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Spanish Pages [195] Year 2015
PEQUEÑO ELOGIO DEL CONOCIMIENTO. Federico Novelo U.1 “Y de entre todos los afectos hay uno más poderoso que los demás, dotado de un poder libertador del que carecen los otros. Ese afecto es el conocimiento” (Baruj Spinoza, citado en Arnau, 2014: 309). “Pero no todas las artes se han descubierto; nunca veremos el día en que se dejen de descubrir… y se descubren artes cada día”. Sermón de Fra Giordano en Pisa (1306), citado en Landes, 2000:193. PREFACIO. En el año de 1970, Albert O. Hirschman publicó el libro Exit, Voice and Loyalty: Responses to Decline in Firms, Organizations and States (Salida, voz y lealtad. Respuestas al deterioro de empresas, organizaciones y Estados), que el Fondo de Cultura Económica (FCE) tradujo y publicó en 1977 y reimprimió en 2012. El mensaje de este libro extraordinario (muestra notable de cómo las pequeñas ideas pueden crecer, como sostiene el autor en la dedicatoria a Eugenio Colorni) es que tanto los consumidores de los productos de una empresa, de los servicios de una organización o de las políticas y acciones de un gobierno, cuando dichos productos, servicios, políticas y acciones sufren cierto deterioro, sea por la elevación de los precios y/o por la reducción de la calidad, disponen de la inmediata posibilidad de la salida, la búsqueda de otra empresa proveedora de un sucedáneo aceptable, de otra organización capaz de ofrecer un servicio comparable o de otra región o país con gobernantes más tolerantes y comprensivos de la circunstancia de los gobernados. En tal caso, quien sale se ocupa poco, y se preocupa menos, por las reformas que la empresa, organización o gobierno realicen para enfrentar al deterioro que originó la salida; siempre que se ponga en marcha alguna reforma, siempre que el espacio abandonado asuma
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Profesor de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM, México).
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su responsabilidad en la salida y emprenda las modificaciones pertinentes para evitar nuevas salidas. La segunda opción de las víctimas del deterioro, en opinión de este autor, es la del empleo de la voz, la capacidad y disposición de protestar por el deterioro sufrido, en el ánimo de exigir la puesta en ejercicio de los mecanismos y reformas que enfrenten el mismo deterioro. Es, éste, el principio de una acción colectiva que habrá de corresponder al cálculo de la eficacia que el empleo de la voz logre alcanzar para el establecimiento de las reformas necesarias; en este caso, la amenaza de la salida –y no su puesta en ejercicio- tiende a convertirse en un recurso plausible de la voz, para la mejora de las condiciones. Al lado de este cálculo de eficacia, quienes se dispongan a emplear el recurso de la voz deberán, también, desarrollarlo en función de un importante grado de lealtad a la empresa, organización o gobierno. Hirschman percibe en la lealtad una especie de barrera, similar a las arancelarias, para evitar la salida. En su texto se insiste en que se trata de una lealtad libre, sin sujeciones autoritarias que, de estar presentes –por ejemplo, por la acción de empresas monopólicas-, reducirían o tenderían a reducir el tono de la voz, colocando en el sitio que debería ocupar la protesta y la acción colectiva, a la resignada sumisión. La posibilidad de hacer crecer a esta pequeña idea, la del empleo de alguna de las dos opciones y, en el segundo caso, a su condicionante de lealtad, hacia espacios distintos a empresas, organizaciones y gobiernos, descansa en el análisis de historia, instituciones y un amplio espectro de organizaciones. Por ejemplo, nuestro autor establece una liga entre la historia de los Estados Unidos de América y la práctica fundadora y recurrente de la salida. La intolerancia religiosa, visible en la Gran Bretaña después de La Reforma y especialmente de su contraria, constituyó un poderoso incentivo para la ocupación protestante del Mayflower y su traslado a la costa este de lo que terminaría siendo el nuevo país; otro tanto resulta documentable con la colonización posterior del oeste, saliendo del este.
