272 56 6MB
Spanish Pages [169]
CIENCIA Y V ID A CIVIL EN EL RENACIM IENTO ITALIANO
E N SA Y IST A S-211
EUGENIO GARIN
CIENCIA Y VIDA CIVIL EN EL RENACIMIENTO ITALIANO V e r s ió n c a ste lla n a de Ric a r d o P o c h t a r
taurus
TítuJo original: Scienza e vita civile nel Rinascimento italiano. © 1980, GlUS L a te r z a & FIGLI, Spa, Roma/Barí.
© 1982. TAU RU S E D IC IO N E S, S. A. Príncipe de Vergara, 8 1 -1 .° - MaDRID-6 ISBN: 84 -3 0 6 -1 2 1 1 -4 D ep ó sito Legal: M. 2 1 .7 4 5 -1 9 8 2
PR1NTED IN SPAIN
PREFACIO
1. Todos los estudios recogidos en este libro nacieron como «conferencias», o sea, con unas limitaciones muy precisas: necesidad de exponer am pliam ente incluso resultados ya conocidos; caren cia de una justificación crítica y documental satisfactoria. Hemos in tentado remediar esos defectos reelaborando los textos e indicando en las notas las investigaciones sobre las que se basaban ciertas tesis. En estas páginas preliminares nos proponemos aclarar algunas líneas directrices. Los temas alrededor de los cuales se mueve el análisis son dos: 1) las «ideas» y los «ideales» ético-políticos de las ciudades italianas del siglo XV; 2) algunos aspectos de la problemática científica «re nacentista» que se relacionan con la reanudación de los estudios «humanísticos». De una manera más general, estas páginas se pro ponen mostrar que un movimiento cultural, estrechamente ligado por sus orígenes a la vida de las ciudades italianas entre los siglos XIV y XV, constituye una de las premisas de la renovación científica en ios tiempos modernos. Por otra parte, en el m om ento mismo en que se va estructurando una nueva visión del m undo, y de las rela ciones entre el hombre y las cosas, se produce la declinación de las ciudades italianas y de las «idealidades» civiles de que se había nutrido aquella imagen del hom bre. En un período de alrededor de dos siglos, que va desde el florecimiento «humanístico» hasta.la m e tafísica de Bruno y la ciencia de Galiieo, pasando por los triunfos dé las artes figurativas; la hegemonía cultural italiana, que se había consolidado a través de una profunda toma de conciencia «nacio nal», llega a agotarse cuando entran en crisis aquellas estructuras
ciudadanas en cuyo ám bito dicha cultura «humana» se había conso lidado. Período que se inicia con un fírme compromiso moral y político para concluir con el distanciamiento propio de una refle xión ya autónom a en virtud de su carácter orgánicamente teórico. Muchos de los temas abordados en estas páginas han suscitado amplias controversias, asumidas con entusiasm o tanto en Italia co mo en el extranjero1. A unque se reconozca, al menos en parte y no siempre de la misma m anera, la im portancia ético-política de la ac tividad de los «humanistas», a quienes ya no se considera como m e ros «gramáticos», sigue desconociéndose la influencia profunda que ejercieron tanto en el plano de las «ideas» filosóficas como, sobre todo, en el terreno de las investigaciones científicas. En algunos casos ese desconocimiento conlleva la tesis de que la ciencia y la filosofía se habrían desarrollado p o r oposición a la obra de los «lite ratos», y a pesar de la vuelta de estos últimos a los textos antiguos. Frente a la reacción antiaristocrática y antiescolástica de críticos co mo Valla o Erasmo, no son pocos los autores que «muestran su asombro por la ingenuidad de las matemáticas y la física del si glo X V , y deploran esas antipatías porque piensan que el culto h u m anista de la antigüedad fue perjudicial para el desarrollo regular de la ciencia m oderna»2. Así resume M ane Boas una actitud común entre los historiadores de la ciencia; pero se apresura a señalar las li mitaciones de esa visión: «lo que los hum anistas atacaban en la cien cia medieval no era la ciencia, sino la estéril sutileza» de discusiones «dialécticas» in utramque partem , la misma contra la que arre m eten, con términos casi idénticos, Leonardo y Galileo. Entre los méritos destacados que cabe reconocer a los «humanistas» en rela ción con la ciencia se cuenta precisamente la reforma de la lógica, o sea, la reivindicación de la retórica y la dialéctica para el dom inio de las ciencias morales, junto con el reconocimiento de la importancia de las matemáticas para las ciencias de la naturaleza. Por otra parte, añade Marie Boas, «los hombres de ciencia estaban dispuestos a aceptar los métodos de los humanistas por muchas razones»: sobre todo, porque precisamente en el terreno científico «las obras del pasado reciente» les parecían «muy inferiores a las de los científicos 1 Una exposición am plia e imparcial de los diferentes problemas a que n o s referi mos, enfocados desde una perspectiva u n poco distinta, se encontrará en los libros d e P. O . K r is t e l l e r , Renaissance Thought y Renaissance Thought II, Nueva York, 1961 y 1965 (a los que cabe añadir el libro Eight philosophers o f the Italian Renaissance, Stanford, California, 1964). 2 Matie B o a s , The Scientifie Renaissance, 1450-16}0, Londres, 1962, p. 21 y ss.
grecorromanos». Por eso no sólo distaban mucho de considerar «an ticientífica» la extensión a dichos textos del enfoque desarrollado por los «humanistas», sino que, incluso, recurrían a estos últimos —y no m eramente en el plano lingüístico— para acceder a una vi sión renovada de los científicos antiguos. Sin embargo, sería erróneo reducir ese vuelco de la cultura occidental al mero incremento de una biblioteca que los «gramáticos» habían puesto a disposición de los pensadores. Lo que se produjo fue una transformación del modo de pensar (an intellectual attitude■); como ha escrito Alexandre Koyré3, «no se trató tanto de u n combate contra teorías erró neas o insuficientes, como de una transformación de los propios marcos intelectuales, un trastocamiento de determ inada actitud in telectual (bouleverser une attitude inteilectuelle)». A bundan los historiadores, o los que declaran serlo, en quienes la exigencia cada vez más exacerbada de encontrar una continuidad (the cancerous growth o f continuity)* se traduce en el esfuerzo por presentar la ciencia del siglo XVI] como el últim o parágrafo del saber medieval, con lo que gran parte de la obra de los siglos XV y XVI se vacía de significación por el simple hecho de no encajar en los esquemas his tóricos de esos autores. Estos últimos no advierten los peligros implícitos en un modo de entender la «continuidad», que en últim a instancia la encierra dentro de los límites de una «linealidad» marca da por las clasificaciones escolares. De ese modo se cierra toda vía de acceso hacia aquellos momentos de la historia en los que un orden declina sin que aún se haya afirmado otro orden nuevo. Las nuevas concepciones, y las «revoluciones» que las hacen triunfar y que se identifican con eiías, no pueden explicarse dentro de aquellos m ar cos históricos respecto de los cuales constituyen una desviación. Para escapar a las contradicciones no resueltas, para salir de los callejones sin salida, se necesitan otras perspectivas, otros métodos. No sin razón se ha dicho que la afirmación il fau t reculer pou r mieux sauter es verdadera especialmente en el plano intelectual. Pues bien: a comienzos del siglo XV la fuerza inspiradora de la cultura medieval había llegado a su nivel más bajo; la cultura grie ga, en cambio, tenía entonces mucho más que ofrecer. Por otra parte, el impulso hacia la recuperación del patrimonio científico griego, o sea, hacía el desarrollo de nuevos métodos y el descubri 3 A le xand re K o y r é , Études galiléennes, 1, París, 1939, p. 9. 4 La expresión pertenece a josep h A g a s s i , «Towards an Historiography ce», History and Theory, fase. 2, 1963, p. 33.
of
Scien
miento de nuevos horizontes, no procedió del ámbito de !a ciencia y la filosofía de finales del Medioevo, sino de otras zonas, de otros ideales, capaces de transformar la visión del hombre y la cultura, y desde allí repercutió en dicho ám bito. Lo que ciertos autores, enfer mos de «continuidad lineal», no logran comprender es que el movi miento humanístico surgió en el plano de la «vida civil» y luego «estalló» hacia los diferentes campos del saber, perm itiendo su recu peración y su florecimiento.
2. La cultura «humanística», que floreció en las ciudades ita lianas entre los siglos XIV y X V, se manifestó sobre todo en el terre no de las disciplinas «morales», a través de una nueva relación con los autores antiguos. Se concretó en unos métodos educativos apli cados en las escuelas de «gramática» y «retórica»; se ejerció en la for mación de los dirigentes de las ciudades-Estado, a quienes ofreció unas técnicas políticas más refinadas. No sirvió sólo para redactar cartas oficiales más eficientes, sino tam bién para formular progra mas, para componer tratados, para definir «ideales» y para elaborar una concepción de la vida y del significado del hom bre en la so ciedad .j Las palabras de un pasado con el que se quería establecer una continuidad de tradición nacional, los libros de autores cuya herencia se reivindicaba, contribuían a la propia tom a de concien cia, a la constitución de una visión global de la historia del hom bre’. El discurso que los «gramáticos» habían desarrollado inicial-
5 El autor ha dedicado a este aspecto de la actividad de los «humanisías» gran parte de las investigaciones realizadas durante casi tres décadas, desde el m om ento en que tuvo conciencia de la riqueza y variedad del problema. En sus primeros ensayos, consagrados especialmente al aspecto amoral» de la obra de Salutati y a la polémica entre médicos y juristas, se propuso descubrir algunas de las raíces profundas de esc movimiento cultural. Es evidente que no sólo sus métodos, sino tam bién sus puntos de vista se han ido modificando y ahondando, para arribar a unas conclusiones en muchos casos alejadas del punto de partida. A lo largo de ese proceso ha tenido oca sión de utilizar, con gran provecho, especialmente algunos de Jos primeros artículos de H. Barón, a quien desea expresar aquí su agradecimiento. Sin embargo, en aquella época no pudo utilizar las dos obras más im portantes de este autor (The Cri sis o f the Ear/y lidian Renaissance y Humanistic and Politkal Literatura in Floretee and Ventee son de 1955; Der italienische Humanismus se publicó en 1947), como tampoco algunos de los ensayos publicados fuera de Italia durante la Segunda Guerra M undial. El autor trae a colación estas fechas con el solo propósito de lam entar que las férreas leyes de la cronología le hayan im pedido aprovechar en sus estudios de
menee para la comprensión del lenguaje de los textos antiguos llegó a abarcar todos los textos y todos los lenguajes: instituciones, cos tum bres, normas, procedimientos lógicos, visiones de m undo. En los diferentes campos de la actividad hum ana se fue consolidando un espíritu crítico desprovisto de prejuicios, que cuestionaba, radi calmente, las «autoridades» sobre las que se había basado gran parte del saber medieval. Pues bien: esta compleja transformación cultural no se produjo de manera unitaria, ni a través de esquemas rígidos, ni según una continuidad lineal, ni en el marco de unos sectores netam ente sepa rados. Por el contrario, fue precisamente una ruptura del equilibrio y de los esquemas. Esto explica la insuficiencia de una historiografía clasificatona, que tiende a hipostasiar las diferentes disciplinas ba sándose en pseudocategorías: allí las letras, aquí la filosofía y las ciencias; allí el arte y la moral, aquí la religión y la política. De esa manera se pierde el sentido de la cambiante hegem onía de las dife rentes formas que adopta la actividad hum ana; se ignora el hecho de que las actitudes fundam entales y los marcos globales, cuyo peso en el progreso de la cultura es decisivo, encuentran alternativa m ente su centro de gravedad en aquella «forma» que predom ina por haber alcanzado el máximo de expresión y perfección6. Así como no es cierto que las diferentes disciplinas y actividades permanezcan sustancialmente idénticas, tampoco es exacto que las relaciones entre ellas sean siempre iguales. Cuando en una sociedad en crisis parece predom inar la experiencia religiosa, los «marcos» globales, las ideas generales, parecen formularse desde la perspectiva de la reli gión; así como, en otros períodos, cuando la que parece destacarse es la actividad artística o la científica, el centro de gravedad del con junto de la cultura parece desplazarse en esas direcciones. «El itinerarium mentis in veritatem —escribía Alexandre Koyré en 1961, al presentar La révolution astronomique, o sea, la historia de una revo lución del saber realizada bajo los auspicios de la astronomía— no sigue una línea recta, de modo que es preciso seguirlo a través de su laberíntico decurso.» aquella época unas obras que su insigne colega aún no había producido, aunque en los últimos tiempos no parezcan pensar asi ciertos «historiadores» italianos, particu larmente propensos a establecer genealogías y jerarquías (F. CHABOD, Machiavelli and the Renaissance, Londres, 2 .a ed., 1960, pp. 217-19, menciona las principales obras de Kristeller, de Barón y del autor de estas páginas, sobre esta problemática). 6 Ya en 1925, E. A. BURT destacaba, en su im portante libro The Metaphysical Foundations o f Modern Physical Science, los vínculos existentes entre la historia de la ciencia y de sus «revoluciones», y la historia de la metafísica.
Pues bien: entre los siglos XIV y XVI se produjo un verdadero cambio de equilibrio en la cultura; los «humanistas», y con ellos los artistas, los artesanos, los hombres de acción, reemplazaron los calle jones ya sin salida de la especulación medieval por nuevos estímulos, nuevos impulsos, nuevos fermentos culturales; frente a las preguntas que hasta entonces no habían encontrado respuesta surgieron posibi lidades nuevas e impensadas. Entremezcladas de manera tan com pleja como desconcertante, fermentaron las nuevas ideas, las nuevas hipótesis: desaparecía un modo de comprender la realidad, ál tiempo que se iban consolidando otras perspectivas, totalmente originales. Magia y ciencia, poesía y filosofía se mezclaban y colaboraban entre sí, en el marco de una sociedad impregnada de inquietudes religio sas y exigencias prácticas de todo tipo. Lejos de presentarse en forma autónoma, los diferentes procesos influían unos en otros, conde nando a la esterilidad cualquier intento futuro de esquematización o de reconstrucción sistemática. Por otra parte, medidos con el metro de Santo Tomás y de Duns Scoto, o bien con el de Descartes y Spinoza, pensadores como Pico y Ficino, o como Pomponazzi y Telesio, pierden toda importancia, y autores como Valla y Poliziano desaparecen entre las filas de los pedantes; incluso Leonardo y Galiieo se reducen a meros objetos de curiosidad o entusiasmo retórico cuando se les compara con unos «supuestos» precursores medievales que despojan su obra de sentido al insertarla en el ámbito de una problemática que no es la suya. A la conocida identificación del «humanismo» con una faceta de la apologética católica pretridentina ha correspondido la instaura ción de una imagen desvirtuada del conjunto de la cultura renacen tista, que atribuye a las escuelas universitarias de retórica y filosofía un valor meramente escolar. La oposición entre «retórica» religiosa y ciencia árabe-griega herética tendría su contrapartida simétrica en la distinción rígida entre «humanismo» literario y filosofía (y ciencia), como relectura de ciertos autores clásicos (Platón, Aristóteles, Gale no, Euclides y Arquímedes) que sólo constituiría un modesto capítulo de una época especulativamente modestísima, aplastada entre las grandes síntesis teológicas medievales y los grandes siste mas filosófico-científicos del siglo XVII. A medida que un admirable trabajo de erudición iba acumu lando materiales inéditos y desconocidos, los supuestos destructores de un mundo y los soñadores de mundos nuevos, los espíritus in quietos y rebeldes, imposibles de encerrar en los marcos estableci
dos, adquirían el aspecto de seres veleidosos, retóricos y reaccio narios . Una época de crisis, de revoluciones mentales, de intuiciones fe cundas se iba convirtiendo en una época de eruditos y pedantes. Con lo cual se perdía de vista precisamente la ruptura con los esque mas tradicionales, el nacimiento de nuevos tipos de «intelectuales», una modalidad distinta en la circulación de las ideas, no sólo dentro de las escuelas, sino también en las ciudades y en las cortes, en las tiendas y en los bancos, entre magistrados, políticos y hombres de acción: entre «laicos» en una sociedad de «laicos». Se olvidaban las consecuencias mentales de «descubrimientos» como los de Colón y Copérnico. Se desconocía el sentido de novedad radical que, en determinado período, compartieron los científicos y los filósofos, al sostener unos y otros que su vuelta a los principios suponía reco menzar desde el principio.
3. Una parte de los ensayos recogidos en este volumen describe ante todo el aspecto «práctico», ético-político, de la renovación cul tural que se produjo entre los siglos XIV y XV presidida por la con signa del «retorno a los clásicos». El acercamiento entre la producción literaria y la escritura polí tica, la imposibilidad de separar, en los «humanistas», la actividad «literaria» y «privada» de la «oficial» y «pública», revela hasta qué punto ciertas formas expresivas se asociaron con unas exigencias políticas muy precisas; hasta qué punto la consolidación, el desarro llo y el ocaso de ciertas concepciones de la vida y de cierto tipo de «retórica» coincidieron con el desarrollo y la declinación de un tipo concreto de sociedad. Aunque los ejemplos abunden, hemos desta cado deliberadamente el caso de Florencia y hemos insistido en la fi gura de Salutati por la significación que éste tuvo en el paso de la época de Petrarca y Boccaccio al siglo XV. Salutati también permitía extender el análisis para mostrar mejor la vinculación existente entre la obra del tratadista y los actos de la República. En efecto: no sólo se observa un entrecruzamiento de las cartas «familiares» del Secre tario con las oficiales, que redactó para la Señoría, sino que en sus obras tam bién aparecen los temas importantes sobre los que allí se deliberaba. En la carta que dirigió el 18 de julio de 1396 a Agnolo Acciaiuoli, Gran Senescal del Reino de Sicilia, con motivo del des tierro de Donato Acciaiuoli, figuran argumentos e incluso expre
siones sobre lós ciudadanos que atentan contra la libertad del Esta do, que más tarde insertaría en el De tyranno, tratado escrito como respuesta a Antonio di Aquila, y enviado el 30 de agosto de 1400 a Francesco Zabarella. La lección de los antiguos remite perm anente mente a la experiencia actual, y ambas se iluminan y nutren entre sí. Por eso es imposible comprender a algunas de las personalidades más importantes de la época si no se tiene en cuenta su actividad concreta; por eso es preciso reinsertar la «retórica» de los «humanis tas», su vuelta a la antigüedad, sus traducciones, en la realidad de la vida política; por eso es incorrecto interpretar todo esto como un mero capítulo de la historia de las escuelas de gramática. Sin duda, las investigaciones en profundidad de la estructura so cial y de la situación patrimonial de los hum anistas7 supondrán una ayuda importante para cualquier intento serio de comprender la sig nificación de personalidades como Salutati, Bruni o Acciaiuoli. Pe ro, a pesar de contribuir a la elaboración de retratos más completos y más vividos, esos datos no alterarán el sentido de sus programas, y de sus batallas, ni la relación existente entre sus diferentes actitudes. En particular, no cuestionarán la estrecha asociación entre esos «es tudios literarios», esas lecturas de las historias de la antigüedad, y la realidad de los conflictos políticos. Porque lo que importa ante todo es evitar la reducción de la llamada «retórica», de la llamada «gra mática» de los «humanistas», a un mero hecho escolar o literario. Por otra parte, destacar la relación existente entre la cultura y la actividad práctica es también una manera de apreciar la continuidad del desarrollo, y de distinguir y caracterizar sus momentos consti tutivos. La notable transformación de las ideas e ideales, de las lec turas y autores, que tanto distingue a la Florencia de Salutati de la de Ficino, y que repercute igualmente en las artes figurativas y en la poesía, en la filosofía y en la «retórica», resulta confirmada por una experiencia política ejemplar. Aunque no pretendamos dar explica ciones «causales», la valoración de las relaciones conocidas y de los vínculos ocultos, y el estudio de la composición de los grupos que esgrimían y defendían las diferentes ideas serán útiles para la com7 Quien h a estudiado este aspecto del problema es Lauto M a r t in e s : cf. The So cial World o f Florentine Humanists, Princeton, 1963 (quizá no carezca de interés re cordar una carta de Antonio Labriola a Engels — 3 de agosto de 1894— , donde se menciona el vínculo exiscentc entré el Secretario Salutati. «con quien se inicia el hu manismo», y se afirma en Florencia el dominio de «la verdadera burguesía», y las teorías económicas de San Bernardino y San Antonino. «La Italia de esa época —con cluye Labriola— representa la prehistoria del capitalismo»).
prensión istónca de los hechos culturales. Así, se abandonará el terreno e as generalidades para pasar a la consideración de las experiencias específicas. Baste un ejemplo: ei paso de la hegemonía e a cu tura «humanística» de autores como Salutati y Bruni a la «teo ogica» e los seguidores de Ficino ya no podrá tomarse como a mera conversión personal de ciertos eruditos, que habrían camia o as « etras» por la «filosofía», ni podrá reducirse a la experien cia «interior» de ciertas almas piadosas, interesadas en reafirmar la continuidad de la tradición platónica medieval.
■ Sin salir del marco que acabamos de bosquejar, las páginas que siguen intentan hacer hincapié en otro aspecto del problema: a sa er, o que una investigación sobre determinados hombres y de termina os grupos realiza no desde una perspectiva abstracta, sino través t c la consideración detallada de períodos muy concretos, ^.Ue ,*L aPortar para la comprensión del desarrollo de los estudios cient icos. A propósito de los intereses filosóficos y científicos de los umamstas» se ha hablado con frecuencia de heterogeneidad y, por tanto, e a existencia de diferentes períodos; se ha negado la circuacion e as ¡deas entre los eruditos, los artistas y los artesanos; se a sos aya o Ja relación existente entre la producción de ideas gene ra es por parte de los «literatos» y «filósofos», y la renovación de las ciencias, se ha olvidado la influencia de la tradición especulativa místico mágica en la formulación de hipótesis harto fecundas; no se a visto que la aportación de las técnicas artesanales sólo pudo efec tuarse en ei marco de una toma de conciencia que dependía de una tran ormación cultural de mayor envergadura; no se ha sabido apreciar el peso de la evolución de la retórica en el desarrollo de las matemáticas y de la lógica de las ciencias naturales. Se ha escrito a m ona en blanco y negro, aplicando esquemas muy generales: aqui^ e p atonismo, la evasión; allá, el aristotelismo, el rigor; aquí, a mística de Ficino; allá, Leonardo, autor sanza lettere; aquí, los fi~ oso os neoplatónicos y herméticos; allá, Galiieo, el telescopio y las atarazanas de Venecia, Que Copérnico no tenga reparos en inau gurar su obra maestra con un texto platónico; que Galiieo no ata que a os platónicos, sino a los peripatéticos; que, como Leonardo, se ce a te redactando páginas de literatura solar donde campea e mas esconcertante estilo ficiniano; que Wiiliam Harvey inicie su ° ra maestra con un texto que no desentonaría en un libro de Pico:
son hechos cuya significación no puede ocultarse atribuyéndolos a la influencia de la moda y a los vestigios de un pasado ya exangüe. Pe ro, ¿por qué precisamente ese pasado y esas imágenes, capaces de expresar, de plasmar en el plano de la fantasía, hipótesis cuya vitali dad estaría fuera de duda? Las experiencias registradas en los documentos no afirman nada de eso. Recientemente, se ha intentado reconstruir uno de los capí tulos más importantes de la historia de la ciencia (y de la filosofía) medieval: el relativo a la «perspectiva», con todos sus dentículos (desde la anatomía hasta la teoría de la visión, desde la astronomía hasta la astrología). El estudio se basa en un códice muy im portan te, que formó parte de la biblioteca del convento florentino de San Marco, y que por algunos de sus textos constituye un códice único. Consiste en una colección sistemática, compilada hacia el año 1400, donde figuran textos fundamentales de Nicola di Oresme, de Heinrich von Langenstein, de Domenico da Chivasso y de otros. Pe ro lo más importante es que el manuscrito forma parte de un núcleo mucho más significativo de códices científicos muy valiosos, casi to dos ellos reunidos por un tal micer Filippo, hijo de micer Ugolino Pieruzzi de Vertine, Notario de las Riformaggioni desde 1429, y que ya firmaba actas en 1401: un «humanista», pues, de acuerdo con las clasificaciones preferidas por ciertos historiadores, que desde el destierro, que le valió en 1444 su oposición a los Médici, pasa ría el resto de su vida enseñando latín en pequeñas escuelas rurales. Quien hojee los manuscritos de micer Filippo, conservados actual mente en la Biblioteca Laurenciana y en la Biblioteca Nacional de Florencia, tendrá la clara impresión de encontrarse ante una m ag nífica biblioteca de la ciencia antigua y medieval, reunida con peri cia poco común por un gran erudito, cuyos intereses abarcaban tan to las matemáticas como la física, la astronomía y la astrología. Aquí no se trata de analizar esos libros, ya estudiados, someramente, a principios de siglo por A. A. Bjórnbo en una serie de artículos, dig nos de mayor consideración que la que recibieron en su momento. En efecto: esos artículos sacaban a la luz un singular documento de la existencia de unos intereses científicos de alto nivel precisamente en un centro de estudios humanistas como la Florencia de finales del siglo XIV y primeras décadas del XV. No menos significativas son las notas que registran los nombres de los propietarios de algunos de esos textos, que de manos de Salutati, a través de las de micer Fi lippo, pasaron a las de Niccoli y Cósimo el Viejo, como sucedió con la Perspectiva de John Peckam (manuscrito Conv. Sopp., I, v. 25),
publicada luego por Fazio Cardano, y utilizada y citada por Leonar do da Vinci8. Mucho podría decirse de los tratados de «perspectiva». En todo caso, se impone mencionar el manuscrito Conv., J, v. 30, también perteneciente a la colección de micer Filippo, cuya importancia ha destacado recientemente Marshal! Clagett en relación con lo que de nomina «The Florence Versions» del De mensura circuli de Arquí m edes9. Por lo que sabemos de la persona de micer Filippo (dispo8 las fichas bibliográficas de A. A. Bj Or n b o se publicaron en una serie de ar tículos que aparecieron a partir de 1903 en la tercera serie de la «Biblioteca Mathematica» (Die mathematiseben S. Marcohandschnften in Florenz). El manuscrito a que se hace referencia es el Conv. Soppr., J , X, 19, de la Biblioteca Nacional de Florencia; en él se basa la obra de G. Pederici V e s c o v in i , Studi sulla prospectiva medievate, Turín, 1965. 9 M. G.AGETT . Archimedes in the Middle Ages, vol. I: The Arabo Latin Tradition, Madison, 1964, pp. 91-142. La preciosa documentación recogida pot Clagett permite, entre otras cosas, demostrar que durante el período medieval la importancia de Arquímedes fue muy modesta (p. 14: «we must conclude that he played a modest... part...» En sus Études gaUléennes, I, p. 10, nota 1, Koyré había escrito: «pienso que el trabajo científico del siglo xvi podría caracterizarse como la progresiva recepción y comprensión de la obra de Arquímedes. En el caso de la historia del pen samiento científico, la idea popular del “ Renacim iento" resulta ser profundamente correcta». Recientemente, Neal W. Gilbert («Galileo and the School of Padua», Journal o f the History o f Philosophy, I, 1963, PP- 223-31) ha insistido con toda razón en la im portancia decisiva de Arquímedes y de los matemáticos griegos (polemizando con las tesis de j , H. RANDA1X j r . : cf. The School o f Padua and the Emerger/ce o f Modern Science, Padua, 1961). Gilbert niega que Galileo haya elaborado su método basán dose en los lógicos aristotélicos de Padua, e insiste en que sus fuentes fueron Euclides, Arquímedes y Pappo. También afirma, justificadamente que las discusiones de carácter metodológico cobraron importancia cuando se reanudó la lectura de los diálogos platónicos (a propósito de esto me permito remitir a las observaciones, moti vadas tam bién por las tesis de Randall, que hice públicas no sólo en algunas «confe rencias» sobre Galileo, pronunciadas en 1963, sino también en el ensayo «Gli urnanisti e la scienza», Rivista di filosofía, vol. 52, 1961, pp. 259-78). Sin embargo, en la página 227, Gilbert afirma algo que, aunque básicamente correcto, no es del todo exacto: según él, los Juvenilia de Galileo no contendrían referencias a la «lógica». Co mo se verá más adelante, Favaro no incluyó en su edición los apuntes de Dialéctica; tampoco Randall parece tener en cuenta esos textos. Sin embargo, aunque en ellos no aparezcan los nombres de los lógicos peripatéticos de Padua, pueden percibirse ciertos ecos de sus ideas. De todos modos, esto no invalida en absoluto la interpreta ción de Gilbert. De hecho, el error en que suele íncurrirse consiste en creer que la influencia de la nueva lógica, o de la nueva retórica, en la formación de la «nueva» ciencia fue direc ta: en suponer que los filósofos naturales adoptaron las técnicas de los «retori» y de los «dialettici». En realidad, las utilizaron en forma indirecta, adoptando sus argu
ncmos de una Vida escrita por Vespasiano da Bisticci), está fuera de duda su vinculación con Bruni, con Traversari, con M anetti, con Marsuppini; conocía el griego y frecuentaba los círculos cultos de la ciudad. Así llegamos a Toscanelli, a sus conocimientos matemáticos, a sus discusiones con Nicolás de Cusa, a sus investigaciones sobre la «perspectiva» natural y artificial, a sus relaciones «científicas» con Brunelleschi10. Este camino pasa menos por la tratadística de un autor como Ghiberti —fruto de una tarea de compilación (al pare cer, empezó a escribir sus Commentarii en 1448)— que por la riquí sima obra de Alberti, singular síntesis de refinada cultura hum anís tica, arte y ciencia. Su presencia en el siglo XV es como un símbolo capaz de denunciar por si solo la artificiosidad de toda oposición entre literatura y ciencia, entre «humanismo» y «naturalismo», entre el m undo de los artistas y el m undo de los eruditos. En sus páginas, y en boca de Momo, se encuentra el elogio de la divina naturaleza racional, reguladora del todo, animadora inmutable de los seres vi vientes («fungí iccirco, quaecumque a Natura procreata sint, certo praescriptoque officio..., quandoquidem invita repugnanteque Na tura eadem ipsa per se nihilpossint»). Como se sabe, Alberti consi deraba que en la realidad había leyes y principios racionales, y las supersticiones mágicas y astrológicas constituían el blanco de sus ataques y sus burlas. En otro diálogo, evocando su etapa boloñesa, se refiere a un astrónomo muy sabio, científico eminente de Bolo nia: al nacer uno de sus hijos, éste consultó el horóscopo y vio que las estrellas anunciaban que moriría en la horca. Para esquivar el destino lo orientó hacia la vida religiosa, porque los sacerdotes esta ban a salvo de ese castigo. Sin embargo —y aunque el hijo había llegado a ser un dechado de virtud, situándose así por encima de la fortuna y el destino— , el buen padre logró persuadirlo de que en el momento señalado por las estrellas se dejase colgar, ficticiamente y sin daño alguno, para realizar así el designio de los astros y exorci zar su influencia. Rodeado por los amigos, y en medio de la conmo ción general, el joven, que sólo por obediencia filial se había presta do al singular procedimiento, se enteró de su significado cuando és tos ya festejaban eufóricos la desaparición del peligro: con palabras mentos polémicos, o ateniéndose a su demarcación más precisa de las funciones es pecíficas (morales y políticas) de ciertas técnicas surgidas de| aristotelismo. 10 Sobre este tema, cf. el libro de A. P a r r o n c h i , Studi su la tdolce» prospettiva, Roma, 1964. En él figura el breve tratado Della prospettiva, que el autor (pági nas 581-641) atribuye a Toscanelli. Anteriormente, A. Bonucci lo había atribuido a Alberti.
amargas demostró su descontento, insistiendo en la nulidad cientí fica de la astrología adivinatoria y en las enseñanzas morales que constituían su bien más preciado; porque el sabio, decía, domina a las estrellas. Poco más tarde, dentro del plazo señalado, estalló una sublevación en la ciudad y algunos forajidos, a quienes la rectitud del joven sacerdote infundía tem or, sin respetar ley alguna, lo lleva ron a la horca. Nos gustaría seguir analizando otras páginas de Alberti donde éste revisa a fondo sus teorías sobre la fortuna y la virtud; páginas que constituyen una muestra singular de conciencia crítica y apertu ra antidogmática. La conciencia del valor de la obra humana contrasta con el reconocimiento de sus límites; y la conclusión de Alberti es una especie de aporía en la que aflora el enigma. Cien tífico y artista, literato y filósofo, Alberti está presente en todas par tes, siempre con profundidad. Es difícil no pensar en él cuando se lee a Etasmo y a Bruno, a Leonardo da Vinci y a Ariosto; cuando se lee a los pensadores y científicos de más alto vuelo, a los poetas más inspirados, a los escritores más exquisitos, ya se trate del Sogno di Polifilo o del Orlando furioso. Lo que hemos intentado en este libro es reconstruir el m undo en que floreció esa cultura, y deslindar algunos de sus componentes más significativos. E. G .
Florencia, abril de 1965.
LOS SECRETARIOS HUM ANISTAS DE LA REPÚBLICA FLORENTINA DESDE COLUCCIO SALUTATI HASTA BARTOLOMEO SCALA1
«En esta ínclita ciudad, flor de la Toscana y espejo de Italia, émula de aquella Roma ilustrísima, de la que desciende, y las huellas de cuyos antiguos pasos sigue en su lucha por la salvación de Italia y la libertad de todos, aquí, en Florencia, me he impuesto una tarea sin pausas pero de incomparable grandeza. No es una ciudad cualquiera; no me limito a comunicar las decisiones de un gran pueblo a los países vecinos; debo m antener informados de los acontecimientos a los soberanos y príncipes de todo el m undo.» Con estas palabras comienza la carta que Colugcio-Salutati escribió a Gaspare Squaro de Broaspini el 17 de noviembre de 1377. Broaspini, en Verona, se dedica tranquilamente al estudio. Salutati, en Flo rencia, en medio de clamores de guerra y choques entre partidos, investido de un cargo altísimo, cuando acaba de concluir la lucha con Gregorio XI y está por declararse el motín de los Ciompi, se complace, a todas luces, en oponer su actividad febril a la calma del amigo: de una parte, el perpetuum negocium de Atenea armada; de la otra, el ocio sagrado de las Musas2. 1 La obra fundam ental sobre la que se basa el presente ensayo es La Cancelle ria detla Repubblica Florentina de Demetrio Marzi, Rocca San Casciano, 1910. En le sucesivo nos referiremos a ella indicando solamente el apellido de su autor, M a r z i , j el número de página pertinente en cada caso. Los documentos de archivo que utiliza mos pertenecen sobre todo a los Registri delle Missive delta I Cancellería, Archivio d Stato di ñrenze, y se indicarán de la siguiente manera: ASF, Sig. (nori), Miss. [ive] I Cancell. [eria], Reg. (con el número de registro, seguido del número de folio.) 2 Coluccio SALUTATI, Epistolario, ed. de Francesco Novati, I, Roma, 1891, pág na 227. El Magister Marzagaia de Verona (De modemis gestis lib. IV, en C. C
El 15 de abril de 1375 el Consejo del Pueblo de Florencia había aprobado su nombramiento como Secretario de" la Comuna, en sus titución de micer Niccoló Monachi, que había caído en desgracia. Él hombre llamado a desempeñar esa elevada función no"era joven, tampoco su nombre era nuevo. Había nacido cuarenta y cuatro años antes en Stignano^en el valle^de Nievole, y su vida no había sido fácil. En Bolonia, Pietro da Muglio le había enseñado a amar a los grandes autores dei siglo. Su admiración porTa poesía de Dante no tgndría límites, y en su momento asumiría la defensa del «divino» E)ante contra la envidia de Cecco d ’Ascoli. Fue amigo de Petrarca y de Boccaccio, con quienes mantuvo correspondencia. Petrarca fue para él un modelo insuperable de hombre de cultura, oracular en todo, incluso en la vida política, capaz de hacerse escuchar por los tribunos populares y los soberanos, por pontífices y emperadores. La carrera de micer Coluccio como notario le deparó no pocas privaciones. En Roma, junto al secretario Francesco Bruni, durante el paréntesis italiano de Urbano V, logró consolidar más su fama de «intelectual» que su posición económica. En Luca, a partir de 1370, sufrió las amenazas de los gobiernos populares. En 1374 Florencia lo nombraba notario para los asuntos comerciales; en 1375, Secretario, con lo que alcanzaba finalmente un cargo —como él mismo dirá— magni splendoris et nominis: tarea sin duda difícil, pero no impo sible para un hombre dotado de sereno entusiasmo, y con estipen dio capaz de asegurarle una posición destacada en su ciudad. «Abri Antiche cronache veronesi, 1, Venecia, 1890, p. 301, en «Monum. storici R. Dep. Veneta di St. patria», III, 2) dice de Broaspini: «antequam saccrrimo musanim ocio daretur...». Sobre Salutati como secretario, cf. M a rz i, pp. 106 y ss.; los do cumentos de la elección fueron publicados por Novati como apéndice al epistolario, volumen IV. Roma, 1911. pp. 437 y ss. Sobre su formación cultural, cf. F. N o v a ti , La gtovinezza di Coluccio Salutati (133I-I3J3), Turín, 1888. Sobre su «política», confróntese A. S eg re, Alcuni elementi storici del secolo X IV nell'epistolario di Co luccio Salutati, Turín, 1904 (basado en las cartas «privadas»,publicadas por Novati). Sobre las cartas de Salutati, cf. también S. M e rk le , «Acht unbekannte Briefe von Co luccio Salutati», Rivista abruzzese, XII (1894), pp. 558 y ss. (los documentos perte necen al Vat Capp. 147), y la respuesta polémica de N o v a t i , «Di otto inedite letrere di Coluccio Salutati», loe. cit., 1895. Sobre la cultura de Salutati, cf. B. L. ULLMAN, «Coluccio Salutati ed i classici latini», en el vol. II mondo antico ne! Rinascimento, Actas del V Congreso Internacional de Estudios sobre el Renacimiento, Florencia, 1958, pp 41-8; R. W eiss, «Per gli studi greci di Coluccio Salutati», loe. cit., pági nas 49-54 (y del mismo autor «Gli studi greci di Coluccio Salutati»: Miscellanea Cessi, 1, Roma, 1958, pp. 349-56); sin embargo, la obra más importante sobre este tema es The Humanism o f Coluccio Salutati. publicada recientemente por B. L. U llm a n (Padua, 1963). POUA :
go la esperanza —añadía— de que algún día podrá grabarse en mi tumba que he sido el Secretario de Florencia»3. En Florencia, el secretario era por antonomasia la persona encar gada de llevar la correspondencia, o sea, un notario que era miembro de la Corporación de Jueces y Notarios, y cuya función consistía en ocuparse de las relaciones con el extranjero: «un secreta rio que está siempre en Palacio, y escribe todas las cartas y epístolas que la Comuna envía a los príncipes del m undo, así como a toda señoría o persona privada»4. Escribir cartas al extranjero parece tarea normal en un notario o en un «retore»; en realidad, según la perso na del Secretario, y según su prestigio, llegó a ser una función muy delicada: la de una Secretaría de Estado permanente para los asun tos exteriores. La manera de abordar las relaciones oficiales con las potencias extranjeras, incluida la Iglesia, podía resultar decisiva. Al conocimiento jurídico, al buen criterio político y a la habilidad d i plomática, debían añadirse la agudeza psicológica, la idoneidad li teraria y la capacidad propagandística. Unas veces, das cartas son prudentes instrucciones para los embajadores; otras, órdenes preci sas para los militares; o bien tienen el carácter de manifiestos, de «libros blancos, amarillos o verdes», astutamente compuestos para presentar de determinada manera las diferentes posiciones de las partes implicadas.] Cuando Enea Silvio Piccolomini elogie la de mocracia florentina por haber sabido escoger siempre grandes secre tarios, insistirá precisamente en la sensatez de haber confiado un cargo tan delicado a especialistas que, al mismo tiempo, eran figu ras de gran prestigio. Notarios expertos en materia jurídica y retórica »—o sea, conocedores de las técnicas del discurso persuasivo y de las relaciones humanas— , los Secretarios florentinos, estables en medio 3 S a l u t a t i , Epistolario, I , p. 203 (a Benvenuto da Imola, el 22 de mayo de 1375: *nunc autem credo tibi, fama divulgante, innotuisse michi ad labores, quibus eram ascriptus, et honorem et onus Florentini cancellariatus accessisse, cui, utinam, me saltem non nimis indignum reddam! Illum enim supra vires meas, quarum parvitatem debilitatemque cognosco, longissime sentio; sed hoc, quantumcumque arduum et ¡nacccssibile, fervore lete mentís amplectar et ei quam potero me conabor reddete digniorem.») '* [Goro D a t i ] , Ordine degli Uffici..., en Anl. Franc. Gori, La Toscana ¡Ilústra la etc., I, Livorno, 1755, pp. 181-8; F. P. Luiso, «Riforma dclla Cancellería florenti na nel 1437»: Archivio storico italiano, serie V, tomo XXI, 1898 («el secretario ya no es el experto que se ocupa de redactar la correspondencia; en sus manos está el des pacho de todos los asuntos externos, y, además, como parte del aparato burocrático del ayuntamiento, supervisa y anota los votos, y a menudo incluso interviene en las elecciones de todos los cargos»; esto alude a la presencia de Salutati en la Oficina de Asuntos Comerciales).
de la continua variación de las supremas magistraturas de la Repú blica, constituían un elemento de continuidad política, de sabiduría no sólo hecha de conocimientos específicos, sino también de expe riencias y de contactos personales, de amistades importantes, cimen tadas en la atracción ejercida por un nombre famoso. Coluccio Salu tati conservó el cargo durante más de treinta años, hasta su muerte; los testimonios concuerdan en destacar el gran ascendiente que en todo momento, incluso en los peores días del motín de los Ciompi, tuvo sobre los gobiernos que le tocó conocer. La palabra del Secreta rio descendía de la tribuna, solemne, oracular. Por otra parte, su función política en la Comuna de Florencia parece haber sido decisiva para aquella renovación del saber que con tanta radicalidad había impulsado Petrarca. En sus comienzos, el Hu manismo se afirmó en el terreno de las artes de la palabra, la lógica y la retórica, y al mismo tiempo en la moral y la política. La consecuen cia inmediata de nombrar Secretario de una gran República a un ad mirador de Petrarca, embebido de cultura clásica, apasionado y afor tunado buscador de textos antiguos, fue conferir una impronta de originalidad a las formas, y, a través de las formas, a todas las mani festaciones de la vida política de tan gran país; y, al mismo tiempo, esa decisión estableció un estrecho vínculo entre una corriente cultural, poderosamente renovadora, y una vocación «civil» muy concreta. Quien aborda el estudio de la cultura florentina de finales del siglo XIV y comienzos del XV no puede menos que asombrarse ante la importancia del compromiso político: ^as «letras» van siempre unidas a una concepción del mundo, a una visión de las tareas que incumben al hombre como ciudadano. Pues bien: no es casual que precisamente en ese período Florencia ejerciera una especie de he gemonía cultural sobre el resto de Italia, e incluso más allá de sus fronteras, y que dicha hegemonía emanase de una actitud tan acen tuadamente política¡Jlanto en la guerra contra Gregorio XI como en la lucha a muerte entablada con Gian Galeazzo, Salutati compo ne la imagen de una Florencia que es heredera de la antigua Roma republicana, baluarte de libertad para todos los pueblos itálicos, maestra y acicate de la propia Roma moderna. A veces, en algunas de las cartas oficiales que redacta, parece sonar el tono apasionado de Cola di Rienzo; con la diferencia de que la misión que éste atri buye a Roma, Salutati la reserva para Florencia5. En nombre de la 5
Cf., por ejemplo, la epístola a los romanos del 4 de enero de 1376 (ASF, Sig.
