrada, al igual que la anterior, en 197
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la época de los jueces de Israel. Nos estamos refiriendo a El clavo de Jael (Mira de Amescua, 2003: 421-516), pieza basada en el relato de la victoria sobre el rey Jabín de Canán por parte del pueblo de Israel, bajo la dirección del juez Barac, secundado por la profetisa Débora y con la intervención decisiva de Jael, que consigue cautivar con su belleza al comandante cananeo Sísara, al que dará muerte mientras dormía, incrustándole un clavo en la sien (Jueces 4). Como la historia que recrea no contiene muchos ingredientes, Mira introduce elementos nuevos, siendo el más llamativo la doble historia amorosa —muy del gusto de los dramaturgos áureos— de los pastores Fineo y su criado Simaneo con Jael y su criada Tamar. El autor aprovecha este entramado para poner de manifiesto la idea básica de que el hombre no debe fiarlo todo a sus fuerzas, ya que Dios puede encumbrar al débil y derribar al poderoso. Al comienzo de la segunda jornada, cuando el caudillo Barac expone a la profetisa Débora sus planes de ataque al enemigo (con anterioridad ella le adelantó que el triunfo será debido a la acción de una mujer), la profetisa le responde con estas reflexiones en que se mezclan el sentimiento religioso y el trasfondo político: Barac, aunque así te humillas, mira, como los discretos, que en los humildes sujetos muestra Dios sus maravillas. El humilde le agradó, y por Él fue levantado, y, cuando más confiado, el soberbio derribó. [...] por la humildad que has tenido, justo a su pecho has venido. Ya la victoria alcanzaste. ¿No deseara de ti propio gozar la victoria, pues vences la vanagloria de verte ensalzado así? De aquí es justo que se vea, después de tiempos tan largos, que Dios nunca da los cargos al hombre que los desea. Moisés bien supo temer cuando con Dios se escusaba, pues con su lengua dudaba podelle nadie entender; y ansí los reyes debían honrar al que no pretende mucho más, pues dél se entiende que ambiciones no porfían. Esto basta. Y no te vea mas, Barac, desconfiado (vv. 898-927).
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Sísara comunica a su esposa que ha tenido un sueño en el que una mujer le atravesaba las sienes con un clavo. Barac constata que se trata de la profecía ya anunciada por Débora, en tanto que Sofonisa interpreta que los dioses ceñirán las sienes de Sísara con laurel empapado en sangre de Israel y que la mujer del sueño es la diosa Fortuna. Así trata de disipar Sofonisa los temores que el sueño han provocado en su esposo el capitán Sísara: Ve, en las flores teñidas en sangre nuestra, que dará [a] tu acero Israel tantas vidas, que el sol, donde esmeraldas vio primero, mire rojos rubíes, juntándo[se] al clavel los alhelíes. La mujer que a la luna excedió en el candor tan milagroso, es la diosa Fortuna, que favorable se te muestra hermosa, de estrellas circuída, alba su rostro si del sol vestida. El clavo significa que has de ponelle en su mudable rueda, para que, estable y rica, goces la vida, que a su cargo queda. Y el ponerle en tus sienes señal es de laurel ¿Qué te previenes? (vv.1394-1411).
Finalmente, no se cumplirá la interpretación de Sofonisa favorable a Sísara, sino la profecía —con resultado truculento, pero propicio para los israelitas— de Débora, quien afirma que Jael se convierte así en figura de la mujer que aplastará con su pie la cabeza del dragón (la Virgen María). V. El pobre Lázaro, ejemplo para asumir los vaivenes de la fortuna Concluimos nuestro recorrido con una sexta comedia bíblica de Mira de Amescua: Vida y muerte de San Lázaro (Mira de Amescua, 2011: 597-716), esta vez basada en la parábola evangélica del rico epulón y el pobre Lázaro (Lucas 16:1931). No obstante, dada la brevedad del relato que sirve de inspiración, el autor se ve obligado a amplificar la materia y para ello recurre a otros textos bíblicos, esta vez del Antiguo Testamento, como el libro de Job y la historia de Nabal y su esposa Abigaíl (I Samuel 25). Con estos ingredientes, ajustándolos a los patrones teatrales del momento, construye Mira esta pieza dramática, cuyo final se asemeja (además, así lo exige la fuente bíblica) al típico de las comedias hagiográficas. Por otra parte, en ella están presentes algunos temas habituales en la producción miramescuana, como es el caso del libre albedrío o la mutabilidad de la fortuna, que es el que en estos momentos nos importa. Veamos algunas citas sobre el particular. 199
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Abre la obra Nabal, blasfemo, envidioso y molesto con su suerte, al que no convencen los razonamientos de su criado Jordán, que trata de apaciguar su ánimo. El criado le hace, entre otros, este razonamiento: Ten, señor, más confianza, aunque el hado te persigue, porque todo lo consigue la paciencia y la esperanza; que aunque tu pena importuna durar se ve deste modo, el tiempo lo muda todo y lo acaba la fortuna. No hagas extremos tales, y esos trabajos que tienes, recíbelos tú por bienes y dejarán de ser males (vv. 97-108).
Y al comienzo de la segunda jornada el criado Baltasar comunica a Lázaro las desgracias ocurridas en sus ganados como primer paso que irá conduciendo hasta su extrema pobreza. Abigail le recomienda paciencia con esta imagen sobre la fortuna: Bien dicen que la Fortuna tiene el pie sobre una bola, porque no hay firme edificio fundado en basa redonda. Lázaro, mucho perdiste. Si en prosperidad dichosa te dan modestia los cielos, paciencia te den ahora (vv. 1318-1325).
Lázaro asume con resignación la lección moral que deriva de asumir la inestabilidad de la fortuna. Y así irá forjando los cimientos de lo que será su triunfo final. Bibliografía Arellano, Ignacio. «El poder y la privanza en el teatro de Mira de Amescua», en Agustín de la Granja y Juan Antonio Martínez Berbel (eds.), Mira de Amescua en candelero: actas del Congreso Internacional sobre Mira de Amescua y el teatro español del siglo xvii (Granada, 27-30 octubre de 1994), vol. I, Granada, Universidad, 1996, pp. 43-64. Bradner, Leicester. «The Theme of Privanza in Spanish and English Drama, 1590-1625», en A. David Kossoff y José Amor Vázquez (eds.), Homenaje a William L. Fichter: estudios sobre el teatro antiguo hispánico y otros ensayos, Madrid, Castalia, 1971, pp. 97-106. Ferrer Valls, Teresa. «El juego del poder: Lope de Vega y los dramas de la privanza», en Ignacio Arellano y Marc Vitse (coords.), Seminario Internacional Modelos de vida en la España del Siglo de Oro. I. El noble, (23-24 abril 2001), Madrid, Casa de Velázquez, 2004, pp. 159-185.
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Inestabilidad de la fortuna y trasfondo político en las comedias bíblicas de Mira de Amescua Mira de Amescua, Antonio. «El arpa de David», ed. de M.ª Concepción García Sánchez, en Agustín de la Granja (coord.), Teatro completo, vol. I, Granada, Universidad-Diputación, 2001, pp. 97-206. — «El clavo de Jael», ed. de Emilio Quintana Pareja, en Agustín de la Granja (coord.), Teatro completo, vol. III, Granada, Universidad-Diputación, 2003, pp. 421-516. — «Los prodigios de la vara y capitán de Israel», ed. de Antonio Cruz Casado y Juana Toledano Molina, en Agustín de la Granja (coord.), Teatro completo, vol. IV, Granada, UniversidadDiputación, 2004, pp. 327-430. — «El capitán Jepté», ed. de Aurelio Valladares Reguero, en Agustín de la Granja (coord.), Teatro completo, vol. VIII, Granada, Universidad-Diputación, 2008, pp. 21-109. — «El más feliz cautiverio», ed. de Aurelio Valladares Reguero, en Agustín de la Granja (coord.), Teatro completo, vol. X, Granada, Universidad-Diputación, 2010, pp. 361-454. — «Vida y muerte de San Lázaro», ed. de Antonia María Mora Luna y Aurelio Valladares Reguero, en Agustín de la Granja (coord.), Teatro completo, vol. XI, Granada, Universidad-Diputación, 2011, pp. 597-716. Muñoz Palomares, Antonio. El teatro de Mira de Amescua. Para una lectura política y social de la comedia áurea, Madrid, Iberoamericana, 2007. Peale, C. George. «Comienzos, enfoques y constitución de la comedia de privanza en la Ter cera parte de las comedias de Lope de Vega y otros auctores», Hispanic Review, 72-1 (2004), pp. 125-156. Serrano Agulló, Antonio. «Dos notas sobre comedias de validos en Mira de Amescua», en Agustín de la Granja y Juan Antonio Martínez Berbel (eds.), Mira de Amescua en candelero: actas del Congreso Internacional sobre Mira de Amescua y el teatro español del siglo xvii (Granada, 27-30 octubre de 1994), vol. I, Granada, Universidad, 1996, pp. 533-543. — Teatro e historia en Mira de Amescua: don Bernardo de Cabrera, Kassel, Edition Reichenberger, 2006. Valladares Reguero, Aurelio. «Panorama de las comedias bíblicas en el Siglo de Oro», en Francisco Domínguez Matito y Juan Antonio Martínez Berbel, La Biblia en el teatro español, Vigo, Academia del Hispanismo-Fundación San Millán de la Cogolla, 2012, pp. 255-268.
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SIGLOS XVIII Y XIX
Ritmo y melodía en la poesía de Rubén Darío Loreto Busquets Università Cattolica del Sacro Cuore
en nuestro idioma […] lo que ha faltado es un análisis más hondo y musical de nuestra prosodia. Rubén Darío (1950-1955, I: 216)
Ni Rubén Darío pierde ocasión de recordar al lector la condición musical de sus versos ni la mayoría de sus exegetas se olvida de mencionarla, prodigándose en genéricos y entusiastas elogios. Es curioso, sin embargo, que la aproximación a este aspecto propiamente ontológico de su obra se limite a analizar, a menudo con profusión de detalles, las estructuras métricas empleadas por el poeta y a valorizar las novedades que introdujera a los patrones versales de la tradición, quebrantándolos o «flexibilizándolos», como gusta decir él mismo, a la luz de los aportes de los maestros franceses, llámense o no simbolistas. Tal vez porque este aspecto es el que suscitó mayormente la calurosa aceptación de los escritores hispanos y «en su tiempo sirvió para renovar el gusto y la forma y el vocabulario en nuestra poesía, encajonada en lo pedagógico-clásico, anquilosada de Siglo de Oro o apegada, cuando más a las fórmulas prosaico-filosóficas o baritonantes y campanudas de maestros, aunque ilustres, limitados» (Darío, 1950, I: 214-215), se ha pensado que el análisis métrico y fonológico agota el estudio de los efectos rítmicos y melódicos de que son portadores los textos. Sin embargo, no son la rígida estructura del soneto o el anárquico verso libre, el hexámetro o el alejandrino más o menos flexibilizados, el cómputo silábico o el minucioso registro de las consonancias, asonancias y disonancias de los versos, lo que pueda decirnos algo de la significación y de la musicalidad de los textos,1 constituida, esta última, como señala el propio Darío, por el ritmo y la melodía que los informa y por la eufonía que emana de las palabras y frases utilizadas. A estos aspectos pretenden aportar algo estas páginas, evitando, en cualquier caso, una equiparación excesiva de la música verbal a las notas, timbres o fraseos de la música propiamente dicha, dado que esta, además de «sonar», «significa», y a veces es el Escribe Quilis a este propósito: «Pero el análisis métrico no es un fin en sí mismo, sino un componente más para poder penetrar en el conocimiento de la estructura del poema y en su significación» (Quilis, 1984: 193). 1
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Loreto Busquets
significado el que evoca sonoridades y melodías. Que es a lo que creo se refiere Darío cuando escribe, a propósito del «ritmo» y de la «cuestión métrica», que «[l]a música es sólo de la idea, muchas veces».2 De ello, en efecto, no cabe la menor duda. Porque la voz blanca, justo para poner un ejemplo, no solo es luminosa porque la apertura de las dos /a/ producen a muchos este efecto y la sílaba formada por la doble consonante explosiva-líquida /bl/, trabada por la explosiva /n/, da lugar a una sugestiva sonoridad nasal que parece portadora de significado, sino porque el semantismo (lo blanco) se impone inexorablemente en la mente del lector, y los sonidos, desprovistos de significación alguna, se limitan a potenciarlo. Lo mismo cabe decir de las supuestas connotaciones significativas de los fonemas singularmente considerados, efecto, en general, de un espejismo, por más que estos produzcan objetivas «sensaciones» eufónicas, como han señalado, entre otros, Navarro (1966), Hála (1970) y Quilis (1981). No nos dejemos impresionar por el color presuntamente objetivo de las vocales, que, tras el famoso Voyelles, de Rimbaud, sugestionó a muchos poetas del momento. Fuera de su contexto semántico y prosódico-eufónico, ni la /a/ sugiere necesariamente el negro, como supone el poeta francés, ni la /i/ el rojo. En suma, para que el significante sea «expresivo» es necesario que se verifique una concomitancia entre fondo y forma, o como dice Navarro a propósito de Darío, «una intuitiva adaptación fonológica» al contenido,3 sin las cuales aquel, en vez de obrar a modo de caja de resonancia del significado, permanece inerte e inexpresivo: [L]’expressivité d’un élément sonore ou articulatoire —escribe Henri Morier— provient d’une hereuse rencontre. L’un ou l’autre des caractères constitutifs du phonetisme du mot considéré doit être l'image de l’un ou l’autre aspect du signifié […]. C’est le sens qui sert de filtre en refusant les valeurs phonétiques «absurdes» et en exaltant les valeurs «consonantes» (Morier, 1981: 250-251).
Un acercamiento prosódico a los textos no puede, pues, prescindir de la prioridad del tema y de las estructuras morfosintácticas, sintáctico-versales y estróficas en que se configura, dando lugar, simultáneamente, a «unidades melódicas» —que en buena parte obedecen a «principios fundamentales de la tradición rítmica del idioma» (Navarro, 1966: 89)— y a una serie de fenómenos musicales —tempo, ritmo, sonoridad, melodía— que solo interesan en la medida en que se adhieren y potencian el contenido y dan cuerpo a aquel «algo» indefinible (aquel je ne sais quoi) con que el autor crea un «clima» y un «color» determinados, que denominamos tono poético o tono emocional poético.4 Aunque no es mi intención adentrarme en las lucubraciones filosóficas de Darío acerca del ritmo como elemento estructurante de su cosmogonía —asunto al «Palabras liminares» (Darío, 1967: 11). «No se puede decir que haya en la Sonatina [de Rubén] un simbolismo fonético aplicado de propósito para reforzar el efecto evocativo de las palabras», sino más bien «una intuitiva adaptación fonológica al contenido» (Navarro, 1966: 195). 4 De imprescindible lectura Émilie Noulet (1971). 2 3
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Ritmo y melodía en la poesía de Rubén Darío
que he dedicado ya algunas páginas (Busquets, 2018)— no desecho la oportunidad de iniciar mi análisis con el soneto «Ama tu ritmo…», de Prosas profanas (Darío, 1967: 136) en cuanto sintetiza con eficacia la visión que Rubén tiene del mundo, del ser humano en él integrado, y del poeta: ritmo individual engarzado en el ritmo del universo, del que participan por igual todos los elementos que lo conforman. Ama tu ritmo Ama tu ritmo y rima tus acciones bajo su ley, así como tus versos; eres un universo de universos y tu alma una fuente de canciones. La celeste unidad que presupones hará brotar en ti mundos diversos, y al resonar tus números dispersos pitagoriza en tus constelaciones. Escucha la retórica divina del pájaro del aire y la nocturna irradiación geométrica adivina; mata la indiferencia taciturna y engarza perla y perla cristalina en donde la verdad vuelca su urna.
Contamos con un comentario de ese poema del propio Darío, de unas palabras de Pedro Salinas y de un análisis estilístico que se detiene justo en el umbral de lo prosódico (Flores-Cuautle, 2014). En ellos se habla del contenido: de la «potencia íntima individual», escribe Rubén (Darío, 1950-1955: I, 213), y de la necesidad que tiene el poeta de «escucharse por dentro para dar con su propio ritmo» para confeccionar su canto (Salinas, 1981: 202). En cuanto a la musicalidad del texto, un comentarista de la época escribe con alguna exageración: «Nunca la poesía castellana estuvo más próxima de la música» (De Carvalho, 1907: 494). La poesía en cuestión se ajusta a la rígida estructura del soneto tradicional, sin que se den aquellas violaciones en las que ha insistido la crítica al destacar la libertad con que Darío ha tratado los metros transmitidos por la tradición, inaugurando formas inéditas. Desde el punto de vista del contenido, se trata de una interlocución del sujeto con su propia imagen. No creo, en efecto, como sostiene FloresCuautle, que el hablante se dirija al lector, al ser humano en general o a un ser humano cualquiera, sino a sí mismo en cuanto creador-poeta. El yo, paralizado en una indiferencia taciturna, se mira digamos en el espejo para recordar sus propios presupuestos acerca de la conformación del mundo (la unidad de un Todo que es número, o sea geometría) y de su doble condición de ser humano y de poeta, de cuya alma brotan canciones y mundos diversos: un universo de universos. Si el hombre es un 207
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todo numérico inserto en la totalidad aritmética del universo, armonizada, pitagóricamente, al compás de la música, la palabra del poeta es la forma musical en que se actualiza su propio mundo, como no podía ser de otro modo dada la identidad de las sustancias. Pese al acomodamiento a una forma métrica prestigiosa y consolidada, el poema no sigue el orden lógico-expositivo que cabría suponer en función de lo mencionado. Inicia con un mandato categórico que pretende sacudir al poeta de su entorpecimiento y que, rebotando, por decirlo así, de verso en verso en las variantes que se suceden, impone, con su reiterado martilleo, la tonalidad afectiva del texto: ama, rima, pitagoriza, escucha, mata, engarza. Rubén está violando el orden sintáctico sin violar el esquema métrico, porque, según lo dicho, la secuencia lógica de los imperativos debería ser mata la indiferencia, escucha la retórica divina, ama tu ritmo, rima tus acciones y engarza perla y perla cristalina para al fin dar a luz un mundo diverso (nuevo, inédito) en el que se actualiza y manifiesta «la verdad» de la poesía. Interesante ese vuelca de la urna que cierra el soneto, la cual, repleta de verdad, está como en espera de derramarse en el verso (canto y número), pasando así de potencial, en acto. El «modernismo» de Darío, o si se quiere, su verlainismo, va mucho más allá de sus equilibrismos técnicos, de sus innovaciones versificadoras e incluso de la musicalidad de sus versos. Novedosa es la concepción misma del poeta y la idea de creación que la acompaña, compartida ciertamente por la «nueva» lírica francesa de fin de siglo. En su visión, la poesía, y en general el arte, aspiran al conocimiento de la verdad con que, no casualmente, termina de forma categórica el poema. Verdad que pese al adjetivo divina no conduce a un totalmente Otro ni siquiera de tipo platónico, sino a un Dios que es arqué, principio primero de la realidad que, como se ha dicho, se configura en medida y armonía, forma en que se manifiesta el fondo, constituido por la esencia cósmica. No hay trascendentalismo religioso en esos versos, ni inspiración romántica. El arte, no diversamente de la ciencia, aspira al conocimiento de la verdad, al que ambos llegan a través de la intuición, incorporando de tal modo nuevos mundos al mundo. Darío lo dice con una hermosa frase: «Nadie sabe nada, y la intuición es una piedra lanzada a lo desconocido».5 Jorge Guillén le irá a la zaga: «La creación son intuiciones indecibles que se objetivan en imágenes y ritmos» (Guillén, 1983: 84). En el trasfondo, Hommages et Tombeaux, de Mallarmé, donde en la noche de la efímera realidad fenoménica brilla la luz eterna del lenguaje. El soneto se organiza en versos en esticomitia, conformando un bloque geométrico; las rimas consonantes, repletas de grupos consonánticos que llevan incorporadas la vibrante /r/, resuenan poderosas (versos, universos, diversos, dispersos / nocturna, taciturna, urna), marcando con enérgica contundencia el final de los versos y el hilo que los mantiene trabados. Hay solo dos encabalgamientos que no amenazan la estabilidad del conjunto: el primero deja suelta una breve cola que suena como una orden gracias al inicial acento de intensidad de bajo, que impone desde arriba nada menos que una ley a la que el yo-ser humano y el yo-poeta obe Rubén Darío. La Nación, Buenos Aires, 21 de febrero de 1914 (en Gómez Bedate, 1997: 75).
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decen. En el segundo cuarteto la separación del verbo del sujeto, que ocupa el verso por entero, no descompone la sólida y rígida geometría estrófica, reforzada con paralelismos léxicos y sonoros de intensa sonoridad en virtud de las vibrantes /r/ en sílabas acentuadas y consonantes dobles (brotar, resonar; diversos, dispersos; ti, tus, tus), y de consonancias internas (mundos, números; diversos, dispersos). Geometría que acaba resolviéndose en el dibujo irregular y fantasioso de las no menos geométricas constelaciones, transcrito con el rápido y suave pitagoriza en tus constelaciones, gracias al amplio espacio interictual por el que corre la voz en busca de los acentos de los dos polisílabos portantes. El segundo encabalgamiento, en el primer terceto, traza una sinuosa y espléndida línea que abraza el terceto entero, en la que sin solución de continuidad vemos el vuelo del pájaro en el aire en virtud del sonido blando y flexible de las líquidas /l/ y /r/ sin trabazón consonántica alguna, y la irradiación geométrica de las estrellas, que la noche (nocturna), paradójicamente, hace visibles al poeta, que intuye y «adivina». Rubén no dice mira, sino escucha, pese a que al lector se le aparece propiamente una visión. Juego sinéstetico singularmente apreciado en ese momento en que la ciencia ha descubierto correspondencias sensitivas insospechadas; pero sobre todo es escucha porque las esencias, siendo música, se manifiestan mediante voces audibles al poeta, atento, por vocación (vox), a la «llamada». El ama inicial tiene su contrapunto final en el mata con que empieza el último terceto. El acento en la primera sílaba del entero poema, y obviamente el semantismo, apuñala esa indiferencia taciturna que corre veloz y desmayadamente en virtud del amplio espacio silábico que media entre las tónicas del sintagma, para dar la última orden, la de construir el verso. Verso que es ya música gracias al delicioso juego de las líquidas y trabadas y a las repeticiones sonoras (aa/aa, ea/ea, ia/ia), que suenan y resuenan en el afortunado perla y perla cristalina, puro sonido alegre y luminoso que hace visible el hilo sutil que engarza las palabras. Contruido el verso (la escritura es artesanía, construcción, architecture, dice Valéry), la voz vuelve a la gravedad de una afirmación sin atenuantes en la que el primer hemistiquio vuela directamente a la voz clave (verdad) —el donde es partícula levemente acentuada—, ocupando la cumbre melódica al lado del brusco y ritmado vuelca en contigüidad acentuativa (verdad vuelca), que ahora, en breve y suave descenso melódico, alcanza esa urna depositaria de la verdad que derrama su contenido en el molde trasparente del verso. * Heraldos ¡Helena! La anuncia el blancor de un cisne. ¡Makheda! La anuncia el blancor de un cisne.
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Loreto Busquets ¡Ifigenia, Electra, Catalina! Anúncialas un caballero con un hacha. ¡Ruth, Lía, Enone! Anúncialas un paje con un lirio. ¡Yolanda! Anúnciala una paloma. ¡Clorinda, Carolina! Anúncialas un paje con una rama de viña. ¡Sylvia! Anúnciala una corza blanca. ¡Aurora, Isabel! Anúncialas de pronto un resplandor que ciega mis ojos. ¿Ella? (No la anuncian. No llega aún.)
Sigo con otro poema de Prosas Profanas, «Heraldos» (Darío, 1967: 59-60), que el propio Darío ofrece como demostración de «la teoría de la melodía interior», resaltando el valor que adquieren «el juego de las sílabas, el sonido y el color de las vocales» para decir o evocar lo que en él se significa (Darío, 1950-1955, I: 209). También este texto ha merecido especial atención por parte de los críticos, preocupados en decidir si se trata de prosa poética (Navarro Tomás) o de verso propiamente dicho, como cree Isabel Paraíso, poema con el cual, a su competente juicio, «inicia en el área hispana una corriente versolibrista que denominaremos verso libre paralelístico o retórico». La autora destaca en él la estructura antitética y paralelística y el anaforismo, que son rasgos preeminentes del versolibrismo. Para lo que me interesa, es decir, el tono poético percibido por el lector, Paraíso destaca el carácter intelectual de ese tipo de metro, no «incompatible con la emoción», que, sin embargo, «parece controlada por el poeta» (Paraíso, 1985: 105-106). Por su parte, Hurtado Chamorro (1970: 46-61), aun pretendiendo estudiar aspectos formales que den razón de la «melodía interior» mencionada por el poeta, de hecho se limita a remontarse al presunto origen y significado de las figuras femeninas evocadas; esfuerzo de indudable utilidad que, sin embargo, poco dice de la prosodia y eufonía de los versos, de los que remarca la anarquía métrica y a los que aplica la teoría del color de las vocales de Rimbaud, la cual, siendo abstracta, nada aporta al conocimiento de la música verbal del poema. Las líneas que dedica al poema Erika Lorenz (1956: 79-81) poco nos dicen al respecto. Por su parte, Alberto Acereda (1997: 85-86) trata de mostrar que «el desorden métrico de este poema es sólo aparente» mediante un cómputo de las sílabas que prescinde de la 210
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concreta estructura versal del poema, que debería dejarse intacta, tratándose de una melodía arteramente fracturada por las pausas gigantescas que imponen las reiteradas invocaciones, seguidas por versos deliberadamente irregulares; ya que «Anúncialas de pronto / un resplandor que ciega mis ojos» es un verso melódicamente único, y separar la parte encabalgada para que cuadren las once sílabas con las seis restantes desvirtúa el carácter del texto, fragmentario por exigencia intrínseca del significado. Cuando luego se pretende «destacar el elemento fónico» repitiendo sin más las palabras de Darío poco se avanza en ese específico terreno. Es oportuno partir de «el nombre clamado heráldicamente» que Darío señala en su aludido comentario y que da razón del tono emocional poético a que antes me he referido. El título, «Heraldos», equivale a una acotación musical, que podría ser «con solemnidad y energía»; ese «ritmo enérgico, que es elogio llamar bárbaro, a la manera de Carducci», percibido por Henríquez Ureña (1998: 213) como rasgo definitorio de la música de Darío. Porque el lector no ve a los heraldos, oye solo sus voces en un clamar solemne y pausado que un recitante declamaría con énfasis en alta y sonora voz. Los nombres anunciados son, musicalmente, un forte de intensidad y un crescendo, tras los cuales sigue una frase horizontal en piano que discurre en un nivel melódico-tonal inferior, porque en realidad se trata de dos voces: la primera es enunciada y se oye, la segunda es voz interior que describe lo que se ve en un tono neutro y deceptivo, con «esa voz insonora, sin entonaciones altas, que parecía obedecer a un ritmo interior», según pareciera a Vargas Vila la entonación con que Rubén leía sus versos (Vargas Vila, 1917: 46); pues, como descubriremos al final, lo que el poeta espera ver, y no ve, es a Ella, la que todavía no es (observo, de paso, que con ese mismo pronombre personal concluye el poema «Nocturno» de El canto errante: «Ha dado el reloj tres horas… ¡Si será Ella!...» (Darío, 1965: 101). Según algunos, la palabra heraldo significa, en su origen, aquel que conoce los símbolos de la estirpe a la que pertenecen los dioses. Tal es la función genealógica de los heraldos del poema al evocar hitos emblemáticos de la historia mítico-cultural de Occidente a la que Darío pertenece. De ahí que la mente del poeta no pueda concebir lo femenino sino a partir de una memoria y de un imaginario colectivo plasmado por la cultura europea, trasplantada a la otra orilla del Atlántico, por él plenamente asumida: greco-latina, bíblica, medieval, renacentista, barroca, iluminista, romántica y modernista. Los nombres solemnemente anunciados son fragmentos de ese calidoscopio mitológico que va de la mujer «pura» a la «mujer fatal» en sus múltiplas declinaciones; en cualquier caso, a la mujer objeto de seducción con las que da inicio la Historia (histórica, cultural, literaria) de Occidente. De ahí que inaugure el desfile Helena, origen mítico del camino secular de nuestra azarosa historia, y por ello belleza ideal en el imaginario dariano, en el que irán convergiendo otras mujeres hasta el momento en que Rubén Darío escribe. Se empieza con la visión de un blancor que comparten Helena y Makheda bajo especie de cisne, encarnación de la voluptuosidad en palabras del propio Darío (1966: 88), que ha engendrado a la primera con la astucia y el engaño. Unidas, 211
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personifican el mundo greco-clásico y el universo bíblico,6 las dos fuentes, o los dos pilares, de nuestra cultura. La «Helena eterna y pura que encarna el Ideal»,7 se enlaza, en virtud de la voluptuosidad del cisne, con la legendaria magnificencia de la reina de Saba, que el mismísimo rey Salomón quisiera en su lecho. Las une el mismo número de sílabas, la asonancia y la insistencia de las /a/, que remarca la «pureza» de una belleza preñada de erotismo. Ve el lector el deslizarse del cisne sobre las aguas, que se mueven ondulantes en suave vaivén gracias a la triple acentuación yámbica8 de la frase que la anacrusa inicial y las sinalefas hacen posible: La anuncia el blancor de un cisne. Las dos átonas que preceden al segundo acento aceleran el movimiento, marcando el ir del vaivén cuyo retorno, el venir, más breve, queda trazado por la sola átona en sinalefa que precede al último acento. Ritmo que se repite en la segunda aparición, reflejo de la primera, subrayado en la persistencia del suave oleaje que une a las dos figuras. Las tres mujeres trágicas invocadas acto seguido marcan una doble ruptura: respecto a la pareja mítica examinada, y respecto a ellas mismas. Las separan la sumisión de la primera (Ifigenia) —«victime couronnée, pour désarmer le ciel» en la pieza homónima de Moréas que tanto apreciara Darío (1950: II, 297)— y la determinación de la segunda (Electra) ante la injusticia y la violencia del Poder. La tríade contrasta con el plácido binomio anterior a través del cambio de tempo y de ritmo que aquí se produce. Al cadenciado y ondulatorio vaivén se sustituyen los tetrasílabos en accelerando en busca de las tónicas de Ifigenia y Catalina, figuras que flanquean la cúspide del verso ocupada por la dureza de Electra: casi un tropiezo a causa de la silaba trabada con /k/ y el duro grupo consonántico /ktr/, con los que se enfatiza su determinación y firmeza viril. Tras ella, suena más dulce el nombre de Catalina en virtud de las líquidas, víctima cristiana de la intolerancia religiosa, tras cuyo sacrificio la línea melódica del verso se eleva poderosa por efecto de la primera sílaba ictual, corriendo en busca del caballero con un hacha, que troncha el trazado melódico con la contundencia de la velar /k/ reforzada con las sonoras /ll/ y /n/ en sinalefa, y de las sílabas contiguamente acentuadas, mostrando la insobornable determinación de las víctimas y la crueldad sanguinaria de los verdugos. La circunstancial con un hacha inaugura la serialidad representada por los sucesivos con un lirio y con una rama de viña, que ponen ante el espectador tres objetos contrastantes que, sin embargo, encarnan por igual el amor, la devoción y la fuerza seductora de las mujeres anunciadas. El paralelismo sintáctico de las iterativas circunstanciales fuertemente acentuadas (con un / con un / con un(a) hacha) enlaza Sobre la larga tradición cultural del cisne, véase Oviedo Pérez de Tudela (2017). Así en «El cisne», en Prosas profanas (Darío, 1967: 89). 8 Como se echa de ver, evito referirme a los pies de la métrica clásica por considerarla inadecuada para afrontar nuestro sistema fónico, basado, ya no en la cantidad, sino en la intensidad de la acentuación. Con todo, no le falta razón a Darío cuando afirma que «en nuestro idioma, “malgré” la opinión de tantos catedráticos, hay sílabas largas y breves» (Darío, 1950-1955, I: 216), pues la sílaba acentuada comporta cierto alargamiento que se produce también con algunas sílabas según la conformación de las mismas, como cuando contienen las nasales /m/ y /n/. 6 7
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ahora a las figuras de Ruth (en hebreo «la llena de amor»), de Lía fecunda, que cumple con el mandato bíblico de la procreación, y de la ninfa Enone, pescadas de nuevo en el acervo greco-latino y bíblico. Las une el lirio de la bondad, la humildad y la renuncia que la iconografía cristiana coloca junto a la Purísima y la retórica prerrafaelita pone en manos de vírgenes evanescentes y voluptuosas, como la Enone aquí convocada, transformando de tal modo el explícito abrazo sexual de la Enone del barroco Carracci, en la ninfa del «clair visage», cuyos «corporels attraits» perturba al admirado Moréas: «Énone, vous fuyez! ô tourment, ô douleur, / Ô malheureuse flamme!» (Moréas, s. f.: 148). La viña fecundadora y dionisíaca del dístico siguiente presenta a Clorinda, una de esas «vírgenes temibles que lleva su virginidad al frente de sus ejércitos de amazonas»,9 acompañada de Carolina, cuyo parentesco semántico se anuncia en la asonancia musical de sus nombres (o-i-a/a-o-i-a, más la sonoridad de las líquidas incrementada en el grupo velar /kl/) antes de descubrir afinidades entre mujeres viragos (las «varonas bíblicas» de que habla el poeta a propósito de María Guerrero) o acaso andróginas, cuya ambigüedad amplifica su poder seductivo, si Carolina es, como supone Herrero, «la bella Otero», la sexualidad transgresiva que los biempensantes denuncian y practican a escondidas. Entre los dos pajes se interpone de repente la paloma, encarnación de Yolanda, personaje histórico que encarna el saber (con razón Herrero menciona la paloma del Espíritu Santo). Transcribe el rasgo de su vuelo un breve heptasílabo que corre veloz en virtud del amplio espacio interictual de Anúnciala una paloma (la A inicial es una anacrusa que hace caer el peso de la intensidad en la sílaba -nún-). La blancura de las alas de la paloma cruzando rápida el aire establece un nexo sutil con el anterior blancor del cisne que se deslizaba sobre las aguas, y con la de la corza blanca que sigue a continuación,10 cuyas sílabas acentuadas y trabadas con la vibrante /r/ seguida de la áspera fricativa /z/, la ponen bruscamente en el suelo, exponiéndola a la persecución obsesionada de los enamorados. Ahí está Sylvia, con la /y/ que Darío quiere griega para subrayar la raíz clásica de ese nombre que atraviesa nuestra cultura cargado de sugestiones poéticas. Ella es a un tiempo bosque (silva) y corza blanca, de una virginidad tímida e inocente; ella es el Amado tras el cual corre el alma acongojada de nuestro místico: «¿á donde te escondiste?»… Corre también el verso a causa del amplio espacio interictual de anúnciala una corza, cuyas sílabas trabadas, sobre todo en consonante velar (kor), marcan un tropiezo que impide el contacto. Un improviso resplandor acompaña la aparición de Aurora y de una Isabel que puede que sea, como sugiere Herrero, Isabel la Católica, siendo, en tal caso, la que da acceso a la aurora de un mundo nuevo. Sin descartar que se trate de la reina Así lo comenta Darío en «A la venerable Juana de Orleans» (citado en Hurtado Chamorro, 1970:
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57). En «Palomas blancas y garzas morenas», de Azul…, establece esta misma conexión entre la blancura de la paloma y la del cisne, a la que añade la de la garza blanca: «Las garzas blancas las encontraba más puras y más voluptuosas, con la pureza de la paloma y la voluptuosidad del cisne» (Darío, 1966: 88). 10
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castellana, única figura española que, a modo de broche de oro, pondría fin a la letanía, yo más bien me inclino a considerar la etimología del nombre («promesa de Dios»), que pone su figura en contacto directo con la divinidad a modo de intermediaria. Darío utiliza dos versos unidos en encabalgamiento que dejan el adverbial de pronto en posición privilegiada al final del verso, abierto a un vacío y a un breve suspense antes de dar paso, sorpresivamente, a un resplandor de gran efecto sonoro merced a la acumulación de consonantes vibrantes y líquidas, y sílabas trabadas. En cualquier caso, se trata de una luz que deslumbra al observador y anuncia una aparición que abre a la esperanza que desde el principio se anida como deseo en el alma del hablante: la de una epifanía que por el momento no aparece en su horizonte de expectativas. Si hasta aquí hablaban las figuras imaginadas (música interior), ahora habla por fin el sujeto (en mi edición cambia la grafía a cursiva) emitiendo un tímido y brevísimo interrogante al que sigue la dolorosa decepción; decepción que, sin embargo, no se cierra a la esperanza gracias al esperanzado monosílabo en posición tónica que remata el poema (No llega aún), dejando delante el vacío de un imprevisible futuro. Valiéndose de lo que la retórica barroca define como «agudeza de docta erudición» (arte para minorías), Darío despliega ante los ojos del lector un mundo que es a un mismo tiempo pagano, bíblico y cristiano, poblado de amores insobornables, de renuncias y abnegaciones, de voluntades inquebrantables, de férreas castidades y de erotismos fecundos que aseguran la continuidad de la especie: mujeres que conforman el amplio abanico de nuestra memoria mítica e histórica, algunas de las cuales, nos dice el propio Darío, poblaban «las láminas de las biblias» que hojeaba de muchacho. Y al mismo tiempo, traza los sueños de su adolescencia inquieta mediante parejas versales que, lejos de componer un tejido orgánico racionalmente elaborado, son flashes (de ahí la anarquía métrica y la fragmentación sintáctica), instantáneas que brotan del propio interior, forjado con imágenes que pertenecen a un inconsciente personal y colectivo: «Soñador, […] mi alma y mi cuerpo de púber tenían sed de amor. ¿Cuándo llegaría el momento soberano en que alumbraría una celeste mirada el fondo de mi ser, y aquel en que se rasgaría el velo del enigma atrayente?» (Darío, 1966: 85; las cursivas son mías). * Cuidadoso estoy siempre ante el Ibis de Ovidio, enigma humano tan ponzoñoso y suave que casi no pretende su condición de ave cuando se ha conquistado sus terrores de ofidio.
Paso ahora al breve poema «Ibis», XXXV de Cantos de vida y esperanza (Darío, 1967: 138), objeto también de un cuidadoso examen (Irby, 2012). Me interesa porque Irby habla de tono poético y se adentra en aspectos formales que rozan lo propiamente prosódico y eufónico. 214
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Darío adopta para su epigrama un cuarteto en alejandrinos con rima consonante fuertemente marcada —concisión, incisividad—, insertándose jocosamente en la rica tradición epigramática que inaugurara Calímaco y en la que destacan Catulo y el hispano-latino Marcial, que lo cultivaron con punzante acromonia. «Brevitas et argutia», prescribe Scaligero a ese género que Gracián examina en su Agudeza y arte de ingenio (Gracián, 1957); a ellas se atienen los dos poetas en juego. Mencionando el poemita Ibis que Ovidio escribió contra un enemigo, Darío combina las agudezas que Gracián denomina «docta erudición» —que cuanto «más sublime y realzada fuere la erudición, será más estimada»— y «erudición noticiosa», cuya aplicación «ha de fundar en alguna circunstancia que diga paridad o semejanza en el sujeto». Como gustaba a nuestros clásicos (Góngora en sumo grado), Darío apela a la presunta cultura literaria del lector, que se supone sabe que el Ibis de Ovidio es un poema y conoce su contenido. Irby habla de un tono «misteriosamente reservado», y tras darle algunas vueltas al significado del poema, advierte en él una «sigilosa advertencia». ¿Advertencia a quién? El poeta anda ya advertido, pues es precisamente la similitud de su enemigo con el que fue enemigo de Ovidio lo que ha dado motivo al poema. Darío presenta ex abrupto la paridad o semejanza que une tanto a los adversarios como a sus atacantes, creando en el lector estupor y sorpresa. Desde el comienzo, el hablante actúa con cuidado ante un ser que parece una cosa y en realidad es otra (el arte barroco de la simulación y la disimulación) y ante el cual conviene actuar con prudente advertencia. Darío despliega con ironía la «agudeza enigmática» y la «sentencia maliciosa», simulando un enigma del que ya ha descubierto el oculto artificio, que no es otro que la hipocresía de quien, bajo amoroso tacto, inocula en el enemigo el veneno del descrédito y la infamia a fin de demoler su respetabilidad y prestigio. Dickens define reptilian a esos individuos de los que la sociedad de todos los tiempos está plagada. La argutia de Ovidio consiste en servirse del «concepto por desemejanza», peregrino artificio, dice Gracián, en que se hallan «todas las sutilezas y primores de ingenio». Maestro de metamorfosis, el poeta latino hace del ave que ataca a las serpientes serpiente que se esconde bajo el engañoso disfraz de su plumaje (bajo las plumas del cisne que tanto sugestionó a Darío se oculta también el astuto Zeus). El poema, según vamos viendo, no parece consistir en la «denuncia de la maldad con evocación de un monstruo mitológico», como supone J. Rogelio Sánchez (en Arellano, 2016:137).11 El tono «misteriosamente reservado» percibido por Irby proviene, creo, de la broma del enigma humano, que en sí no tiene nada de enigmático, pero de cuyo comportamiento el poeta extrae una peculiaridad, o un efecto, solo paradójicamente contradictorios: que una vez que el hipócrita ha desvelado su verdadera naturaleza malvada, puede desprenderse de la máscara o simulación («pretende») con que pretende (se hace la ilusión de) ocultarla, porque ya no le sirve de nada. La 11 Me refiero a su obra Autores españoles e hispanoamericanos. Estudio crítico de sus obras principales, Madrid, Sucesores de Hernando, 1911, que cito de Arellano (2016).
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ficción del ave suave, cuya luminosa suavidad es enfatizada por la cuasi anáfora y las fricativas /v/v/, y por la claridad de las vocales abiertas /a/e/, se desmorona ante la realidad contrastante del ofidio, permitiendo un enfrentamiento de ofidios a rostro descubierto. Porque del mismo modo que la serpiente-ibis ataca a las serpientes, así Darío, como el propio Ovidio, afilan su lengua viperina para atacar a sus respectivas serpientes con igual simulación y virulencia. No es pues de estrañar que tanta serpiente haya sugerido al poeta servirse de los cuatro largos alejandrinos, que se arrastran serpenteando, poniendo en evidencia la identidad de intenciones de los contrincantes mediante la iteración y la paranomasia de Ovidio y ofidio, los cuales, en la perfecta sinonimia fónica de las vocales (la i diminuta e incisiva como un alfiler) y de las fricativas /v/ y /f/, rematan los versos primero y último, encajonando de tal modo a los dos versos internos. Y así empieza el ingenioso cuarteto: con ese cuidadoso estoy siempre que avanza sigilosamente como una serpiente con un trazado melódico ascendente y en accelerando que hacen posible las dos átonas que preceden al ictus, en cuya cumbre de intensidad, como bien señala Irby, está siempre, que da fe de la prudencia (barroca) de quien, sospechoso, sabe mantenerse en constante vigilancia. Posición culminante del siempre no porque el poeta esté obligado a acentuar la sexta (¿no hemos quedado en que el mérito de Rubén consiste en prescindir de esas normativas?), sino porque así lo exige ese reptar que, sin abandonar el nivel melódico-tonal alcanzado, se detiene y se enfrenta al enemigo en un animoso cara a cara: ante el Ibis de Ovidio (quizá no sea del todo un espejismo ver en las reiteradas íes, fonema plenamente sonoro, dos de ellas, además, acentuadas, la punzante insidia del ofidio, que como aguijón penetra en el cuerpo —en la respetabilidad— del atacado). En cualquier caso, ese primer verso pone frente a frente a los contrincantes en forma de desafío entre pares; lo dice el adverbio, naturalmente, pero lo enfatiza el acento inicial de la sílaba trabada, y alargada, de ante. Sin salirse del nivel melódico alcanzado, el enigma humano abre a un cambio de registro con la inmediata y discontinua ponderativa tan… que. Con ella empieza una línea melódica ascendente que corre en virtud del amplio espacio interictual en busca del que, dentro de la cual el ponzoñoso (la interdental-fricativa es pronunciada presumiblemente /s/)12 duplica el movimiento reptante y la sonoridad sibilante del cuidadoso. Llegados al que, la línea sintáctico-melódica de los dos versos que siguen desciende lenta y suavemente gracias al incremento de sílabas átonas o débilmente acentuadas (cuando se ha conquistado), con un cuando levemente acentuado, dado que la postposición de la circunstancial responde a la normal disposición de la frase; «normalidad» que, por contraste, da cierto relieve a los enfáticos y algo cómicos terrores del ofidio/Ovidio, con su vibrante múltiple /rr/ seguida de esa /o/ oscura y alargada que espanta a los niños en la palabra coco, variamente reiterada en ofidio y Ovidio. La argutia ha consistido en hacer del poeta de Ibis serpiente emponzoñada que ataca al adversario-serpiente con mordacidaz insolente, como hace ahora el epigra Sobre el seseo del propio Darío, véase Navarro (1966: 180-188).
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ma de Darío con acerado ensañamiento contra su reptante e hipócrita enemigo. Combate entre ofidios que nos transporta al Barroco del homo homini lupus y al valor social de la perspicaz penetración y la suspecta vigilancia con que de él defenderse. * Cleopompo y Heliodemo A Vargas Vila Cleopompo y Heliodemo, cuya filosofía es idéntica, gustan dialogar bajo el verde palio del platanar. Allí Cleopompo muerde la manzana epicúrea y Heliodemo fía al aire su confianza en la eterna armonía. Malhaya quien las Parcas inhumano recuerde: Si una sonora perla de la clepsidra pierde, no volverá a ofrecerla la mano que la envía. Una vaca aparece, crepuscular. Es hora en que el grillo en su lira hace halagos a Flora, y en el azul florece un diamante supremo: Y en la pupila enorme de la bestia apacible miran como que rueda en un ritmo visible la música del mundo, Cleopompo y Heliodemo.
En un «clima» decididamente clásico-renacentista se desenvuelve el hermoso soneto «Cleopompo y Heliodemo», XXI de Cantos de vida y esperanza (Darío, 1967: 117). Lo ha estudiado Gómez Bedate (1997: 71), señalando el «ritmo alejandrino con cesura múltiple, la sinuosidad sintáctica, el tipo de léxico y su condensación, la rima y el hipérbaton», que, en su opinión, muestran la influencia de Mallarmé, pero que no pasan de ser constataciones poco productivas para nuestro intento. La estudiosa habla de «ingenio barroco» aunque, a mi juicio, prevalece en ese poema la exaltación de la vida que el Renacimiento ha redescubierto en el pensamiento greco-latino, especialmente epicúreo, cuya auctoritas legitima la propia visión del mundo. Por ello Darío opta por el soneto clásico, producto exquisitamente renacentista, y por un tema que, aun apuntando brevemente al carpe diem, desarrolla la propia concepción del hombre como ser inserto en un cosmos emancipado de toda divinidad trascendente y que, como ya hemos visto, está intrínsecamente constituido por un ritmo vital que se resuelve en geometría y música. Y digo emancipado porque la imagen de la muerte simbolizada en la clepsidra con que el barroco recuerda la efimeridad de lo terreno frente a la perennidad de la vida eterna es explícitamente desechada («Malhaya quien las Parcas inhumano recuerde») en favor del goce de lo pasajero. A la tristitia, que deriva de la idea de caducidad, Darío opone spinozamente la laetitia, que procede de una serenidad que no teme la muerte. 217
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Dentro del corsé del soneto, con todas las preferencias de tipo «modernista» que se quiera,13 Darío descompone la regularidad sintáctica y melódica que el alejandrino presupone. Lo hace con violencia en el primer cuarteto hasta cuando llega a la imprecación: Malhaya… El encabalgamiento no crea solo sinuosidades, forma dos frases de dos versos y medio cada una que se suceden sin solución de continuidad. La primera transcribe la «naturalidad» (valor estético y prescripción retórica renacentistas) de una conversación fluente que no da lugar a discusión o diatriba alguna, siendo la filosofía de los hablantes idéntica, como ya anunciaban los imponentes tetrasílabos de acentuación llana de esa especie de gemelos a los que Darío da nombres arbitrarios, pero cuyas etimologías hablan de sol (helio) y gloria (cleo), como conviene a quienes ven el mundo en su fulgor vital y gloriosa armonía; la segunda expone los principios basilares de dicha filosofía, que son las del epicureísmo y las del pitagorismo, confiando una vez más el hablante en la erudición de sus lectores, ya algo desconcertados ante los enigmáticos nombres propios de persona, no exentos de ironía; nombre, el de Heliodemo, probablemente inventado, y sacado Cleopompo de un personaje de igual nombre de la Guerra del Peloponeso, de Tucídides, que nada tiene que ver con nuestro texto.14 Es una de las tantas formas con que Darío crea esa «pátina venerable de lo secular» de que habla Sánchez (en Arellano, 2016: 134). La conversación tiene lugar en la serenidad bucólica de un paraíso terrestre en formato locus amoenus. El encabalgamiento separa el verde del sintagma verde / palio del platanar, potenciando de tal modo la rica vegetación del lugar donde se repite la desobediencia del Origen con un muerde dejado a final de verso, bruscamente separado de su complemento directo (la manzana), reforzando de tal modo la determinación del mordisco, esto es, de la transgresión de quien elige pensar autónomamente. Mientras, y en contemporánea, Heliodomo fía al aire una hipótesis indemostrable que el encabalgamiento, esta vez estrófico, coloca ante un vacío insondable que absorbe los ojos del observador en espera esperanzada de una prueba que la confirme.15 La eterna armonía es eternidad inmanente extraña a la Trascendencia que el pensamiento cristiano pone de continuo, como una amenaza, ante los ojos del creyente, recordándole el valor transitorio y efímero de su existencia. Suena poderosa y contundente la imprecación, canalizada en la mesura exacta de un solo verso —precisión apodíctica del axioma—, rimando con energía recuerde y muerde. Las Parcas paganas abren la admonición mediante un periodo hipotético que se distribuye geométricamente en dos trazos melódicos equivalentes, a modo de acento circunflejo: la prótesis crea una ascensión en accelerando a causa de las par Sobre ello, con referencia al soneto, véase Romero Luque (2017). En Tucid., L.II, §§ 26-58, aparece un capitán de ese nombre, colega de Pericles, al mando de treinta naves atenienses (en Le nove muse di Erodoto Alicarnasseo, IV, trad. de Andrea Mustoxidi, Milano, Paolo Andrea Molini, 1842, p. 387). 15 Para apreciar mayormente los efectos prosódico-eufónicos conseguidos, compárese con la anterior versión de este poema en prosa y verso (Darío, 1950-1955, IV: 469). 13 14
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tículas átonas de si una sonora / de la clepsidra, que hace que la voz corra en busca de la tónica; pierde constituye la cumbre de esa línea circunfleja que en el último verso desciende más bien precipitadamente por la misma razón acentuativa: no volverá a ofrecerle la mano que la envía (el acento de volverá es secundario, tratándose de un giro perifrástico de ofrecerle). Suena alegre y sonora la sonora perla, no solo por el semantismo explícito, sino por el juego de las líquidas /r/ y /l/ y el «clac» de la clepsidra, que resuenan como eco atenuado en el no volverá a ofrecerle la mano que la envía. Los dos tercetos representan un cambio de registro imprevisto. Considero irrelevante que el poeta elija el esquema CCD/CCD, inusual en el soneto clásico. Importa, más bien, que el primer alejandrino conste de dos partes desiguales, y la primera constituya un firme endecasílabo de sentido completo que muestra ex abrupto una vaca que elípticamente aparece en la hora crepuscular (en la versión en prosa y verso citada en nota no está la coma). O quizá no. Quizá la vaca es una constelación crepuscular al lado de la luna, diamante supremo. En cualquier caso, el adjetivo crepuscular preanuncia los dos largos versos en esticomitia que empiezan con hora, dejada en el borde del verso para crear una pausa expectante antes de mostrar en su plenitud el escenario nocturno. Las dos frases copulativas corren ligeras en virtud de las numerosas sinalefas que unen las sílabas en legato y que dan lugar a un ritmo cadenciado de dos átonas+tónica (Eshoraenquelgrilloen sulira,hacehalagosaFlora), describiendo un paisaje a la vez plástico y sonoro. Las abundantes líquidas, simples o compuestas (hora, el grillo, lira, halagos, Flora, azul, florece), la repetición anafórica en la derivatio de Flora/florece, y el semantismo de la lira del grillo con su no menos sonora palatal /ll/ contribuyen a trazar un convencional locus amoenus con que el poema se inserta en la tradición clásico-renacentista. Pero el sorpresivo acento iterativo del sintagma azul florece marca una disonancia, o una ruptura, que anuncia el brotar imprevisto de una flor que se mineraliza en diamante supremo, con el que Darío suelda la unidad compacta de tierra y firmamento en obediencia a su propia cosmovisión, y muestra su estar «repastado en los clásicos, sobre todo en nuestro Góngora» (J. Rogelio Sánchez, en Arellano, 2016: 133): el Góngora, para entendernos, de «en campos de zafiro pace estrellas». El diamante es dejado de nuevo ante el vacío no solo del final de verso sino de estrofa, aumentando de tal modo la expectación y el enigma. Reaparece imprevisto el ojo cósmico de la vaca apacible en el que, extasiados, fijan la mirada los dos filósofos. En él les es dado contemplar la imagen del mundo que gira eternamente al compás de un ritmo musical que deviene audible y visible gracias al sonoro rodar de las vibrantes (rueda/ritmo) y al encabalgamiento, que une el miran con el complemento directo desplazado en el último verso, dejando en medio la aposición explicativa del como que rueda en un ritmo visible, materialmente arrollada, con tanta /r/, en el engranaje del movimiento cósmico.
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* Concluyo la presente reseña con el poema «Helios», XII de Cantos de vida y esperanza (Darío, 1967: 56-59) por tratarse de un canto de tono hímnico e invocativo, frecuente en la lírica del poeta. Merece especial atención porque, además, el tipo de silva aquí empleada —nos enseña Baehr (1973: 384)— representa una de las innovaciones fundamentales que Rubén aporta a esa forma poética variamente cultivada en España. Por razones de espacio, me limito a comentar la primera estrofa, donde quedan patentes algunos de los recursos con que Darío obtiene extraordinarios efectos prosódico-musicales. Helios ¡Oh ruido divino, oh ruido sonoro! Lanzó la alondra matinal el trino, y sobre ese preludio cristalino, los caballos de oro de que el Hiperionida lleva la rienda asida, al trotar forman música armoniosa, un argentino trueno, y en el azul sereno con sus cascos de fuego dejan huellas de rosa. Adelante, oh cochero celeste, sobre Osa; y Pelión sobre Titania viva. Atrás se queda el trémulo matutino lucero, y el universo el verso de su música activa.
Más que contar el número de sílabas («versos de 11, 7, 14, 9 y 5 de rima consonante, en combinación libre», comenta Baehr en el mismo lugar) conviene preguntarse por qué la silva es el metro adecuado para expresar lo que aquí se dice y evoca. Según Vossler, la silva, en el siglo xvii, era poesía de la soledad, mientras que en la Antigüedad y en Italia significaba «la negación de la forma» (en Quilis, 1984: 162, y Baehr, 1973: 381). Quizá resulte más útil considerar las reflexiones del Duque de Rivas, maestro de musicalidades, en el «Prólogo del autor» a la primera edición de sus Romances. Tras repasar los usos de las distintas formas métricas consolidadas por la tradición española, llega a la conclusión de que todos los metros «se prestan más o menos a todos los géneros de poesía» y que el poeta escoge y adapta el metro a sus exigencias expresivas y al tono convenido sirviéndose de la «variación de giros y cortes» y de las «formas y armonías que la lengua le ofrece» (Rivas, 1976: 10-14). Al estudiar yo misma la musicalidad de Don Álvaro, he observado que el Duque se sirve de la silva para expresar el sentimiento, la emoción, es decir, los movimientos del alma. En sus manos la irregularidad versal de la silva, con toda «la variación de giros y cortes» que el autor ha sabido darle, da voz a lo 220
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informe: a la turbulencia de los sentimientos a menudo contrastantes y a las convulsiones del inconsciente, que guía, inadvertidamente, la conducta humana (Busquets, 2018: 407). Darío canaliza el tono hímnico e invocativo del poema en la sinuosa y dinámica silva, que en sus manos, por lo menos aquí, expresa expectación, sorpresa, variedad y entusiasmo. Rogelio Sánchez dice tratarse de una «oda cósmica al arte y a la Naturaleza» (en Arellano, 2016: 135), y, en efecto, recuerda vagamente la oda romántica de Victor Hugo, que responde al gusto de la variedad y la metamorfosis. El poema, un himno al sol, es un canto celebrativo y por tanto poema musical por excelencia, aunque Darío, esta vez, se limite a comentar que «Helios» proclama «el idealismo, y siempre la omnipotencia infinita» (Darío, 1950-1955, I: 218). El tema, en efecto, es la omnipotencia infinita, que se manifiesta al hablante en forma de ruido provocado por ese Deus sive Natura spinoziano que lo llena todo. Ese ruido que atrona en los oídos del espectador (de ahí la repetición de un ruido que es /r/ vibrante) no es ‘sonido no armonioso’, como lo define el Diccionario de usos del español, sino sonido «sonoro» (pasamos de la vibrante a la sonora líquida, con la iteración de la vocal media /o/, que transcribe uniformidad y sosiego), sujeto a la armonía rítmico-musical (sonoro, derivado de son, ‘sonido musical’, es ‘armonioso’, dice el Diccionario) que constituye el cosmos rubensiano. La reiteración del heptasílabo, idóneo por su brevedad a la exclamación anunciada por la doble ¡Oh! admirativa, que puede alargarse a gusto del recitante, da la medida de la expectación y sorpresa en acto. Superado el momento de la estupefacción atónita, expresada en ese primer díptico vertical, parte luego decidido, y en horizontal, el endecasílabo, con ese trino «lanzado» por la alondra matutina (el indefinido puntual agudo —lanzó— hace visible y audible el disparo) al son de las líquidas, a cual más sonora, con además la vibración repetida de la dental + r (alondra, trino), que, con una ligera variante (p/k + r) resuena en el verso siguiente (preludio, cristalino), estableciendo asonancias y conexiones geométricas. La oración copulativa que sigue, anteponiendo la circuntancial de lugar, eleva la línea melódica conduciendo nuestra mirada al cielo, donde aparece el sujeto de la oración, los caballos de oro, dibujado con trazos nítidos a los que el sonoro oro da brillantez metálica; sujeto de una larga frase que ocupará siete movidos versos que transcriben con magistral acierto rumor y movimiento frenéticos. Los caballos de oro se destacan al ocupar por sí solos el breve espacio del verso, que desciende luego levemente en la parentética explicativa (de que el Hiperionida / lleva la rienda asida) para llegar por fin al verbo forman oportunamente precedido de la perífrasis verbal al trotar, que impone el ritmo y el sonido del trote por el efecto fónico de la doble dental, la triple vibrante en sílaba compuesta (tr/tar/for) y la contigüidad acentuativa de al trotar forman; formando nada menos que música armoniosa, donde el acento inicial de música realza el significado explícito, y el amplio espacio silábico interictual favorece su andadura suave y melodiosa, como conviene a armoniosa. Sigue la aposición explicativa en dos heptasílabos verticales, que así se enlazan con los dos primeros para especificar que la música armoniosa es argentino trueno, esto es, ruido sonoro —de nuevo consonante 221
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+ vibrante /r/—, repetida en la sílaba trabada inicial de argentino. Del oído pasamos de nuevo a la visión que el sujeto, ojos en alto, contempla en el azul sereno, en línea melódica ascendente. Llegados a la cumbre de sereno (dulzura de las líquidas y de las dos vocales intermedias), el verso se vuelve de nuevo horizontal, pues la mirada sigue horizontalmente el recorrido de los caballos, deslumbrada por el fuego de sus cascos, que en una magnífica resolución se convierten en huellas de rosa, en honor al Poeta que hace de la luz del alba dedos rosados. Interviene ahora el espectador, involucrado emotivamente en el espectáculo de esa carrera celeste. La invocación alienta al cochero a seguir adelante en su temerario recorrido constelar, nombrándosele cochero con una familiaridad inédita, dado que antes el poeta, confiando en la erudición del lector, lo ha nombrado nada menos que Hiperionida. Pero así lo exige la fogosa e incontrolada espontaneidad de quien se identifica, incitándole, con el intrépido auriga. El acento en la tercera sílaba de adelante y la brevedad del verso promueven la aceleración en la carrera que el breve encabalgamiento traza en curva, pasando rápido de una constelación a otra en un crescendo ascendente que se posa, significativamente, en la sonora viva. La voz abandona ahora la altura tonal alcanzada para dar inicio a dos largos versos isométricos que inician con un atrás que obliga a dejar de lado la visión y a concentrarnos ahora en la escucha. La esticomitia de esos dos plácidos versos que se extienden en línea horizontal refuerza visualmente el bloque geométrico formado de paralelismos y asonancias (el universo el verso), que nos hacen olvidar el estrepitoso frenesí de los caballos y nos preparan a la audición de la armoniosa y activa musicalidad del universo, que rima anafóricamente con verso, en el mantenimiento constante e inmanente de la vida: viva/activa. Radical afirmación de una visión del mundo que, en sus variadas declinaciones, se remonta al filósofo Taletes de Mileto, para quien «todo está lleno de lo divino». Bibliografía Acereda, Alberto. «Música de las ideas y música del verbo. Versolibrismo dariano», Revista Anthropos, 170-171 (1997), pp. 81-89. Arellano, Jorge Eduardo. «Rubén Darío, lírico perdurable de nuestra lengua», en Rubén Darío, Del símbolo a la realidad: obra selecta, Madrid, Real Academia Española-Asociación de Academias de la Lengua Española, 2016, pp. 111-144. Baehr, Rudolf. Manual de versificación española, Madrid, Gredos, 1973. Busquets, Loreto. «El “arte nuevo” de “los modernos”: hacia una redefinición del Modernismo», Studi ispanici, 43 (2018), pp. 367-401. — Ensayos de literatura comparada, Córdoba, UCOPress, 2018. Carvalho, Elysio de. «Rubén Darío», Renacimiento, 4 (1907), pp. 488-503. Darío, Rubén. Obras completas, 5 vols., Madrid, Afrodisio Aguado, 1950-1955. — El canto errante, 3.ª ed., Madrid, Espasa-Calpe, 1965. — Azul…, 14.ª ed., Madrid, Espasa-Calpe, 1966. — Prosas profanas, 6.ª ed., Madrid, Espasa-Calpe, col. Austral, 1967. — Cantos de vida y esperanza, 11.ª ed., Madrid, Espasa-Calpe, 1967.
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Los aduladores, de Juan Pablo Forner, comedia olvidada Jesús Cañas Murillo Universidad de Extremadura
I. Juan Pablo Forner y el mundo del teatro Es hecho ya suficientemente conocido el gran interés que el emeritense Juan Pablo Forner siempre manifestó, a lo largo de toda su vida, por las creaciones dramáticas, y, en general, por el mundo del teatro. Es una constante que queda perfectamente reflejada en toda su producción, en la cual los escritos teatrales y sobre el mundo del teatro ocupan una importante parcela. El autor extremeño quiso dedicar al arte dramático parte de su obra de creación. Compuso, con cierta frecuencia, textos teatrales, encuadrables en diferentes géneros, en el teatro breve, como Introducción o Loa [...] para la apertura del teatro en Sevilla (Sevilla, 1795); en la comedia, como La escuela de la amistad o el filósofo enamorado (publicada, primero en Valencia, por Joseph de Orga, en 1796, y, al año siguiente 1797, en Barcelona, en la Oficina de Pablo Nadal); en la tragedia, como las hoy desconocidas Motezuma y Francisco Pizarro; en los diálogos dramáticos, como el Dialogo entre un Escolar y un Sabio à la moda (Diario de las Musas, n.º 4, 4 de diciembre de 1790: 15-17, y n.º 5, de 5 de diciembre de 1790: 19-22), o el Diálogo entre D. Silvestre, D. Crisóstomo y D. Plácido. Precédelo un prólogo al público sevillano (¿1795-1796?). Igualmente, en repetidas ocasiones, redactó escritos en los que analizaba el mundo de la farándula, y exponía sus opiniones sobre sobre diversos temas teatrales, como la situación del teatro en sus días, las normas que debían respetarse en la composición de piezas de esta índole, la licitud y moralidad de las comedias, la calidad de los autores y textos del periodo, las características y calidad de sus propias aportaciones al género
Así, podríamos recordar su Fe de erratas del Prólogo del Theatro Hespañol que ha publicado Don Vicente García de la Huerta (1786), obra en la que arremete contra, entre otros asuntos, la peculiar ortografía utilizada en el texto del zafrense; las Reflexiones sobre la lección Crítica que ha publicado Don Vicente García de la Huerta. Las escribía en vindicación de la buena memoria de Miguel de Cervantes Saavedra, Tomé Cecial, exescudero del Bachiller Sansón Carrasco. Las publica don Juan Pablo Forner 225
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(Madrid, Imprenta Real, 1786); el Discurso imparcial y verdadero sobre el estado actual del teatro español (inserto en el número uno de La Espigadera, Madrid, Blas Román, 1790); la Carta del diario de Madrid de 28 de Abril impugnando la Comedia del Filósofo enamorado, a la que sigue una defensa de la expresada crítica por un Amigo del Autor de la Comedia (Cádiz, por D. Manuel Ximénez Carreño, 1795); la Apología del vulgo con relación a la poesía dramática (ubicada, como prólogo, al frente de la impresión de La escuela de la amistad o el filósofo enamorado, 1796); la Continuación de la Carta del Autor de la comedia del Filósofo enamorado publicada en el Diario de Cádiz de 13 de Mayo pasado de este año en respuesta a la de D. Hugo Imparcial, que también se publicó en el Diario de 28 de Abril (Cádiz, Por D. Antonio Murguía, 1796); la Respuesta á los «Desengaños útiles y avisos importantes del Literato de Ecija; la Carta dirigida á un vecino de Cádiz sobre la otra del L. J. A. C. un Literato sevillano con el título de la «La Loa», restituída á su primitibo ser. Su autor Rosauro de Safo, con una Epístola de Leandro Misono en nombre del Literato sevillano; la Respuesta del cura de Mairenilla la Taconera á la Carta de Juan Perote, sacristán de Armencilla, su fecha en Cádiz á 19 de Marzo de 1796. Publicada en la misma Ciudad á 23 de Mayo del propio año (Cádiz, Antonio Murguia, 1796); la Carta de M. V. Marcial a Don Manuel Fermin Laviano (Colección de obras manuscritas de la BNE, tomo III: 24-35); la Respuesta á los «Desengaños útiles y avisos importantes del Literato de Ecija; la Carta en defensa de la comedia El Viejo y la Niña (Colección de obras manuscritas de la BNE, tomo VI: 252-274); la Consulta que Don Juan Pablo Forner, como fiscal que era de la Audiencia de Sevilla, hizo al Consejo de Castilla sobre que debian representarse comedias en la ciudad del Puerto de Santa María, sin embargo de haberse opuesto á ello la real Audiencia y el Acuerdo (Madrid, Imprenta de Burgos, 1816); o las «Causas del mal gusto en la poesía» (Obras de Don Juan Pablo Forner, Fiscal que fué del estinguido Consejo de Castilla. Recogidas y ordenadas por Don Luis Villanueva, Madrid, Imprenta de la Amistad, Calle de Jardines n.o 16, 1844: 145-148). No todas sus obras teatrales, o sobre el teatro, se han conservado en la actualidad. Hay partes de sus composiciones de esta índole de las que conocemos su existencia, pero desconocemos sus textos concretos, algunos por completo, otros en su integridad, ya que solo hemos conservado fragmentos de los mismos, a veces gracias a que el propio Forner los copió en otros escritos de su producción. Es el caso de un fragmento de Las Vestales, la escena I de su acto III, reproducida por su creador en sus Discursos filosóficos sobre el hombre (Forner, 1787). De otros solo resta memoria de su título. Así, de las ya citadas tragedias Motezuma y Francisco Pizarro; o de las comedias Los falsos filósofos, El ateísta y La vanidad castigada. De otros conservamos descripciones de su contenido, como La cautiva española, comentada por el emeritense en una obra suya que le dedica, una carta cuyo destinatario es el censor de la pieza, Ignacio López de Ayala, que, con su informe negativo, impidió su estreno en las tablas: Carta de don Juan Pablo Forner [...] a Don Ignacio López de Ayala [...] sobre haberle desaprobado su drama intitulado La Cautiva española (1784; Colección de obras manuscritas de la BNE, tomo VI: 276-316). En el presente trabajo nos vamos a ocupar de una obra que no suele figurar en la relación de los escritos dramáticos de Forner, y ni siquiera ha sido, en la mayoría 226
Los aduladores, de Juan Pablo Forner, comedia olvidada
de los casos, incluida en las listas de las piezas, conservadas o no, que el emeritense legó, como aportación, a la historia de la literatura española, europea y universal. Se trata de una comedia, que llegó a ser conocida en su momento, en los años de la Ilustración, y que gozó en gran éxito y predicamento en sus días, aunque en ellos no fuese dada a conocer con el nombre de su creador. Se trata de un texto que se estrenó con fortuna en el siglo xviii, —en el Teatro madrileño de la Cruz, en concreto—, en el año 1797. Nos referimos a una pieza breve, que fue identificada por su autor con el nombre de Los aduladores, título con el que pasó a la posteridad sin ser habitualmente asociada a su creador extremeño, especialmente en los años posteriores a la Ilustración, en los que la pieza ha sido desconocida y, habitual y generalmente, ignorada.
II. Los aduladores en la cartelera madrileña de la Ilustración 1. Autoría y fuentes Los aduladores es un texto que en la historiografía literaria anterior a la segunda mitad del siglo xx no suele ser mencionado, y, mucho menos, asociado a la persona y a la producción literaria de Juan Pablo Forner. En los últimos tiempos solo lo hemos visto citado en dos importantes trabajos dedicados al teatro dieciochista, a las creaciones dramáticas de la Ilustración. Se trata de la Cartelera teatral madrileña del siglo xviii (1708-1808), de René Andioc y Mireille Coulon (2008), y del Catálogo de autores teatrales del siglo xviii, de Jerónimo Herrera Navarro (1993). René Andioc y Mireille Coulon, en el tomo segundo de su mencionada Cartelera teatral madrileña, cita Los aduladores como obra estrenada, el 24 de julio de 1797, en el Teatro de la Cruz, y repuesta, en el Teatro de los Caños del Peral, el 11 de febrero de 1806. Como género suyo indica que es una «pieza moral» en un acto. Y explica que es una traducción de Destouches, aunque en la nota correspondiente aclara que esta consideración del texto como traducción se debe a Juan Antonio Ríos Carratalá y que tal afirmación necesita aclaraciones y matizaciones: Según J. A. Ríos Carratalá, «Destouches en España», Cuad. de traducción e interpretación, 8/9, E.U.T.I., Barcelona, 1987: 258, n.° 2. El Diario la atribuyó al autor de El filósofo enamorado, esto es Forner (?); debe de ser un lapsus por El filósofo casado, de Destouches. El Mem. Lit. de sept. 1797: 430-431, no menciona al autor (Andioc y Coulon, 2008, II: 616 y 898 nota).
Jerónimo Herrera Navarro, en su Catálogo de autores teatrales del siglo xviii, sin incluir ningún tipo de aclaración ni justificación, al realizar la relación de las obras dramáticas compuestas por Juan Pablo Forner, inserta, directamente, en la misma Los aduladores como creación del emeritense, indicando que se trata de una «Pieza moral en un acto», y que fue «Representada en el Teatro del Príncipe en septiem227
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bre de 1797» (Herrera Navarro, 1993: 188), lo cual es erróneo, como más adelante comprobaremos, pero explicable, tal vez, por haber consultado la crítica al montaje incluida en el Memorial Literario, y de la que, con posterioridad, nos ocuparemos. No es extraño que encontremos en el trabajo de Jerónimo Herrera Navarro la atribución de la autoría de Los aduladores a Juan Pablo Forner. En realidad, tal adscripción de esta comedia a la creación dramática de este compositor tiene un carácter más antiguo. Procede de la propia época en la que le tocó vivir al escritor extremeño, y en la que se produjo la configuración y difusión de toda su producción, de los años de la Ilustración. Y, en concreto, la hallamos en uno de los periódicos de ese momento, que se hizo eco de su estreno y de los días en los que permaneció en cartel, o en los que, con posterioridad, fue repuesta sobre las tablas. Nos referimos al Diario de Madrid. El Diario de Madrid inició su publicación, con este título,1 el 1 de febrero de 1788, y acudió, con bastante regularidad, a su cita diaria con sus lectores hasta el 31 de diciembre de 1814, fecha en la que apareció su último número.2 Constaba de cuatro páginas, en la última de las cuales aparecía con relativa frecuencia y regularidad una sección titulada «Teatros». En esta se incluía información sobre los espectáculos que eran montados en los tres grandes locales teatrales públicos existentes en el Madrid del momento, los Caños del Peral, La Cruz y El Príncipe, como es bien conocido. En ese lugar se pueden encontrar datos sobre las obras dramáticas de Juan Pablo Forner que subieron a la escena y pudieron ser presenciadas por el público en la Villa española convertida, desde Felipe II, en la sede de la Corte. En ese lugar, se recoge el estreno, el día 24 de julio de 1797, de Los aduladores (Diario de Madrid, lunes 24 julio de 1797, n.o 305: 876), en el Teatro de la Cruz, en una función compleja de la que después nos ocuparemos. De su autor no se recoge el nombre, pero se indica, como reclamo para el auditorio, que la pieza ha sido compuesta por «el mismo ingenio que compuso el Filósofo Enamorado», obra de Forner, que obtuvo un gran éxito en años anteriores, que se mantuvo mucho tiempo en cartel, y que fue objeto de diversas reposiciones en las tablas, en diferentes teatros madrileños, como mostraremos en otro trabajo que actualmente tenemos en preparación. Tal atribución al extremeño, identificado siempre como «el mismo ingenio que compuso el Filósofo Enamorado», se encuentra en todos los números del Diario de Madrid en los que se menciona el montaje de la obra, hasta la sustitución de la misma, en las tablas, por otro texto distinto de diferente compositor. 1 Primero recibió el título de Diario Noticioso, Curioso, Erudito, Comercial, Público y Económico, con el que fue fundado, el 1 de febrero de 1758, por Francisco Mariano Nipho, también, después, su director (Sáiz, 1990). 2 Un nuevo periódico titulado Diario de Madrid, comenzó a publicarse el 1 de enero de 1825, en los inicios de la conocida como Década Ominosa (1824-1833), aunque, a los tres meses de su existencia, sufrió un cambio de cabecera, siendo identificado como Diario de Avisos de Madrid, si bien, desde el mes de febrero 1836, recuperó su primitivo nombre de Diario de Madrid. A finales de 1918 concluyó la publicación de este periódico.
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Los aduladores, de Juan Pablo Forner, comedia olvidada
El problema que puede ser planteado es si puede darse por fiable la atribución de Los aduladores a Juan Pablo Forner, hecha por el Diario de Madrid. Como comprobamos antes, René Andioc y Mireille Coulon la consideran un error, pues, piensan, al ser —dan por cierto— una traducción de Destouches, seguramente el diarista encargado de la sección de teatros se equivocó al citar el título de la obra conocida que es, según él, del mismo creador de la que ahora puede verse en la escena madrileña: «El Diario la atribuyó al autor de El filósofo enamorado, esto es Forner (?); debe de ser un lapsus por El filósofo casado, de Destouches» (Andioc y Coulon, 2008, II: 898, nota A.20). No obstante, para nosotros, la defensa de la autoría de Forner es perfectamente plausible y verosímil. La redacción de la misma es, sin duda, parangonable a la que hallamos en otros textos dramáticos compuestos por el escritor emeritense. Los puntos de contacto de su argumento con el otorgado a El filósofo enamorado son notables, y detectables en la simple lectura de esas dos comedias. La coincidencia ideológica entre ambas es clara también, con su defensa de la libertad de la mujer en la elección de pareja, hecha de forma similar en las mismas. Los recursos que se utilizan en la composición de las dos obras son, igualmente, parecidos, con unos enredos que tienen evidentes puntos de contacto. El trazado de los personajes y su construcción muestran, también, similitudes, como podremos mostrar, más detenida y pormenorizadamente, en el libro que preparamos, en el momento de elaborar el presente estudio, la profesora de la Universidad de Sevilla Piedad Bolaños Donoso y yo mismo, en el que pretendemos estudiar y editar toda la obra dramática, conservada y que podamos rescatar del olvido, o de las bibliotecas y archivos pertinentes, de Juan Pablo Forner. No solamente razones de composición avalan la atribución de Los aduladores al creador extremeño que nos ocupa. De la discutible relación de la pieza con el teatro de Destouches después nos ocuparemos. Hay motivos externos, históricos, que nos llevan a otorgar verosimilitud a las afirmaciones incluidas en el Diario de Madrid. En primer lugar, se trata de un periódico que suele incluir noticias suficientemente contrastadas en sus páginas, por lo que sus lectores otorgaban verosimilitud a las informaciones que en él aparecían. Además, el Diario se publica en la misma época de composición de Los aduladores, e incluye la noticia de su estreno en la misma fecha en la que se produce este, sin tiempo para que la distancia distorsione o enmascare la verdad. Cabe presuponer, pues, que el redactor de la noticia debía de estar bien informado de la actualidad de la Villa de Madrid en esos años. Era, entonces, esa su dedicación, y su obligación profesional. Es extraño, pues, que vaya a cometer errores de atribución con un autor, que, por esos años, era bien conocido; que, por entonces, ya estaba ligado a la villa de Madrid, desde 1796 —año en el que se trasladó a la Corte al ser nombrado, como ascenso, Fiscal del Consejo de Castilla—; que era famoso en los ambientes literarios y culturales —que, sin duda, le eran muy familiares al periodista autor de la afirmación—, y que había sido en vida —falleció en la capital, el 16 de marzo de 1797, antes del estreno de Los aduladores— temido como polemista, lo cual le había otorgado notoriedad pública y fama; y que había sido elegido, en el mismo 1797, Presidente de la Academia del 229
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Derecho Español —sita en Madrid, y actualmente conocida como Real Academia de Jurisprudencia y Legislación—, lo cual era sabido en los ambientes informados del momento, en los que, con seguridad, se movería con familiaridad el redactor de la sección de teatro del Diario. Ante ello, es verosímil que el diarista no hiciese, sobre este particular, afirmaciones a la ligera, sino afirmaciones resultantes de una captación de noticias tomadas de fuentes fidedignas. Ante todo ello, la atribución de Los aduladores a Forner resulta, por este camino, por esta vía, por estos motivos, por esta fuente, digna de crédito, digna de ser, muy en serio, tomada en consideración. Por otro lado, nadie ha presentado razones, o indicios, de peso, sino únicamente circunstanciales, que anulen la credibilidad de la atribución transmitida por el Diario de Madrid. Se ha insinuado que Los aduladores no es una obra de carácter original, sino una simple traducción, o adaptación, de un texto de Destouches. Lo hemos comprobado con anterioridad, al recordar como René Andioc y Mireille Coulon así lo afirman en su imprescindible Cartelera teatral madrileña del siglo xviii, ya citada. Como vimos, allí, en una nota, también mencionada con anterioridad, se explica que la consideración de nuestro texto como traducción de Destouches se debe a Juan Antonio Ríos Carratalá (1987), quien la incluye en su artículo «Destouches en España» (1700-1835). Consultado este trabajo de Ríos, hemos podido comprobar que, en realidad, este investigador no hace un análisis detallado de la comedia, que no la estudia como texto procedente de uno anterior de Destouches, indicando, y explicando, la existencia de semejanzas y diferencias entre los mismos, que la mención de Los aduladores no figura en el cuerpo del estudio, sino simplemente en una nota (Ríos Carratalá, 1987: 258, nota 2), en la que se enumeran obras de Destouches traducidas, versionadas o adaptadas en la España de la Ilustración. Entre estas se cita efectivamente Los aduladores, pero indicando que la consideración de traducción de Destouches se incluye en el libro de Alda M. Coe (1935), Catálogo bibliográfico y crítico de las Comedias anunciadas en los periódicos de Madrid desde 1661 hasta 1819, y sin añadir ningún otro tipo de explicaciones. Efectivamente, en el Catálogo de Coe figura incluida nuestra comedia, en dos ocasiones. Primero en su página cinco, como obra anunciada en dos periódicos del siglo xviii, el Memorial literario y el Diario de Madrid, en el cual, se indica, aparece atribuida al autor de El filósofo enamorado, es decir, a Juan Pablo Forner, como vimos. Nada se explica aquí sobre la procedencia de su texto (Coe, 1935: 5). Con posterioridad, se inserta en el «Índice de autores», en la entrada dedicada a «Destouches (Nericault)» (Coe, 1935: 239-265; sobre Destouches, 246), en la cual se enumeran los títulos de las obras de este dramaturgo galo que fueron traducidas y montadas en España, y en tal enumeración Los aduladores encabeza la lista, aunque sin mayor tipo de explicaciones ni especificar el nombre que se ha otorgado a esta pieza en el supuesto original francés del que presuntamente procede. Ante todo ello, podemos comprobar que ningún dato, concreto y específico, avala la vinculación de la comedia que nos ocupa a un posible texto francés compuesto por Nericault Destouches. Ante la ausencia de mayores concreciones y especificaciones, y ante la falta de identificación del origi230
Los aduladores, de Juan Pablo Forner, comedia olvidada
nal del que pudiese proceder, hemos de concluir que, en el momento actual, no hay ningún motivo para dejar de insertar Los aduladores en la lista de creaciones teatrales originales que aportó la Ilustración española a la historia de nuestro arte dramático. 2. Estreno y representaciones Tal y como queda reflejado en el Diario de Madrid, el estreno de Los aduladores tuvo lugar en la corte, en el Teatro de la Cruz, el lunes 24 de julio de 1797, algo más de tres meses después de que se produjese el fallecimiento de Juan Pablo Forner, acaecido, igualmente en Madrid, el 16 de marzo del mismo año de 1797 (Jiménez Salas, 1944; Cañas, 1987, 2011 y 2018; François Lopez, 1999). Sustituyó sobre las tablas a una obra de Francisco de Rojas Zorrilla, Del rey abajo, ninguno, que se había representado, «con saynete y una tonadilla», hasta el domingo 23 de julio de 1797 (Diario de Madrid, 23 de julio de 1797, n.o 204: 872). La compañía de Luis Navarro, que se había convertido, desde finales del siglo xviii, en la titular del Teatro madrileño de la Cruz —en concreto, por esos años, lo fue en las temporadas 1795-1796, 1796-1797, 1797-1798, 1798-1799, 17991800—, fue la encargada de llevar a las tablas Los aduladores, y facilitar su conocimiento y difusión entre los espectadores interesados. El texto, dada su corta extensión —pues solo contiene mil ciento setenta y nueve versos, y su argumento había sido distribuido en un único acto—, formó parte, en ese espectáculo, de una función compleja que contenía varias y variadas piezas, unas dramáticas y otras musicales, como —además de nuestro texto, ubicado en el segundo lugar en esa función—, una obertura inicial, tal vez compuesta por Blas de Laserna;3 una tonadilla —Las Damas del nuevo Cuño—; la segunda parte del melodrama Armida y Reynaldo, de Vicente Ramírez de Arellano;4 otra tonadilla; el sainete Los cinco vecinos, y, como complemento para hacer más atractivo el espectáculo, unas boleras5 ejecutadas por el bailarín del Teatro de los Reales Sitios José González. No conocemos, exactamente, el nombre de los cómicos que dieron cuerpo a cada uno de los personajes que aparecen en Los aduladores, pero sí el nombre de los actores que, en esa temporada, formaban parte de la compañía de Luis Navarro y, por lo tanto, que se repartieron los papeles. Se trataba de —además del ya mencio Blas de Laserna trabajaba, como compositor, con la compañía de Luis Navarro en esa temporada (Barba, 2015: 183). 4 Así es identificado el autor de esta obra en la Gazeta de Madrid, que alude a su montaje hecho por la compañía de Luis Navarro en el Teatro de la Cruz: «Armida y Reynaldo: primera y segunda parte escritas por D. Vicente Ramirez de Arellano, y representadas por la Compañía de Navarro. Se hallará en la Librería de Castillo, frente á S. Felipe el Real; y en el puesto de Cerro, calle de Alcalá» («Madrid 28 de julio», Gazeta de Madrid, 28 de julio de 1797, n.o 60: 676). 5 «Aire musical popular español, cantable y bailable en compás ternario y de movimiento majestuoso» (Real Academia Española, 1899). 3
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nado Luis Navarro, autor (director) de la agrupación— Joaquina Arteaga, Rita Luna, Manuel García, Antonio Pinto, Félix de Cubas, Lorenza Correa, Bernardo Gil y Mariano Querol. Todas estas noticias se transmiten en el número del Diario de Madrid que se hace eco del estreno de la obra, el 305, en su página 876, correspondiente al lunes 24 de julio de 1797, al que antes nos referimos: Teatros. […] En el de la calle de la Cruz, por la Compañia del Sr. Luis Navarro, se representa una completa funcion teatral, compuesta de varias piezas, todas nuevas, cuyo órden será el siguiente. Despues de la Obertura con que dará principio la orqüestra; seguirá en un acto la Comedia intitulada los Aduladores: es del mismo ingenio que compuso el Filósofo Enamorado: concluida ésta, cantará una buena tonadilla á solo, titulada las Damas del nuevo Cuño, la Sra. Joaquina Arteaga: en seguida se representará por los Sres. Rita Luna, Manuel Garcia, Antonio Pinto, y Félix de Cubas, el Melodrama intitulado Armida y Reynaldo, segunda parte, escrito por D. Vicente Ramirez de Arellano: finalizada ésta, se cantará otra tonadilla por los Sres. Lorenza Correa, Bernardo Gil, y Mariano Querol: por fin de fiesta se executará el saynete intitulado los cinco Vecinos. Para que á esta plausible representacion no falte circunstancia que contribuya á hacerla mas vistosa y agradable, á mas del decoro de los Actores, y del Teatro, se han añadido unas Voleras, que baylará Josef Gonzalez, Baylarin del Teatro de los Reales Sitios, con el primor que es notorio: la Compañia espera merezca esta funcion las atenciones de un público tan benigno, especialmente la Sra. Rita Luna, en cuyo beneficio cede el producto de este dia; á las 8. La entrada de ayer tarde fue de 1520: la de antes de anoche en el del Principe fue de 2133, y la de ayer tarde de 2327.
3. La función de Los aduladores y su recepción por el auditorio La acogida que tuvo Los aduladores en el Teatro de la Cruz de Madrid puede ser calificada, sin error, no solo de aceptable, sino de rotundamente buena. Los datos que nos proporciona el Diario de Madrid, sin duda, así lo corroboran. La comedia, según se recoge en el Diario, se mantuvo continuamente en cartel durante trece jornadas. En concreto, se representó los días 24, 25, 26, 27, 28, 29, 30, 31 de julio, y los días 2, 3, 4, 5 y 6 de agosto de 1797, pues el 1 de agosto no hubo funciones en los locales teatrales madrileños. En todas esas jornadas, la función en la que su texto se insertaba no sufrió ningún tipo de cambios ni variaciones hasta el viernes 4 de agosto de 1797, fecha en la se modificó en final de la misma, eliminando las boleras que interpretaba Josef González, bailarín del Teatro de los Reales Sitios, como antes pudimos comprobar; y de tal modo se mantuvo hasta su retirada del cartel. Así lo recoge el número correspondiente del Diario de Madrid del viernes 4 de agosto de 1797, n.o 216, en su la página 920: En el de la calle de la Cruz, por la Compañia del Sr. Luis Navarro, se representa una completa funcion teatral, compuesta de varias piezas, todas nuevas, cuyo órden será el siguiente. Despues de la Obertura con que dará principio la orqüestra; seguirá en un acto la Comedia intitulada los Aduladores: es del mismo ingenio que compuso el Filósofo Enamorado: concluida ésta, cantará una buena tonadilla á solo, titulada las Damas del nuevo Cuño, la Sra. Joaquina Arteaga: en seguida se representará por los Sres. Rita Luna,
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Los aduladores, de Juan Pablo Forner, comedia olvidada Manuel Garcia, Antonio Pinto, y Félix de Cubas, el Melodrama intitulado Armida y Reynaldo, segunda parte, escrito por D. Vicente Ramirez de Arellano: finalizada ésta, se cantará otra tonadilla por los Sres. Lorenza Correa, Bernardo Gil, y Mariano Querol: por fin de fiesta se executará e1 saynete intitulado los cinco Vecinos; á las 7 1/2. La entrada de antes de anoche fué de 3498.
Revisados todos los números del Diario de Madrid aparecidos en el mes de agosto del 1797, en contra de la noticia que transmite el Memorial literario, y de la que más adelante nos ocuparemos, no se realizaron representaciones de Los aduladores en el Teatro del Príncipe de la Corte, tan solo en el Teatro de la Cruz. En los días de representación el horario de inicio de las funciones también fue objeto de algunos cambios. El lunes 24 de julio el estreno se produjo a las ocho. Los días 25 y 26 el espectáculo comenzó a las cinco. Los días 27, 28 y 29, a las ocho. Los días 30 y 31, a las cinco. El día 1 de agosto el Teatro de la Cruz permaneció cerrado (Diario de Madrid, 1 de agosto de 1797, n.o 213: 908). Los días 2, 3, 4 y 5 de agosto la función tuvo lugar a las siete y media. Y, por fin, el último día del montaje, el 6 de agosto de 1797, a las cinco de la tarde. Retirado de escena el espectáculo del que formó parte la obra que nos ocupa, Los aduladores, el Teatro de la Cruz permaneció, durante tres días, el 7, 8 y nueve de agosto, sin aparecer en la sección de «Teatros» del Diario de Madrid, quizá por permanecer cerrado por entonces, al estar dedicada su compañía titular, la de Luis Navarro, a los necesarios, e imprescindibles, ensayos para poder presentar una nueva función a los posibles espectadores interesados. El siguiente estreno tuvo lugar el día 10 de agosto. En el cartel figuraban tres piezas dramáticas, la comedia Los amantes de Teruel, acompañada de un sainete y una tonadilla (Diario de Madrid, 10 de agosto de 1797, n.o 222: 944). La entrada diaria registrada por el Diario de Madrid, y transmitida en sus páginas, refleja el considerable número de espectadores que quisieron acudir a presenciar las funciones del Teatro de la Cruz durante el tiempo en la permaneció en cartel el montaje en el que se incluía Los aduladores. Es prueba del interés del público por el espectáculo. Se puede calcular una media de recaudación de cinco mil reales. Los datos que proporciona sobre este particular el Diario de Madrid son los siguientes: Día
Entrada
24 de julio 25 de julio 26 de julio 27 de julio 28 de julio 29 de julio 30 de julio
7381 6265 5481 5811 5403 5724 5762 233
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Día
Entrada
31 de julio 1 de agosto 2 de agosto 3 de agosto 4 de agosto 5 de agosto 6 de agosto
4254 Sin función 3498 3178 2522 2256 3190
La comedia Los aduladores dejó buen recuerdo en los espectadores de la era de la Ilustración, que quisieron conocerla los días en que se mantuvo sobre las tablas. Prueba de ello es que, pocos años después de que se efectuase su estreno, fue objeto de una reposición en la escena. Se efectuó esta en el año 1806, en el Teatro madrileño de los Caños del Peral. En el Teatro de los Caños Los aduladores fue el texto encargado de sustituir, en las tablas, a una comedia popular titulada El carbonero de Londres —que, seguramente, se trata de la así llamada compuesta por Antonio Valladares de Sotomayor—, y que daba cuerpo a una función también integrada por una tonadilla y un sainete, cuyos títulos no se especifican en las páginas del número correspondiente del Diario de Madrid (10 de febrero de 1806, n.º 41: 184). El nuevo montaje de Los aduladores estuvo a cargo de la compañía que trabajaba para el Teatro del Príncipe de Madrid. La función se estrenó el martes día 11 de febrero de 1806 a las cinco de la tarde. Formaban parte de esta, igualmente, tras el texto que nos ocupa, «una tonadilla á tres», cuyo título no se especifica en el Diario, y un sainete nuevo, La Fiesta de Toros de Juan Tuerto, en el cual, se explica, «se lidiarán quatro de estos animales con la mayor naturalidad» (Diario de Madrid, 11 de febrero de 1806, n.º 42: 188). El Diario de Madrid informa de que la reposición de Los aduladores se mantuvo tres días en cartel, entre el martes y el jueves de la semana correspondiente, siempre en el Teatro de los Caños del Peral. En concreto, se representó los días 11, 12 y 13 de febrero de 1806. El viernes día 14 de febrero fue sustituida, en el mismo local, por una función múltiple, compleja, formada por las siguientes piezas (Diario de Madrid, 14 de febrero de 1806, n.º 45: 204): En el teatro de los Caños del Peral, á las 5 de la tarde, se executará por la Compañía destinada al teatro del Principe la funcion siguiente; se dará principio con el saynete del Payo de la Carta, en el que cantará el Sr. Pedro Cubas las seguidillas del Gallinero, seguirá una tonadilla á tres titulada Los Maestros de la Raboso, y se dará fin con un gracioso saynete nuevo, nombrado La Fiesta de Toros de Juan Tuerto, en el que se lidiarán quatro de estos animales con la mayor naturalidad. La entrada de ayer tarde fué de 9.841.
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Los aduladores, de Juan Pablo Forner, comedia olvidada
La concurrencia de público, durante los días del montaje, fue animada, y se registraron cifras de recaudación muy superiores a las que obtuvo el último día, el lunes 10 de febrero de 1806, la obra, casi con seguridad de Valladares, que la precedió en escena, El Carbonero de Londres, que produjo un ingreso, con datos del Diario de Madrid, de 2697 reales, y algo superiores a las obtenidas, según la misma fuente, por la función que la sustituyó, cuya recolección, el viernes día 14 de febrero de 1806, fue de 9174 reales, que bajó, el sábado día 15 de febrero, a 9148, y subió, el domingo 16 de febrero, a 9480, cifras todas inferiores, aunque a veces poco, a las registradas por las funciones de Los aduladores: Día
Entrada
11 de febrero
12 554
12 de febrero
11 743
13 de febrero
9841
El espectáculo, durante esos días 11, 12 y 13 de febrero de 1806, se inició siempre a las cinco de la tarde. Revisados todos los números de Diario de Madrid correspondientes al mes febrero de 1806, y los correspondientes a la primera semana de marzo de 1806, no se detectan más noticias sobre Los aduladores. Ante todos estos datos históricos que acabamos de rescatar, no podemos sino constatar y concluir que la comedia Los aduladores, tanto en su estreno en el Teatro de la Cruz como en su reposición sobre las tablas en el Teatro de los Caños del Peral, cosechó un rotundo éxito en la escena, similar, aunque no tan amplio en el tiempo —como estudiaremos y demostraremos en un trabajo que, en el momento de elaborar este artículo, Piedad Bolaños y yo preparamos—, al que tuvo algunos años atrás su predecesora en el mismo aforo, el Teatro madrileño de la Cruz, La escuela de la amistad, o El filósofo enamorado, montada por primera vez en ese local por la compañía de Eusebio Ribera, el día 28 de enero de 1795. Todo ello prueba la capacidad de conexión con sus espectadores, con su auditorio, que tuvieron, en sus días, y aún después del fallecimiento de su creador, las obras dramáticas compuestas por el emeritense Juan Pablo Forner. III. Argumento y aportaciones de Los aduladores, según el Memorial literario La comedia Los aduladores fue un texto que, hasta hoy, nunca ha sido difundido por medio de la imprenta. Carece de ediciones, ya desde los años de la Ilustración. Fue obra que permaneció durante mucho tiempo, prácticamente hasta nuestros 235
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días, olvidada, sin que se recordase su trayectoria histórica, su difusión o el nombre de su autor. Quedó perdida, confinada en tres manuscritos que se guardaron en los archivos históricos conservados de los tres locales teatrales existentes, en el siglo xviii, en la Villa y Corte de Madrid, donde permanecen en la actualidad, formando parte de la Biblioteca Histórica Municipal de la capital de España. Están estos tres manuscritos relacionados con los montajes de los fue objeto la comedia en fechas próximas a su creación, y a los que con anterioridad hemos referido, detallándolos. Se trata de los apuntes, con signatura de la Biblioteca Municipal Tea 1-5-22, denominados A, que se hallan relacionados con el montaje realizado en el Teatro madrileño de la Cruz, en el año 1797, montaje que supuso el estreno de la pieza; y de los apuntes que fueron denominados B y C, que se vinculan con la reposición de la obra en el también madrileño Teatro de los Caños del Peral, en el año 1806. Así los describe Mercedes Agulló (1995: 248) en su libro La colección de teatro de la Biblioteca Municipal de Madrid: 87. «Los Aduladores. / En vn Acto. / Año de 97». Ms. Letra del siglo xviii. 1 cuadernillo. 21 cm. 3 ejemplares (1). Leg. 5-22. Primer verso: «—En fin, yo os ruego, señora...» Ejemplar B: «Los Aduladores. / Pieza en verso en un Acto». [Añadido, con otra letra: «Dia 11 de Febrero de 1806»]. En la contraportada del ej. B: «Personas Don Juan — Galán Carretero Doña Ysabel — Dama Prado Don Ynocencio — Barba Rafael Pérez...» Ejemplar C: «Los Aduladores». (1) 88. Los ejs. B y C con letra del siglo xix.
Debido a esta nula transmisión impresa, y a la escasa transmisión manuscrita, no es extraño que Los aduladores fuese obra ignorada por la crítica posterior, que no incluyó, por desconocimiento, referencias a la misma en las páginas que dedicó al teatro dieciochesco, y ni siquiera la mencionó como texto hoy perdido pero de título conservado —como sucedió con otras obras del polemista emeritense— entre las producciones debidas a la puma del extremeño Juan Pablo Forner. Por estas causas podemos considerar a Los aduladores como texto históricamente perdido y olvidado, pero hallado y rescatado en la actualidad. Su contenido y características se pueden dar, hoy en día, por desconocidos, dada su escasa, o nula presencia, en los comentarios, investigaciones y trabajos históricos que, a través de los tiempos, han sido dedicados por los estudiosos al teatro de la Ilustración. En sus días, tampoco fueron abundantes las referencias a esta comedia que pudieron ser detectadas en textos críticos, noticieros o eruditos. Su presencia en los periódicos del momento no es abundante. Queda, casi, reducida a la inclusión de su nombre en las carteleras de los espectáculos entonces montados en la escena 236
Los aduladores, de Juan Pablo Forner, comedia olvidada
madrileña, y de las que se hicieron eco determinadas publicaciones periódicas como el, ya estudiado y comentado, Diario de Madrid. No obstante, esta situación desoladora para la pieza que hemos añadido a la lista de aportaciones que Juan Pablo Forner legó a la historia literaria y cultural de nuestro país, y a la historia literaria y cultural de la Ilustración europea y occidental en general, en el siglo xviii nuestro texto, en los momentos de su estreno, había conseguido llamar la atención y despertar el interés de un periódico de esos días, especializado en el mundillo literario y cultural de su tiempo. Se trató del Memorial literario, instructivo y curioso de la Corte de Madrid. El Memorial literario se empezó a publicar en Madrid en el año 1784, y acudió a su cita con sus lectores hasta 1808, con algunas interrupciones (entre 1791-1793, y entre 1797 y 1801). Tenía primero periodicidad mensual y, después, bimensual. Era impreso en la Imprenta Real. Sus fundadores fueron Pedro Trullent y Joaquín Ezquerra, Catedrático de Lengua Latina en los Reales Estudios de San Isidro de Madrid, siendo este último su principal redactor, aunque siempre contó con un buen plantel de colaboradores, la mayoría de los cuales prefirió no estampar su verdadero nombre en los trabajos que allí publicaban, utilizar pseudónimos, o dejar sus artículos sin firmar y presentarlos como anónimos. Obtuvo una muy buena acogida en los años de la Ilustración (Sáiz, 1990b). En el Memorial Literario, en concreto en el número correspondiente al mes de septiembre de 1797, en las páginas 428-431, uno de sus colaboradores, sin firmar su trabajo, quiso comentar dos obras del espectáculo en el que fue incluida, en su primera subida a las tablas en Madrid, la comedia de Los aduladores. El primer texto del que se ocupa (128-130) es Arminda y Reynaldo; el segundo (430-431), Los aduladores. En su crítica teatral comete un grave error al afirmar que las dos piezas fueron escenificadas en el «Coliseo del Príncipe» (428), cuando, realmente, como vimos, el local teatral en el que se dieron a conocer ante el auditorio, fue el Teatro de la Cruz, donde trabajaba la compañía de Luis Navarro, que el redactor cita. En su crítica teatral, el comentarista del Memorial quiso destacar el montaje del que había sido objeto Los aduladores sobre las tablas madrileñas. Quiso dar a sus lectores noticia del contenido que había recibido la obra, de su argumento. Quiso resaltar algunas características que su autor, en los momentos de su composición, le había otorgado, y que le parecían destacables y dignas de elogio. El juicio del articulista es esencialmente positivo, como comprobaremos después. Y ello es paralelo a la buena acogida que le habían tributado, en su estreno sobre las tablas del Teatro de la Cruz, los espectadores que acudieron a presenciarla, los primeros receptores que tuvo la comedia en los días de las Ilustración, en aquellas funciones de verano de los meses de julio y agosto del año 1797, a las que anteriormente nos hemos referido. Esa fue, durante largo tiempo, e incluso hasta nuestros días, la única fuente de aproximación a Los aduladores a la que se podía acudir para obtener un cierto conocimiento de la pieza, para satisfacer la curiosidad del interesado en la literatura y la cultura dieciochescas. En el momento de redactar este trabajo, estamos elaboran237
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do, la profesora Piedad Bolaños Donoso y yo, como antes adelantamos, una investigación que pretende obtener como resultado un libro en el que se estudie y recopile toda la aportación que podamos localizar y reproducir del legado de Juan Pablo Forner al mundo del arte dramático; todas sus obras de creación, en este campo, que logremos conseguir, todos los escritos relacionados con el mundo del teatro que se hayan conservado, y que seamos capaces de identificar como obra del emeritense. Allí incluiremos el texto por primera vez editado de Los aduladores, que atribuimos, dados los razonables y verosímiles indicios y pruebas que así lo indican, al gran polemista y escritor extremeño del siglo xviii. Sirva, mientras tanto la transcripción, que a continuación se incluye, de la crítica del Memorial al montaje, en el Teatro de la Cruz —no del Príncipe, como hemos antes advertido—, en el año 1797, de la obra que nos ha ocupado en el presente trabajo, como anticipo que permita efectuar, en cierto modo, a los interesados, una primera aproximación al contenido y a las características de la misma, antes de conocer su texto literal, cuya edición en estos momentos tenemos concluida, aunque aún nos quede mucho trabajo, y tiempo para dar completamente por cerrada nuestra investigación. Sírvanos, también, a nosotros esa transcripción como colofón a este artículo que ahora terminamos de dar a conocer a nuestros formados, curiosos e interesados lectores. CONTINUACION DEL MEMORIAL LITERARIO. SETIEMBRE DE 1797. PARTE SEGUNDA: 430-431. TEATROS. COLISEO DEL PRINCIPE. [428]
Compañía de Luis Navarro: piezas representadas en el mes de Agosto próximo anterior. Los Aduladores. Comedia en un acto.
[430]
Argumento. D. Inocencio tenía una hija llamada Doña Isabel, á la qual queria casar con D. Braulio, hidalgo de provincia, hombre estrafalario, y encaprichado de su nobleza, pero no muy rico. Doña Isabel estaba enamorada de su primo D. Juan, pobre al presente; pero que litigaba con D. Inocencio una quantiosa hacienda, con cuya esperanza pretendia este aumentar su riqueza unida con la de D. Braulio. No sabian los dos amantes cómo vencer á su padre y tio, para que se uniesen en recíproco lazo: válese D. Juan de D. Serapio y D. Antonio, hombres estremamente aduladores, que entraban freqüentemente en casa del padre, y le adulaban en todas las cosas, para que seducido de este modo, pudiesen comer ásu mesa, y aun les facilitase sus acomodos. Prometen estos lisonjeramente servir á D. Juan; pero hacen lo contrario. Entre tanto viene el novio prometido D. Braulio, muestra su caracter ridículo, el qual desagrada enteramente [431]á Doña Isabel; y esta sin rodeos no solo le manifiesta su ninguna inclinacion, sino que le pide que se interponga con su padre para que la libre de una bestia extraordinaria, qual es el mismo novio.
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Los aduladores, de Juan Pablo Forner, comedia olvidada Quédase consternado D. Braulio de semejante recibimiento y tratamiento: pone esto en noticia de D. Inocencio, el qual procura disuadirle como que era una chanza de su hija. Mientras esto pasa, gana D. Juan el pleyto, y D. Inocencio ve que entregando la hacienda áD. Juan queda pobre, y mucho mas al ver que D. Braulio ya no quiere casarse con Doña Isabel faltando esta dote. D. Juan entonces ofrece todos sus haberes á D. Inocencio, y que casándose con su prima todo se quedará en casa. Conviene el padre, despidese D. Braulio, quedan despedidos y reprehendidos los aduladores, y D. Inocencio desengañado. En esta comedia estan bien pintados los aduladores, bien expresada la sandez y avaricia del padre, y la ridiculez y orgullo del hidalgote, y en fin bien desempeñado el asunto. Es gracioso el pasage en que Doña Isabel á manera de Princesa acuitada pide al hidalgo quixote que la libre de aquel monstruo.
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Jesús Cañas Murillo — La escuela de la amistad ó El filósofo enamorado. Comedia. Precede Apología del vulgo con relacion á la Poesía Dramática, con licencia en Madrid, en la Imprenta de Fermín Villalpando, año de 1796. — Los falsos filósofos, comedia perdida. — Francisco Pizarro, tragedia perdida.7 — Introducción o loa para la apertura del teatro de Sevilla, con una carta que le sirve de prólogo, Sevilla, 1795. — Motezuna, tragedia perdida.8 [—] Respuesta [a la crítica de «Hugo Imparcial»] firmada por «El Autor del Filósofo enamorado», Diario de Cádiz, 13 de mayo de 1796, pp. 173-188. — La vanidad castigada, comedia perdida.9 Herrera Navarro, Jerónimo. Catálogo de autores teatrales del siglo xviii, Madrid, Fundación Universitaria Española, 1993. Jiménez Salas, María. Vida y obras de Juan Pablo Forner y Segarra, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1944. Lopez, François. Juan Pablo Forner (1756-1797) y la crisis de la conciencia española, trad. de Fernando Villaverde, Salamanca, Junta de Castilla y León, 1999. Menéndez y Pelayo, Marcelino. «Forner, Juan Pablo», en Enrique Sánchez Reyes (ed.), Biblioteca de traductores españoles, II: Domenech-Llodrá, Santander, CSIC, 1952, pp. 76-97. Real Academia Española (RAE). Diccionario de la lengua castellana por la Real Academia Española, 13.ª ed., Madrid, Imprenta de los Sres. Hernando y compañía, 1899. Ríos Carratalá, Juan Antonio. «Destouches en España (1700-1835)», Cuadernos de Traducción e Interpretación, 8-9 (1987), pp. 257-265. Sainz y Rodríguez, Pedro (ed.). «Introducción», en Juan Pablo Forner, Exequias de la lengua castellana, Madrid, Espasa-Calpe, 1967, pp. VII-XXXIX (Clásicos Castellanos, 66). Sáiz, María Dolores. «El primer diario español: Diario noticioso, curioso-erudito, comercial, público y económico», en Historia del periodismo en España. 1: Los orígenes. El siglo xviii, 2.ª ed., Madrid, Alianza, 1990, pp. 122-125 (Alianza Universidad Textos). — «El Memorial literario», en Historia del periodismo en España. 1. Los orígenes. El siglo xviii, 2.ª ed., Madrid, Alianza, 1990, pp. 168-169 (Alianza Universidad Textos).
Según Pedro Sainz y Rodríguez (1967: XXXIV), de esta tragedia entre «Los manuscritos de Forner existen fragmentos». La noticia seguramente fue tomada del tomo II de la Biblioteca de traductores españoles de Menéndez y Pelayo (1952). 8 Según Pedro Sainz y Rodríguez (1967: XXXIV), de esta tragedia, entre «Los manuscritos de Forner existen fragmentos». La noticia seguramente fue tomada del tomo II de la Biblioteca de traductores españoles de Menéndez y Pelayo (1952). 9 Según Pedro Sainz y Rodríguez, de esta comedia, entre «Los manuscritos de Forner existen fragmentos» (1967: XXXIV). La noticia seguramente fue tomada del tomo II de la Biblioteca de traductores españoles de Menéndez y Pelayo (1952). 7
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Formas del criollismo apologético en el pensamiento ilustrado americano: los casos de Llano Zapata y Beristáin de Souza Cathereen J. Coltters Illescas Universidad de Concepción
Preliminares En la presente investigación proponemos que tanto la Carta persuasiva al señor Don Ignacio de Escandón sobre Assunto de Escribir la Historia-Literaria de la América Meridional1 (1768), del peruano José Eusebio Llano Zapata, como el «Discurso apolo gético»2 (1816), del novohispano José Mariano Beristáin de Souza, ambos letrados ilustrados y católicos, son textos articulados por la voz de un sujeto criollo que participa de una forma particular de criollismo: un criollismo apologético.3 A partir de la consideración de lo criollo como una posición de sujeto (Moraña, 2009), y más allá de la categoría étnica-biológica, examinaremos los posibles contenidos de ese crio llismo apologético y la especificidad que adquirió en los proyectos historiográficosliterarios de ambos letrados, es decir, como variantes dentro del pensamiento ilus trado americano. En consecuencia, el trayecto que proponemos en estas páginas considera dos momentos: una breve reflexión acerca de lo criollo como posición de sujeto y la Originalmente, la Carta persuasiva fue publicada en Cádiz en el año 1768, un ejemplar de la misma se encuentra en la Biblioteca Nacional de Santiago de Chile, en la Collectio Medinensis, Biblioteca ame ricana, Fondo histórico y bibliográfico José Toribio Medina. Fue reimpresa en Lima en el año 1769; versión disponible como microfilm en la Universidad de Brown, n.° HA-M314-21. Esta reimpresión sirvió de base a Beatriz González Stephan, quien incluyó una transcripción de la misma como apéndice (45-47) de su artículo «Sujeto criollo/conciencia histórica: la historiografía literaria en el período colo nial» (1993). Hemos consultado la edición de 1768 y cotejado con la transcripción de 1993; en adelan te citaremos por esta última indicando el año y el número de página. 2 El título completo es «Discurso Apologético de la liberalidad del gobierno español en sus Améri cas, que sirve de prólogo a la Biblioteca hispano-Americana septentrional»: I-XVIII. En adelante con servaremos la ortografía del original. 3 En un trabajo titulado «Llano Zapata y su Carta persuasiva: esbozo de un proyecto historiográficoliterario ilustrado para la América meridional» (Coltters Illescas, en prensa), hemos comentado de ma nera muy preliminar algunas notas sobre el criollismo apologético. Hemos pensado este concepto a partir de la lectura del trabajo de Mestre Sanchis (2012) indicado en la bibliografía, en el que su autor se refiere a Llano Zapata como un criollo apologista de la monarquía española. 1
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discursividad criolla, y, luego, la reflexión sobre la Carta persuasiva y del «Discurso apologético» considerados como proyectos historiográficos y/o literarios que muestran los posibles contenidos del criollismo apologético. Lo criollo como posición de sujeto y la discursividad criolla Pensar la cuestión criolla supone siempre un desafío interpretativo de envergadu ra, por cuanto implica examinar el proceso de conformación de un complejo y cambiante sector de la sociedad colonial americana, cuyo sentido de pertenencia se construyó en permanente negociación con la metrópoli y también con el mundo amerindio. Dicho proceso no fue unívoco ni mucho menos homogéneo, por el contrario, fue el resultado de transformaciones sociales, políticas, económicas y culturales durante, al menos, tres siglos. En este sentido, pensar lo criollo implica considerar las suturas invisibles que vinculan las etapas fundacionales de la conciencia americana con las formas que asumió el colonialismo en el continente y los orígenes de cierto tipo de moderni dad, tres ejes señalados por Mabel Moraña a lo largo de su obra (1998, 2004 y 2009). En el cruce de esos ejes, y desde su temprana formación, la sociedad criolla reservó para sí un lugar intermedio en el mundo colonial, un entre lugar, desde donde reclamó recompensas a la Corona, forjó identidades diferenciales, generó proyectos culturales y discursos críticos y, finalmente, negoció su relación con los otros grupos étnicos. Al respecto, la estudiosa uruguaya señala en «La diferencia criolla: diáspora y políticas de la lengua» (2004a: 55) que «la identidad criolla nace, en la América Colonial, como una construcción intersticial, en el cruce de sistemas de representación estrechamente articulados a nociones étnicas y posiciones de poder que es imposible desconocer». Para la autora el proceso identitario criollo responde a la necesidad de «contrarrestar la violencia epistemológica de alterización del americano por el peninsular» (55), por lo que la elaboración de la diferencia americana funcionaría, en sus palabras, como un «sistema de reconocimiento» (55); concluye, entonces, que «toda identidad debe ser entendida, sobre todo en contex tos coloniales, como performativa, híbrida y fluida, y como construcción que existe solamente en proceso, en los bordes de variados sistemas de interpelación» (55). Desde este punto de vista, nos apartamos de cualquier forma de esencialismo iden titario, pues, la cuestión criolla se presenta siempre como una permanente relabo ración y como una constante negociación de sus afiliados, evidenciándose la pre cariedad —o provisionalidad— de cualquier intento conceptual. Llegados a este punto conviene aclarar que en la cuestión criolla como problema teórico se articulan diferentes niveles de comprensión,4 es decir, lo criollo puede ser 4 Juan Vitulli y David Solodkow se refieren a algo similar cuando indican que «La definición de lo criollo puede ser analizada en múltiples dimensiones o estratos semánticos dependiendo de la territoria lidad y las diversas temporalidades históricas —las secuencias que menciona Cornejo Polar […]—, esto es, puede ser pensada como atribución (estereotipo), como auto atribución (agencia-conciencia), puede
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abordado como formación social y/o estamental (novedad de un sujeto colonial), como formación identitaria (conciencia y subjetividad americana diferencia les), como estereotipo (uso lingüístico), como proceso cultural (formas del pensa miento, creencias, ideologías y hábitos) o como categoría analítica (conceptualiza ción epistémica) para explicar las múltiples dimensiones del fenómeno; en cualquier caso, estas dimensiones no son excluyentes, por el contrario, son complementarias y se intersectan constantemente. Si tenemos en cuenta lo anterior, repensar lo criollo implica, además, la impo sibilidad de perder de vista que estamos ante un fenómeno extremadamente hete rogéneo; por ello, en ningún caso pretendemos simplificar su densidad y su com plejidad, más bien, lo que nos interesa en esta investigación es revisar la capacidad explicativa de lo criollo como categoría analítica a partir de los desplazamientos teóricos con los que ha operado la crítica literaria y cultural latinoamericana más contemporánea y, de esta manera, visibilizar que la discursividad criolla es siempre una «reflexión sobre el origen y una exploración de los lugares reales y posibles de enunciación e indagación epistemológica» (Moraña, 2004a: 56). En consecuencia, creemos, desde hoy, que entender lo criollo como una cate goría de análisis compleja obliga a recordar los trabajos de críticos que temprana mente propusieron desplazarla de las consideraciones únicamente étnicas y/o geo gráficas, es decir, de aquellas que anclaban lo criollo a partir de la condición de nacimiento de los descendientes de los primeros conquistadores fuera de la Península,5 uso recogido, sin duda, de la propia discursividad colonial.6 Repensar lo criollo como categoría supone efectuar un desplazamiento conceptual que, si bien parta de la condición étnica, de lo biológico y de lo geográfico, no se agote allí, más bien, las trascienda para llegar a significar una posición de sujeto. En otras palabras, junto con reconocer la articulación de las nociones étnicas que cruzan la cuestión de la identidad criolla —y más allá de ellas— lo criollo ha pasado a signi implicar, además, nociones de estratificación social y poder político, e incluso puede involucrar relacio nes de transculturación biológica y simbólica —mestizaje biológico y mestizaje social o cultural» (2009: 9-10). Para la transformación histórica del concepto revisar la obra de estos autores titulada Poéticas de lo criollo. La transformación del concepto «criollo» en las letras hispanoamericanas (siglo xvi al xix) (2009). 5 Corresponde recordar que José Antonio Mazzotti señala que alrededor de un veinte a un cuaren ta por ciento de los integrantes del grupo criollo correspondía a mestizos acogidos bajo la protección paterna e incluiría a los nacidos entre 1530 y 1560; el porcentaje restante correspondía efectivamente a una población nacida en las Indias e hija de padres españoles (2000: 143). 6 La propia discursividad colonial ofrece ejemplos de ello. Así, en el año 1647, el jurista español Juan de Solórzano Pereira en su Política indiana establece una división de tipo étnico, en la que indica que los nacidos en las Indias de padres españoles «vulgarmente los llaman criollos y de los que proceden de españoles e indias que se llaman mestizos, o de españoles y negras que se dicen mulatos» (1647, I: 208-209); división étnica que incorpora suma al criterio geográfico el criterio biológico-sanguíneo; creemos que es probablemente que como término haya sido utilizado por los propios criollos con el propósito de distinguirse del resto de la población (cfr. Coltters, 2008). Caso cercano a este es el de Francisco Núñez de Pineda y Bascuñán, criollo chileno autor del Cautiverio Feliz (1673), quien en reiterados momentos de su texto alude a los «criollos hijos de la patria» o a los «criollos naturales hijos de la patria», expresiones que hace equivalentes para referirse a los nacidos en tierras americanas.
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ficar una posición ocupada por sujetos diversos cuya filiación no se reduce al color de piel o al grupo étnico en el que se nace. Sostenemos, en este sentido, que lo criollo refleja una perspectiva, una forma de estar (habitar), una forma de ubicarse en el mundo americano e, incluso, refleja un ethos y una dimensión utópica; recordemos que Beatriz Pastor postulaba, en El Jardín y el peregrino. El pensamiento utópico en América Latina (1492-1695) (1999), que por medio de la elaboración de figuras utópicas la conciencia colonial buscó apremiantemente resolver contradicciones fundamentales para la aprehensión de la realidad, para la negociación de/con la alteridad y para su redefinición como sujeto colonial. No es la intención de estas páginas reconstruir una genealogía del uso del con cepto criollo ni su aplicación en la discursividad colonial, pues, ese interesante reco rrido ya fue planteado, y de manera muy completa, por los estudiosos Juan Vitulli y David Solodkow en Poéticas de lo criollo. La transformación del concepto «criollo» en las letras hispanoamericanas (siglo xvi al xix) (2009), compilación de trabajos críticos en los que se propone que el concepto de lo criollo puede ser leído como un tropo,7 en constante transformación a lo largo de la colonia, dando lugar a tres series8 en las que se distingue con relativa nitidez su carácter cambiante. No obstante, propo nemos revisar algunos momentos que, en nuestra opinión, han contribuido a mar car los desplazamientos de lo criollo como categoría analítica. Dentro de las expresiones que recogen las tipificaciones social, racial y étnica contenida en el concepto de lo criollo, hubo una que pasó a designar a un sector particular de la sociedad colonial como los «peregrinos en su propia patria».9 Bajo esta noción David Brading, en su Orbe indiano (2003 [1991]), agrupó a un conjun to de letrados entre los que incluyó a cronistas reconocidos como indígenas (Gua 7 «…esto es, como una construcción lingüística, ideológica y discursiva clave para analizar las ex presiones letradas en América latina durante más de tres siglos» (Vitulli y Solodkow, 2009: 14); dirán en nota a pie de página que «Utilizamos el concepto de tropo en relación con lo criollo como una clave de lectura para pensar las múltiples configuraciones identitarias/discursivas del así llamado período colo nial. De alguna manera, estamos siguiendo un modo de lectura y reflexión sobre problemáticas cultu rales relacionados con América Latina que ha sido impulsado por Carlos Jáuregui y Juan Pablo Dabove. De acuerdo con estos autores, los tropos son “índices (en el sentido benjaminiano) para aproximarnos a la densidad de esa textura cultural que continuamente escribimos y leemos, y en la cual también somos escritos y leídos”» (ibidem). 8 En dicha compilación son puestas en diálogo diversas articulaciones teóricas para problematizar lo criollo como un tropo y definirlo en torno a tres series: la primera de ellas vincula el uso del término al estereotipo para designar a la población negra y a los hijos de conquistadores, uso que abarca desde 1563 a 1600, según los autores; la segunda serie es la de la agencia, que se caracterizaría por la apropiación y la resemantización barroca del término por los propios hijos de la tierra y funcionaría como categoría autoatribuida, su uso se extendería por todo el siglo xvii y comprendería las negociaciones entre las élites americanas y la metrópoli; la tercera serie, la que nos interesa particularmente, se relaciona con el ciclo de formación de la conciencia criolla y margen ilustrado que funcionaría como base o fermento —en palabras de los autores— de las identidades protonacionales, extendiéndose entre 1700-1810 (2009: 9-58). 9 «Peregrinos en su propia patria (Non fecit taliter omni nationi)» es el nombre de la segunda parte de Orbe indiano, pp. 283-500.
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mán Poma de Ayala) o como mestizos (Inca Garcilaso de la Vega y Juan de Espi noza Medrano)10 por sus comunidades de origen; a descendientes de la nobleza indígena (Fernando de Alva Ixtlilxóchitl); a los «patriotas criollos» entre los que contó a varios descendientes de primeros conquistadores (Baltazar, Dorantes de Carranza, Antonio de la Calancha, Francisco de Terrazas, Francisco Núñez de Pineda y Bascuñán, Juan Rodríguez Freile, Arias de Villalobos, José de Oviedo y Baños, Juan Antonio de Ahumada, etc.); a renombrados letrados nacidos en el Nuevo Mundo (Carlos de Sigüenza y Góngora, Sor Juana Inés de la Cruz y Pedro de Peralta y Barnuevo); o a jesuitas nacidos en la América colonizada (Juan de Ve lasco, Juan Ignacio Molina y Francisco Javier Clavijero). Dicha expresión —peregrinos en su propia patria— porta una densidad revela dora y, aun cuando Brading no la enunciara expresamente como sinónimo de lo criollo, puede ser utilizada para dar cuenta de un conjunto de letrados considera dos, a menudo, por la crítica como representantes de la «diferencia americana». Aquellos letrados expresarían en sus obras, sobre todo, un profundo sentido de arraigo y pertenencia a la tierra, asunto que los vincula en sus demandas al grupo criollo, compartiendo con ellos la melancolía que genera el sentimiento de errancia y de tránsito por la propia tierra. Paradigmático resulta ya el caso del indígena Gua mán Poma de Ayala, quien efectivamente deambula por la zona andina con su Primer nueva coronica y buen gobierno (1615) bajo el brazo por casi 50 años, y que es incluido en el grupo de los peregrinos estudiados por Brading. «Peregrinos en su propia patria» devuelve, en un sentido, el concepto a lo geo gráfico, pues, recupera la dimensión de la filiación al terruño y el sentido de perte nencia que definía, a modo de criterio identitario, la relación entre los nacidos en América con su suelo patrio. Insistimos en que Brading no hace equivalentes ambas expresiones, no obstante, «peregrinos en su propia patria» actúa como una de las metáforas de lo criollo, e implica ya un desplazamiento que problematiza la cuestión étnica al abrirse a la consideración de un sujeto colonial heterogéneo. El caso de Juan de Espinosa Medrano es revelador, en este sentido, pues, al ser reconocido como mestizo o indígena (la crítica no ha logrado resolver la incógnita del todo), es él mismo quien se ubica como parte del grupo criollo para suscribir posición en los debates culturales, por ejemplo, en el prólogo de su Apologético (1692); cuestión similar ocurre con el Inca Garcilaso de la Vega, a quien el propio discurso crítico lo incluye como ejemplo de la diferencia criolla (cfr. Moraña, 2004a). Con todo, no resultan lejanas las expresiones criollo y peregrinos en su propia patria, toda vez que remiten a los mismos agentes culturales y a una discursividad que recoge el abiga rramiento del sujeto colonial, como señalara Antonio Cornejo Polar (1994), y la hibridez cultural que se advierte en ellos, al menos, durante la prolongada vigencia del paradigma barroco. A propósito de la diáspora colonialista, Moraña apunta: Es conocido como el Lunarejo por el lunar de su rostro, marca de la extrañeza y deformidad barroca; cabe señalar que Brading recuerda que el censor del Apologético en favor de don Luis de Góngora (1692) llama a Espinosa Medrano «el fénix criollo» (Brading, 2003 [1991]: 372). 10
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Cathereen J. Coltters Illescas Si el criollo vive entonces, en el no-tiempo del retardo histórico y el no-lugar de la utopía americana, su práctica cultural —religiosa, lingüística, discursiva— será siempre una errancia y un tránsito, un intento constante por la reivindicación del cuerpo social y cultural de la madre, un peregrinaje real o imaginario hacia el lugar del padre, identi ficado con el centro imperial, el poder político absoluto y la verdad revelada. […] La mancha de nacimiento del Lunarejo, la joroba de Juan Ruiz de Alarcón, la precocidad e ilegitimidad de Sor Juana, el mestizaje racial, lingüístico y cultural del Inca Garcilaso, son marcas diferenciadoras que concentran en su misma excepcionalidad los rasgos de la transgresión y la otredad que constituyen la identidad negativa del sector criollo (2004a: 58).
Diáspora, tránsito, errancia, no-lugar y peregrinaje son semas que componen la metáfora de lo criollo, y constituyen términos que exhiben también, de manera paulatina, el desplazamiento físico (y también teórico de la crítica, al menos desde la segunda mitad del siglo xx) del sujeto colonial hacia múltiples posiciones, las que ocupará según las necesidades provocadas por las transformaciones introducidas por las dinámicas del colonialismo. En Agencias criollas. O la ambigüedad colonial en las letras hispanoamericanas (2000), José Antonio Mazotti ha sostenido que lo criollo se refiere más bien a un fundamento social y legal, antes que estrictamente biológico. Im plica también un sentimiento de pertenencia a la tierra y un afán de señorío (presentes incluso en los conquistadores, antes de que nacieran los primeros criollos, como propo nen Lafaye [7-8] y Lavallé [«Del “espíritu colonial” 39-41], así como una aspiración di nástica basada en la conquista que distinguía a sus miembros del resto del conjunto social de los virreinatos (2000: 11. La cursiva es nuestra).
De esta manera ha contribuido también a mostrar un desplazamiento del con cepto de lo criollo, esta vez subrayando la posibilidad de actuación del sujeto colo nial en los planos político y discursivo; las agencias criollas son, entonces, acciones conscientes del sujeto colonial encaminadas a generar políticas de identidad y polí ticas culturales desde la diferencia americana, aunque no por ello dejan de ser ambivalentes respecto de su posición frente a las formas de la otredad europea y las indígenas. Mazzotti entiende la agencia no solo en relación a la definición de una nueva subjetividad, sino también como estrategias, en el plano político y textual, para la redefinición de un lugar social y para la construcción de un locus enunciati vo autorizado. Dirá, por lo tanto: No es raro entonces que la categoría de «agencia» resulte más flexible y dinámica que la de «sujeto», precisamente porque «the human agent exceeds the “subject” as it is cons tructed in and by much poststructuralist theory as well as by those discourses against which poststructuralist theory claims to pose itself» (Smith 30). Las agencias criollas se definen, así, por sus proteicos perfiles en el plano político y declarativo, pero a la vez por una persistente capacidad de diferenciarse de las otras formas de la nacionalidad étnica (2000: 15).
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Desde nuestra perspectiva,11 el carácter proteico de las agencias criollas posibi lita, precisamente, la adopción de diferentes posiciones del sujeto criollo de pendiendo de las situaciones históricas a las que se enfrente o de los grupos en torno a los cuales se defina. El agenciamiento es uno de los elementos que enrique ció la categoría analítica de lo criollo, pues, permitió a la crítica visibilizar la capa cidad adaptativa del sujeto criollo así como sus ambigüedades y sus filiaciones con tradictorias. La cuestión de las posiciones de sujeto ha sido apuntada, tempranamente, por Rolena Adorno quien, a propósito del caso de Guamán Poma de Ayala y de su Primer Nueva coronica y buen gobierno (1615), ha revisado las posiciones sucesivas y simultáneas del sujeto colonial en su artículo «Textos imborrables: Posiciones simul taneas y sucesivas del sujeto colonial» (1995). En el artículo citado ha indicado lo siguiente: Mi hipótesis es que, una vez transformadas estas personas históricas en sujetos litera rios a través de sus escritos, tenemos que estar atentas a sus afiliaciones de grupo simultá neas y también a las sucesivas. Estas se presentan a veces como aparentes contradicciones. No obstante, lo que revelan no es una confusión o contradicción al nivel sincrónico sino una sucesividad anímica diacrónica, disfrazada como simultaneidad al encontrárselo en un solo escrito o un solo texto (1995: 37).
Finalmente, el desplazamiento en el concepto de lo criollo que realiza Moraña (2009), cuando lo entiende como una posición de sujeto posibilita, en nuestra opinión, la resignificación de buena parte de la discursividad criolla. En consecuencia, dirá: Para mí, lo criollo constituye primordialmente una posición de sujeto: un ethos, una discursividad, un performance, que no puede ser separado del poder con respecto al cual lo criollo se define de manera a veces beligerante, digna, histórica y políticamente creativa, «inspirada», a veces en un estilo oportunista, cómplice, obsecuente. La posición del crio llo parte de la conciencia de una diferencia que se sabe, en última instancia, irreductible y desde la cual es necesario reapropiar el pasado e imaginar el futuro. Constituye un lugar de deseo y la melancolía, de la auto-defensa, la resistencia y el revanchismo, la lucha y la derrota, la marginación y el poder, dependiendo de las circunstancias históricas y cultu rales precisas en las que lo criollo se analice, y de la localización social e ideológica desde la que se interprete su trayectoria histórica. Las formas contradictorias del ser y actuar que caracterizan al sector criollo demuestran, así, que aunque este sector sea conceptualizado […] como un núcleo bien diferenciado en las formaciones sociales postcoloniales de
11 En nuestra opinión, «[…] la agencia criolla comprende, además, todas las gestiones que realiza el criollo, como sujeto histórico emergente, tanto en el plano político como discursivo para la autoafir mación y la consolidación de su identidad. En el caso del letrado criollo, el agenciamiento se construye discursivamente por medio de una escritura que busca delinear nuevos lugares de intervención. Las acciones que incluye la agencia criolla comprenderían: a) un plan de reivindicación, b) la construcción de un nuevo lugar de enunciación crítica, c) la labor de traducción cultural, d) la representación discur siva de los demás grupos étnicos y e) la apropiación del pasado indígena para la reescritura/completa ción/recusación de la historiografía» (Coltters, 2008: 268).
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Cathereen J. Coltters Illescas América Latina, su naturaleza resiste cualquier forma de esencialización y de nivelamien to histórico ideológico (2009: 488).
Estamos, aquí, en presencia de una categoría relacional, intersticial si se quiere, que se define como perfil proteico (Mazzotti, 2000) frente a lo indígena, a lo ame ricano, a lo peninsular y los demás grupos étnicos. Lo criollo como categoría rela cional problematiza la experiencia del sujeto colonial, ya que en ella se conjugan espacios y temporalidades múltiples que obligan al sujeto criollo a negociar posi ciones diversas (hegemónicas y subalternas, victimario/víctima, promonárquicas/ proindigenistas); como categoría relacional alberga en su espesor distintas concep ciones del saber, del poder y de lo humano. A través de las posiciones éticas y es téticas que asume lo criollo en su devenir histórico, se proyectan formas utópicas (políticas y discursivas) como modo de neutralizar las contradicciones vitales que afectan al sujeto colonial, y desde allí se elaboran estrategias políticas (de supervi vencia) para la conflictiva aprehensión de la realidad, la de negociar la alteridad, y para la redefinición de los sujetos coloniales (Pastor, 1999). Criollismo apologético en los proyectos de Llano Zapata y Beristáin de Souza Hacia finales del siglo xviii y comienzos del xix, encontramos dos ejemplos del criollismo apologético materializado en los discursos de dos ilustrados católicos: la Carta persuasiva al señor Don Ignacio de Escandón sobre Assunto de Escribir la Historia-Literaria de la América Meridional (1768), del peruano José Eusebio Llano Zapata, y el «Discurso apologético de la liberalidad del gobierno español» (1816), del novohis pano José Mariano Beristáin de Souza, textos que constituyen síntomas de una modalidad del patriotismo criollo, en la que se conjugan simultáneamente lealtades múltiples a la Corona y al grupo criollo. Ambos letrados son criollos y su posición política resulta ambivalente frente a las posiciones más críticas respecto de la admi nistración peninsular; sus obras se ubican en contextos históricos de inestabilidad política o en la transición hacia nuevos paradigmas y formas de organización social (la expulsión de los jesuitas, las reformas borbónicas, las Cortes de Cádiz y, más tarde, el apresamiento del rey Fernando VII y las consecuencias que desencadenó en América en los movimientos de independencia). Como recordaremos los orígenes del llamado patriotismo criollo,12 amplia mente señalado por Octavio Paz (1983) y por David Brading (2003), se remontan a las peticiones de los hijos de los primeros conquistadores y abarcan hasta las luchas preindependentistas de los criollos ilustrados de finales del siglo xviii. En este am plio espectro temporal, el patriotismo criollo recogió el desencantado sentir de los beneméritos sin recompensa y sus descendientes, cuyos reclamos dieron lugar a los Véase también el patriotismo criollo en Luis Villoro (1953).
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conocidos «resentimientos criollos», los que habrían de acentuarse conforme trans currieran los siglos. Al respecto, Paz dirá: El resentimiento de los criollos frente a los españoles, ya visible en el siglo xvi, se acentúa en el siglo xvii. El criollo se sentía leal súbdito de la corona y, al mismo tiempo, no podía disimularse a sí mismo su situación inferior. La burocracia española lo desdeña ba: el criollo era español y no lo era. Continua oscilación: los criollos eran, como los indios, de aquí y, como los españoles, de allá. El patriotismo criollo era contradictorio: amor a la tierra de ultramar y amor al terruño. En el siglo xvii estos encontrados senti mientos no se expresaban en términos políticos sino que tenían una coloración afectiva, religiosa y artística (Paz, 1983: 53).
De la cita anterior desprendemos dos asuntos que diferenciarán al patriotismo criollo del siglo xviii respecto de la centuria anterior: el primero, que, aun cuando el contenido de los primeros patriotismos se mantiene, es matizado en la experien cia trasatlántica de letrados como Llano Zapata y Beristáin de Souza, la que fue adquirida durante las largas estadías de los autores en busca de reconocimiento y de formación letrada en suelo español; el segundo, que, efectivamente, muchos de los letrados ilustrados católicos americanos expresaron, de modo declaradamente polí tico, sus «encontrados sentimientos», esto si consideramos que los proyectos inte lectuales y culturales que diseñaron fueron un tipo de intervención política, vale decir, un tipo de agencia que es, a la vez, política y discursiva en el marco de co yunturas históricas cambiantes. Moraña ha indicado que las justificadas quejas de los americanos acerca de la explotación, el relegamiento y la distancia real y simbó lica a que los sometían los peninsulares, posibilitó que «desde la subjetividad criolla se elaborara de múltiples maneras y en diferentes grados la posición de víctima» (2009: 486), y desde esta posición ambivalente y móvil, según la autora, el criollo apren dió a reproducir las estrategias de control y exclusión social que ejercería sobre los otros grupos étnicos. A media que la sociedad colonial se «estabilizó», coexistieron diferentes moda lidades al interior del patriotismo criollo, unas más beligerantes y críticas del orden colonial, que interrogaban críticamente los modos en que la dinámica colonialista afectaba a los criollos en sus aspiraciones políticas, económicas, culturales y religio sas, es decir, un criollismo patriótico o americanista (valga la redundancia de la idea); y otras fueron decididamente más conservadoras, legitimistas y promonárquicas, al interior de las cuales convivieron —no exentas de tensiones— el sentido de perte nencia americana y las demandas que defendían los intereses estamentales criollos con las abiertas y declaradas simpatías hacia la monarquía, es decir, un criollismo apologético. De modo que, hubo patriotismos criollos de tono diverso que oscila ron entre toda la gama de posibilidades contenida en los extremos apuntados; se trató de una convergencia de posiciones de sujeto que hoy pueden ser percibidas como una «totalidad contradictoria» (Cornejo Polar, 1983), y en las que se combi naron posturas oximorónicas, por ejemplo, aquellas en las que los «patriotas crio llos» pudieron identificarse con los valores del mundo americano y, a la vez, con 249
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las políticas colonialistas que la propia monarquía hispana impuso sobre los mundos indígena, mestizo, negro y también criollo. Una de esas modalidades del espíritu criollo es la que denominamos criollismo apologético. Tanto la Carta persuasiva como el «Discurso apologético» son elaborados por un sujeto biográfico —emisor real de un acto enunciativo— que participa del sector criollo y se identifica con sus preocupaciones. No obstante, en ambos textos se configura la voz de un sujeto textual —un sujeto historiográfico criollo— que, en tanto conciencia estructurante de una narrativa historiográfica, es capaz de ubicarse o posicionarse tanto en el ethos criollo como participar del peninsular. Lo anterior muestra que los textos estudiados no están exentos de tensiones a consecuencia de esta circunstancia. Por ejemplo, Beristáin de Souza dirá que emprendió mi pluma el vuelo desde Mégico y se determinó á hacer ver en la Europa con la primera hoja de este libro que Fernando Septimo, el sucesor incontextable de Fernan do é Isabel, aunque cautivo en Francia, reynaba en la América tan soberanamente, como sus padres y abuelos: que Fernando era el Señor único de los corazones megicanos […] (1980: 1).
Por su parte, el sujeto historiográfico criollo en el texto de Llano Zapata seña lará que: «Lo que Yo escribo no es, por buscar aplausos, ni pretender lugar entre los Ilustres, que nos honran. Es, por satisfacer mi genio, y entretener la ociosidad, de quien soy Enemigo declarado, sin admitirle paz, conque me brinda, ni las tre guas que me ofrece» (1993: 49) —esta fórmula es un lugar común en la retórica de la época—, como vemos el letrado peruano solicitará a su destinatario (Escandón) componer la «Historia de Nuestros Escritos» (1993: 51), pero «sin perder de vista los Autores Regnicolas, o Extraños, que les critican o elogian» (ibidem). Si pensamos en la condiciones de producción de la Carta persuasiva y del «Discur so apologético», tenemos que ambos proyectos se construyen en diálogo con las po lémicas sobre la inferioridad americana; en el caso de Llano Zapata su idea es rescatar de las bibliotecas locales del Perú la historia de los letrados, de modo que en España y en Europa se conozcan los nombres de los sabios locales; en el caso de Beristáin de Souza, escribe, según declara, al ver incompleta la magna obra de Juan José de Eguia ra y Eguren, cuya motivación fue —como sabemos— replicar al deán de Alicante su desconocimiento de la riqueza intelectual de América. En ambos casos, las polémicas y el desconocimiento de los valores culturales del Nuevo Mundo son el telón de fondo o la circunstancia cultural y epistémica que enmarca los proyectos referidos. Se actualiza aquí un fuerte sentimiento americanista como estrategia identitaria sin ser excluyente de la apología a la monarquía española. Para el caso de Beristáin de Souza, Luis Hachim ha indicado que «la política de Identidad en el “Discurso apologético” se plantea discursivamente en términos de la identidad como subjetividad,13 luego es «La identidad como subjetividad, [sic] alude a la particular constitución de un sujeto (vencido) que sobrelleva el estigma o la conciencia de la pigmentocracia y obligado al papel asignado por el poder imperial» (Hachim, 2000: 67). 13
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entendida como igualdad,14 para converger finalmente en la perspectiva de identidad como comunidad»15 (2000: 66). Añade: Creemos que las estrategias de identidad en Beristain, respaldan la opción por una identidad hispanoamericana, aunque el uso de la subjetividad y de la igualdad responda a un descarado monarquismo. Es decir, en este sentido ambas alternativas son claramente ideológicas. El autor construye esa identidad de modo selectivo y excluyente. Sin embargo, en la reflexión puramente crítica y literaria, percibimos la disposición del bibliógrafo que sería tributaria de la necesidad de diferenciación cultural. Es en este sentido que se juega una ética y una adhesión indeterminada a la comunidad letrada hispanoamericana (2000: 70-71).
En Llano Zapata, las estrategias de identidad, aunque son similares en algunos aspectos, apuntan a generar un público lector tanto americano como europeo am plio, para poner al alcance de ese lector potencial el patrimonio cultural simbólico y letrado peruano desconocido hasta donde sabe el autor y, de esta manera, contra rrestar las acusaciones difamatorias sobre la ignorancia americana y la leyenda negra española. Llano Zapata propondrá a Ignacio de Escandón: Quisiera, que Vmd. (à imitación de estos) se dedidasse à componer una Obra, que en la América hace falta, y en la Europa se desea. Es ella la Historia de Nuestros Escritos, que con menoscabo de las Ciencias, y deshonor de la Literatura, yacen olvidados. En tal o quál libro se leen algunas noticias, que, sobre poco fieles, son diminutas, y passageras (1993: 50).
Escandón representa un tipo de autoridad letrada que, al estar ubicada en Lima, podría contribuir a materializar el proyecto historiográfico-literario y, a la vez, identitario, que Llano Zapata imaginaba situado desde la lejana Cádiz. Recurrir a una autoridad criolla conectada con los más altos círculos literarios del Perú preten dió asegurar las tramas de una red de relaciones políticas y culturales locales, a di ferencia de las tan esquivas en España.16 Este es uno de los sentidos de dirigir su 14 «La identidad como igualdad, [sic] implica para los americanos o criollos constituir una subjetivi dad semejante al modelo del sujeto dominante, blanco y católico que representa el ideal ontológico, puesto que “es” el hombre dominante» (Hachim, 2000: 69). 15 Se refiere a la comunidad letrada hispanoamericana (Hachim, 2000: 71). 16 Durante su vida en Cádiz, Llano Zapata buscó permanentemente patronazgos, no así la vincula ción con letrados locales. Al respecto, Víctor Peralta señala algunos errores en la estrategia de relaciones por parte de Llano Zapata: «Otra deficiencia en la toma de decisiones de Llano Zapata fue nunca visitar Madrid y no integrarse en los más renombrados círculos ilustrados madrileños o andaluces. Ni siquiera se conoce su vinculación con intelectuales gaditanos. Las misivas editadas por el ilustrado limeño indi can que éste buscó entrar en contacto con altas personalidades del mundo de la cultura que estaban marginados o retirados del poder. Llano Zapata dio amplia publicidad a las cartas que dirigió a persona lidades como el valenciano Gregorio Mayans y Siscar (1699-1781) y el gallego Benito Jerónimo Feijóo (1676-1764) […]. Pero ni Mayans por su marginalidad ni Feijóo por su avanzada edad brindaron a Llano Zapata la amistad política que este buscó a través de su recurso epistolar. Sólo Mayans dio res puesta a la carta que éste le dirigiera a mediados de 1757» (Peralta, 2008: 120).
