Apogeo Y Decadencia De Los Estudios Culturales

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APOGEO Y DECADENCIA DE LOS ESTUDIOS CULTURALES Una visión antropológica

Carlos Reynoso

Primera edición, julio del 2000, Barcelona

Derechos reservados para todas las ediciones

© Editorial Gedisa, 2000 Paseo Bonanova, 9 I o I a 08022 Barcelona, España Tel. 93 253 09 04 Fax 93 253 09 05 correo electrónico: [email protected] http://www.gedisa.com

ISBN: 84-7432-805-5 Depósito legal: B 35400-2000

Impreso por: C arvigraf Clot, 31 - Ripollet

Impreso en España Printed in Spain

Indice

I n t r o d u c c ió n

Los estudios culturales como B ig B a n g ..................

1. Definiciones ¿Qué son o qué han llegado a ser los estudios culturales en la actualidad?......................................

2. Genealogías ¿Cómo es la demografía de los estudios culturales? ¿Hay abundancia de textos de referencia, o más bien una proliferación de artículos breves y unos pocos proyectos de cierta envergadura?..................

3. Estudios culturales y disciplinariedad ¿Constituyen los estudios culturales una antidisciplina libre, o reproducen los cánones disciplinares de la ciencia normal? ¿Han cumplido los estudios culturales su promesa de apertura, o buscan instaurar alguna clase de ortodoxia?.......

4. Teorías y métodos ¿Ha habido algún asomo de creación teórica en el interior de los estudios culturales, o viven ellos de la depredación de metodologías ocasionales tomadas de las tradiciones científicas de las que ren ie ga n ? ............................................................

.5. Estudios culturales y posmodernismo ¿Son realm ente los estudios culturales una superación del posmodemismo, o representan más bien su fase tardía? ¿Ha habido cambio o crecimiento en lo que va del posmodernismo a los estudios culturales, o se trata siempre de la repetición de los mismos argumentos?......................

127

6. El proyecto fundacional ¿Es recuperable el proyecto inicial de los estudios culturales, o carece de una entidad teórica claramente expuesta, susceptible de impulsar proyectos nuevos?........................................................

151

7. Política y ciencia ¿Es la crítica que articula a los estudios culturales de orden político, o más bien la izquierda política y la práctica científica son los verdaderos contendientes?............................................................. 165

8. Estudios culturales y antropología ¿Qué consecuencias disciplinares tiene la definición de un campo de estudios culturales separado de la antropología?...........................................................

191

9. Estudios culturales y crítica La reacción crítica contra los estudios culturales ¿dará algún resultado, o es ya demasiado ta rd e?..... 277 10. Conclusiones ............................................................. 301 R

e f e r e n c ia s b ib l io g r á f ic a s

............................................... 313

Introducción Los estudios culturales como B ig Bang

Los estudios culturales encarnan, sin lugar a dudas, el últi­ mo grito de la moda. Si fuéramos a creer en las afirmaciones posmodernas que cada vez más los atraviesan, serían el últi­ mo grito a secas, en el pleno sentido de la palabra. Constitui­ dos por propia iniciativa en el contenido y la forma del fin de la Historia, del milenio, de las ideologías y de las disciplinas, no es de esperarse que después de ellos vuelva a crecer otra hier­ ba teórica que les haga sombra, ni que se erija un nuevo esce­ nario que los deje atrás. Lejos de ser una apertura hacia algo nuevo, se manifiestan más bien como una clausura. Una vez que se aceptan sus premisas definitorias, sucede como si fuera imposible salirse de ellos y establecerse en alguna otra forma de registro. El posmodemismo ha decretado que no puede ha­ ber progreso en las ciencias sociales, y los estudios culturales, habiendo homologado la posmodemidad como contexto y como modo de vida, se involucran cuando pueden en la afanosa de­ mostración de esa idea. Después de la posmodemidad, el apo­ calipsis. Es extraño: el ethos posmoderno de los estudios culturales podrá ser nihilista, crítico y escéptico, pero no por ello deja de ser feliz. Su propio triunfo lo pone de ese humor. M ientras po­ san de alternativos y marginales, sus ideólogos se saben domi­ nantes y reinan ahora en la academia. Aunque no dejan de arrojar aguijonazos contra las ciencias sociales convenciona­ les, académicas o propias del orden establecido, lo concreto es que se han librado del aprendizaje fastidioso de los métodos científicos, de la exigencia de im aginar definiciones operativas o técnicas analíticas innovadoras, de la responsabilidad de ex­

poner elaboraciones replicables, y hasta del examen libresco de lo que hace las veces del estado actual de la cuestión en un ámbito disciplinar cualquiera.1 Todo es más fácil en los tiem ­ pos que corren, según lo prueba una plétora de estudios que parece no tener fin. Hay que señalar, no obstante, que en los últimos tres o cua­ tro años ha habido una leve pero inquietante retracción en los números. Si se observan los índices de citas en las humanidades, las ciencias sociales y los medios registrados en las dos bases de datos principales, W orldCat (de la Universidad de Iow a) y ERIC (de la Biblioteca de la Universidad de Arizona),2 que cu­ bren de 1960 a 1995, encontramos las siguientes tendencias. En 1960 tenemos 23 y 34 menciones, respectivamente, de “es­ tudios culturales” y “cultura popular”; en 1970 los guarismos se cuadruplican: 100 y 77. E l salto más empinado ocurre entre 1985 (146 y 145) y el punto culminante de 1991: 431 y 314. De allí en más hay una caída suave pero constante. En el catálogo Melvyl®, de la Universidad de California, figuran sólo 654 títu­ los distribuidos en los tres años que van de 1996 a 1998. Buena parte de las compilaciones posteriores al pico reciclan ensayos ya editados combinándolos de otras maneras (p. ej. Munns y Rajan 1995; Storey 1996b). Pero esta extenuación sólo se per­ cibe con claridad en las metrópolis. En los países periféricos, que recién ahora se encuentran adoptando formas de estudios culturales, la curva de crecimiento sigue escarpada hacia arri­ ba y es de esperar que continúe así por un tiempo. En ninguna parte, ni aquí ni allá, se percibe tampoco una corriente de re­ cambio que le plantee alguna competencia. Las celebraciones de ese cuadro de situación se han m ulti­ plicado mucho más allá de lo que puede justificarse basándose en los logros teóricos del movimiento, y a despecho de que cada tanto los estudios culturales en bloque sean puestos en ridícu­ lo o compelidos a reinventarse. ¿Quién se preocupa por eso? Con casi ninguna investigación que sus responsables hayan admitido fallida y sabiendo que se pertenece a la m ayoría mo­ ral de la corrección política, el sentimiento general no puede menos que ser exultante. Prácticamente no se edita otra cosa que estudios culturales y todavía parece quedar margen para que la actividad sea un buen negocio, sobre todo si se tiene en cuenta que, sin fundamentación formal o agenda de capacitación téc­ nica a la vista, la inversión intelectual es m ínim a hasta el pun­ ió

to que nadie se desvela por establecer a cuánto asciende. Encarnación de la ganancia sin riesgos, se habla de los estu­ dios culturales en térm inos que parecerían referirse al caso óptim o de lo que en m ark etin g se llam a retorno de in v er­ sión. N elson, T reich ler y Grossberg, por ejemplo, escriben, alborozados: El campo de los estudios culturales está experimentando ... un boom internacional sin precedentes. ... Es sin duda la promesa material y económica de los estudios culturales, tanto como sus logros intelectuales, lo que contribuye a su boga actual. (Nelson et al. 1992: l ) 3 Ziauddin Sardar repite: Los estudios culturales son un campo de estudios excitante y “ca­ liente” [hot\. Se han convertido en pasión entre los progres de to­ das clases. ... Parecen estar por doquier y todo el mundo habla de ellos. (Sardar y Van Loon 1998: 3) Ieng A n g afirma que los estudios culturales, que han gana­ do “una enorme popularidad” en la última década, significan “una nueva esperanza para los estudiosos que están buscando alternativas” (A n g 1996: 238). Meaghan M orris sitúa el m ovi­ miento, un poco anacrónicamente, en el tope del ranking de sucesión de las modas: Hace treinta y cinco años, el catalizador del nerviosismo en las humanidades fue el estructuralismo; quince años atrás, la semió­ tica y el posestructuralismo; diez años atrás, el posmodernismo; cinco años atrás, la deconstrucción; el año pasado, la “corrección política”; este año, los estudios culturales. (Morris 1997: 38). Los clamores no se apagan fácilmente; ya hace una década que vienen durando, y son por completo insensibles al hecho de su exasperante repetición. Una y otra vez se describe el auge de los estudios culturales como una explosión de interés (Nelson et al. 1992: 1), una explosión febril de teorías (K elln er 1995: 22,24), una enorme explosión (H all 1992:285), un boom (Pfister 1996: 291; M orris 1996: 147; M ulhern 1997: 43; Grossberg 1997a: 195; Thomas 1999: 266), un boom “claro e indiscutible” (Stratton y A n g 1996: 361), una “proliferación m asiva” , una

Tuerte marea de interés” (Inglis 1993:229), un “Big Bang” (H all en Grossberg 1996b: 131; M attelart y N eveu 1997), una “fiesta” (Rosaldo 1994:526), un “foco dinámico de excitación intelectual” (Chaney 1994: 9), “una ola masiva de pasión colectiva” (Morris 1996:148), etcétera. ¡Qué metáforas, y qué unanimidad! El movi­ miento está de celebración, y a la luz de su espeluznante domi­ nio del mercado es obvio que motivos no le faltan. La duda tiene que plantearse alguna vez: ¿es este aluvión de ditirambos correlativo a alguna forma nueva de conocimiento? ¿Guarda proporción, al menos, con algún logro intelectual o político concreto? Los que participan del movimiento asumen que sí y así lo afirm an infinidad de veces, aunque sin compli­ carse en demostraciones en las que ellos no creen mucho pero que en otras formas del conocimiento se estiman necesarias. El valor de los estudios culturales se da por sentado y el su­ puesto conversacional más extendido es que todo el mundo co­ noce sus victorias, aunque no exista consenso claro sobre cuá­ les son. Esta es precisam ente la región en que haré m order mi cuestionamiento. En vez de sumarme al coro de bienvenida y celebrarlos porque hacían falta, aquí indagaré en lo que han hecho, lo que han desbaratado y lo que les falta hacer. Como esta es una lectura antropológica, los culturistas serán la tribu por destacar contra el contexto global. En el deslinde de los su­ puestos manifiestos, pero inconfesos, que corren por debajo de sus discursos y en el examen verbatim de las mitologías y fic­ ciones que han edificado en el proceso de su defensa, es donde cabe ver la dimensión ‘etnográfica’ de este estudio, para decirlo con una palabra que ellos frecuentan. Los estudios culturales tampoco han sometido a examen sus propias prácticas retóri­ cas, sus consignas, sus iconos y sus tabúes: la crítica y la reflexividad son algo para aplicar a otros, o para recomendar como deseables, pero no un expediente que sostenga sus propios ejer­ cicios. Huelga decir que este examen también me motiva. Ahora bien, si este va a ser un trabajo crítico elaborado con cierta seriedad, no basta declarar que pienso lo contrario de lo que ellos proclaman. Sin pretender que en este breve ensayo tendré ocasión de revisar la totalidad de sus emprendimientos, intentaré por lo menos una crítica sensata de sus alcances, algo que, llam ativam ente, el propio movimiento ha empren­ dido rara vez con la concentración y el rigor requeridos. En

toda su literatura hay abundancia de apologías triunfalistas, ruidos de sus disputas domésticas y bitácoras de su expansión; pero el lector encontrará en el corpus muy pocas críticas inter­ nas formuladas por los motivos correctos y prácticamente nin­ guna apreciación en que se juzgue una línea de estudios por su elaboración metodológica, y no sólo por su tinte político o por el impacto de su elección temática. Todas las evaluaciones que han practicado sobre sus propios textos, aun las más aparente­ mente severas, están articuladas por la necesidad de salva­ gu ardar el m ensaje de los estudios culturales en últim a instancia; eso involucra un lím ite al que yo no estoy sujeto. Algunas de esas críticas, además, están formuladas en nombre de una postura teórica que se ofrece como alternativa presun­ tamente ‘mejor’. Una vez más no es este el caso; en último aná­ lisis, el marco contra el cual ofrezco contrastar los estudios culturales es el de las ciencias sociales en general y la antropo­ logía en particular, sin que esté en juego ninguna teoría con­ creta. El cuestionamiento habrá de valer como crítica de la lógica interna del culturismo en sus diversas variantes o ha­ brá de fracasar en esos mismos términos. La estructura de este trabajo se construirá como la búsque­ da de respuestas a un conjunto de preguntas, que son las si­ guientes: 1. ¿Qué son o qué han llegado a ser los estudios culturales en la actualidad? 2. ¿Cómo es la demografía de los estudios culturales? ¿Hay abundancia de textos de referencia, o más bien una proli­ feración de artículos breves y unos pocos proyectos de cier­ ta envergadura? 3. ¿Constituyen los estudios culturales una antidisciplina libre, o reproducen los cánones disciplinares de la ciencia normal? ¿Han cumplido los estudios culturales su pro­ mesa de apertura, o buscan instaurar alguna clase de ortodoxia? 4. ¿Ha habido algún asomo de creación teórica en el interior de los estudios culturales, o viven ellos de la depredación de metodologías ocasionales tomadas de las tradiciones científicas de las que reniegan? 5. ¿Son realmente los estudios culturales una superación del posmodernismo, o representan más bien su fase tar­ día? ¿Ha habido cambio o crecimiento en lo que va del

posmodernismo a los estudios culturales, o se trata siem­ pre de la repetición de los mismos argumentos? 6. ¿Es recuperable el proyecto inicial de los estudios cultu­ rales, o carece de una entidad teórica claramente expues­ ta, susceptible de impulsar proyectos nuevos? 7. ¿Es la crítica que articula los estudios culturales de or­ den político, o más bien la izquierda política y la práctica científica son los verdaderos enemigos? 8. ¿Qué consecuencias disciplinares tiene la definición de un campo de estudios culturales separado de la antropo­ logía? 9. La reacción crítica contra los estudios culturales ¿dará algún resultado, o es ya demasiado tarde? En tal entramado de interrogantes hay dos clases de pre­ guntas. Aquellas que buscan establecer la naturaleza de los estudios culturales y su papel frente a la antropología y las reacciones de esta arrojarán variadas respuestas extensionales que no anticiparé en este momento. Las que se formulan, en cambio, como opciones entre las cuales escoger vienen a cons­ tituir algo así como el tejido de hipótesis que anima este ensa­ yo. En este caso las contestaciones pueden anticiparse ahora, pues en rigor de verdad los barridos bibliográficos ya se han hecho y las evaluaciones están cumplidas. En todas las instan­ cias mi postura favorece invariablem ente a los respectivos se­ gundos hemistiquios de las preguntas; los hechos por revisar son, en consecuencia, los que desmienten a los primeros perío­ dos de las frases, siempre ilustrativos de la forma en que los estudios culturales se sueñan a sí mismos. Aquí confrontaré los estudios culturales con sus propios tex­ tos representativos, encadenando cada dictamen con una dosis de referencias probatorias que (adm ito) buscará ser siempre un poco más abrumadora de lo necesario, pero mucho menos beligerante de lo que podría ser. Para rendirse incondicional­ mente a los estudios culturales al final del ensayo hará falta desoír lo que claman y olvidar lo que ellos mismos han escrito. Más que hablar por mi cuenta y cargo, sin quererlo terminé concertando algo así como la deconstrucción que ellos se han autoinferido, y por una vez coincido con lo que alegan, pues es devastador. Con la crítica he operado de la misma manera, dejando más espacio al pensamiento de figuras representativas que al mío propio y sin subrayar jam ás las palabras que en los

originales no tienen énfasis. Más que una exploración peda­ gógica por todo el campo, este trabajo constituye entonces, an­ tes que nada, la fundamentación de las hipótesis que he refe­ rido, basadas, en la medida de lo posible, en lo que los actores tienen que decir. El acápite que estoy concluyendo define, aunque im plícita­ mente, los confines del objeto que los capítulos siguientes de­ berán abordar. Cuando este ensayo ya estaba considerable­ mente encaminado, topé con un artículo en que Warren M ontag fustigaba a Jean-Frangois Lyotard y a Perry Anderson por pre­ tender agotar críticamente problemas descomunales (la carac­ terización del estado actual del pensamiento a nivel global, o la evaluación de un vasto cuerpo de teorías semiológicas) en sendos libritos de poco más de ochenta páginas. Algunos de los argumentos de M ontag parecían razonables. Perry Anderson abría y cerraba su tratam iento de la obra de Lacan en cinco carillas. M ontag reproducía y atacaba la “conclusión objetiva” de Anderson: “Dado que la concepción freudiana del incons­ ciente es incom patible con la gram ática gen erativa transformacional, Lacan está simplemente equivocado. Caso cerra­ do” (M ontag 1993: 9 2 ). Por un momento, la posibilidad de estar incurriendo en un desatino semejante en el tratam iento de un objeto más allá de mi alcance me intimidó. El análisis de Lacan por Perry Ander­ son era un poco más amplio de lo que trasuntaba Montag, pero no tanto que pareciera suficiente para respaldar un juicio fun­ dado. ¿No sería mi pretensión igualm ente desmesurada? ¿Qué extensión debe tener un texto que abarque críticamente a los estudios culturales y además les aplique una elaboración antropológica? La respuesta que encontré me satisface, al menos por ahora. La extensión necesaria depende de la escala del diseño y el nivel de detalle que se adopte, del número y complejidad de los argumentos que se escojan como casos testigo, de la suscepti­ bilidad de las fuentes por ser resumidas en sus líneas esencia­ les, de la cantidad de ramas que se abran a partir del tronco y de la contundencia y corrección lógica de los razonamientos que se formulen. A l fin de cuentas, los estudios culturales han llegado a conclusiones drásticas acerca de la antropología y hasta de todas las disciplinas en su conjunto, en menos renglo­

nes de los que Anderson necesitó para fulm inar a Lacan. A de­ más, aunque de ningún modo los doy por conocidos, los argu­ mentos de los estudios culturales y de los antropólogos por con­ siderar están ahí, en la bibliografía que consigno, de modo que no hace falta reproducirlos para simular una extensión más satisfactoria o para que la sinopsis que yo haga sea más fiel. Muchas defensas de los estudios culturales (como las de M orley 1998a, 1998b) insinúan que la variedad interna del m ovimien­ to lo torna invulnerable a una inspección generalizadora, sal­ vo, por supuesto, que esta sea optimista como la que ellas sus­ tentan. El mío es, empero, un trabajo de síntesis: reclamo en consecuencia el derecho de situarme en el nivel de generali­ zación que haga falta, en tanto existan elementos de juicio sufi­ cientes para hacerlo. Por otra parte, no es necesario refutar una por una todas las aseveraciones hechas en nombre de los estudios culturales, sino algunas de las que sostienen su edificio, que no son tantas. No incomoda que unas cuantas afirmaciones suyas, o aun la ma­ yoría, sean verdaderas. De hecho lo son y, según toda eviden­ cia, el núcleo de los autores principales de estudios culturales sigue promoviendo una concepción ideológica con la que pue­ do, parte del tiempo, simpatizar. Pero no por ello hay que aca­ llar las objeciones que surjan, sobre todo cuando parezca estar claro que el daño que han hecho supera al beneficio que pro­ meten. La función de esta crítica no será además quitar los estudios culturales del paso, aniquilarlos, o hacer creer que todos los culturistas han estado equivocados todo el tiempo, sino adoptar frente a ellos una postura evaluativa bien funda­ da y comunicásela a alguien más. Ahora sí, esa postura será sólo crítica: si alguien quiere sa­ ber de qué se tratan los estudios culturales, este no es un m a­ nual que vaya a enseñarlo. Aquí únicamente interesan sus afir­ maciones estereotípicas, sus planes metodológicos, su posición institucional y sus relaciones con otras disciplinas; para el res­ to (o sea las investigaciones sustantivas) será mejor leer resú­ menes como los de T u m er (1990) o McGuigan (1992), o los es­ tudios originales que correspondan. La crítica se hará también desde la lectura de los textos y en función de sus significados más obvios y no desde un lugar teórico externo en particular. Desde luego, soy consciente de que estoy sesgado en su contra y de que mi selección de los textos sobre los cuales fundo los

cuestionamientos puede ser en exceso conveniente a mis fines: habrá que exigir a mis críticas, entonces, que se dediquen a autores representativos y a cuestiones relevantes, y que la ira no sofoque al buen tino. Como quiera que sea, una vez situado ante los textos por tra­ tar y ya consciente de su envergadura, decidí emprender este ensayo como un esbozo, con la certeza de volver sobre el asunto cuando la vida lo permita o cuando las respuestas que suscite disparen un nuevo estímulo. Y ahora que va a definirse cuál es el objeto y que ya se sabe cuál será, en función de él, un objetivo crítico razonable, seguiré adelante hasta llevarlo a cabo.

Notas 1. La idea de que se hayan quitado de encima esos rigores es, mirándola bien, una benévola concesión de mi parte. Sería más ecuánime afirmar que pocas veces se tomaron el trabajo de practicarlos o de conocerlos desde aden­ tro, y que en buena medida los estudios culturales mismos se originan en esa ascesis. 2. Habitualm ente M elvyl®, se puede consultar en el Web en http:// www.melvyl.ucop.edu/. WorldCat se encuentra en http://www.lib.iastate.edu/ scholar/db/wldcat.html. Para consultarla se requiere identificación y clave de acceso. ERIC está alojada en http://sabio.library.arizona.edu:83/screens/ opacmenu.html. 3. La traducción de todas las citas de textos no editados en castellano me pertenece. En todos los casos, los eventuales énfasis en letra cursiva corres­ ponden a los originales.

Definiciones ¿Qué son o qué han llegado a ser los estudios cultu­ rales en la actualidad? Constituciones y fases Lo primero de todo debería ser una definición. Pese a que subsisten unas cuantas dificultades (tales como el deslizamiento que siempre es de esperar entre los hechos y sus nombres, o las publicitadas diferencias entre la tradición inglesa y la norte­ americana), lo concreto es que los estudios culturales son hoy más susceptibles de definición que hace un par de décadas. Arriesguemos esta: Los estudios culturales son el nombre en que ha decantado, plas­ mada en ensayos, la actividad interpretativa y crítica de los inte­ lectuales. Los estudios culturales se han estandarizado como una alternativa a (o una subsunción de) las disciplinas académicas de la sociología, la antropología, las ciencias de la comunicación y la crítica literaria, en el marco general de la condición posmoderna. El ámbito preferencial de los estudios es la cultura popular. Cae de suyo que la mía no será una pintura en la que todos los practicantes dle los estudios culturales reconozcan su im a­ gen. Algunos aducirán que el campo es algo más que la rumia bohemia de los intelectuales posmodernos, aunque se verán en figurillas tratando de establecer cuál es su valor diferencial sin incurrir en gestos modernos, propios de las disciplinas que les deberían ser opuestas. Tendrán que explicar por qué, ade­ más, ni W illiam s, ni Hoggart, ni Hall, ni los estudios al modo

norteamericano pudieron poner jamás un pie en Francia. Disney pudo conquistar París, porque no había allí suficiente kitsch; los estudios culturales no, porque los intelectuales ya eran allí unos cuantos y no admitían federarse. Los propios culturistas han llegado a notar alguna que otra vez que el movimiento “paradójicamente” no ha podido penetrar en la Europa conti­ nental (A n g 1996: 238). Dediquemos un párrafo a la inexistencia de los estudios cul­ turales en Francia. Existe un texto compilado por Jill Forbes y Michael K elly que se titula, engañosamente, French C ultural Studies (Forbes y K elly 1995). Sardar y Van Loon dedican unas cuantas páginas a comentar algunas generalidades de los es­ tudios culturales franceses, insinuando que el movimiento está allí consolidado y usando como referencia el libro de Forbes y Kelly. Se trata, sin embargo, de un malentendido; este último texto es un estudio de la cultura francesa en bloque y de sus movimientos intelectuales, sin un ápice que ver con lo que se ha consensuado sean los estudios culturales en cualquier defi­ nición im aginable. En un texto introductorio de Jere Paul Surber (1998: 253-262) hay también un capítulo dedicado a la “tradición francesa de estudios culturales”; el desarrollo vuel­ ve a decepcionarnos, pues sólo trata de Michel de Certeau y Pierre Bourdieu, ambos sociólogos. En todo esto no hay ningún nexo con la tradición que se ha convenido llam ar estudios cul­ turales: es verdad, de Certeau y Bourdieu son estudiosos y se ocupan de la cultura; pero lo mismo podría argüirse de cual­ quier científico social, antropólogos incluidos. El propio Surber sabe que entre los 40 participantes en el simposio internacio­ nal de Illinois que inauguró el momento ecuménico de los estu­ dios culturales no había ningún francés (Surber 1998: 263). Tampoco lo hay entre los 41 miembros del comité editorial de la revista C u ltu ra l Studies. Insisto entonces en que no existen estudios culturales en Francia, por lo menos no a nivel institu­ cional o reflejado en publicaciones sustantivas de autores co­ nocidos. E l inventario (todavía parcial) de instituciones univer­ sitarias de estudios culturales en el mundo, hacia octubre de 1998, contaba 16 en los Estados Unidos, 6 en Australia, 6 en Gran Bretaña, 2 en Canadá, y sólo 1 en Holanda, Brasil, Aus­ tria, Hong Kong y Polonia (Striphas 1998b). En Francia, natu­ ralmente, cero. En un pequeño rincón de la Galia todavía al­ gunos ofrecen resistencia.

Volviendo a la definición, algunos rechazarán la sola idea de q ue los estudios se hayan estandarizado o que estén en estado de cristalización, citando nuevamente (como si fuera un ar­ gumento inédito) el mismo repertorio de diversidades tem á­ ticas que los culturistas reproducen una y otra vez (p.ej. Nelson et al. 1992; O ’Connor 1996:188; Long 1997; Sardar y Van Loon 1998: 23). Inventario que los adeptos de los estudios culturales pueden creer muy impresionante, pero que no guarda punto de comparación en su riqueza de opciones con lo que la antro­ pología o la sociología llevan hecho en más de un siglo de acti­ vidad bastante más responsable y controlada. Lo digo con ma­ yor énfasis entonces, porque su propia bibliografía no me deja mentir: no sólo los estudios culturales están estandarizados en tres o cuatro formas fijas, sino que más allá de sus temas (que también se han vuelto previsibles en su búsqueda siempre idén­ tica de originalidad a todo trance) en lo argum entativo cons­ tituyen el cuerpo escrito más rígido y repetitivo del que se ten­ ga noticia. Los estudios podrán ser centenares, pero los temas recurrentes de sus elaboraciones teóricas se cuentan con los dedos de una mano, y hasta puede ocurrir que nos cueste tra­ bajo asignar uno al meñique. Lo mismo cabe decir del fondo de conocimiento sedimentado por sus análisis empíricos, que los propios culturistas comienzan a percibir como uno solo, repetido infinidad de veces (Donald 1990: passim; H arris 1992: 141; Tester 1994:10; A n g 1996:240; Morris 1996:20;Downing 1997: 188; Werbner 1997: 41). De tener que complementar mi definición personal con algu­ na otra, sin duda recurriría a la drástica decisión del crítico Todd Gitlin: No desearía detenerme en problemas de definición, cuyo tedio sólo es equiparable a su carácter inconcluyente y su circularidad. El examen interminable de lo que constituye exactamente los estu­ dios culturales (o su objeto, la “cultura”) es en sí mismo parte del problema que intento diagnosticar. Mejor que eso, pretendo desa­ tar (si no cortar) el nudo gordiano con la simple afirmación de que los estudios culturales son la actividad practicada por la gente que dice que está haciendo estudios culturales. (Gitlin 1997: 25).

Otras definiciones son posibles, aunque casi ninguna de las que se encuentran en el corpus son definiciones formales, sino

más bien catálogos de los asuntos que los estudios culturales acometen. A los practicantes de los estudios culturales, ade­ más, les fascina alegar la imposibilidad de definirlos. Veamos este ejemplo y retengamos, asimismo, las metáforas que ha­ blan de espacios, mapas, posiciones y vectores, porque volve­ rán a presentarse tanto en las (in)definiciones como en los pro­ cedimientos: Cualquier intento de “definir” los estudios culturales queda de in­ mediato atrapado en un dilema. No hay una sola posición de los estudios culturales, sea sincrónica o diacrónicamente; siempre hay proyectos, compromisos y vectores múltiples, solapados, cambian­ tes, de acuerdo con los cuales han continuado rearticulándose a sí mismos. Los estudios culturales están constantemente renegocian­ do su identidad y reposicionándose dentro de mapas intelectuales y políticos cambiantes. (Grossberg 1996a: 181)

Pero ¿de qué estudios culturales se habla en estos casos? Como luego se comprobará, hay que advertir que existen a grandes trazos dos modalidades disím iles de estudios cultu­ rales: por un lado está el corpus canónico de W illiam s-Thom pson-Hoggart et al. y los textos que prolongan la idea original de estudios de la cultura popular inglesa; por el otro se agrupa lo que en general pasa hoy por estudios culturales lato sensu, y que a pesar de las infaltables referencias al canon no tiene mucho que ver con él en términos de método, política, reflexividad y elaboración conceptual. Cuando aquí hablamos de es­ tudios culturales nos referim os invariablem ente a la segunda especie, ya que la prim era es, como se verá (y según un am­ plio consenso) tan provinciana y tan pegada a su contexto que nunca habría significado una preocupación para las discipli­ nas constituidas. Aunque tam bién revisarem os la prim era fase, agradeceré entonces que no se piense en Thompson, H oggart o W illiam s cuando formule una apreciación que no los alude, y que nos concentremos en evaluar qué cabe espe­ rar de los estudios cuando su autor no tiene la fortuna de ser uno de estos proceres. Algunos historiadores de los estudios culturales hablan de cuatro, cinco o más fases en su desarrollo histórico. Lawrence Grossberg (1997a: 206-207), por ejemplo, distingue las si­ guientes “visiones” sucesivas:

• Humanismo literario. Comprende las obras clásicas de Richard H oggart (1957) y Raymond W illiam s (1961), y abarca desde 1957 hasta 1969. • Sociología dialéctica. Esta fase se extiende desde fi­ nes de los años sesenta a comienzos de los setenta. A tra­ vés de Stuart H all, incorpora eclécticam ente h erra ­ mientas de la semiótica y el estructuralismo francés. • Culturalismo. Sería la modalidad más identificada con la actividad del Centre for Contemporary Cultural Studies de Birmingham (C C C S) y los estudios culturales en ge­ neral. Su conductor principal sería también Hall, esta vez elaborando largam ente conceptos extraídos de Louis Althusser. Características de esta visión serían dos mo­ dalidades de estudio ‘etnográficas’ que se desarrollaron paralelamente: la prim era estaría constituida por estu­ dios de las subculturas juveniles, mientras la segunda ofrecería un m odelo de an álisis de la com unicación mediática basada en los principios de encoding /decoding. • Estructural-coyuntural. Esta fase iría desde fines de los años setenta a inicios de los ochenta. Una vez más el líder sería Stuart Hall, pero ahora incorporando ideas gramscianas (vía Laclau) que tienen que ver prim ordial­ mente con la articulación y la hegemonía. • Posmodema-coyuntural. Este período va desde m e­ diados de los años ochenta hasta fines de los noventa. Naturalmente, y aunque él se abstiene de explicitarlo, su portavoz más rep resen tativo sería quien propone la periodización, o sea Lawrence Grossberg. Ninguna tipificación de las pocas que se han propuesto invalida la segmentación que yo propongo y que discierne sólo dos fases; las diferentes seriaciones aplican criterios de mayor o menor granularidad, sin que ninguna escala de tratam iento sea intrínsecamente mejor que otra. Si mantengo el número de fases de que hablaba, simplemente, es porque resulta ma­ nejable y operativo en relación con los argumentos que me pro­ pongo analizar y con la forma en que los propios actores plan­ tean sus discusiones recurrentes. Si tuviera que definir cómo mapea mi ‘segunda fase’ contra el esquema de Grossberg, diría que aquella comprende una parte importante del ‘culturalismo’ y la totalidad de las dos fases restantes.

Temas Como sea, los estudios culturales de la segunda fase pueden caracterizarse mejor por su espectro temático que por su arti­ culación teórica. Una forma de agruparlos podría ser la de Nelson, Treichler y Grossberg (1992: 18-22), quienes por lo menos intentan una tipología que no incluye la palabra ‘etcétera’. Aun así, no puede esperarse una clasificación formal atravesada por criterios uniformes en un amasijo que es diversificado por definición, y que estaría en espera de que se fijen delimitacio­ nes para proceder a violarlas. Los rubros de preferencia de los estudios culturales serían entonces: • • • • • • • • • • • • •

Género y sexualidad Identidad cultural y nacional Colonialismo y poscolonialismo Raza y etnicidad Cultura popular Estética Discurso y textualidad Ecosistema Tecnocultura Ciencia y ecología Pedagogía Historia Globalización en la era posmoderna

Un poco más formalmente, en la especificación oficial que fundó el programa de grado y posgrado de Estudios Culturales en la Universidad de California en Davis (Newton et al. 1998: 562), los “campos específicos de énfasis” de la especialidad (en los que observaremos, no por última vez, una cierta fusión lí­ quida de temas y teorías) distingue los siguientes rubros: • • • • • • •

Género y sexualidades Raza, etnicidades y representación cultural Política, religión, comunidades y representación cultural Cultura popular Culturas nacionales, transnacionalismo y globalización Ciencia y sociedad Estudios históricos

• Retórica y teoría crítica Obsérvense los pequeños actos fallidos: ‘representación cul­ tural’ figura dos veces; ‘retórica’ y ‘teoría crítica’ van en yunta. Regístrese también el efecto del paso del tiempo: en el segundo programa las sexualidades son plurales. Hay en todos estos programas y antologías una cierta abun­ dancia, casi ampulosa. Sin embargo, ni uno solo de todos esos ítems, con la posible excepción de la comunicación mediática (conspicuamente ausente de ambas tablas), estaba faltando en la agenda de la antropología. Más aún, los antropólogos que recurran a los estudios culturales en busca de enfoques novedosos sobre cuestiones genuinamente culturales se verán decepcionados. Escribe Signe Howell: Hasta ahora, y hasta donde conozco, no hay estudios de socieda­ des “exóticas” geográficamente distantes que hayan salido de los estudios culturales. Los practicantes de los estudios culturales están interesados primariamente en comprender los fenómenos y procesos culturales dentro de su propio dominio cultural, por los cuales entiendo (y ellos entienden) el “Occidente” capitalista industrializado, un Occidente que cada vez más incluye al Japón y a la cuenca del Pacífico, pero sin tomar en cuenta las numerosas variedades locales. (Howell 1997:112)

En los países periféricos que hayan comprado la idea de los estudios culturales se encontrarán, sin duda, aquellos exotismos que están más allá del examen poco cosmopolita de Howell, pero seguirán faltando los estudios cruzados y las miradas dis­ tantes que constituyen la carne misma de la antropología. Los culturistas de ultram ar o del Tercer Mundo, reunidos por ejem ­ plo en Grossberg et al. (1992), tienen nombres insólitos y en ocasiones hacen portación pública de su alteridad, hablando como embajadores plenipotenciarios de sus aldeas; pero sus textos en general compiten por demostrar que están al día en la lectura de Derrida, Laclau, Bourdieu y Foucault, y que pue­ den deliberar en argot posmoderno con la más elegante flu i­ dez. Fuera de los títulos personales de sus autores, de las loca­ ciones temáticas y de un pequeño repertorio de expresiones poscoloniales, metodológicamente hablando la diversidad cul­ tural no ha dejado ninguna impronta. Quien busque, además,

el menor atisbo de abordajes comparativos saldrá más decepcio­ nado que Howell, y esta vez con mejor razón. Que la antropolo­ gía comience su investigación tomando como punto de inicio el extrañamiento y la desnaturalización de la cultura (aun cuan­ do la cultura por indagar sea la propia) arroja una consecuen­ cia adicional cuando se la pone al lado de los estudios cultura­ les: lo que para este constituye a menudo un descubrimiento (“este fenómeno cultural no es ‘natural’ sino arbitrario, o las cosas no son lo que parecen” ), para la antropología es una pre­ suposición que apenas merece discutirse, la premisa que otor­ ga a la misma disciplina su razón de ser.

Complejidades Tampoco se encontrarán en los estudios elaboraciones que den cuenta de la verdadera complejidad de los asuntos cultu­ rales. Por supuesto, casi todos los días dejan constancia de su toma de conciencia de esa complejidad. Grossberg, por ejem­ plo, refiere “la compleja dialéctica entre cultura y sociedad” (1997a: 212), “la complejidad estructurada y la especificidad histórica de las formaciones sociales y culturales” y “los com­ plejos procesos de sobredeterminación” actuantes (p. 216), así como “las redes complejas y cambiantes de las relaciones so­ ciales” (p. 223). Jennifer Slack, igualmente, postula que “el análisis de cualquier situación o fenómeno concreto entraña la exploración de encadenamientos complejos, múltiples y teóri­ camente no necesarios” (1996: 119). En sólo tres páginas esco­ gidas al azar Graeme Turner también habla de la aplicación de “teorías sociales complejas” , de la “complejidad de las cuestio­ nes teóricas”, de “problemas reales genuinamente complejos”, de la “complejidad de la conceptualización” y de “ un campo im­ portante y complicado” (1990: 4-6). Raro sería que no dijeran que las culturas son laberínticas: todas las disciplinas se jactan de la complejidad de su objeto de estudio y ganan más puntos cuanto más enredado lo presenten. Pero el babel del objeto no se traduce automáticamente en fe­ cundidad del aparato teórico. Para poder operar en la escala y con la contundencia exigidas por la coyuntura, haría falta ela­ borar tejidos teóricos de rico tramado, capaces de entregar resul­

tados que estén a la altura de esa complejidad. En los estudios, la complejidad del objeto se traduce, lo más a menudo, en el embrollo discursivo en que terminan incurriendo quienes lo abordan, en gran medida gracias a nutridas referencias a fuen­ tes continentales (Althusser, Bourdieu, Derrida, Gramsci, Lacan, Foucault) que siempre son, característicamente, demasiado opulentas y profundas para hacerles justicia en el espacio dis­ ponible. Los culturistas más inclinados al estilo posestructuralista se entretienen más hablando de la complejidad que analizán­ dola o resolviéndola. Acto seguido, confunden el pandemónium de su propia escritura con el intrincamiento que creen descu­ brir en la realidad a la que se asoman gracias al marco que han adoptado. Es, literalm ente, el ‘pensamiento débil’ en ac­ ción, con las consecuencias que cabe esperar. Como lo dice Keith Tester, “los estudios culturales son un estudio de las superfi­ cies y una atribución de profundidades” (1994: 30). Lejos de revelar riquezas antes inexploradas, la ‘complejidad’ del objeto habla más bien del predicamento de un marco que lisa y llana­ mente no puede con él. Una recorrida a vuelo de pájaro por la literatura usual de los estudios culturales bastará para que cualquier lector veri­ fique en qué medida los culturistas interpretan el innegable esplendor de su objeto (o sea, la cultura) como si fuera un atri­ buto de las indagaciones que se han elaborado a su alrededor. Y a la inversa, el brillo que destella la cultura sirve para disi­ mular muchas veces el carácter rutinario y la textura ligera de los análisis que se le dedican. He encontrado análogos de esta doble confusión en diversas disciplinas (en la musicología, por ejemplo), pero la magnitud del equívoco en los estudios cultu­ rales es realmente pasmosa. En pocos lugares se percibe mejor esto que en el tratado “teórico y metodológico” de John Storey (1996a). El libro, en un arrebato de pleonasmo cuádruple, se llama expresamente C u ltu ra l studies and the study o f popular culture. Theories and methods. Ahora bien, el texto no está ar­ ticulado en absoluto en función de teorías y métodos: los obje­ tos cambiantes de otros libros que se van resumiendo imponen la estructura. Tras ocho páginas de introducción dedicadas más a la historia institucional del movimiento que a cualquier aná­ lisis teórico, Storey pasa a comentar unos cuantos estudios en capítulos que versan sobre “televisión” , “ficción” , “filmes” , “ dia­ rios y revistas” , “música popular” y “consumo”.

Imaginemos cómo sería el caso en antropología: si siguiéra­ mos la misma pauta, en lugar de ordenar un libro sobre teorías y métodos en función de categorías tales como ‘evolucionismo’, ‘funcionalismo’, ‘estructuralism o’, ‘m arxismo’, ‘materialismo cultural’, ‘antropología interpretativa’, etc., o de la sucesión histórica de los diversos modelos, lo haríamos en términos de ‘religión’, ‘parentesco’, ‘tecnologías’, ‘patrón de asentamiento’, ‘tatuajes’... como si las formas teóricas no tuvieran peso sufi­ ciente para vertebrar una exposición de lo que debiera hablar­ se: esto es, de teorías y métodos. También las historias del movi­ miento están organizadas a partir de la sucesión de libros de los que importa más el objeto cultural que incorporan que el marco teórico que despliegan, el que parecería ser apenas un epifenómeno de un tem a desbordante (Turner 1990). Incluso los libros críticos, como el análisis de David H arris sobre los efectos del gramscianismo sobre los estudios culturales se or­ ganizan sobre el mismo esquema: educación, juventud y políti­ ca simbólica, medios de comunicación de masas, ocio, placer, deporte y turismo (H arris 1992). A l cabo de una lectura como la de Storey u otras que se atienen al mismo patrón (p. ej. McRobbie 1994, Brooker 1998), el lector comienza a pregun­ tarse si los film es de James Bond, la música pop o el sur­ gim iento de los centros comerciales como formas culturales no habrán tenido más incidencia en la trayectoria teórica de los estudios culturales que la propagación del posmodernis­ mo, el agotam iento de la semiótica o las tribulaciones del marxismo occidental. En relación con esta obesidad del factor temático la antropóloga Pnina Werbner realizó el siguiente planteo en el debate sobre las relaciones entre estudios culturales y antropología que se realizó en Manchester en 1996. W erbner caracteriza ...un problema real que afronta la antropología vis-á-vis los estu­ dios culturales. Los estudios culturales son atractivos, fascinantes e interesantes. Ellos venden; son una mercancía que hace grandes mercados de venta; se refieren a cuestiones y temas que les ha­ blan a la gente joven, a pregraduados, sobre género y sexualidad; les son familiares. Mientras que la buena antropología, la antro­ pología seria, es un poco sosa, es un poco lenta; habla sobre cues­ tiones del otro lado del mundo, en las que [los estudiantes] pueden no estar interesados. (Wade 1996: 52-53)

Esta argumentación ha resultado ofensiva para los culturist.is. quienes sienten que Werbner insinúa que los estudios sólo poseen un atractivo superficial. David M orley sitúa la postura de Werbner en la misma tesitura que en el juicio de Ferguson y Golding, quienes habían dicho que los estudios culturales son ‘superficialmente glamorosos” (M orley 1998a: 481-482). D eje­ mos de lado que los estudios sean o no superficiales, porque en un juicio semejante siempre habrá espacio para la subjetivi­ dad. Pero ¿no son ellos en efecto glamorosos? Ceteris paribus, y sinceramente: entre un ensayo que se llam a “Estructura de los mitos no etiológicos entre los ayoreo-dé” y otros titulados “L e ­ yendo H ustler” (Kipnis 1992), “M irando D alla s" (A n g 1985), o “Cómo se usa un condom” (Treichler 1996) ¿cuáles elegiría us­ ted leer primero? ¿No recurren ellos mismos a su sustancia temática para publicitar su propio atractivo? ¿No hay acaso en la celebración del ‘interés’ que despiertan los estudios cultura­ les, antes que en el examen de su factor teórico, una pizca de ese espíritu mediático que hace que un producto termine ju z­ gándose por su potencial de recaudación? Con todo su énfasis en lo cultural, los estudios culturales no han experimentado ni por asomo el choque con la diferencia que ha sido esencial en el registro histórico de la antropología, y que ha coadyuvado a m ultiplicar y elastizar los conceptos y métodos de esta disciplina hasta el lím ite de lo imaginable. A pesar de las apariencias cuando se visita una librería en el primer mundo de habla inglesa, los estudios tampoco disponen de un patrimonio escrito de magnitud parecida. Hay, sí, unas pocas docenas de libros y varios centenares de artículos, pero en principio los estudios son humanamente abarcables, m ien­ tras la antropología se ha disgregado en mucho más que sus ‘cuatro campos’ canónicos y en una veintena de especializaciones sumamente diferenciadas, muchas de las cuales requieren conocimientos técnicos específicos. Algunas técnicas corriente­ mente usadas en antropología (el análisis de redes, por poner un caso) son lo suficientemente ricas y complejas para ju stifi­ car una vida de investigación (véase Wasserman y Faust 1994). Y ya que mencioné las técnicas, registremos el hecho de que en todas sus décadas de existencia, los estudios culturales no se sintieron en la necesidad de crear ninguna. Por otro lado, los estudios culturales se mostrarán tanto más abarcables cuantos más textos se vayan leyendo. A l principio

parece que no se acabará nunca de asim ilar tanta plenitud, pero en breve, casi demasiado pronto, la curva traza su codo de rendimiento decreciente, y se percibe una sensación de pleo­ nasmo, de cliché, de previsibilidad. En un par de meses el lec­ tor que se aproxime al campo percibirá que los actores que dinamizan el movimiento y que tienen alguna personalidad teórica son siempre los mismos. Proponiéndome documentar estas aparentes gratuidades, el siguiente apartado se asomará a su demografía y a su anatomía íntima, para demostrar que su extensión está bastante lejos de alcanzar la dimensión, la profundidad y la riqueza que sus practicantes le atribuyen.

Delimitaciones: la línea de sombra Según el autor, estudio o el simposio que se trate, los estu­ dios culturales incluyen o no a los estudios de género, a los gay, lesbian o queer Stud ies, los estudios em ic de afronorteamericanos, chícanos y asiáticos, los manifiestos m ulticultura­ les, los estudios clasistas, las teorías de la globalización, los estudios poscoloniales o lo que fuere: los tipos de campos proli­ ferantes que los culturistas acostumbran llam ar area Studies. Las más de las veces las referencias que pueden encontrarse son inclusivas, o al menos los vínculos entre todos estos m ovi­ mientos parecen ser fuertes, fluidos y cordiales. En ocasiones, sin embargo, encontramos afirmaciones como la de Douglas Crimp, quien escribe: “Pienso que sería mucho más productivo para un área de estudio amplia, como la de los estudios cultu­ rales, incluir trabajos sobre la sexualidad dentro de sus alcances” (1992:133). También Herm án Gray, aunque reconoce migracio­ nes y oscuridades aquí y allá, contrapone estudios culturales y area Studies (1996: 211-212). Sucede como si cada autor, o cada estudio, escribiera su pro­ pia versión de las incumbencias disciplinares, del estado de las tradiciones intelectuales, sus acuerdos y sus rupturas. Por eso es ilusorio pensar que los estudios queer, el cyberpunk, el multiculturalismo, etc., están todos automáticamente inscrip­ tos en los estudios culturales. Para algunos de ellos esa distin­ ción es relevante, para otros no, mientras que un tercer grupo simplemente habita alguna de las viejas disciplinas o en su propio microambiente, y algunos más (bell hooks, Kobena Mer-

cer, Hom i Bhabha, Paul G ilroy) deambulan libre pero selecti­ vam ente entre un campo y otro. Los estudios culturales no son necesariamente sinónimos de los estudios poscoloniales, aunque ambos movimientos suelen m ezclarse en ocasiones acotadas. C ulturistas como Simón During, M eaghan M orris y el mismísimo Stuart Hall, por ejem ­ plo, form an parte del com ité in tern acion al de la rev is ta Postcolonial Studies, en la que publican autores que se definen usualmente como practicantes de los estudios culturales. Pero (fuera de lo que M oore-Gilbert ha llamado la “santísima trin i­ dad” que domina este campo: Edward Said, Hom i Bhabha y Gayatri Spivak) hay un plus de historicismo y economicismo en los estudios poscoloniales que lo convierten en una especia­ lidad sui géneris; tampoco hay en ellos el índice de reflexión sobre su identidad disciplinar que es característico del culturismo. Cum grano salis, los estudios poscoloniales son tam ­ bién diaspóricos y ex coloniales por definición; tener apellido inglés y escribir desde las metrópolis es visto en ellos casi como un handicap. Lejos de Hoggart, W illiam s y Thompson, los pre­ decesores reconocidos por los poscolonialistas suenan con otras resonancias: el sudafricano Sol Plaatje, el martiniqués Frantz Fanón, el indio Ranajit Guha, los africanos Chinua Achebe y Anta Diop (véase M oore-Gilbert 1997: 5). Está también el hecho de que hasta fines de la década de 1980, ningún au tor de estudios cu ltu rales m enciona al poscolonialismo. Por más que ambos m ovim ientos convergen o se entrecruzan en unas difusas ‘humanidades críticas’, deci­ didamente no son la misma cosa. Digamos más bien que la teoría poscolonial constituye un campo temático que congrega a estudiosos de diferentes extracciones, incluyendo algunos que se identifican con el culturismo (Bhabha), junto a otros que sue­ len rechazar esa identificación (Said) o que la relativizan (Spi­ vak), y a una inm ensa m ayoría para la cual los estudios culturales no son en absoluto relevantes (véanse M ongia 1996; Moore-Gilbert 1997: 6 et passim ; Gandhi 1998; passim). Lo mismo vale para el multiculturalismo y los llamados “es­ tudios étnicos y de migración” . En M u lticu ltu ra lism : A critica l reader (Goldberg 1997), que es al multiculturalismo corporativo lo que C u ltu ra l Studies (Grossberg et al. 1992) es a los estu­ dios culturales, la disparidad entre ambos campos está con­ tinua y nítidamente marcada por todos los autores. E l multi-

culturalismo, expresa el Chicago Cultural Studies Group (1994: 114), “ha producido una ráfaga de pensamiento utópico aun más grande que la de los estudios culturales”. También ha elu­ dido a la antropología, según Bruce Knauft, “mucho más de lo que lo han hecho los estudios culturales” (1996: 250). El culturista Cary Nelson, para mayor abundamiento, se resiste a la absorción de los estudios en el multiculturalismo, distin­ guiendo perfectamente entre ambos: No es obligatorio que los estudios culturales aprueben una lucha por la dominación entre los que han sido privados del derecho de representación. En Norteamérica, el multiculturalismo a veces degenera en una forma de política de la identidad competitiva, en la cual los grupos oprimidos y marginados se esfuerzan en desta­ carse en una jerarquía basada en el registro histórico de sus sufri­ mientos. ... Los estudios culturales pueden establecer alianzas con el multiculturalismo pero deben resistirse a ser absorbidos por él. De la misma manera, si el trabajo multicultural ha de reclamar un lugar dentro de los estudios culturales, no puede ignorar el trabajo innovador que otros investigadores en los estudios cul­ turales han hecho sobre la raza, el género y la etnicidad. (Nelson 1996: 281-282)

Por poco que se lea de un m ovimiento y de otro, se percibirá que, aunque hay una zona de sombra, ambos están razonable­ mente bien diferenciados. El multiculturalismo es ecuménico y multilingüe, los estudios culturales han surgido como una excrecencia de los departamentos de literatura inglesa (Goldberg 1997: 31). Aquel surge de la fricción entre diversas cultu­ ras y razas; estos emergen (muy al principio de su historia), de contradicciones entre clases. El multiculturalismo tampoco eje­ cuta, casi se diría por definición, el ritual de pertenencia a un movimiento que encuentra su identidad en la evocación proto­ colar de los sucesos de Birmingham. De allí que las nomencla­ turas de propuestas como Estudios Culturales: Reflexiones sobre el m ulticulturalism o de Eduardo Grüner (1998) sean discutibles desde sus mismos títulos.