Miss. I Cancell. Ref. 15, 40 r y v)\ «Deus benignissimus cuncta disponens et sub im-
libertad, o sea, del único valor capaz de hacer de la vida algo digno de vivirse, Florencia se convierte en la patria ideal de los hombres. Otro secretario, Leonardo Bruni, discípulo de Salutati, inspirándose en un elogio clásico de Atenas, dirá no sin acierto que todo italiano es hijo de dos patrias: de su lugar natal, por naturaleza, y de Floren cia, ciudad humanísima, por su vocación humana. Y no sólo eso: todo oprimido, todo desterrado, todo exiliado, todo combatiente por una causa justa es idealmente florentino6. El hecho de que fuera Salutati quien elaboró esa visión de Flo rencia durante el último período de esplendor de la República, cuando ésta todavía trataba de igual a igual con las grandes poten cias; que en centenares de cartas enviadas a todas partes de Europa in sistiera reiteradamente en ella; que la misma formara parte de la pro paganda para la difusión de los nuevos estudios, y que se impusiese a secretarios y magistrados pertenecientes, incluso, a Estados enemi gos; que, además de Bruni, personalidades como Loschi o Uberto Decembrio se declararan discípulos y admiradores de Salutati, todo esto fue decisivo para la historia del renacimiento del saber anti guo7. Este fue ej sello con que logró imponerse el Humanismo; su mutabilis iusticic ordine nobis incognito res mortalium administrara miscratus humilem Italiam...» (Esta epístola fue publicada por Pastor en su Storia dei Papi, I, Ro ma, 1925, pp. 715-6, y por el autor de este libro en II Rinascimento italiano, Milán, 1941, pp. 37-41, junto con su versión italiana). Sin embargo, cf. tam bién. Reg. 15, 86 ry v («Quid facitis, optimi viri, nedum Italie sed totius orbis caput?...»); Reg. 16, 67 r y v («Alias per nostras litteras meminimus vos ad libertatem fidelibus saltem exhortationibus incitasse, ut non solum vestre deberetis assertores csse libertatis, sed totius ctiam Italie liberatores, pro qua optimi atque bellicosissimi progenitores vestri contra infinitas nationes exteras dim icarunt... Nos autem qui Romanos nos fuisse, preut nostris annotatur hystoriis gloriamur, antique matris memores...»); Reg. 17. 100 v. 6 Leonardo B r u n i , Laudatio Florentinae urbis: «nec ullus est iam in universa Ita lia, qui non duplicem patriam se habere arbitretur; privatim, propriam unusquique suam, publice autem, florentinam urbem». El tema está tomado de Eüo Aristide; Luiso ha realizado un cotejo parcial (Le vere lode de la indita et gloriosa citta di Fi-
renze composte in latino da Leonardo Bruni e tradotte in volgare da Frate Lazaro da Padova, Florencia, 1889, pp. XXVII-XXXII). Ya Kjrner hizo un estudio de la Laudatio (cf., Della •Laudatio urbis florentinae», Livorno, 1889; sobre algunos de los códices donde se conserva este texto, cf. Luiso, p. 63); pero Barón ha realizado un análisis exhaustivo; cf. Humanistic and Political Literature in Florence and Venice al the Beginning o f the Quattrocento, Cambridge (Mass.), 1955, pp. 69-113, donde queda probado que el texto data del verano de 1403. 7 Sobre las relaciones entre Antonio Loschi y Salutati, cf. las epístolas en verso del primero, conservadas en el manuscrito 3977 de la Universidad de Bolonia, don de, en la hoja 27 v , se lee el siguiente pasaje, cargado de emocionada añoranza: «sex-
enseñanza no emanó de las cátedras universitarias ni del discurso de los «retori» en las cortes refinadas. Se afirmó a través de la obra de Petrarca y su cátedra más elevada fue el Palacio de la Señoría de Flo rencia; sus maestros fueron los secretarios de la República: Coluccio Salutati, Leonardo Bruni, Cario Marsuppini, Poggio Bracciolini, Benedetto Accolti, Bartolomeo Scala. Petrarca murió en 1374. Entre 1375 y 1406 Salutati ocupa su puesto de guía de las personalidades más abiertas de la inteligencia italiana: maestro de sabiduría y de gusto, consagrado a la investiga ción y aplicación del saber latino, heraldo de la filosofía y la poesía griega, fue, al mismo tiempo, uno de los artífices de la política ex terior de Florencia, que todavía se contaba entre los Estados podero sos. Eran momentos dramáticos. La guerra de los Cien Años entraba en una fase crítica: los ingleses estaban a un paso de ser arrojados al mar; Carlos IV no tardaría en desaparecer, dejando a Wenceslao en medio de las dificultades; la Iglesia padecía la experiencia de Aviñón y del cisma; Bernabó Visconti veía crecei la figura del infiel Gian Galeazzo; pronto moriría Juana I; Venecia y Génova se encontraban en guerra; Florencia no tardaría en declararla a Gregorio XI, secundada por Pisa, Luca, los Visconti y Hungría. Eso le valdría a la ciudad una suspensión a divinis; y al terminar la guerra la rebelión de los Ciompi puso sangre en su calles y fuego en sus palacios. Después, el duelo mortal con Milán, y el avance inexorable del conde de Virtü. «Siempre en Palacio», el Secretario aconseja, persuade, y redacta m i les de cartas, cuyos borradores, a menudo de su puño y letra, ocu pan doce libros de registro en el Archivo florentino, y constituyen un conmovedor documento de estilo, de sabiduría política y de hu manidad*. Hojearlos, detenerse en los borradores que trasuntan más dramatismo, o en los de tono más elevado, llenos de tachaduras, añadidos y correcciones, espiar en las frases cambiadas, torturadas, e incuso en la letra, el reflejo de las emociones, constituye una expetum hyperboreus / iam versat aquarius annum / ex quo urbem florentern opibus clarisque superbam / ¡ngenüs et dulce solum patriamquc reliqui / (sic voluit fortuna) mam, non ora querellas, / non lachrymas tenuerc oculi, tu semper in illis / semper et in memori tua pectorc vivit imago». A propósito de Uberto Decembrio, cf. F. Ñov a t i , «Ancddoti viscontei», Archivio storico lombardo, 35, 1908, pp. 129-216 (y las cartas conservadas en el manuscrito de la Biblioteca Ambrosiana, B 123 sup.). 8 Sus cartas figuran a partir del registro núm. 15 (M arzi no piensa así, cf. pá gina 117). A. G herardi recogió datos sobre ese epistolario y publicó algunas de sus piezas: cf. La guerra dei fiorentmi con Papa Gregorio X I detta la guerra deglio Otto Santi, Memoria preparada sobre la base de documentos del Archivo Florentino, Flo rencia, 1868 (Extracto del Archivio storico italiano, serie III, vol. 5 y ss.).
rienda excepcional. La llamada imitación de los antiguos o la retó rica humanística, sobre las que tantas necedades se han escrito, pier den toda resonancia literaria cuando en una carta llena de pasión, dirigida a un condotiero o a un soberano, nos topamos con un texto de Cicerón o de Tito Livio, con un verso de Virgilio o una frase de Séneca. Por la noche, en su casa, Salutati escribía las cartas privadas: su gran epistolario, parangonable al de Petrarca; sin embargo, es im posible separar las cartas privadas de las epístolas oficiales, y ambas de los tratados; hasta el punto de que resulta incomprensible el em pecinamiento de los historiadores en introducir esas distinciones, dejando con ello de lado, cuando reconstruyen esa etapa fundam en tal del Humanismo, uno de los mayores monumentos de nuestra historia, hasta ahora aprovechando sólo en uno que otro estudio fragmentario. El trabajo diurno en Palacio y el nocturno en su estu dio privado se entrelazan en la actividad del gran Secretario: en los registros de las cartas de los Señores pueden leerse borradores donde aparecen mencionados códices antiguos, y muchas de las epístolas privadas dirigidas a príncipes y secretarios son una prolongación de su discurso político9. Existe un vínculo indisoluble entre obras como 9 En el Rcg. 22, 96 v se conserva la carta al Marqués de Moravia (ed. Novau, II, pp. 427-31), que acompañaba el envío del De viris illustribus, quem Petrarca noster condidit abbreviatum, y solicita a cambio de él cierta Chronica regum Bohemie (cf. WESSELOFSKY, 11 Paradiso degli Alberti, Bolonia, 1887, I, i, pp. 298 y ss.). Así, una carta al obispo de Florencia, donde se elogia al Ciego de los Organos (ab isto ceco lumen accedit), introduce una clasificación de las ciencias y las artes, destina da a señalar la posición y el significado de la música (Rcg. 16, 21 r y v. «et denique hanc tantum mirati sunt veteres, ut orpheum atque amphyona, cithare sonitu, saxa, rupes, arbores montesque movisse et ilumina statuisse fingantur». Así, entre los do cumentos acerca del Studio que Gherardi no tuvo en cuenta merece recordarse la car ta a los bolonieses (Rcg. 20, 109 r): «Fratres karissimi. Cupientes pauperibus studiosis, qui per circuitum addisccre desiderant, subvenire, decrevimus in hac nostra civitate concessum nobis generale studium in cunctis facultatibus ordinare, ut cum hic, quasi in párvulo maris sinu, navigare didicerint, demum audeant ad vestrum studii pelagus, quasi mare profundissimum, transfretare. Nec dubitamus, ex hoc studioli nostri preludio longe plures, exploratis ingenii sui viribus, famosam urbem vestram uberioris doctrine gratia petituros, quam presentialiter habearis. Non enim audent, etiam discendi cupidi, inexperta mentis Índole, continuo studii non certos eventus, cum certo tainen pecuniarum profluvio, et scolas extra patriam petere, quas solent postquam se profecturos speraverint libenter adire. Pro cuius rei executione, dominum lacobum de Saliceto ad cathedram infbrtiati, et magistrum Petrum de Tossignano pro medicine doctrina vestros doctores egregios duximus cligendos. Pla cea! igitur, ut de caritate vestra speramus, eisdem huius negocii gratiam serviendi no bis et veniendi Florentiam liberam concedere facultatem. Urbis enim vestre decus
la Invettiva o tratados como el Tiranno y las cartas escritas en su lucha contra Visconti. Reaparecen las mismas frases, los mismos ar gumentos. Los tratados se basan en las experiencias; las experiencias se organizan con arreglo a una reflexión permanente. Hay cartas ofi ciales, como las que se refieren al nombramiento de Luigi Marsili para el cargo de obispo, que trasuntan la emoción de la amistad; aunque también es notable el empeño que pone Salutati en detallar los estudios del fraile en París, y en aclarar que éste debía su título no a la influencia de privilegio alguno, sino al mérito exclusivo de sus conocimientos en materia teológica. Ciertos ataques contra la corrupción y la prepotencia eclesiástica nos recuerdan no sólo las car tas del gran agustiniano a Guido del Palagio, sino también el hecho de que precisamente en Florencia, en 1363, se había traducido el Defensor pacis de Marsilio de Padova10. El pensamiento fundamental de Salutati, y el sentido íntimo del gran movimiento cultural del que deriva nuestra civilización, no se encuentran sólo en libros, sino además en los textos donde está do cumentada la actividad práctica que acaparó sus esfuerzos: por el contrario, hay que buscarlos en la constante relación entre unos y augetur, curo ab aliis ut doceantut vcstri civcs auctoritate publica deliguntur. Ut Bononiam liccat, non comparare soium, sed grecis antcferrc Lacedemoni vel Athenis, a quibus phylosophi ad externos ¡nstruendos populos petebantur. Super quo vestre caritatis rcsponsum gratiosissimum expcctamus. Data florentie dic 11 octobr. VIII ind. 1385. Nam nedum avarum sed inhonestum foret, fratribus vestris denegare doc tores, aut [hanc] studii quantulacumque futura sit gloriam invidere. Accedit ad hec insuper quod uterque predictorum venire promisit, ex quo turpissimum foret eisdem rumpendi fidei, vel necessitatem vel excusationem aliquam exhibere, precipue cum per dei graciam in qualibet facúltate famosioribus doctoribus abundetis...» (confrónte se, F. N ovati , «Sul riordinamento dello studio florentino nel 1385. Documenti e notizie», Rassegna bibliográfico dellaletteratura italiana, IV, 1896, pp. 318-23), Ghetardi tampoco reparó en la existencia de otra carta referida al Studio: cf. Reg. 20, 219 v. 10 Las cartas oficiales sobre Marsili fueron publicadas en forma parcial por Wesselofsky, y reunidas en edición definitiva por C . C asari: cf. Notizie intomo a Luigi Marsili, Lovere, 1900. Acerca de los estudios teológicos que Marsili realizó en París, sudore y no valiéndose de privilegios, cf. las cartas del 3 de octubre de 1385 (Reg. 20, 119 v - 120 y) y del 3 de enero de 1390 (Reg. 22, 19 r)\ «non bullarum suffragio, sed ex forma studii, multis sudoribus atque vigiliis». La versión del Defensor pacis st conserva en el códice Laur. 44, 26 (cf. la introducción de Sc h o l z , Hannover, 1932, página XXIV). Según la interpretación de Scholz, el texto comenzaría con las si guientes palabras: tQuesto si chiama el libro del difenditore della pace e tranquilitü trasslatato di franciesco [fio] rentino laño MCCCLXIII* (Este se llama el libro del d e fensor de la paz y tranquilidad traducido por francisco florentino el año MCCCLXII1). Sin embargo, un examen minucioso del códice suscita dudas a propósito de la su puesta laguna, y, por tanto, a propósito de ese franciesco [in fio ] rentino.
otros, que constituye su marca inconfundible. A la luz de esa interrelación la vuelta a los antiguos adquiere un significado que nada tiene de retórico. Mientras no leamos los textos de aquellos primeros artífices del Renacimiento, comentados al pie de página mediante las referencias continuas a sus escritos oficiales, o sea a sus vidas de hombres comprometidos, seguiremos sin entender el verdadero sen tido de esa vuelta a los antiguos. Sin embargo, esa lectura todavía no ha sido emprendida. Cuando, en la época de la guerra de los Ocho Santos, el Secre tario se dirige a los romanos y evoca la antigua historia de las luchas por la libertad y la unidad de Italia, invocando los vínculos legenda rios entre Roma y Florencia, y refiriéndose a las guerras contra los galos, su argumentación dista mucho de ser retórica. Esas cartas, numerosísimas, alcanzan la altura de ciertas páginas de Cola di Rienzo y de Petrarca, y siempre tienen el carácter de eficaces mani fiestos propagandísticos, pulcramente compuestos, basados en una visión clara y meditada de la situación italiana. Detrás de los galos está el papado de Aviñón y la política francesa. El mito de Roma y el mito de Florencia, su hija y heredera, nuevo Estado-guía de la penín sula, tienen un significado preciso, y despiertan ecos imposibles de desoír. Por su parte, la evocación de la historia romana como expe riencia ejemplar constituye ya una base científica para la teoría de la acción política. «Si acaso deseáramos reavivar en nuestros pechos el antiguo vigor de la sangre itálica, ahora hay una causa santa que nos incita a hacerlo, ahora es cuando debemos intentarlo. ¿Qué ita liano, qué romano, cuya herencia es la virtud y el amor a la liber tad, podrá tolerar que tantas nobles ciudades, tantos castillos, sufran las bárbaras devastaciones de los franceses, enviados por los dignatarios de la Iglesia a pillar en toda Italia, a enriquecerse con nuestros bienes, a abrevar nuestra sangre? Más crueles que los galos, más atroces que los tesalios, más infieles que los libios, más bárba ros que los cimbros, han invadido Italia en nombre de la Iglesia: hombres sin fe, sin piedad, sin caridad, cuando sus fuerzas no son suficientes enfilan hacia nuestras discordias, y, para oprimirnos, las suscitan, las alientan, las alimentan»11. 11 ASF, Sig. Miss. 1 Canc., Reg. 16,67 v: «quod si unquam faciendum fuit, hac riostra etate siquis recte respiciat, si voluerimus antiquum italici sanguinis vigorem in ánimos revocare, [summis occurrit studiis, ac nisi) iustissimis cogentibus causis credimus attentandum. Quis enirn italus, ne dicamus romanus, quibus [quorum] virtus et libertatis studium hereditaria sunt, patiatur tot nobiles civitatcs, tot insignia oppida, subesse [gallis vastantibus] barbaris q u i... ut nostris ditarent substantiis, nostri satu-
Fueron momentos trágicos para Salutati. A ese hombre reli gioso, de fe austera y profunda, vivida con toda el alma, por servir a su ciudad la Iglesia lo castigó con la pena máxima, separándolo de la comunidad de los fieles. No vaciló con ello su fidelidad a la Igle sia de Cristo, ni se atenuaron sus terribles denuncias, entre las que se cuenta la inolvidable carta sobre la matanza de Cesena, de la que dio parte a todos los reyes y príncipes de la Tierra. De un lado, las atrocidades cometidas por las milicias bretonas de Roberto de Gi nebra; del otro, cien veces reiterado, el programa político florenti no: «¿qué no haríamos por la libertad, puesto que para nosotros só lo ella es capaz incluso de legitimar la guerra?». Frente a ello, el sar casmo en la denuncia de la devota credulidad de los romanos. «¿Es peraréis siempre al Mesías que ha de salvar a Israel? ¿No percibís la maniobra del Pontífice, que, mientras alienta vuestra esperanza en su retorno, lo que intenta es arrastrar el pueblo a la guerra?... ¡Oh, almas devotas y crédulas de los romanos! ¡Oh, asombrosa y pía simplicidad de todos los italianos! En el santísimo nombre de la Iglesia, Italia ha padecido un yugo pesado y aborrecible; oprimida y convulsionada por la guerra, sólo ante la inminencia de la ruina fi nal ha decidido reconquistar la libertad. Incluso nosotros, los prim e ros en oponernos a esa bárbara insolencia, estuvimos a punto de perder nuestra libertad por causa de nuestra devoción y nuestra in genuidad, si la maldad y la perfidia de los malvados no nos h u bieran hecho despertar del sueño profundo, por el hambre, el hierro, el fraude y la traición... Venerados hermanos, nosotros, que somos huesos de vuestros huesos y carne de vuestra carne, os incita mos a evitar una guerra atroz; unamos nuestras fuerzas por la salva ción común de Italia; juntos concluiríamos sin dificultades la recon quista de la tierra latina. Si el sumo Pontífice regresara, estaría obligado a conceder a toda Italia esa paz que ahora le niega; y si no rarentur sanguine, per presulatum ecclesie mittebantur? Crcdite, clarissimi viri, hos immaniorcs fore senonibus, atrociores thessalis, infideliores libicis, ac cymbris ipsis barbariores; his quidem tirannis, qui sub ecclesie titulo per italiam inundarunt, nulla fides, nulla pietas, nulla caritas, nullus amor cum italis viris esse. Et qui non confidunt se viribus, conantur seditionibus nostris, quas fovcm, quas augent et quas excitant, dominare. Qui prudentia nos se vincere posse non vident, proditionibus utgent et satagunt quod intendunt. Divitias quas nobis vident per fas nefasque diripiunt et omnes splendores italie ambiunt et ambitione possident et possessis per iniuriam abutu n tu t. Quid igitut facietis. o incliti viri, quibus propter presentís status maicstatem et antiqui nominis gloriam cure debet esse liberas italie? Patiemini hanc tirannidem inolescere? et bárbaras ac gentes exteras nostro latió presidere?...» (Las palabras entre corchetes están tachadas en el manuscrito.)
viniese, de todos modos se !e pediría que regresara a una Italia ya libre y en p a z l2. En las cartas oficiales de esos años, entre 1375 y 1378, extensas y muy elaboradas, el Secretario desarrolla los temas centrales de su teoría política: las características del Estado tiránico, los fundam en tos de la vida civil. En una carta a los romanos escribe: «todo gobier no que no tienda sinceramente a beneficiar a los gobernados se con vierte si/i excepción en tiranía»; y en otra, dirigida al Emperador: «nada hay tan grande, tan elevado, tan firme, que no se precipite hacia la ruina cuando empieza a faltar el fundamento de la justi cia». En una solemne admonición a los ciudadanos de Perusa, fecha da el 19 de agosto de 1384, enumera las bases del buen gobierno: magistrados serenos, no propensos a la venganza ni a la ira, sobrios Sobre la matanza de Ccsena, cf. Rcg. 17, 90 y ss. (y Archivio storico italiano, serie I, XV, 46; nueva serie VIII, 2; MURATORI. Rerum 1t. Sc.ript., XVI, 764; la fio-
testa temporale dei Papi giudicata da Francesco Petrarca, da C.oluccio Salutati ecc., Florencia, 1860). Sobre el tema de la libertad como única razón para una guerra jus ta, cf. la carta a los romanos, Reg. 17, 100 v: «sed quid non est pro libértate tentand u m ? hec sola, iudicio nostro, iustacausa videtur mortalíbus decertandi...»; contra la Iglesia (Reg. 16, 35 v)\ «quanta callidirarc nobiscum ecclesisticorum versetur astutia, que ut concordiam tuscotum dissipet...; dcricalis malicia...; seminant enim zizaniam et venena...». Sobre la credulidad de los romanos, cf. Rcg. 15, 86 r y v: «Quid facietis oprimi vir¡, nedum italie sed totius orbis caput? Expectatis ne semper messiam qui salvam faciat ismael? Videtisne quanto paratu vos ¡n spem sui adventus adduxcrit, utpopulum romanum sibi conciliet et in bella precípítet? Et tamen post peregrinationem et classis ostentarionem sic inhesit marsilie quod sine dubio expectaturus videatur hiemis violemiam, qtiam in excusacionem navigationis pretendat, mox ínter paltistrem suum aviníonem quasi sedem propriam aditurus. O devori, o creduli romanorum animí, o simplex totius italie miranda devotio, et enim sub ecclcsie vene rabilísimo nomine tam grave tamque abominabile passa iugum italia, hinc oppressa domi, inde bello quassata, non nisi in ultimo pereundi tempore sue saluti providit sueque consuluit libertad. Et nos ipsi, quorum auspiciis et inceptis huic primum bar barice insolentie resistentia facta fuit, pene in simplicitate et devotione nostra nostram perdidimus üb em tem , quos alto in sommo demersos ccc¡esiasticorum mali cia atque perfidia famc ferro fraudibus et proditionibus excicavit... Proh dolor! si veniat, non pacificus, sed furore bellico comitatus accedet, vohis nichil nisi bellorum vastitatem presentía sua ut certissime novitmis pariturus... Unum nos angit, et nostris mentibus molestum ultra quam exprimí valeat representatur, quod non vidernus quomodo possit ho bellum geri sine damno et periculo romanorum... Quocirca, ftatres venerandi, cum simus os ex osstbus vestris et caro de carne vestra, ut bellum irtfesrissimum eviteris, et saluti vestre totiusque consulatis italie, iungamus et associemus vires, et equali proposito nobiiis íatii inceptam libertatem quod erít facillimum compleamus, ut sive venerit summus pontifex cogatur pacem quam denegat toti italie cum tranquíllitatc concedere, sive non venerit parí voto ad liberam et pacificatam italiam revocctur» (12 de octubre de 1376).
y pacíficos, capaces de expresar la voluntad de tos ciudadanos. «Es un gran mal poner al frente del Estado a personas que no gusten al pueblo, que no gocen del agrado de la m ultitud. Es un gran per juicio elevar al gobierno a personas ineptas, incapaces de asistir a la patria con sus consejos. Es pernicioso elevar al poder a los sediciosos, a los violentos, que infundirán miedo a unos ciudadanos cuyo bien común debieran p ro c u ra r» D u ra n te la rebelión de los Ciompi, Sa lutati atravesó indemne la tormenta; después de 1382 su cargo y es tipendio seguían siendo los mismos. Mucho se ha discutido acerca de su actitud frente a la rebelión, y algunos han invocado una carta privada escrita en 1378 a Domenico di Bandino, donde se habla, sin duda, de motín, pero también de los benignissimi homines, quos michi videtur divine potentie digitus elegiste. En una carta del 3 de febrero de 1380 dirigida al Pontífice figura un extenso texto, tacha do después casi por completo, que corresponde exactamente a la carta de 1378 a Bandino: es un elogio de las artes, per quas sumus quod sumus, eliminadas las cuales se derrumbaría la grandeza de Florencia. Frente a los excesos de los güelfos, destaca la moderación general del gobierno revolucionario, el escaso número de muertes y condenas, la esperanza no negada ni siquiera a los máximos respon sables1'1. Coluccio insiste en la idea de que en las ciudades libres el 13 Reg. 16, 8 «omne quidem régimen administrado est que nisi ad miliiatem eorum qui administrantur sincere flectacur, in tirannidem certa diffínitione declinat...» Reg. 16, 7 1 n «cum nichil tam magnum, tam arduum aut tam solidum sir. quod sine fundamento iustice precipitio non sit deditum et ruine...» Reg. 20. 17r: «diligenter tamen cavendum est quod rerum moderamina non irrequíetis, non ad ultioncm accensís civibus, sed temperatis arque pacificis commirtantur. Quid enim perniciosius fieri posset in quacunque república quam illos preponcre de quibus oporteat subditos dubitare? Matum est illos in regendo prefteete qui populo displicent, quique multitudini non sunt grati, Incommodum autem illos ad aüorum gubernationem assumcrc qui regere nesetam, quique nequeant parriam consiliis adiuvare. Mortiferum vero reperirur extollere qui seditioníbus studeanr. quique sitiant ultioncm, quosque metuant illi qux debent utiliter gubernari. Reg. 18, 108 y ss.: «Quantum autem ad motus nostre civitatis attinet novit deus... nos errores nostrortim civium cum punitionis moderatíone et cum manifestó nostro periculo tolerasse. lili quidem omittamus quanta superbia fuerint usi quando huic civitati nobili presidebant sub partís guelfe titulo guelfissimos homines ab honoribus... deponendo, coniuraverunt ¡n nostre urbis excidium ordinantes civitatem incendcre. et ferro in concives suos, viros equidem optimos, inauditam serviciam crudeliter exercere. Ordinabant etiam artium nostre civitatis, per quas .. sumus quod sumus, quibusve sublatis florenrinorum nom en... procul dubio tolleretur, honestissima delere collegia et toiam civitatem artificum innócenti sanguine deformare, Deus autem opa mus benignus et pius tante tniquitatis consilia dissipavit. Mac funestíssima conspiratione reperra, paucís capire tune punítis et aliquibus ex numero prin-
soberano es el pueblo: en Florencia, ciudad de artesanos y mercatores, no de caballeros ni de soldados, ciudad pacífica y laboriosa, go bernaban las artes, y la tiranía debía ser desterrada, Coluccio elogia una y otra vez a los mercatores: «una clase de hombres indispen sable para la sociedad humana, sin los cuales no podríamos vivir», escribe en 1381 a los ciudadanos de Perusa. Y ya al término de su vida, el 23 de abril de 1405, en una carta dirigida a los corregidores y burgomaestres de Brujas, entona la alabanza de los que llama los padres dél comercio, actividad de la que el mundo no puede pres cindir, y a la que hay que defender «velut pupilla oculi»15. Sin embargo, ese pueblo amante de la paz está listo para luchar. El ideal político de Salutati se define en 1389, al producirse el conflicto con Visconti. «Nosotros, una ciudad de gente del pueblo, dedicada sólo al comercio, pero libre y por eso blanco de tantos odios; nosotros, no sólo fieles a la libertad en nuestra patria, sino también defensores de la libertad más allá de nuestras fronteras; no sotros somos los que deseamos la paz necesaria para que perdure esa dulce libertad». Así se expresa en el manifiesto dirigido a los ita lianos el 25 de mayo de 1390, donde fustiga a la víbora de Milán, que ya había desistido de las trampas y actuaba a cara descubierta16. El 19 de abril, Gian Galeazzo había enviado a Florencia el célebre ultimátum: «La paz de Italia ha sido la meta de. todos nuestros es fuerzos.» La respuesta de Coluccio no se hace esperar: «esa palabra paz, con que empieza la carta, es una impúdica mentira: como lo demuestra la invasión de nuestra tierra... ¿Acaso son éstas las obras cipalium exbannitis, fuit per nos sollemniter ordinatum , quod de ¡lio tractatu non posset ulterius per magistratus nosttos cognosci, ut impunitatis beneficium ferocitatem culpabilium mitigaret...» 15 Reg. 19, 203r: «hoc genus hominum necessarium profecto societati mortalium, et sine quibus vivere non possemus...»; Reg. 26, 94r: «decet vos hoc opus mundo necessarium, quodque vobis emolumento semper fuit, velut pupiilam oculi custodire...». 16 Reg. 22, 67 y ss.: «llalicis. Tándem conceptum virus vipera complevit evomere, tándem fratres et amici karissxmi serpens ille ligusticus ex insidiis et latebris exiens suum non potuit propositum occultare. Nunc patet quod hactenus suis blanditiis instruebat. Nunc manifeste conspicitur quid intendat. Apertum est illud ingens sccretum quo comes ille virtutum, si fállete, si violare promissa, si tiranmdem in cunctos appetere virtus est; apertum est, inquimus, illud ingens sub ypocrisi miranda secretum... Quid poterat aut debebat a communis nostri potentia formidare? Nos popularis civitas, soli dedita mercature sed, quod ipse tanquam rem inimicissimam detestatur, libera, et non solum domi libertatis cultrix, sed etiam extra nostros tér minos conservatrix, u t nobis et necessarium et consuetum sit pacem querere in qua solum possumus libertatis dulcedinem conservare.»
de la paz?... Declaramos la guerra al tirano lombardo que aspira a ser rey, y tomamos las armas en defensa de nuestra libertad y de la de los pueblos oprimidos por tan terrible yugo. Confiamos en la justicia eterna e inefable del sumo Dios, para que proteja nuestra ciudad, considere la mezquindad de los lombardos, y no quiera an teponer la ambición de un solo hombre mortal a la libertad del pueblo, que nunca muere, y a la salvación de tantos países»17. Pasa rán más de diez años, y ya en cierne la derrota de Gian Galeazzo, el mismo Coluccio escribirá el 20 de agosto de 1401, en una carta al Emperador de Constantinopla (cuyo embajador Demetrio Paleologo había llegado a Florencia solicitando ayuda contra Bayaceto): «tam bién a nosotros nos amenaza un Bayaceto italiano, amigo y favore cedor del que os persigue a vosotros; quiere imponernos su tiranía, a nosotros y a coda Italia, valiéndose no sólo de la barbarie de la guerra, sino también de las engañosas artes de la paz». Quizá ése fue el momento más alto en la vida de Coluccio, Las doctrinas políticas y los ideales morales son el reflejo y la traducción de una experiencia cotidiana, y ésta, a su vez, se define y se orienta a través de ellas. Va en pos de los clásicos; reúne una notable biblioteca; trae de Bizancio al primer gran maestro de griego, Ma17 En Reg. 22, 58v consta la declaración de Gian Galeazzo del 19 de abril (•>Pacem Italicam omní studio hactenus indefessa incentione quesivimus, nec laboribus pe peta mus nec im pcnsis... Sp eraba mus enim quod lassata... guertis Italia semel tempoiibus nostris in pace quiesceret.. V a continuación la respuesta de Salutati (59 1*-60p): «Hac die recepimus hostiles littetas de manu cuiusdam cursoris, sub no mine Galeaz Vicecomitis, qui se d id t vimitum comitem ac mediolani etc. imperialem vicarium generalem, totas quidem plenas mendaciis atque dolis, tam superbe quam infideliter condudentes. Et u t ad ipsarum litterarum auspicium veniamus, pacem italicam omni studio, talia scribens, indefessa intencione se assetit quesivisse, nec pepercisse labor!bus vel impensis. Quod quidem verbum, quod eiusdem episrule primum est, quam impudencer quamque mendaciter sit insertum, dedarat invasio per ipsum facta contra dominum veronenscm... declarat et illa fidelis societas inita cum domino paduano... Ex quo postquam de iure disccptare non licet, poscquam enormiter atque publice sumus invasi, et dem un u t eiusdem littere verbís utam ur superbissime difftdati, et nos versavice tiranno lombardie qui se regem cupit inungete. bellum indicirnus, et pto libertatis nosrre defensionc ac libettate populorum quos tam grave iugum opprimir arma movemus, sperantes in ineffabili summi numinis etetnaque iusticia que nostram tuebitur civitacem, miseriam lombardorum aspiciet, et unius mortalis hominis ambitionem libertati pene inmortaüs populi et saluti tot urbium et castrorum quot violenter subiugat non preponet [2 de mayo de 1390], La carta al Emperador de Constantinopla se conserva en el códice Reg. 25, 51;' («imminet nobis italicus Baisettus, íllius vestri petsecutoris amicus, fautor ct cultor, qui nos et totam italiain sub íce te sue tyrannidi tam bellotum turbine, quam pessimis pacis artibus cogitat et m olitur,. .»).
nuele Crisolora. Su casa y su ciudad se convierten en un templo pa ra el estudio; los jóvenes se guían por él, y lo veneran como padre y maestro; los estudios vivifican su obra de hombre político y ciñen con una corona no sólo de sabiduría, sino también de fama al perso naje de insuperable valía. Mientras Italia, Europa y el Cercano Oriente conocen los estragos de la guerra, Florencia no sólo constru ye las iglesias y palacios que la prosa del Secretario describe con fra ses tan delicadamente bellas, sino que asiste también a un floreci miento cultural y artístico, imposible de explicar si no se tiene en cuenta su estrecha relación con el compromiso civil. las historias de la antigüedad no son lecturas para las aulas universitarias: resuenan solemnes en las cartas que la Señoría envía al conde de Virtu. «Os rogamos que releáis las historias de los romanos, nuestros antepasa dos; recorred sus anales y pensad en los siglos de autoridad consular que siguieron a la expulsión de los reyes..., acordaos de Breno, de Pirro, de Aníbal, de Mitrídates.» El poder de César es legítimo por que procede de un pueblo soberano, pero matar a un tirano es algo sagrado18. Una carta dirigida a Benedetto Gambacorti contiene una referencia a Virgilio: «sobre todos los mortales pesa la amenaza de esa crisis tremenda donde lo que en nosotros no muere abandona lo que a morir está sujeto. No hay edad que a la muerte se sustraiga, y la muerte a nadie perdona; como dice el Poeta: a cada cual le llega su día... El hombre es como una burbuja...»19. El Secretario escribe a Juan el Agudo, que había emprendido una guerra, y su carta, más que una queja de la Señoría, es un solemne discurso sobre ia virtud y la fortuna, sobre la locura que supone confiar en la superioridad de las armas. «Entre las cosas mortales nada hay más incierto que los hechos de guerra, nada hay más imprevisible; nada escapa más al cálculo de los hombres. La victoria no depende del número ni de las fuerzas... Nunca debería declararse, ni emprenderse, la guerra a menos que una necesidad inexorable empuje a hacerlo»20. Y para
18 Rcg. 22, 10 r: «relegíte si placer hystorias, et precipuc romanorum, a quibus nostra gencratio propagatur; discurrite per ipsorum annalia, ab cxactis regibus, per annos circiter quingentos sexaginta, quosque consulibus cesares successerunt...». Rcg. 20, 207^: «Semper mortalibus imminet rerribilis illa resolutio, qua mortale deserit immortale, nec est ctas ulla que condicioni mortis non cognoscatur obno xia. Nam illa nescit alícui parcere. Stat enim sua cuiquc dies, ut Maro testatur. Verum cum omnis eras, et vite status, possit adventum mortis et debeat formidare, propinquior tamen est illa senibus, quibus tantum vite deccssit, quantum lapsa témpora retro tenent. Nam, ut inquit Varro, si homo bulla est, eo magis senex...» 20 Rcg. 19, 87 r (carta del 23 de diciembre de 1380): «Ínter ea que mortalium
Coluccio sólo hay una necesidad inexorable: la defensa de la liber tad popular. De ahí, su ataque constante contra las milicias merce narias, peste y escarnio de Italia; por eso, en medio del choque de las armas, y de las instrucciones a los jefes militares, hay un gran de seo de paz. Si ya resulta difícil apartarse de la lectura de sus cartas familiares, más difícil todavía es abandonar los volúmenes que con tienen sus cartas oficiales. En ellas Coluccio vive con su ciudad; en ellas vive Florencia, y la cultura florentina se incorpora a su historia; en ellas los clásicos son los educadores de un pueblo y las fuentes en que se nutre una nueva práctica política. Si en Petrarca la vuelta a las humanae litterae se expresa de manera singular, y conduce al descubrimiento de regiones del alma inexploradas, en Salutati esa expresión se unlversaliza, y se va estructurando hasta componer una imagen de la vida, dotada de un formidable poder de expansión. La civilización florentina conoce un desarrollo armónico dentro del marco unitario de una ciudad ejemplar. Su voz resuena en Polonia, en Hungría, en el Bosforo, en las costas africanas, en España, en Francia, en Inglaterra, anunciando una nueva etapa de la evolución humana. Cuando el 5 de mayo de 1406 todo el pueblo acompañó hasta la tumba los restos mortales de su Secretariot la lápida que habría de cubrirlos en Santa María del Fiore pudo llevar el epitafio que Coluc cio había soñado treinta años antes; pero mucho más imponente fue el monumento que él había erigido en Florencia. Sin haber produ cido obras comparables a las de los grandes autores del siglo XIV, que tanto amara, había ligado indisolublemente el nombre de Flo rencia y de su pueblo pene i?nmortalis a la difusión de la cultura manibus agitantur nichil incertius cvcntu bellorum, nichil est quod in maioris ignorantie nube versetur, nichil quod magis ultra vel citra cogitationes hominum soleat cvenire. Nec mirum. Non enim est victoria in multitudine exercitus, non in fortitudine bellatorum... Scipionem Africanum dixisse legimus nunquam esse cum hostibus confligendum, nisi aut aliqua certe victorie daretur occasio, aut inevitabilis necessitas incidisset. Et plañe utrumque verissime dictum est, sed laige verius nun quam bellum indicendum esse, nunquam incipiendum, nisi necessitas inexoranda compellat...». Sobre la incertidumbre de la fortuna, véase la cana de consuelo que Salutati escribe a Antonio della Scala el 22 de julio de 1381 (Reg. 19, 152r). Sobre las milicias mercenarias, cfr. la cana del 28 de septiembre de 1385 (Reg. 20, 107r): «videtis una nobiscum, videt et tota sicut certi sumus Italia, quales motes hominum qui se armorum exercitio tradiderunt. Videtis quot et quante sceleratorum hominum officine, quot coniuratorum ad latrocinia paranda conventus... Ipsis enim agros colimus, serimus vineas, semina fidelissime telluri committimus, villas edificamus, et quod abominabilius est, quicquid privati aut publico congregatu possumus ¿His in redemptionem vexationum... crogamus. Quos si quid nobis inesset antiqui roboris et vigoris, si maiores nostros nobis in exemplum ante mentis oculos poneremus...».
humanística. El agradecimiento que en el siglo siguiente una gran Universidad alemana expresará a Florencia en nombre de todo el mundo erudito, habrá de tributarse en gran medida a la figura del Secretario Salutati. Con él concluye, en cierto sentido, la época heroica del Hum a nismo florentino; cuando muere empieza a resquebrajarse aquella relación tan íntima entre la política y la cultura. Muchos amigos y discípulos estaban en condiciones de pronunciar ante su tumba una inspirada oración fúnebre; pero, ¿quién estaba en condiciones de sucederlo? Sin duda, no lo estuvieron sus pares Benedetto Fortini, Piero {hijo de micer Mino da Montevarchi) o Paolo Fortini. El único que continuó su obra, aunque a un nivel diferente, fue Leonardo Bruni de Arezzo, que desempeñó el cargo entre 1410 y 1411, y luego desde 1427 hasta su muerte, el 8 de marzo de 1444. Durante esa etapa la Secretaría fue reformada y dividida en dos cargos, para reu niñearse en épocas de Marsuppini y volver a dividirse durante el secretariado de Bartolomeo Scala. Pero ese incremento del personal, y del trabajo, no se vio acompañado por una expansión política, sino por un desarrollo del tecnicismo burocrático. Se fueron consolidando mejor las relaciones con los centros de poder más pequeños, y se fue ron reduciendo, o alterando, las relaciones con las grandes potencias. Bruni había sido algo más que discípulo de Salutati: «si he aprendido el griego, es obra de Coluccio; si he ahondado en la lite ratura latina, es obra de Coluccio; si he leído, estudiado y conocido a todo tipo de poetas, oradores y escritores, es obra de Coluccio». Veneraba a Coluccio, quien había sido su inspirador, su padre: él le había enseñado los ideales de libertad que palpitan en la semblanza de la constitución florentina que dirige ad magnum principem imperaíorem: «el gobierno popular, que los griegos llaman democra cia... está representado por la relación fraternal. Los hermanos son pares entre sí, e iguales. El fundam ento de nuestro gobierno es la paridad e igualdad de los ciudadanos... Todas nuestras leyes tienen como único objetivo la igualdad de los ciudadanos, porque sólo en la igualdad puede arraigar la auténtica libertad. Por eso apartamos del gobierno del Estado a las familias más poderosas, para evitar que el dominio al poder público las vuelva aún más temibles. Por esa razón hemos dispuesto que las sanciones contra los nobles sean mayores y más graves»21. 21 El texto de la epístola ad magnum principem imperatorem fue publicado por B arón, op. cit., pp. 181-184.