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misiva a Ignacio de Escandón, quien, además de alcalde y regidor de Quito, fue también poeta satírico, erudito en materias literarias y difusor de la obra de Feijoó, según consigna la Real Academia de la Historia de España, por tanto, un interlo cutor autorizado. En este sentido, lo criollo entendido como una posición de sujeto evidencia la simultaneidad y duplicidad de lugares donde se ubica el sujeto historiográfico criollo que enuncia la Carta persuasiva y el «Discurso apologético». Creemos que lo criollo, en ambos autores, se experimenta de manera compleja e incompleta; nunca totalmente resuelta, se vive como permanente contradicción, siempre de manera disruptiva e interrumpida, doblemente negociada a partir del reconoci miento de filiaciones incompatibles. Lo anterior se evidencia en la Carta persuasiva, cuando Llano Zapata deja en una zona de indeterminación el vínculo entre la literatura de América como parte de la española; explica a Escandón que los religiosos españoles, Pedro y Raphael Rodríguez Mohedano de la Orden de San Francisco, en la provincia de Andalucía, están componiendo una historia literaria de España para la que solicitan manuscritos provenientes de las colonias ameri canas: Por lo que toca á la America, desde luego la incluímos en el Plán de «Nuestra His toria-Literaria», en atención, á que, no obstante su distancia, no podemos mirar, como Extraños, ni dexar de apreciar, como grandes los progresos de la Literatúra, que echó las primeras raizes en nuestro Terreno, y Fructificó abundantemente, transplantado allà, y cultivado por manos «Españolas». Esta Rica Flota de Literatúra no debe ser para noso tros, menos «apreciable que los tesoros de Oro, y Plata, que continuamente nos vienen «de las Indias, y esperamos de su generosidad, y zelo, que nos proveerán «abundantes Materiales assi de Noticias y Memorias-Manuscritas, como de «Libros-Impressos, que pueden ilustrarle, y tengan alguna conexión con este «assunto (1993: 54. Las comillas son del original).
En su criollismo apologético se combinan el hispanismo con las simpatías por las culturas indígenas y una actitud a ratos americanista, pero también se combinan el deseo por diferenciarse y, a la vez, continuar siendo región cultural de España, como hemos comentado en otro lugar (ver nota 3). El proyecto esbozado en la Carta persuasiva pareciera oscilar entre una «filiación netamente hispana (deudora de la madre patria) y simultáneamente criolla (en el sentido americanista)»; sin embar go, «no se esclarece a lo largo de la carta si Llano Zapata quiere esa historia literaria como parte de la española o independiente» (González-Stephan, 1993: 37). Por su parte, la Biblioteca Hispanoamericana Septentrional, de Beristáin de Souza, fue un proyecto que declaró abiertamente sus intenciones y su función cultural como queda sintetizado en estas palabras de su autor: Y de este modo puede asegurarse que esta Biblioteca sirve de satisfacción á las calum nias de los enemigos detractores de las glorias de España y del honor de sus conquistado res, y Gobernadores. Porque ¿como pudo ser bárbara y cruel la coducta de estos, quando tales y tan dulces frutos de ilustración han producido sus provincias? (1980: VI).
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El carácter apologético de la obra se despliega aquí en su máxima expresión, proseguirá el letrado novohispano su interpelación a los criollos rebeldes añadien do: [Y]o desmentiré vuestras calumnias, viboreznos infames, yo me convertiré á los sa bios de la culta Europa, á quienes quereis alucinar […], yo les convenceré de un golpe, para que os desprecien como á ingratos calumniadores de su bienhechora madre, y des tructores desapiadados de su hermosa pátria (1980: VIII).
Otro aspecto de suma relevancia dentro del criollismo apologético fue el celo constante por refutar la leyenda negra sobre España y los discursos de eruditos y via jeros extranjeros sobre los cuales se cimentó. Llano Zapata y Beristáin de Souza compartieron esta preocupación por rebatir mediante sus trabajos las oprobiosas calumnias, en su opinión, acerca de una metrópoli que maltrata a sus colonias. Para Llano Zapata parte importante de la responsabilidad de la leyenda negra recae en Bartolomé de las Casas, razón por la que busca matizar el impacto de sus declara ciones en la Brevísima relación de la destrucción de las Indias (1552); en este sentido, «el historiador peruano expone su criterio con amplitud, buen conocimiento de fuen tes y bibliografía, y no duda lo más mínimo en censurar a Las Casas, al tiempo que defiende la colonización española, aunque reconoce los abusos cometidos» (Mestre Sanchis, 2012: 309). Al igual que Beristáin de Souza, Llano Zapata considera igual mente responsables del descrédito de España a los letrados extranjeros, quienes ante la falta de información fidedigna siguen a Las Casas, culpa también a las naciones enemigas de España de propagar tales informaciones difamatorias: Raro será el viajero, historiador, diarista o colector de noticia, donde no se encuen tren dicterios, oprobios y blasfemias contra nuestros trabajos, desvelos y fatigas en la conversión, enseñanza y reducción de los indios. Rarísimo será el crítico, tunante, poeta o decidor, que no quiera con descrédito de nuestro zelo acreditar la infelicidad y pobreza de su pluma, introduciendo en tragedias, novelas y comedias muchas ficciones, patrañas y quimeras, que sólo han existido en los países imaginarios del encono, envidia y rabia, con que ven nuestros progressos y adelantamientos en las Indias. Puedo asegurar a Vmd. que he leído con cuidado algunos autores extranjeros (debía decirle que muchos, y aun muchísimos) y no llegan a tres los que exceptúo de estas imposturas (Llano Zapata citado en Mestre Sanchis, 2012: 310-311).
Por su parte, Beristáin de Souza, también desde su posición de criollo legitimis ta, recelaba de los criollos revolucionarios (preindependentistas) a quienes retrató como hijos mal agradecidos de su madre patria y contra quienes dirigió ácidas crí ticas que lo distanciaron totalmente de aquel sector. En la dedicatoria a Fernan do VII dirá: Aquí, Señor, se presentará á los ignorantes y mal aconsejados y descontentos hijos de su madre España, por una parte el esmero con que esta ha solicitado su felicidad racional, y por otra el grado de gloria y grandeza, á que España les ha elevado: grandeza y gloria
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Cathereen J. Coltters Illescas incompatibles, Señor, con la opresión, tiranía y esclavitud, que infamemente lamentan para disculpar su ingratitud y rebeldía (1980: 2).
Pero, el malestar de Beristáin de Souza no acaba ahí, pues, comparó a los criollos insurgentes con «el hijo pródigo» por sus afanes separatistas, prosiguiendo con su enconado reclamo llegó a decir que: «Y aquí también servirá mi trabajo para desen gañar á la Europa, si acaso han llegado á su noticia los embusteros y seductores manifiestos, y quejas, que han esparcido los revoltosos de este Reyno; pues verán las Naciones cultas que estos son los mas ingratos impostores del universo» (1980: 2). Como observamos, para Beristáin de Souza la situación es más grave aún que la denunciada por Llano Zapata, pues, el descrédito de España vino desde dentro, desde los criollos mismos, lo anterior se acentúa al constatar que los extranjeros ene migos de España prestan oído a las que considera injurias: «Quando los extranjeros embidiosos de las felices conquistas de España, escribían…»; se propone, entonces, corregir, desmentir, aclarar, refutar e invalidar lo que considera infamia e injusticia. A modo de cierre Hemos examinado hasta aquí, de manera muy provisional, los posibles conte nidos del criollismo apologético en el pensamiento ilustrado americano, los que podemos resumir de la siguiente manera: a) En las obras examinadas se observa la apología y defensa del gobierno español y de sus instituciones en América, las que son percibidas por los autores estudiados como legado o herencia; no obstante, desde la perspectiva particular de esos letra dos criollos se silencia la tragedia que significó la Conquista y la Colonia hispana en América, así como sus trágicas consecuencias para el mundo indígena. Vemos aquí, la cara oculta de la colonialidad del poder (Quijano, 2000). En este sentido, lo criollo es una de las formas a través de las cuales la colonialidad se hace performance: un conjunto de posicionamientos y prácticas sociales que ponen en escena formas nuevas de subjetivi dad, atravesadas por la contradictoriedad y la hibridez que caracteriza a sectores sociales que surgen de mezclas interraciales […] (Moraña, 2009: 486).
b) Otro de los contenidos relevantes del criollismo apologético fue la alabanza a la cultura letrada y a los saberes importados desde Europa —la ciudad letrada (Rama, 2004 [1984]) —, los que convivieron con las ruinas del legado indígena que logró sobrevivir y, conjuntamente, pasaron a formar parte del acervo patrimo nial material y simbólico criollo. En este sentido, los autores aquí estudiados no pudieron concebir como «herida colonial» (Mignolo, 2007) las consecuencias epis temológicas de la borradura de los saberes y de las tradiciones indígenas; en este sentido, estamos en presencia de las formas que asumió la colonialidad del saber (Lander et al., 2000). Los proyectos de Llano Zapata y Beristáin de Souza se ubica 254
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ron siempre en la episteme colonizadora y, desde ahí, intentaron juzgar y evaluar el conocimiento de su tiempo; sus obras fueron proyectos discursivos, ante todo, de carácter totalizador de la episteme colonizadora que evaluó lo otro y al otro, por ello, desde las diversas posiciones que ocuparon a lo largo de sus vidas, no pudieron reconocerse necesariamente como otredad. En este juego de ambivalencias, los criollos apologéticos se hicieron parte de las tradiciones heredadas, sin embargo, la perspectiva desde donde comprendieron el mundo no superó los límites de la co lonialidad del saber ni del poder. c) En lo referente a las políticas de identidad (se incluyen aquí las políticas cul turales entendidas como estrategias de sobrevivencia, al decir de Mignolo, 1995), estas prefiguraron una conciencia criolla diferencial, no atribuible únicamente a los resentimientos criollos, puesto que los autores estudiados abogaron por el recono cimiento y visibilización de una cultura propia, aunque enmarcada (casi siempre) en las políticas culturales hispanas —o, al menos, fue la perspectiva que se impu so—; esta contradicción da cuenta de las formas de la colonialidad del ser y del saber (Dussel en Lander et al., 2000; Maldonado y Mignolo en Castro-Gómez y Grosfoguel et al., 2007). Para finalizar corresponde agregar que tanto la Carta persuasiva como el «Dis curso apologético» fueron proyectos culturales totalizadores que, desde nuestra perspectiva, sirvieron para forjar ya no identidades heroicas, sino nuevas identida des letradas por medio de las cuales sus autores definieron su inestable y errático estar en la sociedad colonial, es decir, definieron múltiples posiciones de acuerdo a los intereses que los convocaron. Por medio de sus obras los letrados criollos apo logéticos intervinieron en los debates letrados de su época, generaron conocimien tos y plantearon posiciones (a)críticas sobre los modos en que se efectuó la coloni zación del mundo americano. A su vez, por la magnitud, el carácter onmiabarcador y desiderativo de sus obras, nos es posible sostener que dichos proyectos estuvieron permeados por un fuerte componente utópico cuya función trascendió lo cultural, para pasar a cumplir una función epistémica. Bibliografía Adorno, Rolena. «Textos imborrables: Posiciones simultaneas y sucesivas del sujeto colonial», Revista de Crítica Literaria Latinoamericana, 4 (1995), pp. 33-49. Beristáin de Souza, José Mariano. Biblioteca hispanoamericana septentrional o catálogo y noticias de los literatos que o nacidos o educados, o florecientes en la América septentrional española, han dado a luz algún escrito o lo han dejado preparado para la prensa, 1521-1850, 5 vols. [1816, 1819 y 1821], 3.ª ed., México, Fuente Cultural, 1947. — Biblioteca Hispanoamericana Septentrional, serie facsimilar, 3 vols. [1816, 1819 y 1821], México, Instituto de Estudios y Documentos Históricos, A. C.-Universidad Nacional Autónoma de México, Biblioteca del Claustro, 1980. Castro-Gómez, Santiago y Ramón Grosfoguel (comps.). El giro decolonial: reflexiones para una diversidad epistémica más allá del capitalismo global, Bogotá, Siglo del Hombre Editores-Univer sidad Central-Instituto de Estudios Sociales Contemporáneos y Pontificia Universidad Jave riana-Instituto Pensar, 2007.
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Una biblioteca privada descrita por su propietario: los libros de Lucas José de Elizondo (1681-1736)* Paloma Díaz-Mas Instituto de Lengua, Literatura y Antropología, CSIC Universidad del País Vasco/Euskal Herriko Unibersitatea
Carlos Mota Universidad del País Vasco/Euskal Herriko Unibersitatea
En las últimas décadas se han ido publicando numerosos estudios sobre las bibliotecas privadas del período de transición del Antiguo Régimen a la Edad Contemporánea, una época marcada por el surgimiento y difusión de la Ilustración entre las élites, pero sobre todo por la extensión de la escolarización y la alfabetización, el consecuente aumento de lectores potenciales de todos los estamentos sociales, el incremento de la producción y comercio de libros y el cambio de los hábitos de lectura (con el auge de la lectura personal en el ámbito privado). Así, se ha dado a conocer valiosa información sobre bibliotecas españolas del siglo xviii que pertenecieron a instituciones o a congregaciones religiosas, pero también a propietarios particulares, entre ellos nobles, intelectuales ilustrados, clérigos, juristas y altos cargos de la administración, artistas, científicos, profesores, burgueses y menestrales.1 Los casos de bibliotecas privadas del siglo xviii que se han conservado hasta hoy —como la turolense de la familia Membrado, que describe Gimeno Puyol (2018)— son excepcionales. La mayor parte de las que existieron se han disgregado, así que la información suele provenir de los inventarios de bienes post mortem conservados en archivos de protocolos. Son listas que reflejan grosso modo el estado de la biblioteca en el momento en que se produjo el fallecimiento de su propietario; hechas *
Este trabajo se inscribe en el proyecto de investigación «De la lucha de bandos a la hidalguía universal. Transformaciones sociales, políticas e ideológicas en el País Vasco (siglos xiv-xvi)» (referencia HAR2017-83980), financiado por el Ministerio de Economía y Competitividad del Gobierno de España, del Grupo de Investigación Consolidado Sociedad, poder y cultura (siglos xiv-xviii) (referencia IT-89616) del Gobierno Vasco. 1 Una útil panorámica en Arias de Saavedra Alías (2009); véase también Madariaga Orbea y Esteban Ochoa de Eribe (2017) para las bibliotecas guipuzcoanas o Postigo Vidal (2015) para las de la ciudad de Zaragoza. En el mismo siglo xviii, Pedro Rodríguez de Campomanes menciona muchas bibliotecas privadas (la mayoría, de nobles y del alto clero) en su Noticia abreviada de las bibliotecas y monetarios de España, escrita en 1788 (la editó García Morales, 1968).
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apresuradamente, casi siempre sin ningún criterio de ordenación o clasificación, o con criterios que no responden a los contenidos de los libros, sino a su posible valor económico (por ejemplo, por el tamaño de los volúmenes; v. García, 2012: 22); con referencias incompletas, abreviadas o con errores de transcripción o de interpretación, en las que suelen faltar datos bibliográficos fundamentales, como el lugar y fecha de edición, la autoría, la lengua, o incluso el propio título del libro. También en alguna ocasión se ha utilizado una obra erudita como base para intentar reconstruir bibliotecas perdidas. Así lo hace Lamarca Langa (2002), que parte de la Biblioteca de Autores Aragoneses, elaborada por Félix Latassa entre 1770 y 1800, para indagar en cuáles pudieron ser los fondos de bibliotecas colectivas (de conventos y colegios masculinos) y de particulares de Zaragoza, que Latassa debió de consultar para escribir su obra. En contadas ocasiones disponemos de listados de libros hechos por sus mismos propietarios. Por ejemplo, en el Archivo Municipal de Tudela se conservan las relaciones de los libros que poseían los socios fundadores de la Real Sociedad Tudelana de los Deseosos del Bien Público (una de las primeras Sociedades Económicas de Amigos del País, fundada en 1773 por iniciativa de los marqueses de San Adrián), ya que cada socio tuvo que aportar una lista de sus libros como aval para ser admitido (Mendioroz, 2010). Sin embargo, lo que resulta absolutamente excepcional es encontrar el catálogo de una biblioteca privada de la primera mitad del siglo xviii, cuidadosamente elaborado por su propietario, que ofrece todos los datos fundamentales de cada libro e incluye además una carta-prólogo en la que explica cómo formó su biblioteca y por qué vías adquirió los ejemplares, propone una tipología de contenidos y proporciona información personal acerca de su propia actitud con respecto al coleccionismo de libros y la función intelectual y moral que, a su juicio, tiene la lectura. Ese es precisamente el caso del catálogo manuscrito autógrafo de la biblioteca de Lucas José de Elizondo y López de Los Arcos, cuya edición estamos preparando y de la cual ofrecemos aquí un adelanto en homenaje a nuestro colega José Checa Beltrán, gran especialista en la literatura española del siglo xviii. I. Perfil biográfico de Lucas José de Elizondo Lucas José de Elizondo y López de los Arcos nació en Los Arcos (Navarra) el 18 de octubre de 1681 y murió en la misma localidad en 1736. Era hijo de Gabriel de Elizondo y Rada y de María Josefa López de Los Arcos. Gabriel de Elizondo, colegial en Salamanca, fue alcalde de Los Arcos y procurador por Estella en las cortes de Navarra. Lucas José tuvo otros dos hermanos varones. El mayor, Gabriel Matías, se dedicó a la carrera militar en el ejército borbónico durante la Guerra de Sucesión, donde alcanzó el grado de teniente coronel de infantería, y fue caballero de la Orden de Santiago; el segundo, Juan Crisóstomo, también militar, vivió en Ma260
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drid, donde estuvo al servicio de los marqueses de Villena, fundadores de la Real Academia Española, y más tarde fue teniente mayordomo mayor de Felipe V. Como muchas veces correspondía a los segundogénitos de familias hidalgas, Lucas José siguió la carrera sacerdotal como clérigo secular. Recibió la primera tonsura en 1697. Estudió en la Universidad Pontificia de Santa María la Real de Irache, en el Colegio de la Anunciación de Pamplona, regentado por la Compañía de Jesús, y en la Universidad de Alcalá de Henares. Posteriormente volvió a Los Arcos, donde fue miembro del cabildo parroquial y vivió en la casa solariega de su familia hasta su muerte (Castellano de Gastón, 1990 y 2006: 298-299; Díaz-Mas, 2018). Su apacible vida en Los Arcos, su mala salud y sus inquietudes intelectuales propiciaron que se refugiase en el dibujo, el bordado de ornamentos sagrados, la encuadernación y, sobre todo, la literatura. No solo fue lector compulsivo y coleccionista de libros, sino autor de una extensa obra literaria, que nunca llegó a imprimir y que se conserva en su casa solariega, en más de cuarenta y cinco volúmenes manuscritos autógrafos (la mayor parte de ellos, in folio) cuidadosamente puestos en limpio y encuadernados por él mismo (Díaz-Mas y Mota, 2003).2 Sus obras originales dan idea de la amplitud de sus inquietudes intelectuales. Entre otras cosas, hizo una traducción al castellano de la Utopía, de Tomás Moro, precedida de un largo prólogo. Compiló un volumen de cartas dirigidas por él, «a un amigo». Compuso miles de poemas, tanto sonetos como, sobre todo, letrillas satíricas y décimas; muchas de esas décimas son glosas versificadas de refranes incluidos en el primer volumen del Diccionario de autoridades, que por entonces estaba empezando a publicar la Real Academia Española (Díaz-Mas, 2004), o de dichos y sentencias bíblicas y grecolatinas. Basándose en los libros de su biblioteca, redactó varias biografías de personajes ilustres (desde el emperador Trajano hasta san Benito, san Francisco de Asís, Garcilaso de la Vega, sor Juana Inés de la Cruz, Góngora o Quevedo) en las que no solo ofrece datos históricos, sino también sus propias reflexiones morales sobre esas vidas. Compuso panegíricos de personajes relevantes de su época, como el marqués de Villena, patrono de su hermano Juan Crisóstomo. Escribió varios tratados morales o ascéticos; y produjo numerosos textos autobiográficos en prosa y en verso. Uno de los volúmenes de sus obras inéditas es el catálogo de su biblioteca, que refleja una imagen insólita de la de un clérigo del primer tercio del siglo xviii, antes de que empezaran a difundirse en España las ideas de la Ilustración. II. La biblioteca (perdida) de Lucas José de Elizondo Como la mayoría de las bibliotecas privadas del setecientos, la de Lucas José de Elizondo se disgregó, al ser vendidos la mayor parte de sus volúmenes en varios Agradecemos a los actuales propietarios, descendientes de la familia del autor, el haber conservado cuidadosamente en su casa estos materiales y el que nos hayan permitido consultar los volúmenes y obtener reproducción fotográfica de varios de ellos. 2
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momentos por las distintas generaciones de la familia propietaria. Pero el catálogo elaborado por él mismo nos permite saber de forma bastante aproximada cuántos volúmenes contenía y de qué materias, dónde fueron publicados e incluso las vías de adquisición. El catálogo es un volumen in folio, manuscrito autógrafo, que actualmente tiene 204 hojas, aunque en unos pocos lugares resulta evidente que algunas han sido arrancadas. En el estado actual (y sin contar con las hojas arrancadas, cuyo número y contenido desconocemos) se enumeran 231 obras, varias de ellas en más de un volumen. No sabemos exactamente la fecha en que fue confeccionado el catálogo, pero debió de ser después de 1726 (incluye el Diccionario de autoridades, refiriéndose a él como una absoluta novedad editorial) y antes de 1736, año en que murió Lucas José de Elizondo. En la primera página hay una elaborada portada en la que, dentro de una cartela dibujada a tinta, aparece el siguiente rótulo: Catálogo alfabético de los auctores en idioma latino, español, italiano, francés y portugués, que tiene en su estudio don Lucas Ioseph de Elizondo López de los Arcos. Formado por él mismo, con expresión de los cuerpos de cada uno, de su tamaño, del lugar y del año de la impresión.
No se trata de una biblioteca sacerdotal al uso, ni por el número de los libros ni por el contenido.3 Como proclama el rótulo, poseía obras en varias lenguas, no solo en castellano y en latín (como suele ser habitual en las colecciones de clérigos), sino también en portugués y en francés; y aunque en ella hay libros religiosos de diversos tipos, también abundan las obras profanas, tanto filosóficas y morales como históricas, filológicas y literarias, incluida la poesía.4 Tal y como se anuncia, las referencias de los libros están ordenadas alfabéticamente por el nombre de pila de los autores (así, empieza la por Ambrosio Calepino y continúa con Aelio Antonio de Nebrija, Álvaro Cienfuegos, Alonso de Cartagena, etc.) y la descripción de cada libro es minuciosa, con indicación de autoría, título, datos editoriales, información sobre el tamaño del libro y, con frecuencia, observaciones sobre la rareza, el valor o interés de la obra, como podemos ver en los siguientes ejemplos, espigados de distintos lugares del catálogo:
Mikelarena Peña (2004) ha señalado que la mayor parte de las bibliotecas dieciochescas navarras estudiadas pertenecieron a clérigos, y analiza por contraste un interesante caso de biblioteca perteneciente a un hacendado laico. 4 Con respecto a la temática de los libros, sigue unas pautas parecidas a las de una biblioteca clerical de Tafalla, casi contemporánea de la de Lucas José de Elizondo, que estudia San Martín Casi (1996). Pero en ese caso no se trata de una colección particular, sino de la de una institución, la CongregaciónOratorio de Sacerdotes de la Purísima Concepción, que había sido fundada en 1664 por los vicarios y beneficiados de dos parroquias, la de Santa María y la de San Pedro, y en 1727 había logrado reunir una notable colección de más de mil libros, en gran medida gracias a donantes y benefactores. 3
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Una biblioteca privada descrita por su propietario: los libros de Lucas José de Elizondo… [núm. 224] Rabí Moysén Almosnino, hebreo: Extremos y grandezas de Constantinopla, traducido por Iacob Cansino, también hebreo, de su lengua hebrea en la española. Un cuerpo en cuarto. Impreso en Madrid, el año mil seiscientos treinta y ocho. Obra muy curiosa.5 [núm 65] La nueva traducción de dos obras de Cornelio Tácito, que son el Libro sobre la situación, los pueblos y las costumbres de Alemania; y la Vida de Iulio Agrícola. Un cuerpo en lengua francesa, en octavo mayor. Impreso en León de Francia, sin nombre de auctor, el año mil setecientos y seis. Encuadernado en pasta primorosamente en papel muy fino y de preciosa letra. No se duda que es fruto de los primeros años de el señor don Phelipe Quinto, rey católico de las Españas, como lo insinúa el impresor, diciendo es obra de un gran príncipe.6 [núm. 53] El padre Bernardo Bahusio, iesuita: Epigramata. Un cuerpo en pequeño. Impreso en Antuerpia el año mil seiscientos treinta y cuatro.7 [núm. 114] Garci Laso de La Vega: sus Obras, con anotaciones de el maestro Francisco Sánchez, catedrático de retórica de Salamanca. Un cuerpo en octavo. Impreso en Madrid el año mil seiscientos y doce.8 [núm. 20] Diccionario de la Lengua Castellana, en que se explica el verdadero sentido de las voces, su naturaleza y calidad, con las frases y modos de hablar, los proverbios o refranes y otras cosas convenientes al uso de la lengua. Tomo primero, que contiene las letras A y B. Un cuerpo en folio mayor. Encuadernado en pasta. Impreso en Madrid, el año mil setecientos veinte y seis. Conforme vayan saliendo los cuerpos de esta obra, en que se está trabajando, se procurarán tomar y traher sin falta. Y se irán anotando en este Catálogo.9 [núm.42] Abrahán Ortulio: Theatrum Orbis Terrarum. Un cuerpo en folio másimo. Impreso en Antuerpia el año mil quinientos ochenta y tres. Encuadernado en pasta. Contiene setenta mapas, cada una con su descripción de el país que representa, referida en letra. Costó trescientos reales. Obra que alcanzan pocos. 5 El libro es el CCPB000033507-X del Catálogo del Patrimonio Bibliográfico Español. Se trata de una versión abreviada, editada por el converso Jacob Cansino, de la obra del rabino sefardí Mosé ben Baruj Almosnino (Salónica 1518-ha. 1580) Crónica de los reyes otomanos, de la cual solo se conserva un manuscrito aljamiado en la Biblioteca Ambrosiana de Milán (véase la edición de Romeu Ferré, 1998); la obra de Almosnino no está en hebreo, sino en lengua romance sefardí (propia del período de formación del judeoespañol) escrita en aljamía hebraica, aunque en la portada del libro impreso se indique «compuesto / por rabí Moysen / Almosnino, Hebreo. / Traducido / por Iacob Cansino / vasallo de su Magestad / Católica,Intérprete suyo, y Lengua / en las Plaças de Orán». 6 Se trata sin duda de la Nouvelle traduction de deux ouvrages de Corneille Tacite. À Lyon : chez Anisson & Posuel, 1706. [4], 191 p., [1] h. de mapa pleg.; en 8.º (CCPB000334363-4). 7 Es un volumen en dozavo, con dos obras en latín: Bernardi Bauhusii et Balduini Cabillaui Epigrammata / Caroli Malapertii... Poemata. Antuerpiae, ex officina Plantiniana Balthasaris Moreti, 1634. 262, [2] (CCPB000046050-8). 8 Obras del excelente poeta Garcilasso de la Vega con anotaciones y emiendas del maestro Francisco Sanchez. En Madrid : por Iuan de la Cuesta : a costa de Manuel Rodriguez..., 1612, 140 h. ; 8.º (CCPB000036742-7). 9 Es el llamado Diccionario de autoridades. Disponible en: http://www.rae.es/recursos/diccionarios/ diccionarios-anteriores-1726-1996/diccionario-de-autoridades [consulta: 21/01/2021].
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Como estos podrían ponerse muchos ejemplos más. Sin embargo, aquí nos centraremos en la carta-prólogo que precede a la relación de los libros, ya que ofrece información de enorme interés sobre la biblioteca misma y sobre la actitud de su propietario hacia los libros y la lectura. III. La carta-prólogo El catálogo se inicia con una dedicatoria y una salutación: Don Lucas Ioseph de Elizondo López de los Arcos, a los que en cualesquiera tiempos huvieren de poseer sus dichos libros: Salud en Nuestro Señor Iesu Cristo, cuya es la salud: Domini est Salus. Psalmi Tertii, Versu octavo.10
Y a continuación sigue un texto en prosa, que ocupa diez folios manuscritos por ambas caras (diecinueve páginas) y adopta la forma de una carta a esas personas innominadas que en un futuro cercano o lejano («en cualesquiera tiempos») estaban destinadas a poseer sus libros.
1. Biblioteca personal/biblioteca familiar Los poseedores futuros de la biblioteca no solo aparecen innominados, sino que probablemente le eran también desconocidos al propio autor del texto, que habla aquí para la posteridad. Todo indica que no se trata de una posteridad imprecisa, sino limitada al ámbito de su propia familia. Lucas José de Elizondo parece dirigirse a los sucesores de su casa, sean de la generación siguiente (sus sobrinos inmediatos, hijos de sus hermanos) o de futuras generaciones. Concibe su biblioteca como una parte del patrimonio familiar y el esfuerzo que empleó en formarla, además de responder a un interés personal por los libros, constituye también su propia aportación al enriquecimiento (material y, sobre todo, intelectual) de la casa hidalga a la que pertenece. El concepto de biblioteca como parte del patrimonio familiar surge ya en el primer párrafo de la carta-prólogo: Tenían mis padres libros para su uso, respecto de su estado, los bastantes. Desde luego que pude hacer un concepto de ellos, he procurado yo que los augmentasen hasta haber puesto unas diez o doce veces más de los que había, y siempre me parecían pocos. Con que, cuanto más iba, menos me parecían los que había hallado en casa (2).
10 La cita proviene en realidad de Salmos 3.9: «Domini est salus et super populum tuum benedictio tua» (del Señor es la salvación y sea tu bendición sobre tu pueblo).
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Según eso, la biblioteca de sus padres, hacendados navarros, en sus inicios debía de estar formada por cerca de una veintena de libros, que eran «los bastantes» para su posición social («respecto de su estado»). La biblioteca es familiar no solo porque su germen fue la modesta colección de libros de sus padres, sino porque toda la familia le ayudó a formarla. Para empezar, sus propios padres, que apoyaron y alentaron su fruición lectora: Un día estaba en nuestra casa un conocido a quien mi padre, con su natural discreción, yo presente, le dijo: «¿Sabe usted si hay quien venda algún libro, aunque sea de astrología? Porque este se lo tomará». Veis aquí lo ansioso que yo he vivido de libros (3). En esta estrechez, que por lo que a mí me toca de sabido me ha seguido siempre, he experimentado tan constante y continuada la caridad de mis padres como el amor y galantería de mis hermanos, siendo lo mismo boquear yo por cualesquiera obras, que costearlas mis padres, en cuya compañía siempre he vivido (5).
Aunque en el proceso de obtención de libros fue fundamental la participación de sus hermanos, que consiguieron muchos para él, aprovechando que vivían respectivamente en Pamplona y en Madrid, ciudades donde había un comercio librero inexistente en su retiro de Los Arcos. Y para con mis hermanos, ni aún insinuación me ha costado porque, adelantándose ambos a condescender con mi voluntad y teniendo mejor gusto y elección que yo, el mayor, que es Gabriel Matías, desde Pamplona (donde paró y casó), me ha ido enviando algunos que ha podido encontrar en aquella ciudad (5).
La aportación mayor fue sin duda la de Juan Crisóstomo, situado en la Corte y en estrecha relación con la familia de los Pacheco, fundadores de la Real Academia Española. Según cuenta el propio Lucas José, fue precisamente uno de los envíos de libros de Juan Crisóstomo (un cajón con más de cincuenta volúmenes, entre los que muy probablemente estaba el primer tomo del Diccionario de autoridades) lo que suscitó en él el deseo de elaborar un catálogo alfabético de su biblioteca, para que quienes la heredasen pudieran tener cumplida noticia de qué libros contenía, facilitando así su transmisión de una generación a otra y su conservación: Y Juan Crisóstomo, mi hermano menor, que asiste en Madrid sirviendo su oficio jurado y perpetuo de teniente mayordomo mayor del Rey nuestro señor, es el que más ha contribuído desde aquella Corte a complacerme, habiéndome regalado muchas veces con diferentes trazos de libros, y últimamente con un cajón que acabo de recebir de más de cincuenta cuerpos y me ha movido a formar este Catálogo, en que por el orden del A.B.C. se expresan los auctores de las obras con que se enriquece nuestro estante y el año y lugar de los cuerpos de cada uno de ellos, como lo denota la frente del mismo Catálogo, donde dejaré campo en blanco para poder ir anotando los cuerpos que a los que hay se agregaren, persuadido de que es diligencia de mucha curiosidad y muy conducente así para que por ella podáis mejor aveniros con el cuidado que habéis de aplicar para la indemne conservación de todos y de cada uno de los dichos cuerpos, como para enteraros y estar puntuales y al caso con más alivio de quiénes, cuántos y qué tales son (5-6).
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2. Las dificultades para obtener libros Uno de los temas que trata la carta-prólogo es, precisamente, la dificultad que un clérigo secular de Los Arcos, de familia de hacendados de mediana fortuna, tenía para acceder a los libros. La primera dificultad era la falta bibliotecas públicas o de congregaciones, lo que le obligó a formar su propia biblioteca particular, buscando y adquiriendo trabajosamente los ejemplares. Por ello considera que los clérigos seculares, como él mismo, están en una situación de desventaja con respecto a los regulares, que tienen a su disposición las bibliotecas de sus conventos o monasterios: Por donde muchas veces se me ofrecía que los religiosos también son dichosos en cuanto cada uno de ellos inmediatamente se halla abastecido de tantos y tan buenos auctores como cada convento suele tener en su librería para uso y aprovechamiento de sus individuos; siendo así que en el siglo, por lo ordinario, el que quiere no digo yo librería, sino alguna mediana porción de libros, él mismo se los ha de adquirir y hacer (2).
Y más si se añadía el inconveniente de encontrarse en un lugar donde no había ningún librero, con la necesidad de recurrir a «correspondientes» externos para obtener los libros (función que, como hemos visto, en el caso de Lucas José de Elizondo cumplieron principalmente sus hermanos): Y si el tal [clérigo secular] cae en algún lugar corto y apartado del comercio, cuando tenga así dineros para pagarlos como correspondientes a quien pedirlos —soliendo faltar a muchos lo uno o lo otro, y a no pocos todo; dejando aparte que a veces le sucede con los libros lo que con los edificios, cuyas fachadas prometen mucho, siendo por dentro un desengaño—, para cuando bien consiga sus deseos, se le pasa en ello lo mejor para trabajar y estudiar de su vida con tan miserable malogro de su talento, que al fin de ella se halla mucho y muchísimo menos instruido y aprovechado de lo que pudiera estar si desde sus principios se hubiera visto bien proveído de auctores y libros en que aplicarse (2).
Sobre el esfuerzo económico que le supuso formar su biblioteca, en una época en que los libros eran todavía un producto bastante costoso, vuelve en varias ocasiones: Mi postura y modo de vida consiste en un beneficio que tiene un año de frutos enteros después que el beneficiado fallece. Providencia que acordaron los predecesores del cabildo, causándola cuando la tomaron en que dichos frutos pudiesen servir para que cumpliesen los capitulares que se experimentaba morían pobres. Nunca he tenido más renta que la que da este beneficio que, según el dicho acuerdo, con dificultad alcanza para vivir. Estoy gozosísimo con mi suerte, en que de Dios nuestro Señor me tiene abastecido con todo género de beneficios, como lo viene a manifestar aun esto mismo que voy diciendo. Pero, siendo los medios míos tan ajustados como aquí hago patente a vuestra cristiandad, padece [sic] que naturalmente me habían de suspender para siempre mis deseos de libros, que no pueden efectuarse sin su coste y gasto correspondiente (4-5).
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Una biblioteca privada descrita por su propietario: los libros de Lucas José de Elizondo… Todos saben mis deseos de libros, el cuidado que he interpuesto por haberlos y lo que me ha costado el adquirirlos. [...] Pero ninguno ha visto, sabe, ni puede decir que con los libros que tanto desvelo, fatiga y coste me han tenido, haya yo sacado un dinero (6).
Máxime cuando se esforzó por conseguir obras compradas en diversos lugares de España y también en Francia e Italia: Sin valerme de los míos he atraído a esta mi casa nativa, donde me hallo, libros no sólo de todos los lugares del contorno, como son Logroño, Estella y Pamplona, sino de Bayona, de Valladolid, de Madrid, de Zaragoza y hasta de Barcelona y aun de Roma (15).
Las dificultades no eran solo de índole económica, sino también por hallarse en un entorno social con escaso aprecio por los libros y la lectura, carente de «hombres de erudición y letras», dotados de «discreción y buen gusto», que pudieran comprender y apreciar su pasión lectora: Pues, con toda mi solicitud, que habiendo comenzado desde que saludé las letras se me fue avivando tanto como he dicho, no he podido pasar de algunos cuantos juegos y varios tomos particulares que, juntos con los que encontré en casa para mi fortuna —y medio parecían suficientes, y para lo que se usa en el país se tenían por demasiados—, no siendo uno solo el que, en sentido de hacerme merced, me ha dicho que para qué quiero tantos libros. «Señor, contra gusto no hay disputa», le respondía yo, discurriendo que estos pensaban que yo malograba el dinero que empleaba en algunos libros y que, si tuvieran autoridad sobre mí, me lo dirían. Había yo leído en San Bernardo que es achaque muy ordinario de los hombres medir a los otros por sí mismos. Ofrecíaseme esta doctrina; por tanto, mejor puerto que ellos como a mí me dejaría, no se la podía aplicar. Pero por ella no me quedaba duda de que, si como con estos encontrase yo con hombres de erudición y letras, en los cuales suele residir la discreción y el buen gusto, ensalzarían mi inclinación hasta el cielo. Decía yo a mis solas: «Yo sé por los libros que tengo que don Francisco de Quevedo y don Pedro de Navarra,11 caballeros ambos seglares, que llaman de capa y espada, tuvieron cada uno de ellos cuatro mil cuerpos de libros. Pues, para cuatro libros que yo tengo, ¿cómo dicen estos que son sobrados?» (3).
Pero, dirigiéndose a los futuros poseedores de su biblioteca, se muestra convencido de que, pese a las dificultades, la divina providencia favorecerá que puedan obtener los libros que deseen, siempre que sean convenientes para su formación intelectual, moral y espiritual: Hay ciertos libros tan preciosos y convenientes que, aunque se tengan otros, son importantísimos para el aprovechamiento, para el acierto, para el esplendor, para todo. De cualquiera de estos que tuviéreis noticia segura, siempre que buenamente pudiéreis sin el mínimo menoscabo de lo que debéis a Dios y a los próximos, no lo dejéis de tomar. Y confiad firmísimamente en el Señor; que, procurándolos con el fin de vuestro acierto Pedro de Navarra: aunque hay varios personajes con ese apelativo, aquí debe de referirse al humanista Pedro de Albret o Pedro de Labrit (Estella, ha. 1504-1567), hijo bastardo del último rey de Navarra Juan III de Albret. 11
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Paloma Díaz-Mas / Carlos Mota —y, en cuanto pudiéreis, del de vuestros próximos—, su Majestad se dignará bendecir vuestros deseos allá para el premio y aquí para que los veáis logrados, disponiendo los medios y los conductos que os faltaren para que os lleguen los libros que para su mejor servicio solicitáreis (4).
3. Un lugar para los libros El rótulo del catálogo menciona expresamente que se trata de los libros «que tiene en su estudio don Lucas Ioseph de Elizondo López de los Arcos» y en una de las citas anteriores hemos visto que alude a «las obras con que se enriquece nuestro estante». En otro pasaje de la carta-prólogo menciona que hizo expresamente un mueble para contenerlos y conservarlos: «Todos los que me conocen en el lugar de mi residencia lo saben, todos ellos unos lo han oído, otros lo han visto, y que para ellos he hecho un estante, al uso de la tierra, de excesivo coste» (6). La expresión «he hecho» resulta ambigua y no nos permite saber si encargó el mueble (es decir, lo mandó hacer) a un artesano o lo construyó él mismo con sus manos, cosa que no sería imposible teniendo en cuenta sus habilidades manuales; si era dibujante, bordador y encuadernador, también pudo ser carpintero aficionado. Pero, en todo caso, merece la pena detenerse en ese detalle, ya que una de las características de las bibliotecas privadas de cierta importancia es la atención que se presta a los espacios y muebles destinados a su conservación. Una actitud que deriva de la consideración de los libros como parte del patrimonio personal, familiar o institucional. Como señala San Martín Casi (1996: 61), la mayoría de los propietarios de libros no poseían una sala ni espacio destinado exclusivamente a la lectura. Los más porque la exigüidad de sus fondos no justificaba tal espacio, en otros casos porque la lectura era un acto colectivo en el que sólo uno lo practicaba y los demás le escuchaban. Lo normal era guardar los libros en alguna arquita o pequeño baúl junto con otros papeles e incluso con la ropa blanca, y en el mejor de los casos, en algún pequeño armario. La expresión «librería» o «cuarto de librería» presuponía un número más o menos considerable de libros, propio de algún personaje importante o de alguna institución, y tenía connotaciones de privacidad, esto es, como un lugar destinado a la lectura, al estudio, a la oración, a la meditación... En estas salas los libros solían estar en estantes y más comúnmente en armarios («alacenas», «escritorios», «cajones»).
Tampoco resulta excepcional que ese mueble destinado a los libros sea «de excesivo coste», tanto en el caso de bibliotecas personales como colectivas. Por ejemplo, la Congregación-Oratorio de Sacerdotes de la Purísima Concepción de Tafalla, en fecha tan temprana como 1675, encargó a un prestigioso cantero una serie de arreglos por valor de 120 ducados, entre ellos una sala para el oratorio y «en la misma sala una alazena para libros en uno de los guecos que más bien parezca, con unas bentanillas abajo y arriba de celosías» (San Martín Casi, 1996: 62). Más de un siglo después, en la almoneda de los bienes de Antonio Cabezas de Aranda y Guzmán, primer marqués de Montana (fallecido en Jerez de la Frontera en 1785), 268
Una biblioteca privada descrita por su propietario: los libros de Lucas José de Elizondo…
se vendieron sus libros (más de doscientos volúmenes) por un total de 979 reales, pero se obtuvieron 500 reales por el mueble que los contenía (Moreno Arana, 2016: 29). 4. Tipos de libros En los estudios sobre bibliotecas privadas del siglo xviii es habitual que se ofrezca una clasificación de los libros por contenidos y una valoración (incluso con cálculos porcentuales) de los libros correspondientes a cada temática. Casi siempre esa clasificación temática está realizada por los propios investigadores, ya que las fuentes documentales utilizadas no suelen presentar la relación de libros ordenados por tema. Existen varios criterios de clasificación, pero cabe preguntarse hasta qué punto nuestros criterios actuales coinciden con los que tenían los propietarios de los libros en su época. Una vez más, el catálogo de la biblioteca de Lucas José de Elizondo ofrece información insólita y valiosa, ya que nos permite saber cómo percibía el propietario la clasificación temática de sus propios libros. El catálogo está ordenado alfabéticamente, pero en la carta-prólogo que le precede, Lucas José de Elizondo —siempre dirigiéndose a los que en el futuro habían de poseer su biblioteca— enumera los contenidos de la siguiente manera: 1) historia eclesiástica; 2) historia profana; 3) «dichos, máximas, sentencias y reflexiones»; 4) libros de «urbanidad cristiana»; 5) teología y filosofía; 6) «algunas de las materias morales» relativas a la profesión o estado de cada cual; 7) «poesía» sacra y profana. El orden de enumeración de los temas no parece jerárquico (de más importante a menos, o viceversa), ni numérico (de materias más o menos representadas); más bien el hilo conductor parece ser la utilidad de los libros: para la formación moral en general (la historia eclesiástica y profana y la literatura sapiencial), para la vida práctica y el ejercicio profesional (la «urbanidad cristiana», los libros adecuados para clérigos y para laicos según su estado y condición) y para el honesto entretenimiento (la «poesía» religiosa y profana). Se trataría, por tanto, de una jerarquización de las materias no tanto por su tema o contenido como por su utilidad para distintos aspectos de la formación intelectual y moral de los lectores. También parece claro que está pensando en unos futuros poseedores que no necesariamente tienen que pertenecer a la carrera eclesiástica; eso explica que la teología no aparezca en primer lugar (como cabría esperar en una biblioteca sacerdotal), ni siquiera en segundo, tras la historia eclesiástica, sino en quinto lugar, inmediatamente antes de los libros útiles para otras profesiones y con el siguiente breve comentario: «Si alguno de vosotros fuere de mi facultad, hallará Teología de las cuatro especies: escholástica, moral, expositiva y mística, con algo de filosofía y más que algo de lo que llaman predicable» (13).12 12 La teología escolástica aplica los principios de la filosofía aristotélica al conocimiento y comprensión de la revelación religiosa del cristianismo, tratando de compatibilizar fe y razón; la teología moral
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Pero en la enumeración tiene prioridad la historia (primero la eclesiástica y luego la profana) que, en un sentido muy humanístico, considera maestra de la vida y, como tal, válida tanto para religiosos como para laicos: Los que saben poco, saben que la Historia es la directora y maestra de la vida, en cuanto, representando los aciertos y hechos loables de los varones heroicos, excita con la hermosura de su virtud a emularles en todo o en parte el cúmulo de las prendas con que los practicaron; proponiendo los yerros, los descuidos, los vicios, induce con su fealdad a odiarlos y evitarlos; manifestando las desgracias, miserias y precipicios que acarrean las pasiones con su práctica y desenfrenamiento, ejecuta a escarmentar en cabeza ajena (9-10).
A continuación valora los libros de contenido histórico de su biblioteca, señalando algunos de los autores más relevantes: De este género de lección hallaréis no poco, como lo podeis ver por este Índice. Diferentes auctores y juegos de Historia eclesiástica, que aunque de los más es la menos usada, es la más útil; y tanto que, según el Papa Gregorio Decimotercio,13 la noticia y memoria así de la inocencia, caridad y fortaleza como de las demás virtudes de los santos, contiene y nos despide unos estímulos y puntas afiladísimas, con las cuales sentimos ser excitados y punzados, en especial cuando a vista de sus ejemplos conocemos nuestro descuido y, cotejando nuestras obras con las suyas, nos hacemos cargo de cuán lejos y distantes estamos de su perfección y aplauso. De Historia profana, lo mejor y lo más de la de nuestra Nación, y entre ella un Juan de Mariana, de quien se dijo que el emperador Augusto le daría su mesa; un Gerónimo Zurita, a quien los literatos reputan el Tito Livio español; un don Antonio de Solís, que tan justa y dignamente se alzó con el inestimable renombre de El Discreto; un don Diego de Saavedra, cuya pluma, felizmente cortada para el arduo y escabroso empeño de doctrinar príncipes soberanos con tanta utilidad que de la probidad de ellos depende la del mundo, supo juntar en su dialecto la maravilla de lo más llano y natural, de lo más puro y proprio, y de lo más elegante y elevado; y otros muy estimados por el acierto con que escribieron (10-11).
La literatura sapiencial, en forma de colecciones de dichos y sentencias, resulta especialmente cara a Lucas José de Elizondo, quien, entre otras cosas, se dedicó a glosar en forma de décimas los refranes incluidos en el primer tomo del Diccionario de autoridades. De ahí que la considere una sección especial de su biblioteca, en la que resalta especialmente el volumen de los Proverbios, del Marqués de Santillana, una de las pocas obras medievales en lengua vulgar que poseía: es la que trata del bien y del mal en el comportamiento humano; la teología expositiva es la que se aplica a explicar los misterios de la revelación; la mística se caracteriza por la búsqueda de la experiencia personal de Dios; predicable es lo que está orientado a la labor pastoral a través de la predicación y los sermones. 13 Gregorio XIII (1502-1585), papa desde 1572 hasta 1585, creador del calendario gregoriano, impulsó el cumplimiento de los cánones aprobados en el Concilio de Trento (1545-1563) y apoyó la creación de colegios y seminarios dirigidos por la Compañía de Jesús.
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Una biblioteca privada descrita por su propietario: los libros de Lucas José de Elizondo… Hallaréis mucho de lo que por principios naturales —que son los poderosos y convincentes— instituye el hombre a que proceda por razón: copia hermosa de conceptos, dichos, máximas, sentencias y reflexiones, verdaderamente de oro, con que los antiguos y sucesivamente los que les han ido siguiendo tienen enriquecida[s] las tierras y convertidas en mejores Indias todas las que los logran, para abastecerse los talentos de aquel caudal inestimable con que, siendo opulenta la vida, puede ayudar a que la muerte sea preciosa en la presencia del Señor. Animáos aquí a vista de don Íñigo López de Mendoza, Marqués de Santillana, uno de los hombres que se precia haber producido España [...] (11).
A los libros moral cristiana y de piedad para laicos debe de referirse cuando habla de los que tratan de la «urbanidad cristiana», cuya mención precede a los de teología: En los auctores de este Catálogo hallaréis muchos documentos que, avivando la dicha máxima evangélica [«Cuanto queréis que los hombres hagan con vosotros, haced todo eso vosotros con ellos»], la extienden con fructuosa discreción a lo que requiere la santa urbanidad cristiana, cuyos documentos son moralmente necesarios para que en el comercio humano procedamos por el referido principio. Hay muchos y muchísimos de los que llaman hombres de plaza, que no sólo no los leen, sino que ni tienen dónde ni saben de ellos, los ignoran y viven a ciegas de estas precisas instrucciones; sin las cuales, y olvidados de la primera, de quien dimanan, queda dicho que es un imposible vivir racionalmente, mayormente tales hombres de plaza, en quienes el trato y sociedad es continuada. Viven en seguido comercio humano con que, no pudiendo avenirse en él como racionales —salvo todo su respecto—, viven en sus concursos y conversaciones como bestias (12-13).
Inmediatamente a continuación de la teología y la filosofía, necesarias para la formación de eclesiásticos («si alguno fuere de mi facultad»), menciona una serie de contenidos que pudieran parecer misceláneos o de cajón de sastre, pero que resultan coherentes si se mira desde la perspectiva de las lecturas útiles para cada uno según su profesión o estado: después de los religiosos, los médicos, los juristas, los casados y los que desempeñan oficios en la corte: Y para la mejor penetración de algunas de las materias morales, dos auctores estimadísimos de medicina. Y si administrareis oficios de Justicia en vuestra república, os podréis aprovechar de Lesio, y aprovechar con él al común. Si estuviéreis en el matrimonio, tenéis la Guía de casados; y si se os ofreciere viaje a la Corte, en el mismo tomo hallaréis los Avisos para palacio (13).
En último lugar se menciona la poesía, entendida en un sentido amplio, como literatura de creación (ya que en ella incluye la épica y la literatura dramática), unida a los diccionarios que pueden ayudar a entenderla mejor (lo cual nos informa, de paso, acerca de su conocimiento de distintas lenguas, aunque se revista de falsa modestia): Por último, os queda gran provisión de poesía sacra y profana, heroica, lírica, trágica y cómica, en latín, español, toscano, francés y portugués. No es deciros que yo entiendo
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Paloma Díaz-Mas / Carlos Mota todas estas lenguas; antes, conozco que, con perfección, ni la natural sé. Pero puedo decir que no me son tan extrañas como otras. Y os ruego que hagáis por penetrarlas mejor que yo. Para lo cual, excepto de la portuguesa, que es más perceptible, hallaréis diccionarios muy copiosos de todas; y, para radicaros fundamentalmente en la nuestra, lo hasta ahora ha dado a luz del que está componiendo la Real Academia Española (13).
5. La función del libro y la lectura El criterio de utilidad parece presidir la clasificación de los libros en la cartaprólogo. Pero esa utilidad es sobre todo moral. El mayor conocimiento debe redundar en ser mejor cristiano: Estimad los libros para adquirir y granjear, por lo que contienen, las riquezas de la salud, que dice Salomón son la sabiduría y la ciencia. Estimadlos para esclareceros con sus doctrinas en el mayor conocimiento de Dios, a quien aman más y mejor los que más y mejor lo conocen (7).
Sobre la misma cuestión insiste, en otro pasaje, en la necesidad de leer los libros escritos por santos (Francisco de Sales, Tomás de Aquino, Teresa de Jesús) en la festividad en que se celebra cada uno, para conocer mejor sus obras e imitar sus vidas. El conocimiento adquirido en los libros no debe llevar a la arrogancia, sino ser compartido con modestia, como un acto de caridad con el prójimo: Lo que supiéreis y vuestro estudio os diere a entender de Dios, siempre que el mínimo de vuestros próximos lo necesitare, aplicádselo con celo, con cautela y con modestia. En todo lo demás, ocultad vuestras letras, tened sepultado vuestro saber, no siendo de los que dice san Bernardo que estudian y saben para ser sabidos y que sepan de ellos; a quienes les aplica el santo lo del que los escarnece diciendo: «Tu saber es nada, si no es que el otro sepa que sabes» (14).
Y añade que los libros no suplen a la devoción, ya que la oración y la contemplación son superiores a cualquiera de ellos: Lo que para un religioso su celda, ha de ser para un secular su casa, que es religioso profeso en el baptismo de la religión cristiana, en que se fundan todas las regulares. En lo más retirado de la mía que he dicho, está el cuarto de mi estudio, y en un nicho del mismo estante, un crucifijo al espirar, de mano de un oficial que aprehendió la esculptura en Italia. Este es el libro de los libros que os dejo, el que ha de ser vuestro libro abierto, toda vuestra librería (15-16). Justo Lipsio, pasmo de la erudición y erario insondable de las buenas letras, como lo reconoceréis por los tres tomos suyos que os dejo, hallábase cerca del trance último, que es cuando la vista interior suele estar más despejada; consolábanlo sus amigos con los muchos libros de tan varia y profunda erudición que dejaba al público. Y, señalando a un
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Una biblioteca privada descrita por su propietario: los libros de Lucas José de Elizondo… santo Cristo que tenía a la vista, les respondió: «Ciencia que no es de este Señor crucificado es toda necedad y pura vanidad» (16-17).
De manera coherente con lo anterior, uno de los últimos consejos de Lucas José de Elizondo a los futuros poseedores de su biblioteca —casi a manera de disposición testamentaria— es una lección de desapego a esa colección tan amorosa y esforzadamente formada por él: que se desprendan de los libros, vendiéndolos, si ello es necesario para atender a la caridad: El señor don fray Bartolomé de Carranza, arzobispo de Toledo, antes que lo fuese, hallándose maestro de teología en su convento de Valladolid y experimentándose una gran falta y carestía de bastimientos que tenía en gran trabajo al común de aquella ciudad, vendió todos sus libros para socorrer a los pobres. Siempre que os ocurriere este u otro semejante caso de necesidad común o particular de los próximos y no tuviéreis otro medio con que aliviársela y sublevar su miseria, quiero, y es mi voluntad —pues para esto tengo la presumpta de mis padres y hermanos—, os ruego, amonesto y encargo que hagáis lo mismo, reduciendo a dinero desde el primero al último libro de nuestra casa, sin perdonar ni uno de los más preciosos, raros y estimados, aunque sepáis que por lo exquisito y buscado, con dificultad o nunca le volveréis a hallar (17).
Casi tres siglos después, la biblioteca de Lucas José de Elizondo —como otras muchas colecciones privadas de su época— se ha dispersado, pero queda el extraordinario y vívido testimonio del catálogo cuidadosamente elaborado por él mismo. Bibliografía Arias de Saavedra Alías, Inmaculada. «Libros, lectores y bibliotecas privadas en la España del siglo xviii», Chronica Nova (Granada), 35 (2009), pp. 15-61. Castellano de Gastón, Gaspar. «Historia del manuscrito», en Baltasar de Lezaun y Andia, Memorias Históricas de la ciudad de Estella (1698), Pamplona, Institución Príncipe de Viana, 1990, pp. LIX-LXVI. — Los Gastón de Iriarte. Trayectoria de una casa baztanesa (siglos xvi-xix), Pamplona, Ediciones Eunate, 2006. CCPB = Catálogo Colectivo del Patrimonio Bibliográfico Español. Disponible en: http://catalogos. mecd. es/CCPB/cgi-ccpb/abnetopac/O12282/ID6c8da4cb?ACC=101 [Consulta: 21/01/2021]. Díaz-Mas, Paloma. «Las décimas sobre refranes de Lucas José de Elizondo», en Pedro M. Piñero Ramírez (coord.), De la canción de amor medieval a las soleares. Actas del Congreso Internacional «Lyra minima oral III», Sevilla, 26-28 de noviembre de 2001, Sevilla, Fundación MachadoUniversidad de Sevilla, 2004, pp. 383-392. — «Elizondo y López de los Arcos, Lucas José de», en Real Academia de la Historia, Diccionario Biográfico Español, 2018, s. v. Disponible en: http://dbe.rah.es/biografias/28735/lucas-josede-elizondo-y-lopez-de-los-arcos [consulta: 21/01/2021]. Díaz-Mas, Paloma y Carlos Mota. «Un autor desconocido de principios del siglo xviii», Boletín de la Real Academia Española, 83, 287 (2003), pp. 5-36. García, Idalia. «Libros de fiscal, libros de oidor: la biblioteca de Domingo de Arangoiti (siglo xviii)», Investigación Bibliotecológica (Ciudad de México), 26.57 (2012), pp. 13-76.
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La tradición como estética y como fe: continuidades y reminiscencias programáticas del criticismo sobre poesía popular en España (siglos xviii-xx) Luis Díaz Viana Instituto de Lengua, Literatura y Antropología, CSIC Instituto Universitario de Estudios Europeos de la Universidad de Valladolid
I. Del siglo xviii al xix: una pugna entre el «gusto» y la «identidad» (o el Romancero General, de Agustín Durán, como reivindicación nacional de lo popular) Quizá haya interpretado con error los hechos, pero siempre con buena fe y con deseo del acierto. Frutos estos trabajos de nuestras propias observaciones y del estudio crítico de las ajenas, hecho para aceptarlas, modificarlas o desecharlas, los presentamos al público llenos de desconfianza; pero seguros de que alguna verdad contendrán que pueda ser útil y abrir caminos pocos trillados a la buena crítica, para ensayarse ventajosamente en consideraciones filosóficas y trascendentales sobre la literatura en general, y sobre la nuestra especialmente (Durán, 1845: XLVIII).
Quien así se expresaba era Agustín Durán, discípulo o amigo de algunos de los grandes maestros y eruditos patrios de la crítica literaria del siglo xviii, como el padre Alberto Lista o Bartolomé José Gallardo, y autor del Romancero General, la magna empresa que tanta influencia tendría en el devenir del romanticismo español. Durán, con modestia que parece sincera y una entendible necesidad de justificarse, dado el momento en que acomete su obra, va a explicar en diversos textos que, si se ocupa de una tarea que llega a definir como «árida» y «poco brillante», es tanto para rescatar y dar a conocer una literatura ignorada como para reivindicar la excelencia de esas expresiones artísticas debidas a la creatividad de un supuesto «carácter nacional español» (Durán, 1832: XVII). Amador de los Ríos va a reseñar estas conexiones de Durán con autores anteriores, pero al mismo tiempo señalará la diferencia o giro que su trabajo representaba respecto a aquellos. E indicará, además, tanto el sentido de deber, deuda o cumplimiento de un programa —y de una encomienda específica (tácita o expresa)— del maestro Lista, que podía tener la dedicación de Durán a la recogida y 275
Luis Díaz Viana
estudio de la literatura popular, como el cariz de proyecto nacional y patriótico que esa ingente labor contenía en sí misma: Fructificaba entre tanto la semilla arrojada por Lista en el campo de las letras; y mientras era cultivada la crítica en vario sentido, si bien con ilustre espíritu, por un don Félix José Reinoso, un don Javier de Burgos, un don Bartolomé José Gallardo, un don Antonio Alcalá Galiano y un don José de la Revilla, señalábase entre todos por su acendrado amor a las glorias nacionales, no menos que por la profundidad de miras que revelaba desde luego en sus escritos, uno de los más antiguos y cariñosos discípulos de aquel respetado maestro, que parecía haberle confiado la difícil tarea de realizar la transformación crítica por él iniciada. Hablamos de don Agustín Duran, cuyos estudios sobre la poesía popular española han merecido el aplauso de los doctos dentro y fuera de España, con no poca estimación de su nombre (Ríos, 1861: LXXII-LXXIII).
Ello se produce, como recuerda David Thatcher Gies en su libro sobre Agustín Durán (1975), varios años antes de que «apareciera» oficialmente el movimiento romántico en España, de modo que no estará de más recordar que uno de sus grandes precedentes viene dado por una obra crítica que tiene como objeto reivindicar el orgullo nacional por vía del rescate e indagación acerca de lo que podría llamarse «cultura popular». Lo reconocerá y declarará Marcelino Menéndez Pelayo de forma nítida: Considérese la situación de un erudito de los últimos tiempos de Fernando VII, reducido a sus propios recursos. Después, Duran pudo alcanzar las primeras colecciones de poesía popular de diversos países, entró en la intimidad con los extranjeros que habían tomado por campo de investigación el nuestro y se encontró maravillado de la conformidad que notó entre los resultados obtenidos por ellos, con el rigor de un método científico continuado desde Grimm hasta Wolf y los que él había logrado sólo o casi sólo por la fuerza de su maravilloso instinto... Su Romancero es el monumento de una vida entera consagrada a recoger y congregar las reliquias del alma poética de su raza (cfr. Gies, 1975: 117).
Pero también da muestras claras de pensar lo mismo el propio Durán cuando afirma: Los poetas primitivos, pues, y los juglares expresan la poesía natural del pueblo, la que el pueblo engendra y comunica; los eruditos y artísticos expresan aquella que la ciencia y el arte, habiéndola recibido de la multitud tosca y ruda, se la devuelve culta ya, pero siempre acomodada al mayor o menor desarrollo de su civilización actual (Durán, 1849: XXXIX).
Y ello es expresado tan contundentemente porque Durán —como ya habían defendido Herder o el mismo Goethe— está convencido de que la lengua, la poesía y el alma o genio popular caminan juntos. Lo que, si se aplica con la reversibilidad que un simple silogismo permitiría, tendrá insospechadas e importantísimas repercusiones en el terreno político y social: si la lengua, la poesía en esa lengua y 276
La tradición como estética y como fe: continuidades y reminiscencias programáticas…
la aparición de un pueblo que la habla y se reconoce en ellas forman parte del mismo proceso de identidad, cuando haya una poesía específica en un idioma concreto será porque hay un pueblo (detrás o al lado) emergiendo en la historia, con un origen y una misión o destino. Por eso Durán proclamará, satisfecho de la tarea misional que piensa haber cumplido, con mucha humildad, pero no menos ambición: He cumplido una parte de lo que me propuse, sin pretensiones dogmáticas: he publicado todo lo que sé y poseo, y no es culpa mía si mi riqueza y mi ciencia a más no alcanzan. Ni aspiraba a la gloria ni a los intereses materiales; y al cabo de mi tarea me contentaré si no soy más oscuro ni más pobre que lo era antes de empezarla (Durán, 1945b [1851]: 7).
Como sus predecesores foráneos ya pretendieron con la reivindicación de la poesía popular en cuanto expresión y confirmación (o «test») de la identidad de una etnicidad específica, Durán va a aventurar la naturaleza de la misma; y va a entender que en el caso del genio, alma o carácter español, esa naturaleza consiste o reside (más incluso que en otros casos europeos que pudieran aducirse) en una identidad popular sin fisuras, ya que, a diferencia de las naciones en que un pasado feudal separó notablemente a unos y otros estamentos, aquí todos eran de algún modo «pueblo». Es por eso que el género de los romances «está sometido al dominio del pueblo, tanto como al de los sabios» (Durán, 1832: XVII). Por lo que, como Durán elocuentemente asevera: Todos los componen, los ciegos los cantan por las plazas, el vulgo entusiasmado y absorto los escucha, los críticos y los sabios a su pesar y como por instinto les rinden tributo cuando se dejan arrebatar por la pasión bien sentida, que pierde de su fuego y calor ante las trabas de un artificio complicado: en fin el romance ha atravesado las edades y las generaciones con tanto aplauso, que quizá no hay un solo español, aun entre los mismos que por fácil le desdeñan, que no haya cantado amores, hazañas, guerras, valentías o fábulas en esta clase de combinación métrica (Durán, 1832: XVII).
Porque, como nuestro autor también puntualiza, el romance ha nacido de todos y de todos será mientras haya «pueblo español». Ergo, tal sucede y sucederá siempre que la literatura española exprese o refleje de verdad, según pensaba él, nuestro espíritu y nuestra historia: … por eso nuestro espíritu guerrero empleado contra los moros produjo un caballerismo especial y diverso del que creó el del Norte; por eso, este, hijo de una guerra santamente popular, fue extensivo a todas las clases y no circunscrito a las aristocráticas; por eso cada español era un guerrero, cada guerrero un noble, cada noble un caballero de la patria, ya que no un desfacedor de aquellos entuertos que juzgaban los tribunales; por eso el Cid Campeador, el héroe característico de nuestro estado social en los siglos medios, es tan diverso de Roldan y los Doce Pares, que solo se les asemeja en algunos accidentes; por eso el rey Don Pedro de Castilla, apoyado por la clase media y la popular reprimía fuertemente a los grandes, y los castigaba remedando a los califas del Oriente,
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Luis Díaz Viana más bien que sucumbir ante ellos como los débiles monarcas de los países feudales (Durán, 1849: XIX-XX).
De modo que, cuando Durán se refiera al romancero, lo hará con la convicción de que este constituye una poesía natural, sencilla, espontánea, nacida directamente del pueblo. Y que, por ello, puede pensarse que retrata fielmente la esencia verdadera de la nación. Marcaba él así un territorio que, con todas las enmiendas a determinadas propuestas o intuiciones suyas que van a realizar estudiosos posteriores, dejará bien marcado el camino por recorrer. Incluso la clasificación que establece dentro del romancero condiciona o delimita conceptualmente, junto con las realizadas por Wolf y Hofmann (1945 [1856]), otras categorías posteriores. Pero hay conexiones aún más profundas entre su «descubrimiento» del romancero y el desarrollo que tendrán después en España la investigación y compendios en torno a la poesía popular. Porque, tanto en su genuino interés por ella como en su utilización en cuanto factor de identidad nacional, la ecuación básica de raíz romántica que Durán estableció no se ha visto fundamentalmente alterada. Hay conceptos y términos que así lo revelan, como son los formados por los siguientes grupos o «familias»: orígenes = pueblo = poesía popular-tradicional = identidad-etnicidad = pervivencia. Por todo esto es tan importante para Durán y quienes, consciente o no tan conscientemente, proseguirán sus pasos, establecer una línea invisible, pero perenne, de ininterrumpida continuidad entre orígenes y pervivencia del género romancístico. Y, por parecida razón, atisbará Durán con acierto la existencia de una lírica popular que en su época no podía sino intuirse. De un lado, nuestro autor dice: «La existencia de los romances, anteriores a todos los documentos poéticos escritos, y aun a las crónicas viejas en castellano que nos quedan, es indudable» (Durán, 1945b [1851]: 648). Y de otro, aventura: … sería absurdo creer que desde el punto en que dejó el latín de ser lengua viva hasta el siglo xii, careció el pueblo de cantos amorosos y guerreros, y de himnos religiosos compuestos en lengua común, donde conservase oralmente a lo menos sus sentimientos, fábulas e historias (Durán, 1956 [1841]: 511).
Pues, básicamente, sus ideas principales se resumirían en estos puntos ya señalados antes: las primitivas composiciones de la poesía popular castellana fueron los romances (lo que sería corregido y enmendado por los estudios al respecto de Menéndez Pidal); y estos, además de reflejar los «diferentes niveles de cultura y civilización» de la sociedad española, constituirían la tradición popular que más cabalmente expresaría el carácter nacional o la esencia de lo hispánico. El sesgo ingenuamente evolucionista con que es abordada por él la historia del romancero no enmascara lo suficiente la creencia en una poesía y carácter primitivos u originales de lo castellano y de lo español. Dice Durán: En ningún país del mediodía de la Europa, se formó el carácter nacional, tanto como en España, de la mezcla exacta del de los pueblos del Norte, y del de los del
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La tradición como estética y como fe: continuidades y reminiscencias programáticas… Oriente; así es que nuestra poesía es el amalgama modificado de la de aquellos pueblos. Sin ser tan exacta y filosófica como la de los franceses, es mucho más rica, brillante y fluida; sin ser tan audaz y exagerada como la de los árabes, es más verosímil y razonable (Durán, 1870: 284).
De manera que lo nacional y lo cultural quedaron inextricablemente ligados hasta en aquellos aspectos que no habían sido aún «patrimonializados» por las élites (así, las expresiones de las culturas populares) cuando se produce en Europa lo que Peter Burke denominó «el descubrimiento del pueblo» (Burke, 1981: 3-11). Cosa que no es en sí ni buena ni mala, sino característica de una época y de la corriente romántica que vino a cambiar los criterios sobre el gusto literario y tantos otros aspectos en Europa. Negar la estrecha ligazón entre nacionalismo y recopilación o estudio del romancero es, ya desde sus orígenes disciplinares, algo tan difícil de negar como propio de necios, pero siempre los hay. Aunque, a diferencia de Menéndez Pidal y sus seguidores, Durán sí va a conceder un lugar y proporción importante al romancero ya denominado por este autor como «vulgar» dentro de su recopilación, eso no quiere decir que lo estimara en la misma medida que otros tipos de romance categorizados asimismo por él. Su atractivo —si lo tienen— y la justificación para ser incluidos en su compilación vendrían de la degradación que suponen frente a otros estadios de esplendor de la «civilización hispánica». Son, en su opinión, estéticamente despreciables, desaliñados y absurdos, «pero ofrecen mucho interés, porque conservan los vestigios de una civilización degradada» (Durán, 1945a [1849]: XXXII). Esta misma concepción preevolucionista y antiantropológica de la cultura le llevará a pensar que los romances han realizado, como el pueblo sobre el que se sustenta, una especie de oscilación entra barbarie y civilización: «…y forman (los romances) el contraste más notable entre el carácter y costumbres del antiguo pueblo ignorante con el del nuevo vulgo humillado y envilecido; de la barbarie que camina a la cultura, con la civilización que desciende a la barbarie» (Durán, 1945a [1849]: XXXII). Son, entonces, estas composiciones «populares» únicamente en el sentido de que la masa, el vulgo, los conoce y canta —y no él nada más, según el propio Durán señalaba en líneas como las reseñadas más arriba, pues todo español tendría conocimiento del romancero—. Pero no todo lo que se puede identificar como el pueblo es el verdadero pueblo que fue y configuró la nación en tiempos pretéritos. En este sentido, parecen resonar en sus palabras distinciones como las hechas por Herder entre un pueblo creador y otro que solo repite o estropea lo heredado, entre genio popular y masa, entre auténtico pueblo y miserable vulgo. Pues tales eran las diferenciaciones que establecía Herder entre el verdadero pueblo del campo y el vocinglero populacho de las ciudades: ese populacho que «nunca canta o versifica, sólo chilla y mutila» (cfr. Bendix, 1997: 39-40). Y, sin embargo, aunque sea para dar cuenta de la decadencia del país y, con él, del romancero, Durán recopila las versiones impresas de los romances que se conocían, cantaban y difundían en su época haciendo incluso una distinción entre los «vulgares» y «los de ciego», que favorecería levemente a estos últimos (Gies, 1975:115). Lo 279
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que es mucho más de lo que harán los «tradicionalistas» a ultranza después, cuando nieguen, muchas veces, en su recogida de romances en la tradición oral la mera posibilidad de que sus informantes se los canten. Porque ello habría sido imperdonable pérdida de tiempo ante su sagrada misión de rescatar un romancero tradicional aún conservado oralmente, pero en peligro de extinción. En esa forma peyorativa de entender lo popular-vulgar, unos y otros no difieren tanto, como se puede ver, aunque sea de agradecer que Durán se tomara la enojosa molestia de compilar tanta producción masiva solo tenida por tales críticos de la literatura como «pacotilla estética» y «disparate ético», ese «viejo infierno literario» —en palabras no necesariamente condenatorias de Julio Caro Baroja— que de no haber sido recogido por aquel, sí que habría desaparecido casi por completo para generaciones venideras. Y, de esa manera, «la fuerza» que el mismo Don Julio aseguraba que estas composiciones tenían (Caro Baroja, 1988: 541). Es interesante reseñarlo, porque todo esto nos indica que el «gusto», en el fondo, no había cambiado tanto desde Durán a sus maestros, y lo «popular» —a la hora de «patrimonializarse»— era y seguiría siendo estigmatizado en cuanto no mereciera la aprobación de las élites del momento. No ha de separarse, por tanto, ese interés por la poesía popular de las reivindicaciones nacionalistas; y muy especialmente en el caso español, en que la constatación de la degradación de la literatura del pueblo que se detecta en Durán se revela como una confirmación de la decadencia que se nos suponía desde fuera y es interiorizada ya —de manera doliente y convencida— por los intelectuales del siglo xviii español. Lo cual abre un nuevo campo de interés, el de las producciones populares, es cierto, pero solo en cuanto elemento que incorporar a un programa patriótico y estético. Claro que esa decadencia no sería culpa ni responsabilidad de los españoles que pudieran rendir cuentas por ello en su presente, en cuanto a élite dirigente e intelectual, sino de un pueblo y oligarquías (las que gobernaron en el periodo dominado por la dinastía de los Austrias) que ya en tiempos pretéritos habrían degenerado sin parar. El celo patriótico, en este sentido, alteró el buen juicio histórico de Durán, como bien supo ver Gies: «He laid blame for this phenomenon on the Hapsburgs, whose oppressive politics demeaned the “antes noble y patriota” Spaniard to a point where he was converted into a miserable wretch whose thoughts eventually conformed to his new state)» (Gies, 1975: 113). El modelo según el cual se filtra, depura y finalmente se asume o aprueba lo popular responde a un canon europeo de buen gusto bastante invariable en el fondo como tendremos ocasión de comprobar después, al final de este trabajo. No aceptarlo es negar demasiadas realidades y toda una trayectoria histórica. Y confundir «lo científico» con la aplicación de criterios estéticos siempre discutibles resulta no menos grave. Recopilar y estudiar solo una parte del romancero por «razones de gusto», ignorando o estigmatizando el resto, no es más científico que procurar que se documente cómo ha funcionado la creación y transmisión de este tipo de poesía en su conjunto mediante el acopio del mayor número posible de sus expresiones tanto impresas como orales. 280
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Si en la pugna que muchos intelectuales españoles —inicialmente «alumbrados» por la Ilustración— mantuvieron entre «gusto» e «identidad» los hubo que, por razones de conveniencia individual —tanto como de sincero convencimiento—, permanecieron fieles a ciertos postulados hasta «afrancesarse» en lo político; también existieron otros que elegirían la opción patriótica. Y ello tendría consecuencias tanto en una apertura de los supuestos estéticos —de influencia francesa—, que habían venido predominando durante el xviii, como en la recuperación de obras o autores de nuestra historia literaria y, muy especialmente, los dramaturgos del Barroco español: de la reivindicación del teatro de los siglos dorados (que ya habían iniciado críticos extranjeros en su reacción ante los principios del Neoclasicismo y el «gusto francés»), se pasará, ampliando el foco, al romancero y, por ende, a la poesía popular. El giro que se produce, por tanto, aúna, en principio, factores políticos y de criterio estético, pero el canon de lo «bello y lo bueno» que venía aplicándose no va a verse igualmente alterado. Se reivindicará políticamente lo nacional frente a lo foráneo y lo español respecto al gusto afrancesado en lo literario, pero el canon aplicable a las creaciones estéticas —ya fueran éstas «cultas» o «populares»— no variará demasiado, según puede comprobarse siguiendo el rastro de los trabajos en torno a la poesía lírica y romancesca de los siglos siguientes. II. Nostalgias propias del siglo xx: la tradición y lo primitivo en la búsqueda de los orígenes de la poesía popular La novedad introducida por Durán y otros consistirá básicamente en que, a partir del romanticismo, la «literatura del pueblo» va a ser tenida en cuenta tanto o más que por razones estéticas por la importancia de su dimensión en cuanto arte nacional. Recordemos los términos y conceptos que aparecían en la obra de aquel y comparémoslos con los utilizados por un relevante estudioso posterior. Pues, como bien ha mostrado Margit Frenk, unos mismos conceptos y términos aparecen recurrentemente en los diversos trabajos en torno a la poesía popular de España que va a ir realizando Ramón Menéndez Pidal. Ellos informan y articulan sus indagaciones desde el oportuno e influyente discurso pronunciado en el Ateneo de Madrid, cuando era él quien lo presidía (1919), hasta su panorámica revisión de la «La primitiva lírica europea. Estado actual del problema» (1960); en unos y otros trabajos se repiten y matizan unos vocablos que ya conocemos por su utilización en los textos de Durán. A saber, y como iremos ahora examinando, las reflexiones van de los «orígenes» y de «lo primitivo» a «la pervivencia»: en medio, el pueblo español, la poesía popular y/o tradicional, así como su correspondencia con la identidad española e incluso su ubicación dentro del ámbito europeo. En ese sentido, y por si alguien pudiera equivocadamente interpretar la siguiente crítica como hostilidad o animadversión hacia la escuela filológica que, liderada por don Ramón, se ha ocupado de la poesía popular en España, conviene dejar bien sentado que constituye una auténtica 281
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fortuna y gran ventaja para quienes hemos estudiado después esas expresiones populares poder contar con la obra pidaliana como referencia y punto de partida. Otra cosa es que, en el último medio siglo, no hubiera cabido esperar mejor suerte para los proyectos impulsados por Menéndez Pidal; y una mirada más atenta e interdisciplinar desde el neotradicionalismo hacia lo que en otros campos y disciplinas colindantes se venía haciendo sobre la balada y lírica de otras tradiciones culturales o en torno a la oralidad en cuanto fenómeno. La obra de Pidal contiene en su evolución una riqueza casi inacabable de matices y detalles, pero también de ambigüedades y contradicciones respecto al uso o sentido que hace y da a conceptos clave como los antes enumerados. Empezando, así, por el término orígenes vemos que —según apuntara Frenk— esta palabra fue utilizada por él como «proveniencia» y como «comienzos» casi indistintamente: En el discurso de 1919 y en estudios subsiguientes encontramos varios otros ecos de las ideas expresadas por quienes desde el siglo xviii teorizaban sobre poesía popular y sobre los «orígenes populares» de la lírica europea. Decía don Ramón en 1919: «debemos esforzarnos en descubrir el villancico hacia los más remotos tiempos que podamos» (Frenk, 2015: 228).
Al igual que había apuntado Durán, pero también un curioso personaje ilustrado, al que algunos tildarían de retrógrado y anticuado después, como Antonio de Capmany (1820), Menéndez Pidal relaciona y conecta lengua, poesía popular e identidades nacionales: «Esos cantos, indudablemente, nacieron en toda la Romania a la vez que las lenguas románicas nacían, diferenciándose cada vez más del latín escrito» (Menéndez Pidal, 2014: 249). De acuerdo con lo que ya señaló José Portolés al respecto, esa poesía lírica, pero sobre todo la épica —tenida por mucho tiempo como la más antigua literatura de cada cultura—, sería la garantía de la existencia de una identidad antes de ser aceptadas las identidades de los pueblos; o de su nacionalidad antes de reconocerse las nacionalidades: La epopeya no es un tema poético cualquiera, desde el Romanticismo se la considera la manifestación por excelencia del espíritu de un pueblo. Se comprende así que Menéndez Pidal evitara cualquier solución de continuidad en la pervivencia de esta tradición, confundiéndose en La epopeya castellana tradicionalismo y evolución, por un lado, y el seguimiento de un tema poético, por otro (Portolés, 1986: 29).
Y es que la lírica popular «preliteraria» que don Ramón buscaba tenía que ser igualmente muy antigua (y, por ello, primitiva), debiéndose procurar, por tanto, en las indagaciones que se hicieran al respecto ir siempre en la búsqueda de nuevos descubrimientos. De modo que en esa misma línea señalada por Portolés, dirá también Menéndez Pidal en su discurso de 1919, como recogiendo el testigo de tales convicciones y extendiendo el origen de todos los géneros y todas las literaturas a una base étnica: «Hay que pensar que todo género literario que no sea una mera 282
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importación extraña surge de un fondo nacional cultivado popularmente antes de ser tratado por los más cultos» (Menéndez Pidal, 2014: 3). Indica Frenk que tal idea de que «lo indígena popular está siempre como base de toda la producción literaria» no aparecerá tan nítidamente expresada en trabajos posteriores: «Las raíces románticas del discurso pidaliano de 1919 fueron criticadas por varios colegas, y la idea de los orígenes populares de toda literatura no vuelve a presentarse de manera tan clara y tajante en los escritos de don Ramón» (Frenk, 2015: 227). De manera que, por más que quede algún nostálgico de la tradición que, en su afán negacionista, todavía lo cuestione y de que el propio Menéndez Pidal se esforzara en matizarlo, esa concepción del pueblo ligado a la nación y de la poesía popular siendo «la voz viva de la naturaleza nacional», como había señalado Herder (Frenk, 2015: 220), sigue estando bien presente desde Durán a los últimos trabajos pidalianos. E inequívoca resulta, por lo tanto, la prolongación y extensión de tal idea de lo nacional —plasmada en la literatura popular— a la identificación de la misma con unos panhispánicos ecos imperiales de nuestra lírica y nuestra balada. El hecho de criticar el concepto de lo panhispánico por su ingenuidad no equivale, pues, a un anhelo por parecer políticamente correctos, ya que en esto coincidimos con Durán: el romancero y la cultura española en su conjunto nos parece más que reivindicable por su valor, dimensión y trascendencia. Para bien o para mal, España fue un imperio con todo lo que eso significa y tal evidencia ayuda a explicar muchas otras cosas; entre ellas, la «imperiofobia» de naciones antiguamente rivales, apuntada por Nuria Roca Barea, hacia lo español (2019). Los conquistadores llevaban el romancero en sus labios y echaban mano de él para salir adelante en circunstancias bien concretas. Lo que no es poco, ni muchos otros pueden decir a propósito de la extensa proyección de sus baladas más vetustas. Pues de imperio, que no de influencia colonial, debemos hablar. Como asunto, además, del que no hay que avergonzarse ni camuflar, ni pedir perdón 500 años después de la conquista, pues es una realidad histórica que hubo «un imperio español». También que los conquistadores de aquel nuevo mundo trasplantaron allá canciones y romances que les eran propios en sus mentes y bocas para recordarlas y que les proporcionaran el suficiente coraje en cada ocasión. Formaban parte de su imaginario guerrero y caballaresco, que es como hablar de una piel identitaria casi imposible de arrancar. Pero, mientras que para el caso del romancero don Ramón enfatizará con el tiempo la singularidad española del género respecto a otras corrientes baladísticas europeas, enfocando su estudio hacia una dimensión hispánica y panhispánica, cuando se ocupe de la lírica va a hablar en sus trabajos de «lírica española», «hispánica», «románica», «andalusí» o «europea». Partiendo, eso sí, siempre de una concepción nacional cuando habla de «las más antiguas muestras de poesía lírica propiamente española» (Frenk, 2015: 230). Lo cual no quiere decir que, en aquello que se refiere a lo épico y épico-lírico no tuviera en cuenta el entronque —también «originario» (si se nos permite el guiño)— de temas y recursos del romancero con creaciones baladísticas e incluso sagas épicas del continente. Sí que va Menén283
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dez Pidal a reivindicar, en todo caso, como fenómeno especialísimo y de gran antigüedad la floración entre lo románico y lo arábigo de las jarchas, así como su descubrimiento, que siguió con gran interés y atención, ya que venía a confirmar su teoría del estado latente, además de resaltar la significación de España «entre los pueblos románicos como un país de excepción» (Frenk, 2015: 230). No alcanzará para él, de cualquier manera, lo lírico esa proyección o dimensión panhispánica del romancero, el que, según recuerda, «difunde las viejas ficciones castellanas como alada semilla que, llevada por los vientos, arraiga sobre todo el suelo de la Península, desde Cataluña a Portugal, y pasa por los mares a las tierras de América» (Menéndez Pidal, 1966: 27). Por esto, y tanto en lo que atañe a la poesía narrativa como a la lírica (aunque en esta no se haga tan evidente), a los estudios y recopilaciones de orientación pidaliana se les puede aplicar lo que Eric Hobsbwam y Terence Ranger escribieron sobre nacionalismo y supuestas tradiciones: «El fenómeno de lo nacional no puede ser adecuadamente investigado sin prestar cuidadosa atención a la “invención de la tradición”» (Hobsbwam y Ranger, 1989: 13-14). Interpretemos (y resumamos) a qué apuntaría, en nuestra opinión, lo que llevamos comentado sobre la utilización de ciertos términos; cuál sería el meollo del que nos hablan estas exposiciones, siempre brillantes, de Menéndez Pidal acerca de la lírica popular y sus orígenes; puesto que se trata de textos que tienden a cerrase sobre sí, como un mundo completo o, mejor, como una visión o manera perfectamente cerrada de ver el mundo (y la cultura). Podrá comprobarse que es la conexión entre ellos —y por qué no decirlo, la coherencia del sistema así ofrecido— lo que allí se nos revela con claridad como un argumentario nada casual ni inocente. Se habla de orígenes de una poesía de un pueblo también originario y primitivo que, en tiempos remotos y casi protohistóricos por no documentados, ya encarnaría el espíritu de la patria. Una idea que ya hemos atisbado en citas y trabajos anteriores donde se nos remitía a un pueblo sin distingos y casi sin clases, unido y presto a cristalizar como nación. Aunque no es lo mismo pensar que ese pueblo emergería desde un principio como una unidad (o elemento unificador), cumpliendo un destino y una misión la cual se manifestaría en la creación de un imperio; que pensar, como hizo Capmany —pues el «hallazgo» no es de un reciente presidente de España y sus estrategas o asesores—, que España es una «nación de naciones» y que otros pueblos que se integraron en la misma nación sí llevaban el germen de ser naciones o nacionalidades por razones tanto culturales como lingüísticas. Si bien, y curiosamente, Antonio de Capmany considerara que el catalán, a pesar de ser su lengua materna, se había quedado en cuanto idioma «anticuado» y «plebeyo» si se le comparaba con el castellano, supo mirar hacia la pluralidad de las culturas de dentro de España como riqueza, renunciando a los horizontes imperiales; y, asimismo, descubrir la consistencia cultural de las regiones (o pequeñas naciones) en las que el intelectual —obsoleto y «reaccionario» para muchos como ya se ha dicho— que era Capmany sí que creía. Y convencido como estaba que era 284
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ese sentido de pertenencia a un terruño y una cultura local lo que había hecho que el considerado como «pueblo español» despertara y se alzara contra la invasión napoleónica, contrapondría esta fuerza de las pequeñas identidades a la idea de nación igualitaria y sin fisuras provinciales ni regionales de Francia: ¿Qué sería ya de los españoles si no hubiera habido aragoneses, valencianos, murcianos, andaluces, asturianos, gallegos, extremeños, catalanes, castellanos...? Cada uno de estos nombres inflama y envanece y de estas pequeñas naciones se compone la masa de la gran nación, que no conocía nuestro conquistador, a pesar de tener sobre el bufete abierto el mapa de España a todas horas (Capmany, 1808).
Distinguía muy bien, por tanto, este «ilustre ilustrado» que fue autor de una peculiar Filosofía de la elocuencia (1820), y a quien algún catalanista tacharía de «falsa gloria catalana», entre unión y unificación, unidad y uniformidad. Pues consideraba que era esa gran nación constituida por naciones más pequeñas la que, en sus horas más críticas, había conseguido defenderse contra el opresor foráneo cuando sus nefastos dirigentes la habían abandonado a su suerte. Y recuerda que, de no ser por ello, España podría haber llegado a perder la «memoria de su libertad». Porque, en su opinión, «igualarlo todo, uniformarlo, simplificarlo, organizarlo, son palabras muy lisonjeras para los teóricos, y aún más para los tiranos. Cuando todo está raso y sólido, y todas las partes se confunden en una masa homogénea, es más expedito el gobierno, porque es más expedita la obediencia». Que es lo que el astuto despotismo de Bonaparte, siempre según Capmany, habría planificado y querido conseguir so capa de «civilizar», a su manera, las naciones. Cosa que el corso venía de hacer en Francia, donde ya no quedaba «patria señalada», ni Provenza «ni provenzales», ni Normandía «ni normandos», sino «departamentos como si dijéramos dehesas», de modo que allí «todos eran llamados franceses, al montón, como quien dice carneros». Porque «se borraron del mapa sus territorios y hasta sus nombres» (Capmany, 1808). Para Menéndez Pidal no habrá «nación de naciones», sino una única nación que surge con la lengua que va a proporcionar lo que él entiende como las soluciones más innovadoras en relación con el latín vulgar y que no es otra que la de Castilla. La concepción de una «poesía popular», posteriormente convertida o resuelta en «tradición» por don Ramón, según veremos, y en estrecha conexión con el idioma como expresión de un pueblo originario, se ejemplifica en esa «alada semilla» trasladada a otros lares, y que constituirá para Menéndez Pidal la excepcionalidad mayor del romancero, ya en sí especial por perdurar en la propia Península «con arcaísmo señalado» (Menéndez Pidal, 1953: 303); lo cual queda perfectamente aclarado por él en su obra Castilla: la tradición el idioma (1966), donde figura el discurso sobre «El carácter originario de Castilla» que leyó el 9 de septiembre de 1943 en Burgos al socaire de los fastos que conmemoraban el milenario de la misma. Tradición, idioma, nación, emergen allí reveladoramente juntos. Y cumple con este propósito recordar que la selección que se efectúa de unos hechos y unos procesos, que pueden ser absolutamente veraces, en una deliberada acción de fil285
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tración de lo popular es lo que determina, de acuerdo con lo también señalado por Hobsbwan y Ranger en el libro de idéntico título coordinado por ellos, la llamada «invención de la tradición»: El elemento de invención se hace particularmente claro desde el momento en que la historia que llega a ser parte de la base del conocimiento o ideología de la nación, estado o movimiento no es lo que —de hecho— ha sido preservado por la memoria popular, sino lo que ha sido seleccionado, escrito, trazado, popularizado e institucionalizado por aquéllos cuya función es hacerlo así (1989: 13-14).
De ahí que lo popular devenga, si así conviene, en «tradición», palabra y concepción sobre la cultura de implicaciones y consecuencias políticas bastante netas e innegables. Escribe Margit Frenk al respecto que, en efecto, esa idea romántica de pueblo-nación ligada a lo popular viene de atrás y que está muy presente en don Ramón, quien, vía filológica, pudo recibirla al beber de un venero en que el estudio y conocimiento de las lenguas se entremezclaba con el resurgir de los nacionalismos en Alemania y otros países: Para muchos románticos alemanes, en el periodo preliterario el pueblo no estaba aún socialmente diferenciado (Vischer, 1851); y Detlev barón von Liliencron llegó a afirmar en 1884 que hasta el siglo xvi el pueblo era «la totalidad indivisa de la nación», y que a partir de entonces se redujo a las capas inferiores de la sociedad. Sólo una vez, y acaso por influencia de Jeanroy, sostuvo don Ramón, en 1960, que en «tiempos primitivos las clases sociales estaban bastante indiferenciadas» (Frenk, 2015: 299).
Habitualmente, y en ese texto tardío antes citado así lo hace también, Menéndez Pidal afianza la idea de que, más allá de las diversas clases sociales, pueblo y nación son lo mismo, ya que forman una sola comunidad y, por tanto, no cabe establecer muchas más diferenciaciones entre ellas, puesto que las cuales, aun siendo constatables según las épocas, no alteran esa mismidad esencial. Ha apuntado Frenk al respecto: En ese mismo trabajo reiteró, en cambio, la idea que del pueblo primitivo había expresado en todos sus trabajos anteriores, a saber, que las diversas clases sociales constituían una sola comunidad: «En esa época primitiva» la común ignorancia del latín y de la escritura igualaba a «las clases educadas con las ineducadas»; todos cuantos hablaban el latín vulgar, en su evolución hacia las lenguas romances, constituían un «público mezclado, cortesano, caballeresco, burgués, rural». Cabe escuchar en esta concepción del pueblo un eco de opiniones como la del gran escritor romántico Ludwig Tieck, quien en 1803 sostuvo que todavía en la época de los trovadores nobleza y pueblo bajo eran una sola cosa (Frenk, 2015: 229).
Para terminar, la misma autora, confirmando que, como Goethe, quien había señalado en 1823 que «son las canciones (populares) las que definen un pueblo» (cfr. Frenk, 2015: 230), don Ramón establecía una línea directa de equivalencia de estas con el pueblo y la patria; por lo que esa reiterada idea de lo que era el pueblo 286
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suele ir, en él, siempre de la mano del término o el concepto de nación. En la misma línea, va a decir Frenk más adelante que el concepto de «poesía popular» se muestra en los escritos pidalianos muchos más fluctuante que el de «nación». Ya que «el nacionalismo pidaliano no tiene quiebres» (Frenk, 2015: 239). Sin embargo, podría añadirse que, quizá solo en los inicios y más aparentemente después, tal fluctuación aparece con claridad, pues aunque continúa proyectándose hasta sus últimos trabajos lo hace ya de forma tenue; y ello siempre que trate genéricamente sobre poesía popular o, más en concreto, de la lírica. Porque desde que en 1922 establece su bien conocida distinción entre lo «popular» y lo «tradicional», la aplicación de esta idea al estudio del romancero tampoco va a tener apenas fisuras. Lo que resulta consecuente con la consistencia de su nacionalismo señalado por Frenk, ya que lo tradicional apunta a una tradición que solo el «verdadero pueblo» atesora y puede sostener. Se trata de un término que ya estaba latiendo, precisamente para referirse a los «romances verdaderamente viejos y populares», en textos de Menéndez Pelayo, quien hablará del «estudio de la poesía tradicional» y del romancero como una manifestación de ella (Menéndez Pelayo, 1945 [1856]: 7). Era esta línea la misma que habían marcado Wolf y Hofmann, aludiendo a aquellos romances «viejos» «populares» y «castellanos» como dignos de entrar en su colección, la cual reeditaría y tanto tendría que ensalzar don Marcelino en su introducción a la Primavera y flor de romances de aquellos: Quedaron pues las clases bajas e ínfimas de la nación, abandonadas a sí mismas y miradas con desdén por todas las que se contaban entre la sociedad culta; no inspiradas ya por intereses comunes, acciones públicas y hazañas de héroes nacionales; pero con ganas todavía de cantar sus intereses particulares, los acontecimientos más extraños de su vida y los hombres más famosos de su trato: he aquí por qué esta clase, no constituyendo ya un pueblo con las otras en el sentido político, sino en oposición con las que se tenían por superiores, la parte más ínfima de la sociedad, la plebe, apodada desdeñosamente por las otras «el vulgo»: He aquí por qué este vulgo no pudo ya producir cantos y romances populares, sino solamente vulgares. Los romances compuestos por y para un tal vulgo, difieren, como hemos apuntado, no sólo por el lenguaje, giro de la frase, tono y las demás formas exteriores de los viejos populares, sino que difieren aún más por los asuntos, el espíritu, los sentimientos, las miras y las costumbres (Menéndez Pelayo, 1945 [1856]: 39-40).
Se trata, en suma, cuando estos autores hablan de los romances «viejos populares» de los mismos poemas que identificará Pidal como «tradicionales». Un romancero «elaborado tradicionalmente por las clases cultas» (quizá habría que decir «reelaborado») a partir de lo popular, pero «no del vulgo», pues el pueblo al que se identifica desde esa perspectiva como tal es uno que constituye «ayuntamiento» de todos aquellos que integran la nación. Un romancero, por tanto, «no vulgar» ni «bajo»; «noble por sus orígenes épico-heroicos» (o sea, por ser la gesta épica de un «pueblo») que se fijó en «la época del Renacimiento», lo cual es como decir en el instante del incipiente esplendor de una España imperial. En el último texto que 287
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publicará sobre poesía lírica don Ramón va a ser bastante explícito al respecto, precisando de qué pueblo habla cuando escribe popular y pueblo: Nosotros, cuando empleamos el adjetivo «popular» lo tomaremos siempre aludiendo a sentido más lato de pueblo, «nación total», según lo entendía Alfonso X el Sabio, para quien pueblo es «ayuntamiento de todos los homes comunalmente, de los mayores et de los menores et de los medianos» (Menéndez Pidal, 2014: 299).
Pero todavía lo expresa más claramente don Ramón en algún pasaje que ahora veremos —y aquí transcribo—, por si alguno de los que supuestamente le siguen o militan en las «secuelas de su escuela» no hubiera leído al maestro, que muchas veces es lo que parece: que como el monaguillo que seguía la misa sin haber leído nunca los evangelios, hay quien reza o menea la campanilla, pero no analiza ni comprende nada; y como el practicante administra la receta, aunque no tenga que saber demasiado de medicina: «El tradicionalismo [dice Menéndez Pidal] entiende la voz pueblo en el sentido de “nación”; hablemos sólo de poesía tradicional» (Menéndez Pidal, 2014: 300). Y, en efecto, eso es lo que don Ramón pretendió: que la «poesía popular» se redujera a la «tradicional» como objeto de estudio y lo tradicional solo a una parte de lo entendido hasta entonces como popular. Lo proclama él, además, sin empacho: «Por consiguiente creo debe evitarse el adjetivo popular, usándolo sólo para el caso de la amplia popularidad entre todas las clases sociales, y usar tradicional que alude a la asimilación y elaboración del canto popularizado durante mucho tiempo» (Menéndez Pidal, 2014: 298). La cuestión no es que dentro de lo popular, en efecto y como él identifica, convivan estadios, fases y tipos de poesía diferentes incluso dentro del proceso de transformación del mismo canto. Y el esfuerzo de caracterización pidaliano tiene, en ese marco, un interés indudable. Lo que hay que preguntarse es si esa restricción en lo popular ayuda a comprender sus aspectos procesuales o los dificulta. Y, más aún, si la reducción de lo popular a lo tradicional, en cuanto a la categoría de manifestaciones que merecen o deben ser estudiadas, no provoca una omisión radical (además de muy discutible) para el conocimiento de la realidad que se investiga. Esto es lo que, como ya se ha señalado en más de una ocasión, habría ocurrido con la amputación de una parte del romancero, el vulgar y de ciego, hasta tiempo bastante reciente, porque en las prácticas recopilatorias heredadas de la escuela pidaliana esas expresiones «vulgares» de lo popular no eran materia digna de ser tenida en cuenta y, más directamente, cosas poco menos que prohibidas y proscritas. ¿Por qué? Porque lo tradicional va a quedar caracterizado como algo de procedencia rural, oral y antigua. Así se refiere Menéndez Pidal a la «perpetuidad oral» en los siguientes términos, apenas diferentes de los utilizados por Wolf y Hofmann: «Este mismo estado de cosas, aunque empobrecido, perdura en tiempos modernos entre las clases del pueblo que conservan modos de vida antiguos y practican el canto de los romances tradicionales» (Menéndez Pidal, 2014: 298). Y a tal punto resulta importante esa identificación de lo popular con lo tradicional o de esto con 288
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un pueblo campesino, que, hasta hablando de las jarchas, don Ramón realiza una distinción que resuena, ahora y otra vez, muy «herderiana»: L. Spitzer ha notado que, mientras que, en las cantigas de amigo galaico-portuguesas, en las fraunlieder alemanas, antiguas canciones populares francesas, el ambiente es rural, el ambiente de las jarchyas es urbano: se nombran tres ciudades, Guadalajara, Sevilla y Valencia; aparecen como personajes el joyero, el mercader mensajero y se nombran otros individuos que parecen burgueses, bien conocidos en la ciudad. Esta limitación aparece sólo en las jarchyas no tradicionales y es, sin duda, debido al gusto particular de los autores de la muwaschaha que reflejan el ambiente urbano dentro del cual viven, exclusivamente los poetas hebreos y, con particular preferencia, los poetas árabes (Menéndez Pidal, 2014: 308).
Independientemente de lo acertada o no que pueda ser esta apreciación, lo que sí parece indudable es que Menéndez Pidal está apuntando a que la verdadera «tradicionalidad», ya en aquellos tiempos, procedía fundamentalmente del ámbito rural y que los autores más cultos jugaban con esos hallazgos populares (fingiendo su propio popularismo), como harían después los poetas del Renacimiento o, ya en el siglo xx, neopopularistas como García Lorca. A quien, por cierto, Menéndez Pidal no dejó de afear afectuosamente, que —habiéndole acompañado y guiado en una recopilación de romances por Granada— buscara su inspiración en los romances vulgares de bandoleros y no en los auténticamente tradicionales, como sí hizo Machado (Menéndez Pidal, 1953: 438-439). Ya Herder había señalado esa diferencia abismal que separaba al muy noble Volk, cuyas canciones habrían sido creadas y transmitidas por los «maestros cantores» o mejores de los suyos, de la plebe urbana y degradada que le rodeaba y, al parecer, por sus gritones hábitos, causaba más de alguna molestia en su mismo vecindario (cfr. Bendix, 1997: 39-40). Hay, además, una fuerte tendencia, quizá no del todo consciente y que nada más aparece de forma ocasional (pero que otros en su misma línea desarrollarán después), por parte de Don Ramón a normalizar o más bien, como veremos, a homologar la creatividad con la acción de autores contados y específicos: Hay una tradición oral, cadena cuyos eslabones son los innumerables actos de repetición de tales cantos, personificados en los cantores anónimos que, en cada caso, se elevan sobre el nivel común y, dando una variante afortunada a la emoción colectiva logran para esa variante perpetuidad oral (Menéndez Pidal, 2014: 302).
Lo que, dicho de este modo, parecería contradecirse con aseveraciones casi románticas hechas por don Ramón en el sentido de que «el pueblo crea realmente». Pero no se trata más que de una contradicción aparente dentro de una lógica que nos llevará a la aplicación más apurada posible de los paradigmas cultos a lo popular. Reconoce y señala Menéndez Pidal, insistiendo sobre las semejanzas de la tradición oral con la escrita en frases que, como ha señalado Margit Frenk, recuerdan, por demás, las concepciones de «escuela popular» de Sergio Baldi, que lo popular no es plano y homogéneo. Que hay en ello «tradición perdurable, pero 289
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con alguna evolución de prácticas y escuela, como escuelas, tendencias y contactos con el canto docto se dan hoy día en la misma canción andaluza de ahora, que es el moderno reflorecimiento de los Cantica gaditana» (Menéndez Pidal, 2014: 301). Es por esto que Menéndez Pidal, muy pormenorizadamente, explicará: El adjetivo popular es, en efecto, muy equívoco; puede significar «de estilo indocto, sencillo» o «de estilo plebeyo, tosco», o «difundido entre el común de las gentes», o «difundido entre clases comunes bajas», o «propio o producido por el pueblo, por la masa, por la multitud», etcétera (Menéndez Pidal, 2014: 297).
Para seguir después don Ramón llamando a desterrar por siempre el término «popular» de este tipo de estudios. Lo que era un modo de cerrar la puerta a posibles críticas: Desechemos de una vez en nuestras controversias el nombre de poesía popular, pues designando hoy sólo la poesía que únicamente circula entre las clases sociales más incultas, no tiene aplicación a la época primitiva, para la cual el tradicionalismo entiende la voz pueblo en el sentido de «nación»; hablemos sólo de poesía tradicional (Menéndez Pidal, 2014: 299-300).
Y, de la misma manera radical e implacable, a la par que hábil desde un punto de vista estratégico, Menéndez Pidal desechará igualmente el empleo de la expresión «literatura oral». Dice don Ramón: En los siglos anteriores al xii, las lenguas románicas no tienen «literatura escrita», aunque sí tienen inspiración, arte oratoria, arte narrativa, poesía, canto, esto es, «literatura oral» expresión esta corriente aunque implica contradicción etimológica. Evitemos este otro término equívoco (Menéndez Pidal, 2014: 300).
Pero, si bien no se trata de una contradicción etimológica, ¿acaso en la palabra «tradición» no hay también contradicciones y ambigüedad? ¿O cierta impostura y manipulación respecto a cómo funciona dicha tradición? Sobre todo, si se tiene en cuenta que, desde el rigor antropológico, se puede hablar de tradiciones en la forma de crearse y transmitirse lo cultural, pero no de culturas intrínsecamente «tradicionales». Por lo que el término tradicional resulta engañoso e incluso muy confuso si consideramos su presencia inalienable en todo proceso de cultura y no nada más en determinados tipos de ella artificialmente creados. El propio Menéndez Pidal habla de que cabe «distinguir dos tradiciones» y que existe, pues, «una tradición literaria, escrita y contrapuesta a la oral» que será «cultivada en tradición escrita o docta…» (Menéndez Pidal, 2014: 302). Porque en determinados rincones de sus textos Menéndez Pidal también reconoce «algún contacto» o interinfluencia entre lo tenido por culto y lo popular, llegando a referirse a esas composiciones «tradicionalmente creadas por los cultos», cosa que no suena menos contradictoria que la expresión «literatura oral» (Menéndez Pidal, 2014: 303). Pues lo hace él, como aceptando, al tiempo, que lo tradicional puede 290
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ser un estilo que se copie, imite y se asimile, más que un arte de carácter sustancial que requiera unas condiciones específicas para producirse, sean ellas las de lo «antiguo», «oral» y «rural» u otras más complejas. Y es que lo importante es que se trate, en todo caso, de una poesía del pueblo-nación: «Poesía acogida por el pueblo (que es la nación) durante mucho tiempo, asimilada como cosa propia, herencia antigua» (Menéndez Pidal, 2014: 298). Es decir, la poesía de ese verdadero «pueblo-nación» que, aunque no se diga siempre expresamente, se sobreentiende es ya únicamente el pueblo campesino no contaminado de progreso, ni de lo impreso, ni de la escritura. Bosquejo de una cultura popular-tradicional que apunta a un modelo concreto de pueblo y de nación pues, paradójicamente, lo tradicional se nos presenta como enfrentado a lo popular en el aspecto de que este puede ser usado «sólo para el caso de la amplia popularidad entre todas las clases sociales», mientras que «la poesía tradicional» es tal en la medida que «alude a la asimilación y elaboración del canto popularizado durante mucho tiempo» (Menéndez Pidal, 2014: 298). Y nada más el pueblo campesino, el pueblo del medio rural, los buenos «salvajes de dentro», contrapuestos pero simétricos a «los salvajes de fuera», han seguido practicando eso; y continúan conservando la esencia de la poesía nacional (Díaz Viana, 1999: 30). ¿Qué resultaba crucial en la concepción de la poesía popular o tradicional como poesía de un solo pueblo, el español, tanto para Durán como Pidal? Que aquella fuera prueba y garantía de la continuidad del mismo y, por eso, la importancia de demostrar y relacionar su remoto origen y actual pervivencia. De manera que el uso del término popular acaba incomodando a quien busca a través de unos criterios prendidamente científicos, pero, en realidad, estéticos e ideológicos, esa esencia de la nación en lo literario o, mejor dicho, en una poesía solo tradicional. Por lo que molesta y perturba, en efecto, que se mezclen en este término de popular, según propias palabras de Pidal, «nociones muy distintas» (Menéndez Pidal, 2014: 297). No hay que renegar, sino beneficiarse de todas estas consideraciones sutiles y con frecuencia muy lúcidamente expuestas y matizadas por don Ramón, pero también estar alerta respecto al lugar donde quiere llevarnos con su entramado de afirmaciones, omisiones y vetos. Porque, a menudo, puede dar la impresión que es como si él ya tuviera preparada la respuesta antes de terminar la indagación sobre un problema. El edificio teórico que le permitirá a Menéndez Pidal escoger un determinado enfoque o punto de interés, así como aplicar una metodología y técnicas concretas de recopilación y estudio de la poesía popular, no tiene apenas fisuras. Desde él, don Ramón nos abre, a partir del profundo conocimiento parcial de algunos temas, ventanas nuevas (para su época) al fenómeno de la creación «no culta», pero esto se produce a costa de encapsular e ir acotando el extenso campo de la cultura cotidiana y real —es decir, entendida en su sentido antropológico— dentro de lo que podría definirse como unos límites técnicos de control. Es curioso, además, que lo haga quien no solo ha declarado su convicción en un arte creado por la colectivi291
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dad, sino quien igualmente ha observado que, más allá de las expresiones culturales conocidas o valoradas por los «cultos» y por quienes las estudiarán después, hay un «estado latente» de las creatividad de cada cultura, por ejemplo en sus géneros literarios: «Tradición oral que es única, operosa y fecunda y que, después, en los tiempos de madurez, vive, por lo común, latente» (Menéndez Pidal, 2014: 303). Y hay que denostar entonces lo «popular» volviéndolo estrictamente «tradicional» y abolir también la expresión de «literatura oral», trocándola en «tradición oral», lo que no deja de tener su coherencia y sentido pidalianos. Si nos detenemos a analizar este proceso y a ver con algo de objetividad en qué consiste básicamente el mismo, convendremos en que se trata de una operación extremadamente reduccionista. La posibilidad de considerar a una cultura popular o no (en vez de culta y popular al tiempo, que es lo que encontramos en la realidad) se reduce solo a «tradición»; y la «literatura oral» termina igualmente reducida a «tradición oral». Lo demás no cuenta, no es «nuestro asunto». Queda y, lo que resulta más cuestionable, «debe quedar» al margen de nuestros intereses. Por lo tanto, entra dentro de una aplastante lógica tradicionalista que, en el campo del romancero, por ejemplo, las versiones escritas e impresas de romances vulgares —y no digamos ya su postrer oralización— sean realidades mantenidas fuera de las puertas del edificio o castillo de lo tradicional. No nos vayan a estropear la teoría. Y, por el mismo motivo, habrán de permanecer sistemáticamente al margen, aunque no se atienda en ello la sabia recomendación de Durán: «Si he sido largo y prolijo en la exposición de mis ideas, si pródigo en los materiales que he reunido, cúlpese al pensamiento de que nada sobra cuando se trata de conservar lo pasado para ilustrar lo venidero» (Durán, 1945a [1849]: 28). Para Menéndez Pidal, el adjetivo popular debe ser definitivamente desterrado porque, en suma, comprende demasiados aspectos que tienen que ver con la creación y transmisión de la cultura. Y eso es lo que no se quiere aceptar bajo ningún concepto: un pueblo-masa, una clase social «baja» —o no digamos ya urbana y proletaria— que cree o sea capaz de crear de verdad. De modo que, en la medida que tanto los términos de «literatura oral» como el de «literatura popular» o «cultura popular» apuntan a realidades más amplias en que todo sí se entremezcla y combina, habrá que lanzar anatema contra ellos. Hay que expulsarlos del paraíso mítico e idílico de los orígenes de la poesía y de la nación. Hay que aherrojarlos bien lejos, porque en su propia concepción son aproximaciones que están tendiendo puentes hacia lo inabarcable de la cultura, hacia su hibridez y complejidad. Aunque en las reflexiones de Margit Frenk acerca de las transformaciones de las teorías pidalianas se recoja algo que también es innegable, y que apunta más que a fluctuaciones a una constante matización de detalles —ya señalada aquí— por parte de don Ramón, el armazón general de su construcción teórica estaba ya definido. Y, si bien Menéndez Pidal aceptará la existencia de un «arte anónimo colectivo» desde el principio, disminuyendo así, dice Frenk (2015: 232), el papel del «autor», no variará tanto su idea de que «la belleza sin literatura» o «el arte sin arte» 292
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alcanzado por el estilo tradicional son resultado de las aportaciones y correcciones de «autores sucesivos», de «múltiples creaciones individuales» (Menéndez Pidal, 2014: 79). Como precisa Frenk, en su trabajo ya tardío de 1960 Menéndez Pidal afirmará que lo que él calificara de «primitiva lírica europea» era la «suma de anónimas iniciativas individuales refrendadas continuamente por el gusto del público». Y, según hace notar igualmente Frenk, llama la atención que don Ramón no hable de «pueblo» allí, sino de «público» que, en efecto, «implica una recepción más bien pasiva» (Frenk, 2015: 232). Pero, si volvemos a profundizar, y bajamos al sótano del edificio pidaliano tampoco este uso repentino de «público» supone contradicción con sus ideas: el público, la colectividad, refrenda lo que solo unos cuantos autores crean. Ya había recordado Pidal cómo los periodos aedico y rapsódico, que los estudiosos de la poesía clásica habían distinguido en relación con los poemas homéricos, eran también aplicables a nuestra poesía popular y, en especial al romancero, ya que tras la época de florecimiento de los siglos xv y xvi, dicha poesía «habría quedado reducida al ínfimo vulgo y población más rústica» (Menéndez Pidal, 2014: 231). Si el nacimiento de la literatura en una lengua suponía, según vimos ya, la irrupción de un pueblo con su identidad a cuestas, como Eneas con Anquises saliendo de Troya, la supuesta degeneración de aquella poesía fundacional equivale al decaimiento de ese mismo pueblo-nación. De acuerdo con ello puede decirse, sin exageración alguna, que hay tanto de fe como de reivindicación de la cultura propia en ese devenir del «pueblo» y «lo popular» en «tradicional» y «tradición»: Dictaminar qué es lo tradicional o popular y qué no, prescindiendo de todo lo demás, erigirse en jueces y guardianes de la tradición, implica un acto de fe en una idea determinada de pueblo, la que quiere salvaguardarse: una idea de pueblo en armonía dentro del proyecto de la nación, sin conflictos sociales ni tensiones entre clases. Desde esa perspectiva del folklorismo, el pueblo con conciencia de clase es un pueblo equivocado y el pueblo que se adapta a las modas y que consume los productos culturales de cada época es masa, no verdadero pueblo. Al auténtico pueblo se le supone ignorante e inocente y también fiel —hasta lo inamovible— a su pasado (Díaz Viana, 1999: 9-10).
Ya Durán había ensalzado las virtudes de un pueblo originario creando su poesía en una época decididamente mítica: Tiempo de perfección, donde los poetas inspirados por el ingenio emplearon decididamente el arte, y bebiendo en las fuentes de la nacionalidad, y apoderándose de todos los medios que contenía una adelantada civilización, formaron con ellos un completo sistema poético (Durán, 1945a [1849]: XLVII).
Y, sin embargo, también había dicho Durán, quizá justificando tanto su interés por una poesía aún denostada en su época como su improvisada erudición al respecto, algo que sigue teniendo vigencia para los engolados defensores de una ortodoxia de lo tradicional: 293
Luis Díaz Viana Conozco que mi modo de ver y juzgar en la materia no servirá de norma a los demás: siento disentir de lo que en ella opinan los sabios, pero al concederles esto, jamás convendré en que mi modo particular de considerar las cosas les dé derecho para tratarme de ignorante o inepto. La diferencia de opiniones literarias no debe ser motivo de desprecios ni de ultrajes, y a ninguna cosa del mundo puede aplicarse con menos inconvenientes la virtud llamada tolerancia (Durán, 1832: XXX).
Menéndez Pidal reniega expresamente de la poesía natural, cosa que Durán no, pero algo de creencia en ella permanece aún en toda declaración nacionalista de un pueblo mítico como paradigma perfecto de unidad e igualdad. Y, aunque don Ramón no hable ya de lo natural, sí lo hace del pueblo «rústico y rudo», como el que seguiría conservando la poesía tradicional y, no se olvide, «nacional». Por lo que finalmente puede concluirse, que, según ha sentenciado Margit Frenk, el recorrido pidaliano hacia la consagración de lo tradicional, y la defensa a ultranza del tradicionalismo, excede en mucho lo que es una postura crítica: La creación pidaliana del término poesía tradicional derivó en los de teoría tradicionalista y tradicionalismo, que don Ramón opuso apasionada y reiteradamente al de crítica antitradicionalista y a los de teoría individualista e individualismo. El tradicionalismo se le convirtió en una especie de credo (Frenk, 2015: 233).
Impagable parece, en este sentido, la anécdota que la propia Margit Frenk cuenta de cómo a ella y otros jóvenes investigadores hispanoamericanos don Ramón les despediría con un definitivo y casi evangélico: «Cuando regresen a sus países, lleven la buena nueva del tradicionalismo» (Frenk, 2015: 234). III. El canon culto de aceptación de lo popular: autenticidad y rareza Ha escrito Antonio Machado: «Si vais para poetas, cuidad vuestro folklore. Porque la verdadera poesía la hace el pueblo» (cfr. Gies: 119). Tras esa sencilla frase se esconde, sin duda, toda una poética. Y una reconceptualización de lo popular que no hubiera sido posible sin un largo camino del criticismo sobre este campo que aquí solo ha sido contemplado a partir de un par de calas en la inmensa labor de dos prominentes investigadores: es decir, de una reflexión fugaz acerca del interés y foco que en la poesía popular pondrían Durán y Menéndez Pidal con una diferencia temporal aproximada de algo menos de un siglo. Desgraciadamente, la apertura que suponía la visión de Durán, con todos sus condicionantes (como era el de los criterios o cánones que le venían del criticismo inmediatamente anterior a él y que había sido abrazado por sus maestros), iría constriñéndose con las exclusiones progresivas y los rígidos límites que quienes vinieran luego levantarían a propósito de la creación y transmisión de la cultura. Así, Durán había podido decir esto sin faltar en nada a la verdad: 294
La tradición como estética y como fe: continuidades y reminiscencias programáticas… He cumplido una parte de lo que me propuse, sin pretensiones dogmáticas: he publicado todo lo que sé y poseo, y no es culpa mía si mi riqueza y mi ciencia a más no alcanzan. Ni aspiraba a la gloria ni a los intereses materiales; y al cabo de mi tarea me contentaré si no soy más oscuro ni más pobre que lo era antes de empezarla (Durán, 1945b [1851]: VII).
Y viene a cuento recordar, en este sentido, que del siglo xvii al xix, como bien ha sabido revelar José Checa, el debate crítico se desplaza de la pugna entre los cánones del Barroco y del Neoclasicismo, de lo patrio contra lo afrancesado, a otro campo más amplio con tres tendencias: Desde entonces entra en juego la «nueva literatura», de modo que «el esquema binario de la discusión literaria anterior, modelo francés frente a modelo español», pasa a ser «modelo barroco español, clasicista francés y “prerromántico” anglo-alemán» (141-2). Predominando la línea renovadora, que desde una actitud cosmopolita buscaba esa poética integradora encarnada en un modelo «cuya base fuese el paradigma francés, sostenido por las reglas clásicas, enriquecido con el modelo español, dechado de valores poéticos, y del anglo-alemán, paradigma de la modernidad» (Checa Beltrán, 1998: 150).
También ha apuntado Ruiz Navas que el camino no fue fácil ni único: Desde comienzos del siglo xviii hasta 1830 se pueden documentar en la literatura española, según la considerable evidencia acumulada por la historia y la crítica, abundantes manifestaciones románticas. En breve síntesis cabría agruparlas en tres categorías. Comprende la primera el intenso trabajo de recuperación y revalorización de la herencia medieval y áurea a través de ediciones, estudios, ensayos laudatorios, refundiciones [McClelland 1937]. En lo que concierne a la poesía culminó este esfuerzo en los treinta primeros años del siglo xix con el reconocimiento del romancero tradicional como la verdadera poesía nacional de España. A ello contribuyeron las ideas de Herder y la estima que mostraron por él alemanes, ingleses y franceses. Haciéndose eco de su recobrada importancia, lo recogieron Manuel José Quintana en su antología de Poesías escogidas [1796], Böhl de Faber en su Floresta de rimas antiguas castellanas [1821-1825] y, sobre todo, Agustín Durán en sus tres tomos del Romancero [1828, 1829, 1832] (Navas Ruiz, 2002: 299).
La senda de reivindicación y elogio de esa poesía entendida como «nacional», si no lleva a la exaltación de la tradicionalidad o tradicionalismo pidalianos no resulta tampoco, en cualquier caso, del todo ajena a él. Porque no se trata solo de que algo como «lo tradicional» pueda detectarse o no dentro de «lo popular», es que mediante la alquimia selectiva de Pidal lo popular queda reducido a lo tradicional. Por lo que, con un enfoque o pretexto de tipo estético, se proyecta o aplica un programa ideológico de nacionalismo. Y de nacionalismo expansionista, que se proyecta y justifica, por ejemplo, en la obsesión «panhispánica» sobre el romancero (concepto este de lo panhispánico que tanto recuerda el de «panhelenismo» usado por los clasicistas, y que, como él, es bastante vago y difuso en sí); pero igualmente se hace notar en la preocupación por enfatizar la singularidad de la balada española y las particularidades de los orígenes de nuestra lírica popular. Lo tradicional se con295
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vierte en una forma de seleccionar la cultura, en una operación para reducirla a solo tradición (y un tipo de tradición); cuando, en realidad, tradición es, según quedó dicho antes, la manera en que las culturas actúan, se recrean y transmiten. Tanto la cultura de los cultos como las culturas populares, a través de lo escrito y de la oral se perpetúan precisamente por tradición. «Gran o Pequeña Tradición», según la conocida terminología acuñada por el antropólogo Robert Redfield (1960). La gran palabra, el gran concepto es cultura, y tradición o tradiciones las formas variadísimas en que las culturas viven. Si analizamos con más detenimiento las marcas e indicios que confieren ese sello de tradicional a las cosas o a las expresiones culturales, es decir, los caracteres que configuran el canon de una producción popular valiosa y, por lo tanto, «tradicional», veremos que se oponen simétricamente a lo que determina que una producción artística convencional sea susceptible de autentificación. Repasemos los elementos básicos de todo arte: el autor, la obra, la época y lugar en que se produce, así como el valor que se le concede a la misma. Y tendremos que, paradójicamente, lo tradicional y lo culto se opondrían en sorprendente simetría. Es decir, que el arte de los cultos, el transmitido y conservado por la Gran Tradición, se autentifica en razón de que consiste en una obra única, la cual ha sido producida por un autor al que se supone también único y genial, cuando la popular-tradicional es, por definición, anónima; debe llevar aquella su firma o haber sido autentificada por ese artista directamente, lo que la expresión popular-tradicional jamás precisa; debe ser fechable, al menos en el periodo en que ese creador vivió y quizá en su lugar habitual o lugares de residencia, pero la producción tradicional no resulta fácil de situar en una época concreta, pues su origen, por lo común, se desconoce; suele ser la obra culta de procedencia urbana, ya que es en las grandes ciudades donde estos artistas viven y alcanzan reconocimiento, a diferencia de la invención tradicional, ubicada en el medio rural; si se trata de literatura, la transmisión de una obra «culta» será escrita y —en todo caso— el original debe ser pieza irrepetible, conservándose en museos, archivos o por coleccionistas, mas no así la literatura tradicional-popular a la cual se supone fundamentalmente oral, encontrándose al alcance de quien llegue a recopilarla. Mientras que, por último, el gran arte aspira, además, a ser universal, no valioso por su carácter local —aunque pueda tenerlo—, sino por la validez supuestamente general que presenta para todos los seres humanos, lo tradicional encarnaría la esencia de una comunidad o de un pueblo-nación determinados. La autentificación —que es lo que proporciona valor y precio a la obra en el mercado de arte— en ambos casos o vertientes viene conferida y marcada por el experto. No cambia el canon. Solo, de acuerdo con lo que estamos viendo, se cumple ese mismo canon en su versión positiva/negativa, como dos imágenes que se superponen. Una ejemplifica el arte convencionalmente considerado «alto» o «mayor», la otra, el «bajo» o «menor». Desde esta perspectiva, las diatribas acerca de lo popular y lo tradicional, así como la manía de aclarar qué puede ser considerado tradicional y qué no terminan pareciendo bastante irrelevantes. 296
La tradición como estética y como fe: continuidades y reminiscencias programáticas…
Como don Pío Baroja supo resumir muy bien en la siguiente frase: ¡Ah!, eso tampoco es la tradición, nos dirán los tradicionalistas. ¿Pues entonces qué es la tradición? ¿A qué andar buscando en el guardarropa, si en el fondo lo que buscáis es el roquete de sacristán? (Baroja 1919: 44-45).
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Entre divertimiento y filosofía: la América hispana según algunos ilustrados franceses Françoise Étienvre Université Paris III-Sorbonne Nouvelle
Hace varios años ya, el profesor José Checa Beltrán tuvo la excelente idea de cuestionar la realidad de la imagen tan negra de España que imperaba en la Europa ilustrada. No se trataba de negar dicha imagen, sino de matizarla. La idea cuajó en un proyecto de investigación en el cual tuve la suerte de participar, cuyos resultados se publicaron en un libro coordinado por el mismo profesor Checa (2012). Hoy se trata para mí de prolongar aquella aventura, tan bien capitaneada, examinando unos cuantos textos literarios franceses del siglo xviii en los que la América hispana es un elemento clave. Elegí unas obras teatrales (Alzire, de Voltaire, Fernand Cortés, de Piron), la novela de Mme. de Graffigny, Lettres péruviennes, y Les Incas, de Marmontel, entre novela y epopeya. Dichas obras permiten abarcar gran parte del siglo xviii y averiguar, por lo tanto, si hay permanencia o evolución de la imagen de la América española en Francia. Por otra parte, me ha parecido interesante observar las posibles repercusiones de una determinada forma literaria en la representación de dicho tema. Este enfoque, tan literario como histórico, incluirá naturalmente la búsqueda del mensaje filosófico encerrado en los textos mencionados, así como su conexión con la ficción. Voltaire y el pretexto peruano Aunque la vida y obra de Voltaire estén archiconocidas, puede ser útil recordar las circunstancias en las que redacta Alzire. Tiene entonces cuarenta años y ya ha conocido dos encarcelamientos en la Bastille, el primero por escritos satíricos contra el Regente, el segundo por desafiar, siendo él un simple plebeyo, al duque de Rohan. Después de un exilio de tres años a Inglaterra, vuelve a Francia en 1729 y, en 1734, publica sin autorización les Lettres philosophiques. Su contenido crítico contra el régimen monárquico francés le vale una nueva orden real que le obliga a abandonar la capital. Halla un asilo seguro en casa de su amiga la marquesa du Châtelet, situada en Cirey, muy cerca del ducado de Lorena adonde puede refugiarse en caso 299
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de alarma. Ahí va a desarrollar una labor intelectual intensa que se manifiesta, entre otras actividades, por una importante producción dramática: en apenas diez años compone seis obras teatrales, entre las cuales Alzire que ensaya en una escena montada en el desván. A lo largo de su vida sintió Voltaire una verdadera pasión por el teatro, como lo muestran las comedias, óperas y la veintena de tragedias que compuso, aunque no fue lo que más valoró la posteridad, con bastante razón. En su lejana provincia Voltaire estaba al tanto de lo que pasaba en París o en Versalles gracias a los que le visitaban y también a la abundante correspondencia que mantenía con amigos y conocidos. Había captado el interés que seguían suscitando el descubrimiento y la conquista de América entre el público francés, un interés que no se desmentía desde Montaigne.1 Gilbert Chinard (1934) fue el primero en analizar detenidamente la presencia del continente americano en la literatura francesa de los siglos xvii y xviii, relacionándola con la noción de exotismo.2 Muestra, en particular, que el tema americano no dejó de fluir a partir de Montai gne como una corriente constante en las letras francesas, alimentada principalmente por los relatos de viajeros, de misioneros, y también por las traducciones del español de los textos más señalados sobre la conquista y la colonización. La aparición del Perú en una obra de Voltaire no surge, por lo tanto, de la nada. Solo pudo confirmarle en su opción el éxito de la ópera-ballet Les Indes galantes, de Rameau (y Fuselier para el libreto), representada en 1735 en la Académie royale de musique. Las Indias (incluso confundidas con Persa en el segundo acto) sirven de mero decorado a unos devaneos amorosos: los de una princesa inca con un oficial español, lo que provoca la furia de Huascar, su prometido, y los de una hermosa salvaje, requerida a la vez por un francés y un español. Después de ponerlos a prueba, en definitiva, se inclina por un indígena a quien guarda luego una fidelidad absoluta. Huelga decir que en Les Indes galantes, obra de puro divertimiento, no se trata de reconstrucción histórica, limitándose la referencia americana a unos toques de color local: nombre de un personaje, fiestas en honor del Sol y la supuesta libertad sexual de los salvajes que tanto interesaba al público francés. Alzire estaba prácticamente terminada a finales de 1734. Pero, para darla a conocer, Voltaire prefiere esperar un tiempo, con el deseo de que el efecto de sorpresa sea mayor, como lo revela en una carta escrita al conde de Argental, el 18 de diciembre de 1734: Il ne faut plus songer à faire jouer cela cet hiver; plus j’attendrai, plus la pièce y gagnera. Je ne serai pas fâché d’attendre un temps favorable où le public soit avide de nouveautés. Je suis charmé qu’on m’oublie; le secret d’ailleurs en sera mieux gardé sur la pièce, et le peu de gens qui ont su que j’avais envie de traiter ce sujet seront déroutés.3 Solo mencionaré, por ser harto conocidas y citadas, las reflexiones de Montaigne sobre el descubrimiento y la conquista de la América española en los Essais (libro III, cap. VI, «Des coches»). 2 A pesar de su fecha, el libro de Chinard sigue siendo una referencia obligada tanto por los análisis como por la abundancia de datos valiosos. 3 Las citas de las cartas de Voltaire están sacadas de la conocida Correspondence editada por Théodore Besterman y publicada a partir de 1953. La indicación del destinatario y de la fecha de la carta per1
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Voltaire está convencido de que el teatro francés tiene que renovar sus fuentes y abandonar los héroes de la Antigüedad grecorromana por otros personajes. Lo declara de manera explícita a otro corresponsal, M. de Cideville, el 19 de enero de 1736, a propósito de Alzire: «J’étais las des idées uniformes de notre théâtre, il m’a fallu un nouveau monde […]. Voilà tous les arts au Pérou,4 on le mesure et moi je le chante». Se siente, pues, a la vez acorde con su tiempo e innovador; y ahí no peca de ufano, dado que, según Chinard (238), antes de Alzire solo se ha dado una comedia americana (así se llamaban) en la escena francesa: la Montézume, de Ferrier, estrenada en 1702, representada cinco veces y nunca publicada, siendo el texto desconocido hoy día. Por consiguiente, Voltaire está autorizado a presentar su tragedia como de «une espèce assez neuve» (discurso preliminar a la primera edición, 1736). Representada por primera vez el 27 de enero de 1736, conoce un éxito clamoroso tanto en París como, luego, en Europa. Aunque el título completo de la obra es Alzire ou les Américains, en el discurso preliminar no hay la más mínima referencia concreta a España, a los conquistadores, ni al Perú. Tampoco se presenta el contenido de la tragedia, pero está claramente definido su objeto: «[F]aire voir combien le véritable esprit de religion l’emporte sur les vertus de la nature». El resto de los preliminares está dedicado a una defensa del escritor contra las acusaciones de irreligión que le valió la Henriade (1728), poema a la gloria de Henri IV, príncipe protestante convertido al catolicismo por motivos políticos. Al cristiano poco reflexivo, cuya religión se limita a observar de manera rutinaria los ritos católicos, opone Voltaire el verdadero cristiano, cuyos principios fundamentales son «regarder tous les hommes comme ses frères, leur faire du bien et leur pardonner le mal». Y certifica que él, en sus escritos, siempre ha predicado «cette humanité qui doit être le premier caractère d’un être pensant, […] le désir du bonheur des hommes, l’horreur de l’injustice et de l’oppression», principios laudables, pero que corresponden más a un humanismo universal que a la estricta doctrina católica. Después de estas declaraciones preliminares, queda por ver el papel otorgado a América en una obra así enfocada. El primer acto de la tragedia nos presenta a casi todos los personajes importantes. En primer lugar, dos españoles: Alvarès, un anciano, compañero de Cortés y luego de Pizarro, que se dispone a entregar el poder sobre «l’empire de Potose, et la ville des Rois» a su hijo Gusman. Desde los primeros versos Alvarès muestra su bondad, su generosidad y expresa su sentimiento de no haber sido capaz de infundir más virtud cristiana en aquellos héroes de la conquista, grandes y funestos a la vez por su crueldad. Lamenta las exacciones pasadas, el odio que han engendrado, y pide a su hijo que gobierne con ecuanimidad, sin olvidar que reina sobre cristianos nuevos en nombre de un Dios de paz. Gusman, joven impetuoso, dista mucho de compartir las opiniones de su padre. Considera a los peruanos como un pueblo orgulloso, siempre dispuesto a remite localizar fácilmente la misiva en dicha Correspondence. La ortografía de todos los textos citados ha sido modernizada, pero se ha conservado la forma afrancesada de los nombres de los personajes. 4 Alusión a la expedición científica al Perú de La Condamine, que acababa de empezar.
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belarse contra los vencedores, de ahí la necesidad de recurrir al miedo para sojuzgarlo. Halla otra prueba de su índole salvaje en sus ritos religiosos, crueles y sangrientos,5 lo que provoca esta réplica airada de Alvarès: Fléaux du nouveau monde, injustes, vains, avares, Nous seuls en ces climats, nous sommes les Barbares. L’Amérique farouche, en sa simplicité Nous égale en courage, et nous passe en bonté.
Para ilustrar esta afirmación recuerda a su hijo que, en una ocasión, un joven americano no le quitó la vida por su fama de hombre bueno y virtuoso. El primer acto, por otra parte, presenta a otros dos personajes principales, esta vez americanos: Montèze y su hija Alzire. Se ha observado con razón que el nombre del padre evocaba más bien a los aztecas, y el de Alzire sonaba más oriental que peruano.6 Sin duda, para Voltaire, lo esencial era que cuadraran dichos nombres con la atmósfera exótica en la que se desarrollaba la acción. A pesar de su apellido, Montèze es un príncipe inca que, superado el odio inicial por los feroces españoles, se ha convertido al catolicismo convencido por la bondad y virtud de Alvarès. Quisiera que su hija le imitara y se casara con Gusman, muy enamorado de ella, simbolizando su unión la de dos mundos hasta entonces enemigos. Aunque manifiesta un profundo respeto por su padre, le repugna a Alzire ese matrimonio, cuando sigue amando a su novio Zamore (otro nombre poco peruano), a quien cree muerto en una batalla. En el segundo acto aparece Zamore, hecho prisionero con sus compañeros por Gusman, el cual acepta liberarlos a instancias de su padre. Zamore solo sueña con vengarse de esos «brigands d’Europe», asesinos y poseídos por la fiebre del oro. No conoce más que una excepción: Alvarès, a quien equipara con una divinidad destinada a apaciguar el universo, por lo cual se negó a matarle. Él es, pues, el joven americano recordado anteriormente por Alvarès. Cuando tiene luego una entrevista con Montèze, para explicar su deseo de venganza, le expone los agravios que han sufrido por parte de Gusman, entre los cuales la destrucción del sagrado Templo del Sol.7 En su respuesta, Montèze se opone a Zamore. Para que abandone su proyecto de venganza, le recuerda la superioridad de sus adversarios con imágenes que remiten a la visión que tenían los indígenas de los invasores: «monstres guerriers», «armés de leur tonnerre». Más sorprendente es el elogio de los beneficios que han 5 En la versión impresa, Voltaire añade en este lugar una nota que evoca los sacrificios humanos practicados por los mexicanos y peruanos, sin distinción. Pero añade: «[P]resque tous les peuples de la terre ont été coupables de pareils sacrilèges par religion». ¡Es lo que se llama echar leña al fuego! 6 César Miró (1967) analizó los diferentes tipos de inverosimilitud que pueden apuntarse en Alzire, así como las libertades que se toma Voltaire con la realidad histórica. 7 Una nota de Voltaire explica —o recuerda— a sus lectores la creencia peruana que hacía del primer Inca, fundador de Cuzco, el hijo del Sol. Puntualiza que también los pueblos europeos tienen sus fábulas.
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traído algunos conquistadores: «[…] de nouvelles vertus / Des secrets immortels et des arts inconnus / […] Enfin l’art d’être heureux, de penser et de vivre». Ante el cambio tan radical de Montèze, Zamore queda perplejo y con muchas dudas sobre Alzire a causa de las evasivas de Montèze al respecto. Al principio del tercer acto, el público se entera de que Alzire acaba de casarse con Gusman por obedecer a su padre. Ahora es cuando los hilos de la intriga se anudan de manera casi inextricable. En presencia de Zamore vivo, se desespera Alzire y él también. Gusman y Zamore descubren quiénes son, lo que provoca una extrema tensión. El mismo Alvarès no sabe cómo proteger a su salvador contra la voluntad de su propio hijo, dispuesto a condenar a muerte a su rival. Entre tantos conflictos, poco espacio queda para lo americano. Solo hay en boca de Alzire una nueva alusión a la invasión de su país por Europa (y no España) para justificar que siga queriendo a Zamore, a pesar de su unión con Gusman. En el cuarto acto va creciendo el suspense. Gusman, que acaba de vencer otra vez a una tropa de peruanos fieles a Zamore, no cede a los ruegos de su padre, que le incita a perdonar. Alzire intenta salvar a su amado, prometiéndole en cambio a Gusman respetar la palabra que le ha dado. Zamore, a quien Alzire pide huir, se niega a hacerlo sin ella y, ante su negativa, le pregunta: «Quel fantôme d’Europe a fasciné ta vue?» Se va y poco después desarma al soldado que le guardaba; sale en busca de Gusman para matarlo. Impotente, Alzire implora a su nuevo Dios para que no favorezca solo a los europeos, puesto que todos son «également l’ouvrage de tes mains». En el quinto acto se aceleran los acontecimientos y se mantiene el suspense hasta la escena final. Zamore ha herido gravemente a Gusman y se decreta su condena a muerte como la de Alzire, considerada por la vox populi responsable de la tragedia. Ella quisiera suicidarse, y no entiende por qué sería un crimen a los ojos de su nuevo Dios que, en cambio, sufre los crímenes de los que profesan su fe. La única salida sería la conversión de Zamore porque, según afirma Alvarès: «Ici la loi pardonne à qui se rend Chrétien». Alzire considera que nadie puede traicionar su fe profunda y, además, para Zamore, sería una deshonra. Gusman es quien, poco antes de expirar, permite un desenlace inesperado. En un largo parlamento se arrepiente y le perdona a Zamore, viendo en su acto un castigo divino: «Vis, superbe ennemi, sois libre et te souviens / Quel fut et le devoir et la mort d’un Chrétien». Quiere que su ejemplo se difunda por América, para que sepan que el Dios de los invasores manda perdonar. Zamore, estupefacto, confiesa: «Mais tant de grandeur d’âme est au-dessus de moi, / Tant de vertu m’accable et son charme m’attire». La tragedia termina con estos versos de Alvarès: «Mon cœur désespéré se soumet, s’abandonne / Aux volontés d’un Dieu qui frappe et qui pardonne». Versos irreprochables desde el punto de vista de la ortodoxia católica. Concluye, pues, la obra de manera totalmente conforme con lo que había anunciado Voltaire en el discurso preliminar. Se podría pensar, por lo tanto, que el tema americano es subsidiario, un mero pretexto para alabar la religión cristiana y así librarse de la acusación de irreligión. La realidad es más compleja. Lo cierto es 303
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que Alzire es una tragedia de estructura clásica, entre cuyos resortes un amor conflictivo es fundamental. Lo ilustra perfectamente la situación de la heroína, presa de una lucha entre amor y deber: nunca deja de amar a Zamore, aunque la obediencia filial y su responsabilidad de princesa la llevan a consentir la unión con Gusman. Heroína corneliana ejemplar, Alzire sin embargo no olvida sus raíces ni los sufrimientos de su pueblo, y varias veces expresa su diferencia con el modo de ser extranjero. Considera, por ejemplo, que el honor es una virtud del alma y que no depende del juicio ajeno (IV, 3). El interés que despierta en ella el nuevo Dios no impide que tenga sus dudas y lo cuestione, movida por una gran rectitud moral. Se notará de paso que, al editar la obra, Voltaire toma la precaución de indicar en nota: «Cette plainte et ce doute sont dans la bouche d’une Chrétienne nouvelle». Los personajes masculinos son menos complejos que Alzire. Hasta la escena final, Gusman es la encarnación del conquistador inflexible, feroz si hace falta, y que a la fuerza quiere imponer su ley y su religión. Sin embargo, no llega a la caricatura, ya que tanto las razones de su padre como las de Alzire hacen mella en él, hasta el punto de confesar que tiene «un cœur sensible» (IV, 2). Frente a él, Zamore, su rival en todos los planes, es el símbolo del príncipe inca dispuesto a luchar hasta la muerte contra el invasor para que triunfen sus derechos. Ninguno de los dos remite a un personaje histórico concreto, pero su carácter ficcional no impide su relación con un trasfondo histórico determinado. Alvarès, por su parte, es el representante de aquellos verdaderos cristianos mencionados en los preliminares. Su conducta y sus palabras a lo largo de la obra forzosamente remiten a la doctrina de Las Casas: conquistar el corazón de los vencidos por la persuasión y el ejemplo, en vez de imponerles a la fuerza un Dios desconocido. Alvarès sería pues un virrey ideal, discípulo imaginario del predicador español. En cuanto a Montèze, lo califica Voltaire de personaje subalterno en la carta a d’Argental citada más arriba, antes de definirlo de manera más detallada: «Ce n’est point un bas et lâche politique, c’est un homme devenu européen et chrétien, qui fait tout pour sa fille, qui ne veut que son bonheur. L’amour paternel intéresse toujours».8 Nunca un Inca se hubiera convertido tan fácilmente al catolicismo, ni hubiera alabado la civilización del invasor como lo hace Montèze. Pero, en este caso, no le importa a Voltaire la veracidad histórica. El creador de Alzire no se confunde con el historiador que, por las mismas fechas, está preparando el Essai sur l’Histoire générale (esbozo del Essai sur les moeurs). Como otros muchos literatos de su tiempo, Voltaire ha leído (traducidos) relatos y testimonios sobre el descubrimiento y conquista de América, entre ellos los de Las Casas, el Inca Garcilaso, Solís, Herrera y Zárate. Al componer Alzire, no utiliza esos conocimientos como materia principal, tampoco para crear un color local, sino a modo de trasfondo verosímil y, en algunos casos, histórico, como lo muestran las notas del texto impreso que remiten a hechos o textos entonces considerados como fidedignos. La prioridad de Voltaire es agradar al público con una trage8
Carta al conde de Argental, 18 y 19 de enero de 1736.