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La disponibilidad de las propuestas de este autor abarca la militancia política, las relaciones humanas, el orden internacional y un larguísimo etcétera de posibilidades que llegan a la marcha de la vida universitaria. Es el caso que el espectro de opciones hirschmanitas ha estado presente, aunque en la figura exclusiva de la salida, en el funcionamiento del primer, inicial programa académico de la Universidad Autónoma Metropolitana Xochimilco (UAMX). El carácter emblemático que, para los xochimilcas, tiene un curso de inmersión a la vida universitaria, común a los estudiantes de todas las licenciaturas ofrecidas, descansa en la singularidad de su propósito dentro de un funcionamiento curricular integral que, de suyo, se inscribe en un propósito innovador, el de la enseñanza-aprendizaje por problemas, contenido en el llamado sistema modular. La acumulación de disfuncionalidades, visibles en los rediseños y, más intensamente, en la operación de este primer módulo, no han dejado más opción, hasta la fecha y para los estudiantes que la padecen, que la salida, la más significativa deserción estudiantil que, en la anémica cobertura del llamado sistema nacional de educación superior (público y privado), no encuentra, no puede encontrar una explicación plausible en la disponibilidad de otras opciones. El fracaso escolar temprano, por abandono, de buena parte de los recién ingresados a la UAMX debe mover a la reflexión profunda sobre este inicial tronco interdivisional (TID), en su diseño, en su proceso, en sus contenidos y en sus docentes, a través de la combinación virtuosa de voz y lealtad, por parte de quienes aún conservan una sólida confianza en las virtudes y posibilidades del experimento educativo de esta universidad. Por fortuna, la frecuencia y magnitud de la salida ha movido a la más alta autoridad de la propia institución a promover las transformaciones necesarias para recuperar las enormes potencialidades de este módulo y a convertirlo en una ventaja competitiva de la UAMX en el marco de la educación superior mexicana. La actual administración de nuestra universidad impulsa un ambicioso proceso de reforma educativa doméstica, comenzando por el TID, de la que este pequeño trabajo, como lectura de apoyo, forma parte. Resulta deseable que los estudiantes 3
de esta institución, y desde su más temprana experiencia, comiencen a ejercer el recurso de la voz, en beneficio de su propia vida universitaria y en el propósito de evitar el inexorable abandono de los postulados del sistema modular durante sus cursos subsecuentes, cada vez más mimetizados (en muchos casos) con la versión tradicional de la educación superior, por materias y con la trasmisión de información y el ejercicio memorístico, sin relación con ninguna actividad práctica y sin aplicación de los conocimientos así adquiridos. Por lo pronto, la iniciativa en curso y la oportunidad de participar en su cristalización, merecen el mayor reconocimiento. Desde las posibilidades y propósitos de una universidad pública mexicana, como es la Autónoma Metropolitana, los esfuerzos por ofrecer una educación de calidad y constructivista enfrentan algunos obstáculos relevantes. La no tan reciente preferencia oficial por las ofertas educativas privadas, en un amplio espectro de calidades, recrean la lamentable conseja en la que, más que los conocimientos, lo verdaderamente importante son los conocidos. Desde los bachilleratos públicos, en los que también es visible la heterogeneidad de calidades, existe una atención altamente diversificada a procesos y contenidos de enseñanza aprendizaje en historia y filosofía de la ciencia; mientras algunas ofertas privadas de educación media superior sí le otorgan algún sitio en sus currícula, experimentos públicos con horarios hiper restringidos juegan el poco acertado papel de enseñaderos, sin preocupación visible por la formación integral de sus alumnos, como incentivos para la curiosidad indagatoria (científica o artística) y la afirmación de valores, en correspondencia con una educación que es, también, ciudadana. El texto Pequeño elogio del conocimiento pretende apoyar un proceso formativo que incentive y satisfaga una germinal curiosidad en las artes y las ciencias, que introduce a los recién ingresados en prácticas indagatorias, de temprano ejercicio de tareas y métodos de investigación, en cercana relación con las características de los ejercicios profesionales de las licenciaturas que aquí se ofrecen (y que harían bien en retomar la alternativa modular). Su lectura y comprensión exige un esfuerzo razonable de los estudiantes (y de los docentes), compartiendo la idea 4
consistente en que para el acceso al conocimiento no existen atajos ni caminos reales. En mi humilde opinión, conforma una adecuada plataforma de lanzamiento hacia procesos y contenidos de mayor complejidad y esfuerzo.
