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Español Pages [316] Year 2013
YALE UNIVERSITY LIBRARY
3 9002 12315 6458
Kl p e n s a m i e n t o de J u a n ( m i e s de S e p ií l v e d a \ ida a r l i v a . amsmo \ nucna (Mi ('I R c n a c i m i c n l o
F rancisco CastillaU rbano
C entro
de
E studios P olíticos
y
C onstitucionales
CONSEJO EDITORIAL
Luis Aguiar de Luque José Álvarez Junco Paloma Biglino Campos Bartolomé Clavero Elias Díaz Carmen Iglesias Santos Julia Francisco J. Laporta Benigno Pendás García Francisco Rublo Llórente Ángel Sánchez Navarro Joan Subirats Humet Joaquín Varela Suanzes-Carpegna María Isabel Wences Simón
Colección: Historia de la Sociedad Política Director: B artolomé C lavero S alvador
FRANCISCO CASTILLA URBANO
EL PENSAMIENTO DE JUAN GINÉS DE SEPÚLYEDA Vida activa, humanismo y guerra en el Renacimiento
C E N T R O D E E S T U D IO S PO L ÍT IC O S Y C O N S T IT U C IO N A L E S M adrid, 2 0 1 3
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ÑIPO: 0 0 5 -1 3 -0 2 7 -3 ISBN: 9 7 8 -8 4 -2 5 9 -1560-4 D epósito Legal: M -11931-2013 Impreso en España - Printed in Spain Edición a cargo de E diciones D oce C alles, S.L.
Im preso en papel reciclado
ÍNDICE IN T R O D U C C IÓ N ...............................................................................................
11
C apítulo 1. B IO G R A FÍA .................................................................................
15
C apítulo 2. L A D E FE N SA D E L A V ID A A C T IV A .................................
29
1. E l
humanismo cívico florentino y la defensa de la vida
ACTIVA ...........................................................................................................
29
2. L a TRANSFORMACIÓN DEL HUMANISMO CÍVICO EN LOS INICIOS DEL SIGLO XVI ....................................................................................................... 3. L a AFIRMACIÓN DE LA VIDA ACTIVA ......................................................... 4. E l aspecto social de la vida activa ................................................... 5. G loria , cristianismo y mérito ............................................................... 6. U na teoría de la historia ......................................................................
36 42 50 53 60
C apítulo 3. LA EXHORTACIÓN A LA GUERRA CONTRA LOS TURCOS. L A A M E N A Z A T U R C A ...............................................................................
69
1. C ontexto de la obra ...................................................................... 2. C hoque de civilizaciones y afirmación de la identidad europea 3. ¿Q uién se opone a la guerra? L a « confusión» entre L utero y E r a sm o ..................................................................................................... 4. L a interpretación del E vangelio ........................................................ 5. J uan L uis V ives y la originalidad de la E xhortación ................... 6. E l contraste entre europeos y tu r c o s .............................................
76 81 84 86
C apítulo 4. E L DEMÓCRATES PRIMERO O L A COM PATIBILIDAD E N T R E M IL IC IA Y R E L IG IÓ N ..............................................................
93
1. O rigen y circunstancias de la obra .................................................. 2. L os personajes ...........................................................................................
93 99
7
69 72
FRANCISCO CASTILLA URBANO
3. L a guerra: del
EL PENSAMIENTO DE JUAN GINÉS DE SEPÚLVEDA
debate con el luteranismo al enfrentamiento
.....................................................................................
102
4 . V ida ACTIVA Y VIDA contemplativa : SOLDADOS Y RELIGIOSOS ..........
110
5. V irtud, fortaleza
....................
115
C apítulo 5. R A SG O S M A Q U IA V ÉLICO S D E UN A N T IM A Q U I A V É L IC O .............................................................................
121
CON EL ERASMISMO
y riqueza: el valor de las obras
1. U n crítico temprano de M aquiavelo ................................................. 121 2. R asgos maquiavélicos en el pensamiento de S epúlveda .............. 128 3. L os límites de la religión y el alcance de la v irtu d ................... 138 C apítulo 6. E L DEMÓCRATES SEGUNDO, ¿R E T Ó R IC A O ID E O L O G ÍA ? ................................................................................................ 1. 2. 3. 4.
L as grandes y « pequeñas cuestiones» de un tratado ................... D e LA SUPERIORIDAD DE LOS MEJORES AL GOBIERNO DE LOS PRUDENTES E l GOBIERNO DE LOS MÁS PRUDENTES SOBRE LOS INDIOS ..................... D e LA GUERRA JUSTA A LA COLONIZACIÓN ..............................................
147 147 156 164 172
C apítulo 7. SEPÚ LV ED A Y LOS IN D ÍG EN A S A M E R IC A N O S D E SPU É S D E L DEMÓCRATES SEGUNDO ......................................... 181 1. 2. 3. 4. 5.
L a A pología: algo más que un resumen del D emócrates segundo .. L a primera parte de la A po lo g ía ......................................................... L a segunda parte de la A po lo g ía ........................................................ L a primera sesión de la controversia de V alladolid ................. D e LA SEGUNDA SESIÓN DE LA CONTROVERSIA A LAS «P roposiciones temerarias» ................................................................. 6. E l E pistolario y la H istoria del N uevo M u nd o ............................... 7. B arbarie y guerra en A cerca de la monarquía ................................
181 187 193 198 206 212 219
C apítulo 8. E L VALOR E JE M P L A R D E L L E G A D O R O M A N O ...... 225 1. 2. 3. 4.
L a inspiración clásica del R enacimiento ......................................... A dmiración por el mundo clásico: R oma como modelo .............. E spaña como la nueva R o m a ................................................................ E spaña: la R oma del N uevo M u n d o ..................................................
225 231 237 242
C apítulo 9. SO B R E E L M E JO R M O D O D E G O B IER N O ................... 249 1. 2. 3. 4.
D e la república de los mejores al reino .......................................... E l poder de las leyes ............................................................................... L a MONARQUÍA COMO MEJOR RÉGIMEN DE GOBIERNO ........................... O bligaciones y deberes del r e y ..........................................................
249 252 255 260
ÍNDICE
C apítulo 10. EL DILEMA ENTRE FILOSOFÍA E HISTORIA ........... 267 1. E l humanismo como teoría y prá ctica .............................................. 2. M anifestaciones opuestas sobre la compatibilidad entre F ilosofía e H istoria ................................................................................ 3. U n ejemplo paradigmático: el caso de las C omunidades ............ 4. D e la F ilosofía a la H istoria : una F ilosofía de la H istoria para la monarquía ..................................................................................
267 270 279 284
C apítulo 11. CONCLUSIONES ..................................................................... 291
BIBLIOGRAFÍA........................................................................................ 297 1. O bras de J uan G inés deS epúlveda ...................................................... 297 2. E studios citad os ....................................................................................... 299
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*
INTRODUCCIÓN* Juan Ginés de Sepúlveda ha sido considerado en numerosas ocasiones como el representante mejor cualificado de un pensamiento reaccionario que tiene sus más notorias manifestaciones a propósito de la conquista del Nuevo Mundo. Los trabajos que adoptan este punto de vista, bastante numerosos, no sólo coinciden en sus conclusiones, sino que también suelen hacerlo en una serie de supuestos: se centran en una parte de los escritos del humanista, generalmente en una sola obra, su Demócrates segundo, en el que tienden a encontrar lo esencial de los mismos, y desprecian por irrelevantes o desco nocen directamente el resto de sus textos; en segundo lugar, consideran que, después de redactar esa obra, mantuvo durante el resto de su vida -cerca de treinta años- las mismas ideas acerca de los indios (tal vez porque, de acuerdo con lo ya señalado, no estudian ninguna otra); tercero, juzgan su pensamiento envuelto en la sombra de una sospecha permanente: la de que responde pura y exclusivamente a una filosofía del dominio y explotación de los indígenas americanos, olvidando sus propias declaraciones en sentido contrario y la ideología general que inspira toda su escritura; esto último tiene una cuarta consecuencia: la valoración moral sobre la obra del cronista se extiende a él mismo, al que se atribuye, como mínimo, una doblez en sus juicios que le inhabilita aún más. La valoración de una parte de lo escrito por el humanista es la que deter mina, por tanto, el juicio sobre la totalidad de sus trabajos e incluso sobre su persona. Respecto a las ideas y las actitudes mantenidas por otros pensadores contemporáneos, Sepúlveda representaría «un retroceso no sólo por ignoran cia, también por malicia». Pero hay más: al centrarse única y exclusivamente Este trabajo se ha realizado en el marco de los proyectos de investigación «Legitimación del poder político en el pensamiento medieval» (MICINN FFI 2010-15582) y «Discursos legitima dores de la conquista y la colonización de América al norte y al sur del continente» (Instituto Franklin-UAH 2011-007).
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FRANCISCO CASTILLA URBANO
EL PENSAMIENTO DE JUAN GINÉS DE SEPÚLVEDA
sobre la obra que, en su mayor parte, se ocupa de los indios americanos, ni siquiera se ha querido ver su pensamiento en el contexto de la filosofía moral y política de su época, cuando lo que realmente atrajo la atención del huma nista fueron las polémicas y asuntos, varios y diversos, que ocupaban a los de su gremio en el resto de Europa. Lo que se pretende en lo que sigue es un análisis general del pensamiento de Sepúlveda, extendiendo su estudio desde su etapa italiana, que considero decisiva, hasta los escritos finales, De regno y las crónicas. Busco compren der las razones que le llevaron a decir lo que dijo en la forma en que lo hizo; esto significa que se rechaza de salida la valoración moral sobre la obra, pero sobre todo sobre el autor: no parto de la sospecha permanente ni reniego de la explicación de los intereses que pudieran guiar su escritura, pero creo desorientador e inaceptable como hipótesis de trabajo suponer que la ma yor parte de lo dicho por alguien durante más de cincuenta años puede ser ignorado en beneficio de una obra más de veinte años posterior a su primer escrito, interpretada como un subterfugio que sólo sirve a intereses espurios; máxime cuando estamos ante un producto de un tiempo tan distinto y dis tante del nuestro. La pretensión de comprender la obra del autor asume la existencia de cambios y continuidades en su pensamiento, pero también la de silencios y ausencias. Estas premisas exigen un acercamiento exhaustivo al lenguaje utilizado y, a través de éste, tanto a los contenidos como a la forma de sus textos, de todos ellos; a las condiciones en las que fueron escritos; a las coincidencias y diferencias con lo dicho por otros autores de la época; pero exigen, sobre todo, no aislar a Sepúlveda de sus circunstancias. El contexto histórico y lingüístico, en definitiva, no puede ser ignorado si se quiere dar cuenta del pensamiento de un autor y éste está incompleto si sólo se atiende a una de sus obras, a uno de los muchos temas que ocuparon su atención o si se considera sin ninguna prueba adicional, cuando existen muchas en contra, que lo que se interpretó por sus enemigos que dijo era lo que quería decir." Como humanista y por su propia biografía, el cronista vivió siempre en medios cortesanos, viéndose obligado, como era norma entre los de su oficio, a granjearse amistades, a soportar y sortear hostilidades y a mantener unas relaciones en las que los intereses particulares se entrecruzaban con los po líticos y sociales; no se puede ignorar al hombre, pero no se debe olvidar el grupo de pertenencia, ni la red de simpatías y enemistades tejida alrededor del pontífice o del monarca al que se servía y en la que se insertaba. Carece de sentido interpretar los apoyos y los ataques como algo únicamente personal o dirigido exclusivamente hacia sus méritos literario-ideológicos, sin tener en cuenta el juego de fuerzas políticas e intelectuales en el cual adquiere sentido A pesar de esta insistencia en la importancia del lenguaje asumo de antemano la dificultad de dar por válidos términos como nación o nacionalismo, Estado, pueblo, etc., que se usan en este estudio.
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INTRODUCCIÓN
su obra. El mundo de la corte, de cualquier enclave político, es un mundo con su ceremonial, con sus modas y, lo que más nos interesa, con sus grupos de poder e influencia, dentro de los cuales hay que observar la labor del cronista. Sus halagos a los grandes cardenales, embajadores, nobles y a los mismos papas y reyes, incrustados en sus obras, y sus acciones y dichos contra quie nes consideraba enemigos (personas, grupos, incluso órdenes religiosas), nos invitan a investigar el lenguaje de esos escritos junto con su ideología, sus re laciones sociales, sus vínculos, sus expectativas, no como fruto de un empeño aislado, sino como parte de ese cosmos. En ese contexto, se ofrece como una pobre simplificación, afirmar que Sepúlveda y su obra representaban los intereses de los monarcas españoles: un extendido mito sobre el que hay que echar alguna luz. Sobra decir que para alcanzar esos objetivos me han sido de suma utilidad muchos de los estudios realizados hasta ahora sobre la persona y la obra de Juan Ginés de Sepúlveda, pero también me he visto obligado a alejarme de afirmaciones y supuestos que considero ajenos a lo que debe ser un estudio de ideas filosófico-políticas acorde con nuestro tiempo. Con frecuencia, unos y otros aparecían unidos. Pido disculpas si algún autor considera que no he hecho justicia a sus ideas y asumo de antemano los errores que haya podido cometer; éstos me son totalmente imputables. A muchas personas debo agradecer que hayan hecho posible este libro. Cuando no existía ni como proyecto, fueron numerosas las conversaciones con Fermín del Pino que me incitaron a escribirlo: vaya por delante el reconoci miento de mi deuda, creo que impagable a estas alturas, con él. José Antonio Bárez y Juan L. Patau, cuya amistad de tiempos lejanos sigue viva, leyeron en distintas ocasiones originales destinados a ser revisados y mejorados gracias a sus comentarios. Mucha fue la amabilidad de Ma José Villaverde al acogerme en su Seminario, pero mayor su generosidad y empeño para facilitar la salida a la luz de este trabajo, algo que sólo compite, si cabe, con su ayuda para la resolución de tantos otros asuntos. También quiero agradecer el apoyo recibido para la publicación del libro en las colecciones del Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, de Paloma de la Nuez e Isabel Wences, compañeras del Se minario sobre la Ilustración y la Tolerancia, que trabajan en esa institución, así como de su Director, Benigno Pendás. Hubiera tenido muchas más dificultades para escribirlo sin beneficiarme de mi pertenencia a la Universidad de Alcalá, sobre todo de las facilidades que me prestan su Biblioteca y su Servicio de Acceso al Documento; a su personal agradezco su permanente disposición. Por último, hubiera sido imposible hacer no ya este libro sino otras muchas cosas sin el sacrificio, la comprensión y el estímulo en los momentos más difíciles que me presta mi familia: a Mari, a Carmen y a Rocío, gracias por todo. Primeras versiones de algunos de los capítulos que componen este libro se han publicado con anterioridad. Todos ellos han sido revisados para esta edición. 13
C a p ít u l o 1
BIOGRAFÍA A pesar de la excelente labor llevada a cabo por Ángel Losada1, no son muchos los datos que conocemos sobre la infancia y juventud de Juan Ginés de Sepúlveda. Además de su nacimiento en 1490 en Pozoblanco, en el seno de una familia procedente de la localidad castellana de Sepúlveda2, y de sus estudios de humanidades en Córdoba, que le debieron familiarizar muy pronto con las letras clásicas, a las que él mismo, en varias ocasiones, afirma haberse dedicado tempranamente3, poco más se puede añadir. Su llegada a la Universidad de Alcalá (1510), de la que orgullosamente declaraba: «soy hijo desa universidad y muy aficionado a su honrra»4, le debió permitir perfec cionar sus conocimientos de las lenguas antiguas, sobre cuya importancia y validez no albergó ninguna duda a lo largo de su vida5. También en Alcalá al canza el grado de bachiller (1511) y se ordena, destacando entre sus maestros a Sancho Carranza de Miranda, que le imparte Filosofía durante tres años6. Sigue estudios de Teología en el Colegio de San Antonio de Sigüenza (1513), del que no dejó de reconocer años más tarde que «el haber formado parte de él en nuestra juventud es algo que no sólo no nos pesa, sino que lo llevamos a 1 Á. Losada, Juan Ginés de Sepúlveda a través de su «Epistolario» y nuevos documentos. 2 Acerca de la monarquía, p. 99. 3 Epistolario , carta 66 a Martín Oliván, del 3 de diciembre de 1547, p. 168; carta 74 a M el chor Cano de 26 de diciembre de 1548, p. 197; carta 76 a Luis de Lucena de 1 de enero de 1549, p. 206. 4 Ibídem, carta 133 al doctor Muñoz, de 3 de abril de 1567, p. 391. 5 Ibídem, carta 66 a Martín Oliván, del 3 de diciembre de 1547, pp. 164-9. Las afirmaciones vertidas en Sobre el destino y el libre albedrío, p. 4, se dirigen no tanto contra la elocuencia y las humanidades como contra su uso por parte de Lutero y sus seguidores, que «se mostraban con una mucho mayor disposición aún para cada uno de los peores vicios de las costumbres que para las virtudes de la elocuencia». 6 Breve descripción del colegio [de San Clemente], p. 83.
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FRANCISCO CASTILLA URBANO
EL PENSAMIENTO DE JUAN GINÉS DE SEPÚLVEDA
honra»7. A principios de 1515 gana la beca de Teología para el Colegio de San Clemente de Bolonia; se encamina al mismo con una carta de presentación del cardenal Cisneros8, e ingresa oficialmente en él el 27 de septiembre de 1515, aunque con posterioridad debió confirmar las pruebas de «limpieza de sangre» que el Colegio exigía como requisito de entrada. Por ellas se supo nía que Sepúlveda pertenecía a una familia humilde de «cristianos limpios y viejos», dato que se ha puesto en cuestión recientemente: «S orp ren d e, sin em b argo, que lo s testig o s p resentados en las p robanzas, que se d esh acen ló g ica m en te en en co m io s d e la fam ilia, nada tengan que decir d el padre, G in és S á n ch ez, que al parecer abandonó la v illa paterna para llevar una oscura ex isten cia en C órdoba. A partir de la gen eración d el ab u elo da la im pre sió n de haberse p roducido un b m sc o d esc en so social que las fu en tes no exp lican y S ep ú lv ed a calla por la cuenta que le trae: a juzgar por e l o ficio que ten ía la m ayoría d e e s o s testig o s, G in és S án ch ez d eb ió de haber sid o correero. ¿ D e e s tirpe co n versa? N o m e extrañaría, dadas algunas afirm acion es su yas - c o m o ese e lo g io in tem p estivo de la riqueza- y habida cu en ta, ad em ás, d el m atrim onio de su sobrina co n un A rgote: la fam ilia por parte m aterna de G ón gora»9.
A partir de su estancia en Italia comienza una brillante carrera que, entre otras cosas, le llevará a ser reconocido como un gran humanista en el Ciceronianus de Erasmo101, una distinción que para Sepúlveda, próximo a cumplir los cuarenta años, tuvo un sabor agridulce, porque la alabanza de lo que podía hacer en los siguientes años parecía ir en menoscabo de los méritos alcanza dos hasta entonces: «aunque n o m e pasaba inadvertido e l alcan ce de tu e lo g io , ú n icam en te referido al prom etedor futuro d e un hom b re y a ca si cu ad ragen ario, tal c o m o su ele ala barse la co n d ició n de un a d o lescen te cu an d o n o se p u ed e h acer lo propio con su s a c c io n e s, sin em b argo, p en sab a que d eb ía agradecerte tan cortés actitud, al preferir h acer m en ció n a las bu en as cu alid ad es que en m í se apuntaban antes que a m is p resen tes d e fe c to s, que parecías discu lp ar por m i ed ad »" .
En Bolonia, Sepúlveda va a ser rápidamente apreciado, pues para 1517 ya se dirige al rector del Colegio, Diego de Arteaga, como «su colega»12; 7 Ibídem, p. 82. 8 Reproducida por Á. Losada, Juan Ginés de Sepúlveda a través de su «Epistolario» y nuevos documentos, p. 465. 9 J. Gil, «Introducción histórica» a J. Ginés de Sepúlveda, Epistolario, p. CXLI. 10 Erasmo de Rotterdam, El ciceroniano, p. 158 (son erróneos los datos que proporciona el editor sobre Sepúlveda como dominico y como autor contrario a las reformas eclesiásticas). 11 Antiapología, p. 121. V éase, asimismo, Epistolario, carta 8 a Alfonso de Valdés [aprox. de 1530], p. 38, y carta 28 a Erasmo, de 23 de mayo de 1534, p. 78. No obstante, este resquemor se olvida cuando Sepúlveda menciona los elogios de Erasmo en su carta a Melchor Cano de 26 de diciembre de 1548 (Epistolario, carta 74, p. 199). 12 Epistolario, carta 1 a Diego de Arteaga, p. 1.
16
CAP. 1 BIOGRAFÍA
asimismo, tendrá como profesor a Pietro Pomponazzi1314,uno de los más im portantes filósofos del Renacimiento, a quien recordará tanto en la dedicato ria a Alberto Pío, príncipe de Carpi, a la traducción del tratado De incessu animaliumH, incluido en su traducción de los Parva Naturalia, como en la Antiapología15. Tal vez se deba al influjo de Pomponazzi su conocimiento y admiración por Aristóteles, que perdurará toda su vida, pero lo cierto es que la Universidad de Bolonia es durante este tiempo un centro de análisis de la obra del Estagirita y prueba de ello son los abundantes comentarios sobre su filosofía natural que allí se realizan16. Sin duda, este interés pro picia una visión secularizada del hombre y de la naturaleza, como señalara Maravall17, pero lo cierto es que el humanismo italiano llevaba más de cien años exhibiendo estas características en sus trabajos18, y Sepúlveda, con su dominio del griego y la elegancia de su prosa latina, empeñada en imitar a Cicerón19, va a formar parte de sus filas. No en vano, será sobre todo en sus traducciones de la obra del Estagirita donde muestre sus conocimientos filológicos. Se ha dicho que «Sepúlveda era un traductor competente, aunque no dis tinguido, de Aristóteles»20, pero todo apunta a que fue considerado uno de los mejores traductores de su tiempo21. La claridad y el estilo que eran caracterís ticos de sus trabajos debieron ser muy del agrado de sus contemporáneos, y de su éxito dan fe tanto la publicación conjunta de sus traducciones de Aristó teles en 1532, como las cinco ediciones, en apenas treinta y cuatro años, de la traducción de los Comentarios de Alejandro de Afrodisias a la Metafísica de 13 Desconozco en qué se basa A. Pagden, La caída del hombre natural. El indio americano y los orígenes de la etnología comparativa, p. 155, para introducir la duda sobre esta relación y sobre su competencia traductora, a la que aludo a continuación, pero ha sido severamente criti cada por J. M. Pérez-Prendes en su «Introducción Jurídica» a J. G. de Sepúlveda, Acerca de la monarquía, pp. XIII-XIV. 14 Epistolario, carta 3 a Alberto Pío (es el Prefacio a la traducción de Sobre la marcha de los animales, de 23 de marzo de 1522), p. 15. 15 Antiapología, p. 125. 16 D. A. Lines, «Natural philosophy in Renaissance Italy: the University o f Bologna and the beginnings o f specialization», p. 276. 17 J. A. Maravall, Carlos Vy el pensamiento político del Renacimiento, p. 295. 18 E. Fueter, Historia de la historiografía moderna, I, p. 25: «Los humanistas italianos secula rizaron completamente la historia». 19 Epistolario, carta 61 a Sebastián de León, de 1 de abril de 1546, p. 157. 20 A. Pagden, La caída del hombre natural. El indio americano y los orígenes de la etnología comparativa, p. 155. 21 O. H. Green, «A note on Spanish humanism: Sepúlveda and his translation o f Aristotle’s Politics»', E. Rodríguez Peregrina, «J. G. de Sepúlveda y sus traducciones comentadas de los filósofos griegos»; A. Losada, Juan Ginés de Sepúlveda a través de su «Epistolario» y nuevos documentos, pp. 267-295.
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FRANCISCO CASTILLA URBANO
EL PENSAMIENTO DE JUAN GINÉS DE SEPÚLVEDA
Aristóteles22. Lo que hay que reconocer, más bien, es que su «actividad como traductor de Aristóteles lamentablemente ha sido pasada por alto»23, pero, en su época, su prestigio está más que refrendado por los múltiples encargos de influyentes personajes italianos de los que dan muestra sus dedicatorias: al cardenal Julio de M edid (Parva Naturalia, 1522), y la ya citada De incessu animalium a Alberto Pío; al papa Adriano VI (De ortu e interitu, 1523); a Hércules Gonzaga, príncipe de Mantua (De mundo, 1523); de nuevo a Julio de M edid, ya como Clemente VII (Comentarios de Alejandro de Afrodisias a la Metafísica de Aristóteles, 1527), a cuya petición responde igualmente la traducción de la Meteorología, publicada en 1532 y dedicada a Carlos V. A estas traducciones vinculadas con su estancia en Italia hay que unir las que lleva a cabo una vez que vuelve a España: la Política (1548), dedicada al futuro Felipe II, y la de la Ética (1566), desgraciadamente perdida, pero iniciada a instancias de Clemente VII en 153424. Su labor traductora, por otra parte, no se agota en los textos filosóficos; también en los estudios teológicos y bíblicos su conocimiento filológico será apreciado. Así, como Sepúlveda mismo relata, cuando se encontraba en Nápoles huyendo del Saco de Roma, el general de la Orden Dominica, cardenal Tomás Vio, le mandó llamar a Gaeta, su ciudad natal, para que le ayudara en sus estudios sobre el Nuevo Testamento, dado que él no sabía griego25. Éste parece haber sido el momen to en que ambos autores estuvieron más unidos por una tarea común, pues aunque se ha señalado que «el conocimiento de la filosofía clásica griega lo completó [Sepúlveda] con una formación teológica adquirida en diversas eta pas de su biografía intelectual, pero sobre todo durante su estancia en Roma junto a uno de los grandes comentaristas y sistematizadores de la obra filo sófica y teológica de Tomás de Aquino, Juan de Vio, Cardenal Cayetano»26, todo apunta a que la relación entre ambos en su etapa romana no pasó de ser de coincidencia en el servicio a Clemente VII27; por otra parte, son numerosas las referencias de Sepúlveda a Cayetano que dejan claro que consideraba su 22 Los trabajos de A. Coroleu, «La contribución de Juan Ginés de Sepúlveda a la edición de los textos de Aristóteles y de Alejandro de Afrodisias»; «A philological análisis o f Juan Ginés de Sepúlveda’s Latin Translations o f Aristotle and Alexander de Aphrodisias»; «Ioannes Genesius Sepúlveda versus Franciscus Vatablus. A propósito de la fortuna de las traducciones latinas de Juan Ginés de Sepúlveda», y «The fortuna o f Juan Ginés de Sepúlveda’s translations o f Aristotle and o f Alexander o f Aphrodisias», y la bibliografía allí reseñada. 23 C. B. Schmitt , Aristóteles y el Renacimiento , p. 87. 24 Epistolario, carta 23 a Gian Matteo Giberti, obispo de Verona, de 13 de febrero de 1534. 25 Historia de Carlos V. Libros VI-X, p. 64. 26 S. Rus Rufino en su «Estudio histórico. Aristotelismo y antropología en Juan Ginés de Se púlveda», p. XII, que introduce el volumen XV de las Obras completas del cordobés; véase, ibídem, pp. XXXVI-XXXVII y su repetición en Antropología y ética aristotélica en Juan Ginés de Sepúlveda , pp. 2, 17, 2 2 ,4 3 y 79. 27 Demócrates segundo, pp. 53-54 y Epistolario, carta 19 a Erasmo, de 15 de octubre de 1532, p. 59.
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CAP. 1 BIOGRAFÍA
pensamiento opuesto a sus ideas28. También pertenecen al terreno de la Filo logía Bíblica las recomendaciones que hace Sepúlveda al mismo Erasmo29, en las que como gran especialista «no le faltaba preparación lingüística, rigor crítico ni imaginación creadora»30. Su relevancia como traductor no es obstáculo para que Sepúlveda escriba sus propias obras. La primera de ellas, la Historia de los hechos del cardenal Gil de Albornoz (1521), tiene su origen en una petición del propio colegio que lo acogía en Bolonia, interesado en honrar y justificar las acciones militares y políticas de su fundador con una biografía escrita en un latín pulcro. La segunda, que se creía perdida, son los Errata Petri Alcyonii in interpretatione libri Aristotelis de incessu animalium, obra en la que el futuro cronista pre tendía poner de relieve los errores cometidos por el humanista veneciano en su traducción latina de los Par vi Naturales de Aristóteles; como ha dicho su descubridor: «Todo hace pensar, por tanto, que los Errata no se publicaron, pero sabemos que habían sido impresos y que estaban prestos para su difu sión: el único ejemplar existente, el conservado en la Biblioteca Marciana así lo demuestra»31. Pero la valía de Sepúlveda como autor se muestra sobre todo a partir de textos como el Gonsalus, un diálogo sobre la búsqueda de la gloria que pudo componer en 1522 y que publicó en 152332. El texto se presenta como un producto típico de la literatura humanista tanto por su contenido como por la forma. De hecho, ese contenido ilustra muy bien el esfuerzo del futuro cronista por agradar al bando imperial: la obra no sólo es una loa permanente de la figura del Gran Capitán Gonzalo Lernández de Córdoba y, por tanto, del papel de los ejércitos hispanos en Italia, sino que está dedicada a los duques de Sessa, Elvira de Córdoba, hija del Gran Capitán, y su marido Luis Fernán dez de Córdoba, en ese momento embajador de Carlos V ante el Papa. Por su 28 Demócrates segundo, p. 43; Apología, p. 218; Epistolario, carta 82 a Melchor Cano, de 15 de julio de 1549, p. 244; ibídem, carta 92 al obispo de Arras y al Señor de Granvela,de 8 de julio de 1550, p. 261. Véase, asimismo, S. Muñoz Machado, Sepúlveda, cronista del Emperador, p. 359: «Juan Ginés de Sepúlveda, colaborador de Cayetano, se situó en cuanto a la guerra, según ya ha quedado de manifiesto, en posiciones mucho más realistas y sus criterios estuvieron bas tante alejados de las posiciones del cardenal dominico». 29 Epistolario, cartas 23 (pp. 64-6), 28 (pp. 77-9), y 34 (pp. 90-2). 30 A. Sáenz-Badillos, «Ginés de Sepúlveda y la Filología Bíblica», p. 140. 31 J. Solana Pujalte, «Los Errata Petri Alcyonii in interpretatione libri Aristotelis de incessu ani malium de Juan Ginés de Sepúlveda: ¿obra quemada, no impresa o no publicada?», p. 602. 32 Su editor y traductor, J. J. Valverde Abril, p. CLXXXVI, apunta «que en el encabezamiento del Gonsalus no aparece el grado de «doctor en artes y teología» que Sepúlveda ya poseía en mayo de 1523, según se desprende de otros encabezamientos de obras suyas publicadas ese mis mo añ o... Por otro lado, las referencias de esos mismos pasajes a las circunstancias en las que se produjo la composición de la obra (un receso en la labor de traductor de los escritos aristotélicos sobre filosofía natural que Sepúlveda acometía por aquella época) hacen que nos inclinemos por el verano de 1522 como fecha de composición»; el pie del libro señala su impresión el 19 de agosto de 1523.
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parte, en Sobre el destino y el libre arbitrio (1526), obra de gran calado nietafísico y, sobre todo, teológico, Sepúlveda defiende con ardor el punto de vista católico frente a la posición luterana a la vez que, al dedicar la obra al obispo de Córdoba, Juan de Toledo, hijo del segundo Duque de Alba, estrechaba de nuevo los vínculos con su tierra de procedencia y con la poderosa familia que habría de favorecerle en repetidas ocasiones. En 1523, Sepúlveda abandona definitivamente el Colegio de San Clemen te. Inicia una etapa de continua productividad en la que, además de ganarse la vida como profesor de Filosofía Moral en Roma33, está bajo la protección de distintos mecenas, conforme era norma entre los humanistas y tal como atestiguan las dedicatorias ya citadas34. Cuando en mayo de 1527 tiene lugar el Saco de Roma por las tropas imperiales, se refugia con el que había sido su máximo protector hasta entonces, el Príncipe de Carpi, en la fortaleza papal de Sant’Angelo, pero su origen hispano es visto con desconfianza por los sitiados, que no dudan en expulsarle: «el cardenal Francisco Orsini, que por encargo del pontífice alistaba y disponía la guarnición, me obligó a abando nar el castillo por el mero hecho de ser yo español»35. Poco tiempo después, Sepúlveda está al servicio del cardenal de la Santa Cruz de Jerusalén, el fran ciscano Francisco de Quiñones, que años después iba a tomar la iniciativa para que su secretario, Antonio Barba, tradujera al castellano el Democrates primus (Sevilla, 1541); como miembro del séquito de este cardenal leonés y por encargo de Clemente VII, acude a dar la bienvenida a Carlos V cuando desembarca en Génova, el 12 de agosto de 1529. El humanista no deja es capar la ocasión de mostrar su habilidad retórica componiendo un brillante discurso para la ocasión, la Cohortatio, en la que anima al que iba a ser coro nado emperador en Bolonia en febrero de 1530, a hacer la guerra contra los turcos que amenazan Viena y a ampliar sus dominios para llevar la religión cristiana a todos los rincones. En 1530 colabora, junto a su amigo Diego de Neila, en la reforma del Bre viario Romano que Clemente VII había encargado al cardenal Quiñones36. Es un trabajo innovador en muchos aspectos, que reduce sensiblemente las horas canónicas, y que, después de alcanzar más de cien ediciones hasta 1556, fe cha en que fue prohibido su uso, habría de ser sustituido en 1568 tras los nue 33 Epistolario, carta 73 a Martín Oliván [aprox. de 1548], p. 188. 34 Entre sus mecenas no figura Aldo Manuzio, como afirma B. Cuart Moner en su «Introduc ción histórica» a la Exhortación, p. CCCVI, pues el impresor había fallecido en febrero de 1515, m eses antes de la llegada de Sepúlveda a Italia; es evidente que tampoco pudo ser su amigo, com o señala A. Pagden, «The ‘School of Salamanca’ and the ‘affair o f the Indies», p. 88, y La caída del hombre natural. El indio americano y los orígenes de la etnología comparativa, p. 155; véase D. A. Lupher, Romans in a New World, p. 353. 35 Historia de Carlos V. Libros VI-X, p. 39. 36 Epistolario, carta 127 a Diego de Neila [aprox. de 1557], p. 371.
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vos aires que impone el Concilio de Trento37. Sepúlveda también reconoce en el cardenal de la Santa Cmz a la persona que le anima a redactar Del rito de las nupcias y de la dispensa: « V ien d o que en esto s tiem p o s se d iscu te d ich a cu estió n [por qué cau sas está p erm itid o al hom bre repudiar a la esp osa] co n gran afán y em p eñ o por parte d e lo s h om b res d o c to s, p en sé que en m od o algu n o cu m pliría c o n m i d eb er si guardase sile n c io entre tanto rev u elo , y o , que acostu m b ro a hablar y a m o v er m i plum a aun cu an d o lo s otros callan y p erm an ecen in d o len tes, sobre to d o in vitán d om e a escrib ir tú, que por tu p o sic ió n podrías m and árm elo sin m á s, en tanto que no só lo d ese a s que q u ed en claros para to d o s lo s h om b res a lo s que puedan afectar aq u ellos asp ecto s que con stitu yen tu p reocu p ación por la p ú b lica co n cord ia de lo s d ev o to s y por la relig ió n , sin o q u e tam b ién , en la m ed id a de lo p o sib le , con sagras tu esfu erz o a aq u ello que en e sp e cia l con trib u y a a dirim ir las con troversias entre lo s cristian os»38.
La obra se publica en 1531, dedicada al Cardenal, y aunque aborda inevitablemente el divorcio entre Enrique VIII y Catalina de Aragón, tía del Emperador, no deja de tratar el asunto de forma serena y teórica, con gran erudición y evitando en lo posible la controversia agria con los de fensores del bando del monarca inglés39. Como ya ocurriera con el De fato, también en esta obra Sepúlveda demuestra su ortodoxia al anticipar la respuesta de Roma: la dispensa otorgada por el Papa para que Enrique se casara con la viuda de su hermano Arturo, era legítima conforme a la doctrina de la Sagrada Escritura, del derecho natural y de la tradición de la Iglesia. Sepúlveda envió Del rito de las nupcias a Enrique VIII, junto con otra obra, Sobre la potestad de la Iglesia romana y de su pontífice, de la que nada más se sabe40. Todas ellas, junto con las que han pasado más desapercibidas, como su diálogo Theophilus (1538), sobre la declaración de delitos ocultos, y su propuesta para la reforma del calendario (De correctione anni, 1546, aunque «una primera redacción de esta obrita debió estar concluida para 1538 o como muy tarde para comienzos de 1539»41), demuestran una gran amplitud de saberes, y un cierto atrevimiento al es cribir de materias tan diversas, lo que también era característico de los humanistas42. 37 B. Cuart y J. Costas, «D iego de Neila, colegial de Bolonia; canónigo de Salamanca y amigo de Juan Ginés de Sepúlveda», pp. 273-4; M. Righetti, Historia de la Liturgia. Tomo I, pp. 1144-1147, n . 349. 38 Del rito de las nupcias y de la dispensa, p. 135. 39 Introducción de J. M. Pérez-Prendes a Del rito de las nupcias y de la dispensa, p. CXIV. 40 Historia de Carlos V: Libros XXVI-XXX, p. 97. 41 E. Rodríguez Peregrina y J. J. Valverde Abril, «Introducción filológica» a Comentario sobre la reforma del año y de los meses romanos, p. CCLXIII. Véase Epistolario, carta 43 del cardenal Contarini, de 25 de abril de 1539, p. 108. 42 F. Rico, El sueño del humanismo (De Petrarca a Erasmo), pp. 60-1.
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A finales de 1532 acompaña al Pontífice a Bolonia para su nuevo encuen tro con Carlos V, pero a principios de este año no deja de publicar la Antiapo logía en defensa de Alberto Pío frente a Erasmo, obra que constituye el punto final de la polémica que el Príncipe de Carpi mantuvo con el humanista ho landés desde 1525. Aunque, en su afán por menoscabar cualquier mérito del cronista, Las Casas afirmó que «al elaborar su «libelo», Sepúlveda no prestó gran servicio a Carpi»43, el humanista se consideró obligado a escribir su tex to no sólo para salvar la memoria de su antiguo protector, fallecido en enero de 1531, sino también porque se sentía implicado personalmente: Erasmo le había señalado como colaborador de la última obra del Príncipe de Carpi44, en la que éste le había acusado de abrir el camino a la doctrina luterana: « E l m ayor rep roch e que te h a cen A lb erto P ío y otros m u ch os n o e s que critiq ues abierta y claram ente las in stitu cio n es y las trad icion es recta y autén tica m en te legad as por n uestros m a y o res, sin o la form a en que has con trib uid o a sem brar algu n os p elig ro so s r e c e lo s , d e m od o que aparentem ente nunca ha bría surgido la herejía luterana si n o le h u b iesen p reced id o la s brom as o las e x ig e n te s críticas d e E rasm o o , si h u b iese su rgid o, no habría sid o aceptada tan fá cilm en te por lo s espíritu s y a p red isp u estos de lo s h om b res, ni se habría p rop agad o tan exten sam en te. P u es afirm an algu n os que lo q u e d ijo E rasm o en brom a lo so stu v o d esp u és L utero en serio; las dudas d e aq u él fueron afirm a c io n e s tajantes de éste » 45.
La respuesta de Sepúlveda coincide con el sentir general existente en Ita lia sobre los escritos de Erasmo, pero no alcanza a expresarse con la misma radicalidad que era habitual en aquellas tierras. Está, probablemente, condi cionada por la relación que, desde la llegada de Carlos V a Génova, había en tablado con los erasmistas que formaban su círculo más estrecho, sobre todo con su secretario Alfonso de Valdés46; por esta razón, sin renunciar a justificar los planteamientos de Alberto Pío, es lo suficientemente medida como para permitir que Erasmo, a quien también alcanzó el vínculo con Valdés, se abs tuviera de responder públicamente, iniciándose una relación epistolar entre los dos humanistas que nunca llegó a estar exenta de sombras. A la vez que avanza en su carrera como traductor y autor, Sepúlveda se afianza socialmente al ganarse el aprecio de Carlos V. Una carta que le di rige Ramiro Núñez de Guzmán en octubre de 1533 revela que ha «asumido 43 Las Casas, Obras completas. 9. Apología, p. 357. 44 Antiapología, p. 116: «en tu intento de desviar hacia otros la alabanza que a su talento y saber corresponde, afirmaste con excesiva presunción que podrías dar algunos nombres, pero tan solo me citaste a mí, diciendo que él se aprovechaba de mi trabajo, con la intención de re presentar la farsa que tú o, lo que más me inclino a creer, algunos calumniadores han ideado de forma harto estúpida, quienes te han contado una falsedad tan innoble para granjearse un poco tu favor». Véase, ibídem, p. 128. 45 Ibídem, p. 160. 46 Epistolario, carta 18 a Alfonso de Valdés [aprox.de 1532], pp. 57-8.
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la tarea de dar brillo a la historia de los reyes españoles y rescatarla de la barbarie»47, un proyecto que sólo puede inscribirse en un entorno cortesa no; poco antes, el 13 de agosto, reconoce en una carta a Iñigo de Mendoza, obispo de Burgos, que acaricia la idea de regresar a España48. Todo parece indicar que el humanista había recibido alguna propuesta del Emperador o de alguien cercano, pues en una carta del 31 de octubre de 1533 del mismo Iñigo de Mendoza al poderoso secretario Francisco de los Cobos aparece recomendado su nombre: «T am bién está aq u í S ep ú lv ed a , q u ’e s un hom bre de bu en as letras y de buen stilo en escrivir latín. S i para escrivir la historia de Su M agestad se v u sca se a lg u n o , c o m o e s n ecesa rio , n o sé quién m ejor cob ro le d ie s s e , y tam b ién en otras c o sa s de L atín podría servir cada d ía , avien d o en él fid elid ad , c o m o la ay, y doctrina, y ju n to co n esto e l stilo asentad o para escrivir qualquiera c o sa » 49.
No obstante, de momento sigue al servicio de la corte pontificia, donde se le tiene en gran estima. Prueba de ello son los beneficios que irá acumulando, empezando por el de racionero de la Iglesia-Catedral de Córdoba (1529), a propuesta de Clemente VII, y que convertirán a quien en 1512 fue admitido en el Colegio de Pobres de la Universidad de Alcalá, en un hombre más que acomodado50. La muerte del papa Medici, en septiembre de 1534, supone la pérdida de uno de sus más poderosos patronos, pero le libera de compro misos. Un año después, en lo que parece el último paso hacia el cargo de cronista, que habría de conseguir oficialmente en abril de 1536, empieza a escribir acerca de la campaña africana de Carlos V. El manuscrito, De bello Africo, acabará refundiéndolo en su Crónica de Carlos V51, pero es indica tivo (¿acaso la última prueba?) de que el camino hacia la Corte empezaba a ser más que una posibilidad. De hecho, en un memorial que escribe a Felipe II, donde alude a su edad de 67 años, señala que «ha veynte y dos años que siruo en mi offi§io escriuiendo la chrónica en latín», lo que llevaría, como se ha señalado52, a retrotraer su tarea de cronista a 1535, un año antes de su nombramiento oficial. También en 1535, publica el Demócrates primero, una obra en la que adquieren mayor rigor y unidad muchas de las ideas que había expuesto en sus libros anteriores. No está de más recordar que este diálogo se publica con sendos escritos dirigidos, respectivamente, a Francisco de Toledo y a su 47 Ibídem, carta 22, p. 63. 48 Ibídem, carta 21, p . 62. 49 J. Gil, «Introducción histórica» a J. Ginés de Sepúlveda, Epistolario, p. LIV. 50 A. Losada, Juan Ginés de Sepúlveda a través de su «Epistolario» y nuevos documentos, pp. 154-157, proporciona la impresionante lista de beneficios. 51 Introducción de J. Costas y M. Trascasas a Historia de Carlos V: Libros XI-XV, p. LXIX. 52 V. Moreno Gallego, J. Solana Pujalte e I. J. García Pinilla, «Dos memoriales de Juan Ginés de Sepúlveda a Felipe II y otra documentación inédita», p. 138.
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sobrino segundo, Femando de Toledo, duque de Alba. Se ha dicho que «si la Castilla de después de la revuelta de los Comuneros estaba dividida entre los partidarios de una España «abierta» y los que apoyaban un nacionalismo cas tellano «cerrado», tal como lo encarnaban los Comuneros, entonces los Men doza, cultos y cosmopolitas, representaban a los primeros y los Alba a los segundos»53; si más de diez después de la derrota de Villalar, perduraba esta división en la corte Carolina, dice mucho de las habilidades sociales de Sepúlveda y ayuda a comprender su elección por el Emperador, que fuera capaz de dirigir las dedicatorias del Demócrates a los principales representantes de la casa de Alba, cuya protección reconoce poco después54, y de beneficiarse, prácticamente al mismo tiempo, de una carta de recomendación al secretario Cobos del cardenal Mendoza. Una vez nombrado cronista y capellán de Carlos V, vuelve con éste a España, no sin antes cumplir el encargo de su protector, el cardenal Quiño nes, patrono del Colegio de San Clemente, para supervisar la vida de sus alumnos y redactar unos nuevos estatutos55. Desembarca en Barcelona en 1537 y comienza a alternar sus estancias entre Córdoba y la Corte, donde procura recopilar información bibliográfica o de testigos directos para enri quecer su Historia. Conforme avanza su edad, Sepúlveda muestra más apego por el lugar donde nació, Los Pedroches, «la región más a propósito de todas las que conozco para evitar las inclemencias e inconvenientes del invierno y agradabilísimo retiro patrio en el que yo suelo refugiarme con sumo gusto, cuando me es posible, para pasar el invierno y dedicarme al estudio»56. Dis pensado de residir en la Corte durante períodos de tiempo cada vez mayores, el humanista se retira a su finca de Pozoblanco, la Huerta del Gallo, donde ve «una ocasión excelente para dedicarme a mis estudios, ocasión que por fuer za echo de menos entre el fragor de la Corte y la ciudad»; allí, en otro rasgo típicamente humanista, se siente animado a reproducir la vida de Cicerón en su «famosa finca tusculana»57. En 1541 se publica en París una edición conjunta de sus obras más im portantes, lo que confirma el sólido prestigio del que gozaba Sepúlveda en medios intelectuales. A ello hay que unir la gran estima en la que le tiene el Emperador, que no duda en nombrarle en 1542, junto a Honorato Juan, para ayudar al entonces obispo de Cartagena, Martínez Silíceo, en la educación del príncipe Felipe; el nombramiento tiene como fin «que Felipe se acostum brara cada vez más a hablar en latín mediante los coloquios y discusiones que 53 54 55 56 57
J. H. Elliott, La España imperial, 1469-1716, p. 282. Epistolario, carta 37 a Francisco Toledo, de 10 de noviembre de 1536, p. 98. Ibídem, carta 35 a Gian Matteo Giberti, de 22 de junio de 1536, pp. 93-4. Historia de Carlos V: Libros XVI-XX, pp. 73-4. Epistolario, carta 114 a Leopoldo de Austria, de 21 de abril de 1554, pp. 328 y 329.
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éstos mantuvieran en dicha lengua con él mismo o entre ellos»38. Su éxito es innegable, pero un extraño episodio va a influir decisivamente en su vida y marcará su imagen para la posteridad. En 1542 se promulgan las «Leyes Nuevas» de Indias. Las limitacio nes que imponen a las encomiendas generan un gran revuelo en el Nuevo Mundo, y el escándalo no tarda en llegar a la metrópoli. Las discusiones sobre la justicia de la conquista se multiplican y Sepúlveda, a instancias del presidente del Consejo de Indias, el cardenal y arzobispo de Sevilla García de Loaysa5859, que nunca se había mostrado muy favorable a los in dios6061,escribe el Demócrates segundo o de las justas causas de la guerra contra los indios61. El libro estaba terminado antes de que finalizara 1545, pero no pudo publicarse por la oposición que desata. A pesar de ello, nu merosas copias del Demócrates alter circularon en medios académicos y de gobierno; una de ellas da lugar a una refutación del obispo de Segovia, Antonio Ramírez. Sepúlveda aprovechó la crítica para elaborar una répli ca a la misma, la Apología en favor del libro Sobre las justas causas de la guerra, de la que en 1549 envió un ejemplar a su amigo Antonio Agustín, auditor del Tribunal de la Rota, en Roma, que la publica en aquella ciudad en 1550. Al distribuirse por España, el libro fue prohibido y se ordenó la recogida de cuantos ejemplares hubiesen podido llegar a Castilla o a las Indias. En este contexto tuvo lugar la célebre Junta de Valladolid, convocada por mandato de Carlos V. Las dos sesiones en las que informaron Las Ca sas y Sepúlveda tuvieron lugar a partir del 15 de agosto de 1550 y a partir del 15 de abril de 1551, respectivamente. Tras la primera, los teólogos y juristas que participaron en la Junta encargaron a Domingo de Soto que redactase un resumen de lo argumentado por cada uno. Una vez leído el Sumario de éste, Sepúlveda dedujo doce objeciones contra las tesis que había expuesto el dominico, y redactó doce respuestas a las mismas; Las Casas, a su vez, replicó a esas respuestas de Sepúlveda. Todo ello se incluye en una obra publicada por el obispo de Chiapa sin licencia (1552): Aquí se contiene una disputa o controversia..., libro que provocó una indignada 58 Historia de Carlos V: Libros XXI-XXV, p. 27; por tanto, Sepúlveda no era el maestro de geografía e historia del príncipe, com o señala H. Kamen, Philip ofSpain, p. 5, siguiendo las tesis de Parker y, en última instancia, de Pfandl, que han sido rechazadas por J. L. Gonzalo SánchezMolero, El erasmismo y la educación de Felipe II (1527-1557), p. 420. 59 «Proposiciones temerarias, escandalosas y heréticas que notó el Doctor Sepúlveda», p. 336. “ L. Hanke, La lucha por la justicia en la conquista de América, pp. 234, 236, 238, 248 y 334. 61 El periodístico texto de J. Dumont, El amanecer de los derechos del hombre. La contro versia de Valladolid, pp. 155-6 y 164, sigue a Losada, Juan Ginés de Sepúlveda a través de su «Epistolario» y nuevos documentos, p. 254, al señalar que «Cortés y Loaisa sugirieron a Sepúl veda» la escritura de esta obra; ninguno de ellos justifican lo atribuido a Cortés.
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contestación por parte del humanista cordobés: las ya citadas «Proposicio nes temerarias, escandalosas y heréticas que notó el doctor Sepúlveda en el libro de la conquista de Indias que Fray Bartolomé de las Casas... hizo imprimir sin licencia en Sevilla». Los participantes en la Junta de Valladolid no llegaron a dar los pare ceres que se les habían solicitado o, si los dieron, no han sido localizados. El resultado no debió ser claro, porque tanto Las Casas como Sepúlveda62, se consideraron vencedores de aquel enfrentamiento. En cualquier caso, las consecuencias no fueron satisfactorias para el humanista: el Demócrates segundo no se pudo imprimir durante su vida, y ni siquiera fue inclui do en la edición de sus obras realizada por la Real Academia de la Historia de 1780, porque «por razones probablemente de prestigio exterior, Carlos III estimó que se ‘excusara’ la publicación, alegando la razón especiosa de ‘haberlo mandado así Felipe II’»63; sólo con la edición de Menéndez Pelayo (1892) pudo salir a la luz. Por otra parte, Sepúlveda hubo de ver cómo, de los otros tutores del Príncipe Felipe, Silíceo llegaba a arzobis po de Toledo y Honorato Juan fue nombrado obispo de Osma, mientras que él era relegado64. Por último, arrastró la fama de haber defendido una teoría de la esclavitud de los indios que sólo tenía como finalidad su explotación, opinión que Sepúlveda rechazó en cuantas ocasiones le fue posible65. Es fácil apreciar que los conquistadores encontraran atractiva la propuesta de Sepúlveda. Como señalara John Phelan, «su humanismo aristotélico fue utilizado para racionalizar el apetito de los colonizadores de suministro bara to y abundante de mano de obra india»66. De hecho, el Cabildo de México, la ciudad más rica e importante del Nuevo Mundo, aprobó en 1554 «que se le envíen algunas cosas desta tierra de joyas y aforros hasta el valor de doscien tos pesos de oro»67, un acuerdo que no dejaba lugar a dudas sobre quiénes se consideraron más beneficiados por sus escritos. Aunque no hay ninguna ga rantía de que estos obsequios llegasen a manos de Sepúlveda, el humanista se vio obligado a defenderse cuando algunos de sus enemigos, entre ellos desde 62 Epistolario, carta 95 a Martín Olivan, de 1 de octubre de 1551, pp. 267-71. 63 L. Gil Fernández, «Una labor de equipo: la editio matritensis de Juan Ginés de Sepúlveda», p. 132. Véase p. 157. 64 A.F.G. B ell, Juan Ginés de Sepúlveda, p. 46. 65 Apología, p. 194; Epistolario, carta 101 a Francisco Argote [de mayo de 1552], p. 296 y carta 115 a Pedro Serrano, de 10 de mayo de 1554, pp. 332-40; Del Nuevo Mundo, p. 59; Acerca de la monarquía, p. 91. 66 J. L. Phelan, «El imperio cristiano de Las Casas, el imperio español de Sepúlveda y el impe rio milenario de Mendieta», pp. 308-9. 67 L. Hanke, La lucha por la justicia en la conquista de América, p. 374; Estudios sobre fray
Bartolomé de las Casas y sobre la lucha por la justicia en la conquista española de América, p. 149, y La humanidad es una, p. 152.
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luego Las Casas68, propagaron el rumor de que «contratado a sueldo, lo había hecho [el libro] para prestar mis servicios de escritor por dinero, pactados en cinco o seis mil ducados»69. Se interpretó, por tanto, que se trataba del pago de los encomenderos por la defensa de sus intereses llevada a cabo por éste, cuando lo cierto es que Sepúlveda llevaba más de veinte años manteniendo argumentos similares en sus obras. Después de los acontecimientos de Valladolid, Sepúlveda siguió traba jando en su oficio de cronista, aunque no dejó de abordar otra serie de tareas. En 1555 colaboró en la redacción del Breviario de Córdoba, lo que después sería el Libro ceremonial para el régimen del altar y coro, a instancias del obispo de Córdoba, Leopoldo de Austria. Dos años más tarde, se publica en Salamanca el Epistolario. Su autor no sólo debió ver en esta obra la oportu nidad de seguir la tradición de los autores que más admiraba, desde Cicerón hasta Petrarca, pasando por san Jerónimo y san Agustín70, sino también la de matizar sus opiniones sobre la conquista; dadas las ideas que se le atribuían, en 1557 todavía debía considerar importante aclarar sus puntos de vista sobre este asunto a todos aquellos que le conocían. Por lo demás, en el Epistolario no sólo se transmiten datos de gran interés respecto a la vida, ideas y relacio nes del cronista, sino que revela hasta qué punto los humanistas exaltaron el individualismo, como ya señalara Burckhardt71, al hacer socialmente acepta ble la expresión de la propia personalidad. Elevada a género literario, en la mayor parte de los casos la carta no sirve sólo para la comunicación personal, sino que su divulgación en epistolarios permite mostrar las relaciones que se mantienen con importantes personajes y el estilo y el ingenio a propósito de los temas más variados, influyendo más allá de su particular destinatario a la opinión pública72. Tras la muerte de Carlos V (1558), Sepúlveda continuará su tarea de es cribir la Historia de España, pero ahora como cronista de Felipe II. Junto con sus traducciones, sus ensayos sobre cuestiones variadas y sus diálogos, las crónicas de Sepúlveda constituyen una prueba más de la diversidad de formas expresivas utilizadas por los humanistas. En total, la labor historiográfica de Sepúlveda al servicio de la corona abarca la Historia de Carlos V, la Historia del Nuevo Mundo (hasta 1521) y la Historia de Felipe II (desde 1556 hasta 68 B. de las Casas, Obras completas, 9. Apología, p. 53: «Encontraron éstos [conquistadores y encomenderos], como defensor de su opinión, a cierto docto varón, quien en verdad aquí poco brilla por su erudición. Fue éste un tal Ginés de Sepúlveda, Cronista real, quien escribió un opúsculo, adornado con flores de elocuencia, al que dio el título de ‘Sobre las justas causas de la guerra’». 69 Epistolario, carta 104 a Pedro Serrano [de 1552], p. 305. 70 S. Muñoz Machado, Sepúlveda, cronista del Emperador, pp. 58-59. 71 J. Burckhardt, La cultura del Renacimiento en Italia, p. 99 y ss. 72 P. Mesnard, «Le commerce épistolaire, comme expression sociale de l ’individualisme humaniste».
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1564), obras que permanecerían inéditas hasta ser publicadas en 1780; en el estilo de todas ellas sigue manifestándose la influencia de Cicerón, pero resal ta más que en el resto de sus escritos la voluntad, tan del gusto humanista, de imitar a los historiadores latinos como César, Tito Livio, Salustio o Tácito73. Así lo manifiesta él mismo en su carta a Diego de Neila al poner como ejem plos de buen hacer historiográfico a Salustio, Livio, Trogo y Curcio74. Esta apertura a los historiadores latinos, a unos u otros, según la ocasión lo recomiende, hace que se pueda hablar de Sepúlveda como de un cicero niano «ecléctico»75 o «moderado», que basaría esta característica en las ideas del mismo Cicerón: «en la imitatio el que pretenda seguir los preceptos de Cicerón no debe escribir como lo hizo Cicerón, sino que su estilo debe ser polimórfico, debe saber cambiar de forma, de modelo, adaptarse a cada gé nero diferente, buscando parecerse en cada uno a los mejores autores»76. Así, cuando se traduce a Aristóteles, aunque no se renuncie a un lenguaje sencillo e inteligible, se debe ser ante todo aristotélico77. En 1566, tiene lugar un nuevo episodio conflictivo en la vida de Sepúlve da. Deberá hacer frente a la Inquisición por algunas expresiones de su traduc ción y comentario de la Ética aristotélica; aunque Sepúlveda sale airoso de la prueba, la obra no alcanza a publicarse, y ninguna copia llegará hasta nues tros días. Afortunadamente, a pesar de su avanzada edad y de encontrarse casi ciego, todavía logra editar su tratado De regno, dedicado a Felipe II, obra en la que recopila lo esencial de su pensamiento político y en la que venía traba jando desde 1548. Dos años después de esta publicación la ceguera es total, por lo que remite las crónicas en las que tanto había trabajado al monarca, a la vez que le escribe: «determiné dar fin a este mi cargo, pares§iéndome que con él no satisfazla a mi offi§io sigún la grandeza de las cosas, para que se dé a quien con más commodidad y facultad lo pueda hazer»78. Ese mismo año, el 17 de noviembre de 1573, muere en Pozoblanco.
73 L. Rivera García, «Introducción filológica» a Del Nuevo Mundo, p. LXXXV; M. Menéndez y Pelayo, Menéndez Pelayo Digital. Estudios y discursos de crítica histórica y literaria, II. Hu manistas, lírica, teatro anterior a Lope, 1941, p. 12, contrapone la influencia de Tito Livio a la de Tácito y Salustio, lo que no parece del todo correcto, mientras E. Rodríguez Peregrina, «Estudio filológico» a Historia de Carlos V: libros 1-V, p. XCIV, alude a Tito Livio y Salustio. 14 Epistolario, carta 129 a Diego de Neila [aprox. de 1560], p. 377. 75 L. Rivera García, «Introducción filológica» a J. Ginés de Sepúlveda, Del Nuevo Mundo, p. LXXXIV: «este «ciceronianismo entreverado de eclecticismo» es el rasgo definitorio del latín de Juan Ginés de Sepúlveda». 76 J. Solana Puajalte, «El ciceronianismo de Juan Ginés de Sepúlveda a la luz de un texto inédito del autor», p. 367. 77 J. Ma. Núñez González, «Bolonia y el ciceronianismo en España: Juan Ginés de Sepúlveda y Antonio Agustín», p. 212; S. Muñoz Machado, Sepúlveda, cronista del Emperador, pp. 95-104. 78 V. Moreno Gallego, J. Solana Puajlte e I. J. García Pinilla, «Dos memoriales de Juan Ginés de Sepúlveda a Felipe II y otra documentación inédita», 1 de junio de 1573, p. 142.
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C a p ít u l o 2
LA DEFENSA DE LA VIDA ACTIVA
1.
E l humanismo cívico florentino y la defensa de la vida activa
Aunque el concepto de «humanismo» es muy utilizado, dista de ser un término unívoco. Conviene, por tanto, aclarar el significado en el que se uti liza en las líneas que siguen. Por lo pronto, deberíamos desechar la acepción más contemporánea del término, que tiende a vincularlo con una cierta for ma de entender filosofías como la existencialista79 y la marxista80, haciendo hincapié en los valores humanos. Tal vez sea en este sentido, que se impone desde el siglo XIX, en el que se ha hablado del «antihumanismo de Juan Ginés de Sepúlveda», y se ha llegado a apreciar en su pensamiento «les thémes fondamentaux qui, lalcicés par le 18e. siécle, deviendront les grands concepts des philosophies politiques allemandes de Kant, Fichte et Hegel»81, e incluso la coincidencia con el mismo Nietzsche82. Sin embargo, este uso presentista del concepto no sólo no recoge fielmente lo que fue el humanismo renacentista sino que introduce una dosis de confusión importante respecto al mismo. El Renacimiento consideraba humanista al estudioso de las hu manidades (studia humanitatis), el tipo de educación que debía poseer una persona culta, y que abarcaba conocimientos de gramática, retórica, poética, historia y filosofía moral. El dominio de estas materias define, aunque sea de 79 J.-P. Sartre, El existencialismo es un humanismo. 80 K. Marx, Manuscritos: economía y filosofía. 81 H. Mechoulan, L’antihumanisme de J. G. de Sepúlveda. Etude critique du «Democrates primas», p. 85; véase la reseña de esta obra de J. González Rodríguez, «J. Ginés de Sepúlveda, ¿ antihumanista?». 82 Ibldem, pp. 53, 106-107, 118 y 138; el carácter precursor de Sepúlveda respecto de la obra de Nietzsche ya fue señalado hace casi un siglo: J. de Armas y Cárdenas, Historia y literatura , pp. 171-184 (agradezco al Dr. Julio Seoane el haberme dado a conocer este texto).
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forma genérica, los conocimientos característicos de los hombres que durante los siglos XIV al XVI, primero en Italia y más tarde en toda Europa, fueron considerados humanistas. Estos saberes, por otra parte, no eran incompatibles con la práctica de otras disciplinas; de hecho, muchos humanistas llevaron a cabo importantes aportaciones en el campo de la teología, la jurisprudencia, la medicina, etc. Su duración en el tiempo, el número de autores que lo integraron y su variedad de intereses, impiden concebir el movimiento humanista como algo unitario. Más bien, la diversidad ideológica es la norma del mismo, de ma nera que no es difícil encontrar posturas enfrentadas a propósito de cualquier asunto. A pesar de ello, implícita en su formación en humanidades, se encon traba una serie de rasgos compartidos por la mayor parte de los humanistas. Así, unido a la gramática iba el conocimiento de la lengua latina y, en algunas ocasiones, el de la griega; la retórica capacitaba a los humanistas en la lectu ra, interpretación e imitación de los modelos en prosa de la Antigüedad, de la misma manera que la poética conducía al estudio y la imitación de la poesía latina; la historia, ligada a su vez a la retórica u oratoria, también vinculaba a los humanistas al análisis de los historiadores antiguos y, de hecho, muchos humanistas fueron contratados por las familias de la alta nobleza y por los monarcas para ejercer de historiógrafos oficiales; finalmente, la formación en filosofía moral de los humanistas abrió paso a un número considerable de tratados y diálogos de carácter moral que, inspirados en las teorías clásicas, pretendían discutir sobre las cuestiones más variadas, desde la búsqueda del bien y el rechazo de los vicios, hasta ofrecer útiles consilia a los príncipes, a las distintas profesiones, a las mujeres, matrimonios, niños, nobleza, etc., o discutir sobre el destino y el libre albedrío, o sobre la mejor formación que cabe adquirir. En definitiva, es posible ver el territorio común de los huma nistas en la reivindicación de un saber universal que se manifiesta en multitud de materias, en la pretensión de restaurar tanto en su lenguaje como en su conducta algunos ideales de la época clásica, en la importancia concedida al estilo literario y a la filología como ciencia básica, en la utilización de formas expresivas (diálogos, ensayos históricos, etc.) distintas de las utilizadas por los escolásticos, en la exaltación del individualismo, en la prioridad dada al conocimiento ético sobre el saber metafísico y, por no hacer esta enumera ción interminable, en el intento de conciliar el clasicismo con el cristianismo. Los humanistas no renunciaron a utilizar su saber para escribir textos po líticos que tendían a beneficiar a sus patrones, fuera cual fuera la situación e ideología de éstos. Esta tarea se llevó a cabo muy tempranamente en ciertos lugares de Italia. Desde al menos los inicios del siglo XV, la república de Florencia aparece como uno de los centros más importantes del humanis mo italiano, y los humanistas más representativos de la ciudad, herederos de Dante, Petrarca y Boccaccio, desarrollaron su saber hasta elaborar una teoría cívico-política encaminada a defender lo que consideraron amenazas 30
CAP. 2
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a la libertad por parte sobre todo del ducado de Milán83. En la actualidad, sin embargo, se tiende a considerar que los ideales del republicanismo cí vico (vida activa, riqueza, valor militar y familia) son más bien ideales del humanismo que no son tan propios de Florencia como herencia de Roma y sus clásicos; sus ideas, por tanto, estarían tan presentes en los defensores del republicanismo como en los partidarios de los otros regímenes que convivían en Italia84. Aunque elementos significativos de esta teoría política experimen taron variaciones durante más de un siglo, lo esencial de la misma alcanzó a perdurar desde 1375, con el acceso a la cancillería florentina de Coluccio Salutati y, sobre todo, de su discípulo Leonardo Bruni (1427), hasta Maquiavelo y Guicciardini. Para defenderse de la expansión de lo que consideraban la tiranía milanesa, los florentinos difundieron un ideal de participación en la vida política que, a pesar de sufrir retrocesos desde 1434, no dejó de fomentarse mediante un nuevo concepto de educación. El objetivo del mismo era reforzar un espí ritu cívico con el que los ciudadanos, además de interesarse por los asuntos públicos de su comunidad, sintieran orgullo por una forma de vida en la que estaban presentes la justicia y la seguridad. Con esas premisas debería surgir en ellos un amor por el país tan intenso como el que cada cual se profesa a sí mismo. El patriotismo florentino suponía un compromiso con la libertad, que se entendía a la vez como una garantía para el autogobierno y la inde pendencia de cualquier poder externo. Esto coincidía con el pensamiento de Aristóteles y Cicerón, según el cual el individuo encuentra su vida de pleni tud mediante la participación en los asuntos de su ciudad. De esta forma, las necesidades políticas de la república florentina y los saberes de los humanis tas se encontraron: Florencia ofrecía a éstos la oportunidad de ascender en la escala social y obtener reconocimiento, mientras que el humanismo se alejó del ideal medieval que ensalzaba la vida de retiro y estudio, para reivindicar la vida activa. Estos cambios supusieron una reelaboración del pasado individual y co lectivo. Las figuras de Dante y Cicerón siguieron gozando de prestigio inte lectual, pero si en su momento fueron ensalzadas por compartir con Petrarca su dedicación al estudio y su alejamiento del mundo, ahora eran elogiadas por su interés ciudadano. Bruni, sobre todo, mostró la preocupación de Dante por su ciudad, e hizo resurgir, después de haber sido visto durante la Edad Media 83 H. Barón, The Crisis o f the Early Italian Renaissance. Civic Humanism and Republican Liberty in an Age o f Classicism and Tyranny. 84 Un análisis de las distintas aportaciones en A. Rabil, Jr., «The Significance of ‘Civic Hu manism’ in the Interpretation o f the Italian Renaissance»; una evaluación y correctivo de las tesis de Barón, aceptando parte de las críticas de J. E. Seigel, « ‘Civic Humanism’ or Ciceronian Rhetoric? The Culture o f Petrarch and Bruni», en J. Hankins, «The ‘Barón Thesis’ after Forty Years and Some Recent Studies o f Leonardo Bruni», y en J. Hankins, ed., Renaissance Civic
Humanism: Reappraisals and Reflections.
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como un estudioso dedicado a la vida contemplativa, al Cicerón que dedicó su esfuerzo a engrandecer al Estado romano. Ambas actitudes, la del teórico en cerrado en su habitación y la del político que aspira al reconocimiento público, podían encontrar apoyo en las obras y en distintos momentos de la vida de Ci cerón85, pero la interpretación de Bruni se convirtió en patrimonio de la mayor parte de los humanistas, contribuyendo a forjar un modelo de participación en la vida ciudadana con el que tendieron a identificarse86. El énfasis en la vita civilis, no sólo proporcionó a Bruni la oportunidad de aproximarse a la filo sofía moral de Aristóteles desde esa perspectiva, sino que sirvió de base para su divulgación por la península itálica y, con posterioridad, por toda Europa. En lo colectivo, los humanistas de inicios del Quattrocento sintieron la necesidad de revisar la historia de Florencia, dando inicio a una labor que encontraría paralelo durante los siglos siguientes en el resto de los países eu ropeos. Aunque, en concordancia con su competencia filológica, esta revisión significara la recuperación profesional de las fuentes griegas y latinas, distaba mucho de ser imparcial; atendía especialmente a las necesidades que deman daban sus circunstancias. En concreto, la reelaboración del pasado florentino estuvo inspirada en gran parte por la labor patriótica de legitimar las formas de vida autónoma que querían para la ciudad. Esto no significa que no se ex tendiera a otros aspectos de la vida social, como el lenguaje: Bruni defendió la dignidad de la lengua volgare alegando «que cada lenguaje tiene su propia y particular perfección y que el idioma de Dante alcanzaría su lugar en la historia de la misma forma que tienen el suyo los de Homero y Virgilio»87. El patriotismo nacional o local encontraba en la lengua, clásica o vulgar, lo que negaba la política; así, Lorenzo Valla, que celebraba más a un monarca ex tranjero como Alfonso el Magnánimo que a cualquier gobierno republicano, veía en la lengua latina el sustitutivo del imperio: « M u ch as v e c e s m e h e p u esto a con sid erar las h azañ as de n u estros m a y o res, a sí c o m o la s de otros reyes y p u eb lo s. Y m e parece que lo s d e nuestra n a ció n y lo s de nuestra len g u a superaron a to d o s lo s d em ás. P u es sab em os q u e lo s p ersas, lo s m ed o s, lo s asirios y lo s g rieg o s y otros m u c h o s alcanzaron grandes c o s a s. C on sta a sim ism o q u e otros p u eb los lograron un im p erio m enor q u e e l de lo s rom an os, pero que lo con servaron durante m u ch o m ás tiem p o. N o sa b em o s, sin em b argo, q u e n in gu n o de e llo s ex ten d iese su len gu a c o m o lo h iciero n lo s n u estros»88.
85 Ma. Rosa Lida de Malkiel, La idea de la fama en la Edad Media castellana , reproduce textos de la actitud afirmativa (pp. 28-33) y negativa (87-88) de Cicerón ante la fama. 86 H. Barón, «La remembranza del espíritu cívico romano de Cicerón a lo largo de los siglos medievales y en el Renacimiento florentino». 87 Ibídem, «La trayectoria de mis estudios sobre el humanismo florentino (1965)», p. 402; H. Barón, The Crisis ofthe Early Italian Renaissance, pp. 332-353. 88 Prólogo a Elegantiae Linguae Latinae , en Humanismo y Renacimiento, p. 37; véase P. O. Kristeller, «Origen y desarrollo de la lengua de la prosa italiana» (1956), p. 149.
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Pero fue bajo la guía de la conservación de la libertad republicana donde esta historiografía encontró el centro de su inspiración. Para ello aprovechó sus conocimientos históricos sobre la vida constitucional de las ciudadesestado de la Antigüedad y los ligó al sentimiento antimonárquico medieval. En Florencia, la nueva interpretación vino de la mano de Leonardo Bruni en su Historiae Florentini populi, que se empezó a escribir en 1415. En ella Bruni no sólo quiso mostrar el vínculo de la ciudad con la ideología republi cana, de la que se erigía en modelo, sino también su origen etrusco, capaz de aportar a los romanos una cultura superior89. A estos ilustres antecedentes se unía la tradición, fruto de un análisis de las fuentes clásicas por parte del maestro de Bruni, el canciller Salutati90, que la hacía una colonia fundada por soldados romanos de Sila (por tanto, ciudadanos en armas de la Roma republicana). Para alcanzar sus objetivos, Bruni no dudaba en criticar la susti tución de la Roma republicana por el absolutismo imperial, a la vez que hacía a la conquista romana responsable de la pérdida de las ciudades italianas. En esas ciudades, precisamente, frente a un imperio germanizado, es donde se localiza la nación italiana. Además de fomentar el patriotismo cívico, Bruni no dejó de percibir una relación entre la libertad y la grandeza de las comu nidades: en su Oratio in futiere Johannis Strozzae (1428) mantuvo que en la república todos los ciudadanos se sienten capaces de alcanzar los honores, por lo que se esfuerzan en desarrollar sus talentos y, con ello, contribuyen a engrandecerla91. El patriotismo y la ideología meritocrática de Bruni marcarán el cami no de las siguientes generaciones de humanistas tanto dentro como fuera de Italia. Pero, la propagación de estos rasgos no dejará de ofrecer un perfil paradójico porque, con frecuencia, significará poner los mismos al servicio de las tesis opuestas que demandan las clases dominantes de cada lugar: tan republicana podía ser la Política para los florentinos, como la República po día agradar al Gran Duque de Milán o Las leyes a los venecianos92. No menos influyente que este espíritu acomodaticio de la filosofía e historiografía hu manistas será la visión secularizada de la historia que, en el ámbito italiano, culminará en la perspectiva adoptada por Maquiavelo en los Discursos sobre la primera década de Tito Livio. Además de reelaborar su pasado y el de los escritores en los que mirarse, los humanistas florentinos recuperaron una serie de valores que hasta ese momento habían tenido una difícil articulación con la mentalidad cristiana93. 89 H. Barón, «La perspectiva cambiante del pasado en la Historiaeflorentini populi de Bruni». 90 Ibídem, The Crisis ofthe Early Italian Renaissance, p. 63. 91 Q. Skinner, Los fundamentos del pensamiento político moderno. I. El Renacimiento, p. 102; H. Barón, En busca del humanismo cívico florentino, pp. 14,35, etc. 92 F. Rico, El sueño del humanismo (De Petrarca a Erasmo), p. 53. 93 R.-A. Gauthier, Magnanimité. L’idéal de la grandeur dans la philosophie paíenne et dans la théologie chrétienne, pp. 177-497.
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Esto no significa que no sintieran con sinceridad su fe, pero vivirán su cristia nismo de una manera muy diferente a la de los siglos anteriores. La vida de retiro espiritual parecía requerir de una discreción y de una humildad que era opuesta a la fama mundana a la que aspiraban los humanistas, lo que no impi de que pudiera haber sido anticipada en los ambientes cortesanos medievales: « la actitud a sc ética , m ás im portante en la E dad M ed ia que en ningún otro p e ríod o de la h istoria eu rop ea, d ese ch a e l afán d e fam a coetá n ea y p ostu m a. N o a sí la actitud cab alleresca y cortesan a, co n su inherente im perativo d e honor, la cual inspira en gran parte la literatura profana y m erced a accid en tales e s tí m u lo s - t a l la exaltación hu m an ista de las letras an tigu as- exp an d e su an sia de g lo ria , confirm a su p ro y ecció n en e l futuro y h asta co n ced e q u e la ex p resen en prop io nom bre y para su s propias obras lo s artistas, que an tes n o habían pasad o d e v o c e r o s im p erson ales de san tos y h éro es» 94.
Su afán de participación en los asuntos públicos iba unido a un deseo de poder y gloria que sólo podía mantenerse sobre nuevos ideales. Estos proce dían también de los autores clásicos. Petrarca, que empezó conciliando las virtudes cristianas y las virtudes de los filósofos antiguos, abrió un camino que alcanza hasta la virtu desacralizada que reivindica Maquiavelo. Entre uno y otro, a lo largo de casi siglo y medio, los humanistas y sus herederos fueron los encargados de desarrollar esta tradición95. A través de ella, la pa sión y la ambición, que habían sido desechadas de los méritos humanos, se abrieron paso en la nueva ética ciudadana y se rodearon de aceptación. El deseo de gloria se descubrió, más que como una tara humana, como una mo tivación legítima a la hora de actuar en el mundo. Los nuevos valores de la vida cívica no se expresaban sólo como deseo de participación, como ambición de cargos y en la aspiración a los honores. También encontraron desarrollo en la nueva consideración de las riquezas, y en el ideal de los ciudadanos en armas, que iba a contribuir a la aceptación del valor como virtud cívica. En efecto, la concepción medieval de renuncia a los bienes mundanos fue sustituida, en las ciudades donde se desarrolló la ideología de la vita activa, por el aprecio creciente de la riqueza, argu mentando que ésta puede ser utilizada con fines éticos. Tal actitud no era del todo nueva. La felicidad a la que, conforme a Aristóteles, conduce la virtud, se alcanza mejor si se dispone de ciertos bienes materiales «no por algún período fortuito, sino durante toda la vida»96. Santo Tomás, siguien94 M“. Rosa Lida de Malkiel, La idea de la fama en la Edad Media castellana, p. 293. 95 H. Mechoulan, L'antihumanisme de J. G. de Sepúlveda. Etude critique du «Democrates primas», pp. 162-163, se empeña en hacer retrógrada esta búsqueda de la gloria por parte de Sepúlveda: «Si Sepúlveda éprouve le besoin de justifier cet appétit de gloria, c ’est qu’il est en retard sur son temps, ou qu’il n’est que le contemporain des idéaux de sa société, ce qui revient au m ém e». 96 Ética Nicomáquea,\,%, 1099b; ibídem ,!, 10, 1101al4-17; Retórica, I, 5, 1360M 4-17.
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CAP. 2
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do al Estagirita y en contra de los ideales estoicos que iban a resucitar los franciscanos y con los que durante gran parte de su vida, pero no toda, iba a coincidir Petrarca97, se mostró a favor del disfrute de las riquezas98, aun que teniendo claro que era de poco valor en comparación con los bienes espirituales99. Los ciudadanos de las repúblicas italianas fueron más allá: no sólo reivindicaron los bienes mundanos para llevar adelante una vida de participación en la comunidad, sino que argumentaron que también puede ser sumamente útil su acumulación para el bien público si la patria se en cuentra en peligro100. El prestigio social de la riqueza rodeó de dignidad el trabajo de los pro fesionales, los funcionarios y los comerciantes que constituían la base fun damental de la ciudadanía florentina, pues empezó a ser visto como la más respetable dedicación a favor de la respublica. La consecución de honores y fama requiere esfuerzo y está relacionada, por tanto, con el trabajo. Esta visión anticipada de la ética puritana del trabajo hizo surgir una nueva noción del valor ciudadano, cifrada no tanto en la antigüedad y grandeza de su linaje, sino en la capacidad de desarrollar los propios talentos y ponerlos al servicio de la comunidad. El mérito individual se juzga más valioso que la herencia recibida, que sólo alcanza un valor positivo cuando se ve refrendada por la acción virtuosa de quien la percibe. La virtud mostrada por uno mismo, y no la nobleza de los antepasados, es el valor más adecuado por el que se deben buscar los gobernantes. La aceptación e incluso la devoción por la riqueza, frente al ideal de la paupertas, adquiere importancia en la ideología del humanismo cívico no sólo porque propicia la libertad individual del ciudadano para realizar una vida plena, sino porque garantiza la fortaleza de la república frente a sus ene migos. La situación de rivalidad con otras comunidades en la que Florencia y otras ciudades italianas se vieron envueltas permanentemente, obligó al humanismo cívico a ocuparse de los peligros que acechan al Estado y de los recursos necesarios para hacerles frente, así como de la necesidad de que el ciudadano esté dispuesto y en condiciones de defender a su patria. Si en el primer caso, la cantidad de bienes materiales de que se dispone resulta decisi va para alcanzar el logro propuesto, en el segundo, como advirtieron muchos humanistas, no siempre resulta fácil conciliar la defensa de la comunidad con la riqueza de los ciudadanos. Un supuesto muy extendido, basado en Salustio, 91 H. Barón, «La pobreza franciscana y la riqueza civil en la conform ación del pensa miento humanista del Trecento: el papel de Petrarca»; «La pobreza franciscana y la riqueza cívica en la m odelación del pensam iento humanista del Trecento: el papel que desem peñó Florencia», y «La riqueza cívica y los nuevos valores del Renacim iento: el espíritu del Quattrocento». 98 Suma de Teología, II-II, c. 66, a. 1 y 2; II-II, c. 117, a. 1 y c. 129, a. 8. 99 Ibídem, II-II, c. 186, a. 3. 100 Q. Skinner, Los fundamentos del pensamiento político moderno. I. El Renacimiento, p. 97.
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atribuía a la necesidad la creación de la virtud, mientras que afirmaba que la buena vida y el lujo la arruinan: «cuando la república creció gracias al trabajo y a la justicia, y fueron sometidos por la guerra reyes poderosos y doblegadas por la fuerza naciones salvajes y pueblos ingentes, cuando Cartago, rival del poder romano fue destruida hasta sus cimientos y todos los mares y tierras le estaban abiertos, la fortuna empezó a mostrarse cruel y a confundirlo todo. El ocio y las riquezas, deseables en otro tiempo, se convirtieron en lastre y desgracia para quienes habían soportado fácilmente trabajo, peligros y situaciones dudosas y difíciles. Creció primero la avidez de dinero, después la de poder. Esta fue, por así decirlo, la fuente de todos los males. Pues la avaricia destruyó la lealtad, la honradez y las demás virtudes y en su lugar enseñó la soberbia, la crueldad, a desentenderse de los dioses y a considerar todo venal. La ambición forzó a muchos hombres a ha cerse falsos, a tener una cosa guardada en el corazón y otra dispuesta en la boca, a estimar amistades y enemistades no por sí mismas sino por el interés y a tener más hermoso el rostro que el espíritu. Al principio estos vicios crecían poco a poco y se castigaban algunas veces. Después, cuando el contagio se ex tendió como una peste, la ciudad se transformó, y el poder, de ser el más justo y el mejor se convirtió en cruel e intolerable»101.
Si la virtud cívica requiere de la disposición del ciudadano a sacrificarse por la república, el ciudadano rico está poco dispuesto a inmolarse. Maquiavelo expresó mejor que nadie lo que consideraba fines incompatibles: la virtú que requiere la vida cívica se conserva mejor con la riqueza de la comunidad y la pobreza de los hombres102*,y si Florencia no era capaz de frenar su declive era precisamente por el predominio de la creencia de que la riqueza de los ciu dadanos puede impulsar la virtud. Cuando los ciudadanos no estaban dispues tos a empuñar las armas, sólo cabía recurrir a tropas mercenarias; pero, aunque esta alternativa no dejó de tener sus defensores y a Venecia le produjo buenos resultados, Maquiavelo no dejó de percibirla como un peligro y un síntoma de la ausencia de una virtud política que debía llevar consigo la virtú militar.
2. L a transformación
del humanismo cívico en los inicios del siglo
XVI
En el último cuarto del siglo XV, las reformas oligárquicas que, desde 1434, habían ido dejando el poder de Florencia en manos de los Médicis, alcanzaron su culminación: en 1480, Lorenzo el Magnífico contribuyó a la creación del Consejo de los Setenta, en el que tenían mayoría sus partidarios, lo que le permitió controlar las decisiones más importantes de un gobierno 101 Salustio, La conjuración de Catilina, X, pp. 40-41. 102 N. Maquiavelo, Discursos sobre la primera década de Tito Livio, L. 1, cap. 27, p. 127. Véase II, 19, p. 255; III, 16, p. 370 y III, 25, p. 391.
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CAP. 2 LA DEFENSA DE LA VIDA ACTIVA
republicano que caminaba hacia el poder absoluto103. Además de poner en entredicho su autogobierno con sus reformas internas, la libertad florentina también hubo de hacer frente a las dificultades que emanaban de sus propios valores; a principios del siglo XVI, aquéllas eran suficientemente conocidas como para que se percibieran como un grave obstáculo al vivere civile: Guicciardini no dejó de señalar en su Discurso de Logroño (1512), que, cuando todos los hombres aspiran indiscriminadamente a alcanzar la totalidad de los honores y de los oficios, y a intervenir en cualquier asunto público sea cual sea su importancia, el orden desaparece de la república104. De aquí la idea tan extendida entre los partidarios de la monarquía de dentro y de fuera de Italia de que «donde son muchos los que dominan son muchos los que ambicionan, y es inevitable que la república esté trabajada con frecuencia por sediciones y disensiones que nacen de esa diversidad de pretendientes»105. Pero, si se aceptaba que el gobierno principesco garantizaba mejor que el republicano la paz civil, el ideal de participación que varias generaciones de humanistas habían identificado con la libertad debía ser transformado. El nuevo concepto de libertad deja de lado la intervención en el proceso de toma de decisiones para fijarse en la existencia de instituciones y leyes en las que se asientan los beneficios de la vida social. El encargado de realizarlo es el cortesano, tan felizmente retratado por Castiglione como un hombre de in genio, con buena disposición de cuerpo, de gesto atractivo, cortés, prudente, gracioso, con dominio de las lenguas clásicas, de la danza y la música, hábil con las armas y, sobre todo, leal a su príncipe, cuyo favor debe intentar alcan zar siempre. La pretensión de servir al monarca sustituye al deseo de tomar parte en el gobierno, convirtiendo al príncipe en una autoridad incuestiona ble. Lo que esto significaba es que, si para Bruni, Alberti y demás humanistas cívicos, la libertad incluía tanto el autogobierno como la independencia, sus rivales cortesanos tenderán a olvidar lo primero e insistirán en que la libertad es la independencia del poder establecido frente a cualquier amenaza interna o externa. Los ideales principescos nunca cedieron en su respuesta a los valores re publicanos, pero su mayor amenaza, mucho más poderosa que la representa da por Milán un siglo antes, vino del exterior. La llegada a Italia central y del norte de las tropas francesas y, con posterioridad, de los ejércitos españoles, acabó con el sueño republicano que, fuera de las breves experiencias florenti nas de 1494-1512 y 1527-1530, apenas sobrevivió en la oligárquica Venecia, N. Rubinstein, The Government of Florence underthe M edid (1434 to 1494), pp. 199-228. 1114 J. G. A. Pocock, El momento maquiavélico. El pensamiento político florentino y la tradi ción republicana, p. 209. 105 F. de Vitoria, De potestate civili, pp. 166-7.
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elevada a la categoría de mito106. Formas de gobierno cada vez más alejadas de la participación política se fueron imponiendo en toda Italia, bien por la iniciativa de individuos ambiciosos, bien a la sombra de los requerimientos de las potencias invasoras, o por la combinación de ambos factores. En este contexto, hombres como Guicciardini y Maquiavelo escribieron los últimos alegatos de importancia a favor de las libertades florentinas. No obstante, la vida política italiana del Renacimiento seguía siendo demasiado agitada como para que las posiciones ideológicas se pudieran mantener sin altera ciones. Ambos escritores tuvieron que acomodar sus convicciones a las cam biantes circunstancias del momento. De esta forma, después de trabajar para la república florentina hasta 1512, se vieron obligados aprestar sus servicios a gobiernos que representaban lo más opuesto a la tradición cívica: Francesco Guicciardini sirvió a los dos papas Médicis, León X y Clemente VII, mientras Maquiavelo no sólo quiso ganarse la confianza de los nuevos gobernantes de la ciudad del Arno al dedicar El príncipe a Lorenzo de Medici, sino que aca bó trabajando para su familia a partir de 1520. A pesar de lo que suponen de opciones alternativas y de conflictos, de necesidad y oportunismo, esa mezcla de ideales cívicos, pedagogía para príncipes y servicios sucesivos a la causa de los gobiernos republicanos o señoriales, no es una prueba de su falta de compromiso o una consecuencia de su ambición, aunque en algún momento ambas pudieron jugar su papel en la postura a adoptar; tampoco se pueden atribuir exclusivamente a la dificultad de mantener las mismas posiciones políticas en un contexto en el que la fortuna parecía dirigir la mayor parte de los acontecimientos; junto con todo eso, había también un lenguaje político y unas prácticas sociales por parte de los hombres de letras, cuya ambigüedad y usos permitían manejar sus términos tanto al servicio de los príncipes como a favor de los valores republicanos107. El ideal de la libertad republicana estaba tan vivo como el del Estado monárquico y, de hecho, cuando Maquiavelo y Guicciardini pensaron como republicanos, pero actuaron, y en el caso de Ma quiavelo teorizó, en buena parte, al servicio de los príncipes, el pensamiento político humanista llevaba más de un siglo argumentando por igual a favor de ambas formas de gobierno. Hombres como Francesco Patrizi (1412-1494) escribían por igual sobre la mejor república (De institutione Rei Publicae) 106 W. J. Bouwsma, Venice and the Defence of Republican Liberty: Renaissance Valúes in the Age ofthe Counter Reformation. La orientación florentina de esta obra así como el escaso apre cio que, en general, se ha prestado a los antecedentes medievales del mito veneciano, es el objeto del análisis de D. Robey, y J. Law, «The Venetian Myth and the «De República Veneta» o f Pier Paolo Vergerio». Para las elaboraciones posteriores del mito (y del contramito que enfatiza el imperialismo veneciano), véase R. Finlay, «The Immortal Republic: The Myth o f Venice during the Italian Wars (1494-1530)»; de menor interés: P. Braunstein, dir., Venise 1500. La puissance,
la novation et la concorde: le triomphe du mythe. 107 M. Viroli, De la política a la razón de Estado. La adquisición y transformación del lengua je político (1250-1600).
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o monarquía {De regno et regis institutione), mientras Bartolomeo Platina (1421-1481) «escribe un tratado De Principe (dedicado a Federico Gonzaga) y uno De Optimo Cive (dedicado a Lorenzo de Medici), de contenido parcialmente idéntico»108. El enfrentamiento entre humanistas republicanos y partidarios de la monarquía se extiende por todo el Renacimiento109. Por supuesto, esto no significa que los defensores de uno u otro régimen dejasen de introducir en sus textos las consideraciones que demandaban su materia y público, pero el uso de términos y conceptos similares, los que llevaban consigo la búsqueda de la virtud y la gloria, al servicio de razonamientos políticamente opuestos, nunca dejó de producirse. La irrupción de franceses y españoles en Italia, a los que Maquiavelo calificó de nuevos bárbaros, cercenó las posibilidades de independencia de los italianos desde el punto de vista político y militar, pero tuvo efectos bene ficiosos sobre la cultura del resto de Europa al contribuir a divulgar todavía más su brillante producción110. Al menos desde finales del siglo XV, la ma yor parte de los artistas, escritores y sabios europeos miraban a las ciudades italianas como un modelo que merecía la pena conocer y cuyas formas artís ticas, literarias y educativas marcaban un progreso con respecto a las de su propio país. También las cortes europeas se sentían atraídas por las ventajas que parecían emanar de ese modelo, aunque sólo fuera porque una historio grafía innovadora «a la que nunca faltaba un oportuno precedente antiguo para aprobar o rechazar, a conveniencia, tal o cual proceder»111, estaba dando a conocer un pasado que, por razones de prestigio cuando no para satisfacer aspiraciones políticas, convenía elaborar de la manera más favorable para los propios intereses. El desarrollo de formas políticas centralizadas en In glaterra, Francia, España y Portugal, permitió a sus dirigentes y a las más altas familias de la aristocracia de cada país actuar de poderosos mecenas que financiaron la venida de humanistas italianos y la formación de sus propios clérigos o funcionarios, que viajaban frecuentemente a la península itálica. Con el tiempo, en coherencia con la tesis humanista de que todo conoci miento ha de tener un uso, muchos de estos hombres ocuparon puestos de secretarios, consejeros y otros cargos de la burocracia regia y eclesiástica de sus respectivos países, así como cátedras universitarias. De esta forma, los supuestos básicos del humanismo italiano no tardaron en extenderse por toda Europa y ejercer una influencia mayor que la de ningún otro movimiento cultural de esa época. 108 F. Gilbert, Machiavelli e Guicciardini. Pensiero político e storiografia a Firenze nel Cinquecento, p. 84; para Maquiavelo, pp. 204-5; para Guicciardini, p. 239. 109 H. Barón, The Crisis of the Early Italian Renaissance, pp. 66-75 y 121-166. Véase Q. Skinner, «Republican virtues in an age o f princes», en Q. Skinner, Visions ofPolitics. Volume II. Renaissance Virtues, pp. 118-159. "" P. O. Kristeller, «La difusión europea del humanismo italiano» (1962), pp. 85-104. 111 F. Rico, El sueño del humanismo (De Petrarca a Erasmo), p. 50.
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La influencia no supuso una ruptura, sino una transformación que relegó o amplió, según los casos, algunos de los temas que venían siendo tratados por los emditos locales. Así, de la misma forma que los humanistas italianos continuaron la senda marcada por los dictatores medievales, pero no dejaron de establecer importantes diferencias con ellos112, la curiosidad autóctona por los autores clásicos, que siempre había estado presente entre las minorías cultas que se movían alrededor de los poderosos de cada nación113, se vio fortalecida por la atracción que el legado de la Antigüedad greco-romana ejercía entre los renacentistas italianos. A su vez, este interés convive con la tradición cristiana e incluso la revitaliza, en la medida en que fomenta una nueva orientación, con un reforzamiento de las consideraciones históricas y filológicas, de los estudios bíblicos. Más allá de los Alpes, ese aspecto religioso del humanismo no fue un motivo menor para su expansión. En cada Estado, el auge de los estudios sobre las lenguas antiguas propiciará, al menos hasta que se convierta en una práctica sospechosa de heterodoxia en los países católicos, traducciones de la Biblia y discusiones sobre el sentido de algunos de sus fragmentos. El éxito del progra ma humanista alcanzó tales extremos que los grandes de cada país no dudaron en adaptar su vínculo medieval con las armas al lenguaje del honor, la gloria y la fama que les ofrecían los teóricos del humanismo e incluso, con el tiem po, la aceptación de las humanidades dejó de ser algo propio de especialistas para extenderse a la misma nobleza, que aspirará a que sus hijos completen su educación caballeresca con los conocimientos de gramática, retórica, poética, historia y filosofía moral necesarios para hacer de ellos auténticos cortesanos. En ese contexto de atracción europea por el humanismo italiano y de de bate ideológico en torno a los valores cívicos y principescos, hay que situar la figura de Juan Ginés de Sepúlveda. Además de poseer, como se despren de de su biografía, las habilidades filológicas propias de todo humanista, el cordobés no sólo está totalmente familiarizado con los modelos ideológicos italianos por haberse formado y residido durante más de veinte años en aque lla península, sino que su pensamiento adquiere su sentido más preciso si se interpreta en relación a las discusiones y el vocabulario predominantes en la Italia del primer tercio del siglo XVI. A la vez, su carácter bifronte (retórico y escolástico; humanista y teólogo; ciceroniano y aristotélico; español, pero italianizante; opuesto al erasmismo, pero sin llegar a convertirse en un antierasmista radical, etc.), le dotan de un interés peculiar114. Tal vez por ello carece de sentido una clasificación global de su obra e incluso de su persona, como 112 P.O. Kristeller, El pensamiento renacentista y sus fuentes , pp. 4 2 ,1 2 2 -1 3 5 ,1 6 0 y 316; P.O. Kristeller, «Apéndice: Los antecedentes medievales del humanismo renacentista», p. 208. 113 H. Nader, Uts Mendoza y el Renacimiento español, pp. 30, 3 2 ,1 0 1 ,1 0 7 ,1 2 2 ,1 6 6 ,2 1 2 , etc. 114 J. J. Sánchez Gázquez, «La Pro Alberto Pió, principe carpensi, Antapología in Erasmun Roterodamum de Juan Ginés de Sepúlveda: testimonio de una singular asimilación cultural y retrato de un humanista».
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moderno115o medieval116. Es fácil encontrar en cualquier autor rasgos que pue den presentarse como contemporáneos, avanzados o retrógrados con respecto a su tiempo, sobre todo si hay interés por parte de su intérprete en hacerlo así; pero la búsqueda de confirmación para esas categorías no sólo corre el riesgo de llevar al anacronismo y la simplificación, sino que muy probablemente aleje al estudio resultante de la objetividad que requiere cualquier análisis que aspire a ser algo más que un juicio de valor. Incluso el ensayo más interesante que pueda hacerse sobre la obra de Sepúlveda, y ciertamente los dos que acabo de citar lo son, se resiente en sus aportaciones si éstas se encuentran determi nadas a priori por una calificación que ignora unos matices que, en cualquier estudio de ideas, se encuentran entre lo más valioso que cabe aportar. La reflexión sepulvediana encuentra su peculiaridad y riqueza por la for ma en que desde sus obras más tempranas, las que escribe durante su estancia en Italia, mezcla valores de la tradición cívica del humanismo117 que estaban vigentes en aquel país, y los envuelve en un patriotismo que llega a condi cionar tanto sus escritos teóricos como la posterior redacción de sus crónicas. Este patriotismo o nacionalismo, a diferencia de lo ocurrido con ingleses, franceses o alemanes, supone el elemento primordial por el que el humanis mo hispano se enfrentó con el italiano: «ciertamente, la peculiaridad española estriba en que nuestra Península no sólo se aprovechó de las aportaciones de los humanistas italianos, como en el resto de Europa, sino que en gran medida supo asimilar su misma esencia naciona lista. De este modo, la lengua castellana compitió con la italiana en cuanto a la nobleza de su estirpe; junto a Cicerón, los españoles pusieron a Séneca (si la ocasión lo requería, más de uno se habría remontado hasta la figura de Aristó teles hispano); si Italia había dado grandes emperadores a Roma, España tam poco se había quedado atrás; por fin, en España, como en Italia, los aficionados a las antigüedades, aunque pocos, podían extraer lecciones acerca de nuestra tierra, de nuestras gentes y un pasado que proclamaban glorioso»118.
Los elementos principales que aglutina esta ideología son cuatro: una apología de la vida activa que hace de la búsqueda de la gloria su valor más importante, su vínculo con la vida social, la demostración de que esa búsqueda no es incompatible con el cristianismo, y una teoría del cambio histórico que afecta a la Historia Universal y, sobre todo, a la Historia de España. 115 J. A. Maravall, Carlos Vy el pensamiento político del Renacimiento, pp. 288 y ss. H. Mechoulan, L'antihumanisme de J. G. de Sepúlveda. Etude critique du «Democrates primus», pp. 76-89 y 120. 117 H. Mechoulan, ibídem, p. 163, excluye el tratamiento del honor por Sepúlveda del que llevan a cabo los humanistas: «Mais cet honneur doit étre compris dans le contexte général du mouvement humaniste qu’ignore ou que combat Sepúlveda». 118 A. Gómez Moreno, España y la Italia de los humanistas. Primeros ecos , pp. 20-21.