Estas palabras de Leonardo fueron escritas, al parecer, en 1413También para él Florencia es la ciudad ejemplar: en Florencia des cubrió todo lo valioso de la vida; en ella Manuele Crisolora le ense ñó tan bien el griego que pudo servirse de esa lengua para redactar aquel tratado sobre la constitución florentina cuya copia —con ano taciones del venerable Giorgio Gemisto Pletone— todavía se guarda en la Biblioteca Marciana, entre los papeles del Cardenal Bessarione. En la Laudatio, además de las bellezas del paisaje y del arte, Bruni elogia el gobierno florentino: «no hay sitio en la Tierra donde exista mayor justicia, ni sitio donde haya más libertad ni donde sea mayor la igualdad y paridad entre los más grandes y los más peque ños». Según él, la gran sabiduría de la república consiste precisa m ente en castigar más a los más poderosos: «como las condiciones de los hombres no son iguales, tampoco las penas lo son; así, [la re pública] consideró que lo propio de su prudencia y su justicia era ayudar más a quienes más necesitaban de su ayuda». El Palacio de la Señoría es el centro moral de la ciudad: «como en una armada la na ve del capitán»; allí es donde transcurren los mejores momentos de la vida del Secretario22. Según cuenta Vespasiano da Bisticci, durante una violenta dis cusión en la que se trataba de decidir si era o no conveniente retener por la fuerza al Pontífice Eugenio IV, Bruni, ya octogenario, subió a la tribuna y abogó en contra de esa medida ante una asamblea deci dida a arrestar al Papa, Agotado, a medianoche, después de un ex tenso discurso, el anciano Secretario, que por derecho hacía uso de la palabra al final de todos, se vio obligado a retirarse. La decisión se ajustó al criterio que él había expuesto, pero un ciudadano, apro vechándose de su ausencia, habló después de él, y contra él. A la mañana siguiente, antes de que se ratificara la decisión, «micer Lionardo..., que era persona franca..., subió por la escalera y anun ció que quería dirigirse a la Señoría, en presencia de aquel ciuda dano». Aretino por nacimiento —dijo— había adoptado por patria a Florencia, y «la había aconsejado sin odio ni pasión, como deben hacerlo los buenos ciudadanos». Había dado su parecer «para bien y honor de su ciudad, cuyo honor estimaba más que la propia vida, y 22 El manuscrito de la Costituzione florentina de Bruni anotado por Pletone se conserva en el Códice Marciano gr. 406 (791); sobre este documento, cfr. R, y F. Masai, «L'oeuvre de Georges Gémiste Pléthon. Rapport sur des trouvailles recen tes: autographes et traites inédits», fíulletin de /'Académie royale de Belgtque, Classe des Leí tres, 5.a serie, t. 40, 1954, pp. 536-555. Los textos de la Laudatio proceden de la vetsidn citada, pp, 14 y ss., pp. 57 y ss.
no por pasión ni en forma desconsiderada, porque en ese tipo de consejos hay que atenerse al bien universal y no a las pasiones priva das». «En todos mis consejos —prosiguió— , desde hace tantos años, la he aconsejado con la fe y el amor que debe mostrar todo buen ciudadano. Y no sólo la he aconsejado... sino que también la he honrado y celebrado, en la medida en que mis débiles fuerzas han sido capaces de describir su historia y hacerla perdurar en la memo ria de las letras... Pero me volveré hacia el presente... hacia quien me ha criticado... ¿Qué consejos ha dado a la patria? ¿Qué bene ficios le ha reportado? ¿Dónde ha sido su embajador?»23. Sea o no fiel, la evocación de Vespasiano refleja perfectamente no sólo la influencia política del Secretario, sino también su ideal de vida. En su Vita di Dante lo había formulado solemnemente: «me parece conveniente corregir el error de muchos necios que piensan que los únicos estudiosos son quienes se ocultan en la soledad y el ocio; por mi parte, jamás conocí a ninguna de esas personas em bo zadas y apartadas de la compañía de los hombres que supiese más de dos letras. El ingenio grande y elevado no necesita de tales tor mentos, y puede decirse, incluso, con toda certeza, que quien no aprende pronto no aprende nunca; de modo que alejarse y retirarse de la compañía es en todo caso propio de aquéllos cuyo ingenio in ferior es incapaz de aprender». También él concibe a Minerva arma da: «el sumo filósofo no es tan elevado como el sumo capitán», exclamó en el discurso que pronunció en presencia «de la magnífica Señoría y de todo el pueblo» la mañana de San Juan Bautista del año 1433. Su interés filosófico lo llevó a traducir a Aristóteles y a Platón, atraído por sus doctrinas éticas y políticas. En páginas de notable ri gor supo definir el nuevo ideal de cultura hum ana, y, con los textos de los Padres de la Iglesia en la mano, mostró que ese ideal no era incompatible con la palabra de Cristo. Historiador insigne, celebró en la historia de Florencia la gloria de un pueblo libre. «Durante mucho tiempo he cavilado... sobre la conveniencia de escribir y guardar en la memoria de las letras los hechos y contiendas, de ori gen externo e interno, protagonizados por el pueblo florentino, así como sus obras gloriosas, producidas en tiempos de guerra y en tiempos de paz... A ello me incitaba la grandeza de esos hechos, que este pueblo, primero en su interior, durante los conflictos civi les, después contra los pueblos limítrofes y cercanos, y por último 23 V espasiano d a B is tic c i, Vite, F lorencia, 1938, p p . 456 y ss.
en nuestros tiempos, ya convertido en una gran potencia, contra el duque de Milán y contra el rey Ladislao, príncipes poderosísimos, ha llevado a cabo, difundiendo el ruido de las armas a todo lo largo de Italia, desde los Alpes hasta la Pulla.» Su deseo era glorificar al pueblo florentino, pero no con ala banzas retóricas. Una cosa es la laudatio y otra la historia: «la histo ria es verdad» (historia sequi veritatem debet). «Por poco que te es fuerces te será fácil componer un libelo o una epístola, pero escribir una historia, que contenga la exposición ordenada de una plurali dad de cosas diferentes, y sobre todo que explique las razones de las decisiones adoptadas, y juzgue las cosas acaecidas, es propósito tan riesgoso de declarar como difícil de cumplir». La verdad: eso es lo que la gloria de Florencia se merece; «dejad de lado las opiniones vulgares y las fabulaciones». Según Ugo Foscolo, la historia de Bruni «habría de dar más frutos que treinta o cincuenta de los llamados clásicos»; y Leonardo le calificó de «hombre veraz», que «recurrió, y exploró, todos los archivos». Según él, el Humanismo había sido co mo la luz después de setecientos años de tinieblas; sin embargo, su po reconocer el valor del Medioevo, y lo buscó en los orígenes de la ciudad. El advenimiento de los césares había significado el fin de Roma. Sin duda, César fue un hombre extraordinario, pero basta considerar la crueldad de Tiberio, la furia de Calígula, la demencia de Claudio, la rabia de Nerón para «reconocer que la grandeza de los romanos empezó a declinar cuando el nombre de César, sinóni mo casi de destrucción, entró en la ciudad de Roma. Así, el poder del imperio desplazó a la libertad, y una vez destruida la libertad se extinguió la virtud». Pero el poder del imperio no se limitó a asfixiar la virtud de los hombres: también impidió el florecimiento de la ciudad. «Así como los árboles grandes impiden el crecimiento de las pequeñas plantas que hay a su alrededor, también el vastísimo poder de Roma eclip saba de todas las demás.» Su ruina trajo aparejada la tremenda tra gedia de las invasiones, pero liberó las energías ahogadas, las múl tiples posibilidades detenidas. En esta recapitulación del ascenso de Florencia a través de los siglos, Leonardo Bruni revela su genio de gran historiador, y a medida que se acerca a las épocas más próximas el uso crítico de las fuentes va haciéndose más y más riguroso. Para redactar los últimos tres libros, que tratan de la contienda entre Flo rencia y Gian Galeazzo, consulta continuamente los documentos de los archivos, aquellas Cartas de su Coluccio, cuyos borradores autó grafos transcribe a veces en forma literal. Esa obra, calificada ne
ciamente de retórica, constituye, hasta en los pasajes más secunda rios, una acertada combinación de documentos originales explota dos con notable habilidad. La muerte lo sorprendió sin haberla concluido. «Si hubiese vivido un poco más —escribirá Donato Accraiuoli al dedicar su traducción en lengua vernácula “ a los excelen tísimos Señores Priores de Libertad y al Confaloniero de justicia del pueblo florentino” —, para mayor servicio a la ciudad, él mismo habría traducido» su obra al italiano, «porque la consideración de las cosas pasadas permite [a los ciudadanos] juzgar mejor las presen tes y las futuras, y aconsejar más sabiamente a la república cuando la ciudad así lo exige»24. Aunque comprometido en la vida política, y fiel a los ideales re publicanos, Leonardo Bruni ya pertenece a una época distinta de la de Coluccio. Por más que el anónimo comentador del códice sessoriano 1443, donde figura el De tyranno de Salutati, opusiera la simpatía de éste por César a la rígida fe republicana de Leonardo, lo cierto es que Bruni no sólo asistió al triunfo de Cósimo, sino que también redactó personalmente la lamentable carta a los magistra dos de Siena en que se solicitaba el escarnio y la persecución de los prófugos25. Mientras la ciudad padecía en medio de los desórdenes, Leonardo se refugiaba en 1a lectura de Platón, y contemplaba los ataques sediciosos contra los muros de los palacios florentinos desde el melancólico retiro de una reflexión apartada ya de la vida civil. También él hablará de igual a igual con los señores y los reyes, pero no ya como hombre político, sino como insigne hombre de cultura. Aunque Salutati considerara a César legitimado por la voluntad po pular, no conoció la amargura de tener que servir, además de a los 24 Hemos utilizado la versión italiana de la Historia de Bruni, obra de Donato Atdaiuoli (reimpresión florentina [Le Monnter] de 1861); pero también hemos teni do en cuenta la confrontación de S a N'HNI entre el texto de Bruni y los documentos de ardiivo («Leonardo Bruni Aretino e i suoi «Historiarum Florentini populi librt XII», Pisa, 1910, extracto de ios Annali della Scuola normaJe superiore di Pisa, vol. 22). 25 Sobre las anotaciones al De tyranno mencionadas en el texto, cfr. F. E r c o l e , Da Bartolo aU'Althusio, Florencia, 1932, pp. 226 y ss. La carta a los ciudadanos de Siena se conserva en el Archívio di Stato de esa ciudad (Concistorio, Cartas, 1436, hilera 1936) y se publicó como apéndice al ensayo de L. De Feo C o r s o , «II Filelfo in Siena®, BuIIettino seríese di storia patria, 47, 1940, p. 306. E l documento se con serva en el Códice Panciatkhiano 148 (de la Biblioteca Nacional de Florencia), que contiene 648 cartas oficiales de Bruni (hasta el 26 de febrero de 1444); se trata del Registro que falta en el Archivo di Stato. El propio Bruni, en la dedicatoria de su versión de las cartas de Platón, relaciona su entrega a la tarea de traducir con las turbulentas vicisitudes por que atraviesa la ciudad.
Priores de Libertad y al Confaloniero de Justicia, a ningún «tirano», por grande y noble que éste fuese. En cambio, Bruni asistió al triunfo de Cósimo y a la derrota de sus amigos; ante sus ojos las m a gistraturas republicanas se vacían de significación. Poco después de su muerte, el 8 de mayo de 1444, micer Filippo Pieruzzi, Notario de las Riformagioni, que el 9 de septiembre de 1433 había solicita do en el Parlamento, en nombre de los Señores, la creación de una Bailía para «poner orden en el Estado», y que siempre se había opuesto a la aplicación de gravámenes injustos, será exonerado de su cargo y enviado a enseñar latín a los novicios de Badia, en Settimo. Sin duda, las cartas de Bruni son más elegantes que las de Salu tati, pero carecen del entusiasmo de estas últimas. Las negociaciones para que el concilio de Basilea se trasladase a Florencia constituyen en cierto modo el comentario coral de sus escritos sobre la ciudad26. También las epístolas a los señores y reinos lejanos evocan, si bien ya en un período de decadencia, la incansable actividad de los mercatores florentinos, desde el norte de Europa hasta Pera, el norte de África, Etiopía, Asia y los países del Danubio. Por otra pane, aun que la elegancia y fineza del erudito salven todavía al hombre polí tico, se acentúa el proceso de resquebrajamiento al que ya hemos aludido. En momentos en que «hombres buenos y sabios» como «Palla, hijo de Nofri Strozzi, eran desterrados y morían en el exilio, la ciudad ideal se iba disociando de la ciudad real. La alternativa con la que micer Coluccio no se había enfrentado ni siquiera en la época de la interdicción, ya aparece claramente; se perfila en el ho rizonte el drama que llevará más tarde el nombre de Maquiavelo, la necesidad de perder el alma para salvar a la ciudad. Cambian las funciones del Secretario, que, ahora sí, va perdiendo toda impor tancia política para convertirse en una solemne figura decorativa, como Poggio Bracciolini, o en un solemne ejecutor de decisiones ajenas, como Bartolomeo Scala. En la segundea mitad del siglo se produjo una transformación total de la vida florentina. Bruni pertenece todavía al período anterior a dicha crisis. Ante el ataúd del Secretario, Giannozzo Manetti pronuncia la oración fú nebre; las manos del muerto sostienen un libro, como en el m onu mento de la Iglesia de la Santa Croce, obra de Rossellino. Las perso nas y los símbolos aún forman parte del mundo de Coluccio. A ese 26 Entre otras, merecerla analizarse la extensa carta a! Concilio de Basilea del 15 de julio de 1437 (Pacía!., 148, 68r-70r): «Audivimus litteras quasdam diffamatorias civitatis nostre publicaras fuisse apud sacrum basiliensem concilium sub nomine ac titutlo domini ducis mediolani...»
mismo orden moral pertenece el Notario micer Filippo Pieruzzi, desterrado meses más tarde. En algunos de sus códices puede leerse su nombre junto al de Salutati; por ejemplo, en una copia del trata do de 'Perspectiva de John Peckam, que podemos imaginar en m a nos de Paolo Toscanelli y de Filippo Brunelleschi, como más tarde lo estaría en las de Leonardo, quien tomó de allí no pocos pensa mientos y reflexiones. La admirable colección de códices científicos antiguos y medievales que reunió el riguroso Notario de las Riformagioni, amigo de los grandes humanistas y él mismo humanista, constituye un hecho cultural de gran importancia, aunque no suela valorárselo como corresponde. Casi todos esos códices se encuentran aún entre los manuscritos de San Marco que han pasado a la Biblioteca Laurenziana y a la Biblioteca Nacional, y forman una co lección de altísimo nivel: Euclides, Arquímedes, Ptolomeo, los grandes científicos árabes, la producción científica medieval. El hecho de que en Florencia ese material estuviese a disposición de los círculos eruditos, y de que lo hubiera compilado un Notario vincu lado con Manetti, con Bruni, con Marsuppini, constituye un ele mento de juicio insoslayable para quien intente averiguar cuál era el nivel de formación de los teóricos de los studia humanitatis, y cuáles eran sus relaciones con los artistas y los cultivadores de las ciencias matemáticas y naturales27. Como ya hemos dicho, en alguno de los códices, después del nombre de micer Coluccio aparece registrado el de micer Filippo, hijo de micer Ugolino, En muchos, después del de micer Filippo aparece el de Cósimo. Así, los pergaminos que protegen a los libros reflejan las vicisitudes de la ciudad. Como dirá Maquiavelo, Pieruzzi fue exonerado porque ya sólo se querían personas «que gobernasen según el parecer de los poderosos». Así, quien en 1444 sucede en la Secretaría a Bruni es Cario Marsuppini, amigo de Cósimo, adversa rio de Filelfo —se dijo que fue él quien el 18 de mayo de 1433 in tentó hacerlo matar— , elegante humanista, enseñó en el Studio. La tarea del Secretario se reduce entonces a transponer en bello latín los acuerdos c instrucciones. No resulta sorprendente que a los po cos documentos que conservamos de la actividad literaria de Mar suppini deban añadirse necesariamente algunos de los singulares y 27 Una introducción al estudio de los códices científicos que pertenecieron a Pieruzzi, y que se conservan en las bibliotecas Laurenziana y Nazionale de Florencia, en A. A. BjORNBO, «Dic mathematischen S. Marcohandschriften in Florenz», Biblioteca mathematica, IV, 1903, pp. 238-245; VI, 1905, pp. 230-238; XII, 19111912, pp. 97-132, 194-224.
graciosos certificados que extendió: como el que entregara al oculis ta Christódilos de Tesatónica, tan eficaz con sus colirios que había quitado de los ojos de los florentinos hasta las más tenues nubeculae, por lo que parecía justo recomendarlo a todos los príncipes y so beranos, para que con sus curas también ellos pudiesen ver claro. O bien el que entregara a Giorgio, hijo de Giovanni Teutonico, quien durante treinta años había tocado tan bien la trompeta en el Pala cio, que parecía poseer al mismo tiempo los dones de Marsias, de las Musas y de Apolo. Para elogiar al hábil trompeta, Marsuppini no vacila en evocar a Pitágoras y Platón, y destaca el valor de la música mostrando que el alma misma es armonía, y que la armonía gobier na el universo28. Era Marsuppini un gran erudito, siempre al borde de la ironía, y, quizá del cinismo. En las cartas dirigidas al Sultán, al Rey de Tú nez o a otros señores musulmanes lo habitual era utilizar frases de gran cortesía. Pero la carta de Marsuppini al Sultán el 11 de mayo de 1445 es única: no sólo se exaltan en ella las preciosas virtudes, la bondad y la sabiduría de su alteza sublime, sino que se afirma ade más que los pechos de los florentinos arden por un solo deseo: el de venerar, amar y servir al Sultán diligendum et amandum, colendum et observandum29. 28 ASF, Sig, Miss., I Cancel/., Reg. 36, 109 v : «quamquam omnes artes que ad liberum hominem pertinent mérito laudari debeant, taraen imprimís medicina omnium commehdatione digna est. Hcc etenim morbos curat, hec vulnera ad cicatricem deducic, hec bonam quidem valitudinem auget et conservar, malam veto meditamentís amover. Itaque eius inventores apud antiquos immortalitati fuerunt con secrad. Videbant ctcnim virtutes dotesque animi quodammodo mancas debilesque esse, si corpora morbo aut egrotatione languescerent...»; jvi, 165 v. «quanto in honorc apud antiquos qui sapientia longe ceteris prestabant música ars semper fuerit, nemini dubium esse arbitramur. Et enim si a philosophis incipere volumus, in venicmus pytagoram ñusque auditores tantum huic studio trihuisse, ut etiam singulis orbibus celestibus singulas syrenas esse opinarentur. Nec enim dubitari potest celum omniaque dem enta quadam armonia quibusdamque numeris inter se coherere. Q uantum vero humanis ingeniis id studium stt accommodatum, pucti documento esse possunt, qui natura ipsa. duce statim ab ipsa infamia cantiunculis tintinnabulisque delectantut. Qua ratione nonnulli commoti humanas animas armonian esse crediderum. Itaque Plato ille sapientissimus ac pene divinus non ímmerito suis legtbus quod genus musice in república exercedum esset accuratissime statuit, cum mutata música mores civitatis immutari arbitraretur. Míttimus quod aristoteles eam artem ad beatc degendttm necessariam esse probat. Mittimus quod nenio apud gre cos satis excultus doctrina putabatur, qui eam artem neglexisset. Igitür et'Epaminondas mullique alii principes, qui domi et militie claruerunt, preciare grecis fidibus cecinisse dicuntur». 29 Reg. 36, 102 v: «[Magno Sultano] Nihil est gratius immortali atque eterno
Sin duda, Marsuppini era un gran intelectual, y probablemente un buen profesor; de lo que podemos estar segurísimos es del apre cio que los Medici sentían por él. A juzgar por las descripciones, su funeral, el 27 de abril de 1453, fue suntuosísimo, como solemne la oración que pronunció Matteo Palmieri y bello el monumento de Desiderio da Settignano, que se erigió en su memoria. Entre sus contemporáneos circularon ciertas dudas —infundadas, en opinión de los historiadores actuales— sobre la suerte reservada a su alm a30. No mayor es el aroma de religiosidad- que se desprende de las obras de su sucesor Poggio Bracciolini, nombrado Secretario a la edad de 73 años. Los partidarios de los Medici lo propusieron por la fidelidad que había demostrado hacia su facción; y todos los florentinos acu dieron a él por su celebridad y por la posición destacada que durante más de cincuenta años había ocupado en el foro. Casi había dejado de ser un hombre para convertirse en una institución; había sido amigo de todos los grandes del siglo; en la época del Concilio de Constanza no sólo había liberado a los clásicos de sus prisiones sino que también, en una memorable carta, había contribuido a forjar su mito. Había escrito impresiones de viajé tocadas de gracia incompa rable, y otras páginas animadas de un vigor polémico poco común. Su prosa se había convertido ya en un modelo, observado incluso por uno de los más elegantes escritores de nuestra historia literaria: Enea Silvio Piccolomini. Pero en 1453 era un hombre viejo, retira do, un poco escéptico, que prefería la tranquilidad de su casa de campo. Su «historia florentina», pieza verdaderamente retórica, sí merece el juicio lapidario de Maquiavelo. Cuenta una vieja historia que en cierta ocasión la audiencia de los Diez se prolongó hasta muy tarde, dada la importancia de los asuntos que debían tratarse; sonó la hora, y Poggio, no sin antes lanzar una fuerte exclamación de desprecio, dijo: «¡Oye, ya es la hora nona! Quiero irme a comer.» El mundo ya no era el mismo. En esa sesión de los Diez también es
deo qui astra movet universumque mundum regir, quam ita iuste ita sánete ita in tegre regna provincias civitatesquc gubernari, u t universum genus humanorum vivens sub legibus et augeri et conservan queat. Que cum fama et rumore omnium in vestro regno observari divulgatum sit, iam pridem inflammamur, non solum ad vestram maiestatem diligenáum et amandum, verum ctiam ad colendum et obsetvandum. Itaque cum nosua civitas Ínter alias bonas artes studiosissima sit merca ture...» En el folio 65 v del Registro 38 consta la anotación: «última epístola a Carolo Aretino edita». 30 P. G. Ricci, «Una consolatoria inédita del Marsuppini», La Rinascita, 111, 1940, pp. 363-433.
taba presente Cósimo; para entonces el protagonista de la historia florentina era Cósimo. El anciano Secretario podía irse a cenar. El 30 de octubre de 1459 Poggio fue enterrado sin pompa; era un particular; un año antes se había retirado voluntariamente del cargo. El 17 de abril de 1458, Benedetto, hijo de Michele Accolti, que desde 1435 enseñaba derecho civil y canónico en Florencia, lo había sucedido en sus funciones. Escritor elegante, su De praestantia virorum sui aevi hará época en la historia del Humanismo: en esa obra insiste en que, si bien la antigüedad constituye un modelo incomparable, los modernos, educados en ese ideal, han alcanzado alturas similares, y, enriquecidos con el saber antiguo, las han sobrepasado. Digno, honesto, riguroso, jurista destacado y buen funcionario, Accolti muere en septiembre de 1464. Su sucesor, que ocupa el cargo casi hasta el fin del siglo, Bartolomeo Scala, hijo de un molinero del valle del Elsa, buen servidor de los M edid, desti tuido en 1494 y reelegido más tarde junto con su sustituto Pietro Beccanugi, carecerá de personalidad política y tampoco se destacará en el plano cultural, como quiera que su fama dependerá de instan cias superiores a él. El artífice de la política florentina es Lorenzo. En la célebre epístola de los Señores a Sixto IV, del 21 de julio de 1478, se lee que el Pueblo afrontará cualquier riesgo para salvar a Lorenzo, de quien, como todos saben, depende la salvación y la li bertad del Estado (in quo publicam salutem et libertatem contineri nemo nostmm dubitare potest)ix. El centro de la política florentina se ha desplazado desde el Palacio de los Señores hasta la casa de los Medici. El Secretario ha dejado de ser un gran exponente político y un gran literato para convertirse en un mero funcionario. La Secre taría se llena de favoritos que buscan obtener un estipendio: los nombramientos se suceden según las exigencias de la clientela de la corte. Esta última rodea la figura de Lorenzo, e incluye también a famosos intelectuales, convertidos ya en cortesanos. Probablemente la obra más digna de Scala fue su hija Alessandra, eximia conocedo ra del griego y del latín, amada por Poliziano y por Marullo, fuente de discordia a la que ambos cantaron; esposa de Marullo, poeta y soldado, muy pronto enviudó y, joven aún, entregó su vida a un convento. «¿Por qué me envías pálidas violetas?», le preguntó cierta vez Poliziano en dísticos griegos. «¿Acaso es poca la palidez de 31
Reg. 49, 52 y ss. Uno de los registros de cartas de Scala se conserva en el Có
dice Palatino 1103 de la Biblioteca Nazionale de Florencia (en cuanto a las Cartas de los Diez de Bailía, cfr. el Códice Palatino 1091).
aquel que toda su sangre al amor ha entregado?» Pero para entonces Florencia ya sólo podía recibir pálidas violetas. Diáfana, inequívoca, geométricamente racional, la república de Salutati había engendrado una cultura hum ana, rigurosa, austera. Incluso en medio de graves dificultades, los grandes mercatores, los artesanos, eran vitales, luchaban: el saber y la acción se conjugaban armónicamente. La Florencia de Lorenzo se teñía con los colores del ocaso: por debajo del orden aparente, profundos contrastes se agita ban y chocaban entre sí. El austero cristianismo de Coluccio había sido reemplazado por el platonismo ambiguo de Marsilio, y por los misterios órficos. El planeta de la nueva Atenas era Saturno, sím bolo de la melancolía, y del saber sublime, aunque atormentado y enigmático: Leonardo y Miguel Ángel, y, en la Secretaría, Maquiaveio.
LA C IU D AD IDEAL
1. El lector del manuscrito B del Instituto de Francia se topa en determinado momento (16 r - 15 v) con un elegante bosquejo que representa un conjunto de edificios y calles flanqueadas de soporta les; debajo, delineada con trazos rápidos, en el estilo lapidario de Leonardo, la descripción de la ciudad ideal: erigida junto al m aro a las orillas de un río, para que sea sana y limpia, estará edificada en dos niveles, comunicados entre sí por medio de escalinatas. Quien así lo desee podrá recorrer todo el nivel superior sin tener que des cender en ningún momento, o bien desplazarse exclusivamente por el nivel inferior; en este último se concentrará el movimiento de carros y bestias de carga porque allí estarán las tiendas y la sede de las actividades comerciales. «Has de saber que quien desee moverse sólo por las calles altas podrá utilizarlas para su comodidad, y lo mismo el que desee moverse sólo por las bajas. Por las calles altas no transitarán carros ni cosas de esa índole, porque estarán reservadas a los gentilhombres. Por las bajas se moverán los carros y demás trans portes de carga, para uso y comodidad del pueblo. Los fondos de cada casa darán a los fondos de otra, y entre ambas pasará la calle baja1.» Los pequeños detalles en que se detiene Leonardo definen con exactitud la función de cada nivel de la ciudad y subrayan la exis tencia de una distinción de clases: arriba, «los gentilhombres»; aba jo, según la expresión que utiliza en el Códice Atlántico (65 vb), «el 1 Léonard nas 47-9-
de v in c i ,
Manuscrit B de ¡'Instituí de Frunce, Grenoble, 1960, p á g i
pobrcrío». En general suele insistirse en el aspecto estético de este famoso proyecto; sin embargo, esas preocupaciones estéticas corres ponden a determinada concepción política de la ciudad, y son inse parables de la misma. En el Códice Atlántico, Leonardo ofrece sus consejos a Ludovico el Moro para el «embellecimiento» de Milán: pero también en ese caso se trata de una belleza ligada a una fun cionalidad más plena; como en todos estos proyectos de ciudades, predominan las preocupaciones de carácter higiénico, relativas al abastecimiento de agua, a una adecuada distribución de las perso nas en las casas y en los barrios, con el fin de evitar todo hacina miento, peligroso tanto para la salud pública como para el m anteni miento del orden: «y verás de disgregar tanto amontonamiento de gente, que, como las cabras, arrimadas unas a otras, todo lo llenan con su hedor y van sembrando letal pestilencia». Se quiere reemplazar la ciudad medieval, crecida en forma des ordenada y espontánea, con sus edificios amontonados a lo largo de tortuosas callejuelas, por la nueva ciudad, planificada según un diseño racional. Al mismo tiempo, se quiere transformar unas orde nanzas complicadas y contradictorias en órdenes sistemáticamente organizadas. *Es el momento en que la sociedad ha alcanzado la m a durez y se rejplíéga sobre sí misma para reflexionar sobre sus estruc turas constitutivas, y para tratar de extraer del conocimiento del pasado una propuesta para el futuro, armonizando la experiencia y la razón con las enseñanzas de la historia^ No resulta difícil encontrar en ciertos textos clásicos —leídos en sus originales o bien transmitidos por diferentes conductos— las fuentes de inspiración de las que libremente supieron valerse los po líticos y arquitectos empeñados en trazar la imagen de la ciudad ideal del Renacimiento. Basta con reflexionar sobre la representa ción que propone Leonardo, sobre la luminosidad del nivel superior de su ciudad, y sobre la laboriosidad del nivel inferior, donde se concentran los servicios y todo lo destinado a satisfacer las necesida des del hombre, incluso las más viles; basta con pensar en todo esto para evocar, más allá de Vitruvio, las correspondencias platónicas entre el estado y el hombre, entre las partes del cuerpo hum ano, las «almas» y las clases: para evocar la jerarquía que sitúa a los que gobiernan por encima de los que trabajan. Adviértase que esto no significa encerrar a Leonardo dentro del campo del platonismo —salvo que así se interprete la influencia indudable que una obra como La República, tantas veces traducida durante el siglo XV en Florencia y Milán, estaba llamada a ejercer en todos los ámbitos,
incluso en el taller de un artista genial. Sin duda, habrá que refe rirse al platonismo de Leonardo, pero de otra manera y a un nivel diferente. Lo que aquí interesa es destacar el estrecho nexo exis tente, en los proyectos de ciudades ideales, entre la estructura polí tica y la estructura arquitectónica; la unión entre el cuerpo y el alma de la nueva polis, tras la cual no resulta difícil vislumbrar muchas veces el perfil de la polis antigua. Además, ese estado ideal es siem pre la ciudad-estado, o sea la res publica que objetiva en las for mas arquitectónicas una estructura económico-política adecuada a la imagen del hombre que se ha ido deformando a través del proceso cultural del Humanismo. El proyecto plasma de forma racional lo que, según una experiencia histórica particular, parece ser la verda dera naturaleza del hombre. Con frecuencia se ha hablado, a propósito de los urbanistas del Renacimiento —de Alberti a Leonardo— de un predominio de las preocupaciones estéticas, de un divorcio entre la belleza y la fun cionalidad, o sea, de una supremacía de la ornamentación, de una suerte de prepotencia retórica que se impone a las exigencias concre tas de tipo económico, político y social. En realidad, no se trata de eso, sino de una manera particular de entender y expresar la fun cionalidad. La belleza a la que Leonardo se refiere explícitamente en su proyecto para Milán, y que constituye un objetivo evidente de su diseño de ciudad ideal, corresponde a la perfecta funcionali dad de una forma racional. Precisamente porque la ciudad debe ser a la medida del hombre, y porque en su expresión más alta, como «gentilhombre», éste vive en la luz y en la armonía, precisamente por eso los edificios, las calles y los espacios deberán adecuarse a tas exigencias de su naturaleza. Lejos de constituir un bosquejo fantás tico, el diseño de Leonardo responde a aspiraciones genuinas de las ciudades-estado italianas; y se propone reducir una de ellas —Mi lán— a un tipo capaz de expresar las «razones» infusamente vivas en el seno de una Naturaleza a la que dirigen y guían, imponién dole la fuerza de su propia «necesidad». En efecto: bastaría con ir más allá de la teoría urbanística y arquitectónica general, y examinar la concepción de la naturaleza en autores como Alberti y Leonardo, para encontrar no pocas analogías entre las ideas de uno y otro ar tista; la convergencia se da precisamente en esa noción de unos Xóvot, de unas «razones seminales», leyes matemáticas inmanentes que el hombre descubre en el fondo del ser, y que le permiten introducir entre las cosas de la naturaleza sus propias obras —sin duda, nuevas y originales, pero sólo factibles si logran arraigar en
aquellas «necesidades» naturales, expresando y potenciando, pero ante todo plegándose a la forma racional que gobierna el todo— . Con otras palabras: la razón humana no tiene que luchar contra unas fuerzas naturales adversas; su tarea consiste más bien en coor dinar esas fuerzas mediante una legislación capaz de expresar e in tegrar la legislación universal —en el seno de esta última, y no contra ella, ha de entenderse incluso la actividad libre del hom bre— . Hombre y naturaleza, razón humana y ley natural, se in tegran recíprocamente; la ciudad ideal es, al mismo uempo, ciudad natural y ciudad racional: ciudad construida a la medida del hombre, según la razón, y también ciudad que se ajusta perfecta mente a la naturaleza del hombre.
2. Esa actitud era consecuencia de un proceso muy anterior, que había empezado cuando las ciudades-estado italianas sintieron la necesidad de dotarse de una organización política y, al mismo tiempo, de una expresión arquitectónica, más adecuadas a una si tuación nueva, expuesta a las tensiones provocadas por el conflicto entre fuerzas opuestas, pero también a los designios conscientes de unos grupos gobernantes que habían alcanzado un altísimo nivel de refinamiento cultural. Es imposible pasar por alto la relación per manente entre ciertos problemas de índole política —constitución del estado, ordenamiento de las magistraturas, política tributaria— y determinadas cuestiones urbanísticas, y viceversa; tampoco cabe olvidar la febril actividad que en determinado período convierte a no pocas ciudades en recintos amurallados. La necesidad de resol ver el problema de ciertas aglomeraciones urbanas, procediendo a una redistribución más racional, se relaciona en forma constante con tres preocupaciones fundamentales: la higiene pública, la seguridad interna y la defensa ante posibles ataques externos (y, por tanto, el abastecimiento en caso de guerra y asedio). Más allá de los planos de ciudades amuralladas, más allá de las discusiones sobre la conve niencia de edificarlas junto a cursos de agua o al borde del mar, en el llano o sobre la montaña, percibimos las epidemias que se suce den, ¡os motines populares, las luchas por el dominio, los asedios, los saqueos, el hambre. De este modo, los tratados de urbanismo se convierten en tratados de política, y refuerzan la exigencia de una racionalización de la ciudad, tanto en el plano legislativo como en el plano arquitectónico: la ciudad es obra de la comunidad humana
y, por tanto, ha de estar hecha a su medida. Por otra parte, esta ra cionalización es también una armonización: búsqueda de un equilibrio que responda a una concepción más libre y más bella de la vida —aunque sería incorrecto afirmar que el móvil inicial de estos diseños y de estos esfuerzos fue de carácter estético, sobre todo si el término «estético» se interpreta en el sentido moderno. También vale la pena destacar la convergencia, observable en escritores de muy distinto tipo y nivel, de consideraciones urbanísti cas y político-sociales. En ciertos textos florentinos de finales del siglo XIV o comienzos del XV no es raro encontrar comparaciones entre las instituciones de la res publica y sus edificios, sobre todo cuando se presenta a Florencia como una especie de tipo ideal de ciudad. El Palacio de la Señoría o la Catedral son más que símbolos: constituyen verdaderas expresiones tangibles de determinadas rela ciones de poder. Por otra parte, no menos importante es el hecho de que los textos de esa época, que podemos llamar humanistas, presenten a la ciudad, a la ciudad-estado, como la forma ideal de organización política, en franca oposición a los grandes organismos unitarios del mundo antiguo y de la época medieval: Imperio ro mano, Imperio germánico. Reino itálico —sin respetar ni siquiera las pretensiones de la Iglesia de Roma— . Sin duda, esta defensa de la «ciudad» como ideal de organización política refleja la his toria de las luchas por la conquista de las autonomías, y de la inde pendencia frente a las gravísimas intromisiones tanto imperiales como papales. Sin embargo, no menos cierta es la facilidad con que en la época del Humanismo pudo lograrse una feliz coincidencia con ciertas ideas expuestas en algunos tratados de la antigüedad. Precisamente, en ia Política de Aristóteles el Secretario florentino Leonardo Bruni —que volvió a traducirla ai latín a comienzos del siglo XV— pudo leer el célebre pasaje (1326 ¿ ) sobre la necesidad —si se desea contar con magistraturas eficientes y ordenanzas adecuadas— de «que los ciudadanos conozcan sus respectivas cualidades, pues en caso contrario no podrá evitarse elegir mal las magistraturas y dictar sentencias injustas». Ex nimium multis —traducía Bruni— non est civitas; o, al menos, una civitas ade cuada a d bene vivendum in civili societate2. No de otro modo ima ginaba la res publica de Platón. Las unidades más grandes sólo podían constituirse a través de alianzas entre ciudades, y no ahogan do a estas últimas bajo la mole de enormes organismos. Así, cuando 2 A r is tó te le s Opera, III, V eneriis a p u d lunetas, 1574, 293 L.
se invoque la experiencia romana, será más frecuente, al menos en el siglo XV, la referencia a la época republicana que a la imperial, y no sólo se hará hincapié en la pureza de las magistraturas internas, sino también en la autonomía de que habrían gozado entonces las ciudades, que no habrían encontrado mayores obstáculos para su desarrollo. En sus bellas Hhtoriae florentinipopuli, Leonardo Bruni, Secre tario e historiador de Florencia, estudioso de la constitución floren tina, y uno de los primeros traductores humanistas de Platón y Aris tóteles, sostiene, contra toda exaltación de la Roma imperial, que el predominio romano y el estado centralista fueron funestos para el florecimiento de las ciudades y para el desarrollo del comercio y de la cultura. La polémica contra el gran estado, contra el imperio, no se detiene ante el nombre de Roma; Roma se convierte en el pulpo que ahoga cualquier otro centro: «ibi frequentia hominum et venundandi facultas, eorum portus, eorum insulae; eoruin portoria; ibi gratia; ibi publicanorum favor; alibi ñeque gratis, ñeque potentia pat. [taque sicubi quisquam per propinqua loca nascebatur ingenio validus, is, quia domi has sibi difficultates obstare videbat, Román continuo demigrabat: quod antecedentia simul et sequuta témpora manifestissime ostendunt. Etcnim priusquam Romani rerum potirentur, multas per Italiam civitates gcntesque magnifice floruisse, easdem omnes stante romano imperio exinanitas constar, Rursus vero posteris temporibus, ut dom ¡natío romana cessavit, confestim reliquae civitates efferre capita et florete coeperunt, adeo quod incremcnrum abstulerat, diminutio reddidit»3.
Probablemente, ningún autor del siglo XV exaltó con la elocuen cia de Bruni al pequeño estado, der Kleinstaat, como ideal de la burguesía ciudadana. En las páginas tan acertadas que Werner Kaegi dedicó precisamente al tema del pequeño estado encontramos frecuentes referencias a las ciudades italianas del Renacimiento, pero la figura del Secretario florentino no parece haber atraído el interés del autor, a pesar de que éste utiliza casi sus mismas palabras cuando describe la secreta alegría de la población ante la paraliza ción de la máquina administrativa romana: «y se sintió —ex clam auna especie de alivio cuando la aplastante gloria del nombre roma no dejó de pesar y se pudo retomar un ritmo de vida más primitivo, pero más sano: el de la propia ciudad y la propia provincia4. í L . B r u n i , Historias, edición de E, Santini («Rerum It. Scriptores», XIX, 3 ), Cittá di Castelló, 1914, p. 7. 4 W . K a EGI, Meditazioni storiche, edición de D. Cantimori, Bari, 19 6 0 , p . 7.