El Pequeño elogio del conocimiento parte de una justificación relativa a la circunstancia del curso inicial universitario y de su necesaria reforma, particularmente en el ánimo de provocar el debate respecto a la pertinencia del sistema modular (o su posible abandono). Lo relevante en ese debate, en todo caso, es oponerse a la simulación de una innovación educativa que ha devenido rigidez y rutina; en segundo término, se destaca el papel de la filosofía en el comienzo y el fin de cada disciplina y las razones por las que el avance científico es un fenómeno occidental; posteriormente, se destaca el proceso del despertar de la ciencia y los elementos que le facilitaron. Se analiza la circunstancia mexicana y el efecto adverso que el enfoque estrictamente normativo tiene sobre el aprendizaje; se ensaya una descripción de las cosmovisiones que han ido conformando el avance científico, desde Aristóteles hasta Einstein; se hace una presentación del llamado darwinismo social y las reacciones de tres de sus críticos (John S. Mill, Carlos Marx y Sigmund Freud). Se realiza una indagación sobre el conocimiento, la sabiduría, el constructivismo y la complejidad; posteriormente, se analiza al liberalismo en tanto geocultura de la modernidad y su relación con el positivismo, en el mundo y en México, así como el desencanto con la modernidad. Casi finalmente, se reflexiona sobre la necesidad de la ética en el aprendizaje y se concluye con una reflexión sobre la posible utilidad de este elogio. La selección de temas, científicos y autores corresponde al ejercicio de mi libre albedrío y, por ello, no está ni puede estar exento de cierto grado de arbitrariedad que se ajusta a la pequeñez del propio elogio. Sin embargo, es mi opinión que en este texto se aborda lo principal del amplísimo tema; el lector y la lectora juzgarán. Para llegar a esta presentación, versiones originales recibieron el generoso cuerpo de observaciones utilísimas por parte de algunos y algunas colegas. Me interesa 5
dejar constancia de aquellas que provinieron de mi querida Doctora Josefina Vilar Alcalde y, muy especialmente, de las que propuso el Doctor Roberto Manero Brito, notable académico que me puso a trabajar en muy importantes ampliaciones y en modificaciones realmente relevantes, a las que –en ambos casos- espero haber atendido correctamente. Las inevitables fallas que sobreviven, habrá que cargarlas a mi cuenta. Este pequeño elogio del conocimiento es un texto, en fin, que está destinado a los estudiantes universitarios en México, de hoy y de mañana. DEDICO ESTE LIBRO A LA MEMORIA DE MI MADRE POLÍTICA, DOÑA JUANITA GONZÁLEZ SANTATERESA, MUJER REBOSANTE DE TALENTO, SENSIBILIDAD Y BUEN HUMOR QUE NOS BRINDÓ EXTRAORDINARIAS LECCIONES DE TOLERANCIA, RESPETO Y SOLIDARIDAD QUE HOY RESULTAN DE UN VALOR INESTIMABLE. SU RECIENTE FALLECIMIENTO, QUE NOS EMPOBRECE A TODOS CUANTOS TUVIMOS EL HONOR DE CONOCERLA, IMPONE LA MÁS DURA DE ESAS LECCIONES QUE ES, TAMBIÉN, OBLIGACIÓN: APRENDER A VIVIR SIN SU QUERIDA PRESENCIA. FNU, Xochimilco, invierno de 2015.
