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Spanish Pages [222] Year 2012
Sentir y pensar la vida MIGUEL GARCÍA-BARÓ
Ensayos de fenomenología y filosofía española
EDITORIAL TROTTA
Sentir y pensar la vida
Sentir y pensar la vida Ensayos de fenomenología y filosofía española Miguel García-Baró
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COLECCIÓN ESTRUCTURAS Y PROCESOS Serie Filosofía
© Editorial Trotta, S.A., 2012 Ferraz, 55. 28008 Madrid Teléfono: 91 543 03 61 Fax: 91 543 14 88 E-mail: [email protected] http://www.trotta.es © Miguel García-Baró López, 2012 ISBN (edición digital pdf): 978-84-9879-375-8
A la memoria de mi padre, en cuyos viejos libros, fechados en la guerra, descubrí las maravillas de El Espectador, subrayadas por su mano.
ÍNDICE
Entrada ................................................................................................ Prólogo: Amor intelectual o filosofía española ......................................
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I. FUEGO Y EUFORIA 1. LEPRA, IDEALISMO Y SOCIALISMO. LOS PRIMEROS ENSAYOS DE ORTEGA .........
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2. MIGUEL DE UNAMUNO ANTES DE SÍ MISMO .............................................
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II. SALVACIONES 3. MEDITACIÓN DEL CAOS, EL BOSQUE Y LOS MOLINOS DE VIENTO ................
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4. LA CONGOJA Y LA DICHA .....................................................................
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La ambigüedad del amor .......................................................... Hermanos ................................................................................ El anhelo que da unidad a la vida ............................................. Cuerpo, subconciencia, razón y corazón ................................... Una teoría del conocimiento con demasiados problemas .......... El alma ..................................................................................... ¿Conatus essendi? ..................................................................... El cielo ..................................................................................... La estupidez afectiva ................................................................ El verdadero lugar del sentimiento trágico ............................... Purgatorio ................................................................................ Segundo amor .......................................................................... La serie de los acontecimientos ................................................ De la diferencia entre la belleza y la bondad ............................. La buena esperanza y la desesperación .....................................
84 86 89 91 92 95 97 101 102 104 108 111 114 116 128
1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10. 11. 12. 13. 14. 15.
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SENTIR Y PENSAR LA VIDA
16. Teoría del amor ........................................................................ 17. El dolor como maestro ............................................................. 18. Dios .........................................................................................
130 133 138
5. LA SUPERACIÓN DEL CRISTIANISMO ........................................................
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1. 2. 3. 4. 5.
Puntos de partida ....................................................................... La circunstancia ......................................................................... El pensamiento y la carne........................................................... Imposibilidad de la hermenéutica ............................................... De mi vida a la historia: lo imposible .........................................
140 141 143 145 148
III. HISTORIA 6. EL PRIMER ENSAYO DE NOOLOGÍA CONCEBIDO POR ZUBIRI ...........................
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Introducción histórica ................................................................ Positivismo, neokantismo, psicologismo y fenomenología .......... Las bases del programa filosófico de Husserl, leído por Zubiri ... La versión zubiriana de la fenomenología: el cambio de la actitud natural ................................................................................. La versión zubiriana de la fenomenología: los actos noéticos de orden superior ............................................................................ El porqué de la fenomenología disidente practicada en la Escuela de Madrid .................................................................................. Las enseñanzas noológicas de Zubiri en su tesis doctoral ............. Neoaristotelismo ........................................................................
155 158 161
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7. ORTEGA COMO MAESTRO DE ZUBIRI EN FENOMENOLOGÍA ...........................
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1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8.
I. Fenomenología y reflexión en el Sistema de psicología de 19151916 ......................................................................................... 1. La filosofía primera ............................................................... 2. La noología del joven Ortega ................................................ 3. El tema del tiempo en el que Ortega escribía ......................... 4. El fondo ontológico .............................................................. II. El papel histórico de la fenomenología en los ensayos de 1913 ... 1. La intuición de esencias como función cognoscitiva elemental.... 2. La conciencia pura como objetividad primaria y envolvente, y la Noche de lo real ................................................................ III. El impresionismo mediterráneo y las claridades hiperbóreas ...... 1. El amor y Hegel ................................................................... 2. De Hegel a la biología .......................................................... 3. Teoría estética del concepto ..................................................
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ENTRADA
Cuando la edad avanza ya mucho, ¿cómo evitar entrar en diálogo explícito, frontal, con aquellos hombres que, en la primera juventud y en la lengua natal, nos llevaron antes y más y mejor que nadie a las esferas gozosas, apasionadas, terribles del pensamiento? Con ningún otro maestro se tiene una deuda mayor, porque era al idioma de Unamuno y de Ortega al que en el fondo traducía yo las palabras nuevas de mis maestros vivos, en España y fuera de España, e incluso las viejas palabras perdurables de los clásicos. Este diálogo que siempre ha existido no se atrevió en mí aún jamás a levantar de modo rotundo la voz propia, como ahora hace; la relativa madurez de lo que el discípulo cree saber me obliga al fin a respetar en el modo extremo mis orígenes, o sea, a diferenciar lo que terminé admitiendo plenamente y lo que terminé rechazando no menos plenamente. De aquí que estos ensayos no se limiten a analizar algunos momentos muy importantes de la construcción y la evolución del pensamiento español del siglo XX sino que además, y quizá sobre todo, contengan muchas de las ideas que inspiran el centro mismo de la vida de quien los ha escrito*.
* La redacción de este libro ha sido esencialmente facilitada por el proyecto Fundamentos filosóficos de la idea de solidaridad: violencia, justicia y libertad. I+D FFI 200805104.
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Prólogo AMOR INTELECTUAL O FILOSOFÍA ESPAÑOLA
Entiendo por filosofía española aquella que acepta como su programa las tesis del texto de Ortega, en julio de 1914, que sirve de prefacio a las Meditaciones del Quijote —más bien, a todo el resto de la obra del autor, y señaladamente a la amplia serie de ensayos recogida en los ocho tomos de El Espectador. Este texto fundacional, una de las páginas más hermosas y verdaderas de la literatura en español1, propone este método esencial: buscar para las circunstancias su «lugar acertado en la inmensa perspectiva del mundo» (I, 756). Circunstancia se llama aquí a lo individual e inmediato, que se dice también vida individual y, mejor, porción de la vida individual. Sólo que la vida individual, el yo, mi persona, más bien está integrada por el mero yo mismo y las porciones de la vida inmediata a que directamente llamo circunstancias. En la imagen contenida en este término, el yo es el centro y las circunstancias son el halo que lo rodea2. Diferenciar el mero yo de la segunda parte del yo, que son las circunstancias, es cosa que no se puede dejar de hacer cuando reparamos en que con las circunstancias podemos tomar varias actitudes, o sea, intentar hacer cosas o faenas diversas. Hay, en el fondo, sólo dos grandes actitudes y dos grandes faenas: el amor y el odio, el aprecio y el desdén.
1. Sólo se titula «Al lector...». Las citas siguen la edición última de las Obras Completas de Ortega (Revista de Occidente/Taurus, Madrid, 2004 ss.). En lo que sigue, daremos entre paréntesis el número de página, precedido por el número de tomo. «Al lector...» se encuentra en t. I, pp. 747-762. 2. En un capítulo posterior habrá lugar para discutir sobre los últimos problemas ligados a la comprensión que Ortega ofrece del término «circunstancia».
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SENTIR Y PENSAR LA VIDA
El amor es el reconocimiento de que las circunstancias nos son imprescindibles; el odio es la tendencia a pensar que sólo nos están adheridas por accidente o fortuna, de modo que podemos desatenderlas, despreciarlas, es decir, abandonarlas a ellas mismas y separárnoslas cuanto podamos. Cuando admito con humildad que las porciones de vida inmediata me son imprescindibles, no puedo dejar de entrar en ellas, por la vía del amor, a comprenderlas. Primero sólo sé el hecho de que existen como adheridas a mí; si las amo, paso de su condición de datos o fenómenos al intento de entenderlas, a la intelección. El amor abre la marcha de la comprensión. Y la comprensión de todo cuanto hay contenido en una circunstancia cualquiera no puede tener otro resultado que ver el modo en que esta circunstancia está vinculada con otras cosas más, con otras realidades que quizá están también entre mis circunstancias o que, a lo mejor, ya no son realidades inmediatas: forman parte del universo, no de mi vida individual. Pero en cuanto la intelección, el amor de comprensión, las ve ligadas como imprescindibles a mi circunstancia, ésta se amplía y acoge también a aquéllas. Mi persona, mi vida, se dilata. Y a este primer movimiento de expansión deberán seguir otros innumerables, traídos siempre por el mismo proceso: continúo amando, o sea, continúo la faena de la comprensión, y ésta me lleva a reconocer los lazos que unas realidades más próximas tienen con otras más lejanas, de modo que cuanto es real va así constituyéndose ante mi mero yo a la manera de una cadena de oro sin eslabones desvinculados. Naturalmente, esta cadena de la comprensión sólo puede pretender ser la reproducción o reconstrucción, en mi yo, de la cadena de la realidad misma, previa a la comprensión y solicitadora de mi amor. Sin el valor real exterior a mi yo, no brota de mí el amor que origina la comprensión y no empieza la dilatación de la vida personal que le merece a Ortega el religioso nombre de salvación3. La expresión vínculo imprescindible puede ser reemplazada por otra de apariencia más técnica y de mayor prosapia clásica: sentido esencial. Cuando sólo sé que tal cosa es un hecho, próximo o lejano, circunstante o del vasto mundo a distancia, la encuentro casual, contingente y, en definitiva, falta de significación, falta de sentido. También podría decir: falta de logos y falta de espíritu. Pero los fenómenos contingentes toman un aire muy distinto cuando me detengo amorosa (y humildemente) a contemplarlos relacionándolos. No sólo comparándolos con otros hechos, sino reconociendo lo que hay de imprescindible en la trama global
3. «Hay en el afán de comprender concentrada toda una actitud religiosa» (751).
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PRÓLOGO
de la realidad. Mi arte, en este caso, es únicamente la de llegar a ver que las realidades son de suyo partes, o sea, no-independencias; no son fragmentos del estilo de los átomos, sino mitades o submitades de la realidad. Lo que tengo que captar es la sustancia de la trama esencial, de la vinculación necesaria, y para eso tengo que elevarme por la reflexión a contemplar la índole específica de cada circunstancia (y de cada cosa). La reflexión empieza por ser abstracción, o sea, por «purificar» de espontaneidad e inmediatez a las circunstancias, para que su índole se presente como libre del aquí y el ahora, «de la corrupción y el capricho» (I, 755), integrada en una nueva zona de mi vida, que, en vez de ser azarosa y problemática, como siempre lo es la espontaneidad inmediata, la existencia prima facie, es, en cambio, vida ideal y abstracta. Espíritu, logos, sentido, inicio de posible conexión, de posible unidad. Las circunstancias pasan todas primero «por el corazón de un hombre», no precisamente de una sociedad, de la gente (ibid.). El corazón vive, existe, en la angustia, en el problema, en lo concreto cuyo sentido no consta. Pero si se libra de la mala inspiración del miedo, padre del odio a las circunstancias que componen la vida, será capaz de reflexión, de creación cultural: «toda necesidad, si se la potencia, llega a convertirse en un nuevo ámbito de cultura» (ibid.). La situación es paradójica: sin la valentía del amor, sólo nos queda el terror de las circunstancias que nos golpean como meros hechos sin sentido, en tormenta feroz y continua, que puede traer sus momentos de relajación y placer, pero que incluso entonces tiene el aspecto angustioso de una inminente catástrofe posible. Con la valentía del amor, lo primero que nos sucede es que nos distanciamos de lo amado precisamente porque lo amamos y en el acto de amarlo. Para buscarle su lugar acertado en la inmensidad del mundo, tenemos que empezar por elevarlo reflexivamente fuera de la corriente tempestuosa de los azares y someterlo a un interrogatorio basado en la pregunta ¿qué eres?, ¿qué es esta porción de vida mía inmediata, sólo un poco menos mía que mi puro yo? Comprender lo que es esta existencia es entender su sentido, es decir, su remitir a otras existencias de modo imprescindible. El sentido es al mismo tiempo la esencia y el vínculo: la belleza de la forma que liga a los concretos, la idea, la perspectiva: el lugar total desde el que se abarca un conjunto de realidades inmediatas, de fenómenos próximos, de circunstancias. Esta perspectiva no subsiste sin las circunstancias, mientras que las circunstancias no subsisten tampoco sin atraerse las unas a las otras imprescindible, necesariamente. «No existen más que partes, en realidad; el todo es la abstracción de las partes y necesita de ellas» (I, 756). 15
SENTIR Y PENSAR LA VIDA
Vida ideal y abstracta es intelección del todo según la especie, o sea, según la perspectiva. Mi yo vive entendiendo y sus nuevas, raras circunstancias, no se llaman ahora propiamente así, circunstancias, sino sentidos, síntesis, esencias, perspectivas, ideas, formas de unidad... En definitiva, realidades abstractas libres del espacio y del tiempo, de la corrupción y el capricho. Las entiendo mejor cuanto más «multiplico sus términos», o sea, cuantas más circunstancias concretas soy capaz de ver en la misma perspectiva. Comprendo mucho mejor la esencia del amor cuando diferencio el amor de dilección de la libido y ambos del amor de benevolencia. Si sólo conozco en realidad casos de la libido, o si mezclo irreflexiva y poco amorosamente casos de libido y casos de dilectio, no capto la superior perspectiva que es la idea del amor. Y si no la capto, el mundo tiene para mí mucho menos sentido, mucha más inconexión y contingencia, mucha más angustia y menos salvación, mucha guerra y poca paz. También, bastante diablo y poca dosis de Dios. A nada más alto, de mayor horizonte y más amplia perspectiva podría llegar, subiendo por la montaña de la reflexión amorosa, uniendo circunstancias a circunstancias y recomponiendo el mundo universo en mi persona, que a la comprensión misma de la realidad en cuanto tal, al «ser definitivo del mundo» (I, 756), que, por cierto, también es, desde luego, una perspectiva, no una circunstancia: un objeto cultural y abstracto, y no una porción del corazón angustiado de un hombre. Ortega confunde a la ideal máxima perspectiva con Dios como clave del orden jerarquizado de todas las realidades. «Dios es la perspectiva y la jerarquía» (ibid.). Dios es el lugar de todos los lugares —lo que no deja de ser un nombre bíblico de Dios: makom, el Lugar—, la idea de todas las ideas, el ideal de todos los ideales. Pero abstracto, como las esencias son abstractas; abstracto como las formas de unidad lo son respecto de los fragmentos de realidad que atan. La filosofía es «la ciencia general del amor» (I, 752), y su moral, la «moral integral» (I, 751), que, lejos de aplicar como criterio absoluto ninguna perspectiva parcial, está siempre en el camino ascendente de abrirse, por mejor conocimiento de las circunstancias («multiplicación de términos»), a perspectivas superiores. La filosofía nunca se completará, ya que su punto de vista es el que acabamos de identificar con Dios. En vez de ciencia filosófica, desideratum propio de la moral integral amorosa y humilde, tendremos sólo ensayos en los que salvemos a nuestro yo y a nuestras circunstancias por la vía de la reflexión, elevándonos a la perspectiva de las perspectivas, pero siempre conscientes de quedarnos muy por debajo de lo que nuestra tarea exige de nosotros. 16
PRÓLOGO
En un ensayo de salvación por el conocimiento, una parte de nuestra vida refleja de alguna manera la totalidad del mundo, aunque éste, su horizonte y su divinidad sean siempre más anchos y más ajenos que como nos los representamos. El ejercicio constante de esta clase de ensayo está muy lejos de carecer de consecuencias políticas. En cada momento, un filósofo que así vive, un filofilósofo, realiza a la vez un experimento de nación nueva, de sociedad y pueblo nuevos. En marzo del mismo año, 1914, Ortega lanzaba al público, desde el teatro madrileño de la Comedia, el programa de su Liga de Educación Política Española, cuyo primer renglón dice que, «en historia, vivir no es dejarse vivir; [...] es ocuparse muy seriamente, muy conscientemente, del vivir, como si fuera un oficio» (I, 712), de modo que este empleo del individuo es, en nuestro caso particular, un ir «a ver España y a sembrarla de amor y de indignación» (I, 725), ya que difícilmente habrá momento histórico en que ambas cosas no sean por igual necesarias —como dos hermanas siamesas—. Esta labor de comprensión no será sino la «premeditada, astuta vuelta que se toma con el pensamiento —que es generalizador— para echar bien la cadena al cuello de lo concreto» (I, 724); o sea, coincidirá con la empresa de salvación de la circunstancia que hemos primero descrito sin política. Llevarla a cabo es, por supuesto, adoptar «toda una actitud histórica» (I, 717) que no puede conducir sino al objeto de aumentar y fomentar «la vitalidad de España» (I, 716) y, en otras circunstancias históricas y geográficas, la de cualquier otro grupo social, cualquier otra nación. «Convertirnos a lo inmediato», como ya hemos visto, es, paradójicamente, un problema de difícil solución, que requiere amor, reflexión, abstracción. Toda una «vuelta táctica» (I, 756) premeditada y astuta, en efecto, sedienta de sentido, sedienta de mundo y (según la confusión orteguiana) sedienta de Dios, que viene a ser lo mismo. El corazón del hombre, apretado por las circunstancias apremiantes, por las experiencias y los acontecimientos de la vida inmediata, tiene en sí la divina fuerza (ésta sí es divina en realidad, aunque no me tomaré ahora el tiempo de justificar cómo y por qué) de resistir a su sístole con una poderosa diástole de valentía y amor indignado, de la que surge la visión cada vez más adecuada (más sabrosa y más indignante) de la realidad en toda su riqueza. Sin el factor indignación, la «reabsorción de las circunstancias» no se cumple con el suficiente amor. Pero este ingrediente de la moral integral y de la vida filosófica impide identificar a Dios con la Perspectiva. El camino para no hablar en vano de Él no pasa por la entrega a las circunstancias, amor fati, sino por la exploración del mismo amor indig17
SENTIR Y PENSAR LA VIDA
nado —e incluso indignado respecto de sí mismo— que es la clave del corazón del hombre. Y para terminar, puesto que habrá nueva ocasión, libro adelante, como ya he advertido, de hablar despacio del concepto mismo de la circunstancia, unas cuantas consideraciones de erudición filosófica. La estima tan alta de lo concreto y de las innumerables formas que así toma la cultura (tantas como regiones de sentido, de esencia, haya en la realidad, y no sólo las clasificadas por el idealismo neokantiano: ciencia, justicia, arte y religión) es la primera reacción de Ortega a la fenomenología alemana. Max Scheler ha fundado en el amor el conocimiento, y Ortega acepta con entusiasmo desbordante esta doctrina que él había a veces anticipado en sus artículos políticos de juventud (aunque nunca con la generalidad y la profundidad que ahora la caracteriza). Edmund Husserl ha sostenido que el método capital de la filosofía da dos pasos. En el primero, epoché, abstención, el individuo pone en tela de juicio, respecto de todos los fenómenos inmediatos que lo asaltan a cada momento, la validez de las interpretaciones heredadas, bien sean las de la ciencia moderna, bien sean las del mito familiar. Este paso atrás, esta astuta vuelta reflexiva, sirve en realidad a la visión plena de lo concreto, que es el segundo momento del método de la filosofía. Ciertamente, sin la virtud de la fortaleza, basada en el amor a la libertad y la verdad, no hay abstención que valga, y el individuo no será entonces más que gente, los muchos, el impersonal se de frases tales como «se cree esto», «se piensa tal cosa», «se actúa así y no así». Pero una vez que la valiente y abnegada y modesta y amorosa abstención se logra, las circunstancias inmediatas, los fenómenos, se aprecian en sus vinculaciones esenciales tanto entre ellos como con la vida subjetiva en la que se viven integrados. Esta vida, en su pureza original, sólo se puede captar mediante la abstención; y sus correlatos, sus circunstancias, sólo así dejan aparecer ahora sus índoles esenciales o, lo que es lo mismo, sus ataduras y sus sentidos necesarios. La filosofía, que es primordialmente amor, libertad y afán de comprensión, se realiza en concreto como abstención por cuyo medio se logra acceso a la vida y sus circunstancias tal y como prístinamente son; y entonces aparece también, como nuevo fenómeno de orden superior, lo esencial de las circunstancias en su conexión no menos esencial con la vida subjetiva. Así piensa también Ortega en el dichoso verano escurialense de 1914, en la víspera de una guerra que aún hará infinitamente más plausible —por más necesaria— la nueva filosofía de la que depende la nueva política. 18
PRÓLOGO
Podrá verse que el factor indignación saldrá muy fomentado de la crisis de esta guerra, hasta el punto de que una filosofía aún más concreta, más apegada a la existencia tal y como realmente es —lo mejor del pensamiento de Unamuno—, complete el programa de esta auténtica filosofía española (plenamente internacional) de la que, desde luego, cualquiera de nosotros no podrá sentirse sino heredero agradecido. Con todo, la madurez que la filosofía española adquirió en el tiempo inmediatamente anterior a la Gran Guerra fue el resultado de una dura lucha en la que interesa mucho conocer cuáles fueron los antagonistas de cuya derrota se obtuvo tanto fruto. Los primeros capítulos de este libro se dedican, por tanto, al Ortega de antes de Ortega y al Unamuno de antes de Unamuno, tan esenciales a la definitiva síntesis como lo es toda antítesis que se supera. Y los últimos discuten de modo detallado y técnico lo que fue la primera recepción española de la filosofía fenomenológica —porque esta historia no es sólo un capítulo de nuestro común pasado, y también con ella se debe practicar una salvación.
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I FUEGO Y EUFORIA
1 LEPRA, IDEALISMO Y SOCIALISMO. LOS PRIMEROS ENSAYOS DE ORTEGA
«Las cosas son sólo las superficies de las ideas». «La individualidad de los hombres, y mucho menos de los grandes hombres, no puede ser cazada a lazo, mientras recorremos al galope sus escritos o sus actos: eso se queda para los gauchos literarios». «Yo soy socialista por amor a la aristocracia... El capitalismo puede definirse como el estado social en que las aristocracias son imposibles». «El señor Unamuno no ha solido hacer cosa distinta de lo que todos hacemos: traducir». (José Ortega y Gasset)
1 Ortega demostró innumerables veces su talento de crítico, pero una muy señalada fue la ocasión en que, a comienzos de 1916, lo ejerció sobre su propia obra ya publicada hasta entonces en la prensa. De entre los materiales que habían aparecido en este medio desde 1902 a 1912, seleccionó apenas una octava o décima parte para el libro Personas, obras, cosas, y se despidió así del resto de su pasado: del pasado previo al contacto con la filosofía fenomenológica, que significó para él casi tanto como el brotar de su originalidad creativa independiente y consciente. La intención era, desde luego, que lo no recogido en este espléndido volumen no saliera más de la tumba de las hemerotecas. No es que su autor lo repudiara, sino que entendía que cuanto hubo en él de fecundo había llegado a plenitud en los ensayos de la antología de 1916. Naturalmente, las cosas han sucedido de otra manera y las tumbas se han abierto, hasta el punto de que en la nueva edición de las Obras 23
FUEGO Y EUFORIA
Completas del pensador (en el primer tomo, aparecido en 2004) los artículos de esta época no reunidos por él mismo en ningún libro llenan seiscientas páginas y relegan a Personas, obras, cosas al segundo tomo (también de 2004). Un lector desatento y novato podría ser llevado, de este modo, a la confusión de creer que la obra editada de Ortega hasta Meditaciones del Quijote y Vieja y nueva política (1914) se limitó a los materiales del tomo I de estas recientes Obras Completas. Ortega, por cierto, se limitó, en la segunda salida de sus principales artículos juveniles, a incluir un par de notas a pie de página y una advertencia, vinculada a estas notas, en la entradilla. No corrigió nada más. Lo que ya da prueba de que, incluso habiendo sufrido el cambio de pasar a una nueva orientación filosófica global en 1912, la continuidad real de la obra no pensaba su mismo autor que se hubiera roto ni perjudicado. La historiografía siempre abusará distinguiendo varios personajes sucesivos en aquellos a quienes estudia, porque a lo más son tales personajes variaciones, casi siempre extrañamente superpuestas, de un único tema medular. Como así suelo leer a los clásicos, así leo también a Ortega: unitaria y evolutivamente; y ello quiere decir que me interesa mucho, que interesa mucho en general, captar los orígenes lejanos, los inicios absolutos de los problemas y las respuestas luego recurrentes en el escritor maduro. A veces, el hombre posterior ya no vuelve sobre una inspiración profunda que vivió siendo joven, y es el lector quien la recoge y amplía gracias a ella su interpretación de todo. Una interpretación que no se emprende más que con la intención de llevar la filosofía hasta más allá de la obra interpretada, si es que la filosofía misma lo exige. Por otra parte, un pensador vive siempre —me atrevería a decir— en sí mismo su peculiar forma de dar muerte al padre: da muerte a su primera posición filosófica; aprende la mayor lección de su vida superando la reacción inicial a todas las cosas que era ya, por cierto, superación violenta de una anterior reacción espontánea. De estas dos alternativas surge la síntesis en la que habita ya para siempre, aunque las reformas puedan ser aparatosas. En este capítulo, pues, me concentro exclusivamente en la producción de Ortega muy joven que fue efectivamente dada a conocer al público. Y dentro de esta selección todo mi interés se pone puramente en el contenido ideal y no en las peripecias biográficas que alguna vez pueden ayudar a comprenderlo. Lo que quiero investigar con cuidado es el saber que Ortega aplicaba, de cara a la sociedad española, al problema casi único con el que se ocupó en sus varias tribunas periodísticas: la regeneración de España —casi habría que decir: su resurrección. 24
LEPRA, IDEALISMO Y SOCIALISMO. LOS PRIMEROS ENSAYOS DE ORTEGA
El análisis muestra la pasión casi religiosa de Ortega por el problema de la decadencia de España1, por hallar la clave para invertir el sentido de la moderna historia de nuestra nación y dar incluso los primeros pasos hacia una España no sólo inédita sino infinitamente elevada sobre sí misma, hasta las alturas de una vida intensa y noble que represente una realización de la idea de Europa superior a cuantas se han ensayado antes del siglo XX. La admiración por la generosidad del joven Ortega y sus talentos de pensador y escritor no puede llevarnos a pasar por alto sus lagunas en materia de consistencia filosófica, sus vaivenes, a veces increíblemente enérgicos, rápidos y no explicados en los textos mismos; tampoco, los desdenes, las expresiones crueles, las tesis que hubiera sido terrible tomar al pie de la letra —pero que dicen querer ser tomadas así. En este recorrido por los primeros centenares de escritos editados del pensador, vemos cómo los temas del Ortega maduro van insinuándose, a veces, desde muy pronto, e incluso con el destino de desdibujarse después durante años. Hubiera sido quizá conveniente dividir este ensayo en sólo tres epígrafes: el estudio del Ortega fundamentalmente nietzscheano2; el Ortega neokantiano; el Ortega que descubre el socialismo real e incipiente en su país y busca una filosofía más completa. Pero de este modo habría yo forzado algo las vacilaciones de los textos que interpreto y, además, no recogería el decisivo capítulo que en todos estos años es la atracciónrepulsión de Ortega respecto de Unamuno. Quizá la relación ideal con Unamuno sea mejor clave que cualquier otra para clasificar en periodos la producción del Ortega que aún no había descubierto la fenomenología; sólo que entonces —y de ahí mi renuncia a usar este criterio— los 1. En el prólogo de Personas, obras, cosas, pudo escribir con justicia Ortega: «Esos mis diez años jóvenes son místicas trojes henchidas sólo de angustias y esperanzas españolas» (II, 9). Es, sin embargo, interesante comparar el número grandísimo de los textos políticos entre 1902 y 1912 con el muy reducido de los que aparecen en el libro de 1916. En rigor, Personas, obras, cosas no contiene más que un ensayo puramente político: «La pedagogía social como programa político», célebre conferencia en la Sociedad El Sitio, de Bilbao, pronunciada el 12 de marzo de 1910. Queda claro que este texto desea su autor que se entienda como quintaesencia y resultado de la multitud de los escritos en la década precedente. En cambio, no hay un solo ensayo de tema directamente filosófico que no haya entrado en la colección de 1916. En los artículos que ahora se recogen en Obras Completas, t. I, no se encuentra, pues, nada de este género, salvo un texto acerca del cartesianismo que estaba ya fuera de sazón cuando se dio a conocer. Mi análisis no se podrá limitar a la conferencia bilbaína, en lo que concierne a la política del joven Ortega. 2. En realidad, del Ortega que se nutría de cultura francesa y de traducciones al francés.
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FUEGO Y EUFORIA
periodos se entremezclarían, más que sucederse en pacífica serie. El lector lo comprobará3. Una última advertencia: no ocultaré la perplejidad ante la renuncia de Ortega, hasta el invierno 1908-19094, a publicar textos que, dejando en segundo plano la pasión pedagógica y política, se dediquen a la exploración filosófica directa. Si no se mira más que a la obra hacia el público, habrá que concluir que la vocación primera de Ortega no fue la filosofía sino su aplicación política y pedagógica a la cuestión histórica y existencial del remontar posible de la nación española desde la sima de 1898. Ortega no se veía filósofo original sino aprendiz rápido de quienes sí lo eran. Viajaba a los libros y las universidades que representaban lo mejor del último grito en filosofía, seguro de que la historia misma de las instituciones y los países en que tales obras se producían hacía infinitamente improbable que se debieran éstas a moda pasajera alguna. Era un gran vasallo en busca de buen señor a quien servir desde los periódicos y las cátedras de Madrid. En este sentido, el contacto con la fenomenología se siente, desde el mismo papel de lector de Ortega, como una personal regeneración, un nuevo nacimiento a la vocación filosófica. Sin duda, el creciente realismo de los ensayos publicados a partir de los consagrados a Renan preparaba el espíritu de su autor al encuentro con la causa filosófica a la que se entregó en seguida. Y lo hizo con la misma pasión, al menos, con la que había intentado ilustrar la política española de antes de la Gran Guerra y, además, sin dar de lado el afán pedagógico que, de hecho, hizo renacer a la Universidad en España.
3. Existe un muy buen trabajo —en origen, una tesis doctoral— de Noé Massó: El joven José Ortega. Anatomía del pensador adolescente (Ellago, Castellón, 2006). El método de este libro lo lleva a estudiar todos los materiales, no sólo los publicados (véase ahora el tomo VII de las Obras Completas). De la diferencia de enfoques se sigue, creo yo, la mayor parte de discrepancias que encontrará quien compare mi ensayo con la tesis de Massó. Precisamente porque ella existe y es utilísima, he creído yo también útil dedicar mi atención a la figura pública de Ortega previa a las primeras manifestaciones evidentes —y también públicas— de contacto con el más allá del neokantismo que fue, de hecho y de derecho, la fenomenología. Esta restricción me lleva a emplear con cautela la tesis doctoral, Los terrores del año mil. Crítica de una leyenda, que tuvo una existencia dudosa entre lo privado y lo público. 4. Me refiero a la extraordinaria serie de artículos dedicados a Renan y publicados en El Imparcial de 12 de octubre de 1908 a 20 de marzo de 1909.
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LEPRA, IDEALISMO Y SOCIALISMO. LOS PRIMEROS ENSAYOS DE ORTEGA
2 En los textos del jovencísimo Ortega publicados, sin que el autor hubiera cumplido veinte años, durante 1902, varios temas que serán para siempre suyos apuntan ya. El primero de todos es, precisamente, el que, como en una premonición, se refiera al carácter omniabarcante de la vida, de la que es imposible buscar salirse con el fin de alcanzar un punto de vista justo, aburridamente justo y, en realidad, présbita. No, con las cosas hay que «chocar», después de «salir a su encuentro» (I, 8). El segundo es la nietzscheana muerte de Dios, de la que habla comúnmente Ortega en su juventud sin nostalgia alguna sino, conforme al tono cordial que demanda el mismo autor de El gay saber, con ligereza, con ironía y hasta con sarcasmo: «los dioses que traspusieron con sus credos bajo el brazo»... (I, 6); la «gran matanza de misterios» (I, 8). Tema tercero, también perdurable y también característico de Nietzsche: la impersonalidad de «la multitud como turba», obtenida por «suma de abdicaciones» (I, 7). Lo que queda tras esta suma invertida es un torpe animal primitivo, carente de voluntad; un pobre enfermo que no cree en sí mismo, por más que esta creencia sea estrictamente necesaria para la vida. Ortega, como enfrentándose radicalmente con el Unamuno autor de En torno al casticismo y Paz en la guerra5, no quiere distinguir entre turba y pueblo. Muy al contrario, los confunde adrede. De donde surge el cuarto tema, igualmente nietzscheano e igualmente perdurable: como los pueblos demandan una fe en sí mismos de la que carecen, «la buscan fuera» y sólo, evidentemente, pueden encontrarla, puesto que los dioses han traspuesto, en lo único humano que no es pueblo y, en consecuencia, no ha abdicado de su voluntad y es poderoso: el hombre fuerte (ibid.). En efecto, detrás de cada cosa y de cada hecho «hay el creador, el autor» (I, 5), y si éste ha perdido la vida, también tiene que haberla perdido el hecho, la cosa, aunque parezca que pervive. Sólo los hombres fuertes son autores, responsables, creadores. Sólo ellos viven con plenitud y en la confianza inmanente, sin divinidad, que abre paso a cuanto es real en la vida. Sólo tales ejemplares separados del pueblo son personalidades y guardan su «voluntad de potencia» (I, 8). Ellos no son justos, o sea, antivitales, ciegos, ilusos que se han propuesto el delirio
5. Se recordará que estos libros aparecieron, respectivamente, en 1895 y 1897.
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de «mirar las cosas de lejos, del otro lado de la vida» (I, 6). Son apasionados, son buenos6. Y hasta asoma el quinto tema, decisivo muchos años. Lo leo en la frase al desgaire de I, 3: «un país pobre es absolutamente despreciable». La razón sólo puede estar en que ese país no tiene hombres de vida potente y pasiones magníficas; no tiene un grupo de selectos que lo haya impulsado a la riqueza. Un país mera y sencillamente pobre es aquel en el que sólo hay pueblo, pero no hombres escogidos. Un país así es España7. Y el chico Ortega lo mira, ya que no desde fuera de la vida, sí desde lo alto: desde la atalaya de una vida noble, no popular y de turba, en la que no ha ocurrido abdicación alguna de la voluntad de potencia. Este chico se sabe un embrión de elegido y se quiere un auténtico hombre fuerte, que conduzca, junto con sus semejantes, al pueblo pobre y débil. Si es que hay semejantes con los que cooperar en esta exaltación de la vida y la riqueza. He aquí una prueba más del interés que siempre tiene buscar las primeras huellas de la actividad literaria pública de alguien. Ortega cambió profundamente a lo largo de su estudiosa y empeñosa vida; pero la inició con una concepción clara de la situación en que pensaba haber nacido a la acción: se encontraba en la decadencia, en la muerte incluso, de un pueblo al que no había más remedio que resucitar o recrear, si es que el joven lograba mantenerse fuera de la universal renuncia a la vida y a la verdad y a la riqueza que era a sus ojos España. La verdad es que no hay trascendencia alguna respecto de la vida humana y que, por tanto, sólo el aferrarse a la propia voluntad de potencia tiene sentido. Sólo lo tiene convertirse en creador; en recreador del pueblo que nos rodea. Hay que saber bien con qué método y con cuántos esfuerzos. 3 El año 1903 es sumamente escaso en novedades (era la época de la redacción de la tesis para obtener el doctorado). Dos, sin embargo, merecen ser destacadas. 6. En I, 9 se lee, como no podía ser menos, que las pasiones son «dolores inmensos, purificantes». Los hombres creadores sufren y gozan magníficamente, en el horizonte inmenso, oceánico, que les ha abierto, por fin, el crepúsculo de todos los falsos dioses, el apagamiento de cualquier figura de la trascendencia. En 1904 leemos que «hay dolor en el esfuerzo»; que «supone gran tensión en el alma»; pero que luego de él «sobreviene un desfallecimiento delicioso» (I, 36). 7. «Hemos abierto los ojos de la curiosidad al tiempo de los fracasos», confiesa Ortega en una de las pocas expresiones dignas de anotación entre las que publicó en 1903 (I, 14).
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La primera es un acento de optimismo en medio del crudo retrato, en nada modificado, de la circunstancia española ineludible. Una vez que entre en escena y actúe la nueva generación, cabe esperar rápidos efectos saludables. La segunda es la parcial localización del problema en un terreno sumamente delicado, no ajeno a las entusiastas lecturas de quienes más inspiraban entonces al licenciado Ortega. Y es que el pueblo español es «una raza mística [el término sólo significa aficionado a trascendencias y a ampararse en ellas para desatender la inmanencia] y moruna» (I, 14)8. Más bien, un apéndice extraño de Europa, mezcla de lo ario y lo africano. No tendría sentido mencionar la raza moruna si con lo étnico no pudiera relacionarse la tendencia a abdicar de la voluntad precisamente por la vía de la mística. Otros pueblos conocerán otras formas de la mentira y la pobreza y la desesperación. La nuestra, más bien africana, bereber, que aria, se acoge a la fe religiosa para degenerar y morir. Por lo demás, los artículos periodísticos publicados en 1904 se limitan a precisar rasgos de los temas anteriores. El imperativo moral exige elevarse a una «vida noble e intensa»; o más bien exige el «anhelo de vivir» mismo, que es de suyo «tan ennoblecedor que eleva a las almas que lo sienten sobre sí mismas, hacia todas las cosas mejores, delicadas y augustas» (I, 35 s.).
4 1905 es el año de la primera y dura estancia en Alemania, a donde fue Ortega sin saber siquiera la lengua. Y es también el momento en que se concreta el modo peculiar en que el hombre fuerte, los hombres que no son turba, van a tener que actuar sobre la muerta nación española. Nietzsche cede el paso —relativamente— al socialismo no marxista de Hermann Cohen y Paul Natorp, los profesores judíos asimilados de Marburgo, entusiasmados con los programas de la pedagogía social. Curiosa mixtura para un socialista, ésta de serlo por nietzscheano imperativo y contemplando la vida desde la misma perspectiva del autor del Zaratus8. En agosto de 1911, Ortega acierta a definir qué entiende por «misticismo», que es un término que en sus primeros ensayos aparece muy repetida y muy peyorativamente, pero flotando en vaguedad. Se trata de «suponer que podemos aproximarnos a la verdad por medios más perfectos que el conocimiento» (I, 445). De aquí esta valiosa confesión: «Unido a un gran respeto y a un fervor hacia la idea religiosa [veremos páginas adelante cómo y en qué sentido], hay en mí una suspicacia y una antipatía radicales hacia el misticismo, hacia el temperamento confesionario», que es «chifladura» y «mistificación» (I, 437).
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tra. Más curiosa aún si se tiene en cuenta que Ortega, viniendo desde la lucha sin sangre de los partidos alternantes en la Restauración ahora fracasada, prefiere llamarse «liberal». El verdadero liberal consecuente y a la altura de los tiempos es el socialista que, por lo demás, poseerá una imagen radicalmente nietzscheana de la vida y la historia, sólo que tocada por la tarea histórica concreta que es la pedagogía social. A otras épocas, otros liberalismos... Habría que explorar cuidadosamente la razón de elegir Alemania como aquella «nación cuya influencia en la dirección moral e intelectual de España» podría, con seguridad, ser la más fecunda. El «modo de hacerse español en poco tiempo» (I, 51) consiste, de modo bien sorprendente, en someterse a algo decisivo en lo alemán, que no es sino, por lo visto, «la instrucción pública» (ibid.). Supondremos, pues, que la atracción de Alemania es, desde el primer momento, la atracción que se siente ante la más auténtica universidad del mundo, ante la que mejor realiza sus ideales; o, al menos, ante la que mejor responde a la urgentísima cuestión española. Ortega necesita absorber él mismo toda la Alemania universitaria que pueda, porque él, hombre no pueblo, podrá vivir cosmopolitamente, pero como español, sólo puede permitirse una acción moral: contribuir lo más rápida e intensamente que le sea posible a la radical reforma de la pedagogía y la instrucción públicas en España. Nótese la contradicción —que considero muy bienvenida— entre un cosmopolita y un patriota. Ortega lleva en sí estos dos principios, que no dejarán que su elitismo derive en pésimas consecuencias —aunque tendremos que ver en cuáles exactamente. La fórmula de la voluntad de potencia ha cambiado en gran parte por esta otra: cultura, la palabra mágica de tantos años y tantas empresas. El verdadero hombre fuerte se torna en el educador, no en simple cirujano de hierro o conductor de su pueblo. La vida noble e intensa es, en primer lugar, la vida de la cultura y, en segundo, la de la pedagogía. Platón empuja a Nietzsche contra las cuerdas. Platón, como se verá en seguida, sometido a aquel régimen espartano, a puros pan y agua, gracias al cual Cohen y Natorp lo igualarán a Kant. La más interesante noción nueva del año 1905, en lo que hace a las publicadas, es, sin duda, la de que la cultura es «algo que hay que tomar totalmente», que es «una e indivisible» (I, 52). Unamuno se había ya adelantado a decir que con solos los ingenieros no se recuperaría España de su postración. Costa exigía escuela, dentro de la tradición institucionista. Ortega, también ahora dentro de la misma corriente, exige universidad: universidad en todas sus dimensiones y facultades, y no sólo en las téc30
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nicas ni sólo en la pedagógica. Su alemana fe de este momento —y de siempre ya en adelante— es que deben a la larga ir de la mano prosperidad y asiriología, especialización concienzuda y elevación de la escuela primaria. Alemania no atrae por ser la patria de Nietzsche ni por figurar económica y militarmente a la cabeza de Europa. Aparte de que la lengua alemana sea uno de esos dolores que el hombre español apasionado debe administrarse, Alemania es la universidad o, más bien, la prueba viva de que la indivisibilidad de la cultura fundamenta la potencia y la riqueza de una nación. 5 Crece mucho en 1906 el caudal de los artículos periodísticos de Ortega, aunque continúe viviendo sobre todo en Alemania. Es natural esta crecida, no sólo por la accesibilidad lógica de los Lunes de El Imparcial, cuyo director era su padre, sino porque la tarea de este español consciente y «veraz» más que «sincero»9 ha quedado fijada en principio: no sólo ennoblecer la propia vida con la más alta cultura sino educar al pueblo de su muerta nación. De los principios que acabamos de repasar se sigue, sin duda, que la tarea primera es refundar la vida de la universidad española (puesto que es patente que el sentido de la reforma o revolución que se necesita habrá de proceder de arriba abajo: de la élite al pueblo). Esta refundación no puede venir de cambiar algunas leyes en el Parlamento, sino de «volver del revés el concepto que tenemos del fin de la Universidad» (I, 68). Pero como la mística y moruna España ha tenido su mal localizado en su afán peculiar de trascendencia, habrá que focalizar la revolución cultural en este asunto. Si bien Ortega reconoce —verdadero hápax en sus textos juveniles— que España pudo haber sido en el primer Renacimiento y la Baja Edad Media «una Grecia cristiana», ahora ya este objetivo lo ha hecho la historia doblemente imposible. Primero, porque las posibilidades no se mantienen ahí estáticamente toda la vida. Al contrario, «las cosas no son, 9. La sinceridad es la voluntad realizada de decir lo que uno cree ya mismo, espontáneamente, sin más estudio, que es la verdad. La veracidad reprime este impulso más bien salvaje de sinceridad, porque cede a otro reflexivo: ponerse primero a buscar conscientemente la verdad, sea cual sea nuestro primer pensamiento acerca de ella. Esta distinción tan orteguiana —tan antiunamuniana— aparece en los textos publicados en I, 198, que datan de 1908. En 1910, «el orangután es el hombre sincero» (I, 365).
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devienen» (I, 63)10. Pero es que además la hora del cristianismo ha pasado. O, dicho con otras palabras: este devenir general no está mesiánicamente orientado, «no se puede meter en una casilla de ningún lugar teológico». Es, pues, preciso dar formalmente la batalla a la «moral religiosa» característica del pueblo de España, o nada se logrará. El fin religioso es «la exaltación en una vida trasmundana». Necesitamos, más y antes que nada, establecernos en una moral no religiosa sino «humana», cuyas virtudes nos consiguen el auténtico fin humano: «la vida más vida que se pueda vivir en el mundo» (I, 72, subrayado mío: imposible decir mejor lo que ahí se quería decir). No quiere decir esto que se pueda prescindir de la fe. Nietzsche no está del todo olvidado ni reprimido. Hay que reconocer que la fe es «un convencimiento más hondo que el intelectual», porque no es cosa sólo de la mente, sino «de los nervios y las entrañas» (I, 84). Aunque sea contradiciendo la definición de religión que se acaba de dar, al tomar en cuenta el papel capital de la fe (en el hombre, en el mundo, en el progreso inmanente de la historia mediante la impregnación del pueblo con la cultura de las élites universitarias —fórmula actual del progreso español, pero forma muy general, por analogía, de todo proceso histórico en cualquier lugar—), cabe hablar del «valor religioso» de todas las acciones del activista pedagógico, no sólo porque las hace con fe y para suscitar una nueva fe, sino porque expresan la seriedad infinita de su compromiso con el futuro del pueblo y de la humanidad. Hay un «terrible deber con el porvenir» (I, 88), que nos hace hombres de una nueva religión: la de los hombres que por vez primera en la historia carecen de fe estricta y propiamente religiosa11. 10. Ésta es una de las primeras marcas de historicismo radical que se puede leer en los artículos periodísticos de Ortega en su etapa primera en Alemania. En los siguientes meses leemos: «Nada que no sea viviente y orgánico puede interesarnos» (I, 93). Es interesante señalar estos pasajes, porque semejante convicción ha de competir en su ánimo con el idealismo neokantiano que justamente ahora, desde 1906 y hasta el contacto hondo con la fenomenología, predomina en la concepción orteguiana de la cultura. 11. En realidad, Ortega está así reinterpretando, en la estela de sus maestros marburgueses, la fe racional práctica de Kant. En II, 16 s., se lee la descripción más cálida del idealismo que encuentro en la juventud de Ortega: aquel «amor tan ferviente de la realidad, que adentramos ésta en nosotros, y en lo más íntimo quilificada, nos da un humor de quintaesencia que al correr de arteria en arteria y de vena en vena nos mueve a ver todo como divinamente adobado y nos hace sentir un aroma trascendente de las cosas». Del mismo modo que, mucho después, se hubo de sorprender tanto Ortega de que Husserl escribiera un texto conteniendo una filosofía de la historia, tuvo que admirarle inmensamente, hacia 1920, la noticia de que Cohen, en la ancianidad, había publicado una Religión de la razón a partir de las fuentes del judaísmo.
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Por cierto que esta global versión hacia el neokantismo permitió al joven Ortega aclarar ante sí mismo mejor que en los años pasados su concepción de la élite a la que irremediablemente se sabía pertenecer. Al combinar neokantismo con historicismo (neokantismo en lo ideal e historicismo en lo real), Ortega reconoce, cada vez más distante de la ortodoxia de Nietzsche, que el individuo «es tan sólo una abstracción» y, por consiguiente, «no ha existido nunca» (I, 87). Tampoco cabe que sólo existan los pueblos, en el lamentable concepto de ellos que ya conocemos. Pero menos aún existe ya «la humanidad» por encima o por debajo de los pueblos —por más que así sigamos hurgando en la herida de la crítica frontal a la unamuniana intrahistoria—. La humanidad es por el momento y para muchísimo tiempo tan sólo un ideal, aunque, desde luego, un ideal inmanente, un ideal en el sentido kantiano, quiero decir, neokantiano de la palabra. Queda entonces como «única realidad» «la nación» (I, 87), que deberemos entender como complejo y relación entre pueblo y élite. Ahora bien, el ideal dinamiza a las naciones, salvo en el caso de su muerte —y ahora mismo Ortega no podría insistir en que España como nación ha muerto, so pena de extinguirse teóricamente a sí mismo—12. La realidad pasada y presente es devenir histórico; al menos, la realidad de la nación (aunque sin duda vale lo mismo para la naturaleza, dada la preeminencia de las secuelas de Spencer en toda la filosofía de ella en aquel momento). Hay progreso cuando se puede hablar de origen y de fin ideal de un simple acontecer o proceder. La «moral humana», que es la demanda de ideal humanidad, constituye el criterio de este ascenso del presente hacia el futuro que es nuestro deber ayudar a parir. Se puede conceder aquí mucho a las expresiones contemporáneas de Unamuno, porque, en este preciso sentido no religioso, «lo que hoy constituye nuestros quehaceres diarios [la nación en su presente estado y en su orientación ideal, aunque pueda ser errónea] es la flor de lo que soñaron nuestros abuelos» (I, 87)13. Cabe, por cierto, que la cultura de una nación sea «ciencia romántica». La ciencia española, sobre la cual había abierto debate rotundo Menéndez Pelayo poco antes, aparte de ser más bien ciencia de algunos
12. Lo hará muy pronto, sin embargo, y en tonos terribles, en gran parte debidos a la guerra de 1909 y a los sucesos sangrientos que comportó en Barcelona. 13. De hecho, de este año 6 proceden las enseñanzas místicas de Rubín de Cendoya, la parte unamuniana de Ortega, que habló excepcionalmente de la «pedagogía suprema del paisaje» sentado en los bosques del Guadarrama (cf. I, 102). Luego llegará la hora de que Rubín cante su palinodia.
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españoles que ciencia española, es, si existe como tal, fundamentalmente romántica (y este adjetivo es terriblemente peyorativo en la pluma de Ortega)14. Una ciencia de este estilo no reconoce más futuro ideal que el retorno a cierto pasado, del que más bien se debe sospechar que nunca existió. Pero aun si el pasado se idealiza en futuro, el giro espiritual que esto supone (un «neo-» cualquiera, como, por ejemplo, neo-cristianismo) es una auténtica perversión de la comprensión justa de lo ideal. Lo ideal sólo puede ser legítimamente futuro nuevo, que nunca se dejó atrás en una decadencia que haya que invertir. Las naciones cultas y con verdadera ciencia no decaen y no miran al pasado. Y si decaen, jamás se recuperarán por este procedimiento de retorsión del sentido de la vida. Devenir por el procedimiento de negar el devenir es algo real e idealmente monstruoso. De otra parte, el artista que ha sido siempre Ortega, exquisito prosador, demasiado exquisito muchas veces, quizá, vacila entre darlo todo en la cultura a la ciencia15 o concederle enorme porción de ella al arte. Desde luego, esta segunda alternativa es un regreso bastante forzado a Schopenhauer, quien no puede ser puesto en la misma línea que un neokantiano marburgués sin que comience entre ambos la pelea. Tan es schopenhaueriano el instante de duda, que, por una vez no más, la jovialidad de Ortega cede el paso al reconocimiento de que el «corazón silencioso del UnoTodo» es «doliente»; a que la «suma realidad» es, pues, el dolor, y, por consiguiente, «todo arte tiene que ser trágico» (I, 98 s.)16. Es una tragedia liberadora, catártica, según el dictamen aristotélico, tan constantemente repetido que merece el título de puro lugar común de la Estética en todo tiempo. Pues el arte está «en el secreto de las energías humanas» (I, 93) y halla acceso hasta las «realidades perennes», para emplearlas no exactamente como ideales —ésta es la función reservada a la ciencia, cosa de razón— sino como «centros energéticos» en torno a los cuales, a modo de otros tantos soles de la vida, se condensa en órbitas relativamente ordenadas la vulgaridad sin sentido del detalle cotidiano de la existencia.
14. Cf. I, 123, donde el clasicismo es sencillamente Ormuz y el romanticismo sencillamente Arimán. 15. Aunque esta cita procede de los ensayos sobre Freud en el verano de 1911, conviene tenerla siempre en cuenta, al leer tantas veces la palabra «ciencia» en el joven Ortega: «El espíritu científico no se diferencia del vulgar en otra cosa que en que se pone como problema lo que parece más evidente» (I, 478). 16. Una buena razón es que la vida es ante todo faena de poda de ilusiones. Ortega no la menciona en el contexto directo del punto en discusión, pero este otro lugar que estoy citando (I, 107) es interesante como primer testigo de la condición dramática, por más que sea últimamente jovial, que ha de tenerse de la existencia si se adopta la perspectiva que fue la de Ortega en sus años de madurez y vejez.
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El puente entre ciencia y arte, aunque bastante artificioso a estas alturas de la meditación del filósofo —del periodista, más bien, por el momento—, está en que el propio idealismo no es sólo una doctrina sino también y primordialmente aquel «estado de ánimo en que la idealidad halla siempre amorosa resonancia» (I, 107). 6 1907 conoce el primer momento de calurosa cercanía a Unamuno en las publicaciones del joven Ortega. Incluso si alguna vez llama al profesor de Salamanca místico (cf. I, 114), lo alza por encima de todo romanticismo. Y Cervantes, cuyo Quijote comentó tan rotunda y prolijamente Unamuno en esta fecha, entra de lleno en el conjunto de los santos clásicos (cf. I, 126). Se justifica mi afirmación en cuanto se acude a leer lo muy nuevo que Ortega tiene que decir sobre el pueblo y sobre las «aristocracias»17, los dos elementos de la sociedad. Ahora la evolución ha sido tanta que se observa al denostado pueblo con «religioso temblor», «porque de allí ha de brotar todo lo nuevo por venir»; mientras que, en cambio, las aristocracias son sólo masas periféricas respecto del dentro popular; son incluso movedizas, «van y vienen sobre los mares étnicos» según el viento caprichoso que sopla (I, 113). En la misma página, que cuesta pensar que no pertenece a En torno al casticismo18, se describe más de cerca al pueblo como no sujeto a la moda, conservando su «alma sagrada milenaria» y, por lo mismo, sin perder jamás del todo «su virginidad». De donde claramente se deduce que las aristocracias efímeras y mal ancladas o nada ancladas en el pueblo son, además de la espuma, el ruido y la furia de la historia, las responsables de las desgracias que sufre el pueblo calladamente y que nunca lo contaminan hasta el fondo y nunca lo matan. Y si Unamuno ha sido muchos años socialista por libre, Ortega también lo será desde ahora, una vez que no le es preciso despreciar al pueblo sino, más bien, al contrario, temer a las aristocracias que lo guían mal. «El liberalismo actual tiene que ser socialismo» (I, 114). La conciencia de haber cambiado de lado, de perspectiva, es tanta como para escribir que encuentra en la historia contemporánea suya sólo 17. El término se documenta por primera vez en I, 113. 18. Incluso se identifica al pueblo como «lo castizo en cada casta» (I, 113), por si el imposible de que algún lector se despiste respecto de la influencia que ha rescatado a Ortega a la valoración positiva, incluso demasiado positiva, de lo popular.
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dos intenciones ideales, o sea, sólo dos objetivos culturales vigentes, y que el fomento del «sobrehombre» —así traducía siempre Unamuno— queda «de la otra banda» que él y que su maestro, que aspiran a la «institución del socialismo» (I, 117). Igual que su inspirador, Ortega reconoce que ante el problema «innumerable» (I, 112) que es la vida se reacciona de modo tan variado en virtud del «carácter individual», que ha sido suscitado por «el medio»19. Los moldes en los que vierte la reacción se llaman «costumbres», y las leyes sociales no se limitan a sancionar las costumbres de una casta o pueblo, sino que siempre, bajo la influencia de las aristocracias, resultan de casar la costumbre con algún ideal. La consecuencia no puede ser otra sino que, además de intervenir civilizatoriamente sobre el medio para hacerlo más fecundo en posibilidades, la reforma que la política tiene que proponerse consistirá en el replanteamiento de los ideales, en su pedagogía y en lograr, por fin, que las leyes cordialmente aceptadas por el pueblo estén dirigidas al ideal «clásico» o «liberal», que, hoy por hoy, es en 1907 el ideal socialista. De aquí se deduce también que una aristocracia que no esté destinada a pasar como un turbión que no cala y no mejora, necesita lo primero de todo, al haberse separado del pueblo, un «sexto sentido», que describe Ortega, volviendo a la desagradable metáfora animal para el pueblo, como el «histórico tentáculo» que, eso sí, muy respetuosamente, palpa la intrahistoria del pueblo y distingue (arte, decíamos en 1906) de qué medios habrá de valerse el educador para acercar al pueblo al lejano ideal común de la Humanidad —que sigue siendo la ciencia, directamente identificada con la virtud20. De la otra banda de Nietzsche, nadie como Sócrates. Y, en efecto, bien aleccionado por los marburgueses, Ortega sitúa en el diálogo de Sócrates el nacimiento del clasicismo, o sea, del «sentido íntimo de la cultura» (I, 119). Apenas un año después de haberse inclinado tanto a Schopen-
19. Hoy parece que, al menos superficialmente, el nazismo ha vacunado a la cultura contra ciertos riesgos —el llamado darwinismo social— que estaban tan presentes en estos años como para que, por ejemplo, Ortega se detenga en 1909 a analizar con crítica prudente, demasiado prudente, la doctrina racista de Gobineau. No es ésta caso único en la literatura española de la época. Cf. I, 236. 20. Todo esto se encuentra en las pletóricas páginas I, 112-115, que corresponden a un artículo en El Imparcial del mes de octubre. Este texto —no hará falta subrayarlo demasiado— plantea no sólo «el problema entero de la historia como ciencia», cuya solución ha sido encomendada por la historia misma al siglo que comienza (I, 118); sino, en lo que hace a la biografía de Ortega, la primera página en la que comparece in nuce la razón vital, al unísono con la razón histórica.
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hauer, el escritor abomina de la literatura como hogar del clasicismo. El arte debería ser tan virgen como el pueblo —otra vez Unamuno— pero, desgraciadamente, casi en exclusiva pertenece a la aristocracia, o sea, está contaminado de reflexión pero no de ciencia socrática. Luego, necesariamente, de reflexión de segunda mano y sumamente sospechosa. ¡Ay, el periodismo! No han pasado dos meses y ya está Ortega oponiendo lo que acababa de reconciliar: el clasicismo es lo opuesto al casticismo (cf. I, 124). De paso, lo moruno, demasiado étnico, queda reemplazado por lo asiático, demasiado antisemita; pues el «asiatismo» —que tampoco es lo mediterráneo— consiste, nada más y nada menos, que en «la propensión a materializar las cosas». Para remate de tantos males —que hubieran merecido más polémica de la parte de, por ejemplo, Ramiro de Maeztu—, el individuo, cuyo carácter acaba de sernos muy justamente exaltado dentro del subrayado de lo intrahistórico en su compleja relación con lo histórico, de nuevo es objeto de reniego. Un reniego duro y serio, que puede tomarse como la primera consecuencia sacada por el propio Ortega de lo que signifique esto que acaba de descubrir y que aún no llama «razón vital». En efecto, el dominio de la historia es ahora ya una especie de asfixia y el único motivo auténtico de pesimismo, ya que «lo que ha sido», por el mero hecho de haber sido, «renuncia a ser lo mejor», de modo que la «amargura suprema» del hombre no es otra que «haber nacido ya» (I, 125). Se hace, pues, inevitable el desprecio de algo así como un posible valor infinito del individuo (de hecho, se pone a Kant nada menos que de antepasado de Nietzsche). Sería este pensamiento asiatismo materialista21, no arianismo idealista. En efecto, «las virtudes políticas son las más ciertas», las «primarias»22. 21. Y romanticismo y mística, por supuesto, y unamunismo —aunque sólo se quiere hablar de Rousseau explícitamente—. Es tal la influencia lamentable de Unamuno en la aristocracia española que se está ahora formando, que ya se necesita un redentor de la emoción romántica, la cual consiste en «querer afirmar algo histórico como definitivo», por ejemplo, el propio yo (I, 126). La «emoción clásica» es la lucha por mejorarse, lo que implica creer que el sobrehombre, y no yo, es el sentido del hombre porque es «la mejora del hombre» (ibid.). De nuevo es una grave contradicción, inducida seguramente por las necesidades tácticas, decir al muy poco tiempo que «las ideas políticas de Unamuno son exactamente las mismas que trato de defender». No basta con decir que debe tenerse a la metafísica de Unamuno por una «anécdota». Si ésta fuera una relación posible entre la ciencia y la política, adiós toda la ideología fundamental del joven Ortega. Cf. I, 217 y 221. 22. El desaforado utopismo de este Ortega encuentra una afortunadísima expresión en esta desafortunadísima frase, que no escribió sólo una vez: «La justicia política es la matemática de la caridad» (I, 212).
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Mala suerte del periodismo, mala suerte con la distancia física entre Salamanca y Madrid —aunque ella haya permitido a cada cual, a Ortega y a este maestro del que reniega y al que confiesa alterna y apasionadamente, hacer su obra sin trabarse en exceso. 7 Ortega ha alcanzado la perspectiva que le será propia hasta la revelación de la filosofía fenomenológica23. En algunos puntos cruciales, ha llegado a convicciones que nada será capaz de desarraigar. Es ya el momento de las cátedras, la fundación de alguna revista y la familia. La lucha por la comprensión socialista del liberalismo está en su apogeo. El enemigo más visible es la putrefacta superstición que domina la inercia de las aristocracias españolas muerta ya desde la Reforma. La democracia es «producto y fórmula» de la «moral autonómica», así que es excusado decir que un obispo católico ha de combatirla. Es curioso que en Ortega no haya hecho siquiera alguna mella el hecho clamoroso de la buena salud del cristianismo en Europa. Es verdad que Pío X no era el mejor de los estímulos para volver a comprender el catolicismo; pero también era verdad que las facultades de teología católica estaban en todos sitios dentro de la universidad que tanto admiraba. El lema de esta lucha sin cuartel en España24, incluyendo a Unamuno más bien del lado de los adversarios, es claro y cierra el escrito programático que abre la historia breve de la revista Faro: «No es ya para nosotros la historia el proceso de encarnación de una fe escatológica, sino el engrandecimiento de la cultura y la aproximación infinita a una imagen de humanidad virtuosa y sabia» (I, 161)25. Dejémonos de virginidad popular y de pensar que de esa materia se han de educir todas las formas. El «ideal moral» sólo lo define la «ciencia
23. Es interesante observar que la misma concepción de la cultura que vemos ahora en plenitud exige del joven estudioso una confianza extraordinaria en los sucesivos avatares de la filosofía universitaria alemana, por encima de su desilusión respecto de la eficacia de la política de los alemanes, que no ocultaba ya en absoluto su tendencia a la violencia colonialista y a la expansión del propio poderío por Europa. Ortega estaba literalmente obligado a prestar máxima atención a aquello nuevo que se destacara de verdad en la filosofía de la universidad alemana. 24. La historia de España es una «lepra». Por largo contacto con ella, ya está a punto de enfermar hasta el último aristócrata de la nación. Cf. I, 211. 25. Otros lugares de la obra publicada en 1908: «El poder educador de las religiones ha cumplido su tiempo» (I, 211); «las religiones, como sustancias trasferibles y expansivas, han fenecido para siempre» (I, 224) —y su resto es ya mero asunto privado sin la menor relevancia de iure en la vida política.