Genealogías ¿Cómo es la dem ografía de los estudios culturales? ¿Hay abundancia de textos de referencia, o más bien una proliferación de artículos breves y unos pocos proyectos de cierta envergadura? Orígenes y rupturas Si lo primero tuvo que partir de una definición, lo segundo tiene que ser una genealogía: ¿a qué autores evocan los estu­ dios culturales cuando se trata de establecer sus propios oríge­ nes? ¿Es la base histórica de los estudios culturales lo suficien­ temente sólida, clara y distinta para calificar como estrato fundacional, o ella es a su vez derivativa de otras tradiciones? ¿Hay continuidad entre la fundación y sus secuelas, o más bien se percibe una ruptura? Pues bien, si hay algún consenso en el corpus, este consiste en remontar los orígenes del movimiento en la obra de Raymond Williams, E. P. Thompson, Richard Hoggart y Stuart Hall. Junto a la tri- o tetralogía de fundadores, podemos adm itir integran­ do el panteón (pero en un nivel ya un poco más profano) un apostolado del que forman parte algunos autores de obras pre­ cursoras como David Morley, Dorothy Hobson, Paul W illis, D a­ vid Buckingham, Tony Bennett y John Fiske. Este último va a ser, con el tiempo, el que desempeñe el papel de Judas. Algunos se arriesgan a incluir en el corpus a Antonio Gramsci, Louis Althusser y Pierre Bourdieu (Brantlinger 1990: ix; Sardar y Van Loon 1998; Rosaldo 1994: 525). Un poco más y todo el posestructuralismo queda incluido, y de allí a la semiología

hay un solo paso. Las compilaciones de Munns y Rajan (1995) y de Simón During (1997) borran cualquier contraste entre prac­ ticantes, inspiradores, indecisos, independientes e influidos, incluyendo textos de Theodor Adorno y M ax Horkheimer, Marx y Engels, Jacques Lacan, M arshall McLuhan, Roland Barthes, Teresa de Lauretis, Sherry Ortner, Jean-Frangois Lyotard y Armand M attelart. Algunos habían muerto antes que los estu­ dios culturales se hicieran públicos, otros no han tenido co­ mercio con el movimiento, algunos más entran y salen sin de­ masiado fervor militante, y los restantes se espantarían al verse incluidos. La mayor exageración abarcativa viene de James Carey, quien incluye una “ tradición antropológica nortea­ mericana” que se identifica con Clifford G eertz y que se llama­ ría “ciencia cultural” (citado por Graem e Turner 1990: 3). ¿Geertz y sus discípulos hablando de ciencia? Además de que Carey y Turner parecerían no haber profundizado gran cosa en algunas de las corrientes más visibles de los últimos tiem ­ pos, la creencia que posibilita la impunidad de esas observa­ ciones resulta ser el impúdico entimema de que basta con nom­ brar un aporte ajeno para que de inmediato se redefina como capital propio. Como luego veremos con detenimiento, la sim­ ple enumeración de las estrategias o un uso circunstancial de conceptos descontextualizados satisface una integración ima­ ginaria que sólo una detallada elaboración teórica podría re­ solver en la vida real. En efecto, uno de los artificios discursivos más frecuentes entre los promotores de los estudios culturales consiste en atra­ par dentro de las coordenadas del campo autores que taxativa­ mente no pertenecen a él. Dado que el credo rubricado por los culturistas exige, entre otras cosas, la disolución de la autori­ dad académica, en este caso la pertenencia al movimiento de­ bería quedar sistemáticamente desmentida para aquellos que insisten en no participar ya sea de los estudios culturales o del ideario posmoderno que en los últimos tiempos los acompaña. En otras palabras, si se acepta que la ‘autoridad autoral’ de quien escribe tiene su lím ite en lo que los antropólogos llaman el punto de vista nativo, no hay forma de ganar para la causa a quien no m anifiesta de antemano su pertenencia a ella. Sar­ dar y Van Loon (1998: 71-73) insisten, sin embargo, en apro­ piarse del sociológo y antropólogo Pierre Bourdieu, y luego em­ plean un número desusado de páginas (ib id .: 106-115) para

hacer creer que también Edward Said participa de la causa. Gracme Turner, ya que está, se apodera de Michel de Certeau (Turner 1990: 3), quien en vida no sólo no mencionó nunca a los estudios culturales, sino que tampoco tuvo oportunidad de referirse a sus autores representativos aunque más no fuera al pasar. Bourdieu se ha situado expresamente en contra de es­ tas aventuras, en una crispada defensa de las prácticas acadé­ micas y de la sociología como ciencia social, titulada “The scholastic point o f view ” , que es además una invectiva contra el posmodernismo (Bourdieu 1990). Said también se ha m ani­ festado en contrario: ... me citan como uno de los mentores de las nuevas corrientes críticas y sin embargo no me reconozco en este tipo de trabajos. Sucede que ciertas áreas de la teoría literaria, la crítica feminista y la crítica poscolonial están destinadas a un ámbito muy reduci­ do. Y sucede también que hay algunos cambios de enfoque que no comparto en absoluto. (Speranza 1998: 5)

Dialogando nada menos que con Raymond W illiam s en 1986, Edward Said cuestiona frontalmente el estilo de provocación, las bravatas y el tono autoritario que se han adueñado de los estudios culturales, e invita a “sentir fuerte horror ante las ortodoxias sistemáticas o dogmáticas” en las que aquellos par­ ticipan (William s 1989 T1997: 222J). Por añadidura, Cultura e imperialismo, uno de los últimos trabajos de Said, instrumenta una fe renovada en el poder del conocimiento y su incidencia en los procesos de emancipación que es por completo ajena al modelo (Said 1994: 329). Said es claro a ese respecto, una vez más “en absoluto” : En ese sentido, tengo una visión política y social que no coincide con el pensamiento posmoderno, extremadamente localizado, un pensamiento suntuoso que deriva del capitalismo tardío y la globalización de un sistema que fracasa en todo el mundo. ... El pensamiento posmoderno me parece un derroche improductivo que promueve una actitud derrotista con la que no concuerdo en abso­ luto. (Speranza 1998: 6)

Como sea, el CCCS surge en 1964 y es en el discurso inaugu­ ral del centro, pronunciado por Hoggart, donde el término ‘estu­ dios culturales’ hace su primera aparición (Inglis 1993: 130;

Hoggart 1970; Storey 1993: 67). De todas maneras, la historia de los orígenes ha sido narrada tantas veces (incluso en filmes1) que voy a reprim ir aquí la tentación de contarla nuevamente (véanse Tu m er 1990; Brantlinger 1990; Inglis 1993; Storey 1993; Sardar y Van Loon 1998: 24-43). Lo único que agregar es la re­ ferencia al hecho, discretamente amortiguado, de que el CCCS ya no existe como tal. Ya no lo dirigen ni Richard Hoggart, ni Stuart Hall, ni Richard Johnson, sino que a Jorge Larrain lo han sucedido Ann Gray y Michael Green; durante el thatcherismo se lo ha mezclado con el Departamento de Sociología de la uni­ versidad y se llama ahora Department of Cultural Studies. Ya no depende orgánicamente de Arts, sino de Social Sciences. La globalización, o más bien la norteamericanización del instituto nos ha privado con este gesto hasta de la rancia britishness en­ clavada en la primera palabra de su viejo nombre. Si hay algo que diferencia a los estudios ancestrales de los que vinieron después es el intento de elaboración conceptual y metodológica, el esfuerzo por redefinir (ya que no de crear) con­ ceptos, y de fijar sus alcances y valores. En aquellos ese empeño es palpable; en los segundos alcanza con citar a los primeros, o con proponer algunas enmiendas que los demás deberían enca­ rar pero que nunca se llevan efectivamente a cabo. Hay una dife­ rencia abismal entre el esfuerzo y el trabajo de los tres o cuatro fundadores y la mecánica de citas encomilladas con que la masa de los recién llegados cree satisfacer la administración de un marco teórico. N o ten go que ser yo qu ien fu n d a m en te una quiebra irreductible entre la modalidad fundacional y lo que los estu­ dios culturales han venido a ser. Eso está suficientemente tra­ tado y vuelto a tratar de ambos lados de la divisoria. El propio Stuart H all escribía: “No sé qué decir de los estudios cultura­ les norteamericanos. Estoy completamente azorado por eso” (H all 1992: 285). James Carey vuelve a establecer la fractura con toda claridad: El encuentro entre los estudios culturales británicos y el estructuralismo y posestructuralismo francés ha sido, pienso, un episodio profundamente deformante. Cuando se alcanzó la divi­ sión tan bien conocida entre culturalismo y estructuralismo, se tomó el camino equivocado, y el precio fue el abandono del progra­ ma progresista desarrollado por Williams y Hoggart y también la

virtual preclusión de cualquier alianza entre estudios culturales y economía política. (Carey 1997a: 15)

Y también Graeme Turner: La exportación [de los análisis de audiencias] a los Estados Uni­ dos, sin embargo, a un contexto donde la noción de lo popular ocu­ pa un lugar muy diferente en las definiciones culturales dominan­ tes, parece haber exacerbado una expansión ya significativa en el optimismo cultural que estas explicaciones generan; un optimis­ mo que es en última instancia sobre el capitalismo y su tolerancia hacia la resistencia. (1992: 649)

A todas luces, que algunos señalen como causa la mudanza a Norteamérica y otros imputen responsabilidad al surgimiento de modalidades posestructuralistas/posmodemas o textualistas, obedece sencillamente al hecho de que los dos acontecimientos (expansión y posmodernismo) son casi contemporáneos. Su pico de intensidad ocupa los primeros tres o cuatro años de la déca­ da de 1980. La misma inflexión puede observarse en Inglate­ rra: La forma en que [Raymond] Williams concibió inicialmente su pro­ yecto tenía mucho que ver con el trabajo en educación de adultos y con su compromiso en el socialismo y el movimiento pacifista. La gente de Birmingham ... inicialmente se inspiró en esa forma de pensar, y sólo más tarde unos pocos de ellos fueron absorbidos por la tormenta del posestructuralismo francés cuando este barrió las islas británicas. Muchos de los trabajos que se hacen ahora en los estudios cultura'les británicos me da la impresión de que se distri­ buyen entre las formas tempranas de compromiso y las formas ’ tardías de oscuridad. (Ahmad 1997: 52).

En otros apartados investigarem os con mayor detenimiento las corrientes de influencia y los cambios resultantes.

Del linaje am pliado a la sagrada familia En este contexto preciso no tiene ninguna relevancia discu­ tir las propuestas de una sub- o contracorriente de la sociolo­ gía que se dio en llam ar Interaccionismo Simbólico. Lo que sí

es significativo es asomarse a las estrategias integrativas de un interaccionista representativo, pues ya las hemos encon­ trado, idénticas, en las manipulaciones de los partidarios de los estudios culturales en su esfuerzo por acaparar un patri­ monio respetable de precursores. El canon 1890-1932

Empírico/ teórico 1933-50

Transición/ nuevos tex­ tos 1951-62

Crítica/ fermento 1963-70

Etnografía 1971-80

Diversidad/ nueva teoría 1981-90

James 1890

Mead

Gerth y Mills 1953

Garfinkel 1967

Hughes 1971

Perinbanayagam 1985

Cooley 1902

Blumer Faris 1952

Mead 1910

Peirce

Gouldner 1970

Douglas 1976

Habcrmas 1987

Dewey 1922

K arp f

Thomas y Znaniecki 1918-20

Krueger y Reckless 1930

Simmel 1908 Lindesmith y Strauss P arky 1949 Burgees 1921 Conwell y Sutherland Payne Fund 1937 1928 Lee 1949 Zorbaugh 1929 Dollard 1935 Shaw 1930

Goffman 1959 Shibutani 1961

B e c k e r1970 Comienza la Interacción Simbólica 1977

Shils 1961

Rock 1979

Becker et al. 1961

Douglas y Johnson 1977

Reynolds 1990

Rice (comp.) 1931 Blumer 1931

Cuadro 1. Panorama histórico de la Interacción Simbólica. Fases y períodos según Denzin (resumido).

En estas páginas proporciono el inventario de predecesores elaborado por el interaccionista simbólico Norman Denzin, sin que las referencias textuales que incluye hayan sido volcadas en mi bibliografía. Lo verdaderam ente esencial del cuadro pro­ porcionado por Denzin en un texto en el que intenta incluir su movimiento dentro de los estudios culturales, o tal vez mejor subsumir a estos como parte de aquel (Denzin 1992: 9), es que

i ! estudioso no m anifiesta escrúpulos en mencionar como fe del movimiento textos que no guardan con él una relación explícita y que en ocasiones se inscriben en polos opuestos de método, intención e ideología. ¿Qué dirían, por ejemplo, el prag­ matista Charles Peirce (fallecido en 1914), el etnometodólogo Harold Garfinkel2o el neomarxista Jürgen Habermas de verse apiñados en semejante compañía? Así como Denzin logra violentar los hechos y la epistemolo­ gía para remontar la predecesión del Interaccionismo Sim bóli­ co desde fines del siglo pasado hasta las puertas de presente, i los culturistas de fines del milenio gustan remontar su ascen­ dencia hasta la década de 1950, o aun antes, integrando por supuesto a Raymond W illiam s, E. P. Thompson y Richard Hoggart, aunque no sean ellos, ni remotamente, los inspiradores en que uno pensaría al observar la deriva actual del movimiento. Llegados los años noventa, y en pleno triunfo de unos estu­ dios culturales que claramente tienden a otra cosa, los sobrevi­ vientes de aquella etapa pionera no han protestado contra su inclusión, aunque ocasionalmente han marcado algunas dife­ rencias. Estas se refieren, las más de las veces, a las que m e­ dian entre los estudios culturales originarios y la facción ‘norte­ americana’ del movimiento, la que se alega es despolitizada o ideologizada en el sentido incorrecto (Stratton y Ang 1996:361­ 364; Pfister 1996; O’Connor 1996). Pese a las tensiones, un líder indiscutido de la prim era etapa como Stuart H all no re­ chaza ni por un momento desempeñar el rol de patriarca en largas y lisonjeras entrevistas con Lawrence Grossberg, el re­ presentante más puro de los estudios culturales al estilo de Illinois (véase Grossberg 1996b). Para alguien con un pasado de grandeza, pero a las puertas de la jubilación, es una forma de asegurarse un papel no sólo en la Historia, sino también en el futuro. Otros precursores hicieron lo mismo cuando tuvieron oportunidad (W illiam s 1989; Córner 1991). Ser responsables o al menos inspiradores de un m ovimiento tan ubicuo y pode­ roso resulta halagador. Si se hace caso omiso de los detalles fastidiosos, se verá uno promovido al rango de intelectual-influyente-de-nuestro-tiempo y, de paso, se obtendrá de regalo el gigantesco paquete de un movimiento ecuménico que, aunque en general proclama objetivos bastante distintos, por lo menos tiene la virtud de compartir el mismo nombre.

Escritura colectiva y localismo Dejando aparte la obra de los fundadores, que a través de Stuart H all se prolonga hasta la actualidad, los estudios cultu­ rales de los primeros tiempos se manifestaban fundamental­ mente como trabajos colectivos. “La forma cultural caracterís­ tica de los estudios culturales —se dice— es una cierta especie de libro producido colectivamente” (O ’Connor 1996: 188). Aun­ que se finge que ese es el modo de producción usual, la rea­ lidad muestra que la colectivización de la escritura cayó en desuso hace unos buenos quince años. H ay actualmente un cier­ to porcentaje de obras conjuntas a cargo de tres, cuatro y hasta cinco autores, pero en proporciones y con una tasa de persis­ tencia en las asociaciones que alcanzan rangos parecidos a lo que es usual en cualquier otra disciplina. Tampoco hay tantos trabajos colectivos memorables. El patrimonio de colectivos to­ davía legibles atañe a un grupo de temas que casi siempre tie­ nen que ver con personajes, publicaciones y programas televi­ sivos propios de la vida cultural británica (Smith 1975; Hall, C onnell y C urti 1976; C entre for C ontem porary Cultural Studies 1978; 1981; 1982a; 1982b; Women’s Studies Group 1978; Glasgow U niversity M edia Group 1976; 1980; 1982). La socie­ dad que alberga esas manifestaciones culturales, además, es tan acotada, inmediata y consabida que nadie se molesta en hacerla inteligible a los extranjeros: todo Birmingham sabe bien de qué se trata. Sobre el provincianismo de la fase inicial y la colectiva se expiden muchos autores (véase Carey 1997a: 3). En este senti­ do pocos son más elocuentes que Graeme Turner, quien perci­ be (desde Australia) matices diferenciales y signos de exclu­ sión que son ya patentes entre tradiciones de la misma lengua y de parecidos niveles de holganza económica: Los estudios culturales británicos son también resueltamente pa­ rroquiales. La perspectiva consistentemente inglesa (antes que escocesa o galesa, por ejemplo) que se adopta en los estudios cultu­ rales británicos, va a menudo sin reconocimiento y sin disculpas. Lo que se describe aquí es, en alguna medida al menos, un simple anglocentrismo. Así como Gran Bretaña es la única nación que no pone su nombre en las estampillas (dado que ellos las inventaron, presumiblemente, sólo los usuarios subsiguientes necesitan

identificarse) hay un patrón consistente de no nominación en los estudios culturales británicos. Es Popular Culture: The Metro­ politan experience, y no English Popular Culture ; es Televisión technology dnd cultural form, y no Televisión in Britain. Los es­ tudios culturales británicos hablan sin culpa ni cargo de concien­ cia desde el centro de Gran Bretaña y Europa, lugares ambos donde la perspectiva desde los márgenes rara vez se considera. (Turner 1992: 641-642)

Casi lo mismo piensa loan Davies: Buena parte de los escritos británicos han sido tan particularistas que se hace difícil para la mayor parte de la gente establecer co­ nexiones a través de las particularidades y entre ellas. El flujo de la cultura, incluidas las respuestas intelectuales, se pierde en un pensamiento semejante. Los británicos también experimentan pro­ blemas con los detalles, en gran medida porque buena parte del trabajo que se discute como “estudios culturales” es un análisis de segmentos particulares de una cultura mediática específicamente británica, aunque metodológicamente pudiera tener implicaciones mucho más amplias. (Davies 1995: 122)

Y Paul Gilroy: The uses ofliteracy de Richard Hoggart se puede colocar, junto con Making o f the English working class de Thompson y The long revolution de Williams, de tal modo que se forme un triángulo al­ rededor del espacio más bien etnocéntrico, en el cual el desarrollo cultural y la política cultural se configuran como un fenómeno na­ cional exclusivamente inglés. (Gilroy 1998: 77)

Y también Graham Murdock: Aunque los estudios culturales expresamente se propusieron deconstruir esta formación de nación y pueblo, terminaron tra­ bajando dentro de este marco general. Por cierto, gran parte de los trabajos en los estudios culturales británicos puede leerse co­ mo una serie de meditaciones sobre “la condición de Inglaterra”, dedicada a interrogar las ideologías nacionales y a explorar las contraformaciones de clase y, un poco menos, de región. Como consecuencia, tienen hasta ahora muy poco que decir sobre el crecimiento explosivo de la cultura transnacional. (Murdock 1997a: 65)

En pocas partes se percibe con mayor fuerza el localismo dp los estudios como en la gigantesca serie de estudios del Glasgow U niversity M edia Group llamados Bad news (1976), M ore bad news (1980) y Really bad news (1982). El tema del cual se ocu­ pa la trilogía es el de los noticiarios televisivos británicos de la época, de los que se habla fam iliarm ente, como si todo el mun­ do los hubiera visto, o como si a toda la ecumene debiera des­ velarle semejante asunto. Ahora bien, ¿cómo se manifiestan los estudios culturales en la actualidad? L a antropología sociocultural de la primera mi­ tad de siglo se plasmaba a menudo en etnografías extensas^ análogas a novelas. Se llegó a constituir un corpus de algunos cientos de etnografías, a razón de una o más por cada cultura. Puestos a pensar en la variante de escritura antropológica por excelencia, sin duda ese es el modelo. A l lado de las etnografías surgían textos que cada tanto proponían novedades teóricas y metodológicas o narraban la sucesión histórica de las teorías, siempre apoyándose en etnografías que, en los mejores casos, calificaban como teoría y método en acción. En los estudios fal­ ta ese sustento firm e de referencia empírica: las obras inicia­ les son orientadoras y están alimentadas con ejemplos, pero hasta por lo menos 1977 ningún trabajo se asentó en lo que ellos mismos llaman ‘cultura vivida’ sobre la base de una expe­ riencia prolongada de contacto con ella. Si el género por excelencia de los primeros tiempos fue el de los ensayos colectivos, los estudios culturales de la fase diaspórica, en cambio, viven en forma de compilaciones, todas ellas tediosamente iguales entre sí: miles de pequeñas monografías apasionadamente individuales, cada una de las cuales se ago­ ta en media docena de páginas, una infinidad de estudios frag­ m entarios de piezas de una sola cultura o de sus calcos globalizados. A pesar de que ellos mismos se quejan de una supuesta sobreabundancia de teoría, no existe ni un solo gran texto metodológico, ni tampoco hay una retahila de escuelas o estilos teóricos susceptible de historizarse, con la excepción de unos fou n ding fathers que hoy casi todo el mundo admite que tienen poco que ver con lo que vino después (Aronowitz 1995: 320; H all 1996a: passim; O’Connor 1996; Sparks 1996b; Pfister 1996). Aquellos se pueden eslabonar en una narración tem­ poral y coherente, estos se am ontonan en una m ultitud refractaria a cualquier intento de periodización más o menos lineal (p. ej. Graeme Turner 1990: 1 a 225 versus 227 a 229).

A pesar de las frecuentes profesiones de vitalidad, innova­ ción y dinámica, el estilo de los estudios culturales de (diga­ mos) los últimos diez años no es el que se diría propio de un movimiento en la flor de su juventud. El culturismo está v i­ viendo su período barroco, y sobre todo en la literatura teórica feriente se encuentra claramente girando en círculos. Como veremos luego con todo detenimiento, una proporción crecien­ te de figuras de influencia está clamando por una renovación. Es increíble que un campo tan joven, apenas empezando a sa­ borear el goce de su expansión, sienta que tiene que redeñnirse y reformularse para poder seguir. Si los años ochenta fueron la década de mayor impulso, en los noventa desde dentro mismo del movimiento se comienza a percibir que se les ha ido la m a­ no. A menudo se leen advertencias en el sentido de que es ne­ cesario encontrar nuevos puntos de anclaje, siquiera relativos a inestables. Dice Lidia Curti, por ejemplo: De modo que estamos aquí para encontrar una especie de anclaje, para proferir una “verdad” temporaria sobre el estado de las co­ sas, mientras que somos conscientes, mucho más que en el pasa­ do, de la pérdida de centralidad que nuestro rol como intelectuales nos ha conferido, y con ello de la ruptura de las antiguas garantías metodológicas, literarias y filosóficas. (Curti 1992: 134)

Los autores que han dejado de festejar, que son cada vez más, han pasado sin transiciones del júbilo al tono admonitorio; de pronto se advierte que los programas en curso ya no pueden mantenerse. Escribe Graham Murdock: Se está comenzando a formar un conjunto de signos de pregunta ampliamente compartido sobre el futuro de los estudios cultura­ les, a instancias del reconocimiento general de que se ha alcanza­ do una encrucijada y que es hora de arrojar una larga y dura mirada sobre nuestros proyectos y preocupaciones centrales, sobre nues­ tras conceptualizaciones y metodologías preferidas, y sobre las intervenciones que deseamos hacer. (Murdock 1997a: 58)

Martin Barker y Anne Beezer, compiladores de una colec­ ción de estudios culturales de principios de los años noventa, documentan ese mismo im perativo de este modo:

...[LJo que es chocante, al menos para nosotros, es que entre los ensayos aquí reunidos hay temas comunes, preocupaciones recu­ rrentes, lamentos compartidos. Existe la inquietud de que algo se ha perdido en el movimiento contemporáneo de los estudios cultu­ rales. De cualquier modo que lo hayan expresado los colegas, es una preocupación acerca de la desaparición del poder como un con­ cepto central en los estudios culturales. (Barker y Beezer 1992: 18)

Brian Doyle, de la Universidad de Glamorgan, formula esta evaluación: Si es que ha de ir más allá de una instancia puramente escéptica, el Campo requiere una fundamentación en algún sentido de reali­ dad o autenticidad cultural y comunicativa. En el pasado se pen­ saba que la estabilidad del Campo estaba garantizada por una concepción objetiva de las relaciones sociales (a menudo derivada del marxismo) o por una instancia cognitiva o epistemológica sos­ tenida por la Gran Teoría. Más recientemente, la primera ha sido sacudida por sucesos políticos, mientras que la segunda se está viniendo abajo a raíz del asedio posmoderno. (Doyle 1995: 174)

Las corrientes que comparten su espíritu crítico con los es­ tudios culturales, como el m ulticulturalism o y los estudios poscoloniales, experimentan sentimientos parecidos. El rendi­ m ien to d e cre c ien te y la re ite r a c ió n de los argum entos posmodernos pueden tener algo que ver con esta sensación de fatiga. Moore-Gilbert, por ejemplo, considera que existe ...una sospecha de que el “momento” poscolonial se ha ido, o que al menos el ímpetu de otrora en los estudios poscoloniales se ha disi­ pado. Tan tempranamente como en Orientalism, Said había ad­ vertido que el análisis del discurso colonial corría el riesgo de caer en un “sopor” prematuro si no continuaba desarrollándose. En Co­ lonial desire ... Robert Young sugiere que el peligro que había preanunciado Said ya se está materializando. Argumenta que “el análisis del discurso colonial como método y práctica general ha alcanzado una etapa donde se encuentra en peligro de volverse tan malamente anquilosado y reificado en sus estrategias ... como el discurso colonial que estudia”. (Moore-Gilbert 1997: 185)

M oore-Gilbert siente, a pesar de su admiración casi incondi­ cional por ellos, que dos de los autores canónicos del poscolo-

maüsmo más o menos vinculados con los estudios culturales ■Gayatri Spivak y Homi Bhabha) están produciendo textos “de­ cepcionantes” o “reciclados”, y que tienen poco que agregar a lo que ya aportaran en sus producciones de principios de los años noventa. Bhabha, en particular, publicó en sólo dieciocho m e­ ses, entre 1992 y 1994, tres refritos con títulos distintos de su bien conocido ensayo “The Postcolonial and the Postmodern” (Moore-Gilbert 1997: 186-187). Con un pie en cada campo, Stuart Hall, en un ensayo que se titula significativam ente "When was ‘The Post-Colonial?’” (H all 1996c), afirm a que la anquilosis que ahora afecta a la especialidad deriva del fraca­ so de sus practicantes en el proyecto de ser suficientemente interdisciplinarios, y en su falta de capacidad para salirse de un foco de preocupaciones esencialmente literarias e involu­ crarse con disciplinas como la economía y la sociología, en pri­ mer lugar, que están afrontando las operaciones m ateriales y las consecuencias culturales de la globalización de una mane­ ra distinta de lo que se ha tornado habitual en la arena de los estudios poscoloniales (H all 1996c: 258). No se trata sólo de que el mundo haya cambiado y que, a la luz de la globalización de la política y la cultura, el énfasis culturista en lo local pase a ser de golpe un anacronismo. Si cuando surgieron los estudios el problema era el poder y la cultura, ahora que estos dos se han alterado en una escala y por motivos a los que el movimiento no tuvo acceso, el pro­ blema pasan a ser los estudios culturales mismos. Si ahora están buscando puntos de anclaje, fundamentos de autentici­ dad y salidas de la encrucijada es porque ya no hay ni una guía creíble ni un marco de contención. Fuera de los textos funda­ cionales y de la compilación de Grossberg et al. (1992), los es­ tudios culturales no han podido engendrar muchos estudios de referencia consensuados en las dos últimas décadas. Acumu­ lación ha habido, y bastante, pero crecimiento no. En los próxi­ mos apartados de este estudio confío en que quede explicado por qué ha sido así.

Notas

1. Me refiero a Educating Rita, de 1983, dirigida por Lewis Gilbert y con guión de W illy Russell. Aunque en el filme no se hace referencia explícita a

los estudios culturales, el personaje de Julie Walters asiste a una Open University que se parece bastante al CCCS. 2. Insisto en que la etnometodología no es lo mismo que el Interaccionisra Simbólico. En la introducción del libro de Denzin se lee claramente: “Cuando la etnometodología apareció como un fuego en la escena, él [Denzin] procuró, en un artículo controversial en la American Sociological Review, zanjar la brecha entre ella y su propia tradición. Los etnometodólogos rechazaron abrupta y rudamente esta propuesta de matrimonio” (Lem ert 1992: x-xi). Véase también Reynoso 1998: 107-186.

Estudios culturales y disciplinariedad ¿Constituyen los estudios culturales una antidisci­ plina libre, o reproducen los cánones disciplinares de la ciencia normal? ¿Han cumplido los estudios culturales su promesa de apertura, o buscan ins­ taurar alguna clase de ortodoxia?

Los estudios culturales como antidisciplina H aciéndose eco, qu izá sin saberlo siem pre, de la idea sesentista de Jacques Derrida sobre el carácter emancipador de la deconstrucción, los estudios culturales se piensan a sí mismos como la actividad intelectual liberadora por excelen­ cia. Así como Derrida nos quitaba de encima la opresión del logocentrismo saussureano, de lo primero que nos liberarían los estudios culturales no es de la explotación económica o de la manipulación ideológica, sino de la sumisión de los intelec­ tuales a las disciplinas constituidas. Desde las coordenadas de nuestra disciplina, este gesto (aunque sea tan inmotivado como la revuelta derrideana contra el logos) nos perm ite vislumbrar una eventual adopción de los estudios culturales como un mo­ vimiento adicional en una progresión casi hegeliana en la que el investigador es cada vez más soberano: la antropología interpretativa nos perm itió independizarnos de las técnicas abrazando metáforas en lugar de modelos, la posmoderna nos desembarazó de los métodos y las teorías, y ahora los estudios

culturales nos desligan de lo último que queda, a saber, la ins­ titución disciplinaria, ya para este entonces vacía de toda ca­ pacidad de coerción real. Ahora podemos tocar el cielo con las manos, y además hasta nos pagarán por hacerlo. Este sentimiento de liberación se traduce en un trance de festejo permanente; y la consecuencia de este estado es un gra­ do de idealización, glorificación y autolisonja en la autoimagen de la teoría y la práctica de los estudios culturales que no tiene parangón en los registros de ninguna otra disciplina. H ay quie­ nes buscan la clave de su encanto en el propio nombre del movi­ miento: Los “estudios” son provisionales, flexibles, móviles; la provincia de estudiantes iguales, antes que de maestros (o peor aún, de discí­ pulos de disciplinas, y disciplinadores). Quienes aprenden y ense­ ñan de los “estudios” han de tener actitudes de entendimiento y cualidades de corazón y temperamento que van con ellos. (Inglis 1993:227) La independencia disciplinar de los estudios culturales se presenta no como un rasgo contingente, sino como un factor definitorio. Escribe Richard Johnson, miembro por veinte años del plantel formal del CCCS y su tercer director: [...] los estudios culturales no son una disciplina académica, sino un proceso crítico que trabaja entre los espacios de las disciplinas académicas, y sobre las relaciones entre la academia y otros luga­ res políticos. Desde este punto de vista, algo como los estudios cul­ turales necesitaban ser inventados. Ni la crítica literaria, ni la sociología, ni ninguna otra disciplina académica hubieran servido para eso. (Johnson 1997: 452) Johnson no desarrolla (ningún otro autor lo hace) la cues­ tión de cuáles son los títulos que promueven a los estudios cul­ turales como una especie de supersociología de la ciencia, ni las experiencias y los logros que los eximen de la falsa concien­ cia o de las determinaciones contextúales de las que las disci­ plinas convencionales se encuentran prisioneras, como si la mera comprensión de su carácter provisional y relativo pro­ porcionara una clarividencia suplementaria, o fueran sustan­ cia suficiente para formular un orden nuevo. Y como si la re­ ciente conversión de los estudios culturales en una disciplina

;*nd¿mica formal tampoco afectara la superioridad que creen ¡íozar. En actitud parecida, Jan Zita G rover ocupa buena parte le au discusión sobre el S ID A y el trabajo cultural argumen­ tando que ella tuvo que abandonar la academia para encon­ trar la luz (Grover 1992: esp. 235-236). Otros autores también sitúan los estudios culturales al m ar­ ión de las disciplinas y reproducen casi exactamente los m is­ mos ensalmos: [Ni un dominio de objetos de estudio, ni un conjunto de prácticas metodológicas, ni un legado intelectual] convierten a los estudios culturales en una disciplina tradicional. Por cierto los estudios cul­ turales no son meramente interdisciplinarios; a menudo son, como otros han escrito, activa y agresivamente antidisciplinarios, una característica que más o menos asegura una relación permanente­ mente incómoda con las disciplinas académicas. (Nelson et al. 1992: 1- 2 )

Y otros más vuelven a hacerlo. Stratton y Ang: Puede decirse que lo que sostiene la vitalidad intelectual y el dina­ mismo de los estudios culturales es un deseo de transgredir los límites disciplinares establecidos y crear nuevas formas de conoci­ miento y comprensión no atados a esos límites. (Stratton y Ang 1996: 361-362) loan Davies: Los estudios culturales no están en la punta de la pirámide crean­ do una nueva “disciplina” académica: más bien, son una escara­ muza guerrillera contra tales apropiaciones. (Davies 1995: 170) Michael Green, director del ex CCCS: Los estudios culturales no se han convertido en una nueva forma de “disciplina”. ... La relación de los estudios culturales con las disciplinas es más bien una relación de crítica: de su construcción histórica, de sus reclamos, de sus omisiones, y particularmente de las formas de su separación. Al mismo tiempo, una relación crítica con las disciplinas es también una instancia crítica hacia sus for­ mas de producción del conocimiento. (Green 1996: 54) Graeme Tum er:

Sería un error considerar los estudios culturales como una nueva disciplina, o incluso una constelación discreta de disciplinas. Los estudios culturales son un campo interdisciplinario ... que nos ha permitido comprender fenómenos y relaciones que no eran accesi bles a través de las disciplinas existentes. (Turner 1990: 11)

Patrick Brantlinger: Los estudios culturales, dondequiera que hayan surgido, no han sido meramente una nueva clase académica interdisciplinaria, sino un movimiento de coalescencia, una especie de imán que reúne varias teorías que ahora a menudo van bajo el rubro de “teoría” en una síntesis problemática y quizás imposible. Contra la reificación de las disciplinas, en la medida en que estas han sido cada vez más “colonizadas” por esa “razón instrumental” que hace que ellas imiten a las ciencias y que se consideren a sí mismas en tér minos de “consideraciones de marketing”, los estudios culturales juzgan a las humanidades por otros estándares, y particularmen­ te por estándares de “moral” y “racionalidad estética”. ... Pero con­ tra las nuevas formas de teoría radical, los conservadores construyen sus propias defensas “teóricas” del statu quo, o de al­ gún pasado nostálgico caracterizado por la armonía, la simplici­ dad y la autoridad disciplinar. (Brantlinger 1990: 10-11)

Lawrence Grossberg: Como sitio institucional, se reinscribe [a los estudios culturales] en los protocolos académicos y disciplinarios contra los cuales siem­ pre ha luchado. (Grossberg 1996a: 178)

Taieb Benghazi: Los estudios culturales re-inflexionan, re-forman y desestabilizan las distinciones disciplinares tradicionales, porque las fronteras fijas implicarían, como dice Derrida, un dogmatismo crítico. (Benghazi 1995: 171)

E llen Rooney: ... Si los estudios culturales se amoldaran a un formato discipli­ nario ... abandonarían su posición como lectura crítica de las dis­ ciplinas tradicionales y de la disciplinariedad como tal, ... y to­ marían su propio nicho autoritario entre las disciplinas. (Rooney 1996:211)

James Carey: Los estudios culturales ... no representan un punto de vista homo­ géneo: no son un conjunto de proposiciones o métodos que deman­ den consenso universal de aquellos que practican actividad acadé­ mica bajo su estandarte. Hay, sin embargo, unas pocas cosas sobre las que hay acuerdo general. Los estudios culturales surgieron co­ mo una revuelta contra el formalismo y fueron antipositivistas y antifundacionales. (Carey 1997a: 271-272) Para Henri Giroux, David Shumway, Paul Smith y James Sosnoski, las disciplinas trad icion ales están a rb itra ria y herméticamente cerradas tanto entre sí como con respecto a la sociedad que las envuelve. Las interdisciplinariedades con­ vencionales, como los women Studi.es, los black Studies, etc., también presentan fallas, porque al homologar los lím ites en­ tre disciplinas no ofrecen una alternativa al orden jerá rq u i­ co. Ni siquiera estos campos alternativos, aliados potenciales, se salvan de la táctica culturista de tierra arrasada. Lo que se necesita, dicen, es una “praxis contradisciplinaria” , que ayu­ de a construir una “esfera pública oposicional” de intelectuales en resistencia. E l propósito más im portante de la praxis contradisciplinaria es el cambio social radical. En un curiosí­ simo razonamiento henchido de lo que podríamos llam ar ‘reduccionismo académico’, los autores atribuyen a la forma y al contenido de las disciplinas nada menos que la reproducción y la legitimación de la cultura dominante (Giroux et al. 1985: passim). En la misma línea opositiva de Giroux et al. se sitúa un lla­ mamiento de Ellen Rooney para que los estudios culturales lleven a cabo una práctica antidisciplinaria definida por el repetido, y más aún, infinito rechazo de la lógica de las disciplinas y el sujeto universal de la investigación disciplinaria. (Rooney 1996: 214) En fin, la idea de “disciplínate y perecerás” ha sido tan fati­ gada durante todos estos años, que los propios practicantes han tomado conciencia de que ha degenerado en un estereoti­ po. Así lo percibe Ted Striphas, de la Universidad de Carolina del Norte en Chapel Hill:

Los estudios culturales han ganado considerable millaje con esta resistencia más bien remanida a la disciplinariedad. Describo esta ar­ gumentación como “remanida” dado que parece haber sedimenta do en un stock familiar de conocimiento recibido. O, para decirlo menos delicadamente, los estudios culturales han desarrollado al­ go como una “línea”, por así decirlo, en respuesta a la cuestión de la institucionalización, a despecho de su profesado desdén por la respuestas listas para usar. (Striphas 1998a: 459) Como sea, para Grover, Davies, Nelson, Treichler, Grossberg, B rantlinger, Turner, Stratton, Ang, Green, Inglis, Giroux. Shumway, Smith, Sosnoski, Benghazi, Carey y Rooney, en un paroxismo de desprecio sólo comparable al sopor de su reflexividad, las disciplinas están sujetas a constricciones que los estudios culturales por algún motivo inexplicado no experimen­ tan, como si las condiciones de producción de estos fueran neu­ tras y categóricamente no problemáticas, o como si su mirada percibiera matices de significación inaccesibles desde una pers­ pectiva disciplinar, cualquiera sea el marco teórico adoptado. Para el culturista, la vida en el interior de una disciplina pare-’ cería ser hostil al ejercicio del pensamiento útil y hasta del más elemental discernimiento político. Sólo el intelectual in­ dependiente que se define como culturista tiene acceso a las percepciones de la realidad que valen la pena. L la m a la aten ción entonces que m uy pocas veces los culturistas afrontaran la crítica de las disciplinas que habían anunciado. Protestan contra ellas todos los días, cuestionan algún argumento aislado de alguna teoría en particular, pro­ claman que están encerradas en “áreas estrechamente defini­ das” y que producen “expertos alienados, privatizados e incultos" (Piccone 1982: 116). Los promotores de los estudios culturales se creen especialmente pluralistas en contraste con los practi­ cantes de las disciplinariedades constituidas, que estarían su­ jetos a credos monolíticos: una creencia que se desmiente apenas se contrastan, por ejemplo, las ¿cuatro o cinco? definiciones culturistas de ‘cultura’ con las doscientas o más variedades que el concepto ha conocido en la antropología. M enser y Aronowitz afirman también que los estudios culturales “investigan las condiciones a partir de las cuales [las disciplinas] estable­ cen sus cuestiones, temas, métodos y objetos” (M enser y Aronow itz 1998: 39). Pero esto no es ni remotamente verdad. Como

Iu empezar las cosas se complican. Tras varios años de darle vueltas al asunto, los culturistas todavía no han podido deter­ minar verdaderamente lo que sucede. Y mucho menos han po­ dido establecer por qué. Más preocupante todavía es que el concepto, “sin que se haya teorizado exactamente lo que es y cómo trabaja” , no se usa sólo como un señalador de correspondencias sino también “como relación de no correspondencia y contradicción” (Slack 1996: 117), o como algo que conecta no sólo cosas similares sino enti­ dades diferentes (H all 1980: 325). Esto es lo mismo que postu­ lar que el concepto no sólo es polivalente más allá de toda medida razonable, sino que puede ser usado para implicar cual­ quier clase de relación o falta de relación entre entidades uni­ tarias o plurales, reales e im aginarias, y ya sea parecidas, homologas, heteróclitas, independientes, distintas u opuestas. Basta ya de esto: si este dislate es signo de sofisticación, será más productivo optar por cualquier clase de brutalidad tradi­ cional. En contraste con este caos, promulgar cualquier forma de determinismo estrecho constituiría un progreso; por lo m e­ nos estaría proponiendo algo más o menos susceptible de veri­ ficarse.

Metáforas y je rg a Recientemente tanto críticos como adeptos han elevado re­ clamos por la creciente utilización de jerga figu rativa y sin­ taxis en red a d a c a r a c te rís tic a de la ú ltim a d éca d a del movimiento (H ow e 1994: 40). El uso indiscriminado de após­ trofos alrededor de palabras estratégicas, que parecería que­ rer comunicar referencias a significados complejos y expandidos (ocultos para todos excepto para el autor y su lector astuto), ha producido “una literatura de creciente opacidad y una claridad cada vez menor” (Ferguson y Golding 1997: xxi). El ejemplo más acabado de encom illado incontinente, com pendiando sarcasmos, guiños, baladronadas, dobles sentidos y significa­ ciones múltiples suele darse, casualmente, cuando convergen las formas fuertes del pensamiento posmoderno con las formas débiles del marxismo. Véase por ejemplo, el ilegible artículo de Dick Hebdige (1996), o el imposible prim er capítulo del libro de Patrick Brantlinger (1990: 1-33), donde las sucesivas in­

crustaciones de citas de citas generan frases cada vez más am dadas y adiposas. Una escritura semejante cristaliza lo que el culturista Paddy Whannel dijera alguna vez de la semiótica: un discurso que nos dice lo que ya sabemos, en un lenguaje que nadie puede comprender (citado por Seiter 1992: 1). Algunos de los acólitos ya han comenzado a protestar contra los innu­ merables escritos imbuidos de posmodernismo, “adornados con paréntesis y guiones aparentemente obligatorios, y primoro­ samente titulados mediante torturados juegos de palabras” (Downing 1997: 188). Incluso Stuart H all protesta contra la “torpeza” y “falta de fluidez” de este lenguaje, remontándolo al influjo de la teorización francesa de los años setenta: Absolutamente, [se trata de] torpeza. C lifford Geertz, el antropólogo norteamericano habla de “descripción densa”; pien­ so que [esto] es “teorización densa”. Intelectualmente existe un problema cultural con esta clase de trabajo teórico. ... En los años setenta hay una especie de diluvio teórico, en el cual, debido a que es tan difícil pensar indígenamente dentro de la lengua in­ glesa en esa clase de nivel conceptual, lo que hace la gente es parodiarlo. Intentan hacer juegos franceses de palabras en in­ glés, lo que absolutam ente me pone loco. Hablan sobre significantes deslizantes, juegos de palabras que se deslizan; ha habido un montón de buen trabajo que finaliza en juegos de pala­ bras deslizantes que sólo logran constituir una especie de franglés. (Hall en Bromley 1995: 668-669) Pero los practicantes de los estudios culturales indudable­ mente se han acostumbrado al uso de un lenguaje turbio. Como surge de las discusiones verbales que están documentadas en la megaconferencia de Illinois (Grossberg et al. 1992), lo ha­ blan con envidiable fluidez; lo cual no significa, empero, que ese discurso resulte siempre de veras sustancial. P fister carac­ teriza muy bien tal estado de cosas: Un estilo de escritura llamativo y a menudo poderoso ha surgido en la era académica de los estudios culturales: un estilo que puede ser claro, seductor, conversacional y público, y sin embargo teórico o técnico para el no iniciado cuando de repente las “coyunturas”, las “negociaciones”, las “intervenciones” y las “interrogaciones” se sueltan en frases con poco o ningún esfuerzo por definirlas y sin ningún cambio en el tono. (Pfister 1996: 295)

Esta misma cita nos sirve para efectuar la transición entre el señalamiento de un lenguaje analítico peculiar y el examen de su degradación en un acervo metafórico. H ay metáforas afortuñadas y otras que no lo son. El mismo P fister (loe. cit.) seña­ la que la ‘intervención’ evoca los comandos militaristas, las fuer­ zas de tareas del Mundo Libre ejecutando su idea del orden, mientras que las ‘interrogaciones’ rem iten al tratam iento de los subversivos que se han tomado prisioneros. En últim a ins­ tancia, algo que está más cerca de la violencia que de la per­ suasión: compórtate bien, que los culturistas te vigilan. Pero el problema no es tanto de corrección política como de valor epis­ temológico. Con el tiempo, las metáforas han devenido para los culturistas la única clase de recurso analítico existente. Lo que debería ser una herram ienta de esclarecimiento, se ha transformado en una madeja de expresiones sugerentes en que conviven especies muy distintas de analogías, imágenes y si­ mulacros. Norm a Schulman documenta al mismo tiempo el hermetismo de este lenguaje y su estandarización: Señalar la diversidad del CCCS no es lo mismo que decir que quie­ nes están fuera de él no lo perciben, al menos algunas veces, como propendiendo hacia un punto de vista contundente, incluso monolítico, que reposa en un grupo de conceptos y términos alta­ mente especializados que pueden ser relativamente opacos a los usuarios ordinarios de la lengua inglesa. ... A pesar del deseo de que los estudios culturales permanecieran fluidos, “eclécticos” y “relativamente abiertos”, ellos pueden tender ( al menos desde la perspectiva de alguien ajeno al grupo) a adoptar una forma mo­ nolítica, debido en parte a su terminología esotérica y en parte a la propensión general de los académicos a institucionalizar las inno­ vaciones. (Schulman 1992: s/ref.)

Examinemos algunos ejemplos de ese esoterismo, que siem­ pre procuraré que se refieran a puntos esenciales de la postura culturista. Para empezar, loan Davies, profesora de Pensamien­ to Social y Político en la Universidad de York en Canadá, nos ofrece esta semblanza de corrientes teóricas y filosóficas que parecería ser más el engendro de un sueño ácido que una ex­ presión analítica: En última instancia el estructuralista, dado que él o ella se refiere al lenguaje, tiene que ver con la sensualidad y la textura de las

relaciones. M ie n tra s la fenomenología, porque tiene que ver con los placeres perdidos, desespera de los otros fallidos (lugares, gen­ te, situaciones), el estructuralismo tiene que ver con el toque del aquí y lo inmediato. El estructuralismo está directamente relacio­ nado con la poesía como la voz creativa de la humanidad Imán (woman) kind], y la fenomenología con la música como un reclamo de posteridad. (Davies 1995: 97)

Nótese que en esta locución las implicaciones aparentes no tienen que ver con ninguna clase conocida de condicionalidad lógica, y que los contrastes comparativos no están articulados sobre un mismo criterio. Los verbos son imprecisos y antropo­ morfos, los sustantivos abstractos: una corriente filosófica des­ espera por culpa de lugares que fallaron, la inmediatez es capaz de tocar, la posteridad reclama. Poner la cita en su contexto no sirve de mucho, porque casi todos los actantes de la expresión (la fenomenología, la música, los enigmáticos placeres perdidos) aparecen de repente, sin ninguna conexión con lo que antecede o con lo que seguirá en el texto. ¿Pueden creer que todo el libro es así? ¿Ayuda en algo saber que otros autores, incluso algunos culturistas, califican esta patafísica como un retozo de “piruetas perspicaces que no significan nada” (Chaney 1997: 357), mien­ tras que otros, como Jim McGuigan, saludan la publicación en su contratapa como una contribución cardinal? Por lo menos en el caso de Davies hay algunos que advierten que algo anda mal. Homi Bhabha, profesor de Inglés de la Universidad de Sussex, es en cambio una autoridad respetada en m ateria de poscolonialismo que se expresa en un idioma poslacaniano aun más impenetrable: Es la ambivalencia y la liminalidad puesta en acto en el presente enunciativo de la articulación humana ... lo que resulta en los sig­ nos y símbolos de la diferencia cultural que son conjugados (no conjuntados o complementados) a través de la temporalidad inte­ ractiva de la significación. Esto produce ese objeto de la contem­ poraneidad, el deseo político posmodemo, que Hall llama “clausu­ ra arbitraria”, como el significante. Pero esta clausura arbitraria es también el espacio cultural para abrir nuevas formas de agen­ cia e identificación que confunden las temporalidades históricas, confunden los significados sentenciosos, continuistas, traumatiza la tradición, y puede incluso tornar contingentes a las comunida­ des. El ritmo de tambor africano sincopando el posmodernismo

norteamericano, la lógica arbitraria pero estratégica de la política, el espacio m aterial del cuerpo: estos momentos desafían la linealidad de la pedagogía y la sentenciosidad de la agencia racio­ nalista. ¿Por qué la metáfora lingüística habla la afectividad de la política de la diferencia cultural? ¿Qué forma de agencia cultural es accesible a la heterogeneidad y a la clausura arbitraria? ¿Qué lección de la escritura de la cultura se habla a través de la inscrip­ ción afectiva en el punto de la enunciación humana? (Bhabha 1992: 58-59)

Si no entendieron gran cosa no se amilanen. En la discusión subsiguiente, Fred Pfeil, un miembro del público, le comunicó a Bhabha que él tam bién había encontrado su ponencia prohibitivamente difícil. En un gesto que el antropólogo Bruce Knauft (1996: 82) considera signo de “una inquietante actitud dé engreimiento autoral” alimentado por el ethos posmoderno, Bhabha respondió así a Pfeil: No me puedo disculpar por el hecho de que usted encontrara mi ponencia completamente impenetrable. Lo hice muy consciente­ mente. Tuve un problema, y lo elaboré. Y si unos pocos captan lo que he dicho o algo de lo que estoy diciendo, estoy satisfecho. (Gross­ berg et al. 1992: 67)

Esta vez Bhabha se expresa con transparencia meridiana: sú respuesta connota ‘soy demasiado listo para usted, y ni si­ quiera lo lam ento’. Como sea, Hom i Bhabha había anunciado previamente, desde la posición de los que han sufrido la sen­ tencia de la historia (que en inglés también es ‘la oración’ de la historia), que el posmodernismo nos fuerza a pensar fuera de la certidumbre de la frase. Y estima que esa coacción es uno de los rasgos saludables del posmodernismo. Ahora bien, está muy claro que Bhabha es posmoderno, y que por ello le inspira sim­ patía todo lo que se aparte de la sentenciosidad (que también tiene el sentido de enunciación de frases) del racionalismo. Pero a pesar de truismos como la ‘enunciación humana’ y la ‘m etáfo­ ra lingüística’, yo sigo percibiendo sólo frases, inevitablem ente lineales, sólo que bastante más petulantes y figurativas que en el común del pensamiento racionalista. Oraciones cómpli­ ces que, por más dosis de lacanismo sincopado que se inyecten, no llegan a definir jam ás cómo es posible expresar pensamien­

tos de otra manera que no sea a través de frases (pues de eso aparentem ente se trata). Por un lado se nos invita a conside­ rar que toda realidad es discursiva; por el otro, se insinúa que el pensamiento posmoderno excede las capacidades del discur­ so mismo, como si pudiera m anifestarse de otra forma que no sea a través del habla o la escritura. Esta gente es la misma que pretende que el positivismo peca de desmesura. Por desdicha estos estilos de desvarío no constituyen casos aislados. Ferguson y Golding se preguntan qué puede hacer uno con la afirmación de Grossberg que dice que “las prácticas culturales son lugares donde se articulan una multiplicidad de fuerzas (determinaciones y efectos)” . Si hubieran continuado leyendo la definición de Grossberg su desconcierto sería aun mayor, pues para esta im portante figura de los estudios cultu­ rales las prácticas culturales son además “el punto de inter­ sección y negociación de clases radicalm ente diferentes de vectores de determinación, incluyendo vectores materiales, a fe c tiv o s , lib id in a le s , sem ióticos, sem án ticos, e tc é te ra ” (Grossberg 1997a: 22). Con casi veinte años de docencia en teo­ ría lingüística, no me puedo im aginar qué actividad humana o qué cosa en el universo animal, vegetal o m ineral podría califi­ car como un “vector semántico”. Pero eso no es nada. Conside­ ren esta otra expresión: No hay correlaciones simples y necesarias entre, por ejemplo, las identidades culturales y las posiciones del sujeto ... y los lugares económicos y políticos y la agencia. ... Los individuos deben ser ganados o articulados en esas posiciones. (Grossberg 1992: 127)

Cuando John Downing topó con esta argumentación, no pudo menos que estallar, atónito: “¿Qué significa esto?” (Downing 1997: 192). Yo me preguntaría también qué quiso decir el aus­ traliano Tony Bennett en una observación topológica muy pa­ recida que introdujo en una discusión con Kobena Mercer: Para Mouffe y Laclau la constitución de las posiciones imagina­ rias a través de las articulaciones discursivas constituye la esfera de lo social tout court. De aquí que, para ellos, lo social no tiene positividad independientemente de la construcción de identidades relaciónales y posiciones del sujeto a través de diferentes prácti­ cas articulatorias. (Grossberg et al. 1992: 441)

El problema es que esta suerte de reificaciones metafóricas, ,-on una profusión alucinada de entidades ideales que se “cons­ truyen” o “constituyen” discursivam ente, para luego “a rti­ cularse” o “tomar posición” en una geometría también discursiva le “espacios”, “esferas” , “lugares” y “campos” , no es sólo una patología reciente de un impulso que supo ser más puro. N o se trata de un puñado solitario de posmos que se han habituado a -segregar esta jerga marciana como un discurso natural que además se jacta de ser activista, no académico y de situarse junto al pueblo. También las fuentes están contaminadas. Ferijuson y Golding escriben: Tomemos un texto importante como Policing íhe crisis (Hall et al. 1978), uno de los trabajos británicos tempranos más creativos e incisivos y todavía uno de los textos más citados de los estudios j culturales. ... Casi cualquier selección al azar revela una depen­ dencia de análisis por metáfora destinado a hacer sonar campa­ nas de alarma en la mente del historiador o sociólogo que los lea. ¿Se puede depender realmente de invocaciones al “espíritu de los tiempos” (ibid.: 237) como explanandum histórico o materialista? ¿Qué se supone que debemos hacer con la aparición repetida de nombres abstractos como sujetos de oración, y por tanto como los sujetos aparentes de la historia? “El liberalismo intelectual tiró la esponja sin dar una pelea” (ibid.: 242). Uno busca de inmediato saber quién, cómo, cuándo. “La contracultura se orientó ... contra las superestructuras del capitalismo moderno. ... Ella demanda­ ba, sobre todo, una revolución en las conciencias” (ibid.: 254) ¿Quién es esa “ella” que hacía la demanda? (Ferguson y Golding 1997: xxii) Otras infortunadas frases de H all podrían incluirse como testimonio de los mismos hábitos. Apréciese por ejemplo este nudo: Uno tiene que ver la forma en que una variedad de grupos sociales penetran en una especie de fuerza política o social, o la constitu­ yen por un tiempo, en parte por el hecho de verse a sí mismos reflejados como una fuerza unificada en la ideología que los consti­ tuye. (Hall en Grossberg 1996b: 144) Tal vez pocos de nosotros podamos escapar indemnes de una exposición selectiva similar. Es fácil sacar de contexto y dar

una impresión equivocada de un texto valioso. Pero los estu­ dios culturales van más lejos de lo usual en estos imprecisos an álisis por m etáfora, sin detenerse a reflexio n a r en las disonancias interpretativas que acarrean y en los mundos her­ méticos que terminan construyendo. Por otra parte, he sido escrupuloso en la selección de las frases que proporciono como ejemplo: no hay en ellas deixis, ni catáforas, ni anáforas que rem itan a su entorno discursivo, de modo que deberían ser inteligibles aun arrancadas de su trama original. Y es palma­ rio que no lo son. Este lenguaje opaco tampoco tiene mucho que ver con el com­ promiso que el culturismo dice tener con otras audiencias, fue­ ra de los demás expertos en el campo. “Los intelectuales en resistencia” , decían Giroux, Shumway, Smith y Sosnoski, “de­ ben legitim ar la noción de escribir críticas y libros para el pú­ blico en general” (Giroux et al. 1985: 484). N i los estudios cul­ turales están cumpliendo este programa, ni se han preocupado por investigar el problema de la recepción de sus propios escri­ tos oraculares en cualquier audiencia imaginable. Mucho me­ nos han examinado cuáles pueden haber sido las fuerzas y los procesos que hicieron que un programa pedagógico compro­ metido con el pueblo degenerara en un código iniciático seme­ jante. N o me convence en absoluto la defensa que los culturistas han intentado hacer de sus galimatías, que ellos entienden como manifestación de lo que llaman “rigor teórico” . El hecho mismo de que esta defensa exista y se m anifieste denota que los pro­ pios actores admiten, en prim er lugar, que efectivam ente ha­ blan en jerga. ¿En qué consiste la justificación? Una vez más se echa la culpa a los críticos. Stephan Collini, por ejemplo, en su positiva revisión de la compilación culturista de M orley y Chen (1996) señala que las críticas hechas a los usos lingüís­ ticos que pueblan ese libro transparentan “una resistencia pere­ zosa a nuevas formas de pensar” ; para Collini esas acusaciones contra el culturismo, característica de los artículos de la pren­ sa escrita, serían “nada más que las pequeñas armas de fuego de los gendarmes del periodismo, apuntando a académicos sos­ pechosos de colonizar las tierras ancestrales del lector común” (Collini 1996). David M orley se apresura a rubricar su acuerdo con Collini, pues según él “el precio del rigor disciplinar es una cierta dificultad del lenguaje académico” (M orley 1998a: 478).

