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Spanish; Castilian Pages 270 [267] Year 2017
Colección Letral Monografías Letral, 5 LETRAL (Líneas y Estudios Transatlánticos de Literatura) nace como proyecto vinculado a la Universidad de Granada. Esta colección homónima –interdisciplinar y en cooperación con otras instituciones internacionales– se inaugura en 2011, y tiene como objetivo el análisis de los distintos campos literarios que conectan América y España a través de textos, autores y lecturas que se han producido y circulan en la contemporaneidad, enfocados en el fenómeno de las migraciones, el mercado global y las propuestas estéticas transnacionales, que convergen en un espacio transatlántico común. Con este horizonte, las monografías Letral cartografían la literatura latinoamericana de los siglos xx y xxi sobre la base de zonas geográficas y géneros literarios, empleando una metodología teórica plural que atiende a la naturaleza híbrida de este objeto y a la problemática geopolítica a la que se aviene su estudio. Directora: Ana Gallego Cuiñas (Universidad de Granada) Comité científico: Michèle Soriano (Université de Toulouse) Ksenija Bilbija (University of Wisconsin-Madison) Fernando Blanco (Bucknell University) Pablo Brescia (University of South Florida) Magdalena Cámpora (Universidad Católica Argentina) Roberto Domínguez Cáceres (Tecnológico de Monterrey) Oswaldo Estrada (University of North Carolina at Chapel Hill) Pedro García-Caro (University of Oregon) Josebe Martínez (Universidad del País Vasco) Gesine Müller (Universität zu Köln) Guadalupe Silva (Universidad de Buenos Aires) Ricardo F. Vivancos (University of George Mason)
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Escribiendo la nación, habitando España La narrativa colombiana desde el prisma transatlántico Virginia Capote Díaz
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ISBN 978-84-16922-63-5 (Iberoamericana) ISBN 978-3-95487-673-0 (Vervuert) ISBN 978-3-95487-674-7 (ebook) Depósito legal: M-32628-2017 Diseño de cubierta: a.f. diseño y comunicación The paper on which this book is printed meets the requirements of ISO 9706 Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro Impreso en España
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Escribiendo la nación, habitando España La narrativa colombiana desde el prisma transatlántico Virginia Capote Díaz
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Índice De Colombia a España: vidas en tránsito y escrituras migrantes. Virginia Capote Díaz y Ángel Esteban................................... I. Panoramas Tres décadas de literatura colombiana en España (19702000). Consuelo Triviño Anzola. ................................................... Lazos familiares, una estampa de una relación editorial en cinco nombres. Pilar Reyes......................................................................... El papel del margen: mujeres transatlánticas y pequeñas editoriales. Virginia Capote Díaz...........................................................
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II. Del boom a la generación de los cincuenta García Márquez, Franco, los dictadores y Barcelona. Yannelys Aparicio................................................................ 77 R. H. Moreno-Durán: lector que escribe. Luz Mary Giraldo. ............................................................. 89 Re-descubrimiento de América en la novela histórica de William Ospina. Yadira Segura Acevedo........................................................ 109 III. Nuevos ecos Crónica de una consagración literaria. Juan Gabriel Vásquez y España. Jasper Vervaeke.................................................................... 149 Juan Cárdenas y la otra tradición. Catalina Quesada................................................................ 167
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IV. Incursiones interdisciplinares: literatura, política e historia La imagen de España en Viajes de un colombiano por Europa y el Ensayo sobre las revoluciones políticas de José María Samper. Andrea Cadelo................................................................... 189 La memoria y el crimen. Afinidades y diferencias en la poética de Laura Restrepo y Rafael Chirbes. Janneth Español Casallas..................................................... 221 España, ¿madre o madrastra? El despecho de seis escritores colombianos por la imposición del visado a sus compatriotas. Fernando Díaz Ruiz............................................................ 247
Sobre los autores.................................................................... 263
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De Colombia a España: vidas en tránsito y escrituras migrantes Virginia Capote Díaz y Ángel Esteban Universidad de Granada
Siete años después de la primera llegada de Colón a las costas del Caribe, y justo cuando La Celestina, en su primera edición burgalesa, estaba dando un colofón excelente al, hasta entonces, mejor siglo de las letras castellanas, recaló Alonso de Ojeda en el Cabo de la Vela. Veintiséis años más tarde vio la luz Santa Marta, el primer asentamiento permanente en la tierra que hoy es Colombia, y en 1933 fue fundada Cartagena de Indias. Desde entonces hasta ahora, las relaciones entre España y Colombia han sido densas y cómplices, comenzando por los lazos que unen a los dos países alrededor del mismo nombre del país que da entrada a la América del Sur. “Colombia” no es solo la “Tierra de Colón” (Christophorus Columbus), sino también el homenaje al español Bartolomé las Casas, quien en sus escritos defendió que el continente fuera llamado “Colombo”, dando crédito al protagonismo de Colón, en lugar de América. De hecho, cuando Bolívar puso nombre a “La Gran Colombia”, en el Congreso de Angostura, el 15 de febrero de 1819, lo hizo inspirado en el periódico El Colombiano, publicado por Francisco de Miranda en Nueva York, quien a su vez quería recoger, bajo ese título, el espíritu colombino de Las Casas.
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El objeto de este trabajo colectivo es profundizar en las relaciones literarias que ha habido entre España y Colombia en el siglo xx y lo que llevamos del presente, concretamente a través de la narrativa. Para ello, hemos intentado vincular los resultados de nuestras investigaciones con la línea que profundiza teóricamente en el concepto de lo transatlántico. En estos últimos años, esa nueva perspectiva trata de definir la especificidad de la identidad latinoamericana desde un punto de vista más amplio y certero. Los cruces transatlánticos suponen un elemento fundamental de los procesos de fundación identitaria tanto de la exmetrópoli como de los países americanos. La constancia de los intercambios en los tiempos de la colonia hace de este un periodo apropiado para los estudios culturales transatlánticos. La pérdida de la versatilidad con las independencias de América Latina no acabó con las relaciones transoceánicas, pero sí modificó su sesgo. Ahora bien: la España del siglo xx no puede entenderse sin la emigración constante a América, pero tampoco sin la gran presencia de los hispanoamericanos en la Península, sobre todo a partir de mitad de siglo y más todavía en los albores del xxi. A todo esto hay que sumar el hecho de que en la segunda mitad del siglo xx las sociedades industrializadas o en vías de desarrollo organizan sus procesos económicos de otra forma, más dinámica y rápida, y las realidades del mundo de la cultura, la literatura, el arte, la música, etc., son más visibles en todos los lugares y, por tanto, más homogéneas, por lo que las relaciones transcontinentales adquieren unos caracteres marcadamente distintos a los de otras épocas, gracias a las nuevas formas de comunicación, las posibilidades para trasladarse rápida y cómodamente de un país a otro y las nuevas tecnologías aplicadas a los medios de comunicación de masas. Lo que ocurre es que, en muchas ocasiones, se ha tendido a estudiar estos fenómenos, más desde la perspectiva de Europa hacia América —de las exmetrópolis hacia las excolonias— que al revés. Los galeones han vuelto a hacer la ruta de este a oeste con mayor fruición que al contrario. Por eso, los estudios transatlánticos que han tratado la emigración o el exilio de europeos hacia América —en nuestro caso, de españoles a América Latina— han sido mucho más abundantes que los que han visto las huellas de los intelectuales latinoamericanos en España. De ese modo, es necesario, en estos momentos en los que la globalización ha acabado con centros y periferias, reconducir las pro-
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puestas teóricas hacia los conceptos de exilio, migración, desplazamientos, transterritorialidad, transnacionalidad, etc., ya que en las últimas décadas asistimos a una nueva inmersión de intelectuales, artistas y escritores latinoamericanos en la Península y otras partes de Europa. Así, un estudio en profundidad de lo transatlántico debe manejar la realidad de los sujetos desplazados, transterritorializados, sus condiciones de vida y trabajo, en las grandes ciudades españolas. En esta línea transatlántica, tenemos la inestimable contribución crítica de Julio Ortega a los estudios de este cariz, que se materializa en la publicación de artículos científicos como “Estudios transatlánticos”. En Signos literarios y lingüísticos, III, 1, 2001, 7-14; “Escritura colonial, lectura poscolonial: el sujeto transatlántico”. En Signos literarios y lingüísticos, III, 1, 2001, 15-32; “Posteoría y estudios transatlánticos”. En Iberoamericana, III, 9, 2003, 109-117, entre otros. A esto hay que sumar la organización de un grupo de estudio en la Universidad de Brown (“Proyecto Transatlántico”) y subsecuentes conferencias. Como propone en “Posteoría y estudios transatlánticos”, los estudios interculturales pueden ofrecer nuevas interpretaciones sobre la construcción nacional basada en las diferencias de los sujetos nacionales y podrían “reformular el largo y desigual intercambio entre España y América hispana”. Ortega, y esto nos interesa, concibe los estudios transatlánticos como un diálogo horizontal entre modelos teóricos que realizan una crítica que toma en cuenta el entrecruzado mapa de culturas e historias, de hermenéuticas y áreas geográficas que enmarcan y desbordan las fronteras disciplinarias del hispanismo: “dado el espacio fluido y heterogéneo en que se ha convertido su objeto de estudio y sus circunstancias que la rodean”. Dentro de su entendimiento incluyente, Ortega propone cuatro temas como foco de los estudios transatlánticos: la reescritura del momento colonial, la hibridez en la traducción, el tránsito de los exiliados y la vanguardia histórica. Básicamente, y esto debemos aclararlo, Ortega presenta esta aproximación crítica como diálogo que traspasa las fronteras disciplinarias y que reorganizaría la enseñanza de la literatura en español en el futuro1. 1 Estas últimas ideas han sido tomadas directamente de la propuesta que un grupo de profesores de la Universidad de Granada, y otros investigadores de universidades como Sevilla, La Habana o Brown, hicimos hace varios años y que cristalizó en el Proyecto LETRAL (www.proyectoletral.es), que ha tenido
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Nos proponemos entonces con estas páginas que los aspectos teóricos de los estudios transatlánticos se vean materializados en el flujo literario y el intercambio cultural entre España y Colombia. Si dejamos a un lado el significado de la publicación y circulación en el campo literario global de Cien años de soledad y el salto, a raíz de este hecho, de la figura de García Márquez y, con él, la literatura latinoamericana a la república mundial de las letras, en términos de Pascale Casanova, la perspectiva transatlántica en lo que a la relación literaria entre Colombia y España se refiere ha sido poco abordada por los estudios críticos a pesar del auge de la disciplina en los últimos años. El punto de mira de los estudios transatlánticos ha estado, más bien, ocupado por los vínculos que han tenido lugar entre la región del Río de la Plata, Perú, Chile, México o Cuba y el otro lado del océano. Nos planteamos, por tanto, configurar una primera aproximación a la cartografía general de las relaciones literarias entre Colombia y España, prestando especial atención a su narrativa, desde el boom hasta la actualidad. Atravesamos por un momento histórico y cultural en el que los paradigmas y clasificaciones tradicionales sobre la literatura hispanoamericana están siendo puestos en tela de juicio desde hace aproximadamente una década. Las divisiones nacionales y regionales han perdido fuerza en favor de una, cada vez más poderosa, idea de conjuntos donde las fronteras geográficas que funcionan como el techo que los ampara dejan paso a la lengua española como el elemento sustitutivo de la nación. Como consecuencia directa de los procesos de globalización, las aproximaciones a los productos culturales —ya sea esta en clave nacional, ya en clave posnacional— se cargan de nuevos sentidos. Esta situación vierte sus consecuencias en los mercados literarios y las redes editoriales, cuyo estudio, tal y como propone Gallego Cuiñas (419-430), se postula como veta novedosa no solo para los estudios transatlánticos sino para arrojar luz al proceso de formación de tendencias, lenguajes, consagración y
como frutos inmediatos la creación de una revista de estudios transatlánticos del mismo nombre (www.letral.es), la convocatoria y la participación de varios congresos orientados hacia lo transoceánico, la creación de un máster transdisciplinar en estudios culturales latinoamericanos y el comienzo de una colección de monografías que inciden en la relación entre España y algún país de América Latina, entre las que se encuentra el presente volumen.
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visibilidad de determinados autores sobre otros. Es por esto que en el análisis de la industria editorial y sus repercusiones en el campo literario podemos encontrar un caldo de cultivo plenamente propicio para la sistematización de las relaciones culturales entre España y Colombia, las estéticas vigentes a lo largo del tiempo y la recepción de los textos2. Aunque contamos con antecedentes reseñables —tales como las obras sobre España de Soledad Acosta y José María Samper en el siglo xix, la interesante estadía de José María Vargas Vila en Madrid y Barcelona en los albores del xx aleccionada por la existencia de un ya prometedor mercado literario, o el reverberar, acá y allá, de relaciones culturales que produce la revista Mito a mediados del siglo pasado y que llevó a Bogotá a ganarse, no sin controversia, el apodo de la Atenas sudamericana— no es hasta finales de los años sesenta cuando nos topamos con el gran hito al servicio de la construcción de la historia literaria transatlántica colombo-hispana y la identidad del continente americano para los ojos de Europa. Hablamos, sin duda, del boom de la literatura latinoamericana, con García Márquez como representante absoluto en el caso de Colombia, y el interés de los agentes y las editoriales españolas por difundir la nueva corriente estética gestada al otro lado del Atlántico. La literatura colombiana llega a Europa, eso sí, aún no comprendida como un ente nacional aislado, sino como representante de un conjunto más amplio que ha diluido las separaciones fronterizas en pro de una realidad ligada por una identidad común: Hispanoamérica. El boom de la literatura hispanoamericana en Europa configura con fuerza en España una red de mercado editorial que funciona como trampolín hacia la internacionalización de aquellos escritores que conseguían llegar a ella. Esta es la razón fundamental por la que se crea un flujo denso de migración literaria desde América Latina, en general, y Colombia, en particular, hacia la Península y otros lugares de Europa. Un gran número de intelectuales cruzan el Atlántico y se instalan en España —en Madrid y Barcelona de forma 2 Esta temática es ampliamente desarrollada en el Proyecto de Investigación “Patrimonio literario y mercado editorial en Andalucía: Proyecciones transatlánticas”, PRY15/14, financiado por el Centro de Estudios Andaluces y dirigido por Ana Gallego Cuiñas, donde se fecundan algunos de los resultados que presenta este volumen.
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mayoritaria, haciendo de la antigua metrópoli uno de los lugares de recepción por excelencia de la población hispanoamericana— no como exiliados forzados, sino motivados por una intención personal en busca de oportunidades de formación, editoriales o, en ciertos casos, huyendo de las amenazas de la violencia. Fernando Aínsa habla a este respecto del “artista migratorio”, que aglutina en su ser esta “condición nomádica” como la forma de identidad crucial de estos escritores que representan uno de los productos resultantes del proceso de globalización (11). A partir de aquí afrontamos varias cuestiones. Por una parte, ¿cuál es el posicionamiento de esta oleada de escritores con respecto a lo nacional? ¿En qué medida afecta la experiencia de España en las ficciones de estos sujetos migrantes? ¿Y en sus trayectorias como escritores? Y, en segundo lugar, atendiendo ya no solo al flujo de autores que llegan a Europa, sino también a la recepción de los textos en el Viejo Continente, ¿dónde se sitúa el horizonte de expectativas de los lectores en España y en Europa acerca de la literatura colombiana? Paulatinamente, los intelectuales colombianos que se asientan en España alrededor de los ochenta —es decir, aquellos que nacen desde mediados de los años cuarenta hasta principios de la década de los sesenta— van desplazando las narrativas míticas y magicorrealistas en favor de escrituras sostenidas por el canto a las ciudades con un trasfondo de compromiso político y social. La mirada desde el otro lado del Atlántico supone una distancia que puede ser asumida como ventaja para comprender los profundos cambios que comienza a sufrir Colombia y sus ciudades con la irrupción de la modernidad. Fernando Vallejo, Plinio Apuleyo Mendoza, Héctor Abad Faciolince, H. R. Moreno-Durán, Fernando Cruz Kronfly, o Luis Fayad, ya sea desde Colombia o desde Europa, se enfrentan a la tradición macondiana para pasar a enarbolar un estilo de narrativa urbano y acompasado, en muchos casos, por el fluir de la vida cotidiana. Los noventa traen consigo la publicación de La virgen de los sicarios, de Fernando Vallejo, a la que le siguen toda una riada de productos más o menos mediáticos —que van apareciendo de manera paralela a la corriente urbana apenas mencionada— que calan fuerte en el público masivo por su versatilidad para adaptarse a formatos cinematográficos. Durante la primera década del nuevo milenio, publicaciones, largometrajes y series de televisión que combinan las dro-
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gas y el sicariato con tramas melodramáticas situadas en la ciudad caótica y en las comunas, hacen que la identidad colombiana quede reducida a estas cuestiones, situándose estos últimos elementos en la base del horizonte de expectativas de los lectores en Europa. Lo que ocurre después, vincula la producción de novelas con los intereses de muchas de las casas editoriales motivadas por estas temáticas tendentes a convertir al narcotráfico, la guerrilla y el mundo de la droga en la carta de presentación de Colombia. Los escritores del momento —generalmente nacidos en los sesenta y los setenta— y aquellos venideros tienden a dividirse a partir de este momento en varias corrientes. En primer lugar, encontramos aquellos que hacen coincidir sus propuestas con las demandas de un público lector que busca tramas, por lo general, basadas en la construcción de narrativas sujetas al paradigma epistemológico de lo nacional y que identifican las características locales bien con los males que asuelan el país, bien con los rescoldos de un lenguaje real-maravilloso de ecos melodramáticos. Después contamos con autores que se distancian radicalmente de las narrativas locales para establecer diálogos con la cultura universal. El último grupo está formado por aquellos que, si bien se sitúan en lo nacional para construir sus relatos, lo hacen desde enfoques más variados que los sugeridos en el primer grupo. Somos conscientes de que esta introducción no hace más que abrir interrogantes a la temática planteada: ¿de qué forma se traducen estas cuestiones teóricas sobre los estudios transatlánticos en la relación entre Colombia y España? ¿Hacia dónde se mueven los vectores de influencia? ¿Desde cuándo se viene proyectando de manera explícita esta relación histórica, cultural y literaria entre Colombia y la Península? ¿Cuáles son los nombres más representativos de su narrativa y qué estéticas aportan al canon nacional? ¿Hay diferencias entre las líneas estéticas propuestas por las grandes editoriales y aquellas difundidas por editoriales independientes? ¿Cuál es el papel y el impacto de las escritoras que viajan a España desde Colombia? A estas y a otras cuestiones tratamos de dar respuesta en este volumen, a sabiendas de su carácter panorámico, pues nuestra aproximación no esconde una intención totalizadora —en cuanto a la sistematización de vetas de estudio, géneros, corrientes, épocas y autores— sino ilustrativa de una confluencia temática —el flujo literario entre España y Colombia— que aún cuenta con mucho material que proyectar y desarrollar.
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El primer bloque del volumen, Panoramas, contiene tres trabajos de enfoque abarcador que servirán para poner en contexto las secciones venideras, dedicadas a análisis particulares. Este queda inaugurado por el ensayo-testimonio de la escritora Consuelo Triviño Anzola, “Tres décadas de literatura colombiana en España”, en el que lleva a cabo una necesaria revisión por los principales nombres y tendencias estéticas y temáticas que conformaron la estampa literaria hispano-colombiana desde 1970 hasta el 2000. Triviño sitúa como centros neurálgicos del intercambio literario peninsular las ciudades de Barcelona y Madrid, que por su florecimiento cultural —debido a la existencia de movimientos como la Movida Madrileña y revistas como Ajoblanco o Triunfo en la Ciudad Condal y La luna o Madrid Me Mata en la capital— acogieron a gran parte de los intelectuales colombianos que se decidieron a cruzar el Atlántico movidos por una serie de razones políticas, culturales o personales. El estatuto de seguridad de Turbay Ayala, el contacto con el emergente mundo editorial y con Carmen Balcells —la “influyente agente literaria que decidía la carrera de muchos escritores americanos”—, la necesidad de completar estudios de posgrado o, simplemente, la voluntad de cumplir “el sueño romántico y la bohemia” presente en obras pujantes del momento como Rayuela de Cortázar, fueron algunos de los motivos que fomentaron los movimientos migratorios de no pocos escritores que se inspiraron en una España que había sabido salir del régimen de Franco. En palabras de Triviño, “mientras España se sacudía el polvo de una dictadura rancia, en los setenta, América Latina quedaba presa de sus fantasmas seculares”. Así lo demuestran eventos históricos como el Frente Popular en Chile, el golpe militar en Argentina, la violencia endémica en Colombia, los motivos inspiradores de la Revolución cubana o el intervencionismo americano que provocaron en los intelectuales y sus obras un compromiso político “insoslayable”, proyectado desde cualquier parte del planeta. En el centro de estos parámetros, Consuelo Triviño configura una nómina de autores, muchos de ellos canónicos en Colombia, sin olvidarse de referirse a antecedentes importantes como el mítico José María Vargas Vila —coetáneo de Darío y Martí, conocido por la enorme recepción de sus obras y por su polémica imagen en Colombia— y otros nombres. Es así como menciona la obra de muchos de los escritores con los que comparte experiencias en su personal periplo español: Darío Ruiz Gómez, Óscar Collazos,
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Rafael Humberto Moreno-Durán, Luis Fayad, Ricardo Cano Gaviria, Fanny Buitrago, Miguel de Francisco, Manuel Giraldo, Sonia Truque y Guido Tamayo, entre otros. Asimismo —sin olvidar llevar a cabo ciertas incursiones en la recepción de la literatura Colombia en España, concretamente, a través de los premios— sistematiza las tendencias temáticas y aporta una bibliografía extensa sobre los textos clave —novelas, antologías, obras de crítica— gestadas en la Península por colombianos residentes en ella. Su texto se cierra con una mención a su experiencia personal en relación con Madrid: “el exilio, tanto dentro como fuera del país, es un requisito indispensable para cualquier proyecto de escritura”. El segundo texto de esta sección tiene a cargo el análisis del mundo de la edición transnacional entre España y Colombia. También a través de un híbrido entre el testimonio personal y la crítica literaria, encontramos el ensayo de Pilar Reyes, “Lazos familiares, una estampa de una relación editorial en cinco nombres”, directora de la editorial que ha dado lugar a las figuras más visibles de la literatura colombiana en el panorama internacional: Alfaguara. En este trabajo, reflexiona sobre la literatura colombiana desde la óptica del mercado editorial, esbozando un pertinente recorrido histórico por la industria del libro en Colombia desde la década de los noventa, en su relación tanto con España como con el resto del Continente. La industria editorial en el país andino se ha situado en la retaguardia del mercado en comparación con otros países de América Latina, como México y Argentina. Como indica Reyes, solo a partir del noventa el ecosistema editorial comienza a diversificarse. Los tres sellos locales más importantes del país: Tercer Mundo, Áncora Editores y Norma asisten a la irrupción en el panorama de dos grandes grupos editoriales provenientes de España, Planeta y Alfaguara, que impulsan la “competencia”, la “profesionalización” y la “dinamización” del circuito editorial. En este momento el libro comienza a ser asumido como “lógica de mercado” y como objeto de consumo, en contraste con la tradición cultural colombiana hasta el momento, tendente a considerar lo literario como campo autónomo, ajeno a las dinámicas mercantiles y a establecer un diálogo exclusivo con el lector especializado. Es este el momento en el que Alfaguara comienza a configurar su catálogo, compuesto por narradores de distintas generaciones, desde los veinte a los setenta, con estéticas distintas y relaciones variables con respecto a la Península.
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De esta atinada nómina, Pilar Reyes destaca, en primer lugar, a Álvaro Mutis, autor reeditado en España como representante de canon nacional colombiano que tuvo una gran acogida en el ámbito de los premios literarios peninsulares. El segundo nombre de su estampa está conformado por Fernando Vallejo, gran hito internacional de la literatura colombiana que cuenta con la atención en Europa, inicialmente, por parte de países no hispanohablantes. Las numerosas traducciones de su obra y el apabullante éxito de ventas y de la crítica catapultan la obra del escritor paisa al mercado peninsular. En palabras de Reyes, “Fernando Vallejo entró a España por Francia”. Diferente es el caso de R. H. Moreno-Durán, que entiende España, y más concretamente Barcelona, como “un hito que cumplir” en su carrera como escritor con el fin de lograr “legitimidad” y “visibilidad” con sus obras; y de Laura Restrepo, ganadora del premio Alfaguara con su novela Delirio, que la consolidó en el mercado español. El ensayo de Pilar Reyes incluye las voces de los escritores y periodistas Juan Gabriel Vásquez y Héctor Abad Faciolince, que reflexionan sobre la importancia de España en sus respectivas carreras y sobre el papel de las editoriales transnacionales en el mercado global en lengua española. Concluye el primer bloque del volumen el texto de Virginia Capote Díaz, El papel del margen: mujeres transatlánticas y pequeñas editoriales. Si Pilar Reyes exponía la perspectiva de la edición hispano-colombiana a través de la mirada de un gran grupo, este trabajo tiene el acometido de presentar el funcionamiento y la propuesta de las pequeñas editoriales y editoriales independientes en la Península, prestando especial atención al flujo de mujeres colombianas que atravesaron el Atlántico y escribieron en España, y que no han contado con la visibilidad que sus obras y trayectorias merecen. Tal es el caso de intelectuales como Emma Reyes, Marvel Moreno, Albalucía Ángel y Consuelo Triviño, representantes de generaciones diferentes —que van desde principios de siglo a los años sesenta—, partícipes de géneros narrativos diversos y reproductoras de estéticas distintas que, sin embargo, comparten un elemento en común: la escritura de la nación colombiana en sus creaciones narrativas y epistolares. La segunda sección, Del boom a la generación del cincuenta, presenta una relación de estudios específicos sobre un grupo de escritores colombianos testigos de una época que se torna esencial para la construcción identitaria de las letras nacionales y su proyección al
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exterior. En este sentido, y como no podía ser de otra manera, el primer gran nombre de este representativo elenco está conformado por el Nobel cataquero a través del ensayo de Yannelys Aparicio, titulado “García Márquez, Gabo, los dictadores y Barcelona”. Este trabajo supone una buena muestra de cómo España no ha funcionado para Colombia —y América Latina— solo como trampolín hacia la visibilidad y la sacralización, sino que ejerce, también, un papel clave como inspiración temática en algunas de las novelas más emblemáticas del canon hispanoamericano, en este caso: la muerte de Franco. Fusionando varias líneas de estudio propuestas por los estudios transatlánticos —viajes, contagio cultural e intercambio epistolar—, Aparicio plantea con pericia la vinculación de Gabo con España en relación directa con las condiciones en las que se gestó El otoño del patriarca, un trabajo literario motivado por la pasión casi innata del escritor por el poder, que lo llevó a inspirarse de la figura de varios dictadores, así como del clima “de ficción” vivido tras la muerte del tirano español. En la base de la novela subyacen, también, dos proyectos que no vieron nunca la luz: la historia sobre la guerra de Colombia y Perú —que habría sido escrito a cuatro manos con Vargas Llosa— y un libro colectivo sobre los dictadores de América Latina, orquestado por Carlos Fuentes (en colaboración con muchos otros escritores del momento) en un intento panhispánico por transmitir a la “cultura occidental un asunto que hasta ese momento ha sido prerrogativa del subcontinente americano”. La fuente de la que hace uso Aparicio para corroborar esta información es un intercambio de cartas de cariz literario entre el escritor colombiano y otros representativos escritores del boom —Mario Vargas Llosa y Carlos Fuentes, sobre todo— conservado en la Rare Books Collection de la Universidad de Princeton. Representante de la generación del cuarenta es el intelectual que se presenta en el siguiente ensayo: Rafael Humberto Moreno-Durán. La profesora Luz Mary Giraldo realiza en su trabajo “R. H. Moreno-Durán: lector que escribe” el retrato de un escritor testigo de la violencia partidista y lector de la generación del boom que, sin embargo, se despega en sus propuestas de la narrativa testimonial, la novela histórica, la perpetuación de lo real-maravilloso y la literatura de consumo. El estudio, proyectado con gran agudeza simbólica, no solo presenta los rasgos definitorios de sus obras y su configuración como autor —que responden a una intención de diálogo y
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perpetuación de la cultura universal, de la imagen de Babel, y de antecedentes como Macedonio Fernández, Borges, Joyce, Kafka y Cervantes—situándolo dentro del mapa de tendencias de la literatura colombiana, sino que también relata la experiencia de Moreno-Durán con España y Barcelona, a través de un ilustrativo análisis de la recepción de su obra en periódicos, revistas, homenajes, premios, ediciones y reediciones de sus textos, la mayoría por editoriales españolas (Tusquets, Montesinos, Seix Barral, Planeta, Alfaguara y Aguilar). A través de un ejercicio comparatista, Giraldo cierra el ensayo interpretando la producción escritural de Moreno-Durán a la luz de las claves discursivas, técnicas y temáticas de Cervantes. El segundo bloque se cierra con la aportación de Yadira Segura Acevedo “Re-descubrimiento de América en la novela histórica de William Ospina”. Este trabajo no solo trae a colación un profuso análisis de la narrativa histórica del autor —que viajó a Europa en la década de los ochenta—, haciendo uso de la intertextualidad, la novela histórica y la nueva novela histórica como hilos teóricos, sino que también incurre en una de las grandes vetas temáticas de los estudios transatlánticos propuestos por Julio Ortega: la reescritura del pasado colonial. Como ocurre en Ursúa, El País de la Canela y La serpiente sin ojos, protagonizadas por personajes históricos como Pedro de Ursúa, Francisco de Orellana, Gonzalo Pizarro o Lope de Aguirre, esta reevaluación de la Conquista a través del relato histórico-narrativo de Ospina sirve como método para comprender mejor el presente, así como “las causas que actualmente reprimen o vulneran la sociedad colombiana”. La siguiente sección del volumen, Nuevos ecos, tiene a cargo dar noticia de los derroteros que va tomando la nueva literatura colombiana a través de una exposición de dos de las voces más jóvenes del panorama narrativo, pertenecientes a la generación de los setenta. Jasper Vervaeke recupera con lucidez en su “Crónica de una consagración literaria” los pasos de Juan Gabriel Vásquez por el Viejo Continente y el reflejo de estos en su creación. Si la narración de El último corrido se ubica en España, el resto de las obras del escritor de Bogotá no logran despegarse de la historia y la realidad política colombianas, a pesar de los trece años que habitó en Barcelona —ciudad en donde Vásquez encuentra un “espíritu abierto [para recibir] la nueva literatura latinoamericana en España” y un “nido que le permitía domar los demonios traídos de la patria”—. Pero
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si no encontramos a España en sus ficciones, sí que la aprehendemos determinante en su carrera como escritor. Con información que obtiene de primera mano, Vervaeke construye un adictivo relato sobre la trayectoria literaria de Vásquez haciendo uso de parámetros como la “expatriación” del escritor —y su ruta por Europa antes de llegar a España: Francia y Bélgica—, su itinerario por el panorama editorial entre la Península y su país de origen y, por último, la recepción de sus obras, teniendo en cuenta, sobre todo, la variable de los premios literarios. Si Jasper Vervaeke trataba la figura de un escritor joven que coloca lo nacional-colombiano en el centro neurálgico de sus relatos y que se constituye como una de las grandes apuestas de una editorial transnacional, el trabajo de Catalina Quesada marca el contrapunto con un perspicaz análisis de la narrativa de Juan Cárdenas, un autor de gran proyección en el momento actual que se desmarca, en gran medida, de las tendencias predominantes de la literatura latinoamericana. Si la “toma de posición” de un autor depende tanto de sus declaraciones en entrevistas, del lugar en el que escribe y de las editoriales en las que publica, como nos indica Quesada, nos encontramos ante un intelectual que se ubica entre los “raros” de América Latina, que ha publicado la mayoría de sus textos en una editorial independiente española y que reconoce sentirse distanciado de la mayor parte de las estéticas desarrolladas por sus coetáneos. Aunque sus obras “se resisten a la remisión contundente”, mantienen un vínculo temático y un lenguaje cercano a su nación. Estas se alejan de la legibilidad, dialogan con la tradición evitando exotismos maniqueos, enmascaran los problemas de la sociedad contemporánea y aquellos generados por el capitalismo en escenarios distópicos y presentan preocupaciones locales desviadas de los lugares comunes como, por ejemplo, la Colombia afrodescendiente. Con el fin de avanzar en la creación del conocimiento y de proponer nuevas lecturas, los estudios transatlánticos proponen una investigación interdisciplinar y transdisciplinar como uno de sus métodos básicos de pesquisa. La última sección de este volumen, Incursiones interdisciplinares, tiene como finalidad indagar en esta idea a través de trabajos que aglutinan lo literario con disciplinas como la historia, el derecho o la antropología. Así lo hace Andrea Cadelo a través de un riguroso estudio, “La imagen de España en Viajes de un colombiano por Europa y el Ensayo sobre las revoluciones políticas de José María Samper”,
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en el que combina el análisis textual con la historia y la política con la filosofía. Con el objeto de ilustrar el panorama decimonónico en cuanto a las relaciones culturales entre España y Colombia se refiere, Cadelo estudia la obra del humanista José María Samper, quien cuenta con un papel clave en Colombia para la definición del Estado-nación y el diseño del método para encaminar al país en la vía del progreso. Como queda citado en el ensayo, Samper creía que “nada [sería] tan interesante para el nuevo mundo como el estudio de España”, con el fin de localizar tanto las “causas subyacentes del retraso” como las claves de su “regeneración”. En los dos textos que conforman el corpus del trabajo aparecen apreciaciones, ya sean descriptivas de la geografía y la sociedad española, ya analíticas —acerca de las causas del declive español—, que trazan un balance histórico basado en parámetros como la división administrativa del país, el nivel de catolicismo o liberalismo en cada una de sus regiones —en relación con el progreso o el estancamiento—, el resalte paisajístico en comparación con Colombia, la posición (inferior para Samper en ciencia, arte y capacidad para el progreso) de España con respecto al resto de pueblos de Europa y, por último, el componente racial, línea temática decisiva en el Ensayo sobre las Revoluciones Políticas. Para Samper, en el concepto de raza, a pesar de su controversia según la mirada del presente, se aglutina a la perfección la idea de lo transatlántico. El mestizaje, subyugado a la necesidad del blanqueamiento poblacional, conllevaría la prosperidad simbiótica de ambas naciones. Janneth Español en su trabajo “La memoria y el crimen. Afinidades y diferencias en la poética de Laura Restrepo y Rafael Chirbes” lleva a cabo un certero acercamiento a lo transatlántico a través de una aproximación comparatista en la que vincula la teoría literaria con la filosofía, la antropología y la política, pergeñando, a través de todas ellas, los conceptos de memoria histórica y de crimen, que utiliza como parámetros de su análisis. Este estudio aborda el discurso literario del escritor español Rafael Chirbes en su obra narrativa La buena letra y de la escritora bogotana Laura Restrepo, de la misma generación, en su novela corta La multitud errante. Cada uno de ellos representa en la ficción acontecimientos históricos, político-jurídicos y económicos que han marcado la realidad social de la segunda mitad del siglo xx en sendas naciones. La reconstrucción, a partir de la historia, de los intercambios entre España y Colombia desde la Colonia hasta la actualidad su-
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pone una cuestión crucial para el significado del volumen, pues las relaciones culturales no pueden ser comprensibles en su totalidad sin una reflexión previa de los entramados históricos y políticos que los generan. Tomando este relevo, Fernando Díaz Ruiz en su ensayo “España, ¿madre o madrastra? El despecho de seis escritores colombianos por la imposición del visado a sus compatriotas” aborda de forma propositiva la lectura e interpretación de la carta de rechazo redactada por Gabriel García Márquez, Álvaro Mutis, Fernando Vallejo, William Ospina, Darío Jaramillo Agudelo, Héctor Abad Faciolince y Fernando Botero, por la imposición del visado a los ciudadanos colombianos por parte del Gobierno de España en 2001. Tras una modificación de la Ley de Extranjería, los arriba mencionados prometían por medio de este documento no volver a pisar suelo peninsular. Después de exponer las relaciones diplomáticas entre ambas naciones desde 1881, Díaz Ruiz presenta tanto la carta, como los discursos posteriores de los intelectuales que van incumpliendo su promesa, como metáforas del sentimiento dual y contradictorio —entre “Madre Patria” o “madrastra despiadada”— que en estos seis escritores en particular, y en América Latina en general, suscita la “otrora metrópolis”, planteando así, en palabras del autor, “la problemática relación de parentesco entre dos naciones unidas por una cultura y una lengua compartidas, pero enfrentadas por un pasado colonial y unos, a menudo, desiguales intereses económicos y geopolíticos”. Concluimos esta introducción agradeciendo a los autores que han participado en el volumen y celebrando cada una de las contribuciones que lo conforman, pues estas suponen un aporte decisivo para el cultivo de un campo literario, el de los estudios literarios transatlánticos entre Colombia y España, poco enfatizado hasta el momento por la crítica y en el que, a juzgar por la aproximación y los resultados que aquí presentamos, ostenta ser bastante fértil. Bibliografía Aínsa, Fernando (2012): Palabras nómadas: nueva cartografía de la pertenencia. Madrid/Frankfurt a. M.: Iberoamericana/Vervuert. Gallego Cuiñas, Ana (2012): “Dos propuestas para el hispanismo transatlántico del siglo xxi”. En Ana Gallego Cuiñas: Entre la Argen-
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tina y España: el espacio transatlántico de la narrativa actual. Madrid/Frankfurt a. M.: Iberoamericana/Vervuert, 419-430. Ortega, Julio (2001): “Estudios transatlánticos”. En Signos literarios y lingüísticos, III, 1, 7-14. —. (2001): “Escritura colonial, lectura poscolonial: el sujeto transatlántico”. En Signos literarios y lingüísticos, III, 1, 15-32. —. (2003): “Posteoría y estudios transatlánticos”. En Iberoamericana, III, 9, 109-117.
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Tres décadas de literatura colombiana en España (1970-2000)* Consuelo Triviño Anzola Escritora
A finales de los años setenta, España se puso de moda por la vitalidad con la que enfrentaba los cambios sociales y políticos tras la agonía y muerte del régimen franquista. Un movimiento contracultural en Barcelona, designado irónicamente como la Gauche Divine se anticiparía a la sensibilidad posmoderna haciéndose eco de las ideas y de la atmósfera de las capitales europeas más importantes. Revistas como Camp de l’Arpa, Ajoblanco o Triunfo, en la que colaborarían Fernando Savater, Manuel Vicent, Félix de Azúa o Manuel Vázquez Montalbán , permitían medir la temperatura moral de una juventud que se preparaba para emprender la transición ejerciendo derechos antes conculcados. Posteriormente, le correspondería a Madrid, en la década de los ochenta, protagonizar el ambiente festivo en que se vivirían estos cambios. Revistas como La Luna y Madrid me Mata fueron órgano de expresión de lo que se llamó la movida madrileña, que * Este artículo solo es un testimonio personal y, por tanto, cita únicamente a autores que conocí o de los que tuve noticia directa.
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también atrajo hacia la capital española a intelectuales y artistas latinoamericanos. Referiré los viajes de ida y vuelta a España, durante estas dos décadas, de un número considerable de intelectuales colombianos que se instalaron en una u otra ciudad. He de aclarar que, mientras España se sacudía el polvo de una dictadura rancia, en los setenta, América Latina quedaba presa de sus fantasmas seculares. Caudillos y dictadores como Pinochet, Bordaberry y Videla se tomaban el poder, lo que dio lugar a regímenes de terror que forzaron el exilio de muchos intelectuales hacia España y otros países. Asimismo, Colombia, bajo el polémico Estatuto de Seguridad de Turbay Ayala, persiguió a la oposición por considerarla una amenaza para los “valores de la nación”, lo que empujó a periodistas y militantes de izquierda a buscar refugio en el exterior. Como sabemos, durante los setenta, Barcelona se convertía en el centro editorial más importante para el mercado del libro en español1. Esta circunstancia facilitó, como ya había ocurrido en las primeras décadas del siglo xx, la proyección de la literatura latinoamericana. Por otro lado, la influyente agente literaria Carmen Balcells decidía la carrera de muchos escritores americanos. Atraídos por el boom, un grupo de colombianos llegó por entonces a esa ciudad, acariciando el sueño de un similar reconocimiento. Seguían los pasos de Mario Vargas Llosa, Juan Carlos Onetti o Gabriel García Márquez, entre otros autores, que ya habían vivido la experiencia europea. Desde los postulados de las vanguardias de principios del siglo xx y los de la generación perdida norteamericana, estos renovaban el arte de narrar con la introducción de audaces técnicas e insólitos puntos de vista respecto a la historia y la realidad continental americana. El ejemplo de García Márquez en Colombia animó a emprender el viaje mítico hacia Europa a la generación posterior, los nacidos en la 1 La tesis doctoral de María Fernández Moya, La internacionalización del sector editorial español (1898-2010), ofrece datos interesantes: “Tras la adopción de las medidas por parte del gobierno franquista, las exportaciones se dispararon. El sector editorial español pasó de ocupar el puesto 30 en la industria editorial mundial en 1949 al quinto lugar en 1974. El libro se convirtió en uno de los principales renglones de exportación española. De hecho, en Cataluña (uno de los polos editoriales) a comienzos de los setenta, los libros eran el primer artículo de exportación”.
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década de los cuarenta, como Óscar Collazos, Rafael Humberto Moreno-Durán, Luis Fayad y Ricardo Cano Gaviria, entre muchos otros. Les seguían los más jóvenes como Miguel de Francisco, Manuel Giraldo, Sonia Truque y Guido Tamayo, nacidos en los cincuenta. Posteriormente, se instalaron en Madrid escritores como Fanny Buitrago, Antonio Caballero, Dasso Saldívar, Rubén Vélez, Marco Schwartz, Ramón Cote y yo misma, Consuelo Triviño Anzola. En misiones diplomáticas residieron en esta ciudad Álvaro Salom Becerra, Pedro Gómez Valderrama, embajador de Colombia en España y, en los noventa, Juan Gustavo Cobo Borda, agregado cultural. Las razones que trajeron a la capital de España a muchos escritores colombianos son, pues, diversas y no siempre equiparables a las de quienes se instalaron en Barcelona. Antecedentes célebres Debemos recordar que la presencia de escritores hispanoamericanos en las dos ciudades más importantes de España no era ninguna novedad. Desde los modernistas con Rubén Darío a la cabeza, este país fue el destino de muchos de ellos y el motivo no siempre era un cargo diplomático. No voy a repetir lo que significó para el modernismo el auge de la naciente industria editorial española ni me detendré en ninguno de los ejemplos ampliamente conocidos. Conviene señalar que en las primeras décadas del siglo xx pasaron por aquí escritores de primera línea, desde César Vallejo hasta Pablo Neruda, Gabriela Mistral o Miguel Ángel Asturias, precursor del boom de la novela y fundador del realismo mágico quien, precisamente, falleció en Madrid en 1974. El colombiano más famoso que residió en España fue José María Vargas Vila. Entre Madrid y Barcelona se paseó por bulevares y librerías dejándonos un rico anecdotario. Murió en Barcelona en 1933. Es claro ejemplo del escritor que vivió del ejercicio de su pluma, solo Gabriel García Márquez pudo compararse con él en éxito de ventas, ya que en la calidad literaria el Nobel supera al panfletario. De hecho, la mayoría de los escritores colombianos seguían la estela del autor de Cien años de soledad más que el raro ejemplo de quien vivió insultando a sus contemporáneos pero supo atrapar a los lectores con novelas eróticas que hoy nadie resistiría leer.
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No quisiera pasar por alto los importantes antecedentes en los cincuenta y los sesenta, cuando un grupo de escritores colombianos se instaló en Madrid. Poetas, críticos y ensayistas, muchos de ellos parte del canon de la literatura colombiana, coincidieron en la capital española como Germán Pardo García (1902), Eduardo Caballero Calderón (1910) —encargado de negocios en España (entre 1946 y 1948)—, Eduardo Carranza (1913) —consejero cultural de Colombia en España—, Ramiro Lagos (1922), Jorge Gaitán Durán (1924), Eduardo Cote Lamus (1928), Rafael Gutiérrez Girardot (1928) y un joven Darío Ruiz Gómez (1936). Por edad, algunos de estos escritores se aproximaban a la generación del cincuenta en España, aunque también mantenían relaciones estrechas con poetas algo mayores como José Luis Cano, Ramón de García Sol o Leopoldo de Luis, e incluso con Vicente Aleixandre. Desde finales de los cincuenta, hasta casi su muerte en 1991, Germán Pardo García venía cada dos años a Madrid, desde su residencia en México, a pasar largas temporadas en las que se relacionó asiduamente con Dámaso Alonso, Gerardo Diego, Vicente Aleixandre, Leopoldo de Luis y otros poetas. Su revista Nivel y sus libros de poesía, como Los relámpagos (1965) y Mural de España (1966), entre otros, están llenos de referencias españolas. El aporte a la cultura española de estos intelectuales merece ser recordado. Gutiérrez Girardot dejó la impronta de su rigor académico en proyectos de gran calado. Había realizado estudios de posgrado en España y entre sus méritos se cuenta el haber dado a conocer la obra de Borges en 1959, cuando en Europa no se tenía conocimiento de este autor. También participó en la fundación de la prestigiosa editorial Taurus, donde empezó difundiendo a autores alemanes. Caballero Calderón, en cambio, se comprometió en la fundación de la editorial Guadarrama. Libros suyos como Ancha es Castilla (1950) son considerados un ejercicio de prosa depurada e impecable. Madrid fue decisivo para los poetas como Eduardo Carranza, fundador del grupo poético Piedra y Cielo. Su cargo diplomático y la red de amistades afines al régimen de entonces, con la que contaba, lo convirtieron en el poeta oficial por esos años. Tampoco me detendré en grupo de Mito sobre el que existe una amplia bibliografía. Se sabe que Gaitán Durán se relacionó con José Manuel Caballero Bonald y con Vicente Aleixandre, quienes colaboraron con la paradigmática revista colombiana fundada por él.
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Podemos decir que estos escritores pertenecían a una clase media y media-alta con estudios universitarios y apoyos políticos que les permitieron formarse en el exterior o cumplir misiones diplomáticas como individuos afines a los gobiernos de turno. Sorprende el alto reconocimiento que tuvo la literatura colombiana en España en los años sesenta. Dos autores recibirían el prestigioso premio Nadal: Manuel Mejía Vallejo con El día señalado (1963) y Eduardo Caballero Calderón con El buen salvaje (1966). Ramiro Lagos fue pionero en la implantación de los programas de universidades norteamericanas en España, país que sigue visitando por temporadas y con el que mantiene estrechos vínculos. Como hispanista, ha difundido la poesía latinoamericana en antologías de referencia obligada como Mester de rebeldía de la poesía hispanoamericana (1974) y Voces femeninas del mundo hispánico (1991). De Darío Ruiz Gómez, quien realizó estudios en la Escuela Oficial de Periodismo de Madrid, destaca la asombrosa erudición libresca que influyó sobre sus colegas, no solo por su conocimiento de la literatura latinoamericana, sino de la norteamericana —que en países como Colombia se pudo leer gracias a las traducciones argentinas—. Entre sus compañeros de estudios se encontraba el prestigioso crítico Rafael Conte, uno de los primeros en referirse a los nuevos escritores americanos en España. El volumen Lenguaje y violencia: introducción a la nueva novela hispanoamericana (1972) así lo demuestra. En Las sombras (2014), la más reciente novela de Ruiz Gómez, el autor da cuenta de la precariedad de un Madrid sometido a los rigores de la posguerra donde muchos ciudadanos llevaban una vida paralela para mantener las apariencias. Barcelona años setenta y ochenta El desplazamiento hacia Barcelona de un grupo de escritores colombianos en los años setenta, no para ocupar un cargo diplomático, ni enviados por padrinos políticos, responde en algunos ejemplos llamativos al sueño romántico que subyace en la matriz de la cultura latinoamericana, que concibe el viaje a Europa como una necesidad vital. Cierto anhelo de experimentar lo que entendían por bohemia, que novelas como Rayuela proyectaban, atrajo en algunos casos notables a quienes aspiraban a convertirse en escritores.
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Es preciso aclarar que el compromiso político era insoslayable en una década en que Latinoamérica se vio sacudida por movimientos hacia la izquierda y la derecha. La revolución cubana, por un lado, la crisis de los misiles, por otro; mayo del 68 y su impacto en el pensamiento y en los hábitos sociales, la ocupación de la República Dominicana por los marines de los Estados Unidos, la matanza de los estudiantes de Tlatelolco en México, el triunfo del Frente Popular en Chile, el golpe militar en Argentina y la violencia endémica en Colombia. Todo ello convertiría en un polvorín el continente en que los Estados Unidos centraba su atención, desde que se propuso poner en práctica la célebre frase de Monroe: “América para los americanos”. España, ejemplo de cómo se salía de una dictadura, atraía poderosamente la atención de los intelectuales latinoamericanos. Publicaciones como Ajoblanco, distribuidas en Colombia, mejoraron la imagen del país que la juventud de los setenta no tenía como referente cultural. Los nacidos en los cuarenta habían vivido bajo el influjo del hipismo, de mayo del 68, del movimiento obrero, de la Revolución cubana y del teatro de protesta. Su actitud les permitió sintonizar con la atmósfera de Barcelona, vincularse a grupos de intelectuales, e incluso colaborar como lectores, traductores y editores, debido a la creación de sellos independientes y a la proyección del sector en los circuitos internacionales. La explosión de las letras que fue el boom de la novela consistió en una operación comercial que tuvo como centro Barcelona. En mayor libertad, sin la censura, se amplió el catálogo de publicaciones tanto en la ficción como en el ensayo. Esta efervescencia, como he dicho, favoreció la vinculación de ciertos escritores colombianos que colaboraron con importantes sellos editoriales. Destacan, algunos ya mencionados, Héctor Sánchez (1940), Óscar Collazos (1942), Hugo Ruiz (1942), Luis Fayad (1945), Rafael Humberto Moreno-Durán (1946), Ricardo Cano Gaviria (1946), Francisco Sánchez Jiménez (1946), Miguel de Francisco (1951), Manuel Giraldo (1951), Sonia Truque (1956), Guido Tamayo (1958) y Nicanor Vélez (1959). También debería tenerse en cuenta a quienes visitaban a menudo la ciudad, como el crítico francés Jacques Gilard, especialista en la obra de García Márquez y en la literatura del Caribe, o de la narradora y ensayista Helena Araújo (1934-2015), que residió en Suiza
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desde donde difundió la obra de escritoras latinoamericanas y debatió en encuentros internacionales aspectos de género, escritura y estética, de lo que queda constancia en libros fundamentales como La Scherezada criolla (1989). El impacto de la literatura hispanoamericana en el contexto internacional provocó que empezara a hablarse de la “nueva novela latinoamericana” en foros y encuentros en los que se formulaban teorías sobre lo que debería ser el género en cuestión. En algunas de estas polémicas participaron autores como Óscar Collazos, Ángel Rama, David Viña, Saúl Yurkievich o Noé Jitrik, quienes cuestionaron las obras canónicas y los procesos literarios nacionales. Se abordaron principalmente las obras de García Márquez y Julio Cortázar. Este último consideraba al lector parte de la génesis narrativa y le exigía un papel activo. Rayuela, su paradigmática novela, o antinovela, ya había sido publicada en Buenos Aires en 1963. Construida desde un monólogo interior, proponía distintos finales para la historia de Horacio Oliveira, quien malvivía en París alimentándose de quimeras, algo muy distinto del universo de Cien años de soledad. Precisamente, en una serie de conferencias y seminarios impartidos en Casa de las Américas de La Habana, “Actual narrativa latinoamericana” (1969), el colombiano Óscar Collazos exponía los antecedentes y las circunstancias de Cien años de soledad. Collazos señalaba los riesgos del intelectual latinoamericano y cuestionaba el papel de “Los Nuevos” en Colombia que, en los años veinte, a su juicio, se situaron por encima del público, pretendiendo estar más cerca de la cultura europea que querían transmitirles a los suyos no sin cierto paternalismo. Esta actitud elitista, según Collazos, incurría en el error de menospreciar al pueblo y al país presumiendo de unos conocimientos que la mayoría ignoraba. La nueva novela latinoamericana, a partir de autores como García Márquez, ponía la periferia en el centro de sus ficciones y demostraba de qué manera la cultura hegemónica estaba desfasada respecto a la historia y la realidad viva de las regiones marginadas. El autor de Cien años de soledad superaba, según Collazos, la frustración de muchos escritores que no llegaron a expresar los desgarramientos de un país marcado por la violencia. García Márquez era, según declaraba: “[…] la primera expresión real de lo que vendría a ser una literatura, propiamente una literatura de profundidad, una literatura conectada con ese fenómeno” (Collazos, 1970:107-108).
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El logro de esta novela se debía a la superación de lo anecdótico y de la crónica periodística. En consecuencia, el reto, para muchos escritores, sería la experimentación formal, la hondura de la prosa y la superación de su propia tradición literaria. Entre Rayuela y Cien años de soledad El experimentalismo formal no fue muy bien acogido por quienes exigían al género narrativo ofrecer el testimonio de la violencia y la injusticia social o presentar el exotismo esperado por los europeos, a quienes Alejo Carpentier ya había expuesto décadas atrás lo “real- maravilloso”, describiendo para ellos la naturaleza tropical representada en una ceiba. Como sugiere Jorge Urrutia, el escritor cubano veía bien que la comprensión de lo americano “solo puede conseguirse a través de la elaboración de una gran literatura, de una amplia capacidad de estilo que dé carta de naturaleza cultural a lo que, de otro modo, no forma parte sino del pintoresquismo”2. Más allá de la eficacia estética de determinadas obras, el boom no hubiera sido posible sin el éxito de ventas de novelas como Cien años de soledad (1967), que situó la literatura latinoamericana en los circuitos internacionales. Un autor colombiano, precisamente, cautivó a los lectores de otras culturas y lenguas con esta novela que rompía en dos el proceso de la narrativa en su país, dejando a sus contemporáneos en una difícil encrucijada. Por un lado, estos ya no podrían retomar los postulados del realismo socialista ni continuar con la literatura de denuncia al uso. La literatura panfletaria había sido liquidada y debía iniciarse otro camino. Por otro, quedaban por explorarse los espacios urbanos, los ciudadanos corrientes y anónimos que aún no habían sido protagonistas de la ficción, incluso la bohemia triste del emigrante latinoamericano en Europa, pues la llamada narrativa urbana, salvo algunas excepciones, en Colombia no se había escrito3. 2 Jorge Urrutia en “Del pino a la ceiba” toma como ejemplo al cubano Alejo Carpentier para poner en evidencia el esfuerzo del escritor por acercar al lector a los significados de elementos incomprensibles fuera de su contexto. Véase:
3 En Colombia conviene distinguir del corpus de su literatura la llamada narrativa urbana, cuyo desarrollo parece tardío, si pensamos en países como Argentina, donde el fenómeno urbano ocupó el centro de las preocupaciones, desde
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Sin lugar a dudas, el realismo mágico no sería la estética más apreciada por la nueva generación de escritores colombianos, nacidos en los años cuarenta, que buscaban superar la “persistencia” de la geografía en la novela continental y, al igual que el malogrado escritor de El buen salvaje de Caballero Calderón, ensayaban en Europa distintas propuestas de “novela latinoamericana”. Muchas de ellas, como en la ficción del propio Caballero Calderón, no pudieron concretarse jamás, en parte, por la precariedad de un medio que les impedía dedicarse exclusivamente a su obra. A la vez, esta dedicación “exclusiva” a la escritura obligaba a negociar con los gustos del público y del sistema, e implicaba imponderables difícilmente previsibles. Se presentaron situaciones extremas, desde quien sacrificaba la propia vida por la escritura, hasta la postergación de la obra por imperativos insoslayables: una familia, una tesis doctoral, un trabajo o cualquier otra circunstancia ajena a la voluntad, etc. Y es que el ejemplo de García Márquez encerrado escribiendo durante seis meses en México, con una familia que mantener, sin preocuparse por las facturas, era prácticamente inasumible. Además, los procedimientos del realismo mágico no encajaban con los gustos ni la sensibilidad de las generaciones posteriores, quienes apostaban por la experimentación formal, despojándose de los ripios del costumbrismo, convirtiendo el lenguaje en protagonista de la ficción e intentando llevar la oralidad a la escritura, con una sobriedad similar a la de Pedro Páramo. Los escritores del llamado postboom cuestionaban los temas y los procedimientos considerados por la crítica europea “específicamente latinoamericanos”: alta dosis de exotismo, violencia social, predominancia de la naturaleza voraz, retoricismos como la hipérbole, tópicos como la sexualidad desbordada, el pensamiento mágico y una imposición del mito sobre la historia, ingredientes que se encontraban en Cien años de soledad, pero también en Miguel Ángel Asturias, autor canónico, ya premio Nobel de Literatura.
el romántico Esteban Echeverría quien en “El Matadero” (escrito entre 1838 y1840) convertiría la ciudad en el escenario de las disputas partidistas en aquel lugar de degüellos y derramamiento de sangre que es un matadero. El país tuvo que esperar hasta los años treinta y cuarenta del siglo xx para que, con José Antonio Osorio Lizarazo, el más importante cronista de Bogotá, la ciudad moderna, con sus afanes y angustias, se convirtiera en topos de la ficción narrativa.