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PRESENTACIÓN. “Paralelamente a la gran masa de producción científica ortodoxa, cada vez más parecida a un business y empujada por almas esclavas, infelices y temerosas pero bien formadas, se alza una empresa en la que los medios de investigación científica ya no se emplean en la construcción de sistemas claros y objetivos, sino en la constitución de un proceso que fusiona hombre y naturaleza en una unidad superior… En ese proceso el hombre no pierde su libertad ni tampoco adquiere ese saber excluyendo otros ámbitos de su humanidad y violentando la naturaleza que lo rodea. La simpatía con esa naturaleza, la comprensión intuitiva de la vida múltiple que ella encierra y el pleno desarrollo de la propia personalidad son esenciales a la nueva ciencia filosófico-mitológica que, aunque vagamente, hoy se dibuja sobre el horizonte” (Paul Feyerabend, citado en Arnau, 2014: 13). El eslabonamiento hacia atrás de la educación superior que ofrece la UAMX es, por decirlo con indulgencia, poco robusto. Las limitaciones perceptibles en los estudiantes de nuevo ingreso conforman un espectro que va del escrúpulo ortográfico a la capacidad de abstracción (elemental en la lógica matemática), de la no retención (menos aún comprensión) de lo leído minutos antes, a la dicción correcta y sin exabruptos en la lectura en voz alta. Parte de este problema se origina en la débil (si alguna) interacción de la UAM con los bachilleratos de los que provienen nuestros aspirantes; otra parte, fundamental, corresponde a la forma en la que se les recibe en la UAMX, sin una clara comprensión de su circunstancia. Reconocidos sociólogos de la educación, como Pierre Cazalis, ofrecen la explicación de los llamados Tres equilibrios inestables que la educación superior debe intentar: el primero, alude a la evolución permanente de la sociedad y a las dificultades que acompañan a los intentos de comprensión de ese movimiento; el segundo, más evolutivo aún, se refiere a los cambios que experimenta la ciencia, en sentido amplio, y que no se agotan en las llamadas revoluciones científicas ni en la falibilidad, crítica y sustitución de paradigmas que propuso Kuhn; el tercero, el más peliagudo, está relacionado con los cambios – físicos y mentales- de los propios estudiantes, con la singularidad que representa 7
el desarrollo pleno de la corteza humana prefrontal “… después de los veintipocos años, y eso explica el comportamiento impulsivo de los adolescentes. Los lóbulos frontales se llaman a veces el órgano de la socialización, porque socializarse no es nada más que desarrollar un circuito para aplastar nuestros más bajos impulsos” (Eagleman, 2013: 222). La misión universitaria, entonces, tiene un sentido remedial, por el que las cualidades (o defectos) heredados compiten con las habilidades adquiridas, en un ámbito de comprensión cerebral que los neurocientíficos identifican con un equipo de rivales. Así, la competencia entre partes del cerebro convierte a una persona en muchas personas o como, estéticamente –en El canto a mí mismo-, lo expuso Walt Whitman: “¿Me contradigo? Muy bien, pues me contradigo. Soy grande, contengo multitudes” (Whitman, 1855: 195). La pregunta, ante estos (des)equilibrios y rivalidades, es: ¿cómo iniciar en la vida universitaria a sujetos poseedores de tan peculiares cualidades? Haciendo abstracción de los condicionantes socioeconómicos y culturales de los ingresados, lo que es hacer mucha abstracción, la respuesta es: por las facetas histórica y ética del saber, por el devenir y la filosofía de la ciencia. “Si la filosofía no es una ciencia al lado de otras ciencias, es porque se sitúa en el inicio y en el fin de toda ciencia. Todo conocimiento nace de una pregunta y sólo puede desarrollarse si la pregunta es conforme a la razón, esto es, si tiene sentido plantearla y si puede dar lugar a algún conocimiento. Antes de pretender conocer algo, tengo que preguntarme cuál es el conocimiento válido, antes de proponer soluciones, debo indagar cuáles serían las soluciones aceptables, antes de describir objetos y de formular explicaciones tengo que preguntarme en qué consiste una descripción consistente y una explicación fundada, antes de hacer algo, debo plantearme cuáles serían las acciones correctas. La filosofía surge de la perplejidad ante el mundo que nos rodea y de la duda ante todo conocimiento que pretenda comprenderlo. Su condición no es la seguridad que dan nuestras ciencias, sino la insatisfacción que incita a la interrogación 8