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dia novedosa. Lo confirma su correspondencia, antes y después del estreno, en la que solo trata de la estructura de la obra o del carácter de un personaje. En ningún momento evoca una reflexión crítica sobre España, o cualquier otra tesis encerrada en la obra. Las numerosas alusiones a los destrozos hechos por los conquistadores no bastan para acreditar que Alzire es «una tragedia que Voltaire dedica enteramente a condenar la obra de España en América» (Moreno Alonso, 1981: 22). Sería focalizar en exceso un tema que dista mucho de ser predominante en la tragedia. Lo que pasó en el Perú y, más generalmente, en la América hispana, Voltaire lo considera antes que todo como un choque entre dos mundos, entre dos civilizaciones y por eso, tal vez, ponga tantas veces Europa y europeos en boca de los personajes peruanos. Los españoles son los representantes del Viejo Mundo y son capaces de mostrar la peor manera de penetrar en el Nuevo (Gusman) como la mejor (su padre). Si la dualidad prevalece en Alzire, a través de Alvarès el autor enseña que con paciencia y humanidad pueden hacerse atractivas una religión y una civilización consideradas como superiores a la americana y benéficas. Así es como Voltaire se muestra fiel a la doctrina clásica del docere/delectare, un clasicismo que no impide en absoluto representar principios universales. Un defensor de Hernán Cortés: Alexis Piron Al final de su discurso preliminar, Voltaire evoca a otro escritor, sin nombrarlo, que está elaborando una tragedia cuyo tema se parece al de Alzire, y que se propone mostrar el contraste que existe entre las costumbres europeas y las del Nuevo Mundo. Añade que será el primero en aplaudirlo, si lo merece. In cauda venenum: bajo la pluma de Voltaire, el parrafito suena a desafío. Bien podría aludir a Alexis Piron, escritor sepultado hoy en el olvido, pero que tuvo cierta importancia en su época. Interesa, sin embargo, saber que se distinguió por su vena satírica, atacando —entre otros— lo mismo a Voltaire que a su enemigo Fréron, reprochándole al primero su excesiva facilidad y al segundo su mediocridad. También descolló por su afición a la escritura teatral, en toda su variedad, alternando éxitos y fracasos sonados. La tragedia aludida por Voltaire es probablemente Fernand Cortès, estrenada el 6 de enero de 1744 y que solo se mantuvo durante siete representaciones. La lectura de la obra justifica una acogida tan desfavorable. Los versos generalmente hinchados o ripiosos y unos frecuentes parlamentos interminables empeoran una intriga intrincada y a veces inverosímil que procuraré resumir brevemente. La acción se sitúa en México. Empieza con Montézume, que acaba de convertirse al cristianismo, a pesar de reconvenirle el sumo sacerdote, y alaba las luces, las ciencias y las artes que los bárbaros han traído a América. Cortés se felicita de la sumisión del emperador azteca, a quien evita humillar puesto que ha reconocido a Carlos I como soberano. Se prepara a volver a España aunque hay rumores de conspiración. Evoca entonces su amor por Elvire, hija de don Pèdre, quien quiere casarla con don 305
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Sanche, por puro odio a Cortés y su familia. Este se entera entonces de que el sumo sacerdote está a punto de sacrificar a unos cien mexicanos y también a dos españoles naufragados. Se trata de Elvire y su padre, a quienes salvó don Sanche pagándolo con la vida. Cortés irrumpe en el templo, empuñando la pistola, y exige su libertad, sin conocerlos ya que Elvire viste un traje masculino y están en muy mal estado. Para compensar, acepta que Montézume, que se ha enamorado de Elvire, se case con ella. Hay que esperar el final del tercer acto para que caiga en su error y procure impedir el casamiento. Mientras tanto don Pèdre intenta que se amotinen las tropas españolas contra su jefe. Con su talento y su prestigio Cortés consigue apaciguar a la mayoría, pero los aztecas se aprovechan de la situación para atacar. Al esforzarse en apaciguar a los suyos, Montézume cae, víctima de una flecha envenenada. Al final, triunfa Cortés y don Pèdre acepta concederle la mano de su hija. Más interesante que la tragedia es el largo prefacio de la versión impresa que aclara las intenciones de Piron y el mensaje que quiere transmitir. La mayor parte de estos preliminares consisten en una glorificación de Cortés, símbolo del heroísmo guerrero. Alternando datos concretos, sacados de Gómara, y ditirambos, celebra la audacia y el valor de un hombre que, después de afrontar los peligros de una larga travesía, con poquísimos recursos fue capaz de someter a millones de indígenas. Si menciona Piron la superioridad de las armas españolas y el efecto de sorpresa, considera que eso no le quita ningún mérito a Cortés, excelente estratega y hábil político. Supo consolidar la conquista ganándose la confianza de los primeros pueblos vencidos para transformarlos en aliados. A todo ello se suma una gran autoridad natural que le permitió imponer su voluntad a unas tropas prontas a rebelarse. Aquellas hazañas, en fin, no fueron solo proezas guerreras; permitieron la introducción en el Nuevo Mundo de las leyes, costumbres y religión europeas, lo que era, según Piron, el objeto final de la conquista. Estas afirmaciones le dan pie para iniciar una diatriba contra los que se proclaman «ciudadanos del mundo» y protestan contra dicha conquista, viendo en ella una tremenda injusticia y hasta tiranía. Replica a esos «amis du genre humain» que defienden «des Barbares, des espèces d’animaux sauvages, des monstres qui massacraient religieusement et de sang-froid leurs semblables au pied des autels […]». Hasta los asimila a unos «anthropophages, impies et sanguinaires». Se tendría, al contrario, que agradecer a los que quisieron sacarlos de esa condición de brutos para enseñarles otro modo de vida, más suave, e introducir «les lumières de la raison et de la foi». La conquista permitió a los españoles descubrir «les trésors de la terre», pero salieron beneficiados los americanos, puesto que así abandonaron «les ténèbres de la barbarie» y accedieron a unos conocimientos acumulados durante muchos siglos en Europa. Dicho sea de paso, muchos «ciudadanos del mundo», empezando por el propio Voltaire, estaban igualmente convencidos de la superioridad del Viejo Mundo. En cuanto a la codicia tantas veces reprochada a los conquistadores, Piron les echa en cara a varias naciones (Francia, Holanda, Inglaterra), tan críticas con España, sus maniobras actuales para sacar provecho a su vez de las riquezas del Nuevo Mundo. 306
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En esta vehemente diatriba Piron no designa personalmente a Voltaire. No pasa lo mismo cuando orienta su reflexión hacia la tragedia en general y la suya en particular. Si tuviéramos algunas dudas sobre su reacción ante el éxito de Alzire, quedan disipadas en la última parte de los preliminares. Critica de manera implícita la inverosimilitud del casamiento de Alzire y Gusman, evocando «les unions subites, monstrueuses et mal assorties […] entre deux personnes extraordinairement étrangères l’une à l’autre par le climat et la religion». Le parece también intolerable que se pongan en el mismo plano a Cortés y Pizarro.9 Esa confusión entre todos los conquistadores solo se entiende en boca «du furieux amant d’Alzire et de mon fripon de Grand-Prêtre». Él se precia de haber respetado en su obra la verdad histórica y todas las normas de la tragedia francesa, en particular la verosimilitud, lo que le lleva a añadir, desafiante: «J’en fais juge la Galerie, et le célèbre auteur de Zaïre et d’Alzire lui-même, tout le premier». Para explicar que una obra tan cuidada recibiera tan fría acogida, recuerda que tuvo que retrasar el estreno de su tragedia por estar ocupados los actores con los ensayos de la Mérope de Voltaire. Además, el primer día de la representación hubo en la sala un enorme barullo que molestó a los actores y al público. Aquellos lo achacaron a la obra y cortaron el texto sin avisarlo, haciéndolo desvirtuado e incomprensible. No le quedaba más remedio que imprimir la versión original para que se conociera el auténtico Fernand Cortès. De la confrontación, no exenta de mala fe, con Voltaire no salió vencedor Piron y le dolió el fracaso de su tragedia. Sin embargo, Fernand Cortès fue traducido al español en 1776, de manera anónima.10 Albert Mas (1966), quien fue —que yo sepa— el primero en descubrirlo, reproduce la curiosa advertencia inicial (113, n.° 22): «El traductor no es responsable de las alteraciones de la historia en el original ni tampoco ha querido esclavizarse a las reglas de una rigurosa traducción por no desfigurar el pensamiento». Advertencia que no le hubiera gustado a Piron por quitarle uno de sus reivindicados méritos; pero, en 1776, ya había muerto. Albert Mas piensa, a mi parecer con razón, que la decisión de traducir la tragedia se debería a la toma de posición minoritaria de Piron, frente a la expansión de la leyenda negra en Europa. Si no es por las prisas, muy extraña resulta entonces la ausencia del prefacio en dicha traducción,11 ya que en él se desarrolla una defensa de la conquista española que se percibe, atenuada, en el texto de la tragedia.
9 Se recordará que Voltaire, en el Essai sur les mœurs (II: CXLVII, CXLVIII), admira el valor de ambos conquistadores, pero se muestra más elogioso con Cortés. V. Françoise Étienvre, en Checa (2012: 94-96). 10 Hernán Cortés, tragedia de Alejo Piron (1776). Se conserva un ejemplar en la Biblioteca Nacional de París, que no me ha sido posible consultar. 11 Supongo que tampoco tradujo la larga epístola en alejandrinos que precede el prefacio. Estos versos, a la gloria de Felipe V, celebran, en particular, la resistencia española frente a los ataques de Inglaterra en las costas de Centroamérica y su interés manifiesto por el territorio mexicano.
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Militante y sentimental: madame de Graffigny Cambiando de género literario, pero siguiendo el camino iniciado por Alzire, nos encontramos con otro best seller del siglo xviii: las Lettres péruviennes, de Françoise de Graffigny, publicadas en 1747 y, con tres cartas añadidas, en 1752. Tal vez no sea inútil evocar el destino peculiar de esa novelista, aunque no sea un caso único en la sociedad dieciochesca. Nacida en una familia de nobleza reciente, casada a los diecisiete años con un hombre celoso y colérico, con tres hijos muertos en la primera infancia, viuda a los treinta, se halla sin familia y sin recursos. Durante varios años vive al amparo de duquesas y princesas en calidad de dama de compañía. En los salones de aquellas nobles le es dado acercarse a grandes figuras de la vida artística y literaria, y estos contactos tal vez la animan a tomar la pluma. A los cincuenta y dos años (lo que era mucho en aquella época), conoce un triunfo con las Lettres péruviennes: cuarenta y dos reediciones en el siglo xviii, traducciones a muchos idiomas europeos y numerosas continuaciones.12 Poco tiempo después, obtiene otro gran éxito, esta vez con una comedia lacrimosa, Cénie (1750). Tiene entonces la posibilidad de abrir su propio salón, lo que representaría para ella una inesperada consagración literaria. En 1758, el fracaso de otro intento teatral (La Fille d’Aristide) la decepciona profundamente y muere poco después. Aunque no sea ninguna novedad, conviene recordar que las Lettres péruviennes se sitúan en la línea de dos ilustres antecesores: las Lettres portugaises (1669), de Guilleragues, modelo de monodia epistolar, y las Lettres persanes (1721), de Montesquieu, por la crítica social, lo que no significa que la obra de Mme. de Graffigny carezca de originalidad. Las 41 cartas que componen la novela son escritas por una joven peruana, Zilia, y dirigidas casi todas al que iba a ser su esposo, Aza, un príncipe inca, cuyo paradero ignora. En la primera carta, el lector se entera de que Aza es una Virgen del Sol y que el mismo día de su boda ha sido raptada por unos feroces españoles que han invadido el templo. Cuando navegan hacia Europa, el barco es capturado por unos franceses cuyo jefe, Déterville, se enamora de Celia. Llegada a Francia, descubre la civilización occidental y comenta lo que ve con una mirada intrigada y no pocas veces crítica. A pesar de los requerimientos del generoso Déterville, sigue fiel a Aza, incluso cuando se entera de que, llevado a España, se ha convertido al catolicismo y casado con una cristiana. Se decide entonces a vivir en la soledad, correspondiendo al amor de Déterville con una amistad fiel y agradecida. El aspecto social y sentimental predomina en la novela pero, dado el enfoque que es el mío, me limitaré a examinar el papel otorgado al tema peruano en la obra. Encabeza las Lettres un avertissement relativamente breve, en cuya primera parte la escritora justifica su interés por el Perú.13 Desde un principio evoca un injusto Es el caso en España de María Romero Masagosa (1792). Las citas proceden de una edición moderna de las Lettres péruviennes por Raymon Trousson (1996), que reúne varias novelas escritas por mujeres en el siglo xviii. Las referencias se hacen por carta y página de dicha edición. 12 13
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prejuicio de sus compatriotas respecto a dicha nación, así como su desprecio por los indios a quienes consideran casi como animales. Toma una posición totalmente contraria, sustentada en informaciones fidedignas sobre las civilizaciones americanas, que están, según ella, al alcance de todos y que revelan «la sagacité de leur esprit» y «la solidité de leur philosophie». Además, los ricos despojos peruanos traídos a Europa son una prueba concreta de su magnífico patrimonio. Atribuye la actitud de sus compatriotas a una especie de egocentrismo que les impide apreciar lo extraño. Para ilustrar su tesis, recuerda la famosa pregunta de Montesquieu: «Comment peut-on être Persan?», lo que asimismo le permite declarar una evidente filiación. También saluda a otro maestro, «un de nos meilleurs poètes», a quien rinde homenaje por el bosquejo de los usos y costumbres indios que hizo en un poema dramático. Esa manera alusiva de evocar a Voltaire y a Alzire sin nombrarlos es obviamente una manera de enfatizar la fama del escritor y de su obra. Se trata de una reverencia obligada ante el influyente escritor, aunque dichos usos y costumbres no eran en absoluto centrales en la tragedia volteriana. En consonancia con el deseo de luchar contra los prejuicios antiperuanos, Mme. de Grafigny prolonga el avertissement con una larga introducción histórica a la novela. Saca sus informaciones principalmente de los Comentarios reales, de Garcilaso, traducidos varias veces al francés entre 1633 y 1744. Se supone que también había leído las Lettres édifiantes et curieuses de los misioneros jesuitas, que tanta importancia tuvieron en el siglo xviii para el conocimiento del Nuevo Mundo. En cuanto a la orientación filosófica, se sitúa expresamente en la línea de Montaigne al citar un extracto del famoso capítulo Des coches ya mencionado. La escritora usa palabras muy duras para calificar a los invasores del Perú, tachándoles de «tyrans dont la barbarie fit la honte de l’humanité et le crime de leur siècle» (80). También les acusa de perfidia, crueldad y codicia, acusaciones demasiado corrientes para que necesiten ser más documentadas. Es preciso señalar que, si irrumpen con fuerza en el texto, no ocupan mucho espacio en la introducción, dedicada sobre todo a la presentación del pueblo peruano, de sus creencias, de sus costumbres y de su organización social. Siguiendo a Garcilaso, evoca el mito fundador de Mancocapac y de su mujerhermana, los oráculos que anunciaban una invasión destructora, la interpretación funesta de unos prodigios astronómicos, el sueño de un príncipe inca también conservado en la memoria colectiva como anuncio de un futuro maléfico. Este sueño lo tacha de «fable ridicule», con un racionalismo muy dieciochesco; pero, sumado a los demás presagios, facilitó la asimilación de los españoles a unos nuevos dioses, a quienes se debía aplacar. La credulidad y la ingenuidad de un pueblo, calificado de «franc et humain», que pensaba agradar a los recién llegados con el oro que tanto buscaban, provocaron en gran parte su perdición. La evocación de una sociedad admirable en muchos aspectos hace aún más sensible su infortunio. La novelista recuerda los elementos esenciales de una religión organizada en torno al culto de los astros y de otros elementos celestes (trueno, relámpagos…), que integraba la creencia en la inmortalidad del alma. El Tem309
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plo del Sol, su organización y sus rituales son objeto de una atención particular, justificada por su presencia en el cuerpo de la novela. Sociedad religiosa y sociedad civil se compenetran, lo que da al conjunto una gran armonía. Los reyes, hijos del Sol, son venerados como tales, pero se distinguen por su equidad. La educación es inseparable de la moral, una moral fundada en el respeto mutuo, la obediencia y la moderación de las pasiones. Estas virtudes tienen repercusiones en la vida social y hasta económica, ya que el cultivo de las tierras es obra común y acompañado de fiestas. También está alabada la capacidad de los peruanos en materia de ingeniería, trátese del sistema de riego o de las construcciones con enormes bloques de piedra. Aunque no tiene comparación con tales proezas técnicas, los quipus, instrumentos de escritura tan peculiares, dan lugar a una descripción detallada que corresponde a su papel en la novela. La alabanza del mundo peruano se termina con una cita del historiador alemán Pufendorf, totalmente a tono con lo que antecede: «Il faut avouer qu’ils ont fait de si grandes choses, et établi une si bonne police, qu’il se trouvera peu de nations qui puissent se vanter de l’avoir emporté sur eux en ce point».14 Mme. de Graffigny no era historiadora y no se le puede reprochar que pida prestados los elementos de su introducción, elementos que corresponden a su visión de la conquista y a un profundo interés por la civilización peruana. La idealización es evidente, pero el conjunto, bien construido, da una impresión de seriedad, acentuada por unas palabras quechuas hábilmente repartidas. En esa base se construye la novela, y queda por ver cómo se pasa de la historia, más o menos objetiva, a la ficción. Lo que llama la atención, solo con hojear las Lettres, es la presencia de notas que, casi siempre, reproducen las de la introducción, trátese de informaciones o de traducciones del quechua. ¿Significará que Mme. de Graffigny pensaba que parte de los lectores iría directamente al relato, prescindiendo de la introducción? En todo caso, es una clara señal de su voluntad de afirmar la presencia de la historia en la narración. A Zilia, supuesta autora de las cartas y heroína de la novela, le toca ser la voz del Perú; pero no es una peruana cualquiera: es una Virgen del Sol, de sangre real e incluso muy cercana pariente de Aza, hijo del Inca, lo que explica que fuera destinada a ser su esposa. Cuando escribe las dos primeras cartas, gracias a los quipus que ha conservado, todavía está en su tierra, prisionera de los españoles. Su desgracia presente la lleva a recordar su vida en el Templo del Sol, sometida a unas leyes estrictas, pero feliz. También evoca el amor que siente por Aza, un amor profundo, rayano en devoción, puesto que lo considera como un ser divino, descendiente del Sol, que ha querido su unión. Su casamiento fue impedido por la irrupción de los españoles en el templo, evocada rápidamente, pero con mucha fuerza. La violencia, la ferocidad, la sed del oro caracterizan las acciones de unos soldados calificados 14 Sacado, según Trousson (1996: 84), de la Introduction à l’histoire des principaux États de l’Europe (1682), traducida al francés en 1724.
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de impíos salvajes, ya que no respetan el sagrado santuario y se atreven a «porter leurs mains sacrilèges sur la fille du Soleil» (I, 86). Por eso se siente muy intranquila cuando se entera de que Aza, que sigue en libertad, se está dejando engañar por las promesas de esos bárbaros y el fingido respeto que le manifiestan. En la tercera carta, la vida de Zilia cambia de rumbo con la captura del barco español. A partir de este momento, desaparecen de la trama novelística los temibles soldados, excepto en las muy contadas alusiones de la heroína que, como es comprensible, no los puede olvidar. Conforme va pasando el tiempo, se van agotando los quipus y, a partir de la carta XVIII, Zilia recurre a la pluma para seguir la redacción de lo que más se parece a un diario íntimo que a una correspondencia, puesto que no sabe a dónde dirigir sus misivas. Ni siquiera cuando se entera (carta XXV) de que Aza vive libre en la corte española, consigue entablar una comunicación. El paso de los quipus a la pluma es simbólico de la progresiva aclimatación de Zilia a la cultura francesa, pero nunca desaparecen sus raíces peruanas. Sin afectación ni exageración el texto está salpicado de vocablos quechuas, más numerosos en la primera mitad de la novela, cuando aún Zilia no maneja el francés. Pueden ser nombres de divinidades (Manco-Capac, Pachacamac), de personajes importantes (Capa-Inca, Cucipatas, Amautas) o más humildes (Mamas, Chinas, Chaqui), de bebidas (aca) o de objetos (quipus); la lista no es exhaustiva. Una nota explica la palabra por motivo evidente de comprensión y, además, para que los lectores se vayan apropiando elementos de una cultura que tan mal conocen. Algo más complicado es conservar la tonalidad peruana a la mirada de Zilia sobre la sociedad francesa. Es preciso evitar que sus observaciones pudieran oírse en boca de cualquier extranjero que lo ignora todo de la civilización occidental. La autora consigue perfectamente que adoptemos, según los casos, con una sonrisa, con lástima o con interés, pero siempre sin esfuerzo, el punto de vista de la heroína, y que así vayamos aprendiendo sobre su cultura mucho más que simples palabras a lo largo de la novela. Por ejemplo, el extremo pudor que manifiesta con el médico francés que la atiende en el barco, se asocia con su estatuto —Virgen del Sol— y también con el hecho de que, según Mme. de Graffigny, la medicina no era una ciencia conocida en Perú. Es un modo de ser que conserva hasta el final, a pesar de su inmersión en una sociedad de usos muy libres. En varias ocasiones se le recuerda al lector la importancia del Sol en la cultura peruana, siendo Zilia la mejor ilustración. Nunca ha salido del templo hasta su rapto, y ha vivido con los ojos y la mente puestos en aquel astro divino. Así es como, cuando divisa la costa francesa, la tranquiliza verla iluminada por el sol, prueba, para ella, que esa tierra forma parte del Imperio inca. De ahí su desesperanza cuando se entera (XVIII) de que el sol alumbra el mundo entero, puesto que este conocimiento nuevo perturba profundamente su universo espacial y espiritual. Un extranjero recién llegado a un país tiende a comparar lo que ve con su experiencia propia para interpretarlo; es lo que hace continuamente Zilia, a veces de manera muy graciosa. A Déterville le llama mucho tiempo el Cacique, porque él 311
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es quien manda en el barco y lo organiza todo. A los demás soldados, les da el nombre de salvajes, sin connotación peyorativa, solo porque no sabe su denominación y le parecen sorprendentes. Tal inversión de perspectiva es, además, una manera de significar que uno siempre puede ser el salvaje de otro. También le intrigan a Zilia las inclinaciones del cuerpo con las que la saludan Déterville y sus compañeros: le recuerdan el ritual de los incas cuando adoran al Sol. Después de pensarlo, se pregunta si esos hombres no le rinden un culto a la mujer. Semejantes reacciones incitan a sonreír y, al mismo tiempo, llevan a prestar atención a otro modo de ser y de actuar. Más adelante, cuando empieza a interesarse por los usos de la nación francesa, le parecen mucho más justos el modo de gobierno, la educación y las leyes morales peruanos. Recuerda que el inca «est obligé de pourvoir à la subsistance de ses peuples», y que no se necesita oro para comprar una tierra que «la nature a donnée à tous les hommes» (XX: 120). En cuanto a la educación de los niños, el principio fundamental es el siguiente: «[P]our préparer les humains à la pratique des vertus, il faut leur inspirer dès l’enfance un courage et une certaine fermeté d’âme qui leur forme un caractère décidé; on l’ignore en France» (XXXIV: 148). Las leyes morales también son muy distintas: lo que se preconiza es la moderación, unas costumbres honradas, la equidad con los inferiores, la obligación de huir de los hombres corruptos, sobre todo si son poderosos. Con una presentación tan idílica de la sociedad peruana, ¿pensaría Mme. de Graffigny denunciar los defectos de la suya? El Perú, sin embargo, no le lleva ventaja en todo a Europa. Poco a poco Zilia va descubriendo objetos de la vida cotidiana, comunes para un francés, extraordinarios para ella. Los describe de manera muy graciosa, comparándolos con lo que ya conoce sin poder nombrarlos, de modo que el lector es invitado a adivinar a qué se refiere. Ese juego, que nunca llega a ser sistemático, le permite a la autora introducir unas notas divertidas entre reflexiones más serias. El descubrimiento del espejo da lugar a una especie de escena de teatro y hunde a Zilia en una gran perplejidad. Se interroga y termina confesando, muy a pesar suyo: «[L]es moins habiles de cette Contrée sont plus savants que tous nos Amautas» (XI: 102). Cuando se trata de técnica o de conocimientos científicos, Mme. de Graffigny no se distingue de los demás ilustrados: Europa supera a las civilizaciones americanas y tiene derecho a reivindicarlo. Más compleja es la interpretación que puede darse de la inquebrantable fidelidad que Zilia le guarda a Aza. Desde el principio, la proclamación reiterada de su amor se acompaña de expresiones de un sumo respeto, hasta de veneración por el máximo representante del Dios Sol. Eso da lugar a un estilo peculiar, abundante en metáforas, una suerte de canto entre amoroso y místico, como lo ilustra el fin de la carta XIV: «Toi seul réunis toutes les perfections que la nature a répandues séparément sur les humains, comme elle a rassemblé dans mon cœur tous les sentiments de tendresse et d’admiration qui m’attachent à toi jusqu’à la mort» (112). Los sentimientos y las leyes peruanas se conjugan para que Zilia no pueda desistir de su compromiso con Aza, lo que la lleva a contestar a Déterville: «Je ne sais […] si vos 312
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lois vous permettent d’aimer deux objets de la même manière, mais nos usages et mon cœur me le défendent» (XXIII: 127). Hasta el final sigue fiel a esa conducta, aun cuando el mismo Aza le declara que se ha convertido y casado con una cristiana. Deja entonces de escribirle. Las cinco últimas cartas, destinadas a Déterville, simbolizan una ruptura que sabe definitiva; sin embargo, no contempla la posibilidad de corresponder al amor del caballero francés. A pesar de saberse abandonada por Aza, sigue repitiendo que sus derechos sobre ella siguen siendo sagrados. Incluso si llegara a olvidarlo, se niega a ser perjura. Déterville tendrá que contentarse con una amistad tan indefectible como el amor por Aza, el Inca. Muchos lectores desaprobaron el desenlace, sin duda incomprensible en la sociedad francesa de aquel tiempo. Resulta muy difícil saber si la novelista quiso criticar, a través de su heroína, la ligereza usual —hasta de buen tono— de las relaciones amorosas en su época, o si quiso construir un personaje peruano con otros valores dignos de respeto. Lo cierto es que Zilia es coherente desde el principio hasta el final de la novela, mostrando una sinceridad y una entereza que ya se hallaban, tal vez menos extremadas, en Alzire. Si Mme. de Graffigny crea una heroína peruana, no es solo una concesión a la moda. Corresponde a un verdadero interés por un mundo que acaba de descubrir y que quiere dar a conocer, ateniéndose a la visión que de él ofrece el Inca Garcilaso. Los españoles, causa de la desdicha de Zilia, pronto se esfuminan para dejar en el primer plano al Perú y a sus habitantes, lo que representa una forma de revancha literaria. Los conocimientos históricos, muy presentes en la mente de la autora, no estorban la creación de un personaje original, con trayectoria poco común. En esta combinación, casi siempre acertada, de lo histórico y de lo novelesco reside uno de los méritos de las Lettres péruviennes. Un filósofo comprometido: Marmontel Mme. de Graffigny y Marmontel comparten un gran interés por el Imperio inca y su trágica historia. En cambio, las Lettres péruviennes y Les Incas (1777) no tienen ningún parentesco desde un punto de vista formal: breve novela epistolar en el primer caso, voluminosa epopeya en prosa en el otro. Cuando emprende la redacción de dicha obra en 1764, Marmontel es un escritor renombrado, editor del Mercure de France y recién académico. Representa un prodigioso ascenso para el hijo de un modesto sastre de provincias, alumno de los jesuitas, que tuvo la suerte, en 1745, de que Voltaire se fijara en él y le introdujera en el mundo parisino de las letras. Integrado en el grupo de los enciclopedistas, ese apasionado de la literatura redacta varios artículos sobre temas afines para el gran diccionario. También participa en todos los combates de aquellos filósofos, en particular los que conciernen la tolerancia en materia religiosa. Ese compromiso por las grandes causas está muy presente en los Incas, empezando por el interesante prologue que aclara las intenciones del autor. Los primeros 313
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párrafos sorprenden por la moderación con la que está enjuiciada la responsabilidad de España en los excesos cometidos durante la conquista americana. Recuerda Marmontel, como algo indiscutible, que los soberanos españoles y sus ministros no dejaron de hacer reglamentos para que no se privara de libertad a los indios y que se les tratara con la mayor equidad. Además reconoce a los españoles, «dignes de ce nom», el mérito de confesar y vituperar los crímenes perpetrados en América. Añade que, en aquella época y en circunstancias similares, pudiera pasar lo mismo en cualquier nación europea. Así procura dejar sentado, de entrada, que su obra no procede de un antiespañolismo primario. Hechas esas salvedades, expone lo que hubiera sido para él una conquista justa: «Se borner à un libre échange de secours mutuels eût été le plus juste: par de nouveaux besoins et de nouveaux plaisirs, l’Indien serait devenu plus laborieux, plus actif, et la douceur eût obtenu de lui ce que n’a pu la violence». Tiene conciencia de que lo que preconiza es una utopía y que aquella equidad natural no podía caber en la mente de unos hombres ávidos de riquezas. Más allá de esas ideas generales, intenta comprender cómo pudo llegarse a tan alto grado de brutalidad. Lo explica por lo que pasó en la isla Española. Los hombres que acompañaban a Colón eran «la lie de la nation». «Cette soldatesque indigne de porter les drapeaux et le nom d’un peuple noble et généreux» se aprovechó de la ausencia de Colón para cometer las peores exacciones, de las que se vengaron los indios masacrándolos. Al volver de España, Colón no indagó las causas de las matanzas; solo castigó a los isleños, provocando un ciclo de rebeliones y represalias que continuaron con los que le sucedieron. Entre tiranía, masacres, trabajos forzados en el campo y las minas, fuga de los indios, perdió la isla mucha población. Esa conducta fue, según Marmontel, la que sirvió de modelo en la conquista de otros territorios, entre los cuales México y el Perú. En la evocación de esos hechos, sigue Marmontel a Las Casas, citándole con frecuencia. Lo mismo que el dominico, procura disculpar al poder español, alegando la distancia que favorece los engaños, el sentimiento de impunidad, y dificulta la aplicación rigurosa de las leyes. El verdadero responsable (esta es su tesis) es el fanatismo, es decir el espíritu de intolerancia, de persecución, de odio y de venganza en nombre de un Dios que debe imponerse. Un espíritu temible cuando llega a ser erigido en sistema, como lo ilustra la famosa controversia de Valladolid también mencionada. Contribuir a la lucha contra el fanatismo y separar sus partidarios de los verdaderos amigos de la religión, tal es el objeto declarado de los Incas. Marmontel se impone a sí mismo un gran desafío: a partir de hechos históricos, transmitir un mensaje filosófico, elaborado de un modo que pueda agradar a un amplio público. Responder a tales exigencias no es nada fácil, como lo deja entender este intento de definición al final del prologue: Il y a trop de vérité pour un roman, et pas assez pour une histoire. […] Dans mon plan, l’action principale n’occupe que très peu d’espace: tout s’y rapporte, mais de loin. C’est donc moins le tissu d’une fable, que le fil d’un simple récit, dont tout le fonds est historique, et auquel j’ai entremêlé quelques fictions compatibles avec la vérité des faits (1777).
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Si Marmontel, teórico de la literatura, da una definición tan alambicada de su obra, es porque esta tiene realmente un carácter híbrido y una estructura enrevesada. La acción principal, que corresponde al subtítulo (Les Incas ou la destruction de l’Empire du Pérou), no es efectivamente, stricto sensu, el tema único o predominante de los 53 capítulos, repartidos en dos tomos, que constituyen el libro. Hay que esperar los cinco últimos capítulos para asistir al encuentro entre Pizarro y Ataliba,15 preludio a unos combates fatales para los peruanos. Ese choque demoledor viene preparado por varios elementos inquietantes: los intentos de Pizarro para penetrar en el Perú y su avance, la presencia a su lado de hombres mal intencionados, las disensiones entre Huáscar y Ataliba, los malos agüeros descifrados por los sacerdotes y la detallada relación (I, 6-10)16 de lo ocurrido en México, que tiene valor de aviso. Dicha relación está puesta en boca de un joven mexicano, de familia noble, que ha venido a refugiarse al Perú con unos compañeros. Ofrece una visión bastante exacta de la acción de Cortés y de sus tropas en aquel territorio. El conquistador es presentado como un hombre muy hábil, que alterna la persuasión y la fuerza para llegar a sus fines. En su primer encuentro con un cacique indígena, justifica su presencia por motivos religiosos y políticos: conviene que los mexicanos admitan la superioridad del Dios de los españoles («Dieu de paix qui ne se nourrit point de sang») y que Montezuma acepte la alianza propuesta por el rey Carlos I (I, 6). Frente a un Cortés resuelto, brutal si hace falta, y muy audaz, Montezuma parece irresoluto, imprudente, pusilánime, totalmente dominado por el español. A esa superioridad humana, se añade la de las armas y del arte de la guerra, que engendra en los mexicanos un sentimiento de impotencia expresada en una bella fórmula: «Nous défions la mort; nous la bravons comme eux; nous ne savons pas la donner» (ibid.). Si el retrato de Cortés es muy matizado, la evocación de sus soldados es conforme a su reputación: sedientos de oro y capaces de los peores crímenes para saciar su codicia. Incluso cuando está concluida la paz, siguen maltratando a los vencidos, lo que le lleva a Marmontel a caer en el tópico de la oposición entre «la douceur des agneaux» et «la férocité des tigres» (I, 10). Volviendo a la conquista del Perú, nos encontramos con una serie de personajes que constituyen un universo maniqueo, adaptado a la tesis del autor. Por un lado, los verdaderos cristianos: Las Casas, que representa la esencia del cristianismo, con su celo incansable para convertir a los indios por la persuasión y el ejemplo. Presente de manera episódica en la obra, tiene un representante en la persona de Alonso de Molina, un joven español que quiere seguir a Pizarro, pensando aplicar en la conquista los principios del dominico. Por otro lado, los malos cristianos, fanáticos e hipócritas: Dávila, Luque y, sobre todo, Valverde, Riquelme y Almagro, compañeros de Pizarro en la aventura peruana. Los cronistas españoles llaman a Atahualpa, Atabalipa. De ahí, sin duda, el Ataliba de Marmontel. Por ser numerosas las ediciones (en dos tomos) de los Incas, me limito, para las referencias y las citas, a indicar tomo y capítulo. Señalo una bella edición bilingüe, de tirada limitada (1991), que puede consultarse en la Biblioteca de la Casa de Velázquez (Madrid). 15 16
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Alonso es la figura central de los Incas, puesto que él es quien tiene, y con mucho, la mayor presencia en la obra. Además sirve de enlace entre Las Casas y Pizarro, hasta el momento en que lo abandona viendo que se olvida de las recomendaciones del dominico (I, 19). Emplea luego sus dotes de persuasión para servir de mediador entre Huáscar y Ataliba, obrando por su reconciliación y, por fin, entre Ataliba y Pizarro para evitar un desastre. Durante los meses que pasa al lado de Ataliba, actúa como consejero avisado para desarrollar el sentido de humanidad. En el campo adverso, Valverde es el mal personificado. A pesar de su condición sacerdotal, en sus palabras y en sus actos representa el anti-Las Casas. En el primer encuentro entre Pizarro y Ataliba, él es quien, con su brutalidad y sus amenazas, provoca una terrible batalla entre españoles y peruanos, motivo por el cual Pizarro lo califica de «monstre exécrable» (II, 24). También es responsable del alevoso asesinato de Ataliba. Riquelme y Almagro solo aparecen en los últimos capítulos. El primero, tan fanático y violento como Valverde, encabeza la oposición a Pizarro y provoca la condena a muerte de Ataliba. El segundo, preocupado sobre todo por cobrar su parte del botín, se pone al lado de los facciosos, pero disimulándolo con mucha hipocresía y olvidando su promesa de respetar en todo los derechos de Pizarro. Algo maniqueo también es el contraste entre Huáscar y Ataliba, bastante alejado de la realidad histórica. El primero se muestra intransigente, rencoroso con su medio hermano, cruel. Ataliba, sin renunciar a su herencia, busca un compromiso y se resigna a la guerra cuando no hay otra salida. Aunque, apresado por los españoles, muestra algunas señales de debilidad, aparece sobre todo como una víctima. Pizarro se libra de esa confrontación maniquea porque pertenece a otro mundo, el de los seres excepcionales, como lo manifiesta su sorprendente presen tación: Il fallait que, pour la ruine de cette partie du Nouveau Monde, la nature eût formé un homme d’une résolution, d’une intrépidité à l’épreuve de tous les maux; un homme endurci au travail, à la misère, à la souffrance, qui sut manquer de tout et se passer de tout, s’animer contre les périls, se raidir contre les obstacles, s’affermir encore sous les coups de la plus dure adversité. Cet homme étonnant fut Pizarre; […] Ennemi du luxe et du faste, […] sévère quand il le fallait, indulgent lorsqu’il pouvait l’être, […] prodigue de sa propre vie, attachant un grand prix à celle d’un soldat, libre, généreux, sensible, il n’avait point pour lui cette cupidité qui déshonorait ses pareils: l’ambition de s’illustrer, la gloire d’avoir entrepris et fait une immense conquête, étaient plus dignes de son cœur. Il vit entasser à ses pieds des monceaux d’or dans des flots de sang; cet or ne l’éblouit jamais. […] Sobre et frugal pendant sa vie, on le trouva pauvre à sa mort. Tel fut l’homme que la fortune avait tiré de l’état le plus vil, pour en faire le conquérant du plus riche Empire du monde (I, 11).
Esos elogios hiperbólicos no son desmentidos luego, sino solo matizados. En las peligrosas expediciones desde Panamá, como en el avance por el imperio inca, muestra tenacidad, audacia, sangre fría y valor, animando siempre a los suyos. Por otra parte, le promete a Las Casas esforzarse en conquistar sin oprimir (II, 18). En 316
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efecto, son recurrentes los consejos de moderación que da a los soldados, así como sus intentos para convencerles de que la persuasión es preferible a la violencia. Del mismo modo, en el primer encuentro con Ataliba, privilegia la suavidad para que el inca admita la superioridad de un Dios al que debe aceptar. La necesidad de conquistar le lleva en ocasiones a compromisos o decisiones que no corresponden a sus convicciones. Cuando ya ha empezado la lucha contra Ataliba, no siempre puede contener la impaciencia o el furor de sus soldados que emprenden acciones mortíferas para los peruanos. La astucia le permite varias veces salvar la vida de Ataliba; pero, al fin, se ve desautorizado por Riquelme y Almagro, que juegan con los bajos instintos de las tropas. Así es como Marmontel le quita a Pizarro mucha responsabilidad en los excesos de la conquista y en la vergonzosa condena a muerte de Ataliba, a quien intenta proteger hasta el final. Es muy probable que esa apología de Pizarro proceda de la simpatía que le manifiesta Garcilaso en sus Comentarios, en contra de Gómara, defensor de Cortés. Si la conquista y destrucción del Imperio peruano es el eje principal de los Incas, también se interesa Marmontel por su formación y civilización, a las que dedica muchas páginas, casi siempre bien insertadas en la trama novelesca. Los cinco primeros capítulos permiten al lector entrar de lleno en el mundo peruano, puesto que describen unas ceremonias celebradas el día de la fiesta del Sol. Con la misma acertada teatralidad están pintadas más adelante la ceremonia de las palmas (II, 13) y la de la muerte (II, 22). Más estrictamente histórico es el primer capítulo del segundo tomo, en el que Ataliba le explica a Alonso los fundamentos de la civilización incaica y la construcción del imperio. Parte de esas informaciones ya se hallaban en las Lettres péruviennes, y no es de extrañar, puesto que proceden de la misma fuente: Garcilaso. Ocurre lo mismo con la evocación del jardín del Templo del Sol y de sus frutos de oro (II, 6), que ha venido a ser un motivo obligado en las obras literarias dieciochescas que tratan del Perú. Mantener el equilibrio entre el exotismo y la realidad peruana es tarea ardua. Lo consigue Marmontel cuando evoca los usos incaicos; también cuando pinta una naturaleza salvaje, casi opresiva por su fuerza. En cambio, cae en novelerías cuando inventa un episodio con antropófagos de los que se libra a duras penas Alonso (I, 20), o cuando imagina un idilio inverosímil entre Alonso y una Virgen del Sol, aunque sirve para denunciar unas leyes religiosas inhumanas. También abusa de las tormentas espantosas y de los naufragios que le permiten cultivar un dramatismo fácil, olvidándose de la acción principal, a pesar de lo que afirma en el prologue. La voluntad de abrirse al gran público supone concesiones que no apreciaron sus amigos, empezando por Voltaire. La acogida fue cortés, sin más. Solo lo defendió Diderot, alabando la idea de «montrer la religion même, empressée à défendre et à protéger l’humanité contre le fanatisme», así como la elección del Perú, «de toutes les nations d’Amérique, la plus éclairée et la plus sensible».17 Hay que esperar el 17 Texto publicado en la Correspondance littéraire, de Grimm (marzo de 1777), y reproducido in extenso por Monique Delhomme-Sanciaud (2017: 1189-1190).
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siglo xix, cuando ya había muerto Marmontel, para que los Incas conocieran un gran éxito popular, antes de sufrir un nuevo purgatorio.18 Si Marmontel se toma a veces algunas libertades con la cronología o la exactitud histórica, no es por falta de documentación, como lo muestran las numerosas notas y referencias que acompañan el texto de los Incas. Lo mismo que Mme. de Graffigny, y aún más que ella, ha leído casi todas las traducciones existentes de los cronistas e historiadores españoles: Las Casas, Garcilaso, Gómara, Zárate, Solís, Herrera, y también Benzoni, cuya Historia nuova del mondo nuovo lee en el texto original. Si, como Voltaire, tiene conciencia de que no todo es verdad en esos relatos de la conquista americana, en cambio ni él ni sus antecesores se interrogan sobre la exactitud de las traducciones. Se contentan con tomar lo que les parece verosímil o interesante para su proyecto literario. * * * Durante los cuarenta años que separan Alzire de los Incas, el público francés ha podido leer y, sobre todo, ver en el teatro muchísimas obras sobre la América hispana, en particular sobre el Imperio inca. La forma literaria de la tragedia, pero también una prosa bien manejada, dan más relieve y más fuerza a la evocación del destino de un mundo que los lectores, o espectadores, descubren cuando está en parte destruido. Si la conquista sigue denunciada con vigor, Pizarro y Cortés van cobrando una dimensión heroica, aunque el héroe difiere según los autores. En cuanto a la distinción establecida por Voltaire y Marmontel entre los buenos y los malos cristianos, no corresponde a una mera facilidad. Permite diluir la responsabilidad de los gobernantes españoles, y también de la religión, en los aspectos más criticables de dicha conquista. No deja de ser paradójico que aquellos filósofos contribuyan, siguiendo a Las Casas, a rehabilitar un cristianismo tolerante y humano en medio de las ruinas del Nuevo Mundo. Bibliografía Checa Beltrán, José (ed.). Lecturas del legado español en la Europa ilustrada, Madrid-Fráncfort, Iberoamericana-Vervuert, 2012. Chinard, Gilbert. L’Amérique et le rêve exotique dans la littérature française au xviie et xviiie siècle, Paris, E. Droz, 1934. Delhomme-Sanciaud, Monique. Les Incas ou la destruction de l’Empire du Pérou de Jean-François Marmontel. Le Regard d’un homme du dix-huitième siècle sur le Nouveau-Monde, sa conquête et son évangélisation, Paris, Honoré Champion, 2017. Étienvre, Françoise. «Montesquieu y Voltaire: sus visiones de España», en José Checa Beltrán (ed.), Lecturas del legado español en la Europa ilustrada, Madrid-Fráncfort, IberoamericanaVervuert, 2012, pp. 67-103. 18 En Francia, los Incas parecen suscitar un nuevo interés, como lo atestigua, entre otros, el trabajo citado en la nota anterior.
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Entre divertimiento y filosofía: la América hispana según algunos ilustrados franceses
Graffigny, Mme. de. Lettres péruviennes, ed. de Raymond Trousson, Paris, Robert Laffont, 1996 (Romans de femmes du xviiie siècle). Marmontel, Jean-François. Les Incas ou la destruction de l’Empire du Pérou, Fráncfort-Leipsic chez Henry-Louis Broenner, 1777. — Les Incas ou la destruction de l’Empire du Pérou, ed. bilingüe, Lima, Instituto Francés de Estudios Andinos/Universidad Nacional Mayor de San Marcos, 1991. Mas, Albert. «Fernand Cortés (Tragédie d’Alexis Piron, 1744)», en Mélanges à la mémoire de Jean Sarrailh, t. II, Paris, Centre de Recherches de l’Institut Hispanique, 1966, pp. 109119. Miró, César. Alzire et Candide ou l’image du Pérou chez Voltaire, Paris, Centre de Recherches Hispaniques, 1967 (Études hispaniques, 2). Moreno Alonso, Manuel. «América española en el pensamiento de Voltaire», Anuario de Estudios Americanos, XXXVIII (1981), pp. 33-44. Piron, Alexis. «Fernand Cortés», en Œuvres complètes d’Alexis Piron […], t. II, Paris, Imprimerie de M. Lambert, 1776. — Hernán Cortés, tragedia de Alejo Piron, traducida del francés al castellano, [s. l.], Imprenta real de la Gazeta, 1776. Romero Masagosa, María. Cartas de una Peruana, de Mme. de Grafigny, traducidas con correcciones, notas y aumentos […], Valladolid, Viuda de Santander e Hijos, 1792. Voltaire. Alzire ou les Américains, Paris, Jean-Baptiste-Claude Bauche, 1736. — Voltaire’s Correspondence, ed. de Theodore Besterman, Genève, Institut et Musée Voltaire, 1953-1964. — Essai sur les mœurs et l’esprit des nations, ed. René Pomeau, Paris, Garnier Frères, 1963. 2 vols.
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De La Bella y la Fiera a La Bella y la Bestia: recorrido español del cuento de madame Leprince de Beaumont Francisco Lafarga Universitat de Barcelona
Aun cuando hay algunos ejemplos en la historia literaria, no es común que las obras traducidas modifiquen su título en las sucesivas traducciones que pueden llegar a tener en una cultura determinada. En este breve ensayo, me propongo seguir el camino recorrido en España por uno de los cuentos más difundidos del repertorio europeo, traducido y retraducido en más de treinta ocasiones, y cuya existencia ha ido más allá de los límites del papel para convertirse en imagen y sonido. Así pues, este trabajo se sitúa, en parte, en el ámbito de la retraducción, de cierta presencia en los actuales estudios de traducción, después de la reivindicación ya lejana de Berman (1990), las precisiones aportadas por Koskinen y Paloposki (2010) y los estudios de casos reunidos por Deane-Cox (2004), Zaro y Ruiz Noguera (2007) y Cadera y Walsh (2016). Sin olvidar, por supuesto, el vasto campo de la historia de la traducción y de los estudios de recepción. I. La autora y su obra en España De entre las autoras francesas del siglo xviii, la que mayor y más continuada presencia ha tenido en España no es la sesuda Mme. du Châtelet, ni la elegante salonnière Mme. du Deffand, ni la revolucionaria Olympe de Gouges, sino una modesta institutriz de espíritu conservador, Jeanne-Marie Leprince de Beaumont. Varias de sus producciones más importantes aparecieron en español, y las alusiones a su persona y a su obra en la prensa y en otras publicaciones del siglo xviii son numerosas.1 De hecho, un Elogio histórico de Madama María Le Prince de Beaumont, compuesto por el padre Ignacio de Obregón y publicado en 1784, es testimonio del interés 1 Acerca de su recepción en España pueden consultarse los trabajos específicos de Romero (2001) y Onandia (2017); de un modo más general, los estudios sobre mujer y cultura en el xviii de Bolufer (1998) y Palacios (2002), y sobre traducciones y traductoras de López-Cordón (1996) y de Lafarga (2014 y 2016).
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suscitado por la autora en España. Se exalta su figura y su labor como educadora, y se comenta brevemente su producción literaria. Se trata, en cualquier caso, de una obra bastante particular, dado el temprano momento en la que fue publicada y, sobre todo, porque obras de ese tipo, a propósito de un autor extranjero, constituían una rareza en la España del siglo xviii. Poco antes, por cierto, la Década epis tolar sobre el estado de las letras en Francia, aparecida en Madrid en 1781, contenía laudatorias palabras del duque de Almodóvar: «Todas son producciones de un método excelente, sanos principios, bello estilo, y en fin acuñadas con el sello de la religión, buena moral, ilustrada razón y útil enseñanza; y muy acreedoras a toda estimación, elogio y reconocimiento público» (Almodóvar, 1781: 276-277). En cuanto a las traducciones de sus obras, conviene señalar que varias de ellas, tal vez las más significativas en el ámbito de la literatura pedagógica, aparecieron en español antes de finalizar el siglo.2 También se tradujeron en 1797 los Nouveaux contes moraux por cierto J. F. Q., quien les antepuso una advertencia en la que insistía en la distancia que había entre estos relatos y otros cuentos «morales» de la época (los de Marmontel, por ejemplo), pues estaban guiados por la idea de la moral cristiana. Fue, pues, autora de cuentos Mme. Leprince de Beaumont, aun cuando los que le dieron más fama fueron los cuentos maravillosos o de hadas, que incorporó sabiamente a su tratado moral y educativo Magasin des enfants. En efecto, se trata de una obra dividida en veintinueve diálogos que una aya (Mlle. Bonne en el original, y sin nombre en la traducción) mantiene con varias discípulas (niñas entre siete y trece años) sobre distintos aspectos, ayudándose de ejemplos que se encierran en relatos denominados, según sus características, «historias», «fábulas» o «cuentos».3 De los doce cuentos, el titulado La Belle et la Bête ha alcanzado —por motivos no siempre estrictamente «literarios»— una difusión extraordinaria, y se ha convertido en la obra más reeditada (y traducida) de la autora. Deteniéndonos, pues, en las traducciones de este cuento, conviene recordar que la primera fue la de Matías Guitet, publicada en 1778, en el vol. I del Almacén y biblioteca completa de los niños o Diálogos de una sabia directora con sus discípulas de la primera distinción (Madrid, Manuel Marín, 4 vols.): el traductor le dio el título La 2 Sus dos célebres Magasins —el Magasin des enfants y el Magasin des adolescentes— fueron traducidos, respectivamente, en 1778 (Almacén y biblioteca completa de los niños, por Matías Guitet) y en 1787 (Alma cén de las señoritas adolescentes, por Plácido Barco). También pudieron leerse en español otras obras de tipo didáctico y moralizante, como la Biblioteca completa de la educación, traducida por José de la Iglesia en 1779-1780 (Instructions pour les jeunes dames qui entrent dans le monde); las Conversaciones familiares de doctrina cristiana entre gente de campo, artesanos, criados y pobres, obra de José Ramón y Linacero (1773) (Magasin des pauvres, artisans, domestiques et gens de campagne), y las Memorias de la baronesa de Bateville por José García de Segovia (1795). 3 El subtítulo de la obra (también en su traducción española) es muy elocuente al respecto: «[Diálogos] En los cuales se hace pensar, hablar y obrar a las señoras jóvenes según el genio e inclinación de cada una. Represéntaseles los defectos de su edad, y se les demuestra de qué modo pueden corregirlos, aplicándose tanto a formarles el corazón como a ilustrarles el entendimiento. Se les da un compendio de la Historia Sagrada, de la Fábula y de la Geografía, etc.; todo ello lleno de reflexiones útiles y de cuentos morales para entretenerlas agradablemente».
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De La Bella y la Fiera a La Bella y la Bestia: recorrido español del cuento…
Bella y la Fiera. Esta versión tuvo gran presencia a lo largo del siglo xix gracias a las reediciones que se hicieron del propio Almacén de los niños, con títulos no siempre idénticos y en ocasiones con algunas variantes textuales.4 Hubo que esperar poco más de ochenta años para que apareciera una traducción nueva del cuento, que se insertó en el volumen, traducido por José Coll y Vehí, Cuentos de hadas por Carlos Perrault, publicado en Barcelona en 1862 y reeditado en 1876. En aquella ocasión el cuento de Mme. Leprince de Beaumont se tituló Linda y la Fiera. Esta misma versión de Coll y Vehí se utilizó en una edición de París de 1867 de Cuentos de las hadas por Carlos Perrault, M.ª Leprince de Beau mont, etc.5 Finalmente, la tercera versión, titulada La Bella y el Monstruo, se debe a Cecilio Navarro, y aparece en el volumen Cuentos de Claudio [sic] Perrault y de Madama de Beaumont, publicado en 1883 en Barcelona por Luis Tasso Serra. Casi cien años tuvieron que transcurrir para que se publicara una nueva traducción del cuento, obra de Carmen Martín Gaite, y que se incluyó en la versión española de la edición de cuentos franceses con estudio del psicoanalista Bruno Bettelheim, aparecida en 1980 (Crítica); cabe decir que en tal ocasión el relato llevaba ya el título que se convertiría en definitivo: La Bella y la Bestia. Dos años más tarde se publicó el cuento de forma autónoma, traducido en esta ocasión por Carmen Bravo-Villasante (Valladolid, Miñón), y con el mismo título, por supuesto.6 Con todo, la primera aparición de este título en ámbito español se había producido muchos años antes, en 1950, con motivo del estreno en España de la película de Jean Cocteau, recreación del cuento dieciochesco, realizada en 1946, y protagonizada por Jean Marais y Josette Day. Mientras tanto, en Argentina había aparecido el libro del propio Cocteau sobre el filme: La Bella y la Bestia. Diario de una película (Buenos Aires, Santiago Rueda editor).7 Y no debe cerrarse este recorrido histórico sin mencionar la recuperación de la primera traducción, la de Matías Guitet de 1778, en una reedición de todos los relatos contenidos en El almacén de los niños, con estudio preliminar de Ángela Olalla (Granada, Universidad de Granada, 1989). 4 Véase en apéndice la relación de ediciones, agrupadas por el nombre del traductor, tanto de esta versión como de las otras dos a las que me refiero más adelante. 5 Esta edición, sin nombre de traductor y publicada por Garnier Hermanos, resulta bastante peculiar, pues reproduce los textos de Perrault según una traducción anónima de 1824, impresa asimismo en París, a los que se han añadido las moralejas traducidas por Coll y Vehí en su edición de 1862, así como el prólogo de este a dicha edición (v. Martens, 2016: 208-211, aunque solo se refiere a Perrault). Incluye también la versión de Coll y Vehí de Linda y la Fiera y otro cuento de Mme. Leprince de Beaumont, El príncipe Querido, al que luego me referiré. 6 Es el que han utilizado todos los traductores desde aquella fecha, poco más de treinta, algunos especializados en libro infantil, aunque otros conocidos traductores literarios, como —además de las mencionadas Martín Gaite y Bravo-Villasante— Mario Merlino y Esther Tusquets. 7 Obviamente, el título ya naturalizado en los textos se ha visto respaldado por el que se ha dado a las versiones españolas del filme de dibujos animados de Walt Disney Pictures, y a la adaptación en comedia musical, estrenados en España en 1992 y 1999, respectivamente.
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II. Traductores, ediciones y textos Poco o nada se sabe del más antiguo de los traductores, Matías Guitet, pues solo consta su actividad en relación con la obra de Leprince de Beaumont. Por contra, su sucesor fue un literato y erudito de prestigio, autor de varios tratados de poética y retórica, así como de algunas obras de creación literaria. Como traductor, además del volumen de cuentos de Perrault, de 1862, vertió dos tratados de corte religioso: el Catecismo cristiano, del obispo Félix Dupanloup (1865), y El cristiano santificado por medio de la oración dominical, del P. Jean-Nicolas Grou (1866).8 En cuanto a Cecilio Navarro poco se conoce de su existencia, aunque consta que, además de la composición de varias obras de creación literaria y la colaboración en distintos periódicos y revistas, llevó a cabo una intensa actividad como traductor, en particular del francés, de autores de renombre como —aparte de Perrault y Mme. Leprince de Beaumont— Eugène Sue, Erckmann-Chatrian, Victor Hugo, Alphonse Daudet y Victorien Sardou.9 Tienen en común, desde el punto de vista formal, el no haber aparecido de forma autónoma, extremo harto frecuente en los relatos breves en los siglos xviii y xix (salvo cuando se publicaban en la prensa). Pero varias diferencias los separan, siendo la más obvia la del propio título del cuento, en función de la denominación dada a los protagonistas, a lo que luego me referiré. Desde el punto de vista de su presentación formal, conviene indicar que en la edición de Coll y Vehí de 1862, el nombre de Mme. Leprince de Beaumont está ausente, pues en el título se menciona únicamente a Perrault, y tampoco aparece en el prólogo ni en el índice. El volumen comprende doce cuentos, de los que ocho son de Perrault y otros cuatro se le han atribuido.10 De los cuatro cuentos que se han «colado», haciéndolos pasar por de Perrault, tres son de nuestra autora: El ratoncillo blanco (53-56), La reina y la campesina (67-72)11 y Linda y la Fiera (145-162), 8 Josep Coll y Vehí (1823-1876) estudió Filosofía y Letras y Derecho en la Universidad de Barcelona, y fue catedrático de Retórica y Poética en el Instituto San Isidro de Madrid y luego en el de Barcelona. Fue un afamado cervantista y publicó numerosos estudios de literatura castellana; también participó en la Renaixença literaria catalana y fue miembro de la Academia de Buenas Letras de Barcelona. Liberal moderado en política, fue muy beligerante en la defensa del catolicismo durante el Sexenio Democrático (tomo estos datos de Villagrasa, s. a.). 9 Sus versiones más interesantes son, sin duda, la de los Dramas, de V. Hugo (1884-1887), y la de la novela de Daudet La razón social Fromont y Risler (1883). Dio también la traducción de un volumen de Novelas, del italiano S. Farina (1882), así como del poema La Mesiada, de F. G. Klopstock (1873), aunque no es seguro que lo hiciera del alemán. En otro registro, se le deben versiones de obras de tipo histórico, como la Historia de Felipe Segundo, de H. Forneron (1884); El año mil, de J. Roy (1886), y la Historia de la prostitución, de P. Lacroix, conocido como el bibliófilo Jacob (1870); y también diversos volúmenes de divulgación (véanse las notas biográficas de Amores, s. a., y Llecha, 2013). 10 Véase la descripción en Martens (2016: 202-206), quien no identifica esos cuatro cuentos atribuidos. 11 El ratoncillo blanco corresponde al relato Le bûcheron et sa femme, inserto en el diálogo IV del Ma gasin des enfants, y en la versión de M. Guitet se titula simplemente Cuento moral; La reina y la campesina
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y el cuarto, La hada Berliqueta (85-94), pertenece a Mme. d’Aulnoy (Brinborion ou La fée Berliquette). Desconozco los motivos de inclusión de esos cuatro cuentos en el volumen, aunque tal vez podría deberse a la fuente utilizada para la traducción: alguna de las diversas ediciones colectivas de cuentos hechas en Francia, a partir del célebre Cabinet des fées de finales del siglo xviii. El texto está presente en una nueva edición barcelonesa de 1876, siempre a nombre de Coll y Vehí, y en el ínterin se había utilizado en la mencionada edición de Garnier Hermanos de 1867, aunque en este caso estuvo acompañada únicamente por otro cuento de Mme. Leprince de Beaumont, El príncipe Querido (Le prince Chéri).12 El texto de este relato se corresponde, salvo algunas variantes debidas en su mayor parte a modificaciones ortográficas, con el de Matías Guitet en el Almacén de los niños. Por su parte, la versión de Cecilio Navarro, titulada La Bella y el Monstruo, apareció en el volumen de 1883 (editado por Luis Tasso Serra) con errata incluida: Cuentos de Claudio Perrault y de Madama de Beaumont. Aun cuando hay una edición francesa con la misma errata,13 el volumen de Tasso está vinculado con el publicado en 1862 por el editor parisiense Jules Hetzel, que incluía un extenso prólogo de P.-J. Stahl (seudónimo del propio Hetzel) e ilustraciones de Gustave Doré, aunque solo contenía cuentos de Perrault (véase Martens, 2016: 215-229). Junto a La Bella y el Monstruo, el volumen presenta —como había ocurrido en la edición antes mencionada de 1867— el cuento El príncipe Querido, aunque en esta ocasión en una nueva versión, supuestamente de C. Navarro.14 III. El título y sus variantes Recordemos los títulos de las tres traducciones del xviii-xix: La Bella y la Fie ra, Linda y la Fiera, La Bella y el Monstruo. El nombre de la protagonista no ofrece, a mi entender, mayor problema que la variante Bella/Linda. Por el contrario, Fiera y Monstruo, independientemente de los matices que puede aportar, están muy distanciados de Bestia, que es la denominación que ha terminado imponiéndose. ¿Por qué los primeros traductores no utilizaron ese término, a fin de cuentas el más cercano... morfológicamente? La clave está en el significado de la voz bestia en el español de los siglos xviii y xix, distinta de la que tenía en francés en la misma época. En efecto, el Diction es identificado como «fábula» por Mme. Leprince de Beaumont (La veuve et ses deux filles, diálogo VIII), y Guitet lo traduce tal cual: Fábula de la viuda y sus dos hijas. 12 Esta inclusión puede deberse al hecho de que el cuento figurara en un volumen de Contes des fées, par Ch. Perrault, Mme d’Aulnoy et Mme Leprince de Beaumont, que la misma editorial había publicado en 1861, aunque en la versión española se suprimieron los de Mme. d’Aulnoy. 13 Contes de fées tirés de Claude Perrault, de Mme d’Aulnoy et de Mme Leprince de Beaumont (Paris, L. Hachette, 1866). 14 No ocurre lo mismo en las reediciones del siglo xx de la versión de los cuentos de Perrault por C. Navarro: la de Maucci (1944) y de La Gaya Ciencia (1973).
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naire de l’Académie française en sus ediciones del siglo xviii, es decir, la 3.ª (1740) y la 4.ª (1762), da para bête en primer lugar el significado de «Animal irraisonnable» y añade más abajo: «Quelquefois, par le mot de bête mis absolument, on entend, les bêtes sauvages, les bêtes féroces». La edición actual, por su parte, abre la voz con la descripción «Tout être vivant couramment perçu comme un animal, à l’exception de l’homme», y da más abajo, vinculándolo al ámbito de la Antigüedad romana, la siguiente matización: «Les bêtes féroces, les bêtes sauvages ou, simplement, les bêtes: les animaux que les belluaires combattaient dans le cirque ou auxquels étaient parfois livrés les condamnés à mort». En cuanto al español, el Diccionario de autoridades (1726) da para la voz correspondiente el siguiente significado: Bestia. s. f. Aunque en su origen y significado latino Bestia, de donde se ha tomado, comprehenda todo género de animales terrestres, volátiles y acuáticos, en castellano por esta palabra solamente se entiende el animal corpulento y cuadrúpedo, y específicamente los domésticos: como caballos, mulos, asnos; pues los salvajes y feroces, como leones, tigres, osos, elefantes y otros, aunque sean en la realidad bestias, y de cuatro pies, siempre se añade el adjetivo fiero para denotarlos y expresarlos.
Por su parte, la edición del diccionario de la Academia de 1780 da como primera acepción, que se conserva como tal en las de 1817, 1884 y 1925, la siguiente: ‘Animal cuadrúpedo. Más comúnmente se entiende por los domésticos, como caballo, mula, &c.’. También incorpora una segunda acepción con el sentido figurado de ‘Hombre rudo e ignorante’, que se mantiene en la de 1817, modificándose a partir de la de 1884 en ‘Persona ruda e ignorante’. La acepción de ‘Monstruo, ser fantástico y espantoso’ no aparece hasta la edición de 1992, y se ha conservado, de modo tal que la versión actual en línea ofrece cuatro acepciones: ‘1. Animal cuadrúpedo. 2. Animal doméstico de carga; p. ej., el caballo, la mula, etc. 3. Monstruo (ser fantástico). 4. Persona ruda e ignorante’. En el español de la época de las traducciones, según puede verse, el apelativo bestia se refería a animal de carga y en ningún caso era sinónimo de monstruo, por lo cual los traductores debían optar por este término o por el de fiera o —como indica el Diccionario de autoridades— bestia fiera. Con todo, en algunos lugares del cuento en los que la autora utiliza los términos Bête (para referirse al personaje) y monstre para caracterizarlo, los traductores han debido adoptar soluciones distintas para respetar esa dualidad, sin incurrir en repeticiones ni equívocos. El pasaje más interesante, en este sentido, es el de la conversación entre los protagonistas acerca de las cualidades de la Bête. En la tabla puesta más abajo reproduzco seis réplicas de la conversación, en la que he practicado algunos cortes y dispuesto los fragmentos en paralelo para puedan observarse mejor los procedimientos adoptados por los traductores, marcando asimismo las elisiones, ya sea mediante el signo [Ø], ya tachando un conjunto de palabras.
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De La Bella y la Fiera a La Bella y la Bestia: recorrido español del cuento…
Leprince de Beaumont La Belle et la Bête
Guitet, La Bella y la Fiera (Leprince de Beaumont, 1829: 89-90)
Coll y Vehí, Linda y la Fiera (Perrault, 1862: 156)
Navarro, La Bella y el Monstruo (Perrault, 1883: 227)
1a. Vous avez raison, dit le monstre, mais, outre que je suis laid, je n’ai point d’esprit: je sais bien que je ne suis qu’une Bête.
1b. Tenéis razón, [Ø] y confieso que sobre mi fealdad carezco de entendimiento, no siendo otra cosa que una bestia.*
1c. Tienes razón, dijo el Monstruo; pero además de ser feo, no tengo pizca de ingenio: bien sabido me tengo yo que soy un bestia.
1d. Tienes razón [Ø]. Pero además de horroroso, no tengo entendimiento: soy verdaderamente una bestia.
2a. On n’est pas Bête, reprit la Belle, quand on croit n’avoir point d’esprit: un sot n’a jamais su cela.
2b. No es bestia, replicó la Bella, quien cree no tener entendimiento: jamás ha conocido eso un insensato.
2c. No es de bestias [Ø] el creer que se carece de ingenio. Los bestias jamás llegan a conocerlo.
2d. No es una bestia [Ø] quien cree que lo es: los necios no han sabido esto nunca.
3a. Mangez donc, la Belle, 3b. Comed pues, Bella, dijo lui dit le monstre; et tâchez la Fiera, y tratad de no estar de ne vous point ennuyer con disgusto en vuestra casa dans votre maison,
3c. Come, Linda, [Ø] y pro- 3d. Come, come, hermosa, le cura no fastidiarte en tu casa; dijo el monstruo, y procura estar contenta en tu casa;
4a. Oh dame, oui, répondit 4b. Mi corazón es sin duda la Bête, j’ai le cœur bon, bueno, pero soy un monsmais je suis un monstre. truo, respondió la Fiera.
4c. ¡Ah! sí, respondió la Fiera, tengo buen corazón, pero soy un monstruo.
4d. ¡Oh! sí, hermosa, [Ø] sí tengo buen corazón; pero soy un monstruo.
5a. Il y a bien des hommes qui sont plus monstres que vous, dit la Belle; et je vous aime mieux avec votre figure que ceux qui, avec la figure d’hommes, cachent un cœur faux, corrompu, ingrat.
5b. Muchos hombres hay que son más monstruos que vos, dijo la Bella: yo os quiero más con vuestra figura, que a los que con la de hombre ocultan un corazón falso, ingrato y corrompido.
5c. [Il y a bien des hommes qui sont plus monstres que vous, dit la Belle] A pesar de la figura, le quiero a V. más que a los que debajo de la figura de hombres ocultan un corazón falso, corrompido e ingrato.
5d. Hay muchos hombres que son más monstruos que tu, dijo la Bella, y te prefiero a ti en tu deformidad a los que en forma de hombres ocultan un corazón falso, corrompido e ingrato.
6a. Si j’avais de l’esprit, reprit la Bête, je vous ferais un grand compliment pour vous remercier; mais je suis un stupide, et tout ce que je puis vous dire, c’est que je vous suis bien obligé.
6b. Si yo tuviera entendimiento, replicó la Fiera, os haría una larga arenga para daros gracias; pero siendo un estúpido, todo lo que puedo deciros es que os quedo muy obligado. *un bestia (ed. Madrid 1863)
6c. [Si j’avais de l’esprit] No puedo contestarte con frases galanas, [Ø] porque soy demasiado estúpido para aspirar a tanto; pero sí te diré lisa y llanamente que te quedo muy reconocido.
6d. Si yo tuviera entendimiento humano, [Ø] te haría un gran cumplimiento para darte las gracias; pero soy un estúpido y todo lo que te puedo decir es que te estoy muy obligado.
Varias elisiones se deben al hecho de que en la tipografía del siglo xviii no era habitual introducir las réplicas de un diálogo mediante un guion, por lo cual resultaba frecuente la repetición del nombre de los interlocutores, extremo menos necesario en las ediciones posteriores. Con todo, el mayor escollo es la traducción del propio vocablo bête, que en el texto francés se refiere tanto al personaje como a uno de sus defectos. La adopción por los traductores de Fiera o Monstruo para nombrar al protagonista introduce en estos encuentros un punto de dificultad, que aumenta en los momentos en que en francés se usa también bête en el sentido de ser sin inteligencia. Los puntos de comparación se complican cuando se producen errores en el uso de la mayúscula: así, en los ejemplos 1a y 2a, «Bête» debería llevar minúscula, pues se refiere al defecto, no al personaje; y lo mismo ocurre con «Monstruo» en el ejemplo 1c. Puede observarse asimismo la traducción bête > bestia 327
Francisco Lafarga
(con la variante de género una/un), en los casos en que se refiere al que carece de entendimiento. Dejo otras consideraciones sobre traducción al buen criterio del lector. En conclusión, puede comprobarse en este trabajo que las retraducciones se amoldan a las condiciones culturales —por decirlo con un término general— del momento en que se producen. En este caso, son sobre todo las de tipo lingüístico las que han influido en los distintos títulos, o sea, en el nombre de los protagonistas. Por otra parte, se ha podido también observar los vericuetos de la traducción/publicación de La Belle et la Bête y otros relatos de Mme. Leprince de Beaumont, así como ciertas prácticas no por frecuentes menos heterodoxas de algunos editores del pasado.
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De La Bella y la Fiera a La Bella y la Bestia: recorrido español del cuento…
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Apéndice. Ediciones de las traducciones de La Bêlle et la Bête en los siglos xviii y xix A) Traducción de Matías Guitet Leprince de Beaumont, Jeanne-Marie. Almacén y biblioteca completa de los niños o Diálogos de una sabia directora con sus discípulas de la primera distinción. [...] Escrito en francés por Madama de Beaumont, y traducido al castellano por Don Matías Guitet, 4 vols., I, Madrid, Manuel Marín, 1778, especialmente pp. 69-102 (Otras eds.: 4 vols., Madrid, Plácido Barco Ló-
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Francisco Lafarga
pez, 1790; 4 vols., Madrid, Vda. de Barco López, 1815; 4 vols., Madrid, Julián Viana Razola, 1829). — Almacén de niños o Diálogos de una sabia directora con sus discípulas: en los cuales se hace pensar, hablar y obrar a las señoras jóvenes, según el genio e inclinación de cada una. Escrito en francés por Madama de Beaumont, y traducido al castellano por Matias Guitet, 4 vols., Burdeos, Imprenta de Don Pedro Beaume, 1824. — El almacén de los niños. Nueva edición refundida enteramente y puesta al nivel de los conocimientos actuales. Adornada con 150 grabados, París, A. Mézin, 1846 (Otras eds.: París, Rosa, Bouret y Cía., 1852; París, Librería de Rosa y Bouret, 1855 y 1873; París, Charles Bouret, 1879; París, Vda. de Charles Bouret, 1899). — Almacén de los niños o Diálogos de una sabia directora con sus discípulas. Nueva traducción, París, Garnier Hermanos, 1860, 1863, 1889, s. a. — El almacén de los niños por Madama de Beaumont. Nueva edición ilustrada con grabados, 2 vols., Madrid, Imprenta de Mellado, 1863. — La buena aya o sea el libro que con el título de Almacén de los niños escribió Madama Leprince de Beau mont. Nueva edición refundida y adornada con viñetas, Madrid, Museo de la Educación (Imprenta de F. Hernández), 1861.15
B) Traducción de José Coll y Vehí Perrault, Charles. Cuentos de hadas por Carlos Perrault, traducidos por J. Coll y Vehí, BarcelonaMadrid, Publicaciones ilustradas de La Maravilla (Imprenta de Narciso Ramírez), 1862, especialmente pp. 142-162 (Otra ed.: Barcelona, Librería de Juan y Antonio Bastinos, 1876). — Cuentos de las hadas por Carlos Perrault, M.ª Leprince de Beaumont, etc. Nueva edición ilustrada con gran número de viñetas por G. Staal, París, Librería de Garnier Hermanos, 1867.
C) Traducción de Cecilio Navarro Perrault, Charles. Cuentos de Claudio [sic] Perrault y de Madama de Beaumont. Versión castellana de D. Cecilio Navarro, con ilustraciones de Gustavo Doré, Barcelona, Luis Tasso Serra, 1883, especialmente pp. 215-234.
15 No he podido consultar esta edición, que carece de nombre de traductor, aunque por el título parece verosímil que se trate de una reedición de la versión de M. Guitet.
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La identidad visual de la Gazetilla Curiosa, o Semanero Granadino… (1764-1765) Elisabel Larriba Aix Marseille Univ, CNRS, TELEMMe, Aix-en-Provence, France
El despertar periodístico de Granada En tiempos ya de Carlos III, el doctor Juan Velázquez de Echevarría, beneficiado de la Iglesia Mayor Parroquial de Santa María de la Alhambra, al evocar en Paseos por Granada y sus contornos (1764-1765) los sinsabores por los cuales pasaban los autores locales hizo concluir al Granadino que conversaba e ilustraba a un Forastero con estas amargas palabras: «No hay remedio, no es Granada Pueblo que pueda resolverse a mantener Escritores, que toman por medio de subsistir sus producciones» (Paseos por Granada, II: n.º XLV, [3b]). De hecho, pocas experiencias periodísticas se habían llevado a cabo con éxito hasta el momento en Granada, lo que, huelga decirlo, no fue privativo ni de la ciudad ni del reino. De manera general, el despertar de la prensa de provincias fue tardío (Guinard, 1973: 201-215, 351-364; Larriba, 2013: 91-120). A principios del siglo, en 1706, salió a luz, «Con licencia de los Señores de la Junta» de Guerra y «a costa de Nicolás Prieto» (según indicaba el pie de imprenta), una primera Gazeta de Granada que, en cuanto a fondo y forma, pocas diferencias presentaba con su predecesora de la villa y corte. Pero no cumplió los dos meses. Nacida el 13 de julio, corrió el telón el 7 de septiembre. El siguiente paso se dio años más tarde, en 1730, con una Gaceta de Gacetas de Granada y Novedades Ciertas de la que, al parecer, solo se conserva un número, publicado muy probablemente a finales de junio, y que quizás fue a la vez el primero y el último (González Antón, 1979: 717-723). La Gaceta de Granada que salió a la palestra en julio de 1738 (y de la cual no se ha localizado hasta el día ningún ejemplar) también murió párvula. Tras esos contados y frustrados intentos, el tiempo periodístico granadino acabó por acelerarse en la década de los años sesenta: entre 1764 y 1767 aparecieron varias cabeceras. Algunas de ellas fueron efímeras. La Gazeta Histórico y Semanero Granadino sumó siete números (5 de agosto-16 de septiembre 1765), los Llantos de Granada, por Semanas (noviembre de 1765) fueron suspendidos por la justicia a la segunda entrega. La Gazetilla y Semanero Granadino (diciembre de 1765) también se 331
Elisabel Larriba
quedó en dos números. El Papel periódico, histórico y político, en que se da noticia mensualmente del origen e inventores de todas las ciencias y artes
no fue más allá de tres (enero a marzo de 1766). Del poco conocido Criterio de la Verdad en divertimientos histórico-físicos solo se conserva un «divertimento», de enero de 1767 (Aguilar Piñal, 1981: 380; Checa Godoy, 2011: 25). Más afortunados, sin embargo, resultaron el Papel Crítico, Santoral Español, que totalizó 25 números (29 de abril a 16 de diciembre de 1764), y el Semanero histórico útil y provechoso para el bien común, que llegó a 21 (8 de agosto de 1765 a 5 de enero de 1766). Pero dos cabeceras destacaron ya por una longevidad apreciable. La primera es la Gazetilla curiosa, o semanario granadino, noticioso y útil para el bien común, que abrió su marcha el 9 de abril de 1764 y la cerró el 17 de junio 1765, tras ofrecer al público 63 «papeles». La segunda, Los Paseos por Granada y sus contornos, dio lugar a 58 números (publicados entre octubre de 1764 y septiembre de 1765) y conoció incluso una segunda época de 1767 a 1768 con otros 46 números. La Gazetilla Curiosa…, que inició el despertar de la prensa granadina en abril de 1764, suscitó indudablemente el interés del público, como subrayó el Granadino de los coetáneos Paseos por Granada…: El Santoral Español [explicó al Forastero] fue concebido al tiempo que las Gacetillas curiosas llevaban la atención de nuestros Patricios. Estas eran obra semanaria del Reverendísimo Padre Maestro Chica, del Celestial Orden de la Santísima Trinidad. Era obra útil, curiosa, y de provecho para los Lectores, y Autor. Se veían en ella muchas noticias sagradas, y profanas, se hallaban muchos útiles avisos, y se ponían todos con estos papeles en estado de no ignorar una multitud de especies que debían saber. El Autor obraba con verdad, y con la ingenuidad por norte, con buen estilo, y con un método muy particular. Siguió su tarea hasta que la muerte le robó a su Patria, que la amaba como a Docto, y celoso Patricio (n.º XLV, [1-2]).
Desgraciadamente no disponemos de listas de suscriptores para la Gazetilla..., que solo hace referencia a la venta de números sueltos.1 Sin embargo, la longevidad del periódico, un año completo, con una trayectoria a todas luces truncada prematuramente por la muerte del autor, fray Antonio de la Chica Benavides (padre lector jubilado del convento de Trinitarios Calzados de Granada), constituye en sí una prueba de la buena acogida reservada a esa publicación que debió de contar con sus apasionados, entre los cuales el licenciado don Pedro Pascual de Sahagún y Cuesta, presbítero beneficiado de la iglesia parroquial de la villa de Berja y sus anejos. Este fue un lector atentísimo de las Gazetillas…, como evidencian los numerosos comentarios que aportó a los ejemplares en su posesión.2 Sus notas permiten La venta por suscripción ya la había practicado Nipho en 1761 con el Caxon de sastre (Guinard, 1973: 65), pero el sistema no prosperó hasta los años 1780. 2 Véase la colección completa de la Gazetilla… que se conserva en la Hemeroteca Municipal de Madrid: 63 números encuadernados en un tomo que, según reza un exlibris manuscrito, fue «de la Librería y uso del Sr. Lic. D. Pedro Pascual Sahagún y Cuesta, Presbítero Beneficiado de la Iglesia Parroquial de la Villa de Berja y sus Anexos». Se hallará el análisis de los comentarios de este lector de la época en Larriba (2018). 1
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La identidad visual de la Gazetilla Curiosa, o Semanero Granadino… (1764-1765)
apreciar cómo leía y lo que para él representaba el periódico, hecho para ser leído, oído y también mirado con deleite. En este artículo nos centraremos en el tercer punto, o sea, no tanto en el contenido del periódico, sino en el «diseño» de la Gazetilla Curiosa…,3 que constituye al respecto un caso aparte, como mínimo en el universo periodístico granadino de la época. La vistosa salida al ruedo de la Gazetilla Curiosa…: el «Papel Primero» El periódico que los granadinos descubrieron el 4 de abril de 1764 salía de la imprenta del convento de la Santísima Trinidad, donde se podía adquirir, lo mismo que en la Casa de Eugenio Arévalo, mercader de libros, calle de Elvira, probablemente por el precio de dos cuartos.4 Ese «Papel Primero», para emplear los términos escogidos por fray Antonio de la Chica, incluía un breve «Prólogo» en el cual dieron a conocer las miras de la Gazetilla Curiosa…, resumidas de por sí en el subtítulo: semanero granadino, noticioso y útil para el bien común. Se trataba —en una ciudad que, como resaltó (con el refuerzo de mayúsculas), no era «de menor autoridad» que otras de Españas— de colmar un vacío periodístico de menos valer para Granada, ofreciendo a sus moradores un periódico de corte localista y noticioso: prólogo no siendo de menor autoridad la Ciudad de Granada, que otras de España, en donde semanariamente se da al público la Gazetilla, con muchas noticias de que se pueden aprovechar los Vecinos, y Forasteros, se ha discurrido darlas todos los Lunes de las Semanas del año, para no defraudar de su bien a todo el que las necesite. Se dirá de todos los Actos piadosos, y de los que pertenezcan al Culto Divino. Se tratará de Ventas, y Compras de todo género de especies: De arrendamientos de Casas, Caserías, Cortijos, Olivares, &c. De Alhajas perdidas, avisando, a quien las hallare, del sujeto a quien ha de buscar con las señas de ellas. Se dará aviso, a los que buscaren donde entrar a servir, en cualidad de sirvientes, de cocina, cuerpo de Casa, labor &c. o de Mayordomos, Mozos de Despensa, Lacayos, Cocheros, &c. para que, con facilidad, hallen este alivio, con expresión siempre, de la edad, habilidad, y estado. También se expresarán los Maestros, que en su Oficio, Ejercicio, o Arte, buscaren algún Oficial, o avisando a los citados Maestros de algunos, que hubiesen desocupados, y quieran entrar al trabajo. Se dará noticia de otras extraordinarias, que ocurran, como del precio de las carnes, granos, y algunos otros géneros de abastecimiento. Cuyas noticias se han de dar en tiempo al Impresor. Última Se echa todavía de menos un estudio pormenorizado de esta cabecera granadina a la cual Francisco Javier González Antón dedicó varias páginas en sus tesis, sobre El periodismo en Granada hasta la Guerra de la Independencia, Universidad de Granada (1988: 227-238). 4 El precio no consta en el pie de imprenta del primer número. Se indicó (sin que sea sistemático) a partir del papel XVII (30 de julio de 1764) y osciló entre un mínimo de 2 cuartos para los números de 4 páginas (32 de los 63 que se publicaron, o sea el 50,8 %) y un máximo al parecer de 6 cuartos según consta en los papeles (XLI, 14 de enero de 1765, de 12 páginas y el papel XXLVIII, del 4 de marzo de 1765, de 16 páginas). No se indica el precio del papel LXII (10 de junio 1765), 24 páginas, que incluye el «Índice I / de los avisos morales, con que principian los 61 Papeles precedentes» y el «Índice II de las cosas notables contenidas en la 61 Gazetillas». 3
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Elisabel Larriba mente irá por cabeza un Aviso espiritual, para bien de las Almas Cristianas (9 de abril de 1764: 1-2).
Semejante presentación, por la importancia dedicada a los anuncios o avisos, invita por supuesto a establecer un paralelismo con el famoso Diario de Madrid (por entonces titulado Diario Noticioso, Curioso, Erudito y Comercial Público y Económico), fundado unos pocos años antes, en 1758. Al igual que este, la Gazetilla Curiosa… constaba de cuatro páginas: el primer artículo (en este caso el prólogo) iba a una columna y la parte dedicada a las noticias particulares y anuncios, a dos de ancho. Esta sección (carente de título), la iniciaban los «actos piadosos». Y en total conformidad con la clasificación y el orden indicados en el prólogo, seguían las demás rúbricas, cuyos títulos destacaban por el recurso a versalitas cursivas. Con el objetivo de dar la idea más precisa posible de lo que iba a ser la Gazetilla… y de su utilidad práctica, el precavido fray Antonio de la Chica juzgó procedente no omitir en ese primer número ni la rúbrica «arrendamientos», ni la de «perdidas», aunque tuviera que precisar, en el primer caso, «Va en blanco, porque no se han dado avisos de cosa alguna» y en el segundo «Lo mismo» [4]. Cerraban la marcha de esta sección, que cubría casi tres de las cuatro páginas del ejemplar, las «Noticias Extraordinarias» y los «Precios de granos», &c. cuyos títulos se diferenciaban por el uso de las minúsculas. Algunas de esas noticias extraordinarias debieron llamar la atención de los lectores de este papel primerizo. ¿Cómo no admirarse al enterarse, por ejemplo, de que en una de las cuevas de la ciudad, feligresía de San Ildefonso, había muerto poco antes un tal Diego de Mesa, a los 114 años, y que este cazador en el alma, que practicó su pasión casi hasta el último suspiro, había casado en «terceras nupcias con Francisca Zibantos, a los 107 años de su edad» [4a]. Pero, lo que también debió impactar al público, de inmediato, nada más ver la Gazetilla Curiosa…, fue el diseño de la primera plana, con una identidad propia y muy propia. En este caso fray Antonio de la Chica se alejó por completo de la vía gráfica trazada por el Diario Noticioso… El periódico madrileño, por esas mismas fechas5 (fig. 1), había apostado por una relativa sobriedad, limitándose a hacer preceder el título del periódico (sobre dos líneas y en versales de dos cuerpos) por un cuidado friso. El publicista granadino, deseoso de poner de realce las raíces históricas y geográficas de la Gazetilla…, siguió un diseño más flamante (fig. 2). Incluyó en el centro de la cabecera el escudo de la ciudad y optó por un tamaño relativamente importante (5 x 7 cm)6 que le permitió representar con cierta precisión los diferentes elementos del blasón: los Reyes Católicos, sentados en sus tronos, bajo un dosel con flecos, Isabel I a la izquierda con el cetro en la mano y Fernando V a la derecha con la espada, bajo ellos una granada abierta; la orla con las cuatro torres, los cuatro leones rampantes y, en Este longevo periódico mudó de faz en más de una ocasión a lo largo de su larga trayectoria. Véase al respecto Larriba (2018b). 6 El formato del periódico era de 19,5 x 14 cm. 5
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La identidad visual de la Gazetilla Curiosa, o Semanero Granadino… (1764-1765)
la cima, la corona real. Para dar mayor empaque a la cabecera agregó a ambos lados, por encima y por debajo de la fecha (a la izquierda) y de la mención del número del «papel» (a la derecha), coronas con doce estrellas, en posible referencia a la Inmaculada Concepción. Este conjunto abarca un tercio de la mancha y se llega casi a los dos tercios si se toma en cuenta el título, igualmente imponente, sobre tres líneas y en versales de tres tipos, en cuanto al grosor del trazo y a la fuerza del cuerpo. El impacto sobre el público estaba garantizado.
Figura 1. Diario noticioso, n.° 1069, 2137
Figura 2. Papel I, [1]
Las variaciones de la cabecera Estos vistosos alardes tipográficos, que habían de contribuir al lustre del periódico, el publicista no los reservó exclusivamente al número inicial, que podía ser decisivo, o al primer ejemplar de cada mes, cada trimestre, como sucedió con otras cabeceras. Ese señuelo visual lo reiteró de manera casi sistemática, semana tras semana, introduciendo sin embargo varias modificaciones. A la segunda entrega (23 de abril de 1764) ya aportó modificaciones. Confirió mayor protagonismo a la fecha del ejemplar (día y mes) al situar esos datos en posición central, por encima del escudo de la ciudad, también desplazó la referencia al año y la numeración del papel, lo cual le permitió despejar los laterales del escudo de manera a acentuar 335
Elisabel Larriba
el simbolismo y el efecto visual de la cabecera agregando a ambos lados del escudo una granada abierta, realzada por un marco floreado. La introducción de este otro símbolo de la ciudad llamó notablemente la atención de uno de los lectores de la Gazetilla Curiosa…, el ya citado Sahagún y Cuesta, que, si de él hubiera dependido, hubiera completado esta cabecera y cuantas incluyeran una granada, con el lema «Uno sub cortice plura»,7 que agregó de su puño y letra en los ejemplares de su uso (figs. 3 y 3 bis).
Figuras 3 y 3 bis. Papel II, [1]
El escudo (con o sin las viñetas laterales) ornó, de manera discontinua, 19 números (el 30 %) y dejó de ser utilizado tras el papel XXXIV, fechado el 26 de noviembre de 1764.8 Fray Antonio de la Chica Benavides prefirió finalmente privilegiar la granada abierta que, a la quinta entrega (7 de mayo de 1764), apareció por primera vez como elemento central de la cabecera (figs. 4 y 4 bis). La fuente utilizada es muy probablemente Sancti Gregorii Magni, Romani Pontifis, Regulae pastoralis liber, ad Joannem episcopum civitatis Ravennae, secunda pars, caput IV «Ut sic rector discretus in silencio, utilis in verbo»: «Hinc in sacerdotis veste juxta divinam vocem tintinnabulis mala punica conjunguntur [Ex 28,34]. Quid enim per mala punica, nisi fidei unitas designatur? Nam sicut in malo punico, uno exterius cortice multa interius grana muniuntur; sic innumeros sanctae Ecclesiae populos unitas fidei contegit, quos intus diversitas meritorum tenet. Ne igitur rector incautus ad loquendum proruat, hoc quod jam praemisimus, per semetipsam Veritas discipulis clamat: Habete sal in vobis, et pacem habete inter vos» (Mc 9,49). 8 La primera versión, con las coronas de 12 estrellas, se utilizó en 14 números: 1, 20a 24, 26a 31, 33 y 34. La segunda, con inclusión de las granadas, se halla en 5 números: 2a 4 y 12. 7
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La identidad visual de la Gazetilla Curiosa, o Semanero Granadino… (1764-1765)
Figuras 4 y 4 bis. Papel V, [1]
Retomó entonces la viñeta de la granada utilizada en el segundo número y la resaltó agregando a su derecha y a su izquierda una corona de doce estrellas. Pero a la tercera no fue la vencida. Esta nueva composición, menos recargada y que brindaba mayor visibilidad al título, tampoco fue la definitiva. No la volvió a utilizar tal cual, pero dio lugar a varias modulaciones (en total cinco).
Figura 5. Papel VII, [1].
Figura 6. Papel XIII, [1]
Figura 7. Papel XVI, [1]
Osciló entre la relativa sencillez que suponían las cabeceras con la granada sin enmarcar (figs. 5 y 8) y la exuberancia gráfica con la cual debió sorprender al público el 23 de julio de 1764 (papel XVI, fig. 7), al engalanar la tradicional granada con un imponente y esmerado marco y al multiplicar las coronas estrelladas que, a ambos lados de la viñeta central, acompañaban la fecha y el número del papel. Quizás podamos ver en esa pompa inusual (jamás repetida) una manera de celebrar 337
Elisabel Larriba
Figura 8. Papel XVIII, [1]
Figura 9. Papel XXXVIII, [1]
gráficamente el inicio, ese lunes, del Jubileo de las cuarenta horas, en la iglesia parroquial del apóstol Santiago el Mayor, patrono de España, acontecimiento que se mereció tres de las cuatro páginas del número. Finalmente, la versión más utilizada (fig. 9) se quedó en un término medio con la granada abierta en un marco floreado, coronas con estrellas por encima de la fecha (en el lateral izquierdo) y el número del papel (en el derecho). Esta composición abrió 24 números (el 38 %), publicados entre el 3 de diciembre de 1764 (papel XXXV) y el 20 de mayo de 1765 (papel LIX), con tan solo una interrupción en esa larga serie, el 11 de febrero de 1765 (papel XLVI). Ese lunes, quienes contaban entre los usuarios más asiduos del periódico quizás se extrañaron ante el carácter depurado de la primera plana. No había viñeta de cabecera. Los datos relativos a la fecha y al número del papel habían mudado de sitio: precedían al título y se codeaban en una sola y misma línea. El único alarde tipográfico lo constituía una discreta cruz de Malta, cuya presencia fue resaltada por dos manecillas de la mayor sobriedad (figs. 10 y 10 bis). Esa inusual parquedad9 no derivaba de nuevos criterios estéticos, sino de la voluntad de ahorrar espacio y de respetar la norma de las cuatro páginas, tras la pu9 Ese mismo diseño, sin la más mínima diferencia, había sido utilizado en el papel XXV (14 de septiembre de 1764). Lo que tras la publicación de dos números dobles consecutivos permitió también un aumento muy sensible del número de líneas de la primera plana que de 11 (en el número anterior, que incluía la viñeta del escudo de Granada) pasó a 28. Ese esquema lo hallamos también en el papel LXI (3 de junio de 1765) en el cual se anunció la muerte del autor de la Gazetilla…, pero con una modificación del título, que se transforma en Gazetilla de Granada Noticiosa, y útil para el bien común. En otros dos números, el LXII (10 de junio de 1765) y el LXIII (17 de junio) se mantuvo la cruz de Malta, pero desaparecieron las manecillas.
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blicación de varios números dobles o triples. De ahí las modificaciones aportadas al diseño de la cabecera, lo que permitió aumentar de manera sensible en esa primera plana el número de líneas dedicadas al artículo inicial: 27, contra 18 en el papel anterior.
Figuras 10 y 10 bis. Papel XLV, [1]
Figura 11. Papel 45, [4]
Figura 12. Papel 46, [4]
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Es de notar que, en ese mismo papel, el filete fino que solía señalar el inicio y el cierre de la sección dedicada a los anuncios clasificados fue suprimido. Asimismo, el pie de imprenta se redujo a una línea gracias a la omisión del precio del periódico. Estos ajustes permitieron una ganancia suplementaria de tres líneas y, entre lo uno y lo otro, no fue necesario ampliar el número de páginas. En este caso (circunstancial) las consideraciones económicas pudieron más que los criterios estéticos. Propiciar la lectura hermoseando la composición La cabecera, a la cual fray Antonio de la Chica Benavides dedicó la mayor atención, constituye un elemento clave de la identidad visual del periódico, pero no la única. Entre las galas tipográficas utilizadas para incentivar al público figuran también las letras capitulares adornadas que hicieron su aparición con el papel XVI (23 de julio de 1765, figs. 13 y 13 bis).
Figuras 13 y 13 bis. Papel XVI, [1]
De tamaño apreciable (2,7 x 2,7 cm), estas mayúsculas, bajas, con línea de marco y rasgos florales, procedían todas del mismo alfabeto, excepto las que se utilizaron en el papel LVII (6 de mayo de 1765), bastante similares, pero con un decorado algo más cuidado y encuadradas esta vez con filete doble (fig. 14).10 El recurso Ignoramos el motivo de ese cambio, que no parece dictado por el afán de ir hacia un diseño más pulido. No se volvió a utilizar ni ese alfabeto ni a encontrar una T inicial. Quizás estuviera incompleto el alfabeto del que disponía la imprenta, y tampoco se puede descartar un mero error por parte del cajista. 10
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a estas ostentosas mayúsculas se reservó de manera casi sistemática a la primera plana, que adquirió pues mayor lustre gráfico a partir entonces. Pasada esa página, y conforme a lo practicado hasta el momento, el lector tuvo que contentarse con capitulares tan solo en negrita y a dos líneas, cuya finalidad no pasaba de facilitar la visualización de los cambios de rúbricas (figs. 15 y 15 bis).
Figura 14. Papel LVII, [1]
Figuras 15 y 15 bis. Papel XI, [4]
Pero es curioso notar que, cuando (en contadas ocasiones) se prescindió de abrir el periódico con esas llamativas iniciales, se incluyó una en otra página, como si no conviniera privar al público de ese obsequio semanal. Tal fue el caso, en el papel XXXIII (19 de noviembre de 1764). El autor, determinado a preservar su anonimato, pero sin «esconder la mano», se dirigió, por primera vez, personal y directamente al público, con el objeto de comentar un artículo que acababa de leer en los Paseos por Granada…11 Por el poco espacio disponible en la primera plana (cinco líneas), pero también por la voluntad de marcar una diferencia gráfica ante la particularidad del texto, introdujo varias diferencias: agregó un título (en versales), recurrió a las cursivas para el texto y reservó la capitular ornamental para el siguiente texto, más clásico.12 Asimismo, para mayor claridad y placer también de los ojos, separó ambos textos con un friso (fig. 16). 11 El artículo titulado «El autor de la Gazetilla al público», de una extensión igualmente excepcional (6 páginas), lo inició con estas palabras: «Soy Granadino, y aunque hasta ahora, no he mostrado claramente mi cara, creía, que la había mostrado mi pluma. Es mi nombre una cosa tan pequeña, que he recateado el que lo conozcan, en esta Obra periódica. Sin embargo, él se quedará oculto, pero, no esconderé la mano» [1]. 12 El desplazamiento de la capitular adornada de la primera plana a una página interior, tan solo se practicó en 3 números: papeles XXXIII (19 de noviembre de 1764, [6]), XLVI (18 de febrero de 1764, [5]) y LVIII (13 de mayo de 1765, [2]).
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Figura 16. Papel XXXIII, [6]
Figura 17. Papel XLI, [12]
Este ornamento, mucho más atractivo que un mero filete, fue utilizado en varios números,13 sea para ordenar la información destacando los cambios de secciones, sea, a menudo, para reducir blancos que podrían desagradar al público, o ambas cosas a la vez. Así, en la última plana del papel XLI, ante la escasez de anuncios, se aumentaron los espacios que preceden y siguen los títulos de las rúbricas, al mismo tiempo que el pie de imprenta, colocado entre dos frisos, cobró una nueva dimensión (fig. 17). Y en algunas ocasiones, por ser mayor el espacio disponible, se optó por composiciones más imponentes con el recurso a viñetas de tamaño notable. Tal fue el caso, por ejemplo, en el papel XXXIII donde se combinó un friso con un florón (fig. 18) o en el LX cuyo pie de imprenta, para el cual además se utilizaron letras de mayor cuerpo, fue realzado con dos frisos y completado con un culo de lámpara que ocupaba más de un tercio de la mancha (fig. 19). El impacto visual de un pie de imprenta tan ostentoso había de disimular la parquedad informativa de la última plana de este número doble (ocho páginas, lo que indujo un coste suplementario para el comprador)14 y compensar quizás la sobriedad de la cabecera (en este caso sin viñeta). Pero, sea lo que fuera, resulta evidente la voluntad de ofrecer al público un periódico de factura relativamente cuidada, lo que se reflejó también en la composición de los textos. 13 El friso, siempre el mismo, utilizado por primera vez tan solo el 22 de octubre de 1764 (papel XXIX), figura en 19 números (los papeles 29, 30, 33 a 36, 38, 40, 41, 46, 47, 53 a 55, 57, 59, 60 y 62), lo que representa el 30 % de la producción total, o el 54 % si solo se toman los números 29 a 63. 14 Es muy probable que los compradores pagaran por este número doble 4 cuartos en lugar de 2 que era el precio de los ejemplares de 4 páginas. Véase la nota 4.
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Figura 18. Papel XXXIII, [12]
Figura 19.–Papel LX, [8]
Algunos números destacan ciertamente por una apariencia muy compacta y sin variaciones tipográficas, lo que no facilita la lectura. Se puede comprobar con el papel VI (14 de mayo de 1764), caracterizado por un espaciado mínimo (entre palabras y líneas), la reducción del cuerpo de los caracteres para no pasar de las cuatro páginas15 y la ausencia de cualquier tipo de ornamento (fig. 20).
Figura 20. Papel VI, [1]
Figura 21. Papel XXX, [6]
Figura 22. Papel XXX, [10]
Ello permitió pasar de 38 líneas por plana (papel V) a 45 (papel VI).
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Pero esa austeridad compositiva no fue la norma. En varios números el publicista varió el tamaño y el estilo de las letras para jerarquizar la información o diferenciar contenidos. Cuando se ofreció a los lectores de la Gazetilla… una descripción de la Capilla Real de Granada (papel XXX, 29 de octubre de 1764), la traducción de la inscripción en latín que figura en el túmulo de los Reyes Católicos se mereció un bloque sangrado y el uso exclusivo de letras capitales (fig. 21); para la transcripción del letrero de caracteres góticos que recorre la parte alta de los paramentos, el publicista también sangró la cita y recurrió a mayúsculas, pero esta vez cursivas (fig. 22), y optó, en cuanto a la extensa relación de las reliquias conservadas en los altares colaterales, por la doble columna y letras cursivas de caja baja (fig. 21).
Figura 23. Papel LVII, [7]
En el papel LVII (6 de mayo de 1765), un aumento sensible del espaciado y del cuerpo de las letras permitió resaltar una «Nota» del publicista (fig. 23). El mismo procedimiento fue utilizado en el papel LIV (15 de abril de 1765) para llamar la atención sobre otra nota en la cual el «El autor de la historia de la Gazetilla» anunció al público que había concluido el ciclo dedicado al «Círculo del Jubileo» y se comprometió a reanudar en breve con la descripción de las iglesias granadinas, ya que, subrayó, «ha sido todo el intento de esta Gazetilla, o Semanero granadino, el dar una historia eclesiástica de Granada» [7]. Pero para la ocasión el publicista optó además por una composición en base de lámpara, cerrada por una discreta combinación triangular de asteriscos (fig. 24). 344
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Figura 24. Papel LIV, [7]
Figura 25. Papel XLI, [11]
Figura 26. Papel XXXVIII, [7]
La silueta de la composición fue acentuada en el papel XLI (14 de enero de 1765) gracias a una base de lámpara de ocho líneas y se reforzó el efecto gráfico agregando un culo de lámpara elaborado a partir de una combinación de manecillas (fig. 25). Estas galas tipográficas invitaban el ojo del lector a detenerse en ese texto dedicado a la ermita del Santo de la Fuente, sobre cuyo origen fray Antonio de la Chica Benavides había investigado, acudiendo al historiador de la ciudad e interrogando a «ancianos y a algunos de ochenta años» [11]. Ese tipo de composición también fue utilizado en el papel XXXVIII (24 de diciembre de 1764), el último del año, ya no en la sección dedicada a los artículos, sino en la referente a los anuncios, rúbrica «Ventas, y compras» (fig. 26). La base de lámpara no era en este caso tan ostentosa, pero bastaba para diferenciar el anuncio objeto de ese trato inusual, que no era un anuncio cualquiera ya que tenía que ver con la difusión del pe riódico: Semanas sueltas del mismo Santoral, y Gazetas de todos los Papeles de este año que han salido, y pueden surtir a los Curiosos, a fin de que logren la encuadernación de tan importante Obra: se hallará todo lo referido en esta Imprenta, y en Casa de Eugenio Navarro, Mercader de Libros, en la Calle de Elvira [7b].
En el papel LX (27 de mayo de 1765), el publicista se valió de un marco (elaborado con un filete de trazos y una cruz en cada esquina) para realzar una inscripción relativa a san Cecilio, obispo de Granada y mártir, que se podía contemplar en la catedral de la ciudad (fig. 27). El adorno (combinado al aumento del cuerpo de las letras) era algo tosco pero visualmente eficaz.
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Figura 27. Papel LX, [2]
Figura 28. Papel V, [1]
Por fin, y con cierta regularidad, el publicista compositor se valió de pequeñas y sencillas viñetas tipográficas (manecillas o asteriscos en forma de estrella) para marcar el paso de una noticia a otra (figs. 28 y 29) o destacar con toda sencillez un texto o una información (fig. 30).
Figura 29. Papel XLIX, [7]
Figura 30. Papel XIII, [1]
Epílogo Los 63 papeles que se llegaron a publicar no carecen de imperfecciones y estas no se le escaparon a un lector tan exigente como Pedro Pascual Sahagún y Cuesta, que hasta tenía su opinión sobre cómo mejorar el diseño del periódico (Larriba, 2018) al que fray Antonio de la Chica Benavides había dedicado tanta atención. Los múltiples cambios aportados a la cabecera evidencian la importancia concedida por el publicista a la construcción de la identidad visual del periódico. La recurren346
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cia y diversidad de los ornamentos, las composiciones a menudo complejas, con textos sangrados, cambios de medida y de tipos de letras, variaciones del interlineado (que aumentaban el trabajo del cajista), invitan al receptor de la obra a vincular calidad gráfica y calidad del contenido. Resulta evidente la voluntad de establecer una relación con el mundo de libro, en una época en que la prensa periódica todavía estaba en busca de honorabilidad. De hecho la Gazetilla curiosa, o semanero granadino, noticioso, y útil para el bien común, presentada inicialmente como una publicación esencialmente noticiosa, tenía como principal norte, según confesó el «autor», el ofrecer al público una «Historia eclesiástica de Granada».16 Las referencias en la propia publicación a números anteriores y cuanto más la presencia de un nutrido índice, objeto del papel LXII17 (lo que practicaron varias cabeceras a lo largo de la centuria) confirman el afán de hacer de la Gazetilla… una obra a la vez periódica y de consulta. El último número, el LXIII, fechado el lunes 17 de junio de 1765, de tan solo una página, incluía algunos anuncios (Ventas, y compras, Amos, y criados, Hallazgos) y los Precios del sábado 15. Quienes tomaron el relevo de fray Antonio de la Chica Benavides, tras su muerte, debieron de pensar que cerrar oficialmente la obra de esa manera resultaba algo trivial, lo que les llevó a postergar la publicación de los últimos anuncios, entre los cuales uno relativo a la puesta en venta de la colección completa de la Gazetilla Curiosa..., bajo el título de Mamotreto nuevo, así como de números sueltos: mamotreto nuevo: en el cual van encuadernadas todas las Gazetillas, que han salido desde el día 9 de abril de 1764 hasta la presente, y última de la historia Eclesiástica de Granada, sn [sic] vecindario, y singulares preciosidades: se hallará, en esta imprenta, y juntamente juegos completos, y semanas sueltas, para que pueda el curioso surtirse, y lograr su encuadernación (papel LXIII, [1a]).
La palabra fin, que oficializó la despedida de la Gazetilla Curiosa… y cerraba con un bloque de tres líneas en base de lámpara, la reservaron pues para el penúltimo papel dedicado a los índices (fig. 30). Destacaba por su posición central, el uso de mayúsculas (de mayor cuerpo y en negrita), el amplio espaciado entre sus tres letras En «El Autor de la Historia de la Gazetilla, al Público», nota que Fr. Antonio de la Chica Benavides integró en el Papel LIV (15 de abril de 1765), especificó: «He concluido el Círculo del jubileo. He hablado por este Norte de todas las Iglesias donde he estado. No he podido escribir de otras, porque ha faltado tiempo, y porque a ellas no ha ido el referido Jubileo Circular. Ha sido todo el intento de esta Gazetilla, o Semanero Granadino, el dar una Historia Eclesiástica de Granada: y por eso es necesario darla cumplida. Procuraré brevemente acabarla, aunque ya, desde aquí, no seguiré el rumbo del Jubileo. Deberá estar entendido este famoso Pueblo, que procuraré no defraudarle, de todo lo que pertenezca a su Cristiandad, en lo que se ofrece no pequeña materia, de que escribir. Daré, a lo último, un copioso Índice, para que, quien hubiese tomado, o tomase, todos los Papeles, pueda sin dificultad, hallar lo que se le ofreciere» [7]. 17 El papel LXII (10 de junio de 1765) incluye dos índices: el «Índice I. de los avisos morales con que principian los 61 Papeles precedentes [1-8] y un «Índice II. De las cosas notables contenidas en las 61 Gazetillas. La P. significa el Papel, o Gacetilla; y la pl. la plana de ella» [9-24]. 16
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y se le confirió mayor solemnidad agregando a continuación una viñeta de tamaño apreciable que representaba un sol radiante bajo un dosel coronado (figs. 31 y 31 bis).
Figuras 31 y 31 bis. Papel LXII, [24]
Aunque no falten, pues, elementos propios del universo libresco, las galas y los códigos tipográficos que fue estableciendo fray Antonio de la Chica Benavides no pierden de vista las exigencias del género periodístico, todavía en construcción, que requería brevedad y reducción de los costes. Los supeditó a la necesidad no solo de atraer visualmente «al Señor Público», que cabía seducir, sino también a la de facilitar la lectura de un periódico ideado para cuantos desearan «instruirse, y cebar su aplicación en los ratos, que las ocupaciones, o el buen conato lo permitan, y huir de la ociosidad tan enemiga del Alma» (papel LXII, [1]). La fórmula periodística que halló nuestro publicista compositor debió suscitar un interés apreciable como demuestra la celeridad con la cual, uno de sus correligionarios, el padre predicador fray Francisco Joseph de los Ríos, administrador de la imprenta de la Santísima Trinidad, reeditó la totalidad de la colección (63 papeles) bajo el título de Mamotreto en que van encuadernados todos los Semaneros granadinos, o Gazetillas que han salido desde el Lunes 9 de Abril de 1764 hasta el Lunes 17 de Junio de 1765 (fig. 32),18 o también la creación, a los pocos meses (el 5 de agosto), de una Gazeta Histórica, y Semanero Granadino, presentada con cierta insistencia por 18 Del Mamotreto se conservan ejemplares en varias instituciones como la Biblioteca del Hospital Real (Universidad de Granada), la Casa de Tiros de Granada o la Hemeroteca Municipal de Madrid. Se puede consultar una edición facsímil (Granada, Albaida, 1986) y una copia digital en Biblioteca Virtual de Andalucía.
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Figura 32.–Portada del Mamotreto…
Figura 33.– Gazeta histórica…, papel I, [1]
sus autores como la continuación de la Gazetilla Curiosa...,19 aunque optaron de inmediato por otra identidad visual, lo que ya era una manera de marcar su diferencia (fig. 33). Fray Antonio de la Chica Benavides, según destacó el Forastero de los Paseos por Granada, obró «con buen estilo, y con un método muy particular» (n.º XLV: [1-2]), lo que le llevó a no menospreciar la apariencia de su periódico. En ello fue todo un precursor. Hoy día es una evidencia que la conquista de los lectores (o usuarios) de periódicos depende en gran parte del atractivo visual de lo que se le ofrece al público. La revolución que supuso la aparición de internet y la consecuente crisis de la prensa papel acarreó nuevas prácticas tanto de escritura como de consumo de la información. La evolución de las versiones digitales de los dos mayores titulares españoles, El País y El Mundo, que hoy privilegian las fotografías y los videos al texto en sus páginas de acogida, no deja lugar a dudas al respecto. Salvando las distancias, nos encontramos de nuevo en una época bisagra, en que se difuminan las fronteras entre los diferentes soportes de la información y triunfa una prensa digital hecha para ser vista, leída y oída. Pero llama poderosamente la atención el que, en una fecha tan temprana como la de 1765, un eclesiástico, que ni siquiera podía imaginarse que, un buen día, se inventaría el concepto de marketing, haya tenido semejantes preocupaciones a la hora de concebir una obra periódica que, ante un público y un género en ciernes, oscilaba visualmente entre dos mundos: el de los libros y el de la prensa periódica. Sus seguidores granadinos (entre ellos los autores de la Gazeta Histórica, y Semanero Granadino que tuvieron que rendir las armas a la séptima entrega) no se mostraron tan atentos al respecto. Pero fray Antonio de la Chica Benavides no fue el Véase el «Prólogo» que abre el papel I: 1-2.
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único redactor de periódico del xviii en intentar compaginar, dentro de los límites impuestos por los costes, la técnica y el material a su disposición, calidad textual y calidad gráfica. Por ello, concluiremos con la fórmula tan manoseada por los periodistas de la Ilustración: «se continuará». Bibliografía Aguilar Piñal, Francisco. Bibliografía de Autores españoles, vol. 1., Madrid, Editorial CSIC, 1981. Checa Godoy, Antonio. Historia de la prensa andaluza, Sevilla, Ediciones Alfar, 2011. Gazeta de Granada (Granada), 13 de julio-7 de septiembre de 1706, en la Imprenta Real, con licencia de la Junta, a costa de Nicolás Prieto, 20 x 14 cm. Semanal. 9 n.os. Gazeta Histórica, y Semanero Granadino (Granada), 5 de agosto-16 de septiembre de 1765, 7 n.os. Semanal. 22 x 16 cm (Se puede consultar una copia digital en la Biblioteca Virtual de Andalucía). Gazetilla curiosa, o semanario granadino, noticioso y útil para el bien común (Granada), 9 abril 1764-17 de junio de 1765, en la Imprenta de la Santísima Trinidad. Semanal. 19,5 x 14 cm (Utilizamos la colección que se conserva en la Hemeroteca Municipal de Madrid: A. H. 2/5 (357). Se puede consultar una copia digital en Memoria de Madrid). González Antón, Francisco Javier. «El primer periodismo granadino», Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos, LXXXII, n.° 4, 1979, pp. 707-725. — «El periodismo en Granada hasta la Guerra de la Independencia», tesis doctoral, Granada, Universidad de Granada, 1988. Guinard, Paul-J. La Presse espagnole de 1737 à 1791: formation et signification d’un genre, Paris, Centre de Recherches Hispaniques, 1973. Larriba, Elisabel. El público de la prensa en España a finales del siglo xviii (1781-1808), trad. de Daniel Gascón, Zaragoza, Prensas de la Universidad de Zaragoza, 2013. — «El último redactor de un periódico: su “amo”: la lectura, pluma en mano, de la Gazetilla curiosa o semanero granadino… (1764-1765) por D. Pedro Pascual Sahagún y Cuesta», Cuadernos de Ilustración y Romanticismo. Revista Digital del Grupo de Estudios del Siglo xviii (Cádiz), 24 (2018a), pp. 467-488. Disponible en: https://doi.org/10.25267/Cuad_Ilus_romant.2018. i24.21 [Consulta: 21/01/2021]. — «Una prensa doblemente ilustrada: los periódicos españoles del siglo de las Luces en la Hemeroteca Municipal de Madrid (1700-1808)», en Inmaculada Zaragoza y Jesús A. Martínez (coords.), 1918-2018. Cuatro siglos de noticias en cien años. Hemeroteca Municipal. Una historia de la prensa, Madrid, Ayuntamiento de Madrid, Área de Cultura y Deportes-Dirección general de Bibliotecas, Archivos y Museos, 2018b, pp. 151-189. Mamotreto en que van encuadernados todos los Semaneros granadinos, o Gazetillas que han salido desde el Lunes 9 de Abril de 1764 hasta el Lunes 17 de Junio de 1765. Su autor el P. Lect. Jubilado Fr. Antonio de la Chica Benavides, del Orden de la SSma. Trinidad Calzados de Granada. Dadas a luz en la Imprenta del Convento de dicha Orden por su Administrador el P. Predicador Fr. Francisco Josef de los Ríos de la misma Sagrada Familia, Granada, Imprenta de la SSma. Trinidad, 1765 (Se dispone a la par de una edición facsímil: 1986, Granada, Ediciones Albaida, que se puede consultar en la Biblioteca Virtual de Andalucía). Paseos por Granada. Colección histórica de antigüedades, y noticias curiosas pertenecientes a la ciudad de Granada, que en papeles periódicos dio a luz el Doctor Juan Velázquez de Echevarría, Beneficiado de la Iglesia Mayor Parroquial de la Encarnación, sita en la Real Fortaleza de la Alhambra, 2 vols., con licencia, Granada, por Nicolás Moreno, impresor y mercader de libros, 1764-1768 (Edición facsímil con estudio liminar de Cristina Viñez Millet, 2 vols., Granada, Universidad de Granada, 1993). Vílchez de Arribas, Juan Fermín. Historia gráfica de la prensa diaria española (1758-1976), Barcelona, RBA Libros, 2011.
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Abdicaciones y reivindicaciones: los autores del siglo xviii frente a los reparos de la censura* Elena de Lorenzo Álvarez Instituto Feijoo de Estudios del Siglo XVIII Universidad de Oviedo
A partir de 1769 y hasta el comienzo de la guerra en 1808, estaba en pleno funcionamiento la maquinaria censora gubernamental dirigida desde el Consejo de Castilla, y delegada en sociedades, academias y particulares en los aledaños del poder: todo autor que quisiera ver publicada su obra se veía sometido a un proceso de censura previa, en que el Consejo concedía o denegaba las licencias de impresión a la vista de los dictámenes solicitados, que podían resultar favorables, desfavorables o, en muchos casos, favorables con reparos. Este obligado y eficaz proceso estatal de control cultural es perfectamente comprensible en el marco de la ideología de la Ilustración —en lo que hace al caso, reformadora, intervencionista y elitista—,1 pero obliga a interrogarse por la autonomía artística y de pensamiento de todo escritor de esa segunda mitad del siglo xviii —y tantas otras épocas—, pues para serlo ha de adaptarse a un marco establecido, como las víctimas de Procusto al lecho. Si incluso en el caso de dictamen favorable y concesión de licencia nunca hay que descartar que previamente se produjera autocensura, es en los casos de resultados adversos —desfavorables o favorables con reparos— cuando se cuenta con evidencias que permiten contrastar las diversas actitudes y reacciones de los autores frente al proceso. Muchos se plegaron ante lo «atajado, tachado y rayado» —como decía en 1790 Santos Díez al censurar El Czar Ywan, de Zavala y Zamora (Herrera Navarro, 2012: 198)— y, por convencimiento o interés, efectuaron las enmiendas formales o de contenido que se les solicitaban—lo que implica la intervención de instancias ajenas al autor en la propia configuración de los textos tal como se pu* Esta investigación se ha llevado a cabo en el marco del proyecto «Censura gubernamental en la España del siglo xviii (1769-1808)» financiado por la Agencia Estatal de Investigación del Ministerio de Ciencia e Innovación (PID2019-104560RB-I00/AEI/10.13039/501100011033). 1 Como señala Lucienne Domergue (1989: 267-278), los términos Ilustración y censura no eran precisamente contradictorios; por ello, López Vidriero ha hablado de una «censura ilustrada» (1996), que en palabras de Durán López se concreta en «una policía del libro intervencionista, más modeladora que purgadora, y que se pone al servicio de un conjunto de mejoras y reformas que se pretenden aplicar mediante la autoridad coactiva del Consejo de Castilla y demás despachos gubernamentales con competencias en imprenta» (2016: 13). Con carácter general, pueden consultarse las monografías de Domergue (1996), Conde Naranjo (2006), Pampliega Pedreira (2013) y Durán López (2016).
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blicaron y hoy los conocemos—. Pero ante tales escollos, hubo quien desistió y optó por el silencio: cabía entonces olvidarse del asunto o bien preservar la obra a la espera de mejores tiempos y confiar en un buen albacea; y no faltó quien protestara, se reivindicara y esgrimiera ante las instituciones sus razones —siempre en difícil equilibrio entre el deseo de obtener el plácet y la propia reafirmación como escritor—, ni quien se atreviera incluso a exponer ante el público la situación. Ejemplos de autores que concedieron y aceptaron efectuar las enmiendas que se les solicitaban hay tantos como libros publicados cuyos informes fueron favorables con reparos. Pero es muy significativo, por extremo, el caso de Juan Escoiquiz. Cuando el canónigo de Zaragoza y preceptor del príncipe de Asturias solicitó licencia en 1796 para imprimir su México conquistada y dedicarla a Carlos IV, el libro fue sometido a censura de la Academia de la Historia por encargo directo del secretario de Estado.2 El informe quedó a cargo de Juan Bautista Muñoz y Joaquín Juan de Flores, y fue favorable: «[E]l poema en lo sustancial es bueno y digno de llevar al frente el augusto nombre del rey», porque hay meritorias imitaciones de referentes de la poesía épica clásica y moderna —Homero, Virgilio, Milton—, porque la acción representada es digna de serlo, porque el plan está bien dispuesto y los episodios apropiadamente enlazados y porque «hay verdad en los hechos esenciales, verosimilitud en los accesorios» —abreviada poética de toda literatura histórica—. No obstante, los censores formalizan algunos reparos en cuanto al estilo —«convendrá se encargue al autor dar, como ha ofrecido, una segunda mano al lenguaje, para dejarle en aquel punto de pureza, nobleza y grandiosidad que exige de justicia un poema épico»—, y afirman: Algunos accidentes que parecieron menos dignos y pudieran censurarse se hallan variados ya en el manuscrito mismo conforme a nuestro juicio, que el autor solicitó con ejemplar docilidad, deseoso de mejorar su obra. Entre las advertencias que se le hicieron, unas tocan a la sentencia, y otras a la dicción. En cuanto a lo primero, se han suprimido varios lugares relativos al pacto social y a la facultad del pueblo, cuyas expresiones aun puestas en boca de indios, podrían no parecer bien. Se han quitado también diversos lugares tocantes a la hipocresía, a las artes y las revelaciones supuestas por el cuerpo destinado al culto, a fin de obviar toda siniestra interpretación en materia tan delicada. Asimismo, quedan suprimidas quince octavas que hablaban del estado de la Francia según las ideas comunes en la nación antes del último tratado de paz y alianza. Excusamos anotar otras correcciones de menos cuenta, como quitar del templo de la Gloria al fabuloso Bernardo del Carpio y a Gonzalo Pizarro, condenado por traidor y nunca bien vindicado. Por lo que hace a la dicción, van mejorados muchos versos, enmendadas no pocas impropiedades y quitadas voces y frases o bajas o menos oportunas. Todo con anuencia del autor.
El expediente en RAH, 11/8026(54), titulado “Juicio del poema heroico intitulado México conquistada de D. Juan Escoiquiz”. Contiene la carta con firma autógrafa de Godoy a Capmany, de 5 de octubre de 1796, el informe de censura favorable con reparos, con firmas autógrafas de Juan Bautista Muñoz y Joaquín Juan de Flores, de 3 de enero de 1797 y la carta de Capmany a Godoy, de 17 de febrero de 1797. La licencia por Real Orden de 12 de octubre de 1797, en AHN, Consejos, leg. 5562, exp. 22. 2
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Siguiendo el juicio de los censores y ante un autor de ejemplar docilidad, se han mejorado versos, eliminado accidentes y suprimido contenidos,3 como las inconvenientes alusiones a Francia tras la firma del Tratado de Basilea de 1795. Ante intervención tal, conjugada su apacible sumisión y aquiescencia con su posición social, con el hecho de que el ejemplar se dedica al rey y con el dato de que Escoiquiz solicita luego apoyo económico para editar la obra —que fue publicada por la Imprenta Real—,4 cabe considerar a Escoiquiz un miembro del establishment político que quiere ser ciudadano de la República de las Letras y que cede ante los censores su autonomía literaria en favor no tanto ya del medro social, como del prestigio intelectual que la literatura le reporta, de modo que un libro escrito para «realzar las hazañas inauditas de los Españoles» sea publicado ad maiorem gloriam suam, y no solo de Hernán Cortés y del rey. Y cabe pensar también en cómo los autores se sirven del trabajo anónimo de los censores: quizá de ahí tanta docilidad y anuencia. Visto así, los censores vienen a funcionar también como ignorados correctores, que con su propio esfuerzo —que nadie les paga ni les reconocerá públicamente, porque las censuras ya no se imprimen al frente de las ediciones— velan por la calidad de lo editado. De hecho, el secretario de la Academia de la Historia afirma en 1792, reivindicando el trabajo de la institución, que con frecuencia se ha ayudado «a sus autores para la corrección y rectificación de sus escritos, en cuyos prolijos trabajos cree haber cumplido no pequeña parte de los cargos de su oficio», y concluye: «[E]n algunas de estas obras casi se puede asegurar que la Academia ha trabajado tanto como sus autores» (1796: LXXII). Sin embargo, en algunos casos los autores no subsanan los reparos y los expedientes quedan inconclusos, por lo que, aunque el dictamen no prohíbe la publicación de la obra, esta finalmente queda inédita; otra cuestión es que sea posible determinar si el autor no quiso o no pudo hacerlo. Así, José de Cadalso sometió a censura Solaya o los circasianos y Don Sancho García en 1770. Esta última recibió aprobación de los censores y en 1771 fue publicada bajo pseudónimo de Juan del Valle y estrenada con María Ignacia Ibáñez como protagonista (Glendinning, 1962: 134, 213). Sin embargo, el dictamen de noviembre de 1770 de Solaya a cargo de Juan de Aravaca y de Francisco de la Fuente fue negativo; y, según el expediente, «habiendo comparecido ante el Vicario su autor, que es un oficial de Borbón, instruido de la censura que la dieron los referidos [censores], ha quedado en corregirla y presentarla de nuevo» (Glendinning, 1962: 173, n. 6). Esto es, Cadalso es instruido por el vicario eclesiástico y manifiesta que revisará la tragedia, pero no continúa adelante con el proceso, conque la obra se perdió y permaneció inédita durante más de doscientos años (Cadalso, 1982). En adelante, el gaditano no desistió de publicar, pero solicitó las licencias protegido bajo el pseudónimo de José Vázquez: en 1772 y 1773 presentó a censura Los eruditos a la violeta y Ocios de mi 3 En el certificado consta que «algunos accidentes que parecieron menos dignos y pudieran censurarse se han variado ya por dichos censores en el manuscrito mismo, conforme a su juicio, con el fin de mejorar la obra». 4 La solicitud, de 5 de octubre de 1797, en BNE, MSS/22988/16.
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juventud, resultando ambos dictámenes favorables sin reparos;5 y en esas mismas fechas, en dos ocasiones, renunció justificadamente a ejercer como censor (Deacon, 1970: 167-173 y 2019: 629-639). Sin embargo, al solicitar la licencia para publicar las Cartas marruecas el 14 de octubre de 1774, Cadalso topó de nuevo con Aravaca: «[S]oy del sentir que se puede permitir su impresión arreglada a algunas correcciones que van hechas», informó el presbítero a la Academia Española —como supo el autor—.6 En 1777 Cadalso señala a Iriarte que «las detengo sin imprimir porque la superioridad me ha encargado que sea militar exclusive» (Cadalso, 1979: 121), pero el 6 de julio de 1778 retira el original y recibe las correcciones «a fin de añadirlas y enmendarlas». El desenlace es bien conocido: Cadalso muere en 1782 sin ver impresa la obra que lo convertiría en un clásico, porque las Cartas marruecas no se publicaron hasta 1789; el Consejo concedió licencia para hacerlo el 7 de enero de 1789 a Meléndez Valdés7 —que ya había quedado en 1775 como albacea de sus escritos ante la inminente expedición de Argel (Cadalso, 1979: 102-104)—; y finalmente la obra vería la luz por entregas ese año en El Correo de Madrid. En conclusión, Cadalso recibió instrucciones sobre cómo modificar sus obras en dos ocasiones y en ambos casos recogió los originales manifestando que lo haría, pero no lo hizo y las dos ediciones se vieron truncadas. El quid de la cuestión es si Cadalso no continuó adelante con el proceso porque no quiso —no hay que descartar que tal afirmación fuera un formulismo para que el original se devolviera sin complicaciones— o porque no pudo. En el caso de Solaya poco se puede saber hoy, pues solo se conoce la copia localizada por Aguilar Piñal (Cadalso, 1982: 33). Pero, según detalla Glendinning (1960: 136-149), las distintas versiones de las Cartas marruecas presentan modificaciones de orden ideológico, que intentarían evitar o matizar las referencias al ámbito de la religión y la política; lamentablemente, sigue sin ser posible concluir si estas modificaciones responden a una revisión previa y voluntaria de la obra o si efectivamente responden a propuestas del ámbito censor que Cadalso hubiera asumido, porque no se ha hallado el documento en que Aravaca detalla las correcciones, que serviría para triangular el cotejo de las versiones conocidas y, en lo que hace al caso, para tener certeza de que Cadalso revisó el texto con dichas correcciones a la vista «a fin de añadirlas y enmendarlas». Pero no todos los autores aceptaron o callaron. Buenos conocedores de un sistema que contemplaba la posibilidad de plantear recurso —en ese caso se les La licencia de Los eruditos fue concedida el 11 de septiembre de 1772 y la del Suplemento, el 7 de diciembre de 1772 (AHN, Consejos, leg. 5533, exp. 41). La licencia de los Ocios fue concedida el 17 de febrero de 1773 (AHN, Consejos, leg. 5534, exp. 30) y la de reimpresión —solicitada por el impresor Isidoro Hernández Pacheco— el 11 de agosto de 1781 (AHN, Consejos, leg. 5546, exp. 47). 6 AHN, Consejos, leg. 5536, exp. 7; ARAE, 2110 (Glendinning, 1960; Lorenzo Álvarez, 2016: 220-221). Señala Cadalso en su Memoria que «habiendo escrito al P. Aravaca, Académico comisionado por su Academia al examen de mi obra, me escribió el tutor que las dichas Marruecas habían logrado una aprobación honrosísima y llena de los mayores elogios a la Academia, por el informe del dicho Aravaca» (Cadalso, 1979: 23-24). 7 AHN, Consejos, leg. 5555, exp. 14. 5
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entregaba copia de la censura supreso nomine—, algunos autores reclamaron ante el Consejo por lo que consideraban errores o excesos de los censores y redactaron Respuestas, Contestaciones, Reclamaciones, Exámenes —todos esos nombres encontramos al frente de sus escritos— en que contrargumentaron, reivindicaron sus decisiones y esgrimieron sus razones. Y hay que decir que a veces eran atendidos, porque como dice Gregorio Mayans en carta de 27 de abril de 1771 —molesto tras haber hecho su trabajo como censor—: «Estoy observando que algunas obras, que justamente se reprueban, después por intercesiones se enmiendan y, aunque malas, después de expurgadas salen a luz, cosa de mal ejemplo» (1972: 422). Una protesta había sido, de hecho, el detonante del célebre informe de Campomanes de 1766 en que, como fiscal del Consejo de Castilla y ante la «confusión de autoridades», se manifiesta partidario de eliminar la censura eclesiástica, «unos compañeros que, sin ser necesarios, a poco tiempo intentan levantarse con el todo, […] cubriendo la ambición de mando con el velo de la religión».8 La compañía de actores de que era autora María Hidalgo había acudido al Consejo pidiendo amparo ante lo que consideraba una arbitraria decisión del vicario eclesiástico, que denegaba el permiso para representar el sainete La criada señora, cuando antes lo había concedido el censor civil; y vieron atendida su protesta, tras dictamen favorable de Campomanes. Ya en el marco del nuevo sistema, en 1769 reclamó ante el Consejo Ramón de la Cruz, dados los amplios reparos del informe que para la Academia Española firmaron Tomás Antonio Sánchez y José Antonio Porcel de Las labradoras de Murcia, porque sentía que era su nombre lo que estaba en juego: [H]abiendo resultado de esta providencia las voces más temerarias y más libres contra el suplicante, ofendiendo su opinión no solo como poeta […] sino atreviéndose a su honor y religión, y suponiendo que la censura de la Academia autoriza superabundantemente sus calumnias y ligerezas, no puedo menos de implorar el patrocinio de V.S.Y. y, exhibiéndole copia de la referida zarzuela arreglada a las correcciones […] suplica a V.S.Y. se digne hacerlo presente al Consejo para que, mandándola cotejar con la censura original […], se sirva dar providencia más favorable (ARAE, F1-2-6-3-8-4, olim 2495; Dowling, 1991: 177; Lorenzo Álvarez, 2016: 206-208, 218-220).
Cruz reclamaba pero había efectuado los cambios y se movía entre el reproche a la Academia y la súplica de amparo al Consejo, porque el fin último del recurso no era tanto rebelarse como obtener el permiso —que se concede, una vez Sánchez coteja las modificaciones—. La obra fue estrenada el 16 de septiembre de 1769, y el 21 de septiembre Cruz remite ejemplares para los académicos, acompañados de una nota, que cabe interpretar en clave conciliadora de no mediar en ella ironía: «No es mi ánimo presentar a la Academia una pieza digna de su admiración ni de su aprecio, sólo aspiro a manifestar a S. E. con este tan limitado obsequio mi justa gratitud por la benignidad con que le trató en su censura». De poco le sirvió, 8 AGS, Gracia y Justicia, leg. 993, exp. 87; AHN, Consejos, Sala de Gobierno, leg. 568; González Palencia (1931).
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a la vista del demoledor informe de Benito Bails e Ignacio Hermosilla con que la Academia aprobó inmediatamente los Medios para restablecer el teatro español, propuestos con motivo de un examen imparcial de la zarzuela intitulada «Las labradoras de Murcia», en que señalan que con esta crítica bajo pseudónimo de José Sánchez Cruz «perderá la reputación de poeta cómico que tenía en el vulgo», y que es «prudente corrección capaz de desengañar al autor de la zarzuela, de hacerlo estudiar y de ponerlo en camino de que merezca algún día la opinión de que hoy le despoja».9 Otro que se emplazó a contestar fue Gaspar M. de Jovellanos.10 El Pelayo recibió un informe favorable con reparos que no hemos localizado, pero sí se conservan sus Reparos que han puesto al Pelayo y disculpas que a ellos da el autor (2018: 199205), que empieza así: Los reparos que se han puesto a la tragedia intitulada El Pelayo son justos y bien fundados. Se conoce que los ha señalado una mano inteligente y hábil; las razones en que se apoyan descubren en el autor del dictamen un sólido conocimiento de las reglas dramáticas y un delicadísimo discernimiento y gusto para juzgar poemas de esta clase.
Pese al tono inicial del texto, ya en el título dice Jovellanos que intenta dar «disculpas», y tal hace fundamentalmente el jurista: cede en aspectos puntuales, pero en conjunto, más que asumir los supuestos defectos, alega y da razón de las causas de los que se le imputan, o directamente los niega —«enormes troncos está bien dicho», afirma—. Jovellanos no se allana ante el anónimo censor, sino que rebate sus argumentos y defiende sus decisiones. Contestara o desistiera de importunar con sus disculpas —quizá por eso solo conservamos un borrador—, Jovellanos se somete al preceptivo proceso de censura, pero se resiste a admitir sistemáticamente injerencias en su texto. Digo sistemáticamente porque en su caso sí es posible contrastar que efectivamente realizó cambios: varios versos que se citan como problemáticos en los Reparos son modificados en las versiones conservadas; y probablemente a la censura se debió el desdoblamiento del espacio en atrio y salón, pues dice en la nota 7.ª que lo ha escindido «advertido por persona inteligente de los reparos que pudieran oponerse». Pero no podía aceptarlos todos; así, se le debieron de poner objeciones por apartarse de lo narrado en las crónicas en lo que hace a la historia de los amores de Dosinda y Munuza y al lugar de la muerte de Munuza, porque argumenta que las fuentes históricas son contradictorias, esgrime la libertad del poeta, alega que como dramaturgo se ciñe a la verosimilitud y razona que aceptar estas advertencias tiene más implicaciones de lo que parece: si lo hiciera, «aun se debería quitar algún personaje, pues en efecto, el de Rogundo sobraría si se pintare a Dosinda apasio 9 Informe de 31 de octubre de 1769 (ARAE, F1-2-6-3-4-2, olim 2475); Herrera Navarro (2005: 46-47). Sobre la serie polémica sobre las zarzuelas de Cruz en que inserta esta obra y el proceso censor de sus textos, Lorenzo Álvarez (2021). 10 Lo aquí expuesto es síntesis de lo abordado en la introducción a la edición (Lorenzo Álvarez, 2018: 87-93). Sobre las actitudes de Jovellanos como autor puede consultarse Lorenzo Álvarez (2017).
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nada de Munuza» —y no lo hizo, porque en los manuscritos conservados así se mantienen estas cuestiones—. En definitiva, como le dice Jovellanos al censor, muchas son «ya imposibles de remedio como no sea fundiéndola de nuevo»; y por eso insiste en el prólogo en que trató «de corregirlos [los defectos], pero con poco fruto, porque los vicios originales de una obra nunca ceden a la corrección». El caso es que El Pelayo no se publicó, las copias circularon y Luciano Comella terminó representando El Pelayo travestido de Munuza en 1792. Solo podemos intuir la razón por la que Jovellanos no volvió a solicitar el permiso: Ceán Bermúdez dice que «el gran respeto, o por mejor decir, el miedo que tenía a las tragedias y la desconfianza con que leía la suya pudieron más esta vez que el obstinado empeño de la amistad, y las copias se quedaron en el mismo estado que tenían entonces» (1820 [1814]: 308). No obstante, Jovellanos pudo desquitarse y, quizá porque solo en la periferia podía escapar del control de Argos, él mismo dirigió un montaje de El Pelayo en Gijón en 1782. En todo caso, desde luego, el proceso no lo llevó a dudar de la necesidad del sistema de censura, porque él mismo fue activo censor, ya en los años ochenta en Madrid y por encargo de la Academia de la Historia.11 También es conocido el complicado proceso de edición de El Eusebio, de Pedro de Montengón, aunque no tanto el Examen analítico de la Censura de N. sobre el Eusebio corregido publicado por González Palencia (1926),12 una contundente respuesta de Montengón al censor, redactada tras recibir los reparos que tenían paralizada la publicación. El extraño título se explica bien en contexto: Antonio Sancha había obtenido permiso en 1784 sin mayores complicaciones —digamos que las habituales tratándose de novelas—.13 Pero en 1790, se produce una delación anónima ante el Santo Oficio, denunciando que los tomos «respiran quakerismo, tolerantismo, etc.; incitan a lascivia, permitiendo entre esposos de futuro cosas que sólo son lícitas a los casados, y, últimamente, presentan como un legítimo matrimonio lo que no es sino un verdadero amancebamiento». Así que la Inquisición prohibió el libro, y le enviaron a Montengón 74 páginas de modificaciones que debía efectuar; tal hizo y, tras recuperar los derechos del libro en pleito con Gabriel de Sancha, vuelve a la carga, para encontrarse con censura desfavorable del Vicario (18 de marzo de 1803) —«no solo es inútil sino muy perjudicial»—, que motiva el excúsese la impresión del Consejo, de 13 de mayo de 1803. Es entonces cuando Montengón pide copia de la censura y presenta el Examen analítico de la Censura de N. que, según estructura habitual, compendia punto por punto para contraargumentar. Así, el censor protesta contra las novelas corruptoras de la juventud «en que suele pintarse el amor con colores demasiados vivos», y estima que deberían prohi Sus censuras están editadas en Jovellanos (2009: 3-187); sobre ellas, Jovellanos (2009: XX-XXIX) y Pampliega Pedreira (2011). 12 El expediente en AHN, Consejos, leg. 5567, exp. 13 bis, fols. 114-138. 13 «Que se supriman algunas cosas notadas por el censor y consentidas por el mismo autor» dice Cayetano de la Peña; así, en el tomo II, se indica que la descripción de la noche de bodas es asunto «peligroso y poco decente y no conviene sea tratado con tanta individualidad, extensión y viveza». 11
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birse todas, favoreciendo la lectura de los libros «que explican con sencillez la Moral y los dogmas de nuestra Santa Religión»; y Montengón alega: El Censor no tiene los mayores conocimientos del corazón del hombre. […] En todos tiempos se ha conocido la necesidad de endulzar los bordes de la copa en que se le propinaban los saludables preceptos de la enseñanza moral, y quien supo amonestar uniendo con más primor lo útil a lo placentero, fue siempre reputado el mejor Maestro. […] En nuestra adorable Religión tenemos ejemplos de tal porte para comprobación de lo dicho que hay motivos de admirarse que la austeridad afectada del Censor se haya propasado a un atento tan extravagante. […] Una por mil citaremos, y sea el Telémaco del buen Fenelon. ¿Se atrevería el Censor a juzgar inútil este libro destinado a formar el corazón de los Príncipes y el de todos los hombres? No sería extraño un tal juicio. Pero su censura ni un solo quilate rebajaría a la estimación universal con que apreciamos una obra que ha inmortalizado el nombre de un respetable autor. Quede, pues, establecido, que el amargo Censor de Eusebio da principio a su censura lleno de hiel, profiriendo una opinión en general contraria a la naturaleza misma del hombre, no conforme a la conducta de Jesucristo y opuesta al sentir de todos los siglos.
Si el censor denuncia que no se instruye a Eusebio en los dogmas y preceptos religiosos, «haciéndole frecuentar los templos, confesarse y comulgar, como también debía enseñarle estos deberes con su ejemplo, y celar, para que continuara practicándolos, en un país de tolerancia (la cual —añade— se conoce que es de la aprobación del autor)»; Montengón clama: ¡Ah señor Censor! ¿Y el pobre Montengón no tendría derecho de exigir de vm. una satisfacción por calumnia tan atroz? ¿Podría vm. señalar una sola línea en donde se expone ni aun se dé a entender, que el autor aprueba la tolerancia de cultos? ¿Es eso practicar y dar ejemplo de las Santas obligaciones de un Católico? Desengañémonos desde ahora que vm. no puede de buena fe, y que desde la primera hoja […] se deja conocer que en ella se muestra al Eusebio no cual es realmente, sino conforme a un cuadrito que le está forjando la imaginación de vm. preocupada: tan cierto es que al través de una lente encarnada es forzoso que todos los objetos se vean teñidos de este color.
Hay también lugar para disputas literarias. Si el censor tacha algunas digresiones, Montengón contesta didácticamente: «En todas las obras del género poético, o del romancero [narrativo], como la de Eusebio, entran ciertos cuentos subalternos y accesorios al cuento principal, que los inteligentes llaman “episodios”. Su objeto es amenizar el escrito por la variedad y probar algunas verdades de las enunciadas en el cuerpo de la obra»; y si el censor cuestiona el perfil de los personajes, el autor arguye que «las leyes de la composición no son tan rigorosas, antes dan facultades amplias al compositor para hacer contrastar los vicios con la virtud, a fin de que el brillo de esta resalte más y más». En estos términos se desarrolla el extenso escrito, en que Montengón concluye que «estamos plenamente convencidos que cualquiera hombre a quien no falte el sentido común —hasta el mismo Censor— debe quedar satisfecho con las sencillas, precisas, claras y fundadas respuestas que hemos ido oponiendo sucesivamente a 358
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cada objeción en particular»; y termina cuestionando los prejuicios del censor ante el Consejo: ¿Tendrá él la vista más perspicaz que todo un Consejo, y un Consejo tan respetable que ha sabido siempre pesar en justa balanza las doctrinas concernientes a la fe y buenas costumbres hasta que los débiles ojos del Censor han pretendido corregir sus decisiones? Pues en verdad que hemos patentizado arriba con más de un ejemplo que el tal censor a cada momento está viendo objetos que no existen, o los existentes al revés, de modo que en este punto no le aventaja el visionario más decidido. Lo que hay de cierto es que sus alucinaciones, su cruel censura y sus poco decentes sarcasmos contra el Autor de Eusebio son debidos a algún secreto resorte, a alguna pasioncilla instigadora que de un Juez imparcial —según debiera ser— lo ha trasformado en un satírico mordaz cuyo designio no es defender la buena causa, sino poner trabas a la impresión de la obra de Montengón. Se convencerá de esto quien, sin necesidad de leer nuestra defensa repase con atención toda la censura de nuestro crítico y vea el estilo acre de sus fútiles raciocinios, el modo de enlazarlos sin orden ni método, y las repeticiones fastidiosas, pero afectadas de unos mismos reparos reproducidos a trochimochi y allí, invirtiendo maliciosamente la serie de los hechos, para encarecer más y abultar los por él llamados errores. En fin, la tardanza misma con que difirió por muchos meses la censura bajo el pretexto de sus ocupaciones y achaques está señalando su ánimo hostil y que su grande objeto no es otro que impedir la publicación de la obra o al menos suspenderla.
Tan contundente respuesta fue remitida por el Consejo a la Vicaría (17 de septiembre de 1803), generando una cadena de nuevas censuras —a cargo de fray Domingo Moreno, fray Benito Lexalde y fray Gabriel Rubio— y revisiones hasta que por fin se concede la licencia: para los tres primeros tomos en 17 de septiembre de 1806, y para el tomo IV en 3 de diciembre de 1807. El Eusebio corregido —y contundentemente defendido por un escritor que necesitaba de esos ingresos para vivir— terminó viendo la luz en 1807-1808, cuando Montengón había solicitado la licencia de publicación en 1802. Pero en ocasiones, las reclamaciones las carga el diablo. Es el caso del médico francés Carlos Nicolás Genti —o Charles Nicholas Jenty—, que en la solicitud de licencia se dice «Cirujano de París, Profesor, Demostrador de Anatomía y Cirugía en Londres, miembro de las principales Academias Reales de Ciencias, Artes y Cirugía de Europa y Cirujano en esta Corte» (AHN, Consejos, leg. 5532, exp. 65). El del Método para administrar las unciones por extinción e Instrucción para las personas molestas de las hernias es un abultado expediente que da cuenta de cómo todo proceso presuntamente aséptico puede verse pervertido y de las derivas que puede tomar una reclamación. La licencia de impresión fue denegada a la vista de la censura desfavorable firmada el 28 de mayo de 1770 por Alfonso Lope y Torralba, miembro de la Academia Matritense de Medicina (fol. 39), que el Consejo entregó al autor para que expusiese lo que estimara conveniente. Y así lo hizo (fols. 42-43). «Pongo mi respuesta a todas sus cláusulas con toda distinción y la mayor claridad que puedo» afirma, y tal procede: en cuanto al estilo, responde que «es muy claro, no es confuso ni desaliñado ni compuesto de párrafos malentendidos en materia de Cirugía, y, en caso que se halle alguna palabra diso359
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nante, se corregirá en la imprenta, como se acostumbra en otras obras»; al referirse a autoridades citadas, dice que el censor marca solo tres y yerra en una, y comenta: «[D]ice que ha leído la obra con todo cuidado. ¿Cómo puede ser esto, y omite dieciséis autores citados en la obra?»; el censor le ha acusado de que «sus opiniones son absolutas y por consecuencia peligrosas», y responde: «[M]i opinión no es positiva, sino probable»; y, tras ir enumerando desacuerdos o matices en capítulos concretos, concluye que, «siendo esto así, se conoce claramente que la censura falta a la integridad por lo que no se puede estar a su dictamen; por tanto, suplica a V. A. se digne conceder su licencia para imprimir esta obra de Cirugía, gracia que espera de la grande clemencia de V. A.».