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El postboom Es muy significativo que unos de los más destacados escritores colombianos del llamado post boom, Rafael Humberto Moreno-Durán, desembarcara en Barcelona en 1978 con un ensayo titulado De la barbarie a la imaginación, que editó a su llegada a la ciudad. Diez años después lo reeditaría corregido y ampliado con trabajos críticos elaborados durante su periplo barcelonés. Precisamente en el prólogo de la segunda edición planteaba una cuestión fundamental para el escritor latinoamericano: “Gracias a su imaginación, el Buen Salvaje ha vuelto a Europa, esta vez bajo el pretexto editorial, aunque por mal que le pese, descubre que el paternalismo con que durante tanto tiempo fue obsequiado marca aún la pauta de los hiperbóreos” (Moreno-Durán, 1988: 18). No todo está dicho en esta frase que encierra una gran verdad tras la característica ironía del autor. Evidentemente, Moreno-Durán le hace un guiño a la novela de Caballero Calderón, a la vez que manifiesta su rechazo hacia la hipérbole, propio de una tendencia estética que no comparte y que combatirá en la serie de novelas y cuentos que publicó en España y en Colombia, así como en sus ensayos en las revistas Quimera y Camp de l’Arp, de las que fue miembro del consejo editorial. Su propósito no era otro que poner en evidencia los “exotismos de la realidad”, para diferenciarlos del repudiado realismo mágico. No es el caso de Óscar Collazos, cuya trayectoria lo llevó por otras latitudes antes de desembarcar en Barcelona en 1972. Primero viajó por diversos países antes de llegar a París, donde presenció los acontecimientos de mayo del 68. Allí se dedicó a su novela, Los días de la paciencia (1976), ficción que se sitúa en el puerto de Buenaventura, en el Pacífico, donde transcurrió su juventud. Posteriormente recibió una invitación para formar parte del jurado del premio Literario de la Casa de las Américas y se quedó en La Habana como director del Centro de Investigaciones Literarias, desde donde animó debates, como el que he referido en torno a la crítica y la creación literarias en Latinoamérica. De esos años también es la polémica sobre el compromiso del escritor: “Literatura en la revolución y revolución en la literatura”, que animó enfrentándose con Cortázar y Vargas Llosa. Collazos fue quizás el único colombiano que se vinculó estrechamente a aquella Gauche Divine de Barcelona a la que pertenecía la
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escritora Nuria Amat, con quien se casó en los setenta. Moreno-Durán y Collazos se relacionaron, además, con autores como Juan Marsé, José María Castellet, José Agustín Goytisolo, Luis Goytisolo, Enrique Vila-Matas y Cristina Fernández Cubas, entre otros. La vinculación de un grupo de escritores al mundo editorial fue, sin embargo, marginal, ya que no les permitió subsistir íntegramente de su trabajo. Se deduce de ello que sus obras de creación requirieron un esfuerzo mayor y, no pocas veces, importantes sacrificios. Moreno-Durán y Óscar Collazos colaboraron con editoriales escribiendo las entradas de enciclopedias y diccionarios o de historias de la literatura universal. Los ensayos incluidos en De la barbarie a la imaginación, como declara el propio Moreno-Durán, fueron parte de su trabajo para la editorial RBA que le encargó colaboraciones para su Historia de la literatura latinoamericana. Cano Gaviria codirigió durante varios años la revista española Hora de Poesía con Rosa Lentini, colaboró en revistas y suplementos culturales con lúcidos ensayos y posteriormente fundó Ediciones Igitur, en Barcelona. Puede decirse que ninguno de estos escritores quedó fuera de encuentros internacionales celebrados en España, que convocaba la comunidad académica internacional. Se contó con ellos como representantes de la literatura latinoamericana en congresos como el celebrado en Canarias en 1979, que reunió a 150 escritores en un momento en que “el caso Padilla” dividiría a los intelectuales. París dejaba de ser el único itinerario formativo del intelectual latinoamericano que encontraba en España un lugar de acogida ideal para la proyección internacional de su obra. Sin embargo, Collazos y Moreno-Durán no se hicieron con los premios literarios más importantes en España, como el Nadal o el Barral, de los que solo fueron finalistas. Moreno-Durán publicó su trilogía Femina Suite (Juegos de damas [1977], Toque de Diana [1981] y Finale capriccioso con madona [1983]) y participó en la fundación del PEN Club de escritores Latinoamericanos en Europa. Permaneció en Barcelona hasta 1987 en que regresó a Colombia, donde falleció en 2005. En su país promocionó la estética “postmoderna”, alternativa a los tópicos que el boom difundió como propios de la literatura latinoamericana. Óscar Collazos publicó en Barcelona, entre otros libros, García Márquez: la soledad y la gloria (1982), Jóvenes, pobres amantes (1983) y Tal como el fuego fatuo (1986). Tras una larga travesía que lo llevó de Bahía
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Solano a Buenaventura, a Cali, a los países del este, a París, La Habana, a Berlín y Barcelona, regresó a Colombia en 1989, donde pudo vivir del ejercicio del periodismo y la docencia. Querido y respetado por sus lectores, se marchó definitivamente después de una larga y silenciosa enfermedad en mayo de 2015. Menor influencia, aunque no menos presencia en la vida bohemia de los intelectuales colombianos en Barcelona, alcanzaron escritores como Hugo Ruiz, que entre otros trabajos realizó el prólogo a la edición de El Extranjero de Albert Camus para Círculo de Lectores de Barcelona, en 1986. Regresó a Colombia donde falleció en 2007, dejando una obra póstuma digna de elogios: Los días en blanco (2014). Asimismo, destaca Héctor Sánchez, quien residió doce años en esta ciudad después de haber vivido en Chile, Argentina y México. Sobre su actitud vital diría en una entrevista en 2008, con motivo de la publicación en Colombia de su novela Las mujeres de Manosalbas: “La literatura ha sido mi trinchera, he tratado de ser independiente, de escribir lo que he querido y se me ha impuesto desde la imaginación o los recuerdos”4. Luis Fayad (Bogotá, 1945) salió de Colombia en 1975 y llegó primero a París, donde alternaba la escritura con la asistencia a conferencias y a cursos de literatura, arte e historia. Vivó por un periodo breve en Barcelona y publicó su más importante novela, Los parientes de Ester, antes de instalarse en Berlín, donde reside con la familia. En Regresos (2014) plantea la imposibilidad del retorno a la Ítaca natal, en un mundo cambiante en el que pocas cosas permanecen y ya no somos de aquí ni de allá. Miguel de Francisco (1949-2006) es un claro ejemplo de joven romántico que convirtió su vida en la obra literatura que persiguió infructuosamente. Había estudiado Filosofía y Letras en Bogotá. Vendió todos los volúmenes de su biblioteca para comprar un billete de avión con destino a Barcelona. Como Vargas Vila, jamás volvió a la patria. En Barcelona fue lector de distintos sellos editoriales. Ni perseguido político, ni emigrante económico, acabó residiendo en París, donde llegó gracias a una beca y allí permaneció, según sus 4 Véase la reseña de El Tiempo del 14 de abril de 2008 con motivo de la publicación de la novela de Héctor Sánchez:
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conocidos y amigos, en una sobrecogedora modestia por voluntad propia y, sobre todo, por su sed de bohemia. Como diría Luis Fayad en un homenaje póstumo al escritor: “Antes que en cualquier ciudad, su sitio estaba en su constante oficio literario y su desarraigo y su acomodo solo podían medirse en la literatura…”5. Le correspondió a Guido Tamayo, quien coincidió con De Francisco en Barcelona, dar cuenta de su vida en El inquilino (2011). Tamayo cursó un posgrado y, tras finalizar sus estudios, regresó a Bogotá, donde se ha dedicado a la gestión cultural. Con El inquilino obtuvo el primer premio de Novela Corta de la Pontificia Universidad Javeriana (2010). La situación del poeta Nicanor Vélez (1959-2011) no puede compararse a la de sus compatriotas en Barcelona. Llegó a esta ciudad tras realizar estudios de Lingüística en París y se licenció en Filología Hispánica en la Universidad Autónoma de Barcelona. Es un caso excepcional por su directa implicación en España en proyectos de importancia capital. A partir de 1989 se desempeñó como editor y se hizo cargo de la Colección de Poesía de Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores que fundó y dirigió. También fue responsable de la edición de las obras completas de Jorge Luis Borges, Octavio Paz, Federico García Lorca y Jaime Gil de Biedma, entre otros. De poesía publicó títulos como La memoria del tacto. Instantes para Gruchenka (2002) y La luz que parpadea (2004). Madrid, años ochenta y noventa Madrid, lo he sugerido, ya no era el destino los escritores colombianos que esperaban abrirse camino en el medio editorial y cultural. Quienes llegaban a la capital española, en su gran mayoría, eran estudiantes que se beneficiaban con el sistema de becas de la Dirección General de Cultura del Ministerio de Asuntos Exteriores o que, por propia iniciativa, como en mi caso, venían a continuar su formación académica. En 1982 me matriculé como estudiante de doctorado en la Universidad Complutense. Posteriormente obtuve una de estas becas que me permitió permanecer cinco años más, 5 Véase el texto de Fayad, Luis. “Persecución de la señal poética”, con motivo del homenaje póstumo a Miguel de Francisco celebrado el 16 de mayo de 2008 en:
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hasta la presentación de mi tesis doctoral. Empecé a colaborar con revistas como Estafeta Literaria y Cuadernos Hispanoamericanos. Traía un libro publicado, Siete relatos (1981), y un premio nacional de libro de cuento que había compartido con Miguel de Francisco en 1976. Por motivos familiares y de estudio, en Madrid residió Ramón Cote (1963), hijo de Eduardo Cote Lamus, quien seguía los pasos de su padre. Traía en el equipaje Poemas para una fosa común (1984). Asimismo colaboró con editoriales como Visor y con el antiguo ICI en la publicación a su cargo Diez de ultramar (Antología de la joven poesía latinoamericana, 1992). Al finalizar sus estudios regresó a Bogotá, donde reside en la actualidad. En los setenta también había llegado a realizar estudios de doctorado en la Universidad Complutense el controvertido poeta Harold Alvarado Tenorio (1945), quien presentó una tesis sobre Borges bajo la dirección de Alonso Zamora Vicente. Asistió a la agonía del franquismo y al despertar de libertades que dio lugar a la transición. Traía un poemario, Pensamientos de un hombre llegado el invierno (1972), con prólogo apócrifo de Borges que dio lugar a curiosos malentendidos, de los que Borges se hizo cómplice al insinuar que tal prólogo podría haber sido suyo. Al regresar a Colombia publicó un volumen sobre los poetas de la generación del cincuenta en España, La poesía española contemporánea (1980). Otros jóvenes de mi generación llegaron en los ochenta como colaboradores o corresponsales de periódicos. Marco Schwartz (1956), quien trabajó en los semanarios Cambio 16 y El Siglo, y fue corresponsal diplomático de El Periódico de Cataluña. Su novela más conocida, Vulgata Caribe, fue editada en Madrid en 1998. En 2014 regresaría a su Barranquilla natal para ocupar el cargo de director del periódico El Heraldo. Previamente, en los setenta, había llegado a Madrid Antonio Caballero (1945), hijo de Eduardo Caballero Calderón. Residió en esta ciudad en los ochenta y regresó a Colombia en los noventa. Periodista, columnista y caricaturista, en su juventud había realizado estudios en Madrid, durante la estancia de su padre. Fue colaborador habitual de la revista Cambio 16. Su novela Sin remedio (1984) es clave en el proceso de la narrativa urbana en Colombia. Posteriormente, llegó a Madrid Daniel Samper Pizano (1945), notable periodista, narrador y exponente de un humor audaz, erudito e inteligente, que se instalaría con su familia en esta ciudad
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donde reside. Ha publicado, además de libros de humor y antologías, novelas como Impávido coloso (2003) y Jota, caballo y rey (2013). Habitual de tertulias y programas de radio, es una referencia obligada en temas de norma y uso de la lengua española. Digno de mención es Dasso Saldívar (1951), biógrafo de García Márquez. Subyugado por Cien años de soledad, entregó más de quince años al conocimiento y la comprensión del proceso narrativo que condujo a esta obra canónica. Su esfuerzo se concretó en García Márquez. Viaje a la semilla (1997). A Dasso se le debe la organización de un importante encuentro literario celebrado en Madrid en 1984, que reunió a escritores menores de treinta años junto a los más importantes autores latinoamericanos. Colaborador del suplemento de libros de El País, fue también fundador de la revista Margen. Debo personalmente a él haber publicado, como primicia, mi hallazgo del diario de Vargas Vila, al que nadie había podido acceder todavía, y que, posteriormente, serviría de inspiración para mi novela La semilla de la ira (2008). Dasso, que fundó una familia numerosa en Madrid, donde reside, postergó generosamente su proyecto de escritura por entregarse a una pasión excluyente: la composición de Cien años de soledad. Su obra narrativa empieza a ver la luz con Los soles de Amalfi (2014), donde nos sumerge en el mundo de la infancia en la atmósfera rural de una finca antioqueña de donde él mismo procede. A Madrid también se llegaba para vivir por un tiempo de la renta familiar, como es el caso del excéntrico poeta Rubén Vélez (1953), quien se entregó a la movida madrileña desde la distancia y el escepticismo. De fina y descarada ironía, el humor atraviesa su dilatada obra literaria que incluye cuentos para niños, poemarios y novelas, entre las cuales cito Niño de mala familia mata a su hada madrina (2014). Como diplomáticos, en Madrid residieron en los ochenta, Álvaro Salom Becerra (1922) quien desde la sátira costumbrista cuestionó la clase política colombiana en obras como El Delfín (1970) y Pedro Gómez Valderrama (1923-1992), como embajador de Colombia en 1986. Su obra más conocida es La otra raya del tigre (1977). Posteriormente, en los noventa, llegó como agregado cultural Juan Gustavo Cobo Borda (1948). Vinculado a los libros como editor, crítico y lector curioso e impertinente, es una institución en Colombia. Asesor de la dirección del entonces Instituto Colombiano de Cultura, en los setenta dirigió la colección Biblioteca Básica Colombina que rescató para el canon a autores olvidados como Enrique Osorio
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Lizarazo, Baldomero Sanín Cano, Hernando Téllez, entre otros. Su poemario Dudas. Poesía reunida (1972-2012) se publicó en España en 2012. Un cambio de paradigma En este artículo he querido dar cuenta principalmente de tres décadas, desde mi limitada experiencia respecto a un tema del que soy parte. En más de treinta años de residencia en Madrid he visto llegar y marcharse a muchos escritores colombianos amigos o simplemente conocidos. Hasta ahora no había reflexionado sobre el sentido de su travesía. Tampoco me siento capacitada para llegar a una conclusión ni para adelantar teorías, mucho menos para juzgar sobre un hecho que conozco parcialmente. El viaje a Madrid, en mi caso, y supongo que en otros también, no fue premeditado. Se dio por las circunstancias vitales que ponían en el horizonte la necesidad de completar mi formación académica. Tal vez, tendría que haber estudiado en una universidad francesa, dado que me especialicé en Filología Francesa. Pero la Complutense me facilitó por entonces el acceso. Además, el Madrid de los ochenta resultó ser sorprendentemente acogedor. No sé a ciencia cierta lo que he aportado a España, más allá de poder difundir, en lo posible, la literatura colombiana; pero en cambio soy consciente de lo mucho que le debo a este país por permitirme vivir de un trabajo estable y, como regalo añadido, entregar el resto del tiempo a la escritura. Este objetivo hizo que abandonara mi país donde me pareció casi imposible una opción de vida similar. Soy consciente de que la independencia económica y la autonomía de que disfruto tampoco garantizan la proyección de la obra, que esto depende de imponderables no siempre predecibles. No obstante, el exilio, tanto dentro como fuera del país, es un requisito indispensable para cualquier proyecto de escritura. Lo que he sugerido respecto a las tres últimas décadas del siglo xx, ya no vale para las primeras del xxi. Desde finales de los noventa asistimos a un cambio de paradigma en el proceso de producción de la literatura, desde su escritura, publicación y distribución. El perfil del escritor colombiano ha evolucionado paralelo a las variaciones en el sector editorial. Este parece haber privilegiado deter-
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minadas formas de narrar, que se dicen acordes con los gustos de un público alejado de la literatura que proponía, entre otros, Julio Cortázar en los sesenta y setenta. La industria editorial es un negocio como cualquier otro, y la literatura de consumo nos impone consumir a su vez, nombres y celebridades que antes elevó a la fama. Sin saberlo o voluntariamente, hoy se escribe para el olvido. La literatura poco tiene ya que ver con el compromiso social, ni tampoco con una noción de verdad estética. El problema es ético: ni siquiera importa distinguir lo que consideramos literario de lo no literario, tema de vital importancia en los setenta. Como sugería Jorge Lafforgue en 1969, el problema central de la literatura no se plantea en cuanto su relación con la realidad, ya que ella misma es realidad, sino más bien en cuanto a la correlación estructural entre dos tipos de niveles de realidad. No hay una respuesta definitiva, puesto que la realidad es cambiante y cada época encuentra una solución propia a los dilemas que se le plantean. La historia, para bien o para mal, es cíclica y resulta posible que, recuperada la conciencia crítica, podamos hablar de nuevo de literatura y ensayar, por placer, necesidad o capricho, aquellas propuestas estéticas que no llegó a concretar el protagonista de El buen salvaje. Bibliografía Collazos, Óscar (1970): “García Márquez y la narrativa colombiana”. En Actual narrativa latinoamericana. Conferencias y seminarios. La Habana: Casa de las Américas. Collazos, Óscar; Cortázar, Julio; Vargas Llosa, Mario (1970): Literatura en la revolución y revolución en la literatura. México: Siglo xxi. Fayad, Luis (2014): Regresos. Bogotá: Random House. Lafforgue, Jorge (1969) (comp.): Nueva novela latinoamericana 1. Buenos Aires: Paidós. Moreno-Durán, Rafael Humberto (1988): De la barbarie a la imaginación. La experiencia leída. Bogotá: Tercer Mundo Editores. Tamayo, Guido (2011): El inquilino. Bogotá: Mondadori-Pontificia Universidad Javeriana.
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Lazos familiares, una estampa de una relación editorial en cinco nombres Pilar Reyes Editorial Alfaguara
Durante décadas, el mercado colombiano fue un gran desierto para la industria del libro. Había más impresores que editores, y en ese paisaje el librero se erigía como el actor cultural más dinámico del mundo editorial, siendo a la vez editor, distribuidor, vendedor, prescriptor y agitador cultural. Con pocas excepciones —los autores se podían contar con los dedos de una mano y sobraban—, no existía un mercado para la literatura, contrario a lo que sucedía en países como México y Argentina. Los años noventa vinieron a reconfigurar la industria del libro y la dimensión de lectores a la que un autor podía aspirar localmente. Yo fui testigo de esa transformación y de la manera en que Colombia fue encontrando un lugar en el mapa editorial de Hispanoamérica. Al comenzar la década, existían por lo menos tres editoriales locales con proyectos ambiciosos en marcha: Tercer Mundo, Áncora Editores y Editorial Norma. Trabajaban de manera muy activa en la construcción de colecciones de autores nacionales con clara proyección de futuro, de autores latinoamericanos que pudieran cruzar las fronteras de sus países de origen y con una política de traducciones
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muy consistente. Eran editoriales nacionales tratando de convertirse en transnacionales, que en este caso significaba, latinoamericanas. Por otro lado, dos grandes grupos desembarcaban en Colombia, tras la explosión editorial del mercado español que les permitía contar con dinero suficiente para emprender una aventura trasatlántica. Me refiero a Editorial Planeta y a Editorial Alfaguara, perteneciente entonces al Grupo Santillana que vivía su expansión continental en el negocio del libro educativo. Mis comienzos editoriales coincidieron con ese momento. En las líneas que siguen me gustaría hablar de lo que ocurrió en esos años y cómo España se fue configurando como el país determinante de nuestra reflexión editorial en diversos sentidos y por distintas razones. Lo haré desde la manera en que puede hacerlo un editor y no un estudioso de un fenómeno cultural: contando cómo viví todos aquellos cambios en mi relación con algunos autores con quienes trabajé. La creación de un mercado El hecho de que el panorama editorial se enriqueciera en Colombia tuvo consecuencias visibles en un plazo muy corto: la dinamización del ecosistema editorial implicó para los autores mayores alternativas para publicar sus libros y más competencia entre los editores para hacerse con los mejores autores. Por otro lado, el oficio de editor se profesionalizó rápidamente y generó opciones educativas nuevas: se abrieron énfasis de producción editorial en las facultades de comunicación y de letras de varias de las universidades más destacadas del país, y el oficio de editar se convirtió en una aspiración laboral con proyección real y oferta de puestos de trabajo. Esa profesionalización vino aparejada de la idea de pensar el libro con una lógica de mercado, es decir, como un bien de consumo. Esto rompía una tradición muy arraigada en nuestra manera de ver la literatura como un campo incontaminado, que nada tenía que ver con las reglas del mercado, y que había supuesto que la lectura literaria solo fuera de interés para unos pocos lectores duros, por usar la bella expresión italiana, lectores formados y frecuentes, y bastara que tuviera el beneplácito de los happy few.
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El regreso de la diáspora El mercado literario colombiano en los años noventa se empezó a configurar con escritores que habían vivido fuera de Colombia muchos años. Esto supuso un trabajo de divulgación particular y una reflexión sobre la importancia de crear vínculos con el entorno, redes propias que permitieran una fuerte implantación local como paso previo a la internacionalización de sus obras. Pienso en nombres como Óscar Collazos y R. H. Moreno-Durán, quienes volvían de Barcelona; Héctor Abad Faciolince de Italia o Laura Restrepo de México. Por otra parte, los autores del boom y algunos más de nuestros clásicos estaban vivos y en plena forma creativa: García Márquez acababa de publicar Del amor y otros demonios (1994) y Álvaro Mutis su Tríptico de mar y tierra (1993), la última de las siete novelas que integraron la saga de Maqroll el Gaviero. Era interesante ver cómo estas presencias parecían ser cada vez menos apabullantes para los escritores más jóvenes, aquellos que empezaban a publicar en los años noventa. Esa relación con las figuras totémicas de la literatura se fue transformando de generación en generación y de algún modo también determinó la manera en que los escritores asumían su relación con el mercado colombiano y sus expectativas de internacionalización. En Alfaguara, editorial en la que he desarrollado toda mi carrera profesional y que me ha permitido viajar de Colombia a España y, por tanto, ver el problema de la circulación de los libros y de las influencias culturales desde las dos orillas, tuve la oportunidad de configurar un catálogo generacionalmente diverso, que publicaba narradores nacidos en los veinte, los cuarenta, los cincuenta y los setenta. Y es interesante ver en ellos actitudes y aspiraciones muy disímiles en su relación con España, país visto durante mucho tiempo por los autores americanos como decisivo en la internacionalización de sus carreras como escritores. Esto debido en gran parte a la fuerte carga simbólica que aún tenía el mito de lo que Barcelona implicó para el boom y, por supuesto, también al desembarco reciente de la industria editorial española en toda América Latina. España se había revelado como el primer mercado de la lengua española, suponía, ni más ni menos, que el cincuenta por ciento de todas las ventas del idioma para esos años.
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Como no existe un patrón, como la historia editorial de cada quien depende de su biografía, de sus circunstancias personales, he elegido cinco nombres que me permiten ejemplificar, a través de casos específicos, lo que me a mí me parecen diversas maneras en las que España ha estado presente en el imaginario editorial de algunos de los escritores colombianos más destacados del siglo xx. Álvaro Mutis (1923) En 1995 Alfaguara publicó las siete novelas de Álvaro Mutis sobre Maqroll el Gaviero en un solo volumen. Esa reunión era también una propuesta de lectura, un gesto que indicaba el carácter canónico del que la obra narrativa del hasta entonces poeta ya podía hacer gala. Alfaguara en España había creado la colección Cuentos Completos, que se ampliaría luego a Obra Reunida, con el ánimo de reunir una producción dispersa y, con esa reunión, promover un tipo de lectura total de una lista de autores incuestionables. Alfaguara se presentaba, así, como la editorial que publicaba autores canónicos y Álvaro Mutis fue la apuesta colombiana a ese propósito. Más tarde editaríamos un segundo volumen recogiendo toda su producción de poesía, lo que en la práctica suponía tener la casi totalidad de su obra en el sello. Nuestro trabajo editorial con él nunca involucró la edición de una obra inédita, pero asumir la publicación de su obra completa, cuando se encontraba en uno de los momentos de más éxito de su carrera como escritor, fue un gran desafío para la editorial. Mutis había sido un raro fenómeno de la naturaleza, había escrito su obra poética con una lentitud parsimoniosa a lo largo de muchos años, pero cuando su personaje saltó a las novelas, el milagro creador ocurrió: siete libros en seis años y “una gloria abundante y merecida” como dijo Gabriel García Márquez en la celebración de su setenta cumpleaños. Aunque fue un escritor inmensamente popular en muchos países de América Latina, nunca tuvo gran ansiedad editorial. Yo creo que porque, en el fondo, él se pensaba como un autor marginal. España lo distinguió en menos de un quinquenio con sus más importantes galardones: el premio Príncipe de Asturias en 1997, el Reina Sofía de Poesía Iberoamericana ese mismo año y el premio Cervantes en el 2001, aunque nunca
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llegó a ser un escritor ampliamente leído como sí lo fue en otros países europeos como Francia e Italia. El lugar común de que un autor latinoamericano debe entrar a España por Francia no se cumplió en el caso de Mutis, pero sí lo hizo y con creces, mi siguiente nombre. Fernando Vallejo (1942) El catálogo colombiano de la colección hispánica de Alfaguara contó con un arranque atronador: la publicación de La virgen de los sicarios (1994) de Fernando Vallejo, un libro que inauguraba para la literatura un género que la novela colombiana posterior frecuentaría con constancia: la sicaresca. Eran los años duros del narcotráfico, Pablo Escobar había sido dado de baja pocos meses antes en la ciudad de Medellín y los jóvenes asesinos a sueldo ahora sin patrón inquietaban no solo a las noticias del mundo sino también a los escritores, como parte de la larga fascinación de la novela por los personajes al margen de la ley. La novela de Vallejo causó dosis iguales de celebración literaria y de indignación nacionalista. Su hipérbole molestó a muchos que le reclamaban convertir un fenómeno puntual en una parábola sobre una raza —la antioqueña en particular y la colombiana en general— a la deriva, sin destino ni posible redención. Esta novela supuso en su momento un hito, y concitó una gran atención internacional que nuestra literatura no tenía desde hacía años. Sin embargo, esa atención provino mayoritariamente de países no hispanohablantes. Se tradujo a varias lenguas, pero fue la aparición en Francia y su enorme éxito de ventas y de crítica las que llevaron a España a fijarse en este autor y este libro. Fernando Vallejo entró a España por Francia porque, contrario a lo que sucedía con literaturas de mercados más sólidos como la mexicana o la argentina, la colombiana sufría el problema de tener más escritores importantes que mercado interno que les diera la fuerza necesaria para internacionalizarse dentro de la propia lengua más rápidamente. En España provocó un gran impacto su lectura, el descubrimiento de una prosa explosiva y vibrante, que nada tenía que ver con el realismo mágico. Aunque residía en México desde 1971, había escrito allí la totalidad de sus libros y había publicado su originalísimo ensayo Logoi,
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una gramática del lenguaje literario en el Fondo de Cultura Económica en 1983, Vallejo era un autor muy poco conocido fuera de los círculos literarios. La razón principal es que él mismo se había obstinado en una suerte de invisibilidad, de estar al margen de la vida cultural local, negándose radicalmente a cualquier aparición pública. El éxito de La virgen de los sicarios supondría para el propio autor un cambio en su actitud ante la promoción de sus libros, cambio que facilitó la circulación de los mismos en el resto del idioma. Fernando Vallejo canonizó a Rufino José Cuervo en su biografía titulada El cuervo blanco porque, a través de la desquiciada empresa de escribir el Diccionario de construcción y régimen de la lengua castellana, entendió la bastedad de nuestra lengua y sus múltiples variantes nacionales y regionales. Creo que eso resume en buena parte de lo que para Fernando Vallejo significa escribir y publicar en esta lengua: “España, que durante toda la colonia fue la metrópoli del castellano, ahora es una provincia anómala. El idioma es de nosotros, de Hispanoamérica, de los países que estamos aquí, al otro lado del mar. Y no puede ser de otra forma: si aquí hay 110 millones de personas, y en Colombia 44, y en Argentina otros tantos, ya con solo estos tres países pesamos más que España que solo son 43 […] Un idioma es un río salido de cauce que no encausa nadie. Hoy cambia con un vértigo de locura y, sin embargo, nos seguimos entendiendo todos”. El mapa lingüístico que pretendió levantar Cuervo de los 22 países que hablan castellano es una bonita metáfora de la aspiración de Vallejo a ser leído, desde la radical colombianidad de la lengua en la que escribe, por cualquier hispanohablante. R. H. Moreno-Durán (1945) Al mismo tiempo que La virgen de los sicarios iba haciendo su recorrido internacional, yo empecé a trabajar con otro gran autor del siglo xx colombiano: R. H. Moreno-Durán. Lo primero que publicamos suyo fue Como el halcón peregrino (1995), una memoria literaria, una suerte de “experiencia leída”, como a él mismo le gustaba decir. R. H. vino a Alfaguara con el deseo explícito de que sus libros circularan fuera de Colombia y, sobre todo, que lo hicieran en España. Había vivido varios años en Barcelona buscando trabajar y vivir de la literatura inspirado, como toda su generación, en la historia editorial del boom.
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Llegó a la ciudad en 1973 y se marchó en 1987. Su presencia en la vida cultural barcelonesa fue muy activa: fue miembro del consejo de redacción de la revista Camp de l’Arpa y fundó con otros escritores el PEN Club de escritores latinoamericanos en Europa. Participó también activamente en la redacción de la revista Quimera y publicó allí su obra más celebraba: su trilogía barcelonesa titulada Fémina Suite e integrada por las novelas Juego de damas (1977), El toque de Diana (1981) y Finale capriccioso con Madonna (1983). En 1987 su novela Los felinos del Canciller queda finalista del premio Nadal. En ese momento regresa a Bogotá. Su obsesión editorial desde entonces es publicar en Colombia, pero volver a estar presente en las librerías españolas. Primero publicó con Planeta colombiana y luego con Alfaguara. Yo fui su editora hasta su muerte en el año 2005, cuando acababa de cumplir sesenta años. Para R. H., España fue una realidad, vivió toda la explosión editorial de los años setenta, es decir, algunos de los momentos decisivos de la historia cultural española del último medio siglo. Pero decidió regresar a Colombia en el momento en que su carrera parecía tener una visibilidad mayor. En una entrevista que le hizo Juan Gabriel Vásquez en el año 2000, R. H. no explica las razones de su regreso, pero habla de haberse sentido muy tranquilo, con una sensación del deber cumplido. Siempre me pareció curiosa esa idea del deber respecto a su estancia barcelonesa: ¿deber con quién? A mí se me antoja que con su propia idea de lo que debería ser una carrera de escritor, unos hitos que había que cumplir. Barcelona era, sin duda, uno de ellos. Nunca pude desde Alfaguara cumplir su deseo de estar bien publicado en España y, poco a poco, fuimos compartiendo juntos una reflexión sobre la importancia de construir otros intercambios culturales que generaran también visibilidad y legitimidad a una obra. Para R. H. ese ámbito fue México, país que visitó muchas veces, en el que contaba con buenos lectores y con una importante atención crítica. Ojalá su obra sea releída algún día por el público español. Laura Restrepo (1950) En el año 2004, Laura Restrepo gana el premio Alfaguara de Novela con su novela Delirio. Los premios a una obra inédita son uno de los inventos más potentes de la industria editorial española para
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revelar o consolidar autores. De entre todos los premios que se dan en España, el Alfaguara tiene la vocación declarada y efectiva de ser un galardón verdaderamente panhispánico; tanto es así que los autores que lo han ganado dicen que casi más atractivo que el premio en metálico es la gira de promoción que lo acompaña y que lleva al galardonado por todos los países del idioma a presentar su libro, apoyando con su presencia la publicación simultánea de la novela. Laura ya era para entonces una autora ampliamente traducida y leída, pero España era la excepción en los mercados de lengua castellana, aunque había sido publicada por importantes editores como Planeta y Anagrama. El Alfaguara supuso para ella la entrada a España y su novela se convirtió en uno de los premios Alfaguara más vendidos y festejados por la crítica a ambos lados del Atlántico. En España, Delirio alcanzó cifras de venta extraordinarias para un autor latinoamericano que no se ha repetido. De los escritores colombianos del momento, Restrepo es quizás quien más ha aprovechado para sus libros el hecho de haber vivido muchos años fuera de Colombia: de su primera estancia mexicana nació La isla de la pasión; de su experiencia argentina, Demasiados héroes; de su cercanía a los Estados Unidos, Hot Sur. Desde 2014 vive en Barcelona, y, como ha sucedido en el pasado, esperamos que su experiencia española trasmute en una novela. Héctor Abad Faciolince (1958) y Juan Gabriel Vásquez (1973) Héctor Abad y Juan Gabriel Vásquez pertenecen a generaciones distintas, pero tienen muchas cosas en común en sus historias como escritores. Ambos han entendido la relevancia de ser figuras públicas que intervienen en la vida colombiana a través de espacios de opinión en los medios. Aunque grandes lectores de García Márquez, diría que son escritores más vargasllosianos, en la dimensión intelectual que viene aparejada a su oficio de novelistas. Ambos han vivido periodos largos fuera de Colombia, pero han sido plenamente conscientes de la importancia de construir una legitimidad literaria en su propio país, y de que eso no va en detrimento de una internacionalización de sus libros. Han escrito
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en prensa española desde mucho antes que sus libros empezaran a tener una visibilidad para la crítica y para los lectores españoles. Como para otros autores que empezaron a publicar en los años noventa, su proceso de consolidación editorial encuentra una industria mucho más abierta, en la que ya no es extraño que autores latinoamericanos ganen importantes galardones literarios, en la que la atención crítica está cada vez más abierta a propuestas distintas y la información cultural cada vez más conectada en toda la lengua, sin importar en qué lugar se vive. Una visión cosmopolita del recorrido editorial y de la tradición de la que se sienten parte define a estos dos autores profundamente colombianos en sus temas y obsesiones, pero completamente apropiados de la escena cultural internacional. A ambos les he preguntado qué ha significado España en sus carreras y esto es lo que me han contestado. Paso la voz a Juan Gabriel: Los trece años que pasé en España, que de alguna forma no han terminado, han sido de una importancia incalculable. En diarios, revistas o editoriales españolas me gané la vida durante años, ya fuera traduciendo libros, escribiendo artículos o editando publicaciones. En España publiqué todos mis libros: mi editora está en Madrid y mi agente está en Barcelona, y ambas circunstancias son más importantes de lo que parece. Pero además está el asunto misterioso de la amistad: mis años en España me dejaron amigos y camaradas que están, me temo, entre las presencias duraderas de mi vida.
Ahora a Héctor: Creo que mi recorrido editorial es bastante típico para un latinoamericano: publiqué un primer libro de cuentos en una editorial universitaria de mi ciudad de provincia. La edición jamás se vendió y no recibí anticipos o regalías, solo el honor de ser desvirgado. El segundo libro, una novela, lo publicó una editorial comercial de la capital del país. La novela no se vendió mal, pues se hicieron dos ediciones, pero la editorial entró en crisis y nunca pudieron pagarme los derechos de autor. El tercer libro —en vista de que fue rechazado por cinco editoriales— fue una autoedición costeada por un familiar. Este librito, muy modesto, cayó en manos de una editora de Alfaguara en Bogotá (editorial a la que no había propuesto el libro por exceso de respeto y pesimismo), quien me propuso hacer una edición del libro en la editorial española. Se hizo, tuvo un éxito de ventas relativo, y a raíz de
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esto se hicieron también ediciones mexicana y española. Eso me dio visibilidad internacional y el libro fue traducido al italiano, alemán, portugués, griego y francés. El espaldarazo de una editorial internacional (española en este caso), con filiales en otros países, significó un salto de calidad. La siguiente novela también se vendió bien en Colombia, pero no en España, por lo que la siguiente no la propuse a la editorial española sino a un premio literario. Gané ese premio literario en España. Esto me permitió entrar en una especie de subasta entre dos editoriales españolas para mis siguientes tres libros (se hizo un contrato en bloque). Gracias a la competencia leal entre dos grupos editoriales pude obtener mejores condiciones y anticipos en los contratos. Esto se repitió al término del contrato inicial, con tres libros más y un nuevo contrato. En esta subasta participó también una editorial colombiana. Una vez dada esta explicación, hago algo más abstracto: juzgo inconveniente el nacionalismo político. También el nacionalismo literario. Y un supuesto “nacionalismo editorial” habría sido nefasto para mí como escritor. Con editoriales nacionales nunca habría tenido la satisfacción personal de poder llegar a un número de lectores mayor y de distintos orígenes culturales. El hecho de compartir una misma lengua hace mucho más deseable poder pertenecer a un grupo transnacional, capaz de distribuir los libros en todos los países donde se habla español. Es más, cuando una editorial, además de española, es global, podría pensarse en la conveniencia de traducir algunas obras de ciertos autores, a filiales de otras lenguas. Este paso no se ha dado. La entrada de editoriales españolas a Colombia, que además compiten entre ellas por algunos escritores, me ha traído beneficios y cierta fortaleza a la hora de contratar mis nuevos libros. Creo, sin embargo, que cuando una editorial crece tanto que casi se convierte en un poder hegemónico (casi en un monopolio de los mejores libros), se abre un espacio interesante para las disidencias pequeñas de editoriales alternativas. El escritor de una gran editorial empieza a ser juzgado como mainstream, y en tiempos de tanto populismo de izquierda y derecha, noto que muchos quieren apoderarse de la bandera de lo alternativo, contra los “colonizadores extranjeros”. No hay tal colonia, ni discriminación, ni explotación, pero el discurso cala entre los incautos y entre muchos desfavorecidos por su poca calidad.
Me gusta terminar con la reflexión que hace Héctor, y la cito entera, porque me parece que resumen bien las relaciones entre autores y editores, entre sus libros y la industria que los pone en circulación, entre tamaño y territorio. Todos ellos temas muy vigentes en las relaciones editoriales entre España y América Latina y, en general, de toda la lengua española en un contexto cada vez más global.
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Coda He hablado de las relaciones que algunos de los escritores colombianos más importantes con quienes he trabajado han tenido con España. España ha sido para algunos de ellos su casa, su consagración, su anhelo, su territorio de la lengua más esquivo. No hay una regla, pero sí la constatación de que es un país ante el que los autores colombianos no han sido indiferentes. Huelga decir que España tampoco lo ha sido con ellos.
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El papel del margen: mujeres transatlánticas y pequeñas editoriales Virginia Capote Díaz Universidad de Granada —¿Qué es ser colombiano? —No sé —le respondí—. Es un acto de fe. Jorge Luis Borges. “Ulrica” Sería un extranjero en las calles de mi ciudad. ¿Dónde está mi patria? La busco en vano y no la encuentro, ni siquiera en lo más recóndito de mi corazón. Consuelo Triviño. La semilla de la ira
España ha supuesto para la circulación de la literatura latinoamericana un lugar privilegiado desde tiempos del boom. Concretamente, en el caso de la narrativa colombiana, los lectores, críticos y demás agentes literarios de la otra orilla han favorecido un lecho de recepción definitivo para su proyección en circuitos internacionales. Así ocurrió con la figura de García Márquez, para quien Barcelona funcionó como un espacio cultural decisivo en cuanto a su consagración tanto en América como en Europa; y para todos aquellos in-
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telectuales que, siguiendo su estela, pasaron por Madrid y la Ciudad Condal buscando un impulso cultural que forjara sus carreras como escritores. El trabajo de las editoriales españolas originó la creación de un lugar de culto a un flamante lenguaje literario y nuevas normas estéticas que se erigirían como formas de identidad de todo un continente. Los años setenta y ochenta demandaron, así, una literatura teñida de ecos mágicos, ambientes rurales, microcosmos míticos y acentos telúricos que develaran la reescritura de la historia de quienes los representaban. América Latina, por ende, dejaba de ser invisible en Occidente y comenzaba a suscitar el interés de lectores, editores y críticos al otro lado del Atlántico. Aunque la dinámica de recepción en España de los productos literarios a manos de colombianos siguió manteniéndose fiel a una tendencia en las casas editoriales y en los consumidores de cultura, el final de los años ochenta comienza a dar paso a otras formas de interés del público lector. La publicación de La virgen de los sicarios, en 1994, y la homónima adaptación al cine de la obra de Fernando Vallejo podría haber significado, a la misma vez, el bautismo y la consagración de nuevas maneras de representar Colombia y nuevas intenciones de recibir su expresión narrativa. Esta novela del autor de Medellín, canónico y representativo de su tradición literaria acá y allá, aparece en escena marcando el contrapunto radical con la tradición anterior y la sombra de Gabriel García Márquez. Envuelta en un halo casi profético, inaugurará tanto premisas temáticas e iconográficas que se extenderán y reformularán durante las próximas dos décadas, como la apertura de los circuitos comerciales contemporáneos, sostenidos por las editoriales transnacionales y una nómina de autores que sirven de representación en el campo internacional de la narrativa colombiana. Los rasgos definitorios de los que estos escritores hacen uso para construir sus obras pueden resumirse en la sustitución de los arquetípicos microcosmos mágicos por ciudades y espacios urbanos; en narrativas orquestadas por voces autobiográficas y autorrepresentaciones literarias; en el desarrollo del llamado “realismo sucio”, acompañado en muchos casos de tramas policíacas; en la configuración de personajes construidos sobre sexualidades periféricas y en la presencia inexorable de la violencia, esta vez representada en su última variable: el narcotráfico. Desde la década de los noventa, los escritores más conocidos y difundidos en España por grandes conglomerados se han acogido a alguna
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de estas tendencias para la configuración de sus relatos. Algunos ejemplos son los nombres de prosistas nacidos en la generación de los sesenta como Santiago Gamboa —intelectual asentado durante algunos años en Madrid—, Jorge Franco, Mario Mendoza1 o Gustavo Bolívar, que lograron grandes éxitos con obras como Perder es cuestión de método (1997), Rosario tijeras (1999), Satanás (2002) o Sin tetas no hay paraíso (2005) y que siguen publicando hoy en día en grandes conglomerados y ganando premios de gran resonancia2. El marketing, las ganancias propiciadas y la visibilidad generada por estas novelas, muchas de ellas adaptadas a formatos televisivos, hacen que, a día de hoy, las expectativas de lectura en España se hayan cristalizado en torno a estos ejes, dando lugar a una tendencia al consumo de Colombia desde la violencia nacional y, de manera más concreta, desde la perspectiva de los victimarios. Las editoriales transnacionales, además, basándose en los éxitos de ventas se aseguran la continuación de las ganancias acordando la contratación no ya de obras individuales, sino de la producción total de escritores —considerados como figuras de autor—, que pasan a convertirse en capital simbólico3. Si esta situación ha generado una significativa producción de obras literarias marcadas por el sesgo de lo “comercial” y cuyo consumo no ha “dependido del nivel de instrucción de sus receptores”, en el lugar opuesto del campo literario encontramos todo un caudal de propuestas narrativas alejadas de estos tópicos, que caminan más hacia la idea del arte autónomo4 y, sobre todo, que cuentan con una mejor recepción en “consumidores dotados de la disposición y la competencia necesaria para su valoración” (Bourdieu: 222) —es decir, en escritores especializados y críticos literarios—. Muchas de
1 Para más información sobre la trayectoria de las obras de Mario Mendoza, Jorge Franco y Santiago Gamboa en el campo literario colombiano, véase Marín Colorado (2012). 2 Destaca el Premio Biblioteca Breve (Seix Barral) obtenido por Mario Mendoza en 2002 con Satanás y el Premio Alfaguara de Novela obtenido por Jorge Franco en 2014 con El mundo de afuera. 3 Seguimos aquí la línea de estudio planteada en el volumen Literatura y mercado global en español, publicado en Ínsula. Revista de Letras y Ciencias Humanas, 814, octubre 2014, y coordinado por Ana Gallego Cuiñas. 4 Marín Colorado se ha referido a estos dos modos de recepción, como dos “sistemas de distinciones simbólicas” (21).
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estas obras han sido editadas por sellos colombianos, de índole local, de carácter más o menos independiente, ajenos a los circuitos de internacionalización y que, por tanto, no han dado el salto comercial a Europa. Cabe mencionar aquí el caso del poeta, ensayista, cuentista y novelista Pablo Montoya (1963), a día de hoy, una de las voces más propositivas de la narrativa colombiana contemporánea cuya toma de posición (Bourdieu: 302) en el campo literario ha estado encaminada a abandonar los estereotipos y a profundizar en otros criterios de valor estético como el trabajo del lenguaje. El escritor de Barrancabermeja ha dado a luz a casi la totalidad de su obra en editoriales independientes de su país, poniendo resistencia así, a la dinámica de los “grandes consorcios editoriales españoles […] de decidir, ahora, con su instrumental hiperbólico, el ritmo de nuestra literatura” (Montoya: 35). A pesar de esta situación, y quizá señalando como uno de los motivos que explican esta cuestión el hecho de que España sirvió de foco de atracción de numerosos escritores colombianos desde los años cuarenta, existe también un mercado alternativo a las grandes casas de edición, que se proyecta desde la Península, interesado en difundir una narrativa colombiana “otra”, alejada de los clichés y del horizonte de expectativas del grueso de lectores en Europa. Nombres de la edición independiente como la Mirada Malva, Alfaqueque Ediciones, Verbum, Pretextos, Libros del Asteroide o Editorial Periférica publican un corpus de narrativa colombiana que contiene estéticas propositivas y autores que no forman parte del canon comercial. Tal es el caso de Luis Fayad, Pedro Badrán, Octavio Escobar o Juan Cárdenas, este último, uno de los autores más sugerentes de la joven narrativa colombiana nombrado recientemente en la lista Bogotá 39. Si hacemos uso de los párrafos que preceden a estas líneas como representación de lo existente, podemos afirmar que cuando se realiza la cartografía de los intercambios literarios que han tenido lugar entre España y Colombia desde mediados del siglo xx, estas suelen girar en torno a dos variantes fundamentales. La primera de ellas consiste en la reconstrucción de los canjes editoriales y el papel de transnacionales para la consagración de escritores tanto en América Latina como en Europa. La segunda de las variables se centra en relatar la historia de migraciones desde Colombia a la Península —así como la huella literaria de estas— prestando mayor atención a au-
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tores masculinos5, obviando a muchas mujeres representantes de las letras colombianas que también viajaron siguiendo la estela cultural del momento. Mi propuesta, por tanto, en este trabajo consiste en completar el puzzle de movimientos de ida y vuelta llevando al centro los elementos de estudio que han estado relegados a posiciones periféricas. Las preguntas cardinales que abordamos, entonces, serían: ¿qué nombres forman el elenco de autoras que han contribuido al intercambio cultural entre España y Colombia? ¿Cuál es el aporte de las pequeñas editoriales peninsulares6 con respecto a esta cuestión? Teniendo en cuenta el espacio cronológico en el que se desarrolla el volumen, para hacer frente a estos interrogantes traeré a colación a figuras literarias del siglo xx y xxi como son Emma Reyes, Marvel Moreno, Albalucía Ángel y Consuelo Triviño, pues sus obras, el espacio y el tiempo en el que estas han sido difundidas y sus trayectorias migrantes se engarzan con idoneidad a las líneas teóricas básicas de los estudios transatlánticos y arrojan luz directa a la definición de este espacio literario. Escritoras colombianas en Europa Aunque el número de escritoras colombianas que han atravesado el océano a lo largo de décadas haya sido mucho más reducido que el de sus contemporáneos varones, es también cierto que estas experiencias no han contado con las mismas posibilidades de visibilidad por parte de la crítica que las de escritores masculinos. La ola de migración cultural que se vivió en Europa durante todo el siglo xx llevó a que novelistas como Elisa Mújica (1918-2003), Rocío Vélez (1926), Sonia Truque (1953), artistas como Emma Reyes (19192003) o poetas como Anabel Torres (1948) se decidieran a cruzar el Atlántico y a asentarse en Europa motivadas por el deseo de nutrir sus carreras intelectuales, de empaparse de las tendencias culturales
5 A excepción de Laura Restrepo y Ángela Becerra, dos de los nombres más visibles de la literatura colombiana en España cuyas obras forman parte de los catálogos de grandes editoriales (Alfaguara y Planeta). 6 Entendemos en este trabajo por “pequeñas editoriales” aquellos sellos que se configuran como alternativas de edición desmarcadas de los grandes conglomerados y sus dinámicas.
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del momento, desempeñar tareas diplomáticas o explorar las posibilidades que el emergente mercado editorial español podía ofrecer para la difusión de sus obras. Así ocurre con Flor Romero de Nohra (1833), que, habiendo logrado en dos ocasiones resultar finalista del premio Planeta con sus obras Mi capitán Fabián Sicachá (1967) y Triquitraques del trópico (1978) y habiéndose hecho con el premio Ateneo de Sevilla en 1979 por Los sueños del poder, viaja a París en 1974 como consejera de la Embajada de Colombia en Francia. La obra de Flor Romero ha reflejado los conflictos históricos de su país desde un enfoque contrahegemónico, situando la perspectiva del otro en el centro de sus relatos. Gran aceptación por parte de los sellos españoles tuvo, también, la obra de Fanny Buitrago (1943), que publica algunas de sus obras en Plaza & Janés (El hostigante verano de los dioses en colaboración con Tercer Mundo Editores y Oveja Negra, en Colombia) y Seix Barral. En 1968 es finalista del premio Biblioteca Breve de Seix Barral con Cola de Zorro, en 1984 gana el premio Villa de Avilés y en 1986 se alza con el primer galardón de narraciones cortas de los premios Felipe Trigo con Los fusilados de ayer. De rasgos estereotípicamente transatlánticos es la trayectoria de la escritora costeña Marvel Moreno (Barranquilla 1939 - París 1995), que da lugar a la producción de su obra en Europa, a donde llega desde Colombia en 1968 para no volver. Esta situación la relega a no ser conocida ni difundida en Colombia hasta bien entrado el siglo xxi. Marvel Moreno comienza a desarrollar su obra en Mallorca, en una estancia de tres años que lleva a cabo junto al, también escritor colombiano, Plinio Apuleyo Mendoza. Pasado este periodo, la pareja se instala en París, donde Marvel Moreno comienza a difundir sus relatos —traducidos al francés y al italiano— que gozan de una buena acogida tanto por las casas editoriales como por la crítica europea. Destaca en este sentido el trabajo de los académicos Jacques Gilard y Fabio Rodríguez Amaya, grandes divulgadores de su obra y artífices del homenaje póstumo que tuvo lugar en la Universidad de Toulouse (Aristizábal-Montes: 42). Su trabajo más relevante es la novela corta En diciembre llegaban las brisas, publicada en Barcelona en 1987 por Plaza & Janés y ganadora del premio Grinzane-Cavour. También como su autora, la obra lleva implícitos numerosos viajes transatlánticos de ida y vuelta, bien por el contenido de su historia, bien por los lugares en los que ha sido editada desde su publicación primigenia. De enfoque femenino y trasgresor, Marvel Moreno teje
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una narración, de anclaje local y ecos europeos, orquestada por la voz de una anciana. Esta relata desde París la vida de Dora, Catalina y Beatriz, mujeres de su tierra de origen que se enfrentan a la tensión vital impuesta por el poder patriarcal y las convenciones sociales de su clase. La obra fue reeditada en 2005 por el Grupo Editorial Norma, un proyecto imperfecto que no culmina con éxito la tentativa de dar a la autora la visibilidad que necesita en Colombia. Es por esto por lo que, por parte de la crítica y del público lector, fue acogida con entusiasmo la última reedición del relato en 2014 por Alfaguara. La producción escrita de Marvel Moreno coincide en el tiempo con el momento de esplendor de la obra de García Márquez y el boom de la narrativa latinoamericana. Este factor contribuye sin lugar a dudas a que la obra de los coetáneos del autor de Aracataca, y más aún si son mujeres, se vea relegada a un segundo plano. Igual ocurre con Albalucía Ángel, una escritora de gran relevancia tanto por su trayectoria, como por el valor estético de sus propuestas narrativas que, sin embargo, no han calado en el canon de la literatura latinoamericana en consonancia a la calidad que profesan. A mediados de la década de los sesenta esta crítica de arte, periodismo y cine de la escuela de Marta Traba, nacida en Pereira en 1939, coge su guitarra y sus ideas y pone rumbo a Europa, donde se relaciona con el grupo de intelectuales que le dan nombre al boom, a saber, Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Vargas Llosa y García Márquez. En ciudades como París, Roma, Londres y Barcelona escribe sus dos primeras obras: Los girasoles en invierno (1970), que fue finalista del premio de novela ESSO y publicada en Bogotá; y Dos veces Alicia (1972), publicada en Barcelona por Barral Editores y reeditada un año después por Círculo de Lectores. Desmarcándose de la tendencia del momento y creando de manera precoz un estilo propio, vanguardista y experimental, Albalucía Ángel construye dos relatos con los que, incurriendo en el cosmopolitismo, cristaliza la experiencia de su viaje a Europa. Esta primera etapa de escritura es la menos “local” en el sentido territorial del término, pues haciendo uso de escenarios del Viejo Continente —Londres y París, fundamentalmente— elabora un discurso de cariz autobiográfico, en diálogo intertextual con la tradición literaria europea y colindante a lo fantástico, que enmarca la experiencia del viaje. En la primera novela, la voz de Alejandra lleva a escena, no solo las obras de Ray Bradbury, sino también espacios y lugares; artistas,
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escritores y pensadores que, como ella, transitaron por los centros europeos de prestigio cultural. En la segunda, haciendo uso del estilo más cortazariano, del microcosmos mágico de Lewis Carroll y de la tradición detectivesca británica, cimienta un relato protagonizado por una mujer que escribe un cuento sobre un personaje llamado Alicia desde la pensión londinense en la que habita. Pero Albalucía Ángel es reconocida en Colombia, sobre todo, por su obra Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón7, clasificada por Óscar Osorio como la gran novela de la violencia. A pesar de haber resultado ganadora del premio Vivencias (1975) y de las seis reediciones de las que ha disfrutado el relato8, críticos, lectores y editores lamentan el silenciamiento de la obra en relación directa con el potencial estético que contiene. La autora de Pereira comienza a escribir este complejo relato —alejado, por el uso de sus estrategias discursivas, de lo que hoy se entiende por legibilidad— en Europa, donde empieza a sentir la necesidad de escribir su nación. Si sus relatos previos se sostenían con una voz autobiográfica que narra sus experiencias más inmediatas, es este proyecto el que le permite escribirse a sí misma de manera más certera, a través de la reescritura de la historia desde el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán. Esta novela de corte feminista y tejida por el perspectivismo, la analepsis, la fragmentación y la multiplicidad episódica, supone para ella, una catarsis violenta […] Yo ya había escrito dos: Los girasoles en invierno y Dos veces Alicia. En la primera saqué toda mi manera de ser libre y en la segunda la locura. Una mujer con una guitarra inventando lo que pudiera, pero con la Pájara no pude inventar una palabra, no me podía traicionar con esta historia. Fue una catarsis dolorosa (Jaramillo Morales).
En Barcelona, a finales de los años sesenta, Albalucía Ángel, dedicada a la música, a cantar canciones populares del folklore latinoamericano acompañada de su guitarra, mantiene relación con Gabriel García Márquez, Fuentes y Vargas Llosa, quienes van descu7 Además de las tres obras aquí mencionadas, Albalucía Ángel ha publicado Misiá Señora (1982), Tierra de nadie (2003), cuatro libros de poemas y algunas piezas teatrales como La manzana de piedra, que aún permanecen inéditas. 8 Instituto Colombiano de Cultura en 1973; Plaza & Janés en 1981; Arcos Vergara en 1984; Oveja Negra en 1985; Universidad de Antioquia en 2005 y Ediciones B en 2015
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briendo poco a poco que ella también escribe. Como indica en la entrevista que le concede a Jaramillo Morales, en la base de esta catarsis “colectiva” se encuentra una experiencia traumática que tiene lugar en España: Yo me había casi muerto porque unos hombres me atacaron en Madrid y tuve una muerte, yo pasé al otro lado de la vida y regresé. Con el milagro de regresar supe que mi compromiso era de vida o muerte. Cada día decía, yo no me puedo morir, yo no me puedo morir, la cabeza me la habían vuelto pedazos. Y significó un gran sacrificio físico porque yo tenía unos dolores de cabeza que se fueron aliviando a medida que hacía la catarsis. Entonces vine a Colombia a morirme […]. Entonces la catarsis fue un compromiso natural de vida. Fue un gran sacrificio. Resulta que me liberé mucho y el mayor reto fue la verdad y nada más que la verdad. No traicioné la historia. Cuando la terminé supe que lo había logrado y le dije a Carlos Barral, mi editor, mi amigo, no publiques todavía, me temo que me voy a ganar un premio en Colombia. Mi ritmo fue catártico total, yo hacía catarsis todos los días no por mí personalmente, yo siempre hice una catarsis por el dolor colombiano, una catarsis colectiva (Jaramillo Morales).
Aproximadamente un lustro después de su retorno, Albalucía Ángel decide volver a emprender el camino de ida —o quizá de regreso— instalándose en Londres, donde vive desde 1980. Voces femeninas en la edición independiente peninsular El mundo de la edición independiente está dirigiéndose con una fuerza creciente en la última década a nichos de mercado desatendidos por las grandes casas editoriales. Es así cómo, desde estos núcleos de producción cultural alternativos que favorecen el desarrollo de otras parcelas en el campo, se plantean propuestas estéticas que, por lo general, tienden a producir manifestaciones literarias que en los contextos de la edición global habrían quedado invisibilizadas. En el caso de la literatura colombiana, como ocurre en general, la labor de las editoriales desmarcadas de los holdings tienden a dar voz a nuevos escritores desconocidos en los circuitos internacionales, a reeditar obras y autores olvidados, a impulsar géneros periféricos y a propiciar acercamientos a lo nacional resaltando las especificida-
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des locales en detrimento de los acaecimientos históricos fetichizados y los exotismos. En Colombia desde hace aproximadamente un lustro, se viene forjando una red de editoriales independientes que, no solo trabajan en esta dirección, sino que, además, tienen entre uno de sus objetivos primordiales la difusión de mencionadas propuestas en el campo global en lengua española. Es por esto por lo que mantienen relaciones y tentativas de asociación con un sector independiente peninsular que se muestra receptivo, como señalaba al inicio, con la obra de escritores colombianos. Si acudimos a la encrucijada que forman las coordenadas de la narrativa femenina de mujeres colombianas y la edición independiente, podemos nombrar como dos de los nombres más representativos del panorama peninsular a las intelectuales Emma Reyes y Consuelo Triviño, ambas por partida doble, pues no solo han sido difundidas en el país a través de la firma de pequeños sellos editoriales sino que sus trayectorias vitales hacen que puedan recibir sin ambages el calificativo de transatlánticas. Emma Reyes fue una pintora y dibujante colombiana que nació en Bogotá en 1919 en unas condiciones que nunca ningún niño debería vivir. Después de sufrir toda una historia de explotaciones, viajes —a Guateque y Fusagasugá—, abandonos y traumas insalvables, ingresa en un convento de la capital —en donde se perpetúan los vejámenes y los malos tratos— del que se fuga en su adolescencia. De Colombia viajará a Buenos Aires, donde comienza a pintar y en donde inaugura su estilo de vida casi nómada. Tras conseguir una beca cruza el Atlántico para instalarse en París, desde donde pasará a los Estados Unidos, México, Roma e Israel para acabar su vida, de nuevo en Francia en 2003. Este periplo le permitirá estar en contacto con artistas como André Lhote, Enrico Prampolini, Diego Rivera o Lola Álvarez-Bravo. De su tiempo en Francia, Plinio Apuleyo Mendoza señala cómo “los pintores que fueron llegando en las postrimerías de los años sesenta y a lo largo de los años setenta, la encontraron siempre en su camino. Ayudó a Botero a plantar su tienda en París. Darío Morales y Ana María, su esposa, veían llegar la aurora hablando con ella en su apartamento cercano al Observatoire. Caballero, Cuartas, Cogollo, Barrera, Francisco Rocca y Gloria Uribe giraron en torno suyo, recién llegados” (Garzón: 203). Pero el recuerdo de su infancia y de Colombia no queda en el olvido en su vida como artista en Francia. Desde París, Emma Re-
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yes comenzó a escribir, de manera dilatada en el tiempo, veintitrés cartas9 dirigidas a su amigo el intelectual Germán Arciniegas, conformando un epistolario que ha cruzado el Atlántico en dos ocasiones. La primera supone el viaje de ida de una correspondencia que se envía a cuentagotas desde 1969 a 1997. En Bogotá, una vez que Germán Arciniegas consigue los derechos tras la muerte de la autora, el manuscrito es publicado por la Editorial Laguna Libros alzándose con el reconocimiento del Libro del año en 2012. Memoria por correspondencia se convierte, así, en una apuesta por parte de dos sellos independientes, a uno y otro lado del océano, pues en 2015 el epistolario vuelve a viajar a Europa por medio de la reedición que la editorial española Libros del Asteroide saca a la luz en 2015. La recepción alcanzada favoreció dos reediciones más de la obra. La autora le describe a su destinatario los tormentos de su infancia haciendo uso de una narrativa de trasfondo nacional, que vincula el relato de lo local con el discurso de la memoria, en un alarde por enlazar la cuestión personal con una crítica recia a los sustentos políticos y sociales de la Colombia del primer tercio del siglo xx. Esta aproximación le permite liberar sus memorias infantiles en pequeñas dosis, a la vez que va engrosando una correspondencia que, madurada por el aliento incansable de Germán Arciniegas, y a juzgar por las fechas de la primera y la última epístola, duró casi treinta años. Las cartas plantean una denuncia que se forja a través de lo no dicho, por medio de fantasmas, de siluetas vacías que Emma Reyes insinúa desde su primera intervención y cuya efectividad prevalece sobre la de cualquier acusación explícita e intencionada. Emma Reyes cimienta un juego de silencios que arremete contra el poder corrupto, contra políticos y caciques que cometen abusos de poder en todas las facetas de su existencia. El retrato del universo femenino en el que viven Emma y su hermana Helena —abandono infantil, políticos que desatienden las consecuencias de sus deslices, locos que orinan sobre niñas indefensas, curas que tratan de abusar de las chicas del convento—, deslegitima a una sociedad construida desde su base por un poder patriarcal, injusto, dominador y generador de violencia. Emma Reyes pone en tela de juicio a la institución religiosa a través del retrato de la Orden de San Juan Bosco, que funcionan 9 Que hacen que a día de hoy también sea presentada en sus biografías como escritora.
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en el relato como trasunto de Colombia. Las monjas reproducen la fuerte jerarquía, la división de las clases sociales que controla el país, las discriminaciones raciales y los privilegios de los de arriba, a la vez que impregnan de hipocresía e injusticia todo lo que tocan, utilizando la religión como política del miedo, e ideando conductas punibles como incentivo al trabajo desmesurado y a la disciplina dentro de las filas del convento10. Son tres los factores que permiten a Emma Reyes retratar su infancia, los abandonos reiterados, las miserias y los abusos que sufre hasta los dieciocho años. El primero es la distancia cronológica que hay desde el tiempo de los hechos hasta el tiempo del relato, que comienza a ser escrito a sus cincuenta años de edad. El segundo factor es la distancia física existente y la voluntad de búsqueda de un lugar y una identidad que acompaña a la autora desde que se fuga del convento. El último y, quizá más importante, es la presencia de un interlocutor que escucha —Germán Arciniegas— interesado hasta la saciedad, no solo en el contenido de la vivencia, sino en su valor literario, lo que favorece la creación de un puente de diálogo transatlántico que nutre, con experiencias de aquí y de allá, las dos orillas. Como reza Fabio Rodríguez Amaya, el trabajo de muchos de los intelectuales y artistas colombianos ha sido relegado “al ninguneo, al silencio y al olvido”. A lo que añade: “pienso en la poeta Emilia Ayarza, en el grabador Pedro Hanné Gallo, en el novelista Manuel García Herreros, en los pintores Julio Castillo y Emma Reyes (conocida en el país desde hace poco, no por su obra artística sino por 23 cartas…)” (7-8). Su producción pictórica se ha mantenido en el anonimato y solo después del éxito de su epistolario esta ha comenzado a salir de su olvido en Colombia. No fue hasta 2015 cuando se organizara la primera exposición de su obra en Bogotá. Resulta fundamental pararnos a reflexionar en esta cuestión, pues considero que aquí recae la importancia del fenómeno Memoria por correspondencia, tanto en Colombia como en España: ¿cuál puede ser la causa de que estas 23 piezas—concentradas en menos de ciento cincuenta páginas, escritas por una mujer analfabeta hasta su adolescencia y aderezadas de una, no necesariamente espontánea, infantilizada mirada naif— otorguen
10 Para más información sobre Memoria por correspondencia véase Capote Díaz (2016).
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visibilidad en el espacio de la lengua española a una pintora que hasta el momento había ocupado posiciones marginales en el canon artístico? ¿Qué poderoso motivo intrínseco se esconde en su narrativa para que sea su faceta literaria —de la que Emma Reyes renegaba en cierto sentido— y no su trayectoria como pintora la que sobresalga? La teoría que Jordi Gracia desarrolla en torno a la epístola puede ofrecernos algunas claves que arrojen luz a estos interrogantes: No importa demasiado quiénes sean los autores de las cartas […]. En la lectura misma se hacen personajes más que personas, aunque el efecto proceda de lo contrario, es decir, de que quienes hablan son personas en lugar de personajes, pero percibidos en una perspectiva privada, secreta, humildemente cotidiana. Y es esa perspectiva insólita, absolutamente exótica en nuestra experiencia común, la que produce un efecto de verdad que a menudo es desarmante. O lo es tanto como lo es la literatura y su capacidad para entrometer al lector en la conciencia y la intimidad, en la fragilidad de un personaje que se hace ante nuestros ojos de lectores. A menudo los corresponsales nos resultan apenas conocidos o ni siquiera teníamos un interés previo en ellos, y sin embargo […] logran cautivarnos sin razones externas o anteriores al hecho mismo de la lectura: se han hecho fundamentalmente literatura (Gracia).
La “cercanía”, la sensación de “veracidad”, la “inmediatez”, así como la desenvoltura y ligereza de las cartas de Emma Reyes provocan que quienes abren sus páginas adviertan “la naturaleza anfibia [‘viciosa’ y ‘voraz’] del lector de cartas” (Gracia). Un lector que asiste en Memoria por correspondencia a la más abrasadora curiosidad por ir desvelando interrogantes en un relato que destapa un profundo interés por conocer más acerca de la vida —íntima y personal— de Emma Reyes, por descubrir los recovecos que quedan sin contar, o por saber de su vida posterior, su destino y el del resto de “personajes” que la acompañan en sus vivencias11. 11 “El periodista Diego Garzón es asaltado por este mismo interés tras la lectura del epistolario y emprende una investigación sobre los acontecimientos que rodearon la infancia de la autora. El trabajo, que se hizo con el Premio Nacional de Periodismo y que fue publicado originariamente en la revista Soho (2013), está incluido en la edición de Libros del Asteroide y funciona como píldora calmante o un premio final, para aquellos lectores curiosos por esa “segunda entrega”, después de la fuga del convento” (Capote Díaz: 45).
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Si el epistolario ha sido el género que ha llevado a Emma Reyes a transitar por el circuito editorial independiente en lengua española, en el caso de Consuelo Triviño serán sus relatos breves y novelas los que, escritos en España, viajarán editados hasta su país de origen. Esta autora supone uno de los casos más representativos en cuanto a lo que la escritura transatlántica en España se refiere12, tanto por su biografía como por la temática y la circulación de sus obras. En 1991 se asienta definitivamente en Madrid, en donde reside hasta la actualidad y en donde cristaliza su relación con lo literario, tanto en cuanto a la creación, como en lo referido a la investigación. De identidad narrativa migrante, ha publicado numerosos trabajos de prosa que han sido editados y reeditados por sellos —la mayoría de ellos ajenos a los grandes grupos— en uno y otro lado del Atlántico. Sus obras, como han señalado los críticos que a ellas se han acercado, se escapan también de los tópicos que hoy en día marcan la tónica general de los productos más mediáticos de literatura colombiana, esto es, testimonios, violencias maniqueas, narrativas excesivamente ágiles y formatos propicios para el bestseller (Ruiz Gómez: 151). Por el contrario, Triviño da lugar a una narrativa introspectiva de aproximación nacional —colombiana— a la que se agarra con fuerza para no perder los vínculos con sus orígenes. Si bien es cierto que el total de su producción literaria se ve aunada por unos rasgos definitorios semejantes, que vienen a representar distintos periodos y facetas vitales de quien los dibuja, destaca el hecho de que cada una de sus novelas y libros de cuentos proyecta una propuesta narrativa diferente y una idiosincrasia propia. Sus obras van desde el bildungsroman sostenido por una mirada infantil que se forja a través de experiencias personales, hasta la biografía apócrifa, producto una combinación entre la investigación más rigurosa y el ejercicio literario más vehemente; pasando por cantos a la ciudad concebida como hervidero del mal y de los conflictos personales más oscuros y variopintos a los que se enfrenta la sociedad de su tiempo. En 1997 publica Prohibido salir a la calle, una novela que vio la luz por primera en Planeta Colombiana y que ha sido reeditada en Es12 Para más información sobre la experiencia transatlántica de Consuelo Triviño véase el capítulo “Tres décadas de literatura colombiana en España (19702000)” del presente volumen y Bados Ciria (2013).
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paña en 2009 por la editorial de la asociación cultural española La Mirada Malva, y en 2012 por la editorial independiente Sílaba de Medellín. Esta pieza de escritura aparece narrada por la voz de una niña que presenta semejanzas de estilo justificadas con Emma Reyes, en primer lugar, por la perspectiva que adopta la protagonista para contar su infancia, y, en segundo lugar, por la presencia de la escritura diarística y la temática epistolar que también aparece en el relato —“Abrumada por tantos y tan confusos sentimientos solo pensé en escribirle muchas cartas a papá” (274)—. En esta novela de formación, Consuelo Triviño retrata a la sociedad bogotana desde la mirada de una niña, a través del contraste generado entre el tono tierno y desenfadado de Clara, la protagonista, y la realidad trágica que hay detrás de él: la desestructuración del núcleo familiar y el sentimiento de desprotección de una joven adolescente que se encamina al abismo de la vida adulta. Aunque la novela se sitúa en la ciudad, no se trata de un canto a esta, sino que la acción se concentra en la cotidianidad de un hogar que funciona como trasunto de la urbe a la que pertenece. Como ocurrirá en muchos de sus cuentos y en Una isla en la luna, la casa funciona aquí como espacio multiplicador de significados; y la ciudad como soporte para el retrato de las miserias de quienes la habitan, haciendo uso, en este caso, de la voz incorrupta e inocente de la infancia como instrumento legitimador de la crítica social que la novela plantea. Por todas estas características, la obra se ve atravesada de esquina a esquina por el elemento memorístico, un recurso que pone en práctica Triviño “para no morir de pena”, en una nueva nación de la que ya nunca más volverá (Bados Ciria). Sin embargo, la distancia desde España le permite narrar no solo a Colombia, sino también a su identidad más pura, esto es, aquella que reside en los primeros años de vida, cuando las convenciones y los artificios sociales aún no han hecho mella en nosotros. Como ella misma indica: España me permite tomar la distancia necesaria para ver los matices de lo que me asalta y viene de allá […] vivo aquí porque puedo escribir, que el germen de la obra me empujó a volver a España para poder dar vida en la ficción. En resumen, que vine a dar a luz a España donde empecé siendo nadie y volví a nacer como Consuelo Triviño Anzola con cuatro hijos reconocidos y otros no reconocidos que algún día saldrán a la luz (Bados Ciria).
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Si Prohibido salir a la calle describe el vínculo entre nación y autonarración, Una isla en la luna (2009) continúa esta estela, esta vez, centrando la perspectiva en la adolescencia tardía y en la juventud. A través un lenguaje alejado de la legibilidad y la recreación de un cosmos con referencias a la crítica literaria, al mercado, al canon y a la recepción de la cultura, escribe una novela perspectivista, cargada de intertextualidades que van desde el propio título al símbolo del móvil de la acción —en el caso de la referencia a William Blake, la más evidente del texto—, en la que el hilo conductor que vincula el destino de los personajes que van apareciendo es el fracaso personal, el agotamiento de ideologías y la puesta en tela de juicio de modos de vivir en la Bogotá de los años sesenta. Asimismo, la novela plantea un acercamiento a lo histórico desde la metamorfosis del mal, que, desde tiempos de la esclavitud, va presentándose en la sociedad a través de múltiples variables. Se trata, en definitiva, de una aproximación nacional que dista mucho de las propuestas narrativas que en el momento de la publicación de la novela están teniendo lugar, por parte de escritores una generación más joven. Esta pieza ha sido escrita y publicada desde España, por la editorial independiente Alfaqueque. Quizá la novela que ha gozado de un impacto más amplio por la crítica ha sido La semilla de la ira (2008), una obra —doblemente— transatlántica que recrea la voz en primera persona y los viajes del controvertido escritor José María Vargas Vila, gran representante de las letras colombianas en Europa, pues además de formar parte de los círculos literarios de Rubén Darío o José Martí, fue el autor más consumido en lengua española en su tiempo. Consuelo Triviño, con esta novela —editada por Seix Barral y por Verbum—, reconstruye la voz de un intelectual colombiano en el exilio, considerado como “expatriado voluntario” (244), repudiado por las instituciones de su país, a través de un discurso que, combinando el estilo modernista y la narrativa de viajes, refiere el periplo del escritor por el Viejo Continente. A lo largo de los diecisiete capítulos que conforman el texto, la voz ficticia de Vargas Vila vierte reflexiones sobre su contradictoria relación con América y Europa, la lengua española y sus gramáticos, el vínculo especial con su madre, su hijo adoptivo, los aspectos íntimos de su persona, la historia de su patria y, por supuesto, su mundo intelectual y literario, colocado con relación a la crítica literaria del momento, sus detractores y su imperiosa necesidad de escribir.