Discrepo con todo esto: no encuentro en esta jerigonza nin­ guna clase de verdadera dificultad, rigor teórico o forma de pensar innovadora. Sólo hay aquí un arrebato de abstracciones inexpertas, casi ideográficas en vez de analíticas, que apenas disimulan un tejido de postulados de sentido común del tipo “todo-tiene-que-ver-con-todo” o “el-posmodernismo-es-magnífico”. M ientras tanto, no se han elaborado definiciones precisas para el correspondiente análisis cualitativo, ni establecido las especificaciones dimensionales que perm itan ponderar la m ag­ nitud de los “vectores” , o determ inar las coordenadas y la sig­ nificación de las “posiciones im aginarias a través de las articu­ laciones discursivas”, sea eso lo que fuere. N o satisfechos estos requerimientos, el vocabulario engolado del culturismo no es un nomenclador riguroso, sino, estrictamente, una ostentación de palabrería oscura. Llam arlo un vocabulario es todavía una indulgencia: las nomenclaturas técnicas deben ser por lo m e­ nos estables, y esta jerga cambia con el viento.

Métodos e hipótesis A sí como no se hacen cuestiones por esas abstracciones desbocadas, los estudios culturales tampoco reflexionan sobre el carácter hipotético de las demostraciones que prodigan. ‘H i­ pótesis’ sería, en este contexto, una idea reminiscente de lógi­ cas, implicaciones y razón. En muy pocos casos los autores de­ finen como su propósito la puesta a prueba de una hipótesis. En el corpus casi no hay hipótesis: todo es asertivo. Signe Howell contrasta de este modo el estilo antropológico y el culturista en m ateria de estilos de aserción: Se puede decir que [la antropología] sufre un ataque severo de timidez. Esto denota mal sentido de la oportunidad en vista del interés que otras disciplinas muestran hacia ella. En contraste, los adherentes de los estudios culturales no sufren inhibiciones similares. Su estilo de escritura es estridente y autoconfiado. Don­ de los antropólogos adelantarían una sugerencia tentativa, la mayoría de los teóricos de los estudios culturales realizan aseve­ raciones vigorosas. (Howell 1997: 116)

Hasta donde he podido investigar, el único ejercicio de pues­ ta a prueba de hipótesis que existe en el culturismo es el traba­

jo que David M orley realizó a partir de la década de 1970 en varios libros sucesivos. Una personalidad diferente del común de los culturistas, M orley se especializaba por aquel entonces en diseñar protocolos formales para la investigación etnográfi­ ca de audiencias; fue también uno de los pocos que conocían de prim era mano la teorización sem iológica francesa (M orley 1974). Incidentalm ente, el consenso actual considera que M orley no fue capaz de demostrar sus hipótesis (Turner 1990: 131-136; Jancovich 1992: 143-146; Grossberg 1997a: 118-119, 162). Algunos, como Rosalind Brunt y M artin Jordin, han echa­ do la culpa de ello a su diseño ‘positivista’ de investigación (M cGuigan 1992: 134). En el im aginario culturista, por lo vis­ to, alcanza con precisar un poco la term inología y encuadrar la demostración a realizar como la puesta a prueba de una hipó­ tesis para quedar rotulado como positivista. No importa que un modelo sea productivo o consistente; si es sospechoso de positivismo, eso ya lo torna suficientemente vituperable. Al excluir las hipótesis, los estudios culturales probablemente sienten que son más libres y menos académicos, pero no por ello renuncian a ejercer alguna clase no analizada de demos­ tración. A l no tener la indagación culturista carácter hipotéti­ co ni inscripción disciplinar, no queda tampoco ningún residuo de hipótesis no confutadas que pueda acumularse para formar eventualm ente algo así como el fondo del conocimiento público de la especialidad en un momento dado. Asimismo, tampoco he podido encontrar ninguna discusión respecto de que los estu­ dios culturales deban o no concebirse como ciencia; es como si esta cuestión en particular estuviera reprimida, o no se consi­ derara fundamental discutir el asunto. Según se deduce de la bibliografía citada, el trabajo que se está leyendo ahora se construyó sobre el examen de una pro­ porción significativa de la literatura emanada de los estudios culturales. No hay en toda esta muestra, bastante representa­ tiva del repertorio usual, ni asomo de método ni de teoría en el sentido riguroso de la palabra, fuera de las acostumbradas tem­ pestades de jerga. Puedo estar de acuerdo con algunos de los enunciados, y de hecho lo estoy; puedo gozar la lectura de mu­ chos estudios, y en verdad hay unos cuantos que me han resul­ tado fascinantes por su escenificación de los hechos sustantivos. Pero la falta de método y teoría es evidente: ni las aserciones de carácter analítico tipifican como operadores de alguna me­

todología, ni se han desarrollado junto con norm ativas operaeionales capaces de m apear una realidad determ inada en un conjunto de conceptos. A menos, por supuesto, que se tome en serio la teoría de la articulación. Una contradicción mayor aún que la que negaba la existen­ cia de estrategias primero para encontrar de inmediato que las estrategias a la mano eran maravillosas, aparece cuando los culturistas manifiestan oponerse a cualquier form a de nor­ mativa y se ufanan a renglón seguido de la abundancia de métodos disponibles (M cRobbie 1992: 722; Turner 1990: 87). Entiéndase bien esto: mal que nos pese, un método debe ser norm ativo; la palabra significa exactamente eso, un conjunto sistemático de pautas a las que atenerse. N o puede haber m é­ todo allí donde no se regim enta el procedimiento por seguir para quien pretenda replicar un hallazgo, no se reflexiona so­ bre los pasos que se han dado para llegar a él, o sólo se desplie­ gan contextos de descubrimiento, sin sentar las bases para un contexto de justificación. Los estudios culturales encuentran no obstante la manera de im aginarse como si estuvieran en la vanguardia de la lucha contra la autoridad intelectual y la con­ ducta prescriptiva, pretendiendo al mismo tiem po que ellos mismos están atestados de refinadas riquezas metodológicas. Desgraciadamente, no existe sobre la faz de la tierra un solo manual que analice los métodos y conceptos analíticos creados por los estudios culturales y que enseñe la forma de volverlos a aplicar. Cuando encontré un capítulo de Fred Inglis que se ti­ tulaba “How to do Cultural Studies” (Inglis 1993: 227-248) al­ bergué cierta ilusión de encontrar al fin una reflexión heurística. Pero sólo se trataba de una manera de decir: lo que encontré fue apenas una fórmula para no dejarse atrapar en la disciplinariedad, no confiar en la ciencia y no salirse de la senda de la correción política. La receta conclusiva, con énfasis en los valo­ res, reza así: Encontrar un valor; darle una historia; examinar lo que puede hacerse con él a los propósitos humanos. Sean cuidadosos; expre­ sen todas las simpatías que sientan; odien lo que sea odioso; sean buenos. (Inglis 1993: 240).

Inglis nos advierte que ha enunciado su program a con leve­ dad. Sí, sin duda campea aquí un espíritu de chacota. El pro­

blema es que, en cuanto a los métodos concierne, a los cultu ristas se les ha tornado impracticable decir algo en serio. Los dos únicos libros que alegan referirse a la metodología culturista son Researching culture de Pertti Alasuutari (1995 y C u ltu ra l methodologies, editado por Jim McGuigan (1997b El tono general de ambos es o bien de reminiscencia historiográfica, o de propuesta programática. El primer libro es de exce­ lente nivel, pero abreva en formas más o menos tradicionales de análisis conversacional, historias de vida, survey research, métodos estadísticos, tipologías y comparación transcultural procedentes de diversas disciplinas, sin ninguna marca pecu­ liar que tenga que ver con los procedimientos comunes en los estudios culturales, ni referencias a análisis culturistas ejem­ plares que encarnen una realización óptima de alguno de esos métodos. El segundo texto habla generosamente de cuestiones teóri­ cas de variado interés; pero en ningún momento despliega en forma sistemática algo que tenga que ver con metodología, cual­ quiera sea Id definición que se acepte del término. En esta com­ pilación Douglas K ellner im agina lo bueno que sería que los estudios culturales olviden su actitud de beligerancia para con la teoría crítica de la escuela de Frankfurt; a continuación, Tony Bennett copia un capítulo entero de su libro Culture (Bennett 1998) para proponer que la disciplina adopte un sesgo más prag­ mático; luego Ann Gray evoca algunos cruzamientos entre cul­ turismo y teoría feminista; M artin Lee comenta un poco de geografía cultural; y finalm ente Graham Murdock corona el volumen con este enunciado futurista que sintetiza el tono y los contenidos de la única experiencia supuestamente me­ todológica de los estudios culturales: Si el análisis cultural ha de proporcionar descripciones densas de la construcción contemporánea de significados, y elaboraciones convincentes de las fuerzas que la re-forman, debe no sólo recupe­ rar un compromiso reflexivo aceptable con la etnografía extendi­ da; también debe reconectar sus preocupaciones hacia el análisis crítico a través de todo el ámbito de las ciencias sociales, incluyen­ do áreas que previamente ha considerado marginales o irrelevan­ tes. (Murdock 1997b: 191)

Sí, sin duda está muy bien preocuparse por mejorar la capa­ cidad crítica o buscar la forma de expandir los horizontes. Pero

u,i e n u n c i a d o metodológico no debería decir sólo lo que habría que hacer, sino, más fundamentalmente, cómo hay que hacer­ la ¿Dónde está aquí la metodología? Si examinamos cualquier programa académico de estudios culturales, comprobaremos que ninguno incluye siquiera las mas elementales nociones de epistemología y metodología. Este es por ejemplo el esquema de la carrera de estudios culturales en la Universidad de Davis (N ew ton et al. 1998: 557): • Teorías, Historias y Prácticas de Estudios Culturales • Estudios en Tradiciones Teóricas • Introducción a la Teoría Crítica • La Práctica de los Estudios Culturales • Seminario de Investigación • Investigación D irigida • Coloquio de Estudios Culturales • Investigación Los cursos recomendados adicionales (Escritura etnográfica; Género, identidad y sujeto; Estudios en las retóricas de la cul­ tura; Género y comedia; Relaciones étnicas; Interpretando el significado social, etc.) reafirm an el carácter de orfandad metodológica del movimiento sin plantearse tampoco una crí­ tica formal de la metodología o la epistemología disciplinares, y sin asomarse a la cuestión para tener una idea aunque sea negadora, pero fundamentada. Tal como lo hemos verificado en el muestreo que hicimos pocas páginas atrás, tampoco es posible destilar principios más o menos uniformes de metodología a partir de las investiga­ ciones empíricas, fuera del uso de técnicas analíticas o de al­ macenes terminológicos que siempre se originan en otra parte. Se argumentará que semejante academicismo violaría el prin­ cipio Zen de abstención metodológica que los culturistas han decidido imponerse. Pero los mal pensados seguiríamos sos­ pechando que la verdad es que no hay en absoluto métodos de los cuales hablar, aparte de la retórica mecánica que se percibe en todas partes. Se participe o no de la premisa de que los estudios cultura­ les son metodológicamente virtuosos, lo cierto es que aquellos practicantes de disciplinas convencionales que carecen de la im aginación y el entrenam iento necesarios para articular

investigaciones empíricas con métodos o marcos teóricos, t S nen ahora la coartada de inscribir lo que hacen en la nu e^ corriente para estar perfectamente al día y resolver todos lojl problemas metodológicos sin hacer gran cosa. Sólo tendrán qu(l desplegar, una vez más, el m etarrelato de las articulaciones! entre la cultura popular y la antidisciplina comprometida, afir! mando siempre que se pueda, venga o no al caso, que aquell? ■ es compleja y esta es sofisticada. Les alcanzará renombrar cual , quier relación en términos de articulaciones y oscurecer la jer ga para hacer creer que no sólo han esclarecido cómo funciona el mundo, sino también cuál ha sido el proceso mediante el cual una realidad cualquiera se ha constituido como tal. En el mismo acto de transubstanciación podrán acceder también, como si fuera poco, al logro de una legitimación instantánea, a un buen negocio y a una posición invulnerable, o por lo menos tenazmente defendida por miles de acólitos. Ante cualquier re­ proche metodológico, pueden alegar, como ya lo han hecho tan­ tas veces, que no es posible medir ciencia tradicional y estu­ dios culturales con la misma vara. De ahora en más las reglas del juego son otras. Y no se recuerda, en toda la historia de la imaginación sociocultural, otras que hayan sido más fáciles.

Notas 1. E n cod in g /decoding, hegem onía, placer, articulación, etnografía, deconstrucción, ideología, habitus, posición “negociada”, posición “oposicional”, lectura “preferida”. No son muchos, más si tenemos en cuenta que los tres últimos están casi en desuso y el primero de todos sólo tiene hoy un interés histórico. 2. Cualquier artículo de Lawrence Grossberg o Graeme Turner, o los li­ bros de Sardar y Van Loon (1998), Inglis (1993: 227-248) o Storey (1993) servirán para aventar la sospecha de que yo esté exagerando. 3. Podría escribirse más de un libro sobre las debilidades en el uso de técnicas analíticas ‘semiológicas’ en los estudios culturales. Por lo general, los textos de referencia se basan en aplicaciones contingentes de ideas que remiten a teorías sígnicas mal delimitadas, mezclan autores y escuelas in­ compatibles, insinúan patrones genéricos a partir de un número exiguo de observaciones efectivas, y perciben dimensiones semánticas, regímenes prag­ máticos o tramas ideológicas donde, en el mejor de los casos, no hay más que un puñado de indicios sintácticos (véase Córner 1985 para una crítica de la decodificación culturista). 4. En la Argentina, Héctor Agosti ya había editado gran parte de la obra de Gramsci a fines de la década de 1950. Tanto Agosti como el sociólogo Juan

■'.irlos Portantiero utilizaron ese fondo editorial con una solvencia de manei bibliográfico y una capacidad de lectura política que ningún practicante •k-. estudios culturales igualó jamás (véanse Néstor Kohan, “Profecías de la .'•Tr. Clarín, Suplemento C ultu ra y N a ción , 13-2-2000, p. 10; J. C. Portantiero, Los usos de Gramsci, Buenos Aires, Grijalbo, 1999; Gramsci L9S1V ■V El signo —> representa “a través de”.

Estudios culturales y posmodernismo ¿Son re a lm e n te los e stu d io s c u ltu ra le s u n a s u p e r a ­ ción d e l p o sm o d e rn ism o , o re p re s e n ta n m ás b ie n su fase tard ía? ¿H a h a b id o c a m b io o c recim ien to en lo q u e v a d e l p o sm o d e rn ism o a los e stu d io s c u l­ turales, o se t ra ta sie m p re de la re p e tic ió n d e los mismos argu m en to s?

El giro posmoderno En la década de 1970 no pasaba gran cosa con los estudios culturales, sumidos en vida latente en una provincia británi­ ca; en los años ochenta su integración con el posmodernismo catapultó los estudios a los ojos del mundo. Poco importó que las clases trabajadoras que había descubierto el CCCS resul­ taran contradictorias con las consignas posmodernas que ha­ blaban del fin de la H istoria y anunciaban el agotamiento de las utopías de emancipación y de los m etarrelatos sobre el pro­ letariado heroico. De alguna manera se construyó una m ito­ logía nueva que exaltaba al unísono la relevancia del clasismo de los estudios culturales y su integración con un pensamiento que negaba a las clases cualquier asomo de interés, si no lisa y llanamente su existencia. . De la afinidad de intereses entre antropología interpretati­ va, posmodernismo y estudios culturales, cualesquiera sean sus conflictos internos puntuales, ya no puede caber la menor

duda. La compilación más amplia de estudios culturales que haya salido a la luz, la de Grossberg, Nelson y Treichler (1992), fue organizada a través de la participación de la Unidad para la Crítica y la Teoría Interpretativa (U n it for Criticism and Interpretive Theory) que es un cuerpo permanente de la Uni­ versid ad de Illin o is en U rbana-C ham paign. Leam os cui­ d a d o s a m e n te el n o m b re de la u n id a d y subrayem os interpretativa. H ay además unos cuantos antropólogos de la línea “cualitativa” participando de la empresa; es obvio que se sienten en tierra propia pues comparten con los estudiosos cul­ turales la premisa de la superioridad intelectual y moral de la interpretación frente a la explicación, la genuina elaboración conceptual o la sistematización de los hechos. Simbiosis similares se encuentran en otras partes, particu­ larmente entre quienes no parecen tener en claro que, a pesar de compartir un objetivo anticientífico y un idealismo envol­ vente, la ‘teoría interpretativa’ no debería ser para los posmo­ dernos más que uno entre los muchos metarrelatos legitimantes que tendrían la obligación de desterrar. Pues, en efecto, en la interpretación subsiste la separación entre un fenómeno que está ahí afuera y un individuo omnisciente que lo interroga, trayendo a la luz sus sentidos: objeto y sujeto, como en los vie­ jos tiempos. Algunos antropólogos posmodernos saben perfec­ tam ente bien cuál es la diferencia entre la interpretación y las formas típicas de la posmodernidad, las cuales no admitirían ninguna hermenéutica entre los procedimientos que han ho­ mologado. En los estudios culturales, en cambio, pocos pare­ cen haber oído hablar de la revolución en la autoría etnográfica, de la polifonía, la heteroglosia, la dialógica o la crisis de la re­ presentación (véase Reynoso 1991). Todos sus trabajos, incluso los más nuevos, siguen siendo interpretativos a la manera clá­ sica (véase Nelson et al. 1992: 4), sin ninguna conciencia re­ flexiva sobre la paradoja de serlo, y sin una elaboración crítica, aunque fuese sumaria, de los problemas y posibilidades de la interpretación. La fusión entre posmodernismo y estudios culturales ha sido una y otra vez explícitamente formulada por autoridades in­ fluyentes y exentas de sospecha (p. ej. Brantlinger 1990; Bhabha 1992; M orley y Chen 1996: 2; McRobbie 1994; 1997). A mediados de los años ochenta hubo un conato de resistencia durante el cual los estudios culturales opusieron algunas ti­

bias observaciones críticas a las ideas posmodernas; pero de inmediato, en el mismo volumen del Jou rn al ofC om m unication Inquiry 10(2) de 1986 en el que se iniciaron las hostilidades, Stuart H all, Law ren ce G rossberg, Dick H ebdige, y luego Chambers, Fiske, Watts, McRobbie y H ardt se dispusieron a reconocer “con simpatía” las fuerzas disruptivas del posmoder­ nismo (Chen 1996a: 309 y 323). Para decirlo en pocas pala­ bras, un número significativo de los culturistas se ha tornado abierta e incondicionalmente posmoderno. N o existe, por otra parte, ninguna formulación de los estudios culturales como algo prim ordialm ente diseñado para despegarse de la tradición posmodema o posestructuralista. El contendiente del posmo­ dernismo y el enemigo de los estudios culturales son, por otra parte, el mismo. Ambos lo combaten juntos en Science Wars.1 Periódicamente las facciones más modernistas y políticas de los estudios culturales dejan escuchar sus protestas contra los posmodernos para llam ar en seguida a la conciliación. Nada menos que H all llega al extremo de tildarlos de estúpidos sólo para relativizar su impulso en el mismo párrafo: Las extrapolaciones sobre el universo que hace [el posmodernismoj son de plano salvajemente exageradas e ideológicas, basadas en tomar sus propias metáforas en sentido literal, lo cual es incurrir en un estúpido error.... Pero no me malentiendan. En verdad aprecio la genuina “apertura” del posmodernismo ante estas nuevas ten­ dencias y fuerzas culturales. (H all en Grossberg 1996b: 138).

Considerando el m ovimiento en su conjunto, la insinuación de Grossberg ( 1996b) de que los estudios culturales podían ser­ virse del posmodernismo sin contaminarse resultó ser falsa y ciega ya sea por la equivocada evaluación de las respectivas fuerzas, o por la imposibilidad de desandar su fusión una vez consumada. El que ‘u tiliza’ al posmodernismo deviene, mal que le pese, posmoderno: no hay forma de diagnosticar la inclina­ ción teórica de un autor como no sea a través de las posturas que asume. En algunos casos, empero, los culturistas se asoman al pos­ modernismo no ya en términos de una conveniencia metodoló­ gica ocasional, sino con fervor de militancia. Examinaremos dos ejemplos representativos de coalición entre posmodernismo y estudios culturales sólo para muestrear el género de escena­

rios y discursos que esta unión engendra. Anticiparé dos con­ clusiones ineluctables: • Los argumentos mediante los cuales se buscó persuadir a los estudios culturales para que adoptaran el modelo pos­ moderno a mediados de los años ochenta, son virtualmente los mismos que aquellos que los antropólogos posmodernos utilizan a fines de los noventa con el propósito de convencer a la antropología para que se integre a los estudios cultura­ les. • Así como el posmodernismo antropológico generó una lectura selectiva y sesgada del corpus posmoderno y posestructuralista original (en primera línea Derrida y Foucault, algo más esporádicamente Baudrillard y Lyotard, casi nunca Deleuze) y degeneró en una especie de m etaetnografía centrada en las estrategias retóricas de los textos antropológicos, el posmodernismo va a penetrar en los estudios culturales extraordinariam ente diluido, para aplicarse a las manifes­ taciones de la cultura popular en la era del pop, la realidad virtual, el videoclip y los centros comerciales. Lo que sigue es, entonces, el examen de un par de casos de adopción culturista de marcos posmodernos. En esta inspec­ ción dejaré de lado cualquier clase de crítica del posmodernismo como tal, proyecto que se sale del objetivo de la crítica interna de los estudios culturales que quiero mantener en foco. En rea­ lidad, en esta ocasión esa crítica no hace falta. La inconsisten­ cia intrínseca de los dos proyectos por revisar es de tal magni­ tud, su realización metodológica es tan anómala, que ninguno de ellos podría dar lugar a un análisis productivo de la cultura, aun cuando cada palabra pronunciada por los posmodernos que las inspiran haya sido verdadera.

Estilos posmodernos: Angela M cRobbie La posfeminista Angela McRobbie es Principal Lecturer de Sociología en la U niversidad del Valle del Támesis en Londres. Su texto más importante probablemente sea Postmodernism and p o p u la r cu ltu re (1994). En él, y en actitud evocativa, McRobbie recuerda que cuando el posmodernismo apareció en

el horizonte allá por mediados de 1980 (importado de Francia pero ya consagrado en los Estados Unidos a través de Jameson) en la conferencia del Instituto de A rte Contemporáneo en Lon­ dres de 1984 se le respondió con truculencia. Hacia el final del siglo, escribe McRobbie, el posmodernismo se ha convertido en la béte noire favorita de todo el mundo, un movimiento que proporciona generosamente algo sólido contra lo cual luchar. McRobbie fue, sin embargo, una entre los primeros culturistas que se acercaron al nuevo movimiento con cordialidad. Ella misma dice que lo hizo porque pensó que aquel era el momento adecuado para tomarse un respiro, para analizar qué es lo que andaba mal con los estudios culturales al modo clásico, o por qué, si estos tenían razón, experimentaban tantas dificultades en persuadir a alguien más, aparte de un número diminuto de simpatizantes (McRobbie 1994:2). Hay que investigar ahora qué encontró McRobbie en el pos­ modernismo para que lo adoptara sin reservas. Y aquí es don­ de se manifiestan los estragos que puede causar la falta de adiestramiento en cualquier forma de sistematización teórica y conceptual. Pues apenas se comienza a husmear en la pintu­ ra que McRobbie hace del posmodernismo, el lector no puede menos que advertir, alarmado, que la culturista ha confundido sin remedio la descripción de los estilos propios de la llamada condición posmoderna (el espíritu lúdico del arte pop, los si­ mulacros mediáticos, los refritos plásticos, la sensación de ato­ mización e impermanencia) con la analítica que hace falta para dar cuenta discursivamente de este estado de cosas. En otros términos, McRobbie im agina que debe existir una homología necesaria entre el objeto investigado y el marco teórico que lo aborda, el cual debe ser correspondientemente lúdico, irónico, heteróclito, atomizado y relativo. Dudo entre calificar esta ac­ titud como m agia simpática, o entenderla como una forma per­ versa de empirismo; es como si una teoría culinaria pretendiera tener el mismo sabor que la sopa, o una psicopatología promul­ gara la adopción de un discurso demencial. De plano, McRobbie establece entre la estructura de la realidad y las posibilidades del pensamiento un grado de determinación en prim era ins­ tancia, una correspondencia icónica, que en vano buscaríamos en los mandamientos más estólidos del positivista más estre­ cho. Richard Rorty consideraba que los positivistas y los de­ más m odernos concebían la filo s o fía como espejo de la

naturaleza (R orty 1983); pues bien, el ideario posmoderno de McRobbie concibe la teoría culturista a modo de espejo, corre­ lato o epifenómeno de las formas culturales. Como podría decirlo un posmo, el siguiente párrafo demuestra la singular (con)fusión entre condición posmoderna, estilo mediático posmodemo y teoría posmoderna en el pensamiento de McRobbie: La noción de posmodemidad ha sido tan profundamente interro­ gativa que ha probado ser no sólo permisible, sino necesario, unir el posmodernismo como movimiento estético/cultural cuyo ímpetu deriva de la quiebra que representa con el modernismo y la van­ guardia, y cuyo impacto radica en su distanciamiento de la linealidad y del progreso teleológico y su vuelco hacia el pastiche, la cita, la parodia y el pluralismo de estilo, con la posmodernidad como una condición más general. (McRobbie 1994: 24, subrayado en el original)

Hasta Dick Hebdige, él también culturista y posmoderno, estimó necesario advertir el peligro de que “esta clase de bo­ rrado de toda distinción entre categorías, objetos y niveles que acompaña a ciertas formas de escritura ‘posmoderna’ sea usa­ da como una licencia para formas perezosas de pensamiento” (Hebdige 1996:175). En antropología es común el error de con­ fundir, con alguna asiduidad, métodos con teorías. El caso de McRobbie es mucho más flagrante: no sólo perpetra esta con­ fusión, sino que agrega al embrollo resultante nada menos que el objeto susceptible de investigarse y el contexto cultural en que la investigación se realiza. La ontología de McRobbie es también precaria y lacónica, para decir lo menos; ella escribe, textualmente, “la vida real significa hablar de lo que pasaron por la T V anoche” (1994: 5). La contrafigura villana que McRobbie construye para justifi­ car la adopción del posmodernismo, representativa de aquello de lo que ella busca desligarse, es una mezcla incierta de mo­ dernidad, marxismo, Ilustración, semiótica y sobre todo es­ tructuralismo. Las características que asigna a este monstruo no pueden menos que constituir una galería de lugares comunes posmodernos, aderezadas con evaluaciones one lin e r de com­ plejos modelos teóricos de los que o bien no tiene mucha idea, o si la tiene no se ocupa demasiado de reflejarla en sus textos. En su pintura, ninguna implicación se sigue de ninguna pre­

misa y las decisiones más fuertes se creen dispensadas de toda forma de demostración. Por ejemplo: La razón, la humanidad e incluso la igualdad son conceptos de “dominación” del Iluminismo. Iluminar a algunos implicaba regu­ lar a muchos otros. Los grandes logros de la racionalidad y el cono­ cimiento estaban basados en prácticas disciplinarias. (McRobbie 1994: 8) A diferencia de las diversas corrientes de crítica estructuralista, el posmodemismo considera las imágenes en la medida en que se relacionan con cada una de las otras y a través de ellas. ... La alta teoría simplemente no estaba equipada para tratar con un pop de múltiples niveles. (1994: 13-14)

Y de nuevo: Me concentraré aquí en [analizar] la defensa del alto modernismo como una defensa del rol del intelectual en un mundo que está pareciendo peligrosamente antiintelectual; en la confianza excesi­ va que se depositó en un marco conceptual nacido en ese momento histórico de un alto modernismo que está mal equipado para com­ prender las formas nuevas, más plásticas, de la cultura popular (con su énfasis en el goce); en el alejamiento de esas nociones de arte políticamente comprometido que surgieron a lo largo de los años setenta. (McRobbie 1994: 83)

Traducido: como la crítica de “peso completo” de la semiolo­ gía estructuralista no parece suministrar gran cosa para ana­ lizar videoclips, entonces adiós modernidad. Fíjense como en esta conceptualización en estado líquido, el modernismo pasa a ser tanto una expresión estética (en la que sospecho estarían incluidos el canon de la pintura y la música clásica, y también la vanguardia atonal, la plástica abstracta y las baladas hippies de protesta) como un paradigma o equipamiento de investiga­ ción que posee “un marco conceptual” . Aunque exprimamos los textos de McRobbie hasta la última letra, sin embargo, por nin­ gún lado podremos encontrar un intento por justipreciar seria­ mente la aplicabilidad de los viejos métodos a los nuevos obje­ tos, o por deslindar la diferencia entre dos estrategias modernas cualesquiera, como si todo lo que las ciencias sociales urdieron con anterioridad a los últimos cuatro o cinco años fuera homo­ géneo e indiferenciado.

Pensándolo bien, en realidad ella nunca instrumenta ningún método en absoluto, ya que las consignas posmodemas como las que disemina son solamente de orden programático (del tipo “québueno-sería-superar-a-Marx”), sin ninguna heurística positiva que se les asocie. Sus expresiones (mayoritariamente baudrillardianas) se refieren todas a una condición posmodema genérica y planetaria, sin ninguna clase de elaboración operativa que per­ mita establecer alguna diferencia entre una clase de fenómenos y cualquier otra, y sin ninguna escala de referencia para distinguir relaciones que pueden ir desde una determinación férrea hasta un tenue influjo. Hay abundancia de aforismos que presumen inteligencia y rebosan sarcasmo, pero ni la sombra de una analí­ tica. McRobbie ni siquiera trabaja con suficiente detenimiento las propias categorías posmodernas en que dice inspirarse. A al­ gunas de ellas las interpreta en formas que no podrían soste­ nerse jamás: La deconstrucción y el apartamiento de las oposiciones binarias ... se pueden comprender como una apertura a una nueva forma de conceptualizar el campo político y de crear un nuevo conjunto de mé­ todos para los estudios culturales. Esto se manifiesta en trabajos recientes sobre raza, y con más elocuencia en el análisis de Kobena Mercer sobre la raza como un significante mayor a lo largo de los años de posguerra a ambos lados del Atlántico. (1994: 46)

La retórica clásica carece de un nombre de figura trópica para estos ejemplares, pero el habla popular las posee en abun­ dancia. La forma de elocución en el párrafo que acabo de citar corresponde al tropo que los argen tinos conocemos como ‘sanata’, ‘verso’ o ‘guitarreo’, aproximadamente lo mismo que los norteamericanos califican como pies in the sky. O sea, máxi­ mas que suenan bien y parecerían tener alguna relevancia, pero cuya analítica es vaga o disparatada: un frenesí de im pre­ cisión, una oportunidad para la impostura. Pues cualquiera sea la interpretación que se haga de Derrida, ella nunca puede conducir a estab lecer una categoría cu alqu iera como un “significante” , sea este mayor o periférico, y pretender que con este procedimiento estamos aplicando suficientemente algo que se parezca a la deconstrucción. La razón de ser de la decons­ trucción, de De la gram atogía en adelante, consiste precisa­ mente en romper con cualquier hermenéutica sígnica de este

tipo (véase Derrida 1971). A l analizar la ponencia de Kobena Mercer, por otra parte, resulta claro que si bien ella utiliza la categoría de ‘significante’ (1992: 432-435) lo hace en el pleno sentido sígnico (y por lo tanto semiológico) de desplegar un mé­ todo que rem ite a significados, sentidos, connotaciones, m etá­ foras y representación. En ningún momento M ercer habla tam ­ poco de deconstrucción, ni remite su elaboración a Derrida, ni enfrenta sistemáticamente una ‘lectura consagrada’ suscepti­ ble de ser deconstruida. Por el contrario, M ercer afirm a que las prácticas de desmitificación y remitificación como las que ella analiza están teorizadas “en una lógica relacional que no es incompatible con la que subyace al concepto de ‘m ito’ en Anto­ nio Gramsci o en Lévi-Strauss” (M ercer 1992: 436). Como bien se sabe después del capítulo que Derrida dedica a la ‘lección de escritura’ de Tristes trópicos, Claude Lévi-Strauss es, precisa­ mente, lo opuesto de la deconstrucción, aquello contra lo cual la postura de D errida se constituye en prim er lugar (Derrida 1971: 133-180). McRobbie, en suma, ha interpretado lo que ha querido; lo malo es que ni siquiera la deconstrucción admite semejante violencia. E l posmodernismo puede ser muchas co­ sas, pero no cualquier cosa. Aun para ser posmoderno hay que comportarse con una mínima coherencia. Los ejemplos podrían multiplicarse a voluntad, siempre ilus­ trando la forma en que McRobbie se deshace sin rebozo de lo que alguna vez fueran los programas culturistas más básicos, sin renunciar por ello a considerar sus rutinas como una pues­ ta en práctica de unos estudios culturales a tono con los tiem ­ pos. En los brazos de uno de los posmodernismos más acríticos a los que yo haya tenido acceso, McRobbie declara caducos los conceptos de ideología y hegemonía (p. 24), alega que ya no está claro qué significa la distinción entre derecha e izquierda política (p. 44), define como incierto el rol del intelectual or­ gánico (p. 45) y asegura que ya no es posible hablar sobre im a­ gen y realidad, o medios y sociedad, porque todos los conceptos se han entremezclado (p. 17). McRobbie rompe entonces, más allá de toda duda, con los principios que habían sido cardina­ les en los estudios culturales inspirados en el proyecto socialis­ ta de Raymond W illiam s; al mismo tiempo afirm a estar ha­ ciendo ‘estudios culturales’ de todas maneras; y en tercer lugar reconoce a M ichel Foucault como una de sus figuras rectoras (McRobbie 1994:13, 67,80, 124-126). Este continuismo denota

otro despropósito: ¿hubiera homologado Foucault, siquiera por un instante, la idea ‘transhistórica’ de que los estudios cultu­ rales williamsianos y la práctica posmoderna de McRobbie son la misma cosa? ¿No estamos acaso en presencia de dos epistemes inconmensurables? ¿Qué sentido tiene invocar a ese autor si no se lo aplica reflexivam ente, y si no se rompe el cordón umbilical de filiaciones, trayectorias ininterrumpidas y perte­ nencias nominales del que la epistemología foucaultiana pro­ cura desembarazarse? No obstante haber decretado la invalidez de cualquier mode­ lo relacional imaginable en nombre de la fluidez e instantanei­ dad posmodemas, la visceral falta de consistencia interna del discurso de McRobbie permite sin embargo que ella le exija a Jameson explicar “la naturaleza precisa de las relaciones socia­ les e ideológicas que median entre la economía y la esfera de la cultura” (p. 29). A l plantear sus propias críticas conforme a estruc­ turas de razonamiento que ella misma había declarado caducas pocas páginas antes, McRobbie también cuestiona los análisis de los culturistas del N ew Times,2 argumentando que estos no han intentado situar los placeres del consumo en su contexto histórico o social (p. 34), y pone en tela de juicio diversas inves­ tigaciones neomarxistas, aduciendo que les falta “un trabajo analítico ‘estructural’, ‘histórico’ y ‘etnográfico’” (p. 39). El punto más extravagante se alcanza cuando McRobbie asegura que “el posmodernismo es un concepto para entender el cambio social”, para comprobar en el renglón siguiente que ya no está claro qué quiere decir ‘sociedad’ (p. 62). Dejemos de lado la contradicción y vayamos a la afirmación sustantiva. No se puede hablar en serio del posmodernismo como un mar­ co para comprender cambios experimentados por una entidad que los posmodernos se niegan siquiera a reconocer. La falta de una teoría social en las diversas variantes del posmoder­ nismo y el posestructuralismo es axiomática y ampliamente reconocida por propios y extraños. Por empezar, no existe en todo el corpus posmoderno o posestructuralista una elabora­ ción teórica de lo social. Baudrillard y lo sociológico no podrían jam ás ir de la mano en un mismo entramado teórico; escribe Baudrillard: Mi punto de vista es completamente metafísico. Si es que soy algo, soy un metafísico, tal vez un moralista, pero ciertamente no un

sociólogo. El único trabajo “sociológico” que puedo reclamar es mi esfuerzo por poner un fin a lo social. (Baudrillard 1987: 84) El culturista Michael Ryan ha asegurado que la falta de una teoría social en la deconstrucción no es un olvido extrínseco o accidental, sino una falla intrínseca, constitutiva y hasta cier­ to punto deliberada (Ryan 1992: 35). Otros autores pertene­ cientes al m ovimiento han debido reconocer estas lagunas (p. ej. Brantlinger 1990: 26; Hebdige 1996: 179; K ellner 1995: 68­ 73; 137-145; 177-179). L a teoría social posmoderna no es ni buena ni mala: simplemente no es. M e temo que en estas con­ diciones es improbable que pueda servir para “entender” lo que desde el vamos es para ellos una ficción rebosante de discursividad, im posibilitada de constituirse siquiera en objeto de un razonamiento que, además, pretende ser explicativo. En fin, aunque no se le pueden pedir deducciones precisas o verosimilitud a una posfeminista que alega, apoyándose en una interpretación difusa de Braidotti y Flax, que la razón es mas­ culina, moderna, blanca y europea, sigue siendo enigmático por qué se obstina en imponer a los modernos obligaciones argumentativas a las que ella no se atiene. Tal vez sea porque McRobbie no despliega tanto un método posmoderno como la mística del posmodernismo, una mística que, en las oportunas palabras de M arshall Berman ... se esfuerza por cultivar la ignorancia de la historia y la cultura moderna, y habla como si todos los sentimientos humanos, la ex­ presividad, el juego, la sexualidad y la comunidad acabaran de ser inventados —por los posmodernos- y hubieran sido desconocidos, y aun inconcebibles, antes de la semana pasada. (Berman 1983: 33) McRobbie corona su ejercicio con los habituales pretextos propios de los autores que detestan la ciencia pero no admiten ser llamados anticientíficos, o que abominan de la razón pero echan espuma por la boca apenas alguien les recuerda que eso, por definición, los convierte en irracionalistas. De este modo, para McRobbie celebrar la crisis del marxismo y la izquierda “no implica en mi opinión un olvido o abandono de la política” , mientras que cuestionar la racionalidad “no significa el aban­ dono de toda razón” (1994: 3 y 8). Quien haya leído hasta acá ya sabe que cuando se plantean las cosas de esa manera, no

cabe esperar que la política o la razón desempeñen de ahí en adelante algún papel. Los culturistas no han cuestionado concluyentemente las posturas de McRobbie, que podemos entonces dar por acepta­ das, al menos en sus líneas generales. H ay algunas excepcio­ nes críticas de poca monta. Jim McGuigan, por ejemplo, ha objetado con dureza la lectura ‘reduccionista’ o ‘reflexionista’ que McRobbie hace de Fredric Jameson (M cGuigan 1992: 42). Otros autores se preocupan más por su escritura. W ill Brooker se lam enta de que McRobbie oscile entre abordajes que son textualistas y otros que son sociológicos, sin poder encontrar la manera de combinarlos. En otro nivel de análisis, hay cierta torpeza y falta de elegancia en el estilo de McRobbie desde la primera página del libro en adelan­ te, caracterizada por un encadenamiento perezoso de “etcéteras” o de vagas elipsis. Mientras esto puede parecer trivial, es también sintomático de una falta general de precisión en todo su trabajo, que a veces se precipita en inexactitudes asombrosas. (Brooker 1998:80)

A pesar de que en la escritura de McRobbie la palabra ‘críti­ ca’ aparece párrafo de por medio, en ningún momento la auto­ ra hace el menor gesto por reposicionar o adaptar el mensaje posmoderno que le viene de afuera. M ientras que el marxismo, el feminismo estándar y la razón merecen las más punzantes y perseverantes de las críticas, las consignas posmodemas (aun las más reaccionarias y jactanciosas) son fagocitadas con fer­ viente mansedumbre. Por eso mismo, McRobbie nos tranquili­ za con la idea de que la expansión de los medios de comunicación de masas tiene consecuencias políticas que no son totalmente negativas (p. 16), y celebra la adopción del posmodemismo por una nueva generación de intelectuales “a menudo negros, mu­ jeres, o de clase trabajadora” (p. 23). Ahora que no hay marxis­ mo, ni sociedad, ni derecha, ni izquierda, mejor que no nos preguntemos qué quiere decir ‘clase’; pero ¿mujeres negras, de clase trabajadora, convertidas en intelectuales posmodernas? ¡Wow! Esto es mejor que la igualdad. La revolución se cancela.

Estilos posmodernos: Law rence G rossberg Hacia 1997 encontramos a Lawrence Grossberg ocupando el cargo de M orris Davis: Professor de Estudios de la Comunica­ ción en la Universidad de Carolina del N orte en Chapel Hill. Nuestro hombre es un apasionado de la teoría, un salpicador de citas bibliográficas que provienen del canon culturista o de Deleuze. La realidad cultural, excepción hecha del rock and roll, no parece interesarle ya tanto. “N o tengo objeciones hacia la investigación em pírica” , escribe, “pero si se la ofrece como una alternativa a la teoría, ahí tengo mis dudas” (Grossberg 1997a: 6). Hay dos aspectos en la obra de Grossberg que me parecen realmente apreciables. Primero: aparte de Dick Hebdige, es uno de los pocos culturistas que han criticado algún fragmento de su propio trabajo, y lo ha hecho por las razones mejor fundadas. Debo admitir que por mis propios estándares, mis esfuerzos en economía han sido demasiado limitados, incluso algo así como un fracaso. Antes que encarar el trabajo tedioso pero necesario de detalle económico (por ejemplo, estudiar los cambios en las legis­ laciones impositivas, o la financiación de las deudas) me involucré en debates más fáciles y más abstractos (y por cierto más glamorosos) con los posfordistas y la teoría deleuziana. No quiero sugerir que estos debates no son importantes; pero sí estoy seña­ lando un “fracaso de interdisciplinariedad”. (1997a: 14-15)

Y en segundo lugar, Grossberg cada tanto ha puesto el dedo en la llaga, señalando fracasos todavía más concluyentes que han afectado y siguen afectando al conjunto de los estudios culturales. H a llegado a hablar de un agotamiento teórico, de la imposibilidad que han experimentado los estudios para teo­ rizar en un contexto cambiante, de su ineficacia para actuar en un proceso que desbordó las escalas que el proyecto podía manejar, y que terminó por trastornarlo todo en una medida que el culturismo no estuvo entonces en condiciones de prede­ cir ni puede ahora siquiera interpretar. En una época de hiperteoría, afirm a Grossberg, se ha hecho muy poco trabajo inno­ vador en cuestiones de globalización, agencia y alteridad ( 1997a: 19). El problema con ambas confesiones, sin embargo, es su falta de profundidad y de desarrollo. Digo falta de profundidad

porque se supone que los estudios culturales son el marco por antonomasia y la voz más autorizada en el terreno de la globa lización, la agencia y la alteridad: el culturismo ha traído eso» temas a colación, y por eso no es razonable decir que el modelo fracasa precisamente en ello y dejar las cosas ahí, como si se tratara de un pecadillo circunstancial. Y digo falta de desarro­ llo porque he reproducido esas observaciones enteras, y allí se acaban. N o hay nada más. W hatyou see is what you get. A l lado de su señalamiento de errores y fracasos culturistas, y sin solución de continuidad, Grossberg también frecuenta un estilo celebratorio que pone los estudios culturales por las nu­ bes. L a famosa declaración editorial de la revista Cultural Studies, por ejemplo, reza de este modo: Cultural Studies continúa creciendo y floreciendo, en gran parte debido a que el campo sigue cambiando. Los estudiosos de los es­ tudios culturales afrontan nuevos problemas y discursos, conti­ núan debatiendo cuestiones de larga data, y reinventando las tra­ diciones críticas. ... Entendemos la expansión, reflexividad y la crítica interna de los estudios culturales como signos de su vitali­ dad y como componentes representativos de su estatus como cam­ po. (Grossberg y Pollock 1998) Los buenos augurios y los diagnósticos felices siguen y si­ guen. Tal vez los culturistas necesiten este incentivo constan­ te; personalmente, como extranjero al movimiento, esta ima­ gen de éxito y prosperidad corporativa me resulta fastidiosa, indigesta, poco seria. Si los resultados fueran tan espectacula­ res no haría falta subrayarlo de manera tan pertinaz. Después de todo, hay voces autorizadas que son más cautas y menos encomiásticas: Pienso que cualquiera que participe en los estudios culturales se­ riamente como una práctica intelectual debe sentir en su pulso, su carácter efímero, su insustancialidad, lo poco que estos registran, en qué pequeña medida hemos sido capaces de cambiar cualquier cosa o de lograr que alguien haga algo. (Hall 1992: 285) Además de sus giros de humor, Grossberg cultiva dos estilos que se alternan en sus textos sin previo aviso. El primero es lúcido y sensato. El segundo es m ilitante y retórico. Lo llama “filosófico y abstracto” ( 1997a: 26) pero no es nada tan inofensivo

romo eso. Es entusiasta y seguramente honesto, pero también insoportablemente locuaz y ciento por ciento derivativo de in­ fluencias a medio masticar. Resume páginas enteras de libros posmodemos acabados de leer cuyos conceptos no usa jam ás en sus in vestigacion es em píricas. Si el com p ortam ien to discursivo de Angela McRobbie tenía que ver con una especie de capacidad automática para incurrir en contradicciones que son cualquier cosa menos reflexivas, el segundo estilo de L arry Grossberg se abisma más bien en un rosario extenuante de metáforas topográficas y sustancializaciones que invariable­ mente se refieren al portento que los estudios culturales (pos­ modernos) han llegado a ser y los esclarecimientos p rivilegia­ dos que nos ofrecen. Eso es por lo menos lo que puede inferirse Je una sucesión farragosa de abstracciones como esta: Las crecientes posibilidades de construir diferencia social (a tra­ vés de la decodificación y la apropiación) sugería, sin embargo, un modelo distinto de formación cultural, uno construido sobre la se­ paración radical, aunque temporaria, entre el centro y los márge­ nes. De este modo, si bien era capaz de localizar momentos de re­ sistencia (aunque fragmentados '■ imaginarios), la resistencia de la diferencia (en la teoría subcull.iral) estaba siempre ligada a un momento de autenticidad que se hallaba amenazado por la incor­ poración hegemónica de los márgenes en el centro, un proceso que aparentemente garantizaba la cooptaron de la resistencia. (Gross­ berg 1997a: 218) O esta otra: Si la realidad se articula siempre a través de nuestra propia fabri­ cación de ella, no se puede definir la especificidad (la diferencia) de ninguna práctica o coyuntura fuera de su permanente articula­ ción dentro de la historia de nuestras construcciones. La realidad es siempre una construcción de las complejas intersecciones e indeterminaciones entre efectos coyunturales específicos y fuera de ellas. La realidad en cualquier forma (como materia, como his­ toria, o como experiencia) no es un referente privilegiado, sino la producción o articulación continuada (en términos de Deleuze y Guattari, rhizomática) de aparatos. (1997a: 228) Esto parecería lenguaje humano, pero ¿no les invade la sen­ sación que cualquier palabra podría suceder a cualquier otra? Aprecien ahora esta majestuosa reificación:

Si bien no hay una sola posición en los estudios culturales, tene­ mos que comprender los proyectos, los compromisos y los vectores conforme a los cuales ellos han continuado rearticulándose a sí mismos, la forma en que han renegociado constantemente su iden­ tidad y en que se han reposicionado a sí mismos dentro de mapas políticos e intelectuales cambiantes. (1997a: 196)

Avísenm e cuando quieran que me detenga, o cuando logren captar el conjunto. Aqu í viene otra avalancha más de tropos nebulosos, en la que Grossberg intenta ligar su noción cultural del afecto (en tanto “organizaciones diferentes de inversión”) con el concepto deleuziano del afecto como efectividad: Ahora argumentaría que lo que vincula las dos organizaciones de afecto es el hecho de que ambas están fundadas en una noción cuantitativa de intensidad o energía. Son como líneas de intensi­ dad que los eventos existen (como devenires) para Deleuze y Guattari, y es como organizaciones de intensidad que los planos cualitativamente diferentes de afectos se constituyen. Es decir, lo que distingue a los diferentes modos de afecto cultural (sen­ timientos, mapas de interés, emociones, deseos, la multiplicidad de los placeres, etc.) son las diferentes formas en que están organi­ zados, lo que a su vez define las diferentes manifestaciones de sus efectos virtuales. (1997a: 28)

Por desdicha, el valor de estas afirmaciones no se establece mejor cuando se las pone en contexto. El contexto es acaso peor, y con toda seguridad más aburrido. Pese a que él habla (por ejemplo) de “nociones cuantitativas de intensidad o energía”, en ningún lugar hace referencias a escalas, magnitudes, uni­ dades o criterios de medición. Y todo es así. Un último punto. Ahora que la palabra de moda es ‘globali­ zación’, y ya no ‘cultura’, Grossberg propone que los estudios culturales se desliguen de la cultura. No, no va en broma; y han leído bien: Lo que estoy proponiendo entonces, finalmente, es que los estu­ dios culturales deben escapar de la cultura. Pueden comenzar con la cultura, pueden construir la cultura como su objeto, pero su tarea real es describir, comprender y proyectar las posibilidades de los contextos materiales vividos como organizaciones de poder. Su tarea es comprender las operaciones del poder en la realidad vivida de los seres humanos y ayudarnos a imaginar nuevas alter­

nativas para el devenir de esa realidad. La cultura es su lugar y su . . arma, pero no los límites del mundo de los estudios culturales. En última instancia, estoy tratando de desarticular los estudios cul­ turales del “descubrimiento” moderno de la construcción social de la realidad, para encontrar una forma, no de deshacerse del dis­ curso y la cultura, sino de desimperializarlos para traer de nuevo nociones de espacio y realidad material. (Grossberg 1997b: 31)

¿Entendieron algo? Yo, francamente, no mucho. Todo suena loable y altruista, pero lo de ponerme a describir, comprender y (sobre todo) proyectar las posibilidades de los contextos mate­ riales vividos es una perspectiva que me supera. Sólo sé que hay que escapar. Ahora bien, Lawrence Grossberg no es el excéntrico de la puerta de al lado, sino una figura cardinal del movimiento, con su propia foto en las portadas de sus libros, comentarios elo­ giosos de Stuart H all, Meaghan M orris y Tony Bennett en la contratapa y la responsabilidad de editar C u ltu ra l Studies, la revista más importante del culturismo. Por supuesto, algu­ no que otro autor lo ha cuestionado (algunas críticas aparecen en este ensayo que se está leyendo); pero la gran mayoría acep­ ta, o finge aceptar, esas monumentales letanías sin operacionalización, sin correlatos materiales precisos, siempre danzando entre la obviedad y el sinsentido, como si fuera una expresión normal en una ciencia sana. ¿Qué hacer con Grossberg? Cuando se escribe una crítica, uno debe preguntarse constantemente si los golpes que uno asesta guardan una correspondencia razonable con la ofensa que los motiva, o si están dirigidos al contendiente correcto. Pero lo concreto aquí es que son los mismos culturistas posmo­ dernos los que se propinan el castigo. Son ellos también los que terminan ofreciendo un texto conformista tras una tapa con pintura de combate, y una retórica defectuosa donde debería haber un método bien trabajado. Son ellos los que trivializan tanto las teorías que atacan como los marcos a los que suscri­ ben. Son ellos los que están harto más absortos en exaltar las virtudes de su m ovimiento o de su nuevo juguete conceptual que en esclarecer las realidades a las que su estudio se aplica, o en llevar adelante de una vez por todas la política de la que alardean. Ya no son socialistas; ni siquiera neomarxistas; ni aun posmarxistas, sea esto lo que fuere; dudo incluso de que tengan

algún capital político que compartir, fuera de una bonhomía que de todos modos no es un mérito, sino un prerrequisito. Como crítico, a veces me divierto dejando que estos textos culturistas se em brollen en su propia grandilocuencia, sin tener que endilgarle una censura desde afuera, sin necesitar enfrascarme en una inspección lógica de algún grado de dificultad. Pero cuan­ do debo confrontar estas manifestaciones de pedantería, incom­ petencia y desmesura una y otra vez, o cuando se me torna presente el compromiso que deberían tener nuestras disciplinas con un mundo social que no está para nada bien, juro que ya no me resulta tan gracioso.