Figura 1. Alegaciones presentadas por Carlos Nicolás Genti ante el informe desfavorable del Método para administrar las unciones por extinción (AHN, Consejos, leg. 5532, exp. 65)
Digamos que, hasta aquí, todo transcurre en los cauces habituales. Pero unos días después, el autor denuncia ante el Consejo ciertos intereses económicos y familiares que se ocultarían tras la censura, que no habría realizado Lope Torralba, sino su conocido suegro (fols. 44-45): 360
Abdicaciones y reivindicaciones: los autores del siglo xviii frente a los reparos de la censura V. A. mandó que se remitiese mi obra para que se examinase por don Alfonso López, médico del Buen Suceso, creyendo daría con informe íntegro del examen de dicha obra, y lo que hizo fue ir a consultarlo con don Casimiro Ortega, boticario de la calle de la Montera, el cual tomó a su cargo el censurarla, y don Alfonso López no hizo más que copiarla bajo la buena fe y opinión que tiene de su yerno. Dicha obra había yo manifestado al dicho Ortega como amigo que se me había mostrado —como en otra ocasión había hecho— a fin de que la corrigiese el título, y efectivamente lo hizo, aprobando mi método y me aseguró estaba muy bien, que si había algo que corregir se haría cuando se hiciese la prueba; solo sí que el reparo que tenía que poner era que me valía de pocas medicinas, diciendo que eso era malo para el despacho de la [bo]tica; esta pues es la explicación de la paradoja [que] tiene la censura.
Y advierte esto —dice— sabedor de que ahora el Consejo ha encargado la censura a la Academia Médica, de la que son miembros Ortega y sus dos yernos, y temiendo sus «empeños para hacer que subsista su primer parecer», mientras dice de sí mismo, aunque también es miembro de la Academia, que «no tengo quien me ampare»; y por tanto, pide que se designe como censor a Francisco Grao, «hombre sabio y desapasionado, y a otros que sean de su real agrado» y puedan dar cuenta de «la utilidad pública de dicha obra». Quizá recelando que efectivamente se hubiera producido cierto conflicto de intereses entre la escasa medicación recomendada por el cirujano y la rentabilidad de la céntrica y muy productiva farmacia del bien relacionado Gómez Ortega —boticario honorario de S. M., pronto director del Jardín Botánico y luego del Colegio de Boticarios—, el Consejo atendió parcialmente su solicitud y encargó directamente la censura a los académicos José Fernández y Diego Porcel, que rehusaron realizarla: uno por problemas de salud y el otro porque solo recibía órdenes «de su Jefe, el sumiller de Corps, por ser Médico de S. M.». Tal alegación es inaudita, y el 14 de marzo de 1771 se manifiesta abiertamente la extrañeza que causa, en términos que además evidencian hasta qué punto el nuevo sistema de censura estaba ya asumido por todos los participantes en el proceso: [E]stando acostumbrados a dar semejantes órdenes no solo a médicos particulares, sino es al mismo Tribunal del Protomedicato, Academias Reales y otros cuerpos respetables, y aun a los Prelados Eclesiásticos de la más alta dignidad siempre que lo ha juzgado conveniente al mayor servicio de V. M. y por bien del público, sin que ninguno se haya excusado con pretexto de algún fuero (fols. 47-48).14
Al hilo de este conflicto, señala Fernando Valera Peris (1998: 331-332), que «las disensiones entre Protomedicato-Consejo fueron tan importantes, que el Tribunal médico consiguió una orden por la cual el rey disponía que a los censores nombrados por el Consejo, había que sumar un médico designado por el Real Protomedicato, en especial cuando las obras presentadas se refiriesen a temas médicos» y remite a esta renuncia y a la documentación en el Archivo General de Simancas (AGS, Gracia y Justicia, leg. 989, fols. 725-726) y a la Petición del Real Protomedicato respecto a la publicación de libros de Medicina (leg. 989, fols. 199 y 211). 14
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Pero el expediente, lejos de incluir en su final una concesión o denegación de la licencia de impresión, vira hacia ámbitos insospechados: el último documento no es la consiguiente censura ni la resolución sobre la licencia, sino la notificación de la Academia al Consejo de que el francés ha sido expulsado, «por haber sabido que en otro tiempo el Tribunal del Real Protomedicato de Castilla le recogió el título de Cirujano, prohibiéndole el ejercicio de esta profesión» (fol. 71). La razón, que «padecía la flaqueza de embriagarse, y de concurrir en una situación tan vergonzosa a las sesiones, inundando tal vez el pavimento con los mismos materiales de su embriaguez, obligando a la Junta a que, por medio del portero, le hiciese ausentarse y recogerse a su posada» (fol. 76)15 —estos hechos, y el enfrentamiento entre el Protomedicato y el Consejo,16 explican la ya no tan extraña inhibición de Fernández y Porcel, quien en 1765 había avalado a Genti para su ingreso en la Academia (fol. 72)—. El 10 de marzo de 1772 el médico solicitó que fuera revocada su expulsión (fols. 69-70) y el 2 de septiembre pidió que se le devolviera el manuscrito (fol. 53); pero en enero de 1773 el Consejo comunica al presidente de la Academia que ratifica la expulsión,17 y el manuscrito permanece cosido al expediente. No es este lugar para valorar qué había de cierto en las acusaciones que mutuamente se cruzan —ni podemos hacerlo con estos datos—,18 pero lo señalado alcanza para vislumbrar que la reclamación desempolvó una inhabilitación que dormía en un cajón, que El Protomedicato con fecha de 11 de mayo de 1769 lo había apartado de la profesión, por «componer medicamentos vendiéndolos con el pretexto de específicos en perjuicio de los vasallos del rey», pese a haber sido advertido y «previniéndole igualmente se abstuviese del exceso con que usa del vino, por haberse tenido noticia de la facilidad con que se embriagaba, y aun presentándose al Tribunal en tan lastimosos estado que no podía pronunciar palabra», hechos que, según exponen, fueron reconocidos por el médico, así como «haber ejecutado tan imperitamente la operación del Bubonocele que causó inmediatamente la muerte de un pobre enfermo», y por «ser notorio en Madrid que este profesor se halla lo más del día embriagado» (fol. 61). 16 Señala Fernando Valera Peris (1998: 331-332), que «las disensiones entre Protomedicato-Consejo fueron tan importantes, que el Tribunal médico consiguió una orden por la cual el rey disponía que a los censores nombrados por el Consejo, había que sumar un médico designado por el Real Protomedicato, en especial cuando las obras presentadas se refiriesen a temas médicos» y remite a esta renuncia y a la documentación en el Archivo General de Simancas (AGS, Gracia y Justicia, leg. 989, fols. 725726) y a la Petición del Real Protomedicato respecto a la publicación de libros de Medicina (leg. 989, fols. 199 y 211). 17 Archivo Histórico de la Real Academia Nacional de Medicina, ref. 002/0071: «Antonio Martínez Salazar comunica a Muzio Zona que el Consejo rechaza la aspiración de Carlos Nicolás Genti a una plaza de socio de la Academia», con fecha de 20 de enero de 1773 (Luis Maldonado y Susana Pinar, 1996: 35, doc. 71). 18 Son de relevancia las consideraciones de Francisco Javier Puerto Sarmiento (1992: 127-129), quien se ha referido a las luces y sombras de Gómez Ortega, al que tilda de «farmacéutico corrupto» por haber regentado ilegalmente la farmacia de Aranjuez al tiempo que la aquí aludida hasta que se le retiró tal privilegio; y ha señalado cómo defendía los intereses gremialistas —y propios—, al promover la limitación de apertura de nuevas farmacias en Madrid y la reducción de las existentes, así como la prohibición de que se instalaran licenciados extranjeros o el derecho prioritario de tanteo en favor de los boticarios ya establecidos para adquisición de farmacias en venta. 15
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llegado un momento ya no se juzga un texto, sino a un sujeto, y que había en juego más reparos que los que se formulaban en la censura de este libro, el cual, por otro lado, no era el primero que Genti publicaba: en 1766 había visto la luz en la Imprenta Real de la Gazeta y dedicado a Campomanes su Método de hacer la amputación del muslo por su articulación con el hueso innominado: operación tenida comúnmente por impracticable. Buenos conocedores del sistema se revelan Juan Pablo Forner, la condesa de Lalaing y Vargas Ponce. El primero, consciente de que los Iriarte pleitean para impedir la impresión de Los Gramáticos. Historia Chinesca, en 1784 presenta un Pedimento al Consejo de Castilla en que exige que se resuelva el procedimiento, alega que la solicitud está «presentada en legítima forma y evacuadas mucho ha las censuras» y requiere que se le conceda la licencia o se le comunique «traslado del expediente para justificarse de las notas que se le han puesto»; y, una vez se le comunica la denegación de la licencia, Forner llega a presentar un Memorial al rey: la apelación de nada sirvió, pero tenía sentido, porque en última instancia imprimir una obra está prohibido salvo expresa licencia del monarca y, aunque este haya delegado la prerrogativa regia en otra autoridad, la censura no es más que una regalía de la corona delegada en el Consejo.19 Por su parte, la condesa de Lalaing reclamó, y por dos veces, al serle denegada la licencia para publicar su traducción Las Americanas o la prueba de la religión cristiana, de Jeanne Marie Leprince de Beaumont.20 Tras dictamen desfavorable del vicario eclesiástico, Cayetana de la Cerda solicita que se le asigne un nuevo revisor, llegando a sugerir el nombre del inquisidor general (6 de octubre de 1790); como señala Mónica Bolufer, «su formación y su posición social no le permitían arredrarse ante el parecer adverso de la censura», muestra «en un tono firme y desafiante, su desacuerdo con un dictamen que juzga carente de fundamento, y se atreve incluso a mostrar su indignación y a cuestionar la objetividad y el recto proceder de los censores» (2002: 251-292). No se conservan los reparos, pero como señala Bolufer se infiere de la siguiente censura que ella encarecía el mérito del original, elogiaba el talento e instrucción de las mujeres, apelaba a la autoridad de autores cristianos que legitimaban su propuesta y se amparaba en disposiciones jurídicas. No obstante, el resultado, a cargo del mismo censor, volvió a ser negativo, insistiendo entonces la condesa con una nueva reclamación (20 de marzo de 1792), que atinaba a plantear el quid del asunto desde un punto de vista estrictamente legal: «El censor no determina ni indica cosa alguna que haya en su obra contraria a nuestra santa fe, a las buenas costumbres ni a las regalías de S.M., que eran los únicos motivos que podían inclinar a que se denegase la impresión de la obra». 19 AHN, Consejos, leg. 5547, exp. 65. Este proceso censor se estudia en detalle en Lorenzo (2021), donde se sigue a partir del apéndice documental editado por John H. R. Polt (Forner, 1970: 229-255). 20 AHN, Consejos, leg. 5556, exp. 35. Han trabajado sobre este abultado expediente Mónica Bolufer (2002: 251-292) y Víctor Pampliega (2013: 385-387).
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Aunque de nada le sirvió —el expediente fue sobreseído el 22 de marzo de 1804—, tenía mucha razón esta autora en que los censores están utilizando criterios literarios, de calidad y de utilidad que van mucho más allá de los mínimos marcados por ley, esa tríada que afecta a la religión, las buenas costumbres y las regalías de S. M., si bien estos argumentos cuentan con amparo legislativo.21 La misma razón de que los censores no se ciñen a la ley invocará en 1804 José Vargas Ponce, censor él mismo (Durán López, 2012: 363-414), al serle denegada la licencia a Abdalaziz y Egilona. Uno de los argumentos era que la tragedia presentaba un lenguaje arcaizante, y Vargas se preguntaba: «¿Por expresarse en castellano a la antigua se opone a alguna de las verdades reveladas? ¿Hiere o menoscaba alguna de las regalías del augusto soberano? ¿Escandaliza o pervierte los pueblos o sus costumbres? ¿Turba en algo el orden social establecido?» (Vargas Ponce, 2012: 193-209). Como señala Fernando Durán al subrayar este argumento, además Vargas «esboza el derecho del escritor de acceder al público y que sea este quien juzgue de méritos estéticos, una vez que no hay obstáculos ideológicos para prohibir la obra» (Durán López, 2017: 380), en estos términos: El tribunal del público es el único y competente juez de semejantes materias; y a él y no al supremo de Castilla era a quien lo podía acusar el censor, limitándose en este a las graves, serias y sustanciales inspecciones que le están tan dignamente confiadas […]. Las otras accesorias y de tan poco momento son del otro, y en que cada uno es árbitro de seguir la índole de sus estudios, los modelos que estime y hasta las rarezas de su capricho.
Todas estas reclamaciones permanecen en la sombra; pero alguna vez las quejas llegaron a hacerse públicas. Así, Antonio Valladares de Sotomayor en 1783 modificó El lavandero de Madrid conforme a los reparos morales que planteaba el censor,22 y en 1784 obtuvo permiso para representar e imprimir la ya titulada El vinatero de Madrid. Pero se permitió protestar en público veladamente; como señala Herrera
Desde 1756 se venía repitiendo que cabían otros argumentos: «El examen de estas obras y su censura, no solo ha de ser sobre si contienen algo contra la religión, contra las buenas costumbres o contra las regalías de su Majestad, sino también, si son apócrifas, supersticiosas, reprobadas o de cosas vanas y sin provecho, o si contienen alguna ofensa a comunidad o a particular, o en agravio del honor y decoro de la nación; y aunque el juicio y dictamen del censor deba extenderse a todos estos respectos para formar su resolución, en la censura bastará que diga si contienen o no algo contra la religión, buenas costumbres, y regalías de su Majestad, y si son o no dignas de la luz pública» (Reyes Gómez, 2000: 998). 22 López de Ayala da paso a la representación el 28 de agosto de 1784, señalando que antes «fue reprobada por justas causas, hallándose esta hoy purificada de los defectos que tenía, como lo eran el embarazo de Angelita y la fecha de obligación que a esta hizo el Marqués, así como en otras proposiciones defectuosas en el lenguaje, y constando también que dicha Angelita resulta igual en nacimiento al Marqués, con lo que cesan los inconvenientes que antes hubo para detenerla» (BNE, MSS/16337; Herrera Navarro, 2012: 196). Valladares suprimió el embarazo de la protagonista, aminorando su deshonra, e introdujo la anagnórisis final en que se sabe que también es noble, solucionando el conflicto del matrimonio desigual. 21
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Navarro (2012: 197), antes de comenzar la representación La Tirana explicaba a los espectadores: Que habiendo enfermado de un accidente, preciso ha sido estarse curando todo este tiempo: y con lo que se la ha medicinado (como a cada paso vemos, que cualquiera que está malo se suele desfigurar lo propio a ella le ha pasado): mudó su fisonomía pero su ser conservando.
También es el caso de Leandro Fernández de Moratín; molesto por cómo obstaculizó el vicario eclesiástico de Madrid la representación de El viejo y la niña, publicó al frente de la obra en sus Obras completas una tardía «Advertencia» denunciando la arbitrariedad del sistema: Entretanto, la comedia se iba estudiando y el autor anunciaba en silencio un éxito infeliz, que se hubiera verificado si otro incidente no hubiese venido a disipar sus temores. El vicario eclesiástico no quiso dar la licencia que se le pedía para su representación, y el autor recogió su obra, agradeciendo la desaprobación del juez, que le libertaba de la del patio. Pasaron otros dos años y todo se halló favorable. Los censores aplaudieron el objeto moral, la regularidad de la fábula, la imitación de los caracteres, la gracia cómica, el lenguaje, el estilo, la versificación: todo les pareció digno de alabanza. Así varían las opiniones acerca del mérito de una obra de gusto; y tan opuestos son los principios que se adoptan para examinarla, que a pocos meses de haberla juzgado unos perjudicial y defectuosa, otros admiran su utilidad, y la recomiendan como un modelo de perfección (Fernández de Moratín, 1825: IV y 2008: 20-21).
Esto dijo en 1825, aunque en su momento, según revela su epistolario con Jovellanos, tuvo previsto un prólogo mucho más agresivo, fruto del enfado y la frustración que el proceso le produjo. A la censura de la obra se refiere cuando le dice en enero de 1787, con motivo del estreno fallido y partiendo hacia París: «Los cuidados presentes no me dan lugar de pensar en la pobre Isabel, mi calumniada primogénita; allá su padrino [Jovellanos], que siempre la ha querido bien, cuidaría de sus adelantamientos» (Fernández de Moratín, 1973: 39-40). En abril anuncia el «prólogo galeato» que piensa poner al frente (1973: 59), y en junio, ya en París, lamenta refiriéndose a la censura de Eugenio García: «[Y]o ha tiempo que le abandoné [a don Roque, protagonista de El viejo y la niña], y no tomo mucha parte en sus aventuras, ni podía esperar que cosa que padeció el contacto del Doctor García pudiese quedar para que cristianos la viesen; Dios sea loado por todo» (1973: 80-81). El 18 de julio (1973: 90-93) anuncia a Jovellanos la llegada de una versión revisada y ya le da cuenta del prólogo, advirtiendo que «creerá que el tal prologuillo 365
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todo es vinagre, todo hiel y todo ponzoña», porque «V.S. todo es miel y azúcar y manteca de Flandes y huevos moles» y porque no tuvo que sufrir «al teniente vicario (de infanda memoria) [el censor García], ni al redolente y oleoso Padrecito Fray Ángel de Pablo Puerta Palanco [calificador de la Inquisición y revisor de comedias], con quien yo tuve que sostener repetidas veces desigual refriega y a quien tuve que sufrir las mayores majaderías». Por eso insiste en que «el prólogo, tal cual está, es la misma inocuidad y la misma moderación» y no le permite intervenir en él, aunque sí a su antojo en El viejo y la niña. Y le indica socarrón que, si se dirigieran a su casa a protestar, se asome a la ventana de la calle de Juanelo, «compuesto el semblante, moderadas las acciones, mezclando a un tiempo la afabilidad y la entereza», y les diga lo que sigue: «Señores clérigos; Reverendísimos Padres Benedictinos; abstinentísimos Geronimianos, Mercenarios y Dominicos; humildísimos Basilios, Teatinos y Premostratenses; elocuentísimos Franciscos; aseados, virtuosos y doctísimos Reculillos, columnas de la iglesia, fanales fúlgidos de la Religión: en vano se quejan vuestras reverencias, en vano chillan por la satisfacción de un agravio que no han recibido. Aquí está el prólogo; vean vuestras santidades si en él hay la menor expresión que pueda ofender, ni aun por asomos, al bonete, al cerquillo, al becoquín, al escapulario, a la capucha, a la capilla, a las barbas, o los pañetes, a los pliegues, a los remedios, al orillo, a la correa, a la alpargata o al cordón. ¿Ni cómo era posible que mi cliente osara proferir la menor ofensa contra el talento, erudición y sabiduría de tantos y tan esclarecidos varones? ¿Ni cómo era posible que yo favoreciese una obra en que directa o indirectamente se dijera que vuestras mercedes no conocen el corazón humano; que un fraile no debe juzgar una comedia, y que toda la moral que vuestras abstinencias saben es una tararira incomprensible, que ni ustedes, ni yo, ni ningún cristiano, ni el mismo demonio es capaz de entenderla? Si el autor se quejó, no se quejó ciertamente de vuestras beatitudes, que no ignora la estimación que se merecen: quejóse de un mercader de lienzos de la calle de las Postas que murió el mes pasado de calenturas pútridas, quejóse de un teniente del resguardo que también está en el otro mundo, quejóse del tambor mayor de los zuavos, de un sastre aragonés, de un veinticuatro de Córdoba, y de un botillero valenciano: hombres todos faltos de instrucción y de talento, que se metieron a juzgar lo que no entendían, y dijeron que su comedia era enteramente opuesta a la sana moral y a las buenas costumbres. Contra éstos se dirige el prólogo, contra éstos, y contra todos los que se ponen a juzgar de una materia que no saben ni pueden ni deben saber, porque su talento, sus estudios, su carrera y su estado no se lo permiten. ¿Ni cómo probarán vuesarcedes que no es la paliza contra los que acabo de referir, cuando en todo el prólogo no hay cosa que ofenda, si se mira con sinceridad, a ningún clérigo ni fraile ni sacristán ni monaguillo? Sería ciertamente querer interpretar las cosas por el sentido peor, sería querer hallar veneno donde todo es miel y hojuelas; sería, en fin, acusar a vuestras reverencias de una malignidad de que no son capaces. Así que vuestramercedes, señores míos, pueden irse con su Madre de Dios, persuadidos de la verdad que acabo de manifestarles; y crean que si no fuesen tantos como son, no hubiera perdonado el honor de subírmelos todos a mi cuarto, en donde los hubiera obsequiado a jicarón por barba; pero ahora veo, con harto sentimiento mío, que es cierta la opinión de que son ustedes muchos y que no hay bastante pan para tanto siervecito de Dios». Al decir esto, les hace V.S. una profunda reverencia, se entra adentro, cierra su ventana y desaparece en un instante todo el concurso. Esto quiere decir que la amargura del prólogo debe existir prout facet (1973: 92-93).
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Bien nos pueden servir de cierre las imaginarias palabras que quedan en privado pero que Moratín imagina proclamando a Jovellanos, porque son evidente testimonio de la frustración de unos autores que sienten que sus obras pierden calidad —«ni podía esperar que cosa que padeció el contacto del Doctor García pudiese quedar para que cristianos la viesen»—; de la irritación, la amargura y el resentimiento que en ocasiones el proceso de censura generaba en unos escritores que se sentían atropellados —«todo es vinagre, todo hiel y todo ponzoña»—; y la más contundente y argumentada reprobación de un proceso censor que la mayoría de ilustrados no cuestionaba per se, sino cuando lo sentían arbitrario e injusto —había que aguantar «las mayores majaderías»—, porque el sistema a veces los dejaba en manos de «hombres todos faltos de instrucción y de talento, que se metieron a juzgar lo que no entendían, […] de una materia que no saben ni pueden ni deben saber, porque su talento, sus estudios, su carrera y su estado no se lo permiten». Bibliografía Bolufer Peruga, Mónica. «Pedagogía y moral en el siglo de las luces: las escritoras francesas y su recepción en España», Revista de Historia Moderna, 20 (2002), pp. 251-292. Cadalso, José de. Escritos autobiográficos y epistolario, ed. de Nigel Glendinning y Nicole Harrison, Londres, Tamesis books, 1979. — Solaya o los circasianos, ed. de Francisco Aguilar Piñal, Madrid, Castalia, 1982. Capmany, Antonio. «Censuras por encargo de los tribunales» en «Noticia del origen, progresos y trabajos literarios de la Real Academia de la Historia», en Memorias de la Real Academia de la Historia, t. I, Madrid, Imprenta de Sancha, 1796. Ceán Bermúdez, Juan Agustín. Memorias para la vida del Excmo. Sr. don Gaspar Melchor de Jovellanos y noticias analíticas de sus obras, Madrid, Fuentenebro, 1820 [1814]. Conde Naranjo, Esteban. El Argos de la Monarquía: La policía del libro en la España ilustrada (17501834), Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2006. Deacon, Philip. «Cadalso, censor del Consejo de Castilla», Revista de literatura, XXXVIII, 75-76 (1970), pp. 167-173. — «Dos cartas inéditas de Cadalso como censor», Cuadernos de Ilustración y Romanticismo, 25 (2019), pp. 629-639. Domergue, Lucienne. «Secularización y censura en tiempos de un monarca ilustrado», en Carlos III y la Ilustración, vol. III, Madrid, Ministerio de Cultura, 1989, pp. 267-278. — La censure des livres en Espagne à la fin de l’Ancien Régime, Madrid, Casa de Velázquez, 1996. Dowling, John. «Ramón de la Cruz: libretista de zarzuelas», Bulletin of Hispanic Studies, LXVIII, 1 (1991), pp. 173-182. Durán López, Fernando. «Las censuras ilustradas de José Vargas Ponce para la Real Academia de la Historia (1786-1805)», Boletín de la Real Academia de la Historia, CCIX, 3 (2012), pp. 363414. — «Algo más sobre la censura ilustrada», en Fernando Durán (coord.), Instituciones censoras: nuevos acercamientos a la censura de libros en la España de la Ilustración, Madrid, CSIC, 2016, pp. 11-20. — «Las vigilias eruditas de José de Vargas Ponce», en Elena de Lorenzo (coord.), Ser autor en la España del siglo xviii, Gijón, Ediciones Trea, 2017, pp. 373-398. Fernández de Moratín, Leandro. Obras dramáticas y líricas, t. I, París, Imprenta de Augusto Bobée, 1825.
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De burlas literarias, negocios y desengaños: Sueños hay que verdad son, y punto en contra de los astrólogos (1739), primer almanaque del pobrecito Manuel Pascual* Ana Isabel Martín Puya Universidad de Córdoba
I. Desde los almanaques literarios hacia una literatura burlesca sin pronósticos La hegemonía francesa en el panorama dieciochesco adquiere gran influencia en el pensamiento y dinámicas en España (Checa Beltrán, 2004), donde durante la primera mitad del siglo conviven las prácticas del Bajo Barroco (Ruiz Pérez, 2012) con las propuestas de recuperación y renovación de la poética clasicista (Checa Beltrán, 1998) —cuyo primer hito será la Poética, de Luzán (Checa Beltrán, 2009a y 2017)—, al tiempo que se opera en la conformación de un canon nacional —representativo y modélico— que tomará cuerpo en las décadas siguientes (Checa Beltrán, 2010 y 2014; Martín Puya, 2014), todo ello enmarcado en debates que recorren la centuria y forjan la imagen nacional (Checa Beltrán, 2009b, 2012). En paralelo a las polémicas y dinámicas que prefiguran la canonización del Siglo de Oro, esencialmente renacentista, como época de apogeo de la literatura culta española, en el mercado proliferan papeles literarios que presentan cierto carácter popular y se vinculan al espacio adquirido por el entretenimiento en las prensas. En la primera mitad del xviii corren parejas las formulaciones teóricas con unas prácticas literarias donde conviven e intervienen el entretenimiento, una nueva sociabilidad y, especialmente para el caso que nos interesa, el mercado. La unión del negocio de las prensas con el ocio lector influye tanto en las prácticas editoriales como en las publicaciones útiles y serias. En este sentido, las impresiones anuales de almanaques, tradicionalmente limitadas a una finalidad práctica, se ven sometidas a una honda transformación a partir del aprovechamiento del género por Torres Villarroel (Durán López, 2013 y 2015), en su poliédrica estrategia de auto* El presente trabajo se enmarca en el proyecto de investigación «Almanaques literarios y pronósticos astrológicos en España durante el siglo xviii: estudio, edición y crítica» (FFI2017-82179-P), del Plan Estatal de Investigación Científica y Técnica y de Innovación.
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promoción y posicionamiento en el mercado editorial (García Aguilar, 2018; Martín Puya, 2018). El componente literario de los almanaques dieciochescos supone un impulso para la renovación del género, en una vertiente popular, difundida en breves opúsculos, con frecuentes dosis de humor, que se constituye en diversión anual para un público de distintos estratos sociales. Su propia fortuna y el juego de ambigüedades entre lo «científico» y supersticioso de la materia astrológica (en su acepción abarcadora de las predicciones astronómicas y la astrología judiciaria), al tiempo que entre las verdades desveladas y la mentira explícita —extremos contradictorios de que hacen ostentación los autores en los paratextos—, responde y atiende al humorismo popular de la centuria, cuya decantación y gusto a su vez se configura en este exitoso formato. La renovación del género de los almanaques realizada por Torres Villarroel en las primeras décadas del xviii solo puede entenderse atendiendo a las específicas coordenadas históricas en que se fragua y desarrolla su propuesta —lo mismo podemos decir de su éxito e impacto en las prensas—, que hacen posible, a su vez, el propio perfil profesional del salmantino. En un período en que comienzan a tomar cuerpo los primeros afanes de sistematización erudita y científica en pos de la nueva ciencia (por más que se manifiesten aún como tanteos cargados de contradicciones, y aunque se produzcan en un clima en que conviven posiciones enfrentadas), la literatura ha adquirido indudables matices de entretenimiento social, y una funcionalidad importante en la sociabilidad de la época (vinculada en no pocas ocasiones a propósitos de medro social y establecimiento de redes relacionales en las altas esferas), donde el ocio cobra un papel de gran magnitud en el comercio librario y de opúsculos destinados a una pronta caducidad.1 La innovación de Torres en sus almanaques condice con la valorización de la diversión, que engrosa las páginas de sus pronósticos en convivencia con la información útil en materia astronómica del calendario anual, de tal modo que tempranamente se realza el componente poético de los papeles torrensianos en los paratextos legales.2 Si la incorporación del componente literario forma parte del juego para reavivar la difusión comercial del almanaque, al tiempo que amplía el horizonte de lectores por su contribución novedosa y variada para el entretenimiento, resalta también el papel desempeñado por la astrología judiciaria al enunciar vaticinios enmarcados en la propia ficción literaria, encubriendo los vagos pronósticos con construcciones en verso donde predominan el uso anfibológico de los términos, la complejidad sintáctica o el empleo del hipérbaton. El éxito de los almanaques to Como sabemos, en el siglo xviii se multiplican las posibilidades literarias y aparecen nuevos perfiles y estrategias autoriales (Lorenzo Álvarez, 2018; Checa Beltrán, 2018). 2 Puede verse, por ejemplo, en la censura de fray Francisco Martínez Anguiano al almanaque torrensiano para 1722, donde se admira «la artificiosa disposición y la suave y deliciosa armonía que componen los ecos de la poesía y matemática», y se resalta especialmente el carácter recreativo del impreso: el pronóstico «contiene cuanto (en la ociosidad que ocasiona el frío) puede para la diversión desearse, y nada que se oponga a nuestra santa fe y buenas costumbres» (Torres Villarroel, 1721: f. 4). 1
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rrensianos y su proliferación en las imitaciones por parte de otros piscatores suscitarán prontas reacciones, especialmente por quienes pretendan adscribirse a la nueva ciencia, que verán en ellos una fuente de supersticiones a medida del vulgo,3 aunque de forma general se considerará —y se cuidarán de evitarlo los astrólogos— el peligro de que los vaticinios astrológicos contravengan los dogmas del catolicismo, principalmente en lo que se refiere al libre albedrío. No obstante, el carácter ficticio inherente a lo literario hará tolerable el entretenimiento de los almanaques durante buena parte del siglo, y las polémicas se mantendrán principalmente en el territorio específico de estos papeles de amplia e inmediata difusión, en habitual diálogo intertextual.4 Aprovechando la fortuna de los almanaques en el mercado de la época, el negativo —o, cuando menos, ambiguo— concepto de la materia astrológica y de los autores, e incluso los tópicos que se generan en el seno de los propios pronósticos, surgirá la tipología específica, pero también variada, del almanaque burlesco. Nacidos al amparo del mercado y para procura del negocio fácil, en estos almanaques, cuya existencia se justifica generalmente como respuesta a esa proliferación de pronósticos y como medicina para desterrarlos, el contenido es netamente literario, y se emplea un tono jocoso como escarnio de los astrólogos, cuya figura aparece ridiculizada, y que evidencia la burla y el carácter ficticio de las predicciones, siempre jocosas. Aunque no es esto restrictivo de la tipología burlesca, la funcionalidad lúdica se constituye en la esencia y tradición de estos almanaques, y en aras de la risa y del escarnio se tiende a acoger a personajes literarios de baja condición, rudos e ignorantes, cuya presencia y lenguaje contribuyen al efecto cómico. Tal es el caso del pronóstico para 1739 intitulado Sueños hay que verdad son, y punto en contra de los astrólogos, publicado ese mismo año en dos partes impresas separadamente, y presentadas bajo la autoría del «pobrecito Manuel Pascual». Este no es sino un personaje literario que había aparecido en 1737 como dedicatario de Morir viviendo en la aldea y vivir muriendo en la corte, novelita firmada por Antonio Muñoz.5 En el doble almanaque para 1739, la caracterización de este personaje humorístico sostiene toda la ficción literaria y se constituye en recurso funcional idóneo para el desarrollo de un extenso prólogo-introducción en que se pasa revista a los almanaques recientes y se elabora, apoyándose en los medios facilitados por el propio género, una burlona imagen de la figura del astrólogo-poeta. Este almanaque y la personificación literaria autorial de este pobrecito vocero constituye el objeto de este trabajo por varios motivos. En primer lugar, cabe se3 Cabe señalar la polémica suscitada en torno al primer volumen del Teatro crítico universal, de Feijoo (1726), y con la aparición del Juicio final de la Astrología, publicado por el doctor Martín Martínez, en 1727. Sobre esta polémica, puede verse Galech Amillano, 2010, y Danuse Frankova, 2017. 4 Obviamente, cabría hablar además de otros factores que entran en juego, como el dominio de la opinión pública o las cuestiones estilísticas, representativas asimismo de concepciones socioculturales enfrentadas. 5 En esta obra se presenta a Manuel Pascual como «perpetuo voceador de las calles y paseos de Madrid» (en la portada).
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ñalar la fortuna editorial del personaje, puesto que en relación con él se publican, al menos, otros cuatro pronósticos burlescos (tres de ellos, divididos también en dos partes; unos mantienen a Manuel Pascual como autor fingido, mientras que otros dan la autoría a su segunda mujer) y un papel en los años siguientes (Martín Puya, 2019).6 En segundo lugar, es en este primero, Sueños hay que verdad son, donde la ficción introductoria está más desarrollada y presenta mayor originalidad, y, en mi opinión, también alcanza ciertas cotas de calidad literaria; en este texto, dentro de su propio almanaque, se detalla la investidura de Manuel Pascual con los honores de astrólogo y poeta, tras su asistencia al juicio de Urania a los almanaques del año. Por último, este primer piscator del pobrecito Manuel Pascual tiene una estructura y características particulares, similares a las que presentan los otros pronósticos aparecidos anónimamente como obra de este autor ficticio. Son estos los aspectos que abordaremos en las páginas que siguen, no sin antes precisar que a estas causas que me han llevado a considerar necesario un estudio específico sobre este particular pronóstico burlesco se añade, en su elección para este trabajo, un componente afectivo personal, nacido de la sorpresa inicial y del inesperado disfrute que me ha supuesto su lectura (dentro de un corpus de almanaques dieciochescos de muy vario interés y calidad literarios). Confío en que, a lo largo de este estudio, el lector pueda hallar también algo de diversión en las burlas y el humor de Manuel Pascual. II. El pobrecito Manuel Pascual, astrólogo y poeta: la primera parte de Sueños hay que verdad son, y punto en contra de los astrólogos 1. Presentación Sueños hay que verdad son, y punto en contra de los astrólogos. Antídoto eficaz contra la general epidemia de piscatores falsos. Pronóstico chistoso, verdadero e indefectible. Cálculo seguro, fijo e irrefragable, y vaticinio cierto de los sucesos civiles, mecánicos y políticos de todas las cuatro partes del mundo para este presente año de 1739 (Madrid, s. i.) es el título completo de este almanaque. De todos los aparecidos en relación con este personaje, probablemente sea el más completo y de metáfora más conseguida. En él se presenta la contrahecha figura de un personaje autorial risible (genial instrumento La segunda parte de este, también de 1739, aparece con el subtítulo Triaca magna contra el veneno de la astrología judiciaria (Madrid, s. i.). Bajo el nombre de Pascual se imprimen, además, El soplón de los astros: gran piscator de Lavapiés. Pronóstico de burlas y burla de pronósticos. Vaticinio verídico, chistoso y entretenido de los sucesos políticos, civiles y mecánicos de los cuatro cachos del mundo para el año de 1740, y Las alforjas astrológicas y gran monte de la luna, pronóstico de buen gusto y disgusto de pronósticos: acertajo de los sucesos políticos, civiles, mecánicos y extravagantes que se están empollando en el huevo del mundo para el año de 1741, seguido de Segunda alforja y continuación al gran monte de la luna… En 1740 aparecen La sibila de Lavapiés, segunda mujer de Manuel Pascual, a nombre de Jorge de Cárdenas, y Voz de uno y grito de todos, por Hernández y Salcedo, donde se somete a juicio a Manuel Pascual, quien acusa a otros de haber usurpado su nombre. Para 1745 aparecen dos nuevas mitades, esta vez a nombre de Francisco de la Justicia y Cárdenas. 6
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para la burla contra los astrólogos y la astrología judiciaria, representado gráficamente en la anteportada, donde se lee El pronóstico verdadero del pobrecito Manuel Pascual. Intitulado Sueños hay que verdad son y punto en contra de los astrólogos), «medio hombre», bulto que carece de extremidades superiores e inferiores, de pies y manos, que se desplaza montado sobre su asno (incluso dentro de casa), que depende de la constante ayuda de su mujer y que vive de las limosnas que pide a gritos por las calles. Este personaje, el pobrecito Manuel Pascual, habitualmente acuciado por el hambre, viaja en sueños, a lomos de su borrico, tras un suculento banquete donde satisface su ansia y su sed de vino, a la cumbre del Olimpo, donde se encuentra la casa de Urania. Allí asiste al dictamen de la soberana sobre los pronósticos que ocho astrólogos han dispuesto para ese año, 1739. Entre burlas acerca de la proliferación de almanaques, tras la censura mordaz de los más recientes y de sus autores (todos reales), el pobrecito Manuel Pascual, «cargado de obligaciones», será dignificado con calidades de astrólogo y poeta por Urania y Talía, respectivamente. Al despertar del sueño, Manuel Pascual dictará su pronóstico (recordemos que él no tiene manos) a su mujer.
La adopción (irrupción) de este personaje («incompleto», «informe», «medio hombre») vocinglero, simple e ignorante para asumir el papel de verdadero astrólogo (el único de los presentes que obtiene este calificativo), predilecto de Urania, y el único con su licencia para imprimir sus pronósticos (todos los demás que lo hagan 373
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han de ser tenidos por falsos, ya que la soberana no les concedió su beneplácito), tiene unas connotaciones obvias; por si no bastaran la descripción de su persona, acciones y palabras, expresamente se declara en el prólogo el mejor para ocupar este papel, pues los astrólogos, embobados en sus cábalas y cálculos sobre el cielo, ajenos y desconocedores incluso de lo más cercano a ellos, son «figurones» en tanta medida, o incluso en mayor medida, que él mismo. 2. Almanaques para 1739: la justificación de Sueños hay que verdad son El éxito y abundancia de piscatores hace coincidir, en la Gaceta de Madrid del 9 de diciembre de 1738, los anuncios de cinco pronósticos (cuatro para el año siguiente, y uno «para todos los años»): de Torres Villarroel, El cuartel de inválidos y el Pronóstico de lo pretérito, anticipación de lo presente y regreso de lo futuro (mencionado en la Gaceta como Lo presente y lo futuro); el Sarrabal burgalés, de Germán Ruiz Gallirgos; el Piscator otomano, y El jardinero de los planetas, de Nolegar Giatamor (pseudónimo de Jerónimo Argenti). Se publicita, además, la comedia La encantada Melisendra y piscator de Toledo, de Tomás de Añorbe. En la «Nota» con que se cierra Sueños hay que verdad son se alude a esta circunstancia y a la aparición de otros almanaques en la Gaceta de semanas anteriores, tras referirse la particular promoción de uno de ellos el 16 de diciembre de 1738, «en que amaneció Todo el mundo pegado en cada esquina de Madrid. Era un cartel muy grande que anunciaba, en vez de pascuas, un piscator con el título de Totilimundi» (s. n., [54]). Este paratexto se inserta como seria justificación del pronóstico, de tal modo que la causa única que me ha obligado a componer este pronóstico es el querer hacer burla de tanto mal astrólogo y peor poeta como ha salido este año a comerciar en la plaza del orbe con la vil y baja mercaduría de sus piscatores ridículos y falsos (Pascual, 1739: s. n., [54]).
La nota, fechada el 6 de enero de 1739, recoge la doble funcionalidad del almanaque en tanto que útil desengaño de «los que aprecian tal escoria» y ocioso entretenimiento de «ocupaciones de mayor importancia» durante las festividades navideñas. Se apunta, así, hacia un propósito instructivo que hace provechoso lo que no es sino pasatiempo del autor, de tal modo que, si no bastase este papel para tal fin (el desengaño de quienes dan crédito a los piscatores), «ya se deja entender el poco trabajo que me costará finalizar los restantes seis meses, siguiendo la propia o diversa metáfora». Hecha esta precisión, se reitera el desprecio a los astrólogos, y parece retárseles a responder a este almanaque, con jactancia del culto dominio del autor de diversos estilos, para concluir retomando el tono jocoso de Manuel Pascual y alzando a su personaje, «desde la cátedra de mi asno», sobre todos los almanaqueros: «Manuel Pascual, dormido y soñando, sabe más que todos ellos juntos despiertos». Comenzar por el cierre del pronóstico nos permite ubicarnos en el contexto en que este nace, en el horizonte de una transición a un año de 1739 abundante de 374
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almanaques, y en la autoafirmación del anónimo autor y de su propósito, verdadero o fingido; pero, además, se expresa sin ambages una acusación hacia el lenguaje y estilo empleado por los astrólogos («toda su escuela no sabe hablar sino con frases toscas y chanza grosera, y en este lenguaje no puedo yo hablar, y así les cedo la victoria»). Efectivamente, parece percibirse esta diferencia sustancial en la lectura de este almanaque. Pese a ubicarse en la estela de una literatura popular de amplia difusión en las prensas de la mano de una figura de aspecto irrisorio, carente de cultura y perteneciente a un estrato social tan bajo como el de un pícaro mendigo, se sostiene la burla sobre una elaboración metafórica conceptual donde los usos lingüísticos no se recrean en el chiste fácil ni se dejan llevar hacia las construcciones burdas y soeces, no traspasan ciertas fronteras del decoro ni se regodean en lo escatológico, lo malsonante y lo chabacano. La eficacia de la burla se sostiene precisamente sobre el distanciamiento de las formas de vulgarización y artificiosidad de la frase que abundan en este tipo de papeles, sobre el cuidado del estilo y sobre el desarrollo coherente y sostenido del figurón simple, desenfadado y de mirada literal, que se contrapone y supera a la turba de astrólogos, así como en la detallada elaboración del universo simbólico y onírico en que gana su investidura como verdadero astrólogo y poeta. La burla no se dirige únicamente hacia la astrología judiciaria y sus piscatores, sino también hacia los propios usos y discursos literarios mediante los que aprovechan el negocio que supone el género; la crítica no se limita a la materia, sino también al estilo literario. El autor real aprovecha la estructura y los tópicos del pronóstico para contrahacer la figura del astrólogo y desengañar al lector tanto del contenido como de los usos lingüísticos; la incursión en el género popular parece realizarse desde una afectada superioridad, de miras renovadoras del gusto. Tanto la elaboración y desarrollo narrativo de la metáfora como el estilo son, precisamente, aspectos distintivos de los almanaques anónimos de Manuel Pascual, aspectos que le otorgan un interés y calidad literarios muy superiores a los que se hallan en las continuaciones firmadas por Jorge de Cárdenas y Francisco de la Justicia. 3. Estructura de Sueños hay que verdad son Sueños hay que verdad son parece forjado para desmantelar multiplicidad de lugares comunes, aunque siempre mediante juegos burlescos para mayor eficacia e incremento de la diversión. Como almanaque contrahecho de una figura también contrahecha; como medio pronóstico de un medio hombre, escrito por alguien que denigra la materia (o su uso) y no es especialista en ella, elude el componente tradicional y serio del calendario, limitando su estructura a lo básico, que permite al autor conformar un papel netamente literario. Imita el modelo para deshacerlo (y desacreditarlo) a base de chanzas que subvierten su valor. Los propios preliminares redundan ya en este propósito. En la dedicatoria, «al primero que pase por la calle», se apunta graciosamente el carácter popular y mercenario de los almanaques, crecidos a la procura de cuartos y al amparo del merca375
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do. A esto se añadirá, en la segunda parte, dedicada a Perico el de los Palotes, la decantación burlesca hacia el dominio y juicio del público (y de su gusto), privilegiado sobre las fallidas pretensiones de mecenazgo, decadente e inefectivo, pero aún visible en los impresos de la época, en convivencia de dos modelos contradictorios que se emplean de manera complementaria en los piscatores. Se aprovecha esta primera dedicatoria para denunciar con gracia esa proliferación de almanaques y nuevos astrólogos, lo que justifica que el pobrecito Manuel Pascual se sume a este negocio: Señor mío, para todos es el cielo, y, como yo he visto que a cada paso salen astrólogos debajo de la tierra, me ha parecido que esto no consiste en más que en querer serlo y en atreverse a ser uno, si no loco declarado, a lo menos no de sesera sentada; y así, a dos vueltas de compás, puede un hombre de bien salir con la empresa (3r).
Tras el «Prólogo al discreto lector, en que se da razón de la obra», que abordaremos más detenidamente, comienza el pronóstico propiamente dicho con el «Juicio general del año», donde se emplea el reparto acostumbrado en los almanaques dieciochescos que siguen en mayor o menor medida el modelo de Torres, de prosa y versos. En la primera se recurre principalmente a perogrulladas y juegos verbales basados en la polisemia y el uso anfibológico de los vocablos, mientras que las composiciones en verso, en variados metros y estilos, condice con el aspecto lúdico e ingenioso que predomina en los impresos poéticos del Bajo Barroco (Ruiz Pérez, 2012). El almanaque comprende el juicio general, las distintas estaciones y, posteriormente, los meses, en los cuales se mantiene el esquema de pronóstico general en prosa, composición poética, días (número del mes seguido del día de la semana, y apunte humorístico en vez de la predicción meteorológica) y lunaciones intercaladas en los días correspondientes, también mediante la disposición de prosa —que comienza con una interpretación humorística de la fase lunar—7 más poema. Tras el 30 de junio, último recogido en esta primera parte, se insertan estas «coplillas» (Pascual, 1739: [53]): Una cosa como esta son almanaques, todos son envoltorios de disparates, y así es lo fijo que quien juicio hace de ellos no tiene juicio.
Por último, en la página siguiente comienza la «Nota» (sin numerar, que correspondería a [54-56]), en la que, tras la fecha y antes de la correspondiente fórmula religiosa de cierre, se incorporan estos versos jocosos, en alusión a la representación 7 Así, por ejemplo, para el cuarto menguante indicado el 3 de marzo, «había cocido mucho la luna, y por eso había menguado; para otra lunación se le echará un puchero de agua, y con eso quedará llena» (24).
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de Manuel Pascual y a la «amenaza» de continuar adelante con su invento burlesco en la segunda parte: Lo que afirmo no te asombre ni lo juzgues a capricho, que, para cumplir lo dicho, aunque medio, soy muy hombre.
La segunda parte prometida contará con similar estructura, si bien el prólogo será mucho más breve que en este. Mantendrá la misma disposición para los meses restantes y la «Nota» final; tras esta, se añadirá un soneto que «En aplauso de la obra escribe la poetisa de Lavapiés, Juana, mujer de Manuel Pascual» (Pascual, 1739b: 48).8
4. El «Prólogo al discreto lector, en que se da razón de la obra» El «Prólogo al discreto lector, en que se da razón de la obra» comienza con la interpelación directa al lector para adelantarse a su imaginada sorpresa y seguro recelo ante la entrada en la empresa almanaquera del fingido autor, para desenvainar prontamente la analogía de las trazas de Pascual con la facha absurda de los astrólogos: Oyéndote estoy, amado lector, que dices: «¿Quién mete a Manuel Pascual en hacer pronósticos? Por ventura, ¿un hombre sin pies ni manos ni otra facultad que la de dar grandes voces por las plazas y las calles puede manejar las piezas del astrolabio, revolver los cielos y registrar sus secretos misteriosos? ¿Si el pobrecito habrá perdido el juicio y será especie de locura querer persuadir que sabe astrología?» (4r).
El primer aspecto al que alude en su defensa es el engaño de las apariencias, puesto que su burdo exterior no le hace carecer de potencias, afirmación que burlonamente contradice al proponerse rápidamente como justo candidato a entrar en el gremio por resultar tan extravagante en su aspecto físico como los astrólogos cuando se sumergen en sus cavilaciones (sin dejar pasar ocasión para oportunas gracias): El tener yo mala traza y ser un simple en la apariencia no prueba mi incapacidad para el caso, porque ya sabes que debajo de una mala capa hay un buen bebedor, y yo, a fe que no lo soy malo, aunque no traigo capa sobre mis hombros. La exterioridad de mi basta y ridícula forma tampoco califica para tal asunto mi insuficiencia; antes bien, creo que convence que soy muy al propósito. Y, si no, dime, lector crítico: un astrólogo, cuando está contemplando con su antojo de larga vista el aspecto de Marte y de Mercurio; cuando está echando el compás en la equinoccial línea y fija sus puntas más de seis mil leguas de ella; cuando levanta ángulos y construye paralelos; cuando investiga, sumergido más 8 El juego alcanza la parodia de los poemas paratextuales, altamente codificados y cauce de la sociabilidad literaria.
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Ana Isabel Martín Puya en sí mismo que elevado al firmamento, si tre[s]cientos años ha estarían en el propio sitio que ahora se notan los descubiertos satélites de Júpiter; y, en fin, cuando está empeñado en averiguar los distantes arcanos del cielo, siendo así que no sabe ni comprende lo que pisan sus pies ni aun lo que tocan sus manos; este tal, ¿no está hecho un figurón que a todo el que le ve da gana de reír? Es evidente. Pues, en esta suposición, ¿puede darse figura más propia que la mía? No, por cierto (f. 4).
A la representación de Manuel Pascual como figurón tan risible como un astrólogo, se suman rasgos también peyorativos que le habilitan para profesar «dignamente» en el oficio; pero, especialmente, se juega aquí picarescamente con la noción de pobreza y hambre como avivadores del ingenio, en este caso asociados a las aspiraciones lucrativas de su incursión en el fructífero negocio de los pronósticos: Yo paso muchas noches en vigilia porque no ministra vapores a mi celebro la cena; conque tengo despiertos los sentidos y desembarazados los cascos para pasearme por los salones del cielo. Y, así, no debes extrañar que yo emprenda una obra en que hoy se ejercitan los talentos de más florida ciencia. Fuera de esto, amigo, Necessitas caret lege. También entiendo latín, y sé qué quiere decir este axioma, que la necesidad tiene cara de hereje. Para mí es constante, porque yo la he visto la cara muchas veces, y es peor que la de Calvino y Lutero. Sus fieras facciones es indubitable que obligan a mucho, y el en tendimiento apretado es fijo que discurre no poco, por lo cual yo me he determinado a esc[r]ibir mi calendario, por si acaso puedo conseguir, con esta invención, que tenga menos feo semblante mi estrechez (4v).
Valgan estas dilatadas citas para presentar, además de la explícita y «sincera» (en tanto que personaje, fingido autor) justificación de Manuel Pascual —su analogía con los almanaqueros y su propósito de aliviar sus miserias con las ganancias—, el estilo del gracioso y menguado Sancho Panza dieciochesco, su elaborada simpleza y sus libres traducciones de un mal latín (características de sus almanaques, donde aparecen diseminadas en distintos lugares). A continuación, expone Pascual la mengua de su fortuna como mendicante, por verse «cargado de obligaciones y cuidados» sobrevenidos con su matrimonio (pese a que sea su adorada Juana quien cuida de él, hasta el punto de transcribir el pronóstico que Pascual, sin manos, le dicta a lomos de su asno), desde la celebración misma de la boda, en la parroquia de San Sebastián, también referida burlescamente, que supuso que sus «caudales» (más de juicio o estima que económicos) quedaran «dando sus últimas boqueadas» (f. 5). Tras una sustanciosa cena (excepción de su hambruna habitual a cuenta de un «personaje piadoso») acompañada de un «vino generoso que podía arder en un candil y resucitar los muertos» (5v), cae en profundo sueño. En este, espoleando a codazos a su asno alcanzan, el jumento y su dueño, un «alcázar suntuoso», situado en una cumbre, desde cuya portada escucha «ruido de voces sonoras, ecos de música festiva, instrumentos, en guisa de tener templanza y algazara de gente destemplada que tenía algún rato de chacota» (6r). Al asomar el asno su hocico, salió «una ninfa muy remilgada […] armada de punta en blanco», quien les recibe «con den378
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gues almibarados y melindre muy chistoso», ante cuya voz acude «una tropa de hombres y mujeres; ellos, por su fisonomía y ropaje, arrancados de unos tapices, y ellas, por su peregrina belleza y vestidura, simulacros hermosos de las mentidas diosas» (f. 6). Animado por la respuesta de la turbamulta ante su solicitud de limosna, Pascual se presenta ante la concurrencia con unas octavas autorreferenciales (con que incumple todo decoro poético, en una parodia múltiple), como pie para plantear el influjo del monte y alcázar que pisa (su borrico). Todos exclaman, al oírle, «¡Poeta es el feo Manuel Pascual!»; y él: «Yo, señores», repliqué, «en mi vida he sabido hacer una copla, pero no sé qué extraño y poderoso influjo se me ha metido de repente en el celebro que ya juzgo que Lope de Vega y Góngora son niños de teta en comparación mía. Sin duda que esta novedad proviene del clima en que me hallo […] háganme […] favor de noticiarme si este monte es el Parnaso florido, que en él, según leí en mis mocedades, tienen las musas su vivienda, y hasta las plantas y los troncos respiran poesía» (7r).
La ninfa portera toma la palabra para satisfacer la curiosidad del recién llegado, refiriendo, con gran coherencia en el ensueño, la existencia de una «secreta mina», senda abierta por «los ingenios del presente siglo», que conecta el Parnaso con las faldas del Olimpo, monte («famoso y más alto de cuantos hay en el mundo, y, por tanto, el más proporcionado para examinar más de cerca el curso de los cielos») en el cual se halla la «Real Casa de Urania, presidenta jurada de la Astrología», que no es sino la «magestuosa fábrica»9 donde se encuentran (f. 7). Continúa la portera: Yo soy a quien tiene encomendada la custodia, y me llamo la perpetua Vigilancia. Las beldades que contemplas son las musas […] que, convidadas de nuestra patrona, vienen por el pasadizo oculto a honrar con su asistencia el plausible festín que hoy en este monte se ejecuta. Todos los años sube con sus fantasías a la empinada cima del Olimpo una caterva de astrólogos para conferir con Urania las dificultades que se les ocurren para sacar sus pronósticos. Manifiéstase en su aula […] la deidad luminosa, y, desatando sus dudas, los deja iluminadas sus molleras. Hoy es el día aplazado para la resolución de acto tan importante y serio, y los caballeros de la triste figura que ves son los astrólogos que vienen a consultar. Todos traen su piscator formado para leerle a Urania y pasar a imprimirle si les da licencia.
Descubrimos, así, que el «estruendo ruidoso» eran «bailes, poesía, canciones y tocatas» con que se divertían los astrólogos a la espera del juicio sobre sus almanaques (7v-8r). Tras dar limosna al mendigo, continúan las «contradanzas» de los presentes, que dan pie a una especie de representación bufonesca donde todo se mezcla, sin que falten versos «a montones, y como llovidos de todas suertes y géneros» (8r). Por si no le hubiera quedado clara al lector la burla, el simple y literal autor fingido, aunque tarda un poco en caer en la cuenta, transmite a la Vigilancia Fábrica se relaciona con la producción (en este caso, de astrólogos-poetas) y el negocio (al igual que la «mina» secreta); es, asimismo, además de ‘cualquier edificio suntuoso’, metafóricamente, ‘idea fantástica’ (Diccionario de autoridades). 9
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su asombro por ver a «astrólogos y poetas todo junto en una pieza sola», y esta le aclara el significado de la escondida senda que comunica los dos montes: [L]os astrólogos han hallado modo de ser poetas. ¿No habéis visto que ya todos los años sacan en sus piscatores sonetos, seguidillas y romances? […] se ha excogitado medio para que la astrología se incorpore con la poética licencia; y esto, en fin, es venir las musas desde el Parnaso al Olimpo por la senda angosta del conducto secreto (8v).
La afirmación del tonto Manuel Pascual acerca de que «poesía y astrología son facultades opuestas», desde una mirada simple, da el paso a la respuesta de Vigilancia: si los poetas «dan a sus pies perfecta medida» y los astrólogos «traen sus manos muy acompasadas, se infiere que astrólogos y poetas, por sus manos y sus pies, todos andan a un compás». Además, apunta Vigilancia, «se parecen en la cabeza, que todos la traen hecha una devanadera». La diferencia es que, «verificándose de unos y otros que tienen la cabeza perdida, de los poetas no se puede decir que es gente sin pies ni cabeza» (9r). En estas cavilaciones transcurre el tiempo hasta el momento del juicio de Urania, para el cual la portera coloca (literalmente, puesto que el borrico queda fuera) a Pascual en un rincón. Cuando comparece Urania, su secretario, Barbacana, procede a la lectura de los diez pronósticos que se presentan al juicio: tres de ellos son de Torres Villarroel (El cuartel de los inválidos, el Arte de hacer calendarios de veras y el Pronóstico de lo pretérito, anticipación de lo presente y regreso de lo futuro), mientras que el resto son los de Gómez Arias, Francisco León y Ortega, Francisco de la Justicia y Cárdenas, Germán Ruiz Gallirgos, Jerónimo Fumaz, el conde de Nolegar Giatamor (Jerónimo Argenti), y el Totilimundi, de Francisco Horta Aguilera. Finalizada la lectura, Urania ofrece su veredicto, indicando que «ninguno merece mi aprobación, porque todos están infieles en cómputos astrológicos» (9r), lo que queda probado por la disparidad, tanto en lunaciones como en vaticinios (9v). Procede, a continuación, a ofrecer su juicio sobre cada uno de los piscatores, que censura atendiendo en no poca medida al componente literario. El de Gómez Arias, por ejemplo, «aunque en lo astrológico está más que mediano, en el título [Relámpagos de Marte y Babilonia de Europa] está insuficiente, y en el prólogo está atrevido, arrogante, vano y soberbio, como él mismo con estas propias voces lo confiesa, en que sin duda hace un heroico acto de humildad» (9v). Añade, además, que «es la alusión [del título] muy corta, y muy superficial la alegoría» (9v). La jactancia de Gómez Arias se aprovecha para descalificar los piscatores frente a las obras de provecho: «[A] quien es tan erudito no le está bien para su [a]plauso sacar la obra inútil de un piscator. Lo que le conviene, si tiene tanto ingenio y es tan versado en todas facultades, es escribir libros provechosos en que vierta raudales de su ciencia» (9v-10r). A León y Ortega lo descalifica como astrólogo, pero lo premia como «buen poeta» (10v). De Francisco de la Justicia censura la «impropiedad que con la astrología tiene su asunto», y afirma que «su piscator, ni en título ni en substancia lo es […]. Y por los malos versos que trae, mando que el peor poeta que se encuentre le haga un riguroso vejamen» (10v-11r). Gallirgos, para imprimir, debe 380
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eliminar «la locución y poesía en jerga gitana, porque es lenguaje repugnante a la elocuencia de las musas y a la claridad y limpieza con que en sus luceros y planetas habla la astrología» (11r). El de Fumaz lo juzga «a todas luces abominable; por mal hablado, por pésimo poeta, por ignorante astrólogo, y porque se mete a labrador, médico y hortelano sin entenderlo» (f. 11). El de Nolegar Giatamor da permiso para imprimirlo, porque «es serio y sin coplas, con lo cual […] si no es totalmente cuerdo, a lo menos es menos loco que todos sus hermanos» (11v). A Torres Villarroel le pone la condición de que se disfrace conforme a cada una de las tres obras: para el almanaque, de «un pobre militar, desnudo, estropeado y herido, con muletas debajo del brazo y con una gorra encarnada y cascabel muy grande en la cabeza» (11v), puesto que «en orden a formar pronósticos está ya su fantasía inválida y exhausta de metáforas». No obstante, se percibe cierto mérito literario: En los primeros años que se volvió loco (si es que tuvo que volverse) es cierto que dio en sus pronósticos ideas chistosas, pero ya tiene desalquilada de especies la azotea de los sesos, ya tiene sin fuerzas los símbolos en el desván de sus cascos, y así con razón denomina su presente piscator Cuartel de inválidos (11v-12r).
Los cómputos eclesiásticos del Arte de hacer calendarios de veras merecen el respeto manifiesto de Urania, quien le manda emplear «su capirote y su borla, como doctor y catedrático de matemáticas, de quien es digno, por lo útil y serio, este trabajo» (12r). Por último, el «pronóstico en esdrújulos» es la obra de Torres que recibe más severo dictamen: «[C]on ocho hojas esdrújulas y esdrujadas […] se hace tan pequeño que apenas se le ve por esdrújulos el bulto» (12r). Manda Urania, además, que «no haga más pronósticos», y que «cierre la escuela de astrólogos de que es fundador y padre, porque hay tanta cosecha de ellos que se puede temer una general peste en el mundo» (12r). La figura de Torres Villarroel cobra, por tanto, un lugar destacado, tal y como le correspondía en el abonado campo de los piscatores, como pródigo almanaquero y difusor de la epidemia. A pesar de las burlas, se mantiene cierta percepción de dignidad y respeto hacia su trabajo, especialmente por su labor divulgativa y científica. Finalmente, el Totilimundi lo desprecia por completo: debiera llamarse «Arranque o amago de un abreviado plan del universo» (12v). Antes de que se marche la diosa, Pascual reclama su atención para pedirle limosna, y esta le inquiere si es astrólogo, «porque lo parecéis en vuestro extraño aspecto» (13r), y, «para confusión de estos astrólogos falsos, os tengo de dar la envestidura de astrólogo verdadero» (13r). La visión de Manuel Pascual sobre la astrología se percibe en el breve «examen» que le hace Urania antes de infundirle la ciencia, a cuyas preguntas él responde con llaneza y simplicidad, definiendo sol, luna, estrellas y vía láctea por medio de metáforas y analogías que denotan su vulgaridad, aunque también su ingenio (13v). Complacida Urania, interrumpe su discurso sobre la materia astrológica: 381
Ana Isabel Martín Puya «Basta», pronunció Urania. «Vos seréis el astrólogo más famoso de cuantos hayan astrologizado en la carrera de los siglos» […] se quitó una banda de color azul, bordada de estrellas, y, ciñéndomela al cuerpo, profirió: «En virtud de esta prenda, y de que yo, por mis propias manos, os la pongo, estáis ya creado astrólogo. Por mar y tierra podréis ejercer libremente este oficio». Y échandome sus cándidos brazos al cuello, me dejó un instante favorecido, y en la facultad de astrología graduado (15r).
Investido con los honores de astrólogo verdadero, Manuel Pascual reclama «la gracia de hacer coplas, porque como ya se ha hecho estilo mezclar en los pronósticos versos, será inútil mi acierto en los piscatores que sacase si no llevan el adorno de poéticos primores» (14r). La musa Talía, allí presente, lo inviste con los correspondientes honores de poeta, otorgándole una chinela que ha de tener siempre a la vista para hallar en ella, «para todos los pies, la mejor medida y horma» (14v). Como agradecimiento, el nuevo astrólogo y poeta ofrece unas décimas donde afirma que, «como quien hace buñuelos, / haré grandes piscatores, / y echando en ellos primores / de poética locura, / he de levantar figura / levantándome a mayores», a lomos de su «asnilio», convertido ahora en «jumento» (14v). Mientras todos lo vitorean, despierta de su sueño y toma la determinación de componer su pronóstico y que lo transcriba su esposa, Juana, a quien le anuncia el título y le confiesa su intento: El título que has de poner a mi piscator es el referido proverbio Sueños hay que verdad son; también le has de intitular Punto en contra de los astrólogos y pronóstico indefectible. Lo uno, porque mi intento es proceder contra todo este escuadrón de locos, y lo otro, porque pretendo decir verdades apuradas para hacer burla de sus muchas boberías (15v).
III. Manuel Pascual, una ficción literaria producto de su tiempo Este primer impreso en el que Manuel Pascual asciende de dedicatario a fingido autor de medio almanaque —como medio hombre de apariencia vulgar y risible, figurón convertido, en viaje onírico, en verdadero astrólogo y poeta, frente a la turba de falsos astrólogos que saltan a las prensas con sus elucubraciones y equívocos para lucrarse a costa de la credulidad del vulgo— constituye una notable muestra de las tendencias de la literatura popular de su época. En él encontramos ciertas claves del prolífico género de los almanaques enfrentadas y contestadas en su vertiente burlesca, pero percibimos también marcas de la práctica literaria como entretenimiento y negocio, y de las tensiones de un panorama cultural y literario donde conviven la elaboración literaria ociosa y la justificación de la obra por medio del didáctico y utilitario desengaño al servicio del discreto, sabio, crítico o ingenuo lector. Convive la legitimación del escrito como descanso de ocupaciones mayores con la provocación del rival literario y la jactancia del dominio de diversos géneros y estilos, la incursión en un género popular con la reivindicación de la propia cultura, la creación de una marca tras la que ocultar el nombre propio con la estrategia de vindicación del papel y su empresa. 382
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La adopción de un personaje marginal, socialmente estigmatizado, simple e inculto convive con una suerte de aspiración a la variedad y depuración estilística, con un lenguaje que evita lo chabacano y la verborrea excesiva, tan asidua en otros pronósticos. Todo elemento del almanaque se transforma en chiste y gracia elaborada, con mayor o menor acierto, y la anécdota literaria asoma a los vaticinios para el año. Sin embargo, lo más característico es que el personaje de Manuel Pascual, su historia, su estilo, su carácter, se presenta de forma unitaria y completa. Es decir, lo más destacable es su especial cuidado y desarrollo, la atención prestada a una metáfora detalladamente construida, plenamente literaria —en un género donde normalmente se evidencia el apresuramiento de la redacción, la primigenia finalidad lucrativa del impreso—, en la que, no obstante, se incorpora un juicio de los rivales, de los impresos reales y recientes, sobre los que la crítica, por más que burlesca y burlona, se centra en el componente lingüístico, estructural y literario de los almanaques (se evidencia, además, una preferencia clara por impresos de carácter «científico», útil y serio). Tensiones de su época: años finales del Bajo Barroco, en que se perciben las dinámicas y polémicas del momento y se intuyen tendencias que van calando social y culturalmente (o se defienden de forma expresa). El acierto de este impreso, la ingeniosa y desarrollada consistencia de su burla, responden a la atención estilística, formal y conceptual del conjunto, pero todo ello, a su vez, se sustenta sobre la creación del pobrecito Manuel Pascual. Sueños hay que verdad son, que aprovecha tópicos, estructura y recursos habituales del género, inventa para el almanaque dieciochesco y da cuerpo (medio cuerpo) a un fingido autor y personaje que fructifica en las páginas de diversos papeles al menos entre 1739 y 1745 (Martín Puya, 2019). No obstante, en ningún otro escrito de Pascual lo hallamos con tanta riqueza literaria, potencia simbólica y efectividad humorística como en esta primera entrega de 1739, auténtica investidura del pobrecito Manuel Pascual en astrólogo y poeta. Bibliografía Checa Beltrán, José. Razones del buen gusto: poética española del Neoclasicismo, Madrid, CSIC, 1998. — «Apuntes sobre el influjo francés en la poética neoclásica española», en P. Garelli y G. Marchetti (eds.), «Un hombre de bien»: saggi di lingue e letterature iberiche in onore di Rinaldo Froldi, Alessandria, Edizioni dell’Orso, 2004, pp. 259-268. — «Luzán y la Ilustración», en J. Álvarez Barrientos et al. (coords.), En buena compañía: estudios en honor de Luciano García Lorenzo, Madrid, CSIC, 2009a, pp. 843-852. — «Ilustrados y conservadores en el debate literario español», en M. Koprivitza Acuña (coord.), Ilustración en el mundo hispánico: preámbulo de las independencias, Tlaxcala, Instituto Tlaxcalteca de la Cultura, 2009b, pp. 61-82. — «Canon y nacionalismo en la crítica literaria del siglo xviii: la recepción española del Quijote», en K. Acharya et al. (coords.), East and West: Exploring Cultural Manifestations, Mumbai, Somaiya Publications, 2010, pp. 467-484.
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Ana Isabel Martín Puya — «Lecturas sobre la cultura española en el siglo xviii francés», en J. Checa Beltrán (ed.), Lecturas del legado español en la Europa ilustrada, Madrid-Fráncfort, Iberoamericana-Vervuert, 2012. — «Recepción de modelos áureos en el siglo ilustrado», en B. López Bueno (ed.), Entre sombras y luces: la recepción de la poesía del Siglo de Oro de 1700 a 1850, Sevilla, Universidad de Sevilla, 2014, pp. 51-80. — «Subjetividad, imitatio y naturaleza en el siglo xviii», Iberoromania, 84 (2016), pp. 215-227. — «Ignacio de Luzán y su “autoimagen”», en E. de Lorenzo Álvarez (coord.), Ser autor en la España del siglo xviii, Gijón, Trea, 2017, pp. 163-184. — «Apuntes sobre pensamiento literario y estrategias autoriales en el siglo xviii», Studi Ispanici, 43, 2018, pp. 273-288. Durán López, Fernando. «De los almanaques a la autobiografía a mediados del siglo xviii: piscatores, filomatemáticos y alrededores de Torres Villarroel», Dieciocho: Hispanic Enlightenment, 36, 2 (2013), pp. 179-202. — Juicio y chirinola de los astros: panorama literario de los almanaques y pronósticos astrológicos españoles (1700-1767), Gijón, Trea, 2015. Frankova, Danuse. «Don Martín Martínez y el Juicio final de la astrología en defensa del Teatro crítico universal de Benito Jerónimo Feijoo. Edición y estudio», tesis doctoral dirigida por los doctores Alberto Montaner Frutos y Jorge García López, Universidad de Zaragoza, 2017. Galech Amillano, Jesús María. «Astrología y medicina para todos los públicos: las polémicas entre Benito Feijoo, Diego de Torres Villarroel y Martín Martínez y la popularización de la ciencia en la España de principios del siglo xviii», tesis doctoral dirigida por los doctores Àlvar Martínez Vidal y José Pardo Tomás. Universitat Autònoma de Barcelona, 2010. García Aguilar, Ignacio. «Carrera literaria e imagen autorial en Diego de Torres Villarroel», en E. de Lorenzo Álvarez (coord.), Ser autor en la España del siglo xviii, Gijón, Trea, 2018, pp. 137-161. Lorenzo Álvarez, Elena de (coord.). Ser autor en la España del siglo xviii, Gijón, Trea, 2018. Martín Puya, Ana Isabel. «El Garcilaso de Carlos III: ideas poéticas de Azara», en B. López Bueno (ed.), Entre sombras y luces: la recepción de la poesía del Siglo de Oro de 1700 a 1850, Sevilla, Universidad de Sevilla, 2014, pp. 151-180. — «Pinceladas autoriales de Torres Villarroel (a partir de dos obras de desengaño)», Bulletin hispanique, 120, 1 (2018), pp. 223-238. — «El pobrecito Manuel Pascual: almanaques burlescos entre el ingenio, la literatura y el negocio», Cuadernos de Ilustración y Romanticismo, 25 (2019), pp. 251-271. Disponible en: https://doi. org/10.25267/Cuad_Ilus_romant.2019.i25.15. Pascual, Manuel. Sueños hay que verdad son, y punto en contra de los astrólogos. Antídoto eficaz contra la general epidemia de piscatores falsos. Pronóstico chistoso, verdadero e indefectible. Cálculo seguro, fijo e irrefragable, y vaticinio cierto de los sucesos civiles, mecánicos y políticos de todas las cuatro partes del mundo para este presente año de 1739. Su autor, el pobrecito Manuel Pascual. Parte primera, Madrid, s. i., [1739a]. — Sueños hay que verdad son, y punto en contra de los astrólogos. Triaca magna contra el veneno de la astrología judiciaria. Continuación al cálculo verídico de todos los sucesos políticos, civiles y mecánicos del universo. Para los seis meses que restan al año de 1739. Desde el día primero de julio hasta el último de diciembre. Segunda parte, Madrid, s. i., [1739b]. Ruiz Pérez, Pedro (2012). «Para la historia y la crítica de un período oscuro: la poesía del Bajo Barroco», Calíope. Journal of the Society for Renaissance and Baroque Hispanic Poetry, 18, 1 (2012), pp. 9-25. Torres Villarroel, Diego de. El embajador de de [sic] Apolo y volante de Mercurio. Almanak universal para el año común de la conjunción magna 1722, [s.l.], [s.i.], [1721].
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El «sueño literario» en la prensa novohispana Esther Martínez Luna Instituto de Investigaciones Filológicas, UNAM
Me decía a mí mismo: ¿por qué serán tan pasajeras las agradables ilusiones de un sueño, y por qué las congojosas ideas de la hipocondría serán tan eternas? Z. E. M.
En la historiografía de la literatura mexicana es recurrente estudiar ciertos géneros literarios que han sido sancionados a partir de inercias que facilitan su acercamiento pero que, sin duda, reducen el corpus de conocimiento. Prueba de ello es que algunos géneros o subgéneros que tuvieron su auge en determinados periodos, y han quedado en desuso, suelen ignorarse luego de nunca haber sido incorporados a nuestros repertorios de formas o tipos verbales para su estudio, tal es el caso del sueño literario. Para empezar, se suele creer que este género solo fue practicado en el ámbito hispánico por los escritores de los siglos xvi y xvii, con Francisco de Quevedo a la cabeza, sin olvidar, claro está, a sor Juana Inés de la Cruz. En consecuencia, el sueño ha quedado circunscrito para muchos lectores a ese periodo histórico como una antigualla, aunque digna de admiración. Sin embargo, el sueño literario fue sumamente cultivado en el siglo xviii en España y en los albores del xix en México. En ese sentido, el nombre de Diego Torres de Villarroel no debería resultarnos ajeno, pues el escritor salmantino fue un destacado practicante de esa modalidad narrativa al seguir los pasos de su admirado Quevedo durante el setecientos en España; además Torres de Villarroel fue ampliamente leído por los novohispanos. En nuestra tradición literaria, cuando se estudia este molde genérico es casi costumbre referirse, con cierta insistencia, al «Ridentem dicere verum. ¿Quit vetat?» (1814) y «Los paseos de la verdad» (1815) de José Joaquín Fernández de Lizardi, como prototipos de sueños ilustrados.1 No obstante, también se encuentran en Las referencias a estos sueños utópicos lizardianos son amplias. Beatriz Alba Koch, además de los sueños citados, señala por lo menos un total de nueve en la obra de Fernández de Lizardi: «Between 1821 and 1827 José Joaquín Fernández de Lizardi (1876-1827), a renowned writer of the Enlightenment, published at least nine dreams in his Mexico City newspapers or as broadsheets. […] his dreams were often written as “offerings” for the Day of the Dead and were intended to be sold alongside candles, flowers, and food for home altars and graveyards. Lizardi states that he is following Quevedo 1
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el ámbito novohispano «El sueño verdadero» de Francisco Eduardo Tresguerras, publicado en la primera parte de sus Ocios literarios (1796) y el Sueño de sueños (¿1802?) de José Mariano Acosta Enríquez.2 Sin embargo, nuestro interés radica en el estudio de los sueños literarios publicados en la prensa cotidiana de los primeros lustros del siglo xix, al ser el soporte que dio visibilidad al modelo ante la necesidad que había de fomentar la educación entre los miembros de la sociedad para crear vínculos que explicaran y modificaran el entorno social, cultural e ideológico. En ese sentido, el Diario de México (1805-1817) es una fuente de información valiosa para conocer y explicar lo que dio sustento a la cultura literaria de la época, pues posee una gran variedad de textos que se insertan en la tradición onírica con distintas tesituras y/o transferencias culturales que tenían lugar entre la prensa peninsular y la del Caribe. En virtud de ello, tenemos algunos sueños literarios que se refunden y otros tantos que fueron escritos de manera expresa para ser publicados en las páginas del Diario. Ciertamente, los sueños redactados por los ilustrados novohispanos apelaron a pautas específicas que crearon un sistema reconocible para uniformar el género; el ingrediente moral fue sustantivo en esta práctica. Valga apuntar que los rasgos que identifican y sancionan este molde literario son similares a los que caracterizaron a los sueños publicados en la prensa peninsular del setecientos. De acuerdo con Teresa Gómez Trueba (1999) se trata de estructuras fijas, prácticamente inamovibles en la ruta que acatará el soñador. Así tenemos, entonces, la aparición del sueño, es decir, el cansancio del día lleva al narrador a entrar en un estado de reposo que lo conduce a la ensoñación. Ya dentro de la ensoñación, por lo regular, se sentirá ajeno y temeroso al ambiente donde se encuentra, por lo que aparecerá de pronto un guía personificado en la figura de un viejo que se ofrecerá a conducirlo por la experiencia que se le avecina. En seguida, conoceremos la vivencia que le hará modificar su forma de pensar y en consecuencia su comportamiento se orientará hacia otras rutas de reflexión. Finalmente, el personaje que narra el sueño desperbut does not fictionalize this author as guide, preferring instead Death and allegorical figures such as Experience, Love of Patria, and Truth. Unlike Quevedo, Lizardi and Acosta use satire to decry the widespread poverty of the viceroyalry and Lizardi openly condemns the social irresponsibility of the rich. After 1821, when most of New Spain became the independent state of Mexico, Lizardi’s dreams became more topical and transparently political, criticizing religious fanaticism and the Catholic Church’s domination of the Congress as well as satirizing the conservatism of the regime of Agustin de Iturbide and the inadequacies of its approach to crime» (2013: 104). 2 En «El sueño verdadero», Francisco Tresguerras se da a la tarea de explicar cómo fue que concibió sus grabados haciendo confluir su pintura y la literatura. El texto sigue en su constitución formal las características del género literario. Por su parte, Sueños de sueños, de Acosta Enríquez, recrea una visión semejante al Sueño de la muerte o la visita de los chistes, de Francisco Quevedo, pero ambientada en otro contexto cultural y social, además de ser muy diferentes en cuanto extensión, ya que la primera ronda las cien páginas, mientras la segunda no rebasa las veinticinco. Acosta Enríquez recurre a Miguel de Cervantes, a Diego Torres de Villarroel y, por supuesto, al propio escritor madrileño, como guías y autoridades en su aventura onírica. El relato es el de un discípulo avezado que transfiere lo aprendido a su propia creación literaria.
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tará por la intranquilidad de algún desajuste fisiológico, que puede ser su deseo de ir al baño, el sudor que empapa su cuerpo, un malestar estomacal, una situación de conflicto en el propio sueño, o algún ruido exterior que rompe la quietud para traerlo a la vigilia. Cabe destacar que el lector de este tipo de género conoce desde el principio lo que conduce a los personajes a entrar en la experiencia onírica y los espacios donde se verificarán los hechos narrados también le serán familiares. Ahora bien, dicho así parece muy sencillo, pero la complejidad de este tipo de narraciones contendrá ideas y conceptos que retratarán a la sociedad brindándonos la temperatura del momento, pues esta experiencia de naturaleza íntima (privada) se trasladará a la esfera de lo público al compartirse con los lectores de la prensa. De acuerdo con el movimiento que va de lo privado a lo público, las «ficciones» soñadas serán el cauce por el cual los letrados conducirán la discusión de una gran multiplicidad de temas, desde religiosos, científicos, educativos, filosóficos, de hábitos morales, y de preceptiva literaria, hasta situaciones álgidas de carácter político. En virtud de ello, el material de los sueños se torna amplio y su construcción conlleva a la utilización de alegorías, recursos fantásticos, referencias a personajes de la tradición grecolatina, disertaciones eruditas y, con cierta frecuencia, el empleo de un tono festivo e irónico que desemboca en el ejercicio de la sátira. Se crean así, nuevos contextos y lugares de enunciación para evidenciar las dificultades más recurrentes en la sociedad de inicios del siglo xix. Aclaremos que estos sueños literarios nada tienen que ver con el desorden o la irracionalidad, por el contrario, los soñadores no pierden ocasión para decir que «discurren dormidos, lo mismo que piensan despiertos» (Diario de México, 1807, n.º 714, pp. 55).3 En ese sentido, los textos de quienes fingen soñar de acuerdo con las leyes culturales de su época son discursos muy bien estructurados que conducen a una conclusión sabia y pedagógica para denunciar vicios, malas costumbres, excesos y situaciones políticas que acontecen en el trajín cotidiano de la sociedad. Sin embargo, el espectro de interés no se restringe únicamente a estos temas, ya que también pueden ser cavilaciones acerca del tiempo, la eternidad, la fragilidad humana o los dilemas morales. En consecuencia, la ficción onírica permite la reflexión cotidiana o filosófica que repercute implícitamente en el juicio ponderado para educar a los potenciales lectores de la prensa, pues el sueño, con su aparente «irrealidad» facilita al escritor evidenciar esas circunstancias incómodas del entorno Recordemos, por ejemplo, que en el periódico El Censor, su editor señalaba que tenía «talento de soñar tan ordenada y metódicamente, que los más de nuestros sueños pueden pasar por unas alegorías muy cabales» («Discurso L», 1781: 53, disponible en: http://hemerotecadigital.bne.es/issue.vm?id=00 03834315&search=&lang=ga), mientras que en las páginas del Diario de México sucede algo parecido con un colaborador que se firmaba bajo el seudónimo de El soñador: «Señor diarista: Siempre ha sido para mí un fenómeno inexplicable lo que experimentamos en los sueños. No me admiran sus singularidades y estravagancias, lo que me confunde es, que nuestro entendimiento sea capaz de concebir, combinar, y producir más estando dormidos, que estando despiertos. Yo he compuesto en sueños diferentes sermones, discursos oratorios, y rasgos poéticos […] produje un sermon infinitamente superior á lo que podría hacer despierto aunque trabajase un año en él» (1805: 79; el subrayado es mío). 3
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que hay que transformar por medio del conjunto de reglas y requisitos que vertebran el género. La primera persona del singular será la que permita al soñador narrar su «verdad», y a pesar de que las experiencias que comparta con el lector contengan elementos fantásticos, la fórmula onírica construida es tan pertinente y verosímil que en ningún momento será cuestionada la experiencia del soñador. Tan es así, que algunos sueños que describen algún pasaje donde hay desplazamientos en globos aerostáticos, humanos que vuelan, gigantes que devoran hombres, viajes a la luna, al más allá, o cambios de escenarios en un abrir y cerrar de ojos estarán presentes sin poner en entredicho el pacto de verosimilitud del molde narrativo del sueño. En virtud de ello, el sueño literario se define por su sentido práctico y útil al contener información de carácter coyuntural bajo el tamiz de la supuesta ficción. Por medio de los sueños se construye un discurso más libre que la realidad fáctica; en consecuencia, los soñadores se erigen en la conciencia de la sociedad. En la clasificación habitual que suele hacerse de la temática de los sueños ilustrados, destacan los de carácter político, con su buena dosis fantástica y utópica, donde el componente de cimentar un mejor lugar para vivir está presente. Este tipo de ensoñaciones fueron necesarias para denunciar y criticar a los actores políticos del momento, fuera Napoleón Bonaparte, por su osadía al invadir España, o Fernando VII y su pusilanimidad para enfrentar los conflictos bélicos con Francia. Estos actores politizaron la literatura (Martínez Baro, 2014a), pues el narrador de los sueños los utilizaba para evidenciar los errores de quienes capitaneaban sus gobiernos, convirtiendo las descripciones oníricas en verdaderos instrumentos de combate y guerras de plumas que tenían como fondo un exacerbado patriotismo. Los sueños de la prensa cotidiana Como decía líneas arriba, en el Diario de México se publicaron un abundante número de sueños literarios con diversas temáticas; asimismo los textos no se circunscribieron a estar escritos solo en prosa, sino que muchos de ellos fueron poemas que asimilaron los recursos modélicos del género y utilizaron la experiencia onírica para ficcionalizar la realidad. A partir del carácter moralizador del sueño literario, muchos títulos de las composiciones llevaban el adjetivo moral como marca de identidad inequívoca de su atributo. Destaquemos también que, dada su índole coyuntural, algunos sueños suscitaron fuertes debates en las páginas del cotidiano haciendo referencia, incluso, al Santo Tribunal de la Fe y a las leyes de la censura y la aprobación real. Ejemplo de ello, es el breve relato titulado «Corrección fraterna al sueño mefítico» (Diario de México, 1810, n.º 1730, pp. 721-722) que sirve de pretexto para iniciar y mostrar los acres desacuerdos entre los lectores del Diario respecto de la suntuosidad de las fiestas religiosas dedicadas a la Virgen de los Remedios, la vanidad de las mujeres, los donativos económicos mal encauzados de las viudas de Trafalgar y la poca fe de los creyentes. Lo interesante de este sueño388
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polémica es que convive con las noticias del traslado de la imagen de la Virgen —del convento de Santa Clara al de la Concepción—, así como la suspensión de esta festividad debido a las abundantes lluvias y a las constantes impugnaciones por el lucro de las limosnas. Todos estos elementos de conflicto provocaron un intercambio de posturas y puntos de vista que llegan a ser tan intensos y ríspidos que el editor del periódico —al verse rebasado en la publicación de los dimes y diretes—, ofreció imprimir un folleto con las opiniones que se habían suscitado a raíz del polémico sueño: Aviso interesante Son muchos los papeles que se nos han dirigido relativos al Sueño mefítico, sus autores instan porque se publiquen, la elección es odiosa, el periódico pide variedad, [por ello] estan detenidas algunas contestaciones […] y para ocurrir a todo, hemos determinado dar una colección por los que se aprueben por la revisión, al «oficio de la censura» se ha pedido la correspondiente licencia. Se incluiran el mismo Sueño mefítico, y las impugnaciones ya insertas, para que este todo lo respectivo a este combate piadoso, pues tal lo consideramos por la materia y por los combatientes. También se insertará el analisis vindicativo del Sueño mefítico, con esa ocasión se corrigiran las equivocaciones en que hayamos podido incurrir en las descripciones de los cultos interiores de los templos […] En prueba de que nuestro intento no es lucrar, darémos cada exemplar a razón de medio real por pliego, siendo la costumbre a real cada pliego, y no fijamos desde ahora el precio total, porque no sabemos si sacara quatro, seis ú ocho pliegos. El papel será medio florete, pero si alguno quisiere tenerlo de florete bueno, debera apuntarse en la librería de la calle del Espíritu Santo, y a su tiempo se le cargará lo que se calcule de la diferencia del precio del papel (Diario de México, 1810, n.º 1744, p. 48).4
Es así que un brevísimo sueño, de no más allá de tres párrafos, sirve de pretexto para abrir fuego y exhibir los vicios más acendrados y la consecuente defensa de los privilegios de ciertas clases que pretenden monopolizar los recursos económicos de la Iglesia. Por otro lado, era frecuente leer sueños que provenían de impresos de la Península, tal es el caso de «El sueño de Napoleón» (1808), folleto que había gozado de gran circulación por narrar la «pesadilla» del gobernante francés al describirlo como un hombre apesadumbrado, miedoso y cobarde cuando era increpado por todas las atrocidades que había cometido.5 Destaquemos que no resulta extraño encontrar una abundante producción de sueños que criticaban y denostaban la figura del emperador en las páginas del cotidiano. 4 Cabe decir que en la acre polémica se llegó a comentar que, a diferencia de las opiniones en contra del sueño mefítico, este sí «se sujetó a las leyes de la censura, y aprobación Real y sus reclamadores no se han sujetado a la citada ley de Indias. Mándense esos sermones al Rey y S. M. dirá quién tiene justicia» (Diario de México, 1810, n.º 1749, p. 66, el subrayado es mío). 5 Este folleto se publicó en el Diario de México en dos entregas (26 y 27 de enero de 1809). Para mayor información respecto de este folleto puede consultarse a Jesús Martínez Baro (2014a), quien ha estudiado con acierto y de manera minuciosa los sueños políticos de la prensa española durante las primeras décadas el siglo xix.
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En un tenor muy diferente a las anteriores ensoñaciones, encontramos el sueño titulado «Ronda y visita general por la ciudad en una de las noches del mes de enero, por el famoso é impertérrito gigante Don Chilibrán de las siete alforjas. Sueño» (Diario de México, 1810, n.º 1664, p. 454). Lo destacable de la historia es que Chilibrán, un gigante —cuya «altura era de quarenta varas poco mas o menos, su cabeza puntiaguda, y el ojo único que tenía en la frente puede compararse con un pandero de baile. Traía en la mano por bastón un roble, en los hombros unas alforjas que solamente en la delantera podía caber un regimiento, colgado en la cintura» (455)—, será un guía justiciero en la narración onírica.6 Dado su peculiar talante combativo, este cíclope gigante aparecerá como personaje-guía en varios y diferentes sueños o se hará referencia a su estatuto como personificación del orden social en otras narraciones publicadas en la prensa: Apenas entré por la puerta de la muralla, quando vi un corrillo de varios figurones, que gritando unos, alegrándose otros, y renegando muchos mas, formaban un desconcierto concertado, que me dexó tan boquiabierto como un papare. En este corrillo, dixe para mi coleto, sólo falta aquel gigantazo D. Chilibrán para traer al redopelo á esta buena gente; yo aseguro que con su bastón les dexaría más suaves que un algodón, y tan escarmentados, que no volverían á murmurar de todo viviente, ni se meterían en cosas que no son de su incumbencia […]. […] Buenas pascuas son estas, decía yo, y buen aguinaldo: invocaba á D. Chilibrán, le llamaba con desesperados gritos para que viniese á acompañarme; pero todas mis diligencias eran vanas, porque el gigante parece que se había ocultado en la cueva del bárbaro Cicicurgo (Diario de México, 1811, n.º 1967, pp. 205-206, el subrayado es mío).
Desafortunadamente, al no hacer acto de presencia, pese a los insistentes llamados, será el abuelo del propio gigante quien tome el relevo de guía ante los ojos temerosos y asustados del narrador como consecuencia de haber visto la figura amarilla y arrugada del anciano: «No temáis, me dixo, yo soy el abuelo materno de tu amigo D. Chilibrán, y vengo de su parte á deciros que goza de perfecta salud, que se halla muy ocupado en administrar justicia en cierto reyno […]. Ya el viejo no me parecía horroroso, sino un ángel consolador» (206). La creación de este guía de los soñadores llamado Chilibrán la debemos al impresor y periodista de origen vasco, José de Arazoza y Soler (Patán Marrajo), quien utilizó las páginas del Diario de La Habana para configurar una especie de «Gulliver justiciero» que recorría la ciudad para limpiarla de aquellos sujetos que corrompían las buenas costumbres. Para lograr su cometido, Chilibrán iba metiendo en su gran bolso a los pequeños hombres que representaban diversas profesiones u oficios sin La creación ficticia de Chilibrán es tan interesante que, incluso, el gigante, en una especie de desdoblamiento ficcional o metaficcional, es capaz de darnos información del propio autor que narra el sueño: «¿[T]ú eres ese patán, ese escritorcillo de morondanga, ese criticon de quien algunos dicen, que más tiene de patán que de marrajo, ese duende llamado por unos el D. Fulano, y por otros, el D. Zutano? […] Pues ven conmigo á rodar esta noche la ciudad, hallaremos algunos tropiezos dignos de escribirse, no hables mucho mientras yo hago mi oficio, porque de lo contrario te sacaré la lengua» (1810: 455). 6
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desempeñarlas con honestidad. En su afán de justicia, para el beneficio de la tranquilidad pública, sus alforjas se llenaron de abogados, médicos, taberneros, comerciantes, guajiros holgazanes, petimetres, avaros, en fin, de cualquier tipo social que alterara el orden. Su inspección del buen funcionamiento civil llegó a ser tan escrupulosa que descubre y mete a su bolso a un falso «Patán Marrajo». En otros sueños también se solicita a Chilibrán o a su abuelo que hagan acto de presencia, pues hay mucha corrupción y desorden en la ciudad,7 y es necesario castigar a quien se roba el agua, denunciar la repetición de comedias y tonadillas en el teatro todas las noches, señalar la frivolidad de los jóvenes, la publicación de falsos anuncios para estafar a la gente y robarle su dinero al inducirlos a comprar lo que no necesitan, o los constantes errores de impresión de los almanaques de la capital novohispana. Y, por supuesto, en sus sueños justicieros no podían faltar los reclamos e injurias a Napoleón Bonaparte. Por ejemplo, el reclamo que hace una madre que pierde a su hijo en los combates con el ejército francés: ¡Oxalá que esta sangre que sale de tu cuerpo, y baña este suelo, se reconvierta en un veneno tan activo, y abundante, que esparcidas por el ayre sus partículas, acaben con ese infame Napoleón, causante de tantos daños; con este monstruo, que hace lamentar aquí a las madres, allí a las viudas, allá a las hermanas, acullá niños huérfanos, ¡y por todas partes sollozos lastimosos! […] (1810, 1593: 179).
Sueño y preceptiva literaria Uno de los sueños que merece especial atención es el titulado «Sueño poético» (Diario de México, 1807, n.º 656, pp. 298-299, 308), escrito por el fundador de la Arcadia de México, Mariano Rodríguez del Castillo. El árcade, empleando todas las convenciones del género (exordio, el soñador que va acompañado de un guía, la experiencia onírica plena y la despedida), nos relata cómo una noche, con cierta dificultad, el sueño se apodera de él hasta lograr poner en calma todos sus sentidos. De pronto, se ve así mismo casi en la cumbre de un monte «adornado de frondosos y copados árboles […] y un suelo verde claro capaz de alegrar el corazón más melancólico» allí observa a muchos hombres acompañados de «graciosas ninfas». Absorto en tal visión, se percata de que un viejo afable se acerca y le toma de la mano «porque quiere conducirlo hasta lo último de la cima». A pesar del cariño que le demuestra el viejo, nuestro soñador lo mira con miedo. El viejo, que es Anacreonte, le dice: «[N]o temas, te encuentras en el Parnaso». Entonces, ya más tranquilo pero emocionado se deja conducir por el amable anciano y ahí verá a «unos hombres coronados de laurel con semblante airado que escribían las hazañas de los héroes. Entre éstos un tal Homero era el principal, aunque Virgilio, Ercilla y otros le competían. [Más ade7 Este recurso de que un personaje vuelve aparecer en otros sueños, nos recuerda al viejo etíope de Diego de Torres Villarroel.
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lante] Arquíloco, Eurípides, Ovidio, Young y otros de diversas naciones eran precedidos de la elegía». Así, en aquel bellísimo recinto observa «no sin pequeña admiración a hombres de diferentes trajes y destinos. Luego de que hubimos llegado a ver una tropa de gentes que nos parecieron más tratables perdimos el miedo y llenos de alegría respetuosa nos acercamos. ¿Quiénes habían de ser? Lope, Cervantes, Quevedo, Villegas, Garcilaso y otros antiguos. De los modernos Meléndez el primero, Cadalso, Arriaza, Quintana, Noroña, Parayuelo…», pero sobre todo destaca su admiración por el sensible Nicasio Álvarez de Cienfuegos. Nuestro árcade continúa su marcha y se congratula de encontrarse con los cisnes americanos que allí también estaban: «Quebrara [Juan Wenceslao Sánchez de la Barquera], coronado de laurel y mirto, entonaba himnos celestiales». A Cioslapa (Francisco Palacios), Quino (Joaquín Conde), Mr. Arezi (Ramírez) los mira lleno de júbilo y recuerda la alegría que sus textos brindan a los lectores del Diario. De pronto, un torrente de luz hiere sus ojos para poco a poco advertir que esa luz que lo ilumina proviene de los dulcísimos Fragacet (Francisco Sánchez de Tagle) y fray Manuel Martínez de Navarrete, poetas «cuyos versos en el Diario son más gratos que el susurro del céfiro en el espeso bosque […] tersos y puros como el fondo del sereno cielo». Mariano Rodríguez del Castillo se regocija y bendice la mano liberal que dio a América mayor tesoro en estos hombres que en sus minas. Pero de pronto, para su desgracia, el numen dios del Momo aparece y rompe ese ambiente idílico para criticar duramente las composiciones del árcade, recriminándole que su poesía no tiene cabida en ese majestuoso Parnaso: Jamás el poeta rudo con nosotros se mezcla: sal, luego del Parnaso a llorar tus endechas (307).
El soñador se agita, se sorprende, se encoleriza para finalmente percibir que el sueño huye de sus ojos, y se encuentra en completa vigilia. Es más que elocuente el sueño del árcade Mariano Rodríguez del Castillo, quien relata la convivencia entre los distintos escritores y estilos literarios de esos años en la representación simbólica de esta comunidad cultural de índole ecléctica. La enumeración que hace de los escritores que se encuentran en el Parnaso nos da materia para bordar fino y conocer la representación histórica de las autoridades a quienes debe sancionarse: clásicos grecolatinos, españoles y, por supuesto, novohispanos. Agreguemos, además, que el árcade refrenda la práctica escritural del sueño como modelo literario de la Ilustración. La revisión del canon literario que realiza el árcade en su «Sueño poético», guardando las debidas proporciones, nos recuerda La República literaria (1655), de Diego de Saavedra Fajardo; las Exequias de la lengua castellana (1792), de Juan Pablo Forner, y la Derrota de los pedantes (1789), de Leandro Fernández de Moratín, cuyos textos recurrieron al sueño alegórico o a un viaje imaginario para ordenar la litera392
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tura de acuerdo con un canon que sancionaba a determinados escritores españoles con quienes simpatizaban y compartían temáticas y estilos literarios. En virtud de ello, estos textos condujeron a crear un mapa literario con un repertorio de autores por medio del recurso de la ensoñación. El árcade Mariano Rodríguez del Castillo recurrió también a las estrategias narrativas del sueño para hacer una revisión crítica de la literatura y avalar a determinados escritores, al mismo tiempo que ubica su tarea de poeta al lado, pero también al margen, de las figuras más representativas que ocuparon un lugar preponderante en las páginas del Diario de México. Su guía en el sueño no fue, como sus antecesores, Cervantes, Villegas o Quevedo sino Anacreonte, quien ejemplificaba el modelo literario que a su decir representaba el ideal de la poesía por su suave tono amoroso no exento de ironía. Palabras finales El sueño literario fue ampliamente practicado en la prensa ilustrada de los albores del siglo xix por los novohispanos. Las características propias del género resultaron idóneas para educar y moralizar a los miembros de la sociedad. Las diversas experiencias oníricas que se construyeron fueron verdaderas narraciones aleccionadoras que lograron plantear situaciones de conflicto para más tarde bridar soluciones o modificar las creencias más arraigadas del soñador y, en consecuencia, de su lector. Soñar resultaba útil, pues estos textos eran el reflejo de la realidad circundante. En ese sentido, los sueños podían construirse con un tono grave o teñirse de una buena dosis de humor y sarcasmo; sin embargo, lo que nunca debía faltar era conducir al lector a la reflexión de su entorno cotidiano. Recordemos que la mayoría de estas composiciones narrativas fueron breves, por lo regular se publicaron en dos o tres entregas y convivían con otros textos de diversa índole en el espacio material del Diario. Los soñadores se dirigían primero al editor del periódico para ofrecer un exordio de lo que había sido su sueño, de tal manera que, en un juego de espejos, el soñador se miraba soñando y tomaba la pluma para plasmar su experiencia cognitiva con el fin de compartirla. Con cierta recurrencia, los soñadores evocaban ambientes relajados y con características que lindaban en lo bucólico; la intención era persuadir al público de que existían espacios idóneos para vivir porque las cosas en esos lugares sí funcionaban: Con afecto me apresuro, y sigo ansioso los pasos a mi conductora: ésta me guía á un muy hermoso sitio, en donde naturaleza á porfía se competía a sí misma en hermosas y bellas producciones: por una parte veía frondosos arboles, cuyos sazonados y abundantes frutos, desgajandose por su numero y peso de su centro caían a la tierra, ofreciendose voluntarios á saciar el mas delicado apetito; á otra parte advertía risueños murmuradores arroyuelos […] variedad de bellas flores que hermoseaban su orilla […] veía igualmente el suelo revestido de deliciosa grama, graciosamente tachonada de violetas hermosas, y de
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Esther Martínez Luna muchas pequeñas florecillas […] a todo esto seguía un cielo claro, un clima benigno, un céfiro blando, un ¿qué diré? Diré una habitación celestial, los elíseos campos, la tierra de la vida, la tranquilidad que yo buscaba... (Diario de México, 1807b, pp. 51, 54).
No obstante la configuración onírica de estos locus amoenus llenos de bonhomía, también estaban los relatos escritos en un tenor lúgubre, más cercanos al estilo de Quevedo, que podían tener lugar en un panteón y donde se comparaba a la cama con un frío sepulcro, al grado de que al guía del sueño se le personificaba como la misma muerte: … luego entró un anciano vestido de púrpura, a quien acompañaron dos jovenes, conduciendole á un magnifico trono, en que se sentó majestuosamente. Mas mi admiración creció sobremanera, cuando observé sus facciones, que eran de un esqueleto horroroso con todos los movimientos de un viviente. Llegó luego otro personage tambien esqueleto, vestido de negro, con un gran libro en las manos (Diario de México, 1808, n.º 927, p. 314, subrayado es mío). Vi á mi lado una sombra, que se me asemejaba a la figura de un hombre, mas sin percibirle las facciones, que con ronca y ahogada voz me dixo: a ti que gustas de la memoria de los muertos […] La visión me aterrorizó tanto, que mis cabellos se erizaron de pavor, sentía helarseme la sangre, y que mis rodillas temblaban fuertemente (Diario de México, 1811, n.º 2223, p. 502).
En consecuencia, las atmósferas creadas no siempre se dirigían a evocar arcadias o mundos utópicos, pues la tesitura del relato estaba dada según la necesidad del soñador y lo que quería transmitir. Las experiencias oníricas más cercanas a la realidad fáctica dependían de la habilidad de cada autor y de su intención para politizar las situaciones de crisis que se vivían. En ocasiones, el escritor se decantaba por una visión pesimista de la sociedad, ya que en el ambiente social se percibía la crisis de la monarquía, nada muy distinto a lo que ocurría en la Península. Por su parte, Teresa Gómez Trueba (1999) ha señalado que el sueño literario tuvo gran auge y aceptación, porque más allá de moralizar buscaba tener una «intención estética», al «dotar de un marco artístico a unos materiales que por sí solos serían más propios del tratado científico, moral o, incluso, del sermón» (1999: 296).8 Si bien no dudamos en lo cierto de esta aseveración, habría que matizar al menos para el caso novohispano, donde pesaba más la intención pedagógica respecto de la preocupación estética cuando se trataba de sueños de carácter político o de jurisprudencia, pues se dio prioridad al contenido del mensaje antes que a la forma. El lenguaje para retratar a Napoleón o a su hermano José, por ejemplo, se saturó de un vocabulario que descalificaba y agredía; en ese sentido, las palabras empleadas se circunscribieron a la ofensa por la inmediatez de la coyuntura política, y algunas veces redundó en lo grotesco. Es el mismo caso de «El juego de las provincias de España. Sueño» (Diario de México, 1808, n.º 1162, pp. 649-652), donde 8 Esta idea de un «marco estético» de Gómez Trueba, es retomada por Martínez Baro (2014a) y en menor medida por Maud Le Guellec (2014).
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«en mi sueño me parecía estar en un gran salón alumbrado por infinidad de bujías en el que se habían congregado» diversas regiones de España (Aragón, Navarra, Galicia, Asturias, Murcia, Valencia, Cuenca, Castilla, Andalucía, Extremadura) para jugar a las cartas en armoniosos grupos, salvo Cataluña que prefiere jugar en su mesa un solitario. En una única entrega se imbrican otros géneros literarios, como el diálogo para hacer una apasionada defensa de Fernando VII, dejando de lado la preocupación por el «marco artístico». Por el contrario, cuando se trató de reflexiones éticas, filosóficas o de temas de preceptiva literaria, entonces sí la búsqueda del autor fue más meticulosa, con una clara intención de expresarse con un lenguaje que sopesaba las palabras, y en consecuencia recurría al uso de metáforas, y al empleo de figuras retóricas. Desde mi punto de vista, quizá lo que también contribuyó a que los sueños literarios se practicaran con cierta abundancia y se leyeran con entusiasmo en la prensa de la época, se debió a las características intrínsecas del propio género: abrir la puerta para dar rienda suelta a la imaginación. La invención de escenarios, personajes, atmósferas e historias que tejían entramados en apariencia poco verosímiles permitieron la libertad creadora y expresiva; esta peculiaridad restó de alguna manera la fuerte carga moral y pedagógica de los relatos, al conducir la atención del lector a construcciones sociales e ideológicas un tanto más flexibles. Por ejemplo, imaginar un gigante con su ojo de plato con una mirada amplia y meticulosa, convertía a Chilibrán en un ser fantástico que, si bien era el guía del soñador, no tenía en su base ficcional la fuerte carga de autoridad letrada, ya que no era el típico viejo sabio. Así, el gigante ponía el dedo en la llaga a los desórdenes sociales, pero también divertía a los lectores. Finalmente, se advierten en los sueños literarios novohispanos ecos y reminiscencias de la prensa española del setecientos. La presencia de intertextualidades, como es natural, están presentes en muchas de las narraciones como marca del flujo de la tradición onírica. Si bien algunos de los problemas de la Península se transfieren a los sueños de la Nueva España, otros tienen la clara marca de identidad de aflorar en tierras americanas. Los criollos muestran así la construcción de su propia identidad, cuyas raíces no niegan pero saben que sus problemas comienzan a ser otros. Los brazos de Morfeo son el mejor medio para acompañar sus discursos y retratar las costumbres, los personajes tipo, los vicios morales y los sucesos políticos que comienzan a tener un cariz que los distancia de la metrópoli. Bibliografía Acosta Enríquez, José Mariano. Sueño de sueños, en Bernardo María de Calzada, Gil Blas de Santillana en México, ed. de Julio Jiménez Rueda, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1995. Alba-Koch, Beatriz de. «Dream» (Spanish America), en Evonne Levy y Kenneth Mills (eds.), Lexikon of the Hispanic Baroque: Transatlantic Exchange and Transformation, Austin, University of Texas, 2013, pp. 103-105.
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Esther Martínez Luna Cuadriello Aguilar, Jaime. «Tresguerras: El sueño y la melancolía», Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas, 73 (1998), pp. 87-124. Diario de México. 1805-1817 El Censor. «Discurso L», (1781), p. 53. Disponible en: http://hemerotecadigital.bne.es/issue.vm? id=0003834315&search=&lang=ga. Gómez Trueba, Teresa. El sueño literario en España. Consolidación y desarrollo del género, Madrid, Cátedra, 1999. Le Guellec, Maud. «Escarmentar divagando: los sueños en la prensa española del siglo xviii», Bulletin of Spanish Studies, 91, 9-10 (2014), pp. 1-15. Martínez Baro, Jesús, La libertad de Morfeo. Patriotismo y política en los sueños literarios españoles (1808-1814), Zaragoza, Universidad de Zaragoza, 2014a. — Desvelos y pesadillas de una nación. Sueños literarios españoles entre 1808 y 1814, Cádiz, Ayuntamiento de Cádiz, 2014b.
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El Correo Mercantil de España y sus Indias y la Ilustración americana Catherine Poupeney Hart Université de Montréal
I. Introducción La participación de la América hispana en el movimiento de las Luces y su difusión suele abordarse desde la perspectiva de una apropiación, más o menos lograda, de las nuevas prácticas, los valores y las preocupaciones que alimentaron debates públicos en Europa a lo largo del siglo xviii y principios del xix. Si tomamos el caso concreto de Centroamérica, sobre el que se detendrá este artículo, es muy revelador el campo metafórico-lexical elegido por Carlos Meléndez Chaverri en el capítulo de la Historia General de Guatemala dedicado a «La Ilustración en el Reino de Guatemala»: reitera el autor que «la Ilustración irradió en seguida a las colonias», «La ciudad de Guatemala se constituyó en el principal centro irradiador de este pensamiento»; habla de «focos de difusión», «focos irradiadores», «difusión de las nuevas ideas», «irradiación de la Ilustración», «esquema de difusión desde el centro principal a las periferias» (1994: 613, 614, 615). Sin embargo, en este ámbito como en otros, la circulación de productos e ideas no siguió un curso unidireccional entre Europa y el resto del mundo, y cabría preguntarse por las modalidades de una participación americana, hasta desde sus zonas más periféricas, en el dinámico intercambio intelectual que caracterizó la época. Se trata, por lo tanto, de invertir los términos usuales de la historiografía y preguntarse por las huellas de una difusión de las luces americanas en Europa. Para ello, y como primera etapa de una interrogación que necesitaría abrir un amplio panorama documental —y en última instancia, sin duda, cuestionar cualquier tipo de perspectiva difusionista así como el mismo concepto de Ilustración—, se considerará un caso: el uso que el peninsular Correo Mercantil de España y sus Indias (CM) (1792-1808) hace de la información procedente de la América española, y muy particularmente de la Gaceta de Guatemala (1793-1807), papel en el que intervino la flor y nata literata del llamado Reino (o Audiencia) de Guatemala, provincia de la Monarquía española que abarcaba un territorio geoestratégicamente importante, 397
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el istmo centroamericano desde Costa Rica hasta Chiapas. Se considerará primero brevemente el Correo en el panorama periodístico peninsular, antes de evaluar la presencia que concede a las temáticas y las voces indianas. II. El Correo Mercantil en la dinámica periodística peninsular El 24 de febrero de 1791 se produjo un evento de funestas consecuencias para la prensa peninsular: a raíz de los eventos en Francia y como medida para contener el contagio revolucionario, una real orden suprimió todos los periódicos, con la excepción de las dos publicaciones oficiales (Gaceta de Madrid, Mercurio de España) y del Diario de Madrid, «reducido en adelante a un mero cartel de anuncios de pérdidas y hallazgos» (Domergue, 1981: 75). Si bien se suavizaron un tanto las políticas ulteriores, las autoridades civiles y religiosas siguieron imponiendo trabas excesivas a la edición de papeles públicos. Hasta las Cortes de Cádiz y la revolución liberal, no pudo recuperar la prensa peninsular el dinamismo y la variedad que había conocido, primero antes del motín de Esquilache (1766), y luego antes de la Revolución francesa (81). En términos concretos, en cambio solo se autoriza un nuevo título en 1792 para Madrid: se trata de otra gaceta oficial, originada en el Ministerio de Hacienda,1 y destinada a cubrir las necesidades de información económica, el Correo Mercantil de España y sus Indias (1792-1808).2 Aunque varias ciudades peninsulares lograron mantener cierta actividad periodística,3 no fue hasta 1797 cuando aparecieron más opciones en la misma capital: el semioficial Semanario de Agricultura y Artes Dirigida 1 Concebido para «dar al público las noticias relativas a la agricultura, industria y comercio», este papel recibió primero el título de Gaceta que, «obedeciendo las órdenes de S.M.», sus editores mudaron en Correo Mercantil (Enciso Recio, 1958: 28). B. H. Stein y S. J. Stein lo caracterizan como «the joint brainchild of the Hacienda and the Junta de Comercio», de la que Eugenio Larruga, su primer editor (junto con Diego María Gallard), era secretario (2009: 18). Una importante colección de Correos está disponible en la Hemeroteca digital de la Biblioteca Nacional de España. Faltan los ejemplares después del 28 de junio de 1798 hasta el 3 de enero de 1799, y después del 28 de junio de 1804 hasta agosto de 1806. 2 Miembros de la élite ilustrada, sus editores disfrutaban de una estima debida a su experiencia previa en la materia: como señala el portavoz de la Sociedad de Amantes del País de Lima, al difundir el prospecto del papel madrileño en el Mercurio Peruano (MP), «[q]uien haya leido los 18 tomos de Memorias Económicas del Caballero Larriga, y la disertación del Licenciado Gallard, impresa en el tomo III de las Memorias de la Real Sociedad Economica de Segovia […], formará el debido concepto del mérito de los Autores del Correo mercantil» (CM, 1793, n.º 223, p. 137). Los inicios del Correo fueron marcados por ciertas vicisitudes editoriales: cedido por Larruga a Gallard en 1793, este lo deja a su vez a la recién creada Oficina de la Balanza de Comercio, quien se encarga de la redacción desde el 21 de septiembre de 1795 hasta el 8 de marzo de 1799, fecha en que el periódico vuelve a la dirección de Gallard (Enciso Recio, 1958: 31-41). Notemos que es a partir de ese momento cuando se abre la publicación a temáticas más variadas, incluyendo la americana. 3 Particularmente Alcalá de Henares, Barcelona, Cádiz, Granada. Málaga, Murcia, Salamanca, Sevilla, Valencia, Zaragoza.
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a los Párrocos (1797-1808), complementario del Correo, y la erudita Miscelánea Instructiva (1797-1800). En los años inmediatos siguientes, como adición notable, se cuenta con el Regañón General o Tribunal Catoniano de Literatura, Educación y Costumbres (1803-1804) del cubano Buenaventura Pascual Ferrer, las Variedades de Ciencias, Literaturas y Artes de Manuel José Quintana (1803-1806), y las Efemérides de la Ilustración de España, continuadas como Minerva o el Revisor General (18041808), de Pedro María Olivé (Aguilar Piñal, 1978 y Le Guellec, 2016). El balance para la capital es por lo tanto poco considerable, y en los quince años que duró el Correo —y más particularmente en el tornasiglo—, es muy probable que la carencia de canales para la circulación y difusión de información e ideas le hayan dado una proyección que en otras circunstancias no hubiera alcanzado. La publicación inicial del papel en un contexto de extremada represión de la palabra pública reactivaba la función que la prensa periódica había tenido desde el principio, siglo y medio atrás, como «boletín de información entre los negociantes» (Domergue, 1991: 112). Entre los temas útiles, por no decir necesarios, al fomento de la prosperidad de la monarquía española, no podían faltar las noticias de los movimientos comerciales dentro de la misma Península, entre los puertos oceánicos y en las posesiones de ultramar, percibidas estas últimas por las élites ilustradas como el motor de crecimiento de la metrópoli (Stein y Stein, 2009: 13). Efectivamente, los resultados mediocres de las políticas reformistas en España contrastaban con el carácter más positivo de su aplicación en las Indias, y el dinamismo económico de algunas áreas (Nueva España, Río de la Plata, Venezuela, Cuba) manifestaba un potencial susceptible de expandirse y responder exitosamente a las demandas de la metrópoli para el mantenimiento y la extensión de su aparato administrativo, para la defensa de la metrópoli y el pago de su deuda (4, 12). Esta perspectiva de amplia difusión de datos precisos y seguros, que contribuyera a revitalizar el conjunto de la economía de la monarquía «estrecha[ndo] las relaciones interiores de una provincia con otras y las de la metrópoli con sus colonias» (citado en Enciso Recio, 1958: 36), fue la que motivó la publicación del Correo Mercantil. Sin embargo, la animaba también un propósito más amplio de «ilustración» de los hombres (Enciso Recio, 1958: 43, 50). Como consta del prospecto a través del que se solicitaron las suscripciones iniciales, la ambición del periódico no se limitaba efectivamente a la comunicación de inventarios, precios de productos, movimientos de barcos etc., sino que suponía ofrecer informaciones en los varios ámbitos de la agricultura, el arte (tecnología en sentido amplio), la ciencia, el derecho, las costumbres; noticias no solo «provechosas al negociante», sino también «de una utilidad indecible para todas las demás clases de Ciudadanos», que fueran el «político», el «labrador», el «fabricante», y el «público» en general (citado en MP, 1793, n.º 223, pp. 133-134). Para cumplir este objetivo, además de beneficiarse de los canales oficiales abiertos para la difusión del prospecto y de la imposición que se les hizo a los consulados de comercio de suscribir a la obra, el Correo pudo contar también con la emisión reiterada de reales órdenes a estos cuerpos y a las sociedades patrióticas 399
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para que proveyeran documentación a los editores (Domergue, 1981: 105 y Mariluz Urquijo, 1977: 13). Era una condición sine qua non del éxito de toda la operación. III. El Correo Mercantil y las Indias 1. Colaboración de los consulados de comercio Si bien las sociedades económicas (o más generalmente patrióticas) surgieron en la segunda parte del siglo xviii en la Península, y en el último decenio en las Indias (1794, para la de Guatemala), el origen de los consulados remontaba a períodos muy anteriores y su poder era considerablemente superior. Como juntas de mercaderes «con funciones judiciales en materia económica» (Asúa, 2010: 21), estas asociaciones habían logrado desde el inicio autolimitar su número para favorecer la situación de monopolio comercial de la que disfrutaban, y por lo tanto Cádiz (Sevilla, 1543), México (1594) y Lima (1613) no vieron con buenos ojos el restablecimiento o la creación de instituciones análogas (aunque más generalistas) a mediados de los años 80 en la Península y de los 90 en América, incluyendo el de Guatemala en 1793 (Smith, 1946: 150). La colaboración de estas juntas con el Correo fue por lo tanto muy variable (Stein y Stein, 2009: 16 y Enciso Recio, 1958: 56-59). En este contexto, la escasez de datos fiables que se comunicaron puede interpretarse como una expresión de su desconfianza y resistencia, pasiva pero efectiva, a la filosofía económica de los editores, reflejo de la de los ministros, que amenazaba el control de estos cuerpos sobre los intercambios transatlánticos (Stein y Stein, 2009: 16, 19). Como excepción a las reticencias a colaborar activamente con el envío de información al Correo Mercantil, cabe mencionar el consulado de Vera Cruz en la Nueva España quien, entre otras informaciones sobre precios corrientes, proveyó cuadros precisos correspondientes a la balanza del comercio del puerto para julio de 1803, mayo de 1804, septiembre de 1807 (CM, 1803, n.º 57, pp. 451-454; 1804, n.º 42: 331-333, y 1807, n.º 74, pp. 578-583). Pero destaca entre todos el apoyo que la publicación recibió de la Junta de Mercaderes de Buenos Aires. Se debió a la presencia de Manuel Belgrano, nombrado por el monarca primer secretario de esta recién fundada institución (1794). Durante los 16 años en que desempeñó sus funciones, «con algunas interrupciones en las que fue secundado por Juan José Castello», Belgrano efectivamente «intentó poner en práctica las ideas fisiocráticas y liberales que había absorbido en España». Dado el contexto que señalamos, no sorprende que «esta toma de posición, traducida en múltiples iniciativas, lo enfrent[ara] con los intereses comerciales de los miembros de la corporación, que defendían el comercio monopolista» (Asúa, 2010: 21). Resulta por lo tanto muy notable, en las páginas del Correo, la presencia temática del enorme virreinato de la Plata, con informes sobre las diferentes provincias 400
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de Tucumán, Cuyo, Paraguay, Cochabamba, Buenos Aires y otras. Se encuentran noticias de carácter puntual y meramente técnico, mandadas por varios corresponsales a lo largo de los años 1792 a 1795, y después de 1801, «alternan algunos envíos del Consulado con transcripciones del Telégrafo Mercantil en las que se reconoce o se silencia la fuente y terminan por ser más escasos los artículos de interés», según constata J. M. Mariluz Urquijo (1977: 19-20). Pero donde radica el mayor interés y originalidad de la aportación argentina es en la publicación desde marzo de 1797 hasta abril de 1798 de una amplia descripción del virreinato, procedente del consulado de Buenos Aires (16-21).4 Organizada por Belgrano a partir de materiales que le llegaban de las varias diputaciones del interior, estos informes recogidos en el Correo se asemejan en el estilo y las materias tratadas a las llamadas relaciones geográficas que tanto alimentaron la prensa americana ilustrada y en las que coincidieron los intereses de las autoridades coloniales de inventariar las riquezas locales con el empeño de los sectores criollos en conocer y dar a conocer al mundo el país que habitaban.5 En lo que toca a la América hispana, por lo tanto, con la excepción de los de Buenos Aires, Vera Cruz, en menor medida La Habana y, como veremos, Guatemala, no colaboraron activamente los demás consulados, incluyendo el de México. 2. Las sociedades patrióticas No se podía esperar mucho de las pocas sociedades económicas o patrióticas americanas que luchaban por constituirse o mantenerse. Cabe señalar, sin embargo, que, seguramente a instancias del virrey Gil y Lemos, la Sociedad Académica de Amantes del País de Lima le dedicó un número completo de su órgano, el Mercurio Peruano, a la promoción de la reciente publicación española.6 El tipo de noticias que reclamaba el Correo a las instituciones peninsulares y ultramarinas, sobre las producciones específicas de la región concernida, sus movimientos comerciales etc., se hallaban, en el caso del Perú, ya disponibles en el Mercurio y se mantuvieron durante sus cinco años de existencia (1791-1795). Sin embargo, si bien es cierto que el excelente papel peruano tuvo cierta difusión en Europa en círculos especia4 Estas noticias insertas inicialmente en el Correo Mercantil se hallan recogidas en la reedición de la Academia Nacional de la Historia argentina para la que J. M. Mariluz Urquijo realizó un estudio preliminar (1977: 11-23). 5 Por parafrasear el texto inaugural del Mercurio Peruano, «Idea general del Perú», según el que «El principal objeto de este Papel Periodico […] es hacer más conocido el País que habitamos» (MP, 1791, n.º 1, p. 1). 6 La «Noticia de un nuevo periódico en Madrid, intitulado: Correo Mercantil de España y sus Indias, mandada publicar por Superior Decreto», contiene una «Carta escrita por los editores del enunciado papel al Excelentísimo Señor Virrey de estos Reinos», una «Carta dirigida a la Sociedad por los editores del Correo Mercantil de Madrid», el prospecto para la suscripción, así como una nota de la Sociedad , que se presta «a servir de vehículo a la propagación de un Papel tan interesante» (MP, 1793, n.º 223, pp. 128-137).
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lizados, no hizo nada la publicación madrileña por contribuir al reconocimiento internacional del Mercurio ni por diseminar más ampliamente la rica información que recogía este papel. Resulta sumamente limitada la presencia temática del virreinato andino en las hojas del periódico peninsular. Llama también particularmente la atención que no se indique la procedencia de los extractos que se sacan de la importante «Disertación histórica y política sobre el comercio de Perú» (MP, 1791, n.os 23 a 31) y del «Proyecto económico sobre la internación y población de los Andes de la Provincia de Guamalíes, propuesto y principiado por D. Juan de Bezares» (De Bezares, 1791).7 Publicados en el Correo bajo las coordenadas de «Lima 28 de agosto de 1793» (CM, 1794, n.os 25 y 26) y «Lima 22 de junio de 1793» (CM, 1794, n.os 33 a 37), estos textos parafraseados y resumidos no llevan ninguna mención de los autores de los textos fuente, aunque se tratan en ambos casos de figuras notables de la Ilustración americana: José de Baquíjano y Carrillo, segundo presidente de la Sociedad de Amantes del País de Lima, y el R. P. Francisco González Laguna, corresponsal del Jardín Botánico de Madrid y de la Sociedad Vascongada. Fuera de estos ejemplos, a poco se limitó finalmente la colaboración de los reinos americanos con el periódico madrileño, y poca información circuló sobre ellos. En este contexto, no deja de sorprender que ocupe el reino de Guatemala un lugar no solo desporporcionado con respecto a las demás provincias americanas, sino también contradictorio con su estatuto periférico, tanto en términos políticos como económicos y culturales, dentro de la monarquía española. Sorprende también que varias informaciones sobre otras regiones del continente provengan de su gaceta,8 de la que se constata un aprovechamiento máximo. IV. Objetivos y recepción de la Gazeta de Guatemala A pesar de su título, retomado de una publicación noticiera de principios del siglo xviii (1729-1731), la Gaceta de Guatemala (GG), en su segunda y tercera serie (1793-1796; 1797-1807), había sido concebida según el prestigioso modelo de un papel literario, el ya citado Mercurio Peruano: siguiendo la orientación que reafirmaron a partir de 1797 el oidor Jacobo de Villa Urrutia y su ayudante Alejandro Ramírez,9 su objetivo era llenar la falta de «un papel periódico que sirviese de ór Se ha elegido modernizar la acentuación en los textos originales citados, pero no la grafía de los topónimos. 8 Entre otras, el relato de un episodio naval («ligero corso») en el que participaron navíos de Lima (CM, 1801, n.º 28, pp. 218-219); un aviso a los navegantes del río de la Plata (CM, 1803, n.º 59, p. 566); un proyecto de creación de una Compañía africana para la trata, en la Havana (CM, 1803, n.º 102, pp. 813-814). 9 Como fundador de la Sociedad Económica de Amigos del País de Guatemala (1796-1800), Villa Urrutia fue el iniciador y director de la tercera serie de la Gaceta en sus primeros años, mientras que Ramírez actuaba como editor, antes de que Simón Bergaño y Villegas asumiera la responsabilidad. 7
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gano a la Sociedad para comunicar sus útiles empresas, un papel periódico que como la experiencia de todas las Naciones de Europa lo ha mostrado es el mejor medio para propagar la ilustración, excitar la afición a la lectura, dar a conocer los buenos libros, los inventos en las artes y ciencias, y para desterrar las preocupaciones que se oponen a los progresos de ellas y mantienen la ignorancia y la ociosidad» (Beteta, 1798). Como demuestran los trabajos de J. Browning (1980 y 1994), J. Dym (2009), J. S. Hernández Pérez (2015) y C. Poupeney Hart (2010, 2014 y 2021), la Gaceta cumplió con creces su múltiple cometido de ilustración del público, estímulo para las iniciativas locales y el comercio, información para el buen gobierno y control de la opinión pública. Incluía, tal como había sido también el objetivo del Mercurio, una operación de desmarginalización del Reino. Es así como, en respuesta a la tentativa de cierre del periódico, en 1798, el impresor Beteta firmaba un alegato, recalcando que, antes de que se publicara el papel, «Guatemala no representaba ningún papel en el mundo literario: aun en esta América era apenas conocido su nombre; ninguna relación tenía un reino tan considerable con los demás de este continente: solo ocupaba lugar en la Guía y en el espíritu de sus naturales». Pero «empezó este periódico, y los imparciales de dentro y fuera del reino aplaudieron su plan desde un principio. Buena prueba de ello es la copia de subscriptores que a estas horas cuenta» (citado en Medina, 1960: 305). Va en el mismo sentido el balance completado unos pocos años después por un (supuesto) corresponsal, quien constata que «son así así los papeles de Guatemala que se han reproducido con elogio en los periódicos de España», y pasa a enumerar títulos de artículos reimpresos en los Anales de Literatura, así como en el Correo Mercantil: En el Correo mercantil se ha insertado al pie de la letra la Memoria de Plácido Alegre, n.° 41, en que se quiso imitar el tono y aire de la Crotalogia […]: algunas cartas del Comerciante, que charló como una cotorra en el tomo II, y despues no ha vuelto a sacar la cabeza, o se ha disfrazado con otras plumas : infinidad de artículos, todos, si no me vuelvo a engañar, de la misma idéntica mano de que hablé arriba, sobre muchas y varias cosas referentes a nuestra agricultura, navegación, y comercio: y por último extractos analíticos del cuaderno de Memorias Consulares de 99 […] (GG, 1801, n.º 212, p. 513).
Razón suficiente para que el firmante de la carta, un tal Buscapié, concluya exclamando que «como buen patricio no pued[e] pasar por alto una cosa. Sea como quiera, suena por este mundo literario el nombre de Guatemala cacareado y aplaudido, cuando antes no se sabía en qué lugar de la Geografia ponerle» (ibid.). Es efectivamente citado, y aprovechado, el papel guatemalteco en periódicos contemporáneos tanto americanos (la Aurora de la Habana,10 la Gaceta o el Diario de 10 Un ejemplo: «En la gazeta de Goatemala núm. 273 se da una noticia del estado de dichas plantas […]. Hemos creido útil copiar esta noticia por si pudiere servir de exemplo lo que en otras partes se hace á favor del pais, para que lo imite alguno que se interese con empeño en adquisiciones semejantes para el nuestro» (Aurora, 1802, n.º 144, p. 430; disponible en: https://archive.org/details/auroracorreo144unseguat [Consulta: 21/01/2021]).
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México),11 como peninsulares (el Semanario de Agricultura y Artes)12. Se merece del cartógrafo escocés John Pinkerton una mención especial en una nota que el autor creyó necesario añadir en la edición de 1804 de su Geografía Moderna: Dr. Robertson has observed that the Mexican gazettes are filled with descriptions of religious processions, and edifying accounts of the consecrations of churches, festivals, and beatification of saints, and other superstitious baubles, while / civil and commercial affairs occupy little attention.* […] * Some of the Spanish American gazettes which I have seen (particularly the Gazeta de Guatemala) are more respectable productions, than they are represented to be. They contain some interesting memoirs on the antiquities, natural history etc. of the country, and plainly evince, that the inhabitants are actually making some progress in those liberal and dignified pursuits, which add glory to the character of a people (1804: 466-467).
Y en el panorama del periodismo de su tiempo que esboza el Regañón General, no falta un elogio muy explícito del papel centroamericano, a propósito del que se apunta que «En Guatemala sale a luz una Gazeta literaria que tiene un gran mérito, y que demuestra hallarse la literatura en auge en aquel país» (Regañón General, 1803, n.o 3, p. 24).13 Nada sin embargo como la acogida que le dio el Correo Mercantil, aprovechando al máximo —copiándolos o extractándolos— los artículos del periódico, así como otros documentos de la Sociedad Económica y el Consulado de Guatemala. V. Préstamos textuales en el Correo Mercantil La constatación inesperada de una presencia del reino de Guatemala como temática y como fuente de noticias y observaciones ha sido el punto de partida del presente acercamiento intertextual al Correo Mercantil: habría que añadir que esta presencia, totalmente desproporcionada con respecto a la de las demás provincias americanas, se vuelve particularmente notable también por su frecuente colocación en espacios de suma visibilidad en el papel, como es la segunda página de muchos números. El primer número del año 1801 es un ejemplo entre otros. Así se lee en la página 2: 11 Para las relaciones de mutuo reconocimiento entre el periodismo novohispano y el guatemalteco, ver C. Poupeney Hart (2014). 12 Un ejemplo: «De la planta llamada algalia y sus virtudes» (Semanario de Agricultura y Artes, 1802, n.º 306, pp. 305-312). 13 Entre los periódicos ultramarinos que Buenaventura Pascual Ferrer considera en este balance, aparte de la Gaceta de Guatemala, solo reciben una mención el Mercurio Peruano –«el de más mérito»– (aunque dejó de publicarse en 1795), y tres papeles de la Habana, incluyendo la Aurora y su propio Regañón de la Havana (1800-1802).
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Antes de interrogarnos sobre el propósito que sirve este recurso a la información procedente de (y sobre) Centroamérica, y su posible impacto en la comunidad de lectores del periódico madrileño, cabe considerar las mismas formas que adopta y los diferentes registros que introduce. Desde un punto general, se puede constatar que el Correo recurre a tres tipos de documentos ya publicados en la Gaceta de Guatemala o, en menor medida, en la imprenta de Ignacio Beteta para el Consulado o la Sociedad Económica.14 Por una parte, inserta breves noticias puntuales y fácticas; por otra, integra comentarios o relatos de carácter ejemplar, y, finalmente, deja un espacio notable para informes más sustanciales o memorias. Veamos algunos ejemplos. 1. Como conviene en una publicación dirigida ante todo a comerciantes, no pueden faltar la mención de los precios corrientes de las plazas (en este caso, ciudades internas del Reino: Quezaltenango, Nueva Guatemala, Ciudad Real de Chiapa), la notificación de las entradas y salidas a/de puertos del Pacífico (Realejo, Acajutla/Sonsonate) y del Atlántico (Trujillo, Omoa, San Juan de Nicaragua), con el detalle de las importaciones y las exportaciones, y el estado de las cosechas de exportación, el añil en particular. Solo algunos títulos o notas de pie de página identifican la procedencia de los documentos utilizados, pero en su mayoría los textos que tratan del Reino provienen de la Gaceta, la cual parece haber llegado con regularidad y prontitud. 14
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Retoma también el Correo, que sea de la Gaceta o de envíos directos del Consulado, unos cuadros sobre las elecciones consulares, sobre la «Población del Reino de Guatemala», el estado de los indios tributarios, o la situación (ingresos) de algún que otro obispado. Se vuelven a difundir bandos (por ejemplo, sobre el peso máximo de los zurrones de añil, CM, 1803, n.º 68), o avisos al público procedentes de cuerpos semioficiales como el Consulado de la Habana («Comercio de negros», CM, 1803, n.º 102, pp. 813-815) y de individuos cuya propuesta va allá de un interés inmediato local. Se retoma así un anuncio de la Gaceta que da cuenta de la existencia de una técnica novedosa para transcribir el discurso oral: Guatemala 27 de Octubre de 1806. Escuela de taquigrafía. El capitán de milicias don Josef Ramón Zelaya, con licencia del Superior Gobierno, ha abierto una escuela de taquigrafía o arte de escribir tan pronto como se habla. Llegó a sus manos este mismo arte, y sin tener más otro más maestro que su aplicación, se halló en breves días capaz de enseñarle por sí mismo. Los sujetos que gusten instruirse ocurrirán a la escuela de primeras letras que dirige don Narciso Ortega, en donde el expresado Zelaya no les dará, gratis, sus lecciones de siete a ocho de la noche. Gazeta de Guatemala, número 459 (CM, 1807, 27: 211).
En este caso, como en la mayoría de los préstamos, no se intenta adaptar la noticia a su nuevo contexto y la cita es literal. Bajo este rubro de las noticias puntuales, aunque menos breves, habría que colocar también los remedios que se ofrecen para cuestiones específicas: que sea cómo «preservar a los granos del gorgojo» o conservarlos (CM, 1800, n.º 64, p. 506 y 1803, n.º 34, p. 266 y n.º 48, p. 378-379), cómo luchar contra «la plaga asoladora y terrible de la langosta o chapulín» (CM, 1801, n.º 29, p. 226 y 1803, n.os 33, 35, 38), producir pólvora localmente o despepitar el algodón (CM, 1801, n.º 31, pp. 242-243 y 1806, n.º 78, p. 262). 2. En varios casos, el tratamiento de estos temas técnicos se vincula con la promoción activa de las políticas propiciadas por la Corona española («comercio libre», extracción de materias primas de las colonias) y suele presentar un mismo patrón: para cada mal denunciado, se propone o insinúa sistemáticamente un remedio. Abundan por lo tanto relatos de medidas concretas o conductas ejemplares frentes a situaciones problemáticas, como plagas, epidemias de todo tipo u obstáculos al cultivo y al transporte de productos. Que sea el intendente de Chiapa, fundador del pueblo de San Fernando de Guadalupe o Salto de Agua (CM, 1799, n.º 43, p. 338), o el caballero Rossi (y Rubí), responsable de la construcción de un puente sobre el Zamalá y la apertura de un camino para facilitar el «tráfico de las Provincias de los altos con las de la Costa» (CM, 1801, n.º 34, pp. 267-268 y 1803, n.º 18, p. 141); que sea el Cura de Texaquangos, «cuya actividad y celo por la instrucción castellana de sus Indios, por el fomento de la agricultura y de otros ramos de indusria ya establecidos entre ellos nos muestra la extensión de sus luces» (CM, 1802, 8, p. 58), o Juan Bautista Irisarri, dedicado a poblar el puerto de Acajutla (CM, 1802, n.º 97, 406
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pp. 772-773), entre otras múltiples empresas. Todos presentan casos admirables de individuos que manifiestan «aquella ilustración, que es el móvil del verdadero patriotismo», anteponiendo el interés público al particular para «hacer un puente, abrir un camino, formar un pueblo o un canal de navegación» (CM, 1801, n.º 37, pp. 290-291). Esto sin hablar de las iniciativas de aclimatación de especies exóticas, propias, por ejemplo, de un «Guatemalteco», amante de su patria y del bien público, que «si sale de su país, es, no para volver a él con las manos vacías y la cabeza hueca» (CM, 1803, n.º 15, p. 117). 3. Llama finalmente la atención el espacio que el Correo Mercantil concede a artículos sustanciales retomados de la Gaceta de Guatemala y de publicaciones vinculadas con las tareas de la Sociedad Económica y del Consulado. Versan sobre un número limitado de temas, claramente identificados como esenciales por las élites: «Los individuos que vayan sucediéndose» en el Consulado, escribe Alejandro Ramírez, «no culparán a los presentes de inacción o tibieza, y aunque adelanten, aunque emprendan obras de más aparato y brillantez, con dificultad promoverán muchos asuntos nuevos que se hayan ocultado a la perspicacia de sus antecesores» (CM, 1799, n.º 99, p. 788). Los asuntos están intrínsicamente ligados unos a otros, y responden a las preocupaciones de las dos instituciones citadas, ellas mismas objeto de reflexión y promoción. Entre esas preocupaciones figuran el fomento de la prosperidad de la colonia (y de la matriz) gracias a la promoción del tráfico por los puertos del sur y la extensión del comercio por el Pacífico (CM, 1799, n.º 99, pp. 788-789), gracias también a la diversificación de los cultivos de exportación (restablecimiento de las cosechas de cacao, además del añil) y a la eliminación de los obstáculos internos al transporte de estos «frutos preciosos» (CM, 1799, n.º 87, pp. 691 y 1802, n.º 83, p. 660), gracias por fin a la integración del indígena en la economía regional. VI. Un tema primordial: el lugar del indígena Esta última cuestión del lugar del indio en la sociedad y, por lo tanto, la economía, candente en una región en la que este sector representa un altísimo porcentaje de la población,15 se aborda en diferentes textos que presentan al lector peninsular la atractiva perspectiva de una ampliación del mercado de consumidores.16 Esta se realizará sobre la base de una acelerada asimilación de los sectores indígenas y 15 Para el arzobispado de Guatemala (padrón de 1796) se numeran 143 433 «Españoles y Ladinos» frente a 352 882 «Indios» (CM, 1803, n.º 43, p. 342). En 1799, un corresponsal de la Gazeta, identificado como Plácido Alegre, considera que «hay en [todo] el Reyno de Guatemala 570.00 Indios y un tercio menos de Ladinos» sobre un total de menos de un millón de habitantes (CM, 1799, n.º 103, p. 822 y 1803, n.º 43, p. 341). 16 Véase entre otras una «Memoria que para abrir las Sesiones de la Junta de Gobierno del Consulado de Guatemala en el año de 1800, escribió y leyó su secretario interino Don Luis de Aguirre. Nueva Guatemala. Por Don Ignacio Beteta» (CM, 1801, n.os 38-39).
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mestizos: «contribuyamos a que indios y ladinos vistan, calcen, coman, vivan e imiten nuestras costumbres», proclama el autor del «Discurso sobre la navegación del Motagua», quien prosigue: «Estamos seguros de que apenas se permitan y se gocen estas conveniencias, nos veremos forzados, e impelidos a trabajar por adquirirlas y multiplicarlas» (CM, 1801, n.º 20, p. 154). En términos generales, la cuestión autóctona es vivida como problema, y la percibida inacción («inercia», «holgazanería», «ociosidad») de los indígenas interpretada como una de las causas principales del atraso en el que se considera sumido el Reino. Se inicia la presentación del tema en el Correo con la memoria de un corresponsal de la Gaceta quien expone un despiadado programa de aculturación de las comunidades nativas. Adopta una perspectiva en la que se niegan los cientos, por no decir miles, de años de experimentos agrícolas en el continente occidental, al considerar que «en Europa […] si se dejase inculta la tierra no daría mas que encinas y otros árboles estériles», mientras que «en América […] la tierra produce por sí misma todos los frutos que sirven para satisfacer las [necesidades naturales]». Esta, prosigue «es la causa, según cierto autor, de que haya en esta parte del mundo tantas naciones salvages» (CM, 1799, n.º 103, pp. 820-821). Se lamenta la autosuficiencia económica de estos sectores cuyo bienestar debería estar más supeditado a los intereses materiales de la élite colonial y la metrópoli. Si bien es cierto que el tono adoptado por otros autores que tocan el tema (CM, 1801, n.os 38-39), y en particular por el doctor Antonio García Re dondo (CM, 1800, n.os 32-34), es más conciliador y la perspectiva más matizada, los testimonios centroamericanos que se insertan tienden a fortalecer las convicciones de los editores del Correo y de sus lectores peninsulares en cuanto a la legitimidad de la dinámica colonial. Sin embargo, donde se destaca la publicación es en el espacio que abre para el enfoque deliberadamente no instrumental de un José Rossi y Rubí, figura paradigmática de la ilustración americana y su ciudad letrada (como cofundador de Mercurio Peruano, en particular). Sin reconocerlo como tal, se inserta una de sus contribuciones a la Gaceta de Guatemala, «Fragmento sobre los Indios», en la que invita al lector a responder a una llamada profundamente inusual en una publicación comercial. «Pensadores egoístas, alucinados por la vanidad y el interés», exclama, con un tono casi religioso: «Vosotros todos enemigos del nombre americano, quien quiera que seais… que decís que los Indios son unos brutos degradados, unos afeminados, unos ociosos: dejad por un instante las preocupaciones científicas y pecuniarias: humanaos un poco, y seguidme» (CM, 1803, n.º 61, p. 484). Una voz resuena entonces, informada por una extensa experiencia de viajes por Europa y América. Movida por la indignación y la compasión de quien ha podido constatar la «laboriosidad» «recia», «continua» e «ingrata» del indígena americano, abre al lector urbano, culto, acomodado como él, a la humanidad del indio, que sea el «agricultor», «traginante» o «minero», antes de concluir: «¡[Y] con todo llamamos holgazanes, ociosos, degenerados é imbécil a la [casta] de los Indios! – ¡qué injusticia! ¡qué ceguedad!» (CM, 1803, n.º 61, p. 485). 408
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VII. Un balance El examen de los números del Correo Mercantil digitalizados por la Biblioteca Nacional española no deja la menor duda de que se trata de un periódico dirigido a un público muy específico: interesado potencialmente en conocer, además de los precios corrientes, cuáles son las condiciones demográficas y climáticas generales y particulares que puedan afectar sus inversiones y sus transacciones, cuáles son los imprevistos posibles (terremotos, epidemias, plagas agrícolas, ataques de piratas), las reales órdenes, los tratados en vigor entre las naciones, las nuevas orientaciones tecnológicas, las lecturas más apropiadas y accesibles. El campo que cubre el periódico es enorme: abarca desde la China, la India, el Imperio otomano, las costas berberiscas hasta la Nueva Gales del Sur y las Américas, y, por supuesto, las capitales y ciudades de feria y portuarias europeas (Amberes, Amsterdam, Londres, Petersburgo…). A ese público de funcionarios y empresarios, numéricamente ínfimo sin duda (Enciso Recio, 1958: 75, 85), pero con intereses y poderes de decisión que van mucho más allá de lo local, la inclusión en el Correo de problemáticas y voces americanas, y más específicamente centroamericanas, le ofrece, por cierto, una confirmación de sus a priori, pero le abre también un espacio de reflexión. Es notable que esta inclusión de voces americanas se produzca sin condescendencia: la república de las letras está perfectamente integrada, y en el papel se construye una geografía imaginaria en la que coinciden en un pie de igualdad visual y discursiva Boston, Bremen, Filadelfia, Ostende, Petersburgo, Stokolmo y las modestas Cartago, Escuinta, Mazaltenango, Sacatecoluca, Solola, Sonsonate, Totonicapan, Toliman. Hablando de la Sociedad Económica, de la que la Gaceta se definió en 1797 como el órgano, García Redondo celebra «Sociedades, que como esta de Guatemala, extiendan por medio de periódicos las ideas sanas de economía, de comercio y de agricultura, y aun de educación y de literatura […] que como cuerpos sedentarios y compuestos de personas zelosas, instruidas y conocedoras de las circunstancias del pais, puedan servir al Gobierno con sus luces y sus trabajos […]» (CM, 1800, n.º 32, p. 250). Estas luces centroamericanas lograron en parte difundirse e Europa, y probablemente apreciarse, gracias al Correo Mercantil. Queda, sin embargo, todo un lado oscuro de la Ilustración, vinculado con la negación de una razón, unos saberes, una capacidad positiva de agencia colectiva autóctona que pocas contribuciones (tal vez ninguna) permitieron atisbar. Bibliografía Aguilar Piñal, Francisco. La prensa española en el siglo xviii: diarios, revistas y pronósticos, Madrid, CSIC, 1978. Asúa, Miguel de. La ciencia de Mayo: la cultura científica en el Río de la Plata, 1800-1820, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2010.