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L a afirmación de la vida activa
La doctrina de la gloria aparece claramente expuesta en la primera obra que Sepúlveda escribe por propia iniciativa: el Gonsalus o Dialogus de appetenda gloria, publicado en Roma. Ya desde su prefacio su autor se muestra no sólo como un perfecto conocedor del estilo literario humanista, sino como un consumado maestro de las formas sociales habituales entre los de su gremio. Tal y como era costumbre entre éstos, la obra se dedica a quienes pueden ejer cer de poderosos protectores, en este caso, los duques de Sessa, Luis Fernán dez de Córdoba y su esposa Elvira, en quienes, como se ha dicho, concurren varias circunstancias para que se sintieran especialmente halagados por el ofrecimiento: Elvira de Córdoba era hija de Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán, el héroe que protagoniza el diálogo y que aparece siempre en el mismo como modelo de comportamiento; también era prima de Pedro Fernández de Córdoba, señor de Aguilar y marqués de Priego, el interlocutor más joven de los tres que intervienen en la obra. Luis Fernández era, asimis mo, hijo de Diego Fernández de Córdoba, conde de Cabra y señor de Baena, el tercero de los personajes del Gonsalus. Además de apreciar las continuas alabanzas a sus parientes y a ellos mismos, el matrimonio debió sentirse más que satisfecho con las repetidas alusiones del texto al arrojo y fidelidad de los cordobeses119, al origen patricio de la ciudad120 y a la importancia de sus hombres ilustres en el pasado lejano121 y próximo122 por parte de quien se reconocía como su paisano: «escribí no sin agradable recuerdo de la gloria de los españoles un librito, con el que agasajaros, Luis, duque magnánimo, y Elvira, honra del género femenino. En efecto, ¿a quién podría dedicarse más merecida y justamente un libro sobre la gloria que a vosotros, que, cada uno de acuerdo a su condición, cultiváis con ahínco la gloria e imitáis con vuestras excelsas virtudes las escla recidas y gloriosísimas hazañas de vuestros antepasados? Sobre todo si quien lo dedica soy yo, hijo de la misma ciudad, que se gloría con razón de contaros entre sus conciudadanos, una persona que siempre ha admirado y pregonado de forma entusiasta vuestras virtudes y pregonado infatigablemente vuestros méritos»123. 119 Gonzalo, pp. 222 y 247. 120 Ibídem .p. 223. 121 Ibidem, p. 224. 122 Ibidem, pp. 214 y 223 (Juan de Mena), y 232 (Hernando del Pulgar, cuyo origen cordobés no ha sido confirmado: J. Domínguez Bordona, Introducción a F. del Pulgar, Claros varones de Castilla, p. 5: «Se ignoran las fechas exactas del nacimiento y muerte de Femando del Pulgar... Tampoco se sabe nada cierto del lugar de su nacimiento»; R. B. Tate, Introducción a F. del Pul gar, Claros varones de Castilla, p. 21: «Sobre la fecha y lugar de nacimiento (¿en la década de 1420?) tampoco poseemos firme documentación»). 123 Gonzalo, p. 211.
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A esto hay que añadir que los duques de Sessa eran embajadores del Em perador ante el Papa en un período de importantes tensiones entre ambos; con tando Sepúlveda, por medio de sus traducciones de Aristóteles, con el favor de Adriano VI y de Clemente VII (desde que era el cardenal Julio de Médicis), así como el de otros importantes personajes de su entorno como Alberto Pío, prín cipe de Carpi, y Hércules Gonzaga, príncipe de Mantua, no era de desdeñar para un español obtener la protección de quienes representaban en Roma a Carlos V. Las dedicatorias de Sepúlveda a personajes españoles como Luis Carrillo de Albornoz; los citados duques de Sessa; el cardenal de la Santa Cmz, Fran cisco de Quiñones; el duque de Alba, Femando Álvarez de Toledo; etc., hasta atraer directamente la atención del Emperador con la Cohortatio ad Carolum V, además de apoyarlo en su polémica con Enrique VIII acerca de la legitimidad del matrimonio de su tía Catalina de Aragón en Del rito de las nupcias y de la dispensa, permiten apreciar al joven estudioso de creciente prestigio que, al fina lizar su período formativo en el boloñés colegio de San Clemente, maniobra por encima de las divisiones políticas, en busca del apoyo de poderosos personajes. Sin embargo, aunque Sepúlveda tuviera motivos subjetivos para escribir el Gonsalus, no sería acertado reducir a éstos la génesis de la obra. El apego a los poderosos era parte de la forma de vida de los humanistas, y aquéllos siempre estaban dispuestos a recompensar su entrega mediante dádivas y re conocimientos124; por otro lado, la admiración de Sepúlveda por las gestas del Gran Capitán, que no dejó de manifestar en otras ocasiones125, era compartida por Guicciardini126, Maquiavelo127, Castiglione128, etc. Pero, además, como 124 F. Rico, El sueño del humanismo (De Petrarca a Erasmo), pp. 56 y 81. 125 Demócrates primero, p. 180: «aquel famoso Gonzalo Magno, al que yo siempre he consi derado a la altura de los varones más extraordinarios de todos los tiempos», y p. 113; Acerca de la monarquía, p. 101; etc. 126 F. Gilbert, Machiavelli e Guicciardini. Pensiero político e storiografia a Firenze nel Cinquecento, p. 240: «Entre tantos personajes de los que examina la índole y la conducta, sólo uno parece suscitar en él una admiración incondicional: Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán, que Guicciardini considera la encarnación de todas las cualidades que un gran jefe militar debería poseer». 127 N. Maquiavelo, Discursos sobre la primera década de Tito Livio, I, 29, p. 110, admira su capacidad militar y subraya la ingratitud de su príncipe: «todo el mundo sabe con cuánta indus tria y virtud luchó Gonzalo Fernández en el reino de Nápoles contra los franceses, en nombre del rey de Aragón, Femando, conquistando y venciendo aquel reino, y cóm o, por premio de sus victorias, sólo obtuvo que Femando saliese de Aragón y, viniendo a Nápoles, primero le despojó del mando de sus tropas, luego le quitó las fortalezas y, por fin, le llevó consigo a España, donde al poco tiempo murió sin honra». 128 B. Castiglione, El cortesano, III, 34, p. 390: «el Gran Capitán Gonzalo Hernández mucho más se preciaba desto [de su nombramiento por Isabel la Católica] que de todas sus Vitorias y ecelentes hazañas, las cuales en paz y en guerra le han hecho tan señalado que, si la fama no es muy ingrata, siempre en el mundo publicará sus loores y mostrará claramente que en nuestros días pocos reyes o señores grandes hemos visto que en grandeza de ánimo, en saber y en toda virtud, no hayan quedado baxos en comparación dél».
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«diálogo sobre la apetencia de gloria», el Gonsalus implica un trasfondo so cial e ideológico que no sólo anticipa buena parte de los temas sepulvedianos, sino que contribuye poderosamente a su mejor comprensión. Si Sepúlveda está dispuesto «a reflexionar más a fondo sobre el asunto de la gloria», es porque se trata de un tema importante desde al menos tres puntos de vista decisivos para los humanistas: 1. Porque tiene un fundamento clásico del que dan cuenta los personajes y acontecimientos de la antigüedad que inundan sus páginas y el re curso mismo a Cicerón, ese «gran orador y filósofo»129que pasaba por ser el más ilustre modelo de quienes practicaban los studia humanitatis. Ese fundamento permite justificar no sólo la forma dialogada del texto, sino también parte de su contenido y la inclusión de sus nobles interlocutores: «como «no sé de qué forma pueda tener más seriedad este género de conver saciones, sino presentado bajo la autoridad de hombres antiguos, y de éstos los ilustres», como dijo Cicerón [ L a e liu s , 4] muy doctamente, igual que sus restantes afirmaciones, hice figurar en él como interlocutores a tres excelsos y muy preclaros personajes, precisamente de vuestra familia»130.
2. Porque, como se ha dicho, la búsqueda de gloria y fama es un tema de ac tualidad en el Renacimiento, tema que afecta a otras muchas cuestiones. 3. Porque permite poner su saber al servicio de las excelencias patrias, pues, como señala el prefacio, los españoles son «los más aplicados de todos los mortales a la gloria». Aparece así desde el inicio de la obra, a la misma altura que «el asunto de la gloria», el afán patriótico y propagandístico del que gustaban los hu manistas, ése que, por dotar de utilidad a su saber, según otro de sus temas favoritos, tanta aceptación daba a sus textos. No en vano, Sepúlveda se pro pone utilizar a sus personajes porque considera «que hablan sobre la gloria con más propiedad los que se guiaron por ella y alcanzaron la mayor fama», pero, sobre todo, para adornar «con el recuerdo de sus ejemplos a éstos y con motivo de éstos a algunos otros excelsos varones de nuestra nación»131. El patriotismo de Sepúlveda determina los contenidos de sus escritos y, en virtud de los mismos, algunos de sus aspectos formales. Así, desde el punto de vista de su contenido, el Gonsalus no puede dejar de presentarse como un canto a las hazañas de los españoles a lo largo del tiempo. Pero, precisamente por ello, la loa no se detiene a la hora de identificar cualquier hecho que tenga por protagonistas a los habitantes de la Península, como una gesta de los españoles; 129 Exhortación a Carlos V, p. 336. 130 Gonzalo , p. 211; véase J. J. Valverde Abril, «Formas y contenidos clásicos para un autor renacentista: el Gonsalus seu de appetenda gloria dialogus de Juan Ginés de Sepúlveda», p . 412, así como su introducción al Gonsalus, ya citada. 131 Ibídem .p. 212.
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así, se recuerda «el gloriosísimo fin de los numantinos y los saguntinos, que asumieron en aras de la gloria y que se elogia en todo el orbe para mayor gloria de nuestra España»132. El anacronismo afecta también a los grandes hombres romanos o musulmanes («nuestros conciudadanos los Galiones, los Sénecas, Lucano y Averroes»133), lo cual, en el caso de estos últimos, no deja de repre sentar una licencia añadida, pues, además de llevar al error de hacer español a Avicena134, sin duda por influencia de su paisano Juan de Mena135, el humanista siempre los consideró invasores y no auténticos españoles: a pesar de los casi ochocientos años que duró su dominio, no va a reconocerles el arraigo de los visigodos, que fueron los primeros en reinar sobre España136. De ahí que la victoria de los musulmanes que pone fin a ese dominio sea considerada «la más lamentable de todas» y, desde luego, a pesar de abrirles paso al imperium Hispaniae, no tiene para Sepúlveda valor sustitutivo de la monarquía visigoda, dado que los mahometanos «obedecían no a uno solo, sino a muchos reyes»137. Al reivindicar la gloria y la fama como propia de los españoles, y al hacer del carácter español algo que tan bien se aplica a la gloria, Sepúlveda está en condiciones de trasladar buena parte de los tópicos ideológicos que el huma nismo cívico había desarrollado durante más de cien años a un contexto ajeno a la vida de participación, al gobierno republicano y al patriotismo italiano donde se habían originado. Será fundamental, por ello, advertir cómo en el Gonsalus subsisten los temas y términos fundamentales del vocabulario cí vico, pero varían sus significados y la finalidad patriótica a la que sirven. Se púlveda profundizaba con ello en la ideología que había empezado a mostrar en su primer libro, la Historia de los hechos del cardenal Gil de Albornoz, un encargo del Colegio de los Españoles de Bolonia acerca de la figura de su fundador, que no puede esconder su carácter hagiográfico. En esta ocasión, el cordobés se vio en la obligación de redactar una obra cuyo objetivo acabaría siendo divulgar los méritos literarios, ensalzar el mecenazgo y justificar las acciones militares y políticas de un español del siglo XIV que se desenvolvió en Italia al servicio de los pontífices. 132 Ibídem, p. 223. 133 Ibídem, p. 224. 134 La edición de Roma (1523) incluye a Avicena en la enumeración, que desaparece a partir de la edición de París (1541). 135 En La Coronación, en realidad, Calamicleos, «tractado de miseria y gloria», además de recordar a un solo Séneca, a Lucano, Averroes y Avicena, se hace cordobés al mismo Aristóteles (J. de Mena, Obra completa, 1994, p. 518), que ya no figura en el Proemio al Omero romaneado (p. 548), aunque sí Avicena. Véase F. Rico, «Aristóteles Hispanas', en tomo a Gil de Zamora, Petrarca y Juan de Mena». Por lo demás, la creencia tenía profundas raíces y fértiles ramas, pues el propio Sepúlveda se vio obligado a recordar a uno de sus admiradores (Epistolario , carta 118 a Juan de Córdoba, de 25 de septiembre de 1555, pp. 345-346) que Aristóteles no era cordobés, sino nacido en Estagira. 136 Historia de Carlos V: libros I-V, pp. 25 y 26. 137 Ibídem, p. 27.
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Ya desde su inicio, aborda Sepúlveda la biografía del Cardenal como el reconocimiento de unas hazañas que han pasado injustamente desapercibidas por la falta de escritores que las dieran a conocer. En este caso, el recurso al tópico de Salustio138, se envuelve en la referencia al Laberinto de fortuna de Juan de Mena139, para acentuar el carácter hispano de la proclama: no faltan hechos dignos del mayor encomio entre los españoles, sino relatos y literatos que los divulguen. Así, el cardenal Albornoz «carescio desta gloria de histo ria» capaz de dar cuenta de sus virtudes muchos años: «Considerando los hechos de varones illustres y la variedad de la fortuna que en todas las cosas se señorea, me paresce que assi como la condición de aquellos que de sus illustres obras tuvieron escriptores illustres fue exclarescida, assi miserable la de aquellos, cuya gloria (después de sus hechos, que biviendo hizieron) esta enterrada en tinieblas de olvido. La cual miseria lloro mi coterráneo Mena elegantemente en su verso aver acontecido por falta de escriptores a nuestros mayores, conviene saber, a los españoles. ¿Qué cosa ay mas miserable, que después de muchos trabajos y grandes peligros pasados, carescer la virtud y esfuerijo de su premio merescido? Porque assi como de otras virtudes la honra es común premio, lo es mayormente (como dize Aristó teles) de la grandeza del animo. Y tanto es a cada uno mayor esta honra, quanto sus virtudes son con memoria de historia mas estendidas por la memoria de muchos hombres y de muchas edades»140.
Si la fama y la gloria de los grandes hombres requieren de biógrafos que extiendan su memoria, la labor de éstos no puede pasar desapercibida. Para exaltar como se merece los hechos de un varón ilustre es necesario saber escribir una historia que cumpla los requisitos humanistas, lo que Sepúlveda echa en falta en el relato del boloñés Juan Garzón, quien le precedió en el encargo de redactar la biografía del cardenal Albornoz. En el prólogo de su Historia, se unen la reivindicación de los honores debidos al Cardenal por su «muy grande fama en las cosas de la paz y de la guerra», con la descripción de los rasgos que echa de menos en la escritura de Garzón, y que ajuicio del joven autor justifican el encargo de escribirla de nuevo «Y assi por su diligencia fue hecho que la fama de don Gil, que mucho tiempo avia que estaba como oppresa, puesta casi en obscuridad de olvido, sa liese a luz clara y viniese a noticia de los hombres. Mas aquel escriptor discreto (según la opinión) hizo lo que se le encargo tan negligentemente, que con dificul tad se podría dezir si merescio menos loa por su industria que por su eloquencia. El qual muchas vezes escrevia las cosas como le venían a las manos, sin guardar 138 Salustio, La conjuración de Catitina , VIII, p. 39. 139 J. de Mena, o. c., p. 17: «Las magnas hazañas de nuestros m ayores/ la mucha constancia de quien los más ama/ yace en tinieblas, dormida su fam a/ dañada de olvido por falta de autores». 140 Historia de los hechos del Cardenal Gil de Albornoz [y Breve descripción del colegio], Prólogo, p. 2.
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orden alguna de tiempos ni de lugares. De donde procede que muchas vezes se contradice y confunde. Pues en lo que toca al estilo, tan lexos estuvo de guardar orden de historia que puedo decir (según lo que siento) que paresce que nunca leyó historia, y oxala lo que quiso dezir dixera bien latinamente. No digo esto en verdad por injuriar a este hombre, ni pelear con los muertos (el qual en otra manera fue provechoso y erudito, según yo e sabido, y se le deven a lo menos gracias, porque junto en un cuerpo muchas cosas muy derramadas y esparzidas), sino para que conste que no me encargue deste trabajo sin causa»141.
Sepúlveda no sólo va a esforzarse por «añadir resplandor» al latín empleado y por ordenar el relato «a fin que se tuviese alguna razón de los lugares y de los tiempos», sino que se empeña en dar «claridad» a muchos de los hechos narra dos, sirviéndose para ello de documentos enviados expresamente desde España. Al margen de que alcanzara o no su objetivo de mejorar la narración de Garzón, su biografía quiere cumplir con los requisitos de la historia concebida por los hu manistas o, lo que es lo mismo, en la cuna del humanismo un español pretende dar lecciones de cómo escribir al estilo humanista a un italiano. Su finalidad, con todo, no es sólo retórica. Presenta al Cardenal como un hombre valioso del que «se tenia esperanza que no con menor animo se avria en los hechos de la guerra que se avia ávido con subtil ingenio en el estudio de las letras»142. Esta presentación no sólo está encaminada a responder a la barbarie que los italianos imputaban a los españoles, sino que es parte de su interés ideo lógico por convertir su Historia en un precedente de los acontecimientos que estaban teniendo lugar en ese momento, y que no son otros que la irrupción de los ejércitos españoles en la vida italiana. Sepúlveda presenta los enfren tamientos civiles como un producto de la tiranía, cuando no de la estructura de bandos de las propias repúblicas, para justificar la necesidad de un poder fuerte y bienintencionado. Así destaca la función pacificadora del cardenal Albornoz al aludir a la situación de guerra civil que viven algunas ciudades sobre las que el español va a imponer su autoridad: «En esta sazón, aviendose levantado gran disensión y alboroto en Perosa, los ciudadanos enbiaron públicamente embaxadores a don Gil que le informa sen de la discordia en que aquel pueblo estava, y como de cada dia (con nuevas causas de odios) se acrecentava, yendo de mal en peor; y que era cierto que con su venida y auctoridad, los ciudadanos dexarian las armas y cessaria la discor dia; y que todos los ciudadanos generalmente le suplicavan que con la mayor brevedad que pudiese viniese a Perosa, porque su venida sin duda seria común salud al pueblo perusino y por ventura cosa muy provechosa para la guerra que hazia. Don Gil, holgándose con esta enbaxada, partió luego con diligencia para Perosa, donde fue recebido con grande alegría. Y en breve tiempo pacifico la ciudad y allano los ánimos de todos al servicio del Papa y de la yglesia»143. 141 Ibídem, pp. 2 y 3. 142 Ibídem, p. 6. 143 Ibídem, p. 11.
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En el Gonsalus se mantiene esta ideología. De nuevo Sepúlveda recurre a Salustio para advertir de la primera dificultad que sobre el asunto de la gloria se ve obligado a afrontar y que no es otra que la ausencia entre los españoles de una tradición literaria equiparable a la de griegos y romanos: «las esclare cidas acciones que en otro tiempo acometieron los nuestros han quedado en la actualidad sepultadas en tan gran olvido debido a la escasez de escritores»144. Este desconocimiento, sea cual sea su causa, está tan lejos de los usos de los más altos héroes, como Alejandro, Pirro, Escipión el Africano o Julio César, que ha condicionado el renombre de los grandes hombres hispanos. La ac ción gloriosa requiere reconocimiento público, necesita ser divulgada hasta alcanzar la fama, y si esto parece fácil para los personajes clásicos, no lo es tanto para los españoles. Así, si a Manuel Ponce de León, uno de los héroes de la guerra de Granada, «le hubiese correspondido Grecia como patria, habría conseguido fácilmente desafiar en gloria al ensalzado Hércules con su excelso espíritu y con hechos y atrevimientos que no desmerecen en credibilidad, pues hasta tal punto dome ñaba no sólo hombres, sino también descomunales fieras»145.
La gloria con las armas, por tanto, no basta, necesita de la retórica, como tantas veces ocurrió en la Antigüedad. A Gonzalo Fernández, vencedor de los franceses en Nápoles, no le ha faltado el reconocimiento de su monarca, que le otorgó el título de duque de Sessa, de sus conciudadanos cordobeses, de los napolitanos e incluso del propio rey francés por sus victorias146, pero sin el testimonio literario, su fama corre el riesgo de ser efímera. El diálogo de Sepúlveda se ofrece como el complemento necesario de la gloria del héroe. De hecho, si el Gran Capitán reconoce que «discutir sobre la gloria» es tarea «propia de aquéllos que profesan los estudios de las letras y la filosofía, no de quien ha pasado su vida en el campamento», de poco pueden servir los re paros que plantean sus interlocutores a las especulaciones de los filósofos147, sobre todo cuando el mismo Gonzalo admite que en su exposición va a recu rrir a lo que escuchó de «varones eruditísimos y muy sabios que discutían con gran autoridad sobre ésta y otras cuestiones». La gloria que procede de las armas precisa de las letras, sin las cuales co rre el riesgo de no alzar el vuelo hacia la fama, y ésta es razón suficiente para que quienes escriben revistan de dignidad su tarea y puedan aspirar también a la gloria. La solución de Sepúlveda al debate de las armas y las letras, aunque sesgada por su pertenencia a una de las partes, introduce importantes cambios en el pensamiento social de su época: en primer lugar, la gloria de las letras 144 145 146 147
Gonzalo, p. 212. Ibídem, p. 215; véase Demócrates primero, p. 178. Ibídem, p. 228. Ibídem, p. 220.
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no alcanza únicamente a quienes practican la literatura y la elocuencia, sino a todos las que ejercen oficios civiles (profesores, secretarios, embajadores, historiadores, consejeros, etc.), dignificando su tarea. En segundo lugar, la equiparación con las armas refleja el prestigio de la formación humanista, que ha calado lo suficiente entre las clases acomodadas como para resistir una comparación que en el pasado había tenido claros opo sitores. Así, pensando en sí, Cicerón no dejó de señalar que «se han realizado muchas acciones civiles mayores y más gloriosas que las de los campos de batalla»148, de ahí que considere óptimo un dicho que ya había incluido en otra de sus obras {De consulatu suo): «Cedan las armas a la toga, retírese el laurel del militar ante la gloria del ciudadano»149. Sin embargo, en el mismo De officiis, advirtió a su hijo que «la primera recomendación a un joven para llegar a la gloria es tratar de buscar alguna en las operaciones del ejército»150. También Salustio señala que «de ningún modo sigue una gloria igual al es critor y al autor de las cosas»151. Esta misma ideología predomina en España durante el siglo XV152. Incluso Bruni, guiado por las necesidades militares de la república florentina, rechazaba su equiparación en Italia: «Ni ciencia, ni literatura, ni elocuencia son pares o iguales a la gloria de las armas»153. En tercer lugar, la reivindicación de las letras manifiesta también el sen timiento de confianza en sí mismo del humanista, que no se siente en su ac tividad inferior a nadie, como manifiesta en su carta al rector del Colegio de San Clemente Diego de Arteaga: «no pongo la actividad militar, sea cual sea, por delante de las letras»154. Por último, esta ideología está en sintonía con el modo de vida que había popularizado ese manual del perfecto caballero que era El cortesano, el cual «querría yo que fuese en las letras más que medianamente instruido, a lo me nos en las de humanidad, y tuviese noticia no sólo de la lengua latina mas aun de la griega, por muchas y diversas cosas que en ella maravillosamente están 1411 Sobre los deberes, 1,74. Ibídem .p. 40. 1,11 Ibídem, II, 45, p. 106. Véase G. Garbarino, «II concetto etico-politico di gloria nel De officiis di Cicerone», p. 203. 1,1 Salustio, La conjuración de Catilina, III, p. 35. P. E. Russell, «Las armas y las letras: para una definición del humanismo español del siglo XV». Sus conclusiones, así como las de N.G. Round, «Renaissance Culture and its Opponents in lifteentlvcentury Castile», han sido matizadas por J.N.H. Lawrance, «On fifteenth-century Spanish vernacular Humanism», si bien cualquier conclusión requiere tener en cuenta la varia bilidad de las posiciones humanistas puesta de manifiesto por F. Tateo, «Le armi e le lettere: per la sloria di un topos umanistico». L. Gualdo Rosa, «L’elogio delle lettere e delle armi nell’opera di Leonardo Bruni», p. 114. Véase H. Barón, «El resurgimiento florentino de la filosofía de la vida política activa» (1935, revisado), en H. Barón, En busca del humanismo cívico florentino , p. 129. IV1 Epistolario , carta 1 de 1517, p. 4.
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escritas»155. Acorde con ello, Sepúlveda no tiene inconveniente en atribuir a Luis de Córdoba su deseo de brillar en la guerra y en la paz: «lo mismo cul tivas la afición a las armas, que no desdeñas lo más mínimo la de las letras, y que, en definitiva, pareces anhelar a la vez la gloria de unas y de otras»156; lo cual, como hemos visto, también está presente en su retrato del Gran Capitán e incluso en el de sus interlocutores, a los que, además de reconocer su valor en la guerra157 y de encarecer para que «en las tareas de administración» que desempeñan en la ciudad de Córdoba se entreguen a la búsqueda de la glo ria158, alaba porque «habéis leído exhaustivamente los documentos de aque llos tiempos»159 de la república romana.
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E l aspecto social de la vida activa
La conciliación de las armas y las letras forma parte de los nuevos valores de esa nobleza española a la que se dirige Sepúlveda en el Gonsalus. Una nobleza, que, como no deja de reconocer, crece al amparo del buen gobierno de los Reyes Católicos. Por tanto, lo que era una virtud individual, la escritura del humanista que forja la gloria del guerrero, se acaba convirtiendo en un mérito colectivo que, como vamos a ver, no puede tener otra finalidad que el servicio a los príncipes: «Se constata que las letras y las armas han medido sus fuerzas respectivas en beneficio de un tercero: el Príncipe o el Estado. De hecho, la evolución que recorren las dos revela una politización. Las letras se constituyen en adelante con el mismo título que las armas, las «armas del Príncipe» que recurre a unas u otras en función de las circunstancias»160.
Aunque los mecenas de los humanistas no dejarán de valorar el mérito de su escritura por la divulgación de su gloria militar, Sepúlveda va a dotarlo de un fundamento que sobrepasa ese carácter circunstancial; su valor, como el de las mismas armas, la política, la justicia, la fidelidad, la templanza o la liberalidad, procede de algo que es previo a la capacidad retórica: es producto de un ideal de bien público, una habilidad que se expresa en la vida social y a su servicio. La gloria, aunque aparezca como un objetivo vital («es ante todo la gloria el fin que se debe perseguir»), se alcanza «en el cumplimiento de 155 156 157 158 159
B. Castiglione, FJ cortesano, L 42-46, p. 182. Gonzalo, p. 220.
Ibídem, pp. 216-217. Ibídem, p. 220. Ibídem, p. 221. 160 p Verrier, Les armes de Minerva. L'Humanisme miliíaire dans l'Italie du XVIesiécle, p. 134.
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cualquier función pública, militar o civil», logrando objetivos de los que se beneficia de una u otra forma la sociedad161. Esta función social de la gloria tiene, además, un segundo aspecto: si se hace algo digno de elogio debe ser «refrendado con la aprobación tácita de los hombres»162. La gloria sólo alcanza su plenitud cuando se convierte en fama, lo cual significa sacarla de su ámbito particular y situarla en un espacio social. Dicho de otro modo, tan importante como la realización de acciones valiosas es su afirmación pública y, puesto que descuidar ésta acaba perjudi cando el conocimiento de aquéllas, sería una incongruencia sacrificarse por sacar adelante todo tipo de trabajos e incluso hacer frente a cualquier peligro, «y a la vez desatender uno mismo el modo en el que su propia gloria alcance mayor extensión y perviva hasta la posteridad»163. La gloria debe buscar su reconocimiento, pero sin traspasar ciertos lí mites que la desnaturalizarían. Por una parte, la gloria no puede autoproclamarse, «a no ser que el asunto y la ocasión parezcan demandarlo», pues el elogio de la propia acción y, más aún, la exageración de lo realizado, la falsa atribución o su divulgación injustificada, es vanidad; por el contrario, «con un comportamiento tan insensato como éste nadie alcanza la gloria, sino que, si es que llegó a hacer algo no desmerecedor de elogio, lo malo gra completamente por alardear de ello a destiempo a la vez que se hace acreedor y se expone al odio y al desdén de quienes lo escuchan»164. Mas, por otra parte, aunque necesite del asentimiento colectivo, la búsqueda de la gloria debe realizarse de manera autónoma, sin plegarse a «los aciagos e infundados murmullos del vulgo»165. Ni siquiera se actúa para alcanzarla a toda costa, pues eso llevaría a la temeridad y sería más bien ciega ambición que objeto de honra: «si la ambición consiste en procurarse elogios con afán y por cualesquiera medios, ganarse el favor popular, complacerse con adulaciones y ambicionar dignidades y cargos, simplemente para ocupar el puesto más elevado o mani festar la opinión el primero, la ambición es un defecto moral, verdaderamente uno no mediano y que en definitiva no puede encajar sino en un hombre frívolo y necio. Pero esto dista tanto de aquel apetito de gloria del que hablo, que más bien se opone a él por completo, pues yo quiero que sea apetecida aquella glo ria que se sustenta en profundas raíces, que se alcanza únicamente a través de la virtud y que es la única recompensa a la misma, como veo que es la opinión de los varones más doctos»166. 161 Gonzalo , p. 220; véanse pp. 223 y 229; Demócrates primero, p. 128. 162 Ibídem, p. 219. Ibídem, p. 212. 164 Ibídem, p. 235. 165 Ibídem, p. 239; Demócrates primero, p. 127. 166 Ibídem, pp. 231-232; Demócrates primero, p. 170.
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En definitiva, la verdadera gloria supone un compromiso de quien realiza la acción con hechos valiosos, esto es, «acometer magníficas empresas sin inquie tarse en exceso por la opinión que de él se forme el vulgo entre tanto». Puede apreciarse que, como dijo Sepúlveda, «éste es un terreno escabroso y resbala dizo», en el que no siempre es fácil saber cuándo y en qué medida hay que fo mentar la propia gloria y cuándo es conveniente optar por la discreción, cuándo se mantiene la valentía o se cae en la temeridad, y cuándo hay que atender al sentimiento del pueblo o dejar éste de lado. Ir en pos de la gloria y la fama es una tarea compleja, pero esto no puede llevar a la inacción: la virtud languidece con el ocio167. Sepúlveda está postulando una ética de la afirmación en el mundo, en la que la doctrina de la gloria representa el mayor incentivo para la actividad, de manera que es preferible, en caso de duda, estar «resuelto a ser audaz antes que a ceder»168. Si esto se lleva hasta sus últimas consecuencias, puede significar, como en el caso de Alonso de Aguilar, padre de Pedro y hermano de Gonzalo Fernández de Córdoba, optar por morir en el combate antes que por la salvación a través de la huida169. Se demuestra, por tanto, que la gloria no es tanto un asunto de éxito (también hay gloria en la derrota), como de memoria y virtud. La memoria de las grandes acciones se plasma en la fama. Siendo la fama la compañera de la gloria y la confirmación de su autenticidad, su autonomía de la valoración pública no puede ser nunca definitiva; por eso, Sepúlveda insiste en la función de control que le corresponde: «es posible comprobar que los que en el cumplimiento o abandono de su deber no se inquietan por la opinión que de ellos se formen los hombres, únicamente sirven a sus propios intereses, se ensucian con su avaricia e inmundicias, sólo prestan sus servicios a aquéllos de quienes esperan el máximo provecho, y cometen innumerables atropellos contra su propia estima, así como también los sufren»170.
La aceptación popular enlaza, por tanto, con el carácter de entrega a los asuntos públicos en el que Sepúlveda envuelve la gloria y une en una misma finalidad el beneficio particular y el interés colectivo. El nexo entre ambos y la garantía, en definitiva, de que se actúa conforme a esa «nobleza de espíritu» en la que consiste la apetencia de gloria es su entrega a la virtud. Si, al considerar que una acción sirve a los ciudadanos, la opinión pública se configura como el límite exterior de la gloria, la virtud es su extremo interior; si la primera mide su validez por el consenso colectivo, ésta apela a la conciencia para su justificación. Como recompensa de la gloria, la fama puede ser malentendida o manipulada; una acción que es elogiada por individuos infames o que se reali za no por su dignidad, sino con un calculado interés, no es objeto de auténtica 167 168 169 170
Ibídem, p. 237. Ibídem, pp. 239-240. Ibídem, pp. 217-218 y 223. Ibídem, p. 228.
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gloria, aunque pueda reportar cierto renombre a su autor. Esta ambigüedad se disuelve cuando la virtud aparece unida al deseo de gloria: «aunque la signi ficación de gloria parece expandirse muy ampliamente y atañer a cualquier elogio, digo que los varones magnánimos deben anhelar aquella gloria que persigue la virtud y es compañera de las buenas acciones»171. Así pues, la gloria sólo es válida como resultado de la virtud, pero Sepúlveda no entiende la virtud de manera unívoca, sino que hace convivir dentro de la misma al menos dos significados: por una parte, aparecen las virtudes clásicas, en las que la gloria y la fama encuentran su lugar; por otra, las virtudes cristia nas, a las que, por su finalidad, están aquéllas subordinadas. Como, de acuerdo con Aristóteles172, las virtudes no están aisladas, sino formando un conjunto en el que todas «están hasta tal punto ligadas entre sí y entrelazadas, que quien ca rezca de una sola, carecerá de todas por completo»173, el resultado es la conexión entre la salvación cristiana, la virtud que enlaza con la vida activa y la doctrina de la gloria: «tras el supremo bien, al cual deben subordinarse los demás bienes, la primera dignidad es la virtud, pero a ella siguen inmediatamente el honor y la gloria»174. A pesar de servirse de la autoridad de Aristóteles, que sólo considera ba indiscutible la conexión de las virtudes morales, Sepúlveda no parece hacer un problema de la unión de éstas con las virtudes sobrenaturales y, por tanto, de su subordinación a un fin trascendente, como venía haciendo la Edad Media175. También desde esta perspectiva, la plena visión secularizadora de la vida políti ca, para la que contaba con todos los medios, encuentra su limitación.
ó.
G lo ria , cristianismo y mérito
Al conectar gloria, virtud y salvación, Gonzalo viene a resolver la duda, planteada poco antes por su sobrino Pedro, sobre la compatibilidad entre los placeres mundanos, entre los que incluía la apetencia de gloria, y la perse cución de la virtud176. Pero, a la vez, Sepúlveda se va a servir de la respuesta dada para introducir dos asuntos que son fundamentales en su pensamiento: por una parte, abre paso a la conciliación de la actividad militar con la reli gión, y, por otra, reivindica los valores cristianos frente a quienes ven en ellos una fuente de debilidad. 171 Ibídem, p. 238. Demócratesprimero , p. 171. 172 Etica Nicomáquea, VI, 13, 1144b32: «no es posible ser bueno en sentido estricto sin pru dencia, ni prudente sin virtud moral. Esta circunstancia refutaría el argumento dialéctico según el cual las virtudes son separables unas de otras». 171 Gonzalo, p. 229; Demócrates primero , pp. 116-7. 174 Ibídem, p. 241; Demócrates primero, pp. 83 y 119. 175 O. Lottin, «Alistóte et la connexion des vertus morales». I7Í' Gonzalo, p. 230.
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Sepúlveda aborda el primero de estos asuntos suponiendo que el hombre de armas no sólo no tiene que dar la espalda a la religión, sino que encuentra en ésta la santificación de su actividad. Para demostrarlo, recurre a la distin ción entre guerras justas e injustas. Como veremos, únicamente en las prime ras es posible apreciar un vínculo con la gloria auténtica, esto es, con la que se asienta sobre la virtud; por el contrario, en las guerras injustas Sepúlveda sólo ve, excluida la sinrazón, la avaricia. Lo que separa unas de otras son, por tanto, las razones que las asisten: mientras las guerras injustas, al carecer de aquéllas, avergüenzan a quien las inicia, las guerras justas «fueron empren didas por motivos justificados, como por la religión contra los impíos, por la patria o por el orden establecido contra los violentos, como, en fin, por el honor contra los que cometen ultraje»177. La guerra justa idealiza la intervención armada al fundarla sobre lo que se consideran valores morales indiscutibles. La posterior elaboración de una teoría de las causas justas no hace sino profundizar en el mensaje ya visto: la búsqueda de la gloria resulta aceptable a través de la guerra (justa) porque es expresión de la virtud. Una virtud que, evidentemente, no es plasmación de una vida evangélica. Bajo la primacía del bien ultraterreno, Sepúlveda insiste en su concepción dualista de la virtud, sin que ninguna de sus acepciones deje de gozar de aceptación. A la gloria se accede por distintos caminos y lo que para unos puede ser símbolo de honestidad para otros puede resultar infamante: «Verdaderamente una cosa conviene al soldado y otra bien distinta al mon je; éste soportará con absoluta paciencia las afrentas, no tomará venganza ni siquiera de palabra de aquéllos que cometan injusticia contra él; si alguien lo amenaza con herirlo, sencillamente debe huir, no intentará responderle con armas. Esto es lo honesto para el monje, esto es lo glorioso, esto es lo digno de alabanza. ¿Pero qué honorable general elogiará ese comportamiento en un sol dado valeroso? Es más, ¿quién no lo criticará y dirá a voces que atenta contra el deber y el honor de un soldado?»178.
El monje y el soldado representan los dos extremos de la virtud tal y como la concibe Sepúlveda. La vida contemplativa del primero encuentra en la «piedad perfecta» el ideal en el que cimentar su fama, pero exigir esta per fección al soldado sería excesivo. Para éste basta con que «sólo cumpla con los preceptos generales de la religión cristiana». Es el mismo mensaje que reitera en sus siguientes obras, mostrando un pensamiento que le acompaña rá hasta el final de sus días; así, en la Exhortación no deja de recordar que, como respondiera Cristo cuando le preguntaron si era rey, «hay dos reinos: el de las almas, que muy bien puede llamarse espiritual, propio de sacerdotes 177 Ibídem, p. 236. 178 Ibídem, p. 243.
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y ostentado en aquel entonces por la figura de Cristo, y el civil, que se rige por leyes emanadas del buen juicio que Cristo nos ha otorgado a nosotros, los hombres, para que llevemos una existencia recta y feliz»179. Pocos años des pués, también en el Demócrates primero se reconoce que «una y otra vida son aceptables, no sólo ajuicio de los más sabios, sino también de Cristo. Ahora bien, la contemplación se antepone con mucho a la acción. Pero no solo es aceptable la vida que se centra en la actividad, sino que es imprescindible para conservar la sociedad natural de los hombres»180. Aunque nominalmente Sepúlveda no deja de reconocer la excelencia de la contemplación sobre la acción, ambas son necesarias, con lo que todo que da reducido al cumplimiento de los deberes que corresponden «a la condi ción y al cargo de cada cual». Sin embargo, incluso este equilibrio se revela precario cuando Sepúlveda desposee a los valores contemplativos de lo que pudiera ser su signo de distinción al admitir que el reconocimiento divino se alcanza tanto por quienes llevan una vida de entrega religiosa como por quienes ejercen su actividad en el mundo: «Que nadie considere que sólo observan la religión quienes perseveran en seguir los pasos de san Francisco, santo Domingo o san Benito, y los de otros cuya santidad ha sido reconocida, y emulan sus hechos y su vida constituidos en su regla. Si bien hay justificación y razones de sobra para elogiar a éstos y denominarlos religiosos, sin embargo, no sé si ellos prestan mejores servicios a la religión cristiana que quienes gobiernan el Estado con sabiduría y justicia en una vida menos sujeta a reglas, o quienes con gran esfuerzo emprenden guerras justas por la patria, por el reino o por la misma religión»181.
Si la religión se sirve lo mismo desde la vida monacal que desde el gobier no o el ejército, ¿no queda vacía de sentido aquélla? Aunque Sepúlveda man tiene numerosas e importantes diferencias con Erasmo182, y no está, por tanto, en la línea del monachatus non estpietas, al equiparar lo que se alcanza por el monachatus con lo que depende de los valores cívicos, no puede evitar dejar un tanto devaluada la pietas. Desde cualquier modo de vida se puede alcan zar lo divino, pero la vida activa permite también servir en lo mundano. Los que persiguen la gloria pueden, por tanto, sentirse confortados: el cielo está a su alcance. No hay necesidad, pues, de renunciar a la gloria, lo que no sólo implicaría «una orden severa, dura y complicada», sino que exigiría una lu cha con la naturaleza humana, cuando, por el contrario, lo que muestran «los hechos y los usos de los distintos pueblos» es que hay que «estimular, alentar 2 Exhortación a Carlos V, p. 336. 1811 Demócrates primero, p . 98. 181 Gonzalo, pp. 243-244. 182 A. Espigares Pinillla, La cuestión del honor y la gloria en el humanismo del siglo XVI a través del estudio del Gonsalus de Ginés de Sepúlveda y del De honore de Fox Morcillo, y «El enfrentamiento con Erasmo en el Gonsalus de Ginés de Sepúlveda».
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e incitar a emprender grandes hazañas a los espíritus libres y nobles»183. Con el apoyo de la naturaleza y la unanimidad de todos los mortales, Sepúlveda no puede menos que rechazar que la gloria, la auténtica gloria, no se ajuste a las leyes sagradas. De esta forma, la apetencia de gloria acaba convirtién dose en una apología de la vida mundana en la que el cultivo de las letras, su protección184, o el servicio al Estado en la paz y en la guerra acaparan todos los elogios, mientras que la vida contemplativa queda reducida a la condición residual de la renuncia al mundo. Aunque de manera casi exclusiva Sepúlveda irá identificando en sus es critos posteriores la contemplación con el amor y el servicio a Dios y no con la concepción aristotélica de la autosuficiencia intelectual, en sus inicios como escritor extiende también la marginalidad a la que se reduce la vida del monje, a la figura del sabio. Siguiendo la estela del De ojficiis ciceroniano, la defensa de la vita civilis por humanistas florentinos como Palmieri, «re chaza los conceptos filosóficos de Platón»185; en la misma línea, el elogio a Sócrates, Platón o Séneca por su dedicación a la actividad literaria186, o la reivindicación del mismo Sócrates porque unió «al estudio de la ciencia la experiencia militar»187, no ignora que profesan un ideal, el de la vida contem plativa, al que Sepúlveda no puede otorgar otro crédito que el de estar falto de experiencia vital. En su nombre, un héroe como el Gran Capitán rechaza la concepción filosófica de aquéllos, a pesar de que los estima en mucho, y re conoce su preferencia por los «hechos valerosos y sabios» de quienes ponen su vida al servicio de los ciudadanos: «yo estoy convencido de que es ley natural lo que ha parecido bien en cual quier época a varones muy aventajados y nacidos para asistir a la humanidad y para defender la ciudadanía y sus congregaciones, no lo que unos hombres inteligentes, mas poco experimentados, han imaginado en el ocio de las escue las en contra del sentir común de los hombres. ¿Acaso me van a motivar más las palabras artificiales y agudas de Sócrates o Platón que los hechos valerosos y sabios de Fabricio, Escipión o Marcelo? Hasta tal punto estaba imbuido de este parecer preconcebido mientras guerreaba (no enrojeceré por reconocerlo), que mi voluntad era más bien emular las ilustres acciones de vuestros padres, a quienes encomendé mi instrucción militar, las de nuestro pariente Diego, marqués de Comares, entre nuestros conciudadanos, y las de otros varones muy aventajados antes que los preceptos de Séneca»188.
183 Gonzalo, p. 245. 184 Historia de los hechos del Cardenal Gil de Albornoz [y Breve descripción del colegio], p. 82. 185 H. Barón, «El resurgimiento florentino de la filosofía de la vida política activa», p. 122. 186 Gonzalo, p. 224. 187 Demócratesprimero, p. 89; véase, ibídem,p. 128. 188 Gonzalo, pp. 232-3.
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Sepúlveda no niega la valía de la contemplación, pero lo que determina su ideal es la utilidad de la acción en el mundo. Dentro de ésta tienen cabida el guerrero y el hombre dedicado al conocimiento, siempre que éste se vuel que en el negotium mundano como historiador, secretario o consejero, cargos que venían desempeñando los humanistas. Cuando ensalza la gloria de todos ellos, lo que está haciendo es la apología de esta ideología de afirmación sobre el mundo que había percibido en Italia, «la tradición del humanismo cívico de Bruni, Palmieri, Manetti y Alberti»189. Sin embargo, lo hace sin abstraerse de la moral, ni renegar del cristianismo, lo que, como veremos, le permite salvaguardar su ortodoxia frente a quienes, como Maquiavelo, no sólo ven en la apariencia de religiosidad un instrumento de poder más útil que la religión misma, sino que encuentran en los valores cristianos un síntoma de debilidad. La doctrina de la gloria no es, por otra parte, ajena a los elogios colecti vos. La gloria de los antepasados, la de la ciudad o la de la nación suponen la exaltación de las hazañas de la familia o el grupo, y sirven de punto de comparación con lo realizado por otros de la misma índole. Sepúlveda no puede dejar de celebrar las victorias romanas sobre los ejércitos asiáticos o la fortaleza de los germanos, pero, sobre todo, se llena de orgullo al «entonar la loa de Sagunto o evocar la gloria de Numancia, episodio en el que cuatro mil españoles resistieron durante catorce años -según cuentan- el ataque de un ejército integrado por cuarenta mil hombres»190; un acontecimiento, basado en el relato de Lucio Floro191, que Sepúlveda tenía muy presente, pues vuelve a reproducirlo en la Historia de Carlos V192. Pero, la gloria colectiva es fruto siempre de la acción personal. Si «el recuerdo del valor y la gloria de los antepasados» juegan un papel funda mental es porque uno o varios personajes alcanzaron en el pasado lo que sus descendientes, sus paisanos o sus compatriotas buscan en el presente. La persecución de la gloria implica, por tanto, un afán individual por participar y destacar en cuantas oportunidades se ofrecen: «No tengo esperanza alguna de que albergue virtudes excelsas aquel carácter al que no estimule la gloria y que soporte con ánimo apaciguado que la fama de sus iguales supere la suya»193. Buscar la gloria «no es peculiar del militar bueno y cabal, sino que lo tiene en común con todos los hombres buenos, honrados y de elevada formación»194. En este contexto adquiere relieve el origen y la nobleza de la persona. Sepúlveda no deja de reconocer que «a no ser que su espíritu haya 189 J. A. Fernández Santamaría, El estado, la guerra y la paz. El pensamiento político español en el Renacimiento (1516-1559), p. 187. 190 Exhortación a Carlos V, p. 342. 191 El Epítome (I, 34) habla, no obstante, de once años. 192 Historia de Carlos V: Libros 1-V, I, 15, p. 14. 193 Gonzalo, p. 233. 194 Demócrates primero, p. 173.
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degenerado y se haya envilecido por completo», el desempeño de las virtu des es más accesible a «los venidos al mundo de padres ilustres» que a «los que nacieron de humilde cuna», pues los primeros tienden a esforzarse por imitar e incluso emular «el esplendor paterno», mientras que los de humilde origen «no consideran infamante para sí mismos pasar desapercibidos». Sin embargo, esta predisposición no puede hacer que se ignore que la auténtica «nobleza reside únicamente en la virtud» y que quien con su esfuerzo se sienta capaz de superar el condicionante de su origen puede «adquirir para sí y legar a sus descendientes el renombre que no recibió de sus mayores». Sepúlveda atribuye este origen a «prácticamente todas las familias más ilustres» de España, de manera semejante a como ocurrió en Roma, y entre los griegos, franceses, germanos y, en definitiva, en todas las naciones195. Al aludir al ori gen de la nobleza, Sepúlveda enfatiza su accesibilidad y «democratización», de la que es un ejemplo el Gran Capitán que, como segundón dentro de su familia, tuvo que ganar por sí mismo lo que a su hermano mayor le fue con cedido por herencia. Con estas premisas, la monarquía española se percibe como la más «abierta» de Europa en su época porque, por una parte, arma y paga a prácticamente todas las capas sociales que integran sus ejércitos, con vertidos en auténticos ejércitos nacionales antes que los de ningún otro país, mientras que, por otra, equipara a la infantería con la caballería, feudo hasta entonces de la aristocracia. De esta forma, los tercios no sólo envuelven en la ideología del honor y la gloria a sus integrantes, al margen de su origen, sino que se configuran como una institución donde, los que carecían de nobleza, podían aspirar a alcanzarla por su propio mérito196. Una percepción que tiene continuidad entre los conquistadores de América, como lo expresó Fernández de Oviedo197, y que contribuye a configurar una ideología del mérito (a través de las armas) a la que no serán indiferentes las propuestas del Democrates secundus. La nobleza está al alcance de cualquiera, al margen de su procedencia, siempre y cuando se actúe de manera virtuosa. El discurso del Gran Capitán manifiesta claramente el carácter secundario del linaje: el mérito va unido a la virtud, la cual, como muestran los ejemplos a los que Sepúlveda recurre, se 195 Gonzalo, pp. 247-248; toda la argumentación es un eco del discurso de Mario en Salustio, La guerra de Yugurta, ed. cit., LXXXV, pp. 182-188, y del comentario del mismo Salustio, ibídem, IV, p. 98. 196 R. Puddu, El soldado gentilhombre. Autorretrato de una sociedad guerrera: la España del
Siglo XVI. 197 G. Fernández de Oviedo, Historia general y natural de las Indias, L. 16, cap. 7, vol. 118, p. 96: «en nuestra nación española no paresce sino que comúnmente todos los hombres Della nacie ron principal y especialmente dedicados a las armas y a su ejercicio y les son ellas e la guerra tan apropiada cosa, que todo lo demás les es acesorio, e de todo se desocupan, de grado, para la milicia. Y desta causa. Aunque pocos en número, siempre han hecho los conquistadores españoles en estas partes lo que no pudieran haber hecho ni acabado muchos de otras naciones».
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alcanza lo mismo por la acción de gobierno que por las armas o las letras. No hay que descartar que el humanista cordobés sintiera como propio este argu mento, ni hay que negar su carácter igualitario al otorgar prioridad a la propia valía sobre el nacimiento; por si no bastara, Sepúlveda reafirma sus convic ciones sobre mérito y linaje elevando el tono de la intervención de su héroe: «Hago estas afirmaciones precisamente para que ninguno de vosotros con sidere que, cuando digo que el ansia de gloria es innata a los espíritus nobles, yo me refiero sólo a los que nacieron de ilustre o alta cuna. Y es que, aunque éstos en gran parte procuren con esforzado empeño, como he dicho hace un momento, no hacer nada que desmerezca el nombre de sus antepasados, sin embargo, es posible observar que la mayoría son tan depravados, cobardes y degenerados, que consideran la nobleza una licencia para faltar al deber»198.
El deseo de gloria no deja de manifestarse como deseo de sobresalir, pero no a cualquier precio. Como hemos visto, esta ambición se hace socialmente aceptable al subordinarla a la virtud, lo que en el contexto de la vida activa viene a significar poner los logros políticos y culturales de la comunidad por encima de cualquier ambición particular: «En efecto, llevan razón quienes dicen que debemos estar más resueltos a exponer al peligro nuestro bienestar antes que el de la comunidad»199. Aunque esta ideología del servicio a la patria tenía célebres antecedentes clásicos200, en la época del Gonsalus no era necesario recurrir a los mismos: se había extendido hasta dejar de ser una novedad en los escritos de los huma nistas cívicos de los, como mínimo, últimos cien años. Sin embargo, Gonzalo Fernández de Córdoba, el héroe de Sepúlveda, no es un ciudadano florentino, sino un servidor de los Reyes Católicos. Su acción no beneficia la participa ción en el autogobierno, ni siquiera como ideal, sino que tiende al engrande cimiento de una monarquía en la que el poder político no admite discusión. Sepúlveda transmuta el vocabulario del republicanismo cívico para hacer de la gloria el referente ideológico del servicio al monarca, mientras por libertad entiende no tanto el ideal de participación, sino la independencia de la mo narquía, e incluso -con anterioridad a su instauración- la de los españoles201, respecto de cualquier enemigo que amenace su poder, y las garantías con tra el poder arbitrario. Así, luchan «por la libertad del reino» los cordobeses que, partidarios de los hijos de Witiza, se oponen a las ambiciones regias del conde Rodrigo202; como «ensanchaban el reino de los judíos y afianzaban su 198 Gonzalo, p. 248. Demócrates primero, p. 136. 1,9 Ibídem, p. 238. 2o« p]atóni Critón, 51a-c; Cicerón, Del supremo bien y del supremo mal, III, 64 y Sobre los deberes, 1 ,160. 201 Historia de Carlos V: Libros l-V, I, pp. 14-16, 30, etc. 202 Gonzalo , p. 222.
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libertad» Moisés, David, los macabeos y otros que peleaban por él203. Por otro lado, «ponen emboscadas contra la libertad» de la patria quienes ambicionan honores teniendo «como objetivo el poder absoluto»; por el contrario, «quienes por medio de buenas artes aspiran a ocupar dignidades con la sola intención de servir al Estado, no tolerar que sean cometidas injusticias contra los desventurados y cumplir con su deber para con la patria, y aspiran con tan excelsas virtudes a alcanzar la gloria, desde luego deben ser considerados entre los más grandes y santos varones»204.
6. U na teoría de la historia
Además de poner la gloria al servicio de la monarquía, Sepúlveda va a hacer de ella algo que le acompañará durante el resto de su vida: la base de una filosofía de la historia; en ésta, la gloria deja de ser el móvil de la acción individual para convertirse, junto con la avaricia, en instrumento del cambio histórico. La teoría de la historia que Sepúlveda empieza exponiendo en el Gonsalus está constituida por una afirmación de carácter universal sobre el auge y decadencia de las repúblicas: «cuando observo los tiempos presentes y los pasados, veo que todos los reinos más poderosos y los Estados más afamados ( ó p tim a q u a e q u e r e g n a e t c la r is s im a s r e s p u b lic a s ) fueron fundados en un inicio y luego crecieron por el concurso de aquéllos precisamente que se proponían como recompensa a sus esfuerzos sólo la gloria, y que por el contrario fueron debilitados y derribados hasta sus cimientos por aquéllos que prefirieron el odio, la codicia o cualquier otra pasión a la gloria y a la buena estima»205.
Esta afirmación parece estar inspirada en dos historiadores de gran in fluencia entre los defensores del republicanismo durante el Renacimiento: Polibio206 y Salustio207. El primero de ellos no sólo ejerció una influencia fundamental en las ideas renacentistas sobre la perduración de las repúblicas a lo largo del tiempo, sino que, en el libro sexto de sus Historias, relacionaba su éxito militar con su estabilidad interna. Sin embargo, mientras los cinco primeros libros de su obra eran familiares a los humanistas italianos desde el siglo anterior, lo que nos ha llegado del sexto libro no fue traducido al latín 203 204 205 206 207
Ibídem, p. 244. Ibídem, p. 242. Véase Demócratesprimero, pp. 128 y 172. Ibídem, pp. 220-21. J. G. A. Pocock, p. 161. P. J. Osmond, «Sallust and Machiavelli: from civic humanism to political prudence», y «Princeps Historiae Romanae'. Sallust in Renaissance Political Thought»; Q. Skinner, «The rediscovery o f republican valúes», en Q. Skinner, Visions o f Politics. Volume II. Renaissance Virtues, pp. 18-27.
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hasta 1529208, a pesar de lo cual era conocido y apreciado en los ambientes republicanos de Florencia desde principios del siglo XVI. De aquí llegó hasta Maquiavelo209, que, como gran parte de los estudiosos del siglo XVI, vio en Polibio más a un pensador político que a un historiador210. Sepúlveda, que demuestra su temprana familiaridad con la obra de Poli bio al recordarlo en el prefacio al Gonsalus como el escritor de las hazañas de Escipión el Africano211, pudo conocer algún manuscrito griego del sexto libro, cuya lectura, a diferencia de Maquiavelo, no constituía para él un obstá culo, o alguna de sus adaptaciones latinas. En éste, Polibio mantiene que toda república está destinada a pasar por una serie de estados que abarcan las tres formas de gobierno simples y originarias (realeza, aristocracia y democracia) y las tres que constituyen la degradación de cada una de ellas (tiranía, oligar quía y oclocracia o gobierno demagógico); la única posibilidad de escapar a este ciclo casi biológico en el que se suceden las formas puras y las degenera das, es hacer uso de la razón para mezclar lo mejor de las tres primeras en una suma armoniosa que no es otra cosa que la constitución mixta212. Las causas de esas transformaciones no debieron escapar a Sepúlveda: un régimen cambia hasta convertirse en otro porque de los excesos de cada una de sus formas puras surgen las correspondientes alternativas degeneradas, que originan «la envidia y la repulsa que, a su vez, causó odio y una irrita ción maligna»213. Tras este proceso, las formas degeneradas abren paso a la siguiente forma pura, hasta que se alcanza el gobierno demagógico y el ciclo vuelve a empezar214. Ni siquiera la constitución mixta es capaz de superar la inestabilidad si no aparece acompañada de buenas costumbres y leyes215, como les ocurrió a los espartanos que, a pesar de poseerla, se arruinaron cuando se convirtieron para los demás griegos en «los hombres más ambicio sos y ávidos de poder y de riqueza»216. Así pues, a la perfección formal que establece la constitución mixta, aña día Polibio la motivación psicológica y la virtud de los individuos: una cons titución casi perfecta como la romana no habría proporcionado tantos éxitos si no hubiera dispuesto de hombres como Escipión, como demuestran las derrotas de Roma ante Cartago antes de su llegada217. Este análisis es el que le sirve a Sepúlveda para mostrar que, no sólo Esparta, sino también Roma, 208 209 210 211 212 213 214 215 216 217
A. Momigliano, «Polybius’ Reappearance in Western Europe», p. 361. Discursos sobre la primera década de Tito bivio. I, 2, pp. 33-39. P. Burke, «A Survey of the Popularity of Ancient Historians, 1450-1700», p. 145. Gonzalo, p. 212. Polibio, Historias, Libros V-XV, VI, 3-10. Ibídem, VI, 7, p. 158. Ibídem, VI, 9, pp. 160-1. Ibídem, VI, 47, p. 208. Ibídem, VI, 48, p. 211. A. Díaz Tejera, Introducción, en Polibio, Historias, Libros I-1V, p. 29.
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que era el ejemplo más perfecto de constitución para Polibio, y Atenas, en cuya ruina veía el fruto de su propia discordia218, alcanzaron a ser grandes mientras sus dirigentes se guiaban por el deseo de gloria; por el contrario, cuando dieron prioridad a sus preocupaciones particulares, se desplomaron: «El Estado de los lacedemonios, fundado y organizado por las leyes y los usos de Licurgo, alcanzó su mayor florecimiento justamente cuando era dirigi do por Leónidas y otros de su mismo natural, que sin ninguna otra motivación excepto el deseo de gloria, se expusieron a la muerte por su patria; por el contrario se desmoronó hasta sus cimientos justamente cuando se sucedieron en el poder hombres que antepusieron a la gloria el dinero y las riquezas, de modo que ciertamente ocurrió lo que dicen que Apolo Pítico presagió, que Esparta habría de perecer por la avaricia. Y lo mismo cabría decir exactamente del Estado de los atenienses, el cual subsistió a expensas del valor de Codro, Arístides, Temístocles y otros que pretendían la gloria, y se vio debilitado por la perversidad de aquéllos que prefirieron a la libertad de la patria, olvidándose de su fama y buena estima, las dádivas de los macedonios, Filipo y Alejandro. ¿Qué podría decir de la república de los romanos, por no mencionar a otros? ¿Acaso asentada sobre la gloria de Bruto no engrandecía su poderío con pocas fuerzas, sobre todo, cuando la dirigían con sus virtudes Fabricio y Curio?, por no mencionar a los Decios, Mételos, Escipiones y a otros cuyo espíritu perseguía únicamente la gloria cuando se trataba de cumplir con sus obligacio nes públicas. Vosotros, que habéis leído exhaustivamente los documentos de aquellos tiempos, conocéis las calamidades por las que se vio convulsionada, cuando primero Sila y Mario, y luego César, antepusieron sus odios y codicias a la gloria, aunque guiados por ella habían realizado hazañas ilustres, como también conocéis el naufragio que sufrió finalmente»219.
La explicación coincide con la señalada por Salustio para la república romana: la ciudad creció con la virtud colectiva y la ambición individual fue el inicio de su declive220. Por tanto, la gloria y la codicia forman los dos extre mos por los que transcurre el devenir universal de las naciones, al que España tampoco escapa: «Si Julián y Oppas, nobles traidores de España, hubiesen caído en la cuenta de su buena estima, y la cólera en uno y la avaricia en otro no hubiesen pesado más que la gloria, jamás España habría caído en aquellas desgracias y aflicciones a las que la empujaron los moros»221. Así pues, la riqueza aparece como un obstáculo para la grandeza de las repúblicas, no sólo porque, mediante el soborno o la ambición, provoca la pérdida de algunos de sus hombres más prominentes, sino porque corrompe de manera generalizada el cuerpo social222. Incluso en una etapa iniciática de 218 219 220 221 222
Polibio, Historias, Libros V-XV, VI, 44, p. 206. Gonzalo, p. 221. Salustio, La conjuración de Catilina , X , pp. 40-41. Gonzalo, p. 221. Ibídem, p. 220.
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su evolución intelectual, como la que marca el Gonsalus, Sepúlveda, como sus contemporáneos Guicciardini y Maquiavelo, cree que la acumulación de riquezas es opuesta a la sencillez de las costumbres, y cuando éstas desapa recen, decae el espíritu de sacrificio y escasean los que están dispuestos a participar en la guerra: «es posible observar en nuestros días que en las más grandes ciudades en las que la principal actividad es el comercio y el cuidado por la hacienda familiar, pero se descuidan la milicia y el oficio de las armas, son muchísimos los que acopian abundantes riquezas y poseen inmensos patrimonios, pero los varones valientes y esforzados resultan tan escasos, que no pueden emprender una gue rra a no ser con soldados extranjeros y mercenarios, ni defenderse en ella una vez ha estallado»223.
Por supuesto, como es tradicional en la literatura que pone de relieve el peligro de la riqueza privada, el recurso a los mercenarios no se contempla como una solución, pues estas tropas «cuyo espíritu pretende sólo el botín y la soldada, no la gloria, abandonan las enseñas al menor peligro que se pre senta, rehuyen la batalla, o una vez trabada piensan más en la huida que en la victoria»224. La nula valía de los mercenarios apoya el argumento mayor de Sepúlveda: la riqueza sin «varones valientes y esforzados» deja indefensa a la nación. En el conflicto entre los intereses privados y los públicos que el humanista cordobés está poniendo de manifiesto, no sólo contrapone la búsqueda de riqueza al espíritu militar, sino que sitúa en el primer plano otras dos oposiciones que son decisivas en su argumentación: por una parte, la diferencia que existe entre los habitantes de las «más grandes ciudades» y los de los «pueblos de España», y por otra, la de quienes se dedican al comercio y los que viven de la agricultura: «Justo lo contrario sucede en la mayoría de los pueblos de España y más que en ningún otro en nuestra ciudad, en la cual se descuida el comercio, se considera que lo más hermoso es distinguirse en las armas; y así no hay en ella una ocupación mejor para favorecer la hacienda familiar que la agricul tura, el más honesto de los oficios, el más acorde con la naturaleza, apto para endurecer los espíritus y los cuerpos de los hombres de cara a los trabajos y las guerras, y en definitiva el que la Antigüedad estimaba superior a cualquier negocio (m e r c a tu r a e ), hasta el punto de que los romanos en muchas ocasiones apartaron a los agricultores de sus arados para nombrarlos cónsules y dictado res y los tebanos prohibieron por ley que obtuvieran un cargo público el que se hubiese dedicado al comercio (m e r c a tu r a m ) en los diez años anteriores. No nos avergüence, por tanto, tener en nuestra ciudad conciudadanos más valero sos que ricos»225. 223 Ibídem, p. 233. 224 Ibídem, p. 234. 225 Ibídem, pp. 233-4; véase Demócrates primero, p. 157.
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Es bastante probable que con estas oposiciones Sepúlveda quisiera cri ticar a las ciudades italianas, que tan bien conocía, y que, por esta época, estaban mucho más avanzadas en su actividad comercial que las del resto de Europa. En esas ciudades era familiar el recurso a «soldados extranjeros y mercenarios» para emprender una guerra o defenderse en ella, con lo que la afirmación de Sepúlveda escondería, una vez más, un elogio de la propia patria. Ésta basaría su poder en unas armas que no son guiadas por otro móvil que la gloria, frente al ánimo de lucro, tan cercano a la avaricia, de aquéllas. Frente a esas «grandes ciudades», reivindica el cordobés las cos tumbres sencillas de los pueblos que basan su modo de vida en la agricultura y que permiten la existencia de hombres que no temen hacer frente a sus responsabilidades públicas, especialmente en la guerra. Un tópico en el que la característica predilección de la ciudad por el comercio sale malparada: como ya señalara Maquiavelo, sólo la agricultura produce hombres aptos para la guerra226. Cuando el afán de riqueza se convierte en el único móvil de la acción, los hombres pierden su capacidad de sacrificio y las repúblicas son presa de la debilidad, comenzando su degeneración. Pero, aunque la riqueza corrompa, Sepúlveda no puede obviar que la búsqueda de la gloria implica actuar en el mundo, y eso supone un compromiso con los bienes de éste. Los espíritus más valerosos sitúan la gloria por encima de cualquier otra consideración, pero sin renunciar a sus beneficios, porque eso equivaldría a poner obstáculos a su propio ideal: «el poder, los cargos y las riquezas no se deben rechazar por completo, si se alcanzan, pues asistidos de ellos los varones mejor cua lificados realizaron las más ilustres acciones; pero en comparación con el honor y la gloria, de nada valen para un espíritu magnánimo y arrojado»227. No se duda de la superioridad de la gloria sobre cualquier bien material, pero no hay que perder de vista que de los bienes externos «nos servimos en parte como instrumentos para la práctica de las virtudes y en parte como recursos necesarios para llevar una vida libre»228. La virtud, pues, que aparece como fundamento de la auténtica gloria, es considerada más digna de honra con la ayuda de los bienes terrenales: «sin virtud ninguna nobleza ni riqueza pro porcionará magnanimidad, ni hará a nadie digno de grandes acciones; pues 226 N. Maquiavelo, Discursos, I, 11, p. 69; véase III, 25, pp. 391-394. En su Historia de Car los V: Libros XXI-XXV, p. 22, Sepúlveda no dejará de mostrar su preocupación moral por la fertilidad del campo valenciano, que permitiría a sus campesinos residir en la ciudad, con la consiguiente tendencia a la molicie; «como quiera que el campo de Valencia sea más ameno que feraz, el modo de vida de los paisanos se hace casi todo en la ciudad, y de trabajo sedentario y a la sombra, y distante de las tareas agrícolas, cualquiera de las que espíritus y cuerpos suelen endurecer, de modo que los hombres apenas si pueden apartarse de los placeres ante tanta opor tunidad para e llos». 227 Gonzalo, p. 229. 228 Demócrates primero, p. 97.
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tal es el fruto más propio de la virtud excelente»229; pero, además, esa misma virtud, sirviéndose de la gloria como soporte ideológico, dota de legitimidad a la ambición. En efecto, la avaricia es el móvil de la guerra injusta, pues, en relación a las guerras, «que son entabladas con injusticia, considerad los nuevos y los antiguos ejemplos, indagad los verdaderos motivos, no hallaréis ninguna que no tenga su origen en la avaricia, a no ser que algunos hayan acudido a las armas por motivos de locura o de cólera»230. Pero en forma de estímulo y unida a otros valores como la misma gloria, la libertad o la religión, se convierte en un incentivo del que no hay que avergonzarse; así, cuando está postulando la guerra contra Solimán el Magnífico, Sepúlveda no tiene reparo en recordar a Carlos V el botín que pueden proporcionarle los soldados o campamentos turcos, y, sobre todo, le anima «a pensar en el gran número de reinos y en la riqueza de los mismos»231 que le espera si, con la gloria guerrera y la virtud militar de los suyos232, vence a ese enemigo. Como hace con la guerra, Sepúlveda libera a la riqueza de cualquier sesgo negativo. Ni entre los profanos ni entre los religiosos debe verse bajo sospecha la po sesión de bienes; el problema es, más bien, lo que se hace para ganarlos o al usarlos; dicho de otra manera, «la culpa de este mal, si queremos ser jueces justos, está en las costumbres, no en las riquezas, pues nunca se ha conside rado en nadie un vicio el ser rico»233. La preferencia cristiana por la pobreza es convertida por Sepúlveda, en una argumentación que ya nos es familiar, en la predilección de unos po cos escogidos por la excelencia espiritual: San Pablo y los demás apóstoles «igual que anteponían el celibato al matrimonio, igualmente la pobreza a las riquezas, en razón de la perfección de la vida que ellos habían elegido, sin que les pasara que tanto el matrimonio como las riquezas son necesarias para la vida humana y en sociedad»234. Para el resto, esa mayoría que ha op tado por la vita activa a través de los negocios, la magistratura, el gobierno o incluso la filosofía, lo natural es que intenten huir de la pobreza, pues la vida civil «está fuera de duda que no se sostiene sin recursos»235. De hecho, para esos religiosos que prefieren dedicarse a la imitación de Cristo y los apóstoles, recuerda Sepúlveda que su vida no «puede sostenerse sin recursos, propios o ajenos»236, mostrando de esta forma la dependencia en la que se en cuentran con respecto a los que poseen bienes y haciendas. Pero, Sepúlveda, de forma semejante a los humanistas cívicos, no se conforma con recordar 229 230 231 232 233 234 235 236
Ibídem, p. 138. Gonzalo, p. 236.
Exhortación a Carlos V, p. 344. Ibídem, p. 342: «tuorum gloriam bellicam et virtutem militarem».
Demócratesprimero, p. 158; id., p. 165. Ibídem, p. 160. Ibídem, p. 161. Véase, p. 163. Ibídem.
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la necesidad de bienes mundanos que tienen los dedicados a la vida de retiro religioso, sino que advierte también que no sólo por ella cabe la salvación: «aunque este camino es el más perfecto y más cercano a la vida eterna -casi un atajo-, sin embargo no debe pensarse que es el único ni absolutamente imprescindible»237. En definitiva, fueron la avaricia y la codicia sin medida lo que mereció la condena de Cristo, pero «las riquezas, moderadas de acuerdo con la situación de cada uno, son, de una parte, necesarias para desarrollar la vida y para cultivar perfectamente algunas virtudes y para conservar la sociedad humana y la libertad; y de otra, útiles para el culto divino y el embellecimiento de los templos»238.
Esta valoración de la riqueza está presente también en las naciones. El afán desmesurado de bienes, es la fuente de los conflictos civiles, y mientras se den éstos, sólo cabe la decadencia. Ya Salustio había advertido que «con la concordia las cosas pequeñas se engrandecen, en cambio con la discor dia las más prósperas se echan a perder»239. Sepúlveda aplica esta tesis a la Historia de España: su punto de partida en el Gonsalus no puede ser otro que la conquista de Granada, que ha permitido poner término a un dominio incompatible con la gloria guerrera atribuida a los españoles. Como señala Gonzalo, si los mahometanos han resistido durante tanto tiempo es por su valor, que ennoblece aún más la victoria española, pero, sobre todo, por las rencillas entre españoles: «si somos responsables de que el enemigo durante tanto tiempo haya reinado sobre una parte de España, la desunión entre los nobles, como dije antes, fue la causa»240. La pugna entre bandos nobiliarios no deja de ser una forma particular del mal universal que provoca la ruina de los reinos, como -denunciará en la Exhortación- el enfrentamiento por los territorios italianos viene a producir la de la Cristiandad: «si los nuestros, dejando de hacerse daño unos a otros y reuniendo sus fuerzas, hubiesen dirigido esos mismos ejércitos contra éste [el ejército turco] y otros enemigos de nuestra religión, habría resultado ciertamente fácil que, con la sangre de cristianos derramada en heridas mutuas en estos pocos años en Ita lia y Lombardía, el dominio de Africa y Asia hubiese pasado a manos de los cristianos»241.
Si nobles y reyes no son capaces de unirse es porque la ambición de bie nes o de poder se apodera de ellos y les impide entregarse al bien general. Las dificultades de España para imponerse sobre sus enemigos no dejan de reflejar la marcha de la historia: el bien particular de la avaricia ensombrece 237 238 239 240 241
Ibídem .p. 164. Ibídem .p. 169. Salustio, La guerra de Yugurta, X , p. 104. Gonzalo, p. 214. Exhortación a Carlos V, p. 344.
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la gloria que, por sus consecuencias para el bien público, debería guiar la acción de sus mejores hombres haciéndoles superar sus enfrentamientos. La interpretación de la Historia de España de Sepúlveda se confirma con los ejemplos contrapuestos del rey Alfonso XI, victorioso ante los musulma nes, y su hijo Pedro, el Cruel, paralizado por las revueltas nobiliarias. Tam bién Juan II ve frenado el avance contra Granada por sus desavenencias con el condestable Alvaro de Luna, al que se acusa de favorecer a los enemigos. La conquista de Granada sólo es llevada a su término por los Reyes Católicos al sentirse estimulados por la fidelidad de muchos hombres valiosos. El bien general de la nación se sobrepone con ellos a los intereses particulares que guiaban las facciones nobiliarias. Sepúlveda no puede dejar de participar de la visión gloriosa de Isabel y Fernando característica de los tiempos de Carlos V, y atribuye a su buen gobierno la superación de los enfrentamientos entre nobles y el inicio de una época de esplendor. No hay que descartar que ese encumbramiento de los abuelos del Emperador tenga mucho de respuesta patriótica a la actitud de éste en los primeros años de su reinado, pero es la idea que servirá de eje a las obras de Sepúlveda y, sobre todo, a su posterior labor como cronista al servicio de aquél: la gloria es algo consustancial a los españoles y sólo los enfrentamientos civiles les impiden alcanzar los objetivos más excelsos. De hecho, ante los ataques de los tirios, los cartagineses, los romanos, los vánda los, suevos y alanos, los godos y los sarracenos, nuestros antepasados «con frecuencia, perdieron la libertad, en parte por negligencia propia, en parte por desavenencias. Y así, rara vez o nunca, pueblos de fuera sometieron a los hispanos, a no ser precisamente con las armas de los propios hispanos, abusando de la ayuda que prestaban los pueblos pacificados para someter a los demás»242. Al servicio de los Reyes Católicos se supera la desunión que históricamente propició la ruina patria y el afán guerrero de los españoles no encuentra obstáculo para alcanzar la gloria. La apetencia de la gloria que, como apología de la vida activa, desarrolla Sepúlveda en el Gonsalus, alcanza su culminación al servicio de la indepen dencia y grandeza de la patria o, lo que es lo mismo, en beneficio del poder monárquico. Como hemos de ver, también la Exhortación es, bajo la capa de una incitación a la acción militar, una loa de la monarquía. Lo único que cambia de una a otra obra es el destinatario principal de su mensaje: en la primera el humanista se dirige a la nobleza, y en la Exhortación es Carlos V el receptor de su consejo. Por eso, mientras en el Gonsalus está obligado a recordar la fidelidad y servicio que la aristocracia debe a sus monarcas y el reconocimiento (gloria) que obtendrá por ello, en la Exhortación, además de señalar que los condes, marqueses o duques «en un origen obtuvieron esta 242 Historia de Carlos V: Libros ¡-V, I, 15, p. 14.
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dignidad gracias a sus destacados hechos de armas, cuando reyes justos y buenos les otorgaron el premio correspondiente a su notable valor»243, insiste sobre la legitimidad de origen de la realeza y la libertad que se puede alcanzar bajo su dominio «Se sabe, efectivamente, que, al comienzo de la historia, los reyes, en cu yas manos se hallaba en ese momento el gobierno de pueblos y naciones, se hicieron con sus respectivos reinos no por la fuerza, ni con engaños, ni por adulación al pueblo, sino que fueron encumbrados a la dignidad de monarcas, con el consentimiento de los pueblos, por la creencia generalizada en su natu ral justo y valeroso y por la comprobación de su mesura entre los hombres de bien, para que hubiese una persona que, en fiel defensa de la justicia, librara a los más débiles de las afrentas de los poderosos, y para que mantuviera equita tivamente a las agrupaciones y asociaciones humanas, esto es, a las sociedades, en paz y libertad, y no sólo defendiese al estado de sus atacantes, sino que lo agrandase en riquezas y dignidad»244.
Esta última afirmación no dejaba de constituir una réplica a uno de los argumentos tradicionales del populismo cívico: la inexistencia de libertad fuera del régimen republicano. En ambos casos, como en el Democratespri mas, la filosofía que subyace es la misma: la necesidad de unidad entre reyes y ciudadanos si se quiere alcanzar la estabilidad en la gobernación y el éxito en la acción.
243 Exhortación a Carlos V, p. 332. 244 Ibídem, p. 336.
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C a p ít u l o 3
LA E X H O R T A C IÓ N A LA G U E R R A C O N TR A L O S T U R C O S. LA AMENAZA TURCA
1. C ontexto
de la obra
El 12 de agosto de 1529 Carlos V desembarca en Génova para ser coronado emperador. Es recibido por el cardenal de la Santa Cruz Francisco de Quiño nes, enviado por Clemente VII para cumplimentarle y de cuya comitiva forma parte Sepúlveda. El monarca español descansó en Piacenza del 6 de septiem bre al 24 de octubre de 1529; fue allí donde Sepúlveda le entregó una copia de su traducción latina de la Meteorología de Aristóteles y «poco después le exhorté a la guerra contra los turcos que asedian Viena con un discurso»245. El discurso será editado en Bolonia ese mismo año y no es otro que la Exhorta ción del cordobés Juan Ginés de Sepúlveda al muy invicto Emperador Carlos V para que, después de poner paz entre los cristianos, emprenda la guerra contra los turcos. Se trata, como muestra su título, de una obra comprometida con un objetivo, pero es también un texto militante en otros varios sentidos: lo es, en primer lugar, porque era el instrumento con el que su autor intentaba agradar y llamar la atención de su monarca, el más poderoso de su tiempo; lo es, en segundo lugar, porque con su escritura aspiraba a conciliar la política pontificia e imperial en pos de un objetivo común, lo que hasta entonces no había podido suceder; lo es, en tercer lugar, porque quería utilizarla para poner término a los brotes pacifistas que se extendían por Europa; y lo es, finalmente, porque con su arenga pretendía frenar un peligro, el mayor de la época, que acechaba a la religión cristiana y a la forma de vida de los europeos, lo que para el humanista representaba un imperativo irrenunciable. 245 Epistolario, carta 9 [de finales de 1529 o principios de 1530] a Alberto Pío, principe de C arpi,p.40.
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Sepúlveda no había vivido nunca bajo el gobierno de Carlos V y la visión que de éste se tiene en Italia no es la más favorable. A pesar de ello, no hay que suponerlo contrario a su política o intereses. La tan repetida afirmación de Bataillon según la cual «Sepúlveda ha vivido el duelo entre Carlos V y Clemente VII no como imperial, sino como romano»246, no debe interpretar se, como se ha tendido a hacer, en términos ideológicos247. Es un hecho que estaba vinculado a la corte pontificia y que Clemente VII apreciaba su labor traductora desde que era cardenal, pero no hay huellas de que se entregara a su política contra el Emperador; ninguna de sus dedicatorias refleja una defensa de las posiciones antiimperiales de la corte pontificia248. Si se dejan de lado estos pronunciamientos coetáneos y se atiende a la opinión sobre Cle mente VII que Sepúlveda expresa posteriormente en su Historia de Carlos V, la censura política por su acción contra los republicanos florentinos, y la denuncia moral, por la manera de llevar a cabo aquella y por la incompatibi lidad de su actuación con el cargo que ocupaba, es severa: «El propio Clemente despachó de inmediato a gente, que, después de ase sinar a los ciudadanos principales, allanasen el camino de la tiranía al joven Alejandro de Médicis, pariente y allegado suyo, a quien él mismo constituyó en tirano de su patria vencida, dando un ejemplo cruel e inhumano, sobre todo tratándose de quien era, el vicario de Cristo, máximo responsable de la religión y la moral»249.
De la misma forma, supo mostrar su agradecimiento al príncipe de Car pí250, que le había protegido desde sus días de becario en el Colegio de San Clemente de Bolonia, defendiéndolo públicamente incluso después de su muerte en 1531251, pero se mantuvo al margen de sus actividades contra Car los V, que provocaron la pérdida de sus posesiones y su exilio de por vida en Francia. 246 M. Bataillon, Erasmo y España, p. 409. 247 B. Cuart Moner en su «Introducción histórica» a J. Ginés de Sepúlveda, Exhortación a Carlos V, p. CCCVI, señala que «en estos momentos Sepúlveda era un intelectual italiano» que «está comprometido, políticamente, con la causa de la «libertad» de Italia». Véanse, asi m ism o, sus introducciones a Historia de Carlos V: Libros XI-XV, pp. XII-XIII, XV y XLVI; Historia de Carlos V: Libros XVI-XX, pp. VII-VIII, e Historia de Carlos V: Libros XXVI-XXX, p. LXXII. 248 Epistolario, carta 2 al cardenal Giulio de’ Medici (es el Prefacio a la traducción de los Parvi naturales, de 1522), pp. 5-11, renovada en la carta 14, pp. 48-50, y cartas 6 y 7 a Clemente VII (es el Prefacio a la traducción de los Comentarios de Alejandro de Afrodisias sobre la Metafísi ca), p p .25-37. 249 Historia de Carlos V: Libros VI-X, p. 98. Véase Historia de Carlos V: Libros XVI-XX, p. 9. 250 Sobre el destino y el libre albedrío, p. 4: «Alberto Pío, príncipe de Carpí, varón al cual, si das crédito a mis palabras, nadie de esta época, no digo de los príncipes sino de los hombres de a pie, aventaja ya en conocimiento de la filosofía sagrada y pagana, ya en competencia en todas las artes liberales y experiencia en multitud de campos». 251 Antiapología en defensa de Alberto Pío, Príncipe de Carpí, frente a Erasmo de Rotterdam.
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Su expulsión del castillo de Sant’Angelo en 1527, durante el Saco de Roma, aunque justificada por ser español252, demuestra que no era considera do entre los más afectos al bando papal, pues si así fuera no se habría produ cido. Lo que se desprende de sus escritos hasta 1529, como venimos viendo, es, más bien, lo contrario: a pesar de su prolongada estancia en Italia y de sus mecenas italianos, Sepúlveda defendía a su país, si no a su monarca y su política, y, desde luego, maniobró cuanto pudo para no perder contacto con las personas más próximas a éste en la península itálica, desde el ya citado duque de Sessa hasta micer Mai, a quien recordaría en el Demócrates prime ro253, o el conde de Cifuentes254, entre los embajadores imperiales; desde el franciscano Quiñones y el dominico García de Loaysa a Iñigo de Mendoza, entre los cardenales españoles en Roma, y con numerosos nobles que venían a Italia a servir a la causa Carolina, entre los que destacaba Femando Alvarez de Toledo, duque de Alba, a quien dedicó el Demócrates primero. Así lo de muestran también la biografía del cardenal Albornoz, con su justificación de las acciones militares y políticas llevadas a cabo en suelo italiano por un es pañol al servicio del papado, y el Gonsalus, elogio del militar que tanto hizo por extender el dominio de los Reyes Católicos por aquel país; la Cohortatio ad Carolum V viene a profundizar en esta línea. El momento culminante del enfrentamiento entre la política imperial y la pontificia fue el año 1527. Después del Saco de Roma, ambos poderes co mienzan una aproximación que no sólo va a propiciar la coronación del Em perador por Clemente VII en Bolonia, sino su acuerdo en torno a una serie de asuntos entre los que sobresale, sin duda, el freno al expansionismo turco; este objetivo nunca tuvo el mismo significado para los dos aliados, pero, a pesar de ello, tras la derrota de Luis II de Hungría en la batalla de Mohacs (1526), el avance de las tropas de Solimán el Magnífico por Europa central y el cerco de Viena, era una meta ineludible. Sepúlveda, por tanto, podía sentirse cómodo al escribir un texto cuya finalidad última no podía tener mejores valedores. Pero, a pesar de este apoyo, eran tan relevantes las voces que clamaban en contra de la guerra, que una parte importante de las conciencias europeas había asumido la validez de su mensaje. Dos eran las razones fundamentales que avalaban esta actitud: por una parte, el comportamiento de unos prínci pes que, como veían todos los pensadores de la época, «se preocupan más de conquistar, por buenas o malas artes, nuevos reinos que de regir adecuada mente los que ya poseen»255; por otra parte, una interpretación religiosa que al hacer de la caridad y el amor al prójimo el núcleo del cristianismo insistía en la incompatibilidad del mensaje evangélico con cualquier forma de guerra. 252 253 254 255
Historia de Carlos V: Libros VI-X, p. 39. Demócrates primero , p. 111. Fernando de Silva, a quien dedica el Teophilus. T. Moro, Utopía , p. 75.
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Sin embargo, este pacifismo no proporcionaba una alternativa coherente ante la agresión militar256; mucho menos cuando ésta procedía de un enemigo que no compartía los presupuestos básicos de sus ideas. El peligro turco se presentaba como el mayor de los desafíos para la forma de vida europea, tanto en términos políticos como religiosos y sociales. Una amenaza de tales proporciones no podía ser tolerada, sobre todo cuando su mayor aval lo constituía la fuerza de las armas. Por eso Sepúlveda se empeña en llamar la atención sobre las consecuencias de una victoria otomana, que no son otras que la destrucción o la esclavitud del orbe cris tiano257, y aborda el enfrentamiento como una guerra de supervivencia entre dos civilizaciones cuyas concepciones básicas le parecen incompatibles. Un corolario de este enfrentamiento, cuya importancia demuestra su inclusión en el título de la Exhortación, es la necesidad de acabar con las luchas entre cristianos, especial mente en Italia, que tanto provecho causan a la expansión otomana.
2.
C hoque de
civilizaciones y afirmación de la identidad europea
Edward Said afirma, con carácter general, que «Oriente ha servido para que Europa (u Occidente) se defina en contraposición a su imagen, su idea, su personalidad y su experiencia»258. Más en concreto, se puede añadir que la idea misma de la Europa Moderna surge de ese contraste con la civilización tur ca259. En este sentido, la Exhortación se empeña en proporcionar una imagen de los turcos y de su imperio que supone, a la vez, una concepción de Europa y lo europeo, que le sirve de oposición y complemento. Ambas imágenes tienen un innegable interés, a pesar de lo cual el escrito que las sustenta no ha sido estudiado como se merece. Al describir a los turcos Sepúlveda busca advertir sobre su poderío militar que, aunque considerable, es valorado como inferior al que podrían alcanzar los ejércitos imperiales. Pero también quiere transmitir una imagen del Imperio Turco cargada de valores negativos, muchos de ellos estereotipados en las sociedades europeas incluso antes de la Edad Media, en la que coinciden casi unánimemente las investigaciones renacentistas sobre los turcos260. Una imagen que la visión humanista de Sepúlveda vino a dotar de fundamento ideológico y coherencia sirviéndose del enfrentamiento bélico como motivo fundamental, y en la que no deja de desempeñar su papel la asi milación de los turcos a pueblos asiáticos que ya en la Antigüedad habían sido convertidos en modelos de barbarie, cobardía o perversa ambición. 256 J. A. Fernández Santamaría, «Erasmus on the just war»,p. 215, y Juan Ginésde Sepúlveda:
la guerra en el pensamiento político del Renacimiento, pp. 52 y ss. 257 Exhortación a Carlos V, p. 345. 258 E. W. Said, Orientalismo, p. 20. 255 A. Pertusi, «I primi Studio in Occidente suH’origine e la potenza dei turchi», p. 465. 260 M. J. Heath, «Renaissance scholars and the origins of the Turks», pp. 453-471.
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Esta genealogía negativa no es la única forma de desprestigiar al enemigo que utiliza Sepúlveda. También transmite la idea de una continuidad en los caracteres que casi equivale a su inmutabilidad: como si todo lo oriental, desde tiempos inmemoriales, hubiera permanecido al margen de la historia, manteniendo los mismos rasgos. Sus formas de comportamiento son objeto de denuncia, pero más allá de ellas, es su misma esencia, lo que se supone que son ellos mismos tanto en la guerra como en la paz, lo que, a través de una hábil aplicación de térmi nos, es presentado como objeto constante de rechazo. Los cristianos se ven así «atacados por la bárbara fiereza de los turcos»261, deben alejarse del «pesadísimo yugo de la esclavitud turca»262, que equivale a una tiranía en la que rige la más «intolerable avaricia», y su dominio haría de ellos «siervos de siervos de la más baja ralea»263. Aunque en ocasiones las acusaciones pueden variar hasta contener rasgos contradictorios con los señalados, lo que importa en todo momento es mostrar su naturaleza defectiva; así, de esas fieras tropas turcas tan obsesionadas por la conquista paradójicamente sólo puede destacarse su «vil cobardía», propia de «un gran rebaño de ovejas»264, y de sus antepasados se subraya que son ene migos «poco aguerridos», más preocupados por «encontrar el camino por el que darse a la fuga y escapar a nuestros ejércitos vencedores»265, que de la victoria. Ni siquiera cuando son los ejércitos de Alejandro Magno los que degüellan hasta el cansancio a ese rebaño de ovejas266, parece Sepúlveda dudar de la barbarie de sus enemigos. El resultado es siempre el mismo, la incompatibilidad entre turcos y europeos que sólo el recurso a la guerra puede solucionar, porque el rechazo mutuo no se refiere a una acción concreta sino que afecta a la propia forma de ser de ambos contendientes en el pasado y en el presente. Podríamos continuar reproduciendo citas denigratorias, pero lo importan te es la permanente confirmación de esa mirada despectiva hacia el otro, que no es originaria ni exclusiva de Sepúlveda, pero que es obvio que contribuye a mantener con su interpretación. A ello debe añadirse el esfuerzo del cronista por reducir a la persona del Sultán lo que puede perfectamente presentarse como una política de Estado; tal es el caso de las disposiciones legales sobre la herencia, convertidas en ardides propios de un tirano para enriquecerse sin límite. Este personalismo tiene un efecto multiplicador sobre el papel deci sivo del Sultán en la vida de su pueblo, contribuyendo a perpetuar la imagen autocrática de dependencia de los individuos al capricho de su gobernante. Una representación que Sepúlveda utiliza insistentemente cuando se refiere a gobernantes o líderes musulmanes. Así, Muley Hasán o Hacén, rey de Túnez, 261 262 263 264 265 266
Exhortación a Carlos V, p. 330 y 333. Ibídem, p. Ibídem, p. Ibídem, p. Ibídem, p. Ibídem.
331. 332. 342. 341.
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es retratado como tirano cruel y avaricioso odiado por su pueblo267, al igual que el Almirante turco Caradín Barbarroja268. El énfasis sobre la forma de gobierno tiránica del Sultán, anticipo y pre figuración del concepto de despotismo utilizado por los ilustrados269, asen tado sobre una buena porción de malentendidos e intereses ideológicos270, pero que a su vez se acaba entendiendo como despotismo oriental y bajo esa formulación llega hasta nuestros días dotado de su correspondiente base empírica271, no es casual, sino que se refuerza con la hábil descripción de sus ejércitos. Las fuerzas armadas de los turcos en el presente y las de sus ante pasados de la Antigüedad siempre han estado constituidas por «tropas enor mes», «muchedumbre de hombres cobardes», «número casi infinito de tropas auxiliares»272, transmitiendo la idea de una masa carente de otra personalidad que la que le otorga su amo. Estos recursos literarios no sólo quieren reflejar un enemigo malvado y poderoso, sino, como señalarán igualmente Lutero273 y Erasmo274, inserto tam bién en un modo de vida opuesto al de los cristianos. Hay que subrayar que la imagen del turco que Sepúlveda transmite provoca una transformación en la prioridad de los contenidos, otorgando importancia a los elementos políticos y socioculturales, aunque sin abandonar nunca las diferencias religiosas; no en vano, el peligro se cierne sobre «nuestro bienestar y libertad»275, o sobre «la libertad y la religión cristiana»276, como repite una y otra vez277, y como no dejará de mantener más adelante, pues todavía en su crónica vuelve sobre ello: «la lucha contra los turcos debía entablarse no por dirimir tal o cual precepto religioso y moral, cuestiones que podían ser discutidas por procedimientos ci viles y a las que se podría poner fin mediante debate de hombres doctos, sino en defensa de la vida, la libertad, y la esencia misma de la religión»278. 267 Historia de Carlos V: Libros XI-XV, pp. 6 y 7. 268 Ibídem, pp. 18 y 26. 269 A. firakm an, «From tyranny to despotism: the Enlightenment’s unenlightened image of the Turks». 270 F. Venturi, «Oriental Despotism». 271 K. A. Wittfogel, Despotismo oriental. Estudio comparativo del poder totalitario. 272 Exhortación a Carlos V, todas las citas en p. 339. 273 M . Lutero, Onwar against the Turk.pp. 11-14. 274 Erasmo, «Utilísima consulta acerca de la declaración de guerra al turco» (1530), p. 1022. 275 Exhortación a Carlos V, p. 330. 276 Ibídem, p. 333. 277 Ibídem, pp. 332, 334, 335, 3 3 6 ,3 3 8 , etc. 278 Historia de Carlos V: Libros VI-X, p. 107. Unos valores que, no obstante, esa misma His toria de Carlos V: Libros XI-XV, p. 40, pondrá en boca del almirante turco Caradín Barbarroja: «Carlos, enemigo cristiano, está presente, el más hostil al pueblo mahometano que ha habido en el mundo, con el cual peleamos no por los límites del territorio, ni por la gloria o soberanía, como suele suceder entre los príncipes o pueblos vecinos, sino por la libertad, la religión, en definitiva, por la vida».
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A su vez, la representación de la forma de vida de los turcos viene a caracterizar también, aunque en la mayor parte de las ocasiones sólo de ma nera implícita, la propia identidad de los europeos, cuyos rasgos nunca son descritos en términos negativos. A diferencia del Sultán, que es amo de sus súbditos, convertidos en una auténtica colectividad gregaria, el Emperador no aparece sino como dirigente de unos ejércitos cuyas tropas poseen «clase y valor»279, y están compuestas todas ellas de «varones esforzados»280; su redu cido número, incluso en los casos del pasado que Sepúlveda quiere presentar como antecedente de su lucha, no es obstáculo para imponerse una y otra vez a sus enemigos. No se advierten, por tanto, en la obra de Sepúlveda concesiones a las maneras y costumbres de los turcos. Ni siquiera se acierta a vislumbrar esa sombra de duda sobre lo propio que es perceptible en Erasmo al servirse de los turcos más como ejercicio de autocrítica de la práctica religiosa predomi nante entre los cristianos que como reconocimiento del otro: «si prescindes del nombre y de la insignia de la cruz somos turcos que luchan contra turcos»; «escupimos a los turcos y de este modo nos consideramos nobles cristianos, cuando somos para Dios más abominables quizás que esos mismos turcos»; «esos que llamamos turcos son en su mayoría semicristianos y quizás estén más cerca del verdadero cristianismo que la mayoría de nosotros»281.
Desaparece así cualquier posibilidad de introducir algún resquicio en el que apoyar una mirada tolerante que permita una aproximación pacífica. Tal y como son planteadas por el humanista cordobés, las relaciones entre eu ropeos y turcos sólo pueden tener lugar a través del enfrentamiento armado y sólo deberían acabar con la victoria de las tropas imperiales y su dominio sobre la mayor parte de los territorios que gobierna Solimán. Con esta visión se revitaliza el modelo de las cruzadas para acabar prometiendo los mismos efectos que los perseguidos por aquéllas: la liberación última de Jerusalén282 y, unido a ello, la constitución de un imperio que, a pesar del título que osten taba el nieto de los Reyes Católicos, no tenía que ser el Sacro Imperio Roma no, sino un imperio español283. Aunque no compartía esta última pretensión, también Carlos V parece aceptar que la salida al conflicto con el turco sólo 279 Exhortación a Carlos V, p. 338. 280 Ibídem, p. 339. 281 Erasmo, «La guerra atrae a quienes no la han vivido», pp. 242, 243-244, etc.; véase «Utilí sima consulta acerca de la declaración de guerra al turco», p. 1013: «tengo información que muy pocos son idólatras, antes profesan un atenuado cristianismo». 282 J. Lawrance, «Europe and the Turks in Spanish Literature o f the Renaissance and early modern Period», p. 17, califica el texto de Sepúlveda de «propaganda de la cruzada contra los turcos». 283 J. L. Phelan, «El imperio cristiano de Las Casas, el imperio español de Sepúlveda y el imperio milenario de Mendieta».
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podía tener lugar llevando la lucha armada a su propio territorio, como se plantea en las Cortes de 1538: «nada meditaba tanto en sus adentros como hacer la guerra a los turcos, sin re nunciar a preparar lo que fuese necesario para esta guerra, que pensaba dirigir él personalmente, pues estimaba que la pública paz y seguridad de los cristia nos frente al odio y la soberbia de los turcos y de Solimán, que nunca dejaban de provocar a los cristianos con la guerra por tierra y por mar, no podían garan tizarse de otro modo que si se les obligaba a temer por sus propios dominios trasladando la guerra a Grecia y a las fronteras de los turcos y llevando en ella la iniciativa»284.
3.
¿Q uién
se opone a la guerra?
L a « confusión»
entre
L utero
y
E rasmo
La guerra aparece en la Exhortación como la solución a la amenaza turca, y quienes se oponen a ella como una lacra que sólo mantiene sus opiniones por ignorancia o, lo que es peor, por traición. Pero, ¿quiénes son éstos? Sin duda, son numerosos los autores europeos que en la década de 1520 estaban implicados en el debate sobre la licitud de la guerra285, pero por las valoracio nes más extendidas en la época, hay que pensar en Erasmo y Lutero. La propuesta de hacer de la guerra contra el turco la base de un imperio era considerada por Erasmo ajena al cristianismo: «Si nuestro empeño es propagar el imperio, si ambicionamos las riquezas de aquéllos ¿por qué dis frazamos una empresa tan profana con el nombre de Cristo?»286. A pesar de ello, Erasmo, aunque durante toda su vida mantuvo la incompatibilidad entre el cristianismo y la acción militar287, no había rechazado enteramente la gue rra, sino su desarrollo más allá de lo necesario: «Esto no quiere decir que yo condene toda expedición contra los turcos en caso de que tomen la iniciativa de atacamos, sino que una guerra que atribuimos a Cristo la conduzcamos con espíritu cristiano y con las armas de Cristo»288. Por su parte, Lutero se oponía también a la guerra contra el turco por ver en esa cmzada, con su secuela de indulgencias y subordinación de la actividad es piritual al provecho económico, la mano de Roma289. Esta postura se manifes tó en su primera aproximación a la cuestión en las Resolutiones disputationum 284 Historia de Carlos V: Libros XVI-XX, p. 71. 285 W. F. Bense, «París Theologians on War and Peace, 1521-1529». 286 Erasmo, «La guerra atrae a quienes no la han vivido», p. 244; véase R. G. Musto, «Just Wars and Evil Empires: Erasmus and the Turks». 287 J.-C. Margolin, Guerre et paix dans la pensée d ’Erasme. 288 Erasmo, «La guerra atrae a quienes no la han vivido», pp. 245-246. 289 H. Buchanan, «Luther and the Turks 1519-1529»; K. M. Setton, «Lutheranism and the Turkish peril»; R. O. Smith, «Luther, the Turks, and Islam».
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de indulgentiarum virtute, de 1518; comentando la quinta de las 95 tesis de su Disputación acerca de la determinación del valor de las indulgencias (1517), relativa a la capacidad de los pontífices para perdonar las sentencias divinas, Lutero no dejaba de mostrar una cierta oposición a la guerra: «Muchos, sin embargo, incluso entre los «peces gordos» de la Iglesia, no sueñan ahora con otra cosa que la guerra contra los turcos. Quieren luchar, no contra las iniquidades, sino contra el azote de la iniquidad y por lo tanto se oponen a Dios, que dice que a través de este azote él mismo nos castiga por nuestras iniquidades, porque nosotros no nos castigamos por ellas»290.
Desde Roma, el papa León X inició el proceso de excomunión del alemán al promulgar el 15 de junio de 1520 la bula Exsurge Domine. En la misma se exigía la retractación de los «perniciosos» errores extraídos en su mayor parte de las 95 Tesis; uno de los que se le atribuían era que había afirmado que «ir a la guerra contra los turcos es resistir a Dios, que castiga nuestros pecados a través de ellos»291. Es decir, lo que era secundario en el comentario de Lutero, que versaba, no hay que olvidarlo, sobre el poder de remisión de los pecados por los papas, pasa a un primer plano y se convierte en un juicio de carácter sustantivo sobre la guerra contra el turco292. A partir de este momento, un halo de confusión envolvió la opinión de Lutero. Su pacifismo, basado en los textos citados, se convirtió en un dogma del que resultó poco menos que imposible salir, al menos entre pensadores católicos293. A ello contribuyó, sin duda, su propia actitud, pues «la fuente de sus puntos de vista [sobre los turcos] es a menudo poco clara o inclu so extrañamente contradictoria»294. No debe extrañamos, pues, que se hable del «cambiante Lutero»295: en su guerra contra el papado no tiene reparo en presentar a los pontífices como verdaderos enemigos del Evangelio, mucho más peligrosos que el turco296; con posterioridad, aunque modificará su postura 290 M. Lutero, Explanation ofthe Ninety-five Theses, p. 5. 291 Cito la bula por la edición reproducida en http://www.papalencyclicals.net/Leol0/110exdom.htm, error 34. 292 H. J. Hillerbrand, «Martin Luther and the Bull ‘Exsurge Dom ine’», p .l 11. 293 H. Mechoulan, «Le pacifisme de Luther ou le poids d’une bulle», pp. 723-729, atribuye exclusivamente a la bula el pacifismo del reformador, pero Lutero mismo reconoce al inicio de On war against the Turk, pp. 1-5, su oposición a la guerra en las circunstancias de 1518. Incluso Erasmo, tal vez para marcar las distancias con su propia postura, le atribuye esta opinión: «Utilí sima consulta acerca de la declaración de guerra al turco», pp. 1008, 1009 y 1016. 294 S. Henrich y J. L. Boyce, «Martin Luther - Translations o f Two Prefaces on Islam: Preface to the Libellus de ritu et moribus Turcorum (1530), and Preface to Bibliander’s Edition ofthe Qur'an (1 5 4 3 )» ,p. 253. 295 Es la expresión que utiliza T. Egido, Introducción a M. Lutero, Obras, p.54. 296 Tomo la cita de Lutero de la citada Introducción de T. Egido, p.54: «¿Qué mal hace el turco? A fin de cuentas conquista un país, pero deja que todos sigan con sus creencias. Diez veces peor que el de los turcos es el régimen del papa. La mejor forma de combatir a los turcos es predicarles el evangelio» (Bulla coenae Domini, WA, 8 ,7 9 8 y ss.).