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moral»; en esto es funesta la intervención de la mayoría —luego sobrante el sexto sentido, el tentáculo histórico transido de religioso respeto— (I, 150). El modo en que el pueblo es la materia de la cultura se ve reducido de nuevo a plena pasividad, porque la marca de lo popular es otra vez la «inconsciencia», y nada está más alejado de la idea de la razón que ella26. Puesto que las virtudes públicas pasan por delante de las del individuo, la lucha de Ortega se extiende a cuantos no hacen política liberal y socialista, por ejemplo, Schopenhauer, en quien se ve ahora un peligrosísimo mistagogo: era «un mal hombre», por consiguiente, «un mal filósofo», o sea, «un gran sofista» o, lo que es equivalente, «un gran literato» (I, 164). Ni la sensibilidad, ni el sentimiento, ni el concepto abstracto: sólo la idea de la razón es «el hilo de Ariadna» que «guía por las tierras irreales» (I, 149). Europa, o sea, Sócrates, Platón, Kant y Hegel —se agregará pronto Descartes—. Todo lo demás es banderismo y cabilismo (se recordará que Unamuno vuelve a ser tildado de morabito). Europa es la ciencia, solidaria de la ciencia ética; la verdad, lo que no vemos. Si ya ahora habla enfáticamente Ortega de cómo el español ha de salvarse en las cosas (el mundo, la historia), no se pierda de vista que la cosa auténtica es la fórmula científica de ella. Tal es el mérito de la filosofía que ha hecho Ortega con entusiasmo que se diría ilimitado. La Meditación Segunda de Descartes, donde el pedazo de cera que acercamos a un foco de calor y luz, no conserva de sí mismo en este proceso más que lo que el entendimiento, o sea, la ciencia, piensa en él —y continúa siendo el mismo incluso para los ojos—, es un documento tan poderoso que por él cobra plena vigencia el platonismo de Cusa y de la Academia florentina, dos siglos antes. Ahí nace —renaciendo tan sólo del abrazo terrible de Aristóteles y los asiáticos—27 la ciencia europea, el arma del futuro y del humanismo socialista28. 26. Llama la atención cómo ha sido absorbido Ortega por el neokantismo, hasta el punto de olvidar que precisamente el, como él lo llama, Fundamento de la metafísica de las costumbres, escrito por Kant, empieza por la alabanza filosófica del buen sentido del pueblo en asuntos de ética —tenga el sentido que tenga en asuntos de moral—. Y la ética, en su plenitud, no es otra cosa que esta metafísica: es la ciencia moral misma. 27. A Aristóteles se le rescata, griego de pura cepa al fin, por su teleologismo, que comparte el casi feroz idealismo social del joven Ortega. Cf. I, 201. En I, 223, polemizando en Faro con Maeztu, llega a esta hipérbole espectacular, que yo creo sincerísima y veracísima: «El materialismo religioso ha raído de nuestras entrañas étnicas todas las aspiraciones nobles». Se sienten escalofríos al pensar en cómo este ambiente «ideal» se tradujo en persecuciones pavorosas y en contra-persecuciones pavorosas. Más nos hubiera valido a los españoles que Unamuno hubiera ocupado el lugar central de referencia de nuestra cultura en el primer tercio del siglo XX. 28. Ya en 1909 (I, 246) ha encontrado Ortega una espléndida fórmula, que dejará de ser racionalista cuando se relea en contexto fenomenológico: «Las ideas son más reales
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Los «escogidos» pretendemos ser «no pueblo», como cierto profeta llamó a su hijo (I, 195, 188). Porque el pueblo no piensa —y es claro que sus sueños, tan estimados por Unamuno, no conducen a ninguna parte—29. Hasta tal punto esta teoría «sinceramente modesta» (así lo tiene que asegurar a su enardecido lector Ortega en I, 190) quiere consecuencia, que el mismo Cervantes, como se lee en una de las más desafortunadas frases de la juventud de Ortega, por haber amado demasiado, «se quedó en Francisco» (I, 192)30. Su tiempo justificó a san Francisco, pero el suyo ya no a Cervantes. ¡Demos El Quijote a cambio de los Principia philosophiae! Y si se nos pregunta por qué este vincular lo que para nosotros está alejadísimo (liberalismo y socialismo), la respuesta de Ortega es clara: el ideal de la libertad es, como ahora sabemos, el ideal de la ciencia. Lo moral es precisamente «lo que no es instintivo» (I, 222). De aquí que la política liberal vaya cambiando necesariamente al ritmo del progreso histórico que ella misma, como política del clasicismo, suscita. Es revolución constante, afán constante. Si se quiere, reforma; pero teniendo en cuenta que el ideal de tal política tiende a corregir las mismas Constituciones que otros liberalismos edificaron tiempo atrás. Y no sólo en el sentido que está habitualmente previsto en la misma Constitución. Al revés: lo que a la política liberal de verdad le interesa es el cambio cultural que precisamente no prevé en sus mecanismos de reforma la Constitución vigente. Reservemos, sin embargo, un espacio propio para el primer momento en que nos parece que Ortega se levanta al nivel supremo de su prosa y de su concepto: los textos excepcionales de junio de 1908 publicados en El Imparcial (dos artículos sobre la novela de Fogazzaro, El Santo) y Faro, que, por desdicha, sólo precedieron tres meses al peor momento, ya relatado, de la polémica con Unamuno.
que las piedras, ya que tocar las cosas no es al cabo sino una manera de pensarlas». En junio de 1906, recién convertido al idealismo, ya había escrito que sólo dentro de la fantasía son las cosas «reales y verdaderas» (II, 16). 29. No sólo no piensa: es que ni siquiera quiere, sino que se limita a necesitar; «y lo que necesita no lo sabe él» (I, 209). 30. No llegó a Cartesio, a Cartesius, como escribe alguna vez, con una pedantería de difícil digestión, Ortega. Unamuno atacó con aquello de que él prefería tener de antecedente intrahistórico a san Juan de la Cruz que a Descartes, cuya duda, dejándose llevar luego de la ira, calificó de alcahuetería. Dio con esto en el centro vivo de la propuesta de Ortega, y de ahí el peor momento de las relaciones entre ambos socialismos tan diferentes en estos años. Cf. I, 256 ss., de fines de 1909.
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8 La meditación sobre la novela de Fogazzaro hace por un momento a Ortega sentirse al lado mismo de los modernistas católicos, que se hallaban en trance de ser duramente reprimidos por la versión de la ortodoxia propia de Pío X. «¿No podríamos nosotros ser también algún día católicos?» (II, 19). No importa que vele su voz el autor parcialmente detrás de la de Rubín de Cendoya, quien, a fin de cuentas, es su alter ego unamuniano. Ortega diferencia dos brazos en el movimiento modernista, a los que llama, respectiva y muy apropiadamente, origenismo y franciscanismo. El primero es la versión católica del ejercicio de la «virtud moderna de la veracidad», o sea, «el deber de la ciencia»; el segundo, el ejercicio de la otra virtud esencialmente moderna: la «virtud política», o sea y en concreto, «el socialismo» (II, 21). Si un cristiano se empeña en ser origenista y franciscano a la altura de los tiempos, Ortega no puede sino identificarse con él, salvedad hecha de que a Ortega le falta el centro impulsor del cristiano, es decir, la fe religiosa31. En definitiva, «una Iglesia católica amplia y salubre, que acertara a superar la cruda antinomia entre el dogmatismo teológico y la ciencia, nos parecería la más potente institución de cultura..., la gran máquina de educación del género humano» (II, 20). El pesar de Ortega es análogo al del ciego respecto de los videntes, porque consiste en echar de menos el «sentido religioso», o sea, el órgano de conocimiento por el que se accede al «mundo de lo religioso» (ibid.). Y no es que no se sepa nada de tal mundo: Ortega se encuentra en sus bordes y lo describe como por su sombra. Lo capital en él no es un determinado sector de cosas, sino que todas ellas llevan, además de su vida cotidiana y de primer plano, «otra vida de segundo plano», que Ortega llama el «latir divino» —y que recuerda ya mucho a la bien conocida «poderosidad de lo real» a la que se refiere luego Xavier Zubiri al afrontar la que él denomina religación del ser del hombre—. También aquí Ortega está hablando de la religación, aunque no, desde luego, con esa palabra que, de todos modos, usa en otro momento (religare), según hago constar. Habla de una religación que no llega a religión, podría comentar cualquier discípulo de su discípulo. Porque admite excepcionalmente algo que expresamente niega en los momentos de exaltación idealista neokantiana, a saber: que aunque lleguemos a la última deter31. «Me produce enorme pesar sentirme excluido de la participación en ese mundo» (II, 20).
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minación científica de la cosa individual, «la ciencia acaba sin acabar con la cosa», y el restante «núcleo trascientífico de las cosas es su religiosidad» (ibid.). Aquí deja el alumno la palabra a Cendoya: sin emoción religiosa, sin empleo del sentido religioso, no nace realmente la cultura, porque sólo restarían dos hogares imposibles para ella: la mera curiosidad y la mera necesidad, demasiado liviana la una y demasiado pesante la otra. No que la cultura sea la religión, sino que nace de ella; y no la suplanta o asimila al final de su proceso porque éste es infinito. Si en la cultura se trata de solucionar «el problema del mundo», los modernistas tienen razón en que jamás lo tendremos del todo resuelto; y llevan también razón en que sólo acometemos una tarea así, imposible de satisfacer plenamente, cuando no somos impíamente frívolos sino religiosamente serios. Para esta seriedad podemos regresar a la palabra «respeto», pero mejor es pensar en «ardor interior» (II, 24), en que de veras necesitamos algo más que pan y techo, en que el infinito problema de la vida gravita sobre nosotros, o brota de nosotros, con seriedad infinita y, por ello mismo, ardiente. Veamos, pues. Sentimos la inmensidad enigmática del mundo y de la vida. Rechazamos dos actitudes vergonzosas: la fe del carbonero y el escepticismo de su colega carbonero. No podríamos todavía decir que el problema de la Totalidad es infinito e irresoluble. Aguardamos con valentía y pasamos a la acción, a la ciencia como deber (Ortega, como Husserl y cualquier alemán, no llamaba «ciencia» sólo a la matemática y la física, sino, preferentemente, a la moral y la lógica y a la reflexión meta-física o trascendental sobre ellas). Entramos en la ciencia, pues, por religioso respeto y religiosa audacia, y así es como permanecemos en la tarea de la investigación sin desfallecer. Naturalmente, dos columnas de El Imparcial no dan como para descifrar del todo a qué llama Ortega el latir divino de las cosas o en las cosas. La consistencia del idealismo sólo nos diría que el sistema dista siempre mucho de estar clausurado y, por tanto, el conocimiento de una cosa, que pende del conocimiento de todas las demás, se encuentra incompleto mientras no se conozcan todas las realidades exhaustiva, sistemáticamente. Pero si esto fuera todo, no nos explicamos el pesar peculiar que ha experimentado Ortega al sentir qué vive y de qué vive el santo modernista. Si continúa Ortega hablando de lo cultural como superfluo (¡y lo hace justamente cuando cita la palabra evangélica acerca de cómo el hombre no vive sólo de pan!), de la cultura como actividad suntuaria, lujo y fantasía (son demasiadas las ocasiones en que reemplaza «razón», a la 42
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kantiana, por «fantasía», a la nietzscheana, aunque quizá pensando en Fichte), entonces, en efecto, entendemos que resiste a la desesperación, al ateísmo y a la (mala) fe con valentía inspirada por un hálito de trascendencia; pero que en seguida, ya en el ámbito de la «cultura», una vez que la fuerza para trascender de la «mera natura» no se necesita, Ortega abandona el poco de sentido religioso, de emoción religiosa, que había experimentado. Yo no emplearía las palabras como él. Prefiero hablar, sin más, del deber de la ciencia; pero luego, sólo una vez que se toma la actitud radical de obedecerlo, me atrevería a hablar de lo religioso en relación con la precariedad nada satisfactoria de la existencia entera y de la historia entera. Haga lo que haga la ciencia con la naturaleza y la cultura misma, la cuestión está en si nos basta la inmanencia o si no ocurre, más bien, que algo en el centro mismo de nosotros nos impide adaptarnos sin quiebras ni resistencias irreductibles a que sólo la inmanencia, la finitud, existen. Obrando así, repito casi en sus mismos términos la protesta contemporánea de Unamuno: aquel su gran argumento que refuta para siempre a Nietzsche como un hombre que no supo elevarse a querer lo excesivo. Pero es que Ortega encuentra que el yo es una «terrible cosa», que a él le interesa muy raras veces, y ésas, a condición de que no se trate de su propio yo sino de alguno ajeno (II, 27). Una especie de broma amarga, de desdén fuera de lugar, pero que, muy en el estilo del neohegelianismo de Natorp, se corresponde muy bien con la tesis de que «la verdad sólo puede existir bajo la figura de un sistema». Cuando precisamente Kierkegaard, plenamente consciente de lo que esta afirmación significa, responde que sólo la subjetividad, sólo la apropiación infinita, es la verdad...
9 En setiembre, la rudeza de la polémica contra Unamuno nos conduce hacia atrás y los matices de cercanía al modernismo o al protestantismo se borran. En octubre, como en la resaca de la batalla (aunque con un paréntesis extraño hasta febrero), Ortega evoca a Renan, el precursor de modernistas, para no pensar más, quizá, en la obsesión de su relación extraña con Unamuno. Como anticipé arriba, la serie de los textos sobre el ensayista francés es la primera larga declaración de Ortega en materia de filosofía primera, con gérmenes y aspectos de originalidad. Esta situación de incipiente madurez, si así se puede decir, está pidiendo una filosofía de la que Ortega no dispone, y quién sabe si en esto estribará la razón del regreso a Alemania del año 11. 43
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El tono con el que se abren los ensayos dedicados a Renan es el mismo del sinsabor habido con Unamuno: Newton es un genio y santa Teresa de Ávila no lo es, porque Newton entregó a la humanidad un «nuevo pedazo de universo», y no santa Teresa, y Ortega no concibe que puedan «interesar más los hombres que las ideas, las personas que las cosas». La persona Newton se deja a un lado; la persona santa Teresa lo sería, por lo visto, todo, para el interesado en su obra. Las cosas coinciden con las verdades objetivas —ya sabemos que, en todo caso, al no satisfacerse plenamente nunca la sistematicidad, hay una mínima grieta, siquiera, entre una cosa y una verdad compleja ya sabida por nosotros—. No hay otra originalidad que la de producir una cosa, o sea, revelar, en la forma de descubrir, una verdad objetiva. Lo subjetivo es «error»; entre lo verdadero y lo subjetivo la relación es de contradicción; Dios es «el ser sin intimidad», y la intimidad nos es a nosotros, en cambio, un «don angustioso», que nos lastra en el camino de salvación de las cosas, las verdades, las idealidades asubjetivas (II, 31-33). Debido a este lastre, es imposible que nos dediquemos tan sólo a la Imitación de las Cosas: necesitamos también de la Imitación de los Sujetos (II, 35), pese al riesgo terrible que comporta de romanticismo, de ligadura a lo irracional y oscuro, a la fe de toda índole sospechosa. En la pedagogía de la Imitación de las Cosas, es esencial ver dos grandes verdades: que no se trata de promover el seguimiento de las cosas en su inmediatez sensible32; y que el ejercicio de la valiente veracidad con las cosas sensibles nos llevará al descubrimiento de las verdaderas cosas, o sea, de las verdaderas leyes, aunque éstas no tengan necesariamente que ser «físico-matemáticas» (II, 34). Este segundo punto nos desconcierta. El primero es perfectamente neokantiano; pero el otro es ya fenomenológico antes de cualquier conocimiento real de la fenomenología. En él se habla —¿de qué si no?— de un a priori no analítico, que podría aún entenderse kantianamente si no fuera porque la influencia masiva de Cohen y Natorp lo hacen del todo improbable. ¿Quizá es que Ortega reflexiona con audacia sobre lo que él mismo lleva tiempo practicando, y comprende que hay infinidad de verdades esenciales y, por lo mismo, generales, que no son ecuaciones algebraicas? No parece exagerado decir que de nuevo apunta en este gesto filosófico la búsqueda de algo más nutricio que el idealismo marburgués. Pero el núcleo teórico de los ensayos sobre Renan está en otro lugar, en un cierto topos intermedio cuyo realce permite a Ortega sistematizar 32. Hay que «vencer la concupiscencia del propio corazón, que se complace tardeando sobre la apariencia de las cosas» (II, 36).
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por fin, aunque sea de manera provisional, la razón de sus vacilaciones constantes. Este centro nuevo es la propuesta de una teoría sobre lo verosímil, especie de terreno entre la apariencia sensible y la verdad objetiva. No lo probable, porque esto es tan sólo la verdad antes de recibir todo su peso de certeza. He aquí que las cosas reales admiten una pluralidad de visiones, de perspectivas, de interpretaciones, de caminos de pensamiento. El primero, que sepamos, es la simple sensibilidad, que nos da apariencias (pero nosotros, otra vez anticipando temas capitales de la fenomenología, estamos hablando de cosas reales justamente para referirnos a eso primordialmente dado que pensamos luego por métodos tan diferentes como tocarlo, geometrizarlo, mitificarlo, etc.; y no decimos qué relación fundamental con las cosas tenemos, gracias a la cual se llaman éstas reales hagamos luego lo que hagamos con ellas además). Los otros caminos que podemos tomar los hombres para pensar las cosas reales son la ciencia, matemática o no, que nos producirá las Cosas o Ideas partiendo de las «cosas reales» —no sé cómo se podrían llamar las Cosas en la visión científica no algebraica de ellas; serían las Esencias de los fenomenólogos—; y, en tercer o cuarto lugar, el arte y la religión, la poesía y el mito. ¡Por fin una teoría del arte y la religión, así, juntos, que ya no permite ensalzar al arte y condenar la religión, ni equiparar arte con filosofía y ciencia y dejar a la religión el pasado que ya murió! Hay certeza en el arte y en la religión, pero ni sensible ni intelectual, sino sentimental. Tiene en común con la sensible que es una «simple revelación [...] no susceptible de análisis», en vez de proceder inductiva, abstractiva y discursivamente. La sensación, en cambio, no es una revelación sentimental. Pero lo que sobre todo diferencia a la certeza «de distinto origen» que es la propia del arte y de la religión son estos dos rasgos: 1) que su medio es la interpretación metafórica; 2) que su objeto es la esfera particular de lo verosímil33. Resumamos y destaquemos los puntos inestables. Se nos abre pasivamente, en primer lugar, el mundo de las cosas reales. No tenemos nada que decir todavía sobre esta apertura pasiva, fundamental para las nociones de realidad, mundo y vida. Es la fenomenología la que trabajará este campo. Ortega está inconscientemente en su búsqueda.
33. Para todo esto, II, 39-41.
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Para él, tocar y ver, o sea, sentir, es ya pensar; como lo son la metaforización y la abstracción científica (aun antes de separar las ciencias en físico-matemáticas y esas otras, innominadas, que parecen ya corresponder oscuramente a los saberes aprióricos materiales de la fenomenología naciente contemporánea, pero que históricamente se deberán más bien a la atención que prestara el discípulo de Marburgo al neokantismo de Friburgo). Si la misma apertura inmediata y pasiva sobre el mundo es ya pensar (sensación pensante, inteligencia sintiente), subrayo de nuevo que Ortega continúa en la red especial del neokantismo y que necesita de un descenso teórico-práctico a la pura pasividad primordial. A no ser que esté decidido a interpretar cualquier pasividad de esa índole como ya cultura e historia, a la manera de Dilthey y conforme a las múltiples insinuaciones que en esta dirección hemos hallado desde los primeros ensayos de nuestro filósofo. Consideremos, pues, a la sensación ya una interpretación. La dificultad está en que, en este caso, no tenemos derecho a clamar a favor de la realidad de las cosas sensibles ni más ni menos que como lo hacemos a favor de la realidad de las cosas objetivas de la ciencia. Y seguramente deberíamos admitir que también son reales en el mismo sentido las cosas verosímiles del arte y la religión. Como Ortega dice, «el encanto que los mitos tienen para nosotros nace de que sabemos que no son verdad» (II, 40); pero lo característico de los «mitos» —las creaciones del arte y las revelaciones de la religión— es justamente lo contrario de constituir el terreno de lo verosímil. En su origen, los dioses son lo más real de lo real o no son nada. Es únicamente para nosotros y ahora, después de mucha cultura y de mucho tiempo, cuando, refinadamente (nosotros, los kompsóteroi, los aristócratas de la cultura, que dice tantas veces Platón cuando quienes hablan son los sofistas), descubrimos la metáfora frente al concepto y la idea y la sensación, y la verosimilitud frente a la apariencia, la evidencia científica y la probabilidad. Páginas y semanas adelante, pero todavía dentro del ámbito Renan, Ortega escribe que «arte es simbolización», y al final de 1911, en la serie de ensayos Zuloaga, ofrece una descripción de lo que significa símbolo. Por cierto que en la serie de artículos Adán en el Paraíso, del verano de 1910, Ortega acuña un término para la primordial operación de tomar contacto con las aquí, en Renan, llamadas cosas reales: percatarse (II, 64). El resultado filosófico conjunto —¿qué nos importa atraer a nosotros los meses que pasaron entre Renan y Adán?— es: sobre el ámbito 46
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de la percatación, definida como el «meramente darse cuenta de que ante nosotros se presenta algo»34, son posibles al menos tres interpretaciones, una de las cuales pasa por no reflexiva y hasta por no interpretativa. Ésta que así se suele tomar es la sensación. Si decimos de ella que ya es un modo del pensamiento, seguramente se debe a lo que Ortega conoce de Descartes a través de los neokantianos: la sensación es un entender oscuro, lleno de problemas y de incógnitas, y precisamente por eso no nos termina de satisfacer y nos llama imperiosamente a la exactitud de los conceptos y las leyes de la físico-matemática. Si la sensación no fuera interpretativa —parece decirnos Ortega, de acuerdo con sus maestros—, no iniciaría tan naturalmente como lo hace el camino de la pregunta científica. La sensación, llegado cierto punto de su desarrollo, comprende su estar detenida en lo vago pero determinable con precisión. No se conforma consigo misma; empieza a hablar de que se ha detenido en la apariencia de las cosas y no ha logrado el acceso a su auténtica realidad, o sea, a la realidad objetiva, asubjetiva, ideal. Pero esta subida (epagogé, inductio) tan «natural» del sentir al entender no debe olvidar que, además de Platón, han existido en el mundo, y antes que Grecia naciera, los creadores de mitos: los verdaderos poetas en el sentido etimológico de la palabra, que le han fabricado al hombre, según Ortega, la realidad de las cosas divinas, el «latir divino» y la vida de segundo plano de todas las cosas. (¿Qué nos importa atraer a nosotros los meses que pasaron entre Fogazzaro y Renan? ¡Leamos las obras en su continuidad evolutiva!). ¿De dónde nace la necesidad de metáfora, de símbolo? Porque si la explicación del origen del arte ha de ser la misma que la del origen de la religión (Renan), también la religión, no sólo el arte, será simbolización (Renan y Zuloaga). ¿Nace esta necesidad de la percatación o nace de la sensación? Desgraciadamente, el joven Ortega, que está notando que se va del neokantismo y no sabe a dónde, no estudia ante nosotros ni la percatación ni la sensación, con lo que no podemos responder por él más que arriesgándonos demasiado. Tan sólo nos indica —cosas un poco anticuadas ya para nosotros— que el objeto de la percatación debería llamarse más bien problema que cosa (II, 64); mientras que el sentir y
34. Un poco extraña, pero, con todo, estupenda traducción de lo que Brentano denominaba Vorstellung, o sea, presentación, que suele verterse al español, por influencia de la tradición kantiana, con el perturbador representación, cuando lo que Brentano quiere precisamente excluir es cualquier carácter reflexivo, cualquier interpretación que suponga un re-presentar. ¿Cuándo conoció Ortega los textos capitales de la Psicología de Brentano?
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la ciencia son ya saberes, o sea, formas del «darse cuenta» no de un problema sino de una cosa (ibid.). Echemos aquí mano de lo que Ortega mismo consideraba centro teórico de los ensayos Adán: la teoría del ser. Sólo que esta teoría es neokantiana radicalmente, o sea, ya también un poco vieja para el lugar donde vamos situándonos. El ser de las cosas todas (entendamos que también de los problemas todos, puesto que éstos no son sino los inciertos embriones de las cosas y de los dioses)35 se llama vida (II, 66); pero la vida, del modo menos vitalista que se pueda imaginar, se define como puras relaciones (ibid.). Y las relaciones son ideas (ibid.). Antes de lanzar nuestras críticas, aprovechemos lo mejor de esta audacia orteguiana: si ser es ser-en-relación, hasta el oscuro problema inicial, la pre-cosa, se relaciona con otros problemas (o con otras cosas) en la misma medida en que es. Así, la percatación no puede ensimismarse en su presente, en nada atómico: tiene que pasar a otros problemas o a otras cosas, porque todo lo que es se relaciona, o sea, remite, o sea, significa. No es Ortega quien universaliza así el término signo, pero nos autorizan plenamente a hacerlo sus palabras. Hasta deberíamos decir que este pasar signitivo es el tiempo mismo, o, al menos, un fenómeno temporal sumamente primitivo. Todo conocedor sabe que nos movemos al lado mismo de Zubiri maduro; pero es que Zubiri fue mucho más discípulo en lo profundo de Ortega que como tiende a saberse hoy. Dejemos esto al margen. Este paso o sentido en que consiste todo lo que es36 no sólo termina por sacar de la percatación saber, cosas, sino también símbolos, dioses. 35. Bellamente, se ha de decir que el hombre es «el problema de la vida» (II, 65), o sea, el punto en que la vida se percata por vez primera de sí misma; lo cual no quiere decir que el hombre no viva y no sea, sino, más bien, que también los problemas, el problema, vive y es, aunque sea difícil decir cuál es su nexo de relaciones, dado que no debería coincidir del todo con el que forman las cosas. 36. «La esencia de cada cosa se resuelve en puras relaciones» (II, 66). En Renan, la expresión es mucho más vigorosa y, en rigor, no pertenece exactamente a la misma teoría (¡ay, el periodismo!): «Cada cosa viva aspira a ser todas las demás» (II, 41). Supongamos que este conatus superessendi a la pleonexía es complementario del mero carácter vaga y generalmente relacional de cualquier ser. En Renan se dice, en efecto, que «vivir es crecer ilimitadamente; cada vida es un ensayo de expansión hasta el infinito» (ibid.), y se sugiere traducir pleonexía por aumento y por henchimiento (los sofistas del ámbito de Calicles decían que éste tener más —que los otros, los débiles, los muchos— es el derecho de la superior vitalidad de los fuertes, y ya se sabe el entusiasmo de Nietzsche por semejante concepción de la vida, del ser, del valor y del derecho). Todo esto es mucho más que lo que implica decir, sencillamente, con la imagen del biológico metabolismo, que «vida es cambio de sustancias» (II, 75, o sea, Adán de nuevo, y no Renan: dos teorías distintas del ser, que deseo hacer complementarias para poder seguir a Ortega casi más lejos de lo que cabe).
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El sentido esencial a todo, cuando se refleja en la forma hiperrelacional de la vida que es la subjetividad del hombre, este angustioso don, obliga a la intimidad humana a interpretar. La cultura, en una nueva definición, quizá la suprema del joven Ortega, es esta «gran sinfonía donde se justifican todas las acciones, donde todas las cosas se ordenan y adquieren ritmo y valor» (II, 43). Sólo el orangután no interpreta; pero sin prejuicios no hay interpretación posible. Ahora bien, los prejuicios (del sentir, de la ciencia, del arte y la religión) no pueden ser sino sentidos relacionales, saberes relacionales en los que el hombre cree, explícita o implícitamente, haber captado en su vida cómo viven las cosas incluso si él no las capta. Un saber relacional es «un punto de vista», como admite Ortega (II, 60, aunque su texto no separe lo ontológico de lo epistemológico). Vayamos, pues, a los prejuicios máximos, o sea a los símbolos: interpretar simbólicamente una cosa es introducirla en la Totalidad que la Ciencia aún no conoce pero sin la cual el Sentimiento no puede. Al percatarnos, al saber y al sentir que un problema remite a otros y una cosa a otras, y que nada puede ser sin relacionarse, incluso quizá sin querer invadir y someter cuanto lo rodea, ya sabemos y sentimos, de cierto modo, que hay al menos un Punto de vista que es el Todo. La ciencia lo busca en una aproximación infinita, que jamás se cumple por entero; el arte y la religión sienten, en la mera presencia de un problema o de una cosa cualquiera, «aquel poder supremo que, infundiéndose en una cosa, hace que en ella vivan todas las demás» (II, 123). Esta emoción, este afecto, este respeto es una revelación que no admite análisis; es «sensibilidad para lo necesario», ya que no paciencia metódica infinita. Con estas precauciones, está muy bien decir que el dios y lo bello óptimo no son vera sino verisimilia, frente a la mera apariencia (doxa: gloria instantánea que pide unas relaciones desconocidas) de lo inmediato sensible. Si lo bello y el dios fueran verdad, no se sentirían emotivamente, porque la verdad es objetividad abstracta. En realidad, como la verdad se deshace en las verdades, y sólo el Dios, el dios y el Todo es la Verdad, no tenemos contacto intelectual con la Verdad (y no la sentimos emotivamente). Las verdades son objetividades relacionales y abstractas (ni siquiera son las relaciones concretas y vivas de las cosas, aunque Ortega no justifica este alejamiento entre la verdad y la vida concreta, entre la relación vital y la relación en el saber; lo da como un hecho, pero no nos explica por qué es inevitable). En rigor, las verdades deberían ser todas, aunque intemporales, provisionales, porque dependen de puntos de vista siempre más altos que los adoptados por cualquier sistema dominado por el hombre. Mientras no se logre —y no se puede lograr jamás, a no 49
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ser que el hombre pase no ya a sobrehombre sino directamente a Dios Uno— el Punto de vista Total —su mismo nombre es más bien, para nosotros, un oxímoron—, los sistemas de verdades, las ciencias, son caducos aunque no falsos: son probabilia. Tenemos certeza de las apariencias, certeza de las probabilidades y certeza de las verosimilitudes; tenemos certeza de relaciones y sentidos, sensibles, científicos y simbólicos; pero no tenemos realmente certeza de la verdad y, en consecuencia, no sabemos a qué sabría tan fuerte alimento y a qué nos movería —cómo nos mataría. Ortega clama: «¡Trastierra de la cultura, donde un día los hombres, reunidos en la espléndida democracia del ideal, serán justos, veraces y poetas! [...] ¡Afán divino, oficio santo, labor eucarística!» (II, 45). Realmente, ya no se trata, como todavía sigue diciendo imprudentemente, de la «negación de la naturaleza [...] y lo espontáneo, es decir, Ironía» (II, 46); y menos aún se trata de «lo reflexivo, lo convencional, lo artificioso» (II, 47). Estas formas de hablar, que se habían vuelto desdichadamente habituales para el Ortega crítico de la lepra española, son ahora absolutamente insuficientes para el servidor de la regeneración. Sólo podemos seguir usándolas si es que entendemos «naturaleza» como el viciado punto de vista, el prejuicio atrasado, de que un estado histórico de la ciencia es ya la Verdad. Lo que realmente hemos descubierto —y no sabemos si Ortega era consciente de ello como lo somos nosotros ahora— es una formidable continuidad, una catena aurea que lleva del problema y la percatación hasta Dios, pasando por el sentir, la ciencia y el símbolo, y pasando, sobre todo, por la constante superación de un punto de vista que se quiera dar ya por el Punto de vista divino. Esta superación es, a mis ojos, lo que constituye el valor supremo de la filosofía, porque sólo ella confirma al arte y la religión que no deben tomarse como Verum en el sentido divino que hemos descrito, y sólo ella rompe con las formas de la que Husserl llamaba ya por entonces actitud natural: la interpretación de que un estado histórico de las ciencias de la naturaleza o de la cultura sea ya la metafísica definitiva (de nuevo, el divino verum), o la interpretación de que el mero sentir sea ya la divina verdad. La filosofía es la única potencia que, llevada por el deber moral y el sentimiento de lo realmente divino, delata el carácter idolátrico de todas las idolatrías, incluso de la que diviniza a la misma filosofía37. 37. Es imposible no asentir al casi cínico comentario de Ortega: «En general, he observado que los hombres de mucha fe se consideran exentos en la práctica vital del ejercicio de la buena fe» (II, 21).
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10 Una vez que se ha mostrado con toda la evidencia posible que la columna vertebral del pensamiento ya casi maduro del joven Ortega lo constituyen las series principales de artículos recogidos en Personas, obras, cosas (o sea: Fogazzaro, Renan, Adán y Zuloaga, si se nos permite abreviar así), se comprende muy bien asimismo que La pedagogía social como programa político resuma, en la perspectiva de 1916, todo lo mejor entre lo mucho escrito por Ortega acerca de la estrategia política de la regeneración de España. Exactamente un año antes, en marzo de 1909, o sea, al terminar la serie Renan, Ortega constata lo que supondríamos nosotros una evidencia palmaria, pero que él no había reconocido todavía: los partidos «de progreso» tampoco valoran la ciencia (I, 242); deberían, en consecuencia, no llamarse de progreso, salvo porque un vago afecto, algo así como un poético impulso, sea más detectable en ellos que en el maurismo. Pero esta reflexión nos la hacemos nosotros... Y si la Universidad es esencialmente el órgano de la paz, Ortega sí saca la conclusión de que ésta, la paz, ni existe ni existirá de otra manera que como se la experimenta en el auténtico trabajo universitario: como el «tiempo psíquico en que nos ocupamos de la justicia absoluta, de la verdad, de la belleza». La paz es nada más que «la paz de los corazones» (I, 246). Este declive del afán revolucionario —o este baño en realismo— tiene que ver con que unos meses después, cuando vuelve bajo la pluma del periodista el término «respeto» —que, como sabemos, resulta idéntico a la emoción religiosa, porque religión viene de religare, y el respetuoso se vincula a las cosas que así estima, por la razón última de que todas ellas están vinculadas entre sí—, leamos que las creencias religiosas han dejado de ser santas, pero de una manera que no podíamos esperar: lo han dejado de ser sólo para sus respectivos fieles, porque han pasado a ser santas para todos (cf. I, 250). Fuera de que esto sea una cuestión de hecho, no recibimos ninguna indicación sobre en qué se fundamenta Ortega para haber así modificado su punto de vista. La razón extratextual es, sin embargo, evidente: la perspectiva del filósofo es, una vez alcanzada, de iure, la perspectiva realmente actual de toda la cultura auténtica. En febrero del año 10, insiste y amplía Ortega esta novedad. Piensa ahora que no se puede excluir de la pedagogía científica lo religioso, aunque sólo como «determinado científicamente»; pero ello no significa que se declare a la religión muerta con el arma de las ciencias de la religión, sino, por el contrario, dar sana carta de naturaleza en la discusión públi51
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ca y del más alto nivel a las «opiniones religiosas», porque sólo lo que se saca de este género de discusión es lo que de veras se desprecia. De gustibus non disputandum; si se pretende lo mismo de religione, es poner a ésta en el mismo plano que a las «sensaciones olfativas» (I, 326 ss.). Desde luego, en la perspectiva de la más actual filosofía (la de Cohen, cuyo elogio leeremos en seguida —y advertí ya que aquí Ortega no fue del todo discreto, porque justamente en este momento su maestro empieza a dar a la luz una filosofía de la religión que contradice la de su discípulo—), Dios sólo ha de corresponder a una «emoción de la humana moralidad» y no será ser ninguno sino «el mero sentimiento de relación ética entre los hombres» (I, 330)38. Dios «es la cultura» (I, 334)39 y el místico, «un apache» un tanto enloquecido, que cree que asaltó de veras a Dios que pasaba (I, 333). ¡Lástima que Ortega no se atreva a incluir las cuñas críticas a las que él se había autorizado ya muy bien a sí mismo al discrepar de Cohen en sus ensayos unamunianos acerca de Renan! Pero sería indiscreto que de nuevo eleve mis quejas contra las maldades del periodismo, de las que en seguida se volvería del todo consciente el propio periodista Ortega. Ahora se puede escribir —bastante escandalosamente, si sólo releemos las series pasadas de ensayos políticos puros o casi puros— que «jamás laico se opuso a religioso, sino a eclesiástico» (I, 330). Un buen krausista de la primera hora pensaba exactamente esto, pero no, por cierto, el impaciente joven cuya trayectoria pública analizamos. Nos irrita, por tanto, ver cómo Ortega se deja llevar otra vez a formas del desprecio que sí consuenan con la vieja producción literaria, pero no con su nueva postura arduamente conquistada: un hombre inculto, un hombre por ello mismo abyecto, sólo alcanza la visión de las «sustancias ideales» en «dos o tres instantes» de su vida (y esta cuantificación es especialmente terrible), que son las cimas del placer y el dolor; las cuales «sutilizan» tanto los nervios de este pobrecito sujeto que las «vibraciones» que en ellos se producen valen momentáneamente como «una ficción de espiritualidad» (I, 318). Cuesta citar lugares así. No deseo suscitar la impresión de que busco rebajar nada. Pero la sorpresa es francamente excesiva cuando dos páginas más allá, en la misma columna publicada en El Imparcial el 12 de enero de 1910, encontramos que precisamente «la masa popular» y no «los pocos» ha acabado de ver claro en el problema nacional: «la ausencia de las izquierdas» (I, 320). Y lo ha 38. En la perspectiva del Cohen contemporáneo a este texto, habría que decir que Ortega se limita al primer capítulo de toda la filosofía de la religión. 39. Meses después, será la religión la que se identifique con la cultura (cf. I, 355).
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hecho «sacudida por los recientes magnos dolores», o sea, por la renovación de la guerra de África y sus desastres y por el suceso en torno a Ferrer y su fusilamiento, en el verano anterior, en Barcelona. Claro que esta declaración debe entenderse como prueba de que Ortega empieza a admirar a Pablo Iglesias40 y a su grupo, al mismo tiempo que se aleja de Canalejas, Moret y los demás líderes liberales. Pero la letra misma del artículo periodístico nos obligaría a pensar que este movimiento tan discreto, tan culto, de la extrema izquierda, forzado por una especial vibración nerviosa, no pasa de ser, viniendo de donde viene, una ficción de espiritualidad. Menos de un mes después, Vida Socialista publica una colaboración orteguiana que insiste en el mismo punto y no nos ofrece categorías nuevas en que pensarlo. La gran justificación del partido socialista es que las revoluciones sólo se evitan organizando partidos revolucionarios, y, sin duda, la violencia desatada no es un bien político. En cambio, al existir partidos revolucionarios, lo que mejor se logra es que el poder constituido se sienta amenazado y, por ello, no se duerma y reforme lo más urgente. Si no lo hace, el estallido es fatal. Y Ortega escribe una semiverdad que es preciso no leer —nos es difícil, sin embargo— mirando al futuro de la historia de España: dadas estas premisas, el que una revolución termine produciéndose «obliga a reconocer» que, cuanto más «hórrida» sea ella, es que «más culpables» han sido las gentes de orden —«nosotros, los ordenados», admite el escritor— que son sus víctimas (I, 323). He aquí, por lo demás, la alabanza a la nueva «moral de la acción», que relega a la vieja moral subjetiva, cristiana, jesuítica, de las intenciones: anteponer las virtudes políticas a las personales, porque el mundo —la izquierda de los partidos revolucionarios y la porción de aristocracia que se une a ellos tácticamente, puesto que si lo hiciera de otro modo abandonaría su programa de cultura para las masas— ha aprendido ahora, al fin, «que es más fecundo mejorar la ciudad que el individuo» (I, 324). Es demasiado fuerte mencionar en el mismo texto a Cohen llamándolo «el más grande filósofo actual», porque la frase que acabo de trascribir hará removerse en la tumba los huesos de Kant («el hombre más sabio y virtuoso», I, 253) y Sócrates. Cohen inicia por la compasión y el reclamo de justicia social la verdadera aventura ético-religiosa del individuo; pero es la aventura del individuo, organizado en seguida, para mayor eficacia, en grupo de acción. Y, sobre todo, una compasión que no se dirige inmediatamente al otro próximo y cualquiera, representante casual 40. El 13 de mayo de 1910, Ortega se atreve a llamar en las liberales páginas de El Imparcial santos a Pablo Iglesias y a Francisco Giner.
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del vosotros doliente, no es nada o, como apostilla Franz Rosenzweig, es precisamente una de las formas esenciales del mal. 11 En la primavera de 1910, Ortega admite en sus ensayos de lucha política que la «negación monda y lironda» es una de las formas del «éxtasis», tan fanática como la otra, o sea, la afirmación no matizada y sólo debida a la fe sin controles. En el contexto inmediato (I, 340 s.), de lo que se trata es de la confianza en Europa, que empieza a ser vista tan idealmente como para que sea esta magnitud cultural la que esté destinada a «salvarnos del extranjero», es decir, a inundarnos de, por ejemplo, concreta Universidad alemana, como se había pretendido en la ingenuidad de años atrás. Pero es que lo importante es saber que el horizonte no lo agranda la tierra misma, sino el «punto de vista», y que Europa no es una tierra sino un punto de vista superior a los periclitados «España» o «Alemania»41. La superación dialéctica de los contrarios, la negación determinada, que dice Hegel, se aplica al conjunto de los temas capitales que se repiten en las colaboraciones periodísticas de Ortega. En política y cultura, aunque no se nos diga qué es lo tan aprovechable de España, se espera nada menos que una «nueva juventud» para Europa misma «bajo el sol poderoso de nuestra tierra» (I, 337)42. En religión, el hombre santo se define como aquel que encuentra por su experiencia en su vida las virtudes, o sea, no lo olvidemos, las leyes del mundo moral. Ya no se abandona a la ciencia la tarea de hallarlas. Se es así infinitamente más fiel a la letra y al espíritu de Kant, y, sobre todo, ¿por qué no decirlo?, se es infinitamente más fiel a la realidad. Análogamente, se ha descubierto de pronto que no es la razón sino «el lirismo» la «potencia radical y distintiva del hombre» (I, 373); cuando tal cosa no es sino «mantener frente a lo que hay fuera un huertecillo 41. En el único texto de filosofía en sentido técnico de todos estos años que no se seleccionó para Personas, obras, cosas, titulado Descartes y el método trascendental, Ortega identifica la idea platónica con el «punto de vista», y define a ambos como «la unidad de los conocimientos», que procede siempre de aquel peculiar conocimiento, A, que es el sujeto de todos los demás: B, C, D (predicados, en último análisis, del sujeto sólo sujeto). Cf. I, 394. En el texto periodístico es claro que no se aplica el rigor de tal definición al sentido que se da al término «punto de vista». Considerando esta deriva a la luz de las series Renan, Adán y Zuloaga, se comprende perfectamente que el texto sobre Descartes no entrara en la antología de 1916. 42. Pese a todo, aún hay vaivenes graves en esta cuestión, porque en setiembre del mismo año escribe Ortega solemnemente que España, la patria, la nación, «no existe» (I, 378).
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íntimo, cerrado, libre, un yo, una conciencia de lo bueno y lo discreto» (I, 374). No se nos pregunte dónde queda la furia de la preferencia por las virtudes políticas y la lucha extrema —más bien, el programa y la exhortación a ella— contra la podre a la que llevamos pegados tres siglos los españoles. El socialismo «es una ciencia» (I, 347); pero, primeramente, se la puede anticipar en la santidad práctica de un Pablo Iglesias y, en segundo lugar, es que la cultura ha pasado a ser nada más que «la valorización cada vez más exacta de los hechos» (I, 386). No se puede dudar de que Ortega andaba en busca de una mejor filosofía que su traducción hiperbólicamente radical del neokantismo, a la que se había atenido por más de cinco años. Así se comprueba en el punto y aparte que supuso la conferencia en El Sitio el 10 de marzo de 1910. En La pedagogía social como programa político se reconoce que, aunque hayan pasado ya doce años desde el 98, sigue el español necesitando, antes que nada, ser político (II, 89). Pero la idea socialista ha triunfado hasta tal punto sobre el elitismo nietzscheano de primera hora, que la definición misma de lo social incluye ahora el término cooperación, y la obra común a la que ésta se refiere es la cultura. Nadie que pertenezca a la sociedad está, pues, excluido de la creación de cultura, por modesto que sea el nivel de su aportación. Reducida, por esto mismo, a su mínimo genérico, la cultura se entiende como simple producción de las cosas que son peculiarmente humanas y no dadas por la naturaleza: la ciencia, la moral y el arte. Notémoslo: se escamotea otra vez la religión, este fenómeno que se eclipsa o que comparece, según el momento, según la tribuna, según los efectos políticos buscados por este español que no puede dejar de comprenderse como ejemplarmente político, necesariamente político casi a su pesar. En consecuencia, como el pueblo es «una comunión de todos los instantes en el trabajo», o sea, en la cultura, es un pueblo «un orden de trabajadores y una tarea»: una unánime «escuela de humanidad» jerarquizada (II, 102). De él sólo se excluyen las manos muertas y las sectas, o sea, aquellos grupos que no cooperan sino que trabajan en una dirección distinta que la marcada por... ¿Por quién? ¿Por la voluntad general del Rousseau más radical? Ortega no contesta. Quizá no hace falta, porque la petición de un orden, de una jerarquía en la obra común que unifica al pueblo y hasta lo hace pueblo es ya significativa de que los creadores de ciencia, los filósofos sobre todo, junto con los creadores de moral y de arte, son quienes marcan la línea que el conjunto debe seguir. Ellos responden como automáticamente a la señal que les hace la altura real que ya ha alcanzado la cultura suprema en su generación histórica. No les es po55
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sible desviarse ni desintegrarse en sectas. La verdad de lo unitario humano les llama, porque ellos son ya sabios, justos, hermosos, como vanguardia de lo que irá siendo toda la sociedad a medida que la civilización —los medios técnicos— vayan desocupando los puestos de los trabajos mecánicos o serviles. No que de suyo sean estos trabajos menos importantes o menos dignos; pero sí que son provisionales, medios imprescindibles. El optimismo de este Ortega semiequilibrado respecto de todas las vertientes de su acción conduce directamente a una alabanza sin demasiado matiz de la máquina que libere las energías superiores y el tiempo de los hombres que ahora se emplean, en cierto modo, todavía como máquinas y engranajes ellos mismos de la obra social común. La unanimidad del trabajo, bajo la guía infalible de la alta cultura (de la Universidad), es la clave del progreso humano. La democracia actual «se precisa», pues, en socialismo, frente al cual toda otra postura política sólo será anarquismo; o sea, cosa eclesiástica, religión particularista. «El signo de la inmoralidad es el rompimiento de la unidad humana» (II, 99). Ortega lleva hasta las últimas consecuencias esta visión de la vanguardia cultural de España, que en muchas ocasiones sigue siendo supuesto de nuestra vida cotidiana un siglo después. Según ella, esta vanguardia, haga lo que haga y aunque quizá se contradiga en poco tiempo, es infalible como tal, y es honrada, y marca incluso la dirección por la que el arte debe adentrarse. A ella corresponde por algo más fuerte que ningún presunto derecho divino la gobernación de todo el conjunto de los trabajadores y la represión de todo lo que esencialmente lleve la marca de la privacidad, de la soledad, de la crítica no autorizada porque no se está dentro de la esfera de lo perfecto —un como divino o más bien mítico pléroma gnóstico—. «La vida privada misma no tiene buen sentido [...] La sociedad es la única educadora, como es la sociedad único fin de la educación» (II, 100 s.). Un provisional nacionalismo es aún admisible, puesto que de hecho no se ve a los pueblos cooperando realmente en la construcción de la humanidad una más que muy de cuando en cuando o sólo en la relación íntima que traban unas con otras las respectivas élites culturales. No ya en la conferencia rousseauniana de Bilbao sino en la serie Adán y en textos de esta misma época, Ortega se desliza a apreciaciones raciales que no por triviales en cierta literatura del tiempo dejan de ser sonrojantes. «La raza aria pura segrega idealismo», leemos en Adán (II, 66), por cierto, en el mismo centro de la exposición ontológica; «las razas tienen un valor sustancial diverso», y sólo la indoeuropea es «capaz de progreso indefinido», de modo que «todo pueblo no ario está condenado a pere56
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cer o a servir a la raza indoeuropea», leemos en un sermón de Rubín de Cendoya de agosto de 1909 (II, 77-79) que demuestra que este impulsivo maestro no tiene ya nada que ver con Unamuno. Como si el estro místico de Ortega dejara definitivamente atrás los africanismos o, peor, semitismos de don Miguel43. La conferencia de Bilbao carga durísimamente contra la educación no estatalizada (no socializada, preferiría decir Ortega jugando con el equívoco de su versión socialista de la volonté générale), y blasfema contra la vida privada44, como reclamando ya el exagerado elogio del orteguiano García Morente veinte años después. Las protestas de modestia e inmadurez, que llenan un poco demasiado la introducción a la conferencia bilbaína no deben distraernos del sentido exacto del orden cultural que en ella se defendió —en vituperio de toda iglesia y todo anarquismo y toda intimidad—. La prueba contundente la ofrecen los textos políticos del periodo posterior.
43. Afortunadamente, al juntarse nuevos pogroms en el imperio del zar con la casualidad de una representación exagerada y pobre de El mercader de Venecia en Madrid, en el verano siguiente escribió Ortega un artículo en El Imparcial combatiendo el antisemitismo. Es lástima, sin embargo, que este texto no contenga profundidad ninguna filosófica. En cambio, hemos visto la antigüedad en Ortega de una visión de Europa aria y mediterránea que no se limita sólo a la identidad entre Europa y la cultura (como la que Husserl defendió en la gran crisis de los años treinta) sino que desciende siempre a detalles biológicos. Un año después del texto sobre Shylock (recogido en Personas, obras, cosas), Ortega vuelve a este tema en un artículo que, con buen gusto, sin duda, excluyó de su personal antología. Aquí leemos: «Los pueblos [...] influidos por el semitismo se caracterizan por no haber logrado superar el mito de la sangre [...], de la raza, [...] infinitamente poético, pero infinitamente inmoral» (I, 430). El arianismo que ha quedado en Personas, obras, cosas, ¿deberá entenderse como una sorprendente superación de tal mito por la vía de la subsunción y el sometimiento de todos los pueblos al pueblo ario? ¿Por qué, si no, Ortega no colocó siquiera una nota a pie de página con alguna protesta contra sí mismo? En julio de 1911, fuera luego de la antología hecha en el 16, Ortega dice haber descubierto que no hay «nada más hipócrita que la monserga de la educación por los pueblos progresivos de los pueblos retrasados y enfermos» —una monserga que había sido la suya y que luego se matizó lentamente, al descubrir las lacras políticas de Alemania y de la izquierda liberal española—. Y esta protesta contra el militarismo colonialista que ya se veía que llevaba a Europa a una gran guerra termina así: «Desde Sócrates es sabido que no hay más que una forma de educación: la educación de sí mismo» (I, 433). Cierto que esto no significa ya reconocer a la vida privada más sentido que en la conferencia de Bilbao; pero no tiene tampoco un eco particularmente afín con la loa de las virtudes públicas antes que las privadas y los otros aspectos del peculiar socialismo à la Natorp de Ortega joven. 44. Debe recordarse que en Renan se dijo que el yo «tiende por sí mismo a convertirse en una fábrica de soledad y devastación» (II, 42). El contexto es la doctrina del ser y la vida como Wille zur Macht, voluntad de potencia —que ya sabemos que se mitigó sin más trámites en Adán bajo la forma de la relacionalidad infinita del ser.
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Por ejemplo, en marzo de 1911 volvemos a leer que en cada pueblo, se lo entienda como se lo entienda y, por tanto, también cuando está ya en la fase de la unificación socialista, siempre hay minoría reflexiva y muchedumbre espontánea (I, 407). Si la espontaneidad no es usada correctamente por la reflexión infalible —infalible como la ciencia más progresiva de cada generación—, la mayoría, la muchedumbre, se exceptúa sin más de la sociedad propiamente dicha. Ha de ser guiada y, por su parte, ha de confiar en los que la guían. Aunque no tendrá fácil el asunto de distinguir la sociedad de la iglesia, lo socialista de lo anarquista, y justamente por eso deben intervenir políticamente los creadores de la más alta cultura, en mítines no sectarios, como el de Ortega en Bilbao.
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1 El autor del Sentimiento trágico de la vida llegó a la terrible experiencia de éste desde la suave pero ilusoria de un anchísimo, oceánico, sentimiento de plenitud de la vida1. En medio de estas dos irregulares fases de su existencia, Unamuno aprendió, también terriblemente, como de veras aprendemos los hombres las cosas nucleares: en acontecimientos desbordantes, desestabilizadores, inasimilables, que empiezan por enseñarnos la fragilidad de nuestra libertad, de nuestra razón, o sea, de los factores con los que conducimos, cuando de algún modo la conducimos, nuestra vida a través del mundo y de la historia. Antes de sus treinta y tres años, y desde que abandonó niñez y primera mocedad, o sea, su cuna espiritual católica, Unamuno se entendió a sí mismo y entendió el conjunto de la realidad partiendo del panteísmo; y el panteísmo tiene la apariencia del más rotundo optimismo y se vive, pues, desde el sentimiento eufórico de la vida, o sea, desde la afirmación gloriosa y sin nubes de ésta desde dentro: en la aspiración —y la expectativa cercana— a conocer por íntima realización qué es el SobreHombre2 y qué es la Sobre-Vida. El profeta precursor de este nuevo santo 1. No entro en este ensayo en las crisis de primera juventud de Unamuno, que iban a formar la sustancia de su proyectada novela El Reino del Hombre (que fue cambiando hasta tres veces de título). Cf. E. Salcedo, Vida de Don Miguel, Anaya, Salamanca, 1964, p. 83. Naturalmente, no quiero sugerir cosa tan falsa como que Unamuno no conoció las luchas íntimas antes del terrible tiempo que se abre con el nacimiento de su hijo Raimundo, en enero de 1896. 2. Véase el final del ensayo, publicado en julio de 1896, La regeneración del teatro español: Ensayos II, Residencia de Estudiantes, Madrid, 1916, p. 96. En adelante, con la
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advenimiento no ha hablado, desde luego, en vano y sin saber lo que se decía.
2 Los años 1894-1896, en los que redactó Unamuno los cinco ensayos reunidos en En torno al casticismo, la novela —la mejor de las suyas desde el punto de vista estético— Paz en la guerra y algunos otros textos espléndidos recogidos luego en el tomo II de Ensayos (al que nos referimos en nota), son la culminación de esta morada del filósofo en la euforia en que pronto le habría de sustituir José Ortega. Sólo que Unamuno la habitó iluminado principalmente por Hegel3, mientras que el joven Ortega lo estaba sobre todo por Nietzsche. Por cierto, acabamos de vislumbrar cómo Unamuno no estimaba que los mensajes de estos dos maestros fueran en última instancia incompatibles, sino todo lo contrario. Un movimiento similar hará luego Ortega. En ninguna parte se expresa el fondo de la primera filosofía plena de Unamuno como en el texto, publicado en noviembre de 1896, El Caballero de la Triste Figura. Ensayo iconológico. En él se hace patente el rápido progreso en la claridad de la exposición, sobre todo si lo comparamos con el mucho más conocido La tradición eterna, el ensayo de febrero del 95. Y no es sólo esta claridad la que ha aumentado extraordinariamente; si ella lo ha hecho, el lector recibe la poderosa impresión —que las páginas de Unamuno procuran fundamentar a cada paso— de que se ha debido a que el sentimiento sobre la base del cual existe el autor se ha acendrado notablemente. La euforia se matiza, justamente al ahondarse, con la resignación que resulta del trabajo heroico y de la conciencia de que nunca alcanzará éste todo aquello de que sería capaz si las circunstancias —su condición y su tortura— no lo oprimieran tanto. La tesis central de esta filosofía se expresa en esta fórmula espléndida: «La verdad es el hecho, pero el hecho total y vivo, el hecho maravilloso de la vida universal, arraigada en misterios» (E II, 108). En el extremo opuesto de tal hecho, el mero «polvo de hechos» que resulta sigla E me referiré siempre a esta edición (seguido de tomo y página), cuyo tomo I data también de 1916. 3. En La tradición eterna, Hegel es «el último titán de la filosofía», «el Quijote» de ella (E I, 32 s.). Un año y medio después, a fines de 1896, Unamuno habla del hegelianismo elegíacamente, lo que justifica mejor que Hegel se compare a Don Quijote: «Para cuando vuelvan a ponerse en moda filosofías hoy ‘trasnochadas’ y ‘mandadas recoger’...» (E II, 86 n.).
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de exceso de análisis y que tiene gravísimas consecuencias intelectuales cuando, como ocurre en las filosofías positivistas que mandan recoger el hegelianismo, pasa a ser considerado la sustancia misma de la verdad. Unamuno quiere ser, como los fenomenólogos después, el verdadero positivista, capaz de descender, desde la superficie atomizada del análisis que la historia misma realiza por sí, a la intuición directa del hecho vivo4. A lo largo de las que muchas veces tilda injustamente de divagaciones, esta noción de la verdad es vuelta y revuelta a todas partes y perspectivas, para que se la contemple en su plenitud inagotable. Con mucho humor, Unamuno se refiere a este esfuerzo de intuición con términos que, sin que él lo haya pretendido, recuerdan a los socráticos: se trata de un «vaivén de hipérboles», porque el filósofo practica a cada paso la «afirmación alternativa de los contradictorios»5. No tanto, no tanto... La vida universal es el Hecho, que sin duda desborda inmensamente al viviente casi puntual que es una vida humana cualquiera. Más aún desborda las vidas sumidas en silencio de las cosas todas, cada una de las cuales es también hecho vivo dentro del Hecho. Pero una realidad se toma cortándola de la infinita corriente circular de la Vida, por abstracción, por razón raciocinante; con lo que se queda entre las manos el bárbaro es con sólo un «hecho bruto», que viene a ser una cáscara, un continente sin ya apenas contenido6, útil para ser empleado en silogismos, pero inútil para, por medio de la intuición, henchir la vida del conocedor. La señal más clara que diferencia la intuición del hecho en vivo de la abstracción del hecho en bruto es, como Hegel sabía muy bien, que los hechos reales, las cosas reales, se explican a sí mismas, hasta el punto de que la ley que busca el conocedor —el científico, como dice Unamuno sin más segundas— «no es cosa distinta del hecho» (E II, 29). 4. El elogio de la intuición como método capital de la filosofía se encontrará en E II, 80 n.: «Todo lo que no sea ver en intuición es pura abstracción y alquimia, sáquese de la ideología escolástica o de la psico-fisiología». El «ver hechos» es ya el comienzo de la auténtica ciencia en La enseñanza del latín en España, de octubre de 1894 (E II, 45). Pero el matiz de mayor importancia es el que asocia este cuidado por la verdad con la piedad misma, la pietas de Lucrecio, la «verdadera religiosidad» (E I, 28), que consiste en: paccata posse omnia mente tueri, o sea, en poder ver todas las cosas con el espíritu en paz; donde esta paz es más bien la condición que, si se logra, hace posible la contemplación de la verdad, y no es tanto la consecuencia de ésta. En seguida se verá que del horror a todo -ismo nace la idea de que, en el presente de los nacionalismos que ya anuncian sus últimas guerras devastadoras, «tienen religión aún los que de todas abominan» (E II, 87). 5. Tales recursos (E I, 20) se deben a un esencial «defecto humano» (ibid.), por lo que en seguida se verá. Muy socráticamente, en tiempos en que la filosofía es el materialismo positivista, Unamuno afirma que lo suyo, entonces, será retórica. 6. Cf. E I, 94.
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La inducción no es, en este caso, sino la lectura profunda de cualquier hecho, en la que nos enteramos de las estructuras de la vida de todos los demás hechos. Aunque nos movamos en una esfera particular del saber, en realidad lo que así captamos poseerá alguna generalidad que podremos aplicar a la exploración de otros rincones del mundo, puesto que el contenido, el dentro, de todo es, en definitiva, la misma Vida. Elevémonos a un nivel todavía superior. El universal hecho maravilloso de la vida es tan auto-explicativo que, una vez que descendemos a su corriente, aunque es gran verdad que «no metemos dos veces los pies en el mismo arroyo» (E II, 69), también y más lo es que allá «todo hace a todo, fluyendo incesante de la gran causa total, causa y efecto a la vez, causa-efecto o ni causa ni efecto» (E II, 110). «Existir es vivir» y, por cierto, «quien obra existe» (E II, 112): cuanto obra, es que existe, y, a la inversa, imposible que algo exista y no actúe. Ahora bien, la sobreabundancia de lo real es tal que incluso ha producido de sí un segundo orden universal de realidad, una más que maravillosa duplicación, a la que podemos en máxima generalidad denominar, siguiendo siempre la letra de Hegel, lo ideal. Lo ideal es el conocimiento, la conciencia propiamente dicha, que tiene la particularidad infinitamente asombrosa de contener tanto la verdad cuanto la falsedad. La verdad, desde luego, en un modo nuevo, que precisamente es el ideal; puesto que ya sabemos cuál es la verdad real. En español es más forzado que en alemán el uso lingüístico, puesto que no disponemos del cómodo par Sein–Bewusstsein, que traducimos escuálidamente por ser–conciencia, en vez de por algo así como ser–ser sabido. De aquí que sea útil acogerse a la diferencia entre realidad e idealidad. Sin embargo, todo dualismo está de raíz excluido, como se comprende inmediatamente cuando se repara en la unidad última de la Vida. Lo que quiere decir que la distancia inmensa entre lo ideal y lo real se explica desde lo real mismo en cuanto sustancia y, sobre todo, debe vérsela en trance continuo de auto-abolición por auto-superación. La meta final es la síntesis en que la realidad se haya idealizado absolutamente gracias a que la idealidad se haya entonces realizado absolutamente7. Si nos preguntamos cómo se llevó a cabo la escisión primordial por la que la vidasustancia empezó a ser también vida-idealidad o conciencia y la historia emprendió su marcha, buscaremos un secreto que sólo se deja de alguna manera entender desde dos supuestos. El primero es que el conocimien7. «La historia toda es la idealización de lo real por la realización del ideal» (E II, 114).
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to añade realmente mucho al mero ser desconocido; el segundo, que el conocimiento no lo puede obtener el ser más que valiéndose de un espejo a la vez ajeno y propio. Lo que ha de conocerse es el ser, lo único que hay; en este sentido, lo ideal no es sino reflexión de la realidad sobre sí misma. Pero es que la reflexión «necesita lo ajeno» (E II, 14). La pantalla en que se aliene la sustancia ha de serle ajena, pero no es sino ella misma proyectada fuera de sí (y en la proyección se proyecta incluso el ámbito donde proyectarla...)8. La ajenidad —Unamuno no se decidiría a escribir «alienidad»— de lo ideal se manifiesta en que surge ignorante de su origen y de su meta: nace a oscuras respecto de todo y va convirtiéndose, a tanteos y mediante prueba y error, en luz respecto de todo, incluso de sí mismo y de su origen y de su finalidad. Por eso los primeros pasos del saber son más bien no saber que saber: «la ciencia se asienta y vive sobre la ignorancia viva» (E I, 29); y en su desarrollo siempre será fundamental reconocer que «la ciencia verdadera se basa sobre el saber ignorar y olvidar» (E II, 159), puesto que se desenvolverá históricamente por superación de soluciones parciales y arrinconamiento de cuestiones irrelevantes. Pero no dejemos nosotros atrás y olvidada una tesis capital, implícita en lo que llevamos dicho: que la Vida no es ni la Conciencia ni la Auto-revelación9, sino un ser en proceso que saca de sí, como contenido en el secreto de sus virtualidades, el conocimiento y con él se enriquece a medida que se sintetizan y confunden ser y conocimiento. El ser es la verdad sólo potencial o virtualmente, como un hecho cualquiera es sólo una parte orgánica del Hecho único: una fase necesaria, así sea un falso conocimiento. Claro está que, en este sentido, «todos los hechos son misteriosos y milagrosos»: lo son tanto como el existir mismo, como la clave de la respuesta a por qué hay ser más bien que nada, como Dios o el Uno-Todo mismo. La conciencia, la ciencia, se pierde en el nebulosísimo pensamiento de rebuscar para la vida misma universal un porqué. Ahí se palpa la infinita profundidad de lo real, más bien que el límite del saber.
8. «El conocimiento mismo brota del ser, de que es forma la mente» (E I, 34). 9. Esta concepción prefenomenológica de la Vida es patrimonio común a muchos herederos discordantes de Hegel, desde Schopenhauer a Spencer. Todos ellos, como es natural, inspiran profundamente a Unamuno. El último retoño de esa serie es Bergson. Frente a este aristotelismo de muy nuevo cuño se levanta luego el platonismo de muy nuevo cuño (¡como que es básicamente nominalista!) de Michel Henry. En medio está la obra de la ontología fenomenológica toda, en cuya cantera trabajó desde pronto Ortega.
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3 Otros pensadores posteriores hablaron de este río Océano de la vida como de una evolución creadora. No así Unamuno, quien, además de su honda circularidad, percibió, sobre todo, su continuidad y su progreso, servido por la eficacia magnífica de lo negativo. La Vida es Tradición, «tradición eterna». La eternidad no es lo otro que el tiempo y la historia, sino su dentro: el intra-tiempo y la intra-historia, la materia para la cual el tiempo y la historia son las formas imprescindibles (pero ideales y, por tanto, ambiguas: verdaderas al mismo tiempo que, por provisionales y ajenas, falsas). Una vez que se ha retrocedido de la vida auto-revelación a la vidasustancia divina de todas las cosas, las características que se le reconocerán a esta realidad «de roca viva» y «eterna» tenderán a ser las que ha hallado la biología, mucho antes que las que encuentre la fenomenología. Ése es exactamente el paso que lleva de Hegel a Spencer por la vía de Darwin y Mendel. Hasta aquí hemos sido muy fieles a los términos de la dialéctica hegeliana original; pero la verdad es que la lucha por la vida, la selección por adaptación idónea, la poderosa influencia del medio ambiente y las metáforas tomadas de los procesos vegetativos toman con mucho la delantera. Marx, aunque no sea nombrado, se destaca al primer plano en cuanto nos concentramos en asuntos de historia10. La preocupación capital del joven Unamuno gira en torno a los términos regionalismo, nacionalismo, cosmopolitismo, socialismo. La misma metafísica, no digamos ya la religión, se ve constantemente absorbida por el ímpetu moral y regeneracionista que obliga a ver todos los asuntos desde el ángulo de la necesidad de mejoras radicales de la vida española. La depresión colectiva del próximo 98 está ampliamente presentida en el ensayista que comprende perfectamente que la acción sin meditación metafísica es ciega y, muchas veces, dañina, pero que la metafísica sin bases morales es sólo pedantismo y, seguramente, ganas de despegarse del común del pueblo11. El tono ético de la filosofía del Unamuno ante10. Sobre todo, en los ensayos inmediatamente posteriores a los que compusieron En torno al casticismo. En La regeneración del teatro español, que, en general, preconiza un «socialismo venidero» (E II, 86 n.), se leen cosas tales como que el «sobrenaturalizador del hombre» es el trabajo santísimo (E II, 96); en el fondo de todo lo humano hay una «base económica» y un «alma religiosa» (E II, 92), como se repetirá y ahondará dos años después, en Nicodemo el fariseo; la «estructura económico-social» forma la «verdadera base» de las variaciones en el carácter de un pueblo (E II, 68 s.). 11. Las primerísimas notas periodísticas de Ortega reflejan esta influencia decisiva y sanísima, como también muestran por todas partes otros muchos efectos del magisterio
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rior a la crisis religiosa de 1897 está ya, desde luego, dominado por el asco a los sentimientos de «holganza y lujo» que provoca «nuestro estado social de rapiña y de privilegio» (E II, 157). Lo que Hegel es a la lógica, lo es Cervantes, el escritor del capítulo último del Quijote, a la política española. De aquí que la filosofía, la «retórica», se le concentre a Unamuno en la vida como tradición, más que en cualquier otra versión más impersonal de ella. De hecho, si todas las cosas viven, sólo en los hombres de carne y hueso se da la tensión asombrosa entre la vida y la conciencia. Estudiarla con más realismo que en la lógica sólo podrá hacerse en la historia. La verdadera ciencia histórica es el ideal del saber, dado el marco que ya hemos descrito, porque sólo en ella se analizan en concreto las complicadas y fluyentes relaciones entre el fondo eterno y la conciencia refleja de él. Además de que todo estado de cosas desdichado y necesitado de reforma precisa que nos introduzcamos mucho en su lógica propia, si queremos ser máximamente eficaces en destruirlo. Como le ocurrió al filólogo Nietzsche un par de años antes, el filólogo Unamuno también se tuvo que confrontar en seguida y sobre todo con comprensiones positivistas de la historia que no sólo son incientíficas sino que proceden de tergiversaciones morales capitales. En el caso de España, el tradicionalismo y el anarquismo son los dos extremos parejos, esencialmente iguales, de la irreligiosa metafísica de los hechos-cáscara o brutos, del polvo de hechos. Son los dos barbarismos satánicos que a todos nos amenazan desde muy dentro de nosotros mismos12. Conservar por conservar, poner a todo murallas, tapar las grietas por donde el progreso pueda entrarnos, es tan bárbaro como destruir por destruir y sin tener idea clara de qué se colocará en el lugar de lo destruido. Una cosa es la guerra en la superficie de la historia y otra enormemente distinta es la guerra de orden metafísico a la que se refería un célebre fragmento del hegeliano Heráclito. Pero los Heráclito y Hegel de todos los siglos no pueden proponer un ideal de trasformación moral y política que sea radicalmente trascendente. No conocen a un Dios trascendente cuya imitación «en la medida de Unamuno. Desde Berlín, en 1905, Ortega insistía en el carácter total y solidario de la cultura: es el mismo país el que tiene los mejores asiriólogos y los mejores ingenieros... (Cf. I, 52, de la nueva edición de Obras Completas, Revista de Occidente/Taurus, Madrid, 2004 ss.). 12. Desde el «pecado original de la sociedad humana», «no borrado por el largo bautismo de sangre de tantas guerras», y que se manifiesta en el presente en una paz que, por armada, no es sino la prolongación de la guerra con métodos algo distintos, y, en el campo opuesto, con el terrorismo. Cf. E I, 24 s.