permanente. Y es esa inseguridad la única que puede conducir a creencias fundadas. Con la filosofía nos encontramos también en el fin de todo conocimiento. Porque una vez que aceptamos un saber razonable, se presenta otra forma de perplejidad; ¿para qué ese conocimiento?, ¿qué sentido tiene? El campo de la filosofía está en lo que no puede decir ninguna ciencia, su campo es la pregunta por el sentido mismo de toda ciencia. Así, la filosofía no es una ciencia y, sin embargo, ninguna disciplina puede existir sin ella; porque la filosofía es el arte de las preguntas conformes a la razón y ese arte está donde comienza y acaba toda ciencia. La filosofía no es una doctrina, es una actividad que pone en cuestión las doctrinas aprendidas sin justificación. Por eso, no es exclusiva de una profesión, está en toda actividad racional, en cualquier profesión, que lleve a su raíz el arte de interrogar. Kant resumía la filosofía en el planteamiento de tres preguntas A estas tres preguntas debe añadirse una cuarta: ¿quién es el que pregunta? O, si le damos un nombre al sujeto que pregunta, Porque el ser humano podría definirse como el ente capaz de hacerse esas preguntas. Todo animal conoce, todo animal sabe actuar y anticipa algo que espera, pero es exclusivo del animal humano preguntarse por lo que puede conocer, por cómo debe actuar y qué puede esperar. Sólo el hombre pregunta sobre sí mismo, sólo el hombre filosofa. Las cuatro cuestiones de la filosofía no conforman una disciplina de conocimiento al lado de otras; son condiciones que hacen posible cualquier conocimiento. La filosofía no es una ciencia; pero está en el fundamento y el fin de toda ciencia; toda actividad genuina de conocimiento la implica” (Villoro, 2004: 4-5). En el pasado 11 de noviembre se cumplieron cuarenta años de haber iniciado cursos, en la UAMX, con esa misma idea. El módulo de inicio, “Ciencia y sentido 9
común”, pretendía invitar a una inmersión aclaratoria sobre la superioridad del rigor científico frente a la pseudo concreción de las intuiciones y del sentido común. 1974 no fue un año de comprensión excepcional de la actividad cerebral, y aún se ignoraba entonces que más del noventa por ciento de la actividad humana se desarrolla por debajo del radar de la conciencia, con arreglo a la rutina y/o a las pasiones (al respecto, y hace ya muchos años, Pascal recordaba que: “El corazón tiene razones que la razón ignora”, Barzún, 2005: 341). Grandes, y relativamente recientes, acontecimientos de gran relevancia global se han originado en conductas colectivas irracionales: “En algún momento entre 2005 y 2006, estalló la burbuja inmobiliaria en los Estados Unidos. El problema fue que el 80 % de las hipotecas recién concedidas eran de interés variable. Los que habían firmado hipotecas subprime de repente se encontraron con mensualidades más altas y sin ninguna posibilidad de refinanciación. La morosidad aumentó a un ritmo vertiginoso. Entre finales de 2007 y 2008, en los Estados Unidos fueron ejecutadas casi un millón de hipotecas (hasta el momento, se han ejecutado más de 7.5 millones –FNU-). Los valores respaldados por las hipotecas rápidamente perdieron casi todo su valor. En casi todo el mundo el crédito se redujo. La economía se hundía. ¿Qué tenía que ver esto con los sistemas que competían en el cerebro? Las ofertas de hipotecas subprime estaban perfectamente optimizadas para aprovechar el sistema de lo-quiero-ahora: compre esta hermosa casa ahora con mensualidades muy bajas, impresione a sus amigos y a sus padres, viva más cómodamente de lo que había creído posible. En algún momento la tasa de interés de su hipoteca de interés variable subirá, pero falta mucho, es algo que queda oculto en la neblina del futuro. Al apelar directamente a estos circuitos de gratificación instantánea, las entidades crediticias casi consiguieron acabar con la economía americana” (Eagleman, 2013: 143-144). El peso inescapable de las sensaciones también fue evocado –durante el siglo XIX- por Miguel Bakunin: “Mis ideas se confunden con mis pasiones y la luz que a otros ilumina, a mí me ciega”.