E l retorno a las fuentes En las vísperas del año 2000, cada tanto se ha insinuado que el vigor del posmodernismo está menguando, y que hay una constelación de nuevas posibilidades que ha venido a su­ plantarlo. En la antropología, esa impresión recorre, aunque implícitamente, las contribuciones reunidas por Allison James, Jenny Hockey y Andrew Dawson enA fter W riting Culture (1997) y la introducción de Barbara Adam y Stuart A lian a su “crítica in t e r d is c ip lin a r ia d esp u és d e l p o s m o d e rn is m o ” . Los compiladores se preguntan si estamos siendo testigos del cre­ púsculo de la teoría posmoderna; y su respuesta es “un ‘s f cau­ to y esperanzado” (Adam y Alian 1995: xiii). En la misma línea, Michael Rosenthal publicó un ensayo con el título “W hat was postmodernism?”, en el cual el deslin­ de didáctico era menos im portante que el mensaje que afirm a­ ba que, fuese lo que fuese, el posmodemismo ya fue (Rosenthal 1992). Jean y John Comaroff, de la Universidad de Chicago, proponían ya en 1992 una estrategia de antropología neomoderna, destinada a sustituir al posmodernismo y a recuperar la práctica y la dignidad de la etnografía (C om aroff y Com aroff 1992: xi). En sociología, Scott Lash inicia su Sociology o f Post­ modernism asegurando que “es evidente que el posmodernismo ya no está más de moda” (1990b). En los estudios culturales, Richard Johnson alguna vez propuso la necesidad de una teo­ ría de la subjetividad pos-pos-estructuralista, y la idea pegó a despecho de su connotación de linealidad: el pos-pos-estructuralismo ha sido tomado eventualm ente como sinónimo de

estudios culturales en los Estados Unidos (Johnson 1996: 104; Nelson 1996: 293; Brantlinger 1990: 17). Estén atentos: cuando los estudios culturales pasen a la historia, estaremos viviendo el momento del pos-pos-pos-estructuralismo. ¿No es grandioso? Sin embargo, si se siguen leyendo esos textos, y cualesquiera otros que se desgarran por estar al filo de la vanguardia, de inmediato salta a la vista que las contribuciones de un nuevo tipo sim plem en te no están allí. L a in ercia que vien e del posmodernismo es tan impetuosa que resulta imposible admi­ nistrar dosis controlables, tomar distancia o cambiar de direc­ ción. La penetración del posmodernismo en los estudios cultu­ rales resultó ser tan profunda que con llam ativa frecuencia escuchamos voces de los practicantes de estos rebelándose con­ tra el ‘giro literario’ o las metáforas textualistas, por más que las mismas sean, según buena parte de las referencias históri­ cas, las que confieren a su enfoque su personalidad distintiva. Escriben Andrew Goodwin y Janet Wolff: Las versiones literarias de los estudios culturales ... han tomado el posestructuralismo en sus modalidades más radicales como jus­ tificación para una estrategia textual, no sociológica, hacia los tex­ tos y las prácticas culturales, en ambos casos debido al sesgo disci­ plinar de sus practicantes, y a la creencia de que la teoría crítica involucra que no hay nada más allá del discurso, o que si lo hay es incognoscible. (Goodwin y W olff 1997: 123)

Luego vendrá la explicación: la ausencia de vínculos orgáni­ cos con los blue-collars y otras constituciones no académicas ha producido una tendencia en los estudios culturales norte­ americanos a m irar hacia vanguardismos de diversas clases (Goodwin y W o lff 1997: 126). En una obra anterior Janet W olff desarrollaba una idea parecida: La expansión de los estudios culturales, especialmente en los Es­ tados Unidos, se basa en alguna medida en este giro textualizador, cuyas consecuencias son tanto una despolitización del proyecto original de los estudios culturales, como la transformación de lo que debía ser un estudio sociológico crítico en una nueva herme­ néutica. (W olff 1993: 149-150)

Como después se verá con m ayor detenimiento, los estudios culturales también acabaron fundiéndose con el posmodernismo

en Inglaterra, de modo que la explicación de W olff no es del todo satisfactoria. Aunque ella misma es posmoderna, Angela McRobbie expresa su pánico ante la marea textualista en los estudios culturales: Lo que me ha preocupado recientemente en los estudios culturales es cuando los desvíos teóricos devienen excursiones literarias y tex­ tuales y cuando yo comienzo a perder el sentido de por qué el objeto de estudio se constituye como objeto de estudio en primer lugar. ¿Por qué hacerlo? ¿Cuál es el punto? ¿Para quién es? En mi primera lectura de muchas de las ponencias yo fui presa del pánico. ¿Dónde había estado yo los últimos cinco años? (McRobbie 1992: 721)

Dick Hebdige, que había sido un culturista posmoderno en varios textos que habían convencido a muchos seguidores, se arrepintió poco después de su giro lúdico, al que comenzó a vislumbrar como un exceso de estilo, una celebración del artifi­ cio, una evasión de la responsabilidad social y un alejamiento de la realidad (H ebdige 1988). Otros autores documentan lo que se ha perdido en el proceso de adopción del textualismo: La perspectiva de la crítica literaria, adoptada con tanto entusias­ mo en los estudios de medios en la década de 1980, comparte con el positivismo lógico y la economía política una certidumbre hacia sistemas y procesos subyacentes, susceptibles de ser descubiertos. Infortunadamente, carece de la humildad inherente a la práctica (si es que no a la teoría) de la investigación positivista: la humil­ dad requerida para adherirse a procesos de prueba utilizando evi­ dencia que se encuentra más allá de las teorías mismas. Las es­ trategias textuales afirman ser empíricas meramente a través de su uso de ejemplos concretos de textos reales. Aun cuando todas las lecturas críticas presuponen que los textos examinados poseen consecuencias sociales, estos presupuestos nunca se examinan em­ píricamente contra las experiencias concretas de nadie. (Jensen y Pauly 1997: 161).

Una vez dentro de esta estrategia, el estudiante puede pa­ sar toda su carrera debatiendo interpretaciones, desarrollan­ do lecturas más matizadas y provocativas, descubriendo nue­ vos textos marginados y significados no advertidos antes, sin encontrar, en todo su camino, a ningún miembro de la audien­ cia que le pregunte si alguna de esas cosas tiene algún interés para la vida de alguien (Jensen y Pauly 1997: loe. cit.).

En la últim a década el posmodernismo y el posestructuralismo han sido tan fuertem ente impugnados (Berm an 1983; Kaplan 1988; Ellis 1989; N orris 1990; Featherstone 1991; Gellner 1992; Callinicos 1992; Roseneau 1992; Mouzelis 1995) que no es de extrañar que unas cuantas facciones de los estudios culturales quieran romper con ellos ahora que se les terminó el crédito. En efecto, Paul W illem en (citado por Webster 1996: 222) teme que los estudios culturales degeneren “en una coma­ tosa repetición de los rituales deconstructivistas de la década de 1970”, mientras Alan O ’Connor advierte que en diversas conferencias en los Estados Unidos, los estudios culturales “se han vuelto sinónimo de diversas formas de teorización posmo­ derna” y que en el posmodernismo “se ha perdido el sentido de la cultura como práctica, forma e institución” (1996: 190, 191). Stuart Hall lamenta que algunos estudios culturales hayan de­ generado en “una mera repetición, una suerte de mímica o ven­ triloquia deconstructiva que a veces pasa por un ejercicio intelectual serio” (1992: 286). David M orley también protesta contra “la clase de teorías posmodernas y deconstruccionistas que han alcanzado ahora el estatus de ortodoxia en muchas áreas de los estudios culturales” (1997:135). Y Joel Pfister, por su parte, advierte contra la tendencia pospolítica de los cul­ turistas, “reminiscente de las performances interpretativas del posestructuralismo que estaban de moda a principios de los años sesenta” (1996: 292). Semejante torrente de unanimidad sigue testimoniando, sin embargo, la estrecha vinculación entre los estudios culturales en su acepción hoy dominante y el pensamiento posestructuralista/posmoderno. Si los estudios culturales aspiran a fun­ dirse con esas tradiciones y heredar su capital, está claro que también deberán aceptar el hecho de que las críticas que han merecido también les cuadran y que las escaramuzas feroces que hay en su interior también los alcanzan. Es fácil compartir los axiomas abstractos del posmodernismo; es más duro, en cambio, tener que sancionar sus consecuencias concretas. Cual­ quiera con dos dedos de frente se hubiera dado cuenta de que el posmodernismo desembocaba en un callejón intelectual sin salida. Los culturistas, sin embargo, tardaron unos buenos quin­ ce años en darse cuenta de su ingobernabilidad, y hay algunos que todavía insisten en extenderle una moratoria, no se sabe bien para qué.

Cuando M orley y Chen (1996: 2) insisten en que “los estu­ dios culturales no sólo cambiaron la forma del posmodernismo sino que fueron re-formados por él” sólo la última parte de la a firm ación es verd ad . En efecto, los estudios culturales posmodemos constituyen una especie intelectual escasamente específica; son apenas un eco de lo que han codificado los clási­ cos posmodernos franceses hace ya algunas décadas, con el to­ que actual de rigor. Leerlos es como volver a leer a Derrida y Baudrillard, sólo que en locaciones angloparlantes y en un to­ no más solemne; en la especie híbrida resultante de la mix­ tura, son siempre los genes culturistas, con toda claridad, los que se manifiestan recesivos. M ientras tanto, ningún posmo­ derno o posestructuralista de monta (o sea, de la Europa Conti­ nental) trasunta el más remoto interés por escuchar lo que los estu d ios cu ltu ra le s tie n e n que decir. L a in flu en cia del culturismo en el pensamiento y la obra de los posmodemos franceses ha sido y sigue siendo, según todos los indicios, nula. U rge entonces dedicar un párrafo a plantear una pregunta ineludible. Si los estudios culturales ya disponían de un cuer­ po de teorías y métodos sofisticados, poderosos y productivos ¿cómo es que apenas puesto de moda el posmodernismo una proporción enorme de sus practicantes se precipita tan irre­ flexivam ente en él? ¿Es el posmodernismo una extensión na­ tural de lo que se venía haciendo, o más bien está llenando un vacío? Creo que hay algo de verdad en la observación que for­ mula loan Davies cuando afirm a que El deslizamiento desde el estructuralismo hacia el posestructuralismo, y de allí al posmodernismo fue directo; y tuvo lugar porque se fracasó en desarrollar una teoría de la cultura en la sociedad que fuera algo más que fragmentaria y poco sistemática. (Davies 1995:156)

Con todo, creo que a fines de la década de 1990 ya son tantos los culturistas que quieren abandonar el proyecto del posmo­ dernismo como los que lo presentan como el remedio a todos los males de la modernidad. El problema es que esta vez aque­ llos ya no pueden proponer un turn, sino apenas un return. No es sólo del posmodernismo de lo que ahora quieren desligarse, sino también de la propensión a la mala etnografía, de la actitud pen­ denciera frente a las otras ciencias sociales, de la oposición con-

viilsiva a cualquier asomo de economía política y del populismo conformista, cuyas implicaciones revisaremos después. Lo notable es que las invitaciones a la reformulación de los estudios culturales siempre terminan proponiendo una vuelta atrás de la historia (p.ej. Murdock 1997a: 62-63). En efecto, los partidarios de un back to basics, que miran con nostalgia los bue­ nos viejos tiempos del CCCS, no tienen otra alternativa que invitar a una previsible, repetida hasta la saciedad y todavía programática “reinvención” del movimiento, un giro a veces explícitamente conservador. N o hace falta más que registrar los títulos de Goodwin y W o lff (1997), Johnson (1997), Bennett (1996a: esp. 319), Nelson (1996), Harris (1992), P fister (1996: esp. 296-297), M orris (1996), Webster (1996), O ’Connor (1996), Williams (1996), Garnham (1997) W in kler (1994), Murdock (1997a) y docenas de textos análogos para sentir en la cara los vientos de la crisis y el carácter apremiante de los cambios a que se aspira. Pero ¿cuáles son los cambios? Nunca se trata de algo que hay que crear de ahora en adelante: siempre es el tropo de un camino torcido, una degeneración, un desvío, un puente roto, una invasión de indeseables, un olvido de las intuiciones origi­ narias, un paraíso por recuperar. Resulta insólito que un mo­ vimiento que dice caracterizarse por su apertura mental y su rechazo a cualquier asomo de ortodoxia haya llegado a un acuer­ do tan uniforme sobre la necesidad de poner en caja a los que se han apartado del camino correcto. Un camino correcto cuya guía de paralaje se busca siempre en lo que se hizo antes, y no en lo que se podría hacer de hoy en más. Por eso tienen un poco de razón quienes afirm an que ya no hay una Arcadia a la cual volver, y que el programa de los nostálgicos envuelve un diferimiento y una delegación, como si expresara: “Yo tengo un pro­ blema; alguien debería hacer algo al respecto” . Por eso también las esperanzas de recuperar algún día la plenitud del impulso culturista original suenan menos creíbles todavía que los pro­ yectos de recuperación de la antropología posteriores a W riting Culture. En fin, una corriente tan atestada en los últimos cuatro o cinco años por invitaciones formulaicas a la reinvención está sufriendo algo más que una enfermedad de crecimiento. Pues bien, esperemos a que alguien reinvente de verdad este m ovi­ miento contaminado de un incómodo textualismo, lastrado de jerga, aislado de la política real, dotado de precursores dignos

sin sucesores consensuados, carente de herramientas creadas en su interior y adherido a rebeliones que ahora se saben domes­ ticadas, y volvamos dentro de un tiempo a ver qué pasa. Por ahora deberemos contentarnos con las habituales profesiones de soberbia de un campo que, aun sumido en un marasmo que en otras disciplinas sería terminal, sigue creyéndose el pala­ dín de una cruzada justiciera, la encarnación misma de las prácticas del futuro.

Notas 1. O sea Social Text, vol. 46-47, 1996. Más sobre esto luego. 2. Lo que se conoce globalmente como N ew Times fue un proyecto liderado por Stuart Hall, que se originó en un seminario patrocinado por Marxism Today. Su objetivo ha sido ir más allá de los análisis del thatcherismo, pro­ porcionando alternativas “socialistas”. En los últimos años el proyecto no ha tenido buena prensa. Harris dice de él que en principio “se puede simpatizar con sus análisis, pero, como es usual, las cuestiones se abren sólo para ser llenadas cómodamente con gramscianismo” (Harris 1992: 183). O sea, con lecturas de Gramsci más bien inconexas e interminablemente mediadas por interpretaciones derivadas de Althusser, Mouffe y Laclau, entre otros.

El proyecto fundacional ¿Es re c u p e r a b le el p ro y e c to in ic ia l d e los e stu d io s cu ltu rales, o c a re c e d e u n a e n tid a d te ó ric a c la r a ­ m ente ex p u e sta , su s c e p tib le d e im p u ls a r p ro y e c to s nuevos?

Puestos ante la evidencia del dudoso valor científico, del ca­ rácter metodológicamente difuso y de la polemicidad inheren­ te a los estudios culturales contemporáneos, sus promotores de la línea ‘moderna’, cada vez con mayor frecuencia, insinúan que lo mejor del m ovimiento tiene que ver con el aporte de los pioneros: Hoggart, W illiam s, Thompson y por extensión tal vez Hall. Según esta perspectiva, para recuperar la buena imagen del culturismo sólo basta con retornar a las intuiciones plas­ madas en los textos fundacionales. En este punto yo estaría dispuesto a adm itir que Raymond W illiam s y en mucho menor medida Stuart H all pueden llegar a ser, en efecto, intelectua­ les valiosos, algunas de cuyas ideas son susceptibles de incor­ porarse productivamente a la antropología o a cualquier cien­ cia social. Lo que resulta dudoso, sin embargo, es la vigencia y sustentabilidad de esas ideas, sobre todo en vista de los pro­ blemas que se han manifestado al aplicarlas en su propio mo­ vimiento de origen como campo de pruebas inicial. A lo largo del presente libro hay suficientes referencias al aporte y al estilo de Stuart H all como para que su tratam iento en este apartado no sea necesario. Su pensamiento ha sido harto móvil y de grano demasiado fino como para adm itir un resu­ men. Si bien la idea de un marco teórico flexible, contextual,

situado y abierto como el que H all dice haber elaborado suena plausible en principio, en los hechos esa movilidad ha consti­ tuido un impedimento para su uso, legitimando un estado de perpetua búsqueda que al mismo tiempo es una buena excusa para dispensar su carácter inconcluyente. Exponer sus ideas para que alguien piense en reciclarlas constituiría, además, una im­ pugnación de sus propios objetivos manifiestos de conocimiento localizado y sensible al contexto. Que H all siga moviéndose al compás de las tendencias cambiantes, y que otros se encarguen de la tarea pesada (y a mi juicio no redituable) de evaluar su aporte. Si alguien quiere saber mejor de qué se trata, Harris (1992) o M orley y Chen (1996) son excelentes opciones. Se me perdonará también que excluya a Richard Hoggart y a E. R Thompson de la siguiente inspección. El primero está demasiado ligado a la cultura literaria inglesa como para re­ sultar de interés para una disciplina como la nuestra. Después de The uses o f literacy (H oggart 1957), su trabajo casi no ha ejercido influencia en el desarrollo teórico de los estudios cul­ turales (Turner 1990: 51). El prestigio del segundo ha sufrido una sensible retracción en las reseñas culturistas más recien­ tes; Thompson no constituye ya una figura actuante en dis­ cusiones que no sean de carácter histórico. Este capítulo del ensayo, consecuentemente, explora algunas de las propuestas significativas de Raymond W illiam s al lado de las críticas que los propios culturistas les han opuesto, para que cada quien realice su propio balance. No trataré de compendiar aquí el complejo desarrollo de las obras de W illiam s. Eso ha sido tratado en una gran cantidad de textos. N o hay historia de los estudios culturales que no le dedique un número sustancial de páginas (Inglis 1993; Turner 1990). En la carrera de Ciencias Antropológicas de la Univer­ sidad de Buenos Aires la fotocopia de M arxism and literature es lectura obligatoria en todas las m aterias de la orientación sociocultural que tienen un espacio disponible en su bibliogra­ fía, de modo que W illiam s no es un desconocido. Más bien me dedicaré a tocar una pequeña cantidad de cuestiones williamsianas sustanciales y a tomar nota de las evaluaciones críticas que los propios culturistas han elaborado, sin intervenir salvo a título de comentador ocasional. La relación teórica e institucional entre W illiam s y los estu­ dios culturales ha sido más bien tardía y retrospectiva. Tomen

nota: ninguno de los libros fundamentales de nuestro autor menciona siquiera al movimiento, del cual nunca fue miembro orgánico y o fic ia l. En el P re fa c io de 1982 a la ed ición Momingside de Culture and Society, W illiam s evoca el carác­ ter fundacional que su texto tuvo para la N ueva Izquierda B ri­ tánica, junto con los de H oggart y Thompson, pero en un reso­ nante juego de evitación se las arregla para no referirse ni a ios estudios culturales, ni al CCCS, ni a Stuart H all (W illiam s 1983b: xi). De todas maneras, a W illiam s tampoco le complacía que el culturismo rem ontara su historia a una cadena de textos, aun­ que fueran los suyos (W illiam s 1996: 168). Consideraba que los estudios culturales no debían entenderse como un cuerpo separado de conocimiento capaz de ‘hacer bien’ a la gente; sólo podían existir y desarrollarse en estrecha dependencia de la ‘gen­ te común’ a la que debía servir. Pero esta im agen de la edu­ cación a d u lta de p osgu erra es te n id a hoy en d ía como problemática. La idea william siana de una especie de autoedu­ cación de la clase trabajadora ha sido tachada de sentimental y paternalista: la educación asume en ella un papel heroico en la potenciación de los trabajadores en lucha. A los antropólo­ gos, los cuestionamientos subsiguientes de Barker y Beezer a la visión de W illiam s nos suenan familiares, teniendo en cuen­ ta todo lo que se ha discutido en la antropología posmoderna respecto de la autoridad etnográfica. Los críticos cuestionan, por ejemplo, el papel tutorial de los instructores en el progra­ ma educativo y dudan de que los dependientes de almacén ha­ yan podido establecer una demanda precisa y fundada del tipo de educación ‘liberadora’ y ‘democrática’ que estaban necesi­ tando (B arker y Beezer 1992: 4). El programa de W illiam s era una pedagogía vertical, sin polifonía ni dialógica. La influencia teórica de W illiam s sobre los estudios cultura­ les puede decirse que se inicia con Culture and Society, de 1966. Es un libro de análisis literario, aunque con una peculiaridad crucial, porque su foco no se halla precisamente en la literatu­ ra, sino en las conexiones entre los productos culturales y las relaciones sociales. A llí se encuentra la célebre definición de la cultura como “un modo completo de vida, material, intelectual y espiritual” (W illiam s 1966: 16). Sin embargo, si se lo lee hoy desde una postura que no sea la del análisis de la literatura inglesa, la atención no tiene donde fijarse: el libro se presenta

como una colección de ensayos sobre Thomas Carlyle, las nove­ las industriales, D. H. Lawrence, T. S. Eliot, George Orwell... Para un especialista en Letras el marco puede resultar nove­ doso, pero desde una ciencia social la dosis de ‘cultura y socie­ dad’ , precisamente, es apenas perceptible: un tenue acento contextual, acaso un telón de fondo, el recordatorio de que cada quien es hijo de sus tiempos. Y en lo teórico es también un libro fósil. Sus limitaciones metodológicas han sido ampliamente se­ ñaladas, antes que nadie por W illiam s mismo: “el área de ex­ periencia a la que el libro se refiere ha producido sus propias dificultades en términos de método” (1966: 17). En una célebre crítica, Terry Eagleton ha puntualizado que W illiam s “todavía tenía que descubrir el idioma que le perm itiera extender su ‘crítica práctica’ y sus posiciones sociales organicistas hacia un análisis socialista en plenitud” (Eagleton 1978: 39). Ese análisis sobrevendría en The long revolution (Williams 1961), donde se m aterializa, en palabras de Stuart Hall, el tras­ paso de todo el terreno del debate desde una definición literario-moral a una definición antropológica de la cultura (Hall et al 1980: 19). Esa definición es la siguiente: La cultura es una descripción de una forma particular de vida, la cual expresa ciertos significados no sólo en el arte y en la enseñan­ za sino también en las instituciones y en la conducta ordinaria. El análisis de la cultura, a partir de tal definición, es la clarificación de los significados implícitos y explícitos en una forma de vida particular, una cultura particular. (1961: 67) En este texto hace su aparición el concepto de ‘estructura de sen tim ien to’ , que algunos antropólogos aprecian pero los culturistas han desechado hace décadas. Existe consenso en que este no ha sido un concepto feliz y riguroso que articulara toda la obra de W illiam s, sino “una formulación contradictoria y ad hoc que sólo posee un papel muy residual en la obra de W illia m s p o sterior a los m ediados de los años seten ta ” (O ’Connor 1996: 190). La definición que W illiam s proporciona del término, se ha dicho, es “notoriamente escurridiza” y “de­ masiado genérica” . Aunque la idea ha tenido cierta influencia, alega Graeme Turner ... es difícil no simpatizar con la concepción de Eagleton en el senti­ do de que la descripción de Williams de “esa firme pero intangible

organización de valores y percepciones” de una cultura, es poco más que una descripción de la ideología.... La categoría, y los problemas en definirla adecuadamente, proceden del conflicto entre el huma­ nismo de Williams ... y su socialismo. (Turner 1990: 57-58) También David Simpson está de acuerdo con el juicio de Eagleton (Simpson 1995: 43). En el análisis crítico más exten­ dido que conozco de este concepto escribe Simpson: Con toda su obvia importancia en la vida de un intelectual de gran estatura, lia estructura de sentimiento| no ha probado ser un con­ cepto exportable. En lo que yo conozco, nadie lo ha tomado, utiliza­ do o refinado.... Williams admite de buen grado que él “nunca ha estado feliz” con el término.... Bajo presión de sus entrevistadores Williams reconoce la ambigüedad descriptiva de sus diversos usos de la frase.... El grado en que la estructura de sentimiento no está articulado al punto de “satisfacción teórica”, a despecho de su uso durante veinte años de trabajo crítico mayor, sugiere una resis­ tencia fuerte a esa forma de teorización. (Simpson 1995: 36-43) Simpson agrega que W illiam s nunca pudo sustanciar teóri­ camente esas estructuras de sentimiento con referencia a for­ mas lite ra ria s concretas, y que por esa razón rem itía su verificación a la esfera de lo que es supuestamente “vivido y sentido” : una expresión grandilocuente que ha terminado con­ virtiéndose en una coartada que nada explica (Simpson 1995: 44). Casi lo mismo piensa John Higgins: ... [Clon respecto a cuestiones específicas de teoría, es fácil ahora percibir diversas carencias, fallas, errores y malentendidos. La noción central de una “estructura de sentimiento” involucra poco más que una instancia ingeniosa de impresionismo teórico, en la que una figura retórica trata de asumir la fuerza explicativa de un concepto teórico distintivamente articulado. (Higgins 1999: 169) Pero amén de estas fallidas ‘estructuras’, The long revolution exhibe otros problemas, quizá más graves. Graem e Turner asegura que el libro está ... reconocidamente atravesado por contradicciones internas; ca­ rece de una teoría de la estructura cultural, y de un método apro­ piado de análisis de textos. ... es difícil leer el foco del libro en los

“patrones” constitutivos de las relaciones culturales, por ejemplo, sin lamentar la ausencia de metodologías estructuralistas. Ade­ más ... uno se da cuenta de que el desarrollo de los métodos analí­ ticos está subordinado al desarrollo de una crítica particular de la cultura británica. ... El análisis, por lo tanto, no establece una metodología. (Turner 1990: 55-57)

El texto, con su famosa definición holística de la cultura en agudo contraste con un tratam iento inconexo de su problemá­ tica, también ha desorientado a Colin Sparks: Las implicaciones de “una forma completa de vida” ya eran sufi­ cientemente evidentes en la época como para que Williams volvie­ ra sobre la cuestión en las respuestas a sus críticos. ... Mi afirma­ ción es que hoy es la falta de unidad, más que la unidad del libro, lo que nos choca. En mi experiencia esto es particularmente cierto cuando intentamos usar el libro para enseñar a estudiantes que vienen con una formación “no literaria”. (Sparks 1996: 28, n. 3)

Entre los críticos que menciona Sparks se encontraba, natu­ ralmente, Terry Eagleton, quien cuestionaba la antropologización y el holismo del concepto de cultura sobre bases políticas: El trabajo de Williams ... tendía a una peligrosa fusión de los mo­ dos de producción, las relaciones sociales, las ideologías éticas, políticas y estéticas, colapsándolas en la vacía abstracción antropológica de la “cultura”. Ese colapso no sólo abolía toda jerar­ quía de prioridades concretas, reduciendo la formación social a una totalidad hegeliana “circular” y a una estrategia política muer­ ta al nacer, sino que inevitablemente sobresubjetivizaba esa for­ mación. (Eagleton 1978: 26)

La observación de Eagleton respecto de la subsunción de una cantidad de categorías analíticas en un solo concepto podría generalizarse para describir una usanza habitual en la teoriza­ ción culturista, más allá del caso particular de Raymond W illia­ ms. Ya hemos revisado la forma en que H all, Grossberg y Slack han subsumido todo un repertorio de conceptos'relaciónales en el principio de ‘articulación’. La consecuencia natural de esta clase de fusiones no puede ser otra que el descubrimiento a posteriori de la ‘complejidad’, ‘riqueza’ o ‘polivalencia’ de los conceptos (p. ej. W illiam s 1977: 17, 117), o la necesidad de

introducir a cada rato cualificaciones, excepciones, matices, amor­ tiguamientos (Prendergast 1995: 3). Pero que el culturismo haya consagrado esta subsunción como procedimiento habitual no qui­ ta que lo vea con malos ojos cuando es Williams quien lo practica. Porque no sólo el holismo de la cultura y la vaguedad de las estructuras de sentimiento cayeron mal; casi todos los esfuer­ zos teóricos de W illiam s han sido impugnados con regularidad aun en las líneas más ortodoxas del m ovim iento. Graem e Turner, en una historización clásica de los estudios culturales en Gran Bretaña, ha establecido que tanto W illiam s como Hoggart ... sufrieron la falta de un método que pudiera analizar más apro­ piadamente el modo como esas formas y prácticas culturales pro­ ducían sus significados y placeres sociales, no meramente estéti­ cos. (Turner 1990: 12)

A partir de la década de 1960, W illiam s inició un período de enseñanza intramuros como conferencista en Cambridge, y a decir de sus biógrafos fue tomando distancia no sólo de la edu­ cación de adultos, sino de la cultura cotidiana “vivida” . Se ha señalado que en Com m unications (W illiam s 1962) el autor de­ pende en demasía de la investigación comunicacional norte­ americana, hoy totalm ente desacreditada en el interior de los estudios culturales, lo que hace de ese texto un libro anticuado (Turner 1990: 61). Que el descrédito de las teorías comunicacionales haya obedecido, como hemos visto, a razones espu­ rias, difícilm ente alcance para revertir la situación. La últim a contribución mayor de W illiam s se dice que ha sido M arxism and literature (W illiam s 1977). Pero los culturistas tampoco tienen a ese texto en la misma estima que quienes lo han leído y apreciado desde más lejos. El marxismo renovado de W illia­ ms no resultó suficiente: Es como si él hubiera aceptado su lugar en la tradición marxista sólo para desaparecer en ella; su valor en las últimas décadas ha sido el de un pionero, más que el de un líder. Los críticos de su tra­ bajo argumentan que él jamás aportó una especificación exhaustiva de su postura, o que nunca desarrolló los métodos para aplicarla. Incluso la honestidad de su trabajo al revisar abiertamente su pos­ itura, ha sido atacada como una falencia. (Turner 1990: 68)

A propósito de M a rx is m and litera tu re, Stanley Aronowitz ha fu stigado el estilo de teorización de W illiam s, al que en cuentra distinto de sus lúcidos análisis particulares: Las formulaciones teóricas están plagadas de cualificaciones; las frases se abultan con digresión, la circularidad de la prosa es de­ masiado evidente. Williams lucha por mantener aferrados concep­ tos elusivos adoptando una estrategia evolutiva de definiciones conceptuales. Pero, igual que la famosa palabra clave de Thomas Kuhn, paradigma, que este utiliza en no menos de veinte formas diferentes, la única idea de Williams, la “cultura” sufre al menos del mismo número de acepciones. ... Williams nunca logra desli­ garse de una rigidez de pensamiento o de expresión que, a medida que se desenvuelve, se muestra característica de todo el libro. ( Aronowitz 1995: 323)

Precisam ente el artículo en el que W illiam s define la ‘cultu­ ra’, según este crítico, se hunde a poco de em pezar en múlti­ ples locuciones que son sugerentes pero poco satisfactorias. Las disquisiciones que va acumulando no logran clarificar la cues­ tión. A la larga, se percibe su desdén típicam ente británico por la abstracción y por las form ulaciones teóricas complejas (Aron ow itz 1995: 329). Un desdén que también era extensivo a sus parcos regím enes de lectura, y que perm itió a sus críticos encontrar con demasiada facilidad un sinnúmero de errores, asignaciones equivocadas y vacuidades en el tratam iento que concedió W illiam s al psicoanálisis freudiano, a Lacan, a las teorías del lenguaje o al posestructuralismo (H iggins 1995). T am bién S tu art H a ll ha sido un crítico inclem en te de W illiam s; pero lo fue con supremo disimulo, y prorrateando en dosis aparentemente iguales elogios y cuestionamientos: la ma­ no de hierro en guante de terciopelo. P ara H a ll The long revolution “arrastra un diálogo sumergido, casi silencioso, con posiciones alternativas, que no estaban tan claramente defi­ nidas como uno desearía” ; la literatura m arxista en que se ins­ piraba W illiam s era además una “tradición empobrecida” (Hall 1996a: 34-35). Tanto W illiam s como Thompson, prosigue Hall, abordan sus problemáticas mediante una operación de teoría violenta y esquemáticamente dicotómica (ib id .: 36). Y cuando W illiam s redefine su paradigma tomando en cuenta las críti­ cas, lo hace (como ha sido frecuente en él) de una manera obli­ cua, recurriendo a Gramsci (ibid.: 37). Para H all sería menos

oblicuo, en apariencia, leer a Gramsci (como él lo ha hecho) a tra v é s de las lentes de M ouffe y Laclau. Hablando en una conmemoración de Raymond W illiam s, Stuart Hall volvió a escenificar contra su predecesor un con­ junto de críticas amortiguadas pero en el fondo muy graves, casi descalificatorias. Esta vez lo suyo fue algo así como un brote de darwinismo intelectual en acción, reafirm ando su es­ tatuto de pensador más apto a través de un contraste im plí­ cito, a pocos metros de un cadáver todavía tibio. Recordando ese discurso dice Hall: ... hablé acerca de la importancia de la obra de Williams sobre la cultura, de las estructuras de sentimiento, y de las “comunidades vividas”, etc. Pero al final ofrecí una crítica de esa concepción de la cultura, debido a su naturaleza cerrada, a su reconstitución como un nacionalismo estrecho y exclusivo. El discurso exploraba la hibridez y la diferencia, antes que “enteras formas de vida”, etc., que pueden tener un foco muy etnocéntrico. Buena parte de la obra de W illiams está abierta a la crítica de etnocentrismo, así como él está abierto a la crítica de estar mal ubicado en relación con el feminismo. ... Williams tiene sus fuerzas, sus intuiciones impor­ tantes; es una figura mayor, etc. Pero desde la posición en que se practican los estudios culturales ahora, uno ve la obra de Williams de una forma diferente. Uno comienza a comprometerse con él críticamente, antes que a celebrarlo o venerarlo. (Hall en Chen 1996a: 394)

Obsérvese la contundencia casi feroz con que Hall desliza que la postura de W illiam s es etnocéntrica, cerrada, estrecha, literalmente nacionalista, hostil al feminism o' y obsoleta para nuestra mirada actual. ¿Existen calificativos más duros? ¿Amor­ tiguan las pocas virtudes enumeradas (seguidas siempre de displicentes ‘etcéteras’) semejante acto de recriminación? Con amigos así... . Probablemente a gestos como estos se refería Christopher ’ Prendergast cuando hablaba de “los tediosos escenarios edípicos • de sucesión y confesión” que afectaron al m ovimiento (Pren¡ dergast 1995:1). Pero sería equivocado pretender que la postut ra de H all no contiene algún toque de verdad. M ientras que , Hall (por lo menos de palabra) se apresuró a refrendar al femi! nismo, a los reclamos de las minorías raciales o del m ovim ien­ to homosexual apenas se hicieron suficientemente conspicuos,

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W illiam s no se preocupó en adaptar su línea teórica conform^ al dictado de los tiempos. “M e hubiera gustado comprender qui es lo que me impidió hacerlo”, admitió más tarde (WiHiams 1979: 149); pero nunca hizo nada al respecto, fuera de apesa dumbrarse por su propio silencio. Los últimos trabajos de W illiam s casi no guardan ninguna relación con lo que estaba discutiéndose en los estudios cultu­ rales en las décadas de 1970 y 1980. Difícilm ente podrían guar­ darla. En Politics and letters (1979), W illiam s llegó a acariciar el sueño de una forma de estudio literario ligado a los procedi­ mientos de las ciencias naturales: “Si yo tuviera una sola am­ bición en los estudios literarios, sería que ellos vuelvan a unir­ se con la ciencia experim ental” (citado por Prendergast 1995: 20). Aun cuando ya era moneda corriente, W illiam s tampoco m ostró jam ás ningún entusiasm o por el posmodernismo. Christopher Prendergast especula que W illiam s quizás hubie­ ra dicho de él lo mismo que Cornell West expresó sobre el futu­ ro del rap: que term inaría “como acaba la mayor parte de los productos posmodernos norteamericanos: fuertemente empa­ qu etado, regu la d o , d istrib u id o , circu lado y consum ido” (Prendergast loe. cit.). En The p olitics o f modernism: Against the nevo conformists, publicado postumamente en 1989, W illiam s incluye su famosa ponencia sobre “El futuro de los estudios culturales” , en el que deplora la institucionalización del movimiento, su burocratización y su adaptación a las reglas del juego académico, con­ virtiéndose en el “hogar de intelectuales especialistas” . Cuando los estudios experimentaron esta metamorfosis “se aceptó acríticamente un conjunto de teorías que en cierto sentido ra­ cionalizaron esa situación”. W illiam s condena esta resurrección del formalismo idealista, este retorno a “las formas más sim­ ples (incluso formas marxistas) de estructuralismo” , en una alusión soterrada, pero recia, a las innovaciones de H all basa­ das en Althusser y en la importación de procedimientos pro­ pios de la sem iología francesa. Las expresiones finales de Williams, que son en todo sentido sus últimas palabras, invi­ tan a los estudios culturales a revisar drásticamente su syllabus y su disciplina, si es que aspiran a tener algún futuro. No hay que leer entre líneas para darse cuenta de que William s sentía que el m ovim iento había bastardeado su programa (W illiam s 1996: 173, 177).

El libro postumo de W illiam s no alcanza sin embargo a esta­ blecer su propia estrategia con suficiente precisión. Como con­ signa John H iggin s, muchos lectores encontraron que la colección no es satisfactoria (H iggins 1999: 154). También yo la encuentro insustancial, y no soy el único en pensar de ese modo. Prendergast (1995: 196) anota que buena parte de su escritura ostenta un carácter incómodamente crispado, mien­ tras que Chris Baldick se queja de que la postura que W illiam s ataca no es ni referida por su nombre, ni adecuadamente ca­ racterizada (Baldick 1989: 1205). En una biografía intelectual reciente, H iggins registra un incesante torrente de críticas a la obra de W illiam s en la última década del siglo. Los errores que se señalan y fundamentan son innumerables: la escasa aten­ ción que W illiam s, como marxista, prestó a los conceptos de clase y estado, e incluso a la dimensión económica, a las políti­ cas de raza y género, o a las dinámicas del imperialismo; la inocultable inexperiencia de su ‘semántica histórica’, ignorante de los protocolos profesionales básicos en esa área de estudios; una extraña reticencia a especificar contra quiénes confrontan sus textos críticos; una notoria tendenciosidad en su lectura de Saussure; un desconocimiento descarnado de las propuestas estructuralistas y posestructuralistas; un mundo literario cuyo panorama estaba restringido a los libros que se discutían en Cambridge, y un ominoso etcétera (H iggins 1999: 169-170). Algunos autores quieren que W illiam s sea el arquetipo del socialista puro en la tradición de los estudios culturales. En un libro titulado, sin mucha originalidad, C u ltu ra l Studies, Fred Inglis, sin embargo, anota que W illiam s contrapone política y cultura, y las engloba en el marco de un marxismo pasado por William Morris, cuyo reloj no está puesto con miras a la revo­ lución, sino pensando en un análisis inteligente y en la cons­ trucción de una racionalidad científica viable (In g lis 1993: 55-56). Apenas anotado lo anterior, de todas formas, W illiam s prácticamente no vuelve a aparecer en un tratamiento increíble­ mente verborrágico de los estudios culturales, salvo como una entrada más en las listas de intelectuales prestigiosos que en­ galanaron la trayectoria del movimiento. Con el transcurso de los años, W illiam s es tal vez mejor evo­ cado en relación con su trayectoria dentro del socialismo inglés que como parte de la corriente que nos ocupa. La segunda edi­ ción de Keywords (W illiam s 1983a), que incluye unas 120 pala­

bras clave de su fondo personal de conceptualización, omit< significativam ente una entrada para ‘estudios culturales’. En­ tre paréntesis, Keywords también excluye algunas locuciones suyas ya en desuso, por ejemplo la ‘estructura de sentimiento’, así como todo concepto característico de otros autores rivales en el interior de los estudios culturales, tales como ‘articula­ ción’, ‘placer’, ‘etnografía’ y ‘encoding /decoding': un evidente ritual de elusión. Una voluminosa biografía de W illiam s, también escrita por Fred Inglis (1995), prácticamente no menciona palabra sobre la existencia del m ovimiento o el CCCS, los que ni siquiera aparecen en el índice alfabético. M arxism and literature, el texto fundante de W illiam s en relación con lo que sería el culturis­ mo, merece una mención al pasar como “su libro ilegible” (Inglis 1995: 249). Tampoco la biografía intelectual de W illiam s escri­ ta por John Higgins (1999) menciona jam ás al culturismo. La impresión que tendría un lector distante al leer las biografías de Inglis o Higgins es que Raymond W illiam s ha sido más im­ portante para los estudios culturales de lo que estos fueron para él: se puede escribir una crónica del procer sin referirse al movimiento, pero es un poco más difícil historizar el culturismo sin mencionar al menos un par de veces al padre fundador. Esto implica, a la larga, que si un antropólogo decide buscar inspiración en la inmensa producción de W illiam s, no necesa­ riam ente tendrá que llevar los estudios culturales a la rastra. Y hasta cierto punto, también viceversa. Pero a quien piense que los sucesivos aportes de Williams o de algunos otros fundadores o estudiosos tempranos del movi­ miento pueden ser piezas de extrapolación utilizables, habría que recordarle su carácter fuertem ente coyuntural. Sus argu­ mentos tienen sentido en el contexto de discusiones teóricas y posiciones en el tablero del poder, la práctica pedagógica y la política cuyos significados se han ido perdiendo: las alusiones personales se han vuelto anónimas, los motivos de su urgencia se esfumaron, los supuestos alguna vez actuantes son ahora un enigma. En el tratam iento de las influencias de Gramsci, por ejemplo, David H arris advierte que la estructuración del patrimonio culturista tiene que ver más con tácticas puntua­ les que con estrategias generalizables: Cualesquiera sean los méritos o los límites teóricos o políticos abs­ tractos de estos debates ... es útil recordar que estas modificacio-

nea y extensiones tuvieron lugar en un contexto definido de lucha académica. Quiero sugerir que estos debates se comprenden mejor no como una política coherente a largo plazo para releer y repen­ sar conceptos gramscianos a la luz de nuevos desarrollos, sino como una adaptación más localizada y táctica a presiones específicas y a controversias que se desarrollaron en forma más bien despareja en diferentes campos académicos. (Harris 1992: 29)

Mi revisión de la mayor parte de las discusiones teóricas en el interior de los estudios culturales me lleva a concluir que Raymond W illiam s simboliza algo así como el arquetipo del padre fundador al que se rememora sobre todo en momentos de tribulación, cuando el movimiento en crisis necesita figuras señeras a cuyas ideas retornar. Pero cuando hoy en día se re­ cuerda a W illiam s es más para honrar su ética y su im agina­ ción que para adm irar su habilidad metodológica o celebrar la vigencia de sus ideas. Ahora no sería tan fácil revivir su men­ saje, pues el contexto es otro: las ideas de W illiam s ya no se refieren a él. Tampoco tienen tanto vuelo teórico como para despegarse de las contingencias de sus circunstancias perso­ nales o domésticas. Después de Bajtín y Voloshinov, en general se admite que un texto no es un soliloquio, sino una respuesta a preguntas, planteadas en el contexto polifónico de una com­ pleja intertextualidad. Si esto es mínimamente así, está claro que en los últimos quince años las preguntas han cambiado tanto que las respuestas que proporcionan los textos de Williams, deficientes para muchos ya en su época, resultan ca­ da día menos apropiadas. Sobrevenida la crisis del socialismo real (cuya culminación en 1989 fue un año posterior al deceso de W illiam s), después que el m ovim iento ensayara tantas variaciones y agotara tan­ tas influencias, y una vez victorioso un posmodernismo al que Williams no llegó a tratar en profundidad, lo menos que pue­ de decirse es que la obra del fundador se percibe decrépita y que no será sencillo restablecerla sin incurrir en anacronismos, sin volver a plantear problemas agotados hace décadas. Por supuesto, culturistas y antropólogos podrán encontrar en ella algo de inspiración y una buena provisión de ideas. Pero se­ ría ilusorio suponer que la obra de W illiam s constituye un marco científico de referencia listo para usar en los tiempos que corren.

1. Que Hall evoque la falta de contacto entre Raymond Williams y el fem nismo no parece un recurso argumentativo muy honesto. Es notorio que las mujeres estuvieron relegadas en el culturismo del CCCS más o menos por la época en que Stuart Hall estuvo al frente de la institución, o sea entre 1969 y 1979. Hasta 1977 ninguna mujer completó allí su PhD (Brunsdon 1996: 276). Escribe además John Fiske: “Incidentalmente, la relativa falta de reco­ nocimiento del feminismo en la obra de Hall es a la vez sorprendente y desa­ fortunada” (Fiske 1996b: 219).

Política y ciencia ¿Es la c rític a q u e a rtic u la lo s estu d io s c u ltu ra le s de o rd e n p o lítico , o m ás b ie n la iz q u ie r d a p o lític a y la p rá c tic a cien tífica son los v e rd a d e ro s co n ten d ien ­ tes?

La revolución constante de la producción, la perturbación ininterrum­ pida de todas las condiciones sociales, la incertidumbre permanente y la agitación distinguen la época burguesa de todas las anteriores. Todas las relaciones fijas y cristalizadas son barridas, todas las nue­ vas formas de que tomamos noticia devienen anticuadas antes que puedan osificarse. Todo lo que es sólido se disuelve en el aire, y todo lo que es sacro es profanado. (Marx y Engels 1967: 83) La era de la simulación es ... iniciada en todas partes mediante la intercambiabilidad de términos anteriormente contradictorios y dialécticos ... la intercambiabilidad de lo bello y lo horrible en la moda, de la izquierda y la derecha en política, de lo verdadero y lo falso en todo mensaje mediático, de lo útil y lo inútil a nivel de los objetos, de la naturaleza y la cultura en cada nivel del significado. Todos los grandes criterios humanistas de valor, todos los valores de una civilización de juicio moral, cívico y práctico, se disuelven en nuestro sistema de imágenes y signos. Todo deviene indecidible. (Baudrillard 1988: 128) En las dos citas del epígrafe, prodigiosamente paralelas a pesar de que la prim era fue escrita en 1848 y la segunda 128 años más tarde, se trasunta el sentimiento de precariedad que Marx y Engels creían una característica transitoria del mo­ mento burgués y que Baudrillard im agina permanentemente

en acción en la condición contemporánea. Jim McGuigan con­ viene en llam ar anomia a este sentimiento (M cGuigan 1992:

206-207). M arx y Engels abominan de esta anomia y acicateados por ella invitan a la revolución; Baudrillard festeja el estado de cosas y consecuentemente terminará refrendándolo. En la evolución de su perfil político, los estudios culturales serán una vez más anómicos. Y puestos a optar entre la utopía y la fiesta, entre M arx y Baudrillard, se arrojarán de lleno en una tra­ yectoria que niega su propia historia.