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de lo posible», como señalaba Sócrates discutiendo con Teeteto, dé la clave de la virtud individual y la virtud colectiva. Los hombres que han basado su existencia en la secreta euforia de la Vida tienen que conceder que ya hay algo santo y perfecto, en devenir, desde luego, ya pero aún no. Esto santo no puede llamarse con ningún otro nombre que humanidad. En el futuro de su plenitud, sobre-humanidad; en el pasado original, sub-humanidad, pero, en el fondo, siempre una y la misma vida, sólo que tomada en fases distintas de su peculiar enredo dramático con la conciencia, con el saber. El individuo no es en absoluto un átomo sino, al contrario, parte del gran organismo que es el Todo. Hay instancias de mediación, evidentemente, entre yo aislado y Dios Uno y Todo. Están la familia, la ciudad, la nación, el Estado, la religión internacional a la que se pertenece... ¿Cuál de todas estas numerosísimas mediaciones deberá tomarse como inspiradora moral? ¿Cuál es la más santa, porque su devenir es ya la misma tradición eterna? ¿Respecto de cuál de estas mediaciones su reflejo ideal será la verdad que guíe la acción? Aquí es donde propiamente se sitúa el debate entre los bárbaros de toda laya y el hombre civilizado. Sólo cabe dar una respuesta, aunque deba ésta pasar por los extremos concebibles. Tan santa es la ciencia como la ignorancia silenciosa; el mal está en la semiciencia y en la palabrería, que no serán más que ignorancia ignorante de sí. Naturalmente, el silencio y la ciencia no se confunden. La relación que hay entre ellos, en cualquier momento histórico que se considere, se describirá del mejor modo posible recurriendo de nuevo a la metáfora del espejo: el sabio auténtico hace en sí consciente lo que el auténtico ignorante (docto en su silencio) sabe sustancial pero no ideal o conceptualmente. El sabio refleja lo que el simple inocente vive; y lo mejor, desde el punto de vista de cómo orientar la propia vida de cada uno, sería estar a la vez en los dos puntos extremos: vivir la ciencia y conocer la vida, o sea, sentir la verdad y hacerla, al mismo tiempo que se piensa la vida, la acción y el sentimiento. Tal hombre es el artista, el poeta, en especial, el dramaturgo. Por otra parte, ni el metafísico, ni el simple, ni el artista se aíslan mucho más que como lo está la célula en su particular tipo de tejido vivo o en su ambiente, si es que el organismo es unicelular. El sabio sólo se podrá entender como un trabajador de la república de los sabios: la verdad una se parcela en dominios, pero nada más. El poeta tendrá sin duda permiso para conservar mayor originalidad, porque habrá siempre muchos modos próximos pero no idénticos de expresar y sentir la realidad. El hombre sencillo, que no sabe expresar lo que siente y no sabe pensar lo que vive y es, aún se fundirá con sus iguales en grado mayor que el sabio 66
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con sus colegas. El conjunto de estos hombres sencillos se llama pueblo, desde que no tuvo más remedio que emerger en el final de la Antigüedad al primer plano de la historia, precisamente cuando los bárbaros por conservación y muralla y los bárbaros por conquista y destrucción demolieron todo, casi todo. Al mismo tiempo que llegaba el cristianismo anchamente al mundo, llegaba también el pueblo, en una suerte de primera plenitud de los tiempos colectiva. Sobre todo, no hay que confundir el pueblo con las naciones: son éstas accidentes de la sustancia que es aquél (cf. E II, 60 n.)13. Y si se quiere encontrar una mediación primerísima, anterior a la que significamos con el término «nación», pero ya separada del pueblo y ramificándose por la historia sobre el suelo fecundo de él, tendríamos que echar mano del concepto de «casta». Como de hecho hoy este concepto, pese a Américo Castro, ya apenas se conserva ni aun en el adjetivo «castizo», para entenderlo nos conviene utilizar otro, verdadero criterio de la «casta» unamuniana. La lengua es la señal distintiva de esta mediación primerísima, muy por encima del particularismo de la familia, la tribu y el clan, pero también muy por encima del universalismo no cosmopolita de la nación —que se puede formar desde una «casta» sola, pero que, por lo común, es el resultado de un complejo cruce más o menos pacífico de «castas» diferentes. En este punto, como es verdad que «la lengua es un organismo cuyo proceso no sufre imposiciones caprichosas y cuya fuente brota del pueblo que la habla» —el texto no se preocupa aún, en 1894 (E II, 45), del concepto de «casta»—, las tesis del hegelianismo matizado de Unamuno tienen un poderoso punto de apoyo. Sólo que la tradición eterna se diría que bascula más del lado de las lenguas que del lado del pueblo. Al fin y al cabo, es muy optimista aceptar que sólo «con un poco de buena voluntad bien claro se ve lo que es el pueblo» (E II, 69 n.), no digamos la casta; pero sí se ve bien lo que es una lengua particular, en cuyos hechos históricos, en cuyo devenir, se obtendrá entonces el más aproximado retrato de lo que pueda ser realmente esto de la tradición eterna. La lengua, sin ser exactamente ni vida ni conciencia, es, con toda precisión, un espejo de la «conciencia colectiva», aunque ésta lo sea en tan escasa medida que no entienda que es así. Habla, pues, la lengua por el pueblo —por la casta— silencioso. Piensa inconscientemente la lengua cuando piensa inconscientemente el pueblo. La conciencia espontánea —que no es conciencia sino sólo la 13. El pueblo «sustenta los pueblos y hace y deshace las naciones» (E II, 69 n.). El pueblo es «en esencia cosmopolita» (E II, 83).
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blondeliana circunspección, la heideggeriana Um-sicht, que nos permite avanzar sin demasiado tropiezo por el mundo— en vez de reflejarse más bien se limita a hablar: a decir el mundo, pero a su manera, a la manera de un pueblo o, si se quiere, de una casta. El habla es el punto medio entre el individuo y el pueblo, entre la cosa y la conciencia, entre el silencio y el pensamiento reflejo. Es, pues, el lazo colectivo espiritual y, casi literalmente, el «alma de los pueblos», como escribía herderianamente Unamuno en 1894 (cf. E II, 21). He aquí, entonces, cómo, en lo que afecta a los asuntos humanos, la lengua, vinculada a la casta, y, sobre todo, el pueblo cosmopolita, contienen en lo más interior de ellos mismos la verdad, el bien —y la belleza, que no es sino el resplandor de la bondad— in nuce. Los ideales se recortan con aristotélica modestia: la humanidad popular es la santidad misma, aunque en devenir. La ciencia en plenitud tiene que empezar por ser lingüística, en lo social, como es fisiología en lo individual. La filosofía no puede llegar hasta lo hondo, hasta «el hondón», como le gustaba decir a Unamuno, más que por la vía de la reflexión lingüística. No de una presunta gramática general de abstracción, sino porque «el conocimiento científico de una lengua, en su génesis y vida, hace que nos demos conciencia de lo inconciente en nosotros» (E II, 22 s.). Ya antes de que Freud publicara sus primeros resultados, Lacan nacía en la mezcla de hegelianismo y romanticismo moderado que constituye el sólido y muy coherente edificio sobre el que se asentaba la ciencia nada angustiada de Unamuno. Por otra parte, la filología, que mejor sería llamar lingüística o demosofía, no termina de ser profecía: aunque sorprende los hechos vivos de la lengua de cierta casta y hasta es capaz de generalizarlos —por aquello de que quien sólo sabe una lengua no conoce ni la que sabe, y no sólo porque no pueda relacionarla etimológicamente con otra alguna—, no se puede decir que de ella se extraiga vida para el futuro, guía para el progreso. Dejar simplemente hacer a la tradición no es tampoco bastante, porque de esa manera declaramos interrumpido el proceso combinatorio entre lo real y lo ideal que, como ya hemos visto, da la clave para entenderlo todo. Mucho peor sería abandonar la acción en manos del que llamamos sentido común, porque no es nada popular sino, como le ocurre a la actitud natural que estigmatiza el fenomenólogo, en realidad depende de la erudición a medias y de la pedantería. El poeta, el sabio, el héroe, el santo son los que realizan las labores de portavocía del pueblo, cada uno desde una perspectiva un poco distinta. El pueblo tiene que proyectar delante de sí la imagen de su consumación plena y de los medios más cercanos para irla logrando poco a poco desde ahora; pero esta proyección no puede ser obra de la con68
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ciencia espontánea, que en realidad no es aún auténtica conciencia. Y si consentimos que todo lo haga la conciencia refleja, ¿cuántos errores no se mezclarán con sus resultados? ¿De qué instrumentos nos podremos servir para criticar a la conciencia refleja? Desde luego, las ciencias de la vida individual y de la vida social nos proporcionan un criterio negativo: cualquier prospección de futuro que las contradiga será un perverso utopismo, otra cara del anarquismo satánico que la reacción y la revolución comparten, como hermanas gemelas que son. Pero buscamos algo más que un listón mínimo. De otro lado, es inevitable emplear aquí la palabra fantasía. Si el pueblo es la verdadera naturaleza, su colectiva fantasía es el órgano con el que el bien futuro se tendrá que alcanzar. Nuestro problema se cifra, pues, tan sólo en saber distinguir qué fantasías son plena y perfectamente populares y cuáles están viciadas por alguna clase de casticismo, individualismo o nacionalismo. Algunas indicaciones más se pueden obtener de la historia espiritual ya recorrida. Mirando a ciertos paradigmas —que en el caso español, aun con diferencias importantes entre ellos, son los místicos y, también, Cervantes, Lope y Fray Luis—, la ciencia puede sostener que «la materia popular informábase por virtud propia en la fantasía del poeta dramático» (E II, 66) y que «el genio» es el «ministro de la espontaneización de lo reflejo» y la «conciencia individualizada del pueblo» (E II, 73); así como el héroe resulta ser «el alma colectiva individualizada»; el que «por sentir más al unísono con el pueblo, siente de un modo más personal»; el «prototipo y resultante, el nodo espiritual del pueblo» (E II, 113). El hombre de ciencia, como es el caso del propio Miguel de Unamuno, no tiene otro recurso si no es zambullirse en pueblo y, antes que nada, en lengua viva popular14. El poeta capaz de sentir con suficiente grado de conciencia refleja el sentido en que se mueve la vida del pueblo o, al menos, de su casta, se atreverá a reflejar en sus dramas el drama mismo de la realidad. Al condensar éste en una escena y un par de horas de acción, provee al pueblo, como en un sacramento de esta nueva religiosidad, de los paradigmas que el pueblo mismo con su aplauso declarará haber sentido encarnados en silencio en sus entrañas sagradas. Hay esta crucial diferencia: que mientras que no todas las edades conocen héroes y santos, todas fantasean, todas tienen sus poetas. Re14. Ya esto es el primer movimiento del «matar la ilusión, madre del pecado»; es empezar a «destruir el yo egoísta» y falaz, a «purificarse de su pasado» para «anegarse en Dios», o sea, en «la humanidad eterna». Tal es el evidente significado no sólo de los estudios juveniles de Unamuno sobre la lengua vasca sino de la composición de Paz en la guerra.
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conozcamos que hay circunstancias en que los genios de la acción histórica tendrían que ser «harto sublimes para vestir carne mortal» (ibid.). No consiguen nacer de vientre de mujer. Pero el pueblo, en sus poetas auténticos, no es posible que deje de engendrar hijos de fantasía, puesto que está viviendo, sin remedio y con serio gozo, hacia el futuro. La labor lenta que se realiza directa en el progreso vivo de la lengua popular, se anticipa y condensa en la poesía, o sea, en el parto de una fantasía individual —profundísimamente intra-histórica— «fecundada y hecha madre por el alma de un pueblo» (E II, 115). 4 La grieta por donde el sentimiento trágico de la vida se cuela en este edificio es la que existe entre la ciencia y la poesía. Unamuno tiene que cumplir el destino de poeta, pero no se puede amputar la ciencia. A ésta debe llevarla a bañarse, a inundarse de pueblo, a corroborarse en las calles; pero el criterio último de la ciencia es la dramaturgia, y no a la inversa. El sabio se ha separado terriblemente del pueblo, por necesidad del pueblo mismo; pero en su soledad puede ir demasiado lejos y perder el tenue hilo que le garantice el regreso. Es posible que se haya sacrificado por la humanidad pero después haya sacrificado en sí a la humanidad. ¿Cabe que el sabio se funda absolutamente con el poeta y ejerza luego, como le será exigido, funciones proféticas? No es imposible, pero no es fácil; y, sobre todo, desde la conciencia científica misma no se dispone del criterio para enmendar con total seguridad los probables errores. En lo absoluto, es verdad que la ciencia es como aquella lanza milagrosa «que curaba las heridas que hacía» (E II, 22); pero ahora se trata del científico y no de la ciencia. Él se consolará enérgicamente buscando más y más ciencia, más y más realidad idealizada, para cortar con las mentiras que su debilidad haya dejado filtrarse. En este sentido, la euforia del investigador permanecerá constante y de una pieza. Pero es a costa de una continua multiplicación del peligro, de una posibilidad, que crece exponencialmente, de romper el vínculo sagrado con la roca viva del pueblo. Para este vértigo no hay remedio. A fin de cuentas, el impulso de la vida hacia el futuro necesita no exactamente ciencia ni concepto, sino símbolo, y este producto maravilloso no se prepara en el jardín del sabio15. 15. El símbolo es el auténtico producto de la fe, que crea lo que no ve, precisamente porque anticipa su necesidad moral. Esta fe es el supremo objeto del arte; o, mejor dicho, el arte pone su mira más alta en la forja de los símbolos que reciban luego la fe del pueblo. Cf. E I, 51 y E II, 76.
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De todos modos, las amenazas más temibles no surgen sólo de este flanco. La poesía popular, por mucho que lo sea, más es castiza que directamente popular. Es, por ejemplo, castellana o catalana, pero quizá no enteramente popular aún. El criterio para saber que por fin lo es, que por fin ha alcanzado a decir el misterio milagroso de la tradición eterna, no está en ella misma jamás, y ni está siquiera en su éxito entre la gente. Todo esto es nada más que castizo; ¿quién sabe si de veras popular, universal, humano y eterno? De hecho, creer que porque es hermoso algo es verdad, no pasa de ser la fórmula quintaesenciada del quijotismo, y éste es expresión directa del humanismo castizo castellano, por lo pronto y antes de quizá serlo del humanismo a secas16. Sólo de los cruces repetidos de las poesías castizas podría derivarse, y eso para el sabio y retrospectivamente, el conocimiento seguro de lo humano. La dificultad es la misma que se nos presenta cuando caemos en la cuenta de que el fondo real de nosotros mismos contiene ya al pueblo y, de alguna manera, al conjunto todo de la verdad ideal; pero acallar todas las voces para dejarlo simplemente vivir y desarrollarse mientras lo escuchamos, es un terrible trabajo reflexivo, en el que hay propiamente que pasar y como arrastrar el alma por todas las teorías, todas las lenguas y todas las cosas, hasta despojarla de todas ellas y de todo en absoluto. Sólo por la vía de una reflexión poderosísima llegaríamos a la auténtica espontaneidad. Sería preciso en este caso un colosal saber olvidar —sin olvidar, sin embargo, del todo—, a fin de no velar ni impurificar el movimiento de la realidad de roca viva en nosotros mismos. Paradoja, desde luego, y, sobre todo, vaivén de hipérboles. No tan hipérboles, sin embargo, ni tan paradojas, como para que, ya se ve, el tapiz se descomponga y se raje. Para que el velo del Templo se desgarre hará falta un acontecimiento que pueda remover el mismo punto de Arquímedes en que está apoyada la ciencia de la Inmanencia. ¿O es que esta ciencia puede decir realmente cosas muy distintas a las que Unamuno le oyó? Lo que es claro es que tal escucha tiene pleno derecho a reírse del ruido de la historia y, en general, de todo cuanto hacen los hombres atur16. Un instante realmente trágico, que acude a la pluma de Unamuno como absoluta excepción en estos años, y más bien a consecuencia de la combinatoria especulativa que se trae entre manos, es aquel en el que, después de describir así el quijotismo, pasa a hacerse cargo del sanchopancismo aquijotado y comprende de pronto que su axioma es que nada verdadero ha de ser funesto. El sabio no puede entonces sino sorprenderse preguntando por qué. En seguida halla la respuesta, que es toda la metafísica que venimos estudiando; pero ha habido un rayo de angustia, que ha durado lo que tardó en regresar la evocación de la compacta verdad del Hecho. Cf. E II, 115, y la nota a esta página del extraordinario ensayo El Caballero de la Triste Figura.
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didos, que nacen y proliferan por misterios de la misma economía de la vida, y quizá para que ésta pruebe así sus capacidades más raras —hasta el debilitamiento de sí mismo, si tal cosa cabe—. Las alharacas del primer plano de la historia terminan también ellas depositándose en el fondo eterno y cumplen, pues, alguna misión. Nunca, sin embargo, la que el presente superficial les atribuye. Lo esencial no está en las figuras sino, precisamente, en el trasfondo, en el nimbo, como repetía en algún ensayo Unamuno entusiasmado con la lectura de la nueva psicología de William James. La ciencia tiene que reconstruir la síntesis del Hecho después de que el tiempo, la historia y la conciencia misma del científico han practicado sucesivos análisis de múltiples sentidos. Conocer es «querer y recriar» (E I, 156), y «la representación viva es un hecho rehecho» (E I, 94 s.). Cuando la logramos, aún no hemos llegado a la maravilla del símbolo, pero ya hemos obtenido la verdad que nos dice que la tradición eterna implica un estricto «determinismo de la espontaneidad» (E I, 112). La necesidad íntima y viva de la representación17 es señal inequívoca de su verdad, y desde ella volveremos a intentar el imposible de representarnos «el coro irrepresentable de las cosas» (E I, 100).
17. Es así como se logra el máximo fruto del conocimiento: «sacar a toda luz la tesis, que es la hermosura de las cosas mismas» (E II, 75). Este mismo espléndido pasaje añade que «la tesis está en la cabeza de quien contempla la realidad, pero ésta la ofrece siempre a quien la contempla con cariño». De nuevo, la esperanza en que la ciencia es la única medicina para los males que ella misma origina.
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3 MEDITACIÓN DEL CAOS, EL BOSQUE Y LOS MOLINOS DE VIENTO
«La vulgaridad no nos irrita tanto como las pretensiones». (Ortega)
La primera salvación meditativa de las circunstancias la dedicó Ortega, en páginas célebres, algunas de las cuales se encuentran entre las más hermosas que nunca escribió, a la Herrería de El Escorial, es decir, al bosque como tal o, lo que es lo mismo, a la profundidad como tal. De acuerdo con el método propugnado en «Al lector...», el yo de la meditación está a solas con el bosque. En efecto, la primera lección que nos dan las circunstancias, la primera sabiduría con la que ellas mismas se dejan entender, es la que separa la superficie de lo que nos rodea de la dimensión de profundidad, de los segundos planos de aquello que se nos ofrece también en primer plano. Sería el error fatal, en el mismo comienzo de estos ejercicios de filosofía amorosa, no distinguir las circunstancias lejanas de las inmediatas. Por un lado, el bosque, la selva de la vida, y por el otro, el mínimo claro que nos permite ver algo de la fronda. Y más acá todavía, nosotros mismos, ego ipse solus, afrontando el problema de la proximidad y la distancia, acuciado por él como, desde luego, no lo están los árboles del bosque del mundo. De hecho, si se comete el «pecado cordial» de la falta de amor universal, el hombre que se sabe ya siempre en mitad del bosque puede concentrar toda su atención, sin embargo, en la mera circunstancia que directamente lo envuelve. Será el hombre impresionista, el de la cultura de superficies, el hombre mediterráneo. Para él, nada vale tanto como la «áspera fiereza» (I, 780) de lo actual, lo presente, lo que se da de modo invasivo y en primerísimo término. Es el hombre sensual y discontinuo, de amores poco hondos y poco duraderos, aficionado a la guerra que casi a cada momento mueven contra nosotros los acontecimientos, las experiencias. 75
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Él tiene oscura conciencia de que no sólo es claro que existe esta línea cercanísima de árboles, sino el bosque más allá y abarcándonos. Ni siquiera pretende que sólo es real lo más palpable. Únicamente se trata, en su caso, de desdén por lo que no nos toca ya mismo, ahora, aquí. Toma el mundo en su carne, en su materia, y desprecia avanzar: espera, más bien, la llegada constante de las novedades de la vida. Junto a él caben dos tipos más de hombre y de cultura. Por un lado, el que carezca de respeto por lo inmediato y se apasione siempre por lo latente detrás de lo inmediato. A éste lo determinaba Ortega como «germánico». Por otro lado, el que equilibre los valores respectivos del bosque y del claro del bosque y ame integralmente la vida con todos sus factores y sus ingredientes. Éste es el que vive de manera consecuente con el largo mestizaje de las sangres mediterránea y greco-germánica. No hay, a lo que se ve, para qué buscar en América, Australia, el África Central o el Lejano Oriente tipos culturales o razas culturales o sensibilidades populares radicalmente diferentes e interesantes aún hoy. Con Europa y cuanto se vuelca en la cuenca mediterránea tenemos, al parecer, bastante. Por cierto que, consideradas las cosas de más cerca, si se llevan estos tipos a su consecuencia extrema, el «germánico» resultará ser el hombre alucinado, mientras que el mediterráneo dará en el hombre desilusionado1. Constatemos, pues, que hay mundo y trasmundos, y hay noticia inmediata de ambos grandes planos de lo real. El mundo patente es aquella «parte de la realidad que se nos ofrece sin más esfuerzo que abrir ojos y oídos: el mundo de las puras impresiones» (I, 768). En esta como superficie de la profunda y compleja realidad se presenta, sin embargo, ya siempre, de algún modo, como una sugerencia que podríamos seguir si quisiéramos, la noticia, no menos patente, de que existe la dimensión de profundidad; o sea, de que el mundo patente es, al menos en algunas de sus zonas, algo así como el escorzo de uno o más mundos latentes, trasmundos. Ortega no había aún elaborado una teoría suficiente acerca de cómo lo patente escorza lo latente. Si solicitamos adecuadamente esta Meditación Preliminar, lo que obtenemos es que el mundo patente nos resulta problemático sobre todo por la desconexión de las cosas que en él nos pasan y nos rodean y nos atacan. Y nosotros sentimos esta incoherencia como un peso que nos oprime y del que querríamos liberarnos. Aún 1. Así, en la espléndida Meditación Primera, tratado de Estética literaria que busca clasificar adecuadamente El Quijote como circunstancia española crucial y siempre en actualidad. Cf. I, 813.
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más: una angustia que no nos consta que no podamos menguar y hasta calmar definitivamente. Pero no la reduciremos si no emprendemos, por nuestra parte, algo. El amor a la realidad en su plenitud está, pues, del todo mezclado con el deseo de calma, orden y saber a qué atenerse: dos tendencias que no deberíamos nunca identificar. Si nos proponemos real y efectivamente buscar las sendas del bosque del mundo y conocerlo en sus secretos, además del gusto por la exploración es que nos mueve el afán de seguridad, de orientación. Comprendemos que la circunstancia inmediata es problemática, quizá contradictoria, y deseamos resolver su inquietud en el descanso de la realidad latente. Suponemos, pues, que los principios con los que los problemas se explican y se despejan están guardados, fuera de nuestra vista cómoda, en algún lugar recóndito del bosque, y la necesidad de estar firmes en la vida nos induce a comenzar el viaje al «tesoro de los principios» (I, 789). Sólo si nuestra voluntad, movida por el sentimiento que nos suscita la problematicidad de las circunstancias próximas, se decide a este viaje, empieza de veras el bosque a existir realmente para nosotros. Y él es, en el sentido que hemos precisado, un «mundo superior» o una trama de mundos superiores al mundo patente (I, 768), puesto que contiene la llave de la paz, la superación del tiempo inestable. Y si no la contiene, por lo menos podría tenerla y habrá valido siempre la pena internarse en lo oscuro para comprobar sus posibles riquezas. Porque las meras impresiones es clarísimo que no van, ni hoy ni mañana ni nunca, a aportar su interpretación adecuada, la solución de sus paradojas que nos hacen sufrir de vértigo. No nos queda otro remedio, si queremos vivir en la plenitud que conoce al mismo tiempo la aspereza de las cosas y la suavidad de las explicaciones, que «abrir algo más que los ojos, ejercitar actos de mayor esfuerzo» (ibid.), ponernos voluntariosamente a mirar y a desbrozar lo que no muestra camino de penetración. Tales actos son, enseña Ortega, puramente intelectuales (cf. I, 770), o sea, conceptuales. El rito amoroso (mejor dicho, pragmático en primer término y siempre, y amoroso además y por añadidura, y quizá sólo en ciertos casos) de la filosofía lo oficia el concepto, «órgano normal de la profundidad» (I, 781); aunque el propio Ortega reconoce que debe de haber otros órganos, correspondientes a otros ritos del mismo designio, pero que no son filosóficos sino artísticos. De éstos no tiene por el momento nada que decirnos. De hecho, los conceptos se describen de tal modo que no podemos imaginar ni pensar que existan otros órganos, no tan normales, para recorrer la profundidad del mundo. 77
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Un recorrer que tiene mucho de construir, porque los conceptos suman a las impresiones, en principio, nada más que estructuras y orden, y, desde luego, cabe ordenar de mil maneras un caos, y deshacer y barajar de nuevo los órdenes que con él se van intentando sucesivamente. Cualquier orden es preferible al puro desorden, y se trata de buscar el más completo, el que no deje nada libre, suelto y amenazador. La intención es encontrarlo porque queremos que lo haya y, quizá, porque nos creemos capaces de lograrlo. Cosa secundaria ha de ser, me temo, si el orden más perfecto es invención nuestra o es descubrimiento del auténtico orden real, clave de todas las cosas. Las indicaciones sobre las partes y el todo, que daban la preferencia absoluta a las partes, o sea, a las impresiones individuales del «mundo patente», no tiene para qué repetirlas Ortega aquí, cuando van tan claras en el prólogo. Además, conserva la terminología bastante para evocárnoslas: lo patente es carne y materia, y lo latente y conceptual, sobre ser abstracto, es nada más forma y «sombra mística» (I, 784 y 782): la sombra que sobre una cosa concreta «vierte el resto del universo» (I, 782). Los conceptos no son cosas nuevas ni nos suministran cosas nuevas. Nada más son la trama de las cosas, el reflejo de unas en otras, la alusión que unas hacen a las otras. En el bosque sólo son perfectamente reales los árboles, pero lo son gracias a que están separados sin por eso quedar aislados. El contenido de un concepto es sólo el límite de una cosa respecto de las demás (I, 783), a lo que Ortega llama también el esquema de la cosa (I, 784), que describe como «el ideal hueco que corresponde a cada cosa dentro del sistema de las realidades» (ibid.); pero que, a su vez, puede denominarse el «sentido físico y moral» de cada cosa respecto del todo (ibid.) y, sencillamente, el sentido de la cosa (I, 782), al que en una oportunidad, como al desgaire, llama también, sin embargo, la esencia de la cosa (I, 779) en tanto que distinta de su actualidad (término caro a Zubiri años adelante), su aparecer, su presencia. En vez de quedar a merced de las cosas, las poseemos, es decir, las dominamos en principio y por principio, cuando la voluntariosa meditación nos las ordena todas. Un concepto solo es tan imposible como dos impresiones estructuradas sin ningún concepto. Las impresiones vienen solas y los conceptos, a pares o, mejor, a racimos copiosos y, en el caso ideal, a puras manos llenas y desbordadas. Pensar algo es la tentativa de pensarlo todo, porque un límite es la diferencia entre al menos dos cosas, pero si de ellas sólo sabemos uno de sus límites reales, la verdad es que ignoramos demasiado como para ser capaces de separarlas limpiamente en ningún sentido. Algo tiene de veras sentido cuando todo lo tiene. De aquí que el hombre construirá antes una cosmovisión que una 78
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teoría parcial, y necesita una perspectiva total para gozar de alguna vista parcial. Aunque también es cierto que la perspectiva universal puede cambiarse al enriquecerse las perspectivas particulares. Ya hemos visto cómo: por multiplicación de casos, haciendo que más y más cosas se reflejen en más y más cosas. O, lo que es lo mismo, tratando de que nuestra operación de ponerle puertas al campo sea lo menos caprichosa posible y se amolde a los collados y las pendientes peligrosas del campo o bosque del mundo, no menos que a sus planicies fáciles. El esfuerzo de construir —afán pragmático de lograr seguridad— se malogra sin la paciencia amorosa que respeta todas las dificultades para la construcción —una paciencia amorosa que es verdaderamente el más astuto medio que la necesidad de certeza y paz se proporciona a sí misma. En frase famosa, Ortega llama a las circunstancias, a las cosas-impresiones, el texto eterno que exige que lo leamos sin entregarnos la fórmula de la lengua en que está escrito. Nos importa tanto esta lectura orientadora y calmante, que este texto es la misma zarza que ardía sin consumirse y atrajo a Moisés: «la retama ardiendo al borde del camino, donde Dios da sus voces» (I, 788). Ha conservado Ortega tanto de neokantismo como para identificar las tramas ideales que construimos con conceptos con las ideas de Platón, la suprema entre las cuales, o sea, la perspectiva total, es justamente Dios, lo divino mismo y puro. Ideas, conceptos, perspectivas siguen sin tener contenido propio: las esencias de las cosas (Husserl, Scheler, los fenomenólogos) continúan siendo meras síntesis formales entre ellas, tan sólo hilos que las conectan de vario modo, Gestalten, formas de unidad. Ortega las llama reales en el comienzo de su meditación: el bosque, no sólo este claro en él, es real; hay planos varios de realidad, hay trasmundos reales, mundos latentes, a cada uno de los cuales corresponde una entre las «varias especies de la claridad» (I, 765). Pero también es cierto, y hasta más cierto, que no hay para mí profundidad más que si yo utilizo el primer plano como escorzo porque quiero hacerlo y puedo hacerlo. Suena en el primer plano, en el claro donde me he sentado a meditar, el grito del cuco, y yo, porque así actúo, a esta pasividad la interpreto alejándola, relegándola al fondo del bosque. «El sonido no es lejano, lo hago yo lejano» (I, 768)2. 2. El Breve tratado de la novela, ocupado como está en las faenas de la imaginación propiamente dicha, corta el nudo gordiano: la materialidad de las cosas es «su positiva sustancia» y «lo que las constituye antes y por encima de toda interpretación». La consecuencia es arrasadora, y, ya que Ortega piensa que Cervantes estaba al cabo de la calle de
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La interpretación conceptual que así llevo a cabo surge casi espontánea, pero es ya cultura, afán de «seguridad, de firmeza, de claridad» (I, 786); lo hago porque, en definitiva, quiero enjaular la pantera de las cosas que me impresionan y me llenan de problema. ¿Hay realmente sistema y totalidad, o sólo es construcción mía, angustia mía que se calma como buenamente puede, aunque sea sumergiéndose en un sueño? Por ejemplo, la religión, que «refiere el misterio que es la vida a misterios todavía más intensos» (I, 789), no se refugia en la operación de hilar tela ninguna de araña intelectual: se lanza, con un valor que quizá sea miedo enfermizo, hasta el fondo de todas las realidades problemáticas para focalizarlas alrededor del mayor de los problemas —o eso cree Ortega—. El arte, que tampoco opera con conceptos, no sabemos qué cosa distinta hace a intentar ser parcialmente una religión. Es posible que su clave esté en que también él aspira a la luz viniendo de lo oscuro, pero se conforma con reflejos caprichosos de unas cosas en las otras —imaginación creativa— y no espera a ver qué reflejos son realmente reales y, por lo mismo, más dominadores y más consoladores, aunque tengan el grave defecto de hacerse esperar en un asunto que no admite espera. Si solicitamos la letra de Ortega, diremos que el hombre empieza por la operación necesaria que es la religión (sé que no me puedo atener a las cosas, que dependen de la Cosa menos firme de todas, que es el divino misterio); sigue por las operaciones del arte (sé que no me puedo atener a las cosas, pero es hermosísimo considerar posibles paraísos de paz entre ellas); y definitivamente empieza a hallar la calma con la ciencia, aunque a sabiendas del carácter infinitamente progresivo que ésta tiene, lo que la convierte en una aproximación asintótica a la paz que tampoco se puede decir que sea paz (pero sí un maravilloso pasatiempo). Ocurre que es problema esencial en las meditaciones de Ortega en 1914 que el concepto, la ficción y la idea no anden debidamente separados. La estética contenida en el Breve tratado de la novela se basa en esta indistinción. Pero lo extraño es que, cuando el hombre y su vida se toman como tema del arte —son, de hecho, su tema único, según Ortega
este asunto, justifica de sobras que se haya dicho que quien vive en lo ideal está perennemente alucinado y quien comprende que así sucede está definitivamente desilusionado —como Cervantes—. Esta consecuencia no es sino que «justicia y verdad, la obra toda del espíritu, son espejismos que se producen en la materia» (I, 812). Nietzsche ha regresado, como si la fenomenología insuficiente de Ortega lo conjurara inmediatamente. Irá cediendo terreno, sin embargo, a medida que Ortega ahonde en las novedades filosóficas que lo embargaban desde un par de años antes.
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en este momento—, desaparece, a lo que se ve, el relativismo filisteo de la cultura filosófica. Quien artística, es decir, fantásticamente quiere superar lo desilusionante de la realidad tal como está dada, más que la posesión conceptual y sus seguridades —más bien burguesas, la verdad—, pretende la heroicidad: quiere ser él mismo y sólo él mismo, lleno como está de prodigiosa voluntad de aventura (I, 816). Su alucinación espléndida suena ridícula a los que lo rodean y a nada especial aspiran. La risa del coro popular da un aura de tragedia a las empresas heroicas. Y suben éstas de punto cuando la ciencia moderna ya no deja lugar a la épica y está a punto de ahogar incluso la fantasía que no se construye un puro mundo del pasado sino que se limita a probar experimentos con la realidad actual y circundante. Galileo y Cervantes han de ser contemporáneos. Pero si concepto, esquema, ficción, idea y esencia vienen a ser lo mismo, oiremos la voz de Unamuno, irritado, sabihondo, en la penumbra de la escena: la cuestión es matar el tiempo...3. Y un final erudito. Ortega ha leído en las Investigaciones lógicas, de Husserl, que el mero sentir no nos presenta nada, no es intencional, si no ejercemos nosotros la operación de interpretarlo de algún modo, de aprehenderlo objetivando las sensaciones de modo que nos sirvan éstas de presentación de las cualidades de las cosas. No ha leído, en la Primera Investigación de estas Investigaciones, cómo las interpretaciones primeras surgen pasivamente y por mera asociación de impresiones sensoriales. No se ha fijado tampoco —y esto es capital para reconocer cuánto sigue Ortega anclado en el neokantismo— en que estas interpretaciones, a las que Husserl llamaba desastrosamente materias intencionales, no son en los casos más simples (las infinitas experiencias de la mera sensibilidad) conceptos. Husserl distingue las «formas de unidad» o de «totalidad» de los conceptos,
3. Es interesante observar cómo Ortega ha caído plenamente en la doctrina que habla de las diferencias sentimentales, reflejadas luego en las culturales, entre los pueblos, y de que tienen una base última más bien biológica y racial que geográfica o ambiental. El antiguo «casticismo» unamuniano, con variantes temiblemente más próximas a Chamberlain, Gobineau y Spengler —éste es posterior en el tiempo— que las que nunca tuvo en Unamuno, ha terminado por conquistar del todo al por muchos años vacilante Ortega. De aquí que su método mismo ya no contemple, pese a todo, ni al individuo ni al puro miembro de la sociedad política, sino al integrante de su generación, que va embebida en la nación étnicamente entendida: «El individuo no puede orientarse en el universo sino al través de su raza, porque va sumido en ella como la gota en la nube viajera» (I, 791). Realmente, los textos sugieren con fuerza una dependencia explícita de Heidegger respecto del meditador de El Escorial.
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pero Ortega las identifica con éstos. Husserl no cree posible sentir las cosas sin aprehenderlas como totalidades con su correspondiente forma, y ésta es el correlato de lo que él llamaba interpretación o materia intencional. Ortega ha leído luego en las Ideas de Husserl —recién publicadas con toda la solemnidad de un programa de nueva filosofía generacional, en el primer término del primer número de la revista que editan conjuntamente los más destacados fenomenólogos— que las cosas del mundo inmediato se sienten siempre mediante escorzos (la palabra se impuso a José Gaos cuando casi treinta años después tradujo el libro de Husserl). Como es lógico —pero no correspondía a la verdad—, Ortega pensó que las Investigaciones y las Ideas contenían sustancialmente la misma doctrina, aunque el vocabulario hubiera cambiado bastante. El mismo término Abschattung, que realmente pide el español escorzo, se había usado en las Investigaciones al hablar de los datos primarios del sentir y el imaginar4. Es verdad que sólo las «cosas físicas» del mundo de la vida se perciben en escorzos, y no ninguna otra de las dimensiones de lo que Ortega llama «lo profundo»; pero al describir Husserl estos escorzos utiliza una terminología que después generaliza a todas las actividades de la vida subjetiva: hay un estrato material, impresional, en la percepción, y otro formal o noético. Nóesis es el acto de la inteligencia (noûs), y su correlato es el nóema, que es como Aristóteles, por ejemplo, llamaba a lo que después los estoicos rebautizaron como concepto. Si no se para mientes en el detalle de las descripciones de Husserl y en cómo traslada analógicamente sus términos de unas a otras esferas de la vida, nada más a mano que asumir que ya la experiencia elemental del mundo es una combinación de impresión pasiva material y de intelección activa conceptual. Además, en correlación con la palabra materia, hyle (que en las Ideas no designa la «aprehensión objetivadora» de los contenidos sensoriales sino a éstos mismos), Husserl emplea forma, morphé como equivalente, en primer término, de su peculiar nóesis. Y hay luego una extraordinaria doctrina en Ideas que ha sugerido, antes que ninguna otra cosa, la meditación en la Herrería sobre ella misma como bosque. Y es que los escorzos no terminan nunca y la cosa que se escorza, en definitiva, sólo consiste, bien mirada, en la serie indefinida y 4. Sólo que en un sentido radicalmente distinto, que Husserl no puso nunca al descubierto, pero que es patente al interpretar el conjunto de sus Investigaciones, como se ve en mi libro sobre la Teoría fenomenológica de la verdad, Universidad Pontificia Comillas, Madrid, 2008.
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lábil de sus escorzos perceptivos. Husserl llega, por esto, a escribir algo terriblemente confundidor: que una cosa del mundo patente e inmediato es como una «idea en el sentido de Kant». A lo que él apuntaba era a su ilimitación; pero no la entendía como un exceso de riqueza sino, justamente al contrario, como señal de la esencial pobreza de las cosas, frente a la esencial riqueza de, por ejemplo, la vida misma o los objetos propiamente ideales. Es que las cosas tienen una esencia de menor rango, y si queremos que admitan un conocimiento absoluto y adecuado, tan sólo se debe a nuestro error de querer medirlas con el mismo rasero que los números o que a los valores o que a nosotros mismos en ciertos respectos.
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1. La ambigüedad del amor «Sólo apurando las heces del dolor espiritual puede llegarse a gustar la miel del poso de la copa de la vida. La congoja nos lleva al consuelo».
Ésta es la enseñanza principal de Miguel de Unamuno, y yo creo que es verdadera. Pero no hace falta ninguna querer, a fuerza de los brazos débiles de nuestra voluntad individual, ir al fondo del dolor. Esta ansia sería una curiosidad de viajero, de turista y esteta del mundo real, que no quiere perderse ninguna emoción fuerte y que es, como sucede a tantas personas pendientes hoy de su televisor, un voyeur de la desgracia, de la barbarie y de los extremos espectaculares de aquello de que son capaces en sus actos los hombres. Pero esta especie malvada, estúpida, ridícula, de turismo no puede experimentar el fondo, «las heces», de lo real. Para ello no hay sino que esperar los acontecimientos de la vida, atender muy cuidadosamente a sus enseñanzas y tener siempre la valentía —virtud esencial y primera, gozne de todas las restantes virtudes cardinales— de sacar las últimas consecuencias de este aprendizaje y prepararse, en la renovación de la paciencia, a que se den más acontecimientos todavía. El consuelo no es sino la esperanza, fuerte y absoluta, en que se está luchando contra el mal y el sinsentido y contra la desesperación, en uno mismo y en los prójimos. Por esto es evidente que, aunque un hombre tenga la dicha de no abandonar nunca del todo el suelo de la consolación, no se afirmará en la esperanza absoluta mientras no haya sido capaz de la paciencia atenta a las acechanzas más potentes del consuelo. Sólo pue84
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de no tener miedo, en el sentido virtuoso del término, aquel que, sin habérselo propuesto, ha tenido que afrontar, porque así es la vida, los mayores motivos del miedo. El consuelo no tiene, en efecto, que perderse en crisis sucesivas de desconsuelo y vértigo, pero sí le es forzoso acendrarse pasando a través de las posibilidades y móviles de la desesperación; de la misma forma que el valiente no tiene por qué sufrir crisis de cobardía, pero sí acrecienta su virtud en la próxima posibilidad de caer en el pánico. El nombre pleno del consuelo, o sea, de la esperanza, es el amor. Ninguna palabra tan cargada de sentidos que a veces se oponen más que los más disparatados equívocos. La historia del espíritu, la biografía íntima de una persona, no consiste en otra cosa que en la evolución de su amor, que ocurre mediante el contraste entre las formas del amor que experimenta simultánea o sucesivamente. Básicamente, es verdad respecto de todo ser humano que en el momento en que aparece la primera madurez de su vida se presenta él al mundo como el joven Agustín cuando se trasladó del pueblo a la ciudad, de la escuela a la universidad: que no es uno sino ansia de amar y de ser amado; sólo que, precisamente, no conoce del amor más que su gusto (o su fama) de placer de la acogida, de pasión arrebatada, de velocidad máxima que se imprime al tiempo, en los antípodas del tedio. Pero este rasgo tan genérico del amor (el hecho de que nada tenga más valor que él cuando está presente) no diferencia las diversísimas clases de esta divina o animalesca realidad. El apetecer plenamente satisfecho es una descripción que igualmente se ajusta a todos los quereres y a todos los objetos del querer y a todos los métodos y recursos con los que nos procuramos su goce. Cuando sólo sabemos que nada más ansiamos que amar y ser amados, todavía no sabemos apenas nada de la naturaleza del amor, o sea, de la divina eternidad y del anhelo central e integrador del ser del hombre. Sólo estamos afirmando que también nosotros pertenecemos al Todo, donde cada cual tiene su forma esencial, en virtud de la cual tiende a su fin propio, que no es sino el ejercicio de sus facultades más altas. Pero no conocemos cuáles serán éstas, ya que seguramente ni siquiera han despertado aún en nuestra vida. Confiar en que se ama con la forma más fuerte del amor, confiar en que se es portador de la esperanza que únicamente puede merecer el calificativo de absoluta, es, pues, una descripción preliminar, a la distancia, de la plenitud del consuelo y, por lo mismo, de la vida humana. Pero justamente esta descripción revela que el ser humano es la excepción dentro del Todo natural, la enfermedad, si se quiere: lo único que se ha desplacentado de veras del mundo y la Vida natural. Y ello porque 85
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esta noción del consuelo, de la felicidad, es evidente que implica, como decía Miguel de Unamuno, lo que se ahorra a los meros animales. Como la base del amor, de la esperanza y de la confianza la forman la inteligencia, la libertad y la paciencia para aguardar los acontecimientos que nos enseñan la sabiduría, debemos pasar necesariamente, siempre, por los bordes de los abismos más terribles, antes de arribar a la cumbre del Bien perfecto. Un amor que no es libre y que no se ha probado y depurado en la lucha inteligente contra el mal de dentro y el mal de fuera de nosotros mismos, no es posible. Quizá ni sea posible cuando nos atrevemos a hablar de la eternidad divina; desde luego, no es posible cuando permanecemos analizando la finitud humana. Pero ¿qué es esto del acontecimiento, la congoja, la consolación y el evolucionar las formas de amor? ¿Qué es el anhelo central e integrador de la vida? ¿Qué es el mal? ¿Qué significa la eternidad?
2. Hermanos No somos los hombres los meros individuos de una especie natural, dentro del género animal. Más bien, la situación en la que nos encontramos unos con otros es la que describe Søren Kierkegaard en el primer capítulo del Concepto de ansia: el hombre singular es sí mismo y toda la especie humana. Es decir, que cada avance y cada experiencia y cada acontecimiento que a mí me sucede, y cada inmoralidad y cada mérito en que incurro, modifican de alguna manera el ser específico del hombre, la humanidad; y, en sentido inverso, cada suceso de las vidas de los demás hombres, como también cambia de alguna manera el contenido de lo que la humanidad es, repercute en mí, al menos porque me indica que el ámbito de las posibilidades del ser del hombre se agranda con cada paso que da nuestra historia colectiva. Yo no soy más que yo, pero mi humanidad viene descrita por la historia de todos los demás hombres. Y cada nuevo día de mi propia historia modifica el ser de la humanidad en general: hasta allá llega la capacidad de libertad, de bien, de mal, de afecto y conocimiento, del ser humano. Naturalmente, esta determinación tan peculiar —única— de nuestra esencia genérica es para nosotros aquí, de momento, nada más que una hipótesis. Miguel de Unamuno, que comienza su obra capital, el Sentimiento trágico, con la consideración del lugar ontológico del hombre, expresa los hechos con un término diferente, cuyo significado será preciso investigar cuidadosamente. La palabra que emplea es que somos hermanos todos los hombres concretos, de carne y hueso, aunque unos 86
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se digan abuelos de los otros y éstos se llamen normalmente nietos de aquéllos. La hermandad no es, evidentemente, el mero caer lógico bajo la misma especie, como les sucede seguramente a los restantes seres naturales (los cipreses, los mosquitos, las montañas; y aun así, entrevemos que cada individuo, incluso en estos casos no personales, no humanos, no hermanos, importa por sí mismo algo más que lo que va implicado en la mera idea de ser sujeto lógico de cierta especie que se «predica unívocamente» de todos los ejemplares singulares que le son posibles; ¿o es que cabe reemplazar a un perro que se nos muere con cualquier otro perro, por mucho que se parezca al muerto?). La hermandad es, esto sí, «caer bajo» un mismo padre. Y es que ninguno de nosotros se nació a sí mismo ni propiamente engendra el espíritu, el alma, la entraña secreta de sus hijos. Nuestro real origen será quizá la Vida, a su vez descendiente de la Materia, a su vez descendiente del mundo primordial, a su vez hijo de Nada o de Caos; o será Dios. Pero, de momento, antes de investigar este asunto, el ser de cualquiera de nosotros, la hermandad humana, nace, sufre, come y bebe, juega y duerme, piensa y quiere, tiene sexo y patria, y, «sobre todo» (así dice Unamuno), muere. La condición mortal, que nos rodea siempre y en todo lugar, como escribe en el primer capítulo de sus Confesiones san Agustín, queda destacada, pues, desde el principio, también en la descripción unamuniana, como el rasgo sobresaliente del ser del hombre. Somos seres con historia personal hermanada y mortales. Sólo si nos interpretamos a nosotros mismos, en mínima antropología filosófica, de este modo, y no como cantidades intercambiables (homines oeconomici, hombres en el pobre sentido que interesa a la economía), empezamos correctamente la reflexión sobre el sentido de esta historia de hermandad y mortalidad. Sólo así somos el sujeto y el objeto de toda filosofía y, en definitiva, de toda vida del espíritu. La biografía íntima es la construcción, a medias mía y a medias de mis hermanos y de mis circunstancias no hermanas, del sentido de mi ser. Y desde un principio admitimos que la reflexión filosófica, o sea, radical y, a ser posible, absoluta, es un factor fundamental en la correcta construcción de este sentido, de esta íntima biografía. Sin duda, la finitud que lleva consigo la condición mortal, hermanada y circunstanciada (patria, ciudad, profesión, acontecimientos que se nos vienen encima viviendo) de nuestro ser tiene mucho que ver con el hecho de que la biografía íntima o historia personal o sentido de mi existencia deba reflexionar. El sentido está en precario y ha de ser buscado, perfeccionado, criticado, a 87
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la vez que construido. No dispongo para ello de tiempo infinito (que ni siquiera sería tiempo), sino de un poco indeterminado de tiempo. Soy, de este modo, libertad ansiosa, urgida a cada momento, y que de alguna manera responde satisfactoriamente a esta ansia y esta urgencia no sólo actuando sino reflexionando (o actuando reflexivamente). Esta acción reflexiva urgida, en ansia, con poco tiempo, entre hermanos y circunstancias impersonales, está mucho más cerca, por tanto, de la poesía que de la ciencia. La ciencia, en su sentido moderno, necesita manejar seres no libres ni ansiosos; la poesía, en cambio, señala adecuadamente la parte de construcción imaginativa, afectiva, arriesgada, que trae cada momento de sentido íntimo inexorablemente consigo. La verdad de la filosofía es más bien bondad y belleza que sólo ciencia; o su cientificidad es la de la poesía más radical y más impregnada de deber que quepa concebir y vivir de veras. Poesía dramática en gravísima tensión de responsabilidad. Al hacer del hombre concreto el sujeto (y el objeto) de la filosofía, Miguel de Unamuno sabe perfectamente que está poniendo en peligro la universalidad de ésta (la universalidad, ya que no de la ciencia, sí de la sabiduría). Si no hablamos de una esencia estable, parece difícil fijar verdades perdurables. Y si la poesía filosófica sólo tiene sentido para el individuo que primero la imagina y la escribe y luego la realiza más o menos enteramente, a los demás no nos interesará conocerla más de lo que puede interesarnos leer un relato de ciencia ficción. De aquí que se haya pensado con frecuencia en eliminar lo histórico de la antropología filosófica y, en general, de la filosofía primera, ya en la forma de naturalizar por completo el ser del hombre, igualándolo al de cualquier otra especie, ya en la forma de referirse tan sólo a la estructura impersonal y suprahistórica de la experiencia (al sujeto trascendental como contrapuesto al empírico). La idea metódica de Miguel de Unamuno, como lo era ya la de Søren Kierkegaard, niega que la filosofía de la existencia concreta sea relativista o escéptica, aunque sí es narrativa, poética y volcada a la acción; y aunque busque antes la salvación que el puro conocimiento, y desee revolver los posos afectivos antes que sugerir trazas de argumentos al espíritu de geometría. Que los hombres seamos hermanos, y no cada uno de nuestro padre y nuestra madre, indica precisamente en esta dirección: sobre un fondo común, que en seguida pasaremos a tratar de describir, van instalándose a cada momento nuevas posibilidades de la humanidad, que desarrollan las formas generales en que se puede desplegar la historia de este constante ensanchamiento de lo que es, en definitiva, el hombre.
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3. El anhelo que da unidad a la vida Miguel de Unamuno emplea, en efecto, a renglón seguido, un término muy atractivo y justo, pero cuyo significado también tendremos que investigar a fondo: un hombre, cada hombre concreto, es además el portador de un «anhelo integral». Diremos, por el momento, que las ansias a las que me refería antes quizá se reúnen en un ansia o anhelo general y arquitectónico, que es el espíritu y la animación de la poesía del íntimo sentido de nuestra vida: el anhelo integral de plenitud, de excelencia, de logro perfecto de la vida, pese a la muerte y el dolor, pese a las circunstancias en contra y, a veces, pese a los hermanos (y en otras, gracias a ellos y junto con ellos). El objeto de este probable anhelo integral, que con frecuencia quizá perdemos de vista, absorbidos por las ansias de corto plazo y corto vuelo pero de urgencia irresistible, lo describía Aristóteles, siguiendo a Sócrates y a la tradición literaria de Grecia, con la palabra «eudemonía», dicha, vida prácticamente divina y ya amparada de toda quiebra angustiosa. Es seguro que en los instantes de lucidez podemos dejar paso libre en nuestro presente al anhelo integral, dando de lado, suspendiendo, aplazando al menos, las ansias particulares y dispersas. Quizá éstas nos han hecho perder el hilo de aquél e incluso olvidarlo. Pero, sea por lo que quiera que sea, estén motivados los instantes de lucidez por lo que lo estén cada vez que se presentan, es una verdad primordial de nuestra biografía, de nuestro ser, que el anhelo integral de dicha lograda grita en nosotros contra la ansiedad cotidiana: ésta vive del miedo y de la distracción; aquél, de la superación, al menos momentánea, del miedo y de la distracción. Si nos «recogemos» en nosotros mismos, como dice la tradición entera de Occidente (al mismo tiempo, por cierto, que la tradición entera de Oriente), logramos reducir la voz de las ansias (voces de las circunstancias) para escuchar la gran voz del anhelo integral (voz de la humanidad, de la hermandad). Si no hubiera el anhelo integral, la muerte tampoco sería muerte integral sino nada más que muerte o muertes parciales, que podríamos pasar por alto u olvidar, aunque fuera para encontrarnos un momento después, si se me permite la expresión, hechos inopinadamente nada. Lo unitario de la muerte, que abarca la biografía íntima toda, es correlativo de lo unitario del anhelo integral. Gracias a éste y a la muerte que le corresponde, no vivimos varias vidas, sino, pese a todo, varias facetas y vertientes de una única vida. Pero sin muerte, o sea, sin anhelo integral, tampoco hay unidad de la existencia, ni biografía íntima, ni hilo concreto y fuerte de un sentido precario y que nos llena de ansias. A 89
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todo ello lo reemplazaría una multiplicidad más que paranoica de trozos estancos de vida y acción: una realidad plural sin unidad, si es que cabe imaginar o pensar tal cosa. La ciencia trata de todo lo que en la circunstancia o mundo no es personal, histórico, humano, hermanado. Por ello mismo, su vocación es pragmática: el dominio del mundo en torno para que la ansiedad de sus peligros de muerte y de menoscabo de la propia vida disminuyan cuanto sea posible. Es más alta la condición pragmática de la poesía, o sea, de las representaciones del anhelo integral que mis hermanos consiguen. La forma de este anhelo bien puede ser la misma en todos, como lo es la forma de la muerte, el dolor, la reflexión y el gozo; pero cada poema, cada biografía, cada hermano, declina a su modo esa forma, y ya cada nueva representación del objeto al que se dirige nuestro anhelo integral va construyéndolo mejor (como se construye el ámbito de lo humano a medida que avanza cada biografía íntima de cada persona). Sólo que los poemas pueden muy bien ser distracciones y deberse a las ansias y los objetivos cotidianos y fragmentarios. No nos vale aquí más que el poema integral de la vida misma de un hermano; o, mejor aún —y más comunicable—, el jugo de su sentido más intenso, que es lo que precipita en el sistema filosófico o en el no-sistema filosófico. El modelo y lo real es la biografía, la vida misma de un hermano de carne, hueso y muerte; pero su representación compendiada, su posible enjundia, pasada a través de la sensibilidad y el espíritu de ese hermano (a través de sus «nervios», como le gustaba decir a Azorín), es el poema filosófico que ha resultado. Vidas cualesquiera y grandes poemas filosóficos: esto es lo que importa para explorar los límites y los fondos de lo humano y, en definitiva y sobre todo, para acendrar el anhelo integral y concederle la lucidez adecuada a su máxima efectividad. Como escribe Miguel de Unamuno, las ciencias, en cambio, son «cosa de economía». Menos esta ciencia-poesía o poesía-ciencia que ahora mismo practicamos nosotros: el conocimiento con el que diferenciamos la ciencia y la poesía, las ansias y el anhelo integral, el miedo-distracción y su posible quedar suspendido. La pre-filosofía es un saber diferenciador, a caballo entre la filosofía y la ciencia, imprescindible, primordial, aunque un tanto seco, a ojos de quien ya se ha lanzado por los campos de la filosofía. Reflexionar sobre el estatuto de este saber primordial e intermedio, de esta lógica de todas las lógicas, y, también, desde luego, reflexionar sobre la situación biográfica de quien lo toma sobre sí y lo construye 90
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—como ciencia de los límites de la ciencia y poesía de los límites de la poesía—, es una tarea especial, reservada para el filósofo quizá en las fases finales de la construcción de su saber. ¿Y podrá el filósofo construir la filosofía antes de haber vivido toda la vida y, sobre todo, haber pasado la muerte? ¿No es eso tanto como vivir sin haber vivido y sacar todo su jugo a la experiencia integral de la vida a medio camino de hacerla? ¿No será esta extraña condición una parte muy importante del carácter poético, o sea, de acción libre y provisional, precaria, que atribuimos por ahora a la filosofía? Es ésta cosa de la máxima seriedad y, al mismo tiempo, un tanto infantil, porque inevitablemente comporta un factor de simulacro de haber llevado hasta el final el sabor experiencial de la vida, justamente cuando los acontecimientos más graves quizá aún no nos han venido a trasfigurar (y a matar y a renacer).
4. Cuerpo, subconciencia, razón y corazón Si hablamos de anhelo, es que el tender a la dicha plena no es sólo cosa de deseo y acción, sino de sentimiento, imaginación e inteligencia. La misma suspensión del miedo, las ansias y las distracciones no es posible más que gracias al peso afectivo de la voz que clama desde lo íntimo de la humanidad por la dicha perfecta. Sin este peso, una mera voz no podría interrumpir los pesos (no sólo ni sobre todo voces) que dan las circunstancias y los riesgos de la convivencia. No me basta ni con escuchar una llamada ni con saber que necesito la dicha plena: tengo que sentir que la necesito, tengo que necesitarla de hecho, en el presente y el futuro, desde ahora mismo, con toda mi capacidad de recibir y de quedar marcado. Inevitablemente, señalamos a nuestro cuerpo, a toda su anchura y su altura y su grosor, como si él simbolizara esta facultad de encajar y reaccionar. Las culturas antiguas solían hablar de las «entrañas», que reciben la semilla del exterior y la arropan y alimentan hasta responder a esa invasión con la sobre-respuesta de un nuevo ser vivo, de un nuevo hombre. Miguel de Unamuno sigue hablando de lo íntimo, y se atreve a suponer que la raíz de esta intimidad sacudida por el sentimiento y engendradora de poesía es subconsciente y quizá inconsciente, ya que está tapada casi continua y completamente por la distracción, el ansia, el miedo, la acción económica. Pero esta subconciencia debe ser sacada casi a la luz, si debe producir actos y biografía y sentido: su expresión es la poesía, que aspira a igualarse a la oscuridad del pozo de los sentimientos donde habita el peso olvidado del anhelo integral. 91
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Pero también identifica, casi sin notarlo, Miguel de Unamuno la subconciencia afectiva con el cuerpo, cuando menciona que nuestra disposición a sentir, eso que llamamos nuestro optimismo o nuestro pesimismo, bien podrá tener origen, ya que no consciente, fisiológico o patológico. Si se tratara de esto último, habría que decir que el hombre ha pasado de la animalidad a la fraternidad —a la muerte, el ansia y el anhelo integral— en virtud de que el animal primitivo enfermó en él no precisamente de conciencia sino de oscuridad subconsciente, y así se le creó este hueco o Hades o Averno en el centro mismo de su cuerpo y su espíritu, que es el órgano del sentir decisivo sobre la totalidad de la vida, los hermanos, las circunstancias, el mundo. Y en buen darwinismo, lo probable es más bien esta patología que no el mero desarrollo «fisiológico» normal. En la línea de éste está, más bien, la razón. El entendimiento lo compartimos con los animales superiores, sostenía Schopenhauer basándose en infinidad de casos ejemplares sobre perros y monos que reconocen y que elaboran estrategias de gran utilidad vital y que los vuelven superiores en adaptación triunfal a su medio. El sentimiento, en cambio, el portar en las entrañas un anhelo integral y un órgano del miedo y el olvido de este anhelo, se aparta de cuanto observamos en el reino animal. ¡No parece que sirva de nada un aparato para emanciparse de lo que sirve para algo! Más bien se trata de una facultad de suicidarse o de sobrepasar los límites de la razón nada más que humana: el factor divino en medio de la finitud; el espíritu en medio de la vida brutal del animal, que es el puro sujeto de lo económico. Llamar a este órgano del sentimiento «corazón», como muchas veces hace Unamuno, no es sino prolongar una comprensión a medias deficiente de lo que era el uso de esta palabra en Pascal, donde el significado sigue muy cercano al originalmente bíblico (el lev hebreo es en el Antiguo Testamento el centro de la comprensión de la realidad; y en Pascal, el centro de la comprensión de la realidad cuando empleamos no el espíritu de geometría sino el de finura).
5. Una teoría del conocimiento con demasiados problemas Unamuno diferenciaba entre el conocimiento «directo e inmediato» y que podría llamarse, casi paradójicamente, «inconsciente», y el conocimiento «reflexivo»: «el conocer del conocer mismo». Hay necesidad de conocer para vivir (conocer el apetito y conocer lo que lo sacia y conocer nuestra distancia a eso que lo sacia y conocer los medios para salvar esta distancia); pero no hay estricta necesidad de conocer por conocer ni de conocer el conocer. Los animales superiores 92
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comparten con nosotros el conocimiento directo, pero carecen de la enfermedad del conocimiento reflexivo. En último extremo, y aunque ahora ya la relación no tenga que ser ésta, «la curiosidad brotó de la necesidad de conocer para vivir»; es decir, que nació al servicio del instinto de conservación. Y de este modo, estirando un tanto la cosa, no es incorrecto decir, quizá, que «es el instinto de conservación el que nos hace la realidad y la verdad del mundo perceptible»1. Pero con esto no hemos tocado más que la zona de contacto entre los animales infrahumanos y el hombre. Nos queda por ver de dónde surge la hermandad, base ontológica de la sociedad. También de la sociedad hay una causa meramente animal, que, ¿por qué no?, puede ponerse en relación con el segundo instinto o, mejor dicho, con el segundo aspecto del mismo instinto de conservación: el que tiene que ver no ya con el individuo aislado sino con la especie a la que biológicamente pertenece. Sólo que esta línea de análisis no nos lleva, como es evidente, por el camino de la idea de la hermandad, sino sólo por el de la tribu o la colmena de apariencia humana. Podemos aceptar que el grupo es «el verdadero sentido común», tomando esta frase como tomamos la de arriba: significa que para el grupo es real cuanto condiciona la reproducción de la vida, o sea, cuanto directa o indirecta (pero esencialmente) tiene que ver no ya con la alimentación sino con el sexo. Pero la explicación queda así en lo puramente animal y no da cuenta del salto o la enfermedad que es la humanidad. Esta quiebra lógica no la advierte, desgraciadamente, Miguel de Unamuno, que pasa demasiado rápidamente a dar por hecho el surgir del lenguaje humano, fuente de la razón (que será luego fuente de la «curiosidad», o sea, del conocimiento de lujo y de reflexión). Pero precisamente lo que había que haber aclarado es cómo el lenguaje de los hombres difiere tan radicalmente del que seguramente utilizan las abejas o las hormigas. Es, pues, imposible acompañar a Unamuno cuando escribe bella y sentenciosamente que «hay un mundo, el mundo sensible, que es hijo del hambre, y hay otro mundo, el ideal que es hijo del amor». Los errores cometidos son en realidad dos, no solamente uno (el ya señalado). Porque no hay relación esencial ni de evidencia alguna entre el amor fisiológico y el lenguaje racional humano, pero tampoco queda probado con estas generalidades y estos saltos del sentido que el individuo no traiga ya 1. Cf. p. 27 de la edición de Losada en Buenos Aires (1954). Prefiero no interrumpir al lector con menciones continuas a páginas, cuando en realidad basta remitirlo, en conjunto, a los siete capítulos primeros del Sentimiento.