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Esta creación de Consuelo Triviño no solo tira del hilo de la tradición más puramente colombiana, desde el punto de vista cultural, histórico, político y literario, sino que continúa el impulso de narrarse a sí misma a través de la descripción de un autor que ocupó el centro de su interés como investigadora y que reflexiona reiteradamente sobre la sensación de desarraigo propia de un “exiliado expatriado” que se ve “forzado a probar que pertenece a algo que otros […] han arrebatado, aunque muy en el fondo del corazón el sentimiento de patria [les] acompañe” (163). Con esta novela Triviño se acerca a la vida cultural de ciudades como Madrid y Barcelona, ofreciendo un testimonio real sobre las relaciones culturales producidas en España, “la pujante industria editorial, que abría mercados en América Latina” y que permitió la difusión de la obra de Vargas Vila, haciendo “posible ese fenómeno comercial que no ha tenido parangón” en Latinoamérica (117), y sobre algunos de los ejemplos más emblemáticos de influencias literarias que tienen lugar en Madrid: Valle-Inclán viene a visitarme en cuanto le informan de mi regreso […] El genio llama a mi puerta y celebramos con champán la ceremonia de una amistad por largos años conservada. Me entrega su Tirano Banderas y tiemblo de emoción al verlo a recibir este libro, que parece el relato del indiano seducido por la terrible belleza de un territorio salvaje que siente como propio; Valle-Inclán nos habla de esa América que conquistó su corazón (234).
La condición transatlántica es un hecho notable que no solo se ve reflejada en el cruce de ediciones y reediciones que han visto sus obras en las dos orillas. Es algo que convive con su aproximación a lo identitario. Tras décadas de habitar en España, de experimentar la condena de la no-pertenencia, Consuelo Triviño, afirma “sentirse en tierra de nadie” pues “los de allá no quieren saber de las personas que nos fuimos […] y para los de aquí siempre seremos de allá y quedamos fuera de sus historias de la literatura” (Bados Ciria). Estudios como este ensayo tratan de visibilizar el trabajo de intelectuales que llevan a cabo una toma de posición alternativa en el campo, que plantean proyectos y escrituras desterritorializadas, narrativas migrantes y, por tanto, marginales en muchos de los casos. Estas llevan intrínsecas una necesidad de reterritorialización simbólica que viene motivada por la presencia de un espacio cultural que aún sufre las consecuencias de la obstinada sistematización geográfica del hecho literario.
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Bibliografía: Aristizábal Montes Patricia (2005): Panorama de la narrativa femenina en Colombia en el siglo xx. Cali: Tierra Firme. Bados Ciria, Concepción (2013): “Consuelo Triviño: una narradora transatlántica”. En Revista Hispanoamericana. Publicación digital de la Real Academia Hispano Americana de Ciencias, Artes y Letras, 3. Bourdieu, Pierre (1997): Las reglas del arte. Génesis y estructura del campo literario (Thomas Kauf trad.). Barcelona: Anagrama. Capote Díaz, Virginia (2016): “Cartas para contar una infancia rota: memoria y abandono en la narrativa de Emma Reyes”. En Ínsula. Revista de letras y ciencias humanas, 840, pp. 43-45. Garzón, Diego (2015): “¿Qué pasó con Emma Reyes?”. En Emma Reyes: Memoria por correspondencia. Barcelona: Libros del Asteroide, pp. 189-211. Gracia García, Jordi (2009): “Género anfibio”. En Litoral, 248, 2. º semestre. Versión de la Asociación de Revistas Culturales de España (ARCE). Jaramillo Morales, Alejandra (2015): “Albalucía Ángel, la pájara en vuelo”. En El Espectador, 16 de mayo. Marín colorado, Paula Andrea (2012): “La novela colombiana reciente ante el mercado: críticos contra lectores. Los casos de Mario Mendoza, Jorge Franco y Santiago Gamboa”. En Literatura: teoría, historia, crítica, 14, 1, ene-jun, pp. 17-49. Montoya, Pablo (2014): “La novela colombiana actual: canon, marketing y periodismo”. En Erminio Corti y Fabio Rodríguez Amaya (eds.): Periplo colombiano. Bérgamo: Bergamo University Press, pp. 31-43. Rodríguez Amaya, Fabio (2014): “De juglares y narradores en Colombia: los años setenta, tan cerca y tan lejos de Macondo”. En Erminio Corti y Fabio Rodríguez Amaya (eds.): Periplo colombiano. Bérgamo: Bergamo University Press, pp. 5-30. Ruiz Gómez, Darío (2010): “La narrativa de Consuelo Triviño Anzola”. En Revista Letras Hispanas, 7, 1, pp. 151-156. Triviño, Consuelo (2008): La semilla de la ira. Máscaras de Vargas Vila. Madrid: Verbum. —. (2009): Prohibido salir a la calle. Madrid: Mirada Malva. —. (2009): Una isla en la luna. Barcelona: Alfaqueque.
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II Del boom a la generación de los cincuenta
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García Márquez, Franco, los dictadores y Barcelona Yannelys Aparicio Universidad Internacional de La Rioja
1967 fue, sin duda, el año más importante en la vida de Gabriel García Márquez, porque pasó de ser un brillante periodista y un narrador colombiano más al autor de Cien años de soledad, la novela más significativa del siglo xx en lengua española. Ese momento de clímax marca también el comienzo de una relación más intensa con España. De hecho, nada más terminar el verano de ese año, se trasladó a vivir a Barcelona y allí residió muchos más años de los que en principio había previsto. En una de las cartas inéditas que se conservan en la Rare Books Collection de la Universidad de Princeton, Gabo comenta a Mario Vargas Llosa, en marzo de 1967, sus planes para ese verano y los motivos por los cuales quiere ir a vivir a España: Mis proyectos se van definiendo con gran rapidez. La primera semana de julio meteremos nuestras cosas de aquí en una bodega, iremos a Buenos Aires —donde soy jurado del concurso de Primera Plana— y al regreso me detendré unos días en Colombia, desde donde daré un salto a Caracas, en agosto, si te dan el premio Rómulo Gallegos. En septiembre volaremos a Barcelona —¡con dos hijos!— donde pienso escribir un año, gracias al dinero que en estos meses he logrado sacarles a los trabajos forzados […]. La definición por Barcelona no se
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debe, como todo el mundo lo cree, a que allí será más fácil sacarle el dinero a Carmen Balcells, sino porque parece ser la última ciudad de Europa donde mi mujer podrá tener una Bonifacia —que es el nombre que ella les da a todas las criadas desde que leyó La casa verde— (Princeton C.0641, box 10, folder 4).
Además de las exageraciones de estas líneas, muy propias del universo narrativo y vital de Gabo, es necesario poner de manifiesto que no es del todo sincero: realmente, el colombiano quería buscar un ambiente más propicio para seguir escribiendo y pensaba que en Barcelona podría pasar algo más desapercibido que en México o Colombia. En alguna ocasión, declaró que “estaba destinado” a vivir en Barcelona, que era algo “natural”, consecuencia de sucesivos encuentros, durante toda su vida, con personas o situaciones que lo iban poco a poco vinculando a esa tierra, como las constantes conversaciones con un librero catalán establecido en Colombia, que presidió durante mucho tiempo la tertulia del Café Colombia, a la que asistía Gabo (Collazos: 154). Pero los catalanes más decisivos en su afecto a aquella tierra fueron Jomí García Ascot y María Luisa Elío, con quienes trabó una fuerte amistad en México y a los que dedicó Cien años de soledad y, por supuesto, Carmen Balcells. Lo que no consiguió fue aislarse y vivir como un desconocido. Tuvo que declarar públicamente, al poco tiempo de llegar, que no quería ser entrevistado en radio ni en televisión, solo en prensa escrita, porque eran sus colegas, pero finalmente optó por negarse también a las entrevistas para periódicos y revistas, y no solo por el tiempo que se pierde durante la charla, sino por lo que viene después: las visitas a los bares, las borracheras, las noches en vela y, lo peor, las declaraciones que se hacen off the record en la intimidad de un garito con unas copas de más, que al día siguiente aparecen en la publicación como la frase más relevante de la entrevista y que nunca se hubieran pronunciado en un encuentro profesional. A pesar de ello, el colombiano pudo ponerse manos a la obra y dar forma, poco a poco, a la novela en la que estaba trabajando cuando publicó Cien años de soledad, en el momento en que derivó sus intereses hacia Europa, y que trataba de la vida de un dictador, contada desde el momento de su muerte. El tema había surgido a finales de los cincuenta, pero fue interrumpido hacia 1965, cuando se encerró a escribir su obra maestra. Y ya en 1967, cuando había
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terminado Cien años de soledad, volvió a tener la cabeza ocupada con el viejo proyecto. En la misma carta anterior, de marzo de ese año, a renglón seguido, dice a Mario: Espero que un año me alcance para sacar adelante el disparate del dictador. Creo que será mi novela más difícil. No sé si te dije que es el largo monólogo de un dictador de 120 años, sordo y completamente gagá, que trata de justificarse ante el consejo revolucionario que lo ha derrocado y que ha de fusilarlo al amanecer. El problema es que este hombre debe hacer una recapitulación de sus 80 años en el poder, y hacerla en un tono decididamente lírico. Quiero ver hasta dónde es posible convertir en un relato poético la infinita crueldad, la arbitrariedad delirante y la tremenda soledad de este ejemplar bárbaro de la mitología latinoamericana (Princeton C.0641, box 10, folder 4).
Cincuenta años más tarde, sabemos que finalmente comenzó su obra con el dictador ya muerto (no hubo que fusilarlo) y que la voz narrativa es coral, pues todo el pueblo es testigo de la desaparición del caudillo, al acercarse tímidamente al palacio presidencial, en el que se respira un silencio sospechoso e inquietante. Pero lo demás es exacto: Gabo consiguió elevar a un nivel poético las mayores ignominias que un humano puede cometer. El tema de los dictadores le apasionaba porque formaba parte de su obsesión y admiración por el poder (Esteban y Panichelli: 82-87), y por ello leyó abundante bibliografía sobre poderosos, caciques, dictadores, líderes políticos y caudillos, para elaborar el retrato del patriarca en su otoño (Esteban y Panichelli: 102-111). Sus pesquisas empapaban las conversaciones familiares, las charlas amistosas con escritores y amigos y sus páginas periodísticas. En los artículos de la época solía contar anécdotas de hombres poderosos. En uno de ellos, comenzando por Moctezuma y Juan Manuel Rosas, señala las características más notorias de cada uno de ellos, como la intuición de Juan Vicente Gómez, que era más penetrante que una facultad adivinatoria. Y continúa: “El doctor Duvalier, en Haití, que había hecho exterminar los perros negros en el país, porque uno de sus enemigos, tratando de escapar de la persecución del tirano, se había escabullido de su condición humana y se había convertido en perro negro. El doctor Francia, cuyo prestigio de filósofo era tan extenso que mereció un estudio de Carlyle, y que cerró a la República del Paraguay como si fuera una casa, y solo
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dejó abierta una ventana para que entrara el correo. Antonio López de Santana, que enterró su propia pierna en funerales espléndidos. La mano cortada de Lope de Aguirre, que navegó río abajo durante varios días, y quienes la veían pasar se estremecían de horror, pensando que aun en aquel estado aquella mano asesina podía blandir un puñal. Anastasio Somoza García, en Nicaragua, quien tenía en el patio de su casa un jardín zoológico con jaulas de dos compartimentos: en uno, estaban las fieras, y en el otro, separado apenas por una reja de hierro, estaban encerrados sus enemigos políticos. Martines, el dictador teósofo de El Salvador, el cual hizo forrar con papel rojo todo el alumbrado público del país, para combatir una epidemia de sarampión, y había inventado un péndulo que ponía sobre los alimentos antes de comer, para averiguar si no estaban envenenados” (121). En una entrevista hecha por la revista Playboy en 1983, el colombiano aseguraba que, para poder escribir la novela del dictador, necesitaba vivir en algún país sometido a una férrea dictadura, ya que hasta sus cuarenta años eso no había ocurrido, y añadía: “En la época en que escribía la novela había dos países de interés en este sentido: España y Portugal. Mercedes y yo decidimos pues trasladarnos a la España del franquismo, más concretamente a Barcelona. Pero una vez que estuvimos en España, comprobé que algo fallaba en la ambientación del libro, todo era demasiado frío. Así es que volvimos a mudarnos en busca de una mejor disposición para escribir la novela. Esta vez fuimos al Caribe, tras haber permanecido mucho tiempo lejos. Cuando llegamos a Colombia algún periodista me preguntó: ‘¿Qué ha venido a hacer en su país?’, a lo que respondí: ‘Quiero acordarme del olor de las guayabas’. Después recorrimos todas las islas del Caribe, no para tomar notas, simplemente para vivir allí. De regreso a Barcelona reanudé la escritura del libro sin ningún esfuerzo” (Esteban y Panichelli: 106). Por ello, Franco también formó parte de ese elenco de dictadores, y la vida en Barcelona, en los últimos años del franquismo, fue una fuente de inspiración ya que, entre otras cosas, Gabo pudo vivir día a día el ocaso, la decadencia y la agonía del caudillo español. En una entrevista, concedida al diario El País en 1978, se produce el siguiente diálogo: —Me gustaría que explicase por qué le atraen tanto los dictadores, los hombres poderosos como Franco, Torrijos, Fidel […]
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—Torrijos, muerto de risa, me dijo muchas veces que lo que me ocurre es que tengo debilidad por los dictadores. Todo gobierno es un gobierno de clase, pero la personalidad de los individuos tiene una gran importancia, particularmente en América Latina. Allí el caudillismo está dentro de la más pura tradición histórica y pasará mucho tiempo antes de que se pueda exterminar por completo. Eso no quiere decir que no se pueda hacer una revolución con su caudillo, de la misma forma que ustedes piensan, según parece, que la pueden hacer con un rey (Rentería: 172).
Y en cuanto a Franco, en esa misma entrevista, Gabo reconoció que le atrajo la decadencia del tirano para inspirarse sobre lo que iba a escribir: —Casi con unanimidad todos los comentarios y críticos literarios señalaron que la realidad de la muerte de Franco superó en sordidez y dramatismo la muerte descrita en su novela. Desde la perspectiva del creador de El otoño del patriarca, ¿qué reflexiones le produjo la larga agonía y muerte de Franco? —Es probable que, en este caso, y hablando concretamente del proceso de la muerte de Franco, creo que la realidad superó la ficción, pero tienes que reconocer que la ficción fue precedente y que los dueños de Franco no dejaron esa realidad a merced de Dios, sino que ellos mismos se encargaron de manipularla. Franco tuvo una muerte que hubiera sido irreal en literatura […]. Cuando yo empecé a planear El otoño del patriarca me di cuenta, primero, de que no me quería perder la experiencia que habían tenido los españoles bajo un régimen dictatorial como el de Franco y, después, no quería privarme de esa experiencia de vivir una dictadura al antiguo estilo para trabajar en el libro. El pacto que tenía conmigo mismo de no venir a España se me convirtió en un interés de signo contrario: el de venir a España a esperar que muriera Franco. Había pensado estar tres años y me quedé siete. Llegué a la conclusión de que Franco no se moriría nunca y empecé a temer que era un experimento de la eternidad (170).
Pero en 1967, la continuación de su tema preferido se topó con otros dos proyectos, muy relacionados con el de la novela, ninguno de los cuales vio finalmente la luz, pero que sirvieron para completar ese mundo interior que necesitaba para zambullirse de lleno en su periplo narrativo. El primero fue el del libro a cuatro manos que quería escribir con Mario Vargas Llosa sobre la guerra entre Colombia y Perú. Gabo trató de convencer a Mario para que cada uno contara la historia desde los hechos acaecidos en su país y
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con los protagonistas patrios, lo que llevó al colombiano a contarle por carta, entre 1967 y 1968, toda la crueldad y la violencia que ejerció Sánchez Cerro con propios y extraños durante el conflicto. El segundo partió de una idea de Carlos Fuentes e involucró a muchos más escritores, que durante algunos meses pensaron que iba a ser el “libro del boom”. En los primeros meses de 1967, Fuentes y Vargas Llosa quedaron para tratar unos asuntos, y el mexicano le habló al peruano de su idea sobre un libro para ser escrito por muchos autores, todos amigos y más o menos coetáneos, que podría titularse Los patriarcas, Los padres de las patrias, Los redentores, Los benefactores o algo parecido. Después se lo comentó a Jorge Edwards, que se entusiasmó lo mismo que Mario, sobre todo porque se trataba de conseguir una “crónica negra” de América Latina, una “profanación de los profanadores”. Fuentes iba ya con una lista de posibles autores y posibles dictadores nacionales. Lo ideal sería que cada narrador escogiese un dictador de su propio país, y que el enfoque fuera original y personal. Al poco tiempo, Fuentes ya había hablado con Gallimard para la publicación, aunque podría ser otra empresa de otro país, o incluso varias editoriales que podrían darlo a conocer simultáneamente en diversas traducciones. Todo esto ocurrió entre febrero y marzo de ese año y, en mayo, Julio Cortázar se sumó al grupo, aunque con ciertos reparos, porque no le gustaban los libros colectivos, ni mucho menos los libros cocinados con una finalidad concreta. Gabo entró en este proyecto en el mes de junio, después de recibir una misiva de Fuentes, quien le puso al día de lo ya comentado con los anteriores. Ese verano iba a ser trascendental para él y para Vargas Llosa, ya que se fueron a conocer en Venezuela, comenzaron la amistad más profunda de los del boom, que duraría solo diez años, y pasaron tres meses asistiendo conjuntamente a diferentes eventos, conferencias, congresos, incluyendo el momento de la recepción del premio Rómulo Gallegos, concedido a Mario Vargas Llosa por La casa verde, y las primeras reacciones ante la publicación de Cien años de soledad, que supuso un éxito comercial y de prestigio literario sin precedentes en América Latina. La respuesta de García Márquez ante la propuesta del mexicano fue mucho más contundente que la de todos sus colegas. Entendió el libro mejor que nadie, porque en ese momento ya estaba envenenado por el dardo del tema de su próxima novela y se había interesado desde hacía mucho tiempo por la idea del poder y las vidas de los grandes poderosos. Las palabras de Gabo
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en su carta del 5 de junio a Carlos Fuentes demuestran el amplio conocimiento que ya tenía sobre el tema: “La idea es buena —afirma Gabo— y hay que sacarla adelante. Creo, eso sí, que cada autor debe escribir sin excepción, sobre un tirano de su propio país. Así se tiene más autoridad, más derecho, y hay menos inconvenientes para llegar hasta donde se debe. Dunque: mi candidato es el general Tomás Cipriano de Mosquera, aristócrata, antiguo oficial de Bolívar, que se tomó cuatro veces la presidencia. Por cierto, tiene mucho de tu Santa Ana. Don Tomás estaba completamente loco y, sin embargo, fue un gran hombre: el primer liberal que se interpuso a la fiebre dictatorial de El libertador, y que como es lógico, terminó a su vez de dictador. Tenía toda la quijada reconstruida en plata, se vestía, en su segundo periodo, como los reyes de Francia, y era cruel, arbitrario, verdaderamente progresista, y muy buen escritor. Expulsó a los jesuitas del país, encabezados por su propio hermano, que era arzobispo primado de Bogotá. Ya en plena decadencia, loco y alcohólico, andaba con su viejo sable persiguiendo a los niños que se burlaban de él en las calles. Se quejó ante el presidente, y como este no le hizo caso, lo sacó a patadas del Palacio y se proclamó general jefe supremo por tercera vez. En fin, está dentro de la gran línea de los padres de la patria” (Princeton C0790, box 305, folder 3). El colombiano ya sabe quién es el personaje a quien va a emular, más que criticar, porque siempre ha existido en él una fascinación nada disimulada por esas personalidades fuertes, sobre todo aquellas con las que coincide más o menos con el perfil ideológico que sustentan; es decir, la simpatía de Gabo por Torrijos o Fidel Castro fue siempre manifiesta, mientras que su lejanía con Franco o Pinochet también se hizo notar con vehemencia. En cuanto a su elección literaria, parece que Mosquera le satisface más que Rojas o Melo: “El hombre, pues, es don Tomás. El mes entrante, a mi paso por Colombia, conseguiré toda la documentación sobre él, y me la llevo a España, donde escribiré su semblanza en mis ratos libres. ¿Hay mucha prisa? Porque mi problema es que ya, a estas horas, y sin contar el colectivo, tengo cuatro libros por delante. Se me destapó el grifo, máster”. Lo más interesante es que la carta de García Márquez a Carlos Fuentes no se centra únicamente, como ha ocurrido con otros de los autores implicados, en la elección de “su” dictador. Se observa así la coincidencia temática entre lo que tiene el colombiano en la
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cabeza desde hace mucho tiempo y el proyecto que todos los del boom, espoleados por Carlos Fuentes, quieren llevar a cabo. En realidad, la novela del dictador de Gabriel García Márquez no es el primer texto que dedica a hombres poderosos, a caudillos, a tiranos, etc., porque desde su primera novela, de 1955, está acercándose obsesivamente al problema del ejercicio del poder y al rechazo que producen las personas que intentan o consiguen dominar a ciertas colectividades. El médico de La hojarasca, el coronel que nunca tuvo quien le escribiera desde que se jubiló, pero que fue un hombre con mucho poder mientras trabajó en el ejército; la “Mamá Grande”, que fue una nueva “Doña Bárbara”, la primera gran dictadora de la literatura latinoamericana; la abuela desalmada de la cándida Eréndira, el coronel Buendía, etc., son ejemplos de personajes fuertes, con carisma, con posibilidades de ejercer influencias, por la fuerza o por su propia actividad, en un colectivo que a veces los ama y muchas otra los teme o los odia. Son muchos años pensando en ese tipo de seres, de los que la historia ha dejado evidentes huellas. Por ello, Gabo no duda en sacar su lista, un elenco sobre el que ha leído y reflexionado abundantemente. Continúa su carta con unas recomendaciones: “Por supuesto, es imposible que este libro salga sin Juan Vicente Gómez, y sin Trujillo. ¿Quiénes podrían hacerlo? ¿Tal vez Otero Silva en Venezuela y Bosch en Santo Domingo? A Otero lo veré en agosto en Caracas. ¿Quieres que le hable? Por otra parte, creo que Asturias deber escribir sobre Estrada Cabrera. Se necesita, además, que algún escritor salvadoreño reseñe al más curioso de todos: el general Maximiliano Hernández Martínez, teósofo, que inventó un péndulo para averiguar si los alimentos estaban envenenados, e hizo tapar con papel rojo el alumbrado público de todo el país, para conjurar la peste. Todo esto: en ¡1944! Se me ocurre, y no estaría mal, que todos nos fuéramos poniendo de acuerdo sobre esto, que el libro hay que escribirlo sin rabia. Un buen ejemplo de estructura, en vista de la brevedad del espacio, son las biografías que publicaba John Dos Passos. Para mí, personalmente, un buen ejemplo del espíritu con que hay que ver a estos hombres, es la muerte de don Porfirio Díaz en París, escrita por Martín Luis Guzmán” (Princeton C0790, box 305, folder 3). En los primeros días del mes siguiente, Fuentes contesta a Gabo desde Venecia contándole la suerte que han tenido todas sus gestiones para conseguir colaboradores que se comprometan a escribir
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sobre un dictador concreto de su país. El entusiasmo del mexicano ha obtenido su recompensa, y parece que ese proyecto va cuajando: “Vi mucho en París a Carpentier, Cortázar y a Miguel Otero vía Neruda. Miguel hará el Gómez. Julio veinte cuartillas alusivas a Eva Perón: un cadáver en la catedral de Buenos Aires que disemina una peste incontrolable. Alejo un Machado con parte final introduciendo al sargento Batista. Alejo es el más entusiasta de nuestro proyecto: me hablaba a diario para comentarlo, ha convencido a Gallimard de publicar el libro, parece niño con juguete nuevo […]. Te consulto los siguientes puntos: a) Juan Goytisolo quiere hacer una especie de pórtico o epílogo de orígenes o destinos: una imagen paralela de El Escorial y el Valle de los Caídos; b) Hay graves ausencias: Estrada Cabrera o Ubico (¿Asturias?), Hernández Martínez (¿Claribel Alegría?), Porfirio Díaz (¿Fernando Benítez?), Rosas (¿Sábato o Martínez Moreno?) y sobre todo TRUJILLO. (¿Bosch?), aunque se me ocurre —y lo consulto— que solo en el caso del Benefactor acudiésemos a un escritor norteamericano: William Styron. Recuerdas lo que dijo BR: ‘Trujillo es un hijo de puta, pero es NUESTRO hijo de puta’. Escribe en cuanto puedas sobre esto…” (Princeton C0790, box 305, folder 9). La carta es especialmente profusa y dilatada, porque Carlos Fuentes ha acumulado todas sus energías para hacer posible una empresa en la que cree, tanto por el nivel literario de todos los autores que poco a poco se van comprometiendo, como por la necesidad de sacar a la luz en el contexto de la cultura occidental, un asunto que hasta ese momento ha sido prerrogativa del subcontinente latinoamericano y no ha llegado a convertirse en un lugar común —que lo es— en un contexto más amplio. Ese mismo día, Fuentes se comunica también con Mario Vargas Llosa, y lo hace en unos términos muy semejantes. Se trata de misivas escritas a máquina y no son copias la una de la otra, ni siquiera en alguna de sus partes. Ello significa que el mexicano pasó ese día cinco de julio, y quizá muchos más de esa época, escribiendo a todos los del boom y teniendo conversaciones constantes con todos aquellos que lo iban a visitar o bien vivían relativamente cerca y podían verse de vez en cuando, para ir construyendo ese importante libro. A Mario le trataba de convencer para que se centrara en el proyecto, exagerando las reacciones positivas de otros participantes, sobre todo la de Carpentier: “No quiero que pase un día sin ponerte
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al tanto de nuestro proyecto. Julio se adhirió con gran entusiasmo: un texto de vente cuartillas de alusión al cadáver de Eva Perón. Pero el que delira con la idea es Carpentier; escogió a Machado, con una parte final introduciendo en escena al sargento Batista; en Gallimard me dicen que llama todos los días para hablar de la idea e impulsarla allí; y a mí me telefoneaba cada dos o tres días para expresarme de nuevo su embeleso. Nunca lo he visto igual. Cree que será uno de los libros capitales de nuestra literatura, y le concedo razón. Id., Miguel Otero Silva hará un Juan Vicente Gómez (encontré a Miguel en el cuarto de Neruda y me invitó a Caracas; mi aerofobia me impedirá asistir). Id., Roa Bastos se adhirió con su Dictador Francia y un entusiasmo similar. De manera que tenemos, prácticamente, el asunto en marcha. (Id., García Márquez con un tirano de Colombia). Julio y Alejo estuvieron de acuerdo en que la edición se hiciera en México: España o Argentina resultan demasiado peligrosas para un libro de esa naturaleza. Te propongo que el editor sea Mortiz, sin duda el más serio y mejor organizado de México. Resumiendo, la lista al momento de escribir sería: Cuba: Carpentier: Machado; México: Fuentes: Santa Anna; Colombia: García Márquez: Tomás Cipriano de Mosquera; Venezuela: Otero Silva: Juan Vicente Gómez; Perú: Vargas Llosa: ¿Prado, Sánchez Cerro?; Chile: Edwards: Balmaceda; Paraguay: Roa Bastos: Francia; Argentina: Cortázar: Eva Perón. Hay huecos sensibles. Estrada Cabrera, Melgarejo, Rosas, Porfirio Díaz, y sobre todo algún dictador contemporáneo y reciente como Trujillo. No quiero extender al infinito el asunto y deseo tu opinión (the baby is ours). Juan Goytisolo me proponía participar con una imagen seminal y fúnebre: una visión paralela de El Escorial y el Valle de los Caídos. Para Estrada Cabrera o Ubico, se podría invitar a Asturias. No conozco a un boliviano capaz de entrarle a Melgarejo. Porfirio Díaz lo podrían hacer Benítez o Pacheco, Rosas, Ernesto Sábato. Faltaría también el teósofo Martínez de El Salvador: ¿Claribel y Bud? (O Rosas, ¿Martínez Moreno? Pero ¡Trujillo! ¿Bosch? Roosevelt dijo una cosa genial sobre el Benefactor: ‘He’s a son of a bitch, but he’s OUR son of a bitch’. ¿No sería divertido invitar, en este solo caso, a un novelista norteamericano a tratar el tema? Se me ocurre un candidato ideal: William Styron” (Princeton C0641, box 9, folder 17). El mexicano va dando fin a su texto queriendo concretar el máximo posible de detalles, como la editorial que puede publicar el libro, aquellas que ya lo han aceptado como proyecto, y el tiempo
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que necesitarán los colaboradores para terminar cada uno su capítulo. Cuando Gabo recibe esa entusiasta misiva, contesta enseguida con más iniciativas y no menos interés que Fuentes por la deseada conclusión de la aventura colectiva: “Mi mes en Bogotá será para acumular datos sobre el Mosquera. Voy hasta Popayán, a ver otra vez la inmensa hacienda rodeada de árboles, donde murió, presumiblemente loco. El índice de temas y autores que me mandas es estupendo. Me parece bien el Estrada Cabrera por Asturias. Lo de Goytisolo me parece, a primera vista, un poco forzado. El problema con Trujillo es grave: Bosch, por ser más expresidente que escritor profesional, no me parece apropiado y, en cambio Styron, a pesar de no formar parte de la familia, podría hacer una cosa estupenda. A mí no me preocupa tanto como a ti la falta de ciertos nombres: si no empleas un criterio drástico, la lista se te vuelve interminable. Sobre todo: que sea un dictador por cada país. En fin, lo importante ahora es que el proyecto va tomando una forma estupenda” (Princeton C0790, box 305, folder 8). Es lógico, entonces, que García Márquez mostrara un interés tan notorio, ya que se trataba específicamente del tema en el que había concentrado casi todos sus esfuerzos literarios desde el comienzo de su carrera literaria. En ese sentido, el año de 1967, el traslado a la España de Franco, la coincidencia de la redacción de El otoño del patriarca y la complicidad demostrada con Carlos Fuentes, Julio Cortázar, Alejo Carpentier, Jorge Edwards, Mario Vargas Llosa, Ángel Rama y todos los implicados en el libro fallido de los dictadores, manifiestan la importancia que tuvo en esa época su relación con la Península, aunque en épocas anteriores hubiera tenido sus problemas de entendimiento con España. Y no serían los únicos. Después de más de una década de entendimiento magnífico con Felipe González, de quien fue gran amigo, con las políticas socialistas de la España de los ochenta y noventa, gracias a la constante colaboración del gobierno español con los países de América Latina, el comienzo del milenio supuso un alejamiento emocional e ideológico de la Península. Cuando el gobierno de José María Aznar, en 2001, aprobó incluir a Colombia en la lista de 130 países a los que se exigía visado de entrada, varios escritores colombianos, entre los que se incluía García Márquez, firmaron una carta protestando por la medida y declarando que no volverían a España mientras los colombianos fueran sometidos a la humillación de presentar un permiso
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para poder visitar lo que nunca habían considerado ajeno. De los siete firmantes (Héctor Abad, Fernando Vallejo, Álvaro Mutis, Darío Jaramillo, William Ospina y el pintor Fernando Botero, además de Gabo) solo Vallejo cumplió la promesa: Gabo pisó de nuevo España en 2005, poco después de que el Partido Popular fuera despojado del poder, aunque su complicidad con la ciudad y el país que convivieron con él en los años más dulces del boom latinoamericano no fuera ya la misma. Bibliografía Collazos, Óscar (1983): García Márquez: la soledad y la gloria. Barcelona: Plaza & Janés. Esteban, Ángel y Panichelli, Stephanie (2004): Gabo y Fidel: el paisaje de una amistad. Bogotá: Planeta. García Márquez, Gabriel (1991): Notas de prensa (1980-1984). Madrid: Mondadori. Princeton: Rare Books Collection (manuscritos inéditos, catalogados por número de expediente, box y folder). Rentería Alfonso (1979): García Márquez habla de García Márquez. Bogotá: Rentería Editores.
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R. H. Moreno-Durán: lector que escribe Luz Mary Giraldo Universidad Nacional de Colombia Para un escritor, su memoria es la múltiple voz de quienes lo han precedido en la escritura. Una voz que es la de los libros que ha leído, pero también la de aquellos a quienes ha tenido la oportunidad de escuchar y conocer. Sin embargo, esa doble sintonía no se presenta con frecuencia: el libro y su autor parecen habitar dos ámbitos distintos, y el lector —aunque también sea escritor— debe conformarse con lo que le ofrecen las páginas del texto ajeno. R. H. Moreno-Durán. Como el halcón peregrino
Rafael Humberto Moreno-Durán, más conocido como R. H., nació en Tunja, Boyacá en octubre de 1946 y murió en Bogotá en noviembre del 2005. Su trabajo literario se relaciona con ese tipo de escritor cuyo proyecto vital se sustenta en la lectura, la reflexión, la actitud contestataria y el espíritu crítico. Como autor colombiano, forma parte de las preocupaciones de aquellos escritores que nacidos a finales de la década de los treinta y durante los cuarenta, fueron testigos de la violencia partidista de medio siglo, recibieron con beneplácito las propuestas de la Revolución Cubana, se nutrieron de las inquietudes universales difundidas por la revista Mito, leyeron
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con entusiasmo a los narradores del boom narrativo de los sesenta, asistieron a las expectativas ofrecidas en mayo del 68 y llegaron a vivir el desencanto de determinadas utopías y métodos pero creyeron, como el mismo R. H. en “el escepticismo creativo”. Si Moreno-Durán reconocía que los escritores del boom latinoamericano eran un magnífico mosaico literario que le había “salvado la vida” ante los vacíos del nouveau roman en boga en los sesenta, agradecía a los autores que ellos le descubrían: Jorge Luis Borges, Macedonio Fernández, Felisberto Hernández, leídos en su época de estudiante de Derecho de la Universidad Nacional de Colombia, la que consideró básica en su formación literaria e intelectual, cuando entraban en acción los movimientos estudiantiles, la mujer se preparaba para abrirse camino más allá de lo doméstico desde diversas formas de liberación y de inteligencia, y captaba que la clase media tanto en el Nuevo como en el Viejo Continente reflejaba de manera sustancial las crisis de valores, los problemas y los fracasos. En todo ello vio excelentes materiales que no habían sido explorados en la narrativa colombiana y los hizo propios, tal como consta en toda su obra narrativa, dramática y ensayística. Siendo testigo de su tiempo, de las ciudades habitadas y conocidas y de las formas expresivas de su presente, Moreno-Durán no escribe una literatura testimonial, pues difiere de la denuncia cruda y documental que animó el lenguaje novelístico de los años cuarenta a sesenta y ciertas narrativas contemporáneas; no hace narrativa histórica aunque se nutre de la historia; no es narrador de lo real-maravilloso aunque aprovecha la cultura y el lenguaje popular y juega con escrituras elípticas e hiperbólicas. Tampoco a este autor le interesó la literatura de consumo, por el contrario, su obra apela a ese lector que no se deja tentar por facilismos ni diatribas, sino por el reto de lo culto, la reflexión, el análisis, la crítica, el gozo vital y el placer de la palabra propia, en este caso, de un escritor erudito. Lector que escribe y escritor que lee, ecuación perfecta para la búsqueda de felicidad y comunicación profunda mediante la palabra. Ese era R. H. Moreno-Durán, quien concibió su vida rodeado de libros leídos y por leer y de autores con quienes establecer comunicación. Convencido del escritor que se forma con la lectura, reconoció en la historia de su tiempo y de su país, en su lengua y en diversas expresiones artísticas, elementos para la creación. Así afirmó que la voz de un autor es la suma de todos los libros leídos
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y de los autores escuchados y conocidos, lo que explica cuando afirma que se debe llegar a ser no solo “la múltiple voz de quienes lo han precedido en la escritura”, sino la memoria de obras y escritores. Precisamente, cuando elogia la biblioteca como biografía de todo escritor, hace un “escrutinio de la memoria”, destaca el gozo placentero que genera la lectura y el placer de la lectura, como dijo en 1990 en el Congreso Nacional de Bibliotecas: Cuando un escritor reflexiona sobre el sentido de la biblioteca penetra en los terrenos de la autobiografía. La relación es obvia: entre un escritor y su biblioteca existe un vínculo similar al que une la memoria de nuestra especie con la mano que multiplica y perpetúa los misterios que hereda. Existe un parentesco de linaje y oficio: al escribir, prolongamos un legado de evidencias, sueños y enigmas. […]. Las bibliotecas se convierten paulatinamente en el archivo de la memoria, pero también en la alacena de los humores más complejos del hombre (Moreno-Durán, 2004: 25-26).
Esta convicción de la palabra como fundamento de la existencia, la demostró al hacer de la lectura y la escritura el centro de su vida y de su casa. En la introducción a Como el halcón peregrino (1995) afirma que el sentido del título sugiere “cazar al vuelo, atrapar la forma, cultivar el arte común de la volatería” (12), lo que equivale a su experiencia literaria y razón de ser. Y refiriéndose a la memoria, la destaca como voz múltiple de quienes preceden en la escritura, es decir, el legado, ese palimpsesto que se impone y puede ser “palabra mayor” o “letra capital” que anticipa la idea un mundo. Al leer su obra, tanto la ensayística como la de ficción, así como las entrevistas y conferencias, saltan a la vista sus autores y obras de cabecera, las lecturas morosas que orientó hacia personales y lúcidas interpretaciones distanciadas o al margen de lo reseñado con anterioridad y más bien enfatizando en las relaciones entre los escritores, el pensamiento y las temáticas de época, la correspondencia entre renovaciones y tradiciones o las formas y estilos afines o diferentes, de ahí el nombre dado a sus libros de ensayo: La experiencia leída1.
1 No sobra recordar el deseo de entrar en diálogo con las artes plásticas, lo que también se destaca en las carátulas de las diversas ediciones de sus obras, en una dinámica que deja ver a un autor que sabe lo que quiere expresar. Por citar un ejemplo, la primera edición de El toque de Diana (1981) tiene en su carátula
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La experiencia leída Autor de una biografía literaria que podemos reconocer como memoria intelectual, emblemáticamente denominada La augusta sílaba y parcialmente publicada en diversas revistas, no solo da testimonio de su época, sino que recurre al tema borgiano de la biblioteca en la que se encuentran libro, autor y lector, tríada consolidada en la palabra oral o escrita. Parte de esta memoria está en Como el halcón peregrino, donde ofrece un viaje por episodios, semblanzas, encuentros y entrevistas a destacados escritores de Latinoamérica y España, libro ligado a su magnífico programa de televisión Palabra mayor. Al reconocer su vida literaria en los libros y sus protagonistas que asumió como formas de relación y de conocimiento, el autor recrea el oficio de escritor o acude a algunos personajes literarios que destaca tanto en sus lecturas como en sus creaciones. Así dice: “a medida que vivo y escribo, mi prosa se confunde con la experiencia de quienes me han antecedido en el oficio que, generosamente, en diversas ocasiones han compartido conmigo vivencias y opiniones, escalas de un mismo vuelo que no es otro que la literatura” (Moreno-Durán, 1995: 12). Un reciente artículo de Henry Alexander Gómez titulado “El hombre de Babel. De la experiencia leída a la imaginación” (2016), afirma: “como Kafka, mantenía una obsesión enfermiza por los libros y la escritura; como Borges, poseía una memoria prodigiosa. Los que lo recuerdan, no pueden negar su naturaleza vacuna de andar rumiando cultura universal a toda hora” (2016). Lo anterior explica el encuentro con diferentes autores en eventos y tertulias de diversa índole, como se percibe en la diversidad de ensayos publicados con el nombre que precede este apartado, con el que define la lectura como una experiencia que, no cabe duda, es placentera y convocante. Entre estos libros de ensayo se destacan varias ediciones de De la barbarie a la imaginación (1976), don-
La boda de los Arnolfini de Van Eyck, obra que está presente en el relato, pues no solo decora la habitación de uno de los personajes, sino tiene amplia relación con la temática que se desarrolla. De la misma manera, en la edición conmemorativa de 20 años, el conjunto denominado Femina suite, la carátula es Baño turco, de Jean Auguste D. Ingres, claramente referida al sentido mismo de la trilogía: mundo femenino en acción.
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de explora variantes de la historia literaria de Latinoamérica, sus nexos con las tradiciones hispánicas, sus aprendizajes en otras culturas y literaturas. De la misma manera, Taberna in fábula (1991) no solo supone, como afirma Rafael Gutiérrez Girardot en el prólogo de la segunda edición, “una pasión quijotesca por la lectura, sino muestra que el apasionado lector sabe encontrar en los libros la realidad que ellos trasuntan y que la mayoría de los filólogos no percibe” (Moreno-Durán, 1997: 8). A partir de la idea de la taberna como mundo, según se percibe en uno de los episodios del Fausto de Goethe, “La taberna de Auerbach”, R. H. da a conocer sus apreciaciones sobre Heinrich Mann, A. Kubin, Leonhard Frank, Else Lasker-Schüler, Hans Henny Jahnn, Joseph Roth, Elías Canetti, Herman Broch y Robert Musil, poniéndolos en relación con otros autores, lo que lleva a horizontes más significativos de la historia literaria o de las formas, pues es desde el saber y el arte del conocimiento que logra diálogos profundos entre ellos y con ellos, al mostrar a cada uno como “pieza de un mosaico que imanta otras más” (8-10). De ahí que el crítico se refiera al poeta doctus que, semejante a Jorge Luis Borges, es capaz de reflexionar sobre su actividad y su ámbito de creación. Por otro lado, Denominación de origen. Momentos de la literatura colombiana (1998), muy relacionado con De la barbarie a la imaginación, ofrece un viaje transversal por la literatura colombiana y sus obras representativas y a partir de las escrituras fundacionales pasa por lo colonial, el barroco, la picaresca, la mística, el romanticismo, la novela telúrica, en fin, hasta avanzado el siglo xx, en una genealogía con la que destaca la importancia de la llamada Atenas suramericana, de la revista Mito y de la significación de Macondo. Se trata, como dice en las palabras liminares, de enfrentar el linaje literario del que procede un escritor “que aspira a perpetuar mediante su escritura […] y penetra en los territorios de una doble y feliz arbitrariedad” (Moreno-Durán, 1998: 10). Es significativo el título, “denominación de origen”, por cuanto busca rastrear la literatura colombiana desde su procedencia. El festín de los conjurados. Literatura y transgresión en el fin de siglo (2000), con el que obtuvo premio nacional de ensayo, en sus trece capítulos apunta a la lectura personal de aquellos autores decadentes del siglo xix que desafiaron la sociedad de su tiempo con su vida, su obra y sus personajes y fortalecieron la literatura moderna, entre ellos Flaubert, Wilde, Carlyle, Ducasse, Rimbaud, Baudelaire, D’Aurevilly, Lautrémont, Verlaine, Huymans,
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Sacher-Masoch). Y, finalmente, Mujeres de Babel.Voluptuosidad y frenesí verbal en James Joyce (2004), en el que, desde su conocimiento de la obra de James Joyce, autor que transformó la novela del siglo xx, invita a familiarizarse con ella y a encontrarse con Molly Bloom y Anna Livia Plurabelle, dos importantes figuras de su obra, la primera personaje de Ulises y la segunda de Finnegans Wake. Afirma Azriel Bibliowicz que las dos mujeres creadas por Joyce son torrentes que fluyen en sus actos y palabras: “Molly y su río verbal se transforman en el centro del Ulises o en palabras de Moreno-Durán: ‘es el personaje más vivo y complejo del libro’” (Giraldo, 2005: 339). Y, al referirse a las estructuras y al torrente verbal, tanto en Joyce como en Moreno-Durán, Bibliowicz sostiene que el colombiano ha creado una obra que “es ante todo una celebración de la palabra, el momento en que se vuelve carne y en donde los significados se cargan de enigmas” (343). La obra en general de Moreno-Durán constituye un gran homenaje a Joyce. En sus páginas las corrientes del inconsciente también encuentran un terreno fértil y se pasa del pensamiento de un personaje al otro en forma recurrente. Los juegos de palabras e innovaciones que hallamos en la obra de Moreno-Durán nos remiten directamente a Joyce […]. Sus propósitos han sido los mismos: desentrañar los infinitos misterios del verbo que nos revelan que la vida es lenguaje y que nada escapa a su dominio. Es el manejo del lenguaje, tanto en lo que dice, así como la forma en que se dice, lo que marca una y otra obra literaria (Giraldo: 338). El escritor en España R. H. amaba a España y con particularidad su literatura, destacando a El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. La experiencia vivida, leída, escrita y compartida define, como hemos dicho, a este autor que durante más de 15 años vivió en Europa, la mayor parte de ellos radicado en Barcelona, lugar que desde 1973 eligió para dedicarse al cultivo de las letras y donde comienzan sus colaboraciones en periódicos como TeleXprés, El País de Madrid, Vanguardia, revistas como Camp de l’Arpa, Viejo Topo y Quimera, en las que llegará a formar parte del consejo de redacción y, como en el caso de esta última no solo fuera cofundador en Barcelona sino director de la edición Latinoa-
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mericana a su regreso a Colombia en 1987. Durante su estancia en el Viejo Continente, participa de la vida cultural barcelonesa con colaboraciones editoriales, entre ellas Círculo de Lectores, así como con conferencias que desde allí lo llevarán a otros lugares de Europa, Norteamérica y Latinoamérica. Es de recordar que en 1976 Tusquets publica la primera versión de su libro de ensayos De la barbarie a la imaginación y en 1977 Seix Barral la primera edición de Juego de damas, con la que da inicio a su Trilogía Fémina Suite, escrita en su totalidad en la llamada Ciudad Condal y considerada una de las cinco novelas colombianas más importantes del siglo xx y, según el autor, “el primer libro de la democracia española” cuya aparición coincide “con la celebración de las primeras elecciones democráticas en España tras cuarenta años de la dictadura franquista” (Giraldo, 2006: 370). De esta manera lo explica en su “Capítulo Catalán”, reconociendo las peripecias por las que tuvo que pasar antes de su publicación con Seix Barral, pues no fue posible con Planeta, que inicialmente había manifestado interés en incluirla en una de sus colecciones, pero: dada la escasa rentabilidad de los títulos publicados, había liquidado de un plumazo toda la colección, por lo que los títulos anunciados se esfumaban y los ya publicados se quedaban en el aire. Decepcionado, recuperé la novela de la sede de la editorial de la calle Córcega, descendí por Balmes y al llegar a la esquina de Provenza me acordé de Seix Barral. Sin pensarlo más, subí las escaleras del viejo edificio modernista y cuando ya estaba a punto de cerrar dejé el manuscrito en el departamento literario. Recuerdo que José María Carandell analizaba con Luis Goytisolo los planes de divulgación de Los verdes de mayo hasta el mar, el segundo volumen de Antagonía, y al ver la cara de satisfacción y orgullo de Goytisolo por su nuevo libro, experimenté la amarga sensación de quien sospecha va a quedarse definitivamente inédito. Sin embargo, dos semanas después recibí una oferta de contrato y al cabo de pocos días cedí los derechos a Seix Barral. Y como si se tratara de una venganza histórica contra la censura, contra la burocracia franquista y contra las editoriales puramente mercantiles, tuve el enorme placer de ver cómo el 15 de junio de 1977 Juego de damas salía a la calle: era el día de las primeras elecciones democráticas tras cuarenta años de dictadura (Moreno-Durán, 1986: 38).
Entre 1981 y 1982 Montesinos publica respectivamente las otras dos novelas de la trilogía: El toque de Diana y Finale capriccioso
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con Madona, obras que, con el libro de ensayos anteriormente mencionado, habrán de ubicarlo en lo que Ángel Rama denominara “novísimos narradores latinoamericanos”, al referirse a aquellos autores que en la década de los ochenta se deslindaban de las narrativas que caracterizaron a los autores del boom latinoamericano de los sesenta. Como consta en la valoración múltiple: R. H. Moreno-Durán: Fantasía y verdad, publicada por la Universidad Nacional de Colombia en 2005 como homenaje a su trayectoria, R. H. tuvo amplia recepción en periódicos, revistas, editoriales españolas, colombianas, mexicanas, venezolanas y de otros países, así como en ambientes académicos de Colombia, Estados Unidos, Francia, entre otros, donde aún se elaboran textos críticos y tesis universitarias. Hemos señalado que la casi totalidad de su obra fue publicada por editoriales españolas y sus filiales en Colombia y otros países de Latinoamérica y en otras destacadas editoriales de su país, México, Venezuela y Argentina que le abrieron sus puertas. Basta mencionar algunas distinciones y la edición y reedición de algunos de sus libros, la mayor parte de ellas relacionadas con España y unas cuantas con Latinoamérica: los cuentos Metropolitanas son publicados por Montesinos en Barcelona en 19862; Los felinos del Canciller es finalista en 1987 del premio Rómulo Gallegos en Venezuela y del premio Nadal de novela en Barcelona cuya edición española es de Destino y la latinoamericana de Planeta-Colombia3, junto con El caballero de la invicta con edición española por Montesinos en 19944. En 1995 Aguilar editores publica Como el halcón peregrino5, Seix-Barral hace lo propio en Colombia con el libro de cuentos Cartas en el asunto, Ariel publica una nueva edición de De la barbarie a la imaginación, Alfaguara da a conocer la antología Cuentos de cine, preparada por José Luis Borau para la misma editorial en España, en la que se incluye un cuento que formará parte de su recientemente publicada novela El hombre que amaba las películas en blanco y negro (2016). En 1996
2 Reeditada en 1989 y 1993 por Planeta en Bogotá y en 1992 por Rayuela Internacional en México. 3 Con reedición en 1993 y por Planeta-México 1998. 4 En el 2003, Alfaguara publica en un solo volumen nuevas reediciones de Los felinos del Canciller y El caballero de la invicta, bajo el título Donde las paralelas se encuentran. 5 Con lanzamiento en España en 1996.
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Alfaguara publica Mambrú6 y en 1997 Femina suite7 sale en un solo volumen con prólogo de Juan García Ponce. No cabe duda de esa “marca de España” en la vida y obra de R. H. Moreno-Durán, que entre invitaciones, publicaciones, reediciones y reconocimientos continúa su periplo literario con una amplia figuración. Cabe recordar que en 1998 es invitado como parte de la delegación española a participar en el Encuentro de Escritores reunidos en la Exposición Universal de Lisboa 98; ese mismo año aparece la nueva edición de Denominación de origen con editorial Ariel, mientras obtiene en Colombia el premio Nacional de Ensayo con El festín de los conjurados, dos años después, en el 2000, Alfaguara publica los relatos Pandora y en el 2001 el libro de cuentos El olor de la melancolía8. Al festejar los veinticinco años de Femina suite, Alfaguara publica nuevamente una edición conmemorativa y el autor recibe homenajes de la Embajada de España en Colombia, de la Fundación Españoles del Mundo y de La Casa de España. En el 2002, De la barbarie a la imaginación tiene una nueva edición con Fondo de Cultura Económica y se presenta en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. En enero del 2004 obtuvo el premio Internacional Kutxa Ciudad de San Sebastián (España) por Cuestión de hábitos, una novela teatral publicada por la misma entidad del concurso y luego por Alfaguara; el mismo año aparece su libro Mujeres de Babel, en coedición colombo-mexicana: Taurus, Alfaguara y UNAM. A comienzos del 2005 hace su último viaje a España para recibir el mencionado premio Kutxa Ciudad de San Sebastián y Panamericana Editorial publica Fausto. Un pacto demoníaco hecho literatura. Unos meses después de su fallecimiento, Alfaguara publica Desnuda sobre mi cabra (2006) y le rinde homenaje en la Feria del Libro de Bogotá y, en el 2016, después de más de 10 años de ausencia y silencio, la misma editorial publica una de sus obras inéditas, la novela El hombre que soñaba las películas en blanco y negro (2016) y con la participación de los escritores Juan Gabriel Vásquez, Hugo Chaparro Valderrama, 6 Con nueva edición en el 2003, en la colección “Los veinticinco mejores autores colombianos”, del diario El Tiempo. 7 Considerada en 1999 entre las cinco novelas colombianas más importantes del siglo xx. 8 En el 2002, editorial Norma, reedita en Colombia Cartas en el asunto y El humor de la melancolía bajo el título La suerte contraria y otros cuentos. Elegido por los lectores como el Libro del año en el 2003.
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Guido Tamayo y la editora Pilar Reyes, entre otros, nuevamente le rinde homenaje en la misma Feria del Libro de Bogotá, de la que durante mucho tiempo fue asesor y participó como conferencista e interlocutor de invitados internacionales. Capítulo catalán R. H. Moreno-Durán habló siempre de sus vínculos con España, tanto desde el punto de vista domiciliario como editorial y de descendencia. Si, como hemos visto, gran parte de sus libros fueron publicados por Tusquets, Montesinos, Seix Barral, Planeta, Alfaguara y Aguilar, sus intervenciones como conferencista, jurado o escritor, las hizo desde su lengua patria, el castellano, que dominó con perfección de gramático. Ello se reconoce no solo en su fecunda obra sino en participaciones de diversa índole, entre ellas: Congreso Internacional de Literatura en Madrid (1984), I y III Congreso Internacional de Escritores de Lengua Castellana en Las Palmas de Gran Canaria (1979 y 1985), Congreso Internacional de Cuento en la Sorbona (1980), conferencias en universidades de Madrid, Barcelona, Colombia y otros países, programas radiofónicos de Barcelona y de la televisión española. No cabe duda sobre su orgullo al ostentar sus relaciones con España y sus claros vínculos con la obra de Cervantes, uno de los grandes motores de su creación y reflexión. Precisamente, al dar inicio a su “Capítulo Catalán”, parafrasea a Juan Rulfo en Pedro Páramo y propone la búsqueda de los orígenes detrás de un apellido, de don Quijote y del mundo editorial, afirmando lo siguiente: Vine a Barcelona porque me dijeron que aquí había vivido mi antepasado, don Antonio Moreno, célebre por haberle dado hospitalidad a don Quijote durante su estancia en la ciudad. Supe entonces que mi destino estaba de alguna forma asociado al suyo, aunque más allá de los nominativos lo que en realidad me unió definitivamente a Barcelona fue el pasaje en que don Quijote, al pasear por las cercanías de la casa donde se alojaba —probablemente en la Calle Montcada—, descubrió un letrero que decía: Aquí se imprimen libros. Entró en la imprenta y enumeró, describió y alabó todas las actividades e instrumentos necesarios para la edición: y vio tirar en una parte, corregir en otra,
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componer en esta, enmendar en aquella, y, finalmente, toda aquella máquina que en las imprentas grandes se muestra… (Moreno-Durán, 1986: 33)9.
Se trata del capítulo lxii de la Segunda parte, que R. H. destaca desde la perspectiva del personaje literario que elogia a Barcelona y conoce los oficios de edición, impresión, tiraje, distribución y traducción, lo que sugestivamente también aprovecha para decir que justamente en esa ciudad y en ese ambiente vivió durante muchos años y en el que muchas veces se sintió “don Antonio Moreno, dispuesto a dar albergue a toda clase de entes de ficción, que es tanto como decir seres de lenguaje” (33). El autor también se refiere a aquellos latinoamericanos que entre 1970 y l985 hicieron de Barcelona su lugar para vivir y para escribir, destacando “dos etapas y dos nóminas de autores bien definidas”, según lo establecido por “José Donoso en su Historia personal del boom”, en la que estarían primero los ilustres Gabriel García Márquez (radicado entre 1967 y 1975), José Donoso y Mario Vargas Llosa, quienes empezaron a emigrar entre 1974 y 1979, y luego aquellos que sin formar un verdadero grupo eran o querían ser escritores: “era un mosaico de nacionalidades y autores como Salvador Garmendia, Luisa Valenzuela, Néstor Sánchez, Alberto Cousté, Mauricio Wacquez, Alba Lucía Ángel, Jorge Edwards, Julio Ortega, Raúl Núñez, Cristina Peri Rossi, Sergio Pitol, Ricardo Cano Gaviria, Óscar Collazos y yo mismo” (1986: 34), quienes no solo habían fijado su residencia en la ciudad, sino que con mayor o menor fortuna algunos veían cómo sus manuscritos empezaban a abrirse camino. Y si bien unos emigraban, otros permanecían en el lugar y formaban parte de “la heterogénea colonia”, como “Marta Traba, Juan Carlos Martini, Eduardo Galeano, Marcelo Co-
9 No sobra recordar aquí, que en un congreso internacional de literatura organizado por la universidad de Pittsburgh, cuyo tema eran “Relaciones literarias entre España y América”, el autor participó con la ponencia “La prosodia más altiva”, en la que no solo hace referencia a su legítimo deseo de establecerse en Barcelona para buscar las raíces de don Antonio Moreno, el anfitrión del personajes de Cervantes, sino se refiere a las diferentes maneras como varios autores colombianos han reelaborado o interpretado la vida o la obra del autor de El Ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, como por ejemplo Pedro Gómez Valderrama en su cuento “En un lugar de las Indias”; Germán Arciniegas en Caballero de Eldorado o Eduardo Caballero Calderón en Breviario del Quijote.
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hen, Héctor Sánchez, Carlos Perozo, Mario Satz, Gabriel Jiménez Emán, Luis Fayad, Horacio Vásquez Rial, Susana Constante” y posteriormente Alfredo Bryce Echenique (34). El autor colombiano no ahorra palabras cuando reconoce que en la historia de la literatura colombiana se ha dado una larga peregrinación de escritores a Barcelona, tales como Jorge Zalamea, quien fuera cónsul de Colombia “poco antes del advenimiento de la Segunda República Española” y a quien Federico García Lorca le dedicara algunas de sus composiciones, “entre ellas el célebre Poema de la soleá, o como Antonio José Restrepo y José María Vargas Vila que se establecieron en ella hasta su muerte” (34-35). Además de lo anterior, R. H. también da crédito a otras relaciones de colombianos con Barcelona y España, cuando recuerda dos premios de Novela Nadal otorgados a sendos narradores colombianos: en 1963 a Manuel Mejía Vallejo por El día señalado y en 1965 a Eduardo Caballero Calderón por El buen salvaje, además de un sorprendente premio de editorial Planeta a Jesús Zárate, un autor fallecido. Y como si fuera poco, destacan las obras escritas y publicadas en Barcelona, entre ellas: La increíble y triste historia de la Cándida Eréndira y su abuela desalmada y El otoño del Patriarca, y la de autores que si bien no vivían allá sí publicaron en ella, como Álvaro Mutis, Manuel Zapata Olivella, Gustavo Álvarez Gardeazábal y Pedro Gómez Valderrama, sin dejar de citar las de otros autores colombianos anteriormente mencionados10. Al buscar los orígenes, definir el domicilio, revisar el contexto en el que ha habitado, conocer a cabalidad una de las obras emblemáticas de España y del mundo, soñar con su personaje y cultivar como Cervantes la lengua y la gramática de la lengua española, ha-
10 Es de recordar también a otros escritores que llegaron a Barcelona o a Cataluña poco después de esa segunda serie mencionada por Moreno-Durán, entre los colombianos Francisco Sánchez Jiménez, Carlos Orlando Pardo, Sonia y Colombia Truque, Manuel Giraldo, Magil, y Anabel Torres, y que a comienzos del siglo xxi, por otras razones algunos escritores y creadores buscaron en Barcelona y Cataluña su lugar para vivir, crear o publicar, algunos por unos años, otros asumiéndola como lugar de residencia, entre ellos Evelio Rosero, Rodrigo Parra Sandoval, Sergio Álvarez, Antonio Ungar, Luis Noriega, Melba Escobar, Juan Gabriel Vásquez, Arturo Bolaños, entre otros. Véase: Luz Mary Giraldo (2001). Letras Capitales. “Nuevo capítulo catalán” (Introducción) y selección de textos. Barcelona: Institut Catalá Cooperació Iberoamericana, Amer&Cat, Colección “El silencio de las sirenas”, 11-22.
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cen de R. H. Moreno-Durán un autor tan arraigado en los mapas y cultura de España como en su idioma, ese idioma que hizo de la literatura el verdadero territorio de la itinerante imaginación. La marca de España: un lector enamorado del Quijote La admiración de R. H. Moreno-Durán por El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha fue manifiesta en varias ocasiones, al mostrarse como el constante lector que reconoce en esta ficción la instauración de la novela moderna y la puesta en crisis de la misma. No sobra añadir que sobre varios temas dictó sus últimas conferencias, una de ellas en la Universidad Nacional Pedagógica de Tunja, su lugar de origen, en un encuentro llamado Los molinos del encantamiento, otra en la Universidad Autónoma de Colombia en Bogotá, titulada “Don Quijote: La pasión y el dolor como divisa de su dama”, con motivo de los cuatrocientos años de aparición de la novela, y como complemento de esta afición escribió uno de sus últimos cuentos: “La última cena de mi señor don Quijote”, producto de un sueño, como dice en dedicatoria del 18 de febrero de 2005: “para Luz Mary Giraldo, con mi admiración y agradecimiento, este texto inédito, transcripción de un sueño en la madrugada de diciembre de 2001”. Deteniéndonos en la conferencia dictada en la Universidad Católica, es válido destacar algunos puntos. Al tomar como epígrafe un fragmento del Canto Primero de Orlando Furioso, Ludovico Ariosto, entramos en la reflexión paródica y el análisis, como en la obra de Cervantes y la suya propia, a tenor del amor y de la figura de Lanzarote, uno de los caballeros de la Mesa Redonda, quien “vivió una pasión desgraciada al enamorarse de Ginebra, la esposa del rey Arturo” y quien además fuera favorito de damas y princesas y estímulo de romances e historias que enriquecieron “la parafernalia caballeresca” (Moreno-Durán, “La pasión y el dolor”: 15). Y recordando que “Lanzarote del Lago” es el romance que aprovecha Cervantes para mostrar a don Quijote halagado por las atenciones de las damas: “Nunca fuera caballero / de damas tan bien servido / como fuera Lanzarote / cuando de Bretaña vino; / doncellas cuidaban dél, / doncellas de su rocino”, señala el texto que adapta el autor de El Quijote al decir: “[…] como fuera don Quijote / cuando de su aldea vino […]” (15).
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Como sucede con Cervantes, las ficciones y ensayos de R. H. son una muestra de sus propias lecturas, de su propio escrutinio de obras y de autores, y de sus recurrencias al humor, la parodia, los juegos verbales y estructurales y, desde luego, la perspectiva del texto como palimpsesto. El punto de partida de la conferencia en cuestión es el mismo, a la manera del autor español, quien al reconocer fuentes en la literatura caballeresca con Tirant lo Blanc y El Amadís de Gaula, considera al personaje de esta última no solo el único sino “el señor de todos cuantos hubo en su tiempo” (23), lo que ha de reflejarse en el valor del vasallaje al amor, a la mujer y a la creación literaria que nombra, trastoca vocablos, renueva y construye una nueva realidad, según dice al comienzo: “Si nombrar es crear, también lo es amar” (13), idea que constituye la base para la construcción del mundo femenino en la obra moreniana, en la que Meninas, Mandarinas y Matriarcas son exaltadas o degradadas, a tenor de la temática desarrollada. Si bien el texto al que aludimos se construye sobre la base del amor capaz de transformar a la amada dándole nuevos atributos, se trata también del valor que cobra ese ver lo que se quiere ver y expresar a partir de la ilusión de realidad o del juego con esta mediante la parodia, recursos necesarios en la escritura de R. H. que gira, como dijimos, alrededor de la mujer, y quien como su maestro español, desde una actitud lúdica persigue la conciencia de la realidad y la de la ficción, y fusiona lo leído con lo vivido conjugando fantasía y verdad. El colombiano ennoblece o rebaja a sus personajes femeninos, como se lee desde su reconocida trilogía hasta su última obra, lo que lleva a su máxima expresión en Pandora, ese sugestivo texto híbrido que en los límites de la interpretación y la ficción recrea el escrutinio de mujeres literarias de la narrativa mundial del siglo xx, donde hace honor al eterno femenino que, como en Las mujeres de Babel, reconoce la obsesión verbal en las obras de Joyce y rinde homenaje al carácter imprevisible de la mujer. Y si la literatura es un encadenamiento de ficciones, como consta en El Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha, “no es que la realidad enfrente a la literatura, sino que todo —la vida, el amor e incluso la muerte— revierte en literatura en un texto que, al contar una historia que se apoya en libros célebres y de lectura recurrente, teje al mismo tiempo el vasto y rico lienzo de una insólita pieza verbal” (“La pasión y el dolor”: 19-20). El tema, no sobra decirlo, se desarrolla en uno de sus
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cuentos de Metropolitanas, “Lycée Louis Le Grand”, en el que el placer del texto radica en la puesta en escena en una biblioteca, “universo total”, que reúne a los más grandes autores de la literatura francesa, contemplados por una pareja que en el clímax erótico hace vivir a la mujer su propio desdoblamiento en los diversos personajes literarios, mientras encarna el goce de la escritura: Mi cuerpo asumido como página donde la escritura es un goce, no es mala interpretación de lo ocurrido, sobre todo si considero que tal idea responde a mi formación cultural […]. Marcel abre la puerta, sonríe y caigo precipitadamente en sus brazos dispuesta a vivir de nuevo, hoy como ayer, el vasto ciclo de nuestra literatura. Me acoge con ternura infinita y vuelvo a ser Roxana conmovida por la generosidad de Cyrano, vuelvo a ser la frase que no se agota en la primera lectura, vuelvo a ser la página de ese libro que debe repetirse punto por punto hasta que la lección inaugural se confunda algún día con la sabiduría (Moreno-Durán, 1986: 91-93).