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Las biografías del Parnaso español: López de Sedano y el canon* Pedro Ruiz Pérez Universidad de Córdoba
En el mundo antiguo la relación entre el escritor y su obra se concebía desde una noción de auctoritas que iba de aquel a esta, hasta el punto de que era el nombre del primero el que se imponía (Stone Peters, 2000). Todavía Tomás Rueda podía componer su biblioteca portátil con un «Garcilaso sin comento». En estos casos bastaba el nombre en la portada (o en el lomo de pergamino de la encuadernación) para «autorizar» la obra. Cuando el comento aparece, la configuración autorial se establece desde el inicio como un componente imprescindible en el marco de un denso entramado conceptual que confluye en la poetarum enarratio. La retórica la distinguía dentro de la gramática historice, vinculada a los textos reales y que merecen consideración. Así se articula una precisa metodología, completamente fijada en los comentarios helenísticos a los clásicos grecolatinos, incluyendo en ellos una vita más o menos idealizada, atenta siempre a los patrones retóricos. El procedimiento se traslada a la literatura romance cuando en la Europa renacentista se asienta una visión nacional donde se aúnan con la política la lengua y su realización artística. Frente a los antiqui auctores o frente a los escritores del país rival se inicia ya una carrera por los aún no llamados «clásicos nacionales»,1 que en nuestras letras da un paso inicial con Juan de Mena2 y fija su modelo con Garcilaso: su larga carrera editorial tiene un punto de inflexión con el comento del Brocense, centrado en problemas textuales y esclarecimiento de lecturas, antes de encontrar un modelo canónico y de canonización en las Anotaciones, de Herrera (López Bueno, 1997), con la «Vida de Garcilaso de la Vega» como pieza sustancial; el modelo fijado es respetado en sus componentes por Tamayo, incluso cuando se plantea una lectura *
Las páginas que siguen son resultado del proyecto «Biografías y polémicas: hacia la institucionalización de la literatura y el autor (SILEM II)», RTI2018-095664-B-C21 del Plan Estatal de I+D+i. 1 Sebold comenzó hablando del «nuevo clasicismo español» en su edición de Luzán (1977) para referirse a la actitud del preceptista respecto a los autores nacionales. La extensión de esta actitud ha sido estudiada por Álvarez Barrientos (2004), Urzainqui Miqueléiz (2007) y Lara Garrido (2008). Aunque centrado en un caso concreto, el enfoque de Checa Beltrán (2010) es de aplicación y utilidad, como el conjunto de sus trabajos dieciochistas. 2 Editado y anotado por el Comendador Griego en 1499, ya el propio poeta había añadido su comentario a la Coronación del Marqués de Santillana (1437).
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Pedro Ruiz Pérez
divergente, y, curiosamente, se diluye en el siglo xviii en la edición de Azara (Martín Puya, 2016). En este decurso las ediciones de poetas por manos ajenas prescinden de modo general del comentario detallado, pero muchas impresiones póstumas (Figueroa, Solís, Salazar y Torres…) convierten la semblanza biográfica del escritor en pieza básica en el edificio de su autoridad. En un caso como el de Góngora, la incorporación de su biografía desmiente a Ginés de Pasamonte y se incluye en una compilación manuscrita, la de Chacón, iniciada en vida, junto con su retrato, e incluso el conde de Rebolledo se permite incorporar este elemento a sus planes editoriales (Ruiz Pérez, 2020). En este contexto y con el significativo enlace de don Bernardino cabe situar uno de los perfiles de la empresa antológica de López de Sedano y la inclusión a partir del segundo de los nueve volúmenes del Parnaso español de elementos de la poetarum enarratio fijados en la tradición clásica. Una parte sustancial se condensa en el apartado postliminar de los «juicios críticos», que incluyen a veces cuestiones de ecdótica y crítica textual (Alonso Miguel, 2013), y mediante síntesis acomodan a la naturaleza de una compilación tan amplia lo que en las ediciones individuales se desplegaba en forma de anotaciones, glosas o escolios. A veces con indicaciones similares aparecen las que el compilador llama «noticias», en lugar de «biografías»; sin recoger a todos los poetas incluidos en la antología, las 53 semblanzas completan, sin embargo, el tratamiento sistemático3 que Sedano introduce para articular su heterogéneo y en apariencia disperso florilegio, contrapesando la varietas del repertorio, procedente del complejo acceso a los textos y orientada al deleite del lector, con el orden metódico de la agrupación en la figura autorial. No en balde, este aspecto constituyó un frente central en las arremetidas críticas recibidas por el Parnaso, en particular las debidas a Tomás de Iriarte a través de una prolongada polémica en la que la existencia y la necesidad de un plan metódico estuvieron en el centro del debate, pero en la que también quedó amplio espacio para discutir específicamente el valor de las biografías publicadas. Una construcción retórica Con su «Diálogo joco-serio» Donde las dan las toman (1778) Tomás de Iriarte abre el frente de batalla iniciado como una escaramuza en torno a la calidad de la traducción por Espinel de la epístola Ad Pisones, de Horacio. Iriarte la atacó en los preliminares de su propia versión (1777), y Sedano contestó con amplitud en el juicio crítico de su volumen IX (1778), lo que dio pie al sistemático ataque al Parnaso puesto en boca del traductor en el diálogo de 1778, reeditado en 1805 (Cáseda Teresa, 2010 y Ruiz Pérez, 2019a). En esta versión una decena de páginas En el prólogo del tomo IV Sedano (1776: iii-iv) afirma que con el conjunto de paratextos (prólogos, biografías, retratos y juicios críticos) se cubre el lugar del esperado tratado, ajustando sus materiales al contexto de la magna edición que propone. 3
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Las biografías del Parnaso español: López de Sedano y el canon
(179-189) se dedican a enumerar con detalle los errores y carencias contenidos en las biografías de Juan de la Cueva, Soto de Rojas, Quevedo, Alonso de Ledesma, Cristóbal de Mesa, Figueroa, Llaguno y Avellaneda. La relación, con su repiqueteo, dibuja una imagen de descuido por parte de Sedano, y es cierto que más de un desliz pasó de sus notas a la impresión, pero no es menos cierto que los lugares críticos señalados corresponden a puntos axiales en una amplia y actualizada labor de erudición, que incluye la exhumación de inéditos, la interpretación de los datos, la redacción y la impresión. A esta fase podría atribuirse la errata que adelantaba un siglo el nacimiento de Soto de Rojas; a algún lapsus calami en la redacción o en la transcripción, el equívoco «Alonso Sánchez de Avellaneda» o la confusión entre las órdenes de Santiago y Calatrava al mencionar los títulos de Llaguno y Amírola. Los demás errores señalados proceden, y esto lo imita Iriarte, de los riesgos derivados de adentrarse en territorios no explorados, como al sacar a la luz el códice en dos tomos, hoy en la Biblioteca Capitular y Colombina de Sevilla, con los textos manuscritos de Juan de la Cueva (que dejaron en evidencia una hipótesis previa sobre la fecha de fallecimiento del poeta sevillano), o el empleo de una amplia bibliografía, como la que motiva la poco clara referencia que vincula a Mariana con Quevedo en torno a la aprobación de la Biblia de Amberes. También el que estas prácticas permitan a quien se apoya en sus resultados señalar carencias, como la relativa al carácter previamente impreso de un texto de Figueroa o el lugar de nacimiento de Ledesma. El propio Sedano, a través del Amanuense, correlato del traductor en su obra en respuesta, los Coloquios de la espina (1785), da cumplida réplica a cada una de estas objeciones, alegando la bibliografía en que se apoya o la imposibilidad de estar al tanto de toda la existente,4 pero no llega a explicitar todo el valor de su empresa, ni siquiera a apuntar lo relativo del peso de estos detalles en el monumental conjunto de semblanzas que acopió en su obra, y en donde el juicio que pudiera ser más comprometido y cuestionable, la identificación de Francisco de la Torre con su editor Quevedo, no es ni siquiera aludido por el minucioso impugnador. Esto bien puede interpretarse como una aceptación implícita del criterio metodológico asumido por Sedano para sus biografías, como también lo es el hecho de que en su aplicación solo puedan descubrirse pequeñas faltas interpretables como un relajamiento en el rigor en la aplicación del método. A grandes líneas los puntos objeto de debate esbozan, como he sugerido, los ejes metodológicos del Sedano biógrafo en su vertiente más novedosa, con la atención al documento que la filosofía de los novatores había actualizado en la tradición filológica; el repetidamente citado Nicolás Antonio y su Bibliotheca Hispana Nova conforman el puente por el que el recopilador del Parnaso transita con frecuencia en su acarreo de materiales para componer las semblanzas autoriales, pero también un modelo de indagación y recuperación de materiales de lo que Sedano hace continua gala. Es obvio que, pese lo incuestionable de este avance metodológico, En el caso de Ledesma su filiación no aparece hasta la segunda edición de la obra de Colmenares, y, de manera similar, el poema de Figueroa no se incluía en la princeps póstuma (López de Sedano, 1785, II: 14). En ese pasaje Sedano contesta al resto de impugnaciones de Iriarte. 4
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su labor no llega, sin embargo, a cubrir con suficiencia los requerimientos con los que hoy componemos nuestro concepto de una biografía científica, incluso teniendo en cuenta los medios materiales a disposición del erudito en las décadas finales del siglo xviii. Una prueba evidente de estas limitaciones se halla en el desequilibrio entre las diferentes semblanzas, como el que encontramos entre la extensa y pormenorizada relación de la vida de Quevedo, en el tomo IV, y las escuetas líneas dedicadas a Gregorio Morillo en el II, ocupadas casi en su totalidad en señalar la procedencia de sus textos, extraídos de las Flores de Espinosa, y la transcripción del elogio que le tributó Cervantes en el «Canto de Calíope». La oscilación motiva, sin duda, la opción por la noción de «noticias» (que neutraliza las diferencias entre una biografía sensu stricto, una breve ficha y una simple nota) y permite distinguir un grupo de «biografías mayores» del resto. En prácticamente todas hay un intento por documentar las afirmaciones y apoyar los datos, pero en bastantes casos la semblanza que se ofrece no pasa de ahí, sin que se pueda completar el molde retórico conformado en las poetarum enarrationes, pulido, a su vez, en el roce mimético con las biografías de héroes clásicos y el nutrido repertorio contrarreformista de hagiografías, individuales o seriadas en uno y otro caso (Ruiz Pérez, 2018a). Sí se despliega el modelo retórico en todos sus componentes en catorce biografías, en las que coinciden, como cabía esperar, la altura de los poetas seleccionados (con distintos motivos de reconocimiento y con más de un siglo de distancia entre ellos) y la existencia en prácticamente todos los casos de «vidas» previas, de mayor o menor entidad. Se trata, en orden cronológico, de Garcilaso, Hurtado de Mendoza, Ercilla, fray Luis de León, Figueroa, Herrera, Juan de la Cueva, los Argensolas, Góngora, Lope, Quevedo, Rioja y el conde de Rebolledo. Con una extensión variable, estas biografías tienen un amplio desarrollo, muy diferente al del resto, y repiten con bastante regularidad un esquema identificable. De acuerdo con lo preceptuado y en función de los datos disponibles, siguen un relato ab ovo, que se inicia con su nacimiento, con las circunstancias de ubi et quando y una particular atención a los padres, que se extiende a otros predecesores y miembros de la familia cuando pertenece a la aristocracia, en un sentido flexible y generoso del concepto, acreditando (como en el habitual argumento de las defensas de la poesía) que no hay enemistad entre la sangre nobiliaria y la práctica del verso, sino que aquella acredita a este. Sigue, siempre que es el caso, la enumeración de los estudios y otras actividades de formación, cuando es posible, destacando la precocidad y la fuerza del natural, en una combinación destinada a sustentar el triunfo en la escritura. Sobre todo cuando se trata de soldados o diplomáticos, se extiende en una cumplida narratio de sus hechos, que incluye avatares más personales, como las relaciones amorosas, sin excluir los más infaustos, como la prisión de fray Luis y Quevedo, aunque corre en ocasiones un velo de eufemismos o silencios, como al tratar de los destierros de Lope. Ya que un bel morir tuta la vita onora, no suele faltar la mención de esta circunstancia, que subraya el heroísmo del personaje, su vida de virtud o el desengaño final que conduce a la «buena muerte». No solo cuando se plasma en un 416
Las biografías del Parnaso español: López de Sedano y el canon
volumen, como en el caso de Lope, se presta atención a la fama póstuma y las diversas formas de pervivencia que implican un reconocimiento. A los hechos narrados siguen los elementos de la parte más epidíctica, incluyendo en este orden la prosopografía o descripción física del sujeto, las más de las veces con rasgos idealizados, aunque no falten declaraciones tan rotundas como la realizada sobre la fealdad de Diego Hurtado de Mendoza; una enumeración de las obras publicadas o que quedaron inéditos, con relaciones de hasta varias páginas, según vemos en el caso de Quevedo, y, finalmente, el elogio, extraído, como el propio Sedano anunciara, de algunos de los repertorios en verso de poetas nacionales (v. infra). El modelo se reitera de manera insistente. Si bien podía responder a la comodidad del biógrafo, que encuentra un molde bien definido en los tratados y las prácticas previas, así como en su propio uso, el efecto sobre el lector, más allá de una cierta monotonía, es el de fijar en su imaginario una representación autorial que tiene, bajo la diversidad de las circunstancias personales de cada poeta, la potencia necesaria para fijar una suerte de arquetipo ideal, una noción de lo que es un poeta bajo sus diversas máscaras individuales. La existencia de biografías previas en la práctica totalidad de los casos (salvo Cueva y Rioja), desde las incluidas en preliminares de ediciones a volúmenes exentos como el dedicado por Tarsia a Quevedo, confirma, junto al hecho de tratarse de autores reconocidos, la voluntad de ajustar la diversidad de sus materiales a un esquema común, pues, aunque ya las «vidas» existentes se ceñían con bastante regularidad al esquema, su heterogeneidad podría haberse proyectado en las páginas del Parnaso. No es así, y ello denotaría la voluntad de Sedano de ajustarse a un patrón reconocible y configurar una imagen de la misma naturaleza. De esta manera rehúye también el espinoso asunto de establecer una jerarquía definida, incluso en la senda de contraposición entre el siglo xvi y el xvii formulada por Velázquez en sus Orígenes de la poesía española una década y media antes de que apareciera el primer volumen de la serie del Parnaso. Desde Garcilaso a Rebolledo se establece un claro hilo de continuidad, sin rupturas ni inflexiones, como corresponde a una tradición, claramente reivindicada por Sedano. El programa se complementa con la inclusión de los retratos, que engarzan con la descripción de la fisonomía del autor, avanzando en una línea de individuación a partir de los rasgos personales, pero todos ellos fijados en el marco común de una cuidada iconografía representativa que constituye todo un programa en una línea paralela a lo señalado para los relatos biográficos. Y téngase en cuenta que de los catorce retratos incluidos en la colección, salvo el de Argote de Molina, todos ellos corresponden a la serie de autores con una biografía detallada y extensa, siendo Lupercio Leonardo de Argensola el único de ellos que no alcanza a tener retrato en los nueve volúmenes que finalmente salieron a la luz.5 La posición del busto, su encuadre en un medallón ovalado de evocaciones clásicas, la inscripción en una 5 López de Sedano (1785, I: 179 y II: 170-172) sostiene su voluntad de mantener la serie abierta hasta alcanzar sus objetivos, pero, quizá por los ataques de Iriarte, no pasó del volumen IX (1778).
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hornacina arquitectónica, los signos de triunfo y, sobre todo, las representaciones alegóricas de los géneros cultivados por cada uno sirven en el conjunto para reforzar la imagen de un panteón de hombres ilustres, de una galería de semejantes que, fijados en su vida y en su representación, encarnan el parnaso de referencia. Todo ello, junto con la consciencia del autor respecto al sentido de su obra, se manifiesta en el prólogo del segundo volumen, el primero que incluye biografías y retratos tras su omisión en el que abría la serie dos años antes (1768), en un pasaje cuya cita por extenso queda justificada por lo significativo de las declaraciones, que nos servirán de eje para las consideraciones posteriores: Ha correspondido tan bien la aceptación y el aplauso común de esta obra a las ideas que desde luego se formaron de la utilidad de su empresa, que esta sola satisfacción debe infundir la mayor esperanza de llevar al fin este gran proyecto, sin duda más vasto de lo que el público se habrá figurado hasta aquí, y constituye en la obligación de no omitir fatiga ni diligencia que se dirija a la mayor ilustración y adorno de la obra. En este supuesto, aunque se había determinado reservar para el último tomo de la Colección (como se aseguró en el primero ) el Catálogo Histórico y Bibliográfico de los Poetas Castellanos que deben componer el Parnaso Español, sin embargo, para satisfacer al deseo de los curiosos se ha resuelto insertar en cada volumen las Noticias históricas de nuestros Poetas, siguiendo, no el orden de siglos y edades en que florecieron, como era el ánimo, sino el que llevan en la Colección, ni tampoco las de todos los que incluye cada volumen, dejando las de algunos para cuando se inserten sus retratos o se incluya la mayor porción de sus obras, sino las de aquellos de quienes hayga ya pocas o ninguna que incluir, trabajo que será de tanta estimación para los eruditos cuanta es la utilidad y lo difícil de la empresa. Nadie ignora la escasez de noticias en que generalmente vivimos sobre este particular, por la natural desidia en conservar a la posteridad las memorias de los mayores héroes de nuestra literatura. Por esta causa las que se den de muchos de nuestros poetas serán muy apreciables, por ser las primeras que hasta ahora han llegado a la noticia común, no habiendo sido menor trabajo el de sacar algunas de los más profundos senos de la oscuridad y del olvido que el de reducir a historia o a compendio otras que se hallan perdidas y derramadas en varios libros y autores, difusamente escritas, sin orden, método, conexión ni dependencia; y esto obligará a extenderse algo más en la noticia de algunos autores y a contentarse con apuntar en otros las pocas memorias que existen de sus producciones literarias. También se adornará esta idea con otra no menos oportuna y propia de la obra, cual es la de insertar los elogios poéticos de cada autor al fin de su Noticia. Lope de Vega en su Laurel de Apolo, Miguel de Cervantes Saavedra en el «Canto de Caliope» que se halla en el libro de La Galatea y en su Viaje del Parnaso, don Luis Zapata en el Canto 38 de su Carlos Famoso y Gaspar Gil Polo en su «Canto del Turia», que está en su Diana enamorada, son los autores de quienes se pueden tomar los elogios de nuestros poetas, añadiendo algún otro que lo haya ejecutado más particularmente. De estos se insertarán los que se encuentran en las dos primeras obras, como más clásicos y universales sí bien en la primera luce y se aprecia mas la amenidad y facilidad del estilo que la calidad de la crítica y el juicio y graduación de los autores, pues en muchos se dejó llevar más de la condescendencia que del mérito; de otros, dignísimos del lauro, hace un elogio tan diminuto, que hasta los nombres calla, y de otros se olvida enteramente, al paso que en algunos de una clase muy ínfima se extiende en elogios excesi-
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Las biografías del Parnaso español: López de Sedano y el canon vos y dilatados, calidades que se observan todo al contrario en la segunda y tercera, en las que a la dureza y sequedad del estilo recompensa el juicio, la crítica y madurez de la censura (1770: iii-vi).6
Sedano se muestra tan consciente de su propósito como atento a la reacción de su público, acentuando su flexibilidad para darle respuesta a sus demandas, aunque acomodando, en realidad, su designio dentro de los parámetros de flexibilidad del sistema con que lo había concebido. En sus declaraciones es posible seguir la trascendencia de su uso de las biografías, desde los rasgos formales y materiales de su elaboración a su valor pragmático. Limitaciones de una práctica La pretensión del autor del Parnaso era dotar a sus noticias biográficas del mismo rasgo de exhumación de textos desconocidos que concibió para su colección de poesía. El punto de partida era la convicción de que el adormecimiento del buen gusto y el repudio a la poesía del siglo anterior tenían como base común la ignorancia de la producción de sus buenos autores, un vacío que Sedano pretendía paliar ofreciendo en su colección textos inéditos o de difícil acceso, así como datos nuevos en torno a los autores que los crearon. En el entorno de la Ilustración, tal empeño encajaba sin fricciones y venía a coincidir con empresas paralelas que siguieron a la obra de Velázquez, incluyendo ediciones sistemáticas, como la de Lope, reediciones de los poetas más diversos y compilaciones poco más tardías, como la realizada por Tomás Antonio Sánchez para la poesía anterior al siglo xv o la serie de volúmenes promovida por Ramón Fernández (Bautista Malillos, 1998). No obstante, pese al ambiente favorable y las ayudas recibidas, este propósito de añadir informaciones inéditas quedó bastante limitado en su desarrollo. Ya en el tomo III, publicado el mismo año que el anterior, el autor manifestaba en el prólogo sus quejas en este sentido: Las Noticias históricas de los ilustres Poetas Castellanos serán tal vez por la diminución y oscuridad de ellas un escollo en que tropezará el deseo de los curiosos, por más que se persuadan a la escasez ya insinuada de memorias en que vivimos de nuestros sabios, pero esta es una obra de aquellas que se van solo ilustrando y perfeccionando al paso de su mismo progreso (1770: III).
El autor reconoce la colaboración que ha encontrado, sin duda alentada con la aparición de los primeros tomos de la obra, y la aprecia en todo su valor, como único medio de acceder a un tesoro tan oculto como disperso. Aunque, según promete, irá mencionando más adelante a algunos de los colaboradores más notorios, en el mismo prólogo incluye tras la queja el reconocimiento, como un modo de estimular nuevas aportaciones: 6 Abunda en sus consideraciones sobre el sentido de las biografías en el prólogo del tomo VIII (1774).
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Pedro Ruiz Pérez [E]l concepto que ha merecido esta obra ha ejercitado la liberalidad de muchas personas de carácter y erudición y celosas de cuanto sea dirigido al beneficio común, franqueando los tesoros de sus bibliotecas, manuscritos, noticias, retratos y toda especie de diligencias y oficios relativos al mismo efecto, por cuyos méritos se podrán comunicar al público muchas preciosidades que encubría el polvo y el olvido, y nunca hubieran visto la luz sino con esta oportunidad (1770: IV).
La colaboración hubo de existir, pero, lamentablemente, no al nivel deseable, y, lo mismo que en los textos su selección y sus criterios de edición se resintieron, lo hizo lo relativo a la confección de las biografías. La fruición con que transcribe en forma pormenorizada documentos inéditos a pie de página de las biografías de fray Luis de León y de Rebolledo da signos de un método de trabajo al que se aspiraba y de la voluntad de Sedano de acreditar su labor; al mismo tiempo es también reveladora de la escasez de esta circunstancia, ya que de disponer de más datos de estas características no hubiera sido otra la práctica habitual. Magra cosecha para tan loables pretensiones como animaron el proyecto de conformar una galería de biografías actualizadas. Lo que se dio en abundancia mayor fue el extremo opuesto, sobre todo para el caso de poetas que se exhumaban de fuentes en aquel momento poco difundido, como se aprecia en el volumen I en la serie de autores antologados en las Flores de Pedro Espinosa. Es notable en este sentido la resignada confesión que acompaña la breve nota biográfica del antequerano-granadino Juan de Morales, al ofrecerla en el tomo siguiente: «Colígese de sus mismas obras que fue cordobés o sevillano, pero no se sabe de cierto el lugar de su nacimiento, ni puede comprobarse ser el mismo que hace don Nicolás Antonio natural de la villa de Montilla y escribió varios tratados» (1770: xii). El error de adscripción geográfico es uno más de los que se deslizan en esta meritoria empresa; el recurso a extraer las noticias de la obra, en una forma de tautología, se hace general en muchos casos, incluso cuando el poeta no es tan desconocido como Morales. Así ocurre al tratar de Alonso de Ercilla, cuando se desliza imperceptiblemente en la certeza desde el topos de un relato en el cruce de la epopeya clásica con la crónica indiana: «…empezando a escribir de aquel suceso su célebre poema de la Araucana, escribiendo por la noche lo que se ejecutaba por el día, como él mismo refiere, y acreditando como ninguna la verdad de aquella sentencia: “tomando ora la espada, ora la pluma”» (1770: xxvi). Incluso cuando no se trata de notas tan breves como las dedicadas a los poetas más ignotos, se producen curiosos desplazamientos. Así ocurre al pintar la semblanza de Alonso de Ledesma, del que incurre en un error sobre su lugar de nacimiento, tal como le reprochó Iriarte, y para el que tiene que aceptar, ante la falta de otras noticias, que «se reducirá igualmente la noticia de este poeta a la del número y calidad de sus obras impresas» (1771: xxxi). Y algo similar ocurre, en el mismo tomo, en la biografía de Hernández de Velasco, donde las noticias sobre su vida son sustituidas por los juicios críticos sobre sus obras, trasladando a este espacio lo que estaba reservado para el postliminar del volumen. 420
Las biografías del Parnaso español: López de Sedano y el canon
Aunque en este caso en que nos detenemos por último no se trataba tanto de falta de noticias como en los anteriores, en la «Noticia» y el «Juicio» de Garcilaso se impone este modo de lectura, entre la falta de información más documentada y una concepción bastante clásica del texto literario y su relación con la verdad factual. Los comentarios a los cuatro poemas del toledano incluidos en el tomo II equivalen en extensión a las tres páginas de la semblanza biográfica, que incluye todas las partes señaladas, aunque con escasez de información y detalle. En el «Juicio», en cambio, aparecen diferentes noticias de su vida en ese espacio confuso en que se borran las fronteras entre realidad y ficción, comenzando por los fabulados amores situados en el centro de la obra poética, en concreto la égloga I: «[F]ue su principal asunto la muerte de doña Isabel de Freire, a quien celebra con el anagrama de Elisa; el pastor Salicio es Garcilaso, y Nemoroso quieren unos que sea Boscán, fundado en que nemus es ‘bosque’, y otros que fuese D. Antonio de Fonseca, marido de aquella señora» (1770: i-ii). La biografía incluida por Herrera en sus Anotaciones ponía en letras de molde esta imaginativa situación, y este puede ser un indicio de su utilización por parte de Sedano para realizar su versión abreviada y extraer los datos para sus comentarios. A la hora de editar la égloga III la lectura del texto en clave biográfica mueve una decisión crítico-filológica de relieve: la parte más clásica e innovadora (la de las ninfas y sus tapices) es postergada a favor del canto amebeo final, en el que, al modo de la égloga I, parecen proyectarse unos amores reales en una doble vertiente, en boca justamente de los pastores aparecidos tras la descripción del tapiz pintando la muerte de Elisa y el llanto de Nemoroso. En el comentario la información biográfica se centra en la relación, vía dedicatoria, con la condesa de Ureña. Sedano no podía escapar a su tiempo. Los mimbres para sus biografías eran un molde retórico de raíz clásica y un volumen de información aún reducido, pese a sus esfuerzos de documentación. Juzgarlas en virtud de estas limitaciones conduciría a un veredicto negativo tan injusto como improductivo. En su lugar, resulta más iluminador atender a su valor pragmático y al funcionamiento que impulsaron dentro del programa dieciochesco de ordenar una literatura nacional (Checa Beltrán, 2014). Un ejercicio programático Los criterios para la ordenación de los textos (o su presunta ausencia) fueron uno de los caballos de batalla en torno al Parnaso, desde las iniciales y amistosas reticencias de Vicente de los Ríos a los abiertos ataques del lado de Iriarte. El propio Sedano era consciente de la repercusión de este asunto, y así lo manifestó. Antes de que en 1785, en el IV de los Coloquios de la espina, contestara directamente a las impugnaciones de Iriarte, señalando la insuficiencia de cualquiera de los criterios propuestos como habituales (por cronología, por géneros, por autores…), en los prólogos de los volúmenes del Parnaso aparecen reflexiones sobre este asun421
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to y una justificación fundamental: no puede esperar a tener reunidos todos los materiales para ordenarlos, y los irá ofreciendo al paso que lleguen a sus manos; no obstante este criterio general, como también señala, no faltan principios organizativos, en particular en la agrupación por volúmenes: en el I funcionan como eje las composiciones de cierto resabio clasicista, complementadas con las piezas menos atendidas de las Flores, de Espinosa; en el segundo predominan las composiciones de cierto aliento, mayoritariamente del siglo xvi, con el contrapunto barroco y burlesco de La Gatomaquia, de Lope; el V se reserva para la materia espiritual, como el VI para las tragedias más tempranas; en el VIII, en fin, se agruparán los más sig nificativos poemas o pasajes en que se manifiesta, en forma de galería, la concien cia poética de una identidad colectiva, un creciente parnaso versificado (Ruiz Pérez, 2010). Pese a todo, y esto es prácticamente inevitable en cualquier antología, el resultado para el lector es una serie inorgánica de textos, cuya heterogeneidad se multiplicaba en todas sus dimensiones y debían repartirse en una serie de volúmenes solo determinada por su imprevista interrupción tras el noveno. Los juicios incluidos a modo de epílogo crítico podían apuntar algunas líneas de relación entre los textos, pero mantenían la disposición individual y en cierta forma reforzaban la singularidad opuesta a la clasificación. Las biografías, en cambio, ofrecían el más sólido soporte para la agrupación más incuestionable de los textos, la correspondiente a su origen autorial. La galería de semblanzas opera así como el principal argumento de articulación de la colección; con ellas, la cuestionada dispersión de la obra de un poeta en diversos tomos se convertía en un nexo de relación entre ellos, propiciando, junto al lineal, un segundo itinerario de lectura, que permitía al lector atento ir descubriendo la trama que convertía un desordenado tumulto de textos en el discurso de una tradición, con sus héroes y referentes, con sus patrones canónicos. De hecho, es la doble serie de vidas y retratos la que compone el verdadero parnaso anunciado en el título de los volúmenes. En la imagen clásica, tal como aparece en el grabado inicial de la primera entrega de la serie,7 la metonimia procedente de la referencia al monte en que habitaban Apolo y las Musas y de donde brotaba la fuente de la inspiración poética, el Parnaso no estaba ocupado por las obras, sino por los poetas, tal y como lo presentó Cervantes en su sátira en tercetos. El título del Viaje del parnaso, con su ambigüedad, revelaba la dicotomía. Un «viaje al Parnaso» hubiera resultado inequívoco, pero no fue este el título elegido; y, si un monte no puede viajar, se estaría refiriendo al conjunto de poetas o «parnaso» del momento que acuden a la defensa de Apolo. En un modo paralelo el título de Sedano encierra una dualidad, que comienza a diluirse a partir del volumen II, cuando se regularizan las biografías y aparecen los dos primeros grabados con la representación de autores. Si en la primera entrega, desprovista de otras referencias que los textos, estos podían tomarse como el objeto del Parnaso, y este concepto En algún ejemplar, como el de la Biblioteca Teatral Arturo Sedano de la Biblioteca Provincial de Barcelona, el grabado está coloreado; con o sin color, la imagen mantiene un gran paralelismo con la que abre el Parnaso español, de Quevedo (1648). 7
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como sinónimo de antología, a partir del tomo siguiente, comienza a invertirse la imagen y a imponerse la de un Parnaso formado por «los más célebres poetas castellanos» a través de las composiciones antologadas. El que estas fueran «escogidas» y no «selectas», según la contestación a Iriarte (López de Sedano, 1785, I: 169), justifica la amplitud de la compilación y la heterogénea calidad de la cosecha, pues se pretende un reflejo de la realidad, si bien a través de la idealizada imagen del Parnaso, donde se reúnen todos los poetas, aunque de acuerdo con una jerarquía, apuntada en el sarcasmo cervantino y directamente aludida por Sedano al justificar el concepto de «parnaso», pues este «tiene una extensión que abraza lo que no abrazaría la simple colección, y en el Parnaso sabe v. m. muy bien que tienen cabida todos los poetas de alguna fama, aunque se les distinga en la graduación del lugar, pues los que no pueden montar las cumbres ocupan las faldas» (1785, I: 170). Las biografías textualizan la representación de un parnaso en el que los poetas de los siglos pasados se inscriben en una tradición clásica, que los hombrea con los modelos grecolatinos y los coloca en directa emulación con otros parnasos nacionales, como el francés y el italiano; su número, como el de los poemas, revela la entidad de este parnaso hispano. Los retratos, por su parte, ponen de manifiesto una jerarquía y la hacen operativa, al tiempo que con sus elementos de homogeneidad refuerzan la idea de un parnaso superior en el que conviven los poetas más excelsos, los más celebrados, los que constituyen el paradigma en sus respectivos géneros. Cobran sentido en esta perspectiva las reiteradas muestras del interés de Sedano por aquellas obras que, manteniendo su condición poética, le habían precedido en la tarea de visibilizar una imagen del parnaso hispano a través de la nómina de sus ocupantes y una galería de referencias a los mismos, generalmente en forma de elogio más o menos convencional y hasta burlesco. Según anuncia, cumple el propósito de rematar las semblanzas biográficas con algún elogio extraído de estos repertorios; la operación traslada lo que era una muestra de sociabilidad literaria y de visibilización de la red de relaciones entre autores vivos a lo que, de resultas del paso del tiempo y la fragmentación de los discursos originales, aparece como el epitafio que cierra la «vida» de un autor, otorgándole una forma de eternidad que se inicia con el reconocimiento de sus contemporáneos. La inclusión en el volumen VIII de la Colección de varias de las más notables composiciones del género encomiástico colectivo insiste en el valor de estas piezas donde la construcción del parnaso nacional se inicia por obra de sus propios moradores. Allí aparecen las tres más breves de las composiciones que mencionó en el citado prólogo del tomo II como fuente de los elogios finales en las biografías, las de Gil Polo, Cervantes y Zapata, pero no son las únicas muestras de la densa preocupación metapoética de Sedano y su concentración en este volumen. De hecho, en sus páginas aparecen la temprana muestra de sociabilidad poética que revela la respuesta epistolar de Boscán a Hurtado de Mendoza (incluidas las referencias a un círculo amistoso compartido, posiblemente en clave poética) y la también temprana propuesta de canonización de Garcilaso que late en la égloga «Nemoroso» de Sa de Miranda. Y, lo que es más llamativo, la antología se abre con las tres epístolas del inédito Ejemplar 423
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poético, de Juan de la Cueva, precedido del retrato del autor y una bastante extensa noticia biográfica. Como hiciera al colocar la traducción horaciana de Espinel como umbral del primer tomo, Sedano insiste, justamente en este volumen, en la existencia de una poética expresa entre nuestros autores áureos, en este caso, original y contemporánea, atenta, por lo tanto, a las obras del momento, no a las del tiempo de Augusto. Además de continuar con la recuperación de textos desconocidos, en este caso una nueva muestra del rico autógrafo de la Colombina, Sedano subraya cómo nuestro denostado siglo xvii se abre con textos, como este, pertenecientes a una serie de composiciones metapoéticas, en este caso en el sentido más abstracto y estricto, que viene a complementarse con los parnasos versificados transcritos a continuación. Los tres primeros, reitero, habían sido apuntados como la cantera de la que se extraen los fragmentos en elogio de un determinado autor. Quizá por ello los comentarios finales sobre los mismos son breves y convencionales. No ocurre así con el poema menos anunciado y que devuelve a Vicente Espinel el protagonismo otorgado en la apertura de la colección: «[U]no de los más clásicos y apreciables documentos [afirma] que podemos ofrecer al público para desempeñar nuestro proyecto es el presente poema» (1774: xxxiv); y lo hace en un momento en que las críticas de Iriarte ya eran manifiestas contra su traducción. No es descartable que el extenso comentario tenga algo de respuesta a los ataques recibidos, orientado a resaltar el valor de la obra y del autor. Para ello comienza destacando su valor poético intrínseco, que lo coloca, en cuanto que poema, por encima de todas las demás composiciones citadas, incluidas las de Lope y Cervantes; y seguidamente aprovecha la ocasión para citar a «otros poetas que han tocado este asunto por incidencia» (1774: xxxv), mencionando la «Octava rima», de Boscán, la reproducida traducción por Hernández de Velasco del De partu Virgine, de Sannazaro, el propio Ejemplar poético, las digresiones épicas de Cristóbal de Mesa y Lope de Vega, así como las Justas publicadas por este. El valor de la «Casa de la Memoria» como epicentro de este subgénero (meta)poético se destaca en el «Juicio» de Sedano al convertirlo en el marco de una llamativa iniciativa filológica: en sus términos, «una lista de los poetas españoles que se citan» en las obras mencionadas, siguiendo el orden en que aparecen en las mismas y «omitiendo los que hallamos repetidos» (1774: xxxvi). Así ofrece, al pie de siete páginas, una nómina de 545 nombres, una cosecha que, sin duda, justifica la entidad de un Parnaso, su continuidad y la necesidad de sacarlo a la luz, cumpliendo el colector un papel de continuidad con el que desempeñaron estos poetas notarios de su tiempo. Con esta nómina, por otra parte, Sedano emula la tarea iniciada medio siglo atrás por la Academia de la Lengua, ya que en su Diccionario de autoridades no solo se hallaba una nómina paralela de poetas y escritores de relieve, sino que su presencia y sus textos eran lo que autorizaba la tarea lexicográfica, hasta el punto de elevar su autoridad a la denominación del diccionario resultante. Como la docta casa, Sedano excava en el pasado de nuestra poesía para iluminar el presente, para limpiar, pulir y dar esplendor a un gusto que amenazaba con 424
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agostarse. La edición de los textos del pasado los preservaba de su pérdida y los ofrecía para su uso, como las palabras del Diccionario. Junto a ellos, las «noticias» de los autores y sus complementarios retratos incorporaban un elemento de autoridad y se erigían en un argumento implícito de la voluntad de Sedano de recomponer una tradición de «clásicos españoles». Como los grecolatinos, los Garcilasos y Góngoras, pero también los Rioja y los Cueva contaban con una edición de sus textos, sin faltar la vida, el retrato y el comentario. Como los Horacios y Virgilios. La opción por una antología, en lugar de las Opera omnia quae extant de aquellos, no permite una labor sistemática y sólida,8 a partir de la investigación y el estudio detenidos. A cambio, la multiplicación de teselas y sus rasgos de cohesión discursiva permiten la composición de un mosaico que representa el parnaso hispano, confirma y ratifica su existencia y lo ofrece como una tradición que no debe ser interrumpida y que puede alimentar la renovación del buen gusto (Checa Beltrán, 1998 y Molina Huete, 2013). Un balance En una clave propia de las últimas observaciones, ligadas a los propósitos de Sedano y los efectos asentados en su práctica, las biografías, como parte de un sistema de representación y al margen de sus limitaciones de erudición, representan el epítome de una práctica filológica que acompaña la recuperación y edición de los textos con lo correspondiente a los datos biográficos del autor; también de la que se acerca a una lectura crítica en clave biografista. Con base en las prácticas ilustradas de recopilación e inventario, el diálogo de biografías y juicios críticos en el Parnaso avanza hacia el positivismo de Lanson y Saint-Beuve, con sus aportaciones y sus lastres. Al margen de su valoración intrínseca, en perspectiva histórica, este material y, sobre todo, la intención que trasluce se nos presentan hoy, en una perspectiva postbarthesiana de recuperación de la noción de autor y el interés por su constitución y materialización (Ruiz Pérez, 2018b y 2019b), como un material de primer orden, en que se condensan iniciativas previas y se formalizan en un discurso de pretensiones claramente institucionalizantes, aunque no en el camino académico, sino en el del comercio con el público lector. En la sistemática estrategia de Sedano desempeñan una función central la actualización del modelo de las vitae clásicas y humanistas, con una cierta contaminación con lo que fueron las vitas trovadorescas (Riquer, 2004). Al modo de estas (y sin postular una relación directa), la cercanía tiempla el elogio con que Servio y Donato celebraron a Virgilio, y como en el modelo romance la serialidad otorga un valor probatorio de la entidad del colectivo y de sus prácticas poéticas. La inclusión en las Sedano lo apuntaba (1785, II: 20) al justificar los errores señalados por Iriarte, y lo especifica en el caso de Villegas frente a la edición monográfica de Vicente de los Ríos (1775), tarea iniciada conjuntamente por ambos (1785: I: 21 y ss., I: 70 y ss., y II: 15 y ss.) 8
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biografías «mayores» de las prosopografías stricto sensu las conecta con los retratos grabados. En los dos casos se combinan los modelos clásicos y seriados con el principio de individuación que sentará las bases de la subjetividad autorial. En su inmediata contemporaneidad el Parnaso responde a su pretensión de reordenar el pasado; en perspectiva de futuro el efecto es similar, pues, a partir de la consolidación de un modelo clásico nacional y la afirmación de sus representantes más singulares se abren las puertas a las novedades al margen del clasicismo más ortodoxo y limitado. A modo de anécdota en camino de erigirse en categoría, un motivo puede adquirir particular relieve. En la canónica y canonizadora biografía cervantina de Mayans se consagró para el autor la imagen de pobreza, recientemente refutada (García López, 2016), pero que le nimbaba de una autoridad moral, que daba peso a una obra no reducida al mero deleite ni entregada a la mercantilización. El peso de Cervantes y su biógrafo debieron de contribuir decisivamente al asentamiento de un tópico, que Sedano aplica con reiteración desde la temprana biografía del prestigiado Villegas, incluso con evidente exceso en la consideración: Entabló […] varias pretensiones de algún destino honorífico que, ayudado de la poca hacienda de su casa, le proporcionasen una subsistencia decente y le pusiesen en estado de concluir los grandes proyectos literarios que tenía en planta, pero no tuvo la felicidad de conseguir algún puesto de entidad […], porque persiguió la desgracia a este grande ingenio (1770: ix).
Vuelve a insistir en el topos de la escasez al tratar de Cristóbal de Mesa, «perseguido siempre por la desgracia, suerte común de los grandes ingenios» (1770: xvii), y una consideración similar reaparece en la biografía siguiente, de Alonso Ezquerra, «canónigo de Valladolid, en cuya ciudad y cárcel estuvo preso, aunque se ignora el motivo, si bien por su mismo dicho se entiende que fue originado de la envidia, la emulación y la calumnia, que suele perseguir el mérito de los ingenios» (1770: xvii). Esta otra variante de la miseria del poeta formaba parte de la biografía de Cervantes y, al margen de su reconocida veracidad, es empleado por Sedano con particular subrayado en las biografías de fray Luis de León (1771) y Quevedo (1776), en tanto pasa de puntillas al referirse a los destierros de Lope, quizá por estar acreditado que no respondían a causas injustas. En el envés de este tópico biográfico, Sedano recoge también el forjado en las biografías de Virgilio, en las que se forja la noción de «carrera literaria» (Cheney y de Armas, 2002), entre la producción lírica juvenil y las obras más elevada en la senectud. Antes de aplicársela a sí mismo en la respuesta a Iriarte, ya lo apunta en la primera de las biografías, la de un Villegas con valor paradigmático, aunque en este caso la trayectoria pasa por el abandono de la creación por razones materiales: La inclinación de nuestro Villegas a las bellas letras, y principalmente a la poesía, le hubiera facilitado los más dilatados progresos en esta parte de la literatura, que solo fue ejercicio de su juventud, pero, atendiendo a sus aumentos y necesaria colocación, y considerando por otra parte el poco aprecio con que se miraba este género de trabajos, le
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Las biografías del Parnaso español: López de Sedano y el canon movieron a despedirse de las musas y entregarse a otra especie de tareas de que le redundase más beneficio, cual fue la crítica y corrección de muchos autores de la antigüedad (II: viii).
La relación de la poesía con la juventud se convierte en uno de los argumentos a favor de la autoría por Quevedo de los poemas atribuidos a Francisco de la Torre: «… siendo una clase de poesías por la mayor parte amatorias y efectos de los ardores de su juventud […], por estas razones no las quiso dejar autorizadas a la posteridad con su nombre» (1770: xv-xvi). Y vuelve a un razonamiento similar para ubicar una glosa de Ercilla en «su primera juventud», al abordarla en el juicio crítico (1770: xvi). Con estos rasgos a modo de marcas propias de la figura del poeta Sedano complementa su labor de canonización emprendida en la composición del Parnaso y el edificio de un parnaso hispano, humanizando a sus componentes al tiempo que ofrecía una especie de rasgo corporativo. Sin despegarse de los rasgos de «reformismo y patriotismo» señalados por Checa Beltrán para la «recepción de los modelos líricos áureos en el siglo ilustrado» (2014), Sedano otorga a su empresa un perfil singular, convirtiéndola en el tratado implícito al que hacía referencia (v. nota 4) y en el que el tratamiento sistemático de los poetas mayores a través de sus biografías y elementos añadidos representan un elemento axial.
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Autores románticos catalanes en castellano durante la década teatral 1833-1843 Josep M. Sala Valldaura Universitat de Lleida
En la historiografía del romanticismo español, no abundan las referencias a la vida cultural y literaria barcelonesa, y parecen haber caído en saco roto las aportaciones pioneras de Hans Juretschke (1954: 3-30). Se menciona con cierta frecuencia al novelista Ramón López Soler (que vivió en Valencia y en Madrid) o, en ocasiones, al poeta Manuel de Cabanyes y casi nunca a Pablo o Pau Piferrer… Con todo, hoy parece incontrovertible el papel introductor que tuvo El Europeo, y queda algún eco de lo sostenido por Allison Peers, quien destacó los tres artículos que Roca y Cornet publicó en 1836 en el Diario de Barcelona bajo el título «Clásicos y románticos» y recogió la defensa que Fontcuberta hiciera en El Vapor del eclecticismo —el «ideal armónico»— (1967: 105-107). Sea como sea, en las historias del teatro español, los dramaturgos catalanes de la primera generación romántica, que todavía escriben en castellano, no merecen atención alguna, pese a obtener buena acogida en los escenarios barceloneses y no desmerecer si se les compara con los autores que estrenaban en la capital española. Así, únicamente Antonio de Gironella es citado en una breve nota a pie de página como traductor de l’Alzire, de Voltaire, en la monumental Historia del teatro español, que dirigió Javier Huerta Calvo (2003: 1751). Ni Francisco (o Francesc) Altés y Casals, algo más viejo, ni José (o Josep) Andreu y Fontcuberta —nacido en Palma de Mallorca en 1800—, ni el vicense Antonio (o Antoni) Ribot y Fontseré, de 1813, ni el tortosino Jaime (o Jaume) Tió, de 1816, figuran en sus páginas, como tampoco en la Historia… coordinada por José María Díez Borque (1988). Nada se dice sobre ellos en El teatro en la España del siglo xix, de David Thatcher Gies (1996), o en El teatro español en la época romántica, de Ermanno Caldera (2001). En realidad, estos autores, que se dan cita en el Teatro Principal o de la Santa Creu y hasta lo programan, refrendan la relación entre el romanticismo y el liberalismo y son socialmente activos, pues presentan una cierta voluntad de influencia colectiva… Por tanto, cabría quizás catalogarlos como una verdadera generación: Josep Andreu Fontcuberta, que signa «Joseph Andrew Covert-Spring», militar de vida agitada, saintsimonià, amb notables qualitats d’agitador i capacitat de lideratge, aple-
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Josep M. Sala Valldaura ga a l’entorn seu un grup actiu (amb personatges com Francesc Raüll, Francesc Altés, Pere Mata o Antoni Ribot i Fontseré) que es projecta en la Sociedad Filodramática (1836-1837; Alexandre Dumas n’és el president honorari) i en publicacions com El Vapor (1833-1836; López Soler, un dels redactors d’El Europeo, n’és el primer director), El Guardia Nacional (1835-1841), El Propagador de la Libertad (1835-1838) o El Constitucional (1839-1843) (Domingo, 2009: 31-32).1
Muy diligentes en su liberalismo político, estas primeras hornadas de autores románticos catalanes se muestran por lo general, a la hora de defender los nuevos postulados literarios, bastante más entusiastas al comienzo que unos años después. De acuerdo con Sánchez Hormigo (1999: 31-33),2 tras una aceptación sin reservas a favor de lo europeo y cosmopolita, muy pronto irá prevaleciendo una actitud moderada, más conservadora y con menor implicación en los cambios estéticos y morales. Así, hasta 1843, cuando Pere Mata fijó su residencia en Madrid, el romanticismo fue asumido por Andreu, Raüll, Ribot… de manera muy clara, como una prolongación ideológica a su exaltado liberalismo; sin embargo, a partir de entonces perdieron protagonismo en el proceso de modernización de la cultura, probablemente por la sujeción a los intereses económicos que regían las carteleras teatrales. La década que abarca desde la muerte de Fernando VII hasta 1843 sería, pues, la de mayor efervescencia. Lo pone de manifiesto Emancipación literaria (1837: 44), de Antonio Ribot y Fontseré, que defiende con rotundidad la estética romántica. El poema se inicia con este endecasílabo: «¿Reglas me pides? No las hay, Lorenzo» (Bacardit y Gibert, 2003: 251), luego se burla de las tres unidades y, en los comentarios en prosa, aboga por la intensidad romántica, sus «acciones grandes pero posibles, cuadros patéticos pero naturales […], enredados, es cierto, con complicación, pero desenlazados con facilidad y maestría» (260). La influencia francesa fue determinante en esta primera época romántica, no solo por la vía de las traducciones y adaptaciones, sino también porque quienes la recibieron llegaron a conseguir una buena parte de las preferencias del público. Victor Hugo y Alexandre Dumas, Victor Ducange y René-Charles Guilbert de Pixérécourt tuvieron un alto papel en los dramas románticos y en los melodramas escritos en esos años posteriores a 1833. Sin duda, el romanticismo adoptó muchos recursos efectistas de la dramaturgia sentimental, así como de las comedias de magia, de modo que no siempre puede deslindarse lo novedoso de lo ya admitido. Algunos de los dramaturgos catalanes y españoles vivieron su exilio político en la época de Fernando VII en Francia o eran profesores de francés: Gironella, Altés, Igual… Dramas románticos de temática histórica y melodramas compartían escenarios y recursos teatrales. No puede extrañar, por tanto, que Ermanno Caldera anote el Sintetiza el ensayo de Manuel Jorba «Els romàntics radicals» (2002). Remito a Alfonso Sánchez Hormigo según el resumen de Josep M. Domingo «L’època del romanticisme» (2009). 1 2
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parentesco de La conjuración de Venecia, año de 1310, de Martínez de la Rosa, con algunas técnicas típicas de los dramas sentimentales, que, igualmente, se vinculan con cierto romanticismo gótico al dar lugar al género horrorífico (2001: 48-49)3 u horripilante. Por otro lado, la comedia de magia —todavía tan fundamental en Don Juan Tenorio, de Zorrilla— y la comedia moratiniana de costumbres seguían disfrutando del beneplácito de los espectadores, y dejaron también su impronta en los géneros que denominamos románticos. Conviene añadir que la preceptiva y los criterios con que se evaluaban los estrenos no habían variado sustancialmente respecto a los que venían aplicándose en la centuria anterior: el discurso de la Poética (1827), de Martínez de la Rosa, «es más parecido al de los neoclásicos de mediados del siglo xviii que al de los neoclásicos de finales de ese mismo siglo. No sólo las ideas, también su terminología está calcada de aquellos primeros neoclásicos españoles» (Checa Beltrán, 1998: 320). Discípulo de Alberto Lista, Larra empleaba en sus críticas teatrales esa misma tabla de valores, y otro tanto puede afirmarse de Bretón de los Herreros. La muerte de Fernando VII había beneficiado sin duda la dedicación de Andreu Fontcuberta y sus amigos a la política, al periodismo y al teatro, quehaceres que experimentaron durante esos años un notable auge y el interés de la ciudadanía. Con todo, la sujeción al gusto del público para cubrir las necesidades económicas de los teatros y las compañías no favorecía una ruptura, que, muy probablemente, tampoco hubiera sido del agrado de unos autores interesados no tanto en una revolución artística como en suministrar obras que tuvieran larga vida en las carteleras. De ahí que, en la década de los cuarenta, fuera acrecentándose la preferencia por formas más conservadoras y menos ideológicas. El drama histórico Mudarra, estrenado en diciembre de 1833, de Francisco Altés (s. d. [1834]), La independencia de la Suiza, de Antonio Ribot (1835),4 y el drama de costumbres morales Teresita o una mujer del siglo xix, de José Andreu y Fontcuberta (bajo el pseudónimo de Joseph Andrew Covert-Spring) (1835) —inspirada en Angèle, de Alexandre Dumas—, inauguraron las obras de adscripción romántica debidas a autores del país. Un poco más tarde (1836-1838), «emigrado en Francia, Altés y Casals envia á su patria dramas y tragedias de sabor romántico» (Tubino, 1880: 159), y en las carteleras no faltaron por aquel entonces adaptaciones de las piezas de mayor éxito en París y otras capitales europeas; Antonio de Gironella fue uno de sus principales transmisores. El público barcelonés acogió con aplausos los dramas históricos y los nuevos melodramas de inspiración francesa, mientras abandonaba definitivamente, tras una larga agonía, «a la rancia tragedia, como un monumento antiguo de gloria y esplendor, en uno de los mejores lugares de nuestras bibliotecas. Pero que no pretenda descender a las tablas desde sus polvorosos estan3 Me extiendo algo más sobre el melodrama y el drama romántico en Història del teatre a Catalunya (Sala Valldura, 2006: 152-157). 4 La obra alcanzó una cierta difusión, pues la vemos representada en el Teatro Genio de Madrid el 4 de diciembre de 1854, con el título Guillermo Tell o la Suiza libre (Vallejo y Ojeda, 2002: ref. 806, 272).
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tes, pues la Europa moderna ya no comprende su lenguaje» (Andrew CovertSpring, 1835: 187).5 Algo mayor por su edad, Altés ya se había dado a conocer en 1816, y en 1819 había visto representar su tragedia Gonzalo Bustos de Lara en el Teatro del Príncipe de Madrid; en 1833, poco antes del estreno de Mudarra, aquella se repuso en el Teatre de la Santa Creu.6 Ambas obras de temática histórica prepararon muy probablemente el éxito de Jaime Tió con El castellano de Mora (1839), que su editor moderno, Esteban Gutiérrez Díaz-Bernardo, considera en realidad «el primer drama histórico del Romanticismo catalán en lengua castellana» (1999: 21). Además, «suyos son los primeros dramas históricos que catalanizan su contenido acudiendo a la historia catalano-aragonesa (Generosos a cual más, Alfonso III el Liberal y El espejo de las venganzas), con lo cual ha preparado el terreno para el salto definitivo: el drama histórico catalán escrito en catalán» (28). Estrenada en 1840, Generosos a cual más enfrenta al poeta valenciano Ausiàs March, como defensor de la catalanidad, con el rey Juan II, pero, sobre todo, la obra dramatiza su amor imposible. Tió, en la dedicatoria a su amigo Joan Cortada, establece una relación entre la desgracia sentimental de March y la suya propia (1841, dedicatoria). El espejo de las venganzas trata la pérdida de Sicilia por la corona catalano-aragonesa. Por esta condición precursora de la Renaixença, Andreu, Altés, Tió, etc., han sido acogidos por la historiografía de la literatura catalana, mientras la literatura dramática española los olvidaba. Todos ellos presentan diversos rasgos comunes entre sí y con los autores coetáneos: el Teatre de la Santa Creu y los que fueron añadiéndose entre 1836 y 1838 (el del Carme, el de la Mercè, el de Montsió o Montesión), así como los teatros particulares de las diferentes clases sociales, programaban casi las mismas obras que los coliseos y los salones de Madrid, Valencia, etc. En consecuencia, Teresita o una mujer del siglo xix, de Andreu y Fontcuberta, puede relacionarse con Marcela, o ¿a cuál de las tres? (1831), de Manuel Bretón de los Herreros; las piezas de Altés y Casals, con las del duque de Rivas; El castellano de Mora, con La conjuración de Venecia, año de 1310, de Martínez de la Rosa; etc. Por otra parte, si Tió gozó de una cierta fama en Madrid, se debió a su amistad con Martínez de la Rosa y el duque de Rivas y a la estima literaria de Alberto Lista. El moralismo, en la estela del neoclasicismo de Leandro Fernández de Moratín, es característico del drama de costumbres, y Teresita o una mujer del siglo xix, la obra de «Joseph Andrew Covert-Spring», no constituye una excepción. Sus cuatro actos nos sitúan en la clase alta de Madrid, y el autor aprovecha para mezclar el conflicto amoroso, felizmente resuelto en el desenlace, con discusiones de índole F[rancesc] Raüll. «El Libertador. Drama nuevo moderno, en tres actos, cada uno de los cuales tiene su título particular, a saber: 1.º El engaño. 2.º El Sordomudo. 3.º Una Madre. Imitado del francés por D. José Andrew de Covert-Spring», El Propagador de la Libertad, I (1835): 351-352, reproducido en El debat teatral… (Bacardit y Gibert, 2003: 186-187). 6 En la portada se recalca que «ha sido representada en Madrid, Barcelona, Valencia, Zaragoza y otros varios de España». 5
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moral y literaria, en pro de la utilidad social. Asimismo, Don Álvaro o la fuerza del sino, del duque de Rivas, Shakespeare y Lord Byron son elogiados por Andreu, en una obra que, por otro lado, adolece de falta de ritmo y de teatralidad. Al menos, el dramaturgo catalán intentó esquivar algunos de los defectos que suelen imputarse a las comedias bretonianas: la poca profundidad dialéctica, la escasa complejidad de los personajes, la primacía de los efectos… (Muro, 1998: 25-30 y Miret, 2004: 341-345). El planteamiento moral del romanticismo ayuda a diferenciarlo de los viejos dramas históricos y de las tragedias neoclásicas, algunas de las cuales —como Raquel, de Vicente García de la Huerta— se acercaban bastante al género historial. Mientras que los protagonistas que siguen la tradición teatral actúan sin cruzar jamás los márgenes éticos permitidos por su sociedad, los héroes románticos se moverán de acuerdo con un destino y una conducta que los margina. Mudarra, en la obra homónima de Altés, es romántico por su origen, a la vez cristiano e islámico, lo que le obliga a escoger para vengar a sus hermanastros, los siete infantes de Lara. Más allá de la colectividad y de la política, su conducta responde a un deber propio y subjetivo, y solo puede ser juzgada por Dios. Así lo reconoce el propio Conde tras matar Mudarra al traidor Ruy Velázquez (Fàbregas, 1975: 264): Conde Tú en cierto modo ofendes mi justicia y a tu enemigo evitas el cadalso; quien perecer al golpe de un verdugo debía, ha perecido por tu mano, y esto es dicha en morir que no merece quien la patria ultrajó (acto V, escena VII: 92).
El comportamiento de Fronilde, en El castellano de Mora (Tió, 1839: 101-102), puede servir de muestra de los rasgos psicológicos de la heroína romántica, cuando Rodrigo asume su triste destino: Rodrigo No, Fronilde, mi amor, que tú no sabes de un proscrito la suerte y desventura. Fronilde Y tú ignoras la tétrica amargura de una amante infeliz abandonada. Rodrigo ¿Sabes adónde voy? Fronilde A Palestina. Rodrigo La muerte allá me llama, y allá voy a lidiar. La cruz divina convoca al pueblo fiel en la Judea. Fronilde Pues yo te seguiré, seré tu esposa, tu cariñosa amante, tu querida. […] (acto II, cuadro II, escena IV, vv. 986-995).
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Los géneros dramáticos de aquella época coinciden en la búsqueda de una identificación especialmente sentimental con el público. En los dramas predomina la identificación catártica, pues se trata de personajes sufrientes, mientras que el melodrama pide sobre todo una relación simpatética, basada en la compasión y en una experiencia estéticamente placentera del dolor (Jauss, 1992: 243-257).7 En consecuencia, el acercamiento a un registro lingüístico más cercano al coloquial y la sustitución de cierta falsa sublimidad por otra retórica, tan teatralmente efectista como la propia de la tragedia, son bastante comunes en los autores de la época romántica. De este modo, aunque no quepa hablar de sermo sublimis o de patetismo según las definiciones con que la historiografía aborda la tragedia, el efectismo del melodrama busca igualmente reacciones patéticas en el espectador y, respecto al drama histórico, Martínez de la Rosa no se aleja demasiado, al abogar por «tratar ante todas cosas de conmover el corazón, presentando al vivo sentimientos naturales y lucha de pasiones, que ése es el mejor medio, si es que no el único, de embargar la atención, de excitar interés, y de ganar como por fuerza el ánimo de los espectadores» (1972: 342). En realidad, «el drama histórico es la única tragedia moderna posible» (Romero, 1991: 36), pues sigue regido por las pasiones y el pathos. En la simplificación del contenido en que cayeron se fundamentará la condena de José Yxart: «Las más celebradas obras, parecen melodramas con trajes españoles de la Edad Media» (Yxart, 1987: 25). Por el camino se había ido perdiendo el interés por el tema del poder, esencial en el género trágico, en favor del conflicto entre el individuo y la sociedad y, también, de la lucha del protagonista por encontrar su acomodo en ella. Con todo, el drama histórico, a menudo y en manos de los autores más interesados por la política, procura reflejar el presente: La independencia de la Suiza, de Antonio Ribot y Fontseré, lo podría ejemplificar, puesto que Guillermo Tell encarna los ideales del liberalismo del autor.8 Desde este punto de vista, el drama histórico de pensamiento liberal conecta con los dramas de adscripción política de comienzos del siglo (Caldera, 1991 y Freire, 2009). Cristóbal Colón o Las glorias españolas, del propio Ribot (1840), persigue por encima de cualquier otra cosa el entretenimiento del público, y de ahí que sacrifique la historia e incluso la leyenda para introducir una trama amorosa, que acaba por predominar. No es sino una muestra del revoltijo de efectos heroicos y sentimentales que caracteriza estas piezas popularistas. En cuanto al melodrama, sus primeros pasos se remontan hasta Diderot y el drama sentimental. Si recibe también el nombre de género lacrimógeno, se debe a una abundante presencia de los efectos que fomentan la respuesta sensible o sensiblera del patio de butacas: la desgracia, el arrepentimiento sincero, la anagnórisis, la virtud recompensada y el vicio castigado, incluso la felicidad final, se encadenan por medio de diálogos y monólogos que ponen de manifiesto los abusos del peca Para usar «los modelos interactivos de identificación con el héroe» de Jauss. Sobre su pensamiento y sus obras, véase Díaz-Larios (2008: 119-137).
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do, del adulterio, del matrimonio obligado, etc. (García Garrosa, 1990). En la evolución del drama sentimental, habían aumentado las escenas que provocaban el llanto, lo que dio lugar al melodrama. Distinto del género homónimo que alternaba en el siglo xviii música y texto, enfrenta el vicio con la virtud, que sale triunfante entre estímulos emotivos de toda índole. A pesar de las profesiones de fe teóricas a favor de una escuela u otra, la práctica de esos años (1833-1843) tiende a la hibridación de los géneros. Como suele ocurrir en todos los circuitos teatrales que dependen de la taquilla y, por tanto, del dictado del público, los autores y los actores persiguen complacer a ser posible, en cada obra, las apetencias de todo tipo de espectadores. Si el drama «serio» había perdido peso en la programación de los teatros era, entre otras razones, por su excesiva semejanza con la realidad. Se prefirió la emoción no sublime, para decirlo con términos de Schiller, y no extraña, consecuentemente, que el melodrama coincidiera con el romanticismo en bastantes procedimientos. Sobre las afinidades entre los dramas románticos y los melodramas, Xavier Fàbregas, por ejemplo, indica que estos últimos se sirven, a la manera de tantas piezas románticas, de la variedad estrófica, de la alternancia de metros y rimas según las exigencias de la acción, de la acumulación de hechos o del desenlace imprevisto, lo que provoca parecidas faltas de coherencia en el hilo argumental. Los introductores de los dramones lacrimógenos afirman respetar los principios más clasicistas del género (Fábregas, 1975: 211-212), pero es indudable que procuran cubrir con una pátina de prestigio teórico lo que carecía de apoyo en las preceptivas coetáneas. Por lo general, el público aplaudía el dinamismo y los efectismos, la exageración y la abundancia excesiva de lances, sin que le importasen la verosimilitud o el reflejo de la realidad. Entre los suministradores de piezas melodramáticas en el Teatre de la Santa Creu (o Principal), sobresalen Manuel Andrés (o Andreu) Igual y Antonio (o Antoni) de Gironella. Igual fue poeta y traductor dramático del coliseo barcelonés entre 1837 y 1839, y son muchas sus traducciones y refundiciones del francés y el italiano, que procuraba programar en Navidades, cuando las recaudaciones eran más altas. Se declara, probablemente en recuerdo de Leandro Fernández de Moratín, partidario de la «prosa sencilla y natural, hija de la situación del personaje que habla» y contrario, pues, «a todas las frases campanudas y estudiadas de ciertas traducciones» (Fàbregas, 1975: 209), pero no pasó de ser un modesto obrero de toda clase de textos.9 Victor Ducange y René-Charles Guilbert de Pixérécourt gozaban de gran predicamento ya desde unos años antes, y son muchos los melodramas suyos que, a finales de la década de los veinte y comienzos de los años treinta, habían subido a las tablas del Teatre de la Santa Creu: Treinta años o La vida de un jugador, La fortaleza del Danubio, Polder o El verdugo de Amsterdam, Quince años ha, Roberto Dillon o 9 Para un análisis de su contribución literaria, remito a mi libro El teatro en Barcelona, entre la Ilustración y el Romanticismo, o Las musas de guardilla (Sala Valldaura, 2000: 173-204).
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El católico de Irlanda, El colegio de Tonnington o La educanda, etc. Cuando Manuel Andrés Igual prologa El jesuita (1837) —además de defender esta obra de Ducange y Pixérécourt porque sus «lágrimas son dulces, tiernas, y por lo tanto, agradables»—, nos explica sus opiniones, bastante eclécticas, sobre el teatro: Escrita la comedia de El Jesuita antes que amaneciera la primera aurora del romanticismo moderno (pues lo ha habido también en otros siglos), carece de aquellos vuelos atrevidos, que con tanta razón asombran en las producciones de Hugo y Dumas, haciéndonos olvidar por un momento las enormes inverosimilitudes que hormiguean en aquellos prodigios, según unos, y monstruos, según otros, de literatura. Ducange fue seguramente el primero que abandonó el absurdo rigorismo de los clásicos, pero no dio, como sus sucesores, en el extremo opuesto: abrió el camino para la nueva escuela, y formó un sistema, por decirlo así, de transición (Igual, 1837: IX).10
En el fondo, el dramaturgo catalán, que tantas veces había afirmado profesar la fe en la ilusión de realidad, consideraba como un fruto de la positiva evolución teatral el dinamismo de la acción, las variaciones métricas y la posibilidad de romper con las unidades de tiempo y lugar. Como Manuel Andrés Igual, Antonio de Gironella (Barcelona, 1789-París, 1855) era culturalmente afrancesado y políticamente liberal, aunque de una línea extrema. Había estudiado en Francia por ser de familia adinerada, estuvo exiliado en París en 1823 y fue desterrado a Tenerife en 1836 tras haber formado parte de la insurrección que pedía volver de nuevo a la Constitución de Cádiz de 1812. Desde 1833 colaboró en El Vapor y, más tarde, en el Diario de Barcelona (desde 1834) y en El Propagador de la Libertad (1835-1838), portavoz del liberalismo radical. Entre otras obras, es autor de Délassements d’un visigoth. Macédoine polyglotte (Paris, 1853), donde reúne poemas suyos en francés, castellano, inglés, italiano, latín y catalán. Su obra poética utilizó sobre todo el francés. En su calidad de autor de teatro, escribió la «comedia en un acto y en verso» Los cuentos o La boda del difunto, y Cristina o El triunfo del talento (1832), Emilia o La virtud sola (1832), Los estrenos o El poder de la razón (1833), Lucinda o Lo natural (1833) y La espía americana (1833). Dedicó muchos esfuerzos a la traducción y adaptación de melodramas franceses, entre los cuales Hermenegilda o El error funesto (1832), Nise o El candor premiado, El procurador o La intriga honrada (1833), La muda o Los pescadores (1834), Amor y honor o Los estragos de las pasiones (1834), La espada de mi padre (1837) y Juan o No hay mal que por bien no venga (1838). La mayoría de estas obras fue estampada en la imprenta de José Torner de Barcelona (Fàbregas, 1975: 204-230 y Jorba, 1997: 209-248). Para el historiador del teatro de aquella época, quizás ofrezca mayor interés conocer su defensa del melodrama que las obras propias y traducciones que Antonio de Gironella dio al teatro. Su prólogo a Amor y honor o Los estragos de las pasiones, titulado «Apuntación sobre el drama o comedia mixta» (Bacardit y Gibert, Modernizo la ortografía.
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2003: 142-149), merece al menos algunas reflexiones. Al repasar la historia de la comedia, otorga, como era habitual entonces, un papel capital a Terencio, entre los clásicos que cita, y a Molière, entre los modernos. Menciona a Goldoni, pero al lado de otros muchos autores, lo que quizás podría sorprender porque el veneciano gozaba de un enorme prestigio, y mezcla, en fin, como discípulos del gran escritor y actor francés del siglo xvii a Regnard y Destouches con Goldoni y Moratín y hasta con Addison y Kotzebue, lo cual pone de relieve que Gironella no quiere distinguir los distintos subgéneros; tampoco, cuando entre los coetáneos elogia en un mismo conjunto a Bonjour, Delavigne, Alberto Nota, Scribe, Gorostiza, Martínez de la Rosa y Bretón de los Herreros. Gironella empezaba el prólogo refiriéndose a los dos géneros de la dramática según Aristóteles: la tragedia y la comedia. Si bien añade después la dimensión moral que se pedía al teatro, en las respectivas definiciones la soslaya: «… remover, electrizar o sorprender el corazón humano por el cuadro de grandes acontecimientos, de horrorosas catástrofes, promovidas por altos personajes, parte que exclusivamente toca a la tragedia; o instruir con la risa y el chiste por la representación de acciones vulgares, patrimonio del todo peculiar a la comedia clásica» (1834: 142). Si comparamos su definición de «tragedia» con la de Ignacio de Luzán,11 se observa que prescinde de los destinatarios, ya que apenas podía encontrarse gente de la aristocracia entre el público barcelonés, y omite el concepto de «dignidad» aplicado a los personajes así como los propósitos de curación y purgación, con el fin de optar por tres verbos —«remover, electrizar o sorprender»— que se adecúan al melodrama. Con toda seguridad, Gironella tuvo bastante cuidado en la elección de estos tres verbos, uno de los cuales, electrizar, se relacionaba con la modernidad, mientras que otro, remover, poseía mayor fuerza que el más usual conmover y el tercero, sorprender, justificaba los golpes de efecto. Buen conocedor de la tradición y del teatro francés, el autor de Amor y honor o los estragos de las pasiones toma en consideración «la comedia mixta o drama», que se encuentra a medio camino entre los dos géneros clásicos, la tragedia y la comedia, «que no son muy fáciles de amalgamar». Menciona a La Chaussée como creador de dicha innovación, la comédie larmoyante, a la cual Gironella atribuye «un interés prodigioso». No son frecuentes los juicios teóricos sobre la esencia del melodrama y merecen, pues, atención las consideraciones de quien escribió y tradujo varios, sin que necesariamente respetara lo que en ellas afirma: «[S]alen continuamente a campaña tantas composiciones mixtas que no son otra cosa que novelas en acción, en las cuales se obliga a los espectadores a hacerse ilusiones de tiempos, acciones y lugares 11 «La tragedia es una representación dramática de una gran mudanza de fortuna, acaecida a reyes, príncipes y personajes de gran calidad y dignidad, cuyas caídas, muertes, desgracias y peligros exciten terror y compasión en los ánimos del auditorio, y los curen y purguen de estas y otras pasiones, sirviendo de ejemplo y escarmiento a todos, pero especialmente a los reyes y a las personas de mayor autoridad y poder» (Luzán, 1977, III: cap. III [I, en 1737]: 433).
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que sólo pueden caber en la más estúpida ignorancia o en una condescendencia ridícula y extremada» (Gironella, 1834: 146). A renglón seguido el autor barcelonés prepara la defensa de su obra con estas palabras: «Y ya que la práctica lo ha hecho adoptar, a lo menos al cultivarle es menester hacer regular, rodearle de la impenetrable defensa de las reglas de la sabiduría y, sobre todo, procurar que un interés extraordinario supla la falta de dificultad», dada la «abundancia de recursos». Nótese la clara conciencia del dinamismo y de la acumulación de acciones, lo que hace posible comparar el género melodramático con las «novelas en acción». El título de la pieza une los dos estímulos de que se vale: la lucha de ambos, el amor frente al honor, la sostendrá, y, en su prólogo, Gironella no olvida confesar la intención que le ha movido: Alguna esperanza de buen éxito me da el extremado interés que brilla en él [el drama], ya desde su primera escena, y que sin descanso va aumentando hasta la catástrofe de una manera poco común. […] No se me oculta, sin embargo, que el asunto es a lo sumo delicado, que las situaciones son atrevidas, que la propiedad exige la ostentación de máximas muy arriesgadas. Pero estoy en que de esto mismo nace este interés colosal que excita a tal grado la sensibilidad […] (147).
Amor y honor o Los estragos de las pasiones, que se representó en el Principal el 25 de noviembre y el 5 de diciembre de 1833, es calificado por el autor como «drama trágico en tres actos y prosa». Según las preferencias del público, la obra se abre en «un salón elegante y ricamente amueblado», y los diálogos nos parecen hoy, desde la escena inicial, falsos por demasiado exagerados. Habida cuenta del maniqueísmo o la previsibilidad de su comportamiento, los personajes —Teodoro, el Barón, Corina, Emilia…— responden siempre a lo esperado en ese conflicto entre pasiones y matrimonio, resuelto en el desenlace según las convenciones morales más conservadoras típicas del género. Tras la muerte de Corina y con el abrazo de Emilia y el Barón, su padre, este pronuncia la moraleja final: «Nos queda nuestro recíproco amor y la clemencia divina, que consiente estos estragos para lección y escarmiento de la fogosa juventud» (III, escena última, Gironella, 1834: 82). Gironella optó por la prosa en Amor y honor o Los estragos de las pasiones tras haber reflexionado sobre la inconveniencia del endecasílabo para la comicidad, más presente en el primer acto, o la del octosílabo para el dramatismo del último. Ya en el «Prólogo» a La espía americana (1833: s. p.), el autor barcelonés había pedido indulgencia por la variedad métrica de la obra. Según confiesa, haber rechazado el empleo del verso en Amor y honor le ha supuesto un sacrificio por su afición a la poesía dramática, pero no deja de poner de manifiesto que el uso de la prosa —del «lenguaje común»— implica parecida o mayor dificultad. En cuanto a La espía americana, representa una incursión en el drama histórico, y en él Antonio de Gironella alaba, al modo tanto de la historiografía como de la literatura habituales, el patriotismo y el heroísmo español, en este caso recordando unos hechos ocurridos en El Cuzco. No es nada excepcional, por tanto, que se 438
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persiga «escribir la historia viviente de tantas acciones grandiosas» para dar «al mismo tiempo al público excelentes lecciones de moral»: ya Agustín de Montiano lo hubiera podido afirmar para el teatro y Juan Pablo Forner para la historia. La diferencia con la práctica neoclásica estriba en que, si bien se asegura guardar las reglas, no son respetadas en absoluto, ni siquiera la de lugar, y se mezcla lo cómico con «lo más patético y aflictivo», mediante una hibridación que deja traslucir los diferentes gustos del público y un muy escaso respeto por los preceptos clásicos dominantes en la teoría. Recursos melodramáticos han sido embutidos en el género histórico: Esta pieza […] tiene una progresión de situaciones tan artísticamente combinadas, el interés es tan continuo, el peligro crece tan simultáneamente y revuelve tanto el corazón del espectador sensible, que en esta parte creo que se la podrá poner en parangón con las obras de esta clase más celebradas, mayormente si se atiende a que el chiste cómico ha sabido hallar muy naturalmente cabida entre lo más patético y aflictivo (1833: s. p.).
Las necesidades de la sintaxis dramáticonarrativa otorgan a Frasquita un destacable papel en La espía americana, obra que, por otro lado, y como acostumbra a suceder en este género, se ha pergeñado con personajes bastante planos, más agentes de la trama que entes. Estas obras, que figuran entre las que llevaron el romanticismo a los escenarios barceloneses, son citadas por los historiadores de la literatura catalana como inmediatos antecedentes de la catalanización lingüística y temática del teatro. No se les presta mucha atención porque, en realidad, pertenecen a las letras españolas, que, por su parte, las han olvidado por completo, según ya indicábamos al principio. De este modo, cierta propensión a confundir el teatro en castellano con el que se representa en Madrid inflige un castigo injusto a aquellos autores que desarrollaron en parte o totalmente su actividad fuera de aquella capital. Para mitigar ese desequilibrio crítico, convendría al menos tomar en consideración las obras de Jaime Tió, así como Teresita o una mujer del siglo xix, de José Andreu y Fontcuberta o, incluso, Emancipación literaria (1837), de Antonio Ribot y Fontseré.
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Fuentes metalingüísticas del Diccionario de galicismos (1855), de Rafael Baralt Pilar Salas Quesada Diccionario Histórico de la Lengua Española (RAE)
En nuestro estudio sobre los galicismos léxicos y semánticos en el Diccionario de galicismos (1855), de Baralt, constatamos que fueron variadas las obras y autores que sirvieron de fuente y autoridad para la confección de este repertorio (Salas Quesada, 2017).1 El Diccionario de galicismos siguió la estela del Diccionario de autoridades, al buscar en los textos (o autoridades) el espejo en que se ha de mirar el buen empleo de la lengua y encontrar en ellos, consiguientemente, la orientación para corregir los usos erróneos. Una parte importante de los ejemplos con los que Baralt ilustra los galicismos que recoge procede de la prensa y de obras contemporáneas, y otra son citas tomadas de obras literarias donde abundan autores de los siglos xvi y xvii. Constituyen también una fuente de primer orden las traducciones recientes, así como las críticas que estas recibían, sobre todo publicadas en prensa, pues, como indica Baralt en el artículo moción, «ya se sabe lo que valen los periódicos y las Cortes como almáciga de voces y locuciones galicanas» (DiccGal, s. v.). Las autoridades en que Baralt apoya sus artículos proceden, en varias ocasiones, de obras de tipo metalingüístico: diccionarios, gramáticas o u otro tipo de textos que reflexionan sobre el uso de la lengua en los que centraremos este trabajo. Baralt acude sistemáticamente a los repertorios de la Real Academia Española, sobre todo para encontrar los equivalentes castizos que pueden frenar la entrada de los galicismos, y porque, además, en el caso del Diccionario de autoridades, es un repertorio que le suministra ejemplos de autoridades consagradas, por lo que es una fuente perfecta. La mención al Diccionario de la lengua castellana de la Real Academia Española (en adelante DRAE) se emplea en numerosas ocasiones para iniciar el debate sobre la admisibilidad de ciertos vocablos, así como para comprobar la presencia o ausencia de las palabras nuevas en el repertorio de la corporación, o para atestiguar las acepciones recientes que faltan en ese inventario o que ya se han incorporado a él. De este modo, el DRAE de 1852 constituye, en primer lugar, la base para estable Tesis presentada el 18 de julio de 2017 en la Universidad Carlos III de Madrid.
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cer el significado de los vocablos en español (es decir, para enumerar sus acepciones), tal como se observa por ejemplo en el artículo de picante: Está autorizado por la Academia en sentido metafórico para significar cierto género de acrimonia ó mordacidad en el decir que, por tener en el modo alguna gracia, se suele oir con gusto. Y así se dice, y está bien dicho: «Conversacion, murmuracion, chanza, dicho picante; La conversación de las personas de talento tiene siempre algo incisivo y picante que agrada» (DiccGal, s. v. picante).
En otros casos, se deja constancia de la inclusión de un determinado galicismo en el DRAE de 1852, como en contabilidad: «Galicismo muy moderno, y sin embargo autorizado ya por el Diccionario de la Academia en las dos acepciones siguientes […]» (DiccGal, s. v.), si bien Baralt está en contra de la introducción de estos sentidos nuevos como en detallar: «Por más que la Academia haya dado cédula de naturalizacion á este verbo frances, en la acepcion de tratar, referir alguna cosa por menor, por partes, circunstanciadamente, á nadie aconsejaré que diga» (DiccGal, s. v.), o moción: Ni acierto á explicarme por qué le ha dado carta de ciudadanía la Academia en la última edicion de su Diccionario haciéndole sinónimo de proposicion; pues en realidad, de todos los galicismos superfluos que hoy campan por su respeto entre nosotros, este es el ménos generalizado (DiccGal, s. v. moción).
La ausencia de acepciones frecuentes en el español de su época se señala en artículos como paralizar: Según la Academia causar parálisis, y nada más. Sin embargo, hoy es frecuentísimo su uso en sentido figurado por suspender, entorpecer, neutralizar, impedir la accion de alguna causa moral». o salón «“Aument. de Sala. La carne ó pescado salado para que se conserve” Acad., Dicc. Es pues galicismo (si bien ya muy esparcido, y no impropio) en el sentido de gente culta y de la alta sociedad, y las casas y reuniones de tal clase de personas» (DiccGal, s. v. paralizar).
Baralt no solo acude a la edición vigente del DRAE (la de 1852, que se empleará, al tiempo, como elemento de juicio para admitir o reprobar ciertos usos léxicos), sino que también remite en distintos artículos al Diccionario de autoridades, que cita como la primera edición del Diccionario académico, un repertorio que —como se ha indicado previamente— le facilita también ejemplos de uso y le sirve como piedra de toque para establecer, de un modo aproximado, la cronología de una voz (como en el artículo de petimetre en el que demuestra que ya se consignaba desde 1737), pero que ahora está en desuso: La Academia Española dice de él en la 1.ª ed. de su Dicc. (año 1737): «Es voz compuesta de palabras francesas, é introducida sin necesidad.» Sin necesidad y bárbaramente, digo yo; porque las dos palabras francesas que la forman no están admitidas en castellano: razón por la cual el compuesto petimetre es un vocablo completamente exótico, sin antecedente ni raíz en nuestra lengua. Por fortuna ha caído en desuso (DiccGal, s. v. petimetre).
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En otras ocasiones, Baralt parece haber examinado varias ediciones de la obra académica, como en diferencia, donde explica: «Todas las ediciones del diccionario de la Academia dan á este vocablo, entre otras acepciones, la de controversia, contrariedad ú oposicion de algunas personas entre sí», o en sensible: Echo de menos, entre las acepciones que da á este vocablo el diccionario, la que se aplica á los seres vivientes que reciben (dándose cuenta de ella) la impresion de los objetos exteriores; y tambien á aquellos cuerpos ó sustancias que dan señales de tener sensibilidad: á diferencia de los cuerpos ó sustancias inorgánicas (DiccGal, s. v. sensible).
En contadas ocasiones cita también el Nuevo diccionario de la legua española, de Vicente Salvá (y también su Gramática de la lengua castellana según ahora se habla, 1830). Este es el caso de barricada, en el que recoge, en primer lugar, la definición del repertorio académico y, a continuación, muestra la del lexicógrafo valenciano: Copia ó conjunto de barricas para cerrar el paso á modo de parapeto.» Acad., Dicc. «Toda fortificacion hecha provisionalmente con toneles, vigas, árboles cortados, &c., para parapetarse é impedir el paso al enemigo. Dícese con particularidad de la que se construye de repente dentro de alguna poblacion» Salvá, Dicc. (DiccGal, s. v. barricada).
Más interesante es la cita incluida en la entrada de moción: «“Muchos lo usan ya en el sentido frances de propuesta ó proposicion; pero no los que se cuidan algo de la pureza del lenguaje.” Esto dice Salvá, Dicc., al tratar de nuestro vocablo». Y también en tirada busca el apoyo de la definición de Salvá: «Tirado, pues, es la voz nacional con que debemos expresar lo que los franceses con tirage. Salva (Dicc.) trae en el mismo concepto tiracion; que parece natural teniendo, como tenemos, retiracion: pero ni le autoriza con texto alguno, ni consta en los diccionarios de la Academia» (DiccGal, s. v. tirada). El Dictionnaire national ou Dictionnaire universel de la langue française (1845), de Louis-Nicolas Bescherelle, constituye el repertorio lexicográfico del francés por excelencia para Baralt; la devoción por este autor se muestra también en el recurso a su Gramática y, sobre todo, en el juicio que le merece el Diccionnaire national, que considera «el mejor diccionario de la lengua francesa» (s. v. motivo).2 También menciona el Diccionario de la Academia Francesa cuando, a colación de notabilidad, dice Baralt: Aunque no lo cita expresamente, el elogio se repite en otros artículos: «Motif (nuestro consabido motivo) dice el mejor diccionario de la lengua francesa, es phrase de chant, idée primitive que domine dans tout le morceau» (DiccGal, s. v. motivo); y también «Véase lo que dice de la voz Notabilidad (notabilité) el mejor diccionario de la lengua francesa publicado hasta el dia: “Neologismo. Se dice abusivamente de las personas notables. Este vocablo no ha empezado á tener uso en tal sentido sino desde la época de la Constitucion del año VIII”. Bescherelle, Dictionnaire national. El Diccionario de la Academia Francesa no hace mencion de él en semejante acepcion; y cuenta que tenemos á la vista la última edicion de este libro. ¡Y nosotros autorizaríamos lo que en otra lengua está mal dicho! ¡Y nosotros haríamos caudal de lo que los franceses rechazan como impropio!» (DiccGal, s. v. nulo). Nótese que, en ese artículo, se compara el Dictionnaire national con el de la Academia francesa, donde no se registra esa acepción. 2
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Pilar Salas Quesada El Diccionario de la Academia Francesa no hace mencion de él [el vocablo notabilité] en semejante acepcion; y cuenta que tenemos á la vista la última edicion de este libro. ¡Y nosotros autorizaríamos lo que en otra lengua está mal dicho! ¡Y nosotros haríamos caudal de lo que los franceses rechazan como impropio! (DiccGal, s. v. notabilidad).
El Arte de traducir el idioma francés al castellano (1776), de Antonio de Capmany, se explota en el Diccionario de galicismos de dos modos: por un lado, suministra algunos testimonios que ilustran el uso de las palabras que se consignan en el repertorio y, por otro lado, las opciones teóricas o metodológicas de Capmany se emplean como argumentos en el estudio de los galicismos. Este es, sin duda, uno de los autores de cabecera de Baralt, quien está en un permanente diálogo con su Arte de traducir el idioma francés al castellano, de forma que llega incluso a repetir sus ejemplos como punto de partida de muchos de los artículos del Diccionario de galicismos, así como para atestiguar los diversos usos de muchas palabras.3 No obstante, Baralt discrepa en varias ocasiones de los juicios u opiniones expresadas por Capmany, como se puede apreciar en el siguiente fragmento: Diga lo que quiera Capmany (Arte de Trad., edic. de Paris) es tan castellano como frances: «Rendir gracias» por Dar gracias, agradecer. «Rendir una plaza» por Entregar una plaza. «Esta tierra rinde mucho» por Esta tierra da mucho ó produce mucho. «Rendir obsequios, respetos, veneraciones» por obsequiar, respetar, venerar. Es anticuado (aunque no lo dice el Dicc. de la Acad.) (DiccGal, s. v. rendir).
Discrepancias de este cariz pueden advertirse en otros artículos, como, por ejemplo, en el de hombre («Reprueban algunos, y entre ellos Capmany, que se diga Fulano es el hombre de España, ó Fulano es el primer hombre de España para denotar antonomásticamente el sujeto más eminente del país […]. No estoy de acuerdo con esta opinión») o en el de manera («Algo me aparto en este artículo de Capmany»). Sin embargo, son más los casos en los que coincide con Capmany que aquellos en los que disiente de él. Así, en complexidad declara: «[M]e parece un vocablo bien tomado del francés. Ya le usó Capmany». Por lo que se refiere a debutar y debuto, Baralt afirma que «son galicismos tan extravagantes, que á Capmany ni siquiera le pasó por el pensamiento la idea de traducirlos para evitar tropiezos á los principiantes». Por su parte, en monopolista alega que es «vocablo útil que tiene en su favor la autoridad de Capmany» y en fácil confiesa «creo con Capmany que» y en medianía, que él traduce por el mediocrité francés, dice que le parece «conveniente y además culto». Antonio de Capmany compuso el Arte de traducir con la intención de mejorar las traducciones del francés al español: «Desde que el idioma francés se ha hecho en este siglo intérprete de los conocimientos humanos, esto es, de las verdades y erro Para ahondar en el estudio de este ilustre personaje, v. Fernández Díaz (1985, 1987 y 1989), Checa Beltrán (1988 y 1989), Cabrera Morales (1991), Roig Morras (1995), Jiménez Ríos (1998: 143, 144) y Lafarga (2002). 3
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res antiguos y modernos, debemos confesar que la Francia ha hecho sabia su lengua consagrándola al idioma de las ciencias» (1776: XI).4 La obra de Capmany trasluce un constante desvelo por la lengua española, desde sus Discursos analíticos sobre la formación y perfección de las lenguas, y sobre la castellana en particular, publicados en Madrid en 1776,5 hasta 1812, con la publicación de la segunda edición de su Filosofía de la eloquencia.6 Según Checa (1989: 132 y ss.), su pensamiento evoluciona desde la consideración objetiva de fallos y virtudes, tanto en la lengua castellana como en la francesa,7 hasta la defensa a ultranza de la española, cuyos modelos literarios busca sobre todo en el Siglo de Oro. Capmany supone a la española superior a las demás lenguas, como expone en el Teatro históricocrítico de la elocuencia española. Este cambio se justifica por los acontecimientos históricos que lo rodean: [E]n sus primeros escritos, después de tantos años de clausura nacional era positivo que defendiera la apertura al exterior, y con ella la disposición al mejoramiento de nuestra lengua; con el paso de los años, y ante la evidencia del relativo perjuicio ocasionado a ésta por esa influencia exterior, concretamente por las traducciones, era lógico que propugnara el fin de dicha apertura (Checa Beltrán, 1989: 151).8
Capmany era consciente del peligro de la proliferación de traducciones de obras francesas (ya que era censor de la Real Academia de la Historia) y confiesa que la traducción es un arte difícil que no consiste en trasponer palabra por palabra los textos, sino respetar las estructuras diferentes de las dos lenguas (Étienvre, 1983:
Crespo (2008: 16) explica que la abundancia de traducciones deja patente que el francés no era una lengua muy conocida en el país, y que precisamente la publicación de numerosas gramáticas y obras de enseñanzas de lenguas evidenciaba que empezaba a interesar el aprendizaje de las lenguas modernas, pero ante la demanda de leer lo que se producía en Francia, se tradujeron las obras por personas no especializadas lo que despertó la preocupación de eruditos y escritores. 5 De los que únicamente se tiene noticia gracias a los fragmentos y resúmenes recogidos por Sempere y Guarinos en el Ensayo de una Biblioteca española de los mejores escritores del reynado de Carlos III, t. II, Madrid, Imprenta Real, 1785-1789 (Cabrera Morales, 1991: 13). 6 Explica en el prólogo por qué se embarca en esta tercera edición: «[M]i decidida aficion á este género de estudio, el amor indeleble que profeso á nuestra lengua, y el dolor de ver que de algun tiempo acá se venden, para instruccion de la juventud española, Cursos de bellas letras, y Lecciones de retórica, traducidos ya del francés, ya del inglés, en trage y gesto estrangero ¿no son estímulos bastantes para vengar la lengua, la eloqüencia, y la Nacion?» (Capmany, 1812: VIII). Así justifica que los ejemplos que aporta son «de autores españoles del tiempo en que no estaba la nacion contaminada con lecturas ni traducciones francesas» (1812: XV). 7 «Podemos apreciar que Capmany concede a la elocución francesa cualidades que, según él, no posee la española: énfasis, concisión y rapidez; por otra parte sostiene que la sintaxis española es más flexible, al contrario de la francesa que es rigurosamente uniforme. Se trata de una opinión que aparecerá repetidamente en sus obras, según la cual el francés poseería valores predominantemente lógicos, mientras que el español disfrutaría de una mayor capacidad poética o literaria» (Checa Beltrán, 1989: 135). 8 V. también Crespo (2008: 31-32). 4
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249),9 ideas que luego trasladó a su Nuevo diccionario francés-español (Madrid, Antonio Sancha, 1805),10 concebido como un instrumento útil para el traductor, repertorio en el que enriqueció notablemente el léxico científico-técnico, pues, además de los 30 000 artículos consignados, añadió un Suplemento con mil quinientas voces nuevas del ámbito científico, todas ellas de raíz grecolatina (Roig Morras, 1995: 78-79). En su extenso prólogo confiesa la enorme tarea que le ha supuesto la redacción, sin ayuda de nadie, de todo el diccionario en solo seis años, para lo que leyó todos los repertorios publicados hasta el momento, fundamentalmente los de Cormon y Gattel (v. Fernández Díaz, 1985 y 1987, y Bruña Cuevas, 1999), y se propuso la tarea de expurgar los artículos realmente interesantes para la traducción (haciendo hincapié en que la correspondencia encajara también con el estilo poético, vulgar, jocoso o anticuado de la palabra de partida, todo aderezado con muchos ejemplos que ilustran el uso).11 El Nuevo Diccionario francés-español nació fruto de la necesidad que observaba Capmany de confeccionar herramientas dirigidas a los traductores para facilitar su tarea, así como de elaborar inventarios en que se recogieran las voces nuevas acuñadas en la lengua vecina (ya que se refiere «á la riqueza respectiva del francés, y á la ventaja que esta lengua lleva en ciertos casos á la española», sobre todo en materia filosófica y científica, que se había desarrollado tan poco en España).12 Sobre las voces de especialidad, apuntaba: 9 En las «Observaciones críticas sobre la excelencia de la lengua castellana» del Teatro histórico-crítico exponía, al referirse a la atracción que habían supuesto los adelantamientos en ciencias y artes que venían de fuera: «Esta, digámosla fascinacion, ha cundido con tanto poder, que ha logrado resfriar el amor á nuestra propia lengua, cuya pureza y hermosura hemos manchado con voces barbaras y espurias, hasta desfigurar las formas de su construccion con locuciones exóticas, obscuras, é insignificativas, disonantes y opuestas á la índole del castellano castizo. La comezon general por traducir sin eleccion, en algunos; y en los mas la comezon por comer, que no sufre espera, junta con la impericia de casi todos los traductores que hasta hoy han querido hacerse instrumentos para comunicar al público la instruccion estrangera; son la principal causa de la lastimosa degeneracion que en estos ultimos años iva experimentando nuestra lengua, y la que me movió á formar la coleccion de los mejores autores castellanos del buen estilo, para atajar en lo posible el curso de tan general corrupcion, aprovechandome yo el primero» (Capmany, 1786, I: CXXXVII). 10 V. Roig Morras (1995) y Bruña Cuevas (1999). 11 La importancia de esta obra reside además en que será la fuente fundamental para la redacción de los diccionarios bilingües de Manuel Núñez de Taboada (1812), a su vez fundamentales para las ediciones del 1817 y 1832 del Diccionario de la Real Academia Española (Clavería, Freixas y Torruella, 2010: 29). 12 Baralt cita expresamente el Diccionario en los artículos de monopolizador, ora («“Le vemos extender sus pretensiones monopolizadoras sobre la espléndida region de los Incas”. Frase de una Revista. Los franceses dicen monopoleur que es cierto menos duro vocablo. Capmany, Diccionario frances-español, le traduce por monopolista; y juzgo que este es el término que debiera adoptarse, dándole significacion de adjetivo y de sustantivo») y medianía («Algunos traducen por este vocablo el frances mediocrité: Capmany lo hace así en su Diccionario frances-español. Y dicen, por tanto: “Fulano es una medianía”. “La medianía es insoportable en las artes”».). Bruña Cuevas (1999) lleva a cabo una labor de investigación para descubrir qué obra francesa es la que subyace en este diccionario y concluye que se trata del Noveau dictionnaire espagnol et français, français et espagnol, avec l’interprétation latine de chaque mot, de Claude-Marie Gattel (Lyon, Bruyset frères), publicado en 1790, si bien vio una nueva edición en 1803.
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Fuentes metalingüísticas del Diccionario de galicismos (1855), de Rafael Baralt Acaso no tendremos nombres para todos los ramos perfeccionados en estos últimos tiempos en algunas artes manuales, y ciencias físicas, que entre nosotros se han cultivado poco. Pero ¿por ventura los que nos faltan en nuestro diccionario común, no los podemos adoptar, ó formar por analogía, como han hecho los franceses, tomándolos, ó componiéndolos del latín, ó del griego? Por otra parte también, ¿Quién ha dicho que estas nuevas voces, ya técnicas, ya didascálicas, son de la lengua francesa, no siendo sino de sus escritores, que no es lo mismo? El diccionario de la física, la chímica, la anatomía, la medicina, lar farmacia, la botánica, la pintura, y arquitectura, es de todas las naciones cultas: por consiguiente es de todas las lenguas […] (1805: XV).13
No deja de ser significativa la coincidencia en la acritud con que Capmany y Baralt tratan la traducción de Telémaco, de José de Covarrubias,14 publicada en 1798 en la Gaceta de Madrid.15 Capmany se ensañó con él en su Comentario con glosas críticas y joco-serias sobre la nueva traducción castellana de las Aventuras de Telémaco, publicada en la Gazeta de Madrid de 15 de Mayo del presente año.16 En este trabajo, Capmany dirige sus dardos a los malos traductores, a los que culpa de la deriva a la que llevaban a la lengua española.17 Si nuestro lexicógrafo escribe «Vaya ahora por vía de pasatiempo y broma para reír un trozo de cierta famosa traducción del Telémaco que se publicó en la Gaceta de Madrid el año 1798» (s. v. él, ella), Capmany había hecho «un despiadado análisis de la traducción, empezando por el título. Achaca los numerosos errores que señala tanto al escaso conocimiento de la lengua española por parte del traductor como a la nefasta influencia de la francesa» (García Garrosa y Lafarga Maduell, 2004: 18). García Garrosa y Lafarga Maduell consideran que este ataque tenía como contrapunto la defensa de la lengua castellana: A lo largo de su texto, y en su peculiar estilo irónico y vindicativo, va dejando caer Capmany sus convicciones nacionalistas en materia de lengua, que había ya expuesto anteriormente en su Arte de traducir y sobre las que volvería más tarde en su Diccionario francés-español. En cualquier caso, insiste en la superior riqueza, claridad y elegancia de la lengua castellana sobre la francesa: [...] (2004: 18). 13 Menéndez Pidal (1977 [1940]: 14-15) también ahondaba en esta cuestión: «[E]n el estudio histórico-cultural del idioma los cultismos tienen una importancia principalísima, siendo lamentable que su conocimiento esté hoy tan atrasado. La ciencia habrá de aplicarse cada vez más intensamente a investigar la fecha, causa de introducción y destinos ulteriores de cada uno de los préstamos, para que la historia lingüística adquiera su pleno valor». 14 Traducía la novela francesa Les aventures de Télémaque (1699), de François de Salignac de La Mothe-Fénelon. 15 Las traducciones de esta obra han sido estudiadas en abundancia, pues este texto fue uno de los empleados para la enseñanza del francés a los españoles en la escuela y vio multitud de traducciones, como refieren, entre otros, los trabajos de García Bascuñana (2003), Lépinette (2003) y Vera Pérez (2003). 16 Lo dedica a la nación española (Madrid, Imprenta de Sancha, 1798). 17 Explica Checa Beltrán que «el tono del escrito es irónico e hiriente, mostrándonos una definitiva sensibilización de nuestro autor ante el problema de las malas traducciones, culpables, según él, de la desastrosa situación en que se encontraba la lengua española» (1989: 139).
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En algunas ocasiones, el Arte de traducir se cita a través de la edición comentada efectuada por Alcalá Galiano y Salvá. En efecto, Antonio Alcalá Galiano y Vicente Salvá reeditaron el Arte de traducir, de Capmany y lo publicaron, en 1835, en París.18 Lafarga (2002: 157) concluye que son pocos los cambios introducidos frente al original, salvo una interesante «Advertencia» en la que expresan sus inquietudes hacia la traducción: («Es general motivo de queja que abundan entre nosotros las malas versiones de libros franceses para vergüenza y corrupción de la buena habla castellana, y forzoso es confesar que estas quejas, si bien demasiado ponderadas, no carecen de fundamento», Capmany, 1835: 6-7), tras lo que afirman que no hay traducción bien hecha, mas, como privar de las «preciosidades literarias de los demás, por más que lleguen averiadas y menoscabadas al tiempo de transportarlas», no sería justo, deciden volver a brindar esta obra como herramienta para ayudar a los traductores en su ingente tarea, pues deben encontrar el equilibrio entre mantener el carácter y estilo del original, pero sin copiarlo palabra por palabra, incluida la sintaxis, ni tampoco querer expresarse en un castellano tan puro que se aleje del original.19 Es muy probable que Alcalá Galiano y Salvá trabajasen en esta labor durante el período en que coincidieron en su exilio francés, entre 1830 y 1834; ambos podían complementarse en la tarea, puesto que, aunque los dos estaban interesados en cuestiones lingüísticas, en este caso la preocupación por la traducción los unía (Lafarga, 2002: 155-157). La mención que hace Baralt a los anotadores se localiza, por ejemplo, en el artículo miembro: «En uno de sus caprichos ó manías condenó Capmany en las Cortes de España de 1810 el uso de la voz miembros, para designar á los diputados. Con todo, la voz es castellana, y la metáfora, más inglesa que francesa, en nada opuesta á la índole de nuestro idioma. ¿No decimos cabeza de la Iglesia al Papa, siguiendo la misma figura? ¿No llamamos cuerpo á una agregacion de personas? Pues ¿por qué razon no ha de ser buen castellano dar el nombre de miembros á las partes componentes de un cuerpo figurativo?» Galiano y Salva, nota al Arte de Traducir de Capmany, edic. de París. La duda ha sido resuelta por la Academia, la cual dice en la voz Miembro de su Diccionario: «Cualquiera parte que sirve y concurre á la composicion de algun cuerpo moral, como ciudad, religion, &c.» (DiccGal, s. v.).
18 V. el estudio de Lafarga (2002). En 1839 salió una reimpresión en Barcelona, de la que da cuenta Crespo (2008: 21 y ss.). 19 «Lo que aquí se presente de señalar los precipicios en que puede caer quien, temeroso de perder la buena senda por un lado se arrimase demasiado al opuesto y con su deseo de hablar castellano puro se olvidara de su obligación de traductor, la cual consiste en dar una representación del original la menos imperfecta posible. Reasumiéndonos, pues, diremos que en nuestro sentir debe un traductor conservar al original su carácter y estilo, y hasta cierto punto la estructura de sus frases; adoptar sus mismas figuras, y espresar las cosas é ideas nuevas con palabras nuevas; mas no por eso viciar la sintaxis de la lengua propia, ni apelar al vocabulario extranjero, cuando hai en el nativo vocablo correspondiente; ni en ocasiones donde conviene usar una voz nueva, dejar de acomodarla en su construcción y eufonía á la índole y tono general de su idioma patrio» (Capmany, 1835: 14).
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Y también en el de prestar: I. Prestar silencio por Guardar silencio; Prestar atencion por Poner atencion; Prestar paciencia por tolerar, sufrir; Prestar auxilio por auxiliar, socorrer, son expresiones igualmente francesas que castellanas, siéntanlo ó no así Capmany y sus anotadores, Arte de Trad., edic. de París (DiccGal, s. v.).20
Ocasionalmente, Baralt emplea otras obras de Capmany. Sobre la cuestión de los neologismos se apreciaba la preocupación de Capmany ya desde la publicación del Arte de traducir, donde añadió la tabla «Traducción de algunos nombres technicos» entre las páginas 189 y 190.21 Con respecto a los tecnicismos, en el Teatro histórico-crítico de la elocuencia española cambia de parecer y propone recurrir a las lenguas clásicas para su formación, pues el vocabulario científico y el filosófico no es francés, ni aleman, ni inglés: es griego ó latino, ó formado por la analogía de los idiomas vivos, de raizes y griegas ya latinas, que cada nacion forma ó adopta quando ha de escribir en aquellos generos, conformando la terminación de las palabras advenedizas, ó recién refundidas, á la índole de su lengua propia (Capmany, 1786, I: CXXXIII).22
Bartolomé José Gallardo es otra de las fuentes de Baralt y ha sido descrito como «una de las personalidades más ricas de nuestro siglo xix: médico, político, bibliógrafo, bibliófilo, crítico literario, poeta, gramático, lexicógrafo, etc.» (Calero Calero, 1995: 25). Debido a su posición política de parte de los reformistas se vio invo Y en guardar («La frase metafórica y familiar Guardársela á Alguno, corresponde perfecta y castizamente á las francesas La garder á quelqu'un, La lui garder bonne, La garder bonne. Los anotadores de Capmany (Arte de Trad., edic. de París) traducen esta última expresion por Aguardar La Suya. No me parece mal; pero lo dicho es lo cierto y seguro»; nótese que Baralt no indica que sea un galicismo, sino que, ante la duda de que se pueda confundir con una estructura afrancesada, la recoge en su estudio para afirmar que le parece bien dicho «guardársela a alguno»), propio («“Quemar es propio del fuego; Morir es propio del hombre; Alumbrar es propio del sol” son frases tan propias de (características, peculiares) nuestra lengua como de la francesa: aunque no lo sientan así Capmany y sus anotadores, Arte de Trad., edicion de París.») o en rendir («Diga lo que quiera Capmany (Arte de Trad., ed. de Paris) es tan castellano como frances: “Rendir gracias” por Dar gracias, agradecer. “Rendir una plaza” por Entregar una plaza. “Esta tierra rinde mucho” por Esta tierra da mucho ó produce mucho. “Rendir obsequios, respetos, veneraciones por obsequiar, respetar, venerar. Es anticuado (aunque no lo dice el Dicc. de la Acad.)». 21 Son 57 sintagmas traducidos, entre los que encontramos «Accouchement précoce. Parto prematuro, intempestivo», «Animal testacé. Animal testáceo», «Heritage amorti. Herencia amortizada» o «Force éphemére. Fuerza efímera, ò momentánea». Es curioso que en la edición revisada y aumentada de Alcalá Galiano y Salvá (1835) se cambia el título a esta lista por el de «Traducción de algunos nombres adjetivos que pueden ofrecer dificultad». En ella añaden 11 sintagmas nuevos (marcados con un asterisco), pero suprimen otros, de modo que suma un total de 48 sintagmas, ordenados alfabéticamente (frente a la edición de 1776, en que no seguían, aparentemente, orden alguno). 22 Incluso pone de relieve que debe haber muchísimo léxico de artes y oficios que los profesionales deben manejar en cada uno de sus ámbitos de trabajo y que haría falta recopilar y que no se quedaran en el léxico oral únicamente. 20
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lucrado en un suceso el 13 de junio de 1823 en el que perdió «un considerable número de sus escritos literarios, bibliográficos y gramaticales» (Calero Vaquera, 2005: 226). Rodríguez-Moñino (1965), además de pretender arrojar luz sobre la personalidad, trabajo y fama que adornaba a Gallardo, enumera las obras perdidas, según anotó el propio Gallardo, tras el trágico acontecimiento.23 Entre ellas se encuentra el Diczionario de la lengua castellana, del que se ha podido salvar parte del material (que estudia Calero, 1995). De este episodio poco se sabe y se especuló mucho sobre la cuantía de las pérdidas (Rodríguez-Moñino, 1965), pero las palabras de un coetáneo como Alcalá Galiano sirven para contextualizar este episodio: De Gallardo se decía y ha dicho haber abultado sobremanera el catálogo de los papeles que le fueron quitados, queriendo justificar con lo supuesto destruido, lo corto de sus trabajos dados a la luz, y justificar el concepto de que gozaba sin títulos suficientes a tanta celebridad; suposición esta de la malicia no justificada por razón alguna, y que solo refiero por haber sido corriente y creída de no pocos, siendo la condición de Gallardo y su poco escrúpulo en tratar mal la honra ajena, causa de tener él muchos contrarios que no le respetasen la propia.
Fue también autor del Diccionario crítico-burlesco del que se titula Diccionario razonado manual (1811) y su obra más reconocida ha sido el Ensayo de una biblioteca española de libros raros y curiosos, que se publicó después de su muerte, con toda la información que había acopiado a lo largo de su vida visitando multitud de bibliotecas particulares. Estudió medicina en Salamanca y sus primeras publicaciones fueron traducciones del francés de manuales científicos. En su estancia en Londres, donde entabló amistad con Bello, al que le unía la preocupación por la ortografía, preocupación que el extremeño desarrolló en su obra Zapatazo á Zapatilla (1851). Su forma de ser no le granjeó muchas amistades; famosa es su disputa con Adolfo de Castro y Rossi al descubrir que este había escrito una obra, el Buscapié (1844), que había fingido ser de Cervantes (v. Romero Ferrer y Vallejo Márquez, 20032004). Cuando Gallardo reveló la verdad, Castro se defendió con la sátira Aventuras literarias del iracundo extremeño Bartolomé Gallardete (1851). De otra de las diatribas de Gallardo —reseña a la recién publicada Revista gramatical de la lengua española que dio a la imprenta Juan Calderón en Madrid en 1843, bajo el seudónimo de Dómine Lucas—, Baralt recupera dos usos particulares de este autor. Por un lado, lo menciona en la entrada soi-disant: «D. Bartolomé Gallardo, cuya idoneidad en materia de gramática y lengua castellana es innegable, traducia soi-disant por sé-diciente: traduccion felicísima que me atrevo á recomendar, y que deseo ver generalmente adoptada» (DiccGal, s. v. soi-disant).24 «1. Sobre 150 mil zédulas de un Diczionario autorizado de la lengua castellana. 2. Vocabulario provinzial americano (Varios cuadernos, algûnos de mano ajena). 3. Diczionario ideopático español, o tesoro de la vozes i frases qe posee la lengua española para la ecspresion de los afectos, conceptos e idëas (En 4.º, marca regular). 4. Varios cuadernos de Apuntes y materiales labrados para una Gramática filosófica de la lengua Española […]» (Rodríguez-Moñino, 1965: 109). 24 «Dómine, Dómine, cómo se conoce que es U. nuevo en esta plaza! Si U. conociera lo que es en el dia esa Academia, a quien tanto popa y acata, vería con dolor de sus ojos que la Academia se-dicien23
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Del mismo modo, le atribuye la invención del verbo sabrosear: «Gallardo (D. Bartolomé) inventó este verbo; y le usaba con bastante frecuencia para expresar la idea de saborear una cosa sabrosa de suyo, repastándose en ella. Es expresivo y gracioso» (DiccGal, s. v.).25 También lo menciona bajo hablista: No se trata aquí de ningun galicismo sino de una voz nuevamente formada, y ya de uso general en el habla moderna castellana. Censuraba mucho, Don Bartolomé Gallardo la incuria y precipitacion con que procedió Mayans en la publicacion que hizo del Diálogo de las Lenguas de Valdes (DiccGal, s. v. hablista).
Las menciones a Gallardo se repiten en otros artículos, como en los consagrados a ca y que, tomados de su obra Cuatro palmetazos bien plantados por el Dómine Lúcas a los Gazeteros de Bayona […] (1830), publicada en Cádiz en la imprenta de D. Estevan Picardo. Era esta una réplica que, bajo pseudónimo, publicaba Gallardo contra la crítica, firmada por Reinoso, Lista y Miñano, de la traducción castellana, publicada en 1829, de la Historia de la literatura española, de F. Bouterwek (Calero Vaquera, 2005: 229 y ss.). Según Azorín Fernández (2002-2004: 203), las voces anticuadas del Nuevo diccionario de la lengua española beben de la «Declaración de los vocablos antiguos de las farsas» que Gallardo añadió al final de la edición que hizo de El triunfo del amor de Juan del Encina y que publicó en 1836 (Madrid, Imprenta D. E. F. Angulo). Antonio Alcalá Galiano fue académico honorario desde 1843 y de número desde 1847 hasta su fallecimiento en 1865. Es conocido su artículo titulado «De algunas locuciones viciosas», que publicó en la Revista de Europa en 1846, y que recibió respuesta de Alejandro Oliván ese mismo año, en dos publicaciones incluidas en la Revista de España, de Indias y del Extranjero (t. 7: 163-177 y 248-278), tituladas «De algunas locuciones viciosas hoy en uso. Contestación al Sr. Alcalá Galiano» y «De algunas locuciones viciosas. Conclusión», criticando su rigor excesivo.26 Oliván sintetiza del siguiente modo su actitud ante el neologismo: «Nosotros no somos difíciles para la admisión y bautizo de todo cuanto sea útil ó necesario: únicamente exigimos analogía, tacto y buen gusto» (1846: 171-172). te Española, se puede llamar así, “Cual llamamos rabones a los mu-, / Cuando no tinen rabos en los cu-.” Francesa la puede U. mas bien llamar a boca llena; y tanto mejor, cuando que a no-pocos de sus individuos, del uso del Frances, se les ha caído la campanilla, y ganguean lastimosamente el Español», Domine Lucas, 1843: 34). 25 «Sabroseándome en la leyenda, he ido a pausas haciendo mis mementos, y marginando lo mucho, mucho bueno, y aun esquisito no-poco, que he advertido, así en la parte doctrinal y preceptiva, como en la fina crítica que hace U. de los Escritores baladíes que pilla entre manos» (Domine Lucas, 1843: 29). 26 «Las censuras de Alcalá a los escritores por su mala utilización del idioma fueron tildadas de excesivas por algunos de sus contemporáneos quienes, como Alejandro Oliván, calificando de buenas sus intenciones, veían en él extremas rigidez e intransigencia con respecto a la entrada en el castellano de palabras foráneas» (Sánchez García, 1999: 247). (V. cotizar, forja, inconveniente o sicomoro, en Salas, 2017: s. v.).
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El 29 de septiembre de 1861 pronunció un discurso en la Real Academia Española titulado Que el estudio profundo y detenido de las lenguas extranjeras lejos de contribuir al deterioro de la propia sirve para conocerla y manejarla con más acierto en la Junta Pública celebrada por dicha corporación; en este discurso abogaba no por rechazar sin más las voces foráneas, sino por intentar que «los arreos que revistan a los pensamientos, nuevos o viejos, no sean empréstito hecho a los extraños, sino prendas propias que sienten bien a la naturaleza antigua y perenne, y al rostro y talle del objeto del cual están destinados a ser adorno» (1861: 24). El artículo «De algunas locuciones viciosas» es fuente directa del Diccionario de galicismos, de Baralt, pues es indudable que tuvo presente este trabajo (Lepi nette, 2003: 369-370). En muchos artículos cita expresamente a Gallardo (DiccGal, s. v. cotizar, forja, inconveniente o sicomoro), pero en otros, podemos percibir, tras el cotejo de los textos, la deuda clara con esta obra, aunque en muchas ocasiones Baralt amplía la información a partir, seguramente, de la pista sobre la que le pone Alcalá Galiano, como el caso de bolsa o contabilidad.27 Alcalá Galiano divide su crítica en galicismos, arcaísmos y errores de sintaxis, y «palabras castellanas, á las cuales es costumbre dar una acepción diferente de la suya legítima», si bien este último apartado remite prácticamente al de los galicismos. No puede deberse a casualidad que Baralt cite todos estos casos. De hecho, si tenemos en cuenta que este artículo vio la luz en 1846, podría pensarse que fue el trabajo que inspiró a Baralt: si no fue el estímulo directo para la confección del Diccionario de galicismos —algo de lo que no podríamos estar nunca seguros—, sí debió de sugerir, al menos, los principios de su clasificación, que seguirá Baralt en su repertorio, aunque luego dispusiera sus artículos según el orden alfabético. Alcalá Galiano confiesa que, en su artículo, «solo van […] repetidas reglas elementales de gramática ú observaciones comunes; pero esto mismo acredita estar desatendidos ú olvidados los rudimentos del lenguage, pues no siendo asi no habria necesidad de recordarlos» (1946: 280). Y concluye con unas palabras que quizá animaron a Baralt en su empresa: [C]onociendo que el estudio de la lengua es la parte en que mas suelen flaquear los escritores españoles contemporáneos, a él [el escritor de este artículo] llama la atención con todas sus fuerzas, aunque flacas, teniendo el atrevimiento de hacer de maestro cuando la lección vale poco, y con mas gusto convidando á sus superiores ingenios y personas más instruidas á ayudarle en su tarea, ya reprendiendo lo malo é indicando el modo de enmendarlo, ya por medio de la aplicación, dando lo que es superior al precepto y lo que no alcanza á dar quien esto escribe, á saber; modelos donde un estilo elegante vaya acompañado de una dicción correctas y castiza (Alcalá Galiano, 1846: 281).
Otra de las fuentes de documentación de Baralt es la colección de discursos académicos que se leyeron en la docta corporación; por ejemplo, uno de los que se 27 Como obús, mesana, sufrir, insufrible, embellecer, palidecer, languidecer, culpable, desapercibido, acta (tomar acta), ocuparse, contabilidad, explotar, bolsa y citar (sin contar los galicismos de sintaxis).
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sirvió para seguir la pista de algunos galicismos fue el de José Joaquín Mora, leído el 10 de diciembre de 1848 y titulado El neologismo: Nosotros, que cedíamos á las impresiones de lo admirable y de lo grandioso, nos hemos prendado de lo imponente. Nosotros hemos convertido las medias tintas en matices, como si la voz matiz no significara precisamente lo contrario de la voz nuance, á la que se ha querido dar aquella extraña interpretación. Nosotros hemos convertido el progreso y el curso en marcha; el encargo en mision, el acompañamiento en cortejo, la tertulia en soirée, la gerarquía en rango, la reputación distinguida en notabilidad. Ya nádie se estrena, y todos debutan; los soldados no pelean, sino que se baten; y los empleados no sirven, pero funcionan. En la disputa no se tocan puntos delicados, pero se abordan cuestiones palpitantes; y como si debiesen corresponder las vicisitudes del signo á las de la cosa significada, cuando la caridad cristiana flaquea en medio de los horrores de las discordias civiles, abrigamos sentimientos humanitarios; cuando en todos los pueblos civilizados la hacienda pública se extenúa, ya deja de ser hacienda pública y se convierte en finanza, y cuando los gobiernos más robustos titubean en el suelo movedizo de las revoluciones, su acción deja de ser gubernativa, y empieza á ser gubernamental (1848 [1860]: 154-155).
En conclusión, Baralt tiene acceso a múltiples obras metalingüísticas que le dan el suficiente respaldo para las teorías expuestas en su Diccionario de galicismos, por un lado tiene el Diccionario de autoridades como su obra de cabecera para ilustrar el uso de voces castellanas que no podían caer en desuso, y por otro lado, casi todas las frases que le inspiran los comentarios de uso de galicismos están tomadas del Arte de traducir, de Capmany, obra fundamental tanto para los ejemplos como para la doctrina, porque también la lectura de este tratado le inspira muchos usos afrancesados para comentar. Bibliografía Alcalá Galiano, Antonio. «De algunas locuciones viciosas hoy muy en uso», Revista de Europa, I (1846), pp. 257-281. — Que el estudio profundo y detenido de las lenguas extranjeras, lejos de contribuir al deterioro de la propia, sirve para conocerla y manejarla con más acierto. Discurso escrito por el Excmo. Sr. D. Antonio Alcalá Galiano, individuo de número de la Real Academia Española, y leído en la Junta Pública Celebrada por dicha Corporación el día 29 de septiembre de 1861, Madrid, Imprenta Nacional, 1861. Alcalá Galiano, Antonio y Vicente Salvá. Arte de traducir el idioma francés al castellano. Compuesto por D. Antonio Capmany; revisto y aumentado ahora por D. Antonio Alcalá Galiano, y por el editor don Vicente Salvá, París, Librería de los SS. D. Vicente Salvá e hijo, 1835. Azorín Fernández, Dolores. «La dimensión diacrónica en el Nuevo Diccionario de la Lengua Castellana (1846) de Vicente Salvá» (in memoriam Manuel Alvar), Archivo de Filología Aragonesa, LIX-LX, I (2002-2004), pp. 197-210. Bruña Cuevas, Manuel. «Las mejoras aportadas a la traducción por el diccionario de Capmany (1805)», en Francisco Lafarga Maduell (coord.), La traducción en España (1750-1830): lengua, literatura, cultura, Lérida, Universidad de Lérida, 1999, pp. 99-110. Cabrera Morales, Carlos. «Introducción», en Observaciones críticas sobre la excelencia de la lengua castellana de Antonio de Capmany y de Montpalau, Salamanca, Ediciones de la Universidad de Salamanca, 1991, pp. 11-52.
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La Orden del Santi Espíritu en Úbeda y Santisteban del Puerto: aproximación histórica Adela Tarifa Fernández Instituto de Estudios Giennenses
Introducción Cuando realizaba mi tesis doctoral sobre la Casa Cuna de Úbeda entre los rei nados de Felipe III y Carlos III localicé documentación inédita relativa a la orden religiosa del Santi Espíritu. Se encontraba confusamente mezclada con los papeles de la Cofradía de San José y Niños Expósitos. Pese a la dificultad inicial para esta blecer relación entre documentos de contenido diverso, tras su estudio pertinente, pude establecer la relación que existió entre esa antigua congregación religiosa y la atención de los niños abandonados, y conocer así datos inéditos sobre sus casas en Baeza y Úbeda, junto con la ermita de Santisteban del Puerto, únicos lugares del antiguo reino de Jaén en el que esta encomienda tuvo presencia.1 Por este motivo, para aclarar oscuras relaciones entre los regulares de San Agustín y la obra pía de expósitos, también recurrí a diversa información historiográfica sobre esta congre gación religiosa. Todo ello nos permite ahora, en un trabajo de síntesis, desvelar parte del contenido de esta fuente documental y establecer sus orígenes en Úbeda, su funcionamiento, crisis y desaparición. De hecho, nada queda hoy de su pasada presencia en la actual provincia de Jaén; pero todavía se asocia su nombre a la his toria de la Casa Cuna de Úbeda. No en vano durante siglos esta institución carita tiva fue llamada «del Santi Espíritu».2 1 Esta orden hospitalaria tiene similitud con otras muy antiguas, como los antonianos, que se dedi caban a atender a enfermos afectados por el llamado «Fuego de San Antón» o «Fuego Sacro», aunque la Orden del Santi Espíritu, por mandato papal, acabo dedicándose a la atención de niños expósitos. Agradecemos sus aportaciones bibliográficas al profesor Wolfram Aichinger, uno de los mejores cono cedores del tema. Con carácter general remitimos a su libro El fuego de San Antón y los hospitales antonianos en España (2014). 2 Archivo Histórico Municipal de Úbeda (AHMU), fondos de la Casa Cuna (FCC), sin catalogar. Todas las referencias a este fondo documental, que sigue sin ser catalogado, las establecí cuando comen cé a trabajar en mi tesis doctoral, poniendo nombre a los principales documentos del fondo. A saber, Libros de asiento, Libros de Cuentas, y Libro de Cabildo. Entre sus páginas, sin orden alguno, aparecían piezas sueltas referidas a la Orden del Santi Espíritu. Estos documentos se trasladaron en un camión
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Así, pese a las lagunas documentales de estos fondos del Archivo Histórico Municipal de Úbeda y a la escasez de noticias fiables en historiografía local, hemos logrado poner orden en el inmenso rompecabezas que era la inicial montaña de libros y papeles sueltos, sin catalogar, que nadie había abierto desde que se traslada ron desde el hospital de Santiago al actual archivo municipal cuando se realizaron obras en estos edificios en la década de los setenta del pasado siglo. De ello doy noticia con esta breve aportación. En ella realizo una aproximación somera a un tema prácticamente ignorado en la historiografía giennense cuando hoy ya nada queda del patrimonio monumental de la orden, derruidos todos los edificios que ocuparon estos religiosos y perdida la mayor parte de sus documentos escritos. Naturalmente el trabajo no se agota aquí. Aun debo dedicar tiempo a transcribir parte de estos documentos, caso de «Pruebas de Sangre y Oficio» a algunos de los novicios que deseaban ingresar en el convento ubetense, y bastante información referida a sus finanzas y funcionamiento interno. Esperamos completar algún día este trabajo, pues valoramos mucho la posibilidad que nos brindó el inesperado hallazgo de estos valiosos testimonios. Sin ellos posiblemente el paso de esta orden religiosa por Úbeda, Baeza y Santisteban se habría esfumado por las alcantarillas del pasado. Así fue como localicé lo que ni buscaba ni esperaba hallar: unos documentos milagrosamente salvados de las ruinas de un edificio que se restauraba en la se gunda mitad del pasado siglo, el citado hospital de Santiago de Úbeda. Y así puedo ofrecer hoy estos detalles sobre la presencia en nuestra provincia de los Canónigos Regulares de San Agustín, que tuvo su casa madre en Baeza y Sevilla, con un convento en Úbeda y una ermita atendida por un donado en Santisteban del Puerto. En esta síntesis realizaré una aproximación general a esta orden reli giosa, abordaré el caso concreto de Úbeda y su vinculación con la atención a los expósitos, finalizando con datos relativos a su presencia en Santisteban recogidos en un proceso judicial que se conserva, como todos los demás documentos, entre los fondos de la Casa Cuna de Úbeda. Una historia con luces y sombras, que refleja el universo mental de una época oscura, cargada de injustica, dolor y su frimiento.3 desde el hospital de Santiago al archivo cuando uno de los operarios que realizaba obras de albañilería en los años setenta del siglo pasado dio la voz de alarma de hallarse en el coro alto bastantes libros anti guos. La autoridad municipal ordeno su traslado a la dependencia del archivo municipal, quedando todo amontonado en un rincón, padeciendo incluso goteras pues también la dependencia del archivo estaba en obras de reparación de cubierta. Un erudito local asiduo al archivo, Ginés Torres Navarrete, recientemente fallecido, llegó a mover libros de aquel sitio para protegerlos del agua. Él me lo contó, pues coincidimos muchos años en el archivo como investigadores. Antes de iniciar el vaciado de aque llos documentos, fui abriendo uno a uno, organizándolos por temas y protegiéndolos con carpetas, a las que puse rótulos, que aun llevan. Hoy este archivo está perfectamente custodiado, al servicio del inves tigador. 3 Con carácter general, remitimos para el estudio de la época que nos ocupa a Antonio Domínguez Ortiz, Sociedad y Estado en el siglo xviii español (1988).
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El Santi Espíritu: breve apunte histórico. Llegada a España Los numerosos estudios realizados al clero regular, durante el Antiguo Régi men, ponen de manifiesto la importancia que alcanzó este grupo social en el pasa do. Pese a ello encontramos aún múltiples interrogantes en relación con tema de las órdenes religiosas. El origen de esta congregación hospitalaria puede remontar se al siglo iv de nuestra era que tiene relación con otras similares, como la de San Lázaro, que cuidaban leprosos. La militancia de la Orden del Santi Espíritu estuvo bajo la regla de san Agustín desde el siglo xi y, junto con los Antonianos, atendía a enfermos afectados del llamado fuego de san Antón o fuego sacro, enfermedad que provocaba gangrena en las extremidades y conducía a la muerte (Sancho de Sopra nis, 1961: 233-260; 1962: 9-13).4 Tras su refundación por el papa Inocencio III, que fue uno de los veintidós pontífices que militan en esta religión, la orden adquiere notable impulso. El beato Guido de Montpellier es figura clave, hijo de un conde galo, que había fundado a finales del siglo xii una institución religiosa para atender ancianos abandonados y pobres, a enfermos y a los niños expósitos. Fue una orden hospitalaria para ejercer la caridad, creada en Montpelier, donde estuvo su primer hospital llamado del Santi Espíritu. Desde allí, confirmada la orden en una bula papal de noviembre de 1198, se extendió por zonas próximas con rapidez.5 Tenía rama masculina y feme nina, que colaboraban en los mismos fines. No fue nunca orden de mucha clausu ra, pues su misión le obligaba a asistir en la calle y domicilios particulares. Pronto, el beato Guido fue llamado a Roma por el papa, y allí se le encarga que se ponga al frente del famoso hospital y antiquísimo de Saxia, conocido como de Santa Mar ta de los Sajones, dedicado cuidar enfermos, y muy especialmente a atender a los expósitos. Esto supuso una refundación de la orden y aceleró su expansión, desde Francia a Italia, y de ahí a España, siendo siempre favorecida por el papado y por diversos monarcas, que le otorgan privilegios. De este modo, desde el siglo xiii, al amparo de notables exenciones fiscales y otros privilegios otorgados por el papado y los monarcas, crece el número de conventos, cofradías y bailías de esta orden. Su llegada a España fue temprana. Desde Navarra, primera zona de implanta ción, donde tuvo un importante convento en el Puente de la Reina, se extiende por Castilla entre los siglos xi-xiii y en fechas algo más tardías para Andalucía, avanzado el siglo xv. Pero antes de llegar a Andalucía, en la Modernidad, la orden tenía fuerte arraigo en otros territorios de España. Al parecer ya en el xiii tenía 14 conventos, alcanzando en el siglo xv más de 180 casas. Si originariamente estas encomiendas conservan vinculación directa con el primitivo hospital romano, la 4 Un primer avance sobre el tema, aunque impreciso, en nuestra primara aportación (Tarifa Fer nández, 1991b: 413-420). 5 Esta encomienda tuvo archivo general en La Rambla (Córdoba). Nada queda de él en la ciudad, aunque se hizo eco de ello algún historiador local, a cuya obra remitimos para mayor información (Montañéz Lama, 1985).
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situación cambia desde el siglo xvi. Su relajación interna provocó graves conflictos. Por ello los monarcas franceses y españoles intervinieron. Hasta que Felipe II la agregó al patronato de la Corona y logra de la Santa Sede que fuesen sometidos a la jurisdicción del diocesano. Así sus primitivos fines fundacionales también cam bian, pues de ejercer la hospitalidad con enfermos y peregrinos pasan de manera casi exclusiva a la atención de expósitos, distintivo específico de la orden desde que los religiosos de San Juan de Dios asumen el atender enfermos, en 1512 (Tarifa Fernández, 1994c: 34-42). Durante los siglos xvii-xviii su crisis interna aumenta. Rivalidad y enfrenta mientos personales, enriquecimiento, incumplimiento de clausura fijada desde Tren to y abandono de sus funciones benéficas son denunciadas continuamente. Final mente, en 1787, por un breve de Pío IV (ratificado por real orden de 12 de marzo de 1788) se abolía en España y sus territorios las encomiendas y secularizaba sus reli giosos. Era el final de muchos siglos de hospitalidad. Un final provocado en parte por el rumbo de los nuevos tiempos, pues no era el siglo ilustrado proclive a apoya a regulares, pero también causado por el abandono de sus fines fundacionales, el enri quecimiento, corrupción e incumplimiento de sus reglas primitivas. Era una muerte anunciada (Tarifa Fernández, 2008b: 373-403).6 Ahora veamos algo de su historia en la ciudad de Úbeda. En la ciudad de Úbeda. Su convento Las órdenes religiosas en la ciudad de Úbeda constituyen uno de los capítulos menos investigados en su historia pasada de forma profunda. Pese a ello es eviden te que es esta una de las ciudades andaluzas en las que el clero regular suponía una parte importante de su población a tenor de los múltiples conventos existentes en ella desde la Edad Media, y que continuaron creciendo y aumentando sus bienes a lo largo de los siglos xvi y xvii en forma considerable. Sin tener en cuenta los conventos de monjas y los emparedamientos o casas de recogimiento para mujeres, en la Edad Moderna constan además los conventos masculinos de Nuestra Señora de la Merced (mercedarios redentores), San Francisco de Asís (franciscanos), San Andrés (predicadores), la Victoria (mínimos), la Compañía de Jesús (jesuitas), San Miguel (carmelitas calzados), San Juan de Dios (hospitalarios), San Antonio de Padua (recoletos) y, el que nos ocupa, el del Santi Espíritu, el menos conocido de todos (Tarifa Fernández, 1994a: 7-51). Un gran número de estos conventos desapareció en 1836, y en otras desa mortizaciones, subastados sus bienes y destinados sus locales a otros usos públi cos, pero ya antes muchos de ellos habían acusado la grave crisis económica del siglo xvii. Obviamente su proceso de crisis no fue ajeno a la política regalista de los Borbones, pues, aunque Felipe V no ataca abiertamente a la Iglesia, sí tomó Como obras de consulta general, remitimos a Cazabán Laguna (1992) y Álvarez y Santaló (1980).
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medidas para controlar el dinero que salía hacia Roma en distintos conceptos (bulas, dispensas, tasas), y mostró cierto recelo hacia algunos sectores del clero por la posición adoptada en la guerra de sucesión, llegando a establecer condicio nes para admitir conventuales nuevos si la comunidad no contaba con suficientes recursos. Durante el reinado de Fernando VI se evidencia un descenso en el ímpetu fundacional y se escuchan algunas quejas por parte del clero, aunque tampoco este monarca atacase abiertamente a la Iglesia. La posición de Carlos III hacia el clero regular es bien conocida. El monarca manifestó hacia ellos pocas simpatías y es evidente que durante su reinado se intensifica el control sobre estas órdenes, disminuyendo sus rentas y el número de conventuales, mientras aumen taban las presiones para someter el poder eclesiástico a la tutela del Estado. Fue en este reinado la expulsión de los jesuitas (Tarifa, 1996b: 471-83 y Tarifa y Li nage, 2008: 757-771 y 2013: 775-785). En este contexto no resuelta raro que el convento de los regulares de San Agustín, abandonada su primitiva función de atención a los expósitos desde hacía casi un siglo, y casi sin profesos, desaparecie ra antes de las leyes desamortizadoras del xix, adelantadas ya por Godoy, en el reinado de Carlos IV. Por los datos de archivo y lo poco que cuentan crónicas antiguas sabemos que el convento del Santi Espíritu de Úbeda era pequeño, ocupando un espacio ur bano limítrofe lindero a la muralla medieval. Seguramente estos religiosos llega ron a la ciudad tras la conquista cristiana, estableciendo una fundación que de pendía, junto con su ermita en Santisteban del Puerto, de la encomienda de Baeza, orgánicamente sujetos a la casa madre de la capital hispalense. De sus an tiguas dependencias, en el casco urbano de Úbeda, no queda hoy ni rastro, a no ser una ventana del palacio de La Rambla (hoy convertido en hotel), todavía llamada «del Santi Espíritu», desde la que los marqueses, patronos del convento, asistían a los actos religiosos que se celebraban en su pequeña ermita. Todavía hoy se aprecia que el espacio urbano que ocuparon no era grande, en la calle Rastro. Se establecieron pegados a la muralla medieval, como era normal en hospitala rios, y en límite al palacio de la Rambla. El marqués de la Rambla fue el último patrono y superintendente de la cofradía que originariamente se conocía como del Santi Espíritu, y luego de San José y Niños Expósitos, a partir de 1622. Este patro no en reiteradas ocasiones denunció al obispado la mala gestión que la orden reali zaba en sus tareas hospitalarias, y el abandono del edificio e iglesia, que debían perjudicarle al estar adosados a su mansión. Por crónicas de la época sabemos que el convento y su iglesia, tras muchas vicisitudes, se arruinaron completamente en 1896, como recoge el historiador local coetáneo don Miguel Ruiz Prieto en Historia de Úbeda (1999 [1897]). No sabemos con certeza la fecha exacta en la que se instalaron en Úbeda estos religiosos. Por los documentos que se conservan, ya dijimos que fragmentarios y sin catalogar, es evidente que el convento tenía una función hospitalaria, pero sin hospital dentro, en el siglo xvi, vinculado a la encomienda baezana. Un documen 463
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to que localizamos dice que en 1599 este convento tenía vinculado el hospicio de Santisteban del Puerto, «[…] estando a su vez ambas casas subordinadas a la de Baeza, y teniendo como regla básica la orden de la hospitalidad».7 Además el escri to, copiado en un informe que se hizo tras el paso por este lugar del visitador don Joaquín de Salazar, del que luego hablaremos, confirma que esta situación se man tiene aún durante el papado de Benedicto XIV —el ilustrado papa que ocupa la cátedra de Pedro entre 1740-1758—, quien ordena «la sujeción de estos religiosos a los ordinarios de España». A pesar de estos datos, todo indica que la orden estaría en la ciudad desde fechas más antiguas a 1599, no solo porque a finales del xvi tenían ya un sistema organizativo bien estructurado, sino también porque allí tenía sede la llamada Cofradía del Santi Espíritu, una obra pía vinculada a este convento y que desde fuera se ocupaba de atender a los niños expósitos. Ello les autorizaba a hacer demandas callejeras, recibir donativos, legados testamentarios, censos, y a poner un «cepo» en esta iglesia del Santi Espíritu para recaudar las limosnas desti nadas a estas desvalidas criaturas. Incluso parece que, en Úbeda, en sus principios, estos fines benéficos se extendieron a otras actividades hospitalarias, como cuidar y visitar enfermos, atender moribundos, ayudar a pobres. Lo que sí está claro es que estos conventuales, que eran pocos, cada vez cum plen menos su regla y abandonan la misión caritativa, llevando una vida relajada, lo que era público y notorio. Así lo vimos en los documentos de la Casa Cuna con claridad, cuando en 1622, el obispo, tras muchas quejas contra ellos, toma cartas en el asunto y reorganiza esta institución de espaldas a la orden. Separa sus propiedades de las propias de los expósitos, que ellos administraban, y se empieza a conocer a esta antigua Cofradía del Santi Espíritu como de San José, con sede en la iglesia de San Isidoro, y celebrando su cabildo o junta anual en la iglesia de Santo Domingo de Silos, como refleja el libro de cabildos de la cofradía que se conserva (Tarifa, 1991a: 101-110 y Tarifa y Linage, 2000: 441-454). Sin duda de este modo se restó protagonismo a la orden en el tema de los niños expósitos, aunque siguieron con servando su regla hospitalaria, y el prior pudo dar hábitos a nuevos novicios duran te algún tiempo más, a la par que crecía su patrimonio. Era pues un lugar cómodo para vivir aquel convento, vuelto ya de espaldas al sufrimiento de los expósitos en el siglo xvii y a la miseria generalizada, pues fue terrible para la ciudad de Úbeda esta centuria y la siguiente. Mediado el siglo xviii, cuando se hacen los trámites para el catastro del marqués de la Ensenada, solo hay en este convento cuatro sacerdotes, dos co ristas y un lego. Era el convento con la comunidad más reducida de la ciudad, similar al de San Juan de Dios y el de los jesuitas. Aunque el de los jesuitas era el de los más ricos, también fue el primero en desaparecer, tras su expulsión en 1767. Los religiosos del Santi Espíritu tampoco tienen escaso patrimonio (Ta rifa, 1994a: 7-51).
AHMU, Fondos de la Casa Cuna y el Santi Espíritu, sin catalogar.
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Funcionamiento interno del convento El convento de Úbeda se rige por lo habitual de la orden; el prior es la autori dad máxima, y bajo él están los religiosos comendadores, sacerdotes bajo la regla de san Agustín, que asumen cargos de administración y culto. Además, había ayuda de los llamados donados u oblatos que, desde fuera del convento y sin realizar votos solemnes, prestaban juramento de obediencia, y servían a la orden. En teoría los oblatos debían ceder sus bienes a la orden, que se encargaba de atender sus necesi dades, pero como veremos en el caso de Santisteban del Puerto, no se cumplía y tuvieron patrimonio propio. Los donados tenían derecho a llevar hábito de la or den, con una cruz característica, aunque esta indumentaria no era la misma que la de los clérigos, que llevaban la cruz de Lorena en el pecho o en la parte izquier da de los mantos. Como en Úbeda no se fundaron casas de órdenes femeninas, que en otros lugares ejercían como asistencia de la rama masculina, en el convento también vivían sirvientes para realizar las labores domésticas, y al parecer, un ama al frente del servicio. Es posible que tal ama viniera cuando había una cofradía que atendía a los expósitos en las primeras necesidades, hasta que se les entregaba a una mujer que los amamantase fuera o a otra institución hospitalaria. Junto a estos con ventos del Santi Espíritu lo normal era que existiera algún hospital. Precisamente en Úbeda se acaba de descubrir a muy poca distancia de este convento restos de un antiguo hospital (en la calle Pastores) lo cual concuerda con la lógica organizativa de estos conventos. Igual sucede en Santisteban, donde hubo dos hospitales en la calle que antiguamente se llamó «hospital», hoy Sagunto, muy próximo a la ermita del Espíritu Santo, cercana al convento de San Francisco. En ambos casos vemos que se establecían los hospitales algo alejados del centro urbano, junto al recinto amurallado. La lógica hospitalaria así lo impone; se trata de poder acoger allí enfer mos contagiosos llegado el caso, para que no resulten amenaza pública y para con trolar con las puertas de la muralla el acceso de infectados que pudieran extender la epidemia.8 Precisamente, el enlace entre los religiosos y la atención hospitalaria fuera del convento es una cofradía vinculada a dicho convento: es la llamada del Santi Espí ritu, de o San José, con sus hermanos cofrades y un organigrama propio (síndico administrador, superintendentes y hermanos cofrades). Esta cofradía les ayudaba en sus fines hospitalarios, recibiendo a cambio beneficios espirituales y algunos mate riales, como prestigio social, y no pagar nada a la Casa Cuna si les dejaban en la puerta un expósito. Sin olvidar que los cofrades con su labor caritativa se alejaban un poco de las temidas penas del purgatorio que esperaban al alma tras la muerte. En definitiva, queda claro que el convento de Úbeda tuvo influencia, por el poder de su prior para dar hábito a novicios y por su vinculación con el hospicio y la ermita de Santisteban, donde había un donado de la orden. Ambas dependían de la casa baezana y todas del convento que había en Triana, Sevilla. Respecto a los Para una visión general remitimos a nuestro libro (Tarifa, 1994b: 56-66).