Consignas guerrilleras Hasta comienzos de los años noventa, la autoimagen de los estudios culturales como un movimiento de contestación y com­ bate político aparecía en prensa con tanta asiduidad como sus otros alardes de excelencia intelectual. En la versión de máxi­ ma daría la impresión de que los culturistas hubieran ganado la “guerra cultural” contra las políticas sociales de Reagan o Thatcher (véase K ellner 1995). En la interpretación de míni­ ma, la lectura por realizar es que las sucesivas derrotas del campo progresista en la consolidación del nuevo orden mun­ dial fueron menos rotundas y dolorosas merced a la intervención de los estudios culturales. Como en cierta antropología tam­ bién mesiánica, fueran ganando o perdiendo, los estudios se erigieron de todos modos en abanderados de la lucha. Pero ¿hubo verdaderam ente una contienda en la que estuvieran envueltos, o se trataba sólo de una figuración discursiva? El combate, si es que lo hubo ¿tenía que ver con capitales, corpo­ raciones, organismos y personas en el sentido material estricto, o con dimensiones simbólicas de capital cultural, hegemonía e identidad incapaces de devolver un golpe? El combate, objetivo o imaginario, ¿encontró a los estudios culturales situados en el bando correcto? En la actualidad, esas preguntas no tienen una respuesta unívoca y totalizadora, porque entre el momento en que se de­ finió el programa político original y el día de hoy ocurrió una transformación estructural que no sólo ha sacudido a los estu­ dios culturales sino a todas las formas del pensamiento y de la militancia. Lejos de haber llegado a su conclusión, la Historia sigue su curso, sorda a lo que sobre ella se ha decretado. En las

dos últimas décadas, las determinaciones en acción a nivel macro han sido más drásticas que lo que podría haber suge­ rido cualquier combinación de ‘articulaciones’ puntuales im a­ ginadas por los culturistas. Cuando se asentó el polvo y se ganó alguna perspectiva temporal que permitió apreciar lo sucedi­ do, el mundo era distinto. Los estudios culturales habían he­ cho demasiado hincapié en una coyuntura circunstancial, y se habían definido ellos mismos, deícticamente, en función de un juego de fuerzas efímero. Pero en lo que a las ciencias sociales concierne, tal vez la historia podría contarse de otra manera: no como algo que les pasó a los culturistas como a cualquier otro sujeto, sino como un proceso en el que ellos (junto con los posmodernos) fueron más catalizadores que víctimas. Decididamente, ni el posmodernismo ni los estudios cultu­ rales hicieron caer el muro de Berlín o impulsaron el capita­ lismo globalizado; pero sin duda acondicionaron el ambiente para que los intelectuales reaccionaran frente a esos y otros hechos con actitu d es que oscilan e n tre la d ocilid ad , la ambivalencia y la celebración. M ientras el capitalismo trans­ nacional se planetizaba a sus anchas, posmodemos y culturistas insistían en abandonar las “macroteorías reductivas” o los gran­ des metarrelatos y en hacer que todo el mundo pensante se focalizara en lo particular, lo heterogéneo, lo específico, el micronivel de la experiencia cotidiana (Cvetkovich y K ellner 1997: 1). Como sea, veamos seguidamente las referencias que defi­ nen la naturaleza contestataria del movimiento, que van a ir de lo estentóreo a lo prescindente, de lo partisano a lo confor­ mista, en una ejemplificación que acompaña el menguante sig­ no político del recorrido histórico del proyecto. Colin Sparks comienza diciendo: “Los estudios culturales, desde su surgimiento, han sido campeones de la democracia” (Sparks 1996a: 15). Ya para Hall no eran otra cosa que “polí­ tica por otros medios”, una estrategia de producción de intelec­ tuales orgánicos (Storey 1996a: 5). H all no andaba con medias tintas en otros tiempos. Pensaba que “la cultura popular es el sitio donde el socialismo ha de ser construido. De ser de otra manera, le digo la verdad, no me interesa un bledo [7 d o rítg iv e a damn about ií]” (H all 1981: 239). También A lan O’Connor piensa que los estudios culturales no son una tradición de erudición académica libre de valores, sino una empresa de compromiso político (1996: 187). Para

Graeme Turner, la característica definitoria del movimiento es “de compromiso con objetivos críticos y políticos” (Turner 1990: 4). Sardar y Van Loon proclaman sin ninguna modestia que el objetivo de los estudios culturales es “comprender y cambiar las estructuras de dominación en todas partes, pero en las so­ ciedades industriales capitalistas en particular” (Sardar y Van Loon 1998:9). La australiana Meaghan Morris, utilizando una expresión repulsiva acuñada en parte por Ronald Reagan, con­ sidera a cada culturista como un intellectual freedom fighter (Grossberg et al. 1992: 37). Casi en los mismos términos, Richard Johnson (1986) ase­ vera que los estudios son tanto una forma intelectual como una tradición política. La cultura es para ellos el objeto de estudio y también el sitio de la crítica política y la intervención. La caracterización de John Frow y Meaghan Morris, por su lado, nos regala otra alegoría bélica: “ los estudios culturales son partisanos en su insistencia en la dimensión política del cono­ cimiento ... el proyecto intelectual de los estudios siempre está en algún nivel marcado por un discurso de compromiso social” (Frow y Morris 1996: 354, subrayado en el original). Nelson, Treichler y Grossberg, entre tanto, afirman que los practican­ tes de los estudios culturales entienden su trabajo no sólo “como una crónica del cambio cultural, sino como una intervención en él, y se ven a sí mismos no simplemente como estudiosos que proporcionan un examen, sino como participantes políti­ camente comprometidos” (Nelson et al. 1992: 5). Para James Carey, los culturistas están comprometidos en “una evaluación moral de la sociedad moderna, en una línea revolucionaria de acción política, o, al menos, con un proyecto mayor de recons­ trucción social” (C arey 1989: 101). Y Ted Striphas piensa que “el activismo no es simplemente algo agregado a los estudios culturales a posteriori; es algo constitutivo de sus prácticas” (Striphas 1998a: 457). Recapitulemos por un momento el sentido de las palabras que se acaban de leer. Se está hablando aquí de características definitorias, de política, de compromiso, de intervención, de lu­ cha partisana, de combate por la libertad, de barricadas, de cam­ bio estructural, de juicio moral, de revolución, de activismo cons­ titutivo, de reconstrucción de una sociedad nueva sobre las rui­ nas de la antigua. Esto es lo que Nicholas Gam ham alguna vez lla m ó una “ rep e tic ió n m án trica de con signas de lucha,

empowerment, resistencia” (Garnham 1997:57). Naturalm ente, hay en esto mucho más que una autoimagen épica o un progra­ ma fuerte. Es como el polo opuesto de esa otra representación, mas cercana a nuestros días, en la que de repente el mundo se trasmuta en una galaxia de signos, símbolos y discursos que interpretar sin ninguna certidumbre. Como podría haber dicho Marx, cuando sobrevino la marea posmoderna, todo lo sólido se desvaneció en el aire. Y esta vez lo que se hizo humo fue real­ mente todo, M arx incluido: hasta el único fundador sobreviviente y activo, que quería producir combatientes en la línea de monta­ je de las universidades abiertas al pueblo y a quien nada que no fuera el socialismo le importaba un bledo, se encuentra diciendo ahora que el posmodernismo es salvajemente estúpido pero in­ telectualmente seductor (H all en Grossberg 1996b: 138). M orley y Chen consideran hoy que las obras recientes de Stuart H all se pueden leer “como una enunciación ‘posmoderna’ de las ruptu­ ras y quiebras que tienen lugar en las estructuras de la sociedad británica” (M orley y Chen 1996: 2).

El declive de la dimensión política En fin, los objetivos políticos, subversivos y emancipatorios de los estudios culturales o bien han encontrado contradiccio­ nes insuperables en la forma de llevarlos adelante, o bien se han convertido en otra cosa. Raymond W illiam s y Richard Hoggart venían de la clase trabajadora, y Stuart H all fue un niño jam aiquino de piel negra en una fam ilia de clase apenas media. Pero ese no es hoy el común de los casos. En la lista de colaboradores de la compilación de Grossberg et al. (1992: 771­ 776) hay una cornucopia casi exhibicionista de Professors, Jubilee Professors, Assistant Professors, Masters o f Arts, Lecturers, Sénior Lecturers, Sem inar Lecturers, Research Fellows, B. As. y Teachers de nivel terciario y de posgrado; cuanto más alta la jerarquía, mayor el número. N i un solo obrero adulto acabado de alfabetizar; ni una sola “ mujer negra de clase tra­ bajadora”; ni un solo caso de neófitos con menos de tres libros editados. No es la im agen que uno se haría de una universidad abierta; más bien es un Quién es quién del mundillo intelectual.1 En uno de sus raros destellos de claridad conceptual, loan Davies advierte, comentando esta atribulada conferencia, la

contradicción que media entre su retórica guerrillera y su reali­ zación bastante más pedestre: Es difícil ver esto como algo más que un encuentro de intelectua­ les de vanguardia que leen (más o menos) los mismos libros, que están involucrados en la enseñanza y que quieren publicar.... [E]l objetivo último fue coleccionar nombres ilustres, definir el “cam­ po” y proporcionar la antología definitiva. (Davies 1995: 133,159) Pero el problema va más allá de los lím ites de una conferen­ cia fallida, en la que el objeto de estudio sólo parece servir para ensalzar la destreza de las teorías y la brillantez de quienes las promueven. Los culturistas de posgrado, en particular, con un diploma sobre la chimenea y un espacio vacante para el próximo, se encuentran hoy en la situación de no ser el Otro sino de tener que hablar con él: los informantes o las audien­ cias cargan con el fardo de la exclusión o de una existencia gris, mientras los investigadores siguen observando mucho, pero participando menos. Una vez que obtienen sus datos, co­ rren a escribir la ponencia (tanto más apreciada cuanto más peculiares y anecdóticos sean sus actores) y hasta la siguiente compilación o conferencia sobre culturas populares no se los vuel­ ve a ver. En los viejos tiempos del marxismo, al menos, los intelectuales orgánicos creían compartir con sus actores una utopía para cambiar el estado de cosas. Ellos y los trabaja­ dores eran, en muchos sentidos, compañeros de ruta. En los estudios culturales, mientras tanto, la misma frecuen­ cia obscena con que aparece la palabra “compromiso” nos está sugiriendo una alianza condescendiente (y potencialmente rescindible) con los de abajo. Desde dentro del movimiento, John Frow y Meaghan M orris han llamado la atención sobre la pro­ pensión indulgente de los intelectuales a hablar “en nombre de” aquellos que carecen de una voz en el debate social y cultu­ ral (1996: 361). Por su parte, John Frow cuestiona a quienes abrazan la causa de la cultura popular de una manera que involucra, para los poseedores de algún capital cultural, “una fantasía de alteridad y un deseo políticamente dudoso de ha­ blar en nombre de su Otro im aginario” (Frow 1995: 159). El problema es que aquellos de y por los cuales se habla, ahora ni siquiera se pretende que constituyan una clase. La etnografía ya no se hace en una barricada, sino en un centro comercial o

mirando videoclips. Los actores ya no quieren modificar gran cosa de la sociedad en la que viven (o al menos así se lo insi­

núa), y los autores me temo que tampoco. Colin Sparks lleva este dilema bastante atrás en el tiempo: El rasgo más obvio del marxismo es que este daba a la clase traba­ jadora, y en particular al proletariado industrial, un rol absoluto como portadora del socialismo. Desgraciadamente en la Gran Bre­ taña de 1968 esta no era una afirmación muy útil. En consecuen­ cia, resultó necesario hacer cierto número de ajustes, para no de­ cir revisiones, a la teoría original. Tanto el encuentro inicial con el marxismo como su evolución subsiguiente en Gran Bretaña han estado marcados por una lucha para resolver este problema. (Sparks 1996a: 18).

La lucha sigue sin resolverse. Como puntualiza A n gela McRobbie en una observación infinitamente citada (McRobbie 1992:719), el debate sobre el marxismo en los estudios culturales todavía está por tener lugar. Otros autores asienten (Storey 1996a: 6; Murdock 1997a: 67-70). Después de casi medio siglo de tumul­ to partisano, y diez años después de la caída del Muro ¿no les parece a ustedes que la acción viene un poco lenta? No digo ya la revolución, pero sí al menos el debate. Si se cree a Seidman, ha­ brá que esperar largo rato para que alguna vez se materialice: Aunque ciertas corrien tes p rom in en tes de la teoriza ción posestructuralista y posmoderna ... han abandonado efectivamente el marxismo, la mayor parte de las versiones de los estudios cultu­ rales no lo han hecho, aunque debe decirse que su defensa del marxismo es a menudo poco más que una apelación a la importan­ cia de la economía o la clase, que una implementación del marxis­ mo como punto de vista teórico. ... La articulación del marxismo y el análisis semiótico, como lo lamenta David Morley, ha sido deci­ didamente endeble, a menudo poco más que un gesto retórico. (Seidman 1997: 41)

La pregunta que nos hacíamos al principio respecto de si el combate en que estaba ensarzado el m ovimiento era real o imaginario, y si en esa coyuntura él luchaba en el bando co­ rrecto, se vuelve tanto más complicada cuanto más legitim i­ dad se reconozca a la idea posmoderna de la caducidad de los grandes relatos, el marxismo entre ellos. Con la posible excep­

ción de Jameson, ningún posmodemo cree ya en las narrativas de emancipación del proletariado; por el contrario, esta narrativa de liberación es acaso el arquetipo, la instancia más pura, el pri­ mer metarrelato que uno imagina cuando se trata de establecer qué demonios es eso de los metarrelatos, y cuál entre todas las grandes narrativas puede ilustrar mejor su declinación. M e temo, sin embargo, que así como los culturistas afirma­ ban al mismo tiempo carecer de métodos definidos y poseer las metodologías más sofisticadas, en la versión más teñida de posmodernismo no faltará quien implique, simultáneamente, que ‘derecha’ e ‘izquierda’ son distinciones ya perimidas, pero que los estudios culturales están, de alguna manera, vigorosamente in­ clinados hacia esta última. Y efectivamente es así, aunque con la salvaguarda de una oscuridad conceptual casi absoluta o, en su defecto, de un festival de eufemismos. A los recortes y torsio­ nes de sentidos que son inherentes a las elaboraciones culturistas de las categorías clásicas, como ‘ideología’ y ‘clase’ (que cada vez menos aparecen por ahí, pero ya sin ofender a nadie ni determi­ nando nada), los posmodernos agregan incredulidades e incertidumbres adicionales. Observemos la forma en que Dick Heb­ dige pasa el ya descolorido “marxismo sin garantías” de Stuart Hall por el tam iz adicional del posmodernismo: ... se trata de un marxismo que ha experimentado un océano de cambios ... y sin embargo se trata de un marxismo que ha sobrevi­ vido, retornando quizás algo más ligero sobre sus pies, tambalean­ te al principio; un marxismo más inclinado tal vez a escuchar, aprender, adaptarse y apreciar, por ejemplo, que palabras como “emergencia” y “lucha” no significan sólo pelea, conflicto, guerra y muerte, sino nacimiento, la perspectiva de una nueva vida emergiendo: una lucha hacia la luz... (Hebdige 1996: 198-199)

Ciertos culturistas, por lo visto, han decidido inscribir lo suyo más en el arte que en la ciencia; y es el lector quien debe sopor­ tar tales raptos de poesía atroz. En un comentario de este mismo párrafo, David Harris encuentra que el impulso lírico de Hebdi­ ge está todavía tratando de salvar a M arx y a Gramsci dándoles una licencia para el oportunismo: un marxismo de sobrevivien­ te, podríamos decir, con un final feliz (H arris 1992: 43). Algunos miembros del movimiento, como Tony Bennett, se muestran todavía más escépticos respecto de lo combativos que

se puede llega r a ser en la academia. A l com entar sobre la propuesta “heroica” de H all de concebir los estudios cultura­ les como un instrum ento político para producir intelectuales orgánicos, un m ovim iento en trance de m utar en “ un proyecto personalizado capaz de enfrascarse en batallas por su cuen­ ta”, Bennett cree que “atribuir tal función a un proyecto in te­ lectual que ha estado y continúa estando basado prim aria­ mente en la academia sugiere una falta de reconocim iento de sus relaciones con las condiciones reales de su existencia, una falta de tal naturaleza que sólo puede ser descripta como ideo­ lógica” (B en nett 1996a: 319-321, notas 1 y 14). Casi lo mismo afirma Joel P fister cuando reconoce que “ el discuso de ‘in ter­ vención’ de los estudios culturales parece rom antizar el papel académico del crítico como algo suficientem ente oposicional” (Pfister 1996: 296). En el mismo registro, pero desde fuera del m ovim iento, Francis M ulhern proporciona una observación atendible: No hay duda de que los estudios culturales han intentado expan­ dir los objetivos sociales emancipatorios: socialistas, feministas, antirracistas, antiimperialistas. Su intervención ha sido política en esos sentidos sustanciales y específicos. Pero es romántico se­ guir pensando los estudios culturales como una “intervención”. Aho­ ra son una actividad académica instituida; y una actividad acadé­ mica, cualesquiera sean sus méritos intrínsecos, es inevitablemente algo distinto de un proyecto político. ¿Qué pasa cuando una ten­ dencia oposicional se convierte en una disciplina que administra fondos ofreciendo credenciales, carreras y recursos de investiga­ ción? Bien, lo que pasa es más o menos lo que cualquier observador realista puede esperar. (Mulhern 1997: 46)

El mismo Raymond W illiam s, poco antes de morir en 1988, advirtió que los estudios culturales habían perdido su norte político. Dice W illiam s (en pulla im plícita contra Stuart H all) que la tendencia a focalizarse en textos por influjo de Althusser y el estructuralismo fue no sólo un retroceso a lo que él llamaba la historia idealista, sino también el punto en el cual el m ovimiento olvidó sus propósitos y sus alianzas (W illiam s 1989). Es la misma crítica que plantea Am balavaner Sivanandan, reflexionando acerca de los nuevos trabajos culturistas sobre raza, cuando afirm a que los teóricos de últim a genera­ ción, al trabajar sólo cuestiones de textualidad, han moderado

sus expectativas de cambiar el mundo a cambiar la palabra 1fro m changing the world to changing the word] (Sivanandan 1990: 49). Analizando las relaciones entre estudios culturales y estudios retóricos, los retoricistas Thomas Frentz y Janice Rushing encuentran la misma sustitución de política por discursividad: Los estudios culturales, especialmente en algunas de sus formas más posestructuralistas, son a veces objeto de burla por parte de los retoricistas por haber generado análisis textuales incababables e hiperteorizados que se han alejado años luz de la agenda política sobre la que el campo se fundó originalmente. Incluso dentro de los estudios culturales mismos, detectamos quejas sobre lo que puede parecer un apego fetichista a los textos. “Estoy frustrado”, se queja Ben Agger, “por la creciente tendencia a tornar los estu­ dios culturales en una metodología vacua para la lectura de textos culturales que no tienen una verdadera fundamentación política”. (Frentz y Rushing 1999: 333)

A gger todavía habla de la verdad: una palabra que en los estudios culturales contemporáneos ha caído en descrédito. Cuando los estudios rompieron, a instancias de Stuart Hall (1992: 279), con la concepción de la ideología como ‘falsa con­ ciencia’, se rechazó también su contraparte, la idea de verdad como estado objetivo del mundo; la verdad pasó a ser apenas un efecto temporario del discurso, un valor relativo del cual ya nadie procura ser dueño. Algunos culturistas todavía reivindi­ can la búsqueda de una cierta objetividad, pero su propia ela­ boración del asunto trasunta que se encuentran en minoría: ... sin alguna noción de verdad fundada, las ideas de emancipa­ ción, resistencia y progresividad devienen sinsentido. ¿Resisten­ cia a qué, emancipación de qué y para qué, progreso hacia qué? La literatura de los estudios culturales juega mucho con la palabra “poder”. El problema es que la fuente de ese poder permanece, en general, opaca. Y esta vaguedad hacia el poder y las estructuras y las prácticas de la dominación resulta en una vaguedad similar sobre la resistencia. (Garnham 1997: 67)

Colin Sparks, quien se define a sí mismo como “un m ateria­ lista de bajo vuelo” (M orley y Chen 1996: 10) documenta así la separación entre estudios culturales y marxismo:

... fP]ara la época en que los estudios culturales estaban experi­ mentando su internacionalización, su elemento específicamente marxista ya estaba en declinación. Retrospectivamente, está claro que los desarrollos teóricos en la corriente principal de los estu­ dios culturales en la década de 1980 constituyó un lento movi­ miento aparte de cualquier autoidentificación con el marxismo. La lógica inexorable de este desarrollo era probablemente tan in­ visible para los protagonistas como lo fue para los observadores externos, tales como el presente autor. (Sparks 1996b: 88)

Si se sostiene, como lo hace Sparks, que la caída del stalinismo proporciona al marxismo una oportunidad para pensarse de nuevo, el distanciamiento del marxismo experimentado por los culturistas constituye un movimiento retrógrado. Lo único que distingue ahora a los estudios culturales de los estudios literarios, alega Sparks, es que aquellos tienen un repertorio más amplio de textos entre los cuales escoger (Sparks 1996b: 98). Hace ya bastante tiempo que el concepto de clase ha desapa­ recido de los estudios culturales. M artin Barker y Anne Beezer, por ejem plo, en una sección de un ensayo suyo titu la d a “W hatever happened to ‘class’?” estiman revelador analizar cómo se habla de ‘clase’ en los estudios culturales; o cómo, más a menudo, ya no se habla de ella. Remontan la caída en des­ gracia de la palabra a la aparición de Com mon culture de Paul W illis (1990). W illis alegaba que la gente común consideraba que su trabajo era ‘aburrido’, y que resultaba más interesante observar lo que la gente hacía en su tiempo libre, cuando m ani­ festaba con mayor placer sus identidades y su cultura. El estu­ dio de W illis fue uno de los primeros en una larga serie donde la ‘gente’ que al principio interesaba a los estudios culturales fue perdiendo progresivamente su perfil clasista, en beneficio del goce de los medios, de variables de género o de cualquier otra cuestión en que se quisiera poner el acento. No interesa tanto seguir cada una de las instancias de esta secuencia, que pasa por Jim Collins, David Morley, Angela McRobbie y otros, sino documentar el proceso de abandono y consignar que los propios cultores del movimiento tienen conciencia de él: Los estudios culturales se han movido de terreno, de modo que el concepto de “clase” ha dejado de ser el concepto crítico central. En el mejor de los casos, se ha convertido en una “variable” entre mu-

chas; ... en el peor, se lo ha disuelto del todo. (Barker y B eew fl 1992:16) '

Es inútil poner en entredicho o quitar importancia el aleja­ miento de los estudios culturales de las problemáticas de cla­ se. Stuart H all ha manifestado: En las etapas tempranas tal vez hablamos demasiado acerca de la clase trabajadora, acerca de las subculturas. Ahora nadie habla de ellas en absoluto. (Hall en Chen 1996b: 402)

El único nicho que los culturistas actuales reservan al mar­ xismo implica la conversión de este en algo así como un ecomarxismo, una anodina comunión de ‘verdes’ y ‘rojos’ (Bahro 1984; Hebdige 1996: 198; Burkett 1999). Tony Bennett tam­ bién expresa esta abdicación en una frase colorida: la perspec­ tiva de un movimiento de contrahegemonía liderado por los estudios culturales, escribe Bennett, está hoy en día tan muer­ ta como un dodo (Bennett 1998: 49). El propio James Carey, que había propuesto pocos años antes un ambicioso proyecto de reconstrucción social, tiene que admitir, acabando la déca­ da de 1990, que los estudios han abjurado del cualquier objeti­ vo material y político: Los estudios culturales abandonaron el contacto con las ciencias sociales y transformaron la creencia posestructuralista de que el crítico es más importante que el autor en la confortable pero dis­ cutible presunción de que el filósofo ha devenido más importante que el científico. (Carey 1997a: 17)

En otro texto, Carey analiza el vaciam iento culturista del concepto marxiano de ideología, y la redefinición de lo cultural como epifenómeno de nuevos factores determinantes, como la raza y el género. En consecuencia, los estudios culturales han escogido jugar dentro de las líneas de falla de la cultura antes que a través de ellas, y han terminado confinándose dentro de las universidades, lo que difícilm ente proporcione una base sólida para tomar por asalto las ciudadelas del poder. Desafortunadamente la izquierda ha estado tan ocupada anali­ zando la ideología, que ha olvidado desarrollar un programa polí­ tico capaz de dar cuenta de los deseos relativamente persistentes

de un amplio espectro de ciudadanos. Como resultado, y retorcien­ do algunas líneas de Todd Gitlin, podría decirse que la izquierda está peleando por el Departamento de Inglés, mientras la derecha ocupa la Casa Blanca. (Carey 1997b: 277)

Pero ¿es verdaderamente de izquierda la facción que ocupa el Departamento de Inglés?

Estudios culturales vs marxismo vulgar El problema también tiene que ver con el signo que tomaron las orientaciones políticas de los practicantes una vez que el movimiento se asentó y adquirió perfiles definidos. Si bien los estudios culturales han desafiado con pertinacia al pensamiento bberal y conservador, el hecho concreto es que han estado mu­ cho más preocupados por lo que ellos perciben como las lim ita­ ciones y rigideces del pensamiento de izquierda (p. ej. Storey 1993:193-199; Chaney 1994:191; H all 1996b; McRobbie 1992; Sparks 1996a, 1996b; Chen 1996a; M cRobbie 1994: 46-47; Morley 1997: 491-493). Su esfuerzo por amortiguar reduccionismos y m aterialismos ‘vulgares’ derivados del marxismo, o por deshacerse de la concepción marxista de la ideología, o por atenuar el carácter clasista de sus ‘culturas’, es mucho más intenso que el repudio del capitalismo o su denuncia del orden establecido. Los deterministas económicos o incluso los que sos­ tienen tím idamente que la economía política debe ser tenida en cuenta, devienen más objeto de embestida que los mismos conservadores. Cabría pensar, con Sivanandan, que “aquellos que se burlan del determinismo económico son aquellos cuyas vidas no están económicamente determinadas” (Sivanandan 1995: 20). Por la razón que fuere, por cada crítica a Thatcher o a Pinochet en los estudios hay cien, mil enmiendas a M arx.2 Desde fines de los años ochenta, Stuart H all va marcando sus distancias con el marxismo cada vez que se le presenta la oca­ sión: i

Nunca hubo un momento anterior en el que los estudios culturales y el marxismo representaran una coincidencia teórica perfecta. Desde el comienzo ( para usar esta forma de hablar por un momen­ to) siempre estuvo la pregunta de las grandes inadecuaciones, teó-

mente progresista, no digamos ya liberador. Salgo de inmediato al paso del estereotipo que afirm a que el problema tiene que ver con el trasplante de los estudios a los Estados Unidos, y que en Inglaterra subsiste una modalidad exenta de la bobada posmoderna (p. ej. Nelson 1996: 276; O’Connor 1996: 188-189, 191; P fister 1996: 291). N i tanto ni tan poco. Por empezar, Garnham es inglés y su prédica es sintomática de la situación actual en las islas británicas. Si bien es cierto que los estudios dependieron de su adopción en los Estados Unidos para su con­ sagración mundial, la práctica en Inglaterra también fue inva­ dida por la oleada posmoderna. Ya lo hemos visto a propósito de McRobbie (1994); quien haya registrado mis referencias a las ideas de Fred Inglis (1993), de la Universidad de Warwick, sabrá que los extremos de posmodernismo no son necesaria­ mente más moderados en la islas británicas. Y si prestamos alguna atención a la cronología de los sucesos, comprobaremos que en Gran Bretaña la adopción del posestructuralismo y el posmodernismo ha seguido una pauta aun más provinciana que en los Estados Unidos, dependiendo invariablem ente de la traducción al inglés de los textos fundamentales.3 Desde Fran­ cia, M attelart y N eveu han señalado, en efecto, que “los estu­ dios culturales sólo recurren a autores extranjeros cuando sus obras están traducidas, con los desconocimientos y las inevita­ bles consecuencias de las diferencias horarias teóricas que re­ sultan de ello” (M attelart y N eveu 1997: n. 25). En Estados Unidos los estudios culturales posmodernos fue­ ron adoptados en forma m asiva por quienes formaban la se­ gunda mitad de los Baby Boomers y la prim era mitad de la Generación X, como observa Grossberg (1997a: 275). Pero en ambos ambientes el alejam iento culturista de la m atriz marxiana corrió en paralelo, y en Norteam érica sólo el círculo de estudiosos alrededor de James Carey alcanzó a practicar una forma moderna y socialista de estudios culturales. Por otra par­ te, hay que tener en cuenta que el populismo celebratorio de W illis o Fiske (y la despolitización concomitante del proyecto culturista) son ligeram en te an teriores a la expansión del posmodernismo e independientes de ella: cuando este llegó, los estudios culturales ya habían extendido la mesa para recibirlo. Colin Sparks ha analizado en forma minuciosa el distanciamiento entre los estudios culturales y el marxismo encontran­ do, sorprendentemente, que se remonta a principios de la dé­

cada menos pensada, la de 1960. La ausencia de M arx era ya tan marcada en los trabajos del Centre por aquella época, que

Sparks no puede menos que advertir que “el M arx que había sido discutido en el trabajo de Hall y W hannel The popular arts era Groucho, no K arl” (Sparks 1996:80). Alrededor de 1968 hay una súbita florescencia de marxismo, pero pasada por el filtro de Althusser y el estructuralismo. Diez años después, hasta ese marxismo híbrido desaparecería. De este modo, los “estudios culturales marxistas” que viajaron por todo el mun­ do llevaban desde el inicio un pasaporte dudoso; el elemento marxista estaba en crisis desde el principio y pronto sería más o menos radicalmente abandonado. La alianza entre m arxis­ mo y estudios culturales fue entonces mucho más contingente y transitoria de lo que alguna vez pareció a sus actores princi­ pales (Sparks 1996: 96). Douglas K elln er ha notado que Stuart H all ha sido más bien inconsistente en la articulación de las relaciones entre econo­ mía política y estudios culturales, y que casi no desarrolló cues­ tiones de economía política en su propio trabajo (K elln er 1997: 21). A l mismo tiempo, el marxismo de H all, en su esfuerzo por no pecar de reduccionista, ha estado en exceso temperado por la intromisión de una cadena de intermediarios y actualizadores: no sólo Gramsci, sino primero Althusser y luego M ouffe y Laclau. Como si la política en crudo fuera demasiado fuerte e hiciera falta licuarla, infundirle refinamiento, o ponerla en lí­ nea con los nuevos intereses culturales. O’Shea y Schwartz proporcionan esta caricatura, que a despecho de su comicidad expresa con elocuencia la distancia entre el culturismo y sus fuentes de izquierda. Por más que la viñeta vaya en broma, suena como un fragmento plausible de la corriente de concien­ cia de Dick Hebdige, John Storey o An gela McRobbie. Ellos dicen que Antonio Gramsci nunca estuvo en absoluto interesado en ... el cine y la radio; él subordinó sistemáticamente el sujeto a la política, no tenía nada interesante que decir sobre las formas simbólicas de la cultura popular o sus elementos de fantasía, escribió incomprensiblemente sobre el psicoanálisis ... etcétera: un canoso viejo bolchevique. (O’Shea y Schwartz 1987: 106)

Es como si se dijera que para usar a Gramsci hay que do­ mesticarlo, purgarlo de ese aire que le queda de m aterialista

vulgar, castrar toda connotación remanente entre sus ideas y la ora to ria del P artid o, y aunque él no fuera para nada reduccionista, desm aterializarlo todavía un poco más. Como lo dicta la evidencia revisada, los culturistas llevaron adelante este trabajo demasiado bien, con un entusiasmo digno de me­ jor causa. El preciosismo discursivo de los estudios ya ha he­ cho que definitivam ente dejemos de pensar en ellos como incursos en alguna clase de marxismo vulgar. Pero ¿qué es lo vulgar? A ijaz Ahmad, del Centro de Estudios Contemporáneos de Nueva Delhi, lo define con lucidez: Tales cargos están disponibles, pienso, contra cualquiera que haga una conexión directa y consistente entre cultura y clase; entre opre­ sión social y explotación económica; entre trabajo cultural en una institución académica y responsabilidad política fuera de la insti­ tución; entre una crítica de la cultura capitalista y una dedicación a la transformación socialista en el sentido de una política revolu­ cionaria de las clases trabajadoras. El consenso vanguardista que define todo esto como “vulgar” se tornó dominante en Francia des­ pués de la derrota de 1968. ... En los Estados Unidos, ese distanciamiento de los estudios culturales del marxismo revolucionario e incluso de las tradiciones laboristas sobrevino en las últimas dos décadas, en parte basándose en poderosas tradiciones anteriores de anticomunismo, en parte por la importación de las modas de París. (Ahmad 1997: 51) Extraordinario análisis, y mejor síntesis: ha sido exactamente así, y así me hubiera gustado haberlo escrito yo.

Populismo N o hay necesidad de que sea yo, sobreinterpretando estas o aquellas expresiones, quien invite a considerar populistas a las corrientes mejor asentadas de los estudios culturales de los años ochenta y noventa. Ellos ya lo han hecho suficientemen­ te. N o habiendo sufrido nunca en carne propia los populismos retrógrados, nacionalistas o bananeros que son tan comunes en otras regiones del mundo, hasta se diría que algunos im pri­ men al término una connotación positiva (Frith 1991; Seamann 1992; McGuigan 1992; 1997; Storey 1993:192-199; During 1997: 17; Chaney 1994: 75-83; Murdock 1997a). En los últimos años,

algunos culturistas han caído en la cuenta de que ciertos mar­ cos que se han utilizado mecánicamente, como por ejemplo las ideas voluntaristas derivadas de Michel de Certeau, han a li­ mentado una búsqueda sentimental de signos de resistencia en cualquier actividad cultural. Esta búsqueda ha desembo­ cado en una celebración idealizada de las prácticas del consu­ mo que acabó convergiendo, mal que le pese, con el populismo comercial de la mentalidad conservadora, “un relativism o feliz en el que todo vale” (Murdock 1997a: 62). Otros autores han cuestionado la apropiación del concepto de de Certeau de “la táctica del débil” por parte de Fiske; estos débiles serían los que obtienen subrepticiamente beneficios ma­ teriales y simbólicos medrando en los intersticios de las insti­ tuciones y prácticas dominantes. John Frow (1991) y David Morley (1998b: 431) han señalado que aunque la obra de de Certeau reviste gran interés, el peligro de una interpretación parcial de sus trabajos en el sentido de enfatizar (o incluso celebrar) la resistencia popular es innegable. Tony Bennett, una vez más, ha lamentado que el tratamiento indulgente de los tex­ tos de de Certeau ha dado lugar a una especie de ABC de estu­ dios culturales, una letanía que se repite de memoria en la cual los subordinados siempre resisten socialmente las formas del poder cultural (y lo hacen todo el tiempo, en todas partes), y en la que los intelectuales no tienen más salida que ponerse del lado de aquellos: una teoría automática que genera una políti­ ca también automática (Bennett 1998: 168). El problema no es tanto que se celebren indiscriminadamente las prácticas ordi­ narias, sino que, al sacrificar la sobriedad interpretativa por el efecto estético, y al carecer de una descripción histórica y so­ ciológica de las prácticas en términos de ambientes sociales específicos, se acabe acuñando, usando y volviendo a usar una palabra (“resistencia” ) sin cabal valor analítico: Al optar por una poética como forma encubierta de metadiscurso, de Certeau es, en efecto, capaz de hacer una nada a partir de algo, disolviendo formas socialmente diferenciadas de resistencia en una figura retórica única, sin una conexión clara con relaciones sociales verdaderamente existentes. (Bennett 1998: 175)

Una vez más, y al igual que sucedía con las formas, procesos y productos históricos en la ‘cultura’ de W illiam s o con las re­

laciones sociales en la ‘articulación’ de H all, tenemos aquí otra fusión, esta vez subsumiendo la diversidad de los procesos his­ tóricos particulares en una ‘resistencia’ que hasta se presume explicativa, cuando ni siquiera constituye una descripción con­ sumada. M attelart y Neveu expresan una evaluación comple­ mentaria: [Lia fascinación creciente por los signos, los simulacros y las re­ presentaciones, que se refleja en una parte importante de la pro­ ducción [de los estudios culturales], ... está de algún modo rela­ cionada con la situación social de una comunidad universitaria que no tiene acceso a los mecanismos de toma de decisión y está condenada, por un dispositivo de cámara oscura, a una sombría fascinación por lo simbólico, además de interesarse más por la ampliación de sus antecedentes académicos que por la observa­ ción, dudosa y lenta, de la recomposición de las fuerzas sociales. Estas evoluciones en su conjunto han provocado, en la década de 1990, la fragmentación de los estudios culturales, un proceso mul­ tiforme de disolución centrado en los nuevos temas y en paradigmas reciclados. (M attelart y Neveu 1997: s/n)

Jim McGuigan, en lo que probablemente es el mejor libro que haya salido de la prensa culturista en la década de 1990, deplora también el mundo beatífico del populismo interpretativo en que ha acabado precipitándose el movimiento: Una estrategia exclusivamente interpretativa no sólo manifiesta inadecuaciones explicativas; también disminuye la fuerza crítica del análisis cultural. Las bases reales para criticar las condiciones socioeconómicas se deconstruyen, afectando todo vínculo entre lo que es y lo que debe ser, una afección rotundamente conservadora a despecho de la retórica radical, y en última instancia cómplice de los poderes opresores que afirma combatir. (McGuigan 1992: 245)

De creer a John Fiske y Paul W illis (continúa McGuigan), en la micropolítica de la vida cotidiana habría tanta acción y sustancia que las promesas utópicas de un futuro mejor, que habían sido tan convocantes para los críticos de la cultura po­ pular, han perdido toda credibilidad (M cGuigan 1992:171). Lo que Leela Gandhi (1998: 167) alguna vez planteara como una cuestión de righ t thinking and left politics en el sentido de ‘pen­

samiento correcto y política de izquierda’, se me ocurre que puede caracterizarse ahora con esa misma expresión, pero ten­ diendo a denotar más bien ‘pensamiento de derecha y abando­ no de la política’. Alguien podría alegar que el populismo (como otrora el reformismo, o la socialdemocracia) es una postura política que tie­ ne su costado combativo y utópico después de todo. Pero no parece que sea así en este caso. Una de las mejores exposicio­ nes del carácter no político de los estudios culturales se en­ cuentra en Todd Gitlin (1997). Dice Gitlin que para los estudios culturales coetáneos al descrédito del m etarrelato marxista, la cultura popular es un escenario en el que la gente canaliza su deseo, su placer, su iniciativa, su libertad. Es esta premisa la que otorga a los estudios su aura de compromiso, o por lo menos, de consuelo político. Encontrar razón y valor, brillo y energía en la cultura popular, es afirm ar que el pueblo, por golpeado, dividido, desempleado y drogado que esté, aún no ha sido vencido. Por desfavorable que sea el balance de las fuerzas políticas, la gente lleva exitosamente una vida de resistencia. ¿Que la comunidad afronorteamericana sufre? N o importa; ¡al menos tienen rap\ (G itlin 1997: 33). El problema que Gitlin encuentra en los estudios culturales es que, más de una vez, se han convertido en la única forma conocida de hacer política para los intelectuales de buena par­ te del mundo de habla inglesa. Igual que la cultura, la práctica académica ha sido premiada por esta política-consuelo. Los estudios culturales se institucionalizaron y cooptaron las m e­ jores ubicaciones en la academia precisamente en los años en que la derecha política de Reagan y Thatcher ejerció el poder económico y político más prolongada y consistentemente que en cualquier otro período en el medio siglo precedente. La situa­ ción de los estudios culturales, en fin, se adapta a los contornos de este momento político. Confirma y refuerza la parálisis ac­ tual: la incapacidad de los movimientos sociales y de las sensi­ bilidades disonantes de im aginar y llevar a la práctica formas de compromiso público capaces de adquirir peso institucional, ser efectivas y tomar poder. A l querer encontrar política en su propia praxis y en las costumbres de las audiencias mediáticas, la corriente dominante en los estudios culturales pone su sello de aprobación en lo que ya era una tendencia poderosa en las

sociedades industriales: la difusión y consumo de la cultura popular como un sustituto de la política. ¿Existe alguna chance de una modesta redención? Tal vez, si ima­ ginamos unos estudios culturales de cabeza más dura, menos de­ seosos, libres de la carga de imaginarse ellos mismos como una práctica política. ... Si deseamos hacer política, organicemos gru­ pos, coaliciones, demostraciones, lobbies, lo que sea; hagamos po­ lítica. No pensemos que nuestro trabajo académico ya lo es. (Gitlin 1997:37)

Con todo, esto es un programa, antes que un logro efectivo; y es un program a que concede (graciosa concesión) que el culturismo se sigue definiendo en térm inos políticos de iz­ quierda, lo que como se ha visto no es ni lejanamente el caso. En la práctica real de los estudios culturales en su forma con­ temporánea, la lucha de clases ha sido gustosamente olvidada o por lo menos pospuesta. A l culturismo le seducen más otras luchas, que parecen más fáciles. Después de su batalla contra las disciplinas, el combate que los estudios culturales de estilo posmoderno afrontan con más fervor es la guerra contra la cien­ cia, la objetividad y la razón.

L a guerra de las ciencias Después del marxismo vulgar, la sombra negra de los estu­ dios culturales es menos el pensamiento conservador que el discurso científico. Ya lo dice con toda claridad su portavoz Fred Inglis: para él los estudiosos de la cultura necesitan ... por su historia tanto como por los principios de la dialéctica, trabajar siempre en oposición a la política y la cultura dominante del día, y por lo tanto resistir y criticar a la ciencia (la forma más poderosa del pensamiento) tanto como al capitalismo (como la eco­ nomía política oficial) en todos los emprendimientos intelectuales. (Inglis 1993: x)

En nombre del relativismo, del arte, de la hermenéutica y de los grandes valores de la felicidad y la comunidad [sic], In ­ glis también nos invita a luchar contra los demonios gemelos del fascismo y el stalinismo, y a considerar en su historicidad

ifesta las formas de conocimiento más objetivas. Su relativis­ mo, que además se precia de no ser crudo, suspende sin expli­ cación alguna su “oposición dialéctica” cuando de interpretación ¿te, trata. La interpretación (que no parece estar gravem ente ¿upeditada a ninguna forma de historicidad) es un arte, y arte ¿s todo lo que nos permite ver la verdad. El libro de Inglis, significativamente, ostenta una dedicatoria al antropólogo in­ terpretativo Clifford Geertz, y reconoce en el modelo geertziano del análisis de la riña de gallos en Bali el modelo a seguir (In ­ glis 1993: 165-169). La posición del movimiento frente a la ciencia estándar se despliega a sus anchas en esa suerte de sociología del conoci­ miento que se ha dado en llam ar “estudios culturales de la cien­ cia” (Sardar y Van Loon 1998:90-99; Biagioli et al. 1994; Biagioli 1999; Rouse 1999). Pese a los esfuerzos que se han hecho por incluir en sus inventarios retrospectivos a figuras externas co­ mo Bruno Latour o Jerome Revetz, los textos representativos de los CSS podrían ser los de Sandra H arding (1993), M ichael Adas (1989) y Steve Fuller (1997). Junto a ellos se encuentran trabajando codo a codo al menos dos antropólogos, como des­ pués se verá: Michael Fischer (1995) y E m ily M artin (1996). Las líneas arguméntales de los que subrayan la ‘construc­ ción social de la ciencia’ son más o menos las mismas en todos esos textos, tanto en los que están fuera del movimiento como en los internos. Todas estas elaboraciones se encuentran incorporadas como fundamento a la acostumbrada pose anti­ científica de los estudios culturales en la práctica usual del campo, sin que importe demasiado que los autores de quienes se toman las consignas hayan sido explícitamente culturistas o no. En lo que a la ciencia respecta, el culturismo utiliza a Latour, Revetz o Aronowitz como referentes, así como en rela­ ción con la cultura, y en otras épocas, se inspiraba en Althusser o en Gramsci. N o se puede decir, sin embargo, que los estudios culturales en sí hayan agregado algo específico y original a lo que ya anunciaba la sociología de la ciencia, desde Kuhn en adelante, esto es, que el conocimiento de toda realidad es si­ tuado, provisional y relativo. Esto es algo que los científicos saben bien después de K arl Popper; pero los culturistas quie­ ren ir un poco más lejos, y ya no se contentan con poner el conocimiento entre paréntesis, sino que anhelan poner entre comillas la realidad misma. Su arrogancia, mientras tanto, no

conoce lím ites. El folleto oficial del C en ter for Twentieth Century Studies de la Universidad de Wisconsin en Milwaukee, por ejemplo, establece que una de las razones fundamen­ tales para el desarrollo de su programa culturista de crítica científica y tecnológica radica en que “la tecnología ... es dema­ siado importante para dejar que los tecnólogos se encarguen de ella” (Balsamo 1998: 290). Sólo falta que digan que con el oscurantismo estábamos mejor. Los estudios culturales nunca quisieron convertirse en cien­ cia, pero se sienten calificados para hablar de los determinantes socioculturales del pensamiento científico, y llegado el caso hasta de sus alcances y contenidos, como si supieran bien de qué se trata. Y como si el concepto de determinación en pri­ mera o en última instancia, abolido por el culturismo en otros contextos, recuperara en esta inflexión su plena validez. Para ellos cualquier idea de determinación es reduccionista, excep­ to en el caso de la determinación de la ciencia por lo social (véase Fischer 1995: 47). Esta se vislumbra como una forma de coacción en la cual la sociedad es una entidad ambigua que tiene infinidad de atributos (pero ya no clases), y que de algún modo es capaz de aniquilar las pretensiones de la ciencia, de las disciplinas, de la objetividad y de la razón, dejando en pie sólo a los estudios culturales. Hay un proceso mil veces experimentado por los irraciona­ listas, en el cual se comienza por negar objetividad a la ciencia en tanto construcción social, para seguir después afirmando el carácter subjetivo de los valores, y term inar inexorablemente negando el carácter objetivo de la realidad. Este proceso con­ duce al construccionismo, es decir, a la idea de que la realidad es construida histórica, social o incluso subjetivamente. Pues bien, algunos culturistas recorrieron todo ese trayecto, lo cual no deja de ser singular para una doctrina que se define en términos po­ líticos. Queriendo ser sutiles, por lo menos unos cuantos de ellos terminaron renunciando al único criterio capaz de establecer alguna diferencia, por ejemplo, entre quienes reconocen que hubo un Holocausto y quienes lo niegan: criterio que necesariamente ha de ser (aunque suene desagradable) el carácter objetivo de la realidad y la posibilidad de discutir fundamentadamente los valores. Esto es lo que otorgaría sentido a la política, al menos a la que se precia de progresista. ¿Cómo evaluar Auschwitz de otra manera? Observemos lo que afirma Fred Inglis, radiante

je ufanía, como si estuviera anunciando algo de veras demo­ crático y revolucionario: Nosotros permitimos el subjetivismo (todo lo que es de valor en el mundo es porque yo lo digo), acordando que las distinciones de valoración que hacemos (los “predicados de valor” según la jerga) no se corresponden con ninguna propiedad “primaria” u objetiva del mundo. ... Esto disuelve la distinción entre hecho y valor, al menos en la investigación humana. (Inglis 1993: 233)

O sea: si el valor es subjetivo, y no hay distinción entre hecho y valor, mal que nos pese los hechos también devienen subjeti­ vos. Obsérvese, para terminar, que un movimiento que comenzó cuestionando los diversos autoritarismos, ahora se arroga el derecho de dictaminar qué es lo que está permitido (“porque yo lo digo”), sin que lo que pasa realmente en el mundo o lo que la razón deduce sirvan como indicadores para tener en cuenta. No deseo aquí entrar en litigio con estas ideas; sólo docu­ mentarlas. Aunque siento que alguna vez habrá que resignar­ se a discutirlas, no quiero quebrar el estilo de crítica interna de este ensayo saliendo a defender una ciencia que para mal o para bien ha sido y sigue siendo inmensamente productiva, mientras los propios estudios culturales se caen a pedazos. L le ­ varía un espacio desmesurado debatir aquí esas materias y aducir los elementos de juicio necesarios para dar pie a una elaboración concluyente. N o es ese el foco del trabajo. Es más útil dejar sentado, simplemente, que aunque la defensa de los valores científicos en el culturismo ha sido y sigue siendo ape­ nas tibia y sumamente esporádica, el relativism o ha recibido una respuesta satisfactoria en los trabajos de Jane Tompkins (1986) y David M orley (1997). En lugar de intentar una defen­ sa lógica o filosófica de la ciencia, como en Gross y.Levitt (1994), en Gross et al. (1996), en Koertge (1998) o en Hacking (1999), también provechosos, esos textos a los que rem ito se focalizan en la cuestión desde el punto de vista de unas ciencias sociales que no se resignan a una inocua concepción de la verdad eter­ namente encomillada, como si todo lo que se argumentara sólo manifestase el gusto de un esteta que no tiene nada objetivo que decir sobre la condición social.

1. La conferencia que sirvió de base a Grossberg et al. (1992), y en la que se insistió tanto en el carácter crítico y abierto de los estudios culturales no fue un dechado de democracia. Después de la ponencia de Hall hubo un esta­ llido de protesta, en el que varias docenas de asistentes denunciaron que se los estaba manipulando como ‘fans’ para el lucimiento de las estrellas. Se distribuyó un borrador titulado “Hypocrisy in Cultural Studies” (Pfister 1996: 287), y una asistente, Alexandra Chasin, manifestó estar aterrorizada por la buroci'acia de la convención académica y el privilegio que algunos tenían sobre otros en el uso de la palabra (Grossberg et al. 1992: 293). La feminista bell hooks expresó también que tenía miedo de que la conferencia sirviera para que los estudios culturales institucionalizados cooptaran las reivindi­ caciones de raza y de género para provecho propio (ibid.: 294). Hipocresía o no, siempre parece haber en estos casos una disparidad palpable entre las declamaciones y los hechos. 2. Análogamente, el “racionalismo estrecho” de iluministas, positivistas y popperianos es muchas más veces puesto en tela de juicio que cualquier for­ ma de oscurantismo (véanse Bhabha 1992:57; Morley 1996:345-346; Hebdige 1996:190-191; Sardar 1998: 90-97). 3. Las palabras y las cosas de Michel Foucault, publicado en francés en 1966, se cita en los estudios culturales a partir de (y con posterioridad a) sus traducciones de 1970 o 1973, y la Arqueología del saber, de 1969, hace su aparición en el mundo de habla inglesa en 1972. De la gramatología de Derrida (1967) se nombra, siguiendo la traducción de Spivak, recién después de 1976. La condición posmoderna de Lyotard espera desde 1979 hasta 1984, y la C rític a de la econom ía p o lític a del signo de B au drillard perm anece en la oscuridad desde 1972 hasta 1981, exactamente lo mismo que Disemina­ ción de Derrida. Estos datos corresponden a las fechas de las traducciones, antes que a su uso efectivo en el culturismo. En este caso, el hiato entre la publicación de estos clásicos en francés y su adopción por los estudios cultu­ rales es siempre de más de una década (véanse Grossberg et al. 1992: 731 y ss; Storey 1993:154-180; Grossberg 1997a: passim; McRobbie 1994: passim).

Estudios culturales y antropología ¿Qué con secu en cias d isc ip lin a re s tiene la d efin ición de u n ca m p o de e stu d io s c u ltu ra le s s e p a ra d o de la an tro p o lo gía?

Dada su postura anti-, contra-, trans- o extradisciplinaria, tantas veces exteriorizada, los estudios culturales tuvieron oca­ sión de chocar con diversos campos del saber además de la an­ tropología. En todas las disciplinas confrontadas hubo, además, estudiosos que decidieron acatar las pautas del nuevo m ovi­ miento al lado de otros que lo rechazaron con vehemencia. Entre ambos extremos nunca hubo gran cosa: esta falta de términos medios sería de por sí un elemento de juicio significativo, una inexistencia con valor diagnóstico. Indaguemos entonces algu­ nas de las interacciones disciplinares sobresalientes para po­ der apreciar mejor, después, el contexto puntual en el que se van a manifestar las relaciones entre culturismo y antropolo­ gía.