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hasta unirse a los que alientan la guerra contra Solimán, no dejará de repetir ex presiones similares297. Al margen de este rechazo inicial de la guerra contra el turco, que no im plica en cualquier caso un rechazo a la guerra sino al enfrentamiento contra el ejército de Solimán en las circunstancias del momento, no hay en Lutero sombra alguna de pacifismo: fueron numerosos los escritos en los que el predicador germano se mostró favorable al uso de la fuerza, aunque, eso sí, siempre que su empleo fuera dirigido por la autoridad secular y sólo en caso de necesidad. Así, puede citarse: «cuando los enemigos asaltan una ciudad el honor y el agradecimiento lo gana el primero que reúne a los demás»298; también es significativo: «es voluntad de Dios que se emplee la espada y el derecho seculares para el castigo de los malos y para la protección de los buenos» y, sobre todo: «los súbditos están obligados a seguirle [al príncipe] y a arriesgar sus cuerpos y sus bienes. Pues en este caso uno debe, por amor a los demás, arriesgar sus bienes y a sí mismo. En semejante guerra es cristiano y obra del amor el ahorcar sin temor a los enemigos, saquearlos y quemarlos y hacer todo lo que pueda perjudicarles hasta que se les haya vencido según el curso de la guerra (con la excepción de cuidarse de pecar, de deshonrar a las mujeres y a las doncellas)»299.
La aceptación de la guerra por parte de Lutero se justifica recurriendo a su doctrina de los dos reinos: «Los que pertenecen al reino de Dios son los que creen rectamente en Cristo y están bajo él»300; el gobierno de éstos es «espi ritual, por la palabra y sin la espada, por el que los hombres se hacen justos y piadosos a fin de obtener con esa justicia la vida eterna; esta justicia la ad ministra él mediante la palabra que ha encomendado a los predicadores»301. Frente al reino de Dios está el reino del mundo, con sus leyes, al que «perte necen todos los que no son cristianos»302: «es el gobierno secular por la espada, que obliga a ser buenos y justos ante el mundo a aquellos que no quieren hacerse justos y piadosos para la vida eterna. Esta justicia la administra Dios mediante la espada. Y aunque no quiere retri buir esta justicia con la vida eterna, sí quiere que exista para mantener la paz entre los hombres y la recompensa con bienes temporales»303. 291 Si no existiesen otros testimonios, bastaría ver las manifestaciones sobre los turcos que recoge el Indice temático de la edición de T. Egido para confirmarlo. 298 M. Lutero, «A la nobleza cristiana de la nación alemana acerca de la reforma de la condi ción cristiana» (1520), pp. 18-9. 299 Ibídem, «Sobre la autoridad secular: hasta dónde se le debe obediencia» (1523), pp. 27 y 61; etc. 300 Ibídem, p. 28. 301 Ibídem, «Si los hombres de armas también pueden estar en gracia» (1526), p. 134. 302 Ibídem, «Sobre la autoridad secular: hasta dónde se le debe obediencia», p. 30. 303 Ibídem, «Si los hombres de armas también pueden estar en gracia», pp. 134-135.
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Los dos reinos son necesarios, pero no deben confundirse, porque sólo el reino de Dios «hace piadosos» a los hombres, mientras el secular «crea la paz exterior e impide las malas obras», pero sin que ello implique que «nadie llega a ser verdaderamente bueno»304. La doctrina de los dos reinos pretende romper con la confusión proveniente de la Edad Media entre el territorio del alma y la fe y el que corresponde al mundo terrenal. Desde este punto de vista la guerra es una tarea encomendada a la autoridad secular en la que los verdaderos cristianos, que no la necesitan por sí mismos, deben colaborar con el máximo empeño por amor al prójimo, esto es, para evitar las injusticias de las que puedan ser víctimas los más débiles: «estás obligado a servir a la espada y a apoyarla con todo lo que puedas, con tu cuerpo, tus bienes, tu honor y tu alma, pues es ésta una obra que tú no necesi tas, pero que es útil y necesaria para todo el mundo y para tu prójimo. Por esta razón, si tú vieras que hacen falta verdugos, alguaciles, jueces, señores o prín cipes y te consideraras capacitado, deberías ofrecerte y solicitar el cargo para que el poder, que es necesario, no sea despreciado ni se debilite ni perezca; el mundo no quiere ni puede prescindir de él»305.
A la luz de lo visto, se puede resumir la actitud ante la guerra de Erasmo y Lutero afirmando que, a pesar de sus diferencias, su postura no se define tanto por la oposición a la guerra, sino por la forma de llevar a cabo ésta. Erasmo rechazaba la guerra incluso contra el turco con más radicalidad que ningún otro pensador, y sólo en términos de defensa ante tal enemigo ad mitía una excepción. Lutero se oponía a la cruzada, aunque no a una guerra justa, como era para él la que se libraba contra el turco en tierras europeas; no obstante, esta guerra no tendría límite alguno, porque se pelearía contra el turco «usando la fuerza física con gusto, golpeando, matando, asolando y provocando todo el daño posible con toda confianza»306. Sepúlveda, por su parte, no sólo consideraba necesaria la lucha porque se trataba a la vez de una «santa y sagrada guerra»307, esto es, de una cruzada, y de una guerra justa, sino que, dada su trascendencia, pide una guerra que acabe con el poder turco, al igual que habían hecho desde Italia buena parte de los hombres de letras (Francesco Filelfo, Biondo Flavio, Poggio Bracciolini, Bessarion, Gemisto, etc.), de los cien años precedentes308; incluso pontífices como Pío II alentaron 304 Ibídem, «Sobre la autoridad secular: hasta dónde se le debe obediencia», p. 31. 305 Ibídem, pp. 34-35. 306 Ibídem, «Alegato contra los turcos» (1529, posterior al levantamiento del sitio de Viena), p . 218. 307 Exhortación a Carlos V, p. 344. 308 A. Pertusi, «I primi Studio in Occidente sull’origine e la potenza dei turchi», p. 466; R. H. Schwoebel, «Coexistence, Conversión, and the Crusade against the Turks», pp. 164-187, demuestra que, aunque no faltaron propuestas de solución pacífica, sobre todo por parte de hom bres de Iglesia, la opción predominante fue la del enfrentamiento.
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el enfrentamiento309. Por eso convierte Sepúlveda a quienes rechazan el en frentamiento en esos términos en objeto de sospecha y acusación. Si en otras circunstancias cabía mantener reparos a la guerra con cierta soltura, con la caída de Buda y el cerco de Viena, la posición pacifista que se identificaba con Erasmo y de la que también era deudor, indebidamente, como se ha visto, Lutero, no tenía una fácil defensa. Ni siquiera en el círculo imperial, donde predominaban las simpatías hacia el holandés, se veía factible evitar el desa fío. Tal vez por la convicción generalizada de su inevitabilidad, Sepúlveda se explaya ante el Emperador, sin identificarlos por su nombre, contra los que se resisten a aceptar una guerra de esas características: «Sé, efectivamente, que no sólo te resultan sospechosos de impiedad, sino que también ves con malos ojos a esos hombres perversos, que, según tengo entendido, andan propagando la sacrilega idea, teñida de un falso color de cris tianismo, de que no es propio de la tolerancia cristiana valerse del hierro y las armas para poner coto a la violencia de los turcos, a la que califican de «azote de Dios», pues los cristianos deben imponerse no con actitudes violentas, sino pacíficas»310.
Una idea que para Sepúlveda resulta tan inaceptable que sólo la puede atribuir a la maldad y a los intereses espurios de un autor «corrompido por las promesas y regalos de los turcos». Aunque, se trate de Lutero o de Erasmo, la acusación es excesiva a todas luces, la cita hace uso de una calculada ambi güedad, si es que no es producto de la confusión. Ciertamente el Renacimiento detectó «azotes de Dios» por todas partes y más aún en relación a los turcos311, pero el uso de la expresión por Sepúlveda parece una clara alusión a las ma nifestaciones de Lutero en 1518, que tanto se habían extendido gracias a la Exsurge Domine, como también lo parece la alusión a la guerra santa. No obs tante, si ese autor de quien no se acaba de confesar el nombre pero que apela a actitudes pacíficas era el alemán, estaba claro que se trataba de un error, pues, de una u otra forma, Lutero había aceptado la guerra contra el turco e incluso la había alentado. No sabemos si Sepúlveda llegó a conocer a tiempo para que influyera en la Exhortación su edición de Sobre la guerra contra el turco312, donde el mensaje bélico contra el ejército de Solimán no deja lugar a dudas, pero, en cualquier caso, ya hemos visto que sus obras anteriores también eran concluyentes respecto a la licitud del recurso a la fuerza. 309 A. Ginzo Fernández, «Eneas Silvio Piccolomini (Pío II) y su concepción de Europa». 310 Exhortación a Carlos V, p. 334. 311 C. A. Patrides, « ‘The Bloody and Cruell Turke’: The Background of a Renaissance Commonplace»,p. 130; la idea es complementaria con la literatura consolatoria a la que alude M. Bataillon, «Mythe et connaissance de la Turquie en Occident au milieu du XVIe. siécle», pp. 451-70. 312 La obra lleva una dedicatoria del 9 de octubre de 1528 (On war against the Turk, p. 2), aunque se imprimió por Hans Weiss en Wittenberg el 16 de abril de 1529. Tiempo más que sufi ciente, antes del desembarco de Carlos V en Génova, para que Sepúlveda tuviera conocimiento de la misma.
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Suponer que fue un error de Sepúlveda atribuir a Lutero una posición pacifista que no le corresponde es una idea válida, aunque bastante difícil de creer si se atiende a las numerosas declaraciones del alemán justificando la guerra y la participación en ella de los cristianos. Tal vez sería más correcto pensar que la pretensión de Sepúlveda fue, precisamente, confundir al refor mador y a Erasmo. La hipótesis no se debe descartar viniendo de un autor que escribe desde Italia, donde hasta la muerte del holandés (1536) era habitual equiparar a ambos313. Fuera del texto de Lutero que citamos en su momen to, desmentido por tantas manifestaciones opuestas a favor de la guerra, la alusión a la tolerancia sólo podía dirigirse a Erasmo314. Así lo confirman los testimonios ya vistos, a los que se puede añadir la defensa que el humanista holandés hace de que «después de que Cristo ordenase envainar la espada no es digno de cristianos hacer la guerra», su insistencia en que «su vida y su doctrina no predican otra cosa que la tolerancia», que el Evangelio no indica sino «el fin hacia el que había que orientarse con todas las fuerzas» y ese fin no es otro que la doctrina del amor y el rechazo de la violencia315. Todo ello es acorde con el texto ya citado de la Dulce bellum inexpertis, donde Erasmo acepta la guerra contra el turco siempre que se desarrolle «con espíritu cris tiano y con las armas de Cristo». La posterior Utilissima consultatio de bello turéis inferendo, en realidad una larga carta del 17 de marzo de 1530, dirigida al profesor de derecho civil y canónico Johan Rinck de Colonia, vino a desa rrollar esta postura316, que si siempre pareció forzada y tibia a los partidarios abiertos de la guerra, tras las circunstancias de 1529 les resultaba intolerable.
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L a interpretación del
E vangelio
Así pues, a Erasmo y no a Lutero, le cuadraría ese reproche de Sepúlveda por interpretar el mensaje evangélico como una renuncia a la defensa frente a cualquier agresión porque «ni Cristo ni sus apóstoles hicieron la guerra». Con ese razonamiento, sigue diciendo Sepúlveda, «¿vamos a creer, entonces, que porque Cristo no condenó a la mujer adúltera, a los cristianos les está 313 S. Seidel Menchi, Erasmo in Italia, 1520-1580, pp. 41-67, y E. Rurarael, Erasmus and his catholic crides , II, pp. 150-1. Con anterioridad, la tesis de la confusión intencionada de Lutero y Erasmo fue defendida por H. Mechoulan, L'antihumanisme de J. G. de Sepúlveda. Étude critique du «Democrates primus», pp. 37-38. 314 Esto invalidaría la tesis de L. Patiño Palafox, Ginés de Sepúlveda y su pensamiento impe rialista , pp. 179-226, que considera a Lutero el centro de la crítica de Sepúlveda. 315 Erasmo, «La guerra atrae a quienes no la han vivido», pp. 2 32,233 y 234. 316 Erasmo, «Utilísima consulta acerca de la declaración de guerra al turco», p. 1015: «Aquí por ventura a alguien se le antojará que yo tomé la empresa de desaconsejar la guerra turca. De ningún modo; hágolo más bien porque luchemos con ellos felizmente, y reportemos para Cristo legítimos y hermosos triunfos».
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permitido el adulterio y, a la inversa, negado el matrimonio, porque ni Cristo ni los apóstoles, después de unirse al maestro, tomaron esposa?»317. La coin cidencia con Lutero parece indiscutible: «Si dices: ¿por qué Cristo y los apóstoles no llevaron la espada?, yo res pondo: dime por qué tampoco tomó mujer o no se hizo zapatero o sastre. ¿No iba a ser buena una profesión o un oficio por el hecho de que Cristo no los haya desempeñado él mismo? ¿Dónde iban a parar todos los oficios y profesiones, excepto el de predicador que fue el único que ejerció? Cristo ha ejercido su oficio y su profesión, pero no por ello ha condenado ninguna otra profesión»318.
A pesar de su argumentación, Sepúlveda no puede negar que el Nuevo Testamento transmite un mensaje que rechaza la violencia y repudia la resis tencia a quien la ejerce. Pasajes como el que ordena dar el manto al que se apodera de la túnica y ofrecer la otra mejilla al que es víctima de una agre sión319, a los que no deja de aludir Erasmo320 y que Lutero resuelve con el re curso a la autoridad secular321, son imposibles de ignorar. Pero Sepúlveda re curre a otros textos evangélicos322 para mostrar que las «palabras de Cristo no han de ser entendidas de forma literal, ni se adecúan a todos los hombres ni a todas las épocas»323. Introducido el principio de relatividad en la interpreta ción de las palabras de Cristo, dos son los recursos que utiliza Sepúlveda para poner freno a la explicación pacifista: de una parte, el mensaje de resignación no es un precepto de universal obligación, sino que resulta sólo válido para aquellos que aspiren a la perfección máxima, una solución que Lutero había rechazado e identificado como propia de los escolásticos324; por otra parte, la tolerancia sólo debe considerarse una virtud cuando sirve para disculpar las ofensas de carácter privado que tienen lugar entre ciudadanos, pero sería un error aplicarla cuando las amenazas al Estado o a la religión ponen en peligro 317 Exhortación a Carlos V, p. 335. 318 M. Lutero, «Sobre la autoridad secular: hasta dónde se le debe obediencia», p. 39. 319 Mateo 5,38-42. 320 Erasmo, «La guerra atrae a quienes no la han vivido», p. 235. 321 M. Lutero, «Sobre la autoridad secular: hasta dónde se le debe obediencia», p. 34: «en las palabras de Cristo citadas antes, Mateo 5, 39, que él enseña que los cristianos no deben tener en tre ellos ningún derecho ni espada secular; sin embargo, no prohíbe servir a aquellos que tienen la espada secular y el derecho y ser súbditos de ellos sino que, más bien, com o no los necesitas ni debes tenerlos, debes servir a aquellos que no han llegado tan alto como tú y todavía los nece sitan»; On war against the Turk, pp. 15-18. 322 Hechos 23,2-3: «A ti te golpeará Dios, pared blanqueada». 323 Exhortación a Carlos V, p. 335. 324 M. Lutero, «Sobre la autoridad secular: hasta dónde se le debe obediencia», p. 22: los «so fistas de las universidades ( ...) han enseñado que Cristo no ordenó estos mandamientos, sino que sólo los aconsejó para los perfectos. (...) Su venenoso error se ha extendido a todo el mundo, de modo que todos consideran esta doctrina de Cristo com o consejos para los perfectos y no como mandamientos obligatorios y comunes para todos los cristianos»; On war against the Turk, p. 23.
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su misma existencia. En estas ocasiones, retomando un pensamiento que ya había expresado en el Gonsalus y que volverá a enunciar en el resto de sus obras, no hay que dudar en excluir la lógica de la perfección cristiana que rige en el mundo espiritual, para aplicar la lógica de la vita activa, que es válida en el mundo civil. Los representantes del primero, «no deben luchar con el hierro y las armas, sino con oraciones, lágrimas y tolerancia ante las injusticias, excepción hecha de aquel a quien ha sido enco mendada la administración de uno y otro reino. Muy distinto es, en cambio, el caso de los reyes, tratándose del civil: ellos y quienes ejecutan sus órdenes, esto es ciudadanos y vasallos, deben luchar enérgicamente contra las injusti cias y la violencia de los enemigos. Y ése es, justamente, el principal cometido de los príncipes según las leyes divinas y las humanas, gobernar a los suyos con sabiduría y conforme a derecho, e impedir a toda costa a los extraños que les ocasionen perjuicio alguno»325.
Sepúlveda se apresura a defender que no hay nada ilícito en esa acción armada. La búsqueda de justicia y protección, especialmente para los más débiles, es una tarea que desde siempre se ha confiado a los reyes y por la que han sido estimados; también ha recibido reconocimiento unánime el monarca que «defendiese al estado de sus atacantes» e incluso el «que lo agrandase en riquezas y dignidad». Tales formas de actuación no sólo son correctas, sino que pueden considerarse conformes a la ley de la naturaleza. Pero la naturaleza no hace sino reflejar el orden divino, por lo que ir en su contra supondría ir contra Dios mismo, «y ¿hay alguna cosa que vaya más contra la naturaleza que la no respuesta a la ofensa por parte del ofendido, cuando no sólo peligran el poder y la dignidad, sino también la libertad y la salvación?»326. Una solución en la que, una vez más, podemos registrar la coincidencia con Lutero: «No sería en absoluto cristiano decir que existen servicios a Dios que un cristiano no debiera o tuviera que hacer, siendo así que para el servicio a Dios nadie es tan apto como el cristiano y, en verdad, sería muy bueno y necesario que todos los príncipes fuesen buenos y auténticos cristianos. La espada y el poder, como servicio especial a Dios, corresponden al cristiano con preferencia a todos los demás hombres en la tierra»327.
Así pues, una guerra que tiene como finalidad la preservación de los va lores políticos y religiosos de los europeos no sólo es lícita, sino que es el mejor apoyo con el que puede contar la misma religión cristiana. Sepúlveda no duda en apoyar su argumento en algunos de los numerosos casos de guerra a los que aludía el Antiguo Testamento. Guerras de carácter defensivo, pero 325 Exhortación a Carlos V, p. 336. 326 Ibídem. 327 M. Lutero, «Sobre la autoridad secular: hasta dónde se le debe obediencia», pp. 38-39.
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también ofensivo, son enumeradas dentro de una extensa relación que le sirve para recordar que Dios, «por el hecho de mostrarse siempre garante de su pueblo y asistirlo en los justos lances de guerra, habitualmente recibe en los Libros Sagrados el apelativo de Dios de los ejércitos»328. Una argumentación coincidente, también en este caso, con la de Lutero329, pero que parece la antí tesis de esta otra de Erasmo, en la que quiere refutar la validez de las guerras de los judíos como antecedente de las de los cristianos: «si tanto nos agrada el ejemplo de los judíos ¿por qué, de la misma manera, no nos cortamos el prepucio? ¿Por qué no nos abstenemos de la carne porcina? ¿Por qué cada uno de nosotros no contrae matrimonio con varias esposas? ¿Por qué, mientras condenamos esas prácticas, sólo nos parece bien el ejemplo de la guerra?»330.
También recurre Sepúlveda al Nuevo Testamento para enfatizar la obe diencia debida a los monarcas, especialmente «cuando se trata de emprender una guerra justa»331. Ambas interpretaciones sirven al futuro cronista para cargar de nuevo tanto contra los que se oponen a la guerra como contra la misma ideología pacifista que sustentan: «Y dado que esto es así, sapientísimo emperador, ¿puedes, acaso, poner en duda que el propagador de esa idea criminal que prohíbe a los cristianos la guerra justa y necesaria contra los enemigos de su religión es un enemigo de la religión cristiana más funesto y hostil que, no digo ya todos los herejes que son o han sido, sino incluso que los propios turcos, a los que tan gran ayuda presta y junto a los que ha conspirado contra ella y contra nuestra libertad?»332.
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J uan L uis V ives
y la originalidad de la
E xhortación
Sin embargo, por extraño que pueda parecer, vaya dirigida la Exhortación contra Lutero y Erasmo o, lo más improbable, sólo contra este último por su pacifismo, muestra numerosas coincidencias con dos obras de uno de los españoles más próximos al de Rotterdam: Juan Luis Vives. Sepúlveda reconoce haberse servido de «textos griegos y latinos» y haber leído «antiguos documentos de probada fiabilidad»333 para elaborar 328 Exhortación a Carlos l7, p. 337. 329 M. Lutero, «Sobre la autoridad secular: hasta dónde se le debe obediencia», pp. 35-36. 330 Erasmo, «La guerra atrae a quienes no la han vivido», p. 232. Sin embargo, en la «Utilísima consulta acerca de la declaración de guerra al turco», p. 1008, parece admitir las guerras de los hebreos, del mismo Moisés e incluso la aceptación de la espada por san Pablo. 331 Exhortación a Carlos V, pp. 337-338. 332 Ibídem, p. 338. 333 Ibídem, p. 339.
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su obra o, al menos, para dar noticia de los enfrentamientos entre europeos y asiáticos que afectan a la antigüedad clásica; no obstante, aunque admite que la Exhortación es «resultado de una reciente reflexión»334, nada dice de testimonios contemporáneos, cuando la mayor parte de los argumentos que aparecen en la misma son localizables en el diálogo de Vives De la in solidaridad de Europa y de la guerra contra el turco y en su ensayo De la condición de los cristianos bajo el turco, ambos de 1526335. En estas obras el valenciano cargaba contra la guerra, especialmente cuando ésta tiene lugar entre príncipes cristianos, y sus terribles consecuencias, pero no de jaba de manifestarse a favor del enfrentamiento con el turco y de alertar de las consecuencias desastrosas de nuevas derrotas para la forma de vida cristiana y europea336. Tales alegatos no debieron pasar desapercibidos a Sepúlveda, que va a repetir en su escrito ideas similares. Veremos, por consiguiente, que las coincidencias resultantes son tan numerosas que, ex cepción hecha de la forma de la exposición, coincidente en cualquier caso con el segundo texto de Vives que hemos citado, no sólo invitan a dudar de la originalidad de la Exhortación, sino que vienen a demostrar de nuevo hasta qué punto esta obra ha sido dejada de lado por los estudiosos de Se púlveda y de Vives337, pues nadie parece haber reparado en tales semejan zas. Desde otro punto de vista, el paralelismo entre ambos pensadores en el asunto de la guerra contra el turco debería servir para separar a Vives de Erasmo, que se resiste mucho más que aquél a aceptar la inevitabilidad de esa guerra. Un corolario de esa distinción es que tal vez no estaría de más matizar la inclusión de Vives dentro de ese grupo de «pacifistas heréticos» contra los que cargaba el Demócrates primero338: la trayectoria posterior de Vives es de radical oposición a la guerra entre cristianos, no a la lucha contra el turco. 334 Ibídem, p. 330. 335 De conditione vitae christianorum sub turca fue editada, no obstante, el 1 de julio de 1529, junto con De concordia et discordia in humano genere y De pacijicatione (Michael Hillen, Amberes), aunque «es seguro que estos escritos circularon antes de su impresión» (A. Fontán, «La política europea en la perspectiva de Vives», p. 31). Recordemos que sólo después del 6 de septiembre, durante la estancia de Carlos V en Piacenza, pudo darse a conocer la obra de Sepúlveda. 336 E. V. George, «Juan Luis Vives De Europea dissidiis et bello Turcico'. Its Place in the 1526 Ensemble», p. 266, y J.-C. Margolin, «Conscience européenne et réaction á la menace turque d’aprés le «De dissidiis Europae et bello turcico» de Vives (1526)». 337 V. Moreno Gallego en su monumental La recepción hispana de Juan Luis Vives, tampoco se ocupa de ello a pesar de la atención que dedica a las obras sobre el turco. 338 A. Pagden, «The ‘School o f Salamanca’ and the ‘Affair of the Indies’, p. 87; también J. A. Fernández Santamaría, El estado, la guerra y la paz. El pensamiento político español en el Renaci miento (1516-1559), pp. 59-66 y 148-54 ha insistido en el pacifismo de Vives, sin tener en cuenta de manera suficiente sus escritos sobre el turco.
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El c o n t r a s t e
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entre europeos y turcos
Sepúlveda comienza la Exhortación dirigiéndose a Carlos V con la humil dad que requieren las más tradicionales normas del género: advirtiendo de la triste fortuna que espera a quienes se atreven a aconsejar a reyes o empera dores. En efecto, si aciertan, será reconocido quien llevó a cabo la acción, no quien la recomendó y, en caso contrario, la censura caerá sobre el consejero, disculpándose al ejecutor de los errores que haya podido cometer. Sin embargo, las circunstancias que se están viviendo son tan delicadas, «se avecina una gue rra enorme y más peligrosa para los cristianos que cualquier otra de esta época, pues de su desenlace se derivan más graves consecuencias que nunca»339, que sería pecaminoso guardar silencio si se cree tener una solución. Mediante el tópico del consejero que se sacrifica por lo elevado de su causa se sitúa Sepúl veda en la posición que deseaba para introducir su reflexión. Primero, advierte al César Carlos de la trascendencia del enfrentamiento con los turcos: «No se combate, pues, por la gloria, en cuyo caso ser vencido resulta un deshonor, no por el mando o las riquezas, cuya pérdida acarrea a quienes la sufren sólo pobreza -y aun ésta ni vergonzante ni servil-, sino que hay que luchar por la patria, por los hijos, por los altares y los hogares, en suma por la salvación y la libertad y por la mismísima religión»340.
Pero, aunque la intención declarada de la Exhortación es convencer al Emperador de la necesidad de hacer la paz entre los cristianos y emprender la guerra contra Solimán el Magnífico para preservar la forma de vida propia de los europeos, un objetivo no menor de la misma es acallar las voces que se le vantan contra ese proyecto. Algunas de ellas, hastiadas de las arbitrariedades de los príncipes cristianos, difunden el argumento de que es indiferente vivir bajo su gobierno o el del turco. Una postura, por cierto, que debía gozar de cierta popularidad en este momento, pues habría de ser criticada tanto por Lutero341 y Erasmo342, como por Sepúlveda, que no puede aceptar esta equipara ción, pues lo que está en juego no es el gobierno más o menos desafortunado de un reino durante un tiempo, sino un principio de mayor calado que afecta a la vida y dignidad de las personas. A este respecto, recuerda el humanista, en cualquier lugar de Europa, incluso bajo el gobernante más severo, se respeta el cristianismo, pero, además, siempre cabe que se recupere la libertad civil, esto es, las propias leyes, los magistrados y «en definitiva la forma de un es tado regio y de hombres libres». También es posible que el príncipe tiránico pueda reformarse o ser sustituido por otro de comportamiento justo, 339 Exhortación a Carlos V, pp. 329-330. 340 Ibídem .p. 330. 341 M. Lutero, On war against the Turk, pp. 20-22. 342 Erasmo, «Utilísima consulta acerca de la declaración de guerra al turco», p. 1022.
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«Pero a quienes una vez sometieron su cuello al pesadísimo yugo de la esclavitud turca, a ésos, pregunto yo, ¿qué consuelo les queda para tan grandes males?, ¿a qué esperanza pueden aferrarse para soportar sin un inmenso dolor la calamitosa situación que sufren, tras la pérdida no ya de la libertad, sino de la esperanza misma de libertad?»343.
Sepúlveda se sirve de estas preguntas retóricas para introducir un aná lisis comparativo de las sociedades turca y cristiana, análisis en el que la propaganda y la descripción interesada son ampliamente utilizadas. Un pri mer componente de lo que el cronista ve implícito en la dominación turca afecta a la cultura; a quienes viven bajo su yugo, aunque pertenezcan a su nación y compartan su religión, «les está totalmente prohibido el estudio de las letras y vedado el conocimiento de las artes liberales». Esto supone no sólo restringir las iniciativas que pudieran darse en beneficio de la reli gión y la libertad, sino que viene a impedir la existencia de esas personas que entregan su vida al conocimiento, «así es que entre los turcos no hay ni filósofos, ni oradores, ni teólogos»344. Aunque se trata, evidentemente, de una afirmación más próxima a la propaganda que a la pura descripción, como demuestran testimonios contemporáneos que señalan lo contrario345, no carece de interés que el humanista Sepúlveda, como Vives, encuentre la prueba más evidente de los resultados que produce esta persecución de la cultura en la misma Grecia que, floreciente en otro tiempo en todo tipo de conocimientos, se ha convertido bajo el dominio otomano en un páramo cultural donde apenas es posible encontrar personas que sepan leer sus an tiguos escritos346. Pero las dificultades que experimenta el conocimiento entre los turcos son sólo un síntoma de un mal mayor, que Sepúlveda localiza en su or ganización política: entre ellos ni siquiera se puede hablar de la forma de gobierno que impera, pues lo que caracteriza su dominio, a diferencia de cualquier régimen político recto, es precisamente la ausencia de leyes jus tas y de cualquier institución que pueda dificultar la tiranía que ejerce un solo dirigente. Por el contrario, sus normas están encaminadas a satisfacer los caprichos de éste. De ahí que sea imposible encontrar entre los turcos a esas minorías que desempeñan el papel de consejeros y ministros entre los monarcas cristianos; ya hemos dicho que no existe nada parecido a la aristocracia de las letras, pero algo equivalente puede afirmarse de la no bleza de las armas: 343 Exhortación a Carlos V, p. 331; J. L. Vives, «De la insolidaridad de Europa y de la guerra contra el turco», pp. 51-52, y «De la condición de los cristianos bajo el turco», II, pp. 63-74. 344 Ibídem, p. 331. 345 Viaje de Turquía (La odisea de Pedro de Urdemalas), p. 397. 346 Exhortación a Carlos V, p. 331; J. L. Vives, «De la condición de los cristianos bajo el turco», pp. 70-72.
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«entre los turcos no hay ni sátrapas, ni tetrarcas, ni persona alguna, en fin, revestida del poder o la dignidad de que gozan entre nosotros los llamados condes, marqueses o duques, los cuales en un origen obtuvieron esta dignidad gracias a sus destacados hechos de armas, cuando reyes justos y buenos les otorgaron el premio correspondiente a su notable valor»347.
Para un defensor del papel de los grandes hombres en la sociedad, como era Sepúlveda, este requisito no podía minusvalorarse. Pero a esa sustancial deficiencia de la sociedad turca hay que añadir otra de no me nor importancia: su régimen carece de leyes, de auténticas leyes que con tribuyan al cumplimiento de la ley natural y que puedan soportar una comparación con los preceptos de ésta. La ley natural está constituida por un conjunto de principios objetivos y obligatorios desde un punto de vista moral, que se pueden descubrir y justificar por medio de la razón, y que sirven para guiar al hombre a su fin natural. La inexistencia de leyes po sitivas, dependientes de aquélla, es una carencia de difícil justificación en cualquier sociedad, porque equivale a negar la posibilidad de conseguir la finalidad humana. La aplicación de la ley natural a través de las leyes humanas es una garantía para el hombre y la comunidad en la que vive; su ausencia, por tanto, revela una sociedad incompleta, que no funciona como sería exigible ni ofrece las posibilidades de desarrollo y libertad mínimas que demanda la vida humana. Para demostrarlo, la escritura de Sepúlveda se pone, una vez más, al servicio de su mirada unilateral y denuncia que lo que ocupa el lugar de esas leyes no son sino disposicio nes encaminadas a garantizar los beneficios del sultán. En la exigencia de los bienes de quienes mueren sin descendencia directa y sin otorgar testamento o en la de formar parte del reparto de la herencia de los falle cidos, como si de un hijo más se tratara, no aprecia el cronista otra cosa que la codicia del tirano, sin atender a las necesidades recaudatorias del Estado348. Ya se ha dicho que al encarnar en la persona del Sultán los be neficios de la legislación, convierte en capricho y exceso del tirano lo que, desde un ánimo menos preocupado por la censura de las normas turcas, podía ser visto como medida fiscal. Una postura muy similar es posible apreciar en el mismo Lutero: «el turco, como se suele decir, no deja que se hereden [los feudos] y no tolera ningún principado hereditario, condado o territorio de caballero o feudo; los establece y los concede cómo, cuándo y a quién quiere. Por esta razón tiene dinero y bienes sobre toda medida y es, en resumen, señor en su territorio o, más bien, un tirano»349. 347 Ibídem, p. 332. 348 Ibídem. 349 M. Lutero, «Si los hombres de armas también pueden estar en gracia», p. 161.
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La denuncia de la voracidad del sultán, no de la hacienda turca, se com plementa con la de su política hacia las naciones sometidas. Aquí encuentra Sepúlveda su mejor argumento contra los que quieren equiparar su tiránico gobierno con el de un príncipe caprichoso; al recordar la existencia de los jenízaros, esos jóvenes de los pueblos tributarios que, una vez alejados de sus familias, son educados en la religión islámica y adiestrados para constituir un cuerpo militar de elite al servicio del sultán350, pretende destruir cualquier tentación al respecto: comparada con los males de los pueblos bajo el yugo turco, la situación de cualquier cristiano bajo un príncipe tiránico «es de to tal libertad»351. En definitiva, Sepúlveda ha detallado a través de una serie de rasgos lo que era compartido por los hombres de su tiempo, y que Vives definió de manera más sintética como propio del turco o escita, «de extrema da fiereza y barbarie, diferentes, diversos, contrarios en costumbres, idioma, convivencia social [y] religión» 352. Convencido de haber destruido el intento de equiparar la vida de cual quier pueblo bajo el turco con la que cabe esperar en cualquier reino cristia no, por severo que momentáneamente pueda ser el mandato de su príncipe, Sepúlveda intenta convencer al Emperador de la superioridad de sus fuer zas, a pesar del mayor número de las del enemigo. Para ello recurre a esa historia basada en textos griegos y latinos a la que tan aficionados eran los humanistas y recuerda las hazañas bélicas de «los habitantes de la parte del mundo que llamamos Europa, contra los pueblos de Asia -de cuya confusión y amalgama política procede prácticamente el ejército turco-»353. Conforme avanza la Exhortación el choque entre los ejércitos turcos e imperiales se va configurando como un enfrentamiento mucho más radical, un choque de civi lizaciones que sobrepasa el ámbito del presente para enraizarse en el pasado. El cronista del Emperador recurría a la historia e incluso a la filología para defender sus ideas: con una ligera variación del término, los actuales turcos serían los teneros antiguos, defensores de Troya; una equiparación que desde Filelfo y Eneas Silvio Piccolomini venía siendo discutida por varias genera ciones de humanistas italianos354, y que iría siendo desplazada poco a poco por la identificación de los turcos con los escitas355. Sepúlveda construye, de esta forma, lo que se puede considerar una filosofía de la historia avant la lettre, capaz de justificar la inevitabilidad y el éxito del enfrentamiento. Ya en la Antigüedad -argumentaba- el valor de una minoría de soldados hele 350 Exhortación a Carlos V, p. 333; J. L. Vives, «De la condición de los cristianos bajo el turco», pp. 71-72. 351 Ibídem. 352 J. L. Vives, «De la condición de los cristianos bajo el turco», p. 67. 353 Exhortación a Carlos V, p. 339. 354 A. Pertusi, «I primi Studio in Occidente sull’origine e la potenza dei turchi», pp. 475-84, y T. Spencer, «Turks and Trojans in the Renaissance», pp. 330-333. 355 M. J. Heath, «Renaissance scholars and the origins of the Turks».
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nos fue capaz de derrotar una y otra vez a los poderosos ejércitos persas para mantener la independencia y libertad de los griegos, un contingente de guerreros dirigido por Alejandro Magno hizo huir a ejércitos muy superiores en número al avanzar por Asia, y Roma conquistó esas mismas regiones sin grandes dificultades356. Sepúlveda esperaba que una acción similar contra los turcos tuviera por líder al emperador Carlos. Los «enormes campamentos» o «ingente masa», equivalente a «un gran rebaño de ovejas», que constituían las fuerzas de los turcos no frenaban su confianza en la victoria. Lejos de ser presentada como una ventaja, la abun dante cantidad de sus efectivos no sólo lleva implícita la anulación de la personalidad de los individuos que integran esas tropas, sino su incapacidad para la lucha, pues «¿qué otra cosa se produce en tan desordenada e inor gánica multitud sino que uno empuja al otro y le estorba las manos porque no puede combatir con libertad y desembarazo?»357; no debe extrañar que tanto Vives como Sepúlveda llegaran a la misma conclusión: «el ejército turco resulta todo él aún más despreciable precisamente por su elevado número»358. Sepúlveda basaba su confianza en la victoria de Carlos V en la valen tía de los hombres que deberían componer su ejército: italianos, españoles y alemanes. También aquí, el pasado parecía confirmar los buenos augu rios del presente: los romanos supieron crear un gran imperio, mientras los españoles demostraron su valía al derrotarlos en Numancia antes de caer derrotados con gran honra, y de «los suevos, un pueblo germánico de vasto territorio, se dice en los Comentarios de César a la Guerra de las Galias, que ni siquiera los dioses inmortales podían llegar a su altura»359. Todas las tropas que integraban las fuerzas imperiales podían, como ya lo hicieron en el pasado, exhibir con ventaja sus virtudes militares frente a un ejército turco cuyas tropas más valiosas son unos pocos jenízaros que, a pesar de su ori 356 Exhortación a Carlos V, pp. 339-341; J. L. Vives, «De la insolidaridad de Europa y de la guerra contra el turco», pp. 56-57. 357 J. L. Vives, «De la insolidaridad de Europa y de la guerra contra el turco», pp. 57-58. 358 Exhortación a Carlos V, p. 342; J. L. Vives, «De la insolidaridad de Europa y de la guerra contra el turco», p. 58. 359 Ibídem. Sepúlveda atribuye a Carlos V en Túnez una arenga en la que destaca los méritos particulares de sus tropas, en sus respectivos idiomas, que, con otros argumentos, recuerda este párrafo: de los alemanes resalta «su natural valor y esfuerzo, y la esperanza de ardor guerrero que de sí mismos habían ofrecido por la fama de su estirpe»; de los italianos que sus predecesores derrotaron en ese mismo lugar a Cartago, de manera «que los descendientes de la nación vencida comprobarán que los italianos de esta época en nada habían degenerado de aquella gloria y valor de sus antepasados»; a los españoles les advierte que, tomada La Goleta, la victoria sobre Túnez sería fácil, y «nada les quedaría ya para alcanzar la mayor e inmortal gloria, ni para consolidar y asegurar el imperio de los españoles a lo largo y a lo ancho de la tierra y el mar» (Historia de Carlos V: Libros XI-XV, p. 34).
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gen, no pasan del tipo medio de los soldados cristianos360. Pero, a la gloria y valor de las tropas de Carlos V, Sepúlveda añadía la superioridad técnica de su armamento: los arcabuces de la infantería y las armaduras de la caballería les convertían en temibles adversarios, capaces de derrotar a enemigos más numerosos361. La teoría de la guerra que Sepúlveda enuncia pretende ir más allá de la justificación de sus causas y del optimista anuncio de las posibilidades de victoria del ejército imperial. También quiere llamar la atención sobre las expectativas de ganancia que acompañarían su avance. Por eso recuerda el oro y las riquezas de los turcos que podrían servir de recompensa al esfuerzo militar. Incluso se aventura, si no con atrevida despreocupación sí con una li gereza que no podía pasar desapercibida a los guerreros profesionales, con la logística: los alimentos de las tropas Carolinas vendrán dados por «el propio botín y los despojos del enemigo»362. El futuro cronista, libre ya de cualquier freno a su retórica belicista, no alberga duda de la victoria que espera a los cristianos si dejan a un lado esas guerras italianas en las que «el dominio de una sola ciudad» o de «un po bre reino», les enfrenta, y para cuya defensa «en absoluto bastan los tributos que pagan». En definitiva, tanto Sepúlveda como Vives no dejan de denun ciar que la pelea por «un puñado de tierra» permite al turco hacerse con «un dominio inmenso»363. Puesto fin a esas guerras, convertidas en «discordias internas» de esa Cristiandad amenazada y, unidos todos los ejércitos bajo la dirección del emperador Carlos, la lucha contra el turco no puede terminar sino con la victoria364. En la imaginación del futuro cronista la recompensa no cesa de crecer, y a la ruptura del cerco de Viena, que era la causa inmediata de su arenga, añade ahora la recuperación de las zonas europeas más recien temente conquistadas por el turco: Grecia, Tesalia, Macedonia y Tracia365. Pero, tras ellas, donde imagina fervientes legiones de cristianos esperando a su libertador366, 360 Ibídem; J. L. Vives, «De la insolidaridad de Europa y de la guerra contra el turco», p. 56 (llamándolos mamelucos). 361 Ibídem, pp. 342-343; J. L. Vives, «De la insolidaridad de Europa y de la guerra contra el turco», p. 51. 362 Ibídem, p. 343. 363 Ibídem, p. 344; J. L. Vives, «De la insolidaridad de Europa y de la guerra contra el turco», pp. 43 y 49. 3“ Ibídem; J. L. Vives, «De la insolidaridad de Europa y de la guerra contra el turco», pp. 43, 48 y 51. 365 Más de veinte años después, en la Historia de Carlos V: Libros XI-XV. p. 24, no parece albergar dudas sobre la identidad turca de esos territorios: «llamo turcos, según la costumbre común, no sólo a los que son de la nación turca sino también a los tracios, macedonios, griegos y pueblos limítrofes, que están bajo el imperio de los turcos». Véase Historia de Felipe II, p. 82. 366 Exhortación a Carlos V, p. 344; J. L. Vives, «De la insolidaridad de Europa y de la guerra contra el turco», p. 56.
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«¿qué trabajo te costaría, en fin, después de atravesar un pequeñísimo estrecho, someter el Ponto, Frigia, Bitinia, Capadocia, Licia, Cilicia y demás provincias de Asia Menor y, junto con Arabia, toda Siria -de la que forma parte Judea y la ciudad sagrada de Jerusalén- hasta Egipto, unos pueblos tan ricos como blandos y poco aguerridos, y que no se te resistirían si se enterasen de que su rey, que había hecho acopio de todas las fuerzas del reino para marchar a una guerra tan difícil, había sido vencido por ti?»367.
Henry Mechoulan368 aprecia una contradicción en el pensamiento de Sepúlveda entre este afán conquistador y la condena del príncipe que lleva a cabo una guerra para adquirir territorios369. No es el caso; lo que se propone en la Exhortación, además de eliminar un peligro permanente para la Cris tiandad, es que el Emperador recupere lo que fue de Roma. El problema no es de legitimidad, que a ojos de la mayor parte de los europeos cristianos no faltaba, sino de realización: el entusiasmo por la conquista de los antiguos dominios romanos, hasta llegar a Tierra Santa, no parece ser acorde con las posibilidades políticas y militares del momento, tan ajenas a un proyecto uni tario de esas dimensiones, como supo ver Erasmo370. Sorprende que Sepúlveda que, aunque en este caso coincida con Vives371, nunca llegó a compartir su mesianismo ni el de los erasmistas de la corte imperial como Alfonso de Valdés372, no fuera consciente de ello; en su descargo cabe señalar que la Ex hortación es un escrito que debe situarse entre la literatura propagandística que todo hombre de letras de la época debía tener entre su repertorio373 y que, al fin y al cabo, concede casi tanta importancia a la necesidad de poner fin a los enfrentamientos entre los ejércitos cristianos en Italia como a la defensa frente al turco. Lo cierto es que sólo se consiguió rechazar el cerco de Viena y contener el afán expansionista turco por Europa central, no frenar las guerras internas; era bastante si se tiene en cuenta el poder del rival y la situación europea, pero era muy poco si se atiende a las expectativas del humanista cordobés.
367 Ibídem; J. L. Vives, «De la insolidaridad de Europa y de la guerra contra el turco», pp. 55-56. 368 H. Mechoulan, L'antihumanisme de J. G. de Sepúlveda. Etude critique du «Democrates primus»,p. 73. 369 Democrates segundo, p. 16. 370 Erasmo, «Utilísima consulta acerca de la declaración de guerra al turco», p. 1023. 3,1 Exhortación a Carlos V, p. 345; J. L. Vives, «De la insolidaridad de Europa y de la guerra contra el turco», pp. 59-60. 372 M. Bataillon, Erasmo y España, pp. 227-228. 373 R. H. Schwoebel, «Coexistence, Conversión, and the Crusade against the Turks», p. 165.
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I.
O r ig e n
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La primera edición del Democrates primus, en latín, sale de las prensas romanas de Antonio Blado en 1535. Varios son los acontecimientos histó ricos a los que alude el texto, que sitúa a sus personajes en 1532, cuando Carlos V acudió en auxilio de su hermano Femando, heredero consorte de la corona de Hungría por su matrimonio con Ana, la hermana del rey Luis II, derrotado y muerto en la batalla de Mohacs (1526) frente a los turcos de Solimán el Magnífico. El ataque a Viena parecía inminente, pero las cifras de los contendientes que proporciona Sepúlveda no son exactas; el ejército turco podía estar compuesto de 150.000 a 200.000 hombres, de los que unos 100.000 serían combatientes, muy lejos de los más de 500.000 que aparecen en el libro374. Al ejército imperial, mejor armado, sí parecen corresponderle los 100.000 infantes y 30.000 hombres de caballo señalados por el cronista375. Con todo, lo importante, como se relata en el Democrates primero, es que el ataque a Viena no llegó a producirse y los turcos retrocedieron sin que las armas llegaran a cruzarse. El diálogo alude también a la preparación por parte del embajador del Emperador ante Clemente VII, Miquel Mai, de un nuevo encuentro entre am bos en Bolonia, tras el primero, en 1529-1530, dedicado a la coronación im 374 Democrates primero , p. 84. En la Historia de Carlos V: Libros VI-X, p. 102, Sepúlveda hablará de «un ejército de más de trescientos mil hombres armados, de caballería en su mayor parte». 375 A. Clot, Solimán le Magnifique, p. 116. La cifra casi coincide con los ciento veinte mil que se dan en la Historia de Carlos V: Libros Vl-X, p. 110.
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penal. Sabemos que Carlos V permaneció en Bolonia entre el 13 de diciem bre de 1532 y el 28 de febrero de 1533, mientras Clemente VII había llegado el 8 de diciembre y abandona la ciudad el 10 de marzo376; esto nos llevaría a situar los hechos que se relatan a finales de 1532, no en 1531, como señaló Ángel Losada377. Si a ello se une el reconocimiento por parte de Sepúlveda, en el prólogo del Demócrates dirigido al duque de Alba, Femando [Álvarez] de Toledo, de que se decidió a escribir la obra después de volver a Roma tras el encuentro de Bolonia, parece claro que debió de redactarse en el año 1533. Confirma este dato la alusión del prólogo al «año pasado» como momento del acompañamiento al Papa, lo que llevaría a esa fecha que, además, cuadraría con los 18 años de estancia en Italia, que también indica en ese mismo prólo go , puesto que y a se ha dicho que Sepúlveda había llegado a B olonia en 1515. En una carta de febrero de 1534 al obispo Gian Matteo Giberti, Sepúlveda manifiesta haberse acostumbrado a las tres éticas de Aristóteles «mientras escribía un librito, que ya ha recibido la última mano, sobre la compatibilidad de la milicia y la religión cristiana»378. Una última revisión antes de su publi cación debió tener lugar durante ese año, pues en febrero de 1535, Sepúlveda enviaba al citado Obispo un ejemplar, informándole que había dejado de lado otras tareas «ante la obligación de atender al interés de unos amigos impor tantes que me insistían para que publicara un librito Sobre la conformidad de la disciplina militar y la religión cristiana que tenía yo listo y acabado»379. Estos importantes amigos no eran otros que Francisco [Álvarez] de Tole do, al que la primera edición del Demócrates dirigía una amplia salutación, y el duque de Alba, su sobrino segundo, al que se ha dicho que se dedicaba el prólogo de la obra. En la salutación descubre Sepúlveda haber modificado su deseo inicial de no publicar el libro ante la insistencia de su interlocutor, que se sirvió de dos razones para convencerlo: por una parte, la utilidad del texto para mostrar a los hombres que se dedican a las armas la compatibilidad de su oficio con la religión cristiana; por otra parte, su difusión en forma de manuscrito, que hace un tanto inútil el deseo del autor de vedar su edición, puesto que ya son conocidos sus contenidos. El humanista, fiel a sus gustos clásicos, no deja de recordar que era el mismo Horacio quien aconsejaba revisar sin prisas lo escrito, aunque admite que no fue seguido por «algunos varones principales de entre los antiguos», como Cicerón380. Pero, quizá lo más interesante de esta salutación es que, a pesar de su entrega al tópico lite rario, no pierde la oportunidad de iniciar el fuego cmzado contra un enemigo 376 371 69 y 378 379 380
L. Pastor, The History ofthe Popes, pp. 215-224. A. Losada, Juan Ginés de Sepúlveda a través de su «Epistolario» y nuevos documentos, pp. 184, en lo que le sigue D. A. Lupher, Romans in a New World, p. 111. Epistolario, carta 26, p. 73. Ibídem, carta 31, p . 85. Demócrates primero, p. 80.
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no revelado al reconocer a Francisco de Toledo que «tú, sin aceptar disculpa ninguna, continúas insistiéndome [en la necesidad de no retrasar la publica ción] con ejemplos recientes de hombres cultos, pero incapaces de esperar, o ambiciosos»381. La críptica alusión coincide con la acusación que había formulado en su defensa de Alberto Pío: «En suma, si el propio Erasmo se impusiera a sí mismo escribir más cui dadosamente y revisar sus escritos con atención, ¿no publicaría libros mejores, más doctos y elegantes y menos criticables a los ojos de los sabios? Es más, si hubiera conservado inéditos hasta hoy los escritos que apresuradamente di vulgó y los releyera ahora una y otra vez y los corrigiera cuidadosamente, como suelen hacer los hombres de letras más lentos y escrupulosos, ¿hemos de pensar que no suprimiría algo que le hubiese agradado en un principio, que no encontraría algo que entonces le hubiese pasado inadvertido?»382.
Así pues, desde su presentación, el diálogo Sobre la compatibilidad del ejercicio militar con la religión cristiana se configura como un texto que parece tener mucho que decir contra el comportamiento, al menos literario, de Erasmo. Veremos, por si no bastara el mismo subtítulo de la obra, que esta censura alcanza también, en mucha mayor medida, a sus ideas. En el prólogo que dirige al duque de Alba expresa Sepúlveda las circuns tancias que le llevaron a escribir la obra, así como otros datos de interés. El primero que no debe pasar desapercibido es la misma dedicatoria y los elo gios que la acompañan: ya se ha dicho que la búsqueda del apoyo de los pode rosos era algo habitual entre los humanistas, y Sepúlveda, que probablemente por la fecha en que escribía el Demócrates había encontrado en Femando Alvarez de Toledo un gran protector, sabía cumplir con esta práctica. Pero, además, el prólogo incluye también una referencia a los jóvenes nobles espa ñoles. Angel Losada quiso ver en esta mención una alusión a «los jóvenes de la nobleza española alumnos del Colegio de San Clemente»383 que, con sus dudas sobre la posibilidad de compatibilizar la milicia con la religión, habrían provocado la escritura del Demócrates primero; incluso llegó a especular con «unaprotesta de estudiantes (...), promovida por la élite española que allí se educaba»384, de la que Sepúlveda habría sido testigo. Creo que este supuesto resulta erróneo. El prólogo de Sepúlveda se refiere a los caballeros que acom pañaban a Carlos V, no a los colegiales, lo que es repetido posteriormente por 381 Ibídem, p. 81. 382 Antiapología, p. 137. Véase, ibídem, pp. 132 y 135, y Epistolario, carta 56 a Hernán Núñez Pinciano,de aprox. 1544, pp. 142-3. 383 A. Losada, Juan Ginés de Sepúlveda a través de su «Epistolario» y nuevos documentos, p. 184. 384 Ibídem, «Evolución del moderno pensamiento filosófico-histórico sobre Juan Ginés de Se púlveda», p. 14.
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Demócrates385 al relatar su convivencia «con los jóvenes de la nobleza espa ñola» en el campamento del Emperador en Hungría, donde muchos de ellos alegaban «algunas opiniones según las cuales la profesión de un militar noble -lo que en lengua materna llamaban ellos mismos un caballero- se corres ponde mal con los mandatos de la filosofía cristiana». Aunque las preocupa ciones que abarca el Demócrates primero sobrepasan con mucho este asunto, Sepúlveda remite su escritura a la resolución de las dudas de conciencia que atenazaban a los acompañantes españoles de Carlos V. Es más que probable que con su mención, el humanista estuviera llevando a efecto un recordatorio de alguna conversación que no pasaría desapercibido al duque de Alba, si es que no le iba dirigido directamente, puesto que en este momento es un joven de 25 años de edad que colabora con el Emperador y que reúne en su persona los valores intelectuales, morales, religiosos y guerreros que la obra ensalza. Además de afirmar la compatibilidad entre religión y milicia, lo que Se púlveda atribuye a estos jóvenes de la nobleza, frente a lo que había sido habitual en otros momentos de la historia española, es ese ideal cortesano de ser inclinados a las armas y a las letras que tanto admira: «Habiendo yo llegado a Bolonia en la comitiva del Sumo Pontífice Cle mente -en una ocasión en que, para tratar sobre cuestiones sin lugar a dudas de suma importancia, se reunieron este, venido desde Roma, y el César Carlos, vuelto desde la guerra de Hungría-, me resultó muy agradable, tras mi larga ausencia de dieciocho años en Italia, ver a muchos jóvenes de la nobleza espa ñola, muy bien preparados, y disfrutar del delicioso trato y conversación con algunos. Pero lo que me gustó más de todo fue percibir que algunos de estos no sólo se mostraban inclinados hacia las armas, sino también hacia las letras, fuera de lo tradicional en nuestro pueblo. En efecto, antes era muy infrecuente ver a un español de alcurnia que hubiera aprendido al menos letras latinas, su pongo que a causa de las guerras que desde tiempo atrás y casi sin interrupción llevaban a cabo los nuestros, dentro de España misma, contra los enemigos de la religión cristiana; pues la dedicación a los estudios en buena medida es fruto del sosiego que aporta la paz. En cambio, después que esto último se nos ha proporcionado y asegurado gracias al brío y la sabiduría de los piadosos y excelentes monarcas Femando e Isabel, con el sometimiento de una parte de los enemigos y la destracción de la otra, de día en día son más numerosos, por lo que veo, los jóvenes de la nobleza que se disponen a añadir al prestigio guerrero de sus antepasados también el del saber»386.
Al señalar que esa transformación es obra del buen gobierno de los Reyes Católicos, Sepúlveda cumple con la tarea de enaltecer a la monarquía españo la, a la vez que no pierde oportunidad de establecer su comparación ensalza 385 Demócrates primero, p. 88. 386 Ibídem, p .8 2 .
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dora con los romanos387, lo que repetirá en varias ocasiones388. El humanista introduce de esta forma la primera de sus alabanzas hacia los españoles, en un diálogo que reivindica permanentemente sus acciones o las disculpa cuando son moralmente reprobables. Y no sólo en elogio de su sabiduría; también a propósito de su valor389, religiosidad390, prudencia391 o, como se ha dicho, equiparando sus actos con los de griegos o romanos, convertidos en ejemplo permanente de grandeza, el primer Demócrates mostrará el patriotismo de su autor. También se ha señalado que esta actitud formaba parte de una tradición que procedía de la Edad Media392, pero de la que eran partícipes sobre todo los españoles que, por haber trabajado o haberse formado en Italia, conocían el orgullo de los humanistas italianos por el esplendor de su pasado y la ig norancia o el desprecio que, de Petrarca y Boccaccio a Guicciardini pasando por Bruni y Valla, muestran hacia los reinos hispanos393. Sin duda, influyen en ese desdén, cuando no «odio feroz», como señaló Vives, los éxitos militares hispanos y los abusos de unos soldados españoles o de otros países, pero que sirven bajo bandera y capitán español, a los que «se les difería la soldada y a la postre, muy a duras penas, les era satisfecha», y se veían por ello obligados a cobrar de los vencidos o de los mismos aliados394. A veces el rechazo se generaliza y se convierte en xenofobia; Vives habla abiertamente de «esos xenófobos de italianos»395, expresión que se suma a una similar anterior396, y que repite con posterioridad397. El afán de dar a conocer lo propio, que no se considera menor ni menos digno de elogio que lo originario de Italia, surge de manera espontánea en las elites intelectuales españolas como reacción a la actitud nacionalista de los eruditos italianos398: si no desde Jiménez de Rada, al menos desde Alonso de Cartagena y Rodrigo Sánchez de Arévalo en adelante, la escritura de la Historia, el aprecio de la lengua, la defensa de las antigüedades y, desde luego, los logros políticos y militares, serán utilizados 387 Ib íd em ,p .83. 388 Ibídem, pp. 8 0 ,8 4 - 5 ,9 9 ,1 0 4 ,etc. D. A. Lupher,Romans inaN ew World,p. l l l . n o parece valorar suficientemente esta permanente emulación de los hechos de griegos y romanos. 389 Demócrates primero, p. 87. 390 Ibídem, p. 88. 3,1 Ibídem, p. 179. 392 G. D avis, «The D evelopm ent o f a National Theme in M edieval Castilian Literature», pp. 149-161. 393 B. Croce, España en la vida italiana del Renacimiento, pp. 65, 67, 138-140, 161, 176, 232, etc. F. Tateo, I miti della storiografia umanistica, p. 83, niega que todo se pueda reducir a una contraposición entre barbarie hispana y civilización italiana y considera que, en humanistas como Pontano, las valoraciones son mucho más complejas. 394 J. L. Vives, «De la insolidaridad de Europa y de la guerra contra el turco», p. 47. 395 Ibídem, p. 49. 396 Ibídem, p. 41: «el italiano siente ascos y aborrecimiento de todos los transalpinos, como si fueran bárbaros». 397 J. L. Vives, «De la condición de los cristianos bajo el turco», p. 67. 398 A. Gómez Moreno, España y la Italia de los humanistas. Primeros ecos, pp. 20-21.
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con esta finalidad399. Con frecuencia, serán los mismos razonamientos de los italianos los que se adaptarán o contestarán, hasta pasar a defender la idea opuesta400. El Demócrates venía a continuar esta tradición. El prólogo sigue exponiendo el objetivo de Sepúlveda: librar a los jóvenes de la nobleza española que acompañaban al Emperador cuando éste se reunió con Clemente VII en Bolonia, de los escrúpulos de conciencia que pudiera provocarles la supuesta incompatibilidad entre lo que demanda la práctica militar y lo que establecen los preceptos de la religión cristiana. Para ello no duda en recurrir a fuentes muy diversas, desde las bíblicas a las históricas y filosóficas. Éstas últimas son, a su vez, muy variadas, pues, como buen huma nista, Sepúlveda no tiene reparo en mezclar la influencia de Aristóteles, que sin duda es el principal inspirador de su pensamiento filosófico, con un cierto estoicismo de raíces ciceronianas que, aunque afecta más a la forma que al fondo, no deja de manifestarse a propósito del tema de la gloria, y con un cris tianismo de raíces agustinianas, presente en el tratamiento de asuntos como el de la guerra justa. Sigue con ello la norma del Renacimiento, pues ni estoicis mo ni agustinismo puros eran fácilmente localizables entre los humanistas; lo que hay es más bien una mayor proximidad a una u otra tendencia401. A pesar de ello, estas influencias no excluyen la cita frecuente de Platón o de otros autores clásicos, también en la línea del gusto humanista, si bien se ha de descartar que la mención de un autor signifique una interpretación acorde con el mismo. Así, cuando Sepúlveda afirma haber escrito el diálogo «al es tilo de los socráticos» o cuando más adelante Demócrates invita a Leopoldo a «respetar el estilo platónico de debatir»402, hay que advertir que estas ex presiones no corresponden al modelo dialógico realmente utilizado, que es el de Cicerón, más dogmático que el del filósofo griego, y que no pretende descubrir la verdad a través de un análisis conceptual firme403. La finalidad del Demócrates no es la platónica búsqueda de la verdad, sino, como era más que frecuente en el Renacimiento404, la exposición de unas ideas de las que se persuade a unos interlocutores que, a pesar de que aparentan tener diferentes puntos de vista, acaban mostrando su acuerdo con las mismas. Éste es un rasgo más que confirma que el humanismo de Sepúlveda se complace en lo formal con la imitación de la escritura ciceroniana, como 399 R. B. Tate, Ensayos sobre la historiografía peninsular del siglo XV, pp. 80-81, 93, 104, 131, 13 3 ,1 4 9 ,1 5 1 ,1 8 5 ,191, etc.; O. di Camillo, El humanismo castellano del Siglo XV, pp. 283-295. *° M. Romera-Navarro, «La defensa de la lengua española en el siglo XVI», pp. 204-255, y E. Asensio, «La lengua compañera del imperio. Historia de una idea de Nebrija en España y Portugal», pp. 399-413. 401 W. J. Bouwsma, «The two faces o f humanism. Stoicism and Augustinianism in Renaissance Thought», p. 52. 402 La primera expresión en el prólogo que venimos comentando, p. 83; la segunda en p. 90. 403 J. Hankins, Plato in the Italian Renaissance, p. 100 nota. 404 J. Gómez, El diálogo en el Renacimiento español, pp. 55 y 90.
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destacó en el prólogo a la edición sevillana de 1541, primera versión al cas tellano de una obra de Sepúlveda405, su traductor Antonio Barba. Este huma nismo ya se ha dicho que se nutre en los contenidos del repertorio habitual de los de su gremio (gloria y virtud; armas y letras; vida activa y contemplativa; formas de gobierno, libre arbitrio, etc.), con el añadido de otros, como el de la guerra justa, que parecen alejarse de éstos para ser tratados frecuentemente por los escolásticos, pero que, frente a lo mantenido por Skinner406, no son ajenos a Cicerón407. En todos estos temas el Demócrates se ofrece como una reivindicación de la vida del hombre sobre la tierra, sin que esto obligue a Sepúlveda a mostrar desprecio alguno por la vida ultraterrena. Consigue este objetivo moviéndose a medio camino entre el humanismo cívico, con su apego a la virtud militar, y el humanismo cristiano, con su énfasis en los valores evangélicos y éticos, a la vez que se distancia de sus representantes contemporáneos más distin guidos: de Maquiavelo por su inmoralismo y ausencia de religiosidad, y de Erasmo por su utopismo religioso408. Todo ello dota al texto de originalidad y atractivo.
2.
LOS PERSONAJES
El Demócrates se desarrolla durante tres actos en Roma, en el Vaticano primero y al día siguiente, por la mañana y por la tarde, en los jardines de Belvedere409. Ambos lugares no sólo se corresponden con la materia religio sa que se ha de tratar, sino que se ofrecen como el ambiente perfecto, una especie de locus amoenus, para que acaben coincidiendo quienes empiezan mostrando pensamientos contrapuestos. En la conversación intervienen tres personajes ficticios que comparten una vieja amistad: el alemán Leopoldo, el español Alonso de Guevara y el griego Demócrates. El primero, cuya soltura con los Evangelios y la filosofía reve lan una elevada formación que reconoce haber adquirido en Padua410, repre 405 Véanse las circunstancias y características de la traducción en la introducción a nuestra edición del Demócrates primero. Madrid. Tecnos, 2012; D. A. Lupher, Romans in a New World, p . 111, lo considera la «única de sus obras en alcanzar una traducción contemporánea al español (Sevilla, 1541)», olvidando la biografía del cardenal Albornoz. 406 Q. Skinner, «Republican virtues in an age o f princes», p. 123. 407 J. Bam es, «Cicéron et la guerre juste»; C. González Román, «El «bellum iustum» en la concepción histórica sobre el imperialismo romano de la tardía república», y F. H. Russell, The Just War in the Middle Ages, p. 5. 408 J. González Rodríguez, «Sepúlveda: atreverse a pensar y a hablar», pp. 225-27. 409 La alusión del Demócrates segundo, p. 3: «Recuerdo que sobre esta materia mantuvimos una larga polémica de tres días en Roma, en el Vaticano», resulta, por tanto, errónea. 410 Demócrates primero, p. 86.
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senta las novedades religiosas de la época, que caminan de la mano de luteranos y erasmistas; a sus objeciones van dirigidas las respuestas de Demócrates sobre la justicia de la guerra, sobre la conciliación de la práctica militar con el cristia nismo, sobre la licitud de la riqueza, etc. Cada uno de sus planteamientos se va a resolver dando por válida la argumentación de su interlocutor griego y acep tando, por tanto, su error, que para Sepúlveda no es otro que el error luterano y de quienes lo han alimentado. Su intervención, que es permanente en el primer libro, se mantiene en buena parte de los libros segundo y tercero, cediendo a Alonso, al final de cada uno de éstos, la iniciativa en las preguntas. Leopoldo mismo y sus intervenciones son calificados una y otra vez de luteranos411, lo que parece resolver cualquier duda respecto a quién representa. Pero, en la teología italiana entre 1520 y 1535, ya se ha dicho que la conside ración de Erasmo como luterano fue una constante412. Aunque la Antapologia está lejos de alcanzar las cotas de radicalidad de otros escritos italianos con temporáneos, manteniéndose en un tono moderado, cortés y respetuoso, aun que firme en sus planteamientos413, tanto Silvana Seidel Menchi como Erika Rummel la incluyen dentro de la campaña italiana para hacer de los escritos erasmistas una fuente de luteranismo. ¿Significa esto que, por boca de Leopol do, hablan a la vez Lutero y Erasmo? Aunque ninguna de ellas haya aludido al Demócrates primas, parece claro que en el mismo se mantiene esa confusión señalada en su día por Henry Mechoulan414 y que consistiría en criticar abier tamente las posiciones luteranas y, a la vez, apuntar de manera indiferenciada, aunque más disimulada, a aquellas de las que podía participar Erasmo415. Algo que ya hemos visto que, de manera deliberada o -cuesta más creerlo- involun taria, ocurría ya en la Exhortación, convertida también en esto en un auténtico banco de pruebas de una crítica antierasmista que en el Demócrates primero, aun sin mostrarse abiertamente, tiene un alcance mayor. Tal vez la razón úl tima de esta actitud críptica sea el conocimiento de la simpatía con la que era visto Erasmo por el Emperador y su círculo, como se ha señalado, y la dis culpa que de sus ideas y escritos hacían los papas, preocupados por evitar su huida al bando luterano si se rechazaban abiertamente, «como a mí me señaló Clemente séptimo, cuando, después que terminó de leer la «Antiapología» que he mencionado, elogió la moderación que yo había utilizado con Erasmo»416. 411 Ibídem, pp. 8 3 ,8 9 , 92 y 161. 412 S. Seidel Menchi, Erasmo in Italia, 1520-1580, pp. 41-67, y E. Rummel, Erasmus and his catholic critics. 1. 1515-1522. H.1523-1536, II, pp. 150-1; véase, asimismo, el artículo de M. R Gilmore, «Italian Reactions to Erasmian Humanism», pp. 65 y ss. 413 Introducción de J. Solana a Antiapología, p. LVI. 414 H. Mechoulan, L ’antihumanisme de J. G. de Sepúlveda. Etude critique du «Demócrates primas», pp. 37-38. 415 Un rasgo apuntado también por E. Rodríguez Peregrina, «Un antierasmista español: J. G. de Sepúlveda», p. 70. 416 Historia de Carlos V: Libros XI-XV, p. 93.
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Lo cierto es que Sepúlveda no exculpa lo que pudiera haber de tibieza en la postura del holandés frente al alemán e incluso de incitación417, opinión que hemos de considerar definitiva, puesto que Sepúlveda la reitera hacia 1559418: «Publicó muchos libros, en parte suyos y trabajados con su propio aliento, en parte ajenos, de las Sagradas Escrituras y de los Santos Padres, corregidos por él con gran esmero y sabiamente enmendados, algunos incluso explicados con comentarios muy eruditos. Y con esta actividad había conseguido una gran fama en las letras, tanto profanas como sagradas, y entre los amantes de las letras, si hubiese tratado con moderación y con un mayor respeto los temas sagrados y a sus ministros, y no hubiera mezclado chistes y burlas con asuntos sacrosantos; en definitiva, si se hubiese abstenido de sembrar sospechas peli grosas; y estos males, muchas personas graves, competentes y religiosas no dudaron en sostener que habían sido la semilla de los desvarios de Lutero»419.
Desde este punto de vista, hay que analizar con cuidado las afirmaciones de Leopoldo para diseccionar cuáles representan las posiciones luteranas y cuáles las que se atribuían a Erasmo. El segundo protagonista del Demócrates primero es Alonso de Guevara. Se presenta a sí mismo como un viejo soldado que ha participado en las batallas de los tercios españoles en Italia desde que los dirigiera el Gran Ca pitán420. Su supuesta falta de formación421 y la escasa pericia que él mismo re conoce con el latín422, no dejan de representar un contrasentido en un diálogo cuya primera edición le obligaba a expresarse en esa lengua y mediante for mas retóricas ciceronianas, a la vez que también casa mal con el conocimien to que demuestra de Aristóteles423, del mismo Cicerón424 o con la imitación de Salustio425: «por omitir los ejemplos antiguos de atenienses, lacedemonios y romanos que se ensalzan en los escritos de competentes autores griegos y latinos, podría recordar de entre los españoles muchísimos testigos muy apropiados de nuestro tiempo»426. Sus preocupaciones, siempre vinculadas a su pertenencia al estamento militar, van a dar lugar a la cuestión central del diálogo: la compatibilidad entre la milicia y la religión. A pesar de ser el cau sante del debate, su protagonismo será muy escaso en el primer libro, aunque, como se ha dicho, irá acentuándose en la parte final de los dos restantes. 417 Demócrates primero , p. 89. 418 En este año calculan J. Costas y M. Trascasas que Sepúlveda pudo añadir a la Historia de Carlos V estos comentarios sobre Erasmo. 419 Historia de Carlos V: Libros XI-XV, pp. 92-3. 420 Demócrates primero, p. 85. 421 Ibídem ,p. 116. 422 Ibídem, p. 89. 423 Ibídem, p. 113 (recordando Política, 1327b20). 424 Ibídem, p. 170. 425 Salustio, La conjuración de Catilina, VIII, p. 39. 426 Demócrates primero, p. 178.
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Demócrates viene a dar voz en el diálogo a las ideas de Sepúlveda427; es el centro del debate y auténtico protagonista del libro, capaz de encontrar en cada momento la respuesta precisa a las dudas de sus interlocutores con el argumento más adecuado. A diferencia de éstos, que ejercen sus habilidades exclusivamente en la vida contemplativa o en la activa, Demócrates une sabi duría y experiencia428, lo que le convierte en un perfecto representante de los hombres fuertes y magnánimos que elogia la obra. Otros personajes que aparecen en el diálogo son contemporáneos de Se púlveda y su mención viene a dotar de verosimilitud histórica el encuentro de los protagonistas ficticios y las circunstancias que lo provocan (Solimán el Magnífico, Carlos V, su hermano Femando, el papa Clemente VII, Andrea Doria, el duque de Alba, el duque de Béjar, el embajador Miquel Mai, los cardenales Hipólito de Medici, Quiñones y Mendoza, la misma alusión a Se púlveda, etc.). Además de las muchas citas bíblicas o literarias que pueblan el diálogo, el resto de los nombres que aparecen en la obra son utilizados como ejemplos extraídos de la Antigüedad griega429 y romana430, o de la historia de España431, con un claro propósito emulador en el caso de estos últimos: mos trar que los hispanos del pasado y del presente no desmerecen en absoluto de los personajes clásicos.
3.
La
g u e r r a : d e l d e b a t e c o n e l l u t e r a n is m o a l e n f r e n t a m ie n t o c o n e l
ERASMISMO
Las dudas de Alonso acerca de la posibilidad de hacer compatible la pro fesión militar y las exigencias de la religión, encuentran respuesta diferente en Leopoldo y Demócrates; mientras el primero se muestra contrario a su conciliación, el segundo mantiene que no hay contradicción alguna entre ser un soldado valiente y un buen cristiano. El asunto es: si Leopoldo representa a la vez las posiciones luteranas y erasmistas, ¿en nombre de quién habla al cuestionar la compatibilidad entre la milicia y la religión que tantas dudas de conciencia crea a los jóvenes de la nobleza española432? Dicho de otra for ma, ¿contra quién se dirige en su punto de partida el diálogo de Sepúlveda? Ciertamente, al ser calificado Leopoldo como «un poco luterano», obliga a 427 Ibídem, p. 147. 428 Ibídem, pp. 89-90 y 130. 429 Filipo de Macedonia, Diógenes, Solón, Sócrates, Isócrates, Milciades, Arístides, etc. 430 Porcio Catón, Pompeyo, Bruto, Sestio, Varrón, Julio César, Trajano, Constantino,Teodosio, etc. 431 El Gran Capitán, el padre del Duque de Alba García de Toledo, Femando III, Alfonso VIII, el Cid, etc. 432 Demócrates primero, p. 83; véase ibídem, p. 88.
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dirigir la primera mirada hacia el predicador alemán. Pero ya hemos visto que éste, aunque rechazó la cruzada contra el turco, aceptó la guerra justa y bajo tal bandera animó a la lucha contra Solimán. Muy al contrario, Erasmo sólo excepcionalmente aceptó la guerra frente a los turcos433. Tal vez por ello Sepúlveda se ve obligado a poner en boca de Demócrates que «para algunas cabezas este asunto se ha convertido en demasiado importante como para que sea posible exponerlo en pocas palabras»434, de manera que buena parte del Demócrates vendría a ser una respuesta a la misma. Desde este punto de vista, adquiriría sentido la tesis de la crítica antierasmista del Demócrates que enunciara hace años Henry Mechoulan435, pero sería una tesis que sólo tiene en cuenta parte de su contenido, que siempre habría que completar, como hemos dicho, con la intención antimaquiavélica que también le guía. Se confirma con ello la perspectiva señalada a propósito de las in tervenciones de Leopoldo: las críticas al luteranismo que aparecen en el Demócrates no se refieren a Erasmo, aunque no siempre le son extrañas, mientras que las alusiones a éste no se manifiestan abiertamente, tal vez porque uno de los reproches que se le hacen es el de medir sus palabras: «al recordar que estabas hablando no en Sajonia, sino en Roma y en el palacio pontificio, has moderado la expresión con esa cautela tan conocida y tradicional en algunos de los tuyos»436. Este lenguaje a medio camino entre el reformismo y el catolicismo no sería considerado por Sepúlveda la expresión de una conducta que quiere mantener su independencia y neu tralidad por encima de las exigencias de cada bando, sino una táctica en caminada a esconder lo que realmente se piensa: «Aplaudo tu precaución y comprendo dónde la has aprendido»437. Ello supondría situar a Erasmo, en el mejor de los casos, en un punto de indefinición no del todo inocen te, puesto que no se decidía a terminar con la ambigüedad, que vendría a confirmar esa visión del mundo italiano desde el que escribe Sepúlveda. Según esto, no se cuestionaba tanto al hombre como a la obra y, por tanto, lo que se reprochaba al holandés más que su intención era el influjo que habría ejercido con su escritura sobre el público. Se consideraba que esa seducción podría resultar fatal para crear nuevas formas de opinión que alimentasen a los luteranos438. 433 Erasmo, «La guerra atrae a quienes no la han vivido» (Dulce bellum inexpertis),en Adagios del poder y de la guerra y Teoría del adagio , pp. 245-246. Véase, además del ya citado libro de J.-C. Margolin, Guerre etpaix dans lapensée d ’Érasme,M. Bataillon, «Un extremo del irenismo erasmiano en el adagio ‘Bellum ’», pp. 67-69. 434 Demócrates primero , p. 89. 435 H. Mechoulan, L'antihumanisme de J. G. de Sepúlveda. Etude critique du «Demócrates
primus». 436 Demócrates primero , p. 89, cursiva nuestra. 437 Ibídem, p. 92. 438 S. Seidel Menchi, Erasmo in Italia, 1520-1580, pp. 43 y 52-3.
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Así pues, hay que buscar en el Demócrates las críticas a Erasmo siendo conscientes de la dificultad de localizarlas y procurando no confundirlas con las que se dirigen al luteranismo. A pesar de ello, vamos a ver que estas referencias no son pocas y, desde luego, no debieron pasar desapercibidas a Erasmo y sus seguidores. El holandés tuvo pronta noticia de la obra: en su carta a Julius Pflug de 1535, señala: «Mis amigos me escriben que Ambro sio de Gumppenberg te habría remitido, para transmitírmela, una obra de Sepúlveda, de la que no me dicen la materia»439. El escaso tiempo que debió transcurrir entre la recepción del diálogo por el humanista y su fallecimiento en julio de 1536, debieron impedir su respuesta440. La licitud de conciliar guerra y religión no sólo guía la intervención de Demócrates en el diálogo, sino que constituye la estructura básica del pensamiento de Sepúlveda. Por ello, algunos de los argumentos esgri midos contra la guerra, como el que utiliza Leopoldo para negar los en frentamientos entre animales de la misma especie («¿cuándo los leones han hecho guerra a los leones, cuándo los tigres a los tigres?»441), o el mismo rechazo de la existencia de guerras justas («yo defiendo que nin guna guerra es justa por naturaleza»442), parecen claramente encaminados a rememorar textos erasmistas443. Para refutarlo, Demócrates apelará al derecho natural o de gentes, como aquella noción de justicia o injusticia compartida por todos los hombres444, de manera que la guerra que se hace para rechazar las injurias vendría a ser considerada justa por todos ellos. Con ello Sepúlveda viene a discutir la validez de un pacifismo que se ale ja de la misma naturaleza pues, de hecho, en ella se dan luchas entre los animales, aunque sean de especies distintas445. Sin extirpar previamente la injusticia y la maldad, un pacifismo de esas características sólo serviría para dejar el mundo en manos de los lobos446, valoración que comparte Lutero: 439 Erasmo, La correspondance d ’Érasme, carta 3016 a Julius Pflug (7.V.1535), p. 182; se añade en nota: «según Alien se podría tratar del diálogo De Convenientia disciplinae militaris cum Christiana Religione: Dialogus qui inscribitur Demócrates, Rome, A. Bladus, 1534 (sic), del que el título no carece de relación con el Enchiridioti militis christiani de Erasmo». 440 S. Muñoz Machado, Sepúlveda, cronista del Emperador, p. 258 (y p. 285), se equivoca al afirmar que «Había muerto éste [Erasmo] cuando se publicó el Demócrates de Sepúlveda». 441 Demócrates primero, p. 93. 442 Ibídem, p. 94. 443 Erasmo, «La guerra atrae a quienes no la han vivido» (Dulce bellum inexpertis),en Adagios del poder y de la guerra y Teoría del adagio , p. 206 (sobre la inexistencia de lucha entre ani males de la misma especie); p. 233 (negando la justicia de las guerras); Educación del príncipe cristiano , p. 168: «¡qué calamitosa y abominable es la guerra y cómo trae consigo la suma de todos los males aunque se considere una guerra justa, si es que alguna puede llamarse tal!»; etc. 444 Demócrates primero, p. 94. 445 Ibídem, p. 102. 446 Ibídem, p. 105.
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«Gobernar un país entero o el mundo con el Evangelio es como si un pastor reuniera en un mismo establo lobos, leones, águilas y corderos y los dejara ir y venir libremente entre ellos y les dijera: «Paced y sed buenos y pacíficos unos con otros, el establo está abierto, tenéis bastante pasto y no tenéis que tener miedo de los perros ni del cayado». Las ovejas, ciertamente, mantendrían la paz y se dejarían alimentar y gobernar pacíficamente, pero no vivirían mucho tiempo ni ningún animal sobreviviría a los demás»447.
También supone un planteamiento erasmista más que luterano, la afirma ción de Leopoldo sobre la falta de validez de la ley antigua una vez que Cristo trajo la nueva448. Lutero rechazó esa interpretación: «Si alguien argumentase que el Antiguo Testamento está abolido y que no tiene ya validez, por lo que no se podrían proponer esos ejemplos a los cristianos, yo respondo que eso no es así»449. En cambio, Erasmo, en su afán por oponerse a las guerras que allí se narran, las cuales ya hemos visto que descalifica como ejemplo para los cristianos, la aceptaría y, en una posición que también enuncia Leopoldo450, tendería a ver en el Viejo Testamento meras alegorías y prefiguraciones del Nuevo: «Debe advertirse al príncipe que no considere imitable al pie de la letra todo lo que leyere en los libros sagrados. Aprenda que las luchas y matanzas de los hebreos y su crueldad contra los enemigos deben ser interpretadas alegó ricamente ya que, de no ser así, resulta perniciosa su lectura. Pues una cosa es lo que se permitió a aquel pueblo en función de su época y otra muy diferente lo que se le ha transmitido al pueblo de los cristianos como ciudadanos del cielo»451.
En consecuencia, cuando Demócrates niega que lo que establecía el An tiguo Testamento haya perdido su vigencia, como demuestra la permanencia de los Mandamientos452, no puede aludir sino a Erasmo. Siendo la guerra (su compatibilidad con el cristianismo, su necesidad, su justicia o injusticia, su vínculo con los individuos y el Estado, su desarrollo y aplicación en distintas circunstancias, etc.) el asunto central del Demócrates, 441 M. Lutero, Sobre la autoridad secular: hasta dónde se le debe obediencia, p. 31. 448 Demócrates primero, p. 91. 449 M. Lutero, Sobre la autoridad secular: hasta dónde se le debe obediencia, p. 36; H. Mechoulan, L’antihumanisme de J. G. de Sepúlveda. Étude critique du «Demócrates primas», p. 58, no diferencia entre Lutero y Erasmo. 450 Demócrates primero, p. 92. 451 Erasmo, Educación del príncipe cristiano, p. 99; también Erasmo, El Enquiridion o Ma nual del caballero cristiano, pp. 243-4: «A ssí que es la conclusión, que en mucha parte de la Santa Escritura, especialmente en el Testamento Viejo, conviene que dexada la carne, (...) escu driñemos con diligencia los misterios del espíritu que allí están escondidos. Porque aquel manná celestial tal sabor te dará, qual traxeres la disposición en tu paladar». 452 Demócrates primero, p. 92.
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Sepúlveda va a empezar por calificarla como una «guerra sacrosanta»453. Esta denominación le sirve para recalcar tanto la religiosidad de los españoles a la hora de enfrentarse con los turcos como la trascendencia del combate, algo que ya había puesto de manifiesto en la Cohortatio454, y que equipara ambos textos: «nadie con algo de experiencia en política desconoce que del desenla ce de esta guerra dependen consecuencias muy importantes y que casi está en juego el conjunto de la sociedad cristiana»455. Sin embargo, no hay que des cartar que al considerar la guerra contra el turco una guerra santa, Sepúlveda trate también de dar una respuesta conjunta a Lutero y a Erasmo. Ya hemos visto que el predicador alemán había aceptado dicha guerra siempre que que dase claro que «el emperador no es la cabeza de la Cristiandad o defensor del evangelio o la fe» y que, por tanto, no se trata de una cruzada456. Por su parte, la contestación erasmiana de la guerra es tan radical que no sólo rechaza que pueda ser santa457, sino que, cualquiera que fuese el enemigo, la consideraría poco cristiana: «Yo considero que ni siquiera contra los turcos debe decla rarse una guerra a la ligera, ante todo porque pienso que el reino de Cristo se originó, se propagó y se consolidó por un camino totalmente distinto»458. Durante el resto del diálogo, Sepúlveda no volverá a hablar de este tipo de guerra y será la guerra justa la que ocupe su lugar, siguiendo una tradición en la que aparecen las influencias de Aristóteles, Cicerón y San Agustín459, y a la que ya hemos visto que se opone Erasmo, pero que Lutero acepta: «¿qué es una guerra justa, sino castigar a los malhechores y mantener la paz? Cuando se castiga a un ladrón, a un asesino o a un adúltero se está castigando a un malhechor individual. Pero cuando se hace la guerra justamente se castiga de una vez a un gran número de malhechores que hacen un daño tan grande como grande sea el número de ellos. Si una obra de la espada es buena y recta, lo son también todas las demás»460.
Tal y como la concibe Sepúlveda, la guerra justa tiene un sentido moral que se manifiesta en su plenitud cuando se relaciona con el orden establecido 453 Ibídem, p .8 8 . 454 Exhortación, p. 330. 455 Demócratcs primero, p. 84. 456 Lutero, On war against the Turk, p. 15. Véase A. S. Francisco, Martin Luther and Islam, pp. 74-5. 457 Erasmo, «La guerra atrae a quienes no la han vivido» (Dulce bellum inexpertis), en Adagios del poder y de la guerra y Teoría del adagio, p. 214: «Hay quienes aplauden, quienes la glorifi can, quienes califican de santa una cosa más que infernal». 458 Erasmo. Educación del príncipe cristiano, p. 176. 459 F. H. Russell, The Just War in the Middle Ages, pp. 3-17, atribuye a Aristóteles no sólo la introducción del término guerra justa sino su asociación a la consecución de la paz y la gloria; Cicerón establece que para que una guerra sea justa y no un mero latrocinium necesita ser declarada y tender a la recuperación de bienes perdidos, mientras que será el obispo de Hipona el que intente conciliar guerra y Nuevo Testamento; sobre S. Agustín, véase, además, J. Bam es, «The just war». 460 M. Lutero, Si los hombres de armas también pueden estar en gracia, p. 133.
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en la naturaleza por Dios. La naturaleza se sirve de la ley natural para impo ner un orden en el vivir y cuando se ponga en peligro ese orden y se viole la ley natural o, lo que es lo mismo, siempre que se amenacen los derechos o la propiedad de las personas, será lícito recurrir a la guerra: «la guerra no solo no es contra la ley divina -puesto que surge, como a menu do sucede, de la fuente de la justicia-, sino que se emprende con la autoridad de Dios. Pues, a lo que pienso, está suficientemente demostrado que lo que se hace bajo la guía y magisterio de la naturaleza se hace con la autoridad de Dios. Pues, como Dios es la causa primera de toda la naturaleza, igualmente quiere que siempre y principalmente se respete y observe la ordenación de la vida prescrita por la naturaleza: tan lejos está de ordenar nada contrario a las leyes de la naturaleza. El decreto más justo, y que la naturaleza más desea ver cumplido, es que cada uno primeramente cuide de sí y de lo suyo, y después de sus compañeros y de la libertad e intereses de sus compañeros»461.
Una guerra de estas características tiene siempre un sentido correctivo. Se utiliza para castigar una acción injustificada, una injuria y, en definitiva, para restaurar lo que ha sido alterado sin razón. Hay, por lo tanto, en la doctrina de la guerra justa un trasfondo de sospecha y atribución de culpabilidad al otro, en el que se quiere reprender, citando a San Agustín, «el ansia de destruir, la crueldad de la venganza, el espíritu implacable, la brutalidad en el contraata que, la pasión por el poder y cosas por el estilo»462. Ante estas actitudes el único camino resulta ser el enfrentamiento y la reparación. Sin embargo, para ser justa, la guerra debe cumplir con una serie de re quisitos que Sepúlveda se encarga de enumerar: en primer lugar, tener como finalidad la paz463; en segundo lugar, debe estar encaminada a defenderse de los que atacan, a resarcirse de los robos y a castigar a los que han cometido algún delito464; en tercer lugar, debe ser hecha con la autoridad del príncipe o de quienes tienen autoridad para ello465. Si se cumplen estas tres condiciones, la recta intención, el propósito de reparación y una autoridad competente que la declare, quedarán excluidos de la práctica de la guerra justa no pocos casos. Uno de ellos es el ya citado de la guerra que sólo busca la codicia o el mando; otro es el de los mercenarios466; un tercero, el de aquellos que se rebelan contra su monarca467. Pero estos ca sos no son suficientes para eliminar toda sombra de duda en torno a la guerra justa; de hecho, Sepúlveda le otorga un carácter instrumental, por lo que, una 461 462 463 464 465 466 467
Demócrates primero, p. 101. Ibídem. Ibídem. Ibídem, p. 103. Ibídem, p. 106. Ibídem. Ibídem, p. 108.
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vez que se cumplen las condiciones que la definen, prácticamente cualquier acción está permitida si con ello se garantiza el triunfo de quien actúa para poner freno a la injusticia. Esto significa que, aunque no caben traiciones, sí se permiten las trampas y engaños468, pero, sobre todo, que no se debe dejar sin castigo a quien haya obrado mal, sea ciudadano de la misma república o extranjero469. Se unen de esta forma guerra y justicia, a la vez que casi se hace inevitable el recurso permanente a la primera. Para evitar la impunidad es necesaria la intervención de la autoridad, que adquiere una importancia tan decisiva en la teoría de la guerra justa que acaba por anular los otros dos elementos que la caracterizan: los teólogos medie vales «vieron la defensa de la patria como la causa justa primaria, enfati zando la autoridad pública y condenando la codicia, lujuria y crueldad de la guerra»470. Es la autoridad la que determina qué guerra está encaminada a alcanzar la paz y si cabe la reparación, a la vez que tiene en sus manos de clarar la guerra471. Esta autoridad no es concebida por Sepúlveda de manera unitaria, sino que distingue entre las «ciudades que viven según su propia legislación y están gobernadas por una democracia o una aristocracia» y la monarquía donde «los ciudadanos mejores y más prudentes seguirán siempre la autoridad del príncipe»472; no obstante, casi todas sus menciones remiten a este último, encamación del cada vez más poderoso estado renacentista. Ciertamente, Sepúlveda, va a utilizar su capacidad retórica para mostrar a su príncipe unido con la nobleza y volcados ambos en la tarea de destruir a los enemigos de la religión473, pero, a la vez, a través de la metáfora clásica y cristiana del pastor474, muestra su ideología monárquica al presentar al rey como un benefactor de su pueblo al que protege de los lobos. Tan convencido está de su buena intención, que considera sus malas acciones como castigos divinos que sus súbditos deben sufrir pacientemente, salvo que lleguen al extremo de poner en peligro al reino o a la religión, en cuyo caso le parece legítima la rebelión475. A pesar de todo, la imagen paternalista del monarca se trastoca cuando se trata de la guerra justa, pues los gobernantes de la época difícilmente se podían avenir a considerar la oportunidad de la guerra desde otra perspec tiva que la del engrandecimiento de su estado; como, por otra parte, una teoría como la de la guerra justa ofrece un buen fundamento para legitimar cualquier acción, es evidente que ningún gobernante estaba exento de la 468 469 470 471 472 473 474 475
Ibídem, p. 106. Ibídem, p. 103. F. H. Russell, The Just War in the Middle Ages, p. 299. Demócrates primero, p. 104. Ibídem, p. 108. Ibídem, p. 87. Ibídem, p. 103. Ibídem, p. 108.
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tentación de utilizarla en su beneficio. Sin embargo, esta actitud no parece estar presente en el pensamiento de Sepúlveda, que nunca va a concebir al príncipe completamente desligado de sus convicciones religiosas, e inclu so alcanzará a situarlo como ejecutor de aquellas tareas que demanda una política acorde con ellas. Así, cuando Sepúlveda está hablando del príncipe como buen pastor considera que no cumpliría con su misión si no arriesga su vida para proteger a los pueblos que están bajo su amparo, y lo compa ra con Cristo, que afirmó: «Yo soy el buen pastor y doy mi vida por mis ovejas»476. Como si hubiera dejado bien sentado su ideal de príncipe, a continuación Demócrates va a dedicar un amplio párrafo a las obligaciones del obispo. Su mensaje es que éste debe imitar a Cristo y, como pastor de su señorío espi ritual, armarse a sí y a los suyos «contra los pecados de los malvados y las impiedades de los herejes»; incluso si estas armas se revelaran insuficientes, deberá encarcelarlos, «es más, si no hay esperanza de curación, recurrirá a remedios extremos de las leyes eclesiásticas y civiles con las que se castiga con toda justicia la pertina cia de los herejes, cuyo crimen es tanto más dañino para la Iglesia, y merece castigo más riguroso que el de los ladrones y salteadores, en la medida en que la piedad y la religión se anteponen a los bienes materiales»477.
De manera que el Demócrates no aspira a ser sólo un persuasivo ejer cicio de retórica contra la opinión sobre la guerra de Lutero y sus se cuaces, sino que ofrece su propia solución al problema de los herejes: el recurso a la autoridad eclesiástica como problema de fe que es y, de no encontrar salida, esto es, rectificación y propósito de enmienda, la intervención del brazo ejecutor de la justicia civil, en cuyo caso es el otro pastor, el príncipe, el que debe actuar. Esta solución es claramente opuesta a la postulada por Lutero, que separa tajantemente la jurisdic ción religiosa y la civil: «El gobierno secular tiene leyes que no afectan más que al cuerpo, a los bienes y a todas las cosas exteriores que hay en la tierra. Sobre las almas no puede ni quiera Dios dejar gobernar a nadie que no sea él mismo»478. También Erasmo ve absurda cualquier exigen cia a los herejes cuando hay tanto que reformar en las costumbres de los católicos: «Saquemos primero la viga de nuestro ojo y después la paja del ojo del hermano»479. 476 Ibídem, p. 104. 477 Ibídem. 478 M. Lutero, Sobre la autoridad secular: hasta dónde se le debe obediencia , p. 44, y p. 51: «la herejía no puede reprimirse con la fuerza; hay que hacerlo de un modo totalmente diferente, se trata de una lucha y una actuación con medios diferentes a la espada». 479 Erasmo, «La guerra atrae a quienes no la han vivido» ( Dulce bellum inexpertis), en Adagios del poder y de la guerra y Teoría del adagio , p. 244.
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V ida activa y vida contemplativa : soldados y religiosos
También desde el punto de vista del soldado, la teoría de la guerra justa se ofrecía como una buena justificación para su acción: bajo la dirección de su monarca podía intervenir en la guerra sin temer por su conciencia de buen cristiano, pues la palabra de aquél le garantizaba que estaba contribuyendo al triunfo de la justicia; además, esa contribución le permitía aspirar a la fama, honor y gloria que constituyen el más alto galardón de un hombre en su vita activa, o lo que es lo mismo, a la mejora de su posición social. Pero, además de situar al soldado en los valores sociales de su tiempo, Sepúlveda no deja de presentar su figura dentro de los límites que demanda la organización militar de un estado fuerte, que es tanto como decir que mezcla milicia y política como antes lo ha hecho con la guerra. De ahí su rechazo de los mercenarios, que va más allá del ámbito moral480, para extenderse al profesional y político, puesto que carecen de compromiso con la causa que defienden481. Y en esa línea hay que interpretar asimismo su oposición a los duelos y enfrentamientos personales, que «es ajena a la disciplina militar antigua, tanto de griegos como de romanos»482483, así como su atención a las armas utilizadas, en la misma línea que en la CohortatioA%3, pero que no deja de mencionarse para marcar la distancia entre un ejército más profesional y uno que basa su poderío en el número de sus efectivos484. La valoración de la técnica puesta al servicio de la fuerza militar demuestra, por otra parte, que la admiración de Sepúlveda por lo grecorromano no le impide apreciar lo nuevo si implica una mejora respecto a los usos clásicos, lo que contrasta con el anacrónico mimetismo hacia ese mundo de Maquiavelo en Del arte de la guerra485. Aplica también esa postura cuando considera afirmaciones de los antiguos, incluso de su admirado Aristóteles, que claramente se han demostrado faltas de fundamento: es el caso de los caracteres exigidos para ser un buen soldado que cita Guevara y que Demócrates se va a ver obligado a relativizar para dar paso a la evidencia486. A pesar de su confianza en los ejércitos de la propia nación, Sepúlveda es consciente de que los soldados suelen ser personajes pendencieros y de 480 Demócrates primero, p. 106. 481 Ibídem .p. 132. 482 Ibídem .p. 179. 483 Exhortación, pp. 342-43. 484 Demócrates primero, p. 84. 485 M. Carrera Díaz, «Estudio preliminar» a N. Maquiavelo, Del arte de la guerra : a pesar de la genialidad e independencia de Maquiavelo, coincide con sus contemporáneos en «su admiración hacia el mundo clásico, que en Del arte de la guerra se transforma, lisa y llanamente, en puro mimetismo», p. XXIII. 486 Demócrates primero, pp. 113-4.
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escasa moralidad487, pero precisamente porque cree en el poder corrector de la organización y la disciplina, insiste una y otra vez en la necesidad de obe diencia a sus mandos. Son éstos los que responden a su imagen del caballero fuerte y magnánimo que traza el Demócrates y, a través de ellos, los ejércitos que dirigen, pero también, desde el punto de vista religioso, los que saben perdonar las injurias488, lo que paradójicamente los equipara al caballero cris tiano de Erasmo: «Mas dime, ¿qué cosa ay más lexos de la magnanimidad y grandeza de corafón que moverte por una palabrilla y salir desatinadamente fuera de razón, y ser de tan poco poder para despreciar la locura agena, que no lo puedas acabar contigo ni te tengas por ombre, si no sobrepujas el maleficio de los otros con tus malas obras? ¡O quánto más esforzada cosa sería poder olvidar y tener en poco todas las injurias con un gran coraqón y ecelente, y mucho más hazer bien y mercedes a quien te oviesse hecho malas obras! No tengo yo por fuerte al que acomete a su enemigo, ni al que escala las fortalezas, ni al que, teniendo en poco la vida, pone a mil peligros su cabeqa, pues estas cosas las hazen cada día algunos soldados, n o ta n to p o r v i r tu d q u a n to d e s a tin a d o s . Mas a aquél se deve renombre de fuerte y s e le d a r á g u a la r d ó n de magnánimo que pudo vencer su propio coraqón, que puede querer bien a quien mal le quiere, y hazer bien a quien mal le haze, y dessear bien a quien mal le dessea»489.
También la diferencia entre la vida activa y la vida contemplativa era una de las cuestiones más tratadas por los humanistas cívicos, a la que Sepúlveda no va a dejar de dirigir su atención en el Demócrates, como lo había hecho en el Gonsalus y en la Cohortatio. Los hombres en general y los cristianos en particular pueden optar entre una vida dedicada a la búsqueda de la verdad y a la contemplación, y una vida entregada al trabajo y los negocios. Cristo mis mo -considera Sepúlveda- parece haberlo señalado en el Evangelio a través de las personas de las hermanas Marta y María; la primera trabajaba y atendía sus necesidades como huésped, mientras María se dedicaba a escuchar sus palabras y contemplarlo. Las quejas de Marta por esta situación recibieron esta respuesta de Cristo: «Marta, Marta, estás preocupada por muchas cosas. Solo una cosa es necesaria: María ha escogido la mejor parte, y no se la quitarán»490. Así pues, la vida contemplativa es preferible a la vida activa por cuanto anticipa la que llevarán los que sean premiados con la compañía de Dios cuando mueran; sin embargo, aunque la vida activa no es una vida de perfec ción, es necesaria para vivir, pues de ella depende el mantenimiento de la sociedad. Sepúlveda va a recoger en su interpretación siglos de exégesis 487 488 489 4,0
Ibídem, p. 175. Ibídem, pp. 174-7. Erasmo, El Enquiridion o Manual del caballero cristiano , p. 315. Demócrates primero, p. 98.