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archivos de documentos, en una reforma de final del siglo xvi, se decidió establecer en la Rambla de Córdoba el Archivo General de la provincia de Andalucía. Otro archivo estuvo en Lérida, para conventos de la provincia de Aragón. Por desgracia, en la visita que hice a la Rambla buscando más documentación, tras consulta con su cronista oficial, supe que nada queda allí de ese archivo, al que aluden viejas crónicas. Los religiosos Los religiosos que ingresaban en esta orden religiosa pertenecían a familias ilus tres puesto que para ser admitidos se les exigía unas pruebas que demostraran, entre otros requisitos, que sus antepasados, hasta la cuarta generación, no habían realiza do trabajos manuales, considerados antiguamente denigrantes, ni tenían anteceden tes relacionados con esclavos, judíos o moriscos. Además, tenían que aportar una considerable dote para asegurarse su manutención. Vivieron así una vida respetable y cómoda, puesto que gozaban de suficientes capitales, sin recurrir a demandas callejeras para comer. Acaso por ello estos conventuales, que no pasaron las penu rias que padeció gran parte de la población ubetense en los siglos xvii-xviii, se relajaron en el cumplimiento de sus tareas hospitalarias; su inoperancia provocó la desaparición del convento y de su iglesia a finales del xix. Pero su crisis interna había comenzado antes, como lo demuestran varios procesos seguidos contra algu nos novicios procedentes de Fuencaliente, Baeza, Puertollano de la Mancha, los Pedroches, Andújar y Castellar de Santiago. Otro dato de final de siglo señala que aquí ingresó algún novicio de Baza, en 1750, y otro de Cabezarubias, en 1745. El último administrador laico de este convento, Martínez de Anguís, interrogado por el visitador del obispado sobre el ingreso de clérigos y su paradero actual, solo pue de aportar escasos datos. Tras hacer los juramentos de rigor declara, en primer lu gar, no tener en su poder el libro de entradas y profesiones de religiosos que ha habido en dicho convento, y, en segundo lugar, que solo a través de algunos autos individuales tiene noticias sobre religiosos vinculados al convento, no teniendo certeza sobre la fecha en que lo abandonaron. Los religiosos de que se hace men ción son: don Gregorio Torrente, natural de Baza, cuya fecha de ingreso se sitúa hacia 1750, cuando se le realizaron las pruebas pertinentes; don Miguel García Cobo, natural de Pedroches, obispado de Córdoba, que ingresó hacia 1746; don Diego Soldado Cotillas, de Andújar (1745); don Manuel J. Sánchez, de Cabezarru bias, obispado de Toledo (1745); don Ignacio Muñoz Pizarro, de Fuencaliente, obispado de Toledo (1750); y don Juan Antonio López Corto, de Almagro, enton ces residente en Beas de Segura como clérigo y cuya fecha de profesión no se es pecifica, único caso del que se conoce paradero, según esta declaración. Entre los documentos que se conservan solo pude localizar seis solicitudes de ingreso, con sus pruebas de sangre y oficio, alguna de finales del xviii, indicativo ello de la pervivencia de usos del Antiguo Régimen a finales del llamado Siglo de 466
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las Luces, que tardaron mucho en brillar. A título de ejemplo citamos el caso del novicio Francisco Vico, que ingresó en Úbeda en 1737. Su problema fue haber dado palabra de matrimonio a una «doncella honesta» antes de recibir la llamada divina a la vida consagrada. Por ello, antes de ingresar, tuvo que celebrarse ceremo nia pública de matrimonio y luego, con testigos siempre, el joven se separó en la iglesia de su esposa sin haberla tocado y solicitó que su matrimonio se anulase. Los trámites en el convento de Triana fueron muy rápidos, pese a lo lento que todo funcionaba entonces: tras presentar cinco testigos de matrimonio no consumado, don Pedro de Carolix, que era el maestro general de la orden, informa al prior de Úbeda, don Jerónimo de Choza y Guevara, que ya puede hacer los trámites para que ingrese el aspirante a novicio en «la orden militar del Santi Espíritu», un texto que ratifica lo dicho al ser esta orden idéntica a otras militares. Las diez preguntas del interrogatorio son de rigor e indagan sobre la vida del aspirante, esto es, tienen como fin asegurarse de que sea hijo legítimo, que sus tes tigos sean imparciales, que sea limpio de sangre y oficio hasta la cuarta generación, que cuente con buena salud física y mental, que tenga moralidad reconocida, que no tenga dada palabra de matrimonio, ni pleitos pendientes o deudas, y que no lo hayan expulsado de otra orden; además nueve testigos deben responder por él a todo ello. Este mismo trámite se habría exigido a los demás, aunque por la fecha, 1737, ahora ya sabemos que la facultad del prior de Úbeda para dar hábitos a novi cios tenía fecha de caducidad;9 la corrupción interna y el incumplimiento de sus fines hizo que el obispo de Jaén se la retirase pocos años después. Aunque durante más tiempo los religiosos siguieron disfrutando de un buen patrimonio, pese a no vivir ninguno de ellos dentro del convento desde final del xviii. La hacienda de la orden y los niños expósitos Sobre la hacienda de este convento hemos podido saber algunos detalles, aun que quedan temas por desvelar en los libros de cuenta y visita del Archivo Muni cipal y en inventarios dispersos. Por ellos vemos que, aparte de lo que cada novicio aportaba al ingresar, su patrimonio fue creciendo con el tiempo, favorecido por el hecho de que por un tiempo administraba las propiedades de la cofradía de los expósitos, a la que llegaban constantes donativos y alguna herencia. Eso fue así hasta que, en 1622 el obispo de Jaén, ante las muchas quejas que recibía por co rrección y fraude del convento, y el mal funcionamiento de la inclusa, separó la hacienda de los niños de la propia de la orden. Por entonces, los religiosos tenían bastante patrimonio y eran pocos. Disfrutaban también de censos, misas, algunos alquileres, etc. Además, en 1729, una viuda rica y sin hijos, doña María de Raya, dejó al convento un legado superior a los 12 000 ducados de vellón al ingresar allí 9 AHMU. Fondo de la Casa Cuna y el Santi Espíritu, sin catalogar. Se conservan seis pruebas de sangre y oficio de novicios del convento, todas de finales del siglo xviii.
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sus dos únicos sobrinos. Un inventario del administrador, personaje siniestro y corrupto, responsable de muchas muertes de inocentes en la casa cuna, el notario Mateo Martínez de Anguís, realizado de finales del xviii, detalla sus bienes. Lo de mayor valor era el cortijo de Fuente de la Teja, hoy Santi Espíritu, que tras la des amortización pasó a la familia don Natalio Rivas Sabater, y fue adquirido por los empresarios que hoy dan nombre a uno de los mejores aceites de Jaén. Este corti jo tenía cinco fincas y unas 123 cuerdas de sembradura. También tenían una viña en el mismo lugar y dos hazas en el pago del Garabato y Cañada de las Cabras. Junto a ello, censos valorados en 53 000 maravedís de principal. No cabe duda de que eran una herencia muy sustanciosa. Más detalles de ello encontramos en lega jo con escrituras diversas relativas a la propiedad y el cortijo de la Fuente de la Teja, heredada de doña María de Raya, viuda de Pedro Martínez. Constituye di cha propiedad un conjunto de fincas diversas adquiridas por este matrimonio entre 1703-1707 y que fueron progresivamente agregando a su caudal. La extensión de dichas propiedades puede calcularse agregando las hazas que la componían: una de 73 cuerdas y ocho celemines, otra de 21 cuerdas y ocho celemines y medio, otra de 15 cuerdas, otra de 14 cuerdas menos cuartillo, y un haza de 52 vides en el mismo sitio. Todo ello componía el patrimonio básico del llamado cortijo de Fuente la Teja, que posteriormente pasó a denominarse del Santi Espíritu, según vimos. Otras escrituras de propiedades diversas también donadas por el mismo matrimonio: un haza de 2 cuerdas y 5 celemines en el pago del Garabato y Caña da de las Cabras, y 2 escrituras de censos, uno de 30 000 maravedís de principal y otro de 23 924. Todo este importante patrimonio constituye la principal riqueza de la orden. Su cuantificación total podemos también conocerla al haber encon trado el testimonio notarial de la comparecencia realizada por doña María de Raia para legar a la orden sus bienes en herencia el «9 de [sin mes] de 1729», dando cuenta de las razones que llevaron a la viuda a tan generosa donación, antes men cionadas. De otro lado, estos religiosos tomaron una casa en la calle de las Parras, tras diversos pleitos, en prenda de pago. Con todo ello, y otros ingresos, el visitador del obispado calculó que tenían una renta de más de 4 400 reales al año en 1782, cuan do ya nadie vivía en el convento desde hacía tiempo. Pues sabemos, según los fragmentarios documentos que se conservaron entre los papeles de la Casa Cuna, que durante largo tiempo el edificio del convento quedó abandonado. En los autos seguidos contra el administrador Mateo Martínez de Aguís (17791781), el visitador, en su informe final de 12 de marzo de 1781, ratifica mucho de lo que venimos diciendo: la vinculación de Úbeda y la «hermita y hospedería de san Esteban del Puerto [sic]» a Baeza, que el convento de Úbeda estaba desierto, el templo, sin culto, y que no pueden mandar a nadie desde Baeza, porque en aquel convento solo queda un religioso. Dice que las cuentas que ha dado son malas, y que el administrador sale alcanzado en 937 reales, más 200 no cobrados «en que parece bastante desidia del administrador, pues podría esta casa pasar de 420 duca dos de renta anual, en lugar de los 70 que produce». Insisten en que Baeza, Úbeda 468
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y Santisteban deben seguir anidadas y que se encargue Baeza de nombrar un reli gioso que venga a Úbeda domingos y festivos a decir misa, cuide el templo y ad ministre las cuentas. Recuerda que todo documento que se necesite está en el convento y archivo de La Rambla, «donde, tras la reforma de la orden, quedó or denado se remitiesen todos los papeles de conventos particulares». Y avisa de la urgencia de dotar a Baeza de religiosos, como casa madre, pues está «muy decaden te», y necesita al menos dos sacerdotes y un lego (Tarifa, 1989: 248-258). Al año siguiente, en 1782, el obispo de Jaén ordenó que se encargara del tema y abriera el convento un nuevo prior llamado don Juan Antonio López Corto, natural de Almagro (no consta el año en que ingresó en Úbeda). Era un clérigo honrado que venía de ser presbítero de Beas de Segura. Intentó sacar de la ruina al convento y salvar la vida a los pocos niños vivos que habían resistido en el horror de aquella inclusa. Con él las cifras de mortalidad bajaron al 78,5 %, cuando años antes legaban casi al 100 %; se buscó nodriza a más niños, pasando del 98 % sin ama al 52,3 %, y se pagó más a las mujeres dispuestas a amamantar y a la cunera, que cobraba 20 reales al día. A las nodrizas se les pagaba con regularidad 20 reales por niños de teta y 15 por destetados cada mes. Desde junio de 1781, fecha de su en trada, las cifras de la cuna mejoraron mucho. Ocupa la casa con «un ama y un es tudiante», abre su iglesia al culto, vuelve a responsabilizarse de la Casa Cuna y es nombrado último administrador de la Cofradía de San José, institución a la que legó sus bienes en testamento. También se encargó de recuperar parte de lo que se debía con el anterior administrador, 900 reales en principio, aunque en realidad eran más de 10 000 de atrasos o deudas que no se habían cobrado, e intentó que se salvaran los pocos niños que resistieron a aquellas durísimas condiciones. Hizo lo que pudo, pero ya era demasiado tarde. Cuando él fallece, a comienzos del xix, la nueva política liberal había atacado de muerte a las viejas cofradías benéficas. La hacienda propia del Santi Espíritu fue agregada a la que perteneció de la Cofradía de San José en mayo de 1807. Tras López Corto, se encargó el obispado de la or den de expósitos, según reales órdenes de 1793 y 1807. Luego paso a la junta de beneficencia provincial, y la cuna se instala en el hospital de Santiago, abandonan do su última sede, en la calle Matillas, donde todavía se conserva esa casa y el torno donde se dejaba a los niños. Sabemos que el viejo edificio que durante años sirvió de convento a los reli giosos de la orden había sido ya vendido en 1806 a un particular, don Diego To rrecillas, que pagó por él 20 650 reales. Toda su hacienda pasaría a manos del Esta do, sin que ello beneficiara nada a los niños expósitos, que seguían muriendo de hambre como antes en la que luego se llamará la hijuela de Úbeda, de tutela estatal a través de la beneficencia provincial. Nada mejoró para estas criaturas con la des amortización. El siglo xix les trajo más hambre y olvido, pero eso no exculpa a la Orden del Santi Espíritu, ni a la nueva cofradía que tomó el relevo en el siglo xvii. Todos estos despropósitos en la gestión de la institución y la desatención de los niños arrojaron la terrible cifra de 6500 muertes, de Úbeda y otros pueblos; solo en los 113 años que pude estudiar en sus libros de asiento, murieron de hambre, de 469
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frío y de indiferencia (Tarifa, 1994c: 118 y ss.; 2006: 191-216). Fue el reflejo la ruina de una orden religiosa y de una sociedad. Porque este convento, y la orden, desaparecen devorándose a sí mismos por sus errores. Sobre todo la crueldad ante la muerte de inocentes, los expósitos, que era el fundamento de su existencia. Tampoco los obispos estuvieron a la altura de lo que les tocaba en este campo, pues eran los responsables últimos de vigilar y no lo hicieron, como demuestran los au tos seguidos contra Martínez de Anguis, en 1779. Poca prisa se dio el visitador del obispado para realizar estas diligencias. Acaso quien mejor actuó, denunciando sin parar, fue el marqués de la Rambla, que llegó a quedarse solo al frente de la cofra día, lo que le impedía firmar sus cuentas. Esta irregularidad nos dan pie a hablar de otro proceso, un nuevo ejemplo de fraude que las autoridades de la villa sí supieron parar a tiempo denunciando al obispado sus discrepancias con el donado de Santisteban carente de escrúpulos e indigno representante de esta la orden hospitalaria de Santi Espíritu. El Santi Espíritu en Santisteban: autos contra el donado José Márquez Empezaré por aclarar que Santisteban no se libra del horror del desafecto hacia los niños que custodia ni del drama de la pobreza. Aunque las cifras de expósitos que llegaron a la inclusa ubetense en los 113 años que estudié, la serie de libros de asiento de aquella cuna entre los reinados de Felipe IV y Carlos III, no fueron tan tos como en otras poblaciones. Sin embargo, de los 39 lugares que llegan expósitos a esta cuna, acaso la más cruel de España, tanto Castellar como Santisteban mandan expósitos a morir a Úbeda. De Castellar llegaron allí 32 criaturas y de Santisteban 21. En Castellar mandaron al primer niño en 1666, segundo año de mi registro. El niño trajo de limosna ocho ducados, que era lo frecuente. A finales del siglo xvii Castellar llegó a mandar más de un expósito por año. Los niños traían carta de presentación de sus autoridades eclesiásticas. Por ejemplo, Joaquín, que entró el 20 de mayo de 1734, «vino con recomendación de don Antonio Muñoz, abogado de los Reales consejos y beneficiado de la Iglesia de Castellar de san Esteban del puer to, obispado de Jaén». De Santisteban también llegó el primero en 1666, y el se gundo bastante más tarde, en 1694. Aquí los mandan con bajas limosnas, 44 reales al principio, lo cual es indicativo que, de existir acuerdos o conciertos firmados, y de que hubo, sin duda, alguna cofradía que se ocupó del tema, desde que hubo presencia del Santi Espíritu. Una nota de 1707 en el libro de asiento dice esto: «[T]ras mandar una criatura con 44 reales, de la mano del mozo que lo trajo por ajuste y composición que hicieron don Miguel de Torres y el mayordomo de dicha Villa». Incluso algún niño de Santisteban se admite sin limosna, cosa rarísima, por que cuando eso pasaba, los devolvía a su pueblo sin contemplaciones, aunque la criatura llegara agonizando. Así escribe el síndico de Úbeda sobre Antonio Joseph: «[E]ste niño se recibe en la cuna el 23 de enero de 1779 de orden del corregidor, y fue conducido de san Esteban con un propio con una ropica vieja y nada de li 470
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mosna». Respecto a los expósitos que se adoptaron en estas dos villas, solo seis sa caron de la cuna de Úbeda hacia Santisteban, y cinco a Castellar, en 113 años; un porcentaje muy bajo. Imagino que muchas adopciones las gestionó la cofradía lo cal, antes de mandar niños a Úbeda, que era como mandarlo a la muerte.10 Respecto a la presencia del Santi Espíritu en Santisteban, don Martín Ximena Jurado, gran cronista natural de Villanueva de la Reina escribía que allí ya había en una iglesia «Encomienda del Espíritu Santo que pertenece al Comendador desta Religión que reside en la Encomien da de Baeza». Pero pocos testimonios quedan del paso de esta orden por Santisteban del Puerto. Aunque está claro que tuvieron misiones hospitalarias y en la protección de niños expósitos; como dijimos en la villa hubo dos hospitales, uno en la actual calle de Sagunto, antes nombrada del Hospital por hallarse en ella esta institución próxima a la «ermita del Espíritu Santo inmediata al Convento de San Francisco de esta Villa». Sería una hospedería, a unos doscientos pasos del citado convento y en el siglo xvii fuera del recinto amu rallado de la población, dedicándose posiblemente a dar asistencia a enfermos, pero con poca eficacia por falta de personal y de recursos. Respecto a su llegada a la villa, sería a la par que en Baeza y Úbeda, con dedicación a los expósitos, que se atendían primero en el hospicio local y luego pasaban «con un propio» a Villanue va del Arzobispo, «donde se reunían los de la comarca», para terminar al fin su macabro periplo en la Casa Cuna de Úbeda. Aunque algunos se enviaron a este destino directamente, como vimos en los libros de asiento de Úbeda, donde ade más siempre consta el lugar de origen del niño. Lo que sí debió de suceder en más de un caso es que criaturas abandonadas de estas villas morirían antes de llegar a Úbeda, razón por la que no constan en los registros actuales; cabe imaginar lo que supone para un recién nacido recorrer a las espaldas de un cosario, o cargado en unas aguaderas, tantos kilómetros, sin alimento y soportando los rigores climáticos. Dado que los caudales de la Orden del Santi Espíritu desde 1622 se separaron de los propios de los expósitos en Úbeda, hemos de imaginar que igual pasó con la cofradía de Santisteban, que tendría recursos particulares, por demandas, donativos o herencias agregadas. Con ello debieron realizar un concierto con la cuna de Úbe da, para que se les recibieran allí sus expósitos, a cambio de unos donativos estable cidos, más los que aportaran a Villanueva del Arzobispo para los niños que recala ban allí por unos días. Con las menguadas rentas del Santi Espíritu de Santisteban era imposible atender a los expósitos, ya que apenas les permitía hacer obras de mantenimiento de su ermita pagar al donado que la atendía. A ello añadamos que algunos de estos donados no brillaban precisamente por su altruismo y generosidad. Es el caso que nos ocupa: el pleito con un donado de Santisteban, que llegó hasta el obispado y lo enfrentó con las autoridades de la Villa. Por los datos del pleito sabemos que José Márquez fue nombrado donado para atender la ermita del Santi Espíritu el 19 enero de 1736, documento refrendado en la casa madre de Baeza. Para conocer el funcionamiento de la cuna de Úbeda en relación con los expósitos foráneos nos remitimos a nuestra obra Pobreza y asistencia social en la España moderna: la cofradía de San José y los niños expósitos de Úbeda (siglos xvii-xviii) (Tarifa Fernández, 1994c: 141-153). 10
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Como expuso José Julia, un historiador local «el nombramiento no hubiese traído cola si no llevara anejo ciertas prerrogativas» a criterio del donando y de la orden, en lo relativo a no tener que pagar lo impuesto municipales (Juliá Gómez, 1995: 83-91). Cuando la villa reclama al donado que pague sus impuestos, este se niega y pide ayuda Miguel Díaz Balero, comendador y prior de la encomienda de Baeza en atención a tener habito del Espíritu Santo, con encargo de cuidar esa ermita, y poder celebrar misas allí. Por ello reclama quedar libre de los repartimientos que tenían el resto de los vecinos. El comendador de Baeza apoya la petición del donado por «ser uno de los in dividuos de dha mi relixión, deviendo por ello gozar de los fueros de ella por las Justicias de la referidas». Pero las autoridades santistebeñas no aceptan estos argu mentos, dicen no tener noticia de tal nombramiento a fecha de mayo. Desconocen que sea donado, pero además que tal cargo le libre de pagar los impuestos munici pales. Las autoridades de la villa estarán de acuerdo en no aceptar tal reclamación, «alcaldes, regidores, concejo, justicia y regimiento de la villa». Y así se le transmite incluso al obispo, reiterando que no se tiene noticia de tal nombramiento y les consta que este individuo tiene bastantes bienes propios, es «muy acomodado en esta villa que puedan contribuir a S. Mg (Dios le guarde), pues tiene dos casas, tres viñas y hasta 55 fanegas de tierras propia, y su mujer e comadre de parir allí, por lo que resulta “indecoroso”, y mal ejemplo para su orden tal comportamiento, cuan do hay pobreza en la villa». Dicen que muchos vecinos harían la labor de ese do nado de manera altruista, sin causar daño a las arcas ni rehuir al fisco, así que sugie ren que se revoque dicho nombramiento.11 Como vemos, no solo en Úbeda había malos ejemplos en el comportamiento de miembros de esta orden hospitalaria. Muchos se refugiaban en ella solo buscan do beneficios económicos, de espalda a su regla, que era la caridad. Todo esto anunciaba la crisis de la orden en la provincia de Jaén, mucho antes del breve de Pío VI en 1788, ratificado en real orden de 1788, cuando abolía de España estas encomiendas y secularizaba a los religiosos. Así sus propiedades se agregaban a las respectivas obras de expósitos, o se las quedaba el Estado. De todos modos, poco caudal tenía el Santi Espíritu en Santisteban del Puerto, a diferencia de lo antes visto en Úbeda. La agonía de la encomienda y ermita Santisteban llega a su fin en 1813, de ello nos dan noticias muy escuetas, por cierto, los libros de fábrica de la parroquia de Santa María del Collado, en los que su administrador, el presbítero don Francisco González, inserta un pago de 288 reales de vellón «que en año de esta cuenta se han pagado por demolición de la Ermita del Espíritu Santo inmediata al Convento de san Francisco de esta Villa y por conducir sus materiales a santa María, según ex presa». De otros recibos conservados, se desprende que estos materiales de derribo de la ermita fueron empleados en la reconstrucción de la casa «linde con la parro 11 AHMU, Fondos de la Casa Cuna y del Santi Espíritu. Autos contra el donado Miguel Díaz, sin catalogar.
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quia» de Santa María del Collado y que con anterioridad fue destruida por el fuego.12 Aquí acaba esta historia, con el mismo sabor amargo que acabó la de Baeza y Úbeda, y con la tristeza que produce leer este testimonio, extraído de mi tesis doc toral, con el que finalizo, para reflejar la realidad cotidiana de un tiempo pasado que no fue mejor. Se refiere a la llegada a Úbeda de otro expósito de Santisteban del Puerto, que dice así: «Este niño lo remitió la justicia de san Esteban con testi monio que dice que una mujer casada que hacía tiempo que su marido estaba au sente, lo había parido y por evitar los perjuicios que podían resultar determinaron remitirlo a la cofradía». Era en año 1787. Su historia estará en una hoja de los libros de asiento. Al menos la cuna la gobernaba ahora López Corto. Su historia es la de tantas mujeres solteras, viudas, casadas con marido ausente, pobres de solemnidad, para las que no había otra salida posible (Tarifa, 1996c: 279-287). La mujer, que nada tenía, poseía el deber de preservar la honra familiar y todos hacían la vista gorda, desde el párroco al alcalde, para evitar un escándalo o manchar el buen nombre de la villa. Así mandaban a la muerte a estos niños, hijos del desamor y la miseria. Hijos de todos y de nadie, pero particularmente hijos de Santi Espíritu.13 Bibliografía Aichinger, Wolfram. El fuego de San Antón y los hospitales antonianos en España, ed. de M. Teresa Martínez Blanco, Viena-Berlín, Verlag Turia, 2014. Álvarez y Santaló, León Carlos. Marginación social y mentalidad en Andalucía Occidental: expósitos en Sevilla (1613-1910), Sevilla, Universidad de Sevilla, 1980. Ariès, Phillipe. El niño y la vida familiar en el Antiguo Régimen, Madrid, Taurus, 1987. Bilbao, Antonio de. Destrucción y conservación de los expósitos. Idea de la perfección de este ramo de la política. Modo breve de poblar España, y testamento de Antonio de Bilbao, Antequera, Biblioteca Nacional, 1789. Cazabán Laguna, Alfredo. Apuntes para la historia de Úbeda, ed. de facsímil, s. l., Maxtor, 1992. Domínguez Ortiz, Antonio. «Los expósitos en la España Moderna: la obra de Antonio de Bil bao», en Estudios de historia económica y social de España, Granada, Universidad de Granada, 1987. — Sociedad y Estado en el siglo xviii español, Barcelona, Ariel, 1988. Egido López, Teófanes. «La cofradía de San José y los niños expósitos de Valladolid (15401757)», Estudios Josefinos (Valladolid), 53-54 (1973), pp. 98-109. Eiras Roel, Antonia. «La casa de expósitos del Real Hospital de Santiago en el siglo xvii», Boletín de la Universidad Compostelana, 75-76 (1967), pp. 295-357. Fernández Ugarte, María. Expósitos en Salamanca a comienzos del siglo xviii, Salamanca, Univer sidad de Salamanca, 1988. Archivo parroquial de Santa María del Collado de Santisteban del Puerto. Libro de Cuentas de la Fábrica, n.° 39. 13 Son muchos los trabajos que abundan en el tema de la exposición de niños en el Antiguo Régi men y que hemos consultado. Remitimos con carácter general a Eiras Roel (1967: 295-357), Egido López (1973: 98-109), Domínguez Ortiz (1987: 345-356), Fernández Ugarte (1988), y Juan Lovera y Tarifa (1996: 143-56), y a los recogidos en la bibliografía. 12
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«Traidor, inconfeso y mártir» en la escena madrileña del siglo xix (1849‑1899) Irene Vallejo González Universidad de Valladolid
Sabido es que entre los dramas de Zorrilla que gozaron de mayor popularidad y presencia en la escena se encuentra Don Juan Tenorio en un destacadísimo primer lugar, teniendo en cuenta el número de representaciones que se dieron en Madrid desde su estreno hasta finalizar el siglo (Vallejo, 2017: 101). Según este mismo criterio, en segundo lugar y a bastante distancia se sitúa Traidor, inconfeso y mártir, drama del que me ocuparé en el presente trabajo. Para su estudio, he procurado extraer de la prensa madrileña todos aquellos datos que ofrezcan información so‑ bre las representaciones del mismo y así poder trazar una trayectoria de su evolu‑ ción en el periodo indicado. Valiéndome de la hemeroteca, me ha sido posible confeccionar una tabla con las funciones en las que figura Traidor, inconfeso y mártir en las distintas fechas y teatros en los que se anunciaba su celebración.1 La ma‑ yor parte de las veces, también me ha servido para determinar quiénes fueron sus principales intérpretes y, más ocasionalmente —mediante artículos, reseñas, ga cetillas, etcétera—, para conocer cómo fue su ejecución y algunos otros detalles de interés. Desde finales de enero de 1849 se venía notificando que el nuevo drama de Zorrilla se estaba ensayando en el teatro del Príncipe para representarse en breve. Sin embargo, se fueron demorando sucesivamente los plazos por diferentes moti‑ vos, hasta que pocos días antes de la fecha definitiva prevista se anunció que se iban a hacer obras en aquel coliseo, y que por ello la compañía titular se tenía que tras‑ ladar al teatro de la Cruz. Pocos días después, el 3 de marzo, se verificó allí el es‑ treno de Traidor, inconfeso y mártir, en una función extraordinaria a beneficio de la primera actriz Matilde Díez, que desempeñó el papel de Aurora. Los demás perso‑ najes principales estuvieron a cargo de Julián Romea (Gabriel Espinosa), Antonio Barroso (Rodrigo de Santillana) y Florencio Romea (César de Santillana). La fun‑ ción dio comienzo con la sinfonía nueva Un sueño, de Manuel Tubau, y después del drama hubo una miscelánea de bailes y, como fin de fiesta, se representó el 1 Casi todas estas consultas se han realizado en la página web correspondiente a la Hemeroteca Digital de la Biblioteca Nacional de España. Disponible en: http://hemerotecadigital.bne.es/index.vm.
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sainete Las arracadas, en el que intervinieron Antonio Guzmán y Mariano Fernán‑ dez. La obra se mantuvo en cartel siete días más. No hay constancia de que alguno de los actores principales que la estrenaron volviera a representarla en Madrid.2 A raíz del estreno de Traidor, inconfeso y mártir se publicaron varias reseñas valo‑ rando el nuevo drama de Zorrilla. Su lectura resulta de interés, porque permite conocer las primeras opiniones críticas acerca de la obra y de su ejecución. A con‑ tinuación destacaré los comentarios de las que he considerado más significativas. En el artículo aparecido en El Clamor Público bajo el título «Traidor, inconfeso y mártir» (4 de marzo de 1849a, p. 4), el anónimo autor felicita a Zorrilla y reco‑ noce que su nuevo drama presenta suficientes méritos para «hacerle acreedor de elogios desinteresados». Advierte al lector de que, «en medio de las tinieblas que rodean al protagonista y a las personas que con él concurren al nudo dramático, hay verdad en los caracteres, interés en la fábula, poesía en las situaciones, naturalidad en los afectos». Por otra parte, piensa que la vaga definición «en la conducta y en los antecedentes de algunos de los personajes» es algo que, aun señalándolo como defecto, genera «un misterio que empeña vivamente la curiosidad del espectador, […] que suspende el ánimo entre la duda y el temor, que conmueve y embelesa». De los tres personajes principales, destaca sobre todo el tratamiento que hace Zo‑ rrilla de la figura del protagonista. El carácter del rey don Sebastián, forzado a «ocultar su grandeza» bajo el oficio de pastelero, es, en su opinión, «una creación profunda, nueva, maestra»: En el desdén altivo, en el valor sereno, en el fuego sombrío que de cuando en cuando aso‑ ma al rostro de Espinosa, como la llamarada de un corazón volcanizado, se descubre al rey fu‑ gitivo, al capitán indomable, al piadoso caballero. El principal mérito […] consiste en que el público participa de las mismas dudas acerca de su nacimiento y alcurnia que el alcalde Santilla‑ na hasta la catástrofe.
Los dos primeros actos, en los que la acción trascurre «bien y rápida», le parecen superiores al tercero, «más débil y defectuoso». En la última escena, en la que Au‑ rora rechaza a su padre, cuya identidad acaba de conocer, por duro y repugnante que pareciera ese desprecio a algunos espectadores y críticos, el autor de esta reseña lo justifica, si se tiene en cuenta que Aurora, «educada para servir de prenda a una venganza, aprendió a odiar al que la diera el ser, como reo de violación y sacrilegio, a cuyos anteriores atentados acababa de unir el título de verdugo de un rey gene‑ roso y de un amante idolatrado». Sobre la versificación, afirma sencillamente que es la mejor que conoce de Zorrilla. En cuanto a la ejecución, pasa revista al modo de interpretar de cada uno de los actores. Comenzando por la primera actriz, su actuación le pareció desigual: 2 Solo tenemos noticia de que Matilde Díez y Manuel Catalina interpretaron Traidor, inconfeso y mártir en su gira por América en el teatro Tacón de La Habana (La España Artística, 14 de junio de 1858, p. 5); y de otras dos representaciones que, a su regreso, hicieron ambos en el teatro Principal de Barce‑ lona (La Corona, 26 de agosto de 1859, p. 4) y en el Circo Barcelonés al año siguiente (La Corona, 3 de julio de 1860, p. 4).
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«Traidor, inconfeso y mártir» en la escena madrileña del siglo xix (1849‑1899) Matilde Diez estuvo felicísima en el primer acto, pero decayó visiblemente en los dos restantes. En el último sobre todo no supo expresar con verdad e intención las encontra‑ das pasiones que debían destrozar el corazón de Aurora cuando sabe que ama a un rey, que le pierde para siempre y que su asesino es el autor de sus días.
De Julián Romea se limita a decir que «estuvo en su cuerda, por cuyo motivo nada dejó que desear». El único defecto que encontró en él fue «una entonación a veces desagradable y demasiado sorda». Le gustó sobre manera la actuación de Ba‑ rroso en el personaje de Rodrigo de Santillana. Dice que se notaba que «había es‑ tudiado su papel con reflexión y conciencia para caracterizarlo dignamente». Por último, a Florencio Romea, a pesar de que no estuvo desafortunado, le aconseja que «se corrija de ese tono de solfa que suele emplear para medir el verso, distribu‑ yendo no pocas veces caprichosamente los descansos». Uno de los artículos más elogiosos de esta serie es el de Martínez Villergas (1849: 1‑7). El drama le parece «notable por todos los conceptos» y lo juzga mere‑ cedor del éxito alcanzado: ¡Hay tanto interés dramático! ¡Tanta naturalidad! ¡Están los caracteres tan bien soste‑ nidos, que a pesar de la sencillez del argumento, se mantiene el público embelesado hasta el momento de caer el telón! Si a estas circunstancias se añaden los encantos de la versificación y las bellezas de un diálogo siempre animado y fácil, mis lectores compren‑ derán con cuánta justicia debo elogiar un drama que en mi concepto es uno de los me‑ jores que ha producido la privilegiada pluma del señor Zorrilla.
En cuanto a la ejecución, la califica de esmerada. Distingue a Antonio Barroso, «en su difícil papel de Alcalde de casa y corte, habiéndolo desempeñado con mucha inteligencia y verdad»; a Florencio Romea, «que ha sabido expresar su papel de capitán con toda la nobleza y dignidad que exigía su simpático carácter»; y a Pedro Sobrado, que ha sabido dar realce a un personaje secundario como es el de Arbués. Para dar una idea a los lectores del éxito de Matilde Díez, copia una tirada de los «magníficos versos en que contesta a las palabras amorosas del capitán D. César de Santillana». Son unas redondillas, pertenecientes a la escena undécima del primer acto, que interpretó maravillosamente, y que el público interrumpió varias veces «para aplaudir a la actriz y al poeta». Sobre el protagonista, «primorosamente deli‑ neado y sostenido por el autor», dice que fue expresado por Julián Romea «con la inteligencia que reclamaba la importancia del papel». En la reseña siguiente, titulada «Traidor, inconfeso y mártir», publicada sin fir‑ ma en La Ilustración (10 de marzo de 1849, pp. 7-8), el autor hace suyas también algunas de las opiniones expuestas con anterioridad. De las tres principales figuras de la obra, Aurora, el alcalde Santillana y Gabriel Espinosa, sobresale la de este úl‑ timo como una más de las numerosas creaciones fantásticas del poeta. Desde su punto de vista, «el carácter de estos personajes citados no aparecerá siempre verda‑ dero ni suficientemente decidido, pero es seductor en alto grado, y cuya agrupa‑ ción basta para sostener el interés de la obra, que a no ser por esta circunstancia decaería notablemente antes de llegar al desenlace». Ante una composición como 479
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esta, afirma que «deben olvidarse los preceptos del arte, las reglas de crítica, para dar tan solo lugar a la admiración hacia quien tiene el don de convertir las aberraciones en bellezas». También comparte la opinión unánime acerca de la excelente versifi‑ cación: [H]ay escenas en que la magnificencia y la mágica armonía de los versos es verdade‑ ramente arrebatadora; si a veces en la parte de narración se advierte alguna dureza pronto la hace olvidar con la viveza de sus descripciones, los giros originales y pintorescos y las galas maravillosas, que despliega con profusión: los torrentes de armonía, las imágenes encantadoras que vierte en fáciles, robustos y bien sonantes versos, serían suficientes para salvar los lunares debidos a su inspiración caprichosa.
En cuanto a la ejecución del drama, dedica palabras elogiosas para Julián Ro‑ mea, «que interpretó con acierto el difícil carácter del pastelero», para Matilde, que estuvo sublime en algunos momentos, y para Barroso, «que salió con lucimiento de un papel que requiere bruscas transiciones en la acción y en el semblante». El que con mayor severidad juzgó el drama de Zorrilla fue Eugenio Ochoa desde las páginas de La España (1849: 1‑2). Confiesa que no es fácil hacer una crí‑ tica imparcial a una obra del más popular y elogiado de nuestros poetas. Él mismo le reconoce como un eminente poeta lírico, pero, a su vez, añade que tiene «pocas dotes de poeta dramático». En su opinión, «las mismas cualidades que le hacen tan excelente en otros géneros de poesía, se vuelven contra él cuando escribe para la escena». Ciñéndose a esta última producción, achaca al autor el haber reunido en ella «todas las infracciones posibles de las reglas universalmente admitidas». El pri‑ mer reproche que le hace es que haya puesto la exposición en el desenlace: «[H]asta la conclusión del último acto no sabe el espectador quiénes son las personas cuyos actos ha estado presenciando». También señala que en esta obra «no hay realmente acción, o si alguna hay […] es una acción judicial, […] que se reduce a la prisión, el proceso, la sentencia y el suplicio de un hombre». Por otro lado, el protagonista le parece un personaje puramente pasivo que, «impávido en su quietismo», se deja «prender, juzgar y ahorcar sin poner de su parte medio alguno para impedirlo». También califica de desatinada e inverosímil la repentina trasformación del senti‑ miento amoroso de Aurora por Gabriel, de amor de hija a amor de amante. No obstante, Ochoa reconoce también los innegables méritos de la obra: «[E]stá superiormente dialogada. Hay escenas enteras que Moreto y Calderón hu‑ bieran aceptado gustosos por suyas, hay pensamientos de una originalidad, de una lozanía admirables». Apenas pone objeciones a la ejecución del drama. La considera excelente por parte de Matilde Díez y Julián Romea, y pide a Florencio Romea, como lo hiciera anteriormente el crítico de El Clamor, que corrija el «monótono sonsonete que ha adoptado para decir los versos». No dice nada de otros actores. Testigo especial del estreno del drama fue el propio autor. Pero no sería hasta mucho tiempo después cuando diera a conocer cómo vivió la experiencia de aquél acontecimiento en un artículo titulado «De cómo se escribió y se representó Traidor, inconfeso y mártir», que vio la luz en Los Lunes de El Imparcial en junio de 1880 480
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(Zorrilla, 2018: 202‑218). De toda su producción teatral, Zorrilla se sentía particu‑ larmente satisfecho de esta composición: «[E]s mi única obra dramática pensada, coordinada y hecha según las reglas del arte; sus dos primeros actos están confeccionados maestramente». En cuanto a la representación, rememora con detalle la ejecu‑ ción de los principales intérpretes. Comenzando por Julián Romea, refiere que a la hora de escribir para él el papel de protagonista, desde el primer momento había concebido un argumento en el que, sin renunciar al carácter romántico propio de su estilo, «pudiera colocar un personaje adecuado a la escuela exclusiva y al género personal de representación» del gran actor. No obstante, Zorrilla confiesa que es‑ taba convencido de que Romea, a pesar de todo, «iba a seguir su fatal sistema de presentar en el drama la verdad de la naturaleza en lugar de la del arte, y de que iba, en fin, a representar un rey D. Sebastián de levita». Sus recelos se verían confirma‑ dos a lo largo de la representación. Para el papel de Aurora había pensado y confiado en el buen hacer de Matilde Díez, según él, «la actriz más poética, sentimental y apasionada que hemos conoci‑ do en nuestro moderno teatro español», dotada de una maravillosa voz que atraía poderosamente al público. Elogia particularmente «la flexibilidad, el primor de pormenores y el raudal de gracia y de sentimiento» con que recitó la escena undé‑ cima del acto primero, por lo que obtuvo merecidos aplausos. En la salida a escena de Julián, aunque hizo su papel con «exactitud», «aplomo» y «verdad intachable», careció de brillantez: «[L]e faltaba voz, movimiento, fisonomía, relieve, poesía». A partir del segundo acto cobra importancia el «ingrato y difícil papel del alcalde de Santillana», que Zorrilla había confiado al prometedor actor sevillano Antonio Ba‑ rroso, y cuyo excelente trabajo pudo apreciar: «Barroso estudió, preparó y vistió su papel con tal esmero, que se identificó con el personaje que representaba. Con su toga y su golilla, sus vuelillos de encaje y su junco con cabos de plata, encuadró poéticamente su figura severa y su carácter odioso en contraposición del sencillo y virginal del de Matilde». Su actuación no decayó en ningún momento, pero adqui‑ rió especial realce en la escena séptima del tercer acto al escuchar el relato de los recuerdos de Aurora en su niñez. Nuevamente estos dos personajes quedarán en‑ frentados en la última escena. Zorrilla afirma que lo mejor que hizo Matilde en el drama fue el final: «Al reconocer el retrato de su madre y al rechazar a su padre… estuvo sublime de dolor y de ira». Después de su estreno, Traidor, inconfeso y mártir no se vuelve a ver anunciado en la cartelera madrileña hasta los días 11 y 12 de diciembre de 1851, en el teatro de Variedades. Solo sabemos al respecto que por entonces trabajaba allí una com‑ pañía considerada «mediana» dirigida por José Farro.3 En el verano de 1852, con una compañía más regular, el actor Francisco Co‑ rona se esforzaba por levantar a la altura de su categoría al teatro de la Cruz, ofre‑ ciendo «funciones dramáticas dignas del ilustrado público de Madrid» (El Enano, 24 He podido localizar dos representaciones anteriores fuera de Madrid: una en Palma de Mallorca, el 6 de septiembre de 1849 (Diario Constitucional de Palma, p. 4), y otra en Granada, el 31 de octubre de 1850 (La España, p. 3). 3
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de agosto de 1852, p. 4). Traidor, inconfeso y mártir fue una de las obras elegidas. Se repuso en ese coliseo la noche del 15 de agosto, y también el 24 y 26 de septiem‑ bre. El propio Corona y Francisca Pastor se encargaron de los principales papeles. A pesar de los escuetos datos que ofrece la cartelera, parece que en 1855 surge cierto interés por reponer este drama en algunos teatros modestos de la capital. La compañía de Antonio Alverá y Rita Revilla inicia una nueva etapa en el Lope de Vega, e inaugura las representaciones con Traidor, inconfeso y mártir los días 4 y 5 de marzo. También la empresa del Variedades renueva su oferta ese mismo año bajo la dirección del primer actor Francisco Corona, quien se había propuesto con su compañía llevar a escena un variado repertorio de obras nuevas y antiguas, dentro del cual figuran algunas de las más conocidas de Zorrilla: Don Juan Tenorio,4 El rey loco, El zapatero y el rey (segunda parte) y Traidor, inconfeso y mártir. Esta última la interpretó el citado actor con Juana Rodrigo los días 23 y 24 de mayo, y el 4 de noviembre con Antonia Scapa, actriz que fue muy aplaudida por su actuación. Por tanto, la labor que entonces realizó Francisco Corona en pro de la difusión del teatro de Zorrilla es digna de tenerse en cuenta. Por último, solo mencionar que en el Tirso de Molina, antiguo teatro del Instituto, se dieron dos representaciones de Traidor, inconfeso y mártir, los días 26 y 28 de octubre.5 El primer actor que destacó verdaderamente en la interpretación del teatro de Zorrilla fue Pedro Delgado. Después de haber estado actuando varios años en tea‑ tros de provincia, regresa a Madrid en 1858 para trabajar como primer actor en la compañía del teatro Novedades. Su nombre era ya bien conocido. Había adquirido cierta relevancia siendo aún muy joven en los círculos teatrales de la capital desde que, en septiembre de 1848, se presentara en el Liceo como discípulo del eminen‑ te actor Carlos Latorre, y dos años después, como aficionado, en la Academia Dramática, interpretando obras de Zorrilla.6 Precisamente, para hacer su primera salida e inaugurar la temporada teatral del Novedades, el 23 de septiembre, eligió Sancho García, una de sus preferidas.7 En este drama y en otros que le siguieron, varios críticos apreciaron las grandes cualidades interpretativas del joven actor. No obstante, hubo quienes le señalaron algunos defectos, como ciertos «resabios» y «amaneramiento» que conservaba y que sería deseable que corrigiera. En este sen‑ tido, Juan de la Rosa fue especialmente duro con él a propósito de su interpreta‑ ción en Los amantes de Teruel (1858a: 3), pero pronto comprobó que el actor había tomado buena nota de sus recomendaciones al verlo poco tiempo después en Si Durante ese año Francisco Corona representó el Tenorio en más de veinte ocasiones. Se publicó la lista de los principales actores y actrices de la compañía: señores Luis Martínez, Be‑ nito Pardiñas y Cipriano Martínez; y señoras Eloísa Martínez, Antonia Valero y María Cruz (La España, 4 de octubre de 1855, p. 4). 6 En una de las sesiones que se celebraron en el Liceo interpretó el drama de Zorrilla Cada cual con su razón, junto con Teodora Lamadrid y Cañete. En la Academia Dramática obtuvo un notable éxito con Don Juan Tenorio, en la primavera de 1850, y al año siguiente con Sancho García. 7 En el reparto, además de Pedro Delgado, intervinieron María Rodríguez, Antonia Scapa y los señores Calvo, Zamora, Bermonet, Cabello y Sánchez (Diario Oficial de Avisos de Madrid, 22 de sep‑ tiembre de 1858, p. 4). 4 5
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món Bocanegra: «Nuestra satisfacción fue completa al ver al señor Delgado desem‑ peñar el difícil papel del protagonista de una manera que nos dejó poco que desear, pues su acción, su acento y su digna actitud nos demostraron con cuanta fe y es‑ mero procura enmendar los defectos que oscurecen sus grandes facultades» (1858b). Además de representar obras nuevas ya conocidas, y de estrenar algunas como Cid, Rodrigo de Vivar, Diana de San Román o La gratitud y el amor, en su repertorio predominan los dramas románticos. Aparte del citado Sancho García, de Zorrilla, interpretó muchas veces Don Juan Tenorio y Traidor, inconfeso y mártir. Este último se puso en escena varios días a partir del 1.º de octubre.8 Según se dice en una escueta nota, «gustó extraordinariamente el primer actor Sr. Delgado, que desem‑ peñó el protagonista de una manera admirable, siendo por ello aplaudido, como igual lo fueron la señora Rodríguez, Calvo y Zamora» (La Época, 6 de octubre de 1858, p. 3). La etapa que inicia Pedro Delgado en el otoño de 1860 será la más importante en su carrera artística. Pasa a ser empresario y primer actor de un teatro de la máxi‑ ma categoría, el del Príncipe, y actuará con la gran actriz Teodora Lamadrid y un elenco de buenos actores.9 Permanecerá allí hasta la primavera de 1862. Entre las numerosas obras que interpretó con Lamadrid se encuentran algunos estrenos, como El sol de invierno, de José Marco, y especialmente El tanto por ciento, de López de Ayala, con el que obtuvieron un enorme éxito. Fiel a sus preferencias, Delgado incluyó aquí también su lista de obras de Zorrilla. Llama la atención el mayor inte‑ rés crítico que despertó la interpretación de Don Juan Tenorio, frente a la práctica ausencia de comentarios referidos a Traidor, inconfeso y mártir, con casi el mismo número de representaciones.10 Su prestigio como intérprete del teatro de Zorrilla se consolida cuando vuelve a trabajar en el Príncipe en la temporada de 1866, don‑ de interpreta brillantemente el Tenorio y El zapatero y el rey. Según se dijo entonces, Delgado «desde hace muchos años es casi el único que viene sosteniendo en la es‑ cena el nombre del ilustre poeta» (La España, 4 de noviembre de 1866). Julio Nombela también reconocía su mérito: Dadas las obras que constituyen su repertorio, es decir, admitidos esos dramas en los que la verdad se sacrifica a una belleza convencional, esos dramas que constituyen, en sus periodos más o menos marcados, el romanticismo, el Sr. Delgado ocupa con razón un puesto distinguido en nuestra escena (1866: 1).
Delgado continuó interpretando Traidor, inconfeso y mártir en Madrid en distin‑ tas temporadas: en 1869 en el teatro de la Zarzuela, en 1872 en el Circo, en ambas ocasiones con Gertrudis Castro, y, finalmente, en el Novedades, en 1887 y 1891. Los días 2, 3 y 29 de octubre. En la lista figuran también José Calvo, Mariano Fernández, Manuel Pastrana, Juan Casañer, José Alisedo, Rafael Calvo, Ricardo Calvo, Adela Álvarez, Concepción Marín, Balbina Valverde y Elisa Boldún (La Época, 5 de septiembre de 1860, p. 3). 10 El Tenorio lo representó en doce ocasiones; Traidor, inconfeso y mártir, en once, y en tres Sancho García. 8 9
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En todas ellas se pone de relieve el buen hacer del actor y se subraya su justa repu‑ tación. Pero los mayores elogios los recibió Pedro Delgado cuando un público entusiasmado tuvo la ocasión de verlo otra vez en el Novedades tras haber perma‑ necido catorce años fuera de la capital, y comprobar que a pesar del paso del tiem‑ po el insigne actor mantenía íntegras sus excelentes facultades. Después de haber interpretado algunos conocidos dramas, el 5 de febrero de 1887 le llegó el turno a Traidor, inconfeso y mártir, que permaneció seis días seguidos en cartel, algo que no había ocurrido desde su estreno. La impresión que causó fue magnífica: «¡Con qué maestría desempeña su papel, y qué tono de altivez, de desdén, de sangre fría, de solemnidad majestuosa, pone de manifiesto la grandeza del personaje!» (P. B., 1887: 2). El mismo comentarista dedicó palabras de elogio para Amalia Losada, que hizo su debut en esta obra y desempeñó su papel con brillantez. Dos semanas des‑ pués se pondría en escena Sancho García. Blanco Asenjo anotaba que el público no sabía «qué admirar más en actor tan eminente é ilustre: si la admirable perfección de sus facultades artísticas, o si el vigor con que, al desarrollarlas, parecía demostrar que en él se cumple lo de que el talento y el genio no envejecen jamás» (1887: 1). En diciembre de 1891 Delgado vuelve por última vez a este mismo teatro para trabajar junto a la primera actriz Antonia Contreras durante una corta temporada. Representaron, entre otras obras, Los amantes de Teruel, El zapatero y el rey y Traidor, inconfeso y mártir. De esta última, se destacó que Delgado había encarnado el per sonaje principal «con admirable verdad», así como la magnífica actuación de la Contreras en el último acto: «No puede darse más energía, más sentimiento ni arranque más viril que el que reveló aquella actriz distinguidísima en el final del drama, cuando conoce el secreto de su nacimiento y el triste fin que espera al Rey D. Sebastián» (La Época, 8 de febrero de 1892, p. 4). En el último tercio del siglo xix, los dos dramas más conocidos de Zorrilla, Don Juan Tenorio y Traidor, inconfeso y mártir, se representaron no solo en los prin‑ cipales teatros de la corte, sino también en otros más modestos y populares, como el Recreo, Capellanes y, sobre todo, en el Martín. Este último había abierto sus puertas el 9 de diciembre de 1870. Al año siguiente se presenta la compañía para la nueva temporada, donde figuran como primeros actores Vicente Yáñez y Dolores Carceller (La Iberia, 14 de septiembre de 1871, p. 4). El Tenorio se escenificó anual‑ mente en el teatro Martín en las fechas tradicionales, hasta finalizar el siglo.11 En el caso de Traidor, inconfeso y mártir, las representaciones fueron mucho más escasas. Se limitaron a días sueltos en distintas temporadas hasta 1886. En cuanto a cómo se representó este drama no hay ninguna noticia en la prensa en todo este tiempo. Es de suponer que los papeles de los protagonistas estuvieran asignados a los primeros actores.12 El actor más aplaudido, el que consiguió hacer una magistral creación del pro‑ tagonista de Traidor, inconfeso y mártir fue Antonio Vico (1840‑1902). Discípulo Únicamente no se representó allí el Tenorio en 1892 y 1895. Con Vicente Yáñez trabajaron en otras temporadas María Menéndez y Luisa Casado.
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predilecto de José Valero (Caralt, 1944: 72, 77), hizo su primera salida en Madrid en el teatro Lope de Rueda en el otoño de 1870. Tuvo una gran acogida por par‑ te del público y la crítica, especialmente a partir de la representación de Los amantes de Teruel, con la que alcanzó un gran éxito. En este mismo local interpretó Don Juan Tenorio durante la primera semana de noviembre.13 Dos años después comen‑ zaría a trabajar en el teatro Español, donde continuó ganando prestigio como pri‑ mer actor. Importantes autores del momento empezaron a escribir obras pensando en él, especialmente José Echegaray. Respecto al drama Traidor, inconfeso y mártir, no fue hasta el 2 de diciembre de 1883 cuando Vico lo llevó a escena por primera vez en el teatro de la Zarzuela. La crítica fue unánime en manifestar que había logrado un merecido triunfo personal. El comentarista de El Globo puso de relieve que «el tono severo, noble, ceremo‑ nioso, de su papel» se ajustaba muy bien a sus cualidades.14 Fueron muchos los aplausos que recibió en el trascurso de la obra, pero sobre todo en el acto tercero, en «la terrible escena que precede al suplicio del infortunado rey de Portugal», donde «desplegó sus excepcionales facultades y su poderosa intuición dramática» (La Iberia, 3 de diciembre de 1883, p. 3). Una de sus más célebres actuaciones tuvo lugar el 27 de marzo de 1886 en el teatro Español, con motivo del beneficio que se dio al actor, que por entonces se encontraba ya repuesto de una enfermedad que le había mantenido alejado de las tablas desde mediados de noviembre. Para la ocasión, el propio Vico escogió Traidor, inconfeso y mártir, uno de los dramas preferidos de su repertorio.15 Dada la fama del beneficiado, el acontecimiento era muy esperado por todos los aficionados. El público llenó por completo el coliseo. Allí se dieron cita muchos admiradores su‑ yos y distinguidos escritores, entre otros Tamayo y Baus, Núñez de Arce, Echega‑ ray, Sellés o Cano. Tras la representación se publicaron numerosos artículos, elo‑ giando todos ellos el excelente trabajo realizado por el artista. De este modo lo expresaba Freitas Jácome en las páginas de La Iberia: Todo lo que se diga del Sr. Vico es poco: ni un sólo momento en los tres actos dejó de ser el personaje misterioso que pasa por la escena rodeado del prestigio de la leyen‑ da que en torno suyo se formaba, y con la realidad de su carácter severo y majestuoso. Sobrio, correcto e intencionado en el decir, flexible sereno a la vez, no caracterizó, sino que sintió realmente el personaje, obteniendo siempre sus legítimos aplausos, con el gesto, la expresión, la mirada, el ademán y los recursos más difíciles y selectos del arte (1886: 3). 13 Este drama continuó representándolo con éxito en muchas temporadas en el Español, pero tam‑ bién algunas otras en el Apolo, la Zarzuela, la Comedia y el Novedades (Vallejo, 2017: 101-108). 14 En esta reseña, firmada por P. B., también se dice que los restantes actores principales, Elisa Men‑ doza Tenorio (Aurora), J. García Parreño (D. Rodrigo) y José González (D. César), dejaron bastante que desear en su actuación (El Globo, 3 de diciembre de 1883, p. 4). 15 Le acompañaron en el reparto María Gambardella, Julio Parreño y José González. Se repitió los días 28 de marzo y 3 de abril, a beneficio de José González y de los empleados de la contaduría, respec‑ tivamente.
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Por su parte, en la Revista Contemporánea, Ramiro hace una sucinta valoración de la obra de Zorrilla y sitúa a Vico entre los mejores intérpretes del personaje principal: Sin caer de un modo exagerado en uno de los defectos más capitales del romanticis‑ mo, cual es el de la prodigalidad y abundancia en las descripciones, la ampulosidad y exuberancia en los conceptos y la confusión en las ideas, dando un color propio y ade‑ cuado á los personajes que forman un conjunto verdaderamente estético y majestuoso al cuadro, de por sí patibulario y sombrío, la reaparición del drama del vate vallisoletano, fue una solemnidad que el público agradeció, tributando justos y merecidos aplausos al autor y al beneficiado, que supo competir con Romea y Delgado, únicos actores a los que hemos visto representar el bien trazado carácter del pastelero del Madrigal (1886: 90‑97).
Quien reparó con verdadero entusiasmo en el modo de declamar del actor, en correspondencia con su actitud, fue Pedro Bofill: La dicción de los brillantes versos del poeta fue desempeñada por el beneficiado a las mil maravillas. ¡Qué modo tan soberbio de dar expresión a la frase! ¡Cuánta dulzura en la voz! ¡Qué seguridad y firmeza en el acento! ¡Eso es hablar en escena! […] Cuando Vico hablaba, ora digno y enérgico, ora tierno y sentimental, ora triste y quejumbroso, noso‑ tros, los espectadores, conteníamos la respiración para no perder ni uno solo de aquellos celestiales sonidos. […] A la dicción correspondió la actitud. Cuando Antonio Vico salió al final del tercer acto para la muerte, tuvo unos instantes de muda expresión, tras los cuales prorrumpió el público en atronadores aplausos, llamando al gran actor multitud de veces al proscenio (1886: 2).
Otros acontecimientos importantes protagonizados por él en este mismo año fueron su exitoso estreno del drama de Echegaray De mala raza y la interesante conferencia que pronunció en el Ateneo de Madrid sobre el arte dramático en la primera mitad del siglo (Ateneo Científico, Literario y Artístico de Madrid, 1886: 125-156). De cara a la nueva temporada, Vico estableció una alianza con su buen amigo y también excelente actor Rafael Calvo para encargarse ambos de la dirección ar‑ tística del teatro Español y ponerse al frente de una gran compañía.16 La función inaugural se celebró el 16 de octubre con el drama de Echegaray El gran Galeoto, donde los dos actores dieron cumplida muestra de su categoría artística. El resulta‑ do de esta colaboración sería muy fructífero para la escena española, como bien lo recordaría Zeda años después: Él y Rafael Calvo sostuvieron durante largo tiempo la gloriosa tradición de nuestra escena; ambos infundieron vida teatral a las creaciones de Echegaray, mantuvieron vivo en el público el amor a nuestro teatro clásico y dieron a conocer a la generación de últi‑ Como primeras actrices figuran Antonia Contreras, Luisa G. Calderón y Amparo Guillén. Ade‑ más de Vico y Rafael Calvo, otros primeros actores eran Ricardo Calvo, Donato Jiménez y José Gon‑ zález (La Iberia, 6 de octubre de 1886, p. 3). 16
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«Traidor, inconfeso y mártir» en la escena madrileña del siglo xix (1849‑1899) mos de siglo las joyas, durante algún tiempo olvidadas, del teatro romántico (Fernández Villegas, 1902: 1).
También en esta temporada repuso varias veces Traidor, inconfeso y mártir.17 So‑ bre las representaciones posteriores del drama que continuó haciendo en Madrid hasta finales de siglo, cabe mencionar algunas de las más relevantes. Una de ellas fue la que se incluyó en el programa para la función del 2 de abril de 1889, que la em‑ presa del Español organizó en honor a Zorrilla para celebrar la decisión de la ciudad de Granada de coronar al insigne poeta. El teatro estuvo engalanado conforme a la solemnidad y se llenó de un público «tan numeroso como selecto». Contó además con la asistencia de Zorrilla, que siguió la función desde un palco. Esta circunstan‑ cia debió de servir de estímulo al gran actor: «Vico se agigantó. En presencia del autor del drama sintiose con fuerzas duplicadas. Traidor, inconfeso y mártir tuvo una ejecución perfecta» (Bofill, 1889: 2). Otro triunfo memorable fue el que logró la noche de su beneficio en el teatro de la Princesa, el 30 de marzo de 1892. De este modo lo refería al día siguiente el crítico de El Heraldo: Nunca he visto interpretados como anoche, con tanta desenvoltura y amarga verdad, los infortunios de Gabriel de Espinosa […] Los versos sentidos y apasionados del ilustre poeta vallisoletano alcanzaron su mayor plasticidad y grandeza en los labios de Vico, que arrebató al público con sus artísticas gallardías y la hábil y asombrosa manifestación de los sentimientos que van apoderándose del alma atormentada del protagonista.
Así mismo, tuvo palabras de elogio para Antonia Contreras, que «hizo una Aurora ideal». En esta actriz apreciaba talento, saber sentir y un modo admirable de expresar («El beneficio de Vico», El Heraldo, 31 de marzo de 1892, p. 2). Posible‑ mente este éxito explica que en el siguiente año cómico, trabajando ya en el teatro Español, la pareja artística de Vico y Contreras repusiera en varias ocasiones el drama.18 Con motivo del reciente fallecimiento de Zorrilla, y con el propósito de honrar su memoria, el actor organizó con su compañía una solemne función para la noche del 25 enero de 1893, que consistió en representar el segundo acto de El zapatero y el rey, el tercero de Traidor, inconfeso y mártir y el quinto de Don Juan Tenorio. En todos ellos estuvo «magistral» el eminente actor.19 En el verano de ese mismo año Antonio Vico emprende una gira por Amé‑ rica con su compañía. A su regreso, en 1895, continuaría su andadura por Anda‑ 17 Las funciones se dieron el 8 de diciembre y el 4 y 5 de enero. En el reparto figuraban María Gambardella, Julio Parreño y José González. 18 En enero de 1893, los días 3, 4, 5 y 8. En febrero, los días 25 y 26. 19 La Contreras se distinguió sobre todo en el personaje de Aurora, y Perrín en el de D. César San‑ tillana («Homenaje a Zorrilla», La Iberia, 26 de enero de 1893, p. 2). Un mes después representarían por última vez Traidor, inconfeso y mártir los días 25 y 26, en sendas funciones extraordinarias organizadas para recaudar fondos para un monumento a Zorrilla. En breves notas de prensa se repiten los elogios a los principales actores.
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Irene Vallejo González
lucía, Cataluña, Aragón y Valencia.20 Después de esta larga ausencia, se presentó de nuevo en Madrid en el verano de 1896 para dar una serie de funciones en el teatro de la Zarzuela.21 Comenzó con el drama Juan José de Dicenta, que le pro‑ porcionó un clamoroso triunfo. Después decidió poner en escena los «renom brados dramas elegidos de su repertorio», una noche cada uno, entre los que se encontraban El zapatero y el rey y Traidor, inconfeso y mártir.22 Con la misma com‑ pañía actuó posteriormente en el Novedades durante una corta temporada. Fina‑ lizada la semana dedicada al Tenorio, representaría por última vez en Madrid Traidor, inconfeso y mártir en cuatro ocasiones más.23 Como tantas veces, fue muy ovacionado. A estas alturas de su carrera artística, nadie ponía en cuestión que Vico ha‑ bía logrado hacer del personaje de Gabriel Espinosa una de sus mejores crea‑ ciones. En un artículo de los muchos que le dedicaron se aludía precisamente a su talento creativo, con asombrosa capacidad para innovar: «En este persona‑ je del inmortal Zorrilla siempre tiene un nuevo arranque, una nueva frase, algo que añadir a otras representaciones suyas, sorprendiendo y fascinando al audi‑ torio, porque Vico es un verdadero actor de genio» (Yzaguirre, 1898: 140). Emilia Pardo Bazán recordaba también su manera inigualable de declamar en determinadas condiciones: Cuando Vico habla sin forzarse, a media voz, cuando no sube el tono, su pronuncia‑ ción es admirable, su dicción no tiene igual. Hay que oírle las frases llanas, profundas, de Traidor, inconfeso y mártir, drama de Zorrilla que es su triunfo. No volveremos a encontrar a otro Gabriel de Espinosa como Vico (1899: 2).
En 1899, ya a punto de finalizar el siglo, encontramos la noticia de que en el teatro Español se había inaugurado la temporada el 23 de diciembre con la repre‑ sentación de Traidor, inconfeso y mártir por la compañía dirigida por el primer actor Wenceslao Bueno, que hizo el papel del protagonista, con Matilde Moreno en el de Aurora. A tenor de las reseñas publicadas, la elección de la obra pareció acertada, pero la ejecución de la misma decepcionó, excepto la de la primera actriz. En pa‑ labras de Ricardo Blasco, Bueno «no consiguió dar al personaje del pastelero de Madrigal la grandeza de composición, la intensidad dramática necesarias, y que está en derecho a exigir el público que tiene tan reciente el recuerdo de aquella hermo‑ sa creación de Antonio Vico realizada en este papel» (1899: 3). Precisamente cuando estaba actuando Vico en Valencia falleció Antonia Contreras, que hasta entonces había permanecido como primera actriz de su compañía («Antonia Contreras», La Época, 26 de febrero de 1896, p. 2). 21 En esta ocasión le acompañan, entre otros artistas, las señoras Julia Sala y Josefa Segura, y señores Antonio Perrín y Yáñez. 22 Los otros títulos incluidos en esa lista fueron: Vida alegre y muerte triste, La pasionaria, Un drama nuevo, O locura o santidad, La muerte en los labios y El alcalde de Zalamea (Diario Oficial de Avisos de Madrid, 21 de julio de 1896, p. 3). 23 Se representó el 6, 7 y 22 de noviembre y el 26 de diciembre. 20
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Por último, desearía hacer algunas consideraciones a modo de resumen de todo lo expuesto. Si nos atenemos a los escuetos datos extraídos de la cartelera, lo primero que se observa es que Traidor, inconfeso y mártir estuvo presente en la escena madrileña, de manera intermitente, hasta el final del siglo. No obstante, conviene precisar que fueron más las temporadas en que se representó que en las que no, y también que se vio con más frecuencia en las dos últimas décadas, lo que hasta cierto punto revela el creciente interés por el drama con el paso del tiempo. Por otro lado, la obra se llevó a escena en teatros de muy distinta cate‑ goría, desde los más importantes hasta los más modestos y populares: Cruz, Príncipe (o Español), Zarzuela, Circo, Princesa, Novedades, Variedades, Mar‑ tín, Recreo, etc. Después del estreno de Traidor, inconfeso y mártir por Julián Romea y Matilde Díez, se observa que poco a poco fue aumentando el número de compañías que incorporaron la obra en su repertorio. Entre los actores que sucesivamente inter‑ pretaron el personaje de Gabriel Espinosa figuran Francisco Corona, Pedro Delga‑ do, Vicente Yáñez, Antonio Vico, José González y Wenceslao Bueno; y entre las actrices que desempeñaron el papel de Aurora cabe mencionar a Francisca Pastor, Antonia Scapa, María Rodríguez, Gertrudis Castro, Julia Cirera, María Gambarde‑ lla, Antonia Contreras, Julia Sala y Matilde Moreno. No obstante, de todos ellos los más valorados por la crítica y aplaudidos por el público fueron Pedro Delgado y Antonio Vico. Uno y otro, con carácter propio y a su manera, consiguieron re‑ crear de modo admirable el personaje ideado por Zorrilla. Bibliografía Alonso Cortés, Narciso. Zorrilla, su vida y sus obras, ed. facsímil, Valladolid, Ayuntamiento de Valladolid, 2017. Ateneo Científico, Literario y Artístico de Madrid. La España del siglo xix: colección de conferencias históricas celebradas durante el Curso 1885-86, t. II, Madrid, Librería de Antonio San Martín, 1886. Blanco Asenjo, Ricardo. «La última semana», La Iberia (Madrid), 27 de febrero de 1887, p. 1. Blasco, Ricardo. «Español: Inauguración de la temporada», La Correspondencia de España (Ma‑ drid), 24 de diciembre de 1899, p. 3. Bofill, Pedro. «Veladas Madrileñas: Español. Traidor, inconfeso y mártir para el beneficio de D. Antonio Vico», Diario Oficial de Avisos de Madrid, 30 de marzo de 1886, pp. 2‑3. — «Veladas teatrales», La Época (Madrid), 3 de abril de 1889, p. 2. Caralt, Ramón. Siete biografías de actores célebres, Barcelona, Castells‑Bonet, 1944. Diario Oficial de Avisos de Madrid. El Enano (Madrid). El Heraldo (Madrid). La Época (Madrid). La España (Madrid). La Iberia (Madrid). Fernández Villegas, Francisco [Zeda]. «Antonio Vico», La Época (Madrid), 8 de marzo de 1902, p. 1.
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SIGLOS XX Y XXI
Huerto humilde (1907) y La jornada (1910): dos poemarios modernistas de José Ortiz de Pinedo Rafael Alarcón Sierra Universidad de Jaén
El escritor José Ortiz de Pinedo nace en Jaén, el 20 de febrero de 1880, en la calle Rueda, entre la catedral y el convento de la Merced.1 Su familia procedía de Burgos. El padre, militar, murió prematuramente. La estancia del futuro escritor en Jaén fue breve, pues cursa el bachillerato en el Colegio de Huérfanos de Guerra de Guadalajara. Posteriormente se traslada a Madrid, donde estudia Derecho y, con el tiempo, consigue una plaza de funcionario del Ayuntamiento. Antes de iniciarse el siglo xx, murió también su madre y su tío y tutor Manuel Ortiz de Pinedo, sucesos a los que Ortiz de Pinedo hace referencia en su primer libro, Canciones juveniles (1901). Esta pérdida familiar marca el carácter y la escritura de nuestro autor. En sus poemas se vislumbra la carencia de una plenitud afectiva, la situación de abandono, tristeza y soledad (y la empatía con los que sufren situaciones análogas), temas como el paraíso perdido de la infancia, recordado melancólicamente como una realidad pronto frustrada, y motivos como la necesidad de una mujer que combine las figuras de madre protectora y sensual amante. En la villa y corte, junto al desarrollo de su carrera profesional, Ortiz de Pinedo se dedica a su verdadera vocación, la literatura. A juzgar por las dedicatorias de su primer poemario, Canciones juveniles, sus contactos parecen ser periodistas y escritores de la entonces llamada «gente nueva»: Antonio Palomero, Luis Morote, Alejandro Larrubiera, Claudio Frollo, Antonio Sánchez Ruiz (Hamlet-Gómez), Antonio Casero, Alejandro Lerroux, Eduardo Marquina o José Martínez Ruiz, futuro Azorín. Años después, varios de ellos serán objeto de semblanzas en el volumen de recuerdos Viejos retratos amigos (1949). Sin embargo, para la trayectoria creativa de Ortiz de Pinedo va a ser más importante su conocimiento del círculo de escritores modernistas que se reúnen en torno a Francisco Villaespesa. A este lo conoció «en su cuarto de trabajo de la calle del Divino Pastor» (Ortiz de Pinedo, 1949: 79). A casa del almeriense, siempre 1 V., sobre el autor, los datos que ofrecen Portillo y Vázquez de Aldana (1914: 228-230), Cuenca (1925, II: 257, y 1937: 361), Aguirre (1977), Sánchez de Palacios (1980: 459-466), Caballero Venzalá (1993), Porro Herrera (1996: n.os 1653-1656), Correa Ramón (2001: 193-197) y (2004: 180-185), Gámiz Valenzuela y Herrera Salvador (2003), Alarcón Sierra (2007), Cruz Quintás (2007) y Urbano (2008).
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Rafael Alarcón Sierra
abierta a los jóvenes, también acude Rafael Cansinos Assens, a quien Ortiz de Pinedo (1949: 128) recuerda en sus Viejos retratos amigos. Cansinos (1982, I: 90, 141142 y 1998, I: 12), por su parte, describe a este como «un muchachito pálido y enclenque, vestido de negro», «fino y pálido como un hermano enfermo», un «joven apocado» que «se creía enfermo del pecho y lamentaba de antemano su muerte prematura», porque «era creyente y le asustaba una muerte violenta, sin confesión». Como resultado, «escribía unas cosas muy tristes». Cansinos (1982, I: 141) nos cuenta que Ortiz de Pinedo, en estos primeros años del siglo, seguía la senda del poeta bohemio Emilio Carrere; con él «formaba una de esas parejas literarias, tan fraternales en los comienzos, y que luego se rompen sin que se sepa por qué, como los amores nacidos en la pobreza. Era hacia el 900» (Cansinos Assens, 1998, I: 123). En su libro de recuerdos, el propio Ortiz de Pinedo (1949: 49) corrobora lo anterior. De hecho, Pinedo escribe un poema-prólogo para el primer poemario de Carrere, Románticas (1902). Junto a los cafés y la casa de Villaespesa, otro centro de reunión de los jóvenes modernistas es el piso en el que viven los Machado. Parece que Ortiz de Pinedo se ha incorporado hace poco al grupo, porque según cuenta Cansinos (1982, I: 116117), no dejan de tomarle el pelo, aprovechándose de su ingenuidad. De hecho, no parecen considerarlo completamente «uno de los suyos», al menos a juzgar por las palabras del primero, las cuales, pese a su falta de simpatía hacia nuestro autor, pueden ayudar a hacernos una idea del carácter del joven poeta y de sus ganas de darse a conocer, lo que parece despertar los «celos profesionales» de quienes lo tienen como un «recién llegado»: Ortiz de Pinedo profesaba la humildad y la sencillez. Se declaraba admirador de todo el mundo, no pretendía hacerle sombra a nadie... Él sólo pedía que le dejaran decir su palabrita... Pero no se tardaba en descubrir que había mucho de pose en aquella humildad franciscana y que la tal palabrita era para él la gran palabra. Porque era la suya. Se hacía pequeñito para no inspirar recelo y abrirse más fácilmente paso. Como iba a vivir poco, sentía un ansia enorme de publicar en periódicos y mandaba sus cositas a Blanco y Negro y a La Ilustración y siempre andaba a la busca de un editor propicio. —Ese Pinedito —decía Villaespesa—, con sus cositas, se cuela en todas partes... Es sencillamente un arribista... (Cansinos Assens, 1982, I: 142).
Sin embargo, estas críticas no impiden que su segundo libro, Poemas breves, seguramente escrito antes de que Ortiz de Pinedo conozca a fondo la obra de sus nuevos compañeros, a juzgar por su contenido, aparezca en la Colección de la Revista Ibérica, publicación modernista que, dirigida por Villaespesa, alcanza cuatro entregas entre julio y septiembre de 1902, contando en sus páginas con la colaboración de los Machado, Benavente, Unamuno, Zayas, Valle-Inclán, Pérez de Ayala o Juan Ramón Jiménez, entre otros (Gottlieb, 1995). La importancia de la revista se entiende todavía mejor si comentamos el hecho de que, poco después, Antonio Machado publica Soledades en la misma colección en que ha aparecido el libro del jienense. 494
Huerto humilde (1907) y La jornada (1910): dos poemarios modernistas de José Ortiz de Pinedo
Uno de los mejores colaboradores de la publicación, Juan Ramón Jiménez, tras haber pasado el otoño en Arcachon, había vuelto a Madrid a finales de 1901, al sanatorio del Rosario —o «del Retraído», como lo llamará el poeta (Jiménez, 1936 y 1969, I: 901)—, situado en la calle Príncipe de Vergara, donde lo cuidan las Hermanas de la Caridad de Santa Ana y el doctor Luis Simarro.2 Allí, además de Salvador Rueda, Manuel Reina, Benavente, Valle-Inclán e incluso, en ocasiones, Rubén Darío, a partir de 1902 va a visitarlo con frecuencia el grupo encabezado por Villaespesa y los Machado: Zayas, Ramón Pérez de Ayala, Cansinos Assens, Pedro González Blanco, Viriato Díaz Pérez y Ortiz de Pinedo (quien dedica unas líneas a casi todos ellos en su libro de semblanzas, 1949: 103-106). Este queda impresionado por Juan Ramón y por sus poemas, hasta el punto de que no solo va a reseñar elogiosamente sus siguientes libros, Arias tristes y Jardines lejanos, sino que encuentra en él un modelo de lírica moderna e intimista que va a hacer suyo. La identificación con el moguereño es absoluta, incluso en los aspectos vitales, pues ambos se han quedado tempranamente huérfanos de padre y ambos están obsesionados por el miedo a una muerte prematura, hechos que ayudan a conformar el tono melancólico, elegíaco y sentimental de buena parte de su creación. Nuevamente, el primero en reconocer la influencia de Juan Ramón sobre Ortiz de Pinedo es Cansinos Assens, hasta el punto de afirmar que a él le debe «su natividad lírica y su florecimiento fugaz» (1998, I: 101). Cuando Juan Ramón abandona el sanatorio, Pinedo es uno de los tertulianos que, a partir de 1903, lo acompañan en las reuniones que tienen lugar en casa de María y Gregorio Martínez Sierra, junto a otros escritores como Miguel A. Ródenas, Ramón Pérez de Ayala, Bernardo G. de Candamo o el bohemio Alejandro Sawa, del que nuestro autor hará una elogiosa semblanza lírica en un soneto incluido en su tercer libro, Dolorosas, publicado en 1903. En este poemario practica un modernismo sentimental y melancólico, en tono menor, muy próximo al de Juan Ramón Jiménez y Gregorio Martínez Sierra. Es el libro de la definitiva eclosión modernista de Ortiz de Pinedo, donde encontramos composiciones dedicadas a buena parte de la juventud literaria del momento, incluidos Antonio y Manuel Machado, Carrere, Cansinos Assens, Baroja, Pérez de Ayala, o los mismos Martínez Sierra y Juan Ramón. El poemario fue elogiado en Helios, la revista de Juan Ramón y Martínez Sierra, donde el propio Pinedo reseñó las Arias tristes del primero. Debido a ello, el moguereño incluye su nombre en la página de agradecimientos que, tras el título, abre su siguiente libro, Jardines lejanos, junto al resto de escritores que habían elogiado Arias tristes. Esto tres poemarios, Canciones juveniles, Poemas breves y Dolorosas, de 1901, 1902 y 1903, respectivamente (Alarcón Sierra, 2007), son la contribución de Ortiz de Pinedo a los años de la guerra literaria, como los llamó Manuel Machado, es decir, al tiempo de la introducción de las novedades modernistas en la literatura española. Pinedo cierra así un primer ciclo de su obra lírica, quizá el más interesante, 2 Para esta etapa de la vida de Jiménez, v. Prat (1986); para su contexto biográfico general, Alarcón Sierra (2003).
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Rafael Alarcón Sierra
porque no va a volver a publicar un poemario hasta cuatro años después, en 1907, cuando el modernismo ya ha triunfado plenamente y se ha extendido, hasta banalizarse, en las letras españolas. En estos años que conforman la primera década del siglo xx, nuestro autor colabora en publicaciones como Helios, Vida galante, La República de las Letras, ABC, La Ilustración Española y Americana, Renacimiento o Pro meteo, la revista de Ramón Gómez de la Serna, escribiendo no solo poemas, sino crítica literaria, crónicas y relatos, avanzando así otra faceta de su escritura, la narrativa, que paulatinamente va a ser la más representativa de su producción literaria. No obstante, su dedicación a la poesía hace que sea seleccionado en la primera antología de la lírica modernista: la que edita en 1906 Emilio Carrere con el título de La corte de los poetas. Florilegio de rimas modernas, donde, entre las composiciones de cerca de setenta autores, aparecen cuatro escritas por él. (Varios poemas suyos iban a aparecer también en otras antologías posteriores, como las realizadas en 1914 por José Brissa, Parnaso español contemporáneo, y por Bruno Portillo y Enrique Vázquez de Aldana, Antología de poetas andaluces; hacia 1915, por «Pedro Crespo» —seudónimo de Miguel de Castro—, Los mejores poetas contemporáneos, o en 1922 por Ramón Segura de la Garmilla, Poetas españoles del siglo xx). Del mismo modo, en 1907 Ortiz de Pinedo será uno de los autores seleccionados en la antología lírica que Juan Ramón Jiménez realiza en el número octavo (correspondiente al mes de octubre) de la revista Renacimiento, y por El Liberal en 1908 para publicar su autorretrato lírico en la sección «Poetas del día», de los cuales los más conocidos acabarán siendo los de Antonio y Manuel Machado. En estos años finales de la primera década del siglo, Pinedo retoma su labor lírica publicando otros dos poemarios, Huerto humilde, en 1907, y La jornada, en 1910, en los que muestra una maduración de su voz poética. Manuel Machado, en su respuesta a la encuesta sobre el modernismo que realiza El Nuevo Mercurio en 1907, tras referirse a los primeros poetas del momento (Darío, Villaespesa, Juan Ramón, Marquina, Pérez de Ayala, sin olvidar a su hermano), lo cita entre los autores que gozan de su estimación, calificándolo, junto a Carrere y Ramón de Godoy, de «tres poetas delicados, discretísimos y grandes artífices de la rima» (Machado, 1907 y Alarcón Sierra, 2000: 422). En contrapartida, a los pocos meses, Ortiz de Pinedo (1907) escribe una divertida y amistosa semblanza en verso de Manuel Machado, acompañada de una caricatura de Sancha, en la revista ¡Alegría!, que luego no incluyó en ninguno de sus poemarios. La jornada es seguramente su libro más recordado; al menos, Rafael Cansinos Assens (1998, I: 21), al rememorar en 1917 las obras más significativas de la renovación modernista, al lado de El alto de los bohemios, de Villaespesa; Alma, de Manuel Machado; Rimas, de Juan Ramón Jiménez; Sonata de otoño, de Valle-Inclán; La voluntad, de Azorín, o Vidas sombrías, de Baroja, no se olvidaba de consignarlo, aun reconociendo su carácter de «voz menor». Juan Ramón todavía aprecia al que había sido su amigo y discípulo, hasta el punto de que una de las primeras personas a las que visita en Madrid, tras su vuelta en 1912 de su retiro en Moguer durante seis años, es a Ortiz de Pinedo, según afirma Ramón Gómez de la Serna, quien caracteriza al jienense como «un poeta 496
Huerto humilde (1907) y La jornada (1910): dos poemarios modernistas de José Ortiz de Pinedo
simpático y helado […] que escribía en una letra igual a la de Juan Ramón, al que imitaba hasta el fondo violeta de sus poesías» (Gómez de la Serna, 1989: 45; v. además Cansinos Assens, 1998, I: 182). Pinedo participó, cuando menos, en uno de los banquetes de Prometeo, organizados por Ramón Gómez de la Serna (1912: 138-144 y 1996: 337-343): el celebrado en la Huerta el 13 de abril de 1912 para festejar la primavera. Los últimos poemarios de Ortiz de Pinedo muestran cierta reiteración de unas formas líricas que ya empiezan a resultar consabidas e insuficientes para los nuevos derroteros artísticos. Ello hace que su autor, quizá consciente de ello, deje a partir de este momento en un segundo lugar su faceta poética, hasta ahora la más representativa de su taller literario, y pruebe fortuna en otros géneros en los que puede acceder a un público mayor y a una mayor satisfacción económica, como son el teatro y la narrativa. En el primer caso, sus tentativas no fueron demasiadas: fundamentalmente, una comedia en un acto, Las feas (1909), Farsas de amor. Escenas del teatro de la vida, la comedia en dos actos Remanso (1914), y una colección de Teatro infantil en los años 20, que tendría una segunda parte en los años 40: Nuevo teatro infantil (Cuenca, 1937: 361 y Vargas Zúñiga, 2002: 520-522).3 A este ámbito también dedicaría en la segunda década del siglo el volumen Cuentos de maravilla. Na rraciones en verso de los mejores cuentos infantiles, publicado por la editorial Calleja. Donde sí iba a encontrar un fértil camino era en el popular terreno de la narrativa breve, en el que Ortiz de Pinedo iba a publicar, a lo largo de su vida, y con gran asiduidad a partir de los años veinte, alrededor de medio centenar de entregas, tanto en colecciones como El Cuento Semanal, El Cuento Galante, Los Contemporá neos, La novela selecta, La Novela blanca, La novela semanal, La novela corta, Nuestra Novela, Los novelistas, La novela de hoy o La novela de noche, como en revistas ilustradas de la popularidad de Blanco y Negro, La Esfera o Nuevo Mundo. El éxito encontrado en este ámbito posiblemente fue lo que le llevó a intentar la novela de más largo aliento, de temática habitualmente sentimental, contenido edificante, enfoque idealista y ribetes costumbristas, de la que dio a la imprenta varios ejemplos, la mayoría en la benemérita Biblioteca Patria (que premió varias de sus obras), con títulos como La graciosa gaditana, El sendero ideal, La santa ilusión, La emoción desco nocida, ¡...Y la vida se va!, Rosa de Sevilla, Duende Amor, El espejo de su alma, Mu chachas o Las rosas de ayer (Cejador y Frauca, 1920 y 1972, XII: 15-17; Nora, 1973, I: 378-379; Sainz de Robles, 1975: 264). A los años veinte corresponden también sus últimas tentativas poéticas. Su participación en el equipo de escritores que tradujo las obras completas de Paul Verlaine, emprendida por la editorial Mundo Latino, y en la que le correspondió el poemario Amor (1922), quizá le animó a recopilar sus composiciones no recogidas hasta 3 Entre las obras del autor que aparecen al inicio de Ortiz de Pinedo, 1949, son citadas como «Teatro» «Los audaces (comedia en tres actos)», y «Rosas nuevas (comedia en tres actos)», que he localizado como novelas (Los audaces. Novela original, Madrid, Biblioteca Patria, s. f., y Rosas nuevas. Novelas origi nales, Madrid, Biblioteca Patria, s. f.), además de «El bobo (drama popular en tres actos)», que no he encontrado en ninguna biblioteca.
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el momento en el volumen El retablo del «Quijote» (c. 1923), libro que no aportaba nada nuevo, puesto que seguía anclado en una añeja estética modernista que ya empezaba a estar, en la tercera década del siglo, pasada de fecha.4 (El primer poema de este libro, un soneto titulado «El caballero de la triste figura», fue antologado por Enrique Vázquez de Aldana en su Cancionero cervantino, 1947: 101). Todavía en 1928 y 1929 se encargó de prologar tres antologías de autores bien dispares en la popular colección Los poetas, con el título de Sus mejores versos: las correspondientes a Villaespesa, Cervantes y al costumbrista malagueño Arturo Reyes. En la década de los treinta, Cansinos Assens recuerda en sus memorias cómo Ortiz de Pinedo, cercano a la cincuentena, es padre de familia y empleado en una tenencia de alcaldía, y acude los domingos a la tertulia que se celebra en la casa de Joaquín Aznar, periodista que ha sido director de La Mañana y de La Libertad. A estas reuniones asisten, entre otros escritores, el periodista Eduardo Haro y el poeta castizo Antonio Casero (Cansinos Assens, 1982, III: 276). En estos años, Pinedo publica su último poemario, Mujeres de la Biblia (1933), quizá formado por composiciones escritas años antes, puesto que no abandona la estética modernista en temas y estilo. Tras la guerra civil, en 1943, con ayuda de Manuel Machado, Ortiz de Pinedo produjo un programa para Radio Zaragoza en conmemoración de la muerte de Antonio Machado.5 Como un último homenaje, en su libro de recuerdos ya citado, Viejos retratos amigos, publicado en 1949 (diez años antes de su muerte), Ortiz de Pinedo incluiría semblanzas y retratos en verso de todos sus compañeros de renovación modernista. Huerto humilde aparece en Barcelona en 1907, en la colección de Autores Españoles del editor Toribio Taberner (en la que también se publican libros de Marcos Rafael Blanco Belmonte, Narciso Díaz de Escovar, Alejandro Larrubiera, Ángel Guerra, José Rodao o Antonio de Ledesma). En su cubierta, un dibujo o grabado sin firma reconocible representa lo que parece un huerto, donde sobresale un gran árbol (figura 1). Varias de sus composiciones habían visto previamente la luz en revistas como La República de las Letras y La Ilustración Española y Americana. 1907 es el año en que recopilan su poesía autores como Antonio Machado (Soledades, Galerías y otros poemas), Manuel Machado (Alma. Museo. Los Cantares), Unamuno (Poesías) y Valle-Inclán (Aromas de leyenda), que lo hacen por primera vez, y, en el que, junto a libros de autores ya consagrados, como Villaespesa, Martínez Sierra e incluso Salvador Rueda, aparecen otros de autores más jóvenes, como Enrique Díez-Canedo o Fernando Fortún. Han pasado más de tres años desde que Pinedo publicara su anterior poemario, en un momento en que, tras la primera eclosión Fernández Almagro (1923), en un artículo de humor antitradicionalista, propone a Ortiz de Pinedo, entre otros candidatos, como opositor admitido de un imaginario concurso al puesto de poeta nacional. V. Soria Olmedo (2004: 119-120). 5 En el Archivo Machado de Burgos se conserva la carta de Ortiz de Pinedo a Machado, fechada el 5 de febrero de 1943, solicitando su colaboración: Brotherston (1968: 68) y González Alonso (1981: 305). 4
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Figura 1. Huerto humilde
modernista-simbolista, se produce, como reacción, un repliegue general hacia una poesía más íntima, recogida y sencilla, que coincide con la que nuestro autor ya había creado en Dolorosas (1903). En este libro había configurado un tipo de poesía que no va a abandonar en su posterior trayectoria lírica. Consiguientemente, lo que encontramos en Huerto humilde no se diferencia mucho de su libro anterior, sino que supone una profundización en los aciertos ya conseguidos: una lírica sentimental que canta, en un popularista y bucólico tono menor, la vida sencilla del hogar, el campo y la aldea, los amores ingenuos, la alegría infantil y las muchachas en la flor de la edad. Si algo nuevo hay es un sentimiento de la vida más acendrado, menos triste y melancólico. Sin embargo, sus composiciones suenan a ya conocidas, no aportan novedades formales o temáticas, ni una voz o un tono excesivamente original. Huerto humilde está compuesto por sesenta poemas, divididos en cuatro secciones que recogen quince composiciones cada una, con los títulos respectivos de «Rimas de diverso tono», «La poesía del detalle», «Las vírgenes del amor» y «Canciones de campo y aldea». En realidad, no hay grandes diferencias entre una sección y otra, ni temática ni métricamente: en las cuatro predominan las coplas octosílabas (muy raramente reducidas hasta el verso de seis o de siete sílabas), que se ajustan perfectamente al bucolismo popularista que practica Ortiz de Pinedo. Muy de vez en cuando aparecen otros poemas compuestos mediante decasílabos, endecasílabos, dodecasílabos o alejandrinos, casi siempre formando estrofas de cuatro versos, amén de alguna silva. En total, los poemas que se alejan del verso de ocho sílabas no al499
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canzan la cuarta parte del total. El volumen va dedicado al periodista y escritor José de Roure, que moriría poco después (1864-1909). Había sido redactor de El Libe ral y La Correspondencia de España, y redactor-jefe de Blanco y Negro, además de colaborar en otras publicaciones (como ABC o la satírica Gedeón, donde escribía anónimamente «Los jueves de Gedeón»). Ortiz de Pinedo había reseñado, en 1905, su obra teatral La última cita de Don Juan (Ortiz de Pinedo, 1905). En el capítulo «El bohemio cautivo» de su libro de memorias Viejos retratos amigos, lo recuerda como «escritor de prosa elegantísima», en quien «el ingenio, la sátira, la intención y la gracia iban del bracero»; «un literato muy superior a su renombre y a su propia obra», sobre todo por sus relatos, «Amenísimo en su conversación, chispeante, fácil», que «todo lo satirizaba amablemente», «influido por la filosofía indulgente y mundana de Campoamor» (Ortiz de Pinedo, 1949: 71-72). «Rimas de diverso tono» se abre con una composición metapoética inicial, «La madre de los poetas», donde Ortiz de Pinedo declara su concepción idealista de la lírica como consuelo vital: así, la poesía es «musa eterna»: «tienes hecha tu alma con una esencia / de mujeres y niños y ruiseñores»; es «la cumbre altiva de los anhelos», «sed divina», música, dolor y ternura, el beso, el perfume y la ilusión, «hálito de las almas y alma en las cosas», bondad, «fruto santo», amor y consuelo: «sólo tú, Poesía, de amor nos vistes, / madre, divina madre de los cantores, / consuelo de los pobres y de los tristes» (1907: 11-14). Esta poética se complementa con la que se expone en el poema titulado «Canciones antiguas de niños», donde estas, de forma similar a lo que sucede en Antonio Machado, sitúan al sujeto lírico en la memoria comunitaria de lo popular y lo temporal. El resto de la serie se dedica a composiciones de un estilizado popularismo bucólico, donde se exaltan las muchachas jóvenes, bellas y puras, recogidas en la dulzura cotidiana del hogar, con sus objetos y labores («Lucía, sentada y bordando» (1907:17): «Lucía... Tú eres un grato / remanso para la vida / cansada del oleaje, / escéptica y dolorida»; «¡Tu amor es cuna de rosas / para mi melancolía!»; poema análogo es «El bastidor»), y los fugaces galanteos e idilios inocentes, en un marco rural («La sed»: de agua y de amor; «Los enamorados»; la ronda de amor de «Las rosas de tu rosal»; el piropo madrigalesco de «Una voz querida»). Frente a ellos, solo un par de composiciones recrean, de forma muy próxima a Juan Ramón, la tristeza de la muchacha solitaria («Corazones solos») o la soledad del propio poeta («Los pianos del crepúsculo»). Otro grupo de poemas, que alterna con el anterior, muestra la ya conocida solidaridad y ternura de Ortiz de Pinedo hacia los seres indefensos: los huérfanos en «Las madres muertas»; «Los viejos», a la espera de la muerte, con el solo consuelo de sus nietos; «Los niños», calificados de la «dulce bienandanza», los «tallos de la vida» y la «flor de la esperanza»; e incluso «La loca» (motivo muy juanramoniano), «el dolor y la inocencia», «el alma sin carne», que busca un hermano, un alma que la quiera. La sección se cierra con «Las mujeres», un himno a la mujer de verdad frente a la mujer ideal, pero no con los aspectos eróticos con los que Rubén Darío había construido su «Balada en honor de las musas de carne y hueso» (incluida en El canto 500
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errante, 1907), sino con una visión más tradicional y hogareña de la compañera del hombre: «buscamos la belleza etérea y mentirosa / ciegos ante la viva que de Dios ha brotado», «Verdad y no quimeras, poesía palpitante / de barro humano», «Mujeres […] que han sido nuestra cuna y son nuestro destino […] mujeres que nos sirvan para hacer el camino», «sencillas almas buenas», «almas santas» «de corazones limpios»; «¿qué valen las soñadas mujeres ideales / junto a vuestra divina realidad misteriosa?» (1907: 63-66). La segunda sección, «La poesía del detalle», se caracteriza por estar constituida por piezas sin título y de estructura popular y cancioneril (paralelismos, estribillos y repeticiones), que recrean un instante, un paisaje y un sentimiento (a menudo entrelazados) mediante breves pinceladas, evocaciones e impresiones. Los motivos son habituales en este tipo de lírica: la delicia de la tarde en la aldea, la quietud de la noche, la dulzura de las muchachas, el galanteo amoroso, el encanto del ángel del hogar, el recuerdo de los niños... A ellos se unen, para cerrar la serie, la reflexión sobre el paso del tiempo («Las cosas idas...»), tema habitual en la segunda fase del modernismo, al menos desde la «Canción de otoño en primavera» de Rubén Darío, y una glosa igualmente introspectiva de una sentencia de Campoamor (al cual, tras el rechazo de los primeros momentos de guerra literaria, iban a recuperar, gracias a su suave ironía sentimental, autores como Azorín, Manuel Machado, Fernando Fortún o el propio Darío): «Todo en amor es triste, / mas triste y todo, es lo mejor que existe» (1907: 90-91). La tercera serie, «Las vírgenes del amor», está dedicada a cantar y evocar, de estilizada forma popularista, todo tipo de situaciones sentimentales, predominantemente puras, ingenuas e ideales, donde la gran protagonista es la mujer (e incluso en alguna ocasión, el sujeto lírico tiene género femenino, es decir, habla una mujer en el poema, como en «Rey y señor»): la triste enamorada que, sin la presencia de su amor, pasea solitaria por el parque («Las enamoradas»); el madrigal en torno a los ojos hechiceros («Dulce y cruel», que glosa la sentencia cancioneril, repetida a modo de estribillo: «En las redes de tus ojos / son los míos prisioneros» (1907: 9799); el amor ideal ensoñado, la «divina barquera» que se espera para curar melancolías y dolores, quizá con el recuerdo de «La bonne chanson» de Verlaine o «La buena canción» de Manuel Machado («Amores soñados»); la mujer que se marchita «sin que el amor la haya / cortado en el rosal» («Sol poniente») (105); la muchacha que lee su devocionario en la iglesia y cuyo amor resulta esquivo para el poeta («Para tu devocionario...»); la mujer que llora leyendo a Heine mientas espera su «galán viajero» («Místico amor»); el amor epistolar («Las cartas»); «Las novias de aldea», «sencillas y humildes»; el imperio de Amor, que llega en la primavera («Rey y señor»); los «Cariños ingenuos» de Celina y Chinita (cuyos nombres ya habían sido empleados por Ortiz de Pinedo en libros anteriores), que no tienen amores en la romería aldeana; «La novia de quince años», el amor adolescente de alma impoluta; «La novia del vestido blanco», en el instante previo a la ceremonia nupcial; «La novia de las manos cruzadas», es decir, la muerta en la flor de la edad; la muchacha que ha perdido su flor y su alegría en un instante («La caída»), y, finalmente, la 501
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rubendariana muchacha enferma («Fiebre») que evoca en vano «al viajero que ella espera» (1907:117). La última sección, «Canciones de campo y aldea», exalta líricamente una serie de estampas rurales de idealizado bucolismo. Destaca la que abre el conjunto, «La oración de la tarde», variante del tópico del ángelus crepuscular, que supone la creación de una atmósfera sugerente y un instante de recogimiento espiritual. Este motivo no falta en ningún modernista, especialmente tras el hito que supuso el libro de Francis Jammes Del ángelus de la mañana al ángelus de la tarde (1898), traducido al castellano por Enrique Díez-Canedo, y que tanta importancia tuvo para el modernismo «pastoril» del propio Canedo, de Juan Ramón Jiménez, Ramón Pérez de Ayala o Andrés González Blanco, entre otros. La contribución de Pinedo no aporta nada nuevo al motivo de la serenidad de la tarde, pero lo desarrolla con esmero y corrección («el azul es de un tono místico y recogido», «dice la paz y el sentimiento», «¡Indefinible hora / en que rompe el silencio solemne la sonora / onda que al cielo sube y al corazón alumbra!», «en un momento […] se abrazan y se besan lo santo y lo terreno»). Secuencia similar, e igualmente tópica, es la que recrea el silencio inerme de la noche en «Meditación a la luna»; en contraposición, otro poema se dedica a la alabanza del sol («Canciones al sol»). A la tierra baldía se dedica una composición («Tierra muerta»), la cual incluye una cita homenaje a fray Luis de León (que ya el poeta de Moguer había recuperado en sus poesía pastoril), y otra a la descripción impresionista de una tormenta de verano sobre el campo seco («Paisaje de sol, de lluvia y de paz»), como ya había hecho Antonio Machado en Soledades). Otros poemas resultan más descriptivos, y solo los salva su acierto versificatorio o, en ocasiones, su gracia popularista: los dedicados a la dulzura del hogar («Un rincón de amor»), los leñadores («Las hogueras del invierno en el bosque»), la iglesia rural, con el tópico de las campanas volteando («Campanas de gloria»), las vendimiadoras («Mujeres del campo»), la romería campesina («Antigua ingenuidad campesina»), o a la cruz del camposanto («Pobre cruz de amor»). Un par de poemas contraponen el idilio amoroso a la orilla del río («Un idilio en otoño») y la joven ahogada en el arroyo («Almas débiles que arrojan el peso de la vida»), tema también querido por Juan Ramón Jiménez (y, posteriormente, por García Lorca). Finalmente, no puede faltar el recuerdo de los seres queridos que han muerto, especialmente madres, hermanos y novias («Voces lejanas»). El último poema del libro se dedica a la naturaleza, entendida como consolador «Refugio de paz»: «Naturaleza, madre, maravillosa amada / que acoges las tristezas del alma fatigada», «campo, preciosa calma, curadora de hastíos», «tú me das el consuelo de la paz provechosa»; «Sé amada comprensiva, sé madre, sé bien mío»; «Que en ti descanse, madre, mi corazón herido» (1907: 187-189). Huerto humilde fue reseñado por Eduardo Gómez de Baquero (1907) en su «Revista literaria» de Los Lunes de El Imparcial, destacando su carácter de «libro sentimental, romántico, que habla de castos amores, de la poesía íntima de los hogares tranquilos, de las gracias rientes y puras de la niñez»; un libro, por tanto, «propio para que lo hojeen las blancas manos de doncellas enamoradas», sin que eso signi502
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fique que sea «una poesía ñoña de sábado blanco». El crítico observa que, pese al título, en realidad «el sentimiento de la naturaleza no es muy acentuado», porque sus composiciones «son demasiado líricas para ello»; «La poesía del Sr. Ortiz de Pinedo es muy lírica, muy subjetiva, y por lo mismo muy humana». Lo más sobresaliente del libro, según Gómez de Baquero, son las mujeres que cruzan por él, «de una pureza y una sencillez encantadores»; «Son heroínas de hogar y de ensueño, que encarna la poesía de vidas limpias y apacibles».
Figura 2. La jornada
El poemario de Ortiz de Pinedo que cierra la primera década del siglo xx es La jornada, que apareció en la Biblioteca Hispano-Americana de la madrileña Librería de Pueyo en 1910 (editado en Valdepeñas, por la Imprenta de J. Hurtado de Mendoza). En su cubierta, un dibujo firmado por J. Ramírez representa un sendero que, entre campos, lleva desde dos cipreses en primer plano (a la izquierda de la imagen) hacia un viejo castillo en lo alto de una loma (a la derecha), mientras el sol parece ponerse (figura 2) (en la contracubierta aparece el exlibris de Pueyo realiza503
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do por Juan Gris). Es una imagen que simboliza el contenido del libro, como veremos. Varias de sus composiciones se publicaron previamente en las revistas Rena cimiento y La Ilustración Española y Americana. Dar a la luz un poemario con dicho título era una idea que su autor ya tenía desde comienzos de siglo, puesto que tanto en Canciones juveniles como en Dolorosas había anunciado como obra «próxima a publicarse» Poemas, dividida en «La Jornada, Hernán y Almas buenas». La jornada consta de dos partes. La primera está dedicada al periodista y político liberal Miguel Moya, que había sido director de El Liberal, presidente de la Sociedad Editorial de España y de la Asociación de la Prensa de Madrid, además de diputado y senador. Esta primera parte está constituida por veinte poemas, en los que predomina el verso octosílabo (formando coplas, cuartetas, redondillas y romances estróficos, combinado con el verso de cuatro sílabas e incluso con el de dieciséis), aunque conforme avanza esta sección aparecen poemas escritos en arte mayor: eneasílabos, alejandrinos, dodecasílabos, endecasílabos (dispuesto en tercetos, cuartetos y serventesios), más una silva. La segunda parte del libro, sin dedicatoria, está formada por diecisiete composiciones y alterna, de forma más equilibrada, el octosílabo con el arte mayor, del que aparecen las mismas medidas que en la primera sección, predominando, en este caso, el alejandrino y la silva. El tópico de la peregrinatio vitae y del homo viator configura el poemario de principio a fin, que, de este modo, presenta un tono melancólico y elegíaco lleno de sobriedad, sencillez expresiva e incertidumbre espiritual, y una mayor cohesión que libros anteriores. Mediante estas imágenes alegóricas, de uso frecuente en el modernismo, el poeta se caracteriza a sí mismo y, por extensión, al ser humano, en busca de su propio ser y de una trascendencia perdida. La peregrinatio vitae es una reconocida tipología que proviene directamente de la Biblia (Eclesiastés 7,1; Génesis 23,4, 47, 4; Deuteronomio 10,18-19; Ad Corinthios II 6,7-8). Esta alegoría circunscribe el exilio del hombre tras su expulsión del Paraíso y su desgraciada existencia peripatética sobre el mundo, convirtiéndolo en homo viator que anda en busca de la gracia perdida («O vos omnes qui transitis per viam», Lamentaciones 1,12). El tema recorre toda la literatura occidental desde la Edad Media al Renacimiento y al Siglo de Oro. En los trovadores provenzales, en Dante y en Petrarca, adquiere el sentido adicional de peregrinación erótica. Berceo en los Milagros de Nuestra Señora, Cervantes en Los trabajos de Persiles y Sigismunda y Góngora en las Soledades («Pasos de un peregrino son errante») fueron tres hitos importantes en el desarrollo del tema en lengua española. Pero con la revolución romántica la imagen adquirió el sentido de una nueva mística intramundana: pasó a expresar la incertidumbre del poeta frente a la pérdida de su cetro, a la ausencia de Dios y al vacío del mundo como sentido de unidad armónica. Los prerrafaelitas, por su parte, dotaron al sentimiento alegórico de un aura de ingenuo misterio primitivista que fecundaba las fuentes originarias del tema (recuérdense, por ejemplo, las interpretaciones que Burne-Jones realiza de The Pilgrim of Love según el Roman de la Rose y los Canterbury Tale’s, de Chaucer), y los simbolistas expresaron mediante la imagen del romero la idea del otro yo a la bús504
Huerto humilde (1907) y La jornada (1910): dos poemarios modernistas de José Ortiz de Pinedo
queda de los fragmentos de una identidad perdida en los oníricos caminos de su reino interior. El tema, por tanto, cuenta con una larga e intensa tradición, que arraigaría con fuerza en el fin de siglo. Al margen del Victor Hugo de Toute la Lyre (1893) («Qu’es-tu, pèlerin?
»), hay varios modelos en la lírica simbolista que fueron muy tenidos en cuenta por los modernistas. El primero y más importante, el ferviente cristiano con ansias de redención que es el Verlaine de Sagesse, pero también el Jean Moréas de Le Pélerin passioné (1891) y de Les Stances (1899), quien impone la imagen del romero solitario en un ambiente de sereno y dolorido bucolismo elegíaco. En la lírica hispana, el tema aparece en múltiples autores. Uno de los más tempranos y conspicuos es Amado Nervo, en quien predomina un dolorido sentir fácilmente interpretable en clave alegórica (como en «Predestinación», de Místicas, 1898), próximo al que encontramos abundantemente en los primeros poemarios de Villaespesa (léase «El camino», de Luchas, 1899), donde incide de manera superficial en el tema del peregrino en poemas como «La canción del hogar» de El alto de los bohemios (1900), «Samaritana» y «La canción del regreso», en Rapsodias (1901) o en la igualmente titulada «La canción del regreso» de Viaje sentimental (1904). Emilio Carrere emplea un registro análogo al de Villaespesa en numerosas composiciones, en las que tampoco trasciende las limitaciones de la tópica formulación finisecular, como en «Un alto en el camino». En Antonio Machado aparece el motivo del peregrino empleado de una forma mucho más personal para simbolizar la búsqueda y el anhelo de unas esperanzas que no llegan a verbalizarse, en varios poemas de Soledades (1903) y Soledades. Galerías y otros poemas (1907). Manuel Machado lo emplea igualmente en distintas composiciones de Caprichos y El mal poema, consiguiendo altos resultados estéticos. Ramón Pérez de Ayala hizo de la figura del caminante solitario en busca del sosiego interior el símbolo central de su primer poemario, La paz del sendero (1903), y volvió a emplearlo repetidas veces. No muy lejanas de Villaespesa, e incluso de Pérez de Ayala, se encuentran las composiciones que Francisco A. de Icaza dedicó al tema en La canción del camino (1905). En la línea de ambos se encuentra también «Y el caminante dice
», soneto que Fernando Fortún incluyó en La hora romántica (1907). Más intensa resulta la asimilación que hace Rubén Darío en «Melancolía», de Cantos de vida y esperanza (1905), donde emplea la imagen del caminante para dar sincera expresión a su desorientación anímica. Enrique de Mesa alcanzaría unos resultados por encima de la media al revestir el tópico de un popularismo bucólico en «Perdurable». El motivo rebasará ampliamente la primera década del siglo y, siguiendo las huellas de Pérez de Ayala, llegará a José Moreno Villa (recordemos, el «Prólogo» a «En la selva fervorosa» de El Pasajero, 1914), así como a León Felipe, quienes lo proyectarán hacia las nuevas promociones poéticas (Alarcón Sierra, 1999: 507-516). Ortiz de Pinedo contaba, por tanto, con una importante tradición lírica a sus espaldas en el momento de escribir La jornada. En el libro, la alegoría de la vida 505
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como camino y del hombre como peregrino va acompañado de otras imágenes tradicionales de raigambre bíblica, como la del valle de lágrimas, la navigatio vitae (en el poema titulado «Río adelante...») o la del árbol del corazón y de la vida («El árbol»). La lección del poeta es la necesidad de combatir la desazón existencial mediante la resignación y la esperanza. En la primera parte del libro, los poemas en los que el ser humano aparece como caminante, vagabundo o titiritero simbólico (imagen que comparte la lírica finisecular con la pintura, y que llega, por ejemplo, a Picasso; Starobinski, 1970 y Eguizábal, 2008) se van alternando con otros que adquieren la forma de oraciones e invocaciones, en los que se expresa, con un sencillo y acendrado sentimiento espiritual, próximo al Verlaine del ciclo converso, el consuelo de una vida mejor y la empatía con los necesitados. De este modo, se suceden poemas como «El padre nuestro de los humildes», «Oración por nuestro cariño», «Almas buenas» o «Al pan nuestro de cada día». El poeta no se olvida de mostrar su piedad y dulzura hacia los más débiles, en composiciones como «Los niños tristes» (que recuerda a Ricardo Gil, sobre todo en su final, donde sostiene que, ante el sufrimiento, mejor que se los lleve el Ángel de la Guarda) o «El juego perdido», que nuevamente recrea el motivo de la niña muerta, ahora desde el original punto de vista del perro que jugaba con ella. Tampoco olvida la tristeza melancólica del desamparado sentimental en un par de poemas: «Noche de fiesta» (que recrea el primer desengaño de una muchacha, comparado a una dolora campoamorina) y «El dulce mal» (que escenifica la tristeza y soledad del amante solitario, recreando un ambiente de misterio nocturno deudor del «Coloquio sentimental» de Verlaine). Del mismo modo, frente al desamparo del hombre en un medio física y metafísicamente hostil (el invierno simbólico del poema «La tristeza del invierno», cercano a «Los días sin sol» de Manuel Machado, por ejemplo, o el paso ominoso de la noche, de la muerte y del tiempo en «Ya viene la sombra»), Ortiz de Pinedo opone el tópico de la dulzura del hogar, donde se reúnen, junto al poeta, la mujer y los niños, el amor humano y el amor divino. El sujeto lírico también dedica varios poemas, en un tono celebrativo, a las pequeñas dichas del ser humano, pese a su carácter fugaz: la ilusión del ideal en «Lo desconocido», «La dulzura del recuerdo» o «La dicha que existe», «suma de mil instantes» efímeros que constantemente se escapan. Para el poeta, como en los poemarios anteriores, el máximo consuelo lo supone la presencia misteriosa de la mano acariciadora de su madre muerta, que vuelve en poemas como «Lo desconocido», «La gracia de las manos» y «La visita», composición que precisamente clausura la primera parte del libro. La segunda se inicia y se cierra nuevamente con la alegoría de la peregrinatio vitae: se abre con una evocación sentimental de los «pobres titiriteros» o «saltambanquis» (personajes que ya aparecían en el primer poema del libro y que simbolizan al propio poeta), «farándula errante» que va «Por sendas tristes
» (título del poema) «dando su alegría / y divirtiendo el dolor» (Ortiz de Pinedo, 1910: 98), y termina con «Aventura»: el peregrino regresa a su punto de partida, pero no encuentra la dicha ni en el camino ni tampoco ya en el hogar, porque la dicha que 506
Huerto humilde (1907) y La jornada (1910): dos poemarios modernistas de José Ortiz de Pinedo
había en este se la ha llevado el tiempo: («—¿Por qué, si te he buscado, ahora no vienes? / Y si estabas aquí, ¿por qué te has ido?») (1910: 172). El peregrino se equipara al dolor del nazareno, como ya sucedía en «Peregrinaje», penúltimo poema de la primera parte del volumen (la reiteración en ambas secciones de las figuras del titiritero y del nazareno, imágenes simbólicas del poeta reiteradas en el fin de siglo —Hinterhäuser, 1980: 20-32 y Alarcón Sierra 1999: 516-527—, estructuran, de esta forma, el poemario). Es una buena manera de cerrar el volumen, así como de mostrar la búsqueda interminable, sin resultado, del poeta moderno. Poco antes, el poema «Caminos de ensueño» había mostrado la dulce ilusión onírica de quien busca su esperanza como un Quijote lírico («La senda del vivir más grato y halagüeño / no vale lo que el dulce sendero de un ensueño») (1910:157). Otra composición que destaca es «El valle», cuyo tema es el menosprecio de corte y alabanza de aldea. El valle es interpelado de manera juanramoniana: representa la esencia de una vida campestre y rural, de paz ensimismada e integrada en la naturaleza, frente a la amenaza bélica (referencia velada seguramente a las guerras coloniales de Marruecos). Entre esas composiciones «centrales» se establecen varias series de poemas; los madrigales galantes y sentimentales: «Los pies ideales», «La alegría de las rosas», «El madrigal de tu risa», «Las violetas» (de tono melancólico, y que se adelanta a la famosa canción «La violetera», que poco después hace triunfar Raquel Meller), «El madrigal de la mentira» y «El velo». «La “estrella”» dedicado a una chanteuse, con cierto eco manuelmachadiano (recordemos «Una estrella», en Caprichos), también puede incluirse entre estos. Otra serie se centra en el tópico del tempus fugit: «La belleza doliente», «Alma en fiesta» y «Balada del olvido». Finalmente, otro grupo de poemas recrea el paseo callejero y costumbrista por Madrid, de forma más cercana a Emilio Carrere o Pedro de Répide que a Manuel Machado: «Nocturno», «Paseos de primavera» y «Senderos de amor», sin que falten las referencias a Goya y a Ramón de la Cruz. En síntesis, el tópico de la peregrinatio vitae y del homo viator configura el poemario de principio a fin, que presenta un tono melancólico y elegíaco lleno de sobriedad, sencillez expresiva e incertidumbre espiritual, y una mayor cohesión que libros anteriores. Mediante imágenes alegóricas de uso frecuente en el modernismo, el poeta se caracteriza a sí mismo y, por extensión, al ser humano, en busca de una trascendencia perdida. La lección moral del poemario es la necesidad de combatir la desazón existencial mediante la resignación y la esperanza. José Francés (1910) hizo un breve anuncio, más que reseña, de La jornada en la revista Por esos mundos: Ortiz de Pinedo es un poeta lleno de amor por todo lo humilde, para esos dolores callados y mansos que no quieren congestionarse en imprecación y se anemian en resignada renuncia. Dolorosas y Huerto humilde así lo sentaron con notable precedente que dejó algunos versos en la Antología poética contemporánea. Ahora, a través de esta nueva obra, el poeta sale de sí mismo, peregrina por el impulso del ideal y de la bondad, y vuelve maltrecho, ansioso de paz y de olvido en la sana dulzura del hogar vacío.
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También le dedicaron palabras de compromiso Fernández Ortuño (1910) y Martínez Olmedilla (1911: XIII). El 13 de noviembre de 1910 varios de sus compañeros de letras le dedicaron un banquete en el Café Labraña de Madrid para celebrar la aparición y el «éxito» del poemario: Emilio Carrere, Andrés González Blanco, el propio Martínez Olmedilla, Eduardo Haro, José María Matheu y Diego San José, entre otros, al que también enviaron su adhesión Salvador Rueda, Villaespesa, Cansinos Assens, Felipe Trigo, Ramón Gómez de la Serna o Colombine («Por el arte / Dos banquetes / A Ortiz de Pinedo», ABC, 14 de noviembre de 1910, p. 10). No obstante, en ambos libros, Huerto humilde y La jornada, las composiciones de Ortiz de Pinedo, pese a su encanto y a la facilidad de su rima, suenan a poemas ya conocidos, no aportan novedades formales o temáticas, ni una voz o un tono excesivamente original, lo que, junto a su tibia acogida, contribuyó seguramente al paulatino abandono de la vocación lírica por parte de su autor y a su mayor dedicación a la novela. Bibliografía Aguirre, José María. «José Ortiz de Pinedo y Antonio Machado: coincidencias», Revista de Occi dente, 18 (1977), pp. 37-42. Alarcón Sierra, Rafael. Entre el modernismo y la modernidad: la poesía de Manuel Machado (Alma y Caprichos), Sevilla, Diputación Provincial de Sevilla, 1999. — (ed.). Manuel Machado, Impresiones. El modernismo (artículos, crónicas y reseñas, 1899-1909), Valencia, Editorial Pre-Textos, 2000. — Juan Ramón Jiménez: pasión perfecta, Madrid, Espasa-Calpe, 2003. — «La poesía de José Ortiz de Pinedo», en Dámaso Chicharro Chamorro (ed.), Literatura giennen se en el olvido, Jaén, Instituto de Estudios Giennenses-Diputación Provincial de Jaén, 2007, pp. 17-52. Brotherston, Gordon. Manuel Machado: A Revaluation, Cambridge, University Press, 1968. Caballero Venzalá, Manuel. «José Ortiz de Pinedo, entre la prosa y el verso (1880-1959)», Semblantes en la niebla, Jaén, Diputación Provincial-IEG, 1993, pp. 345-348. Cansinos Assens, Rafael. Obra crítica, 2 vols., Sevilla, Diputación de Sevilla, 1998. — La novela de un literato, 3 vols., Madrid, Alianza, 1982. Cejador y Frauca, Julio. Historia de la lengua y literatura castellana, Madrid, Tip. de la Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos, 1920, Madrid, Gredos, 1972. Correa Ramón, Amelina. Poetas andaluces en la órbita del modernismo. Diccionario, Sevilla, Alfar, 2001. — (ed.), Poetas andaluces en la órbita del modernismo: antología, Sevilla, Alfar, 2004. Cruz Quintás, José María. «Algunos episodios biográficos de José Ortiz de Pinedo. Un escritor jaenés en el Madrid de la primera mitad del siglo xx», Elucidario, 4 (2007), pp. 101-108. Cuenca, Francisco. Biblioteca de autores andaluces modernos y contemporáneos, 2 vols., La Habana, Tipografía Moderna de Alfredo Dorrbecker, 1925. — Teatro andaluz contemporáneo, La Habana, Maza-Caso y Cía., 1937. Eguizábal, Raúl. El circo en el arte español, Segovia, Museo de Arte Contemporáneo Esteban Vicente, 2008. Fernández Almagro, Melchor. «Se necesita un poeta nacional», España, 378 (14 de julio de 1923).
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Mito, historia y representación: ¿Por qué corres, Ulises?, de Antonio Gala* M.ª Teresa García-Abad García Instituto de Lengua, Literatura y Antropología, CSIC
En La memoria, la historia, el olvido, Paul Ricoeur se detiene, a modo de prólogo, en la contemplación de una soberbia escultura barroca de las que pueblan la biblioteca del Monasterio de Wiblingen, Ulm: Es la doble figura de la historia. Delante Cronos, el dios alado. Es un anciano con frente ceñida; su mano izquierda sujeta un gran libro del que la mano derecha intenta arrancar una hoja. Detrás, y en posición dominante, la historia misma. Su mirada es seria, escrutadora; un pie vuelca una cornucopia de la que se desliza una lluvia de oro y plata, signo de inestabilidad; su mano izquierda detiene el gesto del dios, mientras que la derecha exhibe los instrumentos de la historia: el libro, el tintero, el estilete (Ricoeur, 2003: 10).
El ensayo propone un sugerente modo de formular la escritura de la historia a través de una terna de etapas, solo segregables de forma analítica, conformada por una fase documental, una explicativa comprensiva y una representativa. Comparte con quienes se adscriben a las corrientes de interpretación de la historia como representación el convencimiento de su mayor capacidad «para dar cuenta, no solo de los detalles del pasado, sino también de la manera en la que esos detalles se han integrado en el seno de la totalidad de la narración histórica».1 Tiempo vivido y narración se convierten así en dos caras de una misma moneda: no hay experiencia del tiempo sin narración y lo que toda narración narra es una experiencia temporal. * Este trabajo forma parte de una investigación llevada a cabo en el marco del proyecto «Intermedialidad e institución. Relaciones interartísticas: literatura, audiovisual, artes plásticas» (HAR201785392-P), dirigido por Fernando González y Víctor del Río. Está financiado por el Ministerio de Economía y Competitividad 1 V. Ankersmit (1994: 182-238). En este ensayo se examina la evolución del lenguaje empleado en la filosofía de la historia a partir de la década de los años cuarenta del siglo xx y se observa cómo el modo descriptivo va siendo reemplazado por una hermenéutica que deja paso en los últimos años al dominio de la representación.
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Por su parte, el modo simbólico presupone un paradigma de conocimiento donde el modelo presentacional y objetivo es superado por el modo de la representación, del pensamiento indirecto, un pensamiento ligado siempre al sujeto que arrastra el peso de la historia y la marca de lo vivido; un «langage lié», según Ricoeur. Así es como también José M.ª Mardones, en su estudio sobre el retorno de la realidad mítico-simbólica, vincula el orden simbólico con lo histórico, cultural, concreto, pese a que el concepto parece más próximo en una primera aproximación a la generalización abstracta, la objetividad y la fijeza unívocas (Mardones, 2000: 28). En nuestro tiempo son los relatos históricos y los de ficción los encargados de satisfacer dicha función narrativa, géneros que, como bien es sabido, fueron fusionados en la Antigüedad clásica en mitos y epopeyas. La recreación de los mitos clásicos ocupa un lugar destacado entre las herramientas expresivas del arte de todos los tiempos por su capacidad para enraizar y adaptarse a nuevas realidades históricas. Cuando Barthes afirma que el concepto de mito nunca es abstracto, sino que está lleno de «situación», no hace sino reforzar esta cualidad positiva del lenguaje mítico que convive con su carácter abierto y proteico. En los conceptos míticos no hay ninguna fijeza: pueden hacerse, alternarse, deshacerse o desaparecer completamente.2 Pilar Palomo en el prólogo a Antonio Gala. El paraíso perdido inserta la obra del dramaturgo en la corriente más sugerente de la literatura del momento, a saber, el mito y su permanencia; el sueño fracasado de la utopía y su desencanto, la palabra poética como vehículo transmisor del símbolo… (Martínez Moreno, 1994: 20). Los grandes personajes-símbolo de la cultura occidental permiten expresar a través de ellos la pérdida del Edén, definitiva y radical, ya que el hombre vive en un continuo éxodo existencial, arrojado del Paraíso. Porque, ese destierro, esa pérdida, parece consustancial al sentir de nuestro tiempo. Utopía y desencanto también se apoderan del autor de ¿Por qué corres, Ulises? entre los estertores de la dictadura y los primeros balbuceos de una democracia que empieza a defraudar buena parte de las expectativas depositadas en el nuevo orden. La prohibición de Arias Navarro de la serie Paisaje con figuras, apenas emitidos tres episodios, y el secuestro de la revista Sábado Gráfico (1976) en la que se incluye un artículo de Gala titulado «Las viudas» son ejemplos sintomáticos de que la mordaza a la libertad de expresión todavía ejerce su indeseable acción sobre autores y medios. Historia y ficción, la Guerra de Troya y la figura de Ulises, sirven a Antonio Gala para abordar desde la tradición mítica la encrucijada histórica del tiempo presente de la Transición española, un tiempo de cambio y fundadas amenazas de involución: «Aquellos a quienes se retrata en este personaje —los que se afirman solo en sus gestas pasadas, en sus mustias retóricas— retroceden en el tiempo para respirar aires que respiraron. Y ni aun eso les será permitido. Porque todo ha cambia2
Sobre el papel de los mitos en el teatro actual, v. M.ª José Ragué Arias (1993).
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do; no está cambiando, sino que ha cambiado: lo que pasa es que, por unos instantes, conviene guardar la compostura ante la inocentada» (Gala, 1984: s. p.). Tal enunciación mítica, adoptada por el dramaturgo en 1975, satisface las necesidades de una sociedad todavía en un estado primitivo de apertura a un nuevo régimen de libertades y precisada de construcciones culturales de componente simbólico con el fin de proporcionar explicación a fenómenos que se resisten a ser narrados. La necesidad de renovación de Ulises es extensible asimismo a la caduca estructura del teatro contemporáneo. No en vano, Enrique Llovet en el prólogo a la edición de Espasa-Calpe, apuntaba a la dificultad de la sociedad para adaptarse a nuevos lenguajes renovadores como una de las causas del anquilosamiento del teatro del momento, lastrado por su falta de coherencia formal, por su dramaturgia dudosa, por su aburrimiento integral, por su agobiante mimetismo y, en fin, por su «desasimiento social» que convertía muchos de estos trabajos en una patética ruptura personal, en una pataleta, quizás justificada humanamente, pero vacía de sentido para los espectadores (Gala, 1977: 14). Gala no pretende dramatizar la Odisea, como señala Arroyo Martínez, es decir, demostrar fidelidad al texto griego, sino servirse del arquetipo, del inconsciente colectivo encerrado en todo mito, para reflejar los conflictos que afectan a la sociedad española de los años setenta, aprovechando el conocimiento del público de la obra homérica. El propio autor, en la «Antecrítica», publicada por ABC con motivo del estreno, ofrece claves inequívocas para orientar una eventual lectura desatinada del mito cuando recuerda que cualquier odisea es el relato de un retorno, de un regreso paralelo a la recuperación de la memoria, «que una posguerra náufraga logró desvanecer y diluir»: Todos somos Ulises y Nausica o Penélope. Todos hemos sufrido las consecuencias de una guerra, cuyas causas se nos han olvidado. Todos esperábamos llegar alguna vez donde nunca llegamos. Todos hemos perdido demasiado tiempo y culpado de nuestras tonterías al destino y los dioses. Todos vagamos de una en otra isla, desterrados de donde fuimos reyes ignorantes: y es terrible volver. Todos tenemos un alma dividida; y es terrible elegir (Gala, 1975a: 54).
¿Por qué corres, Ulises? sube a las tablas del teatro Reina Victoria el 17 de octubre de 1975.3 Dos días antes, Franco había sufrido un infarto, preludio de una penosa agonía que pondría fin al régimen con la desaparición del dictador. En el «Prólogo» del autor a la edición de Preyson (1984), Gala recuerda las palabras de Copérnico, «uno de los más agudos escritores con seudónimo de la prensa española», sobre la dudosa oportunidad política de haber devuelto al mito a la actualidad del momento histórico presente: 3 Producida por la Empresa Corral de Comedias bajo la dirección de Mario Camus fue interpretada en sus papeles principales por Alberto Closas, Mary Carrillo, Victoria Vera, Margarita Calahorra, Rosario García-Ortega y Juan Duato. Escenografía: Vicente Vela. Vestuario: Elio Bernhanyer. Luminotecnia: Francisco Fontanals.
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M.ª Teresa García-Abad García Bien visto está por Copérnico que, mientras la Ilíada es algo que se abre —«una estimulación hacia el futuro»—, la Odisea es algo que se cierra —una «consolidación de la costumbre, aunque sea la del cansancio». Precisamente por eso es por lo que yo decidí en 1975 referirme a la Odisea. Para hablar de lo que deseaba (poner en solfa al «conservador puro, incapaz de nuevas experiencias, inaccesible a las sugestiones de la realidad, emperrado en volver como sea») era al Ulises concéntrico, al Ulises de la posguerra náufraga al que me convenía sacar a colación (Gala, 1984: s. p.).
Si no fuera suficiente con el prólogo, el epílogo de la nueva odisea enraíza en la memoria colectiva del pueblo español el relato de las consecuencias de una guerra, cuyos efectos convendría no ignorar para asentar en terreno fértil los principios de la convivencia por venir: «Cualquier odisea es el relato de un retorno —a la larga da igual retornar vencedor o vencido— y de una desanimada espera. La despedida de un mar donde se estuvo desmemoriado y disponible. La recuperación de la memoria, que una posguerra náufraga logró desvanecer y diluir» (Gala, 1984: s. p.). El anclaje histórico del mito le viene tanto por la inequívoca voluntad de su autor, como por la dirección del espectáculo confiada a Mario Camus, con cuya figura acaso se pretenda multiplicar el alcance del discurso dramático. ¿Por qué corres, Ulises? se inscribe así en una serie de puestas en escena del período transicional confiadas al talento de grandes cineastas.4 No en vano, en la trayectoria fílmica del director de Los santos inocentes (1984) se advertían cualidades relevantes como su contribución a la superación del cine de cartón piedra de la pareja Bardem/Berlanga y el hecho de que en la década de los sesenta profundizara en esa renovación intentando hacer películas «que digan algo para los ciudadanos de la época, y no solo espectáculos o comedias intrascendentes» (Sánchez Noriega, 1994: 13). Muy influido por el neorrealismo de Pratolini y Cesare Pavese, Camus comparte con Gala y con su referente italiano su firme compromiso con la realidad de su tiempo, su preocupación por la historia y por enraizar la vida de los personajes en el humus de las circunstancias vividas personal y colectivamente. Un principio que no reniega, más por el contrario refuerza, el recurso a formas expresivas complejas en las que el mundo del espectáculo sirve de eficaz puesta en abismo de quien «siempre contempla con asombro y con el ojo escrutador de quien ve detrás de las bambalinas».5 Mario Camus forma parte de un nutrido grupo de cineastas interesados por la dirección escénica, una faceta poco conocida que, no obstante, ha inspirado las prácticas fronterizas de nombres como Juan Antonio Bardem, Gonzalo Suárez, Josefina Molina, Ana Mariscal, Fernando Trueba, Julio Diamante, Javier Maqua, Ventura Pons o Manuel Gutiérrez Aragón. V. García-Abad (2017 y 2018). 5 Ya con su primera película comercial, Los farsantes (1963), se acerca a la vida de los cómicos. En Al ponerse el sol (1967) hace «cine dentro del cine»; presenta el desequilibrio psicológico y afectivo de un cantante que siente terror ante el fantasma del fracaso y ve que, inesperadamente, el éxito le supone inseguridad y soledad. En el guion que escribió para Jorge Grau, Cántico (1969) relato sobre la vida de unas chicas de alterne, y en Después del sueño (1992), también está presente esa perspectiva abismal. V. Sánchez Noriega (1994). 4
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El amor por la literatura y el teatro configura una práctica fílmica tejida de intertextos literarios frecuentes en adaptaciones, diálogos y situaciones: Yo le tenía manía a dirigir. A mí siempre me ha gustado mucho escribir y entonces lo que pasa… quizá porque había una incompatibilidad absoluta de vivir con lo que uno ganaba escribiendo. En España no existe el oficio de guionista: creo que no existe en firme el oficio porque no alimenta… Yo no sé si ahora hay gente que puede vivir de esto, pero en aquellos tiempos no se podía (Sánchez Noriega, 1994: 31).
La elección de un cineasta para ponerse al frente de un texto como el de Gala tal vez no fuera una opción del todo descabellada, habida cuenta de sus filiaciones evidentes con modos de expresión fílmica que se dejan sentir de forma sustancial mediante el recurso a una planificación visual con secuencias y disoluciones a oscuro. Isabel Martínez Moreno señalaría años más tarde la deuda del autor de Los verdes campos del Edén con el cine, presente en fotogramas escénicos como los descritos: … como si su pluma se truncase en lente, la panorámica de una serie de espacios/ambientes. Y una vez que la cámara ha centrado su objetivo, los deja hablar y actuar por sí mismos dentro de su cotidianidad (…) Pero ahora se hace desde una perspectiva más profunda; es decir, abandonando el zoom inicial por los primeros planos, en el intento de conocer los interiores/problemática de los interlocutores del protagonista (Martínez Moreno, 1994: 87-88).
Camus y Gala comparten asimismo en este encuentro con Ulises el motivo del viaje como forma de estar en el mundo. Es frecuente en la filmografía del director cántabro la presencia de personajes que huyen de la ciudad (La joven casada, 1975), de un pasado de terror (Sombras en una batalla, 1993), de la desesperanza (El pájaro de la felicidad, 1993) o del peso de la culpa (Con el viento solano, 1967). De hecho, la concepción de Ulises como «eterno viajero» es el único rasgo que respeta Gala de la tradición literaria, según observa Arroyo Martínez. En contraposición a las islas, a la tierra, el mar le proporciona una «eterna aventura», constituye un espacio soñado: Ulises Es posible (Animándose a deslumbrar). Para mí el mar es toda la libertad, la posibilidad, una eterna aventura. El único lugar en que se está desmemoriado y disponible. En el que se sirve solo a la vida: siempre al alcance de la sorpresa, siempre a las órdenes del destino… Húmedo y limpio como un beso. (Nausica lo interrumpe para besarlo). Sin ancla, sin amarra, gobernado por los vientos y vaivenes; súbdito de las olas que mecen o que matan… (Evadido). Y se sueña. Se tiene todo el tiempo para soñar… (apud Arroyo Martínez, 2010: 94).
El célebre mito heroico es sometido a un profundo proceso de desmitificación, extensible, asimismo, a la historia que representa. La trivialización de las gestas del héroe corre en paralelo al de una historia, la del tiempo presente, que ha de ser sometida a una revisión crítica con el fin de reparar la identidad perdida de los es515
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pañoles. Como señala Adolfo Prego en su reseña de ABC, cuando Gala rescata a sus criaturas de las gestas troyanas, da vida a un Ulises «fértil en ardides, tramposo eminente, astuto engañador, un semidiós de la trapisonda, pero también del valor» (Prego, 1975: 57). Roberta Robertson, por su parte, ha insistido en una interpretación política del mito al subrayar la relevancia de las voces femeninas, las de Penélope y Nausica, sobre la del héroe: Si analizamos la obra en sentido político, podemos interpretar el personaje de Ulises como España dividida entre el pasado y el presente. En este caso, Penélope representa lo viejo, lo tradicional mientras Nausica es la España naciente. Ulises, a la vez, es atraído por las dos y esquiva a ambas, así como España está atada a la tradición y, a la par, ansía la liberación de sus antiguas rémoras o prejuicios. España, ligada firmemente a su pasado, necesita liberarse de él (Arroyo Martínez, 2010: 103).
Dicho protagonismo es uno de los rasgos compartidos por Gala con otros dramaturgos quienes, como Torrente en El retorno de Ulises, se han acercado a la actualización de la Odisea (García-Abad, 2011). La crítica de La Estafeta Literaria atribuye a la gran belleza del canto VI de la Odisea el alcance del relato de origen en la base de Nausica, de Joan Maragall, o los tratamientos que del personaje hacen Goethe y Geibel. Ceder la palabra para la desmitificación a la mujer en el período transicional adquiere un significado radical, muy posiblemente desvirtuado por el tono frívolo y jocoso del personaje de Nausica, en exceso insustancial, a juicio de buena parte de la crítica: «La Nausica de Antonio Gala es una “hippy” de diecinueve años, de acusada ignorancia y más perceptible aún proclividad a la “ninfomanía” en donde el naufragio de Ulises y su rescate por Nausica comienza a hacer aguas» (Aragonés, 1975: 26). La desmitificación se instala en el drama como procedimiento esencial de expresión desde los inicios. Ulises y Nausica son presentados en la cama, protagonizando un voluptuoso cuadro que invierte los principios de toda erótica convencional de dominio del varón en las relaciones amatorias. Como una Lilith demoníaca, la joven se deja ver sobre el héroe, a quien solo «se adivina desnudo bajo las sábanas» (Gala, 1984: 11). La nodriza Eurimedusa, quien deambula sin ningún pudor en el espacio de los amantes, advierte de la indolencia del héroe que lleva «tres días en la misma postura, poco más o menos». Rescatado de un naufragio, aturdido y desmemoriado, la reparación de la identidad de Ulises corre paralela al rescate de su pasado épico que la atolondrada hija del rey Alcínoo no solo desconoce, sino que desprecia olímpicamente. Ni la fama de sus hazañas, ni sus habilidades de inventor de ingenios mecánicos, ni su épica bélica, ni su linaje consiguen conmover un ápice la emoción de la joven, una princesa amamantada por una nodriza, tan frívola como desmemoriada, que contradice continuamente las razones sobre las que se asienta la cosmovisión del héroe. Frente a ella, un desconcertado Ulises inútilmente empeñado en hacer valer su relato de héroe sacrificado a los ideales de la santidad del matrimonio, la estabilidad de los hogares y la dignidad de los mari516
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dos, motivos por los que emprende la guerra de Troya. Las guerras son para Nausica, sin embargo, una pueril coartada, y el rapto de Helena, una excusa que bien pudiera encerrar una historia de amor, pues «ninguna mujer se deja raptar sin su consentimiento». La insolencia de la joven hacia los relatos del glorioso Ulises alcanza su más alto grado de humillación cuando este se adentra en materia de irresistible conquistador y exhibe, como una verdad irrefutable, el hecho de que Circe se enamorara de él. Aquí la hilaridad y el sarcasmo de Nausica no dan tregua a la presunción del héroe: «[A] cada cerdo le llega su sanmartín. Pero que convirtiera a los hombres en cerdos me parece un trabajo innecesario. Siempre acaban por convertirse en cerdos ellos solos: basta dejarles tiempo» (23). De igual modo sucede cuando Ulises adorna de pretextos su propio envanecimiento jactancioso: «Si se come un conejo es porque Palas Atenea se lo puso delante. Si se descuerna contra una roca es porque Poseidón le tomó antipatía. Si lleva veinte años haciendo el gamberro fuera de su casa es porque dejó tuerto de su único ojo a Polifemo, que también hace falta mala sangre…» (Gala, 1984: 29). El lenguaje procaz de la joven, alejado de cualquier retórica, paródico, directo y desvergonzado, constituye una poderosa herramienta de desmitificación en el proceso de degradación del héroe. Su expresión ignora cualquier elocuencia que no sea la que designa la realidad tal cual es percibida. Como consecuencia, el mar es para ella «esa cosa azul que no puede una dejar de encontrarse vaya hacia donde vaya» (Gala, 1984: 17). La agudeza de la princesa de Feacia, como la de los grandes humoristas del período transicional (Mingote, Forges, Peridis, Azcona, Máximo, etc.), afianza la sugerencia, el peligro de la segunda intención, la audacia de adentrarse y pisar sin decoro un parque sagrado: «Descubramos sapos en el jardín tan cantado / por los poetas pindáricos de la etapa / del cambio político en España» (Bartolomé Martínez, 2006: 178). Ulises se lo hace notar a la joven cuando le afea su insolencia: «Las mujeres deben ser menos vivas de genio» (Gala, 1984: 24). La relación estrecha entre política y lenguaje, que ya señalara Platón para la república helénica, adquiere en el diálogo de la confrontación Ulises/Nausica una destacada entidad, pues enfrenta la retórica vacua y autoritaria del protagonista con un lenguaje rebelde, desprovisto del «uniforme de gala», como señalara Kapuscinski, sobre los modos de expresión del cambio democrático (Bartolomé Martínez, 2006: 10). La Transición hubo de crear también su propio lenguaje, su «propia lengua de trapo», inventarse «prolijas mitologías» sobre cuya narración reconocerse legítima, según advierte Gabriel Albiac: … y eso solo la lengua puede darlo. En política, no hay presente que se consolide si no reinventa el pasado en función suya. Y no hay manera de crear pasado que no sea violando el diccionario. De ahí la proliferación de anacronismos, jergas o simples disparates, que acompaña, sin excepción, a los períodos constituyentes (Bartolomé Martínez, 2006: 15).
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En el plano conceptual, la oratoria de Ulises comparte atributos con el lenguaje fascista, determinado por su carácter metafísico y por la idealización de una serie de entidades abstractas que sustituyen a la realidad social como la patria, el destino de la nación, la civilización occidental, la «unidad de destino universal», con el fin de recabar una adhesión emocional por encima de cualquier razón. El crítico de La Estafeta Literaria hace ver la inadecuación entre el elaborado lenguaje de los párrafos descriptivos de Ulises y una acción escénica propia de cualquier espectáculo ínfimo revisteril, algo que se evidenció en la división de opiniones observada al final de la representación, calificada por su autor como «juego», pero dirigida e interpretada en clave de farsa, perspectiva que, acaso, pudiera haber contribuido a la distorsión de su eficacia comunicadora. El destape de Victoria Vera venía a espolear la polémica, avivando uno de los asuntos más controvertidos de la apertura democrática. La identificación de libertad con la exhibición del cuerpo femenino constituye hoy uno de los grandes mitos del discurso transicional que no deja de cuestionarse la pertinencia de una revolución sexual alimentada por un estallido ruidoso de erotismo y pornografía, presente en quioscos, pantallas de cine, escenarios y sex-shops, bien dispuestos para la mercantilización legítima del cuerpo de la mujer. Raymond Carr y Juan Pablo Fusi, en un temprano ensayo panorámico sobre la España de la dictadura a la democracia, señalaban la deriva de una apertura erótica que pronto adquiere tintes pornográficos y se proclama como responsable de la caída de Fraga Iribarne al frente del Ministerio de Información y Turismo: «una víctima de la supuesta correlación entre pornografía y liberalismo» (Carr, 1979: 247-248).6 Poco después del estreno de ¿Por qué corres, Ulises?, en febrero de 1976, las autoridades predemocráticas habían autorizado a TVE a traer a Raquel Welch, la sexy de las Vegas, para enseñar sus encantos, «aunque quedaron muy disimulados y el espectáculo acabó en decepción porque los españoles sabían que en los shows internacionales se desnudaba del todo y enseñaba todo su organismo» (Bartolomé Martínez, 2006: 164). La tan esperada y necesaria liberación de la mujer deviene pronto en una falsa revolución sexual que se apodera del cuerpo femenino para convertido en una nueva mercancía al servicio de la cultura del consumo y de los medios, al tiempo que delata el acusado carácter patriarcal del cambio democrático, pese a la muerte del patriarca.7 No extraña, de este modo, que Javier Maqua en un 6 «Desde que la primera mujer en bikini había aparecido en una pantalla cinematográfica en 1962, los conservadores —y Franco y Carrero entre ellos— estaban alarmados ante los efectos de la liberalización de Fraga sobre la moral pública. “La prensa explota la pornografía como instrumento comercial. Los cines están plagados de pornografía. En aras de un turismo de alpargatas, se protege en los clubs playboy el strip-tease. Para poner término a esta situación que no puede continuar, no veo otra solución que poner en el Ministerio (de Información y Turismo) a una persona que ofrezca las máximas garantías morales junto una probada lealtad política”. Esta era la opinión de Carrero Blanco» (Carr, 1979: 247-248). 7 La sociedad de consumo que se estaba gestando en España al mediar la década de los sesenta había «desacralizado» el sexo, convirtiéndolo en un objeto de consumo más. César Alonso de los Ríos concluye así sus Reflexiones ante el neocapitalismo: «El neocapitalismo aparece así como modelo más que
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artículo de opinión sobre la temporada 75-76, publicado en Pipirijaina, asociara de forma unívoca el destape de Vicky Vera o la Goyanes con el impulso decisivo del despertar del teatro comercial: Esta resurrección de los locales comerciales, promovida por un teatro que reclama a voces ser más democrático y contestatario que nadie […] no se debe más que a que ese teatro, de forma generalmente mistificadora, sí que refleja las necesidades teatrales, las expectativas ideológicas de la pequeña burguesía culta y democrática que devora ese tipo de teatro como devora ese tipo de cine o ese tipo de novela (Maqua, 1976: s. p.).
Mito y fantaterror, Contrarreforma y Transición, conviven en la aguda visión de Marta Sanz sobre la degradación y el uso fetichista de la anatomía de las mujeres: En los tiempos de la Reforma y de la Contrarreforma, los temas mitológicos y bíblicos se convirtieron en pretexto para pintar desnudos, y en cada museo podemos disfrutar de obras que recrean la carne húmeda de una Susana que se asemeja a la pila donde mojamos los dedos para persignarnos. Esculturas de Apolo que persigue a Dafne sin poder evitar que la muchacha se transforme en ingrediente del escabeche y las lentejas. Recreaciones del rapto de las Sabinas que son cargadas a hombros, como sacos de trigo, por unos bestias tal vez enamorados. Venus sale de las aguas o se refleja en un cristal que le desfigura el rostro y le estiliza el cuerpo. Como entonces, durante el tardofranquismo y la Transición española el terror fue el género en el que la mujer espectacular empieza a descubrir sus pechos, sus muslos, sus tripas, sus nalgas, sus paletillas, sus omóplatos turgentes o lacerados (Sanz, 2016: 225).
Sea como fuere, lo cierto es que el espectáculo se coronó con una sonora trifulca en el patio de butacas del que llegaban aplausos y abucheos por igual. El que no parecía sorprendido lo más mínimo, según la crónica de ABC, era el propio Antonio Gala, quien defendía el «desnudo moral» de su comedia: Yo recibo gran cantidad de cartas por mis artículos de Sábado Gráfico. La mayoría son de adhesión, pero otras contienen amenazas procedentes de un sector ultra que, cada vez que aparezco en público, cosa cada día menos frecuente, aprovecha para gritar su disconformidad hacia mi persona. Parece ser que incordio demasiado, y en un país donde hay más personas rabiosas que perros no debe sorprender este tipo de reacción (Gala, 1975b: 58).
Podría afirmarse así para esta obra de Gala lo mismo que Juan Benet proclama acerca de la historia y la novela: «Solo la ambigüedad tiene capacidad para hacer historia» (Buckley, 1996: 150-151). O, por decirlo de otro modo, la historia misma se había convertido en representación, es decir, en ficción de sí misma. El teatro habría rescatado así a la historia del atolladero en el que se encontraba, de esa «parálisis» creada por sus propios mitos mediante el recurso que ensaya su demolición, como realidad, como aspiración, al tiempo que es revulsivo moral en muchas de sus realizaciones» (Buckley, 1996: 39).