Sin embarga, Bruni, que fue quizá el teórico más agudo y el historiador más elegante del estado ciudadano en el siglo XV, no va ciló, en determinado momento, en valerse de la historia como pro paganda y de la reflexión teórica como proyecto: Florencia y su organización se convirtieron en el tipo ideal de la ciudad justa, bien organizada, armoniosa, bella, regida por taxis y kosmos. Aunque la Laudatio florentinae urbis —obra compuesta precisamente a prin cipios del siglo según el modelo del n¡ Plotinum. De visione. Opera. II, f. 1750: «visio potissimum fit quia ve! radius ab oculo visuaiís profiscitur ad visibile, vel a visibili iam luminoso nonnihil procedit ad visum...»: que, por ¡o demás, es la teoría que en contramos en el Timeo, 45b, coment. Chale. 257. Leonardo añade: «este alma nuestra... tiene sus miembros espirituales a gran distancia de sí, como se ve con clari dad por las líneas de los rayos visuales que, tan pronto como llegan al objeto transmi ten a su causa la cualidadde la forma [de aquello con lo que] han chocado»; y Fici no, f. 1751: «una [opinio] animan ita per radíos visuales siem per capillos sese propa gare vel manus, atque ita sensibilem ta n g e r e .s e c u n d a , animam non propagari per radios, sed eos quasi virgas extendere ad obiectum, eosque ad animam inde reverbe ran; tertia, lumen figurari ad obiecto arque ira figuram ad oculos pervenire» Escolio significa que Leonardo conociera los mencionados pasajes de Ficino o los correspon dientes textos de Plotino; sólo indica la difusión que alcanzaron ciertos análisis e incluso ciertas imágenes.
discusión32. Ahora bien, no sólo carecemos de pruebas serias de que Leonardo estuviese familiarizado con los dificilísimos escritos filosó ficos del cardenal de Cusa, sino que sabemos que éstos fueron muy poco conocidos por hombres tan estudiosos de temas platónicos, co mo Ficino, y dispuestos a gastar lo que fuese necesario en la adquisi ción de libros, como Pico. Ciertas semejanzas doctrinales, lejos de ser concluyentes, indican a lo sumo la existencia de fuentes comu nes, o sólo demuestran la gran ingenuidad del que insiste en ellas. Por ejemplo, cuando un historiador indica la presencia del sello de Nicolás de Cusa en determinado texto de Leonardo basándose en una referencia que allí se hace al «filósofo Hermes» —olvidando que Ficino había traducido los libros herméticos, que esa traducción había aparecido en 1471, que en veinte años tuvo siete ediciones y que constituyó uno de los mayores éxitos de la época, y que llegó a crear una verdadera m oda33. En realidad, Leonardo da Vinci, que vivió en uno de los am bientes más cultos y ricos de Europa, que tuvo acceso a la investiga ción más desarrollada y actualizada de la época encontró luego, en los círculos de Pavía, Milán, Venecia y, en general, en el Norte, una manifestación aún más intensa de aquellas discusiones lógicas y físi cas que desde el siglo XIV estaban acabando con la imagen antigua del mundo. Artista admirable y escritor originalísimo, no fue por cierto él quien creó el método experimental o la síntesis entre mate máticas y experiencia o la física nueva; aunque sin duda podemos considerarlo como el símbolo de la transición entre una etapa de profunda elaboración crítica —cuyos resultados a veces compen dia— y otra en que ya se formulan las nuevas concepciones. Estuvo en contacto con los procedimientos metódicos y con las teorías mecá nicas que ya habían logrado superar el viejo aristotelismo, y, tam bién en este terreno, contribuyó ampliamente con sus pulcras obser vaciones. Sin embargo, mientras que en el terreno filosófico no al canzó una nueva visión de la realidad, sino que se limitó a repetir con sutileza una serie de variaciones sobre temas muy difundidos, en el terreno científico, aunque tampoco elaboró teorías globales que 32 C a s s ir e r , Individua e cosmo... op. cit.. trad. ¡tal., pág. 85: «sabemos lo, es trechas que fueron las relaciones que existieron entre Nicolás de Cusa y Leonardo..., que Leonardo heredó directamente de Nicolás de Cusa toda una serie de problemas... Leonardo deriva de Nicolás de Cusa... recoge su herencia...» Mucho más fundadas son las afirmaciones de So l m i , en «Nuovi contributi alie fonti dei manuscriti di Leonardo da Vinci», Giorn. st. d. lett. it.. vol. 58, 1911, pp. 304-305. 33 D u h e m , Eludes. II, pág, 151.
fueron originales, en más de un caso profundizó tesis fecundas que ya había encontrado formuladas. Observador incansable, expresó con maravillosa elocuencia sus experiencias, pero no siempre logró superar el carácter no sistemático de los experimentos «mágicos»; percibió con genial intuición el gran valor de la técnica, y fue por cierto un extraordinario «ingeniero», pero en más de una ocasión se perdió en pos de visiones fantásticas, desechando los humildes ca minos de los procedimientos que exigen las realizaciones concretas; también en esto se pareció muchas veces más a un Roger Bacon que a un Galileo. Fue, sobre todo, un exponente característico de una época y de una ciudad excepcionales, de la inquietud de un m undo en transformación. Sin embargo, en esto no se destacó más que muchos otros hombres de su época, abiertos a todos los intereses, conscientes del puesto central del hombre, que construye su m undo con sus manos. Volver a colocar a Leonardo en su época, en sus dimensiones his tóricas concretas, en su medida hum ana, al margen de todo m ito, es quizá la mejor manera de honrar a un hombre que a veces tuvo un sentido de la medida que me atrevería a calificar de pudorosísimo; un hombre que siempre, más allá del desencadenamiento de las fuerzas desordenadas, codició, como si de encantadas imágenes fe meninas se tratara, las inmortales armonías de las formas.
LA UNIVERSALIDAD DE LEONARDO*
1. Cuando hablamos de la universalidad de Leonardo pode mos referirnos a cosas diferentes; quizá relacionadas entre sí, pero distinguibles en nuestro discurso. En primer lugar, la vastedad de su horizonte, el hecho de que sus intereses y su obra no tuvieron lím i tes y se extendieron a todos los campos de la actividad humana, a todas las zonas de la realidad, abarcando realmente la totalidad de las cosas. En este sentido, afirma que «el pintor debe tratar de ser universal», que no debe renunciar a aspecto alguno de la riqueza del ser. Pero la universalidad también puede interpretarse en el sen tido, no de una enciclopedia, sino de una adquisición esencial, de una indicación destinada a conservar un valor para todos y para siempre. En este caso, lo que importa no es la cantidad de proble mas que Leonardo abordó, ni la cantidad de observaciones y des cubrimientos que realizó, sino la profundidad de su búsqueda, la palabra nueva —aunque se tratase de una sola— que entregó a los hombres. Lamentablemente, la dificultad que plantea esta alternativa se vuelve casi insuperable por el hecho de que el propio Leonardo no escogió, sino que se mantuvo deliberadamente en el centro de una tensión: persiguió la realidad por todos los rincones del horizonte, y, al mismo tiempo, se retiró todo él hacia sí mismo como hacia un
’ Para el texto de Vasari, hemos utilizado la edición de sus Opere preparada por Milanesi (Florencia, Sansoni, 1906, vol. IV, pp. 17-52); para el denominado Tratado de la pintura, la edición de Borzelli (Lanciano, Carabba, 1924).
centro, en una especie de esfuerzo por aferrar el sentido de la vida humana en el núcleo desde donde se despliega la variedad infinita de las cosas, en la unidad del m undo que se realiza en el interior del ojo, en él interior de la mente, en el ámbito que crean las m a nos del hombre. En cierto modo, podría llegar a decirse que en esto radica, y al mismo tiempo se resuelve, el enigma de Leonardo: en la relación entre la búsqueda incansable del significado de todas las cosas, de todos los seres y de todos los fenómenos, y la conciencia de que la secreta raíz de todo eso es una razón que la mente humana contiene en su interior. De una parte, la experiencia inagotable, perseguida incluso en las imágenes más frágiles y huidizas —la bru ma que se disipa, las nubes que se desflecan, el moho que dibuja extraños arabescos en las paredes; de la otra, la concentración de la mente en un número, en una verdad absoluta. Por lo demás, éstos son los términos que aparecen continuamente en sus escritos: expe riencia, experiencia siempre renovada, y razón. Pero lo importante es el modo en que estos términos se combinan, o mejor dicho, el modo en que Leonardo logró descubrir ese punto mágico donde ambos aspectos se unen— y su voluntad de revelar a los hombres el secreto de la vida. Allí reside realmente su significación, y su valor universal, aun que siempre haya resultado más fácil y seductor buscarlos en aquella maravillosa riqueza investigadora, aplicada a todos los campos de la experiencia, en aquella extraordinaria variedad de un vagabundo movido por un interés inagotable. Por eso, una y otra vez se ha in tentado reconstruir la enciclopedia de Leonardo, plagada de extrava gancias e ilusiones; por eso, se lo ha exaltado retóricamente como un hombre tan divino que parece inhumano, borrando casi la figura real del Leonardo artista humanístico, que en sus pocas obras y m úl tiples proyectos logró la convergencia de la totalidad del saber y la totalidad de la práctica, y que en una luz, en un acto, en una figu ra, logró transmitir el sentido más íntimo de la realidad, aquella re lación entre la imagen del mundo y su más allá secreto, en pos de cuya comprensión indagó incansablemente los aspectos más recóndi-' tos de la existencia. Porque la ciencia de Leonardo es la ciencia del pintor, y es inse parable de su arte, que es el arte del pintor: comprender esa ciencia y ese arte, que no son ni la ciencia de Galiieo ni el arte de las esté ticas del siglo XX, comprender esto, es comprender el significado y la grandeza de Leonardo. Mientras se le vea como el precursor de teorías y técnicas descubiertas varios siglos más tarde, será imposible
comprender aquellos textos singularísimos en los que, luchando casi consigo mismo, Leonardo intentó durante toda su vida plasmar en números sus extraordinarias imágenes. «El ingenio del pintor quiere ser semejante al espejo, que siempre se transforma en el color de la cosa que tiene como objeto, y que se llena de tantas semejanzas como cosas se presentan ante él. Por tanto, sabiendo, pintor, que para ser bueno debes ser maestro universal en imitar con tu arte todas las cualidades de las formas que la Naturaleza produce, [has de saber también que] sólo podrás imitar[las] viéndolas y reproduciéndolas en tu m ente... Y en efecto, lo que existe en el universo por esencia, frecuencia o imaginación, él [el pintor] lo tiene primero en la mente y después en las manos; y estas últimas son de tal excelencia que tardan lo que dura una mira da en engendrar una proporción armoniosa, como ocurre en la Na turaleza» (Manuscrito A, 82r). Este es el verdadero centro de la meditación y la obra de Leonar do, la convergencia de la totalidad del saber y la totalidad del hacer; la obra del artista entendida como ta síntesis activa de todas las empresas humanas —ciencia y técnica, filosofía y poesía— , conclu sión de todos los problemas que plantea la realidad. «El pintor» no es siervo ni instrumento de la naturaleza, ni tampoco su ministro ni su imitador: «disputa y compite con la naturaleza, de la que es Dios y Señor». Sin embargo, entre nosotros y ese Leonardo auténtico, todo él contenido en la articulación técnica-ciencia-arte, se intercala otra imagen, antigua, equívoca y fáustica, que le atribuye la potencia de un saber tota! y arcano, en virtud del cual habría sabido encontrar el fundamento de todas las ciencias, y habría sabido prever todas las in venciones, y habría sabido todo, y habría sido capaz de hacerlo to do. Recientemente, un destacado investigador (L. Heydenreich) ha afirmado que, «si se indaga en la enorme cantidad de material de estudio reparado en millares de folios, y se aplica un criterio orde nador, se tiene la impresión de que Leonardo proyectaba una expo sición enciclopédica del conjunto del saber humano. Esa enciclope dia habría constado, probablemente, de las siguientes secciones principales: la óptica, como base de toda percepción; la mecánica, como ciencia de las fuerzas físicas básicas del mundo orgánico e inorgánico; la biología, como ciencia de las leyes que gobiernan la vida y el desarrollo de la naturaleza orgánica (el tema central de esta ciencia sería la anatomía); las cosmología, como ciencia de las formas de la naturaleza inorgánica y de las fuerzas subyacentes
a esas formas». A estas disciplinas habría que añadir las mate máticas, como premisa e instrumento lógico-metodológico, y la moral, como ciencia del comportamiento y remate de todo el edificio. Y no sólo esto: según muchos autores, el mérito de Leonardo habría consistido en asegurar una autonomía cada vez mayor de la investigación científica respecto del arte y de la formación del artis ta, dotando a estas últimas de un ámbito propio. Así, pues, se tra taría de un ideal pansófico, que oscilaría entre los sueños de la m a gia medieval y las conquistas de la técnica moderna. Ahora bien: para recuperar la significación humana de Leonardo —no erudita ni filológica, como tampoco meramente técnica ni evasivamente artís tica— hay que colocarse en la perspectiva opuesta, y eliminar la imagen del mago antiguo y del técnico moderno, la imagen del hombre de ciencia que esteriliza al artista, para redescubrir la ten sión que amalgamaba una concepción rebelde del m undo con una investigación de la naturaleza tan original como desprejuiciada, y con una creación artística de valor excepcional. Sólo eliminando este mediocre mito fáustico podrán superarse tanto las exaltaciones retóricas como las críticas demoledoras, pero sólo comprendiendo sus orígenes y sus razones podrá conseguirse su completa superación.
2. A decir verdad, el mito de Leonardo es antiguo, y, al menos en parte, deriva de su propia tendencia, entre irónica y polémica, a adoptar actitudes originales y distantes. En Vasari, ese mito ya fu n ciona, y tiende a presentarse como historia. Todos recordarán el co mienzo de su Vida de Leonardo: de entrada, Leonardo, figura «ver daderamente prodigiosa y celeste», es situado, ya desde el nacimien to, en un plano exclusivo, singularísimo, y aparece rodeado por una trama de influencias secretas. «Grandísimos dones vemos que derra man las influencias celestes sobre los cuerpos humanos, unas veces naturales y otras sobrenaturales. Acumularse inmensamente en un solo cuerpo belleza, gracia y virtud, de tal manera que, vuélvase ha cia donde se vuelva, cada uno de sus actos sea tan divino que, aven tajando al resto de los hombres, demuestre manifiestamente que es don de Dios y no producto de las artes humanas, es lo que los hombres vieron en Leonardo da Vinci.» No es casual que este pasaje se inicie con una referencia a la as-
trología; aparte de que parece remitir a una observación del propio Leonardo —«no hay parte alguna de la astrología que no dependa de las líneas visuales y de la perspectiva, hija de la pintura»— , esa referencia constituye el preludio obligado a la presentación de una figura excepcional. El discurso insiste reiteradamente en el carácter excepcional del hombre, con términos que se repiten sin cesar: divi no, maravilloso, milagroso. Es importante observar el orden que si gue Vasari para componer el retrato de Leonardo: extraordinaria belleza física e irresistible atracción —«tan bello y espléndido era su aspecto que por sí solo bastaba para tranquilizar a cualquier alma afligida»— ; intelecto y memoria, y suprema habilidad para el dibu jo; una observación constante de la naturaleza, que en cualquier momento puede convertirse en tierno amor por las criaturas vivien tes; pero también una actividad mental, una imaginación capricho sa, como dice Vasari, que nunca descansa, unida a una «rapidez, una bondad, una belleza y una gracia» perfectas. Una curiosidad ili mitada se transforma milagrosamente en una ciencia ilimitada, y se traduce en una producción constante de modelos y dibujos. Al mis mo tiempo, la figura del artista, insertada justo en el punto de con vergencia de una extraordinaria conjunción de radiaciones estelares e influencias sobrenaturales, aparece rodeada de un ambiguo halo de poderes mágicos, embrujos y fuerzas de atracción que nada tienen de natural. Cuando Leonardo hablaba -—insiste Vasari— «lo graba torcer a su antojo hasta la más férrea de las opiniones»; cuan do'diseñaba proyectos convencía a todos, como cuando propuso le vantar el baptisterio para «agregarle los escalones sin peligro de que se derrumbara». Todos quedaron convencidos, «aunque tan pronto como él [Leonardo] se hubo marchado —añade el historiador—- ca da cual fue consciente de que semejante empresa era imposible». La insistencia en estos temas no es casual y obedece, probable mente, a un propósito determinado: reforzar el halo de misterio que rodea a la especulación natural de Leonardo y evocar la atmós fera entre de asombro y temor en que siempre se movió. De ahí la referencia a aquella habitación, en la que sólo entraba el artista, poblada de «lagartijas, lagartos, grillos, víboras, mariposas, langos tas, murciélagos y otras especies raras de este tipo de animales», para mencionar a continuación, a modo de contraste, su amor por los pá jaros: «a menudo, al pasar por los sitios en que se vendían pájaros, los sacaba con la mano de las jaulas y, después de pagar el precio que pedía el vendedor, los echaba al aire para que volaran, devol viéndoles la libertad perdida»; el mismo hombre que disecaba y
analizaba cuerpos de animales y hombres disertando fríamente sobre la necesidad de vencer el asco producido por el olor y el aspec to de la carne podrida. Tampoco falta la referencia al esplendor de su tren de vida, «a pesar de no poseer prácticamente nada, y sin de masiado trabajo, siempre dispuso de criados y caballos». El análisis paciente y detallado del texto de Vasari revela, en la repetición de ciertas palabras, en las reiteraciones deliberadas, un interés permanente por evocar una figura extraordinaria y, al mismo tiempo, ambigua, no humana, quizá divina, pero, en todo caso, al borde de lo demoníaco como inevitablemente debía atribuirse en aquellos últimos años del siglo XV a un filósofo natural empeñado en liberarse de la agotada tradición escolar para retomar un contacto directo con la realidad corpórea de las cosas y captar el secreto que ocultaba su apariencia. «Su mente era capaz de imaginar cosas tan complejas y sutiles que las manos, por excelentísimas que fuesen, no podrían expresar. Y tan variadas fueron las sendas por las que discurrió que, filosofando sobre las cosas naturales, llegó a conocer las propiedades de las hierbas a través de la observación continua del movimiento celeste, del curso de la luna y la marcha del sol.» Resulta significativo que en la primera edición de sus Vite Vasari añadiera: «por todo lo cual se formó en su espíritu una concepción tan herética que no se inclinaba hacia ninguna religión, por consi derar, quizá, que era mucho mejor ser filósofo que cristiano». No vamos a detenernos ahora en el problema de la eventual fe de Leonardo. Lo que nos interesa es el perfil del personaje, con todos sus rasgos: la figura elegante y plena de belleza, de porte excep cional, carente de fortuna pero siempre provisto de criados y ca ballos absorto en sus geniales ideas y en sus sueños, gentil y enigm á tico, más inclinado a la reflexión que al trabajo, entregado a espiar los misterios de la naturaleza a través de la observación de animales raros y repulsivos, pero capaz, al mismo tiempo, de gestos de amor franciscano hacia los pájaros, y de hundirse en la contemplación de los juegos de las nubes y de las sombras. A lo que ha de añadirse una predilección por los proyectos imposibles, que le impide acabar sus obras, pero en los casos en que las acaba, los resultados son verdaderas criaturas vivientes; dos temas que se cargan de sugeren cias: de una parte, la persecución inacabable de las infinitas formas posibles que desafían todo intento de definición y fijación, produc to de una especie de inquietud insaciable que, finalmente, lo lleva a abandonar el trabajo; de la otra, la capacidad de infundir vida a sus criaturas mediante un arte sutilísimo que parece competir con la
naturaleza: «con buena regla, mejor orden y recta m edida... infun dió realmente a sus figuras movimiento y vida». Cabría pregun tarse si al escribir esto Vasari estaba pensando en las tesis —tan difundidas entre los neoplatónicos que habían estado de moda casi medio siglo antes— sobre las prácticas teúrgicas destinadas a introducir, mediante la perfección del arte, el espíritu en las imá genes. Vasari logró presentar, pues, con singular habilidad, un Leonar do mutilado de aquella adherencia suya a la realidad total, incluso a sus aspectos más vulgares y más bajos; perduran los proyectos desco nectados de ia vida y las construcciones prodigiosas, pero no los pla nos para las cloacas de Milán y los burdeles de Pavía, que, sin em bargo, coexistieron con aquéllos. En esto, precisamente, se aprecia la clara intención de situar al hombre en la frontera de lo divino con lo diabólico, de la ciencia con la magia, del arte capaz de infundir vida con las prácticas necrománricas destinadas a invocar las poten cias ocultas. Y las notables diferencias entre la primera y la segunda edición de la Vida en lo que se refiere a la irreligiosidad de Leonar do no demuestran tanto el carácter herético o la tardía conversión del artista como el modo de proceder de su biógrafo, quien, des pués de haberse lanzado de lleno a la composición de una imagen fáustica, se aviene, pasado cierto tiempo, a introducir ciertas matizaciones. En realidad, los pasajes, más tarde suprimidos, sobre la irreligiosidad de Leonardo, independientemente de que fuesen o no exactos, emanaban, por una especie de necesidad retórica, del enfo que general de la biografía. Dictados o no por la fidelidad histórica, constituían innegablemente una exigencia impuesta por la organiza ción interna de ¡a imagen. Entre finales del siglo XV y principios del XVI, un personaje como el enfocado por Vasari no podía dejar de ser al menos un poco rebelde en el plano religioso. Se diría que era una cuestión de estilo. Si a la luz de estas consideraciones volvemos a leer el texto de Vasari, advertimos de inmediato que su composición no excluye ninguno de los ingredientes habituales del retrato del mago. La configuración celeste, la conjunción de las influencias estelares y la astrología; el conocimiento empírico de la naturaleza, o sea, los ex perimenta; la razón matemática; las hierbas; los anímales inm un dos, como serpientes, murciélagos, etc.; las tinturas y los típicos procedimientos hermético-alquímicos, y, por último, la práctica teúrgica y la capacidad de infundir vida a las imágenes. No falta na da; ni siquiera el arrepentimiento cuando la muerte se aproxima.
En la primera edición de la biografía de Vasari figuraba este texto, luego suprimido: «finalmente, al llegar a la vejez, y tras muchos meses de enfermedad, viendo que la muerte se acercaba, se interesó por las cosas católicas, regresó a la buena senda y se convirtió a la fe, en medio de grandes llantos». En la segunda edición leemos esto otro: «al ver que la muerte se acercaba, quiso informarse con toda precisión de las cosas católicas y de nuestra buena y santa religión cristiana». Con lo cual, el filósofo natural y el mago, deliberada mente rebelde, es reemplazado por un indiferente, que carece de información sobre la religión de sus padres. Tal es la construcción de Vasari: transparente en cuanto al pro pósito que la guía, cortada con pulso firme, y fiel, sin duda alguna, a un esquema preciso. Los párrafos finales, que siguen a la descrip ción de la muerte de Leonardo en brazos del rey de Francia, redacta dos pocas décadas después de la desaparición del artista, resumen con vigor una sensación general de asombro y admiración: «Tan be llo y espléndido era su aspecto que por sí solo bastaba para tran quilizar a cualquier alma afligida, y con la palabra lograba torcer a su antojo hasta la más férrea de las opiniones. Sus fuerzas eran capa ces de contener hasta el furor más violento, y su mano derecha podía doblar una argolla de hierro fijada a un muro, y una herradu ra, como si fuesen de plomo. Su liberalidad acogía y alimentaba a todo amigo, pobre o rico, siempre y cuando éste no careciese de in genio y virtud. Cualquiera de sus actos bastaba para adornar y honrar hasta al más deshonrado y despojado de los ambientes.» Se trata, indudablemente, de un epitafio, pero está cargado de símbo los, incluso en las expresiones a primera vista más trilladas: desde el abrazo del rey hasta la nobleza de sus actos, capaces de redimir incluso lo más vil; desde la exaltación del poder tranquilizador del genio hasta la prueba de fuerza física con una herradura, tan típica del modo de ser y de comportarse de Leonardo.
3. Era necesario que nos demorásemos en el retrato vasariano de Leonardo para mostrar el origen antiguo de una imagen que en tantos aspectos es como una pantalla entre ese hombre singular y nosotros. Sín embargo, cuando nos preguntamos de dónde pudo haber surgido ese retrato famoso, difícilmente se nos oculta que a menudo Vasari sólo fue intérprete fiel del propio Leonardo, que su mayor limitación consistió incluso en haber aceptado sin mayor
crítica las sugerencias de éste y las reacciones de sus contemporá neos. Su retrato refleja en gran medida los trazos de un autorretra to, pintado deliberadamente por Leonardo con tonos no exentos de matices polémicos e irónicos. Si hoy queremos comprender su figu ra, lo primero que debemos hacer es entender el sentido de esa iro nía y de esa polémica, pero no para permanecer encerrados en ellas. Frente a un m undo de eruditos, saturado de cultura y refinamiento, Leonardo adoptó una actitud de desdén y humildad: de esa actitud hay que partir, intentando descubrir su significado. El artista es artesano, trabajador manual, no hombre de cultura, y se opone a los sabios de las escuelas y a los exquisitos de las cortes; a todos los que profesan las ciencias en las universidades y todos los que cultivan las letras en los círculos libres surgidos al amparo de los viejos y nuevos señores. Sin duda, el peso cada vez mayor de las artes en la sociedad de los siglos XV y XVI rompe los esquemas tradicionales; sin duda, la creciente complejidad de las técnicas en la arquitectura y en la ingeniería quiebra las barreras que se paraban a los matemáticos de los «mecánicos». Sin duda, como cons ta en una inolvidable página de Vespasiano da Bisticci, cuando un Filippo Brunelleschi, hombre ajeno a las letras, asiste a los cursos del sabio Paolo Toscanelli, llega un momento en que el maestro pa rece ser él. Pero también es cierto que la relación no se invierte de golpe, y que la dignidad de la ciencia no es atribuida inmediata mente a los pintores, escultores y arquitectos. Pues bien: en Leonar do, que de latín nunca supo demasiado, y de griego nada, y que muy poco conoció del saber tradicional, y en general sólo de oídas, la rebelión contra la cultura consagrada es permanente. No sólo per cibe la esterilidad de gran parte de la escolástica medieval; también siente la vacuidad de un vasto sector de la erudición humanística; y protesta en nombre de otro tipo de hombre, de otra forma de cultu ra y de ciencia, de otra manera de concebir la hum anidad, su fu n ción y su tarea. Se aparta deliberadamente de las «compañías ajenas a sus estudios», y se mantiene «alejado» de los intereses de los de más, absorto en sus contemplaciones matemáticas. Ahora bien: en esta rebeldía de Leonardo, en esta polémica, compleja y llena de matices, que los enfrenta con la cultura con sagrada, hay que distinguir diferentes aspectos y momentos, para separar, de una parte, lo que estaba ligado a un contexto, sin duda importantísimo, pero históricamente determinado, y, de otra, lo que plasma una imagen perdurable del investigador, del científico y del artista. En primer lugar, hay que insistir en aquella orgullosa
humildad, expresada una y otra vez, del artesano que recorre las «villas pobres», ofreciendo sus humildes productos. Leonardo reitera continuamente los valores de la sensibilidad, de la experiencia, de la mano, de la obra, de la máquina, del artificio, frente a las palabras vanas, a los discursos vacíos, a los razonamientos abstractos, a los libros llenos de viento, a las seudofilosofías, a las seudociencias, y al gridore, ese griterío de las disputas interminables que nunca alcan zan la silenciosa paz de las conclusiones verdaderas. «Y en verdad sucede que donde falta la razón siempre se la reemplaza con gritos, cosa que no sucede en las cosas ciertas. Por eso diremos que donde se grita no hay verdadera ciencia, porque la verdad tiene una sola conclusión, que, una vez dada a conocer, destruye para siempre el litigio, y cuando éste vuelve a plantearse, no es para que renazca la certeza sino porque la ciencia es confusa y mentirosa.» Esta actitud de Leonardo encierra un franco y duro desafío a to do un mundo que, en cierto modo, giraba alrededor de las discu siones, de las cuestiones, de los debates verbales; un mundo donde la victoria no dependía de la prueba experimental o matemática, si no de la maestría dialéctica. «Las verdaderas ciencias son aquellas que la experiencia ha infundido a través de los sentidos, imponien do silencio a la lengua de los litigantes, y que no alimentan con sueños a sus investigadores, sino que siempre proceden a partir de los primeros principios, verdaderos y conocidos, para llegar sucesiva mente, y por vía de consecuencia cierta, hasta el final, como se de muestra en las primeras matemáticas, o sea número y medida, lla madas aritmética y geometría, que tratan con suma verdad de la cantidad discontinua y continua. Aquí nadie sostendrá que dos ve ces tres sean más o menos que seis, ni que los ángulos de un trián gulo sean menos que dos ángulos rectos, sino que con eterno silen cio queda destruida toda disputa, y sus participantes la concluyen en paz, lo cual no puede hacerse en las mentirosas ciencias m enta les» (Tratado de la pintura, 29). Pero a la rebelión contra las ciencias mentales, contra un filoso far hecho de grandes cuestiones, «como de la esencia de Dios y del alma y cosas similares, por las que siempre hay lucha y discusión», entre los partidarios de opiniones distintas, Leonardo añade otra protesta: la protesta contra el saber que contempla y no se ensucia las manos, que no añade la obra al pensamiento, y no verifica el concepto mediante la cosa o mediante el trabajo que transforma la cosa. «Y si dijeras —le grita a un interlocutor ideal— que esas cien cias verdaderas y conocidas son como tareas manuales porque sólo
manualmente pueden llevarse a térm ino... por mi parte considero que las ciencias que no han nacido de la experiencia, madre de toda certeza, y que no concluyen con una experiencia conocida, o sea, cuyo origen, medio o fin no pasa por alguno de los cinco sentidos, son vanas y están llenas de errores.» La mente es mediadora, y es instrumento prodigioso, si va acompañada por el ojo y las manos, si paite de la realidad corpórea y, con instrumentos matemáticos, re mite a una nueva realidad recreada por las manos del hombre. Pero si se aísla, si se aparra, si pretende competir con Dios en la con templación solitaria, entonces permanece estéril y sólo alimenta va cuas disputas verbales: griterío inacabable. Adviértase que con esto Leonardo no sólo renovaba el método de las ciencias: trastrocaba radicalmente la relación entre el hombre y el mundo, transformaba la concepción de la realidad. En aquellos últimos años del siglo XV y primeros del XVI, la exaltación del hombre y de su dignidad se había convertido en una especie de lu gar común. El universo converge en la mente, centro ideal del ser. Alguien fue más allá, y, en páginas de elocuencia deslumbrante, llegó a afirmar que el hombre era divino, porque es libre artífice de sí mismo, y no está condicionado por la necesidad natural sino que tiene la naturaleza que producen sus actos. Leonardo no se contenta con esa afirmación general, y precisamente en esa insatisfacción aca ba viendo el significado de la actividad humana y el carácter de su obra. El hombre, en resumidas cuentas, no se realiza ni se plasma a través de una actividad espiritual, moral. Por sí solo, el acto espiri tual, mental, es estéril y vano. Ese acto debe nacer de la sensibilidad y volver a la sensibilidad: Leonardo se refiere al círculo que va desde el ojo —desde esa visión profunda de la realidad, que llega hasta sus más oscuros recovecos— a la mente, para regresar a las cosas a través de las manos, a través del trabajo corporal que consolida el proceso y fija su resultado. Símbolo y consumación de ese círculo es el pintor, cuyo ojo es ciencia, la ciencia más sutil, capaz de atravesar la superficie para llegar hasta las raíces de las fuerzas originarias, y desde allí remontarse al número, a la razón, y, por último, trazar una forma que ya no corresponde a la superficie de las cosas, a la piel de los seres, sino que se identifica con la fuerza inmanente, con el secreto del mundo, manifestado en una imagen donde se expresa la realidad total: en los pocos cuadros que pintó Leonardo, donde un trazo basta para que la totalidad del ser se encubra y se descubra al mismo tiempo. Pero antes de llegar a la única ciencia que Leonardo reconoce, o
sea, la ciencia del pintor, hay que insitir en su enérgica reivindica ción del arte mecánico, de la obra de las manos, donde la dignidad humana triunfa como en las matemáticas. Todavía Petrarca, en pá ginas justamente famosas, veía un signo de inferioridad en el hecho de que ciertas disciplinas tuvieran que mezclarse con actos ma nuales, entrar en contacto con los cuerpos, con las operaciones. En Leonardo, esto no sólo se interpreta como realización de valor hu mano, sino que, abierta y conscientemente, se afirma como prueba de que dicho valor consiste en traducir el concepto en obra, concep to que para ser funcional debe emerger de las cosas sin que ellas pierdan su relación. El hombre vale, tiene una importancia funda mental, porque es una fuerza conscientemente activa que se despliega en el m undo, porque descubre las fuerzas que operan en el mundo, y, a través de la reflexión matemática, que es orden y armonía, vuelve a plasmarlas en un nivel aún más elevado de armonía. Pero esta nueva plasmación, si ha de ser fecunda, si ha de ser signi ficativa, no puede ni debe agotarse en un discurso o en una imagen mental, conceptual, pensada: debe ser otra cosa, cuerpo, máquina, debe ocupar un sitio en la naturaleza, en el universo. No basta el ojo, ni la mente: no son suficientes las ciencias mentales, ni las vi suales —es necesario que ambas concluyan en la obra de las manos. Sería inútil citar algunos de los numerosos textos que Leonardo dedicó a este tema, pero sí conviene considerar desde esta perspecti va su otra polémica, tantas veces mal interpretada, contra una cultu ra hecha de libros, de citas, de repeticiones y resúmenes del pasado. Leonardo no reniega de la historia ni de la antigüedad, como tam poco de la memoria, que nos permite contrarrestar «la fuga del tiempo». Lo que hace es luchar contra la autoridad reivindicada frente a la experiencia, contra la cultura entendida como aceptación pasiva, contra un saber que no es invención sino mera conservación. En el Códice Atlántico el mismo tema se reitera en fórmulas ca da vez más lapidarias, cada vez más incisivas, como premisa general y lema de su trabajo. «Bien sé que no siendo yo literato algún pre suntuoso pensará que es razonable censurarme alegando que soy un hombre sin letras. ¡Gente necia!... Dirán que, al carecer yo de letras, no puedo decir bien aquello de lo que quiero tratar. Pues bien; no saben esos que mis cosas han de extraerse más de la expe riencia que de la palabra de los otros, y que los buenos escritores tu vieron por maestra a esa [experiencia]; a la que tomo por tal, y a la que en todos los casos he de invocar» (119í>. a). Leonardo no invoca rá los autores, sino la experiencia, «maestra de sus maestros». Y lo
importante es advertir que el experimentador es un inventor. Una y otra vez, Leonardo opone ta actividad y las obras a la pasividad, la recepción, la conservación. Sin embargo, los términos que utiliza son ambiguos y se prestan a interpretaciones erradas. Experiencia: pero experiencia también puede significar acogimiento, recepción, catalogación cuando en realidad para Leonardo significa reelabora ción, invención, actividad, trabajo. «Estos van desconfiados y con gran pom pa, vestidos y adornados no con sus trabajos sino con los de otros, y no toleran que yo me [vista y adorne] con las mías; y si a mí, que soy inventor, me desprecian, cuanto mayor será la crítica merecida por ellos, que no son inventores sino pregoneros y recita dores de las obras de otros» (Cod. Atl., 117r. b). Así, la experimen tación, precisamente por mediar entre la naturaleza tal cual es y la realización de las posibilidades que ofrece determinado contexto, es, de una parte, un reconocimiento de los procesos reales y necesa rios, y, de la otra, una operación constructora. De ahí la condena de los meros pregoneros de la obra ajena; pero también de los al quimistas, cuya manera de experimentar es accidental, casual, ar bitraria. Al invitarlos formalmente a que acudan a las minas y des cubran los procesos que la naturaleza emplea para la fabricación del oro, y a que después se sirvan de las fuerza y los números que hayan descubierto para tratar también ellos de hacer oro, Leonardo revela el sentido de su concepto del hombre como mediador entre una na turaleza rica en artificios y un nuevo m undo producido por la activi dad humana. Espejo: otro término, e imagen, cuyas variaciones también en cubren la ambigua riqueza del exceso de significados. Quizá bas taría con seguir las oscilaciones de la palabra y de la imagen para comprender a fondo la mentalidad de Leonardo. Espejo debe ser la mente del pintor, espejo son los recitadores y pregoneros: en un ca so espejo significa una concentración activa de las infinitas «espe cies» del m undo; en el otro, la inconsistencia de la imagen compara da con la corporeidad del objeto, y, sobre todo, la pasividad de la mera recepción frente a la actividad del inventor, intérprete situado entre la naturaleza y el hombre. El mismo tema domina en todos los casos: la idea del saber activo, de una actividad intrínseca a la operación mental, y que busca expresarse en la obra. Ya los dibujos, que ocupan un.puesto fundamental en los manuscritos de Leonar do, ofrecen indicaciones valiosísimas a propósito de este tema: el propio Leonardo nos advierte de que el dibujo corresponde al des pliegue de la operación manual, la superación del momento pura
mente mental —superación más adecuada y concreta que la ofrecida por la palabra escrita. Leonardo intentará explicar en diferentes ni veles este concepto también difícil para él, y dirá, a modo de ejem plo, que el enamorado prefiere la representación pictórica de su amada más que cualquier descripción literaria de la misma. En otro sitio, argumentará que mientras la imagen pensada o dicha «permanece en la mente de sus contempladores», el dibujo, en cam bio, realiza una «operación bastante más digna de la ya mencionada contemplación o ciencia». Si quisiéramos aventurar una conclusión general, aunque más no fuese de manera hipotética, podríamos decir quizá lo siguiente: más que un instrumento expresivo, el dibujo es siempre un aspecto necesario de la experiencia de Leonardo. A través del dibujo —-y aún no se ha estudiado suficientemente en los manuscritos la rela ción existente entre los dibujos y los pensamientos— Leonardo pro cede ante todo a la anatomía de toda la realidad, a la profundización de la experiencia sensible, a la reducción del fenómeno a sus estructuras, que, en última instancia, son estructuras matemáticomecánicas-maquinales. Cuando, en sus anatomías, Leonardo analiza el funcionamiento de un órgano animal reduciéndolo a sus compo nentes, para presentarlo luego como un juego de fuerzas entre «ins trumentos maquinales», su ojo va penetrando los diferentes niveles en que se despliega la realidad, recorriéndolos, esquematizándolos y explicitando todos sus elementos. Los dibujos, de una parte, y las reflexiones teóricas, de la otra, apuntan hacia una visión unitaria de las cosas en su estructura profunda, reducible al modelo de la m á quina y al juego de los movimientos y de las fuerzas: tal como suce de con la vida, en todas sus manifestaciones. En los Quaderni di anatomía de la Biblioteca de Windsor se lee lo siguiente: «la natura leza no puede dar movimiento a los animales sin instrumentos m a quinales, como demuestro en este libro [analizando] los actos de movimiento que dicha naturaleza realiza en ios animales». En las reflexiones anatómicas posteriores al año 1500, se afirma cada vez más la idea de la máquina, de una máquina susceptible de ser de sarmada, analizada. «¡Oh, tú, que examinas esta máquina nuestra, no te apenes de que tu conocimiento dependa de la muerte de otro, más bien alégrate de que nuestro autor haya puesto el intelecto en tan excelente instrumento!» Y unas páginas antes, al describir el funcionamiento de la máquina animal: «y otro tanto ocurre en los cuerpos de los animales a través del latido del corazón, que genera la onda de la sangre por todas las venas, las cuales continuamente se
dilatan y se constriñen; y la dilatación se produce ál recibir el exceso de sangre, y la disminución al soltar el sobrante de la sangre recibi da; y esto es lo que nos revela el latido del pulso». Máquina es el hombre, máquinas los animales («de hecho, el hombre sólo se distingue de los anímales por lo accidental»), máquina el mundo. Motores de esas máquinas son los espíritus, o el espíritu, la virtud espiritual, o sea la fuerza, también ella entendida como algo, incor póreo sí, pero físico, y rodeada en todo caso por un halo de constan te ambigüedad. «Hemos dicho hasta aquí que la definición del espí ritu es una potencia unida al cuerpo, porque por él mismo no puede gobernarse... porque si el espíritu es cantidad incorpórea, es ta cantidad se llama vacío, y el vacío no existe en la naturaleza.» Máquinas e instrumentos, fuerzas y materia: la anatomía de Leonardo, que se va convirtiendo en óptica, en mecánica general, en interpretación física del universo, descubre, bajo la piel, un juego de canales, de flujos y reflujos, de cuerdas, palancas, pesos, motores secundarios y primarios, y la transmisión y modificación de las fuerzas. Ante el alma, Leonardo se detiene: después de haber mostrado su componente físico, he aquí su célebre salida, irónica paia unos, terriblemente seria para otros: «y el resto de la definición del alma lo dejo en la mente de los frailes, padres de los pueblos, que por inspiración conocen todos los secretos». Pero no queríamos hablar de esto, sino de la anatomía de la realidad, que poco a poco se va revelando al ojo y la mano del p in tor. Porque precisamente aquí, en el límite de la anatomía científi ca, asistimos a su doble transformación: en técnica constructora de nuevas máquinas, y en pintura. Adviértase que nos encontramos en el ámbito de la más elevada de las ciencias, que a todas abarca y en la que todas confluyen, incluida la filosofía: la ciencia del pintor. Éste debe indagar exhaustivamente la realidad, y definir y describir todos sus elementos y sus fuerzas, así como su funcionamiento. Una vez logrado eso, una vez descubierto el secreto de toda la máquina natural del mundo, es posible construir las máquinas artificiales. La realidad es como una «caverna oscura y amenazadora»; Leonardo se asoma a ella no sólo «deseoso de ver la gran abundancia de las va riadas y extrañas formas fabricadas por la artificiosa naturaleza», si no también para reproducir esas formas en máquinas. Una de las máquinas de Leonardo que más ha impresionado la imaginación de los hombres ha sido siempre la máquina de volar. Pues bien: basta revisar sus pensamientos, sus observaciones, sus proyectos, para hallar una clara confirmación del doble proceso al
que nos hemos referido: primero, el descubrimiento del pájaro co mo máquina natural; después, la construcción humana del pájaro artificial. Releamos el famoso pasaje del Códice Atlántico: «el pája ro es instrumento que opera según ley matemática, instrumento que el hombre es capaz de fabricar con todos sus movimientos, aunque no con tanta potencia... diremos entonces que a ese instrumento, com puesto por el hombre sólo le falta el alma del pájaro, alma que ha de estar hecha a semejanza del alma del hombre.» Donde el alma, como bien explica Leonardo, no significa otra cosa que fuerza propulsora. El maravilloso ciclo de la ciencia universal de Leonardo está sin tetizado en los capítulos de un tratado de anatomía del universo, que descubre los mecanismos de su máquina, los diseca y los traduce en dibujos y esquemas. Sobre esa base se fabrican las máquinas: vol viendo a ensamblar los elementos, e inventando, compitiendo, sí, con la naturaleza, pero también obedeciendo a sus razones y necesi dades. Los estudios de física y los desarrollos técnicos son paralelos a los dibujos, y se basan en esa reducción universal del mundo, incluido el de la vida, a unos principios mecánicos traducibles al lenguaje matemático. Hay un famoso texto de Vitruvio que los grandes autores del siglo XV amaron y odiaron (Ghiberti lo reproduce y Alberti lo ridi culiza): el arquitecto debe saberlo todo, debe ser una especie de en ciclopedia viviente de todo lo cognoscible. Debe saber de letras para suplir la memoria mediante la escritura, de dibujo para hacer los planos, de geometría y aritmética para hacer figuras y cálculos, de óptica para estudiar las luces, etc. Pero la ciencia universal de Leo nardo, que, conviene no olvidarlo, es la pintura, es universal, no por que sepa un poco de todo, ni porque abarque todas las ciencias, si no porque para expresar las formas de lo real de manera que éstas sean, no la superficie que oculta, sino la manifestación suprema que revela, debe penetrar en el ser a través de todas sus estructuras y todos sus niveles, hasta la raíz más profunda. «Si despreciaras a la pin tura, que es la única imitadora de todas las obras visibles de la natu raleza, ciertamente despreciarías una invención sutil, que con filosó fica y sutil especulación considera todas las cualidades de las formas: mares, lugares, plantas, animales, hierbas, flores, que se encuentran rodeadas se sombra y de luz. Y en verdad es una ciencia y [es] hija legítima de la naturaleza, porque la pintura separa los elementos esenciales de esa naturaleza.» No basta con saber un poco de todo; el ojo del pintor, que debe aprehender la realidad, no la apariencia, debe descender hasta el
fondo de la oscura caverna, y ver la máquina del mundo en rodos sus mecanismos y funciones; el flujo y el reflujo de la sangre en los seres vivos, y de las aguas de los ríos y del mar en el gran cuerpo de la tierra. Después, la mano del gran anatomista debe dibujar todo eso, y, por tanto, reconstruir las máquinas compitiendo con la natu raleza. Los dibujos y las máquinas de Leonardo corresponden a sus estudios de física y de anatomía, y constituyen el aspecto técnicocientífico de su iniciación. Sin embargo, el proceso no concluye allí: en verdad toda su física es un supuesto y una introducción para lo que representa e! momento mecafísico de su obra —aquel puñado de pinturas en las que asoma una visión, ya no de instrumentos o de máquinas como componentes de la realidad, sino de la realidad misma en su totalidad y perfección. Sin aquel análisis esta síntesis sería imposible; pero esra síntesis supera infinitamente todos los as pectos del análisis. Por eso los dibujos de Leonardo, y los apuntes y bosquejos de libros, son tantos, y tan pocos los cuadros; porque de una manera más o menos consciente Leonardo sabe que la última palabra es una sola: que en un rostro o en un paisaje se concentra todo. Pero tam bién sabe que esa visión total sólo se da a quien ha penetrado hasta el fondo el misterio del ser. Sería fácil alinear los textos de Leonardo a lo largo de este viaje de descubrimiento, de este análisis de cada zona de la experiencia, hasta el momento en que todo converge en la toma de conciencia humana, cuya contrapartida es ia obra humana. Todas las ciencias: o sea, la penetración de lo real en todas las direcciones; todas las técnicas: o sea, la producción artificial de todo lo que excede aquel dominio, para encontrar luego la síntesis, o sea el significado, en una forma. Leonardo, que se mantiene alejado, que se complace en rodearse de un halo de magia, de extravagancia y de misterio, es quien en su siglo mejor plantea, y con mayor claridad y rigor, la relación entre el proceso múltiple y aquel punto en que éste se cristaliza para cargar se de sentido: enigma que no por haber sido aclarado deja de ser tal. Sin duda, los secretos ocultos en la caverna son las cifras, las fuerzas, los pesos, las palancas, los movimientos, los impulsos; el rostro de la Virgen es ese complejo de elementos y de números; n o podría existir sin el flujo y el reflujo de la sangre en la carne, pero también es muchísimo más. Leonardo ha insistido más que rúngún otro en que la realidad que el pintor debe pintar es esa maraña, ese remolino de elementos, y su número; ese torbellino de fuerzas, pero
también su armoniosa organización; por eso, nos ha presentado la realidad en el nivel de lo informe y al mismo tiempo en su re solución formal. Por eso, sus formas están cargadas de todo lo que se agita, informe, en lo profundo, y a pesar de ser realísimas contienen al mismo tiempo todo lo que está más allá y más acá del m undo de la experiencia: constituyen, realmente, una toma de con ciencia total. Para pintar un rostro, o sea, su significado, su realidad, su ver dad, hay que saber ver la masa de músculos oculta bajo la piel, los vasos y órganos con sus detalles, y los huesos, y haber visto pudrirse todo eso y haber sentido su hediondez, y haber sorprendido la va riación de las expresiones por la emoción, y los cambios de luces y sombras en todos los rostros, y su envejecimiento, y haber visto có mo éstos se van marchitando: y también haber determinado las ra zones y las leyes que gobiernan todos esos procesos. No hay que dejarse engañar por Leonardo: hay que saber libe rarse de la imagen ambigua que irónicamente compuso de sí mismo. Él, que se burlaba de los magos nigromantes y de los alquimis tas, se divirtió sembrando la sospecha de que quizá tam bién forma ba parte de esa turba; Su inmersión en la caverna para descubrir el fondo opaco de las cosas, su búsqueda de las leyes de las fuerzas y del movimiento, y de la tierra, del agua y de la luz, indujeron a exaltarlo sobre todo como hombre de ciencia. Su inagotable curiosi dad por máquinas e instrumentos hizo que apareciera como un téc nico. Su insistencia en retomar siempre la misma frase hizo que se lo considerara escritor y poeta. Pero sólo quien entienda el sentido de la ciencia del pintor podrá entender su búsqueda del punto de unión entre el ojo y la mano, entre el análisis histórico, la acción práctica y la expresión artística como comprensión total. Así, Miguel Ángel, en aquellos mismos años, expresaba en la piedra el sentido de una tragedia ilimitada y, al mismo tiempo, su apaciguamiento en la forma. Difícilmente quien recorra las descrip ciones de cataclismos, tempestades y diluvios del último Leonardo, y ese aterrador crescendo de imágenes del mundo que muere, podrá evitar la evocación de Savonarola y Miguel Angel. También en Leonardo pesa cada vez más el misterio del Apocalipsis, y en los últimos años con una frecuencia obsesiva. Esas fuerzas, cuya poten cia investiga y cuyo ritmo observa con atención, parecen rebelarse; el hombre parece arrastrado por la explosión del universo. La m uer te, no del hombre, sino del ser, y su hundimiento en la nada, se su ceden en visiones cada vez más pavorosas, cada vez más gigantescas.