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evangélica en torno a las figuras de Marta y María y a las palabras que les dirige Cristo, un episodio al que se han dado significados muy diferentes491, pero que en su caso adquiere un sentido renovador acorde con la ideología de los humanistas cívicos que, dicho sea de paso, no parecen haber aprovechado este episodio religioso para legitimar el valor de la vida activa492. El huma nista considera que todas las personas están obligadas a escoger entre una u otra forma de vida si no quieren apartarse del resto de los humanos493. Cada género de vida tiene sus propios códigos de comportamiento. Los que aspiran a una vida de perfección deben tener en cuenta los Evangelios para reproducir sus obras y ejemplos; en consecuencia, deben ser capaces de entregarse a la búsqueda de la verdad y, sobre todo, de poner la otra mejilla cuando sufren una injuria, entregar cuanto tienen a los pobres, vivir en castidad y mantener la virginidad494. Esta moral de renuncia y enclaustramiento sólo está al alcan ce de una minoría. Para la gran mayoría que no es capaz de seguir al pie de la letra el Nuevo Testamento, lo que queda es la vida activa o civil. De esta forma, está en condiciones Sepúlveda de dar una alternativa a las exigencias del evangelismo erasmista y del luteranismo: el modo de vida que se deduce de las pretensiones más estrictamente cristianas queda reducido al sacrificio voluntario de unos cuantos elegidos; el resto, la casi totalidad de la humani dad, debe conformarse con cumplir los Mandamientos, cuya fuerza reside en la ley natural, que «afecta a todos los hombres y en todo tiempo»495. Es evidente la oposición de Erasmo496 a esta solución, pero el rechazo de Lutero ya hemos visto que no es menor: «dicen también los sofistas que Cristo ha abolido la ley de Moisés y convierten estos mandamientos en «consejos» para los perfectos y dividen la doctrina y la condición cristianas en dos partes: una, para los perfectos, a la que atribuyen los consejos; otra, para los imperfectos, a la que le aplican los mandamientos. Hacen esta división por su propio arbitrio y arrogancia sin ningún fundamento en la Escritura y no ven que Cristo recalca en el mismo lugar su doctrina de que no quiere abolir ni lo más mínimo y condena al infiemo a quienes no aman a sus enemigos»497.
La conclusión de Sepúlveda es clara: desde cualquier modo de vida se puede alcanzar lo divino, pero la vida activa permite también servir en lo mundano, mientras que la vida contemplativa queda reducida a la condición 491 492 493 494 495 496
G. Constable, «The interpretation of Mary and Martha», pp. 1-141. Ibídem, p. 121. Demócrates primero, p. 97. Ibídem, p. 100. Ibídem, p. 93. Erasmo, «La guerra atrae a quienes no la han vivido» (Dulce bellum inexpertis),en Adagios del poder y de la guerra y Teoría del adagio , pp. 234-235. 491 M. Lutero, Sobre la autoridad secular: hasta dónde se le debe obediencia , p. 27.
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marginal de la renuncia al mundo. Atendiendo a esta interpretación no debe ría extrañarnos que también en la relación de las hermanas Marta y María con Cristo (Lucas 10,38-42), se produzca oposición entre la versión de Sepúlveda y la de Erasmo y Lutero; el holandés se escandaliza por la impiedad de las imágenes de la escena que transmiten los pintores contemporáneos498, mien tras que el alemán insiste en la importancia de escuchar las palabras de Cristo frente a la realización del trabajo499. La discordancia se extiende, asimismo, al terreno de la ciencia: Sepúlveda va a elogiar a muchos sabios no por su condi ción de teóricos o contemplativos, sino por unir a su sabiduría la experiencia de las cosas que hicieron y sobre las que escribieron500, algo que ya hemos dicho que caracteriza también al mismo Demócrates. A este respecto, es muy significativa la consideración de Sócrates: si el Renacimiento utilizó dos mo delos para evaluarlo, el cívico, basado en Jenofonte, y el religioso, recreado por Ficino y los neoplatónicos501, Sepúlveda se va a inclinar claramente por su imagen ciudadana, destacando su actividad militar502. Como ocurría con la guerra justa, gracias a la ley natural, rebasa Sepúlve da el limitado marco de la militancia religiosa a la vez que dota de moralidad la acción en el mundo. Eleva así a esquema universal lo que en principio parecía estar reservado exclusivamente a los cristianos. La búsqueda de la virtud por parte de los que están dedicados a la vida activa deja de ser desde esta perspectiva una cuestión de fe, como Leopoldo mantiene503, y se convier te en objeto de razón. Con ello, no sólo venía Sepúlveda a hacer frente al rechazo que hemos visto que mantenía el reformismo por Aristóteles y la filosofía escolástica, sino que se muestra capaz de conciliar la sabiduría de los clásicos y la fe cristiana. No en vano, las referencias a Aristóteles aparecen en el Demócrates constantemente unidas a los textos bíblicos, y a ello añade Sepúlveda numerosas citas de San Agustín y otros autores cristianos, en parte obligado por la necesidad de salvar los argumentos de Leopoldo y, en parte, por la propia dinámica de su discurso, empeñado en mostrar la concordancia entre la filosofía cristiana y la aristotélica. Al reducir el cumplimiento de la ley natural a una cuestión de obediencia al mandato de la recta razón, el cronista reclama su derecho a introducir el testimonio de los filósofos y, sobre todo, de Aristóteles504. Tal opinión difícil mente podía conciliarse con la de Erasmo, que no dejó de criticar en repetidas ocasiones el uso del Estagirita en teología: «Se ha llegado en fin a dar cabida a toda la doctrina de Aristóteles en el corazón de la Teología y se incorpora de 498 G. Constable, «The interpretation o f Mary and Martha»,p. 130. 499 Ibídem, p. 127. 500 Demócrates primero, p. 128. 501 J. Hankins, «Sócrates in the Italian Renaissance», p. 196. 502 Demócrates primero, pp. 89 y 128. 503 Ibídem, p. 118. 504 Ibídem, p. 125.
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tal manera que su autoridad es casi más respetada que la de Cristo»505. La actitud de Lutero no es, desde luego, menos opuesta506. Ante la crítica de Leopoldo por el uso religioso de Aristóteles, Demócrates se volcará en la defensa del mismo507; pero en el texto se atribuye a «los maestros de la impiedad luterana»508 este recha zo, de manera que tanto podría aplicársele a Erasmo (como maestro de luteranos), como a Lutero o a ambos. Por su parte, Sepúlveda tiene permanentemente pala bras de admiración hacia Aristóteles por los temas más variados, de manera que no debe sorprender que repetidamente le llame el «Filósofo», conforme era norma desde siglos atrás, y que incluso le atribuya haber alcanzado la salvación509. Esta consideración hacia Aristóteles se extiende también a otros filósofos que, en general, serán más o menos alabados según coincidan o no con el pensamiento del Estagirita; así, se destaca en los seguidores de la Academia y los estoicos su coincidencia con Aristóteles en los fines de los bienes aun que difieran en algunos vocablos510; se aprecia que Platón acercara honra y gloria, como lo había hecho su discípulo511, y, retomando la polémica sobre la consideración moral de las doctrinas platónicas y su relación con el cristianismo, que llevaba centrando los debates de los humanistas desde los tiempos de Bruni512, se reprocha el comunismo de la República plató nica porque ya fue condenado por el mismo Aristóteles513 (aunque también se atribuye su rechazo a Cristo y los Apóstoles)514. Asimismo, cualquier acción que se considere un logro no alcanzado por Aristóteles, es explicada no tanto por el mérito de su autor como por alguna circunstancia excepcio nal y, en última instancia, se ve compensada por algún otro éxito de aquél; así, se valora como un acierto que Platón atribuyera principio al mundo e inmortalidad al alma mientras Aristóteles no lo hizo, pero se explica porque Platón pudo ver los libros sagrados de los judíos en Egipto. A cambio, se 305 Erasmo, «La guerra atrae a quienes no la han vivido» (Dulce bellum inexpertis), en Adagios del poder y de la guerra y Teoría del adagio, p. 226; Elogio de la locura, p. 170: «¿Qué tiene que ver Cristo con Aristóteles o los misterios de eterna sabiduría con la sutil sofistería?»; La Paráclesis o Exhortación al estudio de las letras divinas, p. 459: «yo os prometo que si estas cosas que llaman baxas cumpliessen por obra como deven los príncipes, y los predicadores las dixessen muchas vezes en los sermones, y si los preceptores las enseñasen a los muchachos en los estu dios, y no aquellas cosas curiosas que de las fuentes de Aristóteles y de Averroys se toman, que no andaría por todas partes la religión christiana como anda rebuelta»; etc. 306 Luther’s Works, vol. 31: 9-16 (Disputation against scholastic theology). Tal vez la cita de Santo Tomás por Leopoldo, sea una alusión a su rechazo por Lutero, que ya hemos visto que señala a los escolásticos como sofistas y muestra su desacuerdo con sus propuestas. 307 Demócrates primero, p . 122. 308 Ibídem, p. 123. 309 Epistolario, carta 115 a Pedro Serrano, p. 336. 310 Demócrates primero, p. 96. 311 Ibídem, p. 172. 312 J. Hankins, Plato in the Italian Renaissance. 313 Política, II, 1 , 1261a5. 314 Demócrates primero, p. 159.
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estima que tanto Sócrates como Platón dejaron sus investigaciones dudo sas, mientras Aristóteles les dio solución515. En este sentido, la oposición a Erasmo es rotunda: éste distingue entre estoicos y peripatéticos, y a la vez que valora la obra platónica por su apertura, que proporciona, como la Sagrada Escritura, todo tipo de imágenes, cree que aportó ideas útiles para el cristianismo516. Pero la apertura a los clásicos por parte de Sepúlveda no acaba en la rei vindicación de la filosofía aristotélica y las que viene a considerar afines, sino que se extiende con la cita frecuente y envuelta en admiración de filósofos y literatos griegos, especialmente Homero y Hesíodo, y latinos: sobre todo Cicerón, pero también Horacio, Lucano, Virgilio, etc. Sepúlveda no deja de utilizarlos para mostrar su erudición, conforme era habitual entre humanistas, aunque con ello también se justifica la admiración permanente hacia todo lo que procede de Grecia y Roma.
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V
ir t u d , fo rtaleza y r iq u e z a : el v alo r d e l a s o b r a s
En cualquier caso, de lo que se trata para llevar una vida activa ade cuada es de buscar la virtud por medio de la razón, y esto está al alcance de cualquier hombre, sea o no cristiano, siguiendo los Mandamientos o a Aristóteles517. Claro que esa virtud no es pasiva, sino que ya se ha dicho que está basada en una moral de la afirmación. El hombre virtuoso debe desenvolverse en el mundo, y es a través del éxito en los valores mundanos como debe ser reconocido. Al retomar este tópico del humanismo cívico, Sepúlveda une la gloria individual con la función pública y afirma que la misma está al alcance de quienes más sirven a la sociedad: los que entre gan su vida a las armas, aquellos que desempeñan tareas de gobierno y, por supuesto, los filósofos que usan su ingenio para desarrollar la «enseñanza moral»518. Todos ellos tienen por virtudes fundamentales la fortaleza y la magnanimidad, y Sepúlveda se apresura a mostrar cómo estas virtudes no sólo no están en contradicción con los preceptos cristianos, sino que permiten llevar con tranquilidad de ánimo el tipo de vida propio de un caballero. 515 Ibídem .p. 122. 516 Erasmo, El Enquiridion o Manual del caballero cristiano , p. 161: Platón como inspirador del control del alma sobre las pasiones; p. 175 (habla de dos almas com o San Pablo de dos hombres), p. 238 (sentido literal y profundo de su escritura, como las Sagradas), y véase pp. 167,291-293, 298, 384, etc.; pp. 165-6: diferencia entre estoicos y peripatéticos a propósito del control de las pasiones; Elogio de la locura, p. 146; etc. 517 Demócrates primero, p. 126. 518 Ibídem, p. 128.
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Para unir sin tacha la virtud con el servicio a Dios519, Sepúlveda debe hacer uso de una concepción de la virtud en la que conviven dos nociones diferentes: por una parte, las virtudes clásicas, en las que la gloria y la fama tienen su lugar; por otra, las virtudes cristianas, que Sepúlveda nunca puede desechar y a las que subordina cualquier otro valor. Como las virtudes, tal y como se había afirmado en el Gonsalus520, no están aisladas, sino «tan conec tadas y relacionadas entre sí que, si se elimina una, necesariamente se elimi nan todas»521, Demócrates está en condiciones de unir la salvación cristiana y la virtud que enlaza con la vida activa sin dificultad522, lo que al ser aprobado por Leopoldo significa el triunfo de sus tesis. Pero Sepúlveda va más allá, intentando justificar la acción en el mundo de los virtuosos. La búsqueda de gloria y fama, que no son otra cosa que el reconocimiento público de la virtud, es algo que agrada a todos los seres humanos, pero que sólo alcanzan en su grado máximo los magnánimos523. Éstos lo son por sus propios méritos, nunca por su linaje o riquezas524. Con ello, se sitúa la gloria en un espacio social: la obtiene quien ha hecho algo por la sociedad. Sepúlveda transmite así a sus héroes valientes y magnánimos el mismo empeño comunitario característico del humanismo cívico, pero lo hace en una monarquía donde el servicio al rey y a la sociedad se confunden. Este afán por destacar en pos de la virtud lleva, a su vez, a uno de los aspec tos del pensamiento de Sepúlveda que más importantes consecuencias estaba destinado a alcanzar: su elitismo o aristocratismo que nunca lo es de cuna sino de mérito. La diferencia entre la auténtica gloria y la vanagloria consiste en que esta última se persigue a través de hechos que no son del todo válidos, se quiere obtener de quien no conviene o, simplemente, no tiene como finalidad el ser vicio a Dios y al prójimo525. Pero, incluso si se evitan estas falsas expresiones de gloria, ésta no puede autoproclamarse, por lo que está siempre a expensas del juicio de otros, al que nunca puede ser del todo indiferente el magnánimo. No en vano, San Agustín «afirma que es inhumano el que alguien desatienda a su propia fama confiando en la conciencia de que obró bien; esto es, que no preste atención a lo que los hombres hablan o piensan sobre él»526. Sin em bargo, tampoco puede ser considerado válido cualquier juicio, sino sólo el de aquellos que, por su sensatez y valía, estén en condiciones de opinar sin error. Por eso distingue Sepúlveda permanentemente entre el juicio del vulgo y el 519 520 521 522 523 524 525 526
Ibídem, p. 173. Gonzalo, p. 229.
Demócrates primero, p. 116; véase, ibídem, p. 125. Ibídem, p. 119. Ibídem, p. 173. Ibídem, p. 136. Ibídem, pp. 169-71; véase, ibídem, pp. 171-4. Ibídem, p. 173.
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de los prudentes o sabios, negando validez al primero y otorgándosela exclu sivamente a estos últimos527. Con ello, introduce una distinción que sobrepasa la mera consideración del saber de los que opinan, para elevarse a categoría social: el vulgo no sólo carece de opiniones acertadas, sino que incluso es incapaz de llegar a tenerlas. Por el contrario, los sabios, los virtuosos, los que engloba las más de las veces bajo el calificativo de prudentes, son, para Sepúlveda, los individuos que, en cada circunstancia, no sólo saben lo que es correcto, sino que están en condiciones de opinar con acierto de cualquier cuestión. La intervención en los asuntos de gobierno, de guerra y virtud es, por tanto, una cuestión que sólo está al alcance de este reducido grupo y sólo los que lo integran están cualificados para decidir lo que es el bien común en cada momento y quién lo lleva a cabo con sus acciones, algo en lo que viene a coincidir con Erasmo: «Porque ninguna cosa ay más desconcertada ni torpe que la gente baxa y común del pueblo, y por esso ha siempre de obedecer a los que goviernan, y no ser parte para govemar. Los que fueren principales y de mayor edad y autoridad han de ser admitidos y oydos sus votos en las consultas de lo que se debe hazer, pero de tal manera que la determinación y el cargo de mandar y disponer en todo, siempre se reserva a solo el rey, el qual cumple que algunas vezes sea aconsejado y amonestado, pero no conviene que jamás sea forqado, ni que piense ninguno passarle delante. Este rey a ninguno ha de ser sujeto sino a la ley; y la ley ha de ser conforme a toda honestidad. Mas si anda lo de arriba abaxo, con tal desorden que el vulgo desconcertado y aquella hez reboltosa de la ciudad se suelta a querer mandar, no haziendo caso de aquellos a quien debe acatar; o si los grandes y principales no reconocen obediencia a su rey, luego nace en esta tal república un tan peligroso alboroto y discordia, que si Dios con su dictadura y divino poder no socorre, está a punto de perderse y assolarse toda»528.
Para Sepúlveda, pues, los individuos que forman estas elites son autén ticamente fuertes y magnánimos y se dejan dirigir por la prudencia, no son ajenos a la justicia, la honra y la humildad y, sobre todo, saben hacer un uso adecuado de las riquezas, lo que en la argumentación del cronista supone bendecir su posesión. Sepúlveda no duda de la superioridad de la gloria sobre cualquier bien material, pero precisamente por eso considera necesario poner los bienes ex 527 Ibídem, pp. 9 5 ,1 2 7 , 129, etc. Una opinión que ya había expresado en Sobre el destino y el libre albedrío, p. 16, y que define lo que pertenece a la ley natural: «Así pues, en la valoración de este tipo de argumentos póngase ante todo aquello, que es sin discrepancia cierto, corroborado por el consenso y la autoridad de todos los hombres sabios y sumamente instruidos, de que todo lo que hombres de toda época, de toda región, de toda ciudad, doctos al igual que indoctos, al unísono opinan, eso es ley de la naturaleza». 528 Erasmo, El Enquiridion o Manual del caballero cristiano, pp. 159-60.
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temos a su servicio529. Así pues, tanto éstos como la propia gloria, cuando tienen como fundamento a la virtud, se convierten en instmmentos para al canzar nuevas honras, a la vez que en su recompensa530. La riqueza aparece entonces libre de cualquier sombra. Ni entre los profanos ni entre los religio sos debe verse bajo sospecha su posesión; el problema es, más bien, lo que se hace con ella531. La preferencia cristiana por la pobreza es convertida por Sepúlveda, en una argumentación que ya nos es familiar, en la predilección de unos pocos escogidos por la excelencia espiritual532; para el resto, esa ma yoría que ha optado por la vita activa y que tiene sus mejores representantes en los que se dedican a los negocios, la magistratura, el gobierno o incluso la filosofía, lo natural es que intenten huir de la pobreza, pues la vida civil «está fuera de duda que no se sostiene sin recursos»533. Incluso se debe extender este principio a los religiosos que prefieren dedicarse a la imitación de Cristo y los apóstoles pues, como oportunamente recuerda Sepúlveda, tampoco su vida «puede sostenerse sin recursos, propios o ajenos»534. Se acentúa de esta forma la dependencia en la que se encuentran con respecto a los que poseen bienes y haciendas, y si a ello se une que no sólo por la vida de retiro religioso cabe alcanzar la salvación535, la vida activa, aun en contra de las declara ciones expresas de Sepúlveda, no sólo no es un mal menor frente a la vida contemplativa, sino que se convierte en su necesaria protectora económica y política. Desde esta perspectiva, fueron la avaricia y la codicia sin medida lo que mereció la condena de Cristo, pero «las riquezas, moderadas de acuerdo con la situación de cada uno, son, de una parte, necesarias para desarrollar la vida y para cultivar perfectamente algunas virtudes y para conservar la sociedad humana y la libertad; y de otra, útiles para el culto divino y el embellecimiento de los templos»536.
Como, además, ayudan a los necesitados537, ¿cómo considerarlas contra rias al Evangelio? Una mayor oposición al pensamiento de Erasmo no parece posible. El holandés reproduce en todas sus obras la prevención contra el afán de riquezas, pero además considera que afecta a todos los cristianos, no sólo a los frailes, como frecuentemente se ha dicho: «Tú creyas que a solos los fray les era vedado el tener proprio y les era mandado ser pobres. Enga ñado estavas, que lo uno y lo otro, si bien se entiende, a todos los christianos 529 530 531 532 533 534 535 536 537
Demócrates primero, p. 97. Ibídem, p. Ibídem, p. Ibídem, p. Ibídem, p. Ibídem, p. Ibídem, p. Ibídem, p. Ibídem, p.
138. 158. 160. 161; véase, ibídem, pp. 162-3. 161. 164. 169. 161.
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se estiende»538. Por lo demás, ese mismo escrúpulo hacia la acumulación se debe extender a otros bienes como la misma honra: «Todo esto que aquí he dicho del dinero, lo mesmo has de entender también de las honrras, de los deley tes, de la salud y aun de la mesma vida del cuerpo»539. Desde luego, eso no es obstáculo para dejar de atribuirle la censura de los sacerdotes540. La intención de distinguirla de la de Lutero parece clara, porque va precedida de otra invectiva contra los frailes asignada al alemán541, que es rechazada categóricamente por Demócrates542. La atribución tendría a su favor que tra dicionalmente (y desde luego por parte de Sepúlveda543) se ha identificado al erasmismo con el cuestionamiento de la religiosidad de unos eclesiásticos a quienes se considera más apegados a los bienes materiales que al amor cristiano544. Sepúlveda, que incluso podría sentirse personalmente concernido por el comentario dados los beneficios eclesiásticos de los que disfrutaba, re duce la validez de la crítica haciendo extensivo el vicio a sólo una minoría545. Aunque Sepúlveda se aleja de Erasmo en la discusión sobre la posesión de las riquezas y su uso, va a mostrar su coincidencia con él, contra Lutero, en el debate sobre el libre arbitrio. También aquí se demuestra el carácter integrador que tiene el Demócrates primus de buena parte de los asuntos tratados por Sepúlveda en sus obras anteriores. En este caso, el humanista pone en boca de Leopoldo las mismas ideas que había atribuido a Lutero en 1526546: «la razón, que causa la virtud, no se sitúa en la obra, sino en el espíritu y en la voluntad»547. La intención, por tanto, es lo que cuenta, y dándose una buena voluntad, Dios no dejará de tenerla en cuenta. Demócrates no puede negar que la buena intención es siempre valiosa y, desde luego, no puede despreciarse su valor cuando se carece de los medios para llevarla a efecto. Dios, que conoce mejor que nadie las motivaciones de cada uno, sabe de los méritos que acompañan a la persona de buena fe. Pero una situación excepcional, como es la del pobre que quisiera dar limosna pero carece de los medios para ello, no puede convertirse en excusa para dejar de lado el valor de la obra como culminación de la acción moral. Aquí es donde Demócrates muestra su disentimiento de Leopoldo: si al valorar la bondad de la intención se quiere prescindir de su realización, siempre que no la impidan las circunstancias, se estaría descuidando el valor de los actos y, con ello, la 538 539 540 541 542 543 544 545 546 547
Erasmo, El Enquiridion o Manual del caballero cristiano, p. 335. Ibídem, p. 223. Demócrates primero, p. 165. Ibídem, p. 161. Ibídem, p. 83. Antiapología, pp. 142-149. Erasmo, Elogio de la locura , pp. 126-31. Demócrates primero, p. 165. Sobre el destino y el libre albedrío, pp. 59 y ss. Demócrates primero, p. 162.
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plena moralidad, que es lo que justifica la guerra justa, la búsqueda de la glo ria y, en definitiva, la acción en el mundo. El fin es sinónimo de perfección y la obra es el fin de la acción humana. Por eso, siguiendo las ideas de Aristóteles, mantiene Sepúlveda que la buena intención y la elección se plasman en la buena obra, por lo que con sidera que en ésta hay siempre más perfección que en aquéllas548. Esto no impide valorar la interioridad del sujeto, pues no es posible la acción recta sin el deseo expreso de la mente y del corazón, como se apresura a reconocer para responder a la separación un tanto artificial que se empeña en realizar Leopoldo entre voluntad y obra exterior. Pero el acto perfecto de virtud, como concluye Demócrates, es el que aúna voluntad y acción549. No deja de resultar paradójico que una estructura de pensamiento que reivindica la necesidad de las obras para juzgar la responsabilidad moral del individuo parezca servir se de ésta sobre todo para disculpar su acción en la guerra, mientras que el luteranismo, con su insistencia en la sola fe, que debería abocar a la dejadez y al desapego ante los problemas de la vida, contribuía a moldear la moral moderna.
548 Ibídem .p. 166. 549 Ibídem .p. 169.
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C a pít u l o 5
RASGOS MAQUIAVÉLICOS DE UN ANTIMAQUIAVÉLICO
1.
Un
crítico t e m p r a n o d e
M
a q u ia v e l o
Aunque es indudable que un proceso de secularización cada vez más pro fundo va afectando a los distintos ámbitos de la cultura europea conforme avanza el Renacimiento, en lo que se refiere a la virtud son muchas las filo sofías que aspiran a mantenerse fieles al cristianismo sin caer en el extremo representado por el inmoralismo maquiavélico. Lo que varía en ellas es la interpretación de ese cristianismo. Por eso, no hay inconveniente en admitir que «la solución de Sepúlveda trata de conciliar el comportamiento ético con las exigencias de la política utilitaria»550, a condición de entender que bajo ese comportamiento ético se mantiene la influencia de una concepción del cristianismo que difiere enormemente de la postulada por el erasmismo. En este sentido, hemos venido viendo los esfuerzos del cronista por rechazar las ideas pacifistas del humanismo cristiano. Ahora es el momento de analizar las diferencias que establece con el pensamiento de Maquiavelo, con quien coin cide, no obstante, en la defensa de la vida activa, lo cual significa que necesa riamente hemos de esperar algunas semejanzas en los recursos a utilizar y en la ductilidad de los límites dentro de los cuales deben moverse quienes prac tican esa forma de vida. Este es, por lo demás, uno de los aspectos del pensa miento de Sepúlveda que ha pasado desapercibido durante mucho tiempo y en el que las investigaciones han estado más ausentes. Fue Adriano Prosperi el primero en apreciar en el Democrates primus, hace más de treinta años, 550 J. A. Fernández Santamaría, El estado, la guerra y la paz, p. 190.
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«una alusión a Nicolás Maquiavelo»551; no obstante, que esta obra albergaba una refutación de la denuncia de Maquiavelo sobre el carácter debilitante de la moral cristiana, ya fue señalado tres años antes por Henri Mechoulan552, que insistió en hacer de Sepúlveda «el anti-Maquiavelo por excelencia»553, y centró su estudio en su antierasmismo554. Estas propuestas deberían haber sido suficientes para poner en evidencia que era insuficiente, además de ana crónico, reducir el valor del Demócrates primero a ser visto exclusivamente como un antecedente de la doctrina de la guerra que el Demócrates secundus aplicaría a los indios. Si, además, tenemos en cuenta que, los más importantes estudios que mantenían esta visión, eran anteriores en varias décadas a los de Mechoulan y Prosperi, puede apreciarse hasta qué punto que el Demócrates primero y, en general, el pensamiento de Sepúlveda, no pareciera guardar espacio para otros análisis durante tanto años ilustra más que sobradamente acerca de la sesgada y estrecha imagen a la que estaba condenada su obra. La alusión a Maquiavelo que Prosperi apreciaba en el Demócrates primus encontró su confirmación unos años después, cuando Alejandro Coroleu consultó el manuscrito de esta obra que albergaba la Biblioteca Vaticana, y comprobó que en él se menciona expresamente al autor florentino. En efecto, en el manuscrito Barberinianus Latinas 1896 (XXIX 240) «aparece explí citamente el nombre de Maquiavelo: ‘... [ut illa altera quorundam huic non prorsus absimilis querimonia plus impietatis quam intelligentiae] ñeque enim ferendum est Machiavelli nescio...’»555. Esta mención desaparece en la edi ción de la obra, tal vez, como apunta Coroleu, por el interés de Clemente VII en no abrir un nuevo frente de polémica con una personalidad del prestigio intelectual de Maquiavelo cuando la amenaza luterana ocupaba la atención de Roma o, recurriendo a una motivación más terrenal, aunque también más discutible, por la presión del impresor Antonio Blado, editor de Maquiavelo y del Demócrates primero556. Aunque excluyera el nombre de su autor, lo cierto es que el texto impreso del Demócrates primus no dejaba de rechazar tanto la acusación de que el cristianismo hace a los hombres débiles, como la apelación a una inmora lidad, que para Sepúlveda puede acabar siendo inútil, puesto que acarrea la ruina de quien la practica una vez descubierto. Así, viene a impugnar esa actitud: 551 A. Prosperi, «La religione, il potere, le élites. Incontri italo-spagnoli nell’etá della Controriforma», p. 513. 552 H. Mechoulan, L’antihumanisme de J. G. de Sepúlveda. Étude critique du «Demócrates primus», p. 30. 553 Ib íd em ,p .82. 554 Ibídem, p. 14: «es contra Erasmo que la tesis principal del Demócrates primus es dirigida». 555 A. Coroleu, «II «Demócrates primus» di Juan Ginés de Sepúlveda: una nuova prima condanna contro il Machiavelli», p. 266. Véase el aparato crítico del Demócrates primero , p. 176. 556 G. Procacci, Machiavelli nella cultura europea dell’etá moderna, p. 86.
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«tiene más de impiedad que de sensatez aquella otra lamentación, no del todo di versa de la anterior [relativa a la venganza de las injurias por los militares], de algunos que con total petulancia no sienten mbor en reprobar la religión cristiana porque, a su entender, vuelve a los hombres cobardes e incapaces de ejercer el mando y -para poner de manifiesto más a las claras su ignorancia mezclada con impiedad- no centran los cargos de su acusación de la perversidad de la religión en otra cuestión sino en que no apoya el uso de engaños, mentiras, trampas y crímenes que usan los hombres embaucadores y malos para amparar su tiranía. ¿Y puede de cirse algo más grosero o más criminal? Pues el mejor guardián del mantenimiento de un poder justo y legal es el amor de los pueblos súbditos, y este no se alimenta de engaños ni torcidas argucias, sino de la piedad hacia Dios, la justicia, la benevo lencia, la magnanimidad y, por decirlo de una vez, mucho más de la actuación de la virtud que, como les gusta a esos, de la fama y el fingimiento. Porque el prestigio sin fundamento se pierde rápidamente y, mudándose en contra, en vez de simpatía trae odio, que es la perdición más indudable para los tiranos»55758.
Este comentario, en el que no es difícil localizar, como ya hiciera Prosperi, una mención del célebre texto del libro II de los Discursos sobre la prime ra década de Tito Livio55S, y la referencia a tantos párrafos de El príncipe559, 557 Demócrates primero, pp. 176-77. 558 N. Maquiavelo, Discursos sobre la primera década de Tito Livio, L. II, cap. 2, pp. 198-199: «Pensando de dónde puede provenir el que en aquella época los hombres fueran más amantes de la libertad que en ésta, creo que procede de la misma causa por la que los hombres actuales son menos fuertes, o sea, de la diferencia entre nuestra educación y la de los antiguos, que está fundada en la diversidad de ambas religiones. Pues como nuestra religión muestra la verdad y el camino verdadero, esto hace estimar menos los honores mundanos, mientras que los antiguos, estimándolos mucho y teniéndolos por el sumo bien, eran más arrojados en sus actos. Esto se puede comprobar en muchas instituciones, comenzando por la magnificencia de sus sacrificios y la humildad de los nuestros, cuya pompa es más delicada que magnífica y no implica ningún acto feroz o gallardo. A llí no faltaba la pompa ni la magnificencia, y a ellas se añadía el acto del sacrificio, lleno de sangre y de ferocidad, pues se mataban grandes cantidades de animales, y este espectáculo, siendo terrible, modelaba a los hombres a su imagen. La religión antigua, además, no beatificaba más que a hombres llenos de gloria mundana, como los capitanes de los ejércitos o los jefes de las repúblicas. Nuestra religión ha glorificado más a los hombres contemplativos que a los activos. A esto se añade que ha puesto el mayor bien en la humildad, la abyección y en el desprecio de las cosas humanas, mientras que la otra lo ponía en la grandeza de ánimo, en la for taleza corporal y en todas las cosas adecuadas para hacer fuertes a los hombres. Y cuando nuestra religión te pide que tengas fortaleza, quiere decir que seas capaz de soportar, no de hacer, un acto de fuerza. Este modo de vivir parece que ha debilitado al mundo, convirtiéndolo en presa de los hombres malvados, los cuales lo pueden manejar con plena seguridad, viendo que la totalidad de los hombres, con tal de ir al paraíso, prefiere soportar sus opresiones que vengarse de ellas. Y aunque parece que se ha afeminado el mundo y desarmado el cielo, esto procede sin duda de la vileza de los hombres, que han interpretado nuestra religión según el ocio, y no según la virtud. Porque si se dieran cuenta de que ella permite la exaltación y la defensa de la patria, verían que quiere que la amemos y la honremos y nos dispongamos a ser tales que podamos defenderla». 557 N. M aq u iavelo,® príncipe, cap. 18.5, p. 153: «Un príncipe, pues, debe tener gran cuidado de qu e... parezca, al verle y oírle, todo bondad, todo buena fe, todo integridad, todo humanidad, todo religión. Y no hay cosa más necesaria para aparentar tener que esta última cualidad».
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convierte a Sepúlveda en el primer crítico del diplomático florentino. A este respecto, no está de más recordar que, aunque copias de El príncipe corrieron de mano en mano desde 1513, no fue publicado hasta enero de 1532, poco después de los Discursos (noviembre de 1531), ambos en Florencia (Bernar do Giunta) y Roma (A. Blado). Según Helena Puigdoménech, el cardenal Reginald Pole pasa por ser el primer crítico del florentino en su Apología ad Carolum V (entre 1534 y 1539), que «no fue publicada hasta 1744»560; el Democrates primus aparece en 1535, pero el manuscrito consultado por Coroleu es de 1533561. A esto debe añadirse que es más que probable que no fueran las únicas obras de Maquiavelo conocidas por Sepúlveda, pues, en el Prefacio a la traducción de los Comentarios de Alejandro de Afrodisias sobre la Metafísica de Aristóteles, dedicado a Clemente VII, señala que, cuando era cardenal, tenía encargado a «unos, que pusieran por escrito la crónica de los Medici, y otros -entre los que me encuentro-, que tradujeran al latín los comentarios de los filósofos griegos»562. Tal mención de la «crónica de los Medici» parece una referencia a la Historia de Florencia, terminada en 1525 y encargada en 1520 por el futuro pontífice a Maquiavelo. Aunque podría explicarse en igual medida por la coincidencia en los tópi cos habituales de la época que por la lectura de la obra del florentino, también habría que señalar, la semejanza que se registra entre el diálogo de Maquia velo Del arte de la guerra y varias de las propuestas que Sepúlveda realiza en algunas de sus obras, por ejemplo, respecto a la valía de los soldados, ne gando el determinismo climático aristotélico y atribuyéndola más a la prepa ración que al lugar de procedencia563; sobre la táctica seguida por los soldados que luchan en tierra extraña564; en relación a la conveniencia de acabar con los cabecillas que provocan rebeliones en el ejército o en el reino565; acerca del uso de ciudades con una fortificación natural o artificial566; sobre el tópico del civil que escribe sobre cuestiones de guerra567, etc. Sin embargo, más allá de estas coincidencias de imposible verificación por su carácter críptico, lo importante y confirmado es el conocimiento de las obras de Maquiavelo y, desde luego, la localización de la crítica de Sepúlveda; ésta tiene, por otra parte, un interés añadido pues, aun cuando sea en firme oposición a los principios del florentino, viene a demostrar la actualidad de la reflexión del humanista cordobés, capaz de conocer unos 360 H. Puigdoménech, Maquiavelo en España, p. 28. 561 A. Coroleu, «II «Democrates primus» di Juan Ginés de Sepúlveda: una nuova prima condanna contro il M achiavelli», p. 266. 562 Epistolario, carta 6 de 1527, p. 29. 563 Del arte de la guerra, I, p. 24 y VII, 192; Acerca de la monarquía, pp. 97-8. 564 Del arte de la guerra, VII, p. 197; Acerca de la monarquía, pp. 93-4. 565 Del arte de la guerra, VI, p. 168; Acerca de la monarquía, pp. 84 y 93. 566 Del arte de la guerra, VII, p. 175; Acerca de la monarquía, pp. 99 y 103. 561 Del arte de la guerra, p. 7 y Exhortación a Carlos V, p. 329.
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textos que acababan de aparecer en la Italia por la que se movía con gran soltura y de apreciar la relevancia que la doctrina expuesta en los mismos posee. Pero todavía parece más digno de resaltar que ese temprano re chazo convive sin incoherencia con una serie de rasgos del pensamiento de Sepúlveda que, a pesar de su apego a la moral cristiana, muestran una cierta coincidencia con los que caracterizan la escritura del autor de El príncipe. Algunos de ellos no dejaron de ser señalados por estudiosos como Maravall quien, en los años sesenta del pasado siglo, indicó que el concepto de virtud que Sepúlveda utilizaba era semejante al de Maquiavelo, atribuyéndo lo a la influencia del aristotelismo paduano: «El concepto de ésta nos lo da un escritor español que estudió en Bolonia y recibió intensamente la influencia de medios intelectuales próximos a los que influyeron sobre Maquiavelo: estos medios fueron los del aristotelismo padua no. Según el escritor al que nos referimos, Ginés de Sepúlveda, Virtud se llama «el poder o facultad inherente a una persona para conseguir un fin cualquiera propuesto»; ‘Vis e n im s e u f a c u l t a s in s ita a d f i n e m q u a l e m c u m q u e p r o p o s itu m p e r v e n i e n d i , v ir tu s s o l e t a p p e l l a r i ’»568.
Esta idea volverá a expresarla el mismo autor poco tiempo después, seña lando que en los autores con la visión autónoma del mundo natural y político procedente de Aristóteles es fácil ver influencias maquiavélicas: «Es así como encontramos una interesante definición del concepto de vir tud en uno de ellos, que para nada cita a Maquiavelo, aunque por larga estancia en Italia, debió tener conocimiento de él, y del que ya señalamos en otro lugar su relación con Padua y con Pomponazzi. Me refiero a Ginés de Sepúlveda, el cual nos da esta definición perfectamente congruente con el planteamiento maquiavélico del tema: «Suele llamarse virtud al poder o facultad inherente a una persona para conseguir un fin cualquiera propuesto» [ D e R e g n o e t r e g is o f fic io , 1,7]»569.
A esta idea añadía Maravall otro elemento de semejanza como es la acep tación de trampas y engaños en la guerra: «el filósofo aristotélico -proceden te de la línea paduana- Ginés de Sepúlveda afirma que por Derecho divino, natural y de gentes, en la guerra están permitidos asechanzas, simulaciones, engaños»570. Es difícil encontrar argumentos que confirmen o nieguen estas afirmacio nes de manera concluyente. La definición de virtud a la que alude Maravall no es la única que utiliza Sepúlveda, que también recurre, al menos en dos ocasiones, a su admirado Aristóteles para rescatar un sentido mucho menos 568 J. A. Maravall, «Sobre Maquiavelo y el Estado moderno», p. 336. 569 Ibídem, «Maquiavelo y maquiavelismo en España», pp. 55-56. 570 Ibídem, p. 42. Alude a Acerca de la monarquía, III, 5.
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vinculado a la eficacia o a la fuerza. Así, «la alabanza corresponde a la vir tud y los filósofos llaman virtud a aquello con lo que cualquier realidad se convierte en buena»571; también considera que la virtud «es un hábito elec tivo sustentado en el término medio en cuanto a nosotros, según lo definiría alguien prudente (esto es, establecería y juzgaría)»572. Por lo demás, a pesar de lo sugerente de la definición citada por Maravall, no es posible olvidar que Sepúlveda liga a continuación esa virtud al sentido tradicional que arrastraba desde Cicerón y que fue adoptado de forma casi unánime en los espejos de príncipes renacentistas: «en los gobiernos rectos, sobre todo en las aristocracias, la ‘virtud’ que consti tuye a alguien en buen ciudadano y en buena persona es la misma: a saber, la prudencia, justicia, fortaleza y templanza y las demás virtudes que se asocian a estos como goznes sobre los que gira todo el programa de vida y sus, por así decir, mecanismos»573.
Lejos de ser una excepción, ésta es la norma de la concepción de la vir tud de Sepúlveda, que ya hemos visto que no sólo incluye en la misma las virtudes paganas y las cristianas574, sino que la utiliza para unir a través suyo la gloria y la salvación, lo que, dicho sea de paso, debería hacer meditar a los que ven en sus propuestas éticas un ejemplo de completa secularización: «Quien se mueve por esta gloria [verdadera] cultiva con todas sus fuerzas la virtud, de donde ella brota, y avanza por el camino recto hacia la felicidad eterna, que es el fin último al que las personas buenas y cristianas deben en caminar la gloria y la virtud»575. En repetidas ocasiones manifiesta Sepúlveda esta idea, que forma parte básica de su pensamiento; así, en el Gonsalus, «tras el supremo bien, al cual deben subordinarse los demás bienes, la primera dignidad es la virtud, pero a ella siguen inmediatamente el honor y la gloria»576, mientras que en el Demócrates primero le recuerda al duque de Alba, Fernando Alvarez de Toledo, que, además de sus meritorias acciones en la guerra y en la paz, practicas «lo que constituye el fundamento de todas las virtudes, veneras a Dios con una devoción particular»577. Lo importante, por tanto, de esta búsqueda de la gloria es que supone una limitación moral de esa virtud que no deja de buscar la consecución del fin propuesto, pero dentro de los parámetros que establece el cristianismo, algo de difícil conciliación con la virtü maquiavélica. 571 572 573 574 575 576 577
Demócrates primero, p. 112. Véase Aristóteles, Ética Nicomáquea, 1 0 9 8 a l0 y 1101b32. Ibídem ,p. 171. Véase Aristóteles, Ética Nicomáquea, 1106b36. Acerca de la monarquía, p. 52. Gonzalo, p. 229; Demócrates primero, pp. 116-7. Acerca de la monarquía, p. 54. Gonzalo, p. 241. Demócrates primero, p. 83; véase, ibídem, pp. 119-120.
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Respecto a la admisión de engaños o trampas en los enfrentamientos ar mados, no se puede negar que la afirmación de Sepúlveda578, coincide con la de Maquiavelo: «Aunque el fraude es siempre detestable en cualquier acción, sin embargo, en la guerra es un recurso digno de alabanza y de gloria, y tan alabado es el que vence al enemigo con engaños como el que lo supera por la fuerza. (...) Sólo diré esto: que no me parece loable el fraude que rompe la fe y los pactos, pues, aunque a veces sirva para conquistar un estado o un reino, como ya hemos di cho en otras ocasiones, no otorga gloria jamás. El fraude que me parece digno de aprobación es el que empleas con un enemigo que no se fía de ti, y que es parte de la estrategia de la guerra»579.
Pero parece claro que hay una distancia entre la visión del comporta miento lícito de Sepúlveda y la de Maquiavelo. Allí donde éste aprecia el arte de la simulación y la disimulación y, en consecuencia, ve más ventajo so para un príncipe aparentar poseer ciertas cualidades que tenerlas y, sobre todo, «saber entrar en el mal, cuando hay necesidad»580, Sepúlveda ve un obstáculo insalvable, lo que le lleva a criticar desde su obra más temprana a aquéllos que «no se preocupan por los preceptos de la religión cristiana» y «prefieren parecer hombres de bien a serlo»581. ¿Espíritu de época o co nocimiento de Maquiavelo antes de su edición florentino-romana? Difícil respuesta. A esta oposición sobre el fingimiento, que templa el parecido que su giere el párrafo sobre la licitud de los engaños, hay que añadir que, para el español, una vez cumplidos los requisitos que llevan a declarar una guerra justa, un concepto ajeno por completo a Maquiavelo582 pero omnipresente en la obra de Sepúlveda, no hay prácticamente límite alguno que impida su ejecución. Pero incluso esta acción guerrera se ve también sobrepasada por el florentino al postular que «un príncipe prudente no puede ni debe man tener fidelidad en las promesas, cuando tal fidelidad redunda en perjuicio propio, y cuando las razones que la hicieron prometer ya no existen»; al fin y al cabo, «los hombres son tan simples, y se someten hasta tal punto a las 578 Acerca de la monarquía, p. 85: «a menudo es señal de gran prudencia el que quien admi nistra el poder oculte sus planes, especialmente en la guerra, donde incluso se considera honroso arrastrar al enemigo a una emboscada con un fingimiento útil, y está permitido por el Derecho de gentes y por el Derecho divino y natural. Pero, aparte de esto, no debe embaucar a nadie con falsedades afectadas». 579 Discursos, III, 40, pp. 431-2. 580 El príncipe, XVIII.4, p. 153. 581 Gonzalo, p. 241. 382 La afirmación de Tito Livio (Hist. Rom., IX, 1), repetida por Maquiavelo, El príncipe, XXVI.3, p. 182: «justa es la guerra para quien la necesita y piadosas las armas cuando son la única esperanza», parece, más que una apelación a la guerra justa, una justificación de cualquier tipo de guerra. Véase R. del Aguila y S. Chaparro, La república de Maquiavelo,p. 168.
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necesidades presentes, que quien engaña encontrará siempre quien se deje engañar»583. Se puede apreciar, por tanto, que la mención de alguna semejanza a partir de una o dos expresiones aisladas, sin dejar de tener cierto sentido, también se presta a equívoco y, desde luego, no refleja la complejidad que envuelve el pensamiento de estos dos autores. Por ello, es necesario profundizar más para afirmar unas coincidencias ideológicas que tienen que asentarse sobre un mayor número de rasgos y, sobre todo, sobre unas bases que sean capaces de mostrar razones que avalen algo más que un mero parecido expresivo, por tentador que éste pueda ser. Este va a ser nuestro objetivo en lo que sigue.
2.
R asgos maquiavélicos en el pensamiento de S epúlveda
Lo más llamativo de la relación entre el pensamiento de Maquiavelo y el de Sepúlveda es que, a pesar de su ya citada crítica al florentino, son numero sos los rasgos, bastantes más que los señalados por Maravall, en los que am bos coinciden. Pero antes de entrar a analizar estas coincidencias ideológicas, conviene destacar que también el milieu intelectual y social en el que ambos se formaron y desarrollaron sus vidas muestra importantes semejanzas. En concreto, es inevitable aludir a su vínculo profesional con autoridades polí ticas y religiosas. El ostracismo de Maquiavelo por sus servicios al gobierno republicano de Florencia hasta 1512 sólo se superará a partir de 1520, cuando logre convencer a los Médici de su entrega a la nueva realidad política que emana de su poder; en el caso de Sepúlveda, a pesar de sus devaneos con la corte imperial, el vínculo con Julio de M edid a partir de la tercera década del siglo XVI, primero como cardenal y, posteriormente, como papa Clemen te VII, se encuentra perfectamente asentado. Los dos pensadores, por tanto, emplean sus conocimientos y habilidades en la misma época y en un medio social que es, básicamente, el mismo: el mundo de los Médici. También hay afinidades innegables en las influencias en las que se han formado ambos autores. En efecto, tanto Maquiavelo como Sepúlveda, a pesar del distanciamiento que suponen las simpatías por el régimen republicano flo rentino en el primero y por la monarquía hispana en el segundo, se desenvuel ven en el ámbito del humanismo cívico, mostrando en su escritura las ideas y el vocabulario de Aristóteles y de los grandes escritores latinos. Tanto sus diá logos como sus ensayos y su obra historiográfica (que de todo ello han escrito uno y otro), tienden a exhibir las preocupaciones morales y políticas que eran frecuentes en Cicerón, Salustio, Tito Livio, etc., concediendo también especial importancia al estilo, que intenta reproducir el de aquellos autores. 583 El príncipe, XVIII.3,p. 152.
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Desde el punto de vista de los contenidos, los dos pensadores tendrán muy presente la idea ciceroniana de que la Historia es maestra de la vida584, dotando a sus escritos de continuos ejemplos del pasado que pudieran ser vir como lección y principio legitimador de la acción presente. Los ejem plos, como dice Sepúlveda recordando a San Agustín, «tienen fuerza de demostración»585, por eso Maquiavelo salta por encima de la distancia tem poral y los usa como guía de la acción de los individuos y de los pueblos: «Que nadie se sorprenda si, al hablar como lo haré de principados entera mente nuevos, y de príncipes y de Estados, presento grandes ejemplos; porque, caminando casi siempre los hombres por los caminos trillados por otros, pro cediendo en sus acciones a imitación de sus antecesores, y no pudiendo seguir en todo los caminos de los demás ni elevarse a la perfección de aquellos a quienes imitan, debe el hombre prudente elegir siempre los caminos trillados por varones insignes e imitar a los que sobrepujaron a los demás, a fin de que, si no logra igualarlos, al menos se acerque a ellos»586.
Ambos pensadores, por tanto, acuden al ejemplo como modelo de con ducta. Ese énfasis sobre la acción no es fruto de la casualidad: ya sabemos que los humanistas cívicos hicieron de la vida activa y los valores familiares y ciudadanos el centro de su reflexión, sustituyendo con ello a los valores me dievales centrados en la vida contemplativa y el celibato. A su vez, la acción más ensalzada será la que tiende a reproducir los ideales ciceronianos de la entrega al bien público y la búsqueda de la gloria para el individuo y la colec tividad con la que se identifica. En ese campo, los ejemplos de la antigüedad adquieren categoría universal. Hemos señalado repetidas veces que estos valores se extendieron por Eu ropa a partir del siglo XVI587, floreciendo en ambientes sociales y políticos muy diferentes de aquellos en los que tuvieron su origen. Los súbditos de las monarquías europeas distaban de ser ciudadanos republicanos, ni los gene rales de sus ejércitos eran meros condottieri, pero unos y otros necesitaban saber dónde residía el bien común, de qué manera contribuir al mismo y qué gloria debían esperar de esa tarea. Ya hemos visto que en Italia, como mínimo desde Leonardo Bmni, los humanistas cívicos habían dado respuesta a esas preocupaciones y los humanistas del resto de Europa siguieron haciéndolo en no menor medida. El cordobés Sepúlveda, después de una estancia de más de veinte años en Italia, estaba en las mejores condiciones para mantener ese empeño; de hecho, no dejará de hacer hincapié en la necesidad de servir a la 584 Discursos, I, Proemio, pp. 27-29; Acerca de la monarquía, p. 69. 585 Apología a favor del libro sobre las justas causas de la guerra, p. 207. w ' El príncipe, V I.1, p. 106. 587 J. G. A. Pocock, El momento maquiavélico. El pensamiento político florentino y la tradi ción republicana', Q. Skinner, Los fundamentos del pensamiento político moderno. I. El Renaci miento, y Q. Skinner, Visions ofPolitics. Volume II. Renaissance Virtues.
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patria como valor fundamental: «llevan razón quienes dicen que debemos estar más resueltos a exponer al peligro nuestro bienestar antes que el de la comunidad»588; de la misma manera, es perceptible en Maquiavelo la consi deración del propio país por encima de cualquier otro elemento: «en las deliberaciones en que está en juego la salvación de la patria, no se debe guardar ninguna consideración a lo justo o lo injusto, lo piadoso o lo cruel, lo laudable o lo vergonzoso, sino que, dejando de lado cualquier otro respeto, se ha de seguir aquel camino que salve la vida de la patria y mantenga su libertad»589.
Ambos conciben también la búsqueda de la gloria como una acción que, sin dejar de ser reconocida entre los hombres de cualquier época, reproduce la acti vidad de los grandes personajes de la antigüedad griega y romana, una época por la que tanto Maquiavelo590como Sepúlveda591 sentían una admiración sin límites. Desde esta perspectiva, tal vez el punto de contacto más importante, por lo que tiene de fundamento para el resto de las semejanzas, sea la posición que ambos autores mantienen respecto a la gloria. Esta representa el estímulo para la acción, una acción que deja de lado la vida contemplativa y se vuelca sobre el mundo: «Entre todos los hombres dignos de elogio, los que más alabanzas merecen son los que han sido cabezas y fundadores de las religiones. Inmediatamente después, los que han fundado repúblicas o reinos. Después de éstos, son cele brados los que, puestos a la cabeza de los ejércitos, han ampliado sus dominios o los de la patria. A éstos se añaden los hombres de letras, y como éstos son de más clases, se alaba a cada uno según su categoría. A cualquier otro hombre, y su número es infinito, le toca alguna parte de loor, que se le atribuye gracias al arte u oficio que ejerce. Son, por el contrario, infames y detestables los hom bres que destruyen las religiones, que disipan los reinos y las repúblicas, ene migos de la virtud, de las letras y de toda otra arte que acarree utilidad y honor para el género humano, como son los impíos, los violentos, los ignorantes, los ineptos, los ociosos y los viles»592.
Teniendo en cuenta que «en Discorsi, 1 ,10, gloria, fama, onore, y laude son intercambiables»593, puede apreciarse que, para Maquiavelo, el elogio o la gloria alcanzan a todos aquellos que desempeñan una tarea, sea ésta la que sea. También Sepúlveda reconoce que la gloria se alcanza «en el cumpli miento de cualquier función pública, militar o civil», ampliando este último ámbito para dar cabida en el mismo a aquellos trabajos, como los dedicados a 588 Gonzalo, p. 238. 589 Discursos, 111,41 ,p . 433. 590 Ibídem, II, Proemio, p . 190. Véase el Proemio al L . I de los Discursos y A . Ginzo , El legado clásico. En torno al pensamiento moderno y la Antigüedad clásica, pp. 59-81. 591 F. Castilla Urbano, «La antigüedad romana y el Nuevo Mundo en la obra de Juan Ginés de Sepúlveda»; D. A. Lupher, Romans in a New World, pp. 103-149. 592 Discursos, 1 , 10, p. 63. 593 R. Price, «The Theme o f Gloria in Machiavelli», p. 590.
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la escritura, de los que se beneficia de una u otra forma la sociedad594. Natu ralmente, Maquiavelo no olvida que la prioridad en los asuntos de Estado co rresponde al control del gobierno por parte del príncipe, pero, como veremos al analizar la diferencia entre el constructor o restaurador de estados y el mero tirano, ese objetivo no impide que se busque el bienestar de los ciudadanos: «Considerando, pues, todas las cosas mencionadas anteriormente, y pensando para mis adentros si ahora, en Italia, es el momento indicado para que un príncipe nuevo sea ensalzado, y si existen las circunstancias que den ocasión, a uno pru dente y valeroso, de introducir una nueva forma que le honrara a él e hiciera la felicidad de los italianos, me parece que concurren tantas cosas en beneficio de un príncipe nuevo, que no sé si habrá nunca un momento más adecuado para esto»595.
La consecución del honor y gloria mundanos es por tanto el más alto de los fines para Maquiavelo no menos que para Cicerón y para Tito Livio596; también lo es para Sepúlveda, que considera que la búsqueda de la gloria forma parte de la naturaleza humana: «el apetito de gloria está implantado y es innato a todos y cada uno de los espíritus más nobles y excelsos»597. Por el contrario, Maquiavelo rechaza a quienes llevan a cabo acciones indignas o violentas y «engañados por un falso bien y una falsa gloria, se dejan arras trar, voluntariamente o por ignorancia, a lo que merece más reproches que alabanzas, y pudiendo fundar, con perpetuo honor para ellos, una república o un reino, se convierten en tiranos»598; también critica a quienes, por su incompetencia o desidia ni siquiera las realizan. Algo similar opina Sepúlve da, aunque en su caso hay siempre una salvaguarda religiosa que le lleva a vincular la consecución de la auténtica gloria a la conformidad de la acción con el mandato divino; así, si por una parte, muestra su prevención hacia el ocio, si no su rechazo, convencido como Virgilio de que la fortuna favorece a los audaces o, lo que viene a ser lo mismo, de que la virtud languidece con el ocio599, por otra, considera más propio de la falsa gloria o la vanagloria los comportamientos indignos: «por tres razones se conoce la vanidad de la gloria: la primera, si no se busca con hechos y virtud sólida, sino con ‘con ficción y falsa apariencia, y, como dice Cicerón, no solamente con palabras fingidas, sino también con falso semblante’; la segunda, si se trata de conseguir gloria de quien no conviene; la tercera, si tiene por fin otra cosa que la alabanza de Dios y provecho del prójimo»600. 594 595 596 597 598 599 600
Gonzalo, p. 220; véase Demácrates primero, p. 128. El p rín cip e,X X V U ,p . 181. Q. Skinner, Maquiavelo, p. 43. Gonzalo, p. 246. Discursos,!, 1 0 ,p. 63. Gonzalo, p. 237. Demócrates primero, p. 273; véase Gonzalo, pp. 231-232 y 235.
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Sin embargo, entre los gloriosos, no todos alcanzan a serlo en igual medi da. La gloria parece centrarse más en los hombres de armas (incluso cuando, como el papa Julio II601 o el cardenal Albornoz602, aquéllos puedan ser ecle siásticos), en los gobernantes y consejeros, en los escritores y artistas603 e incluso en los profetas armados, esto es, «aquellos que por su propio valor y no por la fortuna se convirtieron en príncipes, como Moisés, Ciro, Teseo, Rómulo, y otros, todos dignos de admiración»604. Todos ellos tienen en común la realización de grandes empresas605, opinión que es compartida por Sepúlveda: «Efectivamente, es connatural a un espíritu noble y distinguido, como tengo oído que también pareció bien a Aristóteles, filósofo ilustre donde los haya, acometer magníficas empresas»606. Esto no significa que alcanzar la gloria sea sinónimo de éxito; por el contrario, ya hemos visto que a los tira nos, por muy capaces que sean de alzarse con el gobierno y de mantenerlo, les está vedado ese honor. Los ejemplos más claros son los de César y Agatocles, pero también los «príncipes orientales». Para Maquiavelo, la fama del romano no puede engañar a nadie: es producto de su poder, capaz de corrom per y atemorizar a quienes debían escribir sobre él»607; lo que en verdad hizo César fue echar a perder completamente una ciudad ya de por sí corrompida. También Sepúlveda, sin dejar de reconocer sus méritos guerreros, le reprocha su traición: «Podéis imaginar el rutilante esplendor hasta el que se habría ele vado este alma y espíritu invicto, cuando su anhelo era la gloria, si finalmente no lo hubiese mancillado todo por entablar la guerra contra la patria»608. En el caso de Agatocles, recuerda Maquiavelo que llegó a matar a sus conciudadanos y traicionar a sus amigos, careció de fe, de humanidad y de religión, llegando «a adquirir el imperio, pero no la gloria»609. Por lo que respecta a los tiranos de Oriente, Maquiavelo no deja de subrayar que ningún príncipe se comporta así, «a no ser que sea bárbaro, destructor de países y disipador de toda civilidad humana»610; una opinión que, como ya se ha visto, era compartida por el cronista imperial. Una valoración general de los tiranos que no difiere de la de Maquiavelo encontramos en Sepúlveda esparcida por casi todas sus obras morales y polí ticas; más en concreto, hay que recordar la ya vista amplia crítica que hace en 601 El príncipe, X 1.5, p. 130. 602 Historia de los hechos del Cardenal Gil de Albornoz [y Breve descripción del colegio], p. 7. 603 Discursos, II, Proemio, p. 188; Del arte de la guerra, I, p. 10. 604 El príncipe, V I.3, p. 107. 605 Ibídem, XVI.2, p. 146; XVI1I.1, p. 151; XXI. 1, pp. 168-169; Discursos, II, 13, p. 230 y III, 34, pp. 414-416. 606 Gonzalo, p. 214. 607 Discursos, I , 10, p. 64; véase, ibídem, p. 66. 608 Gonzalo, p. 233; véase, ibídem, p. 221, y Demócratesprimero, p. 157. 609 El príncipe, VIII.3, p. 119. 610 Discursos, II, 2 ,p . 200.
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la Exhortación de la barbarie que supone el dominio turco611, y a ello se puede añadir la no menos amplia comparación entre el tirano y el rey que realiza en Acerca de la monarquía, subrayando que, frente al primero, el monarca busca «no la gloria vacía y hueca, sino la verdadera y firme»612. Sin embargo, no conviene olvidar que muchos de los reproches que Sepúlveda hace a los tira nos parecen remitir directamente a algunas de las cualidades que Maquiavelo considera necesarias para la supervivencia del príncipe nuevo. Así, cuando Sepúlveda habla del rey entiende que éste «para llevar este nombre justa mente, ha de ser una persona extraordinaria y muy prudente», mientras que el tirano «es pérfido y muy malvado»613. A éste, que «ha impuesto la tiranía por la fuerza o el engaño», «es beneficiosa la imitación de la administración real, aunque reservándose el poder coercitivo para los casos en que la ciudad rechace su dominio». Tampoco escapa a Sepúlveda la instrumentación de la religión por parte del que posee el poder tiránicamente, procediendo a des cribir su forma de actuar tal y como Maquiavelo recomienda que conviene para quien quiera mantener su dominio: «esta clase de tiranos suelen fingir la devoción religiosa y el culto a Dios para dar la impresión de que son personas buenas y piadosas y, en fin, para que parezca que no se les debe temer y que, si les sobrevinieran dificultades, Dios los socorrería»614. Al margen de esta valoración de la acción atribuida al tirano, hay que in sistir, en relación con la consecución de la gloria, que no vale cualquier éxito, pero tampoco es un obstáculo definitivo la violencia empleada: la clave está en si ésta es utilizada para destruir lo que tenía un orden que preservaba el bien común (como hicieron César y Agatocles) o para construir o reorganizar un reino o una república, en cuyo caso resultará disculpado quien lo haya hecho: «un organizador prudente, que vela por el bien común sin pensar en sí mismo, que no se preocupe de sus herederos sino de la patria común, debe ingeniárse las para ser el único que detenta la autoridad, y jamás el que entienda de estas cosas le reprochará cualquier acción que emprenda, por extraordinaria que sea, para organizar un reino o constituir una república. Sucede que, aunque le acu san los hechos, le excusan los resultados, y cuando éstos sean buenos, como en el caso de Rómulo, siempre le excusarán, porque se debe reprender al que es violento para estropear, no al que lo es para componer»615.
Esta distinción vendría a equivaler a la que establece Sepúlveda entre quien lleva a cabo una guerra injusta, donde cualquier violencia es objeto de censura, o una justa, donde prácticamente toda acción es permitida: 611 612 613 614 615
Exhortación a Carlos V, especialmente pp. 330-333. Acerca de la monarquía, p. 54. Ibídem. Ibídem, pp. 56 y 58. Discursos, I, 9, pp. 60-61.
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«a quienes hacen una guerra justa se Ies permite, según los usos de los pue blos y el Derecho divino y natural, matar al enemigo, someterlo a esclavitud, apropiarse de sus bienes, destruir sus ciudades y pueblos, arrasar y devastar sus campos -causar daño a los enemigos por todos los medios-, hasta obtener la victoria, con tal que lo hagan con una intención recta y encaminada a la paz»616.
Sin embargo, tanto Maquiavelo617 como Sepúlveda618 admiten que hay también quien ha logrado la gloria en la derrota. No basta, por tanto, con lle var a cabo grandes empresas, sino que éstas deben tener una cierta dignidad o, al menos, no caer completamente en el deshonor: «no me parece loable el fraude que rompe la fe y los pactos, pues, aunque a veces sirva para conquis tar un estado o un reino, como ya hemos dicho en otras ocasiones, no otorga gloria jamás»619. Sólo la defensa de la patria, en el caso de Maquiavelo620, y la de ésta y la religión, que en Sepúlveda van unidas621, son acciones movidas por valores que parecen ir más allá de la gloria aunque, por supuesto, no se encuentran en oposición a ésta, sino que resultan complementarias: asumir esa obligación aporta gloria. En cualquier caso, la búsqueda de la gloria, la de la libertad de la patria e incluso la defensa de la religión, suponen una forma de comportamien to que, sin dejar de ser propia de personajes destacados del pasado o del presente, alcanza también a los pueblos: el reconocimiento de la gloria de los romanos y los toscanos por Maquiavelo622 encuentra su paralelis mo en la admiración de Sepúlveda por los romanos623. Pero además de los pueblos antiguos, también los contemporáneos son reconocidos como gloriosos por ambos autores: el florentino, fiel a su inquina contra los mercenarios, juzga que los venecianos «obraron segura y gloriosamente», mientras hicieron ellos mismos la guerra624, pero cuando acudieron a ex traños «tomaron una decisión imprudente que les sustrajo mucha gloria y felicidad»625; el cronista cordobés no encuentra mejores representantes de la gloria contemporánea que los españoles, «los más aplicados de todos los mortales a la gloria»626. A todos estos comportamientos se contrapone la acción ambiciosa: 616 Acerca de la monarquía, p. 95. 617 Discursos, III, 42, p. 434; véase ibídem, III, 10, p. 354; III, 31, p. 407; II, 27, p. 287, y III, 45, p . 439. 618 Gonzalo, pp. 217-218 y 223. 619 Discursos, 111,40, pp. 431-432. 620 Ibídem, III,4 1 ,p. 433. 621 Exhortación a Carlos V, p. 330. 622 Discursos, I, 58, p. 178; I, 36, p. 125; II, 9, p. 218; Del arte de la guerra, I, p. 19; los anti guos toscanos: Discursos, II, 4, p. 208. 623 Gonzalo, p. 223. 624 El príncipe, XII.7, p. 134. 625 Del arte de la guerra, I, p. 30. 626 Gonzalo, p. 211.
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«Dice una antigua sentencia que los hombres suelen lamentarse del mal y hastiarse del bien, y que ambas pasiones producen los mismos efectos. Porque los hombres, cuando no combaten por necesidad, lo hacen por ambición la cual es tan poderosa en los corazones humanos, que nunca los abandona, por altos que hayan llegado. La causa es que la naturaleza ha constituido al hombre de tal manera que puede desearlo todo, pero no puede conseguirlo todo, de modo que, siendo mayor el deseo que la capacidad de conseguir, resulta el descon tento de lo que se posee y la insatisfacción. De aquí se originan los cambios de la fortuna, porque deseando, por un lado, los hombres tener más, y temiendo, por otro, perder lo que tienen, se llega a la enemistad y a la guerra, que causará la ruina de una provincia y la exaltación de otra»627.
Sin duda la ambición es una motivación omnipresente en Maquiavelo. Puede aparecer ocasionalmente en oposición al bien común, como en el caso del fundador de Roma: «que Rómulo sea de los que merecen excusa por la muerte de su hermano y de su compañero, y que lo hizo por el bien común y no por ambición, lo demuestra el hecho de que en seguida estableció un senado que le aconsejase y de acuerdo con el cual tomaría las decisiones»628; puede surgir también enfrentada a la gloria, como motivación de un ejérci to629. Pero lo cierto es que la ambición aparece en el florentino como la causa principal de la actividad humana correcta o incorrecta630. Por el contrario, en Sepúlveda aparece sólo como la motivación fundamental de la acción in moral de los individuos631 y de los grupos, especialmente cuando, como los turcos, se oponen a los españoles: «En efecto, César Carlos, los mortales suelen muchas veces emprender una guerra por múltiples causas: en el ámbito de lo justo, para recuperar por las armas, cuando no es posible hacerlo por el derecho, lo que les ha sido arre batado, o bien para repeler las injusticias o rechazar un ataque; en el ámbito de la injusticia, a su vez, a unos los empujó a la guerra la ambición y el deseo de reinar, a otros los incitó a las armas el deseo de poseer, y hubo quienes fueron excitados a un tiempo por la avaricia y la ambición»632.
Por eso insiste Sepúlveda permanentemente en separar la ambición de la gloria, negando que forme parte de la misma, como pretendía mantener 627 Discursos, I, 37, pp. 126-127. Véase Discursos, II, Proemio, p. 190. 628 Ibídem, 1 ,9, p. 61. 629 Ibídem, 1 ,43, p. 143. 630 Ibídem , I, 4 2 , p. 143; véase «Capítulo de la am bición», en M aquiavelo, Antología, p p .313-320. 631 Apología en favor del libro sobre las justas causas de la guerra, p. 194; véase Gonzalo, p. 242. 632 Exhortación a Carlos V, p. 330.
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una crítica en la que no es arriesgado apreciar un fondo erasmista633 que el cronista imperial, defensor de un cristianismo que no es incompatible con los valores clásicos, no puede compartir: «‘Pero apetecer la gloria es una ambición más, la cual se cuenta entre los defectos morales.’ Me pregunto, ¿a qué denominan ésos ambición? Pues si la ambición consiste en procurarse elogios con afán y por cualesquiera medios, ganarse el favor popular, complacerse con adulaciones y ambicionar dignida des y cargos, simplemente para ocupar el puesto más elevado o manifestar la opinión el primero, la ambición es un defecto moral, verdaderamente uno no mediano y que en definitiva no puede encajar sino en un hombre frívolo y ne cio. Pero esto dista tanto de aquel apetito de gloria del que hablo, que más bien se opone a él por completo, pues yo quiero que sea apetecida aquella gloria que se sustenta en profundas raíces, que se alcanza únicamente a través de la virtud y que es la única recompensa a la misma, como veo que es la opinión de los varones más doctos»634.
Por lo demás, aunque el discurso ideológico de Maquiavelo y Sepúlveda se articula en tomo a la consecución de la gloria en la acción individual o colectiva, no hay que perder de vista que el referente material de la gloria es la riqueza; a uno635 y otro636 no se le escapa que honores y riquezas son las cosas más estimadas por los hombres. No hay, por tanto, ni en Maquiavelo ni desde luego en Sepúlveda637, sombra de ese franciscanismo que hace de la pobreza un ideal638. A lo sumo, ésta se identifica, como hace Sepúlveda, con la aspiración de una minoría empeñada en alcanzar una vida de perfección639; para el resto de los hombres, la gran mayoría, el deseo de riqueza es algo natural. Sin embargo, esto no significa que su adquisición y acumulación no esté sometida a regla; por el contrario, las riquezas no pueden ser nunca el fin predominante de la acción, porque convertiría ésta en una acción reprobable: así ocurre con los enemigos del cardenal Albornoz, que «promueven la gue rra con el estímulo no tanto del combate como de la riqueza»640. Las riquezas tampoco pueden ser una motivación incontrolada, de manera que bien está que los hombres las persigan cuando sea posible, «pero cuando no pueden, o quieren actuar de otro modo, aquí está el error y el motivo de vituperio»641. 633 Erasmo, «La guerra atrae a quienes no la han vivido» ( Dulce bellum inexpertis),en Adagios del poder y de la guerra y Teoría del adagio, p. 232: «nos arrastran a la guerra o la ira pueril o el ansia de dinero o la sed de gloria». 634 Gonzalo, pp. 231-232. 635 Discursos, 1 ,37, p. 127; III, 6, p. 320; El príncipe, X IX .1, p. 154. 636 Historia de Carlos V: Libros I-V, p. 117. 637 Gonzalo, p. 229. 638 H. Barón, En busca del humanismo cívico florentino. Ensayos sobre el cambio del pensa miento medieval al moderno, pp. 138-219. 639 Demócratesprimero, pp. 159-60. 640 Historia de los hechos del Cardenal Gil de Albornoz, p. 39. 641 El príncipe, III. 12, p. 99.
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No cabe, tampoco, escatimar las riquezas con aquellos que se las han ganado con su esfuerzo: «cuando un pueblo o un príncipe han enviado fuera a uno de sus capitanes, en una expedición importante, si el capitán vence, ganando inmensa gloria, el pueblo o el príncipe están obligados, por su parte, a premiarlo, y si en vez de darle un premio le deshonran y ofenden, movidos de la avaricia, no queriendo, constreñidos por esta pasión, darle una compensación, cometen un error que no tiene excusa y se ganan una infamia eterna»642.
Así, pues, como hemos visto, siempre que el deseo de gloria domine a la ambición, ambas pueden ir ocasionalmente unidas sin que se produzca inmoralidad alguna. Pero cuando se separan, especialmente en Sepúlveda, la gloria y la ambición, ésta se convierte en codicia, y ambas forman los dos polos opuestos entre los que se mueven los individuos y las naciones, condu ciéndolos con frecuencia al desastre: «cuando observo los tiempos presentes y los pasados, veo que todos los reinos más poderosos y los Estados más afamados ( ó p tim a q u a e q u e r e g n a e t c la r is s im a s r e s p u b lic a s ) fueron fundados en un inicio y luego crecieron por el concurso de aquéllos precisamente que se proponían como recompensa a sus esfuerzos sólo la gloria, y que por el contrario fueron debilitados y derribados hasta sus cimientos por aquéllos que prefirieron el odio, la codicia o cualquier otra pasión a la gloria y a la buena estima»643.
Cuando se imponen la codicia, el soborno y, en definitiva, la ambición desmedida, los hombres se corrompen, pero todavía resulta mucho más de sastroso cuando la corrupción alcanza a las naciones, como demuestran los ejemplos de los espartanos, los atenienses y los mismos romanos644. En todos estos pueblos, el ansia y la acumulación de riquezas hicieron que se perdieran las costumbres sencillas que son la base del espíritu de sacrificio. Maquiavelo no deja de advertir que no puede ser más falsa la opinión de «que el dinero es el nervio de la guerra» cuando lo cierto es que lo son «los buenos soldados»645. Pero si la riqueza impide que surjan éstos, parece que el único recurso son los mercenarios646, una solución que tanto Maquiavelo647 como Sepúlveda648 coinciden en rechazar. El resultado es paradójico: por una parte, ya hemos visto que ambos pensadores se ven obligados a mantener que la ri queza es una fuente de motivación fundamental para los que hacen la guerra, 642 643 644 645 646 647
Discursos, I, 29, p. 108. Gonzalo, pp. 220-21. Ibídem, p. 221.
Discursos, II, 10, pp. 219-223. Gonzalo, p. 233. El príncipe II.2,pp. 131-132; Discursos,!, 43, pp. 143-144y 11,20,pp. 259-261 ;Delarte de la guerra, I, pp. 17 y 22-23. 648 Gonzalo, p. 234.
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pero, por otra parte, no dejan de reconocer que su posesión puede provocar la ruina de hombres y pueblos: «la pobreza produce mejores frutos que la riqueza, y [...], si una ha honrado las ciudades, las provincias, las religiones, la otra las ha arruinado»649. Además, tanto el florentino650 como el cordobés no dejan de contrastar los resultados a los que una y otra han dado lugar: hombres que se desenvuelven en la pobreza no dudan en ponerse al servicio de la república cuando se reclama su ayuda, mientras que los que nadan en riquezas sólo son aptos para satisfacer sus ambiciones: «La República romana, por no relatarlos uno a uno, estuvo en su mejor momento y destacaba en toda virtud cuando a los cónsules y dictadores se les hacía venir desde el arado, y se vino abajo y cayó en toda clase de bajezas cuando no pudo soportar su abundancia y su riqueza. Es decir, la que había cre cido con la máxima gloria gracias a la sobria y moderada pobreza de Fabricio, Régulo, Atilio, Cincinato y Gneo Escipión, varones sobresalientes, esa misma se echó a perder de modo bochornoso con las arrogantes riquezas de Craso, Pompeyo y César»651.
La conclusión no puede sorprender: no sólo se ensalza a aquellos que viven de la agricultura y se mantiene el tópico de que son más aptos para la guerra los hombres pobres, sino que incluso se les considera óptimos para constituir una república652. Con estos presupuestos, no puede extrañar que Maquiavelo intente conciliar ambos principios, afirmando que lo mejor para un estado es que éste sea rico y sus ciudadanos pobres653, lo que ciertamente parece difícil de conseguir.
3.
LOS LÍMITES DE LA RELIGIÓN Y EL ALCANCE DE LA VIRTUD
Ya hemos visto que tanto Maquiavelo como Sepúlveda aceptan que la gloria se alcanza por aquellos que poseen la virtud. Pero en torno a este con cepto parecen darse las mayores diferencias entre ambos. La virtú maquia vélica posee un sentido que la vincula a la moral del mundo pagano, tal y 649 Discursos, III, 25, pp. 393-394; Gonzalo, pp. 233-4. 650 Discursos, III, 25, p. 392: «Araba Cincinato su pequeña granja, ( ...), cuando llegaron de Roma los legados para comunicarle que había sido elegido dictador y avisarle del peligro en que se encontraba la república romana». 651 Demócrates primero, p. 157. D. A. Lupher, Romans in a New World, p. 111, señala el paralelismo entre este texto de Sepúlveda y el pasaje del libro tercero del De concordia et discordia de Vives (Obras completas, II, p. 150), y el Pompeius fugiens (Obras completas, I, p. 589), pero en ninguno de ellos se nombra a Cincinato, que también había sido aludido en Gonzalo, pp. 233-234. 652 Discursos, 1 , 11, p. 69; véase III, 25, pp. 391-394. 653 Ibídem, I, 37, p. 127; véase II, 19, p. 255; III, 16, p. 370, y III, 25, p. 391.
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como la presenta Isaiah Berlin654, y la aleja del cristianismo; es un conjunto de habilidad, valor, fuerza, poder, determinación y eficacia para el florentino, mientras que en Sepúlveda ya hemos visto que, sin ser del todo ajena a estas características, no se aparta del cristianismo. Con ser decisiva esta última di ferencia, no hay que olvidar que la virtud maquiavélica permite hacer frente a los vaivenes de la Fortuna655, mientras que la manejada por Sepúlveda sirve para desenvolverse en el mundo, lo que convierte a ambas en instrumentos para la gloria y el éxito. Tal vez por ello, se hace imprescindible mostrar cómo, a pesar de su distinta consideración del cristianismo, uno y otro alcan zan a diseñar una concepción de la virtud que dista de ser tan opuesta como sus respectivos puntos de partida podían hacer presagiar. Hay en Maquiavelo una clara conciencia de la dificultad de la religión cristiana para mantener sus principios en la vida política. A la cita ya repro ducida del capítulo 2 del libro II de los Discursos sobre la primera década de Tito Livio, donde se subraya la debilidad que el cristianismo ha introducido en el mundo, se podrían añadir otras que demuestran una opinión muy asen tada del florentino sobre este asunto: «las costumbres actuales, basadas en la religión cristiana, no imponen esa ne cesidad de defenderse que antiguamente existía. En aquellos tiempos se ma taba a los vencidos o se los convertía de por vida en esclavos que sobrevivían míseramente; las ciudades vencidas eran arrasadas, o se expulsaba y dispersa ba a sus habitantes tras arrebatarles sus bienes. Los vecinos quedaban sumidos en la más profunda de las miserias. Amedrentados por ese temor, los hombres cultivaban las disciplinas castrenses y honraban a quienes sobresalían en ellas. Pero hoy ese miedo ha desaparecido. Pocas veces se mata a los vencidos, y a ninguno se le tiene mucho tiempo prisionero, liberándosele con facilidad. Las ciudades no son arrasadas aunque hayan protagonizado mil rebeliones. Y se respetan los bienes de cada uno, de modo que el mayor mal que se puede temer es el pago de un tributo. Por eso los hombres no quieren someterse a la disciplina militar ni sufrirla en aras de evitar un peligro que apenas temen»656.
A esta sensación de inadecuación de la religión a las exigencias de los tiempos o, al menos, a la sospecha sobre su capacidad para concillarse con las armas y el valor, habría que unir por parte de Maquiavelo una consideración política de todo lo humano657. Esta perspectiva excluye el ámbito trascen dental de la religión, dejándola reducida a una vertiente instrumental de la política, tal y como es concebida por el florentino. En la práctica, esto supone no sólo dejar de lado la capacidad redentora de la religión, sino juzgarla única I. Berlin, Contra la corriente. Ensayos sobre historia de las ideas, p. 105. El príncipe, X X V .2,p. 178. Del arte de la guerra, II, p. 77. M. A. Granada, Cosmología, religión y política en el Renacimiento: Ficino, Savonarola, Pomponazzi, Maquiavelo, p. 32. Véase ibídem, pp. 218-245. 654 655 656 637
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y exclusivamente por su apoyo para la adquisición y conservación del poder por aquellos (sabios, prudentes, virtuosos) que están capacitados para ello: «Los que estén a la cabeza de una república o un reino deben, pues, man tener las bases de su religión, y hecho esto, les será fácil mantener al país religioso, y por tanto bueno y unido. Y deben favorecer y acrecentar todas las cosas que sean beneficiosas para ella, aunque las juzguen falsas»658.
Esta actitud es la que le atribuye a Fernando de Aragón, al que considera casi un «príncipe nuevo» que, «guiado por la astucia y la fortuna más que por el saber y la prudencia», ha sido capaz de llevar a cabo acciones «sumamente grandes y algunas extraordinarias»; a los ojos del florentino, el rey Católico, «alegando siempre el pretexto de la religión para poder llevar a efecto ma yores hazañas, recurrió a una devota crueldad, expulsando y despojando a los moros de su reino»659. Tal vez por ello, Sepúlveda no duda en ofrecer un retrato que es la antítesis de esta imagen, y según el cual se pudo acabar con cerca de ochocientos años de poder árabe: «gracias a la gran valía del rey, que estaba dotado no sólo de una considerable inteligencia, sino, asimismo, también de una singular religiosidad, y a quien igualaba y asemejaba en virtudes su esposa Isabel. Pues bien, él, sin duda, por propia iniciativa, pero impulsado también por los consejos y la ayuda de su esposa, declaró la guerra a los granadinos, cuyo reino ocupaba gran parte de la Bética; y con la victoria sobre ellos al cabo de diez años, libró a toda España del dominio musulmán»660.
La religión que Maquiavelo ve como un instrumento de dominio y en cubrimiento de cualquier acción, está por encima de cualquier duda en el cronista. Por eso no puede compartir y acaso ni siquiera comprender, que esa instrumentación sea lo que a Maquiavelo le produce más admiración de la religión de los romanos661. De ahí también que el florentino, al juzgar la aportación de la Iglesia romana desde la perspectiva de su país, más que la pérdida de religiosidad de los italianos, lamente que propicie el bloqueo de su unidad662. Incluso la historia sagrada pierde a sus ojos su halo religioso para someterse a una consideración estrictamente política de sus hechos y prota gonistas: «quien lea inteligentemente la Biblia se dará cuenta de que Moisés se vio obligado, si quería que sus leyes y ordenamientos salieran adelante, a matar a infinitos hombres, que se oponían a sus designios movidos sólo por la envidia»663. 658 Discursos, 1 ,1 2 ,p .7 2 . Véase Discursos,!, 11, pp. 67-71, y recuérdese E/príncipe, XVIII.5, p. 153. 659 El príncipe, X X I.1, pp. 168-169. 660 Historia de Carlos V: Libros I-V, p. 27. 661 Discursos, I, 11-14, pp. 67 y ss. 662 Ibídem, I, 12, p. 73. “ 3 Ibídem, III, 30, p. 403.
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Lo anterior justifica para Maquiavelo dejar la virtud fuera del alcance de la religión, lo que de ninguna forma puede ser compartido por Sepúlveda. Su ortodoxia le impide aceptar la reducción política que el florentino hace de la religión, porque ninguna esfera de la vida terrenal puede situarse por encima o al margen de la misma. Pero esto no es obstáculo para llegar a unas conse cuencias muy similares a las de Maquiavelo en cuanto guarda relación con el concepto de virtud. El punto de partida para poder apreciarlo no es, como en aquél, el de una religión débil, sino el de una religión en crisis. Es verdad que el florentino tampoco está lejos de esta valoración, pero su opinión es que dicha crisis ha sido abordada por la Iglesia al fundar sus órdenes. Con ello no se ha resuelto la degeneración moral de las jerarquías, pero se ha permitido que el pueblo pueda disponer de ejemplos de vida cristiana en los que creer. Por tanto, para Maquiavelo, incluso esa limitada renovatio ecclesiae, aunque no es suficiente para equiparar al cristianismo con una religión como la de los romanos, puesta permanentemente al servicio del Estado, proporciona la suficiente vitalidad como para dar por superada la crisis religiosa: «En cuanto a las sectas, vemos qué necesario es que exista en ellas esa renova ción por el ejemplo de nuestra religión, pues ésta, si no se hubiera replegado a sus orígenes gracias a San Francisco y a Santo Domingo, se hubiera perdido comple tamente; pues éstos, con la pobreza y con el ejemplo de la vida de Cristo, volvieron a instalar en la mente de los hombres la religión cristiana, que ya estaba olvidada, y fueron tan poderosas sus nuevas órdenes que gracias a ellas la deshonestidad de los prelados y de los jefes de la Iglesia no acaban de arruinarla completamente, pues sus miembros viven pobremente, y tienen mucho crédito entre el pueblo por sus confesiones y sermones, y así dan a entender que es malo hablar mal del mal que cometen los prelados, y que es bueno vivir bajo su obediencia, encomendando a Dios el castigo de las culpas que puedan cometer; y los prelados, por su parte, obran lo peor que pueden, pues no tienen miedo de un castigo que no ven y en el que no creen. Esa renovación, pues, mantuvo, y mantiene, nuestra religión»664.
En el caso de Sepúlveda, su diagnóstico de la crisis no alcanza sólo a la Iglesia, sino a la religión misma. Es verdad que no se le escapa la corrupción eclesiástica, por la que, como tantos hombres de su época, muestra su repulsa y a la que quiere dar solución, como reconoce en su carta al cardenal Contarini: «veo que aquellos a los que más convenía velar por el bien general de la Iglesia y no dejar pasar ocasión alguna de aumentar su dignidad, no hacen mención del concilio -cosa provechosa y ahora más necesaria que nunca- en ningún momento»665. A ese mal permanente hay que añadir el peso de la here jía misma, en gran parte fruto de la propia depravación institucional. Ambas no son sino constatación de que aquellas virtudes que adornaron a la Iglesia en sus orígenes se han perdido o agotado y hay que recuperarlas: 664 Ibídem,III, l,p p . 309-310. 665 Epistolario , carta 46 al cardenal Gasparo Contarini, de aprox. 1540, p. 114.
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«El punto fundamental es que primeramente se corrijan, tanto en público como en privado, los defectos de todos los sacerdotes que han causado nues tros males y que han dado lugar a los engaños y calumnias de los herejes. Pero el modo de corregirlos no es que vosotros, los príncipes de la Iglesia, os contentéis con reprimir mediante edictos el lujo en vestidos y flecos, sino que restituyáis las normas antiguas de los santos Padres que afectan a las cos tumbres abandonadas hace tiempo, y les devolváis su antiguo vigor, que está completamente debilitado por la licencia de los tiempos. Y esto no mediante decretos o nuevas leyes, de los que ya hay de sobra, sino que es con hechos y ejemplos y la práctica de la virtud como debéis hacer que todos entiendan que la sociedad eclesiástica se gobierna no según el arbitrio de los sacerdotes -por no decir capricho-, tal como algunos dicen y proclaman, sino según las normas de los santos Padres»666.
A estos factores internos se une la amenaza turca, que se siente cada vez más cercana y real, pero para la que Sepúlveda sólo concibe, como hemos visto, la respuesta armada. Todas las soluciones que aporta, la convocatoria del Concilio, la imitación de los comportamientos de los santos Padres y la guerra con el turco, tienen como objetivo mantener o restaurar el cristianis mo allí donde es conocido. Pero, la abundancia de los males es tan grande, que parece necesitar de un consuelo añadido: el que encuentra inicialmente en la propagación del cristianismo en el Nuevo Mundo, como le reconoce a Carlos V: «constantemente os ocupáis de que esta misma religión se extienda junto con el dominio español en el Nuevo Mundo, que se cree que está en manos de los que habitan las antípodas. En efecto, es patente que, allí donde hace poco el nombre de Cristo era desconocido, el número de personas de nuestra religión ha crecido gracias a vuestro patrocinio hasta un número que no puede igualar toda Alemania; de modo que, si en esta se ha producido alguna merma, se en tiende que se compensa de día en día con un aumento mucho mayor en aquel Mundo»667.
Pero lo que a inicios de la década de los treinta, desde Italia y con escasa información era visto con esperanza, se toma casi inaccesible poco más de diez años después. La esperanza en que la predicación asentara con rapidez el cristianismo en el Nuevo Mundo se viene abajo y la sensación de crisis se acentúa porque la labor evangelizadora no resiste la comparación con la de los primeros tiempos de la Iglesia. Con «la pobreza que hay de predicadores de la fe y escasez de milagros»668 no es posible llevar la palabra de Dios a los indios, salvo que se cambie el método utilizado por los Apóstoles: 666 Ibídem, carta 41 al cardenal Gasparo Contarini, de aprox. 1538, p. 104. 667 Ibídem, carta 15 a Carlos V (es el Prefacio a la traducción de la Meteorología , de 1532, que le dedica), p. 53. 668 Demócrates segundo, p. 65.
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«Da tú a los apóstoles de nuestro tiempo aquella perfección de fe, aquella virtud de milagros y don de lenguas con que ellos sometían a los enemigos impíos al yugo de la fe y los dominaban, y no faltarán, créeme, predicadores apostólicos que recorran el mundo enseñando el Evangelio; y tengo la segu ridad de que aun estos mismos, si tales hubiesen existido en nuestro tiempo por un don de Dios, con gusto todos se habrían aprovechado de la ocasión y comodidad de cumplir bien su misión y habrían dado muchas gracias a los príncipes cristianos porque, con la pacificación de los bárbaros, habían asegu rado el camino para la predicación evangélica. Pero ahora, como, por nuestro mérito o culpa o porque no hay necesidad, no vemos milagro alguno o rarísi mo, conviene apoyamos en la recta razón y proceder con prudencia, no sea que, si obramos de otro modo parezca que tentamos a Dios, lo cual es contra ley divina»669.
Una religión que se ve amenazada en Europa por enemigos externos e intemos, y que es llamada a ejercer una labor ingente en el Nuevo Mundo, no encuentra a su servicio los prodigios que adornaron sus primeros pasos y, como «está claro que ninguna gente dejará la religión que le dejaron sus pasados sino por fuerza de armas o de milagros»670, Sepúlveda no ve otra salida que recurrir a la fuerza para superar la sensación de crisis que le em barga. Por supuesto, la guerra que postula no tiene como finalidad convertir a los infieles, sino garantizar que la predicación evangélica sea posible en las condiciones que imponen las circunstancias: «¿acaso piensas que lo que no se ha hecho en los comienzos de la Iglesia naciente no se puede hacer recta mente en ningún tiempo, ni siquiera en ocasiones en que está fortalecida con la fuerza y el poder de los reyes y príncipes?»671. Sin duda es a una situación como ésta a la que se refería Antonio Truyol cuando apreció en la obra de Sepúlveda una apelación al uso de la fuerza allí donde las sociedades se ven imposibilitadas de alcanzar por otros medios los objetivos que se proponen: «vemos emerger en Sepúlveda la angustiosa intuición de un hiatus entre la razón y la historia, de la posibilidad de que en la vida de las colectividades hu manas la tensión entre los medios y los fines presente inexorablemente, como en Maquiavelo, un residuo irreductible abandonado a la ley de la fuerza»672.
Este hiato recuerda inevitablemente la escisión o herida que Meinecke señalaba que había causado en la vida histórica el maquiavelismo673, lo que vendría a equiparar más, si cabe, el pensamiento de Sepúlveda con el del flo 669 Ibídem, pp. 67-68. 670 Epistolario, carta 91 a Alonso de Castro [de ¿julio? de 1551], p. 259. 671 Demócrates segundo, p. 69. 672 A. Truyol, «La polémique entre Las Casas et Sepúlveda sur la conquéte du Nouveau Monde par les espagnols», p. 58. 673 F. Meinecke, La idea de la razón de estado en la Edad Moderna, p. 52.
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rentino. La crisis de la religión justifica el recurso a las armas, lo que requiere aclarar su compatibilidad con el ideal cristiano. Aquí es donde Sepúlveda se ve obligado a delinear las dos formas de vida que venimos comentando. Nin guna de ellas renuncia a la salvación, que se mantiene como valor supremo, pero implican acciones muy distintas. Uno es el camino de la perfección, el mismo que enseñó Jesús y sus discípulos, y que ha sido seguido por tantos santos. Pero este camino no está al alcance de la mayoría. Por otra parte, en un mundo donde la religión está en crisis, quienes desean dedicarse a la contemplación necesitan de la protección de los que entregan su vida a las armas y al gobierno de los asuntos públicos. Éstos no aspiran a la perfección cristiana, sino a la gloria: «Verdaderamente una cosa conviene al soldado y otra bien distinta al mon je; éste soportará con absoluta paciencia las afrentas, no tomará venganza ni siquiera de palabra de aquéllos que cometan injusticia contra él; si alguien lo amenaza con herirlo, sencillamente debe huir, no intentará responderle con armas. Esto es lo honesto para el monje, esto es lo glorioso, esto es lo digno de alabanza. ¿Pero qué honorable general elogiará ese comportamiento en un sol dado valeroso? Es más, ¿quién no lo criticará y dirá a voces que atenta contra el deber y el honor de un soldado?»674.
El monje y el soldado representan los extremos de las dos formas de vida que Sepúlveda concibe. Pero, sin milagros ni prodigios que acompa ñen la vida contemplativa del primero, el único recurso para garantizar su dedicación son las armas del soldado. Aunque por la finalidad que persigue, la vida contemplativa sea superior a la vida activa, ésta es necesaria para proteger la sociedad, con lo que Sepúlveda viene a reconocer su legitimi dad675. Pero, en un universo en el que la salvación es el valor supremo, una forma de vida a la que no fuese posible alcanzarla carecería de sentido. Por eso, Sepúlveda acaba aceptando que el bien divino se consigue tanto por quienes llevan una vida de entrega religiosa como por quienes ejercen su actividad en el mundo: «Que nadie considere que sólo observan la religión quienes perseveran en seguir los pasos de san Francisco, santo Domingo o san Benito, y los de otros cuya santidad ha sido reconocida, y emulan sus hechos y su vida constituidos en su regla. Si bien hay justificación y razones de sobra para elogiar a éstos y denominarlos religiosos, sin embargo, no sé si ellos prestan mejores servicios a la religión cristiana que quienes gobiernan el Estado con sabiduría y justicia en una vida menos sujeta a reglas, o quienes con gran esfuerzo emprenden guerras justas por la patria, por el reino o por la misma religión»676. 674 Gonzalo, p. 243. 675 Demócrates primero, p. 98; véase Exhortación a Carlos V, p. 336. 676 Gonzalo, pp. 243-244; véase Demócrates primero, p. 164.
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Al abrir el camino de la salvación tanto para aquellos que llevan una vida contemplativa como para los que dedican todas sus fuerzas a la vida mun dana, Sepúlveda no sólo los equipara, sino que legitima, si es que no era suficiente con la doctrina de la gloria, la acción armada. De esta forma, sin romper con el cristianismo, como se ha visto obligado a hacer Maquiavelo, puede reivindicar la vita activa y, con ella, buena parte de las acciones que para aquél eran propias de ésta. Desde esta perspectiva, el juicio que hace de Sepúlveda «el anti-Maquiavelo por excelencia»677, debería ser matizado.
677
H. Mechoulan, L'antihumanisme de J. G. de Sepúlveda. Étude critique du «Democrates
primus», p. 82.
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1.
L as grandes y « pequeñas cuestiones » de un tratado
Aunque se ha hablado de Juan Ginés de Sepúlveda como un retórico cuya formación humanista habría propiciado una visión de la conquista de América que chocaría con los escolásticos seguidores de Vitoria678, ya estamos en condi ciones de apreciar que sería excesivo situarlo en la línea de esos retóricos cicero nianos cuya habilidad profesional no tenía reparo en ponerse al servicio de cual quier causa o finalidad679. Por el contrario, si algo destaca en la vida intelectual de Sepúlveda es su fidelidad a unos principios ideológicos que, en lo esencial, no experimentan variación desde la biografía del cardenal Albornoz y, sobre todo, el Gonsalus, hasta el De regno, y que impregnan la totalidad de sus crónicas. Desde esta perspectiva, en su enfrentamiento con los teólogos no habría que ver única mente una oposición gremial, sino también «las razones ideológico-políticas» de Las Casas680 y, debe añadirse, las suyas propias. En este sentido, se ha señalado que «la tesis de Pagden resulta harto discutible por infravalorar la formación jurí dica y teológica de Sepúlveda, y el consiguiente carácter ético, jurídico y político de su argumentación legitimadora de la Conquista del Nuevo Mundo»681. 618 A. Pagden, La caída del hombre natural. El indio americano y los orígenes de la etnología comparativa , pp. 155-167, y «The ‘School o f Salamanca’ and the ‘Affair o f the Indies’, pp. 87-95. Una visión más matizada parece apreciarse en A. Pagden, El imperialismo español y la imaginación política , pp. 51-56. 879 J. E. Seigel, « ‘Civic Humanism’ or Ciceronian Rhetoric? The Culture o f Petrarch and Bruni». 680 F. Fernández Buey, La gran perturbación. Discurso del indio metropolitano, p. 139. 881 A.-E. Pérez Luño, La polémica sobre el Nuevo Mundo. Los clásicos españoles de la Filo sofía del Derecho , p. 202 nota.
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Ciertamente, Sepúlveda, como hemos visto que era característico de la mayor parte de los humanistas, compartía unos ideales cívicos heredados de Roma y sus clásicos y, como todos ellos, era un profesional retórico cuyo contexto social e institucional es fundamental para comprender sus actitu des682. Por eso no cabe ignorar su distancia de los escolásticos. Pero de ello no puede desprenderse una sospecha de inconstancia o liviandad intelectuales que, en absoluto, sería de justicia aplicarle. Desde sus primeras obras, Se púlveda va a dar muestras claras de su vínculo con esa línea ideológica y de comportamiento, en la que la admiración por el mundo clásico y su uso como modelo, especialmente en cuanto tiene que ver con los romanos, juega un papel fundamental683; nuestro objetivo es interpretar el Democrates secundus como un producto de la misma. Para ello es fundamental recordar que, inspirados en Aristóteles y Cice rón, los valores de la vida cívica que venían imponiéndose en las ciudades italianas desde inicios del siglo XV propiciaban la participación en el gobier no, la ambición de cargos y la aspiración a los honores. Iban unidos también a una nueva consideración de las riquezas que ensalzaba el beneficio individual y lo presentaba como una ventaja para la patria, a la vez que estimulaba el ideal de los ciudadanos en armas, que iba a contribuir a la aceptación del valor como virtud cívica. Se trataba, en definitiva, del auge de la vida activa, los valores ciudadanos y familiares que con algunos cambios ya hemos visto que iban a estar presentes desde Leonardo Bruni hasta Maquiavelo, frente al predominio de la vida contemplativa, el ideal de la pobreza y el celibato característicos de la etapa anterior. Todo ello reforzaba la identificación de los individuos con su ciudad, generando un patriotismo local que encontraría en la grandeza de la antigua Roma su vínculo común. Como han demostrado las obras de Pocock684 y Skinner685, estos valores van a extenderse por el resto de Europa a partir del siglo XVI, constituyendo una tradición capaz de florecer en ambientes sociales y políticos muy dife rentes de aquellos en los que tuvieron su origen. Es evidente que los súbditos de las monarquías europeas no podían aspirar a ser elegidos para ejercer el máximo poder, pero seguía siendo necesario discutir cómo debía éste ser en caminado al bien común, de qué forma podían contribuir a ello las más altas autoridades de la república y qué papel correspondía desempeñar al resto de 682 J. Hankins, «The «Barón Thesis» after Forty Years and Some Recent Studies o f Leonardo Bruni», pp. 309-338 (esp. 328-330), y J. Hankins, ed., Renaissance Civic Humanism: Reapprais-
als and Reflections. 683 F. Castilla Urbano, «La antigüedad romana y el Nuevo Mundo en la obra de Juan Ginés de Sepúlveda», pp. 121-131; D. A. Lupher, Romans in a New World. 684 J.G.A. Pocock, El momento maquiavélico. El pensamiento político florentino y la tradición
republicana. 685 Q. Skinner, Los fundamentos del pensamiento político moderno. I. El Renacimiento , y Visions ofPolitics. Volume II. Renaissance Virtues.
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los ciudadanos. Definir esta tarea en relación a los problemas del momento y darla a conocer era una de las ocupaciones favoritas de los humanistas de cualquier país, a la vez que una manera de atraerse el apoyo de los poderosos. Este último objetivo no puede dejarse de lado cuando se habla de literatura humanista. Sepúlveda era uno de estos profesionales que supo conquistar el favor de cardenales, papas, nobles y reyes con su escritura y saber, pero esto no quiere decir que estuviera dispuesto a mantener cualquier opinión sólo por el hecho de que pudiera agradarles. Hay que tener en cuenta, centrándonos en el contexto en el que se gestó el Democrates secundus, que alrededor de la corte se movían grupos con intereses muy diferentes, y que la materia tratada era polémica en sí misma. De hecho, la dedicatoria a D. Luis de Mendoza, Conde de Tendida y Marqués de Mondéjar, Presidente del Consejo de Indias desde 1546, con la que comienza la obra, ilustra muy bien esta situación. No sólo cumple a la perfección la tarea laudatoria que caracterizaba a la literatura humanista, sino que aborda desde su inicio el problema de gobierno que va a ocupar su reflexión. Sus afirmaciones al respecto difícilmente pueden consi derarse mera retórica o fruto de la casualidad: Sepúlveda da la sensación de haber condensado en la dedicatoria varias referencias a lo dicho por Vitoria en su relección Sobre los indios, aunque sin citarlo expresamente. Así, en sus primeras líneas, señala: «Si es justa o injusta la guerra con que los Reyes de España y nuestros compatriotas han sometido y procuran someter a su dominio aquellos pueblos bárbaros que viven en la región occidental y austral, llamados comúnmente indios en español, y en qué razón de derecho puede fundarse el imperio sobre estas gentes, es problema trascendental»686.