Si en la novela de Cervantes el conocimiento de la tradición y el rescate de textos pasa por el fuego purificador, en las reflexiones de R. H. en la citada conferencia se destaca el artificio de la escritura eficaz como un “hábil ejercicio de desdoblamientos” (2005: 36), en el que se tiene en cuenta lo que conocemos por metaficción, autoconciencia y polisemia, con las que se reflexiona o se incita al reconocimiento de la multiplicidad y coexistencia de obras y al hecho de escribir y novelar que entrecruzan voces ajenas y propias. Consecuente con ello, recuerda que en el capítulo ix de la primera parte, el narrador habla de su propia vida cuando introduce la Historia de don Quijote de la Mancha escrita en árabe por Cide Hamete Benengeli (2425), y más adelante se refiere al episodio de la Cueva de Montesinos en la segunda parte, destacando a “un hábil recreador de bondades y misterios del oficio que ejerce: al escribir el libro somete a su personaje y a sus lectores a los vaivenes de la escritura, los involucra en el proceso de creación y los abandona a su suerte entre la floresta y la imaginación. Por eso, cuando el personaje regresa de su viaje por ese país de los prodigios que es el libro, dará su versión sobre lo visto y lo vivido y la confrontará con la visión de los otros lectores que, obviamente, no han visto tanto como don Quijote” (47). Se trata de llamar la atención sobre las estructuras del enmascaramiento y los dobles paródicos, que el autor también destaca cuando se refiere
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al episodio de El Caballero de la Triste Figura, quien escribe una elegante y sugestiva carta para su amada y analfabeta Dulcinea del Toboso, máscara de Aldonza Lorenzo. Sancho, quien debe llevarla, la olvida, pero puede dar cuenta de su contenido como si sostuviera las posibilidades interpretativas del lector. “¿A qué clase de carta nos remite Cervantes?”, pregunta R. H., respondiendo que esta existe en una imaginación doblemente ficticia y eficaz: la de su escudero, cómplice y leal interlocutor. ¿No es esto lo que ha caracterizado la narrativa de R. H. Moreno-Durán? En su famosa trilogía un personaje de la ficción es autor de Manual de la mujer pública, texto que ofrece un debate que refleja la perspectiva misógina de la tradición en una cultura que simultáneamente desprecia y alaba a la mujer, lo que coincide con lo que dice en la conferencia cuando al referirse a El celoso impertinente dice: “la mujer es animal imperfecto, y que no se han de poner embarazos donde tropiece y caiga…” (43). Lo mismo sucede en su obra de teatro Cuestión de hábitos, que parodiando contextualiza el pensamiento, la actuación y la escritura de sor Juana Inés de la Cruz, dirige el debate a la Colonia según parámetros de su tiempo y desde la perspectiva del autor contemporáneo. Se trata de nombrar para crear y hacerlo con diversidad de juegos: cambiar nombres, enmascarar, buscar dobles o construirlos, crear paralelismos y contrastes, es decir, transformar la realidad a sabiendas de que “no es que la realidad se enfrente a la literatura sino que todo —la vida, el amor e incluso la muerte— revierte en literatura en un texto que, al contar una historia que se apoya en libros célebres y de lectura recurrente, teje al mismo tiempo el vasto y rico lienzo de una nueva e insólita pieza verbal” (20). En sintonía con la tradición, Moreno-Durán exalta y parodia, y reconoce en la novela de Cervantes antecedentes y revelaciones de otros géneros, entre ellos el pastoril, la picaresca, la caballería y la comedia de equivocaciones, entre los que destaca episodios entreverados, como el correspondiente a Canción desesperada, donde Crisóstomo es desdeñado por Marcela, cuyo discurso en defensa de su propia libertad tendría el “acento pionero y valiente de la modernidad” (28). Cerca de las siete historias entreveradas de Don Quijote giran en torno al amor caballeresco, cortesano y pastoril, literatura en la que contrastan las víctimas y los victimarios en un juego de doble. Por ejemplo, R. H. asevera: si Cardenio enloquece
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de amor por Luscinda, Dorotea es espoleada por Fernando, Basilio se enamora de Quiteria, la prometida de Camacho, el Caballero del Bosque repite los amores del caballero de la triste figura al cantar sus cuitas por “la ingrata Casildea de Vandalia, émula de Dulcinea” (46), el caballero Montesinos extrae el corazón de Durandarte para dárselo a su amada Belerma y, como afirmación de lo contrario, próxima a la historia de Marcela está la de Altisidora, la que enamorada de un viejo lector de libros lo asedia y persigue, o la de Claudia Jerónima, que por celos da muerte a su amado Vicente Torrelas, o la de la búsqueda en los dos personajes que deben acudir al disfraz para sobrevivir: Gaspar Gregorio vestido de mujer y Ana Félix vestida de mancebo. El resultado es un palimpsesto cuyo resultado es la frondosidad narrativa. Allí el trasunto de imaginarios femeninos alterna con los parámetros contrastivos de realidad y fantasía, haciendo evidente que es desde la imaginación que se puede ver la verdadera realidad. La conferencia se cierra al hacer referencia a la muerte de don Quijote, quien retorna a su condición de Alonso Quijano, “al tiempo que la razón le borra sus más entrañables bibliografías” (54). De manera similar sucede con el sueño que Moreno-Durán tituló “La última cena de mi buen señor don Quijote”: —Aunque la cena esté espléndidamente servida en cualquier parte, es mejor despertar aquí pobremente, como todos los días, incluso con las manos sucias del hambre de la noche anterior. Yo sé por qué os lo digo. No hay apetito que no pueda saciar el mero hecho de conocer por fin lo que durante toda la vida ha alimentado nuestros sueños— dijo don Miguel de Cervantes, poniéndose de pie y dirigiéndose a la puerta abierta. Entonces su sombra se dividió en dos como cuando se abre un libro y mientras don Quijote sentía que sus pesados párpados caían por fin como aldabonazos de lástima la luna desapareció tras un redil de nubes sobre la aldea del Toboso.
Si para Cervantes la literatura fue una construcción lúdica del mundo que refleja la vida y la creación, para R. H. no lo fue menos, tal como lo afirmó a propósito de sus lecturas de Joyce, al reconocer el placer de la creación como algo similar al gozo de la existencia. En el mencionado artículo de Gómez se afirma: “Moreno-Durán todos los días le rezaba al Quijote y a Joyce. El cosmos literario
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lo angustiaba, el laberinto del arte solidificaba su sombra. Si en su oficio narrativo lograba conciliar la fricción de sus fantasías, en su obra ensayística se convertía en un topo enciclopedista capaz de descifrar los pasajes infinitos de la biblioteca de Babel”. Ahí mismo se concentra también su voluntad de estilo en la escritura, la escritura como forma de vida y noción de espejo. En su ensayo “Tentación lírica”, apoyando la síntesis de los géneros y el llamado de la lírica, R. H. afirma: “La escritura se hizo pasión cuando los signos me revelaron que ocultaban más de lo que aparentemente querían decir. Arte sigiloso y coartada ante las desventuras de la realidad, la escritura se convirtió en cómplice ideal ante el desasosiego de la adolescencia” (Moreno-Durán, “Tentación lirica”: 3). Afirmación que complementa cada entrevista, al decir que en la literatura la gran responsabilidad del escritor “no es frente a la sociedad […] sino frente a la escritura, frente a su lengua”, pues “en la medida en que se es responsable, el escritor está creando un estilo que […] tiene mucho que ver con lo que en otros órdenes se llama elegancia y clase y cuya dinámica prueba de fuego es la de encarnar un resultado estéticamente bello y representativo” (Sarret, 1983: 48). En entrevista con María Dolores Aguilera, publicada a comienzos de los ochenta en la revista Quimera, explica el significado del estilo como “pulcra elegancia” en relación con la inteligencia: “la elegancia no es más que un elemental acuerdo entre mi inteligencia y mi estilo” (Aguilera, 1981: 8). Afirmación que se complementa con lo que dice en su ensayo La prosa ante el espejo: “Escritura: espejo cuya luna me devuelve el rostro de mis obsesiones; página que día a día se torna voluntad de estilo, texto que se reconcilia con todos los secretos que tú, hipócrita lector, crees advertir en mi semblante” (Gómez y Henao, 126). La presencia del lector no solo es permanente sino necesaria en y para la obra de R. H. Moreno-Durán. Así como reconoce su valor en el lector que escribe, también destaca la función del escritor ante el lector que se relaciona tanto con la memoria como con una presencia que se deja seducir por el placer lúdico de la escritura. En su caso particular, la escritura proliferante, libre e irónica. Refiriéndose al tema, cita a Goethe, otro de sus autores de cabecera, preguntándose por el lector de su preferencia: “¿Qué clase de lectores yo deseo? / pues los libres de todo prejuicio, / capaces de olvidarme y olvidarse / y vivir solamente para el libro… (Moreno-Durán, 2003:
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122). Ante un posible interlocutor-lector, se refirió a esa “presencia anónima” que desde sus primeros trabajos percibió asediándolo, presencia que denominó “ese innominado lector” y “que aparece en el instante mismo en que concibe una obra” y del que espera una mínima cuota de participación: fue entonces cuando tuve la certeza de que si me decidía a escribir en serio debía hacerlo para un agente activo y lúcido, afín en la ironía y la voluntad de juego del autor, y al que un día pudiera aplicarle las palabras de Angelus Silesius: “Ya basta, amigo. Si quieres seguir leyendo, transfórmate tú mismo en el libro y en la doctrina…” (Moreno-Durán, 2003: 124).
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LUZ MARY GIRALDO
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Re-descubrimiento de América en la novela histórica de William Ospina Yadira Segura Acevedo Universidad de Sevilla
Un escritor para quien “la razón es hija de la poesía” (Ospina, 2015a: 259), un hombre que pueda decir que “todos vivimos novelas fabulosas, porque vivir en un cuerpo mortal sobre un planeta que flota en el espacio lleno de mares y selvas, de lenguas y de milenios, es un hecho fantástico” (Ospina, 2013b: 75), indudablemente tendrá que estar poseído por la poesía y sus pasos, que se oyen en el avanzar de sus versos y relatos, serán los del viajero eterno que, palabra a palabra, va construyendo un escenario mágico. “Todo en España está ajedrezado de moro” (288), nos dice el poeta en El País de la Canela. Antes de navegar sobre el tapiz eterno dejando las huellas de sus andanzas, William Ospina ya venía de regreso de aquel país antiguo donde habita la ciudad de “calles perfumadas de azahar” (Ospina, 2012a: 288); ya había visto “una andaluza de ojos crueles y pesadas ojeras/en un hondo garito español” (Ospina, 2008: 117); ya había escrito con sus propios ojos los arcos moriscos de la ciudad de Luis de Góngora: “Al medio día revivo/en la paz incansable de la mezquita/la inmensidad serena de la noche de Córdoba” (Ospina, 2008: 308) y ya había sentido la sombra atávica recostada
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sobre las torres, los palacios, las calles y las plazas andaluzas: “la sensación de vejez de todas las cosas, las capas superpuestas de los siglos en las plazas” (Ospina, 2012a: 286)”. Por esto, como un viajero que sabe recorrer los caminos con pericia mágica y siguiendo el rastro del fino hilo de la sangre mestiza que corre por sus venas, desde hace muchos años nuestro escritor ancló su alma en tierras de El Quijote1, cruzando sus pueblos y ciudades, habitando las casas de calles angostas y empedradas, y descendiendo a los hermosos arenales; hospedado en el calor de sus soles, en el olor de sus tardes, en el sabor de sus riojas y en el suave tacto de la piel de sus toros. Indudablemente, Ospina ha sido un honorable habitante en esta tierra de briosas danzas y temerarios lances. Renacimiento del pasado colonial Si hay un hombre que conoce y siente profundamente América es William Ospina; poeta y escritor colombiano para quien nunca ha quedado fuera del amparo de sus manos el alma noble de la gente de su tierra. Conviene precisar que no solo es escritor de novelas y escultor de versos; es una voz poderosamente crítica que sabe ver, con la mirada amplia del antropólogo y con la profundidad del filósofo, los males más recalcitrantes de la sociedad actual. Ospina denuncia los sistemas opresores de su país; esa casta arrogante y mezquina que durante años ha potenciado sus constantes orgías de poder, tiranizando e invisibilizando al pueblo. Si estudiamos la obra crítica de este escritor, advertiremos que hay un tema que preside la mesa de conversación: el amor a Colombia y la ilusión de verla resurgir del aturdimiento cultural al que los gobiernos autócratas la tienen reducida. De este modo, en sus escritos novelados, el lenguaje —especialmente el poético— es el encargado de crear la ilusión a través de la cual el escritor conduce la imaginación del lector hacia la vivencia del hecho histórico, no simplemente como la representación de un recuerdo o un acontecimiento remoto, sino como un 1 Invitado por universidades, casas editoriales, medios de comunicación, consulados o entidades académicas, el escritor ha estado presente en diferentes escenarios de España, a través de conferencias, entrevistas, charlas, reflexiones transatlánticas, coloquios, seminarios, etc.
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“redescubrimiento”2 del pasado para poder comprender el presente y lograr su emancipación. En virtud de este entendimiento, Ospina advierte sobre la terrible destrucción cultural que implica el encubrimiento de la propia identidad: “Nada más dañino que ser ciegos ante la naturaleza a la hora de definir nuestras prioridades, y olvidar culpablemente nuestros desafíos para dedicarnos a imitar en vano la dinámica de otros pueblos” (2013b: 189). ¿Cuál puede ser la causa de este malestar tan arraigado en la cultura colombiana, en el que existe un sentimiento colectivo de vergüenza hacia lo propio y una obstinada admiración por lo foráneo? ¿En dónde han quedado los rostros mestizos, las ruanas campesinas, las manos rudas y los pies descalzos de los indios o la mirada aturdida de los obreros? La responsable de esta injusticia social innegablemente es la clase política corrupta que no ha expresado la voluntad de administrar con honor y dignidad una nación, pero sí ha tenido la desvergüenza de pisotear y esclavizar lo más sagrado de su tradición: al pueblo. De esta manera —ratifica Ospina— la dirigencia colombiana del último siglo es la principal causa de todos los males de la nación: Responsable de los bandoleros de los cincuenta, a los que ella armó y fanatizó; de los rebeldes de los sesenta, a los que les restringió todos los derechos; del M19, por el fraude en las elecciones de 1970; de las mafias de los ochenta, por el cierre de oportunidades a la iniciativa empresarial y por el desmonte progresivo y suicida de la economía legal; de las guerrillas, por su abandono del campo, por la exclusión y la irresponsabilidad estatal; de los paramilitares, que pretendían brindar a los propietarios la protección que el Estado no les brindaba; responsable incluso de las Farc, por este medio siglo de guerra inútil contra un enemigo anacrónico al que se pudo haber incluido en el proyecto nacional cincuenta años antes, si ese proyecto existiera (Ospina, 2015b). 2 Utilizamos intencionalmente el término “redescubrimiento” propuesto por Elzbieta Sklodowska en su libro La parodia en la nueva novela hispanoamericana. Según esta investigadora, “en los años recientes parece haber incrementado el interés histórico de los novelistas hispanoamericanos por el descubrimiento, la conquista y el periodo colonial de América. Este interés —coadyuvado por las estrategias interpretativas de metadiscursos (pos)estructuralistas— ha producido una serie de novelas que podríamos denominar de “redescubrimiento” (34). Aunque las novelas de Ospina no tienen la carga paródica de las citadas por Sklodowska, podríamos denominarlas también como novelas de redescubrimiento, por su temática y la época en la que fueron creadas.
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Según el autor, la reflexión sobre las causas que actualmente reprimen o vulneran la sociedad colombiana se basan fundamentalmente en los hechos de conquista y colonización que protagonizaron un pasado trágico y demoledor y, posteriormente, en la férrea instrucción que este pasado implantó en sus más fieles herederos; obedientes mayorazgos que, adoctrinados en esta vieja escuela, continuaron “con honores” la inclemente tarea de saqueos, barbarie y opresión. En el pasado está el germen de todo; allí está el magisterio donde el hombre americano aprendió a repudiar lo propio, donde lo adiestraron en la sumisión y lo obligaron a doblegarse frente a poderes tiránicos. Por desgracia, este terrible mal que aún no ha sido erradicado, acostumbró a la gente a vivir en una eterna invidencia de su pasado, menoscabando su identidad e integridad. Lo único que podría aliviar esta agonía cultural sería despertar al hombre de ese estado tenebroso para que pueda “ver” y comprender lo que fue. “Lo que se busca no es el comienzo de las cosas, sino el conocer la identidad del individuo basándose en lo que ya no es” (57) —nos dice Mercedes Juliá, en Las ruinas del pasado. Aproximaciones a la novela histórica posmoderna—, y esto es precisamente lo que pretende William Ospina: retornar para aprender a conocer el pasado y así empezar a construir el presente. El que hoy se avergüenza de ser lo que es, no ha aprendido a valorar sus riquezas y costumbres y permanece en la vieja escuela de los tiempos coloniales, sublevado, como antaño, bajo deslucidos sistemas imperialistas que aún no han evolucionado: “Los europeos de entonces llegaron a la selva como muchos colonos de hoy y como muchas grandes empresas, a hacer riqueza rápida, a buscar los cultivos que podían ser explotados de un modo intensivo, a buscar o sembrar bosques de una sola especie como se los encuentra en Europa” (Ospina, 2013c: 51). Este es el mal que desde hace quinientos años ha venido arrastrando Colombia y esta es la idea central a partir de la cual fluye casi toda la obra literaria de William Ospina: la lectura del pasado como el fundamento del presente y como una búsqueda de la identidad. A este respecto, Fernando Aínsa afirma: “Se puede decir sin exagerar que gran parte de la identidad cultural de Iberoamérica se ha definido gracias a su narrativa. Aunque lo parezca, esta afirmación no es contradictoria. Nada mejor que la ficción para explicar la realidad. Lo real y lo imaginario han formado una indisoluble pareja en la historia del continente” (1986: 23). Y más adelante agrega: “Gracias al esfuerzo de com-
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prensión imaginativa que ha propiciado la narrativa, se ha podido sintetizar la esencia de una cultura y ha sido posible la visión integral de la identidad americana” (24). Nuestro poeta, escritor, ensayista, traductor y columnista colombiano, nació hace sesenta y tres años en Padua; un pueblo “tan lejano del mar y del mundo” (2015a, 249), asentado en la cima del departamento del Tolima. En este trocito de los Andes creció este gentil hombre, para quien es imposible vivir si no hay poesía: “es deseable que haya poesía en todo, [incluso], en la ingeniería y en la política” (Estrada Betancourt).Y allí, en la casa de infancia donde la música fue la enciclopedia más cuantiosa, William encontró su “gran herencia”, La Odisea de Homero; el libro que todo niño necesita para ser feliz (Coes). Desde entonces, no ha dejado de soñar ni de imaginar. Pues bien, el poeta de Padua —expresión con la que nos gusta designarlo, en honor a su pueblo natal— es uno de los intelectuales más influyentes de la literatura y el periodismo colombiano en los últimos tiempos. Creeríamos también que William Ospina es un filósofo; un pensador en el que la intuición y la lucidez fluyen abundantes cuando trata de anclar un halo de esperanza en un mundo perturbado y enredado en sus propios miedos. Por ello, uno de los magisterios que aprendió de su gran maestro Estanislao Zuleta comprende que “el saber debe acercarse a la vida y que el lenguaje —nacido y vivificado siempre en los labios iletrados de las multitudes— puede dar razón del mundo por vías más cálidas y elocuentes que la jerga árida de los especialistas” (Ospina, 2012b: 119). La razón de su erudición quizás sea la sencillez con la que ve y asume la vida; Ospina es un escritor que aprende de lo habitual, que sabe escribir novelas con sabor a poema y sabe recitar versos con voz de relato; es una fuente fecunda de sabiduría para quien el conocimiento es una virtud o un poder. De este modo, de los caudales del sentir y del pensar, del poetizar y del filosofar, descienden otras vertientes de su ser: el novelista, el periodista3, el traductor e, incluso, el cantante4. 3 En el artículo “Filosofía y ética harían innecesaria la religión”, el periodista Elbert Coes devela que Ospina le confesó que antes de dedicarse a escribir por completo, primero fue periodista y publicista; no obstante, pronto abandonó la publicidad para ocuparse por completo de la escritura. 4 William Ospina, en El dibujo secreto de América Latina, afirma: “Las canciones son la manera más antigua y más evidente de la poesía, y los poemas no son más que canciones con una música más sutil o más secreta” (17).
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La obra ensayística de William Ospina es extensa y variada; encontramos ensayos de carácter histórico, político, literario y otros de diversa índole. En estos escritos el autor habla del Estado, del mundo contemporáneo, de la política, de Colombia y de América Latina; de poetas, de novelistas y de filósofos; de reflexiones sobre el progreso, el futuro, la educación, el periodismo, etc. Cierta selección de charlas y conferencias que ha impartido al público académico, igualmente engrosan esta lista de textos ensayísticos. Su primer ensayo: “Aurelio Arturo: la palabra del hombre”5, con el que ganó en 1982 el premio Nacional de Ensayo de la Universidad de Nariño, subió el volumen de la voz de un joven escritor que apenas se asomaba para ver la mirada expectante de un público al que logró encender de emoción y para el que, desde entonces, no ha podido ser indiferente. Aurelio Arturo es para nuestro poeta la más completa unión de la lengua y la tierra: “Tal vez nadie como él encontró la perfecta fusión de la lengua y la tierra, ese recóndito manantial en donde las palabras atrapan el misterio profundo de la realidad y lo revelan en la alquimia irreductible de la poesía” (Ospina, “Aurelio Arturo y la tierra que canta”). Después de este texto, cayeron en racimos otros escritos que poco a poco han ido desgajándose. Tenía treinta y dos años cuando publicó su primer libro Hilo de arena (1986). Al principio quiso hilvanarse con los finos hilos de la lírica, pero los versos trenzaron tan estrechamente sus costados que jamás volvieron a deshacerse, alojando dentro de él la poesía para siempre6; y allí, sin dejarse ocultar con el leve filo del relato, ni con el recio viento de los argumentos, sus palabras dejaron al rojo vivo “la sagrada función de la poesía” (Ospina, 2008: 40). Este autor se nos dio a conocer de un modo distinto a como le ha ocurrido a la mayoría de los colombianos, para quienes el ensayo ¿En dónde está la franja amarilla? fue su primer apretón de manos. Nosotros preferimos descubrirlo en un contexto más mágico, menos 5 Este artículo fue publicado en “Cuatro ensayos sobre la poesía de Aurelio Arturo”, Fondo Cultural Cafetero, Bogotá, 1989. Posteriormente fue publicado, en 2002, en el libro Por los países de Colombia. 6 Hoy en día, todos sus poemas se reúnen en la obra que lleva por título: Poesía 1974-2004 (2008), organizados de la siguiente manera: Poemas tempranos, Hilo de arena (1986), La luna del dragón (1992), El país del viento (Premio Nacional de Colcultura, 1992), ¿Con quién habla Virginia caminando hacia el agua? (1995), África (1999), La prisa de los árboles.
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descarnado y real: lo vimos por primera vez en su maravillosa novela Ursúa, y en aquella ocasión, más que apretarle la mano, le dimos un cálido y emocionante abrazo. Ursúa (2005) fue la puerta abierta a un primer trabajo narrativo sobre la novela histórica, recogido en su famosa trilogía del Amazonas; labor literaria que continuó en un segundo libro El País de la Canela 7 (2008) y terminó en La serpiente sin ojos (2013). El contenido de sus novelas es una urdimbre que se extiende a todos sus poemas y ensayos, porque han brotado de la misma fuente de la que han nacido todos sus escritos: de la sencillez y el estremecimiento del alma. Ursúa es la novela a partir de la cual nace todo el relato triádico, cuyo protagonista, el conquistador navarro Pedro de Ursúa, deslumbrado y atraído por las hazañas y sucesos de conquista y colonización de América, un día decide viajar a este continente en búsqueda de riqueza y poder. El escritor narra una historia de acciones utópicas y hechos quiméricos; toda una gesta mágica donde no existe ninguna intención divisoria entre lo que parece real y lo que parece irreal. En este sentido, el relato histórico-literario presenta una escritura riquísima en imágenes poéticas mediante la recreación literaria del mito. Ya Joseph Campbell, en El héroe de las mil caras. Psicoanálisis del mito, había señalado que el hombre lleva dentro de él un reino mitológico, pues todo emana del “fundamental anillo mágico del mito” (11) y Mirceau Eliada afirmaba que para las sociedades arcaicas el mito designaba “una historia de inapreciable valor, porque es sagrada, ejemplar y significativa” (1968: 13). De acuerdo con estos planteamientos, Ursúa, al ser un relato tribal y una fábula de hechos heroicos y nefastos, se convierte en una historia extraordinaria, en un hecho mágico o en una realidad sagrada donde no se puede narrar la historia sin relatar los mitos de aquellas tribus en las que se engendró la conquista americana; en efecto, el texto proyecta una mirada caleidoscópica de bellas metáforas, de expresiones recónditas que arrullan los ojos del lector sobre una escritura viva poéticamente. En esta novela el mito no es ya el cuento o la historia fabulosa que nos transporta a mundos mágicos o a la realización de sueños quiméricos; en la narración literaria el mito es el eje fundamental
7 Premio Rómulo Gallegos, 2009.
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sobre el que rige la existencia y a partir del cual se justifica absolutamente todo: el nacimiento, la muerte, la guerra, el amor, la unión, la subsistencia, el esfuerzo, el trabajo, las cosechas, etc. Es decir, el mito en Ursúa no es simplemente un texto literario, sino que es una realidad sagrada, ejemplar y significativa que está viva; una realidad que fundamenta y justifica todo el comportamiento y la actividad del hombre. La segunda novela de la trilogía, El País de la Canela, reconstruye la odisea que vivieron por el río y la selva Gonzalo Pizarro y Francisco de Orellana, cuando al frente de una de las expediciones más espléndidas y dramáticas de la conquista y colonización de América, y en medio del desconcierto y la frustración al no encontrar los anhelados bosques de canela, Orellana y sus tropas descubrieron el río Amazonas, la inmensa y caudalosa serpiente sin ojos. Esta obra quizás fue una estrategia que utilizó el escritor para intentar retrasar el trágico desenlace de Pedro de Ursúa y permitirle al lector un tiempo extra en el que pudiera disfrutar y prolongar la fascinación por este joven navegante del Renacimiento; por lo tanto, fue una novela muy “fugaz”, engendrada en las últimas líneas de Ursúa: “Cabalgando hasta la otra orilla del istmo, [Ursúa] me hizo prometer que le contaría cómo fue nuestro viaje, desde cuando Gonzalo Pizarro oyó decir en el Cuzco qué había tras las montañas un país de canela, hasta cuando encontramos, perdidos en el río, el país de las amazonas” (470). Es muy significativo advertir que Cristóbal de Aguilar y Medina no es un simple personaje, sino la voz crucial de la trilogía y el protagonista de El País de la Canela que cuenta su historia al gobernador de Omagua8 en un relato literario que transcurre en un día. Es un personaje en el que se conjuga la temeridad y el valor del soldado que combate con la frugalidad de un ser que nació para las letras; un guerrero y un letrado que se funden en la excitación y la quietud, en la locura y la razón, en el horror y la serenidad del hombre que, aunque no quiere la guerra, se ve abocado en la perplejidad de un báratro que no le permite retornar. En efecto, en Cristóbal habitan dos mundos; dos razas que más allá de las puertas de su piel combaten a muerte por un territorio que solo le perteneció al sol, a la 8 Pedro de Ursúa fue designado, por cédula real y durante el virreinato de don Andrés Hurtado de Mendoza y Bovadilla en el Perú, gobernador de Omagua.
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naturaleza y a los animales y —por anidar en estas tierras— quizás a los indios. Estos dos mundos: el indio y el español se encuentran en él, en sus venas y en su alma. La serpiente sin ojos es la última novela de la trilogía. Relata la trágica historia de amor entre el conquistador navarro Pedro de Ursúa y la bella mestiza Inés de Atienza, atrapados en un destino adverso y devastador del que no pueden escapar. Ospina, como buen tejedor de historias, trenza, urde y entrelaza varios relatos sin dejar hilos sueltos de los que se pueda tirar; todo queda amarrado con la precisión de una obra maestra, desencadenando una red de historias múltiples conectadas al relato central. A diferencia de Ursúa y El País de la Canela, La serpiente sin ojos está escrita en prosa y en verso. Cada capítulo, a excepción del último, cierra con un poema. Es un texto escrito a dos voces: primero nos habla la voz del relato, de la anécdota, del cuento y, en seguida, aparece el poema, el verso, la magia. Es una obra musical y dinámica donde hallamos dos cuerpos textuales en continuo movimiento: el del relato y el del poema; dos presencias literarias que danzan con un ritmo especial: allegro o adagio, vivo o moderato. Relato y poema se unen o se distancian, se complementan o se postergan, se protegen o se abandonan, pero siempre sin perder el flujo del movimiento ni la fuerza estética desplegada en el espacio literario. También nos hablan sus paratextos, sus hipotextos, sus hipertextos; todas esas voces que se levantan en tonalidades distintas a veces para cantarnos o para impresionarnos, otras para contarnos relatos o, incluso, para susurrarnos secretos. A la par, la trama argumental del relato prosaico9 devela un lenguaje que cuenta los acontecimientos sin detenerse en copioso lirismo —como sí se puede advertir en Ursúa, por ejemplo—. Esto no significa, desde luego, que la prosa no entrevere enunciados poéticos; ciertamente que asoman, pero con relativa frecuencia: “Digamos entonces que me abandoné a mi destino con la docilidad con que la canoa se entrega a la corriente. Ya no era más que un pájaro que no se pregunta por qué vuela sino que sigue el impulso de sus alas, un mudo pez sin párpados que se deja llevar por el río” (Ospina, 2013a: 219).
9 El relato no se agota en el discurso prosaico, también suele aparecer con cierta asiduidad en el discurso poético.
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Re-escritura de la historia La noción de una conciencia monádica entre realidad y ficción o, aun, la idea bidimensional de estos dos estados sobre el suelo de un requerimiento interseccional que los aúna recíprocamente, pero a la vez los distancia, es un presupuesto muy difícil de esclarecer. El filósofo e historiador norteamericano Hayden White, en su obra El texto histórico como artefacto literario, concibe la historia como la representación de lo real, y la ficción, como la representación de lo imaginable, puesto que “solo podemos conocer lo real contrastándolo o asemejándolo a lo imaginable” (137). Ya, desde la Antigüedad clásica, el pensamiento aristotélico distinguía entre historia y poesía: “no corresponde al poeta decir lo que ha sucedido, sino lo que podría suceder, esto es, lo posible según la verosimilitud o la necesidad […] la diferencia está en que uno dice lo que ha sucedido, y el otro, lo que podría suceder” (Aristóteles, 1988: 157-158). Unido a estos planteamientos, William Ospina considera que el escritor —distinto al historiador— permite que el lector viva los hechos: Yo creo que uno puede leer un libro de historia y no quedar con la sensación de haber vivido unos hechos, pero cuando uno lee una novela, por lo menos mi propósito es que el lector se sienta lo más cerca posible de los hechos: que si cayó un rayo, el lector sienta que estuvo ahí. Por ejemplo, en Ursúa hay un grupo de hombres que están jugando cartas en la cubierta de un barco, en el puerto del Cabo de la Vela o de Santa Marta y, sin que haya lluvia, ni tormenta, cae un rayo sobre el barco. Eso lo registran los historiadores, lo registran los cronistas, lo registran las cartas de la época; los hermanos de Gonzalo Jiménez de Quesada estaban en ese barco y el fundador de Tunja estaba en ese barco cuando ocurrió ese hecho que está documentado históricamente y que sin embargo parece un hecho fantástico. Ya que yo sé que el hecho ocurrió, mi deber como escritor es darle vivacidad y verosimilitud en el relato. Por eso, en la novela hay cosas que uno no encuentra en el relato historiográfico; por ejemplo, trozos de carta de baraja quemados en la cubierta, fragmentos de cabina rotos por el impacto del rayo y quemados por el fuego del rayo. De manera que es eso; un hecho histórico registrado, escenificado, representado y reconstruido para que el lector sienta la intensidad de ese hecho. Entonces, para mí, es muy importante que los lectores sepan que los hechos ocurrieron, pero también es muy importante que sientan que estuvieron cerca y que los recuerde hasta donde eso sea posible como una experiencia personal (Segura Acevedo).
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Ospina es un escritor que ve y siente la historia como un referente de inspiración y se aproxima a ella en sus tres modalidades de expresión: novela, ensayo y poesía. La historia, en las manos y el pensamiento de este poeta, es un “material” moldeable que se puede transformar en verso, en argumento, en opinión, en descripción, en narración; y el lenguaje, que es su herramienta más preciada, va repujando y esculpiendo su obra, como si se tratara de una construcción al mejor estilo Bauhaus donde la forma, que en este caso es la palabra, se deja moldear o guiar conforme a la función textual —metáfora, prosa o argumento; estilos de escritura que mantienen el propósito común de ser historia que fluye por cada una de sus líneas para ser oída y sentida; para ser novelada, poetizada, criticada o censurada—. Es necesario precisar que la más valiosa expresión de proximidad, de afecto y de respeto de este escritor por ese vínculo que lo une a España, quizás haya sido la escritura de su trilogía sobre el Amazonas; esa magia novelada que encendió su palabra hechizada de verso y relato para que su voz celebrara y cantara la unión de dos mundos, así como lo hizo el cronista de Indias Juan de Castellanos en su grandiosa obra Elegías de varones ilustres de Indias. A propósito de esos cantos que se entonan bajo la sombra de los balcones de una selva y un río inmensos y del deslumbramiento y fascinación que despierta en los conquistadores lo desconocido, escuchemos lo que nuestro escritor nos dice en las siguientes líneas: Y es muy hermoso que en los tiempos de la conquista, cuando pasaron tantos horrores y tantas crueldades, haya habido también seres humanos empeñados en buscar el canto. […] Yo diría que hubo por lo menos tres tipos de conquistadores distintos: los que iban buscando el oro y que no se detenían ante nada para conseguirlo, los que iban más bien buscando extender el ámbito de la religión y del espíritu, que también cumplieron un papel muy importante y, por ejemplo, poetas como Juan de Castellanos y tantos cronistas que se enamoraron de América, se deslumbraron con ella y empezaron a buscar las palabras; los unos perseguían el oro, pero los otros perseguían un lenguaje con el cual nombrar ese mundo. Y yo creo que esa curiosidad del Renacimiento fue lo que hizo que la lengua española permaneciera en América, porque no basta una ocupación militar para que una lengua permanezca en un territorio. España tuvo a los moros aquí siete siglos pero no terminó hablando árabe. Se ne-
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cesita algo más; un esfuerzo del espíritu, un asombro y sin duda un enamoramiento de un mundo para que la lengua entre a intimar con él y termine siendo la lengua de ese mundo (2016b).
Ospina también se asombró y se dejó seducir por ese mundo maravilloso que contempló a través de su pasado y, bajo este “embrujo” —ya no como un caminante más, sino como un camino empedrado de poesía—, recreó y fabuló uno de los hechos históricos más significativos de la historia de la humanidad: el descubrimiento de América; acontecimiento comparable —como él mismo lo ha dicho en reiteradas ocasiones— solo con el hallazgo de un nuevo planeta. Desde entonces, levantó el tono de su voz para convertir la tragedia de un hecho histórico atroz y temible en una circunstancia mágica, y poder redescubrir la España valerosa y grande que había quedado oculta durante largo tiempo bajo la sombra maquiavélica de la leyenda negra. Juan de Castellanos y el descubrimiento de América En esta misma línea de ideas, podríamos decir que el primer y principal vínculo de William Ospina con este país de fuego y sable fue Juan de Castellanos. Él, “el gran poeta de la Conquista y el más abarcador de los cronistas de Indias del siglo xvi” (Ospina, 2013c: 17), autor del poema más largo en lengua castellana: Elegías de varones ilustres de Indias, maravilló con sus octavas reales10 al poeta de El país del viento: Cuando yo abrí el libro de Juan de Castellanos descubrí una obra apasionante, llena de peripecias, de aventuras asombrosas, un libro de una gran destreza verbal, pero sobre todo un libro en que yo reconocía la vastedad, la desmesura del mundo americano, la enormidad de sus tempestades, lo asombroso de su naturaleza, un libro en que veía viviendo ante mí, por primera vez en mi vida, el mosaico agita10 En su libro de ensayos Colombia donde el verde es de todos los colores, Ospina hace una recomendación: “Quien quiera encontrar el primer fresco de Colombia, el primer cuadro de conjunto, violento y desmesurado pero armonioso y amoroso, de lo que con los siglos se llamaría Colombia, puede leer las octavas reales de Juan de Castellanos, tan abundantes y minuciosas como una gran novela de aventuras, pero además ricas en versos melodiosos y en curiosos y poéticos detalles humanos” (52).
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do de los pueblos americanos como fueron durante milenios, y sus padecimientos ante el avance avasallador de los invasores (Ospina, 2001: 23).
Antes de escribir la trilogía, nuestro escritor ya había besado el rostro de Alanís —el pueblo donde nació Juan de Castellanos—, y ya había presentido en el olor de esta tierra sus versos, contemplándolo sobre su propio suelo y arrancándolo del olvido. Y gracias a la asombrosa lírica de este poeta alanisense, Ospina pudo dar vida a la España digna y generosa que Castellanos llevaba en su alma; por esta razón, en sus pensamientos siempre encontraremos elogios para su Gran Maestro: el más grande de todos los cronistas, el poeta que cuenta y canta, el héroe que luchó con valor poniendo en alto el nombre de España en América. Estos dos poetas, el de Alanís y el de Padua, contemplaron el mundo americano con admiración y asombro y lo expresaron con suavidad y respeto; los dos se estremecieron y se dejaron cautivar por un continente que fue adoptado con crueldad, pero también con ternura. Los dos amaron profundamente el nuevo mundo y, a pesar de que Castellanos no nació en América, la sangre de esta tierra también recorrió sus venas: Se había enamorado de este mundo americano, se había dejado conquistar, y es frecuente en la historia ese romance, digámoslo así, del conquistador conquistado. Juan de Castellanos fue un conquistador conquistado, lo conquistó este mundo, y por eso decidió cantarlo: no solo contarlo como los cronistas sino cantarlo, celebrarlo. Hay que ver con qué gusto, con qué deleite nombra las frutas: las guanábanas, los caimitos y los anones, con qué deleite del nombrar y del rimar dice que las piñas enormes nacen de unos cardos y tienen un olor más suave que los nardos, con qué gusto nombra las palmas y los yarumos, con qué fruición nombra los peces de los ríos y los chigüiros de los montes, con cuánto amor nombra este mundo americano (Ospina, “Juan de Castellanos. Cuatro siglos después”).
Por todo esto, Castellanos aprendió a nombrar el mundo nuevo y fue capaz de enriquecer la lengua castellana que enmudecía ante América, con las voces de un mundo recién descubierto que no paraban de cantar: “Y Juan de Castellanos, como era un hombre del Renacimiento, un hombre de una mente muy amplia y de una gran hospitalidad de la imaginación, tomó prestadas palabras de las len-
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guas indígenas del Caribe y de los Andes para llamar todo aquello que no tenía nombre en castellano” (Ospina, “Juan de Castellanos. Cuatro siglos después”). Fue tanto el asombro y fascinación por Castellanos, que el escritor tolimense escribió un bello libro: Las auroras de sangre; grandioso ensayo en el que expresó su admiración por la obra de este importante “navegante del Renacimiento”11; un navegante que, como constata Fernando Aínsa, supo destacar ese paisaje “inédito” de América en el que “se ha repetido este proceso de ‘bautizo’ primordial de la realidad” (127). Ahora bien, hablar de América es hablar de historia, y la historia es un leitmotiv en la obra de Ospina —tanto en narrativa como en poesía—. Como él mismo lo expresa en su última novela, El año del verano que nunca llegó, es un escritor que asedia la historia, persigue sus detalles y profana las cámaras secretas buscando en la oscuridad el sobre de las cartas (157). El descubrimiento de América es evidentemente uno de los hechos históricos más importantes de la humanidad que, según Todorov, ha sido “el encuentro más asombroso de nuestra historia [en el que se perpetuó] el mayor genocidio de la historia humana” (1998:14). En tal aserción, Ospina coincide con el filósofo e historiador francés, al concebir el descubrimiento de América como “el hecho más estremecedor del siglo xvi: la aniquilación de una tercera parte de la humanidad” (Ospina, 2016a). Es relevante mencionar también que este hecho histórico no solo significó la conquista de un gran trozo de mundo por los navegantes del Renacimiento de los que nos habla el escritor, sino que también representó el descubrimiento de un gran río y una selva enorme: “vivimos el mayor descubrimiento de España en las Indias: el hallazgo del río más grande del mundo y de la selva que lo envuelve” (2013a: 74). Y una prosa y una lírica atadas a América, a la historia y al relato, poetizan el murmullo de este pasado que como un eco interminable rodea la existencia colectiva del presente, del instante actual hijo de esa voz lejana que no puede dejar de pronunciar. Así es como el autor, en su poesía, en esa gran ceiba sagrada, en ese robledal majestuoso, también hace florecer la conquista del Nuevo Mundo: Y oigo al fin los cañones. Acorazados cuerpos vienen ya y una nube cubre las grandes tierras. 11 Expresión que utiliza William Ospina para referirse a los conquistadores.
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Cristo sangra en las proas, rebrillan las espadas y he de callar al soplo de banderas y salmos de hombres en cuyos rostros despiadados, morenos, nuestros rasgos se acercan (Ospina, 2008: 52).
Y una vez más sus versos se apresuran hacia la sombra eterna. La vemos avanzar en el imponente río Amazonas; la oímos en los pasos desafiantes de los invasores y la olemos en el suave aire del silbido de las flechas: Hijo del árbol, sé más dócil que nunca: vuela como la flecha, dile tu prisa a la lenta serpiente que nos lleva en su lomo” (Ospina, 2008: 164). He decidido ser un tigre. La selva invade el alma como un vino. Aquí no hay bien ni mal sino el zarpazo. La rauda flecha del halcón hacia la comadreja de aguas, el estupor del conejo salvaje ante el bostezo de la enorme serpiente, el salto de la hormiga roja escapando un instante de las fauces de la salamandra, la innumerable y cíclica y recíproca voracidad de la gran selva de oscuros dioses que se alimenta de sí misma como un dragón de fiebre (Ospina, 2008: 171).
Como podemos ver, nuestro escritor no solo hace novela histórica; también hace poemas históricos: “Lope de Aguirre” [qué puedo hacer sino amasar el oro de estos pueblos brutales/y ser el rey de sangre de estas tardes de lástima] y “9 de abril de 1948” [Donde un pueblo soñó por fin su orgullo/baja un río de sangre con cadáveres] (Ospina, 2008: 173, 248), son ejemplos de los caudalosos versos históricos que desbordan su lírica. En relación con el descubrimiento de América, en el trabajo creativo de Ospina existe un buen repertorio de versos bajo el amparo de esta temática, distribuidos no solo en su antología poética, sino además en su última novela La serpiente sin ojos. En esta tercera obra de la trilogía, nos encontramos con poemas que desgajan el pasado como un racimo de voces lejanas que van construyendo un relato: “Canción de la hermana de Atahualpa”, “Las tejedoras de mantas”, “Profecía de la llegada de los invasores”, “La Huaca del sol”, “Quipus”, “Manoa”, “Tres ciudades”, “La memoria”.
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Novela histórica El filósofo y sociólogo húngaro Georg Lukács, en su libro La novela histórica, señala que aunque en los siglos xvii y xviii se escribieron novelas de contenido histórico, como las obras de los escritores franceses Madeleine de Scudéry y Calprenède o la primera novela de literatura de terror gótico, El castillo de Otranto, del escritor británico Horace Walpole, estas obras son solo históricas por “su temática puramente externa, por sus ropajes” (15) [pues se preocupan por la historia como si se tratara de un simple accesorio] lo único que le interesa es la curiosidad y la excentricidad del ambiente descrito, no la refiguración artísticamente fiel de una concreta edad histórica” (15). Asimismo, considera que la gran novela social realista del siglo xvii configura el tiempo con maestría asombrosa, pero sin preocuparse por el origen o el ser de ese presente: “Y Swift, Voltaire y hasta el mismo Diderot sitúan sus novelas satíricas en un Ninguna parte y Nunca que, por supuesto, refleja fielmente los rasgos esenciales de la Inglaterra o la Francia de la época. Así, pues, esos escritores captan con audaz y profundo realismo los rasgos esenciales de su presente, pero no ven históricamente lo específico de su propio tiempo” (16). El pasado, que es lo que hace que en estas obras se abra una ventana desde la cual se puede contemplar la historia, es solamente el lugar de la acción, y nada más. Los escritores tomaban prestado un fragmento de esa realidad remota, porque necesitaban darles vivacidad a sus relatos, pero enclaustraban la acción en un pequeño escenario sin interesarse por ese gran espacio teatral que lo originaba. De este modo, solo importaba un lugar o un personaje remoto; no sus costumbres o los leitmotivs que los convirtieron en tradición. Es importante destacar que la novela histórica deriva de un estado de conmoción que encauzó a la sociedad europea hacia una transformación de sus sistemas político, económico y social; consecuencia ineludible, fundamentalmente por dos de los acontecimientos más importantes que marcaron la historia de la humanidad: La Revolución Industrial y la Revolución francesa. No está de más recordar que si las novelas históricas de Walter Scott constituyeron el instrumento fundacional de este nuevo género12, Inglaterra significó una influen12 Según Georg Lukács “la novela histórica ha nacido al comienzo del siglo xix, aproximadamente en el momento de la caída de Napoleón —Weverley, de Walter Scott, apareció en 1814—” (15).
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cia importante. El escritor escocés, designado por Lukács como el iniciador de la novela histórica, dio inicio a este género con la publicación de su novela Waverley (1814), a comienzos del siglo xix, coincidiendo con la caída de Napoleón Bonaparte. William Ospina señala que Scott “no solo fundó la novela histórica en el sentido que hoy le damos sino que la utilizó expresamente para reivindicar el heroísmo del pasado escocés y su dimensión heroica en la historia de Inglaterra” (2013b: 67). La novela histórica ha vivido un proceso gradual, aunque a veces recurrente, en virtud del cual ha dejado de ser lo que fue en el siglo xvii y xviii: una experiencia literaria meramente enunciativa en la que lo fundamental no radicaba en la exaltación de la tradición ni las costumbres de los personajes históricos o lugares que trataba, para convertirse, en la primera mitad del siglo xix, en una novela con una imagen más comprometida cuya ficción completaba lo histórico. Pero, quizás lo más nefasto para esta forma artística se ubicó en la segunda mitad decimonónica, cuando termina creando una fijación por el dato que va in crescendo, menoscabando la ficción o la artisticidad literaria. Dicho esto, podemos deducir que Ospina, al ser un escritor muy reciente, lleva sobre sus hombros un historial bastante largo de novelas que, de una u de otra forma, se relacionan implícita o explícitamente con su narrativa histórica. Por ello, obras como Guerra y paz de Leon Tolstoi, Thais de Anatole France, Afrodita de Pierre Louis o novelas latinoamericanas como El inquisidor de México de José Joaquín Pesado, Los moriscos de Juan José Nieto Gil, La hija del judío de Justo Sierra O´Reilly, El inquisidor mayor o historia de unos amores de Manuel Bilbao, Un hereje y un musulmán de José Pascual Almazán, Los mártires de Anáhuac de Eligio Ancora, Memorias de un impostor, don Guillén de Lampart, rey de México de Vicente Riva Palacio, Durante la reconquista de Alberto Blest Gana, por citar solo algunas novelas históricas de la segunda mitad del siglo xix, son textos literarios que se dejan oír intertextualmente en el ritual histórico poético que se celebra en las páginas de Ursúa, El País de la Canela y La serpiente sin ojos. Dentro de este contexto de asociaciones atributivas también podemos referir algunos textos posteriores —inspirados en el descubrimiento de América— que igualmente crean lazos de filiación con la narrativa de Ospina, por ejemplo, las trilogías: Episodios americanos de Demetrio Aguilera Malta, Memoria del fuego de Eduardo Galeano y Crónicas mestizas de José María Merino o novelas como Terra Nostra de Carlos Fuentes, La novia del hereje de Vicente Fidel López, El mar de las lente-
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jas de Antonio Benítez-Rojo, Muy caribe está de Mario Escobar Velásquez. Otras obras que mantienen una significativa afinidad con la trilogía del Amazonas, por la coincidencia tripartita de tres destinos: Ursúa, Inés y Aguirre, son: El tirano Aguirre de Adolfo Briceño Picón; Un monstruo execrable de José Caicedo Rojas; Lope de Aguirre de Carlos Arturo Torres; El camino de El Dorado de Arturo Uslar-Pietri; La aventura equinoccial de Lope de Aguirre de Ramón J. Sender; Daimón de Abel Posse; Lope de Aguirre, príncipe de la libertad de Miguel Otero Silva; Crónica de blasfemos de Félix Álvarez Sáenz, etc. Nueva novela histórica No podemos olvidar que la transición de la novela histórica del romanticismo a la novela histórica de la modernidad involucró a un grupo de escritores, historiadores y filósofos que representaron un cambio epistemológico y ontológico en la cultura en general. En este sentido, Ospina considera que “es en la serie de las tragedias históricas de Shakespeare donde es necesario ubicar, mucho antes del romanticismo, el nacimiento de la novela histórica moderna, es decir, la novela que se propone expresamente recrear episodios históricos y reconstruir el carácter de sus protagonistas” (Ospina, 2013b: 64). Después de la Segunda Guerra Mundial, la novela histórica subió al escenario, resurgiendo de un largo periodo de aletargamiento en el que su producción fue muy reducida. De ahí que este género novelesco se haya mantenido en una lista de espera de casi treinta años, aguardando el momento para volver a zarpar y empezar a ser el protagonista en la voz de un importante grupo de escritores y de una pluralidad muy significativa de obras literarias. A partir de entonces, se gestionó la nueva novela histórica o novela histórica de la posmodernidad, encontrándonos, a finales de la guerra, con obras como La muerte de Virgilio de Hermann Broch, Si esto es un hombre de Primo Levi, Los Idus de marzo de Thornton Wilder, Artemisia de Anna Banti, El camino de El Dorado de Arturo Uslar Pietri, Memorias de Adriano de Marguerite Yourcenar, entre otras. En la trilogía del Amazonas, Ursúa, El País de la Canela y La serpiente sin ojos se incluirán dentro del canon de la nueva novela histórica, teniendo en cuenta las características expuestas por Seymour Menton en La nueva novela histórica de la América Latina 1979-1992 y las finalidades
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propuestas por Robin Lefere, en La novela histórica: (re) definición, caracterización, tipología, a la hora de tematizar la historia en este tipo de novela. Recordemos que el escritor y crítico neoyorquino considera que la nueva novela histórica se caracteriza por la ficcionalización de personajes históricos, la metaficción o los comentarios del narrador sobre el proceso de creación y la intertextualidad. Adicionalmente, el profesor Lefere asocia a estas cualidades una amplia lista de finalidades que claramente se manifiestan en la trilogía del Amazonas, a saber: • Crear un cuadro convincente del pasado: To create a compelling picture of the past y satisfacer el afán de conocer de cierto público. • Complementar la historiografía, inventando lo no documentado. • Perpetuar la memoria de un episodio / una figura. • Rescatar un episodio / una figura; una realidad histórica no documentada, o incluso silenciada. • Concretar / subvertir cierta historiografía, esgrimiendo otra perspectiva, u otra interpretación. • Construir una perspectiva indirecta sobre el presente. • Plantear una reflexión metahistórica. Por ejemplo, Galdós se vale de los episodios nacionales dedicados a la guerra de la independencia para reflexionar sobre el devenir de España y la historia en general (80-82).
En la narrativa histórica de William Ospina el pasado se abre en una cierta sucesión de imágenes diversas, ya sea a través de códigos visuales: “Europa puede retacearse en reinos humanos porque es pequeña, un mundo en miniatura, porque allí no hay verdaderos desiertos ni verdaderas selvas, y por ello se ha acostumbrado a llamar bosques a sus jardines y selvas a sus bosques” (2012a: 60); códigos musicales: “y el coro de pájaros de todas las voces que se alza cuando cede la lluvia y los raudales rompen el techo de unas selvas que tienen resonancia de catedrales” (2005: 164) o códigos sensitivos: “la frescura del aire lleno de aromas que se cruzan” (2005: 164). Estas imágenes ponen en escena una realidad lejana a través de la cual se circunscribe cierta fabulación en torno a los hechos narrados, con el fin de eternizar en la memoria del lector un fragmento de vida pasada. Pero no es solo un hecho lo que se descubre en estas líneas noveladas, sino también “una figura” —como lo diría Lefere—: la figura de Ursúa, de Cristóbal, de Inés y la de otras personalidades que han estado enmudecidas esperando el momento en que alguien las reviva.
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En tal sentido, nos encontramos con un hecho histórico cuando el protagonista ya no es el terrible, el Tirano Lope de Aguirre —enigmático personaje que se ve desplazado por la personalidad temeraria y heroica del conquistador navarro— y es Pedro de Ursúa quien se convierte en la figura central de este relato. Entonces, la historia se subvierte, entronizando ya no al asesino ni al verdugo, sino a la víctima; reconociendo y dignificando a un hombre que, a diferencia de Aguirre, descubrió en América su gran tesoro: el amor de una hermosa mujer; un héroe que en la gloria de sus triunfos supo encontrar la puerta de entrada al poder; un guerrero incansable que venció al miedo y al dolor y que no le tembló la mano para ayudar o matar. En otras palabras, un hombre en el que “estaban desde siempre unidos, inseparablemente, el agua y el fuego” (2005: 428); un ser que, con el cuerpo y alma indivisiblemente atados a las tierras que acarició y apaleó, retornó a las selvas infinitas de cantos y ensueños despiertos: “Bajo rezos susurrados su cuerpo entró en la selva para volverse musgo y agua, y el alma no encontró ángeles entre los árboles gigantes sino alas de guacamayas, silbos de pájaros” (2013a, 278). En relación con los seis rasgos de la nueva novela histórica antes citados, podemos apreciar que en la narrativa de Ospina destacan unas propiedades más que otras; por ejemplo, la ficcionalización de personajes históricos, la metaficción o los comentarios del narrador sobre el proceso de creación, la intertextualidad y los conceptos bajtinianos de lo dialógico. La ficcionalización del personaje histórico en William Ospina no es tan ostensible, porque en general es un calco del retrato histórico. Al escritor lo que le interesa es que los lectores sean conscientes de la veracidad de los acontecimientos, pero enriquecidos con su imaginación; todo con la intención de fortalecer la credibilidad del relato. Sin embargo, el narrador de la trilogía, Cristóbal de Aguilar y Medina, sí es un personaje casi completamente ficcionalizado. No se menciona a lo largo de la historia literaria, pero el escritor nos aclara que se trata del hijo de Marcos de Aguilar13, el hombre que introdujo los primeros libros en las 13 Ojeando las fuentes históricas, nos encontramos con un Marcos de Aguilar completamente distinto al personaje literario, que parece simplemente su homónimo. En lo único que podrían coincidir es en el lugar de residencia: en La Española y en un hijo que los dos personajes —tanto el histórico como el literario— tenían con el mismo nombre: Cristóbal de Aguilar y Medina. También parece ser que
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Antillas. Cristóbal, una figura incipiente en la historia, es un mestizo que continúa su proceso de gestación en el útero literario, robusteciéndose cada vez más con la imaginación del escritor hasta convertirse en una presencia matriz; una voz transversal en las tres novelas y sin la cual la historia hubiese sido inconcebible. Por otra parte, en todo el relato triádico fluye una larga lista de personajes históricos: Miguel Díaz de Armendáriz, Francisco Pizarro, Hernando Pizarro, Diego de Almagro, Blasco Núñez de Vela, Gonzalo Pizarro, Pedro de la Gasca, don Andrés Hurtado de Mendoza y Bovadilla (el marqués de Cañete), Francisco de Orellana, Jorge Robledo, María de Carvajal, Pedro de Heredia, Sebastián de Belalcazar, Gonzalo Jiménez de Quesada, Alonso Luis de Lugo, Gonzalo Fernández de Oviedo, Juan de Castellanos, Fray Bartolomé de las Casas, Fray Martín de Calatayud, Fray Gaspar de Carvajal, Atahualpa, Tisquesusa, Blas de Atienza, Lope de Aguirre, Lorenzo de Salduendo, etc. No vamos a estudiar la vida literaria de cada uno de ellos, pero no podemos desconocer que, al ser presencias coetáneas, próximas a Pedro de Ursúa, desempeñaron un papel importante en el desarrollo de los acontecimientos que giraron alrededor del conquistador navarro. Otro indicador atributivo en la trilogía es el estado de la metaficción o los comentarios del narrador sobre el proceso de creación. El narrador se presenta como un personaje fuera de la historia ficcional. En Ursúa y en La serpiente sin ojos la voz narrativa habla en primera persona: “Y casi tengo que refrenar mi mano para que respete el orden de la narración, para que siga contando la vida de Ursúa y no ceda a la tentación de contar mis propias aventuras” (2005: 145) / “Tal vez lo que me ha obligado a escribir esta historia es el hecho de ser hasta ahora el único humano que ha vivido estos dos viajes” (2013a: 76). De manera similar, los epígrafes, las notas y los epílogos de los que el escritor se vale para reiterar la autenticidad del relato —“Los hechos que se cuentan son reales y casi todos los personajes lo son también” (2005: Nota final)—, terminan de amurallar con elementos metaficticios la narrativa ospiniana. la madre real y novelada corresponden a la misma persona. En principio se nos informa, a través del cronista de Indias Bernal Díaz de Castillo, que por el año 1526, cuando Luis Ponce de León fue designado gobernador de la Nueva España, Marcos de Aguilar fue uno de los hombres que lo acompañó en calidad de su asistente y, posteriormente, heredó el cargo de teniente de gobernador.
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Conviene aclarar que la intertextualidad también es una cualidad intrínseca en este tipo de narrativa. Hemos recurrido fundamentalmente a la teoría del semiólogo y lingüista francés Gerard Genette, en su obra Palimpsestos, para poder distinguir los diferentes diálogos hipo e hipertextuales que se presentan al interior de la trilogía. Evidentemente, la pluralidad de voces que manifiesta un texto literario relacionadas con los conceptos bajtinianos de lo dialógico es, en nuestro caso, la batuta que dirige la orquestación intertextual que se vislumbra en su “polifonía”; no obstante, el diálogo explícito no es exclusivo de este tipo de intertextualidad, puesto que las formas dialogadas bajtinianas no solo hacen referencia a lo conversacional, sino a la sinfonía de “voces” o presencias que de una u otra manera resuenan al interior de las novelas. Es evidente que la interlocución entre dos o más sujetos se escucha en toda la trilogía y es otro afluente importante de esta caracterización, teniendo en cuenta que los enunciados conversacionales son utilizados por el escritor como una estrategia para transformar lo histórico en literario: “Tal vez las maderas no estaban maduras”, le respondieron, “o acaso el armado no fue bastante riguroso”. Una voz cavernosa en el tumulto alcanzó a decir: “Es que cuando los jefes no ejercen un control permanente, ni los oficiales ni la tropa saben exigir todo lo debido” (2013a: 224). Los diálogos están presentes en toda la trilogía; incluso, la segunda novela es una conversación en la que Pedro de Ursúa escucha atentamente a Cristóbal de Aguilar y Medina, quien le cuenta sus aventuras cuando bajo el mando de Gonzalo Pizarro y Francisco de Orellana descubrieron ese inmenso río que parecía no tener fin. No obstante, es la voz de Cristóbal la que se repite frecuentemente en las tres novelas, mientras que al conquistador navarro la oímos con relativa fugacidad, como en esta ocasión: “Nunca me verás vacilar ante ejércitos de indios, magníficos de lanzas y de flechas, ante el desafío de las montañas o el riesgo de las navegaciones, ni ante la garra ni ante el colmillo, y ni siquiera ante el lomo de la bestia de mil cabezas, que son esos ejércitos a los que sé cómo mandar y proteger” (2013a: 268). En esta misma línea de ideas, pero desde un enfoque fundamentalmente semiótico —y teniendo en cuenta la definición de intertextualidad propuesta por Genette: “una relación de copresencia entre dos o más textos, es decir, eidéticamente y frecuentemente, como la presencia efectiva de un texto en otro” (10)—, la obra na-
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rrativa de Ospina devela la presencia significativa de voces o “relatos reflectantes”14 que hacen eco, desbordando el espacio argumentativo con imágenes que van más allá de la evidencia literal de las palabras; voces que robustecen la historia y suscitan en el lector una chispa de asombro y emoción inesperada. Expresamente, nos van sorprendiendo los intertextos que atrapados en la triada no tienen otra salida que juntarse y relatarse: la voz de la india Z´bali, del indio Oramín, del esclavo negro, del indio capturado por los hombres de Orellana, de Juan de Castellanos y del mismo Ursúa, entre otros. Dällembach, en el El relato especular, citando a J. Derrida, en De la grammatologie, señala: “cuando es posible leer un libro dentro del libro, un origen dentro del origen, un centro dentro del centro, estamos ante el abismo, lo insondable de la duplicación infinita” (200). Un relato dentro del relato, historias enmarcadas hijas de una historia más extensa, es uno de los rasgos distintivos de la narrativa de Ospina; expreso en un collage de cuentos en el que el primer relator es Cristóbal de Aguilar y Medina. Sabemos que es un contador de historias no solo porque nos cuenta muchas historias, sino porque él mismo lo reconoce en La serpiente sin ojos: “Ahora pudo contar una historia más triste: la historia de un muchacho que viajó a las Indias siguiendo a un primo suyo, convencido por él desde el solar nativo de que más allá del mar los estaban esperando la fortuna y la gloria” (205). Asimismo, otros anclajes narrativos que se dan en el nivel metadiegético de las novelas son los relatos especulares o interpolados de naturaleza mítica, fantástica o anecdótica: las barcas tejidas con tela de araña, el primer asno que llegó a América, el tronco de serpiente, las guerreras blancas, el barco de hombres tuertos que llegó a la isla de las perlas, etc.; todos ellos establecen un diálogo entre relatos dentro del marco general de la historia, con la declaración explícita de que se trata de un cuento: “Pero, los cuerpos de los muertos, ¿qué rumbo toman?”, preguntó, impaciente, esperando no oír un cuento largo y ocioso […] Ursúa se acomodó entre sus 14 Lucien Dällenbach, en El relato especular, dice: “Los enunciados reflectantes metadiegéticos se distinguen de los metarrelatos […] en que no pretenden emanciparse de la tutela narrativa del relato primero. Haciendo caso omiso del relevo de narración, se limitan a reflejar el relato, no dejando en estado de suspensión sino la diégesis […]. Entre estas interpolaciones especulares pueden contarse (a) los relatos traspasados a estilo indirecto, (b) los sueños, (c) alguna que otra representación visual o (d) auditiva, etc.” (66).