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consigo el anhelo integral y haya de debérselo, junto con el resto del «mundo ideal», a la especie. ¡En absoluto! Lo que sí reconoceremos es que, una vez que hayamos asistido a la fundación de la hermandad humana, es tan cierto que «la bondad es la mejor fuente de clarividencia espiritual», que podremos decir, probablemente, que, como hija de la bondad, «apenas si la conciencia social alborea», cabrá que haya sentidos de la sociedad, en cierto modo, como tal, «al servicio del conocimiento del mundo ideal» y «hoy en su mayor parte dormidos». Unamuno da pronto un paso atrás, en busca de algo que nos ayude a discurrir cómo se constituye la hermandad entre los hombres; y es así cómo viene a introducir el tema capital de la «fantasía o imaginación», verdadero órgano en el individuo al servicio del amor. Porque ella «lo personaliza todo», como no hacen ni los sentidos externos y vulgares ni la razón que vendrá luego. El fundamento de esta tesis, que a primera vista resulta enigmática, ha de estar en que el amor elemental busca otros como yo para pasto suyo, y precisamente la alteridad no se ve ni se oye, en el sentido estricto, ni se deduce tampoco de lo que se ve; sino que se añade, como por medio de imaginación, a lo que se siente externamente. El fallo en el interesante argumento está, por supuesto, en que la misma clase de imaginación parece que habrá que concederla a los animales prehumanos cuando salen, en época de celo, a buscar su pareja. Podemos decir que la imaginación realiza lo esencial de aquella experiencia que se llamaba en la psicología de hace un siglo «empatía», o sea, vivir casi directamente la alteridad de otro como yo: mirar a alguien, no simplemente algo. Porque lo que veo no es sino, como en el famoso ejemplo de Descartes, capas y sombreros o, a lo sumo, piel y cabello; pero realmente este espectáculo sensible me pone en relación perceptiva o casi perceptiva con otros como yo. Se diría que los movimientos, la textura de la cosa-cuerpo ajena, me recuerda tan poderosamente mi cuerpo, que no sólo siento por de fuera, sino que siento por dentro cómo él se siente a sí mismo; que asocio, «parifico», como decía Husserl, esa cosa sensible a mi cuerpo, como si yo pudiera estar aquí y allí, y así declino el aparentemente indeclinable término «yo» y tengo delante a otro como yo, alter ego. Unamuno añade que la parificación se basa en una acción de la fantasía, capaz de realizar este milagro de la declinación del yo o, como él dice, de la personalización de una mera cosa sensible. Pero sigo echando de menos lo específicamente humano en este proceso, ya que en el animal no humano se ha de dar todo esto menos la personalización. Y 94
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es que si no contamos con el fundamento de la hermandad humana en cada sujeto individual, mal podremos explicarnos por qué el hombre es hombre y no tan sólo un mono habilísimo y dado a complicadas operaciones económicas.
6. El alma La primera descripción del anhelo integral que nos ofrece Unamuno es muy certera: no resignarse a morir del todo con la muerte que ciertamente nos espera. Nada es más cierto que el imperativo de tener que morir; mejor dicho, sólo es más cierto el amor con el que nos aferramos a algo de lo que ahora ya existe, cuando sentimos que anhelamos no morirnos del todo, aunque sin duda nos muramos (y aunque sea imposible, como veremos, anhelar no morir en absoluto). De aquí que nuestro sentido, nuestra íntima biografía, dirigida, si somos poetas y filósofos y hombres de profundo sentimiento, por el anhelo integral, vaya proyectado a la muerte propia y hermanada con el objetivo de trasponerla de alguna manera, o sea, con el anhelo de que, ya que el cuerpo se nos pudre o se nos vuelve ceniza, algo otro en nosotros, que la tradición, desde Sócrates, Pitágoras y los órficos, ha llamado el alma, sea de alguna manera inmortal, aunque conozca y atraviese la muerte. No es, en cambio, ni mucho menos tan convincente la idea de que la noción primitiva de Dios sea para el hombre «el productor de inmortalidad». Dios es principalmente el origen de toda vida y, por lo mismo, de mis entrañas sentimentales subconscientes. El vínculo que me une a Dios está en el centro del centro de mi sentimiento, de mi anhelo integral, ya que éste no es sino el ansia gozosa, apasionada y melancólica (por precaria) de participar de la intimidad de Dios como amor infinito, fuente infinita de vida. Dios no está más allá de la muerte sino más acá de mí, y su papel en la muerte es más bien el de compañía, el de mistagogo de los dominios en donde Él vive siempre y yo creía no haber vivido nunca (porque un velo casi trasparente me impedía la conciencia de estar ya de alguna manera en el gozo de la eternidad precisamente porque la anhelo, porque me adhiero ya ahora a ello con todo el peso entrañable de mi sentir). De no haber Dios, no habría vida ni habría sentimiento; no habría el problema de problemas del sentido. Y todo esto es muy anterior a que haya inmortalidad. En realidad, una vez que hay esta vida precisa, que trascurre desde el fondo casi inconsciente del anhelo integral, hay 95
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ya (o no hay ni habrá jamás) Dios en su eternidad inmanente y, por tanto, inmortalidad (o no la habrá jamás). La inmortalidad del alma, como escribe clásicamente Unamuno, no es, si la hay, don milagroso de Dios sino naturaleza humana que se casi ignora a sí misma. Dios es el donador del anhelo integral, en cuyo sentir está ya contenido el pregusto de la eternidad y su anuncio, o Dios no existe. Es el creador de las simas del afecto y el creador de la hermandad humana y de los órdenes sutiles de las circunstancias. De lo que se trata es de saber, sentir, hacer y vivir si Dios nos ha creado eternos de alguna manera (de una manera que pasa obligadamente por la prueba de la muerte, la cual, entonces, no atenta contra la eternidad sino que destruye todo lo que en nosotros sólo es ansia y miedo y distracción). Dios, mucho antes que «productor de inmortalidad», es productor de sentido porque es productor de vida, de humanidad. De hecho, ya sólo con que exista la vida, coronada por la humanidad, un cierto sentido místico de unión con ella, aun considerándola no creada por Dios, es posible. Lo muestran casos como los de Schopenhauer (por contraposición irónica) y, sobre todo, Nietzsche y la metafísica de la India. Lo que añade la noción de Dios a la mera noción de la vida y la hermandad humana es precisamente la voluntad amorosa y, con ella, una mística de la unión, más fraterna o filial o de amistad libre, que propiamente nupcial. Un asunto diferente es la idea de que el «alma» no es naturalmente inmortal y ha de deber directamente a Dios el don de sobrevivir a la muerte del hombre (del cuerpo y el psiquismo que le va esencialmente ligado). Así pensaba el anciano que discutió con Justino, el futuro santo mártir cristiano, en las playas de Éfeso. En este caso de lo que ya se trataba era de la noción de que nada es de suyo eterno, ni siquiera inmortal, más que Dios mismo. En consecuencia, todo lo que existe, mortal e inmortal (eviterno, como se decía en la escolástica medieval), lo hace gracias a la asistencia o concurso inmediato de Dios. Se niega la compacta «naturaleza» de hombres y cosas, tan cara a los griegos paganos, para afirmar que la única auténtica naturaleza que hay es la de Dios, y el resto, gracia. En este sentido, la Creación es el gran milagro primero de la gracia; la Revelación, el segundo; el tercero y definitivo, la Redención, que puede ser asimilada a la resurrección (no más milagrosa que el nacimiento de todos los seres, en definitiva). Más que inmortalidad, lo que se sostiene desde esta perspectiva que hay es la Redención o Revitalización y Resurrección de lo muerto, por milagro de justicia y de amor de Dios. La Redención es la Repetición, pero desbordante de sentido amoroso explícito, de la Creación.
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7. ¿Conatus essendi? Todo lo anterior hace que miremos con sospecha la siguiente tesis de Miguel de Unamuno: que la esencia de cada hombre consiste en «el esfuerzo que pone en seguir siendo hombre, en no morir». Porque esto sólo expresa los fundamentos del anhelo integral, mas no a este mismo. El esfuerzo en seguir siendo hombre no sería tal sin el viento favorable del anhelo integral. Seguir siendo siempre es antes una condena que una gracia, salvo si trasciende (aún no nos hemos preguntado cómo exactamente) hacia el objeto perseguido por el anhelo integral. ¡Qué tedio infinito, permanecer siendo para siempre este mismo que soy, con los hábitos que ahora tengo, sólo que infinitamente más arraigados; con mi yo y mi conocimiento tocándolo todo en este mundo, vaciándolo de emoción y misterio por sobra de experiencia! No, no esto, sino trascender, subir, salir, ser trasformado, más todavía que trasformarme yo a mí mismo (que es cosa que no suena a trasformación precisamente). Deshacerme de mis males y de mis hábitos indeseables. Deshacerme del gran hábito del mundo en todo aquello que tiene de nocivo y doloroso. Deshacerme incluso de la compañía funesta de ciertos hermanos que reniegan de su condición y toman la figura de los verdugos, tanto en lo grande como en la pequeña tortura de la gota serena día por día. Suprimir el espacio, que me aparta casi siempre de aquellos con quienes desearía vivir y me mantiene unido a los que me aborrecen y aborrezco con alguna justicia. Conservar, en cambio, el tiempo, este cambiar y fluir de las experiencias, lleno de sorpresas, que me adelgaza de mí mismo y me abre, quiera yo o no, a lo benditamente desconocido; sólo que conservarlo en plenitud de potencia, como devorando los tristes espacios inmóviles y de cárcel. Que todo sea tiempo como de eternidad: olvido de la experiencia de piedra y gusto renovado del amor, de la entrega, de la subida de la vida gracias a la gracia del otro y los otros. Más que ser y persistir en ser, vivir, cambiar, volar y quedar donde me acojan los amores divinos. Algo apenas pensable por contraste con la experiencia cotidiana, y apenas imaginable; imaginable sólo como la dicha infinita, perfecta, sin acabamiento —ya que nuestra imaginación jamás se detiene en un logro en materia de dicha y está creada en nosotros como el órgano, justamente, de la trascendencia afectiva ilimitada, luz de la inteligencia, poeta de la poesía que es el sentido logrado de la íntima biografía de mí junto a mis hermanos. En inmediata relación con la insuficiencia de determinar así, mediante el conatus essendi espinosista, toda la esencia del ser humano, está la no menor insuficiencia que hay en creer que «nuestra vida espiritual no 97
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es, en el fondo, sino el esfuerzo de nuestro recuerdo por perseverar, por hacerse esperanza, el esfuerzo de nuestro pasado por hacerse porvenir». Veo en esta tesis uno de los defectos capitales del sistema poético-filosófico de Miguel de Unamuno. Porque, en efecto, la trascendencia abierta de la dicha a la que tiende el anhelo integral queda suprimida en lo mejor de ella misma si sólo me la represento como un pasado que se me ha vuelto luego inaccesible, es decir, como el Paraíso perdido, la Inocencia para la que no puede haber segunda oportunidad. Justamente de lo que se trata en la Redención, como decíamos hace muy poco, es de reiterar la Creación, sí, pero superándola infinitamente. Y justamente la diferencia entre Dios y la Vida está en esto: en que el Amor, y no meramente la Vida, manifieste en el final plenamente, como ya ahora lo manifiesta en medio, en la Revelación, veladamente, que él es la clave absoluta del Sentido y el objetivo del trascendimiento al que, anhelándolo integralmente, se aferra el hombre para construir, gracias también a los demás y a las circunstancias, su biografía íntima, su salvación o su perdición. De la misma manera, el haber estado en la Inocencia y el Paraíso nos garantiza el recuerdo de un bien que, efectivamente, levanta el zócalo de nuestra esperanza: este paso doloroso por el mundo no es incompatible con la inocencia. Pero la esperanza no está en volver sino en llegar a un punto de arribo que se parece al de partida, sí, pero lo colma de bienes magníficos que sólo se pueden ver, captar y gozar gracias al desierto de la vida finita por el que venimos al más allá de la muerte. Si no hemos gozado en la primera infancia de una vida sin finitud (ni infinitud), será terriblemente difícil que nuestra esperanza, nuestra imaginación y nuestra poesía se levanten al nivel exigible del objeto oscuro —brillantísimo— que anhelamos integralmente; pero no queremos volver sino subir. Todo lo que conocemos no es anhelable, porque es un peligro un Paraíso que tiene una salida y un territorio externo y de destierro. De aquí que la imaginería popular no abandone la noción del Cielo, que reemplaza a la del Jardín. Arriba, infinitamente arriba y lejos, allí donde ni los más audaces de los hombres pueden ascender con sus ingenios, está el amor de Dios dándose en hermandad humana; y allí desea trascenderse el anhelo integral que yo soy tanto en la inocencia como en el valle de las lágrimas, y tanto en la muerte como en la trasmuerte —y, en definitiva, ya era yo este anhelo cuando aún permanecía en la imaginación amorosa de Dios sin haber salido al espacio de este mundo de riesgos. Está muy bien que nada le aparezca a uno «tan horrible como la nada misma» (es el caso de Miguel de Unamuno niño), aunque también sobre esto añade luego el sentir muchos matices; pero no se debe pensar 98
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que son sinónimos «furiosa hambre de ser» y «apetito de divinidad», que Unamuno trata como descripciones equivalentes de aquello en que consiste el anhelo integral. Es verdad que no dice que esta hambre furiosa lo sea de ser la finitud aquí presente, pero nos indica inmediatamente antes que sí es hambre de seguir siendo yo mismo. Y es que ser, para un yo humano, no quiere decir, en absoluto, lo mismo que para cualquier otra realidad que no sea personal, que apenas, por tanto, sea sustancial de veras. Precisamente si tengo —y es la verdad— «apetito de divinidad», es porque no tengo tanta hambre de permanecer siendo yo mismo indefinidamente, en esta misma estructura del ser espacio-temporal e histórico, hermanado y circunstanciado, que ya conozco tanto. Dios no soy yo, desde luego, y sólo puedo aspirar a Dios en la forma de alguna trasformación prácticamente infinita de mí mismo respecto del modo de existencia que me es propio y habitualísimo ahora. Pero acabo de mencionar lo más importante de esas trasformaciones o trasfiguraciones: la absorción del espacio en el tiempo; el olvido de los canallas; la conversión de las circunstancias mundanales en puras posibilidades de acontecimientos de gozo, sin peligro de cortes y retrocesos en el sentido amoroso de mi biografía de más allá de la muerte (empezada, sin embargo, en el amor terreno, condicionado por este cuerpo y este espacio). De aquí que el hambre furiosa de ser yo mismo de nuevo sólo dé su base de sustentación al apetito de divinidad, y que éste sea quizá, a su vez, nada más que el aspecto primero que desde esta ladera me ofrece el objetivo de mi anhelo integral. Siendo yo mismo y queriendo subir al Cielo de Dios —no exactamente como el héroe que sufre una apoteosis, sino como el peregrino que mendiga gracia infinita—, describo aquello sin lo cual no se realizará jamás el resto del sentido de mi anhelo integral: la dicha desbordante (tiempo, hermanos, amor, acontecimiento de gracia que anula hasta los escalones previos de la experiencia de la gracia). «El hombre es un fin, no un medio», sí. Pero su fin final no está en pasado ninguno, ni siquiera en seguir siendo lo que ya era; está en su trascendimiento o, paradójicamente, en su auto-trascendimiento. Ya veremos cómo sólo los símbolos del amor (de los amores) pueden expresar con alguna fuerza esta situación. Por ahora, baste decir que amar realmente, con amor de dilección o de benevolencia, a otra persona, es ya un acontecimiento trasformador y trasfigurador de la mismidad de cualquier hombre; y que ser amado con alguna de esas mismas clases de amor, en respuesta a nuestro amor, lo es en un grado aún mucho mayor. El cambio más que sustancial que sufro al ser amado por alguien a quien yo 99
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también amo, es la única figura profunda de lo que anhelamos integralmente; y más que una figura es ya la primera porción de la línea infinita en que consiste el Cielo. De este modo, no es que yo me convierta en un medio (¡de mí mismo!) para devenir otro, sino que mi ser en mí mismo un fin me supera, me auto-supera, no hasta volverme un dios, una especie de Hércules en apoteosis después de los merecimientos de sus trabajos innumerables en la tierra y cuando no se sabía hijo de Dios; me auto-supera hasta revelarme sin sombras, sin espejos, sin velos, que soy plenamente el objeto del amor divino y, en consecuencia, el objeto del amor de todos aquellos que también se saben en plena lucidez de entendimiento y afecto amados totalmente por Dios. Seguiré entonces de alguna manera siendo yo mismo, pero todas las estructuras de mí y de cuanto no soy yo, salvo la almendra misma de mi espíritu, el Fondo donde habita el Espíritu, habrán cambiado; y la memoria no será más la base de la unidad personal, pese a lo que Miguel de Unamuno creía y escribía. La memoria queda reemplaza por el amor en crecida, sin la amargura de cuando no se amaba tanto porque no se entendía nada y no se había merecido entender ni recibir la gracia de entender. Miguel de Unamuno corrige luego sus propias palabras, puesto que, como es natural, el esfuerzo de limpia atención al peso y la voz de su anhelo integral también ha de romper con los esquemas de filosofía-ciencia con los que se acercó de joven a la Cuestión. Y dice sorprendentemente, en la página siguiente a la que cité arriba, que un «alma humana», que «vale por todo el Universo», no es «una vida». «La vida esta, no». Y remacha, para que no queden dudas de que en esta ocasión está hablando como yo querría que hablara siempre: «A medida que se cree menos en el alma, es decir, en su inmortalidad conciente, personal y concreta, se exagera más el valor de la pobre vida pasajera». Esta vez sí que se capta fuertemente cómo el anhelo integral que nos constituye (que es la verdadera humanidad del hombre, pero no su mera «naturaleza» à la Aristóteles), de ninguna manera se podría conformar con la idea (o el premio) de recibir esta vida para siempre, según estaba dispuesta la resignación de Nietzsche. Si hay primero que superar el positivismo y la fenomenología sin yo ni alma, hay luego que superar también, no por mera razón, pero sin que ello sea, ni mucho menos, absurdo, la analítica ontológica de la existencia que nos convierte en puros seres-en-el-mundo y hace de la finitud la condición misma de la verdad. Sólo un análisis del tiempo donde se excluya de él todo factor eterno, y sólo un análisis del afecto de donde se ampute la raíz misma del «anhelo integral», pueden lograr una descripción de nuestro ser que adore la sacralidad de «la pobre vida pa100
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sajera». Al revés, la sacralidad del mundo está ordenada a la santidad del hombre mismo: «el mundo es para la conciencia» —en vez de ser la conciencia mero ex-stasis al mundo, mera intencionalidad vacía, mera libertad sin peso afectivo y sin anhelo integral. Hacer la poesía que anticipa la vida, y hacer luego y a la vez la vida que realiza y culmina nuestra poesía, es, sostiene Unamuno, una «trágica batalla» que da el hombre «por salvarse». Lo original es que Unamuno quiere situar lo trágico de esta lucha precisamente en la contradicción que yo le acabo de reprochar y él afronta con decisión: anhelar «unas veces la vida inacabable» y decir «otras que esta vida no tiene el valor que se le da». El «corazón» anhelaría «la vida inacabable» y la cabeza negaría a «esta vida» tanto valor como para merecer ser inacabable. Según este texto, la tragedia no está tanto en defender que hay la conciencia o el alma o el anhelo integral, frente al positivismo, el materialismo y, en definitiva, cualquiera de las formas del cientificismo o la economía exclusivista en cuestiones de antropología. Muy profundamente, en efecto, ve Miguel de Unamuno la batalla trágica en que, una vez asegurada la originalidad ontológica de la vida humana y su salida del carril de las categorías que sirven para clasificar todo lo demás que existe, pueda uno afirmar a la vez que esta vida pasajera no es en ningún caso el objeto de mi integral anhelo y que, sin embargo, mi vida como tal, mi alma, aspira a la divinidad, a la eternidad, a la no-muerte de tras la muerte primera y cierta. 8. El cielo «El verdadero descubrimiento de la muerte es el que hace entrar a los pueblos, como a los hombres, en la pubertad espiritual, la del sentimiento trágico de la vida, que es cuando engendra la Humanidad al Dios vivo. El descubrimiento de la muerte es el que nos revela a Dios, y la muerte del hombre perfecto, del Cristo, fue la suprema revelación de la muerte, la del hombre que no debía morir y murió».
Hasta el momento, yo me he referido a que las nociones de vida, yo, tiempo, hermano, circunstancia, inocencia, que he hallado sin duda ya ahora y aquí, dan su base, pero sólo su base, a la imaginación poética y la filosofía que tienen que representarse de alguna manera el Cielo para poder sentirlo aún mejor que ahora —que sólo oscuramente nos lo representamos—, y para que este mayor peso del afecto logre conducir 101
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nuestra acción, nuestra biografía, en el sentido de la salvación y no en el de la nada y el desesperar. Pero Miguel de Unamuno subraya cómo entre la esperanza de Nietzsche y la esperanza integral hay más contradicción que continuidad, y tiene gran parte de razón en hablar así. Es el problema esencial de la adecuada proyección de la dicha, de la teoría del Cielo que pueda ser suficiente. Yo, pero no exactamente yo, debo vivir, pero no exactamente vivir, el amor en plenitud dentro del tiempo (pero no exactamente dentro del tiempo) y en el gozo de una especie de Jardín (pero que no es jardín de este mundo) y rodeado del amor fraternal. Como se ve, «yo», «vida», «tiempo» son palabras que se usan casi equívocamente («analógicamente», como dice la tradición de la teología) para esta pobre vida pasajera y para el objeto del anhelo integral (la Dicha, el Cielo). No se puede renunciar a ellas, pero una parte de su significado debe caer, en el paso de la Tierra al Cielo; y otro complemento apenas decible, ni imaginable, ni pensable, ni casi deseable (sólo secretamente, subconscientemente, anhelado), debe agregársele. La amputación de esa parte del sentido mundanal de tales palabras será la muerte, en cierto modo temida como amputación, en otro cierto modo ansiada como rito de tránsito fundamental y condición indispensable de la Dicha. El complemento de sentido que recibirá este muñón de yo, de vida, de tiempo, que atraviese la muerte, se anhela pero quizá también se teme, como se teme la trasformación milagrosa del cauterio, el sello de fuego que pone el ángel en nuestros labios para que no pronuncien en el Cielo ninguna palabra con sabor a Tierra y ni siquiera conservemos los recuerdos que metan de mala forma la Tierra en el Cielo.
9. La estupidez afectiva No es nada fácil suspender la ciencia mediante la ciencia de sus límites, que es también la filosofía o poesía de los límites de la filosofía-poesía. No es nada fácil, pero es factible. La suspensión o epojé filosófica se logra, aunque con esfuerzo moral, intelectual y estético terriblemente empeñado. Pero es luego, ya dentro del ámbito de la filosofía y la poesía, donde estas trasfiguraciones, estas muertes, este trascender, se presentan, se sienten y se representan de los modos más duros, que sin duda a veces nos llenan de congoja, de heridas en el combate, de contradicciones que no sólo dividen cabeza y corazón sino que parten el corazón y parten también la cabeza. 102
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Naturalmente que, dentro de la enfermedad que diríamos que es el hombre, hay enfermedad de humanidad, en algunos casos, que puede llamarse, con mucha justicia, «estupidez afectiva». Consiste, claro está, en confundir la satisfacción de algún ansia o de alguna necesidad finita, con la satisfacción del anhelo integral; confundir ambas diferentísimas satisfacciones ya en la representación (puesto que sin ella no hay búsqueda afectivamente honda del objeto del anhelo y, por tanto, no hay real satisfacción de éste). Como nos hemos referido a la subconciencia y la oscuridad del terreno donde reina el anhelo, frente a la claridad superficial de la conciencia y la ciencia, queda dicho que la estupidez afectiva es del todo compatible con sobresalir en las funciones de lo claro, consciente y científico. Incluso será fácil y quizá frecuente que una capacidad de ciencia muy destacada vaya de la mano de esta enfermedad de humanidad, porque para dedicarse vocacionalmente a la ciencia pura con enorme pasión e invirtiendo grandes cantidades de tiempo, hay que haber antes trasladado nuestros anhelos del centro de las entrañas a algún lugar más periférico, hasta cargar con la fuerza infinita del anhelo integral a alguna de nuestras ansias finitas. Es aplicarse infinitamente a lo finito, en un desajuste afectivo que muchas veces criticó con terribles ironías Søren Kierkegaard; y que comporta aplicarse finitamente a lo infinito o hasta desaplicarse del todo de lo infinito, si es posible que tal cosa suceda en una vida humana. Y ya esto linda con el misterio, en sentido negativo sobre todo, de la humanidad libre. Por otra parte, la estupidez afectiva va inexorablemente de la mano de la «imbecilidad moral» —en el doble sentido: el etimológico, donde «imbécil» significa «débil», alguien que ya no puede caminar sin báculo de auxilio; y el corriente, en que la torpeza moral, el embotamiento moral, es, sobre todo, aquella falta de compasión que hace que tratemos mal a nuestros hermanos prójimos—. El imbécil moral, el malvado, es el que se sirve de los otros hombres como de medios para sus fines propios, o sea, para fines de la finitud, del ansia y del miedo y de la necesidad, pero nunca con vistas al fin del anhelo integral. Y esta perversidad se basa en la falta de poesía y filosofía y en la falta de la inteligencia elemental que nos obliga a separar el ser del hombre del resto de los seres meramente naturales, casos singulares puros de especies, y no hermanos que descienden de un mismo Padre (¿el mundo, la Vida, el Caos, Dios?). Si los órganos del sentimiento, la imaginación y la poesía se nos atrofian por sobra de ciencia, también dejamos de practicar esta cienciatránsito que es la que diferencia y deslinda los terrenos. Y la moral, no sólo la poesía, se nos vuelve esclava del espíritu de geometría; y ya los 103
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demás no tienen alma, ni en rigor cuerpo, sino son sólo entidades del universo de lo económico, centrado siempre en el Yo que se olvida, muy a propósito, de su extraña naturaleza de Solitario en medio del mundo de los entes-cosas de los que extraer un beneficio.
10. El verdadero lugar del sentimiento trágico Es bueno «lo que contribuye a la conservación, perpetuación y enriquecimiento de la conciencia». Está bien; mejor dicho, está casi bien. Porque la noción de la felicidad plena incluye a los hermanos, y, por tanto, en esa frase habría habido que mencionar —de hecho, a renglón seguido prácticamente lo hace también él— que no se trata sólo de mi conciencia aislada, sino de ella en tanto que infinitamente ampliada por los dones y perdones, los beneficios, los maleficios y los amores, las sorpresas, en todo caso, de los demás, y fundamentalmente, de Dios mismo. Aun sin saber si existirá Dios, bueno es todo aquello que ponga en camino de esta fraternidad gozosa ampliada con la presencia del amor absoluto, no sólo con la de los amores finitos; porque si sólo encuentro éstos, quizá haya que esperar una muerte dentro de la muerte misma, y volverá a empezar toda la cuestión, puesto que sólo habré hablado de trasformaciones de la vida mortal y pasajera, incluso cuando me haya referido a la vida del «alma inmortal». Porque, en efecto, «no se debe perder de vista que el problema de la inmortalidad personal del alma implica el porvenir de la especie humana toda». Es así en la realidad y es así también, necesariamente, en el libro capital de Miguel de Unamuno, aunque se lo suela leer amputado de este pensamiento, que es estricto correlativo de su punto de arranque doble: la hermandad humana y el anhelo integral de cada individuo hacia una realización tan plena y perfecta de esta hermandad que incluso abarque a Dios, su origen, su sostén y su cima (Creador, Revelador y Redentor). Pero como la biografía íntima y hermanada debe ser hecha y no está dada y trazada, y como su plenitud se oculta más allá de la muerte (o de la muerte en la muerte), de modo que a ésta hemos de ir, según recordaba Emmanuel Levinas, «como a la aventura» por antonomasia, apostando al modo de Sócrates y de Pascal, convencidos de que nada puede dañar al hombre que toma sobre sí todo el riesgo de la buena esperanza, la vida no es, gracias a Dios, gracias a Ella misma (que esperamos que sea designio de Él), ni desesperación ni resignación, o sea, ni saber que todo es al fin muerte y sinsentido, ni saber, a ciencia cierta, que hay un más allá tal y como lo representan órficos y gentes del Libro. Nos resignaremos a vivir 104
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con una pizca de desesperación, dice Miguel de Unamuno, o nos desesperaremos de tener que vivir, aunque con una dosis de resignación. Yo creo que estas expresiones no están tampoco debidamente matizadas, porque la pasión con la que vivimos la pone el anhelo integral, que no quiere saber nada de certezas que lo matarían (que lo desesperarían siempre y lo contradirían y lo erradicarían, de modo que quedáramos convencidos de que no había tal anhelo integral, sino sólo un ansia especialmente grande, grave y desconocida en sus reales dimensiones incluso para nosotros mismos, los que la padecemos). El anhelo integral exige, como los mencionados Sócrates y Levinas, como Pascal y Kant sabían, que no haya ciencia económica del más allá de la muerte. Me resigno, más bien, me decido a vivir con pasión, porque creo que seguramente porto en mí (me porta él, más bien, a mí todo) este anhelo de dicha colmada, de Cielo. El punto de ansiedad está precisamente en que sólo me caben la fe y la esperanza en que soy de veras tal anhelo, mientras que otros, quizá, en nombre de la ciencia o de la sobriedad (en nombre, diría yo, con Miguel de Unamuno, de la estupidez afectiva y la torpeza moral), me disputarán esta posesión y me dirán que algún acontecimiento formidable puede mostrarme alguna vez que no había tal esperanza absoluta, tal anhelo esencial e integral. En verdad, la tragedia y la batalla vendrán sobre todo de mí mismo, del combate con mi propia fe no ya en Dios directamente, sino indirectamente en Él pero directamente en el hecho de si llevo conmigo o no esta esperanza absoluta. Porque yo no puedo verme, como quizá ironizaba Sócrates acerca de sí mismo, en la figura del hombre maravillosamente bueno en el orden moral e infinitamente profundo en el orden afectivo. La finitud no sólo es la muerte cierta, el tiempo breve, anhelo y ansias, sino, por desdicha, maldad moral y una buena dosis de estupidez afectiva cotidiana. Y en tal situación, ¿puede haber algo más que fe en que llevo conmigo una esperanza absoluta? ¿Puede haber algo más que fe precaria y en lucha, sobre si existe o no realmente el anhelo integral? El sentimiento trágico de la vida no se refiere directamente a la existencia de Dios ni a la inmortalidad del alma ni a que haya un Cielo: se refiere a si anhelo de verdad que haya tales realidades sublimes. Se refiere a si mi vida hacia la muerte y hacia la dicha plena de más allá de la muerte va a sus fines como a la aventura, libre, apasionada, bella y honradamente, con toda la cantidad de inteligencia y sabiduría, de cuidado de mí y de los otros, que esta aventura infinita exige, o si no la realizo más bien como la suprema de mis obras económicas, a la manera en que por un momento el mismo Pascal rebaja a «apuesta» la fe en la esperanza absoluta. 105
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Porque el dilema terrible es que parece que, como sólo la bondad es realmente clarividente, sólo el hombre integralmente bueno podría portar esperanza absoluta y tendría el derecho a reconocer, en intuición intelectual y afectiva de su propio centro, que éste está constituido por el Fondo del que salta hacia la vida eterna el anhelo integral. Pero ni yo ni seguramente nadie es este hombre integralmente bueno y valeroso, que toma la vida exactamente como deberían tomarla siempre el santo y el sabio. De aquí que no pueda haber sino fe en la esperanza absoluta y, también, en realidad, sólo fe en que se tiene fe en la esperanza. Fe en que existe el anhelo integral, mas no del todo su intuición, que quizá nos asalta momentáneamente en instantes en que se nos abre delante, por la fuerza de los acontecimientos o de nuestras culpas, el abismo de la desesperación, y comprobamos en medio de las lágrimas inútiles hasta qué punto la aborrecemos y la rechazamos, pese a que pueda parecer que ella queda ya como única posibilidad y única verdad sobre la superficie de un mundo absolutamente devastado. Que quizá no existan ni Dios ni el alma inmortal es mucho menos trágico que la sospecha de que quizá no exista el anhelo integral ni seamos ninguno de nosotros gente de auténtica esperanza no económica y no egoísta. Contra lo primero no luchamos, propiamente; sí, en cambio, contra lo segundo, en medio de ello, más bien, debatiéndonos a toda hora lúcida sobre el problema de qué colmaría la medida de nuestra ansia y de si no debemos sobrepasar, al reconocer nuestra humanidad, ansias y necesidades todas, hasta dejar puro y solitario, en el centro y el fondo de cada hombre, su anhelo integral y absoluto, verdadera garantía única de que no somos meros ejemplares de una especie biológica sino hermanos del Padre del Cielo o, al menos, del Sentido vital en busca del Cielo. Tal es el verdadero valor que tenemos que conceder a la presencia de la muerte y a la meditación sobre ella: el de que nos recuerda cuantas veces queramos que si la muerte es la palabra final de la Vida finita, todo es realmente nada y nada tiene sentido. En ese momento sí descubrimos patentemente que anhelamos, por lo menos, la superación de la muerte, la victoria sobre la muerte. Para los decisivos momentos posteriores de la vida y de la meditación de la sabiduría queda averiguar y sentir y hacer de qué modo es más poderosa la superación de la muerte y de qué modos el deseo de trascenderla no es sino posponerla para un nuevo enfrentamiento con otra muerte que nos espere más allá de esta primera. Amar la Vida, el Sentido, la Fraternidad y a Dios de modo que no nos resignemos a que todo muera (y Dios, por tanto, no exista), no es el resultado directo de nuestro repudio entrañable de la muerte. Hay infinidad de medios de repudiarla que sólo la aplazan y sólo la hacen, 106
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en el fondo, más peligrosa y más astuta. Clamar frente a la muerte que sea muerta, maldita y derrotada se hace de modos demasiado diferentes, muchos de los cuales son ineficaces o peor que ineficaces. El anhelo integral, de existir, no puede ser un mero no a la muerte propia, y ni siquiera un mero no a la muerte de toda la confraternidad humana. Ha de ser una aspiración de trascendencia infinita, de dicha absolutamente absoluta. Ha de ser, como compendiaba Emmanuel Levinas en una sola palabra, Deseo. Y luchamos denodadamente por merecer llevar desde nuestro centro este deseo y, en cierto modo, también por merecer ver que es así. Aunque esto último no nos evitará luego el combate contra la posibilidad de que se nos muera entre las manos de nuestras ansias, necesidades, distracciones, errores y maldades. La lucha nocturna con el Ángel que nos hiere siempre es la lucha con nosotros mismos, disminuidores de nuestra esperanza, disminuidores del sentido de la vida para nosotros y los demás, al mismo tiempo que ansiamos anhelar el Cielo y ansiamos dejar atrás todas las ansias y no ser más que puro anhelo que ha dejado atrás, en la hermosa noche de la fuga a la aventura amorosa, todo cuidado. Tennyson ha escrito soberbiamente que «nothing worthy proving can be proved, nor yet disproved». Necesito intuición y argumento, pero sé que me serían inútiles. Lanzo mi acción bien basada sobre mi sentir, pero en parte es porque espero que se me conceda después de tanta hazaña un poco de esta absurda intuición racional que más bien me dejaría vacío de Deseo, abrasado, demasiado abrasado, de Deseo. Hago y pienso; pienso y hago. Mantengo así la fe en la esperanza y la fe en la fe, aunque atraviese quiebras y olvidos, retrocesos y engaños. Es el pensamiento, más que la acción, quien problematiza la realidad fundamental de mi Deseo; pero sé —y esto parece siempre minimizarlo Miguel de Unamuno— que la radical potencia del Deseo se alimenta de este no poder ser apurado por el conocimiento. Cuantos más problemas y dudas para sostener mi fe en la fe en la esperanza me pone la razón, más me animo a entender el deseo puro como tal Deseo puro. Sin las aparentes trabas de la razón, el Deseo decaería y se trasformaría en ansia y necesidad. Lo trágico no es que la razón luche aquí con el sentir, sino que el sentir y la acción se dividen, se malogran, caen en el mal, y entonces dejamos de saber con la profunda conciencia de la vida deseante que es el Deseo quien nos habita y nos lanza. La lucha trágica se entabla entre el mal y el Deseo o Bien, no tanto entre el corazón y la cabeza, porque estos dos deben luchar para notarse vivos y para seguir siendo cabeza y corazón. El problema esencial de Miguel de Unamuno es también, en realidad, éste: no poder saber si existe o no el Deseo del Cielo. Las fórmulas 107
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que ha empleado no son muchas veces apropiadas, sino que señalan sólo a partes de la cuestión, a trozos de su posible respuesta, a caras de los afectos que aquí se suscitan. En realidad, la mejor manera de captar el problema es la que más veces aparece en el texto del Sentimiento trágico, sólo que no ponemos en su significado todo lo que debemos siempre poner: ¿tiene la muerte la palabra definitiva o no? Porque si reducimos el Deseo, si éste ni siquiera existe, entonces la muerte, la muerte universal de toda vida, ya sea la de Dios, ya sea la del prójimo, ya sea la mía propia, es la palabra primera y última y, en consecuencia, no hay Sentido sino que sólo hay el Hay mismo. La cuestión es saber si frente a este Hay fantasmagórico pero de terrible amenaza se levanta o no, con plena fuerza, una protesta absoluta, una esperanza absoluta, un Deseo o, como decía con toda razón Levinas, una hipóstasis, una persona, que es también lo que empezó diciendo (lo que empezó queriendo que haya frente al haber del Hay) Miguel de Unamuno.
11. Purgatorio Discutamos ahora más de cerca los pormenores del problema. El primero es que no podemos concebirnos como no existiendo, en palabras de Unamuno, ya que es imposible experimentar el final de la conciencia. Pero la cuestión es que tampoco experimentamos su principio absoluto y, sin embargo, es imposible admitir que hemos existido siempre en el pasado (a no ser que fuera en el estado de subjetividades dormidas, como llegó a decir Husserl para intentar, a su modo, obviar la imposibilidad del surgimiento de la conciencia). Y si podemos volver al estado de perfecta inconciencia en que ya estuvimos antes de nacer, la angustia nos asalta. Y si hemos vivido estados comatosos o provocados por una anestesia total, entonces aún crece más la idea de lo verosímil que es, aunque no podamos concebirlo, que nuestra conciencia se adormezca definitivamente, igual que estuvo adormecida desde el principio irrepresentable de los tiempos. Si no tuviéramos la certeza de no haber existido conscientemente en el pasado, no nos angustiaría la posibilidad de caer en la misma inconciencia en el futuro, que significaría para nosotros inexistencia o, a lo sumo, existencia potencial, poder existir y poder revivir, pero de milagro, igual que cuando nacimos. Miguel de Unamuno combina con este factor otro que muchos no reconoceremos nuestro ni admitiremos que esté siquiera justificado: «quiero ser yo y, sin dejar de serlo, ser además los otros, adentrarme la totali108
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dad de las cosas visibles e invisibles». Si con esto quiere decir Unamuno que no me cansaré de vivir en la finitud mientras haya un solo lugar, un solo aspecto de lo real, que no haya conocido con experiencia profunda, seguramente tendrá razón. Pero no la tendrá si este «adentrarme» las cosas no se conforma con hacerlas correlatos de mis percepciones y mis experiencias sino que intenta llegar a ser un vivirlas por dentro de ellas mismas, del estilo de lo que sería poder yo, sin dejar de ser yo, vivir por dentro la vida misma de Alejandro, de Aquiles, de Cleopatra y de Helena; y vivir así, en cierto modo, lo animal y lo vegetal y lo simplemente mineral... Ser yo, además de mí mismo, no intencional sino física y realmente, todas las cosas, como si mi alma pudiera ser el alma del mundo, de cada una de sus partes existentes. Reemplazar, ya que no exactamente a Dios, sí a la vieja noción de esta Alma única que da vida —no divinidad— a todo lo que posee alguna naturaleza en todo el Universo. Serlo todo realmente. La condición de serlo desde mí mismo, que no pierde de vista Miguel de Unamuno en su descripción, no es únicamente que haga contradictorio este anhelo (esta parte del anhelo integral, tendría él que decir) sino que lo priva de su deseabilidad. Porque una cosa es desear vivir todos los que en alguna estupenda ocasión llamó Unamuno mis yoes ex futuros, y otra es el indeseable deseo de vivir los ellos ex futuros y presentes de todos los demás. Esto segundo me arrasaría, me desposeería de mí, impediría toda unidad de memoria, todo principio de integralidad en mí y en mi anhelo. Aquello otro, en cambio, bien podría ser que, en efecto, formara un fleco o halo del anhelo integral; aunque, en definitiva, creo que más bien se trata de un producto de reemplazo. Porque es verdad que imaginamos el Cielo como aquel lugar en que el espacio separador, que tantas veces nos condena a no gozar de la presencia de nuestros amigos del alma, habrá quedado suprimido, mientras subsiste, puro de todo sufrimiento, el tiempo en expansión de gozar del don que los demás, con su amor, nos hacen. Y forma parte de esta imagen el eliminar radicalmente también las injusticias y las culpas de nuestra vida en la tierra. No sabemos cómo, pero nuestro Deseo abarca la anulación absoluta de las traiciones que ejecutamos y de las desesperaciones a las que contribuimos; sólo que esta cancelación del pasado, de muchos pasados, significa que en el Cielo se puedan vivir simultáneamente, en algún modo, los deseables yoes ex futuros que no fuimos porque les hicimos traición. Eso que debería haber pasado y que no pasó porque nuestra valentía nos dejó, deberá ser consolado, deberá ser repetido en el Cielo, como anhelaba desde el centro de sus entrañas Søren Kierkegaard. No importa que haya una multiplicidad de tales pasados que la 109
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eternidad tiene que enmendar. Eso precisamente es una parte importantísima de que podamos decir con total convicción que nuestra esperanza es absoluta porque no se refiere a nada del pasado, a nada que el ojo haya visto o las manos hayan tocado. La novedad total de la realidad en la Redención implica no que se explique a los desdichados por qué hubieron de sufrir tan terriblemente, cuando el mundo creado era, sin duda, el mejor de los posibles; pero sí, en cambio, que el mismo dolor del pasado no haya sucedido, no se pueda recordar, quede sobresuperado por la magnificencia del don de la eternidad. Dios tiene que tener el rostro de los amores defraudados, aun cuando los supere todos infinitamente; pero dentro de su ser tienen que estar, salvados, cuantos sufrieron nuestra traición y nuestro daño. Reconozco, pues, en este querer ser todo del que escribe Miguel de Unamuno, dos aspectos como verdaderos: que la vida finita podría prolongarse a muchos más años de los que en realidad dura nuestro organismo biológico, sin que por eso nos saciáramos y, luego, nos tuviéramos que hartar de ella; y que en la eternidad tienen que salvarse no exactamente mis yoes ex futuros, sino las víctimas que hice no viviéndolos (y a sabiendas de que, si los hubiera vivido, habría tenido que hacer otras víctimas: las que se sacrificaran al yo que, por esta razón, no podría haber llegado a vivir y, sin embargo, sí viví en la tierra). Aunque la vida tantas veces nos pese y nos agobie y, desde luego, ni en el mejor de los casos la confundamos con el Cielo, y aunque sepamos que es una gran verdad aquello que dice Berdiaev sobre cómo Dios recompensa con la muerte a este mundo de la tierra incluso a los más santos de sus hijos (señal inequívoca de que este mundo jamás sería para nadie el divino premio definitivo), seríamos bien capaces de vivir una aventura terrenal de varios cientos de años sin por ello hastiarnos. La vejez llega muy pronto. Juventud y madurez parece que entran en su debido momento y al paso justo; pero la conversión de la madurez en vejez es terriblemente rápida, fuera de sazón, inaceptable. De aquí que se insista tanto en lo rápida que pasa la vida, cuando la verdad es que sólo pasa incomprensiblemente rápida en este periodo en el que nos trasformamos en viejos cuando apenas estamos empezando a realizar plenas las posibilidades formidables de la cumbre de nuestra vida. Y no creo que tenga que insistir en que la redención implica que Dios nos haga, precisamente a nosotros, los mismos que fuimos traidores y culpables, enmendar absolutamente la desesperación que introdujimos en esto que ahora tenemos que aceptar que es la única vida real. La eternidad del Cielo tendrá como una previa eternidad de Purgatorio en la que viviremos las vidas que debemos a los demás, sin herir con cualquie110
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ra de ellas a alguien que no esté presente en sus acontecimientos. Nosotros mismos habremos de consolar las lágrimas que sólo se lloraron ante Dios por nuestra responsabilidad y nuestra maldad. Dios nos usará como los instrumentos que son los únicos que pueden dejar redimido el mundo antes de que el Cielo, la Redención, la Resurrección, la Creación Nueva, lo absorba todo, lo recapitule todo en el abismo de dicha de Dios. Tal es mi gozosa visión del Purgatorio: los trabajos de amor que no se pueden dejar infructuosos ni perdidos. La felicidad absoluta sólo puede venir después; pero primero he de ser todo para todos los que me reclamaron en vano y con justicia que lo fuera. Ya sé que es un pensamiento contra-racional, pero no en mayor medida que lo es el pensamiento de la eternidad, cuya esencia es la corrección de lo que de otro modo es imposible corregir: el pasado. Toda la eternidad es perdón, consuelo, exaltación, bien perfecto; y la antesala es la obra de mis manos, potenciadas infinitamente por el amor activísimo de Dios, haciéndome reconstruir las memorias de sentido que yo no quise sino destruir o imposibilitar en mi vida de antes de la muerte (de la muerte primera, que esperamos con ansia trágica que sea, desde luego, la única muerte, pero no el único acontecimiento de tras la vida; o ¿es que no estoy hablando ahora de un Purgatorio diferenciado de la subida al Cielo?).
12. Segundo amor Yo no quiero ser todo ni quiero ser Dios; quiero ser yo mismo en tal plenitud que quizá la palabra ser sólo signifique ya entonces la parte más pequeña de ese futuro de la Redención que es el objeto de mi anhelo integral. Quiero la eternidad, que es despreocupación por la muerte y la desdicha, porque consiste, primero, en el trabajo de la enmienda de todos los males que la memoria de la tierra contiene; y, luego, es la absorción definitiva en la hermandad de todos y en la comunidad con el Dios trinitario. En este sentido, que no necesariamente era el que Miguel de Unamuno daba a sus palabras, es una verdad extraordinariamente grave y cierta que «la sed de eternidad es lo que se llama amor entre los hombres», y que, desde luego, «lo que no es eterno tampoco es real». En cambio, en medio de estas dos expresiones que cito, escribe Unamuno que «quien a otro ama es que quiere eternizarse en él», y yo sólo entiendo bajo estas palabras que, como el Deseo es la eternidad en su doble dicha de Purgatorio y de Cielo, o sea, de Hermandad reparada y de comunidad de 111
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los hermanos con Dios, no amo a otro más que si lo amo a la luz de este Anhelo, porque en los demás casos lo someto a mí como un medio a un fin económico, de utilidad y goce, que sólo dura lo que esta vida pasajera en el mundo. Sólo si el Otro es contemplado en el medio luminoso del deseo de Eternidad es amado con amor que no sea codicioso y rebajador. Pero no es que yo quiera sobrevivirme en el otro amado y, a la larga, si es posible, eternizarme en él, en su recuerdo y sus obras de bondad. Lo que yo quiero es introducirlo en la eternidad del amor de Dios, ir hasta ella en su compañía, respetar absolutamente su ser en sí un fin, pero, a la vez, su estar siendo para mí un acontecimiento en la medida en que me es posible amarlo y, sobre todo, en la medida en que me es posible su extraordinario don (per-dón) de que él me ame sin egoísmo y en la luz, lo sepa o no, de la eternidad. Si él es sólo mortal, grito que no hay derecho (y podría yo mucho antes conformarme con ser yo mortal del todo que no con que él lo sea). Ya no es mi destino lo que más me importa, sino, justamente, me agobia y me acongoja la muerte porque, si esta persona que amo y que me ama existe, no debe de ninguna manera ser la muerte, el Hay, la respuesta definitiva a todas nuestras inquietudes. No el mero amor a mí mismo (expresión esta casi absurda, a la que no hay derecho más que como reflejo del amor que dirijo a otros y del amor que otros me dirigen) sino el amor sin egoísmo entre otro y yo, entre este hermano o estos hermanos y yo, es el que lucha con la muerte a brazo partido. Porque si todo es muerte, entonces este otro enlazado a mí por el amor que anhela eternidad no es real, no es sustancial, sino, más bien, un sueño que sueña un ensueño, o el ensueño de una sombra; y yo mismo, con todo el dolor que esta idea pone en mí, tampoco superaría el umbral de esta realidad de fantasma, de sueño y de sombra; igual que Dios (ese Dios al que no puedo perdonar, en tal caso, que no exista). Ya antes insistí suficientemente en cómo la lucha trágica es más bien por estar ciertos de que contenemos el anhelo integral de la eternidad, y que el horror de la muerte no es el de mi muerte, sino el de que todo para todos termine con la muerte una y general. Todo lo cual me reafirma muy fuertemente en que el amor humano, que descubre el mundo social como fraternidad y no como tribu económica, no se puede poner en ninguna continuidad con el instinto de reproducción de la especie animal que subyace, a modo de reliquia que nos vincula con las zonas inferiores del mundo, en nuestro ser. Más vale decir que hay, además del instinto de conservación individual y específico, ambos perfectamente animales y prehumanos, un anhelo original, que constituye nuestra enfermedad diferencial, la salida del alma de la 112
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vitalidad brutal del animal. Este anhelo, el Deseo, es un segundo amor, una segunda voluntad o segundo querer, como lo representaba justamente san Agustín; y es el hombre individual, no el pueblo ni la tribu ni la especie, quien vive desde la unidad del Anhelo que nos hermana y nos abre el mundo de lo ideal, por imperfectas que sean las formas de realización histórica de sus perspectivas lanzadas desde el principio hacia la eternidad. Así lo reconoce Miguel de Unamuno mismo, sin reparar en sus contradicciones, cuando escribe que «el sentimiento de la vanidad del mundo pasajero nos mete el amor». Y aunque haya que alabar hasta cierto punto el uso constante de las metáforas, los saltos, las paradojas y las parábolas —muy evangélico todo ello, como le gustaba saber a Unamuno—, no hay duda de que en este punto decisivo deberían evitarse las inconsistencias. Incluso cae en una nueva Unamuno cuando completa la frase que acabo de citar con esta otra: «Y el amor [...] súmenos en el sentimiento de la vanidad de este mundo de apariencias, y nos abre el vislumbre de otro en que, vencido el destino, sea ley la libertad». Este sentimiento de la vanidad del mundo pasajero (mejor sería decir de la vida pasajera) no nace de la sociedad en mayor medida en que nacen de ella las percepciones sensibles del individuo. Es cosa que surge de éste mismo incluso antes de todo amor no egoísta, incluso cuando no podría decir sinceramente que exista para él otra persona en este mundo que él mismo. Este sujeto infantil o juvenil, solipsista en la práctica, nace precisamente cuando adquiere certeza de su muerte propia. Si un instante antes era tan sólo un niño que jugaba —y para un niño que juega los demás no existen en medida mucho mayor que los muñecos con los que se entretiene—, ahora que se topa con la perspectiva de su muerte se obsesiona consigo mismo, más solo todavía, y con el problema de su sufrimiento por no tener segura la indefinidamente larga diversión que se prometía. Mientras no salga a su encuentro, en un nuevo acontecimiento asombroso y desorientador, el amor a otra persona, carecerá de recursos eficaces para luchar contra el monstruo nocturno de la muerte. Luego, viviendo ya de la esperanza que el amor nos mete, redescubrirá y resentirá la vanidad del mundo, pero de una manera completamente diferente de como esto lo hacía sufrir en su antigua existencia de solitario (de esteta, decía Søren Kierkegaard por razones que, aunque casi ya desde ahora comprendamos, deberán ser exploradas en otro momento). Si en el principio de la existencia de más acá del juego la muerte aparecía como el destino que amargaba mi vida hasta hacerme desear no haber sido nacido a ella, en esta nueva fase donde ya ha surgido el amor no puramente estético y egoísta, no puramente imitador de Don 113
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Juan, la muerte es el enemigo contra el que afirma el amor su eternidad. Pero lo hace sobre todo saboreando cuánto mejor y más alta es la vida que ama que la vida que sólo teme por la muerte propia. Ésta es ahora casi irrisoria, en comparación con la muerte del otro amado. Más aún, vivir amando tiene evidentemente sentido aunque haya además la muerte, porque, todo lo oscuramente que ello suceda, el amor real (el que Søren Kierkegaard llamó estadio ético de nuestra existencia) nos hace salir del tiempo puramente finito a otro tiempo, en el que la eternidad imprimió ya su sello. Como he dicho, la eternidad no es la ausencia de todo tiempo, sino un pasar en crecida que anula por completo el pasado finito, que realiza las contra-racionalidades felices del Purgatorio y que se abre a la posibilidad indecible, redobladamente contra-racional del Cielo (en el sentido unamuniano del término «contra-racional», que en absoluto es sinónimo de «absurdo», sino sólo de inimaginable e impensable en analogía profunda con la finitud, nuestra única vara de medir clara y distinta, si descontamos la que nos añade el Deseo). Tal y como la captaba Søren Kierkegaard, la eternidad, que siempre es cosa de Dios, es decir, del amor, ante todo significa la repetición, o sea, que deja de ser imposible enmendar el pasado, consolar hasta la raíz de su dolor a los inocentes triturados por la perversidad de los hombres y lo ajeno a la personalidad que es el rumbo de las leyes del mundo físico. Ahora bien, el hecho de que se sufra en el estadio estético o solipsista de la vida, es ya señal de que yace en el fondo del ser humano, incluso entonces, el Deseo soterrado. No es posible deletrearlo, sacarlo a la luz, vivir plenamente de acuerdo con su sentido, porque para todo ello no basta la introspección sino que han de venir a ayudar los acontecimientos: el surgir repentino de la auténtica alteridad del otro (la compasión, es decir, el amor que se dirige desde el yo-mismo hacia el otro) y la culminación del significado de esta alteridad (el perdón, o sea, el acontecimiento de la recepción del amor del otro dirigido al yo-mismo que ya se trasformó y se abrió en la experiencia poderosa de la compasión).
13. La serie de los acontecimientos Muerte, compasión y perdón son, pues, los acontecimientos capitales de la existencia, que se han de suceder en este orden del descubrimiento y del venir a la vida personal del ser humano; aunque el amor absoluto esté de suyo en la raíz de todas las cosas, o sea, en la Creación. La muerte como acontecimiento no es el hecho de que acabe la vida finita, 114
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sino la presencia inminente de la muerte como «posibilidad más cierta», según la expresión de Heidegger, y, en este sentido, como posibilidad que vuelve posibilidades a las demás perspectivas de la existencia, que ya sólo pueden darse en una oportunidad y que no regresarán jamás como las mismas posibilidades ante mí. El acontecimiento de la muerte es el segundo nacimiento del ser humano, el paso de la infancia a la juventud, la certeza de que se nació en la ignorancia y el juego y ahora se ha entrado en el tiempo irreversible, en la época sobre la que reina la distinción entre lo real y lo aparente, en la seriedad, en la diferencia entre el ser y el no ser. La muerte no es la Creación, que ya sucedió antes de todo antes histórico, pero sabe a nacimiento, o sea, a creación, más que cualquier suceso en el pasado inocente, ignorante, silencioso y de juego del ser humano. La Revelación es el acontecimiento compasión: la revelación plena de la alteridad, apenas preparada por las pseudoalteridades con las que se ha gozado de algún consuelo en la etapa juvenil, solipsista, estética de la vida. La compasión, el otro amado, es la llegada del deber, el principio de la lucha efectiva contra el Hay de la muerte, el inicio de los deberes, el descubrimiento primordial de lo santo confrontado con la sacralidad del yo-mismo en busca de consuelo. Cuando la revelación de la alteridad tiene lugar y se sale del egoísmo al amor, naturalmente que se reconoce que ya mucho antes, desde nuestro nacimiento, hubo alteridad, solo que nosotros, el yo-mismo, no podía captarla y recibirla como tal, aunque de hecho y realísimamente estuviera «alterado» por ella: la alteridad de los padres, de la acogida de nuestra debilidad extrema; la alteridad de los compañeros y los maestros primeros; la alteridad misma de un mundo de cosas en que ensayar e imitar el mundo todavía incógnito de la existencia en el tiempo irreversible, que el niño ve ante sus ojos pero no puede interpretar más que en su superficie. La Revelación se cumple o, mejor dicho, inicia su cumplimiento en el acontecimiento perdón. El amor del otro, no simplemente ocurriendo, sino siendo experimentado con hondura en el ser, ya previamente abierto, del sí-mismo que un día fue solitario, trasforma ya en esta vida el pasado, es decir: trasforma al yo-mismo como sólo la divina eternidad puede hacerlo, y me permite descubrir las huellas de cómo desde un principio ya estaba el amor de perdón fundamentando los mismos pilares de la Creación y la Revelación. La comunidad propiamente dicha comienza ahora: la fraternidad y la fe en la paternidad de Dios. Hasta en los momentos de mayor desesperación respecto de la existencia de Dios, la fuerza redentora de la comunidad permanece, como sucede, por 115
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ejemplo, en el terrible relato apócrifo de Yósele Rakóver muriendo en el gueto de Varsovia sin poder amar a su Dios pero lleno de amor por la Torá divina, que lo ha hecho figurar en las filas de las víctimas y lo ha preservado de hallarse entre las de los verdugos. Cuando sólo se ha vivido con toda fuerza la revelación, la compasión, pero aún no se ha llegado a la redención, al perdón, el hombre es capaz verdaderamente de mal, de perversidad moral, de violencia sobre el otro próximo con el que ya no puede no contar. Y en cierto modo toda la vida en el estadio ético (este segundo periodo de la existencia vista en su posible conjunto) es de alguna manera violencia y no sólo compasión; porque cuantos encuentros interpersonales no supongan auténticos acontecimientos reveladores (muy en la línea de cómo los trató exaltadamente Martin Buber), serán falta de espíritu de finura y, por lo mismo, grosera violencia, objetivación del otro, clasificación del individuo humano en una especie y reducción de su singularidad; todo lo cual equivale a su rebaja a la condición de no humano y de mero medio para mí. Y si algo así ocurre en el donjuanismo del esteta sólo preocupado consigo y con su muerte y con su placer que se la haga olvidar, después de la revelación de la alteridad se trata de culpa y pecado, cuando antes era solamente daño, inconciencia, sensualidad.
14. De la diferencia entre la belleza y la bondad «Contemplando el sereno campo verde o contemplando unos ojos claros, a que se asome un alma hermana de la mía, se me hinche la conciencia, siento la diástole del alma y me empapo en vida ambiente, y creo en mi porvenir; pero al punto la voz del misterio me susurra: ¡dejarás de ser!, me roza con el ala el Ángel de la muerte, y la sístole del alma me inunda las entrañas espirituales en sangre de divinidad». Este hermosísimo párrafo en la tercera página del tercer capítulo del Sentimiento trágico muestra en su final la ambigüedad que ya he marcado y que ha hecho tantas veces leer incompletamente a Miguel de Unamuno: el «dejarás de ser» parece descrito sólo estéticamente, puesto que no afecta ni al campo ni al poseedor de esos ojos claros que dilatan el alma. Pero si tomo en cuenta de veras la hermandad del otro y que esta revelación ha hecho en mí efectos de fe y esperanza, o sea, efectos de lucha efectiva contra la muerte, la perspectiva cambia, y el grito más desgarrador no es el que me inspira el Ángel de mi muerte, sino la respuesta a la voz del Ángel de la muerte en general y, sobre todo, al anunciador de la muerte del otro amado (y de los campos que contemplo). 116
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Pero me he detenido en estas líneas no sólo para poder subrayar, a propósito de uno de los más bellos fragmentos del texto de Miguel de Unamuno, cómo ya siempre sus descripciones están transidas de alteridad, de revelación, del riesgo espantoso de la muerte del otro, mil veces más terrible que mi mera muerte (ésta importa ahora sobre todo como signo de que todo, a lo mejor, se muere y de que hasta es posible que en mí, dada esta verdad del Hay Sinsentido, no haya el Deseo, el Anhelo integral). He citado estas líneas sobre todo para introducir un tema capital que hasta aquí no tuve ocasión de analizar: cómo la belleza de lo que no es humano, en su tremendo contraste con la maldad y, en ocasiones, la falta misma de belleza, de lo humano, pone en la vida del hombre siempre una advertencia hacia la eternidad, incluso desde la mera experiencia estética de la primera juventud. Aunque sólo el hombre en su madurez, más allá incluso del estadio ético, cuando ha recibido el amor de perdón de alguien, puede volverse en plenitud de sentido hacia la contemplación de lo creado no humano y releerlo con la justicia que se le debe. Y entonces es posible que ironice como Sócrates, aquel hombre religioso, que decía que no buscaba la compañía de los campos, porque no le enseñaban nada, sino la de los hombres, fuera cual fuera su pobre apariencia, en nada comparable a la del mundo relativamente silencioso de lo que no es humano. La misma Simone Weil admitía entre los signos ciertos del amor de Dios, entre los gestos de la gracia fundando la gravedad de las cosas inexorables o «el destino», la belleza del mundo, sólo perturbada por la presencia de mis ojos, que la ponen en la perspectiva y no la ven ni la aprecian entera. Los espacios infinitos, además de abrumar el alma de espanto, como le ocurría a Pascal, señalan hacia la eternidad. No se trata en ellos del espacio que separa a los que quisieran estar juntos, sino precisamente de aquel otro que, en su estabilidad absoluta, contrastante con la velocidad del tiempo y las edades y las vidas terrenales de los hombres, pone en contacto de alguna manera el presente con el remoto pasado. Allí arriba está el ojo colorado de la estrella Aldebarán, asistiendo a mis dolores y mis alegrías exactamente igual que asistió a los de mis abuelos más remotos. Aldebarán es hermoso y es casi eterno y está muy alto, a salvo de las vicisitudes de la tierra y, sobre todo, a salvo de los ataques de los hombres. En cambio, sobre el paisaje, interrumpiendo el sereno campo verde, está el pueblo, y en el pueblo habitan, dentro de sus imperfectas construcciones, las deformidades morales, las injusticias insufribles, las violencias que son tan hondas que ni se lloran ni se gritan. Todo ello apenas habrá dejado ni recuerdo en sesenta o setenta años, pero ha distraído y perturbado a los pobres hombres hasta el punto de que quizá 117
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no han podido elevar la vista a las estrellas o contemplar el campo cuando salen a trabajarlo o se pasean por él en día de fiesta. La bondad es secreta y la belleza, en cambio, evidente y luminosa (es la luz misma de la Creación). El esteta solipsista no se conforma con la belleza de los campos y ni siquiera con la de los hombres, porque necesita gozar de esta última como devorándola, que es cosa que no puede soñar hacer con la otra. Pero el acontecimiento muerte no sólo vuelca al ser humano al solipsismo y la imitación de Don Juan. En realidad, abre la existencia a situaciones mucho más complejas, que se pueden esquematizar dividiéndolas en sólo dos generales: la de fondo y la de superficie. Lo que propiamente sucede con quien recibe el impacto inolvidable de la muerte es que su vida queda escindida en adelante. Es así debido a que no solamente la muerte presenta su lado insufrible al hombre sino que le muestra pronto que la vida (finita) es tan incomprensible e insufrible como la muerte misma: es únicamente el envés de la misma realidad cuyo revés es la muerte. Vida y muerte son, en este sentido, los dos aspectos complementarios del Hay Sinsentido. Y es así porque, si bien es cierto que la primera idea y el primer sentimiento que vienen a quien padece el imprescindible acontecimiento de la llegada de la muerte es el horror a la nada, la segunda idea y el segundo sentimiento serán el horror al ser. Perder la conciencia, que el alma se deshaga y no baje ni mi sombra al lugar de la invisibilidad (a Hades, como les ocurría a los héroes homéricos), es inaceptable; pero guardar la conciencia, esta forma actual de la vida, no ya por un largo espacio de tiempo, por unos siglos, sino para siempre, ser para siempre este mismo que soy, sólo que cargado con el fruto y el goce de infinidad de experiencias, es también insoportable. Morir del todo es impensable, inimaginable, invivible en el doble sentido del término. Vivir para siempre tiene estas mismas características, merece estos mismos adjetivos, e incluso en superlativo; de modo que habrá sentires que retrocederán a hacer las paces con la muerte absoluta por absoluto horror de la vida sin término (Tierno Galván hablaba entre nosotros de adecuarse y acomodarse perfectamente, sin trabas ni desarreglos, a la finitud, abandonando de una buena vez los equilibrios del sentimiento trágico). La literatura captó pronto, aunque no con toda su salvaje pena, que los dioses, si no pueden morir, han de envidiar a los hombres; y ya que no pueden volverse humanos y tener la esperanza de morir, los tentarán ofreciéndoles matrimonio, para que de este modo puedan los inmortales tener muy cerca la delicia melancólica del irse muriendo y los mortales se 118
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llenen de compasión por los pobres dioses y no se limiten a temerlos o envidiarlos estúpidamente. Pero es que, en realidad, la certeza de no poder morirse hace que cuantas cosas podría uno hacer se vuelvan infinitamente tediosas e indiferentes: si dispongo de un tiempo sin término para realizarlas, y si siempre tendré tiempo para enmendar sus consecuencias, para desdecirme, para probar las contrarias y desdecirme también de ellas; si tendré tiempo para todo menos para morirme o matarme; entonces me da igual todo, ya nada me es posible, ya nada me es real, salvo esta calma espantosa de estar aquí yo mismo, sin que nada pase ni nada venga. Homero, el más elocuente de los hombres, que ya hizo que sus personajes rechazaran las proposiciones de las diosas enamoradas de su mortalidad, cae, en el relato de Borges Los inmortales, justamente en aquello que evitó Odiseo cuando amaba a Circe. Homero ha bebido del agua de la eterna juventud, que dicen los hombres haber buscado siempre, y ahora, callado y hastiado para siempre, sólo tiene una idea fija: encontrar si hay las aguas de la muerte, para que la vida vuelva a ser interesante, apasionante, a corto y largo plazo. La muerte, dijo una vez Franz Rosenzweig, es el muy bien y muy bello que Dios pronunció sobre su criatura final, cima de toda su obra: el hombre. Sin la muerte no habría el interés, y sin el interés y la falta de tiempo no habría vida alguna. No tener todo el tiempo del mundo es lo que incita a cumplir un acto, y saber que sus consecuencias son irreversibles de alguna manera que no siempre podemos anticipar, saber incluso que sus consecuencias resonarán en el mundo hasta el final de los tiempos, es lo que hace mucho más que interesantes nuestras acciones. Pero no es verdad que pueda acomodarme a la muerte universal como sentido de todas las cosas, por más espanto que me inspire la vida inmortal de una divinidad clásica (o la de mi conciencia, que como no puede experimentar su propio final, parece que naturalmente habrá de vivir todos los tiempos, más o menos adormecida). Si adquiriera la certeza de que la muerte es la primera y la última palabra de este episodio ridículo de la vida universal, como si, en la imagen leopardiana amada por Miguel de Unamuno Todo fuera tal y como un relámpago en mitad de la noche absoluta, justamente la vida entera, todas las vidas, incluidas las de Cristo, Sócrates y el Buda, la mía y la de mi amada, serán ridiculez o juego de la Nada consigo misma, con sus sombras y sus sueños. Si la certeza de no poder morir me deja mudo y en infinita apatía y casi me mata (me da algo mucho peor que la muerte), la certeza de la muerte como palabra definitiva de todo hace sobre mí los mismos efectos en general, aunque en particular los produce diferentes y peores. Porque el 119
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que sólo tiene un poco de este tiempo para gozarlo de ninguna manera podrá ser introducido en la vida ética. No conocerá la compasión ni el perdón, aunque seguramente sí sus simulacros estéticos, porque lo único que buscará será la mayor variedad y riqueza de sus experiencias. Gozará con gozar mucho y sufrir mucho; conforme con las palabras de Calicles en el Gorgias platónico, sólo podrá ver la vida como un intentar espolear al máximo todas las apetencias pensables y allegar luego todos los recursos para satisfacerlas todas hasta la plenitud2. Homero inmortal se aburre mortalmente; pero Homero puramente mortal sería un asesino, un criminal en estado perfecto. Se asemejaría al pastor que en el cuento de Heródoto (y en el libro segundo de la platónica República) halla tirado por ahí el anillo que nos vuelve invisibles con sólo girarlo alrededor de nuestro dedo. Aquel pastor tardó dos días en cometer adulterio y regicidio, y pocos más en robar sin freno. Tendría después que dedicar, eso sí, el resto de sus días a predicar la falsedad de la vida perdurable y, por si acaso alguno no se creía su maravilloso invento (la religión), reuniría una costosa guardia pretoriana que le permitiera, como al viejo depravado Tiberio en Capri, disfrutar por muchos años los logros de su egoísmo infinito. Aquiles había de morir muy joven, pero la fama inmortal lo consolaba y lo refrenaba. La muerte definitiva de todas las cosas, incluso de su fama, lo habría enloquecido y lo habría desatado, como una tempestad, por la llanura troyana mucho antes y con más crueldad que cuando empezó a vengar a Patroclo. La certeza de la muerte total lleva a la conclusión segura de la infinita crueldad, que, de paso, puede ser, si no se es muy inteligente y cauto, la vía más rápida para sufrir mucho queriendo gozar demasiado. Y es que, si ésta fuera la verdad, sería «el humanitarismo lo más inhumano que se conoce». La certeza de la vida total, de esta vida pero sin límite temporal, lleva a la conclusión segura de la falta de toda conclusión y es absolutamente irrepresentable. Y como éste es el dilema, el hombre se ha quedado con la certeza de la muerte pero, al mismo tiempo, con la salvadora inquietud por superarla, aunque, desde luego, en una forma de existencia que no repita la forma de nuestra existencia de ahora. Pero por el momento, el niño que se está convirtiendo en hombre por la gracia del acontecimiento de la muerte, se siente sencillamente tomado por la congoja indecible de comprender que no quiere ni morir 2. Me permito remitir a mi traducción comentada de este diálogo platónico, con el subtítulo La paz es la búsqueda de la verdad (Sígueme, Salamanca, 2010).