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su desmitificación. «Pero el precio de liberarla de esos mitos que la atenazaban había sido convertirla en “ficción”, es decir, en versión “no verdadera” de la realidad» (Buckley, 1996: 151). El lenguaje simbólico se enraíza en un suelo histórico y social. Símbolos y mitos existen para ser recibidos, comprendidos y para funcionar dentro de una comunidad sociocultural. En terminología ricoeurdiana, contienen la paradoja de ser a un tiempo regresivos y progresivos; es decir, por una parte nos devuelven hacia el resurgir de las significaciones arcaicas que pertenecen a la infancia de la humanidad y del individuo, pero, por otra, nos remiten a una exploración de futuro: «Dos dialécticas entre la angustia y la esperanza, entre la arqueología de las figuras arcaicas que gobiernan el ser del hombre y la “teleología” que anuncia y anticipa proféticamente otra realidad» (Mardones, 2000: 31). La tensión entre pasado y futuro define más que ninguna otra la dialéctica transicional. La vuelta de Ulises al hogar tras un intricado periplo de aventuras, su conversión en un vulgar héroe en zapatillas aferrado a la costumbre, representa el destino de una claudicación, la parálisis del movimiento, de la memoria y del cambio, una estrategia similar a los principios del Movimiento Nacional que, rectificando a Lampedusa, habían conseguido cuadrar el círculo del «nada cambia para que todo cambie»; es decir, el mito como el perfecto camuflaje de la historia. Barthes se había referido a una funcionalidad similar al afirmar que el mito reproduce una suerte de «física de la coartada» en la que hay siempre un sitio lleno y un sitio vacío. Y Gala está ahí para advertirlo desde el teatro, adscribiéndose con su expresión mítica a esta suerte de agotamiento o hastío generacional delimitado por las lindes del escapismo, del deseo de transitar por una memoria reconciliada o de evadirse de un olvido feliz, todo en un mismo viaje. ¿Qué es si no, a fin de cuentas, el perdón para Ricoeur? Bibliografía Álvarez, Carlos Luis. «Teatro. Gala, pateado en el estreno de ¿Por qué corres, Ulises? Victoria Vera se exhibe en la obra con el pecho completamente desnudo», ABC, 25 de octubre de 1975, p. 54. Ankersmit, Frank R. «Historical Representation», en Frank R. Ankersmit, History and Tropology: The Rise and Fall of Metaphor, Berkeley, University of California Press, 1994, pp. 182-238. Aragonés, Juan Emilio. «Los riesgos de una expectación decepcionada», La Estafeta Literaria, (Madrid), 1 de noviembre de 1975, p. 26. Arroyo Martínez, Laura. La desmitificación de Ulises en el Teatro de Antonio Gala, Madrid, Ediciones Clásicas, 2010. Barthes, Roland. Mitologías, México, Siglo XXI, 1980. Bartolomé Martínez, Gregorio. La lengua, compañera de la Transición política española: un estudio sobre el lenguaje del cambio democrático, Madrid, Fragua, 2006. Buckley, Ramón. La doble transición: política y literatura en la España de los años setenta, Madrid, Siglo XXI, 1996. Carr, Raymon y Juan Pablo Fusi. España, de la dictadura a la democracia, Premio Espejo de España 1979, Barcelona, Planeta, 1979.
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El espectador contemporáneo (especulación, proyecto y mirada) José-Luis García Barrientos Instituto de Lengua, Literatura y Antropología, CSIC
Presento como contribución al homenaje académico que se tributa justamente a mi colega y amigo José Checa Beltrán el texto inédito de la conferencia magistral que inauguró el Congreso Internacional de la Asociación Mexicana de Investigación Teatral (AMIT) celebrado en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Sinaloa los días 11, 12 y 13 de octubre del año 2018 sobre el tema «El espectador contemporáneo. Transformaciones en el campo teatral y social: la inversión de la mirada, movilidad de rol, espacios y asignaciones». No he eliminado de la versión escrita las trazas orales ni contextuales del discurso original. Creo que no la estorban, al contrario.
I Comenzaré por confesarles que soy un teórico recalcitrante, quizás enfermizo. La cosa, aunque grave, no va más allá de una preferencia por el enfoque más general, más abstracto, más especulativo posible de cualquier asunto que se plantee. Y hay que reconocer que el que plantea este congreso no puede ser más provocativo para un teórico: «El espectador contemporáneo». ¿Contemporáneo a qué? Es más que probable que la intención de quienes formularon este tema fuera inequívoca: contemporáneo a nosotros mismos, al momento en que se celebra este encuentro, o sea, el espectador teatral de hoy, de nuestro tiempo. ¡Pero cuántas sugerencias negamos a la especulación (presuntamente productiva) si nos enclaustramos en ese solo sentido, por más que coincida seguramente con la intentio auctoris! Y eso que, incluso así entendido, el sintagma no cierra las puertas a la perplejidad teórica. Por ejemplo, si nos planteamos cuáles son los límites de lo que llamamos «nuestro tiempo». Es claro que no se reduce a «hoy» en sentido literal, al día 11 de octubre del año 2018. ¿Hasta dónde llega ese hoy que es nuestro tiempo, o mejor, qué lo define, un criterio puramente cronológico, el siglo xxi por ejemplo, o supuestamente fi523
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losófico o cultural como la posmodernidad, por caso? Lo que parecía tan claro encierra, sin embargo, problemas formidables. En nuestro caso particular, la clave estaría en determinar qué diferencia al espectador actual de otro que se presupone «anterior» a él, o sea, qué cambio se produce en la recepción del teatro, y cuándo, que implica un antes y un después: un después que llega hasta hoy, es decir, en el que no se ha producido otro nuevo cambio similar; y un antes en el que era vigente un paradigma de recepción teatral diferente. Solo esa cuestión da para un congreso entero y seguramente se producirán muchas propuestas en este sobre ella. Más difícil es que sean tantos los acuerdos o las coincidencias. Desde luego lo que no haré yo ni ningún teórico genuino es cortar las alas a las especulaciones ansiosas por alzar el vuelo ante otros aspectos de tamaña provocación. Por ejemplo, la que abre la siguiente proposición: el espectador de teatro es siempre contemporáneo. ¿Contemporáneo a qué? Al mundo que el teatro despliega ante sus ojos, en el aquí y el ahora constitutivos de este arte. Pues cabe entender el teatro como una máquina de hacer presente todo lo que presenta y todo lo que representa. El espectador de teatro es siempre contemporáneo en su sentido más estricto, o sea, es «simultáneo» tanto a los actores de la representación como a los personajes que representan. Pertenezcan estos a la época que sea, el espectador de teatro (pero no el del cine ni el del relato) solo puede serlo siendo estrictamente contemporáneo a ellos, estando en perfecta sincronía con su mundo. Figuradamente, puede decirse, porque el espectador viaja al tiempo de los personajes para ser testigo de sus peripecias; en realidad, porque el teatro los hace presentes como consecuencia de producirse necesariamente en la presencia y en el presente del espectador. No diré más: lo he hecho in extenso en libros accesibles en México (García Barrientos, 2017: 141-300, en particular 141-174 y 182-89, y 2012: 95142, en particular 134-138). Después de estos dos breves apuntes sobre el concepto de «contemporáneo», ¿qué decir de la otra mitad del título, o sea, del de «espectador»? De entrada, que no es menos problemática, sino que, al contrario, plantea una serie de preguntas casi interminable. Elijamos solo dos, las más teóricas quizás: qué o cómo es el espectador de teatro y en qué se diferencia de los espectadores de otras artes u otros espectáculos, en primer lugar; y después, qué perfiles o «figuras» cabe distinguir en el espectador de teatro, no por capricho, sino para entender mejor la recepción teatral. Siempre con la máxima brevedad, conformándonos con la sugerencia y renunciando al desarrollo, que puede seguirse en mi bibliografía. En cuanto a la primera, qué sea lo diferencial del espectador teatral, apuntaré apenas el desdoblamiento que lo caracteriza y también su necesaria integración en un «público», entendido como el conjunto de espectadores necesarios —y esta es la clave— para la producción del espectáculo. De forma que cabe distinguir los espectáculos sin público, como el cine y todos los «escritos» (fijados o grabados), de los espectáculos con público, como el teatro y todas las «actuaciones» (García Barrientos, 2010). «Jamás se ha dado un teatro sin público […] Un actor al que nadie 524
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mira no es un actor» (Stepun, 1953: 55). Jamás se ha dado un cine con público. Una película a la que nadie mira sigue siendo la misma película. Y se puede añadir que el espectador es más necesario para el actor de teatro que para el de otras actuaciones. También la exigencia de que el público forme un conjunto basado en una cierta unanimidad de los espectadores, sin la cual es imposible que el teatro se produzca. La metamorfosis del actor no puede llevarse a cabo si no es con el asentimiento de todo el público, o mejor, del público como un todo. En definitiva, el teatro necesita al público para ser; las demás actuaciones (un partido de fútbol) lo requieren solo para ser actuaciones. El desdoblamiento del espectador no es sino consecuencia de la definición del teatro que he propuesto (García Barrientos, 2017: 49-84) y que me atrevo a sintetizar así: espectáculo que tiene lugar, como actuación, en una situación definida por la efectiva presencia en un mismo espacio y durante un mismo tiempo de actores y espectadores, sujetos del intercambio comunicativo; y que se basa en una convención representativa, específicamente teatral, que consiste en la «suposición de alteridad» que deben compartir los actores (por simulación) y el público (por denegación) y que dobla cada elemento representante en «otro» representado; convención que Borges formuló de modo lapidario y preciso así: «La profesión de actor consiste en fingir que se es otro ante una audiencia que finge creerle» (Stornini, 1986: 14). El teatro y su doble. El desdoblamiento del espectador real en ficticio puede no advertirse con la misma claridad que la del actor en personaje, pero es consecuencia de esta misma convención constitutiva, que desdobla también el espacio escénico en dramático y el tiempo real en ficticio. El espectador teatral tiene dos caras, una que mira el mundo ficticio desde fuera (que juzga, por ejemplo, cómo encarna tal actor su papel) y otra que asiste a él necesariamente desde dentro (que debe viajar a la España de los Reyes Católicos para asistir a Fuente Ovejuna). Se entenderá mejor así lo dicho antes sobre que el espectador de teatro es siempre sincrónico con el actor y con el personaje: con cada uno en una de sus dos caras. Para la segunda perplejidad, remitiré a una especulación muy reciente, la contenida en un artículo de Jorge Dubatti, el inteligente pensador argentino del teatro que participa también en este congreso. Distingue cuatro figuras del espectador de teatro (Dubatti, 2018: 71), interesantes, pero con denominaciones discutibles quizás. Vayamos al concepto, que es lo que importa (siempre). Estos son los tipos: 1.º) el que llama «histórico-real», o sea, el espectador empírico; 2.º) el «imaginado y explicitado» por los hacedores de la praxis teatral (los artistas, pero también «productores, gestores, críticos, políticos culturales, educadores, etc.», incluso «los mismos espectadores» —hay que suponer reales—), por ejemplo el que pide Ibsen o Pina Bausch; 3.º) el «abstracto», «construcción intelectual de los teatrólogos» (pone como ejemplo el «espectador emancipado» de Jacques Rancière), y 4.º), en fin, el «“voluntario” o implícito», el que diseñan los espectáculos y correspondería al «lector modelo» de Umberto Eco (1979). 525
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Advierto que el primer tipo se opone, como real, a los otros tres, como ideales, que dependen de la instancia que los «construye»; de menor a mayor abstracción: cada espectáculo (4), los sujetos de la praxis teatral (2) y el teórico genuino (3). En realidad, se podrían reducir los cuatro tipos a estos tres, de más a menos generales o abstractos: 1.º) espectador teórico o abstracto (del teatro); 2.º) espectador implícito o ideal (de un espectáculo, de un autor, de un director, de un actor, de un tipo de teatro, de un género, de una época, etc.), y 3.º) espectador empírico o real (de carne y hueso). Salta a la vista que el más complejo es el segundo tipo, que habría que subdividir casi ad infinitum. Alguien atento podría decir con razón que mi primer tipo, el teórico, podría incluirse en esta prolija subdivisión del segundo tipo, el implícito o ideal. Pero, si no me engaño y es solo el resultado de llevar el agua a mi molino, su frontera con los otros subtipos es demasiado pertinente: separa lo general de lo particular, lo teórico de lo práctico. De acuerdo con este modelo simplificado, no hay duda de que soy espectador empírico del teatro a mi alcance desde hace unos cuarenta años y parece que se me pide que defina al espectador implícito de una época, la más reciente, que coincidirá más o menos con ese mismo medio siglo corto. Si nos fijamos, ello implica algo que falta en la tipología de Dubatti: el espectador que da cuenta de su experiencia como espectador. El espectador que responde expresamente: el crítico, incluso el teórico, digamos el «teatrólogo» con denominación ventajosa por más o menos «nueva» y en la que cabemos todos. Ese es el papel que asumo a partir de ahora, dimitiendo —a medias— de la especulación teórica para condescender a dos ejemplos, que me parecen significativos y que suponen una inversión de la mirada, inevitable en mi opinión: del espectador al teatro entero del que es parte esencial. El primero será una escueta noticia del proyecto de investigación que dirijo hace diez años sobre análisis de la dramaturgia actual en español. El segundo, un intento, ciertamente osado, de trazar un panorama del teatro contemporáneo. Hay que reconocer el problema central que plantean los dos ejemplos, amén de la amplitud inabarcable de ambos: el exceso de actualidad, el tener el objeto demasiado cerca, lo que obliga a asumir el riesgo de una mirada parcial y hasta sesgada. Esto me hace pensar en el George Steiner (1989) de Presencias reales cuando recuerda el cauto proceder de la filología tradicional al imponer la distancia mínima de un siglo entre cualquier estudio y su objeto. Pues, en efecto, será al cabo de cien años, si acaso, cuando empieza a hacerse alguna claridad en el panorama literario o teatral o cultural. ¿Qué «espectador contemporáneo», aparte de ellos mismos, podía imaginar en los años treinta del siglo pasado en España que Valle-Inclán sería —era ya— el primer dramaturgo del siglo y García Lorca el segundo? Hoy, casi un siglo después, nosotros, espectadores de «otro» tiempo, sabemos con certeza que lo eran.
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II Paso, en segundo lugar, a informar apenas de la tarea intelectual o profesional que me ocupa en los últimos años y de la que me siento más orgulloso: por su dimensión hispanoamericana y por el extraordinario grupo humano, muy amplio, que he conseguido involucrar en ella (de estudiosos y de dramaturgos). Viola la cautela filológica del siglo de distancia que acabamos de rememorar, pero que, lo queramos o no, ha pasado a la historia. Y lo hace pretendiendo compensar la falta de perspectiva con la agudeza de la mirada. Se trata del proyecto de investigación «Análisis de la dramaturgia actual en español», que dirijo y que forma parte del Plan Nacional de I+D+i del Gobierno de España durante tres trienios consecutivos, los ya pasados, de 2009 a 2011, en que nos ocupamos del teatro de Cuba, México, Argentina y España, y de 2012 a 2014, en el que investigamos las dramaturgias de Chile, Uruguay y Costa Rica, junto con el vigente, que se prorroga un año más (2015-2018) y en el que abordamos los teatros de Colombia, Venezuela y Puerto Rico. Obtendremos así una base de datos significativa del campo de estudio: diez países y unos setenta dramaturgos «procesados». Sin abdicar de su modestia —al contrario, reivindicándola—, no existe, que yo sepa, nada igual en otras lenguas multinacionales (en inglés, en francés o en árabe). Intentaré una breve descripción de sus características, presuntamente justificativas. Creo que uno de los aspectos positivos de la globalización es que pone en evidencia la estrechez del modelo nacional —de raíz romántica, decimonónica— para el estudio de la literatura y el teatro. Por eso tomamos como campo de estudio del proyecto el del idioma común, desprovisto de cualquier connotación del paternalismo que afecta a veces al término «hispánico» y dotado hipotéticamente de algún grado de unidad o coherencia, frente a la mera yuxtaposición de producciones nacionales que a veces designa el marbete «hispanoamericano». Preferimos, pues, la denominación de literatura o teatro en español, a la vez más objetiva y más comprometida —por su apuesta por que la unidad lingüística y cultural tenga consecuencias significativas— para un campo en el que se integra la aportación nacional española en pie de igualdad, como una más, intentando superar así la dicotomía entre literatura hispanoamericana y española, de larga tradición en las universidades tanto de España como de América. Y en este caso, como en otros muchos, el hispanismo hispánico tiene mucho que aprender de los distintos hispanismos heterolingüísticos, en los que la citada dicotomía se diluye con mucha más naturalidad, por motivos prácticos también, pero quizás no solo. En el ámbito de la lengua española se ha producido desde la segunda mitad del siglo xx una eclosión de la narrativa y de la lírica, sobre todo en América, con figuras de primera importancia y proyección universal. No ha ocurrido lo mismo con el teatro, que resulta así el gran desconocido de este campo. Para paliar ese desequilibrio y porque creemos que merece mucha más atención que la muy escasa que ha recibido, nuestro proyecto centra su atención precisamente en el teatro. 527
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Tampoco es lo más frecuente en los estudios literarios y teatrales el interés por la época más actual. Supone, pues, cierta novedad que nos ocupemos del teatro de las últimas décadas; aunque sin renunciar al rigor que suele acompañar a la elucidación del pasado. Como criterio que aplicar con la mayor flexibilidad, consideramos «actuales» a los dramaturgos nacidos en la década de los años sesenta o después. No pocos de entre ellos han alcanzado ya un notable grado de reconocimiento y una considerable presencia internacional, como por ejemplo, Juan Mayorga o Rodrigo García en el caso de España, Javier Daulte o Rafael Spregelburd en Argentina, Fabio Rubiano en Colombia, Gustavo Ott en Venezuela, Sergio Blanco en Uruguay, etc. En cuanto al modo de llevarlo a la práctica, en cada capítulo de la investigación seleccionamos alrededor de siete dramaturgos actuales para analizar a fondo una obra representativa de cada uno y trazar un perfil, a la fuerza provisional, de sus respectivas dramaturgias. Sobre la elección de los autores, damos por sentado que no estarán todos los que son, por lo reducido de la muestra, pero procuramos que sí sean todos los que están. Importa aclarar que la selección no se basa solo en el criterio de la calidad (que es, sí, el principal), sino que aspira también a ser lo más representativa posible en otros aspectos, como el geográfico. Estos son los autores, por ejemplo, que integran el capítulo español: Ernesto Caballero, Juan Mayorga, Sergi Belbel, Angélica Liddell, Lluïsa Cunillé, Rodrigo García y Antonio Álamo; y los del argentino: Bartís, Veronese, Daulte, Patricia Suárez, Spregelburd, Martín Giner y Federico León; o los del uruguayo: Sergio Blanco, Roberto Suárez, Marianella Morena, Mariana Percovich, Santiago Sanguinetti y Gabriel Calderón. Ni que decir tiene que nuestro pequeño canon no debiera entenderse en cada caso como el cierre de nada, sino como la invitación a continuarlo y completarlo con el estudio de los dramaturgos que solo provisional y forzosamente quedaron fuera de él. Otra regla del proyecto es la de compaginar análisis hechos desde dentro y desde fuera del país correspondiente, desde los puntos de vista, en cada caso, de quienes forman parte del contexto de producción de ese teatro y de quienes son ajenos a él. El objeto de estudio, la dramaturgia, no solo lo consiente, sino que lo aconseja. Las características del proyecto han ahormado el grupo de investigación que lo asume: compacto en lo teórico y metodológico, como garantía de rigor y congruencia, y necesariamente internacional, como exigencia del objeto de estudio y de la perspectiva intercultural adoptada. Para cada capítulo contamos con la colaboración de analistas invitados que vienen a enriquecer y ampliar el grupo inicial. Esa voluntad de apertura permite a las aportaciones del proyecto soñar con ser preludio de otras que las completen y las mejoren. Ningún éxito podría igualarse a ese. He reservado para el final la caracterísitica fundamental a mi juicio y la más original sin duda; que es, sin más, una necesidad. Me refiero a la inusual unidad de objeto, de método y de presupuestos teóricos desde la que se abordan los análisis: 528
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la «dramatología» o teoría del modo de representación teatral y el consecuente método de análisis dramatológico, aplicados al estudio de la «dramaturgia» entendida como la práctica de tal modo de representación. Baste adelantar aquí, de forma general, que se trata de estudiar las obras de teatro precisamente en cuanto obras de teatro, y desde una orientación «poética» en el sentido aristotélico, o sea, que se centra en la estructura mimética o representativa, común al texto y a la representación. Por eso una de las señas de identidad de nuestros análisis debe ser la de separar lo menos posible estas dos manifestaciones de lo mismo, del «drama» tal como lo entendemos. Y es que solo a partir de resultados homogéneos será posible procesar cada uno de los análisis particulares para integrarlos en el conjunto y abordar así las grandes cuestiones culturales que animan el proyecto; por ejemplo, si puede hablarse en rigor de una dramaturgia actual en español, descriptible y diferenciada, o se trata solo de la suma de diferentes dramaturgias locales. En definitiva, cómo se resuelve la tensión entre unidad lingüística y diferencias histórico-culturales y, a partir de ahí, los aspectos genéticos o diacrónicos: influencias, evoluciones, formación del canon —en la que asumimos, por inevitable, intervenir—, etcétera. En ese sentido cabe presumir (de) que nuestros resultados serán tan modestos como útiles; modestos por su carácter ancilar y útiles porque solo sobre datos homogéneos cabe hacer, con fundamento, comparaciones o especulaciones del tipo que sea y hasta el trazado mismo de un retrato-robot de la dramaturgia reciente en el ámbito hispánico, que es la primera fase de nuestra ambición. Semejante modo de proceder, que sería exagerado considerar «científico», nos libra al menos del subjetivismo radical que tanto satisface el ego de la crítica y que puede producir resultados más creativos o brillantes (a veces), pero a costa de ser intransitivos, inmanejables por otros, inintegrables en una visión de conjunto. Nuestra vocación es, en cambio, más de servicio que de lucimiento. No me parece que tenga que explicar a estas alturas por qué la mencionada unidad de objeto, método y teoría es, sin más, una necesidad: en este caso desde luego, pero quizás también en todos los demás, al menos en los que se pretenda ir más allá del mero acarreo de materiales o la simple aportación acumulativa de datos inconexos. Bastará comprobarla en lo que se refiere al proyecto que acabo de presentar sucintamente. Lo que nos proponemos estudiar en él no es algo tan amplio e impreciso como el teatro (temas, formas, condiciones, etc.) que se escribe y se representa hoy en español, sino un concepto mucho más estricto y exacto dentro de aquel: lo que llamamos «dramaturgia». Y ese concepto solo puede encontrar un sentido preciso en el marco de una teoría del teatro y el drama con la que sea coherente, y solo podrá analizarse de acuerdo con un método que tiene que basarse a su vez en dicha teoría y ser, en consecuencia, congruente con ella; teoría que se perfila así como la llave que todo lo abre o la base que lo sustenta todo. Quienes sientan alguna curiosidad por otros detalles del proyecto, pueden ya consultar su página web (www.dramatologia.com), amén de los diez libros 529
José-Luis García Barrientos
que se han publicado como resultados específicos del mismo (García Barrientos, 2011, 2015, 2016, 2017a, 2017b, 2018a, 2018b, 2019a, 2019b y 2020). III Para la tarea que me propongo en tercer lugar, la de trazar un panorama del teatro actual, nada menos, lo cierto es que incluso mis años de espectador consciente, casi medio siglo, no son nada y que la presbicia de la mirada cultural apenas si distingue algo desde tan cerca. Sin renunciar al propósito, no me queda otra opción que acogerme a lo que el propio Steiner (1989) considera en el mismo libro el espíritu de nuestro tiempo, que es el del periodismo. Con la desenvoltura propia de este, y quedando avisados ustedes, sí que me atrevo a adelantar una mirada propia (una teoría) parcial e interesada del asunto. Nada más que esto. Para mitigar un poco el subjetivismo más o menos periodístico de mi visión, he pedido algunas opiniones al respecto. He aquí la de Sergio Blanco, dramaturgo uruguayo al que me referiré luego, en términos literales: Creo que los grandes cambios que ha habido en estos últimos años son: la agudización de la metateatralidad, la aparición de las nuevas tecnologías a disposición, no de la fábula (la historia), sino de la estructuración del relato; un re-cuestionamiento casi diría que obsesivo de lo real; el desmoronamiento de los grandes relatos de emancipación, algo que en el pensamiento latinoamericano siempre estuvo muy presente, y que creo que se dio con especial intensidad a partir del 2005 y las decepciones provocadas por las izquierdas que por fin llegaron al poder y se mostraron tan ineficientes como las derechas. A este fin de los relatos de emancipación heroicos y el desplazamiento hacia los micro relatos me gusta denominarlo «el cambio del foco de atención del diluvio a la lágrima» (correo electrónico).
Si algún denominador común encuentro en el desbordante panorama del que intento dar cuenta de manera incompleta y quizás caprichosa es el de la ilusión de novedad que atraviesa el periodo y que viene él mismo de muy atrás, de las vanguardias históricas (valga el oxímoron) de principios del siglo xx, como poco. Y desde la teoría, que es mi observatorio, resulta más difícil sucumbir a ella, o sea, no advertir su carácter ilusorio, que desde el periodismo y hasta (paradójicamente) desde la historia. Pensemos que el último marbete que ha etiquetado un tipo de teatro presuntamente nuevo es todavía el de «posdramático» (verdadero cajón de sastre, quizás por eso útil) y que el libro de Lehmann que lo acuñó es de 1999 y se refería a las dos o tres últimas décadas del siglo xx. Pues bien, todavía hoy la simplificación más operativa a la hora de abordar el panorama teatral es seguramente la oposición entre el teatro dramático y el «posdramático», cuyas características resume así Miguel Carrera Garrido: 530
El espectador contemporáneo (especulación, proyecto y mirada) … la percepción del espectáculo como un proceso efímero y autónomo, desligado de un texto previo; la impugnación de conceptos como intriga o lógica narrativa; el destierro de la actividad representacional, a favor de la presentación de corte performativo; la ritualización de la escena, con la consiguiente participación ceremonial del público; el parentesco con la danza, las artes plásticas y el videoarte; el desmontaje rizomático de toda noción de jerarquía; la indistinción entre lo real y lo ficticio; aspectos, todos ellos, que engendrarían un nuevo lenguaje, una nueva ética y nuevas ideas sobre la construcción del universo teatral, lejos de la mímesis y sus aledaños (2016: 200-201).
En definitiva, se trata en lo esencial de la oposición entre un teatro que sigue fiel al principio de representación con el desdoblamiento del actor en personaje o de la realidad en ficción, frente a otro que pretende reducir ese desdoblamiento a solo el plano real, ser «presentación» y no representación, fricción y no ficción. El alemán Heiner Müller es el modelo por excelencia de los «dramaturgos» del segundo tipo. Pero auténticos renovadores de la dramaturgia como Beckett, Pinter, Handke, Koltès, Mamet o Cormann creo que hacen un teatro dramático (valga la redundancia) de forma predominante, si no exclusiva. Lo mismo que Juan Mayorga o Sergi Belbel en España, que Rafael Spregelburd o Javier Daulte en Argentina, que Sergio Blanco o Santiago Sanguinetti en Uruguay, etc. Resulta obvio que, por más que se empeñe Lehmann, no todo lo nuevo en teatro es posdramático, ni tampoco solo lo nuevo: muchas de sus supuestas manifestaciones, si no todas, son continuación de (o vuelta a) las vanguardias históricas o el teatro sin más. Pienso en la narración escénica, por ejemplo, que no está después, sino antes del drama y en su origen. Así que, si nunca es exacto llamarlo posdramático, sí lo sería en muchos casos, paradójicamente, llamarlo predramático. Lo que resulta de todo esto en la actualidad es quizás una tipología relativamente nueva de los textos de teatro que permite oponer una amplia y variada mayoría de textos que son más o menos dramáticos, o sea, teatrales, a una más homogénea minoría de textos que seguramente no lo son y se presentan como «posdramáticos». Calculo que, en el ámbito de nuestra lengua, los primeros alcanzan el 80 % como poco y los segundos el 20 % como mucho. Pero dista mucho de estar claro —mejor dicho, es una falacia— que lo viejo y lo nuevo coincidan, así, automática y respectivamente, con uno y otro tipo de texto (y de teatro). ¿Es Beckett más tradicional, más viejo que Müller? Que alguien me explique por qué es más «nuevo» Rodrigo García que Juan Mayorga, o Angélica Liddell que Lluïsa Cunillé, en España, o Rogelio Orizondo que Abel González Melo en Cuba. Lo que parece evidente es que los textos de Liddell, García y Orizondo (o sea, los posdramáticos) son más literarios que los de Cunillé, Mayorga y González Melo (digamos los dramáticos). Quiero decir que, a fuerza de no querer los primeros ser «dramáticos», no les queda otra posibilidad que ser poéticos, narrativos, ensayísticos, incluso didácticos o autobiográficos, o sea, literarios al cien por cien, mientras que los dramáticos lo son, más o menos, al cincuenta por ciento. Pero para que la falacia de la «nueva» escritura de los primeros salte a la vista bastaría considerar el texto-documento resultante de las representa531
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ciones efectivas de esas obras de Müller, o de Liddell, de García, de Orizondo… Se podría constatar que en esa reescritura los textos pierden casi toda su rareza y se ven tan dramáticos como los tradicionales. Se esfuma así la novedad radical: esa terca ilusión de todas las vanguardias. Sería provocativo preguntar si el teatro posdramático ha llegado a crear un «nuevo» espectador. Retengamos para lo que sigue, tras esta impugnación de la discutible novedad de lo «nuevo», dos de los rasgos más generales, a mi juicio, del teatro contemporáneo, no necesariamente posdramático: el peso de lo narrativo y la obsesión con lo «real». Si, por último, nos alejamos de la nítida simplificación para acercarnos a la confusa realidad, se hace evidente la complejidad o multiplicidad de esta, que es el resultado casi automático de mirarla de demasiado cerca; de la falta de distancia histórica que, mediante una limpieza jerárquica, aclare el panorama. Sí se pueden percibir los entrecruzamientos sin abandonar el cómodo (y falso) esquema. Hay autores como Rodrigo García que se mantienen fieles a la línea posdramática en sus espectáculos y sus textos, pero en la trayectoria de Angélica Liddell se puede advertir un proceso desde lo dramático, donde se situaría todavía El matrimonio Palavrakis por ejemplo, hasta lo performático y recientemente hacia espectáculos más complejos. Dramaturgos actuales genuinamente dramáticos (valga la redundancia) como el mexicano Jaime Chabaud o el hispanocubano Abel González Melo han hecho incursiones en la «narraturgia» con obras de esta década como Noche y niebla, del primero, o Cádiz en mi corazón, del segundo. Entre los autores españoles más jóvenes, Carlos Contreras Elvira ha escrito uno de los textos posdramáticos (valga el oxímoron) más valiosos a mi juicio, Verbatim drama, pero también Rukeli, Premio Calderón de la Barca 2013, obra con notables rupturas estructurales, pero indiscutiblemente dramática. Llama la atención, en fin, que éxitos resonantes de los últimos años, dentro y fuera de España, como La piedra oscura de Alberto Conejero o El principio de Arquímedes, de Josep Maria Miró, respondan a una dramaturgia clásica, por no decir tradicional. Se me ocurre, para terminar, ilustrar esta idea de entrecruzamiento o diversidad, en que se concilian lo dramático y lo posdramático, lo nuevo y lo de siempre, con tres obras de nuestra década en las que el gran dramaturgo y director franco uruguayo Sergio Blanco (2018a y 2018b), antes citado, lleva a cabo una auténtica investigación artística en torno a un género realmente nuevo (hasta donde es posible), la autoficción teatral, una posibilidad problemática que ha acertado a resolver con profundidad, brillantez y originalidad incomparables: Tebas Land (2012), Ostia (2013) y La ira de Narciso (2014), a las que a día de hoy se añaden otras dos, El bramido de Düsseldorf y Cartografía de una desaparición. En ellas convergen muchos de los rasgos que se perciben actualmente como nuevos: metateatralidad, dramaturgia del yo, irrupción de la realidad o permeabilidad de la frontera realidad/ficción, presencia de las nuevas tecnologías, deriva progresiva hacia la narraturgia y el monólogo, permanente interpelación al público, etc. Pero las obras resultantes me parecen no solo dramáticas sino dramáticas al cuadrado. 532
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Si en la narrativa, que es su patria, la autoficción es una especie de deconstrucción de la autobiografía, con la intención de desacreditarla y suplantarla, en el teatro es la solución de una aporía insalvable, la de la autobiografía teatral, imposible en rigor. Porque el teatro es incompatible con lo «auto» y con lo «factual». Es impermeable a la primera persona por su carácter de representación in-mediata y es irreductible a la mera realidad, se pongan como se pongan los posdramáticos. Porque el teatro es siempre ficción, aunque no solo ficción. El desdoblamiento realidad/ficción es en él constitutivo. No hay teatro sin realidad, pero tampoco hay teatro con solo realidad. Al subir a un escenario cualquier realidad real se dobla en otra ficticia. A la fuerza, por definición, y afortunadamente. Por eso el teatro resulta ser un juego más sofisticado que la lucha de gladiadores. Pues bien, la autoficción relaja esas dos condiciones constitutivas de la autobiografía: abre la puerta a la ficción y a la tercera persona. De forma que el teatro, aunque no sin problemas, puede ser autoficticio, ya que no autobiográfico. Blanco sabe bien todo esto, sigue la buena dirección y acierta. ¿Y cuál es la buena dirección? No la de simplificar sino la de complicar el juego. No la de reducir el esencial desdoblamiento teatral sino, al contrario, la de reduplicarlo hasta el mareo que hace borrosos los límites —lógicamente nítidos— entre los niveles de realidad y ficción. No la de lo performático, aunque pueda jugarse a simularlo, sino la de la reinvención de una especie de pirandellismo de larga y alta prosapia (Cervantes, Shakespeare), cuyo efecto encuentra una expresión feliz en el Borges (1960: 68-69) de «Magias parciales del “Quijote”»: «¿Por qué nos inquieta que Don Quijote sea lector del Quijote, y Hamlet espectador de Hamlet? Creo haber dado con la causa: tales inversiones sugieren que si los caracteres de una ficción pueden ser lectores y espectadores, nosotros, sus lectores o espectadores, podemos ser ficticios». Se trata, en fin, de buscar la realidad, no fuera del teatro, sino adentrándose más y más en él. No huyendo de la ficción, sino abismándose en ella. Tebas Land supone el paso decisivo de Sergio Blanco hacia su autoficción. No solo por el contenido de verdad sino también por el despliegue de recursos formales de la máxima eficacia. El protagonista se denomina S, que es la inicial de Sergio, pero también la de Saffores, el actor que lo interpreta en la puesta del estreno, dirigida por Blanco, amén de la de Sófocles, cuyo Edipo es el palimpsesto de la pieza, y la de Sigmund Freud, que es el otro padrino de este drama sobre el parricidio. Este personaje central se relaciona con el público y con otros dos personajes, Martín, el parricida, y Federico, el actor que debe representarlo en el teatro. O con un personaje doble, pues ambos deben ser interpretados «necesariamente» por el mismo actor. Lo decisivo es que S es un dramaturgo y director, como Blanco, y, como él, el de la obra que estamos viendo o leyendo, que pone en escena precisamente el proceso de escritura y montaje de la misma. Ostia da un paso adelante. Dos son ahora los personajes, el hermano y la hermana, pero en la instrucción inicial se establece: «El texto deberá ser leído y en ningún momento podrá ser actuado. Las únicas personas que podrán leer Ostia 533
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serán la actriz Roxana Blanco y el dramaturgo Sergio Blanco». De nuevo, me parece que lo importante no es que la obra sea leída por él y su hermana, la gran actriz uruguaya Roxana Blanco, como ocurre en efecto, sino el hecho de que uno y otra son, al modo de la ficción pero con base en la realidad, los dos personajes de la obra, que igual podrían llamarse Sergio Blanco y Roxana Blanco. Con la misma exactitud, pero sin duda con menos vaguedad que en la denominación elegida. Y de eso se trata en todos los casos, de oscurecer las líneas, difuminar los perfiles o disolver los límites. De confundir en la dirección que señalan las palabras de Borges. La ira de Narciso supone otra vuelta de tuerca. Es un monólogo, lo que en principio favorece e intensifica la condición autoficticia. Y más si, como ocurre, el único actor interpreta casi todo el tiempo a Sergio Blanco. Que comparece por primera vez aquí con su propio nombre, aunque, como no podría ser de otra manera, convertido en personaje y, por tanto, ficcionalizado en mayor o menor grado, pero con un abultado poso de realidad. En el reparto de la obra, que lo tiene a pesar de parecer una mera narración escénica, figuran dos «Personajes/Sergio Blanco/Gabriel Calderón» y la lógica interna de la pieza obliga a que, como ocurría con Martín y Fede en Tebas Land, sean interpretados necesariamente por el mismo actor. Que, para rizar el rizo, será en la puesta en escena el director, dramaturgo y actor «real» Gabriel Calderón, al que Sergio Blanco llama en la dedicatoria «mi amigo, mi hermano, mi otro yo», lo que dará lugar a innumerables intromisiones de realidad. ¿Podrá hacer el papel otro actor? Seguramente no, sin modificar a fondo el texto. He aquí tres obras y un género cargados de futuro, de un futuro en el que ojalá se vaya disolviendo también esa falsa oposición, tan cómoda, entre lo dramático y lo postdramático.
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Nombres dibujados: las firmas de los creadores de vanguardias en su correspondencia epistolar* Irene García Chacón Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía Universidad Complutense de Madrid
I. (Con)textos La correspondencia epistolar producida e intercambiada por creadores genera conjuntos o colecciones incompletas que muestran tanto las relaciones profesionales y amistosas como las convenciones establecidas en un determinado momento histórico. Estos documentos son un valioso instrumento para el estudio de las individualidades artísticas, así como para el conocimiento de los medios en los que interactúa el sujeto. En las últimas décadas, el interés de la carta como espacio textual, material y de intercambio ha sido puesto de manifiesto en relevantes publicaciones académicas y algunas han destacado las vertientes que pueden surgir de estudiar esta tipología de comunicación desde la perspectiva de la historia cultural, entendida, según la propuesta de Roger Chartier, como discursos, prácticas y representaciones (Castillo Gómez y Sierra Blas, 2014a). Así, a partir de estas premisas y a través del análisis de los documentos epistolares conservados en el Archivo Federico García Lorca, este capítulo tiene por objeto poner la atención en las características visuales de las firmas presentes en la correspondencia epistolar entre creadores de las llamadas vanguardias históricas. Detenernos en este aspecto, a la vez que preguntarnos por su función, puede ayudar a incidir en la importancia material de esta forma de comunicación y descubrirnos nuevos matices. * Este texto se inserta en el proyecto de I+D+i Prácticas Culturales y Esfera Pública «Editoras Españolas y Latinoamericanas Contemporáneas» (FFI2016-76037-P). Se llevó a cabo en el marco de una tesis doctoral desarrollada, gracias a una beca-contrato FPU (FPU12/06868), en el Centro de Ciencias Humanas y Sociales del CSIC. En el CCHS tuve la suerte de conocer a José Checa Beltrán, a quien agradezco las conversaciones y el tiempo compartido. En el momento de la investigación doctoral, la correspondencia epistolar analizada se hallaba en la sede madrileña de la Fundación Federico García Lorca, pero actualmente se custodia en el Centro Federico García Lorca de Granada.
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Irene García Chacón
La carta, compuesta en primera persona, se concibe generalmente para compartir datos o sentimientos con un destinatario. En este sentido, son materiales que viajan desde las manos de un remitente para conectar con otro ser humano. En esa conexión que se intenta establecer, los epistolarios de los creadores de vanguardias pueden ser entendidos como fuentes historiográficas para rastrear los contactos estéticos o las redes de influencia, pero también como herramientas con las que entablaron dichas relaciones que, en muchos casos, fueron decisivas para sus carreras. En el primer tercio del siglo xx la correspondencia epistolar era el medio más extendido con el que los creadores se comunicaban cuando no era posible charlar cara a cara. Gracias a las cartas atendían temas laborales, enviaban peticiones, forjaban proyectos artísticos a la vez que obtenían información de otros agentes del campo cultural. En los sobres transitaban, de un creador a otro, relatos sobre los quehaceres diarios y los eventos culturales (García Chacón, 2016 y 2018). Este uso frecuente del correo por parte de los creadores estaba en relación con la socialización progresiva del servicio postal desde fines del siglo xix y con los refuerzos estructurales llevados a cabo a principios del siglo xx.1 El correo se había convertido en una pieza de la cotidianidad contemporánea. Es importante destacar aquí el impulso dado durante la Segunda República cuando se quiso atender y extender el servicio. La presidencia del Gobierno Provisional concibió ya un Ministerio de Comunicaciones y la Constitución de 1931 garantizaba en su artículo 32 la inviolabilidad y el secreto de la correspondencia. Asimismo, se preocupó por que fuera un medio al alcance de la ciudadanía. Aunque mediante un decreto de 24 de julio de 1931 se incrementaron las tarifas postales que habían entrado en vigor el 1 de agosto de 1922, el precio de los envíos continuaba siendo económico. La carta ordinaria nacional, de hasta 25 gramos, costaba 30 céntimos y remitir una tarjeta de visita o una postal simple, dentro del territorio español, valía 15 céntimos.2 Como podemos ver, expedir una misiva entraba dentro de los pequeños gastos cotidianos, ya que, por ejemplo, el precio medio en la venta al por menor del kilo de pan en 1931 en la capital era de 65 céntimos (Villa, 1989: 481) y la cuantía de un alquiler oscilaba en 1930 entre 50 y 125 pesetas al mes (Folguera, 1987: 174). En ese sentido, debemos señalar que en el entorno artístico los creadores abonaban importes muy superiores por relacionarse en otros espacios sociales pues, por ejemplo, el cubierto para participar en el banquete homenaje que se le ofreció a Vicen1 Los historiadores señalan la importancia de esta forma de comunicación entre la población desde el tercio final del siglo xix. Consideran que el incremento del alfabetismo junto a los desplazamientos motivados por las migraciones, el servicio militar y los conflictos bélicos son desencadenantes del llamado boom epistolar (Castillo Gómez y Sierra Blas, 2014a y 2014b). 2 Acerca de estos y otros importes Aranaz y Alemany (2000: 212). Sobre este uso del correo en España, su desarrollo y sus infraestructuras Bahamonde Magro (1993: 88-121). La importancia que este contexto ha tenido en las prácticas postales de los creadores de las vanguardias ha sido desarrollada en García Chacón (2015).
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Nombres dibujados: las firmas de los creadores de vanguardias en su correspondencia epistolar
te Aleixandre por La destrucción o el amor en 1935 ascendió a siete pesetas con cincuenta céntimos. El uso de la carta estaba a la orden del día no solo por su precio, sino también por su eficiencia. La experiencia demostraba a los creadores que en la España de los años veinte y treinta se podía confiar generalmente en Correos. En la correspondencia son mínimas las quejas debidas a las pérdidas y, en cambio, es más frecuente que los artistas asuman su propia responsabilidad cuando se produce una respuesta tardía. Los tiempos de recepción también acompañaban. Aunque las entregas de los recaderos y de los dadores eran frecuentes y veloces cuando las posiciones de remitentes y destinarios eran cercanas, los matasellos que impregnan los sobres que se han conservado muestran cómo un envío de Salvador Dalí fue depositado en Figueras el 7 de febrero de 1927 y llegó a Granada, donde se encontraba García Lorca, tres días más tarde.3 Como se desprende de las prácticas, de las declaraciones que realizan en su correspondencia, así como de las afirmaciones realizadas posteriormente en sus libros de memorias y autobiografías, la comunicación postal fue muy importante tanto para instaurar como consolidar relaciones artísticas. Así, en el quehacer cotidiano de los creadores de vanguardias se dedicaba un tiempo considerable a comunicar(se) por carta. II. (Para)textos Cualquier carta es un material que puede originar múltiples estudios, ya que es un documento, es un género de escritura y es un objeto físico. En los trabajos sobre epistolarios la identificación de la carta como texto ha sido un obstáculo para la valoración de los elementos paratextuales.4 Aunque desde disciplinas como la historia de la cultura escrita o la historia cultural se tienen muy en cuenta al estudiar las producciones de la denominada gente común,5 los aspectos paratextuales de las epístolas de los artistas no suelen, en cambio, analizarse. No obstante, pensamos que se debe prestar atención a estos elementos, ya que en ocasiones aportan información acerca de la noción vital y estética del remitente, así como del vínculo que tiene con su destinatario (García Chacón, 2016). Las firmas y su expresión gráfica constituyen uno de esos elementos paratextuales que destacan en la correspondencia entre artistas. Archivo Federico García Lorca (en adelante AFGL), signatura COA-1052. En 1982 Gérard Genette instauraba este vocablo sobre el que profundizaba en su libro Umbrales (2001), publicado originalmente en 1987, donde explicaba que la obra literaria es fundamentalmente un texto que habitualmente cuenta con el apoyo de diversos aspectos como el nombre del autor, el prólogo o las imágenes que están a su alrededor y le dan consistencia. 5 Ejemplo significativo de esta línea de investigación es el trabajo desarrollado por el Grupo de Investigación Lectura, Escritura y Alfabetización (LEA), dirigido por Antonio Castillo Gómez. Cfr., Castillo Gómez y Sierra Blas (2014a y 2014b) y Castillo Gómez (2015). 3 4
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Béatrice Fraenkel, quien ha analizado en diversos trabajos las diferentes características y los diseños que la firma posee en distintos momentos históricos, ha evidenciado su relevancia (1992). En su opinión, la firma «hace que el escrito “funcione”» y tiene dos finalidades básicas: la «técnica» —rechaza la corrupción del escrito— y la «simbólica» —encarna a la persona que la usa y su presencia sirve como compromiso— (1995: 94 y 88-89). Así, el acto de firmar un objeto tiene como fin visibilizar de manera metafórica al sujeto, individualizarlo y acreditar una autoría. En palabras de Alice VincensVillepreux (1994: 5): L’acte de signer met le nom au propre et au figuré. Comme désignation, il impose la marque de l’individu en lui donant une autonomie, une trace singulière, une identité stable, déposée une fois pour toutes dans un graphisme libre des mouvances de l’espace et du temps. Biographème, la signature ancre le sujet dans le monde; l’inscription à l’état civil se double de l’authentification que l’autographe ajoute à cette inscription du temps vécu sur le temps du monde.
Las firmas se convierten de esta manera en una representación gráfica del sujeto y buscan a través de un gesto expresivo la perceptibilidad y el reconocimiento por parte del destinatario. Armando Petrucci ha destacado que, en la correspondencia erudita, las firmas son signos distintivos introducidos de manera completamente consciente (2008: 153): Spesso, infatti, anche le firme autografe recavano in sé, ai livelli alti dell’epistolarità colta, segni distintive e identificativi mai inseriti a caso; a volte poteva trattarsi soltanto di modulo ingrandito, a volte di forti e ripetute sottolineature, a volte, infine, di complicati disegni a forma di laccio che ricordano irresistibilmente gli antichi groppi disegnati e insegnati dai maestri di scrittura cinque-secenteschi.
Asimismo, no hay que olvidar que la firma exacerba el carácter plástico que posee la escritura. Habita en un lugar compartido entre el dibujo y la escritura6 y supone para un artista la reivindicación de la autoría. Por este motivo, los creadores dedicaron una especial atención a la plasmación visual de su nombre no solo en su obra pública, sino también en las dedicatorias y cartas privadas. En la correspondencia epistolar que se ha conservado en el Archivo Federico García Lorca apreciamos en numerosas ocasiones que los creadores tienen un singular cuidado a la hora de dejar sus nombres sobre el papel. Como es conocido, Lorca, interlocutor de la mayor parte de esta correspondencia, tenía muy en cuenta este aspecto debido a su concepción plástica de la palabra. Así, ante la costumbre que tenía el poeta granadino de alongar tanto la F de su nombre como la G y la L de sus apellidos en muchas de sus misivas, sus destinatarios comentan. El pintor José Caballero, por ejemplo, no desestimó el interés que su amigo concedía a la com6 Fraenkel considera que firmar no es escribir ni dibujar, sino que consiste en un signo híbrido entre palabra e imagen (1992: 7).
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posición de su firma y a su materialidad gráfica y en una de sus cartas copia el autógrafo lorquiano, con la característica D de Federico curvada hasta acabar enredándola en la F, sobre el cual escribe: «[F]íjate que casi sé hacer tu firma —está enorme».7 Se conserva, asimismo, otra epístola, esta del bonaerense Arturo Bazán, en la que se recrea la rúbrica del granadino con esa D que solía hacer.8 Años más tarde, sus corresponsales y compañeros seguirían rememorando el gesto gráfico e impar del poeta. El arquitecto Luis Lacasa, por ejemplo, llegó a declarar que la rúbrica lorquiana consistía en «un dibujo, un signo lírico» (1956: 40) mientras que el ya mencionado Caballero destacaba (1992: 49): Yo le he visto hacer temblar la pluma para sensibilizar una línea, o apretarla fuertemente sobre el papel para conseguir gotas de sangre o lágrimas, o utilizarla en hirientes trazos verticales, como en las iniciales de sus dedicatorias. También sus dedicatorias tenían un planteamiento de composición geométrica, de tres líneas duras verticales que se estructuran con pequeños bloques horizontales de menuda caligrafía y arabescos, conceptos bastante utilizados en la pintura actual, que se vale de la palabra escrita y de la signografía para conseguir una mayor expresividad. De alguna manera Federico fue un precursor.
Estos comentarios de los creadores-destinatarios, que reflejan la atención prestada a las firmas de su corresponsal, resaltan la importancia del medio en esta forma de comunicación. En este sentido, a la hora de reflexionar acerca del papel de las firmas en la correspondencia es importante tener presente en todo momento que, más allá de que la aproximación a estos documentos suela realizarse a través de las ediciones epistolares, los artistas compusieron cartas y no textos. Es decir, no intercambiaron textos, sino objetos físicos con unas determinadas características en los que la firma se realizó con diversos materiales y con múltiples formas mediante las cuales los creadores resaltaron su presencia a la vez que incidieron en su importancia. III. «Mi firma ha creado un cielo en un segundo»: firmas poetizadas, firmas dibujadas El epistolar es un género con gran cantidad de pautas, cuya práctica tiene una historia «plurimillenaria» que, como ha documentado Armando Petrucci (2008), se ha mantenido constante en el transcurso de los siglos. En la estructura que se sigue al componer una misiva la firma indica el fin, supone el cierre, de manera que no debe sorprender que, salvo en contadas excepciones, las cartas conservadas en el Archivo Federico García Lorca tengan las firmas de sus remitentes. AFGL, signatura COA-150. Carta sin fecha [Huelva, finales de julio-principios de agosto de 1934], publicada en García Chacón (2014: 41 y 173). 8 AFGL, signatura COA-97. Buenos Aires, 12 de diciembre de 1934. 7
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A pesar de que la metáfora de la carta como «conversación entre amigos ausentes» ha tenido gran fortuna histórica y desde tiempos de Cicerón ha contado con un alto grado de asentamiento, como ha insistido la crítica, el género tiene características propias que lo conectan con la oralidad a la vez que lo distancian de ella (Guillén, 1998: 181). Como se ha señalado desde la teoría de la comunicación, mientras que en una conversación el autor es quien ejerce el uso de la palabra, en el intercambio epistolar el autor es la persona que firma, o que suplanta el autógrafo de otro. Por este motivo, las firmas tienen un sentido fundamental y son clave en el llamado pacto epistolar, ya que reflejan una ausencia —se impregna el papel con el propio autógrafo para que nos encarne— a la vez que una presencia —son testimonios de la mano de su autor, conectan con quien escribió el texto—. Este binomio presencia-ausencia que evidencia toda firma ha sido destacado por diferentes teóricos. Recordemos que Jacques Derrida (1972: 391) incidió en este aspecto de la siguiente manera: Par définition, une signature écrite implique la non-présence actuelle ou empirique du signataire. Mais, dira-t-on, elle marque aussi et retient son avoir-été présent dans un maintenant passé, qui restera un maintenant futur, donc dans un maintenant en général, dans la forme transcendentale de la maintenance. Cette maintenance générale est en quelque sorte inscrite, épinglée dans la ponctualité présente, toujours évidente et toujours singulière, de la forme de signature.
En este sentido, desde la perspectiva derridiana, la firma es la manifestación de una ausencia o, en otras palabras, su representación. El concepto de «representación» tiene, siguiendo el planteamiento de Chartier, una connotación dúplice, ya que podemos distinguir entre «el representado ausente y lo que lo hace presente» (2000: 75): ante la distancia física del remitente, la firma sería la muestra de la ausencia del que escribe y, a su vez, una exposición de su presencia. Al (re)conocer la firma de su corresponsal, el destinario-lector conecta con elremitente-escritor, tiene constancia de que la carta que posee en sus manos fue tocada por una persona ahora ausente. El fetichismo de la carta como objeto se materializa a través del papel, de la caligrafía y, sin duda, de la firma. En el imaginario de los creadores de vanguardias las firmas presentes en su correspondencia son entendidas como letras que simbolizan al sujeto y suponen un vestigio de la presencia humana. Por una parte, la importancia de este primer aspecto se pone de manifiesto en algunos de los documentos epistolares enviados o recibidos por Lorca. Si escribir un nombre supone representar o representarse, escribir y leer el nombre propio o el de un compañero en una carta es una forma de conectar con el vínculo emocional que une al remitente con el destinatario. En 1926 Salvador Dalí configuró una misiva para el poeta granadino en la que, después de su firma, anotó el nombre de su amigo con una esmerada caligrafía que contrasta con el resto del escrito. Una flecha apunta a este nombre y lo identifica con la siguiente aclaración: «Ahora fíja542
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te bien con qué cariño escribiré tu nombre, lo haré todo sin respirar».9 El pintor puso cuidado al componer cada una de las letras de ese Federico García Lorca y especificó que ese gesto conllevaba cariño y emoción. Esta misiva incide en la idea de que inscribir un nombre es una forma de materializar un pensamiento acerca de una persona. La identificación de la firma con el individuo al que personifica es tan intensa que en ocasiones determinados artistas no solo autografían el nombre, sino que dibujan un retrato. En el Archivo Federico García Lorca se conserva, por ejemplo, una tarjeta postal que Manuel Ángeles Ortiz y Miguel y Emilio Prados dirigieron al granadino desde París. En la zona superior del reverso aparece la firma del primero, mientras que en la franja inferior se dibujaron, empleando también tinta negra, tres caras. La primera es un perfil con gafas que tiene la anotación «ESTE ES MIGUEL»; la segunda, que posee la nariz gruesa y triangular que caracterizaba a Ángeles Ortiz, está al lado de un bocadillo que lleva escrito «ESTE ES MANOLO»; y, por último, hallamos un bosquejo frontal con las gafas redondas y el fuerte pelo que tenía el poeta malagueño junto con la explicación «ESTE ES EMILIO».10 Si la finalidad de la rúbrica era representar al remitente que no podía estar de forma física o, en otras palabras, retratarlo, en esta tarjeta el dibujo hacía la función de la firma. Personificando los nombres de los tres individuos con sus características físicas más reconocibles, los dibujos exhibían a quienes remitían el documento amistoso. Unos años más tarde, Lorca recibió otra postal colectiva en la que Dalí, además de su firma, dibujaba de forma apaisada, como si mirara de frente a su nombre, un busto de perfil que ha sido identificado con su propia silueta.11 De esta manera, con su autógrafo y su autorretrato, el pintor introdujo doblemente su yo en el documento. Por otra parte, la firma como huella del remitente se pone de manifiesto de forma significativa en las cartas mecanografiadas. Frente a la tinta impresa de estas misivas, empleada para la composición del cuerpo de la carta, destaca la rúbrica autógrafa como signo que exhibe el origen del documento, como aval del remitente. Si en los manuales epistolares y en los imaginarios colectivos la correspondencia elaborada con máquina de escribir se asocia con las cartas burocráticas, en las cartas familiares o de amistad la escritura a mano, única y personal, se retiene como la adecuada.12 AFGL, signatura COA-238. [Figueras, mediados de marzo de 1926], publicada en Santos Torroella (1987: 34-37). 10 AFGL, signatura COA-804. [París, 18 de octubre de 1922], publicada en Tinnell (1997: 42). Señalamos ya este aspecto en Piedras Lunares, revista dirigida por José Checa (García Chacón, 2018: 122). 11 Como ha indicado Rafael Santos Torroella, el perfil daliniano está ataviado con atributos de una figura masculina del siglo xvii, hecho que según este autor pudiera estar relacionado con las reuniones de la llamada Orden de Toledo en la que participaban remitente y destinatario. AFGL, signatura COA230. [Cadaqués, ¿18? de julio de 1925], publicada en Santos Torroella (1987: 14 y 119). 12 Sobre estas y otras apreciaciones de los manuales epistolares Sierra Blas (2003). 9
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En este sentido, los estudiosos del medio postal han señalado que en el ámbito culto la escritura manuscrita se considera más apta para expresar el afecto que se siente hacia el destinatario: Per quanto riguarda l’adozione del mezzo meccanico per i rapporti epistolari privati occorre ricordare che, sopratutto nell’ambito del ceto colto, insorse e si diffuse presto un pregiudizio grafico, che divenne regola di cortesia, contrario all’uso della macchina per scrivere al posto della scrittura manuale, generalmente sentita come più adatta a esprimere valori più intimi, propri di rapporti diretti di affetto, amicizia, amore (Petrucci, 2008: 149).
Por este motivo, los artistas-remitentes entienden el valor que puede tener incluir en su correspondencia mecanografiada algún elemento distintivo. En muchas ocasiones, la firma se convierte precisamente en ese componente diferenciador. Este hecho puede verse en algunos documentos que se conservan en el Archivo Federico García Lorca y que tienen al poeta granadino como destinatario. Un ejemplo lo hallamos en una carta doblemente firmada que, a pesar de ser muy conocida, no nos resistimos a dejar de publicar nuevamente aquí porque tiene una especial significación para la propuesta estética de un grupo de poetas muy presentes en la correspondencia activa y pasiva de Lorca. Rafael Alberti, Dámaso Alonso, Gerardo Diego, Federico García Lorca, Jorge Guillén y Pedro Salinas remitieron una circular mecanografiada a una serie de agentes del campo cultural como invitación para colaborar con su obra en la publicación del célebre homenaje a Góngora de 1927. Una de estas circulares llama poderosamente la atención. Consiste en un documento que Alberti había firmado, junto con los otros miembros del grupo, y que decidió remitir a Lorca, aunque era uno de los convocantes, con el fin de que venciera su conocida pereza y remitiera su contribución.13 Para que el documento del granadino no fuese igual que los otros, Alberti trazó una lagartija cazando una mosca e incluyó unas palabras manuscritas bajo las que volvió a firmar, esta vez solo con su nombre de pila en el que prolongó la L final con intención ornamental, entendiendo que no era necesario incluir de nuevo su apellido y transmitiendo la cercanía que tenía firmar como Rafael, un compañero embarcado en el mismo proyecto creativo: Sé bueno, Federico, sé bueno y escríbeme y mándame pronto lo mejor que tengas. Adiós, mal primo, primo tercero. Un abrazo, dos, tres, cuatro, quince, mil de Rafael.14
Si en esta misiva Alberti usó la tinta negra para lo manuscrito mientras que lo mecanografiado se plasmaba con color morado, en una carta que un año más tarde 13 Lorca nunca llegó a enviar su colaboración para el homenaje. Sobre la correspondencia en torno al III centenario del poeta cordobés Morelli (2001). 14 AFGL, signatura COA-23. Madrid, 27 de enero de 1927, publicada en García Chacón (2014: 43 y 147).
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compuso Lacasa para Lorca se empleó la misma tonalidad para la rúbrica que para el resto del escrito. El texto está mecanografiado en tinta roja y la firma, para la que se elige también este color, es autógrafa y se acompaña de dos líneas verticales que conectan el nombre propio con un dibujo.15 El arquitecto no solo fue cuidadoso con la elección del material, sino que pergeñó las iniciales de su nombre y su apellido con sendas L finas y gráciles que se corresponden con dos líneas paralelas que cierran la rúbrica y cuya función es decorativa. De esta forma, Lacasa destacaba su firma al dotarla de particularidades estéticas y al realizarla de un tamaño superior al texto mecanografiado. Según ha estudiado la disciplina de análisis del discurso, la presencia del narrador en una misiva está siempre patente. La firma es, precisamente, uno de los indicios más explícitos que el remitente deja en su documento (Violi, 1999: 184). Si la carta es un producto escrito que persigue la comprensión del receptor, es aquí donde la firma autógrafa actúa como un elemento diferenciador y único que busca una identificación rápida y directa. Para que la firma cumpla su función debe ser, en palabras de Derrida, «lisible», es decir, debe poder materializarse bajo una forma «répétable, itérable, imitable» (1972: 392). En sus cartas los artistas de las vanguardias estuvieron interesados en que sus destinatarios supieran quiénes les escribían. Su afán de notoriedad y su concepción plástica de la palabra provocaron que en frecuentes ocasiones convirtieran sus firmas en elementos originales y creativos. Unas líneas más arriba hemos visto que García Lorca, receptor de la mayor parte de la correspondencia que se conserva en el Archivo Federico García Lorca, al escribir su rúbrica, jugaba con la caligrafía, estilizando sus iniciales. Asimismo, alargaba y combaba la D de su nombre que se superponía a la F de forma ornamental. En ocasiones, unía la expresión caligráfica y la palabra para transmitir su situación de enunciación. A modo de ejemplo divertido, destaca una carta que dirige al pintor Rafael Barradas. Tras ejecutar su nombre representado con una F que cae, derretida, hacia la zona inferior del documento, explica: «([E]ste Federico te indicará claramente el calor que paso). Este Federico parece una gallina con la boca abierta bajo el sol».16 De esta manera, incidía en el carácter plástico de su firma, transformándola muy a menudo en un dibujo o haciéndola desembocar en diferentes elementos decorativos que se convertían en guiños distendidos para sus corresponsales. Sus destinatarios, además de observar esta característica, se preocupaban igualmente por la materialidad gráfica de sus autógrafos cuando contestaban a sus cartas. Rafael Alberti, por su parte, también resaltaba la R de su nombre, destacando su tamaño con una letra ágil. José Moreno Villa solía alargar en horizontal la V de su segundo apellido hasta atravesar las dos L, creando una firma elegante y expresiva. Asimismo, llama la atención la D dilatada y palpitante en muchas de las firmas de Dalí, quien en ocasiones se recreaba en las curvas de sus iniciales. Es frecuente que el pintor ampurdanés construyese imágenes con las palabras de su nombre. Expe AFGL, signatura COA-494. Madrid, 9 de agosto de 1928, publicada en García Chacón (2014: 158). 16 [Granada, ¿segunda semana? de agosto de 1927], publicada en García Lorca (1997: 504). 15
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rimentaba con las palabras de despedida en torno a su inicial proporcionándoles el aspecto de un caligrama, distribuía espacialmente las letras de forma dispersa o ejecutaba un juego letrístico que tenía como resultado un «Dali alSvador».17 En otras ocasiones, la firma no forma un dibujo, sino que se realiza un dibujo junto a ella para reforzar su presencia, dotarla de protagonismo material y dirigir la atención del lector. José Bello, por ejemplo, acompaña su rúbrica con pequeñas cerezas18 —conocidos son los limones que realiza Lorca junto a su nombre en dedicatorias y misivas— y Benjamín Palencia en sus cartas ilustradas tiene la costumbre de situar dibujos sobre su firma. Especialmente significativa al respecto es una carta que José María Hinojosa envía a Lorca en 1922. Bajo la firma pueden verse unos pequeños puntos negros desordenados, quizás provocados por el exceso de tinta de su pluma, quizás dibujados de forma consciente. En todo caso, Hinojosa integra estas manchas con la línea diagonal de su rúbrica y las comenta: «Mi firma ha creado un cielo en un segundo!».19 Este gesto refuerza el carácter performativo de la rúbrica,20 ya que con sus palabras Hinojosa conecta el acto de firmar con la acción poética y con algunas prácticas dibujísticas de la época en las que se potencia el azar y la casualidad. Así pues, la acción de escribir un nombre podía convertirse en un hecho estético. La firma, en su condición de representación material del yo, introducía vida y creatividad en el diálogo epistolar. IV. (Hiper)textos El análisis de las firmas presentes en la correspondencia epistolar conservada en el Archivo Federico García Lorca incide en la significación que el nombre propio tiene para los artistas. Si para cualquier persona es importante, para un artista del mundo contemporáneo la firma constituye un elemento clave de exhibición de la autoría. De ahí que los creadores convirtieran sus firmas en elementos originales y que quisieran que fueran reconocidas e identificables. En relación con la autoría profesional y la firma es significativo que en algunas de sus cartas los creadores introdujeran, junto a su nombre, su definición profesio AFGL, signatura COA-234 y COA-236. [Figueras o Barcelona, noviembre de 1925] y [¿Figueras?, 8 de febrero de 1926], publicadas en Santos Torroella (1987: 20-21 y 40). 18 AFGL, signatura COA-100 y COA-104. Zarauz, 27 de agosto de 1924 y Madrid, 21 de septiembre de 1926, publicadas en Santos Torroella (1992: 66-67 y 1998: 21). 19 AFGL, signatura COA-474. Málaga, 5 de octubre de 1922, publicada en García Chacón (2014: 38 y 116). 20 Fraenkel ha indicado el carácter performativo de toda firma, ya que «es más que una inscripción gráfica, también es un acto mediante el cual alguien se compromete y por el cual, como sucede en los actos jurídicos, eventualmente se autentifica un documento el cual, desde el momento de la firma, se convierte en una fuente de obligaciones. Desde este punto de vista, la firma hace época en la historia de la escritura del nombre propio. Refuerza la eficacia casi mágica del nombre propio con la fuerza simbólica que se le adjudica al hecho de tocar con la mano» (2001: 214). Creemos importante señalar que esta magia se hace aún más patente en la firma de una obra de arte. 17
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nal/artística. Este dato los representaba ante sus destinatarios al tiempo que los situaba en el campo cultural. Así, por ejemplo, en una carta de Emilio Grau Sala, tras el abrazo, justo debajo de la firma, aparecen las palabras «humilde pintor».21 La intención estética que encontramos en las firmas de las cartas que se conservan en el Archivo Federico García Lorca se relaciona frecuentemente con las rúbricas de la obra artística o pública de sus autores. Es decir, la delicada D daliniana de la firma del pintor ampurdanés no solo se plasma en su correspondencia privada, sino que también aparece en cuadros como, por ejemplo, Mujer invisible dormida, caballo y león (1930) y Lorca estiliza sus iniciales en dibujos como Marinero y columna (1934-1936). Estos elementos gráficos afirman la importancia de la autoría, publicitan al sujeto y lo unen con sus destinatarios. En los ejemplos aportados las firmas fueron elementos fundamentales del intercambio epistolar: los remitentes pusieron cuidado en su configuración material y los destinatarios no menospreciaron, según demuestran sus comentarios epistolares o sus recuerdos posteriores, esta intención. Las características plásticas de las firmas que se esconden en la correspondencia epistolar conservada en el Archivo Federico García Lorca suponen ventanas o enlaces que conectan con la noción estética y vital de sus autores. Incidiendo en los aspectos artísticos y materiales de la escritura los creadores distanciaban sus misivas de la correspondencia al uso y establecían una relación distendida o cercana con sus destinatarios. Con estos elementos introducían el arte y el juego en sus quehaceres cotidianos a la vez que se posicionaban contra la frialdad del sistema normativo. De esta manera, en un viaje postal de ida y vuelta, estas firmas pueden transportarnos al universo creativo de cada uno de sus remitentes, así como su mundo estético personal se traslada a estos guiños de la correspondencia compartida. Bibliografía Aranaz, Fernando y Luis Alemany. 150 años de sellos, correos y filatelia: de Isabel II a Juan Carlos I (1850-2000), Madrid, Correos y Telégrafos, 2000. Bahamonde Magro, Ángel. «El sistema postal en la España contemporánea, 1833-1936», en G. Martínez Lorente y L. E. Otero Carvajal, Las comunicaciones en la construcción del Estado contemporáneo en España: 1700-1936. El correo, el telégrafo y el teléfono, Madrid, Ministerio de Obras Públicas, Transportes y Medio Ambiente, 1993, pp. 67-121. Caballero, José. «Notas de trabajo sobre los dibujos lorquianos», Boletín de la Fundación Federico García Lorca (Madrid), 12 (1992), pp. 49-57. Castillo Gómez, Antonio (ed.). Culturas del escrito en el mundo occidental: del Renacimiento a la Contemporaneidad, Madrid, Casa de Velázquez, 2015. Castillo Gómez, Antonio y Verónica Sierra Blas (dirs.). Cartas-Lettres-Lettere: discursos, prácticas y representaciones epistolares (siglos xiv-xx), Alcalá de Henares, Universidad de Alcalá de Henares, 2014a. 21 AFGL, signatura COA-434. Barcelona [¿principios de junio de 1933?], publicada en Tinnell (2001: 126).
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De geografías y variantes. Una canción tradicional: «Amor mío, si te vas…» Luciano García Lorenzo Instituto de Lengua, Literatura y Antropología, CSIC
Dentro del riquísimo y, en general, muy hermoso mundo de las canciones tradiciones o populares podemos encontrar, si nos atenemos a su contenido, numerosas variedades. En esta ocasión nos interesa prestar atención a uno de esos grupos de composiciones, y es el que contiene en sus no muchos versos alusión directa a lugares específicos, que en el caso que nos va a ocupar es un río y concretamente el Duero. Más aún, si ahora detenemos nuestra atención en esa canción es porque hasta el momento el testimonio más directo que de ella ha llegado hasta nosotros fue recogido en Coreses (Zamora)1 hace muchos años y por el gran investigador que fue don Manuel García Matos. Digamos, ya desde el principio, que encontramos por Internet en varias ocasiones la reproducción de esta cancioncilla, acompañada de estribillos y otras coplas sin identificación de ningún tipo, pero que nada tienen que ver con ella. Incluso, en alguno de estos casos, se incluye alguna canción que podemos encuadrar en el mundo de las coplas tabernarias, muy lejana del mundo tradicional inherente al tipo de composición a que pertenece la que nos interesa. Efectivamente, es cierto que habitualmente no se canta solo una copla, sino cuatro o cinco, y en no pocas ocasiones con un estribillo de dos versos que se repite detrás de alguna o de cada una de ellas. Pero, insistimos, son composiciones absolutamente independientes y reunidas por el gusto de quien la canta o porque entre ellas puede establecerse algún tipo de relación. Naturalmente, en esta ocasión, esa relación es elegir el río Duero y Zamora como lugar de los acontecimientos, y añadir coplas que, en este caso, cantan la valentía y algo más de los zamoranos frente a las connotaciones que pueda tener ese crimen y ese puñal.2 Se encuentra en el Fondo de Música Tradicional de la Institución Milá y Fontanals del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, en Barcelona. 2 Queremos llamar la atención acerca de esos testimonios que podemos encontrar en la red sobre este y otros casos, ofrecidos con voluntarismo por diferentes personas y en los cuales se mezclan estribillos, canciones, fragmentos de romances tradicionales, coplas de reciente creación, etcétera, con cierto tono de exaltación o «justificativo», como ocurre con la canción que nos ocupa. 1
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Los cuatro versos de la copla y motivo fundamental de que partimos para este trabajo son los siguientes: Amor mío, si te vas no bebas agua del Duero, que lavaron el puñal con que mataron a Diego.3
Por más que hemos buscado quién puede ser ese Diego a que alude la copla no hemos podido llegar a su identificación. Deseando que algún interesado en este tema pueda lograrlo, creemos que con seguridad se refiere a algún crimen sucedido en un pueblo o ciudad a las orillas del Duero y la referencia a la limpieza de las huellas del puñal en el río también se refieren a un hecho real. Especulando aun más, quizás podamos centrar esos acontecimientos en torno a Zamora y los pueblos cercanos aledaños al Duero, dado que, como hemos indicado, el único testimonio que tenemos de esa copla es el recogido en Coreses. 1. Pero esta versión no es la única que encontramos en este pueblo cercano a Zamora, partiendo del primer verso, y que será la fórmula generalizada se encuentra en una serie de variantes en muchísimos lugares de España y fuera de ella, como iremos ofreciendo inmediatamente. La segunda versión de Coreses dice en sus primeros versos, aunque encadenando posteriormente varias estrofas: Amor mío, si te vas da la vuelta y vuelve luego, y dile a la mi morena que en mi corazón la llevo.
Esta versión fue cantada por Prudencio y María en otro pueblo de Zamora —Nuez de Aliste—, la versionó Luis María Martín Negro y es la que grabó el excelente grupo «Santaren Folk» en su disco Tocando al vuelo, en 2005. También se interesó por ella la Asociación Cultural Melitón Fernández de otro pueblo zamorano, Sanzoles, para cantarla su coro y formar parte de un CD: Lagaradas.4 2. Entre las variantes que vamos a ir ofreciendo en este trabajo con la fórmula indicada citaremos en segundo lugar la siguiente y que encontramos, con ligerísimas variantes, en Teruel, en Asturias, en varios pueblos de Málaga (Álora, Istán…) y también en la provincia de Granada (Doporto y Uncilla, 2011: cop. 294):5 No figura esta canción entre las recogidas por Joaquín del Barco (1899), de la cual existe una reedición facsimilar: Valladolid, Maxtor, 2010. Tampoco la encontramos en el ya clásico Cancionero del folklore musical zamorano, de Miguel Manzano Alonso (1982). 4 V. de nuevo el Fondo de Música Tradicional de la Institución Milá y Fontanals…, ya citado supra. 5 Mercedes Souto y Alberto Turón en su reedición del Cancionero popular turolense… (2011) citan 1900 y en Barcelona como primera edición, aunque no está muy claro que sea este año o el siguiente. 3
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De geografías y variantes. Una canción tradicional: «Amor mío, si te vas…» Amor mío, si te vas, cierra mi pecho con llave, que a menos que tú te vengas mi pecho no se abre a nadie.
3. De Mairena del Alcor (Sevilla)6 es la siguiente versión con referencia directa a un árbol de la tierra y que la va a identificar diferenciándola claramente de otras versiones: Amor mío, si te vas, escríbeme en el camino, y si no tienes papel en la hoja de un olivo.
Efectivamente, con el cuarto verso diferente —«en el ala de un palomino»— se encuentra en varios pueblos de Castilla y también recogida en la montaña de Palencia y en la Cantabria fronteriza con esa provincia (San Felices de Castillería y Valeolea).7 Con el motivo del olivo es habitual escuchar esta versión en recitales de música tradicional en Extremadura y así sucedió, por ejemplo, en el Festival Guadalupe 2016, donde, como en otras ocasiones, se concatenó esta despedida con el motivo de la fuente del olvido, que veremos en el apartado. 4. También con el camino como protagonista es una hermosa versión del campo alicantino y que interpreta la cantautora catalana María Arnal al lado de Marcel Bagés.8 Amor mío, si te vas, avísame un día antes, yo te enramaré el camino de flores y de diamantes.
5. Narciso Alonso Cortés ya publicó hace más de un siglo centenares de canciones recogidas en Castilla; alguna de ellas ya la hemos citado9 y habría que citar estas otras: Lo que sí existe es una edición —segunda, dice en la portada— en Madrid, en 1901. (La edición de 1900 no hemos podido localizarla; entrando en las bibliotecas públicas de Aragón leemos en su ficha que hay una edición de ese mismo año en Barcelona, aunque la portada que reproduce es la citada de Madrid). (Garrido Palacios, 1992: 34-36; Escribano Pueo, 1994: 31, y Asensio Llamas, 2010). 6 V. Fondo de Música Tradicional de la Institución Milá y Fontanals…, citado supra. 7 Disponible en: http://valrural.com/COPLAS.htm [Consulta: 21/01/2021]. 8 María Arnal (Barcelona, 1987), con la colaboración de Marcel Bagés (Lleida, 1987), interpretan esta canción, que se encuentra en la Fonoteca valenciana. V. el disco 45 cerebros y un corazón (2017). En una entrevista (Ara, 9 de diciembre de 2015), María Arnal recuerda que ya la cantaba Pep Gimeno, «Botifarra» (Xátiva, 1960), excelente intérprete e investigador de la música tradicional valenciana. 9 En el apartado 7, pero en la que escuchamos «golondrino» por «palomino». También la del apartado 10. V. Narciso Alonso Cortés (1914).
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Luciano García Lorenzo Amor mío, si te vas, asegura bien tu vida, mira que vas embarcando en una lancha podrida. * * * Amor mío, si te vas, vente a despedir de mí, que yo cerraré los ojos y diré que no te vi.
6. En diferentes pueblos de Asturias Antonio Alonso de la Torre nos ha ofrecido esta versión (2010: 675): Amor mío, si te vas, déjame una prenda tuya, déjame la tu navaja para picar la verdura.
En la comarca de Galicia Limia Baixa se escucha esta versión con la diferencia de que en lugar de «picar» dice «mondar» (Lorenzo Fernández, 1973: 207).10 También fácilmente encontramos en la red igual versión en Manzaneda de Omaña (León) y Aloños de Carriedo (Cantabria). 7. Las versiones que hemos visto hasta ahora y la que retendrá nuestra atención en el apartado siguiente son prácticamente todas positivas, es decir, el o la amante canta a través de las diferentes variantes su amor, se lamenta de su soledad o muestra la tristeza por la separación de su pareja. La que recogemos a continuación es todo lo contrario: es una copla de maldición. Tiene cierta concomitancia con la versión que veremos en el apartado siguiente —el olvido—, aunque el tono, por supuesto, es muy diferente. Esta versión ha sido recogida en otro pueblo de Zamora, Santibáñez de Vidriales, y fue cantada por Juana Iglesia de Paz. Recientemente, ha sido recogida en disco por un veterano grupo de Castilla La Mancha:11 Amor mío, si te vas con interés de olvidarme, Dios quiera que en el camino se abra la tierra y te trague.
8. En fin, hemos dejado para el final una de las variantes más hermosas y, al mismo tiempo, donde descendencia más lejana podemos encontrar: Argentina. En Buenos Aires, Córdoba y Santiago del Estero cantan y bailan: Reeditado en 2004 por la Diputación Provincial de Ourense. La versión zamorana se encuentra en el Fondo de Música Tradicional de la Institución Milá y Fontanals, ya citado (n.° 14512). En cuanto a la versión castellano-manchega, la canta el grupo Jaraiz de Mora (Toledo) y el disco apareció en 2016 con el título Licencia pido, señores… 10 11
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De geografías y variantes. Una canción tradicional: «Amor mío, si te vas…» Amor mío, si te vas, solo una cosa te pido, que no bebas de aquel agua de la fuente del olvido (Furt, 1923: 495).
De este baile hubo en 1951 una coreografía de Clotilde del Piorno con versión musical de Andrés Chazarreta y que la había compuesto años antes. La labor de este musicólogo (1876-1960) fue pionera y fundamental en el estudio y difusión del folklore argentino. Hay alguna otra versión recogida con mínima variante («aquella» agua por «aquel» agua) en Catamarca,12 bailándose con coreografías diferentes según las zonas. A través de la red tenemos también noticias de un «gauchito catamarqueño», danza que se bailaba con frecuencia durante el siglo xix y que se abría con esta copla. El gauchito tuvo como geografía fundamental el centro, norte y la zona de los Andes argentinos. Las letras en general eran de carácter patriótico, aunque también amoroso y con rasgos costumbristas.13 Con alguna variante mínima, como ya adelantábamos, también la fuente del olvido aparece en Extremadura y a ella vuelve esta versión sevillana, con alteración del primer verso, pero con el mismo sentido: Dicen que te vas, te vas, anda con Dios, dueño mío, mira no bebas el agua de la fuente del olvido (Bisso, 1869: 18).14
Y, como tantas veces, volvemos a los orígenes. Un verso con rica herencia tradicional, literaria y musical se funde a otro también muy rico motivo, la fuente del olvido, para llevarnos no solo al Parque Natural de la Sierra de Baza con una fuente a la que la tradición ha dado el mismo nombre… Decimos que volvemos al principio, porque en la mitología griega el agua del olvido la llevaba el río Lete o Leteo (su significado es precisamente ‘olvido’) y beber en ella provocaba que se perdieran todos los recuerdos.15 En este caso es la tradición, el pueblo, quien los conserva. 12 Disponible en: https://sites.google.com/site/dfatres/gauchito-catamarqueno [Consulta: 21 de enero de 2021]. 13 V. http://elduendefolk.blogspot.com/2007/02/gauchito-catamarqueo-copla.html [Consulta: 21/01/2021]. Se ha definido así en verso: «El gauchito es una danza, / que tiene como señuelos / un revolear de pañuelos, / dos zapateos ruidosos, / lindas chinas, guapos mozos / y dos cantores ruidosos». 14 Por otro camino, sobre este motivo y con el mismo título escribió un largo poema Antonio Alcalde y Valladares (1984), con prólogo dirigido a Campoamor reivindicando su obra, pues don Ramón había afirmado, desde su privilegiada posición, que no era un poema. También hay una comedia de Tomás Rodríguez Rubí: La fuente del olvido (1872). 15 La herencia literaria y artística ha sido muy rica, desde Platón y Séneca a Borges y autores más cercanos, pasando por Dante o Shakespeare. V., para España, Morros Martín (2013).
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Luciano García Lorenzo
Bibliografía Alcalde y Valladares, Antonio. La fuente del olvido, Barcelona, Establecimiento Tipo-litográfico de España y Compañía, 1984. Alonso Cortés, Narciso. «Cantares populares de Castilla», Revue hispanique, XXXII, 81-82 (1914), pp. 52-55. Alonso de la Torre García, Antonio. Dichos, cuentos ya otres narraciones recoyíes en Villamexin (Proaza), Oviéu, Academia de la Llingua Astuariana, 2010, p. 675. Asensio Llamas, Susana. Fuentes para el estudio de la música popular asturiana, Madrid, CSICUniversidad de Oviedo, 2010. Barco, Joaquín del. La gaita zamorana: cantares, epíl. de Miguel Ramos Carrión, Zamora, Imprenta Calamita, 1899 (Reedición facsímil: Valladolid, Maxtor, 2010). Bisso, José. Crónica de la provincia de Sevilla, Madrid, Rubio, Grilo y Vitturi, 1869. Doporto y Uncilla, Severiano. Cancionero popular turolense o colección de canciones y estribillos, ed. de Mercedes Souto y Alberto Turón, Zaragoza, Asociación Cultural Xinglar, 2011. Escribano Pueo, M.ª Luz. Cancionero de tradición oral, Granada, Universidad de Granada, 1994. Furt, Jorge M. Cancionero popular rioplatense: lírica gauchesca, t. I, Buenos Aires, Imprenta y Casa Editora Coni, 1923. Garrido Palacios, Manuel. «Sobre el amor en Álora. II», Revista de Folklore, 133 (1992), pp. 34-36. Lorenzo Fernández, Xoaquín. Cantigueiro popular da Limia Baixa, Vigo, Galaxia, 1973. Manzano Alonso, Miguel. Cancionero del folklore musical zamorano, Madrid, Alpuerto, 1982. Morros Martín, Bienvenido. «El tema del río Leteo y el amor en la poesía española», Rivista di Filología e Letteratura Ispaniche, 16 (2013), pp. 9-50. Rodríguez Rubí, Tomás. La fuente del olvido, Madrid, Imprenta de José Rodríguez, 1872.
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Definiendo posmodernidad Miguel Ángel Garrido Gallardo Instituto de Lengua, Literatura y Antropología, CSIC
No hay pasión más insana que la insana pasión por la verdad. (U. Eco, El nombre de la rosa) La verdadera pasión por la verdad es causa de la tolerancia más profunda y de la auténtica libertad. (J. Ratzinger, Europa en la crisis de la cultura)
Timeo hominem unius libri. Confieso que soy merecedor de la denuncia que entraña esta sentencia atribuida a San Agustín, Santo Tomás de Aquino y otros, al menos en el sentido que hoy se le confiere. Desde hace cerca de cuarenta años no he dejado de acudir una y otra vez al análisis discursivo de la primera novela de Umberto Eco, El nombre de la rosa (1984 [1980]), para exponer los rasgos de la cultura dominante en la transición entre segundo y tercer milenio o para señalarlos como razón última de manifestaciones culturales concretas de esta época.1 Al principio era la narración Como diría Harold Weinrich (1983), al principio era la narración. El relato de El nombre de la rosa (Giovannoli, 1987) presupone el completo panorama de la episteme contemporánea ataviada, eso sí, con atuendos medievales o, si se quiere, ilustra la opción intelectual que ha recorrido desde el siglo xiv la historia de la modernidad filosófica que desemboca en sus últimas consecuencias, la posmodernidad, como mentalidad característica de la actualidad. Al comienzo de la novela, Miguel Ángel Garrido Gallardo (1988: 32-39, 1992: 55-58, 2000: 89-104, 2017: 19-38, etc.). Todavía ahora comparto esta versión del homenaje, compuesta para la definición de posmodernidad, con otra divulgativa (para otro circuito lector) en el número 169 de Nueva Revista. 1
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Miguel Ángel Garrido Gallardo
cuando el fraile franciscano Guillermo de Baskerville, acompañado de su discípulo, el novicio benedictino Adso de Melk, personaje narrador, arriba a la abadía en que Guillermo debe cumplir una misión, el monje cillerero Remigio de Vorágine le pregunta si ha visto el caballo del abad, que se había perdido. Guillermo no lo ha visto, pero acierta plenamente en las características de su descripción. Adso se asombra: —Sí —dije—, pero la cabeza pequeña las orejas finas, los ojos grandes… —No sé si los tiene, pero, sin duda, los monjes están persuadidos de que sí. Decía Isidoro de Sevilla que la belleza de un caballo exige ut sit exiguum caput et siccum prope pelle ossibus adherente, aures breves et argutae, oculi magni, nares patulae, erecta cérvix, coma densa et cauda, ungularum soliditate fixa rotunditas […]. Un monje que considere excelente un caballo solo puede verlo […] tal como se lo han descrito las auctoritates (33).
He ahí un caso claro de «creación de la realidad» (posverdad). Podríamos pensar que la irrupción de la episteme posmoderna haya que identificarla con el posestructuralismo de la década de 1980 (La condition postmoderne, de Lyotard es de 1979), pero El nombre de la rosa nos recuerda que la cosa viene de mucho antes, del momento mismo en que un fraile franciscano llamado Guillermo de Occam (1288-1347) propone el nominalismo, doctrina que asevera que los conceptos universales no son más que nombres con los cuales se designan meras colecciones de individuos concretos (Flasch, 1989). Tomada la cuestión desde aquí, cobran su sentido todas las piezas del puzzle teórico formado al respecto (Barbancho Galdós, 2011: 31-103). Veámoslo por orden de aparición. La existencia de Dios La hipótesis nominalista compromete la afirmación de la existencia de Dios, garante en último término de la posibilidad del sentido de la realidad (y del discurso), y es la cuestión clave en cuanto a la derivación de la filosofía, sostenida por el fraile Guillermo de Occam, aunque él mismo no tomara nunca conciencia de todas sus implicaciones. En la novela, nunca aparecerá una afirmación sobre agnosticismo. En el fondo, supondría la archicomentada contradicción de los relativismos, afirmar que todo es relativo menos el relativismo mismo. El nombre de la rosa no afirma ni niega, sino que ilustra con su mismo relato. —[…] A nosotros nos cuesta ya tanto establecer una relación entre un efecto tan evidente como un árbol quemado y el rayo que lo ha incendiado, que remontar una cadena a veces larguísima de causas y efectos me parece tan insensato como tratar de construir una torre que llegue hasta el cielo. —El doctor de Aquino —sugirió el abad— no ha temido demostrar mediante la fuerza de su sola razón la existencia del Altísimo, remontándose de causa en causa hasta la causa primera, no causada.
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Definiendo posmodernidad —¿Quién soy yo, dijo Guillermo con humildad, para oponerme al doctor de Aquino? Además, su prueba de la existencia de Dios cuenta con el apoyo de muchos otros testimonios que refuerzan la validez de sus vías. Dios habla en el interior e nuestra alma, como ya sabía Agustín, y vos, Abbone, habríais cantado alabanzas al Señor y a su presencia evidente aunque Tomás no hubiera… —se detuvo, y añadió—: supongo. —¡Oh, sin duda! —se apresuró a confirmar el abad— y de ese modo tan elegante cortó mi maestro una discusión escolástica que, evidentemente, no le agradaba demasiado (41).
Cientificismo El cientificismo, rasgo de la modernidad que idolatra la ciencia, está insinuado en el pasaje en que Guillermo alarga sus gafas de vista cansada al maestro vidriero Nicola da Marimondo: —¡Oculi de vitro cum capsula! ¡Me habló de ellos cierto fray Giordano que conocí en Pisa! Decía que su invención aún no databa de dos décadas. Pero ya han transcurrido otras dos desde aquella conversación […]. ¡Qué maravilla! —seguía diciendo Nicola—. Sin embargo, muchos hablarían de brujería y de manipulación diabólica… —Sin duda, puedes hablar de magia en estos casos, admitió Guillermo—. Pero hay dos clases de magia. Hay una magia que es obra del diablo y que se propone destruir al hombre mediante artificios que no es lícito mencionar. Pero hay otra magia que es obra divina, ciencia de Dios que se manifiesta a través de la ciencia del hombre […] (110-111).
Todo se reduce al nombre La suprema equivocidad de los nombres se señala con un fragmento del carmen de Alanus ab Insulis (Alain de Lille) (1129-1203). Eco cambia levemente el texto y mucho la posible traducción elegible. El texto habla de pictura (en vez de scriptura) y no invita necesariamente a su traducción nominalista. —Omnis mundi creatura quasi liber et scriptura…, murmuré—. Pero, ¿qué tipo de signo sería? —Eso es lo que no sé. Pero no olvidemos que también existen signos que parecen tales, pero que no tienen sentido. Como blitirí o bu-ba-baff… —¡Sería atroz matar a un hombre para decir bu-ba-baff! —Sería atroz —comentó Guillermo— matar a un hombre para decir Credo in unum Deum… (134).
La frase ocasional en la indagación policiaca novelesca adelanta aquí la consecuencia típica del relativismo posmoderno: «No hay pasión más insana que la insana pasión por la verdad». Lo veremos.
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Relativismo Como es natural, el relativismo lo llena todo. Bastará una pequeña broma para ilustrar su omnipresencia en la obra: —date una vuelta por la cocina y coge una lámpara —¿Un hurto? —Un préstamo a la mayor gloria del Señor —En tal caso, contad conmigo (162-163).
El principio de causalidad Como he dicho antes, en este marco, las tesis no se enuncian, sino que se narran. Veamos el tratamiento dado a algo tan central (la antítesis del nominalismo) como es el principio de causalidad. Guillermo de Baskerville encuentra al superficial abad Abbone amasando las joyas del tesoro de la abadía: la lujuria (el desenfrenado afán de lujo) es evidente. El abad se lanza a explicar que no es lo que parece: —Y entonces, cuando percibo en las piedras esas cosas superiores, mi alma llora conmovida de júbilo, y no por vanidad terrena o por amor a las riquezas, sino por amor purísimo de la causa primera no causada. —En verdad esta es la más dulce de las teologías, dijo Guillermo con perfecta humildad. Y pensé que estaba utilizando aquella insidiosa figura de pensamiento que los retóricos llaman ironía, y que siempre debe usarse (en contra de lo que hace Guillermo) precedida por la pronuntiatio que es su señal y justificación (177).
La demoledora ironía (sarcasmo) de Guillermo pone en solfa la opción metafísica del abad, como advierte el joven Adso, a lo que se ve, experto en retórica y despierto de entendederas. El desinterés por la verdad En la intriga de la novela, como en muchas otras novelas policiacas, el investigador funciona con varias hipótesis, resultando, al final, acertada la menos esperable. Pero aquí eso es símbolo de un principio: la ausencia de fundamento lleva a un relativismo radical en que la búsqueda de la verdad carece de sentido: estamos inmersos en un bucle metafórico infinito. —Pero entonces —me atreví a comentar—, aún estáis lejos de la solución… —estoy muy cerca, pero no sé de cuál. ¿O sea que no tenéis una única respuesta para nuestras preguntas? —Si la tuviera, Adso, enseñaría teología en París
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Definiendo posmodernidad —¿En París siempre tienen la respuesta verdadera? —Nunca, pero están muy seguros de sus errores. —¿Y vos? Dije con infantil impertinencia— ¿Nunca cometéis errores? —A menudo, respondió. Pero en lugar de concebir uno solo, imagino muchos, para no convertirme en esclavo de ninguno. Me pareció que Guillermo no tenía el menor interés en la verdad, que no es otra cosa que la adecuación entre la cosa y el intelecto. Él, en cambio, se divertía imaginando la mayor cantidad posible de posibles (374).
Arbitrariedad El viejo monje demente Alinardo de Grottaferrata había imaginado que los asesinatos que se venían produciendo en la abadía correspondían al cumplimiento de la profecía del Apocalipsis. Y de nuevo la anécdota se eleva a categoría: el azar presidía los hechos a los que no era posible atribuir sentido alguno. —¡Qué idiota! —¿Quién? —Yo. Por una frase de Alinardo me convencí de que cada crimen correspondía a un toque de trompeta, de la serie de siete que menciona el Apocalipsis. El granizo en el caso de Adelmo. Y se trataba de un suicidio. La sangre en el de Venancio y había sido una ocurrencia de Berengario. El agua, en el de este último, y había sido una casualidad. La tercera parte en el de Severino, y Malaquías lo había golpeado con la esfera armilar porque era lo que tenía más a mano. Por último los escorpiones en el caso de Malaquias… ¿Por qué le dijiste que el libro tenía la fuerza de mil escorpiones? —Por ti. Alinardo me había comunicado su idea, y después alguien me había dicho que te había parecido convincente… entonces pensé que un plan divino gobernaba todas estas muertes de las que yo no era responsable. Y anuncié a Malaquías que si llegaba a curiosear moriría según ese mismo plan divino, como de hecho ha sucedido. —Entonces es así… construyó un esquema equivocado para interpretar los actos del culpable, y el culpable acabó ajustándose a ese esquema (568-569).
Agnosticismo Como he dicho antes, el universal relativismo está conectado con una postura agnóstica. No es posible una posición atea porque supondría una contradicción: todo es relativo…, menos que todo es relativo. Así, cuando el discípulo Adso de Melk saca acertadas conclusiones de los postulados nominalistas, Guillermo no contesta, se va una vez más por la tangente, en esta ocasión con una oportuna cita del Libro II de los Reyes: Es difícil aceptar la idea de que no puede existir un orden en el universo, porque ofendería la libre voluntad de Dios y su omnipotencia. Así, la libertad de Dios es nuestra condena, o al menos la condena de nuestra soberbia. Por primera y última vez en mi vida me atreví a sacar una conclusión teológica:
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Miguel Ángel Garrido Gallardo —¿Pero cómo puede existir un ser necesario totalmente penetrado de posibilidad? ¿Qué diferencia hay entonces entre Dios y el caos primigenio? Afirmar la absoluta omnipotencia de Dios y su absoluta disponibilidad respecto de sus propias opciones, ¿no equivale a demostrar que Dios no existe? Guillermo me miró sin que sus facciones expresaran el más mínimo sentimiento y dijo: ¿Cómo podría un sabio seguir comunicando su saber si respondiese afirmativamente a tu pregunta? No entendí el sentido de sus palabras: —¿Queréis decir —pregunté— que ya no habría saber posible y comunicable si faltase el criterio mismo de la verdad, o bien que ya no podríais comunicar lo que sabéis porque los otros no os lo permitirían? En aquel momento un sector del techo de los dormitorios se desplomó produciendo un estruendo enorme […]. Hay demasiada confusión aquí —dijo Guillermo— Non in commotione, non in commotione Dominus (591-597).
Cuestionamiento de la existencia de Dios, nominalismo, relativismo, arbitrariedad, cientificismo, desinterés por la verdad. Y todo ello en una trama de crímenes en los que se mezcla la homosexualidad. He aquí un elenco implícito de los factores fundamentales de la episteme posmoderna. Fundamento y desarrollo: el relato sin remitente Umberto Eco recorrió en su vida el itinerario de muchos intelectuales europeos del siglo xx: cristiano progresista en su juventud, marxista después de la treintena, posmoderno ya al cumplir medio siglo. ¿Cómo se ha producido ese tránsito? Para explicarlo, he acudido al esquema, bastante simple, de instancias del relato que describió el semiólogo A. J. Greimas en 1966. Sirve para cualquier relato (real, imaginario, verdadero, falso, ordinario o artístico), es un cierto modelo universal de comunicación del que disponemos los seres humanos para contar algo. Empecemos con el cuento de Caperucita Roja, por ejemplo, para ilustrar a continuación la descripción de las grandes cosmovisiones, de los relatos de la condición humana que han sustentado el debate de la cultura occidental en el siglo pasado, aunque la cosa venga de antes (Baudrillard, 1978). Caperucita Roja
Relato cristiano
Relato marxista
Relato posmoderno
Sujeto
Caperucita
El ser humano
El ser humano
El ser humano
Remitente
La madre
Dios
Historia
¿? (Agnosticismo)
Objeto
Entrega de la cestita
La salvación
Sociedad sin clases
¿? (Indeterminado)
Destinatario
La abuelita
La persona
Humanidad
El individuo
Ayudante
Los leñadores
La Gracia
La lucha de clases
El instinto
El lobo feroz
Mundo, demonio, carne
Clase burguesa
Los relatos completos
Oponente
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Definiendo posmodernidad
La cultura posmoderna se puede describir, en consecuencia, como la que instaura el fin de los relatos completos y el relativismo, como consecuencia de un mundo sin un fundamento firme. Si se pierde de vista el remitente, nos quedamos sin objetivo: si no reconocemos a la madre, no sabremos que lo bueno es entregar la cestita. Carlos Cardona en la Metafísica de la opción intelectual ha seguido el itinerario de la modernidad a partir de Descartes. Examina los antecedentes y la marcha de lo que Paul Ricoeur (1965) llamó la «filosofía de la sospecha» y vemos que no es otra cosa que la pregunta de Occam, que está presente también, en último término, en el Discurso del Método (1637), de Descartes (1546-1650), en la Crítica de la razón pura (1787), de Kant (1724-1804), en la obra de Hegel (1770-1831) y en Nietzsche (1884-1900). Es precisamente Nietzsche quien nos muestra cómo ha sido posible que cristalice, tantos siglos después, las consecuencias filosóficamente ateas, la pérdida de un centro, de una línea que viene de tanto tiempo atrás. En su libro La gaya ciencia ofrece este texto vibrante: ¿No habéis oído hablar de aquel loco que, en una mañana luminosa, encendió la linterna, corrió al mercado y gritaba incesantemente: —Yo busco a Dios, busco a Dios? Como allí había muchos que no creían en Dios, suscitó una gran carcajada. —¿Es que Dios se ha perdido?, decía uno. —¿Se ha escapado, como un niño?, decía otro —¿O es que se ha escondido? ¿Nos tiene miedo? ¿Se ha embarcado? ¿Ha emigrado?, se gritaban divertidos unos a otros. El hombre loco irrumpió entre ellos, y los traspasó con la mirada: —¿Dónde ha ido Dios?, gritó, os lo diré yo: ¡Lo hemos matado!, vosotros y yo ¡Todos nosotros somos sus asesinos! Pero ¿cómo hemos hecho eso? ¿Cómo hemos podido trasegarnos el mar? ¿Quién nos ha dado una esponja para borrar el horizonte entero? ¿Qué hemos hecho, al desligar la tierra de su sol? ¿Hacia dónde se mueve la tierra ahora? ¿En qué dirección nos movemos nosotros? ¿Lejos de todo sol? ¿No nos precipitamos continuamente? ¿Hacia atrás, a los lados, adelante, por todas partes? ¿Es que hay aún un arriba y un abajo? ¿No vamos errantes por una nada infinita? ¿No alienta sobre nosotros el espacio vacío para aspirarnos? ¿No hace ahora más frío? ¿No anochece continuamente y cada vez es más de noche? ¿No hay ya que encender las linternas por la mañana? ¿No nos llega nada del hedor de la putrefacción divina? ¡También los dioses se corrompen! ¡Dios ha muerto! ¡Dios está muerto! ¡Y lo hemos matado nosotros! ¿Cómo nos consolaremos nosotros los más asesinos entre todos los asesinos? La cosa más santa y más poderosa que hasta ahora había tenido el mundo se ha desangrado, degollada por nuestros cuchillos ¿Con qué nos lavaremos para purificarnos de esta sangre? ¿Con qué agua podremos purificarnos? ¿Qué ritos de expiación, qué fiestas sagradas deberemos inventar? ¿No es demasiado grande para nosotros la grandeza de este acto? ¿No habremos de convertirnos nosotros mismos en dioses, sólo para mostrarnos dignos de ellos? No se realizó jamás una acción mayor; y todo el que nazca después de nosotros pertenecerá ya, gracias a esta acción, a una historia superior a todas las que han existido hasta ahora. Al llegar a este punto, el hombre loco calló, y de nuevo miró a la cara a sus oyentes. También ellos callaban y lo miraban sorprendidos. Al fin estrelló en el suelo la linterna, que se hizo añicos, apagándose (1924).
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Miguel Ángel Garrido Gallardo
Y concluye: —Yo llego demasiado pronto —dijo entonces—: éste no es aún mi tiempo. Este acontecimiento monstruoso está aún en camino y en marcha, aún no ha llegado a los oídos de los hombres. También el relámpago y el trueno necesitan tiempo, la luz de las estrellas tiene necesidad de tiempo, las acciones precisan tiempo, aun después de haber sido hechas, para ser vistas y oídas. Esta acción está para los hombres todavía más lejos que las estrellas más lejanas, ¡y, sin embargo, han sido ellos mismos los que la han llevado a cabo! (1924).
Pues bien, ha llegado el tiempo y lo denominamos posmodernidad. Definición y conclusión Definición Posmodernidad es el período de la historia de la cultura occidental cuya episteme (o «visión del mundo») se caracteriza por las notas de nominalismo, agnosticismo, relativismo, desinterés por la verdad y cientificismo. Estas notas están relacionadas entre sí y con consecuencias como eclecticismo, predominio de lo formal, búsqueda de nuevas maneras de expresión o ausencia de compromiso. Según el funcionamiento metonímico del lenguaje, tanto se puede decir que se trata de un período cultural como de la cultura de un período cronológico. Su comienzo se puede datar en la penúltima década del siglo xx (convencionalmente, si se quiere, en 1980, fecha de la edición de la novela El nombre de la rosa cuyo relato manifiesta implícitamente todas las notas características). Sigue plenamente vigente en las primeras décadas del siglo xxi. Dentro de la caracterización posmoderna de la cultura se ha hablado de arquitectura posmoderna, literatura y cine posmoderno, música posmoderna (Foster, 1983). Las distintas manifestaciones artísticas están transidas de la mentalidad dominante y, a la vez, esa mentalidad es resultado de las manifestaciones artísticas del momento. Se trata de un feedback incesante. También puede suceder que algunas manifestaciones artísticas se clasifiquen como posmodernas porque se han producido en el período temporal de referencia, aunque conceptualmente no guarden relación. Y, por supuesto, hay que tener en cuenta las especificidades dentro del campo léxico, ya que «posmoderno», en general es lo que sucede a lo «moderno» y «moderno» lo que sucede a lo «antiguo». Y un poema puede ser «modernista» o «posmodernista» por la métrica, por ejemplo, sin que tenga nada que ver con aquello de que venimos hablando. La evolución histórico-social o la incidencia de la ciencia y de las tecnologías también cuentan. Hay quien ha querido ver en la sociedad de la comunicación instantánea y los mensajes sincopados la causa (y no solo la consecuencia) de esta cultura superficial, sentimental, poco comprometida, deudora de la retórica publi562
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citaria y del espectáculo, la «sociedad líquida» de Zygmunt Bauman (2017), en definitiva. El relativismo propicia la aceptación de las nuevas sensibilidades y las nuevas circunstancias han servido de ejemplo y lección de opción relativista. Fenómenos sociales como la irrupción de ciertos feminismos, la cultura poscolonial, la globalización, el multiculturalismo y las cuestiones de género pueden ser vistos también como causas o consecuencias del relativismo imperante. Y, desde luego, ningún atisbo de algo parecido a la antigua tentación americana WAPS (White Anglo-saxon Protestant) tiene cabida en la posmodernidad. En cuanto a la génesis, se puede arrancar del nominalismo, como hace Eco en su novela, o se puede partir de avatares más cercanos y señalar la posmodernidad como superación del proyecto de la Ilustración. Es más, acontecimientos históricos como el mayo francés de 1968 o la caída del muro de Berlín en 1989 se pueden considerar cristalizaciones dentro del proceso.
¿Es insana la pasión por la verdad? En el análisis discursivo que hemos realizado del texto de Eco no se ha señalado aún un extremo de gran importancia (Garrido Gallardo, 2003). En la trama argumental, la serie de crímenes se deriva de que el monje Jorge de Burgos quiere impedir a toda costa que la copia del perdido libro II de la Poética de Aristóteles que se guarda en la biblioteca llegue a mano de los lectores y los confunda. ¿Y qué sería de nosotros, criaturas pecadoras, sin el miedo, tal vez el más propicio y afectuoso de los dones divinos? Durante siglos, los doctores y los padres han secretado perfumadas esencias de santo saber para redimir, a través del pensamiento dirigido hacia lo alto, la miseria y la tentación de todo lo bajo. Y este libro que presenta como milagrosa medicina a la comedia, a la sátira y al mimo, afirmando que pueden producir la purificación de las pasiones a través de la representación del defecto, del vicio, de la debilidad, induciría a los falsos sabios a tratar de redimir (diabólica inversión) lo alto a través de la aceptación de lo bajo. De este libro podría deducirse la idea de que el hombre puede querer en la tierra (como sugería tu Bacon a propósito de la magia natural) la abundancia del país de Jauja (575).
Habría que pensar que el relato sin remitente ni objetivo claros no tendría por qué reconocer oponentes. Vemos ahora que nadie es considerado oponente por el relativismo, excepto el que sustente un relato completo, el que sostenga la consistencia objetiva de la verdad. Y eso es así, porque el que defiende la existencia objetiva de la verdad será, desde esta perspectiva, potencialmente un violento. Si no impone sus ideas será porque no puede, pero en cuanto le sea posible lo intentará. De aquí, el recuerdo permanente de las peripecias de la Inquisición; de aquí, el significado que alcanza Jorge de Burgos como personaje que resulta ser encarnación de esa visión. El nominalista Guillermo de Barkerville espeta al fanático Jorge de Burgos: «Sí, te han 563
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mentido. El diablo no es el príncipe de la materia, el diablo es la arrogancia del espíritu, la fe sin sonrisa, la verdad jamás tocada por la duda» (578). El conflicto argumental de El nombre de la rosa consiste precisamente en que Jorge reclama la instancia de la verdad, siendo así que todo conocimiento de la realidad se reduce a nombres. Lo recordábamos al principio: —Omnis mundi creatura quasi liber et scriptura…, murmuré—. Pero ¿qué tipo de signo sería? —Eso es lo que no sé. Pero no olvidemos que también existen signos que parecen tales, pero que no tienen sentido, como blitirí o bu-ba-baff… —¡Sería atroz matar a un hombre para decir bu-ba-baff! —Sería atroz —comentó Guillermo —matar a un hombre para decir Credo in unum Deum… (134).
Esto es lo que pasa en la historia cuyos cinco crímenes (sin contar la actuación de los inquisidores) están inspirados en la «insana pasión por la verdad» (595). Jorge de Burgos, al encarnar las consecuencias catastróficas que presuntamente trae consigo aceptar la hipótesis realista, retóricamente se constituye en argumento de descalificación. El Jorge de Burgos que imagina cierto pensamiento posmoderno no es una quimera: el homicidio y el suicidio por fanatismo constituyen la sustancia de la tragedia de los atentados de las Torres Gemelas de Nueva York en 2001, que ha conmovido el mundo. En plena época de Descartes, Hugo Grocio (Huigh de Groot, 1583-1645) planteaba que determinadas intuiciones básicas de derecho natural serían aceptables, aunque no pusiésemos el fundamento de garantía que es Dios «etsi Deus non daretur» (aunque Dios no existiera): es una hipótesis, pues no poner ese fundamento, decía entonces Grocio, es algo impensable. Pasa el tiempo y, según la profecía de Nietzsche, ya llegó el momento en que se niega abiertamente esa pre sencia real. En esta época de pérdida de los grandes relatos, subsisten ciertos núcleos de resistencia: marxista, a pesar de la caída del muro de Berlín y, desde luego, la oposición que formula el discurso cristiano. Joseph Ratzinger sostenía en su discurso de Subiaco de 2005 que, en el actual ambiente posmoderno, los creyentes (el resto de Israel) tienen que hacer la oferta del derecho natural para que los que no saben de la existencia de Dios sean invitados a aceptar de entrada esa intuición primigenia «veluti si Deus daretur» (como si Dios existiera). En fin, dos posiciones concurren en el debate: o «no hay pasión más insana que la insana pasión por la verdad» o la verdadera pasión por la verdad es fundamento de la tolerancia más profunda y de la auténtica libertad. La catástrofe de las Torres Gemelas parece avalar la primera tesis. La opción cristiana que contradice el ejemplo señala, en cambio, que la raíz de una decisión así es fanatismo, pero no pasión por la verdad, ya que ignora la verdad de verdades: que los seres humanos somos hijos de Dios y hermanos entre sí. 564
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Amado Nervo en el meridiano cultural de España. Exégesis y edición póstumas Leonardo Martínez Carrizales Universidad Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco
I. La fiesta funeraria de Amado Nervo La muerte de Amado Nervo, acaecida el 24 de mayo de 1919, tuvo como consecuencia inmediata unos funerales tan prolongados en el tiempo y extensos en la geografía como aparatosos («Apéndice», 1928: 185-194). El capítulo mexicano del sepelio, el menos dilatado a pesar de que hizo decir a un cronista que los asistentes congregados habían rebasado las trescientas mil almas, estimuló en el escritor Genaro Estrada el siguiente comentario: «A Amado Nervo se le hicieron grandes honores. Fue una espléndida fiesta funeraria, llena de solemnidad y de notas conmovedoras. No recuerdo mejores funerales» (Reyes y Estrada, 1992: 69). Esa «fiesta funeraria» tiene causas que merecen discutirse en el terreno donde la cultura literaria se cruza con los instrumentos simbólicos de la gestión del orden social y con la política. Me parece que solo en tal escenario son inteligibles las solemnidades que caracterizaron la apoteosis póstuma del poeta y las consecuencias inmediatas que tuvo esta. La magnitud de los funerales de Nervo se debe, sin duda, a la poética que el escritor adoptó hacia el último periodo de su vida y, por tanto, a la índole de la figura de autor que esa doctrina alimentó. La personalidad socialmente construida que Nervo encarnó y con la cual se dirigió hacia la muerte era contraria al perfil de un escritor profesional que, como el modernismo lo procuró, había constituido un grupo homogéneo, prestigioso, exclusivo y excluyente de los sectores sociales ajenos a la autonomía del campo literario (Rama, 1985: 5-18, 35-48). Para la explicación de las tesis que se desarrollarán en este capítulo, conviene recordar que el perfil del escritor modernista se apoyaba en un lenguaje refinado, casi esotérico, producto de la compleja elaboración de archivos culturales específicamente lingüístico-textuales y retóricos que se reclamaban como el capital cultural propio de esa comunidad, estrictamente articulada y normada. En este sentido, los escritores modernistas se habían constituido de acuerdo con el repertorio de formas sociales que habían caracterizado a las sociedades del conocimiento del siglo xix: logias, 567
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academias, bohemia... (Gutiérrez Girardot, 2004: 139-156) El tema de raíz sociológica continuamente tratado durante los lustros más recientes por los estudios literarios alrededor de la noción de campo literario tiene en el episodio histórico del modernismo hispanoamericano una de sus pruebas más concluyentes en favor de la autonomía de esa estructura de las formas sociales llamada campo (Bourdieu, 2002: 97-118). En cambio, la poética definitiva de Amado Nervo rechazó el jardín cerrado de la estructura de comunidades pretendidamente autónomas para abrirse al planteamiento que la cultura cristiana hacía de la sociedad. En ese orden del discurso, el escritor deja de ser concebido como un tribuno letrado, es decir, un perito en las artes del lenguaje y el texto que, por virtud de su especialidad normada todavía en esa época por la tradición retórica, aspira a conducir a la sociedad con base en los principios y valores de su esfera de acción. Entonces, el escritor renuncia a la retórica —un tema arraigado en la cultura de Occidente, paradójicamente, desde los tiempos clásicos en que se dudó de ella—, como efectivamente Amado Nervo lo externó en algunos lugares privilegiados de su obra. El hombre de letras se quiere despojar de los atavíos de la retórica, quiere quedar desnudo y ofrecerse así como ministro del consuelo de sus próximos. El escritor quiere convertirse en el sujeto de la caridad por excelencia. Nervo se propuso conducir un proceso de transformación agónica de su escritura, consistente en desvincularse de los hábitos letrados de reflexión y expresión que el métier literario le había proporcionado, así como de las convenciones imperantes en la profesión literaria y de los recursos estilísticos y temáticos que primaban en la corporación letrada de su época. Esta separación implicaba en cambio una procurada cercanía con los accidentes anímicos de la persona, con las inquietudes, a veces tormentosas, culpígenas en extremo, de la pasión por la cual atravesaba nuestro escritor en busca del equilibrio psicológico y la serenidad. A este escritor, profesional a pesar suyo, maestro de los instrumentos del taller de su oficio, se le agotó el gusto por ficcionalizar convencionalmente su visión del mundo —premisa fundamental de la literatura—, se le perdió el sentido propio de la máscara de signos con la cual la persona letrada medra en la compañía de sus iguales y comparece ante el público. Lejos de esta maravillosa mentira (mitos, fábula, ficción), Amado Nervo se propuso identificar su vida personal con la escritura mediante una poética sincera que situara al alcance de su conciencia moral la expiación de lo que consideraba sus culpas, la tregua de sus tribulaciones y, sobre todo, la certeza de su fe religiosa, tan llena de dudas, tan tensa por virtud de las varias tradiciones de explicación del mundo a las cuales había acudido durante su vida en busca de la rectificación de su sed ultraterrena. Así como sus viejos amigos modernistas adoptaban una manera de ser afectada, displicente y desafiante en apoyo en su designio histórico, Nervo se retiró de los ritos de sociabilidad que reunían a los literatos profesionales. «Nervo vive retraído», escribió en una carta Alfonso Reyes (Reyes y Estrada, 1992: 47), cuando todavía no se imaginaba que adoptaría en breve la responsabilidad de fungir como el albacea del legado literario de quien efectiva568
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mente había convencido a sus contemporáneos de su personaje casero, enlutado, rutinario, modesto. Es inútil buscar la huella de Nervo en la radiografía epistolar que de esos años nos han dejado sus personalidades literarias más activas. La escritura desborda en Amado Nervo las convenciones culturales de la literatura y se aproxima a las de la confesión, la introspección moral, la verdad profética y la prédica apostólica. En ese camino, el escritor va dejando caer al suelo el suntuoso ropaje retórico de un periodo literario especialmente opulento en vestuario, tan magnífico en atrezzo, y solo recupera de ese tiempo algunas fuentes espirituales en el seno mismo de sus veneros, antes de que el curso de sus flujos se transformaran, sometidos a la retórica del ambiente. Con esa carga ligera, Nervo desarrolla una perspectiva profética de la vida humana, con firmes desvíos hacia el consuelo apostólico. En ese desarrollo, por supuesto, hay estaciones editoriales tan notables como Serenidad (1914), Elevación (1917) y Plenitud (1919), pero no pesan menos en ese proceso las colaboraciones periódicas de esa época, cuando Nervo deja de presentarse hasta cierto punto ante sus lectores cotidianos como un cronista, y adopta la dicción, por así decirlo, del articulista a la manera moderna. En torno a la guerra y algunas páginas de Los balcones son testimonios especialmente valiosos para comprender las pautas ideológicas del escritor profeta y caritativo (Nervo, 1920i y 1928a). En el marco de su mirada profética se acomoda su cristianismo, su afición vedanta, sus incursiones astronómicas, sus inquisiciones espiritistas y, sobre todo, el desasosiego biográfico y su viudez permanentemente enlutada. El ser humano se ha confiado a la escritura como una disciplina; como una penitencia, esa escritura, sobrecargada de los incidentes de una pasión, se ofrece al público, no ya para intervenir en las justas del prestigio literario, sino para ofrecer consuelo. Alfonso Reyes, como veremos en una de las secciones de este artículo, si bien con una actitud ambivalente, algo sobre este proceso de conversión dejó indicado en las páginas que dedicó a Nervo. Reyes no desconocía las pasiones que el poeta desahogaba y gestionaba a plena luz del día por medio de la escritura; pero no podía aprobar del todo la desnudez con la cual Amado Nervo se ofrecía en medio de la mentira consensuada del arte literario, pues él mismo nunca renunciaría a la ficcionalización de la verdad que cada quien carga, ni a la competencia literaria, ni al prestigio cultural, ni al poder de la república de las letras. Reyes nunca padeció dudas ultraterrenas y vivió como un escritor firmemente arraigado en el suelo de las tradiciones e instituciones culturales de la literatura. Sin embargo, comprendió respetuosamente el proceso y señaló sus claves tanto en la edición póstuma del poeta como en las apretadas páginas que le consagró. Ahora bien, en la apoteosis funeraria de Nervo también tomó parte la geografía cultural que él mismo había diseñado desde su instalación en Madrid para la difusión de su obra. La prensa industrial fue el instrumento más efectivo del deslinde del mapa trasatlántico y continental, de enérgica orientación hispánica, en el cual se desarrollaría la popularidad sin precedentes de Amado Nervo (Jiménez, 1998: 43-69). Entonces, este escritor se hizo un articulista a la manera moderna, casi corresponsal de los asuntos de la actualidad de un mundo en acelerada transforma569
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ción, como lo probaría la Gran Guerra en Europa, a la cual Nervo dedicó tantas páginas que su editor póstumo terminaría por reunirlas en un tomo: En torno a la guerra. También en Madrid, en un clima cultural diferente del de un México liberal, laico y revolucionario, Nervo dio a conocer los libros que se convertirían en el sustento primordial de su fama. El nutrido contingente de las lectoras del famosísimo poeta y articulista no es solo la anécdota que da pie a comentarios casi misóginos por parte de los integrantes de la corporación masculina de los escritores profesionales, sino el indicador de un complejo fenómeno socioliterario cuyo planteamiento es necesario para la comprensión del problema que Amado Nervo encarnó ante sus contemporáneos durante los primeros lustros del siglo xx. Este problema cae en el ámbito de la poética entendido como una teoría sobre la escritura y la lectura literarias que el sujeto letrado asume tácita o explícitamente al incorporarse en la institución literaria de su tiempo; por tanto, al margen de su poder especulativo, esta teoría reviste un sistema de normas y preceptos, así como la disciplina del ejercicio letrado. Ejercer una poética implica para el escritor que la ejerce incorporarse en el territorio no solo simbólico sino también social de la legibilidad, indispensable para llevar a cabo las gestiones extratextuales de la carrera literaria. En consecuencia, la poética de la sinceridad, despojada de joyeles y pedrerías lingüísticas, orientada hacia el consuelo de todo ser humano, que Nervo abrazó hacia el término de una brillante trayectoria iniciada en el modernismo, tenía consecuencias muy graves en la solidez de la corporación literaria de los hombres de letras y en la formulación discursiva de su propio prestigio. Precisamente en ese problema intervino Alfonso Reyes como editor póstumo de Amado Nervo y como su intérprete. La muerte y los funerales de Amado Nervo desataron la participación descontrolada y apresurada por parte de muchos en la carrera por volver a publicar los libros del escritor fallecido. En ese torneo intervino la familia de Nervo al lado de muchos cazadores «furtivos» que cobraron su presa editorial, sobre todo en Argentina y en Uruguay (Reyes y Estrada, 1992: 77). Estos países habían sido los últimos destinos del hombre de letras comprometido con el servicio diplomático de su país, y bastión, por virtud del periodismo industrial encabezado por el diario La Nación, de Buenos Aires, de su fama continental y trasatlántica. Nada más natural que sacar provecho de la popularidad del poeta y el articulista. Las iniciativas más ambiciosas tuvieron lugar en el cono sur del continente americano y en España, sedes de una industria cultural mucho más desarrollada que la de México. En otra latitud del continente, Luis Castillo Ledón, quien fuera integrante del Ateneo de la Juventud, se sintió con los méritos suficientes para abrigar el deseo de llevar a cabo una edición de las obras completas de Amado Nervo en pocos volúmenes, a cargo de no sabemos cuál editor de la Ciudad de México, lugar donde se ofrecía el oro y el moro a la familia en pago de los derechos de autor de su distinguido integrante (Reyes y Estrada, 1992: 77, 86). Alfonso Reyes, escritor avecindado en Madrid desde 1914 e integrado plenamente en la comunidad literaria y erudita de España, se alzó vencedor en esta 570
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competencia, contratado como editor literario por el librero español José Ruiz Castillo, quien a partir de 1920 financió el negocio de las obras completas de Nervo bajo el sello Biblioteca Nueva (Jiménez y Reyna, 2005: 170). La velocidad también fue atributo de esta iniciativa. Genaro Estrada, testigo de este hecho, aconsejaba a Reyes lo que copio en seguida: «No precipitarse extremadamente. Las obras completas requieren mucho cuidado. Además, el nombre de usted va de por medio» (Reyes y Estrada 1992: 84). Pero Reyes, como diría en otros lugares sobre el mismo asunto, no podía sino seguir el calendario fijado por el empresario. «Yo hubiera querido ir más despacio, pero no soy dueño» (Reyes y Estrada, 1992: 88). En consecuencia, puede decirse que la apresurada iniciativa de editar las obras completas de Amado Nervo, puesta en marcha tan pronto como el deceso de este hubo ocurrido, obedecía a la esperanza plausible de obtener pingües ganancias económicas por difundir a un escritor de tanta popularidad (Jiménez y Reyna, 2005: 169-192). Sin duda, Alfonso Reyes, todavía no amparado bajo la protección del manto diplomático de los gobiernos de la Revolución mexicana, se aseguró un sueldo en una época difícil de su vida, empeñada en trabajos editoriales y periodísticos a destajo (Reyes, 1990: 194). La edición, en efecto, se convirtió en una fuente de recursos para el negocio de Ruiz Castillo, como era previsible en un entorno editorial próximo a convertirse en una verdadera industria. La propia familia vio en esta iniciativa una fuente de ingresos; Rodolfo Nervo, comisionado por sus hermanas para encabezar las negociaciones, confiaba en el poder económico de la industria editorial española, que quizá sobreestimaba un poco, ya por necesidad, ya por desconocimiento de los términos reales del mercado editorial (Reyes y Estrada, 1992: 61 y Jiménez y Reyna, 2005: 184). Pero el triunfador en la conquista de la responsabilidad de conducir literariamente la edición de Nervo lo fue con merecimientos que superaban a todos sus contrincantes tácitos. Alfonso Reyes se dio cuenta de la importancia estratégica que implicaba el formato de obras completas tiradas en España para un escritor mexicano recientemente muerto; por lo tanto, es probable que también se haya hecho cargo del capital simbólico que este proyecto redundaría para su carrera como hombre de letras. Y actuó en consecuencia al integrar un proyecto tan ambicioso que superaba por mucho la mera oportunidad económica. La ambición que podemos advertir en el plan de trabajo de Reyes corresponde, por una parte, a un filólogo entrenado en la crítica textual y, por otra, al miembro distinguido de una comunidad literaria que es plenamente consciente de la política cultural sobre la que esa trama de intereses humanos prospera. A este respecto, Alfonso Reyes conocía la densidad ideológica y política del terreno en el cual había ocurrido la muerte de Amado Nervo; era consciente de los esfuerzos desplegados por el gobierno en turno de la Revolución mexicana por hacerse reconocer oficialmente del español, era consciente de la centralidad que la literatura tenía en la política hispanoamericanista de España y del peso que allí cobraba el conflicto de poéticas modernistas y posmodernistas (Palenque, 1998: 145164), era consciente de la construcción de su propio papel como mediador cultural 571
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entre las repúblicas literarias de México y España, y, en fin, era consciente de la estatura continental y trasatlántica de un poeta mexicano que había nacido a la notoriedad pública en el meridiano modernista de México, laico, radical y filofrancés, y había terminado por trasladarse a Madrid, eje del meridiano literario conservador, hispanista y religioso. La edición de Amado Nervo afectaba diversos planos de la vida social y cultural, pues la obra y la figura de autor de este escapaba por completo del estricto diámetro de los círculos de creadores literarios y eruditos. Los conflictos que implica la poética de Amado Nervo tenían como condición de posibilidad material este delicado mapa geopolítico de la cultura letrada. Por todo ello Reyes aspiró a llevar a cabo inmediatamente, apresuradamente, una edición filológica y una interpretación crítica del problema que para él representaba histórica y socialmente Nervo. De esta determinación proceden sus labores editoriales, incluidos todos los paratextos críticos que exornan el corpus y los representantes de las diversas comunidades literarias que fueron convocados para encabezar los tomos del proyecto. No menos peso tienen las notas y los apéndices que consignan variantes, rectificaciones, descripción de fuentes, explicación de las intervenciones del editor en el cuerpo de las obras originales. De toda esa faena emergerían nada menos que veintiocho volúmenes urdidos alrededor, sobre todo, del poeta lírico que se encuentra enraizado en el profundo y complejo suelo de la cultura y la historia de las instituciones de México, cuya noticia necesariamente llenó de matices el perfil modernista del autor. Luego de este capítulo, en el discurso propuesto por las obras completas se imponía el último Amado Nervo, el definitivo, en menoscabo del cronista y el narrador. Por último, de la clara determinación de Reyes por reconstituir editorialmente a su autor proviene un análisis que terminaría por concentrarse algunos años más tarde bajo el título Tránsito de Amado Nervo. Ese análisis, como veremos, si no aprueba, por lo menos sanciona el último periodo creativo del autor y explica el peso que este cobró en el proyecto editorial. II. La invención editorial de Amado Nervo El 1 de septiembre de 1919, Alfonso Reyes enteró a su amigo y colega Genaro Estrada de que en Madrid se planeaba llevar a cabo la edición de las obras completas de Amado Nervo. «Un editor amigo mío se propone hacerlo aquí, bajo mi custodia. Yo pondría en ello mis cinco sentidos» (Reyes y Estrada, 1992: 57). Esta fue la primera noticia que sobre ese proyecto aquel compartió con quien le prestaba servicios de asistencia y gestión editoriales en la Ciudad de México, encaminados a la colocación de sus contribuciones periodísticas y la publicación de sus libros. Ambos escritores mantenían entonces una muy estrecha relación en la cual abundan intercambios de datos muy sensibles para sus respectivos intereses como hombres de letras bien afincados en la sociedad letrada mexicana y española. El motivo de poner a Genaro Estrada al tanto del proyecto era implicarlo en este como agente en México. El primer encargo que Estrada recibió de parte de 572
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Reyes estribaba en averiguar quién era el titular de los derechos de autor de Amado Nervo. Aquel se involucró inmediatamente. El 10 de octubre, Estrada ya había cumplido la tarea encomendada y respondía que Rodolfo Nervo era la instancia que la familia del poeta fallecido había designado para conducir cualquier gestión sobre los derechos editoriales de este (Reyes y Estrada, 1992: 61). La colaboración entre los escritores mexicanos se aceleró tan pronto como el editor español José Ruiz Castillo y Rodolfo Nervo hubieron llegado a un acuerdo, según testimonio epistolar de 25 de enero de 1920 (Reyes y Estrada, 1992: 78). Hacia el 20 de febrero de ese año, cuando las negociaciones entre el librero español y Rodolfo Nervo seguían en marcha, el contrato estaba firmado y los primeros pagos se habían expedido ya, los requerimientos que Reyes hacía a Estrada se multiplicaban y se hacían casi imperiosos: libros, bibliografía, inéditos, antologías, transcripciones, cotejos, fotografías, consultas en archivos y bibliotecas. «Mándeme opiniones críticas y cuanto haya sobre Nervo, porque todo va a publicarse; todo. Ayúdeme, ayúdeme. Y pronto, pronto. […] Mire Ud. que por 1.ª vez se publica autor recién muerto con editor literario responsable (en español y en nuestros días). Y ese honor le toca a nuestro Nervo. Y a Ud. y a mí» (Reyes y Estrada, 1992: 78). El 25 de febrero, Genaro Estrada anunciaba a Reyes que ya había comenzado a efectuar los envíos por medio de los cuales satisfacía las demandas de este. El celo puesto en el cumplimiento de la tarea encomendada por el amigo fue tanto que Estrada había conseguido libros que, por raros, solo podían proceder de colecciones personales a las cuales tendrían que restituirse independientemente del riesgo de los traslados trasatlánticos en la época. Incluso Estrada había contratado un empleado en la Biblioteca Nacional de México en busca de materiales (Reyes y Estrada, 1992: 104). El compromiso que Alfonso Reyes había adoptado ante el librero José Ruiz Castillo para dirigir literariamente el plan de las obras completas de Amado Nervo fue uno más en la etapa difícil de la residencia madrileña del primero, próxima a concluir entonces, sustentada en múltiples trabajos a destajo en los ámbitos del periodismo, la traducción y la edición popular de clásicos de las letras hispánicas. Estas labores, por penosas que hayan sido, granjearon a Reyes una presencia conspicua en la sociedad de los escritores españoles e hispanoamericanos. Esta condición privilegiada de mediador de la cultura hispánica de radio trasatlántico y continental se hizo valer en el diseño de las obras completas de Amado Nervo, en cuyos tomos coincidieron personalidades representativas de las diferentes corrientes que intervenían, no sin conflictos como lo prueban las lecturas en disputa de Nervo, en la reformulación de la institucionalidad hispánica en materia de cultura literaria, entonces en proceso. A este respecto, Alfonso Reyes incorporó como prologuistas a representantes del modernismo mexicano, movimiento en que Nervo había iniciado brillantemente su carrera, así como también a personajes interesados en sancionar la depuración de la herencia modernista hispanoamericana y, consecuentemente, trasladarla a España. En el eje de la asamblea a la cual concurrieron, por ejemplo, Luis G. Urbina, Genaro Estrada, Enrique Díez-Canedo y Miguel de 573
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Unamuno, Reyes se colocó a sí mismo no solo como el árbitro que estaba llamado a ser por su posición directiva en el proyecto, sino como el responsable de abordar el problema global que la interpretación crítica de la obra de Nervo revestía con respecto de la institucionalidad hispánica a la cual he aludido. Ese intérprete se impuso la tarea de comprender y explicar los poemas de la «segunda manera» de Amado Nervo a la luz de la tensa relación que los estudios literarios especializados reconocen entre la experiencia personal de un autor y las formas verbales construidas por este, sin ceder a las pautas de apropiación del poeta mexicano que llevaban a cabo los conservadores de inclinación hispanista y los católicos (Oyuela, 1920: 9-42 y Méndez Padilla, 1928: 137-184). Para ello hizo valer sus créditos de especialista universitario en Humanidades y Literatura, que en todo momento colocó al frente de su plan de obras completas. Alfonso Reyes se mantuvo al margen, ya no digamos de la reivindicación de los depósitos del catolicismo en la integración de la cultura literaria moderna, sino incluso de la explicación españolista y castiza de la moderación de las audacias del modernismo hispanoamericano de filiación francesa. Ni siquiera se propuso colocar a Nervo en la corriente de la depuración de la dicción poética, generada en el interior mismo del modernismo. En vez de asuntos como estos, ajenos a su mentalidad y sus intereses, sobre todo en cuanto a los primeros casos, el escritor regiomontano reconoció el modo en que la sinceridad biográfica actuaba como el motor de la producción poética de Nervo, así como los alcances y los límites estéticos de esta fuente. Desde sus años de formación en las instituciones educativas de México y de su intervención en el Ateneo de la Juventud, Alfonso Reyes se había esforzado en especializar sus conocimientos sobre cultura literaria española y mexicana con base en el paradigma disciplinario de la filología románica. La Revolución mexicana lo sorprendió cuando apenas se había iniciado como profesor, investigador y administrador de las estructuras que el Estado mexicano de las postrimerías del gobierno del general Porfirio Díaz había dispuesto para la impartición de conocimientos universitarios sobre humanidades y literatura. Luego de su salida apresurada de México en 1913, Reyes incrementó notablemente en París y Madrid su destreza en materia de crítica textual a propósito de las letras españolas de los Siglos de Oro, principalmente. En la primera sede, se desempeñó como asistente de Raymond Foulché-Delbosc en la preparación de una edición de los poemas de Góngora; en la segunda, fue acogido por el Centro de Estudios Históricos. De hecho, este hubiera sido su puesto de haberse decidido a sentar plaza en el círculo de profesionales encabezados por Ramón Menéndez Pidal, pero la identidad de hombre de letras que había determinado para sí mismo orientó sus ambiciones en otro rumbo. Todo el caudal de conocimientos universitarios atesorado por Alfonso Reyes se invirtió en beneficio de la formulación del proyecto de las obras completas de Amado Nervo, lo que no implicaba la mera reunión de un conjunto de libros ya conocidos, sino la invención de un autor controlada por medio de criterios eruditos y profesionales ampliamente dominados por Reyes. En la «Advertencia» del primer volumen de las obras, Reyes protesta que procederá en obediencia de la 574
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sabiduría especializada, escolar, propia de la edición crítica de textos medievales y renacentistas (Reyes, 1920b: 11-15). Su edición «aspira a ser completa», pues se propuso allegarse escritos dispersos por Amado Nervo en diversos lugares, sobre todo periodísticos, que no llegaron a la edición en volumen; su edición, también, «procura la mayor pureza de los textos», pues se dispuso a cotejar y colar diversos testimonios textuales que sabe que hallará en los papeles personales del poeta y en otros archivos privados. Por ejemplo, el 20 de abril de 1920, Alfonso Reyes pediría a Genaro Estrada que se hiciera de la colección de libros de Nervo que este corrigió de puño y letra, y que según sus noticias estaba en poder del pintor Roberto Montenegro, en México; estaba decidido a dar a conocer en su edición las variantes que procedieran de tales anotaciones (Reyes y Estrada, 1992: 93). De la misma manera, estaba decidido a estabilizar editorialmente una obra que fluctuaba, en virtud de las demandas aceleradas que el periodismo imponía a sus colaboradores, en diversas versiones, efecto de préstamos y refundiciones. Poco más de un lustro después de haberse consagrado a esta faena de depuración textual, Reyes todavía evocaba vívidamente el esfuerzo que implicó. ¡Los trabajos que pasé con los manuscritos de Amado Nervo! El solo buscarlos y juntarlos era ya larguísima tarea. ¿Y el temor, luego, de agrupar los artículos sueltos en forma que no complaciera a los manes de mi amigo? ¡Y la paciencia de sacar el índice de todos los primeros versos de sus poemas, para no enredarse con las barajas que hacía de libro a libro, entre lo publicado y lo inédito! (Y aun así no pudo evitarse alguna repetición.) Pues ¿y los cuentos o artículos publicados en diversos periódicos bajo títulos distintos, y cambiados los primeros y los últimos párrafos? ¿Y las sucesivas variantes de una a otra edición? (Reyes, 1956: 475-476).