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fardos, porque ya sabía que en ese tono comenzaba Castellanos sus cuentos” (2005: 226, 413). Análogamente, encontramos enunciados similares en la tercera novela de la trilogía: “Vuelve a mi mente el recuerdo de Ursúa. Vuelvo a poner en sus labios el relato que me hizo una noche mientras viajábamos por el río” (296). También se recrean textos literarios utilizando las típicas expresiones con las que se inician los cuentos clásicos de la literatura infantil: “Este era un asno que fue traído de España en un barco” (2005: 465). Por otra parte, el mito —que es una constante en Ursúa, entendido como un concepto polifónico— recrea una pluralidad de voces intertextuales. El escritor reescribe historias maravillosas sobre la base del palimpsesto mítico; los dioses, el hombre, la naturaleza y los animales fusionan sus fuerzas y sus poderes, creando todo un universo de credos: Manoa, la ciudad de oro o El Dorado; Bachué, la madre de los pechos desnudos; Bochica, el sacerdote de barba blanca; Chiminagua, el dios de la luz; Fura y Tena, los hermosos cerros separados por el río Zarbi. Igualmente, los paratextos: ilustraciones, mapas, prefacios, notas, etc., son efectos discursivos en los que también se encumbre la polifonía intertextual. Es fundamental reconocer en La serpiente sin ojos —sin demeritar el contenido intertextual de las otras dos novelas— la gran intensidad intertextual, reflejada en los poemas icónicos y en sus estrofas narradas. Llegados a este punto, no podemos dejar de mencionar tres propiedades esenciales en la nueva novela histórica: la anacronía, la ironía y la parodia: “Con una estructura novelesca más o menos tradicional, una buena parte de los autores de la nueva novela histórica dinamita creencias y valores establecidos a través de una reescritura anacrónica, irónica o paródica, cuando no irreverente” (Aínsa, 2003: 100). Pues bien, si habitualmente estas características corresponden a la novela histórica, en la trilogía del Amazonas de William Ospina quizás estas particularidades no tengan mayor trascendencia; puesto que su narrativa no es fundamentalmente anacrónica ni irónica; quizás paródica, en cuanto reescribe la historia. Sin embargo, la risa o la mofa no están intencionalmente sugeridas como un componente ostensible de la escritura, aunque sí persiste la voluntad de denuncia, de censura, pero sin el atisbo de imitación burlesca. La textualización literaria del hecho histórico obedece a una imitación poética de la historia o, mejor, a una parodia expresada a través del lenguaje novelado, no mediante giros sarcásticos o
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expresiones risibles que se dejan en evidencia. Hay que reconocer que los personajes en estas novelas no se identifican con el bufón o pícaro que aparece en algunas obras históricas, pese a que “el bufón, en la mejor tradición histórica y literaria, proclama verdades que el cronista real no estaba autorizado a decir” (Aínsa, 2003: 101). De esta manera, Ospina es un “rehabilitador de la verdad histórica”— término que apunta Aínsa—. No obstante, él no es un rehabilitador desde la ironía y la parodia burlesca, tal como lo sugiere el escritor hispanoauruguayo, en esta misma obra: “En otros casos, el cuestionamiento de la legitimidad histórica sirve para hacer justicia al convertir personajes marginalizados en los textos historiográficos en auténticos héroes novelescos; rehabilitación de la ‘verdad histórica’ a través de la ficción, lo que es notorio en Juanamanuela, mucha mujer (1980) de Martha Mercader y en Los pasos de López (1982) de Jorge Ibargüengoitia” (101). El escritor rehabilita al personaje Pedro de Ursúa, no porque no haya tenido una presencia preponderante en la historia, sino porque esta lo ha tenido olvidado. Igualmente, rehabilita a otros hombres y mujeres —de mármol o de carne (solemnes o comunes)— como Miguel Díaz de Armendáriz, Juan de Castellanos e Inés de Atienza, entre otros; los rehumaniza, los saca del escondite en el que yacen olvidados. Aínsa señala que esta es una de las características más importantes de la narrativa hispanoamericana: “buscar sin solemnidad [15] al individuo, a hombres y mujeres en su dimensión más auténtica, perdidos entre las ruinas de una historia desmantelada por la retórica y la mentira, y al encontrarlos, describirlos y ensalzarlos para justificar nuevos sueños y esperanzas. Y todo ello, aunque el personaje creado parezca inventado, aunque, en definitiva, lo sea” (2003: 101). Intertextos novelados Ursúa es la novela del conquistador navarro Pedro de Ursúa y su inmenso escenario es la guerra; El País de la Canela es la historia de Cristóbal de Aguilar y Medina y su gran fabulación es la selva; La 15 En el caso de Pedro de Ursúa, este sí es un personaje solemne, por la importancia que tuvo en los hechos de conquista y colonización de América, aunque haya sido un conquistador olvidado.
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serpiente sin ojos es el relato de Inés de Atienza y su tópico central es el amor. De manera puntual, podríamos decir que mientras en Ursúa predominan las historias fragmentadas, en las otras dos novelas hay una historia central que marca la línea narrativa. El constructor de este gran proyecto narrativo, al explicarnos las coordenadas que determinaron la superficie literaria de La serpiente sin ojos, nos reveló las dimensiones geométricas de estos tres relatos novelados: La serpiente sin ojos es una novela, yo diría, mucho más económica que las otras, en la manera de narrar. Ursúa es mucho más detallada, más abigarrada. El País de la Canela es más fluida; va siempre en movimiento. En cambio, La serpiente sin ojos está construida más como por brochazos, por pinceladas: cada detalle revela cosas. No es un rastreo de hechos; casi que no se detiene ni en los amores de ellos, solo en unos cuantos momentos y en unos cuantos datos (Segura Acevedo).
En líneas generales, a través de las novelas de William Ospina el lector podrá encaminar sus pensamientos y reflexiones en torno a varios tópicos enunciativos o intertextos novelados. Por un lado, descubrirá la posibilidad de un diálogo antropológico centrado en temas como el mestizaje, la guerra y el amor; asimismo, entronizará en el espacio argumentativo la presencia imperiosa de dos protagonistas: la inmensa selva y el colosal río Amazonas y, por último, hallará en el lenguaje un recurso significativo que le permitirá ingresar en América, en ese “país de los vientos”16 poetizado y rejuvenecido en el sentimiento e imaginación de un escritor que trae atado a sus dedos una existencia pasada inmemorial. Mestizaje, guerra y amor El relato mestizo es un rasgo muy importante en la trilogía del Amazonas: “pienso en la luna que gobernaba en secreto la sangre de mi padre, pienso en la luna de tres caras que gobierna mi propia sangre, y me pregunto, después de todo lo que he visto en el mundo, 16 En Poesía 1974-2004, William Ospina afirma: “Tiempo después llegó a mis oídos una leyenda, que nunca he podido confirmar, según la cual la palabra América, que otros tomaron del nombre del cartógrafo italiano, también existía en las antiguas lenguas indígenas, era uno de los nombres originales del continente, y significaba “el país de los vientos” (152).
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si esta malvada edad que rastrea en las venas de los hombres y maldice los ríos de su origen no se prolongará para siempre” (2005: 345). Durante la narración de las tres novelas, el escritor alecciona el pensamiento social del lector para que comprenda que en esta guerra de conquista y colonización se unieron dos razas pertenecientes a tres universos completamente distintos: blanco, indio y mestizo: “los mestizos de América somos irrenunciablemente europeos, América es el único continente que ha unido su destino de un modo indisoluble al de Europa” (Ospina, 2013c: 62). En efecto, se debe comprender que esta unión decretó una realidad muy profunda en la que americanos y europeos se vincularon para siempre en una sola estirpe, determinando su historia y tradición. Y así lo reitera, en esta misma obra, el autor: El mundo puede mirar a la América mestiza como una región de desorden, comparada con las sociedades y las culturas homogéneas, pero nadie debería ignorar que las verdaderas dificultades del encuentro de los mundos fueron afrontadas aquí […] los avances más significativos para la historia humana hay que esperarlos de los pueblos que vivieron el choque y aceptaron el desafío del mestizaje (134).
En este sentido, la presencia de Cristóbal de Aguilar y Medina pretende exaltar una figura que se ha hecho en la guerra de dos razas: el blanco y el indio, pero también a un personaje forjado en la alianza sólida de dos continentes; dos grandes pueblos que unieron su existencia a una misma historia desde la que se puede vislumbrar un único horizonte: un destino unido por una alianza eternamente indisoluble: mezcla de silencio y palabra, de quietud y prisa, de libertad y duda, de naturalidad y temor, de hilaridad y pesadumbre, de pudor y lujuria, de sencillez y ostentación, de verdor y decrepitud; es decir, un destino que cambió irremediablemente dos culturas: “Europa estaba cambiando para siempre a América […] América estaba cambiando a Europa para siempre” (Ospina, 2013c: 68). Desde otra perspectiva de análisis, en la trilogía del Amazonas también encontramos uno de los relatos más antiguos de la historia: la guerra. La guerra —podríamos afirmar— se ha implantado en la sociedad como una costumbre letal que define el destino de vencedores y vencidos, “humanizando” aún más la miseria humana. De-
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cimos humanizar porque no hay otro animal que sea capaz de convertirse en esa extraña criatura humana que intencionalmente hace daño al otro, aunque ignore la razón de su proceder. El hombre, afirma Fromm, en Anatomía de la destrucción humana: “difiere del animal por el hecho de ser el único primate que mata y tortura a miembros de su propia especie [o de otra] sin razón alguna, biológica ni económica, y siente satisfacción al hacerlo” (19). No sabemos si Pedro de Ursúa sintió satisfacción al matar, pero sí somos testigos de que la sangre le hervía al experimentar la lucha encarnizada y que manifestaba una enorme pasión por la guerra. Veamos el siguiente fragmento de la primera novela: Ursúa despertó una mañana con un designio terrible en su alma. El guerrero que había en él pareció decirle que aunque todo lo demás declinara y muriera, su furia y su poder de destrucción no morirían. Estaba dispuesto a dejar expirar todo en su corazón, menos la pasión de la guerra, y aquel hombre curtido y sombrío, que no había cumplido los treinta años, juró sobre su espada, y sobre el viento irreparable de los guerreros muertos, a solas, en la playa de nombre de Dios y ante el golfo resplandeciente sobre el que se balanceaban los bergantines, que la sangre de sus antepasados no se rendiría, que tal vez ya no habría en su vida ni amor ni poder ni riqueza, pero que su mano, hábil desde siempre con el puñal y con la espada, su mano implacable, todavía era capaz de matar y de someter, y que él sabría extraer savia vital de la sangre que regaran sus manos (434-435).
Pero este tipo de actuación —fundada sobre odios, poderes y venganzas—, que suele ser letal y una enfermedad social muy contagiosa, a veces cala profundamente en la conciencia del victorioso. En Pedro de Ursúa, por ejemplo, encontramos a un hombre que, blindado por las batallas y atrocidades que ocurrieron bajo su potestad, fue un “héroe” que sufrió y padeció la culpa de sus terribles actos; actos que él mismo juzgó espantosos y que de alguna manera necesitó justificar. Consecuentemente, al conquistador navarro, a pesar de su crueldad, lo dominó la imperiosa necesidad de sentirse héroe, y para ello desentronizó los valores convencionales logrando conductas fingidas, sarcásticas y capciosas: “Algo de niño deslumbrado quedaba en él, porque llegó a buscar al confesor, pero este lo tranquilizó por completo sobre el mal que había obrado. Esta era una guerra para atraer a los bárbaros la verdad, la ley y la civiliza-
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ción: no podía ser un crimen la legítima defensa contra sus flechas envenenadas” (2005: 301). No obstante, hubo una fuerza más poderosa que la guerra, más allá de la selva, más allá de la ciudad de oro y de su ser guerrero, que logró doblegar por completo al joven capitán, y lo condujo a su trágico final: el amor que profesó a una mujer hermosa fue su más grande sueño y el último que vio la luz, porque lo demás se ensombreció en el olvido y la dejación. Pero no fueron ráfagas de pasión lo que logró enajenarlo por completo, pues la pasión que le ofreció su india Z´bali o la fascinación que sintió por la distinguida Teresa de Peñalver, solo fueron vestigios que le sirvieron de engranaje, nada más. Fue Inés de Atienza quien realmente logró conquistar y doblegar sus sueños de poder y riqueza, y lo embarcó en su cuerpo exuberante de belleza y de pasión, y lo condujo eternamente en sus aguas y lo hundió para siempre en ella. El amor de Inés fue el verdadero vencedor; fue el que mató la guerra y ahorcó sus sueños de gran conquistador: “Pero no es mentira que desde cuando ella se hizo visible a sus ojos, la suerte de Ursúa comenzó a desviarse tercamente en una nueva dirección. Él había empezado por no verla y muy pronto solo tendría ojos para ella” (2013a: 145). El joven conquistador antepuso su amor a sus otros ideales y dejó de existir poco a poco en la batalla; comenzó a morir el guerrero y empezó a vivir el amante, ignorando que este amor lo arrullaría con sus dulces cantos y lo adormilaría sin dejarlo despertar ya nunca más. Esta voluptuosa mestiza fue la verdadera causa de su muerte, pero también fue su libertad; tenía todo lo que él anhelaba: una parte de Inés nacía exagerada de belleza y de riqueza, porque su cuerpo se abría ante él como un asombroso territorio selvático que podía palpar y oler, y otra parte descendía a chorros desde sus centros voluptuosos para que Ursúa pudiera empaparse los labios con el agua de ese inmenso río. Parecía que la naturaleza que no había podido dominarlo, lo sorprendía vestida de mujer, no para ser conquistada, sino para ser amada. No podemos olvidar que Inés fue una hermosa mestiza en la que se fundieron la selva y el esplendor de la raza española; que trajo atado a sus cabellos la solemnidad de un continente antiguo y el ritual de un pueblo que danzaba al son de sus tambores; que ella estaba hecha de silencio y palabras, del sol y de la cruz.
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Selva, río y poesía En otro orden de ideas, en la trilogía del Amazonas el escritor nos ofrece dos destinos distintos: la selva y el río, para que nos internemos en el universo profundamente poético y telúrico de su narrativa. Con gran sentido estético, Ospina describe, canta y relata un cuadro inmensurable en el que el río desciende sobre sus aguas con la fiereza o mansedumbre de un ser poderoso y con el dominio absoluto de su voluntad; una serpiente sin ojos que es sustancia viva, conmoción que reactiva las venas y reanima las almas: Es el río quien respira en nosotros, quien palpita en la sangre, quien resbala en el tiempo, quien resuena en la tempestad. Y es anterior a la savia de los troncos y a la sangre de las venas; anterior a los hombres y a los dioses, hermano de la piedra y de la estrella. Es la música que declina sin fin hacia su muerte blanca, la serpiente sin ojos, el árbol de los frutos, la forma del destino, la canoa que va sembrando de hombres las orillas, y en su piel que resbala veremos otra vez cada noche, hasta el fin de la vida o del mundo, el mapa desplegado de las estrellas (2013a: 314).
El río, al igual que la selva, sufre, sentencia y extermina a todo aquel que le hace daño. Y, como cualquier ser viviente, se entristece y se enfurece; siente, porque está vivo. Por eso puede decirse que nadie ha salido de estos dominios sin pagar sus culpas: “y a lo mejor tienen razón los indios cuando dicen que la selva piensa, que la selva sabe, que la selva salva a los que quiere y destruye a los que rechaza. No importa que todo esto te parezca locura: esa locura debería demostrarte que nadie sale indemne del río y de la selva que lo ampara” (2012a: 57). De este modo, la naturaleza se venga del intruso que se atreve a irrumpir su espacio. La selva también es una fuerza brutal, un torbellino devastador que extravía al invasor como si se tratara de una hoja seca en medio de la inmensidad del mar; pero esa fuerza que los arrasa, igualmente se convierte en su salvación. La corporeización de la selva se esculpe en contrastes: de ser bravía, agreste e indomable, se comporta grácil, tenue y virginal, frente al atentado humano del que es víctima inocente. A partir de este enfoque perceptivo, la barbarie del hombre convierte la selva en una criatura inocua e indefensa. Y ante esa credulidad del espacio inmenso que se abre en verdes, en aullidos, en cantos misteriosos,
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en velos rocosos, en graznidos oláticos, la selva es benévola: “No hay maldad allí, no hay nada diabólico, su enjambre no tiene intenciones malignas: solo necesidad, violencia elemental, vida insaciable y ávida” (2013a: 305). La selva respeta y ama a sus hijos, y solo el que la honra en su esencia profunda y elemental, la comprende, porque ella sabe quién la cuida, quién la admira y quién la merece. El inmenso bosque respeta a los indios, porque ellos no se enfrentan a sus preceptos ni intentan agredirlo, sino que son parte de él: “son ramas entre las ramas y peces entre los peces, son plumas en el aire y pericos ligeros en la maraña, son lagartos voladores, jaguares que hablan y dantas que ríen” (2012a: 58). ¿Cuál puede ser la causa para que los indios amen y respeten la selva y el río, mientras los españoles asaltan, desprecian y temen a esas dos fuerzas implacables de la naturaleza? La razón es el sentir, la sensación o la percepción que los hombres experimentan frente a lo que contemplan. La capacidad perceptiva del sujeto hace que algunos sientan el río y la selva como parte de su carne o como deidades o tesoros invaluables; otros, en cambio, los perciben como presencias anormales a las que hay que transformar y dominar. El filósofo austriaco Friedrich Kainz señala que la estética “solo nos dice cómo influyen en nosotras ciertas cosas, cuando nos situamos ante ellas en una cierta actitud de receptividad” (1952: 13). Para los indios, por ejemplo, la selva o la naturaleza en general es la sustancia de su alma a través de la cual logran la prolongación de su ser. En efecto, su actitud hacia ella es de veneración, de admiración, de respeto; viven siempre en un diálogo amable y constante, como si ella fuera la amante más hermosa o la madre más esmerada: “Estos indios vivían concentrados en la abundancia de sus árboles y de sus animales, como si les llenara el tiempo la relación con savias y con sales, con limos y bejucos, con flores, frutos, pájaros e insectos. No parecían estar allí para servirse de esas cosas sino para entenderse con ellas de un modo grave y lleno de ceremonias” (2012a: 181). Para los españoles, en cambio, la naturaleza es una enemiga a la que hay que temer, una sombra que los enreda en sus propios pasos y los persigue como presas de caza; su actitud hacia ella es, entonces, de miedo, de desagrado, de horror, generándose un sentimiento de rechazo que les impide contemplarla en su verdadera inmensidad, en su belleza, en su esplendor, y los obliga a verla como una presencia aterradora: “Nosotros tenemos que protegernos de la selva, tenemos que
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odiarla y destruirla, y ella lo advierte enseguida y vuelve en contra nuestra sus aguijones, cientos de tentáculos irritantes, miles de fauces hambrientas, y miasmas y nubes de mosquitos y pesadillas” ( 2012a: 58). De este modo, en la obra de Ospina la selva se revela como un monstruo devorador: “pero yo que estoy harto de verlas te digo que esas tierras están hechas para enloquecer a los hombres y devorar sus expediciones” (2012a: 57), o como una fuerza titánica e implacable que hace doblegar a los más enérgicos y avasalladores: “y nos ahogábamos en la lluvia fangosa del río, y nada podíamos hacer contra los poderes de la inmensidad” (2012a: 253). Pero más que el inmenso río y la selva descomunal, la bestia que verdaderamente embiste y devora a españoles y a indios es la diferencia de costumbres; unos y otros ven el mundo a su manera: “Yo venía de un mundo distinto, donde se cree que solo los hombres tenemos voluntad, pero la juventud es arcilla dócil, y sé que si uno viviera unos años entre aquellos pueblos podría terminar viendo en el mundo todo lo que ellos ven: las flautas del agua, los espíritus de los árboles, los animales que caminan por el cielo estrellado y las perceptibles intenciones del río” (2012a: 143). El sentido mágico que construye la tradición indígena no es percibido por los invasores, porque no pueden comprender ni ver algo que no sienten. Por esta razón, sus brazos se atreven a empujar la puerta del umbral sagrado de los indios, asaltando y destruyéndolo todo sin el menor remordimiento, y olvidando que para los indios “las montañas son rostros antiquísimos de señores de piedra, rugosos y eternos, que dialogan con el sol y con la luna, que duermen sobre profundos lechos de fuego, y que sueñan a veces con el pequeño hormigueo de los imperios” (2012a: 41). En relación con la enunciación del relato triádico, si hay un recurso lingüístico que caracteriza la novela histórica de William Ospina es la descripción poética. El escritor no despliega su creatividad sobre un simple dibujo de palabras, sino que levanta el lienzo y les da vida: construye con ellas el romance que hay entre la imaginación y el sentimiento; entre la danza y el ritmo; entre la música y el poema: “Bajamos por aguas abiertas, cada vez más lejanas las orillas, y el río era un espejo inmenso en el que se fijaban los cielos; la luz pesaba desde la mañana, de las flotantes franjas de selva se desprendían como semillas las garzas blancas, abrían sus alas grandes unos pájaros grises, y se oían chillidos de bestias asustadas o hambrien-
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tas” (2012a: 182). Y ni siquiera le hace falta hacer versos de bellas metáforas, porque las palabras en sí mismas desbordan lírica, son poesía y en el solo nombre ya habita el alma del poema: “bermejos cauces de hormigas, tejidos de orugas sobre los troncos, redes colgantes que resultaron ser nidos de pájaros, monos chillones allá en las ramas altas de las arboledas, legiones de venados rojizos venteando en las lomas” (2005: 118) / “Musgos, hierbas, helechos, juncos, arbustos, lianas, enredaderas, marañas que se extienden” (2012a: 98). Este tendido de nombres, tan esquivo al invasor, solo es concebible en los labios de América, y es por ello que el colonizador no puede captarlo: “En vano intentaríamos nombrarla, enumerarla, porque esa es la clave de la diferencia entre aquel mundo y el nuestro: que en nuestro mundo todo puede ser accesible, todo puede ser gobernado por el lenguaje, pero esa selva existe porque nuestro lenguaje no puede abarcarla” (2012a: 138). Son muchos los versos que se levantan para despertar la vida en lo inerte, para inundar de piernas, brazos, ojos, oídos, bocas, de sentimientos humanos, lo objetual, lo no persona. Por ello, las montañas tienen caprichos que obligan a los hombres a doblar cumbres y a trenzar abismos (2012a: 39); por ello, la tierra piensa (2012a: 80) y los abismos son obedientes al látigo (2013a: 56-57); por ello, la dignidad de las ciudades habita en los muros de piedra y en las tumbas de la cordillera; por ello, Inés de Atienza es hija de los palacios y nieta de las montañas (2013a: 258); por ello, Roma es una dama vigorosa, pero a la vez un cadáver sublime “Roma, a mis ojos, estaba demasiado viva y demasiado muerta. Es bello ver una ciudad viva y poderosa, pero también es bello ver el cadáver de una ciudad sublime” (2012a: 290). Los cuadros descriptivos que encontramos a lo largo la trilogía comprenden una doble esteticidad: por un lado, la de la expresión poética en sí misma, en su significante, y, por otra parte, la de lo representado o la de ese mundo vivo que se despliega frente a la mirada, para viajar por las tierras ardientes y húmedas de un continente del que pueden colgar la inmensidad de una hormiga o la pequeñez de un caudal: “Los esperaban ciénagas y serpientes, voraces telas de hormigas, ríos con peces carnívoros, suelos con púas, árboles cuyo roce envenena, lluvias malsanas, dardos emponzoñados, cavernas vegetales llenas de embrujos, pájaros que anuncian la muerte, aguas de donde la mano sale sin carne, noches peligrosas como escorpiones”
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(2013a: 200). Este mundo que no para de crecer no solo lo imaginamos, sino que lo vemos como una imagen palpable que tiñe de bosques y ríos la retina. ¡Cómo no deleitarnos con un universo tan visual, con una existencia tan sonora en la que los tambores suenan bajo “el presagio de grandes ataques” (2013a: 255), o donde el callar de sus redobles inicia el más retumbante de los silencios: “De pronto callaron los tambores y los gritos en toda la selva, solo se oían las palabras cantadas de los chamanes y el susurro de sus cascabeles, y fue el momento en que todos sentimos más miedo, porque era más terrible el silencio que todo el ruido atronador que había antes” (2012a: 213). Las descripciones se nos develan como obras de una galería sobre las páginas; cuadros que se abren en diversas puertas dejando al descubierto los fragmentos de un mundo vivo al que escuchamos gemir y llorar; al que vemos ahorcar a sus enemigos y alabar a sus aliados; al que olemos en sus pestilencias y en sus perfumes; al que saboreamos en sus formas ilegibles y en sus colores indecibles: Pasaban en las mañanas y en las tardes las nubes de bullicio, bandadas estridentes de loros verdes como un florerío de gritos de agua; veíamos a veces polluelos con uñas en las alas aferrados con ellas a las ramas, y vuelos de garzas y de ibis, y aves largas como cigüeñas pasando sobre las arboledas. […] Mucho recuerdo unos pájaros con barbas de plumas y con crestas que se inflan cuando cantan, y lagartos pequeños de color verde esmeralda que pasan corriendo sobre el agua, y salamandras de cresta azul oscura, y un grillo del tamaño de una mano que al alzar vuelo desplegaba unas alas moradas y rojas. Recuerdo el vuelo continuo de las guacamayas de colores vivísimos, y todavía nada me parece más sorprendente que esos monos diminutos de caras leonadas, que caben en la palma de una mano y que chupan como niños la goma de los árboles (2012a: 204-205).
Como lectores, hemos sido privilegiados al poder apreciar en todo su esplendor y en toda su tenebrosidad la inmensidad de la selva, la fascinante fauna y los embravecidos ríos; con ellos, el escritor no solo nos ha deleitado, sino que nos ha instruido, llevándonos a experimentar todo tipo de percepciones y sensaciones. Muchos hechos —lo hemos dicho antes— son asombrosos simplemente con narrarlos, sin adornarlos con el uso metafórico del lenguaje; no obstante, Ospina convierte situaciones que para cualquier observador le resultan imperceptibles, en realidades inolvidables. Fue y es un maestro de la restauración: transforma lo habitual en asom-
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broso, lo subrepticio en visible, lo ruidoso en música, lo voluble en ceremonioso, lo insignificante en trascendental. Es un escritor que le pone sustancia poética, alma y pasión al relato que la historia siempre ha contado y algunas veces ignorado. Finalmente, intuimos que estos relatos de conquista y colonización le fueron narrados al oído al autor por aquellos cronistas ilustres que tuvieron el valor de contemplar América desde su esplendor natural y no como el botín de oro que buscaban desesperadamente los más codiciosos; y todo para que el artífice de esta admirable trilogía pudiera encontrar la asombrosa inspiración que le permitiera reflejar mágicamente estas anécdotas históricas en un escenario literario. Y allí, en ese mundo creado, la realidad se encumbró, dejando fluir un universo de realidades intemporales que se fueron desplegando en cada verso, en cada metáfora, en cada anécdota. Ahora, no hay duda de que en las tres novelas encontramos las huellas de un pasado heroico y devastador, protagonizado por héroes, individuos infames, indios, esclavos, hombres letrados e ignorantes, seres mágicos e invasores insensibles que, como un palimpsesto imborrable, han ido construyendo un universo de aventuras, travesías, batallas, ritos, encuentros y romances. Tampoco podemos desoír que la historia que se narra en la trilogía no se presenta desde la perspectiva del colono, ni del vencido, pero sí desde la experiencia viva del mestizo encarnado en Cristóbal de Aguilar y Medina. De manera que, desde este horizonte perceptivo, el contenido de las tres novelas implica una reflexión ontológica del ser americano, así como a una aproximación a las diferentes acepciones del concepto cultura y/o a su umbral epistemológico en sus marcos religioso, político, económico y social; y todo para entender la “relación” que se da entre dos mundos completamente distintos; dos mundos que se encuentran y se observan con asombro: unos, arrastrando miradas y palabras desafiantes; otros revelando pupilas lejanas y hondos silencios. Bibliografía Aínsa, Fernando (1986): Identidad cultural de Iberoamérica en su narrativa. Madrid: Gredos. —. (2003): Narrativa hispanoamericana del siglo xx. Zaragoza: Prensa Universitaria de Zaragoza.
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III Nuevos ecos
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Crónica de una consagración literaria. Juan Gabriel Vásquez y España Jasper Vervaeke Universiteit Antwerpen
En el cuento “El último corrido” (2007) un escritor colombiano rememora el encargo peculiar que se le ofreció en 2001, poco después de instalarse en Barcelona: redactar la crónica de la gira española de una famosa banda de corridos mexicanos. Así como la banda, que en el cuento se llama los hermanos Márquez, comparte rasgos notorios con Los Tigres del Norte, el anónimo y joven cronista colombiano tiene todo aspecto de ser un trasunto autoficcional del autor del cuento, Juan Gabriel Vásquez. Arranca así el relato: Acepté el encargo porque la paga era buena, pero sobre todo porque se me había metido en la cabeza la noción, más bien absurda, de que una semana de viaje en bus me demostraría finalmente si España era un país en el cual podía vivir, o si una vez más me había equivocado de destino, si por cuarta vez me tocaría armar las maletas y buscar otro lugar donde instalarme (133).
En cuanto descubre que cinco años antes la banda había hecho exactamente el mismo recorrido por Barcelona, Valencia, Madrid, Málaga y Cartagena, pero con otro cantante, el narrador se olvi-
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da por completo de su pregunta inicial —¿es España un país en el cual podría vivir? — y empieza a interesarse, como todos los narradores de Vásquez, por la mirada del ausente, por la presencia del pasado. Típicamente vasquiano en sus inquietudes, “El último corrido” destaca por su geografía: hasta la fecha es la única narración de Vásquez que se ubica en España, país donde vivió durante trece años (1999-2012). Desde Los informantes (2004), novela con la que superó la incapacidad de escribir sobre su patria, la realidad e historia colombianas han venido constituyendo el marco contextual de sus ficciones. Con razón, el escritor peruano Jorge Eduardo Benavides cita a Vásquez como uno de los múltiples novelistas hispanoamericanos contemporáneos que, pese a haber vivido mucho tiempo en España, siguen obsesionados por sus países de origen. La mirada de estos escritores, opina Benavides, se asemeja a la de la mayoría de los expatriados del boom, cuyas narraciones “seguían alimentándose de lo que se dejó al otro lado del charco: pesadillas, demonios y fantasmas que habían viajado con ellos” (Benavides). En efecto, excepción hecha de “El último corrido”, España parece ser un país sobre el cual Vásquez (aún) no quiere o puede escribir. Si pasamos por alto la cuestión de la influencia de la literatura española1, España apenas ha dejado impronta en su obra. Es incontestable, en cambio, la suma importancia de España en su carrera como escritor. La pregunta que queda sin responderse en el cuento —¿es España un país en el cual podría vivir? — poco a poco se iría contestando en la realidad. Desde el mismo terreno que el escritor principiante del cuento tantea al lado de la banda mexicana, Vásquez llegaría a consolidarse como uno de los pocos herederos contemporáneos de ese vasto territorio de La Mancha que reivindicara Carlos Fuentes. En este momento en que entre la crítica tanto periodística como académica2 empieza a existir cierto consenso sobre el lugar pri-
1 Con tres textos dedicados a Cervantes, en la recopilación de ensayos literarios El arte de la distorsión, Vásquez deja constancia de la importancia de este autor fundacional; en cuanto a los contemporáneos, en entrevistas y otras ocasiones expresa frecuentemente su admiración por la obra de Javier Marías. 2 Entre otros acercamientos académicos a la obra de Vásquez, véanse los estudios de Montoya, Quesada, Semilla Durán y Vervaeke.
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mordial que ocupa la narrativa de Vásquez dentro del corpus de la nueva literatura latinoamericana, resulta interesante preguntarse qué factores contextuales contribuyeron a la consagración literaria. En la siguiente crónica propongo trazar la trayectoria de Vásquez, prestando especial atención al peso de aspectos tales como la expatriación, el panorama editorial del cambio de siglo y las políticas de distribución y mercadotecnia, los premios literarios, las instituciones académico-culturales, las actividades laterales y las redes de contacto formales e informales3. * Juan Gabriel Vásquez nace en 1973 en Bogotá. En su juventud lo único que le importa es el fútbol. Así, a los nueve años, gracias a la revista Copa 82 y los afiches desplegables que la acompañan, se deja seducir por un equipo foráneo de camiseta azulgrana, el F. C. Barcelona. Recuerda Vásquez: “Aparte del Millonarios de mi ciudad […] mi equipo de allá afuera, mi equipo en eso que se llamaba el mundo, era el de la camiseta que, como ha señalado Juan Villoro, tiene los colores del Hombre Araña” (2011: 210-211). La relación con el equipo de allá afuera, supone Vásquez, siempre seguirá siendo una relación a distancia. En aquella época todavía no sabe que llegará a ser escritor, ni mucho menos que Barcelona será su destino literario. La vocación literaria de Vásquez recién empieza a cobrar cuerpo a mediados de los años noventa. Durante la carrera de Derecho en la Universidad del Rosario de Bogotá, Vásquez participa, con éxito, en algunos concursos de cuento, y compone un libro de cinco relatos que lleva a la editorial Norma. Las editoras, Margarita Valencia y María Candelaria Posada, rechazan el libro, pero no por ello dejan de alentar al autor. Posada le sugiere que consulte a un tal Mario Jursich, que en aquel entonces trabaja para Tercer Mundo Editores y está por fundar, con Andrés Hoyos Restrepo, la revista Malpensante. 3 A menos que indique otra fuente, los datos informales sobre la trayectoria de Vásquez provienen de una entrevista privada que le hice en Montpellier en octubre de 2015 durante el coloquio Juan Gabriel Vásquez: una arqueología del pasado reciente, organizado por Karim Benmiloud y Carlos Tous. Agradezco a Vásquez el haber compartido esta información tan valiosa.
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Jursich, junto con el escritor R. H. Moreno-Durán a quien Vásquez conoce por las mismas fechas, se convierte en una de las figuras clave de esta primera etapa. Tras consejos y críticas de Jursich, Vásquez decide transformar tres de los cinco cuentos en una novela, Persona. La presenta a varias editoriales, vuelve a reescribirla tras cada rechazo y, finalmente, es el mismo Jursich quien le dice que intente en Magisterio, una editorial bogotana que acaba de abrir una colección de ficción. Poco antes de marcharse a Europa, Vásquez recibe una llamada de Magisterio. Quieren publicar Persona. En junio de 1996, días después de defender la tesis de grado, Vásquez arma las maletas por primera vez y viaja a París so pretexto de estudiar el doctorado en literatura latinoamericana en la Sorbona. En realidad solo quiere ser escritor, y vuela a París románticamente convencido de que volverse novelista sería pan comido en la ciudad donde vivieron Joyce, Hemingway y Fitzgerald y donde se escribieron Rayuela, El coronel no tiene quien le escriba y La casa verde. En su bolsillo lleva un solo número de teléfono, que le ha sido proporcionado por Margarita Valencia: el del escritor colombiano Santiago Gamboa. Generoso, Gamboa le abre a Vásquez su red de contactos parisinos, presentándole, entre otras muchas personas, al fotógrafo argentino Daniel Mordzinski, el fotógrafo de los escritores, que llegaría a ser uno de sus grandes amigos. Como era de prever, en vez de dedicarse a los estudios de doctorado, Vásquez lo apuesta todo a la creación literaria. Aún insatisfecho de sí mismo, en sus primeros meses en París vuelve sobre Persona. La editorial Magisterio cumple su palabra y la novela sale en marzo de 1997 en Bogotá. Tras terminar Persona, Vásquez escribe Alina suplicante, y al finalizar el manuscrito entra en contacto, otra vez a través de Gamboa, con Moisés Melo, el director editorial de Norma en Colombia. Sus editoras, Margarita Valencia y Ana Roda, quien se ha incorporado al equipo, leen la novela y la aprueban. Es también gracias a Gamboa que Vásquez, al final de su estancia parisina, conoce al escritor chileno Luis Sepúlveda, quien lo invita al festival Literastur que él organiza en Gijón. En el festival Vásquez es abordado por Eduardo Becerra, editor de Lengua de Trapo, que está armando la antología de cuentos Líneas aéreas. Becerra le encarga un relato, Vásquez le manda “El mensajero”, Becerra lo acepta. Con la inclusión en Líneas aéreas, antología que se considera como uno de los primeros y principales pronósticos de lo que sería la literatura hispanoameri-
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cana del siglo xxi, a sus escasos veintiséis años Vásquez se convierte oficialmente en una de las muchas promesas de la nueva narrativa hispanoamericana. Cuando se publican Alina suplicante y Líneas aéreas, en la primavera de 1999, Vásquez ya ha armado las maletas por segunda vez. Desencantado de París —de la ciudad, que hace tiempo dejó de ser la capital de las letras latinoamericanas, de las dos novelas que en ella escribió, del doctorado frustrado—, en enero de 1999 se refugia en las Ardenas belgas en casa de unos amigos mayores. “Llegué allí”, cuenta Vásquez, “porque quería irme de París, pero no quería volver a Colombia” (De Maeseneer y Vervaeke). La idea es pasar un fin de semana, pero Vásquez acaba quedándose unos ocho meses en Xhoris, una aldea en la provincia de Lieja. A finales de agosto arma las maletas por tercera vez, escogiendo su destino con un criterio, ahora sí, más pragmático que romántico. Decide radicarse en Barcelona, la ciudad que, junto a Madrid, se ha convertido en el ombligo editorial de las letras hispánicas. En septiembre todavía viaja a Colombia, para casarse con Mariana Montoya, a quien conoció años atrás. La pareja se instala en Barcelona a finales de octubre, en vísperas del nuevo milenio. ¿Qué factores hacen de Barcelona un destino atractivo? Explica Vásquez, en retrospectiva: Pensé —tal vez con una noción de la vida ya más práctica— que la calidad de las editoriales y la crítica literaria sobre la literatura latinoamericana podía hacer que Barcelona fuera un destino para mí. Probablemente, si en los años sesenta Vargas Llosa, García Márquez, Donoso y Bryce Echenique no hubiesen escogido Barcelona sino Madrid, habría acabado en la capital. Aunque evidentemente la literatura latinoamericana ha cambiado mucho, hay muchos lugares del mundo donde se siguen exigiendo las mariposas amarillas, las mujeres hermosas que vuelan por los aires, o la novela del dictador, todos esos maravillosos hallazgos de la generación del boom que se convirtieron, precisamente por lo maravillosos, en clichés. Pero Barcelona no es uno de esos lugares. La lectura de la literatura latinoamericana en España, en general, y en Barcelona, en particular, ha evolucionado mucho (De Maeseneer y Vervaeke).
Resumiendo, Vásquez invoca tres motivos: el vínculo entre Barcelona y el boom, las oportunidades editoriales que ofrece la ciudad y el espíritu abierto con que se recibe la nueva literatura latinoame-
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ricana en España. Si la importancia del primer aspecto, que a estas alturas ya no necesita mayor explicación4, es ante todo afectiva o romántica, los dos últimos no tardarían en favorecer directamente su carrera de escritor. Como lo señalan Dunia Gras (2003; 2000) y Pohl Burkhard, alrededor del cambio de milenio —el momento en que Vásquez se instala en Barcelona—, la narrativa hispanoamericana disfruta de un clima propicio en España. Por un lado, prosigue el proceso de canonización de los autores consagrados del boom y el postboom. Por el otro, se nota un interés creciente por las voces nuevas, que desde mediados de los años noventa se están llevando importantes premios literarios: recordemos, entre otros muchos ejemplos, que en 1998 Roberto Bolaño gana el premio Herralde con Los detectives salvajes y que un año después Jorge Volpi obtiene el premio Biblioteca Breve con En busca de Klingsor. La apertura hacia la nueva narrativa hispanoamericana de un mercado editorial español en pleno proceso de transnacionalización va de la mano con el paulatino abandono de las exigencias y prejuicios exotistas a los que hacia mediados de los noventa se enfrentaron los escritores de McOndo y del Crack. Como suele ocurrir, más que sacar provecho ellos mismos, los rebeldes allanan el camino a la generación subsiguiente, en este caso los autores hispanoamericanos nacidos en los setenta, entre los cuales se encuentra Vásquez. De manera esporádica a ellos también se los seguiría hostigando mediante comparaciones con los grandes del boom y expectativas magico-realistas (comparaciones y expectativas más tercas aún en el caso de ser compatriota de García Márquez). Pero lo cierto es que en el momento en que empiezan a escribir y publicar, el mercado y el público español y, poco después, muchos editores y lectores europeos y estadounidenses, se muestran abiertos a una literatura latinoamericana “sin cola de cerdo”, para adoptar la figura de Jorge Volpi (2009: 67-77). Esta vez, pues, Vásquez no se ha equivocado de destino. Con su arribo a Barcelona a finales de 1999 está in the right place at the right time, pues —para decirlo con las fórmulas de Pascale Casanova— alrededor del fin de siglo, el meridiano cultural hispánico está pasando por España, disputándose Barcelona y Madrid el título de capital 4 Sobre la relación entre Barcelona y el boom véanse, por ejemplo, los estudios de Gras (“Barcelona, plataforma cultural…”) y Dravasa.
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de lengua española de la República Mundial de las Letras. Pero no olvidemos que como Vásquez hay muchos escritores hispanoamericanos, algunos más jóvenes que otros, que desde España aspiran a ganarse un lugar en la República. El que Vásquez, para su temprana edad, pueda presentar buenas credenciales —dos novelas publicadas en Colombia, la inclusión en Líneas aéreas, una creciente red de contactos leales, en su mayoría colombianos— no quita la verdad de que en el momento de llegar a Barcelona nadie conoce a Juan Gabriel Vásquez, y Juan Gabriel Vásquez no conoce a nadie. O prácticamente a nadie. Su único contacto es el novelista español Enrique de Hériz, a quien fue presentado en el año 1998 por el escritor colombiano Juan Carlos Botero. De Hériz, que en aquel momento está dejando su labor de editor en Ediciones B para consagrarse a su carrera de escritor, acoge al joven matrimonio Vásquez hasta que encuentra su propio apartamento en la Plaza de Tetuán. Sin más empleo que el de redactor de artículos por encargo (por ejemplo, entradas sobre escritores para una enciclopedia de Planeta), y sin encontrar la manera de abrirse paso a la vida literaria de la ciudad, los primeros seis meses en Barcelona resultan duros. En ese semestre Vásquez escribe dos cuentos que se nutren de las estancias parisina y belga: “En el café de la République” y “El regreso”. En mayo, por consejo de Mario Jursich, manda ambos cuentos a la revista cultural barcelonesa Lateral (1994-2006), fundada y dirigida por el húngaro Mihály Dés. Poco después Dés le llama al móvil diciendo que los relatos le encantan. Quiere publicar “El regreso” en el suplemento del número de verano (julio-agosto 2000, n. º 67-68), que consiste en una antología de cuentos iberoamericanos. La publicación en esta antología, codo a codo con escritores mayores y premiados como Roberto Bolaño, Jorge Volpi y Marcos Giralt Torrente, significa la verdadera llegada a Barcelona. A la vuelta del verano Dés invita a Vásquez a formar parte de la redacción de la revista, un empleo a medio tiempo que combina con la evaluación de manuscritos para editoriales. Vásquez trabaja dos años para Lateral, hasta el 2002, y gracias a la revista traba sus primeras relaciones y amistades literarias e intelectuales en Barcelona: conoce, entre otras personas, a Ramón González Férriz, Jorge Carrión, Juan Villoro, Roberto Bolaño, Rodrigo Fresán, al escritor francés Mathias Énard y al director de documentales inglés Justin Webster, con quien muchos años después
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realizaría un reportaje sobre García Márquez (Gabo: la magia de lo real, 2015). Entre el 2000 y el 2002 Vásquez firma unos ocho artículos en Lateral, entre los cuales figura una larga entrevista con un autor al que admira mucho, Ricardo Piglia (n. º73, 2001). Durante un viaje a Colombia en el verano de 2000, Vásquez asiste a una cena en casa de R. H. Moreno-Durán. También están Mario Jursich y su nueva pareja, Pilar Reyes. Al terminar la velada Jursich y Reyes ofrecen llevar a Vásquez a casa, y en el trayecto Reyes, que es editora en Alfaguara Colombia, le pregunta si está escribiendo algo. Vásquez cuenta que está escribiendo un libro de relatos y que no tiene compromiso con la editorial de su libro anterior, Norma. Quedan en que Vásquez le mande el libro a Reyes en cuanto lo termine. De regreso en Barcelona, durante sus primeros meses en Lateral, en el otoño del 2000, Vásquez escribe los demás cuentos de Los amantes de todos los santos. Al ponerles el punto final en diciembre, se los manda a Reyes. Los amantes de todos los santos aparece en Alfaguara Colombia en abril de 2001. Entre Vásquez y Reyes crece una sólida relación de confianza5. Al cabo de dos años Vásquez decide dejar el empleo en Lateral. Contra viento y marea propone buscarse la manera de no volver a pisar una oficina, la manera de ganarse la vida desde su casa, la manera de ser dueño de su tiempo para poder escribir la novela que tiene en la cabeza. Se la brinda, a través de Enrique de Hériz, el editor Pere Sureda, que acaba de pasar de Ediciones B al grupo editorial 62 y necesita traductores para una nueva colección de ficción. Para entonces, Vásquez ya tiene una traducción a su nombre, Hiroshima de John Hersey. En vez del habitual contrato freelance por obra traducida, Pere le hace el favor de ofrecerle un contrato fijo, que en aquel entonces para todo colombiano es el requisito para seguir contando con el permiso de residencia y trabajo. Mientras cumple con los encargos de traducción, Vásquez escribe Los informantes. Para poder viajar más libremente y zanjar la cuestión de la residencia, en 2003 pide y adquiere la doble nacionalidad, colombiana y española. 5 Pilar Reyes llegaría a ser directora de Santillana Colombia y más tarde de Alfaguara en España. Desde 2013 se encarga de la dirección global de los sellos Alfaguara y Taurus bajo el nuevo grupo editorial Penguin Random House. En 2015 Vásquez agradecería su apoyo incluyéndola en la dedicatoria de La forma de las ruinas.
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Los amantes de todos los santos había sido publicada en Alfaguara Colombia. No obstante, gracias a un plan distribuidor cuyo objetivo era dar a conocer una selección de obras latinoamericanas al otro lado del Atlántico, llegaron a circular también algunos ejemplares en España. Como lo sostienen Burkhard (21) y Dés (2004), la estrategia mercadotécnica de las grandes editoriales españolas como Alfaguara suele repartir a los libros latinoamericanos en tres categorías: los de exclusiva venta local, que son generalmente los autores nuevos, los libros de escritores ya probados que gozan de una modesta distribución en España y los que se lanzan desde España en todo el mercado transnacional hispánico, privilegio reservado a los autores consagrados. De modo que desde el primer libro publicado en la editorial, Alfaguara situó a Vásquez en la segunda categoría. Así, Los amantes de todos los santos consiguió una nota en La Vanguardia y un par de reseñas en periódicos de provincia, una resonancia modesta pero lo suficientemente alentadora como para que Vásquez empezara a soñar con publicar directamente en España. A tal efecto, al terminar Los informantes decide mandar el manuscrito a una agencia literaria española. La primera que le viene a la mente es la de Carmen Balcells, pero allí no obtiene respuesta, y entonces ofrece el manuscrito a otra agencia afincada en Barcelona, la de Mercedes Casanovas, por la simple razón de ser quien representa al escritor español que más le interesa en ese momento, Javier Marías. El manuscrito llega a manos de Casanovas por intermedio de una joven empleada, María Lynch. En tres días, Casanovas llama a Vásquez para decirle que lo quiere fichar y que negociará la publicación de Los informantes en España. Y así lo hace: logra que la novela salga en Alfaguara España en octubre de 2004, cuatro meses después de la edición en la sucursal colombiana de la misma editorial. Cabe subrayarlo: es bastante excepcional que Alfaguara publique en España a un autor latinoamericano joven y prácticamente desconocido, aun si ese ya tiene un libro —Los amantes de todos los santos en el caso de Vásquez— en una de las sucursales latinoamericanas de la editorial. Con Los informantes Vásquez salta de una vez de la segunda a la exclusiva tercera categoría de la que hablan Burkhard y Dés, la de la distribución y promoción transnacionales desde España. Como lo recuerda también Gras (2000) en España Alfaguara suele publicar solo a los consagrados. Lo normal es que un joven latinoamericano entre al mercado español por una de las editoriales independientes
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que asumen mayores riesgos, como por ejemplo Anagrama o Lengua de Trapo, y que después, eventualmente, dé el salto a una casa de gran capacidad económica y mercadotécnica como lo es Alfaguara. Vásquez, en cambio, entra por la puerta grande al mercado peninsular. Tampoco tarda en abrirse el mercado internacional. En los años subsiguientes a la publicación española de Los informantes, su agente Casanovas consigue traducciones en una docena de países, empezando con Francia (Actes Sud, 2008). Entretanto María Lynch se vuelve socia de Casanovas y la agencia se convierte en Casanovas & Lynch. Desde entonces Vásquez empieza a colaborar de cerca con Lynch, y nace entre ambos una relación de amistad y confianza que se va intensificando con los años6. Para Vásquez la publicación de Los informantes supone el aterrizaje definitivo en España. Por primera vez, una novela suya ocupa un lugar visible en las librerías españolas, salen reseñas en los grandes periódicos y los lectores y colegas empiezan a saber quién es ese joven escritor colombiano. Así germinan nuevas amistades literarias, por ejemplo con los escritores españoles Javier Cercas e Ignacio Martínez de Pisón. Bastante solitario y retraído hasta entonces, poco a poco Vásquez empieza a frecuentar la escena literaria de Barcelona. En primera instancia su vida de sociedad se limita a los lanzamientos de libros y fiestas editoriales. Solo más tarde, teniendo ya lazos de amistad más fuertes, visita sitios como Il Giardinetto, el restaurante-bar conocido desde los años setenta por su clientela de escritores y artistas. La publicación de Los informantes también ayuda a abrir las puertas de las casas culturales y las páginas de revistas literarias. Cada vez más, Vásquez es invitado a dar charlas en instituciones culturales y académicas como la Casa de América de Madrid, la librería la Central de Barcelona o la Universidad Pompeu Fabra. Muchas de estas lecturas acaban publicándose en revistas y suplementos culturales españoles como Letras Libres (edición España), Quimera, Babelia y Cuadernos hispanoamericanos. No pocas veces los mismos ensayos se publican simultáneamente en Colombia, generalmente en El Malpensante, la revista codirigida por su amigo Mario Jursich. Es el caso de dos textos clave en que Vásquez expone su poética, “Malentendidos al-
6 Lynch figura al lado de Reyes en la dedicatoria de La forma de las ruinas (2015).
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rededor de García Márquez” y “El arte de la distorsión”, aparecidos tanto en Letras Libres como en El Malpensante entre finales de 2005 y principios de 2007. En 2009 recopila gran parte de los ensayos en El arte de la distorsión7. El que también este libro aparezca en Alfaguara evidencia la confianza de la editorial, cuya colección ensayística suele estar reservada a los consagrados, y en aquel momento Vásquez es un joven novelista prometedor que ha recibido buenas críticas y —lo veremos— dos premios menores. Al lado de su labor ensayística Vásquez se desenvuelve cada vez más como periodista cultural, firmando con frecuencia reseñas, crónicas, artículos y columnas en medios de ambos lados del Atlántico. Entre 2007 y 2014 escribiría semanalmente una columna de opinión para el periódico bogotano El Espectador, alternando los temas literarios y culturales con tomas de posición en polémicas políticas, sociales y éticas. En Barcelona Vásquez termina también Historia secreta de Costaguana. Esta vez, la nueva novela sale primero en España, en marzo de 2007, y un mes después en Colombia. La novela anterior, Los informantes, pese a las críticas elogiosas, no había obtenido ningún premio literario. Eso sí, en 2007 Los informantes fue elegida como una de las novelas en lengua castellana más importantes de los últimos veinticinco años en una encuesta de la revista bogotana Semana, y en 2009 la traducción al inglés quedó finalista del Independent Foreign Fiction Prize. Pero la primera novela premiada de Vásquez es Costaguana. De manera significativa, el autor cosecha sus primeros premios de novela en las dos capitales de su vida personal y literaria: Bogotá y Barcelona. Costaguana es galardonada con el premio al Mejor Libro Colombiano de Ficción de la Fundación Libros y Letras (Bogotá) y el premio Qwerty al mejor libro de narrativa en castellano, otorgado por el programa de libros homónimo de la catalana Barcelona Televisió. Se trata de dos premios literarios recientemente instaurados, de envergadura más bien local y de proyección mediática y remuneración modestas. Cuatro años después, en marzo de 2011, Vásquez es laureado, también en España, con su primer premio importante en términos de prestigio, proyección internacional y cuantía económica: 7 Véase la nota bibliográfica de El arte de la distorsión para más detalles sobre el origen y la historia de publicación de todos los ensayos incluidos en la recopilación.
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el premio Alfaguara de Novela, que recibe por El ruido de las cosas al caer, la última de sus tres novelas escritas en Barcelona. A partir de aquel momento ya nada será lo mismo. La poderosa mercadotecnia detrás del premio Alfaguara —un lanzamiento simultáneo en todos los países de habla hispana, una gira de promoción por esos mismos países, un booktrailer difundido a través del sitio de Alfaguara y YouTube— suscita una inmensa atención mediática y crítica. Se encadenan las entrevistas televisivas, las reseñas laudatorias en los medios más reputados del mundo hispánico, las reacciones y recomendaciones entusiasmadas de parte de los colegas —Héctor Abad Faciolince en El País (22.03.2011) y El Espectador (06.05.2011), Jorge Volpi en El País (22.03.2011) y Rodrigo Fresán en Página 12 (12.06.2011)—, por no hablar de las incontables invitaciones de embajadas, festivales literarios e instituciones académicas y culturales. Y en los años siguientes todo se repite en los países donde la novela va apareciendo en traducción y va ganando premios literarios a cuanto más prestigioso, cuantioso e internacional —el Prix Roger Caillois (2012), el English Pen Award (2012), el premio Gregor von Rezzori (2013), el International IMPAC Dublin Literary Award (2014)—. Total, el estreno y la estela de El ruido de las cosas al caer son cruciales en el proceso de consagración literaria. La resonancia internacional aúpa a Vásquez como el abanderado latinoamericano de la última literatura mundial. En agosto de 2012 Vásquez vuelve a instalarse en Bogotá. Las razones del regreso son de índole personal, pero Vásquez sabe que dejar Barcelona y España no afectará de manera negativa su carrera literaria, pues el éxito de El ruido de las cosas al caer garantiza la distribución internacional y la cobertura mediática y crítica de los libros venideros. Trece años en el meridiano cultural hispánico han sido suficientes para cimentar una sólida reputación literaria. Ya no es necesaria la constante presencia física. Los lazos son estrechos, acaso inquebrantables. Además, Vásquez regresará con frecuencia, y sabe que siempre será bien recibido. De vuelta en Bogotá, Vásquez empieza a trabajar en Las reputaciones. La novela corta es lanzada en Colombia en la primavera de 2013 y en España en el otoño del mismo año. Tras quedar finalista del primer premio Bienal de Novela Mario Vargas Llosa en marzo del 2014 en Lima, en octubre de 2014 Las reputaciones es galardonada con el premio Real Academia Española. Que la candidatura de Las reputaciones
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haya sido presentada por, entre otros miembros de la Academia, su admirado Javier Marías, debe de haber sido motivo de orgullo para Vásquez. El premio representa la consagración a nivel de las instituciones académico-culturales y viene a confirmar el vínculo vitalicio con España y su establishment literario. * Al cruzar los Pirineos a finales de 1999 Juan Gabriel Vásquez se habrá hecho una pregunta parecida a la de su alter ego ficcional de “El último corrido”, ese cronista colombiano recién llegado a Barcelona: ¿es España un país en el cual podría vivir? En el caso del joven escritor ambicioso que era Vásquez, el complemento verbal se sobreentiende: vivir significa, más que nada, vivir de la pluma. Y sí, en España se encontraría con el clima idóneo para ir cumpliendo su aspiración de ser un escritor de oficio publicado en todo el mundo hispánico y traducido a las lenguas dominantes de la República Mundial de las Letras. La Barcelona y la España de la primera década del siglo xxi le ofrecerían un espíritu cosmopolita, una pujante escena cultural y editorial y, lo más importante, la tranquilidad requerida para concebir las tres novelas en que se fundamenta su fama de narrador —Los informantes, Historia secreta de Costaguana y El ruido de las cosas al caer—. En casi todos los textos en que alude a su estancia en Barcelona, Vásquez reivindica el espíritu abierto de la capital catalana y advierte de los peligros del nacionalismo. Es el caso de la ya citada crónica de su afición por el F. C. Barcelona, y de una carta abierta a sus hijas, que crecieron “con un pie en Barcelona y otro en Bogotá, con esa especie de esquizofrenia cultural, de ida y vuelta constante, de lealtades confundidas y —espera el autor— de completo desprecio por toda forma de nacionalismo” (2009b: 175). El mismo viento cosmopolita que sopla por la capital catalana llega a permear la obra de Vásquez. Para los escritores de lengua española Barcelona y Madrid continúan siendo los trampolines por excelencia. Siguiendo los conceptos de Casanova, en estas ciudades —bien conectadas, además— se concentran los más importantes gatekeepers del éxito internacional (editoriales transnacionales, agencias literarias, instituciones culturales); al mismo tiempo, su rica vida cultural brinda varias ma-
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neras de obtener capital simbólico más allá de las fronteras de la patria. Vásquez aprovecha todas estas oportunidades. Por un lado, se involucra con entusiasmo en todas las actividades laterales que según Janssen contribuyen a consolidar una carrera literaria: la publicación de textos creativos en revistas literarias, las actividades de índole reflexiva —las entrevistas sobre la obra propia, las conferencias sobre literatura, la crítica literaria, todas ocupaciones que no solo ayudan a generar el interés del público y de la crítica sino que permiten glosar la propia poética e influir de alguna manera en la recepción— y la participación en actividades sociales que fomentan las relaciones con los demás miembros del gremio, como por ejemplo el formar parte de la redacción de una revista literaria —Lateral, en el caso de Vásquez—. Por otro lado, al lograr publicar sus novelas directamente en una gran editorial española —Alfaguara— y al aliarse a la agencia Casanovas & Lynch, se le abren las puertas del mercado hispánico e internacional. De tal modo, especialmente a partir de la premiada El ruido de las cosas al caer, Vásquez se asegura de que sus libros se distribuyan, se promocionen y gocen de atención crítica no solo en todos los países de habla española sino en todos esos en que aparecen en traducción. Y así, gracias a su prolongada y notoria presencia en la escena literaria española, y gracias, además, a su red de contactos transatlánticos sólida y leal, Vásquez y sus libros han sabido saltarse las barreras del aislamiento en que siguen encontrándose muchos autores latinoamericanos debido a las políticas editoriales de las hegemónicas empresas españolas (Millán; Dés; Volpi, “Narrativa hispanoamericana, INC”)8. En suma, las circunstancias son favorables en la Barcelona y España del cambio de siglo. No olvidemos, sin embargo, la condición sine qua non de la consagración literaria: la obra. En última instancia, el mayor mérito de Barcelona ha sido el haberle permitido a Vásquez concentrarse en la creación de una obra cuya calidad ha sido ratifi8 En este sentido la trayectoria de Vásquez bien podría valer como una de las más excepcionales y “ejemplares” de la nueva narrativa latinoamericana. Sería interesante compararla con la de otros exponentes exitosos de la generación nacida en los setenta, tales como los argentinos Andrés Neuman y Patricio Pron, el chileno Alejandro Zambra y el peruano Santiago Roncagliolo. Debido a las limitaciones de espacio y temática de este artículo no he podido establecer tales paralelos ni he podido reparar en la importancia de antologías y eventos no españoles, como por ejemplo Bogotá39 (2007), en que Vásquez también participó.
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cada por la crítica y reconocida con premios literarios cada vez más prestigiosos. Mientras que Bogotá seguía siendo el hervidero que le suministraba la materia narrativa, Barcelona se convirtió en el nido que le permitía domar los demonios traídos de la patria. A diferencia de Bogotá, explica Vásquez en un reportaje de Ramírez Mejía, “Barcelona es una ciudad que respeta la intimidad, que no se le mete a uno en la vida, que permite con mucha facilidad que uno proteja el tiempo de escritura” (2011). Es la razón por la cual incluso ahora, en los momentos en que la capital colombiana se vuelve demasiado metiche, de vez en cuando Vásquez se escapa a Barcelona refugiándose en hoteles o en casa de amigos como Justin Webster o su agente María Lynch. Así, en el verano de 2015 se encierra en un lugar de Barcelona para proteger su tiempo de escritura y tratar de terminar una novela voluminosa de la que él mismo sospecha que bien podría ser la mejor que ha escrito hasta ahora: La forma de las ruinas. Bibliografía Benavides, Jorge Eduardo (2008): “Un país sin fronteras… y una literatura por hacer”. En El País, 18 de octubre de 2008. Web. Burkhard, Pohl (2012): “Estrategias transnacionales en el mercado del libro (1990-2010)”. En Aleph, 25, pp. 13-34. Casanova, Pascale (2004): The World Republic of Letters. Cambridge/London: Harvard University Press. De Maeseneer, Rita y Vervaeke, Jasper (2010): “Escribimos porque la realidad nos parece imperfecta. Entrevista con Juan Gabriel Vásquez”. En Ciberletras, 23. Dés, Mihály (2004): “¿Qué hay de malo en lo bueno?”. En Lateral, 109, pp. 1-5. Dravasa, Mayder (2005): The Boom in Barcelona: Literary Modernism in Spanish and Spanish-American Fiction (1950-1974). New York: Peter Lang. Gras Miravet, Dunia (2000): “Barcelona, plataforma cultural de América Latina en Europa”. En Isabel de Riquer et al. (eds.): Professor Basilio Losada: ensinar a pensar con liberdade e risco. Barcelona: Publicacions de la Universitat de Barcelona, pp. 445-451. —. (2000): “Del lado de allá, del lado de acá: el campo de la narrativa hispanoamericana actual en España”. En Cuadernos hispanoamericanos, 604, pp. 15-29.
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Volpi, Jorge (2008): “Narrativa hispanoamericana, INC.”. En Jesús Montoya Juárez y Ángel Esteban (eds.): Entre lo local y lo global: la narrativa latinoamericana en el cambio de siglo (1990-2006). Madrid/Frankfurt a. M.: Iberoamericana/Vervuert, pp. 99-112. —. (2009): El insomnio de Bolívar: cuatro consideraciones intempestivas sobre América Latina en el siglo xxi. Barcelona: Debate.
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Cuando se le ha preguntado a Juan Cárdenas (Popayán, 1978) por sus vínculos con el campo literario colombiano, casi siempre ha respondido, elusivo, que más bien se siente perteneciente a una tradición latinoamericana integrada por raros del calibre de Macedonio Fernández, Juan Emar, Felisberto Hernández, Pablo Palacio, João Gimarães Rosa o Antonio di Benedetto que a la propiamente colombiana, y que estos autores justamente le habrían permitido rescatar a escritores locales, más o menos marginales, como Luis Tejada, José Félix Fuenmayor o José Antonio Osorio Lizarazo, que difícilmente se insertan en la tradición nacional, pero cuya existencia adquiere otra dimensión si se los mira como integrantes de una constelación mayor, a nivel continental (Espinosa; Franco Harnache; Friera). Entre los escritores contemporáneos de Colombia, apunta su admiración o interés por Evelio Rosero, Tomás González, Luis Miguel Rivas o Daniel Ferreria, pero reconoce que no le gusta lo que hace la mayoría de autores de su generación (Franco Harnache). A esta toma de posición del autor, en el sentido que Pierre Bourdieu le da al término (342 y ss.) hay que sumar los comentarios en distintas entrevistas acerca del realismo imperante, la necesidad
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de optar por la ilegibilidad y el interés personal por un cierto barroquismo disimulado (Navarro; Holguín Jaramillo; Friera), que constituyen, igualmente, intentos explícitos por posicionarse en el campo literario. Al lado de esas declaraciones, encontramos toda una serie de elecciones y modos de proceder en sus propias obras que conforman también el ámbito de las tomas de posición —a los cuales vamos a prestar atención aquí— y que, junto a otros factores, como el lugar desde el que se publica o las editoriales en que se publica, terminan conformando su posición en el campo. Una posición que, atendiendo al menos al principio de jerarquización interna (Bourdieu: 322), dista de ser mala a día de hoy. A pesar de haber estado viviendo en España durante más de quince años, la novelística de Cárdenas ha mantenido un estrecho vínculo temático y de lenguaje con su Colombia natal y con América Latina. Tanto Zumbido (2010) como Los estratos (2013) u Ornamento (2015) se desarrollan en espacios que, si bien se resisten a la remisión contundente, se perfilan en la mente del lector como pertenecientes a Colombia y cuentan con personajes que muestran un inconfundible acento colombiano. Lo mismo sucede, aunque de forma más explícita, en El diablo de las provincias (2017), que narra el regreso a su ciudad natal de un biólogo y los conflictos que esto le plantea. A diferencia de otros autores contemporáneos que han visto en la transterritorialidad una ocasión de oro para escapar a lo que para muchos fue considerado como una obligación territorialista, impuesta desde fuera, Cárdenas no parece haber sentido dicha carga, sino que, más bien, ha optado por mantener ese vínculo de forma voluntaria. Pero a diferencia, también, de lo hecho por la mayoría de sus coetáneos, Cárdenas se aleja de la legibilidad y la representatividad de un modo categórico, demostrando así que las posibilidades para la rebeldía del escritor latinoamericano actual van mucho más allá de las elecciones temáticas o espaciales. Va a construir, así, una obra radicalmente contemporánea, anclada en el siglo xxi, pero que parte de presupuestos y valores literarios distintos a los aceptados por la mayoría de sus congéneres, proponiendo soluciones alternativas a muchos de los problemas o taras que lastraron en algún momento el panorama literario latinoamericano. Compuesta de tres partes —“Falla”, “Sedimento” y “Temblor”—, la novela Los estratos recurre a la metáfora geológica para explorar los entresijos de la sociedad colombiana contemporánea a distintos ni-
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veles, a la vez que el narrador indaga en los estratos de su propia conciencia, sus recuerdos y su pasado. Teniendo en cuenta que en Colombia la palabra estrato se ha institucionalizado para determinar la clase social (a cada vivienda se le atribuye un dígito, que va del uno al seis) y que la propia sociedad se vale de esa valoración para ubicar socioeconómicamente a los individuos, Cárdenas se apropia del término para hablar, no únicamente de esa estratificación social en uno de los países más clasistas del continente, sino también para extenderla al ámbito personal, explorando las diversas zonas de lo consciente y lo inconsciente, que escapan aquí al enfrentamiento de la lógica binaria: la vigilia, el desvelo impuesto por el insomnio, el sueño e incluso el substrato mítico que en ocasiones puede motivar el comportamiento humano consciente. A manera de mise en abyme, el símil geológico queda subrayado en el comienzo del libro: Mire los gráficos, dice el administrador. Son unos diagramas de colores muy bonitos que me hacen pensar en esos dibujos que venían en los libros del colegio y que tenían cortes transversales de la piel, epidermis, dermis, células adiposas. Estos diagramas son de estadísticas que dicen que la empresa de mi papá se hunde. Pero yo me pongo a pensar en la piel, en la corteza terrestre, rocas ígneas, rocas metamórficas, capa basáltica, capa granítica, rocas sedimentarias, lecho oceánico. El administrador intenta matizar el asunto pero entiendo que no hay paliativos. Si no remontamos, en unos meses tendríamos que hablar de quiebra, dice. Uno de los socios intenta tranquilizarme y me dice que ya se están ocupando del asunto y yo sigo viendo capas de colores, unas flechas que apuntan hacia abajo, desde la capa basáltica hacia las rocas ígneas (2013: 25-26).