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ni vivir, o sea, que preferiría no haber nacido, puesto que está en una situación de la que no hay escape aparente que no sea insufrible. Como en una sístole perpetua, que no deja respirar; pero de la que se sale con el paso más sabio que se da en la vida (y quizá el más difícil): no exigir la respuesta esta misma noche en que se plantea la tenaza del Dilema; esperar a ver qué más acontece y si no ocurrirá que la experiencia creciente de la vida y el mundo, en el caso de que uno busque denodadamente la sabiduría, no dará el consuelo y la esperanza que por ahora son inimaginables. En realidad, esta decisión de dejar a la vida misma la guía de su sentido es poderosísimamente racional. Nunca más se hace una opción tan sensata. Y es que, ya que se ha presentado el Acontecimiento primordial de la muerte, que nada hacía prever mientras se estaba en la ignorancia y el juego y la inocencia, ¿por qué no esperar que en el futuro se den otros acontecimientos igualmente inesperables y que también trasformen la naturaleza de la vida como lo ha hecho ahora la muerte? ¿Es que hay un paso mayor que el que se da cuando pasamos del no-tiempo al tiempo? Lo hay: el pasar del Dilema, de la Esfinge, a una forma nueva del tiempo, que se llame esperanza. Este quedar suspendido el niño, en el momento de dejar de serlo, entre el Dilema y su inimaginable solución, en el filo de la más aguda navaja, le permite no ser ni apático ni cruel sino apasionadamente interesado por la vida y, sobre todo, por la sabiduría. Acaba de descubrir que hay la necesidad de vivir alerta a cualquier detalle de las cosas y las vivencias que permita ir erosionando la terrible dureza del Enigma. Concibe vagamente un proyecto: dedicar la vida entera a la sabiduría. No deberá dejar de conocer los libros, las lenguas, a las personas y hasta los lugares que puedan facilitarle cualquier pequeño paso adelante. No consentirá en despedirse voluntariamente de la vida sin haber intentado enterarse, como el que más haya sabido, de qué significa Todo. Ha hecho la Providencia que el niño no disponga de todos los conceptos sino, más bien, de muchos sentimientos en germen y revolución. Lo que se necesita no es una discusión dialéctica de las alternativas del Enigma, porque eso no llevaría a ninguna parte o hasta, por el momento, inclinaría a la desesperación, a una ciencia como la creía tener Fausto viejo. Quien está experimentando profundamente el acontecimiento que configura ya en adelante la vida como existencia en el tiempo y la finitud, puede, desde luego, no distraerse un momento de mirar al rostro a la Esfinge; pero no es habitual que haga tal cosa, porque el dolor de la congoja fuerza a descansar de él. A su alrededor, el sujeto de esta experiencia 121
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que todo lo ha cambiado se sorprende de ver que se diría que el Enigma no le importa a nadie o no se le ha presentado a nadie. No hay apenas síntomas de que les haya sobrevenido a los demás, que se distraen, que aprenden infinidad de cosas que no guardan ninguna relación con el Problema, pero que no hablan de él. Se ve a todo el mundo perseguir metas que sólo por casualidad tendrán algo que ver con la sabiduría. Sobre todo, padres y maestros y compañeros insisten en seguir siendo lo mismo que eran antes del acontecimiento, y se puede sospechar que esta unanimidad tiene que basarse en buenas razones. Una, desde luego, es el miedo a considerar las cosas más terribles y a dejarse abrasar por ellas; porque no se quedan en el terreno de las ideas sino que bajan a través del cuerpo y el insomnio hasta el fondo de las entrañas y del alma, y dejan marcas y cicatrices que no se podrán borrar nunca. Lo natural es que el sujeto del acontecimiento de la muerte se tome respiros en considerarlo y procure que su sabiduría crezca más por vías indirectas que por la indagación directa y continua. Se deja llevar a las mismas metas de superficie que están vigentes en el aire en torno, pero, como tantas veces ha recordado humorística o sarcásticamente Miguel de Unamuno, le queda otra. En el fondo, en la situación de profundidad que no puede abandonar ni por más que quizá haya días en que lo quiera, se ha enterado de que no entiende qué es ser ni qué es no ser, y que aún entiende menos cómo pueda haber algún camino hacia la felicidad, cuando uno no puede representársela ni con la vida ni con la muerte. No sé qué es existir; no sé qué es la dicha; pero sí sé que debo arrostrar la congoja y el sufrimiento y no perder de vista, por mucho que me mueva en la superficie de las cosas, que hay en el fondo la inquietud insaciable del corazón por encontrar algo que responder al Enigma más poderoso que este dejarse vivir a ver si algo más me acontece súbita e inesperablemente. Pero cabe también procurar olvidar que por un momento nos rozaron las alas del ángel de la muerte; cabe querer vivir solamente en la superficie y de lo superficial, o sea, en las finalidades del mundo pasajero, sin conciencia alguna de que son pasajeras puesto que él mismo lo es. No es posible renunciar del todo a conocer el carácter enigmático de la vida y de la felicidad, pero sí lo es, por cierto, vivir lleno de miedo, en la plena distracción de estas cosas que parece que se nos fían para muy largo y que son sólo pensamientos depresivos y efectos de la mala salud del cuerpo y del espíritu. Cuando la verdad es que sin la dimensión de la profundidad es imposible el goce de la vida, ya que es imposible darle su sustancia: sentido. El miedo procura cerrarnos a todo acontecimiento, incluso, inútilmente, al que ya ha ocurrido, a la muerte. Nos querría proporcionar una 122
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vida tan compacta y cerrada como la de Dorian Grey, el donjuán que tiene encargado su envejecimiento al retrato posesión del Diablo. El miedo es la voluntad de no preguntar, de no pensar y de no sentir más que a flor de piel, y por eso necesita un cambio constante de calmantes y de estimulantes. Todo con tal de no aburrirse, porque en el ensayo de nada que es el tedio resurgen la vacuidad de la vida y el horror del Enigma. Cuando comienza el aburrimiento, como tan perfecta y españolamente dice Miguel de Unamuno, uno se pone heroicamente a matar el tiempo, y si no lo logra del todo, «echo la capa en el suelo y no me harto de dormir». «Cerramos [...] el corazón, queriendo apuñar en él al mundo». Por todo lo cual, lo que realmente necesita la persona que acaba de nacer de la ignorancia a la vida de hombre es sentir con hondura las cosas, todas las cosas, y en especial el paso del tiempo, el misterio de la belleza del «sereno campo verde», cómo relatan los demás sus vidas en las novelas y los poemas. Educará su sentimiento recordando que, pese a las apariencias en contra, su Enigma es el Enigma de todos; y si ha confiado en que seguir el hilo de la vida y sus acontecimientos es más sabio que intentar cortarlo en el mismo momento en que se enreda, esperará que de la literatura y la conversación de quienes han vivido más y son tenidos por gente de experiencia se hallen factores que abrevien un poco la dilatación de tanta espera en la congoja. Y si no hay literatura ni conversación, hay la contemplación de la belleza natural y hay el extraño correlato de la vida y el mundo que es la música, este muñón de sentido que preserva la ambigüedad de todas las cosas dejándose interpretar y sentir por cada uno según su situación en la vida. Es terrible una infancia sin belleza. Al menos, la belleza de los campos, de los cielos, del mar, de la noche estrellada y la luna, la tempestad. Antes incluso que en los ciclos de la vida, seguramente la humanidad ha visto simbolizada la eternidad en estos elementos y estos sucesos naturales. Según ellos ha configurado su vida, se ha orientado, ha explorado los caprichos y los decretos de los dioses. Esta estabilidad enorme, esta altura que nada puede reducir, estas fuerzas y furias que no se pueden contener con ningún recurso del ingenio humano, como no sea con sacrificios y plegarias, ha contrastado desde tiempo inmemorial con la muerte, la debilidad y la fugacidad de la vida y con lo abigarrado e indeciso del mismo mundo natural de más abajo de la luna. El espacio y sus grandes ocupantes inmóviles y sus fenómenos de poder riguroso han sido la imagen en colores, formas y movimientos de la eternidad divina. Ellos han representado lo sagrado aproximándolo a la distancia, inmensa aún, que convenía a la necesidad humana de trascender la finitud de alguna manera. Y en 123
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la infancia de cada individuo es frecuente que vuelvan a desempeñar este papel primitivo, como signos del Misterio, estas mismas realidades ancestrales. Gracias a ella encuentra apoyo lo que Miguel de Unamuno describe en estos términos: «Así que un espíritu animal, desplacentándose del mundo, se ve frente a éste, y como distinto de él se conoce, ha de querer tener otra vida que no la del mundo mismo». Y el mundo lo ayuda ofreciéndole los espacios siderales y lo que los griegos denominaban, en ellos, meteoros, o sea, las cosas que suceden a la vista pero mucho más arriba de todo panorama que alcanzan los ojos humanos. De aquí que los ritos que acompañan la muerte en civilizaciones sin literatura o a muchos milenios del presente pertenezcan a lo más básico del ceremonial y la simbología de las religiones. «Antes se empleó la piedra para las sepulturas que no para las habitaciones». Porque el verdadero infierno, como sabían los primeros escritores cristianos, no es un abismo de sufrimientos como los que vio ingenuamente el Dante de la mano de la imaginación de Virgilio. Mientras se sufre, aun en lo que sentimos que ya debe de ser el fondo de la desesperación, hay esperanza, puesto que sentir dolor es rebelarse contra lo que ocurre, medirlo y encontrarlo por debajo de nosotros mismos. Sólo porque amamos todavía algo podemos sufrir. Dostoievski afirmó una vez que el infierno es lo que hay cuando se ha perdido el derecho a amar; y es verdad, porque sin este derecho ya nada nos puede atormentar, y el infierno, la desesperación aniquiladora, es precisamente la nada. No la pena sino la inconciencia. En cierto modo, venimos del infierno todos; todos hemos sido rescatados de él por la venida del Cristo; a todos se nos ha concedido una temporada en la tierra, a la luz, para que experimentemos la muerte y ella nos deje ejercitar la sabiduría de la paciencia, a la espera de nuevos acontecimientos, sin extremar nuestro egoísmo ni dormirnos en la falta de tarea por hacer. Un momento de impaciencia auténtica sería tanto como el suicidio: tentar a Dios no confiando ya más en que el Purgatorio y el Cielo sean la montaña que se vislumbra desde nuestro valle y que necesariamente está tan sólo al final de recorrerlo entero, y no al alcance de un vuelo que nosotros mismos podamos maquinar. O Dios nos hace salir de nuestra paciencia en el rapto místico, o no debemos nosotros tentarlo en vano forzando, como si de veras tuviéramos tanto poder, la anticipación de la Redención. Todo esto, insistamos una vez más, no es ni querer ser Dios ni querer «vivir siempre, siempre, siempre, y vivir yo, este pobre yo que me soy y me siento ser ahora y aquí». Mejor dicho, sí es querer que este pobre yo que ya me soy ahora y aquí viva, pero en el siempre del tiempo 124
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finito que conozco, sino trasformado por la eternidad y en un siempre tan distinto que, en realidad, más me lo debo representar como puro fluir acumulativo, como aquel cambio constante de cualidad y en crecida que veía Bergson ya en este tiempo mismo del mundo, que nunca terminamos de saber intuir y vivir tal y como él es en su plenitud. No es la dicha ser Dios ni habitar para siempre el mundo finito, sino ser acogido en la hermandad humana, ser perdonado, llegar incluso a administrar a otros el sacramento del perdón —purificado nuestro amor por haber recibido el de ellos—, y así, paliadas y consoladas desde su raíz todas las penas, culpas y responsabilidades en que hemos incurrido dañando y ayudando a desesperar a los demás siquiera en parte, poder entrar incluso en la presencia y la comunión con el Padre trinitario de la Humanidad y del mundo, en el sábado de la Redención. Para todo esto no tengo que verme más que cuando niño como el centro del Universo, y aun entonces sólo seré paciencia y no actor protagonista. Pero luego no habrá esperanza, ni amor, ni confianza, como no haya fraternidad interhumana y pase el centro definitivamente a otras manos mejores que las mías. Ya en la antigua idea clásica del Reparto (Moira, Heimarmene) de las suertes, que lleva a cabo el Dios joven y triunfador, Zeus, después de sofocar y encarcelar a las antiguas fuerzas divinas salvajes (los Titanes), expresaba el mundo antiguo su confianza en que los papeles que nos han tocado en esta vida, pese a lo que pueda parecernos en momentos de sufrimiento, están mucho más sabiamente distribuidos que como habría ocurrido de haber sido responsabilidad nuestra este reparto. La providencia del pensamiento monoteísta lleva a su culminación este pensamiento llenándolo del contenido del amor y permitiendo que nos despreocupemos de satisfacer todo un destino en esta vida, porque el amor sólo exige respuesta de amor, pero no obligatoriamente los doce trabajos de Hércules en una larga aventura bien finalizada. La mayor parte de los textos del Sentimiento trágico corresponden todavía a una perspectiva romántica tardía de estos temas, donde predomina el ansia de escalar el trono de Dios y aun ocuparlo; donde el prójimo no es Otro, sino otro Yo; y donde descansar de la lucha con el Enigma se parece demasiado a la paz auténtica. Miguel de Unamuno no vio suficientemente bien la importancia de esto que vengo aquí llamando acontecimientos, y, por lo mismo, no comprendió a fondo que la filosofía plena se serializa o dispone en estadios, de modo que el Enigma mismo va adquiriendo en cada uno de ellos, como hemos empezado a ver, aspectos nuevos. Por eso mismo no es más que una parte de la verdad (la parte más elemental, la que se ve en el principio de la aventura de la 125
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Paciencia y la Fortaleza libre) aquello del «trágico hado [...] de tener que cimentar en la movediza y deleznable piedra del deseo de inmortalidad la afirmación de ésta». El Deseo se ilumina a sí mismo y se diversifica a medida que recibimos la revelación de la compasión y la redención del perdón; y en esta fase última no es sólo que el dolor del otro sepamos que es siempre mayor y más grave que el nuestro propio, sino que el Deseo está ya en lo esencial satisfecho: hemos gustado las primicias del Purgatorio y del Cielo; sabemos que existen, y ya no mantenemos a pura fuerza de nuestros brazos cansados la fe en que portamos el Anhelo integral, porque han sido otros los que nos lo han mostrado con mucha más claridad que la que jamás habríamos logrado quedándonos solos. Muy lejos de esto, la persistencia en la soledad solipsista es el modo más rápido de trocar el Deseo por el Ansia y de olvidar el Sentido y resignarse con el sabor del mundo, dispuestos a aceptar ya que no exista más paraíso que la vuelta eterna de lo mismo, tal y como temían los arios en la Antigüedad y tal y como fingía satisfacerse trágicamente Nietzsche, creyendo imitarlos, en las montañas de Sils-Maria. Esta relativa desatención a los acontecimientos y a lo decisivo de la hermandad humana se rompe en las mejores páginas de Miguel de Unamuno, pero le ha hecho exclamar algo que en realidad no se aviene con lo que él mismo describe intensa y sincerísimamente otras veces. Me refiero a cómo prolonga esto de que la empresa es basar en el mortal anhelo de inmortalidad la inmortalidad misma (más aún que la mera confianza en ella): «tiro a crear en fuerza de mi fe a mi Dios inmortalizador y a torcer con mi voluntad el curso de los astros»; aunque a renglón seguido viene el matiz que más bien suspende que completa una frase tan poco acertada: «si tuviéramos fe como un grano de mostaza, diríamos a ese monte: pásate de ahí, y se pasaría, y nada nos sería imposible». Siempre y cuando no se trate de fe por pura voluntad y cabezonería, es ésta una gran verdad. Los pensadores rusos desde finales del ochocientos (no sólo Dostoievski y Chestov, sino también Soloviov y Berdiaev) repiten continuamente que la noción de la divina eternidad va de la mano de esta expresión bíblica: para Dios nada es imposible, mientras que el pecado original es, más bien, un conocimiento excesivo de la frontera que separa el bien y el mal, y que nos hace condenar a nuestro prójimo o condenarnos a nosotros mismos, sin ejercicio leal de la paciencia, y nos conduce, por la vía de reducir los efectos y la impresión del amor, al nihilismo. La prudencia respecto de la eternidad es como la increencia de aquellos personajes que en Ordet, la extraordinaria película de Carl Dreyer, desdeñan la posibilidad del milagro, es decir, del Acontecimiento. Dan la razón a Søren Kierkegaard, cuando veía en la cristiandad al peor enemigo del 126
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cristianismo, puesto que la rutina mata el espíritu y cierra el paso a la esperanza. (También los grandes maestros del jasidismo proponían que todos los días se renueva la Torá de Dios y que es pecado imperdonable repetirse y no admitir esta renovación de toda hora: los serafines que alaban a Dios directamente en su presencia jamás han vuelto a decir la misma estrofa ni han repetido nunca un ritmo). Cuando menos, el nihilismo no termina de ocupar todo el espacio si un hombre se empeña en dejar huella imborrable en la memoria de los demás de su paso por este mundo. Ya hemos considerado el caso de Aquiles, que deseaba reunir la inmortalidad de la gloria con la pobrísima inmortalidad del alma-sombra inconsciente en el Hades. Mientras se lucha por la fama, aún hay un rescoldo de Deseo casi consciente en nosotros; y cuando creemos que la desesperación abarca todo, el único remedio es que la vida nos ponga delante algún desgraciado y todavía se nos salte la compasión por él y, al ayudarlo, nos olvidemos de nuestras penas y veamos con máxima evidencia que muchas veces se cree haber llegado al fondo de la nada cuando en realidad se está a grandísima distancia de él y sólo nos pasa que el ansia desplaza al deseo y queremos, otra vez, tentar ya a Dios, no dejarlo ser tan compasivo y tan fuerte que, como en el midrás clásico, siga resistiéndose a terminar con la maldad de la vida por esperar si los hombres no terminarán cambiando cuando se les deja tiempo bastante. (El midrás ve la omnipotencia de Dios precisamente en que sea capaz de contener su afán de justicia tanto tiempo, cuando ve tan patentes y tan obscenas las maldades del hombre en la historia y cómo más bien crece que disminuye la pecaminosidad, en la terminología de Søren Kierkegaard, de este mundo). A pocos temas románticos ha sido tan sensible Miguel de Unamuno como a éste de la lucha casi desesperada por la fama, origen de la pasión que él consideraba más propia del hombre y más poderosa: la envidia, causa del primer crimen, según el relato bíblico. Ya que «la envidia es mil veces más terrible que el hambre, porque es hambre espiritual». Si sustituimos, medio desesperados, la conquista de la eternidad por la de la fama, en seguida comprendemos que la memoria de los hombres célebres está casi llena, que apenas caben en ella más personajes y que el combate por entrar y permanecer en este grupo selecto es cada día más duro; y nada nos asegura de que pronto venga un joven que nos derrote una vez que hayamos muerto. Quien renuncia al Cielo porque no logra tener fe en el Anhelo y su eficacia y no reúne la fuerza de valor que necesita la paciencia, cae sin remedio en alguna forma de la envidia, que quizá represente un escalón intermedio en una caída mucho más abajo (Dante vio en lo más frío y 127
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horrible del Infierno a los traidores más grandes, ya directamente unidos a Satanás, y la traición arraiga en la envidia).
15. La buena esperanza y la desesperación «Es digna de respeto la posición de aquel que, empeñándose en creer que hay otra vida, porque la necesita, no logra creerlo. Pero de este nobilísimo, y el más profundo, y el más humano, y el más fecundo estado de ánimo, el de la desesperación, hablaremos más adelante».
Pero esto no es la desesperación ni es propiamente un estado del ánimo. Al necesitar, como la necesitamos, la superación de la muerte (su superación moral y su superación religiosa), nos lanzamos a la batalla con alguna buena esperanza y, desde luego, sin desesperar de poder ganarla, por lo menos en la medida suficiente como para recibir auxilio y refuerzos de otra parte, no sacados de nuestro propio fondo de vigor y virtud. Cuando se está en esta lucha con tal buena esperanza, se cree en la otra vida de forma práctica, en realidad, sin reflexión. Es un hecho que se está procurando construir el Sentido frente al Hay, y esta construcción es el Sentido mismo ya. No paso a dar por supuesta mi victoria ni la de nadie. Quizá incluso sólo tomo la resurrección de Cristo como un estímulo ejemplar y ni siquiera como una realidad que ya pueda compartir yo sacramentalmente. Y si la comparto sacramentalmente, esto tampoco me hace pasar de la confianza y la buena esperanza a la certeza racional, a la demostración (que no sólo sería cosa demasiado pobre, sino que, por estabilizar el conocimiento de lo que sólo es fundamentalmente estímulo, anhelo, objeto del anhelo, mataría a éste y su fin y, por tanto, sería lo más contraproducente y absurdo del mundo). Si de verdad me ocurriera no creer, sin dudas ni reservas, que quepa siquiera la posibilidad de la que Kant llama realidad objetiva de las ideas de inmortalidad, eternidad y, en definitiva, bien supremo y perfecto, esa literal y auténtica desesperación me haría abandonar inmediatamente la lucha, me conduciría al nihilismo en la teoría y en la acción. Miguel de Unamuno ha querido representar en San Manuel Bueno a un desesperado que no llega a dar, sin embargo, en nihilista porque continúa luchando. Lucha ya sólo por engañar a los demás y ahorrarles así la congoja y su propio combate personal. Pero ya quedó dicha la verdad de que sin congoja no hay consuelo, sin libertad no hay amor, sin fortaleza no es amor verdadero lo que ya nos atrevemos a llamar así. En este sentido, San Manuel no es ningún santo sino un amigo del Diablo 128
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y un nihilista a la enésima potencia. Tapar la realidad a otro es exactamente lo contrario de hacerle servicio y ayudarlo a vivir. Se ve que este pretendido santo, caricatura de todo el que siente la tragedia o, mejor, la lucha fuerte de la vida, tiene a mano una ciencia demostradora de la mortalidad de todo, y no una ciencia escéptica en el sentido etimológico y tal y como debe ser una ciencia. Es un ateo militante, sólo que mucho más militante y mucho más eficaz que los célebres materialistas del siglo XIX, con su entrañable anticristianismo oficial y de propaganda. Hay que dejar que los dos espíritus, las dos formas de la razón, la geométrica y brutal y la fina y cordial, se den juntas en cada uno y organicen como buenamente sepan sus respectivos oficios. Da casi lo mismo que sustituyamos los términos pascalianos por los kantianos, que hablan de dos usos de una misma razón, con una única raíz común que se esconde en el Fondo imagen de la divinidad, en el misterio del ser individual pero hermanado del hombre. La razón práctica, el espíritu de finura, son razón, y en sentido más eminente que el espíritu de geometría y la pura razón teórica; porque se atienen a ciertos datos que debería exponer, desde su perspectiva, mucho mejor que como se hace en Kant o en Hume, la misma razón teórica: el conocimiento de sí mismo como ser de Deseo y el conocimiento de la humanidad como fraternidad en evolución. ¿O es que se nos va a decir que el acontecimiento de la muerte no es un dato para la razón, y tanto para la razón práctica como también, de otra manera, para la razón teórica? Este tipo de cuestiones son las más propias de una razón debidamente ampliada, como sucede en el pensamiento fenomenológico, y más bien en los continuadores de la obra de Husserl que en el mismo fundador de esta tendencia. San Manuel Bueno era un racionalista que cayó, por supuesto, y hasta el fondo, más que nadie, en la rabia antiteológica. Pues sólo si entendemos en un sentido muy restringido, objetivista, relacional y, en definitiva, coherentista la palabra «verdad» —cosas todas en las que incurre el débil capítulo V del Sentimiento trágico— resulta que «el sentimiento no logra hacer del consuelo verdad». Y esto de ninguna manera es ya la «desesperación sentimental y volitiva». En cambio, es verdad, y bien racional, que «el escepticismo [...] es el fundamento sobre que la desesperación del sentimiento vital ha de fundar su esperanza». Siempre y cuando se entienda que la noción coherentista de la verdad es, desde luego, escepticismo, gracias a que sigue hablando, pese a todo, la razón práctica... Oficialmente, por así decirlo, el sentimiento trágico de la vida (y la filosofía positivamente ofrecida por Unamuno) consisten en el abrazo de la desesperación sentimental y el escepticismo racional. La fórmula 129
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más acabada es la que dice que el primero se da al no poder hacer del consuelo verdad, y el segundo, al no poder hacer de la verdad consuelo. Pero la clave de la insuficiencia del primer término de esta expresión está en la estrechez indebida del concepto de verdad que en ella se emplea. Es tan grande esta pequeñez que si realmente, preservándola, pudiera el sentimiento hacer del consuelo verdad, pulverizaría en ese instante el consuelo y hasta a sí mismo. Puesto que el tiempo irreversible de la vida hacia la muerte es un dato, el dato más dato de todos los datos, el punto de partida, no se puede decir que quede ajeno a la razón. Salvo que se entienda el tiempo como Kant en la Crítica de la razón pura, en cuyo caso no hay tragedia sino de un modo muy diferente. Es lástima que Hume, Spencer y Mill hayan venido a ser los únicos interlocutores efectivos de Miguel de Unamuno en el punto del que todo depende: cómo delimitar qué es verdad y qué es razón. Que sólo la ciencia empírico-matemática de la naturaleza nos sirva para esta delimitación de ambos conceptos esenciales, olvidándonos de Hegel, de Marx, de Bergson, de Platón, de Brentano, es un hecho lamentable y hasta escandaloso. Por donde se nota cómo el verdadero combate no se encontraba en este lugar artificial sino en aquel otro, mucho más doloroso, posiblemente inconfesable: ¿existe o no el Deseo como Anhelo integral? ¿Lo tengo y lo siento yo?
16. Teoría del amor Miguel de Unamuno distingue, en principio, sólo dos clases de amor, fundamentalmente en el muy schopenhaueriano capítulo VII del Sentimiento trágico, del que arranca la construcción mitopoyética, o sea, filosófico-poética, en que consiste lo más explícito y fuerte de su pensamiento. El primero de estos amores es el sexual, corporal o carnal: el que responde al mero instinto de conservación de la especie y compartimos, justamente, con cuantos animales superiores se dejan comprender en la biología clásica (ordenada categorialmente, según géneros y especies, aunque Linneo le haya tenido que añadir muchos más apartados descriptivos que los que figuran en el árbol porfiriano original de Aristóteles). En esta clase del amor, los cuerpos de los amantes se unen pero las almas se separan. Los cuerpos alejados se aproximan y funden sus entrañas como exponiéndolas al exterior, y, al mismo tiempo, las almas quizá cercanas se distancian, porque cada una busca por su lado la fecundidad, 130
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la prolongación del individuo en la prole, y para ello de alguna manera utiliza a la otra parte de la pareja. Buscando el cuerpo del otro, se lucha, como dice Unamuno, por un tercero y, en este sentido, se atraviesa fieramente al otro en dirección de algo que sólo nacerá de la relativa muerte de los padres, de su dividirse y entregarse físicamente. Otra vez el problema se plantea cuando intentamos comprender cómo se da la transición del amor sexual al amor «espiritual», que únicamente ocurre en el ser humano. Miguel de Unamuno no logra, tampoco en este intento, dar forma acabada a su teoría o hipótesis (es, sin duda, algo más arraigado en su corazón que una pura hipótesis). Tiene que admitir implícitamente una diferencia ya primaria en el ser del individuo humano, para que las cuentas le salgan. En efecto, lo que sostiene es que el amor espiritual no surge sino del dolor compartido, que tiene que comenzar por ser la pena ante el fracaso de aquello que ciegamente se proponía el instinto de conservación de la especie: la muerte o, al menos, la fragilidad extrema de la vida del hijo. Pero, naturalmente, a la muerte y la debilidad peligrosísima de la prole asisten también, igual que nosotros, los animales superiores. En el hombre, la presencia de la muerte y el miedo a ella llegan a formar la conciencia, o sea, el saber de sí mismo, del otro y del límite separador entre ambos. Pero en el animal sucede lo mismo, de alguna manera, y, sin embargo, la conciencia no se vuelve refleja y, por ello, no da los sorprendentes frutos que en el hombre. ¿Diremos de nuevo, tan sólo, que la reflexión, la conciencia de la conciencia, es una «enfermedad» que «desplacenta» al hombre del resto de la Naturaleza? Esto es tanto como no intentar siquiera una explicación. Sólo es un salto para ponerse en el lugar desde el que se pueda describir el amor espiritual. En éste, es verdad, los cuerpos se desunen, se despreocupan ya de realizar la unión engendradora, porque las almas se unen en la común preocupación. Lo cual ocurre, y aun mucho más claramente que en el hombre, entre los animales sin conciencia refleja, que, de hecho, nunca sufren un celo sexual perenne y, en casos espectaculares, como el de los pingüinos australes, se ocupan hasta tal punto de los hijos que arriesgan con heroicidad la propia vida y el propio bienestar. Pero, como es claro, estos pingüinos, o los gorilas, o los elefantes, no sacan de la experiencia del fin de la vida de su prole las enseñanzas decisivas que sí sacamos nosotros. El hombre, ante la muerte, ve con perfecta perspicacia que ella es el fracaso rotundo de la posibilidad auténtica de conservación de la especie. Anticipa la muerte de todo lo vivo y retrocede inmediatamente a los tiempos en que quizá no había nacido aún 131
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nada; y comprende de una sola ojeada el sinsentido de esta situación. En el mismo momento, se dice calladamente que, desde luego, sólo lo eterno es real: sólo lo que permanece más allá de la muerte y, quizá, si lo había, lo que también preexistiera al primer nacimiento. Entiende simultáneamente que la conservación que necesita lo humano es la eternidad, no la sucesión dolorosa, atormentada y, en definitiva, carente de sentido, de las vidas finitas. Es decir, que capta el significado de la mortalidad y se pone inmediatamente a buscar recursos para luchar contra la muerte, o sea, a luchar contra la muerte. Logre o no su objetivo, que es cosa que sólo podrá saber atravesando la muerte, está ya no entretenido sino apasionado, no jugando sino en serio comprometido en el combate que es el único que vale la pena y que de veras es combate de hombre. Mientras lo vive, en algo mucho más duro que la bergmaniana partida de ajedrez con la muerte, concentra sus fuerzas en las estrategias y los sentimientos y, en realidad, pese a lo que pretende Unamuno, no se deja desesperar por la idea del fracaso, porque, justamente, es irracional rendirse antes de haber muerto y... ver qué pasa. El dolor de la finitud (la congoja, la contracción del corazón) le mete, como gusta de decir Unamuno, la pasión por mirar de frente al Enigma y, sin perderle nunca la cara, luchar con él incansablemente. Por más que sean sus dentelladas, las muertes de los demás no prueban que la batalla esté perdida. No hay aquí desesperación sentimental ninguna. Y aunque sea verdad que la voluntad y el afecto necesitan recurrir a la razón, y aunque sea verdad que entre ellos (ya esto es demasiado reconocer a Unamuno) existe tal diferencia que la voluntad y el afecto deban llamarse «irracionales», mientras que la razón —más que fría, helada y heladora— sólo es un hilo relacional y claro entre magnitudes irracionales —una matemática que nada prueba ni refuta—; aunque admitamos por un momento, en puro favor para que la conversación continúe, todo esto, a lo sumo la razón aumentará la inquietud del sentimiento, pero no lo hará desesperar. En sus épocas de constitución vacilante, cuando cree la razón, antes de la venida al mundo de la Crítica de la razón pura, que ella puede apoyar con rigor la existencia o la inexistencia de algo, dará un complemento vano de exceso de esperanzas o de exceso de falta de ellas, al sentimiento y la voluntad; pero habría que creer a pies juntillas que la razón es la única facultad de lo real como tal, para que, si las cosas giran mal, la razón nos desesperara. Nadie jamás ha dicho que la facultad de relacionar con hilo matemático algo sea el órgano de la realidad en cuanto tal. Y mucho menos se ha sostenido tal cosa cuando la razón ha llegado a plena madurez. Quizá, en definitiva, fue Kant quien más cerca estuvo de cometer este error... Y si alguien llega, efectivamente, al 132
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puro escepticismo racional, está, sin embargo, por tanto, lejos todavía de la desesperación. ¿O es que sabemos por mera razón (y mera razón teórica) que existimos y que tenemos problemas? Quede señalada con esto, una vez más, la quiebra principal en la consistencia de la construcción de Miguel de Unamuno.
17. El dolor como maestro Pasemos, pese a todos los pesares, a considerar todavía qué ocurre en los padres que, después de su furia genesíaca, observan el fracaso del amor sexual. Deberían, en el mismo instante, comprender que el amor sexual, lejos de ser el origen del espiritual, es más bien una parte o una rama de éste, que habría que ver despacio si es necesaria floración del amor de los espíritus o, como quieren todas las tradiciones ascéticas del mundo, sólo un complemento posible. Pero Miguel de Unamuno piensa que el dolor de la finitud de la prole es, sencillamente, el principio del hambre de inmortalidad, y no sólo de la conciencia de tenerla —y de tenerla en tal grado de pasión como para vivir de ella hasta el último suspiro antes de morir. El dolor, que en el fondo es siempre el dolor por la finitud como tal, nos infundiría espíritu, o sea, afán de inmortalidad y eternidad (de divinidad, dice mal Unamuno). Y al rebotar nuestro ímpetu de vida contra el obstáculo de la muerte, surgiría la reflexión: yo soy nada más que yo mismo, y me defino por no poder ser ningún otro. Choco con los límites morales, espirituales y físicos de mi yo-mismo, y de esta presión, que siempre es dolorosa incluso cuando no está directa y explícitamente referida a la muerte, nace mi sentirme a mí mismo. Pero, puesto que este proceso lo ha desencadenado el dolor del otro, del hijo, de la amada o el amado —en general, de lo amado con amor sexual, ya sea inmediata o mediatamente—, no puedo fingir que mi conciencia lo es de mí solo y de cierto entorno oscuro y limitador, un cierto no-yo vago. Desde un principio este desarrollo tiene que contar con otros muy semejantes a mí, aunque sean mis hijos. He experimentado ya siempre, incluso como mero animal, la alteridad de otros como yo, en quienes he presenciado por primera vez la muerte y desde los cuales me ha sobrevenido el dolor y me ha nacido la autoconciencia refleja. Luego operó ya desde el comienzo una fuerza cognoscitiva que me ha presentado a otros como yo, cuando estrictamente no los puedo sentir (ni los podría demostrar por matemáticas). Esta fuerza lo es de semejanza, de personalización o humanización de algo que pensaríamos que, en 133
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primera instancia, sólo es objeto y no-yo. Y es conocimiento personalizador, re-presentación de alguien muy parecido a mí mismo, sobre el fundamento de haber sentido casi como propios el sufrimiento y la muerte de este otro. El aspecto cognoscitivo de este complejo de la experiencia se llama, como sabemos ya, fantasía o imaginación, según Unamuno; y su base afectiva es la simpatía o, en latín en vez de en griego, la compasión. ¡Extraño fenómeno, que me hace sentir a la vez como mío y no mío —principalmente no mío, pero muy mío también— el dolor del otro, saltando por encima de las barreras de la mera sensación y la pura percepción sensible y los trabajos que sobre ellas hace la razón relacionante y matemática! ¿Qué corriente nos atraviesa, pues, a los dos, el sujeto y el objeto de la simpatía? ¿Qué otro factor es el que nos divide, pese a nadar en el mismo río temporal del afecto y la misma pena por la finitud cuando la sentimos quizá palabra definitiva de Lo que Hay? En la conciencia refleja, la compasión primordial se vuelve ahora amor espiritual: como yo sufro del Enigma y del Deseo, sufre también todo otro ser humano, y quizá todo otro ser en absoluto, aunque no tenga apariencia humana ni dé señales de pena, salvo por el hecho de que existe y, naturalmente, está entonces enmarcado dentro de lo que es y contrastando con todo lo demás, o sea, con lo que no es ni puede llegar a ser. De este modo, la autocompasión se vuelve la fuente de la compasión. Y no es exagerado ni impropio hablar de autocompasión, porque en el dolor por su finitud y por el hecho de que la Finitud quizá tenga la respuesta absoluta, un hombre se experimenta desdoblado: se rebela contra su condición, como si en él habitara un yo que se acepta a sí mismo; que, como no coincide consigo mismo, es capaz de protestar enérgicamente contra el estado de las cosas, en nombre de lo que se diría que son sus derechos desde el origen y que no tiene por qué justificar. ¡No me da la gana de morirme!, como dice Unamuno. El que se muere no soy yo, este que protesta, sino aquello de mí mismo que pertenece enteramente al mundo y su finitud. Y lo que debería decir Unamuno —a veces lo hace, pero no es ésa su posición digamos oficial y constante— es que este otro yo o esta otra parte de mí que ha elevado desde muy antiguo su protesta, no está claro que se muera. Ha desafiado a la muerte desde el mismo momento en que ésta se le ha presentado como el primero de los acontecimientos, el que cerró la infancia y la inocencia ignorante; y jamás ha desesperado ni ha necesitado por completo abandonarse en las manos de lo que sea capaz de hacer la razón matemática. Hay que esperar a ver qué sucede con esta zona de mí, con mi «alma». Y, 134
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sin duda, conforme al punto esencial de la ética unamuniana —que en esto atina del todo—, cuanto más empeño y más fuerzas haya empleado en el amor, o sea, en la lucha por la eternidad y contra la muerte, más habrá merecido la victoria y, por lo mismo, con mejores esperanzas deberá afrontar el paso honroso del morir. Esto de los méritos es también cosa de pura evidencia. El pugilista mejor preparado de cuerpo y de mente es el que más cerca estará siempre del triunfo. Salvo que no sea posible ningún triunfo. Pero todavía en este caso, la vida habrá merecido la pena, porque se ha usado y gastado toda ella —ojalá que toda ella— en lo único que valía por completo la pena. El hombre que así haya vivido habrá demostrado su superioridad infinita sobre el resto de las realidades y avergonzaría a Dios si Dios existiera. Ha creado la eternidad que estaba a su alcance, la cual, aunque en definitiva no sea eternidad auténtica, al menos lo ha hecho pasar la vida con toda la dignidad acorde con su extraña y enferma naturaleza de rebelde y de señor de los animales y las cosas. «El amor es un contrasentido si no hay Dios». Ese hombre, o esa alma en el hombre que se muere, que vive amando con amor espiritual la realidad entera, es que la compadece porque ve en todas partes la misma congoja que primeramente descubrió en sí y a sus solas. Sabe que todos los seres humanos, con tal de que sientan un poco a fondo la vida, no pueden evitar las repercusiones del acontecimiento de la muerte, de modo que en todos ellos ha de habitar, ya que no desesperan, el mismo Deseo, por más callada y oscuramente que sea. Él los hace continuar; él les infunde la chispa de esperanza sin la que no podrían estar. Sería gran lástima, sobre todo respecto de las personas amadas, que no ocuparan lo mejor de sus esfuerzos en las obras del amor; que se distrajeran de los paisajes del fondo del alma y se entregaran casi exclusivamente a tareas de poco momento, pasajeras. Si lo hacen, quizá no les quepa luego en el alma el don de la eternidad, o quizá sólo puedan escalar un círculo inferior de la Dicha —como siempre se ha representado estos misterios la imaginería neoplatónica, especialmente en la Edad Media. Es imprescindible ayudar a recordar; «remover los posos del alma»; mencionar, incluso cuando parezca más inoportuno, las verdades esenciales y universales. Así no sólo se promueve la libertad sino también, a través de la congoja sanadora —que no es, ni mucho menos, la desesperación, ese mal mortal—, la dedicación al amor, o sea, a la eternidad. Y como el sentimiento ante la muerte de los demás —compasión o simpatía llena de viveza imaginativa y personalizante— es de la misma sustancia que el sentimiento experimentado por mí mismo y mi muerte, el término autocompasión está justificado. 135
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Sólo que Miguel de Unamuno olvida algo que mantuvo muy presente Søren Kierkegaard: la posibilidad de que la congoja me encierre en mí y me vuelva cruel; me haga enormemente interesante a mis propios ojos y me condene, en la práctica, a una existencia de gozador de todas las cosas, y en especial de las otras personas, como consuelo de mis dolores. En este caso, que no tiene nada de infrecuente en las vidas de los espíritus, sólo existe, por decirlo de alguna manera, mi propia muerte: todo el horizonte, todo el problema, lo ocupo yo. La preocupación se agota en mí y en las pruebas que yo voy haciendo con la muerte y con las fintas que me cabe inventar para olvidarla y quedarme como sin ella. Lo que sólo me puede ocurrir en un universo de fingida soledad y de más fingida aún inocencia de este yo solipsista que sólo se atiende a sí mismo. Los campos de la realidad son para el «esteta» como otros tantos posibles Jardines de las Delicias. Aunque no encontrará en ellos la fuente de la eterna juventud, sí, en cambio, muchos placeres que duermen profundamente la congoja y apartan de la lucha contra la muerte, o sea, del amor espiritual. Hay, en efecto, entre el amor sexual y el amor espiritual, el amor meramente erótico, el amor sensual, que no es una etapa intermedia sino, más bien, una derivación posible del fracaso de enfrentarse al Enigma no con el Deseo sino sólo con los medios del animal y la especie biológica. De aquí que la autocompasión no dé paso directa e inmediatamente a la verdadera compasión. La autocompasión, que hemos visto cómo merece su nombre, en otro sentido no lo merece: no es todavía amor espiritual sino un estadio ambiguo, de equilibrio inestable, del que parten los caminos bien separados del amor sensual y del amor espiritual (la compasión auténtica). No es tanto «tedio de la existencia» (la célebre palabra de san Agustín que aquí retoma Unamuno) como uno de esos estados a los que Søren Kierkegaard llamaba ansias: situaciones ante las cuales se abre, como un abismo, una posibilidad, una nada aún, ante el hombre, y junto a ella, otra que no se diría que le es desemejante; y en el mareo del ansia, el hombre debe aferrarse a una o a otra, en una alternativa cortante y que probablemente tendrá efectos duraderos. Debe saltar, a sabiendas o medio a ciegas, en un esfuerzo de libertad. La mera vida no lo llevará por sí sola a ninguna de las dos orillas, y en el remolino del centro de estas aguas no se puede sobrenadar. Para que sea enteramente lícito llamar compasión a lo que siento yo por mí mismo cuando me amo, por fin, porque, pasado el mareo del tedio de la existencia o, mejor dicho, el ansia que me invita a elegir entre solipsismo y amor sensual, ya lucho dentro y fuera de mí contra la muerte, antes debe haber acontecido la revelación del otro, la compasión hacia 136
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el otro doliente, cuya muerte se ha vuelto mucho más significativa, de pronto, que la mía propia y solipsista. No terminaba de comprenderlo así Unamuno, a pesar de que su experiencia indica muy claramente en la dirección de esta sabiduría, en la medida pobre en que podemos conjeturarla por lo que sabemos de sus amores y sus penas. Su concepción de estos asuntos aún se atenía al romanticismo de Schopenhauer en demasiada medida. No entendía bien qué es esto de salir plenamente de uno mismo para vivir en vilo más en el otro que en sí, preocupándose más del mal del otro que del pequeño interés de la propia persona. Como ha reiterado en nuestros días Michel Henry, Unamuno consideraba que la inmanencia de la conciencia es tal que todas las realidades ajenas en principio sólo son constituyentes de mi conciencia e incluso factores del sentimiento de mí mismo. Para decirlo de alguna manera, el mundo entero, y sobre todo cuantos lo habitáis, sois en principio estados afectivos míos, partes de mí que os conozco y que os siento dentro de mí mismo. La imaginación personaliza y en cierto modo enajena lo que es, visto con radical reflexión, un sector de la inmanencia de mi yo. Viéndoos así por dentro —en realidad, sintiéndoos dentro y pro-poniéndoos fuera gracias a la fantasía—, me sabéis todos a lo mismo que me sé yo: a finitud por una parte y a amor por la otra. La consecuencia espectacular que de aquí —de este error con mucho fundamento en las cosas— saca Unamuno es que sólo quien amplía su conciencia hasta abarcar de alguna manera explícitamente el Universo, y luego lo siente dentro bañado en el dolor de la finitud y los dolores del parto de la eternidad, es el que se levanta a la idea y al sentimiento de Dios —y, en cierto modo, se vuelve él mismo divino y Dios—. Ese hombre, en efecto, es el realista perfecto y completo —la tesis procede de los Discursos sobre la religión de Daniel Schleiermacher, cuya descripción parece haber inspirado profundamente a toda la filosofía de la religión romántica—; ese hombre tiene entrañas universales de misericordia, que es precisamente lo que atribuimos en el monoteísmo judeocristiano a Dios. Para él no hay nada odioso sin más matices, porque todo le duele ya que todo lo comprende y ha dejado que todo le pese en la conciencia. Como en mi conciencia se encuentra Todo, la posible finitud inquieta de ésta tiñe de su mismo color de afecto amoroso toda la realidad. El amor espiritual es asunto humano, sólo que cuando se dilata hasta el Universo, en vez de quedarse en la pareja o la familia o la tribu o la nación, pasa a ser el mismo amor divino. De aquí que escriba Miguel de Unamuno: «Cuanto más clara la conciencia de la distinción entre lo objetivo y lo subjetivo, tanto más oscuro el sentimiento de divinidad en nosotros». 137
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El amor es ahora cuando ha quedado encerrado, bien trágicamente por cierto, en una cárcel de desesperación. Como es cosa puramente humana, remeda la eternidad pero no es la eternidad. Dios acaba de ser creado por el afecto doloroso del hombre magnánimo, y es, por lo mismo, tan impotente como el hombre solo —aunque en el Hombre encerremos toda la historia del género humano—. Ahora sí es mortal esta hambre de inmortalidad que nos mueve. Sin la alteridad perfecta del prójimo, no hay vía hacia Dios sino sólo hacia el Yo. Y este Yo podrá ser alma y no sólo cuerpo mortal, pero habrá de tener exactamente la misma condición que el alma de los héroes homéricos una vez que ha bajado chillando al Hades, sumida en las simas del mundo: algo exangüe, agotado de luchar, que quizá sobreviva un poco a la muerte pero quizá se remuera dentro de ella, con una especie de final por apagamiento que se piensa con un escalofrío en algunas páginas órficas del Fedón platónico. Y lo que Hay, en definitiva, vuelven a ser, a lo sumo, los Inmortales fugaces de la Grecia pagana, más los otros tres ángulos del Cuadrado neopagano del que habló durante los cuarenta años últimos de su vida Martin Heidegger. De aquí que haya que replicar a la famosa expresión escandalosa de Miguel de Unamuno «creer es querer creer», que es así sólo en el primer momento, antes de aquellos acontecimientos que en realidad nos sitúan por sí solos en la confianza, en la esperanza y en el amor que responde al amor de perdón. 18. Dios «Ése en que crees, lector, ése es tu Dios, el que ha vivido contigo en ti, y nació contigo y fue niño cuando eras tú niño, y fue haciéndose hombre según tú te hacías hombre, y que se te disipa cuando te disipas, y que es tu principio de continuidad en la vida espiritual, porque es el principio de solidaridad entre los hombres todos y en cada hombre, y de los hombres con el Universo, y que es, como tú, persona. Y si crees en Dios, Dios cree en ti, y creyendo en ti te crea de continuo. Porque tú no eres en el fondo sino la idea que de ti tiene Dios; pero una idea viva, como de Dios vivo y conciente de sí, como de Dios Conciencia, y fuera de lo que eres en la sociedad no eres nada».
Este hermosísimo fragmento prueba cómo Miguel de Unamuno vacila a intervalos entre una concepción que se ajusta profundamente a la que he defendido yo, y otra, un poco propia de la caricatura y el personaje de sí mismo que llegó a tener el gran poeta, según la cual toda afirmación 138
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debe quedar anulada en el escepticismo, tanto racional como afectivo, en el mismo momento en que se la expresa. Por una parte, el inmanentismo romántico, que acercaría a Miguel de Unamuno a Stirner y su Único, se disuelve en el carácter social de un yo que más bien es yoes; por la otra, se ve adecuadamente a Dios como fundamento de la solidaridad de mis experiencias, de mi sociedad interior (todos estos yoes), de mis acontecimientos y saltos de libertad, puesto que es el objeto y el soporte de mi Deseo, de mi Anhelo integral. Y en este sentido, claro que Dios va cambiando, creciendo, emergiendo cada vez más Él de mi conciencia de amor, según la fórmula perfecta de la oración del Maestro Eckhart. Pues a cada momento de la vida tiene perfecto sentido rezar: «Dios mío, líbrame de mi dios». La simpatía y la imaginación me han conducido al extremo de no poder pensarme solitario y hasta de ir mucho más allá de la idea de que los demás son sentidos como por dentro a título de trozos de mi vida y de mi afecto. Si realmente cada uno de ellos es un trozo de mi vida, es que ésta los contiene de alguna manera multiplicándose según el número de todos ellos. Y cada relación directa con una de estas personalidades dentro de mi personalidad no sólo enriquece a ésta sino que la dota, en cierto modo, de un yo nuevo; y lo mismo sucede con las posibilidades no recorridas de hecho pero que la imaginación, operando sobre el presente y el pasado y el futuro, me pone delante.
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1. Puntos de partida En el momento que considero que fue el de su plenitud intelectual —los años treinta, justo antes de la Guerra Civil, durante la República y el periodo inaugural de la renovada Universidad de Madrid—, Ortega continuó su extenso diálogo con Unamuno en forma apenas veladamente directa, sobre todo en el espléndido curso En torno a Galileo, de la primavera de 1933. La parte que toca a Ortega en este diálogo ha de caracterizarse, ya que es polémica frente a la posición capital de su viejo amigo, no-amigo y maestro, por estos dos rasgos centrales: En primer lugar, Ortega acepta como adecuada descripción de la esencia vital del cristianismo las tesis que más subrayó Unamuno en el Sentimiento trágico; en segundo lugar, y desde luego, maniobra para relegarlas en sustancia a la Edad Media y emplearlas, así, como trampolín para destacar hasta qué punto queda lejos y más avanzada su propia concepción, que quiere ir dialécticamente más allá de la superación dialéctica de la Edad Media que fue la Modernidad. El orden de la exposición de las lecciones En torno a Galileo es más bien el inverso, como corresponde a un pensador sistemático. El punto de partida de Ortega, sin embargo, invierte ya la que para Unamuno es casi la primera verdad importante de la filosofía. Porque, como es bien sabido, Ortega defiende, en principio, que la realidad radical —en el sentido de que es la más cierta y la primordial, aquella en la que enraízan y de la que de alguna manera dependen las demás realidades— es mi vida. Mi vida, por cierto, consta de tiempo finito y es drama y sistema. Drama que se ejecuta con un antagonista: la circunstancia, y 140
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que en seguida adquiere, ya que esto le es pura necesidad, un argumento coherente, que lo hace ser sistemático en la forma en la que lo es, a su imitación, la obra literaria que denominamos igualmente drama. En tercer lugar, y para sorpresa del lector que sea un duro crítico metafísico, mi vida cede, en la opinión de Ortega, su puesto de realidad radical, para dejárselo a la historia de todos nosotros, de todo el género humano, aunque vista, a esta altura de su desarrollo, más bien escindida en una multiplicidad de historias según la multiplicidad de las culturas. Observemos, de pasada, que el Ortega que sostiene con coherencia que mi vida es la realidad auténticamente radical, se sitúa dentro del movimiento fenomenológico, mientras que el Ortega que pasa a admitir que la realidad radical es la historia de Europa, queda en el campo de la hermenéutica. ¡De ninguna manera se debe confundir la hermenéutica con la fenomenología! El lector de Ortega tendrá que decidir si la sucesión de estas concepciones metafísicas es un progreso o es un retroceso o, sencillamente, es tan sólo el salto de un error a otro más o menos del mismo calibre... Como es usual entre las gentes del gremio, el Ortega hermeneuta trata de no refutar abierta y claramente al Ortega fenomenólogo; tan sólo, en las primeras lecciones sobre Galileo —el cual no llegó, por cierto, nunca a ser tema de alguna de las conferencias del curso— se tiende a escribir que la vida es la realidad radical, cuando lo correcto, conforme al Ortega más joven, es siempre decir que no es la vida, sino mi vida, a la vez el sujeto y el objeto de la filosofía primera.
2. La circunstancia La tarea decisiva a la hora de pensar en compañía de Ortega es la de entender suficientemente qué es, dentro de su propuesta, la circunstancia. Sabemos de ella que es la pareja coprotagonista del drama metafísico en el que yo, viviendo, llevo la responsabilidad primera del protagonismo. Esta responsabilidad deriva del hecho de la soledad radical en que, según Ortega, se encuentra el existente, el ser humano. Todo lo que pasa y sucede, fundamentalmente me pasa y sucede a mí, o sea, se integra, sea como quiera, dentro del drama de mi vida. Todo eso que me pasa me fuerza a cada instante a decidir mi ser en el futuro (en el lejano y en el cercano), reaccionando de alguna manera a cómo, en esta situación mía, se me presenta la circunstancia. Descritas así las cosas, parecería que lo más apropiado sería caracterizar la circunstancia como todo lo no-yo que hay, además de mí mismo, en mi vida. Sin embargo, Ortega huye como de la peste de la construcción 141
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de un sistema metafísico que, repitiendo el gesto de Fichte, empiece analizando cómo la posición del yo es simultánea con la de lo no-yo y cómo es el movimiento secreto de los conceptos correspondientes el que lleva, en el fondo, casi secretamente, la voz cantante del drama de mi vida, sobre todo antes de que afloren en mi conciencia los primeros pobres conceptos. Menos aún se refugia Ortega en la escuela de Hegel. ¿Qué hacer, entonces? Y ¿se hace bien lo que en este paso difícil y básico se hace? Ortega insiste en que la circunstancia es un ambiente en torno que, sobre todo y de entrada, es hostil al yo. Éste se nota en cierto modo arrojado en medio de una selva selvaggia. Seguramente debemos interpretar que es justamente porque tiene prima facie esta condición la circunstancia por lo que el yo sabe afectivamente desde el primer instante que él no ha sido el principio oculto de su empezar a existir en situaciones y rodeado por circunstancias. Deja Ortega a un lado la congoja unamuniana y, convencido de estar describiendo fenómenos y acontecimientos mucho más radicales que ella y, por lo mismo, de mucha más enjundia filosófica y más consecuencias, se acoge a su propia lectura de Ser y tiempo, y sitúa en este lugar del inicio del drama, aunque sin nombrarla como Martin Heidegger, a la angustia, o sea, a la sensación de estar perdido, en medio de la noche o, quizá mejor, en medio de un mar oscuro por el que vamos hundiéndonos sin que se nos ofrezca desde las aguas turbulentas punto ninguno de apoyo. La circunstancia se presenta asaltándonos como el bíblico tohu wohu: sin forma, sin sentido. Pero lo más propio del yo debe de ser querer persistir en el ser, no ahogarse. Y ya que el entorno es todo lo contrario de un hogar o de un maternal amparo (Heidegger dice que es unheimlich, no-hogareño, inconfortable), no hay más remedio, literalmente, para la vida interior al yo, que forjarse un medio para remontar a donde haya aire y un poco de luz. La circunstancia no salva por sí misma: esto es lo primordial de ella. Más bien, la circunstancia, si el yo no hace algo, si no fabrica algo rápidamente, es la inminencia de la muerte, de la asfixia, del dejar de vivir. Habrá que preguntarse por qué... Y también habrá que preguntarse por qué ha de traer el yo consigo, venga de donde venga —de una no-situación y de un no-estar-en-circunstancia, en todo caso—, este impulso a persistir. Supongamos, al modo de los estoicos, de Espinosa, de Unamuno, que el yo, una vez que es, que es un ente, tiene por esencia el conatus essendi, el empeño de seguir siendo lo que ya ha empezado a ser, y en crecida, si cabe. Y como este ente pugnaz ha nacido en lo no-acogedor absoluto, sólo tiene un reparo para su mortífera soledad —ya que la circunstancia, que 142
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debe de ser también ente, no presenta visos de ir a desaparecer o de cambiar su naturaleza inhabitable por otra más suave—. Este reparo es salvarse a sí mismo, o sea, empezar con alguna máquina, ingenio o técnica de sobrevivencia. No, desde luego, de trascendencia a lo eterno, sino precisamente de sobrevivencia en esta vida amenazada siempre por la circunstancia, finita, mortal, nacida sin responsabilidad suya.