Estas palabras no pueden evitar recordar el inicio de la De indis: «Toda esta controversia y relección ha sido planteada por causa de esos bárbaros del Nuevo Mundo, vulgarmente llamados indios, que desconocidos anteriormente en nuestro viejo mundo, hace cuarenta años han venido a poder de los españoles. La presente disertación constará de tres partes: en la primera se estudiará con qué derecho han venido los bárbaros a poder de los españoles. En la segunda, qué potestad tienen los reyes de España sobre ellos en lo tem poral y en lo civil. En la tercera, qué poder tiene los obispos o la Iglesia sobre ellos en lo espiritual y en lo tocante a la religión»687.
Lo que sigue a continuación por parte de Sepúlveda es una especie de oposición al «yo nada he visto escrito acerca de esta cuestión, ni he inter venido en deliberaciones ni reuniones sobre esta materia» de Vitoria688: «se han suscitado acaloradas polémicas sobre esta materia, ya en privado entre 686 Democrates segundo, p. 1. 687 F. de Vitoria, Relectio de indis, p. 2. 688 Ibídem ,p. 75.
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varones [doctos], ya en público ante el gravísimo Consejo Real estable cido para la gobernación de aquellos pueblos y regiones»689. Todo ello se culmina con la calificación de «publico negotio»690, bastante lejano del «asunto [de] teólogos»691, que era como Vitoria quiso entender las cosas de Indias: «esta discusión no pertenece a los juristas, al menos exclusivamente. Porque aquellos bárbaros no están sometidos, como diré enseguida, al derecho posi tivo, y por tanto sus cosas no deben ser examinadas por las leyes humanas, sino por las divinas, en las cuales los juristas no son bastante competentes para poder definir por sí mismos semejantes cuestiones»692.
Para Sepúlveda, por el contrario, «cuanto acaece fuera del orden natural, ha de dejarse para su gobierno a la prudencia de los príncipes y varones pro bos que están al frente de la administración, según lo exija la razón del bien público»693. Que el asunto no era secundario y que, por tanto, revelaba la distancia entre los escolásticos seguidores de Vitoria y la visión más secular de juristas y humanistas, lo demuestra su presencia en la polémica entre Mel chor Cano y Sepúlveda, cuando apenas habían transcurrido tres años desde la muerte del catedrático de Teología y diez desde que enunciara la De indis. El discípulo de Vitoria volvió a poner de manifiesto la argumentación que utilizara su maestro: «En cuanto a lo de que esperas que la disputa sea resuelta dentro de poco mediante la sentencia de un tribunal insobornable y muy grave -como si el nuestro fuera corrupto y de poco peso-, si estás pensando en los miembros del Consejo Real, así como acepto de corazón que son los más graves e inso bornables, igualmente declaro valientemente que no les corresponde en gran medida el juicio en materia teológica a quienes son promulgadores y garantes de las leyes»694.
Por su parte, el cronista no duda en reivindicar la intervención de los juristas: «En efecto, en cuanto a lo que tú, por temor a la reprobación por parte del Consejo Real, afirmas ahora en el sentido de que no pertenece al ámbito de juicio de los canonistas el dictaminar sobre una materia teológica, quede claro que esta cuestión acerca de la justicia de la guerra de Indias no afecta menos a los expertos de ambos derechos que a los teólogos»695. 689 690 691 692 693 694 695
Demácrates segundo, p. 1. Ibídem.
De indis, p. 11. Ibídem.
Demócrates segundo, p. 80. Epistolario, carta 81 (1549) de Melchor Cano a Sepúlveda, p. 223. Ibídem, carta 82 (1549) de Sepúlveda a Melchor Cano, p. 242.
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No otra cosa es lo que viene a señalar Sepúlveda cuando relata los aconte cimientos de la Junta de Valladolid a su amigo Martín de Oliván: «era impro pio de su dignidad [de juristas] guardar silencio sobre asuntos que debían ser juzgados de acuerdo con leyes y razonamientos jurídicos, cuya ciencia ellos mismos profesaban»696. Con ello deja sentado el cronista que es a Aristóteles, Cicerón y la ley natural a quien hay que encomendarse para tratar esos temas y no a una teología que poco tiene que decir allí donde no ha llegado el men saje evangélico. Esto no quiere decir que «Sepúlveda ha secularizado total mente tanto la aproximación a la guerra como el problema americano»697; la religión, como ya hemos visto, y, en concreto, su capacidad para hacer frente a la evangelización de los indios, sigue jugando un papel fundamental en las consideraciones del humanista. Con estas premisas manifiesta el autor su objetivo de tratar en forma de diálogo sobre «las justas causas de emprender una guerra en general y el recto modo de hacerla, y de paso otras pequeñas cuestiones no ajenas a mi propósi to y muy dignas de ser conocidas». En lo que sigue, la dedicatoria mezcla la alabanza hacía el marqués de Mondéjar por sus «excelentes virtudes en todo género y singular humanidad», y el reconocimiento de los méritos adquiridos en el desempeño de cargos civiles y militares, conforme al más puro ideal cívico, con la importancia que en estas actividades tiene «la justicia y la religión, en las que se cifra la suma de todas las virtudes. Y no pudiendo poseerlas nadie que ejerza imperio injusto sobre algún pueblo, ni quien sea en algún modo prefecto y ministro de un príncipe tal, no dudo que te agradará este opúsculo en que con argumentación sólida y clarísima se demuestra y aclara la justicia del imperio y administración a ti confiados, cuestión hasta ahora ambigua y oscura»698.
La relación entre el príncipe y sus hombres de confianza a la que alude el texto ilustra muy bien el papel que se reconoce a las elites dentro de la monar quía. Se justifican las acciones civiles y militares como un servicio público en el que se sublima cualquier ambición de poder personal por la independencia de la patria y la grandeza de su príncipe, a la vez que se pone el énfasis en la fidelidad al monarca, algo que Sepúlveda no deja de reconocer a su influyente interlocutor: «habiendo tú desempeñado por largo tiempo y con universal aplauso, cargos públicos y honrosos, tanto de la toga como de la milicia, por voluntad y designio del César Carlos, que tan probadas tiene tu fidelidad y cualidades apropiadas para ambas situaciones»699. 6,6 Epistolario, carta 95 a Martín Oliván, de 1 de octubre de 1551, p. 270. 697 J. A. Fernández Santamaría, «Juan Ginés de Sepúlveda y la guerra», p. 72; una visión más matizada parece desprenderse de su libro Juan Ginés de Sepúlveda: la guerra en el pensamiento político del Renacimiento, p. 152. 698 Demócrates segundo, p. 2. 699 Ibídem.
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El prólogo se cierra con una alusión al Democrates primus, donde se re conoce la intención principal de aquel diálogo de «confundir a los herejes que condenan toda guerra como prohibida por ley divina», y se introduce a los protagonistas del mismo, Democrates, el alter ego de Sepúlveda, y el alemán Leopoldo, «algo contagiado de los errores luteranos». Ambos se alejan ahora de Roma, donde transcurría su primer encuentro, para discutir en Valladolid, a orillas del Pisuerga, con la finalidad de que «pongan fin a la polémica suscitada sobre la honestidad de la guerra»700. Aunque sin duda podemos re montamos al sermón de fray Antonio Montesinos en busca del origen de esa polémica701, es difícil no ver en la intención de Sepúlveda una referencia a las palabras con las que Vitoria iniciaba la De indis: «se oye hablar de tantos asesinatos, de tantos abusos sobre hombres inofensi vos, de tantos propietarios que han sido despojados de sus bienes y riquezas, [que] con razón puede uno preguntarse si todo esto ha sido hecho justa o injus tamente, y por esto no parece que sea del todo inútil esta cuestión»702.
Puede apreciarse que Sepúlveda, como era costumbre entre los humanis tas, no oculta el propósito legitimador que le guía al escribir el alter Demo crates. Por si no bastara con lo que llevamos visto, sus declaraciones sobre el origen del libro vienen a confirmarlo: «el Rmo. Cardenal y Arzobispo de Sivilla, presidente del Consejo de Indias, aviendo oydo dezir al doctor Sepúlveda que él tenía por justa y sancta la con quista, haziéndose como se devia y como se suelen hazer las guerras justas, y lo provaria muy á la clara, le exhortó que escriviese sobre ello, que haría servicio á Dios y al Rey; y así escrivió un libro en pocos dias»703.
Se cumple con ello con esa característica de la escritura humanista de estar al servicio de una tesis y no tanto de una ideología704. Pero, que esta pre ocupación central del diálogo no es un asunto circunstancial (o, dicho de otra manera, que al intervenir como lo hizo no tuvo que forzar su pensamiento), lo demuestra la continuidad que establece con su precedente y, a través suyo, con el resto de las obras de Sepúlveda. De hecho, la parte inicial del Demo crates secundus es un resumen en el que vuelve a aparecer «algo de aquella 700 Ibídem. 701 F. Castilla Urbano, «La interpelación ética de la conquista de América». 702 De indis, p. 10. 703 «Proposiciones temerarias, escandalosas y heréticas que notó el Doctor Sepúlveda», p. 336. El aludido es García de Loaysa, presidente del Consejo de Indias en varios períodos entre 1524 y 1546, y no Femando de Valdés, que no fue Cardenal ni presidió el Consejo de Indias, aunque sí fue Arzobispo de Sevilla tras la muerte de aquél. La confusión se remonta, al menos, hasta Angel Losada, Juan Ginés de Sepúlveda a través de su «Epistolario» y nuevos documentos, pp. 198 y 201; se mantiene en su edición de Las Casas, Obras completas. 9. Apología, p. 17, y es repetida por un buen número de estudiosos. 704 J. Hankins, «El humanismo y los orígenes del pensamiento político moderno», pp. 161-162.
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antigua disputa» tenida en Roma, «que constituye el fundamento de la pre sente cuestión y de otras muchas: cuanto se hace por Derecho o ley natural se hace también por Derecho divino y ley evangélica»705, eco claro de aquellas palabras que constituían parte esencial del Democrates primus: «la guerra no solo no es contra la ley divina -puesto que surge, como a menu do sucede, de la fuente de la justicia-, sino que se emprende con la autoridad de Dios. Pues, a lo que pienso, está suficientemente demostrado que lo que se hace bajo la guía y magisterio de la naturaleza se hace con la autoridad de Dios. Pues, como Dios es la causa primera de toda la naturaleza, igualmente quiere que siempre y principalmente se respete y observe la ordenación de la vida prescrita por la naturaleza: tan lejos está de ordenar nada contrario a las leyes de la naturaleza. El decreto más justo, y que la naturaleza más desea ver cumplido, es que cada uno primeramente cuide de sí y de lo suyo, y después de sus compañeros y de la libertad e intereses de sus compañeros»706.
Así pues, Sepúlveda vuelve a utilizar a Democrates «en un diálogo al estilo socrático»707, como lo hacía en el Democrates primus, a pesar de que, como en este último, la forma del diálogo debía más a la transmisión de conocimientos de un interlocutor privilegiado al resto, conforme al modelo ciceroniano, que a la compartida búsqueda de la verdad entre todos los par ticipantes, típica de los diálogos platónicos. Retoma así la distinción entre la ley natural, que rige la vida activa, y la ley evangélica, característica de la vida contemplativa. Esta última está constituida por una serie de conse jos y exhortaciones más apropiadas para alcanzar la perfección apostólica que para la vida común; por consiguiente, no se puede exigir a la mayoría de las personas lo que es un mandato especial para una minoría. Para la generalidad que practica la vida civil basta «el cumplimiento del Decálogo y demás leyes naturales»708709,las cuales estimulan el ejercicio de la virtud y permiten tanto a cristianos como a paganos alcanzar aquélla con ayuda de la razón. Una vez asentado que las enseñanzas de los filósofos clásicos sobre la ley natural son tan valiosas como los mismos textos evangélicos, pasa Sepúlve da a recordar algunas de las causas de la guerra justa que ya eran familiares para los lectores del Democrates primero109: «repeler la fuerza con la fuer za cuando no queda otro recurso», «la recuperación del botín injustamente arrebatado» a nosotros o a nuestros amigos, y «la imposición del castigo a quien ha cometido la ofensa»710. No está de más, sin embargo, recordar que 105 706 701 708 709 7,0
Democrates segundo, p. 7. Democrates primero, y. 101. Democrates segundo, p. 2. Ibídem .p. 9.
Democrates primero, p. 109. Democrates segundo, pp. 16-17.
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en aquel texto el humanista también hacía referencia a la licitud de la guerra «para derrotar a los enemigos de la religión cristiana que buscan la muerte o la esclavitud de los piadosos»711, cuestión que distaba de gozar de la unanimi dad que poseían los otros casos que citaba, y que en el Demócrates segundo se va a revelar fundamental. En cualquier caso, la causa de la guerra justa aparece siempre como una injuria recibida que no ha podido repararse por otro medio que el de las ar mas, pero a este requisito hay que añadir otros si queremos que efectivamente la lucha emprendida pueda ser considerada justa: «una guerra justa exige no sólo causas que justifiquen su iniciación, sino también legítima autoridad, buena intención en quien la promueve y rectitud en su desarrollo»712*.La le gítima autoridad para declarar la guerra recae en el príncipe que gobierna sin depender de ningún superior. A los particulares no les está permitido em prender una guerra, excepto en caso de legítima defensa, para la que basta la voluntad de quien afronta el peligro: «No le está permitido a cualquiera emprender una guerra, sino solamente para rechazar las injurias dentro de los límites de la justa defensa, y esto por Derecho natural; o más bien, según atestigua el Papa Inocencio en el Concilio Lugdunense: to d a s la s le y e s y to d o s lo s d e r e c h o s p e r m it e n a c u a lq u ie r a d e f e n d e r s e y r e p e l a r la f u e r z a c o n la f u e r z a ; p e r o e l d e c l a r a r la g u e r r a c o r r e s p o n d e e x c lu s iv a m e n te a l p r í n c i p e o a q u ie n e s t é in v e s tid o d e la s u p r e m a a u t o r i d a d e n la r e p ú b lic a »113.
Fuera del príncipe, el resto de los gobernantes de un reino sólo son mi nistros, cuya autoridad tampoco es suficiente para declarar la guerra714. Sepúlveda subordina la declaración formal de guerra, una exigencia que venía de Cicerón715 y San Isidoro716, a la existencia del príncipe, que es quien tiene reconocida esta capacidad, pero no deja de considerarla necesaria cuando se trata de los indios: «Éste es, pues, el proceso lógico de la guerra: primeramen te, que se declare»717. 711 Demócrates primero, pp. 109 y 139. 712 Demócrates segundo, p. 13. 70 Ibídem. No parece tener en cuenta este texto, que también figura en la edición por él usa da, M. García Pelayo, «Juan Ginés de Sepúlveda y los problemas jurídicos de la conquista de América», p. 27 nota: «La fundamentación de Sepúlveda no es, sin embargo, muy afortunada y olvida un importante razonamiento que desde Tomás pertenecía al común de las especulaciones sobre este tema, a saber: que el particular no puede declarar la guerra, puesto que por encima de él existe una autoridad encargada de velar por sus derechos, lo que no ocurre en la comunidad internacional, donde el Estado es autárquico a pesar de la autoridad imperial y papal». Véase, además, Demócrates primero, p. 188. 714 Ibídem, pp. 13-14. 715 República, III, XXIII, 35. Véase Rep. II, XVII, 31, y Deoff. I, XI, 36. 716 Etimologías, XVIII, I, 3. 717 Demócrates segundo, p. 29; véanse las pp. 30 y 31.
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La buena intención es el requisito que debe presidir cualquier acción vir tuosa, de ahí que la guerra justa persiga siempre un fin justo. Sepúlveda, siguiendo a San Agustín, no ve delito en la guerra, sino en su finalidad avari ciosa, como no lo ve en el gobierno de la república, sino en su utilización par ticular. Tanto en la guerra justa como en el gobierno de la república, el bien público es el único fin legítimo a la hora de actuar718. Por lo demás, si existen justas causas para la guerra y la autorización del príncipe, la existencia de un ánimo más preocupado por el botín que por la justicia en los que hacen la guerra, no «les obliga a restituir el botín adquirido, por otra parte, con justicia y de un enemigo reconocido jurídicamente»719. Las causas de la guerra, la autoridad que la declara y la buena intención que la guían tienen que ver con su inicio, lo que se conoce como ius ad bellum\ cuando se dan estos elementos, el recto desarrollo de la contienda forma parte del derecho de guerra (ius in bello). Éste exige que nunca se sobrepase lo que corresponde a la injuria que provocó la guerra, y, a ser posible, que se evite que «sufran daño los inocentes, no trascienda la desgracia a los embaja dores, extranjeros o clérigos, se respeten las cosas sagradas, y no se castigue al enemigo más de lo justo»720. Con estos presupuestos, Sepúlveda no se aleja de la más común tradición de la guerra justa, la que con mayor o menor variación procede de San Agus tín y, en su caso, tal vez por un prurito patriótico, pasa por San Isidoro721. Pero, esta concepción ortodoxa de la guerra justa se torna novedosa en la segunda parte del Democrates secundus, cuando se expone lo que Leopoldo llama esa «extraña doctrina» que se ocupa específicamente de «esos bárbaros llamados vulgarmente indios». En relación a los mismos, señala Sepúlveda cuatro causas en las que puede fundarse la justicia de la guerra que los espa ñoles les hacen: inferioridad natural de los indios; liberarlos de la antropofa gia y de los ritos en los que sacrifican víctimas humanas; la protección de los inocentes sometidos a esos sacrificios, y facilitar la predicación de la religión cristiana722. Mientras intenta justificar estas causas, Sepúlveda no se va a olvi dar de esas «otras pequeñas cuestiones» que había anunciado en su prefacio, todas ellas, ciertamente, «muy dignas de ser conocidas» si se quiere dar con las claves que guían su escritura. Entre las mismas hay que situar la defensa de la monarquía hispánica y de los valores más característicos de la cultura humanística, así como el tratamiento de cuestiones como la responsabilidad de los reyes de España y de quienes en su nombre hacen la guerra a los indios, y la forma de evangelización más conveniente para éstos. 718 719 720 721 722
Ibídem, p. 14; véase, ibídem, p. 28. Ibídem, p. 31. Ibídem, p. 15. Ibídem, pp. 13 y 19. Véase J. Bam es, «The JustWar», pp. 771-784. Ibídem, pp. 19, 37, 61 y 64. Resumen en pp. 83-84.
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D E LA SUPERIORIDAD DE LOS MEJORES AL GOBIERNO DE LOS PRUDENTES
El humanista cordobés empieza su justificación de la inferioridad na tural de los indios aludiendo a su condición servil, a la vez que reconoce que el concepto de servidumbre es interpretado de forma distinta por los juristas y por los filósofos. Para los primeros, la servidumbre es el producto de una situación a la que conduce el derecho de gentes y el derecho civil; la servidumbre sería en este caso un mal menor: al enemigo derrotado en una guerra injusta el castigo que le corresponde es la muerte, pero la ca ridad cristiana y la naturaleza rechazan esta solución convirtiéndolos en esclavos (civiles). Para los filósofos, grupo en el que sin duda se encuadra el mismo Sepúlveda, la servidumbre se relaciona con la naturaleza humana y sus costumbres; desde esta perspectiva, serán siervos los que son cortos de entendimiento y los que poseen costumbres inhumanas y bárbaras. Se púlveda no parece extraer ninguna consecuencia de la distinción realizada, y se limita a señalar que son muy diversos los modos de ejercer el dominio: «así son distintos y tienen diverso fundamento jurídico el dominio del padre sobre el hijo, del esposo sobre la esposa, del señor sobre sus siervos, del magistrado sobre los ciudadanos, del rey sobre los pueblos e individuos sujetos a su imperio»723. El punto de partida de estas formas de dominio es, sin embargo, común: el Derecho natural, que parte «de un solo principio y dogma natural: el imperio y dominio de la perfección sobre la imperfección, de la fortaleza sobre la de bilidad, de la virtud excelsa sobre el vicio»724. Aunque esta visión jerárquica que tanto debe a Aristóteles, «es conforme a la naturaleza», lo cierto es que sobrepasa con mucho su ámbito, para convertirse en una ontología que se extiende a la totalidad de lo real. Así, se ha señalado en el texto de Sepúlveda la presencia de tres principios aristotélicos que abarcan todos los ámbitos de la realidad: de oposición dicotómica y de jerarquización de lo real, de la esclavitud natural y, en tercer lugar, de complementariedad entre lo inferior y lo superior725. El resultado es que tanto los objetos inanimados como los seres vivos están sometidos a este principio, del que no escapan las relacio nes sociales. Es precisamente al aplicarlo sobre éstas cuando Sepúlveda va a realizar su más provocadora manifestación, al mantener que, según enseñan los filósofos, unos hombres «son por naturaleza señores y otros por naturaleza siervos. Los que sobresalen en prudencia y talento, aunque no en robustez física, estos son señores por naturaleza; en cambio, los tardos y torpes de entendimiento, aunque vigorosos 723 Ibídem, p. 20. 724 Ibídem. 725 A. Gomez-Muller, «La question de la légitimité de la conquéte de l ’Amérique: Las Casas et Sepúlveda», pp. 1-19.
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físicamente para cumplir los deberes necesarios, son siervos por naturaleza, y añaden [los filósofos] que para éstos no sólo es justo, sino también útil, que sirvan a los que son por naturaleza señores»726.
Lo tajante de la afirmación no debe oscurecer el reconocimiento de que hay hombres que son por naturaleza siervos; esto debería bastar para admitir que Sepúlveda no niega la unidad de la especie, basada en la creación divina. Esto no es una manifestación aislada en su obra. Aunque ciertas expresiones del Democrates secundus muestren escasa consideración hacia los indios, no faltan en el mismo declaraciones sobre la hermandad entre los humanos: «es tando todos los hombres unidos entre sí por cierta proximidad y parentesco, y llamándose ya socios o prójimos, ya hermanos, muchas son las obligaciones que deben tener entre sí unos con otros, sólo por el hecho de ser hombres, por ley divina y natural»727. Estas palabras vienen a dejar claro que lo que Sepúlveda ha querido señalar bajo la categoría de serví natura no es tanto una disposición inmutable que acarrearía una perenne esclavitud como una incapacidad transitoria que, con la corrección de sus costumbres, puede ser superada728. De hecho, Sepúlveda está convencido de que esa situación se ha producido ya en aquellos grupos que se han mostrado más receptivos a la colonización: «al recibir con nuestro imperio nuestras letras, leyes y costumbres, imbuidos de la Religión Cristiana, quienes se han mostrado dóciles a los sacerdotes que les hemos mandado, como muchos lo han hecho, tanto se diferencian de su pri mitiva condición, como los civilizados de los bárbaros, los provistos de vista de los ciegos, los inhumanos de los mansos, los piadosos de los impíos, en una palabra y para decirlo de una vez, casi cuanto los hombres de las bestias»729730.
El carácter retórico de las oposiciones de conceptos utilizadas por Sepúl veda no sólo no oculta sino que resalta todavía más, si cabe, las expresiones despectivas que vierte sobre los indios. Algunas de ellas fueron corregidas o suprimidas en lo que parece ser el manuscrito más completo del Democrates secundus™. Anthony Pagden ha negado que tras algunas de las supresiones del códice S esté la mano de Sepúlveda: si se tratara del postrero intento del cronista por alcanzar el permiso para la publicación de la obra o de un afán de 726 Democrates segundo, pp. 21-22. 727 Ibídem, p. 80. 728 E. O ’Gorman, «Sobre la naturaleza bestial del indio americano», pp. 141-58 y 305-15. 729 Democrates segundo, p .3 8 . 730 En su edición del Democrates secundus, que venimos utilizando, A. Losada, pp. XXVIIXXVIII, mostró que el códice S [de la Biblioteca Universitaria de Salamanca], que él denominó A, contenía importantes adiciones y correcciones no presentes en los demás manuscritos. La edición posterior de A. Coroleu, Obras completas III. Democrates segundo, tuvo en cuenta un nuevo manuscrito que no aporta ninguna novedad con respecto a los ya conocidos y utilizados por Losada.
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defenderse de algunas de las acusaciones recibidas, no habría mantenido en el manuscrito otras expresiones tanto o más duras sobre ellos731. Pero, al admitir que las modificaciones serían debidas al intento de presentar sus valoracio nes de los indios con una cara más favorable, está dando por supuesto que Sepúlveda se arrepentía de las mismas, lo que dista de ser así en 1548, fecha probable del texto732, y hasta, por lo menos, después de la Junta de Valladolid. Pagden no parece plantearse que la mayor parte de los cambios que apare cen en ese manuscrito del Demócrates segundo responden a la corrección de algunos errores, a un cambio de estilo en algunas frases y a una ampliación de los contenidos, muchos de ellos ajenos a los indios. Todo apunta a que el lenguaje utilizado para referirse a los indios dista de haber preocupado exce sivamente al humanista, precisamente porque dio por supuesto su posibilidad de mejora: «con el correr del tiempo, cuando se hayan civilizado más y con nuestro imperio se haya reafirmado en ellos la probidad de costumbres y la Religión Cristiana, se les ha de dar un trato de más libertad y liberalidad»733. Con todo, no es fácil dejar de lado los equívocos cuando se trata de expli car la teoría sobre los indios defendida por Sepúlveda734; sobre todo, cuando el mismo concepto de esclavitud natural que el cronista aplica dista de estar claro en Aristóteles735, que incluso admitió la dificultad del asunto736. Tampo co se puede afirmar que el vocabulario que emplea esté exento de confusión, pues el siervo natural del que habla no está determinado a servir o a sufrir la pérdida de bienes y libertad; considerado desde un punto de vista indivi dual y dadas las circunstancias de la vida civil, incluso puede ser servido por otros737. No obstante, el humanista mantiene que la situación presente de esos 731 Anthony Pagden, La caída del hombre natural, pp. 165-66, nota 45, aludiendo al borrado de la frase «denique quam Simiae propre diserim ad hominibus» considera que «es casi seguro que esta supresión no se debe al copista y dudo que represente una modificación del texto. Si Se púlveda hubiera deseado moderar su lenguaje, como al parecer cree Losada, es muy improbable que hubiera dejado sin alterar los pasajes citados más adelante». 732 En su edición del Demócrates secundas, A. Coroleu (p. XXXIV) señala que, a pesar de las variantes que presentan los distintos manuscritos de la obra no se sigue que unos sean crono lógicamente posteriores a otros, «sino que el autor ha introducido una serie de modificaciones cuando todavía tenía intención de publicarlo», lo que ha sido negado por I. J. García Pinilla, «Similitudes entre Demócrates secundus y otras obras de Juan Ginés de Sepúlveda», p. 136, señalando, en base a las coincidencias con el De regno, que «el manuscrito S debe fecharse con posterioridad a 1565»; mas, en realidad, lo único que demuestra este autor es la dependencia de algunas de esas variantes del De regno, no su fecha, puesto que éste se estaba redactando desde, al menos, 1548 (Juan Ginés de Sepúlveda, Epistolario, carta 72 a Martín Oliván, de 1 de noviem bre, p. 185), y bien podría corresponder a ese año la intercalación que indica. 733 Demócrates segundo, p. 120. 734 J. A. Fernández Santamaría, «Juan Ginés de Sepúlveda on the Nature of the American Indians», p. 439. 735 G. L. Huxley, «Aristotle, Las Casas and the American Indians», p. 59. 736 Aristóteles, Política, I, 6 , 1255b4. 737 Demócrates segundo, p. 87. Véase Aristóteles, Política, 1 ,5, 1254b33.
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siervos por naturaleza que constituyen los pueblos indios exige no sólo su subordinación, sino también el derecho de los más prudentes a imponerla con la finalidad de promover su perfeccionamiento: «A éstos les es beneficioso y más conforme al Derecho natural el que estén sometidos al imperio de naciones o príncipes más humanos y virtuosos, para que con el ejemplo de su virtud y prudencia y cumplimiento de sus leyes aban donen la barbarie y abracen una vida más humana, una conducta más morige rada y practiquen la virtud. Y si rechazan su imperio, pueden ser obligados por las armas, y esta guerra los filósofos enseñan que es justa por naturaleza»738.
Desde estos supuestos articula Sepúlveda su discurso sobre la desigual dad entre los hombres. El añadido de las otras causas para la guerra justa contra los indios no modificará su mensaje básico: los individuos virtuosos y prudentes deben tener imperium sobre los que no lo son. Esta afirmación está lejos de ser de exclusiva aplicación a los indios; por el contrario, como demuestra el imperio de los romanos739, es un principio universal -de ley natural- que rige para la totalidad de los pueblos: «es justo naturalmente y beneficioso para ambas partes, el que los hombres buenos y excelentes por su virtud, inteligencia y prudencia, imperen sobre sus inferiores. Doctrina que ha sido admitida por el consentimiento universal y práctica general de las gentes, consentimiento y práctica que, según los filó sofos, son ley de la naturaleza; pues todas las naciones gobernadas por una recta política, así como los reyes justos al hacer el nombramiento de los altos cargos, a saber, aquellas personas que según su criterio velan por los intereses de la nación, suelen exclusivamente o con preferencia fijarse en la virtud o prudencia, porque juzgan que sólo así la república se salvará y se mantendrá un imperio justo y moderado, si el pueblo está bajo el dominio de los buenos y sabios, ya que no es fácil que tales personas se dejen arrastrar por la pasión y el vicio a la injusticia, ni llevados de la imprudencia incurran en error como sus desemejantes»740.
De manera inmediata, dos son las consecuencias que de ello se derivan, una en el interior de la república y otra en las relaciones entre éstas. En el ámbito in temo de cada comunidad, la superioridad de unos hombres sobre otros viene a suponer que «los mejores y más prudentes» deberían constituir una «República de los optimates», que «es el régimen más justo y natural»741 de los tres legíti mos que existen. Sin embargo, Sepúlveda no pierde la oportunidad de justificar la monarquía de la que era cronista, y argumenta que no siempre cabe alcanzar la perfección en las cosas humanas. La competencia entre los mejores supone un riesgo de levantamientos y guerras civiles que, con frecuencia, deriva en 738 739 740 741
Ibídem, p. 22. Ibídem, p. 31. Ibídem, p. 23. Ibídem, p. 24.
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tiranías; estos males son tan terribles que hacen preferible el régimen monár quico al aristocrático o al popular, incluso cuando pueda existir un príncipe molesto que se exceda en sus funciones. Más que con ningún otro argumento, con la crítica del faccionalismo en el que incurren las repúblicas, justifica Sepúlveda la preferencia por una monarquía en la que desde Pelayo hasta «la figura de Carlos Rey de España y a la vez Emperador de Romanos, en un lapso de más de ochocientos años, apenas se encuentran en la continua sucesión de esta familia uno, dos o desde luego poquísimos que en justicia no puedan contarse en el número de reyes buenos. Y si alguna vez cae sobre algún reino una desgracia tal, que Dios permite a veces para castigar los pecados de los pueblos, se ha de soportar pacientemente el rey molesto y se ha de pedir a Dios que le conceda buena intención y le quite la temeridad, para que lo que quizá no puede lograr con su pmdencia, lo consiga siguiendo el consejo de los mejores y más prudentes varones, y gobierne conforme a las costumbres e instituciones patrias»742.
Si las dificultades del régimen aristocrático exigen su sustitución por la monarquía, los problemas de ésta llevan a Sepúlveda a proponer una especie de gobierno mixto en el que los excesos del poder regio deberían encontrar solución con el refuerzo de los mejores. Pese a que esta práctica satisface el ansia elitista que se aprecia en toda su obra, esa alianza entre el príncipe y los más distinguidos del reino no culmina su proyecto de gobierno: para su perfección, debe ser rematado con la participación de la multitud, de manera que nadie se sienta ajeno a la administración de su comunidad, y se eviten descontentos y sublevaciones que en nada contribuyen al bienestar público743. No está de más tener presente esta búsqueda de la estabilidad política acorde con las ideas expuestas por Sepúlveda en sus obras anteriores, por que lleva a otra de las «pequeñas cuestiones» del Democrates secundas: el intento de conciliar la legitimación del régimen monárquico con la defensa de la participación de los mejores en el gobierno, asunto que también había atraído la atención del humanista desde sus primeras obras744 y que formaba parte de esa ideología cívica que, despuntando en Italia desde los inicios del siglo XV, había encontrado acomodo con más o menos fortuna en las distin tas cortes europeas desde 1500 en adelante. Textos como El cortesano, que «ayudó a adaptar el humanismo al mundo de la corte, y el mundo de la corte al humanismo»745, reflejan bien ese cambio del republicanismo al ideal de fidelidad a la corona, sin abandonar los valores cívicos de servicio a la co munidad; en este sentido, la obra de Castiglione no era un retroceso hacia la clase noble, sino el uomo universale del Renacimiento: 742 743 744 745
Ibídem, p. 26. Ibídem, pp. 120-121. Gonzalo, pp. 213-216; Exhortación a Carlos V, pp. 330-6; Democrates primero, p. 87. P. Burke, Los avatares de El cortesano. Lecturas y lectores de un texto clave del espíritu renacentista, p. 50.
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«En esencia, tal noción del c o u r tie r no era fruto del suelo de la caballería medieval, sino que constituía una transformación del programa humanista so bre el cultivo de una personalidad bien redondeada basado en el adiestramiento lo mismo del cuerpo que de la mente, con el fin de despertar la ambición y las pasiones nobles que condicionan mejor a la naturaleza humana»746.
Desde esta perspectiva debe verse la insistencia de Sepúlveda en que el monarca busque el bien público y la advertencia de que ese objetivo se consi gue tanto rodeándose de los que, por sus méritos, están más capacitados para ayudarle a alcanzar esa finalidad, como por medio de instituciones y leyes. La elección de los mejores es el instrumento del que se sirve la monarquía para conseguir el bien colectivo. Pero Sepúlveda se cuida mucho de distin guir entre el monarca, por cuyo estado se debe luchar, y los que le sirven en la labor de gobierno. Si la búsqueda de la estabilidad del reino lleva a Sepúlveda a proponer que se soporte a los «príncipes molestos» para evitar males mayo res, nada está más lejos de su pensamiento que disculpar la acción de los que están a su servicio. El Democrates secundus intenta trazar la línea que deli mita la responsabilidad del príncipe y la de sus «prefectos o ministros», línea que separa el ius ad bellum del ius in bello. La guerra es responsabilidad de la Corona, mientras que de la conducta en la guerra son responsables los que la hacen directamente747. Esta distinción cobra especial importancia cuando se trata de juzgar los acontecimientos del Nuevo Mundo. El humanista no deja de admitir que se han cometido «crímenes y actos de avaricia y crueldad», pero «no por eso pierde su valor la causa que defienden el príncipe y las per sonas honradas, a no ser que éstos con su negligencia y consentimiento den ocasión a que se cometan los crímenes»748. La responsabilidad de las acciones es de quien las lleva a efecto. En su afán por mantener una monarquía sin tacha, Sepúlveda mantiene la culpa de los excesos de los conquistadores y de la red de apoyos que se mueve en tomo al negocio indiano, como dejó entrever en su crónica: «En efecto, Carlos había sido advertido a menudo mucho años atrás por monjes y frailes de que los nuestros cometían grandes injusticias contra los naturales de aquellos territorios, a los cuales sometían a trabajos de esclavos en la búsqueda de mineral de una manera tan cmel que una parte perdía la vida debilitados por los trabajos y otros se quitaban la vida a sí mismos cansados de una existencia muy sufrida y miserable. Carlos, que quería tomar medidas contra estos males, ya en el año del Señor de 1529, yendo a Italia para su co ronación, mandó por carta al obispo de Compostela [Alonso de Fonseca] que 746 H. Barón, «La civilización del siglo XV al norte de los Alpes y el Quattrocento italiano: divergencias y convergencias», p. 278. 747 M. Walzer, Guerras justas e injustas. Un razonamiento moral con ejemplos históricos, p. 75. 748 Democrates segundo, p. 28. Véase, ibídem, p. 85.
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reunidos con el Real Consejo de Castilla, del que él mismo era el presidente, aquel otro que llaman de Indias e igualmente los tesoreros, a los que llaman c o n ta d o r e s , deliberaran sobre el estado de aquellas gentes y decidieran de qué manera adecuadamente y sin injusticia se les gobernara. Y aunque se ejecutara sin negligencia el encargo y se acordaran algunos decretos relativos a la liber tad de los indios, sin embargo, en parte, o no fueron aceptados por los nuestros, o en parte fueron mal observados»749.
Al exculpar al monarca e incluso a sus consejeros, no puede menos que culpar a sus súbditos. Sepúlveda acepta incluso el castigo de los conquistado res, pero no cree que todos ellos hayan actuado de manera culpable750, ni que la acción criminal de algunos convierta en injusta la causa justa en la que se ampara la guerra751. Estas apreciaciones demuestran que el interés principal de Sepúlveda no era tanto la acción concreta de cada conquistador, sino lo que tal vez no sea otra cosa que una réplica implícita al planteamiento de Vitoria: «la naturaleza de esta guerra y su relación con el justo Rey de las Españas y sus justos ministros». Su respuesta no ofrece dudas: «sostengo que es de tal naturaleza que parece que puede hacerse con rectitud, justicia y piedad, y que además reporta alguna utilidad al pueblo vencedor, pero aún mucho mayor beneficio a los bárbaros vencidos»752. Lo que hace el Democrates secundas es unir los derechos de la Corona, que se expresan en las justas causas de la guerra, con los méritos que corres ponden a los súbditos por su participación en la misma. Sepúlveda no niega que hayan podido producirse excesos, pero lo que le interesa no son tanto éstos, que siempre está dispuesto a disculpar en su gravedad o a reducir en su número, como la cuestión del mérito. El humanista presenta la guerra contra los indios como fuente de reconocimiento y gloria: quien participa en la gue rra justa «no con pusilanimidad o abatimiento, sino con presencia o fortaleza de ánimo y arrostra voluntariamente el peligro cuando el deber lo exija» es «un varón magnánimo y valeroso, pues, según los filósofos, es indicio de valor ingénito y maduro el deleitarse con su ejercicio»753. La guerra, incluso cuando es justa, no deja de ser un mal, pero Sepúlveda considera que ese mal necesario no impide alcanzar la virtud a quienes participan en ella. Lo inte resante es que el humanista echa mano de nuevo a esa doble concepción de la virtud que ya hemos visto expuesta en el Gonsalus75475y en el Democrates primas155: la que enlaza, por una parte, con la religión y, por otra, con la gloria y la fama. La primera hace que quien realiza acciones virtuosas se aproxime 749 750 751 752 753 754 755
Historia de Carlos V: Libros XXI-XXV, pp. 22-23. Democrates segundo, p. 29. Ibídem ,p. 77. Ibídem, p. 29. Véase, ibídem, pp. 78-79. Ibídem, p. 4. Gonzalo, pp. 229 y 241. Democrates primero, p p .8 3 , 116 y 119.
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al bien supremo: «No se ha de apetecer la fama como fin de las obras buenas, sino para ayudar a la virtud; y esto se conseguirá mejor, preferentemente, si, según los preceptos de la Filosofía Cristiana, referimos aún la misma virtud a Dios en calidad de Sumo Bien»756; por el contrario, la segunda, reforzada, si cabe, porque es la que postulaba Aristóteles y mantenían los romanos, impli ca una vida activa en la que se busca el reconocimiento público: «no se ha de creer que los romanos, considerados siempre como virtuosos y prudentes (como Curio, Fabricio, los Escipiones, Máximo, Metelo y los Catones), eran ajenos a la virtud sólo por el hecho de que anhelaban la glo ria, pues según enseñan los filósofos [Aristóteles], cultiva y practica la virtud principalmente aquel que busca, no la vanagloria de modo absurdo o con el cumplimiento de ficticios deberes, sino la gloria sólida siguiendo un camino racional y métodos legítimos. Y gloria sólida, según definición de los sabios, es la alabanza hecha unánimemente por los buenos, la opinión nada venal de los que saben estimar las excelencias de la virtud»757.
Aunque este dualismo no deja de generar tensiones en la filosofía de Sepúlveda, ya hemos visto que le permite resolver con eficacia la relación entre el servicio a Dios que demanda la vida del cristiano y la vida mundana, con su exigencia de éxito. La subordinación de la virtud al Dios cristiano garantiza que, a quien combate en una guerra justa, nada le impida obtener la salvación. Pero, a la justificación sobrenatural hay que añadir la fama que proporciona la acción gloriosa. Buscar la gloria, la gloria auténtica o sólida, no la vanagloria que es fruto de la ambición cruel758, no sólo no se opone a la virtud, sino que es un aliciente para conseguirla. Pero, además, la gloria, al suponer el recono cimiento de los mejores, es una garantía de la acción recta que aporta la certe za de obrar como uno de ellos. Por lo demás, el servicio al monarca encuentra en la adquisición de la gloria y la fama su culminación ideológica, pero no el término de su compensación. La doctrina de la gloria no se agota con el poso idealista de la fama, sino que implica un reconocimiento material que pasa por alcanzar un cierto ennoblecimiento y el derecho a ocupar los cargos de dirección que corresponden a los mejores. Sin duda, desde esta perspectiva se comprende mejor tanto la propuesta de Sepúlveda a favor de las encomiendas como el derecho que atribuye a los españoles sobre los indios. También aquí el ideólogo se impone sobre el retórico. Por lo demás, el principio de jerarquía social no actúa sólo entre indivi duos; también en el ámbito colectivo cabe sacar consecuencias de la superio ridad de unos grupos sobre otros. Si Sepúlveda insiste en la estabilidad de la monarquía hispana es porque se trata de un mérito que no es ajeno al propó sito general que guía el Democrates secundas: esa estabilidad revela, junto 756 Democrates segundo, p. 32. 757 Ibídem. 758 Ibídem, p. 3.
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con las excelencias pasadas y presentes de los españoles, su excepcionalidad entre las naciones. Ya hemos visto que este argumento de la excepcionalidad y grandeza his panas no deja de ser una respuesta que desarrollan sobre todo los estudiosos españoles que visitan Italia o se muestran conocedores de sus aportaciones culturales. Su origen es ese sentimiento de entusiasmo que provocan los lo gros del humanismo y, en no menor medida, la irritación por el desconoci miento, cuando no el mero desprecio, que aprecian en los emditos italianos hacia la cultura española. También Sepúlveda se va a hacer eco de ese síndro me italiano en las obras que redactó durante sus más de veinte años de estan cia en aquel país. Lo novedoso en el Democrates secundus es su aplicación a los indios.
3.
E l gobierno de los más prudentes sobre los indios
El patriotismo que derrochan los escritos sepulvedianos eleva la doctrina de la gloria a práctica colectiva, alcanzando a justificar cualquier hecho del pasado o del presente. Esa misma práctica es la que lleva a atribuir a los es pañoles el imperium sobre los bárbaros del Nuevo Mundo: «Volviendo, pues, a nuestro propósito, si es lícito y justo que los mejores y los que más sobresalen por naturaleza, costumbres y leyes imperen sobre sus inferiores, bien puedes comprender, Leopoldo, si es que conoces la naturaleza y costumbres de ambos pueblos, que con perfecto derecho los españoles ejer cen su dominio sobre esos bárbaros del Nuevo Mundo e islas adyacentes, los cuales en prudencia, ingenio y todo género de virtudes y humanos sentimientos son tan inferiores a los españoles como los niños a los adultos, las mujeres a los varones, los cmeles e inhumanos a los extremadamente mansos, los exage radamente intemperantes a los continentes y moderados»759.
Para Sepúlveda, España constituía el paradigma de una sociedad civili zada, pues son muy pocas las naciones que pueden mostrar unos logros tan sobresalientes a lo largo de su historia760. Bastaba comparar algunas de las muchas virtudes que atesoraban los súbditos del Emperador para que los defectos del resto de las sociedades, y en concreto, los de las comunidades indias, se manifestaran aún con más fuerza. Según Sepúlveda, la historia mostraba con exceso la gloria de los españoles; de su prudencia e ingenio daban prueba los escritos de Lucano, Silio Itálico, los dos Sénecas, la teología de San Isidoro, la filosofía de Averroes y Avempace, y el mismo rey Alfonso 759 Ibídem .p. 33. 760 Ibídem, p. 82.
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en astrología761. Su fortaleza, humanidad, justicia y religiosidad eran de todos conocidas. Testimonio de su valor eran, en el pasado lejano, la guerra de Numancia y la resistencia de Viriato y Sertorio a los ejércitos romanos; las gestas del Gran Capitán, en el pasado reciente, y las hazañas del César Carlos en su época762. Tampoco era posible ignorar su religiosidad y humanidad763, ni los méritos de su carácter: «¿qué diré de la templanza referida a la gula y lascivia, cuando ninguna o rarísima nación en Europa puede compararse con la frugalidad y sobriedad de los españoles?»764. Para Sepúlveda, ninguna otra nación podía presentar un historial tan glo rioso como el de los españoles; poco le importaba al cronista que sus virtudes, entre las cuales, como se puede apreciar, no existe uniformidad temporal, ni de creencia religiosa, ni de saber, ni de pericia, ni siquiera estuvieran unifica das por el nacimiento en la Península de sus grandes hombres, pues Sertorio era originario de Italia y el mismo Emperador procedía, como sus antepasa dos por línea paterna, del centro de Europa. Si había alguna colectividad don de el intelecto y la bravura, manifestadas siempre a través de selectas mino rías, habían sido característica común, ésta era la que formaban los españoles nacidos o muertos a lo largo de la Historia por la piel de toro hispana. Por lo demás, este patriotismo que se exalta con la resistencia a los romanos, no renuncia a equiparar su acción con la de los españoles en el Nuevo Mundo765. Los laudes hispanorum alcanzan su máximo esplendor al compararlos con los de los indios, no sólo ayunos de todas las cualidades que se atribuyen a los españoles, sino adornados en su comportamiento con las mayores crueldades: «Compara ahora estas dotes de prudencia, ingenio, magnanimidad, tem planza, humanidad y religión con las de esos hombrecillos [h u m u n c u lo s ] en los que apenas se pueden encontrar restos de humanidad, que no sólo carecen de cultura [ d o c tr in a m ], sino que ni siquiera usan o conocen las letras ni con servan monumentos de su historia, sino cierta oscura y vaga memoria de algu nos hechos consignada en ciertas pinturas, carecen de leyes escritas y tienen instituciones y costumbres bárbaras. Y a propósito de sus virtudes, si quieres informarte de su templanza y mansedumbre, ¿qué se va a esperar de hombres entregados a toda clase de pasiones y nefandas liviandades y no pocos dados a alimentarse de carne humana?»766.
Al hacer mención de doctrina, litteris, monumenta, leges scriptas, institu ía et mores, Sepúlveda muestra abiertamente su convicción, que era compar 761 Ibídem, p. 33. Una españolización de lo dicho en Gonzalo, p. 224, por el añadido Isidoro, Avempace y el rey Alfonso. 762 Ibídem, p. 34. 763 Ibídem, pp. 34-35. 764 Ibídem, p. 34. 765 Ibídem, p. 122. 766 Ibídem, p. 35.
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tida por todos los de su gremio, de que una cultura humanista era necesaria para alcanzar la virtud. En su descripción de los indios, el cronista no pierde ocasión de mostrar su carencia de estos rasgos, e incluso, como ya ocurriera en la Exhortación al hablar de los turcos, pone de relieve características apa rentemente contradictorias. Por un lado, se hace eco de la visión arcádica de su vida que habían contribuido a extender humanistas como Pedro Mártir: «Tienen ellos por cierto que la tierra, como el sol y el agua, es común, y que no debe haber entre ellos m ío y tu y o , semillas de todos los males, pues se contentaban con tan poco que en aquel vasto territorio más sobran campos que no le falta a nadie nada. Para ellos es la Edad de Oro. No cierran sus heredades ni con fosos, ni con paredes, ni con setos; viven en huertos abiertos, sin leyes, sin libros, sin jueces; de su natural veneran al que es recto; tienen por malo y perverso al que se complace en hacer injuria a cualquiera»767.
Esta imagen, que había sido asumida y difundida posteriormente por Las Casas768, va a ser negada por Sepúlveda afirmando su entrega a la guerra contra otros indios, algo que, por otra parte, no dejó de señalar el mismo Pedro Mártir: «también les atormenta la ambición del mando y se arruinan mutuamente con guerras, de la cual peste no creo que se viera inmune de modo alguno la edad de oro»769; mas, por otro lado, el cronista no se resiste a señalar su actitud cobarde y retraída, que causa su rápida derrota, cuando tienen por enemigos a unos pocos españoles: «No creas que antes de la llegada de los españoles vivían en una paz saturniana que cantaron los poetas; al contrario, se hacían la guerra casi continua mente entre sí con tanta rabia que consideraban nula la victoria si no saciaban su hambre prodigiosa con las carnes de sus enemigos, crueldad que entre ellos es tanto más portentosa cuanto más distan de la invencible fiereza de los Esci tas, que también se alimentaban de los cuerpos humanos, siendo por lo demás tan cobardes y tímidos que apenas pueden resistir la presencia hostil de los nuestros, y muchas veces miles y miles de ellos se han dispersado huyendo como mujeres al ser derrotados por un reducido número de españoles que ape nas llegaban al centenar»770.
Incluso entre los mejicanos, que pasan por ser los más «prudentes y va lerosos» de todos los indios, se aprecia esa misma actitud. Lo que había sido una evidencia y causa de asombro para hombres como Cortés («entre ellos hay de toda manera de buena orden y policía y es gente de toda razón y 767 P. Mártir de Anglería, Décadas del Nuevo Mundo, Ia Década, cap. III, p. 38. 768 J. L. Abellán, Historia crítica del pensamiento español. 2. La Edad de Oro (Siglo XVI), pp. 407-428. 769 P. Mártir, Décadas del Nuevo Mundo, Ia Década, cap. II, p. 23. Sorprende que no lo señale S. Cro, «Montaigne y Pedro Mártir: las raíces del buen salvaje», pp. 665-685, y «Classical Antiquity, America, and the Myth of the Noble Savage», pp. 379-418. 770 Demócrates segundo, p. 35.
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concierto»771), es reducido a la categoría de hecho trivial por el cronista. Pen sadores como Vitoria habían creído apreciar semejanzas entre su organiza ción social y las de los europeos, extrayendo de ello conclusiones favorables respecto a las características psicológicas de los indios: «porque en realidad no son idiotas, sino que tienen, a su modo, uso de razón. Es evidente que tienen cierto orden en sus cosas: que tienen ciudades debida mente regidas, matrimonios bien definidos, magistrados, señores, leyes, arte sanos, industrias, comercio; todo lo cual requiere uso de razón. Además, tienen también una forma de religión, y no yerran en las cosas que son evidentes a otros, lo que es un indicio de uso de razón»772.
Ninguna de estas afirmaciones parece haber sido tenida en cuenta por Sepúlveda, que opta por desechar cualquier duda y niega expresamente el mínimo paralelismo entre europeos y americanos: «Pues el hecho de que algunos de ellos parezcan tener ingenio para cier tas obras de artificio no es argumento de más humana prudencia, puesto que vemos cómo ciertos animalitos, como las abejas y las arañas, hacen obras que ninguna humana habilidad logra imitar. Y por lo que toca al género civil de vida de los habitantes de Nueva España y provincia de Méjico, ya he dicho que se les considera como los más civilizados de todos y ellos mismos se jactan de sus instituciones públicas, como si no fuese prueba suficiente de su industria y civilización el hecho de tener ciudades edificadas racionalmente y reyes nombrados no conforme a un derecho hereditario y de edad, sino por sufragio popular y ejercer el comercio como los pueblos civilizados. Pero mira cuánto se engañan ellos y qué diferente es mi opinión de la suya, pues para mí la mayor prueba que nos descubre la rudeza, barbarie e innata servidumbre de aquellas gentes, son precisamente sus instituciones públicas, ya que casi todas son serviles y bárbaras. Pues el hecho de tener casas y algún modo racional de vida en común y el comercio a que induce la necesidad natural, ¿qué prueba sino que ellos no son osos o monos carentes por completo de razón?»773.
Hombres cuyas capacidades no alcanzan las de minúsculos animales, ciu dadanos cuyos refinamientos no los hacen diferentes de los bárbaros más rudos. La imagen de los indios que presenta Sepúlveda no sólo es despecti va, sino indiferenciada, como si temiera, al personalizar sus características creativas, constructivas, sociales o políticas, verse obligado a establecer una escala cuyos más elevados representantes pudieran aproximarse a los espa ñoles. Su argumentación no se detiene aquí y apela, una vez más, a los valo res en los que ha venido insistiendo: los indios no sólo muestran «cobardía, ineptitud y rudeza» cuando Cortés conquista Méjico, sino que son incapaces 771 H. Cortés, Cartas de la conquista de México, p. 48; véase ibídem, p. 36. 772 De indis, pp. 29-30. 773 Demócrates segundo, pp. 36-37. La crítica de la religión azteca que sigue también niega lo dicho por Vitoria.
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de mantener su fidelidad a Moctezuma al ser encadenado, permaneciendo «indiferentes ante su situación y preocupados de cualquier cosa menos de tomar las armas para libertar a su rey»774. Volver la espalda a la defensa de la patria y del príncipe no sólo revela la falta de virtud de los indios, algo más propio de mujeres que de hombres775, de gente más dada al apetito que a la razón776, sino también su ausencia de compromiso con la gloria, conductas inadmisibles desde el punto de vista cívico. Eran, sin ninguna duda, «los más bárbaros de los mortales», y sus carencias impedían, además, el reconoci miento de los mejores, y allí donde éstos no existían no cabía imaginar una república perfecta. Su convivencia en ciudades, la elección de sus monarcas y la práctica del comercio eran algo natural, pero sin leyes escritas777, sin instituciones que encauzaran sus costumbres y sin un grupo de notables que aconsejaran a su rey, era imposible alcanzar las exigencias mínimas de civi lidad. Sus autoridades no merecen en sentido estricto tal consideración; por sus características se trata de individuos más cercanos a los mismos siervos que gobiernan que a la condición de monarcas o ministros que por el cargo que desempeñan parece corresponderles. Fuera de sus repúblicas, no tendrían derecho a exigir obediencia, porque son más bien siervos778. Por otra parte, es evidente que esas leyes civiles no escritas que emplean tampoco se adap tan en sus contenidos a la ley natural. Ninguno de los rasgos que se pueden apreciar en el modo de vida de estos pueblos permite pensar en la posesión de formas sociales equivalentes a las de las naciones europeas. Para Sepúlveda era difícil disculpar estas insuficiencias. Aunque era un admirador de la Antigüedad clásica, y, en ese sentido, podía estar mejor pre parado que otros muchos para comprender modos de vida que le eran ajenos, su interés no se dirigía tanto hacia éstos como hacia los escritos emditos de fi lósofos como Aristóteles y Cicerón. De estos autores no extraía un repertorio de costumbres a la luz de las cuales ver cómo eran los hombres al principio de los tiempos. Todo lo contrario, para Sepúlveda, el interés que ofrecían los griegos y los romanos era lo que de admirable habían desarrollado. Sus escri tos, sus leyes, sus normas civilizadas que llegaron a imponer a otros pueblos, tales eran los rasgos por los que Sepúlveda se sentía atraído cuando dirigía 774 Ibídem, p. 36. 775 F. Castañeda Salamanca, «El problema de la cobardía del indio en Sepúlveda»; R. Adorno, «El sujeto colonial y la construcción cultural de la alteridad». 776 Demócrates segundo, p. 84. 777 La valoración de las leyes escritas por Sepúlveda es contradictoria: en Demócrates segundo, p. 35, señala su carencia como un defecto de los indios, pero en esta misma obra, p. 94, recuerda que «es doctrina de los filósofos que debemos guiamos más por la costumbre que por las leyes escritas»; en Acerca de la monarquía, p. 66, sin embargo, reconoce el valor pleno de leyes a las no escritas: «¿qué otra cosa sino leyes eran las costumbres socialmente aceptadas que practicaban los habitantes del Nuevo Mundo, los más salvajes del orbe por cierto y completamente ignorantes de la escritura?». 778 Demócrates segundo, p. 83.
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la vista hacia el pasado. Los hábitos extraños que pudiera encontrar en esa mirada sólo le eran útiles para confirmar la necesidad de aplicar a los mismos el imperio de la razón. La cultura, pensaba el humanista, era imposible sin el «estudio de las letras», sin la dedicación a «las artes liberales»; el cultivo de las primeras y el conocimiento de las segundas permitía la existencia de sociedades civilizadas. Su atracción por los pensadores que admiraba y su íntima convicción de que sólo existe una forma de cultura (cultura como los bienes del espíritu que un pequeño grupo de hombres es capaz de alcanzar), le impedía valorar en igual medida las distintas manifestaciones que de ésta pudieran darse. El cronista del Emperador aplicaba constantemente su con cepto de civilización, entendida como plasmación de su idea de cultura en instituciones, normas y valores compartidos, a otros pueblos, pero el resul tado de esta operación no era otro que la denuncia de la inferioridad de los demás. Su método era, pues, comparativo, pero su funcionalidad sólo tenía sentido dentro de los estrechos límites de su restringido concepto de civili zación. Se basaba en un cotejo de una serie de elementos que consideraba fundamentales porque daban respuesta a las que consideraba necesidades más importantes de la civilización. Pero al no encontrar una expresión simi lar a esos elementos en otras sociedades, no buscaba cómo habían resuelto esas necesidades el resto de los pueblos, o si éstas, simplemente, no existían entre ellos. Esta era la respuesta relativista adoptada por otros autores. Por el contrario, la contestación de Sepúlveda consistía en indicar las insuficiencias del resto de las sociedades en relación a ese modelo que se había considerado ejemplar. Este modelo, no hace falta decirlo, le era proporcionado por las sociedades europeas. Sepúlveda compara una serie de rasgos que considera imprescindibles en una sociedad y, como tales, aptos para determinar su superioridad o inferiori dad respecto de otras. Esos rasgos se establecen a partir de una concepción de la cultura asentada sobre moldes romanos, que el humanista considera de ca rácter universal. Una virtud entendida como un conjunto de erudición, valores religiosos y prácticas cívicas dotaba a sus poseedores de humanitas, mientras que convertía en bárbaros, casi sin humanitatis vestigio, a quienes carecían de la misma. Ni siquiera cabía alegar, como lo había hecho Vitoria, que, al tratar se de la acción de algunos individuos que incumplen la ley natural, no se podía condenar a su nación, porque «habiendo siempre en todas partes muchos peca dores, se podrían a cada paso cambiar los reinos»779. Sepúlveda está de acuer do con esa distinción entre la acción individual y la responsabilidad colectiva, pero cuando tales actos los llevan a cabo los propios dirigentes y eruditos más cualificados del país y forman parte de sus costumbres e instituciones, es la comunidad misma la que debe ser considerada responsable: 779 De indis, p. 71.
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«ten muchísimo cuidado en no generalizar temerariamente un principio para todas las naciones del Universo. Pues el hecho de que en una nación quebran ten algunos la ley natural no quiere decir que lo hagan todos y cada uno, ni por eso se ha de considerar que la nación entera no observa dicha ley, como falsamente creyeron algunos modernos teólogos [Francisco de Vitoria]; el mo tivo es que una causa pública no se debe considerar particularmente en cada individuo, sino en las costumbres e instituciones públicas»780.
Como puede apreciarse, la participación de los más prudentes en la direc ción de la nación es fundamental para que el gobierno administre de la mejor manera posible los bienes de la comunidad. Tal actividad se lleva a cabo, entre otros medios, a través de una legislación adecuada. La legislación «es la salvación de la república», pues sirve «para refrenar a los hombres malva dos con el miedo al castigo y para engendrar la virtud»781. En la ley, pues, se puede apreciar la virtud de un pueblo. Toda ley que pretenda ser justa deberá respetar y ajustarse a la ley natural; ésta es aquella parte de la ley eterna o voluntad de Dios, a la que se inclina la razón humana. La ley natural, que está adaptada a la naturaleza humana, es universal e inmutable; además, es evidente, sus preceptos son fácilmente comprensibles. Si el hombre sigue la recta razón, tiende al bien, en caso contrario comete maldades e injusticias. El cumplimiento de la ley natural, por tanto, no es una cuestión de fe, sino de razón; afecta a todos los hombres en la medida en que tienen uso de razón, e históricamente es la ley por la que se han regido todos los pueblos antes de la venida de Cristo. Así pues, «ninguna nación hay de las que son y se llaman civilizadas [humanae] que no observe la ley natural»782. La voluntad de los legisladores al promulgar las leyes civiles debe tener en cuenta los preceptos de la ley natural, porque ésta representa la justicia. Una ley dada por el príncipe que contradiga la ley natural no debe ser obede cida, porque es lo mismo que oponerse a Dios. La ley del Estado o ley civil, pues, nos indica hasta qué punto una comunidad cumple con los requisitos de la ley natural. Se trata de un criterio para apreciar el nivel de humanidad, o, lo que es lo mismo en la expositio sepulvediana, el grado de civilización que posee un pueblo. Para juzgar a una nación y compararla con otras, la ley es un principio mucho más fiable que su príncipe y las clases dirigentes de la misma. Estas últimas pueden actuar de forma injusta, comprometiendo con sus torpezas y con sus vicios el prestigio de su pueblo783. Los súbditos no son generalmente partícipes de tales desmanes, e incluso, cuando los conocen, suelen rechazarlos; las acciones individuales, aunque éstas sean realizadas 780 Demócrates segundo, p. 57. La cita de Vitoria sólo aparece en el manuscrito más completo de los usados por Losada en su edición. 781 Ibídem, pp. 26 y 74. 782 Ibídem, p. 56. 783 Ibídem, pp. 33-34.
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mayoritariamente, no pueden ser asignadas a la totalidad del país. Por el con trario, la ley, las costumbres y las instituciones públicas de la nación reflejan de manera expresa cómo esa nación cumple los mandatos de la ley natural: «Por lo tanto, en aquellas naciones en que el latrocinio, el adulterio, la usura, y añade a éstas el pecado nefando y demás crímenes, son considerados entre las mayores torpezas y están castigadas por la legislación y la moral, aunque algunos ciudadanos y aun la mayoría de ellos incurran en tales críme nes, no por eso se ha de decir que la nación no observa la ley natural, ni por el pecado de algunos que públicamente son condenados y castigados debe de ser castigada la ciudad... «Pero si hubiese algún pueblo tan bárbaro e inhumano que no considerase entre las cosas torpes todos o algunos de los crímenes que he enumerado, y no los castigase con sus leyes o moral, o impusiese penas levísimas a los más gra ves, sobre todo a aquellos que más detesta la naturaleza, o pensase que algunos deberían quedar por completo impunes, de un pueblo así se diría con razón y propiedad que no observa la ley natural»784.
Al comparar no individuos concretos, sino nationes o gentes, el Democrates secundus sólo aprecia incapacidad en las instituciones, las costumbres y los logros culturales de los indígenas americanos. Era evidente que ninguno de aquellos pueblos podía exhibir unos rasgos culturales que sólo el apego a lo propio por parte de Sepúlveda convertía en indiscutibles. En este sentido, tiene razón Todorov cuando señala que hay en Sepúlveda «una proyección del sujeto enunciante sobre el universo, una identificación de mis valores con los valores»785. El contraste entre los exagerados méritos de los españoles y las cuestiona das y rebajadas cualidades de los indios alcanza su culminación: ni en la paz ni en la guerra, ni en el pasado ni en el presente, ni en armas ni en letras, ni en naturaleza ni en artificios, ni en virtudes, religión, costumbres, comercio u organización pueden los indios obtener una comparación ventajosa con los españoles. En el lenguaje del humanismo cívico, cabe decir que los indios carecen de virtud y no están en condiciones de conseguirla porque se hallan privados de los instrumentos necesarios para ello: el cristianismo, la cultura tal y como es concebida por el humanismo, la doctrina de la gloria y, en consecuencia, el reconocimiento de los mejores. Superar estas deficiencias requiere tiempo y cierta coerción que les obligue a abandonar sus prácticas y adquirir las que necesitan. A juicio de Sepúlveda, ninguna nación europea está en mejores condiciones que los españoles para desempeñar esta tarea. Por si no bastara, esa superioridad se ve reafirmada con las bulas que Ale jandro VI concede a los Reyes Católicos, interpretadas como un «encargo de someter a su dominio a estos bárbaros, y no sólo invitarles al banquete 784 Ibídem.pp. 57-58. 785 T. Todorov, La conquista de América. El problema del otro, p. 166.
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evangélico, esto es, a la fe de Cristo, sino, caso de rechazarlo, obligarles a entrar»786. El buen fin de ese encargo es el que justifica para el cronista el monopolio español de la empresa americana frente a franceses e italianos787, una asunto que, hacia 1544, empezaba a ser de vital importancia para la mo narquía hispana: Francisco I solicitando ver «la cláusula del testamento de Adán que lo excluye del reparto del mundo» venía a cuestionar el derecho de Carlos V al Nuevo Mundo, mientras que los diversos viajes de Jacques Cartier continuados por Jean-Frangois de la Rocque de Roberval a lo que sería llamado Canadá, podían erigirse en una amenaza para las comunicaciones y posesiones españolas si los franceses optaban por dirigirse hacia el sur788.
4.
D e LA GUERRA JUSTA A LA COLONIZACIÓN
Una vez más, las «pequeñas cuestiones... muy dignas de ser conoci das» afloraban en la escritura del humanista sin que esto le impidiera seguir centrando su argumentación en la superioridad de los españoles sobres los indios. Su objetivo está muy claro: sacar las consecuencias que se despren den de la misma. Ello supone el tratamiento del ius post bellum, que ocupa el segundo libro del Democrates secundus. Su tono general, no obstante, no varía y, a pesar de sus ocasionales críticas a los excesos que se hayan podido producir en la conquista, el humanista sigue mostrando una filoso fía claramente comprometida con la legitimidad de la misma. Es, precisa mente, esa visión de la conquista la que le lleva a afirmar que el dominio de los españoles no se debe ejercer sobre todos los indios por igual. Los que opusieron resistencia a la conquista hispana deben afrontar las conse cuencias de haber sido vencidos en una guerra que Sepúlveda considera justa; de acuerdo con ello, el príncipe tendría derecho a decidir cuál debe ser el destino que se debe dar tanto a sus personas como a sus bienes. Una esclavitud de estas características se corresponde más bien con la esclavi tud civil a la que aluden los juristas, que con la servidumbre natural a la que anteriormente se apegó Sepúlveda. No obstante, ni siquiera en este caso está libre de duda la postura que se haya de tomar con los indios. Sepúlveda advierte que, salvo en casos extremos por su crueldad o maldad, no es con veniente recurrir a la esclavitud para castigar a los bárbaros, no sólo porque debe tenerse en cuenta que los vencidos participan en la guerra convenci dos de su derecho a defenderse y, por tanto, no se puede ser severo con su comportamiento, sino sobre todo porque el monarca español es «bueno y 786 Democrates segundo, p. 80; véase, ibídem, p. 67. 787 Ibídem, pp. 82-3. 788 M. Bataillon, «La Vera Paz, leyenda e historia», p. 216.
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religioso» y, en tanto que tal, debe mostrarse como un juez justo. Esa «hu manidad y cristiana clemencia» del príncipe le debe llevar a rechazar lo que en derecho debería corresponder a los vencidos, para procurarles de hecho un trato más humano: «me parecería contrario a toda equidad el reducir a esclavitud [ s e r v itu te m ] a estos bárbaros por la única culpa de haber hecho resistencia en la guerra, o privarles de sus campos y posesiones, a no ser a aquellos que por su crueldad, pertinacia, perfidia o rebelión se hubiesen hecho dignos de que los vencedores les tratasen según la medida de la justicia, más bien que del Derecho de guerra. Sobre todo cuando toda la razón de ser de esta guerra, tanto en su iniciación como en su ejecución, tiende como a su fin, meta más importante de todo asunto, a lo siguiente: la pacificación de los bárbaros y su inclinación hacia un género de vida más humano y admisión de la religión sacrosanta, propósito que conseguirán los cristianos tanto más fácil y honestamente cuanto más hu manos y benignos se muestren con los bárbaros»789.
Una afirmación, dicho sea de paso, que debe ser difícil de explicar para los que se empeñan en ver la polémica entre Las Casas y el humanista como una refriega entre el bien y el mal absolutos. Pero si no es bueno convertir en siervos a los que hacen frente a los españoles, menos aún lo es para los que no han ofrecido resistencia. Sería injusto considerar siervos a los que, guiados por la causa que fuera, se entregaron a los cristianos; los bienes de éstos no les pueden ser arrebatados, y sólo es lícito exigirles el pago de los impuestos correspondientes: «así como de la libertad y fortunas de aquéllos el príncipe vencedor puede determinar, según su derecho y voluntad, lo que le pareciere conveniente para el bien público, así el convertir a éstos en esclavos [s e r u itu te m ] y despojarles de sus bienes es injusto, según la legislación común y el Derecho de gentes; no obstante, sí es lícito tenerles como estipendiarios y tributarios según su naturaleza y condición»790.
En definitiva, si son sus costumbres bárbaras y la cortedad de enten dimiento de los indios lo que determina su condición de siervos por naturale za, ¿qué vendría a implicar ésta? En ocasiones, tributos en cantidad justa; a veces, un cierto uso de su trabajo; en ningún caso, «imperar con avaricia y crueldad, el oprimir a los siervos con intolerable esclavitud, siendo así que se debe velar por su salud y bienestar como parte de la propia felicidad»791. Si la servidumbre no implica total esclavitud, la servidumbre natural a la que alude Sepúlveda no puede tener el significado que algunos estudiosos han pretendido darle. 789 Demócrates segundo, p. 118. 790 Ibídem, p. 117. 791 Ibídem, p. 123.
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La perspectiva del castigo mínimo es la que considera el humanista que debe primar sea cual sea la causa de guerra justa contra los indios a la que se apele. Si liberarlos de la antropofagia y de los ritos en los que sacrificaban víctimas humanas da derecho a castigarlos, incluso con la pérdida de la vida y, en cualquier caso, a privarlos de sus bienes, la acción de los monarcas espa ñoles les lleva a aplicar la equidad y la piedad cristianas, para lograr la correc ción de su comportamiento y su salvación792. También librar a los inocentes de los sacrificios justificaba la guerra justa y, en consecuencia, el castigo de quienes los practicaban; sin embargo, se logró la sumisión «al dominio de los cristianos con la muerte de muchos menos hombres que los que ellos solían inmolar en un solo año»793, lo que en virtud del mal menor viene a suponer una justificación añadida de la guerra justa. La cuarta causa de guerra justa contra los indios que Sepúlveda señalaba, tenía como finalidad facilitar la predicación de la religión cristiana. Aunque lo ideal sería evangelizar como los apóstoles, «que sin armas, sólo con la ayuda de la fe, recorrieron la mayor parte del orbe predicando el Evangelio», ya se ha visto que «en estos tiempos, con la pobreza que hay de predicadores de la fe y escasez de milagros»794, no parece posible alcanzar esa perfección a la hora de divulgar el mensaje de Cristo. Cumplir este precepto cristiano (y de ley natural) requiere contar con los medios para llevarlo a cabo, lo que en opinión de Sepúlveda legitima el dominio previo a la evangelización de los bárbaros, «sobre todo cuando la empresa puede realizarse con tan poco trabajo y tan pocas bajas por ambas partes»795. El resultado de esta guerra no puede ser otro que el dominio hispano sobre los indios. Pero, este dominio es concebido por Sepúlveda como el requisito para pasar de una situación de barbarie a una de civilización, con la consi guiente mejora de sus costumbres y habilidades, que tenderían a ser como las de los cristianos: «¿qué mayor beneficio y ventaja pudo acaecer a esos bárbaros que su sumisión al imperio de quienes con su prudencia, virtud y religión los han de convertir de bárbaros y apenas hombres, en humanos y civilizados en cuanto pueden serlo, de criminales en virtuosos, de impíos y esclavos de los demonios en cristianos y adoradores del verdadero Dios dentro de la verdadera religión, como lo son ya hace tiempo, por previsión y disposición de un Príncipe tan bueno y religioso como es el César Carlos, al concedérseles preceptores de le tras y de ciencias [d o c tr in a r u m ] y maestros de moral [m o r u m \ y de la religión verdadera?»796. 792 793 794 795 796
Ibídem .p. 43. Ibídem .p. 61. Ibídem, pp. 67 y 65. Ibídem, p. 71. Ibídem, p. 63.
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De ahí que el balance de bienes y males que provoca la guerra sea visto por el cronista como netamente favorable a los indios: oro y plata que carecen de valor para ellos, son intercambiados por hierro, de múltiples aplicaciones en la vida, y todo tipo de plantas, árboles y ganado, así como la cultura euro pea y, sobre todo, la religión cristiana797. Por otra parte, justificar el dominio por la evangelización y educación (humanización) de los bárbaros, no niega la posibilidad de que éstos, a través de sus príncipes, tomen la iniciativa para procurar su formación. Si, pasado un tiempo en esta situación de control de los monarcas hispanos o sus repre sentantes, los dirigentes indígenas dieran pruebas de estar preparados para asumir los más altos cargos del gobierno por sí mismos, deberá examinarse su caso: «no seré yo de los que nieguen que pueda llegar un tiempo en que se deba miti gar el dominio de los bárbaros, aunque exista el poder de someterlos. Tal caso ocurriría si un príncipe con su pueblo o ciudad, no por miedo o simulación, sino voluntariamente, de buena fe e inspirado por el espíritu de Dios, solicitase de los nuestros preceptores de la fe cristiana, o si por algún otro caso, la recta razón, en la gran variedad de los acontecimientos humanos, que no puede me dirse por una sola regla, nos exhortase a velar de otro modo por la salvación de los bárbaros; en tales casos, con leyes y preceptos, se ha de determinar lo que conviene en gran parte hacer en cada ocasión»798.
En ese caso, admite Sepúlveda la posibilidad de mitigar el dominio sobre los indios en la medida en que lo exijan las circunstancias y lo determinen «la prudencia de los príncipes y varones probos que están al frente de la administración»799. Este fue el modelo que siguieron los distintos pueblos griegos y, desde luego, los romanos, los más prudentes de todos los pue blos de la Antigüedad800, lo cual despeja dudas sobre la esclavización de los indios, puesto que es difícil, y poco útil para el amo, mantener la autoridad sobre esclavos apelando a su perfeccionamiento como personas. Esto debería ser suficiente para aceptar que cuando habla del servas Sepúlveda no lo con sidera como un esclavo por naturaleza cuya barbarie le hace incapaz de mejo ra alguna, interpretación defendida por Lewis Hanke801, sino como un siervo que debía pagar un tributo a su señor, tal y como era frecuente en su tiempo802. A pesar de ello, Juan Pérez de Tudela ha señalado que «al no fijar los modos y 791 798 799 800 801
Ibídem, pp. 78-79. Ibídem, pp. 79-80. Ibídem, p. 80. Ibídem, p. 95. L. Hanke, La lucha por la justicia en la conquista de América, p. 368, y Estudios sobrejray Bartolomé de las Casas y sobre la lucha por la justicia en la conquista española de América, p. 310; véase C. Scháfer, «La Política de Aristóteles y el aristotelismo político de la conquista». 802 R. E. Quirk, «Some Notes on a Controversial Controversy: Juan Ginés de Sepúlveda and Natural Servitude», p. 358.
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plazos de la transformación perseguida»803 el predominio español que defen día Sepúlveda quedaba libre de cualquier compromiso; pero esta acusación olvida que señalarlos hubiera sido una tarea imposible dada la variedad de pueblos y situaciones. De hecho, ante el mismo planteamiento, el P. Vitoria optó por una respuesta similar en su De indis: debería producirse la tutela de los indios «mientras constase que era conveniente para su bienestar»804. Estas consideraciones también vienen a dejar claro que Sepúlveda no está postulando una integración de los indios en el engranaje de la monarquía hispánica en igualdad de condiciones con sus demás componentes. Su com promiso con lo que considera una cultura superior por parte de los españoles le impide dar ese paso. Los indios no pueden equipararse a los demás súbdi tos del rey de España hasta que no observen unas prácticas similares. En el jerarquizado universo de las relaciones sociales y políticas que el humanista concibe, «nada hay más opuesto a la llamada justicia distributiva que dar iguales derechos a personas desiguales, y a los que son superiores en digni dad, virtud y méritos, igualarlos con los inferiores en favores, honor o paridad de derecho»805. Como teórico de la civilización, Sepúlveda no puede olvidar que los in dios incumplen la norma básica por la que se rige cualquier nación civilizada: la ley natural. Una integración como iguales en esas circunstancias es impo sible. Lo que se impone, más bien, es un protectorado, un gobierno de elites españolas que dirija los asuntos indios hacia la consecución del bien común. Este gobierno debe ser capaz, a la vez, de formar a los indios, explicarles el significado de la ley natural y hacer que la cumplan. Cuando esta situación sea un hecho, los indios estarán en condiciones de acceder más fácilmente a la fe cristiana. Sepúlveda, ahora podemos apreciarlo con claridad, estaba defendiendo un sistema de evangelización basado en la previa incorporación de los aborígenes americanos a lo que consideraba la civilización. La con versión a la fe cristiana, objetivo último de su propuesta806, sería más fácil si los indios fueran primero hombres807. Por tanto, la diferencia con respecto al método postulado por el P. Las Casas no era de fines, pues tanto el humanista como el dominico coincidían en otorgar a la evangelización el carácter de 803 J. Pérez de Tíldela Bueso, «Estudio crítico preliminar» a Obras escogidas de fray Bartolomé de Las Casas. I. Historia de las Indias, p. CLXXI. 804 F. Castilla Urbano, El pensamiento de Francisco de Vitoria. Filosofía política e indio ame ricano, p. 312. 81,5 Demácrates segundo, p. 119. 806 Ibídem, p. 66. 807 La idea de hacer «hombres» a los indios fue enunciada por el jesuita Bartolomé Hernández en su carta del 19.4.1572, a D. Juan de Ovando, Presidente del Consejo de Indias: «primero es ne cesario que sean hombres que vivan políticamente para hazerlos christianos», rep. en J. de Acosta, De procurando indorum salute, p. 646. Numerosas afirmaciones similares ha recogido P. Borges, «Evangelización y civilización en América», pp. 229-62.
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bien último a conseguir; donde se producía la divergencia entre los futuros contendientes de Valladolid era en los medios que se debían utilizar para ob tener lo que consideraban el bien supremo808. Allí donde los más capaces ven reconocida su libertad como ciudadanos de una república o como súbditos sometidos al poder regio, los bárbaros aparecen como auténticos siervos y no hombres libres por sus depravadas costumbres, Pero, por otra parte, no hay que olvidar que esos mismos bárbaros son súbditos de Carlos V en virtud de las bulas papales, por lo que el gobierno que les es más apropiado es un término medio entre el poder paterno que ejerce el mo narca sobre sus súbditos civilizados y el imperio heril809. La diferencia entre este tipo de autoridad y el dominio heril en sentido estricto, consiste en que el gobierno al que se refiere Sepúlveda no tiene como finalidad última el bene ficio del que impera, sino el propio desarrollo de los gobernados: «un rey óptimo y justo... debe gobernar a los españoles con imperio paternal y a esos bárbaros como a criados, pero de condición libre, con cierto imperio templado, mezcla de heril y paternal, y tratarlos según su condición y las exi gencias de las circunstancias. Así con el correr del tiempo, cuando se hayan civilizado más y con nuestro imperio se haya reafirmado en ellos la probidad de costumbres y la religión cristiana, se les ha de dar un trato de más libertad y liberalidad»810.
Un gobierno de estas características es el que correspondía a los bárbaros en función del ínfimo nivel de civilización que Sepúlveda les reconocía. Den tro del mismo, la libertad y la coacción deberían ser cuidadosamente aplica das para evitar los peligros que los excesos de una y otra pudieran acarrear. Si se otorgaba a los bárbaros una libertad mayor de la debida, se corría el riesgo de que regresaran a su situación primitiva, o lo que es lo mismo, que aban donaran la civilización y cayeran de nuevo en sus antiguas costumbres; por el contrario, si se les oprimía en exceso, la amenaza de una rebelión contra el dominio español se hacía presente. La solución estaba en un justo medio entre ambos términos811, práctica que ya fue seguida en la Antigüedad por los romanos para afianzar su dominio sobre pueblos no pacificados del todo812. Aunque la tarea de hacer realidad este programa político correspondía a los españoles como pueblo, el aristocratismo de Sepúlveda se pone de nuevo de manifiesto para reconocer el mérito de los que habían participado en la con quista del Nuevo Mundo. Según el cronista del Emperador, en algunos casos la civilización de los indios y su posible conversión al cristianismo debería 808 E. Subirats, El continente vacío. La conquista del Nuevo Mundo y la conciencia moderna, p. 154. 805 Demócrates segundo, pp. 119-20. 810 Ibídem, p. 120. 811 Ibídem, p. 121. 812 Ibídem, pp. 121-22.
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ser confiada directamente a los que participaron en el proceso que llevó a su dominio: «no es contrario ni a la justicia ni a la religión cristiana poner al frente de algu nas de estas ciudades y aldeas a varones españoles probos, justos y prudentes, sobre todo a aquellos que activamente intervinieron en la dominación, para que se encarguen de instruirles en probas y civilizadas costumbres y de iniciarles, adentrarles y educarles en la religión cristiana, que ha de ser predicada no por la violencia, lo que es contrario a nuestra explicación, sino por los ejemplos y persuasión, y a la vez se alimenten de su trabajo y fortunas y se sirvan de ellos para los usos de la vida tanto necesarios como liberales»813.
Esta propuesta parece haber irritado a Las Casas más que ninguna otra, pues veía encarnada en ella la continuidad de todos los males de la conquis ta; en efecto, el Obispo denuncia que en el Demócrates segundo Sepúlveda aparece «defendiendo las guerras y expediciones militares pasadas y futuras de los españoles contra los indios y aprobando la esclavitud, esto es, el repar timiento o encomienda, bajo la cual los indios, oprimidos por los españoles, ya mueren, ya llevan una vida más dura que la muerte»814. En realidad, lo que Sepúlveda estaba defendiendo es su concepción de la colonización, en la que quiere armonizar unas encomiendas que permitan reconocer lo debido a esos conquistadores que para él encarnan a los mejores, con la necesidad de instruir a los indios en la fe cristiana y «en probas y ci vilizadas costumbres», aunque todo ello envuelto en un paternalismo de casi imposible conciliación con la realidad815: «Ninguna razón de justicia, humanidad o filosofía cristiana prohíbe domi nar a los mortales sometidos y exigir los tributos que son justa recompensa a los trabajos y necesarios para la alimentación de los príncipes, magistrados y soldados; tampoco prohíbe tener siervos y usar moderadamente de su trabajo, pero lo que sí está vedado es el imperar con avaricia y crueldad, el oprimir a los siervos con intolerable esclavitud, siendo así que se debe velar por su salud y bienestar como parte de la propia felicidad, pues el siervo, como dicen los filósofos, es como una parte animada de su dueño, no obstante estar separada de él»816.
Una propuesta de este tipo revela, sin duda, una teoría imperialista, aun que diferente en su intención de la que propicia el «naturalismo positivista que contempla, y a veces aplaude, la lucha de los seres que se destruyen unos a otros»817. En cualquier caso, resultaba evidente que no podía ser aceptada 8,3 Ibídem, pp. 122-23. 814 B. de las Casas, Obras completas, 9. Apología , p. 53. 815 Sobre la imposibilidad ética de justificar el paternalismo sepulvediano, véase E. Garzón Valdés, «La polémica de la justificación ética de la conquista», pp. 65-76. 816 Demócrates segundo, p. 123. 817 S. Zavala, La filosofía política en la Conquista de América, p. 68.
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por la Corona, recelosa siempre de las pretensiones de la nobleza, pero era la salida natural para quien sólo reconocía el mundo a través del comporta miento de las minorías egregias. De ahí que se haya visto a Sepúlveda como un instrumento de la causa de los conquistadores y encomenderos, «pero no nos atreveríamos a decir que fue instrumento suyo de una manera consciente y premeditada»81881920. Con toda probabilidad, fue este proyecto de una nueva nobleza, la causa de la prohibición del Democrates secundas. Así lo confir ma la posterior publicación por parte de Sepúlveda de varios resúmenes de sus tesis fundamentales sobre la justa guerra contra los indios, tanto en el Epistolario™, como en el De regno82°, con excepción de la que aludía a las encomiendas de los conquistadores, sin que ello provocara dificultad alguna a su circulación. De paso, esta interpretación permitiría explicar también el eco que la monarquía concedió a las denuncias de Las Casas: sus ideas venían a poner coto a las pretensiones de los conquistadores y garantizaban el poder político de Carlos V sobre las Indias.
818 V. D. Carro, La teología y los teólogos-juristas españoles ante la conquista de América, II, p. 371. F. Fernández Buey, La gran perturbación. Discurso del indio metropolitano, p. 190, nota 88, cita este texto incompleto, dándole la interpretación contraria a la que tiene. 819 Epistolario , carta 101a Francisco Argote [de mayo de 1552], p. 296, entre otras. 820 Acerca de la monarquía, pp. 49-50.
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SEPÚLVEDA Y LOS INDÍGENAS AMERICANOS DESPUÉS DEL D E M Ó C R A T E S S E G U N D O
1.
La A
p o l o g ía : a l g o m á s q u e u n r e su m e n d e l
D emócrates
segundo
Aunque el Demócrates segundo no llegó a editarse hasta 1892, marcó la biografía y el pensamiento de su autor en al menos cuatro sentidos: primero, por sus esfuerzos para publicarlo durante casi una década; en segundo lugar, por su empeño en defender y aclarar sus tesis más significativas durante el resto de su vida; en tercer lugar, por las polémicas en las que se vio envuelto y, por último, porque ha sido la fuente principal de su conocimiento hasta nuestros días, oscureciendo el resto de su obra821. De la poca justicia que se hace al pensamiento de Sepúlveda juzgándolo únicamente por lo dicho en el Demócrates segundo se viene dando cuenta desde el inicio de esta obra. En este capítulo nos ocuparemos de esos otros aspectos que tanto pueden hacer para su correcta comprensión y que, sin duda, hay que poner en relación con sus fracasados intentos de publicarlo: de su defensa y matizaciones de las ideas de aquel texto y de las polémicas a las que dio lugar. Las dificultades para imprimir el Demócrates segundo, si hemos de creer a Las Casas, comenzaron cuando Sepúlveda intentó obtener autorización en el Consejo de Indias, «la cual le negaron por muchas vezes»822. El obispo de Chiapas también afirma que Sepúlveda envió su obra al Concilio de Trento, 821 J. M . Pérez-Prendes y Muñoz de Arraco, «Los criterios indianos de Juan Ginés de Sepúlve da», p. 275: «parece admisible señalar que JGS habría de alcanzar una fama desafortunada para é l, por una obra que ni resuelve coherentemente el problema que plantea, ni refleja su auténtica dimensión moral, ni es tampoco el mejor compendio de su compleja preparación intelectual, ni una síntesis de sus diversificadas aportaciones a la investigación». 822 Proemio al Sumario de D. de Soto, O.P., Relecciones y opúsculos. I, p. 200.
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«pero, después de haberla leído totalmente y percatándose de que el asun to era poco cristiano, algunos padres del Concilio no quisieron ocuparse de él»823. El cronista, en cambio, admite haberlo presentado en el Consejo de Castilla y cómo, después de ser leído por el doctor Guevara, por fray Diego de Vitoria y por el doctor Moscoso, «como por cada uno de ellos fué aprovado estándose para dar licencia, se interpusieron ciertas personas de autoridad del Consejo de Indias, diziendo: que aunque el libro fuese muy bueno no con venia por entonces se imprimiese»824. Del desacuerdo entre miembros de ambos Consejos da cuenta un escrito del Comendador Mayor D. Juan de Zúñiga y Avellaneda a Carlos V, de fecha 27 de septiembre de 1545: «El doctor Sepulueda cronista de V.M. demas de lo que ha trabajado en su historia ha compuesto vn libro en latín en que muestra quan justas son las causas de la guerra que V.M. manda hazer a los Yndios y como se pueden y deuen su binestar y justo titulo y le embia al conffessor de V.M. para que le haga relación del y demas desto yra con esta vn traslado de la sustancia del en Castellano para que V.M. lo pueda ver[;] lo que puedo dezir a V.M. es que según an dicho hauiendolo visto el Presidente y los del Consejo Real de V.M. y otros buenos Letrados les ha paresqido muy bien y a algunos del Consejo de las Yndias les paresqe que no seria bien imprimirse (V.M. mandara ver y proueer lo que en ello sera seruido»)825.
El Emperador, en una cédula de 20 de marzo de 1547826, ordenó que se viese bien el libro y se diese licencia para imprimirlo si no se encontraba impedimento alguno, por lo que se le dio a examinar «de nuevo al licenciado Francisco de Montalvo, y también le aprovó»827. Cuando parecían superados todos los obstáculos, la llegada desde las Indias de Bartolomé de las Casas en ese mismo año, modificó la situación: su oposición llevó a los miembros del Consejo de Castilla a solicitar de las universidades de Salamanca y Alcalá un dictamen sobre su impresión. No deja de resultar paradójico que Las Casas se revolviera contra la edición del Demócrates segundo y que se atribuyera su refutación en un encuentro mantenido con Sepúlveda en la Universidad de Alcalá de Henares en base a un «compendio» (es de suponer que la Apología o algún resumen previo): «habiendo llegado a sus manos un compendio de dicha obra en español (pues por aquel entonces no pudo obtener una copia en latín)»828. 823 B. de las Casas, Obras completas, 9. Apología, p. 631. 824 «Proposiciones temerarias, escandalosas y heréticas que notó el Doctor Sepúlveda», p. 336. 825 A. Losada, Juan Ginés de Sepúlveda a través de su «Epistolario» y nuevos documentos, p. 631. 826 V. Beltrán de Heredia, Cartulario de la Universidad de Salamanca (1218-1600), III, p p .325-326. 827 «Proposiciones temerarias, escandalosas y heréticas que notó el Doctor Sepúlveda», p. 337. 828 B. de las Casas, Obras completas, 9. Apología, p. 53.
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A partir de este momento, las complicaciones cada vez fueron mayores para Sepúlveda. En una carta del 1 de agosto de 1548, que le dirige su amigo el inqui sidor Martín Oliván, se da cuenta del Capítulo provincial de los dominicos de An dalucía celebrado en el convento de San Pablo de Córdoba, donde los frailes dis cutieron sobre «los temas que trataste profunda y minuciosamente en el diálogo que titulaste Demócrates segundo»*29. Como en la carta Oliván anima a su amigo a dejar «completamente a un lado las molestias y las polémicas que tienes con los frailes»829830, resulta evidente que para esta fecha el círculo de íntimos de Sepúlveda ya estaba al tanto de sus dificultades para publicar la obra y, con toda seguridad, de la oposición de Las Casas y sus seguidores. Por eso no debe extrañar que, poco después, el cronista deba frenar la felicitación de su amigo Alonso Guajardo «por mi victoria en la disputa literaria», aludiendo a la discusión sobre su libro en las universidades de Salamanca y Alcalá831. La enhorabuena era inoportuna: Alcalá rechazó su impresión y Salamanca había decidido contestar, el 16 de julio de 1548, en contra de la publicación del Demócrates segundo832; Sepúlveda siempre se quejó de que esta respuesta se hiciera en nombre de la propia Universidad y no de los ocho profesores comisionados para juzgar del libro833. En cualquier caso, conocedor ya de su derrota, el cronista no deja de señalar como responsables a «unos hombres violentos, desenfrenados y envidiosos, que anteponen tozuda mente su apetencia a la justicia y a la verdad, y consideran un mérito oponerse estrepitosamente a los logros ajenos y desacreditar sus méritos»834. Entre esos hombres, el mayor protagonismo correspondía, sin duda, a «las mañas y engaños del general más tramposo, que soliviantó y empujó a la traición con engaños y tretas a las tropas con cuyo concurso yo me creía seguro vencedor835. Pero Se púlveda no sólo receló de la intervención de Las Casas en la decisión de las uni versidades, sino que consideró insuficiente y carente de fundamento su respuesta: «el obispo, con negociaciones y fictiones y favores hizo lo que quiso. Así que los de Alcalá respondieron que les parecía que el libro no se devia imprimir, y no dieron razón dello aunque les avia sido mandado por la carta del Consejo real. Los de Salamanca respondieron lo mismo, y dieron las razones tales que fueron avidas en el Consejo real por frívolas y de poco peso»836. 829 830 831 832
Epistolario, carta 69, p. 177.
Ibídem. Ibídem, carta 71 a Alonso Guajardo, de 31 de octubre de 1548, p. 182. «Actas de la Universidad de Salamanca acerca de un libro de Sepúlveda», en J. de la Peña,De bello contra insulanos. Intervención de España en América, p. 500. Los ocho profesores elegidos en la sesión del claustro de 16 de noviembre de 1547 fueron Juan Puebla, Pedro Suárez, Antonio de Aguilera, Diego de Covarrubias, Francisco Sancho, Gregorio Gallo, Juan Gil de la Nava y Melchor Cano. 833 Epistolario, carta 82 a Melchor Cano, de 15d e julio de 1 549,p . 238. 834 Ibídem, carta 71 a Alonso Guajardo, de 31 de octubre de 1548, p. 182. 835 Ibídem, carta 72 a Martín Oliván, de 1 de noviembre [de 1548], p. 184. 836 «Proposiciones temerarias, escandalosas y heréticas que notó el Doctor Sepúlveda», p. 337.
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En efecto, no deja de ser paradójico que el dictamen de la Universidad de Alcalá sobre el «librito correctísimo» de Sepúlveda, después de debatir con él sobre el mismo, fuera, en palabras que reprodujo el humanista Alvar Gómez de Castro, que «La doctrina prueba plenamente lo que intenta, pero como no es suficientemente segura, no es conveniente que dicho libro se imprima y se divulgue»837. Respecto a la Universidad de Salamanca, fueran frívolas o no sus razones, Sepúlveda sabía que su rechazo tenía que ver con «el asunto de la guerra contra los salvajes [barbarici]» y con la teoría de la esclavitud natural, pues a ambos temas alude en sus cartas a Melchor Cano838. Descon tento, en cualquier caso, con la decisión, el cronista volvió a insistir no sólo al Consejo de Castilla sino también al príncipe Felipe para que se permitiera una discusión entre él y los más doctos teólogos de Salamanca y Alcalá, pro poniendo que juzgaran al respecto los miembros del citado Consejo y algu nos otros teólogos elegidos expresamente. De ahí que comente a Oliván que «he recurrido a un tribunal más íntegro para poder contar con apoyos más firmes y constantes, en parte pertenecientes a la orden de nuestros mismos adversarios»839. Ciertamente, al libro no le faltaron apoyos, como el del arzobispo Valdés, a quien Sepúlveda atribuye estas palabras: «Mejor velarían estos [sus opositores] por su buen nombre si se preocuparan de que este libro se imprimiera con letras bien grandes y de que se predicara desde los púlpitos de toda España para provecho general»840. Pero lo que vino no fue el permiso para su publicación, sino la intervención del Emperador estableciendo que se reuniese el Consejo de Indias con representantes de los otros Consejos y cuatro teólogos, abriendo paso a la célebre Junta de Valladolid. Antes de ésta, en su afán por conseguir autorización para editar el Democrates secundus, Sepúlveda escribió varios textos, de los que él mismo da cuenta en su carta al príncipe Felipe de 23 de septiembre de 1549: «Yo acá me he ocupado, allende del estudio ordinario de la historia, en defender el libro que compuse de la conquista de Indias y a mí de calumnias de algunos frailes apasionados, para lo cual este año he escrito tres apologías, cuyos traslados he enviado allá a esa Corte, al obispo de Arras y al secretario Gonzalo Pérez. Allende de la suma del libro de las Indias de que acá di cuenta a V. A., ahora espero que me darán licencia para imprimirlo»841. 837 A. Gómez de Castro, De las hazañas de Francisco Jiménez de Cisneros, p. 553. 838 Epistolario, carta 74, de 26 de diciembre de 1548, pp. 190 y 197, e ibídem, carta 82, de 15 de julio de 1549, p. 239. 839 Epistolario, carta 72 a Martín Oliván, de 1 de noviembre [de 1548], p. 184. 840 Ibídem, p. 185; también en la carta 82 a Melchor Cano, de 15 de julio de 1549, p. 242, y en la Apología, pp. 219-20. 841 Ibídem, carta 86, p. 252; véase carta 82 a Melchor Cano de 15 de julio de 1549, p. 240.
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Entre estas apologías hay que incluir los manuscritos en castellano loca lizados por Ángel Losada842, pero, sin duda, la que más trascendencia estaba destinada a alcanzar es la Apología a favor del libro Sobre las justas causas de la guerra, escrita en latín y publicada en Roma el 1 de mayo de 1550. No deja de resultar paradójico que la idea de enviar esta summa a la manera escolástica a su amigo Antonio Agustín, pudiera haberle sido sugerida a Sepúlveda, sin pretenderlo, por su enemigo Melchor Cano. En efecto, después de formar parte de la comisión de la Universidad de Salamanca que juzgó negativamente sobre la impresión del Demócrates segundo, el teólogo do minico realizó ante sus alumnos un comentario negativo sobre un pasaje del mismo relativo a la ira de san Pablo843. Sepúlveda fue informado por un ami go y le pidió explicaciones844. En las duras y sarcásticas cartas cruzadas entre ambos, Cano responde a los elogios de Sepúlveda y de sus obras por autores extranjeros que el cronista había mencionado845, señalando que el tiempo que vivió en Italia y el estilo (humanista) allí conseguido, una caracterización de sus escritos que utiliza repetidas veces y a la que Sepúlveda responde subra yando el escolasticismo de su rival846, le permiten considerarse italiano, por lo que le sugiere que «si los extranjeros juzgan o ensalzan tus tareas con más sinceridad que tus compatriotas españoles, y es tan grande el afán que te domina de engrandecer tu prestigio, podrás publicar tu libro en tierra de esos incontables Esténtores de tu estilo, con los que has tratado largamente y has pasado buena parte de tu vida; esos dichosos italianos, a los que devuelves tú una alabanza igual, dicta minarán a tu gusto sobre tu libro»847.
La despectiva sugerencia del dominico pudo animar a Sepúlveda a bus car la aprobación de los «teólogos» y «expertos en derecho pontificio» ro manos para su libro848, lo que plantea un nuevo problema: si deseaba que Antonio Agustín y sus compañeros del tribunal de la Rota «determinéis qué hay en esta causa de verdadero y justo, y si os parece que el libro debe ser editado»849, ¿por qué no les remitió el propio Demócrates alterl Nada se sabe al respecto, pero no deja de ser extraño, porque en la carta del 1 de abril de 842 Juan Ginés de Sepúlveda a través de su «Epistolario» y nuevos documentos, p. 206. 843 Demócrates segundo, p. 8. 844 J. J. Valverde Abril, «Teología y humanismo: la correspondencia entre Juan Ginés de Se púlveda y Melchor Cano». 845 Epistolario, carta 74 a Melchor Cano de 26 de diciembre de 1548, p. 199 y ss. 846 Ibídem, carta 82 a Melchor Cano de 15 de julio de 1549, p. 226. 847 Ibídem, carta 81 de Melchor Cano [de 1549], pp. 223-24. 848 F. Fernández Buey, La gran perturbación. Discurso del indio metropolitana,p . 139, supuso que la polémica entre Melchor Cano y Sepúlveda se originó a causa del intento de éste de editar en Roma la Apología, lo que, además de un error de fechas, supone ignorar un dato fundamental de la polémica. 849 Epistolario, carta 85 de 26 de agosto de 1549, p. 250.
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1550 que precede a la Apología, afirma Agustín haber debatido con personas de prestigio, «y con otros teólogos y jurisconsultos de enorme peso y muy cultivados, la Suma de la cuestión aquella acerca de la guerra indiana que discutes por extenso, de modo extremadamente docto y elegante, en el libro Sobre las justas causas de la guerra»850. Agustín, por tanto, parecía conocer el Democrates secundas, pero lo que entregó a sus compañeros para que emi tiesen su opinión, siguiendo las indicaciones de Sepúlveda, fue la Apología, que tomó la decisión de publicar a continuación: «hemos autorizado que semejante opúsculo se copie y edite en muchos ejem plares, sin ir, probablemente, en contra de tu voluntad, ya que, aunque no lo es cribieras con el propósito de que saliera al público, deberías haberlo mantenido guardado y haberlo escondido si creías que no era publicación digna de ti»851852.