Fiel a esa línea contestataria con algunos de los dogmas literarios contemporáneos, Cárdenas emprende la tarea de adentrarse en los vericuetos de la estratificación social y los problemas de orden político renunciando a los enfoques sociológicos y periodísticos y, además, opta por la inclusión de elementos provenientes de la conciencia mítica, algo que, después de los excesos mágico-realistas de algunos de los epígonos del nobel cataquero y las protestas de Alberto Fuguet y Sergio Gómez en el prólogo a la antología McOndo, parecía estar vedado a los escritores latinoamericanos del siglo xxi. Así, la presencia del diablito de Churupití en el imaginario del narrador, gracias al relato de su nana en la infancia, servirá primero como reactivo y desencadenante del recuerdo y, más adelante, como
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motor de la acción. De la presencia de descendientes afroamericanos le interesa no solo consignar su representación a través de distintos personajes que se sitúan en la parte inferior de la pirámide social (el vigilante, la empleada doméstica, la nana, etc.), sino también mostrar cómo, gracias a las historias de la tradición oral, sus ritmos de habla y la teatralidad de la expresión, su presencia se expande al resto de la sociedad. Las tradiciones orales del litoral aparecen, en un primer momento, gracias al recuerdo y, después, mediante la investigación libresca y la lectura que reactiva ese recuerdo: “las fábulas del tío conejo y del tío tigre o las leyendas de la viuda, la tunda y la gualgura” (74). Pero estos elementos que integran la conciencia mágica irrumpirán en el relato en la parte final del libro ya como actantes de pleno derecho, sin que, no obstante, haya afán exotista alguno o se hagan concesiones mágico-realistas. Una de las claves para que esto no ocurra parece estar en el punto de vista del narrador —ajeno y, por tanto, sorprendido e incluso asustado ante dichas manifestaciones— y en la acotación de los espacios en que el pensamiento mágico aflora: la historia de caza en boca del interno negro en el sanatorio que el protagonista visita al comienzo de la tercera parte o durante la ingesta del remedio que el detective indio le proporciona. Lejos de mostrar la magia de lo real con cara de palo, Cárdenas explora a través de su personaje innominado cómo esos elementos pertenecientes a la conciencia mítica conviven y se superponen con aspectos de la conciencia científica (Palencia-Roth: 18 y ss.) y cómo, en ocasiones, esta puede resultar insuficiente para alcanzar el conocimiento de sí, incluso en las sociedades occidentales que se rigen por este tipo de pensamiento científico. Llama la atención, en este sentido, la contraposición entre el psicoanálisis, en el cual el protagonista no parece tener puestas muchas esperanzas, y la indagación del yo mediante el viaje a la selva, de la mano del detective indio, que tiene como colofón la ingesta del remedio. No hay, sin embargo, afán por mostrar la superioridad de una u otra forma de entender y enfrentarse al mundo; la novela apunta, más bien, a la existencia de estratos, también en este ámbito, que se intercalan para dar sentido a la vida de un individuo. Lo mismo sucede con la irrupción de la selva al final de su novela, un espacio postergado, en líneas generales, en la novela colombiana de las últimas décadas, en la que ha predominado la novela urbana, pero ya antes ampliamente denostado por los autores de la
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nueva narrativa latinoamericana o del boom. Algunos de ellos, como Mario Vargas Llosa, llegaron a considerar que las denominadas novelas de la tierra —entre ellas, La vorágine, de José Eustasio Rivera— implicaban un retroceso de la narrativa de los años veinte y treinta al siglo xix y que se encontraban, en términos cualitativos, muy lejos de los logros de la ficción latinoamericana a partir de los años cuarenta (130-131). Esa minusvaloración de obras como La vorágine, que tuvo su equivalente entre los críticos, no ha sido, sin embargo, unánime. Sin afán de exhaustividad, recordemos que algunos han querido justamente analizar la novela a partir de lo que para otros no dejaban de ser fallas, valorando positivamente lo que en ella había de “quiebra flagrante de la convención” (Molloy: 747); otros, sin más, han rechazado la perspectiva limitada de Mario Vargas Llosa, para considerarla como “una de las novelas de mayor relieve de la literatura hispanoamericana” (Bellini: 467, 451). La vorágine le servirá ahora a Cárdenas para dar un paso más en esa reivindicación sin aspavientos de ciertas causas presuntamente perdidas, al proclamar la actualidad de esta novela regionalista a principios del siglo xxi y colocarla en el centro mismo de su ficción. Es, en efecto, uno de los pocos nombres propios que aparecen en una novela que se empeña obstinadamente en omitirlos; esto lleva al lector a preguntarse qué le puede interesar a Cárdenas de ese texto tantas veces vilipendiado, aunque erigido en clásico, de la tradición colombiana. ¿Se trata simplemente de un guiño contestatario o hay algo más en esa mención fugaz y aparentemente banal a la novela de Rivera? El propio autor avanza algo en la entrevista con María Paulina Ortiz: “Pensé: qué pasa si no incluyo nombres propios, pero pongo uno solo. Sobre todo quería dejar clara la alusión a ese libro que me parece importantísimo, increíble y que, si te fijas bien, es otro de esos grandes libros sobre el idioma, sobre la lengua”. De hecho, La vorágine parece constituir un interesante hipotexto a la luz del cual leer Los estratos, no solo por el uso peculiar de la lengua, como reclama Cárdenas (el modo, por ejemplo, en que utilizan los sociolectos para explorar la estratificación social), sino sobre todo por cuestiones temáticas y de punto de vista: la presencia del problema racial, la posible enajenación del narrador, la recurrencia al insomnio, pero también a lo onírico y a la indagación del inconsciente, el peregrinaje de los personajes por un espacio que es algo más que un simple paisaje o la correlación entre el recorrido espacial de la
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huida (el adentrarse en la selva) y el viaje al interior de sí mismo, entre otros. A pesar de que en otra entrevista el autor afirme que la estructura de Los estratos está prácticamente calcada de La vorágine (Friera), son muchas más las diferencias que las semejanzas entre estas dos novelas separadas por casi noventa años. Sin entrar en la enumeración de las mismas, que es una tarea que excede mis propósitos, sí quisiera subrayar algunas constantes que justificarían o explicarían la llamada de atención del propio texto sobre el de José Eustasio Rivera. Mucho se ha escrito, por ejemplo, acerca de cómo en La vorágine la proliferación de narraciones enmarcadas y la existencia de varios niveles de narración, ambigüedades y contradicciones, junto con el lenguaje exuberante y, por momentos, de tono exaltado, consiguen “que el efecto textual de la obra sea de espesura impenetrable, una metáfora más del referente selva” (Ordóñez: 24). Esto, desde luego, no es así en Los estratos, donde prima la sobriedad narrativa y la ausencia de excesos verbales. El uso constante, además, del presente narrativo en una voz que solo en contadas ocasiones alberga el discurso de otros personajes, desprovee a la novela del volumen metaficcional que sí ostenta La vorágine. Y, sin embargo, algo hay en su construcción que consigue semejante efecto textual de impenetrabilidad selvática, aun cuando la selva, temáticamente, no aparecerá sino en la tercera parte. Esa impenetrabilidad está más ligada al modo en que fluye la sintaxis, a la digresión o a la manera en que los pensamientos y los recuerdos del narrador se imponen a los hechos y a la linealidad del relato. También se relaciona con el interés por una cierta sonoridad del texto y la recusación del utilitarismo, como revelan algunos fragmentos de la propia novela, que pueden ser leídos a modo de poéticas del texto, como claves de lectura. De ahí, que dicha impenetrabilidad se vincule igualmente con la aversión del autor al realismo chato y tenga, entre sus consecuencias más evidentes, una difícil si no imposible adaptación cinematográfica; algo que, una vez más, aleja a las novelas de Juan Cárdenas de las de muchos de sus contemporáneos. Un buen ejemplo de esto son las tres primeras páginas de Los estratos (11-13), que constituyen un único párrafo. Dominadas por los vaivenes del pensamiento del narrador, por el carácter hipotético de los enunciados, la imprecisión de los recuerdos, el uso repetido del símil y la recurrencia a ciertas anécdotas, en las que el lector intuye
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que se está diciendo algo más (y ante lo que el narrador no tiene más remedio que responder con un “No sé por qué suena tan serio todo lo que digo si solo quiero hablar un poco. Me gustaría que esto no sonara así” (13), estas páginas trazan un perfecto laberinto verbal al final del cual poco ha pasado, en términos de acción. Sin embargo, en los meandros de este introito quedan sentadas las bases de lo que será la novela en términos estilísticos y de estrategia narrativa, toda vez que en su colofón se consigna la primera de las poéticas del libro: “Me gustaría decirlo de otro modo, pero uno dice las cosas como puede y no como le gustaría. Una vez conocí a un tipo que pasaba las horas afilando palitos con un cuchillo oxidado. No hacía nada con los palitos, no los esculpía. Solo les iba quitando capas. Las virutas se acumulaban en el suelo. Luego tiraba los palitos. Así me gustaría decir las cosas” (13). Esta anécdota, con variantes, abre también la segunda parte, “Sedimento”, donde se tematiza la importancia de los ritmos de habla y del sonido. Es, de hecho, otro de los pilares de un texto en el que la oralidad y la cadencia del lenguaje ocupan un lugar crucial, como se anuncia en uno de los segmentos que también podría leerse como una de las poéticas explícitas de Los estratos: Pero un día vimos una película que me gustó mucho y no se me olvida. De vez en cuando pienso en esa película. Es la historia de una mujer y su suegra. El esposo de la mujer se ha marchado a la guerra y ambas se dedican a asesinar a los samuráis que pasan por sus tierras. Luego cambian las armaduras de los muertos por sacos de mijo o arroz. Así logran sobrevivir. Pero lo importante no es tanto la historia, que sí se me olvida un poco. Lo importante es el lugar, el espacio donde transcurre. Es una especie de cañaveral junto a una ciénaga. El viento hace ondular la superficie del cañaveral. Todo está húmedo, sucio. Casi se huele. El viento se frota contra las cañas. Viento, cañas, viento, cañas. A veces hay monólogos del viento. Pero lo importante, lo importante de verdad es cómo se frotan viento y cañas durante toda la película. Se soban, se lamen, se restriegan y bailan y toda esa frotación es lo que no se me olvida (88-89).
La destacada presencia de lo onírico contribuye, igualmente, a que el lector tenga una cierta sensación de asfixia ante ciertos pasajes inextricables que tienen, sin embargo, una fortísima carga ideológica. Por eso, cuando los personajes llegan a la selva ya hace rato que el lector siente estar deambulando por un espacio, el de
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la lectura, enmarañado y ajeno. Así acontece con el segmento 7 de la segunda parte (108-118), donde a la historia personal se le termina superponiendo la trama histórica y política, con la irrupción en el sueño de algunos de los acontecimientos instigados por los movimientos de independencia y que tuvieron como protagonistas a los negros. Perfilada la escena en términos musicales (“También estaba ese lamento como un goteo insistente sobre la superficie del sueño”, 114; “Y cuando menos lo espero, suena otra vez el lamento como de sapo gigante metido en una lata”, 115), emerge en ella la cuestión negra, en términos benjaminianos, del más profundo de los estratos del inconsciente, individual y colectivo, aflorando por los resquicios que permean la coraza que parece cubrir ese episodio olvidado de la historia de Colombia: “Me asomo al fondo del pasillo: una puerta abierta por la que se ve el patio y a un costado, el temblor de una luz muy débil asomando por las grietas entre tabla y tabla. Otra puerta. Me acerco despacio y voy reconociendo que el lamento es una voz. Una voz humana. Alguien que habla sin tregua y de un modo que hace pensar en un grifo que hubieran dejado abierto por descuido” (115). El fantasma de la esclavitud y el maltrato a los negros seguirán apareciendo al final de cada una de las partes del libro, en forma de torrente narrativo que recrea ese discurso oral, que aparece mezclado, sin solución de continuidad, con comerciales, textos de revistas y recortes de periódicos, como una suerte de grabación anónima que resuena en la conciencia colectiva y que apunta al desvanecimiento interesado del elemento negro en el proyecto de construcción de la nación. También en este último aspecto el proceder de Cárdenas dista del de otros escritores coetáneos, que en raras ocasiones se han ocupado de la cuestión negra en Colombia, y, en particular, en la región del Pacífico. Cuando esto ha sucedido, los textos no solo han pertenecido a autores de más edad, sino que, además, han estado circunscritos al Caribe colombiano, como en la obra de Manuel Zapata Olivella —Chambacú, corral de negros (1963) o Changó, el gran Putas (1983), por citar los ejemplos más emblemáticos—, y/o han adoptado la forma de la novela histórica, como la reciente La ceiba de la memoria (2007), de Roberto Burgos Cantor, que aborda el tema de la esclavitud en Cartagena de Indias, rescatando, entre otras, la figura de Pedro Claver. Alejada de la vertiente realista y de carácter social que algunas de las obras de Zapata Olivella exhibían, Los estratos de
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Cárdenas traslada al ámbito de la literatura una parte del discurso crítico que surge a finales del siglo xx en torno al lugar del negro en la vida nacional (Arocha Rodríguez y Villa), recurriendo para ello, como hemos visto, al aspecto mitológico y a la visión mágica de la cultura afroamericana, que irrumpen en la vida de un individuo blanco cualquiera de clase media-alta. La novela, que explora en sus múltiples dimensiones la noción de periferia, juega igualmente con los conceptos de Deleuze y Guattari de línea de fuga, desterritorialización y reterritorialización y evita o matiza la mayor parte de las confrontaciones binarias: Los negros de este país tienen un gusto exquisito. Pienso en la psiquiatra y en su teoría elitista del buen gusto como sobriedad ante la muerte, nostalgia sin apego, y entiendo que este tamal la refuta. Pero, para mi desasosiego, el tamal está lejos de convertirse en el túnel del tiempo cuya aparición he aguardado toda la mañana. No me evoca nada. Solo me sirve para observar que el mundo está dividido entre los defensores del hotel y los guerreros del tamal. Y veo que esa lucha no necesariamente se da entre personas distintas, sino al interior de los cuerpos. Hay una guerra del gusto, un diablito en cada uno (143-144).
Aunque no se la menciona explícitamente, la elección de Cali para el comienzo de la acción supone ya un desplazamiento desde la central Bogotá, que se va intensificando a medida que el protagonista se traslada, primero hacia la costa y después hacia el interior de la selva, impulsado por el recuerdo y la necesidad de conocer su historia. La marginalidad de la cultura afroamericana, que no solo es geográfica, sino, sobre todo, social y política, adquiere una inesperada centralidad, pues aquella se termina reterritorializando en la figura de un narrador, que, a diferencia de Arturo Cova, parece redimirse gracias a la huida y a la pesquisa. La política y las cuestiones sociales relacionadas con Colombia vuelven a ocupar un lugar destacado en Ornamento, novela que coquetea muy de soslayo con el biopunk y la distopía, a la vez que teoriza sobre el barroco, para poner en entredicho la moral del neocapitalismo. Recurriendo de nuevo a la amalgama de una pluralidad de discursos orquestados en torno a la voz del narrador en primera persona, la obra indaga asimismo sobre la condición barroca del arte y la posibilidad de que este constituya un reducto para la lucha contra el capitalismo, por cuanto lo ornamental, lo que presunta-
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mente no sirve para nada y es puro gasto, mina desde dentro el utilitarismo propio del sistema. De la nómina de antipatías o aversiones literarias de Cárdenas, quizá la más obvia sea la del realismo y la de los modelos de representación chatos (Holguín Jaramillo). En un contexto dominado por formas de representación bastante planas y en el que la mayoría de los autores no se emplea a fondo en la exploración del lenguaje, Cárdenas tiene claro, desde sus inicios, cuál debe ser su camino: Entiendo por legibilidad la reducción de un texto a determinado discurso de poder jerárquico proveniente de cualquier rama (el periodismo, la filosofía académica, la psicología, la ciencia, la religión). No es que la literatura niegue esos discursos. Al contrario, juega todo el tiempo con ellos, pero los despoja de su capacidad de determinar el significado. La literatura procura espacios nuevos para que el lenguaje prospere y haga rizoma con el mundo desde una situación que es siempre espectral. Si existe un aspecto político de la literatura es justamente ese. Yo quería hablar de mis fantasmas colombianos, de la violencia, del horror y de la vitalidad rabiosa que se manifiesta en extrañas formas de resistencia cultural contra los poderes que desangran al país. Pero para hablar de todo eso tenía que encontrar una manera de gambetear la legibilidad hasta el límite del absurdo. Si te volvés legible te agarran y te ponen a trabajar para ellos (Navarro).
De ahí las estrategias empleadas, desde la ausencia de nombres propios o topónimos y la distorsión de la trama, hasta la recurrencia constante al extrañamiento, pasando por la suspensión de la racionalidad como motor de muchas de las acciones. La mención de la anamorfosis por boca de uno de los personajes de Ornamento y, desde ese momento, una invitación velada a la lectura sesgada del texto, constituye, tal vez, el cenit de ese intento por escapar del realismo plano y la lectura frontal: Podría ser que las palabras de número 4 durante las pruebas funcionaran como una variante de la anamorfosis; el arte de hacer aparecer una imagen bajo un aspecto casi irreconocible recurriendo a una calculada distorsión de la perspectiva. O mejor, ¿y si todo lo que aparece fantásticamente deformado en sus discursos se pudiera leer en sus justas proporciones mediante un dispositivo, a la manera de aquellos cilindros reflectantes que se ponían en el centro de las mesas de modo que los dibujos elongados y chatos pintados en la superficie circular se apreciaran con “normalidad” en el reflejo? También ese muy posible
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que, como ocurre con la anamorfosis, una vez traducidas a su aspecto normal, las palabras dijeran mucho menos de lo que sugieren en su estado deforme. Lo relevante de la anamorfosis es la distorsión misma, no la forma oculta. Como le gusta repetir a mi mujer, quizás haya que renunciar a toda voluntad de interpretación (41-42).
No deja de ser sintomático que la novela vincule esa figura tradicionalmente asociada a las artes plásticas —la anamorfosis barroca por antonomasia es la del cuadro Los embajadores (1533), de Hans Holbein— con la interpretación del libre fluir del discurso de número 4, una de las mujeres que en la novela están siendo sometidas a un tratamiento con drogas para estudiar sus efectos en el cuerpo humano. Ya en La simulación (1982), Severo Sarduy establecía la similitud entre la lectura barroca de la anamorfosis y la labor del psicoanalista, recurriendo para ello a la descripción que de dicha tarea lleva a cabo Lacan en el seminario “Más allá del ‘principio de realidad’” (1936): “su acción terapéutica se debe definir esencialmente como un doble movimiento mediante el cual la imagen, primero difusa y quebrada, es regresivamente asimilada a lo real, para ser progresivamente desasimilada de lo real, es decir, restaurada en su realidad propia” (Lacan, 2003: 79). Frente a la lectura frontal, la que en el cuadro de Holbein ve una concha marina o un hueso de sepia, y a la lectura marginal, la del sujeto desplazado, que ve la calavera, la lectura barroca no primaría ni lo uno ni lo otro, pues “solo cuenta la energía de conversión y la astucia en el desciframiento del reverso —el otro de la representación—” (Sarduy, La simulación: 1276): La perspectiva, desde su origen, funciona como un reloj, o como el mecanismo regular y aceitado de la época, las máquinas hidráulicas y el autómata (Salomón de Caus): poesía inmediatamente legible, sin figuras, reconstitución nítida, eficaz; la anamorfosis, al contrario, se presenta como una opacidad inicial y reconstituye, en el desplazamiento del sujeto que implica, la trayectoria mental de la alegoría, que se capta cuando el pensamiento abandona la perspectiva directa, frontal, para situarse oblicuamente con relación al texto (1277).
El propio Lacan había abordado el estudio de la anamorfosis, justamente recurriendo al cuadro de Holbein, en el seminario de 1964 que lleva ese título. Tal y como plantea Lacan, el ornamento
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funciona como señuelo para la mirada, que se desvía de algo que llamará “le sujet comme néantisé” (2014: 102) y que se corresponde con el sujeto distorsionado por la anamorfosis. Ornamento, desde luego, no ofrece una respuesta contundente a la pregunta acerca de cómo valorar o jerarquizar esos elementos y le corresponde más bien al lector establecer qué constituye el ornamento, cuál es ese objeto deformado, qué esconde (si algo esconde) tras la deformación y en qué medida es relevante, más que la imagen descifrada en sí, el gesto descifrador, la mirada barroca sobre la anamorfosis: Casi todas esas despalabradas de ella están hechas con pedazos de discursos de Laureano Gómez, con pedazos de discursos de Gaitán, y con material encontrado de esa época. Había algo que me interesaba y era pensar cómo los discursos públicos se convierten con el paso del tiempo en el inconsciente público. Esta mujer, que es como una antena, que se ha chupado mil cosas, empieza a sacar todas esas lenguas cuando se toma la droga. Me gustaba la idea que cuando esta mujer entraba en ese trance, se abre una especie de grieta histórica y el lenguaje inconsciente sale a la luz. ¿Qué otro cuerpo puede ser más susceptible a esa apertura de grietas que el lenguaje? Creo que la literatura es el espacio propicio para explorar eso (Holguín).
Además de exigir una lectura en filigrana (Sarduy, “El barroco y el neobarroco”: 1393-1394), parece claro que la novela establece una tensión irresuelta entre los distintos componentes arriba mencionados. La noción misma del ornamento será, así, tematizada en varias escenas, en las que el narrador presenta una actitud condenatoria con respecto a ella. Si en un determinado momento se utiliza para caracterizar a una parte de la sociedad colombiana que, heredera del gusto narco, tiende “a la hipérbole, a los gestos enfáticos, a los marcadores de poder con letrero de neón y música incorporada” (59), en otros se vincula con la estética del travesti (45), algo que se concreta en el rostro de número 2: “Hay tanto movimiento allí, tantas ondulaciones, que por unos segundos, en medio de la penumbra de la pieza, me parece que los bordes del rostro se están derritiendo como velas de colores. Su rostro es puro exceso, un derroche de intenciones, el gasto por el gasto, el adorno fuera de control” (34). Esta visión reprobatoria de algunos aspectos llamativos de la sociedad colombiana —los excesos decorativos de los narcos y el culto a la imagen del cuerpo femenino—, que procede de una lectura frontal del texto,
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puede ser modificada si leemos al sesgo, pues entonces no cuesta trabajo concebir ese derroche de lo ornamental como un espacio de resistencia frente a la lógica mercantilista en la que se inserta el narrador, hostil frente al deseo irrefrenable de gasto (Sarduy, La simulación: 1269), pero bien enquistado en un sistema de presunta racionalización neoliberal, donde se equiparan arte y ciencia sin problemas. Dicha interpretación, que viene refrendada por los epígrafes que abren la novela, también permite diferenciar entre los distintos tipos de escritura y espacios que encontramos en ella: por un lado, la prosa quirúrgica del médico, emitida desde un lugar de enunciación la mayoría de las veces aséptico y racional (“Afuera ladran los perros, al parecer sin ningún motivo. Por si acaso me asomo a la ventana, pero solo encuentro la acostumbrada serenidad nocturna del jardín, el bosque de pinos y, más allá, las rejas electrificadas que nos protegen de la ciudad”, 15), o los formularios, esquemáticos y claros, con la información necesaria sobre las pacientes; por otro, el torrente verbal de número 4, con sus excesos retóricos, pero también el propio estilo del narrador, que, cuando se adentra en el espacio caótico de la ciudad latinoamericana, dominado por el horror vacui, se contamina de esa proliferación: Una hora después el taxi sube por una cuesta muy empinada, hacia uno de esos barrios que queda encaramado en la ladera de los cerros orientales, un solo apretuje de casas viejas y ruinas habitadas por eso que mi padre llamaba la guacherna y que yo solía imaginarme como un espanto o una criatura fabulosa. Con los años la palabra guacherna solo me sugiere una bola informe de chatarra cultural […]. La mujer me invita a entrar por un pasillo muy largo, me agarra de la mano y a cada rato gira la cabeza para sonreírme […]. Atravesamos un patio lleno de plantas. En lugar de macetas, las matas están sembradas en tarros de pintura o de combustible cortados a la mitad. A continuación viene otro pasillo largo donde salen más y más curiosos, niños, ancianos, mujeres, número 2 saluda amablemente a algunas, a otras ni las voltea a mirar, giramos a la derecha, a la izquierda, nos movemos en círculos, quizás en espirales, estoy perdido, no entiendo qué forma tiene esta casa, otro patio, otro pasillo, un baño, una pared llena de jaulas con pájaros, alguien está fritando algo, huele a manteca, se abre una puerta, una pieza sencilla, sin ventanas, con un gran armario y un gran espejo, fotos pegadas en las paredes y el techo, la cama deshecha (123-126).
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El espacio de esa urbe, indiferenciado, pero reconocible en cualquier lugar de América Latina, constituye el reverso exacto de los muros blancos que Adolf Loos reclama en Ornament und Verbrechen (1908) y que tienen su correlato en el gusto de la esposa del narrador, contraria a la presencia de grafitis en las paredes de la ciudad. Ya Zumbido, su primera novela, ponía en escena, al hilo de la fuga que emprende el protagonista desde el hospital en que muere su hermana, el desbordamiento de lo arquitectónico. Desde los largos pasillos azules, con luces de neón y la rectitud de las avenidas, pasamos, a medida que avanza la historia, por distintos espacios cada vez más excesivos, hasta llegar al recinto ferial y la carpa de la congregación religiosa, donde se produce la apoteosis de dicho proceso de barroquización. Como también sucede en Los estratos, el lector se va adentrando en un espacio selvático (sin que necesariamente se haga presente la selva como tal) y opresivo, gracias, en parte, a la construcción: Cada vivienda estiraba su propio cable hambriento hacia los seis o siete postes de luz que aparecían a la vista. En cada uno, el amasijo de cables formaba una crisálida del tamaño de un ternero que acababa asfixiando los transformadores. Esos cables desnutridos iban y venían frente a las fachadas, apretujadas como rostros en una multitud. Las casas se apeñuscaban, hechas de todos los materiales imaginables, se trepaban unas sobre otras, subían y bajaban por los distintos pliegues de la montaña en un juego de alturas y planos superpuestos (2010: 91).
Loos no solo rechazaba el adorno artificial en aras del progreso y la civilización o por considerarlo circunscrito a la degeneración y la criminalidad (167), sino que también lo hacía en términos económicos, por el exceso de trabajo que generaba y el consiguiente derroche: “Ornaments means wasted labor and therefore wasted health. That was always the case. Today, however, it also means wasted material, and both mean wasted capital” (171). Por eso, lejos de ser mero paisaje, ese espacio exuberante en el que prolifera la chatarra y que exhibe sus paredes tatuadas representa aquí —como viene siendo habitual en la narrativa de Cárdenas— un concepto de índole política, no solo porque los muros maculados puedan transmitir “mensajes políticos, cifras de muertos y desaparecidos” (27), sino porque su sola existencia, hecha de acumulaciones, miedo al vacío y proliferaciones de todo tipo, habla de una nueva arquitectura ba-
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rroca —neobarroca— que contesta formalmente a los proyectos civilizadores de limpieza y racionalización, tan dudosos tantas veces en su moral como el del propio narrador. Y esto, que es aplicable al espacio y a los conceptos, se hace extensible al lenguaje y a la retórica. Ornamento parece alinearse, así, con lo señalado por Sarduy en Barroco (1974), en un apartado que lleva por título “Economía”: ¿Qué significa hoy en día una práctica del barroco? ¿Cuál es su sentido profundo? ¿Se trata de un deseo de oscuridad, de una exquisitez? Me arriesgo a sostener lo contrario: ser barroco hoy significa amenazar, juzgar y parodiar la economía burguesa, basada en la administración tacaña de los bienes, en su centro y fundamento mismo: el espacio de los signos, el lenguaje, soporte simbólico de la sociedad, garantía de su funcionamiento, de su comunicación. Malgastar, dilapidar, derrochar lenguaje únicamente en función de placer —y no, como en el uso doméstico, en función de información— es un atentado al buen sentido, moralista y “natural” […] en que se basa toda la ideología del consumo y la acumulación (1250).
Otro rasgo que vincula Ornamento con las poéticas neobarrocas es el hecho de que el motivo del simulacro tenga un amplio desarrollo. De hecho, este cobra fuerza si consideramos el hipotexto felisbertiano de Las Hortensias, señalado por Montfort, cuya reminiscencia irrumpe tanto en las escenas que la madre de número 4 construye y que recuerdan, en efecto, a las vitrinas que el protagonista de la novela corta de Felisberto Hernández se hace montar, como en las historias familiares que número 4 produce cuando se encuentra bajo los efectos de la droga, que están rodeadas de un aura de irrealidad; dicha aura se prolonga incluso en la tercera parte, “Economía II (lo que dijo número 4 cuando nadie escuchaba)” y se termina proyectando, en la parte final, sobre la pareja del narrador y su esposa. Esta circunstancia entronca, así, con la reflexión y experimentación de la novela en torno al barroco y el neobarroco, que escenifica aquello que Deleuze atribuía a los barrocos: “saben, perfectamente, que no es la alucinación la que finge la presencia, es la presencia la que es alucinatoria” (161). Si a lo anterior sumamos algunos de los procedimientos empleados (mecanismos de apropiación y reciclaje, práctica de la alusión y la cita, con usos cercanos al sampleo) no cuesta trabajo ubicar la novela dentro de ese fenómeno cultural del neobarroco, como lo llamó Carlos Rincón (205) o percibir en ella
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el ethos barroco de que nos habla Bolívar Echeverría y que, en la línea de lo subrayado por Sarduy, implica un comportamiento transgresor frente al capitalismo, a pesar de vivir en y con él, adoptando una actitud combativa. Una resistencia que comienza en el lenguaje y las formas literarias y termina en las ideas, sin que podamos desvincular lo uno de lo otro. Cárdenas consigue así una reapropiación de lo real que escamotea las interpretaciones unívocas y que propone una formulación compleja de la realidad colombiana, prolongando esa línea de derivaciones neobarrocas en la narrativa colombiana que Cristo R. Figueroa Sánchez señalara (261-262), a la vez que se alinea con otros narradores latinoamericanos contemporáneos reacios a los modelos realistas de representación. El ejemplo más claro del alejamiento de Cárdenas del modo de proceder de otros narradores colombianos actuales es la vuelta de tuerca a que somete el tema de la droga. Si la producción cultural colombiana más reciente se ha centrado en el mundo de las drogas desde parámetros más o menos convencionales, enfocando a la figura del sicario, en la llamada novela sicaresca, o a los propios narcos y sus séquitos, tanto en novelas como en series televisivas de éxito, Ornamento se despega de ese lugar común para desterritorializar el motivo y reterritorializarlo en un entorno ajeno. Sustituye, así, el tema de la experimentación genética ilegal, característica del biopunk, por la experimentación con una droga que solo tiene efecto en mujeres para conseguir una sustancia muy efectiva y de calidad, que será introducida en todos los niveles de la sociedad colombiana, con nefastas consecuencias. La trama, que, como señaló Jorge Carrión en su reseña del libro, no desentonaría en uno de los episodios de la serie Black Mirror, orienta la mirada del lector hacia una sociedad aparentemente distópica (aunque demasiado parecida a la real), en la que vemos los modos de proceder del neocapitalismo salvaje. Un neocapitalismo que afecta por igual al mundo de las drogas y al del arte y en el que el mercado se presenta como el único espacio de legitimación. El autor, sin embargo, no se queda ahí, sino que focaliza al gran ausente en la mayoría de los relatos en torno a los estupefacientes: el consumidor. Serán ellas, las consumidoras anónimas, las que visibilicen una violencia omitida hasta entonces, mediante una ola de disturbios, motines y asesinatos para conseguir la droga. Los procesos de producción y venta, llamativamente, aparecen desprovistos de cualquier atisbo
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de sangre, logrando así una imagen bien distinta a la habitual. La violencia de guante blanco de los proveedores, no obstante, está presente, así sea de modo simbólico, y encuentra la connivencia del poder, quedando al descubierto las redes que los unen y que posibilitan el mantenimiento del negocio: “El otro motivo de celebración es que los gerentes, valiéndose de su larga pezuña en el congreso de la república, han conseguido tumbar un proyecto de ley que pretendía regular la venta de drogas duras, un paso previo a la legalización total. Proponen un brindis por el certero golpe de pasillo” (60). Pero lo más relevante de esa focalización de Cárdenas en el consumidor se circunscribe a los cuatro personajes femeninos, y en particular a número 4, pues le permitirán ejecutar su exploración con el lenguaje y orquestar ese concierto neobarroco ya descrito. Pese a ser central, la droga también funge como excusa en torno a la cual erigir problemáticas de otra índole. Desde la elección de los temas o el tratamiento de estos a la manera de articular y poner en funcionamiento el lenguaje, la obra de Juan Cárdenas parece haber sido construida para escapar del lugar común, dar la vuelta a lo convencionalmente aceptado y hallar el resquicio apto para decir lo que quiere decir eludiendo todo atisbo de contundencia. Reacio a aceptar, sin más, tanto los anatemas como las presuntas obligaciones del escritor colombiano o latinoamericano actual, Cárdenas ha sabido encontrar soluciones para entrar de lleno en ellos sin resbalar o para sortearlas sin renunciar a sus propios intereses. Se aleja, así, del tratamiento sociológico o periodístico de los temas y del realismo más ramplón, mientras abraza una estética neobarroca que, en general, prescinde de la exuberancia verbal para revestirse de sobriedad, y construye, gracias a ella, un espacio de resistencia ante ciertos poderes y males endémicos que trasciende la mera denuncia. Se priva de la dispensa del escritor postmacondino de no escribir acerca de su país natal para resultarle, de esa manera, más cercano a un hipotético lector europeo o norteamericano —un privilegio que casi deviene obligación si se vive y publica en Europa—, pero al escribir sobre Colombia o sobre América Latina tampoco se deja seducir por algunas de las estrategias denunciadas por muchos de sus congéneres ni por aquellas otras empleadas con frecuencia, vinculadas con la porno-miseria y la exhibición de la violencia endémica, tendentes unas y otras a ofrecer a ese mismo lector, ora
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una imagen de exotismo autóctono, ora una estampa lastimera de la marginalidad y el caos tercermundistas. Se aparta radicalmente del realismo mágico, pero se atreve a coquetear con algunos de los fundamentos de este sin caer en el exotismo fácil, del mismo modo que desecha el telurismo sin prescindir de la presencia de la selva —que se superpone y combina con la ciudad de un modo absolutamente natural—, mientras ahonda en la exploración de la dicotomía civilización y barbarie. Reclama la importancia de obras y autores que ningún novelista actual se molestaría en reivindicar a la vez que se niega a dejarse llevar por tendencias habituales en nuestro tiempo, recurriendo así a temas y figuras frecuentes en la literatura colombiana y latinoamericana, como la droga o el uso del detective, pero desterritorializándolos para darles una utilización completamente distinta. O trae a sus novelas cuestiones de índole teórica sin incurrir en lo farragoso de cierta novela posmoderna. Y lo más destacable es que todo esto, que ha llevado a algunos críticos a preguntarse si existe en Cárdenas la ambición, muy sotto voce, por subvertir tanto la visión canónica de la novela hispanoamericana como la ortodoxia posmoderna (Bernard: 79), no constituye, sin embargo, un objetivo en sí mismo, sino que forma parte de un armónico proyecto literario, perfectamente orquestado y en el que nada disuena. Bibliografía Arocha Rodríguez, Jaime y Villa, William (2000): Geografía humana de Colombia: los afrocolombianos, tomo VI. Bogotá: Instituto Colombiano de Cultura Hispánica. Bellini, Giuseppe (1997): Nueva historia de la literatura hispanoamericana. Madrid: Castalia. Benjamin, Walter (2013): Sur le concept d’histoire. Paris: Payot & Rivages. Bernard, Olga (2013): “El todo y las partes”. En Quimera, 356-357, pp. 79. Bourdieu, Pierre (1995): Las reglas del arte. Génesis y estructura del campo literario. Barcelona: Anagrama. Cárdenas, Juan (2010): Zumbido. Madrid: 451 Editores. —. (2013): Los estratos. Cáceres: Periférica. —. (2015): Ornamento. Cáceres: Periférica.
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La imagen de España en Viajes de un colombiano por Europa y el Ensayo sobre las revoluciones políticas de José María Samper Andrea Cadelo Pontificia Universidad Javeriana Sentíame casi fatigado ya con la vida artificial que se lleva en Paris, donde todo es resultado de una especie de convencion tácita de la sociedad —donde la moda reina como soberana absoluta… Iba á visitar á España, la vieja y heróica patria de los fundadores de la mia—, la patria de los abuelos, de mi lengua y de todo lo que nutrió mi espíritu en los alegres días de la primera juventud. José María Samper. Viajes de un colombiano en Europa1
Justamente eso pensaba el intelectual colombiano José María Samper (1828-1888), el 24 de marzo de 1859, un año después de haber
1 En este texto sigo la edición original de Viajes de un colombiano en Europa, publicada en 1862. De ahí que conserve la ortografía de la época.
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llegado a París, desde Honda, su ciudad natal, mientras esperaba un tren en dirección a Marsella, en la estación de ferrocarriles de Lyon. Cinco días después, habiendo abordado el vapor “Madrid” que lo conduciría a Barcelona, Samper continuaba emocionado: “la Francia quedaba atras: iba á comenzar, al dia siguiente, la hermosa tierra española, el pais de mis antepasados que visitaba por primera vez” (1862a: 220). Pensador, periodista, escritor y político, cuya prolífica y diversa obra, abarcando toda la segunda mitad del siglo xix, incluyó ensayos teóricos e históricos, narrativa de viajes, poesía, novela, teatro, biografías y autobiografía. Militó en las filas del naciente Partido Liberal y, como tal, fue una de las voces del “partido de la anti-colonia”, denominación que Gerardo Molina diera al Partido que se proponía socavar la estructura socio-económica colonial aún vigente tras las independencia (Molina, 1970). De ahí que, reducir el poder temporal y espiritual del clero, promover la iniciativa privada y el librecambio, abolir los monopolios económicos, culminar el proceso de abolición de la esclavitud, iniciado con la promulgación de la libertad de vientres por el Congreso de Cúcuta en 1821, implementar la división de tierras comunales indígenas o resguardos y promover la descentralización política y administrativa a través de la idea federal —reformas todas que llegaron a consolidarse con la administración de José Hilario López (1849-1853)— estuvieran en el centro del ideario partidista que abrazara Samper (Charry Samper, 1998; Uribe, 1996; Hinds Jr., 1976; Ocampo-López, 1999). Queriendo profundizar las reformas logradas por la administración López, Samper no solo militaría como liberal, sino que lo haría en su ala más radical. Precisamente en 1858, un año después de que los radicales llegaran al poder2, Samper viajaría a Europa, en compañía de su segunda esposa Soledad Acosta de Samper (1833-1913)3. Si 2 Los radicales llegarían al poder, con la elección de su líder, Manuel Murillo Toro, como presidente del Estado de Santander, uno de los ocho estados en los cuales se había dividido la nación desde 1855, gracias al consenso que en torno al federalismo se había logrado entre liberales y conservadores. Sin precisamente el ascenso al poder de los radicales, con la victoria de Toro en Santander, sería en parte responsable de la reagudización de las tensiones partisanas (Delpar, 1981: 10). 3 A Soledad Acosta de Samper, Monserrat Ordóñez la define como “la escritora colombiana más importante del siglo xix y una de las más sobresalientes de Latinoamérica” (Ordóñez, 1989: 49).
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bien en su autobiografía, Historia de un alma (1881), Samper situara su viaje a Europa como un punto de quiebre en su vida, tanto desde el punto de vista religioso como intelectual, a partir del cual supuestamente empezaría a tomar distancia respecto del ideario liberal-radical y anticlerical que tan fervientemente había defendido desde las filas gólgotas4, lo cierto es que la doble conversión que lo llevarían a regresar a la iglesia y a afiliarse al Partido Conservador sería mucho más lenta y problemática de lo que tanto el mismo Samper como la crítica han tendido a dar por sentado5. De hecho, no solo Samper se afiliaría al Partido Conservador varios años después de haber regresado al país (1863), concretamente en 1876, sino que una lectura de los dos textos fundamentales que el autor escribe precisamente durante su estancia en Europa, Viajes de un colombiano por Europa (1862) y Ensayo sobre las revoluciones políticas y la condición social de las repúblicas colombianas (hispanoamericanas) (1861), a los que dedico mi atención en este artículo, dejan entrever precisamente lo contrario, a saber, una ferviente adherencia a los principios liberales y una fuerte crítica al impacto de la Iglesia católica en la sociedad6. Ahora bien, si la obra samperiana participa de la lucha partidista decimonónica colombiana en torno a la definición del Estado-nación, asimismo participa del espíritu suprapartidista de la Comisión Corográfica; aquel proyecto científico, establecido por la 4 Hacia mediados de 1852, era ostensible la escisión del Partido Liberal colombiano en dos facciones: los gólgotas, pertenecientes a una joven élite intelectual, deseosa de profundizar las reformas alcanzadas por el gobierno de López y firmes partidarios del laissez faire; y los draconianos, en cuyas filas militaban viejos liberales, veteranos de las guerras de independencia y, en virtud de su defensa al proteccionismo económico, amplio apoyo del artesanado. Para una genealogía del partido liberal, véase (Delpar, 1981). 5 Para una interpretación de la doble conversión religiosa y política de Samper en sintonía con la lectura que el mismo autor realizara en las postrimerías de su vida, ver: (Melo, 1993; Charry Samper, 1998). Para un análisis sobre la necesidad de re-pensar los abordajes tradicionales a la autobiografía de Samper, como un texto que no solo ofrece mucho más que información factual sobre su vida, sino cuya legitimidad factual no puede darse por sentado, véase (D’Allemand, 2012; Hensel Riveros, 2009). 6 De ahí que la versión de su autobiografía más que una fiel interpretación de su propia trayectoria intelectual y política, corresponda a una relectura de sus desplazamientos ideológicos en sintonía con la visión antiliberal de la historia nacional promovida por el proyecto conservador de la Regeneración que, por entonces, Samper abrazaría (Hinds Jr., 1976: 404).
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administración López, mediante el cual el territorio de la Nueva Granada “fue[ra] sometido, por primera vez, a estudio geográfico sistemático” (Sánchez, 1998: 17) con el objetivo de proveer tanto una cartografía física como simbólica de la nación. Llenando el vacío cartográfico del que el país adolecía, dicha comisión buscaba potenciar la modernización material del país, así como por medio del registro de las características socio-culturales y raciales de la población, se proponía llenar un vacío identitario, dándole sentido al ente abstracto de la nación a través de representaciones discursivas y gráficas de la misma7. Precisamente para contribuir a ese doble objetivo material y simbólico, trabajaría Samper desde su polifacética producción intelectual, así como lo harían los demás miembros de la élite de su generación que, compartiendo el ethos de la comisión, se volcarían a la tarea de producir un imaginario nacional y en la discusión sobre cómo mejor enrutar a la nación en la vía del progreso. En dicho proceso de construcción de una identidad nacional y de reflexión en torno a la manera de agenciar el desarrollo de la misma, no solo los viajes al interior del país jugarían un rol fundamental, también lo harían los viajes al exterior (D’Allemand, 2012: 9-16). Si bien en tanto paradigma de cultura y progreso, no exento, sin embargo, de contradicciones y problemas, el estudio general de Europa entrañaba un gran interés para las nuevas repúblicas hispanoamericanas, “nada puede ser tan interesante para los pueblos del Nuevo Mundo como el estudio social de España” (1862a: 533), afirmaría Samper al concluir su recorrido peninsular, cuya crónica consagraría en Viajes8. Pues, a su juicio, versando la mirada hacia la Península era como mejor podrían dilucidarse tanto las causas subyacentes al atraso de las repúblicas hispanoamericanas, como las posibilidades de su regeneración. Igualmente, la observación de Hispanoamérica —o Colombia, término que Samper usará para hacer referencia no a su país natal, entonces llamado Nueva Granada, sino a América Latina— permitiría comprender las razones por las cuales España habría encallado en su misión 7 Sobre la Comisión Corográfica, véase (Sánchez, 1998; Restrepo, 1999, 1993). 8 Para un análisis sobre la manera como la fractura ideológica partidista y la representación de Europa por parte de las élites colombianas se intersecan, véase (Martínez, 2001, 1996).
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civilizadora9. Si al primer objetivo dedicara Samper su atención en Viajes, en el Ensayo se encargaría del segundo. Como bien ha señalado Patricia D’Allemand, ambos trabajos están profundamente imbricados, tanto desde el punto de vista conceptual como temático; y en ambos desplegaría Samper su esfuerzo por teorizar el mestizaje como un dispositivo democratizador y civilizatorio, a su vez que como herramienta de blanqueamiento poblacional (D’Allemand, 2012: 9-43). Hacer un análisis específico de la manera como en ambos textos Samper representara a España y a Hispanoamérica —o Colombia— es el objetivo de este artículo. Volver sobre las profundas imbricaciones temáticas y conceptuales de ambos textos, a la luz de la relación establecida entre España e Hispanoamérica, permite no solo incorporar nuevos matices a los análisis ya desarrollados, sino versar luz sobre la concepción samperiana del proyecto de nación en Hispanoamérica, no como ruptura, sino como continuación del colonialismo europeo, concretamente de su misión civilizadora; la misma, que el colonialismo español no habría sabido llevar a cabo. Viajes de un colombiano en Europa En la capital catalana comenzaría Samper su travesía de tres meses por la Península, consignando sus impresiones, inicialmente publicadas por entregas en El comercio de Lima entre 1859 y 1860 y, posteriormente, en el primer tomo de Viajes que Samper se encargaría de publicar en París en 1862. Fundamentalmente a recoger sus impre9 Tras la disolución de la Gran Colombia en 1830, el territorio de la actual Colombia recibió sucesivamente los nombres de República de la Nueva Granada (18321858), Confederación Granadina (1858-1863), Estados Unidos de Colombia (1863-1886) y República de Colombia desde la Constitución de 1886 hasta el presente. En el Ensayo Samper justifica el uso de Colombia como sustituto de Hispanoamérica o de América Española, en virtud de la apropiación del término América por parte de los Estados Unidos. De ahí que hablar de varias Américas, como hasta entonces se había hecho, generaría confusión. Asimismo, lo justifica, afirmando que con él se haría honor al verdadero descubridor del continente (Samper, 1969 [1861]: VII-XI). Si bien presenta dicha acepción como una innovación en el léxico histórico-geográfico del Nuevo Mundo, Bartolomé de las Casas, Francisco Miranda y el escritor puertorriqueño Eugenio María de Hostos lo habían usado ya en este sentido (Ocampo-López, 1999: vol III, 1085).
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siones sobre España, dedicaría Samper dicho tomo, que se abre con la narración de su viaje por el río Magdalena, desde Honda, hasta Cartagena; continúa con su travesía por el Atlántico hasta Southampton y desde este puerto, a Londres y parte de Francia. En este texto, Samper nos provee una imagen heterogénea de España, tanto desde el punto de vista regional como temporal. En el primer sentido, sostiene la coexistencia de cuatro Españas, a saber, la España catalana, la castellana o gótica, la morisca o arábiga y la vascongada. En el segundo, afirma la cohabitación de dos Españas temporales: una vieja y una moderna. Asimismo, a la representación de España como “conjunto de pueblos ó restos de naciones aglomeradas” (1862a: 242) yuxtapone una visión generalizante de la misma. Por un lado, la España de la Leyenda Negra, la España que en Europa encarna la otredad, el atraso, la barbarie. Cuando es esta la visión que impera en el texto, la diversidad regional se diluye y es la España castellana, la menos apreciada por el neogranadino, la que impera. Por el otro, dibuja la imagen de una España liberal en proceso de regeneración; una España que aun cuando a mediados del siglo xix, siguiera siendo “un pueblo tosco”, ya no era la misma de 1825, año en que se cerrara el primer ciclo de las independencias hispanoamericanas, ni la de los tres siglos anteriores (1862a: 552). Averiguar tanto las causas de la decadencia, como las de la regeneración española, es la pregunta eje que subyace a su peregrinación peninsular; pregunta que lo lleva a articular la historia española no solo en clave liberal, sino también racial. Es este binomio, el lente específico a través del cual observa a España en su conjunto, así como el lente por medio del cual jerarquiza el valor que cada una de sus partes juega en el todo. Es asimismo oscilando entre un paradigma liberal y otro racial, como Samper, ya fuera en referencia a una España única o múltiple, se explicaría las causas subyacentes a su decadencia o regeneración. En su discurrir, el neogranadino apuntaría que las mismas razones que llevaran a España a la decadencia serían aquellas que con la salvedad de las variaciones que imprime la naturaleza, hicieran estancar a los pueblos colombianos durante la colonia. De manera semejante, las mismas razones que impulsarían la regeneración en España serían aquellas que conducirían a las repúblicas hispanoamericanas a salir de su atraso. A su juicio, el declive español comenzaría con el absolutismo que los Austrias mayores, Carlos V y Felipe II, implementaran en la
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Península, así como con la intolerancia religiosa a la que el establecimiento de la Inquisición conllevaría, generando mayor estancamiento en las zonas en donde la impronta de su acción calara más hondo. En virtud de su comprensión de una España heterogénea y compuesta, las Españas que más apreciaría serían precisamente aquellas en donde la acción del absolutismo había sido menor. En efecto, precisamente debido al grado de influencia que la presunta onda corruptora centralista y clerical habría dejado en la sociedad se habría configurado una suerte de geografía de la civilización en España. Punteando, estarían las tres Españas que, habiendo logrado permanecer más ajenas al proceso centralizador y, por lo tanto más independientes y libres, eran las más modernas y democráticas; por un lado, la catalana y la vascongada, tan valiosas ambas que, a juicio de Samper, representaban la “Inglaterra española” y la “Francia peninsular” (1862a: 546, énfasis en el original). Por el otro, la España morisca; muy bien valorada, pese al tono orientalista que informara su descripción de los monumentos que el legado árabe dejara en Andalucía, pues es evocando el Harem como Samper recorrería la Alhambra de Granada o el Alcázar de Sevilla (1862a: 358-360; 432-433). Sin embargo, lejos de reducirse a las categorías del despotismo oriental, Samper resaltaría el espíritu liberal, tanto desde el punto de vista religioso como económico, que supuestamente caracterizara la dominación arábiga de la Península. Si desde España, Cataluña y las Provincias vascongadas lo remitirían a “las dos sociedades más adelantadas” (1862b: 2) del globo, a través de las semejanzas topográficas que hallaría entre Granada y su patria, la Nueva Granada, la España arábiga lo remitiría al hito fundacional de la civilización hispanoamericana, a saber, la conquista de América10.
10 “Subimos á la torre de la Vela, impacientes por abarcar el asombroso horizonte que se contempla desde allí. Fué en esa altura estupenda donde tremoló por primera vez el estandarte de los reyes católicos, el 2 de enero de 1492, para anunciar á todos los habitantes de la Vega que el reinado de Boabdil había terminado… Miré en derredor, dí un grito de supremo placer […] sentí una lágrima que se me escapaba como el mas puro homenaje […] ¡Es que estaba mirando la imágen de mi Patria!! En efecto […] nada hay que ofrezca tan rara semejanza en el conjunto como la Vega de Granada con sus serranías, vistas desde la Alhambra, y la llanura de Bogotá, circundada de cerros, contemplada desde las alturas de “Monserrate” Razon tuvo el conquistador de mi patria para llamarla Nueva Granada, y aún darle á su capital el nombre de Santafé, en recuerdo
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Por último, la castellana —con excepción de Madrid y del litoral cantábrico—, la más extensa y la que abarcaba más de la mitad de la población, constituía, en tanto escenario principal de un gobierno invasivo y de un clero pernicioso, el baluarte mismo de la vieja España: “profundamente atrasada y estancada en todo” (1862a: 545). Teniendo presente que en discursos contemporáneos, el desierto, lejos de ser una mera representación topográfica fungía como antítesis de la civilización y, como tal, entrañaba una representación cultural profundamente negativa, a juzgar por el pulular de imágenes del desierto en sus descripciones de la España gótica, no hay duda de que fuera esta la llamada a hacer las veces de África peninsular, a la luz de la geografía de la civilización española trazada por Samper (1969 [1861]: 282-337). Ahora bien, ni el descenso general o parcial de España —según Samper pusiera el acento en su carácter de sujeto singular o plural— dependían únicamente del centralismo y clericalismo, ni su regeneración, exclusivamente del liberalismo. No bastaba con aprovechar la riqueza estancada en vírgenes opulentas y catedrales suntuosas en la construcción de ferrocarriles, transformación por lo demás aconsejada por Samper, para quien “De cada catedral de España, sin contar más que los valores de lujo, puede salir un ferrocarril” (1862a: 318); ni tampoco con avanzar en la introducción de elecciones populares y otras instituciones modernas. El componente racial jugaba asimismo un papel fundamental. A su juicio, Cuando las razas han cumplido su mision, en sus épocas respectivas, segun la medida de su temple y su índole, necesitan, para no deteriorarse, de cruzamientos que las rejuvenezcan y les impriman nuevo aliento. La grande obra de la raza española en la civilizacion fué la conquista del Nuevo Mundo. Cumplida esa grandiosa y trascendental epopeya, el pueblo español ha debido buscar su fuerza y sus elementos de actividad en alianzas con otras familias de la humanidad, so pena de no descender (1862a: 342).
de la villa de los reyes católicos (que se alcanza á ver desde la Alhambra) donde nació el atrevido Gonzalo Jiménez de Quesada. El panorama que se registra con la mirada desde la torre de la Vela es superior á cuanta hermosura puede imaginarse” (1862a, 355-356, énfasis en el original).
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De ahí que si tras la conquista del Nuevo Mundo, la raza española habría podido evitar su decadencia, por medio de nuevas fusiones raciales, su futuro también dependiera del que su “sangre […] se ren[ovase] con la sábia de una civilizacion mas culta” (1862a: 310)11. De manera semejante, para Samper, la geografía de la civilización no solo se habría gestado en virtud del centralismo o liberalismo, sino como consecuencia del mayor o menor grado de mestizaje racial que en cada una de las cuatro Españas se hubiera vivido. En donde, como en la castellana, las razas se habían conservado más puras, el estancamiento había sido más agudo. Por el contrario, las Españas más híbridas habrían logrado avanzar precisamente en función de su carácter mestizo. En su razonamiento, más que una simple inversión, hay una clara reelaboración de la tesis central del Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas (1853) del francés Arthur de Gobineau12. Para el francés, el principio racial era el único que regulaba la vida y muerte de todas las civilizaciones, que indistintamente estaban llamadas a nacer, crecer y morir. Ni el mal gobierno, ni la corrupción moral, ni el fanatismo, ni el lujo tenían una fuerza tal capaz de desencadenar un proceso de degeneración. Solo la extinción paulatina del impulso mismo de la civilización, conferido exclusivamente por la raza blanca y dentro de esta por el tipo ario, determinaba el ocaso —por lo demás inevitable— de la misma. De acuerdo con Gobineau, todas las civilizaciones que hasta entonces habían existido sobre la faz de la tierra —y listaba específicamente diez— habían nacido alimentadas por el componente blanco de la raza humana y perecido con el amenguamiento progresivo del mismo. De ahí que la mezcla racial fuera, a su juicio, principio de vida y muerte de toda civilización; principio de vida, en tanto sin el impulso de la raza blanca no había civilización posible; principio de muerte, en la medida en que la hibridación continua llevaba inexorablemente a la paulatina desaparición del elemento blanco. Sin mestizaje no había civilización
11 “Cuando la sangre española se renueve con la sábia de una civilizacion mas culta, habrá perdido, es cierto, mucho de su originalidad típica, pero habrá ganado inmensamente en grandeza, gloria, progreso y bienestar” (1862a, 310). 12 Para una mirada general sobre los imaginarios raciales de la elite colombiana y una aproximación al lugar desempeñado por Gobineau en el pensamiento de Samper, véase Safford, 1991.
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posible. A su vez el mestizaje desataba su degeneración; inevitable, pues la especie humana no tenía capacidad indefinida de progreso. Lejos del optimismo de la Ilustración, para Gobineau, el mismo día en que una civilización nacía, comenzaba también a morir (Gobineau, 2011 [1853]). Sin duda, si bien Samper nunca afirmara que la raza blanca fuera la poseedora absoluta del poder de civilización en los términos en que Gobienau lo hiciera, sí la concebía como la más apta para la tarea civilizatoria —tarea natural del hombre— y al mestizaje como un instrumento fundamental de esta última. Sin embargo, lejos del pesimismo de Gobienau, el neogranadino vería en el progreso indefinido el telos de la especie humana y, por lo tanto, despojaría al mestizaje de cualquier connotación de muerte. En tanto dispositivo de blanqueamiento, el mestizaje era un instrumento consustancial de la civilización. De ahí que resaltara que en las provincias vascongadas, una de las tres Españas híbridas que más apreciaba, “abunda[ran] los ojos azules, los cabellos rubios y las mejillas rosadas” (1862a: 509). Y en la Sierra Morena, en donde Carlos III —“el único rey liberal y positivamente bueno que ha tenido España”— llevara un experimento de fundación de colonias agrícolas para hacer surgir la civilización o “la vida de en medio de aquellas soledades”, la fusión de la sangre hispano-arábiga con la de inmigrantes alemanes, “propios para dar saludables ejemplos y favorecer un fecundo cruzamiento de razas” (1862a: 340), habría producido “chiquillos, vestidos con bastante aseo, rosados, rubios”, hijos “de familias robustas, inteligentes, laboriosas, pacíficas y de hermoso tipo” (1862a: 342)13. Respecto a la representación samperiana de una España unitaria decadente, la imagen que prevalecería sería la de su otredad con relación a Europa, así como el esfuerzo por trazar una clara frontera identitaria entre españoles e hispanoamericanos. En este sentido, Samper afirmaría que la contemplación de El Escorial, cuyo título
13 La lectura de Samper sobre la conformación del Estado español va a contrapelo de la historia. Solo con la llegada de los Borbones al trono español a comienzos del siglo xviii se va a llevar a cabo un esfuerzo significativo por centralizar el poder y expropiar privilegios hasta entonces detentados por actores particulares, de cara a concentrar el poder en la Corona (McFarlane, 1996; Burkholder, 1977).
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de “octava maravilla” (1862a: 461, énfasis en el original) no pensaba entrar a disputar con los españoles, le habría sugerido algunas reflexiones penosas respecto de España y aun de la civilizacion en general. La península española es […] uno de los [países] mas profundamente atrasados (en Europa) en esa labor vigorosa de la civilizacion que se refiere al desarrollo del bienestar social (1862a: 470).
Asimismo, en Gibraltar, en donde “el genio liberal, comercial, cosmopolita y tolerante del pueblo ingles” se revelaba incluso mejor que en Londres, en cuya inmensidad “todo pasa desapercibido” (1862a: 393), Samper afirmaría lo siguiente: Gibraltar me pareció una especie de modelo (aunque imperfecto) de esa unidad en el derecho y el progreso, á que tiende la Humanidad […] Aquel peñasco hospitalario, que admite á todas las razas y religiones, colocado entre la España católica, —intolerante y fanática por sus instituciones papales— y el Africa mahometana, —intolerante y fanática por resentimiento y por su atraso en la civilización— aquel peñasco, digo, me parecía allí, azotado por las ondas balanceándose entre dos mundos enemigos, como una arca de salvacion que llevaba en su seno la idea redentora de la libertad, del derecho y la fraternidad! (1862a: 393, énfasis en el original).
En virtud de su distancia de la España más próxima a la semibarbarie africana que a Europa, Samper legitimaba la presencia inglesa en Gibraltar: Si yo fuese español acaso miraría con despecho flotar el pabellon británico sobre la roca de Gibraltar: el patriotismo (que muchas veces es un sofisma) me haría pensar así. Pero hijo del Nuevo Mundo, imparcial entre las dos potencias y amigo de la justicia y el progreso, bendigo “hoy” (todo es relativo) la dominacion de Inglaterra en Gibraltar. Ella […] es el lazo de union entre la civilizacion europea y la semibarbarie africana; es una promesa de progreso y una enseñanza severa y elocuente para las naciones que rechazan todavía los consejos de una política de tolerancia y equidad (1862a: 393).
Si bien Samper presenta su crónica de viaje como producto único de sus observaciones y como un recuento libre de toda traza de ficción (“Mi proceder, como narrador de rápidas y modestas excursiones […] consiste en no dejar en olvido nada de lo que he
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observado, ó mirado siquiera, interesante por algun rasgo característico; y en no inventar nada, sino relatar con candor cuanto me ha impresionado por cualquier motivo[…]” (1862b: 3-4) es claro que dista este de ser el caso. Elocuente de la manera como reproduce la idea de España como una suerte de África al interior de Europa, es el hecho de que para visitar La Mancha, aquella porción de la España gótica que a su parecer mejor evidenciaba los problemas de la Vieja España, afirmara haber ido en compañía de dos viajeros franceses (1862a: 328-337). Como sabemos, no fue poco lo que viajeros e intelectuales franceses contribuyeron a encarnar en España la otredad europea y de la influencia que autores como Montesquieu, Víctor Hugo y Alejandro Dumas dejaran en la visión samperiana de la Península dan cuenta referencias explícitas a lo largo del texto. Si el tono orientalista que informa, en parte, su representación de Andalucía, hace claro eco de El espíritu de las leyes de Montesquieu, Samper es asimismo elocuente, en al menos dos puntos del texto, respecto a su admiración por el pensador francés. 14 Aun cuando en la introducción de su segundo volumen de Viajes, dedicado a exponer su visión sobre Suiza y Saboya, la región del Rin y Bélgica, valora el saber que sus textos han de proveer en Colombia, en oposición a las “memorias novelescas, escritas con un fin de especulación literaria, como las de Alejandro Dumas y muchos otros escritores franceses, que desnaturalizan las cosas, á fuerza de ingenio, exageracion y fantasia, y prescinden de los hechos sociales, ocupandose solo de lo pintoresco y divertido” (1862b: 3) cabe recordar, por ejemplo, que fuera Dumas quien acuñara la frase “Europa empieza en los Pirineos” (Juderías y Loyot, 2016 [1914]: 58), imagen que sintetiza bien la España decadente de Samper. Ahora bien, tampoco es baladí el hecho de que, según relata Samper, fuera en compañía 14 Por ejemplo, de ello dan cuenta sus reflexiones en el Jardín Zoológico de Londres, en donde la “dulzura” con la que “los empleados del establecimiento” trataban a “los animales […] más feroces” le sugería importantes analogías para pensar el sistema penal que deberían seguir las sociedades. En sus palabras: “No sin razon la posteridad ha considerado á Montesquieu y Buffon como apóstoles de una misma causa humanitaria; el uno analizando el espíritu de las leyes de los hombres, y el otro investigando y revelando las leyes y propiedades de la sociabilidad del animal” (1862a, 139). En otro punto de su crónica de viajes, se refiere al “fecundo y gran pensador y observador Montesquieu” (1862a, 526).
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del “ciego Cornelio” (1862a, 464), el mismo guía que habría conducido no solo a Alejandro Dumas y Víctor Hugo, sino a William Prescott y Washington Irving (1862a: 461, 464), por los salones de El Escorial, como el neogranadino conocería el palacio de Felipe II, uno de los monarcas emblemáticos de la Leyenda Negra15. La mezcla de críticos de España (Alejandro Dumas y Víctor Hugo) e hispanófilos (Prescott e Irving) junto a los cuales Samper eligiera poner su nombre es, sin duda, un dato revelador sobre su posición misma respecto de la Península. Específicamente para el registro positivo de España, el de una España en vías de regeneración, con fuertes tendencias democráticas y un movimiento liberal en curso, es decir, de la España frente a la cual intentaría trazar no una frontera identitaria, sino un puente de comunicación, Samper recurriría al relato de situaciones que resaltaban la simpatía y el mutuo reconocimiento que entre la España liberal y la Hispanoamérica republicana se daban. Aun cuando no perdiera oportunidad para criticar a la monarquía y señalar el extrañamiento que a él, en cuanto hispanoamericano republicano, le provocara una institución alimentada por un ethos jerárquico y antimeritocrático, también se esforzaría por diferenciar la corte de la aristocracia, evidenciando la primera como un foco de corrupción, mientras que en la segunda reconocería la existencia de un espíritu moderno y democrático en el que, más allá de las instituciones, colombianos y españoles podían converger. Si en el pueblo español Samper veía claros instintos democráticos que lo hacían inferir que “La España que creía en el derecho divino de los reyes ha muerto y sobre sus ruinas se está levantando la España demócrata” (1862a: 293), pues si bien conservaba el respeto tradicional por los reyes, no profesaba por ellos ningún entusiasmo, tal como demostraba el hecho de que más allá de un “¡Qué guapa moza es nuestra reina!”, el paso de “la primera de sus damas” (ibid.: 293) no generara ningún aspaviento en un pueblo, que la saludaba simplemente por galantería, en el seno de la aristocracia peninsular reconocería la existencia de una nobleza moderna y liberal, y por eso mismo, capaz de valorar la democracia del Nuevo Mundo. 15 Sobre la Leyenda Negra española véase García-Cárcel, 1992, Juderías y Loyot, 2016 [1914].