Estudios culturales y sociología ¿Qué hacer, desde las coordenadas de una disciplina preexis­ tente, con una corriente díscola que de repente gana la calle y monopoliza los titulares? Frente al advenimiento de los estu­ dios culturales, la sociología experimenta en estos días un trance de emplazamientos y toma de decisiones sim ilar al de la antro­ pología; por eso vale la pena asomarse a las diversas formas en

que esta coyuntura se asimila y discute. Recordemos, antes de empezar, que el CCCS se constituyó sobre el “colapso y disper­ sión” del Departamento de Sociología de la U niversidad de Birmingham, y que algunos de sus miembros se integraron al Departamento de Cultural Studies (Turner 1990: 80). Otras disciplinas clásicas han afrontado la misma situación; ante la evidencia de la obsolescencia intelectual con que se los asusta, muchos profesionales optan por “retirarse elegantemente o con­ vertirse en estudiantes de nuevo” (Windschuttle 1996:5). Stuart Hall, dando forma al programa del CCCS, afirmaba también que los estudios culturales debían “abrirse paso entre dos posi­ ciones atrincheradas, filisteas y antiintelectuales” , la sociolo­ gía y las humanidades, en una táctica de “apropiación de la sociología desde dentro” (H all et al. 1980: 22-23). La desinte­ gración de las disciplinas promovida por los culturistas, por lo visto, ha sido y sigue siendo algo más que un inofensivo juego del lenguaje. Stuart H all asegura que después que Richard H oggart inau­ gurara el Centre, los estudios culturales fueron objeto de “un ataque arrasador, específicamente desde la sociología” , la cual “se consideraba dueña del territorio” . H all afirm a que ... [L]a inauguración del Centre fue saludada por una carta en la que dos científicos sociales pronunciaban una especie de adver­ tencia: “si los estudios culturales traspasan sus propios límites y se apoderan del estudio de la sociedad contemporánea (y no sólo de sus textos), sin controles científicos ‘apropiados’, esto provocará represalias por cruzar ilegítimamente los límites territoriales”. (Hall 1984:21)

Personalmente el episodio no me merece mayor crédito. Des­ de el punto de vista de una elemental crítica de fuentes, el relato de H all incurre en un descuido un tanto primario: la referencia textual a los controles científicos ‘apropiados’ no debería aparecer entre apóstrofos, pues se supone que en ese enunciado no es H all quien habla sino los supuestos científicos quienes están profiriendo su reproche. En la práctica académi­ ca, cuando se cita lo que alguien dice, el procedimiento regular es proporcionar nombres y apellidos; pero en el documento en cuestión, convenientemente, los ‘científicos sociales’ no son nun­

ca identificados. Ahora es cuando todo se torna inverosímil; o en el mejor de los casos, cuando el suceso deviene chisme, ¿quién dejaría escapar, en ese contexto de lucha institucional, una oportunidad semejante? Por otra parte, tanto Norm a Schulman (1992) como John Córner (1991) han hecho notar que los propios recuerdos de Hoggart están en conflicto con la narración de Hall. En una entrevista, H oggart le comentó a Córner que en ese trance “los sociólogos fueron bastante comprensivos” , y que le decían: “esta es una cuestión muy interesante, y podremos aprender bas­ tante de ella” (Córner 1991: 146). A todo esto habría que tener en cuenta que, hayan respondido con amenazas o con beneplá­ cito, los sociólogos estaban siendo m aterialm ente expulsados del plantel de Birmingham, y que la intención m anifestada por el propio H all era que los estudios culturales se “ apropiaran de la sociología desde dentro” , como acabo de documentar en es­ tas páginas. Pese a la violencia del ataque a sus posiciones, algunas reac­ ciones críticas de la sociología frente al movimiento se exce­ dieron, tal vez, en los términos de su cuestionamiento. Para el sociólogo K eith Tester, por ejemplo, el culturismo es ... un discurso moralmente cretino, ya que es el hijo bastardo de los medios a los que clama oponerse. ... Habiendo sido alguna vez una fuerza crítica, se ha vuelto facilista e in ú til... no dedicándose a nada que no sean los estudios culturales mismos. (Tester 1994: 3, 10)

En un registro sólo un poco menos adverso, anota G reg McLennan: En los estudios culturales no se encontrará ninguna solución a la crisis de la sociología, a menos que sea la solución a la propia crisis de los estudios culturales. ... Alguna vez críticos del empirismo superficial, los estudios culturales parecen haberse tornado sus esclavos, satisfechos sólo con describir en forma impresionista la cultura contemporánea en lugar de explicarla; observando la plu­ ralidad de estilos culturales pero evitando considerar la evalua­ ción moral de los mismos; ocupándose de la escena cultural con­ temporánea, pero rehusándose a afianzar el análisis en alguna instancia teórica o política seria, por temor a la totalización disci­ plinar. (McLennan 1998: 12, 14)

Cary Nelson y D ilip Parameshwar Gaonkar, prologando una compilación que analiza las relaciones entre los estudios y di­ versas disciplinas, aseguran que en la mayoría de los depar­ tamentos de sociología de los Estados Unidos, los docentes proclives a los estudios culturales son “marginados, privados de poder, y a veces activam ente acosados” : El sesgo positivista, cuantitativo, que domina a la mayoría de los departamentos de sociología norteamericanos relega allí a los es­ tudios culturales (por lo menos en términos institucionales y programáticos) a poco más que un nuevo terreno para las luchas fratricidas que prácticamente han dividido a algunos departamen­ tos de sociología en dos. (Nelson y Gaonkar 1996: 8)

Aunque los culturistas pueden aducir ejemplos de casos so­ ciológicos como estos, nerviosamente hostiles a sus programas, la compilación From Sociology to C u ltu ra l Studies (Long 1997) se equilibra entre los llamamientos a la integración y las seña­ les de advertencia. El sociólogo Steven Seidman, típico de los que caen en la prim era clase, piensa que los estudios cultura­ les han de servir para sacar a la sociología de su confianza positivista en el saber experto y de su encandilada fe en la Ilustración (Seidman 1997: 37-38). En definitiva, Seidman recomienda a la sociología que se acerque a los estudios culturales porque estos han dado ya su giro semiótico, mientras que aquella aún no. También le pare­ ce productivo el antecedente de los estudios al modo norteame­ ricano “que se han asomado a la teoría psicoanalítica para explicar la formación de la subjetividad” , asegurando que, en efecto “la teoría psicoanalítica ha proporcionado uno de los po­ cos vocabularios que describen la formación social de la subje­ tividad” . El nombre que resuena por ahí es el de Jacques Lacan, quien sorpresivamente aparecería rubricando una teoría “so­ cial” (Seidm an 1997: 48). Sólo porque la estructura argumen­ tativa de Seidman se asemeja a la de los razonamientos que se han formulado en favor de que la antropología acepte a los estu­ dios culturales, me detendré unos momentos para perm itir que sus afirmaciones se deconstruyan. Como sucede tantas otras veces en las excursiones transdisciplinares de los estudios culturales, las distorsiones son aquí flagrantes. N o hace falta comulgar con Deleuze y su A n ti-E d i-

po para darse cuenta de que el psicoanálisis en general no es ni pretende ser una teoría social del sujeto. N i siquiera es una teoría del sujeto, ya que el inconsciente es por definición un universal que se encuentra más allá de la captación fenomenológica del individuo y de la variabilidad situacional de las personas: en eso consiste precisamente la revolución freudiana. Mucho menos tiene que ver con el sujeto, todavía, el psico­ análisis estructuralista de Lacan, uno de cuyos ensayos más conocidos lleva por título la significativa expresión “El sujeto al fin cuestionado” : pocas cosas caracterizan de manera más idiosincrásica y absoluta el carácter irreductiblemente imper­ sonal de cualquier variante del estructuralismo en general y del estructuralismo lacaniano en particular (Lacan 1971). En Lacan se llega cuando mucho a la instancia en que el sujeto se constituye tras la experiencia del espejo, pero no se sigue teori­ zando de ahí en más sobre la peripecia del sujeto desde un punto de vista ‘subjetivo’, y mucho menos se lo hace en térm i­ nos de una realidad social. M ichael B illig ha expresado muy bien esta idea, la que por otra parte es menos polémica que consabida, al extremo que es el propio Lacan quien la reafir­ ma: Los textos de Lacan son muy diferentes de los de Freud. Sus tex­ tos están áridamente “despoblados”, y son notorios por su falta de estudios de casos. El raramente presenta individuos. Se puede leer página tras página de Lacan sin cruzarse nunca con un paciente, o más crucialmente, con algo que un paciente haya dicho. ... Significativamente, Lacan ilustra su famoso aforismo [“el incons­ ciente está estructurado como un lenguaje”l citando a Lévi-Strauss, para sugerir que las ciencias antropológicas muestran que la es­ tructura de la sociedad existe antes que cualquier experiencia in­ dividual o colectiva. En el mismo pasaje, [Lacan] afirma que la ciencia de la lingüística “que debe ser distinguida de cualquier clase de psicosociología”, revela la estructura del lenguaje, y que “es esta estructura lingüística la que otorga su estatuto al incons­ ciente”. (Billig 1997: 212).

Reafirm em os lo anterior con una clara síntesis de A lex Callinicos: La lingüística estructural de Saussure, que concebía el lenguaje como un sistema de diferencias, acordaba al sujeto un papel en el mejor de los casos secundario en la producción de significados; ofre­

cía un paradigma cuyo poder para dar cuenta de otras cosas apar­ te del lenguaje en sentido estricto fue aparentemente demostrado por el uso que hicieron de él Lévi-Strauss en antropología y Lacan en psicoanálisis. (Callinicos 1991: 73)

Además, como diría Deleuze, papá y mamá no constituyen una representación social suficiente. A Lacan no le interesa la sociedad en general, y menos aún las sociedades particulares; una y otra vez alude a sus estructuras subyacentes, universa­ les, abstractas, ahistóricas. Edipo y los espejos son iguales en París, en Birmingham y en la antigua Tebas. Stuart H all mis­ mo ha destacado que en el psicoanálisis el ‘sujeto’ de la cultura es conceptualizado “como un personaje transhistórico y ‘uni­ versal’: eso se refiere al sujeto-en-general, y no a los sujetos histórica y socialmente determinados” (H all 1996a: 46). N o al­ canza entonces una referencia al lenguaje y a lo simbólico para trasmutar el estructuralismo lacaniano en una teoría que ten­ ga que ver m aterial y genéticamente con “la sociedad” , y que esté desarrollada en ese sentido, con percepción de las diferen­ tes modalidades históricas y culturales con que toda sociedad se m anifiesta.1 Tampoco la referencia de Seidman a la semiótica es afortu­ nada, pues los estudios culturales, tras el advenimiento del posestructuralismo, en general ya no la practican, la han puesto en terapia de observación o le son abiertamente hostiles (véase McRobbie 1994: 97,180,183, 210). Ya a principios de la década de 1980, el Glasgow U niversity M edia Group explícitamente repudiaba el aparato conceptual de la semiótica en su serie sobre las “malas noticias” (1980: 202). El culturista Paul G il­ roy, conocido por sus análisis semiológicos en los años ochenta, ha afirmado en sus últimos trabajos que la cultura expresiva negra rechaza el marco de los estructuralismos “eurocéntricos” , semiótica incluida, como herram ienta útil para el análi­ sis (G ilroy 1993). Hasta un manual tan introductorio como el de Jere Paul Surber consigna que las viejas estrategias estructuralistas y semiológicas para el tratam iento de textos “pue­ den no ser ya teóricam en te adecuadas [para an alizar] la producción posindustrial contemporánea y los textos cultura­ les posmodernos, por lo que se requiere el desarrollo de nuevos paradigmas teóricos” (Surber 1998: 253). En las evaluaciones culturistas más recientes, el tratam iento de todas las mani-

testaciones culturales en términos de ‘signos’, ‘códigos’ y ‘len­ guajes’, y la idea de un ‘sistema’ subyacente de significados que son todos elementos connaturales y definitorios de la se­ miótica, se estiman irrem ediablem ente obsoletos, propios de un ideal de ciencia que se desvaneció junto con el optimismo estructuralista de los años sesenta (Nelson 1999: 215-219). A l igual que en otras disciplinas (aunque por diferentes razones), en los estudios culturales el semiologismo de hace un cuarto de siglo ya no luce como una opción para tener en cuenta. Pero la pregunta fundamental qúe cabe hacerse es la siguien­ te: si lo que la sociología puede sacar en lim pio de los estudios culturales es su utilización de marcos conceptuales semiológicos y psicoanalíticos, ¿no sería un poco más prolijo recurrir a la semiología y al psicoanálisis en forma directa, antes que ba­ sarse en la contingencia y en la inevitable entropía de sus adop­ ciones culturistas? ¿No es a las teorizaciones disciplinarias originales a las que el sociólogo, independientemente de su valoración de los estudios culturales, debería en últim a ins­ tancia recurrir? En las querellas sobre y entre las disciplinas hay multitud de argumentaciones desmañadas e inconvincentes; pero estoy tentado de concluir que las de Seidman, en este terreno, se llevan la palma. En una postura más bien opuesta, el sociólogo Michael Schudson, preocupado por el paulatino encogimiento de la sociología en beneficio de los estudios de género, los estudios afronorteamericanos y los estudios culturales, prefiere por ahora tomar distancia, esperar y ver. M ientras tanto, considera que si bien es verdad que la sociología puede aprender algo del culturismo (sobre todo cuando se trata de textos), también resulta eviden­ te que los estudios culturales norteamericanos necesitan más aprender sociología que la inversa. En el culturismo, la cons­ trucción social de la realidad se ha deslizado hacia una construc­ ción cultural, o simbólica, en la que lo social está decididamente obliterado (1997: 380-381). Los “estudios culturales”, a pesar de sus protestas sobre el carác­ ter indecidible del conocimiento, la disolución de las fronteras y cosas así, a menudo reclaman ser “la” estrategia para abordar el estudio de prácticamente todo. No se puede reclamar eso sin re­ chazar lo que los demás han pensado. De modo que otra razón para que los sociólogos se resistan al giro semiótico es que, en sus modalidades posmodernas, este reclama menos agregar una di­

mensión al trabajo anterior que invalidar las formas anteriores de ver las cosas. Esto es menos un cambio que una vuelta en círculo, y tiene algo del espíritu de un movimiento milenarista. A ese ni­ vel, me parece, requiere muchas mejores garantías que las que posee, y necesita demostrar por sí mismo mucho más que lo que ha demostrado hasta ahora. (Schudson 1997: 394-395)

Los estudios culturales siempre están prestos a situarse (al menos de palabra) en una posición sublevada y unilateral de ‘crítica de las disciplinas’. Históricamente, no han sido ni la mitad de inquietos en averiguar primero de qué se trata lo que debería ser su objeto de crítica. Así, la falta de frecuentación de los m ateriales sociológicos por parte de los estudios culturales engendró una floración de ingenuidades de la que no estuvie­ ron exentas ni siquiera las figuras consagradas. Con referen­ cia a la últim a edición de M a rxism today, por ejemplo, el sociólogo David H arris se sorprende de encontrar nada menos que a Stuart H all ‘descubriendo’ el valor de las ideas de Emile Durkheim y de Stuart M ili para analizar las relaciones entre individuo y sociedad (H arris 1992: xv). De más está decir que los estudios culturales han ignorado, con contadísimas excep­ ciones, el trabajo masivo de modalidades ‘alternativas’, microanalíticas y radicales en el interior mismo de la sociología, incluyendo el poderoso precedente de la sociología del conoci­ miento, pese a que todos estos movimientos propugnaban obje­ tivos sem ejantes a los suyos, usualm ente con décadas de anticipación. El culturista David M orley se queja con acrimonia de la lec­ tura selectiva e interesada que sociólogos como Keith Tester o G reg M cLennan han hecho de los estudios culturales (M orley 1998a: 480). Está muy claro, sin embargo, que el culturismo ha sido infinitam ente más parcial, tanto en la apreciación de las teorías como en la lectura de las investigaciones sustantivas. Sus cronistas hablan del estudio de comunidades y de la etno­ grafía de las subculturas como si ellos los hubiesen inventado, y como si textos bien conocidos de la sociología y la antropolo­ gía urbana, del tipo de Street córner society (W hyte 1971) o R ip p in g and ru n n in g (A gar 1973), nunca hubieran sido escri­ tos. Es una vez más David H arris quien expresa que lo real­ mente extraordinario en la ruptura de los estudios culturales con la sociología es lo selectivos que aquellos han sido en su tratam iento de la disciplina:

... la discusión de posiciones teóricas en el CCCS y en la Universi­ dad Abierta, que consumieron tanto tiempo y energía, parecen haber procedido sin una sola referencia directa a las obras mayo­ res de Anthony Giddens. Con omisiones como estas, es fácil dar la impresión de una sociología ingenuamente a-teórica, ignorante de la filosofía continental, y todavía entusiasmada con sus pequeños estudios empíricos. (Harris 1992: 15)

Aparte de esto, existen críticas más radicales y sistemáticas de la corriente principal sociológica en la sociología misma que en el culturismo: W right M ills, A lvin Gouldner y también A n ­ thony Giddens, para no hablar de Stjepan M estrovic (1998), son los primeros nombres que vienen a la mente en una in ­ mensa tradición de criticismo analítico, genuino y fundado. N o obstante definirse los estudios culturales como la manifestación crítica por excelencia, de cualquier otra disciplina constituida que a usted se le ocurra se puede decir lo mismo y aun más, sin faltar a la verdad.

Estudios culturales e Interaccionismo Simbólico En cuanto a esa microsociología que se agrupa bajo el rubro del Interaccionismo Simbólico, a pesar de los deseos de Denzin (1992) en el sentido de que ella y los estudios culturales po­ drían fusionarse y obtener ganancia de la unión, la prim era reacción del interaccionismo frente a los estudios consistió en una alianza sin mayor compromiso con lo que Denzin llamará una “versión débil” del nuevo marco, metida a presión en el tradi­ cional esquema de G. H. M ead y Herbert Blumer. Eso se m ani­ fiesta desde la definición ad hoc que proporcionan Becker y McCall, en la que los estudios culturales se describen como: las disciplinas humanísticas clásicas que recientemente han co­ menzado a utilizar sus estrategias filosóficas, literarias e históri­ cas para estudiar la construcción social del significado y otros tópicos tradicionalmente de interés para los interaccionistas sim­ bólicos, disciplinas hacia las que, a su vez, los científicos sociales se han vuelto recientemente en busca de “analogías explicativas”. (Becker y McCall 1990: 4)

La definición continúa haciendo referencia al antropólogo Clifford Geertz y su apartam iento de las leyes de la cultura en

busca de interpretaciones. A partir de eso, el proyecto de Becker-McCall y la compilación que lo contiene se dilapidan en una cantidad de ensayos sin casi ningún tipo de marca política o pragmática, que mencionan a los estudios solamente en el prólogo en el cual aparece esa definición tortuosa y equivoca­ da, pero no adoptan hasta que el libro acaba ni siquiera los giros estilísticos propios del movimiento. Ninguno de los diez autores que luego hacen uso de la palabra se detuvo a averi­ guar en qué consisten los estudios culturales, ni mencionan una sola idea característica de los mismos; los únicos estudiosos de apellido H all que aparecen una vez acabado el prefacio no son Stuart Hall, sino John y Peter, que vaya uno a saber quié­ nes son. Decididamente una estafa. H asta su propio correligionario Norman Denzin tuvo que protestar contra la ausencia de todo rastro de cultura popular y de tecnologías propias de la era de la información en el pro­ yecto y en el libro de Becker-McCall (Denzin 1992: 77-78). Pero la versión “fuerte” con la que Denzin viene a poner las cosas en su lugar se diluye también en una mixtura de fichas casi en bruto en la que hay un 98% de interaccionismo clásico y un pequeño resto de mezclas de H all, la Escuela de Frankfurt y posmodernismo, con muy pocos signos de bibliografía relevan­ te por detrás. Los cuatro capítulos de Sym bolic Interaction and C u ltu ra l Studies que se supone deberían sustanciar el encuen­ tro entre ambas teorías no se dedican ni vagam ente a eso, dis­ persándose en comentarios inorgánicos sobre autores y textos que casi nunca tienen algo que ver con el asunto (Denzin 1992: 71-167). H ay algo de política, elaborada como si se estuviera conteniendo el asco, y como si lo político estuviera restringido apenas al ejercicio de una crítica contra no se sabe qué, con la que siempre se amaga pero que nunca se m aterializa. Las dos páginas de conclusiones tampoco guardan relación alguna con el objetivo declarado del libro, y sólo se dignan a mencionar a los estudios culturales como parte de una enumeración de co­ rrientes entre las que están “la hermenéutica, la fenomenología, el estructuralismo, el posestructuralismo, la teoría posmoder­ na, el psicoanálisis, la semiótica, el posmarxismo, los estudios culturales, la teoría feminista, la teoría del film e, etc.” (1992: 169) con las que el interaccionismo debe convivir en los tiem ­ pos que corren. H ay algo de grotesco en un proyecto en el que una secta intelectual dotada de una envergadura y una influen­

cia apenas módicas pretende con tener y dominar a una m a n i­ festación global, contabilizando los territorios que g a n a ría an ­ tes de afianzarse en ellos. Y hay algo de ultrajante en el proyecto de al menos tres interaccionistas qu e ponen el rótulo de “E s tu ­ dios Culturales” en la portada de sus libros sin tener la m en or idea de qué se trata, ni interés por averiguarlo más tarde. En un libro fallido como pocos, que por momentos da la im ­ presión de ser una tomadura de p elo que se revelará después entre risas y chanzas, y con un dom inio nulo de los más elem en ­ tales requisitos de la argumentación teórica, los interaccionistas no acaban consumando entonces la boda prometida. H u b iera sido un matrimonio conflictivo, de todas maneras, por cuanto el movimiento interaccionista pasa p or ser una de las prácticas más inclinadas al idealismo y más prolijam ente consonantes con el pensamiento de la derecha neoliberal norteamericana.2Se tra ­ ta de una teoría enfáticamente m icro, con una ortodoxia ances­ tral e inelástica, que contempla los ‘significados’ como algo que surge de cada negociación o ca sio n a l entre igu ales. E n el interaccionismo no hay lugar para conceptos macro, como por ejemplo la sociedad, la historia, la política o la cultura. E l in ter­ accionismo tampoco tiene lugar en su agenda ni siquiera para un posmarxismo temperado, ya que propone considerar cada in ­ teracción individual de la vida cotidiana como el m áxim o con­ texto (social o temporal) susceptible de tratarse en una ciencia humana (véase Reynoso 1998:122-125). N o he seguido el trá m i­ te ulterior de las propuestas de Becker, M cCall y Denzin, y en razón de lo expuesto tampoco lo lam ento. El mal sabor que me queda, em pero, tiene que ver no sólo con dos libros disparatados en una subdisciplina m in oritaria, soporífera y lejana, sino más bien con la homología estructural que puede percibirse entre el inten to de los interaccionistas y algunos de nuestros conatos de alian za, como por ejem plo los de Marcus (1992), Clifford (1997) y ta l vez Rosaldo (1994). M ás sobre esto en lo que sigue.

Estudios culturales y antropología: el nuevo contexto Con el advenimiento de los estudios culturales la an tropolo­ gía crítica integrada a ellos ha redibujado su linaje. L a que se vive hoy es la tercera oleada de criticism o que atraviesa la dis-

ciplina. En lo que a Estados Unidos concierne la secuencia ha sido más o menos esta: • La prim era generación crítica que estremeció a la antropo­ logía es sin duda la que se consolidó en torno del libro Reinventing A nthropology (Hym es 1974, original de 1969), con obvias conexiones con las turbulencias europeas de los años sesenta, los movimientos por los derechos civiles de los ne­ gros, el feminismo, las contraculturas, el movimiento psicodélico y el surgimiento de figuras clave de la antropología ‘crítica’ o ‘dialéctica’ como Gerald Berreman, Eric Wolf, Bob Scholte, Talal Asad, Alan Coult y Stanley Diamond. Natu­ ralmente, la antropología crítica de la prim era hornada aun no había descubierto los estudios culturales. En este libro abarrotado de consignas de batalla, Dell Hymes nombra a Raymond W illiam s a propósito de la ‘estructura de senti­ m iento’ (como no podría ser de otra manera). Lo notable es que también incluye una referencia no desarrollada a un artículo de Stuart H all publicado en un volumen de Wbrking papers in C u ltu ra l Studies. Pero ni aun el nombre de la publicación hace sonar alguna campanilla o logra que las ideas que bailan sueltas se vinculen para formar un razona­ miento que caiga en la cuenta de lo que está pasando: ni Hymes ni ningún otro autor mencionará al culturismo o es­ tablecerá alguna relación con un movimiento que hubiera sido tan afín a su postura (Hym es 1974: 9, 66). Con los años, el movimiento de la antropología crítica se fue desvaneciendo. Hym es se dedicará al folklore, Berreman quedará enclaus­ trado en Berkeley sin superar mayormente su etapa sesentista, Bob Scholte y Alan Coult fallecerán tempranamente y Eric W o lf lo hará en marzo de 1999, reconocido como un intelectual formidable, pero no como un teórico capaz de ti­ pificar adecuadamente movimientos y teorías, o de encontrar en ellos la pauta que conecta. • Tras un largo paréntesis de hegemonías disputadas hubo un segundo momento, a comienzos de la década de 1980, en que pareció que la doctrina inspiradora de una disciplina combativa tendría más bien que ver con la teoría crítica de la Escuela de Frankfurt de Adorno, Horkheim er y Benjamín, por el respaldo que esa escuela parecía dar al oficio de críti­ co sin que uno tuviera necesidad de desarrollar más que un

rudimento de teoría. Dicen basarse en la escuela de Frankfurt, por ejemplo, los ex antropólogos Marcus y Fischer en Anthropology as cu ltu ral critique (1986: 119-122, 123-125) y un poco más fundadamente M ichael Taussig, cuya fuente de inspiración resulta ser W alter Benjamín. • Con el transcurso de los años, no obstante, la dosis de pesi­ mismo de la teoría crítica ha demostrado ser desmedida­ mente ominosa, su estética pareció indescifrable y M arx deambulaba cronológica y textualmente demasiado cerca sin ningún latino interpuesto que lo amortiguara. De allí que los estudios culturales, según Douglas Kellner, hayan pasa­ do por alto o caricaturizado de una manera hostil la crítica de la cultura de masas desarrollada por la Escuela de Frankfurt (K elln er 1997). Para la nueva antropología críti­ ca de los años noventa, los estudios culturales se han consti­ tuido entonces en un marco crítico excluyente que permite suscitar adhesión sin tener que leer a Habermas, sin saber quién fue Schonberg y sin obligarse a m ilitar en ningún par­ tido. Huelga decir que los estudios culturales se m im etizan con corrientes que ya existían en las disciplinas establecidas, y tam ­ bién viceversa. En lo que a la antropología respecta, los estudios encajan bastante bien con las producciones intradisciplinarias en las que se promueven modelos interpretativos y posmoder­ nos. Tenemos entonces que unos cuantos antropólogos de esa extracción (James Clifford, James Crapanzano, Paul Rabinow, George Marcus, M ichael Fischer, Renato Rosaldo, E m ily M ar­ tin) se han deslizado insensiblemente hacia los estudios cultu­ rales. Ya viven allí, y no dan demasiadas explicaciones. En prólogos, charlas y comunicaciones directas, algunos (como Marcus) van una pizca más lejos y alegan que el tiempo de la antropología ya ha caducado y que los estudios culturales han venido a relevarla en buena hora. A ju zgar por la frecuencia con que aparecen antropólogos que exaltan el surgimiento y auge de los estudios culturales, cabría suponer que ellos estarían de acuerdo con la afirmación general que vislumbra a estos estudios como lo opuesto a lo que las disciplinas históricas venían practicando. Es una vez más Grossberg, su portavoz casi oficial, quien define los estu­ dios como una cmí/disciplina, y que lo es no con blandura y

Articulación es la conexión que puede constituir una unidad de dos diferentes elementos, bajo ciertas condiciones. Es un encade­ namiento que no es necesario, determinado, absoluto y esencial por todo el tiempo. Usted tiene que preguntar: ¿bajo qué circuns­ tancias se puede forjar o hacer una conexión? La así llamada “uni­ dad” del discurso es en realidad la articulación de elementos diferentes, distintos, que se pueden rearticular de diferentes ma­ neras, porque no tienen una “pertenencia” definida. La unidad que nos interesa es un encadenamiento entre el discurso articulado y las fuerzas sociales con las que puede, bajo ciertas condiciones histó­ ricas, pero no necesariamente, conectarse. (H all 1996b: 141) La unidad formada por esta combinación o articulación es siem­ pre, necesariamente, una “estructura compleja”: una estructura en que las cosas están relacionadas, tanto a través de sus diferen­ cias como a través de sus similitudes. (Hall 1980b: 325)

Esta es una definición suministrada por Lawrence Grossberg: La articulación es la producción de identidad por encima de las diferencias, de unidades a partir de los fragmentos, de estructuras a través de las prácticas. La articulación vincula esta práctica a este efecto, este texto a ese significado, este significado a esa reali­ dad, esta experiencia a aquellas políticas. Y estos encadenamien­ tos están ellos mismos articulados en estructuras mayores, etcéte­ ra. (Grossberg 1992: 54).

Esta otra proviene de John Hartley: En los estudios culturales lo que puede articularse son fuerzas sociales de gran escala (especialmente modos de producción), en una configuración o formación en una época en particular, llama­ da una coyuntura, para producir los determinantes estructurales de una práctica, texto o suceso determinados. ... [L]a articulación describe no solamente una combinación de fuerzas, sino una rela­ ción jerárquica entre ellas. (Hartley en O’Sullivan et al. 1994: 17)

La últim a definición afirm a que el término proviene de los análisis marxistas, donde se refiere a la articulación de diver­ sos modos de producción (capitalista, feudal, incluso comunal) en los que uno de ellos se estructura en dominación de los otros (los “sobredetermina” ), o los integra a los mecanismos de su propia reproducción. Con el transcurso del tiempo, sin embar­

go, “el término se ha extendido para incluir la articulación de otras fuerzas sociales. De este modo, se puede leer, por ejem ­ plo, sobre la articulación de raza y clase en un análisis de la música subcultural; o sobre la articulación de género y nación en un análisis del deporte” (O ’Sullivan et al. 1994: 18). De creer a Hartley, no existiría empero en la definición originaria del término (la m arxista) ninguna implicación discursiva. Si se miran un poco más de cerca las definiciones suminis­ tradas, se verá asim ism o que, en tanto definiciones, son autoinvalidantes. Stuart Hall, por ejemplo, afirma que la articu­ lación constituye una unidad, para especificar de inmediato que dicha unidad no es estable, sino no necesaria, no perm a­ nente, no esencial (H all 1996b: 141). An te tal fugacidad y con­ tingencia ¿en qué sentido constituye una unidad, si puede sa­ berse? ¿Cuál es el objeto de postular una unidad, entonces, si la misma, por definición, ni puede extrapolarse a otros casos ni es esencial para el que se está tratando? L a segunda caracteri­ zación de H all y la que brinda Hartley, consideradas “defini­ ciones” por Slack (1996), no nos dicen en realidad lo que la articulación es, sino cuáles son ocasionalmente sus atributos: las frases describen y califican, pero de ningún modo definen. La definición de Grossberg, por último, trasparenta que la ar­ ticulación es una postulación de encadenamientos o vínculos por parte del estudioso: un cambio de nombres para una opera­ ción analítica inevitable, en todo caso, que no posee metodoló­ gicamente ninguna marca específica, ni está asociada a ningu­ na exigencia particular de demostración. Con definición o sin ella, nada más oscuro que las transfor­ maciones del concepto a través del tiem po. Las historias culturistas del concepto aseguran que Stuart H all tomó la idea de Ernesto Laclau, quien a su vez (se im plica) la sacó de Anto­ nio Gramsci. ¿De quién, si no? Dice Jennifer Slack que “para Gramsci, las nociones de hegemonía, articulación e ideología como sentido común han sido influyentes, tanto a través de su apropiación por Althusser como en forma independiente” (Slack 1996: 117). L a afirmación de Slack en el sentido que Gramsci “ofrece una forma de comprender la hegemonía como la lucha por construir (articular y rearticular) el sentido común a par­ tir de un conjunto de intereses, creencias y prácticas” (Slack: loe. c it) no está avalada por una lectura directa de Gramsci, a quien Slack no cita; ninguno de los textos de Gramsci, de he­

cho, se incluye en su bibliografía. Y esta falta de lectura, inad misible en un texto que se espera esclarezca la génesis de una idea, no deja de tener consecuencias. Hasta donde he podido averiguar, y contrariamente a la creencia general, Gramsci nun­ ca definió ni desarrolló el término, ni lo usó en otro contexto más que como verbo circunstancial en frases en las que el su­ jeto principal no es la articulación sino la hegemonía. Fredric Jameson, trazando la genealogía a instancias de las indicacio­ nes que le dio Perry Anderson, especula que quien lo puso en circulación fue Althusser, tomando el concepto de Gliederung de los Grundrisse de M arx (Jameson 1995: 626). Jameson es taxativo: el concepto, que se supone representa el ápice del momento gramsciano en los estudios culturales, no se encuentra jam ás en Gramsci (op. cit.: 644, n. 7). Los culturistas están persuadidos de que existe algo así como una ‘teoría de la articulación’, que les sería propia, por más que el término provenga de afuera del movimiento. También existiría por alguna parte un ‘método de la articulación’. Jennifer Slack, que habla tanto de aquella teoría como de este método, señala que la articulación puede parecer a priori un concepto simple y controlable; pero al haberse desarrollado en relación con posiciones epistemológicas y condiciones políticas cambiantes, ya no es tan fácil saber cuáles son los límites del concepto, o los perfiles de la teoría y el método que le corres­ ponden (Slack 1996: 112-113). Y aquí la misma Slack toca el nervio: al tratar de definir qué es la articulación, dice, nos da­ mos cuenta de que no es nada (ibid.: 117). Extraño caso: en toda ciencia humana se requiere que los conceptos sean algo, si es que vamos a hablar de una teoría; no necesariamente una cosa material, tangible, corpórea, delineada, pero al menos sí algo. Un concepto teórico, por otra parte, se supone que está para clarificar una cuestión, y no para introducir vaguedades adicionales. Aqu í resulta que la teoría y el método de los que el movimiento se jacta, se esfuman apenas se los m ira fijo. Si volvemos a las definiciones de la articulación proporcio­ nada por H all o por Grossberg, percibiremos además que el espacio semántico de la palabra es demasiado amplio: la ‘arti­ culación’ termina siendo una simple ‘relación’ más o menos con­ tingente, como la que parecería establecerse en el discurso. Dejemos de lado que los culturistas no parecen establecer dife­ rencia entre sintaxis, semántica, gramática, lenguaje, lengua,

habla, conversación, texto y discurso, que son entidades usual­ mente diferenciadas en lingüística, sociolingüística, análisis del discurso y semiología, con una multitud de teorías y mode­ los específicos asociados, habitualmente en mutuo conflicto. Los estudios culturales estiman muy productiva la afinidad entre su concepto de articulación y una ‘discursividad’ sui géneris, pero no desarrollan la idea en absoluto; lo más grave es que tampoco la vinculan con una teoría discursiva en particular. Como sea, si la imagen rectora de este modelo va a ser el dis­ curso, por más que se lo entienda en un sentido muy amplio y muy impreciso, habrá que tener en cuenta que la utilización del símil discursivo tiene un costo: • Constricciones: En prim er lugar hay que advertir que la sin­ taxis discursiva admite un número muy grande de articula­ ciones posibles; pero ese número es correlativo a una cifra también significativa de constreñimientos bien conocidos: la coordinación de género y número, por nombrar uno, o lo que los pragmáticos llaman máximas, implicaturas, hiponimias, principios. En la extrapolación culturista del concepto hay algún indicio de aquella riqueza de alternativas, pero no existe el menor rastro de estas constricciones, como si cualquier cosa se pudiera articular con cualquier otra, en cualquier estado, contexto y circunstancia, y de cualquier manera. El problema es que cuando se articulan dos objetos heterogéneos (p. ej. ‘clase’ con ‘ideología’) ya no existen cri­ terios compartidos (p. ej. los dichos género y número) m e­ diante los cuales establecer su coordinación: ambos objetos poseen diferentes juegos de atributos. En consecuencia, el discurso y el lenguaje demuestran no ser heurísticas de al­ cance suficiente para esta clase de relación heteróclita. O, como tal vez resulte más adecuado decir (porque el proble­ ma no radica en el esquema lingüístico original, sino en su intento de extrapolación), el modelo del lenguaje no se pue­ de sustanciar o re-usar adecuadamente cuando se lo aplica a un objeto tan disímil. • Homogeneidad: En segundo lugar, lo que se articula en el lenguaje es siempre un conjunto lineal de elementos de la misma naturaleza y del mismo nivel de tipificación: fone­ mas entre sí, morfemas entre sí, frases entre sí. En el objeto de estudio de los estudios culturales las cosas no son tan

O b je to d e a r tic u la c ió n 1

O b je to d e a r tic u la c ió n 2S

R e fe r e n c ia

Categorías culturales de género

—> Lenguajes de representación

Chaney 1994: 93

Clase y consumismo

Clase, raza y género

Clarke 1991

Movimientos culturales

Fuerzas sociales

Clarke 1991

Diversos componentes sociales

Fenómenos como la guerra del Golfo o Madonna

Cvetkovich y Kellner 1997: 16

Sujetos políticos

Discurso ideológico

Downing 1997: 190

M T V (como forma social)

Rastafari (como fuerza social)

Fiske 1996b: 218

Prácticas

Efectos

Grossberg 1992: 54

Textos

Significados

Grossberg 1992: 54

Significados

Realidad

Grossberg 1992: 54

Experiencias

Políticas

Grossberg 1992: 54

Intereses de la clase trabajadora

Partido Laborista inglés

H all et al. 1978; M orris 1997: 47

Intereses de la clase trabajadora

(Rearticulados por el thatcherismo) al Partido Conservador y los valores culturales de los yuppies

Hall et al. 1978; Morris 1997: 47

Una fuerza social

Una ideología o concepción del mundo

Hall en Grossberg 1996b: 144

Gospel, blues, rap, rock

Lucha y resistencia afronorte americana

K ellner 1995: 157

Conceptos

erdad

Laclau según Slack 1996: 119

Significados en el discurso

Intereses de clase

Laclau según Slack 1996: 119

Comunidad de artistas e intelectuales

Partido Laborista

M orris 1997: 47

Raza

Clase, -> la música subcultural

O'Sullivan et al. 1994:18

Género

Nación, —» el deporte

O'Sullivan et al. 1994:18

Marxismo

Deconstrucción

Ryan 1992: passim

Una clase hegemónica

Intereses de grupos sociales

Slack 1996: 117

Cuadro 2. Articulación.

o genéricas, análogas o heterogéneas. En estas condiciones la articulación es un rótulo, y con seguridad bastante menos que una hipótesis de trabajo. Una palabra que denote simplemente una relación (o, en el caso del discurso, una articulación stricto sensu) todavía no es un concepto teórico. Todas las cosas se podrían llegar a relacionar de una u otra manera; todos los elementos del lenguaje son suscepti­ bles de articularse. Para calificar como concepto teórico en cual­ quier epistemología imaginable, hace falta bastante más. • En prim er lugar, las entidades que aspiran a constituirse en categorías analíticas han de ser significativas, y esa sig­ nificación ha de ser circunscripta: ni por un momento los culturistas se plantean el problema de que a mayor gene­ ralidad semántica de un término, menor es el peso de su significación específica. Ellos mismos terminan diciendo que la articulación no se sabe en qué consiste, cómo trabaja o qué cosa puede ser (Slack 1996:117). El propio H all encuen­ tra que los últimos trabajos de Laclau degeneran en una exageración discursiva en la que “cualquier cosa es poten­ cialmente articulable con cualquier cosa” , de modo que lo que naciera como una crítica del reduccionismo acaba re­ sultando en una inadm isible noción de la sociedad como “campo discursivo totalmente abierto” (H all en Grossberg 1996b: 146). • Fuera de las correspondencias más obvias de tiempo y lu­ gar, tampoco se han desarrollado criterios de homología, con­ comitancia, covariación, causalidad o lo que fuere para demostrar que dos entidades cualesquiera están efectiva­ mente articuladas y que cuando una cambia la otra tam ­ bién debe hacerlo. Durkheim, por lo menos, hablaba de ‘variaciones concomitantes’ cuando postulaba alguna rela­ ción entre fenómenos. • Y menos todavía se han desarrollado las propiedades lógi­ cas de una articulación: ¿es una relación reflexiva? ¿simé­ trica? ¿transitiva? Si A está articulado con B, y B con C ¿es­ tán A y C también articulados? Y si es así ¿lo están con la misma fuerza? ¿Están todos los miembros del conjunto A articulados entre sí? ¿A, B y C se articulan en cualquier orden y en cualquier rumbo, o hay una lógica de etapas, flujos y condiciones que seguir?

N o estoy exigiendo aquí definiciones operacionales, ni crite­ rios de replicabilidad, ni nada que pudiera entenderse como un requerim iento propio de una concepción científica especí­ fica (positivista, por ejemplo); sólo estoy estableciendo que la ‘articulación’ culturista no es una entidad teórica en ningún sentido aceptable de la palabra. N o basta decir “las articula­ ciones pueden ser no necesarias” , “las cosas pueden rearticularse”, “las articulaciones son complejas” , etc.: primero hay que definir con un mínimo rigor los sentidos y atributos de la ar­ ticulación en sí, y eso, hasta donde alcanzo a ver, no se ha tra­ bajado jamás. John Downing, basándose en H all y Grossberg, afirma que el concepto de articulación “es el único concepto utilizado en la literatura de los estudios culturales en años recientes que po­ see ... alguna fuerza explicativa para dar cuenta de los m últi­ ples factores interconectados en el análisis sociocultural” (Dow­ ning 1997: 189). La fina evaluación de Downing de este solita­ rio concepto explicativo, de todos modos, es convincentemente negativa. Lo primero por señalar es que en Laclau el término no se encuentra en absoluto ligado a la idea de vínculo y que no se trata de un concepto que merezca siquiera figurar en el ín­ dice. Luego Downing encuentra que tanto H all como Grossberg desdoblan el sentido de la palabra entre “sujetos políticos” y “discurso ideológico” imaginando que así lo tornan absoluta­ mente dialéctico. De inmediato olvidan exam inar cómo esas dos entidades verdaderamente se imbrican y relacionan, y si­ guen su análisis según el sentido primario, no dialéctico, de “juntura” o “vínculo” [link\. Esto es preocupante. Cualquier so­ ciólogo funcionalista sabe que los elementos de la vida social están interconectados, y todos sabemos que los funcionalistas ven integración y estabilidad por todas partes. Para Downing es inaceptable que H all y Grossberg “postulen vínculos, los reinventen como articulación y dejen la cosa ahí” (Downing 1997: 190). Siguiendo solo por su cuenta, Grossberg en realidad no deja las cosas ahí e imprime a su tratam iento de la articulación un giro adicional que no la beneficia. Leamos este arrebato de alegorías: Se pueden concebir tales articulaciones como líneas o vectores, proyectando sus efectos a través del campo. Cada vector tiene su

propia cualidad (efectividad), cantidad y direccionalidad ... Las articulaciones pueden tener diferentes vectores, diferentes fuer­ zas y diferentes alcances en diferentes contextos. Y pueden tam­ bién tener distintos alcances temporales, cortando a través de los límites de nuestros intentos de periodización histórica. (Grossberg

1992: 191). Aquí Downing subraya que a esta altura el término 'articu­ lación’ está peligrosamente cerca de ser hipostasiado: “Es un vicio común de los teóricos personificar los conceptos que más aman” (D owning 1997:191). Pero el problema es más de incon­ sistencia que de hipóstasis. El cruzamiento de dos o más pá­ rrafos cu alesqu iera gen era contrasentidos acum ulativos; apenas el lector pone las cosas que se van diciendo de él una junto a otra, el concepto se transfigura y deviene surrealista, gelatinoso, mutante. Invito a que relean las definiciones de Grossberg que anteceden: en un párrafo las articulaciones son vectores, en otro poseen vectores, en otro más son el punto de intersección de vectores, y así sucesivamente. Se supone que los textos de Grossberg quieren clarificar el asunto a los pro­ fanos: extraña pedagogía ¿no es verdad? Dado que algunos culturistas más o menos independientes, como Hom i Bhabha, se congratulan de que el concepto de arti­ culación (en tanto modo de mínima racionalidad) rompe con la ‘linealidad’ que sería propia de la ‘agencia racionalista’, el po­ sitivismo y la economía política (Bhabha 1992: 57, 59), habría que preguntarse qué forma de figura discursiva, qué topología imaginaria, resultan de la aplicación del concepto. L a inves­ tigación culturista hasta la fecha no ha sustanciado verdade­ ramente estructuras complejas, como quería Hall, o estructura­ ciones de m últiples niveles, como aspiraba Grossberg en las definiciones que hemos visto. Si se cree a Bhabha, desde la articulación no se deberían desentrañar estructuras después de todo, porque las estructuras son, si acaso, el signo intelectual por antonom asia de una de las form as por excelencia del racionalismo como lo es el pensamiento estructuralista, desde Lévi-Strauss a Chomsky o Piaget. Si no hay líneas de causalidad ni estructuras posicionales, la única entidad discursiva que resta es una congerie fragm entada, una enumeración de enti­ dades relacionadas de alguna manera incierta y f l u c t u a n t e : y de hecho eso es lo que nos presentan los a n á l i s i s en los que

interviene la articulación. La articulación no revela ningún orden, ninguna regularidad. Para pasar de las articulaciones dispersas a una síntesis cabalmente explicativa o a una des­ cripción esclarecedora, habría que disponer de operadores de un orden más alto (una teoría) que, en lo que al corpus culturista respecta, no he sido capaz de encontrar en ninguna parte. Pero es en las elaboraciones de Grossberg donde más se nota el uso fetichista y mecánico del concepto de articulación. Gross­ berg postula la aplicación de esta receta genérica con asom­ brosa ingenuidad: El concepto de articulación (junto con sus términos asociados, des­ articulación y rearticulación), amplia y exitosamente utilizado en los estudios culturales en los años ochenta, es un ejemplo de un concepto suficientemente abstracto y general que se puede mover a nuevos contextos toda vez que resulte útil. Proporciona una for­ ma de describir la continua quiebra, realineamiento y recombina­ ción de discursos, grupos sociales, intereses políticos y estructuras de poder en una sociedad. Proporciona también una forma de des­ cribir el proceso discursivo por el que los objetos e identidades se forman y adquieren significado. (Grossberg et al. 1992: 8)

Se diría que semejante concepto habla menos de la sociedad y sus procesos que de los recursos discursivos mediante los cuales el estudioso manipula su representación. En un registro totalm ente opuesto (y bastante más reflexivo) Catherine Hall ha tenido que reconocer que la teoría de la articulación en rea­ lidad no existe: No pienso que tengamos, todavía, una teoría sobre la articulación de la raza, la clase o el género y de las formas en que esas articula­ ciones puedan generalmente operar. Los términos se producen a menudo como una letanía, para probar corrección política, pero eso no significa por fuerza que las formas de análisis que siguen estén verdaderamente conformadas por una captación cabal de las formas en que trabaja cada eje de poder en relación con los otros. Por cierto, es muy difícil hacer esa tarea porque el nivel de análi­ sis es por necesidad extremadamente complejo, con muchas varia­ bles enjuego en cualquier momento dado. (C. Hall 1992: 270)

En otras palabras: trabajando en torno del concepto clave de articulación es imposible construir una teoría porque a poco

de empezar las cosas se complican. Tras varios años de darle vueltas al asunto, los culturistas todavía no han podido deter­ minar verdaderamente lo que sucede. Y mucho menos han po­ dido establecer por qué. Más preocupante todavía es que el concepto, “sin que se haya teorizado exactamente lo que es y cómo trabaja” , no se usa sólo como un señalador de correspondencias sino también “como relación de no correspondencia y contradicción” (Slack 1996: 117), o como algo que conecta no sólo cosas similares sino enti­ dades diferentes (H all 1980: 325). Esto es lo mismo que postu­ lar que el concepto no sólo es polivalente más allá de toda medida razonable, sino que puede ser usado para implicar cual­ quier clase de relación o falta de relación entre entidades uni­ tarias o plurales, reales e im aginarias, y ya sea parecidas, homologas, heteróclitas, independientes, distintas u opuestas. Basta ya de esto: si este dislate es signo de sofisticación, será más productivo optar por cualquier clase de brutalidad tradi­ cional. En contraste con este caos, promulgar cualquier forma de determinismo estrecho constituiría un progreso; por lo me­ nos estaría proponiendo algo más o menos susceptible de veri­ ficarse.

Metáforas y je rg a Recientemente tanto críticos como adeptos han elevado re­ clamos por la creciente utilización de jerga figu rativa y sin­ tax is en red a d a c a r a c te rís tic a de la ú ltim a d éca d a del movimiento (H ow e 1994: 40). El uso indiscriminado de após­ trofos alrededor de palabras estratégicas, que parecería que­ rer comunicar referencias a significados complejos y expandidos (ocultos para todos excepto para el autor y su lector astuto), ha producido “una literatura de creciente opacidad y una claridad cada vez menor” (Ferguson y Golding 1997: xxi). El ejemplo más acabado de encom illado incontinente, com pendiando sarcasmos, guiños, baladronadas, dobles sentidos y significa­ ciones múltiples suele darse, casualmente, cuando convergen las formas fuertes del pensamiento posmoderno con las formas débiles del marxismo. Véase por ejemplo, el ilegible artículo de Dick Hebdige (1996), o el imposible prim er capítulo del libro de Patrick Brantlinger (1990: 1-33), donde las sucesivas in-

crastaciones de citas de citas generan frases cada vez más ani­ dadas y adiposas. Una escritura semejante cristaliza lo que el culturista Paddy W hannel dijera alguna vez de la semiótica: un discurso que nos dice lo que ya sabemos, en un lenguaje que nadie puede comprender (citado por Seiter 1992: 1). Algunos | de los acólitos ya han comenzado a protestar contra los innu- I merables escritos imbuidos de posmodernismo, “adornados con paréntesis y guiones aparentemente obligatorios, y primoro­ samente titulados mediante torturados juegos de palabras” (Downing 1997: 188). Incluso Stuart H all protesta contra la “torpeza” y “falta de fluidez” de este lenguaje, remontándolo al influjo de la teorización francesa de los años setenta: A b solu tam en te, [se tra ta de] torpeza. C liffo rd G eertz, el antropólogo norteamericano habla de “descripción densa”; pien­ so que [esto] es “teorización densa” . Intelectualmente existe un problema cultural con esta clase de trabajo teórico.... En los años setenta hay una especie de diluvio teórico, en el cual, debido a que es tan difícil pensar indígenamente dentro de la lengua in­ glesa en esa clase de nivel conceptual, lo que hace la gente es parodiarlo. Intentan hacer juegos franceses de palabras en in­ glés, lo que ab solu ta m en te me pone loco. H ab lan sobre significantes deslizantes, juegos de palabras que se deslizan; ha habido un montón de buen trabajo que finaliza en juegos de pala­ bras deslizantes que sólo logran constituir una especie de franglés. (H all en Bromley 1995: 668-669)

Pero los practicantes de los estudios culturales indudable­ mente se han acostumbrado al uso de un lenguaje turbio. Como surge de las discusiones verbales que están documentadas en la megaconferencia de Illinois (Grossberg et al. 1992), lo ha­ blan con envidiable fluidez; lo cual no significa, empero, que ese discurso resulte siempre de veras sustancial. P fister carac­ teriza muy bien tal estado de cosas: Un estilo de escritura llamativo y a menudo poderoso ha surgido en la era académica de los estudios culturales: un estilo que puede ser claro, seductor, conversacional y público, y sin embargo teórico o técnico para el no iniciado cuando de repente las “coyunturas”, las “negociaciones”, las “intervenciones” y las “interrogaciones” se sueltan en frases con poco o ningún esfuerzo por definirlas y sin ningún cambio en el tono. (Pfister 1996: 295)

Esta misma cita nos sirve para efectuar la transición entre el señalamiento de un lenguaje analítico peculiar y el examen de su degradación en un acervo metafórico. H ay metáforas afortuñadas y otras que no lo son. El mismo P fister (loe. cit.) seña­ la que la ‘intervención’ evoca los comandos militaristas, las fuer­ zas de tareas del Mundo Libre ejecutando su idea del orden, mientras que las ‘interrogaciones’ remiten al tratam iento de los subversivos que se han tomado prisioneros. En últim a ins­ tancia, algo que está más cerca de la violencia que de la per­ suasión: compórtate bien, que los culturistas te vigilan. Pero el problema no es tanto de corrección política como de valor epis­ temológico. Con el tiempo, las metáforas han devenido para los culturistas la única clase de recurso analítico existente. Lo que debería ser una herram ienta de esclarecimiento, se ha transformado en una madeja de expresiones sugerentes en que conviven especies muy distintas de analogías, imágenes y si­ mulacros. Norm a Schulman documenta al mismo tiempo el hermetismo de este lenguaje y su estandarización: Señalar la diversidad del CCCS no es lo mismo que decir que quie­ nes están fuera de él no lo perciben, al menos algunas veces, como propendiendo hacia un punto de vista contundente, incluso monolítico, que reposa en un grupo de conceptos y términos alta­ mente especializados que pueden ser relativamente opacos a los usuarios ordinarios de la lengua inglesa. ... A pesar del deseo de que los estudios culturales permanecieran fluidos, “eclécticos” y “relativamente abiertos”, ellos pueden tender (al menos desde la perspectiva de alguien ajeno al grupo) a adoptar una forma mo­ nolítica, debido en parte a su terminología esotérica y en parte a la propensión general de los académicos a institucionalizar las inno­ vaciones. (Schulman 1992: s/ref.)