La ironía de lo enorme, que le había sugerido ciertas representa ciones extrañas de gigantes al estilo de Gulliver, desemboca ahora en el terror. La tensión del ascenso del caos a las formas se invierte para recaer en el caos: mueren las selvas, se derrumban las monta ñas, y sobre todo eso arrecia el viento y el mar, y «el aire, cubierto de oscuras nubes, que parten los serpenteantes movimientos de los furiosos dardos celestes, iluminando aquí y allá lo que cubre la os curidad de las tinieblas». Así expresa Leonardo, en las imágenes obsesivas de los manuscri tos del Castillo de Windsor, la oscura sensación de un mundo viejo que se derrumba, de una sociedad humana que declina, de un or den que desaparece. Pero en los mismos folios inserta también, co mo un mensaje, la invitación a respetar las prodigiosas obras de ia naturaleza: abominable es destruirlas, y «lo más abominble es arre batar la vida al hombre». «No dejes que tu ira o tu maldad destruya tanta vida», vida que «tan a su pesar se aparta del cuerpo, pues bien creo que su llanto y su dolor están justificados». En esto reside la auténtica magia de Leonardo: ese sentido tan pleno, positivo y corpóreo de la realidad, y esa conciencia dolorosa de la limitación humana —un sentido humanístico y, precisamente por eso, universal.
GALILEO Y LA CULTURA DE SU ÉPOCA
1. Todos recuerdan las páginas que, enrre 1924 y 1928, Benedetto Croce fue publicado en La Critica, y que más tarde reuniría en su Storia dell'eta barocca in Italia. Para tratar de aclarar el concepto de Barroco, fue definiendo, entre los «grandes movimientos espiri tuales destacadamente italianos» —como él decía— del Renacimien to y la Contrarreforma, los rasgos de la «decadencia italiana»; «deca dencia —escribía— del entusiasmo moral, y del coraje que a éste va unido, y de la búsqueda, la lucha, el ansia, la alegría, el dolor y la tenacidad en la acción.» Sin embargo, incluso en tan gris panorama, iba descubriendo algunos «puntos vivos» de la historia italiana: y entre éstos precisamente la obra de Galileo. De quien no se limita ba a reivindicar los descubrimientos científicos, sino también la fi losofía —filosofía propiamente dicha— como conciencia crítica de un método de investigación defendido con todas las fuerzas. «En cali dad de metodólogo —afirmaba— es filósofo»'; destructor de la 1 Benedetto C r o c e , Storia dell'eta barocca in Italia. Pensiero-Poesia e Letteratura-Vita moróle, 2 . a ed. Barí. 1946, p, 62. Es interesante leer la presentación de Croce, basada en no pequeña medida sobre la tesis que G . Gentile expuso en la introducción y comentario a una selección suya de textos de Galileo (tesis que sigue siendo importante para fijar las líneas directrices de una interpretación: cf. G . G alíLEI, Frammenti e lettere, Livorno, 1917). Croce también se basa en un texto escrito por Bertrando Spaventa en 1882 (Un luogo di Galileo) y publicado por Gentile en 1900 (Scritti fi/osofici de B. S p a v e n ta , Ñapóles, pp. 383-87), donde se examinan las tesis de Galileo sobre la relación entre el conocimiento humano y el conocimiento divino. Sin embargo, hay que tomar en cuenta que en su exposición del pensamiento gaiiieano, B. Croce todavía está condicionado por la polémica antipositivista, y por el problema de la cientiflcidad de la filosofía; por otra parte, en el terreno histórico,
vieja sistemática peripatética, todavía imperante en las universida des, ia atacaba con los resultados de la nueva investigación física, de las nuevas especulaciones matemáticas, de la nueva lógica de las ciencias. Aunque globalmente válido, el juicio de Croce sobre Galileo pa rece necesitar hoy ciertos ajustes. No tanto, como muchos pensa rían, porque haya que modificar la colocación de la obra galileana en el marco de las corrientes filosóficas del siglo X V I; ni porque esta ría más vinculado con tas artes mecánicas y con ias técnicas, que con las grandes concepciones de la realidad; tampoco se trata de discu tir, ni eventualmente de negar, aquella decadencia general de Ita lia, para descubrir, tal vez, la riqueza de Venecia, la vitalidad de Padua, o la solidez del Gran Ducado de Toscana. De lo que sj se siente la necesidad, al releer aquellas páginas tan elocuentes, es de salir de una historiografía que podríamos llamar del tiempo largo, o sea, de los grandes períodos, y, por tanto, de las grandes unidades de medida: Renacimiento y Reforma, Contrarreforma y Barroco, donde la preocupación por los conceptos globales, por la conti nuidad y permanencia de determinados rasgos dominantes, anuía cualquier consideración detallada de la evolución de los aconteci mientos. Hasta tal punto que, por último, la determinación de las características de un hombre y de su obra, de sus relaciones espe cíficas con otros hombres, otras obras, instituciones y acontecimien tos, es reemplazada por una especie de montaje dialéctico de cate gorías. Pensamos inmediatamente en la conmovedora falsificación de la fecha de nacimiento de Galileo, realizada por el fiel Vincenzio Viviani para que coincidiera con la muerte de Miguel Ángel. EJ no table erudito Emil Wohlwill la consideró escandalosa y por esa ra ptantes una aproximación incorrecta entre la actitud de Galileo a propósito de la re lación entre fe y ciencia, y la llamada teoría averroista de la «doble verdad». 2 Tanto l propósito d e la fecha de nacimiento de Galileo, en el Raeconto istari co de Vincenzio Viviani.; como de las variantes d e los códices y de las impresiones, véase la Ed. Nacional (citada en lo sucesivo como Opere), vol. XIX, p. 599- Como es bien sabido, Emil WOHIAVfU. (en varias ocasiones y luego, en su gran obra Gidilei und sein K am pf fü r die copernkanhche Lehre, Hamburgo y Leipzig, 1909, pági na 642) puso en duda la fiabilidad de Viviani como biógrafo, suscitando la enérgica respuesta de Antonio Fav aro , quien volvió repetidas veces sobre el tema (en dos ar tículos de 1915 y 1916, publicados en el Archivio storico italiano; y antes en su estu dio monográfico sobre Viviani: Amici e corrispóndente di Galileo. XXIX. Vincenzio Viviani, «Arti del reale istiiuto véneto», tomo 72, parce II, 1912, pp. 100-1). Sobre este tema en general, véase R, G ia c o m e u i , Galileo Galilei giovane e il mo *de motu», Pisa, 1949, pp. 2-5.
zón puso en tela de juicio todo lo que afirma Vivíani; por lo demás, injustificadamente, como se lo demostró, en una polémica quizá demasiado apasionada, Antonio Favaro2. Viviani no hizo más que cubrir, a su manera, con un ropaje mítico y fantasioso la tesis de la continuidad del Renacimiento, y de la transmisión del espíritu renovador y de la resurrección de la an tigüedad, del terreno de las artes al de la investigación científica. En realidad, Galiieo nació, efectivamente, al morir Miguel Án gel; pero las vicisitudes de su existencia nos recuerdan, más bien, que el año anterior a su nacimiento se había clausurado el Concilio de Trento, cuando la censura se propuso bloquear toda circulación de las ideas con la intención de salvaguardar celosamente la ortodo xia de los italianos frente al peligro de cualquier audacia especulati va, por modesta que ésta fuese. Entre los años juveniles de Miguel Ángel, vividos en la corte de Lorenzo, en contacto con Poliziano, y marcados después por la prédica y el martirio de Savonarola; entre aquel ocaso del siglo XV italiano y el final de la vida de Galiieo en una Europa ensangrentada por la guerra de los Treinta años, la dis tancia es muy grande: todo ha cambiado profundamente; el centro de gravedad de la cultura se ha desplazado; ía impresión que se tiene es mucho más de ruptura que de continuidad. El 5 de agosto de 1632, Tommaso Campanella escribe desde Roma a Galiieo: «Es tas novedades de verdades antiguas, de nuevos mundos, nuevas estrellas, nuevos sistemas, nuevas naciones, etc,, son el principio de un nuevo siglo»5; sólo que el nuevo siglo de Campanella es muy distinto del nuevo siglo anunciado por los seguidores de Savonarola: es el siglo de Bacon y Descartes, de Hobbes y Grocio, de Comenio, de Gassendi, Mersenne, Kepler, los Principia de Newton, la Ethica de Spinoza y gran parte de la obra de Leibniz; un siglo y una falan ge de hombres que no sólo incluye a Galiieo como miembro de ple no detecho, sino que sin él resultaría en buena medida incompren3 G.M.ILEl. Opere, XIV, p. 367 ( = T. C a m p a n e l l a , Lettere, ed. de V. Spampanato, Bari, 1927, p. 241). Es interesante la observación de Campanella sobre el carác ter de las doctrinas del Diálogo: «se encontraban en los antiguos pitagóricos y democrltcos». También conviene recordar !a 01ra carta de Campanella a Galiieo (8 de mar zo de 1614, enviada desde Ñapóles): «Que V. S. provea a su estilo de las más perfec tas matemáticas, y deje para después los átomos, etc.; y que esctíb'a al comienzo que esta filosofía procede de Itaüa, de Filolao y Timeo, en parte, y que Copérnico la robó de esos filósofos nuestros» (Lettere, p. 177; G a u l e i , Opere, XII, p. 32). En la Metapbysica, Parisiis, 1638, p. 216 (nosotros utilizamos la reproducción publicada en Turln en 1961), Campanella presenta a Galiieo como un seguidor de Demócrito y de Arquímedes al mismo tiempo,
siblc. Para comprender la función y la obra de este último no resul ta demasiado útil un enfoque general del Renacimiento y el Barro co, sino un enfoque preciso de la situación italiana en ios últimos cinco lustros del siglo XVI. Croce hablaba de decadencia, y en el sentido específico de caída, no tanto, y no sólo, económico-política, sino moral, humana. Contra esa interpretación no fue difícil reivin dicar, en Toscana, la obra de Cosimo I y, más tarde, la energía de Ferdinando I; en Venecia, lujo y riqueza durante todo el siglo XVI, y el incremento de las exportaciones de tejidos de lana hasta 16104. No fue difícil encontrar paralelos en el terreno ético-político, sobre todo en la república veneciana, de lo que se ha llamado «el veranillo de San Martín de la economía italiana», de 1550 a 1620. La ciudad que venció en Lepanto, que defendió los derechos del estado frente a las pretensiones pontificias, tuvo, sin duda, una clase dirigente dotada de una calidad humana poco común. Hombres como el dux Leonardo Dona y, en menor medida, el dux Niccolo Contarini, tenían una estatura sobresaliente: y no estaban solos. «Había efecti vamente en Venecia, en la segunda mitad del siglo XV], un grupo de nobles cultos, preocupados por los intereses de su patria, pero abiertos al mundo, atentos a las voces y experiencias que de éste Ies llegaban; y ligados a las tradiciones religiosas y culturales, pero preocupados por no dejarse atrapar en ellas, y por responder con su propia palabra, fruto de sus esfuerzos y de su libertad, a los num e rosos problemas que la época proponía a sus mentes y a sus corazo nes.» Formados en Padua, en los estudios filosóficos, pero en gene ral al margen de los cursos oficiales, y a menudo enfrentados a éstos, fueron los hombres que promovieron y apoyaron la acción de 4
A propósito de las consideraciones que siguen, cf, particularmente Luigi BUL«Galileo e la cultura del suo tempo», en el vol. misceláneo Fortuna di Gali leo, Barí, 1964, pp. 127-61 (y del mismo autor Galileo Galilei nella societa del suo tempo , Manduria, 1964). C f. también las numerosas referencias implícitas en los en sayos de Beloch, de Beltrami, de Silva y de Cipo lia, en el libro colectivo Cario M. C ip o lla comp ), Storia dell'economia italiana, I , Turín, 1959 (así como la intro ducción de Cipolla, pp. 17-21). Además, cf.: A. TENENTI. Cristoforo Da Canal. La Marine Vénitienne avant Lépant, París, S.E.V.P.E.N ., 1962; G. GOZZI, IIDoge Niccoló C ontarini Venecia-Roma, 1958 (del cual citamos algunos juicios, y a! que utili zamos para extraer algunos textos de Contarini); A. TENENTI, «11 "de perfectione rertim " di Niccoló Contarini», Bolletino dell'istituto di storia della societa e dello stato veneziano, 1, 1959, pp 155-66 (sobre este trabajo, ver también mi comentario en el Giomale critico della filosofía italiana, XI-, 1961, pp. 134-6). Cf. también Fe derico S e n e c . a , II doge Leonardo Dona. I~a sua vita e ¡a sua preparazione politica pri ma del dogato, Padua, 1959. f e re tti,
Sarpi, que buscaron una línea política independiente, equidistante de Francia y España, que en la austeridad ascética de las cos tumbres, en la intransigente fidelidad a las enseñanzas de Cristo, encontraron fuerzas para oponerse a las ilícitas pretcnsiones eclesiás ticas, tanto en el terreno temporal como en el plano de las ideas. Según cuenta un estense residente en Venecia, precisamente Dona, durante una discusión sobre unos libros prohibidos, había «echado con palabras injuriosas» al inquisidor, escupiéndole en el rostro: «y se le escupió en el rostro., y se autorizó a los libreros a vender sus libros, incluso los prohibidos, hasta tanto la Santidad de N. S. no se decidiera a pagarlos, pues sólo en tal caso podrán los inquisidores quemar cuantos libros quieran, como algo que han comprado y no de otra manera»5. En su biografía de Sarpi, admirador incondicional de Galiieo, Fulgenzio Micanzio, fiel amigo de este último, evocará con palabras de singular encomio la «civil y libre urbanidad» que reinaba en las reuniones del salón Morosini, donde «el objetivo de los debates» era sola y exclusivamente «el conocimiento de la verdad». Sin embargo, convendrá no olvidar que se trataba del noble ocaso de un gran estado, no de su resurgimiento; pues los ideales de aquellos «jóvenes» patricios no lograron plasmarse en una construc ción fecunda. Cuando leemos sobre la austeridad de su lucha, nos resulta inevitable pensar en Lepanto, «aquella voracísima guerra contra el Turco, de los años 1570 y siguientes», que causó a la re pública «una deuda... que excedía los seis millones de ducados sólo en la CECA», con intereses del 14, del 10 y del 8 por 100. Para muchos —según dirá Niccoló Contarini en sus Historie Venetiane—, ello representaba una «forma de proveerse de fondos impuesta por la desesperación». Niccoló Contarini, el dux que moriría víctima de la peste el 1.° de abril de 1631, el hombre inflexible en la ascética rigidez de sus costumbres y en la defensa de sus ideales políticos, no miraba con mucho optimismo la situación de la época: la realidad le parecía inferior a sus proyectos, a sus aspiraciones, a sus deseos, y a los deseos de sus amigos. Al comienzo de su historia de la ciudad desde 1597, observa con amargura: «si algún siglo hubo en que la verdad se odiase, se mirara como una amenaza y se persiguiese, ése es el nuestro, en el que no sólo los Príncipes sino también los parti 5 Sobre este documento, y otros que se citan a continuación, cf. el importante ensayo de A. Ro t o n d ó , «Nuovi documenti per la storia dell’Indice dei libri proibiti, 1572-1638», Rinascimento, N. S., III, 1963, pp. 145-211.
culares tanto se resienten por ella que apelan a las armas queriendo por todos los medios evitar que se hable de sus defectos, y de los de sus antepasados, y [queriendo] que se suprima la verdad». Contarini se proponía narrar «sin pasión, con corazón fírme y veraz». Sin d u da, el culto de los valores morales y religiosos, la fe en los destinos de la república y en los ideales propios, son prueba de que la deca dencia que mencionaba Croce no afectó a hombres de la talla de Dona y Contarini: sin duda, no puede decirse que carecieran de en tusiasmo moral. No obstante, también es evidente que sus vidas, sus dramas, revelan la existencia de un desgarramiento no superado, de una lucha perdida.
2. Hemos hablado de Venecia, la tierra de los años felices de Galileo; Pisa y Padua, la Toscana y el Véneto: éstos son los límites geográficos de su aventura vital, y, en el fondo, Roma y la Iglesia postridentina. Durante varios siglos, Florencia y Venecia habían si do, en Italia y en Europa, dos de los centros de civilización más lu minosos. Durante mucho tiempo habían sido repúblicas libres, aun que dotadas de formas de gobierno muy diferentes. En Venecia y en Florencia, escenario ambas de una intensa circulación de las ideas, desde finales del siglo xrv se había ido afirmando la renovación cul tural basada en la vuelta a la antigüedad. No hay que olvidar los in tercambios de maestros, entre los Studi de Padua y de Pisa, todavía frecuentes en la época de Galileo. Mercuriale y Liceti, Libri y Berigardo, los profesores de Padua y de Pisa suelen ser ios mismos, que se trasladan atraídos por las mejores ofertas de estipendio y las con diciones más ventajosas. Centros de renovación humanística, Florencia y Venecia viven al mismo tiempo una intensa vida religiosa, que expresa una profunda necesidad de reforma. Savonarola, ese ferrares que se erigió en pro feta de la misión ecuménica de Florencia, siempre mira a Venecia como modelo de gobierno civilizado, y él mismo simboliza una aproximación entre ambas ciudades para la que en vano se buscará una fórmula adecuada. En 1530 la piedad savonaroliana libra su úl tima batalla; después, los republicanos florentinos mirarán hacia Venecia como un refugio donde reencontrar, como Donato Giannotti, cierta imagen de la recta vida ciudadana y de aquella re ligiosidad intensa y austera que habían soñado los seguidores de Savonarola. A partir de 1530, con la extinción de la república democrática, la vida de Florencia se transforma; hacía mucho que su
hegemonía cultural se había eclipsado. La actividad ciudadana va decayendo más y más. Cuando Galileo dice a sus amigos que sólo en el campo vuelve a encontrar la autenticidad de las cosas, se trata, sin duda, de un topos, pero que, sin embargo, expresa en el plano cultural aquella crisis de la ciudad que constituía, al mismo tiempo, un hecho económico y un fenómeno político. En Venecia, los que habían sido «los primeros hombres de la mar» invertían su dinero en las tierras del Veronés, del Polésine y en el Bajo Friuli. Como conse cuencia de esa ruralización, provocada por una crisis de las in dustrias y del comercio debida sobre todo a la incapacidad para re novar las viejas estructuras, surge una especie de nueva era feudal; una de sus expresiones literarias características es la exaltación de la vida campestre. Dice de Galileo un biógrafo de su época: «le parecía que la ciudad era en cierto sentido la cárcel de los ingenios especula tivos, y que la libertad del campo era el libro de la naturaleza siempre abierto para el que con los ojos del intelecto gustaba de leerlo y estudiarlo». Palabras que complementan a aquellas otras, tan famosas y tan citadas, de los Dialoghi e dimostrazioni matematiche, a propósito del astillero de los venecianos, y en las que tam bién, al menos en parte, se refleja un topos. En realidad, ambos textos expresan el conflicto de una transición nada fácil, de una for ma de vida que cambia, de un fervor que se extingue6. La parábola vital de Galileo constituye casi un emblema: desde los años de liber tad en Padua hasta la decisión voluntaria de ponerse al servicio del Gran Duque, y, por último, el triste cautiverio en Arcetri. Aquella decisión tiene también el valor de un emblema como se ve por la carta que en febrero de 1609 escribe a Vincenzio Vespucci desde Pa dua para exponer sus razones: «obtener de una República, incluso espléndida y generosa, estipendios sin servir al público no es cosa acostumbrada, porque para sacar utilidad del público es necesario satisfacer al público, y no a un solo en particular; y mientras tenga 6 V. V i v i a n i , Racconto istorico, en G a l il e i , Opere, XIX, p. 626; sobre el astille ro de los Venecianos, ibid ., VIII, p. 49. Antonio Persio, seguidor de Telesio y miembro de la Academia de los Linceos, cuyas relaciones con Galileo son bien cono cidas, iniciaba su Trattato dell'ingegno dell'uomo (in Venetia, appresso Aldo Manutio, 1576) con un elogio y descripción de la ceca veneciana, maravilla de organización técnica, según afirmaba (a propósito de Galileo, es importante tener en cuenta ló que se dice del Sol en la parte final de este Trattato). Aunque no sea necesario insis tir en el tema del retorno de Galileo a Florencia, ni en los motivos de su decisión, ni en el hecho de que prefiriera servir a un soberano antes que a una República, son as pectos muy reveladores para una comprensión seria del clima cultural y del sentido de las costumbres.
fuerzas y sea capaz de leer y servir, nadie en la República podrá exi mirme de esta función dejándome los emolumentos: en suma, esa comodidad no puedo esperarla de nadie más que de un príncipe ab soluto».
3. Sin duda, se trata de un noble ocaso, sobre todo en Venecia; pero ocaso al fin, y no sólo económico-político, sino también cultural. Ya hemos dicho que Galiieo nació un año después de la clausura del Concilio de Trento: en este sentido, valdría la pena examinar de cerca, en Italia, el funcionamiento de la censura y la represión de las ideas mediante ese prodigioso instrumento de lucha que fue el Index, utilizado ya antes de aquella fecha no sólo para acallar las voces de los muertos, sino también para ahogar de inme diato, en su inicio, las de los vivos. Ya la primera lista de libros prohibidos, la de Pablo IV, establecida en 1559, incluía las obras completas, no sólo de Boccaccio, sino también de Maquiavelo, Erasmo, e incluso del «escéptico misticoide Gelli». Preocupados más por las visiones de conjunto que por el análisis particular de los grandes acontecimientos, los historiadores no siempre han examinado, caso por caso, la intervención del Index en los diferentes lugares y mo mentos: aquella sorda batalla librada entre bastidores a propósito de obras y editores, del comercio y circulación de libros procedentes del extranjero. El bloqueo de la circulación de las ideas fue firme y, a veces, implacable. Todo lo audaz, nuevo y positivo que había pro ducido un siglo y medio de cultura fue obstaculizado, mutilado, ahogado. Textos de elevado valor artístico o histórico como El Cor tesano de Castiglione o las historias de Guicciardini son sutilmente expurgados y transformados por los censores; de Giannozzo Manetti a Enea Silvio Piccolomini, de Francesco Zabarella a Lorenzo Valla y a Luis Vives, cuanto de más abierto y de más sinceramente religioso había producido la cultura humanística es prohibido o deformado: el platonismo es bloqueado con la condena de Francesco Giorgio Veneto y de Francesco Patrizi da Cherso; los retoños más promete dores del estudio del pensamiento hebraico son condenados en la fi gura de Reuchlin. A pesar de todo esto, las escuetas listas de los In dices sólo proporcionan una pálida idea de lo que fue la lucha real, con sus insidias y sus miserias, en la que, como siempre sucede en épocas de asfixia cultural, todo el mundo se entregó a acusaciones demasiado fáciles de impiedad, destinadas a perjudicar a enemigos
personales, competidores peligrosos, colegas molestos, y, sobre to do, a las ideas nuevas, que constituían una amenaza contra la pere za de los conservadores. La historia secreta de la gran batalla emprendida para privar al mundo católico del progreso del saber europeo todavía está por escribirse, aunque una parte tan importante de ella involucre preci samente a Italia, hasta el punto de reflejarse en los problemas que plantea el establecimiento de los textos de obras capitales de nuestra literatura. Y mientras siga faltando esa historia será muy difícil comprender el clima de sospecha, de encierro, de asfixia, que fue rodeando al m undo cultural en tiempos de Galileo. Todo se vuelve peligroso; como escribe desde Roma el Comisario del Maestro del Sacro Palazzo, se descubre que «autores eclesiásticos, algunos de ellos santos y doctores de la Iglesia, publicados en Basilea, en Franc fort y en otros sitios sospechosos, están infestados de errores graví simos». La herejía se esconde en los diccionarios, asoma en las colec ciones de apotegmas; la insidia debe extirparse hasta en los nombres de los impresores. Los censores torturan con tachaduras y cortes las pá ginas de los infolios de Basilea, que difundían por el m undo las conquistas del Renacimiento italiano. No hay tiempo, ni personal, suficiente para leer, expurgar y destruir: cada vez se necesitan más vigilantes, en una de las muchas cartas sobre el tema, se recomienda «la máxima atención... en los pasos y en las puertas de las ciudades a los correos, buhoneros, recaudadores de impuestos y datarios» para contener la circulación de los libros, vehículos de las ideas. Agota dos, inseguros, los censores imploran una pausa en la publicación, para tener algún respiro. Los manuscritos se acumulan, y, por eleva das que sean las influencias que se muevan, la espera es a veces lar guísima. La imprecisión de los criterios desorienta; mucho más difícil que condenar es expurgar. El 26 de julio de 1614, Roberto Bellarmino difunde entre los inquisidores provinciales una circular muy significativa: «Padre mío, como los herejes y los enemigos no se cansan..., de sembrar continuamente sus errores y herejías en el cam po de la Cristiandad con tantos y tantos libros perniciosos que el mismo día vuelven a publicarse, es necesario no dormirse ni ahorrar fatigas para extirparlos al menos allí donde podamos.» Pocos meses antes, el 21 de diciembre de 1613, Galileo había escrito su famosa carta al padre Benedetto Castelli sobre la delimitación de los terre nos de la investigación científica y de la fe. Como si todo esto no bastara, la implacable represión se trans forma a menudo en instrumento de persecución privada, incluso en
ios casos en que difícilmente podía estar en juego la defensa de los valores religiosos; la acusación de herejía representaba un recurso demasiado fácil para golpear a los competidores, los adversarios odiados y las doctrinas que de alguna manera constituían un peligro para la pereza de las costumbres establecidas. Así, al platonismo de Patrizi, y a pesar de la simpatía que inspiraba en importantes hombres de la Iglesia, le llegó la hora repurgationis en un proceso que comenzó en 1592 y concluyó con su inscripción en el Índex de 1596. Así, el sábado 25 de noviembre de 1Ó00, en el palacio episcopal de Padua, en la sala del Oficio de la Santa Inquisición, Cesare Cremonini suscribe la censura del De rerum natura iuxta propria principia de Telesio, por ser contrario ai aristotelismo: Caesar Cremoninus, in Gymnasio philosophus ordinarias, manu propria1. A Cremonini, y a sus pares, convendría dejar de conside rarlos como espíritus fuertes y libres: si ocasionalmente se permitían mofarse de los frailes, también hay que recordar que entre estos ú l timos los había bastante más desprejuiciados que ellos; porque frailes eran, o habían sido, Bruno y Campanella, Paolo Sarpi y Micanzio. La herejía de Cremonini no excede en nada el marco del ra cionalismo aristotélico, audaz en el siglo xill, pero más bien vetusto en el XVII. Los que dicen tonterías sobre las supuestas audacias de ese aristotelismo —o averroísmo, si se prefiere— de Padua, harían bien en releer lo que afirman de Cremonini las célebres cartas de Gualdo a Galiieo. Escribe Gualdo el 6 de mayo de 1611 desde Pa dua: «Hace algunos días, tuve una larga conversación con Cremonini, quien se burla decididamente de vuestras observaciones, y se asombra de que V. S. las enuncie como cosas verdaderas.» E iba por ahí riéndose del «fraude de los anteojos». En otra carta de Gualdo (20 de julio) leemos: «Hace unos días, estuve en casa del menciona do Sr. Cremonino, y, al conversar sobre V. S., le dije, en broma: *'E1 Sr. Galilei espera temblando la aparición de vuestro libro.” Me respondió: “ No tiene por qué temblar, puesto que [allí] no m en ciono para nada sus observaciones.” A lo que repuse: “ Es suficiente con que en él se diga todo lo contrario de lo que [Galilei] sostiene.” “ O h, eso sí” , dijo, “ pues no deseo aprobar cosas que no he visto, y 7 Sobre este asunto en genera!, véanse sobre todo, además del ensayo ya citado de Rotondó, L . F i r p o , «Filosofía italiana e Controriforma», Rivista di filosofía, 41, 1951, pp. 150-73; 42, 1951, pp. 30-47; T. G r e g o r y , «L1“ Apología ad censuram" di Francesco Patrizi», Rinasdmento, 4, 1953, pp. 89-104; T. G r e g o r y , «L' "A polo gía" e le “ Declarationes" di F . Patrizi», en Medioevo e Rinascimento, Studi in o n o re di B. Nardi, Florencia, Sansoni, 1955, pp. 387-424.
que no conozco en absoluto” . “ Eso es” , dije yo, “ lo que no le ha gustado al Sr. Galilei: que V. S. no haya querido verlas” . “ Creo” , respondió, “ que, salvo él, nadie más las ha visto; además, mirar por esos anteojos me aturde la cabeza” . A lo que añadí: “ V. S. iuravit in verba Magistri; y hace muy bien en atenerse a la santa antigüe d ad.” Entonces exclamó: “ ¡Oh, qué bien hubiera hecho igualmen te el Sr. Galilei no metiéndose en andanzas y no alejándose de la li bertad patavina!” ». Cremonini no atacaba a la persona de Galileo: habían sido colegas, seguían siendo amigos, se ayudaban m u tuamente en los apuros económicos. Sin embargo, ofrecía de buen grado argumentos a quienes lo atacaban, y, sobre todo, no quería «andanzas», no quería «aturdirse» la cabeza con cosas nuevas, distin tas de su Aristóteles, de su m undo bien ordenado, donde todo esta ba siempre en su sitio, o no tardaba en volver a estarlo8. Su «liber tad patavina» distaba muchísimo de aquel «libre filosofar» por el que combatían Galileo, sus amigos y sus discípulos; entre quienes no escaseaban los frailes que se burlaban del aristotelismo. Resulta significativo que la represión golpeara con mucha mayor dureza a la nueva ciencia, respetuosa sin embargo de la fe, y a la investigación sincera que fermentaba en la inquietud de los claustros, que al libertinismo erudito de las escuelas, cuya peligrosidad, conocida y exorcizada desde hacía siglos, se agotaba en aquellas discusiones dialécticas in utramque partem, blanco de las ironías de Galileo. También es significativo que de ese arsenal dialéctico tomaran sus flechas los adversarios de la nueva ciencia: erunr multi qui, postquam mea scripta legerint, non ad contcmplandum utrum vera sint quae dixerim, mentem convertent, sed solum ad disquirendum quomodo, vel iure vel ¡niuria, rationes meas labefactare possint9. 8 La carta de Gualdo está incluida en GALILEI, Opere, XI, pp. 99-101 y 165-6. El libro de Cremonini (Disputatio de coelo, in tres partes divisa: de natura coeli, de
motu coeli, de motoribus coeli abstractis. Adiecta est apología dictorum Aristotelis de via lactea, de facie in orbe lunae, Venetiis, per Thoman Balionum, 1612) no se publicó, en realidad, hasta 1613; en noviembre de 1612, Pignotia escribía a Galileo (Opere, XI, p. 436) que el libro «ya estaba casi impreso, pero al ver que era apenas un librito fue puesto a un lado para reimprimirlo con caracteres mayores». Finalmen te, el 28 de septiembre de 1613, Sagredo lo enviaba a Galileo, con el siguiente co mentario: «¡como esta obra nunca podrá ser alabada por los filósofos libres y sensatos, también estoy seguro de que los Peripatéticos y la inmensa mayoría no verán en ella nada maravilloso». Algunos comentarios sobre esta obra, en A. F a v a r o , «Cesare Cremonino e lo Studio di Padova a proposito di un recente libro di Leopoldo Mabilieau
\Etude historique sur la philosophie de la Renaissance en Ita/ie\ (Cesare Cremonini), París, 1881, Archivio Veneto, Serie II, tomo 25, parte II, 1883, pp. 430-50. 9 Cf. Opere, I, p. 412; IV, p. 248 («habituado a estudiar en el libro de la natu-
4. Basta recorrer aquellas primeras listas de libros prohibidos para advertir que, junto con las obras de todos los que se habían re belado contra la Iglesia, se condenaban también no pocos libros im portantes, que la cultura renacentista había producido en desacuer do con las enseñanzas de las escuelas universitarias, donde, en gene ral, se asumía la defensa de la tradición; o sea, no tanto Aristóteles como determinada utilización de los textos aristotélicos en los cursos de filosofía, y por filosofía hay que entender física general, cosmo logía y psicología. Sin entrar a discutir sobre nombres, puede afirmarse con seguri dad que la renovación de las lecturas, dejas formas de estudio, de las orientaciones y de los métodos, aquella ampliación del patrimo nio bibliográfico, que suele denominarse mediante el término me tafórico de «renacimiento» o mediante el más engañoso de «huma nismo», se produjo en gran medida fuera de la Universidad, o bien en zonas y disciplinas marginales, y de menor importancia. Esto es algo que no siempre se toma en cuenta: desde el siglo XIV hasta el XVI la nueva cultura no surge de las universidades ni se impone en ellas; cuando penetra en ellas, lo hace, por decirlo así, afirmán dose en zonas fronterizas. Los centros del nuevo saber son los claustros y las secretarías, las cortes y las «academias», o sea, las aso ciaciones libres de eruditos; y quienes introducen en las universida des los fermentos de una inquietud fecunda son los maestros de gra mática y retórica, y, a lo sumo, los profesores de lógica y ética, y los maestros de griego. Petrarca, Nicolás de Cusa, Ficino, Pico, Alberti o Toscanelli no son maestros universitarios; sí lo es Poliziano, pero de retórica y lógica, o sea, de disciplinas menores. Son los profesores
raleza, donde las cosas están escritas de una sola manera, no sabría discutir problema alguno iid atranque partem, ni defender conclusión alguna que antes no haya creído y conocido como verdadera»). En las Lettere de C a m p a n e r a (p. 245) puede leerse también una crítica de esas discusiones ad utranque partem. En las anotaciones a las Esercitazioni de Rocco, Galileo establecerá una clara distinción entre las discusiones de tipo dialéctico-retórico, y las discusiones «científicas» (Opere, VII, p . 629): «si aquello de lo que se discute fuese algún tema de leyes, o de otros estudios humanos, en los que no existe verdad ni falsedad, podría confiarse bastante en la sutileza del ingenio, en la facilidad de palabra, y en la mayor práctica de los escritores, etc. Pero en las ciencias naturales, cuyas conclusiones son verdaderas y necesarias, nada tiene que hacer el arbitrio humano, y aunque hubiese mil Demóstenes o mil Aristóteles que suscribieran una falsedad, cualquier ingenio común que haya tenido la suerte de dar con la verdad los dejaría con un palmo de narices». Está muy clara la distinción entre los procedimientos lógicos de las ciencias de la naturaleza y las argumentaciones propias de las «humanidades».