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A partir de conversaciones que a lo largo de su travesía mantuviera con nobles españoles, modernos y liberales, que profesaban entrañable interés por las conquistas democráticas del Nuevo Mundo, reconocería que las características de la nobleza española confirmaban dos puntos; primero “que la nacion española es y ha sido en el fondo, por su carácter, esencialmente democrática, á pesar de sus detestables instituciones” y, segundo, “que su regeneracion actual es mucho mas positiva de lo que las apariencias pueden hacer creer” (1862a: 285). Cuenta, por ejemplo, que en alguna ocasión, “un cierto barón o conde muy estimable” lo invitara a presentarse en la Corte “y besar la mano de la reina” (1862a: 284). Y que él riendo, le contestara: “Señor mío, no tengo inconveniente en besarle la mano a una dama, por galantería; pero cuando la dama fuese reina, me sentiría humillado en mi altivez de republicano. Además los reyes no son para mí sino animales curiosos” (ibid.: 284). De acuerdo con Samper, “el excelente sujeto, en vez de picarse de mi brusquedad colombiana” le contestó amablemente: “Vamos, tiene usted razón; cada cual tiene el punto de vista de sus ideas y de su educación social. Nuestra reina es una guapa señora; pero para usted no hay mejor reina que la libertad. Enhorabuena” (1862a: 285). Sin duda, de estas conversaciones la más efectiva para vehiculizar la imagen de reconocimiento y simpatía mutua entre España e Hispanoamérica sería la que sostuviera con José María Orense, “marques de Albaida, grande de España de primera clase, y jefe del partido demócrata español” (1862a: 264, énfasis en el original), con quien Samper afirmaría haber viajado en diligencia en dirección a Madrid y haber recorrido de su brazo, por vez primera, el Parque del Retiro (1862a: 263, 272). Orense, de acuerdo con Samper, era un “noble moderno”, “que comprendiendo que los tiempos han cambiado y el mundo marcha hácia el reinado de la libertad y la igualdad” saludaba la meritocracia y “hablaba de los pueblos sin acordarse de los reyes” (1862a: 264, énfasis en el original); un tipo social doble, “un marques republicano […] que no pensaba sino en la democracia” (1862a: 272). En definitiva, un liberal de puño cerrado, hombre de instruccion, con muy buen sentido y en extremo tolerante […][quien] al saber que yo era republicano de Hispano-Colombia, me tomó cariño y me hizo mil preguntas sobre la vida de perros que llevamos los demócratas en el Nuevo
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Mundo. Mis respuestas le encantaban, y se mostraba triunfante cada vez que yo le indicaba algunas de las mas bellas conquistas hechas en Nueva Granada por las ideas verdaderamente democráticas (1862a: 263).
No en homenaje a Orense, “que acaso no leerá jamás estas páginas” (265), sino del tipo social que él representara, pues “los hombres típicos son precisamente los mejores rasgos de la fisionomía de una sociedad” (1862a: 265), Samper justificaría la inclusión en su crónica del relato de un encuentro, que si bien pudo haber tenido lugar, fue a su vez cuidadosamente construido de cara a cumplir un objetivo muy específico en el texto. Las figuras de Orense y Samper fungen como metáfora del Viejo y el Nuevo Mundo, particularmente de España e Hispanoamérica, y el diálogo amistoso que entre ellos se entablaría; fungen como metáfora de la alianza en torno a la “comunidad de creencia política y de toda clase de convicciones” (1862a: 263) que Samper esperaba que surgiera entre pueblos que poseían una historia en común. En sus palabras, Allí, á la sombra de las alamedas y ante las imágenes de monarcas, dos hombres enteramente distintos fraternizaban cordialmente. El uno, hijo de la aristocracia antigua, español y hombre de edad y de mundo, soñaba con la libertad y el progreso. El otro hijo del Nuevo Mundo, plebeyo por su nacionalidad, como todo demócrata, educado en la vida republicana, jóven, inexperto, viajando en busca de luz, y buscando en la patria de sus abuelos la prueba práctica, pero negativa, de las verdades democráticas! Cuando nos estrechábamos de la mano ¿no establecíamos en cierto modo, sin pensarlo, la alianza de los pueblos españoles en la democracia, en el amor de la libertad que nos habia hecho amigos?(1862a: 272, énfasis mío).
Por otra parte, sus remembranzas en el Parque del Retiro son muy elocuentes respecto a la manera como la genealogía de esa historia en común revela un claro esfuerzo por ningunear el pasado prehispánico y despreciar cualquier contribución indígena a la formación de las nuevas naciones. Revela asimismo su esfuerzo por hacer de la independencia el segundo hito fundacional de la historia hispanoamericana, llamada a regenerar los pueblos que España había fundado con la conquista y llevado a la decadencia durante el régimen colonial. Sería esta determinada visión de la historia la que a lo largo de su recorrido a través de la Península, Samper se esforzaría por naturalizar. En sus palabras,
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Yo me complacia, hijo del Nuevo Mundo y republicano en recorrer aquellos bosques tupidos y suntuosos […] Si me faltaban las florestas vírgenes de mi patria […] al ménos veia fisonomías hermanas, reproduciendo muchas de mi tierra natal; oia hablar en la opulenta lengua que me enseñó mi madre á balbucear; contemplaba con recogimiento las estatuas de los reyes españoles […] no porque fuesen de reyes, sino precisamente porque ellas me parecian escombros artísticos de épocas que la libertad y el progreso han transformado profundamente, y me hacian evocar la historia de esa heróica raza ibérica que llevó su sangre al suelo colombiano para fundar pueblos que la revolución debía regenerar y la democracia habrá de engrandecer (1862a: 271-272, énfasis mío).
Asimismo, la representación de su propia identidad, como republicano, en tanto hijo del Nuevo Mundo, pero próximo a España desde el punto de vista racial y cultural funciona como metáfora de la nación hispanoamericana que él anhelaba construir, a saber, una república lo más blanca posible; metáfora que pone de manifiesto el vínculo íntimo que, precisamente en el Ensayo, Samper entrabaría entre el camino republicano y el del mestizaje, entendido como blanqueamiento poblacional. La naturalidad con la que hiciera derivar su ser republicano de su lugar de nacimiento encapsula bien el esfuerzo teórico-explicativo —o más apropiadamente, ideológico— que Samper desplegaría en el Ensayo de cara a racionalizar la república como la única forma de organización política genuina, y por ende deseable, para las nuevas naciones. Ensayo sobre las revoluciones políticas Es cierto que la visita de Samper a España se enmarca en una década (1853-1863) que se caracterizó por el incremento en las relaciones entre españoles e hispanoamericanos, particularmente liberales y demócratas, y de las cuales la publicación de órganos como la Revista Española de Ambos Mundos (1853-1855) y posteriormente la revista madrileña La América (1857-1886) dan cuenta (Ardao, 1992: López-Ocón, 1987). Esta última con la que comenzaría a colaborar Samper, poco después de su desembarco en Southampton y a cuyo director, Eduardo Asquerino, visitaría durante su estancia en Madrid precisamente en compañía de Orense (1987: 7-8, 16), es considerada como “el más importante e influyente periódico panhispánico del siglo xix” (Van-Aken, 1959: 92) y como la revista cultural más importante
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de la España decimonónica, en la que participaron destacados intelectuales españoles y latinoamericanos (1992: 41-42). Además de entablar relación con lo más granado de la intelectualidad liberal y demócrata de la España isabelina en su paso por la Península, Samper habría de comenzar a colaborar con el diario de los demócratas españoles La discusión, tras establecerse en París (1987: 9). Sin embargo, también es claro que para entonces las relaciones entre España e Hispanoamérica distaban de ser fáciles. Precisamente de cuán hondo grado de proyección utópica entrañan las rememoraciones samperianas alusivas al gran interés y respeto de los españoles por las conquistas democráticas hispanoamericanas, contribuye el Ensayo a ofrecernos una idea16. Precisamente en este último, Samper se quejaría de la lentitud en la que había incurrido España para comenzar a reconocer a las nuevas repúblicas y del hecho de que su patria natal, la Nueva Granada, estuviera aún en mora de ser reconocida como nación independiente (1969 [1861]: 56). De hecho, el reconocimiento oficial de las nuevas repúblicas, por parte de España, abarcaría toda la segunda mitad del siglo xix y las relaciones jurídicas internacionales entre la actual República de Colombia y España no se formalizarían sino hasta 1881. A juicio de Samper, la renuencia española a reconocer las nuevas repúblicas habría influido notablemente en el desdén europeo hacia América Latina. Específicamente se quejaría de que en Europa hubiera más interés respecto del “modo de salar los cueros de Buenos Aires, que respecto de la vitalidad de nuestra democrácia infantil!” (Samper, 1969 [1861]: 3); lamentaría que Hispanoamérica fuera percibida como “el escándalo permanente de la civilización organizado en quince repúblicas” (1969 [1861]: 2) y que estas, siendo el blanco de humillación de la diplomacia internacional, fueran tratadas como “sociedades […] berberiscas” por embajadores que parecían más bien capataces de plantaciones, como si, en sus palabras, “nuestra civilización […][fuera] algodonera” (1969 [1861]: 4, 278, énfasis en el original). Cabe destacar que en el mismo periódico en el que, en 1861, Samper publicara los 17 capítulos de los que se compone el Ensa16 En el presente texto, uso la edición del Ensayo, realizada en 1969 por la Universidad Nacional de Colombia. En dicha edición se conserva la ortografía original del texto.
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yo, a saber, El Español de Ambos Mundos, un periódico de corte liberal, editado en Londres por dos españoles y un chileno17, los juicios negativos sobre las naciones hispanoamericanas abundaban y la Nueva Granada no solo era constantemente atacada, sino descalificada como “una Confederacion de comedia” (1860: 4). Asimismo se ponía en entredicho la viabilidad de la república como sistema de gobierno en la región y se asumía que su atraso no solo estaba vinculado a la ruptura colonial, sino íntimamente ligado a un tema racial, es decir, a la presencia de indios y mestizos en la masa poblacional18. A su vez, haciendo eco de los objetivos de órganos semejantes como las mencionadas Revista Española de Ambos Mundos y La América, “la piedra angular” de este periódico, en cuya redacción participaban españoles y americanos era la forjar una comunidad intelectual y de afecto entre España y sus antiguas colonias, estrechando los lazos entre los que hablaban español en ambos hemisferios, con el objetivo último de contribuir, desde las dos orillas del Atlántico, al fortalecimiento de la raza española; “raza á que pertenecen, que simpatizan profundamente con ella en todas las ramas de que hoy se compone, y que desean ardientemente verla, en todas partes, próspera, ilustrada, poderosa y feliz” (ibid.: 2). Tal como lo plantearan sus editores en el primer número, por medio de la unión, la prosperidad de una revertiría en la otra: “España rica y poderosa, enviará á América grandes masas de pobladores, que contengan la absorcion de aquellos territorios, ya por una raza extranjera, ya por las razas indígenas…” (ibid.: 2). Como los editores del periódico, en el Ensayo, Samper expresaría su convencimiento acerca de los beneficios mutuos que a Hispano-Colombia y a España les reportaría el estrechar vínculos y, por lo tanto, el hecho de que la falta de unión entre España y las nuevas repúblicas había impedido “levantar al primer rango á nuestra raza”. Sin embargo, a diferencia del periódico que le servía de 17 El Español de Ambos Mundos, periódico que se publicara en Londres, entre el 7 de agosto de 1860 y el 10 de enero de 1862, hasta ahora no ha recibido atención alguna por parte de la crítica, pese a que podría dar muchas luces sobre la arquitectura misma del Ensayo. Los editores del periódico son anónimos. 18 Son muchos los números de El Español de Ambos Mundos en los que puede rastrearse esta visión. Sin embargo, un análisis de este periódico, que sería de gran interés para los estudiosos de la obra de Samper, excede los objetivos del presente texto.
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contexto, en el Ensayo, Samper intentaría contribuir a restaurar la reputación de la región en Europa, asunto que consideraba “un deber de todo hispano-colombiano que ame la verdad y el progreso” (1969 [1861]: 12), legitimando la república democrática como la única forma de gobierno racional para Hispanoamérica y demostrando que la fuente de los problemas de esta última ahondaba sus raíces no en la revolución —no obstante los excesos militares en los que esta hubiese desencadenado— sino en la colonia española. Precisamente, invirtiendo el argumento esgrimido en el periódico, Samper sostendría que la revolución hispanoamericana había reportado grandes beneficios a la región y la civilización, coadyuvando por medio de la incentivación del mestizaje al blanqueamiento de la población. De hecho, y concomitante con su visión racial, para Samper reparar el nombre de Hispano-Colombia en Europa constituía un tarea de primer orden para cualquier hispanoamericano interesado tanto en afianzar la identidad (racial) de su patria —entendiendo esta última bien en sentido amplio, bien en sentido estrecho— como en alentar el progreso de la misma, precisamente porque lejos de concebir el proyecto de nación como una ruptura frente al colonialismo europeo, lo percibía como continuación de su supuesta e inherente misión civilizadora. Tal como él lo planteara, “La Europa ha civilizado, colonizando, y el Nuevo Mundo debe completar la obra fundando Estados libres e independientes” (1969 [1861]: 220). De ahí que fuera necesario recordarle a Europa que las naciones hispanoamericanas no eran una aberración de la civilización, sino parte constitutiva de la misma. Para ello, por un lado, Samper intentaría refutar la mirada homogenizante de los viajeros que encasillaban a Hispanoamérica en un estadio de barbarie generalizada, apelando, como en el caso español, a la geografía de la civilización19. 19 “Si se llevase a un europeo de buena sociedad, con los ojos vendados, y como por encanto se le fuese conduciendo á Méjico (la capital), Carácas, Bogotá, Lima, Santiago de Chile, Buenos-Aires y aun Quito, no dejaria de exclamar, al quitársele la venda: “Estoy, pues en Europa? No es esta una ciudad europea, por su aspecto, sus formas, su poblacion ilustrada, sus costumbres, su elegancia, su riqueza, su refinamiento?” Pero luego, si se le llevase á diez leguas ó menos de distancia, y se le mostrasen los desfiladeros, abismos y fangales llamados caminos, los miserable ranchos perdidos en las selvas, […] y los campos desiertos y eriales, el mismo europeo, tan maravillado en las capitales, exclamaría con
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Por el otro, intentaría demostrar que la inestabilidad política, las constantes luchas civiles y, en general, el atraso de las repúblicas hispanoamericanas no eran “señales de una corrupcion orgánica” o “pruebas irrefragables de incapacidad” para el autogobierno (1969 [1861]: 11); no eran producto del proceso de formación del Estado-nación, sino consecuencia de la colonia española. Sin embargo, teniendo presente la continuidad que entre colonialismo y construcción de nación Samper establecía, dar cuenta del atraso hispanoamericano en virtud del legado colonial e indagar por las razones que habrían llevado a España a encallar en su obra civilizatoria eran exactamente lo mismo. Entender por qué España habría encallado era, por lo demás, un asunto central para las nuevas repúblicas hispanoamericanas, llamadas, en aras del progreso, a hacer de su proyecto nacional un proceso de reencauzamiento de la civilización, pervertida por un colonialismo que no había sabido estar a la altura de su misión. Es claro, entonces, que su cometido con el Ensayo no fuera el de criticar a España per se, pues, tal como Samper afirmara, el hecho mismo de escribir en un periódico español era “la mejor prueba del hondo sentimiento de fraternidad que nos anima” (1969 [1861]: 52). Si bien su foco exclusivo en este texto fuera sobre la España decadente y atrasada —tomada en sentido unitario— no dejaría de subrayar lo que ya había planteado en Viajes, a saber, que “la España de hoy, constitucional y en progreso no es la misma de los tres siglos anteriores, la España absolutista y dominada por graves y funestas preocupaciones” (1969 [1861]: 56). Igualmente, destacaría la importancia no solo de que Hispanoamérica se organizara en varias confederaciones, sino también aquello que su encuentro con Orense manifestaba, a saber, su “ardiente deseo […] de ver realizada un dia la estrecha alianza, la confederación social de los pueblos de nuestra raza, hermanos de dos mundos separados por preocupaciones puntillosas ó por falta de franqueza” (1969 [1861]: 52). De cara a explicar el fracaso español, Samper —tal como lo anunciara en Viajes— recurriría en el Ensayo a las características mismas de la naturaleza del Nuevo Mundo; al centralismo del gobierno tristeza y desencanto amargo: Ah! Esto es el desierto, es el Africa, es la barbarie, la naturaleza imperando sobre la abyeccion del hombre! Y tendría razon para decirlo” (1969 [1861], 114, énfasis en el original).
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español y al desestimulo del mestizaje por parte de este. Sin embargo, a diferencia de Viajes, en el Ensayo, Samper explicaría el centralismo colonial no simplemente como una mala opción política, sino como una opción política consecuente con la pertenencia española a la raza latina. Ahora bien, si en su esfuerzo explicativo, Samper habría de dibujar a España no solo como un pueblo sin ciencia ni arte, sino como uno que, en virtud de su latinidad, fuera menos capaz de progreso que los sajones, y por ende racialmente inferior a estos, sus reflexiones supondrían una denigración sin igual de las razas de color, especialmente las indígenas, así como una representación de Hispano-Colombia como un mundo de naturaleza, poco apto para la producción de cultura. De acuerdo con el razonamiento samperiano, la naturaleza hispanoamericana y las razas indígenas habrían desempeñado un obstáculo fundamental para la obra civilizatoria de España en el Nuevo Mundo; obstáculos que habrían podido superarse si la madre patria —leyendo correctamente las características físicas de Hispanoamérica— hubiera implementado una intensa política de mestizaje; en otras palabras, si se hubiera esforzado lo suficiente en blanquear la población. Precisamente en el Ensayo, Samper intentaría legitimar la república democrática como la única forma de gobierno racional para Hispanoamérica, resaltando la manera natural en la que esta —en sintonía con la geografía del Nuevo Mundo— contribuía al blanqueamiento de la población; y, en virtud de este blanqueamiento, a la civilización. Así pues, si, por un lado, España habría fallado en su empresa sobre “el mundo que había conquistado con tan suprema bravura”, porque “no tenia la luz, ni la fuerza, ni el arte, ni la poblacion necesarias para emprender una colonizacion que exigia inmensos recursos y formidables esfuerzos” (1969 [1861]: 24), en buena medida colapsaría por haber edificado un imperio muy vasto en un mundo en donde la naturaleza amenazaba por doquier con fagocitar a la cultura. De acuerdo con Samper, en aquel mundo donde todo es colosal en la naturaleza, donde el árbol crece de la noche á la mañana […] donde la tierra fermenta dia y noche con la fiebre de un poder de creacion asombroso […] [,] donde la vida se duplica por la ausencia de los inviernos y otoños, sin reposo ninguno en su trabajo de descomposicion, reproduccion y multipli-
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cación […] en aquel mundo, decimos, no era posible crear la civilizacion sino á condicion de concentrarla. Allí, apénas se ha dado un paso cuando la huella del anterior se ha borrado bajo la onda siempre invasora de una vegetacion calenturienta y lujuriosa, que nace, crece y muere para renacer centuplicada, en un perpétuo estremecimiento de amor y pujanza (1969 [1861]: 25, énfasis mío).
De ahí que, en vez de haberse limitado a colonizar uno de los tres grandes imperios indígenas que conquistó, “queriendo abarcarlo todo, la potencia colonizadora se ahogó […] y en vez de producir una civilizacion vigorosa, engendró un feto de semibarbarie extravagante” (1969 [1861]: 24). Teniendo presente que la sexualización de la diferencia ha sido un recurso frecuentemente utilizado para connotar inferioridad racial, es claro que la sexualización que de la naturaleza hispanoamericana Samper realizara estuviera lejos de ser casual20. A su juicio, mientras la gran reproductibilidad de la raza negra, “como la de todas las razas bárbaras”, evidenciaba el desarrollo excesivo de sus facultades físicas a expensas de sus facultades morales e intelectuales, la lenta reproducción de la raza francesa se correspondía con su “muy alto grado de refinamiento moral é intelectual” (1969 [1861]: 68). Por eso, a través de la imagen de una “vegetacion calenturienta y lujuriosa”, Samper movilizara la idea de Hispano-Colombia como un mundo cuya prolificidad física antagonizaba con el proyecto civilizatorio; con el desarrollo del hombre mismo. Por otra parte, España también habría encallado en su obra civilizatoria, en virtud de su pertenencia a la raza latina, carente del espíritu individualista y emprendedor propio de los pueblos pertenecientes a la raza sajona. Como otros miembros de la familia latina —Portugal, Francia e Italia— España estaba informada por un ethos colectivo, socialista, o centralista, que hacía del estado, no una consecuencia de la agregación de fuerzas individuales, sino su principio regulador. Tomando en consideración que, para Samper, “el progreso de la civilizacion no ha sido, en el fondo, otra cosa que un esfuerzo constante de individualizacion y armonizacion de las fuerzas individuales”, los anglosajones habrían de aventajar a los latinos
20 A propósito de la relación entre colonialismo, sexualidad y racismo véase Stoler, 1995.
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en la jerarquía racial (1969 [1861]: 59, énfasis en el original). De ahí que frente al supuesto fracaso en que los pueblos latinos solían incurrir en sus proyectos coloniales, tal como los casos de “la Colombia latinizada” o la Argelia francesa demostraban, los anglosajones lograran verdaderos prodigios como el que, entre otros, los Estados Unidos atestiguaban (1969 [1861]: 35). Sin embargo, pese a racializar el espíritu centralizador o individualista, Samper no consideraba irredimible dichas diferencias; más bien, dejaba entrever que el éxito de cualquier proyecto colonial (y por tanto también de cualquier proyecto nacional) dependía de la implementación de un modelo liberal e individualista. De lo contrario, en razón de la ascendencia latina de los españoles americanos, el éxito del proyecto nacional hispanoamericano quedaría en entredicho, al menos, hasta cierto punto, teniendo presente que, de acuerdo con Samper, uno de los logros de la revolución habría sido el de abrir las puertas a la inmigración europea, puertas que, durante la colonia, habían permanecido cerradas para todo extranjero que no fuera español21. Sea como fuere, si a la luz de esta diferencia, la raza latina saldría peor librada que la sajona, la articulación samperiana de la identidad española en torno al concepto de latinidad conllevaría consecuencias infinitamente peores para las culturas indígenas, que no hallarían sino deshumanización en el razonamiento del neogranadino.22 De acuerdo con Samper, gracias al poder creativo de la acción individual, las razas germánicas o del Norte, eran más aptas para emprender una “conquista colonizadora”, es decir, para conquistar y colonizar una “raza […] incomparablemente infe21 “el gobierno español… obedeciendo ciegamente al espíritu egoista de aquella época, cerró la puerta á toda inmigracion que no fuese española; quiso hacer del Nuevo Mundo lo que ha sido el imperio chino, una cárcel continental” (1969 [1861], 36). 22 Si bien en Viajes, Samper hace alusión a los conceptos de raza latina y sajona, no los usa con el objetivo de establecer una jerarquía en los modelos de colonización. Tampoco articula la identidad española en torno a la latinidad con el propósito de señalar inferioridad. Destaca más bien el carácter espiritual de la raza latina, a diferencia del materialismo sajón, de cara a explicar por qué los franceses, pese a haber invadido y luchado contra los españoles, despertaban mucha más simpatía que sus entonces aliados, los ingleses, en la península. Samper destaca el gran prestigio que la nación francesa había adquirido sobre los pueblos de raza latina, precisamente porque “á pesar de sus defectos políticos, es la primera en todo lo que es generoso y magnánimo” (1862a, 279-280).
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rior, [cuyo] suelo está en la barbarie ó apénas en un periodo de civilizacion embrionaria […] Esta […] situacion era la del Nuevo Mundo cuando los reyes de España fundaban allí su autoridad”. En condiciones como estas, “el conquistador […] para mantener su conquista necesita crear toda una civilización, una sociedad y una organización enteramente nuevas” (1969 [1861]: 31-32). Por otro lado, los latinos o razas del sur eran capaces de una “conquista de condiciones ordinarias” (1969 [1861]: 31), es decir, de conquistar “un pueblo civilizado y relativamente fuerte”, llevando a cabo una asimilación recíproca (1969 [1861]: 32). Teniendo en cuenta que en el seno de la barbarie es indispensable el poder de creacion servido por el esfuerzo individual libre y espontáneo [,] en Colombia —mundo inmenso, salvaje, casi en su totalidad y muy rudimentario en lo demas— era preciso que los colonizadores no fuesen los gobiernos (que no saben ni pueden crear, por lo comun, sino reglamentar y regularizar lo creado), sino los individuos […] (1969 [1861]: 34).
En consecuencia, llevando a cabo una empresa “extraña al genio y las tradiciones de raza que representaba” (1969 [1861]: 35), España habría de fallar en su proyecto colonizador. Por el contrario, si hubieran conquistado gente menos salvaje, con algo de civilización, la empresa colonizadora habría podido ser exitosa, en la medida en que “los gobiernos obran sobre los pueblos, las sociedades, los intereses, no sobre los territorios desiertos” (1969 [1861], 34-35). En otras palabras, siendo incapaz de crear algo de la nada, las sociedades que España engendró “fueron verdaderos monstruos” (1969 [1861]: 35). Ahora bien, si como salvajes, los indígenas se habían erigido en problema para quienes eran incapaces de edificar en la barbarie, detentando un mayor grado de civilización, no dejarían de ser problemáticos, tal como pone de manifiesto su discusión del caso brasilero. A su juicio, la mayor prosperidad y estabilidad brasilera con respecto a las naciones hispanoamericanas se debía, entre otras razones, al hecho de que los portugueses no hubieran encontrado culturas indígenas de civilización ostensible. En abierta contradicción con su planteamiento previo respecto a la presunta incapacidad de las razas latinas para colonizar salvajes, Samper argumentaría lo siguiente:
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[…] las hordas que los Portugueses tuvieron que someter eran completamente bárbaras. No teniendo […] los elementos activos de una civilizacion avanzada, pudieron amalgamarse mas fácil y prontamente con la civilizacion europea, puesto que nada tenian que olvidar y desaprender, ni su modo de ser se halló profundamente contrariado por la colonizacion; ventajas que faltaron en Hispano-Colombia (Sobre todo en Méjico, Perú y Nueva Granada), pues nada es mas difícil que implantar en un pueblo relativamente civilizado una civilizacion abiertamente opuesta (1969 [1861]: 216).
En definitiva, a juicio de Samper, los indígenas, ya fueran salvajes o civilizados, habrían obstaculizado el proyecto civilizatorio del colonialismo español. De ahí que, de cara al progreso, la cultura indígena mereciera solo ser olvidada o desaprendida. En esta misma dirección estarían encaminadas sus apreciaciones sobre la nación hispanoamericana “que ha tenido mayor progreso material y académico”, la más estable y apreciada en Europa, a saber, Chile. Su prosperidad, sin paralelo en la región, se debía, en gran medida, al hecho de que su “poblacion [fuera] […] casi totalmente blanca” (1969 [1861]: 101). En este orden de ideas, no es de sorprender que para Samper, España encallara en su misión civilizadora debido, en buena medida, a las múltiples cortapisas que el gobierno colonial pusiera al mestizaje de la población; en otras palabras, que encallara por no haber fomentado suficientemente el blanqueamiento de la población. De acuerdo con Samper: “Lo que importaba, pues, era favorecer el cruzamiento de la raza europea con las indígenas, obteniendo una sociedad mestiza de buen carácter: blanca, fuerte, benigna, inteligente […] No se procedió así, y los resultados fueron funestos” (1969 [1861]: 64). Aun cuando a lo largo de tres siglos de dominación colonial las razas se hubieran fusionado, el mestizaje, producido pese a las limitaciones impuestas por las instituciones, había sido muy inferior al requerido para el éxito de la civilización. De ahí que, cuando estallara la independencia, las tribus indígenas aparecieron como inmensas masas estúpidas, extrañas á la nueva sociedad que las rodeaba…Esas masas constituian, sin duda, la materia prima del porvenir; pero ¡cuántos años y cuántos esfuerzos para prepararla á servir, permítasenos la expresion, á la elaboracion de las ideas, á la manufactura social del progreso! (1969 [1861]: 63, énfasis en el original).
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Por otra parte, el cruzamiento racial mismo que habría de darse, “apesar del desprecio con el que los españoles miraban á los indios” (1969 [1861]: 45), sería el que agenciaría “el advenimiento de la democracia” (1969 [1861]: 73), porque, aventuraba Samper, como lo demostraba la historia, “la democracia es el gobierno natural de las sociedades mestizas” (1969 [1861]: 76-77). El que presuntamente en Europa, los pueblos más mezclados, como los franceses, italianos, españoles y algunos cantones suizos tuvieran instintos muy democráticos, mientras aquellos más puros demostraran tendencias aristocráticas, evidenciaba una clara correlación entre democracia y mestizaje (1969 [1861]: 76). En vano, claramente, hallaríamos esa prueba que según Samper la historia nos ofrecería (D’Allemand, 2012: 40, Uribe, 1996), así como en vano buscaríamos en la historia las pruebas que Gobineau decía hallar para sustentar su teoría. Ambos casos no son más que versiones distintas de un mismo esfuerzo teórico, a saber, la racionalización del supremacismo blanco a través de una lectura parcial e ideológica de la historia, legitimada, sin embargo, con el aura de la verdad y la objetividad. A diferencia del esfuerzo de Gobineau, encaminado a entronizar a nivel global la superioridad de la raza aria, el supremacismo blanco samperiano estaría vinculado a su esfuerzo de teorización del mestizaje como instrumento civilizatorio y democratizador, así como herramienta de construcción de nación tanto en Europa como en Hispanoamérica, pero, sobre todo, a su deseo de naturalizar la república democrática como la única forma racional de gobierno en de esta última. Para ello, además de la historia, Samper recurriría a la geografía. Si la historia supuestamente evidenciaba una íntima relación entre democracia y mestizaje en el Viejo Mundo, dicha relación sería aún más acuciante en Hispanoamérica, en donde la fusión habría de darse “con energía infinitamente mayor”, a partir de razas que no provenían de una fuente común. De acuerdo con Samper, Jafet, Sem y Chan se han dado el abrazo fraternal en el Nuevo Mundo, tendiendo á reconstituir la unidad de la especie humana; mas no la unidad estancadora de la uniformidad, sino esa unidad progresista y cristiana que se traduce en este fenómeno admirable y sublime: la armonía en la diversidad! (1969 [1861]: 76).
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El mencionado “abrazo” habría sido estimulado por la geografía misma del Nuevo Mundo o de Hispano-Colombia —conceptos que Samper tendiera a usar de manera intercambiable— particularmente por su naturaleza tropical. De acuerdo con Samper, desde México hasta la parte septentrional de Chile y la Confederación argentina, las cordilleras fungían como “inmensos termómetros naturales”, configurando zonas etnográficas, pues “razas y castas se encuentran [en ellas] escalonadas como en anfiteatros” (1969 [1861]: 99). Dichas zonas etnográficas, ligadas por principios de reciprocidad y complementariedad, habrían sido violentadas por las instituciones coloniales, inspiradas por principios oligárquicos y aristocráticos y, por tanto, opuestas al ethos democrático de la topografía, climas y composición racial de la población. En palabras de Samper. Un enjambre de castas mestizas y razas puras, dispersas en inmensos territorios, sometidas por la naturaleza tropical a la ley de las zonas topográfico-etnológicas, y por lo mismo a la imperiosa necesidad de vivir en contacto, cambiar sus respectivas producciones y cruzarse y modificarse incesantemente; y sinembargo, violentadas en ese movimiento vital por las trabas que oponian la esclavitud, los resguardos, los privilegios, las desigualdades artificiales y los mil reglamentos de una administracion recelosa y suspicaz (1969 [1861]: 133, énfasis mío).
Precisamente, por imponer un sistema contrario a la necesidad geográfica y racial de mestizaje de la región, el colonialismo español habría de colapsar. “El régimen colonial —afirmaría Samper— no podía satisfacer esa gran necesidad: la fusion de razas ó el mestizaje. Por eso sucumbió; por eso fué unánime y simultánea la revolucion de 1810” (1969 [1861]: 101, énfasis en el original). Por el contrario, si las instituciones no contradecían las zonas etnográficas, su necesidad mutua habría de producir una constante fusión de sangres “en todo caso feliz, porque la observacion prueba que la raza blanca es la mas absorbente, la que predomina por la inteligencia y las facultades morales” (1969 [1861]: 100, énfasis mío). Así pues, estando la democracia republicana en plena sintonía con la naturaleza hispanoamericana, “en esto de fusiones [añadiría Samper] hay que notar un contraste que por sí solo manifiesta cuánto ha servido á la civilizacion la independencia de los pueblos hispano-colombianos” (1969 [1861]: 80). Y en una ensoñación, parecida a las que hiciera en Viajes, daría rienda suelta a su utopía na-
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cionalista profundamente racista. Según él, gracias a dicha armonía, desde la revolución de 1810, se había dado en la región, un notable incremento de población blanca. Asimismo, el creciente número de españoles y europeos que, desde entonces, atraídos por el espíritu liberal y hospitalario de sus instituciones, afluían a casarse con criollas y a establecerse en Hispanoamérica, estaba coadyuvando “a la formación de una bellísima raza, mestiza pero caucásica” (1969 [1861]: 80). De ahí que, para Samper, si “como conquistadora, [España] procedió heroicamente [pues] la conquista fué un admirable poema”, por no blanquear suficientemente la población, “como colonizadora, la potencia española fué deplorablemente prosaica” (1969 [1861]: 104). Por eso, de cara a fortalecer la obra emprendida por la revolución, la acción gubernamental que, a juicio de Samper, debía seguirse en las repúblicas hispanoamericanas, incluyera además del fomento a la educación, medios de comunicación y obras públicas relacionadas con el comercio, la industria y la agricultura el, Favorecer poderosamente las inmigraciones europeas y de otras regiones, escogidas con criterio y conducidas con tino y liberalidad; á fin de fortalecer á la sociedad en su lucha contra la mas formidable naturaleza, y de ilustrar, depurar y equilibrar las razas y castas, mediante la infusion de una sangre activa que lleve consigo grandes fuerzas para la civilizacion (1969 [1861]: 238).
Asimismo, la distribución gratuita de tierras baldías entre los inmigrantes “que en breve producirá sus intereses con grande usura, en la riqueza y el bienestar que las colonizaciones desarrollen”; el establecimiento de “colonizaciones en los desiertos interiores” con el objetivo de resolver cuestiones limítrofes, fomentar la comunicación y “reducir a las tribus salvajes a la vida civil”; adicionalmente, y en clara resonancia con el propósito de la Comisión Corográfica, alentar trabajos geográficos que permitieran tanto el conocimiento del territorio y la población como el de atraer fuerza de trabajo y capital extranjeros ‘revela[ndo] al mundo las [hasta entonces ignoradas] riquezas naturales” (1969 [1861]: 239). La puesta en marcha de este programa gubernamental, que pone claramente de manifiesto la visión samperiana del proyecto de nación en Hispanoamérica como continuación —y no como ruptu-
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ra— del colonialismo europeo o, en otras palabras, como la implementación verdaderamente exitosa del proyecto colonial que el gobierno español había sido incapaz de llevar a cabo, presumía el seguimiento de un “liberalismo inteligente” (1969 [1861]: 240). Este último suponía el “dejar hacer libremente a los ciudadanos cuanto sea inocente, y hacer con eficacia lo que sea superior transitoriamente a los esfuerzos individuales” (1969 [1861]: 237); por ejemplo, el desarrollo de vías de comunicación, pues si bien, “la libertad hará mucho por sí sola, con el tiempo […] mientras que ella produce sus infalibles resultados”, la ausencia de iniciativa oficial desestimularía el trazado de caminos “á causa de los formidables obstáculos que la naturaleza abrumadora de Colombia opone a los débiles esfuerzos de poblaciones inexpertas y muy reducidas” (1969 [1861]: 237). Para Samper, la práctica de este “liberalismo inteligente” constituía “una política verdaderamente colombiana” (1969 [1861]: 225), que permitiría activar el progreso de la región, pues mientras que en las viejas sociedades, donde los intereses son tan complicados y tienen tan profundas raíces, la reglamentacion de la vida social, sin ser justificable en sus excesos, es algo comprensible […] en las sociedades nuevas, exuberantes é incorrectas, reglamentar la vida es estancarla (1969 [1861]: 227).
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La memoria y el crimen. Afinidades y diferencias en la poética de Laura Restrepo y Rafael Chirbes Janneth Español Casallas Universidad de Granada
Auschwitz es un paradigma, una barbarie de valor universal y, por lo tanto, encontrable no solo en Polonia donde está ubicado el campo de concentración sino en cualquier país del continente europeo y fuera de él. En su libro Tratado de la injusticia dice el filósofo español Reyes Mate que la ejemplaridad de Auschwitz, aquello que le da valor universal es la estrategia con la que se perpetra. Esta maniobra consiste en una muerte doble: “la física y la hermenéutica”, binomio clave que permite no dejar ni rastro humano de quien padece el sufrimiento (Mate, 2011: 192). El verdugo no da por terminada la tarea con el crimen físico entonces trabaja para invisibilizar a su víctima. Clave para su estrategia es que quien sufre el daño interiorice la muerte hermenéutica, es decir, su no pertenencia a la condición humana. Así lo interioriza Siete por tres, personaje principal de la novela La multitud errante de Laura Restrepo, en el momento que sabe de esa condición paria que lo relega a ser una simple sombra en lugar de ser un ciudadano como algunos otros que sí habitan un
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país oficial que existe por encima del que él habita; su patria no es otra que la de los excluidos donde además reina el silencio: Siete por Tres supo que había atravesado en el espejo para penetrar en el revés de la realidad, donde se extiende el silencio, a la sombra de la raquítica patria oficial, e inconmensurable continente clandestino de los parias. “Aquí está Matilde Lina” pensó. “Aquí está aunque no esté” (88).
Estas palabras de Siete Por Tres acerca de Matilde Lina, su madre adoptiva, echan a andar lo que podría llamarse “la presencia de una ausencia” (Mate, 2011:181); (Rancière: 2012)1. Matilde Lina está presente solo en la memoria de Siete por Tres, no aparece en los registros de los desplazados, tampoco se le ha visto en ninguno de los pueblos al que su hijo adoptivo llega con la esperanza de saber si está viva o muerta. Ella encarna la identidad del “desaparecido”, su ausencia no impide que sea el motor que echa andar la trama de esta novela de Restrepo. “Invisibilizar” y “desaparecer” vienen a ser parte de la muerte hermenéutica de la que habla Reyes Mate y que busca borrar las huellas del crimen privándolo de significado. El olvido se teje en la lucha por invisibilizar a la víctima o privar de significado su existencia. Sucede también con Ana, la narradora de La buena letra de Rafael Chirbes, quien se hace consciente de la invisibilización y de la insignificante existencia a la que ha sido relegada ella y los suyos. Después de ver la única foto que conserva del día de su matrimonio, Ana se dirige a su hijo y le cuenta lo que alguna vez comentó su marido acerca de la imagen: “Parecemos espíritus escapados de la tumba” Dijo tu padre riéndose.
1 Reyes Mate habla de “restos delatores y huellas que no pueden ser borradas”. Para la memoria hay “historias” no una gran y única historia, ésta se construye pisoteando las huellas, dejándolas en el olvido, pero sucede que esas huellas están presentes “bajo la forma de ausencia” a espera que haya una conciencia moral sensible que la despierte (2011:181). Esas “huellas” o “presencias ausentes” que ignora la historia son comparables con el concepto de Rancière de “los sin parte” o excluidos del reparto de lo sensible (derechos ciudadanos), en el caso de Rancière este concepto también se asocia a la clase social que se contrapone a los ricos (Rancière, 2012: 80-87).
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Me acordé de sus palabras a los pocos días de su muerte. Limpiando los cajones del aparador, tropecé con la foto y pensé que, si se exceptuaba la mía todas las otras sombras que aparecían flotando sobre aquel viejo cartón vivían ya de verdad en otro mundo, entonces quemé la fotografía (Chirbes, 2013b: 26).
Ana tiene la experiencia de estar viva, pero de haber tenido y compartido con otros una identidad más parecida a la de los muertos que a la que corresponde a un ser viviente. Por eso cuando ve la foto de su matrimonio y distingue las figuras de la familia y grupo de amigos que quedaron como sombras capturados en la imagen, dice de ellos que ya de verdad están en otro mundo. Ana y su familia, personajes de la novela de Chirbes, tienen en común con los personajes de la novela de Restrepo, a decir, Siete Por Tres y su madre adoptiva la “desaparecida”, Matilde Lina, el hecho que sus existencias han sido atravesadas por una injusticia genuina y sus nombres e historias han sido invisibilizados. Todos tienen en común el hecho de ser ciudadanos de segunda, simples sombras en la geografía que los vio nacer. El país que comparten es el del olvido. Esas sombras vienen a encarnar en las dos novelas un modo de existir y de vivir, pero también de morir. En vida esos personajes son parias en sus respectivas “patrias” y en su ausencia no son más que desaparecidos. Es aquí donde se encuentran las poéticas de Laura Restrepo y de Rafael Chirbes, pues pasan a poblar sus páginas los ausentes. Esa forma de ausencia es lo que para Reyes Mate constituye la dimensión política de la memoria, es decir, precisamente la del radicalmente ausente, la del “desaparecido” (Mate, 2011: 184). Dice Reyes Mate que sin memoria no hay injusticia y aquí precisamente está la relación entre el crimen y la memoria (Mate, 2011:181-184). Porque la memoria en su dimensión política es la que se encarga de recordar ese grito inconforme de quien padece el sufrimiento, el daño que causa el crimen. En ese acto de recordar y de hacer memoria aflora aquello que debe ser reparado. Por eso es posible hablar de injusticia y de crimen cuando se atiende a la memoria. La novela de Laura Restrepo y la de Rafael Chirbes que aquí entran en comparación, tienen en común el hecho de conformar un discurso contracorriente que se opone al discurso hegemónico que
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pretende borrar las huellas del crimen de la muerte. Sus discursos denuncian un poder que es capaz de fabricar cadáveres y encima privar este hecho de significado. Lo que Reyes Mate sugiere es precisamente que el crimen que interesa a la memoria es aquel que además de la muerte física confecciona la muerte hermenéutica. Esta última, se refiere a una forma o modo de hacer: invisibilizando y desapareciendo. Lo primero se logra cuando una persona al ver su condición penosa se autoexcluye, porque se capta diferente, excluido. Lo segundo se logra, tal como lo dice la palabra, desapareciendo, no dejando huella de quien ha existido y arrasando todo rastro o huella de quien perpetra el crimen. Las siguientes líneas las divido así: un primer subtitulo “Chirbes y Restrepo. La memoria como forma de encuentro”, en el que abordo el entronque generacional que hace posible el diálogo entre estos dos autores. Sus afinidades se dan desde dos puntos: una proveniente del influjo político generacional e internacionalista, y otra, de una interdiscursividad más local, por lo que sus narrativas no se abstraen del contexto político y social que los rodea. Lo que los aproxima en este punto es que ambos tienen un discurso literario “comprometido” con su realidad más próxima. Sus personajes hacen memoria. No se trata de un recordar pacífico sino de la experiencia de un dolor que se remonta a un crimen. En el segundo subtítulo “Desaparición y sobrevivencia. Dos formas de muerte”, intento acercarme a la narrativa de cada autor y de ver cómo sus personajes hacen memoria. A qué crimen se remontan, cómo hablan de él. Para esto me valdré de las reflexiones del filósofo italiano Giorgio Agamben ya que profundiza sobre los mecanismos en que el poder actúa sobre la muerte y la vida. Sobre la muerte porque llega al extremo de imposibilitar la experiencia del luto, cosa que es transcendente en el crimen de desaparición. Sobre la vida porque la despoja de toda significación (Agamben, 2002: 77). El filósofo recurre permanentemente a Primo Levi que, como sobreviviente de los campos de concentración nazi, ha dado al mundo uno de los escritos de memoria más importante del siglo xx. De ahí que el escrito filosófico jurídico del italiano quede bañado de memoria y pueda ser leído en conexión con las reflexiones de Reyes Mate que centra su mirada en el tema que nos convoca, que valga repetir, es la “memoria”.
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Chirbes y Restrepo. La memoria como forma de encuentro “A mis sombras” dedica Rafael Chirbes su novela La buena letra, publicada por primera vez en 1992 en la editorial Anagrama; novela que para el 2013 reúne, en una especie de díptico, con la novela Los disparos de cazador, publicada anteriormente en 1994. Ese volumen que se publica con el título Pecados originales presenta las dos nouvelles que comparten un tono y un entorno: el “ajetreo del dinero fácil en una España que se preparaba para las grandes celebraciones del 92” (Chirbes, 2013b: 8). Época en la que los pilares del estado español han acuñado los procedimientos propios de “la socialdemocracia” tan criticada por Walter Benjamin en su época y que Chirbes ve reflejada en la socialdemocracia española de su tiempo cuando dice: El pacto que se le propuso a los españoles, bajo el razonable argumento de cambiar pasado por futuro, fue un cambio de ideología por bienestar; es decir, un trueque de verdad por dinero. Y el país lo aceptó (8).
Este frívolo trueque, Chirbes pretende conjurarlo dando las pinceladas de La buena letra, novela concebida con la semilla de esa realidad que le es actual, la España que se preparaba para la exposición internacional, los juegos olímpicos, la que, en su decir: “treinta años más tarde ha estallado una gran burbuja de cemento y codicia, oscura propiedad y responsabilidad de nadie” (Chirbes, 2010: 29). La novela nos instala en la voz de Ana, la narradora, mujer que devuelve el pasado a su hijo, su memoria será el legado para una nueva generación que se va plantando pisoteando sin más la historia de la anterior generación. Este mensaje se expresa claramente en el momento en que sabemos que la casa donde vive Ana quiere ser derribada y convertida por su hijo y nuera en un solar donde se asentará una nueva construcción (Rodríguez). Décadas antes de la publicación de la novela, durante la transición española, los debates que se ven reflejados en la narrativa son la memoria histórica, el feminismo y lo que se ha venido a llamar el desencanto, el cual refleja el desacuerdo entre las posiciones to-
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madas dentro de la oposición antifranquista. En lo político, temas fundamentales como la aprobación de le Ley de Amnistía generaron profunda decepción para una parte de esa oposición2. El tema de los desaparecidos tampoco ha sido un tema neutral ni pacífico. El uso y contenido del concepto difiere en el tiempo. Tiene un significado si es utilizado por el poder militar o el Estado, como ocurrió en la guerra civil española y en la posguerra3 (Rubin: 14). Actualmente, los familiares de las víctimas de los desaparecidos de la guerra civil y la posguerra han utilizado el término agrupándolo en la categoría jurídica de “desapariciones forzadas”4 (Escudero: 142). Otros, que insisten en defender el proceso de transición, se resisten siquiera a debatir el tema. 2 Esta ley implicó básicamente dos cosas: vaciar las cárceles de los presos políticos que habían sido encerrados por oponerse a la dictadura de Franco y el llamado “punto final” para los responsables políticos del régimen franquista. En últimas, los funcionarios y mandos más altos que cometieron tortura y demás abusos durante casi cuarenta años de franquismo quedaban eximidos de ser juzgados (Altmann, 2001: 29). 3 El estudio del antropólogo Rubin Johan dice que en España el término de “desaparecido”, se da como categoría legal al comenzar la guerra civil en el Decreto 67 (BOE 27, 11 Nov. 1936), expedido por el lado nacional. Se definía la desaparición como “consecuencia natural de toda guerra” y se regulaba que pasados cinco años tras la inscripción de un sujeto como desaparecido su estado pasaría a la “presunción de muerte”. Esta última regulación es la que se conservaría en la posguerra (2015:14). Para el historiador Casanova, la categoría de “desaparecidos” en manos del régimen franquista se constituyó por la necesidad de aclarar la situación legal de personas que tenían algún familiar al servicio de Franco. Así, las mujeres cuyos maridos habían desaparecido y que mostraran su condición de viudas podrían acceder a una prestación económica. El argumento de Casanova indica que quienes verdaderamente han hecho el trabajo de memoria y reparación han sido los vencedores de la guerra. Se trata entonces de una memoria dividida. Véase: Casanova, Julián (2002). 4 La desaparición forzada es un delito de lesa humanidad. Generalmente cometido por quien ostenta el poder político, convirtiéndose en un delito de Estado. Dice Escudero Alday que “el silencio sobre las ‘desapariciones forzadas’, y sus víctimas se extendió hacia las normas jurídicas que se aprobaron durante los primeros años de la democracia”. Las leyes de la transición sobre el tema hablaban de “los familiares de los fallecidos como consecuencia de la guerra de 1936-1939” (2013: 146). La consecuencia de esto es la falta de responsabilidad jurídica y política del régimen de la dictadura. También ha implicado la exclusión de muchos de los familiares de desaparecidos para acceder a las prestaciones económicas.
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Para quienes ven críticamente el proceso de la transición este punto es crucial, pues, las bases de una sociedad que se dice ser democrática quedan en duda cuando pasados más de ochenta años del golpe militar no se ha hecho nada serio por llevar algo de verdad, justicia y reparación a las víctimas5. Las cifras hablan de 114.226 desaparecidos que estarían enterrados en cunetas a lo largo de todo el territorio español, suma que lo convierte en el segundo país del mundo con más desaparecidos (Camacho: 66). Chirbes hace parte de esa oposición que no vio con buenos ojos los puntos finales, las amnistías, y, la banalización del tema de la memoria histórica6, la cual, según Blanco Aguinaga, consiste entre otras cosas, en comprender los antecedentes de la guerra civil y sus causas. Todo esto en aras de retomar el tema de la lucha de clases y la historia del movimiento obrero en España (Blanco, 2001:43-45). Entonces la fórmula era hacer memoria para saber qué hacer y qué no en la construcción de aquel presente de construcción democrática. Es a esa memoria a la que Chirbes no renuncia; su narrativa en La buena letra vuelve la vista atrás y deja ver el periodo de la guerra civil y la posguerra. Toda su ficción, incluyendo sus otras novelas, aunque 5 Por iniciativa de los familiares de desaparecidos se han creado las Asociaciones para la Recuperación de la Memoria Histórica que, con recursos propios, han ido desenterrando a los desaparecidos que estarían en las cunetas. La presión de estas asociaciones logró que se aprobara la Ley 52 del 2007, conocida popularmente como la Ley de la Memoria Histórica, la cual reconoce a las víctimas del franquismo e incluye medidas para identificar y localizar los restos de las víctimas de la guerra civil y de la dictadura. Sin embargo, su aplicación se ha quedado en suspenso por su contradicción legal con la Ley de Amnistía. Mientras la llamada Ley de Memoria busca responsables, la Ley de Amnistía exime de responsabilidades. La que ha prevalecido en el discurso político y jurídico ha sido, hasta el momento, la Ley de Amnistía. 6 La discusión sobre la “memoria histórica” enciende opiniones. Fue un debate que se puso sobre la mesa en el momento de la muerte de Franco, cuando el impulso y la militancia política tenían en la mira la cuestión de cómo construir esa nueva España que entraba en democracia. Del fracaso en ese debate vendrían los llamados “desencantados”. Lo que ha contaminado aún más el tema de la “memoria histórica” ha sido, para algunos, el uso que los partidos políticos han hecho de ella. Para el 2006, se puso de moda, entre el PSOE, hablar de la “memoria histórica”, por supuesto, el término viene a vaciarse de contenido al ser utilizado, simplemente, para ganar votos y no para reparar aquello que quedó a medias al momento de construir la democracia.
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se enmarque en el contexto español, sigue un raciocinio conocido para muchos fuera de las fronteras de su país. Hay una actitud claramente marxista que cuestiona las bases de la acumulación de la riqueza. En una entrevista, con ocasión de que su novela Crematorio haya sido, según una encuesta organizada por el ABC, la segunda mejor del siglo xxi en España, dijo: […] ¿Tras la guerra civil hay alguna fortuna legítima? Ninguna. Porque las que las han mantenido ha sido por connivencia y los que se han enriquecido a la primera ha sido por expropiaciones, por contratas, por subcontratas. No hay riqueza inocente. En cambio, sus hijos sí que son inocentes. Sus hijos son mis contemporáneos (Armada).
Su generación, que habría recibido lo que otra conseguiría custodiada por el fusil, no sería culpable, pero sí tendría la responsabilidad de reconocer la sangre del pasado. Esta forma de Chirbes de ver y analizar su contemporaneidad no se ve reflejada en su narrativa por un discurso sin matices. Sus personajes son paradójicos. Por ejemplo, los personajes de La buena letra, que son los perdedores de la guerra, no son víctimas sin más; sino que al ser narrados en su condición humana llegan a mostrar su miseria moral. Lo que sí está claro es que la narrativa de Chirbes pone sobre la mesa temas que son reconocibles en la contemporaneidad española y que tienen sus causas en el pasado. Esta manera de echar la vista atrás a partir de la urgencia del presente es común tanto en la narrativa de Chirbes como en la de Laura Restrepo. En el momento de escribir La multitud errante, la escritora no era indiferente ante el drama cada vez más patente de los desplazados por la guerra civil colombiana7. Cuenta la escritora que antes de escribir la novela había tenido un encuentro con los desplazados de un pueblo llamado Santa María bailarina que fue borrado por la violencia; lo mismo pasó con otro llamado Nuevo Lucero, que además cobra vida en la
7 Para la época de la publicación de la novela han fracasado los diálogos de la guerrilla de las FARC con el gobierno del conservador, Andrés Pastrana (19982002), que puso en marcha el llamado Plan Colombia, el cual, con participación directa de los Estados Unidos es anunciado como una “guerra contra las drogas”. El plan incluía la modernización del arsenal militar y de la estrategia de guerra contrainsurgente. Esta política militar abrió las puertas a la política de “Seguridad democrática” del expresidente Álvaro Uribe Vélez (2002-2010).
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novela inmediatamente anterior La novia oscura (1999). De sus indagaciones comprendió por qué muchos pueblos y barrios tenían el nombre precedido del adjetivo “nuevo”; se trataba de poblaciones enteras desplazadas de su lugar de origen “una y otra vez, siempre huyendo de la guerra y buscando un lugar donde la vida fuera posible empeñados en conservar su arraigo” (Sánchez: 60). Esas historias de errantes que pertenecieron a un pueblo, a un barrio o a una comunidad que desaparece del mapa son las que estampa Restrepo en su novela. La “desaparición”, ese crimen en el que duelo queda congelado en el tiempo, permea el aire de la realidad colombiana y se ha convertido en una constante en el conflicto armado interno. El más reciente informe de desapariciones forzadas Centro Nacional de Memoria Histórica, Desaparición forzada tomo II: huellas y rostros de la desaparición forzada dice que entre 1970 y 2015 desaparecieron forzosamente a 60.630 personas, cifra sin precedentes en un país que se supone democrático8 (Centro Nacional de Memoria Histórica, Desaparición forzada tomo II: 23-30). La literatura de Restrepo no nos habla de cifras, pero sí profundiza en lo que significa esa producción en cadena de seres que quedan en el limbo, de aquellos que no existen como vivos, ni como muertos en un registro, ni en una tumba. Es una escritura que trabaja con la memoria. Sabe que los desaparecidos nunca podrán contar lo vivido y que los sobrevivientes tampoco podrán contar, nunca hasta el fondo, porque dirán tan solo un eco de lo que pudo vivir el que ya no está. La mirada amplia de Laura Restrepo sobre la guerra abarca las distintas caras que va tomando la violencia a través del tiempo. Su personaje —Siete por Tres— que llega a los 50 años, no ha vivido un día sin guerra. Restrepo se devuelve a la violencia entre liberales y conservadores en el periodo de los cincuenta como si lo ocurrido 8 Las cifras de desaparición en Colombia superan a la suma de las ocurridas en las dictaduras en América del Sur en las décadas de los setenta y ochenta, Chile (1.210) y Argentina (9.860). En el caso colombiano el informe de las cifras de desapariciones no cobija la etapa de “La violencia”, es decir, toda de la década de los cincuentas, sino que data a partir de los setentas, periodo en el que comienza el registro de varias desapariciones de campesinos en operativos militares. El primer caso oficialmente denunciado en el país es el de la desaparición forzada de Omaira Montoya Henao, el 9 de septiembre de 1977. Para la fecha no estaba siquiera tipificada la práctica de la desaparición, así que los casos denunciados se les daba el tratamiento del delito de secuestro simple.
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en aquel periodo fuera originario del gran crimen, siempre repetitivo y sin fin en el tiempo. Su escritura no se desliga de su trabajo de reportera, sus libros son el resultado de viajes e investigaciones atravesando pueblos, barrios, ciudades que el país ha dejado en el olvido y que ella rescata para que sean visibles a través su tejido narrativo. De ahí que su literatura sea vista como testimonial y, en un sentido más global, se trate de una narrativa que relee la historia a través de su perspectiva personal. Trabajar con aquello que comprende y ve en su contexto sociopolítico para convertirlo en literatura puede ser visto como una manera de hacer quite a formas de censura. Escribir en este caso sería el arte de vestir una “máscara” o de cargar un “escudo” para protegerse de los peligros que acechan (Capote, 2016: 117 y 128). Uno de sus referentes es el sociólogo y periodista Alfredo Molano, que se ha dedicado a recorrer a pie la geografía colombiana desentrañando las otras realidades que la habitan9. Restrepo como Molano tienen el arte de mezclarse en conversaciones con las personas que encuentran, de ver que toda vida con sus alegrías y miserias está en juego con el mundo social, político y económico que la rodea. Este modo de andar para escribir lo entrelaza Laura Restrepo con la escritura de Molano porque, historias de errantes que pueblan su novela son las historias que él se ha topado andando Colombia, por eso en el prólogo de La multitud errante dice Restrepo: Como creo que la escritura es un oficio en buena medida colectivo y que cada voz individual debe buscar su entronque generacional, he querido que este libro sea un puente entre los míos y los de Alfredo 9 Alfredo Molano Bravo se ha formado en sociología, sin embargo, su escritura tiene trazos que algunos identifican como literarios y menos academicistas. Sus investigaciones sociológicas pueden ser leídas a la manera de crónicas literarias. Es reconocido como experto en temas del campo colombiano, los orígenes de la guerrilla y la lucha armada. En la reciente negociación de Paz, entre el gobierno de Santos y la guerrilla de las FARC, fue parte de los expertos que La Mesa de la Habana (conformada por delegados del gobierno y la guerrilla) eligieron para redactar El Informe de la Comisión Histórica del Conflicto y sus Víctimas (CHCV). Este escrito es pieza fundamental para comprender las causas del conflicto armado. También es fuente para endilgar responsabilidades a quienes hayan participado en la guerra; pero ante todo es un documento base para el proceso de verdad y justicia y reparación que se lleva a cabo en Colombia.
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Molano, también él colombiano, cincuentón, testigo de las mismas guerras y cronista de similares bregas (11).
“Cincuentones” también son Chirbes y Restrepo para la época en que ella escribe el prólogo citado. Ambos han bebido de los acontecimientos claves de la segunda mitad del siglo xx y lo que sigue del xxi, exceptuando al escritor Rafael Chirbes que lamentablemente murió en agosto de 2016. Los dos pertenecen a la generación que puede dar testimonio de la ascensión de las dictaduras; en Chile con el golpe de estado de Pinochet (1973), en Argentina el golpe de Videla (1976); también han vivido el fin de la guerra de Vietnam (1975), la muerte de Franco (1975), la consolidación de las guerrillas que en América Latina vieron su accionar como una forma legítima de resistencia al poder. Todo esto seguido del liberalismo de los noventa, la caída del muro de Berlín y las políticas de la guerra fría. Restrepo y Chirbes son hijos de su época, creyeron fervientemente en la posibilidad de cambio a través de un “sujeto histórico”, es decir, una clase proletaria que consciente de su papel subyugado frente al capital tuviera la capacidad de cambiar un estado de cosas injusto. Ese sujeto histórico sin fronteras nacionales, pues la lucha aquí no es nacionalista sino de clases, es lo que permite comprender por qué Restrepo, sin ser ciudadana española se toma tan seriamente su posición antifranquista. Ella había sido iniciada en Colombia en la lucha antimperialista, antifascista y antiestalinista. Viene a parar a España en distintas épocas; en los últimos tiempos del franquismo se pudo mover entre la clandestinidad y la efervescencia de los contradictorios años setenta españoles en que la lucha contra Franco, aparentemente organizada, se solidarizaba con otros pueblos subyugados por las dictaduras. Después de la muerte de Franco, en plena transición, Restrepo vive como cualquier militante española la intensidad política pero también la represión y miedo de la época. Y es que Restrepo estaba seriamente involucrada en la agitación política que tenía la ilusión de una España democrática. Su actividad haciendo oposición dentro del PSOE, en lo que era a un ala izquierda de ese partido, le hizo formarse una opinión crítica de la propuesta reconciliatoria que predicaba los mandos del partido. Dice de esa época de la transición española que:
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Fue una etapa muy curiosa, al mismo tiempo que se construía la democracia se apagaban las movilizaciones populares. Viví el desmonte de las bases del PSOE, el cierre de las casas del pueblo y la pérdida de influencia de las asociaciones de vecinos. Luego llegaron los Pactos de La Moncloa y los acuerdos que se hacían por arriba y las bases por fuera. Me gustaría escribir sobre esa época. Es un proceso parecido al de Colombia, que Uribe tiene el visto bueno de la opinión pública internacional y de gran parte de la nacional porque concurre a las elecciones y detrás hay un aparato militar espantoso, con terribles vínculos con el poder (Castillo).
En este punto, merece la pena atender por un momento a la poética de Chirbes, ya que es esta cuestión, precisamente, acerca de los pactos de la transición española en que su narrativa hace una espiral o entronque interdiscursivo con lo que ya venían haciendo sus coterráneos Joan Marsé y Vázquez Montalbán; un recordar constante que logra poner en duda el poder acaparado por la fuerza (Blanco: 38-39). En cuanto a Laura Restrepo ese entronque o puente discursivo generacional que comparte, como dice en su prólogo, con el sociólogo y periodista Alfredo Molano se podría extender a las líneas que en la literatura colombiana ha sido abordaba por el historiador, poeta y novelista Arturo Alape y, cuya escritura está precedida de entrevistas, testimonios y crónica (Vélez: 41)10. Sin embargo, Restrepo hace parte de los escritores que no transcriben, a la manera de un testimonio, las palabras de quienes son entrevistados y más bien, se vale de esas palabras que ha obtenido en el terreno para pasar a reconstruirlas en un lenguaje literario. El trabajo de investigación de Restrepo es un paso previo que al pasar a papel es convertido en literatura con tiempo y ritmo propio. Sus frases como un péndulo se mueven de lo coloquial a formas metafóricas más elaboradas.
10 Arturo Alape es referencia obligada para quienes hablan del género de narrativa testimonial; estilo que a su vez parte de la obra del cubano Miguel Barnet con su libro: La biografía de un cimarrón (1966). Esa pretensión de reproducir la voz de quien testimonia es la que moldea sus escritos sobre Manuel Marulanda Vélez, los cuales, vienen a constituir la más completa biografía del fundador de las FARC: Las muertes de Tiro Fijo (1972); Las vidas de Pedro Antonio Marín, Manuel Marulanda Vélez —Tirofijo— (1989); Tirofijo: los sueños y las montañas 1964-1984. (1994). Dos novelas que abordan el Bogotazo y que tienen un estilo menos testimonial y más ficcional son Noche de pájaros (1984) y El cadáver insepulto (2005). Véase: Martin, Gerald (2004).
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Algunos estudios de literatura incluyen la novela de Restrepo dentro de la llamada “Literatura sobre la violencia”. El debate sobre ese género afirma que en los años cincuenta surge la novela de la Violencia, como un nuevo género novelesco. Otros hablan de la Literatura de la violencia (con minúscula) o sobre la violencia, para clasificar las obras que tratan sobre esa época, que algunos fechan entre 1946 y 1966 y otros entre 1948 y 1958, pero que no se escriben y publican en dicho periodo (Capote, 2012: 59-65)11. La multitud errante tiene como fondo un momento histórico que es visto como el punto de partida del conflicto político colombiano, el Bogotazo12. Restrepo no lo nombra literalmente en la trama de la novela, pero está detrás de toda la historia. Se trata de lo ocurrido el 9 de abril de 1948 cuando asesinan al líder liberal Jorge Eliecer Gaitán y se desata la violencia política. Esa fecha en el calendario condensaría las causas de la violencia que persisten actualmente en el país. Asesinado Gaitán, comienza una guerra civil en la que se enfrentan liberales y conservadores la cual se apaciguará con “una paz” creada desde arriba entre las élites políticas de los partidos tradicionales que acuerdan el llamado Frente Nacional. Negociación que consistió en un acuerdo entre el partido liberal y conservador para turnarse el poder, excluyendo a cualquier otro partido y aparentando una democracia real. Este tema de la violencia política puebla las líneas de gran parte de la literatura colombiana y puede decirse que es una línea de enlace entre la generación coterránea de Restrepo. Generación que se ve obligada una y otra vez a comprender el porqué del 11 El estudio de Virginia Capote, además de explicar los niveles de discusión sobre “la violencia” como género en la literatura colombiana, aporta una interesante bibliografía de mujeres escritoras cuya literatura ha sido relegada a la sombra de la literatura oficial. Nombres como Albalucía Ángel, Fanny Buitrago, Ana María Jaramillo, Flor Romero, Rocío Vélez, Mary Daza Orozco y otras escritoras cuya escritura analiza, habrían realizado importantes aportes a la literatura de la violencia en Colombia. 12 Hay un gran número de novelas que abordan el Bogotazo como tema principal: El 9 de abril (1951) de Pedro Gómez Correa; Viernes 9 (1953) de Ignacio Gómez Dávila; El monstruo (1954) de Carlos H. Pareja, Años de fuga (1979) de Plinio Apuleyo Mendoza, El día del odio (1955) de J. A. Osorio Lizarazo, La calle 10 (1962) de Manuel Zapata Olivella. De todas estas, la novela que ha sido vista como antecedente en la cual la ficción y el juego literario priman sobre el hecho histórico del Bogotazo es la de Álvarez Gardeazábal, Gustavo (1971), Cóndores no entierran todos los días.