¿Había algo en la Apología que la hiciera más atractiva a su público que el propio libro del que se supone que era resumen? Ciertamente, su redacción «more scholastico» la diferenciaba de la forma ciceroniana del diálogo Sobre las justas causas de la guerraSS2. Sin duda, Sepúlveda quiso responder con su escritura a aquellos que le negaban conocimiento suficiente como para ocuparse de materias teológicas853, lo que además de constituir un agravio personal iba en detrimento de la credibilidad de los argumentos utilizados en el Democrates segundo-, pero, después de las dificultades experimentadas en sus reuniones con los profesores de Alcalá y Salamanca y viendo la oposición desatada entre los teólogos, también era su pretensión hacer accesible su con tenido a quienes estaban poco familiarizados con la literatura humanista854 o, simplemente, la rechazaban. Así pues, los motivos (subjetivos) y las intencio nes (objetivas)855 que llevaron a la escritura de la Apología vienen a coincidir en su trascendencia y hacen tanto más interesante, y obligado, su análisis. Por su familiaridad con las formas argumentativas del escolasticismo, los teólogos y canonistas de la curia romana podían sentirse más a gusto con una 850 Apología, epístola introductoria, p. 192. 851 Ibídem. 852 J. González Rodríguez, «La Junta de Valladolid convocada por el Emperador», pp. 210-11, afirma que el dictamen de la Universidad de Salamanca «consideró al Democrates alter como un libro no técnico, escrito en la forma literaria (diálogo) de los humanistas y no en el lenguaje escolás tico de luquaeslio», pero, siendo desconocido el contenido de dicho dictamen, no señala en qué basa su afirmación. Esto mismo vale para su indicación de que la Universidad de «Salamanca condenaba el aristocratismo natural implícito en la teoría aristotélica de la esclavitud» (p. 211). Reitera estas afirmaciones S. Muñoz Machado, Sepúlveda, cronista del Emperador, p. 409, que cita errónea mente como «actas de la Universidad de Salamanca» lo que no es sino un fragmento del Proemio lascasiano al Sumario de Soto, reproducido por A. M“. Fabié. 853 Epistolario, cartas 52 (p. 128), 73 (p. 187), 74 (pp. 198 y 201), 76 (pp. 206-7), 81 (p. 223), 82 (p. 242) y 92 (p. 261). 854 Apología, p. 194. 855 Q. Skinner, «M otives, Intentions and the Interpretation of Texts», p. 401.
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summa que se servía fundamentalmente de san Agustín y otros padres de la Iglesia, con ocasionales menciones de santo Tomás y los textos del derecho canónico (Decreto de Graciano y Decretales de Gregorio IX), que con un diálogo plagado de referencias paganas. Por si esto no bastara, la Apología finalizaba con una enumeración de personalidades, todas ellas con cargos eclesiásticos, políticos o académicos de importancia, que apoyaban la publi cación del Democrates secundus, y se cerraba en su primera edición con la reproducción de la bula Inter caetera de Alejandro VI, a cuya legitimación se recurría para justificar la acción española en el Nuevo Mundo. Con todo, la diferencia no afectaba sólo a la manera de decir, sino también al énfasis en lo que se dice. Ninguno de los argumentos que aparece en la Apología es extraño al Democrates segundo, pero los fundamentos y autoridad con la que se presentan son muy distintos, ha Apología reduce el recurso a Aristóteles a su mínima expresión y, aunque mantiene el supuesto de que los indios antes de caer bajo el dominio de los cristianos eran «todos bárbaros en sus costum bres y la mayor parte por naturaleza sin letras ni prudencia y contaminados con muchos vicios bárbaros», sostiene que deben someterse y «obedecer a las personas más humanas, más prudentes y más excelentes»856, sin hacer mención explícita de la teoría de la esclavitud natural. Escarmentado sin duda por la experiencia de Alcalá y Salamanca, donde «había expuesto yo la ense ñanza de Aristóteles en el libro primero de la Política»857, Sepúlveda opta en su lugar por incluir en la Apología una apelación mucho más aceptable desde el punto de vista cristiano a la corrección de las gentes que viven en el vicio por los pueblos más virtuosos, como ocurrió en tiempo de los romanos. Un mensaje que no podía ser indiferente a los ideales de fraternidad evangélica predominantes entre los miembros de la curia pontificia.
2.
L a PRIMERA PARTE DE LA A P O L O G Í A
Desde el punto de vista de su contenido, la Apología pretende ser la res puesta unitaria a dos objeciones planteadas contra el Democrates segundo: la primera, con la que se inicia la obra tras la introducción de Antonio Agustín, corresponde al obispo de Segovia, Antonio Ramírez, mientras la segunda re coge los argumentos planteados por las Universidades de Salamanca y Alcalá para oponerse a la publicación de aquella obra858. A las dos aludió Las Casas en el proemio al Sumario de Domingo de Soto que recoge su controversia con Sepúlveda: 856 857 858
A p o lo g ía ,
p. 197. carta 82 a Melchor Cano de 15 de julio de 1549, p. 239. p. 194.
E p is to la r io , A p o lo g ía ,
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«No contento el Dotor, antes muy quexoso de las Vniuersidades, acordó no obstante las muchas repulsas que ambos Consejos Reales la auaian dado, embiar su tratado á Roma a sus amigos para que lo hiziessen imprimir, aunque debaxo de forma de cierta Apología que auia escrito al Obispo de Segouia»859.
Si en el comentario del obispo de Segovia Sepúlveda cree ver la inspira ción de «quienes con calumnias y de manera inmoderada e imprudente, por no decir algo peor»860, atacan sus ideas, en la respuesta de las Universida des no aprecia sino «un artificio amañado por unos cuantos corruptores»861. La Apología, por tanto, se mueve más contra lo que su autor considera una mala interpretación e incluso una manipulación de sus tesis, sin duda por la intervención de Las Casas y sus aliados, como Melchor Cano o Domingo de Soto, que como un resumen de las mismas. Y en esa línea adquiere sentido la corrección de lo planteado por el obispo de Segovia: ¿«es lícito hostigar con la guerra a los indios, privándolos de sus dominios, posesiones y bie nes temporales, y matándolos, si ponen resistencia, para que así, despojados y sometidos, los predicadores les inculquen la fe más fácilmente»862? Para Sepúlveda no cabe presentar la cuestión en estos términos, porque él es el primero en sostener «que no hay que despojar a estos indios de sus bienes y posesiones ni redu cirlos a esclavitud, sino someterlos al gobierno de los cristianos, para que no pongan impedimento a la fe y a su propagación, oponiéndose a los predicado res y blasfemando de Dios por medio de la idolatría, además de otras ventajas que esto les depara»863.
Así pues, el cronista, advertido ya de los puntos flacos de su segundo Demócrates, intenta desvincular sus ideas sobre la guerra en el Nuevo Mundo de la explotación de los indios: no se trata de enriquecerse a su costa, sino de hacer posible la predicación y su conversión, finalidad para la que la guerra aparece como instrumento imprescindible. De ahí que Sepúlveda se apresure a señalar las cuatro causas ya conocidas para justificar el dominio sobre los indios: en primer lugar, su barbarie, atestiguada por Gonzalo Fernández de Oviedo en su Historia General y Natural de las Indias, viene a revelar su in ferioridad. En la Apología esta inferioridad se explica, siguiendo a santo To más (Sentencia sobre los libros de la Política, 1,1,15), por su falta de razón, bien a causa del clima o bien por sus nefastas costumbres. En consecuencia, «tales gentes, por derecho natural, deben obedecer a las personas más huma nas, más prudentes y más excelentes para ser gobernadas con mejores cos 859 Proemio al Sumario de D. de Soto, O . P Relecciones y opúsculos. I, p. 200. A. Moreno, en su introducción a la Apología de Sepúlveda, p. CXLIII, atribuye este texto a Soto. 860 Apología, p. 193. 861 Ibídem .p. 194. 862 Ibídem. 863 Ibídem, p. 195.
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tumbres e instituciones»864; si, una vez advertidos, rechazaran tal autoridad, podrían ser sometidos por la fuerza de las armas en una guerra justa. Al sustituir la autoridad de Aristóteles por la de santo Tomás, Sepúlveda se protegía contra las acusaciones de recurrir a los paganos para fundamen tar su pensamiento. Ciertamente, eso no evitó que Las Casas pronunciara su famoso «mandemos a paseo en esto a Aristóteles»865, pero la mención, paralela a aquella otra de la Historia de las Indias en la que se afirmaba que «el Filósofo era gentil y está ardiendo en los infiemos»866, no pudo hacerse contra lo expuesto expresamente por el cronista en la Apología, sino aludien do a la doctrina del griego. Dicho sea de paso, aunque se ha querido ver en este comentario de Las Casas un rechazo a «la racionalidad canónica» de la época867, esto es, al aristotelismo, no hay que olvidar que quienes dominaban las cátedras universitarias de la época, la Inquisición y los Consejos reales, de cuyas decisiones tanto se benefició el Obispo y que tan desfavorables fueron en diversas ocasiones para el cronista, eran los dominicos, orden a la que per tenecía Las Casas, y que entre éstos era prácticamente unánime la adhesión al aristotelismo tomista, distinto ciertamente del naturalista, más apegado a las fuentes originales, que practicaba Sepúlveda, pero aristotelismo al fin y a la postre. Este aristotelismo sometido al análisis de santo Tomás era el que estaba presente en Vitoria y sus discípulos, que tanto hicieron por otorgar legitimidad a las sociedades indias, como lo estaba, antes y después de su exabrupto, en el mismo obispo de Chiapas868. El rechazo, por tanto, no era, ni podía ser, hacia la doctrina aristotélica, de la que tantos elementos para sus ar gumentos extraía Las Casas, sino hacia lo que consideraba un seguimiento o uso por parte de su opositor que no era favorable a sus tesis. Se trataba, pues, como en tantas otras ocasiones ocurre con las argumentaciones del Obispo, de replicar según exigían las circunstancias, pero de ello no puede despren derse el cuestionamiento de unos principios aristotélicos que eran tan propios de su pensamiento como del de su rival. Por lo demás, aunque es evidente que Sepúlveda formó parte del pro yecto italiano de restaurar el Aristóteles original con sus traducciones869 y que el conocimiento de la obra del Estagirita impregna profundamente su pensamiento, no es menos cierto que las afirmaciones acerca de la esclavitud 864 Ibídem, p. 197. 865 Utilizo la traducción de Valeat Aristóteles! de la edición de la Apología en la Editora Na cional, p. 132; la edición en el volumen 9 de las Obras completas de Las Casas, p. 101, traduce el mucho más neutro ¡Adiós, Aristóteles! 866 B . de las Casas, Obras escogidas. Historia de las Indias, lib. III, cap. CXL1X; vol. II, p. 536. 867 R. Mate, «¡A paseo Aristóteles! Cómo pensar en español», p. 74; Tratado de la injusticia, pp. 255 y 299. 868 J. H. Elliott, El Viejo Mundo y el Nuevo (1492-1650), p. 63. 869 C. Scháfer, «La Política de Aristóteles y el aristotelismo político de la conquista», p. 126.
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natural del Demócrates segundo están lejos de representar una postura aristo télica ortodoxa: la superioridad de los españoles sobre los indios que justifica, a su juicio, el dominio de los primeros sobre los segundos, tiene como límite la civilización y utilidad de éstos, algo que resulta impensable en el filósofo griego870, y que no hay que devaluar considerando que se trata de una adap tación obligada871. Si no se olvida este supuesto civilizador, sobre el que Sepúlveda insistió repetidas veces, la distinción radical acerca de la esclavitud natural entre sus propuestas y las de los seguidores de Vitoria que se ha querido señalar, no resulta tan fácil de establecer. Baste, a este respecto la siguiente afirmación de Domingo de Soto, una de las figuras dominicas: «Aristóteles no sólo colocaba esta servidumbre entre una nación y otra, sino también entre las personas de una misma ciudad y de una misma fami lia. Hay, efectivamente, entre los cristianos de una misma ciudad siervos por naturaleza, que sin embargo no por eso pueden ser despojados de sus bienes, aunque rehúsen obedecer a los que son naturalmente superiores. Y lo que Aris tóteles dijo en el mismo libro I de los Políticos, cap. 3, o sea, que de la misma manera que pueden venderse las bestias, podemos emprender la guerra contra aquellos hombres que han nacido para servir, ha de entenderse que podemos repeler por la fuerza y someter al orden a aquellos que, como las fieras, andan errantes, sin tener respeto ninguno a las leyes del pacto, sino que invaden lo ajeno por donde quiera que pasan»872.
Una segunda razón que también vendría a justificar la sujeción de los indios mediante la guerra serían sus «pecados muy graves contra la ley natural»873. Sepúlveda esgrimía en su favor que los pueblos que practicaban la idolatría y los sacrificios de víctimas humanas habían sido castigados en el Antiguo Testamento, y un amplio número de pensadores cristianos también había mostrado su rechazo hacia este tipo de actos; además, la propia autoridad papal, añadía, existe sobre «todas las naciones no sólo para predicar el Evangelio, sino también para obligar a los pueblos, si le es posible, a observar la ley natural»874. Como ya hiciera en el Demócrates secundus875, vuelve el cronista a cargar contra los iuniores theologi a cuya 870 A.-E. Pérez Luño, La polémica sobre el Nuevo Mundo. Los clásicos españoles de la Filo sofía del Derecho, pp. 202-203. Ésta parece ser también la posición de J. L. Abellán, Historia crítica del pensamiento español. 2. La Edad de Oro (Siglo XVI), pp. 463-64 y 472-73. 871 G. T osí , «Alie origini della modernitá: i diritti degli indigeni del Nuovo Mondo», p. 92: «Anche Sepúlveda é obbligato in qualche modo a modificare la teoría aristotélica per poter giustificare l ’azione «educatrice» dei sapientiores e ammettere quindi che gli homunculi possano diventare uomini». 872 Domingo de Soto, De la justicia y del derecho, I. IV, q. II, a. 2, p. 290. 873 Apología, p. 198. 874 Ibídem, p. 200. 875 Demócrates segundo, p. 57.
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cabeza se situaba Vitoria876, para negar que la violación de la ley natural por unos cuantos individuos, incluso por un número elevado de éstos, pueda ser causa para declarar la guerra a la nación a la que pertenecen; lo que tiene que ocurrir para que pueda darse una guerra justa por este motivo es el incumplimiento público y su aceptación dentro de las costumbres e ins tituciones de ese pueblo877. En tercer lugar, la protección de los inocentes también es una causa legí tima para someter a los indios, pues «todos los hombres, por ley divina y na tural, deben evitar que los hombres inocentes sean degollados en una muerte indigna, si les es posible sin gran daño para ellos»878. Por último, no se puede olvidar que la finalidad última de la guerra es hacer posible la predicación de la religión cristiana, por lo que «el corregir a los hombres que yerran muy peligrosamente y que caminan de rechos hacia su perdición, ya sea a sabiendas, ya por ignorancia, y el atraerlos a la salvación incluso contra su voluntad, es de derecho divino y natural y un deber que todos los hombres de buena voluntad queman cumplir aun para con aquellos que no lo quisieran»87980.
Estas cuatro razones para la guerra, que ya figuraban en el Demócrates segundom , debían permitir apartar a los indios de sus impíos ritos y conver tirse «a la fe de Cristo en mayor número y con más seguridad que acaso se convertirían en trescientos años sólo con la predicación»881. Por si quedaba alguna duda, Sepúlveda no deja de pasar revista a dos documentos de indu dable relevancia en la controversia de Indias: en primer lugar, recurre a la autoridad del papa Alejandro VI e interpreta la bula Inter caetera otorgada a los Reyes Católicos no como una exhortación a la predicación y la conver sión, sino como un encargo para someter a los indios, encargo que el Papa estaría en condiciones de realizar en virtud de la doctrina del poder indirecto del Pontífice sobre los asuntos temporales cuando se encaminan a los espiri tuales. En segundo lugar, critica el Requerimiento ideado tras la Junta de Bur gos de 1512 por Juan López de Palacios Rubios882, ese documento que debía transmitirse a los indios de forma que les fuera comprensible su contenido, sin coacciones y dándoles un plazo de tiempo para responder, pero que de hecho se leía en castellano o latín inmediatamente antes de la acción armada 876 De indis, p. 71. 877 Apología, p. 201. 878 Ibídem, p. 202. 879 Ibídem, p. 203. 880 Demócrates segundo, pp. 19, 37, 61 y 64. Véase pp. 83-84. 881 Apología, p. 208. 882 B. de las Casas, Obras escogidas. Historia de las Indias, lib. III, cap. LVII; vol. II, p. 309; G. Fernández de Oviedo, Historia general y natural de las Indias, lib. XXIX, cap. VII; vol. III, pp. 31-32.
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y, en ocasiones, a más de una legua de distancia de donde se encontraban sus supuestos receptores883; en el mismo se explicaba la creación del mundo por Dios, la presencia en Roma de su representante en la Tierra, continuada por sucesivos pontífices durante mucho tiempo, y cómo uno de ellos hizo donación a los reyes hispanos del Nuevo Mundo, por lo que se instaba a los indios a su reconocimiento y subordinación, facilitando la predicación de la fe cristiana o, en caso contrario, ateniéndose a las consecuencias de una guerra justa que sólo terminaría con su derrota, la esclavitud de los supervi vientes y el despojo de sus bienes. Sepúlveda considera que lo que se sigue de este texto, salvo que pueda «hacerse sin gran dificultad y útilmente»884, más bien parece que deba rechazarse por la casi imposibilidad de cumplir sus prescripciones y por sus nulos resultados. El Requerimiento, por tanto, tiene la oposición tanto de Sepúlveda como de Las Casas, si bien en el caso de éste la injusticia es la razón fundamental de su rechazo885, mientras que para el humanista lo es su inutilidad, como vuelve a repetir en su carta al franciscano Alonso de Castro: «porque está claro que ninguna gente dejará la religión que le dejaron sus pasados sino por fuerza de armas o de mila gros. Y que en tal caso no se ha de hacer la admonición inútil o difícil, sino dejarla»886. Tal vez sea esta coincidencia de los dos bandos en conflicto la que explique que, desde 1550, el Requerimiento parece haber desapareci do de los textos legales887. No debe extrañar, pues, que tanto la comisión al dominio de los indios que cree ver en la bula papal como la ineficacia del Requerimiento, conduzcan a Sepúlveda a inclinarse por la guerra justa como instrumento para el control indígena: «Habiendo, pues, dos caminos que pueden llevar a la conversión de los indios: uno difícil, largo y entorpecido por muchos peligros y penalidades, que consiste solamente en la advertencia, doctrina y predicación, y otro fácil, expedito y muy ventajoso para los indios, que consiste en su consentimiento, no es de hombre prudente dudar cuál de estos caminos se deba seguir, sobre todo cuando tenemos el testimonio de Agustín, quien nos dice expresamente que hay que marchar por el camino más expedito con aquellas palabras que poco antes cité: «Si son adoctrinados pero no aterrorizados, endurecidos por la antigüedad de su costumbre, se inclinarán demasiado lentamente a entrar por el camino de la salvación» (Ep. 93,3)»888. 883 B. de las Casas, Obras escogidas. Historia de las Indias, lib. III, cap. LXVII; vol. II, p. 330. 884 Apología, p. 210. 885 B. de las Casas, Obras escogidas. Historia de las Indias, lib. III, cap. CLXVII; vol. II, p. 583. 886 Epistolario, carta 91 [de julio de 1550], p. 259. 887 L. Hanke, La lucha por la justicia en la conquista de América, p. 299. 888 Apología, p. 212.
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L a segunda parte de la
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La doctrina, por tanto, debe ir acompañada, en realidad debe ser antici pada, por la «fuerza salvadora» que la proteja. Con esta premisa, Sepúlveda se siente en condiciones de abordar la refutación de lo que parecen ser, pues nada se sabe con certeza de su contenido889, las siete objeciones de las univer sidades de Salamanca y Alcalá a la publicación del Demócrates segundo, y que fueron expuestas al principio de la Apología89°: 1. Al primer argumento, que niega que la guerra contra los indios sea una guerra justa porque los indios no hacen ninguna injuria a los cristianos, contesta Sepúlveda que sus injurias son mucho más graves que si se hi cieran a los hombres, puesto que se hacen a Dios, a la vez que recuerda que «si alguien debe obedecer a otro y si, después de ser amonestado, rechaza su imperio, incurre en injuria contra él»891. Así pues, los indios ofenden tanto a los hombres como a Dios y lo hacen en mayor medida al resistirse a ser corregidos tomando parte en una guerra injusta. 2. Contra el segundo argumento, que niega la validez de una guerra que pretenda extender la fe, responde Sepúlveda, amparándose de nuevo en la autoridad de san Agustín, que no es el objetivo de esa guerra obligar a bautizarse a los indios, sino «someter a los idólatras al im perio de los cristianos para que, eliminado todo impedimento, se vean obligados a abandonar sus impíos ritos, a observar la ley natural y a escuchar a los predicadores del Evangelio»892. 3. El tercer argumento reivindica el ejemplo de Cristo y los Apóstoles, que nunca recurrieron a la fuerza para propagar la religión; en su re chazo, Sepúlveda vuelve a apelar a san Agustín (Epístola a Bonifacio, 185, 19 y 20) e interpretando la parábola evangélica del banquete893, considera que es lícito obligar «cuando los reyes y príncipes cristianos tuviesen poder para ello»894. 4. La cuarta objeción reivindica la predicación como método de conver sión, lo que es descartado por Sepúlveda al considerar que «esta guerra es necesaria, a menos que los indios, por su voluntad y sin armas se so metan a nuestro imperio. Pues el camino de la predicación, sin el ejerci cio de la fuerza, es largo y está entorpecido por muchas dificultades»895. 889 Es errónea la indicación de L. Hanke, La lucha por la justicia en la conquista de América, p. 347, nota 59, según la cual «la declaración de las universidades contra Sepúlveda» fue publi cada por Fabié. 890 Apología, pp. 195-6. 891 Ibídem, p. 212. 892 Ibídem, p. 213. 893 Mateo, 22,1-14; Lucas, 14,15-24. 894 Apología, p. 213. 895 Ibídem, p. 214.
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5. El quinto argumento plantea la necesidad de avisar a los indios antes de iniciar cualquier acción armada, lo que Sepúlveda considera un requisito necesario de cualquier guerra justa, aunque advierta que no en los términos planteados en el Requerimiento896*. 6. También sobrepasa el caso concreto de la guerra contra los indios la sexta objeción, que plantea que la guerra ocasiona más males que los bienes que pretende alcanzar. La respuesta de Sepúlveda, que reproduce casi en su integridad lo dicho en el Demócrates se gundo991, hace hincapié en que, si bien es probable que la guerra, aunque sea justa, provoque injurias y malas acciones, no siempre es inevitable que éstas se den y, en cualquier caso, si las injusticias de la guerra son el precio a pagar por la realización del bien público, siempre es preferible optar por un mal menor que incluso puede ser negado, que dejar de hacer el bien. No hay que olvidar que el cronista aprecia un balance claramente favorable a los bienes que reciben los indios (hierro, trigo, cebada, legumbres, todo tipo de árboles frutales y aceites, animales de carga y ganados, letras que propician su alfabetización, así como lo necesario para su civiliza ción: leyes, instituciones y, sobre todo, «el conocimiento del verda dero Dios y la religión cristiana») a cambio sólo de oro y plata que «tienen en poca estima», puesto que no los utilizan como moneda. Sigue habiendo, por tanto, en la Apología conciencia clara de que se transmiten las ventajas de la civilización, no sólo la fe, y que éstas son un bien incuestionable. Desde esta perspectiva el contraataque resulta fácil: «afirmaría que los que tratan de impedir tal expedición, para que los indios no caigan en poder de los cristianos, no favorecen humanamente a aquéllos, como ellos quieren aparentar, sino que lo que pretenden es privarles cruel mente de bienes en gran cantidad y muy importantes, los cuales, por su ig norancia e inoportuna sentencia, o se les quitan del todo o se les brindan con muchísimo retraso»898.
7. Por último, Sepúlveda acepta que la Iglesia o el Papa carecen de de recho o autoridad para obligar a los infieles a observar ninguna ley que les haga vivir como se exige a los cristianos, pero esto no impide que sea «propio de la labor apostólica esforzarse porque los infieles se conviertan a la fe de Cristo, e intentar predicarles el Evangelio y hacer todo lo posible que contribuya a llevar a buen término tal misión»899, lo que sin duda justificaría la guerra. 896 8,7 898 899
Ibídem.
Demócrates segundo, pp. 76-80. Apología, p. 216. Ibídem, p. 217.
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Lo que sigue de la Apología es un inventario de autoridades del pasado (Aristóteles; los santos Agustín, Ambrosio, Gregorio y Tomás; Juan Escoto, Nicolás de Lira, el Maestro Roa900 y John Maior que, aunque moriría en 1550, había expresado su opinión sobre la conquista en 1510), pero sobre todo del presente, con el que Sepúlveda pretende demostrar los apoyos recibidos por el Demócrates segundo901. Cuatro de los dominicos que el humanista citaba a favor de su libro (el Provincial de Andalucía Miguel de Arcos, el predicador real Alfonso de Herrera, el teólogo Agustín de Esbarroya y el prior del con vento de San Pablo de Burgos Diego de Vitoria), afirmó Las Casas que le ha bían escrito voluntariamente para rechazar la conveniencia de su publicación. Es difícil aceptar que no hubiesen recibido presiones para desdecirse de su postura inicial; de hecho, Las Casas alude a que algunos de ellos «basándose en falsas delaciones e impías mentiras, respondieron no de manera absoluta, que esta guerra puede ser justa, supuestas todas aquellas criminales mentiras de que estaban persuadidos cuando fueron consultados»902, admitiendo por tanto el alineamiento previo con el cronista. Sin embargo, el caso más llamativo de los citados es el de Diego de Vi toria, que no se limitó a expresar su apoyo al Demócrates segundo, sino que firmó el visto bueno a su publicación. La importancia de este predicador por sí mismo, pero especialmente por su parentesco con el célebre Francisco de Vitoria, no dejó de ser aprovechada por Sepúlveda mediante una ambigua mención: «Tengo conjeturas claras para tener por cierto que Diego trató de mi libro (que retuvo mucho tiempo mientras duraron las deliberaciones) con su hermano Francisco y que juntos deliberaron sobre este mi tratado»903. Esta cita deja al menos en entredicho, por no decir que refuta directamente, la afir mación de Hanke, según la cual «Sepúlveda nunca mencionó en Valladolid a Francisco de Vitoria»904: es difícil imaginar que el cronista no aprovechara un recurso tan preciado en su exposición a los miembros de la Junta. Más allá de ese uso, la afirmación del humanista abre el debate no tanto sobre la coincidencia de su pensamiento con el del catedrático de Salamanca, sino sobre la dificultad de atribuir de manera indiscutible su herencia intelectual a Las Casas. Melchor Cano había señalado a Sepúlveda que su maestro «ha sostenido la postura contraria a la tuya», lo que, en su opinión, habría sido decisivo 900 Se trata del Maestro Femando de Roa (c. 1448-c. 1502), no de Juan Roa Dávila (1552-c. 1630), como indica A. Moreno, p. 218 nota. 901 J. González Rodríguez, «Los amigos franciscanos de Sepúlveda», proporciona datos de interés sobre ellos (no sólo sobre los franciscanos). 902 B. de las Casas, Obras completas, 9. Apología , p. 629. 903 Apología, p. 219. 904 L. Hanke, La lucha por la justicia en la conquista de América, p. 375; todavía insiste en ello A. Pérez-Amador Adam, De legitimatione imperii Indiae Occidentalis, p. 123: «resulta sor prendente que durante la Disputa de Valladolid no se le cite».
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a la hora de inclinar la opinión de los profesores de Salamanca contra la publicación del Demócrates segundo905. En aquella ocasión Sepúlveda rechazó esa versión unilateral del pensamiento de Vitoria y mantuvo que tanto él como Cayetano, «en parte están a favor de mí y en parte se equivocaron»906. En la Apología parece decidido a jugar a su favor la carta del prestigio de Francisco de Vitoria, por lo que nada dice de esas equivocaciones; sin embargo, cuando se designan las personas que han de acudir a la Junta de Valladolid, no duda en alinear la postura del maestro dominico con las de Bartolomé Carranza, Domingo de Soto y Melchor Cano: «los que antes de mí escribieron en esta materia de los indios fueron estos tres y fray Francisco de Vitoria y el cardenal Cayetano, todos frailes de Sto. Domingo, y todos escribieron diciendo o dando a sentir que esta conquista es injusta»907. Sepúlveda, por tanto, no albergaba dudas respecto a la posición de Vitoria, por lo que su uso en la Apología no fue sino un intento, tan propagandístico como manipulador, de recabar apoyos o al menos generar dudas, en el bando de los más proclives a rechazar las tesis del Demócrates segundo. Curiosamente, Las Casas, que estaba exento de los problemas de fide lidad personal a Francisco de Vitoria que atenazaban con toda probabili dad a Melchor Cano, no podía mostrarse abiertamente contrario a aquél para no dejar en manos de Sepúlveda su argumento de autoridad; tampoco podía correr el riesgo de alienarse el apoyo de los discípulos del burgalés con «una refutación jurídica del pensamiento de Vitoria»908, mas era evi dente que no todas sus ideas iban a favor de las propuestas lascasianas. Envuelto en esa contradicción, rechazó que el maestro dominico diera su apoyo a las tesis de Sepúlveda basándose en los títulos ilegítimos criti cados en la relección Sobre los indios909-, sin embargo, hubo de admitir que en los ocho títulos expuestos a continuación «él presupone ciertas cosas falsísimas, en su mayor parte, para que esta guerra pueda ser con siderada justa» y que, en definitiva, «dio muestras de un cierto descuido en relación con algunos de aquellos títulos, al querer templar lo que a los hombres del Emperador parecía que él había expresado con cierta dureza». Si a lo anterior se une que para el obispo de Chiapas tales títulos legítimos fueron expuestos en forma condicional, no debe extrañar que los supuestos en que se basan deban ser considerados falsos, a la vez que adolecen en su enunciación de cierta timidez, por lo que «Sepúlveda no 905 Epistolario , carta 81 de Melchor Cano [de julio de 1549], p. 222. 906 Ibídem, carta 82 a Melchor Cano, de 15 de julio de 1549, p. 244. 907 Ibídem, carta 92 al obispo de Arras o al Señor de Granvela, de 8 de julio de 1550, p. 260. 908 H. Gros Espiell, «En el V centenario de Las Casas. Vitoria en la controversia SepúlvedaLas Casas», p. 712. 909 F. de Vitoria, De indis, pp. 32-75.
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debió en modo alguno oponer contra mí la opinión de Vitoria basada en falsas delaciones»910. Las Casas, pues, no se sentía del todo seguro de la doctrina de Francisco de Vitoria. La razón tal vez sea, como se ha dicho, que «Vitoria revisa a Aris tóteles para defender los derechos de los vencidos en el marco de la cultura de los vencedores; Bartolomé de las Casas revisará a Aristóteles indicando al mismo tiempo las primeras dudas serias sobre la superioridad de la cultura de los vencedores»911. De nuevo, pues, Aristóteles, aunque en este caso sólo sea para admitir la necesidad de que el Obispo dominico revise algunos de sus supuestos o afirmaciones. En cualquier caso, para Sepúlveda era evidente que el catedrático de Salamanca tampoco apoyaba sus tesis. Si así hubiera sido, ¿cómo no utilizó abiertamente sus ideas contra sus discípulos? Su mención en la Apología «no agrega nada jurídicamente»912, pero da a entender más de lo que realmente podía haber de aceptación de las teorías de Sepúlveda por parte del dominico. Tampoco parecen jugar en favor de su coincidencia muchas de las argumentaciones del Demócrates segundo de las que hemos dado cuenta, y especialmente su cita crítica con mención expresa del maestro dominico en lo que parece ser la última versión de aquel libro913. Sin duda, la ambigüedad misma de la obra de Francisco de Vitoria, su prioridad en el tratamiento de la ética de la conquista y su forzado silencio público a instan cias del Emperador después de la enunciación de las relecciones De indis y De iure belli9'4, tienen mucho que ver con las dificultades en la interpretación de su legado; a la vez, el compromiso de su hermano Diego a favor de la publicación del libro de Sepúlveda facilitaron, una vez muerto, el uso de su nombre por el mayor rival de sus discípulos. En cualquier caso, se adopte la interpretación lascasiana, la de Sepúlveda o una versión alejada de ambos, hay que aceptar que el prestigio de Vitoria en 1550 era todavía bastante grande como para que los dos protagonistas de la controversia quisieran tenerlo de su parte, lo que deja todavía más en evi dencia la afirmación de Hanke según la cual «ni Las Casas ni Sepúlveda le tuvieron en cuenta en su gran conflicto de Valladolid sobre la justicia de las guerras contra los indios»915. 910 B . de las Casas, Obras completas, 9. Apología , pp. 627-29. 911 F. Fernández Buey, «La controversia entre Ginés de Sepúlveda y Bartolomé de las Casas. Una revisión», p. 316. 912 H. Gros Espiell, «En el V centenario de Las Casas. Vitoria en la controversia SepúlvedaLas Casas», p. 710. 913 Demócrates segundo, p. 57. 914 Carta de Carlos V al Prior de San Esteban de Salamanca, en F. de Vitoria, De indis , pp. 152-53. 915 L. Hanke, La lucha por la justicia en la conquista de América, p. 403.
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L a PRIMERA SESIÓN DE LA CONTROVERSIA DE VALLADOLID
La Apología no tuvo una larga vida pública: Las Casas afirma que «se mandaron recoger por toda Castilla»916 sus ejemplares, y el mismo Sepúlveda fue requerido por el Consejo de Indias para que entregara los volúmenes que pudiese tener917; no pasaron seis meses de su edición cuando una cédula de 19 de octubre de 1550 ordenaba la devolución de los que hubiesen podido llegar a Perú918. Para entonces, ya se había celebrado la primera sesión, que debió comenzar el 15 de agosto de 1550 o en los días siguientes, de la Junta de Valladolid convocada en nombre del Emperador919; debió alargarse hasta el mes de septiembre920. La segunda convocatoria estaba prevista para el 20 de enero del año siguiente, pero se celebraría a partir del 15 de abril de 1551921. Deberían formar parte de la Junta quince teólogos y juristas: el Presidente del Consejo de Indias, Luis Hurtado de Mendoza, Marqués de Mondéjar, y los consejeros del mismo, Gutierre Velázquez de Lugo, Gregorio López, Francisco Tello de Sandoval, Hernán Pérez de la Fuente, Gracián de Briviesca y Gonzalo Pérez de Ribadeneira, además del Dr. Anaya y el licenciado Mercado, ambos del Consejo de Castilla, el licenciado Pedrosa, del Consejo de Órdenes, y el obispo de Ciudad Rodrigo, Pedro Ponce de León, junto con los cuatro teólogos: Carranza, Soto, Cano y Arévalo922. La distinción entre teólogos y juristas, los cuerpos que formaban la base de la burocracia regia, no es baladí: recuérdese que Vitoria había reclamado para los teólogos la re 916 Proemio al Sumario de D. de Soto, O.P., Relecciones y opúsculos. /, p. 201. 917 Epistolario , carta 94 a Antoine Perrenot de Granvela, de 3 de agosto de 1550, p. 265. 918 T. Andrés Marcos, Los imperialismos de Juan Ginés de Sepúlveda en su «Democrates Alter», pp. 68-69. 919 Habitualmente se habla de agosto o septiembre, pero las dos cartas de los reyes de Bohe mia, regentes de Castilla en ese momento, a Domingo de Soto, reproducidas en V. Beltrán de Heredia, Domingo de Soto. Estudio biográfico documentado, p. 645, no dejan lugar a dudas sobre la convocatoria: «que sean juntos en esta villa para el día de nuestra Señora de agosto deste año» (Va lladolid, 7 de julio de 1550) y, ante la resistencia de Soto a incorporarse, «vos ruego y encargo que luego entendáis en os aderezar y venir aquí para el tiempo que os está escripto, que en ello seremos de vos muy servidos» (Valladolid, 4 de agosto de 1550). 920 Ibídem, p. 648: «Bien sabéis com o en la postrera junta que por nuestro mandato se tuvo en esta villa por el mes de setiembre del año pasado de quinientos e cincuenta sobre la conversión y población y descubrimiento de las Indias e Tierra Firme del mar O céano...» (Valladolid, 16 de enero de 1551). 921 Ibídem: «es bien se difiera la dicha determinación para mediado el mes de abril deste año, así como había de ser para veinte deste» (Valladolid, 16 de enero de 1551); una vez más, Soto intentó excusarse, por lo que se le reitera la orden de incorporación (ibídem, p. 649): «Y ansí vos en cargo que, en todo caso, para mediado el dicho mes de abril seáis en esta villa, para os hallar presente a la dicha determinación, como os lo he mandado escribir, sin que haya falta alguna» (Valladolid, 13 de febrero de 1551). 922 J. Pérez de Tudela Bueso, «Estudio crítico preliminar» a Obras escogidas de fray Bartolomé de Las Casas. I. Historia de las Indias, p. CLXVIII; el licenciado Pedro de la Gasea se incorporó en 1551.
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solución de los asuntos indianos, basándose en que afectaban a la conciencia de los conquistadores y encomenderos, a la vez que tenían que ver con la salvación de los indios923, y que Sepúlveda había contestado esta opinión, ar gumentando que se trataba de asuntos públicos y que, por tanto, correspondía resolverlos a los gobernantes y juristas924. Viendo la selección, parece claro que la Corona no se decantó por grupos sino por personas. Las heridas causadas por el ataque de un hermano de hábito enajenado provocaron la baja inicial del franciscano Bemardino de Arévalo925, reducien do a catorce el número de los presentes en Valladolid, que es el que señala Las Casas926. Ya se ha dicho que Sepúlveda se declaró «espantado» cuando se enteró de que formarían parte de esa Junta los dominicos Bartolomé de Carranza, Domingo de Soto y Melchor Cano, «porque no se podían nombrar en España otros más contrarios» a la justicia de la conquista927; insistió para que fueran sustituidos por jueces más imparciales o, al menos, para que se nombrara a otros, incluso él mismo se ofreció928, pero lo único que consiguió es que se le invitara a defender sus tesis públicamente a la vez que Las Casas. Ambos se convirtieron en los personajes principales de la reunión. Tres debates parecen estar entrecruzándose en las explicaciones de estos dos protagonistas de la controversia: el primero, el de mayor interés institu cional y verdadera causa de la convocatoria de la Junta, la manera de llevar a cabo la predicación y, por consiguiente, la justificación del dominio sobre aquellos territorios y sus habitantes, tenía una proyección evidente; de su resultado dependería el rumbo de la acción española en el Nuevo Mundo y, ciertamente, sin dejar de lado la influencia en las decisiones a tomar de los permanentes apuros económicos de la monarquía hispana, así parece haber sido929. El segundo, cómo juzgar la conquista, tiene un influjo decisivo de cara a la valoración del pasado y del presente de lo acontecido: españoles e indios aparecerían, respectivamente, como culpables de ejercer una violencia indiscriminada o como bárbaros necesitados de protección contra sí mismos, según fuera uno u otro el ganador de la querella. Por último, no era ajeno a ninguno de los contendientes, que su «reputación y buen nombre» también estaban en juego930, pues si Sepúlveda arrastraba consigo su fama de hombre culto, el ascendiente moral de Las Casas podía correr peligro con una nueva derrota tras la que obligó a la retirada de las Leyes Nuevas por él auspicia 923 De indis, p. 11. 924 Demócrates segundo, p. 80. 925 Epistolario, carta 95 a Martín Oliván, de 1 de octubre de 1551, p. 269. 926 Proemio al Sumario de D. de Soto, O.P., Relecciones y opúsculos. I, p. 201. 927 Epistolario, carta 92 al obispo de Arras o al Señor de Granvela, de 8 de julio de 1550, pp. 260-1. 928 Ibídem, carta 94 al Señor de Granvela, de 3 de agosto de 1550, p. 266. 929 J. González Rodríguez, «La Junta de Valladolid convocada por el Emperador». 930 Epistolario, carta 95 a Martín Oliván, de 1 de octubre de 1551, p. 268.
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das931. Al fin y al cabo, no puede dejarse de lado que fue el mismo Las Casas el que vio en el Demócrates segundo un ataque a esas leyes «aunque sin hacer la más mínima referencia a ellas»932. Como los pareceres que debían formular los miembros de la Junta, si se dieron en su totalidad933, no han podido ser localizados, el resto de los docu mentos surgidos de aquel encuentro adquieren una importancia mayor para intentar averiguar su desarrollo y resultados. El primero de todos ellos es el Sumario que los miembros de la Junta mandaron hacer a Domingo de Soto tras la primera exposición de los dos contendientes; en él no sólo se recogen «el punto y las razones» de la controversia entre el obispo de Chiapa y el humanista cordobés, sino que se hace con el máximo de neutralidad, porque «mandaron me que no dixesse aquí, ni significasse mi parecer, ni añadiesse a la sentencia del vno ni a la del otro ningún argumento, sino que fielmente refiriesse la sustancia de sus pareceres y la suma de sus razones»934. A pesar de ello, el mismo Soto reconoce que en su resumen «no puede guardarse tanta justicia al señor Dotor como al señor Obispo», porque Sepúlveda «no leyó su libro, sino refirió de palabra las cabe9as de sus argumentos»935 en una sola sesión, mientras Las Casas leyó durante cinco días su Apología936, 931 Las Casas (Obras completas, 9. Apología, pp. 51-53), no dejó de reconocer que «convencido finalmente el Emperador de la injusticia de las leyes [nuevas], ya las aboliese, ya al menos suspendiese su aplicación, como ha ocurrido con algunas de ellas»; el reconocimiento lascasiano cobra más impor tancia ante la afirmación de I. Pérez Fernández, «Las «leyes nuevas de Indias» nunca fueron revocadas (Contra lo que se ha dicho durante más de cuatro siglos)», pp. 127-8, que cita una Instrucción dada al nuevo virrey de la Nueva España, D. Luis de Velasco (16.IV.1550), en la que en el cap. 30 se alude a las Leyes Nuevas admitiendo que algunas de ellas «están revocadas» y, a continuación, en el cap. 31 de la misma Instrucción, refiriéndose a la ley 30, sobre la herencia de las encomiendas, que fue revocada por la Real Provisión de Malinas de 20.X.1545, se señala que «la dicha ley nunca por Nos ha sido revocada, ni tal intención hemos tenido». Aunque de forma un tanto anómala, puesto que la afirmación y la declaración de intenciones de la Instrucción no dejan de reflejar que se quiere responder a algo que se ha entendido hasta ese momento de manera inadecuada (la revocación), ninguna recopilación pos terior de leyes de Indias recoge esta Instrucción, lo que aumenta la confusión sobre su alcance y valor, a la vez que hace, como poco, comprensible que Sepúlveda, el propio Las Casas, al que extrañamente no cita como antecedente Isacio Pérez, y tras él todos los especialistas que se han ocupado del asunto, como reconoce y nombra Pérez Fernández, hayan dado por hecha la anulación o suspensión. 932 B. de las Casas, Obras completas, 9. Apología, p. 53. 933 J. Manzano Manzano, La incorporación de las Indias a la Corona de Castilla, p. 187, re produce el escrito de fecha 13 de julio de 1557, dirigido a Melchor Cano, por el que sólo parece faltar su justificación: «porque las personas que allí [en Valladolid] se juntaron han dado sus botos y pareceres por escripto y conviene tener el vuestro com o de persona tan eminente para tomarse resolución en este negocio». 934 D. de Soto, O.P., Relecciones y opúsculos. I. Sumario, pp. 203-4. 935 Ibídem .p. 204. 936 Proemio al Sumario de D. de Soto, O.P., Relecciones y opúsculos. I, p. 201. Según A. Losada, «Observaciones sobre «la Apología» de fray Bartolomé de las Casas (Respuesta a una consulta)», p. 153, lo que leyó Las Casas en la Junta de Valladolid no fueron los textos de la Apología y de la Apologética Historia «tales como los conocemos y han sido editados; pero sí el material de la argumentación correspondiente a estos textos antes de ser revisado e incorporado en los mismos».
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respondiendo en ella no sólo a lo propuesto por el cronista, sino «a todo quanto el dicho Dotor tiene escrito y a quanto a su sentencia se puede oponer»937. Sepúlveda, por tanto, en el momento decisivo de defender sus tesis en Valladolid no lee la Apología ni, desde luego, el Demócrates segundo, sino que expone un resumen de los argumentos mantenidos en esas obras, que considera fundamentales. Sólo así se entiende que, como se ocupa de recor dar Soto, «Quanto a las autoridades de la escritura sacra, no truxo todas las que trae en su libro, sino solas dos ó tres»938. Casi desde el inicio de su resumen advierte Soto que la Junta fue convo cada con la finalidad general de tratar de «inquerir y constituyr la forma y leyes como nuestra santa Fe Católica se pueda predicar é promulgar en aquel nueuo Orbe que Dios nos ha descubierto, como mas sea a su santo semicio; y examinar que forma puede auer como quedasen aquellas gentes sugetas a la Magestad del Emperador nuestro señor sin lesión de su Real conciencia, conforme a la Bula de Alexandro»939.
Pero este propósito institucional no se cumplió, sino que fue sustituido por uno mucho más concreto, que no es otro que si es lícito hacer la guerra a los indios antes de predicarles la fe con la finalidad de transmitirles poste riormente con mayor facilidad el Evangelio. Implícita en dicha acción iba la autoridad de Carlos V sobre aquellos territorios y sus habitantes, que al inicio de la discusión no ponía en duda ninguno de los dos contendientes, pero que tras la celebración de la Junta Las Casas parece haber llegado a cuestionar940. A favor de la tesis de dar prioridad a la guerra se manifestó evidentemente Sepúlveda, que utilizó para defenderla los cuatro argumentos que ya había expuesto en el Demócrates segundo941 y en la Apología942, aunque en un or den diferente: «Fundó, pues el dicho señor Dotor Sepulueda su sentencia brevemente por cuatro razones. La primera, por la gravedad de los delitos de aquella gente, señaladamente por la idolatría y otros pecados que cometen c o n tr a n a tu r a . La segunda, por la rudeza de sus ingenios, que son de su natura gente seruil y barbara y porende obligada a sentir a los de ingenio mas elegantes como son 937 D. de Soto, O.P., Relecciones y opúsculos. /. Sumario, p. 205. 938 Ibídem, p. 204. En la oralidad de la polém ica, con «textos presentados o leídos por Sepúlveda y Las Casas», ha insistido Zavala, «Aspectos formales de la controversia entre Sepúlveda y Las Casas», p. 151; no parece que el caso de Sepúlveda sea semejante al de Las Casas. 939 Ibídem. 940 V. Abril Castelló, «La bipolarización Sepúlveda-Las Casas y sus consecuencias: la revo lución de la duodécima réplica», y «Las Casas contra Vitoria, 1550-1552. La revolución de la duodécima réplica, causas y consecuencias». 941 Demócrates segundo, pp. 19, 3 7 ,61 y 64. Resumen en pp. 83-84. 942 Apología, pp. 197-203.
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los Españoles. La tercera, por el fin de la Fe, porque aquella sugecion es mas comoda y expediente para su predicación y persuasión. La quarta, por la injuria que vnos entre si hazen a otros, matando hombres para sacrificarlos y algunos para comerlos»943.
Todas estas razones fueron discutidas y rechazadas por Las Casas a través de unas argumentaciones que ocupan el resto del Sumario, hasta abarcar más de veinticinco páginas frente a poco más de una de Sepúlveda en la edición que se viene citando. Tiene sentido, por tanto, que el cronista, tras indicarlo en varias ocasiones Soto''44, ironice una y otra vez sobre los excesos dialéc ticos de su rival945. Sin embargo, a pesar de su prolijidad, habitual, por otra parte, en muchos escritos del dominico, tanto su intervención en el Sumario, como en la misma Apología y el resto de los escritos relacionados con la Jun ta de Valladolid, no sólo no carecen de interés sino que obligaron a Sepúlveda a replantear sus propuestas. Por eso no está de más analizar qué hay detrás de estas cuatro causas señaladas por el humanista para reducir a los indios al dominio de los cristianos y, en caso de resistirse, para hacerles la guerra, y usar, cuando proceda, las argumentaciones contra Sepúlveda que su rival vierte en esos escritos. Para empezar, parece evidente que las dos primeras causas se alimentan mutuamente: la idolatría y los pecados contra la ley natural no son sino la expresión de la barbarie de los indios, cuya rudeza se expresa, en última instancia, a través de las nefastas costumbres y vicios que se les atribuyen. Se trataría, por tanto, en estas dos primeras causas, de la consideración de las mismas acciones inadecuadas, que convertirían a los indios en bárbaros en tanto que transgresores de la ley natural. Pero, desde el momento en que, como ya nos advirtiera Todorov946, Sepúlveda tiende a confundir con esa ley natural el conjunto de creencias que le es propio, no es posible aceptar su validez como una norma universal de obligado cumplimiento. Ese mismo carácter tiene la tercera de las causas, la que afecta a la posibi lidad de predicar a los indios, que también es reconocida por Sepúlveda como de derecho natural947. Mas es evidente que en ese derecho de predicación se privilegian unos valores, los del credo cristiano, como valores superiores a los de cualquier otra religión, mostrando una opción que no sólo resulta im posible de justificar desde la perspectiva actual, sino que los mismos indios a los que se aplicaba no estaban en condiciones de compartir. Esta misma razón 943 D. de Soto, O.P., Relecciones y opúsculos. I. Sumario, p. 205. 944 Ibídem, pp. 2 0 4 ,2 0 6 ,2 1 8 , 2 2 1 ,2 2 6 ,2 3 2 y 233. 545 «Proposiciones temerarias, escandalosas y heréticas que notó el Doctor Sepúlveda», pp. 338, 339, 350 y 351; Objeciones del doctor Sepúlveda a los señores de la Congregación, Pró logo, p. 308. 946 T. Todorov, La conquista de América. El problema del otro , p. 166. 947 Apología, p. 203.
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es la que da Las Casas: puesto que la fe no puede demostrarse por razones naturales, sería contrario a la misma hacer uso de guerras para su extensión948. Sólo queda, por tanto, la cuarta de las causas señaladas por Sepúlveda, la que afecta a los sacrificios humanos y a la protección de los inocentes que los protagonizan. Esta causa plantea un problema relevante, no sólo porque la va lidez de esa protección se eleva por encima de cualquier reparo localista, sino porque puede ser incluida en cualquier código ético sin dificultad. No deja de ser curioso que siendo la causa a la que Sepúlveda dedica menos consideracio nes tanto en el Demócrates949950como en la Apología™, se presente como la que resiste mejor cualquier crítica que pueda dirigirse a su falta de fundamento. No obstante, el problema que plantea la existencia de sacrificios humanos no es tanto la legitimidad del derecho a la protección de los inocentes, que difí cilmente puede cuestionarse, como el límite de este derecho. En efecto, como señaló Las Casas, cuando se producen sacrificios de inocentes debe meditarse sobre la conveniencia de hacer uso de la guerra, «no vaya a ocurrir que, para impedir la muerte de unos pocos inocentes, sacrifiquemos una innumerable multitud de hombres, sin que éstos lo merezcan»951; esto es, se trata de «que de dos males ha se de elegir el menor» y siempre es preferible el sacrificio de al gunos inocentes para comerlos que las muertes que se siguen de las guerras952. No hay que dejar de lado otros argumentos utilizados por el obispo de Chiapas, como el odio a la religión cristiana que surgiría de una guerra de esas caracterís ticas, la inexistencia de la costumbre de los sacrificios humanos en otros pueblos del Nuevo Mundo, y la práctica de la antropofagia no por todo el pueblo, sino únicamente por los príncipes o sacerdotes953. Sin embargo, todos ellos quedan en un plano secundario, porque no niegan la existencia del hecho, aunque, como re cordó Las Casas, no abarcase a la totalidad de los pueblos indios; lo cierto es que no es posible evitar el planteamiento de la cuestión relevante: ¿qué hacer con los sacrificios de inocentes? La respuesta del dominico apela de nuevo al mal menor: la guerra provoca un número mayor de víctimas que el que resulta de los sacrifi cios, por lo que concluye «que cuando es cuestión de recurrir a la guerra por una causa de este género, es preferible que unos pocos inocentes sean oprimidos o que sufran injusta muerte»954. Incluso llega a excusar los sacrificios y la antropofagia posterior argumentando que podría tratarse de una práctica que se podría realizar «con los condenados a muerte por sus crímenes, o los capturados en justa guerra, o los que habían muerto de muerte natural», ninguno de ellos inocente955. 948 949 950 951 952 953 954 935
D. de Soto, O.P., Relecciones y opúsculos. I. Sumario, p. 221. Demócrates segundo, p .6 I . Apología, p. 202. B. de las Casas, Obras completas, 9. Apología, p. 369. D. de Soto, O.P., Relecciones y opúsculos. 1. Sumario, p. 228. B . de las Casas, Obras completas, 9. Apología, pp. 369-70. Ibídem, p. 371. Véase, ibídem, pp. 461-63. Ibídem, p. 417.
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Algunas de las razones de Las Casas fueron criticadas por Sepúlveda en la undécima de sus «Objeciones», otro de los documentos fundamentales de la polémica, mientras que otras, como la de que los sacrificados habían muerto previamente, no parecen ni haber sido tomadas en serio. El humanista no está de acuerdo con el argumento del mal menor porque son muchos más los sa crificados en todos los años de conquista: según su cálculo, a razón de veinte mil por año «multiplicado por treinta años que ha que se ganó y se quitó este sacrifico, serían ya seiscientos mil», mientras que en la conquista «no creo que murieron más número de los que ellos sacrificaban en un año»956. Tampo co acepta excusa alguna para los sacrificios, pues ni siquiera los gentiles que no eran bárbaros dejaron de considerarlos abominables, ni le parece que el daño posible y accidental que pudiera causar la guerra en los inocentes permi ta disculpar el mal real de las víctimas sacrificadas; tampoco se puede apelar a la ignorancia de los indios para excusarlos957, pues el mal sigue existiendo. Las Casas rechazó las cifras de sacrificados dadas por Sepúlveda, no acep tando «ni cincuenta cada un año, porque si eso fuera, no halláramos tan infinitas gentes como hallamos»958. Rechazó, asimismo, el resto de las objeciones presen tadas por Sepúlveda: los gentiles que no eran bárbaros tal vez pudieron condenar los sacrificios, pero la ignorancia de los indios de que van contra la ley natural es excusable y, desde luego, fueron muchos los pueblos, incluso los romanos, que los practicaron; tampoco puede disculpar la muerte de inocentes en la guerra, porque en las circunstancias que se dan en el Nuevo Mundo lo que no cabe es la guerra misma; por último, insiste en que es lo erróneo de su creencia, al confundir a sus dioses con el Dios verdadero, lo que les lleva a realizar los sacrificios959. En definitiva, la disputa entre los dos contendientes, por encima de los argumentos ocasionales que pudieran esgrimir, deja abierta la auténtica cues tión: sean muchos o pocos los sacrificados y comidos, sea cual sea su pro cedencia y aunque tal práctica sea debida al error o a la ignorancia de los sacrificadores, allí donde tenía lugar, ¿podía ser permitida? Desde luego, no parece fácil responder afirmativamente, pero, sobre todo, no parece justo y menos si se contempla desde el lado de las víctimas de los sacrificios. Aun que es inevitable observar la propuesta de Sepúlveda envuelta más que en la sospecha, en la certeza de ser el subterfugio de intereses más preocupados por justificar una guerra de la que obtener beneficios a costa de inocentes, que por salvarlos, es desde esta perspectiva, y creyéndose obligado a elegir entre las dos opciones en conflicto, como el humanista quiso justificar su propuesta. 956 «Objeciones del doctor Sepúlveda a los señores de la Congregación», Undécima objeción, p. 315. 937 Ibídem, pp. 315-16. 958 B. de las Casas, «Estas son las réplicas que el obispo de Chiapa hace», Undécima réplica, p. 333. 959 Ibídem, pp. 334-36.
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Tras repartirse copias del Sumario de Soto a todos los miembros de la Junta, Sepúlveda dedujo doce objeciones a sus tesis en lo dicho por Las Casas, a las cuales respondió «en tres pliegos», que también fueron entregados a los convo cados. Estas doce objeciones, introducidas por un pequeño prólogo, vuelven a confirmar que la guerra contra los indios por la que aboga el cronista no es una «guerra para matarlos y destruirlos», sino «para subjetarlos y quitarles la idolatría y malos ritos, y quitar los impedimentos de la predicación evangélica»960. Ade más, Sepúlveda niega el concepto de bárbaro que había aplicado Las Casas a los indios, que no justificaría «que sunt natura serui y que por esto se les pueda hazer guerra»961, y se inclina por aplicar una interpretación que exige mucho más que tener «ciudades y policía» para eludir la obediencia «a los prudentes y humanos»; de manera acorde con lo que había mantenido en el Democrates secundus962963y en la Apología962, y evitando citar directamente, como hace su rival, la teoría aristotélica de la esclavitud natural, «digo que bárbaros se entiende (como dice Sancto Tomás, I, Politicorum, lectione prima) los que no viven conforme a la razón natural y tienen costumbres malas públicamente entre ellos aprobadas»964. Pero, quizá, lo más relevante de las «Objeciones» de Sepúlveda, además de lo ya visto, sea lo que se afirma en la duodécima de ellas, al poner de manifiesto una contradicción que parece atenazar el pensamiento lascasiano: toda la discusión va quedando reducida a una cuestión de procedimiento, a saber, si se debe predicar primero a los indios y después de formarlos en la fe y bautizarlos convertirlos en súbditos de la Corona o, por el contrario, como cree Sepúlveda que se desprende de la Bula de Alejandro VI, si se trata de «que los bárbaros se subjetasen primero a los reyes de Castilla y después se les predicase el Evangelio»; pues bien, ¿no resulta paradójico aceptar que convertidos al cristianismo pueden caer bajo el dominio castellano «por pro tección de la fee y porque no la dejen y cayan en herejías», lo que tal vez exija la guerra si los indios se niegan a ello, y que no es posible, sin embargo, hacer esa misma guerra «porque no impidan la predicación ni la conversión de los que creyeren, y para quitar la idolatría y malos ritos»965? Obligado por sus convicciones a mantener inamovible el supuesto de la predicación pacífica, ya se ha dicho que el obispo de Chiapas no pudo escapar a este cuestionamiento de sus propuestas sin cambiar aquello que parecía no ser esencial a las mismas, pero que resultaba políticamente revolucionario, pues implicaba el derecho de los indios a decidir por sí mismos su soberanía. Tal vez por ello, después de contestar de una manera mucho menos comprometida en la Junta 960 309; 961 962 963 964 965
«Objeciones del doctor Sepúlveda a los señores de la Congregación», Primera objeción, p. véase Objeción nona, p. 314. D. de Soto, O.P., Relecciones y opúsculos. 1. Sumario, p. 231. Democrates segundo, pp. 35 y ss. Apología, p. 197. «Objeciones del doctor Sepúlveda a los señores de la Congregación», Objeción octava, p. 314. Ibídem, Duodécima objeción, p. 316.
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de Valladolid966, rectificó y redactó de nuevo su réplica, aunque sin advertir de su cambio, de cara a su publicación en 1552: «Y en caso que después de cristianos no quisiesen el tal supremo señor recebir y obedecer (lo cual en los indios, mayormente los pueblos, no ha lugar, porque de su naturaleza son mansísimos, humildes e obedientes), no se sigue por eso que se les puede hacer guerra (como el Doctor Sepúlveda dice) mientras ellos permane ciesen en la fee y en la observación de la justicia. La razón es, porque siempre se ha de tener respecto al fin e causa final por el cual el tal supremo e universal señor se les pone, que es su bien e utilidad, y a que no se les convierta el tal supremo seño río en daño pemicie y destruición. Porque si así fuese, no hay que dudar, sino que desde entonces inclusivamente seria injusto, tiránico e inicuo el tal señorío, como más se enderezase al propio interese y provecho del señor que al bien e utilidad común de los súbditos. Lo cual, de la razón natural y de todas las leyes humanas e divinas es aborrecido y aborrecible. Y en este sentido entiendo y declaro e limito la décimanona proposición de mis treinta proposiciones, donde digo que son obliga dos los reyes y señores e comunidades de aquel orden de las Indias a reconocer por señores soberanos, monarcas y emperadores a los reyes de Castilla»967.
La adquisición de la fe por parte de los indios no implica la subordinación al gobierno político de los monarcas españoles. La sujeción espiritual no va acompañada del sometimiento político, que pasan a ser dos vínculos dife rentes. Aunque sólo fuera por esta reivindicación del derecho a decidir sobre su gobernante que Las Casas atribuye a los indios convertidos, el debate de Valladolid hubiera merecido la pena. Pero los cambios provocados por lo allí discutido no afectaron sólo al pensamiento del obispo de Chiapas.
5.
D e LA SEGUNDA SESIÓN DE LA CONTROVERSIA A LAS «PROPOSICIONES TEMERARIAS»
Tras la presentación de las «Objeciones» de Sepúlveda se dio un margen de seis o siete meses a los miembros de la Junta para dar los pareceres968. En este primer encuentro todo apunta a la derrota de las tesis de Sepúlveda: «mis adversarios hacían referencia continuamente a este veredicto anterior» [de las Universidades], y aunque sus partidarios recurrían a la Apología y las autoridades romanas que la amparaban, «iba adquiriendo más fuerza en la Junta de jueces el discurso capcioso de los teólogos que estaban en mi contra 966 pr Bartolomé de las Casas, «La 12a réplica», en Tratado de Indias y el doctor Sepúlveda , p. 251, y Apéndice XVII, en B . de las Casas, De regia potestate , pp. 296-319. 967 B. de las Casas, «Estas son las réplicas que el obispo de Chiapa hace», Duodécima réplica, p. 342. 968 S. Muñoz Machado, Sepúlveda, cronista del Emperador, p. 438, afirma que «La Junta, exhausta, suspendió las sesiones al término de la exposición [de Las Casas] y no volvió a reunirse hasta el año siguiente».
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y confundía a los juristas más jóvenes»969. Así parece confirmarlo también un memorándum de 1551, muy probablemente redactado de cara a la segunda convocatoria de la Junta, en el que se resumen en doce puntos las propuestas de Sepúlveda y Las Casas y se plantean dudas sobre las consecuencias que se seguirían de algunas de ellas; en el punto IX parece darse por descontada la inclinación contra las tesis del cronista de la mayoría de los congregados en la primera parte de la controversia: «Presupuesto que no debe preceder la guerra ni el subjetar a los yndios a las amonestaciones y a la predicación como a parecido a los m ás.. ,»970. Después de reunirse de nuevo la Junta, Sepúlveda «halló que el Obispo de Chiapa, sólo ó acompañado, avia replicado á su respuesta en veinte y un plie gos». El «acompañado» induce a pensar en una ayuda o colaboración que, al no indicarse, abre paso a pensar en un silencio táctico: ¿pensaba el cronista en la intervención de Soto o Melchor Cano? ¿Pudieron los jueces convertirse en parte? Nada sabemos, pero que se insinúe un apoyo ajeno no deja de ser significativo. A pesar de todo, Sepúlveda, ante la ausencia de nuevos argu mentos, no consideró necesario responder; no obstante, lo que realmente le llamó la atención fue «que aquellos señores avian hecho tan poco caso de las réplicas que pocos ó ninguno las avian leydo»971. En estas circunstancias se produjo la intervención del franciscano Bernardino de Arévalo, cuyas lesio nes y dolores le habían impedido asistir a la primera sesión: «Bernardino sin haber recobrado la salud, fue invitado a hablar en primer lugar y, con un discurso muy serio y completamente acorde con mi libro -que había tenido en sus manos y había leído atentamente de principio a fin-, con movió tanto el espíritu de aquellos a quienes el discurso de mis adversarios los teólogos había ganado, que manifestaron sin ambages que consideraban sos pechosos los argumentos con los que les habían hecho cambiar de opinión»972.
Sepúlveda aprovechó el nuevo ambiente para dirigirse otra vez a los miembros de la Junta, haciendo uso de otro de los escritos de la controversia, los denominados Postreros apuntamientos que dio Sepúlveda en la congrega 969 Epistolario, carta 95 a Martín Oliván, de 1 de octubre de 1551, pp. 268 y 269. 970 «Los puntos que paresfe que se deven tratar de más de lo que se ha tratado», en Fr. Bartolomé de las Casas, Tratado de Indias y el doctor Sepúlveda, p. 146. 971 «Proposiciones temerarias, escandalosas y heréticas que notó el Doctor Sepúlveda», p. 338. V. Abril Castelló, «La bipolarización Sepúlveda-Las Casas y sus consecuencias: la revolución de la duodécima réplica», p. 241, supone que en las réplicas del Obispo «los plazos habían trabajado esta vez en contra suya, imponiéndole un ritmo y método de improvisación que hacía especialmente difícil su nueva intervención», pero tras seis o siete m eses no se ve la necesidad de esa improvisación. 972 Epistolario, carta 95 a Martín Oliván, de 1 de octubre de 1551, p. 269. A pesar del título de su artículo, aporta más datos sobre la controversia y su contexto que sobre el teólogo franciscano, J. González Rodríguez, «Fray Bernardino de Arévalo en la Junta de Valladolid (1550-51) a través del Epistolario de Juan Ginés de Sepúlveda».
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ción. Dos son las cuestiones fundamentales que plantea el mismo: en primer lugar, en un reconocimiento implícito del protagonismo de los dominicos en la oposición a sus tesis y de su sentimiento de derrota, solicita la oportunidad de disputar de nuevo con los teólogos sobre la sujeción de los bárbaros, «para proponer tres o quatro razones en confirmación de mi opinión y que esos muy reverendos padres que tienen la contraria me respondan»; en segundo lugar, insiste en la interpretación de la bula del papa Alejandro VI como un decreto «que da facultad a los Reyes Cathólicos de España y los successores y ex horta que hagan la conquista de Indias subiectando primeramente aquellos bárbaros y después reduziéndolos a la religión christiana»973. Tras la intervención, el resultado debió ser favorable a Sepúlveda, porque el cronista afirma haber obtenido la aprobación general a la guerra contra los indios «por ser ydólatras ó no guardar de otra manera la ley natural», aunque en su mayor parte los juristas mostraban su acuerdo con varias o incluso las cuatro razones que él había dado en su libro: «cada una por bastante para jus tificar la conquista, y muy pocos huvo que no las admitiesen todas, y anssí lo dezian todos públicamente, que por esta causa tenían la conquista por justa, aunque no oviese otra, y que no avia dellos ninguno que esto dubdase»974. No obstante, de los cuatro teólogos que parecen haber representado el núcleo fuerte en las decisiones de la Junta, Sepúlveda reconoce que uno (Melchor Cano) se fue al Concilio de Trento antes de terminar las deliberaciones975, otro (Carranza) no quiso dar su parecer «por no dezir contra lo que sentía ó por no offender á sus amigos», y Soto (con toda probabilidad) se opuso976; 973 «Postreros apuntamientos que dio Sepúlveda en la congregación. Miércoles XII de abril 1551», en Fr. Bartolomé de las Casas, Tratado de Indias y el doctor Sepúlveda, p. 29. Esta interpre tación debe ser coincidente con el trabajo sobre la bula al que alude S. Zavala, «Aspectos formales de la controversia entre Sepúlveda y Las Casas, en Valladolid, a mediados del siglo XVI», p. 138. 974 «Proposiciones temerarias, escandalosas y heréticas que notó el Doctor Sepúlveda», p. 338. 975 Después de leer la correspondencia cruzada entre Sepúlveda y Cano pensar que era «re ticente» en su apoyo a Las Casas y, sobre todo, en su rechazo del humanista, como señala J. Dumont, El amanecer de los derechos del hombre. La controversia de Valladolid, p. 269, carece de sentido. 976 Epistolario, carta 95 a Martín 01iván,de 1 de octubre de 1551, p. 270. Una versión similar en Del Nuevo Mundo, pp. 47-8. Bataillon, «Para el Epistolario de Las Casas: Una carta y un borrador», p. 250, que es seguido por A. Pagden, «The ‘School o f Salamanca’ and the ‘Affair o f the Indies’, p. 94, opina que tal vez fue Soto el que se abstuvo y Carranza el que votó en contra. Si se recuerda la mención que hace Las Casas de Soto en la «Carta a los dominicos de Chiapa y Guatemala...», p. 238: «todo lo que acaecía ver o oir de mis escritos lo aprobaba, y decía que él no sabría en las cosas de las Indias decir más que yo, sino que lo pomía por otro estilo», las acusaciones contra Soto en las «Proposiciones temerarias» (p. 350) y el episodio posterior del segoviano oponiéndose a la edición de la Etica traducida por Sepúlveda (Losada, Juan Ginés de Sepúlveda a través de su «Epistolario» y nuevos documentos, p. 118 y ss.), así como la actitud inicial de Carranza favorable a las encomiendas perpetuas (Las Casas, «Carta al Maestro fray Bartolomé de Miranda sobre la perpetuidad de las encomiendas»), las razones dadas por Batai llon no parecen válidas.
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sólo el franciscano Bernardino de Arévalo le dio la razón sin ninguna corta pisa. A pesar de ello, como sabemos, el Demócrates segundo no pudo publi carse, y su autor debió soportar en lo sucesivo la carga de una doctrina que él siempre negó mantener. Las Casas, por el contrario, publicó en 1552, sin licencia977, un tratado con sus aportaciones a la polémica: Aquí se contiene una disputa o con troversia... Hacia 1553-1554, cuando tuvo conocimiento del mismo, Sepúlveda se sintió obligado a responder con sus «Proposiciones temerarias, escandalosas y heréticas», en las que, como se ha podido apreciar, daba su propio punto de vista de lo ocurrido. Que el cronista estaba convencido de su victoria en Valladolid resulta evidente tanto por este último escri to como por su correspondencia: cuando da noticia del libro al canciller Granvela, obispo de Arras, alude al error del obispo de Chiapas sobre la injusticia de la conquista «que por mí e por otros teólogos e canonistas, que después de mí escribieron, está convencido y reprovado, pesándole mucho que se hobiese declarado la falsedad de la opinión con que él y los otros que la predicaban pensaban ser temidos de los reyes»978. Dicho sea de paso, en esa misma carta ya apreciaba Sepúlveda el peligro de que el último libro de Las Casas se divulgara por Europa, pues además «de la infamia de los reyes e nación española de tiranías e robos, podría algún príncipe cristiano tomar achaque d ’ello para entremeterse en la conquista de Indias, diciendo que quería resistir como buen cristiano a la injusticia e tiranía»979. Propone, por ello, que sea examinado por el Consejo de la Inquisición tomando como base sus «Proposiciones temerarias»: el censu rado aspiraba a ser censor. Dice bastante del clima espiritual de la época que buena parte de las po lémicas entre muchos de sus grandes hombres se intentarán sustanciar con el recurso a la Inquisición. Esa fue la amenaza por parte de las dos partes en la disputa de Melchor Cano con Sepúlveda y así habría de ocurrir en la posterior de éste con Domingo de Soto a propósito de la traducción de la Ética de Aris tóteles. Ahora, es el cronista el que intenta acusar a Las Casas, que también insinúa en más de una ocasión la necesidad de someter sus afirmaciones al santo Tribunal. Sin embargo, antes de volver al pensamiento de Sepúlveda sobre los indios, interesa señalar que esa tentación un tanto triste y peligro 977 El estudio de I. Pérez Fernández, «Los tratados del padre Las Casas impresos en 15521553, fueron impresos ‘con privilegio’», confirma que tales escritos lo fueron sin licencia, como señaló Sepúlveda, aunque la habilidad de Las Casas se las ingeniara para que no se procediera contra ellos e incluso se considerara una «licencia especial» o privilegio con posterioridad: «im prime en Sevilla los ocho tratados como impresión privada, no para la venta, sino para distribu ción gratuita; y sin licencia ordinaria de publicación, que no necesitaba» (p. 59); esto último sólo se sostiene por el subterfugio de la edición no venal. 978 Epistolario, carta 113 a Antoine Perrenot de Granvela, de 15 de marzo de 1554, p. 324. 979 Ibfdem.p. 325.
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sa que embargaba a muchos individuos en la época sólo se cumplió contra Sepúlveda, a causa de lo escrito en la traducción y comentario de la Etica a Nicómaco. Por el contrario, ni Melchor Cano, ni Las Casas, ni Soto hubieron de enfrentarse a ninguna acusación de la Inquisición por iniciativa de Sepúl veda; si a ello sumamos el dictamen contra la impresión del Demócrates se gundo de las Universidades de Salamanca y Alcalá, y el resultado no escrito o desconocido, pero efectivo, de la Junta de Valladolid, existen datos más que suficientes para suponer cuál de los dos bandos enfrentados y, desde luego, cuál de sus dos protagonistas más significados gozaba de mayor control sobre las instituciones u obtenía mayor apoyo de ellas. Tampoco desde este punto de vista es correcto afirmar que Sepúlveda representaba la posición oficial o la que se identifica con los poseedores del poder980. Todo lo contrario. No se entenderá la disputa de Valladolid si se sigue viendo a Sepúlveda de la forma citada y a Las Casas como un opositor a los designios regios. La elección de los miembros de la Junta, el protagonismo concedido a las dos personalidades citadas, el interés de la Corona en su convocatoria y resultados y las conse cuencias que se quisieron sacar de ella, revelan que, si acaso, resultaban de mayor interés para la monarquía el triunfo de las propuestas lascasianas que las del humanista. Quienes supieron ver con gran claridad la relevancia de la ideología de Sepúlveda fueron los conquistadores y encomenderos, que era el grupo social al que más beneficiaban, pero esto no significa que su participación inicial en el debate fuera interesada, sino simplemente que su ideología, expuesta du rante más de veinte años en sus obras, coincidía con los intereses de ese grupo social. Por el contrario, el criticismo lascasiano y los que le acompañaban no sólo contribuían a frenar, limitar e incluso acabar con el poder de esa nueva clase aristocrática, sino que sus propuestas eran irrealizables sin extender el control de los reyes. Ciertamente, esto tampoco convierte a Las Casas en el portavoz oficial del poder, pero permite comprender el complejo juego de elecciones, alianzas, apoyos y decisiones que se sucedieron antes, durante y después de la convocatoria de la Junta de Valladolid. Por parte de la autoridad regia, interesada sobre todo en mantener el control del Nuevo Mundo por en cima de conquistadores y encomenderos981, este juego fue cualquier cosa me nos favorable a las tesis de Sepúlveda y contrario a las del dominico. Por eso, si fuera cierto que «Sepúlveda reelaboró la teoría aristotélica propiciando de hecho un acercamiento entre los intereses de los conquistadores-soldados, los intereses de la Corona y las expectativas de aquella parte de los evangeli1,80 J. Joblin, S. J., «Significado histórico de la disputa de Sepúlveda con Las Casas», p. 239: «La oposición entre Sepúlveda y Las Casas no viene solamente del hecho de que uno estuviese asociado al poder, mientras que el otro, veía la mayoría de las veces en las esferas gubernamen tales un obstáculo a la realización de sus proyectos apostólicos». 981 H. Pietschmann, «Introducción histórica» a Del Nuevo Mundo, p. XXXI.
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zadores que estaban volviéndose ya ‘realistas’»982, su fracaso inhabilitaría su esfuerzo, pero es que ni siquiera cabe considerar que se trate de una hipótesis que coincida con la realidad. Juan Ginés Sepúlveda era un humanista y formaba parte de la praxis de los de su grupo la adecuación de sus saberes a los intereses teóricos y prác ticos que demandaba su tiempo983. Por eso no dudó en implicarse y poner su escritura en diversas ocasiones al servicio de los problemas más inmediatos de su época: desde la amenaza turca hasta el matrimonio de los reyes de In glaterra, desde el secreto de confesión hasta la corrección del año. Su soltura para opinar sobre lo que está pasando en cada momento implica una capaci dad para reconocer los problemas y proporcionarles alternativas que debería hacemos reflexionar sobre la validez de atribuirle una respuesta única e inva riable acerca de cualquier asunto y más, si cabe, si su tratamiento se mantiene vivo durante un amplio número de años. A pesar de su larga vida y de su prolífica actividad intelectual, es habitual considerar las ideas de Sepúlveda desde una única perspectiva, dando por supuesto que no experimentaron cambios a lo largo del tiempo. Como, por otra parte, estas ideas se consideran casi en exclusiva según lo expresado acerca de la conquista del Nuevo Mundo, se tiende a dar una imagen monolí tica, incompleta e inmutable de su pensamiento, despreciando su diversidad, integridad y, lo que ahora más nos interesa, cualquier cambio o evolución en el mismo. Basta, sin embargo, prestar atención a las variaciones que muestran los manuscritos que nos han llegado del Demócrates segundo, para apreciar el empeño de su autor, como se ha dicho, después de 1548, por modificar esti lísticamente sus expresiones, por añadir aquello que consideraba importante o por matizar alguna de sus ideas. Este perfeccionismo de Sepúlveda se mani fiesta desde sus primeros trabajos984 y es coincidente con la actitud adoptada hacia otras ediciones de los mismos985; si a ello se añade la apertura a otros temas, tal y como se desprende de sus diversas obras, vendría a demostrar una evolución en su pensamiento a la que no se ha querido o sabido prestar la 982 F. Fernández Buey, «La controversia entre Ginés de Sepúlveda y Bartolomé de las Casas. Una revisión», p. 175. 983 F. Rico, El sueño del humanismo (De Petrarca a Erasmo), pp. 75 y 123. 984 Epistolario, Prefacio (dedicatoria) a Clemente VII, documento 14 de 1532, pp. 48-50; ha llamado la atención sobre este afán de Sepúlveda S. Muñoz Machado, Sepúlveda, cronista del Emperador, p. 106. 985 Epistolario, carta 83 a Vascosano, de 1 de agosto de 1549, p. 248, sobre las correcciones a incluir en una nueva edición de la Política aristotélica. Véase J. Solana Pujalte e I. J. García Pinilla, «Erratas y correcciones manuscritas de autor en la traducción latina de la Política de Aristóteles de Juan Ginés de Sepúlveda editada por Michel de Vascosan (París, 1548)», p. 295, y Bellido Díaz, J. A ., «Indefessae labor limae Sepulvedanae en los libros 19 y 20 de la De rebus gestis Caroli Quinti Historia», pp. 197-198.
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debida atención, tal vez porque resulta más fácil identificar lo que no cam bia que lo que presenta variaciones en el tiempo. Sin embargo, no son las distintas redacciones del Demócrates segundo las que queremos analizar en lo que sigue, sino las diferentes valoraciones del indio que se pueden localizar en sus obras después de un acontecimiento tan relevante como llegó a ser la Junta de Valladolid; dicho sea de paso, estos cambios harían imposible la hipótesis de una nueva redacción del Demócrates segundo después de la controversia porque implican modificaciones importantes de algunas de sus ideas. Una segunda cuestión será hasta qué punto estas nuevas valoraciones pueden tener relación con las propuestas lascasianas en dicha Junta.
6.
E l E pistolario
y la
H istoria
del
N uevo M undo
La imposibilidad de publicar el Demócrates segundo debió ser vivida por Sepúlveda como una contrariedad tanto más intolerable cuando Las Casas, en quien personalizó gran parte de los obstáculos a su edición, se permitió dar a la imprenta sus Tratados de 1552. Aunque ya hemos dicho que Sepúlveda responde con sus «Proposiciones temerarias, escandalosas y heréticas» poco después, la publicación de su Epistolario en 1557, es la ocasión más favorable para dar su versión tanto de los debates provoca dos por el Demócrates segundo, como de su contenido exacto986; la propia controversia de Valladolid también saldrá a la luz en varias de las cartas incluidas en la obra. Por el contrario, no es casualidad que el Epistolario no incluya la correspondencia con Melchor Cano987: además de su crudeza, que en nada beneficia al humanista, el dominico es un personaje poderoso en la corte (es nombrado obispo de Canarias, aunque renuncia, y atiende frecuentes consultas), en su Orden (es elegido Provincial de Castilla en el mismo 1557), y nadie discute sus méritos intelectuales; poco provecho podía esperar por ese lado. Aunque son varias las cartas del Epistolario que ya han sido utilizadas en este estudio, hemos dejado para este momento la que, sin duda, es la de mayor relevancia por su contenido y por la claridad con la que Sepúlveda 986 N o proporciona ninguna justificación J. González Rodríguez, «La Junta de Valladolid con vocada por el Emperador», p. 224, de su afirmación: «Al parecer, Sepúlveda preparaba la publi cación de una réplica a los opúsculos de Las Casas del 52, pero no había lugar a insistir sobre el tema». 987 S. Muñoz Machado, Sepúlveda, cronista del Emperador, p. 412, al señalar que «En el Epistolario de Sepúlveda, (...) están cumplidamente recogidas esas cartas [de Melchor Cano] y las réplicas del pozoalbense», se refiere a la edición actual, que venimos citando, no a la original de 1557.
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expone su postura acerca de los asuntos de Indias: la dirigida a Francisco Argote. No es muy amplia, pero el contraste que recoge entre lo que sus enemigos le atribuyen y lo que el humanista defiende, hace de ella un docu mento que no debería dejarse de lado para interpretar el significado exacto de sus ideas: «En efecto, es cierto que no es acorde a derecho expoliar sus bienes y reducir a la esclavitud a esos bárbaros del Nuevo Mundo que llamamos indios. Pero achacarme a mí esta dureza, de la que estoy muy lejano, es propio de un hombre que, desconfiando de su causa por mi actuación y por el gran acuerdo de hombres doctos se refugia en las mentiras y calumnias. Pues yo no digo que aquellos bárbaros tengan que ser esclavizados, sino que han de ser sometidos a nuestro dominio; no digo que haya que arrebatarles sus bienes, sino respetarlos sin que sufran afrenta; no digo que se haya de ejercer sobre ellos el mando que tiene el dueño con sus esclavos, sino el que corresponde a un rey y con un trato considerado para su propio beneficio. En primer lugar para que, tras desprenderse de sus costumbres bárbaras, sean obligados a vivir humanamente y de acuerdo con la ley natural; luego para que, tras prepararse para abrazar la religión cristiana, se les guíe con apostólica mansedumbre y con piadosas y suaves palabras al culto del ver dadero Dios»988.
Sepúlveda, por tanto, se distancia de quienes le atribuyen tanto la defen sa de la esclavitud de los indios, como la desposesión de lo que es suyo. No se trata de convertirlos en meros instrumentos al servicio de sus señores. Su propuesta insiste en la necesidad de someterlos a un dominio en el que se les obligue a abandonar sus hábitos más en desacuerdo con la ley natural, pero respetando sus propiedades y buscando su beneficio. En ello se reafir ma el párrafo siguiente de la carta, y de esta forma debería alcanzarse su conversión voluntaria tras un período de predicación sin obstáculos. Civili zación y conversión, pues, van de la mano en el pensamiento de Sepúlveda. ¿Idealismo o hipocresía? Numerosos conquistadores y encomenderos sin escrúpulos hacían un uso completamente ajeno al indio de ese dominio, pero todo apunta a que el humanista creía en la validez de lo que decía, sin ser del todo consciente de cuántas situaciones de injusticia amparaba. De hecho, su postura le sigue creando problemas después de la Junta de Valladolid. No faltan por parte de sus amigos y corresponsales consejos de moderación de los que se hace eco: «Me escribes, doctísimo Serrano, y en razón de nuestra amistad me invitas a que actúe con más cautela y que en estos tiempos peligrosos evite con cuidado las opiniones controvertidas»989. 988 Epistolario, carta 101 a Francisco Argote [de mayo de 1552], p. 296. Véase, igualmente, Epistolario, carta 104 a Pedro Serrano [de 1552], p. 304. 989 Ibídem, carta 104 a Pedro Serrano [de 1552], p. 303. Véase, asimismo, la carta 105 a Diego de Neila [de 1552-3], pp. 307-9.
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Pero el humanista insiste en la validez de sus ideas y, a pesar de las difi cultades, no se pliega: «por medio de amigos me amenazaron con compli caciones si no dejaba de crearles problemas», pero sigue defendiendo su «opinión sobre la justicia de la guerra contra los indios»990. Esta postura será mantenida una y otra vez en sus escritos posteriores, empezando por la crónica Del Nuevo Mundo. A pesar de su nombre, lo que esconden los siete libros de este tex to es un relato de los primeros momentos del descubrimiento colombino (dos libros), seguidos por la descripción pormenorizada de la conquista de México por Cortés (los cinco libros restantes). Los datos sobre la fe cha de su composición son los siguientes991: entre 1557 y 1558 Sepúlveda reconoce tenerla comenzada en romance, el paso previo a su escritura latina992; entre 1560 y 1563, fecha probable de la carta a su amigo Diego de Neila, todavía no la considera acabada993; para marzo de 1563 estaba ocupado con la Historia de Felipe /T994, por lo que debió renunciar a darle continuidad con la conquista del Perú. Si «comprender qué cuestiones está enfocando un escritor, y qué está haciendo con los conceptos de que dispone es equivalente a comprender algunas de sus intenciones al es cribir y, así, elucidar exactamente lo que pudo pensar por lo que dijo... o dejó de decir»995, la incompleta Historia del Nuevo Mundo obliga a especular sobre las razones que llevaron a Sepúlveda a dejar de lado su redacción. Sin duda, un motivo no menospreciable tuvo que ser la llegada al trono del hijo del Emperador, pero la redacción de su crónica no era incompatible con la del Nuevo Mundo. Más peso tendría que tener que Sepúlveda hubiera visto graves dificultades para dar cuenta con un míni mo de objetividad de la convulsa conquista del Perú, desde el episodio tan poco glorioso de la muerte de Atahualpa hasta las guerras entre espa ñoles. No debieron escapar tampoco a su percepción los problemas que podían derivarse de su intentona de establecer un relato oficial mientras no se pacificara la situación de aquellas tierras; en consecuencia, debió optar por dejar su narración para más adelante, haciéndose imposible su continuidad. Fueran cuales fueran las razones, lo cierto es que la Historia del Nuevo Mundo no se completó pero incluso en su estado permite apreciar que Sepúl990 Ibídem, carta 104 a Pedro Serrano [de 1552], p. 304. 991 L. Rivera García, «Introducción filológica» a J. Ginés de Sepúlveda, Obras Completas XI. Del Nuevo Mundo, pp. LXXX-LXXXIII. 992 V. Moreno Gallego, J. Solana Pujalte e I. J. García Pinilla, «Dos memoriales de Juan Ginés de Sepúlveda a Felipe II y otra documentación inédita», p. 141. 993 Epistolario, carta 129, p. 381. 994 Ibídem, carta 131a Oliván, de 8 de marzo de 1563, p. 385. 995 Q. Skinner, Los fundamentos del pensamiento político moderno. I. El Renacimiento, p. 12.
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veda no se contentó con hacer una historia del Emperador o, más tarde, de su hijo, sino que asumió lo que afirmó desde el principio de su crónica: «Voy a escribir la historia de las hazañas realizadas en esta época por Carlos, rey de España y asimismo emperador de los romanos, y por los españoles»996. En efecto, la Historia del Nuevo Mundo, aunque no renuncia a hacer una defensa estricta de los derechos de la Corona, es sobre todo una historia que quiere narrar las acciones de los españoles en aquellas tierras; a este respecto, su contenido muestra desde el principio el compromiso de su autor con la idea de conquista. No sólo porque reconoce haberla escrito «tomando como base especialmente las notas de los conquistadores»997, sino también porque desde el inicio atribuye a Colón, inmediatamente después de alcanzar su objetivo, la decisión de volver a España «con el fin de informar sobre todos los asuntos y regresar con una flota y grupo de gente mayor, así como con los pertrechos de las demás cosas necesarias para someter a aquellos pueblos»998. Con esta premisa, no debe extrañar que su visión de partida de las relaciones entre españoles e indios resulte familiar: se basa en la interpretación de las bulas alejandrinas como una aprobación entusiasta por parte del pontífice de la «de terminación de los reyes de someter a los indios a su dominio», unos indios que «eran gentes abiertamente bárbaras, entre las que no había conocimiento alguno de la escritura»999; de ahí se sigue la obligación de hacerles abando nar el «culto a los ídolos»1000, antes de exponer la teoría de la servidumbre natural, en virtud de la cual, a los pueblos bárbaros se les puede por Derecho natural «obligar incluso por las armas a obedecer el imperio de hombres más civilizados y sabios, de forma que sean así gobernados por leyes justas ema nadas de aquellos y de la naturaleza»1001. A pesar de mantener sus ideas tradicionales sobre los indios, Sepúlveda se sirvió de la Historia del Nuevo Mundo para reiterar, en mayor medida que en ninguno de sus escritos, su rechazo a los excesos de la conquista. Negó, de esta forma, la acusación de sus enemigos según la cual sus teorías abrían la puerta al latrocinio y la violencia contra los naturales del Nuevo Mundo. La denuncia de la codicia y la crueldad de los encomenderos, «espoleados por una insaciable ansia de oro», permitieron a Sepúlveda no sólo distanciarse de un grupo social que, aunque constituía el mejor apoyo para su pensamiento, resultaba imposible de justificar en su com portamiento con los indios, sino matizar muy bien los límites de su teoría de la servidumbre: 996 997 998 999 1000 1001
Historia de Carlos V: Libros I-V , p. 3. La cursiva es nuestra. Epistolario, carta 129 a D iego de Neila [de 1560-1563], p. 381. Del Nuevo Mundo, p. 43. Ibídem,p. 44. Ibídem, p. 46. Ibídem, p .47.
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«Y esto no lo hacían [los encomenderos] conforme a Derecho ni al sen tido humanitario, ni actuaban según la autoridad de los reyes, por quienes habían sido enviados; estos querían, en efecto, que estos indios fueran some tidos al poder de los españoles, pero dejando a salvo su libertad y patrimonio; en definitiva, según las leyes comunes que hacen que en la propia España las gentes del pueblo estén sometidas a nuestros reyes o incluso a gente princi pal aunque inferior, como condes y marqueses. Porque atormentar con in sufribles trabajos a unos clientes encomendados a su leal protección por los reyes, hasta el punto de que para algunos incluso la muerte voluntaria fuera preferible a estas desgracias (cosa que hacían algunos hombres totalmen te abyectos, relegados de España por sus propios delitos), es una situación peor que la esclavitud y algo propio de la falta más absoluta de sentimientos humanos»1002.
Pero, como hemos visto, estas críticas no fueron obstáculo para que el humanista, fiel a sus principios, dejara de elogiar la acción conquistadora que debía servir para cumplir con la finalidad evangelizadora que había sido encomendada a los españoles. Su presentación heroica de los conquistadores y el vínculo de sus actos con el honor y la gloria1003 no sólo formaba parte de la ideología del humanismo cívico que había ido vertiendo en sus obras desde la Historia del cardenal Albornoz y, sobre todo, el Gonsalus, sino que era coherente con las formas ensalzadoras de los historiadores latinos, como César y Tito Livio, que tendía a imitar; era, por otra parte, una imagen coincidente con las fuentes principales que manejó para redactar su crónica indiana, desde Fernández de Oviedo1004 hasta Bernal Díaz del Castillo1005, pasando por Cortés1006 y López de Gomara, cuya crónica remitía a su vez al mismo Demócrates segundo para la justificación de la conquista: «Yo escribo sola y brevemente la conquista de Indias; quien quisiere ver la justi ficación della, lea al doctor Sepúlveda, coronista del Emperador, que la es cribió en latín doctísimamente; y así quedará satisfecho del todo»1007. Tanta era su convicción al respecto que, en ocasiones, «exagera la bravura de los españoles o al menos la admiración y pavor que hacia ellos sentían los 1002 Ibídem, p. 59. 1003 Ibídem,pp. 117,119,120 y 161. 1004 Historia general y natural de las Indias. '°o5 fjis¡or¡a Verdadera de la Conquista de la Nueva España. V éase, no obstante, F. Na varro A ntolín, «Equivalencias y análisis comparativo entre el De Orbe Novo de Juan Ginés de Sepúlveda y la Verdadera historia de los sucesos de la conquista de la Nueva España de Bernal Díaz del C astillo», pp. 93-111, donde el autor subraya la diferencia entre el dis curso clásico de Sepúlveda y el de Bernal, basado en la propia experiencia y con limitados recursos técnicos. 1006 Cartas de la conquista de México. 1007 Hispania Victrix (Historia General de las Indias), p. 294. Véase C. Roa de la Carrera, «La historia de Indias y los límites del consenso: Gomara en la cultura del imperio» e Histories of
Infamy: Francisco López de Gomara and the Ethics ofSpanish Imperialism.
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indígenas, añadiendo elem entos ausentes de la crónica de Fernández de O viedo»1008. Por si estos factores no fueran suficientes, Sepúlveda no olvida nun ca que la conquista, aunque suponga la presencia de intereses econó micos y políticos, está, sobre todo, al servicio de una evangelización que no sólo se ofrece como finalidad trascendente de cuantas acciones se llevan a cabo en el Nuevo M undo, sino también como instrumento para su éxito. En este sentido, el De Orbe Novo revela importantes dosis de un providencialismo del que caudillos como Cortés supieron sacar excelente provecho1009, pero que a su autor no le resultó menos útil para m ostrar que la denostada conquista no era ajena a los designios divinos. De ahí que hasta se perm ita adaptar su teoría de que los malos monarcas deben ser soportados por sus pueblos porque son el castigo que les envía Dios por sus pecados1010, para dar una justificación de los com portamien tos de los encomenderos: «Al igual que en La Española en la isla de Cuba los indios fueron entre gados y repartidos por clientelas, y al igual que allí, fatigados por el excesivo trabajo en las minas de oro o incluso por muerte voluntaria pereció la mayoría, a causa, una vez más, de la crueldad y avaricia de sus patronos, queriendo así Dios que se castigaran por medio de hombres injustos los hábitos infames e impíos de los indios»10".
Si a la permanente glorificación y santificación de la conquista se añade la insistencia en el carácter bárbaro de los indios1012 y la subordinación que debían mantener a los más civilizados, los sacrificios que practicaban y la inocencia de muchas de sus víctimas1013, no cabe duda de que Sepúlveda, a pesar de sus ocasionales críticas a la actitud indigna de los encomenderos, estaba sirviéndose de la Historia del Nuevo Mundo para transmitir las mis mas ideas que había presentado en el Demócrates segundo y en la Apolo gía. Y, de hecho, no dejó de aprovechar la ocasión para aludir a esta última, así como para repetir su versión triunfalista de la Junta de Valladolid1014, algo que para la fecha de redacción de la crónica indiana, cualquiera que hubiera sido la opinión manifestada de viva voz por los asistentes a aquella reunión, si fue el caso, difícilmente podía interpretarse de esa manera: el 1008 L. Rivera García, «Introducción filológica» a J. Ginés de Sepúlveda, Obras Completas XI. Del Nuevo Mundo, p. XCII (aludiendo a las pp. 66-67, que adaptan la Historia de Oviedo, p. 101b). 1009 Del Nuevo Mundo, pp. 6 8 ,9 0 ,9 1 ,1 1 5 ,1 1 8 -1 2 2 ,1 6 3 , etc. 1010 Demócrates segundo, p. 26 y Acerca de la monarquía, p. 56. 1011 Del Nuevo Mundo, p. 68. 10,2 Ibídem, pp. 4 2 ,4 4 ,4 9 ,5 0 ,6 2 ,6 8 , etc. 1013 Ibídem, p. 47. 1014 Ibídem,pp. 47-48.
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Demócrates segundo continuaba sin publicarse, la Apología prohibida y las conquistas primero excluidas y más tarde sustituidas en los documentos oficiales por las pacificaciones1015. En definitiva, la Historia del Nuevo Mundo puede considerarse una reafirmación ideológica de los principios expuestos por Sepúlveda en las obras que acabamos de citar, con una diferencia importante: mientras que en el Demócrates segundo se afirmaba la conveniencia e incluso la justi cia de recurrir a las encomiendas para reconocer la labor de los conquis tadores, asunto sobre el que la Apología guardaba un discreto silencio, en De Orbe Novo desaparece ese silencio pero para insistir en la crueldad y codicia de algunos de esos encomenderos; Sepúlveda, aunque sigue, no obstante, ensalzando las acciones de conquista, que eran la fuente y origen de aquéllos, parece haberse dado cuenta de que podían ser la causa de los problemas del Demócrates segundo, en parte por su trato para con los indios, pero, sobre todo, aunque no lo manifieste, porque nada más lejano de los deseos regios que crear una nobleza a miles de kilómetros de distancia de la metrópoli1016. Hay, por consiguiente, un silencio, si no un distanciamiento creciente del cronista con respecto a la conveniencia de premiar con encomiendas los méritos de los conquistadores y una crítica mayor que en ningún otro de sus escritos a los excesos de la conquista y sus consecuencias; esto hace pensar en una consideración de los argu mentos del bando lascasista, al menos para evitar una identificación nada beneficiosa con los intereses encomenderos. Este distanciamiento, al per manecer inédita en vida de su autor la Historia del Nuevo Mundo, no lo pudieron apreciar sus lectores contemporáneos, ni, al parecer, muchos de los posteriores.
1015 B. de Las Casas, «Carta del Consejo de Indias a su Majestad el Rey sobre la prohibición de las conquistas en la Junta de Valladolid» (15 de diciembre de 1554); S. Zavala, Las institu ciones jurídicas en la conquista de América, p. 461, reproduce un fragmento de un escrito del Consejo de Indias, del 18 de junio de 1552, en el mismo sentido; véase, además, su análisis de las Ordenanzas de nuevos descubrimientos y poblaciones de 1573 (Ibídem , pp. 94 y ss.), donde expresamente se ordena que «Los descubrimientos no se den con titulo y nombre de conquistas, pues habiéndose de hacer con tanta paz y caridad como deseamos, no queremos que el nombre dé ocasión ni color para que se pueda hacer fuerza ni agravio a los indios» ( Colección de docu
mentos inéditos relativos al descubrimiento, conquista y organización de las antiguas posesio nes españolas de América y Oceanía, 8, p. 496). 1016 J. A . Fernández Santamaría, El estado, la guerra y la paz, p. 238, ha sugerido, basándose en la obra de J. H. Parry, que «en gran parte la negativa del gobierno a permitir la publicación del Demócrates alter» fue producto de la propuesta sepulvediana de utilizar a los conquistadores com o una especie de nobleza feudal, administradora directa de la autoridad de la corona sobre los indios.
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B
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A cerca
d e la monarquía
Parte de la evolución que se manifiesta en la Historia del Nuevo Mundo se percibe también en el De regno (1571), la última publicación de Sepúlveda antes de morir. Elaborado durante un largo período de tiempo1017 y dedicado a Felipe II, muchas de sus ideas, tan vinculadas a Aristóteles, nos son fami liares: en la naturaleza aparece siempre un principio de mandar y obedecer, en virtud del cual lo más perfecto impera sobre lo imperfecto. Este mismo principio de jerarquización de lo real1018 se extiende a los seres animados y a las sociedades, configurando dos formas de dominio: el político (civile imperium), por el que «se entiende el que se ejerce sobre hombres libres para bien de éstos», y el despótico, esto es, el que se mantiene «sobre esclavos (servos) para provecho del que manda»1019. Las diferencias entre los seres humanos llevan a Sepúlveda a esta blecer una triple clasificación: por una parte, los más perfectos, que son aquellos virtuosos y prudentes, y aptos para mandar; por otra, los menos perfectos, que son más rudos y de menor inteligencia. Entre estas dos clases reconoce el humanista una cierta complementariedad, por cuan to los primeros son más inteligentes pero menos vigorosos, mientras los segundos, para los que no duda en emplear la categoría de serví natura, poseen un cuerpo robusto pero dotado de escaso talento. Respecto a la tercera clase de hombres, que está constituida por un gran número, «no destacan por su prudencia y talento pero tampoco están completamente destituidos de él», por lo que «no son ni señores por naturaleza ni escla vos por naturaleza»1020. También entre las naciones es posible apreciar diferencias. Mientras al gunas son consideradas civilizadas y prudentes, hay otras que en su vida y costumbres se apartan de la razón y de la ley natural por salvajes y brutales. Sepúlveda considera que estas naciones bárbaras deben obedecer por ley natural a las más civilizadas, para que sean gobernadas con mejores leyes e instituciones. Cualquier intento de resistirse a este dominio, que debe ser justo y provechoso para los dominados, supondría el derecho a hacer uso de la fuerza por parte del pueblo más civilizado. Se abriría de esta forma la puerta a un derecho civilizador similar al que en su día ejercieron los romanos. 1017 Hay referencias de su redacción desde 1548 (Epistolario, carta72 aMartín Oliván, de 1 de noviembre, p. 185), hasta 1565 (carta 132 al doctor Oliván, de 22 de marzo, p. 386), pasando por 1554 (carta 113 a Antoine Perrenot de Granvela, de 15 de marzo, p. 324, y carta 114 a Leopoldo de Austria, de 21 de abril, p. 329). 1018 A. Gomez-Muller, «La question de la légitimité de la conquéte de l’Amérique: Las Casas et Sepúlveda», pp. 1-19. 1019 Acerca de la monarquía, p. 48. 1020 Ibídem, p. 49.