de griegos quienes introducen no sólo a Platón sino también a los comentaristas más importantes de Aristóteles. Algunos instrumen tos esenciales para la nueva ciencia, como Arquímedes, llegan a tra vés de la actividad de los helenistas, la iniciativa de los mecenas, la curiosidad de literatos enciclopédicos como Giorgio Valla, propieta rio de aquel antiguo códice de Arquímedes en que se basaron las copias, traducciones y ediciones difundidas durante el siglo XVI10. Mientras frente a las escuelas universitarias se afirma un saber reno vador, aunque presidido por la divisa del retorno a la antigüedad, en el interior de esas escuelas las nuevas orientaciones sólo ejercen una influencia indirecta. Enseñar significaba leer, comentar un autor: y el autor, en lógica, ética y filosofía natural, era, desde hacía muchísimo tiempo, Aristóteles. En la enseñanza de las artes, duran te el siglo XV, se destacaba la lectura ordinaria de filosofía, lo que, en Padua, significaba comentar algunos libros de la Física, del De generatione et corruptione, del De Anima, del De coelo et mundo; la propedéutica consistía en cursos de lógica, o sea, en el comentario 10 Es extraño que con mucha frecuencia los investigadores que se ocupan de G a lileo sólo tomen en cuenta, a propósito de sus concepciones «arquimédeas», las edi ciones y traducciones impresas, olvidando que desde el siglo xv circulaban ediciones manuscritas. El manuscrito que se menciona en el texto, más tarde perdido, fue utili zado por el propio Valla en el De expetendis et fugiendis rebus (Vénetas, in aedibus Aldi, 1501), aquella gran enciclopedia cuya parte científica ejerció una influencia vastísima, aunque no todos los historiadores parezcan haberlo advertido (sin embar go, cf. G. M c C o i x e y , «G. Valla: An Unnoted Advócate of the Geo-Heliocentric Theory», Isis, XXXIII, 1941, pp. 312-4, y, además, las valiosas investigaciones publi cadas por J. H. Heiberg entre 1894 y 1898). El códice de Valla pasó después a Alber to Pió da Carpí; sin embargo, según Heiberg y Heath, constituiría la base fundam en tal del Laurenziano y de los Parisinos, que se consideran como los manuscritos más importantes para el establecimiento del texto. Quizá convenga recordar que el Laurenziano data de 1491, fecha en que Lorenzo de'Medici mandó copiarlo siguien do indicaciones de Poliziano. Incluso, la versión de Jacobus Cremonensis, propiciada por el Papa Nicolás V, se basó en el códice que luego pasaría a poder de Valla. Sin embargo, Bessarione disponía de un Arquímedes griego; y, según el Regiomontano (Johann Müller), un exemplar vetus del texto griego se encontraba apud magistrum Paulum, quien, de acuerdo con Heiberg y Heath, no sería otro que el monje Paolo Albertini de Venecia, aunque parece mucho más verosímil que se tratase de Paolo Toscanelli, con quien el Regiomontano tenía relaciones, y al que consideraba uno de los mayores matemáticos de su época (sobre todo si se tiene en cuenta que la copia de la versión latina redactada por el Regiomontano se terminó hacia 1461, es decir, en un período en el que sus relaciones científicas con Toscanelli, precisamente el magisterPaulus, no pueden ponerse en tela de juicio: efectivamente, en julio de 1464 en vía a Toscanelli la discusión de las tesis de Nicolás de Cusa sobre la cuadratura del círculo). Sobre esta cuestión puede verse ahora el libro de M. C l a g e t t , Archimedes in the Middle Ages, 1, The Arabo-Latin Tradition, Madison, 1964.
de los «primeros y segundos analíticos», y de ética, o sea, en el co mentario de la Etica nicomaquea. Según las épocas, ciertos cursos menores, como el de «sofística», o sea, el comentario de los Elencos sofísticos, atraían la atención y ei interés general, como sucedió cuando se impuso el gusto por la lógica de Oxford, por los maestros de Merton College, por las Calculationes, que tanto habrían de influir también en las discusiones de física, e incluso de metafísica y teología. Sin embargo, la reanudación de los studia bumanitatis, o sea, de las disciplinas «sermocinales», vinculada con el nuevo y más amplio conocimiento de los textos antiguos, sobre todo griegos, fru to de la pericia de los gramáticos, filólogos y retóricos, a pesar de te ner su centro fuera de las universidades, lograba desplazar el equilibrio dentro de esas escuelas, colocando en primer plano a los nuevos maestros, y promocionando disciplinas que hasta entonces sólo habían tenido funciones meramente secundarias, introducto rias. En una escuela basada en el comentario de textos, el helenista que traducía directamente a los filósofos griegos, a los médicos griegos, yendo a obras fundamentales, hasta entonces desconocidas, se convertía en una figura importantísima. El gramático que leía a Euclides, a Apolonio, a Arquímedes, a Estrabón, a Ptolomeo, a Ga leno, terminaba dando clases a médicos, lógicos y físicos. Cuando Galiieo estudiaba medicina en Pisa, los Parva Naturalia se leían en la versión, y con el comentario, de Niccoló Leonico Torneo, cuya só lida cultura merecía la admiración de Erasmo11. Por otra parte, el lector de filosofía que, según su obligación, seguía comentando a Aristóteles a la manera tradicional, no podía desentenderse de los problemas planteados por la circulación de las nuevas obras; aunque la lectura de estas últimas se hubiese debido inicialmente al trabajo de los «gramáticos». Como la enseñanza de las disciplinas del discur so estaba unida en general a la de la moral y la política, y era res ponsabilidad de los cultivadores de las letras que habían iniciado la renovación de los studia humanitatis, sucedió que, mientras la tra 11 El amor ha utilizado, entre otros documentos, un grupo de textos médicos y físicos que obran en su poder, y que pertenecieron a un tal Ottavio Pellegrini, que fue médico municipal de conducta en Volterra en 1594. Las numerosísimas y exten sas anotaciones de Pellegrini revelan su paso por el Studio de Pisa. Entre esos libros figura un volumen, muy gastado, de los Parva Naturalia, editado por Leonico To rneo. El estudio de Pió PASCHINI, Vita e opere di Galiieo Galilei (Ciudad dei Vatica no, 1964, colec. 2), publicado cuando este ensayo, y el siguiente, ya estaban concluidos, presenta una serie de inexactitudes debidas al hecho de que su autor no sitúa con precisión la procedencia de las diferentes doctrinas universitarias.
dición se atrincheraba en las cátedras de filosofía natural, o sea, de física, cosmología y psicología, las nuevas orientaciones culturales, más libres, se agruparon alrededor de las disciplinas lógicas, mora les, políticas, históricas y literarias. Muchas veces el tema seguía siendo Aristóteles, pero a través de un comentario que planteaba una problemática rica y variada, en algunos casos platónica, y en otros epicúreo-lucreciana, y las diferentes teorías se confrontaban y se enfocaban desde una perspectiva histórica; como consecuencia de lo cual, la autoridad única de Aristóteles desaparecía. Aunque Pla tón y los platónicos, Sócrates y los socráticos, y los antiguos, o sea, los naturalistas, los atomistas, no lleguen a figurar como libros de texto para las clases, figuran sí abundantemente en los comentarios y discusiones; hasta que, en la segunda mitad del siglo XVI, vemos aparecer a los primeros «lectores» de Platón, como Francesco Patrizi da Cherso, como, en Pisa, Jacopo Mazzoni de Cesena, maestro y amigo dé Galileo, lector ordinario de filosofía (o sea, de Aristóte les), pero extraordinario de Platón. En el siglo XV la lectura de Platón, de Pío tino, de Proclo, y quizá de Arquímedes, se había practicado fuera de la Universidad, en academias o cenáculos privados, como los ficinianos: y esos «pla tónicos», por lo general, acogían al Aristóteles moral y, en parte, lógico, que les parecía más próximo a Platón, al tiempo que defen dían vivamente, de las críticas de Aristóteles a los primeros naturalis tas, a los pitagóricos, a Demócrito, admirado a través de Lucrecio, y asociado a veces con Pitágoras y eventualmente con Platón, sobre la base de una ecuación entre átomos, números y cuerpos elementales. Pues bien: además de la presencia de esta última interpretación en la obra de Jacopo Mazzoni12, quien mantuvo una relación directa con Galileo, no hay que olvidar el testimonio de Niccolo Gherardini sobre el propio Galileo, confirmado también por varios pasajes de este último: «alababa [a Aristóteles] en algunas obras particulares,
12 J. Mazzoni, 1» universam Platonis et Avistótelis philosophiam praeludia, sive de comparatione Platonis et Aristotelis, Venetiis, apud J . Guerilium, 1597, p. 189c; ai citar un pasaje de Proclo sobre el Timeo, Mazzoni atribuye a Platón no sólo la dis tinción entre cualidades primarias y cualidades secundarias, sino también una especie de teoría corpuscular, inscribiéndolo así en la misma corriente que a los atomistas («et ante, Platonem, et Pythagoram. fuit etiam a Democrito, et Leucippo, et Epicuro creditums). Como se sabe, en 1598, en la carta que escribe a Mazzoni el 30 de mayo, Gaiileo no sólo toma posición en favor de Copérnko, sino que también recuerda las animadas discusiones que tuvo con él (Mazzoni) en Pisa, alegrándose de que, al me nos en parte, el maestro y amigo hubiera cambiado de opinión.
como los libros de la Hypermenia, y más que a todos, los de la Re tórica y la Ética, afirmando que en esas artes había escrito admi rablemente. Ponía más allá de las estrellas a Platón, por su elocuen cia verdaderamente áurea y por el método de escribir y componer en diálogos; pero al que alababa más que a todos, era a Pitágoras, por el modo de filosofar, aunque decía que en el ingenio Arquímedes había superado a todos, y lo llamaba su maestro»13. Conviene pres tar especial atención a estas palabras de Gherardini; la actitud de Galiieo refleja la postura adoptada por una gran falange de sabios que representaban lo más abierto espiritualmente del siglo XVI, pro ducto del intensísimo clima de discusión que había caracterizado al siglo precedente, y que puede resumirse así: utilización de la moral, la retórica y parte de la lógica de Aristóteles; de un Platón interpre tado con bastante libertad; de los naturalistas y de Arquímedes, al que solía calificarse de platónico. El antiaristotelismo, que circulaba con gran belicosidad fuera de las escuelas, consistía en la negación de la física peripatética, y en particular de la inextricable maraña de física y metafísica en que se había convertido el peripatetismo de las universidades. Éste es el objeto de las polémicas más violentas, y precisamente éste es el Aristóteles que los profesores siguen defen diendo desde las cátedras de filosofía. Lo que acabamos de decir no entraña tomar decisión alguna a propósito del platonismo de Galiieo, y de su antiaristotelismo (problema muy —y mal— debatido en la actualidad). Lo que nos interesa es aclarar la situación que se fue creando en los siglos XV y XVI en la dialéctica entre cultura no universitaria y Universidad, y, más tarde, en el seno de la propia Universidad, donde, aunque en forma lenta, fue rompiéndose el equilibrio entre las diferentes dis ciplinas, mientras la afluencia de nuevos textos iba conmoviendo la autoridad de los pensadores tradicionales. Sin duda, a lo largo del 13 Niccoló G h e r a r d i n i , Vita di Galiieo, en G a u l e i , Opere, XIX, p . 645. Viviani —XIX, p. 616— afirma que Galiieo se propuso imitar la forma dialogada utilizada por Platón. En cuanto al juicio sobre el De interpretatione, es innecesario destacar su importancia; quizá convenga recordar que entre los libros de Galiieo figura la edición veneciana de 1540 del comentario de Ammonius (cf. A. F a v a r o , «La librería di G. G ., descrita ed ¡Ilustrara», Bulletino di bibliografía e di storia delle scienze matematiche e fisiche, t. XIX, 1886, pp. 219-293). Ya que mencionamos la biblio teca de Galiieo, vale la pena recordar que en ella figuran, junto a las obras de Platón, en la versión ficiniana, dos ejemplares de Lucrecio, los opúsculos de Leonico To rneo, el comentario platónico de Proclo, Apolonio y Arquímedes, además de Sebas tiano Basson (1621), para no citar a Borri, Alessandro Piccolomini, Della Porta, Cardano, Gassendi y Fludd.
siglo XVI se fue difundiendo, fuera y dentro de las escuelas, aquella tendencia armonizadora que había surgido del grupo florentino, entre otros: a Platón la metafísica, a Aristóteles la física. Sin embar go, no era fácil expurgar a la física peripatética de sus presupuestos y consecuencias metafísicos, de manera que muchas veces se llegaba a una especie de doble verdad, en virtud de la cual el mismo profe sor era peripatético en la cátedra y platónico en los cenáculos cultu rales; todo ello, conviene recordarlo, en una época en que, por representar el peripatetismo la tradición, el platonismo significaba la renovación, y podía, como sucedió en más de un caso, combinar se con una visión lucreciana de la naturaleza14. w A menudo se traca de concepciones desconcertantes, frente a las cuales no re sultan demasiado útiles las clasificaciones de manual. Por eso, algunos introducen, en el interior de las «grandes» corrientes, ciertas subdivisiones, que tienen una vali dez relativa, como la distinción entre dos tipos de platonismo, propuesta por Ale jandre Koyré, y retomada por no pocos historiadores: el platonismo como matematismo y d platonismo como misticismo, Koyré comprendió bien la significación y el uso polémico del platonismo como matematismo contra el empirismo aristotélico (Eludes galiléenes, III, París, 1939, p. 269: «le mathématisme en physique est plato nismo-méme s'il s’ignore»); pero no supo mostrar adecuadamente la constante imbricación de los dos platonismos, incluso en Galileo. Por otra parté, basta consi derar un caso como el de aquel Marcello Palingenio Steltato, al que con tanta elocuencia se refirió el mismo Koyré (en From the Closed World to the Infinite Universe, Nueva York, 1958, pp, 24-27), para que esa imbricación se complique con los elementos epicúreo-lucrecianos que ya asomaban en Ficino, Al mismo tiempo, no convendría olvidar que en el siglo xvi los matemáticos y las lógicos debatieron animadamente la cuestión de la reductibilidad de los procedi mientos matemáticos a la silogística aristotélica. Para no salir del ámbito «galileano», mencionemos a Pie tro Cate na, profesor en Padua desde 1547 a 1577 (Universa loca in Logicam Aristottelis in mathematicas disciplinas hoc novum opus declarai, Véne tas, F. Marcoiini, 1556; Super loca mathematica contenta in Topicis et Elenchis Aristotelis, Venetiis, Apud Cominum de Tridino, 1561); a Francesco Barozzi, que probablemente fue colega de Catena, traductor del comentario de Proclo a Euclides, autor de una quaestio de certitudine mathematicamm (1560); a Alessandro Piccolimini, contra el cual se colocó Barozzi, defensor de la superioridad de la lógica
(Comm. de certitudine nathematicarum disciplinarum, in quo de resolutione, deffinitione, et demonslratione, nec non de materia, et de fine logicae faeultatis quamplurima continentur, ad rem, tum mathematicam, tum logicam pertinentia, Roma, 1547, y Venecia, 1565). En su Euclides, Clavio declaraba —en el escolio al primer problema— que eran inútiles los intentos de reducir los procedimientos matemáticos a la forma silogística, «eo quod brevius ac facilius sine ca [resolutione] demonstrent in quod proponunt» (p. 20, tomo primero de la ed. de Colonia, Ciotti, 1591; la primera ed. es de Roma, 1574). Algunas referencias a esta cuestión, en Neal W. GlLBERT, Renaissance Concepts o f Methods, Columbia University Press, Nueva York, 1960, pp, 90-91: pero es indudable que para poder enfocar adecua damente la cuestión del «método» de Galileo habrá que examinar antes con mucha
En este sentido, resulta ilustrativa la situación de los Stu di de Pi sa y Padua en la época en que los frecuentó Galileo. Cuando estu diaba medicina en Pisa, si bien entre los médicos figuraba Cesalpino, los dos filósofos corrientes eran Borri, físico aristotélico, y Vertno, muy interesado en la ética y en la estética, y, por tanto, repre sentante de la corriente armonizadora platonizante; en cambio, el lógico Libri, que más tarde se trasladará a Padua, era de observancia peripatética, y adoptaría una fírme actitud antigalileana. En 1589, cuando Galileo pasa a desempeñarse como lector de matemáticas con un estipendio de sesenta florines, los profesores de filosofía son Mazzoni, de la corriente armonizadora; lector «ordinario» de peripatetismo y «extraordinario» de platonismo (con un importante estipendio de quinientos florines —el de Cesalpino era de cuatro cientos—); Buonamici, Verino y Libri15. En Padua, en 1592, los fíatenctón este tipo de controversias, en las que, no por casualidad, se hallaban invo lucrados maestros de matemáticas (y de astronomía) muy próximos a Galileo. Como observaba un contemporáneo, el fondo de la cuestión «nihil aliud est, quam dubitare, an ullae Mathematicae sint scientiac». 15 Giulío Libri, nacido en Florencia hacia 1550, profesor en Pisa, primero extra ordinario y luego competidor de Buonamici, pasó más tarde, debido a los duros enfrentamientos allí suscitados, a Padua, donde enseñó entre 1595 y 1600, para regresar con posterioridad a Pisa, hasta su muerte en diciembre de 1610. El 17 de diciembre, Galileo escribía a Gualdo, no sin un matiz de cruel ironía: «Ha muerto en Pisa el filósofo Libri, impugnador acérrimo de estas cosas que yo digo; como nunca quiso verlas mientras estuvo en la tierra, quizá las vea ahora que se ha ido al cielo.» Por una catta de Sassettí a Giacomini (del 22 de noviembre de 1570) podemos saber cuál e n su fama: «Ese micer Giulio d e’ Libri ha hecho lo que ha sabido para de mostrar al pueblo que no sabe nada.» (F. Sa s s e t t í , Lettere edite e medite, Floren cia, 1855, p. 8; en el manuscrito Magltab, IX, 139 se recoge un comentario de Libri a un soneto de I. Martelli; en el manuscrito Ambros. Q. 122 sup,, dos lecciones de filosofía del mismo Libri). Entre los otros profesores mencionados destaca, aparte de Mazzoni, Francesco d e' Vieri, o Verino segundo, autor de numerosísimas obras, tam bién sobre cuestiones de filosofía natural ( Trattato delle -metheore, Fiorenza Marescotti, 1573; Trattato nel quale si contengono i tre primi libri delle metheore, Fioren za, Marescotti, 1582), peto en especial sobre temas platónico-cristianos ( Compendio della dottrina di Platone, Fiorenza, Marescotti, 1577; Vere conclusioni di Platone conformi alia dottrina Christiana, Firenze, Marescotti, 1590) y cuestiones estéticomorales (Discorsi, Firence, 1586; Trattato della lode, dell'bonore, della fama et della gloria, Fiorenza, Marescotti, 1580; Discorso delle bellezze, Firenze, Sermartelli, 1588), o sobre temas «platónicos» (Discorsi intomo a' demonii, Fiorenza, Sermartelli. 1576). La figura de Cesalpino es muy conocida, si bien convendría tomarla más en cuenta cuando se aborda el estudio de Galileo. En una cana escrita a Galileo hacia los años 1615 ó 1616, probahlememe por Paolo Antonio Foscarini, puede leerse (Opere, XII, p . 216) que la teoría copernicana o, mejor, la teoría del movimiento de la Tierra, podría basarse sobre el «consenso de muchos filósofos antiguos y modernos, entre los
lósofos son Cremonini, de observancia peripatética, y Francesco Piccolomini, de Siena, criptoplatónico que, con nombres diversos, compilaba textos platónicos para los «jóvenes» patricios venecianos de ideas progresistas; el maestro de lógica era el modestísimo Petrella, aristotélico cerrado, y también él tose an o 16. Esto de que también habrá que incluir a ciertos Peripatéticos, como el Cardenal Nicolás de Cu sa, matemático excelentísimo, Celio Calcagnino, hombre universal, y Andrea Cesalpino, filósofo moderno». El propio Galiieo, en una carta de 1632 a Cesare Marsili (a pro pósito de los «Discorsi » de Roffeni) establece una distinción entre su teoría del movi miento de la Tierra como causa de las mareas, y la teoría de Cesalpino. Girolamo Borri, nacido en 1512 en Arezzo, filósofo y médico, enseñó en Roma, París, Siena, Pisa y Perusa. En Pisa estuvo varias veces, siempre rodeado de violentas polémicas; cuando lo echaron de allí, pasó a Perusa, donde murió el 26 de agosto de 1592. Galiieo conoció y discutió tanto su De motu gravium et tevium (Florentiae, Marescotti, 1575) como su Dialogo delflusso e reflusso del mare, editado y corregido en varias ocasiones (entre 1561 y 1577). De Buonamici hablaremos más adelante. Conviene recordar q u e dictó en Pisa, entre otras cosas, cursos de lógica elemental para los juristas, como sabemos por una exposición sobre silogística incluida en el manuscrito Magliab. VIH, 49. 16 No es necesario detenerse en la figura de Cremonini. En cambio, el caso de Francesco Piccolomini es muy significativo. Nacido en Siena en 1522, profesor en Macerara y en Perusa, fue catedrático en Padua desde 1560 hasta que, ya casi octoge nario, se retiró a Siena, donde murió en 1604. Adversario de Zabarella, autor de no tables libros de filosofía natural y moral, ya sus contemporáneos le atribuyeron los diez libros de las Accademicae contemplationes (publicados en Venecia en 1576, y más tarde en Basilea — 1590—, como obra del patricio Stefano Tiepolo) y los siete libros de las Peripateticae de anima disputationes (publicados en Venecia en 1575 co mo obra de Pietro Duodo, personaje ligado a Contarini y relacionado también con Galiieo, quien, como Reformador del Studio, lamentaría su partida de Padua). En Piccolomini no sólo es interesante su platonismo «personal», sino también la relación que mantuvo con los «jóvenes» patricios venecianos, y su influencia eíi la forihación cultural de estos últimos. También interesa destacar que el propio Piccolomini, en los Libri ad scientiam de natura attinentes (de 1596), expone las críticas de los nonnulli mathematici sobre la cuestión del movimiento de los cuerpos graves, críticas que, antes que con Bradwardine y con los calculatores, hay que relacionar con Ga liieo, quien desde hacía varios años era colega suyo, precisamente en calidad de mathematicus, y cuya polémica antiaristotélica venía desarrollándose desde hacía tiempo. Quizá convenga mencionar que, al retirarse Piccolomini, su cátedra fue ofrecida a Buonamici («Se habló con el señor Francesco Buonamici —escribe Alessandro Sartini a Galiieo— a propósito de las clases que dictaba aquí el señor Piccolomini»); y es a Galiieo a quien Buonamici pide informaciones más detalladas para decidir si le con viene o no trasladarse a Padua (cf. Opere, X , p. 251, donde, sin embargo, la carta lleva la fecha incorrecta de agosto de 1609, cuando hacía tiempo que Buonamici había muerto y el problema de la sucesión de Piccolomini, también él muerto desde hacía tiempo, ya no podía estar en discusión). En cuanto a Bernardino Petrella de Borgo San Sepolcro, sus obras lógicas sólo se
muestra, entre otras cosas, la conveniencia de considerar con la m á xima cautela los intentos de establecer una oposición entre los Studi de Padua y Pisa, y separar y contraponer a los profesores platónicos y a los aristotélicos. El caso de Galileo constituye un ejemplo carac terístico de cómo una asignatura marginal como las matemáticas, o sea, el comentario de Euclides, de las «Cuestiones Mecánicas» de Aristóteles, de la Sfera y de la Theoriaplanetarum, se vuelve funda mental y llega a ocupar el puesto de la filosofía. Los sesenta florines de 1589, los ciento ochenta florines de 1592, que ya representaban un estipendio considerable para un matemático, se convierten en mil en 1609■ En 1610, en la carta que escribe a Belisario Vinta, Galileo pone como condición para regresar a la Toscana que se le otor gue el título de filósofo, además del de matemático: este asunto, que podía parecer secundario, entrañaba, en realidad, una toma de posición fundamenta!, el nacimiento, podría decirse, de la nueva filosofía. Así como dos siglos antes el punto de apoyo de la cultura y de una nueva concepción del m undo se había desplazado hacia los studi a humanitatu, ahora se situaba en el terreno de los «matemá ticos». Desde dos perspectivas simétricas, el estudio del hombre y la ciencia de la naturaleza acababan con la hegemonía de las discipli nas metafísico-teológicas de tradición escolástica.
5. Aunque para comprender la vida de Galileo sea necesario evocar la situación de las escuelas, sería un error pensar que su cul tura se formó con elementos procedentes de estas últimas. En las universidades, y especialmente en la enseñanza de la filosofía, aún imperaba el tedioso estilo de una tradición agotada. El último gran episodio de las escuelas italianas había sido la polémica sobre el al ma iniciada por Pomponazzi, que acabó en una serie de sutilezas bizantinas desprovistas de toda fuerza de convicción. La filosofía de la naturaleza de Telesio no conquisto los Studi, donde tampoco pe netró ninguna de las concepciones verdaderamente dinámicas del recuerdan por su polémica con Zabarella ( Ouaestiones logicae, Patavii, Apud Jacobum Jordanum ab Aquila, 1571; Logicarum disputationum libri septem, Patavii, Apud Paulum Meiettum, 1584), aunque los contemporáneos consideraban que era un gran lógico. Escribía Monseñor Giro ¡amo De Sommaia (Schede scelte, manuscrito Magliab. VIII, 75, h. 39^): «Petrella enseñó siempre lógica en Padua, y Zabarella (también) durante mucho tiempo. Y en Padua los lógicos dedican muchos años a esos cursos, lo cual está muy bien».
siglo XVI. Y, a pesar de lo que afirman ciertos historiadores, la si tuación de Padua no era distinta de la de Pisa. Sobre Pisa, basta leer las cartas a Lorenzo Giacomini de Filippo Sassetti, biógrafo de Ferrucci —navegador de los mares de Orien te— , quien estudió allí desde el año 1570. Sus profesores son los mismos de Galiieo, con quien también comparte las amistades. Sassetti, escritor brillantísimo, que residía precisamente en la casa de Buonamici («en la habitual casa Buonamichea»), traza un cuadro desolador de los hombres que deberá tratar Galiieo. Sobre Micer Guido d e’Libri, que alternaba entre Pisa y Padua, Sassetti afirma sin la menor compasión que él mismo había hecho todo lo posible, tanto en sus clases como en los «círculos», «para demostrar al pueblo que no sabía nada». No menos duro es el comentario sobre el sin embargo célebre Ludovico Boccadiferro, o sobre el «fíciniano» Caponsacchi, a quien los alumnos habían ridiculizado con el apodo de «Capo in sacco» («Cabeza en saco») o «Sacco in capo» («Saco en cabe za»). Desiertos de fuerza especulativa la mayoría de los profesores, desiertas de alumnos las aulas. A finales de noviembre de 1570, «Verino [platónico] tiene 10 alumnos, Buonamici 12... Caponsacco 3, 4 ó 5, y eso al comienzo de la clase». Este cuadro no difiere del que se desprende de los «registros» de Girolamo de Sommaia —quien estudió en Salamanca pero se doctoró en Pisa— , superin tendente del Studio a partir de I6 l4 . Aparte de las bromas sobre los «doctorcillos de Pisis», y sobre la profesión de lector en el Studio, es pecial «para morir pronto y en la pobreza», son frecuentes los juicios entre irónicos y descorazonados sobre los maestros. La expresión «II buio pesto del Borro» («La oscuridad total del barranco») resume la opinión sobre la consistencia de las clases de física impartidas por el controvertido Girolamo Borri; lo que más se recuerda de Buonamici son sus permanentes tiradas contra los frailes, que no respetaban ni siquiera la memoria de Santo Tomás; y de Mazzoni, rodeado de gran fama, se dice que «era hombre de grandísima memoria y de m a ravilloso lucimiento en el discurso», pero, «a pesar de lo que muchos creían, no tan sólido en filosofía». Entre extravagancias, cotiüeos, pleitos y observaciones mali ciosas, los registros de Sommaia vienen a confirmar aquella imagen corriente de un saber tedioso, incapaz de despetar el menor eco'7. 17 Filippo SasSETH, Lettere edite e inedite, pp, 5 y ss. No más amable es De Som maia {Scbede, h. 38v y ss.); quien si, con Mazzoni no es indulgente, con Borri se mues tra implacable (h. 74/-). Lo que más destaca en Buonamici es su desenfado: «Buonamici
Por aquellos años, un hombre de gran cultura como Ciríaco Strozzi se negaba a recibir en Florencia a Telesio porque aún no tenía sesenta años y, por tanto, era demasiado joven para filosofar. En el fondo, la corriente dominante era la ya exhausta combinación de platonismo y aristotelismo. Como decía sintéticamente Strozzi: «Platón = Aristóteles desordenado; Aristóteles = Platón ordenado.» En Padua, donde los hombres eran casi los mismos, no reinaba un clima demasiado diferente: en ocasiones, se percibe una singular simetría en las palabras, las actitudes y los acontecimientos que se producían en uno y otro ambiente. Así, a la acre ironía de Sassetti corresponde la solemne dignidad de Gianfrancesco Sagredo, quien, en una carta del 4 de abril de 1614 a Welser, describe, con énfasis poco común, el contraste existente entre el ideal del hombre culto elaborado por el Renacimiento y la figura del profesor. Motivo de dicha carta fue una polémica con Schneider. «Yo he escrito sobre sus ecuaciones con prudencia, y he escrito la verdad; él ha escrito sobre mi juicio con audacia, y ha concluido falsedades... Soy un gentilhombre veneciano, y nunca he pretendido llamarme litera to ...; ni aspiro a mejorar mi suerte, a ganarme alabanzas o una re putación, por una fama de inteligencia filosófica o matemática, sino más bien por la integridad y la buena administración de los ma gistrados y en el gobierno de la República... Mis estudios versan sobre el conocimiento de las cosas que como cristiano debo a Dios, como ciudadano a la patria, como noble a mi casa, como [persona] sociable a los amigos, y como hombre de bien y verdadero filósofo a mí mismo... Y si a veces me entrego a la especulación de las cien cias, no ctea V. S. que pretendo competir con los profesores de las mismas, y mucho menos disputar con ellos, sino sólo recrear mi espíritu indagando libremente, desligado de toda obligación y afec to, la verdad de alguna proposición que sea de mi agrado.»18 El mundo de Sagredo es también el de Galileo; éste es el libre filosofar que practican él y los suyos. La filosofía, que en el si glo XV había buscado refugio entre los políticos y los moralistas, pi de ahora asilo a los filósofos y a los matemáticos, o, directamente, a los «herejes», expulsados de todas las escuelas. En sus famosas pági-
decía que Aristóteles dejó sin definir la 3 .a especie entre el hombre y el animal, que es la del fraile... Cuando le preguntaban si había leído a Santo Tomás, respondía: no leo libros de frailes [sin embargo, en otra parte se jacta de haberlos leído dos ve ces] ...Consideraba que el alma es mortal.» 18 G a i i l e i , Opere, XII, pp. 45-46.
ñas sobre el Sidereus Nuncius, Kepier observa con profundidad que Galileo se relaciona con Nicolás de Cusa, con Copérnico y con Bru no, además de con los griegos de la antigüedad, y no con los profe sores de las universidades19. En todo caso, los vínculos habría que buscarlos por el lado de una filosofía no escolar: la filosofía de la na turaleza de Telesio, o de Campanella, la inquieta curiosidad de Cardano y Della Porta 2“. En realidad, los hombres que hay que m en cionar a propósito de Galileo no son muchos, y él mismo los indica con claridad: entre los antiguos, su verdadero maestro, el divino Arquímedes; entre los modernos, «nuestro común maestro», Copérni co. Los interlocutores en su gran diálogo son Kepier y Mersenne; en el trasfondo, Gilbert y Gassendi, Descartes y Hobbes. Su adversario no es Ptolomeo, sino el perípatetismo, o sea, la mezcla de física y teología que la tradición había combinado con la doctrina cristiana21. Este es el momento de abordar el problema de la revolución galileana. 19 Sobre los textos de Kepier, c f., además de las obras de Galileo (en particular, III, pp. 97-126; X, pp. 319-340). Johannis K e p i e r , Gesammelte W'erke, vol. IV, Munich, 1941, y vol. XVI (Briefe), Munich, 1954, donde pueden leerse los famosos juicios sobre Bruno (p. 142: «Religionum omnium vanitaten asseruit, Deum in mundum, in circuios, in puncta convertic...»; p. 166: «Jordaní Bruni ínsaniam mirari satis nequeo, quid lucri acquisivit tantos cruciatos sustinendo? Si nullus esset Deus scelerum vindex —ut ipse credidit— nunquid im pune potuisset simulare quidvis, ut hac ratione vitam redimeret?»). 20 V. S ta m p a n a to , Quattro filosofi ñapóletani nel carteggio di Galileo, Portici, 1907, analiza, con no demasiada profundidad, las relaciones de Galileo con B runo, Stigliola, Della Porta y Campanella. En cuanto a Telesio, Gaiileo lo menciona en el De -motu (Opere, I, p. 4l4: «Telesius ait, causam accelerationis motus in fine esse quia materia pertaesa descensum motum ac celerat»). En otro sitió —en la polémica con Grassi— declara que no lo ha leído sin por ello dejar de afirmar que quienes lo atacan no lo conocen (VI, pp. 118. 236. 397-398). Sin embargo, conviene no olvidar su relación con Persio, gran partidario de Telesio. El nombre de Cardano se men ciona especialmente en la polémica con Grassi (VI, pp. 118-119, 236, 397-398). 21 El 1.° de diciembre de 1633, Paganino Gaudenzio, maestro de Teología en el Studio de Pisa, afirmaba, en el discurso De barbarie repeliendo (Pisis, In aedibus Franeisd Tanagli, 1634), que Aristóteles constituía la coraza contra todo lo que se apartara de la verdad. «Felices ter —exclamaba, p. 7— et amplius cum Aphrodisaeo qui incedunt, Themistianam perspicuitatem complcctuntur, a Simplicii recto tramite non de flectunt, aut si placeat Igalorum recentem operam commendare, Pendasium circumstant, Zabarellam comitantur, a Piccolomineo discunt, Cremonini latus stipant, Bonamico individui adhaerent. Qui omnes tan bene meriti sunt de Nocimachi filio, ut sí Pythagorica transanimatio vera foret, veterum peripateticorum animas in ipsos immigrasse non dubitaremus.» Con tal de conjurar la crisis del aristotelismo, este notable teólogo estaba dispuesto a aceptar las bromas de Buonamici sobre los frailes y los moderados errores de Cremonini. En este sentido, es bastante revelador su De dogmatum Origenis cum Pbilosophia Platonis comparationt, Florentiae, 1639
de lo que representó verdaderamente en la historia de! pensamiento; el m omento de referirse a las vías por las que dicha revolución fue consolidándose. Sabemos que Galiieo conocía perfectamente las dis cusiones de los peripatéticos medievales, como lo demuestran sus apuntes juveniles (publicados en forma parcial por Favaro, quien aduce razones valederas para fecharlos en 15S4)22. Lo que no se sabe con tanta certeza es si esos apuntes corresponden exclusivamente a los cursos de Buonamici: ¿por qué no también a los de Borri y a los de Verino? Las razones derivadas de la comparación con el De motu no resultan convincentes, y ni Favaro ni, en épocas mucho más cercanas, Giacomelli parecen haber examinado el asunto con la atención nece saria. Este grueso infolio del maestro pisano, publicado en 1591, con tiene una aclaración muy precisa: la obra nació —afirma su autor— como consecuencia de las encendidas discusiones sobre el movimien to que se habían desarrollado nuper en el Studio entre alumnos y maestros de los diferentes cursos25. Esta indicación se corresponde 22 Aún no existe un estudio minucioso de los apuntes juveniles, como tampoco un análisis de los autores y textos citados en ellos. Sin embargo, la cuestión no carece de interés, empezando pot las referencias a Faminio Nobcli, que definen con notable precisión toda un área cultural, para no mencionar una cita De honesta disciplina de Crinito, bastante sorprendente en un texto de física, peto que nos recuerda que ese libro figuraba en la biblioteca de Galiieo. Resulta muy extraño que Favaro haya om i tido los apuntes de lógica, donde encontramos indicaciones de singular importancia. En otro sitio me propongo publicarlos (sobre la base del manuscrito Gal, 27, donde se conservan, y que inicialmente estaba unido a los textos editados por Favaro). ¿Cómo ignorar que ese mismo códice incluye un tratado de praecognitionibus, ast como dis cusiones sobte las demostraciones matemáticas y físicas? ¿Cómo ignorar las relaciones de esos apuntes galileanos con partes análogas de textos lógicos de Zabarella y de Petrella? 23 K o y r I (Études Galiléennes, I, p. 15, n. 2) propuso la hipótesis de que ni si quiera Favaro y Wohlwill «tuvieron el coraje de abrir el enorme volumen (1.011 pági nas in folio)». De hecho, ha sido Koyré quien por primera vez analizó con suficiente amplitud la obra, loe. cit., pp. 11-41, incluyendo extensos fragmentos de la misma. Sin embargo, no sería inútil volver sobre el De motu, ai que quizá convendría añadir otros textos del maestro pisano (por ejemplo, su escrito sobre los meteoros, manuscri to magl. XII, 29). El De motu es una especie de summa de las enseñanzas de Buona mici (Francisco B u o n a m i c í F l o r h n t i n i , E primo loco philosophiam ordinariam in Almo Gymnasio Pisano profitentis, de motu libri X, quibus gen eralta naturalis philosobiae principia summo studio collecta continentur nec non universae quaestton es ad libros de Pbysico ctuditu, de Coelo, de Ortu et Interitu pertinentes explicantur, Multa- item Aristotelis loca explanantur et Graecorum, Avenáis, aliorumque doctorum sententiae ad Tbeses Peripatéticas dmguntur, Florentiae, Sermartelli, 1591). En el folio 3, Buonamici explica claramente la ocasión de la publicación: eoccasio vero scribendi voluminis ab ea controversia sumpta est, quae in Academia Pica na intet nostros collegarumque auditores exorta est de motu elementorum». Sobre las
con lo que dice Galileo en una carta a Mazzom de 1597, donde evoca las conversaciones, serenas pero animadas, mantenidas con el maestro cesenate (una parte destacada de la obra más importante de Mazzoni no sólo refleja dichas conversaciones, sino que constituye un docu mento preciso de las mismas; al que, sin embargo, aún no se ha pres tado la atención debida)24. Por otra parte, los luvenilia sólo parcial mente son confrontables con el libro de Buonamici y tampoco pare cen existir paralelismos muy rigurosos entre ambos textos25. De todos conversaciones de Galileo con Mazzoni tenemos testimonios que datan de 1590 (ade más de la famosa carta de 1597). El 15 de noviembre, Galileo escribe a su padre refi riéndose a ellas; el 8 de diciembre Guidobaldo del Monte las menciona en una carta a G a l il e o (Opere, X, pp. 44-46). Resulta extraño que Giacomelli (Galileo Galilei giovane e il suo ‘de motu', Pisa, Domus Galileiana, 1949, p. 21) afirme que «en ninguna parte... existen indicios de discusiones y controversias entre Galileo y sus co legas pisanos, salvo lo que se afirma en el relato de Viviani, quien, como de cos tumbre, tergiversa los hechos». Giacomelli se apoyaba en la autoridad de Wohlwill (Galilei und seine K am pf fü r copemicanische Lehre, Hamburgo y Leipzig, 1909. página 114), quien observaba que si hubiesen existido discusiones entre el joven ma temático y sus colegas filósofos más venerados habrían quedado huellas de las mis mas. Ahora bien, esas huellas existen: en el testimonio de los serenos pero animados diálogos con Mazzoni, y en las partes de su libro de 1597 en que Galileo reconocerá el 'eco de esas discusiones; en Buonamici, que en 1591 decidió publicar su obra como respuesta a las dificultades planteadas por los jóvenes que estaban en contacto con él y con sus colegas. 24 Para detectar los ecos de las discusiones con Galileo habría que examinar todo un grupo de textos de Mazzoni. Además, los resultados deberían confrontarse con una serie de textos del De motu de Buonamici. 25 En realidad, si la confrontación de los apuntes de Galileo con los textos de Buonamici se hubiese realizado con el rigor necesario, y si se hubieran tomado más textos análogos, las afirmaciones de Favaro, y de quienes han repetido su opinión acerca de las dependencias de Galileo respecto de otros pensadores, habrían parecido demasiado genéricas. Por supuesto, esto no significa negar la posibilidad de que se trate realmente de cursos de Buonamici. Lo que nos interesa es destacar que la redac ción del De motu del maestro de Pisa, posterior en varios años a aquellos cursos, obedeció precisamente al estímulo de las discusiones emprendidas por los «matemá ticos», y corresponde a un momento polémico frente a un aristotelismo más preca vido. Por lo demás, quizá no sea inútil remontarse al Discorso intomo alie cose che stanno in su l'acqua, obra, sin duda, de un Galileo mucho más maduro, pero que, al refutar el De motu de Buonamici, destaca algunos de los motivos inspiradores de este último, así como la actitud que él había mantenido anteriormente y seguía man teniendo: «no por capricho, o por no haber leído o no haber comprendido a Aris tóteles, algunas veces me aparto de su opinión, sino porque hay razones que mcpersuaden a hacerlo, y el propio Aristóteles me ha enseñado a sosegar la mente sólo cuando la razón me persuade de algo...; y es muy cierta la sentencia de Alcinoo, según la cual el filosofar quiere ser libre». Frente a ello está la búsqueda guiada por prejuicios, que inspira también Aristóteles, en quien muchas veces se advierte «el deseo de demoler a Demócrito o a otros, más fuerte que la exquisitez del filosofar
modos, sin decidir acerca de esta cuestión, podemos afirmar con se guridad que Galileo conocía las discusiones físicas de los peripatéticos sobre el movimiento de los cuerpos graves, el movimiento violento, y el cielo. No cabe duda que ése fue su punto de partida. Pues bien: la gran mayoría de los historiadores modernos de la ciencia, franceses, alemanes, ingleses, norteamericanos e, incluso, italianos, levantando como insignia la cuestión de «los precursores de Galileo», han ido en contrando, según la nacionalidad de cada historiador, en los físicos de París, en Alberto de Sajonia y en las discusiones inspiradas en él, en los calculatores y en los teóricos ingleses de proportionibus velocitatum in motibus, casi todos los temas de Galileo, o, al menos, los ar gumentos críticos utilizados por él. A ese respecto, convendría recor dar sobre todo la observación de Comte, recogida por Vailati, de que no se critica si no se sustituye la hipótesis criticada. Ahora bien: aun que es indudable que la física de finales del Medioevo, al retomar cier tas argumentaciones usadas por los comentaristas antiguos, puso en tela de juicio gran parte del aristotelismo, y aunque los teóricos del ímpetu, basándose en Filopono, liquidaron la tesis del medio como causa del movimiento, hay que reconocer, sin embargo, que las dife rentes concepciones que se han ido señalando como precursoras de Ga lileo no sólo se mencionan aisladas de sus respecdvos contextos sino que, a pesar de revelar la existencia de un trabajo de corrosión contra ciertas nociones del aristotelismo, no presentan-propuestas capaces de renovar el método de investigación ni de destruir ios fundamentos del método tradicional, y menos aún de superarlos desde la perspectiva de nuevas teorías generales. Se trata de «piezas» críticas aisladas, destina das a permanecer estériles precisamente porque no iban más allá de los presupuestos generales ni de los procedimientos metodológicos del peripatetismo. Esto es lo que hay que destacar: el prodigioso es fuerzo de ingenio que realizan los pensadores de finales del Me-
bien fundado». Así, Buonamici se interesó demasiado en el De motu en refutar a los antiguos, a Platón y a Arquímedes («las armas del señor Buonamici se dirigieron, pues, contra Platón y otros antiguos que {negaban] totalmente la ligereza y [sos tenían} que todos los cuerpos eran graves... Por mi parte, no dudaré de poder soste ner que la sentencia de Platón y de los otros es muy cierta, cuando niegan absolu tamente la ligereza, y afirman que en los cuerpos elementales sólo existe un principio intrínseco, el que los impulsa hacia el centro de la tierra... Por tanto, la falacia no está tanto en el discurso de Demócrito como en el de Aristóteles...»). El texto galileano de 1612 nos remite a La bilancetta, y, nuevamente, nos invita a reconsiderar las discusiones de Galileo con los filósofos de Pisa, empezando al menos desde 1590, y dentro de un marco histórico mejor definido.