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surgimiento de las guerrillas y la importancia de los acercamientos o negociaciones de estas con los partidos tradicionales13. La literatura de Chirbes y la de Restrepo tienen en común el compartir un discurso literario comprometido y, por lo tanto, sus narrativas no se abstraen del contexto político y social que los formó en su juventud, y el que los rodea al momento de escribir cada uno la respectiva novela que entra en comparación en este escrito. Al incorporarse en la lectura de la La multitud errante y La buena letra es posible identificar que sus personajes viven la experiencia de estar abandonados a un poder que con sus tenazas es capaz de darles muerte. Ese poder es un poder militar violento. En este punto es palmaria la interdiscursividad de la narrativa de ambos autores, es decir, esas palabras ajenas, ecos de otros enunciados de modo que se producen interacciones dialógicas (Viñas: 456). Al buscar esa “otredad”, más allá de las fronteras de la literatura de sus respectivos países de origen, podría decirse que ambos autores aprehenden de Galdós y Balzac el realismo que hace literatura de aquello que cuenta su sociedad y época. En la poética de Chirbes se ve el reflejo de Rulfo con la creación de un pueblo arquetipo llamado Misent que, como la Comala, del autor mexicano o el Macondo, de García Márquez, no señala un punto geográfico, sino el destino y la vida de quienes lo habitan. De la actitud “deicida” del colombiano, bebe Chirbes, como el mismo lo dice y, en 13 Aquí la escritura de Restrepo es primordial. Su primera publicación, Historia de una traición (1989), es concebida a raíz de los acuerdos de Paz entre el gobierno de Belisario Betancourt en 1984 para negociar con las guerrillas del M19, y el Ejército Popular de Liberación (EPL); a la que se sumaron también la guerrilla de las FARC. La escritora había sido parte de la Comisión de Negociación y Diálogo creada por el gobierno. Su escrito bebe del testimonio y la entrevista; puede ser leído a modo de crónicas sobre las vicisitudes de esos acuerdos, sus esfuerzos, fracasos y traiciones. En 1999 vuelve a publicar el libro bajo el titulo Historia de un entusiasmo. La elección del nuevo título pretendía expresar el entusiasmo que despertó la guerrilla del M19 en gran parte de la población. En todo caso la traición seguía poblando la historia. El corpus del libro no cambió nada más que con un prólogo, y la nueva realidad colombiana ya contaba con una masacre de Estado más. Para la época de la re-edición había tenido lugar el genocidio de la Unión Patriótica (UP), partido creado a raíz de las negociaciones con las guerrillas. Se trató de un crimen de Estado, hasta hoy impune, en el que el ejército asesinó sistemáticamente a más de 6.000 personas que pretendieron participar legalmente de la política del país con una ideología abiertamente de izquierda.
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mi opinión, también Restrepo, ya que sus narrativas se atreven a cuestionar el discurso hegemónico establecido (Chirbes, 2002: 63). Ambos autores han leído y bebido del padre de la novela moderna, Cervantes. Y en ambos es claro el producto que consiguen y que se trata de poder ofrecer una narración que aporte verdad, en el modo que Juan Carlos Rodríguez lo escribió: […] Pues es evidente que si he dicho antes que el Quijote no es por supuesto una novela social no una novela histórica en el sentido actual, resulta claro que Cervantes utiliza el Ello (la objetividad) de la narración histórica. O sea: Cervantes pretende ofrecernos todos los visos de una verdad (Rodríguez: 78).
Esa objetividad de la que habla Rodríguez no es la que pretende trasladar la realidad al papel, sino, precisamente, la que utiliza los mecanismos de lo que llamamos realidad para efectos de construir una ficción y es la que aporta al discurso literario de Chirbes y Restrepo credibilidad y veracidad. Sin ser novelas históricas recrean la historia, sin ser panfletos políticos se comprometen con el despojado o acorralado por la violencia política. Se trata de una escritura de ficción que, conjugando tiempos, lugares, discursos de poder reconocibles hacen veraz la trama y, más aún, llega a constituirse como una fuente de reflexión para ver el espacio actual en que vivimos. El manejo literario de metáforas, analogías, contradicciones etc., permite que lo local de las historias trascienda a un ámbito universal. El sufrimiento y el daño que padecen sus personajes se traducen a un ámbito humano que diluye las fronteras geográficas donde cada autor desarrolla su trama14. Ana, la narradora de la novela de Chirbes, cuando recuerda lo que fue su vida en la guerra civil y en la posguerra, y saca a flote su condición paria en el país donde vive, se asemeja al personaje de Laura Restrepo, Siete por Tres. Él, a diferencia de su madre Matilde Lina que solo existe en los recuerdos de otros, ha resistido, no ha desaparecido, es un sobreviviente. De ahí que los desaparecidos y los parias del lugar que los vio nacer sean los personajes principales en ambas novelas. 14 No obstante, es posible mirar lo local en la novela de cada autor. La comida en Chirbes y la descripción de la geografía en Restrepo permitirían conocer particularidades del país en el que se mueven sus respectivos personajes.
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Ese sobrevivir al ahogo en el mar de perplejidades en las que un poder violento sumerge a los personajes es lo que permite el diálogo entre las narrativas de ambos autores. Me refiero a ese acto de los personajes de salir a flote, dar un respiro y hablar de lo que se ve en la profundidad. Precisamente, ese acto de los personajes de contar y cómo lo cuentan, es lo que me permite proponer que el punto en que convergen los discursos literarios de Chirbes y Restrepo sea la memoria. Esta se pone en acción cuando los personajes de ambas novelas expresan la experiencia de un sufrimiento vivido que se remonta a un crimen. El cual es un crimen de muerte, no cualquier muerte, su singularidad está en la manera de cometerlo. Una forma es desapareciendo toda huella para despojar al crimen de significado, la otra estrategia es despojando al ser humano de su sentimiento de pertenencia a una comunidad de iguales. Desaparición y sobrevivencia. Dos formas de muerte. La multitud errante y La buena letra tienen en común el hecho de conformar un discurso contracorriente que se opone al discurso hegemónico el cual pretende borrar las huellas del crimen de la muerte; una muerte física y hermenéutica que, como dice Reyes Mate, se refiere al modo en que se lleva a cabo la transgresión. Los discursos de Restrepo y Chirbes denuncian un poder que es capaz de fabricar cadáveres y encima privar este hecho de significado. Esta muerte hermenéutica es la que me interesa ahondar en estas líneas. Desaparición e invisibilización son las formas en que se especifica esa fabricación de la muerte. La primera estrategia se efectúa borrando toda huella, no dejando rastro alguno de la víctima. La segunda se perpetúa despojando de derechos a quien sobrevive y por eso se trata de una vida a medias que es más parecida a la supervivencia. Estos crímenes ocurren en las novelas de Restrepo y Chirbes, en La multitud errante se concreta con la desaparición de Matilde Lina y en La buena letra en la persona de Ana, la narradora y personaje principal ya que su vida es despojada de toda significación (invisibilización), ella se convierte en una sobreviviente. La desaparición es el crimen fundamental que congrega el andar de Siete por Tres en La multitud errante. La ausencia de Matilde Lina es
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lo que moviliza toda la trama. Él, hijo adoptivo de la desaparecida, va entre la multitud de desplazados que errantes por la geografía del país que los vio nacer huyen constantemente de la guerra: Después de la emboscada de Las Águilas, Matilde Lina no volvió a aparecer ni en vida, ni en muerte, y no hubo quien diera razón, chica o grande de esa mujer refundida en el tráfago de la guerra, como tantas y tantas (53).
Estas palabras, las dice Ojos de Agua, narradora de La multitud Errante. Habla de la desaparición del cuerpo de Matilde Lina, una ausencia radical, porque no está el cuerpo ni vivo ni muerto. Es precisamente esta ausencia lo que caracteriza al crimen de la desaparición y se extiende hasta la documentación relacionada con el cuerpo ausente (Rubin). Siete por tres busca en los registros del refugio de desterrados, el nombre de su madre, Matilde Lina: Lo hice seguir y le ofrecí un asiento que rechazó, dudoso entre permanecer o dar media vuelta y salir por donde acababa de entrar. Fue entonces cuando le pregunté el nombre, lo dejé buscando a Matilde Lina en los libros de registro y me fui a llamar a la madre de Françoise, quien por ese entonces era directora general de este refugio de desterrados al que yo le dedico mis días (Restrepo: 90-91).
La continua ausencia del cuerpo y también de documentos que informen sobre la vida o muerte del cuerpo desaparecido perfila un crimen que se extiende en el tiempo15. Ojos de agua, que cada vez se siente más atraída por este hombre que incansablemente busca a Matilde Lina, capta la dualidad en la que se mueve quien busca al desaparecido. Siete por tres está suspendido en el tiempo, no vive en el presente, sino en sus recuerdos, no puede hacer duelo por la muerte de su madre y tampoco puede celebrar que esté viva: 15 El primer instrumento jurídico moderno en el que se habla de “desaparición” es el Decreto nazi “Nacht und Nebel” (Noche y Niebla), expedido el 7 de diciembre de 1941. Aquí es definida como “acción de guerra dirigida literalmente a “desaparecer” al enemigo, negando su paradero. El texto del decreto ordena que parientes, amigos o conocidos permanezcan ignorantes ante la suerte de los detenidos y que en caso de muerte tampoco debe ser avisada su familia a menos de que medie orden de la autoridad. Véase: Centro Nacional de Memoria Histórica (2014).
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Siete por Tres no lo sabe. No lo sabe o no quiere saberlo. Y si sabe nada cuenta, guardándose para si todo el silencio y todo el espanto. Me habla de ella como si se le hubiera refundido ayer: el paso del tiempo no mitiga el ardor de los recuerdos (53).
Aquí los recuerdos de Siete por tres son como un puente que lo conectan con la vida. Ojos de Agua, la narradora, atrapa con esas palabras la esperanza que él tiene cuando piensa viva a su madre. Ilusión que lo mantiene anclado en el tiempo y que se refuerza por la ausencia de información de su paradero. En este punto concurre lo que afirma Agamben acerca del campo de concentración, al decir que “el campo sería […] el lugar en que es imposible hacer experiencia de la muerte […]” (2002: 77). Lo que este pensador tiene en la mira es el hecho de que el poder nazi, en sus campos de concentración, dio a la luz un hombre a medias, que se encarna en el “musulmán”. Así, atestiguaron sobrevivientes de los campos de concentración nazi, era como se les llamaba a los internos que habían sido víctimas del hambre y la degradación total. Se trataba de un hombre o mujer de huesos forrados por una piel que se le despoja. El musulmán es un cuerpo ausente de sí mismo y es prueba del triunfo del poder absoluto sobre la humanidad del individuo. Dice Agamben que: […] lo que define a los musulmanes no es tanto que su vida no sea ya vida (esta especie de degradación afecta, en un cierto sentido a todos los habitantes de campo, y no es una experiencia completamente nueva), cuando que su muerte no sea ya muerte. Esto, el que la muerte de un ser humano ya no pueda ser llamada muerte (no simplemente que haya dejado de tener importancia —esto ya ha sucedido— sino que precisamente no pueda ser llamada con ese nombre), es el horror especial que el musulmán introduce en el campo y que el campo introduce al mundo (72).
Esa imposibilidad de vivir la muerte como tal, en su dimensión humana y también emocional y sagrada, es concurrente con el crimen de la desaparición. El musulmán, como el desaparecido habita en el limbo, no tiene la identidad de vivo ni tampoco la de muerto. La condición del desaparecido como la del musulmán pone en entredicho el vínculo con lo más humano, la vida y la muerte. La voz del desaparecido también queda en el limbo. Matilde Lina es quien vive la experiencia extrema. Los demás nunca podremos
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saber lo que fue, qué vio, qué pasó. Ella, carente de voz, jamás podrá contar. Lo que conocemos de Matilde Lina, lo sabemos mientras acompañamos la agotadora búsqueda de Siete por Tres, quien además se nos presenta, la mayoría de las veces, a través de la lente de Ojos de agua, la narradora de la novela. De la desaparecida no hay huella, no hay un escrito, ningún documento. Solo hay lo que interpreta Ojos de Agua, quien escudriña en la memoria de Siete por Tres. Ella se otorga el derecho a hablar por la desaparecida: […] y en este punto habrá quien se pregunte cómo vine yo a saber cuáles fueron sus palabras exactas y el tono que utilizó para pronunciarlas, a lo cual solo puedo responder que simplemente lo sé; que sin conocerla he llegado a saber tanto de ella que me otorgo el derecho de ser su vocera […] (28).
La narradora de La multitud errante en su lugar de emisaria no es una testigo en todo el sentido del término16. Ella, como trabajadora del albergue de desplazados por la guerra, conoce de las injusticias y sufrimientos de los que realmente la viven, sin embargo, no ha vivido la experiencia de los desterrados y mucho menos de la desaparición. En la novela de Chirbes La buena letra el crimen sale a la luz a la manera de quien ha vivido la experiencia del sufrimiento y visto perpetrar el crimen y, por lo tanto, puede hablar de él. Ana ha sido víctima, no llega a ser la “desaparecida” o la “musulmán”, y es esto precisamente lo que le da su condición de “sobreviviente”. Por eso es quién puede dar un eco venido de los recuerdos del pasado. Su acto de mirar atrás y recordar abre y muestra la grieta, la injusticia sufrida. En la narrativa de Chirbes, el fracaso se vuelve una presencia que circunda y da vida a personajes que son relegados a lo marginal. Los hay alcoholizados, drogados, enfermos de sida, etc. Sin embargo, otros personajes, como Ana, la narradora de la novela, aunque haga parte de los vencidos, en este caso de la guerra civil española, es también un personaje que lucha por mantenerse en pie y no dejarse 16 Dice Agamben que el término testigo es proviene de latín testis, es decir, aquel que se sitúa como un tercero (terstis) en un proceso o en un litigio entre los contendientes. Otra acepción es la de superstes que se refiere “al que ha vivido una determinada realidad, ha pasado hasta el final por un acontecimiento y está, pues, en condiciones de ofrecer testimonio sobre él” (2002: 16).
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morir. Ana viene a encarnar a una mujer que puede dar testimonio de lo que vio, puede hablar porque a diferencia de otros no ha sido despojada de su habla. Ella recuerda, discierne, da palabra a lo que vio y sintió. La narradora de Chirbes es un personaje de gran profundidad, una mujer, que testimonia acerca del diario esfuerzo por no dejarse hundir en la muerte. Su lucha se asemeja más a una resistencia contra un poder violento que juega con los móviles de la vida y de la muerte. Chirbes logra perfilar un ser en su humanidad abierta, revelando sentimientos contradictorios. Ella no es un héroe porque está del lado de los fracasados, no es “ejemplar” porque cuando deja ver en lo hondo de sus pasiones, se asoma la miseria, el egoísmo y la delgada línea que separa lo humano de lo que no lo es: Así, durante tres años que nos parecieron interminables. Nos habíamos convertido en mulos de noria. Empujábamos, ciegos y mudos, buscando sobrevivir, y a pesar de que nos dábamos todo unos a otros, era como si solo el egoísmo nos moviese. Ese egoísmo se llamaba miseria. La necesidad no dejaba ningún resquicio para los sentimientos. Lo veíamos a nuestro alrededor. Los alimentos cambiaban de manos con gestos breves y nerviosos, con gestos de animales voraces. Comprábamos, vendíamos y cambiábamos con ansiedad y yo tenía la impresión de que aquella lucha me era ajena, que no me correspondía, y empecé, a odiarlos a todos: a tu padre y a los míos, a tu hermana, a la abuela María y, sobre todo, a tu tío Antonio, que nos destrozaba cada semana, detrás de las rejas pálido, enseñándonos más miseria y más hambre todavía, como si no fuera suficiente la que nos rodeaba, y pidiéndonos una comida de la que carecíamos (Chirbes, 2013a: 47).
Cuerpos desventurados que se empujan ciegos y mudos buscando sobrevivir, alimentos que el hambre invita a guardarse para sí, poniendo en duda el compartirlos con los seres más cercanos. Esa miseria que les permea el aire con un velo de ansiedad y odio no podría ser interpretada, simplemente, como debilidad frente al poder o la caída al abismo de la inhumanidad. La historia de Ana es la historia de una sobreviviente que vive una experiencia extrema y amenazadora en la cual se ve totalmente expuesta a la muerte. Dice Agamben, parafraseando al sociólogo Sofsky quien ha estudiado los campos de concentración que, “al someter a sus víctimas al hambre y la degradación el poder gana tiempo permitiendo formar un reino no necesariamente de muerte sino entre la vida y la
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muerte” (Citado por Agamben, 2002: 48). Ese poder que actúa de manera depredadora es aquel que en los campos lograba reducir la vida de los internos a la de “musulmán” o cadáver viviente. Un ser visto como una máquina vegetativa que, aunque se mantenía vivo se percibía como una figura sin nombre. El afán por no caer en ese estado es lo que “motivaba” (si es que cabe la palabra) a los otros internos a resistirse. Una lucha interna plagada de abyecciones: ayudar al “musulmán”, darle algo de comer, no dejarlo morir, pero al mismo tiempo sentir repugnancia hacía él y hacia sí mismo porque cada uno de los internos en su silencio aislado sabía que podría llegar a encarnarse en él y llegar a ser un musulmán más del campo (48). Esa repugnancia es la que experimenta este personaje complejo que nos presenta la novela de Chirbes. Ana está colmada de sentimientos encontrados, le rodea el peligro del hambre, la muerte y la desaparición. Se resiste a pasar al campo de los que habitan en el limbo, entre la vida y la muerte. No llega a encarnar al “musulmán”. Las expresiones de odio por su marido, sus hijos, suegros, cuñados que, como ella, están expuestos a la muerte, afloran en momentos en que la lucha por sobrevivir la apremia. Esos “Tres años”, que dice, “parecieron interminables” pueden ser interpretados como los que van de 1936 a 1939, tiempo en que se desarrolla intensamente La guerra civil española (Chirbes, 2013a: 47). Ana habla de la llegada al pueblo de los falangistas, la entrega de los republicanos y particularmente de la muerte que considera injusta, sucia: Por la tarde, supe que Raimundo Mullor pegaba a los que se entregaban. Durante todo el día se escucharon los gritos que procedían de un cuarto que hay bajo la escalera del ayuntamiento y que ahora utilizan los barrenderos. Esa noche me daba más rabia imaginarme a tu padre abofeteado por el mequetrefe de Raimundo Mullor que muerto de un tiro en una trinchera. Limpio me parecía más limpio (24-25).
Ana habla de una muerte que no es “limpia” porque no se da en la trinchera, ella expresa la injusticia de una guerra asimétrica, ya que es ejercida no en un campo en el que cada parte se espera el ir y venir de tiros, sino que los tiros de muerte vienen solo de una parte. El daño no viene a ser el resultado de una confrontación directa con el verdugo sino “la recepción de una violencia que le asalta”, que
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es precisamente lo que define a una víctima (Mate, 2011: 218). Ana es portadora de voz, la que ya perdieron los muertos. También habla de otras mujeres que llegan de pueblos cercanos al suyo en busca de los cadáveres de sus seres queridos. Dice: Había mujeres que venían en busca de cadáveres desde Gandía, desde Cullera, desde Tabernes. La certeza de la muerte las curaba del miedo. Preguntaban en voz alta, a la puerta de los cafés, por el lugar en que habían aparecido aquella mañana fusilados, y los hombres volvían avergonzados la cabeza y seguían jugando en silencio el dominó (Chirbes, 2013a: 27).
Tener certeza de la muerte les curaba el miedo. Ese suspenso permanente que envuelve la desaparición se termina y, de alguna manera, otorga dignidad a estas mujeres sobrevivientes cuando el cadáver vuelve a sus manos, para poder vivir el luto y darle sepultura a ese cuerpo que en vida ha tenido su historia. Las letras de Ana, aunque no ahondan en esa experiencia de luto, hablan de la trascendencia humana de vivir la muerte con sus ritos. Experiencia que, como decía Agamben, es precisamente la que el campo de concentración le despoja al ser humano. Dice el filósofo italiano que el control sobre la vida y la muerte son características del poder soberano o poder político en que se ha fundado el Estado. La fórmula política es tomándose el “derecho de hacer morir y dejar vivir”. La forma extrema se concreta en el campo de concentración, “hacer morir”: fabricando cadáveres y, “dejar vivir”: es esa vida abandonada y expuesta a la muerte (Agamben, 2000: 86, 87). Lo que aquí prima es el control sobre la muerte. Más que controlar la vida lo que importa es controlar la muerte17. Esta forma de poder violento es el marco sobre el que se mueven los personajes de La buena letra y de La multitud errante. Ana, narradora 17 Agamben reflexiona sobre dos momentos en el poder soberano. El del antiguo derecho y el de la biopolítica. El primero es el derecho del soberano de “hacer morir y dejar vivir” (el control sobre la muerte más que sobre la vida) y el segundo es el control total del Estado en la vida y cuerpo de los ciudadanos. Esto a través de la medicina, la política, el derecho, etc. Su fórmula es “hacer vivir y dejar morir”. Estos poderes pueden actuar combinados, en su opinión es lo que pasa con el poder totalitario de Franco “quien había encarnado durante más tiempo en nuestro siglo el antiguo poder soberano de vida y de muerte” (Agamben, 2002: 86-87).
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de la novela de Chirbes, está viva no por el hecho ser dueña de sus derechos, sino porque le ha hecho quite a la muerte. Matilde Lina, personaje que hace circular la trama en la novela de Restrepo, ha desaparecido, no hay huella de su existencia y su cuerpo desaparecido de la faz de la tierra no existirá más que para la memoria de Siete por Tres. Él, suspendido en el recuerdo, no podrá hacer experiencia de muerte. La narrativa de Chirbes y Restrepo trata de la memoria. Esta mira hacia atrás y habla de los que ya no están, no porque hayan muerto, sino porque han sido violentamente desaparecidos o en vida han sido invisibilizados. El discurso que se asienta en su literatura se opone a los discursos legitimadores del daño. Estos discursos, como dice Reyes Mate, lo que hacen es “ocultar gracias a estrategias interpretativas que lo esencial es el hecho de ser víctima” (2011:17). Lo que hacen ambos autores es literatura, utilizan la ficción para situarnos en un momento histórico reconocible, desde un presente vuelven la vista al pasado. Su escritura aborda hechos importantes para cada uno en su contemporaneidad, Chirbes parte de un presente de especulación y olvido; Restrepo de un presente en el que la guerra en Colombia se agudiza con el incremento del desplazamiento y las desapariciones. Ambos abordan reflexivamente hechos del pasado, al volver la vista atrás nos dejan ver la injusticia, el crimen, le ponen nombre: guerra civil, muerte, desaparición. En su escritura hay víctimas, verdugos, responsabilidades históricas. Bibliografía Agamben, Giorgio (2002): Lo que queda de Auschwitz, el archivo y el testigo Homo sacer III. Valencia: Pre-textos. —. (2005): Estado de excepción. Buenos Aires: Adriana Hidalgo. —. (2010): Homo Sacer: El poder soberano y la nuda vida. Valencia: Pre-textos. Altmann, Michael (2011): “Entre la amnesia y el ajuste de cuentas”. En La constancia de un testigo. Ensayos sobre Rafael Chirbes. Madrid: Verbum, pp. 13-21. Armada, Alfonso (2013): “No hay riqueza inocente”. En ABC.es.
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España, ¿madre o madrastra? El despecho de seis escritores colombianos por la imposición del visado a sus compatriotas Fernando Díaz Ruiz Université Libre de Bruxelles
El 18 de marzo de 2001 el diario El País publicaba una carta abierta firmada por seis escritores colombianos y Fernando Botero dirigida al presidente del gobierno español José María Aznar. En ella protestaban contra la medida de exigir visado Schengen a sus compatriotas para entrar en España, tomada para combatir la inmigración irregular. La presencia entre los firmantes del premio Nobel de Literatura Gabriel García Márquez garantizaba su repercusión mediática, tanto como la declaración que la clausuraba: “Con la dignidad que aprendimos de España, no volveremos a ella mientras se nos someta a la humillación de presentar un permiso para poder visitar lo que nunca hemos considerado ajeno” (García Márquez, 2001). A pesar de generar una inmediata respuesta de solidaridad de numerosos artistas e intelectuales españoles y latinoamericanos, que detallaremos más adelante, en octubre de ese mismo año el Congreso español respaldó unánimemente la decisión tomada por el Consejo de Justicia e Interior de la Unión Europea y publicada el 15
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de marzo de 2001 en el Reglamento (CE) número 539/2001 del Consejo de Europa (Vono de Vilhena et al., 2008: 100), es decir, tres días antes de la aparición de la carta. La medida comenzó a aplicarse el 1 de enero de 2002. Aunque en Colombia hubo un cierto seguimiento mediático del cumplimiento de esa promesa de no volver a pisar la otrora metrópolis, en España la misiva quedó archivada en algún rincón de la memoria colectiva de lectores y periodistas hasta que en el verano del 2013 la desempolvó el anuncio del entonces presidente Mariano Rajoy del inicio de las gestiones diplomáticas del gobierno español en el seno de la Unión Europea para lograr abolir dicha exigencia. Desde entonces hasta el 3 de diciembre de 2015, en que se eliminó nuevamente, aparecieron varios artículos sobre el tema del visado, muchos de ellos se refirieron directamente a dicha promesa, “quijotada” en palabras de uno de sus siete firmantes, el controvertido Fernando Vallejo (Matus, 2003), curiosamente el único que la cumplió. Dos de ellos, publicados en enero del 2014 y febrero del 2015, fueron escritos por Mariano Rajoy y Juan Manuel Santos, presidentes electos de ambos gobiernos. Sin lugar a dudas, el análisis discursivo de todos estos documentos puede ayudar a testimoniar el importante valor simbólico que tiene la opinión de los escritores colombianos —cuyo prestigio constituye, sin duda alguna, uno de los puntos fuertes de la marca Colombia, tristemente asociada con el narcotráfico y la violencia— en el imaginario de los políticos, periodistas y ciudadanos españoles. Sin embargo, es el examen de la carta de los escritores colombianos y Botero, sumado al de las circunstancias que rodearon el posterior incumplimiento de la promesa allí formulada por seis de los siete firmantes —que incluirá el de las justificaciones argüidas para volver a España— de los que se ocupará principalmente este ensayo, por su trascendental valor a la hora de mesurar la importancia actual de la antigua metrópolis para los artistas colombianos. Estos permitirán dejar patentes los vaivenes afectivos existentes en las desiguales relaciones bilaterales entre ambos países. Analizando pues las ambivalentes imágenes del otro (España para los colombianos y, en menor medida, Colombia para los españoles) plasmadas en los documentos citados, así como en las razones de los escritores para incumplir su promesa, podrán entenderse mejor las fluctuaciones y ambigüedades en la consideración de España como “madre patria”
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o “madrastra despiadada” (García Márquez, 2001) por parte de los hispanoamericanos. 2001-2015. Breve cronología histórica de un visado vergonzante Desde que en 1881 España y Colombia suscribieran el Tratado de Paz y Amistad en París, restableciendo unas relaciones diplomáticas suspendidas durante algo más de siete décadas —las que siguieron al inicio de las hostilidades que llevarían a la independencia definitiva de la excolonia—, la lengua, cultura, historia e intereses compartidos han contribuido a que la total reconciliación entre ambas naciones se haya hecho inevitable, hasta el punto de que, desde su ingreso en la Unión Europea en 1986, España se ha convertido en el mejor aliado de Colombia en sus relaciones diplomáticas y comerciales con las instituciones y gobiernos del Viejo Continente. En dicha colaboración y entendimiento, acelerados tras la muerte de Franco en 1975, se destaca la institucionalización de las Cumbres Iberoamericanas de Jefes de Estado desde 1991, bajo el liderazgo del rey Juan Carlos I, y, en términos bilaterales, el Tratado General de Cooperación y Amistad firmado por los presidentes César Gaviria y Felipe González en octubre de 1992 (Rodríguez, 2006: 142-144). A partir de la implementación progresiva de este último, ambos países han ido construyendo una importante relación comercial y de cooperación, en un marco global en el que España ha ido fortaleciendo su presencia y papel en Iberoamérica donde es, desde hace años, el segundo inversor tras los Estados Unidos y el primer donante en ayuda al desarrollo (Moltó, 2010). Esta relación ha venido acompañada de la llegada de una importante cantidad de inmigrantes colombianos a una España que, según el Fondo Monetario Internacional, llegó a situarse como octava potencia económica mundial en los años 2003, 2004 y 2007 —desde 2014 ocupa el puesto 14 (Mazo, 2016)—, y cuya población envejecida demandaba mano de obra joven y barata en sectores como la hostelería, la construcción o la agricultura. A causa de la crisis cafetera, la recesión económica vivida en Colombia en 1998-1999 y el terremoto en el Eje Cafetero (Villarraga Orjuela, 2009: 38), de 1997 a 2001 la colonia colombiana en España pasó de 10.000 a
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160.000 habitantes (Actis, 2009: 147), un crecimiento superlativo que, aunque se moderó ligeramente a partir de la aplicación de la necesidad del visado, siguió siendo importante hasta la mejora de la situación económica en el país andino en los años 2004 y 2005 (Sanabria Mora, 2008: 4). En este contexto de crecimiento económico español y de un aumento sustancial de la población inmigrante colombiana, la mencionada imposición de la obligatoriedad de visado para los ciudadanos del país andino que quisieran visitar España, que siguió a la reforma de Ley de Extranjería del 2000 realizada por el gobierno conservador del Partido Popular (PP) —enormemente criticada por organizaciones humanitarias, judiciales y de izquierda y cuyo reglamento vio cómo más de una decena de sus artículos fueron anulados por el Tribunal Supremo por violar el principio de legalidad—, supuso para muchos intelectuales, diplomáticos, políticos y artistas hispanos un motivo de vergüenza, un paso atrás en la total reconciliación entre dos pueblos hermanos. Antes de pasar a analizar los aspectos fundamentales de la relación de amor-odio; admiración-repudio y mecenazgo-dependencia que viven hacia la exmetrópolis los artistas colombianos, se antoja necesario tener presentes los principales hitos de este episodio del visado en las relaciones bilaterales entre ambos países. Para ello nos valdremos de una cronología histórica (véase Cuadro 1) de los acontecimientos, que acompañaremos con un somero comentario que contextualice su aplicación, explicando la excepcionalidad o no de la aplicación de esta medida a los colombianos, sus causas y efectos y, finalmente, los pormenores de la posterior marcha atrás del gobierno español que ha llevado a su supresión a finales de 2015. Cuadro 1. Cronología de la aplicación y supresión del visado Fecha 22-01-2001 15-03-2001
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Acontecimiento Entrada en vigor de la reforma de la Ley de Extranjería española del 2000 realizada por el gobierno del Partido Popular Decisión del Consejo de Justicia e Interior de la Unión Europea (UE) de obligar a Alemania, Austria, España e Italia a exigir visado a los ciudadanos colombianos. España se abstuvo
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04-10-2001 01-01-2002 10-08-2013 22-01-2014 26-02-2014 20-02-2015 20-05-2015 11-06-2015
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Aprobación en el Congreso español de la supresión del convenio bilateral de 1961 que eximía de visado a los colombianos Entrada en vigor de la exigencia de visado a colombianos Llamada de Rajoy al presidente de Colombia (Juan Manuel Santos) contándole que España solicitará la supresión del visado Tribuna del presidente Santos en El País celebrando el apoyo de España ante la UE La Eurocámara aprueba la supresión del visado para estancias cortas de colombianos y peruanos Tribuna de opinión de Mariano Rajoy en El País alabando a Colombia y a los colombianos Principio de acuerdo de la UE para la supresión del visado a los colombianos y peruanos que realicen visitas cortas. Rúbrica oficial del fin de la exigencia del visado durante la cumbre de la UE y de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños Entrada en vigor de la exención de visado para los colombianos. Los peruanos tuvieron que esperar por sus problemas en la implantación del pasaporte biométrico
La inclusión de Colombia en la lista negra de países a cuyos ciudadanos se les pedía visado —aprobada el 15 de marzo de 2001 por los quince ministros del Interior de los países que entonces integraban la Unión Europea, en una votación en la que se abstuvo el español, el luego presidente Mariano Rajoy— se enmarcó en el segundo mandato de José María Aznar, marcado por la obtención de la mayoría absoluta de su partido, el PP, en las elecciones generales del 12 de marzo de 2000. Dicha mayoría absoluta le permitió adoptar una política más restrictiva respecto a la inmigración, que tuvo como medida estrella la reforma de la Ley de Extranjería del 2000. Esta había sido aprobada durante su anterior mandato, pero con unas enmiendas introducidas por la oposición que no habían sido del gusto de los conservadores al haber generado, según ellos, un efecto llamada que provocó un aluvión de inmigrantes. Sea esto o no verdad, es indudable que la reforma del PP respondió a una inquietud presente entre muchos españoles ante el creciente núme-
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ro de inmigrantes llegados al país desde 1998 y las regularizaciones de inmigrantes en situación irregular realizadas en los años 2000 y 2001. Esta inquietud había sido alimentada por unos medios de comunicación que habían convertido en noticias informativas de primer nivel cada llegada de pateras provenientes de Marruecos, creando en una parte de la ciudadanía española la idea de estar siendo invadidos por una multitud. Varios estudios han demostrado el papel jugado por estos a la hora de fomentar en el imaginario colectivo la vinculación entre inmigración y delincuencia (Granados, 2002), algunos de ellos con una mención aparte al especialmente negativo tratamiento mediático recibido por los colombianos en la prensa a principios del milenio (Aparicio y Giménez, 2003 y Retis, 2004), momento en el que España no se opuso a la obligación de exigir visado a sus ciudadanos durante la ya citada reunión del Consejo de Justicia e Interior de la Unión Europea. Con la aceptación de España de la inclusión de Colombia en esta lista negra —refrendada por el Parlamento español el 4 de octubre—, el 1 de enero de 2002 sus ciudadanos pasaron a equipararse con los de Perú, la República Dominicana y Cuba a quienes se les solicitaba visado para entrar en el país desde 1992, 1993 y 1999 respectivamente. A pesar de sus logros limitados, el uso de esta petición como método para controlar la inmigración irregular hacia Europa procedente de Latinoamérica seguiría ampliándose. En agosto de 2003 y abril de 2007 esta exigencia comenzaría a aplicárseles a ecuatorianos y bolivianos (Vono de Vilhena et al., 2008: 100-101). Más allá de que las altas cifras de colombianos que han obtenido la residencia en España desde el año 2002 hasta hoy demuestren para algunos la ineficacia de esta medida, y para otros, su necesidad, ya que argumentan que sin ellas hubieran sido aún mayores, lo cierto es que la llamada de Rajoy a Calderón en agosto del 2013 supuso el inicio del fin de este desencuentro. Un borrón en las excelentes relaciones que ambos países mantienen en las últimas décadas que tendría que esperar algunos meses más para tener su final. Concretamente, al 3 de diciembre de 2015, fecha en que entró en vigor la supresión del visado a los colombianos rubricada en la cumbre de la Unión Europea con la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños del 10 y 11 de junio de ese mismo año.
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España como la madre patria: el alegato quijotesco de los hijos despechados Explicados los pormenores históricos de este episodio, es hora de analizar el discurso contenido en la famosa carta. En ella, seis escritores colombianos (Gabriel García Márquez, Álvaro Mutis, Fernando Vallejo, William Ospina, Darío Jaramillo Agudelo y Héctor Abad Faciolince) y un artista plástico, Fernando Botero, se atrevían a elevar una protesta pública al olvido del gobierno español de los nexos históricos y culturales entre ambas naciones al aceptar la exigencia del visado a los colombianos exigida por la Unión Europea. “Explíquenles a sus socios europeos que ustedes tienen con nosotros una obligación y un compromiso históricos a los que no pueden dar la espalda” (García Márquez, 2001) argüían en una misiva reivindicativa que iniciaban y clausuraban con una amenaza: la de no volver a pisar España mientras no se revirtiera dicha medida. Hay evidencias de que este texto —firmado por personalidades como Gabriel García Márquez, premio Nobel y escritor latinoamericano más reconocido en aquellos tiempos; Álvaro Mutis, excelente poeta y novelista que a finales de ese año acabaría obteniendo el prestigioso premio Cervantes; el recién descubierto Fernando Vallejo, que coleccionaba halagos por La virgen de los sicarios y obtendría el premio Rómulo Gallegos con El desbarrancadero en el 2003 o un artista tan reconocido y apreciado en España como Fernando Botero—, aparecido en la prensa española el 18 de marzo de 2001, tuvo un valor y repercusión dignos de estudio (véase el Cuadro 2). Así lo demuestran: • la inmediata solidaridad con los colombianos expresada por cientos de artistas e intelectuales españoles y latinoamericanos, que el 21 de marzo y el 18 de abril de ese mismo año apoyaron su reclamación en sendas cartas publicadas en El País y El Mundo donde tildaban de “insulto” y de “arbitraria exigencia” la medida. • la referencia explícita del presidente colombiano a dicha carta en “Para volver a volver”, su artículo aparecido en El País para celebrar la cercanía de la desaparición del “odioso” visado casi trece años después de su implantación (Santos, 2014). De hecho, comienza su misiva recordando la “sentida” y “dolida” misiva y citando la amenaza incumplida que la clausuró.
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• el análisis de la prensa española de la época, que evidencia que esta amenaza despechada de los artistas colombianos más conocidos del momento constituyó la protesta más ruidosa contra la medida. Los gobernantes del país andino no alzaron la voz contra la exigencia de visado por aquel entonces. Es más, si atendemos a las noticias publicadas en España, la primera queja importante contra la exigencia del visado no llegó hasta el 15 de junio del 2006, siendo efectuada por el vicepresidente colombiano Francisco Santos (EFE, 2006). Cuadro 2. Cronología de las reacciones hacia el visado Fecha 15-03-2001
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21-03-2001 19-04-2001 01-01-2002 23-04-2002
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Acontecimiento Decisión del Consejo de Justicia e Interior de la Unión Europea de obligar a Alemania, Austria, España e Italia a exigir visado a los ciudadanos colombianos y peruanos. España se abstuvo Carta de protesta de García Márquez, Mutis, Fernando Vallejo, Abad Faciolince, Botero, etc., prometiendo no volver a pisar España mientras se les exija visado Carta de 187 artistas e intelectuales españoles sumándose a la petición de los escritores colombianos y Botero Carta de repudio de la Ley de extranjería y de la obligatoriedad de visados de más de cien cineastas latinoamericanos Entrada en vigor de la exigencia de visado a colombianos y peruanos Álvaro Mutis es el primero en romper la promesa al pronunciar en Alcalá de Henares (Madrid) el discurso de aceptación del premio Cervantes Visita privada de Gabriel García Márquez a Barcelona (según El Mundo) Anuncio de Abad Faciolince de su vuelta a España en su columna de El Espectador. Desde entonces, solo queda por hacerlo Fernando Vallejo Llamada de Rajoy al presidente de Colombia (Juan Manuel Santos) contándole que España solicitará la supresión del visado
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Fernando Vallejo, el único en cumplir la promesa, declara: “Yo a España ya no la quiero” Carta de Abad Faciolince en El País alegrándose por la medida de la supresión del visado (tras acuerdo del 20-05) a punto de rubricarse Rubrica oficial del fin de la exigencia del visado para los colombianos durante la cumbre de la UE y de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños
Nuestra hipótesis es que esta misiva ilustra la problemática relación de parentesco entre dos naciones unidas por una cultura y una lengua compartidas, pero enfrentadas por un pasado colonial y unos, a menudo, desiguales intereses económicos y geopolíticos. Creemos pues que este sentimiento contradictorio, esta vacilación entre el afecto y el rencor hacia la otrora metrópolis reaparece continuamente en el texto, quedando plasmado magistralmente en la dual imagen metafórica de lo que es o puede ser España para ellos y para los hispanoamericanos: la madre patria o la madrastra cruel. Esta imagen o visión se materializa en la segunda frase del último párrafo: “Señor presidente: en sus manos está una decisión de unión o desunión con los pueblos hispanoamericanos. La Madre Patria podrá portarse como tal, y no darnos la espalda en uno de los momentos más duros de nuestra historia, o podrá también portarse como una madrasta despiadada […]” (García Márquez, 2001). Lo hace a través de una disyuntiva, que se pone en manos del presidente del gobierno español, el único capaz de revertir la decisión tomada por el Consejo de Justicia e Interior de la Unión Europea, una disyuntiva a la que seguirá la reiteración de la amenaza inicial de los artistas colombianos de no volver a pisar España si se acaba exigiendo visado a sus compatriotas. No cabe duda de que en esta frase no solo se actualizan las miradas benefactoras hacia la metrópolis, con la que los hispanoamericanos mantienen tantos vínculos, empezando por el de consanguinidad —enfatizados por la mayúscula atribuida al sintagma “Madre Patria” —, sino las visiones de una España inmisericorde e injusta con ellos, que remite a las páginas más negras de la Conquista y de la época colonial. Esto último, lo logran a través del sintagma “madrastra despiadada”, que suma a la carga semántica peyorativa
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del adjetivo, la del sustantivo “madrastra”. Pues no hay que olvidar que este, además de contener el sufijo despectivo -astro/a, tiene la desgracia de estar asociado en el imaginario colectivo a personajes malvados, a causa de los cuentos de Cenicienta, Blancanieves, etc. Más allá de celebrar orgullosos su mezcla “con otros riquísimos aportes de la humanidad, en especial con el indígena y el negro” y del tono reivindicativo de la misiva, resulta destacable que los firmantes no pongan en duda en ningún momento su sentimiento y relación de respeto, cercanía filial y admiración hacia España: • Por ejemplo, comienzan dirigiéndose al presidente que ha permitido que se esté a punto de permitir una medida que consideran injusta “con el mayor respeto”. • En el segundo párrafo se alude a la frase de un novelista colombiano —según Antonio Caballero, su propio padre, Eduardo Caballero Calderón (Calderón, 2009) —, que escribió que al entrar en España nunca tenía “la impresión de llegar, sino la de volver”. Resulta sintomático que dicho aforismo haya sido reutilizado después por el presidente colombiano en su tribuna de agradecimiento a España por sus gestiones en la UE para obtener la supresión del visado (Santos, 2014), donde también proclamó su hondo convencimiento de “no ser ajenos” a esta “gran nación”. • En el tercero, hablan de las guerras de independencia como el momento en que se corta “el cordón umbilical” con la metrópolis, asumiendo así su papel de hijos de la misma y reforzando la idea de esta como la “Madre Patria”. Este término es empleado (en mayúsculas) en dos ocasiones en la misiva, frente a una sola aparición del término “madrastra”. • En el extenso cuarto párrafo, donde adoptan ya un tono más beligerante —que irá en aumento hasta culminar en el sexto con la segunda formulación de la amenaza de no volver a visitar España—, continúan proclamando que: “Somos hijos, o si no hijos, al menos nietos o biznietos de España”. Y es que el texto no deja de ser una carta de amor despechado, un alegato quijotesco donde, a pesar de los reproches (“los hispanoamericanos no podemos ser tratados en España como unos forasteros más”) o de los recordatorios de las deudas contraídas o por contraer (“nos une una deuda de servicio: somos los hijos o los nietos de los esclavos y siervos injustamente sometidos” o “[q]uizá un día nosotros tengamos que abrirles a los hijos de España las puertas,
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como tantas otras veces ha ocurrido en el pasado”), predomina el reconocimiento de un profundo sentimiento de unión con la madre patria, plasmado en la afirmación: “nunca hemos renegado, ni podríamos hacerlo, de nuestro pasado español”. “Madrastra despiadada” pero necesaria. Historia de una promesa incumplida Esta renuncia a renegar de su pasado y raíces españolas —por más que estén llenos de momentos repudiables, que acrecientan la imagen de “madrasta despiadada” de la metrópolis— está probablemente detrás de los incumplimientos de la promesa de no volver a pisar la Península Ibérica por parte de seis de los siete firmantes de la carta (véase Cuadro 2). Eso sí, no más que el inconfesable pero evidente interés de estos artistas en visitar España, dado el papel vital que desde hace décadas vienen teniendo las editoriales españolas en la publicación y difusión de la literatura hispanoamericana (Fernández Moya, 2009); el prestigio que todavía sigue concediéndose en Hispanoamérica a los numerosos premios literarios otorgados por la otrora metrópolis o su incomparable cuantía económica. Así se desprende del análisis de las razones del primer y del último de los incumplimientos de la promesa, los de Álvaro Mutis y Héctor Abad Faciolince. La traición a su palabra del creador del personaje de Maqroll El Gaviero, pocos meses después de firmarse la carta, está relacionada con su obtención del premio Cervantes a finales del 2001. Su aceptación de este prestigioso galardón, que se concedía por primera vez a un escritor colombiano, le hizo volar a Madrid en abril del año siguiente para recogerlo en presencia de los Reyes de España en el Paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares. Durante la ceremonia, realizó una breve alocución en la que en ningún momento se refirió a su enfado con España por la exigencia de visado vigente desde principios de año ni a la violación de su palabra. En su discurso —que aún puede consultarse en el sitio web de RTVE— no hubo reproches ni críticas a la “madrasta despiadada”, sino una reivindicación de los nexos que les unen sentimentalmente, iniciada con la referencia a “sus antepasados gaditanos” y continuada con la siguiente confesión: “España, los españoles, las letras y
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las artes, la historia de esta nación conforman las circunstancias de mi existencia, la materia siempre esencial de mis sueños, y el apoyo que me rescata en los días de angustia y desconcierto”. De aquí en adelante, cinco de los siete firmantes irían también rompiendo su promesa. Si atendemos a lo expuesto por Fernando Vallejo, el único que la cumplió —no solo ello, sino que coherente con su postura de escritor maldito y a contracorriente proclamó en la prensa, una vez anunciado el final cercano de la exigencia del visado, su desamor por España (Marín, 2013) —, primero lo hizo Darío Jaramillo; luego, Fernando Botero; el 28 de abril de 2005, Gabriel García Márquez, que realizó una visita privada a Barcelona (EFE, 2005); después lo haría William Ospina y, finalmente, Héctor Abad Faciolince (Marín, 2013). De todos ellos, solo el último de ellos, el redactor de la carta según Vallejo, justificó públicamente el porqué de su regreso. Lo hizo en una columna de apenas seis párrafos en El Espectador, publicada el 4 de septiembre de 2010, en la que, tras calificar como “quijotada” —al igual que hiciera Fernando Vallejo en 2003 (Matus)— su promesa de no volver a España mientras se exigiera visado a sus compatriotas, anunció su regreso por motivos personales (poder visitar a sus hijos que estudiaban y vivían allí). Su texto acababa de la siguiente manera: Vuelvo a España. Quiero ver a mis hijos, quiero estar con ellos, quiero volver a probar la comida y el vino que más me gustan y volver a ver el cielo de Madrid, donde una vez fui feliz. A los diez años casi todos los delitos prescriben. He hecho un sacrificio muy largo; me he exiliado durante un decenio del país que más quiero, después de Colombia. “Hacer un voto es un pecado más grave que romperlo”. Prometer es una irresponsabilidad. Sé que no tengo que dar explicaciones por un acto privado. Me las doy a mí. Me estoy convenciendo a mí mismo de que puedo permitirme esta traición a mi palabra, diez años después. No aguanto más; vuelvo a España; la sangre me llama (Abad Faciolince, 2010).
Nuevamente, en el argumentario empleado para justificar la ruptura de la promesa, más allá de las razones personales concretas relacionadas con su papel de “padre aprensivo” que quiere poder estar al lado de sus hijos, aparecen los nexos de sangre y afectivos con la madre patria, subrayados tanto en esa última y definitiva fra-
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se de la cita anterior: “No aguanto más; vuelvo a España; la sangre me llama”, como en su afirmación en otro párrafo de su columna de que durante los diez años que había pasado sin pisar la otrora metrópolis “muchas veces” se había “sentido como un exiliado español que sueña con ver Granada o Lanzarote”. No obstante, como vamos a ver a continuación, en su columna quedan plasmadas también —como en el silencio de Álvaro Mutis sobre la exigencia de visado a sus compatriotas en su discurso al recibir el premio Cervantes— las tensiones resultantes de las desiguales relaciones bilaterales entre ambos países y el perjuicio que ha supuesto para su carrera el cumplimiento de esta promesa. Interesa pues subrayar cómo esas fricciones, resultantes de una posición de inferioridad —que se intuyen detrás de la asunción silenciosa de los gobernantes colombianos del visado a sus ciudadanos en 2001—, tienen en el ámbito literario su correlato en la presión ejercida sobre los escritores hispanoamericanos por los grupos editoriales o las entidades españolas para asegurarse su presencia en los eventos festivos o actos promocionales organizados en España. El texto de Abad Faciolince lo deja bien patente en su primer párrafo cuando al contar su rechazo a las invitaciones y peticiones recibidas para ir a España a “dar charlas, hacer talleres, asistir a un congreso de escritores”, lógicamente, actividades todas pagadas, desliza que “[u]una vez me dijeron que le darían un premio a un libro mío, con una única condición: tenía que ir a recibirlo allá. Me negué”. Sin duda, este último dato, una especie de chantaje, habitual en el caso de los galardones literarios otorgados por las grandes editoriales —como el premio Alfaguara de novela—, que suelen conllevar la firma de un contrato con los escritores en los que estos se comprometen a realizar un gran número de actos de promoción del libro, muchos de ellos en España, apuntan al reverso de la moneda de la visión de la otrora metrópolis, a su papel de “madrastra despiadada” y abusona que no permite rebeliones o quijotadas que puedan afectar su bolsillo. En conclusión, a la hora de valorar cómo la carta de los García Márquez, Mutis, etc. y las peripecias del (in)cumplimiento de su promesa de no volver a pisar España permiten esclarecer las distintas visiones de la otrora metrópolis, cabe decir que a pesar de que el complejo entramado de factores históricos, culturales, económicos y afectivos que entretejen los vínculos entre ambos países apunta a
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una mirada poliédrica y variable, resulta evidente que por su condición económica y geopolítica global, la exmetrópolis sigue llevando la voz cantante en las relaciones entre ambas naciones. Por todo ello, las declaraciones de unión y afecto filial hacia la madre patria de la mayoría de los escritores colombianos (Fernando Vallejo es, como casi siempre, la excepción que confirma la regla) deben leerse contemplando la relación asimétrica entre ambos países, es decir, sin olvidar el papel ocasional de “madrastra despiadada” pero necesaria de los hispanoamericanos, que ha ejercido y ejerce, o puede ejercer, España. Bibliografía Abad Faciolince, Héctor (2010): “Volver a España”. En El Espectador, 04 de septiembre de 2010. Aparicio, Rosa y Giménez, Carlos (2003): Migración colombiana en España. Bruselas: International Organization for Migrations. Actis, Walter (2009): “La migración colombiana en España: ¿salvados o entrampados?”. En Revista de Indias, LXIX, 245, pp. 145-170. Caballero, Antonio (2009): “Volver a volver”. En El Tiempo, 26 de junio de 2009. Efe (2005): “Visita sorpresa de García Márquez”. En El Mundo, 28 de abril de 2005. —. (2006): “El vicepresidente de Colombia dice que ‘es más fácil sacar un visado a EE. UU. que a Europa’”. En El País, 16 de junio de 2006.
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Sobre los autores Yannelys Aparicio es profesora contratada doctora de la Universidad Internacional de La Rioja. Ha sido profesora en la Universidad de Montclair State (New Jersey, EE. UU.), en la Passaic High School (New Jersey, EE. UU.) y visitante en la Universidad de Delaware. Ha publicado las ediciones de las novelas Las impuras y Las honradas, del cubano Miguel de Carrión, Los cachorros y Los jefes, de Mario Vargas Llosa, Persona non grata, de Jorge Edwards, Soldados de Salamina, de Javier Cercas y ha editado la poesía de Gustavo Pérez Firmat. Es autora de numerosos ensayos sobre literatura cubana, entre los que destacan: Lo que el tiempo no se llevó: la narrativa histórica de Julio Travieso Serrano (2013) y Narrativa histórica cubana (2014). Colabora habitualmente en revistas especializadas en literatura y didáctica de la lengua española e inglesa. Pertenece al consejo editor de las revistas Delaware Review of Latin American Studies y LETRAL. Ha realizado estancias de investigación en las universidades estadounidenses de Princeton, Montclair y Delaware. Andrea Cadelo es la directora del Departamento de Comunicación de la Pontificia Universidad Javeriana (Colombia). Es doctora en Historia de la Universidad de Warwick (Reino Unido), Máster en Historia Contemporánea de la Universidad Autónoma de Madrid, Máster en Historia del Mundo Hispánico del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (España) y comunicadora social con estudios en Filosofía de la Pontificia Universidad Javeriana. Ha sido docente de Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Warwick y
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SOBRE LOS AUTORES
King’s College London. Sus temas de interés son amplios y variados; versan sobre historia intelectual, con énfasis en pensamiento latinoamericano y crítica del racismo; historia de la comunicación, en particular de la prensa; y las representaciones culturales, literarias y mediáticas de la diferencia (raza, género, clase). Además de la academia, le interesa el periodismo cultural. Virginia Capote Díaz es investigadora y docente en la Universidad de Granada. Obtuvo su doctorado con una tesis sobre violencia y memoria en la narrativa testimonial colombiana, con la que consiguió el premio extraordinario de doctorado. Ha sido investigadora visitante en la Universidad de Illinois Urbana-Champaign, London Metropolitan University, Universidad Industrial de Santander en Bucaramanga, Paris-Sorbonne (Paris IV), Queen Mary University of London, y University of Cambridge. En la actualidad desempeña su investigación posdoctoral en King’s College London gracias al Programa de Perfeccionamiento de Doctores de la Universidad de Granada. Ha dictado conferencias y ha escrito artículos y capítulos de libros sobre narrativa colombiana contemporánea, literatura y memoria, estudios de género, estudios transatlánticos de literatura y mercado editorial. Es autora del libro Reescribir la violencia: narrativas de la memoria en la literatura colombiana contemporánea, publicado recientemente en Peter Lang. Fernando Díaz Ruiz es licenciado en Ciencias de la Información y Antropología por la Universidad de Sevilla y, desde finales de 2013, doctor en Filología por esta universidad, así como por la Université Libre de Bruxelles, donde viene trabajando como docente e investigador en literatura, cine y lengua española desde hace más de una década. Ha sido profesor invitado en la Radboud Universiteit Nijmegen (Holanda), la Universidad de Antioquia (Colombia), la Universidad Autónoma de Barcelona o las de Málaga y Badajoz. Especialista en la obra de Fernando Vallejo, autor sobre el que ha publicado capítulos en volúmenes colectivos y en revistas con comité de lectura, es un buen conocedor de la literatura colombiana. Prueba de ello son sus artículos sobre Héctor Abad Faciolince, Álvarez Gardeazábal, Alonso Sánchez Baute, Vargas Vila o Manuel Mejía Vallejo. Ha coeditado Gabriel García Márquez, la modernidad de un clásico (Verbum) y realizado la edición crítica de la novela abolicionista cubana Anselmo, el ingenio o las delicias del campo.
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SOBRE LOS AUTORES
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Janneth Español Casallas es doctoranda del Departamento de Literatura Española, en el programa “Lenguas textos y contextos” de la Universidad de Granada. Su investigación doctoral se titula: Usos del derecho en la literatura hispánica (1990- 2010). Recientemente participó como docente en calidad de doctoranda invitada en las facultades de Filosofía y de Derecho en la Universidad Libre de Bogotá, donde impartió los cursos: “Derecho y Literatura. Colombia y España, una literatura marcada por la guerra civil y la posguerra” y, “Derecho y cultura para comprender el conflicto interno”. En su investigación anterior Delito y castigo de un neogranadino en Cartagena de Indias del siglo xviii (premiada con matrícula de honor), trabajó el material de un proceso jurídico ocurrido en el siglo xviii, aquí abordó los discursos jurídicos de la Inquisición y la justicia civil. De este trabajo se produjo el artículo titulado “Travesía de un esclavo neo-granadino de finales del siglo xviii en Cartagena de Indias”, (Granada, 2014). Otras publicaciones destacadas son los artículos: “Conceptos de Jacques Rancière como herramienta de análisis en dos obras de la narrativa de Roberto Bolaño” (2015) y “Comunidad de Paz frente al Estado y el Derecho Internacional” (2009). Ángel Esteban es catedrático de Literatura hispanoamericana en la Universidad de Granada. Estudió la carrera de Filología Hispánica en Granada con el mejor expediente de su promoción. Para entonces ya había publicado un libro de poemas, Cuando yo sea mundo o cielo, que obtuvo un premio de bachillerato, a los 17 años. En 1989 defendió la tesis doctoral sobre la influencia de Bécquer en Martí, con la que obtuvo el premio extraordinario de doctorado de la Universidad de Granada y quedó finalista en el Casa de las Américas de Cuba y el de la Academia de las Buenas Letras de Sevilla. En 1996 ganó la plaza definitiva como profesor titular de Literatura hispanoamericana de la Universidad de Granada. En la actualidad ha publicado 40 libros, más de 100 artículos en revistas especializadas y libros de conjunto, ha asistido a más de 60 congresos y ha sido profesor invitado en 20 universidades de todo el mundo. Asimismo, ha impartido más de un centenar de conferencias en universidades de Europa, América y Asia. Dirige la revista Fronda, es jefe de Redacción de LETRAL y asesor científico de revistas como RILCE (Pamplona), Revista de Literatura (Madrid), Pensamiento y Cultura (Bogotá), etc. En la actualidad es destacable su participación en el Proyecto LETRAL de la Universidad de Granada, del cual es jefe de redacción.
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SOBRE LOS AUTORES
Luz Mary Giraldo es doctora en Filosofía y Letras de la Pontificia Universidad Javeriana en Bogotá, donde dirigió la maestría en Literatura. Profesora e investigadora de la Universidad Nacional de Colombia, donde actualmente se encuentra vinculada a Escrituras Creativas. Ha sido escritora en residencia y profesora invitada en la Universidad Católica de Chile. Desde hace varios años concentra sus investigaciones en literatura colombiana contemporánea. Tiene capítulos de libros, artículos en revistas, libros de ensayo, valoraciones múltiples y antologías de cuento, entre ellos: Fin de siglo: narrativa colombiana, Más allá de Macondo, Ciudades escritas (Mención de Honor Premio Internacional Pensamiento Latinoamericano y Beca Nacional de Investigación), En otro lugar —Migraciones y desplazamientos en la literatura colombiana— (Mención de Honor Premio Nacional de Literatura); R. H. Moreno-Durán —Fantasía y verdad—, Fernando Vallejo —Hablar en nombre propio— y Rodrigo Parra Sandoval —Cómo informar a Julio Verne—; Cuentos y Relatos de la Literatura Colombiana (2 tomos, Mejor Libro del Año en 2006), Cuentan. Relatos de narradoras colombianas contemporáneas (Premio Internacional LASA), Cuentos caníbales. Jóvenes narradores colombianos. Como poeta ha obtenido: Premio Nacional Casa de Poesía Silva, Gran Premio Internacional de Poesía en Rumanía y Mención Honorífica en el Festival Internacional de Poesía en Curtea de Arges. Catalina Quesada es profesora de español y cultura latinoamericana en la University of Miami. Doctora por la Universidad de Sevilla (con premio extraordinario de doctorado), ha trabajado en universidades de Francia y Suiza (Université Paris-Sorbonne, Université Paris-Descartes, Université de Picardie Jules Verne, Université de Limoges, Universität Bern) y ha sido profesora o investigadora invitada en distintas universidades europeas y americanas, entre ellas la Autónoma de Madrid, la de Antioquia o la Florida International University. Entre sus publicaciones destacan La metanovela hispanoamericana en el último tercio del siglo xx (Madrid, 2009), Literatura y globalización: la narrativa hispanoamericana en el siglo xxi (Medellín, 2014), Liquidar Colombia: narrativa colombiana en tiempos globales (en preparación) y Libido moriendi. Representaciones e imaginarios suicidas en la literatura hispánica (en preparación). Ha coordinado para Pasavento: Revista de Estudios Hispánicos el monográfico “Cultura y globalización en Hispanoamérica” (2014). En colaboración, prepara dos volúmenes en torno a la obra del cubano Severo Sarduy y del colombiano Héctor Abad Faciolince.
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SOBRE LOS AUTORES
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Pilar Reyes estudió Letras en la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá. Empezó su carrera editorial desde muy joven, como asistente de edición del director editorial del Grupo Santillana en Colombia, en 1994. Desde 1997 hasta abril de 2009 estuvo al frente del área de Edición General del Grupo Santillana en Colombia, donde se desempeñó primero como editora y luego como directora editorial de los sellos Aguilar, Punto de Lectura, Taurus, Alfaguara, Suma, Alfaguara Infantil y Juvenil, desarrollando un catálogo local de más de 300 títulos y con un fuerte impacto en la vida cultural colombiana. En mayo de 2009 fue nombrada en la dirección editorial del sello Alfaguara en España y en julio de 2013 asumió la dirección editorial global de los sellos Alfaguara y Taurus. Como directora editorial de Alfaguara y Taurus tiene a su cargo un catálogo de enorme prestigio y ventas integrado por autores como: Mario Vargas Llosa, Javier Marías, Arturo Pérez Reverte, José Saramago, Gunter Grass, Julio Cortázar, John Banville, Joel Dicker en el lado literario; y Joseph Stiglitz, Amartya Senn, Javier Gomá o Alex Grijelmo en el ámbito de la no ficción de calidad, entre muchos otros. Yadira Segura Acevedo es licenciada en Español y Lenguas por la Universidad Pedagógica Nacional de Colombia, magíster en Literatura por la Pontifica Universidad Javeriana de Colombia, licenciada en Filología Hispánica por la Universidad de Sevilla (España) y doctoranda en esta última Universidad (actualmente espera la defensa de la tesis doctoral: “William Ospina y la nueva novela histórica). Ha trabajado como profesora en diferentes universidades de Colombia: Pontificia Universidad Javeriana, Pedagógica Nacional, La Salle y Santo Tomás. Ha publicado los artículos: “Niveles de percepción estética en el arte” y “Análisis estético del jardín de las delicias”, en las revistas Interlenguajes y Metalenguajes de la Universidad Javeriana; “Poética de Nicanor Parra”, en Cuadernos de Literatura, Bogotá: Ed. Lerner; “El antimoema en Nicanor Parra”, en Trivialidades Literarias, España: Visor Libros. Colaboró en la realización del Decreto 2343 de Educación de 1994 en Colombia, en el área de Español y Literatura. Fue coautora del documento presentado ante el ICFES (Instituto Colombiano para el Fomento de la Educación Superior) para la acreditación de la Especialización en Cultura y Arte Folk en la Universidad Santo Tomás de Colombia.
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SOBRE LOS AUTORES
Consuelo Triviño Anzola es narradora y ensayista colombiana, reside en Madrid desde 1983. Es doctora en Filología Románica por la Universidad Complutense de Madrid. Ha sido profesora Literatura Española e Hispanoamericana en distintas universidades. Ha colaborado con revistas prestigiosas como Nueva Estafeta Literaria, Cuadernos Hispanoamericanos, Quimera, Revista de Occidente e Hispanomérica. Ha publicado Siete relatos, Prohibido salir a la calle (novela), El ojo en la aguja (cuentos), José Martí, amor de libertad (biografía), La casa imposible (cuentos), La semilla de la ira (novela), Una isla en la luna (novela), Letra herida y Extravíos y desvaríos (relatos) y Cervantes (biografía). Sus cuentos han sido traducidos a otras lenguas e incluidos en numerosas antologías y en revistas de reconocido prestigio internacional. Ha sido invitada a hablar de su obra en las universidades de Salamanca, Granada, Sevilla, Alcalá, Nacional de Colombia, la Sorbona, Bérgamo, Amiens, Copenhague, Turín y Colonia. La crítica más exigente ha valorado la profundidad de su prosa y su tersa escritura, lo que la sitúa entre las voces narrativas de mayor proyección en el contexto de la literatura en lengua española. Jasper Vervaeke es maestro en estudios latinoamericanos por la Universidad Nacional Autónoma de México, institución que le otorgó la medalla Alfonso Caso al mérito universitario. En 2015 se doctoró en la Universidad de Amberes. Con su tesis, la primera sobre la narrativa de Juan Gabriel Vásquez, ganó el premio a la mejor tesis de doctorado en el concurso de la Asociación de Colombianistas (2015). Sus artículos han aparecido en publicaciones internacionales tales como Letras Libres, Confluencia, Revista de Estudios Colombianos y The Contemporary Spanish-American Novel: Bolaño and After. Sus actividades laterales incluyen el periodismo y la traducción literaria.
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