3. El pensamiento y la carne Tropezamos ahora con otro punto que me suscita grandes dudas. Va contenido en lo que acabo de decir que la situación original del hombre es la angustia del sentirse perdido, desorientado, a punto de asfixia porque el único escape es lo contrario de una salida: continuar hundiéndose hacia el fondo, hacia la nada o la muerte (en todo caso, hacia la imposibilidad de realizar el empeño esencial de seguir existiendo). Entonces, evidentemente, es que el elemento extraño, acuoso y turbio, que me hace sentirme así, por un lado, y, por otro, mi sentimiento, son los dos datos primeros de mi vida, las dos certezas inaugurales de toda ella. La tercera es que la situación se prolonga y, así, se agrava más y más a cada momento: hay tiempo que se va como cerrando a mi alrededor y no dejándome más espacio para vivir. Sostiene ahora Ortega —y aquí mis dudas— que no es ninguna rebeldía inconsciente, corporal, ningún movimiento de mi carne, o sea, de mi aparato de sentir inmediatamente la vida, lo que contesta a la angustia, sino el pensamiento, productor de ese ingenio que preciso para recuperar una mínima orientación. Pensar consistiría, en el fondo y de entrada, en abrirse pasos practicables en medio de la selva oscura de la circunstancia en donde se nace. Pensar no es conocer, sino que el conocimiento (¡ay: de nuevo, cuánta influencia de Heidegger, no confesada y seguramente no imprescindible!) es tan sólo una forma del pensar y, además, aquella entre todas que, con certeza, no es primitiva sino derivada y con visos de espuria. Pensar sería, en efecto, suponer (o proyectar, más bien) que las realidades tienen un ser que se dejará apresar y decir en un logos, en una oración declarativa y que se articula como síntesis de sujeto y predicado mediante, justamente, el ser de la cópula o que se inyecta implícito en el predicado ya simplemente en cuanto predicado (de un sujeto). Pero mucho antes de que el hombre, quizá a la desesperada, invente un prodigio tan artificioso pero tan tranquilizador como el ser estable y oculto de las realidades todas, subyacente pero accesible, invisible pero 143
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inteligible, piensa de muchas maneras diversas y más adecuadas, por más antiguas y cercanas al problema primitivo y por menos desesperadas y enrevesadas. Heidegger había dejado escrito que el logos apofántico, el discurso predicativo, es exactamente esto mismo: un artefacto muy sospechoso en su pretensión de dar con lo real, puesto que lo inventa el hombre sólo por la fuerza de su miedo a cómo se manifiestan originalmente las cosas: siempre en el tiempo, siempre rodeándonos, siempre amenazando de alguna forma nuestra supervivencia, siempre a mano y nunca sólo como objetos quietos, en presencia intemporal, ante unos ojos que se levantan de los de la carne y se terminan desprendiendo de lo real que éstos nos concedieron primero. Los comienzos no pertenecen al discurso predicativo sino al pensamiento interpretador, al logos hermenéutico. Ortega no se detiene a detallarnos qué resultado preciso nos rinde este pensar de los orígenes auténticos. Probablemente, no habría podido decir cosas muy diferentes de las dichas por Heidegger. Es verdad que, al igual que hacía ya por las mismas fechas Mircea Eliade, otro heideggeriano, Ortega, más que el autor de Ser y tiempo, se refiere a cómo los hombres utilizaron antiguamente métodos para pensar que sobre todo tenían que ver con la borrachera, el sueño y los alucinógenos. Filosóficamente, quizá dé lo mismo pararse en estas historias que no hacerlo y saltar de una sola zancada a aquello que en todo caso tiene que dar el pensamiento pre-predicativo, primordial y más auténtico, más propio de lo que Ortega llamaba la razón vital (que debe coincidir, por principio, con el pensamiento que mejor ilumina la vida y la historia porque no es sino la vida misma abriéndose trabajosísimo paso por la selva virgen o casi virgen de la circunstancia). Este resultado o rendimiento es, como queda dicho, una cierta interpretación de la circunstancia que la domestique, que la haga transitable o, mejor dicho, que constituya nuestro primer salvavidas en el ahogo que ella ya siempre nos ha producido. Como si la circunstancia fuera primero una perdición, el mundo, o sea, la interpretación vital, racio-vital, de lo más urgente e inmediato de la circunstancia es la primera salvación, el unum necessarium de veras para mi vida. El mundo, es decir, mi interpretación vital, racio-vital, de mi circunstancia asfixiante, tiene que tener articulación y, por decirlo con la metáfora que fue la primera del Ortega meditador de La Herrería, un fondo y una linde próxima, como los bosques vistos desde el pequeño claro que, precisamente, los vuelve como tales visibles a un caminante que se hallaba perdido un paso antes de dar con el claro. Para que haya algo así como este claro en la espesura, una linde cercana y un fondo desconocido, apenas visible, del bosque de la circunstancia, 144
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al menos tiene ésta que haber sido articulada (ya sabemos que ella no se articula por sí misma, sino que aquí se requiere de este primer debatirse de mi vida que es el pensamiento hermenéutico). Y articulada como un sistema, por pequeño que sea, de referencias: este árbol ha quedado en el primer plano gracias a su posición respecto de los demás que veo y porque medio me oculta otros; y la experiencia de este árbol cercano me trae ya la anticipación de lo que pasará cuando llegue junto a ese más lejano que casi está tapado ahora: que, de nuevo, separaré, por poca luz que haya, lo aquí mismo y lo más allá. Siempre habrá un primer plano que se ofrece como señalando el horizonte de otros muchos planos, hasta la lejanía máxima, pero en tal forma que la profundización de la circunstancia actual, de la que configura esta situación de ahora, me dará un resultado siempre formalmente idéntico: nuevos horizontes anunciados, señalados, significados como sensiblemente, por lo inmediato. Y en medio de todo ello, yo abriéndome paso, interesado más en mi persistencia que en el bosque. Interesado por el bosque sólo en la medida precisa en que hace obstáculo a mi vida o, de pronto, la facilita con sus caminos y sus frutos. ¡Quién sabe si la circunstancia tiene de verdad caminos! Lo evidente es que yo me he hecho caminos en su mar que, aunque sean fantásticos y de sueño, me sirven para como bracear en la vida que naufragaba y continuarla. La circunstancia es en sí misma no sólo desconocida sino inconocible. Lo que construyo y habito, lo que recorro y disfruto, no es la circunstancia sino el mundo, que muy posiblemente sea más la tienda del nómada que un auténtico claro en el bosque. A fin de cuentas, el mundo varía y varía y varía; siempre está cambiando un poco, a medida que recorro sus horizontes o que me golpeo con las vías que sólo aparentemente eran transitables. Por ensayo y error voy ampliando no exactamente mi conocimiento de la circunstancia sino la firmeza, la seguridad, lo útil y agradable de mi mundo. El drama de mi vida es la construcción siempre en obra de mi mundo, como si el objetivo fuera que mi vida y su mundo terminaran por ajustarse hasta la confusión.
4. Imposibilidad de la hermenéutica ¿De dónde saca sus primeras interpretaciones el hombre? Ya comprendemos que deberán ser, al mismo tiempo, sus primeras convicciones, sus plataformas de apoyo más antiguas. Ortega las compara a las muescas de una roca por la que, después de haber resbalado, terminamos subiendo, cuando nuestros talones logran hundirse en ellas y nos permiten no seguir cayendo. 145
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A la vista de la diversidad tremenda de las interpretaciones históricamente más viejas que conocemos, se diría que este instrumento de instrumentos, este invento de inventos que es el mundo, más se debe a lo que quiera que sea el pensamiento como facultad esencial del yo humano, que no a los pliegues y lisuras de eso Otro inconocible que es la circunstancia. No parece factible decir, como solía, sin embargo, hacerlo Ortega, que se hace una injusticia monumental al hombre al no apreciar que la cultura empieza precisamente por la creación maravillosa del pensamiento. No sería el mundo, sino el pensamiento, aquello que ocupa el lugar de instrumento de todo instrumento. Si el resto de la descripción del propio Ortega es correcto, no habrá duda de que lo primero que todos los hombres hacen es pensar; al menos (en seguida se explicará el sentido de esta restricción que ahora y aquí es incomprensible), al menos, digo, los hombres propiamente adánicos en cada círculo cultural. Y si la respuesta a la selva siempre es una interpretación o mundo, ¿cómo no otorgaremos al hombre la facultad innata o esencial de construir mundo, o sea, de pensar? Será, como ocurre en los textos de Unamuno, más bien una enfermedad esto de pensar, ya que es la excepción absoluta en el reino de la vida. Pero todo es por igual excepcional en el hombre: sólo él tiene circunstancia, sólo él tiene o, mejor, es drama. No vemos de dónde nacerán las interpretaciones primitivas, como no sea de lo innato en el pensamiento, facultad innata de este ser enfermo pero fabulosamente rico y complicado que es el hombre. Pero el pensamiento es lo más directa e intensa y esencialmente pragmático que posee mi vida, si Ortega tiene razón. Luego la esencia de la interpretación será lo útil para mi vida, para la vida humana en cada caso y en general, y la interpretación insuperable, la interpretación que las abarca y las interpreta a todas las restantes y provisionales y parciales, será al mismo tiempo el Mundo y la Verdad. El antiguo perspectivismo de Ortega se nos ha manifestado, en su fondo auténtico, como pragmatismo, y la perspectiva de perspectivas, a la que llamó Ortega alguna vez famosa su Dios, resulta ser (y aún se verá luego mucho mejor) el Mundo o la Verdad y, de hecho, la plenitud de la Vida Humana, identificada con su contrincante histórico, reconciliada con Todo, resignada a la Finitud que se cierra sobre sí misma en una extraña forma de la paz. Dios, el Hombre y el Mundo tienden históricamente a la mutua identificación, que nadie dice que deba quedar sin alcanzar por todo el plazo que se haya fijado a la longitud entera de la Historia. ¿O es que la Circunstancia es lo Infinito, para que el Mundo pueda ser, muy misteriosamente, lo Finito de lo Infinito, o sea, lo perfectamen146
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te Uno Finito dentro de lo Infinito absolutamente inconocible? La Circunstancia que todo lo abraza, que rebasa las fronteras del Hombre, del Mundo, de Dios, sólo se nos presentó en el principio, en el sentimiento de la angustia, que para siempre queda superado por la fabricación humana de mundos. En cuanto el hombre logra —y es extraordinariamente pronto, ya mismo, en el comienzo mismo— el Mundo, la Circunstancia desaparece y queda olvidada. La existencia continúa ya para todo su tiempo restante siendo viaje de aventura, de deporte, por el Mundo, que se ensancha a la medida misma de lo aventurero de esta aventura. Es verdad que hay momentos, las crisis, en las que parece que el Mundo se hunde en el Caos invivible de los orígenes y hay que recomenzar la construcción, avisado ya el hombre de qué mundos son excesivamente fantásticos y como de inestable arena. Pero el ahogo sentido al nacer ya no puede resentirse jamás, y el deportista que recorre el Mundo y llega a sus límites y queda un momento desconcertado, aún halla más gusto en este giro de su aventura que en ningún camino trillado. En seguida se recobrará, precisamente porque ha tenido la audacia máxima de llegar hasta los confines de la casa del Hombre. Él es quien más merece edificarle alas nuevas y trasformar su figura de conjunto. En estas insuficiencias y bordes del mundo se diría que vuelve a haber experiencia afectiva, premundana, de la circunstancia como tal; pero creo que toda descripción histórica que realmente sea concreta y leal a los hechos, deberá dejar en pie que la forma global del Horizonte y, por lo mismo, el Horizonte como tal, puramente como tal, no se inmuta en ninguna de tales crisis. No cabe que suceda, si lo esencial de la concepción de Ortega es acertado. Por esto, más que experiencia de la circunstancia, las crisis y las evoluciones cotidianas del mundo más bien expresan la insuficiencia del ser mismo del hombre, es decir, de aquello que no pertenece a la circunstancia sino que pasa toda la vida en drama con un mundo que, por ahora, jamás se ha construido a la perfección. Y, por cierto, sería de máximo interés preguntarse qué fallo esencial es este que parece obligar al Yo a levantar constantemente mal, medio mal, al menos, el Mundo, cuando nada debería gustarle e interesarle más que el Mundo. Y en este punto se inserta la muy pobre reflexión de Ortega sobre qué significa desesperar. La salida más a mano que se ofrece a quien ha hecho el recorrido intelectual que voy describiendo y analizando, es, sin duda, pretender que hay una posibilidad también innata o esencial en el pensamiento, y que se parece muchísimo al «error» griego del conocimiento y el ser que le es correlato. Hablo del «error» judío, consumado en el gran «error» cristiano, por cuya virtud no el Ser sino Dios y su eternidad son la clave de todas las cosas. El conocimiento proyecta el Ser 147
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intemporal; la Religión proyecta el Dios eterno. Estas dos negaciones del Tiempo Finito son las dos formas desesperadas, timoratas, inauténticas, mentirosas y antivitales de la razón vital. Si en el principio fue la borrachera, descubridora de la Vida Infinita y Trágica, o sea, de Dióniso, griegos y judíos no soportaron, cada cual a su modo, este descubrimiento primordial y muy verdadero del Pensar. Los griegos, al menos, lo sobrellevaron heroicamente varios siglos, hasta que Sócrates los liberó de esta grandeza y los encerró en la miserable locura del Conocimiento. Los judíos, en cambio, nacieron ya de la desesperación y nunca tuvieron una verdadera época de Verdad Trágica. Mircea Eliade conservaba el nombre de Religión para la Embriaguez primitiva, y Nietzsche o Colli prefieren hablar de Sabiduría. En este sentido, la mera Afición cobarde a la Sabiduría, que en realidad se dedica a cerrar con siete llaves y para todos los hombres la vía que conduce a ella, y, por otra parte, el Monoteísmo moral, son las dos caras del nihilismo, de la Anti-vida dentro de la Vida, del velamiento repugnante de la Verdad. El pensamiento posterior al conocimiento merecerá quizá retomar el nombre antiguo de religión, pero siempre referido a lo Sagrado y nunca a lo Santo. En todo caso, no se llamará Filosofía ni Monoteísmo; no practicará el logos apofántico ni dirá que vislumbra la eternidad. Para él no habrá ni Formas Intemporales ni Bien Eterno. Habrá, en cambio, todo lo demás. Mejor dicho, todo menos la Circunstancia. Habrá Mundo. Habrá el drama deportivo, postrágico, de la Historia caminando a su universal coincidencia y anulando al fin la variedad y las discrepancias de las vidas personales. Habrá el Tiempo como Interpretación de todas las interpretaciones, como Constante que reemplaza a las constantes.
5. De mi vida a la historia: lo imposible A la vista de la dificultad insuperable que presenta la explicación de cómo (y de dónde) obtiene el hombre sus primitivas interpretaciones, su mundo primordial, Ortega aplaza la respuesta, en un movimiento o gesto que no deja de ser muy típico de las estrategias que constantemente se aplican en ese programa siempre poco claro de la hermenéutica. Ésta ha de ser la clave por la que la razón vital se nos vuelve razón histórica y mi vida queda relegada a mero trozo de la Historia (en una forma muy parecida a como un monólogo dramático más bien breve se integra de pronto en un drama lleno de personajes y sumamente largo). La maniobra dilatoria tiene una justificación de peso, aunque no llegue a rango de justificación suficiente. Basta con considerar que en la cir148
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cunstancia no hay sólo los paisajes selváticos de La Herrería sino también el Jardín de los Frailes y el Monasterio de El Escorial; en otras palabras: que en la circunstancia se encuentran no sólo cosas sino personas. En realidad, las personas, si aparecen como tales de algún modo desde el principio de mi vida, no podrían seriamente formar parte de la circunstancia, porque su ajenidad no es, desde luego, la que caracteriza en general a la circunstancia. Si vamos a lo concreto y dejamos por un momento a un lado el necesario afán de sistematicidad del filósofo Ortega, de hecho mi vida se facilita, mejor dicho, se posibilita ya siempre y de entrada porque otros, como se dice en México tan bellamente, me levantan, me recogen del suelo al que caigo al ser parido, incapaz de todo sostenerme. Unos brazos ajenos, no mi pensamiento, asisten al naufragio primordial del recién parido. Es evidente que hay en los comienzos toda una enseñanza, de infinitos matices pedagógicos que jamás recogerá la pobre ciencia llamada Pedagogía, gracias a la cual mi desamparo, que no mi «soledad radical», es combatido con maravillosa eficacia. Una persona que no haya contado ni con un instante de este auxilio esencial, sencillamente ya está muerta. En muchos casos terribles no se llega a la simbiosis que suele calificarse de Urvertrauen, confianza originaria o archiconfianza; pero en todos hay alguien que nos ha levantado del suelo al que caímos para morir en medio del llanto, el hambre y la sed. Y a ese primer acto de socorro han tenido que seguirle una grandísima cantidad de otros, hasta que haya podido comenzar a ejercerse contra nuestras vidas singulares la violencia del abandono, precisamente porque ya éramos capaces de sobrevivir defendiéndonos a nosotros mismos. La historia verdadera, no la reconstrucción que conviene a la razón vital primero y a la razón histórica más tarde, empieza por la vida en común, a varias manos y a más de un sujeto: la simbiosis, en sentido directamente literal; continúa a veces por el abandono y, en la generalidad de los casos, por un paulatino destete cultural que se ve favorecido y hecho posible por la enseñanza gradual. Sólo después se nace una segunda vez, se nace de veras a la existencia solitaria: cuando llega el acontecimiento de la muerte; y esto, tanto si el camino ha sido el de Kaspar Hauser como si ha sido el de cualquiera de nosotros, hijos de la civilización y la familia. La teoría de la razón histórica se escapa a un aire de enrarecido intelectualismo cuando debe hablar de estos asuntos. Lo que en definitiva propone es que las primeras reacciones a la Circunstancia las ejecuta Mi Vida sirviéndose de su instalación entre la Gente, o sea, como dejándose vivir por delegación y limitándose a hacer lo que absorbemos del entorno social, lo que Se hace, lo que no hace siempre, lo que la Gente hace. 149
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El modelo para este tipo de representación lo ha suministrado siempre el aprendizaje asombroso del lenguaje, que incluso hombres poco dados a la mistificación científica han considerado estas últimas décadas que comporta una parte de innatismo, para no hablar del milagro de la adquisición no de unas pocas pautas para la relación social, sino de toda una «competencia universal», que permite al hablante, en cuanto realmente empieza a serlo, formular, «generar», expresiones válidas, correctas, que no ha escuchado antes y ahora imita, sino que le vienen sugeridas por su capacidad indefinida de usar innovadoramente una lengua. Ortega no toma, claro, en consideración este tipo de reflexiones de la llamada gramática generativa, que no nacía aún en 1933, y parece desde luego admitir que, así como hablo yo pero en realidad habla la gente, así también me sucede en el resto de mi conducta para con la circunstancia que no es mi inmediato entorno social, o sea, que queda más lejos que esta gente que me ha hecho absorber su lengua y sus usos culturales básicos (o que, sencillamente, no está hecha de personas sino de realidades no personales). El mundo con el que empieza mi vida —no, por cierto, la vida de Adán— me lo darían, en este sentido, tan hecho los demás, la gente, como se me da la lengua materna. Mis primeras reacciones no vendrían dictadas por el instinto de la carne propia ni estarían facilitadas por el «levantarme» de algún otro que algo me ha querido, sino que serían recursos de mi pensamiento, aunque no míos sino de los demás. Creo que con sólo presentar así de cruda, o sea, de concretamente, la respuesta del Ortega hermeneuta, todos notamos la extrema inverosimilitud, por no decir la clara imposibilidad, de que sea válida. Por supuesto que en un escalón posterior del desarrollo complicado de mi vida habré absorbido e interiorizado —incluso demasiado— las pautas de conducta de la gente entre la que me crío. Me instalaré en la historia procurando, con algún exceso de temor, porque estoy «pisando la dudosa luz del alba», que mis actitudes no molesten por raras a los demás. Y es verdad que el modo en que me pliego a la lengua común se parece —pero solo se parece mucho— a la manera en que me acomodo a los usos y las costumbres de mi entorno social. La semejanza, sin embargo, no es identidad, puesto que ningún niño se fabrica en serio un idioma personal y secreto —aunque a veces lo haga en juego para hablar con sus muñecos o su hermano pequeño—; pero quizá todos los niños obedecen al resto de pautas sociales con rebeldía, con matices y reservándose «portarse mal» en cuanto los padres y los inspectores estén lejos. Pero ya sobre estas cuestiones trataron con profundidad los sofistas en el siglo V a.C., dedicados a deslindar lo convencional de lo natural en todos los ámbitos de la vida humana, y, por cierto, fomentadores más 150
LA SUPERACIÓN DEL CRISTIANISMO
o menos hipócritas de lo natural, menos en lo que se refiere al artificio convencional de más poder entre todos, que es el lenguaje. Si decidimos olvidarnos de todos estos preliminares esenciales, el resto de la doctrina de Ortega funciona y fluye mucho mejor. Pero tenemos que pasar por alto todavía un obstáculo demasiado elevado. Me refiero a que el mundo histórico, el «mundo de la vida» que heredamos, es, en efecto, un don como la lengua materna: uno de estos dones que atribuimos a la Gente y que es tal que no nos cabe otra que tomarlo exactamente como nos lo ofrecen, para quizá luego imprimirle, junto con toda nuestra generación histórica, un sello propio, un pequeño empujón evolutivo que prolongue la Historia. Pero la dificultad excesiva está aquí en que, si de veras admito que el Mundo es la Interpretación histórica de cada momento, o sea, el sistema de las Creencias colectivas de mi Gente y, posiblemente, también un repertorio de Ideas que están a punto de convertirse en Creencias, entonces, al equipararlo absolutamente con el caso del aprender la lengua materna, lo que afirmo es que el Mundo histórico es de arriba abajo, sin grietas ni lagunas, un producto cultural, una convención, nomos y no physis. Ya he mencionado cómo Ortega llega a repudiar, para dotar de carácter metafísico realmente primero a la Historia y la Vida, que podamos definir al Yo como provisto naturalmente de inteligencia, de pensamiento. Lejos de tal concesión a lo Divino que es blasfema para con lo humano, el pensamiento habría sido el primer producto de la industria genial del homo faber, del drama de la vida-historia. Ninguna genialidad adaptativa y pragmática mayor que ésta de la invención del pensar, a la que se deben luego las demás genialidades (y los fracasos). (De hecho, Ortega podría aquí ganar una baza de verosimilitud para sus tesis admitiendo que, antes de pensar, la carne del hombre se rebeló contra la circunstancia y luchó con ella en formas distintas, irrecuperables, verdaderamente prehistóricas...). Y si el pensamiento es un producto del ingenio del Yo acosado por la Circunstancia, ya se entiende que el Mundo, las Creencias y las Ideas, lo es también y a la segunda potencia. Con lo que volvemos al punto decisivo de la inconocibilidad absoluta de la Circunstancia. A modo de Cosa en Sí, pero no sólo empleada como concepto límite sino como Archirrealidad, la Circunstancia mueve la Historia por la vía de desaparecer de la superficie de ésta desde el primer momento en que hay Yo u Hombre. Jamás la sentimos ni la pensamos, puesto que las cosas que sentimos y las ideas que pensamos ya son siempre fragmentos o cimientos del Mundo, este producto genial del archiproducto archigenial que fue el pensar (curiosamente igual, como un don innato, en todos los individuos huma151
SALVACIONES
nos...). Desarrollamos a cada momento, en esta cierta angustia deportiva que jamás nos deja, nuestro drama vital e histórico no con el Mundo ni con la Gente, sino con y contra la Circunstancia; pero a ésta misma no nos la tropezamos nunca, como si ella siguiera siendo lo Múltiple material impresional de las sensaciones, o, mejor aún, el Principio platónico de lo Grande y lo Pequeño, la Díada, contrapuesto al otro principio inconocible: lo Uno. La Circunstancia mueve, como el principio de la Dispersión, la Historia que, por el otro extremo, mueve también el Yo o, mejor, el Nosotros colectivo, sorprendente principio de la Unificación. La Circunstancia jamás está dentro del Mundo, como tampoco el Yo-Nosotros primordial podrá estar dentro del Drama. En éste bailan y combaten el Mundo nunca terminado y las Generaciones siempre abocadas a la muerte y a engendrar otras que las reemplacen. Pero de la misma manera que la Circunstancia escapa siempre fuera del Mundo y lo rodea de modo parecido a como rodea y domina al Cielo lo Infinito del primer filósofo de Jonia, habría también que inferir de Ortega que las vidas singulares que viajan en las generaciones como la gota en la nube no son sino lo análogo, respecto del Uno, que es el Mundo respecto de la Circunstancia. En el fondo, pues, dos archirrealidades de divino empaque se enfrentan eternamente en las bambalinas del Gran Teatro: el Apolo algo semejante al Hombre y el Dioniso lejanísimamente semejante al Mundo. Son, respectivamente, los modelos de la Forma y la Materia, de la Inteligencia y el Deseo. El Deporte reemplaza a la Religión. Como toda la filosofía hermenéutica —que es, en el fondo, la renuncia a la filosofía en su sentido socrático: la ética como filosofía primera, la responsabilidad individual infinita por las verdades de que se vive—, el pensamiento de Ortega termina en las riberas de Nietzsche, aquel kantiano que quiso renunciar, escamoteándonosla, a la Crítica de la Razón Práctica y, por tanto, se acogió a lo Sagrado por abdicación cobarde de lo Santo.
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III HISTORIA
6 EL PRIMER ENSAYO DE NOOLOGÍA CONCEBIDO POR ZUBIRI
1. Introducción histórica En su memoria de licenciatura de 1921, presentada ante la facultad filosófica de la Universidad de Lovaina, Zubiri afirma que el efecto reformador que han traído a la filosofía contemporánea las Investigaciones lógicas de Husserl sólo puede compararse al que en su tiempo produjo la Crítica de la razón pura. El sentido de esta reforma revolucionaria se determina como un nuevo giro hacia el objetivismo, es decir, como una inversión de la inversión «copernicana» que supuso el idealismo crítico. Ya es evidente que un juicio de valor como éste significa la adhesión personal de quien lo formula a la novedad aportada por la obra de Husserl, aunque, como ha de ocurrir con el examen filosófico de toda filosofía ajena y previa, tenga Zubiri objeciones que presentar a su admirado maestro. Dado que, por otra parte, Zubiri pasó por ser el mejor conocedor de la fenomenología de Husserl en los decisivos años (para el pensamiento español) que corren entre la aparición de Unamuno, la posterior de Ortega y el cataclismo de la Guerra Civil, tiene gran interés histórico analizar qué precisa asimilación del pensamiento de Husserl propuso el joven Zubiri. No se puede entender radicalmente el sentido del trabajo filosófico de la llamada Escuela de Madrid sin apreciar con exactitud su relación con la fenomenología. Y aún se extiende a más el radio de influencia de este problema. Baste recordar que una parte muy importante de la restante filosofía española del primer tercio del siglo XX depende en lo esencial de la relación del círculo madrileño de la Revista de Occidente con la fenomenología (piénsese en la actividad filosófica de Barcelona en estos años). Recuérdese luego cómo la filosofía en toda Iberoamérica 155
HISTORIA
recibió desde 1940 la impronta profunda del trabajo de los pensadores españoles allí trasterrados. ¿En qué consiste, pues, este giro al objetivismo que retuerce la vuelta copernicana de Kant al subjetivismo? ¿Fue sensible, en la medida adecuada, Zubiri al hecho de que Husserl varió mucho su posición filosófica general entre 1900 y 1913 —por centrar en las fechas de publicación de Investigaciones lógicas e Ideas relativas a la fenomenología pura y la filosofía fenomenológica I los hitos de un cambio que comenzó, por lo que parece, ya en 1905—? Respecto de esto último, al menos sí menciona Zubiri que ha habido alguna modificación en lo que hace a la naturaleza de la conciencia y a su relación con lo real; pero de hecho no señala matiz ninguno, en el cuerpo de su exposición, que avale estas palabras. Muy significativamente, Husserl aparece expuesto como una tesis fundamental siempre la misma. Hasta los años cuarenta, por lo menos, cuando Ortega encontraba inaceptable que Husserl mismo hubiera realmente escrito el texto inicial de lo que terminó siendo La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental —tan incompatibles le parecían sus contenidos con su imagen de Husserl—, esta exposición de la fenomenología husserliana como una unidad ha marcado la recepción española del conjunto del llamado movimiento fenomenológico. Veremos, por otra parte, que este Husserl homogéneo fue leído en las décadas de los años diez y veinte como una más entre las figuras pertenecientes a la descendencia espiritual de Brentano, todas las cuales se interpretaba que trabajaban —sin que esto indujera a atribuir lo esencial del impulso al mismo Brentano— en la dirección colectiva del mismo nuevo objetivismo radical. Las exposiciones de las tesis fenomenológicas utilizan sin mayores problemas los textos de Meinong, Marty y Twardowski, preferentemente, como tan significativos para su propósito como los del mismo Husserl. Y luego amplían su radio hasta abarcar también a los primeros discípulos de Husserl mismo y, aunque con menos evidencia, a Scheler y al resto de los editores del Anuario de filosofía e investigación fenomenológica (que, como se recordará, empezó a editarse en 1913, con aportaciones esenciales de Husserl, Scheler y Reinach). Aunque sea adelantar acontecimientos, cabe describir esta situación afirmando que el objetivismo radical se entendía que era la empresa común de los discípulos de Brentano, precisamente en actitud crítica respecto del psicologismo del maestro (como Husserl notaba en sus Prolegómenos a la lógica pura). No se pretendía dilucidar ninguna cuestión de primacía histórica o sistemática dentro de este grupo; sencillamente, Husserl era, dentro de él, quien, por un lado, había ganado extraordinaria repercusión acadé156
EL PRIMER ENSAYO DE NOOLOGÍA CONCEBIDO POR ZUBIRI
mica (en Gotinga primero y a través de «su» Anuario, ya en Friburgo, después), y, por otro más decisivo, era el que había expuesto con mayor densidad una tesis —repito la expresión del joven Zubiri— «sobre la naturaleza de la conciencia y su relación con lo real» (403)1. Entre 1913 y 1926, en España recibieron la fenomenología, globalmente tomada como acabo de decir (el detalle, evidentemente, se encontrará en las páginas siguientes), Ortega y Zubiri, maestro y discípulo. Justamente la aparición en 1927 de Ser y tiempo en el Anuario (que seguía siendo editado principalmente por Husserl), aunque este texto estuviera dedicado formalmente al propio Husserl, fue advertida como una incuestionable escisión en la fenomenología, entendida, desde luego, como un progreso revolucionario —del que Ortega, como es sabido, no podía sino reconocerse precursor y adelantado ya desde el mismo año 13 en que presentó en España las primeras noticias sobre fenomenología. No procedo, sin embargo, a exponer primero los textos más antiguos de Ortega. Zubiri fue el primer investigador especial de la fenomenología de Husserl (y del resto de este movimiento que él interpretaba tan hondamente homogéneo desde ya antes de 1900 —Twardowski, por ejemplo, se adelantó a Husserl en materia de publicaciones objetivistas—) y pasó por ser, en el ambiente español del momento, como he dicho, el gran especialista en la materia. Ortega se pensaba a sí mismo un colaborador a la distancia, en primera línea, de la propia fenomenología, interesado en desarrollar una disciplina original a la que ella daba lugar, a la que ya en 1915 denominaba un «sistema de la razón vital», y que se hallaba de hecho mucho más cerca de la sociología del conocimiento de Scheler que de ningún otro lugar en el movimiento fenomenológico. Ortega parece haberse interpretado a sí mismo como un paralelo español de Max Scheler, tan original como éste lo era respecto de Husserl o de Meinong, sólo que marcado, además, por un más amplio destino, precisamente requerido por la originalidad de las circunstancias españolas (destino que no era menos que el de realizar una síntesis integradora de las dos modalidades de vida espiritual que se llaman en las Meditaciones del Quijote —en el texto capital de la meditación en La Herrería escurialense— mediterránea y germánica). Empezaré, pues, mi historia por el joven Zubiri. Su desarrollo mostrará pronto en qué medida realísima y honda se sentía y se sabía discípulo de Ortega, su tutor de tesis doctoral. Al tomar en consideración 1. Las números entre paréntesis en el texto refieren, mientras no se advierta nada en contra, a los Primeros escritos (1921-1926) de Zubiri, ed. de A. Pintor Ramos, Alianza/ Fundación Xavier Zubiri, Madrid, 1999.
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debidamente este discipulado, nos será imprescindible entrar de nuevo en la relectura de Ortega en su primera madurez. Veremos entonces cómo éste se entendía a sí mismo en la clave del crítico de la cultura, a quien no compete tanto la creación en su aspecto germinal cuanto la consumación, la «salvación» amorosa, de lo que otros espíritus sólo inician y dejan a medias. Zubiri, su alumno, era el filósofo estricto, el hombre dedicado a la ontología, para quien se reservaba la plena exposición de la visión española de la fenomenología como filosofía primera.
2. Positivismo, neokantismo, psicologismo y fenomenología Pues bien, la memoria de licenciatura lovaniense de Zubiri parte de un esquema histórico relativamente sencillo: la mitad del siglo XIX (ese momento sobre el que Ortega no se cansaba de repetir que había sido aquel en el que menos pulso filosófico había tenido Europa en toda su historia, sólo comparable nada menos que con el siglo X) había sido ocupada por el positivismo. Los flancos débiles de éste fueron luego explotados por el neokantismo y el psicologismo, al cual se puede legítimamente achacar además una crítica suficientemente demoledora del propio neokantismo. La fenomenología, el nuevo objetivismo, no se puede, pues, comprender sino como superación radical del psicologismo. Esta historia que acabo de resumir contiene, vista un poco más de cerca, los siguientes momentos esenciales: El positivismo es el programa de ciencia de la ciencia (siempre una filosofía moderna empieza por ser una Wissenschaftslehre) que exige dividir todo el conocimiento en saber de hechos puros o positivos y saber sobre su encadenamiento determinado y exacto (hasta lograr formular esta cadena en términos matemáticos). El neokantismo reflexiona sobre la condición de posibilidad de semejante conocimiento exacto del mundo real, teniendo ya muy en cuenta lo que de entrada es el talón de Aquiles de todo positivismo: cómo la conciencia misma, o sea, el órgano y el sujeto del conocimiento, se sustrae denodadamente a dejarse coger en las redes de la observación y la posterior matematización. La tesis general del neokantismo es la admisión de un supuesto único, unitario, tanto para el conocimiento (esta lábil conciencia empírica de la que no podemos lograr ciencia exacta) como para el objeto universal del conocimiento (la naturaleza). En vez de situar este supuesto en Dios y Su Inteligencia, como la metafísica clásica había hecho reiteradamente, el idealismo crítico lo localiza en la conciencia pura, cuyo análisis reflexivo es la lógica trascendental, canon y órganon, simultáneamente, de las ciencias de la 158
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naturaleza y de las ciencias morales, o sea, en definitiva, de la cultura en general. El psicologismo ha insistido en que la conciencia pura, salvo mitología, no es más que un caso de la conciencia fáctica: o bien su imagen normativa teleológica (el correlato del más perfecto conocimiento posible del mundo o naturaleza), o bien su uso teórico puro, libre de influencias afectivas o de cualquier otro orden (en realidad, la disyuntiva no es tal, puesto que la observación no permite estar nunca seguro de que se actúa sin tales influencias, y la idea de semejante liberación no comprobable directamente se toma de lo que ocurre cuando se obtiene conocimiento que se concede que es científico). Sobre el firme fundamento de esta absorción de la conciencia pura en la empírica, el psicologismo pasa en seguida a afirmar la contingencia última de las mismas leyes de la lógica, por una parte, y, por la otra, refuerza su postura con una rudimentaria descripción psicológica o fenomenología, de acuerdo con cuyo fenomenismo todo objeto posible se ve reducido a «contenido psíquico». La primera tesis, o sea, la contingencia (sutil, atrincherada, pero contingencia) de las leyes de la lógica, se apoya en una adquisición de la teoría de la ciencia que se entiende que es una carga de profundidad contra el neokantismo (si necesitara éste de más refutaciones) y, desde luego, contra las ingenuidades del primer positivismo (aunque la adquisición en cuestión se podía leer ya prolépticamente en Hume): el hecho de que las leyes de la ciencia de la naturaleza no pueden pasar de ser aproximaciones probabilísticas, seguramente debido a que las mismas leyes de la naturaleza, más que auténticas leyes, deben de ser también hechos o contingencias, sólo que de especial tozudez. La contingencia de la naturaleza y de sus regularidades se refleja, pues, adecuada o aproximadamente, en la contingencia y la probabilidad más o menos alta de nuestras leyes para su conocimiento. Y hay luego el segundo capítulo, el fenomenismo rudo de la ruda fenomenología del psicologismo. Concentrándonos en las descripciones psicologistas de la conciencia teórica o noética, recibimos en esta escuela la instrucción de que los actos subjetivos de conocer se dividen en actos de tres grupos básicos: aprehensiones o representaciones, juicios sobre el valor de las aprehensiones y fenómenos asociativos que se construyen sobre la base de cualesquiera actos de los dos primeros apartados (pero en realidad también los juicios, aunque destaquen tanto, en la perspectiva del conocimiento, respecto de los restantes fenómenos asociativos, pertenecen a su mismo rango). (En todo esto es Wundt la principal fuente del informe de Zubiri). 159
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La descripción psicologista reconoce luego, sin duda, que hay fenómenos noéticos en los que el curso de la conciencia subjetiva domina causalmente sobre el curso de los objetos representados, juzgados o correlativos de una asociación, mientras que hay otras ocasiones en que la descripción debe decir lo opuesto, o sea, que el predominio causal compete entonces al curso de los objetos primordialmente. En el primer caso (da ahora lo mismo cómo logremos distinguirlo del segundo) hablamos de representaciones que no son más que imágenes, de juicios que son ficciones y de relaciones asociativas fantásticas; en el segundo, en cambio, respectivamente, de percepciones, de juicios verdaderos o falsos, etc. Nótese, en efecto, que aquí tenemos verdaderos juicios, sólo que, como en el acto de juzgar no hay pasividad sino reacción activa del sujeto, aunque ya no estamos en el campo de la ficción sino en el de la auténtica creencia, podemos encontrarnos tanto en la verdad como en el error. Pasemos, por fin, de los actos y sus relaciones con los objetos, a los objetos mismos. En la percepción espontáneamente vivida como tal, nos aparecen los objetos como tales objetos, o sea, exteriores a nuestro acto, previos a él, causalmente influyentes, como objetos reales, en que él se haya producido ahora de hecho. Pero si consideramos reflexivamente la percepción, comprenderemos, según la tesis descriptiva del psicologismo, que no hay diferencia entre una percepción normal o correcta y una alucinación; lo cual nos lleva de inmediato, a la vista de que el objeto es en ambos casos el mismo, a tomarlo como puro, mero contenido de conciencia, tan privado y subjetivo como el acto en que se me ofrece. Y ahora deberé decir que, por lo que hace a su aspecto material, este objeto es una sensación, una imagen...; y que en lo que concierne a su aspecto formal es el objeto de una intuición o de un concepto... (entiéndase todos estos términos, sin necesidad de entrar para ello en texto alguno de Wundt, Sigwart o Höfler, lo más humeanamente que sea posible). El aspecto material de los contenidos de conciencia es el que estudian, en última instancia analítico-filosófica, las ciencias llamadas positivas, mientras que el formal es el que se presta como su materia a las ciencias filosóficas (divididas en los dos grupos básicos: lógica, de un lado, y ética y estética del otro, puesto que siempre se parte de que la conciencia en general o es noética o es valorativa —ya veremos la larga secuela de esto en la recepción española de la fenomenología—).
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EL PRIMER ENSAYO DE NOOLOGÍA CONCEBIDO POR ZUBIRI
3. Las bases del programa filosófico de Husserl, leído por Zubiri Zubiri cifra en tres los momentos básicos del programa de filosofía de Husserl, llamado a superar netamente el psicologismo sin reiterar ninguna posición filosófica previa. El primero es la diferencia entre el carácter meramente aproximativo de las leyes de la ciencia natural y el carácter absoluto de las leyes de la matemática, o, si se quiere, para ver el problema desde el lado que más importa en la crítica del psicologismo: la neta distinción entre probabilidad y apodicticidad que separa a la matemática de toda ciencia de hechos. Es el tajante abismo entre lo real o fáctico (localizado en el espacio y el tiempo y fluyente como el propio tiempo) y lo ideal; entre lo individual y lo específico; entre lo caduco y lo intemporal. Una ciencia de certezas apodícticas no puede tener su asiento en lo fáctico de los hechos sino, en todo caso, en algún aspecto ideal de ellos (en su esencia, en vez de en su facticidad), cuando no, directamente, en un dominio que de entrada está constituido por un conjunto de objetos ellos mismos ideales, intemporales, perfectamente unitarios (y no susceptibles, por ello mismo, de pérdida alguna o merma de identidad). Objetos de esta evidente índole rompen, sin duda, el fenomenismo ingenuo y forzado de la doctrina pseudofenomenológica del psicologismo: son objetos inasimilables ontológicamente a los actos subjetivos de aprehensión, de juicio, de asociación. Son objetos dotados, justamente, de objetividad inatacable, inajenable. La segunda base constante de la obra de Husserl es, según siempre la exposición de Zubiri en 1921, la asimilación de la matemática a la lógica (el programa logicista en filosofía de la matemática). En realidad, lo que más nos interesa en la perspectiva parcial en la que nos hemos situado, es aquí el hecho de que se reconozca a la lógica al menos el mismo estatuto apodíctico que a la matemática. Ya con ello el relativismo psicologista fracasa. Luego es un interesante añadido que llegue a encerrarse todo el cuerpo de la matemática, parte por parte (y aquí Zubiri luce su amplia formación en la disciplina), en el amplísimo de la lógica. Matemática y lógica se desvinculan con ello de la cantidad, accidente de las sustancias reales, y se orientan, por fin, al dominio de las relaciones posibles en general entre objetos posibles en general, según todas las formas que en general es posible que adopte un objeto cualquiera (solo o en conexión con otros objetos). Llegamos, pues, al tercer punto, el decisivo, en las tesis que Zubiri piensa constantes en la obra de ingente reforma que Husserl aporta a la filosofía del siglo XX (y que hará exclamar a Ortega exaltadamente 161
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cómo se inicia un tiempo nuevo, superador radical del Renacimiento, en el que precisamente tocaría al alma española un papel histórico que reivindicaría el fracaso del destino español en el pasado, todo a lo largo de la Modernidad que muere). Me refiero a la reforma de la rudimentaria psicología del psicologismo, a la vez que a la expansión completa de lo que de verdad germinal había en la psicología, también ella inconsecuentemente psicologista, de Franz Brentano. Esta reforma descriptiva está obligadamente traída, como es obvio, por el objetivismo fundamental que nos han hecho conocer los dos primeros pilares mencionados de la obra general de Husserl. Dejemos de nuevo a un lado los «fenómenos afectivos» y concentrémonos en los noéticos. ¿De verdad se reducen éstos a actos posicionales o presentativos, ofrecedores de objetos que realmente son contenidos de conciencia (sensaciones e imágenes, o sea, impresiones e ideas), y actos relacionales surgidos de la asociación? Zubiri no dice directamente que los objetos ideales no puedan caber en ninguno de estos dos apartados de la pseudofenomenología del pasado, sino que prefiere empezar recordando, a propósito de un célebre pasaje en el que Husserl, ya acabando la redacción de sus brillantes Prolegómenos a la lógica pura, habla de la diferencia de tareas entre el lógico o el matemático y el filósofo, que es la introducción de las palabras sentido y esencia (Sinn und Wesen) lo primero que caracteriza a la nueva concepción de la conciencia. Y es que el rasgo primordial por el que piensa Zubiri que empieza la diferencia entre fenomenólogos y psicologistas en el problema de la descripción y el análisis ontológico de la conciencia es justamente que Husserl ha presentado la evidencia de que existen irrefutablemente actos frecuentísimos de conciencia que no son posicionales u objetivadores (justificaré luego cómo Ortega introdujo esta identificación errónea, de graves y extensas consecuencias filosóficas en la fenomenología española) ni tampoco meros productos de la peculiar creatividad de la asociación. Zubiri denomina a tales actos intencionales y también intenciones, referencias, actos de referencia y pensamientos (Ortega, como veremos, había hablado de menciones). Leyendo en su serie, tal y como fueron publicadas, las seis Investigaciones lógicas, cree Zubiri que esta novedad decisiva la aporta precisamente la primera de ellas al describir los actos lingüísticos. Lo nuclear en esta descripción (de nuevo se trata de una evocación de cierto texto muy conocido de Ortega, que había sido parte de una de las lecciones de 1915 sobre Sistema de psicología) es haber mostrado que existen actos muy comunes en los cuales se hace absolutamente necesario diferenciar el objeto del contenido, puesto que estos 162
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actos poseen algún contenido psíquico, como quería el psicologismo, pero no cabe identificarlo con el objeto al que se dirigen. Para empezar, es imposible esta identificación ilegítima por el mero hecho de que el contenido está, claro, presente en el acto, pero el objeto está del todo ausente y, por tanto, a la mayor distancia concebible, si se quiere usar una metáfora procedente de la mentada lección de Ortega, publicada en el volumen II de El Espectador, o sea, de la serie ampliada de salvaciones que se había iniciado editorialmente con la meditación de La Herrería y la Breve teoría de la novela aplicada a la interpretación de la novela paradigmática que es El Quijote. Hay, pues, en la conciencia noética que diferenciar tajantemente posiciones e intenciones; objetivaciones o representaciones o presentaciones y, de otro lado, referencias, pensamientos o menciones (me permito ampliar orteguianamente el repertorio de las palabras realmente empleadas por Zubiri). El tema decisivo es que el juicio, es decir, el acto al que formalmente competen el conocimiento, la verdad, el ser, no es un acto de presentación u objetivación o posición, sino un acto de intención, de referencia, de pensamiento, de mención; puesto que, una vez que se sorprende en los actos de habla la naturaleza peculiar, irreductible, de las intenciones, se ve en seguida que es preciso extender el fenómeno desde estas intenciones significativas a los actos de comparación, primero, y a los juicios después (y ya en la cima de esta serie). No es exagerado decir que en esta concepción de la naturaleza del juicio, que está incoada en Ortega y desarrollada en el joven Zubiri, se jugó esencialmente el destino de la fenomenología en España. Analicemos, pues, el problema con todo el rigor posible, siempre comenzando por la memoria francesa de licenciatura de Zubiri.
4. La versión zubiriana de la fenomenología: el cambio de la actitud natural Como ha quedado señalado, percepciones e imaginaciones (Zubiri escribe imágenes, pero es evidente que está aludiendo a un pasaje clave de la Sexta Investigación Lógica husserliana, donde se distingue entre Perzeption e Imagination) son, en los términos del trabajo juvenil de Zubiri, las dos clases de lo que él denomina actos presentativos. Lo que los caracteriza es que en ellos su objeto está dado inmediatamente, aunque, eso sí, a la manera a la que obliga una peculiar y constante ley de contaminación sensible. Para entender con justicia qué significan estos dos rasgos, es preciso considerar conjuntamente, ya ahora, la esencia de una intención. En 163
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un acto de mera referencia (Husserl decía una Signifikation) o de mera intención, no sólo no está dado inmediatamente el objeto sino que está dado en modo alguno: nada más está simbolizado por aquello que se encuentra realmente en el acto pero que tampoco se da para él o ante él, en realidad, ya que se limita a servir de soporte (de término a quo, como dice Zubiri) a la intención (vacía, habría escrito Husserl). De donde resulta que debemos interpretar la frase «el objeto está dado inmediatamente en el acto presentativo» como queriendo decir que el objeto coincide, por lo menos en parte, en este acto, con el contenido de la conciencia. La restricción que tenemos que introducir se debe, precisamente, a la mencionada ley de contaminación sensible (a la que se había referido, con este mismo título, Ortega unos años antes). Y es que en la realización natural de la percepción (o la imagen) toma el sujeto por percibido (o por imaginado) el objeto entero, aun cuando una reflexión muy sencilla le enseña —le ha enseñado desde que posee conciencia, podríamos decir— que muchas partes del objeto percibido no están propiamente dadas en la percepción: se han contaminado de la inmediatez sensible que afecta a las demás, a las que sí están plena, sensiblemente dadas. Zubiri consideraba en 1921 que el cambio de la actitud natural se limita a consistir en lograr la reducción, dentro de un acto presentativo, a lo que de veras está inmediatamente dado: a los «elementos inmediatos» del objeto percibido, que reciben en adelante el nombre técnico de aspectos (y mejor aún en singular: el aspecto, distinto del objeto). La reducción es, según la terminología precisa que ofrece Zubiri, el supuesto para poder realizar el acto de la intuición, definido como la toma de conciencia inmediata del aspecto. La percepción percibe objetos, no aspectos; pero siempre podemos reducir la percepción natural para abrirnos a la intuición del aspecto (jamás del objeto). ¿Cómo, entonces, se practica la reducción y qué es lo que la posibilita? Esto segundo ha de ser algo bien corriente, puesto que, repito, es claro que todos distinguimos el objeto percibido del aspecto intuido, si se nos fuerza a atender a la percepción. En efecto, todo el quid del asunto está, justamente, en variar el «eje de la atención» en un sentido siempre próximo y posible. Próximo, debido a que al ejecutar naturalmente un acto de presentación o posición nos tropezamos in recto, sin duda, con lo real o lo ficticio (según vivamos una percepción o una imagen): con el objeto real o con el fingido; pero in obliquo se nos presenta o pone también nuestro propio acto. Zubiri achaca a Brentano esta distinción descriptiva, que capta afirmando que Brentano hablaba de la necesidad de diferenciar en cualquier acto núcleo y periferia, precisamente porque 164
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la presentación ofrece in recto su objeto pero in obliquo se nos ofrece a sí misma. El eje de la atención, o bien por algo que suceda en el objeto, o bien por algo que suceda en el acto, o bien porque otra persona nos sugiera este cambio, puede variar a voluntad, siempre que así lo deseemos, y pasar por el lado del acto que es autopresentación o autoposición, en vez de por aquel otro lado que es presentación de un objeto. La reflexión que reduce la percepción a intuición y el objeto a aspecto, es de suyo una transformación de la actitud: de espontánea a reflexiva, de natural a filosófica (este último adjetivo lo suplo yo, valiéndome de los textos paralelos de Ortega, que ejercen sin duda labor magisterial sobre el escrito de Zubiri). Y podemos completar la idea sugiriendo que si gentes como Husserl insisten tanto en la radicalidad del cambio de actitud, mientras que a nosotros nos ha aparecido la cuestión como yendo contenida siempre en cualquier reflexión (por poco filosófica que sea ésta), ello se debe a que los filósofos reconocen que un ejercicio reflexivo poco duradero e impregnado, por lo mismo, de los hábitos de la espontaneidad y la naturalidad, es insuficiente para lograr extraer todas las enseñanzas importantísimas que sí conquista quien ejerce la reducción reflexiva de modo habitual y tratando denodadamente de no dejarse influir, dentro de su ámbito, por los hábitos cognoscitivos y las teorías que le han servido desde hace tanto tiempo en el ámbito de la actitud natural. El ejemplo decisivo de lo corta que se queda la reflexión no filosófica, no metódica, es que aporta el siguiente tramo de nuestra consideración de una percepción. Hasta ahora nos habíamos olvidado adrede de «cierto carácter puramente formal» que es de la esencia de una percepción natural y que afecta a todos sus elementos objetivos (a los dados o inmediatos y a los no dados o mediatos —pero percibidos por «contaminación sensible», sea lo que quiera decir exactamente esta fórmula cómoda—). Este carácter formal unitario del acto de percepción es llamado ya aquí por Zubiri carácter formal de realidad, y consiste en que el sujeto de la percepción proyecta en la realidad, indefectiblemente —o no vive naturalmente percepción alguna—, lo que se le presenta; es decir, lo vive como siendo independiente del sujeto, porque precisamente esto es lo que significa ser real. (En contraste, el acto de imaginación tiene su propio carácter formal de irrealidad, tan invasor de todos los elementos, dados inmediatamente o no dados y sólo mediatos o «contaminados», como ocurre con el carácter formal correspondiente en la posición perceptiva). Proyectar en lo real. ¿Qué se proyecta en lo real o en lo irreal? La única respuesta viable es: para empezar, el aspecto intuido, sólo desde el cual puede extenderse la contaminación sensible (pues si no se siente 165
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nada, no se puede vivir una percepción ni una imagen —donde sentir se suele reemplazar, en alemán, por la donación de phantasmata). Pero el aspecto intuido es todo el contenido de conciencia, todo el contenido material de la conciencia, que sólo no coincide con todo el acto entero porque en éste se halla, además, por lo que hasta aquí sabemos, el carácter formal de realidad o irrealidad (de proyección de los contenidos psíquicos en lo real o en lo irreal, respectivamente). Ahora bien, la consecuencia filosófica importantísima que hay que deducir de esto —y que justamente no saca jamás la reflexión inconstante del no filósofo— es que el contenido, o sea, el aspecto intuible, no es de suyo ni real ni irreal, sino que está más acá, por decirlo metafóricamente, más cerca del sujeto, más cierto y aparente (fenoménico, fenomenológico...), que cualquier objeto real o que cualquier objeto irreal. Y de paso, la conciencia misma, el acto mismo, que, por lo demás, casi coincide, en el acto posicional o presentativo, con su contenido psíquico material, claro está que también queda radicalmente del lado de acá: antes de la distinción realidad/irrealidad. No tiene sentido la cuestión de si los aspectos de la intuición pura, los fenómenos reducidos a lo puramente fenoménico, los contenidos de la conciencia y la conciencia misma, son cosas reales o irreales, o quizá accidentes o relaciones reales o irreales. El ámbito de la certeza intuitiva absoluta, ya en lo que hace a los actos más elementales, o sea, a las posiciones o presentaciones, está allende o aquende la realidad y la irrealidad (Meinong había empleado la expresión Aussersein, extraser, y Brentano, existencia). Zubiri insiste en emplear un término de contornos muy imprecisos, a primera vista al menos: virtual (existencia virtual, ser virtual). De hecho, su descripción de lo que ocurre al reducir la realidad en la percepción, o sea, al cambiar la actitud natural, afirma que obtenemos por este procedimiento algo que no se sostiene por sí mismo (como que no es una realidad ni parte de lo real) pero es, de alguna manera, una cosa en sí (naturalmente, pensando en cómo el lema fenomenológico era ¡De vuelta a las cosas mismas!, no, en absoluto, aludiendo al idealismo crítico kantiano). El puro aspecto, en efecto, es lo que es, y esa su esencia es el término virtual de las dos posibles predicaciones contrapuestas: real, irreal. Pero es lo que es por relación a una conciencia, o, mucho mejor dicho, en la conciencia (Zubiri está así aunando como mejor puede las descripciones de Investigaciones lógicas, la noción twardowskiana de contenido y el nóema de Ideas I junto con la teoría meinonguiana del objeto). La peculiar objetividad pre-objetiva, si se me permite el juego de palabras, del aspecto puro, reducido, intuido, obliga, en efecto, a consi166
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derarlo de un modo que ha de sonar a híbrido e inestable: es en sí lo que es como fenómeno puro y absoluto; pero, al mismo tiempo, es todo él donación o dato intuitivo: todo él es correlato de la conciencia reflexiva y no espontánea. Si fingimos que no se está dando, que no es el correlato que siempre es, suprimimos una parte de su misma definición esencial. Si ahora admitimos que objeto fundado es aquel que supone otro para ser definido (podríamos haber escrito sencilla y clásicamente «accidente», pero entonces estaríamos en riesgo muy grave de caer en lo que Meinong llamaba, siguiendo al joven Brentano, el prejuicio a favor de lo real), diremos al fin, y ésta es la tesis filosófica de más relieve, que el aspecto puro está fundado en la conciencia (con lo que hemos circunscrito y precisado la temible frase «contenido de conciencia»). El aspecto puro es contenido de conciencia, en efecto, pero no acto de la conciencia, porque al acto le compete siempre algo más: posee su capacidad atencional, su núcleo y su periferia, su carácter formal (¿o es que la reflexión filosófica es lo mismo que la supresión de todo carácter formal en un acto?)2. Dejemos lo que apunta en este último paréntesis y en todo el periodo final del párrafo anterior, porque ahí se abre una perspectiva propiamente filosófica, no ya esencialmente histórica, que, aunque sea la que de veras importa, por ahora nos conduciría lejos de nuestro modesto propósito, cifrado momentáneamente en comprender con precisión los modos y los destinos de la primera recepción de la fenomenología en el pensamiento español. Para no apartarnos de nuestro plan, lo que debemos ahora es trasladar estos frutos de la fenomenología de los actos posicionales o repre2. Es interesante cómo Zubiri propone aprender de la Escolástica a propósito de la distinción que ésta establecía entre reflexio psychologica y reflexio ontologica. La primera entiende el acto sobre el que recae (pensemos para simplificar en el caso de las percepciones) como una modificación fáctica (un hecho) de cierto sujeto humano provocada por algún objeto. La segunda ofrece, en cambio, una determinada consideratio absoluta sobre el acto de conciencia reflejado. No está interesada en su zona fáctica sino que aprehende el objeto como mero obiectum expressum, que Zubiri parafrasea en términos de «esencia pura», de la que afirma que es el resultado de que, para esta consideración absoluta, haya perdido el objeto su primitivo carácter ontológico (o sea, su realidad o su irrealidad) y haya adquirido «un carácter de pura virtualidad» (416). Zubiri relaciona directamente esta tesis de la Escolástica con aquella tan característica de las Investigaciones lógicas que sostiene que la verdad no es hecho alguno sino ser ideal y especie. El juicio verdadero no sería, pues, como tal, sigue Zubiri, un hecho —y, sobre todo, no es tomarlo como tal hecho lo que interesa al fenomenólogo—, sino más bien (suplo yo alguna palabra necesaria) una posibilidad ideal, cuyos individuos son las realizaciones de ese juicio en una o muchas conciencias fácticas.
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sentaciones a los actos de referencia intencional pura o vacía, a los meros pensamientos (a las meras menciones, como prefería decir Ortega).
5. La versión zubiriana de la fenomenología: los actos noéticos de orden superior Aquí no se puede identificar al contenido —suponemos que lo hay— dado en la intuición pura como un aspecto del objeto real o irreal: algo así como su esencia virtual, el núcleo sobre el que vienen luego otros elementos del objeto, por la ley de contaminación, y la realidad o la irrealidad en la posición espontánea. El contenido de la intención no es aspecto porque, si lo fuera, el objeto de la intención estaría tan exactamente dado o presentado como lo está el objeto de las representaciones, y justo esto es lo que a limine está prohibido aquí aceptar. Partimos de la base de que existen, con toda evidencia, estas abundantísimas referencias a objetos que son puramente lingüísticas, o que son comparaciones de algo presente con algo ausente (o hasta quizá de dos o más ausentes) o que son juicios muy mediatamente fundados en presentaciones. Zubiri propone admitir que el contenido de la reducción fenomenológica, en el caso de las intenciones, ya que no es aspecto del objeto, es propiedad suya, o sea, propiedad pensada, no lado intuitivo dado sensiblemente. Las propiedades pensadas se pueden, desde luego, proyectar después en el ámbito o mundo de lo real o bien en algún ámbito o mundo irreal. Sea o no justa esta conceptuación de Zubiri, lo más relevante para empezar es que los contenidos de las intenciones, sean de suyo, como puros datos fenomenológicos (puros objetos en el sentido del extraser de Meinong), lo que por lo demás sean, en una intención reciben sentido. Sobre su peculiar índole o esencia sobreviene ahora, y ésta es la condición esencial de los actos intencionales, un cierto sentido (de este modo justificamos la tercera base general del pensamiento de Husserl, en la sucinta exposición hecha por Zubiri). Podríamos decir que los contenidos psíquicos de los actos intencionales, cuando los consideramos en la reducción fenomenológica, en vez de ser aspectos de los objetos, elementos sensibles de los objetos, son sentidos de esos objetos y, en definitiva, propiedades pensadas de ellos. Sólo que nada es de suyo sentido, sino que, de suyo, cualquier algo es nada más que cierta esencia (a la que quizá se añada la facticidad de existir real o irrealmente). La condición de sentido (Sinn) es prestada a ciertos contenidos por la conciencia, por el acto intencional: el sentido «que yo le doy» a cierto contenido, escribe sencillamente Zubiri (414). 168
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Acabamos de ver cómo los objetos siempre son, ya de entrada, trascendentes a la conciencia y sus contenidos, porque no podemos intuir plenamente objeto real alguno (ni objeto irreal alguno). Los actos de referencia intencional sólo presentan este carácter de un modo decididamente inconfundible. Y más aún cuando su objeto o correlato (habremos de analizar bien, de inmediato, esta o) es un objeto no susceptible de aspecto alguno sensible, o sea, un objeto ideal. De hecho, si interpreto bien a Zubiri (que parece en bastantes casos preferir dejarnos en un punto de ambigüedad), son ideales los correlatos y muchos de los objetos de todos los actos intencionales o puramente referenciales. Pasemos revista cuidadosamente a las avaras noticias que Zubiri deja caer en su texto: Un acto lingüístico tiene por contenido cierto aspecto sensible (percibido o imaginado) que recibe, por obra y gracia del acto, el sentido de signo simbólico, de palabra que remite a un objeto ausente, una de cuyas propiedades está pensada en el sentido mismo con el que dota la conciencia a ese elemento sensible que usa para estos fines peculiares. Ya en este caso, pues, diferenciamos no sólo el acto, el contenido y el objeto, sino un cuarto factor, al que Zubiri llama el correlato, y que aquí es «el sentido de la palabra». Ciertamente, el sentido no es el objeto ni es tampoco el cuerpo sensible de la palabra, o sea, el significante, y menos aún es el acto; precisamente es lo nuevo que surge al surgir la novedad que es este acto. Por cierto, como el resto de actos intencionales, un acto fundado o de segundo orden, porque sin cosa-palabra sentida o imaginada, no hay acto de lenguaje (sin presentación de un algo que vaya a hacer las veces de significante lingüístico, no hay referencia). Dejemos a un lado si es o no apropiado llamar a este acto ya un pensamiento de un objeto, porque el sentido de la palabra sea siempre de alguna manera una propiedad pensada del objeto (una propiedad que jamás se podrá presentar en percepción ni en imagen). No es del todo decisivo dilucidar este punto para lo que principalmente nos interesa. Y es difícil no ver en él, por otra parte, un eco del modo en que capta Frege lo que quiere decir «sentido» —cosa que Zubiri podía conocer tanto directamente como a través de los textos de Husserl. La segunda clase de actos intencionales (de actos noéticos de segundo orden o de orden superior) recibe en Zubiri el nombre de comparación. Lo que se quiere decir se ve bien en cuanto atendemos al «correlato» que aparece al aparecer este tipo nuevo de acto: la relación. Desdeñando las enseñanzas del joven Husserl, Zubiri, mucho más cerca aquí de Meinong, sostiene (casi) explícitamente que las relaciones, en cuanto tales, 169
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son objetos esencialmente no sensibles, o sea, objetos de orden superior, sólo susceptibles de constituirse cuando la conciencia, lejos de sufrir la pasividad de una presentación o posición, ejerce la peculiar actividad de comparar (sobre la base de los objetos representados). Otra vez ocurre que la relación, constituida originariamente en el acto de comparación, no es exactamente el objeto de este acto: sólo se volverá objeto propiamente dicho de actos de orden todavía superior, que se vuelvan in recto a ella. En la comparación misma, el objeto es el ser-igual o no-ser-igual, por ejemplo, de un objeto respecto de otro (y ambos pueden estar percibidos o imaginados, o una se percibe y otro se imagina, o ambos se piensan meramente, o uno se piensa y el otro se representa...). Por muy naturalmente que se asocien los objetos, relacionarlos expresamente es cosa de la conciencia. El objeto en tanto que relato de una relación es ya siempre un objeto de orden superior. Llegamos así, por fin, al esbozo de la teoría de los actos intencionales supremos: los juicios, para los que, en cualquier caso, Zubiri comprendió la necesidad de ampliar mucho su doctrina en el trabajo inmediatamente posterior, seguramente incluso simultáneo desde el puro punto de vista de la concepción intelectual, que se convirtió a los pocos meses en su tesis doctoral madrileña. Tendremos, pues, que conformarnos con unas migajas, eso sí, muy interesantes, de una información que luego ampliaremos. Ante todo, el correlato del juicio, o sea, ese cuasi-objeto in obliquo que se constituye sólo gracias a la originalidad irreductible del acto de juicio, y que luego, en una posterior reflexión, podrá volverse in recto objeto de algún acto de orden superior (para el que carecemos, en este texto de Zubiri, de toda indicación apropiada —sea este punto anotado como un principio de crítica, al que seguirán bastantes más pronto—). El correlato en cuestión es la verdad (o la falsedad). El acto de juicio la constituye al consistir esencialmente en una afirmación, en un «rapport affirmative» (414). ¿De qué a qué? No puede dejar de sorprender la respuesta de Zubiri: de una proposición (o sea, de una frase, aunque quizá monoléxica) a la objetividad en general. Sólo la consideración de la tesis de doctorado puede ayudar a iluminar este enigma; pero lo que de él ya se deja tratar no enigmáticamente es que Zubiri ve en el significado peculiar del verbo ser la esencia del juicio. En éste, una cierta estructura objetiva, que contiene desde luego alguna relación (por ejemplo: «la rosa es roja», que contiene la relación de inherencia; o, lo que es lo mismo, el-ser-roja la rosa; y en donde un aspecto es explícitamente atribuido como inherente en él a un objeto), no sólo es pensada, no sólo está construida ante la conciencia, sino que está afirmada, o sea, creída 170
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en su ser (de cualquier tipo que éste sea: real o irreal o ideal). Creer que cierta estructura (cierto objeto estructural, decía Ortega en sus lecciones de 1915 sobre Sistema de psicología) es es referirla, con verdad o falsedad, o sea, adecuada o inadecuadamente, a «la objetividad en general», o sea, a la «existencia» en el sentido de Brentano (dividida luego en real, irreal e ideal). Mejor aún: es colocar a esa estructura en un mundo, ya sea real, ya irreal, ya ideal. Es extraña la vacilación de Zubiri: «una frase o proposición». El acto de juicio, que ha sido de entrada separado del acto lingüístico, no precisa, pues, la representación de palabras, pero sí, desde luego, la del objeto estructural el-ser-B de A (o alguno análogo, según las múltiples especies de relaciones que pueden servir para construir estructuras juzgables: si p, entonces q, etc.). Es, pues, más acertado, hablar en general de proposición y no de frase, entendiendo que la proposición es el objeto estructural en tanto que ya juzgado. Pero el objeto del juicio, en la profunda consideración de Zubiri (que veremos que debe aquí lo decisivo a Ortega), no es el objeto estructural mismo, no es el state of affairs o el Sachverhalt o la «situación objetiva» (que fue la propuesta de Ortega, acatada por García Morente y Gaos, a la hora de traducir el Sachverhalt de Investigaciones Lógicas). De nuevo es Meinong quien, conscientemente o no por parte del joven autor de nuestro texto, lleva el triunfo. Un Objektives, uno de estos objetos estructurales típicos del juicio, no es exclusivo, precisamente, de este acto. Zubiri no recuerda como debiera las Annahmen o assumptions de Meinong, que Ortega había tenido ya en cuenta a la hora de dilucidar, por su parte, este mismo asunto en sus escritos fundacionales de 1910-1915. Meinong había defendido que los Objektive de los juicios están ya plenamente constituidos, y como sus objetos, en los actos de mero suponer. Por consiguiente, el juicio, que tan distinto es de una mera suposición, no comparte el objeto de ésta. Hay que diferenciar el mero ser atributivo o predicativo, que encontramos en los Objektive básicos, en las proposiciones elementales, y el ser que se constituye por vez primera en el juicio: el ser de la aserción, de la existencia (real, irreal o ideal). Este ser existencial típico del juicio, privilegio sólo suyo, no es tampoco una relación, como seguramente lo es el sentido del ser predicativo o atributivo. Lo que expresa en una proposición, donde ni siquiera se escribe (en todo caso, habría de ponerse en su expresión formal como un índice de aserción, tal como hacía la Begriffsschrift de Frege y tal como de hecho proponía Brentano, pero nunca como un aumento de contenido que desarrolla el que ya hay en un Sachverhalt u Objektives), es únicamente que cierto objeto estructural se arroja en un mundo irreal o en el mundo ideal o, principalmente, en el mundo real. En la oscura 171
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frase de Zubiri, tal es el significado de esta «relación afirmativa entre una proposición y la objetividad en general». En cuanto al juicio evidente, incluso en el lugar de la Memoria en que directamente trata Zubiri de exponer la doctrina de Husserl, se nos recuerda que, como cualquier juicio, sigue siendo un acto intencional y no intuitivo. Precisamente esto es lo que conduce a que Zubiri no pueda decir exactamente que una determinada intuición de orden superior (una intuición categorial, como escribía Husserl) cumple o llena un juicio que estuviera «vacío». La palabra Erfüllung es traducida, de modo muy forzado e impropio, por «realización», lo cual no da ningún sentido comprensible. Decir que cuando el juicio es evidente es que se realiza su intención, hace sentido en el texto de Husserl, quien, de hecho, llega a usar esta misma expresión —pero no como sinónima de Erfüllung sino como un modo de captar las consecuencias de una intuición categorial sintetizada con una intención categorial no intuitiva—; pero la misma frase no hace ningún sentido en el texto de Zubiri porque en éste se salta por encima de la plenificación, del llenado intuitivo del juicio vacío. Es cierto que una intuición categorial referida a un Sachverhalt es un acto de realización individual de una verdad y que, por ello, debe entenderse ontológicamente la evidencia, al pie de la letra, como la vivencia de la verdad ideal (y al menos Zubiri, a diferencia de muchos, ve que este punto es capital en las Investigaciones husserlianas); pero si negamos precisamente que existan intuiciones de orden superior o categoriales, nos falta la pieza clave para poder hablar como lo hace Husserl.