dioevo nunca logra exceder el ámbito del aristotelismo, ni de sus errores26. Ni siquiera los estudios de Benedetti, el discípulo de Tartaglia, publicados en Turín el año 1585, que Galiieo nunca cita pero que sin duda conoce, logran ir más allá —como bien advirtió Vailati— de la destrucción de determinadas concepciones aristotélicas; aunque, por tratarse de un discípulo de Tartaglia, recurra abundan temente al pensamiento de Arquímedes27. De todos modos, aunque por ese camino Galiieo pudo haber lle gado a sus primeras observaciones sobre la caída de los cuerpos gra ves, y a la refutación de la tesis aristotélica sobre el movimiento ins tantáneo en el vacío, la revolución decisiva se produjo en él cuando los cimientos mismos de la cosmología se derrumbaron ante el surgi miento de una nueva visión del universo. En síntesis: la transforma ción de su pensamiento no fue producto de un conjunto de razones o experimentos particulares (muchos de los cuales ni siquiera seguros estamos de que los hubiera realizado), sino de la aceptación de una hipótesis general radicalmente nueva acerca del sistema del mundo, o sea, la teoría copernicana, que en él se combinaría con el reconoci miento de Arquímedes como maestro en el terreno de la metodolo gía. Fue esa ruptura la que le permitió abordar los problemas de la fí sica, ya no desde dentro del peripatetismo, sino desde fuera de sus fronteras. Esa «revolución mental» se encuentra bien documentada en las cartas de Galiieo a Mazzoni (30 de mayo de 1597) y a Kepler (4 de agosto del mismo año), donde no sólo defiende a Copérnico si no que afirma que precisamente la opinión de Copérnico, acogida multis abhinc annis, le permitió descubrir las causas de ciertos fenó menos naturales que de otro modo no podían explicarse. No sabemos muy bien cómo Galiieo pudo pensar en aquella época que había de 26 Es mérito de Koyré (peto cf. ahora Marie B o a s , The Scien tifie Renaissance, 1450-1630, Londres, 1962) el haber insistido en el cambio de perspectiva, de coorde nadas mentales, que se produjo en Galiieo. Por otra parte, el análisis cuidadoso de obras, por lo demás muy respetables, como el libro de Curtis W il s o n , Willtam Heytesbury Medieval Logic and the Rise o f Mathematical Physics (Madison, 1960), o el libro de H. La m a r C r o s b y , Thomas Bradwardine, His, «Tractatus de proporíionibust. Its Significance for the Development o f Mathematical Physics (Madi son, 1955), permite concluir que la contribución de ciertas disputas medievales al pensamiento de Galiieo fue muy escasa. También convendría reflexionar sobre lo que afirma A. K o y r é acerca de «los precursores» en una nota de su bello libro La révolution astronomique, París, 1961, p. 7927 Sobre Benedetti, todavía resultan muy valiosas las páginas de V a i l a t i , «Le speculazioni di Giovanni Benedetti sul moto dei gravi», A tti dell'Accademia delle scienze di Torino, vol. 33, 1897-1898. Como hemos dicho, Galiieo no parece men cionar a Benedetti, a quien, por otra parte, Mazzoni se refiere con frecuencia.
mostrado las tesis copernicanas; pero lo que importa destacar es que no se trataba de la aceptación de determinada hipótesis astronómica, sino de la adhesión a una visión del mundo que venía a rematar una serie de tomas de posición que, aunque producidas sin duda en un terreno no estrictamente científico, fueron decisivas para el progreso de la ciencia. Basta leer el De revolutionibus caelestibus de Copérnico en el texto original autógrafo, con las partes suprimidas por el propio autor, para reconocer que se trata del punto de llegada de la corriente de la literatura solar que atravesó el siglo XV28. En la base de las ob servaciones y razonamientos, y previa a ellos, hay una visión de con junto en la que confluyen intuiciones filosóficas no exentas de temas místico-religiosos. Se trata de la misma «subversión» radical de la con cepción del cosmos que suscita el entusiasmo de Bruno. Se trata de una manera totalmente nueva de considerar las rela ciones entre el Cielo y la Tierra, entre el hombre y las cosas: una con cepción tan perturbadora, y de consecuencias tan lejanas, que aún no ha sido totalmente asimilada. Justo en el momento en que el hombre parece confirmar sus posibilidades de acción, se destruye el antropocentrismo: o bien, quizá la caída del mito antropocéntrico es la con dición necesaria para que, en un impulso liberador, se afirme el reco nocimiento del valor de la obra humana; que si bien no es, puede convertirse en el centro efectivo de nuevas construcciones29. De hecho, en 1597 la posición de Galileo es análoga a la de Bru no: para él, la tesis de Copérnico no es una mera hipótesis matemá tica capaz de «salvar» los fenómenos, sino una visión de la realidad li berada de los marcos mentales del aristotelismo; su polémica básica es, y seguirá siendo, una polémica contra el peripatetismo, no contra Ptolomeo: o sea, contra una concepción de la realidad, no contra una 28 Nikolaus K operniklíS, Gesamtausgabe, vols. I-1I, Munich, 1944-1949 (el pri mer volumen contiene la reproducción del texto autógrafo); cf, vol. II, pp. 30-31. Sobre Copérnico, véanse las consideraciones muy finas de KOYRfS en La révolution astronomique, p. 15. Quizá convenga mencionar la curiosa ofensiva anticopernicana de los teóricos de las ^antid paciones». N. R, H a n s o n , The Copernican Disturbance and the Keplerian Révolution, «Journal of the History o f Ideas», XXII, 1961, pá ginas 169-184, presenta una serie de observaciones interesantes, e introduce una dis tinción entre «cosmología filosófica» y «astronomía técnica» para afirmar que, zqua technical astronomy», la obra de Copérnico hubiese podido escribirse inmediatly after la «Sintaxis matemática» de Ptolomeo; este autor añade que «nunca ha existido un sistema ptolemateo de astronomía», y que fue Copérnico quien «inventó una astronomía sistemática». 29 Con razón afirma KoYRE, op. cit., p , 75, que «el geocentrismo no entraña en absoluto una concepción antropocéntrica del mundo».
hipótesis astronómica. Pues bien: esta nueva concepción es la que proporcionará el marco mental idóneo para escapar al círculo de las tesis aristotélicas sobre el movimiento, el espacio, los cuerpos graves, las cualidades y la materia. No es casual que en el libro que Mazzoni publica aquel mismo año, en la sección que refleja las discusiones con Galileo, aparezca una versión de !a teoría corpuscular, basada en una extraña mezcla de Demócrito y Platón, que entraña la tesis —des arrollada más tarde por Galileo— del carácter subjetivo de las cuali dades secundarias, frente a la naturaleza geométrica de las cualidades primarias. Al mismo tiempo, Galileo replantea, totalmente al margen del aristotelismo, su método inspirado en Arquímedes, o sea, basado en una reelaboración de los conceptos de espacio y movimiento, y en la afirmación de la funcionalidad del lenguaje matemático como instru mento idóneo para el conocimiento de la realidad natural. Esto no significa que sea posible construir apriori toda la estructura del uni verso; pues eso es propio de Dios, no del hombre; significa afirmar la plena validez en el campo físico del lenguaje matemático, asociado objetivamente a la estructura de las cosas. Sin embargo, también en esta ocasión, como sucedía a propósito del «sistema» del mundo, los historiadores —y en especial los historiadores de la ciencia interesados en salvar la «continuidad»— no siempre parecen darse cuenta de la posición de ruptura en que se coloca Galileo, de quien presentan una imagen empobrecida, basada en un puñado de fórmulas habituales en las escuelas; cuando, en realidad, su reconocimiento del valor de la lógica aristotélica se limitaba a la esfera de la retórica y de las cien cias morales en general. El instrumento para comprender la naturale za, la lógica de las ciencias, era para él exclusivamente la matemática. De allí su juicio ambiguo acerca del método de Aristóteles: muy negativo en la física, precisamente por su ignorancia de las matemá ticas; muy positivo, en cambio, en moral, y en todo lo vinculado con el análisis de ios discursos interhumanos. Desde esta perspectiva, la adopción originaria del copernicanismo como concepción del mundo constituye el nexo inicial de Galileo con las filosofías del siglo XVI, incluido Bruno. Con esa actitud se rela ciona también el conjunto de temas más netamente platónicos que perdurarán en él hasta los Dialoghi de 1638, y que no pueden sepa rarse, al'menos al comienzo, del marco general de sus doctrinas. Los largos discursos sobre el Sol, sede divina de la luz, sobre la forma en que se constituyó el sistema solar, por concentración y expansión de la luz primigenia, la teoría del spiritus, del alma del mundo, de la
alimentación del Sol, de ia vida universal, insertados en diferentes pasajes de las obras de Galiieo, tienen un doble valor: en primer lu gar, indican la naturaleza de su adhesión original a Copérnico; y en un segundo momento demuestran que Galiieo, apremiado por sus adversarios peripatéticos, o sea, se defiende de una metafísica re curriendo a la metafísica contraria, o sea, a la que constituía la base de sustentación del De revolutionibus; por lo demás, no exenta de partidarios en ciertos ambientes religiosos. La carta a Pietro Dini, del 26 de marzo de 1615, que en gran parte hubiese podido ser escrita por un ficiniano, con sus extensas citas del Seudo-Dionisio —autor no demasiado utilizado por Galiieo— , proporciona una idea del auxilio metafísico buscado a toda costa en una doctrina que ya no tenía relación orgánica alguna con la obra de Galiieo, quien —con viene no olvidarlo— había adherido sin reservas las refutaciones gassendianas de las teorías de Fludd. En realidad, Galiieo volvió a modificar su concepción entre 1609 y 1610. Hasta entonces había estado interesado fundamentalmente en los problemas del movimiento, en una teoría general de la realidad como materia, de una naturaleza que no engaña ni puede ser enga ñada por las máquinas, porque sus leyes son rigurosas y compro bables. La teoría copernicana había sido el fundamento de las nuevas coordinadas mentales, su nuevo horizonte: había constituido aquella «revolución» teórica, sin la cual hubiesen resultado inútiles las técnicas, los instrumentos y los datos experimentales. La cons trucción del anteojo y, en enero de 1610, el descubrimiento de los satélites de Júpiter, y, posteriormente, las observaciones sobre los tres cuerpos de Saturno, sobre las manchas solares, sobre las fases de Venus, hicieron que su interés se desplazara hacia la cosmología. Allí, la concepción copernicana se transformó en una integración ri gurosa de experiencias razonadas y demostraciones matemáticas. Fue entonces, justo en el momento en que el copernicanismo dejó de ser una filosofía de tipo bruniano, previa a la experiencia, para convertirse en una teoría verificada y verificable en forma progresi va, cuando Galiieo llegó a ser, y a sentirse, filósofo en un sentido totalmente nuevo: un filósofo capaz de «ver» que el m undo no era el de Aristóteles; capaz de ver «nuevos» cielos. Estudioso del movi miento, destinado por Dios, como decía Fray Paolo Sarpi, para defi nir las leyes universales del movimiento, proyectaba reducir a éste la totalidad del mundo de la vida, e incluso los fenómenos psíquicos y los actos de la voluntad. El conocimiento de lo real y de sus mani festaciones se fue haciendo más preciso mediante la interrelación de
las experiencias razonadas y las demostraciones; la estructura de la realidad y el fundamento de la validez objetiva de las matemáticas, las limitaciones y al mismo tiempo el valor de la ciencia humana, se le fueron haciendo más evidentes. Y paralelamente fue descubrien do las raíces de los errores que la confusión peripatética entre física y teología había introducido en el terreno religioso. La ciencia hum a na es válida en la medida en que toma conciencia de sus lim ita ciones, que son las limitaciones de su verificabilidad. La visión copernicana —visión real, que trata de cosas reales, y no mera hipó tesis matemática destinada a salvar los fenómenos— se libera de to das sus connotaciones metafísicas y míticas. En su correspondencia con Cesi, Galileo defiende, equivocadamente, las tesis erróneas implícitas en esa visión, pero lo hace en nombre de la obediencia que la filosofía debe a la realidad, en nombre, precisamente, de la adecuación que ha de existir entre ésta y la realidad. Conocimiento de lo finito por medio de las razones matemáticas y la experiencia, la filosofía se separa de la fe: dos libros, dos len guajes, dos maneras de leerlos. Basada en exigencias diferentes, la fe se mueve en un plano distinto; la ciencia no la toca: no la apoya ni la niega, no la reemplaza ni es capaz de confirmarla o desmentirla. Terrestre, siempre limitada pero en permanente evolución, la filo sofía es humana: conocimiento mundano, de cosas mundanas, ca paz de llegar a verdades sólidas, pero también refutables y supe rables. En el horizonte físico no existen los cielos incorruptibles, ni los movimientos eternos de la teología astral de Aristóteles. El ám bito de la experiencia es m undano y corruptible; es limitado y cons ciente del límite. Exenta de presencias ultramundanas, la ciencia mundana reconoce la existencia de otra experiencia: la fe; y, una vez eliminada la confusión aristotélica entre física y teología, ya no puede haber conflicto entre uno y otro tipo de experiencia. Quizá aquí se plantee la pregunta más radical de Galileo. Esa visión total mente terrestre del saber y del hombre, ¿deja realmente un margen para la fe? Ese vacío, que la religión quiere colmar, ¿es verdadera mente un sentido positivo de lo absoluto, o sólo es la conciencia, completamente negativa, de un límite que la investigación ya no abriga la ilusión de superar? La respuesta de Galileo es un cristianismo sincero, al que asigna una función pedagógica y moral. Su lucha contra el peripatetismo se presenta al mismo tiempo como una lucha por la liberación de los hombres a través de la verdad y la fecundidad de la ciencia, y co mo una especie de nueva apologética de un Dios muy distinto del
Dios de los filósofos. Su fe es serena, y su ciencia liberadora; los cielos que descubre, los instrumentos que construye, le infunden un sentimiento de alegría y de fuerza, de confianza. Precisamente por eso, la proclamación de la verdad, a todos los hombres, en su ex traordinario italiano, adquiere para él el sentido de una misión. En vano Sagredo le implora que no «ponga en palabras cosas demostra tivas» y que deje que los ignorantes se pierdan: «Si los predicadores no mueren siguiendo a los pecadores obstinados, por qué V. S. quie re martirizarse a sí mismo para convertir a los ignorantes, a quienes, finalmente, por no estar predestinados o no haber sido elegidos, hay que dejar caer en el fuego de la ignorancia.» Vincat ver¿tas\, res ponde Galileo; es esencial a la verdad la necesidad de comunicarse a todos y de obrar por el bien de todos. Este es el inicio y la funda ción, no la crisis de las ciencias europeas.
GALILEO «FILÓSOFO
1. El 7 de mayo de 1610, Galileo escribe desde Padua a Belisario Vinta aquella carta citada con frecuencia donde enumera las obras que tiene la intención de producir si el Gran Duque de Toscana le asigna unos estipendios que, liberándolo del peso de la ense ñanza, le proporcionen la comodidad indispensable para realizar sus programas científicos. Se trata de una carta característica, semejante a la no menos célebre que Leonardo da Vinci dirigiera al duque de Milán. Galileo se siente pletórico de ideas y observaciones, y seguro de haber triunfado. Apenas ha dado tres lecciones sobre los planetas medíceos y !a confusión reina entre sus adversarios. «Tengo en mí tal cantidad de secretos singulares, tanto útiles como curiosos y ad mirables, que su sola abundancia me hace daño... Magna longeque admirabilia apud me habeos Por ello, quiere agrupar ahora sus descubrimientos en un puñado de obras que enumera rápidamente, sobre todo en dos que le parecen fundamentales. «Las obras que de bo completar son principalmente dos libros De sistemate mundi seu constitutione universi, proyecto inmenso y lleno de filosofía, astronomía y geometría; tres libros De motu locali, ciencia total mente nueva, pues ningún otro, ni antiguo ni moderno, ba descu bierto ninguno de los muchísimos síntomas admirables cuya exis tencia demuestro en los movimientos naturales y en los violentos, por lo cual con toda razón puedo llamarla ciencia nueva y descu bierta por mí desde sus primeros principios»1. El sistema del mundo físico y una teoría general del movimien 1 Opere, X, pp. 351-52.
to, incluidos los movimientos animales (en efecto: también proyec taba escribir un De animalium motibus)-. entre estos polos se estruc tura claramente su concepción de la realidad: movimiento, espa cio, materia, números. Deberían pasar más de veinte años, y qué años, para que la primer obra se convirtiese, en 1632, en el Dialo go... sopra i due massimi sistemi del mondo; y sólo en 1638 el De motu locali, iniciado en Pisa casi medio siglo antes, llegaría a trans formarse en los Discorsi e dimostrazioni matematiche intomo a due nove scienze attenenti alia meccanica e d ai movimienti locali, como reza el título improvisado por el editor y tan poco apreciado por el autor. Sobre este segundo libro, publicado en Suiza (preño «gli El zevirio) casi un año después del Discours y de los opúsculos carte sianos, decía el editor en su aviso a los lectores: «en la presente obra... se ve que él ha sido el descubridor de dos ciencias entera mente nuevas, y demostradas desde sus primeros principios y funda mentos en forma concluyente, o sea geométricamente: y... una de las dos ciencias gira en torno a un tema eterno, de carácter impor tantísimo, acerca del cual han especulado todos los grandes filóso fos, y sobre el cual se han escrito muchísimos volúmenes; me refiero al movimiento local...; la otra ciencia, también demostrada desde sus principios, gira en torno a la resistencia que presentan los cuer pos sólidos al ser divididos con violencia; conocimiento éste de gran utilidad, sobre todo en las ciencias y artes mecánicas... En este libro se abren las primeras puertas de estas dos nuevas ciencias, llenas de proposiciones que los ingenios especulativos acrecentarán infinita mente con el progreso del tiempo, y no son pocas las proposiciones aquí demostradas que indican por dónde ha de progresarse para lle gar a otras infinitas». Resulta casi innecesario insistir en los dos temas de ese libro, que se reiteran a lo largo del siglo XVI, y que ya se habían convertido no tanto en lugares comunes como en verdaderos puntos de apoyo para la orientación de ia cultura. El primero de ellos es la idea de un «progreso en el tiempo», en cuyo transcurso se irán desplegando las conquistas de «los ingenios especulativos». La divisa ventas filia temporis, que en 1536 había pasado a adornar Ja marca tipográfica de las ediciones venecianas de Marcolino da Forlí2, preside con una solemnidad de muy diverso cuño la Narratio que Kepler publica en Francfort, en 1611, donde expone sus observaciones sobre los satéli 1 F. S a x l , «Ventas filia temporis¡>, en el vol. Philosopby and History, The Ernst Cassirer Festscfmft, Nueva York. 196}, pp. 197-222.
tes de jdpiter. Apertura solemnísima, y muy significativa: «¿Quién se negará, por poco que sea honesto, a dar testimonio de la verdad? ¿Qué filósofo ocultará las obras de Dios? ¿Quién, más cruel que el Faraón, ordenará a las parteras que maten al recién nacido?» Un año antes, cuando publicó en Praga su Dissertatio cum Nuncio Sidereo, Kepler había expuesto la verdad de la que había de dar testimonio, el recién nacido que no había de asfixiar: eran los mundos vislumbrados por Nicolás de Cusa y Giordano Bruno, era —para usar una expresión que por entonces se utilizaba con no poca fre cuencia— una filosofía libre («el libre filosofar —decía Galileo— sobre las cosas del mundo y de la naturaleza»)5. Era, para llegar al segundo de los temas mencionados, una ciencia nueva. La idea —reiterada en ciertas obras del Medioevo tardío— de una época vieja, próxima ya a la muerte, había sido reemplazada por otra, centrada en el rejuvenecimiento, en el siglo nuevo, en la novedad que aporta el progreso incesante del tiempo. Ya hemos señalado la frecuencia con que aparece, a lo largo del siglo XVI, esta idea de no vedad: tierras nuevas, mundos nuevos, estrellas nuevas, ciencias nuevas. Después de 1610, y en más de una ocasión, quienes escri ben a Galileo establecen una comparación casi obligada entre los dos descubrimientos más perturbadores del siglo: las tierras de Co lón y los cielos de Galileo. Esas nuevas dimensiones del mundo imponen también una renovación del saber: es inevitable la ins tauración de una nueva manera de abordar la realidad física en mo vimiento, dotada de instrumentos menos estériles que la lógica aris totélica. Hay una carta de Fulgenzio Micanzio, fechada en Venecia el 7 de marzo de 1637, digna de destacarse en su totalidad4. En ella se recuerda a Fray Paolo Sarpi, «de gloriosa memoria», y uno de sus temas predilectos: que «Dios y la naturaleza» habían concedido a Galileo el don particular de «conocer los movimientos». No es casual que Sarpi hubiera sido el destinatario de la carta famosa, funda mental, sobre la caída de los cuerpos graves (Padua, 16 de octubre de 1604). Fray Fulgenzio se refiere luego a sus «devaneos», a sus «entretenimientos nocturnos», que giran siempre en torno «al infini to, a los indivisibles y al vacío». En contra de Aristóteles, ha llegado a la conclusión de que «sin ellos» es «imposible todo movimiento, 3 Opere, III, 1, pp. 138 y ss. (el comienzo de la Narrado de Kepler, reproduci da aquí íntegramente junto con la Dissertatio, cf. pp. 101 y ss.). * Opere, XVII, p. 42.
toda operación, y, lo que es peor, toda existencia», toda vida. Y con cluye con una observación extremadamente significativa: «algu na vez he pensado que en este libro de la naturaleza cuyos caracteres sólo Vuestra Señoría conoce..., es imposible que ella no haya espe culado también sobre los movimientos que llamamos voluntarios, o que se producen en el cuerpo por obra de la imaginación». Sobre el hombre tiene «una masa de conceptos oscuros»; es inevitable que la nueva ciencia del movimiento, construido mediante conceptos cla ros, aborde también el mundo del hombre, de los movimientos vo luntarios, de la fantasía: «investigando —como escribe el propio Galileo— las sedes de las facultades vitales, disecando y observando las maravillosas estructuras de los instrumentos de los sentidos y, sin acabar nunca de asombrarse y de saciarse, contemplando los recep táculos de la imaginación, de la memoria y del discurso». La carta de Fray Fulgenzio es de marzo de 1637; unos meses más tarde, en noviembre, cuando ya estaban impresos 23 folios de los Discorsi, el Padre Mersenne envió a Galileo el Discours de la méthode, que acababa de publicarse, lamentando que el gran filósofo flo rentino no estuviese también en París, como Campanella, ut duobus summis viris eodem saeculo eodemque loco frueremur. En 1634 el buen Padre había publicado en francés las aún inéditas Méchaniques de Galilée con un prefacio «ditirámbico» y la exhorta ción al autor para que diese a los hombres, en las solitarias m edita ciones dans sa maison des champs, toutes les speculations des mouvements; en efecto: «todo lo que vendrá de él será excelente». Acaba ba de producirse la condena romana; Galileo había comunicado a sus amigos parisinos el triunfo «de la ignorancia, madre de la mal dad, de la envidia, de la rabia»; il a maintenant le temps, decía el buen Padre, que, fielmente, como había hecho con el manuscrito de Le meccaniche, en 1639 extraerá de los Discorsi les Nouvelles pensées de Galilée. En su opinión, l'excellent esprit du sieur Galilée estaba echando las bases de una nueva manera de concebir la natu raleza, de conocerla científicamente. La nature ne p eu t étre trompée\ resumía en Les Méchaniques; «la Naturaleza inexorable e in mutable e indiferente a que sus recónditas razones y modos de ope rar estén o no expuestos a la capacidad de los hom bres..., nunca transgrede el límite de las leyes que le han sido impuestas»; nunca se la puede engañar por medio de máquinas, y, a su vez, ella tam poco puede engañar. No se puede levantar un peso con un instru mento como no sea empleando una fuerza igual a la que se necesi taría para hacerlo sin instrumento alguno. Al proclamar que «la na
turaleza no permite que se la supere ni que se la engañe mediante el arte», !a nueva ciencia condenaba todas las fantasías mágico-animistas, todo milagrerismo, todos los sueños sobre el alma del m un do, y sobre las almas de las cosas. «Si esa naturaleza me ha concedi do, por ejemplo, diez grados de fuerza, lo que equivale a decir energía (virtü) para compensar diez gtados de resistencia, me niega y no me permite superar ninguna [resistencia] que sea de más de diez grados.» Tales son las reglas matemáticas de un juego hones to 5. En los mismos días en que los impresores holandeses copiaban estas palabras de Galileo, en 1637, moría Robert Fludd, el mago y teósofo contra el cual Kepler, Mersenne y Gassendi habían reivindi cando la significación de la nueva ciencia. Sus números, sus cálcu los, sus matemáticas —escribía Kepler— no son las mías, menos aun las de Galileo, quien en 1630 había leído y apreciado el texto de Gassendi contra Fludd. El Padre Mersenne comprendía plenamente la novedad científi ca y la solidez racional que entrañaba aquella «naturaleza» galileana «inexorable», que no podía engañar ni ser engañada, sino sólo me dirse rigurosamente, y que sólo podía obedecer rigurosamente las leyes racionales6. También comprendía el buen Padre que ese pen samiento con el que, por caminos diferentes, sus dos grandes ami gos exorcizaban a los últimos espíritus malignos y engañadores, era en verdad mucho más santo que las erróneas fantasías de todos los teólogos y filósofos de la época. La investigación física de Galileo fundaba una nueva filosofía, Al tiempo que descubría nuevas pro vincias del m undo, escudriñaba la constitución de las cosas. Al ente rarse de su muerte, en 1644, Mersenne escribe emocionado: caelorum provincias auxit, et universo dedit incremen tum; non enim vitreos sphaerarum orbes, fragilesque stellas conflavit, sed aeterna mundi corpora Mediceae beneficentiae dedicavit. Palabras sobre las que conviene reflexionar: frente a las esferas imaginarias, a las frági les estrellas de las hipótesis «matemáticas», la sólida consistencia de aquellos aeterna mundi corpora. Mersenne, el fiel amigo de Descar tes, comprendió el verdadero alcance filosófico de la física de Galileo. Alcance filosófico que, a decir verdad, Galileo no había tardado en advertir. Si ahora volvemos a la carta que éste enviara a Vinta en 5 Opere, II, pp. 115 y ss. 6 Sobre todo lo que aquí se afirma, cf,, además de la Correspondance de Mersenne (ed. Mme Paul Tannery-Cornelis de Waard, vol. II y III, París, 1945), Robert Lenobl H, Mersenne et la naissanee du mécanisme, París, 194}).
1610, comprenderemos mejor la significación de las magníficas palabras finales: «Por último, en lo que se refiere al título y justifi cación de mi servicio, desearía, además del nombre de matemáti co... el de filósofo, pues confieso que he estudiado más años filoso fía que meses matemática pura.» Y no hay duda de que pensaba en sí mismo cuando, en marzo de 1615, escribía a Pietro Dini el elogio solemne de Copérnico, tan similar, por lo demás, al que compusiera Bruno: «después, poniéndose el hábito del filósofo, y considerando si esa constitución de las partes del universo podía existir realmente in rerum natura, y viendo que no era así, y pareciéndole sin embar go que el problema de la verdadera constitución era digno de inves tigarse, se dio a investigar dicha constitución, sabiendo que si una disposición de partes ficticia y no verdadera era capaz de satisfacer la apariencia, mucho más que eso se conseguiría con la verdadera y real, y al mismo tiempo se ganaría en filosofía un conocimiento tan excelente como es el saber en qué consiste la verdadera disposición de las partes del mundo».
2. La arrogante, pero significativa, afirmación de Galiieo no es un acto aislado, no es algo contingente ni deriva de una mera exi gencia de prestigio. Cuando reclama ese título de «filósofo» su pro pósito es muy claro: piensa en algo muy distinto de un aumento de estipendio o de una valoración más elevada entre las jerarquías aca démicas. En agosto de 1612 vuelve a insistir en ello en una carta di rigida a Sagredo, el amigo leal y franco, el interlocutor inteligente y desprejuiciado. El 12 de agosto Sagredo responde: «aunque en las cartas que os he escrito haya distinguido entre filósofos y matemáti cos (con lo que manifestáis no estar de acuerdo), quisiera que supieseis que me he servido de esos dos nombres según la interpre tación vulgar de la plebe, que llama filósofos a quienes, no enten diendo nada de las cosas naturales (siendo, más bien, sumamente incapaces de entenderlas) se declaran depositarios de los secretos de la naturaleza, y con esa reputación pretenden atontar todos los sentidos de los hombres, y privarlos incluso del uso de la razón»7. Las palabras de Sagredo dan que pensar: expresan sin reticencias una opinión muy difundida que trasunta el cansancio tanto de la retórica platonizante que había vuelto a estar de moda en el si
glo XV como de la escolástica peripatética, inclinada a las controver sias estériles, aferrada desde hacía dos siglos a una problemática agotada, o bloqueada en callejones sin salida; en la que algunos, con involuntaria ironía, han querido situar a «los precursores de Ga lileo». En efecto: así como las eternas discusiones del siglo XVI sobre el intelecto no se salen de los viejos carriles, tampoco las investiga ciones sobre el movimiento, y las sutilezas lógicas, logran romper los esquemas tradicionales, ni el hábito agotado de los juegos dialécti cos ad utramque partem, que tanto despreciaba Galileo, «acostum brado a estudiar —como decía con elocuencia— en el libro de la na turaleza..., en el libro abierto del Cielo..., donde las cosas están escritas de una sola manera», y en los «libros llenos de demostra ciones, que son sólo los matemáticos, no los lógicos». Las de Galileo y Sagredo no eran rebeliones aisladas. El 23 de agosto de 1612 Luca Valerio entraba en la palestra para defender un «filosofar libre, no [uno aparentemente gobernado] por las reglas de cierta gramática filosófica, o filosofía gramatical»; en julio de 1613 Orazio Morandi proclamaba que la verdad era una sola, sólo accesible a quienes «se reagrupen bajo las banderas victoriosas» de todos los que «filosofan contemplando el bello y vasto libro de la naturaleza, y no se enca denan a las sofisterías de quienes no sólo han querido encarcelar a esta infeliz ciencia sino también someterla al indignísimo cepo de las opiniones aristotélicas y a las tediosas esposas de los caprichos de los otros filosofantes, que iudicant in verba insani magistri». Es en este horizonte donde la constante reivindicación del nombre de filósofo por parte de Galileo adquiere un valor muy pre ciso: no se trata de una cátedra universitaria más importante —la de filosofía natural o física—, más encumbrada que la de matemáticas y la de astronomía; se trata del rechazo tajante de los procedimien tos de los lógicos; se trata de ia afirmación de que las nuevas doctri nas cosmológicas son reales, no hipotéticas; se trata de la conciencia de que la visión del universo físico bosquejada a través de los experi mentos y las demostraciones matemáticas es total y exhaustiva en su ámbito, o sea en el ámbito de un saber capaz de dar cuenta de sí mismo, y más allá del cual sólo hay sitio para la fe, que es algo completamente distinto. Aunque ni el anteojo ni el imán ni los ins trumentos lógico-matemáticos correctamente empleados ni las má quinas solares ni las fases de Venus ni el heliocentrismo ni las leyes del movimiento se propongan atentar en modo alguno contra los valores religiosos del Cristianismo, sí aspiran a destruir totalmente la visión aristotélica de la realidad, mezcla inextricable de física y me
tafísica. En efecto: la nueva concepción de las cosas pretende cono cer todo el m undo de los movimientos animales y de las actividades psíquicas del hombre. No es casual que la enseñanza corriente de la filosofía consistiera en el comentario, no sólo de la Física o Del cielo, sino también de los libros D el alma. Cuando Galileo invocaba otro texto pensaba en la lectura de los mismos capítulos, pero no en Aristóteles, sino en el gran libro de la naturaleza. La insistencia con que, tanto en sus obras como en sus cartas, e incluso en los discursos de los que han quedado testimonios, invoca el antiguo topos del libro no obedece al peso de una imagen que incluso era demasiado común, sino a una intención eminentemente polémica. Hay que enseñar y aprender, no ya mediante el libro de Aristóteles, sino en el marco de una elaboración autónoma del saber: yendo, como se diría hoy, a las cosas mismas, con los instrumentos adecuados; o sea, con las sensaciones y los conceptos, los experimentos y las demostra ciones debidamente combinados. Ya no se trata de «acomodar la naturaleza y el m undo a la doctrina peripatética, sino..., de adaptar finalmente la filosofía al mundo y a la naturaleza». Ya no se trata de limitarse «a interpretar, con los ingenios vulgares, tímidos y ser viles, siendo hombres, lo que otro hombre ha dicho, volviendo día y noche los ojos hacia un mundo pintado en ciertos papeles, sin ele varlos jamás hacia el verdadero y real, que, fabricado por las propias manos de Dios, está siempre abierto ante nosotros para que poda mos aprender». Aunque también pudieron deberse a razones de prudencia, su silencio sobre autores sin duda idealmente próximos a él o su mani fiesto desinterés por importantes libros contemporáneos, surgidos de la pluma de «filósofos libres», obedecían en el fondo al propósito deliberado de insistir en la necesidad de una relación distinta con lo real. En más de un caso demostró que en modo alguno despreciaba «lo que otro hombre ha dicho»; pero a condición de que ello consti tuyese un medio para el contacto directo con las cosas. «Otro hom bre» puede ayudarnos a descubrir la realidad, pero la realidad debe mos abordarla personalmente, con nuestros ojos, no con los suyos. Por eso, como recuerda Viviani, «consideraba que... la libertad del campo era el libro abierto de la naturaleza, siempre abierto para quien gustase de leerlo y estudiarlo con los ojos del intelecto»; por eso —como escribe Gherardini— , «tenía muy pocos libros, y su es tudio se basaba en la observación continua, [consistía] en deducir argumentaciones filosóficas de todo lo que veía, oía o tocaba». Por lo demás, ya Galileo lo había escrito en un texto admirable: «en las
cosas naturales, la autoridad de los hombres nada vale..., la Natura leza..., se burla de las constituciones y decretos de los príncipes, emperadores y monarcas, y no cambiaría ni una jota en sus leyes y estatutos por más que éstos se lo pidieran. Aristóteles fue un hom bre, vio con los ojos, escuchó con los oídos, discurrió con el ce rebro. Yo soy un hombre, veo con los ojos, y [veo] bastante más de lo que él vio: en cuanto a discurrir, creo que discurrió sobre más co sas que yo; pero sobre las cosas de las que ambos hemos discurrido, quién lo haya hecho mejor es algo que deberán probar nuestras ra zones, no nuestras autoridades. Un hombre tan grande, me decís, que ha tenido tantos seguidores. Pero eso no es nada, porque el nú mero de adeptos depende de la antigüedad y del número de años transcurridos, y aunque el padre tenga veinte hijos no necesa riamente hay que concluir que es más fecundo que un hijo suyo que sólo tiene uno, pues el padre tiene sesenta años y ese hijo sólo vein te». Tema retomado una y otra vez, y cuya verdadera raíz no con viene olvidar: Galiieo, siempre ligado al mundo de las escuelas, incluso en su rebeldía, polemiza contra una doctrina, contra un mé todo de enseñanza, aún imperantes. Aunque, sin duda, haya que insistir en esa actitud polémica, es necesario no ceder a la tentación de explicitar —ejerciendo quizá cierta leve violencia— lo que podría connotar aquella tendencia a hacer hincapié en la vista, en la lectu ra, incluso en el anteojo, así como lo que podría estar implícito en la doctrina de los dos libros en los que Dios se revela: la naturaleza y la Biblia. Es innegable que el propio Galiieo se complace en utili zar un lenguaje metafórico, cargado de connotaciones metafísicas, que a veces se despliegan en formas características, típicas de las doctrinas platónicas. Cuando tiene que justificar el heliocentrismo en el terreno especulativo, recurre a una terminología que roza la heiiolatría, la metafísica de la luz. La carta que escribe a Pietro Dini el 23 de marzo de I6l4 contiene pasajes que bien podrían haber surgido de la pluma de un platónico del siglo XV. En un pasaje inolvidable, escribe, refiriéndose al Salmo XVIII: «yo diría que, al parecer, existe en la naturaleza una sustancia sumamente espiri tual, sumamente tenaz y sumamente veloz, que, difundiéndose por el Universo, todo lo penetra sin encontrar oposición, y a todas las personas vivientes vuelve fecundas, y que, al parecer, bastan los sen tidos para descubrir que el sumo receptáculo de ese espíritu es el cuerpo del Sol, del que emana una inmensa luz, acompañada por un espíritu calorífico, que se difunde por el Universo y penetra en todos los cuerpos vegetales infundiéndoles vida y fecundidad: es ra
zonable estimar que se trata de algo más grande que la luz, porque penetra y se difunde a través de las sustancias corpóreas, aunque sean densísimas... Por lo cual quizás existan sobradas razones para afumar que ese espíritu fecundante y esa luz difundida por todo el m undo convergen y extraen su fuerza de ese cuerpo solar, que por eso ocupa el centro del Universo, para luego, con esplendor y vigor renovados, volver a difundirse». Y el texto prosigue: la «luz prim i genia», que es el espíritu mismo fovens aquas, se contrae en el Sol y desde allí estalla infundiendo vida al Cosmos. «De modo que, sin duda, [lo que sucede en el So[] puede compararse [con lo que suce de] en el corazón del animal [donde] se produce una continua rege neración de los espíritus vitales, que sostienen y vivifican a todos los miembros, al tiempo que también ese corazón recibe de fuerza el pábulo y el alimento sin el cual perecería: lo mismo sucede en el Sol, donde converge ab extra el pábulo, conservándose esa fuente, y continuamente surge y se difunde esa luz y ese calor prolíficos, que infunden vida a todos los miembros que giran a su alrededor»8. En su diálogo dedicado a Anaximandro, Ricasoli Rucellai reco nocía en estos textos galileanos la teoría del anima mundi, la pre sencia de Ficino. No es casual que Galileo siguiese apoyándose en el Seudo-Dionisio. Sin duda, no sería difícil encontrar fuentes y pasa jes paralelos. La intuición pitagórica, hermética, neoplatónica, el culto del Sol que tanto atrajera a Juliano, y que constituye la base, el trasfondo —por lo demás, consciente y reconocido-—, de la hipó tesis copernicana, está presente en demasiados textos galileanos co mo para ser accidental, y demuestra claramente lo difícil que resulta separar —como proponía Koyré en un pasaje citado con frecuen cia— el platonismo místico del platonismo geométrico, o sea, Plotino, Proclo y Ficino de Euclides y Arquímedes. 8 Resulta interesante comparar con Antonio PERSIO, Trattato dell'ingegno dell'huomo, in Vinetia, appresso Aldo Manutio, 1576, pp. 126 y ss. (cf., sin embar go, Tullío G r e g o r y , « S tu d y sull’atomismo del Scieento, I T Sebastiano Basson», Giornale critico della filosofía italiana, 43, 1964, pp. 38-65). Philip Paul W i e n e r , «The Tradition behind Galileo’s Methodology», Osiris, I, 1936, pp. 733-46, proporciona una muestra singular de aníiisis histórico inadecuado; su tesis principal es la siguien te: «I wish toshow that Galileo’s methodology was opposcd not to intelectual traditions of Greek thought but to a specious Aristotelianism current in his day; that wherever G. diverges from Aristotle, i t is nót in method but in contents, finally, that the innovations in the contents of his physical doctrines wcre made by Galileo within the framework of a Platonic conception of the physical world.* Por lo demás, la utili zación aprosdmativa que Wiener hace de las referencias históricas queda ilustrada por la manera en que se remite a Sizzi, a su Dianoia, obra a la que considera totalmente peripatética.