Aunque el editor someterá su actividad a la secuencia cronológica de las «ediciones primitivas» de su materia de trabajo, también enriquecerá ese corpus con muchos otros documentos de los cuales tiene noticia que andan extraviados en medios periodísticos, obras ajenas, homenajes, antologías, boletines institucionales de escasa difusión. «Envíeme —pide Reyes a Estrada— aclaraciones bibliográficas y noticias raras: todo lo que Ud. sepa. Búsqueme Ud. todo lo suelto y disperso que dejó Nervo en la prensa de Méjico y de América en general. Mándeme copiar todo lo que hay en el Boletín de Instrucción Pública y los lugares recónditos en que él solía escribir» (Reyes y Estrada, 1992: 94). Reyes conocía con rara competencia la época de su autor, sus hábitos de trabajo y los de su comunidad letrada, de modo que era capaz de poner a Genaro Estrada en la pista de uno de los «lugares recónditos» al que Nervo confió ciertas páginas dictadas por sus incursiones interestelares, el boletín de la Sociedad Astronómica de México, además de las sedes privilegiadas del campo literario y periodístico de México y los seudónimos tras de los cuales Nervo pudo intervenir en ellos: El Mundo, El Imparcial, El Mundo Ilustrado… (Reyes y Estrada, 1992: 94). Por todo ello, Reyes puede afirmar sin faltar a la verdad que actuaría «con todo el rigor» que caracteriza a «los editores de un libro de los Siglos de Oro, por ejemplo» (Reyes, 1920b: 11). 575
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Como la serie de los volúmenes se coronaría en el plan original con uno que hubiera contenido «estudios y críticas diversas sobre la edición de Amado Nervo», la edición preparada por Reyes se proponía dotar a quienes la poseyeran de «todos los elementos indispensables para el mejor conocimiento del poeta». Esta sería una edición de referencia puesta al servicio de futuros trabajos de erudición (Enríquez Perea, 2006: 28, 141-144 y Díez-Canedo, 2010: 216-218). Además de que le prometiera a Genaro Estrada un lugar como prologuista en alguno de los volúmenes del proyecto, Reyes le sugiere el 30 de marzo de 1920 escribir con base en todos sus apuntes y aproximaciones al tema una bibliografía definitiva para ser incorporada en el tomo final de estudios, proyectado entonces (Estrada, 1933: 6-8 y Reyes y Estrada, 1992: 88). Y, en efecto, los libros que hacen realidad el proyecto a partir del último día de marzo de 1920 convalidaron las aspiraciones editoriales del director literario. Ni siquiera la prisa del mercado pudo abatir sus intenciones filológicas. El tiempo se echó encima del editor, los volúmenes salían de las prensas uno tras otro con una velocidad mayor que la de los cotejos y rectificaciones de los textos de Nervo. Así que Alfonso Reyes se consoló con la idea de que su proyecto estaría en movimiento constante, estratagema que le permitiría añadir apéndices a libros de prosa donde vaciaba las fichas de su crítica textual de poemas. Las páginas de esa edición enriquecieron el tronco ya conocido del corpus nerviano con un sencillo sistema de notas y algunos apéndices donde se consignaron variantes; referencias intratextuales en un autor que a menudo refundía sus propios materiales para satisfacer la sed de las prensas del periodismo; versiones pretendidamente definitivas según el gusto del autor, cuando éste era posible de determinarse por las anotaciones de su propia mano; corrección de lecciones erróneas; descripción de fuentes extrañas para un público lector desprovisto del conocimiento de los hábitos culturales de un régimen de Estado fuerte que participaba activamente en la cultura, y del cual Nervo había sido colaborador, ya como educador de la infancia, ya como vate heroico. Alfonso Reyes hizo crecer el árbol de la obra de Amado Nervo al añadir ramas que no tuvieron una forma totalmente definida en la mente de este, y mucho menos en la historia editorial. Este es el caso, por supuesto, de los volúmenes de ensayos y artículos de tema o intención común entre cuyas pastas se reunieron los saldos del trabajo periodístico de Nervo (Nervo, 1920i y 1928a, y Reyes, 1920f ). También es el caso de la restitución en el sitio que les correspondía en la línea cronológica de la trayectoria de Nervo de escritos ajenos a la poesía, la narrativa y la crónica —los ejes genéricos de la lectura social de este hombre de letras—, como los libros sobre Sor Juana y sobre la lengua española (tomos VIII y XXII-XXIII, respectivamente). De este calculado esfuerzo editorial proceden verdaderas rectificaciones históricas de la evolución de la obra de Amado Nervo, como es el caso, en primer lugar, de La amada inmóvil, un libro inédito en 1920 a pesar de haber quedado listo para su publicación desde 1915 y así situarse luego de Serenidad, que Reyes recuperó del depósito de papeles del autor y completó con un corte quirúrgico prac576
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ticado en el cuerpo de este último poemario. «En la última parte de Serenidad habían aparecido ya algunas de las poesías que aquí restituimos a su verdadero sitio» (Reyes, 1920d: 11). A este respecto, también debe destacarse la complejidad que Reyes devolvió a la iniciación poética de Amado Nervo gracias a la formulación del tomo tercero, uno de los modelos más acabados de la crítica textual que practicó el editor. Ese libro se organizó con base en tres fuentes publicadas en su época, dos inéditas y varios añadidos provenientes de los papeles pertinentes para tal fin del archivo personal del poeta, de los de algunos destinatarios a quienes este hizo un presente literario, y de la prensa. Así, la iniciación de Nervo como poeta lírico, además de plenamente modernista, asociada a lugares y personajes cuyo timbre de gloria Reyes evocó en su edición, aunque no viniera del todo al caso, como la Revista Moderna dirigida por Jesús Valenzuela, adquirió matices varios y diversos. Los matices de la poesía de ocasión que se registraba en álbumes privados, los de las celebraciones de la patria fomentadas por el gobierno en turno sobre la base de un nacionalismo cultural no totalmente impostado, los de la educación pública que acudía al auxilio de los escritores cuando era menester (Reyes, 1920a: 9-12). En suma, la iniciación de un poeta de fama hispánica había quedado estrechamente asociada no solo al brillante capítulo mexicano del modernismo, sino también a las instituciones de una cultura nacional próspera, compleja y diferenciada. Por último, Alfonso Reyes, seguro del conocimiento que tenía de su materia de trabajo y de las responsabilidades que le confería su taller filológico, tomó la decisión de modificar el lugar de algunas secciones de las «ediciones primitivas» de los libros de Nervo de acuerdo con la coherencia cronológica, estilística y genérica que había formulado teóricamente, lejos de conformarse con la mera reproducción de los volúmenes ya conocidos. Por todo lo anterior escribí líneas antes que el proyecto editorial encabezado por Alfonso Reyes se proponía la invención de un escritor que solo el antiguo ateneísta de México había leído en su totalidad. Por lo tanto, a él correspondía explicar la obra de un autor «descubierto» en 1920. III. Las dos «maneras» de la poesía Alfonso Reyes escribió un libro que si no se quisiera reputar como indispensable en el conocimiento actual de la poesía de Amado Nervo, lo sería sin duda con respecto de la valoración histórica del curso vital del poeta. Con esto queda dicho que Reyes, poseedor de una cultura literaria moderna, organizada y modulada por el dominio universitario, fue quizá el primero en tratar con seriedad el problema biográfico que implica el estudio de la poesía de Nervo. La sustancia de ese problema le era muy próxima, pues además de formar parte de la sociedad literaria que presenció la consagración pública de Nervo, lo trató y algo supo de su intimidad de modo directo (Reyes y Henríquez Ureña, 1986: 198, 321, 412-413 y Reyes, 1990: 188). La cordialidad del ser humano que fue Amado 577
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Nervo se atesoró de tal forma en Alfonso Reyes que este, independientemente de sus vacilaciones analíticas a propósito del peso de la religiosidad del poeta en el desarrollo de sus versos, siempre concedió pleno crédito a «su amor de Francia» (Reyes, 1958: 29) en su economía expresiva, ya como elemento de calma y plenitud, ya como causa de un dolor inmenso. «Un largo amor (¡corto!, dice él) vino a redimirlo, aquietándolo. Lo santificó una pérdida irreparable» (Reyes, 1958: 20). En ambos casos, la posesión y la pérdida, Alfonso Reyes siempre consideró este «largo amor» como un fuego que ilumina la serenidad, la elevación y la plenitud del poeta; no solo accidentes anímicos, sino motivos de elaboración para el arte literario. En este hecho se asienta su invariable admiración por los versos de La amada inmóvil desde que una parte de ellos se dio a conocer en Serenidad. Ana Cecilia Dailliez es, de acuerdo con el parecer de Reyes que convalida el discurso elaborado por el propio Nervo al respecto, el motor de la serenidad que el hombre adulto alcanza luego de las inquietudes que atormentaron al mozo, y su ausencia es el acicate de su religiosidad. Las últimas «inspiraciones» del poeta se encuentran dominadas por la preocupación religiosa, tanto más por cuanto había perdido el único amor de su vida. En cuanto a la valoración crítica de la «personalidad moral» (Reyes, 1958: 32) o «sentimental» (33) de Amado Nervo con respecto de su obra, en el libro que Alfonso Reyes dedicó al poeta sobresalen tres textos. El primero es la reseña que Reyes escribió en París, en 1914, con motivo de la publicación de Serenidad. En esa reseña, contemplando con inquietud las decisiones que habían llevado a Amado Nervo a convertirse en otro poeta, diferente del jefe de la escuela modernista, Reyes expuso con sensibilidad e inteligencia las pautas de una obra que, situada enérgicamente al margen del curso imperante en la literatura, «adquiere innegable valor humano» (15). Quizá por primera vez, en esa explicación, se asienta la idea de una «estética sincera» para dar cuenta de los escritos de un sujeto que había dejado de ser «poeta literario», que se había puesto a escribir «más allá de las preocupaciones del gusto» (13) y se colocaba «demasiado cercano a la realidad para conformarse con ser un pulido estilista» (14). Esta reseña, publicada originalmente en la Revista de América, fue colocada por su autor en el tomo XI de las obras completas de Nervo, como prólogo (Reyes, 1920c: 9-18). Reyes se reservó de este modo el derecho de explicar el libro que marcó definitivamente la conversión del poeta, pues el volumen referido corresponde a Serenidad. El segundo texto que constituye la exégesis de Reyes es un encomio funeral que, como es costumbre, esboza el itinerario completo del fallecido alrededor de un motivo que el doliente ha decidido destacar. Por lo tanto, este escrito data de 1919. El motivo epidíctico escogido por Reyes fue el «camino» moral y religioso recorrido por Amado Nervo, con lo cual aquel hizo de esta pasión humana el mayor atributo de este hombre de letras. En ese lugar privilegiado de la crítica alfonsina se traza una correspondencia exacta entre el hombre sereno y enlutado que se retira de la vida literaria, se vuelve casero, se refocila en los pequeños gustos de la vida cotidiana, y el escritor cuya sencillez y franqueza triunfan sobre la pedrería y 578
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los joyeles del artificio retórico. En última instancia, este hombre caracterizado por haber llevado a cabo tantas renuncias, lingüísticas y mundanas, inevitablemente se dirige a Dios (Reyes, 1958: 22-23). Este documento fue redactado por su autor como respuesta a la situación desencadenada por el deceso del poeta. En esa calidad, a mi juicio, esas páginas son el centro de gravedad de la interpretación que Reyes llegó a tener de Nervo. «El camino de Amado Nervo» ocupará el sitio del prólogo del volumen XIV, que contiene tres novelas cortas, El diamante de la inquietud, El diablo desinteresado y Una mentira (Nervo, 1920g y Reyes, 1920e: 9-28). Originalmente, el encomio se publicó en una colección de homenajes póstumos al poeta donde se dieron cita algunas de las personalidades más destacadas de la corporación de los escritores mexicanos mejor establecida y más influyente. El tercero de los escritos del libro nerviano de Alfonso Reyes es una carta enviada a Juana de Ibarbourou en 1929, en cuyas líneas repite, aunque en el tono de la confianza epistolar, su preocupación a propósito de la parte que la personalidad del escritor reclama en el entendimiento de su obra (Reyes, 1990: 267). Un último documento se desentiende de la crítica literaria y se dedica a indicar el último capítulo amoroso de Amado Nervo, sin consignar ninguna incidencia de este en la poética del escritor, «El viaje de amor de Amado Nervo» (Reyes, 1958: 39-49). Los dos primeros escritos («La serenidad de Amado Nervo» y «El camino de Amado Nervo») fueron incluidos como prólogos en sendos volúmenes de las obras completas (XI y XIV), con lo cual Alfonso Reyes se acreditó como el más calificado de los editores de Nervo, y uno de los primeros en haber comprendido su obra como un conjunto orgánico, incluido por supuesto el giro que el poeta imprimió en el desarrollo de su lenguaje literario, desconcertante para sus coetáneos, marca profunda que sirve a Reyes para deslindar lo que él mismo llamaría, pasados los años, la «primera manera» de la «segunda» en la escritura de Nervo (Reyes, 1958: 11 y 1990: 268). En plena madurez intelectual, integrante distinguido de dos repúblicas literarias —la mexicana y la española—, Reyes se atrevió a volver materia de análisis los problemas que la «segunda manera» de Nervo ofrecía a una mentalidad sujeta a la primacía textual en el fenómeno literario. La decisión del crítico tiene que ponderarse a la luz de la incomodidad y el desconcierto que dicha «manera» había causado entre los tribunos de la república literaria de corte liberal, laica y modernista, motivo, en definitiva, de la distancia que había separado a estos del escritor nayarita. Reyes era consciente de la delicadeza de su tarea interpretativa. En su afán de explicar al admirado escritor, acusa recibo del «desamor» que su «segunda manera» sufría en la apreciación de algunos. «Está, pues, irremediablemente condenado al desamor de aquella mayoría absoluta de lectores para quienes cambiar, que es vivir, equivale a degenerar. Pero su obra adquiere innegable valor humano, y se queda al lado de las modas» (Reyes, 1958: 15). Reyes no se declara del todo ajeno a ese desamor; en vez de censurar o adoptar la distancia que alejaba a Nervo de sus colegas, quiere explicar esa circunstancia. La explicación comenzaba por reconocer la extrañeza que el poeta despertaba en la 579
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corporación letrada, incluido el propio responsable de la exposición crítica. «Por cualquier página que lo abro, el libro me descubre al hombre. Al hombre que se expresa con una espontaneidad desconcertante, turbadora» (Reyes, 1958: 12). Turbación y desconcierto cuya causa era el intento radical de identificar la persona biográfica con la escritura. Los versos de Nervo habían perdido brillo, aceptaba el comentarista, pero habían ganado en su capacidad para aproximarse a la realidad y aprehenderla. Este fenómeno había operado cambios sustanciales en los atributos del estilo literario: brevedad, expresividad directa, nitidez, transparencia. El propio Reyes, a pesar de la amplitud de su criterio, se muestra incómodo o vacilante frente a la responsabilidad de llevar a cabo el balance crítico de quien fuera uno de los personajes más importantes de su tiempo; sobre todo vacilante o incómodo porque la claridad de su inteligencia no le ocultaba que el poder simbólico de la obra de Amado Nervo hacia el fin de su trayectoria emanaba, no de su propia «maestría de palabras» (Reyes, 1958: 14), sino de su vida: la vida que había cultivado públicamente gracias a los modos expresivos de la confesión, la introspección psicológica y la especulación religiosa. La vida se había impuesto a las palabras en busca de una poética de la sinceridad y en menoscabo, cuando no en vilipendio franco, del artificio literario. Todavía Alfonso Reyes se esfuerza por sugerir coincidencias entre la estética de la sinceridad del poeta y un asunto común entre los poetas del periodo en que el regiomontano escribe la exégesis de Nervo, continuación del triunfo del modernismo hispanoamericano. Me refiero a la depuración del estilo, a «la sed de la sencillez» que fue la marca de una rectificación estilística de la época, condición del cambio en la historia literaria. «Triunfo [el de Nervo], porque de la era de la pedrería y los joyeles —era en que su poesía vino al mundo— todos habíamos pasado a la sed de la sencillez y la íntima sinceridad; y he aquí que Amado, allá desde su casita, sin quererlo ni proponérselo, iba reflejando el ritmo de su tiempo y se ponía a compás con la vida (y con la muerte)» (Reyes, 1958: 22). Con este recurso, Reyes quería incorporar el camino personal de Amado Nervo en el espacio de todos los hombres de letras, e incluso volverlo algo así como un estandarte de las aspiraciones colectivas. Entonces los versos que escapaban al gusto compartido por los varones de la corporación literaria descendiente del modernismo serían meras excepciones en el desempeño de un sabio ejercicio del oficial en el taller de las palabras, «magisterio negativo del arte» (21) que forja los versos con las manos, pues ha desarrollado una estética radicalmente próxima a la realidad. Alfonso Reyes estimaba verdaderamente el pathos de la realidad más desnuda, más concreta, que Amado Nervo es capaz de suscitar en sus lectores, una vez que este ha dejado caer las herramientas del taller literario al suelo. Pero el proyecto de Amado Nervo era mucho más radical. Este contradijo los fundamentos teóricos, por así llamarlos, de una actividad intelectual especializada, de índole estética, sustentada en el dominio que algunos profesionales autónomos en el orden social tienen de ciertos archivos culturales —principalmente discursivos, textuales, lingüísticos y retóricos—, puestos a su servicio por la historia de las socieda580
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des occidentales. La mentalidad filológica de Alfonso Reyes no podía admitir a fin de cuentas unas reglas del juego diferentes a las promulgadas por los varones de la corporación letrada a la cual pertenecía de modo tan distinguido. Y, en efecto, el dictamen final apunta en esta dirección. A este respecto, nos sale al paso con cierta insistencia lo que también podríamos considerar otro motivo en la crítica alfonsina sobre Amado Nervo, cuando Reyes parece haber cedido ante el peso de las evidencias biográficas en la lógica de la poética de la sinceridad, a contrapelo de la emoción que parece infundir en él un poeta adolorido que arroja las herramientas de su oficio al suelo para forjar «los versos con las manos» (Reyes, 1958: 21). No obstante, esta clase de observaciones, repito, Reyes no dejará de suavizar irónicamente la personalidad religiosa y moral de Amado Nervo (2325). Así, Nervo, el religioso, le parece impuro, ajeno a la verdadera pasión mística, lejano del pathos profético; en cambio, en la explicación de Reyes prima un Nervo supersticioso, deudor de las creencias populares acerca de aparecidos y espantos, educado en el catolicismo provinciano. Por una inclinación arraigada en la infancia —la suntuosa infancia de familias provincianas—, Nervo, el religioso, en realidad se desliza hacia el espiritismo, la magia y la visión fabulosa de la ciencia de los astros; por impureza intelectual, la religiosidad de Nervo se contamina con Pitágoras y ciertas creencias de Oriente (25-26). Todo esto es poco serio para el intelectual Reyes que termina divirtiéndose con el relato chusco de una excursión al desierto de los Leones, en cuyo foco hay un juego de hechizas apariciones nocturnas que ridiculiza a todos los escritores implicados en la anécdota (27-28). El desamor que Nervo sufre de parte de sus colegas profesionales terminó por ganar su batalla en Reyes. Cuando en 1937 este redacte la página introductoria del libro en que habría de recuperar definitivamente sus escritos sobre Amado Nervo, dictaminará que el lugar que corresponda a Nervo en el cuadro general de la poesía americana solo se podría dilucidar con base en el análisis de los poemas de la «primera manera», es decir, los anteriores a Serenidad, e incluso a En voz baja. Esa «manera» es la de un «poeta literario». La «segunda manera», causa de la apoteosis popular del poeta y de una notoriedad que se dejó sentir en diferentes ámbitos de la vida social, «solicita más la exégesis humana que no la puramente literaria» (Reyes, 1958: 11); quien se arroje a esa empresa analítica se dedicará a la «interpretación de un hombre» (ibidem). A pesar de que Alfonso Reyes se había declarado admirador de la franqueza y la concreción material lograda en el empeño de representar la realidad gracias al «magisterio negativo de arte que solo poseen los grandes poetas» (21) y del cual, a su juicio, Nervo hizo gala, en el escritor regiomontano terminaría por imponerse el estrato más sólido de su cultura letrada, erudita y escolar, literaria y profesional. «Pero la simplificación tenía algo de apagamiento. Y la sinceridad, en el sentido moral de la palabra, no es necesariamente una condición positiva del arte» (29). Lo cual no venía sino a despejar definitivamente las dudas que ya el lector de Serenidad, en París, en 1914, había externado con pena sincera de hacerlo. 581
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Independientemente de la interpretación de un hombre que dejó tras de sí el testimonio de las «hondas galeras de su alma» por medio del registro de una intensa actividad introspectiva y especulativa, los libros finales de Amado Nervo nos colocan frente a algo más, mucho más radical que la ampliación del registro de los atributos estilísticos del lenguaje literario de su tiempo; en vez de ello, nos obligan a reconocer un régimen social de la escritura alternativo al de la literatura institucionalizada y profesional. Bibliografía «Apéndice», en Amado Nervo, Obras completas de Amado Nervo. La última vanidad, ed. de A. Reyes, t. XXIX, Madrid, Biblioteca Nueva, 1928, pp. 185-194. Bari de López, Camila. «Los ensayos de Pedro Henríquez Ureña sobre Rubén Darío», Nuestra América (Ciudad de México), IV, 10 (1984), pp. 111-117. Binns, Niall. «Entre la historia literaria y la poesía: vigencia y anacronismo de Rubén Darío», en A. García Morales (ed.), Rubén Darío. Estudios en el centenario de «Los raros» y «Prosas profanas», Sevilla, Universidad de Sevilla, 1998, pp. 217-239. Bourdieu, Pierre. Campo de poder, campo intelectual. Itinerario de un concepto, Buenos Aires, Montressor, 2002. Díez-Canedo, Enrique y Alfonso Reyes. Correspondencia 1915-1943, ed. de A. Díez-Canedo, Ciudad de México, Universidad Nacional Autónoma de México-Fondo Editorial de Nuevo León, 2010. Enríquez Perea, Alberto (comp.). Humanismo y literatura: correspondencia entre Alfonso Reyes y Gabriel y Alfonso Méndez Plancarte 1937-1954, Ciudad de México, El Colegio Nacional, 2006. Estrada, Genaro. «Para el estudio de Amado Nervo», Monterrey. Correo Literario de Alfonso Reyes, 10 (1933), p. 6-8. Fell, Claude (comp.). La amistad en el dolor. Correspondencia entre José Vasconcelos y Alfonso Reyes 1916-1959, Ciudad de México, El Colegio Nacional, 1995. Gamboa, Federico. «Prefacio», en Amado Nervo, Obras completas de Amado Nervo. La última vanidad, ed. de A. Reyes, t. XXIX, Madrid, Biblioteca Nueva, 1928, pp. 11-28. Gutiérrez Girardot, Rafael. Modernismo. Supuestos históricos y culturales, 3.ª ed., Bogotá, Fondo de Cultura Económica, 2004. Jiménez, Gustavo. «Amado Nervo. Una crónica de tres tiempos», en Emmanuel Carballo et al., Escritores en la diplomacia mexicana, Ciudad de México, Secretaría de Relaciones Exteriores, 1998, pp. 43-69. Jiménez, Gustavo y Marcela Reyna. «“Vender palabras al público”. Bitácora epistolar de la primera edición de Obras completas de Amado Nervo», Literatura Mexicana (Ciudad de México), 16, 1 (2005), pp. 169-192. Méndez Padilla, Perfecto. «Epílogo. Amado Nervo. La evolución de sus ideas y su retorno a la fe», en Amado Nervo, Obras completas de Amado Nervo. La última vanidad, ed. de A. Reyes, t. XXIX, Madrid, Biblioteca Nueva, 1928, pp. 137-184. Nervo, Amado. Obras completas de Amado Nervo. Perlas negras. Místicas, t. I, ed. de A. Reyes, Madrid, Biblioteca Nueva, 1920a. — Obras completas de Amado Nervo. Poemas, t. II, ed. de A. Reyes, Madrid, Biblioteca Nueva, 1920b. — Obras completas de Amado Nervo. Las voces. Lira heroica y otros poemas, t. III, ed. de A. Reyes, Madrid, Biblioteca Nueva, 1920c.
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Amado Nervo en el meridiano cultural de España. Exégesis y edición póstumas
— Obras completas de Amado Nervo. Serenidad, t. XI, ed. de A. Reyes, Madrid, Biblioteca Nueva, 1920d. — Obras completas de Amado Nervo. La amada inmóvil, t. XII, ed. de A. Reyes, Madrid, Biblioteca Nueva, 1920f. — Obras completas de Amado Nervo. El diamante de la inquietud. El diablo desinteresado. Una mentira, t. XIV, ed. de A. Reyes, Madrid, Biblioteca Nueva, 1920g. — Obras completas de Amado Nervo. Elevación, t. XV, ed. de A. Reyes, Madrid, Biblioteca Nueva, 1920h. — Obras completas de Amado Nervo. Los balcones, t. XVI, ed. de A. Reyes, Madrid, Biblioteca Nueva, 1920i. — Obras completas de Amado Nervo. Plenitud, t. XVII, ed. de A. Reyes, Madrid, Biblioteca Nueva, 1920j. — Obras completas de Amado Nervo. En torno a la guerra, t. XXIV, ed. de A. Reyes, Madrid, Biblioteca Nueva, 1928a. — Obras completas de Amado Nervo. La última vanidad, t. XXIX, ed. de A. Reyes, Madrid, Biblioteca Nueva, 1928b. Oyuela, Calixto. «Amado Nervo», en Amado Nervo, Obras completas de Amado Nervo. Elevación, t. XV, ed. de A. Reyes, Madrid, Biblioteca Nueva, 1920, pp. 9-42. Palenque, Marta. «Prosas profanas y la poesía española finisecular: modernismo, antimodernismo, rubendarismo», en A. García Morales (ed.), Rubén Darío. Estudios en el centenario de «Los raros» y «Prosas profanas», Sevilla, Universidad de Sevilla, 1998, pp. 145-164. Rama, Ángel. Rubén Darío y el modernismo, Barcelona, Alfadil Ediciones, 1985. Reyes, Alfonso. «Noticia del editor», en Amado Nervo, Obras completas de Amado Nervo. Las voces. Lira heroica y otros poemas, t. III, ed. de A. Reyes, Madrid, Biblioteca Nueva, 1920a, pp. 9-12. — «Advertencia», en Amado Nervo, Obras completas de Amado Nervo. Perlas negras. Místicas, t. I, ed. de A. Reyes, Madrid, Biblioteca Nueva, 1920b, pp. 11-15. — «Prólogo», en Amado Nervo, Obras completas de Amado Nervo. Serenidad, t. XI, ed. de A. Reyes, Madrid, Biblioteca Nueva, 1920c, pp. 9-18. — «[Nota editorial]», en Amado Nervo, Obras completas de Amado Nervo. La Amada inmóvil, t. XII, ed. de A. Reyes, Madrid, Biblioteca Nueva, 1920d, pp. 11-13. — «El camino de Amado Nervo», en Amado Nervo, Obras completas de Amado Nervo. El diamante de la inquietud. El diablo desinteresado. Una mentira, t. XIV, ed. de A. Reyes Madrid, Biblioteca Nueva, 1920e, pp. 9-28. — «[Nota editorial]», en Amado. Nervo, Obras completas de Amado Nervo. Los balcones, t. XVI, ed. de A. Reyes, Madrid, Biblioteca Nueva, 1920f, pp. 9-10. — Obras completas de Alfonso Reyes, t. IV, Ciudad de México, Fondo de Cultura Económica, 1956. — Obras completas de Alfonso Reyes, t. VIII, Ciudad de México, Fondo de Cultura Económica, 1958. — Obras completas de Alfonso Reyes, t. XXIV, Ciudad de México, Fondo de Cultura Económica, 1990. — «Un libro de Amado Nervo. Serenidad», en Guillermo Jiménez (intr.), Amado Nervo y la crítica literaria, Ciudad de México, Andrés Botas e Hijo, [1932], pp. 50-62. Reyes, Alfonso y Genaro Estrada. Con leal franqueza. Correspondencia entre Alfonso Reyes y Genaro Estrada, t. I, ed. de S. I. Zaïtzeff, Ciudad de México, El Colegio Nacional, 1992. Reyes, Alfonso y Pedro Henríquez Ureña. Correspondencia 1907-1914, ed. de José Luis Martínez, Ciudad de México, Fondo de Cultura Económica, 1986.
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Entre el Erre Jota y el Arre Jaén: sobre Lirios marchitos, de Cristóbal López Carvajal*1 Juan M. Molina Damiani Miembro del Consejo Asesor de Piedras Lunares (Jaén)
En un informe de 1952 sobre la provincia de Jaén el gobernador civil reconoció la existencia de unas 20.000 personas en paro permanente a las que en ciertos meses, especialmente entre agosto y diciembre, había que sumarles otras 58.000 más. El efecto de una pobreza a tal escala era sobrecogedor. Los falangistas resumieron la situación diciendo que mataba «la vida de la población trabajadora», particularmente en los años de malas cosechas pues ni los subsidios de desempleo ni los comedores públicos podían hacer mucho por remediarla. El citado informe recordaba lo que ya había pasado en Jaén en el año mortal de 1946, cuando en aquella provincia se produjeron el 25% de todas las muertes por inanición de España. (Antonio Cazorla)
Son los poetas quienes fundan lo que permanece, quienes nos participan la moral íntima y extrema de la época en la que viven. Sabiéndolo, Cristóbal López Carvajal ha colocado al frente de sus Lirios marchitos y de los tres libros que componen la novela sendas citas de poetas: Blas de Otero, Luis Cernuda, Juan Rejano y Ángel González. ¿Qué nos revelan estos recordatorios? ¿Qué me dicen, al menos a mí, siquiera sea simbólicamente, estas cuatro cartelas poéticas? Por el pulso humano que las mueve, ético e histórico, estas cuatro citas nos ponen delante del empeño de López Carvajal por hacer de su novela una muestra del realismo más claro, expresión de su afán comunicativo con el lector. Sí: su voluntad de estilo realista obedece a su afán por memorizar nuestra historia inmediata, notario estético de los olvidos de una sociedad, la jiennense, zarandeada todavía por la hegemonía de la desmemoria de sus viejos poderes. De aquí que Lirios marchitos se ajuste a los protocolos propios de la «novela de no ficción»: «novela» porque todo lo verdadero ama la máscara, tal y como aprendimos con Nietzsche; y «no ficción» por Lirios marchitos (Torredonjimeno [Jaén], Samarkanda, con fotografías, 2018, 417 pp.), de Cristóbal López Carvajal (Jaén, 1947). Se han ocupado hasta la fecha de la novela, que hayan llegado hasta nuestro conocimiento, sendas reseñas a cargo de Joaquín Bellón (2018), Sebastián Cruz Ortega (2018), Ignacio Frías Abarca (2018), Miguel Viribay Abad (2018) y Juan Rubio (2019). *
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que estamos ante un relato que se impuso ser antes que nada histórico. En efecto: ni estamos ante un relato histórico ficticio ni ante una fantasía novelada. Con todo, tampoco quiere ser Lirios marchitos otra «novela histórica», una nomenclatura quizá algo desgastada por el uso desmedido que se hace de este término por parte de la industria de la cultura para presentar determinados productos que aspiran a llegar al gran público. Aclarando el concepto de «no ficción», ha advertido nuestro autor (2018a) que su novela remite a hechos que están amparados en la documentación que he ido recabando y estudiando a lo largo de años, y no pueden modificarse. En la no ficción el autor tiene unos límites que le son impuestos por los hechos que sustentan la narración, sin por ello renunciar a elementos ficcionales ineludibles en toda trama novelesca.
Empeño, así pues, notarial el de López Carvajal, cuyo testimonio narrativo persigue clarificar lo real de una época acerca de la que se fue conformando una realidad imaginaria, falaz, atestada de espejismos, medias verdades y mentiras cristalizadas como explicaciones canónicas. Cierto: como destacó Alfredo Márquez Barriga (2018) presentando la novela, estamos ante una «novela-verdad», en contra de la manipulación histórica y en favor de la memoria democrática, toda vez que si su mundo se conforma como una realidad más que verosímil desde el punto narrativo, es radicalmente veraz porque la sostienen unos hechos históricos ciertos y documentados. Tres libros, tres capítulos, conforman la estructura de Lirios marchitos, cuya trama avanza por el tiempo de modo lineal, de tal suerte que la narración respeta escrupulosamente la cronología de los hechos de los que va dando cuenta, por más que el relato entreteja infinidad de sucesos, algunos simultáneos, mediante sutiles correspondencias, paralelismos, indicios, ecos, intersecciones y bucles. El libro primero, «Alerta», retrata a los jerarcas de la sociedad jiennense durante los años cincuenta, cuando el franquismo maquilla su cara más autárquica sin abandonar sus políticas represivas contra las libertades democráticas. Así, deja al descubierto López Carvajal la escenografía de cartón piedra con la que decoró el fascismo provincial su supuesta acomodación ideológica a los tiempos que empezaban, empeño falaz porque muchos de los valores de la inmediata posguerra, los de los primeros años de la victoria, los más vengativos —detenciones, delaciones, torturas, cárceles, ejecuciones, silencio— siguieron en Jaén tan vivos como estuvieron durante los años cuarenta. En consecuencia, desfilan a lo largo de las páginas de este primer libro, además de otros muchos de menor relevancia, Alfonso Montiel, alcalde de Jaén, Juan Pedro Gutiérrez Higueras, presidente de la Diputación Provincial, el obispo de la Diócesis, Rafael García y García de Castro; el teniente coronel de la Guardia Civil, Luis Marzal, al frente de la Comandancia de Jaén entre 1941 y 1952, pilar del organigrama político-militar de la provincia que había liquidado a los guerrilleros de la Sierra Sur con Tomás Villén Roldán, Cencerro, a la cabeza; y su superior orgánico desde 1950, Felipe Arche Hermosa, gobernador civil de la provincia, falangista santanderino, político populista, gestor del Plan Jaén (1953) y contertulio 586
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de poetas. Si los mencionados comparten veladas, conversaciones y encuentros de trabajo, otros muchos personajes de reparto completan el universo del primer libro, secundarios muchos pero llamados algunos a agigantarse con la marcha de la novela, siempre dentro del sociograma organicista de la capital: Luis González López, el comisario Miguel Osuna, Venancio García, Jerónima Rosales, el médico Federico Castillo y Antonio Calvo Perea, el presidente que asciende al Real Jaén C. F. de tercera a primera división en solo dos temporadas. Con todo, los hechos que centran definitivamente la trama de este primer libro de la novela serán dos misteriosas muestras de resistencia civil a la dictadura, ambas de aliento intelectual: una carta intervenida a sus remitentes, vecinos de la Plaza de la Audiencia, con destino al diario francés L’Humanité contra las armas atómicas, de mayo de 1952; y un pasquín anónimo en favor de la libertad, con la paloma de Picasso, dejado en el interior de nuestra catedral, también aquel mismo año. Pese a su nula repercusión civil, estas dos contenidas muestras de resistencia a la dictadura dispararán las alarmas entre los mandamases del franquismo provincial, quienes desde el primer momento sospechan que los autores de ambos sucedidos han de ser desafectos al régimen singulares, del ámbito intelectual, nunca obreros. En esta sociedad estrechamente vigilada y reprimida de modo indiscriminado por parte de los aparatos administrativos y policiales de la dictadura, para la que cualquiera podía convertirse sin motivo en sospechoso de algo —incluso el entorno de Calvo Perea, por ejemplo, adonde se mueven Jerónima y Venancio, detenidos y torturados—, plasma López Carvajal las tensiones latentes que las políticas represivas suscitan entre Marzal, Gutiérrez Higueras, Montiel y el obispo, todos recelosos de cualquiera, varios arrogantes por sentirse envidiados por sus compañeros de poder, demasiado humanos todos, cada quien a lo suyo, mas nadie mínimamente desafecto al orden que defienden, unidos como una piña ante los enemigos de España, encastillados en el fortín de sus respectivas jerarquías, dispuestos para otra contienda, la de la Guerra Fría contra el comunismo internacional. El libro segundo, «Aceites turbios», arranca del día siguiente de ascender el Real Jaén a primera división, cuando Antonio Calvo Perea es fulminantemente destituido como apoderado-gerente de Mazola S. A., empresa vasca dedicada al comercio mayorista de aceite de oliva, propiedad de Juan Otaola, con muchísima actividad a lo largo de la inmediata posguerra, tiempos de escasez, pobreza y estraperlo. Con el Plan Jaén a punto de aprobarse, si el primer libro viene a ser un retrato al natural de Jaén capital a la altura de la primera mitad de los cincuenta, este segundo focaliza su atención en la causa judicial a la que ha de hacer frente Calvo Perea, a quien la denuncia de sus superiores en Mazola lo obliga a dimitir de la presidencia del Real Jaén, lo deja sin trabajo, lo instala en una mala racha de salud y termina preventivamente encarcelándolo. Pasará Calvo Perea a lo largo de «Aceites turbios», así, de ser una figura popular apreciada en todos los estamentos de la ciudad, especialmente entre las más altas instancias provinciales, a convertirse en un señalado, un maldito al que evita dicha jerarquía, temerosa de verse relacionada con quien durante 1951 había completado su meteórica carrera política, la que lo 587
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llevó a la presidencia del Real Jaén por mediación de Marzal, a una concejalía del Ayuntamiento de la capital o a Arroyovil, donde participó en una cacería con Francisco Franco. El sumario del caso, con el estado de Mazola S. A. a la altura de mayo de 1953, va a dar fe no solo de las anomalías contables de Calvo Perea durante su gestión como presidente del Jaén, sino además de las operaciones de dudosa legalidad que acostumbra la empresa de Otaola, dedicada desde finales de la Guerra Civil a comprar y vender aceite de modo fraudulento, en connivencia con los negociados de la administración franquista competentes en la materia, la Comisaría de Tasas y la Fiscalía de Recursos, algunos de cuyos funcionarios se han venido lucrando pro domo sua al hacer la vista gorda ante unas prácticas nada transparentes, que afectan también, según deja ver sutilmente la narración, a algunas intendencias militares. De todo este tinglado, con importantes sumas de dinero en efectivo moviéndose de la empresa de Otaola a la tesorería del club de fútbol y grandes partidas de aceite que aparecen y desaparecen de los almacenes de Mazola, se ocupa el segundo libro de la novela, que recorre el horizonte cronológico que va desde 1953 a 1954 y sustancia el complejo proceso judicial que lleva a Otaola y Calvo Perea a la cárcel, epicentro argumental, a mi ver, de este capítulo, en cuyas páginas, por más señas, se van a conocer personalmente Calvo Perea y Federico Castillo en una cura médica que precisa el primero del segundo. Encuentro que aprovecha el médico para agradecerle a su paciente haber defendido ante Marzal la inocencia de Jerónima y Venancio, familia amiga del presidente del Real Jaén sometida a otro oscuro proceso de hostigamiento y torturas, a la vista de los vínculos del matrimonio con uno de los presos que cumple condena por su apoyo a Cencerro, un cuñado de Venancio, cercano al PCE, con quien Calvo Perea estrechará su relación cuando ingrese en la cárcel. Con la negativa del caído en desgracia, preso ahora de su sociopatía, a acomodarse a los empleos que le ofrece la élite gubernamental del franquismo jiennense, redondea López Carvajal el segundo libro de su novela, adonde consigna las sentencias judiciales que merecen tanto los delitos de Calvo Perea —apropiación indebida y falsedad en documento público— como los de Otaola —fraude en la calidad de los aceites con los que comercia—, delitos en los que no entra la declaración por escrito de Marzal ante los tribunales, centrada solo en los desvelos de Calvo y Otaola en favor del Real Jaén C. F. Si el segundo libro acaba con un Jaén de ganadores que terminan perdiendo, en el que se vigila a los taberneros para que no le echen agua al vino pero se les tolera a determinados mayoristas de aceite que completen sus depósitos con agua, el tercero, «Día tras día, desesperadamente», arranca con las conclusiones del V Congreso del PCE, celebrado en Praga durante el otoño de 1954, tras la muerte de Stalin en marzo del año anterior, cuando los comunistas —entre los cuales destacan dos jiennenses llegados ex profeso desde su tierra— concretan su estrategia de 1949, la que abandonaba la lucha guerrillera de la Unión Nacional Española durante la inmediata posguerra para encarar la segunda mitad de los cincuenta a partir de una política acorde con las tensiones manifiestas de la Guerra Fría, tal y como reafirmarían poco después las resoluciones políticas del Comité Central del PCE, 588
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de agosto de 1956, en favor de una política que hiciera factible la reconciliación tras nuestra Guerra Civil. Al rematarse este libro con la Jornada de Reconciliación Nacional, del 5 mayo de 1958, está claro que sus páginas abordan el cambio de rumbo que experimenta la oposición del PCE a la dictadura franquista a lo largo del medio siglo, nueva política de resistencia civil fundada en la recuperación de las libertades democráticas, la legalización de los partidos políticos y la independencia nacional, postulados que los comunistas apuntalan con sus acciones en favor del pacifismo, el sistema educativo público y el fomento de la cultura. Así esperaba el PCE, además de encarar el proceso de su reconstrucción en el interior del país, concitar tanto el apoyo de los socialistas cuanto el de los sectores más aperturistas del franquismo —falangistas desencantados del Movimiento, liberales de derechas, monárquicos…— de acuerdo con una unidad de acción que movilizase la conciencia de la ciudadanía contra el régimen, asentado aún en una razón económica asimétrica que avalaba la carestía de la vida, los sueldos bajos y las injusticias laborales. Con todo, el epicentro de la trama del tercer libro de Lirios marchitos es Federico Castillo García-Negrete, figura capital del pensamiento comunista provincial del siglo xx, como la reconoce López Carvajal cuando revive narrativamente su personalidad, su vasta genealogía familiar, profesional, intelectual y política, que si se nutre del liberalismo católico de su padre, enfrentado a la oligarquía caciquil de la provincia, del republicanismo conservador de su abuelo materno, que había sido alcalde de Castillo de Locubín, y del humanismo piadoso de su madre, siempre de parte de las clases sociales más necesitadas, la concretan además su condición de médico, melómano, lector y militante del PCE desde a finales de 1931. Por ello estuvo preso once años en las cárceles del franquismo, desde el final de la Guerra Civil hasta 1950, cuando, cumplida su condena, acentúa su filantropía ciudadana y su compromiso político para ganarse el respeto humano de Jaén, capital y provincia, gracias a la autoridad de su ejemplo civil como médico que ejerce su profesión al margen del organigrama sanitario del franquismo provincial. Acicate e interlocutor dialéctico de Castillo, no menos relevancia argumental alcanza en este tercer libro de la novela otro compañero de su partido, Alfonso Carmona, hombre clave de la resistencia en Jaén contra la dictadura cuya estatura política López Carvajal rescata del olvido historiográfico que hasta hoy hacía invisible su fuste político. Sí: son Castillo y Carmona —intelectual el perfil del primero, de calado activista el segundo, pero ambos comprometidos teórica y prácticamente en su lucha clandestina contra el fascismo— los actores reales que Lirios marchitos pone en juego para reconstruir el debate ideológico que la nomenclatura del PCE traslada a su militancia para que evalúe la rentabilidad histórica de los cambios de estrategia política que le impone al partido la nueva coyuntura de la España del medio siglo. Encarna así la novela, la discusión que abordan dentro del sociograma provincial de aquel momento los comunistas jiennenses, algunos de los cuales se muestran al principio escépticos ante las nuevas directrices orgánicas propuestas por su partido. Es el caso de don Federico, cuya autoridad termina defendiendo disciplinadamente ante sus compañeros de Jaén el rumbo marcado por la dirección del PCE, una vez que su 589
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persona depura el dolor que aún guarda su memoria de la sanguinaria represión que acaba con la vida de su madre y destroza la de varios de sus hermanos al término de nuestra Guerra Civil. Encrucijada ideológica que Federico Castillo supera gracias a su amigo íntimo y colega Carlos Carbonell, intelectual, bon vivant, republicano de izquierdas, liberal antifranquista, identificado ab ovo con el realismo de aquel PCE de los años cincuenta, al tanto no solo de la nueva coyuntura que habían abierto para el país los pactos internacionales suscritos por el franquismo con la Santa Sede y los EE. UU., sino también de la correlación de fuerzas de un mundo que si quería cambiar a mejor no podía prescindir de un comunismo decantado radicalmente por la democracia. Si el punto de arranque de la novela —López Carvajal lo confesaba presentándola en Jaén (2018b), particular que subrayó Ignacio Frías en su crónica periodística del acto (2018)— es un recuerdo de su infancia, una confidencia de su abuela destacándole sotto voce la condición de comunista de don Federico, su encarnadura la va a cimentar la vasta investigación previa sobre el Jaén de los cincuenta encarada por su autor, desde ahora, con estos Lirios marchitos, referente singular de la historiografía jiennense por la bibliohemerografía que pone en juego, por la recóndita documentación judicial que saca a la luz, por la infinidad de testimonios orales de los que también se ha servido su empeño literario. Partiendo de un artículo seminal de Fernando Arévalo (1993), enriqueciendo el libro de Alfonso Martínez Foronda y Miguel Conejero (2011), sin perder de vista las aportaciones capitales de Sánchez Tostado (1997, 2001 y 2010) y abundando en el monumental volumen que Luis Segura (2018) ha publicado recientemente, con posterioridad a la aparición de novela, López Carvajal la inserta además en el corpus de la mejor narrativa que atiende la historia de Jaén a lo largo del siglo xx, esto es: en esa tradición que han ido construyendo novelistas como Felipe Alcaraz, Manuel Andújar, Salvador Compán, Juan Eslava, Fernández Malo, Antonio Ferres o Muñoz Molina, por solo mencionar de pasada a quienes ahora recuerdo haber leído, autores que suman tan vastísimo catálogo de títulos de asunto jiennense que solo datar dichas obras desbordaría la extensión de la bibliografía que completa este apunte. Investigador tan exigente como lector sobrado, impulsa así López Carvajal su narración mediante un lenguaje de oficio cultivado, veloz, transparente, asequible a la mayoría, ya que, si el flujo de su fraseo opera con el estilo directo, el indirecto y el indirecto libre, siempre lo equilibran sustanciosos diálogos, escuetos y ágiles, de gran pegada argumental, donde escuchamos a los personajes de la historia hablar con la crudeza íntima que imponen las circunstancias extremas que viven. Aunque sea obvio señalar que nuestro autor acomete su lectura del pretérito dilucidado por su novela desde el confuso ahora de hoy, adviértase que su narrador omnisciente relata aquel tiempo desde la voz de un testigo sincrónico que lo va viviendo día a día, de tal suerte que nos adentra en el medio siglo provincial desde la incertidumbre propia de quien asiste a lo que aconteció conforme entonces vertiginosamente sucedía, avanzando de manera lineal, siempre a ciegas por aquellos años sin espacio alguno para la libertad. Operando al margen de ese 590
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narrador diacrónico que todo lo sabe, que lo cuenta todo conociendo el final de su historia de antemano, la narración aparentemente ecléctica de la novela acentúa así su fragmentarismo, su suspense, su misterio, el del tiempo de silencio que hace sentir su realismo, el propio de un reportaje cinematográfico, de un documental en blanco y negro, coral, por más señas, porque el remate del tercer libro saca a escena a todos los personajes que barajaron los dos primeros, impecablemente montados los planos y secuencias de los tres en su conjunto, cartografía, en fin, de los engranajes sociales del Jaén enfermo del medio siglo, en poder de la violencia larvada de quienes lo tomaron, sitiado por la precariedad y el miedo bajo los que viven presas sus clases explotadas. Trocando razón estética en razón política —como ya hizo su «Zanja 181», un cuento de «no ficción» (2006: 85-132)—, está claro que Lirios marchitos demanda de sus lectores una reflexión crítica sobre la historia negra de Jaén, empresa que rara vez acomete el narrador objetivista de la novela, de ordinario a salvo de enjuiciar los comportamientos de las autoridades franquistas porque de tal modo, en efecto, la frialdad de López Carvajal recalca mejor la condición de estos personajes reales, monstruos sin conciencia de serlo, iluminados a las órdenes de un régimen cuyos logos político se fundaban en el mal, el del terror impuesto por el Estado del que se creían dueños y señores. Frente a este bestiario dispone dialécticamente la novela las efigies de sus tres personajes capitales, un trío de perdedores, marcados por un mismo destino fatal, derrotados, pero no vencidos, tres víctimas más de nuestra interminable posguerra: Alfonso Carmona, militante del PCE desde 1931, muerto en febrero de 1959 a causa de las torturas de las que fue objeto, según su familia, en la cárcel de Vitoria, donde el caso se cierra acusando al preso de ahorcarse; Federico Castillo, fallecido meses después, en octubre de ese mismo año, a causa de un infarto, derrumbada su mala salud por la muerte de Carmona; y Antonio Calvo, a quien arrolla un tren en enero de 1967 —lo cuenta el «Epílogo» de la novela, páginas que recuperan algunos pormenores de su expediente judicial y acaban formulando el interrogante de si su muerte fue un accidente casual o buscada por su persona—. Tríptico trágico, tenebristas las tres tablas que despliega, incendiado por la luminosa juventud de Sebastián, comunista tan valiente como temerario, prometedor futbolista de la cantera, simultáneamente tutelado por la supremacía moral de tres perdedores, esto es, por el activismo militante de Carmona, el ascetismo intelectual de Castillo y la pasión deportiva de Calvo; un Seba, en suma, que la novela reconoce como emblema vital de esa generación de jóvenes nacidos tras la Guerra Civil que toma partido a finales de los cincuenta para combatir la enfermedad de aquella época, su demencial falta de libertades democráticas, privadas y públicas. Hablando de salud mental, ahí está, por ejemplo, el ingreso de Calvo Perea en Los Prados, el manicomio de la capital, un internamiento que además de permitirle a López Carvajal una somera evaluación de la clase médica provincial de entonces, lo lleva sutilmente a plantear si dicha hospitalización solo obedecía al tratamiento médico que precisaba realmente el enfermo, preso de su dipsomanía, enajenado apenas salen a la luz las tropelías contables de su gestión como gerente de Mazola en favor 591
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de la tesorería del Real Jaén del que era presidente, o pudo deberse, antes bien, sin más, a una sofisticada medida política de carácter preventivo que diagnosticaba a Calvo de loco para descalificar cualquier comparecencia suya ante los tribunales donde los jerarcas provinciales del franquismo pudieran verse implicados. Otras matrices ideológicas ponen en juego la novela —de tesis, sin duda— al sustanciar las conversaciones donde Castillo, Carmona y Carbonell coinciden no solo en la agresividad con que el franquismo de aquel entonces sigue tratando a la derecha liberal democrática, sino también en las diferencias existentes entre una república burguesa y otra popular de trabajadores. Herida, por cierto, donde mete su dedo político López Carvajal cuando compara las dos actitudes con las que el Jaén antifranquista del medio siglo se enfrenta al régimen: la de la oposición al franquismo que encarnaban los afiliados del PSOE y la de la lucha clandestina contra la dictadura que sostenían los militantes del PCE, posiciones que nunca confluyeron en la unidad de acción propugnada por los comunistas para aquella coyuntura, partidarios ya entonces de un proceso de reconciliación ciudadana, incluso dispuestos a aceptar la Monarquía como salida del franquismo si se sometía dicha cuestión a referéndum. Libro «importante, útil, necesario», tal y como lo calificó Juan José Gordillo (2018) en su presentación, no tengo dudas acerca de que José Viñals, padre oscuro literario de López Carvajal siendo el novelista presidente de la Diputación de Jaén, habría celebrado la razón de estilo de estos Lirios marchitos, fotogramas de alto octanaje histórico sobre el estado de la provincia a la altura de la mitad del siglo pasado, cuando Jaén parece despertar con el ascenso del Real Jaén a primera división y la aprobación del Plan Jaén, apenas un año después de que General Franco acuñara su «Jaén nos quita el sueño» (1951). Al alzar una cartografía moral de las gentes de aquel entonces, de las estaturas de vencedores y perdedores de la Guerra Civil una década después de finalizada, Lirios marchitos revela además la realidad de aquel desarrollismo de leche en polvo americana, sin crecimiento real porque el aggiornamento del fascismo no iba a manifestarse todavía en nuestra provincia, secuestrada aún por una economía de feudo que la mantenía presa de su vieja pobreza. Sí: Lirios marchitos vuelve a politizar la estética, una de sus virtudes (de virtus: ‘fuerza’) más descarnadas y crudas, como lo son las historias que reconstruye para nuestra memoria colectiva. Ahí están, si no, para corroborarlo, los «Apéndices» (399-417) que completan la novela: el primero, con las «Notas» bibliohemerográficas que remiten a los documentos históricos puestos en juego por el autor; el segundo, un «Índice onomástico» de los personajes secundarios; el tercero, un índice de las «Ilustraciones fotográficas» que el volumen rescata; el cuarto, una «Bibliografía» escogidísima para acercarse el momento histórico de la España del medio siglo; y el quinto, coda con las «Gratitudes» del autor. Espacio que aún reclama más estudios de campo, está claro que esta novela de López Carvajal destapa sin complejos ni apriorismos ideológicos los naipes más grasientos del fascismo jiennense a mediados del siglo xx, cuando se combate la política de «reconciliación nacional» entonces propugnaba por el PCE, la amnistía que zanjase los delitos cometidos por 592
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ambos bandos antes, durante y tras nuestra Guerra Civil y el diálogo como instrumento de convivencia democrática. Visto que nuestro actual régimen de libertades, el que delimita la Constitución de 1978, no acabó de consensuar con solvencia parte de aquellos valores, parece claro que la reflexión dialéctica de estos Lirios marchitos se prolonga hasta la rabiosa actualidad de hoy, tan triste la pobre, más necesitada que nunca de pensar este tiempo en su devenir hacia el pretérito y el futuro, en su vaivén interminable, torbellino de tiempos que enlazan la novela, por cierto, con el volumen sobre nuestra Transición que editó López Carvajal en su día (2002), tocho colectivo necesitado de una segunda edición que corrija las fisuras de la primera. Sea como fuere, por atender nuestros pretéritos de ayer y de anteayer, desgraciadamente tan presentes en el curso de nuestras historias de hoy, los tres libros que conforman Lirios marchitos, sendos episodios provinciales de pulso galdosiano, quizá constituyan la epopeya donde pensar el atraso histórico de Jaén, nuestra asimetría ancestral frente a otros territorios del Estado durante los últimas cinco décadas y la gestión de tantas administraciones que nos han tratado por lo común, pese a ser una de las provincias más rezagadas de España, como si fuéramos un corralón de tierras de paso y servidumbre. ¡Ay este Jaén de ahora! todavía abducido por el fútbol, el futbito o cualquier cosa televisada que se juegue con una pelotita y admita apuestas, planes de futuro, faroles y altos ejecutivos orgánicos de la ciencia, la educación y la cultura. Desde posiciones acaso menos dogmáticas que las que defendía cuando desempeñó cargos electos —de concejal, de presidente de la Diputación Provincial, de parlamentario andaluz y senador—, tal vez haya articulado López Carvajal sus Lirios marchitos como un enquiridión, esto es, un manual de bolsillo con puñal desde el que descifrar por qué el tardo capitalismo sigue educándonos en vivir la inseguridad y la explotación laborales como rasgos propios de su normalidad. Test para medir la temperatura de nuestra conciencia civil cuestionándose seriamente, de paso, si ya es hora de anteponer al progreso técnico el de la dignidad humana de todos quienes somos sus destinatarios potenciales, me recuerdan estos Lirios marchitos esos versos donde advertía Jorge Guillén (1985) que «Vuelve el pasado en movimiento, / Y el instante insignificante / Llega enseguida a conmovernos / ¿Y por qué? Porque significa». Sí: conmovedora por su significado político y por su sentido humano esta primera novela de Cristóbal López Carvajal.
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Figura 1. De izquierda a derecha: Alfonso Montiel, Felipe Arche y Antonio Calvo Perea. Tomada de la novela (p. 130). Fotografía de José Ortega. Fondo del Instituto de Estudios Giennenses
Figura 2. Alfonso Carmona Solas. Tomada de la novela (p. 383). Por gentileza de su nieto Alfonso Carmona
Figura 3. Federico Castillo GarcíaNegrete en su época de estudiante universitario. Tomada de la novela (p. 275). Por gentileza de la familia Castillo Ramiro
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Bibliografía La incultura, unida a la pobreza, crean el clima óptimo para que se contagie la desconfianza, «proliferen las sociedades secretas internacionales» y aparezca un cruel positivismo, que por ignorancia o traición, según las vicisitudes, colabora con los enemigos en su obra antinacional y extingue el patriotismo, aun en las clases más seleccionadas de la sociedad. (Felipe Arche Hermosa)
Arche Hermosa, Felipe. Jaén resurge. Memoria de XII años de gobierno, profusamente ilustrado y con seis mapas desplegables, pról. de José Rodríguez de Cueto, il. de la camisa Francisco Baños, Jaén, Unión Tipográfica, 1963. Arévalo [Ruiviejo], Fernando. «Calvo Perea, el presidente, el suicida. Cuando el Real Jaén ascendió a Primera», Alsur (Jaén), 7 (enero-febrero 1993), pp. 92-98. Bellón, Joaquín. «Lirios marchitos: Literatura, verdad y honradez», Diario Jaén (Jaén), 25 de noviembre de 2018, p. 36. Cazorla Sánchez, Antonio. Miedo y progreso: los españoles de a pie bajo el franquismo, 1939-1975, profusamente ilustrado, trad. del inglés de Antonio Cazorla Sánchez, Madrid, Alianza Editorial, 2016. Cruz Ortega, Sebastián. «Lirios marchitos de Cristóbal López Carvajal», Diario Jaén (Jaén), 4 de noviembre de 2018, p. 35. Franco Bahamonde, Francisco. «La provincia que nos quita el sueño y llevamos meses en su estudio es la de Jaén. Importante discurso del Caudillo en la clausura ante la IV Asamblea nacional de Agricultores», Diario Jaén (Jaén), segunda ed., 13 de mayo de 1951, pp. 1 y 7. Frías Abarca, Ignacio. «Una novela de no ficción. Crónica virtual del Jaén de los 50», Diario Jaén (Jaén), 26 de octubre de 2018, p. 39. Gordillo, Juan José. Presentación de Lirios marchitos en Librería Libros Lugar, Úbeda, 13 de diciembre de 2018, inédita, por atención de su autor. Guillén, Jorge. «Misterioso», Poesía. Revista Ilustrada de Información Poética (Madrid), 22 (enero 1985), pp. 143-144. López Carvajal, Cristóbal (ed.). Los días olvidados: testimonios sobre la transición en Jaén (19731977), con textos de José María de la Torre Colmenero, Alfonso Fernández Malo, Juan Martos Quesada, Manuel Monereo Pérez, Manuel Urbano Pérez Ortega, Cándido Méndez Rodríguez, Manuel Molinos Molinos, Manuel Anguita Peragón, Arturo Ruiz Rodríguez, José Gutiérrez Millán, Felipe Alcaraz Masats, Pedro Galera Andreu, Pilar Palazón Palazón, Pedro Belinchón Sarmiento, Concha Caballero Cubillo, Mariano Rodríguez García, José Manuel Pedregosa Garrido, Julio Artillo González, Miguel Viribay Abad, Miguel Ángel Valdivia Morente, Antonio Guzmán Valdivia, Enrique Bocanegra Bocanegra, Antonio Trujillo García, Francisco Zaragoza López, Felipe Pedregosa Garrido, Juan José Contreras Guardia, Fernando Calahorro Téllez, Juan Antonio Gómez Maldonado, Julia Tornero Parra, Santiago de Córdoba Ortega, Gaspar Zarrías Arévalo, Juan Franco Quirós, Ángel Cachón Merino y el editor del volumen, Valencia, Germania, 2002. — (ed.) Historias republicanas, pról. de Rosa Regás, con relatos, cuentos o confesiones de Salvador Compán, José M. de la Torre Colmenero, Juan Eslava Galán, Alfonso Fernández Malo, Jesús Maeso de la Torre, Antonio Martínez Menchén, Francisco Morales Lomas, Manuel Urbano Pérez Ortega, Miguel Picazo Dios, Fanny Rubio, Luisa Villar Liébana y el editor del volumen [«Zanja 181», pp. 85-132], Jaén, Líberman, 2006.
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Juan M. Molina Damiani — «Mi novela trata hechos reales [entrevista de Ignacio Frías]», Diario Jaén (Jaén), 23 de octubre de 2018a, pp. 38-39. — Presentación de Lirios marchitos en la Real Sociedad Económica de Amigos del País, Jaén, 25 de octubre de 2018b, acto en el que además del autor intervendrían los profesores José Luis Buendía López, Pedro Galera Andreu y Antonio Martín Mesa, el periodista Antonio Garrido y el editor José Madero, inédita, por atención de su autor. Márquez Barriga, Alfredo. Presentación de Lirios marchitos en Librería Entre Libros, Linares, 21 de noviembre de 2018, inédita, por atención de su autor. Martínez Foronda, Alfonso y Miguel Conejero Rodríguez. La «prima» Rosario y Cayetano: luchadores por la libertad en una provincia idílica, pról. de Salvador Cruz Artacho, con sendas colaboraciones además de Felipe Alcaraz Masats, Emilio Arroyo López, Bernabé López García, Juan Antonio Martínez Pozo, Juan Martos Quesada, Francisco Medina Rincón, Pilar Palazón Palazón, Lola Parras Chica y Luis Segura Peñas, Sevilla, Fundación de Estudios Sindicales-Archivo Histórico de CC.OO. de Andalucía-El Páramo, profusamente ilustrado, 2011. Rubio, Juan «Lirios marchitos o justicia histórica», Diario Jaén (Jaén), 12 de marzo de 2019, p. 3. Sánchez Tostado, Luis Miguel. Historia de las prisiones en la provincia de Jaén: 500 años de confinamientos, presidios, cárceles y mazmorras, pról. de Juan Eslava Galán, profusamente ilustrado, Torredonjimeno, Jabalcuz, 1997. — La Guerra no acabó en el 39. Lucha guerrillera y resistencia republicana en la provincia de Jaén (19391952), pról. de Cándido Méndez, profusamente ilustrado, Jaén, Ayuntamiento, 2001. — Los maquis en la Sierra Sur. Cencerro: un guerrillero de leyenda, pról. de Juan Barranco Gallardo, profusamente ilustrado, Valdepeñas de Jaén, Adsur, 2010. Segura Peñas, Luis. Comunistas en tierra de olivos. Historia del PCE en la provincia de Jaén 19211986, pról. de Ernesto Caballero Castillo, Jaén, Universidad de Jaén, 2018. Viribay Abad, Miguel. «Acotación a Lirios marchitos. La novela de Cristóbal López Carvajal alcanza su segunda edición», Diario Jaén (Jaén), 3 de diciembre de 2018, p. 65.
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El puzzle buñuedaliano de Un perro andaluz: un desafío para el espectador
Brígida Pastor University of Wales-Swansea
Un perro andaluz es el primer cortometraje realizado por el cineasta español Luis Buñuel en colaboración con Salvador Dalí en 1928. La declaración que repetidamente hiciera Buñuel de que nada en el filme significa o simboliza algo en concreto, lo libera hasta cierto punto de toda estipulación y normas a seguir, ofrece la oportunidad de generar libres interpretaciones y excluye cualquier intención, incluso la de su propio creador, de imponer al espectador ideas preconcebidas sobre la esencia de la película. Un perro andaluz parece constituir el principio básico que en términos freudianos define el surrealismo como «an unconscious psychic autom atism, able to return to the mind its real function, outside of all control that is exercised by reason, morality or aesthetics» (Edwards, 1982: 42). El llamado automatismo tenía la misión de desligarse de todas las coordenadas impuestas por el lenguaje racional: la dictadura de códigos sociales que se imponen incuestionablemente al ser humano (Talens, 1986: 91). Un perro andaluz puede evaluarse como una obra vanguardista, con muchas características que lo entroncan con el movimiento surrealista y, por consiguiente, aparentemente lo desligan de la sensibilidad artística de la lógica y la razón, un desafío para el espectador y la artificialidad de los valores sociales imperantes (Mellen, 1978: 151-152). Así se podría definir este cortometraje como un puzle buñuedaliano de una pintura surrealista, en el que se buscan nuevas formas de expresión, sin negar la noción misma del orden establecido. De este modo, el filme explora la construcción de otro orden alternativo y con lo cual «permanece dentro de las coordenadas impuestas por el lenguaje de la razón, que necesit[a] como fantasma omnipresente al que referir, por oposición, todo el sentido y la significación de su práctica» (1986: 90). Me adhiero a la opinión de Jenaro Talens de que Un perro andaluz reproduce el mecanismo «real» del subconsciente, y, por lo tanto, se trata de una obra que se identifica más con el realismo que con el surrealismo; claro está, como Talens destaca, «un realismo, eso sí, muy alejado del modelo decimonónico que, tan a la ligera se apropió del término» 597
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(1986: 92).1 Es decir, Buñuel y Dalí exploran en su filme una teoría de la realidad basada en la presentación del mundo objetivo a través de la realidad de la mente o subconsciente del ser humano y sus deseos instintivos (Kuenzli, 1996: 131). El filme está estructurado a modo de una sucesión de fragmentos, similar a la yuxtaposición de numerosos sueños, pero sin una lógica que los vincule, desplazando a los personajes protagonistas de una escena a otra. Como el mismo Buñuel confesara en sus memorias: «Un perro andaluz nació de la convergencia de uno de mis sueños con un sueño de Dalí» (1982: 92). La definición de arte vanguardista que Peter Burger presenta nos ayuda a comprender la labor emprendida por Buñuel y Dalí en Un perro andaluz: For avant-gardists […] the material is just that, material. Their activity initially consists in nothing other than in killing the «life» of the material, that is, in tearing it out its functional context which gives it meaning. Whereas the classicist recognises and respects in the material the carrier of meaning, the avant-gardists see only the empty sign, to which only they can impart significance. The classicists correspondingly treats the material as a whole, whereas the avant-gardists tears it out of the life totally, isolates it and turns it into a fragment (1984: 49).
Todo parece indicar que el caos y complejidad aparente en Un perro andaluz es una estrategia manipuladora de los efectos fílmicos que Buñuel utiliza para convertir a la audiencia en testigo de cómo la realidad puede ser evaluada y a la vez distorsionada desde diferentes perspectivas. Buñuel y Dalí parecen estar explorando lo que podríamos llamar una «realidad virtual», incorporando imágenes abstractas y surreales junto con un compuesto híbrido de narrativas: la narrativa realista clásica y la narrativa de una estética surrealista,2 con el fin de provocar reacciones de repulsión y atracción en el espectador (Aranda, 1976: 56-68). Aunque la duración de Un perro andaluz es de aproximadamente quince minutos, durante todo este tiempo, el espectador está sujeto a una variedad de imágenes impactantes. Tales imágenes aparecen yuxtapuestas y estimulan al espectador a cuestionar su subjetividad mientras su significado se convierte en algo inatacable. El filme se presta a numerosas y diversas interpretaciones, pero como Phillip Drummond afirma: «The incompleteness of available data and the competitive and mutually contradictory reminiscences of Buñuel and Dalí impede definitive description» (1994: 24). 1 Talens descarta la definición de Un perro andaluz como un film surrealista, porque, como el mismo argumenta: «El surrealismo hizo posible decir o hacer muchas cosas que de otro modo no hubieran podido decirse o hacerse, bien por problemas de censura política, bien por problemas de censura moral; y al mismo tiempo amplió, flexibilizándolos, los cauces por los cuales discurría el discurso artístico iconográfico y verbal. El caso de Luis Buñuel se sitúa en otra perspectiva. No se trata tanto de permitir ocultar, dándole salida a través de una imaginería no controlable por el discurso del orden, lo que, de ese modo, ese mismo discurso podía asumir e integrar, sino de introducir claramente el desorden en su interior, para desestabilizarlo y hacerlo estallar» (1986: 91-92). 2 Al referirme a una narrativa surrealista no pretendo proponer la formulación de una narrativa surrealista, sino destacar que existe una narrativa no lineal, fragmentada en breves secuencias episódicas, y que sigue más bien el modelo de procesos mentales que el de una realidad material formulada.
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Lógica surrealista y narrativa poética Un perro andaluz revela pretensiones de modernidad según la definición de modernidad de Baudelaire: «By modernity I mean the ephemeral, the fugitive, the contingent, the half of art whose other half is the eternal and immutable» (1964: 12). Clara evidencia de esto es la fragmentación del discurso narrativo del filme como un todo ¿reflejo de la desintegración de la sociedad dentro del proceso de modernidad? Buñuel y Dalí generan un discurso narrativo que se aleja de las convenciones fílmicas tradicionales, rompiendo con la linealidad narrativa al exponer transmutaciones irracionales de tiempo y lugar y caóticas apariciones y desapariciones de personajes y objetos (Kuenzli, 1996: 96). Buñuel no solo experimenta con la forma o estilo, sino que ataca la institución que estimula y refuerza el surgimiento de una sociedad de valores predominantemente burgueses y el estatus del arte dentro de los parámetros fijados y definidos por estas nuevas estructuras sociales. El mismo Buñuel destacó en su día que el éxito de su corto había sido reconocido por razones erróneas: Un film de éxito: esto es lo que piensa la mayoría de las personas que lo han visto. Pero, ¿qué puedo hacer yo contra los entusiastas de cualquier novedad, incluso si esa novedad ultraja sus más profundas convicciones, contra una prensa vendida e insincera, contra esa masa imbécil que ha encontrado bello o poético lo que, en el fondo, no es otra cosa que un desesperado, apasionado llamamiento al crimen? (citado en Sánchez Vidal, 1984: 49).
Buñuel se enfrentó a toda aquella publicidad que no reconoció las inquietudes y preocupaciones intelectuales que su arte pretendía transmitir. Todo parece indicar que Buñuel pertenecía a una vanguardia histórica en su intento de expresar sus ideas a través de una envoltura surrealista, sin tener la intención de producir algo simbólico, sino con el propósito de producir una obra que intentara superar barreras entre arte y cotidianidad, y no estuviera limitada a un sector exclusivo de la sociedad. Burger en su Theory of the Avant Garde apunta fielmente la misión de Buñuel y del movimiento surrealista en general: When the avant-gardists demand that art become practical once again, they do not mean that the contents of works of art should be socially significant. The demand is not raised at the contents of individual works. Rather it directs itself to the way art functions in society, a process that does as much to determine the effects that works have as does the particular content (1984: 49).
Según Burger, el simbolismo se convierte en algo redundante en la obra de los surrealistas y de ahí que Buñuel insistiera que nada en el filme pretende simbolizar algo. Un perro andaluz es un ejemplo de cómo la lógica surrealista se utiliza para mostrar cómo funcionan las imágenes impactantes para generar emociones y sentimientos instantáneos en el espectador para que así llegue a comprender la naturaleza enigmática de la obra. El hecho de realizar una sinopsis del filme es inútil, debido a 599
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que rompe con todos los moldes tradicionales de espacio y tiempo narrativo, acercándose más a la poesía que a cualquier manifestación artística, pero como el mismo Buñuel admitiera, su filme «makes systematic use of the poetic image as an arm to overthrow accepted norms» (Edwards, 2005: 83). Aparentemente, el filme parece ser un legado del surrealismo más puro, donde todo parece un sinsentido, un fluir de pensamientos sin significado aparente, pero en el fondo, como la poesía misma, guardan una gran relación entre ellos y forman un mundo perfectamente lógico. Esta forma de expresar el mundo es lo que defienden los surrealistas, plasmar lo que sucede en el subconsciente, que en un principio puede parecer algo totalmente irracional e ilógico, pero que al analizarlo comprobamos que tiene sentido y está íntimamente unido a la verdadera realidad de la existencia humana. Además, el mero hecho de que las imágenes se manifiesten en el subconsciente del artista implica que se infiera significado en ellas. Por ello el discurso poético y la subversión que subyace en Un perro andaluz «no sólo se produce fragmentariamente sino que se ofrece a la lectura remitiendo al cuerpo fragmentado de lo real, sin devolver la falsa imagen de totalidad en que consiste el orden estructurado del discurso narrativo» (Talens, 1986: 42). Así, aunque el filme carece de hilo argumental, sí se puede trazar una trayectoria evolutiva en sus protagonistas, al igual que una clara relación entre las diferentes escenas, personajes y elementos simbólicos que lo ocupan. El desequilibrio cultural entre los sexos Un perro andaluz se concentra principalmente en dos personajes: un hombre y una mujer. En algunas escenas parecen ser una pareja, pero no están representados en el sentido tradicional de la relación amorosa hollywoodense. Uno de los temas que más se destaca en el filme es la frustración del amor entre los sexos, siendo elocuentemente ilustrado en las diferentes reacciones de los personajes, concretamente en lo que concierne a su identidad como seres sexuados. El hecho de que los personajes carezcan de nombre y apenas establezcan comunicación alguna podría interpretarse como la nulidad de su propia identidad en una sociedad que no les permite desarrollarse como seres con subjetividad propia, desembocando en la mutilación o fragmentación de sí mismos. Así lo confirma Jenaro Talens: «La renuncia al nombre no sería en este caso sino una metáfora de la pérdida de la identidad, es decir, de la unidad social llamada YO. Por eso va asociada, por una parte, a la necesidad de fragmentación, de descuartizamiento de sí mismo y del otro» (1986: 83). Esta mutilación se pone de relieve a través de diferentes momentos en la interacción de los personajes, en los que aflora con constantes fluctuaciones en sus actitudes e imágenes elocuentemente cargadas de significado. Son varias las referencias freudianas que aparecen en el filme, siendo el psicoanálisis el método más acertado para interpretar cualquier simbolismo en el filme, puesto que los símbolos emergen dentro del contexto del subconsciente (Mellen, 1978: 153). En las escenas 600
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iniciales que tienen lugar en el espacio interior de un dormitorio se explora uno de los instintos básicos del ser humano, el poder del deseo. Así, aunque en un primer momento hay un acercamiento instintivo entre los personajes masculino y femenino, de inmediato los valores culturales parecen interponerse como obstáculos entre ellos, transformando lo que en primera instancia es un deseo instintivamente recíproco en una actitud agresiva por ambas partes, generada por los valores sociales internalizados que arremeten contra su propio yo y sus instintos. Otra escena elocuente con respecto al desequilibrio entre los sexos se encuentra más adelante cuando también, en el marco de un espacio interior, se produce un acercamiento entre ellos, pero casi de inmediato esta escena queda nítidamente contrastada con la batalla que el personaje femenino entabla entre su yo instintivo y su yo social. Este personaje coge una raqueta de tenis (un símbolo sugerente de la clase social burguesa) para combatir el acercamiento (o deseo) del personaje masculino. Como comenta Phillip Drummond, el filme representa «a dystopian vision of the sexwar: it is about maleness, the fraught relations between the sexes, and the obstacles in the path of true institutional passion» (29). Es evidente que la sociedad que se nos retrata es una sociedad definida por valores patriarcales, y su recurrente presencia en el filme de elementos simbólicos pone de relieve la supremacía de dichos valores en el ámbito cultural. Cabe destacar que en la escena que inaugura el filme y que nos presenta al mismo Buñuel, este no lleva corbata (un artículo que podría definirse como un símbolo de vinculación masculina-burguesa). Esta imagen de Buñuel sin corbata sugiere ya el planteamiento de su propia obra artística: una propuesta alternativa de percibir el mundo y al individuo en este, distinta a las preestablecidas por el orden hegemónico-masculino imperante. Inmediatamente se nos transporta a una serie de secuencias yuxtapuestas que nos exponen la compleja batalla del individuo dentro de este orden simbólico patriarcal: aparece el plano desde el que se ve un balcón, y se puede observar que el personaje masculino que allí aparece (en contraste con Buñuel) lleva una corbata con rayas diagonales. Aquí empieza una relación entre diferentes planos y objetos en función de estas rayas. Además, las rayas tienen cierto protagonismo en el filme; estas suelen ser diversas y organizadas paralelamente: horizontales, verticales y diagonales, o cruzadas en cuadros, pero siempre paralelas, uniformes en estructura, con una dirección determinada y sin desviación alguna. Hay multitud de elementos que poseen rayas (la indumentaria de algunos personajes, la caja que contiene una mano mutilada, la corbata y el papel que la envuelve, el pañuelo del personaje femenino, etc.). Estas rayas siguen unas pautas definidas como mera creación humana dirigidas por el hombre, y «llevadas» por él, justamente como su adopción de los convencionalismos sociales. Las rayas sugieren la rigidez que caracteriza a la sociedad burguesa-patriarcal donde todo está ordenado con unos parámetros culturales a seguir y unas reglas (tan delineadas como las mismas rayas) que no admiten desviación. La presencia de las rayas en los distintos objetos es nítidamente recta, una manera de indicar que no hay alternativas en una sociedad con normas establecidas y que hay que adherirse a ellas si se quiere sobrevivir en ella. 601
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Esta rigidez normativa aniquila y no deja que el ser humano (tanto hombre como mujer) se muestre tal y como es en su estado natural, con sus deseos e instintos genuinos. De ahí que varias escenas del filme revelen el desequilibrio cultural entre los dos sexos, desequilibrio paralelo con la imagen fragmentada que se nos proyecta del ser humano en la sociedad. Esta fragmentación se descubre cuando el personaje masculino pierde su boca en un gesto de pasar su mano sobre la misma, es decir, pierde el poder de la palabra, la autoridad de su discurso, casi como una automutilación de su verdadera voz (la voz del subconsciente). Así, de la misma manera que los escritores utilizan los puntos suspensivos para resaltar el silencio de su voz, la desaparición de la boca de este personaje sugiere una protesta contra su voz silenciada y marginada a la que no se le permite articular su verdadera identidad. A continuación, se produce una transposición de la boca masculina al personaje femenino. Ahora es la mujer quien toma la palabra al apropiarse de la boca masculina. Esta transposición viene reflejada por el acto reafirmante de pintarse los labios, la barra de labios simbólicamente sugiere un elemento bélico (una poderosa bala), a modo de demostrar que ahora es ella quien se apropia del poder que hasta ahora había sustentado el hombre social. De este modo, la voz femenina emerge con poder y autoridad, negándose a ser silenciada. Esta transmutación de papeles destaca una vez más el desequilibrio cultural entre los sexos. Otro elemento recurrente en el filme, que nos remite a este mundo simbólico social-burgués del patriarcado, es el sombrero de moda del momento (un signo de conformidad social), una indicación de que los seres humanos adoptan las normas sociales como un accesorio de moda. Así, indirectamente, Buñuel pone de manifiesto que la sociedad es un puro teatro, un conjunto de hipocresías y falsedades. En las escenas finales del filme surge de nuevo el protagonismo visual del sombrero como símbolo burgués-convencional: el personaje masculino en esta escena en lugar de llevar el sombrero puesto, lo lleva en la mano. La observación cuidadosa de esta secuencia nos lleva a descubrir que mientras lleva el sombrero en la mano, su actitud de acercamiento a su pareja femenina es de indiferencia e incluso de «rechazo», la imposibilidad de unión armónica entre los sexos en la sociedad existente. Pero la determinación persuasiva de la mujer hace que sucumba a una posible armonía entre ellos al fusionarse en un beso y revelando sus emociones genuinas al entrelazar su mano con la de ella. En este preciso momento en que se produce esta aparente reciprocidad entre estos dos personajes, cuando el personaje masculino se desprende de su sombrero, dejándolo caer en el suelo, se sugiere su deseo de desligarse de los opresivos valores sociales que mutilan no solo al ser humano, sino el equilibrio entre los dos seres sexuados. El poder deformante de la normativa social que se ejerce sobre el individuo está elocuentemente plasmado en diferentes escenas del filme, pero una que se singulariza por el impacto que conlleva es la del protagonista masculino en el espacio interior del dormitorio que, en su intento de acercarse armónicamente al personaje femenino, se revela confundido al observar un agujero del que salen hormigas en la palma de su mano. Una abstracción de esta imagen sería considerar a las hormigas como la masa social, sin individualidad, como autómatas que aceptan sin cuestionar 602
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las reglas del orden impuesto. El hecho de que se nos muestre un primer plano de este individuo que, paralizado e indeciso, contempla el hormiguero en su mano parece una clara indicación de la amenaza que experimenta su individualidad dentro del orden simbólico social.3 Él, como las hormigas, parece verse forzado a seguir la linealidad de unas pautas que no admiten desviación. La sociedad exige que los seres humanos sean anulados dentro de un núcleo homogéneo, en el que no hay espacio para el desarrollo de la individualidad. De ahí que se nos presenten escenas ilustrativas como el grupo colectivo de hombres que en el espacio público aparecen como uniformados (con traje y sombrero idénticos) —pertenecientes a una misma clase social-burguesa—, casi como un reflejo de ese conjunto de hormigas que emergen activamente del agujero de la mano del protagonista masculino en una sociedad disfuncional. Instinto y represión social Buñuel con Un perro andaluz se propone ejercer un efecto distinto al que el cine convencional había tenido en su audiencia, utilizando el texto fílmico como un instrumento con fines comunicativos y didácticos; es decir, lograr que el espectador tome conciencia de los planteamientos en su cine, estimulándole a que los analice y evalúe. Por una parte, las técnicas visuales son de gran impacto y tienen como misión desarrollar una mente crítica e independiente en el espectador. Por otra parte, a medida que la audiencia comprende que los sueños pueden significar algo más profundo y complejo, se produce un vínculo con sus experiencias reales. Este despertar a la comprensión de su subconsciente puede ayudarles a enfrentarse con los problemas vitales de sus existencias. Es evidente que Un perro andaluz constituye una crítica severa de la sociedad de su tiempo, y a través de imágenes aparentemente surrealistas, Buñuel intenta condenar los convencionalismos sociales tan arraigados en el individuo. Su misión es lograr una fuerte reacción en el espectador a través de la exploración visual de los instintos básicos del ser humano dentro del marco restrictivo de los valores sociales y despertar la conciencia del efecto represivo que estos valores ejercen en el individuo, desligándole de sus sentimientos y deseos genuinos y llevándole a un estado de infelicidad y frustración que significa la aniquilación de su existencia. Por ello, Buñuel en Un perro andaluz, como en gran parte de su filmografía, ataca los pilares fomentadores de ese orden establecido: el Estado (organismo represor y dictatorial que perpetúa la falsedad de los códigos morales) y el resultante producto manufacturado de una clase social burguesa que se rige por el materialismo y la farsa de sus principios. El filme expone los deseos inconscientes del ser humano, y en particular el vínculo entre instinto y 3 El significado de las hormigas parece estar asociado con la muerte, la decadencia y el empobrecimiento del mundo. Durante su infancia, Dalí encontró su perro moribundo cubierto de hormigas, y de ahí que estos insectos se convirtieran para él en símbolos de muerte y aniquilación. V. Bradbury (1931: 72).
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represión social —un desafío para los parámetros estéticos y morales—, y simultáneamente una propuesta de alternativas desligadas de estos parámetros culturales. Las alternativas que Buñuel ofrece quedan elocuentemente plasmadas en la creación de seres andróginos en su filme. Los personajes aparentemente andróginos que aparecen en la primera parte hacen que cuestionemos si la indefinición de su sexo se debe a estar en un proceso de evolución (integrando de forma equilibrada dos identidades de género) o si su aspecto andrógino se debe a una deformación generada por una sociedad que los convierte en víctimas, impidiéndoles ser fieles a sí mismos. Desde otra perspectiva, ambos casos son formas de transformación, un proceso que consiste en la desviación de la norma que los aniquila como seres con identidad propia. Estas imágenes andróginas tienen reminiscencias de los truncados seres andróginos de Platón, víctimas de la represión social que los ha convertido en seres mutilados e indefinidos en cuanto a su género y en constante lucha por lograr una individualidad integrada (o comunión entre los dos sexos). Por ejemplo, el personaje andrógino que aparece en el espacio exterior de la calle (toda su apariencia externa es masculina, pero sus rasgos faciales son femeninos) parece ser una «construcción» que identifica a los sexos (masculino y femenino) en su búsqueda de un todo integrado. Pero este personaje aparece rodeado de un grupo colectivo de hombres, que se revelan idénticos en su apariencia y actitud de curiosidad por la «otredad» o «diferencia» que encarna el ser andrógino. Asimismo, en este colectivo masculino aparece la figura de un policía —una imagen cultural y simbólicamente reveladora de la represión y autoridad del orden hegemónico social— casi como una extensión personificada de los símbolos patriarcales anteriormente destacados. Este policía aparece imponiendo orden y dispersando a la masa de gente que admira con perplejidad a este ser diferente, casi como impidiendo cualquier influencia de alguien que representa una desviación del orden imperante. Finalmente, este ser andrógino parece convertirse en víctima de su desviación al ser atropellado cruelmente por un vehículo en medio de la calle. Su muerte no deja claro si este es el final de su destino o si efectivamente es el inicio del mismo. Hay una focalización en una semejanza visual entre el agujero oscuro en la mano (representado por el hormiguero) de la escena anterior y la imagen de la cabeza del personaje muerto en la calle, como una perspectiva de un túnel, similar al laberinto interno de la mente humana. La paradoja aquí es de introspección: la penetración del ser humano en un mundo interior-instintivo que plantea el derecho a la identidad y a la libertad. Otra escena aparece yuxtapuesta a esta: ahora la misma pareja que se encontraba en el escenario interior del apartamento, se asoma al balcón, contemplando al personaje atropellado. La actitud de los mismos es similar al grupo de personas que lo rodeaban en la calle, casi como una analogía a la retrospectiva de los prejuicios sociales que han internalizado los seres humanos. Los pilares de la sociedad que nos presenta Buñuel están sostenidos principalmente por el poder estatal que está sometido a las normas de la burguesía imperante. Estos elementos parecen estar perfectamente aludidos en la escena en que el personaje masculino en un intento de acercarse al personaje femenino tira de una 604
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cuerda, arrastrando dos pianos de cola (símbolos burgueses) y, sobre ellos, burros en estado de putrefacción (símbolo de la muerte existencial que representa existir dentro de esas coordenadas culturales). Sin embargo, los avances de este personaje se ven frustrados ante el insuperable peso que representan los convencionalismos sociales. La mujer desaparece de la habitación, mientras se nos muestra un primer plano el gesto de horror y confusión en su rostro, a la vez que el personaje masculino se libera de la carga que vanamente arrastra y la persigue de modo casi instintivo. La elocuencia de estas imágenes nos lleva a concluir que el ser humano que se integra fielmente en la sociedad tiene que cargar con todo ese peso, que conlleva la negación de la propia individualidad. El intertítulo temporal y subjetividad El filme está estructurado por intertítulos temporales que nos proporcionan un sentido del tiempo. Sin embargo, no existe una lógica en esa estructuración temporal y el uso arbitrario de los citados intertítulos. Este tipo de estructura narrativa estimula al espectador a que contemple y evalúe el filme y establezca un vínculo directo con su subjetividad. La elección de intertítulos arbitrarios como significantes vacíos es una expresión de la sensibilidad vanguardista que incluye el automatismo como una forma de expresión. Las acciones y construcciones en Un perro andaluz afloran de forma automática y espontánea para reflejar cómo funciona la mente humana, y adhiriéndose a la filosofía freudiana de que los procesos mentales surgen del subconsciente. El filme aparece dividido en cinco segmentos temporales que introducen las cinco secuencias que estructuran el discurso narrativo: «Erase una vez...», «Ocho años después», «Alrededor de las tres de la madrugada...», «Dieciséis años antes», «En la primavera...». El primer marcador temporal nos remite a un tiempo indefinido, sin ubicar la narrativa en un momento preciso («Erase una vez...») y engendra una expectativa de una narrativa coherente y lógica como la de un cuento tradicional de hadas. Sin embargo, los intertítulos que le siguen rompen bruscamente las expectativas del espectador, constituyendo una interrupción en el imaginario de una estructura temporal coherente y lineal en la narrativa del filme. A su vez, este intertítulo inicial estimula en las expectativas del espectador el desarrollo convencional de un feliz relato de hadas, pero las imágenes que asoman a continuación constituyen un importante contraste con esas expectativas: la escena nos presenta a un hombre afilando una navaja de afeitar, el cual no es otro que el propio Buñuel; segundos más tarde, mira a la luna, abre el ojo de una mujer y lo secciona a la vez que la luna es atravesada por una nube de forma horizontal. La absurdidad e irracionalidad de esta escena parece referirse solamente a lo que podría explicarse como un producto del subconsciente. La audiencia automáticamente entra en un estado de horror ante una imagen tan inesperada y sus ideas preconcebidas empiezan a ponerse en duda. Esta escena tiene lugar en el balcón, casi como mirando hacia el mundo exterior o vía pública. La mujer parece estar mirando en dirección al espectador, como si ella mis605
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ma fuera un símbolo. Se podría sugerir que es el mismo ojo de la audiencia el que la navaja está seccionando. El efecto creado puede así considerarse un asalto al ojo del espectador; el mismo ojo parece ser simbólico de una nueva forma de percibir el mundo, desligada de la percepción tradicional. Es decir, una visión desde el subconsciente desde la que se rompe la barrera defensiva entre el sujeto y los objetos, entre percepción y representación; un deseo de romper con toda hipocresía y falsedad existente en una sociedad que niega el interior del ser humano, que niega, por tanto, al ser humano como tal. Asimismo, el filo de la navaja parece invitar al espectador a que mire el filme de forma penetrante y cuidadosa. El siguiente intertítulo temporal («Alrededor de las tres de la madrugada») parece remitirse a un momento del presente, al referirse a una hora concreta de la madrugada, y luego se da otro salto al pasado, como si fueran ocho años antes del punto inicial de la historia. Estos segmentos temporales en conjunto sugieren que Buñuel pretende exponer una realidad universal que tiene su contexto dentro del transcurso de la historia, y su misma atemporalidad así parece corroborarlo. El broche final a esta segmentación temporal está introducido por el intertítulo «La primavera...» que, además de sugerir una evolución en la narrativa, connota esperanza y regeneración. Las últimas secuencias que se incluyen dentro de este intertítulo parecen proponer, por unos momentos, una realidad alternativa: la culminación del triunfo del ser humano sobre los valores represivos de la sociedad. Sin embargo, inmediatamente después, las imágenes de aniquilación y muerte de los protagonistas, medio enterrados en la arena confirman la impotencia y el pesimismo que Buñuel debió experimentar ante esa claustrofobia social, que niega la existencia genuina del ser humano, y cualquier intento de transgredir la tradición social eventualmente desemboca en fracaso o disfunción. Con la excepción del paso del tiempo ambiental, como el revelado por la luna, la noche, el día y la primavera, no somos testigos del paso de los minutos, de las horas y de los años. Un detalle interesante a destacar en la escena previa al corte del ojo por la navaja son los dos indicadores naturales de tiempo: es de noche y la luna está fuera. Sin embargo, inmediatamente después del corte del ojo, toda noción de tiempo se convierte en una confusión absoluta. Según las observaciones de Jenaro Talens, el hecho de que esta escena inicial se la ubique aisladamente en la noche sugiere la intención transgresora de Buñuel y Dalí con su filme. Es decir, «la sustitución del día (espacio de la ley) por la noche (espacio en que la ley puede ser borrada o transgredida)» constituye el comienzo de un proceso de liberación del ser humano, en busca de su propia identidad y en constante batalla contra la imposición de un yo social (1986: 83). A partir de este momento, todas las escenas se caracterizan por enmarcarse dentro de la luz del día, siendo reveladoras de las restricciones y limitaciones a las que el ser humano está sujeto en la sociedad, aunque es imposible descubrir la hora en que se sitúan (excepto las escenas enmarcadas en el intertítulo «A las tres de la madrugada»). Además, se produce una confusión de secuencias de escenas para definir la noción del tiempo como un circuito cerrado. Aparte de los intertítulos como marcadores de tiempo, hay solamente una referen606
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cia directa al tiempo como invención humana, constantemente acechando y controlando. En la escena final en el contexto de una playa, un personaje masculino mira con rigidez su reloj cuando su pareja femenina aparece a modo de reprensión por su tardanza, pero enseguida adopta una actitud relajada e ignora el control que sugiere la hora. De esta manera, aunque efímeramente, una vez más el acercamiento armónico entre los sexos tiene su expresión triunfal en la narrativa del filme. Subversión y muerte A pesar de la actitud transgresora que algunos de los personajes adoptan, no dejan al final de ser meros intentos fallidos. Así, por ejemplo, parte de la indumentaria y objetos asociados con los personajes andróginos (como los adornos de encaje, la caja rayada, la cuerda, etc.) en la primera parte, aparecen casi al final del filme destruidos o en estado de deterioro, esparcidos por la playa (el punto final en el espacio que no admite más recorrido), como si procedieran de un naufragio. Inmediatamente, la pareja recoge y arroja a continuación todos estos objetos al agua, produciéndose un espontáneo acercamiento entre los dos sexos (Edwards, 2005: 55). Esta escena enmarcada en el espacio de la playa y las aguas del mar parece emerger como fuente de vida y renacimiento para los dos sexos, generando en ellos el deseo instintivo de encontrar un equilibrio entre ellos (Cirlot, 1971: 281).4 Sin embargo, unos momentos después Buñuel invierte el modelo de final feliz de esta pareja burguesa que camina armónicamente por la playa —reminiscente del cine hollywoodense— por un final espeluznante y trágico, yuxtaponiéndole otra escena, desagradable e impactante, con los cuerpos mutilados de estos dos individuos, medio enterrados en la arena como si hubiesen sido asesinados brutalmente. Esta escena de mutilación que clausura el filme parece cerrar el argumento circular que se iniciara con la no menos impactante y polémica escena del ojo mutilado. Ambas imágenes van acompañadas respectivamente de un fusil (también medio enterrado en la arena) y de una navaja; imágenes que vienen a poner de relieve las estructuras culturalmente mutilantes que no permite a los individuos la búsqueda de un mundo alternativo donde puedan construir su propia identidad y expresar respeto y reconocimiento mutuo. Bajo los efectos de los convencionalismos sociales vigentes, el amor se convierte en un instrumento de destrucción. Buñuel no tiene otra alternativa que mostrar crudamente en el final de Un perro andaluz, al igual que a lo largo del mismo, que la transgresión de cada convencionalismo social conlleva destrucción y aniquilación. Y aunque se podría argüir que la muerte en el filme puede interpretarse como una vía de escape para los protagonistas, el hecho de que su muerte se retrate como «un crimen» espeluznante —tal y como lo reflejan las imágenes de tortura y aniquilación de los dos personajes medio enterrado en la 4 «The Waters of the oceans are thus seen not only as a source of life, but as its goal». «To return to the sea» is «to return to the mother, that is, to die».
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arena— pone de relieve el poder destructor de la sociedad sobre el ser humano. Incluso la mariposa que aparece en una escena previa anticipa el trágico destino de los protagonistas. Mientras el implícito proceso de metamorfosis de gusano a mariposa podría referirse al proceso de evolución vital del individuo hacia la libertad de expresar su individualidad, el tórax de esta mariposa parece reflejar la imagen de una calavera, imagen que sugiere que la transformación no podrá tener un final feliz. Por tanto, el discurso narrativo de Un perro andaluz, con toda su carga subversiva, no deja de ser pesimista a la vez que realista. Las únicas opciones son la resignación y la muerte, opciones que son en sí subversivas, puesto que ponen en un primer plano las deficiencias de una sociedad que aniquila al ser humano y, por tanto, niega su verdadera identidad. Así, los poderes ejercidos por la sociedad asoman como obsoletos, las normas establecidas no tienen nada que ver con la realidad humana, imponiendo al ser humano unos valores y comportamientos falsos y desligados de su yo verdadero, de su ser instintivo. El mundo que nos presentan Buñuel y Dalí es similar al que describe el artista Friedrich Engels: «The artist describes authentic social relations with the objective of destroying the conventional ideal of the bourgeois world and compelling the public to doubt the perennial existence of the established order» (Edwards, 2005: 58). Por ello, Un perro andaluz parece alcanzar una meta triunfal en su intento transgresor de plasmar su inconformismo con la moral burguesa de la época, ostentada y promovida por los definitorios pilares institucionales. Esta transgresión en el mensaje de su contenido se revela similarmente desde el punto de vista de la forma de su narrativa en la representación de tendencias narrativas cinemáticas poco formalistas. Aunque es evidente que el montaje y la estructura del filme tienen una función muy específica de romper esquemas establecidos y causar un fuerte golpe emocional en el espectador, Un perro andaluz ofrece un elocuente lenguaje visual, cuyo impacto hace que permanezca en la mente del espectador y que considere su concepción y motivación. Conclusión La constante batalla de Buñuel y Dalí por vencer y proponer alternativas a la moral burguesa del momento está elocuentemente expuesta a través del discurso visual del filme, cuyo impacto hace que permanezca en la mente del espectador y que considere su concepción y motivación. Las escenas que se presentan en el exterior parecen representar la vida pública y el evidente efecto represivo y deformante que la sociedad tiene sobre el ser humano; mientras las escenas en el interior parecen ser reveladoras del proceso de introspección humana, de la búsqueda del yo instintivo. Así, el filme refleja no solo la constante batalla del ser humano con la sociedad, sino consigo mismo. En suma, Un perro andaluz es un canto a la introspección del ser humano, a la construcción de su verdadero yo, al descubrimiento de la verdadera naturaleza humana, y a la reciprocidad armónica entre los sexos en la sociedad. Por otra parte, se 608
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trata de un documento de grandes características cinematográficas, perfectamente trazado desde el punto de vista técnico, con un juego perfecto de planos que genera imágenes de gran intensidad e impacto. Todo ello nos lleva a concluir que Buñuel y Dalí eran conscientes de que su obra, siendo un filme mudo, solo contaba con el poder de la imagen para trasmitir su disconformidad con el mundo represivo que les tocó vivir. No cabe la menor duda de que, a pesar de ser un cortometraje, constituye una de las grandes obras de este último siglo y se destaca como un legado que ayuda a reflexionar sobre la existencia vital y el comportamiento humano. No solo es un documento contemporáneo en el momento de su realización, es un documento universal, extrapolable a muchos períodos de la historia, como el actual en que la sociedad está llegando a un punto de alienación muy preocupante, en que el egocentrismo más fiero está de humanizando al ser humano. Un perro andaluz es por todo ello un documento estimulante para despertar la conciencia del espectador a la realidad limitante del ser humano en la sociedad, y la explícita e implícita subversión de su discurso nos invita a mirar más allá de esa realidad para descubrir la verdadera realidad. Como Jean Vigo captó de forma iluminadora, este filme representa desde cualquier perspectiva «ciencia perfecta en las asociaciones visuales e ideológicas, lógica sólida del sueño, admirable confrontación de lo inconsciente y lo racional
Bajo el punto de vista social, una película precisa y valiente» (Sales Comes, 1995: 95). En definitiva, el lenguaje poético de un Un perro andaluz conmovió a principios de siglo xx profundamente al espectador, y en pleno siglo xxi sigue conmoviéndole, ya que la tensión entre realidad y sueño está de candente actualidad. Bibliografía Aranda, Francisco. «Un perro andaluz», Luis Buñuel: A Critical Biography, ed. de David Robinson, New York, Da Capo Press, 1976. Baudelaire, Charles. The Painter of Modern Life and Other Essays, New York, Phaidon Da Capo, 1964. Bradbury, Kristen. The Essential Dalí, Bath, Dempsey Parr, 1931. Buñuel, Luis. Mi último suspiro. Memorias, Barcelona, Plaza & Janes, 1982. Burger, Peter. Theory of the Avant Garde, Manchester, Manchester University Press, 1984. Cirlot, Juan Eduardo. A Dictionary of Symbols, 2.ª ed., London, Routledge, 1971. Drummond, Philip. An Introduction to «Un perro andaluz», London, Faber and Faber, 1994. Edwards, Gwynne. The Discreet Art of Luis Buñuel. A Reading of his Films, London, Marion Boyars, 1982. — A Companion to Luis Buñuel, Woodbridge, Tamesis Books, 2005. Guevara, Alfredo. «Buñuel», Cine Cubano, 141 (1998), pp. 66-67. Kuenzli, Rudolf (ed.). Dada and Surrealist Film, Cambridge, The MIT Press, 1996. Mellen, Joan (ed.). The World of Luis Buñuel-Essays in Criticism, New York, Oxford University Press, 1978. Sánchez Vidal, Agustín. Luis Buñuel. Obra cinematográfica, Madrid, Ediciones J.C., 1984. Talens, Jenaro. El ojo tachado, Madrid, Cátedra, 1986.
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¿Blog y/o di(et)ario? Las prácticas autobiográficas de Enrique García-Máiquez Armando Pego Puigbó Universitat Ramon Llull
I. El diarismo, ¿un subgénero bloguero? Como es sabido, la revolución digital ha producido en la primera década del siglo xxi una auténtica eclosión de blogs, los cuales han provocado un profundo impacto en las condiciones de producción y de recepción del sistema literario de una cultura basada hasta ahora en el poder de difusión de la imprenta. Entre ellos, cabe llevar a cabo una primera distinción: los que formarían parte de una «literatura digital» tal como la define Philippe Bootz: «[T]oute forme narrative ou poétique qui utilise le dispositif informatique comme médium et met en œuvre une ou plusieurs propriétés spécifiques à ce médium» (2006); y aquellos otros que, a caballo entre lo analógico y lo digital, podrían caracterizarse como web-textos, es decir, aquellos «que pueden ser publicados como textos impresos a posteriori pero el generador de textos pertenece a la categoría de cibertextos» (Koskimaa, 2005: 87-88). Tal distinción resulta relevante para adentrarse en la discusión sobre el estatuto genérico del formato del blog. Como ha sostenido Alejandro Pisciatelli, «el weblog como formato es infinitamente maleable y puede servir para cualquier uso preexistente, pero también inaugura muchos otros» (2005: 56) hasta el punto de que puede considerarse que «constituye un formato narrativo propio de la red». A pesar de ello, reconoce que, en su forma tradicional, «es, básicamente, una invitación a “más de lo mismo”, es decir, a copiar el formato “papel” a la pantalla con alguna modificación menor» (56). Puede observarse esta ambivalencia de los web-textos en la forma de aplicar sus más inmediatas posibilidades materiales: por un lado, incluyendo enlaces, imágenes o vídeos en sus entradas; por otro, estimulando la participación activa de los lectores y la interacción simultánea del autor con ellos, a través tanto de la sección de comentarios como de las revisiones de los propios textos a partir de tales intervenciones. Sin embargo, por sí mismos no implican necesariamente el desarrollo cualitativo de un proceso de escritura propiamente «hipertextual», como, por ejemplo, permite analizar el entrecruzamiento de la forma del diario —una de sus modalidades habituales— con la finalidad «literaria» que 611
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el formato mismo del blog no deja de animar al facilitar el acceso instantáneo y global de sus publicaciones. En el caso del diarismo Philippe Lejeune ha establecido una oposición insalvable entre su naturaleza y cualquier pretensión de «literariedad», identificada con la categoría de «ficción». Así, mientras cualquier forma autobiográfica, que no sea la del diario, debería englobarse bajo el rótulo de «autoficción», el diario se regiría por su carácter «antifictivo»: «[L]e journal n’est que secondairement une forme littéraire: il est d’abord une pratique de vie, qui passe par l’écriture mais ne s’y résume pas» (Lejeune, 2007: 11). El diario es sobre todo una práctica de la fragmentariedad, de la repetición o de lo imprevisible en tanto que inacabado. Supone una percepción del tiempo radicalmente discontinua respecto de lo que llama la «novela-diario»: «Un journal réel est toujours écrit dans l’ignorance de son terme. Un romanjournal est toujours écrit pour mener à sa fin. L’univers des journaux réels est contingent» (9). En los blogs que adoptan la forma de diario esta condición antificcional adquiere una relevancia particular tanto por las condiciones de recepción como por aquellas otras de índole material. Como las entradas se presentan en un orden cronológico inverso, el lector que acceda por primera vez a la bitácora digital podrá decidir el orden discontinuo que desee seguir, pero de entrada sobre su lectura opera un efecto retrospectivo —ficcionalizador en los términos de Lejeune—. En su formato de blog, el diario sigue exigiendo concentración y tiempo para adivinar el perfil de lo que ha sido vivido en un grado intensificado. El diario rompe o, al menos, transforma profundamente, la lectura «lineal» del texto impreso o incluso manuscrito, hasta el punto de que, si quiere seguir leyéndolo, el lector debe esperar la publicación de la siguiente entrada. De esta manera, no solo siente «tocar el tiempo», sino que puede llegar a «experimentarlo». En el caso de la literatura española están implicadas en estas tensiones no solo cuestiones genéricas, sino también historiográficas alrededor de la propiedad que, a juicio de la crítica, da su carácter propio a las prácticas diarísticas: la mirada del yo. Desde los años ochenta del siglo xx, el auge del diarismo en nuestra literatura ofrece una gran riqueza de perspectivas y tratamientos tanto de la vida como de su escritura. Más allá de sus rasgos comunes, los diarios de José Luis García Martín, Miguel Sánchez Ostiz, José Carlos Llop o José Jiménez Lozano despliegan un universo literario singular, como lo demuestra también un proyecto tan ambicioso como el Salón de los pasos perdidos, de Andrés Trapiello, casi una saga de diarionovela. Por la condición retroprospectiva que acabamos de señalar, se difuminan además las de por sí porosas relaciones entre las modalidades del diario y el dietario, como pone de manifiesto Laura Freixas señalando que «en el primero predomina lo afectivo, en el segundo lo intelectual; el primero (conserve o no) las fechas está enraizado en la vida cotidiana, mientras que el segundo resulta intemporal» (1996: 12-13). La cuestión de grado entre uno y otro, no siempre fácilmente discernible, es también resaltada, en cuanto a sus factores formales, discursivos y pragmáticos, por Anna Caballé (1996: 105-106): 612
¿Blog y/o di(et)ario? Las prácticas autobiográficas de Enrique García-Máiquez En el diario íntimo esta mirada está más atenta a explicarse uno mismo y suele resultar por ello reiterativa y quebrada, mientras que en el dietario prevalece la invención literaria, el artificio, la voluntad de construir un discurso homogéneo, anclado, decíamos, en referencias culturales y estéticas: en la búsqueda para lograr un efecto determinado, el dietario admite una manipulación evidente de los hechos, de las ideas, de las lecturas, que en apariencia al menos, no se aprecia en la escritura diarística.
En función de todos estos niveles, las próximas páginas se centrarán alrededor de tres puntos principales: ¿determina el formato del blog la constitución de un nuevo género literario en su sentido clásico?, ¿en qué medida este soporte tecnológico privilegiaría, dentro de los géneros autobiográficos, la modalidad del diario?, y ¿hasta qué punto las intersecciones entre diario y dietario adquieren una coloración especial no solo en la práctica de los weblogs sino en el paso de sus textos de la pantalla al libro impreso? Estos análisis se ejemplificarán con la «trilogía» que el poeta y columnista Enrique García-Máiquez (1969) ha publicado en papel a partir de una selección de las entradas de su blog «Rayos y Truenos» (www.egmaiquez.blogspot.com), activo desde 2006: Lo que ha llovido (2009), El pábilo vacilante (2012) y Un largo etcétera (2016).1 En ellos pueden advertirse algunos de los rasgos mencionados más arriba. Las entradas que componen estos volúmenes eran, en su origen, web-textos, los cuales, redactados a partir de categorías analógicas, se han reintroducido en el circuito social y literario del formato impreso. Están organizados con la estructura diarística. Muestran conciencia de su condición literaria por la práctica explícita de diferentes subgéneros poéticos y narrativos. Tienen en cuenta los efectos pragmáticos sobre los lectores de uno y otro soporte, digital o impreso. En el paso de uno a otro soporte influye la situación de sus respectivas, aunque no contradictorias, condiciones discursivas y argumentativas. Finalmente, no debe pasarse por alto que su revisión para la publicación en libro implica también una exploración de las posibilidades estéticas implícitas en la propia tradición en la que desea insertarse. En el caso presente se apuntará a una revisión de la narrativa «modernista» de la primera mitad del siglo xx, entre cuyos modelos se aludirá a las figuras de Eugeni d’Ors y Josep Pla. Dado que el propio Enrique García-Máiquez se ha definido como «conservador», incluso bajo la figura metafórica de «güelfo blanco», debe entenderse su planteamiento estético en un sentido muy próximo al del concepto de «antimoderno» —o, mejor dicho, de «anti(pos)moderno»—, tal como ha sido formulado por Antoine Compagnon: «Murciélagos, los antimodernos convierten una marginalidad política y un hándicap ideológico en triunfo estético» (2007: 251). Los rasgos más destacados de esta ironía existencial y estética, traducidas en una escritura a la vez 1 Enrique García-Máiquez prefiere calificar el suyo de blogg. Lo explica así: «Entre nuestras afinidades electivas, ocupaba un voluminoso espacio Gilbert Keith Chesterton, así que decidimos añadir otra “g” a nuestros blogs en homenaje a Frances Blogg, la mujer de Gilbert. Presumíamos, así, frente a los demás blogs del mundo, de un perfil propio, el que dibuja esa “g” extra con su nariz atenta y su curva de la felicidad» (2009: 11).
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intemporal y actualísima, serían «inspiración, agudeza, ingenio, sorpresa, impertinencia, paradoja» (233). Su aplicación en el itinerario diarístico de nuestro autor debe contar con los factores pragmaestilísticos, así como con las categorías que delinean su poética personal. II. El tránsito teórico y crítico del blog al libro: un camino de ida y vuelta Entre 2009 y 2013, aproximadamente, alcanzó su cénit en España la moda de publicar no pocos libros a partir de las entradas que sus autores mantenían actualizadas en sus blogs personales. A fin de cuentas, como ha remarcado Rosario Raro (2012), en general, lo que diferencia al hipertexto de las producciones escritas anteriores es el hecho de que lleve al extremo las mismas técnicas de la escritura tradicional pero sometidas a un modelo organizativo, por lo que sus contenidos deben ajustarse a determinadas normas de algo que podría llamarse weburbanismo, cibertopografía o espacialización del texto, para hacer alusión a la manera en que ubican sus elementos, que es posiblemente uno de sus recursos persuasivos más determinantes.
En efecto, desde la aparición de los primeros blogs a finales de los años noventa, uno de sus rasgos caracterizadores ha sido la interacción entre el autor y sus potenciales lectores, de modo que, de entre todas sus condiciones semióticas, el alcance discursivo resulta fundamental, incluso en su sentido retórico más tradicional de conmover y persuadir a través de la argumentación «porque de ellos depende la supervivencia de una página de este tipo» (Raro, 2012). En 2010 la editorial La Isla de Siltolá inauguró una colección titulada Álogos, neologismo creado por el editor sevillano Javier Sánchez Menéndez para designar los comentarios de los lectores a las entradas de un blog. En total se incorporaron a su catálogo entre 2010 y 2014 veinticuatro títulos, dieciocho de los cuales se publicaron entre 2010 y 2011. Todos ellos llevaban por subtítulo [Entradas del blog X]. Este auge suscitó un pequeño debate teórico en la propia red y entre los propios blogs sobre la realidad genérica o no de este soporte. En una reseña José Luis García Martín reducía su alcance señalando que «Internet ha cambiado el modo de difundir la literatura», pero dudaba que hubiese transformado la literatura misma. Al margen de la calidad o no de sus resultados, sentenciaba que «el resultado por lo general no se diferencia demasiado de las recopilaciones de artículos o de los diarios personales» (García Martín, 2011). Frente a esta inclusión de los libros surgidos de los blogs en la categoría de misceláneas o antologías, Enrique Baltanás prefería incidir en cuestiones más focalizadas en el polo de la recepción: «Si el blog proporciona la inmediatez, el libro ofrece la permanencia. Si el blog es rápido, y urge el día a día, el libro se adapta al ritmo del lector, y hasta le permite ser relector, avanzar y retroceder, profundizar y confrontar. En el libro 614
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sucede todo más despacio, y ocurre más hondo». Y añadía: «El blog es siempre un borrador, el libro es definitivo», pues, al menos, en cuanto editado e impreso, este no puede ser corregido ni actualizado (Baltanás, 2010). Enrique García-Máiquez había intentado ya hacer frente a estas implícitas aporías genéricas en el prólogo de Lo que ha llovido, atreviéndose a sostener que el blog era realmente un género nuevo. Como tal estaría ligado de una manera singular con el género del diario, multiplicando sus efectos de hibridación hasta el punto de que el descubrimiento de su propia condición vendría dada a posteriori: «Aprendí que el blog era un género cuando empezaba a preparar esta publicación. Me dije: “Vaya, pues ahora tengo que facilitar la metamorfosis de blog a libro tradicional”» (García-Máiquez, 2009: 13). En cualquier caso, García-Máiquez situaba en este primer momento las principales características materiales y formales de sus textos del blog en el ámbito discursivo: «La brevedad, la velocidad, el tono directamente conversacional, no como un recurso sino como el curso natural de la escritura, parecen condenar el blog a un género menor, y no seré yo quien lo niegue» (13). Como Enrique Baltanás defendería poco después, su objetivo último seguía siendo deudor del prestigio cultural y social atribuido a la letra impresa: «[Q]uisiera que lo escrito allí se considerase un borrador de la versión definitiva, que es este libro» (14). Tal finalidad debería ser matizada, pues «la única justificación y verdadera es la búsqueda de otra relación con el lector» (15). En el interregno que dilata ese tránsito se puede encontrar un elemento clave para comprender el sentido último de ese camino de ida y vuelta entre la escritura de un blog, su paso al libro y la configuración narrativa entre ambas bajo la forma hibridada del diarismo. Por un lado, Enrique García-Máiquez asume a fondo la conciencia de que la publicación de entradas en su blog supone, como constata Rosario Raro, que «es una escritura acompañada y en compañía» (Raro, 2012). Por esta razón, pone a prueba las condiciones genéricas del diario alrededor de su discutida categoría organizadora: la intimidad.2 Por otra parte, la sinceridad (ante el lector), que no puede ser confundida sin más ni con la exactitud ni con la verificabilidad de sus referencias, exige replantearse la continuidad o no —es decir, si es insalvable su discontinuidad— entre discursividad y narratividad. Parece evidente, entonces, que su comprensión del blog como género, a los efectos de su propia trayectoria estética, introduce entonces una discontinuidad que afectará a la constitución simultánea del estatuto El tema de la «intimidad» es nuclear en todas las discusiones teóricas suscitadas por el estatuto lógico y pragmático de los enunciados en el género del diarismo. Ha sido recurrente el debate sobre hasta qué punto la condición de sinceridad, asociada a la espontaneidad e inmediatez de un diario, depende exclusivamente del criterio de verificabilidad o si es compatible con una intención literaria, a menudo identificada con los procesos de ficcionalización del yo. En un artículo clásico, Karl J. Weintraub (1991: 21) separaba los diarios de los géneros autobiográficos por dos razones básicas interrelacionadas: por su propia naturaleza, el diario no rememoraría un proceso, sino que consignaría la sucesión acabada de cada día, de modo que «su valor reside en ser un recuerdo fiel del pasado y no en el hecho de asignarle a este un significado de mayor alcance». Una visión global del diarismo, literario o no, como un «documento» sobre todo histórico puede leerse en Caballé (2015). 2
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formal y pragmático de cada obra concreta, como José Luis García Martín había advertido al reseñar Lo que ha llovido: «Viene todo esto a cuento de que no hay blog de alguna fortuna que no aspire a convertirse en libro. Acaba de ocurrirle a Rayos y truenos […], y el resultado sigue siendo una inagotable maravilla, pero lo mismo se lee de otra manera y se convierte en una obra nueva» (García Martín, 2009). En el prólogo a El pábilo vacilante García-Máiquez daba un paso adelante. Aun reconociendo que su idea del blog como género literario es polémica y lejos de estar cerrada, aprovechaba para pedir «si por fuerza ha de invadirme alguna de esas potencias fronterizas, que sea el dietario» (García-Máiquez, 2012: 9). ¿En qué sentido? Por un lado, escribir en su blog le permite, con su constancia, alcanzar la experiencia de escribir su blog en la interacción comunicativa con sus lectores, «auténticos coautores de El pábilo vacilante» (10). Más allá de su sentido mestizo e híbrido, entre la crónica periodística, el epistolario, las glosas, etc., el blog se construye en una marcha inacabada que hace casi imposible ponerle un punto y final de que no sea, en cierto modo, el artificio con que la escritura metaforizaría la muerte. En la idea del libro impreso, más que pretender hacer balance o crónica, empieza a ensayarse la trama de los hilos narrativos que el día a día parece ir dejando sueltos. De esta manera, en un nivel más metaliterario que antiliterario, el blog cruzaría, casi secante, el ámbito del di(et)arismo. La propia vida (bios) se iría tejiendo como una empresa participada por el autor y sus lectores, abierta, en progreso, cuyo sentido final quedaría fijado (graphia) por el texto impreso, es decir, por el producto escrito definitivo de un proceso de escritura: «Lo que era un borrador es el blogg, se entiende, y lo que tenía que quedar claro es este libro» (García-Máiquez, 2012: 10). Es entonces cuando alcanza su cima la actividad de otro tipo de lector, que ya no es ni el fiel ni el aleatorio seguidor virtual del blog, sino la proyección de la figura real del lector solitario que, al abrir el volumen, inaugura una nueva intimidad comunitaria; casi podría decirse que culturalmente póstuma, en un sentido político y estético. Puesto que el volumen impreso «selecciona» las entradas, el núcleo irradiador de su sentido se encuentra de un modo decisivo en sus espacios dejados en blanco, en sus interlineados o, mejor dicho, en sus «puntos suspensivos» como titula el prólogo del último tomo Un largo etcétera el propio García-Máiquez: «Si todo libro implica la colaboración del lector, aquí se le exige más: tiene que trazar la línea entre los puntos, suspensivos, que yo he ido dejando como un Pulgarcito tímido y levemente indolente. Tiene que imaginarse todo lo que ese largo etcétera da por supuesto» (2016: 10).3 En la siguiente sección se señalará la huella de Andrés Trapiello en la poética diarística de Enrique García-Máiquez. Baste comparar la leve, aunque sustancial, reorientación que introduce su cita respecto de la imagen que Trapiello utiliza en relación con el papel del lector frente a las tentaciones de las antologías de diarios hechas a espaldas del autor: «Si el diario es, como decimos, el dibujo de la realidad hecho con una línea de puntos suspensivos, imaginemos lo que significaría solo uno de esos puntos, escogidos al azar y presentados de nuevo a un lector inocente que no reconocería en ellos más que lo que tienen de puntos, pero no lo que, aun de modo discontinuo, tenían de líneas […]» (Trapiello, 1998: 137). 3
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Queda, pues, pendiente o quizás «en suspenso» el tema radical de un diario, que es el yo o, con más precisión, su articulación lingüística. García-Máiquez lo interroga, lo explora y lo comparte sobre el horizonte de sus circunstancias vitales: su familia, su profesión y sus lecturas, sus maestros, sus amigos y sus lectores. Su blog pretendería ofrecer así un plano inclinado de acceso a su identidad. Más que construirla analizando la «textualidad» de su vida, el autor de Un largo etcétera se arriesga a descubrir la «vitalidad» que querría que sostuviese y trascendiese su texto, como ejemplifica esa g añadida de su «blogg» en honor de la esposa de Chesterton, metáfora «gráfica» de una «nariz atenta» y una «curva de la felicidad». En su reverberación poética, el signo transparentaría una realidad ausente. No es otra la búsqueda estética que guía la obra de García-Máiquez. En un poema de Contra el tiempo (2010) se preguntaba «¿no estaré / deshaciéndome a golpes / de transparencia y autobiografismo?». Se contestaba aliviado que «Siempre queda algo —no sé qué— que no se alcanza / Será eso lo que soy» (García-Máiquez, 2010: 23). Es esa evolución la que describen los tres volúmenes de diarios que, de vuelta del blog, plantean la cuestión del género literario en el ámbito de las transformaciones diegéticas. III. La narratividad del di(et)ario: de Lo que ha llovido a Un largo etcétera De esta doble tensión interrelacionada, entre blog y libro, por una parte, y entre discurso y escritura, por otra, que deja huella no solo en la revisión estilística de las entradas, sino también en su reorganización y nueva disposición, es un indicador claro el subtítulo del blog Rayos y truenos, de Enrique García-Máiquez: «Una tormenta de ideas con algún rompimiento de gloria». Hacia el final de Lo que ha llovido el autor venía a definir el objetivo que había perseguido con la elaboración de este volumen —en el fondo, con su «reescritura»—: «Mi ideal poético es un discurso razonable en el que se producen inesperados rompimientos de gloria» (García-Máiquez, 2009b: 144). En su prosa no solo buscaba encontrar el registro apropiado para instaurar la legitimidad de una voz que pudiera decir yo, sino además la capacidad de aquilatar poéticamente su vida a través de procedimientos expresivos y de recursos genéricos que bordean o que mezclan géneros poéticos como el aforismo y la greguería, el haiku o la glosa. En Lo que ha llovido este ideal poético empieza a explorar su implícita dimensión narrativa. Su forma diarística eclosionará definitivamente en El pábilo vacilante y se confirmará, con conciencia metaliteraria, en Un largo etcétera. Aparte de las posibles razones editoriales que pudieran haber influido, en un nivel macroestructural puede observarse la ampliación de la manera de datar cada entrada en los sucesivos volúmenes. Mientras en el primero se indicaba solamente el día de la semana y del mes, en el segundo se incluía ya el año. En el tercero se combinaban ambos modelos, agrupando por cada año, en secciones separadas, las entradas con 617
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su día semanal y el mes. Por otra parte, el lapso temporal de los tres volúmenes se ha ido dilatando lentamente (2006-2008, 2008-2011, 2011-2016, respectivamente). Sus marcos han sufrido los ligeros cambios que permitían introducir, mediante la repetición de estilemas y de motivos empleados con anterioridad (los haikus, los aforismos, las greguerías, las reflexiones bioliterarias), la orientación propia de cada uno de ellos: de un sesgo lírico sobre todo en Lo que ha llovido a uno definitivamente narrativo en Un largo etcétera, como había sido ya profundizado en El pábilo vacilante. A fin de entender este proceso evolutivo es preciso resaltar el diálogo interno que el autor desea mantener con la poética de Andrés Trapiello, cuya figura se cita como el interlocutor clave de su empresa en el prólogo de El pábilo vacilante (García-Máiquez, 2012: 10). En un ensayo dedicado al escritor leonés, que aparece publicado casi a la par que Lo que ha llovido, García-Máiquez ha subrayado dos ideas decisivas que, a su juicio, explican que Trapiello considere los diarios una «literatura de la modernidad». Por un lado, considera que la intimidad está amenazada en una sociedad masificada: «[C]on armas modernas, como la fragmentación, la temporalidad, el subjetivismo y una mirada escéptica, los diarios se echan a la espalda la causa del yo acosado» (García-Máiquez, 2009: 185). Por otra parte, frente a la tentación de un vanguardismo adánico, sostiene que la literatura, como parte de la cultura en general, se desarrolla de acuerdo con el principio de una tradición que explora por acumulación sus propias posibilidades: «escribimos el mismo libro desde Homero, como se sabe, y los diarios en particular son herederos de la novela igual que esta fue heredera de la épica» (186). Ambas afirmaciones reflejan una lectura a fondo del núcleo de la argumentación que Trapiello había desplegado en el largo ensayo preliminar incluido en una antología de las primeras entregas de su Salón de los pasos perdidos titulada El escritor de diarios (1998). Según Trapiello, la difícil tarea de encajar la intimidad y la ficción como la expresión máxima de la verdad literaria moderna no solo afecta a los temas y motivos del diario o a la perspectiva y a la orientación que sus autores les imprimen. Por más ausente que parezca encontrarse en principio respecto de la situación de enunciación de este género, es sobre todo el lector quien logra provocar su desplazamiento hacia esa condición híbrida que parece caracterizarlos, a caballo no solo entre lo biográfico y lo literario, sino también entre la comprensión de la verdad y la ficción con que uno y otro rasgo se cuestionan simultáneamente. En tanto que literarios, los diarios «sin renunciar a la verdad, no quieren tampoco renunciar a la realidad, y que quizás por ello debiéramos considerarlos partes de la ficción, pues terminan estando tan alejados de una como otra» (Trapiello, 1998: 36). Hasta tal punto debe tenerse en cuenta que no se puede someter la sinceridad y la autenticidad de los enunciados de un diario a la verificabilidad de sus referencias, como si fuese legítimo aplicarles una estricta lógica de los actos de habla. Por el contrario, según Trapiello, «es muy probable que solo en el descrédito de la ficción como género literario hallemos una respuesta adecuada al auge que conocen en la actualidad los diarios» (153), pues «el lector y el escritor de diarios, con una ficción de 618
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vida en común, acaban por reunirse en una tierra que a ninguno de ellos pertenece, en una vida que tampoco es estrictamente de ninguno de los dos, sino del tiempo, del siglo, de sí misma» (153). No de otro modo debería leerse un aforismo de García-Máiquez que insiste en esta idea de la naturaleza de los diarios como un nuevo momento del despliegue de los géneros narrativos, como queda recogido en Un largo etcétera: «La novela es a nuestros diarios lo que la épica a las primeras novelas. (La poesía, en cambio, no cambia)» (García-Máiquez, 2016: 89). Tal vez no sea atrevido señalar en tal afirmación un eco de una de las ideas centrales que José Ortega y Gasset había desarrollado en las Meditaciones del Quijote (1914). En ellas el filósofo madrileño caracterizaba la épica como la aspiración a la idealidad por medio de la aventura, frente a la cual se alzaba la novela cervantina presentando aquel mundo imaginario a punto de quebrarse, rodeado de materialidad: «[N]o las realidades nos conmueven, sino su representación», es decir, la representación de la realidad en sus personajes (Ortega y Gasset, 1983: 387). En los volúmenes de García-Máiquez se advierte el desarrollo de este proceso en una vertiente metaliteraria. Si la novela oponía a la épica la ficción como vida, el diario frente a la novela debería asumir la conciencia vital de su ficción. En ese terreno fronterizo que hace del dietario una forma flexible de «representar» la densidad textual de una vida cotidiana que escapa a sus referencias inmediatas donde García-Máiquez ensaya el alcance de los límites de su propuesta estética, pues, como ha dicho José Carlos Mainer, «en la noción de “dietario” parece que son esos fragmentos “de lo que no es yo”, los que marcan la sutil pauta constructiva: crean una realidad filtrada, graduada y organizada a través de una conciencia que, a su vez, es erigida y modelada por la constancia sedimentaria de esa misma realidad» (Mainer, 2005: 206). En tal encrucijada no puede obviarse lógicamente la huella —cabría decirse más exactamente el palimpsesto— del magisterio, no por paradójico menos simultáneo, de Eugeni d’Ors y de Josep Pla, los cuales son justamente considerados los precursores del auge contemporáneo del diarismo español. La tensión entre el modelo de las glosas dorsianas y la prosa tersa y afilada del realismo planiano experimenta una evolución a lo largo de los tres volúmenes. Se puede advertir en ellos una preocupación cada vez más intensa por los fundamentos narrativos de su escritura. Marcada por la búsqueda de la intensidad poética, la reelaboración de sus entradas del blog en la forma del libro expresa mejor en este punto su fecunda y conflictiva relación con el género del di(et)ario. Dos citas resultan muy reveladoras al respecto. No se trata de una simple recuperación ni tampoco de una revisión, sino más bien de una variación, que al mismo tiempo que homenajea a los modelos de D’Ors y de Pla, entre otros, va desarrollando sus propias potencialidades. Tanto en Lo que ha llovido (2009: 53) como El pábilo vacilante (2012: 19), en el que se reemplaza el vocablo final (alondra por pájaro) y un cambio del modo de lectura desde abajo hacia arriba que desemboca en un caligrama, se recoge como si fuera un aforismo la frase que cierra la entrada del 4 de marzo de 1919 de El quadern gris, que en realidad versa sobre la distancia entre la capacidad 619
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del escritor antes de escribir, frente a la página «virgen», y su resultado práctico: «Tema literari: dibuixar en una ratlla i mitja, el vol d’un ocell» (Pla, 2011: 454). Para García-Máiquez «con ese “y media” ya lo ha descrito» (2009: 53). Por otra parte, en una entrada titulada «Blogueros» (105) comienza diciendo: Hábito de poeta: buscar pepitas de poesía en todas partes, en una novela, en un artículo, en una conversación o en los anuncios de la tele. Nuevo hábito: soñar con los blogs que hubieran escrito algunos. Imaginaos cómo hubiese quedado el Glosario de Eugenio d’Ors colgado en internet […].4
Así, la inclusión característica de haikus, aforismos y greguerías, como prácticas distintivas de todos los volúmenes, no es en absoluto casual. Philippe Lejeune ha advertido que el haiku —y, por extensión, las formas breves— «es un arte del instante más que del presente» (Lejeune, 2007: 4). En El pábilo vacilante, aludiendo a la famosa distinción de Pla entre amigos, conocidos y saludados, y con la intención de contrariar la identificación entre blog y diario, García-Máiquez insistía a contracorriente que «ahora sé que lo que menos sale en un diario es su protagonista» (García-Máiquez, 2012: 98). Pero, al salir en letra impresa, su blog no puede dejar de mestizarse con su potencial diario no escrito. De aquí que, por un lado, el ejemplo de las glosas de D’Ors deba compensarse mutuamente con la razón narrativo-poética de Pla. La multiplicidad que testimonia el Glossari, al que casi puede definirse con las palabras de Trapiello sobre el diario donde «cabe todo, el relato, el poema, el aforismo, la crónica, el desahogo sentimental, el fraseo» (Nadal, 2014: 22), rehúye la continuidad y la construcción de un mundo que, no por real, es menos imaginario. Como ha señalado Joan Ramon Resina a propósito de la obra de D’Ors, «the pretextual reality that contributes the materials for the text —understood as a play of poetic affinities— is itself devoid of truth value, though it is not inauthentic […]» (1999: 224). A fin de recobrar la fuerza ilocutiva de su autenticidad poética, el paso del tiempo y el esfuerzo de la memoria por recobrarlo, que constituyen los temas claves de la obra de Pla, deben adquirir su iluminación poética «en una dimensió existencial segons la qual el fet de narrar equivaldria al de viure» (Castellet, 1978: 27), no en un sentido sustitutivo sino decantador de su sustancia moral, en su materialidad cotidiana. En Lo que ha llovido se resalta la condición gráfica de esa vitalidad que solo puede insuflar la cultura, como tradición y como plagio, por usar esa distinción tan querida a D’Ors y a Pla. Joan Fuster (2010: 24) había dejado claro en su introducción a la publicación de El quadern gris que, si para Pla la cultura es un plagio sistemático, lo es en el sentido de «una suma, una sedimentació, una acumulació al llarg del temps». 4 García-Máiquez no se refiere a la digitalización en formato de blog del Glossari, de Eugeni d’Ors, como se ha hecho recientemente, con diferentes criterios, tanto con el El quadern gris, de Josep Pla, en bloQG (http://www.lletres.net/pla/QG/) como con el Livro do desassossego, de Fernando Pessoa, en Arquivo LdoD (https://ldod.uc.pt/about/archive). Más bien, propone «imaginarse» a D’Ors, como a Pessoa, a quien también cita, escribiendo sus obras canónicas «en internet».
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¿Blog y/o di(et)ario? Las prácticas autobiográficas de Enrique García-Máiquez
En entradas como «Aplauso», «¿Plausible en catalán?», «Tres citas» y, en especial, «Plagio» —en la cual traduce literalmente, como «plagio» aludido, un famoso texto sobre esta práctica en Notes disperses— García-Máiquez no deja de cuestionarse el alcance narrativo de su toma de postura estética. Si en las Notes del capvesprol Josep Pla aseguraba que «en literatura s’ha de dir la veritat sempre», García-Máiquez la rehacía diciendo que «la gracia, en la literatura, es la verdad» (2009: 74). En El pábilo vacilante, el relato de tres años organizaba el argumento de una existencia en claroscuro, cuya conciencia de finitud se acentuaba de una manera a la vez dramática y feliz —en realidad, teológica— por la muerte de la madre, el amor de la esposa y el nacimiento de los hijos. La vida fluía de tal manera entre el tiempo y la eternidad que el protagonista de aquellas páginas empezaba a preguntarse, perplejo, sobre cómo trascender vitalmente la literatura. Aunque la escritura de García-Máiquez parezca tan transparentemente autobiográfica, siempre ha sentido la necesidad de advertir con honestidad al lector, aunque sea al vuelo, de que no cabe descartar un trasfondo de ironía, pues en el fondo, bajo la hipocondría que adopta el tópico entre otros del memento mori, se comporta «como un barroco postmoderno» (García-Máiquez, 2009: 59). La fama y la gloria —la paradójica vanidad—, el paso del tiempo o la muerte son así motivos que tocan las fibras más profundas de su estética literaria. Sus aforismos metapoéticos se convierten entonces en reflejos de un camino de salvación que puntúan el itinerario moral de su vocación literaria. Así, sus «greguerianas», que define como «chinchetas» trascendidas, con aires de vanguardismo medieval, son definidas como «serie de treinta metagreguerías» (García-Máiquez, 2012: 149). A estos efectos, la entrada «Vidas y venidas», que incluyen otro conjunto de aforismos, es ejemplar para aproximarse al ejercicio de esta «memoria ignífuga»: «El escritor de ficción se escapa; el autobiográfico se persigue. Sólo los buenos de uno y otro signo se alcanzan» (116) o «El personaje aspira a persona, la persona a personaje» (109). En esos quiasmos formales e intelectuales, donde se acaba jugando la verdad de las metáforas, García-Máiquez proyecta una visión de la vida y el arte que se abrazan en una maravillada revelación, no por ello exenta de angustia íntima. Un largo etcétera profundiza este aspecto de reflexión metaliteraria. La autobiografía deja de ser el relato sin más de unas vidas concretas —las de la familia del autor: Enrique, su esposa Leonor, y los hijos Carmen y Quique— para convertirse en el espacio liberado de unas vidas trascendidas en su singularidad, en cuyas fronteras el relato, en el tenso esfuerzo de hacerse, graba una memoria compartida por la escritura. Como ante las siluetas de otro mundo definitivo, de alguna manera la práctica del diario, deslumbrada, anticipa los destellos de su plenitud. Como siempre en su escritura existe un esfuerzo por tejer un autorretrato que, como en la metáfora, devuelva otra imagen que redescriba su realidad en términos de transfiguración existencial y estética. En este tercer volumen el autor exige del lector la respuesta a la búsqueda que se impone a sí mismo como una obligación artística y moral. No se trata simplemente de que el lector deba reconstruir el tiempo sustraído, sino que debe lanzarse tras la vigilia inquieta del autor a la aventura de internarse por los ca621
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minos narrativos que los diarios han esbozado solo como un mapa y que devienen un tiempo nuevo, siempre a punto de inaugurarse, siempre en trance de ser continuado. Son los silencios entre ellos los que la vida de García-Máiquez hace brillar con intensidad estética, íntima, ante la mirada hechizada, atenta, de sus lectores. Normalmente suele explicarse que un género literario se ha constituido a la tercera, en retrospectiva. La primera obra de una serie provoca tal sorpresa que precisa una réplica antes de que pueda empezar a asimilarse la singularidad de esta nueva forma naciente, la cual acaba cobrando carta de identidad genealógica a partir de los nietos. La escritura diaria de García-Máiquez, tan centrada en temas nucleares como la maravilla cotidiana del mundo familiar y la actualidad siempre renovada de la tradición, se decanta así en Un largo etcétera como un momento decisivo de la transición artística que empezó a gestarse en El pábilo vacilante. La reflexión contenida en él sobre el itinerario que había iniciado Lo que ha llovido se extendía en la búsqueda de una alquimia narrativa que este tercer volumen indaga tras los sucesos, aparentemente circunstanciales, de su vida ordinaria: «He vuelto a contar mi rutina, sí, que es lo único que tengo, pero mejor, porque no me ha hecho falta decirla demasiado. En esos saltos de tiempo está la mayor densidad de mi libro» (García-Máiquez, 2016: 10). Su indagación con el tiempo en el tiempo resulta decisiva, pues se trata de escribir la vida. Es preciso insistir que la sustancia estética de su confesionalismo se dirime cada vez más en el plano de las ausencias que determinan las elipsis no solo temporales, sino también discursivas, como se manifiesta al principio de esta nueva obra en la entrada «Hay que decidirse o» (13) o hasta en la literal errata editorial de «Par délicatesse» (14) que ha dejado en blanco una media página cuyo significado más azaroso puede confirmar el temor manifestado en la página paralela de El pábilo vacilante: «[E]l verdadero vértigo, del que nada se ha dicho, es la página en blanco después de haber escrito» (14). Es este el síntoma de «una aventura del orden» (117) que se deja arrastrar al «bucle memorialístico» (123) que permite una «divertida e irresponsable rotura de las reglas» (120). El tratamiento del tiempo de los diarios de García-Máiquez experimenta, pues, una inflexión que refleja la delicada trama que opera entre su realidad y la imagen entrevista con la que sigue persiguiendo y trazando su vocación literaria. Toda vida, toda ficción, debe concluir. El final, temido en la esperanza, se resuelve con la afonía del autor que le permite dejar en suspenso una vez más, entre puntos suspensivos, la palabra con que desea apurar su vida. Casi podría decirse que GarcíaMáiquez siente que la vida más auténtica habita entre los signos ortográficos que acaba fundiendo la escritura con ella, y no viceversa (143-144). EL AÑO TOTAL (viernes, 31 de julio). Me sorprende esta idea de Dionisio Ridruejo en Dentro del tiempo: Por la aparente superposición de los años quisiera realizar la esencia del año único, del año total, que representa el todo de la creación sobre la nada del anhelo humano. Y le recojo el guante. Sería un libro precioso, El año total, hecho de 366 entradas, una por cada día del año, que, por ser total, sería también bisiesto. Pero antologadas de
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¿Blog y/o di(et)ario? Las prácticas autobiográficas de Enrique García-Máiquez todos los diarios que de aquí al día de mi muerte sea capaz de ir publicando. La condición es que para una fecha concreta sólo podrá escogerse una entrada, sea del año que sea. De modo que el libro guardaría el orden del calendario pero no el de mi biografía, barajándose entradas del 2006 al 2056, espero, si hay suerte. Deseo que alguno de vosotros sea el antólogo y que todos lo leáis bien de salud. «Muerto sí me verán, mas no mudado», tendría que ser el lema de ese libro. En ese verso de la Diana de Jorge de Montemayor estriba el éxito de mi propósito. Si yo no mudo, apareceré en las páginas de ese libro total, más joven o más viejo, mas el mismo.
IV. Algunas conclusiones entre el género literario y la literatura digital En las páginas precedentes se ha pretendido llevar a cabo una aproximación a algunas de las implicaciones teóricas, críticas e históricas que, en el paso de una cultura impresa a una cultura digital, o mejor dicho a consecuencia de la interrelación todavía actual entre una y otra, son exploradas por Enrique García-Máiquez. Así, en primer lugar, a rebufo del auge del diarismo en la literatura española, se ha planteado hasta qué punto el formato del blog, por sus propias características materiales, constituye o no un nuevo género literario. Dada la gran variedad de prácticas que permite, cuando, más que digitales, vienen trasvasadas desde el sistema literario tradicional, resulta difícil sostener que la escritura en un blog cuente con un conjunto de características formales, estructurales y pragmáticas definitorias de un género preciso realmente nuevo. Si bien el diario es una de las modalidades que mejor y con más éxito ha sabido aprovechar las funcionalidades del blog, no puede llevarse a cabo una identificación entre una práctica como la del diario, sobre cuya condición genérica además no existe unanimidad, y el uso de una tecnología digital que estimula el desarrollo de determinadas propiedades argumentativas y discursivas que encajan muy bien con las que definen los diarios. Sin embargo, es innegable que las condiciones del soporte digital han contribuido a delinear y a matizar el alcance de sus vías habituales. En segundo lugar, a propósito de los tres volúmenes que García-Máiquez ha publicado en papel seleccionando entradas de su blog Rayos y truenos, se ha considerado oportuno analizar y describir la conexión entre la moda de los blogs en la primera década y media del siglo xxi en España y los procesos de ida y vuelta de las formas de su escritura. En el caso de la producción de García-Máiquez es significativo que el origen de sus textos marca el resultado de la publicación impresa de sus libros, tanto, en un primer momento, considerando la extensión y la actitud de sus diversos, aunque no contrapuestos, destinatarios-lectores, como, en un segundo momento, su propia configuración macrotextual. En último lugar, se ha procurado describir y analizar sucintamente el proceso interno de evolución entre cada uno de esos volúmenes (Lo que ha llovido, El pábilo vacilante y Un largo etcétera) que abarcan un periodo de tiempo concreto (2006-2016). Por una parte, se ha tenido que plantear la condición literaria en el paso de los textos 623
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del blog al libro e igualmente la manera como su condición de balance vital en forma de dietario, más allá de la mera selección antologada, logra transformar sus fines iniciales. El tratamiento del tiempo, de la intimidad y, en especial, del valor de la autenticidad acaba confluyendo no solo en la determinación del grado de ficcionalización que puedan contener, sino también en los procedimientos narrativos que desarrolla y sus consecuencias a la hora de establecer sus posibles vínculos con la novela o con otros géneros poéticos, breves e intensos como los aforismos o las greguerías. Por todo ello, se ha considerado relevante contextualizar los principios creativos de García-Máiquez en relación, por un lado, con el modelo de literatura practicado y defendido por Andrés Trapiello y, por otro, con una tradición moderna de peso indudable en la literatura española reciente, procedente de la renovación cultural de las primeras décadas del siglo xx, aunque no haya ocupado un lugar central en su canon narrativo. Se ha aludido específicamente al ejemplo del Glossari, de Eugeni d’Ors, y de El quadern gris, de Josep Pla. Bibliografía Baltanás, Enrique. «Del blog al libro, pero no es lo mismo», Al margen de los días, blog, 22 de abril de 2010. Disponible en: http://almargendelosdias.blogspot.com/2010/04/del-blogal-libro-pero-no-es-lo-mismo.html [Consulta: 21/01/2021]. Bootz, Philippe. Les basiques: la littérature numérique, Leonardo-Olats, 2006. Disponible en: http://www.olats.org/livresetudes/basiques/litteraturenumerique/basiquesLN.php [Consulta: 21/01/2021]. Caballé, Anna. «El diario íntimo en España», Revista de Occidente, 182-183 (1996), pp. 97-120. — Pasé la mañana escribiendo. Poéticas del diarismo español, Sevilla, Fundación José Manuel Lara, 2015. Castellet, Josep Maria. Josep Pla o la raó narrativa, Barcelona, Destino, 1978. Compagnon, Antoine. Los antimodernos, Barcelona, Acantilado, 2007. Freixas, Laura. «Auge del diario ¿íntimo? en España», Revista de Occidente, 182-183 (1996), pp. 5-14. Fuster, Joan. «Notes per a una introducció a l’estudi de Josep Pla», en Josep Pla, Obras completas I, Barcelona, Destino, 2011. García-Máiquez, Enrique. Lo que ha llovido: rayos y truenos 2006-2008, Sevilla, Ediciones de la Fundación de Cultura Andaluza, 2009 (col. Númenor. Cuadernos de Poesía, 22). — «El gato panza arriba», en Vidario. A propósito del «Salón de pasos perdidos» de Andrés Trapiello, Valencia, Editorial Pre-Textos, 2009b, pp. 185-190. — Contra el tiempo, Sevilla, Renacimiento, 2010. — El pábilo vacilante: rayos y truenos, 2008-2011, Sevilla, Renacimiento, 2012. — Un largo etcétera, Sevilla, Fundación Altair, 2016 (col. Númenor. Cuadernos de Poesía, 27). García-Martín, José Luis. «En estado de gracia», La Nueva España (Oviedo), 21 de mayo de 2009. Disponible en: http://www.lne.es/cultura/2009/05/21/gracia/758895.html [Consulta: 21/01/2021]. — «Felipe Benítez Reyes: Cuatro blogs y un elogio», Crisis de papel, blog, 21 de marzo de 2011. Disponible en: https://crisisdepapel.blogspot.com/2011/03/felipe-benitez-reyescuatro-blogs-y-un.html [Consulta: 21/01/2021].
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Koskimaa, Raine. «¿Qué es la literatura digital? Una panorámica general de la literatura digital: de los archivos de textos a los e-books», en L. Borràs Castanyer (ed.), Textualidades electrónicas. Nuevos escenarios para la literatura, Barcelona, UOC, 2005, pp. 81-113. Lejeune, Philippe. «Le journal comme “antifiction”», Poétique, 149 (2007), pp. 3-14. Mainer, José-Carlos. Tramas, libros, nombres. Para entender la literatura española, 1944-2000, Barcelona, Anagrama, 2005. Nadal Jové, Ana. «La literatura que nace: conversación con Andrés Trapiello», Ínsula, 809 (2014), pp. 17-22. Ortega y Gasset, José. Obras Completas I, Madrid, Alianza Editorial, 1993. Piscitelli, Alejandro. Internet, la imprenta del siglo xxi, Barcelona, Gedisa, 2005. Pla, Josep. El quadern gris, ed. de Narcís Garolera, Barcelona, Destino, 2013. Raro, Rosario. «Los textos expandidos. La forma de la escritura tecnológica: un análisis pragmaestilístico del entorno comunicativo de los blogs», tesis doctoral dirigida por Francisco Javier Vellón Lahoz, Universitat Jaume I de València, 2012. Resina, Joan Ramon. «Modernism of the Essay in Eugeni d’Ors», Romance Quarterly, 46/4 (1999), pp. 216-229. Trapiello, Andrés. El escritor de diarios, Barcelona, Península, 1998. Weintraub, Karl J. «Autobiografía y conciencia histórica», Anthropos, 29 (1991), pp. 18-33.
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Tabula gratulatoria
Ignacio Ahumada Lara (Instituto de Lengua, Literatura y Antropología, CSIC) M.ª José Albalá Hernández (Consejo Superior de Investigaciones Científicas) Luis Alburquerque García (Instituto de Lengua, Literatura y Antropología, CSIC) Rosa María Aradra Sánchez (UNED, Madrid) Nathalie Bittoun (Universitat Oberta de Catalunya) Laureano Bonet Mojica (Universitat de Barcelona) Livia Brunori (Università di Bologna, Italia) Mercedes Comellas (Universidad de Sevilla) Óscar Cornago Bernal (Instituto de Lengua, Literatura y Antropología, CSIC) Amelina Correa Ramón (Universidad de Granada) Luis Alberto de Cuenca (Instituto de Lenguas y Culturas del Mediterráneo y Oriente Próximo, CSIC) José Lucas Chaves Maza (Área de Cultura, Diputación de Jaén) Klaus-Dieter Ertler (Karl-Franzens-Universität Graz, Austria) Francisco Javier Díez de Revenga (Universidad de Murcia) Francisco Domínguez Matito (Universidad de la Rioja) Maurizio Fabbri (Universidad de Bolonia) Judith Farré Vidal (Instituto de Lengua, Literatura y Antropología, CSIC) Amelia Fernández (Universidad Autónoma de Madrid) Pura Fernández Rodríguez (Instituto de Lengua, Literatura y Antropología, CSIC) Ignacio García Aguilar (Universidad de Córdoba) María Jesús García Garrosa (Universidad de Valladolid) Pilar García Mouton (Instituto de Lengua, Literatura y Antropología, CSIC) Patrizia Garelli (Università di Bologna, Italia) Antonio Garrido Domínguez (Universidad Complutense de Madrid) Manuel Garrido Palazón (Universidad de Almería) David T. Gies (University of Virginia) Juan Carlos Gómez Alonso (Universidad Autónoma de Madrid) Alfredo Gómez Cerdá (Premio Nacional de Literatura) Sila Gómez Álvarez (Nuevo Diccionario Histórico del Español, RAE) Sofía González Gómez (Instituto de Lengua, Literatura y Antropología, CSIC)) Helmut C. Jacobs (Universität Duisburg-Essen, Alemania) Domingo Jiménez Liébana (Universidad de Jaén) Miguel Ángel Lama (Universidad de Extremadura) Mari Carmen Lara Correas (Universidad de Jaén) Ángel Luis Luján Atienza (Universidad de Castilla- La Mancha) Javier Lluch-Prats (Universitat de Valéncia) Piero Menarini (Università di Bologna, Italia) Silvia Marcu (Instituto de Economía, Geografía y Demografía, CSIC) Giovanni Marchetti (Università di Bologna, Italia) Ricardo Martínez Luna (Centro de Investigaciones de América Latina y el Caribe, UNAM) Manuela Merino García (Universidad de Jaén) Rosa María Navarro Romero (Universidad Alfonso X el Sabio) Maretta Nicotra (escritora) Rodrigo Olay Valdés (Universidad de Oviedo)
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Tabula gratulatoria Ángel Pérez Martínez (Universidad del Pacífico, Perú) Sebastián Pineda Butrago (Universidad Iberoamericana-Puebla, México) Teo Puebla Morón (Premio Nacional de Ilustración) Juan Antonio Ríos Carratalá (Universitat d’Alacant) Francisco Rodríguez Pequeño (Universidad Autónoma de Madrid) José Roso Díaz (Universidad de Extremadura) Javier Rubiera (Université de Montréal, Canadá) Carlos Rubio Pacho (Instituto de Investigaciones Filológicas, UNAM) Fanny Rubio (Universidad Complutense de Madrid) Alfredo Saldaña (Universidad de Zaragoza) Gabriel Sánchez Espinosa (Queen’s University Belfast) Pedro Tomé Martín (Instituto de Lengua, Literatura y Antropología, CSIC) Inmaculada Urzainqui (Universidad de Oviedo) Francisco Uzcanga Meinecke (Universität Ulm, Alemania) Gamaliel Valentín González (Instituto de Investigaciones Filológicas, UNAM) Juan José Villarías-Robles (Instituto de Lengua, Literatura y Antropología, CSIC)
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Editada bajo la supervisión de Editorial CSIC, esta obra se terminó de imprimir en septiembre de 2021
El presente libro está constituido gracias a la contribución de varios profesores e investigadores que integran la comunidad trasatlántica de los estudios hispáni cos. Con sus artículos, los colaboradores de Estudios culturales y literarios del mundo hispánico. En honor a José Checa Beltrán unieron esfuerzos para celebrar la trayectoria intelectual del investigador Checa Beltrán. El volumen está conformado por una amplia variedad de estudios que reflejan diversas tradiciones intelectuales, diferentes espacios geográficos y un amplio re pertorio metodológico y temático, cuyo arco temporal se extiende desde el siglo xvi hasta el xxi. En ese sentido, la diversidad y la amplitud de las páginas de Estudios culturales y literarios del mundo hispánico, suscitadas gracias al festejo del itinerario investigador de José Checa Beltrán, contienen, en un extremo, diser taciones acerca de la poesía del siglo xvii y, en el otro, la práctica de la autobiogra fía en un blog de internet. Entre los dos puntos del horizonte cronológico, también podemos destacar la presencia de comedias, la poesía originada por la tradición oral, el laborioso taller verbal del modernismo encabezado por Rubén Darío, las variantes que la materialidad de los impresos determinan en los textos, las prácti cas discursivas que se codifican en diferentes géneros literarios y en diferentes soportes editoriales, como libros, periódicos y los centauros digitales que se abren paso poco a poco en los estudios especializados. En virtud de ello, estamos ante un amplio abanico temático en los estudios hispánicos, donde cada uno de los espe cialistas siguió la ruta que su objeto de estudio le exigía con rigor y seriedad cien tíficos. Sin duda, estas contribuciones se suman con mucho gusto para reconocer la trayectoria académica de José Checa Beltrán.
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Estudios culturales y literarios del mundo hispánico En honor a José Checa Beltrán En honor a José Checa Beltrán
México (1800-1850). Modelos de sociabilidad, mate rialidades, géneros y tradiciones intelectuales. His toria de las Literaturas en México (edición y coordi nación), México, Instituto de Investigaciones Filo lógicas, UNAM, 2018. Ha participado en diversos proyectos de investigación relacionados con temas concernientes a grupos letrados durante el siglo xix; crítica e historia literarias, retórica; asociaciones lite rarias e historia intelectual.
Esther Martínez Luna Esther Martínez Luna (ed.)
Estudios culturales y literarios del mundo hispánico
Esther Martínez Luna (Ciudad de México, 1966). Es doctora en Letras por la Facultad de Filo sofía y Letras de la UNAM e investigadora titular a tiempo completo del Centro de Estudios Literarios del Instituto de Investigaciones Filológicas, desde 1996. Es además profesora de Literatura Mexicana de los siglos xviii y xix. Ha sido directora de la revista Literatura Méxicana del Centro de Estudios Litera rios, UNAM (2016 a 2019). Miembro del Sistema Nacional de Investigadores. Sus publicaciones, tanto nacionales como internacionales, se relacionan con la historia de la prensa y el mundo cultural y literario de finales del siglo xviii y el siglo xix. Entre ellas mere cen atención El debate literario en el Diario de México 1805-1812 (estudio, selección, edición y anotación), México, Instituto de Investigaciones Filológicas, UNAM, 2012; y Dimensiones de la cultura literaria en
ISBN 978-84-00-10910-3
9 788400 109103
CSIC
CONSEJO SUPERIOR DE INVESTIGACIONES CIENTÍFICAS