6. El porqué de la fenomenología disidente practicada en la Escuela de Madrid La gran cuestión de los fenomenólogos españoles de la primera hora (convertida tanto para Ortega como para Zubiri y para gran parte de sus numerosos discípulos en la cuestión central de todo su pensamiento) queda así enunciada: el ser, la verdad, el juicio son términos en definitiva correlativos y todos ellos remiten a actos de orden superior o fundados. No pueden, pues, caracterizar a la relación primitiva del sujeto con el objeto, de la conciencia con su trascendencia. Para sorprender el auténtico tema de la filosofía primera, y precisamente de la filosofía primera que procede fenomenológicamente, o sea, libre de resabios e inconsecuencias tanto positivistas como neokantianas como psicologistas, es preciso descender hasta los actos conscientes de nivel ínfimo, de orden o grado cero. 172
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Allí nos tropezamos, si atendemos bien a lo que hemos leído en las descripciones y las doctrinas de Zubiri (transidas de la enseñanza de Ortega, como comprobaremos), con una alternativa. O bien nos quedamos con la conciencia espontánea, natural, prefilosófica, sólo que salvada, por decirlo así, filosóficamente (en algo próximo a la salvación del sentido común practicada casi simultáneamente, en modos tan diferentes aparentemente, por Moore y por Rosenzweig); o bien hacemos caso a lo que entendemos que es el fondo de enseñanzas común a los fenomenólogos, que se repliegan en la actitud reflexiva y suspenden la ejecutividad característica de la pasividad espontánea. Los fenomenólogos encuentran los aspectos y los contenidos en un más acá de la realidad espontáneamente aceptada que ellos interpretan que es el dominio de la certeza irrefutable. Ha sido la proyección a lo real (y a lo irreal) de estos contenidos, apoyada en que la conciencia realiza de suyo también actos noéticos de orden superior (intenciones, referencias, menciones...), entre los cuales figura el juicio, la responsable de la constitución del mundo (y de los mundos irreales y del mundo ideal). Una vez constituido el mundo por el juicio, la conciencia se acomoda, por decirlo de alguna manera, en él, y vive en adelante una espontaneidad y una naturalidad ya pre-judicativas, que la insertan a ella y a todo el espectáculo perceptivo (contaminado sensiblemente por la misma noción fundamental del mundo conteniendo cosas) en la realidad. Pero en el fondo estas espontaneidad, naturalidad y pasividad no son tales, sino olvidos, en una peculiarísima reflexión como invertida, de los actos que fundaron el mundo, la realidad, la irrealidad y la idealidad. La actitud natural es sólo un hábito empedernido: el mundo es el hábito de hábitos... Pero, por otra parte —volvemos a la otra rama de la alternativa—, decir todo esto es negar el carácter fundamental de los actos posicionales, pasivos, representativos. De ellos nació el juicio; de ellos nacieron el lenguaje, la comparación, la verdad. En ellos, pues, salvo que neguemos los principios mismos de la intuición fenomenológica, hay que reencontrar lo que ahora nos rinden pervertido por la falsa naturalidad. Hay una segunda inocencia que reconquistar para la teoría misma, no muy alejada de la que otros intentan lograr para el arte y la moral. Hay una noción primordial de realidad que suministra la percepción ya antes de todo juicio, de todo ser, de toda verdad. Ha de haber, pues, una constitución de algo así como el mundo (o no habría percepción de cosas sino sólo de aspectos, pues sin mundo no hay trascendencia objetiva) en la pasividad primordial de la protoposición de los objetos. ¿Necesitamos una conciencia que esté, sin embargo, más acá de toda realidad primordial? Pero ¿acaso no hemos dicho que la misma consti173
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tución de la conciencia es un resultado in obliquo de la constitución de lo real primordial? Por eso tiene mucho interés —si queremos apreciar el grado de explicitud con el que Zubiri sospechaba, por lo menos, desde su primer trabajo de aliento, lo que sería el tema común de toda la peculiar fenomenología antifenomenológica de los filósofos madrileños en torno a la Facultad de la Universidad Central— que volvamos, para concluir, a la exégesis crítica que Zubiri ofrecía de lo que entendía que era la teoría de Husserl, después de Ideas I, pero en congruencia básica con Investigaciones lógicas (de ahí la segunda edición contemporánea de este libro...), acerca de la naturaleza de la conciencia. Lo primero que debemos dejar bien sentado sobre este problema es que habrá que conformarse en él con una simple metáfora cum fundamento in re, y no pretender una completa, perfecta, objetivación de aquello que justamente es la condición que hace posible todo lo que conocemos. Lo segundo es que Husserl ha extendido la noción de intencionalidad a los mismos actos presentativos, porque ha defendido que sólo la pura intención de conciencia proyecta el aspecto fuera de ésta, es decir, lo dota siempre de sentido, de dirección a aquella significación o referente suyo que es el objeto. Y en este punto desearíamos absolutamente que Zubiri fuera más claro: ¿se separa él mismo de Husserl? ¿Acaso acepta esta doctrina de la universal presencia de las intenciones en lo noético (como es evidente que Husserl enseña ya en Investigaciones)? Hemos de suponer que Zubiri no aprueba este giro del problema, cuando se ha dedicado a ofrecer una descripción bastante personal de la esfera de los actos noéticos, muy inspirada en Ortega. Acabamos de explicar cómo habría que concebir, por contaminación de la actividad de orden superior noética, el nacimiento de la actitud natural; pero contradiría a todo lo que lleva escrito Zubiri hasta aquí la idea de que, una vez situados en esta actitud mal llamada natural, las percepciones y las imaginaciones fueran actos de referencia, de orden superior. No otra cosa ha de significar el reproche más claro que Zubiri hace a Husserl: haber llevado demasiado lejos el carácter autónomo de la intencionalidad, hasta un cierto idealismo (417).
7. Las enseñanzas noológicas de Zubiri en su tesis doctoral Es evidente que no podemos abandonar el estudio de las doctrinas del joven Zubiri sin antes haber tomado debidamente en cuenta si su tesis 174
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doctoral madrileña repite o amplía o cambia cuanto hemos observado y deducido de la Memoria francesa. Es ya claro que Zubiri (como antes Ortega) recibe desde el principio la fenomenología no sólo como un nuevo objetivismo sino incluso como un realismo perfectamente poskantiano y que no repite los problemas de ingenuidad, de falta de fundamentación, que afectaron al realismo prerrenacentista o, sencillamente, prekantiano. Entre otros factores decisivos, la consideración de la conciencia como puro acto noético o afectivo, pero no como sustancia o cuasisustancia, impide de entrada hablar de ella en esos términos próximos al idealismo que no gustaban a Zubiri pero que se encuentran en los lugares centrales de las Ideas de Husserl: la conciencia, entendida como totalidad noético-noemática, es una «esfera de ser cerrada» en y sobre sí misma. En verdad, la tesis aparentemente infundada de Sobre la esencia, que convierte a la conciencia en la perspectiva de Husserl en la esencia de las esencias, está casi por entero anticipada en la misma Memoria francesa de 1921: si los aspectos y los sentidos, o sea, los contenidos, admiten, exigen, mejor dicho, ser vistos a la luz de la reflexión filosófica como entidades virtuales fundadas en la entidad de la conciencia, de ninguna manera se puede entender que esta conciencia sí sea un hecho. Ha de ser virtualidad también ella, preser, extra-ser, pre-objetividad; virtualidad fundamental respecto de la virtualidad de los contenidos o nóemas. En realidad, Sobre la esencia no va más allá de reiterar esta afirmación, aunque quede muy oscurecida por faltarle allá los soportes descriptivos y los andamios metódicos que hemos conocido en los textos de 1921. Toda esa región de virtualidades fundamentales y fundadas se realiza o no en determinadas realidades, respecto de las cuales no deberíamos decir nada que tomemos de las ontologías antiguas (del realismo prekantiano o del idealismo kantiano y poskantiano): no debemos, por ejemplo, tratarlas como sustancias o accidentes, pero tampoco precisamente como individuos, a pesar de que una realización de una relación virtual (de la conciencia a su objeto a través del contenido) tienda casi obligadamente a hacerse pensar como un individuo de una especie (que no sería otra que la tal entidad virtual compleja). Y Zubiri, como señalé antes, nota muy bien que Husserl se ha referido a la relación entre los actos temporales de juicio evidente y la verdad como a un caso de individuación de una especie. Claro que el Husserl de las Investigaciones lógicas era decididamente realista, como Brentano, y de un tipo de realismo que tendría que llamarse ingenuo y prekantiano, siempre que se reconozca en Kant una superación (y no una filosofía mal fundada, como Brentano belicosamente había sostenido in partibus infidelium). 175
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Las Ideas de Husserl señalan claramente el paso a una teoría mucho más cauta acerca de qué se pueda decir ontológicamente de la conciencia y de la relación capital entre sus actos y sus correlatos noemáticos. Seguramente, la cautela no era aún bastante. La obra posterior, titánica, digna a veces de Sísifo, que llevó a cabo el viejo Husserl, es el mejor testimonio de las dificultades que afectan a este punto absolutamente básico para la fenomenología. Otro tanto hay que decir, desde luego, de las respuestas de Heidegger o Merleau-Ponty, de Henry o de Levinas. Pero en este sentido sí se debe hablar de una anticipación sumamente interesante en los pensadores madrileños, en el círculo de Ortega. Tendremos que matizar la cuestión de si coinciden o difieren los realismos de nuevo cuño del joven Zubiri y de su maestro, a la altura de 1921. Pero su común carácter central, nada moderno y muy siglo XX, como gustaba de decir Ortega, nos lleva a admirar la perspicacia de quienes penetraban tan crítica y hondamente en las nuevas enseñanzas de la fenomenología como para no poder evitar la extraña conciencia de estar sobrepasando en muchos puntos a Husserl precisamente por haberlo seguido en muchos otros. Se trató, en efecto, como voy justificando poco a poco, de una recepción de la fenomenología de Husserl que, con razón unas veces y sin razón otras, tuvo que entenderse desde el primer momento a la vez en el modo extraño de un rechazo y hasta de una efectiva superación. La primera novedad de la tesis madrileña es muy significativa (aunque hay que hacer constar que aparece en la publicación de 1923 y no figura en la redacción primitiva de 1921): se reconoce de principio la legitimidad de regresar a la terminología escolástica que permitía, desde luego, hablar de cosa diferenciada de objeto (123). Éste es, sin duda, todo aquello que es «término de un acto de conciencia» en cuanto tal; la cosa, en cambio, en definición incorrecta pero eficaz, es «el objeto en cuanto no está presente a la conciencia». (Naturalmente, el resto de la doctrina clásica de los escolásticos consiste en recordar que cosa es la castellanización de causa, porque la causa de la objetividad del objeto es la realidad primordial de la cosa fuera y antes de la subjetividad o alma. Veremos hasta qué punto la reintroducción de la palabra «cosa» se debe o no a algún eco de esto mismo). En el marco de esta ampliación de la terminología fundamental, «aspecto» se reemplaza por fenómeno, como tanto convenía para enlazar de manera natural las propias descripciones con la fenomenología. Así, diremos ahora que un objeto tiene muchas facetas o muchos aspectos, todos susceptibles de hallarse presentes a la conciencia, sólo que, por regla general, no quepa que todos simultáneamente se den de manera 176
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directa. Precisamente definimos fenómeno como el aspecto del objeto «patente inmediatamente a la conciencia» (124), en el acto que continuamos denominando intuición. Añadimos, sin embargo, respecto de la intuición misma, que ella, como tal, prescinde por completo del «carácter de realidad» del fenómeno. Con esto no hacemos sino acercarnos más clara y explícitamente al principio de todos los principios que enuncia Husserl en Ideas I, el cual recuerda los derechos epistémicos absolutos, inalienables, de la intuición que de verdad es tal. Evidentemente, Zubiri entiende que sólo puede poseer estas calidades una intuición fenomenológicamente depurada, o sea, tras la reducción, tras el cambio de actitud (de la natural a la filosófica, que es, por cierto, la fenomenológica). Ahora, además, leyendo con más atención las doctrinas de Ideas, Zubiri achaca la reducción fenomenológica (esta vez no evita nombrarla) al acto de neutralización, que se describe como la puesta entre paréntesis, el dejar en suspenso, el prescindir, de la realidad del objeto percibido (aun cuando la percepción así neutralizada sea no sólo «normal» sino incluso «verdadera») (125 s.). De aquí que, en un modo más conciso, que ya literariamente es típico del Zubiri maduro, pueda éste compendiar en tres los factores del «análisis fenomenológico»: la reducción, la intuición y la ideación (reformo yo el orden, porque los dos primeros aparecen invertidos en el texto que interpreto). De hecho, la ideación es una simple conciencia de generalidad, de universalidad, propia ya de la esencia de algo. Como el fenómeno reducido e intuido ha «perdido solamente su realidad» pero nada de su contenido, y como todo ser real posee dos momentos fundamentales, que son su esencia y su existencia (177), el fenómeno fenomenológico es ya de suyo pura esencia; de modo que la ideación no significa en verdad sino la plena toma de conciencia de que lo intuido en este caso concreto se puede repetir (y se puede volver a intuir) en infinitos otros casos concretos posibles. Zubiri puede ahora también exponer brillantemente por qué la fenomenología no se dedica a explicar nada, por qué la explicación (Erklärung) no es el cuarto factor de su método. Y es que explicar quiere decir descubrir las condiciones que hacen posible que determinado objeto surja en el mundo de las existencias; y para ello es preciso acudir siempre a algún objeto existente que no es, por cierto, este mismo, reducido a puro fenómeno esencial, que ahora intuimos. Un avance grande sobre la Memoria se anuncia en las direcciones posibles que afirma Zubiri que puede tomar la explicación. En efecto, explicamos cuando abrimos intelectualmente la posibilidad de que un objeto se inserte en algún mundo, entendiendo por «mundo» un preciso 177
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ámbito de existencias. Y hay un mundo vital, un mundo de la ciencia y un mundo metafísico; o sea, un mundo de la historia y las personas, otro de las construcciones hipotéticas de la razón y otro de la hipótesis de la divina creación. Obsérvese que la noción de mundo es situada de entrada en el dominio extrafenomenológico, en el terreno de las causas (lo que induce seguramente a hallar una noción más próxima, intermedia entre el mundo y la soledad de las esencias intuidas una a una, como, por ejemplo, campo, que ciertamente no figura en el repertorio terminológico de Zubiri entre 1921 y 1923). El mundo es siempre cosa de la actitud natural o del regreso desde la fenomenología a su peculiar naturalización (si nos servimos de un término del viejo Husserl), pero nunca asunto de la fenomenología misma. No tiene sentido referirse a mundo sin referirse a existencia. No sería correcto hablar de un mundo de los fenómenos o de las esencias, de un mundo ideal o puramente inteligible3. Detengámonos más en la incipiente ontología presentada por Zubiri ya en la Tesis. Saltará a la vista el problema esencial del carácter fundado del juicio, la verdad y el ser, y, sin embargo, la lucha por entender que también de alguna manera, si la verdad es la verdad, el ser se halla en el terreno de los actos fundamentales. Efectivamente, el ser es o real o virtual, y el ser virtual es o imaginario o ideal. La clasificación no es, pues, exactamente la misma que en la Memoria, así que tenemos que suponer alguna distancia, alguna maduración, entre la redacción del texto francés de ésta y el español de la Tesis.
3. En p. 172 se nos dice que el concepto de cosa es esencialmente explicativo. Comprobamos, pues, cómo en verdad cosa es causa y por eso ha venido aquí a la pluma de Zubiri. Y todavía nos lleva mucho más allá la página siguiente, 173, en donde la relación de conciencia, la relación nóesis–nóema, se entiende, sin mayores problemas, como fundada en la relación (que sólo podríamos calificar de real) entre el yo y la cosa. Hay ahí dos seres, dos objetos, que no dejan de ser lo que son por entrar en esta peculiar relación. La nóesis, el «aspecto noético», no es sino la «formalidad relativa del yo» en este caso; el «aspecto noemático» es, por su parte, la «formalidad relativa de la cosa» en el mismo caso de haberse trabado entre el yo y la cosa esta peculiar relación que es la intencionalidad: una relación no real sino virtual (y como no es imaginaria, habrá que decir que es ideal...), sólo que ninguno de sus apoyos es ideal, aunque, por lo visto lo sean sus relata; lo que nos lleva a perfecta perplejidad respecto de cómo una realidad —el yo— pueda tener un aspecto virtual —el acto de conciencia— que, a su vez, se relaciona virtualmente con un aspecto virtual que tiene, del lado del término de la relación, cierta cosa real. Obtenemos un galimatías incomprensible, del que el lector no es precisamente responsable. Y con esto venimos a decir que, en verdad, para el joven Zubiri las explicaciones pueden, por lo visto, ser literalmente verdaderas, lo que las hace de inmediato superiores epistémica y ontológicamente a las descripciones fenomenológicas.
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Cada vez es más patente lo que se quiere decir con virtual. Antes era ese modo de estar presente algo más acá de la realidad o la irrealidad; ahora es la característica ontológica misma de todo cuanto está afectado por la reducción fenomenológica y su acto de neutralización: la esencia, el fenómeno puro, que, muy avicenianamente, por cierto, no debemos considerarla ni un individuo ni un universal (equinitas est equinitas tantum), ni una realidad ni una posibilidad; pero sí algo, un ser, «intrínsecamente anterior a toda existencia e independiente de ella». La realidad está caracterizada por la existencia en el tiempo y quizá también en el espacio. La virtualidad, por tanto, como la división es dicotómica, por la no existencia en el espacio y el tiempo. Sucede que esta no existencia puede, sin embargo, ser o bien necesaria intemporalidad o bien, en cambio, temporalidad meramente posible (por muchos que sean los grados de tal posibilidad). Ése es el criterio para diferenciar lo ideal de lo imaginario. Al prescindir de la existencia, no siempre se prescinde también de la condición temporal y espacial4. Desgraciadamente, existe una falta profunda de claridad que no permite que logremos aunar todas las declaraciones ontológicas del joven Zubiri. Esta oscuridad tiene que ver con lo que hay de sutilmente defectuoso en su comprensión de la reducción fenomenológica. Y aunque el asunto nos debería llevar lejísimos, esta vez no tengo más remedio que rozarlo y cortar en seguida sus derivaciones, pero no me es posible silenciarlo del todo. Me refiero a que de hecho Zubiri ha identificado el fenómeno de la intuición con la esencia, o sea, con el ser virtual ideal. Ese fenómeno no es real; se ha obtenido prescindiendo precisamente de su realidad (o sea, de su existencia en el espacio y el tiempo). Husserl no describe nunca así los fenómenos puros, y por eso, para él, pese a lo que se ha repetido abundantemente en la fenomenología española, la ideación no está ya 4. En p. 155 deja caer Zubiri, algo misteriosamente, que «la matemática moderna muestra que la tesis de que no hay más ser real que el existencial es un prejuicio falso». Ha de ponerse en relación esta frase con el extraño texto de p. 177 en el que se adjudica a las esencias cantidad (espacial y temporal) y cualidad («pura o cuantificada», psíquica o física). Sabemos, además, que la matemática es una disciplina fundamentalmente fenomenológica, según el joven Zubiri. Queda, sin embargo, en pie el problema de que, aunque el ser real o existente tenga esencia y existencia y, por ello, la consideración de su mera esencia pueda entenderse como el hallar dentro de la realidad algo no existencial, a renglón seguido se nos dice, repito, que las esencias son seres virtuales. Comprendemos que la declaración es imprescindible, porque también se afirma que son intrínsecamente anteriores a toda existencia e independientes de ésta. ¿Es que debemos decir que una esencia, considerada a priori respecto de la existencia, es un ser virtual y considerada a posteriori respecto de la existencia es un ser real? ¿Con qué definimos entonces la realidad?
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alcanzada con la intuición pura, dentro del marco de la reducción fenomenológica. Es muy de verdad un tercer momento, y no sólo una explicitación del primero (del único: la intuición). El fenómeno puro, muy al contrario, es para Husserl, con toda la razón descriptiva del mundo, un objeto temporal, sólo que su tiempo no es el del mundo de la vida, ni el del mundo de la ciencia; ni siquiera es el mismo tiempo (tampoco vital ni científico) del acto noético cuyo correlato es. Existe una temporalidad estrictamente fenomenológica, incluso escindida en dos modos temporales: la temporalidad noemática y la noética; y hasta existe la temporalidad de la misma pura conciencia de temporalidad. Pero jamás habría admitido Husserl que los fenómenos, en la reducción, ya que no son reales, en el sentido de Zubiri (ni en el de Husserl mismo, o sea, pertenecientes al mundo de la vida), son imaginarios. Ni ideales (salvo algunos, claro), ni imaginarios. ¡Tiempo no es ya siempre tiempo real5! Si intentáramos, por otra parte, poner de acuerdo a Zubiri con él mismo (perdónese la petulancia: al fin y al cabo, sólo concierne a un Zubiri jovencísimo...), manteniendo que la virtualidad propia de los fenómenos fenomenológicos es la idealidad, entonces nos ocurre que debemos admitir, pese a todo, idealidades imposibles, o sea, nuevos irrealia que no encontramos por ninguna parte en la demasiado sucinta clasificación ontológica de esta Tesis. Claro que hay nóemas que son en verdad objetos imposibles, irreales de aquellos en los que se ha complacido la investigación de «teoría del objeto» meinonguiana. Zubiri, además, debería haber
5. Cerraré toda posibilidad de escape a un crítico que insista en que la diferenciación de los tres momentos del método fenomenológico, reproducida por Zubiri, elimina de entrada la legitimidad de entender que realmente no hay más que una unidad. En p. 174 describe así Zubiri la reducción: la verificación del «análisis fenomenológico» exige que, para empezar, realicemos un acto cualquiera de conciencia. Se entiende que esta realización es natural. Hay, pues, que configurar luego el acto, que variarlo, que operarlo y cambiarlo: «lo dejamos en suspenso respecto de su eficacia vital» (o sea, respecto de su capacidad de sumergirnos en el mundo vital, en el mundo de las cosas precientíficas, de las hipótesis explicativas del hombre de la calle, del hombre de la vida natural. Pues bien, esta suspensión de la eficacia vital del acto natural de conciencia se describe a continuación así: «verificamos sobre él una abstracción, una ideación abstractiva». Nada más comprensible: estamos restándole a su objeto la realidad, que es su determinación espacio-temporal... Otra cosa muy diferente sería si lo que de verdad hacemos en la reducción fenomenológica no fuera eso sino desprender la cosa dada (el nóema) del contexto del mundo como suelo último de su sentido. La historia española de la fenomenología habría sido muy distinta si en ella se hubiera prestado atención profunda a las enseñanzas de Husserl sobre la conciencia del tiempo, que, al fin y al cabo, aunque no desarrolladas, estaban incoadas en las Investigaciones y, con otro sentido general, iniciadas efectivamente en Ideas.
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sostenido, si quería hacer al menos un vigoroso intento por cerrar brechas problemáticas, que todos los seres virtuales absolutos son ideales, mientras que entre los seres virtuales relativos habrá que ver cuáles son, tomados globalmente, imaginarios, aunque siempre fundados en seres ideales. Y es que, además de la división general del ser que acabo de trascribir, hay que tomar en consideración otra, que antes, sólo meses antes, se dejaba en los términos de fundamental y fundado, pero ahora se recoge en los nuevos, más apropiados, menos directamente tomados de Meinong, de ser absoluto y ser relativo. El primero es el que se define por sí mismo; el segundo, el que sólo puede ser definido si hacemos intervenir en la definición al menos dos seres6. Yendo aún más a lo generalísimo de esta breve ontología del Zubiri joven, recogemos la información de que, como la existencia es «sólo uno de los diversos modos de la objetividad», objetividad y ser vienen a coincidir. ¿Acaso la conciencia, que es condición de posibilidad de la objetividad, escapará, entonces, a la ontología o, a lo sumo, se dejará concebir (y enredar) por ésta in obliquo y metafóricamente? La Tesis ha suprimido las cautelas: la conciencia no es una realidad, pero sí que es «pura virtualidad» (176). Todo, absolutamente todo, se deja coger en las mallas de los conceptos ontológicos, incluido el ser más escurridizo, que es el sujeto precisamente tomado como sujeto de actos de conciencia. Y ya hemos tenido oportunidad de observar que la tesis, ahora ratificada con solemnidad, del carácter de ser u objetividad virtual que posee la conciencia, es bastante para descartarla como sustancia posible y, por lo mismo, para cercenar la posibilidad desde la que en seguida crece el idealismo. Pero también hemos observado qué extrema debilidad adquiere por momentos la fenomenología en la trama general de las ideas de Zubiri. Para revisar adecuadamente la doctrina sobre la conciencia, en cualquier caso, haremos bien en interpretar con detalle los análisis básicos de actos concretos, empezando por la percepción. 6. Vuelve a cometer Zubiri un error al decir que en los seres relativos entran, por cierto, necesariamente relaciones, y que éstas son reales, imaginarias o ideales según sean respectivamente los seres no relativos entre los cuales se traman. No veo modo alguno de que exista un ser absoluto que sea imaginario, en el sentido de este texto (donde equivale a irreal). Tampoco cabe que una relación sea ella misma imaginaria, puesto que, en su simplicidad peculiar, sólo cabe que sea real o ideal. Eso sí, el ser relativo y complejo que por ella se construya, por mucho que esté basado en dos o más realia o idealia, será, sin duda, imaginario, si mediante una relación inapropiada para la índole de sus relata es como «comparamos» éstos.
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En la Tesis está vista con relieves que desconocía la Memoria, justamente porque se intenta hacer justicia al hecho de que, pese a la propia opinión de Zubiri (alumno de Ortega), Husserl sostenía la intencionalidad de este acto fundamental. Así, Zubiri admite ahora que en un acto perceptivo se hace preciso distinguir la materia y la referencia (incluso ahora, Zubiri no desea limitarse a reproducir lo que Husserl dice, e interpreta muy a su modo personal qué sean hyle y nóesis en el texto de Ideas I). La materia, que, desde luego, está siempre cualitativa o intensivamente determinada, es la síntesis de las «propiedades directamente percibidas», tales como, por ejemplo, el color, la forma... Por la referencia, en cambio, «toda la materia es proyectada en un mundo trascendente», como hacia un «núcleo» que constituye «el objeto propiamente tal» (166), y en ese mismo ser proyectada «la materia adquiere la forma de realidad». Otra vez tenemos, pues, algo anterior a lo real y directamente «percibido», que, de no reunirse, como quiera que ello suceda, con nuestro pensamiento de la trascendencia del objeto, no sufriría esa referencia, esa proyección, que lo vuelve real. Y de todo esto nos percatamos muy bien cuando corregimos una alucinación, porque entonces dejamos de referir la materia al objeto, o sea, deja la materia de ser real. Por cierto que este acto de pasar de interpretar otro acto que vivíamos como una percepción a aceptar que no es sino alucinación, resulta de nuevo absolutamente equiparado a la reducción fenomenológica. Si la introspección no merece todavía este nombre de tanto ringorrango metodológico, es, otra vez, tan sólo por su carácter de hecho aislado. Zubiri prefiere aferrarse a una manera aparentemente mucho más técnica de tratar la diferencia: ésta es la que media entre la reflexión psicológica y la ontológica, nos repite; sólo que ahora describe el fruto de la reflexión ontológica como el lograr dirigirse a «la cualidad intrínseca del medio intencional absolutamente considerado» (170). Pero reconoce en la página inmediatamente anterior que también la introspección se queda «frente por frente al medio intencional» en que creíamos antes —con razón o sin ella— conocer el objeto. Ya en la introspección, por más que esté volcada en la consideración del hecho de que «mi sujeto viva un fenómeno de conciencia», el medio intencional se vuelve objeto y el ser real del objeto, a una con el ser real de todas sus propiedades, deja de ser existente y pasa a ser virtual. Para hacer fenomenología basta, en realidad, con ser sujeto de alucinaciones alguna vez, o, simplemente, de ilusiones perceptivas..., siempre que se persista en la enseñanza que de este hecho molesto se extrae. Claro que si la materia del acto se desrealiza ahora, por efecto de la reflexión (lo mismo da que sea ésta psicológica u ontológica), lo que 182
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continuamos «percibiendo directamente» sigue siendo un fenómeno (y, de paso, un ser virtual). Zubiri no puede soslayar, llegado a este punto, que también a él le afecte por un instante el prejuicio a favor de lo real: ¿está este fenómeno incluido en la realidad del sujeto, o sea, en el contenido de la conciencia? Porque no está, por lo que parece, incluido en ninguna otra realidad, si hemos sido víctimas de la ilusión, el sueño, la alucinación (o si hemos vivido un acto de fantasía). Y la respuesta consiste en diferenciar ahora algo del todo nuevo, que es pena que no haya perseguido Zubiri, ya que lo habría puesto en la dirección correcta: la que lleva a la conciencia del tiempo. Esta respuesta que digo propone distinguir la materia del acto como fenómeno y como contenido: «el color es extenso, mi contenido es inextenso; el color es uno, los contenidos se multiplican...» (168). Ahí era el momento de definir con precisión lo que Husserl también llamaba materia, hyle de la conciencia, justamente descrita con el mismo ejemplo. Pero no era la realidad de la conciencia lo que interesaba a Zubiri, sino su virtualidad. ¡Gran lástima que no dispusiera de más conceptos ontológicos y de más matices sobre el fenómeno del tiempo, de modo que hubiera podido aceptar la temporalidad y la individuación del acto de conciencia, sin por ello perder lo esencial de la correlación entre acto y objeto! Leemos en p. 181 que «la conciencia es una forma intencional que se inserta sobre una materia que es un contenido de conciencia», el cual está «muy oscuramente dado en la intuición fenomenológica» (que esto es lo que queda en la Tesis de la idea de la Memoria sobre cómo la conciencia sólo puede concebirse con el auxilio de las metáforas). Ahora entendemos con precisión perfecta cada palabra de este resumen, de esta doctrina «sintética», como dice el mismo Zubiri, sobre el problema central de la fenomenología. Como si la conciencia intencional no pudiera ser sino conciencia de lo trascendente, hipótesis y construcción de realidad; mientras que la conciencia dentro del paréntesis de la reducción habría perdido precisamente su intencionalidad, su «forma» o «referencia» o capacidad de proyección hacia un mundo (el carácter ejecutivo que constituye la objetividad, bien como realidad, bien como fantasía, bien como idealidad).
8. Neoaristotelismo La conclusión que debemos extraer de todo esto es la siguiente: la originalidad de Zubiri consistió, sobre todo, en la idea de que el carácter eidético de la correlación entre el acto y el objeto (la nóesis y el nóema), 183
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exigía entender como esencias, o sea, como virtualidades, los dos polos que la constituyen. Pero, por grande que sea la potencia de inteligibilidad que lo virtual aporta, nada puede reemplazar a la realidad y a sus modos peculiares de explicación (de autoexplicación). La conciencia de los fenomenólogos es sólo virtualidad y no realidad. La vida, en cambio, es causalidad inmanente, «movimiento cuya causa es intrínseca al ser que se mueve y cuyo efecto permanece en él» (195). Aprender a ver y a leer la conciencia equivale a reproducir, con una perfección metódica de la que nunca antes se había dispuesto, el ámbito de lo esencial: el campo inteligible por el que los innumerables discípulos de Avicena se mueven ágilmente. La conciencia es, como condición de posibilidad de todo aquello (lo esencial) que es, por su parte, condición de posibilidad de todo lo que existe, esencia de la esencia, posibilidad de la posibilidad. La tesis famosa de Sobre la esencia está de hecho en las páginas escritas por Zubiri cuarenta años antes. Ahora bien, falta al ámbito de las esencias, al ámbito de la conciencia y todos sus correlatos posibles, a este pre-mundo de claridad perfecta, objeto de la intuición pura, la realidad y la vida, el acto de existir, la profundidad oscura de los sujetos, el «fondo sustantivo» (195) y, en definitiva, el orden de las causas, que es el único que, aunque hipotético y constructivo de mil modos, explica efectivamente algo. La claridad esencial de la visión fenomenológica es comparable a la presencia de los árboles y a la ausencia del bosque. La luz es ofrecimiento de y desde la tiniebla. El fenómeno, el juego entero de las apariencias y los objetos y la conciencia, es sólo la cara limpia del reverso dionisíaco: de las cosas opacas, de lo real, de lo divino y lo personal. Sin la definitiva conquista del orden de las esencias, es imposible sostener la esperanza de cualquier iluminación del orden de las existencias. La fenomenología es la antesala de la metafísica, es ancilla scientiae realitatis. Nada más absurdo que la reciente (en 1921) tendencia de Husserl senil: convertir a la conciencia y sus correlatos en el dominio y hasta en el sujeto efectivo de la filosofía primera. Como si la potencia pudiera preceder al acto; como si la posibilidad, siempre, fuera anterior a la realidad, y el contenido ideal de la inteligencia, superior a la misma sustancia real de lo divino. El viejo Brentano había terminado su extraordinaria carrera filosófica adoptando un nuevo reísmo que él leía como la legítima secuela de Aristóteles en la modernidad; el joven Zubiri comienza la suya rindiendo tácito homenaje al mismo viejo maestro.
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7 ORTEGA COMO MAESTRO DE ZUBIRI EN FENOMENOLOGÍA
Quizá no se haya prestado aún la suficiente atención a la hondura del discipulado in phaenomenologicis de Zubiri respecto de Ortega. Y precisamente la lectura que acabamos de hacer de los ensayos primerizos de Zubiri (ya tan maduros en cierto sentido, testimonios de gran confianza en la fuerza de la propia posición —sobre todo, porque se la sentía y sabía compartida por un maestro digno de todo crédito—) nos sitúa en óptima perspectiva para dilucidar esta cuestión. Por cierto que su interés sólo secundariamente es histórico. Las hermosas páginas de Ortega en búsqueda de su personal filosofía tienen, entre otras virtudes, la de impedir la caída del intérprete desde el plano de la teoría pura al del relato de los hechos contingentes. Es sabido que, desde 1982, contamos con una interesantísima ampliación del legado literario de Ortega gracias a la publicación, debida a Paulino Garagorri, de un curso de 1915-1916 sobre Sistema de psicología, al que acompaña un fragmento de ensayo, datado en 1913, puesto bajo el título Sensación, construcción, intuición. Procedo ahora a la interpretación de la filosofía del joven maestro Ortega entre 1913 y 1916, comenzando por las mencionadas lecciones y acogiendo luego dentro de este capítulo las enseñanzas tanto del texto inacabado como las contenidas en la serie (asimismo inacabada, pero ya publicada en 1913) Sobre el concepto de sensación y las paralelas de Meditaciones del Quijote (donde importa mucho considerar, además de la muy célebre Meditación en La Herrería escurialense, preliminar de otro libro también dejado sin acabar, la dedicatoria general «Al lector...»).
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I. FENOMENOLOGÍA Y REFLEXIÓN EN EL SISTEMA DE PSICOLOGÍA DE 1915-1916
1. La filosofía primera La filosofía es la técnica de la precisión conceptual, definida de una manera general; pero importa extraordinariamente circunscribir qué sea, además, la filosofía primera, o sea, cuál es el campo de sus trabajos, que se entiende que deberán realizarse con un método para el que sea decisivo no partir de supuesto alguno, o sea, no partir como parten los saberes segundos (las ciencias). La filosofía primera estará supuesta de algún modo en la labor de todas las filosofías segundas. Éstas, las ciencias, además de los periodos de desarrollo normal de su construcción, conocen dos momentos, al menos, en los que se hace patente su carácter de particulares, que nunca de independientes respecto del resto de las ciencias y, sobre todo, de la filosofía primera. Estos momentos son el de su primera creación y el de sus crisis. Más sutilmente, en cada paso depende la ciencia particular de la filosofía, puesto que lo da siempre confiando en las verdades generales de la lógica formal y, más aún, en aquellas verdades que se refieren a las condiciones de posibilidad, a la esencia, de cualquier teoría en absoluto (condiciones entre las que figura muy destacadamente la idea adecuada de lo que sea la verdad). Y es que tanto al nacer como al sufrir una crisis de crecimiento, la ciencia particular necesita echar raíces o reacomodarlas en un territorio que queda ya luego siempre a sus espaldas o como por debajo de sus construcciones, y ese territorio no es, en principio, privativo, justamente, de ninguna ciencia particular, sino común a todas las ciencias posibles. Al haber hablado de condiciones de posibilidad y de esencia, hemos dejado dicho que la filosofía es siempre ciencia de posibilidades o idealidades, mientras que las ciencias particulares lo son de realidades1. Por otra parte, Ortega —todas estas anteriores son ya también afirmaciones suyas— sostiene que nada, en el conjunto grandioso de la historia, vista sobre todo como historia de la cultura, acontece por casualidad; y que es en la ciencia donde se muestran con mayor precisión las fermentaciones secretas y el sentido de los cambios de la cultura, o sea, el sentido del final de cada época. Una tercera convicción global, de historia universal de la cultura, o, como él ya hubiera dicho, propia de un sistema de la 1. No subrayaré siempre, por respeto al lector, las influencias evidentes de las ideas de Ortega en las de Zubiri. Sin embargo, obsérvese, en este caso preciso, cómo un determinado comentario de Ortega a Husserl resultará sutilmente invertido en su significado cuando Zubiri haya ajustado sus cuentas con la filosofía fenomenológica.
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razón vital, es que 1915 ocurre en el paso de una época a otra, es decir, en el cambio de unos dioses por otros y, en este sentido, en una fase histórica en la que Europa carece de dioses. Tiempos así, por cierto, pueden y suelen ser fases de auténtica enfermedad mental ambiente. Los dioses que han muerto son los del subjetivismo o idealismo, que nacieron cuando murieron, a su vez, los del viejo realismo antiguo y medieval. Los dioses nacientes son, precisamente, los que alumbran ese sistema de la razón vital, sólo dentro del cual, como máxima filosofía primera o como metafísica, sitúa realmente Ortega los otros saberes estrictos a los que denomina constantemente partes de la filosofía primera. La característica que señala a estos nuevos dioses es, para empezar, su condición de inseparables gemelos. Ya no serán el dios ni la Physis ni el Ego, sino que lo serán la Conciencia y el Objeto, dii consentes. Como no estamos en absoluto en momento de aurora de la ciencia, lo que corresponde, sin duda, a nuestra época, a 1915, es ser un tiempo de crisis. Y la crisis en una ciencia cualquiera viene suscitada por la aparición de ciertos problemas nodales, que no son sino ciertos nuevos fenómenos problemáticos. Con estas palabras nos referimos a fenómenos que se revelan según los principios y métodos de una ciencia, pero que no sólo los ponen en cuestión sino que, en realidad, ponen también en cuestión los que rigen para el resto de las ciencias de una época, o sea, que someten a interrogación radical las bases mismas de un régimen de cultura. Pues bien, el más interesante de tales problemas nodales es el que hostiga a la psicología contemporánea: la definición precisa de lo que sean los fenómenos psíquicos, que es un asunto que se dejó realmente atrás, confiada e ingenuamente, cuando, apenas medio siglo antes del momento en que Ortega habla, se constituyó la psicología en ciencia particular. Pero antes de entrar en faena a propósito de este problema nodal de una ciencia particular, conviene recordar cómo toda ciencia trabaja aceptando siempre que existen dos planos de realidad o, mejor, objetividad, que quedan desde el principio conceptuados como siendo, respectivamente, el del ser fenoménico y el del ser real: el nivel de las apariencias inmediatas y el nivel de los supuestos que se piensa para explicar desde ellos la regularidad fenoménica. Antes decíamos que la filosofía es ciencia de posibilidades ideales, mientras que las filosofías segundas o ciencias particulares lo son de realidades. Ahora hemos circunscrito mejor este segundo concepto diferenciando en el ser real el plano de lo fenoménico y el plano de lo que se supone, por construcción noética, que es lo auténticamente real. Pues bien, los fenómenos reales pueden, en principio, ser psíquicos o ser físicos, supone Ortega (aunque en más de una ocasión recuerda 187
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él mismo cómo existen fenómenos matemáticos, por ejemplo)2. Cualquier construcción responsable de la ciencia exige, mucho antes de que se acuda a la realidad auténtica desde la que explicar los fenómenos, una cuidadosa fenomenología del dominio peculiar que se desea reducir a explicación. Por alguna causa bien digna, por cierto, de consideración, sucede que el hombre, ante la aparición de un fenómeno cualquiera, en vez de detenerse a describirlo con infinito cuidado, dispone ya de alguna metáfora bajo la cual acogerlo (y sobre todo, de metáforas que se desconocen a sí mismas, o sea, de mitos). Sin duda, debe de tratarse de los mitos y metáforas que mejor correspondan con el régimen espiritual de toda la época, porque de lo que se trata en este apresurado acogimiento es de limar todo lo posible lo problemático e incómodo que pueda aportar el nuevo fenómeno. Siempre, pues, el imperativo del científico será el de dominar lo metafórico y sacrificarlo en aras de un plenísimo empirismo o, sencillamente, de una completa fenomenología, sólo después de la cual vendrá la cuestión de la causa real de los fenómenos y sus leyes de aparición. Positivismo absoluto frente a parcial positivismo, escribe Ortega trasladando a Husserl al español. 2. La noología del joven Ortega El mito subjetivista (o la metáfora) que ha dañado la fenomenología de lo psíquico es el de lo interior y lo exterior (que se podría expresar, con medios posteriores a Ortega, en la simple fórmula del representacionismo, salvo por el hecho de que Ortega, al mencionar que el mito no es otro, en el fondo, que el de la psique como soplo, se compromete de alguna manera a acoger bajo él también a lo que hubiera de psicología en el realismo antiguo, de una manera que quizá perjudica la sencillez de sus divisiones «raciovitalistas»). En realidad, cuando se acude a los fenómenos mismos, lo que éstos nos dicen es que, por ejemplo en el caso de la percepción de cosas, el percibir mío está ocurriendo pero no está siendo percibido: sólo miro, por ejemplo, a la piedra, y no además, como con el rabillo del ojo, a mi propio percibir. Y en cambio, si revierto el eje de mi atención, la piedra deja de ser el fenómeno y pasa a serlo el percibirla (el percibir especificado y hasta individuado por su objeto, pero no porque realmente éste, como una parte, figure en él).
2. Permítaseme recordar cómo defendía Zubiri el carácter de disciplina fenomenológica particular que posee la matemática.
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Así, fundamentalmente, en obediente lectura de las Investigaciones lógicas, es como Ortega quiere superar el subjetivismo (la «intromisión de lo psíquico entre el yo que conoce y lo físico») sin recaer en el realismo (para el que el fenómeno psíquico sólo podría ser una sombra del fenómeno físico, de modo que sus atributos fueran en el fondo los mismos, sólo que trasladados, por decirlo de alguna manera, a un material más apagado: a un espejo, en definitiva, o a una mano prensora)3. El subjetivismo no reconoce la presencia pura de lo que no es psíquico sino que más bien interpreta siempre todo fenómeno como interior y mío, y busca, a lo sumo, una realidad exterior, noéticamente construida, para explicarlo, cuando produce de los fenómenos inmediatos una explicación no idealista. Esta radical objetivación simultánea de lo físico y lo psíquico no sólo permite obtener un elemental fruto fenomenológico (lo físico ocupa espacio; lo psíquico es aquello cuyo ser fenoménico consiste en sentir o en intencionalidad, es decir, en ser referencia a lo otro de sí), sino que también sienta las bases para que podamos entender como ciencias filosóficas, extendidas por todo el ámbito de las posibilidades, a la noología, la ontología, la lógica y la semasiología. Veamos cómo. El trabajo fundamental de la noología (luego la definiremos con mayor precisión, y quién sabe si no, además, con un punto de interior contradicción) consiste en diferenciar en la conciencia (entendida como el conjunto total de los fenómenos psíquicos) los actos no expresivos de los expresivos, y clasificar después los actos no expresivos en volitivos, sentimentales e intelectuales o noéticos. A continuación, distingue lo noético en dos estratos: los modos o actos primarios de la conciencia, que son los modos noéticos presentativos u actos objetivadores, y los modos noéticos conectivos, o sea, los actos sintéticos, que son las actividades del pensar propiamente dicho. Por cierto que, salvo los llamados actos objetivadores o presentaciones, todos los demás se denominan también actos-actuaciones. Y yendo todavía más al detalle, la noología (en realidad, más bien se trata, digámoslo sin prejuzgar otras cosas, de la fenomenología general de lo psíquico) diferencia luego tres tipos de actos objetivadores, que denomina percepción, imaginación y mención; mientras que dedica una parte muy importante de su trabajo a diferenciar, dentro de la compleja trama de los actos sintéticos, aquellos que son simplemente conectivos, de los relacionantes, entre los que tienen gran importan3. Zubiri ha bebido aquí más de Ideas I que de la primera edición de las Investigaciones, y muestra, por otra parte, un conocimiento de primera mano de la Psicología de Brentano (cosa que no sucede con Ortega).
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cia los actos atributivos, y de los juicios, a los que llama también, por razones esenciales, creencias o sentencias. Como la definición plena de noología no es otra que la de ser la ciencia filosófica del sentido, a estas distinciones fenomenológicas fundamentales les ha de seguir también su serie de correlatos según el sentido de todos estos actos, teniendo en cuenta que la objetivación de lo psíquico no estorba a Ortega para tratar de la conciencia como no consistente en cosa ninguna sino nada más que siendo el referirse mismo, el llevar en sí lo otro que sí mismo, el tener un objeto o darse cuenta de algo. Todo esto es posible aun si el objeto en cuestión no existe en realidad (después volveremos sobre este punto crucial), porque de todo esto decide ya simplemente el sentido propio de cada acto. Luego la misma noología sabe ya de temas que habrán en seguida de ocupar a otras disciplinas filosóficas (en cierto modo segundas dentro de la mismísima ciencia primera). Así, por ejemplo, el sentido de la conciencia expresiva es siempre general (he aquí el tema de la semasiología o gramática general); el sentido de la conciencia volitiva —Ortega no se refiere a él explícitamente— es siempre el fin; el sentido de la conciencia sentimental o estimativa es el valor (tema de la axiología, dentro de la cual nacerá una ética de construcción independiente respecto de la metafísica y la lógica); el sentido de la conciencia noética es precisamente aquello que con más frecuencia denominamos simplemente sentido (siempre que sepamos diferenciarlo del general de los actos expresivos o lingüísticos, al que podríamos ponernos de acuerdo en llamar significado de ahora en adelante). Al ser el sentido el modo peculiar en el que se vive la referencia intencional (definición que aporto yo, dado que Ortega se detiene en la constatación, muy interesante por otra parte, de que el sentido es lo que se entiende), la misma noología aporta la distinción global entre objetos estructurales o de segundo orden y objetos no estructurales o de primer orden (respectivamente, los objetos de los actos sintéticos y los de las presentaciones), puesto que en cierto modo también es dentro de su terreno donde tiene lugar la diferenciación fenomenológica central entre acto, palabra, sentido y objeto. La ontología, que es tan primaria y filosófica como la semasiología, la teoría pura de los fines (práctica pura, la llamó Husserl), la axiología o la lógica, se ocupa no tanto de la distinción entre objetos estructurales y no estructurales (ya vemos que ésta es una clasificación que en realidad pertenece a la misma noología) cuanto de decidir los que realmente son y los que no son, incluso en el sentido primordialísimo en el que cabe decir que los objetos no estructurales se diferencian en reales, fantásti190
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cos, ideales e imposibles (luego habrá que ver si los fenoménicamente reales son o no auténticamente reales, si es que esta diferencia está bien asentada en la ciencia primera). La lógica, por ejemplo, es la teoría de la verdad o la falsedad de los juicios y los edificios de juicios llamados argumentos. Por tanto, se circunscribe a un capítulo muy particular de los descubrimientos noológicos. Y todas estas clasificaciones, todos estos géneros y variedades, se extienden, en cuanto es posible, tanto a lo físico como a lo psíquico, en virtud del principio que asentó Ortega en el umbral mismo de su trabajo: la objetividad fenoménica igual que afecta a estos dos dominios. Quiero decir, evidentemente, que habrá objetos estructurales y no estructurales (reales, ideales, fantásticos, imposibles) tanto en el dominio físico como en el psíquico, del mismo modo que tendrán sentido frases referentes a lo físico no menos que frases referentes a lo psíquico, y podrán quizá tener su valor fenómenos físicos y realidades físicas, no menos que fenómenos psíquicos y realidades psíquicas (por cierto, a las realidades físicas se las llama habitualmente cuerpos o, sencillamente, la materia, mientras que a la realidad psíquica se la denomina clásicamente alma). Por supuesto, al no ser intencionales los fenómenos físicos, no cabe hacer de ellos verdadera noología, porque no se van a distribuir, desde luego, en volitivos, sentimentales, noéticos, expresivos... Digamos, para resumir, que la ontología, la ética, la estética, la práctica, la axiología y un sector de la misma noología abarcan tanto el dominio de los fenómenos (y las realidades, en su caso) físicos como el de los fenómenos y las realidades psíquicos. Hay una ontología general como hay una estética general. La lógica no puede ser, por su propia definición, general en el mismo sentido... No me es preciso ser exhaustivo en este punto: con lo dicho bastará para que mi lector supla por sí mismo, si le interesa, el resto de la cuestión. Un ejemplo más: también entre los valores y los fines los habrá estructurales y no estructurales, dada la condición de básicos que poseen los actos noéticos; y, dada, por otra parte, la condición de básicos entre los básicos, de actos primordiales, que corresponde a los que llama Ortega (restringiendo quizá inconscientemente el uso que hacía Husserl de esta palabra) actos objetivadores, también habrá menciones, imaginaciones y percepciones de cualesquiera objetos («objetividades», suele decirse, para significar como buenamente se puede que ahora nos estamos refiriendo a la condición mínima de cualquier correlato de la conciencia, ya sea un fin, un valor o un objeto propiamente dicho).
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3. El tema del tiempo en el que Ortega escribía Es sumamente característico que comprendamos que todas estas distinciones de fenomenología son adquisiciones para siempre, o al menos están hechas con la evidente pretensión de serlo y trabajamos en ellas sub specie quadam aeterni, pero, al mismo tiempo, nos son presentadas por Ortega, en lo que ya aquí denomina sistema de la razón vital (de quien se dice directamente padre único), como logros que estaban reservados a esta época ahora naciente, donde el Renacimiento y su ideología viene, por fin, a dar su fruto desapareciendo en un logro histórico-cultural superior. Únicamente en una época de radical crítica del subjetivismo puede concebirse este programa de filosofía primera y puede, de hecho, ser desarrollado, por más potencialmente eterno que sea. Es claro que se supone que su destino también es el mismo: ser absorbido en cierta superación lejana en el tiempo, para la que no nos es posible decidir ahora, con ninguna dialéctica suprahistórica, cómo será su figura y cuáles sus nuevas verdades. El problema que realmente interesaba a Ortega está anunciado en la primera página de la primera lección, y no es otro que el de cómo, por qué, la verdad objetiva se hace en algún instante, en algún lugar, en una raza, en una nación, en un individuo, también verdad subjetiva. Se trata del programa global de lo que Scheler ya denominaba por entonces una sociología del conocimiento. Y es claro que Ortega ha ido a esta tarea con varias hipótesis que orientaban todo lo que veía. La primera es, desde luego, la plena objetividad de la verdad, a la que dedica en el Sistema de psicología brillantes lecciones que son una excelente paráfrasis de los argumentos centrales de los husserlianos Prolegómenos a la lógica pura, sólo que presentados por Ortega desde el fondo universal de los dos primeros tropos de Agripa (en especial, del segundo, que plantea en general la cuestión de la relatividad de todo conocimiento al sujeto fáctico en quien se da). La segunda hipótesis es de origen leibniziano y podemos dividirla en dos íntimamente relacionadas. Y es que el principio de razón suficiente, como ya hemos tenido oportunidad de considerar, rige sobre el conjunto entero de los hechos (o sea, sobre la historia, que es el gran hecho de hechos dentro del cual se encuentra la misma naturaleza; y la historia lo es de las culturas, sólo dentro de las cuales tiene verdadero sentido hablar, como Ortega en efecto lo hace, de razas, naciones e individuos). Dada esta validez perfecta del principio de razón suficiente, cada individuo (no menos que cada hecho supraindividual) es, dicho clásicamente, moralmente necesario; y dicho como Ortega prefiere ha192
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cerlo: cada individuo es un «punto de vista exclusivo», un «órgano de percepción en algo distinto de todos los demás», como «un tentáculo que llega a trozos de universo para el resto secretos». Justamente es en esta perspectiva como se construyen los conceptos de mundo e historia, y es también en ella como Dios, entendido como «la exclusión de toda exclusión», es estrictamente necesario, pues sólo resulta un correlato de la noción del universo en tanto que omnitudo veritatum, como escribe el mismo Ortega. Él menciona en algún pasaje del manuscrito de sus lecciones a Platón sobreelevándose por encima de la talla de Aristóteles y Descartes, los dos héroes epónimos de las pasadas épocas culturales. En realidad, es la inspiración de Leibniz la que predomina en el último fondo metafísico de esta ciencia primera que se ilumina desde la perspectiva sin perspectiva del sistema de la razón vital. Pero hay todavía un problema de noología que apremió intensamente a Ortega en 1915 y que estaba destinado, ya desde los atisbos de solución que para él contienen estas lecciones, a orientar poderosamente el sesgo posterior tanto del pensamiento del mismo Ortega como el de sus alumnos y amigos. Este problema concreto es —no nos sorprenderá— el de la fenomenología del juicio, debido a que en seguida se vierte en el molde, de universal repercusión, de una teoría muy determinada acerca de la verdad y acerca del ser. Procedamos aquí con mucho orden y mucho cuidado. 4. El fondo ontológico Ante todo, conviene reafirmar que la actitud o el acto de un sujeto y aquel algo al que se dirige intencionalmente constituyen juntos una unidad inseparable, por más diferentes que sean estos dos «elementos de la conciencia», como escribe Ortega. Esta noción del algo intencional o del objeto (u objetividad) es la que le permite, por otra parte, muy en línea con algunas declaraciones originales de Brentano joven y de Meinong, hablar de una imprescindible «purificación de la noción vulgar, vital y práctica» de la palabra «ser» (Meinong, siguiendo algunas expresiones del primer Brentano, se había referido, recordaremos, a la necesidad de levantar, en la ontología, el prejuicio a favor de la realidad —entendiendo por tal el dominio de los objetos que, dados en inmediata sensualidad, como dice Ortega, ocupan un espacio y un instante del tiempo—). Una segunda precisión del concepto universalísimo de ser o ente tomado como objeto en su máxima generalidad, es decir, como algo intencionado, susceptible de ofrecerse en cualquier modo de la objetivación 193
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o presentación, se obtiene en la distinción, que ya hemos practicado, entre el ser «constituido por lo presente en cuanto tal», y cuya «consistencia no posee más notas que aquellas que se nos dan con presencia inmediata» (el ser fenoménico) y el ser llamado real o verdaderamente real, nunca inmediato, sin embargo, sino resultado de «la construcción noética» (precisamente como hipótesis de una sustancia a la que atribuir el origen de las leyes fenoménicas). Pero lo que interesa es comparar esta separación no fenomenológica con lo que ocurre en el juicio, para ver si existe alguna correspondencia entre este concepto de «realidad verdadera» y el de ser verdadero, correlato de ciertas creencias de extraordinaria importancia, a las que Ortega, ya en esta fecha temprana, llama con afán terminológico conocimientos (del mismo modo que continuará haciéndolo veinte años después y en textos sumamente característicos de su noción madura de un sistema o crítica de la razón histórica). Llama, por cierto, mucho la atención —señalémoslo ahora entre paréntesis— que el sistema de la razón vital no se considere, en las lecciones del año, sino una ciencia fenomenológica o puramente descriptiva (no, pues, una ciencia explicativa o «de realidad», que acude a cierta transrealidad o realidad de segundo orden para dar cuenta de la realidad primordial. A fin de cuentas, el fenómeno fundamental o fenómeno de los fenómenos es, insisto, según el mismo Ortega, el «fenómeno ‘relación de conciencia’», «elemento universal donde flotan todos los demás fenómenos y que penetra hasta sus últimas partículas todos los objetos reales y posibles». Por otra parte, es muy importante subrayar que el fenómeno de fenómenos no se ofrece como tal en la «tesitura» o «disposición» o «actitud» natural, donde nos ocupamos con los objetos «sin encontrar ocasión para atender a la conciencia». La reversión de esta tesitura es tratada ligeramente por Ortega como simple imperativo de reflexión, sin tener en cuenta que mucha reflexión puede ser tan natural como la irreflexión. Sin duda, al menos el fenómeno que introduzca el mero estímulo para ejercer reflexión fenomenológica radical debe ser señalado y descrito con exquisito cuidado. ¿Simplemente se trata de la aparición de ciertos problemas nodales en algún área científica en particular? Desde luego, Ortega planteaba esta cuestión de tanta importancia muy dentro todavía de los modos neokantianos de filosofar. Habla, así, ya que no —le hubiera sido del todo imposible— de recurrir en fenomenología a una trans-fenomenicidad o trans-realidad, sí de «apartarse de la vida espontánea de la conciencia y pasar como a una transvida o vida virtual», por cuya fuerza la filosofía vuelve a ser lo contrario, cum grano salis, de la vida. La vida espontánea se ejerce también repartida 194
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en voliciones, estimaciones y actos noéticos, pero realiza en cada uno de estos dominios ciertas «suposiciones matrices» de otras tantas provincias de la cultura —sin las cuales, precisamente, no habría progreso alguno, o sea, cultura ninguna en la historia—. Estas suposiciones espontáneas son los valores —así los sigue llamando Ortega— verdad, belleza y bondad. En ellos «vivimos embarcados», los «usamos», los «ejercitamos». Sólo porque la duda escéptica existe y es legítima (pero ignoramos en qué se origina y si es tan parte de la vida espontánea como la seguridad preescéptica), surge la cuestión de fundar los valores capitales de la cultura. Sólo porque están en crisis y han dejado de alguna manera de ser ejecutivos, puede iniciarse la filosofía. Nos dejan insatisfechos muchos lados de esta visión del problema, pero era obligado interpolar este paréntesis para tener ahora delante con la plenitud debida el tortuoso tratamiento del problema del juicio que propone Ortega en estas lecciones —y que da claramente testimonio de que las cuestiones en torno a este punto se encontraban en periodo de elaboración en la mente del filósofo, y no ya tranquilamente resueltas antes de iniciar este curso que debía llegar hasta ellas... y que termina abruptamente, justo in medias res por lo que se refiere a esta teoría capital acerca del ser, la realidad, la verdad y, en última instancia, la naturaleza y el origen de la misma filosofía. Tenemos, pues, por un lado la simple petición de reflexión; por otro, el reconocimiento de que sólo si se pasa de la vida natural a la transvida o vida virtual puede de veras ejercerse la reflexión que es peculiar a la filosofía. Y nada, salvo las indicaciones sobre crisis cultural reflejada principalmente en la crisis de las ciencias y la aparición de problemas nodales en ellas, para justificar seriamente cómo un hombre debe siempre filosofar, porque la vida sin examen no la podemos vivir, conforme a la cita socrática que trae el propio Ortega a colación en este contexto. Pues bien, la creencia, el juicio o sentencia ocupa un lugar híbrido, indeciso, en las ideas del Sistema de psicología. Para empezar, es claro que no se le otorga el papel de acto o modo primario de la conciencia. Tales modos primordiales son sólo aquellos en que «nos son puestos objetos delante», o sea, aquellos que nos «ofrecen» objetos, a saber: las percepciones, las imaginaciones y las menciones. Las percepciones nos ofrecen los objetos presentes, las imaginaciones, los objetos ausentes (a través de la presencia de otros objetos distintos, que son, justamente, las «imágenes»); en cuanto a las menciones, nos hacen entender sentidos, pero, en realidad, pese a las palabras para describir el género «acto objetivador» que acabo de trascribir del texto de Ortega, una nueva vacilación en sus ideas se trasluce en el hecho de que las menciones no ofrecen objetos, 195
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en efecto, sino sólo sentidos, que luego se podrán cumplir perceptiva o imaginalmente. Ésta es una cuestión absolutamente decisiva, y aunque Ortega no la resuelve, se deja llevar de las descripciones de Husserl en las Investigaciones lógicas hasta el punto de dar a entender que las menciones están realmente integradas siempre en todos los actos objetivadores, como su fragmento imprescindible y básico. Percepciones e imaginaciones (Husserl las agrupaba a ambas bajo el título «intuiciones») dan objetos cumpliendo sentidos; pero el hecho de que tengan sentido, de que ofrezcan sentido, no se debe seguramente a lo que las caracteriza de tales presencias de cosas y de signos, sino al factor por el que, precisamente, Ortega prefiere recoger todos los actos objetivadores, junto con todos los actos del pensamiento, en la esfera general de lo noético. Este factor directa y esencialmente noético es exactamente la mención de sentido, ya esté vacía, ya esté plena, ya sea directa y simple, ya esté estructurada o articulada y resulte ser sintética. Toda la conciencia de estrato básico es de alguna manera inteligencia, noûs, captación de sentido; cosa que precisamente ya no es la conciencia de los estratos suprapuestos (si es que Ortega considera que tales son las estimaciones y las voliciones —no muestra aquí ni acuerdo ni discrepancia con Brentano y Husserl o con su oponente, Scheler, pero parece indicar acuerdo esencial con los dos primeros la denominación «acto-actitud», que supone los actos pasivos de la donación de sentidos y de objetos—). Los actos volitivos y estimativos no son inteligencia ni mención, aunque puedan luego traducirse, análogamente a como se trasladan al terreno de los actos expresivos, en materiales de actos noéticos (de auténticas menciones de valores, por ejemplo, que suponen las originales estimaciones de valores, las cuales son realmente los actos para los cuales se ofrece —término inadecuado, en todo caso, pero difícil de reemplazar— originalmente el valor o el disvalor). Los juicios son ya siempre, en la concepción que Ortega se hace de ellos en 1915 y 1916, actos-actitudes, no actos objetivadores o primordiales. No son menciones ni son percepciones ni son imaginaciones. Son creencias o sentencias, siempre sintéticas (y usualmente suponen además síntesis en lo que hace a su contenido juzgado). El correlato preciso de la sentencia judicativa es el sinsemántico es (y su modelo prelingüístico: el ser). La descripción precisa y fundamental que ofrece Ortega del juicio dice que al pronunciar (o su antecedente puramente noético) «es» no añadimos «trozo alguno de material» sino que «reconocemos una como exigencia de ese material». Lo que hacemos es que asentimos o disentimos, porque nos «hacemos cuestión de su validez o no validez» (y en todo esto se nota claramente la huella de Reinach). Así, pues, el ser no 196
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es una parte más del objeto —ni, debemos nosotros añadir, de su sentido—, sino su valor, que puramente consiste en ser reconocido. Por lo que se refiere al contenido del juicio, mejor dicho, a su objeto, éste ya está completo en un acto sintético atributivo: la rosa blanca, dos más dos suman cuatro... Pero sucede ahora que tales objetos de las síntesis atributivas plantean la cuestión de su validez no ética o estética, sino lógica (o sea, la cuestión de su verdad). Al decidirla, es preciso tomar distancia y, precisamente, juzgar a favor o en contra de esta peculiar exigencia de los objetos estructurales mismos. Ya este modo de analizar todo el problema revela una extraña fractura en la teoría de la creencia. Es manifiesto que ha habido una auténtica creencia primordial, una como obediencia inmediata a la reclamación objetiva procedente de ciertas atribuciones (y quizá de ciertos objetos no aún estructurales); que luego ha sucedido un segundo momento de duda, y que sólo después, en tercer lugar, se fundamenta la creencia primera (o se la desecha por falsa). Pero Ortega sólo llama propiamente creencia o juicio, verdad y ser a cuanto ocurre en este tercer momento. En la novena lección del Sistema (incompleto, por cierto) diferencia Ortega, como quien por un momento ve la profunda inconsistencia de su teoría oficial, el «mundo de objetos» del «mundo del ser», y hasta habla de dos sentidos correlativos de la palabra «existencia»: el de realidad y el de ser (ni que decir tiene que estas elucubraciones han tenido ecos profundos no sólo en el Ortega posterior sino, como es evidente, en Zubiri). El mundo del ser ya no es espectral, como puede serlo muchas veces el de los objetos (cuando son fantásticos, imposibles...). Es el mundo de la firmeza o de la ejecutividad de los objetos y un mundo de cosas. La realidad se ha reforzado. La realidad ejecutiva se llama ahora ser. Pero inmediatamente vuelve a sostenerse que lo ocurrido más bien es que la creencia ingenua o ciega ha logrado pasar a creencia fundamentada, creencia porque. Cuando al mismo tiempo se reconoce que la duda, sin la cual no hay fundamentación, es un «duelo entre dos creencias» (suponemos que, básicamente, dos creencias no fundamentadas; en realidad, siempre, por necesidad, dos creencias no fundamentadas). A la creencia ingenua la llama Ortega fe en la lección undécima, y de ella diferencia la verdad justamente «sólo por estar asegurada frente a la duda». Naturalmente, en este sentido hay que decir que verdad, falsedad y duda (en seguida se añadirá, en la lección duodécima, ser) no son lo primero, sino más bien la fe y, todavía antes, las menciones y los restantes actos objetivadores previos a todo acto-actitud (suponiendo, desde luego, que la fe es típicamente una actitud, como hace también Ortega sin detenerse a escribirlo). 197
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Recojamos ahora los resultados de todos estos hilos aparentemente divergentes. Antes del mundo del ser y de la verdad, antes del juicio como creencia fundamentada, lo que hay no es siquiera de veras objetos (no conocemos si son o no son) o seres, sino únicamente sentido. Sin que sea evidente que controle Ortega todas las consecuencias de su aserto, esta averiguación le hace exclamar, en lo que seguramente es el punto especulativo más alto de todas estas lecciones, que «gracias al Mefistófeles del escepticismo» desembocamos en un «mundo más rico, más firme y más claro [¡sic!] que el mundo del ser y el mundo de la verdad». Y de aquí la anterioridad de lo noológico respecto de la lógica misma, por no decir de la psicología, la matemática, la metafísica... Las repercusiones de esta doctrina en la descripción del juicio son muy graves. Contraviniendo lo que clarísimamente nos enseñan a toda hora los fenómenos, Ortega afirma que no creemos en las cosas sino en nuestro pensarlas, o sea, en ciertos modos de nuestro pensarlas. En una expresión que, en realidad, lleva en ella misma la marca de su imposibilidad (en la repetición de la palabra clave), escribe Ortega que, efectivamente, «creer es creer que a mi conciencia corresponde un ser»; y que el conocimiento debe definirse estrictamente como «la creencia en la que se advierte la verdad de otra creencia». Esta última aparición del término «creencia» es prueba en contrario de la tesis de Ortega. Como si la conciencia de que algo es, de que cierta atribución, cierto objeto estructural es, pasara necesariamente a través de la reflexión que es consiguiente a la duda; de modo que antes de la duda sólo cabe fe ciega, aunque se refiera a lo mismo que después se vuelve objeto de la creencia fundamentada. Ningún aceptar inmediato, directo, prerreflexivo, una realidad sería jamás legítimo conocimiento, sino solamente una mención más o menos cumplida, cuyo sentido se puede siempre, en principio, como cualquier sentido, poner en duda respecto de los derechos que tiene a ser creído. La reflexión que apunta hacia el conocimiento produce, pues, la escisión de los dos lados del fenómeno de fenómenos, porque la creencia fundamentada «arroja fuera del sujeto aquello en relación con lo cual está». En adelante, habrá ser asubjetivo, verdad transsubjetiva e intemporal, por un lado, y subjetividad temporal por el otro, tras este acto de auténtico Ur-teil. Antes, el sentido y su mención se encontraban enlazados en el abrazo absoluto del fenómeno de fenómenos, sólo que este mismo archifenómeno se ejercía sin conciencia de sí. Sólo teníamos el sentido, en la tesitura natural de la conciencia, pero no entendíamos ni poseíamos perceptiva o imaginalmente la mención o comprensión, el modo noético primordial de la conciencia. Vivíamos y no filosofábamos. 198
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Ahora bien, si la filosofía empieza por la duda (¡es en todo esto tan grande la influencia del Platón que leía y enseñaba Natorp!), y sólo la trasvida que es el elemento filosófico puede sorprender la espontaneidad del fenómeno de fenómenos, ¿realmente lo intuimos o sólo lo construimos como supuesto, como ser y verdad, para fundar desde él radicalmente los restantes conocimientos? ¿No está el conocimiento primero justamente en el mismo caso de los demás conocimientos? Hemos fundado, entonces, la fenomenología reflexivamente, y quizá tengamos que proceder ya siempre en ella con el mismo procedimiento. Un extraño modo de hacer fenomenología, sin duda. II. EL PAPEL HISTÓRICO DE LA FENOMENOLOGÍA EN LOS ENSAYOS DE 1913
1. La intuición de esencias como función cognoscitiva elemental Precisamente Ortega había sabido saludar con tanto gozo como perspicacia la misión histórica de la fenomenología un par de años antes, en un escrito truncado que habría podido marcar muy poderosamente, más aún de como de todas maneras ocurrió, el giro hacia la nueva filosofía del pensamiento español de la época. Es asombroso que, aunque fue publicado en su estado imperfecto, no lo recogió el mismo Ortega en sus Obras Completas ni fue, después de su muerte, acogido en las ediciones posteriores y ampliadas de estas obras. Sensación, construcción, intuición comienza por la meditación sobre la necesidad y la esencia de la filosofía primera que, en términos paralelos, quizá menos claros, escucharon en 1915 los oyentes del curso Sistema de psicología. La guía de Husserl, exactamente de los primeros parágrafos de Prolegómenos a la lógica pura, es determinante: la filosofía primera es la teoría de la teoría y, por ello, la única ciencia real y propiamente reflexiva, la única carente de supuestos, la única que sólo es accesible cuando el sentido común queda «perforado», superado, ante la instauración del sentido filosófico. Sentido común es evidencia por tradición; sentido filosófico es reflexión infinitamente exigente (y en este caso me separo husserlianamente de la letra de Ortega). Ahora bien, la filosofía primera, la ciencia de la ciencia (en la definición de Bolzano —corrigiendo a Fichte en cuanto al contenido— que hizo suya Husserl), es una función cognoscitiva o un complejo de tales funciones; vale decir, en palabras más claras, que es, desde luego, un conocimiento de cierto tipo. La incógnita que el filósofo debe despejar es, pues, qué acto subjetivo teórico dota por su propio carácter e inmedia199
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tamente a sus contenidos con el valor de la verdad inconcusa —o sea, la evidente correspondencia con la «situación objetiva» a la que pretenden acertar—. (Por cierto que Ortega emplea en principio como términos en correlación estricta los de ser, verdad, realidad y objetividad). Planteada así la cuestión, es muy lógico que se acuda ante todo a la hipótesis de que la función buscada no es otra que el estado de máxima pasividad, de pura pasividad, del sujeto respecto del objeto, a quien deja ser e influir sobre sí, sin importunarlo o solicitarlo o completarlo de ninguna manera. Es la idea de una como desaparición total del sujeto en el conocimiento, para que todo el espacio de éste lo ocupe la presencia del objeto mismo. Y es la doctrina del empirismo radical, que sitúa en la sensación la fuente incontaminada de la verdad y la realidad. Desgraciadamente, el empirismo radical, aunque ha tenido que afrontar esta objeción desde sus orígenes, nunca ha aprendido lo suficiente de ella. Me refiero al obstáculo insalvable que supone tener que hallar en tensa y máxima actividad filosófica la función pasiva del sentir y los objetos inmediatos, puramente presentes e indudables, o sea, los sensibilia. Como sentencia Ortega, en la frase en la que condensa su condena de este empirismo vacuo o de programa, «el puro sonido y la pura sensación, lejos de sernos dados, son construcciones de la ciencia sistemática» (208)4. Precisamente haber advertido que «es absurdo buscar el ser como algo distinto del conocimiento y que le llegue de fuera» (209) es la clave de la propuesta diametralmente contraria a la de Ernst Mach: la de los filósofos de la ciencia neokantianos. Éstos han entendido que cuanto conocemos viene determinado, está marcado, por la estructura (derivada de nuestra actividad subjetiva) del juicio. Sólo sabemos que tal praedicatum inhiere verdaderamente en tal subiectum. Ahora bien, determinar, predicar, colocar en posición de sujeto, pensar la relación de inherencia y creerla, son actos de la conciencia subjetiva y, justamente, espontaneidades radicales del entendimiento. El ser es el objeto juzgado en tanto que juzgado. Pero existe todavía otro motivo por el que el idealismo crítico de los kantianos se eleva a gran altura sobre el fenomenismo de los discípulos 4. Las cifras se referirán en adelante, mientras no haya indicación en contrario, a la edición de Garagorri (Revista de Occidente/Alianza, Madrid, 1982). En cuanto al contenido fáctico del empirismo contemporáneo mencionado por Ortega, debe tenerse en cuenta que la identificación entre el sentir y lo sentido no vuelve a los «elementos» meras realidades en la sensación humana. La verdad es que se postula que tales elementos preexistían a la sensación, de modo que se los trata, de hecho, como neutros ni subjetivos ni objetivos, o, como dice Ortega, con el rango de realidades trascendentes, del «ser metafísico» —susceptible, como lo muestra el conocimiento humano, de subjetivizarse y objetivizarse después.