Sin embargo, afirmar esto, basándose en pasajes que de muestran con precisión la pertenencia de Galileo a determinado mundo cultural, no equivale, ni quiere equivaler, a afirmar que su «filosofía» haya sido el platonismo, un platonismo de tipo ficiniano; como tampoco ciertos pasajes, o ciertos juicios ocasionales (por ejemplo, los que pueden leerse en la carta que escribe a Liceti el 15 de septiembre de 1640), deben tomarse como signos de simpatía por Aristóteles, pues no sólo fue un adversario sino un destructor implacable del peripatetismo, no sólo físico sino también lógico. En cambio, conviene insistir en dos hechos: en primer término, la par ticipación, al menos inicial, de su heliocentrismo en la misma inspi ración solar que había precedido primero, y después acompañado, la revolución copernicana, cargándola de una significación especula tiva que iba más allá de la mera demolición de una hipótesis astro nómica. En segundo término, conviene recordar que, en el mismo momento en que con sus teorías físicas Galileo emprendía la elabora ción de una nueva concepción del mundo, debía hacer frente a todo tipo de acusaciones y por eso tenía que buscar apoyo en ciertas doctrinas muy difundidas y cargadas de autoridad: en el terreno metafísico, el platonismo, o, más precisamente, la concepción bas tante heterogénea en la que se había basado el copernicanismo, concepción retomada por Bruno y en cierto modo también presente en Kepler, y cuyos temas, complejos y engañosos, resultan muy difíciles de detectar y extraer.
3. Llegamos así a un problema muchas veces debatido pero no siempre en forma rigurosa: el problema de la relación de Galileo con las corrientes del pensamiento del siglo XVI, ya se trate del pla tonismo y el aristotelismo de las escuelas o de tendencias rebeldes y renovadoras como las de Telesio, Cardano, Bruno, Della Porta y Campanella. Problema relacionado con el de los llamados «precur sores» de Galileo, expresión con la que suele designarse no sólo a la única figura digna hasta cierto punto de esa caracterización, Leonar do da Vinci, sino también a los físicos del Medioevo tardío y a quienes monótonamente los repitieron hasta el siglo XVI. El impetuoso retorno de Platón, que había transformado la cul tura no universitaria del siglo XV, se había adaptado bastante bien en el siglo XVI a una especie de coexistencia pacífica con el penpatetismo, según el programa trazado por ese gran mediador que fue
Marsilio Ficino: mientras que Aristóteles seguía siendo el maestro de la lógica y de la física, Platón, releído a través de Piotino y de Proclo, se adueñaba del terreno abarcado por la metafísica y la teología. A! hojear las lecciones de filosofía de los maestros de los Studi italianos de ese siglo, se tiene la impresión, en más de un caso, de que existía una división del territorio bastante pacífica, al margen de las trans gresiones eventuales que pudieron producirse. Hasta los comentaris tas antiguos, como Temistio y Simplicio, Alejandro y Filipono, fueron adaptados a ese esquema, con más dificultades en el caso de Alejandro, y otorgando cierta preeminencia a la interpretación de Simplicio. Sobre todo en el terreno de la «metafísica» fueron fre cuentes las combinaciones, las armonizaciones, las «sinfonías», etcé tera, compuestas en un clima genéricamente platonizante, cuya influencia no se detiene ni siquiera ante concepciones tan audaces como la de Bruno. Mencionemos algún ejemplo vinculado más estrechamente con Galiieo: en Padua, durante los últimos cuarenta años del siglo XVI, enseña filosofía peripatética el criptoplatónico Francesco Piccolomini, quien llama a Platón el otro ojo del alma, e inspira, y quizás escribe, con el nombre de Pietro Duodo, obras dedicadas a los «jóvenes patricios» venecianos, y que en 1609 refor mará el Studio. Por otra parte, en Pisa, entre 1588 y 1597, es lector ordinario de Aristóteles, pero extraordinario de Platón, Jacopo Maz zoni, de Cesena. Maestro y amigo de Galiieo, concordista en apa riencia pero platónico en sustancia, autor del De Comparatione Aristotelis et Platonis; es quien provoca la primera defensa directa por parte de Galiieo «de la opinión de los Pitagóricos y de Copérni co sobre el movimiento y la posición de la tierra» (cf. la carta fecha da en Padua el 30 de mayo de 1597)9. No sólo eso: remitiéndose a la carta de Mazzoni, el 4 de agosto Galiieo envía a Kepler una pro fesión de fe copernicana, a la que califica de la única non perversa ratio philosophandi\ profesión de fe que, según él mismo aclara, tiene sobradas razones para hacer, pues «hacía muchos años que había aceptado la teoría de Copérnico, con la que había podido des cubrir las causas de no pocos efectos naturales, inexplicables m e diante la hipótesis corriente». Y añade: «he escrito muchas demostra ciones y refutaciones de los argumentos contrarios, sin atreverme a publicarías, asustado por la suerte corrida por nuestro común maes tro Copérnico (fortuna ipsius Copemici, praeceptoris nostri, perterritus)». 9 Opere, II. pp. 197-202.
De hecho, sólo ha quedado testimonio de la respuesta a Mazzo ni; vale la pena detenerse en la relación con este último. En 1590 Galileo, que enseña matemáticas en Pisa, se proponía también —según escribe a su padre— «estudiar y aprender con el Señor Maz zoni». En 1597, al concluir la lectura de la Comparatio, escribe en seguida: «me ha producido en particular grandísima satisfacción y consolación... el ver que, en algunas de las cuestiones que durante los primeros años de nuestra amistad discutimos juntos con tanta jocundia, V. S. excelentísima se ha inclinado por la opinión que yo tenía por verdadera y vos por falsa». En efecto: el eco de esas discu siones está muy presente no sólo en las páginas, numerosísimas, donde Mazzoni trata del movimiento sursum et deorsum, sino tam bién en aquéllas donde se refiere a la utilización de los instrumentos matemáticos en la física, enfrentando a Aristóteles con los platónicos: «creía Platón que las matemáticas eran sumamente apropiadas para las investigaciones físicas; por eso se sirvió de ellas in reseran dis mysteriis pbysicis». Eso no es todo: basándose en un texto de Proclo, Mazzoni realiza una especie de síntesis entre Demócrito y el Timeo. «Sostiene Proclo —escribe— que Platón, antes de los cuatro ele mentos diferenciados cualitativamente, colocó unos corpúsculos re gulares, demostrando que el calor y el frío derivan de la naturaleza más o menos obtusa de los ángulos.» Y concluye: «non fúit error, in quem ob amorem Mathematicarum impingeret Plato, sed fuit summa quaedam ingenii solertia, quae caloris et frigidatis causas vidit et docuit»: ésta es, in nuce, la conocida tesis galileana sobre las cuali dades primarias y secundarias10. Sin entrar en el tema de la utiliza ción de Arquímedes, y de los ópticos medievales, también podría mos referirnos a Benedetti y a su libro de 1585 (Diversarum speculationum mathematicarum et physicarum liber), que Galileo no m en ciona, pero que Mazzoni sí analiza, haciendo referencias explícitas, precisamente en aquellas partes donde su libro refleja, fuera de toda duda, las «jocundas y amistosas» discusiones de Pisa. Quizá sea inte resante añadir que en ese mismo año de 1597 se publica también otro texto de filosofía natural, donde el ya mencionado Francesco Piccolomini, por entonces colega de Galileo en Padua, discute las tesis aristotélicas sobre la caída de los cuerpos graves basándose en las críticas de nonnulli mathematici. En vano buscaremos algo simi lar en las Quaestiones naturales del más joven, pero ya fallecido, Ja10 J. M a z z o n i , In universam Platonis et Aristotelis philosophiam praeludia, Venetiis, apud 1. Guerilium, 1957, pp. 189 y ss. Sobre las teorías corpusculares atri buidas a Platón, véanse los textos de Basson citados por Gregory, p. 51.
copo Zabarella, adversario de Piccolomini y pensador mucho más agudo que éste, pero partidario coherente del aristotelismo. En realidad, en los últimos veinte años del siglo el peripatetismo, en los sectores que habían quedado dentro de su jurisdicción, o sea la lógica y la filosofía natural, era notablemente conservador y se en contraba inmovilizado en callejones sin salida. El renacimiento del platonismo en el siglo XV, y la recuperación de una parte cada vez más importante de los textos de la ciencia clá sica, incluso los comentarios de Aristóteles que antes no se utiliza ban, o se utilizaban menos, no sólo influyeron profundamente en el campo de la metafísica, la moral, la política y la estética, sino que también tuvieron repercusiones en los problemas metodológicos y en el terreno de la psicología y las ciencias de la vida. Como cabe suponer, ya desde comienzos del siglo la tormenta se desencadenó en las zonas limítrofes: a propósito del problema de la inmortali dad, entre la metafísica y la psicología; a propósito del problema de la clasificación de las ciencias, o sea del propio sistema del saber, entre la lógica y la metafísica. Aplacados los ánimos, hacia finales del siglo el impulso renovador volvió a irrumpir también en el terre no de la filosofía natural y de los métodos, pero esta vez no dentro de lo que quedaba de la escuela peripatética, sino fuera de ella: entre los matemáticos, los ópticos, los médicos, etc.; siempre alenta do por las corrientes no aristotélicas y antiaristotélicas. El error de muchos historiadores consiste en obstinarse en buscar una conti nuidad entre las discusiones medievales, que sin duda habían co rroído el aristotelismo pero sin salir de él, y las actitudes originales, también basadas en los experimentos pero en unos experimentos que eran el fruto de unas actitudes radicalmente distintas, y no sólo el producto de la utilización de nuevos instrumentos. Cuando Gali ieo, todavía ligado a las teorías del ím petu, exclama en el De motu: Haec Aristotelis contra antiquos, et nos pro antiquis, cuando se alinea sistemáticamente con los antiquiores, immerito ab Aristotele confutati a propósito de la materia, cuando proclama que el «divi no» Arquímedes es superior a cualquier otro ingenio, cuando, en un famoso pasaje del Dialogo, expresa su enorme admiración por Aris tarco y Copérnico, aduciendo exclusivamente el hecho de que con la razón éstos han infligido tanto daño a la sensibilidad como para adueñarse «contra ésta... de la fiabilidad» que hasta entonces era su prerrogativa... cuando adopta todas estas actitudes, Galiieo pone de manifiesto su ruptura total con las viejas concepciones que el aristo telismo seguía introduciendo, precisamente a través de la física y la
lógica. Sin esa «subversión», sin la formulación de nuevas hipótesis generales, ni siquiera es posible acercar el ojo al telescopio: aunque se vean las manchas solares, éstas siguen siendo ilusiones de los sen tidos; y las técnicas, los trabajos artesanales, los talleres y los astille ros nada significan mientras permanecen aislados de la investigación científica, desconectados del m undo de los sabios. Pues bien: Galileo no llegó a esa ruptura, a esa revolución m en tal, a esa mutación de las coordenadas del saber, a través de la pro fu ndización de las teorías del Impetu o de las discusiones sobre la intensio et remissio formaritm: lo que lo condujo a eso fue la he roica concepción copernicana, que de entrada interpretó, no como una hipótesis matemática, sino como una concepción real de las co sas, o sea, como la había interpretado Brnno. El efecto que esas ideas tuvieron sobre él no fue tanto el de liberarlo de los últimos resi duos de la física peripatética como de los presupuestos teóricos ge nerales sobre los que se basaba esa física; la nueva concepción fue para él una «filosofía» que había madurado no sólo al margen del peripatetismo sino también de todas las teorías conciliatorias que, quizá sin darse cuenta, terminaban aceptando unos supuestos de masiado equívocos, y, por tanto, sufrían las consecuencias de esa confusión. Tenía razón Kepier cuando en la Dissertatio de 1610 afirmaba que el Sidereus Nuncius —independientemente de lo que dijera— se apoyaba en Nicolás de Cusa y en Bruno, así como en to da una concepción del universo que, al tiempo que invocaba figuras como las de Pitágoras y Meliso, Demócrito y Platón, constituía una revolución en la manera de concebir la relación entre el hombre y el mundo, imponiendo una andadura radicalmente nueva a las cosas. El copernicanismo, entendido como concepción de la totalidad, y no como mera hipótesis matemática, era una visión revolucionaria que remataba los esfuerzos teóricos del primer Renacimiento, era, si se quiere, la cristalización de las posibilidades implícitas en cierta corriente calificada de «platonista», que había arrancado de Nicolás de Cusa para culminar en Ficino. Para descubrirlo basta con leer el comienzo de la obra maestra de Copérnico (I, 12). Así lo entendió Bruno, así lo entendió Galileo cuando en 1597 escribió a Kepier que sólo partiendo de Copérnico había podido comprender ade cuadamente los problemas del movimiento. Se trata de un pasaje sobre ei que mucho se ha reflexionado: ¿cómo pudo Galileo haber demostrado en aquella época las teorías copernicanas? En realidad, lo que éstas le habían proporcionado era un punto de partida, un nuevo fundam ento, una intuición nueva; había encontrado en ellas
otra manera de concebir el mundo, liberada del error aristotélico; por fin podía mirar con nuevos ojos la realidad, retomar contacto con ellas, y considerar de otra manera los problemas. El copernicanismo era una filosofía; pero todavía lo era en el sentido de un presupuesto: presupuesto «platonizante» —si decidi mos utilizar este término controvertido, que floreció, precisamente, en el período renacentista— , y ni siquiera en la línea de aquel pla tonismo arquimédeo del que habla Koyré. Más tarde, el punto de partida de 1597 se transformará totalmente; cuando el interés de Galileo se desplace del estudio de las leyes del movimiento —en focado en formas cada vez más originales— al estudio del cielo, su copernicanismo irá modificándose. Cuando el Sidereus Nuncius destruya las estructuras del mundo aristotélico, valiéndose ya de las demostraciones matemáticas y de los sabios experimentos calibrados mediante dispositivos precisos, las visiones de una metafísica poética de tipo bmniano se transformarán en una filosofía natural de nuevo cufio. Una vez que hayan caído las barreras del cielo y las concep ciones jerárquicas y finalistas, una vez que se haya unificado el mundo físico, una vez que hayan sido elucidados los procedimien tos lógico-cognoscitivos, el copernicanismo de Galileo adquirirá nuevas dimensiones. Al volverse «natural», o sea científico, el conoci miento tanto del Cielo como de la Tierra, las relaciones últimas cambian, y cambian las fronteras del reino del hombre. Cuando los cielos, las estrellas y los espacios dejan de estar más allá de ese reino, cuando una ciencia unificada se dispone a descubrir las leyes de to dos los campos de experiencia posibles, los problemas últimos se plantean de una manera diferente: ¿en verdad esa experiencia y ese saber humano pueden llegar a abarcar de modo unitario lo infinito, lo absoluto, el todo? En este punto se produce una bifurcación. Giordano Bruno había respondido afirmativamente. Galileo dirá que no. A pesar de las semejanzas que a veces presentan las expre siones con que ambos pensadores plantean la relación entre la cien cia y la fe, entre el reino del hombre y el reino de Dios, la dife rencia de fondo sigue siendo enorme: basta el punto de justificar el silencio de Galileo, que no habría obedecido sólo a razones de pru dencia. La filosofía de Galileo es «ciencia», o sea producto de la razón y la experiencia, y tiene validez plena en el ámbito de un dominio destinado a ampliarse progresivamente, desprovisto de barreras, pero siempre en su terreno propio, o sea en una dimensión distinta de la esfera de lo absoluto y lo divino. Se trata de una cien cia que no busca esencias últimas, y que, como tal, nada sabe del
infinito absoluto y no se pronuncia sobre él. Por eso no puede cho car con lo que afirma la fe, que posee otros instrumentos, otros ob jetos, otro libro. Pero el libro de la razón y la naturaleza, de las ma temáticas y la experiencia, de la realidad que vemos con los ojos y pensamos con la mente, con el perfeccionamiento de los sentidos mediante los instrumentos y de la razón mediante los cálculos, el libro del «filósofo» es uno solo y es éste: este libro m undano que en cuentra en sí mismo sus garantías y sus medidas, en el que la acción y el conocimiento se combinan estrechamente, en el que el saber que no actúa es estéril. Aquí precisamente reside la ruptura con Aristóteles: en la negación, dentro de la esfera de lo que vemos, del contraste absoluto entre los tipos de movimientos, entre el Cielo y la Tierra, entre lo corruptible y lo incorruptible. El m undo humano se unifica en su urdimbre espacial y medible, en el ritmo de su de senvolvimiento temporal, en el cauce de sus leyes. El reino de Dios es diferente, y diferentes son las formas de acceder a él: diferente es el carácter de su libro. Pues bien: precisamente esta filosofía, que ya ha dejado de ser una intuición presupuesta para convertirse en una teoría verificada, es la que se separa del copernicanismo inicial; y esta «nueva filoso fía» es la que se convierte en el foco de la reflexión, e incluso de la experimentación, galileana a partir de 1610. Lo que algunos han ca lificado de actividad propagandística es más bien una enseñanza cu yo peso supera al de todo descubrimiento particular realizado en cualquiera de los diferentes campos: es una nueva manera de enten der la filosofía, como investigación y construcción humana, destina da a los hombres, inserta en la realidad donde el hombre vive, co nocedora de los límites que no puede superar, y respetuosa, por tanto, de las otras dimensiones posibles; pero autónoma en la esfera que le es propia, y única medida de sí misma. Esto es lo que separa a Galileó no sólo de Bruno, sino también de Descartes: la clara conciencia de los límites de toda problemática filosófica que no quiera recaer en los errores del peripatetismo y en su triste maridaje entre física y metafísica; y también la heroica vo luntad de proclamar la verdad, que por esencia debe «publicarse» para todos y verificarse activamente con la colaboración de todos, pa ra que todos se liberen del error. Galiieo no es alguien que actúa «enmascarado», larvatus.
4. Esta imagen del pensamiento de Galileo parece confirmada por el itinerario a través del cual fue definiéndose su reflexión. En 1581 estudió medicina, y todavía en 1590 reclama su Galeno. Por los apuntes de los alumnos de medicina de aquella época, sabe mos que en Pisa se asignaba gran importancia a las cuestiones de método y de lógica, y que las clases de Cesalpino y de Mercuriale, e incluso las de Liceo, presentaban la compleja problemática de las ciencias de la vida11. En cuanto a los apuntes galileanos de 1584, sabemos que consti tuyen un valioso testimonio de sus orígenes aristotélicos a propósito de los problemas «del cielo», de la intensio et remissio formarum, de las cualidades. Como lo demuestran, por ejemplo, las citas de los cursos de Flaminio Nobili, esos textos autógrafos reflejan exposi ciones escolásticas que exhiben el buen nivel de información que había en Pisa por entonces. Casi todos los especialistas han afirma do, siguiendo a Favaro, que esas citas corresponden a las clases de Francesco Buonamici. De hecho, la comparación con el m onum en tal De Motu del maestro pisano, editado en Florencia en 1591, re vela una correspondencia sólo parcial en los temas —en el caso del libro décimo— , así como notables discordancias en las citas, tanto por el tono como por el tipo de discurso. En los Juvenilia de Galileo no figuran los duros ataques a las tesis de los platónicos sobre la corruptibilidad de los cielos y la utilización de las matemáticas. Además, Buonamici advierte que el origen de su libro fueron las discusiones que sobre el tema del movimiento habían mantenido alumnos y colegas suyos del Stu dio de Pisa. Estamos en 1591; los escritos más antiguos de Galileo sobre el movimiento datan de 1590, y, como sabemos, reflejan observaciones surgidas en sus charlas con Mazzoni, dentro de una tónica marcadamente crítica, muy alejada de la atmósfera que se respira en la obra publicada por Buonamici un año más tarde. Por eso, será conveniente volver a los Juvenilia físicos; será con veniente leer también los apuntes de lógica —autógrafos como los que acabamos de citar— , originariamente unidos a los demás, pero soslayados por Favaro. En ellos se abordan problemas importantes, relacionados con los principios y el orden de las ciencias, tal como se los encuentra en las obras de los mejores lógicos de la segunda mi 11 Cf. J. Ro g e r , Les sciences de la vie dans la pensée frangatse du XVIII' siecle, París, 1963, cuya amplia introducción se refiere a las investigaciones europeas del siglo XVII.
tad del siglo XVI —por ejemplo, en Zabarella: problemas más im portantes que las trilladas fórmulas sobre la «resolución» y la «com posición», que para entonces ya se habían convertido en cosas triviales— problemática que, según Randall, permitiría reconocer la relación existente entre el método de Gaüleo y el peripatetismo de las escuelas. En todo caso, la reconstitución de todos los Juvenilia permitirá también comprender plenamente el carácter de las prim e ras experiencias culturales de Galileo, y reexaminar el problema de sus relaciones con Buonamici. Precisamente en el momento en que este último publica el De motu, Galileo se interna en un camino di ferente que lo llevará fuera de ese orden cósmico, y de esa noción del espacio, donde el maestro pisano insertaba con tanta firmeza sus cuerpos, graves y ligeros por naturaleza, y por la sola razón —observaba Galileo— de que aliquem ordinem debían tener. La destrucción de ese orden, la influencia de Arquímedes, la ne gación de la existencia de cuerpos graves y ligeros en sí, la transfor mación de! concepto de espacio, el comienzo del proceso que lo lle vará a negar la existencia de un centro del m undo y a explicitar su concepción de la relatividad; todos estos elementos se fueron combi nando en la mente de Galileo con la interpretación y aceptación del copernicanismo como visión de la realidad y no como mera hipótesis matemática. Es muy importante la confesión que hace a Kepler en 1597 a propósito de su creencia en las tesis de Copérnico, de las que se habría valido desde hacía años para fundam entar su estudio de las leyes del movimiento. Las observaciones confirman las ¿deas; la realidad objetiva corresponde a la proporción de los números. Por último, el telescopio, o sea una extensión de los sentidos paralela a la extensión de la razón obtenida mediante los instrumentos mate máticos, permitirá ver que el cielo verdadero es distinto del aristoté lico, que el mundo es diferente. De ese modo, el m undo de Copér nico resulta «probado racionalmente». La actitud de Galileo consta en numerosos documentos; por ejemplo, en esta respuesta a Cesi, quien prudentemente manifestaba sus dudas sobre las concesiones copernicanas en la cuestión de los excéntricos y los epiciclos: «no de bemos desear que la naturaleza se acomode a lo que a nosotros nos parece mejor dispuesto y ordenado, sino que conviene que acomo demos nuestro intelecto a lo que ella ha hecho». La filosofía debe dejar de ser «el fantaseo de nuestro cerebro», como escribirá a Gallanzoni. El telescopio, o sea nuestros ojos dotados de mayor p o tencia, y las matemáticas, o sea nuestra mente dotada de mayor pe netración, nos abren el acceso a una realidad medible objetivamente
y que corresponde a esos instrumentos cognoscitivos. Es verdad que en Galiieo no encontramos una investigación del fundamento de esa validez: no encontramos la teoría cartesiana de la veracidad divi na —aunque no debemos olvidar las famosas páginas del Diálogo dedicadas al conocimiento intensive y extensive; tampoco encontra mos ningún desarrollo explícito de una temática pitagórico-platónica sobre la estructura matemática del cosmos— , aunque no de bemos olvidar los conocidos esbozos platonizantes de las obras anteriores a los Discursos (1638). En realidad, Galiieo no escribe ni una lógica ni un discurso sobre el método: lo que hace es investigar las reglas de la natación arrojándose al agua y nadando. Copérnico le sirve para tomar impulso. La fuerza de su filosofía reside en la metódica eliminación de los equívocos físico-teológicos que se pro ducen continuamente, en la demarcación exacta del campo del co nocimiento científico, en la reivindicación de todo el m undo de la experiencia como terreno de la investigación racional, en la práctica rigurosa de unos procedimientos basados en la integración recíproca de las matemáticas y la experimentación racional, en la construc ción, finalmente, de una física independizada de las hipotecas pseudofilosóficas y pseudoteológicas. Al mismo tiempo, a medida que se va verificando el copernicanismo, su actitud hacia la religión se va haciendo mas clara. La sinceridad de su fe está fuera de duda, pero tam bién lo está su con vencimiento de que el terreno de la religión es diferente del de la ciencia, que es un terreno totalmente m undano y racional, sin que puedan existir interferencias entre ambos. El conflicto con el peripatetismo, pero también la distancia que lo separa de muchos contem poráneos, incluido Kepler, derivan de la exigencia de liberar al co nocimiento científico del m undo y del hombre, al plano humano, de toda mezcla con hipótesis o conceptos pertenecientes a otro or den, de liberarlo, por tanto, de toda interferencia procedente de las instituciones consagradas a ese otro orden. Por otra parte, Galiieo considera que la autonomía del saber racional entraña el respeto de lo sobrenatural en cuanto tal. Erradicar el aristotelismo significa de jar de buscar el reflejo de lo eterno en la pureza cristalina del globo lunar. Dios es la raíz de todo, pero también está más allá de todo. Sólo una ciencia que se niega a aceptarvel infinito en acto, el absol-ute infinitum, el infinito divino, está en condiciones de devolver la majestad a ese infinito. Actualmente está de moda citar el drama de Brecht. Quizá su pasaje más elocuente es aquel en que Fray Fulgenzio confiesa al
maestro que le falta coraje para decir a sus padres, agotados tras ha ber vivido una vida vacía de alegrías, que más allá de las vigas del techo no está Dios mirándolos desde el cielo con comprensión, be nevolencia y justicia. La filosofía de Galileo, la filosofía con Galileo, ya no inserta a Dios en el ámbito de sus razonamientos; ya no lo inserta, como si se tratase de un personaje entre otros, en el teatro del mundo; destru ye una imagen casera del Universo; y coloca el plano divino a una distancia que no puede medirse con el metro del hombre. A pesar de todo esto, Galileo sigue sintiéndose cristiano, miembro de su iglesia, defensor del significado humano y moral de su fe, contra to das las mixtificaciones pseudofilosóficas («Nadie, ni siquiera un San to Padre, habría podido hablar con más piedad... y con más santa intención que yo.»). Pero, en realidad, el reino de Dios no es de es te mundo; quizá las imágenes caseras del cosmos son mitos útiles para la educación del género hum ano, mas no son filosofía. Cuando la ciencia se afirma al margen del «griterío», como decía Leonardo, de las vanas opiniones contrapuestas, cuando la verdad impone si lencio a sus falsos sacerdotes que se presentan como filósofos, la ra zón toma conciencia de sus límites, y reconoce la significación de la fe. Las tareas de la razón quedan bien marcadas, y desaparece la ilu soria esperanza de que sea ella la que explique al hombre el sentido último de la vida universal. La condición humana se vuelve menos confortante, más conflictiva; y la reflexión sobre ella pierde todo ca rácter consolador. Indisolublemente ligada a la imposibilidad de comprender la vida, a la imposibilidad de eliminar lo que está tiene de trágico, surge la fe: una fe y un Dios justificados en el terreno práctico, y que, aquí, en el verdadero origen del pensamiento m o derno, recuerdan más a Pascal que a Descartes.
ÍNDICE ONOMÁSTICO
Acciaiuoli, A., 13 Acciaiuoii, D ., 13. 14, 4 l y n, 79n, 85 Accolti, B., 26, 46 Agassi, J ., 9n Albergamo, F., 72n Alberti, L. B., 18 y n, 19, 51, 64 y n, 65 y n, 79, 81 y n, 85, 90, 110, 126 Albertini (de Venecia) P., 127n Alberto de Sajonia (Albertuccio), 80, 83n, 84n, 140 Alberto Magno, 84 y n, 90 n Alcinoo, 139n Alejandro de Aftodisia, 137n, 158 Alhazen (Ibn al-Haitham), 92n Altusio, J ., 41 m Ammonius de Hermia, 130 n Anaximandro, 156 Aníbal, 35 Antonio, San, I4n, 84, 85 Antonio di Aquila, 14 Apolonio, 128, 130n Aristóteles, 12, 39, 53 y n, 54, 57, 77, 80, 82, 125, 126 y n, 127-134, 136 y n, 137n, 139 n, 140n, 143, 144, 145, 149, 154, 155, 156n, 157,158, 159, 160, 163 Argiropulo, G ., 79, 80, 82, 85 Ariosto, L., 19 Aristarco de Samos, 160 Arquímedes, 12, 17 y n, 43, 61, 117 n,
127 y n, 128, 129, 130 y o, 137, l40n, 141, 143, 156, 159, 165 Autrecourt, N ., de, 82 y n Averlino, A. (Filarete), 63, 64n, 66, 67 Averroes, 138n Avicena, 85n
Bacon, F., 70, 91, 92 n, 117 Bacon, R., 74 n, 94 Barbaro, E.. 79 n Barón, H ., lOn, l l n , 25n, 37n Barozzi, F., 131n Bartolo da Sassoferrato, 4 ln Basson, S., 130n, 156n, 159n Bayaceto, 34 y n Beccanugi, P., 46 Beloch, G ., 118n Beltrami, D ., 118n Bellarmino, R., 123 Belloni, L., 81n Benedetti, G ., 141, l4 ln , 159 Benivieni, A ., 81n, 83, 84, 85 Benvenuto de Imola, 23n Berigardo, C., 120 Berlinghieri, F., 90 Bernardino, San, I4n Bernardo de Arezzo (fray), 82 y n Bessarione, B., 38, 127n Bjürnbo, A. A., 16, 17n
Boas, M., 8 y n, l4 ln Boccaccio, G ., 13, 22, 122 Boccadiferro, L., 135 Bongioanni, F. M., 76n Bonucci, A., 18n Boríelli, A ., 95n Borri, G ., 132, 130n, 133n, 135 y n, 1 Brunelleschi, F.,8 Bracciolini, P., 26, 42, 45, 46, 84, 85 Bradwardine, T., 133n, I4 ln Brancati, G ., 79n Brccht, B., 166 Brengo, 35 Bren taño Keller, N ,, 83n Broaspíni (Squaro d e’) G ., 21, 22n. Brunelleschi, F., 18, 43, 103 Bruni, F., 22 Bmni, L., 14, 15, 18, 25 y n, 26, 37, 38 y n, 40, 41 y n, 42, 43, 53, 54 y n, 55, 56 y n, 57, 58, 60, 69 Bruno, G ., 7, 124, 137 y n, 142, 143, 149, 152, 157, 158, ló l, 162, 163 Bulferetti, L., 118n Buonamici, F ., 132 y n, 133n, 135 y n, 137n, 138 y n, 139 y n. I40n, 164. 165 Buridán, J ., 61, 74 y n , 180, 83 y n Burt, E. A., l l n
Cacciaguida, 58 Calcagnini, C ., 133n Caíígula, 40 Campanella, T ., 70, 117 y n, 124, 126n, 137 y n, 150, 157 Canal (da), C., 118n Canestrini, G ., 56 Caponsacchi, P., 86n, 135 Cardano, F ., 17 Cardano, G ., 130n, 137 y n, 157 Callos IV, emperador, 26 Carolo Aretino, 45n Carpi (da), A. Pió, 127 Casari, C ., 28n Cassireí, E., 76n, 81n, 92, 93n Castelfranco, G ., 73 n, 88n Castelli, B., 123 Castiglione, B., 122 Catena, P., 131n Cattaneo, A., de Imola, 85n
Cavcrni, R., 75 y n Cecco d ’Ascoli, 22 Cennini, P., 56 Cesalpino, A., 132 y n, 133n, 164 César, C. J ., 35, 40, 41 Cesi, F., 145, 165 Cicerón, 27. 63, 79 Cipolla, C., 21-22n, 118n Clagett, M., 17 y n, 127n Claudio, 40 Gavio, C ., 13 ln Cola di Rienzo, 24, 29 Colón, Cristóbal, 13, 149 Colonna, F., 61 Comenio (J. A. Komensky), 117 Comte, A., 140 Contarini, N ., 118 y n, 199, 120, 13 3n Copérnico, N ,, 13, 15, 177n, 129n, 137. 141, 142 y n, 144, 152, 158, 160, 161, 165, 166 Corles:, P., 79 y n Cozzi, G ., 118n Cremonini, C ., 124, 125 y n, 133 y n, 137n Crinito, P., 80, 138n Crisolora, M., 34-35, 38, 63 Croce, B., 71 y n, 72, 79o, 115 y n, 116, 118, 120 Crosby, H. L,, l4 ln Curcio, C ., 69n Cusa, N. de, 18, 68, 75, 81, 92, 93 y n , 126, 127n, 133n, 137, 149, 161 Chabob, F., lln Christódilos de Tesalónica, 44 D 'A dda, G ., 76n, 85n Dante Alighieri, 22, 58. 59, 60, 88 Decembrio, U ., 25, 26n, 63 y n De Feo Corso, L., 41n Della Porta, G!1 B., 130n, 137 y n, 157 Demócrito, 117n, 129y n, 139n,l40n, 143, 159, 161 Demóstenes, 126n . De Robems, G ., 78n Descartes, R., 12, 117, 137, " * *63. 167 Desiderio da Settingnano, 45
Dini, P., 144, 152, 155 Dionisio (seudo-), 144, 156 Domcnico di Bandino, 32 Domenico da Chivasso, 16 D om inio, G ., 84, 85 D ona, L., 118, 119, 120 Doni, A., 69 D uhcm , P., 75 y n, 92, 93 n Duns S c o t o , 12 Duodo, P., ver Piccolomini, F. Elio Arlstides, 25n, 55, 57 Engels, F., I4n Epicuro, 129n Erasmo de Rotterdam, 8, 19, 77, 122, 128 Ercolc, F., 4 ln Estrabón, 128 Euclides, 12, 17n, 43, 128, 131n, 134, 156 Eugenio IV, 38
Favaro, A., 17n, ll6 n , 117, 125n, 130n, 138 y n, 139n, 164 Federici Vescovini, G ., 17n Ferrucci, A., 135 Ficino, M., 12, 14, 15, 76 y n, 79. 83, 85, 86 y n , 87, 88, 89n, 90 y n, 91, 92 y n, 93, 126, 131n, 156, 158, 161
Filelfo, 117n Filipono, 80, 140, 158 Filippo (hijo) de Micer Ugolino, 16, 43 Filoiao, 117n Firpo, L., 67n, 69n, 124n Fludd, R., 130n, 144, 151 Fortini, B., 37 Fortini, P., 37 Foscarini, P. A., 132n Foscolo, U ., 40 Francesco (hijo) de Giorgio Martini, 63, 66 y n Frezza, M., 85n Fumagalli, G ., 72n, 74n, 76n Gagui.., R., 76n Galeno, 12, 128, 164
•alilei, G ., 7, 8, 12, 15, 17n, 91, 94, jó, 115-146 y n, 147-167 Gallanzoni, G ., 165 Gambacorti, B., 35 Ganai (de), G ., 76n Gargano (Silvestri, de Agostino), 84n Gassendi, P., 117, 130n, 137, 151 Gaudenzio, P., 137n Gelli, G „ 122 Gentile, G ., 71n, 76n, 115n Geymonat, L., 82n Gherardi, A., 27n, 28n, 81n Gherardini, N ., 129, 130 y n, 154 Ghiberti, L., 18, 65, 110 Giacomelli, R., 132n, 135 Giacomini, L., 132n, 135 G iannotti, D ., 120 Gilbert, N . W ., 17n, 131n, 137 Gilson, E., 59 y n, 68 y n Gioacchino da Fiore, 69 Giorgio (hijo) de Giovanni Teutóni co, 44 Girolamo da Sommaia, 134n, 135 y n Goto, D ati, 23n Gozz, G ., 118n Grassi, O ., 137n Gregorio XI, 21, 24, 26 Gregory, T ., 124n, 156n, 159n Grocio, U ., 117 Gualdo, P., 124, 125n, 132n Guicciardini, F., 56, 122 Guido del Palagio, 28 Guidobaldo del Monte, 139n
Hanson, N . R., l42n Harvey, W ., 15 Heath, T h., 127n Hegel, G. W. F., 71n Heiberg, J. L., 127n Heydenreich, L., 97 Heytesbury, W ., I4 ln Hobbes. T ., 117, 137
Jacopo Cremonense, 127n Jacopo da Saliceto, 27n Juan Bautista, San, 39 Juan el Agudo (John Hawkwood), 35
Juana I de Anjou, 26 Juliano el Apóstata, 156 Justiniano, 77
Kaegi, W ., 54 y n, 62 y n Kepler, J ., 117, 137 y n, 141, 148, 149 y n, 151, 157, 158, 161, 165,
166 Kitner, G ., 25n Koyré, A., 9 y n, 11, 17n, 131n, 138 y n , I4 ln , l42n, 156, 162 Kristeller, P. O ., 8n, l l n , 76n Labriola, A ., I4n Ladislao da Durazzo, 40 Landino, C., 79 y n, 80, 81 Langenstein, Heinrich von, 16 L app e.J., 82n Lazzaro da Padova (fray), 25n, 56 Lefévre d ’Etaples, J ., 76n Lcibniz, G. W ., 117 Lenoble, R., 15 ln Leonardo da Vinci, 8, 12, 15, 16, 17, 19, 38, 40, 41, 43, 47, 49 y n, 50, 51, 63, 64, 65, 69, 71-94 y nn, 95113, 147, 157, 167 Leonico lTomeo, N ., 128, 130n Leucipo, 129n Libri G. (de'), 120, 132 y n , 135 Liceti, F., 120, 157, 164 Livio, Tito, 27 Loschi, A ., 25 y n Lucrecio, 129, 130n Ludovico el Moro, 50, 91 Luiso, F. P., 23n Luporini, C., 71n Mabilleau, L., 125n Maier, A., 73n, 74n, 83n Manetti, G ., 18, 42, 3, 62, 185, 122 Maquiavelo, N ., 42, 43: 45, 47, 61, 69, 70, 122 Marcolini, F., 131n Marcolino da Forll, 148 Marcolongo, R., 75 y n Marinoni, A., 72n, 76n, 78n, 79n Marliano, G ., 84 y n Marsili, C ., 133n
Marsili, L., 28 y n Marsilio de Padua, 28, 47 Marsuppini, C ., 26, 37, 43-45 Martelli, 1., 132n Martines, L., I4n Marullo, M., 46, 91, 92n Marzi, D ., 21n, 22n Marzio, G ., 85n Masai, R., 38n Mazzagia da Verona, 21n Mazzoni, J ., 129 y n, 132 y n, 135y n, 1 3 9 y n , l 4 l y n , 143, 158, 159 y n, 164 McColley, G ., 127n Médici (familia de los), 16, 45, 46, 61, 79; Cósimo el Viejo, 41, 42, 43, 46; Lorenzo, 47, 117, 127n; Piero, 66; Cósimo I, 118; Ferdinando I, 118 Meliso, 161 Mercuriale, G ., 120, 164 Merkle, S., 22n Mersenne, M., 117, 137, 150, 151 y n Micanzio, F., 199, 124, 149, 150, 166 Miguel Angel Buonarroti, 47, 112, 116, 117. Milanesi, G ., 95n Mitrídates, 35 Moody, E. A., 74n Morandi, O ., 153 Muratori, L. A., 31n
Nardi, B., 82, 124n Nerón, 40 Nesi, G ., 76n Newton, I., 117 Niccoli, N ., 16 Niccoló (hijo) de Miser Ventura Monachi, 22 Niccoló V, 65, 127n Nicola di Oresme, 16 Nobili, F., 138n, 164 Novati, F., 21n, 22n, 26n, 27n, 28n
O ccam .J., 73n, 82, 83 O ettingen, N. von, 64 Olschki, L ., 75n, 88 y ’n
Pablo IV, 122 Paleologo, D ., 34 Palingenio Stellato, M., 131n Palmieri, M., 45 Palla di Nofri Strozzi, 42 Paolo de Florencia, 80-81 Papini, N ., 82n Pappo, 17n Parronchi, A., 18n Pascal, B.v 167 Paschini, P ., 128n Pastor, L., 25n Patrizi, F., 69, 122, 1224 y n, 129 Peckam, J., 16, 43, 92n Pelacani, B., 83 y n Pellegrini, O ., 128n Pendasio, F., 137n Perosa, A., 92n Perotti, N ., 78 y n Persio, A., 121n, 137, 156n Petrarca, F., 13, 22, 24, 26, 27, 29, 36, 106, 126 Petrella, B., 133 y n, 134n, 138n Peurbach, G ., 81 Piattoli, R., 81n Piccolomini, A., 130n, 131n Piccolomini, E. S. (Pío II), 23, 45, 122 Piccolomini, F., 133 y n, 158, 159, 160 Pico della Mirandola, G ., 12, 15, 8