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Con los principios enunciados y el ejemplo de los romanos, Sepúlveda está en condiciones de resumir las tesis fundamentales del Democrates secundus: los Reyes Católicos, soberanos de una nación como España, «notable por su civilización [humanitate] y toda clase de virtudes», tuvieron derecho a conquistar el Nuevo Mundo tanto por ley natural como por las leyes cris tianas que las bulas alejandrinas vinieron a confirmar1021. Sólo con la escasa capacidad de los indígenas americanos, puesta de manifiesto en su desconoci miento de la escritura y la moneda, su casi completa desnudez y su entrega a trabajos físicos más propios de bestias de carga que de hombres, se justifica ría el derecho a su dominio; pero, si a ello se añade que los sacrificios huma nos y la antropofagia eran considerados entre ellos como acciones piadosas, el humanista no puede dejar de señalar al bisnieto de Isabel y Femando que «incluso el único propósito de suprimir estos asombrosos crímenes y evitar el daño a los inocentes bastaba para conferiros el derecho, procedente de Dios y de la naturaleza, de someter a los salvajes [barbaros] bajo vuestro poder»1022. Pero Sepúlveda no se conforma con señalar el supuesto derecho a la con quista que generaría la situación de insuficiente civilización en la que se des envolvían los indios, ni el que pudiera surgir de poner fin a esos sacrificios tan chocantes a los ojos europeos, sino que se siente capaz de encontrar una legiti mación añadida que también resulta conocida: las nuevas realidades generadas por la colonización, de las que la proliferación de «caballos, muías, bueyes, burros, ovejas, cabras y muchas especies de árboles, legumbres y hortalizas» y, por supuesto, «la religión cristiana y unas leyes excelentes» vendrían a ser un refrendo, avalarían también los derechos de España en el Nuevo Mundo1023. Sepúlveda, por tanto, casi treinta años después de empezar a escribir el Democrates segundo y próximo al final de su vida, no renuncia a sus ideas sobre la conquista. Sin embargo, sería un error considerar que nada había cambiado en su pensamiento en 15711024. El De regno, aunque no muestra el criticismo de la Historia del Nuevo Mundo hacia las acciones de los enco menderos, mantiene también el silencio sobre el reconocimiento debido a los conquistadores, que queda en el pensamiento de su autor, definitivamente, como una propuesta a olvidar. Por otra parte, aunque con distintas categorías, el cronista parece hacerse eco de la existencia de distintos tipos de bárbaros, como si tuviera en cuenta el análisis hecho por Las Casas en la Apología leída ante la Junta de Valladolid1025. 1021 Ibídem, pp. 49-50. 1022 Ibídem, p. 50. 1023 Ibídem. 1024 F. Fernández Buey, La gran perturbación. Discurso del indio metropolitano , pp. 131133, adelanta la publicación del De regno a la controversia con Las Casas, lo que no sólo es un error, sino que le impide apreciar la evolución del pensamiento sobre los indios que supone este tratado. 1025 B. de las Casas, Obras completas, 9. Apología, pp. 83-125.
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En efecto, Acerca de la monarquía distingue tres causas justas de guerra: la primera de ellas establece claramente que se trata de una guerra defensiva a la que es inherente rechazar los ataques, recuperar los bienes arrebatados y conseguir el resarcimiento de los daños1026; la segunda causa, busca el do minio sobre los bárbaros para que cumplan con sus deberes bajo un régimen civil o monárquico (civile sive regium imperium), «tras impedirles su liberti naje de hacer el mal, librarlos de sus costumbres contrarias a la ley natural y, por último, atraerlos a un modo de vida más humano o incluso a la verdadera religión a base de la predicación piadosa y de la enseñanza»1027; por último, la tercera causa de guerra justa, aunque envuelta en el manto paternalista de la búsqueda del bien de aquellos a los que se aplica, tiene un sentido más provo cador, pues implicaría el sometimiento a un dominio despótico de «las naciones en las que nacen hombres malos por naturaleza e inclinados a los delitos, que deben ser regidos con vara de hierro y apartados de las maldades; o bien los que por su modo de ser soportan el dominio despótico con buen ánimo, como algunos pueblos en Europa, pero muchos más en Asia, cuyos miembros no rechazan ser tenidos por los reyes y la nobleza como siervos, ajenos a todo cargo público»1028.
No deja de ser significativo que Sepúlveda no incluya a los indios del Nuevo Mundo entre este último tipo de bárbaros, sino que estarían entre los del segundo tipo, los que deben ser gobernados con un régimen civil o regio. En este caso se produciría esa situación idealizada a la que aludía la carta a Francisco de Argote, según la cual gracias a leyes justas y acordes a la natu raleza «ambos, los vasallos y la nación soberana, se ayuden sucesivamente con servicios y deberes recíprocos»1029. En cambio, el tercer tipo de bárbaros remite a hombres de Europa, Asia y, sobre todo, «a muchos negros y etíopes y de los otros pueblos bárbaros salvajes y rudos de la costa de Africa» que los portugueses capturan. A unos y otros alude para señalar que «bajo su dominio aunque sea despótico llevan una vida mucho mejor que la que llevarían en su patria, que es un territorio abrasado por los rayos del sol por donde vagan errantes y desnudos, ajenos como las bestias a todo orden de civilización, hasta el punto de dar la impresión de haber recibido de sus con quistadores no un ataque, sino un beneficio»1030.
Esta misma valoración de la ventaja que supone para los capturados por los portugueses que los utilicen como siervos, estaba presente en la carta al P. 1026 1027 1028 1029 1030
Acerca de la monarquía, p. 90. Ibídem, p .91. Ibídem, pp. 91-2. Epistolario, carta 101 a Francisco Argote [de mayo de 1552], p. 296. Acerca de la monarquía, p. 92.
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Bernardino de Vique de Francisco de Vitoria: «si los tratasen humanamente, sería mejor suerte la de los esclavos Ínter christianos, que no ser libres en sus tierras; demás que es la mayor buenaventura venir a ser christianos»1031. A pesar de ello, salvo que se trate de un recurso literario, Sepúlveda parece querer esquivar la herencia problemática del Demócrates segundo y no se compromete a considerar un beneficio indiscutible cambiar su libertad bestial por una servidumbre humana: «sobre esto que juzguen los sabios, porque yo nada establezco por seguro y definitivo»1032. Lo importante, en cualquier caso, es que el cronista que en el Demócra tes segundo había descartado que las labores mecánicas de los indios fueran signo de una mayor prudencia, equiparándolas al trabajo de las abejas y las arañas1033, lo que no había dejado de provocar el reproche de Las Casas1034, se incline ahora a reconocer niveles de barbarie. Si en aquella obra aplicaba la teoría de la guerra justa a los bárbaros sin admitir diferencias entre los más civilizados y los que no lo eran tanto, años después parece establecer una escala de barbarie cuyo antecedente más claro sería la expuesta por su rival dominico en la Apología leída en la Junta de Valladolid. En ella, según el Sumario de Soto, «se hallan tres maneras ó linages de Barbaros»: los que sólo lo son en sentido impropio, esto es, por la «extrañeza» de sus opiniones o costumbres, pero no por carecer de «policía ni prudencia para regirse»; los faltos de escritura y, por último, los carentes de policía y leyes1035. Los indios, por tanto, no estarían en el nivel más bajo de barbarie, en el tercer grupo, sino en el intermedio, que les habilitaría para un proceso civilizador que incluiría el respeto a sus dominios. Ya se ha dicho que el De regno fue el último libro de Sepúlveda que vio la luz en vida de su autor, pero no contiene su última manifestación sobre el asunto de la conquista; ésta se encuentra en una carta de 1 de junio de 1573, dirigida a Felipe II, informándole del envío de los «treinta libros de los he chos de don Carlos Emperador, vuestro padre, y siete de las Indias occiden tales, todos en un cuerpo, y de las cosas de vuestra magestad tres». A la vez que alude a su labor de cronista, recuerda que «e pasado muchos trauajos por aclarar la uerdad de algunas dudas que se offregían, como fue sobre la justiijia de la conquista de Indias, en la qual dis puta la maior parte de los doctos d’España se engañaron diziendo ser injusta, 1031 «Carta del maestro fray Francisco de Vitoria al padre fray Bernardino de Vique acerca de los esclavos con que trafican los portugueses, y sobre el proceder de los escribanos», p. 175. 1032 Acerca de la monarquía, p. 92. 1033 Demócrates segundo, p. 36; Apología , p. 197. 1034 B. de las Casas, Apología, p. 109. 1035 D. de Soto, O.P., Relecciones y opúsculos. I. Sumario, p. 231. Falta la cuarta categoría que aparece en la versión publicada de la Apología, los bárbaros como no cristianos (B. de las Casas, Apología, p. 119), que será desdoblada en la Apologética Historia (ibídem, Obras completas, 8. Apologética Historia Sumaria III, pp. 1583-90).
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siendo sancta y justíssima, como yo declaré por auctoridades de la sagrada scriptura y summos Pontífices de Roma, donde con aprobación del vicario del Papa y del maestro del sacro palazo y vn auditor de Rota y todos los doctos de Roma fue impresso el tractadito que yo hize en confirmación d’esta verdad, como se dize en la mesma impresión, y también lo probé muy largamente en el libro D e r e g n o que fue inpresso en Lérida con aprobación del comisario de la Inquisición»1036.
Hasta el final de su vida mantuvo, pues, Sepúlveda su opinión sobe la justicia de la conquista, si bien en este último escrito se pliega a reconocer que la opinión mayoritaria de los sabios de su país le era contraria. ¿Podría aludir la expresión «la maior parte de los doctos d ’España» a los reunidos en la Junta y, por tanto, a la existencia de los pareceres entregados por todos o la mayor parte de sus miembros? Si así fuera estaríamos ante el último efecto del debate con Las Casas, pero, aunque no fuera el caso, el reconocimiento de una mayoría opuesta a sus tesis, unida a la mención del De regno, donde se admitía una diversidad en la barbarie que anteriormente nunca había reco nocido, no dejan de mostrar un cambio en el pensamiento del cronista. Por las fechas en que tiene lugar, dicho cambio sólo puede ser un eco de las tesis lascasianas.
1036 Moreno Gallego, V., Solana Pujalte, J., y García Pinilla, I. J., «Dos memoriales de Juan Ginés de Sepúlveda a Felipe II y otra documentación inédita», p. 143.
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1.
La
in s p ir a c ió n c l á s ic a d e l
R e n a c im ie n t o
El Renacimiento es una época de cambios en el pensamiento europeo, no tiene nada de extraño, pues, que durante la misma se dé una nueva orien tación a los estudios históricos. Lo paradójico de ésta es, sin embargo, que se fundamenta en cierto modo en un revival del pasado1037. No es que se copien las concepciones vigentes en la antigüedad greco-romana, sino que éstas, utilizándose como inspiración, se adaptan a los nuevos intereses de la época1038. Así, cuando Maquiavelo expresa sus ideas acerca de la historia en un comentario sobre los diez primeros libros de Tito Livio, no se limita a reproducir lo que éste pensaba sobre la historia1039, al igual que cuando los historiadores de Indias afirman escribir la historia como Plinio, son cons cientes de la necesidad de adaptar el modelo descriptivo de éste a las nuevas condiciones impuestas por el Nuevo Mundo1040. Por otra parte, la recepción del legado clásico no puede interpretarse como un elemento aislado, sino que éste convive con la concepción cristiana del mundo (aunque en trance de secularización por la influencia, entre otras, de esa misma herencia pagana). Los hombres del Renacimiento adquieren durante esta época, acaso más que en ninguna otra anterior, conciencia del valor de la historia, aunque sólo sea como fuente de exaltación de las virtudes nacionales o, en un plano más 1037 E. W. Cochrane, Historians and Historiography in the Italian Renaissance', F. Tateo, / miti della storiografia umaniática: E. B. Fryde, Humanism and Renaissance historiography; D. R. Kelley, «The theory o f history»; Regoliosi, M ., «Rifiessioni umanistiche sullo ‘scrivere storia’», p .2 . 1038 R. Black, «The new laws o f history». 1039 R. G. Coliingwood, Idea de la historia, p. 63. io«i q Fernández de Oviedo, Historia general y natural de las Indias, 2 , 1, vol. 117, p. 14.
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universal, para mostrar las ventajas del cristianismo sobre el desarrollo mo ral de los pueblos. Esta segunda concepción es frecuente en muchos histo riadores del Nuevo Mundo: la Historia Natural y Moral de las Indias de José de Acosta culmina con un capítulo sobre «la disposición que la divina providencia ordenó en Indias para la entrada de la religión cristiana en ellas», donde se argumenta que el dominio de aztecas e incas fue dispuesto por Dios para facilitar la evangelización, que se considera la culminación de la evolu ción histórica de aquellas sociedades1041. La concepción de la historia que exalta las virtudes nacionales está pre sente en numerosos cronistas a sueldo de los monarcas, pero ésta no es una condición imprescindible para compartir dicha opinión; así, fray Alonso de Castrillo, un trinitario que no tenía excesiva simpatía por Carlos V, nos dice, rememorando a Salustio: «es de saber que los hechos de los griegos fueron tenidos por tan soberanos que aun agora su fama tiene cuasi ocupado el universo, y esto no tanto por el merecimiento de los hechos, como por la elocuencia de los escritores dellos. Y así sabemos que muchos hechos no pocos más dinos de mayor memoria, son en nuestras Españas dañados en perpetuas tinieblas, porque aunque sobró la excelencia de las hazañas, faltó la elocuencia que causa perpetuidad en ella, y desta manera nuestros hechos nunca salieron fuera de nuestras casas, y así aprovecha poco a los varones famosos, olvidar su vida por cometer grandes hazañas si falta elocuencia para escribirlas, porque antes que pasen muchas generaciones serán dañadas por el olvido de las gentes»1042.
El orgullo patrio estaba en los espíritus, no era sólo una cuestión de sa lario. A pesar de ello, las virtudes propagandísticas que durante este perío do se atribuyen a la historia no constituyen obstáculo para que se ponga de manifiesto una característica esencial de la misma, a saber, su sentido crítico, capaz de hacer frente a buena parte de lo que de fantástico y exagerado había aceptado la historiografía medieval. No se puede separar esta cualidad de la labor humanística de búsqueda, restauración, recopilación y edición de los documentos antiguos, que tantos descubrimientos iba a propiciar. No en vano, llegó a ser célebre entre los hombres de la época la tarea desarrollada por Lorenzo Valla al desenmascarar la presunta autenticidad del manuscrito que guardaba la denominada «donación de Constantino»1043; su pericia al combi nar argumentos históricos y lingüísticos mostró, más allá de cualquier duda ra zonable, que el documento nunca pudo proceder de un emperador romano1044. La labor investigadora adquiere, pues, la categoría de arte con el desarrollo de 1041 J. de Acosta, Historia Natural y Moral de las Indias, p. 270. 1042 A. de Castrillo, Tractado de República (1521), pp. 131-132. 1043 L. Valla, On the donation of Constantine. 1044 E. B. Fryde, «The Revival o f a ‘Scientific’ and Erudite Historiography in the Earlier Renaissance», p. 17.
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la filología; la polémica sobre la correcta traducción de los términos bíblicos no es sino un aspecto del nuevo dominio de las lenguas antiguas. Los métodos que habrían de prestar su auxilio a la nueva concepción de la historia estaban, sin duda, afinando sus posibilidades. Todo ello dota a la historiografía de esta época no sólo de un afán imitador del estilo de los grandes escritores clásicos, especialmente de los latinos, sino que la hace asimismo partícipe de buena parte de sus presupuestos metodológicos, aunque sea para aplicarlos a la pro pia historia nacional y a los personajes que nutren ésta de grandes hazañas. Ya hemos visto que dentro de este contexto cabe situar la figura de Sepúlveda. Su clasicismo le va a llevar a intentar reproducir permanentemente en sus obras el estilo y la doctrina de los escritores griegos y, sobre todo, latinos. Así, cuando escribió la biografía del cardenal Albornoz, vimos que no dejó de señalar que intentó añadir «resplandor» al usar la lengua latina y darle «alguna razón de los lugares y de los tiempos»1045 al relato, a diferencia de su antecesor en ese empeño, Juan Garzón, que «en lo que toca al estilo, tan lexos estuvo de guardar orden de historia que puedo decir (según lo que siento) que paresce que nunca leyó historia, y oxala lo que quiso dezir dixera bien latinamente»1046. El orden y la estmctura de los hechos que deben estar presentes en la biografía, con su inclusión de acontecimientos secundarios, explicación de las causas de las acciones, la descripción de los protagonistas y sus planes, el recurso a los discursos, etc., es propio de la historiografía renacentista, y todo ello estará muy presente en la crónica de Sepúlveda; pero, junto con ello, sus textos son deudores de una concepción retórica que está vinculada al uso de la lengua latina y a la tradición literaria que representaban sus grandes escritores. Respecto a la lengua, el esfuerzo por alejarse de los términos medievales o contemporáneos y el empeño en acomodar al latín clásico los nombres de objetos, armas, usos, instituciones y cargos inexistentes en el mundo antiguo, obliga a Sepúlveda a hacer uso de perífrasis que no siempre son fáciles de entender y a aplicar unas equivalencias cuya adecuación resulta discutible. Esta dificultad ya había merecido el comentario de Nebrija1047 y es el precio que han de pagar los humanistas por mantenerse fieles a una latinidad que habían erigido en modelo1048. 1045 Historia de los hechos del cardenal Gil de Albornoz, p. 4. 1046 Ibídem, p. 2. 1047 J. Costas Rodríguez, «La concepción historiográfica en Juan Ginés de Sepúlveda», p. 96. 1048 E. Rodríguez Peregrina, «Juan Ginés de Sepúlveda, un historiador al servicio de Carlos V», p. 125, proporciona numerosos ejemplos: «el cabildo municipal es el senatus; los regidores senatores o paires conscripti; los jurados tribuni plebis; un capitán preboste magister exercitus; los capitanes centuriones; los cañones, tormenta ; la pólvora pulvis tormentarias; los arcabuceros iaculatores; el Papa es el Pontifex Maximus; un cónclave de cardenales son los comida ponti ficia, etc., y así hasta el infinito»; L. Rivero García, «Aspectos de la latinidad de Juan Ginés de Sepúlveda», p. 187, habla del procedimiento de «reutilizar antiguos vocablos, solos o matizados por un adjetivo, con lo que se creaba una iunctura nova».
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Esta misma voluntad de acomodarse a la tradición clásica impregna su escritura. Así se aprecia en el Gonsalus, donde es Cicerón quien le propor ciona la inspiración para escoger a los personajes ilustres que protagonizan el diálogo1049; en el Demócrates primero, en el que manifiesta que «para que la discusión se desarrollara más fácilmente a modo de debate, me pareció bien redactar la misma en forma de diálogo, al estilo de los socráticos»1050, aunque, como se ha dicho, el modelo dialógico empleado en esa obra sea más cice roniano que platónico, mientras que, por citar un último ejemplo, en la carta a Diego de Neila que tanto dice sobre su concepción de la historia, no deja de señalar a «Salustio, que ocupa el lugar de privilegio en la historiografía romana, y Livio, que le sigue», así como a Trogo y Curcio1051. Este compromiso con los modelos clásicos no sólo condiciona la forma que adquiere la narración, sino también buena parte de los contenidos. Tanto los diálogos de Sepúlveda como, en la misma medida al menos, su crónica, se comprometen con una visión moral y política que le es dada por los grandes escritores de la antigüedad, sobre todo los latinos. Así, como era patente en la tradición del humanismo cívico, esto es, del romanismo, en su sentido más amplio, la ideología, los supuestos sobre los que se asienta, las expectativas que crea y los conceptos que elabora deben ser vistos no sólo pero sí en buena parte como una herencia de la visión transmitida por estos autores antiguos. Esta vi sión afecta, por lo demás, tanto a los españoles como a sus rivales, tal vez para enaltecer aún más los logros de los primeros, llegando al paroxismo cuando presenta a personajes como el turco Barbarroja expresándose como Aníbal ante los romanos1052o reivindicando a los cartagineses como sus antepasados1053. Pero aunque este clasicismo se nutre esencialmente de su admiración li bresca por la antigüedad griega y romana, no agota su interés por cuanto se relaciona con aquella época. Todo lo contrario: son numerosos los elementos grecolatinos que, además de inspirar la escritura, inspiran también la acción del humanista. Así, es notoria en Sepúlveda la preocupación por descubrir los restos arqueológicos romanos dispersos por la Península Ibérica y averiguar la función que desempeñaron en el momento de su construcción. También quiso buscar las causas de los presuntos errores de los historiadores antiguos al señalar la localización de algunas ciudades hispanas; de esta forma, atri buyó al cambio en los límites de las antiguas provincias romanas la polémica sobre la localización geográfica de Numancia, y la consideración de Badajoz y Medellín como ciudades lusitanas1054. Su intento de averiguar la longitud 1049 Gonzalo, p. 211, aludiendo a Laelius 4. loso Demócrates primero, p. 83. 1051 Epistolario, carta 129 a Diego de Neila [1560], p. 377. 1052 Historia de Carlos V: Libros XI-XV, p. 19. 1053 Ibídem, p. 41. 1054 Epistolario, carta 60 al Condestable de Castilla, Pedro Fernández de Velasco, del 15.7.1545, pp. 154-55, y carta 53 al Príncipe Felipe, del 27.10.1543, p. 132.
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de la legua romana, que es consciente de que no coincide con la de la legua española, entra también dentro de este interés por explicar diferentes aspectos del pasado romano de la Península1055. Estas preocupaciones son, en sí mismas, representativas de ese vínculo con la antigüedad que los hombres del Renacimiento en general y los huma nistas con mayor dedicación si cabe, se empeñaron en establecer. Un vínculo del que también forma parte el elogio hacia los hombres más influyentes de aquella época, sobre todo, Aristóteles1056, Platón1057 y Cicerón1058, pero tam bién Hipócrates y Galeno1059, Séneca1060, Quintiliano1061, y los ya citados Salustio, Tito Livio, Trogo, Curcio, etc. Aunque ese elogio se manifiesta, como vemos, en comentarios admirativos hacia esos autores y sus hechos, dista de ser una mera referencia literaria, para convertirse en un deseo de emular su estilo y doctrina e incluso de imitar su vida hasta en los detalles que pueden parecer más nimios. No está de más recordar, a este respecto, como se ha dicho, que en «El Gallo», su posesión de Pozoblanco, Sepúlveda intentó re producir las características de la finca tusculana de Cicerón1062, pretendiendo incluso llenarla de pavos reales que la adornaran y que a la vez sirvieran para obsequiar el paladar de los amigos que pudieran visitarle como hacía aquél1063. Tampoco resulta vacua la declaración que hace a su sobrino, Pe dro Sepúlveda, cuando le explica el significado de las iniciales (S. V. F.: sibi vivens fecit) que quería grabar en la lápida para su sepulcro: «los antiguos romanos, que eran aficionados a la brevedad y a los que a mí me gusta imi tar, solían escribir las primeras letras de las palabras en lugar de las palabras completas, especialmente en las lápidas sepulcrales»1064. La admiración por los textos y las ideas de los antiguos y la pretensión de imitar y emular su filosofía y actitudes se asienta en Sepúlveda, de manera coincidente con la tendencia general del Renacimiento, en la convicción de que el pensamiento clásico no sólo no se oponía sino que era semejante en sus ideas fundamentales al ideal cristiano. No en vano, equiparaba los resultados del seguimiento de la ley natural por los autores griegos y romanos al com portamiento de los que, como judíos y cristianos, habían conocido la palabra 1055 Historia de Carlos V: Libros XXI-XXV, pp. 18-19. 1056 Antiapología, p. 148; Epistolario, carta 121 a Miguel Medina, de [1556], p. 352. 1057 Epistolario, carta 52 a Hernán Núñez Pinciano, de aprox. 1542, p. 128. 1058 Antiapología, p. 148; Epistolario, carta 75 a Alonso Guajardo, de 29 de diciembre [de 1548], p. 204, y carta 61 a Sebastián de León, de 1 de abril de 1546, p. 157. 1059 Epistolario, carta 74 a Melchor Cano, de 26 de diciembre de 1548, p. 201. 1060 Sobre el destino y el libre albedrío, p. 65. 1001 Epistolario, carta 61 a Sebastián de León, de 1 de abril de 1546, p. 157. 1002 Ibídem, carta 95 a Martín Oliván, de 1 de octubre de 1551, p. 267. 10,53 Ibídem, carta 114 a Leopoldo de Austria, obispo de Córdoba, del 21.4.1554, p. 329. 1064 Ibídem, carta 120 a Pedro Sepúlveda [1555], p. 349.
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de Dios1065. De ahí su intento de salvar a los filósofos paganos1066, algo que ya hemos visto que desataba la airada contestación de Erasmo; también se ins cribe en este ámbito la conciliadora alternancia de autores clásicos (Aristóte les, Platón, Cicerón) y cristianos (san Jerónimo, san Ambrosio, san Agustín, etc.) que se produce en sus lecturas1067, y en sus obras: bastaría recordar a este respecto el prólogo al Demócrates segundo, donde manifestaba Sepúlveda su intención de tratar sobre la justicia de la guerra y el derecho de los Reyes de España al Nuevo Mundo también «en un diálogo al estilo socrático, como lo hicieron en muchas ocasiones nuestros Santos Jerónimo y Agustín»1068. Por otra parte, la mención de estos últimos confirma más, si cabe, el clasicismo sepulvediano, pues ambos fueron los escritores de la patrística más leídos y estudiados por los hombres del Renacimiento1069. La pretensión de acceder al pensamiento clásico y de transmitirlo con la mayor fidelidad es lo que da sentido a las traducciones de las obras de Aristó teles y sus comentadores1070, tareas en las que Sepúlveda estuvo embarcado durante toda su vida. Pero también se inscribe dentro de esa labor de depura ción de textos tan característica de los humanistas, su ya citada colaboración con el cardenal Cayetano y sus comentarios esporádicos a Erasmo sobre la mejor traslación e interpretación de términos bíblicos1071. Sería, en cualquier caso, empobrecedor reducir el interés de los hombres del Renacimiento, y de Sepúlveda en particular, por la antigüedad a los as pectos que venimos señalando, pues quedaría fuera de consideración la que tal vez sea su mayor preocupación y la que desde luego guardaba un carácter utilitario mayor que ninguna otra. Se trata de la tendencia tan arraigada en su pensamiento de dignificar la historia nacional, estableciendo similitudes entre las acciones de los españoles y las de los griegos y romanos antiguos. Tales similitudes sobrepasan el ámbito de los hechos para extenderse también a su significación moral y pretenden servir a un doble propósito patriótico: mostrar que no son menores los méritos de sus paisanos que los que pudieron tener en el pasado las grandes personalidades de aquellos otros pueblos, y convertir en ejemplar la propia historia nacional. Este empeño convive en 1065 Sobre el destino y el libre albedrío, pp. 64-65: «Siempre me guardaré de decir que los ate nienses Sócrates o Arístides, los romanos Curión o Catón o el cordobés Séneca, cuando censu raban los defectos de los hombres, cuando se abstenían de placeres, cuando cultivaban afano samente la justicia y demás virtudes, no actuaron rectamente, quienes, sin embargo, ni fueron judíos ni cristianos, sino que seguían la ley natural». 1066 Epistolario, carta 115 a Pedro Serrano, de 10 de mayo de 1554, p. 336. 1067 Ibídem, carta 75 a Alonso Guajardo, de 29 de diciembre [de 15481, p. 204. 1068 Demócrates segundo, p. 2. 1069 J. A. Maravall, Antiguos y modernos. Visión de la historia e idea de progreso hasta el Renacimiento, pp. 154-55. H. Nader, Los Mendoza y el Renacimiento español, p. 81 1070 Epistolario, carta 52 a Hernán Núñez Pinciano [1542], p. 128. 1071 Ibídem, cartas 2 3 ,2 7 ,2 8 ,2 9 y 34 a Erasmo, de 1533 a 1536. Véase A. Sáenz-Badillos, «Ginés de Sepúlveda y la Filología Bíblica», pp. 117-140.
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las obras del cronista con la habilidad para hacer de las acciones de griegos y romanos exempla paradigmáticos que confirmaban y dotaban de autoridad a sus argumentaciones. Relacionado asimismo con este carácter utilitario de la escritura históri ca, es perceptible en Sepúlveda, como es frecuente entre los hombres más representativos del Renacimiento, aunque en el caso del cordobés de manera acentuada, el orgullo por su trascendencia. Nadie puede negar el valor de las hazañas llevadas a cabo por los grandes hombres, pero sin la memoria escrita de las mismas, están llamadas a pasar desapercibidas; ese desconocimiento no sólo sería un agravio comparativo con los hechos de otros héroes de la antigüedad de los que han llegado al presente numerosos testimonios, sino que, dado el carácter pedagógico de la historia, privaría a la posteridad de su conocimiento y ejemplo. De ahí el recurso constante a esa idea de Salustio1072, según la cual los hechos relevantes y sus protagonistas necesitan de escritores que los transmitan a la posteridad1073. Puede apreciarse que, tanto por su pensamiento como por sus actitudes, Sepúlveda es un autor eminentemente renacentista o, lo que viene a signifi car lo mismo, claramente impregnado de conocimiento y admiración por los hechos y dichos de los antiguos; pero, a la vez, esa revitalización que experi mentan los modelos clásicos en sus escritos, es lo que otorga a los mismos un interés que va mucho más allá de la mera condición de imitador, que pudiera ser utilizada en su contra.
2.
A dmiración por el mundo clásico : R oma como modelo
Como buen humanista, la actitud de Juan Ginés de Sepúlveda hacia el mundo clásico es de clara admiración. Sin embargo, el cronista del Empe rador no consideró que ésta fuera simplemente el fruto de un sentimiento particular, y se esforzó por mostrar las razones en las que se fundamentaba. Son éstas las que vamos a exponer a continuación. Ya hemos visto que, según Sepúlveda, la ley natural es equivalente a la ley evangélica. Ambas han sido dadas por Dios, si bien quien sigue la primera no precisa del conocimiento directo de su palabra para conocer el comporta miento que se ha de adoptar. Como no todos los pueblos y personas han teni do acceso directo a la palabra divina, lo que caracteriza el grado de civiliza ción de un pueblo es su cumplimiento de la ley natural. Para comprobar éste no se debe recurrir a las acciones individuales de sus ciudadanos, pues éstas, 1072 Salustio, La conjuración de Catilina, VIII, p. 39. 1073 Historia de los hechos del cardenal Gil de Albornoz, p. 2; Gonzalo , p. 212; Demócrates primero , p. 178.
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aunque sean realizadas por la mayor parte de los mismos, no se pueden atribuir a la totalidad del país. Son las leyes civiles, las costumbres de sus hombres más distinguidos y las instituciones públicas de la nación las que reflejan de manera expresa cómo ese país cumple los mandatos de la ley natural. Sin embargo, al pro mulgar las leyes un buen gobernante no sólo debe mirar la adecuación de éstas a la ley natural, sino que también deberá tener en cuenta «el carácter de las personas y la naturaleza de la región» a la que van dirigidas. El humanista cordobés quena indicar con ello que no todos los países poseen las mismas características, y que éstas condicionan en gran parte las posibilidades de sus habitantes: «los pueblos que habitan territorios fríos, como son los más septentrionales, por ejemplo los escitas y los sármatas, destacan por su vigor físico aunque son más débiles en cuanto a talento; en cambio, los que lo hacen en territorios cálidos sobre salen por su talento pero son poco vigorosos, como sucede a casi todos los asiáticos y los africanos. En cambio, los hombres que habitan las regiones templadas se caracterizan por el equilibrio de vigor y talento, y resultan apropiados para tareas propias de ambas formas de ser, ya que por naturaleza se crían manejables y dóci les a toda clase de virtudes, en las que se les debe formar mediante las leyes»1074.
Aunque Sepúlveda reconoce en el Demócrates primero que no siempre se cumplen estas condiciones, sobre todo en las virtudes militares1075, lo im portante es que el texto, que recoge una afirmación similar de la Política aris totélica1076, difiere de la misma en que el cronista ampliaba a quienes vivían en zonas templadas las propiedades guerreras e intelectuales que el Estagirita asignaba únicamente a los griegos. Así pues, si hemos de justificar la admiración de Sepúlveda por el mundo antiguo más allá del mero sentimiento personal, tenemos que mostrar cómo en las zonas templadas, y en concreto en Grecia y Roma, han brillado a gran altura tanto las virtudes militares, como las intelectuales. La prueba de la existencia de las primeras entre griegos y romanos la obtiene el cronista de la historia; las derrotas que los grandes ejércitos persas comandados por Darío y Jerjes sufrieron en Maratón, las Termopilas y Salamina, a manos de un puñado de griegos valerosos, junto con la conquista de Asia por una pequeña expedición macedonia comandada por Alejandro Magno, confirman el valor de los helenos. También los romanos demostraron poseer la virtud militar al dominar Asia, Africa y la misma Europa1077. 1074 Acerca de la monarquía, pp. 97-98. 1075 Demócrates primero, p. 114. 1076 Política, 1327b20: «[los pueblos] que habitan en lugares fríos, y especialmente los de Europa, están llenos de brío, pero faltos de inteligencia y de técnicas, y por eso viven en cierta libertad, pero sin organización política e incapacitados para gobernar. Los que habitan el Asia son inteligentes y de espíritu técnico, pero faltos de brío, y por tanto llevan una vida de sometimiento y servidumbre. La raza griega, así como ocupa localmente una posición intermedia, participa de las características de ambos grupos y es a la vez briosa e inteligente». 1077 Exhortación a Carlos V, pp. 339-41.
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Asimismo, las virtudes intelectuales brillaron de forma sobresaliente en tre griegos y romanos. Las referencias que encontramos en los escritos sepulvedianos a autores como Heráclito, Hipócrates, Platón y Aristóteles, entre los griegos, y a Séneca, Quintiliano, Pomponio Mela y Cicerón, por sólo citar a algunos, entre los latinos, dan fe de ello. Sin embargo, lo importante de estas virtudes es la relación en que se encuentran con la libertad: sin la práctica de las mismas no es posible la libertad, pero sin libertad están destinadas a extinguirse. Esta es la situación que provocan los tiranos cuando poseen el poder; su primera tarea consiste en imposibilitar el cultivo de la ciencia, por que el saber, y especialmente la filosofía, son amigos de la libertad y reniegan de la esclavitud, como muestran los ejemplos del discípulo de Platón Dión de Siracusa, al rebelarse contra Dionisio, y el del romano Bruto, aficionado también a la lectura de los escritos platónicos, al encabezar la conspiración contra César1078. La pervivencia de los valores militares e intelectuales en la Italia de su época es fundamental para explicar por qué Sepúlveda tomaba a Roma como paradigma de ambas virtudes, mientras que sólo parecía entusiasmarse con el saber de algunos filósofos griegos. En Italia era posible encontrar con la mis ma facilidad que en la época del antiguo esplendor romano grandes guerreros y excelentes sabios. Por el contrario, en la Península Helénica ya hemos visto que, a causa del dominio turco, sólo quedaba el recuerdo de su antigua glo ria. Sus hombres no habían perdido por completo la capacidad militar, pero ésta era utilizada en contra de los cristianos: el sultán reclutaba a los mejores jóvenes de Tracia y Grecia y tras convertirlos a la religión mahometana, pa saban a engrosar su guardia pretoriana1079. A la vez, había desaparecido en su totalidad la vida contemplativa que en épocas pasadas la caracterizó: «la propia Grecia, que tanto abundó en talentos, que fue maestra en otro tiempo de toda filosofía y buena doctrina, y que, mientras fue libre, difundía entre el resto de los mortales el conocimiento de todo el saber humano y de todas las ciencias, después que, como consecuencia del enfrentamiento entre los prín cipes cristianos, pasó a poder turco, se vio tan sumida en la ignorancia de todo tipo de textos, que a duras penas puede encontrarse en toda ella una sola persona que tenga un conocimiento medianamente aceptable de la lengua que emplearon aquellos antiguos maestros de sabiduría y doctrina, cuyos escritos ahora admiramos»1080.
Por su ilustre pasado y gracias a la continuidad de sus valores, el mode lo a imitar para Sepúlveda era la vieja metrópoli romana. Los hechos que constituían su historia, fueran éstos negativos o positivos, poseían carácter ejemplar. Ciertamente, el humanista cordobés no dudaba en servirse de otras 1078 Acerca de la monarquía, p. 55. 1079 Exhortación a Carlos V, p. 342, y véase, ibídem, p. 333. 1080 Ibídem, pp. 331-32.
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muestras, como las que figuraban en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, y las de los mismos griegos, pero eran los acontecimientos que jalonaban la historia de Roma, extraídos de una literatura secular y secularizadora1081, los que nutrían fundamentalmente la literatura del exemplum. Fuera unida a los hechos bíblicos, aunque difícilmente para ilustrar cuestiones de fe, fuera junto con los modelos helenos, o, como ocurría frecuentemente, sólo ella, Roma y los romanos eran el instrumento principal que utilizaba el cronista imperial para transmitir las máximas presentes en la historia y aleccionar a su consideración. Bastaría citar a este respecto, además de los casos que han ido apareciendo, cómo recurría Sepúlveda a Nerón y Tarquino para mostrar hasta dónde podía alcanzar el despotismo de algunos reyes, a César Augusto para hablar del tirano cuyo comportamiento acababa obteniendo el favor del pue blo, a la República romana para proyectar la imagen de los enfrentamientos civiles que acaban por provocar el final del régimen10821083,y al mismo Imperio romano para alertar sobre las ventajas que proporciona el gobierno regio. Los ejemplos podrían multiplicarse, pero los señalados son suficientes para que podamos apreciar el ánimo que los guía. El breve transcurso de una vida no es suficiente para hacer sabio al individuo, por lo que procede apren der de una historia que, como dijo Valla,per exempla nos doceatm i. Aunque existen usos que suponen una excepción1084, se puede decir que la intención última de los exempla es mostrar el comportamiento de un individuo o de un pueblo en determinadas circunstancias y persuadir al lector de las ventajas o inconvenientes que se siguen de actuar de igual forma1085. La idea que unifica y da sentido a esa multitud de casos particulares es que podemos aprender de la historia, de manera que, cuando el exemplum falta, se hace más difícil decidir el rumbo de la acción1086. No en vano, el ejemplo era para Aristóteles una inducción1087 o semejante a ella1088; sirve, en cualquier caso, para inter pretar los hechos y guiar las conductas y los pensamientos, pero no se puede olvidar que, tal y como lo utiliza Sepúlveda (acorde con la praxis humanista), 1081 P. Burke, «Exemplarity and anti-exemplarity in early modern Europe», p. 54. 1082 Gonzalo, p. 221. 1083 L. Valla, Gesta Ferdinandi Regis Aragonum, Proemium, 22. 1084 M. Jeanneret, «The Vagaries o f Exemplarity: Distortion or Dismissal?» y F. Rigolot, «The Renaissance Crisis o f Exemplarity». 1085 y pineda, «La tradición del exemplum en el discurso historiográfico y político de la Espa ña imperial» y K. B. de Broce, «The Rhetoric o f Exemplarity in Two Spanish Sixteenth-Century ‘Specula Principis’». 1086 Historia de Carlos V: Libros XVI-XX, p. 70: en las Cortes de 1538, los grandes del reino solicitan la reunión de todos los estamentos, «pues no podían los unos sin los otros decidir con venientemente sobre un asunto de interés común y que era además enormemente serio, sobre todo porque se trataba de cosas novedosas y sin el precedente de los antepasados». La cursiva es nuestra. 1087 Retórica, 1357b26. 1088 Ibídem, 1393a27.
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guarda más relación con la erudición literaria (los ejemplos utilizados proce den siempre de lecturas), que con los hechos mismos (Sepúlveda difícilmente pone como ejemplos acontecimientos que ha vivido). La habilidad para expo ner, interpretar y, en definitiva, utilizar los ejemplos tiene que ver obviamente con el nivel de conocimientos de quien los maneja. Tanto el conocimiento de más casos que los que son accesibles a la mayoría de las personas, como la capacidad hermenéutica para multiplicar las interpretaciones y aplicarlas a la situación que se desea ilustrar, revelan la altura intelectual de quien hace uso de ejemplos en sus argumentaciones. La erudición clásica e histórica de Sepúlveda le facultaban especialmente para sobresalir en esta tarea. Lo que hace el cronista al actualizar el pasado y proponer modelos de conducta par ticulares como verdades generales, no consiste en otra cosa que en aplicar la vieja definición de su admirado Cicerón con respecto a la historia: magistra vitae. Así lo desvela cuando va a hacer frente a la opinión, muy extendida en la época, según la cual el régimen aristocrático y la timocracia o república, son formas de gobierno superiores al reino: «Encuentro que muchos e importantes varones fueron de esta opinión, tan to entre los griegos como también entre los latinos, y no dudaría en someterme a su autoridad si no fuera porque argumentos muy ciertos y la propia experien cia de los hechos, m a e s tr a d e to d a s la s d i s c ip l i n a s , me disuaden y me llevan a la opinión contraria»1089.
El carácter ejemplar de Roma tiene, pues, dos aspectos íntimamente uni dos. Por un lado, los hechos de la historia romana son edificantes, esto es, hay que tenerlos presentes si se quiere alcanzar su gloria y evitar sus errores; de otro, la propia historia es vista desde una perspectiva, la ciceroniana, tí picamente romana. La consecuencia de esta actitud desde un punto de vista formal ha sido señalada: tras el «buen estilo literario» que Sepúlveda exigía a toda exposición histórica se encontraban Cicerón y Tito Livio, el más cice roniano de los historiadores latinos1090. Atendiendo a los contenidos, también pretende Sepúlveda escribir la crónica del Emperador según las exigencias del cónsul romano; le preocupaba por ello «no equivocarme en la descripción de los acontecimientos que me han trans mitido otros o que parezca que he sido poco fiel a esta ley, de la que dice Cicerón en el libro segundo S o b r e e l o r a d o r . ‘La primera ley de la historia es no atreverse a decir nada falso; la segunda no atreverse a dejar de decir nada verdadero, que no haya sospecha de favoritismo, que no la haya de animadversión ’»1091. 1089 Acerca de la monarquía, p. 69. La cursiva es nuestra. 1090 A. Ramírez de Verger en la «Introducción» a su edición de Historia del Nuevo Mundo, pp. 18-20; J. Costas Rodríguez, «La concepción historiográfica en Juan Ginés de Sepúlveda», p. 97. 1091 Epistolario,curia 119 a Reginald Pole, de 1 de octubre de 1555, pp. 347-348.
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El carácter instrumental del que se revestía la imitación de los antiguos por parte de los escritores renacentistas, se ponía de manifiesto en esta actitud de Sepúlveda. El humanista quería imitar a Cicerón, contar los hechos de los españoles con el mismo estilo con el que aquél narraba las gestas latinas, pero adaptándose a sus circunstancias; deseaba, en definitiva, emularle1092. El paso de la imitación a la emulación se sustenta sobre la comparación previa entre antiguos y modernos, entre romanos y españoles. Fruto de la misma es, por una parte, el protagonismo que adquiere el historiador: Sepúlveda quiere ser el nuevo Cicerón, cuyos relatos habrán de desempeñar en el futuro el mismo papel que cumplen para él los escritos del arpinate. Esto es, deberán inspirar a otros y a la vez informar de las proezas hispanas a la posteridad. Pero, por otra parte, sale a la luz la convicción sepulvediana según la cual las hazañas y méritos del Emperador y sus soldados no tenían nada que envidiar a la de los propios romanos: «nada suelo poner por escrito con más gusto que las acciones destacadas de aquellos cuyas virtudes y gloria aplaudo, acciones que habrán de ser gratas a la posteridad y aprobadas por los varones buenos y piadosos»1093. Una admiración que cuadra muy bien con los orígenes griegos y troyanos que el humanista cordobés atribuye a los hispani, más allá de las leyendas que la cronística medieval había utilizado1094, pero coincidiendo con ella en su finalidad: no sólo quiere elevarse sobre sus predecesores al basarse en datos de geógrafos e historiadores griegos y romanos, más dignos de crédito, y en etimologías de ciudades, montes y ríos, sino servir a una clara finali dad política: «suponiendo la llegada a Hispania de algunos héroes troyanos supervivientes, Sepúlveda dotaba de una estirpe sumamente gloriosa a los hispanos, poniéndoles en pie de igualdad con los mismos romanos»1095. Con ello se alejaba a España de la dependencia del Imperio Romano Germánico, una pretensión que ya hemos visto que venía de lejos en los historiadores ibé ricos, incluso en un momento en que aquél era dirigido por el mismo Carlos que era rey de los españoles. El romanismo sepulvediano no es, por tanto, ciego a los intereses nacio nales, que nunca son descuidados por el cronista, aunque ello no suponga obstáculo alguno para reivindicar la importancia de la aportación latina en la constitución de sus glorias antiguas y modernas. Es sobre esta continua con frontación entre los hombres del pasado y los del presente, entre el carácter ejemplar de aquéllos y la condición excepcional de éstos, y, en definitiva, entre el valor de los actos de unos y otros, sobre el que se asentaba el parale lismo entre romanos y españoles. 1092 1093 1094 1093
J. A. Maravall, Antiguos y modernos, pp. 298 y ss. Epistolario, cana 48 cardenal Gasparo Contarini, de 12 de junio de 1541, p. 120. Historia de Carlos V: Libros I-V, p. 12. B. Cuart Moner, «Introducción» a Historia de Carlos V: Libros l-V, p. L.
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3.
E spaña como la nueva R oma
La comparación entre Roma y España tenía, para comenzar, un funda mento geográfico. Al igual que Italia y Grecia, España posee un clima tem plado, lo cual dice mucho en favor de su capacidad para hacerse con el domi nio de grandes territorios. Sepúlveda no dejará de señalar que «las ciudades que han dominado disfrutan en general de un clima templado, como Atenas y Esparta en Grecia, y en Italia Roma, que dispuso el mayor y más dilatado imperio de todos en el mundo»1096. Sin embargo, el humanista cordobés no se conformaba con poner a España al mismo nivel que las ciudades más glo riosas de la antigüedad; quería señalar su superioridad, como manifestaba desde el inicio de su crónica que, por otra parte, como se ha dicho, no aspi raba a serlo sólo de un monarca, sino también del pueblo que había hecho posibles esos logros: «Voy a escribir la historia de las hazañas realizadas en esta época por Carlos, rey de España y asimismo emperador de los romanos, y por los españoles; haza ñas, que fueron de tanta envergadura y tan portentosas que, a mi parecer, están muy por encima de los más célebres hechos dignos de ser recordados desde que existe el hombre, si a los notables ejemplos de valor surgidos entre nosotros aña dimos lo inusitado de las acciones y los descubrimientos que se han realizado, y cada día siguen realizándose, en el océano y en el Nuevo Mundo»1097.
Aunque situada en zona templada como sus antecesoras, la superioridad de España se asentaba sobre una tierra privilegiada, de la que Sepúlveda subrayaba que «es mucho más saludable que Italia: porque esta última está repleta de lagunas y ciénagas, en tanto que la salubridad del cielo en toda España, como dice Trogo, y la pureza del aire no se ven contaminadas por ningún vaho pesado procedente de ciénagas»1098. Por lo visto con anteriori dad, estamos en condiciones de sacar las consecuencias que se siguen de esta situación: los españoles tendrán virtudes militares e intelectuales similares e incluso superiores a las de los griegos y romanos. De estas últimas virtu des ya hemos visto que la historia nos proporciona abundantes ejemplos: la prudencia e ingenio de los españoles debería resultar evidente para cualquie ra que haya leído «a Lucano, a Silio Itálico, a los dos Sénecas, y entre los posteriores a éstos a San Isidoro, a nadie inferior en Teología, y a Averroes y Avempace, excelentes en Filosofía, y en Astrología al Rey Alfonso, para omitir a otros que sería prolijo enumerar»1099. Sin embargo, donde verdadera mente se aprecian las virtudes hispanas es al hablar de su capacidad militar. Del valor y habilidad con que los españoles hacían uso de las armas: 1096 1097 1098 1099
Demócratesprimero, p. 113. Historia de Carlos V: Libros I-V, p. 3. Acerca de la monarquía, p.98. Demócrates segundo, p .33.
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«dieron a través de la historia las legiones españolas pruebas que exceden la humana credibilidad, como ocurrió en tiempos pasados en la guerra de Numancia y las que hicieron los caudillos Viriato y Sertorio cuando grandes ejércitos romanos fueron derrotados y sojuzgados por un pequeño número de españoles; y en tiempo de nuestros padres a las órdenes del Gran Capitán Gonzalo, y en nuestro tiempo bajo los auspicios del César Carlos en Milán y Nápoles, y en Túnez de Africa bajo la dirección personal del propio Carlos, y no hace mucho en las campañas de Bélgica y Francia y recientemente en las de Alemania, donde fueron derrotados los herejes luteranos, con inmensa gloria de nuestro Emperador. En todos estos parajes las cohortes españolas dieron pruebas de su valor con gran admiración de los hombres»1100.
Sepúlveda, pues, no se conformaba con justificar la translatio imperii de Roma a España a causa de la gloria actual de los españoles, sino que ésta implicaba una dignificación del propio pasado hispano; recordaba, incluso, que muchas de las características más memorables de los romanos eran de bidas a personajes españoles o se podían atribuir con igual propiedad que a los latinos a éstos. No en vano, los primeros forasteros en ocupar cargos de cónsules en Roma fueron hispanos: los gaditanos Cornelio Balbo, el Mayor y el Menor; y también fue un natural de Itálica, Trajano, el primer extranjero en dirigir los destinos del Imperio1101. Obsérvese, además, que las virtudes intelectuales de los españoles están representadas en parte por autores cuya vida transcurrió en Roma, y cuya fama era netamente romana. En virtud del vocabulario clasicista que como buen humanista Sepúlveda se empeñaba en utilizar, los ejércitos hispanos, algunos de los cuales lucharon frente a Roma o en la misma Italia, frente a los herederos de aquélla, no eran otra cosa que legiones y cohortes. El Emperador, título que ya de por sí nos retrotrae a la época del esplendor romano, es identificado, además, como el césar Carlos; un césar cristiano al que se le recomienda que utilice vestimentas llamativas como el romano1102, y que no duda en emplear, cuando captura al duque Juan Federico de Sajonia, que estaba al frente de los protestantes, y a Ernesto, duque de Brunswick, el 24 de abril de 1547, su misma terminología: «Tras alcanzar esta victoria Carlos hizo gala ante sus amigos de aquellas palabras que Julio César utilizó cuando con tanta rapidez venció al rey Farnaces, aun que cambiando la tercera piadosamente: llegué, vi y con la ayuda de Dios vencí»1103. Para derrotar a los turcos este «emperador de Romanos» debería utilizar la misma táctica militar que «los antiguos romanos», y de ello se seguirá la conquista de Asia Menor, una zona tan rica «que el pueblo romano obtenía 1100 1101 1102 1103
Ibídem, p. 34.
Historia de Carlos V: Libros l-V, p. 21. Historia de Carlos V: Libros XI-XV, p. 16. Historia de Carlos V: Libros XXI-XXV, p . 121.
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de ella sola mayores tributos que de toda Europa»1104. La resistencia de los pobladores autóctonos de la Península en Sagunto y Numancia, un episodio elevado a categoría de acto fundacional de la patria hispana por la mayor par te de los historiadores contemporáneos de Sepúlveda1105y que éste subraya en varias de sus obras1106, era tanto más importante por cuanto en el caso de los numantinos tuvo lugar ante «valientes soldados del ejército romano»1107. Y la propia conquista de la piel de toro hispana por parte de Roma, redujo primero «a categoría de provincia a un pueblo rudo y fiero, que, gracias a las leyes, alcanzó un modo de vida más civilizado»1108, para inmediatamente después fundar tantas colonias, «que en poco tiempo esta zona tenía el aspecto no ya de una provincia, sino de otra Roma y otra Italia»1109. Los efectos de la roma nización fueron tan intensos que no debe extrañar que Sepúlveda se atreva incluso a disputar a la metrópoli la posesión de su lengua, que estima mejor representada en la actualidad en España que en tierras latinas: «Así sucedió que los hispanos no sólo aceptaron la cultura y la civilización romana, sino que se olvidaron incluso de su lengua patria (lengua que, según testimonio de Estrabón, fue muy variada) y hablaban solamente en la romana, lengua que todavía conservan en la actualidad (si bien corrompida en parte por deterioro del paso del tiempo y el contacto con los bárbaros, pero no en mayor medida que en la Italia y en la propia Roma)»1110.
La comparación no es gratuita. La Hispania que fue conquistada por Roma se convirtió en otra Roma, pero ahora la ha superado y, lo que es más importante, puede aplicar sus métodos para llevar a cabo mayores conquistas que la Roma original. Sepúlveda se sirve abundantemente de este supuesto en todas sus obras y constituye un elemento fundamental de su ideología, que se complace en hacer de cualquier herencia clásica un motivo de orgu llo. El papel fundamental que el clasicismo renacentista desempeñará en la comprensión de otros pueblos, extendiendo la mirada del pasado a su propio entorno1111, sirve también para la construcción de la propia identidad. La ana logía entre españoles y romanos, como la que se establece entre los indios del Nuevo Mundo y los pueblos más conocidos de la antigüedad1112, estaba 1104 Exhortación a Carlos V, p. 345. 1105 R. Schmidt, «The Development o f Hispanitas in Spanish Sixteenth-Century Versions of the Fall o f Numancia». 1106 Gonzalo, p. 223; Demócrates segundo, p. 34. Historia de Carlos V: Libros I-V, p. 14, etc. 1107 Exhortación a Carlos V, p. 342. 1108 Historia de Carlos V: Libros I-V, p. 17. 1109 Ibídem, p. 20. 1110 Ibídem, p. 21. 11,1 J. H .Rowe,«TheRenaissanceFoundations o f Anthropology» y «Ethnography andEthnology in the Sixteenth Century»; J. H. Elliott, El Viejo Mundo y el Nuevo (1492-1650), pp. 3 8 ,4 6 , 62, etc.; M. T. Ryan, «Assimilating New Worlds in the Sixteenth and Seventeenth Centuries». 1112 L. E. Huddleston, Origins ofthe American Indians. European Concepts, 1492-1729.
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presente en muchos autores, aunque la lección que se pretendía obtener en cada caso era muy diferente1113. En una obra como el Demócrates primero la comparación entre españoles y romanos se usa, en primer lugar, para enaltecer a la monarquía española, recor dando que, bajo el gobierno de Femando e Isabel, logró imponer la paz penin sular al derrotar a los enemigos de religión; en esa situación, también la nobleza se ve ensalzada al constatar que a su tradicional pericia con las armas añade ahora el saber, como ya ocurriera con los romanos1114. Como había hecho en el Gonsalus al comparar la templanza de Escipión con la del Gran Capitán1115, Sepúlveda repetirá en varias ocasiones en el Demócrates primus esa similitud entre españoles y romanos que da sentido al argumento genérico del libro: la compatibilidad entre la doctrina militar y la religión cristiana. Así, los reyes es pañoles Femando el Santo y Alfonso el Bueno se enfrentan a los infieles como los emperadores romanos Constantino y Teodosio1116; también los tercios espa ñoles se desenvuelven en las guerras de Italia como lo hicieron en la antigüedad los griegos y romanos1117, y hasta el comportamiento de los soldados españoles cuando participan en duelos, merece la censura del humanista porque va contra «la disciplina militar antigua, tanto de griegos como de romanos»1118. Además de las muchas citas bíblicas o literarias que pueblan el diálogo, son muchos los nombres que aparecen en la obra que son utilizados como ejemplos extraídos de la antigüedad griega1119y romana1120, y, por supuesto, de la Historia de Espa ña1121. El propósito emulador en el caso de estos últimos es claro: mostrar que los hispanos del pasado y del presente no sólo no desmerecen en absoluto de los personajes clásicos, sino que los superan en mérito. A la hora de señalar el romanismo hispano no podía dejar de lado Sepúl veda el régimen de gobierno de uno y otro país. La defensa de la monarquía como la mejor forma de gobierno alcanza su culminación en la detallada argumentación que incluye en Acerca de la monarquía. Pero antes, en la ma yor parte de sus obras, el cronista se erige en apologista del trono. En el Demócrates segundo, por ejemplo, esa defensa no sólo se dirige hacia la ins titución, sino que alcanza a la valía de aquellos que la ocupan desde Pelayo: 1113 D. A. Lupher, Romans in a New World. Classical Models in Sixteenth-Century Spanisli America-, J. González Rodríguez, La idea de Roma en la Historiografía Indiana (1492-1550). 1114 Demócrates primero, p. 82. 1115 Gonzalo, p. 227. 1116 Demócrates primero, p. 109. 1117 Ibídem, pp. 114-15. 1118 Ibídem, p. 179. 1119 Filipo de Macedonia, Diógenes, Solón, Sócrates, Isócrates, Milciades, Arístides, etc. 1120 Porcio Catón, Pompeyo, Bruto, Sestio, Varrón, Julio César, Trajano, Constantino, Teodo sio, etc. 1121 El Gran Capitán, el padre del Duque de Alba García de Toledo, Fernando III, Alfonso VIII, el Cid, etc.
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«desde esa época hasta la actual, que ennoblece la figura de Carlos Rey de España y a la vez Emperador de Romanos, en un lapso de más de ochocientos años, apenas se encuentran en la continua sucesión de esta familia uno, dos o desde luego poquísimos que en justicia no puedan contarse en el número de reyes buenos»1122.
Para equiparar la aceptación del Imperio romano por sus ciudadanos con la de la monarquía española por los suyos, Sepúlveda se va a ver obligado a realizar un recorrido histórico por la Historia de Roma. Su punto de partida es el rechazo de los romanos por la institución real, que Sepúlveda localiza en el gobierno del último monarca romano: «los romanos, mientras obedecieron a reyes vivieron con gran concordia, con el único trastorno de unas pocas y poco importantes adversidades y desas tres. Pues es patente que, aparte de Tarquinio el Soberbio -que no fue un rey, sino un tirano, se mire como se mire-, todos los demás reyes fueron justos y moderados. Porque no es en absoluto culpa de la monarquía el que este Tar quinio matara al rey Servio Tulio y se hiciera con el mando sin orden del Senado y contra la voluntad del pueblo, antes bien es una acción vergonzosa de un hombre totalmente injusto y brutal que, suprimiendo al rey, estableció una tiranía en esa ciudad, que disfrutaba de una situación y mando muy justo y honrado»1123.
La posterior instauración de la República romana fue obra de hombres como Bruto, Colatino, Lucrecio y Valerio, prudentes, pero tan excepcionales que más parecen haberse dejado llevar por su propia dignidad que por la mejor opción para su pueblo, puesto que los dos primeros no dejaron de ser nombrados cónsules. De hecho, si hubieran aplicado su talento a devolver la monarquía a Roma, se habrían evitado las discordias civiles que, ajuicio de Sepúlveda, nunca faltaron en la República; un ejemplo de ellas, que no deja de recordar, es el enfrentamiento entre los patricios y los tribunos que promo vieron las «dañinas leyes agrarias y sobre el trigo», saldado con el asesinato de éstos1124. Por eso, a pesar de sus importantes logros y de la calidad moral de muchos de sus grandes hombres, la República se vio obligada a convertirse en Imperio para superar las luchas civiles surgidas en su seno por la ambición de líderes como Mario y Sila, César y Pompeyo o Augusto y Marco Antonio. Los enfrentamientos se saldaban, a su vez, con tiranías, como la de Sila o la de César. La solución no ofrece duda al cronista: «habiendo aprendido por tantas y tan importantes desgracias cuánto aventaja la monarquía a la repú blica, los romanos permanecieron gustosamente en un gobierno unipersonal cuando se reinstauró»1125, aunque en vez de rey se llamaba «emperador» a su 122 123 124 125
Demócrates segundo, p. 26. Acerca de la monarquía, p. 74. Acerca de la monarquía, p .75. Ibídem, p. 77.
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titular «por ser un término menos odioso para ellos con el que denominaban durante la república a los generales a quienes se encomendaba en la guerra el mando supremo»1126. Tal y como era explicado por Sepúlveda, la seducción de los romanos por su Imperio prefiguraba la fidelidad casi intemporal que atribuía a los españoles por sus monarcas.
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E spaña : la R oma del N uevo M undo
Si Roma fue gloriosa, España no lo fue y, sobre todo, no lo es, menos; si la grandeza de los romanos consistió en dominar parte del mundo conocido y extender por él su civilización, una labor similar en varios continentes es la que espera a España. Dentro de esta dialéctica entre el pasado romano de Es paña y el carácter hispano de algunas figuras romanas, entre el romanismo de las tropas y mandos españoles y su enfrentamiento con los mismos italianos, entre la resistencia al invasor romano y la entrega a su superior civilización, y, en definitiva, entre el patriotismo y la emulación de todo lo clásico, es donde situaba Sepúlveda la labor de España, como «otra Roma», en el Nuevo Mundo. Para el cronista imperial, los romanos, como los griegos, llevaron a cabo guerras justas que no tenían otro objetivo que escarmentar para el futuro y atemorizar a quien había cometido la ofensa1127, pero lo que realmente condujo al establecimiento de su imperio sobre el resto de los pueblos fue la bondad de las leyes y las virtudes romanas que, combinada con la búsqueda de gloria y fama, les permitió transmitir aquéllas a los pueblos que iban dominando: «no se ha de creer que los romanos, considerados siempre como virtuosos y pmdentes (como Curio, Fabricio, los Escipiones, Máximo, Metelo y los Ca tones), eran ajenos a la virtud sólo por el hecho de que anhelaban la gloria, pues según enseñan los filósofos, cultiva y practica la virtud principalmente aquel que busca, no la vanagloria de modo absurdo o con el cumplimiento de ficticios deberes, sino la gloria sólida siguiendo un camino racional y métodos legítimos»1128.
Así pues, los romanos, a causa de su justicia, fueron el instrumento del que Dios se sirvió en el mundo antiguo para castigar la maldad y las cos tumbres bárbaras de muchos pueblos. Esta tarea providencialista tenía como fundamento el cumplimiento de la ley natural, la cual establece que los más perfectos deben gobernar sobre los que no lo son tanto: 1126 Ibídem. 1127 Demócrates segundo, p . 17. 1128 Ibídem, p. 32.
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«entre algunas naciones tomadas en su conjunto existe una gran diversidad: algunas de ellas son tenidas por más civilizadas y prudentes, otras por salvajes y brutales [ b a r b a r a e e t in h u m a r m e ] (a saber, las que en su vida y costumbres públicamente aprobadas se apartan de la razón y de la ley natural). La condi ción de estos pueblos es que en cuanto salvajes [b a r b a r i ] deben obedecer por ley natural a los más civilizados y cultos [h u m a n io r u m e t c u ltio r u m ] , para que sean gobernados por ellos con mejores leyes e instituciones atendiendo a su justicia y prudencia. Y si los tales rechazan un dominio justo y provechoso para ellos, según la ley natural puede obligárseles con la guerra a su deber de obediencia y a la justicia, si se dispone de fuerzas para hacerla. Según este de recho los romanos, pueblo sumamente civilizado [h u m a n is s im a ] y destacado por su vigor, sometieron a su poder a las naciones bárbaras [ b a r b a r a s ] , como atestigua nuestro san Agustín en el libro quinto D e c iv i t a t e D e i con estas pala bras: ‘A los romanos ha concedido Dios el poder supremo y más glorioso, para controlar las graves maldades de muchos pueblos’»1129.
El dominio hispano en el Nuevo Mundo puede ser visto desde una pers pectiva análoga. No es sólo que las guerras que España libra en aquellas tie rras sean justas, como lo fueron las de los romanos, sino que la superioridad que manifiestan los españoles sobre sus habitantes es similar a la que mostra ba Roma en sus conquistas. Lejos de las guerras italianas que habían encum brado al Gran Capitán, el héroe hispano que, a la manera de los Escipiones, podía simbolizar mejor que ningún otro esta actitud, era Hernán Cortés. En el Demócrates segundo, «Cortés tuvo oprimida y atemorizada, al comienzo, durante muchos días, aun con la ayuda de tan reducido número de españoles y tan pocos indígenas, a una multitud tan inmensa, que daba la impresión de estar falta no sólo de habilidad y prudencia, sino hasta de sentido común. ¿Puede darse mayor o más claro testimonio de la ventaja que unos hombres tienen sobre otros en ingenio, habilidad, fortaleza de ánimo y virtud?»1130.
También está presente en Hernán Cortés el deseo de gloria como instru mento que guía la conquista española de aquellos territorios; los discursos que dirige a sus hombres en el De Orbe Novo no sólo son dignos de un cau dillo1131, sino que sus mismos actos, como el hundimiento de sus naves para evitar a sus hombres cualquier tentación de retroceder ante el enemigo, le vinculan claramente a esta estirpe. Incluso su manera de declarar la guerra a las ciudades aztecas imita la costumbre de los sacerdotes que en Roma eran denominados feciales1132, y que tenían como tarea velar por el respeto de las 1129 Acerca de la monarquía, p .49. 1130 Demócrates segundo, p. 36. 1131 F. Navarro Antolín, «La Retórica del discurso: la Cohortatio. Tradición clásica y pervivencia», p. 109: «Para redactar la arenga de Hernán Cortés a sus soldados en Teocacinco (lib. V, cap. 2), Sepúlveda toma como modelo la arenga que Tito Livio puso en boca de Aníbal en Tesino». 1132 Historia del Nuevo Mundo, p. 180.
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normas que afectaban a la declaración de guerra, la conclusión de tratados, la satisfacción de agravios, etc. Al apelar a la gloria para ensalzar el entusiasmo de sus hombres, Cortés, que aquí actúa de portavoz del pensamiento del cro nista, no se conforma con insistir en la necesidad de su consecución, sino que se complace en advertir que siempre ha sido familiar a los españoles: «no se trata del dominio de una sola ciudad, ni se va en pos de la gloria que proporciona la destrucción y huida de un solo ejército, sino que es otro Nuevo Mundo lo que se nos pone por delante como recompensa a los esfuerzos, a los peligros y a la victoria; asimismo, la gloria de haber sometido por las armas a muchos y grandes pueblos, y no ya el botín ganado en la destrucción de una sola ciudad para distribuirlo entre muchos, sino los bienes de muchos reinos extraordinariamente ricos en oro y plata para repartirlos entre muy pocos. De modo que, dado que nos obliga, de una parte, la supervivencia y nos empuja, de otra, una gran gloria y tan grandes recompensas, desfallecer y renunciar a una guerra que se hace por piedad y que va a proporcionar gloria e inconta bles ganancias es propio de gente pusilánime y despreciable, cosa que se aleja mucho de la forma de ser y de las costumbres de nuestro pueblo. Pues la gloria atrae de manera especial a los españoles»"33.
Pero si la gloria era la causa inmediata del comportamiento de los con quistadores hispanos, la razón última a la que servían sus actos no era otra que la propagación de la fe cristiana113134 y de la civilización. Esta última ya hemos visto que depende del grado de cumplimiento de la ley natural. Los pueblos indios y España ocupaban lugares opuestos por su grado de civi lización respectivo; mientras los españoles poseían en exceso las virtudes morales e intelectuales, los indios apenas daban muestras de ellas: no cono cían el uso de letras1135, ni el de monedas1136 (una afirmación matizada en la Historia del Nuevo Mundo, al recordar que los habitantes de Tenochtitlán «no tenían moneda alguna de metal acuñado, excepto algunas nueces semejantes a almendras que a veces hacían las veces de monedas»1137), andaban desnu dos, y carecían de animales de tracción para transportar los bultos durante largos trayectos; además, el cronista imperial no dejaba de señalar la práctica continua por parte de los aborígenes americanos de sacrificios humanos y su 1133 Ibídem, p. 133. 1134 F. Navarro Antolín, «La Retórica del discurso: la Cohortatio. Tradición clásica y pervivencia», p. 110. 1135 Acerca de la monarquía, p. 50; Demócrates segundo..., p. 35, etc. Recuérdese que, de acuerdo con la definición aristotélica del De interpretatione [Peri hermeneias], c. 1, 16 a 3: «los sonidos vocales son símbolos de las afecciones del alma, y las letras lo son de los sonidos vocales», por lo que las señales que no expresan las palabras, sino directamente las cosas, no pueden considerarse en rigor letras, aunque estén escritas. Esta es la explicación que a finales del siglo XVI da el jesuíta José de Acosta en su Historia Natural y Moral de las Indias, VI, 4, p. 205 y la nota VIII de la p. 230. 1136 Acerca de la monarquía, p. 50. 1137 Historia del Nuevo Mundo, p . 151.
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antropofagia. Los indios, en definitiva, no cumplían los preceptos de la ley na tural, y sin este requisito era imposible que pudieran acceder a la fe cristiana. De ahí la licitud de ejercitar sobre ellos el dominio de los mejores, de la misma manera que lo hicieron los romanos en la antigüedad. La única diferencia con respecto a éstos, por supuesto, favorable a los españoles, es el elemento providencialista que introduce la religión cristiana y la confirmación de lo que el humanista interpretaba como derecho de dominio otorgado por el propio pon tífice. En efecto, si, como se ha visto, los romanos fueron el instrumento del que se sirvió Dios para corregir «las bárbaras costumbres y [que] suprimiesen y corrigiesen los vicios de muchos pueblos bárbaros»1138, nunca dejaron de ser una solución de circunstancias, ajenos, como eran, a la palabra de Dios. Por el contrario, los españoles no tenían ese problema: lo suyo era una conjunción perfecta de virtud y religión. Por eso, desde los Reyes Católicos hasta Felipe II, a quien dirigía su persuasiva explicación Sepúlveda, los monarcas españo les eran el instrumento adecuado, sin carencia alguna, del que se valía Dios para extender su nombre entre los bárbaros del Nuevo Mundo: «para que comprendáis, Majestad, que a vuestros bisabuelos, los excelentes y cristianísimos Fernando e Isabel, reyes de España, nación (n a tio n is ) notable por su civilización (h u m a n ita te ) y toda clase de virtudes ( v ir tu tis ), y a vosotros sus sucesores, os ha sido permitido conquistar el Nuevo Mundo, no sólo en vir tud de las leyes cristianas, sino también de las naturales. Pues aquella decisión de vuestros bisabuelos de someter a los salvajes (b a r b a r o s ) bajo su poder, no sólo la aprobó Alejandro VI, Sumo Pontífice y vicario de Cristo, sino que la llenó de alabanzas mediante un rescripto y los exhortó a que no se retrajeran de ese propósito ante ninguna dificultad ni peligro»1139.
Al igual que el derecho de los monarcas españoles al dominio de las In dias tenía el mismo fundamento que aquél por el cual los romanos habían construido su imperio, su comportamiento a la hora de administrarlo debería ser similar. En una guerra justa, y téngase presente que, como ya se ha dicho, para Sepúlveda lo era la que libraban los más perfectos para imponer su do minio sobre los que lo eran menos, sería lícito por derecho natural dar muerte a los enemigos vencidos, someterlos a esclavitud y confiscarles los bienes. Este derecho no es de exclusiva aplicación a los indios; por el contrario, como demuestra el imperio de los romanos1140, es un principio universal -de ley natural- que rige para la totalidad de los pueblos. La equidad, sin embar go, aconsejaba aplicar estas medidas sólo cuando así lo exigía el interés de la paz y bienestar públicos. De ahí que fuera una buena costumbre dejarse guiar por el ejemplo de los pueblos más civilizados de la antigüedad, como los macedonios, los atenienses, los lacedemonios y, sobre todo, los romanos, que 1138 Demócrates segundo, p. 32. Véase Historia de Carlos V: Libros I-V, II, 12, p. 74. 1139 Acerca de la monarquía, pp. 49-50. 1140 Demócrates segundo, p. 31.
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«tienen fama de haber sido los más prudentes, pues algunas ciudades vencidas por ellos eran primeramente convertidas en estipendiarías, con ligeras desven tajas y no bajo inicuas condiciones, las que después convertían en provincias; a otras las dejaban libres y las consentían utilizar su propia legislación, pero cuando lo exigían la culpa o naturaleza de los enemigos, los despojaban de sus ciudades y campos, y aun a algunas ciudades las arrasaban por completo, como ocurrió con Cartago»1141.
Esta fue la política seguida por los romanos en los inicios de su conquis ta de la Península Ibérica: «Escipión, hijo de Publio, más tarde «El Africa no», que había sido enviado para continuar con la guerra en España, no sólo destruyó las guarniciones de los cartagineses, sino que puso a gran parte de España bajo dominio de los romanos: parte en calidad de sometida, parte de aliada»1142. Sepúlveda también cree que esta política de gobierno condiciona da a la acción del vencido es la que se está aplicando con los indios: «es muy diversa la situación de los que fueron vencidos por los ejércitos hispanos en guerra formalmente declarada y la de aquellos que, por prudencia o temor, se entregaron a merced o potestad de los cristianos»1143. Con los primeros cabe aplicar la voluntad del vencedor en guerra justa, mientras que a los segundos sólo les corresponde la exigencia de un tributo acorde con su condición. Pero, aunque sus palabras no pueden evitar esconder la sombra de un penoso cas tigo, ni siquiera en el caso más desfavorable piensa el cronista en la estricta esclavitud. Por el contrario, aparece de nuevo una suerte de caridad cristiana que le lleva a poner siempre por delante de lo que considera la estricta justi cia, la clemencia: «me parecería contrario a toda equidad el reducir a esclavitud a estos bárbaros por la única culpa de haber hecho resistencia en la guerra, o privarles de sus campos y posesiones, a no ser a aquellos que por su crueldad, pertinacia, per fidia o rebelión se hubiesen hecho dignos de que los vencedores les tratasen según la medida de la justicia, más bien que del Derecho de guerra»1144.
Así pues, cuando se trataba de aplicar al Nuevo Mundo las opciones que Roma había aplicado en sus conquistas del Viejo Mundo, Sepúlveda mante nía la conveniencia de moderar el dominio hispano sobre los indios. Tal pro puesta, debemos recordarlo una vez más, nos ayuda a comprender la esencia paternalista de la política indiana defendida por Sepúlveda y, en definitiva, el sentido que tiene la tantas veces criticada servidumbre natural de los in dios: lo que postula es la necesidad de un protectorado hispano sobre ellos; un dominio en virtud del cual éstos pudieran alcanzar la civilización que en sus circunstancias presentes no les reconocía. No se trataba, por tanto, de 141 142 143 144
Ibídem, p .95.
Historia de Carlos V: Libros I-V, 1 ,15, p. 13. Demócrates segundo, p. 117. Ibídem, p. 118.
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someterlos a una esclavitud intolerable, sino a un régimen en el que se con cillaran, en la justa medida de las necesidades y capacidades actuales de los indios, su libertad y una cierta coacción que les impidiera volver a sus viejas costumbres. Para conseguir este objetivo, lo mejor es que las autoridades españolas tomaran como ejemplo, una vez más, a los romanos: «El imperio, pues, debe templarse de tal manera que los bárbaros, en parte por el miedo y la fuerza, en parte por la benevolencia y equidad, se mantengan dentro de los límites del deber, de tal suerte que ni puedan ni quieran maquinar sublevaciones contra el dominio de los españoles y amenazar su bienestar. Tal moderación parece tener la fuerza y consistencia suficiente aun para la perpe tuidad del imperio, y ella fue la norma que antiguamente siguieron varones tan pmdentes como los romanos para la estabilización de su imperio sobre nacio nes aún no del todo bien pacificadas»1145.
145 Ibídem, p. 122.
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La propuesta de Sepúlveda para el gobierno de las Indias afectaba exclu sivamente a una parte del enorme imperio carolino. Pero el humanista cor dobés no renunció a dar su propia opinión sobre la mejor forma de gobernar la totalidad del Estado: los tres libros de su tratado Acerca de la monarquía, inspirado en la Política aristotélica, pero adaptado a las circunstancias de la época, recogen sus consejos a Felipe II. Ya hemos visto que sus años de estancia en Italia, como estudiante pri mero y al servicio de los pontífices después, hicieron de él un perfecto cono cedor del pensamiento humanista; su admiración por la antigüedad clásica, propia de un imitador de Cicerón y de uno de los mejores traductores de Aris tóteles, le familiarizaron con los regímenes políticos griegos y romanos; por último, pero no menos importante, su cargo de capellán y cronista de Carlos V le permitió ver desde un lugar de privilegio los problemas de un imperio universal. El mismo reconoce haberse servido de todos esos conocimientos para redactar el De regno"4'1. El resultado es una defensa de la monarquía como mejor régimen de gobierno y un análisis de los deberes del rey que viene a ser la culminación de su reflexión sobre esos temas. Ya hemos visto que Acerca de la monarquía mantiene las premisas aris totélicas que caracterizan el resto de las obras de Sepúlveda. En su virtud, la jerarquía que impregna la totalidad de lo real se extiende también a las formas de dominio social, que pueden ser políticas o despóticas11461147, y a los seres humanos, entre los que cabe distinguir a los que deben mandar, los más 1146 Acerca de la monarquía, p .47. 1141 Ibídem, p .48.
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virtuosos y prudentes, y los que deben obedecer por ser de menor inteligen cia, aunque más dotados para los trabajos físicos. En medio de ambos se sitúa un gran número de hombres que no poseen el talento de los primeros, pero que tampoco carecen de cierta prudencia, por lo que «no son ni señores por naturaleza ni esclavos por naturaleza»1148. Entre las naciones, esta clase media no es reconocida por Sepúlveda, que sólo distingue las que son civilizadas y prudentes y las que, por entregarse a la barbarie, deben obedecer a las primeras. Como la finalidad de este dominio es el perfeccionamiento de los menos capaces, su resistencia vendría a justi ficar el uso de la fuerza por parte del pueblo más culto. Algo similar a lo que en su día hicieron los romanos. La aplicación a los indios de estos principios, siguiendo la senda del Democrates secundus, ya hemos visto que no plantea ninguna duda para el cro nista regio, por lo que, una vez concluida, retorna al tratamiento genérico de las cuestiones políticas que son el objetivo del De regno. Es entonces, des pués de sintetizar las ideas aristotélicas sobre la sociabilidad del hombre y la división de la ciudad en casas y aldeas, desde un punto de vista genético, o en diversos oficios, si se atiende a la dedicación de sus habitantes, o entre ricos y pobres, si se mira a las clases que la integran, cuando va a seguir insistiendo en que la virtud del ciudadano que manda rectamente y la del que obedece de igual forma son diferentes. La virtud propia del primero es la prudencia o capacidad política y se ejercita en la ciudad (civitas), que «es una comunidad de vida recta, constituida por familias y clases con vistas a una vida perfecta y abundante en bienes»1149. Los que ejercen el poder pueden buscar el bien común de los ciudadanos, y entonces estamos ante formas rectas de gobierno o, por el contrario, pueden perseguir su propio interés y capricho, con lo que se da una forma corrupta. En el primer caso, según el gobierno sea ejercido por un solo hombre, por unos pocos o por el pueblo, el Estado o civitas recibe el nombre de reino, aris tocracia o república (timocracia). Las formas corruptas que corresponden a éstas son la tiranía, la oligarquía y la democracia populista o demagógica1150. Sepúlveda va a llevar a cabo una comparación entre las formas puras y degeneradas de gobierno, empezando por la monarquía y la tiranía, que se ofrecen, respectivamente, como la forma de gobierno de mayor dignidad y la más depravada, un tópico que poco antes de la publicación del De regno había sido enunciado por Domingo de Soto: «el reino, así como es el mejor de los regímenes cuando el Rey está dotado de las virtudes propias, así también es el más pernicioso cuando degenera en tiranía»1151. 148 Ib íd em ,p .49. I4I> Ibídem .p. 52. 150 Ibídem, p .53. 151 Domingo de Soto, De la justicia y del derecho, 1. II, q. VI, a. 2, p, 170.
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Existen dos clases de reinos, según el rey posea o no máximo poder sobre todas las cosas; sin embargo, aquellos monarcas que tienen limitado su man dato a determinadas materias no son reyes sino en un sentido restringido, por lo que más bien deben encuadrarse en otras formas de gobierno. Sepúlveda, cuando habla de reyes, usa el término en el primer sentido, entendiendo por tal «aquel que tiene el poder supremo e inapelable sobre todas las cosas, como el rey de Castilla, el rey de Francia, el rey de Portugal»1152. La cúspide del sistema político recomendado por Sepúlveda corresponde, pues, a un monarca que tiene sumo poder y, por tanto, es fundamental que sea prudente y virtuoso al ejercerlo. De ahí la importancia de señalar las impor tantes diferencias que lo separan del tirano: además de la ya señalada entre la búsqueda del bien común por parte del monarca y la persecución de la utilidad privada a la que tiende el tirano, están las que afectan a su origen (ya hemos visto que el rey es designado conforme a derecho), de carácter (el tirano es un individuo «pérfido y muy malvado»), de finalidad (el rey busca la virtud y la gloria, que inevitablemente aparecen unidas a la religión), de familiaridad con sus súbditos (el tirano tiene que rodearse de una guardia extranjera), de reconocimiento de sus cualidades (el tirano persigue a los que sobresalen en cualquier campo, mientras que el rey se rodea de ellos), de resultados (el rey es querido por sus súbditos), y de aprecio por el conoci miento (el tirano desconfía de los sabios, especialmente de los que se dedican a la filosofía, porque su conocimiento genera ansia de libertad)1153. Teniendo en cuenta los antecedentes antimaquiavélicos enunciados en el Demócrates primero, se podría decir que esta contraposición entre el rey y el tirano sirve para marcar claramente la distancia que separa al príncipe del florentino del monarca cristiano en el que confía Sepúlveda para dirigir la comunidad. En definitiva, al gobernar, «el rey imita al cabeza de familia», al dejar que el amor por sus súbditos dirija sus decisiones; en cambio, el tirano está en si tuación de constante guerra con los gobernados. Esto hace que sea justo aca bar con el tirano, lo que no ofrecía duda en la literatura política de la época; otra cosa es ¿qué hacer con el rey legítimo cuya actuación se aproxime más a la del tirano que a la del monarca descrito por Sepúlveda? Lejos de propug nar que se acabe con la vida de un monarca semejante, Sepúlveda recurre al providencialismo cristiano para proteger al gobernante y, anticipándose a la Teodicea leibniziana, acepta que se debe tomar por bueno lo que se presenta con apariencia de mal; la maldad del príncipe puede ser fruto del castigo divino a la sociedad que dirige, por lo que procede la resignación de los súb ditos: «a los reyes que se comportan tiránicamente -y que por eso reciben el nombre de tiranos- hay que soportarlos con paciencia»1154. 152 Acerca de la monarquía, p. 53. 153 Ibídem, pp. 54-55. 134 Ibídem, p. 56. Véase Demócrates segundo, p. 26.
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La diferencia que hay entre el reino y la tiranía es casi la misma que existe entre la aristocracia y su forma degenerada, la oligarquía. En el ré gimen aristocrático gobiernan varones extraordinarios y muy prudentes; en el oligárquico, por el contrario, personas perversas e insidiosas1155. La finalidad de lo s primeros es lograr el bien de toda la nación, mientras que a los segundos sólo les guía la consecución de su bien particular. Tanto en uno como en otro caso, son sólo unos pocos los llamados a gobernar, si bien, la oligarquía será más rechazable cuanto menor sea el número de éstos, hasta llegar a la ‘dinastía’ o ‘señorío’ (dynastia seu dominatus), que es «la peor y más parecida a la tiranía»1156. A la oligarquía se opone la democracia, forma política en la que go biernan los pobres. El término medio virtuoso entre estas dos opciones opuestas es la república o timocracia, en la que el poder se reparte por igual entre ricos y pobres. El gobierno republicano admite variantes, se gún se premie el mérito de los que imparten justicia, según se exija m a yor o menor hacienda para poder participar en las deliberaciones de la asamblea, o según un sistema mixto, en el que se elijan algunos cargos mediante votación entre los que poseen ciertas propiedades, y otros sean otorgados a los que sobresalen por su conducta m oral1157158.
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El
po d er d e las leyes
Sea cual sea el gobierno por el que se opte, salvo que se trate de uno vacío y que sólo im propiam ente lleve tal nom bre, ninguno puede prescindir de leyes, por lo que Sepúlveda se siente obligado a dedicar el resto del prim er libro del D e regno a las m ism as. Hay dos tipos de leyes, las civiles, que son específicas de cada Estado, y las generales (com m unes), que están basadas en el D erecho natural y la propia na turaleza hum ana; si las civiles son producto del legislador, estas otras son im presas por Dios y la naturaleza en el ser hum ano. Sepúlveda, com o ya hiciera en el D em ócrates prim eroim , equipara el Derecho de gentes con el D erecho natural que a su vez enlaza con la ley eterna, por lo que su ausencia entre los pueblos no puede ser vista sino com o una deficiencia que va contra Dios y el orden natural por él instituido. Así pues, ningún gobierno puede dejar de lado lo que establece la ley na tural tanto por sí m ism a com o a través de las leyes civiles, que adaptan 1155 1156 1157 1158
Ibídem, p. 59. Ibídem. Ibídem, p. 60.
Demócrates primero, pp. 94 y 102.
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sus preceptos «de acuerdo con el talante de la gente y la naturaleza de la zona»1159. En lo que sigue Sepúlveda no renuncia a reconsiderar las opiniones sobre la vida activa y contem plativa, tan características de la época1160, y que había ido vertiendo en obras anteriores. Si en éstas había m ante nido siem pre la superioridad de la vida contem plativa sobre la activa, a pesar de la m ayor necesidad de lo que esta últim a im plica, ahora no duda en decir que la vida activa «aunque es inferior en dignidad, sin em bargo es más fructífera para la ciudad y para cada uno que la vida contem plativa»1161. Por tanto, a pesar de seguir concediendo que la vida contem plativa es m ejor que la activa, el De regno m uestra una m ayor consideración hacia la vida en el m undo y, dentro de ésta, valora espe cialm ente los m uchos peligros que deben afrontar quienes participan en una guerra justa para defender la patria y la religión. De ahí que Se púlveda, aun sin modificar de forma manifiesta su vieja opinión, no deje de insistir en los méritos que atesoran quienes se dedican a la vida activa incluso desde la perspectiva de la salvación: «¿Por qué va a considerarse inferior la caridad hacia D ios de quien soporta y afronta por D ios grandes trabajos y agobios y evidentes peli gros en bien de otros, que la de quien se remansa exclusivamente en la contemplación de Dios y de la verdad?»1162.
Por lo demás, la acción en el mundo lleva consigo tantas exigencias que no debe sorprender que quienes se dedican a la contemplación se vean obligados en algún momento a cumplir con los deberes que deman da, «pues en una situación de peligro para la patria, por citar un ejemplo, y en momentos de dificultad para sí o para algún pariente o amigo, fal taría a su deber si no antepusiera una actividad de justicia, o incluso im prescindible, a la contemplación inactiva»1163. Sepúlveda se reafirma así en algo que ya apuntaba en sus anteriores escritos, a saber, que quienes practican la vita activa pueden aspirar a la salvación en la misma medida que los que hacen de la contemplación el centro de su existencia, pero ahora esta tesis se ve reforzada con la idea de que es muy posible que estos últimos se vean obligados en algún momento a participar de esa misma acción. Así pues, a pesar de sus permanentes declaraciones sobre la superioridad de la contemplación, la primacía de la vida activa no se basa sólo en la necesidad de vivir en el mundo, ni siquiera en el apoyo que presta al vivir contemplativo. Todo esto ya estaba dicho en sus an 1159 1160 1161 1162 1163
Acerca de la monarquía, p. 60. F. Schalk, «Aspetti della vita contemplativa nel Rinascimento italiano».
Acerca de la monarquía, p. 61. Ibídem, p .62. Ibídem, p. 63.
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teriores libros; lo que añade Sepúlveda ahora es la advertencia de que la misma vida contemplativa puede tener que trocarse por la fuerza de las circunstancias en una vida civil, lo que viene a convertir en potenciales sujetos activos a todos los miembros de la comunidad. El análisis de las leyes del De regno recoge casi todos los tópicos de los tradicionales espejos de príncipes, sin hacer prácticamente ninguna concesión a la originalidad. Sepúlveda afirma que las leyes deben es tablecer lo mejor tanto para la paz como para la guerra, y ello pasa por promover la virtud entre los ciudadanos1164. También señala que las leyes deben cubrir cuantos más asuntos mejor, dejando «al criterio y prudencia de los príncipes y los magistrados supremos»1165 las cuestiones que por su especificidad escapan a una regulación general, aunque sin saltarse nunca el principio del bien común y la concordancia de la decisión adop tada con la ley eterna; esta apelación a la equidad por parte del monarca, frente a la aplicación estricta de la justicia, será reiterada al finalizar el libro prim ero1166 y el tercero1167, evidenciando la confianza de Sepúlveda en el gobernante (siempre y cuando cumpla con los requisitos de legiti midad que han sido enunciados anteriormente y que lo alejan del tirano). Cuando reflexiona sobre estas cuestiones, Sepúlveda parece tener en su mente el relato de la jura del príncipe Felipe ante las Cortes aragone sas, donde no dejó de subrayar, junto a la conveniencia de unas leyes que alcancen a legislar el máximo de asuntos, la necesidad de intervención de los gobernantes en casos excepcionales: «conviene que las leyes gobier nen en todo tipo de Estado rectamente ordenado, y que quienes tienen el mando, sean uno o muchos, no tengan el arbitrio y el poder supremo de otras cosas que aquéllas sobre las que no puede preverse por ley»1168. A pesar de ello o tal vez por ello, como era típico de los humanistas cívicos del siglo XVI, frente a sus antecesores del Quattrocento, y en sintonía con las preferencias de los escolásticos1169, la confianza de Sepúlveda en las leyes como fuente de moralidad y libertad no ofrece duda, y sólo es comparable a su fe en la función de control que ejercen, pues «si unos magistrados, como suele suceder, se desvían del camino recto por enemistad o interés, ¿cómo podría denunciarse el delito o corregirse ese vicio si se suprime la norma de las leyes, según la cual debe dirigirse toda la administración del gobierno y el aparato judicial?»1170. 1164 Ibídem, p. 64. 1165 Ibídem, p. 65. 1,66 Ibídem, p. 67. 1167 Ibídem, pp. 96-97. 1168 Historia de Carlos V: Libros XXl-XXV, p. 19. 1169 Q. Skinner, Los fundamentos del pensamiento político moderno. I. El Renacimiento, p. 196. 1170 Acerca de la monarquía, p. 66.
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Pero esta conciencia de la necesidad de las leyes y su utilidad no es obstáculo para que Sepúlveda sea consciente de su manipulación por quienes viven de los procesos que originan. La mala opinión de esos abogados empeñados en alargar los juicios sólo para beneficiar a los cri minales y estafadores dirige su mirada sobre jueces y legisladores para que no consientan tales engaños1171. Su admiración, un tanto idealizada, salta por encima de las diferencias de fe y se dirige hacia los moros y númidas que reducen al mínimo los litigios, como reducen los excesos en las comidas y el lujo en adornos1172.
3.
La
m o n a r q u ía c o m o m e j o r r é g im e n d e g o b ie r n o
Al comenzar el segundo libro del De regno, Sepúlveda va a dejar de lado el análisis de las leyes y, sacando provecho a la descripción de las distintas formas de gobierno realizada en la primera parte del libro ante rior, va a llevar a cabo un análisis comparativo de las mismas. No puede extrañar que considere que la monarquía es el mejor régimen de gobierno siempre que el rey posea las virtudes aristotélicas, «es decir, si sobresale en prudencia y virtud y en todas las capacidades políticas por encima de todos los dem ás». La dificultad de encontrar muchos hombres con estas características explica, además, que el reino sea el más antiguo régimen de gobierno para Sepúlveda. A sí pues, contra la opinión que creía en la igualdad de todos los hombres al inicio de los tiempos, «en los com ienzos la gente por lo general obedecía al poder real, porque en aquella situación de escasez de hombres, diseminados por aldeas y poblados, muy pocos había que estuvieran bien dotados para el mando con virtud y prudencia, es decir, capacidad política. En cambio después, una vez que se establecieron las ciudades y cobraron auge, como eran mu chos los que destacaban a la par por sus virtudes, no aceptaban con gusto la monarquía; de este modo, para que no tuviera el mando permanente uno sobre sus iguales, establecieron la república, en la que la alternancia de mandar y obedecer sirviera para mantener unidos a los iguales con un Derecho igualitario»1173.
Por tanto, visto el desarrollo histórico de las formas de gobierno, el problem a que se plantea es si conviene optar por un régim en m onárqui co o, por el contrario, si en la actualidad, dada la existencia de tantos hombres virtuosos en una nación, se debe elegir un régim en en el que 1171 Ibídem, p .67. 1172 Ibídem, p. 66. 1173 Ibídem,p. 68.
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sean éstos los que gobiernen. Sepúlveda, a pesar de conocer que m u chos e im portantes varones «tanto entre los griegos com o también entre los latinos» fueron favorables al régim en aristocrático y republicano, considera que existen varias razones que hacen preferible al reino sobre el resto de las formas de gobierno: a. Argum ento histórico y de naturaleza. Al ser el gobierno regio el más antiguo de todos, parece ser más propio de la naturaleza que de la deliberación hum ana. Para dem ostrarlo, Sepúlveda, buen conocedor de Italia, no tiene reparo en m anifestarse contra la tradición que hacía de las ciudades italianas el ejem plo más pal pable de republicanismo. Así, utiliza como ejem plo para ilustrar esta supuesta m onarquía originaria la zona donde estudió: «en el pasado por lo general, cuando el conjunto de los familiares había aumentado tanto que una sola casa no podía acogerlos, se trasladaban a otras casas a modo de colonias, y así nacían poco a poco las aldeas, aun que el de mayor edad seguía reteniendo el mando sobre toda la familia, cosa que yo he visto que existe ordinariamente aún hoy día en Bolonia y en el resto de la Italia bañada por el Po»1174.
b. Argum ento del más justo. Los reinos se confiaban a los mejores varones no tanto por su edad com o por su justicia y virtud: «Los hom bres más antiguos se acogían así, llevados sin duda por su razón natural, a uno solo bajo cuya guía y autoridad estuvieran seguros, y no a m uchos, no fuera a producirse algún desacuerdo entre ellos»1175. c. Argumento de la similitud divina. En la antigüedad, la hum a nidad creía que los dioses se gobernaban por medio de reyes, y sólo podían m antener esta creencia considerando el reino como la m ejor form a de gobierno1176. d. Argum ento de autoridad sagrada. Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, la form a de gobierno utilizada es el reino. En el Antiguo, los hebreos aparecen dirigidos por reyes, aunque éstos adoptasen el nom bre de sacerdotes, jueces o profetas; en el Nuevo Testamento, el m ejor ejemplo es la form a de gobierno elegida por Dios para la Iglesia1177. A pesar de estas razones, se podría seguir pensando que los ejem plos del pasado no tienen que prejuzgar el presente, sobre todo cuando existen num erosos hom bres de probada virtud. Sepúlveda, no obstante, m antiene que la superioridad del reino sobre el resto de las formas de 1174 1175 1176 1177
Ibídem, p .69. Ibídem,p. 70. Ibídem. Ibídem, pp. 70-71.
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gobierno es patente, y basta para com probarlo con com parar las venta jas y desventajas que ofrece cada una, lo que de hecho no equivale a otra cosa que a un ejercicio de apología de la monarquía: a. Los cargos electivos, al tener un plazo determ inado para su m an dato, no llegan a com prender íntegramente las obligaciones inhe rentes al puesto que ocupan. El rey, con su continuidad en el go bierno, va adquiriendo una experiencia que le hace más prudente y capaz conform e pasan los años1178. b. Cuando son muchos los que m andan, por esperar unos la actua ción de otros, la solución de los asuntos corrientes sufre cierto abandono. El rey, al ser responsable de todos los asuntos, no pue de esperar la resolución de los mismos de otra persona que no sea él m ism o1179. c. A m enudo, en las repúblicas las diferencias de opiniones en las deliberaciones públicas son producto de intereses particulares y de odios o envidias. El rey, al no tener ém ulo ni envidia a nadie, escuchando la opinión de sus consejeros, puede elegir aquella opinión que le parece más justa y conveniente al bien com ún1180. d. Los gobernantes aristocráticos o republicanos acuden a las re uniones de los consejos cuando hay que deliberar sobre los asun tos; el rey, en cam bio, dedica todo su tiem po a ello, sin dejar escapar ocasión alguna para resolver bien el problem a1181. e. Cuando son varios los que gobiernan surgen ambiciones que lle van a obstaculizar la actuación de los dem ás, perjudicando los intereses del Estado; el rey no puede pecar jam ás contra su igual, porque éste no existe, y porque todo lo que hace redunda en su propia gloria1182. f. Los cargos electivos, al ser poco el tiempo que gobiernan, no pierden ocasión de saquear al Estado. El rey, por la perpetuidad de su cargo, respeta los bienes comunes y m ira por ellos com o si le pertenecieran no sólo a él, sino tam bién a sus descendientes1183. g. También encuentra apoyo a su tesis Sepúlveda en la costumbre de gobiernos com o el de Cartago, Lacedem onia y Atenas, que en tiem po de paz m antenían gobiernos com partidos por varios, pero cuando llegaba la guerra «lo trasladaban por com pleto a un rey único», conscientes «de que el mando de un solo hombre 1178 1179 1180 1181 1182 1183
Ibídem, p. 72. Ibídem. Ibídem. Ibídem, pp. 72-73. Ibídem, p. 73. Ibídem.
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insigne era mucho más beneficioso para la sociedad que el de m uchos»1184. h. Por últim o, la superioridad del reino sobre el resto de las formas de gobierno estriba en las luchas y guerras civiles que fácilm ente se producen en estas últim as, con el consiguiente perjuicio para el pueblo. Un buen ejem plo de ello lo aprecia Sepúlveda en la república rom ana, llena de luchas y desórdenes, frente a la con cordia existente m ientras los ciudadanos obedecieron a los reyes. Adem ás, el rey hace fracasar m ejor cualquier conjura, condenan do a m uerte a los sediciosos, m ientras que en el régim en republi cano éstos se ven protegidos por el miedo de los gobernantes a la venganza de sus amigos y familiares al cesar en sus cargos1185. El cronista del Em perador es, pues, categórico: las repúblicas no sólo son más propicias que los reinos a inconvenientes y cala m idades, sino que se convierten con m ucha m ayor facilidad en pésimas formas de república y difícilmente vuelven a su prim i tivo estado1186. Estas reflexiones no rinden culto sólo a la teoría, sino que se asientan sobre el conocimiento de los asuntos prácticos que le dieron a Sepúlveda sus muchos años de cercanía a los monarcas hispanos. Por eso, buena prue ba de esta tendencia al enfrentamiento que anida no sólo en los gobiernos compartidos, sino en la nobleza de cualquier reino y, en general, en todos los hombres que desempeñan el poder, la encuentra en su propio país. Cuando el emperador Carlos debe partir de España para hacer frente a la rebelión de sus súbditos de Gante, el cronista no duda en atribuirle serias preocupaciones sobre los males que podría provocar a la monarquía el nombramiento como regente de algún grande: «Pues aunque tenía que poner al frente de ella a un hombre de gran autori dad, sin embargo le parecía que encomendar este cargo a alguno de los grandes sería por un lado motivo de envidia para los demás, y por otro, a causa del gran número de parientes y vasallos y a su vez de las rivalidades y los bandos de los principales, no sería suficientemente seguro para la paz pública y para mante ner dentro de los límites de su deber por vía pacífica a esas personas; porque los hombres, a causa del favoritismo natural hacia los suyos y a su vez por el odio a los extraños, fácilmente se ven empujados, aprovechando la ocasión, a la ofensa, de donde por esta razón surgen con más facilidad el desacuerdo y las sediciones, y con tanto mayor peligro del Estado o del reino, cuanto más poderosos por sus parientes y vasallos son quienes disienten»1187. 1184 1185 1186 1187
Ibídem. Ibídem, p. 75. Ibídem,p. 77.
Historia de Carlos V: Libros XVI-XX, p. 80.