Examinemos algunos ejemplos de ese esoterismo, que siem­ pre procuraré que se refieran a puntos esenciales de la postura culturista. Para empezar, loan Davies, profesora de Pensamien­ to Social y Político en la Universidad de York en Canadá, nos ofrece esta semblanza de corrientes teóricas y filosóficas que parecería ser más el engendro de un sueño ácido que una ex­ presión analítica: En última instancia el estructuralista, dado que él o ella se refiere al lenguaje, tiene que ver con la sensualidad y la textura de las

relaciones. Mientras la fenomenología, porque tiene que ver con los placeres perdidos, desespera de los otros fallidos (lugares, gen­ te, situaciones), el estructuralismo tiene que ver con el toque del aquí y lo inmediato. El estructuralismo está directamente relacio­ nado con la poesía como la voz creativa de la humanidad [man (woman) kind |, y la fenomenología con la música como un reclamo de posteridad. (Davies 1995: 97)

Nótese que en esta locución las implicaciones aparentes no tienen que ver con ninguna clase conocida de condicionalidad lógica, y que los contrastes comparativos no están articulados sobre un mismo criterio. Los verbos son imprecisos y antropo­ morfos, los sustantivos abstractos: una corriente filosófica des­ espera por culpa de lugares que fallaron, la inmediatez es capaz de tocar, la posteridad reclama. Poner la cita en su contexto no sirve de mucho, porque casi todos los actantes de la expresión (la fenomenología, la música, los enigmáticos placeres perdidos) aparecen de repente, sin ninguna conexión con lo que antecede o con lo que seguirá en el texto. ¿Pueden creer que todo el libro es así? ¿Ayuda en algo saber que otros autores, incluso algunos culturistas, califican esta patafísica como un retozo de “piruetas perspicaces que no significan nada” (Chaney 1997: 357), mien­ tras que otros, como Jim McGuigan, saludan la publicación en su contratapa como una contribución cardinal? Por lo menos en el caso de Davies hay algunos que advierten que algo anda mal. Homi Bhabha, profesor de Inglés de la Universidad de Sussex, es en cambio una autoridad respetada en m ateria de poscolonialismo que se expresa en un idioma poslacaniano aun más impenetrable: Es la ambivalencia y la liminalidad puesta en acto en el presente enunciativo de la articulación humana ... lo que resulta en los sig­ nos y símbolos de la diferencia cultural que son conjugados (no conjuntados o complementados) a través de la temporalidad inte­ ractiva de la significación. Esto produce ese objeto de la contem­ poraneidad, el deseo político posmodemo, que Hall llama “clausu­ ra arbitraria”, como el significante. Pero esta clausura arbitraria es también el espacio cultural para abrir nuevas formas de agen­ cia e identificación que confunden las temporalidades históricas, confunden los significados sentenciosos, continuistas, traumatiza la tradición, y puede incluso tornar contingentes a las comunida­ des. El ritmo de tambor africano sincopando el posmodernismo

norteamericano, la lógica arbitraria pero estratégica de la política, el espacio m aterial del cuerpo: estos momentos desafían la linealidad de la pedagogía y la sentenciosidad de la agencia racio­ nalista. ¿Por qué la metáfora lingüística habla la afectividad de la política de la diferencia cultural? ¿Qué forma de agencia cultural es accesible a la heterogeneidad y a la clausura arbitraria? ¿Qué lección de la escritura de la cultura se habla a través de la inscrip­ ción iil'ectiva en el punto de la enunciación humana? (Bhabha 1992: 58-59)

Si no entendieron gran cosa no se amilanen. En la discusión subsiguiente, Fred Pfeil, un miembro del público, le comunicó a Bhabha que él tam bién había encontrado su ponencia prohibitivamente difícil. En un gesto que el antropólogo Bruce Knauft (1996: 82) considera signo de “una inquietante actitud dé engreimiento autoral” alimentado por el ethos posmoderno, Bhabha respondió así a Pfeil: No me puedo disculpar por el hecho de que usted encontrara mi ponencia completamente impenetrable. Lo hice muy consciente­ mente. Tuve un problema, y lo elaboré. Y si unos pocos captan lo que he dicho o algo de lo que estoy diciendo, estoy satisfecho. (Gross­ berg et al. 1992: 67)

Esta vez Bhabha se expresa con transparencia meridiana: su respuesta connota ‘soy demasiado listo para usted, y ni si­ quiera lo lam ento’. Como sea, Hom i Bhabha había anunciado previamente, desde la posición de los que han sufrido la sen­ tencia de la historia (que en inglés también es ‘la oración’ de la historia), que el posmodernismo nos fuerza a pensar fuera de la certidumbre de la frase. Y estima que esa coacción es uno de los rasgos saludables del posmodernismo. Ahora bien, está muy claro que Bhabha es posmoderno, y que por ello le inspira sim­ patía todo lo que se aparte de la sentenciosidad (que también tiene el sentido de enunciación de frases) del racionalismo. Pero a pesar de truismos como la ‘enunciación humana’ y la ‘m etáfo­ ra lingüística’, yo sigo percibiendo sólo frases, inevitablem ente lineales, sólo que bastante más petulantes y figurativas que en el común del pensamiento racionalista. Oraciones cómpli­ ces que, por más dosis de lacanismo sincopado que se inyecten, no llegan a definir jam ás cómo es posible expresar pensamien­

tos de otra manera que no sea a través de frases (pues de eso aparentem ente se trata). Por un lado se nos invita a conside­ rar que toda realidad es discursiva; por el otro, se insinúa que el pensamiento posmoderno excede las capacidades del discur­ so mismo, como si pudiera m anifestarse de otra forma que no sea a través del habla o la escritura. Esta gente es la misma que pretende que el positivismo peca de desmesura. Por desdicha estos estilos de desvarío no constituyen casos aislados. Ferguson y Golding se preguntan qué puede hacer uno con la afirmación de Grossberg que dice que “las prácticas culturales son lugares donde se articulan una multiplicidad de fuerzas (determinaciones y efectos)” . Si hubieran continuado leyendo la definición de Grossberg su desconcierto sería aun mayor, pues para esta im portante figura de los estudios cultu­ rales las prácticas culturales son además “el punto de inter­ sección y negociación de clases radicalm ente diferentes de vectores de determinación, incluyendo vectores materiales, a fe c tiv o s , lib id in a le s , sem ióticos, sem án ticos, e tc é te ra ” (Grossberg 1997a: 22). Con casi veinte años de docencia en teo­ ría lingüística, no me puedo im aginar qué actividad humana o qué cosa en el universo animal, vegetal o mineral podría califi­ car como un “vector semántico” . Pero eso no es nada. Conside­ ren esta otra expresión: No hay correlaciones simples y necesarias entre, por ejemplo, las identidades culturales y las posiciones del sujeto ... y los lugares económicos y políticos y la agencia. ... Los individuos deben ser ganados o articulados en esas posiciones. (Grossberg 1992: 127)

Cuando John Downing topó con esta argumentación, no pudo menos que estallar, atónito: “¿Qué significa esto?” (Downing 1997: 192). Yo me preguntaría también qué quiso decir el aus­ traliano Tony Bennett en una observación topológica muy pa­ recida que introdujo en una discusión con Kobena Mercer: Para Moufíe y Laclau la constitución de las posiciones imagina­ rias a través de las articulaciones discursivas constituye la esfera de lo social tout court. De aquí que, para ellos, lo social no tiene positividad independientemente de la construcción de identidades relaciónales y posiciones del sujeto a través de diferentes prácti­ cas articulatorias. (Grossberg et al. 1992: 441)

El problema es que esta suerte de reificaciones metafóricas, ,-on una profusión alucinada de entidades ideales que se “cons­ truyen” o “constituyen” discursivam ente, para luego “ a rti­ cularse” o “tomar posición” en una geometría también discursiva le “espacios”, “esferas”, “lugares” y “campos” , no es sólo una patología reciente de un impulso que supo ser más puro. N o se trata de un puñado solitario de posmos que se han habituado a segregar esta jerga marciana como un discurso natural que además se jacta de ser activista, no académico y de situarse junto al pueblo. También las fuentes están contaminadas. Ferguson y Golding escriben: Tomemos un texto importante como Policing the crisis (Hall et al. 1978), uno de los trabajos británicos tempranos más creativos e incisivos y todavía uno de los textos más citados de los estudios j culturales. ... Casi cualquier selección al azar revela una depen­ dencia de análisis por metáfora destinado a hacer sonar campa­ nas de alarma en la mente del historiador o sociólogo que los lea. ¿Se puede depender realmente de invocaciones al “espíritu de los tiempos” (ibid.: 237) como explanandum histórico o materialista? ¿Qué se supone que debemos hacer con la aparición repetida de nombres abstractos como sujetos de oración, y por tanto como los sujetos aparentes de la historia? “El liberalismo intelectual tiró la esponja sin dar una pelea” (ibid.: 242). Uno busca de inmediato saber quién, cómo, cuándo. “La contracultura se orientó ... contra las superestructuras del capitalismo moderno. ... Ella demanda­ ba, sobre todo, una revolución en las conciencias” (ibid.: 254) ¿Quién es esa “ella” que hacía la demanda? (Ferguson y Golding 1997: xxii)

Otras infortunadas frases de H all podrían incluirse como testimonio de los mismos hábitos. Apréciese por ejemplo este nudo: Uno tiene que ver la forma en que una variedad de grupos sociales penetran en una especie de fuerza política o social, o la constitu­ yen por un tiempo, en parte por el hecho de verse a sí mismos reflejados como una fuerza unificada en la ideología que los consti­ tuye. (Hall en Grossberg 1996b: 144)

Tal vez pocos de nosotros podamos escapar indemnes de una exposición selectiva similar. Es fácil sacar de contexto y dar

una impresión equivocada de un texto valioso. Pero los estu­ dios culturales van más lejos de lo usual en estos imprecisos an álisis por m etáfora, sin detenerse a reflexio n a r en las disonancias interpretativas que acarrean y en los mundos her­ méticos que terminan construyendo. Por otra parte, he sido escrupuloso en la selección de las frases que proporciono como ejemplo: no hay en ellas deixis, ni catáforas, ni anáforas que rem itan a su entorno discursivo, de modo que deberían ser inteligibles aun arrancadas de su tram a original. Y es palma­ rio que no lo son. Este lenguaje opaco tampoco tiene mucho que ver con el com­ promiso que el culturismo dice tener con otras audiencias, fue­ ra de los demás expertos en el campo. “Los intelectuales en resistencia”, decían Giroux, Shumway, Smith y Sosnoski, “de­ ben legitim ar la noción de escribir críticas y libros para el pú­ blico en general” (Giroux et al. 1985: 484). N i los estudios cul­ turales están cumpliendo este programa, ni se han preocupado por investigar el problema de la recepción de sus propios escri­ tos oraculares en cualquier audiencia imaginable. Mucho me­ nos han examinado cuáles pueden haber sido las fuerzas y los procesos que hicieron que un programa pedagógico compro­ metido con el pueblo degenerara en un código iniciático seme­ jante. N o me convence en absoluto la defensa que los culturistas han intentado hacer de sus galimatías, que ellos entienden como manifestación de lo que llaman “rigor teórico”. El hecho mismo de que esta defensa exista y se m anifieste denota que los pro­ pios actores admiten, en prim er lugar, que efectivam ente ha­ blan en jerga. ¿En qué consiste la justificación? Una vez más se echa la culpa a los críticos. Stephan Collini, por ejemplo, en su positiva revisión de la compilación culturista de M orley y Chen (1996) señala que las críticas hechas a los usos lingüís­ ticos que pueblan ese libro transparentan “una resistencia pere­ zosa a nuevas formas de pensar”; para Collini esas acusaciones contra el culturismo, característica de los artículos de la pren­ sa escrita, serían “nada más que las pequeñas armas de fuego de los gendarmes del periodismo, apuntando a académicos sos­ pechosos de colonizar las tierras ancestrales del lector común” (Collini 1996). David M orley se apresura a rubricar su acuerdo con Collini, pues según él “el precio del rigor disciplinar es una cierta dificultad del lenguaje académico” (M orley 1998a: 478).

Discrepo con todo esto: no encuentro en esta jerigonza nin­ guna clase de verdadera dificultad, rigor teórico o forma de pensar innovadora. Sólo hay aquí un arrebato de abstracciones inexpertas, casi ideográficas en vez de analíticas, que apenas disimulan un tejido de postulados de sentido común del tipo “todo-tiene-que-ver-con-todo” o “el-posmodernismo-es-magnífico”. M ientras tanto, no se han elaborado definiciones precisas para el correspondiente análisis cualitativo, ni establecido las especificaciones dimensionales que permitan ponderar la m ag­ nitud de los “vectores” , o determ inar las coordenadas y la sig­ nificación de las “posiciones im aginarias a través de las articu­ laciones discursivas” , sea eso lo que fuere. N o satisfechos estos requerimientos, el vocabulario engolado del culturismo no es un nomenclador riguroso, sino, estrictamente, una ostentación de palabrería oscura. Llam arlo un vocabulario es todavía una indulgencia: las nomenclaturas técnicas deben ser por lo m e­ nos estables, y esta jerga cambia con el viento.

Métodos e hipótesis A sí como no se hacen cuestiones por esas abstracciones desbocadas, los estudios culturales tampoco reflexionan sobre el carácter hipotético de las demostraciones que prodigan. ‘H i­ pótesis’ sería, en este contexto, una idea reminiscente de lógi­ cas, implicaciones y razón. En muy pocos casos los autores de­ finen como su propósito la puesta a prueba de una hipótesis. En el corpus casi no hay hipótesis: todo es asertivo. Signe Howell contrasta de este modo el estilo antropológico y el culturista en materia de estilos de aserción: Se puede decir que [la antropología] sufre un ataque severo de timidez. Esto denota mal sentido de la oportunidad en vista del interés que otras disciplinas muestran hacia ella. En contraste, los adherentes de los estudios culturales no sufren inhibiciones similares. Su estilo de escritura es estridente y autoconfiado. Don­ de los antropólogos adelantarían una sugerencia tentativa, la mayoría de los teóricos de los estudios culturales realizan aseve­ raciones vigorosas. (Howell 1997: 116)

Hasta donde he podido investigar, el único ejercicio de pues­ ta a prueba de hipótesis que existe en el culturismo es el traba­

jo que David M orley realizó a partir de la década de 1970 en varios libros sucesivos. Una personalidad diferente del común de los culturistas, M orley se especializaba por aquel entonces en diseñar protocolos formales para la investigación etnográfi­ ca de audiencias; fue también uno de los pocos que conocían de prim era mano la teorización sem iológica francesa (M orley 1974). Incidentalm ente, el consenso actual considera que M orley no fue capaz de demostrar sus hipótesis (Turner 1990: 131-136; Jancovich 1992: 143-146; Grossberg 1997a: 118-119, 162). Algunos, como Rosalind Brunt y M artin Jordin, han echa­ do la culpa de ello a su diseño ‘positivista’ de investigación (M cGuigan 1992: 134). En el im aginario culturista, por lo vis­ to, alcanza con precisar un poco la terminología y encuadrar la demostración a realizar como la puesta a prueba de una hipó­ tesis para quedar rotulado como positivista. No importa que un modelo sea productivo o consistente; si es sospechoso de positivismo, eso ya lo torna suficientemente vituperable. Al excluir las hipótesis, los estudios culturales probablemente sienten que son más libres y menos académicos, pero no por ello renuncian a ejercer alguna clase no analizada de demos­ tración. A l no tener la indagación culturista carácter hipotéti­ co ni inscripción disciplinar, no queda tampoco ningún residuo de hipótesis no confutadas que pueda acumularse para formar eventualm ente algo así como el fondo del conocimiento público de la especialidad en un momento dado. Asimismo, tampoco he podido encontrar ninguna discusión respecto de que los estu­ dios culturales deban o no concebirse como ciencia; es como si esta cuestión en particular estuviera reprimida, o no se consi­ derara fundamental discutir el asunto. Según se deduce de la bibliografía citada, el trabajo que se está leyendo ahora se construyó sobre el examen de una pro­ porción significativa de la literatura emanada de los estudios culturales. No hay en toda esta muestra, bastante representa­ tiva del repertorio usual, ni asomo de método ni de teoría en el sentido riguroso de la palabra, fuera de las acostumbradas tem­ pestades de jerga. Puedo estar de acuerdo con algunos de los enunciados, y de hecho lo estoy; puedo gozar la lectura de mu­ chos estudios, y en verdad hay unos cuantos que me han resul­ tado fascinantes por su escenificación de los hechos sustantivos. Pero la falta de método y teoría es evidente: ni las aserciones de carácter analítico tipifican como operadores de alguna me­

todología, ni se han desarrollado junto con norm ativas operacionales capaces de m apear una realidad determ inada en un conjunto de conceptos. A menos, por supuesto, que se tome en serio la teoría de la articulación. Una contradicción mayor aún que la que negaba la existen­ cia de estrategias primero para encontrar de inmediato que las estrategias a la mano eran maravillosas, aparece cuando los culturistas manifiestan oponerse a cualquier form a de nor­ mativa y se ufanan a renglón seguido de la abundancia de métodos disponibles (M cRobbie 1992: 722; Turner 1990: 87). Entiéndase bien esto: mal que nos pese, un método debe ser norm ativo; la palabra significa exactamente eso, un conjunto sistemático de pautas a las que atenerse. N o puede haber m é­ todo allí donde no se regim enta el procedimiento por seguir para quien pretenda replicar un hallazgo, no se reflexiona so­ bre los pasos que se han dado para llegar a él, o sólo se desplie­ gan contextos de descubrimiento, sin sentar las bases para un contexto de justificación. Los estudios culturales encuentran no obstante la manera de im aginarse como si estuvieran en la vanguardia de la lucha contra la autoridad intelectual y la con­ ducta prescriptiva, pretendiendo al mismo tiem po que ellos mismos están atestados de refinadas riquezas metodológicas. Desgraciadamente, no existe sobre la faz de la tierra un solo manual que analice los métodos y conceptos analíticos creados por los estudios culturales y que enseñe la forma de volverlos a aplicar. Cuando encontré un capítulo de Fred Inglis que se ti­ tulaba “How to do Cultural Studies” (Inglis 1993: 227-248) al­ bergué cierta ilusión de encontrar al fin una reflexión heurística. Pero sólo se trataba de una manera de decir: lo que encontré fue apenas una fórmula para no dejarse atrapar en la disciplinariedad, no confiar en la ciencia y no salirse de la senda de la correción política. La receta conclusiva, con énfasis en los valo­ res, reza así: Encontrar un valor; darle una historia; examinar lo que puede hacerse con él a los propósitos humanos. Sean cuidadosos; expre­ sen todas las simpatías que sientan; odien lo que sea odioso; sean buenos. (Inglis 1993: 240).

Inglis nos advierte que ha enunciado su programa con leve­ dad. Sí, sin duda campea aquí un espíritu de chacota. El pro­

blema es que, en cuanto a los métodos concierne, a los cultu­ ristas se les ha tornado impracticable decir algo en serio. Los dos únicos libros que alegan referirse a la metodología culturista son Researching culture de Pertti Alasuutari (1995 , y C u ltu ra l methodologies, editado por Jim McGuigan (1997b El tono general de ambos es o bien de reminiscencia historiográfica, o de propuesta programática. El primer libro es de exce­ lente nivel, pero abreva en formas más o menos tradicionales de análisis conversacional, historias de vida, survey research, métodos estadísticos, tipologías y comparación transcultural procedentes de diversas disciplinas, sin ninguna marca pecu­ liar que tenga que ver con los procedimientos comunes en los estudios culturales, ni referencias a análisis culturistas ejem­ plares que encarnen una realización óptima de alguno de esos métodos. El segundo texto habla generosamente de cuestiones teóri­ cas de variado interés; pero en ningún momento despliega en forma sistemática algo que tenga que ver con metodología, cual­ quiera sea la definición que se acepte del término. En esta com­ pilación Douglas K ellner imagina lo bueno que sería que los estudios culturales olviden su actitud de beligerancia para con la teoría crítica de la escuela de Frankfurt; a continuación, Tony Bennett copia un capítulo entero de su libro Culture (Bennett 1998) para proponer que la disciplina adopte un sesgo más prag­ mático; luego Ann Gray evoca algunos cruzamientos entre cul­ turismo y teoría feminista; M artin Lee comenta un poco de geografía cultural; y finalm ente Graham Murdock corona el volumen con este enunciado futurista que sintetiza el tono y los contenidos de la única experiencia supuestamente me­ todológica de los estudios culturales: Si el análisis cultural ha de proporcionar descripciones densas de la construcción contemporánea de significados, y elaboraciones convincentes de las fuerzas que la re-forman, debe no sólo recupe­ rar un compromiso reflexivo aceptable con la etnografía extendi­ da; también debe reconectar sus preocupaciones hacia el análisis crítico a través de todo el ámbito de las ciencias sociales, incluyen­ do áreas que previamente ha considerado marginales o irrelevan­ tes. (Murdock 1997b: 191)

Sí, sin duda está muy bien preocuparse por mejorar la capa­ cidad crítica o buscar la forma de expandir los horizontes. Pero

mi enunciado metodológico no debería decir sólo lo que habría que hacer, sino, más fundamentalmente, cómo hay que hacer­ la ¿Dónde está aquí la metodología? Si examinamos cualquier programa académico de estudios culturales, comprobaremos que ninguno incluye siquiera las más elementales nociones de epistemología y metodología. Este es por ejemplo el esquema de la carrera de estudios culturales en la Universidad de Davis (N ew ton et al. 1998: 557): • Teorías, Historias y Prácticas de Estudios Culturales • Estudios en Tradiciones Teóricas • Introducción a la Teoría Crítica • La Práctica de los Estudios Culturales • Seminario de Investigación • Investigación D irigida • Coloquio de Estudios Culturales • Investigación Los cursos recomendados adicionales (Escritura etnográfica; Género, identidad y sujeto; Estudios en las retóricas de la cul­ tura; Género y comedia; Relaciones étnicas; Interpretando el significado social, etc.) reafirm an el carácter de orfandad metodológica del movimiento sin plantearse tampoco una crí­ tica formal de la metodología o la epistemología disciplinares, y sin asomarse a la cuestión para tener una idea aunque sea negadora, pero fundamentada. Tal como lo hemos verificado en el muestreo que hicimos pocas páginas atrás, tampoco es posible destilar principios más o menos uniformes de metodología a partir de las investiga­ ciones empíricas, fuera del uso de técnicas analíticas o de al­ macenes terminológicos que siempre se originan en otra parte. Se argumentará que semejante academicismo violaría el prin­ cipio Zen de abstención metodológica que los culturistas han decidido imponerse. Pero los mal pensados seguiríamos sos­ pechando que la verdad es que no hay en absoluto métodos de los cuales hablar, aparte de la retórica mecánica que se percibe en todas partes. Se participe o no de la premisa de que los estudios cultura­ les son metodológicamente virtuosos, lo cierto es que aquellos practicantes de disciplinas convencionales que carecen de la im aginación y el entrenam iento necesarios para articular

investigaciones empíricas con métodos o marcos teóricos, t S nen ahora la coartada de inscribir lo que hacen en la nuev^ corriente para estar perfectamente al día y resolver todos loji problemas metodológicos sin hacer gran cosa. Sólo tendrán qU( desplegar, una vez más, el m etarrelato de las articulaciones entre la cultura popular y la antidisciplina comprometida, afir mando siempre que se pueda, venga o no al caso, que aquel]? es compleja y esta es sofisticada. Les alcanzará renombrar cual quier relación en términos de articulaciones y oscurecer la jer ga para hacer creer que no sólo han esclarecido cómo funciona el mundo, sino también cuál ha sido el proceso mediante el cual una realidad cualquiera se ha constituido como tal. En el mismo acto de transubstanciación podrán acceder también como si fuera poco, al logro de una legitimación instantánea, a un buen negocio y a una posición invulnerable, o por lo menos tenazmente defendida por miles de acólitos. Ante cualquier re­ proche metodológico, pueden alegar, como ya lo han hecho tan­ tas veces, que no es posible m edir ciencia tradicional y estu­ dios culturales con la misma vara. De ahora en más las reglas del juego son otras. Y no se recuerda, en toda la historia de la imaginación sociocultural, otras que hayan sido más fáciles.

Notas 1. E n cod in g /decoding, hegem onía, placer, articulación, etnografía, deconstrucción, ideología, habitus, posición “negociada”, posición “oposicionaT, lectura “preferida”. No son muchos, más si tenemos en cuenta que los tres últimos están casi en desuso y el primero de todos sólo tiene hoy un interés histórico. 2. Cualquier artículo de Lawrence Grossberg o Graeme Turner, o los li­ bros de Sardar y Van Loon (1998), Inglis (1993: 227-248) o Storey (1993) servirán para aventar la sospecha de que yo esté exagerando. 3. Podría escribirse más de un libro sobre las debilidades en el uso de técnicas analíticas ‘semiológicas’ en los estudios culturales. Por lo general, los textos de referencia se basan en aplicaciones contingentes de ideas que remiten a teorías sígnicas mal delimitadas, mezclan autores y escuelas in­ compatibles, insinúan patrones genéricos a partir de un número exiguo de observaciones efectivas, y perciben dimensiones semánticas, regímenes prag­ máticos o tramas ideológicas donde, en el mejor de los casos, no hay más que un puñado de indicios sintácticos (véase Córner 1985 para una crítica de la decodificación culturista). 4. En la Argentina, Héctor Agosti ya había editado gran parte de la obra de Gramsci a fines de la década de 1950. Tanto Agosti como el sociólogo Juan

arios Portantiero utilizaron ese fondo editorial con una solvencia de manei bibliográfico y una capacidad de lectura política que ningún practicante •k- estudios culturales igualó jamás (véanse Néstor Kohan, “Profecías de la .-¡rr-pr. Clarín, Suplemento C ultu ra y N a ción , 13-2-2000, p. 10; J. C. Portantiero, Los usos de Gramsci, Buenos Aires, Grijalbo, 1999; Gramsci ¡.a s o .

El signo - » representa “a través de”.

Estudios culturales y posmodernismo ¿Son re a lm e n te los e stu d io s c u ltu ra le s u n a s u p e r a ­ ción d e l p o sm o d e rn ism o , o re p re s e n ta n m ás b ie n su fase tard ía? ¿H a h a b id o c a m b io o c recim ien to en lo q u e v a d e l p o sm o d e rn ism o a los e stu d io s c u l­ turales, o se tra ta sie m p re de la re p e tic ió n d e los m ismos argu m en to s?

El giro posmoderno En la década de 1970 no pasaba gran cosa con los estudios culturales, sumidos en vida latente en una provincia británi­ ca; en los años ochenta su integración con el posmodernismo catapultó los estudios a los ojos del mundo. Poco importó que las clases trabajadoras que había descubierto el CCCS resul­ taran contradictorias con las consignas posmodernas que ha­ blaban del fin de la H istoria y anunciaban el agotamiento de las utopías de emancipación y de los m etarrelatos sobre el pro­ letariado heroico. De alguna manera se construyó una m ito­ logía nueva que exaltaba al unísono la relevancia del clasismo de los estudios culturales y su integración con un pensamiento que negaba a las clases cualquier asomo de interés, si no lisa y llanamente su existencia. , De la afinidad de intereses entre antropología interpretati­ va, posmodernismo y estudios culturales, cualesquiera sean sus conflictos internos puntuales, ya no puede caber la menor

duda. La compilación más amplia de estudios culturales que haya salido a la luz, la de Grossberg, Nelson y Treichler (1992), fue organizada a través de la participación de la Unidad para la Crítica y la Teoría Interpretativa (U n it for Criticism and Interpretive Theory) que es un cuerpo permanente de la Uni­ versid ad de Illin o is en U rbana-C ham paign. Leam os cui­ d a d o s a m e n te el n o m b re de la u n id a d y subrayem os interpretativa. H ay además unos cuantos antropólogos de la línea “cualitativa” participando de la empresa; es obvio que se sienten en tierra propia pues comparten con los estudiosos cul­ turales la premisa de la superioridad intelectual y moral de la interpretación frente a la explicación, la genuina elaboración conceptual o la sistematización de los hechos. Simbiosis similares se encuentran en otras partes, particu­ larmente entre quienes no parecen tener en claro que, a pesar de compartir un objetivo anticientífico y un idealismo envol­ vente, la ‘teoría interpretativa’ no debería ser para los posmo­ dernos más que uno entre los muchos metarrelatos legitimantes que tendrían la obligación de desterrar. Pues, en efecto, en la interpretación subsiste la separación entre un fenómeno que está ahí afuera y un individuo omnisciente que lo interroga, trayendo a la luz sus sentidos: objeto y sujeto, como en los vie­ jos tiempos. Algunos antropólogos posmodernos saben perfec­ tamente bien cuál es la diferencia entre la interpretación y las formas típicas de la posmodernidad, las cuales no admitirían ninguna hermenéutica entre los procedimientos que han ho­ mologado. En los estudios culturales, en cambio, pocos pare­ cen haber oído hablar de la revolución en la autoría etnográfica, de la polifonía, la heteroglosia, la dialógica o la crisis de la re­ presentación (véase Reynoso 1991). Todos sus trabajos, incluso los más nuevos, siguen siendo interpretativos a la manera clá­ sica (véase Nelson et al. 1992: 4), sin ninguna conciencia re­ flexiva sobre la paradoja de serlo, y sin una elaboración crítica, aunque fuese sumaria, de los problemas y posibilidades de la interpretación. La fusión entre posmodernismo y estudios culturales ha sido una y otra vez explícitamente formulada por autoridades in­ fluyentes y exentas de sospecha (p. ej. Brantlinger 1990; Bha­ bha 1992; M orley y Chen 1996: 2; McRobbie 1994; 1997). A mediados de los años ochenta hubo un conato de resistencia durante el cual los estudios culturales opusieron algunas ti­

bias observaciones críticas a las ideas posmodernas; pero de inmediato, en el mismo volumen del Jou rn al ofC om m unication Inquiry 10(2) de 1986 en el que se iniciaron las hostilidades, Stuart H all, Law ren ce Grossberg, Dick H ebdige, y luego Chambers, Fiske, Watts, McRobbie y H ardt se dispusieron a reconocer “con simpatía” las fuerzas disruptivas del posmoder­ nismo (Chen 1996a: 309 y 323). Para decirlo en pocas pala­ bras, un número significativo de los culturistas se ha tornado abierta e incondicionalmente posmoderno. N o existe, por otra parte, ninguna formulación de los estudios culturales como algo prim ordialm ente diseñado para despegarse de la tradición posmoderna o posestructuralista. El contendiente del posmo­ dernismo y el enemigo de los estudios culturales son, por otra parte, el mismo. Ambos lo combaten juntos en Science Wars.1 Periódicamente las facciones más modernistas y políticas de los estudios culturales dejan escuchar sus protestas contra los posmodernos para llam ar en seguida a la conciliación. Nada menos que H all llega al extremo de tildarlos de estúpidos sólo para relativizar su impulso en el mismo párrafo: Las extrapolaciones sobre el universo que hace [el posmodernismoj son de plano salvajemente exageradas e ideológicas, basadas en tomar sus propias metáforas en sentido literal, lo cual es incurrir en un estúpido error.... Pero no me malentiendan. En verdad aprecio la genuina “apertura” del posmodernismo ante estas nuevas ten­ dencias y fuerzas culturales. (H all en Grossberg 1996b: 138).

Considerando el movimiento en su conjunto, la insinuación de Grossberg (1996b) de que los estudios culturales podían ser­ virse del posmodernismo sin contaminarse resultó ser falsa y ciega ya sea por la equivocada evaluación de las respectivas fuerzas, o por la imposibilidad de desandar su fusión una vez consumada. El que ‘utiliza’ al posmodernismo deviene, mal que le pese, posmoderno: no hay forma de diagnosticar la inclina­ ción teórica de un autor como no sea a través de las posturas que asume. En algunos casos, empero, los culturistas se asoman al pos­ modernismo no ya en términos de una conveniencia metodoló­ gica ocasional, sino con fervor de militancia. Examinaremos dos ejemplos representativos de coalición entre posmodernismo y estudios culturales sólo para muestrear el género de escena­

rios y discursos que esta unión engendra. Anticiparé dos con­ clusiones ineluctables: • Los argumentos mediante los cuales se buscó persuadir a los estudios culturales para que adoptaran el modelo pos­ moderno a mediados de los años ochenta, son virtualmente los mismos que aquellos que los antropólogos posmodernos utilizan a fines de los noventa con el propósito de convencer a la antropología para que se integre a los estudios cultura­ les. • Así como el posmodernismo antropológico generó una lectura selectiva y sesgada del corpus posmoderno y posestructuralista original (en primera línea Derrida y Foucault, algo más esporádicamente Baudrillard y Lyotard, casi nunca Deleuze) y degeneró en una especie de m etaetnografía centrada en las estrategias retóricas de los textos antropológicos, el posmodernismo va a penetrar en los estudios culturales extraordinariam ente diluido, para aplicarse a las manifes­ taciones de la cultura popular en la era del pop, la realidad virtual, el videoclip y los centros comerciales. Lo que sigue es, entonces, el examen de un par de casos de adopción culturista de marcos posmodernos. En esta inspec­ ción dejaré de lado cualquier clase de crítica del posmodernismo como tal, proyecto que se sale del objetivo de la crítica interna de los estudios culturales que quiero mantener en foco. En rea­ lidad, en esta ocasión esa crítica no hace falta. La inconsisten­ cia intrínseca de los dos proyectos por revisar es de tal magni­ tud, su realización metodológica es tan anómala, que ninguno de ellos podría dar lugar a un análisis productivo de la cultura, aun cuando cada palabra pronunciada por los posmodernos que las inspiran haya sido verdadera.

Estilos posmodernos: Angela M cRobbie La posfeminista Angela McRobbie es Principal Lecturer de Sociología en la U niversidad del Valle del Támesis en Londres. Su texto más importante probablemente sea Postmodernism and p o p u la r cu ltu re (1994). En él, y en actitud evocativa, McRobbie recuerda que cuando el posmodernismo apareció en

el horizonte allá por mediados de 1980 (importado de Francia pero ya consagrado en los Estados Unidos a través de Jameson) en la conferencia del Instituto de A rte Contemporáneo en Lon­ dres de 1984 se le respondió con truculencia. Hacia el final del siglo, escribe McRobbie, el posmodernismo se ha convertido en la béte noire favorita de todo el mundo, un movimiento que proporciona generosamente algo sólido contra lo cual luchar. McRobbie fue, sin embargo, una entre los primeros culturistas que se acercaron al nuevo movimiento con cordialidad. Ella misma dice que lo hizo porque pensó que aquel era el momento adecuado para tomarse un respiro, para analizar qué es lo que andaba mal con los estudios culturales al modo clásico, o por qué, si estos tenían razón, experimentaban tantas dificultades en persuadir a alguien más, aparte de un número diminuto de simpatizantes (McRobbie 1994:2). Hay que investigar ahora qué encontró McRobbie en el pos­ modernismo para que lo adoptara sin reservas. Y aquí es don­ de se manifiestan los estragos que puede causar la falta de adiestramiento en cualquier forma de sistematización teórica y conceptual. Pues apenas se comienza a husmear en la pintu­ ra que McRobbie hace del posmodernismo, el lector no puede menos que advertir, alarmado, que la culturista ha confundido sin remedio la descripción de los estilos propios de la llamada condición posmoderna (el espíritu lúdico del arte pop, los si­ mulacros mediáticos, los refritos plásticos, la sensación de ato­ mización e impermanencia) con la analítica que hace falta para dar cuenta discursivamente de este estado de cosas. En otros términos, McRobbie im agina que debe existir una homología necesaria entre el objeto investigado y el marco teórico que lo aborda, el cual debe ser correspondientemente lúdico, irónico, heteróclito, atomizado y relativo. Dudo entre calificar esta ac­ titud como m agia simpática, o entenderla como una forma per­ versa de empirismo; es como si una teoría culinaria pretendiera tener el mismo sabor que la sopa, o una psicopatología promul­ gara la adopción de un discurso demencial. De plano, McRobbie establece entre la estructura de la realidad y las posibilidades del pensamiento un grado de determinación en prim era ins­ tancia, una correspondencia icónica, que en vano buscaríamos en los mandamientos más estólidos del positivista más estre­ cho. Richard Rorty consideraba que los positivistas y los de­ más m odernos concebían la filo s o fía como espejo de la

naturaleza (R orty 1983); pues bien, el ideario posmoderno de McRobbie concibe la teoría culturista a modo de espejo, corre­ lato o epifenómeno de las formas culturales. Como podría decirlo un posmo, el siguiente párrafo demuestra la singular (con)fusión entre condición posmoderna, estilo mediático posmodemo y teoría posmoderna en el pensamiento de McRobbie: La noción de posmodemidad ha sido tan profundamente interro­ gativa que ha probado ser no sólo permisible, sino necesario, unir el posmodernismo como movimiento estético/cultural cuyo ímpetu deriva de la quiebra que representa con el modernismo y la van­ guardia, y cuyo impacto radica en su distanciamiento de la linealidad y del progreso teleológico y su vuelco hacia el pastiche, la cita, la parodia y el pluralismo de estilo, con la posmodernidad como una condición más general. (McRobbie 1994: 24, subrayado en el original)

Hasta Dick Hebdige, él también culturista y posmoderno, estimó necesario advertir el peligro de que “esta clase de bo­ rrado de toda distinción entre categorías, objetos y niveles que acompaña a ciertas formas de escritura ‘posmoderna’ sea usa­ da como una licencia para formas perezosas de pensamiento” (Hebdige 1996:175). En antropología es común el error de con­ fundir, con alguna asiduidad, métodos con teorías. El caso de McRobbie es mucho más flagrante: no sólo perpetra esta con­ fusión, sino que agrega al embrollo resultante nada menos que el objeto susceptible de investigarse y el contexto cultural en que la investigación se realiza. La ontología de McRobbie es también precaria y lacónica, para decir lo menos; ella escribe, textualmente, “la vida real significa hablar de lo que pasaron por la T V anoche” (1994: 5). La contrafigura villana que McRobbie construye para justifi­ car la adopción del posmodernismo, representativa de aquello de lo que ella busca desligarse, es una mezcla incierta de mo­ dernidad, marxismo, Ilustración, semiótica y sobre todo estructuralismo. Las características que asigna a este monstruo no pueden menos que constituir una galería de lugares comunes posmodernos, aderezadas con evaluaciones one lin e r de com­ plejos modelos teóricos de los que o bien no tiene mucha idea, o si la tiene no se ocupa demasiado de reflejarla en sus textos. En su pintura, ninguna implicación se sigue de ninguna pre­

misa y las decisiones más fuertes se creen dispensadas de toda forma de demostración. Por ejemplo: La razón, la humanidad e incluso la igualdad son conceptos de “dominación” del Iluminismo. Iluminar a algunos implicaba regu­ lar a muchos otros. Los grandes logros de la racionalidad y el cono­ cimiento estaban basados en prácticas disciplinarias. (McRobbie 1994: 8) A diferencia de las diversas corrientes de crítica estructuralista, el posmodernismo considera las imágenes en la medida en que se relacionan con cada una de las otras y a través de ellas. ... La alta teoría simplemente no estaba equipada para tratar con un pop de múltiples niveles. (1994: 13-14)

Y de nuevo: Me concentraré aquí en [analizar] la defensa del alto modernismo como una defensa del rol del intelectual en un mundo que está pareciendo peligrosamente antiintelectual; en la confianza excesi­ va que se depositó en un marco conceptual nacido en ese momento histórico de un alto modernismo que está mal equipado para com­ prender las formas nuevas, más plásticas, de la cultura popular (con su énfasis en el goce); en el alejamiento de esas nociones de arte políticamente comprometido que surgieron a lo largo de los años setenta. (McRobbie 1994: 83)

Traducido: como la crítica de “peso completo” de la semiolo­ gía estructuralista no parece suministrar gran cosa para ana­ lizar videoclips, entonces adiós modernidad. Fíjense como en esta conceptualización en estado líquido, el modernismo pasa a ser tanto una expresión estética (en la que sospecho estarían incluidos el canon de la pintura y la música clásica, y también la vanguardia atonal, la plástica abstracta y las baladas hippies de protesta) como un paradigma o equipamiento de investiga­ ción que posee “un marco conceptual” . Aunque exprimamos los textos de McRobbie hasta la última letra, sin embargo, por nin­ gún lado podremos encontrar un intento por justipreciar seria­ mente la aplicabilidad de los viejos métodos a los nuevos obje­ tos, o por deslindar la diferencia entre dos estrategias modernas cualesquiera, como si todo lo que las ciencias sociales urdieron con anterioridad a los últimos cuatro o cinco años fuera homo­ géneo e indiferenciado.

Pensándolo bien, en realidad ella nunca instrumenta ningún método en absoluto, ya que las consignas posmodemas como las que disemina son solamente de orden programático (del tipo “québueno-sería-superar-a-Marx”), sin ninguna heurística positiva que se les asocie. Sus expresiones (mayoritariamente baudrillardianas) se refieren todas a una condición posmoderna genérica y planetaria, sin ninguna clase de elaboración operativa que per­ mita establecer alguna diferencia entre una clase de fenómenos y cualquier otra, y sin ninguna escala de referencia para distinguir relaciones que pueden ir desde una determinación férrea hasta un tenue influjo. Hay abundancia de aforismos que presumen inteligencia y rebosan sarcasmo, pero ni la sombra de una analí­ tica. McRobbie ni siquiera trabaja con suficiente detenimiento las propias categorías posmodernas en que dice inspirarse. A al­ gunas de ellas las interpreta en formas que no podrían soste­ nerse jamás: La deconstrucción y el apartamiento de las oposiciones binarias ... se pueden comprender como una apertura a una nueva forma de conceptualizar el campo político y de crear un nuevo conjunto de mé­ todos para los estudios culturales. Esto se manifiesta en trabajos recientes sobre raza, y con más elocuencia en el análisis de Kobena Mercer sobre la raza como un significante mayor a lo largo de los años de posguerra a ambos lados del Atlántico. (1994: 46)

La retórica clásica carece de un nombre de figura trópica para estos ejemplares, pero el habla popular las posee en abun­ dancia. La forma de elocución en el párrafo que acabo de citar corresponde al tropo que los argen tinos conocemos como ‘sanata’, ‘verso’ o ‘guitarreo’, aproximadamente lo mismo que los norteamericanos califican como pies in the sky. O sea, máxi­ mas que suenan bien y parecerían tener alguna relevancia, pero cuya analítica es vaga o disparatada: un frenesí de impre­ cisión, una oportunidad para la impostura. Pues cualquiera sea la interpretación que se haga de Derrida, ella nunca puede conducir a estab lecer una categoría cualqu iera como un “significante” , sea este mayor o periférico, y pretender que con este procedimiento estamos aplicando suficientemente algo que se parezca a la deconstrucción. La razón de ser de la decons­ trucción, de De la gram atogía en adelante, consiste precisa­ mente en romper con cualquier hermenéutica sígnica de este

tipo (véase Derrida 1971). A l analizar la ponencia de Kobena Mercer, por otra parte, resulta claro que si bien ella utiliza la categoría de ‘significante’ (1992: 432-435) lo hace en el pleno sentido sígnico (y por lo tanto semiológico) de desplegar un m é­ todo que rem ite a significados, sentidos, connotaciones, m etá­ foras y representación. En ningún momento M ercer habla tam ­ poco de deconstrucción, ni rem ite su elaboración a Derrida, ni enfrenta sistemáticamente una ‘lectura consagrada’ suscepti­ ble de ser deconstruida. Por el contrario, M ercer afirm a que las prácticas de desmitificación y remitificación como las que ella analiza están teorizadas “en una lógica relacional que no es incompatible con la que subyace al concepto de ‘m ito’ en A n to­ nio Gramsci o en Lévi-Strauss” (M ercer 1992: 436). Como bien se sabe después del capítulo que Derrida dedica a la ‘lección de escritura’ de Tristes trópicos, Claude Lévi-Strauss es, precisa­ mente, lo opuesto de la deconstrucción, aquello contra lo cual la postura de Derrida se constituye en prim er lugar (Derrida 1971: 133-180). McRobbie, en suma, ha interpretado lo que ha querido; lo malo es que ni siquiera la deconstrucción admite semejante violencia. El posmodernismo puede ser muchas co­ sas, pero no cualquier cosa. Aun para ser posmoderno hay que comportarse con una mínima coherencia. Los ejemplos podrían multiplicarse a voluntad, siempre ilus­ trando la forma en que McRobbie se deshace sin rebozo de lo que alguna vez fueran los programas culturistas más básicos, sin renunciar por ello a considerar sus rutinas como una pues­ ta en práctica de unos estudios culturales a tono con los tiem ­ pos. En los brazos de uno de los posmodernismos más acríticos a los que yo haya tenido acceso, McRobbie declara caducos los conceptos de ideología y hegemonía (p. 24), alega que ya no está claro qué significa la distinción entre derecha e izquierda política (p. 44), define como incierto el rol del intelectual or­ gánico (p. 45) y asegura que ya no es posible hablar sobre im a­ gen y realidad, o medios y sociedad, porque todos los conceptos se han entremezclado (p. 17). McRobbie rompe entonces, más allá de toda duda, con los principios que habían sido cardina­ les en los estudios culturales inspirados en el proyecto socialis­ ta de Raymond W illiam s; al mismo tiempo afirm a estar ha­ ciendo ‘estudios culturales’ de todas maneras; y en tercer lugar reconoce a Michel Foucault como una de sus figuras rectoras (McRobbie 1994: 13, 67,80,124-126). Este continuismo denota

otro despropósito: ¿hubiera homologado Foucault, siquiera por un instante, la idea ‘transhistórica’ de que los estudios cultu­ rales williamsianos y la práctica posmoderna de McRobbie son la misma cosa? ¿No estamos acaso en presencia de dos epistemes inconmensurables? ¿Qué sentido tiene invocar a ese autor si no se lo aplica reflexivam ente, y si no se rompe el cordón umbilical de filiaciones, trayectorias ininterrumpidas y perte­ nencias nominales del que la epistemología foucaultiana pro­ cura desembarazarse? No obstante haber decretado la invalidez de cualquier mode­ lo relacional imaginable en nombre de la fluidez e instantanei­ dad posmodemas, la visceral falta de consistencia interna del discurso de McRobbie permite sin embargo que ella le exija a Jameson explicar “la naturaleza precisa de las relaciones socia­ les e ideológicas que median entre la economía y la esfera de la cultura” (p. 29). A l plantear sus propias críticas conforme a estruc­ turas de razonamiento que ella misma había declarado caducas pocas páginas antes, McRobbie también cuestiona los análisis de los culturistas del N ew Times,2 argumentando que estos no han intentado situar los placeres del consumo en su contexto histórico o social (p. 34), y pone en tela de juicio diversas inves­ tigaciones neomarxistas, aduciendo que les falta “un trabajo analítico ‘estructural’, ‘histórico’ y ‘etnográfico’” (p. 39). El punto más extravagante se alcanza cuando McRobbie asegura que “el posmodernismo es un concepto para entender el cambio social”, para comprobar en el renglón siguiente que ya no está claro qué quiere decir ‘sociedad’ (p. 62). Dejemos de lado la contradicción y vayamos a la afirmación sustantiva. N o se puede hablar en serio del posmodernismo como un mar­ co para comprender cambios experimentados por una entidad que los posmodernos se niegan siquiera a reconocer. La falta de una teoría social en las diversas variantes del posmoder­ nismo y el posestructuralismo es axiomática y ampliamente reconocida por propios y extraños. Por empezar, no existe en todo el corpus posmoderno o posestructuralista una elabora­ ción teórica de lo social. Baudrillard y lo sociológico no podrían jam ás ir de la mano en un mismo entramado teórico; escribe Baudrillard: Mi punto de vista es completamente metafísico. Si es que soy algo, soy un metafísico, tal vez un moralista, pero ciertamente no un

sociólogo. El único trabajo “sociológico” que puedo reclamar es mi esfuerzo por poner un fin a lo social. (Baudrillard 1987: 84)

El culturista Michael Ryan ha asegurado que la falta de una teoría social en la deconstrucción no es un olvido extrínseco o accidental, sino una falla intrínseca, constitutiva y hasta cier­ to punto deliberada (Ryan 1992: 35). Otros autores pertene­ cientes al m ovimiento han debido reconocer estas lagunas (p. ej. Brantlinger 1990: 26; Hebdige 1996: 179; K ellner 1995: 68­ 73; 137-145; 177-179). La teoría social posmoderna no es ni buena ni mala: simplemente no es. M e temo que en estas con­ diciones es improbable que pueda servir para “entender” lo que desde el vamos es para ellos una ficción rebosante de discursividad, im posibilitada de constituirse siquiera en objeto de un razonamiento que, además, pretende ser explicativo. En fin, aunque no se le pueden pedir deducciones precisas o verosimilitud a una posfeminista que alega, apoyándose en una interpretación difusa de Braidotti y Flax, que la razón es mas­ culina, moderna, blanca y europea, sigue siendo enigmático por qué se obstina en imponer a los modernos obligaciones argumentativas a las que ella no se atiene. Tal vez sea porque McRobbie no despliega tanto un método posmoderno como la mística del posmodernismo, una mística que, en las oportunas palabras de M arshall Berman ... se esfuerza por cultivar la ignorancia de la historia y la cultura moderna, y habla como si todos los sentimientos humanos, la ex­ presividad, el juego, la sexualidad y la comunidad acabaran de ser inventados -por los posmodernos- y hubieran sido desconocidos, y aun inconcebibles, antes de la semana pasada. (Berman 1983: 33)

McRobbie corona su ejercicio con los habituales pretextos propios de los autores que detestan la ciencia pero no admiten ser llamados anticientíficos, o que abominan de la razón pero echan espuma por la boca apenas alguien les recuerda que eso, por definición, los convierte en irracionalistas. De este modo, para McRobbie celebrar la crisis del marxismo y la izquierda “no implica en mi opinión un olvido o abandono de la política” , mientras que cuestionar la racionalidad “no significa el aban­ dono de toda razón” (1994: 3 y 8). Quien haya leído hasta acá ya sabe que cuando se plantean las cosas de esa manera, no

cabe esperar que la política o la razón desempeñen de ahí en adelante algún papel. Los culturistas no han cuestionado concluyentemente las posturas de McRobbie, que podemos entonces dar por acepta­ das, al menos en sus líneas generales. H ay algunas excepcio­ nes críticas de poca monta. Jim McGuigan, por ejemplo, ha objetado con dureza la lectura ‘reduccionista’ o ‘reflexionista’ que McRobbie hace de Fredric Jameson (McGuigan 1992: 42). Otros autores se preocupan más por su escritura. W ill Brooker se lam enta de que McRobbie oscile entre abordajes que son textualistas y otros que son sociológicos, sin poder encontrarla manera de combinarlos. En otro nivel de análisis, hay cierta torpeza y falta de elegancia en el estilo de McRobbie desde la primera página del libro en adelan­ te, caracterizada por un encadenamiento perezoso de “etcéteras” o de vagas elipsis. Mientras esto puede parecer trivial, es también sintomático de una falta general de precisión en todo su trabajo, que a veces se precipita en inexactitudes asombrosas. (Brooker

1998:80) A pesar de que en la escritura de McRobbie la palabra ‘críti­ ca’ aparece párrafo de por medio, en ningún momento la auto­ ra hace el menor gesto por reposicionar o adaptar el mensaje posmoderno que le viene de afuera. M ientras que el marxismo, el feminismo estándar y la razón merecen las más punzantes y perseverantes de las críticas, las consignas posmodemas (aun las más reaccionarias y jactanciosas) son fagocitadas con fer­ viente mansedumbre. Por eso mismo, McRobbie nos tranquili­ za con la idea de que la expansión de los medios de comunicación de masas tiene consecuencias políticas que no son totalmente negativas (p. 16), y celebra la adopción del posmodernismo por una nueva generación de intelectuales “a menudo negros, mu­ jeres, o de clase trabajadora” (p. 23). Ahora que no hay marxis­ mo, ni sociedad, ni derecha, ni izquierda, mejor que no nos preguntemos qué quiere decir ‘clase’; pero ¿mujeres negras, de clase trabajadora, convertidas en intelectuales posmodernas? ¡Wow! Esto es mejor que la igualdad. La revolución se cancela.