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de Hume. Y es que el conocimiento debe ser analizado, como ya decía la Crítica de la razón pura, no tanto al mero modo de un hecho entre los hechos cuanto tomando en consideración su verdad, que es una propiedad que le atañe de derecho, es decir, no contingente o individualmente sino idealmente. El puro proceso real de llegar a formar cierta creencia un sujeto determinado no es nunca lo que caracteriza al resultado como conocimiento verdadero, porque, en tal caso, la ciencia sería relativa a los hombres y, sobre todo, la ciencia de la ciencia carecería de verdad intemporal, de auténtica objetividad. Un principio básico y trivial, como el de contradicción, jamás puede confundirse con hecho alguno de la naturaleza, del mundo contingente, porque su verdad es condición de posibilidad de toda otra verdad, incluida aquella que sostiene que el mundo es una contingencia mayúscula, constituida por el polvo contingente de los hechos en número prácticamente infinito. Ortega ve, pues, cómo los neokantianos han distinguido aquello que muchos han aprendido a diferenciar en los textos de Husserl: el acto psicológico de percatarse de una proposición verdadera (el juicio psicológico) y la proposición misma, su sentido mismo, por el que es verdadera con perfecta independencia de aquel que ahora o antes o luego se percata de ella y la apropia (el juicio lógico y su correlato: la situación de las cosas mismas). Ortega no había hecho su principal aprendizaje filosófico en la escuela de los aristotélicos sino, precisamente, en la de los kantianos. Sabía por eso muy bien que esta defensa estricta de la objetividad de la ciencia, empezando por la de la ciencia de la ciencia, es compatible con la paradójica noción inicial de que el conocimiento realmente es construcción y el ser, por ello, es su constructo. Claro que esta tesis puede derivar —arriba lo veíamos— en las aparentes perogrulladas del psicologismo, que en realidad son errores capitales, errores escépticos; pero los idealistas han sabido evitar al menos los más evidentes escollos de cualquier forma del psicologismo (Ortega es consciente de que Husserl considera que, pese a todo, no se libran radicalmente de la trampa). En la sistemática férrea del idealismo, lo sensible, lejos de ser lo realmente objetivo, queda en deformación subjetiva o fenómeno —en el sentido peyorativo— de la verdad. Lo sensible es la apariencia múltiple que ofrece, sencillamente, el problema al conocimiento, para que éste, en el desarrollo de la actividad intelectual (entendimiento y razón), salve los fenómenos proponiendo una hipótesis por él mismo ideada y que los reduce a la unidad de una explicación siempre, con el avance de la historia, más y más unitaria. Nada, sin embargo, es problema de suyo o problema primario. El primer punto crítico de Ortega reivindica tímidamente que la noción bási201
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ca de fenómeno no es la de Kant sino la de Husserl: un dato que debe tomarse tal y como él se da, que es siempre objeto de una simple intuición. Sólo sobre cierta intuición cuyos derechos no pueden ser controvertidos so pena de círculo escéptico, puede montarse luego la espontaneidad activa del entendimiento (el análisis original o partición primera que es el juicio), cuyos constructos, por otro lado, han de ser a su vez correlato de nueva intuición. He aquí la aparición de los términos mismos a los que la discusión de Zubiri nos ha acostumbrado: «Hay un plano más hondo y primario que el de la verdad o no verdad constructivas, que el del ser y el no ser», y es el plano de los objetos en la intuición. Escribe Ortega: «El sentido del juicio [2+2=4] es superpuesto por nosotros al 2 y al 4 mismos, que se sitúan en persona delante de nuestra intuición. Al superponerlo, intuimos la coincidencia...». El término «objeto», adscrito a la «intuición», reemplaza así a «sensible» (y «sensación»), en claro gesto de desprenderse, como de carga insufrible por más tiempo, del prejuicio a favor de lo real. De nuevo Meinong ha sido esencial para captar un lado, al menos, de la novedad de la fenomenología (aunque para ello haya habido que sacrificar el término mismo «fenómeno», que recuperó, como sabemos, Zubiri). Y una vez que Meinong ha rendido su colaboración, pasan Husserl —el Husserl de 1913, recién salido de las prensas— y, aún más, Scheler5, al primer término: llamaremos técnica o plenariamente esencia al correlato de la intuición auténtica, porque ésta es algo previo a la percepción, a la representación, al juicio, y es por ella por la que todo, literalmente todo, nos es dado. Al ser a priori respecto de la percepción, la intuición no 5. Compárese la tesis de Ortega con la espectacular sección segunda de El formalismo en la ética y la ética material de los valores. No se debe olvidar que la segunda edición de la investigación de Husserl sobre mereología general (la tercera de las Investigaciones lógicas) se publicó con amplias correcciones —entre otras, de terminología— en 1913, a la vez que la sección primera de Ideas I, sobre «Hechos y esencias», donde figura el «principio de todos los principios», que sostiene los derechos absolutos de la intuición (y la sección segunda del mismo libro muestra cómo la intuición auténtica trascurre dentro del ámbito de la reducción fenomenológica). Ortega no tenía, lógicamente, nuestra perspectiva, desde la que diferenciamos las vías realmente emprendidas por unos y otros trabajos fenomenológicos, tal como se evidenciaron cada vez mejor en los años posteriores. Es natural que el lector español del primer volumen del Anuario coeditado por Husserl, Scheler y otros objetivistas (Reinach, Pfänder, Geiger) partiera de la idea de que este grupo de filósofos compartían un mismo programa, expuesto con rigor pero no perfecta literatura por Husserl en el primer texto del grueso tomo, y desarrollado, explicado y ejemplificado, muchas veces de maneras más felices, por los restantes autores (el segundo de los cuales, en todos los sentidos, era sin duda Max Scheler).
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rinde al sujeto una realidad tempo-espacial; al ser a priori respecto de la imaginación, no puede confundirse la objetividad de lo intuido con nada fantasmático e irreal (sino que el objeto intuido es condición de posibilidad tanto de la realidad como de la irrealidad); al ser a priori respecto del juicio, el objeto de la intuición no es de suyo ya siempre relacional ni incluye explícitamente al ser en su estructura. Ningún nombre le cuadra mejor, pues, que el de esencia. Y conocer queda reducido, aun admitiendo la razón profunda que asistía a los neokantianos —y recogiendo la pizca de razón que también estaba de parte de los empiristas— a reconocer las necesidades esenciales que la intuición presenta. No hace falta llevar dentro la carga útil de la formación aristotélica para murmurar, llegado aquí, una leve protesta, quizá aún poco articulada, contra este olvido palmario de la contingencia y sus derechos irreductibles. Por mucho que se subraye la cuestión del derecho del acto de conocer, sigue en pie que éste mismo es, justamente, un hecho. 2. La conciencia pura como objetividad primaria y envolvente, y la Noche de lo real La esperanza nada disimulada, rotundamente gozosa, que depositaba Ortega en la fenomenología como la filosofía primera que dejaba al fin atrás tanto la Edad Media como el Renacimiento, intentó articularse por primera vez con esfuerzo técnico personal en la recensión seriada, incompleta y, en realidad, apenas recensiva que se tituló Sobre el concepto de sensación (igualmente, 1913). La repercusión de las tesis de este breve ensayo en los trabajos iniciales de Zubiri es absolutamente formidable. En primer lugar, es aquí donde hallamos las primicias de aquella peculiar comprensión de la conciencia teórica como escindida en dos clases de actos: los presentativos o fundamentales o de primer grado (el más importante de los cuales es la percepción) y los predicativos o fundados o de segundo grado. En segundo lugar, de aquí procede lo capital en la ontología del joven Zubiri, puesto que se parte de que un hecho (el término sabemos que es de Husserl en Ideas, aunque también se encuentra en las discusiones básicas de los Prolegómenos a la lógica pura) posee esencia y existencia. La primera se define como «lo que el objeto es» (228), es decir, coincide con la plenitud del contenido del objeto o, sencillamente, con el objeto; la segunda, la nota de la existencia aquí y ahora, por la que el objeto se torna hecho, es tal que nos es lícito afirmar que el hecho «envuelve 203
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externamente» al objeto, si bien con tal fuerza que lo «arrastra» —se entiende que por el tiempo y su caducidad. En este caso, Ortega decide ser fiel a la letra de Ideas y respeta que en ella se hable, pese a Scheler, de intuición de hechos, no sólo de esencias: de intuición individual o experiencia. Lo que debemos decir es que, dada la estructura evidente de cualquier hecho, la experiencia puede siempre pasar a ser intuición esencial, si nosotros queremos. ¿Cómo así? Es claro que prescindiendo de la existencia en cierto regreso sobre la experiencia, en una como vuelta sobre la intuición de los hechos y relectura de su logro. Ya no se pretende que la prioridad lógica de la intuición de la esencia pueda corresponderse con algún derecho a la prioridad en el tiempo. Se admite la tesis de Husserl según la cual la manera o postura natural o de buena fe de efectuar los actos de conciencia básicos es dotándolos de una cierta eficacia que haremos bien en denominar valor ejecutivo. Si conseguimos flexionar la conciencia sobre sí misma hasta hacerla contemplar su percepción, por el hecho mismo de conseguir girarla así la percepción sobre la que dirigimos la atención ahora «queda en suspenso» a una con todas sus consecuencias ejecutivas. Ya su eficacia no es definitiva porque, precisamente, no vivimos más volcados en ella definitivamente (es curioso que usemos esta palabra para referirnos a algo que se nos está revelando como revocable y caduco). El «eje de la atención» pasa en este momento esencialmente segundo por un acto que hace un instante era periférico, en vez de céntrico o definitivo. Ahora vivimos definitivamente en la manera antinatural (y de no muy buena fe, todo hay que decirlo) que es reflexionar sobre el propio acto de conciencia que se llama experiencia perceptiva. Naturalmente, hemos supuesto que ya cuando estábamos atendiendo a los hechos se encontraba en la periferia de la conciencia una cierta forma no atenta de reflexión. Pero quizá no caemos del todo en la cuenta de que, si de verdad reflexionar equivale a la realización de la reducción fenomenológica (aunque sea, repito otra vez, de un modo no habitual, que no extrae todas las consecuencias teóricas que se contienen en el asunto), ya siempre, antes de vivir definitivamente en la reflexión, estábamos periféricamente realizando una neutralización simultánea a la vivencia «definitiva» y del todo «ejecutiva» que era la percepción de un hecho... Adjudicamos, pues, a la mera atención un poder maravilloso: lo que al parecer vivíamos ya sin contradicción (una percepción y la reflexión que la «dejaba en suspenso»), pasamos a vivirlo también sin contradicción pero, por así decir, a la inversa y concediendo la supremacía, como no podía ser menos, a la fuerza que ya antes era capaz de estar contrarrestando, como en secreta labor de zapa, la magia de la percep204
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ción. Nos logra ésta un mundo real, mientras que la reflexión inatenta está conspirando para dejarnos sin él. Y su labor a contracorriente de la percepción no es, en definitiva, tan secreta, cuando de hecho trascurre periféricamente, como si bailara en torno del mundo y sus cosas y de la creencia natural en ellas y en él. Y algo en el sujeto en cuyas manos está dirigir por un lado u otro el eje de la atención es desde siempre cómplice de la reflexión, porque tan interesado está en sus frutos que acaba por rendirse a su poder y abandonar el mundo real por el antemundo de la conciencia. Y si tanto interés hay en este antemundo, ¿no será que lo que tomamos por realidad es esencialmente ilusorio, y nuestra confianza un mal dejarse llevar: una tonta ignorancia redoblada en vez de buena fe inocente? Lo más revelador, en este contexto, es que resulta ser Ortega el que introduce el término clave de Zubiri en su empeño por lograr una ontología de la conciencia: lo virtual. Efectivamente, cuando ya no tenemos la percepción sino —por el mero hecho de acompañarla ahora de reflexión «definitiva» en vez de sólo «periférica»— el fenómeno de la percepción, el peculiar dejar en suspenso la ejecutividad natural de la percepción es descrito por Ortega como el peculiar «carácter virtual que adquiere todo cuando de su valor ejecutivo natural se pasa a contemplarlo en una postura espectacular y descriptiva, sin darle carácter definitivo» (230). La conciencia de una percepción es, pues, interpretada aquí por Ortega como la conciencia de un fenómeno de percepción, y entre la percepción y su fenómeno media la distancia enorme que va de lo real a lo virtual. La percepción y su logro son, para la actitud natural, realidades; el fenómeno de percepción y su logro son, para la actitud reflexiva, virtualidades. Todo lo que sabemos sobre la percepción y la cosa real percibida se ve, pues, que lo obtenemos de la reflexión periférica, gracias a que su fuerza de suspender la ejecutividad o realidad es débil (pero, al parecer, es sumamente intensa su capacidad de teoría...). Porque no se puede resolver esta crítica nuestra sosteniendo que es el recuerdo el que conquista para nosotros todo este rico saber de la realidad, la naturalidad y la percepción; ya que el recuerdo sólo puede recordar aquello de lo que había originalmente conciencia (definitiva o periférica). ¿Cómo pudo ser que la aparente autoridad de ciertos textos que pensaba él que habían de decir velis nolis en el fondo lo mismo hiciera caer a persona de tanto juicio como Ortega en esta red de errores? Por cierto que la conciencia reflexiva es definitivamente tal y no sólo opera la suspensión de la ejecutividad o realidad en su objeto, sino que lleva en sí misma como su vida propia el ser virtual (y no necesita a su vez 205
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ser suspendida, para volverse fenómeno puro, por un cambio atencional que lleve al centro la reflexión periférica que también a ella, como a cualquier acto de conciencia, se supone que debe acompañarla). La reflexión sobre la reflexión servirá para captar teóricamente los rasgos del método fenomenológico, pero no para suspender la realidad de la reflexión de primer grado, porque toda reflexión es ya de suyo un acto neutral (permítaseme utilizar una palabra que está, como sabemos, en Zubiri y en Husserl, aunque no en el ensayo de Ortega que interpreto). Claro que entonces no es fácil separar el sentido «ilimitado y absoluto» de conciencia (el que corresponde, asegura Ortega, a conciencia de) del limitado que figura en la expresión «conciencia humana». Se trata de la diferencia que va del hecho a la esencia, desde luego; pero la presencia de tal hecho, sobre el que se funda, por ejemplo, la psicología, deberá de nuevo achacarse a la potencia teórica sorprendente de la reflexión periférica, como si ella fuera tal que bastara para que malentendiéramos de raíz casi siempre lo que de veras es y logra la reflexión «definitiva». Solamente este espejismo —para el que tan poca base explicativa y descriptiva tenemos— es el responsable de que no se haya aún descubierto, hasta 1900, que la conciencia humana es uno más entre los objetos constituidos por la absoluta «conciencia de», de modo que se haya atribuido a contingencia, historia y biología lo que de derecho pertenece a la virtualidad de la esencia. Cuando la verdad es que «en la conciencia llevan todos los objetos una vida absoluta» (231), y fuera de ella, por ejemplo en la realidad, llevan una vida caduca. Y también una vida misteriosa, opaca, pero, en todo caso, no absoluta, además de no fenoménica. Porque, exactamente igual que en el realismo del joven Zubiri, Ortega, llegado a esta visión de la naturaleza de la vida absoluta o virtual y su ámbito ontológico (la conciencia de, el fenómeno puro, la intuición reflexiva definitiva), nos sorprende con un quiebro inesperado aunque probablemente tan natural como cualquier movimiento tendiente a sobrevivir bajo una amenaza terrible. Y es que escribe de improviso que «lo real tiene dos haces»: lo que es como conciencia y lo que de ello no se manifiesta. Pero debería haber sido más radicalmente consecuente y haber afirmado que las cosas o el mundo —el bosque, como veremos páginas adelante, meditando en el claro de La Herrería— tienen dos lados: la cara, el fenómeno, o sea, lo virtual a la vez que evidente, la esencia o conciencia; y el envés, o sea, la realidad incapaz de manifestación. Ciertamente que a esta tesis no puede conducir la percepción natural y su acompañante inevitable, la reflexión periférica, porque la percepción natural es un acto presentativo o de primer grado, o sea, un acto de 206
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intuición, aunque sea intuición de individuos, de hechos, de existencias, y no mero pálpito de oscuras profundidades que jamás comparecerán6. A lo sumo —pero ya esto es restarle una parte capital de su carácter de acto básico—, será un mixto de intuición y adivinación... Pero ¿cómo mostrar en detalle que es así? ¿A qué se debería una condición tan extraordinaria —y tan fácilmente suspendible: basta cambiar el eje de la atención—? ¿O es que la vida absoluta —mucho mejor dicho: la virtualidad, la índole de ser eidético— de la conciencia es el territorio de lo apolíneo y la vida caduca de lo real y oscuro es la noche de lo dionisíaco? Las Meditaciones del Quijote exploraban precisamente estos aspectos del problema de la filosofía primera.
III. EL IMPRESIONISMO MEDITERRÁNEO Y LAS CLARIDADES HIPERBÓREAS
1. El amor y Hegel Ese acto mixto de intuición y adivinación que sugería, es descrito por Ortega, en la célebre dedicatoria «Al lector...» de las Meditaciones del 14 como amor intellectualis, en el que el filósofo cifraba incluso su actitud religiosa, o sea, la más religiosa de las actitudes que a su generación le estaba expedita, y que, por otra parte, era también el centro de la moral integral (18)7. La filosofía, como Platón y Sócrates habían entendido, no es sino la ciencia general del amor, cuyo objeto preciso es saltar de la 6. Ortega roza el problema cuando trae de pronto a colación, en p. 236, un factor de las descripciones de Husserl extrapolado, sacado de contexto, y nos espeta que el correlato de un acto (por ejemplo, de una percepción) no es propiamente el objeto sino cierto «objeto inmanente» al que denomina «sentido», y que será el medio intencional gracias al cual «pienso» el objeto, es decir, «me refiero» a él. Aplicada esta generalidad a la percepción (ya se sabe que las ilusiones perceptivas, el sueño, el error y las alucinaciones están en el origen de toda teoría de la intencionalidad articulada en tres factores y no sólo en los dos que son el acto y su objeto), lo que resulta es que el correlato de ella no es «el objeto trascendente a mí» sino «lo percibido». Esta frase contradice todo lo que el ensayo había hasta aquí afirmado acerca del carácter ejecutivo de la percepción, como una consideración no muy detenida pone inmediatamente de manifiesto (salvo que retorzamos el sentido de la palabra «correlato» hasta que nos diga lo que leemos en la «conciencia de» y no en la «percepción de buena fe»). Para nada se nos ilumina así el problema candente de por qué naturalmente percibimos lo que en conjunto es trascendente a lo fenoménico puro. ¿Dónde hemos estado alguna vez en contacto con la Noche para que ahora, de Día, veamos en éste, como Heráclito, que su nombre verdadero es Día-Noche? 7. Desde aquí, los números entre paréntesis remiten a las páginas de la edición de P. Garagorri de las Meditaciones, Revista de Occidente/Alianza, Madrid, 1987.
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erudición ciega sobre hechos, a la teoría que los explica (y así los llena de luz). Tal objeto es una «salvación», de acuerdo con el lema platónico: sôizein ta phainómena, pues de lo que se trata es de que, dado un hecho, se lo lleve «por el camino más corto a la plenitud de su significado». La condición de posibilidad del ejercicio de este amor intelectual, de esta redención de las cosas circunstantes que es, al mismo tiempo, según el filósofo, mi propia redención, está repartida entre la cosa y la vida subjetiva. Sólo porque en las cosas mismas fenoménicas y fácticas hay una alusión a la plenitud de su sentido, puede el sujeto amarlas de la forma más efectiva y que mejor conduzca a tal consumación; pero a condición de que haya algo en el yo que esté de antemano, por decirlo así, preparado, dispuesto para sorprender en las circunstancias su naturaleza de fenómenos de un bosque siempre oculto. El hombre es, de modo eminente, ya que no el creador, sí el perfeccionador de las cosas, su auxiliador. Como las reflexiones anteriores nos han hecho ver, es muy natural que Ortega, pese a anunciar así el tema de su meditación fundamental, pase en seguida a volcar del lado del intérprete la atención de sus descripciones y hasta la iniciativa en la obra del amor. La indicación que va dentro de todas las cosas no es, en realidad, sino su misma contingencia, entiendo yo. Cualquier circunstancia inmediatamente dada en torno de cada una de las vidas humanas es siempre una pobreza ontológica, un «resto inhábil de naufragio», en todo semejante a los que el oleaje suele depositar en las playas. Un problema, en definitiva, o un enigma, que precisamente lo es en tanto grado por su misma miseria de significación. Esto ocurre, pero es incomprensible: tal es el fenómeno de un hecho. Y naturalmente, para que se revele en cada instante esta esencia incompleta de los sucesos y las situaciones, es preciso que el hombre para el que se dan esté constitutivamente instalado en la posición de un interrogador posible, de un buscador, de un necesitado de sentido. De aquí la referencia a Platón, porque sólo el que ya posee algo a modo de sólido fundamento, puede apoyarse en ese saber previo para lanzar adelante su pregunta. El hombre es el amor, como Platón afirmó, porque el amor es la mezcla perfecta de recurso e indigencia y, por ello mismo, un eterno caminante, un cazador incansable. Sólo para el hombre los hechos son hechos, lo que ya significa pedazos de sentido, estados de las cosas que suscitan como inmediata y pasivamente la pregunta que busca su porqué. El sujeto es fundamentalmente un anhelo de descansar en los porqués de los sucesos donde están las cosas involucradas. Es el encuentro de dos hambres: el hecho no entrega su sentido completo, no lo tiene siquiera; el hombre no puede ser 208
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hombre del todo si no investiga el porqué de los hechos. Se ama lo que tenemos por imprescindible; se ama, en definitiva, la parte de nosotros mismos que nos falta. Y a los hechos les falta también una parte de ellos. Aquello de lo que carecen las cosas inmediatamente presentes ha de ser en realidad lo mismo que aquello de que carece el hombre que se encuentra en medio de ellas. El amor intellectualis amplía la individualidad del individuo al mismo tiempo que amplía la riqueza de los hechos. Claro que ambas ampliaciones tienen el sentido de supresiones: el individuo tiende a desaparecer en la Totalidad y el hecho deja de serlo en ella. Al «multiplicar los haces del propio espíritu», sin miedo a luchar con lo otro de sí (que es, por tanto, el enemigo amigo del que gustaba de hablar Unamuno), sujeto y objeto se unifican amorosamente y progresan ontológicamente hacia la Unidad. Crecen juntos el sujeto y su objeto a través del conocimiento de las causas de éste por aquél. Pero aún no hemos señalado qué permite exactamente al sujeto captar desde el principio la pobreza, lo náufrago del hecho. Es su condición histórica, que se proyecta en las circunstancias interpretándolas a la luz del tiempo, y precisamente del tiempo histórico, no de esa cuasificción del espíritu de geometría que es el tiempo-espacio o espaciotiempo de la ciencia matemática de la Naturaleza. Como yo mismo voy almacenando el tiempo en mí, de modo que mi pasar por él es sobre todo un quedárseme él dentro y seguir siempre entrando en mí, a la vez que yo lo espero y hasta lo anticipo sobre la base de cuanto he aprendido al sedimentárseme mi tiempo en mí, pienso de entrada las cosas circunstantes como hechos en la superficie del tiempo histórico. Yo soy en cada momento el hecho fundamental, aunque siempre semiexplicado por la penumbra de mi propio devenir histórico, del que guardo memoria suficiente en todos los momentos. Sólo gracias a mi condición fáctica son las circunstancias, además de sentidas o intuidas, pensadas como la faz objetiva de la historia. Y ésta misma, la Historia con mayúscula, es el origen común, en cuya fuente está el secreto de la unidad que buscamos; mejor dicho, en cuya culminación futura se consuma, de cierto, la perfección de la unidad que una vez dio de sí oscura y pobremente los comienzos de este Todo Único. Ortega no muestra haber adquirido ya en 1914 la conciencia explícita o perfecta de que éste es de hecho el fondo consecuente de su pensamiento. Soy yo quien ahora lo salva... Pero, desde luego, ofrece la indicación básica de su método de salvaciones en esta misma forma evolucionada del pascaliano espíritu de finura: lo que se necesita para comprender el hecho es ponerlo (a una con todos sus hermanos simultáneos y con cuantos vayan a venir pronto) «en relación inmediata con las corrientes elemen209
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tales del espíritu, con los motivos clásicos de la humana preocupación» (12); en otras palabras: se empieza a comprender lo que se empieza a poner en relación con el Todo de las realidades, que es precisamente el devenir de la Historia, donde sujetos y objetos, vidas personales y circunstancias y mundos, son como los árboles respecto del bosque dominado por el Santuario donde una nación conmemora calladamente la gloria de su ser en el pasado. 2. De Hegel a la biología Pero el joven Ortega no sólo no había llegado aún a la concepción de la Historia como Sistema sino que, con última incongruencia, comprendía su propia filosofía con ojos dualistas. A la influencia decisiva de Schopenhauer, el Educador, se debe sin duda este sesgo capital de quien recibió de pronto el gran regalo de un método con el que lo muy siglo XIX de su posición quedaba extrañamente sublimado, consagrado, por la mejor contemporaneidad. La síntesis contradictoria es, en verdad, el tema del tiempo para Ortega, y de ella derivan las más acusadas peculiaridades de la primitiva lectura española de la fenomenología. La Vida y la Cultura, la Vida y la Reflexión, pese a Hegel, pese a Cohen, no se integran nunca en un conjunto sin grietas. El Diablo y Fausto llevan razón: la vida espontánea e inmediata, que hasta aquí hemos interpretado como hecho que sabe de su sentido en el devenir de la historia, es, aún más que hecho, azar —drama, se dirá pronto, por no exagerar en tragedia, que era cosa que se reservaba para los orates Nietzsche y Unamuno—. Lo azaroso de nuestra vida tal como la vivimos siempre prima facie se compensa con la idealidad de la vida abstracta, que es el sentido, la conexión (logos), el espíritu de lo Espontáneo, pero también la verdad en calma que flota sobre nuestro constante riesgo de naufragio (como si la misma costa a donde vienen a parar los pecios marinos pudiera hacerse también a la mar tempestuosa). La vida de verdad es necesidad y ansia o boca; la vida especular es respuesta y alimento... Mejor dicho: es una trama de respuestas, desde luego, pero un sucedáneo de auténtica comida, porque ésta sólo se puede encontrar en el mismo nivel del hambre. Y, en realidad, «no existen más que partes» (24): el Todo sólo es la «abstracción de las partes». Y a este Todo, que es Logos o Verdad, debemos denominarlo, en tanto que objeto no de la intuición sino del juicio y de la razón, Ser, «ser definitivo del mundo», o Dios. Pero sólo las partes existen, y Dios, la Verdad, el Ser, la Razón, el Todo, no es sino el terreno de la abstracción, la cultura, la Perspectiva. Si sólo hay partes, incluso para que podamos llamarlas así 210
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precisamos de un todo; sólo que no tiene este todo que ser igual de real que las partes, y ni siquiera real en absoluto. Basta con que sea objeto del pensamiento y del amor para que lo fragmentario de los hechos esté arropado en alguna salvación. Si el Todo, la Verdad, el Ser, Dios-Logos existiera igual, antes o más que las Partes (y no menos o idealmente o virtualmente)8, el hombre no sería amante, amor, héroe, Moisés. Su hazaña, su sed, se revelarían ignorancia, pero no hazaña ni sed; velo de Maya, pero no Otra realidad que la perfecta del sentido acabado. Moisés, sin embargo, sacó agua de la piedra llevado por una necesidad extrema y saltando a la confianza en lo (aparentemente) irreal9, puesto que «sólo existen los trasmundos para quien tiene la voluntad de ellos» (41)10. Y los trasmundos no son sino ideas, o sea, miradas de conjunto, perspectivas, la más lejana y completa de las cuales —«la última dimensión de la campiña», como escribe en un desliz de cursilería Ortega en p. 42— es Dios11. Pues siempre la superficie de las circunstancias, además de su vida espontánea, material (se está evocando la hyle husserliana), puede adquirir, si así lo desea (y lo obra mágicamente) nuestra atención, una «se8. Se llega a decir del Bosque invisible que no es sino «un conjunto de posibilidades» (38). 9. Lo cual es, precisamente, lo Eterno, o sea, lo que siempre y en todo momento puede ser porque del todo no es en ninguno. No podemos, sin embargo, borrar la diferencia que hay entre un salto al vacío de la Perspectiva y un chorro de agua para la sed. Quien sabe que la Perspectiva consuela pero no existe, es necesaria y pensada, pero su esencial oscuridad significa que su campo es el de la creación humana, se sitúa en la posición filosófica o del nihilismo o de Nietzsche o de su antípoda, Unamuno. Moisés es la figura esencial para los pensadores de la Confianza y la Fe: Rosenzweig, Levinas y Kierkegaard. 10. La realidad es una pantera que cae sobre nosotros tan rápida y fiera que siempre nos coge desprevenidos y a punto está de devorarnos, de desalojarnos de dentro de nosotros mismos; la idealidad, en cambio, sólo se entrega a nuestro esfuerzo (57). 11. Ortega insiste muy formalmente en que el hallazgo genial de una gran perspectiva o Idea es un «fenómeno de experiencia religiosa» (46). ¿Es ocioso reiterar, por mi parte, la referencia a Nietzsche, que, de todos modos, va haciéndose cada vez más imprescindible, a medida que se penetra en la particular metafísica de artista a la que conducen con creciente seguridad en ellas mismas las Meditaciones (y tantas otras salvaciones de crítica estética como hallamos en los primeros volúmenes de El Espectador)? Es natural pensar que la filosofía de la religión que podría sacarse de estas y de tantas otras alusiones del joven Ortega a su asunto, estaba muy madurada en realidad y presta para sustituir, cuando los tiempos maduraran en la siempre difícil España, al catolicismo popular e «intrahistórico» de la circunstancia de Ortega. Los escritos últimos de Manuel García Morente son, entre otras cosas, un testimonio muy elocuente de las potencias de innovación religiosa que encerraba la filosofía de Ortega —y que el convertido Morente exorciza en términos extremos.
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gunda vida virtual», en donde la materia sentida se vuelve escorzo12, se proyecta en la profundidad del trasfondo que constituyen los puntos focales de las ideas. Impresión y meditación han reemplazado a intuición y juicio y ya anticipan la «inteligencia sentiente», puesto que no es posible vivir de manera perfectamente impresionista, como tampoco se puede habitar en ningún trasmundo habiendo abandonado definitivamente la espontaneidad de la vida azarosa. Lo grave, lo deprimente, es que la influencia de Nietzsche y de sus alumnos biologistas alcance a Ortega, en medio de la peor que ambigua literatura inmediatamente anterior al choque de naciones último que fue la Gran Guerra, hasta el punto de que confunda las fuerzas de la historia con las de la sangre (y desde luego, si no se depura el concepto de vida en el radical modo en que Henry —y quizá, pero sólo quizá, Bergson— lo hace, tal es la consecuencia de acercar demasiado vida espontánea e historia). Pues en la base de la diversidad de los genios culturales (siendo las culturas los giros y las distancias que ha de tomar la espontaneidad vital para confortarse en su necesidad, como hemos entrevisto), se hallan diferencias «fisiológicas» y «raciales» (51), destinos generacionales que ahora, de improviso, han pasado, de ocultarse en el origen y el fin de la Historia, a hacerlo en la masa de la sangre y los rincones de los genes. De modo que la impresión es mediterránea y la meditación es germánica, y Dios sabe qué tinieblas exteriores reservamos así a quienes sencillamente están más al oriente o más al sur de estos enclaves poshelénicos de Europa. 3. Teoría estética del concepto Vacila, pues, Ortega entre el monismo consecuente y un dualismo tan frágil que corre constantemente el peligro de que su cuerda se rompa 12. No se pase por alto que ésta es la traducción que Gaos decidió adoptar para traducir la Abschattung de los textos de Husserl, es decir, justamente los «contenidos primarios» considerados como contenidos «presentadores» de cosas que nunca se pueden, por su parte, volver del todo tales contenidos. (Se ha desconocido siempre —escribir «prácticamente siempre» sería atribuirme un saber que no poseo—, hasta los trabajos del seminario madrileño de Fenomenología y Filosofía Primera que coordino desde 1978, que Abschattung quiere decir en realidad cosas diametralmente opuestas en las Investigaciones lógicas y en Ideas I, puesto que en aquéllas es la «proyección» efectuada por las cosas reales en la realidad de la conciencia fenomenológica, según el representacionismo crudo de ese libro, y en éstas es el «escorzo» puro en la conciencia trascendental de las cosas-ideas-en-sentido-kantiano tal como las ve el fenomenismo radical de la correlación apriórica de la nóesis y el nóema. Se trata de un punto que han aclarado mis propios trabajos, los de Agustín Serrano de Haro y los de Pilar Fernández Beites de modo ya plenamente satisfactorio).
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por el lado más débil y Dios se sumerja en la presunta inmediatez de la raza. Donde, por cierto, también naufragan, esta vez definitivamente, los fenómenos de la intuición pura, las materias sensibles, los elementos de la vida espontánea. Se lleva a todos la corriente de un realismo salvaje, sobre cuya indómita esencia no parece Ortega haber tomado la adecuada perspectiva, dado que no cuenta con más receta que la creatividad del artista bien centrado en las necesidades de su corazón. En principio, nada indica que la teoría vaya a adoptar esta dirección, cuando su preámbulo ha estado tan cargado de referencias de orden ético y religioso, y cuando sus arranques vuelven a los temas de adaptación peculiar de la fenomenología en Madrid que hemos conocido a través de los demás textos de maestro y discípulo. Porque la distancia entre la impresión y la meditación es, en principio, la que media entre la actualidad o presencia o apariencia, de un lado, y la esencia, del otro, hablando ahora en términos no ya de teoría del conocimiento sino, directamente, de ontología. Y una esencia es el repertorio de todo lo que algo necesita para ser..., menos el «don decisivo» de la actualidad, o sea, de la existencia. Ya hemos repasado la aprioridad de las esencias en varias oportunidades, y este carácter peculiar de ellas comporta, como se recordará, independencia respecto de la existencia, ser específico frente a ser individual, intemporalidad inteligible y unidad frente a tiempo fáctico y dispersión o multiplicación en principio incomprensible y hasta superflua. Además, mientras que la sensación es la base de la experiencia de los hechos, «el concepto es el órgano normal de la profundidad», ya que la esencia jamás se toca, se oye o se ve, mientras que el individuo jamás se termina, al parecer, de pensar (justamente porque la hipótesis capital de esta presentación de la ontología es que en el individuo hay más que en la esencia, y este más no es sino la existencia —no sólo realmente distinta de la esencia, como en los clásicos medievales, sino bastante más que eso: toto diversa, si apretamos el sentido de cuantos textos hemos hallado que traigan esta misma distinción—). Queda dicho que, sin embargo, el concepto, como idea o perspectiva, no es sino una mirada por la que adquieren las materias sensibles la profundidad de escorzos de las cosas del mundo real no sensible (y, en verdad, de apariencias y fenómenos de la realidad plena, inalienablemente transfenoménica). El concepto, pues, no puede ser más que una estructura, un cierto orden en que entren los fenómenos (en que sean vistos los fenómenos sintéticamente y a distancia, como en sobrevuelo). En este sentido, el concepto, el predicado del juicio, es de nuevo un objeto de segundo grado, confrontado con el grado cero que tienen aquellas materias sensibles que resultan trabadas por la relación característica del 213
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concepto. Como en Kant, pero también como en Meinong, la esencia del concepto es la relación, y su secreto subjetivo es la espontaneidad del entendimiento, no la pasividad de la sensibilidad. Aunque todo ello está templado por el realismo, por el afán de objetivismo aprendido en la escuela de la fenomenología, de modo que, a despecho de los heroísmos casi trágicos sobre los que hemos leído mucho pocas páginas antes, resulta ahora que el orden conceptual o relacional de las cosas fenoménicas viene a dimanar de éstas mismas, en paralelo próximo a lo que sostenían las viejas y repetidas teorías de la asociación en la historia del empirismo. Es ya la estructura dinámica de la realidad, porque ocurre que las cosas, por su mera actualidad respectiva, tienden, al parecer, puentes las unas hacia las otras, dan de sí relaciones, o sea, conceptos. Y los dan de sí de un modo casi físico, puesto que se puede legítimamente decir que se fecundan, se entreveran amándose, generan la novedad de las ideas y las esencias; se completan las unas a las otras como las mitades de las desdichadas esferas de Aristófanes, sólo que al reunirse engendran unos hijos de otra especie que los padres. ¡Extraña doctrina de la esencia y del concepto, que no son sino sustitutivos y paliativos y vías de y para la Naturaleza, puesto que tal es el nombre auténtico del Todo que nunca está ya plenamente realizado, pero que sin duda es «la máxima estructura»! (59). Además de que en esta noción de naturaleza sigue reflejándose la indecisión del filósofo en busca de doctrina: son lo mismo, según sus palabras, el Concepto, la Idea, el Dios, el Todo, la Naturaleza —y la Historia, sobre todo, la Historia, que es quien menos papel explícito tiene en el texto—. No existen. No han existido ni existirán (y no hay derecho intelectual a mezclarlos, añado yo). Como la Idea en el idealismo crítico original o en el neokantismo, estos (o este) objeto de la Razón más bien llevan y deben sólo llevar existencia ideal. Pero Ortega combina de hecho —sin derecho— esta idealidad de orden práctico con la idealidad cultural —hasta aquí, no demasiado que objetar— y con la idealidad específica y la intemporalidad de las verdades, sus partes y sus complejos teóricos; y todo ello resulta al mismo tiempo no ser sino un orden, una estructura, que brota naturalmente del peculiar dar de sí las cosas, del amor que todo lo une y une el Todo. Muy literalmente es el concepto, pues, «rito amoroso». Pero sería difícil encerrar en una sola cabeza una confusión mayor... Ahora bien, ha quedado dicho que el amor parte a la caza de lo verdaderamente imprescindible para seguir viviendo, es decir, del fragmento propio que por el momento está enajenado. Significa esto, en concreto, que la cosa aislada ama todas las cosas porque le faltan todas para ser con plenitud ella misma (en acabada reproducción de la doctrina estoica de 214
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la sagrada copertenencia —oikeíosis— de todas las realidades a la única Casa del Logos o Naturaleza o Dios o Fuego; sólo que el estoico admite antes que nada la existencia eterna de este Todo). Pero no podría apetecerlas incluso inconscientemente si no encerrara en ella misma algo de las demás; y como este algo no es su realidad, ha de ser su noticia o, en el caso tan general de las cosas que carecen de conciencia, su reflejo. Del estoicismo clásico pasamos al neoestoicismo de Leibniz, sólo que sin entregarnos plenamente a su estricta consecuencia sistemática. Todo se refleja en todo, debido a lo cual todo apetece todo. Es la monadología in nuce, pero Ortega hurta el bulto a la masa doctrinal que esta noción arrastra consigo. Nos podemos pasar quizá sin Todo y sin Dios y sin Naturaleza, pero no sin las cosas y sin los conceptos. Sin embargo, de estos segundos podemos decir que son todos de algún modo provisionales, porque andan dirigidos teleológicamente al Concepto, o sea, al Uno, que justamente sólo pensamos por el momento (y por siempre) como una forma vacía, como un polo de atracción al que irá acercándose asintóticamente la riqueza combativa del mar histórico que es la cultura de la humanidad. El concepto, cuyo nombre ya indica la fecundación de la vida mental por la vida de las cosas, nace, sin duda, de la mera pluralidad observada y consciente de las cosas; porque si son éstas más de una, entonces han de estar limitadas respecto de las que no son ellas mismas, y este límite, que propiamente no pertenece a ninguna de las cosas que separa, es al mismo tiempo la unidad de lo distinguido por él: el punto de coincidencia, ajeno a ambas en su soledad. Tan hegeliana es la base de la doctrina del concepto en el joven Ortega. Y como una cosa puede delimitarse frente a cualesquiera otras cosas, su límite no es uno único sino, en realidad, tan plural como grande es la multitud real y posible de las cosas. Precisamente es por esto por lo que se puede sostener en principio que una cosa porta en ella los reflejos de todas las demás, la «sombra mística» (60) que sobre ella vierte el resto del universo. En cada cosa real, en la medida misma en que es lo que es y no es lo que no es, llevan existencia virtual (ibid.) todas las demás; y esta existencia virtual de todas en cada una es, cuando se refleja a su vez conscientemente en alguna, el sistema de los conceptos. Cuya forma general es entonces bastante extraña a como se la representa rutinariamente la lógica de andar por casa, ya que salta a la vista —y antes quedó dicho de paso— que es el mismo, en definitiva, el concepto de todas las cosas, o sea, que sólo hay un único Concepto, puesto que todas son ella misma y ninguna más, y el contenido de esta regla formal, como se comprenderá a poco que se atienda, resultará idéntico sea cual sea la cosa que tomemos como punto de arranque de nuestro pensamiento. 215
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Ya decía Anaxágoras, el genial antecedente de Leibniz en la Antigüedad griega, que en todo hay semillas de todo, y que sólo la Inteligencia en cierto modo, para poder entender esto mismo, está separada, pura, respecto del resto, aunque, por otra parte, también mezclada, o no podrá comprender lo real... (y la contradicción se enuncia en la misma frase, sin necesidad de recuperar el aliento entre la primera y la segunda afirmación). Entender algo es entenderlo como centro (virtual) de todo. Y sólo en este sentido del sutil cambio sucesivo de la Perspectiva, según cuál sea el centro de ella que adoptamos (por la fuerza de nuestra localización en la Historia y la Naturaleza, que nos otorgan las precisas circunstancias que ahora ya son las nuestras sin remedio), sólo así de débilmente (pero de calidoscópicamente, y es sabido que el calidoscopio no cansa en seguida) se diferencia el pensamiento concreto y completo de una cosa del pensamiento de otra cualquiera. Claro que la plenitud del concepto se da en la Inteligencia pero no ya por ello en la realidad natural e histórica. La virtualidad no pasa a actualidad sólo porque una inteligencia la refleje del modo preciso en que no la puede reproducir la cosa (quiero decir que para la cosa amar y crecer no es ser concebida sino abrirse realmente sobre las restantes, fecundarlas a todas, dejarse fecundar por todas y, en definitiva, que las semillas que encierra germinen hasta dar sus frutos últimos). La vida espontánea, todo lo más, dibujará los principios de las trayectorias que comienzan ahora a seguir las cosas según las leyes que rigen los oscuros semina depositados en ellas. La vida refleja, cultural, espiritual, flota, desde luego, en las perspectivas, muy por encima del nivel modesto y terrenal del amor real de unas cosas por otras (este amor que hace que se devoren y destruyan no menos que da lugar a que se reproduzcan, y que es la Guerra como Padre universal, el Fuego Técnico, Hefesto en su fragua). De aquí la dificultad (sobre la que Ortega salta) de entender realmente que la razón, que no puede sustituir a la vida espontánea ni debe aspirar a hacerlo, sea, sin embargo, también ella «una función vital y espontánea» (62), eso sí, restringida a propiedad de unas pocas realidades en las que los reflejos de las demás, por lo que se ve, llevan algo más que mera existencia virtual. Parece que lo natural y lo correctamente adaptado a la estructura de la Naturaleza que acabamos de bosquejar sería, desde luego, que la razón estuviera universalmente bien repartida, a la manera en que los estoicos de todas las épocas han intentado explicarnos. Pero no es así. El hombre es la solitaria caña pensante, el ser de lejanías, la criatura que está obligada por los misterios de su esencia a tener la doble forma del amor que consiste en reproducirse en realidades y 216
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alimentarse de realidades y morir por realidades, al mismo tiempo que se ve forzado a irlas pensando, a darles sentido orientándolas, como escorzos, en el cuadro del Todo que realmente no existe más que en el cuadro mismo. En este modo, mientras que la vida espontánea sigue siendo, en el propio hombre, acecho de presas, aventura dramática, posibilidad constante de la muerte y el menoscabo, también, por lo visto, para la viabilidad biológica de un ser tan extravertido, era preciso un «momento de seguridad, firmeza, claridad», y no otra cosa es la cultura: la creación de perspectivas, por mucho fundamentum in re que nos hayamos esforzado por mostrar para ella. El arma contra la pantera de la vida es, por tanto, el alto árbol desde cuya copa vislumbra el hombre vías de escape —que quizá, sin embargo, le cierre el asalto de su enemiga, magníficamente dotada para trepar por los troncos. Aunque Ortega insista una y otra vez en que «la claridad es la plenitud de la vida», la verdad es otra. La plenitud de la vida para las cosas incapaces de claridad es la lucha en que los propios gérmenes se desarrollan a costa de otras vidas y los de las otras maduran comiéndosela a ella. Y para el hombre no puede ser sino ir matando a la fiera del Instante con el poder mágico de la Mirada o Idea (como a la Gorgona, basta devolverle su propio reflejo). La religión antigua13 se aterroriza ante la problematicidad de la vida y se refugia, en vez de en la creación de Ideas, en el Misterio, que es lo mismo que intentar solucionar la penumbra cerrando todas las vías de luz (como sin duda hace el último pensador de esta forma pasada de religión, que es Unamuno); la religión nueva, la nueva jovialidad (que realmente resucita la Divinidad griega)14, invierte el sentido de su movimiento, exactamente como el ángel Portador de Luz (Lucifer) o el Titán que aborrece el sometimiento miedoso al Misterio de los dioses de Oriente (de Israel, en definitiva). La cultura es toda ella, en este sentido, misión luciferina que culmina en la creación o revitalización de los mismos Dioses que animaron el nacimiento en Grecia de la filosofía. Entre estos daemonia splendida y su Enemigo hay un combate que la contemporaneidad resuelve desde ahora al liquidar las resultantes del viejo imposible compromiso: la Edad
13. Acerca de este punto es lastimoso observar cómo Ortega corrigió sin piedad su antiguo texto para hacerlo publicable en tiempos de posguerra (cf. 69). Por cierto que con este asunto va vinculado el tema lujuria – limpieza, de una manera que nos obliga a recordar la obra de Leopoldo Alas, testimonio máximo de una situación de la cultura española que aquí Ortega plasma conceptualmente. 14. Indoeuropea o aria sería aún más correcto para este caso. Recuérdese el texto védico con el que Ortega reemplaza la oración de Goethe.
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Media y el Renacimiento. La verdadera alianza se debe establecer entre otras dos consecuencias de la historia, esta vez entendidas racialmente, dado que «el individuo no puede orientarse en el universo sino al través de su raza, porque va sumido en ella como la gota en la nube viajera» (72), inventen lo que inventen los secuaces de otro Dios. Estas nuevas magnitudes en alianza necesaria son el Mediterráneo y Germania, el Sur y el Norte de Europa. La hora de Francia, de Italia y de Inglaterra ha sonado y dejado de sonar, sucesivamente. España, en cambio, como proyecto europeo frustrado, y Alemania, como novedad europea contemporánea, tienen ante sí abiertas de par en par las puertas del destino. Sólo que éste no es jamás pasiva providencia del Dios semita sino activo problema del Dios jovial. Con lo que desembocamos en el tema básico de la doctrina nietzscheana sobre la cultura: la fuerza inmensa de la imaginación, del espejismo incluso15, en el sometimiento a la plenitud humana de la existencia de los demás factores también presentes en la vida. De modo que no hay más que dos tipos de hombres: los alucinados y los desilusionados (mejor que los apocalípticos y los integrados, creyó siempre Ortega, debelador de utopías). Sólo que así como la desilusión conduce rápidamente a la muerte (propia y ajena, en forma de fanatismo), la alucinación alimenta y hace crecer la vida: la alucinación tiene éxito vital en el terreno mismo de la espontaneidad, como si el culto de los dioses homéricos tuviera siempre que consistir en soñar. En verdad, este espíritu fino que hemos visto que consiste en sorprender, en las entrañas de cada cosa, su conexión virtual con todas las demás, cuando se pone directamente al servicio de la interpretación radical del hombre mismo —y, por tanto, se aleja de su otra gran posibilidad: la interpretación de la Naturaleza, o sea, la Ciencia—, es, sostiene Ortega, el Arte. Y por ello mismo cada época histórica es básicamente hija del Arte, y cada crisis o articulación entre épocas que se reemplazan en la actualidad de la historia, crisis del Arte. Desde luego, no significa esto que lo que entendemos comúnmente por arte y artes se iguale con el Arte mayúscula, aunque se observa siempre cómo las épocas se expresan en plenitud en ciertos estilos, que dominan simultáneamente de algún modo en prácticas aparentemente tan alejadas las unas de las otras como la literatura y la arquitectura.; y también es frecuente que las crisis entre épocas vengan anunciadas en las vanguardias artísticas o empiecen a resolverse en momentos que sólo ciertas obras de arte lo-
15. La obra toda del espíritu es «espejismo que se produce en la materia» (101).
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gran discernir, mucho antes de que la nueva seguridad cultural afecte a la vida de la generalidad de los hombres. El Arte es la expresión cultural del amor en que ya sabemos que consiste últimamente el Yo; y el Arte en su extremo de pureza ha de seguir muy fielmente el mismo movimiento o gesto que hemos visto que hace sustancialmente la vida: dar de sí más allá de los fenómenos, para salvarlos, una Mirada o Idea, una plataforma de seguridad que permita que la vida se viva con la problematicidad precisa que siempre tiene, sin dejarse relajar ni del lado del Misterio Tenebroso ni del lado de la Claridad Engañosa de la ciencia que cree, como aquel Strauss de la burla terrible de Nietzsche, que los problemas se han terminado para siempre en la fórmula final de su química. Se recordará que el arte que no se acomoda ni al lirismo religioso ni al realismo positivista lo llama Ortega Barroco. La culminación de sus meditaciones preliminares para la nueva interpretación del Quijote que, enfrentada a la de Unamuno, pudiera presentar a Cervantes mismo como el muñón de la España que aún nunca había sido y que tenía que afrontar su hora en vísperas de la Gran Guerra crítica de Europa, se encuentra en aquella tesis sobre la esencia de la Vida que aúna el Barroco con el nombre de Nietzsche. Sólo desde ella, cuando la Vida espontánea, igual en la planta, el animal, la tierra y el hombre, abarca a la Historia, a Dios y a la Naturaleza, se deja entender por entero, en la modesta medida en que cabe hacer esta operación con un caos, el conjunto de las restantes tesis que hemos repasado brevemente. La fórmula suprema de la metafísica del joven Ortega recurre a Calicles, o sea, a las viejas discusiones de Sócrates el Filósofo con el Sofista. En realidad, es Calicles quien tiene la Vida de su parte y, por ello mismo, también a la Razón: a la Razón que es una función de la Vida; y así, es Calicles el verdadero filósofo, el más hondo origen de este Nietzsche en quien Grecia resucita después de la pesadilla semítica. Sócrates representa, ciertamente, la muerte de la Filosofía a quien cree arteramente encarnar y con quien lo han confundido de modo fatal sus contemporáneos. Sócrates no era el Filósofo, sino la Cultura anquilosada y muerta: el espejismo enloquecido por el que la Vida se sustituye enteramente, para siempre, del más imposible e invivible de los modos, por la Idea. Pero esta Idea ya no mira nada, ya no tiene contenido alguno, puesto que no señala el orden de las realidades vivas sino la fuga absoluta al cielo irreal por encima de todas ellas. Es el Uno sin sustancia, pero no el orden estético del mundo. Es rescoldo del sueño creador, pero ya no más, en absoluto, Jerarquía humana —y al tiempo, espontánea— de las cosas reales. Sócrates es el remedo del Filósofo, y ha nacido para preparar las épocas de oscuridad en las que 219
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la Vida y la Cultura han sobrevivido por la única fuerza milagrosa de su propio poder incontrastable; pero esos tiempos han sido de realidad de reemplazo, en la medida en que la realidad se deja disfrazar y olvidar. Digámoslo de una vez: la Vida es pleonexía, es decir, aumento de sí, autosuperación, ímpetu de más vida, futurición, crecimiento desde su centro mismo (cf. 154)16, y Nietzsche es el «barroquista máximo», en realidad el primero que, a la vista de la larga decadencia de los hijos de Grecia, ha reflejado expresamente la verdad original de toda la humanidad europea. Frente a cuantos nihilismos invente el miedo de los humanos, odiadores del Problema a todo precio, la Voluntad de Poder se erige en la clave de toda vida. Sólo que ella se ha dado a sí misma en el Ultrahombre que nace con el siglo XX una capacidad perfecta de reconocerse para acelerarse. Ortega había escrito su loa de Nietzsche en 1910, precisamente en un fragmento de sus textos de crítica estética destinados a integrarse en una Teoría de la novela preliminar necesario de la Meditación del Quijote (en la que quizá consista toda la restante obra orteguiana...). Realmente, la filosofía, como reflejo del Arte, no es en el fondo más que reflexión a toro pasado de la creación espontánea, genial, por la que el agua brota de la mismísima roca del desierto del nihilismo. Y de ese modo, las salvaciones filosóficas stricto sensu no se pueden llevar a cabo más que como ensayos de estética (parecidamente a como Nietzsche se vuelve resignado a la literatura y la filología cuando acepta el fracaso supremo de no ser él mismo aquel a quien estaba destinada la creación de la máxima obra de arte en la música). La fenomenología proporcionó, pocos años después de esta personal recepción confusa de los legados combinados de Hegel, Nietzsche y Unamuno, el instrumento con el que afianzar tanto las generalidades de tal metafísica cuanto, sobre todo, la descripción de los fenómenos mis16. En el propio Ortega, la más barroca fórmula que logró es, sin duda, la terrorífica metáfora según la cual la «Y» de «Yo» es una «tenaza» para hacer las cosas mías (158), al tiempo que el sonido de la palabra «Yo» es el germen de todo imperativo (o sea, suena como un constante, insaciable, «apodérate»). Es muy aleccionador —aunque un tanto apocalíptico, lo reconozco— pensar cómo ni siquiera la Gran Guerra despertó de este sueño de barroco a una parte tan decisiva de los creadores de cultura europeos. Hasta las advertencias amargas, desesperadas, del jovencísimo Levinas de los años 33-35, no suena una voz disidente, exceptuado Unamuno, nuestro auténtico primer pensador. La crítica de Nietzsche por Unamuno, expresada con asombroso vigor en los textos capitales del Sentimiento trágico (que no en vano iba a denominarse en principio Tratado del amor de Dios), aunque no sirviera para sacudir a Ortega de su peculiar espejismo dogmático, es la pieza culminante del pensamiento español del siglo XX, si me permite mi lector una confidencia entusiasta.
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mos, parte primera de la crítica estética. Los ensayos circunstanciales, como otras veces se ha observado, son precisamente lo irrenunciable y no circunstancial de la obra de Ortega, y El Espectador, en definitiva, la plasmación mejor de su siempre inacabada (su absolutamente imposible) meditación cervantina. Para Zubiri, en cambio, la fenomenología se convirtió —quién sabe si en buena medida a la luz de las elocuentes, tremendas lecciones de la guerra— en la antesala de una relectura de las ciencias y una personal des-trucción de la historia de la filosofía, que prepararan entre las dos un realismo (un reísmo) de nuevo cuño. Pero en el camino se dejó olvidada la radicalidad existencial de la reducción fenomenológica. Nada raro, si tenemos en cuenta que el mismo Husserl no terminó jamás su propia meditación sobre este punto y no se introdujo nunca por la vía, absolutamente necesaria, de exponer la génesis fenomenológica de la misma reducción fenomenológica. Esta pérdida de sustancia existencial (existenciaria, si se quiere, además de existencial) ha sido la responsable de que la fenomenología no lograra inmunizar a tiempo a la filosofía europea contra la barbarie de los Dioses Viejos. Hoy es ya muy difícil que esta misión histórica pueda realizarse. Hoy apenas nos conformaríamos con que Sócrates regresara a la vida contemporánea en alguna modesta proporción.
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