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Las mismas razones que justifican la preferencia por el reino frente a los gobiernos aristocráticos o democráticos hacen que, frente a la sucesión por elección, Sepúlveda se incline por las monarquías hereditarias, pues la perspectiva de alcanzar el poder por parte de varios candidatos puede provo car también guerras civiles1188. Con ello, com o debía esperarse de un fiel cronista de los m onarcas españoles, acaba concluyendo, al finalizar el libro segundo del De regno, que la m onarquía hereditaria es la m ejor form a de gobierno1189. Desde su punto de vista, ninguna otra opción política ofrece la estabilidad que aquélla introduce dentro del sistema, incluso teniendo en cuenta las posibles injusticias que en un momento dado pueda aportar. En definitiva, aunque Sepúlveda argumenta que es el bien de la comuni dad el que hace preferible el gobierno de uno al gobierno de varios, da la sensación de haber sacrificado su ideología aristocrática en beneficio de su vínculo cortesano; no obstante, no renuncia del todo a lo primero al insistir en que la preferencia por la monarquía no impide que el príncipe se rodee de una serie de consejeros o ministros, que sí deben ser elegidos entre los más aptos. De esta forma, el viejo ayo del príncipe Felipe puede conciliar la estabilidad que atribuye a la monarquía por estar gobernada permanentemente por los miembros de una misma familia con la ventaja de poder servirse de la opinión de los mejores1190. La sociedad que Sepúlveda defiende es, por tanto, aquella que se asienta sobre la virtud y méritos de sus integrantes. Bajo el monarca, que garantiza con su poder la estabilidad de la monarquía, se sitúan los altos cargos del reino, elegidos entre los mejores y más fieles de sus seguidores. Para el cronista de Carlos V una administración de este tipo, a pesar de la selectiva distinción que implica, dista bastante de ser equivalente al gobier no oligárquico de una minoría: por existir un monarca, todos los ciudadanos están igualados bajo su mando; al reconocerse la valía de cada uno, el naci miento deja de ser el elemento diferenciador indiscutible. De hecho, Sepúlve da era contrario al gobierno de estas minorías de cuna, cuyo posible acceso al poder sería lo mismo que instaurar una tiranía. Así lo recuerda en una carta a Manrique de Lara, duque de Nájera, rememorando una conversación habida en Barcelona: «aunque en este debate escuchaba de buen grado muchas cosas, no me agrada ba de igual modo lo siguiente: que, mientras atacabas con mucha vehemencia la forma democrática de gobierno, te mostrabas aparentemente partidario de la oligarquía, que no se aparta mucho de la tiranía»1191. 1188 1189 1190 1191
Acerca de la monarquía, p. 79; véase Demócrates segundo, p. 24. Ibídem, p. 81. También en Demócrates segundo, p. 25. Ibídem, p. 72.
Epistolario, carta 139 (posterior a 1542), p. 401.
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O bligaciones y deberes del rey
El libro tercero del De regno está dedicado al análisis de los deberes del rey. También en este caso el recurso a los tópicos más frecuentes de los espe jos de príncipes lastra su originalidad. La parte inicial del texto va a ocuparse de la política económica de la Corona. El rey, comienza señalando Sepúlveda, debe esforzarse por buscar la prosperidad y la paz interna y externa de su reino, y ello lo conseguirá tanto con la promulgación de leyes adecuadas, como con una vida ejemplar que pueda servir de referente a nobles y súbdi tos1192. Una manera de garantizar la prosperidad del reino es mantener el pa trimonio público e incluso aumentarlo, para lo que es fundamental evitar las donaciones. Frente a esta práctica, Sepúlveda recomienda al monarca recom pensar a quien lo merezca y escuchar a quien lo reclama, de manera que no le sea reprochable ni el excesivo derroche ni la escasa atención a quien desea audiencia1193. Tampoco deben ser excesivos ni insuficientes los impuestos, pues con ellos se sufragan gastos necesarios para la buena marcha del Estado. La llamada de atención sobre los impuestos viene a abrir el camino al tratamiento del poder regio: el monarca debe aplicar los castigos que de manda la acción del malhechor, sin ir más allá de lo que es legítimo. En esta misión, Sepúlveda le recomienda que se ayude de magistrados y jueces que impongan en su nombre los castigos graves, y que se reserve la concesión de favores y premios. A diferencia de Maquiavelo, el ejercicio del poder es visto por el cronista como una tarea moral, en la que el respeto a la verdad y el cumplimiento de las promesas por parte del monarca no pueden dejarse de lado1194. Esa exigen cia moral alcanza también a los magistrados que se ocupan del gobierno de las ciudades, especialmente en aquellos reinos que por su extensión abundan en poblaciones de distinto tamaño; deberá tratarse de personas honradas y prudentes, pertenecientes a la aristocracia, «porque los pobres, a no ser que reciban sustento público, no tienen tiempo para poder dedicarse a los asuntos comunes, y tanto ellos como sus mandatos son despreciados por los demás, especialmente por los ricos, a los cuales quizá ni se atrevan a mandar»1195. Sepúlveda expresa así su desconfianza hacia la elección democrática o por sorteo de cualquier cargo, que considera fuente de corrupción y ajena por completo al bien público. Una postura que cuadra muy bien con una ciuda danía responsable y vinculada al mérito en el desempeño de los cargos, tal y como fue concebida por el humanismo cívico. En cualquier caso, el ejercicio de los distintos cargos por cualquier persona no puede estar exento de su con192 193 194 195
Acerca de la monarquía, p. 82. Ibídem.pp. 83-84. Ibídem.pp. 85-86. Ibídem,p. 87.
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trol, por lo que Sepúlveda se apresura a recordar a Felipe II la conveniencia de que se pidan cuentas de su gestión, evitando que reine la impunidad1196. El De regno quiere ser un tratado integral del buen gobierno de la monar quía y por eso no renuncia a ocuparse de ningún asunto que pueda redundar en beneficio de aquél. Entre éstos considera Sepúlveda que está el del matri monio de los príncipes, y el humanista no deja de señalar al monarca la edad en la que los clásicos consideraban más adecuado que se casaran los hombres (entre treinta y treinta y seis años, según se escuche a Platón o a Aristóteles), la edad más propicia para sus mujeres (entre veinte y dieciocho, según aquellos filósofos), y la conveniencia de que éstas sean de buena estatura, para que la transmitan a los hijos del matrimonio1197. Con motivo del enlace del empera dor Carlos con la princesa Isabel, hija del rey de Portugal, ambas preocupa ciones, la de la edad a la que conviene que contraigan matrimonio las parejas reales y la de la buena estatura, e incluso la importancia de la esbeltez y her mosura de los monarcas, ya habían sido comentadas por Sepúlveda, de manera similar a como lo hace en esta obra1198. Años después, en 1543, con motivo del matrimonio del príncipe Felipe con la princesa María de Portugal, ambos de diecisiete años, el cronista no pudo menos que disculpar esa rebelión contra lo recomendado por los clásicos y, según él, por los médicos, achacándolo a la insistencia del monarca portugués, aunque sin descartar -realismo obliga- que ello obedeciera más bien a las necesidades dinerarias del Emperador: «Sobre las causas para acelerar el matrimonio, para el que los médicos dicen que el varón no está maduro hasta los veintiún años, las gentes tenían di ferentes opiniones, pero la mayoría coincidía en el parecer de que Carlos había condescendido más fácilmente en esto a la voluntad y los ruegos de su amigo y primo Juan, Rey de Portugal, porque por este medio veía que podía alcanzar que el Reino de Portugal se uniera con Castilla por derecho de matrimonio... Pero también añadían que Carlos se había visto arrastrado en cierto modo por el dinero, que se le había entregado bajo el nombre de dote y que serviría para mitigar el gasto militar de la apremiante guerra contra Francia»1199.
Más allá de la realidad y sus exigencias, el cronista no deja de recomendar que los hijos de este matrimonio ideal que postula el De regno sean educados en las virtudes que les hagan aptos para mandar, combinando su dedicación a las letras con la que exigen las prácticas militares y la religión; como bien sabía el propio Sepúlveda, una educación de este tipo se conseguirá mejor con la colaboración de personas que puedan transmitirle sabiduría, justicia, prudencia y fortaleza1200. 1196 11,7 1198 1199 1200
Ibídem.p. 88. Ibídem.p. 89.
Historia de Carlos V: Libros VI-X, pp. 30-31. Historia de Carlos V: Libros XXI-XXV, pp. 57-58. Acerca de la monarquía, p. 90.
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Aunque estos antecedentes contradicen abiertamente el ideal de príncipe maquiavélico, el humanista no renuncia a introducirse en uno de sus temas favoritos, la guerra justa, de manera que no quede lugar a duda alguna sobre la capacidad de ese príncipe para enfrentarse a sus enemigos si así lo requie ren las circunstancias. Tal guerra debe ir precedida siempre de un ultimátum y una declaración. Pero si el enemigo no se retracta, prácticamente no hay límite alguno que respetar: «a quienes hacen una guerra justa se les permite, según los usos de los pue blos y el Derecho divino y natural, matar al enemigo, someterlo a esclavitud, apropiarse de sus bienes, destruir sus ciudades y pueblos, arrasar y devastar sus campos -causar daño a los enemigos por todos los medios-, hasta obtener la victoria, con tal que lo hagan con una intención recta y encaminada a la paz»1201.
Ya hemos visto que esta violencia no impide a Sepúlveda defender que los cristianos puedan participar en la guerra, por lo que acusa a quienes man tienen la tesis opuesta, de ignorar el Derecho divino y natural. El aviso iba dirigido, sin duda, a los erasmistas, aunque más de treinta años después de la muerte del holandés, sus seguidores no presentaran el frente firme que pudie ron mantener en vida de aquél. Ya es sabido que el triunfo en una guerra justa otorga al príncipe vencedor todos los derechos sobre sus enemigos, desde darles muerte a esclavizarlos o confiscar sus bienes; pero, Sepúlveda apela una vez más a su equidad para que, teniendo en cuenta las circunstancias que han concurrido en la guerra, piense en el bien público buscando «no intentar mostrarse más duro ni se vero de lo que requiere la consideración del daño causado, de la tranquili dad pública y de una paz estable y a partir de entonces totalmente libre de asechanzas»1202. Aquí recuerda, una vez más, el modelo que impusieron los pueblos más civilizados de la antigüedad, desde los macedonios a los atenien ses y lacedemonios y, sobre todo, los romanos. Ya se ha visto que Sepúlveda distingue tres causas justas de guerra: la que tiene como finalidad la defensa del territorio y los bienes propios1203, la que afectaría a los indios al tratar de imponerles un gobierno que permita su civi lización y evangelización1204 y, por último, la que se aplicaría sobre pueblos que admitirían un dominio despótico o, lo que es lo mismo, un gobierno en el que quedarían enteramente a merced de los intereses de sus dueños1205 A diferencia de estas dos últimas causas de guerra, sólo la primera, la de carácter defensivo, puede considerarse estrictamente necesaria. Para el 1201 1202 1203 1204 1205
Ibídem.p. 95. Ibídem, p. 96. Ibídem, p. 90. Ibídem .p.91. Ibídem, pp. 91-92.
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resto, la determinación de llevarlas a la práctica debe ser muy meditada por el monarca, pues provocar grandes gastos difíciles de afrontar o pérdidas y esfuerzos mucho mayores que las ganancias y ventajas a obtener no es propio de un rey sabio y responsable. Por tanto, al menos en estos últimos casos, la preocupación moral, que situaba la teoría de la guerra justa en el ámbito de la búsqueda de la paz, cede el paso a una consideración instrumental de la gue rra, que parece entregada al establecimiento de unas condiciones que hagan más rentable su realización. Por lo demás, Sepúlveda no deja de sostener la conveniencia de que el rey que pueda permitirse elegir entre dirigir o no la guerra justa, se ponga al frente de la misma cuando se trate de guerras civiles, animando con ello a sus partidarios a mantenerse firmes, mientras atemoriza con su presencia a los sediciosos. Por el contrario, en las guerras justas que se desarrollan fuera del reino, su opinión es que para evitar peligros innecesarios conviene que las dirijan generales elegidos por el propio monarca1206. En cambio, en las guerras en las que hay que defenderse del invasor, la recomendación de Sepúlveda, que no deja de recordar la derrota del rey Rodrigo frente a los moros, es que no sólo se actúe con prudencia sino que no se utilicen todas las fuerzas en un mismo combate, dada la determinación de vencer o morir que acompaña a quienes luchan en tierra extraña y que tan difícil hace su derrota1207. Un consejo que repite el análisis de Maquiavelo, de nuevo las coincidencias, a la hora de explicar la superioridad de los soldados españoles sobre los italianos en la propia Italia: «los españoles lo son [mejores que los italianos] por necesidad, porque como luchan en territorio extranjero y se ven obligados a vencer o a morir, por no tener retirada posible, se han hecho buenos soldados»1208. Las tropas no empleadas en la batalla deben servir para proteger las ciu dades, reforzando las murallas, fortificaciones y artillería de que dispongan y, sobre todo, se deben utilizar para obstaculizar tanto los ataques enemigos como sus abastecimientos, con lo que se les obligará a retirarse o mantenerse en constante vigilia1209. Estas ideas debían estar muy arraigadas en el pensa miento de Sepúlveda, pues venían a ser repetición de lo dicho en un escrito de 1542 enviado por él mismo a Carlos V, resumido posteriormente a Felipe II en una carta de aproximadamente 15571210. El De regno tampoco se resiste a recomendar las características que debe poseer la ciudad que se elija para capital del reino. Si es posible, su fundación tendrá en cuenta que se puedan satisfacer las necesidades básicas que deman 1206 1207 1208 1209 1210
Ibídem, p. 93. Ibídem, p. 94.
Del arte de la guerra , VII, p. 197. Acerca de la monarquía, p. 95. Epistolario, carta 128, pp. 372-374.
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da una gran población: fuentes y ríos que proporcionen agua, tierras para la agricultura y el pasto de ganados y rebaños, así como bosques que suminis tren madera para la construcción y leña; además, deben evitarse los rigores del frío en invierno y el sol abrasador en verano1211. En definitiva, Sepúlveda se inclina por situarla en un clima templado, característico de España, Italia y Grecia, ampliando a continuación a los habitantes de estos tres territorios la afirmación aristotélica según la cual sólo los griegos eran capaces de aunar talento y vigor frente a la escasez de uno u otro de los que ocupan los territo rios fríos o cálidos1212. La capital del reino debe localizarse en un emplazamiento saludable, como lo son los que se sitúan a cierta altura, libre de nieblas e hielos, orienta do al norte y al oriente, para que el calor del sol no sea un inconveniente y el frío no se muestre en invierno con todo su rigor. También deben evitarse las ciénagas en los alrededores, que tantas enfermedades provocan1213. Además, la ciudad debe contar con buenas defensas naturales que la protejan de los enemigos en caso de necesidad. Por su altura, la cercanía de ríos y las peñas que las rodean, el cronista sitúa como mejores emplazamientos a Toledo, Cuenca y, a continuación, la propia Sepúlveda de la que procedía su fami lia1214. Toledo, que cumple en mayor medida que ninguna otra con todas las condiciones señaladas y añade, además, la de estar en el centro de España, carece de fuentes en su interior, por lo que Sepúlveda resalta el riesgo de que, desviado el Tajo por los enemigos, la ciudad hubiera de rendirse en pocos días ante la ausencia de agua1215. Este problema estaría resuelto en Córdoba, que carece de las defensas na turales de la anterior, pero tiene entre sus méritos además de «la suavidad del clima, feracidad, salubridad y belleza del paisaje», la de haber sido la cuna de grandes talentos literarios (los dos Sénecas, Galión, Lucano, Averroes y Avempace), y de hombres de armas (el Gran Capitán y su hermano Alfonso Aguilar, así como los marqueses de Priego y Comares, y los condes de Cabra y de Alcaudete, tanto en el pasado como en el presente)1216. Sepúlveda parece no poder resistirse a hacer los honores a la ciudad donde tantas horas debió pasar desde su infancia y al territorio que siempre parece haber identifica do como su patria chica. También en este sentido, Acerca de la monarquía puede considerarse una recopilación de las muchas alabanzas que le dedicó a lo largo de su vida1217, a propósito de los asuntos más diversos: desde sus f i L c / L U u c t u r n u f u i f C f u i u , jj. y i .
1212 Ibídem, pp. 97-98. La referencia ya i 1213 Ibídem, p. 98. 1214 Ibídem, p. 99. 1215 Ibídem, p. 100. 1216 Ibídem, p. 101. 1217 Véase, por ejemplo, Epistolario, carta 112 a Francisco de Argote, de 9 de febrero de l: pp. 322-23.
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grandes hombres de letras hasta los de armas1218, desde su lealtad1219 a su ori gen patricio1220, pasando por su entrega a la agricultura, cantera de militares y ciudadanos valiosos1221. El elogio de Córdoba, que se prolonga a propósito de casi todas sus carac terísticas, sólo cesa para alumbrar la posibilidad de escoger una capital con puerto de mar, opción que, a pesar de sus ventajas comerciales, a Sepúlveda le parece peligrosa tanto por los ataques imprevistos de enemigos o piratas como por la propia corrupción de costumbres que acompaña al comercio1222. Por lo demás, el párrafo final de su tratado admite que cualquier deficiencia de las ciudades, desde ser puerto de mar a carecer de río o fuentes o defensas naturales, puede solucionarse a base de ingenio, lo que deja la puerta abierta a cualquier elección1223. En definitiva, Acerca de la monarquía es un tratado que recopila buena parte de los asuntos que Sepúlveda trató a lo largo de su vida, matizando en muchos casos algunas de las propuestas que aparecían en sus obras anterio res, aunque sin desdecirse de manera significativa de ninguna de ellas. El libro, por otra parte, recoge asuntos que no habían sido incluidos en tales textos, sin que ninguno de ellos pueda considerarse decisivo desde el punto de vista de lo que aporta al pensamiento de quien lo escribe. Ese afán recopilatorio hace que pueda hablarse del De regno como el testamento intelectual de su autor que, no obstante, no puede ser considerado en ningún caso lo mejor y más vivaz, literaria y conceptualmente hablando, de su producción.
1218 Epistolario, carta I a Diego de Arteaga, de 1517, pp. 3-4; Gonzalo, pp. 224 y 232. Esto no le impide ser fiel a la verdad cuando su paisano Juan de Córdoba pretende hacer cordobeses a Quintiliano y Aristóteles (Epistolario, carta 118 de 25 de septiembre de 1555, p. 345). 1219 Gonzalo, pp. 222 y 247. 1220 Ibídem.p. 223. 1221 Ibídem, pp. 233-34 y 249. 1222 Acerca de la monarquía, pp. 102-103. 1223 Ibídem, p. 103.
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I
C a p ít u l o 10
EL DILEMA ENTRE FILOSOFÍA E HISTORIA 1.
E l humanismo como teoría y práctica
Ya hemos visto que, a pesar de la extraordinaria diversidad ideológica y de las cambiantes circunstancias de quienes durante más de dos siglos in tegraron las filas del humanismo, la familiaridad con los modelos literarios y filosóficos de la Antigüedad era un rasgo compartido por todos ellos. Su conocimiento del latín y el griego, los idiomas en los que se había depositado la sabiduría antigua, y el dominio de unas materias en parte nuevas y en parte renovadas a partir del trivium medieval1224, formaba parte de su formación, pero a la vez les dotaba de un ideal de comportamiento. Un lenguaje elabo rado según las pautas de los autores antiguos pasa a ser fundamental para cualquier humanista, pero no lo es menos la conciencia de unos valores que se expresan a través de ese lenguaje. El pasado se ofrece como un modelo digno de imitación y emulación. De esta forma, teoría y práctica van de la mano de las letras clásicas: nunca antes del Renacimiento la filología sirvió para expresar un ideal de educación más ambicioso1225. Esta pretensión de servirse del pasado para articular una forma de vida capaz de responder a las necesidades de su presente, convirtió a los humanis tas en ávidos investigadores de la historia. Los precedentes de la antigüedad clásica que manejaban eran tan abundantes que nunca faltaba uno que les permitiera justificar o rechazar cualquier acción; así pues, cuanto mayor fuera su saber histórico mayor capacidad tenía el humanista de turno de proporcio nar ejemplos capaces de agradar a sus mecenas o lectores, de sacar a flote 1224 B. P. Copenhaver, «Translation, terminology and style in philosophical discourse», p. 104. 1225 E. Garín, Medioevo y Renacimiento, p. 150: «entendiendo por filología esa conciencia amplia, clara y crítica de la actividad humana a través de sus conquistas sucesivas».
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una argumentación, de mostrar un aspecto nuevo del problema estudiado y de servir, en definitiva, a sus intereses. Para los hombres del Renacimiento, la antigüedad griega y romana se ofrecía como un tesoro, del que cada cual podía obtener lo que más le interesaba. En esa apertura a todos los saberes y prácticas residía uno de los mayo res atractivos de los studia humanitatis. Sin embargo, esa universalidad no impidió que, según la época o según su peculiar trayectoria o circunstancias, quienes se habían formado en ellos dejaran de sentirse atraídos por una u otra disciplina. Así, Petrarca, cuyos «sentimientos y actitudes han sido esenciales para el moderno estudio de la historia»1226, marca la pauta: «si en 1341 había querido ser coronado como «magnus poeta et historicus», menos de un de cenio después el título que reclama es escuetamente el de ‘philosophus’»1227; tras su estela, los que siguieron sus pasos al rescatar y difundir los idiomas antiguos y la cultura clásica vacilaron también entre reconocerse filósofos o historiadores, teólogos o juristas, filólogos o retóricos, e incluso, las más de las veces, consejeros de príncipes. La identificación varió en cada humanista y, como acabamos de ver con Petrarca, a menudo también fue diferente según el momento y el itinerario particular de cada uno de ellos. Lo importante, no obstante, es que esas adscripciones no suponían exclusión alguna de otros co nocimientos para los que se creían igualmente capacitados por su formación intelectual, sino que venían a reforzar una tarea determinada, un encargo, el empeño por alcanzar un puesto o, simplemente, la necesidad de marcar distancias con respecto a la actividad que hasta ese momento realizaban. Si no queremos ser víctimas de la confusión o del oscurantismo al interpretar el pensamiento de los humanistas, hemos de ser capaces de explicar no sólo las razones que en cada momento tuvieron para identificarse de una u otra ma nera, sino también para comprender cuánto de esa identificación era un mero artificio retórico y cuánto podía haber de verdad en ello. El objetivo de lo que sigue es, precisamente, analizar la relación entre filosofía e historia en los escritos de Sepúlveda. Aunque son numerosos los estudios que se han dedicado a sus ideas como historiador1228 y como filóso fo1229, esta tarea no ha sido abordada con anterioridad. Son, sin embargo, nu merosos los juicios excluyentes que se hacen sobre sus aportaciones en estos campos, especialmente en el primero, como si al ejercer como historiador 1226 D. R. Kelley, «The theory o f history», p. 748. 1227 F. Rico, E l s u e ñ o d e l h u m a n is m o ( D e P e t r a r c a a E r a s m o ) , p. 60. 1228 A. Losada, «Un cronista olvidado de la España imperial: J. G. de Sepúlveda»; J. Costas Rodríguez, «La concepción historiográfica en Juan Ginés de Sepúlveda»; E. Rodríguez Peregri na, «Juan Ginés de Sepúlveda, un historiador al servicio de Carlos V». 1229 H. M echoulan, L ' a n t i h u m a n i s m e d e J . G . d e S e p ú l v e d a . E t u d e c r i t i q u e d u « D e m o c r a t e s p r i m u s » ' , J. A. Fernández Santamaría, E l e s t a d o , l a g u e r r a y l a p a z . E l p e n s a m i e n t o p o l í t i c o e s p a ñ o l e n e l R e n a c i m i e n t o , 1 5 1 6 - 1 5 5 9 ; F. Castilla Urbano, J u a n G i n é s d e S e p ú l v e d a (1 4 9 0 -1 5 7 3 ).
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desaparecieran los elementos ideológicos que le caracterizaban como filó sofo, algo que no sólo sería sorprendente dado que no hay historia sin tales presupuestos, sino que incluso resultaría contradictorio con lo que era el mo delo de la historiografía clásica, en el que el cronista cordobés encontraba su inspiración. En efecto, no hay que olvidar que la tarea asumida por éste como historiador es la de «escribir la historia de las hazañas realizadas en esta épo ca por Carlos, rey de España y asimismo emperador de los romanos, y por los españoles»1230, y ello le obliga a considerar como un obstáculo todo cuanto se opusiera a la acción de ese monarca y de la monarquía hispana. Si tenemos presente que las pretensiones del Emperador, vinculadas en todo momento a esa mezcla de intereses dinásticos, obligaciones surgidas de convicciones éticas y políticas y a la defensa de los intereses imperiales y españoles, siem pre aparecen orientadas a la consecución del bien común de la cristiandad, es inevitable que sus enemigos aparezcan como opuestos al mismo, lo que llena los episodios históricos narrados por Sepúlveda de juicios éticos y políticos de indudable interés1231. Tales juicios muestran un pensamiento que no es aje no al expuesto por el cronista en sus tratados más representativos: su defensa de la unidad de los españoles como base del éxito en los objetivos propuestos, frente a la desunión que sólo conduce al fracaso de los mismos1232; el rechazo de los mercenarios1233; la búsqueda de la gloria como principio que guía la acción militar hispana, frente a la codicia que actúa de resorte de sus enemi gos1234; el reconocimiento de la antigüedad y continuidad de la monarquía española1235; la sobriedad de los ejércitos hispanos1236; el amor a la patria y la lealtad que debe inspirar la acción de los nobles1237; la religiosidad como preocupación moral fundamental de los monarcas y súbditos españoles1238, etc. Esta coincidencia entre los principios que guían su crónica y las premisas de su filosofía moral y política supone una concepción de la historia como «filosofía enseñada por medio de ejemplos», que es la propia de su época y se adecúa perfectamente con la práctica del humanista1239. 1230 Historia de Carlos V: Libros I-V, I, 1, p. 3. 1231 B. Cuart Moner, «La historiografía áulica en la primera mitad del siglo XVI: los cronistas del Emperador», p. 48. 1232 Historia de Carlos V: Libros I-V, 1 ,15, p. 14. 1233 Ibídem,V, 24, p. 116. 1234 Ibídem, IV, 8, p. 80; IV, 18, p. 85; V, 23, p. 115, etc.; Historia de Carlos V: Libros XI-XV, XI, 2 ,p. 3; XII, 16,p. 34; XIV, 20, p. 68, etc.; Historia de Carlos V: LibrosXXVI-XXX, XX X , 30, p. 155; Historia de de Felipe II, rey de España, pp. 4 y 45. 1235 Historia de Carlos V: Libros I-V, 1 ,12, p. 10. 1236 Ibídem, V, 24, p. 117; Historia de Carlos V: Libros XVI-XX, XVI, 4, p. 5. 1237 Historia de Carlos V: Libros VI-X, X, 13, p. 110; Historia de Carlos V: Libros XVI-XX, XIX, 23, p. 93. 1238 Historia de Carlos V: Libros XI-XV, XIV, 6, p. 58; Historia de de Felipe II, rey de España, p. 3; Del Nuevo Mundo, pp. 46, 118, etc. 1239 G. H. Nadel, «Philosophy o f History before Historicism», p. 301.
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No cabe duda de que Sepúlveda sólo fue historiador por encargo, primero del boloñés Colegio de los españoles y después, de manera ya definitiva, del Emperador y su hijo. Su interés le conducía hacia el debate filosóficopolítico, pero ni este debate dejó de usarse para causas que le encargaban o que sabía poner al servicio de quienes pudieran apreciar y recompensar su esfuerzo, ni su tarea como cronista supuso un trabajo que le distanciara de lo que eran sus presupuestos ideológicos. Por otra parte, es evidente que aprovechó su nombramiento como cronista para presentar sus ideas de una manera menos sistemática, pero más amplia, tanto porque las extendía a los españoles de cualquier época, como porque las aplicaba en cualquier parte de la historia, como -en definitiva- porque tenía la pretensión de que alcanzaran a un público mucho más amplio que el de sus obras doctrinales. Lo que pretendemos demostrar es que, a pesar de los testimonios ocasio nales del mismo Sepúlveda sobre la dificultad de conciliar la investigación histórica y la filosófica, tanto sus crónicas como sus tratados coinciden al mostrar una argumentación análoga; en ésta, Sepúlveda nutre la reflexión filosófica de ejemplos históricos y relata los hechos históricos conforme a la doctrina expuesta en sus tratados, alcanzando a elaborar una narración car gada de ideología, que debe ser interpretada sin perder de vista su filosofía moral y política. Sus comentarios sobre el levantamiento de las Comunidades nos permitirán apreciar cómo, para un mejor entendimiento de la obra de Sepúlveda, conviene servirse de sus escritos sin encajonarlos en unas espe cialidades que sólo desde nuestro actual punto de vista tienen sentido.
2.
M H
a n if e s t a c io n e s o p u e s t a s s o b r e l a c o m p a t ib il id a d e n t r e
F il o s o f ía
e
is t o r ia
El nombramiento de Juan Ginés de Sepúlveda como cronista imperial el 15 de abril de 1536, según la cédula que reproduce Losada1240, vino a dar carácter oficial a una labor historiográfica que, incluso dejando de lado la bio grafía del Cardenal Albornoz, cuya primera edición es de 1521, todo indica que había comenzado con anterioridad; en efecto, cuando se alude a su nuevo oficio, no hay que olvidar la referencia que aparece en la carta ya citada que en 1533 le dirige Ramiro Núñez de Guzmán, de cuyo hijo Juan había sido preceptor el humanista cordobés, conforme la cual «él me ha manifestado hace poco que has asumido la tarea de dar brillo a la historia de los reyes es l2® A. Losada, p. 477.
J u a n G in é s d e S e p ú lv e d a a tr a v é s d e su « E p is to la r io » y n u e v o s d o c u m e n to s ,
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pañoles y rescatarla de la barbarie»1241. No hay que descartar que esta tarea a la que alude Núñez de Guzmán diera lugar al libro I de la Historia de Carlos V, pero todavía en 1540 parece estar pendiente de realización, pues reconoce que, tras narrar las luchas del Emperador con Solimán el Magnífico, deberá volver a los tiempos anteriores y al comienzo de su reinado y, «tras referir, aunque sumariamente, algunos detalles más antiguos para que se pueda comprender todo más claramente, establecer un comienzo apropiado al relato de hazañas tan importantes, y que no se ignore en qué tiempo y situación política recibió el trono Carlos»1242.
Sepúlveda tenía, pues, planes de hacer una Historia de España o una re visión de la misma al menos tres años antes de ser nombrado oficialmente cronista, cuando todavía está dedicado a lo que él consideraba «sus estudios más graves de ciencias sagradas y filosofía»1243. Sin embargo, que sepamos, materializa este interés historiográfico por vez primera al ocuparse de narrar las gestas de la campaña de Túnez (1535). Así lo pone de manifiesto, además del De bello Africo, que después refundiría en los libros XI-XIII de la His toria de Carlos V1244, la anécdota a la que alude la carta a Diego de Neila, sobre una persona de la nobleza a la que Sepúlveda corrigió su versión de lo ocurrido en la conquista de Túnez; ésta debió tener lugar en mayo o junio de 1536, y en su relato se señala: «yo había averiguado por muchos motivos que se había desarrollado de modo diferente a como él opinaba, y así lo había trasladado yo a la historia que ya había comenzado»1245. Hasta esta fecha, no sólo había tenido varios encuentros con el Emperador desde su llegada en 1529 a Génova para ser coronado por el Papa Clemente VII, que motivó su Exhortación a la guerra contra los turcos, sino que el mismo Carlos V había sido informado con premura y positivamente de la aparición de algunos de sus escritos, como el De ritu nuptiarum et dispensatione1246. A este dato habría que añadir que en una carta del año 1533 que le escribe al cardenal y obispo de Burgos Iñigo de Mendoza, el mismo que 1241 E p i s t o l a r i o , carta 22 de Ramiro Núñez de Guzmán, de 13 de octubre de 1533, p. 63. B. Cuart, en su introducción histórica a la H i s t o r i a d e C a r l o s V: L i b r o s X I - X V , p. XV, niega que esta dedicación de Sepúlveda a la Historia de España tenga que ver con algún compromiso para nombrarle cronista y la relaciona con una actitud que ya se ha demostrado que es contradictoria con su trayectoria: «Posiblemente la expresión de Núñez de Guzmán aludiera a la actitud de Sepúlveda que, como humanista «italiano», se lamentaba de que la «barbarie hispánica» tuviese tan desatendido, entre otros campos, el de la historia y más el de la historia ‘more humanístico scripta’». 1242 Ibídem, carta 45 a la marquesa de Zenete, de 26 de agosto de 1540, p. 113. 1243 Ibídem, p. 112. 1244 J. Costas Rodríguez, «La concepción historiográfica en Juan Ginés de Sepúlveda», p. 86. 1245 E p i s t o l a r i o , carta a Diego de Neila [1560], p. 382 1246 A. Losada, J u a n G i n é s d e S e p ú l v e d a a t r a v é s d e s u « E p i s t o l a r i o » y n u e v o s d o c u m e n t o s , p. 68: el informante es el Dr. Ortiz en carta del 22.VIII.1531.
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hemos visto que poco después le recomendaría al secretario Francisco de los Cobos entre otras cosas por su habilidad «para escrivir la historia de Su Magestad»1247, Sepúlveda habla de regresar a la patria «para poder disfrutar alguna vez de un trato más fluido e íntimo con las Musas, tras ser declarado libre para dedicarme a la ciencia»1248; es decir, que también durante su estan cia en Italia, antes de ser nombrado cronista, siente que no siempre puede ocuparse de lo que desearía. De hecho, previo a su nombramiento como cronista, sus obras deben al ternarse con las traducciones que le encargan o que se ve obligado a realizar para ganar el favor de los poderosos. Incluso tiene que cambiar de trabajo una vez iniciado (las Éticas aristotélicas en lugar de la Política), por expreso deseo de sus mecenas1249. Sepúlveda era un humanista y, como solía ocurrir con los de su gremio, nunca pudo dejar de lado su dependencia económica y social para dedicarse con plena libertad a la tarea por él escogida, pero quizá nunca dispuso de un margen de maniobra mayor que cuando se afianzó como cronista regio. No debemos olvidar este último dato. Además, todo apunta a que el nom bramiento de Sepúlveda como cronista imperial no fue una sorpresa para el humanista, en contra de lo que manifiesta a su amigo el obispo de Verona, Juan Mateo Giberti: «Has de saber que yo, que no estaba presente y no pensa ba en nada así, he sido incluido en la nómina de los cortesanos del césar Car los y, cuando él en persona vino a Roma, recibí la orden suya de acompañarlo con el encargo de poner por escrito sus hazañas y las por él promovidas»1250. En esta misma carta refleja el cordobés la ilusión con la que afronta su nuevo oficio, así como, recurriendo al tópico de la falta de ingenio, su preocupación por no estar a la altura de las hazañas de su biografiado: «He aceptado con mucho gusto este empleo porque veía claramente que no había yo de temer lo que sucede a algunos escritores: que la mediocridad de las acciones del príncipe cuyo engrandecimiento buscaba me dejara sin materia para el discurso, o que su negligencia o mala vida me volvieran mentiroso y adulador, vicios hacia los que -lo confieso- siento una repulsión natural. En realidad, más bien es de temer que mi talento parezca no estar a la altura de la materia ni mi discurso a la de sus virtudes»1251.
La carta a Giberti también deja entrever la distancia que Sepúlveda apre cia entre su dedicación a la filosofía y su oficio de cronista, pero, para un recién llegado al cargo, es demasiado pronto para experimentar esa aparente 1247 J. Gil, «Introducción histórica» a J. Ginés de Sepúlveda, Epistolario , p. LIV. Carta del 31 de octubre de 1533. 1248 Epistolario, carta 21 a Iñigo de Mendoza, de 13 de agosto de 1533, p. 62. 1244 Ibídem, carta 23 a Gian Matteo Giberti, obispo de Verona, de 13 de febrero de 1534, p. 72. 1250 Ibídem, carta 35 a Gian Matteo Giberti, de 22 de junio de 1536, p. 93. 1251 Ibídem.
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dualidad como un problema; por el contrario, aunque en el campamento del Emperador ve difícil encontrar algún momento para dedicarse a sus trabajos filosóficos, prefiere fijarse en las ventajas que ello supondrá para su nueva tarea: «entre las estrecheces cuarteleras y el abandono de mis estudios, me aportará algo de consuelo y ayuda el pensamiento de que relataré mejor -creo- y con más credibilidad estos hechos que he aceptado transmitir a la posterioridad, si los que vengan después saben que no solo fui escritor de las acciones, sino también su testigo»1252.
Sin embargo, la consolación tiende a agotarse; poco a poco, la nueva ta rea va revelando sus dificultades y Sepúlveda se siente forzado a descuidar su interés por la filosofía: «después que el emperador Carlos me encargó la misión de poner por escrito las hazañas suyas y de los españoles llevadas a cabo en nuestro tiempo, me fue preciso apartarme algo de esos estudios más graves [filosóficos], aunque para mí más agradables»1253. Muy cercana en el tiempo a la anterior debe ser la carta dirigida a Fernando Núñez, el Pinciano, en la que vuelve a aparecer la misma idea: «¡Ojalá estas [ideas] se refirieran solamente a los estudios de Teología y Filosofía a la vez, y no me compeliera tan a menudo a otras cuestiones la tarea ineludible que se me ha encargado de poner por escrito para la posteridad las hazañas del césar Carlos y de nuestra gente!»1254. En otra carta de 1555, esta vez con el cardenal Reinaldo Polo como destinatario, un Sepúlveda consciente de que el paso del tiempo no parece capaz de dar solución a su dilema, repite su lamento: «escribir cosas así [de historia] me ha resultado más difícil porque me aparta de los estudios de otros saberes a los que me he dedicado desde joven hasta ahora que soy un anciano, y que bien por su categoría bien por el largo trato manteni do con ellos me atraen más. Aunque cumplir con esta tarea es dificultoso para todo el mundo, en mi opinión. Escribir historia es, en efecto, una actividad que requiere gran esfuerzo, gran diligencia y grandes facultades literarias; y si bien esto todos los eruditos lo reconocen, la mayoría lo saben o bien razonando o bien porque así lo han recibido de quienes tienen experiencia; yo, en cambio, lo he aprendido con mucho esfuerzo, atención y preocupaciones»1255.
Demasiadas manifestaciones en un mismo sentido y en un período de tiempo demasiado largo como para ignorarlas. Sepúlveda parece considerar su labor como cronista más como un obstáculo que como un complemento de interés para sus estudios teológicos o filosóficos. No obstante, no siempre son éstos los que se quedan en el terreno de los anhelos insatisfechos; tam 1252 1253 1254 1255
Ib íd em ,p ,94. Ibídem, carta 45 a la marquesa de Zenete, de 26 de agosto de 1540, p. 112. Ibídem, carta 52 a Hernán Núñez Pinciano, de aprox. 1542, p. 128. Ibídem, carta 119 a Reginald Pote, de 1 de octubre de 1555, p. 347.
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bién la crónica del Emperador se resiente de la atracción por la filosofía de Sepúlveda. En carta a su amigo Gaspar de Castro confiesa seguir atareado en los mismos trabajos que le ocupaban veinte años antes en Roma (¿tal vez la traducción de la Etica aristotélica?; trabajos que considera filosóficos en cualquier caso), «con la única diferencia de que estoy obligado a dedicar un tiempo a la tarea de escribir la historia que me ha encomendado el emperador Carlos»1256. Tal y como se presentan en el Epistolario, la filosofía y la narración histórica no sólo son difíciles de sobrellevar por los esfuerzos que exi ge cada una en sí, sino que, obligado por voluntad propia o por oficio a su práctica, reclaman una casi inconciliable dedicación. Sin embargo, tenemos motivos para pensar que las explicaciones de Sepúlveda sobre esta incompatibilidad son exageradas, acaso influido las más de las veces por las dificultades para avanzar en la redacción de su crónica, y que sus quejas son más un artificio retórico o interesado que la descripción de su situación real. Para comprobarlo, basta recordar, primero, que en medio de esas cartas que transmiten la dificultad de dedicarse a sus estudios filosófi cos por su entrega al oficio de historiador, figura otra, dirigida al cardenal Contarini, declarándose encantado de su trabajo: «En efecto, con gran pla cer desempeño así la tarea que Carlos me encargó no por ambición, sino siguiendo la costumbre de sus mayores de dejar memoria de las hazañas suyas y de nuestro pueblo»1257. También, unos años después, en 1552, Sepúlveda dejaba constancia de la necesidad que tenía de conocer cuanto acontecía por Europa para cumplir con su oficio de historiador: «Hace tiempo que no sé nada de las ocupaciones del césar Carlos, de su hermano Femando, de Enrique, el rey de los franceses, (...) y no me preocuparía mucho por saberlo si pudiera hacerlo sin faltar a mi deber»1258. En tercer lugar, esa atracción por los materiales y relatos que puedan nu trir su crónica también figura en el comentario que hace al historiador Gui llermo van Male, un hombre que desempeñaba cargos importantes al servicio de Carlos V: «cuando he empezado a recuperarme tras superar la enfermedad, he retomado mis estudios de siempre, con los que suelo deleitarme, pero sin seguridad y con un ritmo suave»1259. Hay, pues, que relativizar el excesivo rechazo por los estudios históri1256 Ibídem, carta 124 a Gaspar de Castro [1556], p. 362. 1257 Ibídem, carta 48 a Gasparo Contarini, de 12 de junio de 1541, pp. 120-1. 1258 Ibídem, carta 96 a Luis Carvajal, de 14 de febrero de 1552, pp. 272-273. B. Cuart Moner, «Estudio histórico» a Historia de Carlos V: Libros XVl-XX, p. XXXIII, considera que en esta cita «Sepúlveda dejaba constancia clara de lo poco que le importaba la labor de historiador». 1259 Ibídem, carta 125 a Guillermo van Male, de 1 de junio de 1557, p. 364. Los estudios aludidos son los históricos porque, a continuación de la cita, señala: «Y antes que nada me ha parecido bien leer los Comentarios de Johann Sleidan», sobre lo que se extiende a continuación.
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eos de Sepúlveda, así como la dificultad de dedicar tiempo a los trabajos filosóficos y teológicos. Lo primero no siempre se ve confirmado por sus declaraciones, diferentes según el interlocutor al que van dirigidas o el mo mento en el que se escriben. Lo segundo, tampoco parece concillarse con lo que realmente sucedía; de hecho, las obras que Sepúlveda redacta desde su nombramiento como cronista no sólo no son pocas, sino que están entre lo mejor de su producción: desde el Theophilus hasta el Democrates secundus, que tantas horas añadidas le exigió, el De correctione anni, la traducción la tina de la Política de Aristóteles, la Apología, las «Proposiciones temerarias, escandalosas y heréticas» contra Las Casas, la mayor parte del Epistolario, la traducción y comentario de la Etica y, finalmente, el De regno, más algún que otro escrito del que tenemos noticia más confusa: así, en su carta a Martín Pérez de Oliván, alude Sepúlveda a su disponibilidad para publicar un libro «De república ecclesiastica que también tengo escrito, donde se disputa lar gamente de potestate papae et concilii»1260. Con anterioridad había señalado al mismo personaje la inclusión de este tema en su De regno: «trato en mi pequeño comentario en el libro que he escrito Acerca de la monarquía, sobre la relación de los poderes del Papa y de un concilio universal»1261. Esta parte no aparece en la edición definitiva del libro, por lo que hemos de suponer que fue separada para convertirla en una obra independiente que nunca llegó a publicarse1262. A este dato habría que añadir algunas de las obras reseñadas por Angel Losada como perdidas1263, y también habría que tener en cuenta las traducciones que le atribuye Julián Solana, probablemente de 1553-15541264. Por si fuera poco, a estos escritos hay que unir las traducciones al castellano de textos como la Historia de los hechos del Cardenal Don Gil de Albornoz (Toledo, 1566), «corregida por el mismo luán Genesio de Sepúlveda»1265, y el Diálogo llamado Democrates (Sevilla, 1541), del que su traductor, Antonio Barba, reconoce en su prólogo a la obra que «[en] cuanto al entendimiento de las cosas, yo trabajé cuanto pude en [que] las suyas fuesen muy fielmente trasladadas, comunicando algunos lugares difíciles con el mismo autor»1266; la «Tabla de las principales materias y puntos que en el precedente Diálogo se l2* Ibídem, carta 132 al doctor Oliván, de 22 de marzo de 1565, p. 387. 1261 Ibídem, carta 72 a Martín Oliván, del 1.XI [15481, p. 185. 1262 Tal vez sea la remitida a Enrique VIII junto con Del rito de las nupcias y de la dispensa (Historia de Carlos V: Libros XXVI-XXX, p. 97). 1263 A. Losada, Juan Ginés de Sepúlveda a través de su «Epistolario» y nuevos documentos, pp. 383 y ss. I2“ Dos traducciones castellanas atribuidas a Juan Ginés de Sepúlveda: El Diálogo de Lucia
no llamado Palinuro y La Homelía XXX de S. Juan Chrisóstomo: Que ninguno puede resfebir daño sino de sí mesmo. 1265 A. Losada, Juan Ginés de Sepúlveda a través de su «Epistolario» y nuevos documentos, p p .352-353. I2“ Diálogo llamado Democrates, p. 7 (folio IIv).
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tratan», que figura al final del libro, es un añadido posterior a la impresión del cuerpo principal, realizado por Pedro Mexía, y que también el mismo Sepúlveda llegó a corregir: «Creo que has traducido el índice de modo correcto y brillante; te lo devuelvo con muy pocos cambios. Resta que tú mismo, según tu benevolencia, culmines el servicio ya comenzado y te ocupes de que el libro, ya impreso con cuidado y atención, llegue a manos de la gente lo antes posible»1267. Además, habría que tomar en consideración las más que probables o se guras revisiones de nuevas ediciones de otros libros, como la Historia del cardenal Albornoz (Bolonia, 1559); la edición de sus obras de París (1541), de la que «Sepúlveda habría de corregir después a mano un ejemplar y de járselo en el testamento a su sobrino Pedro, preparado para una segunda edición»1268; la revisión de la traducción latina de la Política de cara a una segunda edición, tal y como le comunica al editor Vascosano en carta del 1 de agosto de 15491269, y la edición del De ritu nuptiarum et dispensatione (Lon dres, 1553). Teniendo en cuenta todos estos trabajos, habría que concluir que, al margen de la redacción de las crónicas, la labor de Sepúlveda fue cualquier cosa menos escasa. En definitiva, el tiempo no parece haber sido un obstáculo para la realización de sus obras no históricas. Por otra parte, ni siquiera cabe hablar de dificultades en cuanto tiene que ver con plazos de entrega o terminación, pues todos los datos que nos han llegado coinciden al mostrar que con Sepúlveda se pecó más bien por desidia que por insistencia en su trabajo como cronista1270. Asimismo, otros testimo nios relacionados con las obras filosóficas no dejan lugar a dudas sobre la libre disponibilidad de su tiempo; bastaría recordar el relato ya citado que el propio Sepúlveda hace de cómo tuvo lugar la primera redacción del Democrates secundus: «escrivió un libro en pocos días»1271. Contra la incompatibilidad entre sus estudios históricos y filosóficos, cabría argumentar, además, que la propia concepción del conocimiento que mantenía Sepúlveda, resultaba opuesta a la segregación de saberes. Así lo expresa en otra carta al ya citado Martín Pérez de Oliva, en la que, a propósito de quienes querían hacerle filósofo para no reconocerle los méritos más que suficientes que creía tener como teólogo, argumenta que es fácil demostrar su error «gracias al testimonio de los autores más importantes y los sabios de la Antigüedad, ninguno de los cuales consiguió ser el primero en disciplina alguna sin la ayuda de la elocuencia y el concurso de las demás disciplinas 1267 E p i s t o l a r i o , carta 47, a Pedro Mexía [1541], p. 118. 1268 A. Losada, J u a n G i n é s d e S e p ú l v e d a a t r a v é s d e s u « E p i s t o l a r i o » y n u e v o s d o c u m e n t o s , p. 93. 1269 E p i s t o l a r i o , carta 83, p. 248. 1210 B . Cuan Moner, «Estudio histórico» a H i s t o r i a d e C a r l o s V: L i b r o s X V I - X X , p. XX. 1271 «Proposiciones temerarias, escandalosas y heréticas que notó el doctor Sepúlveda en el libro de la conquista de Indias», p. 336.
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que están todas emparentadas entre sí»1272. En la misma línea se expresa en la carta a Luis Lucena de 1549: «¿cuántos hay entre los griegos y los latinos que hayan ocupado el lugar más elevado en las artes liberales y en la Filosofía que no fueran verdaderamente capaces de disponer y plasmar sus pensamientos y enseñanzas en un discurso culto?»1273. Así pues, va contra la evidencia aceptar que los trabajos históricos y fi losóficos del humanista se obstaculizaban mutuamente, más allá del hecho evidente de exigir una dedicación propia. Pero, lo más importante de esta conclusión es que, cuando dejamos de lado las citas del Epistolario que he mos manejado y prestamos atención al resto de sus obras, se aprecia en las mismas no ya la ausencia de ese impedimento, sino exactamente lo opuesto: un uso indiscriminado de la literatura histórica, que nos obliga a considerar que en todo momento Sepúlveda recurrió a aquélla para sus argumentaciones filosóficas tal y como era norma entre los humanistas1274. Esta afirmación es válida incluso para los escritos anteriores a su nombramiento como cronista imperial; al margen de sus traducciones y, si se quiere, de la biografía del car denal Albornoz, todos sus textos, desde el Gonsalus hasta el Democrates Pri mas y, por supuesto, los escritos posteriores hasta el De regno, recurren cons tantemente a los ejemplos históricos para ilustrar sus afirmaciones. Ya se ha dicho que la intención última de estos exempla es dar cuenta de una situación por la que ha pasado un individuo o pueblo y persuadir al lector de los efectos positivos o negativos que se siguen si se actúa de igual forma; en este sentido, como dice Sepúlveda recordando a San Agustín, los ejemplos «tienen fuerza de demostración»1275. El uso y acumulación de ejemplos permite elevar, o al menos lo pretende, a verdad universal lo que se presenta asiduamente con ca rácter particular. El supuesto que guía este procedimiento inductivo1276es que podemos aprender de la historia, esto es, adquirir una sabiduría a la hora de actuar que sería imposible alcanzar sólo con la experiencia propia. Sepúlveda hace suya, pues, la ya citada definición de su admirado Cicerón con respecto a la Historia1277, para elevarla a un plano moral. El recurso a ejemplos extraí dos de la historia se pone al servicio de una argumentación que sobrepasa el relato de los hechos concretos y se adentra en el terreno de la Filosofía moral e incluso de la Filosofía de la historia. Así se lo cuenta al ya aludido huma nista Fernando Núñez: 1272 E p i s t o l a r i o , carta 73 a Martín Olivan [1548], p. 187. 1273 Ibídem, carta 76 a Luis de Lucena, de 1 de enero de 1549, pp. 206-207. 1274 Q. Skinner, L o s f u n d a m e n t o s d e l p e n s a m i e n t o p o l í t i c o m o d e r n o . 1. E l R e n a c i m i e n t o , pp. 246-247. Que la conversión de Sepúlveda en historiador no fue algo circunstancial ha sido se ñalado más recientemente por J. Capela Real y J. A. Bellido Díaz en su «Estudio filológico» a H i s t o r i a d e C a r l o s V: L i b r o s X V I - X X , p. LXXV. 1275 A p o l o g í a a f a v o r d e l l i b r o s o b r e l a s j u s t a s c a u s a s d e la g u e r r a , p. 207. 1276 Aristóteles, R e t ó r i c a , 1357b27. 1277 A c e r c a d e la m o n a r q u ía , p. 69.
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«En cuanto a los oradores e historiadores, a los que de joven me dediqué con notable atención, ahora los manejo con un propósito: no para aclarar o corregir pasajes oscuros o incluso corruptos -ese mérito te lo dejo a ti y a los importantes varones como tú, a los que incluso se les permite a veces conjetu rar-, sino para regresar enriquecido con su estilo, al objeto de embellecer y dar brillo a las ideas que intento poner por escrito»12781279.
Lejos ya de cualquier sombra de incompatibilidad, los trabajos de los his toriadores admite Sepúlveda que constituyen «los materiales» de los que se sirve en sus obras filosóficas. Ese mismo principio, con el añadido esta vez de la experiencia acumulada durante sus muchos años como cortesano del Papa y de los monarcas españoles, es reconocido por el humanista en uno de los trabajos más importantes que acometió y que, por fortuna, pudo ver pu blicado en la etapa final de su vida. Al inicio del libro primero del De regno, Sepúlveda se dirige a Felipe II para expresar las razones que le han guiado a escribir la obra: «he pensado que no quedaría fuera del ámbito de mis estudios y mis funcio nes si, después de reunirlos y elaborar un resumen, os enviara los elementos tocantes a esta cuestión transmitidos por los autores más importantes que han trabajado en esta parte de la filosofía, cuyas máximas se hallan diseminadas en multitud de libros, e, igualmente, si añadiera otros aspectos aprendidos por experiencia y por observación atenta durante largo tiempo en múltiples situaciones, mientras escribía en latín las recientes hazañas de vuestro padre el emperador Carlos, las vuestras y las de nuestra nación, y desempolvaba, ansioso de saber, las historias de los reyes y épocas anteriores. Para todo ello me proporcionó una ocasión nada despreciable mi prolongada permanencia en la corte, primeramente en Roma, en la papal, y luego en España, en la vuestra»'279.
El hombre que renegaba del oficio de cronista porque le quitaba tiempo para dedicarse a sus trabajos filosóficos y teológicos, viene a reconocer que éstos se nutren de los conocimientos adquiridos mientras actuaba como his toriador. El cambio de opinión es radical y, sin embargo, esta vez sí, refleja la verdadera forma de escribir de Sepúlveda, sin cortes o desavenencias entre sus narraciones históricas y sus tratados más teóricos, ilustrados continua mente con casos proporcionados por su conocimiento de la historia. Para acabar de comprobarlo en el plano de los hechos, prestaremos atención a su opinión sobre el levantamiento de las Comunidades, pero antes merece la pena reproducir el testimonio que casi cierra su crónica, donde Sepúlveda no sólo defiende el oficio de historiador sino que reivindica la valía de quienes lo desempeñan con corrección: 1278 Epistolario , carta 52 a Hernán Núñez Pinciano [1542], p. 128. 1279 Acerca de la monarquía, p. 47.
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«Y esta sentencia y pensamiento de Carlos [que quien escribe histo ria no debe esperar de él regalo alguno], encauzada a reprimir la codicia de historiadores poco serios, parece que debe ser entendida y aprobada siempre y cuando el oficio de escribir historia, que, si se desempeña correcta y fielmente, es muy honroso, entraña muchos beneficios que interesan a la sociedad y es necesario para celebrar la fama tanto de los hechos ejemplares, con los que principalmente las personas pueden estimularse para emular la virtud, com o de los hombres que rindieron buenos servicios al estado, no sea un inconveniente para los elevados conocimientos de un escritor serio y para sus grandes virtudes, si las tuviere, ni para los demás servicios prestados, ni tampoco em pezca la generosidad del soberano si otros méritos a ello lo animaren. Pues esto sería, en realidad, una contraproducente ambición y una cautela sin pro vecho para el estado, al ahuyentar a los hombres más doctos y prudentes, que están mejor capacitados que nadie para desempeñar este oficio con la mayor autoridad»1280.
3.
U n ejemplo
paradigmático : el caso de las
C omunidades
El relato de las Comunidades constituye un episodio que podemos con siderar paradigmático en la obra de Sepúlveda por cuanto aparece tratado extensamente en la Historia de Carlos V, a la vez que se hace referencia al mismo en algunos de sus trabajos filosóficos. Esto permite apreciar no sólo la coherencia de lo escrito por Sepúlveda, que tanto en su crónica como en sus diálogos y tratados exhibe opiniones similares, sino también cómo su trabajo como historiador, lejos de ser un registro neutro de hechos o una apo logía ciega de las acciones de quien le había contratado, expresa la misma ideología que el humanista se empeñó en defender en sus obras doctrinales. Veremos así que la crónica de Sepúlveda se subordina a la filosofía política del autor hasta configurar una historia de carácter cívico en la que nunca falta una última pretensión moralizante y, sobre todo, el propósito de narrar lo acontecido desde una perspectiva que concede tanta o más importancia al significado de los hechos para los españoles que el que puedan tener para la persona de Carlos V. Una correcta comprensión de la narración y de los comentarios acerca del movimiento de las Comunidades por parte de Sepúlveda exige entender pre viamente el significado de éstas en la Historia de España. La concepción de las Comunidades como un movimiento de reacción de grupos urbanos teme rosos de perder sus privilegios medievales, que gozó del apoyo de Menéndez Pelayo y de Gregorio Marañón, fue desechada hace años, considerando los 1280 Historia de Carlos V: Libros XXVI-XXX, p. 158.
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historiadores posteriores de la revuelta (J. A. Maravall1281, J. Pérez1282, J. I. Gutiérrez Nieto1283, etc.), que se trata de una revolución de carácter moder no1284. Desde este punto de vista, las Comunidades se caracterizarían por los siguientes elementos: 1. Surgen en un momento de gran inestabilidad y crisis política que sigue a la muerte en 1504 de Isabel la Católica, pero que se acentúa a partir de la muerte del rey Femando en 1516, con la llegada de un monarca extranjero y su elección como emperador en 1519. 2. Se trata de un movimiento básicamente urbano en el que están repre sentadas casi todas las jerarquías sociales, profesiones y ocupaciones. 3. A pesar de su carácter ciudadano, sus integrantes desarrollan un senti miento político protonacional. 4. Es un intento de sustituir la democracia corporativa por una demo cracia estatal moderna, esto es, un régimen donde estuvieran mejor definidos los poderes de la Corona y los súbditos. 5. Sus ideas, presentes desde el principio, van apareciendo de manera más clara y explícita según avanza el tiempo. 6. Tales ideas experimentan una progresiva radicalización que provoca desencuentros y desafecciones entre los integrantes (hombres y ciuda des) del movimiento. 7. El levantamiento comunero, que pretendía corregir el creciente ab solutismo del príncipe renacentista, da paso, tras la decisiva derrota de Villalar (1521), al definitivo triunfo de esta forma de ejercicio del poder. Sepúlveda, que permanece en Italia durante los años en los que tiene lugar el movimiento, va a narrar estos acontecimientos poco después de regresar a España en 1536. Aunque no hay razón alguna para dudar de que el humanista escribe su obra con imparcialidad y buscando con empeño la verdad, confor me reivindica en varias ocasiones1285, sería ingenuo pensar que esa pretensión equivale a la ausencia absoluta de valores. Ni a los historiadores, ni a las personas en general, les es dado alcanzar a emitir juicios con absoluta neu tralidad. A través de sus escritos, de forma más explícita en los de carácter 1281 L a s C o m u n i d a d e s d e C a s t i l l a . 1282 L a r e v o l u c i ó n d e l a s C o m u n i d a d e s d e C a s t i l l a ( 1 5 2 0 - 1 5 2 1 ) . 1283 L a s C o m u n i d a d e s c o m o m o v i m i e n t o a n t i s e ñ o r i a l . 1284 J. H. Elliott, L a E s p a ñ a i m p e r i a l , 1 4 6 9 - 1 7 1 6 , p. 159, insiste, no obstante, en el carácter «esencialmente tradicionalista» de la revuelta. 1285 Además de la carta 129 a Diego de Neila [1560], p. 383: «no he hecho concesiones a la amistad ni al odio, pues como tú muy bien conoces y saben todos con quienes he vivido en estre cha relación, soy y he sido siempre aficionado en cualquier circunstancia a la pura verdad»), sus cartas a Gian Matteo Giberti (del 22.VI.1536; E p i s t o l a r i o , carta 35, p. 93), a la marquesa de Zenete (del 2 6 .IX.1540; ibídem, carta 45, p. 112), a Pedro de Ávila ([1548]; ibídem, pp. 180-181) y, por cerrar esta enumeración, la carta a Reinaldo Polo (del 1 .X.1555; ibídem, carta 119, p. 347).
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filosófico, y de manera a veces más implícita en las crónicas, Sepúlveda va a expresar una ideología que en absoluto carece de interés. Para entenderla, conviene recordar que las Comunidades vinieron a encamar la defensa de un régimen representativo y de libertades, frente al gobierno personal de Carlos V. Esta reivindicación hará que, en los momentos de mayor radicalización del conflicto, los comuneros, a pesar de sus esfuerzos por presentarse como restauradores del orden existente en el reino antes del nombramiento de los consejeros flamencos del nuevo monarca, fueran vistos por sus rivales del bando realista como un movimiento que pretende imponer una forma de go bierno semejante a la que existía en las ciudades italianas. Así, «el Marqués de Villena escribe a su hermano que lo que los comuneros toleda nos quieren es «atraher aquella ciudat a la libertad, de la manera que lo están la ciudad de Génova y otras en Italia». El Almirante [Enríquez], por otro lado, hace decir al Emperador que si no se pone remedio, las ciudades, de una cosa en otra «vernan en quererse hacer señoría como en algunos lugare de Italia». Algún tiempo después -abril de 1521- vuelve a repetir la tesis: lo que se pre tende es fundar comunidades ‘como Venecia’»1286.
La forma de gobierno de las ciudades italianas había sido convertida por los comuneros en un modelo de organización política. Su objetivo será ins taurar un régimen de libertad al estilo de tales ciudades; en este régimen, ca recería de sentido la existencia de un monarca, porque el gobierno estaría en manos de magistrados, es decir, representantes elegidos directamente por la comunidad. Esta es la interpretación que da el obispo Guevara: las ciudades comuneras esperan «que de esta hecha quedarán esentas y libertadas, como son Venecia, Génova, Florencia, Sena y Lúea, de manera que no las llamen ya ciudades, sino señorías, y que no haya en ellas regidores, sino cónsules»1287. Este contexto político debió ser conocido por Sepúlveda a través de los documentos y de los relatos de los que participaron en tales acontecimientos, pues el cronista siempre tuvo buen cuidado de asentar sus narraciones en cuantos escritos oficiales y testimonios le fue dado consultar: «Yo, que estuve presente en la realización de muchos de los acontecimien tos acaecidos en este tiempo en España y en Italia puestos por mí por escrito, confieso sin embargo que son muchos más los oídos de boca de otros, igual que los grandes personajes que antes mencioné se enteraron por otros, pero confieso que a la hora de indagar la verdad he hecho todo lo que estaba a mi alcance para lograr la mayor exactitud y leía con atención las cartas sobre los acontecimientos del Emperador y de los generales, cuyos ejemplares me eran 1286 Los fragmentos históricos pertenecen a la obra de Danvila, H i s t o r i a c r í t i c a y d o c u m e n t a d a Madrid, 1897, 6 vols.; citados en J. A. Maravall, L a s C o m u n i d a d e s d e C a s t i l l a , p. 155. 1287 E p í s t o l a s f a m i l i a r e s . Ed. de J. Ma de Cossío. Madrid, 1950, vol. I, p. 296; citado en J. A. Maravall, L a s C o m u n i d a d e s d e C a s t i l l a , p. 155. d e la s C o m u n id a d e s d e C a s tilla .
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entregados por orden de Carlos; y no sólo preguntaba sobre todos los asuntos a los mismos generales y a los embajadores y personas relevantes, que suelen tomar parte en la deliberaciones bélicas, sino también al mismo César sobre hechos por él realizados, cuando los demás no los conocían bien»1288.
También recurrió cuanto pudo a las historias escritas por testigos directos de los hechos que le merecían mayor crédito: «mi estado de salud y el peso de los años me tienen atado dentro de los límites de España, de modo que no soy capaz de lo que más querría, acompañar al césar Carlos, y por tanto en mi tarea de historiador el único procedimiento disponible para conocer sus hazañas en lugares tan alejados es valerme de la ayuda de otros, que hayan tomado parte en los hechos, y del diligente trabajo de anotarlo y ponerlo por escrito. Así las cosas, ¿dónde he podido encontrar mayor autoridad o información más adecuada sino en los C o m e n ta r io s escritos con gran cuidado por un varón que no sólo es de noble linaje y dedicado desde joven a los estudios humanísticos, sino que además casi nunca se despega del lado del Emperador, hasta el punto de que no solo parece que participaba en los hechos, sino incluso que era él quien estaba al frente?»1289.
Incluso contrastaba posteriormente los resultados con otras personas que habían vivido los acontecimientos directamente: «yo sigo la siguiente norma de investigación y redacción, siempre que puedo, que me ha dado hasta ahora excelentes resultados: paso mi primera copia de cada uno de los capítulos a personas de probada responsabilidad que dominen el latín y que conozcan perfectamente los acontecimientos y asuntos de que trato»1290. Pero, además, ya hemos visto que Sepúlveda, por su estancia de más de vein te años, conocía perfectamente las ciudades italianas, y estaba en las mejores con diciones para evaluar cuánto podía haber de válido y cuánto de simple mitología en el ideal republicano que los comuneros habían forjado o que les era atribuido. Sin embargo, este conocimiento de fuentes documentales, testimonios de protagonistas de los hechos y su propia experiencia de las ciudades italianas, no es suficiente para dar cuenta de las ideas y de la forma narrativa que carac terizan los trabajos históricos de Sepúlveda. Siendo decisiva esa información empírica, no podemos reducir las distintas historias escritas por el humanista a una mera descripción o recopilación de hechos, sino que éstos fueron utili zados dentro de un esquema ideológico que, en su mayor parte, ya estaba pre sente en las obras de Sepúlveda antes de su nombramiento como cronista, y que perduró en sus obras posteriores. En lo fundamental, este esquema ideo lógico estaba compuesto por dos elementos: por una parte, de su familiaridad más que confirmada con los escritos de la antigüedad, especialmente con la Política aristotélica y los textos de los clásicos latinos, obtenía Sepúlveda un 1288 Epistolario, carta 129 a Diego de Neila [1560], p. 378. 1289 Ibídem, carta a Pedro de Avila, marqués de las Navas [1548], p. 180. 1290 Ibídem, carta 119 al cardenal Reinaldo Polo del 1.X.1555, p. 347.
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buen número de argumentos contra los regímenes democráticos o republica nos, que las más de las veces, en opinión del Estagirita, conducían a la guerra civil; probablemente sea ésta la verdadera causa no de su enemistad hacia los comuneros, juicio que parece exagerado y que no es fácil localizar en ningún comentarista de su obra1291129, sino de su distanciamiento con respecto a quienes pretendían cambiar al soberano renacentista por el que muchos denominaron «régimen de libertades». Por otra parte, y mucho más relevante, Sepúlveda narra las gestas de Carlos V, las de los españoles en el Nuevo Mundo y, fi nalmente, las de Felipe II, a través de una ética de la afirmación, en la que, como hemos visto, el valor más importante no es el éxito en los negocios o la justicia entre los hombres, sino la gloria. Va a ser precisamente la doctrina de la gloria el eje ideológico en torno al cual Sepúlveda va a articular sus escritos morales y políticos más interesan tes. Ya hemos visto que está presente desde el Gonsalus, que no en vano se ocupa «de la apetencia de gloría», hasta la Cohortatio, los dos Demócrates y el De regno'292. Las tesis que se van a defender en estas obras son bastante similares, y responden todas ellas a una misma ideología. Durante toda su vida, a través de sus obras fundamentales, y sin merma de su tratamiento y aplicación a temas diversos, la filosofía moral de Sepúl veda se mantuvo constante en torno a la reflexión sobre la virtud, la gloria y la religión cristiana. Aunque, como hemos visto, esta gloria no fue recono cida como algo exclusivo de la acción guerrera, fue en tomo a las hazañas militares donde encontró su mejor expresión. El resultado fue una ética de la afirmación, una ética en la que el individuo o la nación destacan funda mentalmente por sus proezas con las armas. Como la gloria se sigue de la virtud, la acción armada se convierte en práctica virtuosa, y la guerra, aunque bajo la forma de guerra justa, se entroniza como mecanismo de resolución de conflictos. Mas, a la vez, como la virtud enlaza con la religión porque tiene en ésta su aspiración más alta, la búsqueda de gloria no sólo se ve santificada sino que encuentra en todo cuanto tenga que ver con la religión su valor más seguro. Si a esta ética de la afirmación se une el refrendo aristotélico hacia la monarquía como forma de gobierno y la exaltación patriótica, estaremos en condiciones de interpretar de forma adecuada la ideología con la que el humanista cordobés construyó sus crónicas. 1291 B. Cuart Moner ha señalado, en su introducción al volumen I de las O b r a s c o m p l e t a s , ed. cit., p. LVI, que «es habitual considerar a Sepúlveda como uno de los máximos enemigos de los comuneros y como un cronista cuya devoción a Carlos V le priva de la más mínima objetividad». Sin embargo, ni Maravall, ni J. Pérez, ni Gutiérrez Nieto, que son los autores a los que remite, llegan a descalificar la obra del humanista, limitándose a señalar, en el caso de J. A. Maravall, L a s C o m u n i d a d e s d e C a s t i l l a , p. 36, que, junto con Pedro Mexía, «muestran un juicio adverso». Véase también su introducción a H i s t o r i a d e C a r l o s V : L i b r o s X V I - X X , p. XII. 1292 H. Mechoulan, p. 156, parece reducir el tema de la gloria al G o n s a l u s y a algunas páginas del D e m ó c r a t e s p r i m u s .
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4.
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D e la filosofía a la historia : una F ilosofía de la historia para la MONARQUÍA
Sepúlveda no sólo va a defender la monarquía hereditaria como el régi men político más favorable para la mayoría de las naciones, sino que va a convertirlo en el más antiguo y natural de los sistemas políticos. De lo pri mero da cuenta en su tratado De regno, al final de cuyo libro II, después de efectuar un amplio análisis comparativo entre las distintas formas de gobier no, señala que dados los grandes males que se siguen de los otros regímenes, «no se debe rechazar, sino más bien aceptar, la situación que, con inconvenien tes pequeños y soportables, evita la corrupción de las costumbres, los enfren tamientos y asesinatos entre nobles, a veces incluso las tiranías, males nefastos y la peor epidemia para una sociedad. Se percibe claramente, por tanto, que está dispuesto no a la ligera sino con gran sensatez y según el dictado de la naturaleza el que los pueblos, tanto salvajes como civilizados [tu m b a r b a r a e tu m e tia m h u m a n io r e s ] , no sólo obedezcan gustosamente a un mando real, sino que también quieran que éste se traspase por sucesión hereditaria a sus descendientes»1293.
Respecto a la antigüedad de la monarquía, son varias las ocasiones en las que Sepúlveda mantiene que constituyó la primera forma de gobierno existen te. Ya vimos que en la Exhortación no dejaba de recalcar cómo los monarcas alcanzaron a gobernar no por la fuerza o el engaño, sino por el clamor del pue blo, que siempre les vio como abanderados de la justicia, la libertad y la paz: «Se sabe, efectivamente, que, al comienzo de la historia, los reyes, en cu yas manos se hallaba en ese momento el gobierno de pueblos y naciones, se hicieron con sus respectivos reinos no por la fuerza, ni con engaños, ni por adulación al pueblo, sino que fueron encumbrados a la dignidad de monarcas, con el consentimiento de los pueblos, por la creencia generalizada en su natu ral justo y valeroso y por la comprobación de su mesura entre los hombres de bien, para que hubiese una persona que, en fiel defensa de la justicia, librara a los más débiles de las afrentas de los poderosos, y para que mantuviera equita tivamente a las agrupaciones y asociaciones humanas, esto es, a las sociedades, en paz y libertad, y no sólo defendiese al estado de sus atacantes, sino que lo agrandase en riquezas y dignidad»1294.
Esta misma argumentación también aparece en el tratado Acerca de la monarquía, que no en vano constituye una summa de los saberes recopilados por Sepúlveda a lo largo de su vida. En este caso, además, ya hemos visto que Sepúlveda va a añadir la naturalidad a la afirmación de la prioridad temporal de los reinos: 1253 Acerca de la monarquía, p. 81. Véase también Demócrates segundo, p. 25. 1294 Exhortación a Carlos V, p. 336.
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«De modo que la monarquía, así como es la forma de gobierno más an tigua, igualmente es la más natural, principalmente porque no sólo imita el Gobierno de una familia, sino que además su fuente primera procede de él. Pues, tal como sucede en nuestro tiempo en algunas regiones, así también en el pasado por lo general, cuando el conjunto de los familiares había aumentado tanto que una sola casa no podía acogerlos, se trasladaban a otras casas a modo de colonias, y así nacían poco a poco las aldeas, aunque el de mayor edad seguía reteniendo el mando sobre toda la familia, cosa que yo he visto que existe ordinariamente aún hoy día en Bolonia y en el resto de la Italia bañada por el Po»1295.
De esta forma, Sepúlveda va a reaccionar contra la tradición, que como hemos visto tanto atractivo había ejercido entre los comuneros, que hacía de las ciudades italianas la cuna del republicanismo. El humanista va a si tuar en Bolonia, la zona de Italia sobre la que muy pocos podían disputar en conocimiento directo con él, una costumbre que contradice abiertamente el reivindicado gobierno libre de las ciudades italianas. Esta insistencia sobre la antigüedad y naturalidad de la monarquía va a repetirse al principio de la Historia de Carlos V; cuando Sepúlveda, una vez finalizada la descripción geográfica de la península, se propone iniciar el relato de la historia antigua de España, advierte que «no sólo es de sen tido común pensar que en otro tiempo todos los pueblos obedecían a reyes, sino que también autores muy dignos de crédito han dado testimonio de ello»1296. La reiteración por parte del cronista de la raigambre histórica de la monarquía no es caprichosa, sino que responde a la perfección a la idea ya vista de que el reino es la mejor garantía para evitar guerras civiles porque evita el faccionalismo. Esa convicción, expresada desde sus pri meras obras políticas1297, también se va a manifestar en la Historia de Carlos V, mostrando cómo, a pesar de su envidiable situación geográfica y de la valía excepcional de sus habitantes, cuando los hispanos no hicie ron frente común contra el agresor, acabaron derrotados; por el contrario, cuando se mantuvieron unidos frente a las amenazas externas, resultaron victoriosos: «Efectivamente, su situación geográfica es tal (por todas partes rodeada de mar, excepto por la que está fortificada por el Pirineo), el talento de sus hom bres tal, su robustez de ánimo y su habilidad en el arte de hacer la guerra tales que, al parecer, habrían podido contener por sí mismos el ataque del resto del mundo, si hubieran unido sus fuerzas. Y fue todo lo contrario lo que les suce dió a nuestros antepasados en medio de aquellas calamidades, de las que hace 1295 Acerca de la monarquía, p. 69. 1296 Historia de Carlos V: Libros I-V, 1 , 12, p. 10. 12,7 Demócrates primero, p. 108; Demócrates segundo, p. 24; Acerca de la monarquía, p. 74.
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poco he hablado. Pues, con frecuencia, perdieron la libertad, en parte por ne gligencia propia, en parte por desavenencias. Y así, rara vez o nunca, pueblos de fuera sometieron a los hispanos, a no ser precisamente con las armas de los propios hispanos, abusando de la ayuda que prestaban los pueblos pacificados para someter a los demás»1298.
Esta valoración general que, como vimos, estaba presente ya en el Gonsalus1299, es la que va a primar en Sepúlveda cuando narra el movimiento de las Comunidades. Ninguna rebelión contra el poder legítimo, menos aún en unas circunstancias de vacío de poder y tensión internacional como las que se dieron con la venida del joven Carlos a la Península Ibérica, podía ser vista con simpatía por el cronista. Sin embargo, esto no le impide perci bir las razones que avalaban la conducta de los comuneros: el descontento por los privilegios y cargos otorgados a los flamencos que acompañaban al nuevo monarca en detrimento de los nacionales, su acelerada marcha en pos de la corona imperial, el saqueo al que sometían a la nación esos mismos flamencos y el miedo a que el país quedara «reducido a categoría de provincia»1300. La comprensión de las razones que asisten a los comuneros, incluso el hecho de que recoja «la justicia de algunas de sus reivindicaciones»1301, no es obstáculo para que, como siempre que se enfrenta al relato de fenómenos de rebelión contra el monarca o sus representantes legítimos, muestre su rechazo y critique a quienes actúan contra el mismo. Sepúlveda concede voz propia a los comuneros e incluso vierte valoraciones positivas hacia el brillante dis curso donde su líder, Pedro Laso, deja atrás las preocupaciones toledanas y enumera las quejas que justifican el malestar de todo el reino. Es más de lo que ningún otro cronista se había permitido. Pero su oposición a la subleva ción, a la ruptura de la relación entre rey y pueblo, está tan arraigada en el cronista, que no duda en aplicar su crítica incluso a aquellos con los que, por otros motivos, más simpatizaba. Así, cuando relata las acciones de Cortés en el Nuevo Mundo, llama la atención sobre el procedimiento utilizado por éste para deshacerse de la tutela del gobernador de Cuba y su patrocinador en la empresa conquistadora, Diego Velázquez: «como el ansia de poseer y dominar acostumbra a rehuir socios y a violar las normas divinas y humanas, pasando por alto su asociación con Diego Veláz quez y la palabra que le había dado, ideó un ocurrente procedimiento mediante el cual pareciera que, de acuerdo con una nueva situación jurídica, él ejercía la prefectura de la flota y las gentes asociadas»1302. 1258 12,9 1300 1301 1302
Historia de Carlos V: Libros I-V, I, 15, p. 14. Gonzalo, p. 214. Historia de Carlos V: Libros I-V, II, 9-12, pp. 39-42. B. Cuart Moner, «Introducción», en Historia de Carlos V: Libros I-V , p. LIX. Del Nuevo Mundo, p. 98.
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Este procedimiento no es otro que la fundación de una ciudad, con sus correspondientes autoridades, su cese como delegado de Velázquez y su nombramiento posterior como caudillo militar por las autoridades del nuevo enclave, acción que previamente se había garantizado nombrando para los cargos ciudadanos principales a sus más fieles. De esta forma, se libra Cortés de la autoridad y la asociación de Velázquez, al que acusa de querer impedir la salida de su expedición a última hora, y pasa a ejercer los mismos o más amplios poderes en nombre de la propia ciudadanía. El comentario de Sepúlveda sobre lo hecho por el conquistador es expresivo: «Esta exculpación, cuánto contenga de justicia y recto proceder, lo dejo ajuicio de otros»1303. El rechazo hacia cualquier fenómeno de rebelión contra lo que considera el orden legítimo encarnado en el monarca no era sino una muestra más de coherencia con respecto a lo señalado en sus escritos filosóficos. A diferencia del tirano, cuya eliminación se tiene en gran gloria, a la vez que se colma de alabanzas a quienes la realizan, el rey que se comporta como un tirano debe ser respetado, pues es más propio del pueblo resignarse que acudir al enfren tamiento: «a los reyes que se comportan tiránicamente -y que por eso reciben el nombre de tiranos- hay que soportarlos con paciencia»1304. Esta misma doctrina es la que va a mantener en la Historia de Carlos V, puesta hábilmen te en boca de la Junta de la Rambla, que agrupaba a los representantes de las ciudades andaluzas; éstas, reacias a las Comunidades, les remiten cartas en las que les piden que desistan de su acción, porque «además de la pérdida de otras muchas cosas que suelen acarrear las guerras civiles, no sufran también la de la honra que supone la lealtad al rey, en la que, es cosa sabida, los antiguos españoles aventajaron al resto de los pueblos, pues en aras de la lealtad toleraron incluso gobiernos tiránicos; que esa entereza de los mayores era respetuoso y a la vez hermoso el emularla y no pretender im poner leyes al rey, a quien la ley humana y divina mandan obedecer, sino por el contrario, suplicar humildemente al propio rey y pedirle con el debido respeto aquello que, llegado el caso, se creyera debiera hacerse o ser sancionado por ley en interés del bien público del reino»1305.
La guerra que se siga de un enfrentamiento de estas características, la gue rra civil, es «impía y nefanda»1306, pero, sobre todo, no puede ser considerada una guerra justa por parte de quienes se han rebelado puesto que «se hace sin autoridad pública y contra el legítimo príncipe ...[y]... va contra los juramen tos, leyes e instituciones de nuestros antepasados, con grave perturbación de la república»1307. 1303 1304 1305 1306 1307
Ibídem, p. 100.
Acerca de la monarquía, p. 56. Historia de Carlos V: Libros l-V, p. 59. Demócrates segundo, p. 25. Ibídem, pp. 26-27.
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No carece de interés recordar que esta doctrina, tan reiterada en los escri tos de Sepúlveda, aparece no sólo en las obras posteriores a su nombramiento como cronista imperial, en las que siempre cabe sospechar una sombra de subordinación a sus obligaciones cortesanas, sino también antes de que se produjera aquél. Así, en la Exhortación, coincide con Vives al rebelarse con tra la idea de que es igual el gobierno de un príncipe cristiano que sólo obe dece a sus caprichos, que el del sultán turco. Sepúlveda recuerda que con el gobernante cristiano siempre cabe un cambio de actitud que reponga la liber tad y la ley o su sustitución por otro que mantenga un comportamiento justo, «Pero a quienes una vez sometieron su cuello al pesadísimo yugo de la esclavitud turca, a ésos, pregunto yo, ¿qué consuelo les queda para tan grandes males?, ¿a qué esperanza pueden aferrarse para soportar sin un inmenso dolor la calamitosa situación que sufren, tras la pérdida no ya de la libertad, sino de la esperanza misma de libertad?»1308.
La resignación, por tanto, no sólo es preferible a la rebelión, sino que debe ser la norma si no se llega al límite de poner en peligro la supervivencia del reino o de la religión misma. También es posible localizar esta doctrina en el Demócrates primero, cuando Demócrates está hablando a sus interlocutores de lo que los buenos ciudadanos deben hacer en un estado monárquico que es presa de una guerra civil: «los ciudadanos mejores y más prudentes seguirán siempre la autoridad del príncipe contra las masas revolucionarias y contra los particulares poderosos y levantiscos. Pues los reyes y príncipes, si son buenos, deben ser venerados con un respeto absoluto, como personas distinguidas enviadas por Dios, como dice San Pedro, «para castigo de los malos y alabanza de los buenos»; y si, por contra, son malos, hay que soportarlo todo con paciencia, a no ser que su mal dad y corrupción sea tan grande que pueda dar lugar a una destrucción clara e indudable del reino o de la religión: pues entonces el bien general y el verda dero culto de Dios debe anteponerse al delirio e impiedad de un solo hombre, y debe considerarse más importante y más sagrado»1309.
Desde esta perspectiva, la gloria queda únicamente al alcance de quienes luchan por mantener la autoridad del rey sobre quienes no merecen otro nom bre que el de sediciosos. De hecho, no es casualidad que las reivindicaciones de la gloria que aparecen en los libros de la Historia de Carlos V que narran el levantamiento de las Comunidades sean siempre obra de las tropas realistas frente a los comuneros; así, ante la huida de esas tropas realistas frente a los comuneros toledanos, Pedro Núñez se acerca a su comandante y le dice: «¿A dónde vais, nobles caballeros? Y tú, insigne comandante, ¿a dónde te diriges? 1308 Exhortación a Carlos V, p. 331. 1309 Demócrates primero, p. 108.
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No es ése el camino que lleva al triunfo ni a la gloria»1310. El discurso no se aplica sólo frente a los opositores internos de la monarquía, sino que funciona también para sus enemigos exteriores, que se ven privados de esta motiva ción para sus acciones; así, en el tradicional enfrentamiento entre españoles y franceses, la gloria pasa por ser patrimonio de los primeros, como recuerda el almirante Enríquez ante la huida inicial de las tropas españolas: «¿A dónde vais soldados? ¡Qué vergüenza, qué ignominia, qué inevita ble mina para España! ¿No os conocéis a vosotros mismos o al enemigo con quien hacéis la guerra? ¿No sabéis que estos franceses han sido en multitud de ocasiones vencidos y destrozados por un número de gente nuestra inferior al de la suya y que nunca anteriormente han luchado contra los españoles sin pérdida para ellos? ¿Acaso vais a ser vosotros los únicos en desdecir del valor de nuestros antepasados, echando a perder con vuestra vacilación la gloria y el poderío español?»1311.
La virtud tiene, pues, su límite en el servicio a la monarquía española y a Dios; quienes se comportan de manera contraria, incluso cuando están avalados por la mala conducta del príncipe, merecen que se les aplique el correspondiente castigo, si bien el monarca debe intervenir haciendo uso más de la equidad que del derecho para establecer las responsabilidades de cada cual, como explicaba Sepúlveda a Felipe II: «en razón de esta equidad se ha introducido el que, en un delito en el que está implicada la mayoría, debe perdonarse a la muchedumbre y castigarse a los promotores y cabeci llas del crimen. De esta moderación se sirvió, siendo motivo de alabanza, el césar Carlos, vuestro padre, príncipe excepcional y muy benévolo, a la hora de castigar las rebeliones de España y, algunos años después, la traición de Gante»1312. Es la misma doctrina que se había aplicado al inicio del gobierno del rey Carlos ante la rebelión de Palermo: indultar a los habitantes y pedir responsabilidades a los cabecillas, que en este caso sólo serían condenados tras su reincidencia1313. El mismo mensaje, pero aplicado a las Comunidades, se repite, como no podía ser menos, en el Demócrates segundo1314, y en la Historia de Carlos V: «Después de la batalla de Villalar y de la ejecución de los comandantes de los comuneros, se retiraron los gobernadores a Simancas, a donde despacharon los de Valladolid sus comisionados para pedir la paz y el perdón; el indulto lo consiguieron sin dificultad para todo el pueblo, exceptuando a los cabecillas de la sublevación»1315. 1310 1311 1312 1313 1314 1315
Historia de Carlos V: Libros I-V, IV, 18, p. 85. Ibídem, IV, 8, p. 80.
Acerca de la monarquía, p. 84. Historia de Carlos V: Libros I-V, p. 36. Demócrates segundo, p. 99. Historia de Carlos V: Libros I-V, III, 27, p. 74. También, ibídem, IV, 49, p. 101.
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En definitiva, si no queremos que vuelvan a reproducirse los juicios de Fueter («A este autor, extremadamente apreciado por Ranke, podemos esti marlo como hombre, como historiador apenas puede tomarse en serio»1316) y de Bell («Como historiador, Sepúlveda es quizá un poco decepcionante»1317) sobre el escaso valor de Sepúlveda como historiador, conviene aproximarse a sus crónicas de una manera global, no segregándolas del resto de sus escritos. De esta forma, no sólo se mejorará el entendimiento de sus contenidos ideo lógicos, en sí mismos muy valiosos, sino que se cumplirá mejor con la idea de la unidad del saber que el propio humanista defendió.
1316 E. Fueter, Historia de la historiografía moderna , I, p. 258. 1317 A.F.G. Bell, Juan Ginés de Sepúlveda , p. 50.
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C a p ít u l o 11
CONCLUSIONES Un dato fundamental de la formación de Juan Ginés de Sepúlveda es su ida al Colegio de San Clemente en Bolonia y su permanencia en Italia durante más de dos décadas. De la tradición del humanismo cívico que se desarro lla en ese país durante más de cien años y que heredan los pensadores de inicios del siglo XVI, habría de adquirir buena parte de los conocimientos y supuestos básicos que impregnaron sus obras. De la etapa en la que Sepúl veda asimila las discusiones y el vocabulario cívico, tan importante resulta el vínculo de esta tradición con el republicanismo como con el poder regio, que es al que va a servir durante toda su vida el cronista. Desde esta perspectiva, su relación con nobles, cardenales, pontífices y reyes italianos y españoles, a los que conoció muy de cerca y de los que obtuvo importantes beneficios a lo largo de su vida, no implicó mutación ideológica alguna; Sepúlveda no sacrificó su ideología para ponerla al servicio de lo que demandaba cada uno de ellos en cada ocasión. Todo lo contrario, hay en el cronista una forma de reflexión cuyos rasgos principales, aunque evolucionan con el tiempo, no experimentan cambios radicales a lo largo de su vida. La línea ideológica seguida por Sepúlveda supone una afirmación de la vida activa, que es la forma de vida escogida por la mayoría de las personas y es, a la postre, la que garantiza, junto con el manejo en los negocios, el go bierno y la resolución de los conflictos mundanos. Pero además, tal y como la concibe el humanista, la vida activa guarda una relación protectora con la vida contemplativa; una vida que, aunque es ensalzada por Sepúlveda, que da reservada a una minoría que, en su afán de perfección, no tiene miedo a renunciar a lo que es habitual en el mundo y que tiende a apartarse de éste. En la vida activa se asientan los valores de la virtud, la gloria, la riqueza y el valor militar. A la defensa de esa moral de afirmación va a acompañar, desde la primera hasta la última obra escrita por Sepúlveda, un patriotismo 291
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que debe entenderse también en relación al de sus colegas italianos: es una reacción a sus afirmaciones de grandeza como herederos de la antigua Roma y a sus acusaciones de barbarie hispana. A imitación de aquéllos, la defensa de los españoles no va a conocer límite en los escritos de Sepúlveda, hasta justificar su superioridad sobre cualquier otro pueblo. Los méritos con las armas y con las letras, su valor, sus conquistas, la brillantez de sus obras, su apego a la religión y el resto de virtudes atribuidas a sus grandes hombres sólo serán equiparables a las cualidades de los grandes héroes y sabios de Grecia y la misma Roma. Aunque esa superioridad hispana resulta indiscutible para Sepúlveda, va a mostrarse de forma más rotunda en contraste con los turcos. La apología de lo europeo e imperial y, sobre todo, la exaltación de los españoles, va a llevar consigo la crítica a cuantos, desde el bando cristiano, se oponen a la guerra con un enemigo que se presenta completamente opuesto no sólo en religión sino también en forma de vida, costumbres y ejercicio del gobierno. Las co incidencias en la presentación de los turcos con otros humanistas anteriores y contemporáneos tal vez resten originalidad al trabajo de Sepúlveda, pero confirman, una vez más, su pertenencia a una intelectualidad europea de la que tantas veces se le ha querido excluir. Los rasgos que Sepúlveda comparte con el humanismo cívico no le im piden ser el primer teórico en refutar a Maquiavelo, pero esa oposición con la ideología de otro heredero de esa corriente intelectual se produce por la distancia entre los valores morales tradicionales que acepta Sepúlveda y el inmoralismo (o el moralismo pagano, según se mire) al que se adscribe el florentino. Esto no impide que las coincidencias entre ambos pensadores, que giran en tomo a la afirmación de la vida activa y sus consecuencias, sean considerables; sus diferencias, en última instancia, se remontan a su actitud ante la religión: mientras Maquiavelo ve ésta como un mero instrumento de poder en manos del príncipe, Sepúlveda la concibe como el elemento más im portante, junto con la patria, por el que el hombre puede sacrificar su vida. La defensa de ambas, patria y religión, es tan importante que justifica, en caso de necesidad, el recurso a la guerra y permite comprender la inquina del cronista contra los que se oponen a su práctica. Precisamente, a pesar de la diversidad y riqueza temática de sus obras, buena parte de la literatura sepulvediana va a mostrarse en insistente oposi ción a la política pacifista de Erasmo. A la vez, va a ser muy crítica con sus coincidencias con Lutero; que estas fueran presuntas o reales no parece que haya frenado al humanista cordobés. Aunque no llevó al extremo de otros au tores italianos la equiparación de las ideas religiosas del holandés con las del alemán, es evidente su malestar con las ideas de Erasmo por lo que considera la preparación del camino a la herejía luterana. Estas dos causas, su pacifismo y su supuesta afinidad con Lutero, convertirán a Erasmo en un permanente objeto de la crítica de Sepúlveda hasta la muerte del holandés. 292
•j
CAP. 11 CONCLUSIONES
La doctrina de la guerra justa es el instrumento que propone Sepúlveda para la resolución de conflictos. A través de ella mantiene el desenvolvimien to del hombre en la vida cotidiana sin entregarse a estériles idealismos; a la vez, la guerra justa permite esa acción en el mundo sin perder un último vínculo con la moralidad. Aunque el recurso a la guerra justa sea más propio de sus rivales escolásticos, los antecedentes aristotélicos y ciceronianos de la doctrina están suficientemente asentados como para que el cronista no tenga necesidad de renegar de sus raíces humanistas. Ningún escrito de Sepúlveda ha sido presa de tantas polémicas e interpre taciones sesgadas como el Demócrates segundo-, de hecho, buena parte de la bibliografía sobre el cronista cordobés tiene que ver con esta obra y renuncia, en su mayor parte, al conocimiento del resto. Tal vez por ello, parte impor tante de esta literatura equivoca el significado de lo dicho por el cronista o lo simplifica hasta hacer inalcanzable su correcto entendimiento. Desde la perspectiva de nuestro mundo, en el que los derechos humanos y la igualdad entre las culturas constituyen un presupuesto irrenunciable, es imposible dis culpar numerosas afirmaciones del diálogo y no escandalizarse por algunos de sus argumentos. Pero, visto desde la perspectiva ideológica de los valores ensalzados por el humanismo cívico y considerando el tiempo en que fue escrito, esas expresiones adquieren un significado diferente. Sepúlveda se envuelve con el manto que le proporcionan las prácticas inadmisibles de al gunas sociedades indias, como los sacrificios humanos y la antropofagia, para descalificar la totalidad de las culturas americanas y denigrar casi la totalidad de sus costumbres. Esto supone que no hay en Sepúlveda tolerancia hacia los indios, ni una comprensión de su cultura, ni siquiera la idea de que tienen derecho a conservar sus costumbres y tradiciones si obstaculizan en alguna medida su aceptación de las europeas. Todo ello en nombre de la superioridad de la propia cultura y religión, presupuesto jamás cuestionado en la mentali dad del humanista. Esa superioridad le lleva a postular un dominio sobre los indios que propicie su amoldamiento a las costumbres europeas. Sin embargo, eso no presupone una naturaleza defectiva de los indios, ni la adopción de unas medidas de control durante un tiempo indefinido. Una vez eliminadas las prácticas inconciliables con la ley natural e inculcada lo que Sepúlveda considera la civilización (una suma de las pautas sociales, religiosas y políticas europeas junto con rasgos de la cultura humanista), los pueblos indígenas irían asumiendo su propio gobierno. No parece, sin embargo, que Sepúlveda llegara a imaginar siquiera la posibilidad de independencia, esto es, de devolución del dominio a los indios por parte de la monarquía hispana una vez conseguida su plena civilización. Este supuesto sólo al canzó a vislumbrarlo Las Casas en una etapa tardía de su pensamiento y, precisamente, para responder a las críticas de incoherencia que el propio Sepúlveda le planteó. 293
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Fue el mal entendimiento de sus propuestas y, sobre todo, la conciencia de que las mismas beneficiaban a los conquistadores e incluso reivindicaban de inicio y postulaban la continuidad de la función de los encomenderos, lo que provocó la oposición del dominico Las Casas y de cuantos en mayor o menor medida se identificaban con sus tesis. No hay que olvidar, por otra parte, que el Demócrates segundo planteaba una clara alternativa a la consideración de las ‘cosas de Indias’ como asunto teológico, tal y como había reclamado Francisco de Vitoria. Ver su reivindicación como un asunto público, propio de hombres de leyes, por parte de Sepúlveda tuvo que encender los ánimos de los discípu los salmantinos de aquél y decantarlos claramente del bando de su hermano de hábito (si es que anteriormente albergaban alguna duda sobre dónde situarse). El enfrentamiento entre Sepúlveda y Las Casas fue la punta de lanza de la lucha de dos grupos que buscaban el favor regio para imponer políticas alter nativas en el Nuevo Mundo. Ni Sepúlveda representaba la opción del poder regio ni Las Casas encabezaba una rebelde oposición. Si así hubiera sido, ninguno de los dos habría podido hacer mucho de lo que hicieron ni moverse como se movieron ni lograr lo que lograron. La Corona no tenía otro partido o representante que ella misma y supo maniobrar entre los dos bandos enfren tados para reforzar su preeminencia. Ello explica que Las Casas se moviera con la libertad que lo hizo para criticar las acciones de los conquistadores, y que Sepúlveda viera prohibida la publicación de su libro y retirada su Apolo gía para no ofrecer ventajas ideológicas a éstos. Pero explica también que la consecuencia última de las propuestas lascasianas, ese derecho a decidir su vínculo con la monarquía española de los pueblos indígenas, nunca se llegara a materializar; el triunfo de las tesis de Las Casas sobre las de Sepúlveda sirvió para poner freno a los privilegios y demandas de los conquistadores y encomenderos, pero muy poco después también llegaría el momento de limitar el poder de las órdenes religiosas en el Nuevo Mundo. Sepúlveda debió darse cuenta tarde, demasiado tarde como para conse guir que su libro saliera a la luz, de la intención última de la política regia, pero supo separar la propuesta de reconocimiento de los conquistadores por medio de encomiendas del resto de sus ideas, lo que le permitió defender éstas en sus obras posteriores al debate de Valladolid. Un debate que no debió perder ante el tribunal reunido en esa capital sino en las decisiones posterio res adoptadas por la burocracia regia. Después de la controversia de Valla dolid sus escritos fueron volviéndose progresivamente más críticos contra las acciones reales de los conquistadores y encomenderos, pero siguieron manteniendo el ideal cívico de reconocimiento para quien sirve a su monarca en cualquier acción. En contra de quienes, por centrar el juicio sobre su pen samiento exclusivamente en el Demócrates segundo, han considerado que éste no varió a lo largo de su vida, hay que reconocer un ligero cambio en el mismo, un cambio que en relación a la consideración de los indios le aparta de las posiciones radicales de aquella obra y le hace adoptar la distinción 294
CAP. 11 CONCLUSIONES
entre diferentes tipos de bárbaros; una idea que se aproxima bastante a la que Las Casas había defendido en Valladolid y en sus escritos posteriores. Las cosas de Indias siempre fueron pensadas por Sepúlveda como la opor tunidad española de reproducir un nuevo Imperio romano. También desde esta perspectiva pierde sentido la tesis de la esclavitud de los indios. Pero, además de esta consecuencia añadida, el cronista quiso ver en España y su acción en el Nuevo Mundo una emulación de lo que consideraba la labor civilizadora de la Roma clásica. Como quería imitar el estilo literario, muchas facetas del pensamiento y la forma de vida de hombres como Cicerón, recuperar los ele mentos romanos diseminados por la Península Ibérica y aclarar aspectos de lo que fueron sus asentamientos y obras, Sepúlveda transmitía una admiración por el mundo clásico que no podía menos que llevarle a desear revivirlo. Esa ca racterística de su ideología no puede ser ignorada o minusvalorada. Sirve para revelamos la que tal vez fuera su fuente de inspiración más clara, el modelo del que se servía en la mayor parte de las ocasiones y unos ideales que creía haber asimilado y que aspiraba a que sirvieran también para el Nuevo Mundo. La revitalización del mundo clásico debió sentirla en su propia persona más viva que nunca cuando fue elegido para participar en la educación del príncipe Felipe: se le abría la oportunidad de repetir la experiencia de su admi rado Aristóteles con el joven Alejandro. Es más que probable que esta relación maestro-discípulo, además del impulso que le proporcionaba su patriotismo, fuera vista por Sepúlveda como una importante ocasión para hacer realidad el sueño de todo consejero áulico de materializar sus ideas. Por eso, su último libro recopila todo tipo de consejos e indicaciones sobre el mejor modo de gobierno, sin dejar de pasar revista a los elementos más favorables para con seguir hacer del monarca el mejor de los gobernantes. No le importó tanto su originalidad como su oportunidad y de ello se resiente su contenido. Por último, conviene ver el pensamiento de Sepúlveda de una manera integral. No sólo atendiendo a sus diversos trabajos (lo que no ha ocurrido en la mayor parte de los casos), sino también viendo sus obras relacionadas entre sí, más allá del área de conocimiento en la que queramos situarlas desde nuestra posición actual. Esto permitirá reforzar la coherencia de su pensa miento, que es innegable, a la vez que estimulará su mejor comprensión, que no siempre ha sido la más correcta. A favor de esta propuesta estaría no sólo la propia práctica de los humanistas, que nunca encontraron obstáculos para escribir de las materias más diversas, sino también la conciencia que se adquiere cuando se estudia la obra íntegra de Sepúlveda: las preocupaciones morales o políticas nunca están ausentes sea cual sea el asunto tratado, y las consideraciones históricas tampoco dejan de hacer su aparición a propósito de cualquier argumento o cuestión. Desde esta perspectiva, la consideración de Sepúlveda como historiador, moralista, jurista, americanista o integrante de cualquier otra especialidad sólo debería ser válida a condición de asumir su inclusión en un pensamiento mucho más amplio. 295
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