Hacia 1997 encontramos a Lawrence Grossberg ocupando el cargo de M orris Davis: Professor de Estudios de la Comunica­ ción en la U niversidad de Carolina del N orte en Chapel Hill. Nuestro hombre es un apasionado de la teoría, un salpicador de citas bibliográficas que provienen del canon culturista o de Deleuze. La realidad cultural, excepción hecha del rock and roll, no parece interesarle ya tanto. “N o tengo objeciones hacia la investigación em pírica” , escribe, “pero si se la ofrece como una alternativa a la teoría, ahí tengo mis dudas” (Grossberg 1997a: 6). Hay dos aspectos en la obra de Grossberg que me parecen realmente apreciables. Primero: aparte de Dick Hebdige, es uno de los pocos culturistas que han criticado algún fragmento de su propio trabajo, y lo ha hecho por las razones mejor fundadas. Debo admitir que por mis propios estándares, mis esfuerzos en economía han sido demasiado limitados, incluso algo así como un fracaso. Antes que encarar el trabajo tedioso pero necesario de detalle económico (por ejemplo, estudiar los cambios en las legis­ laciones impositivas, o la financiación de las deudas) me involucré en debates más fáciles y más abstractos (y por cierto más glamorosos) con los posfordistas y la teoría deleuziana. No quiero sugerir que estos debates no son importantes; pero sí estoy seña­ lando un “fracaso de interdisciplinariedad”. (1997a: 14-15)

Y en segundo lugar, Grossberg cada tanto ha puesto el dedo en la llaga, señalando fracasos todavía más concluyentes que han afectado y siguen afectando al conjunto de los estudios culturales. H a llegado a hablar de un agotamiento teórico, de la imposibilidad que han experimentado los estudios para teo­ rizar en un contexto cambiante, de su ineficacia para actuar en un proceso que desbordó las escalas que el proyecto podía manejar, y que term inó por trastornarlo todo en una medida que el culturismo no estuvo entonces en condiciones de prede­ cir ni puede ahora siquiera interpretar. En una época de hiperteoría, afirm a Grossberg, se ha hecho muy poco trabajo inno­ vador en cuestiones de globalización, agencia y alteridad ( 1997a: 19). El problema con ambas confesiones, sin embargo, es su falta de profundidad y de desarrollo. Digo falta de profundidad

porque se supone que los estudios culturales son el marco por antonomasia y la voz más autorizada en el terreno de la globa lización, la agencia y la alteridad: el culturismo ha traído eso» temas a colación, y por eso no es razonable decir que el modeln fracasa precisamente en ello y dejar las cosas ahí, como si se tratara de un pecadillo circunstancial. Y digo falta de desarro­ llo porque he reproducido esas observaciones enteras, y allí se acaban. N o hay nada más. What you see is what you get. A l lado de su señalamiento de errores y fracasos culturistas, y sin solución de continuidad, Grossberg también frecuenta un estilo celebratorio que pone los estudios culturales por las nu­ bes. L a famosa declaración editorial de la revista Cultural Studies, por ejemplo, reza de este modo: Cultural Studies continúa creciendo y floreciendo, en gran parte debido a que el campo sigue cambiando. Los estudiosos de los es­ tudios culturales afrontan nuevos problemas y discursos, conti­ núan debatiendo cuestiones de larga data, y reinventando las tra­ diciones críticas. ... Entendemos la expansión, reflexividad y la crítica interna de los estudios culturales como signos de su vitali­ dad y como componentes representativos de su estatus como cam­ po. (Grossberg y Pollock 1998)

Los buenos augurios y los diagnósticos felices siguen y si­ guen. Tal vez los culturistas necesiten este incentivo constan­ te; personalmente, como extranjero al movimiento, esta ima­ gen de éxito y prosperidad corporativa me resulta fastidiosa, indigesta, poco seria. Si los resultados fueran tan espectacula­ res no haría falta subrayarlo de manera tan pertinaz. Después de todo, hay voces autorizadas que son más cautas y menos encomiásticas: Pienso que cualquiera que participe en los estudios culturales se­ riamente como una práctica intelectual debe sentir en su pulso, su carácter efímero, su insustancialidad, lo poco que estos registran, en qué pequeña medida hemos sido capaces de cambiar cualquier cosa o de lograr que alguien haga algo. (H all 1992: 285)

Además de sus giros de humor, Grossberg cultiva dos estilos que se alternan en sus textos sin previo aviso. El prim ero es lúcido y sensato. El segundo es m ilitante y retórico. Lo llama “filosófico y abstracto” ( 1997a: 26) pero no es nada tan inofensivo

t omo eso. Es entusiasta y segu ram en te honesto, pero tam bién ¡rsoportablemente locuaz y ciento por ciento d eriv a tivo de in ­ fluencias a m edio masticar. R esum e páginas enteras de libros posmodemos acabados de le e r cuyos conceptos no usa jam ás en sus in v e s tig a c io n e s e m p íric a s . S i el c o m p o rta m ie n to discursivo de A n g e la M cR obbie ten ía que v e r con una especie de capacidad au tom ática p ara in cu rrir en contradicciones que son cualquier cosa m enos reflexiva s, el segundo estilo de L a rry Grossberg se abism a m ás bien en un rosario exten u an te de metáforas topográficas y sustancializaciones que in va ria b le ­ mente se refieren al portento que los estudios culturales (pos­ modernos) han llegado a ser y los esclarecim ientos p riv ile g ia ­ dos que nos ofrecen. Eso es por lo menos lo que puede in ferirse de una sucesión farra gosa de abstracciones como esta:

Las crecientes posibilidades de construir diferencia social (a tra­ vés de la decodificación y la apropiación) sugería, sin embargo, un modelo distinto de formación cultural, uno construido sobre la se­ paración radical, aunque temporaria, entre el centro y los márge­ nes. De este modo, si bien era capaz de localizar momentos de re­ sistencia (aunque fragmentados imaginarios), la resistencia de la diferencia (en la teoría subcull.iral) estaba siempre ligada a un momento de autenticidad que se hallaba amenazado por la incor­ poración hegemónica de los márgenes en el centro, un proceso que aparentemente garantizaba la cooptar on de la resistencia. (Gross­ berg 1997a: 218) O esta otra:

Si la realidad se articula siempre a través de nuestra propia fabri­ cación de ella, no se puede definir la especificidad (la diferencia) de ninguna práctica o coyuntura fuera de su permanente articula­ ción dentro de la historia de nuestras construcciones. La realidad es siempre una construcción de las complejas intersecciones e indeterminaciones entre efectos coyunturales específicos y fuera de ellas. La realidad en cualquier forma (como materia, como his­ toria, o como experiencia) no es un referente privilegiado, sino la producción o articulación continuada (en términos de Deleuze y Guattari, rhizomática) de aparatos. (1997a: 228) Esto p arecería len gu aje humano, pero ¿no les in vade la sen­ sación que cualquier p alabra podría suceder a cualquier otra? Aprecien ahora esta m ajestuosa reificación:

Si bien no hay una sola posición en los estudios culturales, tene­ mos que comprender los proyectos, los compromisos y los vectores conforme a los cuales ellos han continuado rearticulándose a sí mismos, la forma en que han renegociado constantemente su iden­ tidad y en que se han reposicionado a sí mismos dentro de mapas políticos e intelectuales cambiantes. (1997a: 196) Avísenm e cuando quieran que me detenga, o cuando logren captar el conjunto. A qu í viene otra avalancha más de tropos nebulosos, en la que Grossberg intenta ligar su noción cultural del afecto (en tanto “organizaciones diferentes de inversión”) con el concepto deleuziano del afecto como efectividad: Ahora argumentaría que lo que vincula las dos organizaciones de afecto es el hecho de que ambas están fundadas en una noción cuantitativa de intensidad o energía. Son como líneas de intensi­ dad que los eventos existen (como devenires) para Deleuze y Guattari, y es como organizaciones de intensidad que los planos cualitativamente diferentes de afectos se constituyen. Es decir, lo que distingue a los diferentes modos de afecto cultural (sen­ timientos, mapas de interés, emociones, deseos, la multiplicidad de los placeres, etc.) son las diferentes formas en que están organi­ zados, lo que a su vez define las diferentes manifestaciones de sus efectos virtuales. (1997a: 28)

Por desdicha, el valor de estas afirmaciones no se establece mejor cuando se las pone en contexto. El contexto es acaso peor, y con toda seguridad más aburrido. Pese a que él habla (por ejemplo) de “nociones cuantitativas de intensidad o energía”, en ningún lugar hace referencias a escalas, magnitudes, uni­ dades o criterios de medición. Y todo es así. Un último punto. Ahora que la palabra de moda es ‘globali­ zación’, y ya no ‘cultura’, Grossberg propone que los estudios culturales se desliguen de la cultura. No, no va en broma; y han leído bien: Lo que estoy proponiendo entonces, finalmente, es que los estu­ dios culturales deben escapar de la cultura. Pueden comenzar con la cultura, pueden construir la cultura como su objeto, pero su tarea real es describir, comprender y proyectar las posibilidades de los contextos materiales vividos como organizaciones de poder. Su tarea es comprender las operaciones del poder en la realidad vivida de los seres humanos y ayudarnos a imaginar nuevas alter­

nativas para el devenir de esa realidad. La cultura es su lugar y su ■.arma, pero no los límites del mundo de los estudios culturales. En última instancia, estoy tratando de desarticular los estudios cul­ turales del “descubrimiento” moderno de la construcción social de la realidad, para encontrar una forma, no de deshacerse del dis­ curso y la cultura, sino de desimperializarlos para traer de nuevo nociones de espacio y realidad material. (Grossberg 1997b: 31)

¿Entendieron algo? Yo, francamente, no mucho. Todo suena loable y altruista, pero lo de ponerme a describir, comprender y (sobre todo) proyectar las posibilidades de los contextos m ate­ riales vividos es una perspectiva que me supera. Sólo sé que hay que escapar. Ahora bien, Lawrence Grossberg no es el excéntrico de la puerta de al lado, sino una figura cardinal del movimiento, con su propia foto en las portadas de sus libros, comentarios elo­ giosos de Stuart Hall, M eaghan M orris y Tony Bennett en la contratapa y la responsabilidad de editar C u ltu ra l Studies, la revista más importante del culturismo. Por supuesto, algu­ no que otro autor lo ha cuestionado (algunas críticas aparecen en este ensayo que se está leyendo); pero la gran mayoría acep­ ta, o finge aceptar, esas monumentales letanías sin operacionalización, sin correlatos materiales precisos, siempre danzando entre la obviedad y el sinsentido, como si fuera una expresión normal en una ciencia sana. ¿Qué hacer con Grossberg? Cuando se escribe una crítica, uno debe preguntarse constantemente si los golpes que uno asesta guardan una correspondencia razonable con la ofensa que los motiva, o si están dirigidos al contendiente correcto. Pero lo concreto aquí es que son los mismos culturistas posmo­ dernos los que se propinan el castigo. Son ellos también los que terminan ofreciendo un texto conformista tras una tapa con pintura de combate, y una retórica defectuosa donde debería haber un método bien trabajado. Son ellos los que trivializan tanto las teorías que atacan como los marcos a los que suscri­ ben. Son ellos los que están harto más absortos en exaltar las virtudes de su m ovimiento o de su nuevo juguete conceptual que en esclarecer las realidades a las que su estudio se aplica, o en llevar adelante de una vez por todas la política de la que alardean. Ya no son socialistas; ni siquiera neomarxistas; ni aun posmarxistas, sea esto lo que fuere; dudo incluso de que tengan

algún capital político que compartir, fuera de una bonhomía que de todos modos no es un mérito, sino un prerrequisito. Como crítico, a veces me divierto dejando que estos textos culturistas se em brollen en su propia grandilocuencia, sin tener que endilgarle una censura desde afuera, sin necesitar enfrascarme en una inspección lógica de algún grado de dificultad. Pero cuan­ do debo confrontar estas manifestaciones de pedantería, incom­ petencia y desmesura una y otra vez, o cuando se me torna presente el compromiso que deberían tener nuestras disciplinas con un mundo social que no está para nada bien, juro que ya no me resulta tan gracioso.

E l retorno a las fuentes En las vísperas del año 2000, cada tanto se ha insinuado que el vigor del posmodernismo está menguando, y que hay una constelación de nuevas posibilidades que ha venido a su­ plantarlo. En la antropología, esa impresión recorre, aunque implícitamente, las contribuciones reunidas por Allison James, Jenny Hockey y Andrew Dawson enA fter W riting Culture (1997) y la introducción de Barbara Adam y Stuart A lian a su “crítica in t e r d is c ip lin a r ia d esp u és d e l p o s m o d e rn is m o ” . Los compiladores se preguntan si estamos siendo testigos del cre­ púsculo de la teoría posmoderna; y su respuesta es “un ‘s f cau­ to y esperanzado” (Adam y Alian 1995: xiii). En la misma línea, Michael Rosenthal publicó un ensayo con el título “W hat was postmodernism?”, en el cual el deslin­ de didáctico era menos im portante que el mensaje que afirm a­ ba que, fuese lo que fuese, el posmodernismo ya fue (Rosenthal 1992). Jean y John Comaroff, de la Universidad de Chicago, proponían ya en 1992 una estrategia de antropología neomoderna, destinada a sustituir al posmodernismo y a recuperar la práctica y la dignidad de la etnografía (C om aroff y Com aroff 1992: xi). En sociología, Scott Lash inicia su Sociology o f Post­ modernism asegurando que “es evidente que el posmodernismo ya no está más de moda” (1990b). En los estudios culturales, Richard Johnson alguna vez propuso la necesidad de una teo­ ría de la subjetividad pos-pos-estructuralista, y la idea pegó a despecho de su connotación de linealidad: el pos-pos-estructuralismo ha sido tomado eventualm ente como sinónimo de

estudios culturales en los Estados Unidos (Johnson 1996: 104; Nelson 1996: 293; Brantlinger 1990: 17). Estén atentos: cuando los estudios culturales pasen a la historia, estaremos viviendo el momento del pos-pos-pos-estructuralismo. ¿No es grandioso? Sin embargo, si se siguen leyendo esos textos, y cualesquiera otros que se desgarran por estar al filo de la vanguardia, de inmediato salta a la vista que las contribuciones de un nuevo tipo sim plem en te no están allí. L a inercia que vien e del posmodernismo es tan impetuosa que resulta imposible adm i­ nistrar dosis controlables, tomar distancia o cambiar de direc­ ción. La penetración del posmodernismo en los estudios cultu­ rales resultó ser tan profunda que con llam ativa frecuencia escuchamos voces de los practicantes de estos rebelándose con­ tra el ‘giro literario’ o las metáforas textualistas, por más que las mismas sean, según buena parte de las referencias históri­ cas, las que confieren a su enfoque su personalidad distintiva. Escriben Andrew Goodwin y Janet Wolff: Las versiones literarias de los estudios culturales ... han tomado el posestructuralismo en sus modalidades más radicales como jus­ tificación para una estrategia textual, no sociológica, hacia los tex­ tos y las prácticas culturales, en ambos casos debido al sesgo disci­ plinar de sus practicantes, y a la creencia de que la teoría crítica involucra que no hay nada más allá del discurso, o que si lo hay es incognoscible. (Goodwin y W olff 1997: 123)

Luego vendrá la explicación: la ausencia de vínculos orgáni­ cos con los blue-collars y otras constituciones no académicas ha producido una tendencia en los estudios culturales norte­ americanos a m irar hacia vanguardismos de diversas clases (Goodwin y W o lff 1997: 126). En una obra anterior Janet W olff desarrollaba una idea parecida: La expansión de los estudios culturales, especialmente en los Es­ tados Unidos, se basa en alguna medida en este giro textualizador, cuyas consecuencias son tanto una despolitización del proyecto original de los estudios culturales, como la transformación de lo que debía ser un estudio sociológico crítico en una nueva herme­ néutica. (W olff 1993: 149-150)

Como después se verá con mayor detenimiento, los estudios culturales también acabaron fundiéndose con el posmodernismo

en Inglaterra, de modo que la explicación de W olff no es del todo satisfactoria. Aunque ella misma es posmoderna, Angela McRobbie expresa su pánico ante la marea textualista en los estudios culturales: Lo que me ha preocupado recientemente en los estudios culturales es cuando los desvíos teóricos devienen excursiones literarias y tex­ tuales y cuando yo comienzo a perder el sentido de por qué el objeto de estudio se constituye como objeto de estudio en primer lugar. ¿Por qué hacerlo? ¿Cuál es el punto? ¿Para quién es? En mi primera lectura de muchas de las ponencias yo fui presa del pánico. ¿Dónde había estado yo los últimos cinco años? (McRobbie 1992: 721)

Dick Hebdige, que había sido un culturista posmoderno en varios textos que habían convencido a muchos seguidores, se arrepintió poco después de su giro lúdico, al que comenzó a vislumbrar como un exceso de estilo, una celebración del artifi­ cio, una evasión de la responsabilidad social y un alejamiento de la realidad (H ebdige 1988). Otros autores documentan lo que se ha perdido en el proceso de adopción del textualismo: La perspectiva de la crítica literaria, adoptada con tanto entusias­ mo en los estudios de medios en la década de 1980, comparte con el positivismo lógico y la economía política una certidumbre hacia sistemas y procesos subyacentes, susceptibles de ser descubiertos. Infortunadamente, carece de la humildad inherente a la práctica (si es que no a la teoría) de la investigación positivista: la humil­ dad requerida para adherirse a procesos de prueba utilizando evi­ dencia que se encuentra más allá de las teorías mismas. Las es­ trategias textuales afirman ser empíricas meramente a través de su uso de ejemplos concretos de textos reales. Aun cuando todas las lecturas críticas presuponen que los textos examinados poseen consecuencias sociales, estos presupuestos nunca se examinan em­ píricamente contra las experiencias concretas de nadie. (Jensen y Pauly 1997: 161).

Una vez dentro de esta estrategia, el estudiante puede pa­ sar toda su carrera debatiendo interpretaciones, desarrollan­ do lecturas más matizadas y provocativas, descubriendo nue­ vos textos marginados y significados no advertidos antes, sin encontrar, en todo su camino, a ningún miembro de la audien­ cia que le pregunte si alguna de esas cosas tiene algún interés para la vida de alguien (Jensen y Pauly 1997: loe. cit.).

En la últim a década el posmodernismo y el posestructuralismo han sido tan fuertem ente impugnados (Berman 1983; Kaplan 1988; Ellis 1989; N orris 1990; Featherstone 1991; Gellner 1992; Callinicos 1992; Roseneau 1992; Mouzelis 1995) que no es de extrañar que unas cuantas facciones de los estudios culturales quieran romper con ellos ahora que se les terminó el crédito. En efecto, Paul W illem en (citado por Webster 1996: 222) teme que los estudios culturales degeneren “en una coma­ tosa repetición de los rituales deconstructivistas de la década de 1970”, mientras Alan O’Connor advierte que en diversas conferencias en los Estados Unidos, los estudios culturales “se han vuelto sinónimo de diversas formas de teorización posmo­ derna” y que en el posmodernismo “se ha perdido el sentido de la cultura como práctica, forma e institución” (1996: 190, 191). Stuart Hall lamenta que algunos estudios culturales hayan de­ generado en “una mera repetición, una suerte de mímica o ven­ triloquia deconstructiva que a veces pasa por un ejercicio intelectual serio” (1992: 286). David M orley también protesta contra “la clase de teorías posmodernas y deconstruccionistas que han alcanzado ahora el estatus de ortodoxia en muchas áreas de los estudios culturales” (1997:135). Y Joel Pfister, por su parte, advierte contra la tendencia pospolítica de los cul­ turistas, “reminiscente de las performances interpretativas del posestructuralismo que estaban de moda a principios de los años sesenta” (1996: 292). Semejante torrente de unanimidad sigue testimoniando, sin embargo, la estrecha vinculación entre los estudios culturales en su acepción hoy dominante y el pensamiento posestructuralista/posmoderno. Si los estudios culturales aspiran a fun­ dirse con esas tradiciones y heredar su capital, está claro que también deberán aceptar el hecho de que las críticas que han merecido también les cuadran y que las escaramuzas feroces que hay en su interior también los alcanzan. Es fácil compartir los axiomas abstractos del posmodernismo; es más duro, en cambio, tener que sancionar sus consecuencias concretas. Cual­ quiera con dos dedos de frente se hubiera dado cuenta de que el posmodernismo desembocaba en un callejón intelectual sin salida. Los culturistas, sin embargo, tardaron unos buenos quin­ ce años en darse cuenta de su ingobernabilidad, y hay algunos que todavía insisten en extenderle una moratoria, no se sabe bien para qué.

Cuando M orley y Chen (1996: 2) insisten en que “los estu­ dios culturales no sólo cambiaron la forma del posmodernismo sino que fueron re-formados por él” sólo la última parte de la afirm ación es verd ad . En efecto, los estudios culturales posmodemos constituyen una especie intelectual escasamente específica; son apenas un eco de lo que han codificado los clási­ cos posmodernos franceses hace ya algunas décadas, con el to­ que actual de rigor. Leerlos es como volver a leer a Derrida y Baudrillard, sólo que en locaciones angloparlantes y en un to­ no más solemne; en la especie híbrida resultante de la mix­ tura, son siempre los genes culturistas, con toda claridad, los que se m anifiestan recesivos. M ientras tanto, ningún posmo­ derno o posestructuralista de monta (o sea, de la Europa Conti­ nental) trasunta el más remoto interés por escuchar lo que los estu d ios cu ltu ra le s tie n e n que decir. L a in flu en cia del culturismo en el pensamiento y la obra de los posmodemos franceses ha sido y sigue siendo, según todos los indicios, nula. U rge entonces dedicar un párrafo a plantear una pregunta ineludible. Si los estudios culturales ya disponían de un cuer­ po de teorías y métodos sofisticados, poderosos y productivos ¿cómo es que apenas puesto de moda el posmodernismo una proporción enorme de sus practicantes se precipita tan irre­ flexivam ente en él? ¿Es el posmodernismo una extensión na­ tural de lo que se venía haciendo, o más bien está llenando un vacío? Creo que hay algo de verdad en la observación que for­ mula loan Davies cuando afirm a que El deslizamiento desde el estructuralismo hacia el posestructuralismo, y de allí al posmodernismo fue directo; y tuvo lugar porque se fracasó en desarrollar una teoría de la cultura en la sociedad que fuera algo más que fragmentaria y poco sistemática. (Davies

1995: 156) Con todo, creo que a fines de la década de 1990 ya son tantos los culturistas que quieren abandonar el proyecto del posmo­ dernismo como los que lo presentan como el remedio a todos los males de la modernidad. El problema es que esta vez aque­ llos ya no pueden proponer un turn, sino apenas un return. No es sólo del posmodernismo de lo que ahora quieren desligarse, sino también de la propensión a la mala etnografía, de la actitud pen­ denciera frente a las otras ciencias sociales, de la oposición con­

misiva a cualquier asomo de economía política y del populismo conformista, cuyas implicaciones revisaremos después. Lo notable es que las invitaciones a la reformulación de los estudios culturales siempre terminan proponiendo una vuelta atrás de la historia (p.ej. Murdock 1997a: 62-63). En efecto, los partidarios de un back to basics, que miran con nostalgia los bue­ nos viejos tiempos del CCCS, no tienen otra alternativa que invitar a una previsible, repetida hasta la saciedad y todavía programática “reinvención” del movimiento, un giro a veces explícitamente conservador. N o hace falta más que registrar los títulos de Goodwin y W o lff (1997), Johnson (1997), Bennett (1996a: esp. 319), Nelson (1996), H arris (1992), P fister (1996: esp. 296-297), M orris (1996), Webster (1996), O ’Connor (1996), Williams (1996), Garnham (1997) W in kler (1994), Murdock (1997a) y docenas de textos análogos para sentir eri la cara los vientos de la crisis y el carácter apremiante de los cambios a que se aspira. Pero ¿cuáles son los cambios? Nunca se trata de algo que hay que crear de ahora en adelante: siempre es el tropo de un camino torcido, una degeneración, un desvío, un puente roto, una invasión de indeseables, un olvido de las intuiciones origi­ narias, un paraíso por recuperar. Resulta insólito que un mo­ vimiento que dice caracterizarse por su apertura mental y su rechazo a cualquier asomo de ortodoxia haya llegado a un acuer­ do tan uniforme sobre la necesidad de poner en caja a los que se han apartado del camino correcto. Un camino correcto cuya guía de paralaje se busca siempre en lo que se hizo antes, y no en lo que se podría hacer de hoy en más. Por eso tienen un poco de razón quienes afirm an que ya no hay una Arcadia a la cual volver, y que el programa de los nostálgicos envuelve un diferimiento y una delegación, como si expresara: “Yo tengo un pro­ blema; alguien debería hacer algo al respecto” . Por eso también las esperanzas de recuperar algún día la plenitud del impulso culturista original suenan menos creíbles todavía que los pro­ yectos de recuperación de la antropología posteriores a W riting Culture. En fin, una corriente tan atestada en los últimos cuatro o cinco años por invitaciones formulaicas a la reinvención está sufriendo algo más que una enfermedad de crecimiento. Pues bien, esperemos a que alguien reinvente de verdad este m ovi­ miento contaminado de un incómodo textualismo, lastrado de jerga, aislado de la política real, dotado de precursores dignos

sin sucesores consensuados, carente de herramientas creadas en su interior y adherido a rebeliones que ahora se saben domes­ ticadas, y volvamos dentro de un tiempo a ver qué pasa. Por ahora deberemos contentarnos con las habituales profesiones de soberbia de un campo que, aun sumido en un marasmo que en otras disciplinas sería terminal, sigue creyéndose el pala­ dín de una cruzada justiciera, la encarnación misma de las prácticas del futuro.

Notas 1. O sea Social Text, vol. 46-47, 1996. Más sobre esto luego. 2. Lo que se conoce globalmente como N ew Times fue un proyecto liderado por Stuart Hall, que se originó en un seminario patrocinado por Marxism Today. Su objetivo ha sido ir más allá de los análisis del thatcherismo, pro­ porcionando alternativas “socialistas”. En los últimos años el proyecto no ha tenido buena prensa. Harris dice de él que en principio “se puede simpatizar con sus análisis, pero, como es usual, las cuestiones se abren sólo para ser llenadas cómodamente con gramscianismo” (Harris 1992: 183). O sea, con lecturas de Gramsci más bien inconexas e interminablemente mediadas por interpretaciones derivadas de Althusser, Mouffe y Laclau, entre otros.

El proyecto fundacional ¿Es r e c u p e r a b le el p ro y e c to in ic ia l d e los e stu d io s cu ltu rales, o c a re c e de u n a e n tid a d te ó ric a c la r a ­ mente ex p u e sta , su sc e p tib le de im p u ls a r p ro y e c to s nuevos?

Puestos ante la evidencia del dudoso valor científico, del ca­ rácter metodológicamente difuso y de la polemicidad inheren­ te a los estudios culturales contemporáneos, sus promotores de la línea ‘moderna’, cada vez con mayor frecuencia, insinúan que lo mejor del m ovimiento tiene que ver con el aporte de los pioneros: Hoggart, W illiam s, Thompson y por extensión tal vez Hall. Según esta perspectiva, para recuperar la buena imagen del culturismo sólo basta con retornar a las intuiciones plas­ madas en los textos fundacionales. En este punto yo estaría dispuesto a adm itir que Raymond W illiam s y en mucho menor medida Stuart H all pueden llegar a ser, en efecto, intelectua­ les valiosos, algunas de cuyas ideas son susceptibles de incor­ porarse productivamente a la antropología o a cualquier cien­ cia social. Lo que resulta dudoso, sin embargo, es la vigencia y sustentabilidad de esas ideas, sobre todo en vista de los pro­ blemas que se han manifestado al aplicarlas en su propio mo­ vim iento de origen como campo de pruebas inicial. A lo largo del presente libro hay suficientes referencias al aporte y al estilo de Stuart H all como para que su tratam iento en este apartado no sea necesario. Su pensamiento ha sido harto móvil y de grano demasiado fino como para adm itir un resu­ men. Si bien la idea de un marco teórico flexible, contextual,

situado y abierto como el que H all dice haber elaborado suena plausible en principio, en los hechos esa movilidad ha consti­ tuido un impedimento para su uso, legitimando un estado de perpetua búsqueda que al mismo tiempo es una buena excusa para dispensar su carácter inconcluyente. Exponer sus ideas para que alguien piense en reciclarlas constituiría, además, una im­ pugnación de sus propios objetivos manifiestos de conocimiento localizado y sensible al contexto. Que Hall siga moviéndose al compás de las tendencias cambiantes, y que otros se encarguen de la tarea pesada (y a mi juicio no redituable) de evaluar su aporte. Si alguien quiere saber mejor de qué se trata, Harris (1992) o M orley y Chen (1996) son excelentes opciones. Se me perdonará también que excluya a Richard Hoggart y a E. P. Thompson de la siguiente inspección. El primero está demasiado ligado a la cultura literaria inglesa como para re­ sultar de interés para una disciplina como la nuestra. Después de The uses o f literacy (H oggart 1957), su trabajo casi no ha ejercido influencia en el desarrollo teórico de los estudios cul­ turales (Turner 1990: 51). El prestigio del segundo ha sufrido una sensible retracción en las reseñas culturistas más recien­ tes; Thompson no constituye ya una figura actuante en dis­ cusiones que no sean de carácter histórico. Este capítulo del ensayo, consecuentemente, explora algunas de las propuestas significativas de Raymond W illiam s al lado de las críticas que los propios culturistas les han opuesto, para que cada quien realice su propio balance. N o trataré de compendiar aquí el complejo desarrollo de las obras de William s. Eso ha sido tratado en una gran cantidad de textos. N o hay historia de los estudios culturales que no le dedique un número sustancial de páginas (Inglis 1993; Turner 1990). En la carrera de Ciencias Antropológicas de la Univer­ sidad de Buenos Aires la fotocopia de M arxism and literature es lectura obligatoria en todas las m aterias de la orientación sociocultural que tienen un espacio disponible en su bibliogra­ fía, de modo que W illiam s no es un desconocido. Más bien me dedicaré a tocar una pequeña cantidad de cuestiones williamsianas sustanciales y a tomar nota de las evaluaciones críticas que los propios culturistas han elaborado, sin intervenir salvo a título de comentador ocasional. La relación teórica e institucional entre W illiam s y los estu­ dios culturales ha sido más bien tardía y retrospectiva. Tomen

nota: ninguno de los libros fundamentales de nuestro autor menciona siquiera al movimiento, del cual nunca fue miembro orgánico y o fic ia l. En el P re fa c io de 1982 a la ed ición Momingside de Culture and Society, W illiam s evoca el carác­ ter fundacional que su texto tuvo para la N ueva Izquierda B ri­ tánica, junto con los de H oggart y Thompson, pero en un reso­ nante juego de evitación se las arregla para no referirse ni a los estudios culturales, ni al CCCS, ni a Stuart H all (W illiam s 1983b: xi). De todas maneras, a W illiam s tampoco le complacía que el culturismo remontara su historia a una cadena de textos, aun­ que fueran los suyos (W illiam s 1996: 168). Consideraba que los estudios culturales no debían entenderse como un cuerpo separado de conocimiento capaz de ‘hacer bien’ a la gente; sólo podían existir y desarrollarse en estrecha dependencia de la ‘gen­ te común’ a la que debía servir. Pero esta imagen de la edu­ cación a d u lta de p osg u erra es te n id a hoy en d ía como problemática. L a idea william siana de una especie de autoedu­ cación de la clase trabajadora ha sido tachada de sentimental y paternalista: la educación asume en ella un papel heroico en la potenciación de los trabajadores en lucha. A los antropólo­ gos, los cuestionamientos subsiguientes de Barker y Beezer a la visión de W illiam s nos suenan familiares, teniendo en cuen­ ta todo lo que se ha discutido en la antropología posmoderna respecto de la autoridad etnográfica. Los críticos cuestionan, por ejemplo, el papel tutorial de los instructores en el progra­ ma educativo y dudan de que los dependientes de almacén ha­ yan podido establecer una demanda precisa y fundada del tipo de educación ‘liberadora’ y ‘democrática’ que estaban necesi­ tando (B arker y Beezer 1992: 4). E l programa de W illiam s era una pedagogía vertical, sin polifonía ni dialógica. La influencia teórica de W illiam s sobre los estudios cultura­ les puede decirse que se inicia con Culture and Society, de 1966. Es un libro de análisis literario, aunque con una peculiaridad crucial, porque su foco no se halla precisamente en la literatu­ ra, sino en las conexiones entre los productos culturales y las relaciones sociales. A llí se encuentra la célebre definición de la cultura como “un modo completo de vida, material, intelectual y espiritual” (W illiam s 1966: 16). Sin embargo, si se lo lee hoy desde una postura que no sea la del análisis de la literatura inglesa, la atención no tiene donde fijarse: el libro se presenta

como una colección de ensayos sobre Thomas Carlyle, las nove­ las industriales, D. H. Lawrence, T. S. Eliot, George Orwell... Para un especialista en Letras el marco puede resultar nove­ doso, pero desde una ciencia social la dosis de ‘cultura y socie­ dad’ , precisamente, es apenas perceptible: un tenue acento contextual, acaso un telón de fondo, el recordatorio de que cada quien es hijo de sus tiempos. Y en lo teórico es también un libro fósil. Sus limitaciones metodológicas han sido ampliamente se­ ñaladas, antes que nadie por W illiam s mismo: “el área de ex­ periencia a la que el libro se refiere ha producido sus propias dificultades en términos de método” (1966: 17). En una célebre crítica, Terry Eagleton ha puntualizado que W illiam s “todavía tenía que descubrir el idioma que le perm itiera extender su ‘crítica práctica’ y sus posiciones sociales organicistas hacia un análisis socialista en plenitud” (Eagleton 1978: 39). Ese análisis sobrevendría en The long revolution (Williams 1961), donde se m aterializa, en palabras de Stuart Hall, el tras­ paso de todo el terreno del debate desde una definición literario-moral a una definición antropológica de la cultura (Hall et al 1980: 19). Esa definición es la siguiente: La cultura es una descripción de una forma particular de vida, la cual expresa ciertos significados no sólo en el arte y en la enseñan­ za sino también en las instituciones y en la conducta ordinaria. El análisis de la cultura, a partir de tal definición, es la clarificación de los significados implícitos y explícitos en una forma de vida particular, una cultura particular. (1961: 67) En este texto hace su aparición el concepto de ‘estructura de sen tim ien to’ , que algunos antropólogos aprecian pero los culturistas han desechado hace décadas. Existe consenso en que este no ha sido un concepto feliz y riguroso que articulara toda la obra de W illiam s, sino “una formulación contradictoria y ad hoc que sólo posee un papel muy residual en la obra de W illia m s p osterior a los m ediados de los años seten ta ” (O ’Connor 1996: 190). La definición que W illiam s proporciona del término, se ha dicho, es “notoriamente escurridiza” y “de­ masiado genérica” . Aunque la idea ha tenido cierta influencia, alega Graeme Turner ... es difícil no simpatizar con la concepción de Eagleton en el senti­ do de que la descripción de Williams de “esa firme pero intangible

organización de valores y percepciones” de una cultura, es poco más que una descripción de la ideología.... La categoría, y los problemas en definirla adecuadamente, proceden del conflicto entre el huma­ nismo de Williams ... y su socialismo. (Turner 1990: 57-58) También David Simpson está de acuerdo con el juicio de Eagleton (Simpson 1995: 43). En el análisis crítico más exten­ dido que conozco de este concepto escribe Simpson: Con toda su obvia importancia en la vida de un intelectual de gran estatura, |la estructura de sentimiento |no ha probado ser un con­ cepto exportable. En lo que yo conozco, nadie lo ha tomado, utiliza­ do o refinado. ... Williams admite de buen grado que él “nunca ha estado feliz” con el término.... Bajo presión de sus entrevistadores Williams reconoce la ambigüedad descriptiva de sus diversos usos de la frase.... El grado en que la estructura de sentimiento no está articulado al punto de “satisfacción teórica”, a despecho de su uso durante veinte años de trabajo crítico mayor, sugiere una resis­ tencia fuerte a esa forma de teorización. (Simpson 1995: 36-43) Simpson agrega que W illiam s nunca pudo sustanciar teóri­ camente esas estructuras de sentimiento con referencia a for­ mas lite ra ria s concretas, y que por esa razón rem itía su verificación a la esfera de lo que es supuestamente “vivido y sentido” : una expresión grandilocuente que ha terminado con­ virtiéndose en una coartada que nada explica (Simpson 1995: 44). Casi lo mismo piensa John Higgins: ... [Clon respecto a cuestiones específicas de teoría, es fácil ahora percibir diversas carencias, fallas, errores y malentendidos. La noción central de una “estructura de sentimiento” involucra poco más que una instancia ingeniosa de impresionismo teórico, en la que una figura retórica trata de asumir la fuerza explicativa de un concepto teórico distintivamente articulado. (Higgins 1999: 169) Pero amén de estas fallidas ‘estructuras’, The long revolution exhibe otros problemas, quizá más graves. Graem e Turner asegura que el libro está ... reconocidamente atravesado por contradicciones internas; ca­ rece de una teoría de la estructura cultural, y de un método apro­ piado de análisis de textos. ... es difícil leer el foco del libro en los

“patrones” constitutivos de las relaciones culturales, por ejemplo, sin lamentar la ausencia de metodologías estructuralistas. Ade­ más ... uno se da cuenta de que el desarrollo de los métodos analí­ ticos está subordinado al desarrollo de una crítica particular de la cultura británica. ... El análisis, por lo tanto, no establece una metodología. (Turner 1990: 55-57) El texto, con su famosa definición holística de la cultura en agudo contraste con un tratam iento inconexo de su problemá­ tica, también ha desorientado a Colin Sparks: Las implicaciones de “una forma completa de vida” ya eran sufi­ cientemente evidentes en la época como para que Williams volvie­ ra sobre la cuestión en las respuestas a sus críticos. ... Mi afirma­ ción es que hoy es la falta de unidad, más que la unidad del libro, lo que nos choca. En mi experiencia esto es particularmente cierto cuando intentamos usar el libro para enseñar a estudiantes que vienen con una formación “no literaria”. (Sparks 1996: 28, n. 3) Entre los críticos que menciona Sparks se encontraba, natu­ ralmente, Terry Eagleton, quien cuestionaba la antropologización y el holismo del concepto de cultura sobre bases políticas: El trabajo de Williams ... tendía a una peligrosa fusión de los mo­ dos de producción, las relaciones sociales, las ideologías éticas, políticas y estéticas, colapsándolas en la vacía abstracción antropológica de la “cultura”. Ese colapso no sólo abolía toda jerar­ quía de prioridades concretas, reduciendo la formación social a una totalidad hegeliana “circular” y a una estrategia política muer­ ta al nacer, sino que inevitablemente sobresubjetivizaba esa for­ mación. (Eagleton 1978: 26) La observación de Eagleton respecto de la subsunción de una cantidad de categorías analíticas en un solo concepto podría generalizarse para describir una usanza habitual en la teoriza­ ción culturista, más allá del caso particular de Raymond W illia­ ms. Ya hemos revisado la forma en que H all, Grossberg y Slack han subsumido todo un repertorio de conceptos relacionales en el principio de ‘articulación’. La consecuencia natural de esta clase de fusiones no puede ser otra que el descubrimiento a posteriori de la ‘complejidad’, ‘riqueza’ o ‘polivalencia’ de los conceptos (p. ej. W illiam s 1977: 17, 117), o la necesidad de

introducir a cada rato cualificaciones, excepciones, matices, amor­ tiguamientos (Prendergast 1995: 3). Pero que el culturismo haya consagrado esta subsunción como procedimiento habitual no qui­ ta que lo vea con malos ojos cuando es Williams quien lo practica. Porque no sólo el holismo de la cultura y la vaguedad de las estructuras de sentimiento cayeron mal; casi todos los esfuer­ zos teóricos de W illiam s han sido impugnados con regularidad aun en las líneas más ortodoxas del m ovim iento. Graem e Turner, en una historización clásica de los estudios culturales en Gran Bretaña, ha establecido que tanto W illiam s como Hoggart ... sufrieron la falta de un método que pudiera analizar más apro­ piadamente el modo como esas formas y prácticas culturales pro­ ducían sus significados y placeres sociales, no meramente estéti­ cos. (Turner 1990: 12)

A partir de la década de 1960, W illiam s inició un período de enseñanza intramuros como conferencista en Cambridge, y a decir de sus biógrafos fue tomando distancia no sólo de la edu­ cación de adultos, sino de la cultura cotidiana “vivida” . Se ha señalado que en Com m unications (W illiam s 1962) el autor de­ pende en demasía de la investigación comunicacional norte­ americana, hoy totalm ente desacreditada en el interior de los estudios culturales, lo que hace de ese texto un libro anticuado (Turner 1990: 61). Que el descrédito de las teorías comunicacionales haya obedecido, como hemos visto, a razones espu­ rias, difícilm ente alcance para revertir la situación. La última contribución mayor de W illiam s se dice que ha sido M arxism and literature (W illiam s 1977). Pero los culturistas tampoco tienen a ese texto en la misma estima que quienes lo han leído y apreciado desde más lejos. El marxismo renovado de W illia­ ms no resultó suficiente: Es como si él hubiera aceptado su lugar en la tradición marxista sólo para desaparecer en ella; su valor en las últimas décadas ha sido el de un pionero, más que el de un líder. Los críticos de su tra­ bajo argumentan que él jamás aportó una especificación exhaustiva de su postura, o que nunca desarrolló los métodos para aplicarla. Incluso la honestidad de su trabajo al revisar abiertamente su pos­ tura, ha sido atacada como una falencia. (Turner 1990: 68)

A propósito de M arxism and literature, Stanley Aronowitx ha fustigado el estilo de teorización de W illiam s, al que en cuentra distinto de sus lúcidos análisis particulares: Las formulaciones teóricas están plagadas de cualificaciones; las frases se abultan con digresión, la circularidad de la prosa es de­ masiado evidente. Williams lucha por mantener aferrados concep­ tos elusivos adoptando una estrategia evolutiva de definiciones conceptuales. Pero, igual que la famosa palabra clave de Thomas Kuhn, paradigma, que este utiliza en no menos de veinte formas diferentes, la única idea de Williams, la “cultura” sufre al menos del mismo número de acepciones. ... Williams nunca logra desli­ garse de una rigidez de pensamiento o de expresión que, a medida que se desenvuelve, se muestra característica de todo el libro. (Aronowitz 1995: 323)

Precisamente el artículo en el que W illiam s define la ‘cultu­ ra’, según este crítico, se hunde a poco de empezar en múlti­ ples locuciones que son sugerentes pero poco satisfactorias. Las disquisiciones que va acumulando no logran clarificar la cues­ tión. A la larga, se percibe su desdén típicamente británico por la abstracción y por las form ulaciones teóricas complejas (Aronowitz 1995: 329). Un desdén que también era extensivo a sus parcos regímenes de lectura, y que permitió a sus críticos encontrar con demasiada facilidad un sinnúmero de errores, asignaciones equivocadas y vacuidades en el tratamiento que concedió W illiam s al psicoanálisis freudiano, a Lacan, a las teorías del lenguaje o al posestructuralismo (H iggins 1995). Tam bién S tu art H a ll ha sido un crítico inclem ente de W illiam s; pero lo fue con supremo disimulo, y prorrateando en dosis aparentemente iguales elogios y cuestionamientos: la ma­ no de hierro en guante de terciopelo. P ara H a ll The lotig revolution “arrastra un diálogo sumergido, casi silencioso, con posiciones alternativas, que no estaban tan claramente defi­ nidas como uno desearía”; la literatura marxista en que se ins­ piraba W illiam s era además una “tradición empobrecida” (Hall 1996a: 34-35). Tanto W illiam s como Thompson, prosigue Hall, abordan sus problemáticas mediante una operación de teoría violenta y esquemáticamente dicotómica {ibid.: 36). Y cuando W illiam s redefine su paradigma tomando en cuenta las críti­ cas, lo hace (como ha sido frecuente en él) de una manera obli­ cua, recurriendo a Gramsci (ibid.: 37). Para H all sería menos

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oblicuo, en apariencia, leer a Gramsci (como él lo ha hecho) a través de las lentes de MoufTe y Laclau. Hablando en una conmemoración de Raymond W illiam s, Stuart Hall volvió a escenificar contra su predecesor un con­ junto de críticas amortiguadas pero en el fondo muy graves, casi descalificatorias. Esta vez lo suyo fue algo así como un brote de darwinismo intelectual en acción, reafirm ando su es­ tatuto de pensador más apto a través de un contraste im plí­ cito, a pocos metros de un cadáver todavía tibio. Recordando ese discurso dice Hall: ... hablé acerca de la importancia de la obra de Williams sobre la cultura, de las estructuras de sentimiento, y de las “comunidades vividas”, etc. Pero al final ofrecí una crítica de esa concepción de la cultura, debido a su naturaleza cerrada, a su reconstitución como un nacionalismo estrecho y exclusivo. El discurso exploraba la hibridez y la diferencia, antes que “enteras formas de vida”, etc., que pueden tener un foco muy etnocéntrico. Buena parte de la obra de Williams está abierta a la crítica de etnocentrism o, así como él está abierto a la crítica de estar mal ubicado en relación con el feminismo. ... Williams tiene sus fuerzas, sus intuiciones impor­ tantes; es una figura mayor, etc. Pero desde la posición en que se practican los estudios culturales ahora, uno ve la obra de Williams de una forma diferente. Uno comienza a comprometerse con él críticamente, antes que a celebrarlo o venerarlo. (Hall en Chen 1996a: 394)

Obsérvese la contundencia casi feroz con que H all desliza que la postura de W illiam s es etnocéntrica, cerrada, estrecha, literalmente nacionalista, hostil al feminism o1y obsoleta para nuestra mirada actual. ¿Existen calificativos más duros? ¿Amor­ tiguan las pocas virtudes enumeradas (seguidas siempre de displicentes ‘etcéteras’) semejante acto de recriminación? Con amigos así... Probablemente a gestos como estos se refería Christopher Prendergast cuando hablaba de “los tediosos escenarios edípicos de sucesión y confesión” que afectaron al movimiento (Prendergast 1995:1). Pero sería equivocado pretender que la postura de H all no contiene algún toque de verdad. M ientras que Hall (por lo menos de palabra) se apresuró a refrendar al feminismo, a los reclamos de las minorías raciales o del m ovim ien­ to homosexual apenas se hicieron suficientemente conspicuos,

W illiam s no se preocupó en adaptar su línea teórica conform*^ al dictado de los tiempos. “M e hubiera gustado comprender qu¿ es lo que me impidió hacerlo”, admitió más tarde (Williamj 1979: 149); pero nunca hizo nada al respecto, fuera de apesa dumbrarse por su propio silencio. Los últimos trabajos de W illiam s casi no guardan ninguna relación con lo que estaba discutiéndose en los estudios cultu­ rales en las décadas de 1970 y 1980. Difícilm ente podrían guar­ darla. En Politics and letters (1979), W illiam s llegó a acariciar el sueño de una forma de estudio literario ligado a los procedi­ mientos de las ciencias naturales: “Si yo tuviera una sola am­ bición en los estudios literarios, sería que ellos vuelvan a unir­ se con la ciencia experim ental” (citado por Prendergast 1995: 20). Aun cuando ya era moneda corriente, W illiam s tampoco m ostró jam ás ningún entusiasm o por el posmodernismo. Christopher Prendergast especula que W illiam s quizás hubie­ ra dicho de él lo mismo que Cornell West expresó sobre el futu­ ro del ra p: que term inaría “como acaba la mayor parte de los productos posmodernos norteamericanos: fuertemente empa­ qu etado, regu la d o , d istrib u id o , circu lado y consum ido” (Prendergast loe. cit.). En The politics o f modernism: Against the new conformists, publicado postumamente en 1989, W illiam s incluye su famosa ponencia sobre “El futuro de los estudios culturales”, en el que deplora la institucionalización del movimiento, su burocratización y su adaptación a las reglas del juego académico, con­ virtiéndose en el “hogar de intelectuales especialistas”. Cuando los estudios experimentaron esta metamorfosis “se aceptó acríticamente un conjunto de teorías que en cierto sentido ra­ cionalizaron esa situación”. W illiam s condena esta resurrección del formalismo idealista, este retorno a “las formas más sim­ ples (incluso formas marxistas) de estructuralismo” , en una alusión soterrada, pero recia, a las innovaciones de H all basa­ das en Althusser y en la importación de procedimientos pro­ pios de la sem iología francesa. Las expresiones finales de Williams, que son en todo sentido sus últimas palabras, invi­ tan a los estudios culturales a revisar drásticamente su syllabus y su disciplina, si es que aspiran a tener algún futuro. No hay que leer entre líneas para darse cuenta de que William s sentía que el m ovim iento había bastardeado su programa (W illiam s 1996: 173, 177).

El libro postumo de W illiam s no alcanza sin embargo a esta­ blecer su propia estrategia con suficiente precisión. Como con­ signa John H iggin s, muchos lectores encontraron que la colección no es satisfactoria (H iggins 1999: 154). También yo la encuentro insustancial, y no soy el único en pensar de ese modo. Prendergast (1995: 196) anota que buena parte de su (íscritura ostenta un carácter incómodamente crispado, m ien­ tras que Chris Baldick se queja de que la postura que W illiam s ataca no es ni referida por su nombre, ni adecuadamente ca­ racterizada (Baldick 1989: 1205). En una biografía intelectual reciente, H iggins registra un incesante torrente de críticas a la obra de W illiam s en la última década del siglo. Los errores que se señalan y fundamentan son innumerables: la escasa aten­ ción que W illiam s, como marxista, prestó a los conceptos de clase y estado, e incluso a la dimensión económica, a las políti­ cas de raza y género, o a las dinámicas del imperialismo; la inocultable inexperiencia de su ‘semántica histórica’, ignorante de los protocolos profesionales básicos en esa área de estudios; una extraña reticencia a especificar contra quiénes confrontan sus textos críticos; una notoria tendenciosidad en su lectura de Saussure; un desconocimiento descarnado de las propuestas estructuralistas y posestructuralistas; un mundo literario cuyo panorama estaba restringido a los libros que se discutían en Cambridge, y un ominoso etcétera (H iggins 1999: 169-170). Algunos autores quieren que W illiam s sea el arquetipo del socialista puro en la tradición de los estudios culturales. En un libro titulado, sin mucha originalidad, C u ltu ra l Studies, Fred Inglis, sin embargo, anota que W illiam s contrapone política y cultura, y las engloba en el marco de un marxismo pasado por William Morris, cuyo reloj no está puesto con miras a la revo­ lución, sino pensando en un análisis inteligente y en la cons­ trucción de una racionalidad científica viable (In glis 1993: 55-56). Apenas anotado lo anterior, de todas formas, W illiam s prácticamente no vuelve a aparecer en un tratamiento increíble­ mente verborrágico de los estudios culturales, salvo como una entrada más en las listas de intelectuales prestigiosos que en­ galanaron la trayectoria del movimiento. Con el transcurso de los años, W illiam s es tal vez mejor evo­ cado en relación con su trayectoria dentro del socialismo inglés que como parte de la corriente que nos ocupa. La segunda edi­ ción de Keywords (W illiam s 1983a), que incluye unas 120 pala­

bras clave de su fondo personal de conceptualización, omit* significativam ente una entrada para ‘estudios culturales’. En­ tre paréntesis, Keywords también excluye algunas locuciones suyas ya en desuso, por ejemplo la ‘estructura de sentimiento’, así como todo concepto característico de otros autores rivales: en el interior de los estudios culturales, tales como ‘articula­ ción’, ‘placer’, ‘etnografía’ y ‘encoding/decoding’: un evidente ritual de elusión. Una voluminosa biografía de W illiam s, también escrita por Fred Inglis (1995), prácticamente no menciona palabra sobre la existencia del m ovimiento o el CCCS, los que ni siquiera aparecen en el índice alfabético. M arxism and literature, el texto fundante de W illiam s en relación con lo que sería el culturis­ mo, merece una mención al pasar como “su libro ilegible” (Inglis 1995: 249). Tampoco la biografía intelectual de W illiam s escri­ ta por John Higgins (1999) menciona jam ás al culturismo. La impresión que tendría un lector distante al leer las biografías de Inglis o Higgins es que Raymond W illiam s ha sido más im­ portante para los estudios culturales de lo que estos fueron para él: se puede escribir una crónica del procer sin referirse al movimiento, pero es un poco más difícil historizar el culturismo sin mencionar al menos un par de veces al padre fundador. Esto implica, a la larga, que si un antropólogo decide buscar inspiración en la inmensa producción de W illiam s, no necesa­ riamente tendrá que llevar los estudios culturales a la rastra. Y hasta cierto punto, también viceversa. Pero a quien piense que los sucesivos aportes de Williams o de algunos otros fundadores o estudiosos tempranos del movi­ miento pueden ser piezas de extrapolación utilizables, habría que recordarle su carácter fuertemente coyuntural. Sus argu­ mentos tienen sentido en el contexto de discusiones teóricas y posiciones en el tablero del poder, la práctica pedagógica y la política cuyos significados se han ido perdiendo: las alusiones personales se han vuelto anónimas, los motivos de su urgencia se esfumaron, los supuestos alguna vez actuantes son ahora un enigma. En el tratam iento de las influencias de Gramsci, por ejemplo, David H arris advierte que la estructuración del patrimonio culturista tiene que ver más con tácticas puntua­ les que con estrategias generalizables: Cualesquiera sean los méritos o los límites teóricos o políticos abs­ tractos de estos debates ... es útil recordar que estas modificacio-

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