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También en aquel año, 1974, se ignoraba, aunque era una ignorancia conveniente, que en las ciencias existe más, mucho más, que un solo método científico, por lo que se optó por privilegiar a aquel que es propio de las ciencias naturales, como El Método. Después de muchos años y muchos rediseños de esa experiencia germinal, el tronco interdivisional de la UAMX se ha convertido más en un problema que en una inmersión adecuada a la vida universitaria. Para muchos estudiantes ha adquirido la función de periodo largo de vacaciones; para otros, una fuente inagotable de frustración y lamentos sin fin; para la institución en su conjunto, la puerta mayor de la deserción (En el periodo 2012-2014, de ahí salió el 47.71 % del total de la deserción xochimilca). Complementariamente, el TID padece otro par de desgracias, a saber: no ocupa un lugar relevante en la percepción del personal académico, y de muchas de las autoridades universitarias, en la totalidad de los planes de estudio, y ese desdén se hace visible en la asignación de cargas docentes, enviando a este espacio al personal que se considera menos apto para los llamados troncos de carrera o para los posgrados. De otro lado, el TID ha escapado al proceso de aprobación divisional, de unidad y universitario, de las uu.ee.aa., al presentársele como parte constituyente de los diversos cuerpos integrados que son, o debieran ser, los planes de estudio de licenciatura. El grueso del personal académico considera que las licenciaturas en las que imparten docencia comienzan, cabalmente, a partir de cuarto trimestre y, en no pocos casos, desde ahí comienza a difuminarse el sistema modular que, en la reforma precitada, también pretende rescatarse.
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I.- EL PANORAMA GENERAL; EL AMANECER DE LA CIENCIA. “La Tierra se mueve” Galileo Galilei (Barzun, 2005: 308). La habilitación de los estudiantes para la comprensión y eventual utilización de las ciencias y las artes es un proceso de larga duración que habrá de iniciarse con el reconocimiento de la diversidad que las caracteriza, no solo en sus expresiones disciplinarias (físicas, biológicas, sociales), si no en su dimensión acumulativa o competitiva, partiendo de considerar a ambas no como una perfección estática y aislada, sino como parte de un mundo cambiante, real, material y social (Bernal, 1981: 474). Algunas ciencias se muestran mucho más acumulativas de los conocimientos pretéritos que otras. Según Ruy Pérez Tamayo, sería éste el caso de la medicina: “En las ciencias médicas el progreso no se ha hecho por revoluciones kuhnianas sino por acumulación progresiva de ideas y de hechos, que se van adaptando a los nuevos descubrimientos y a los conceptos desarrollados a partir de ellos, sin abandonar por completo las ideas y observaciones anteriores. En las ciencias biológicas lo que se pierde durante la evolución del conocimiento es bien poco, sobre todo cuando se compara con lo que se conserva, se acumula y se incorpora. Un claro ejemplo de este proceso es la historia del descubrimiento de la circulación de la sangre: las observaciones de Harvey sirvieron para corregir algunos aspectos de las teorías de Galeno, que ya habían sido modificadas por Cesalpino y por Servet. Tales datos de ninguna manera derribaron los conceptos previos, ya que todos postulaban la circulación de la sangre en el organismo, aunque los detalles fueron diferentes según cada autor. De la misma manera, los experimentos de Hale, sobre los mecanismos que mantienen la presión arterial, no cancelaron las observaciones de Harvey y sus predecesores, sino que las complementaron y afinaron” (Pérez, 2012: 19). Algo muy distinto acontece con la economía: “La economía es una cuestión política. No es, y nunca podrá ser, una ciencia. En economía no hay verdades objetivas que puedan ser establecidas sin que medien juicios políticos y, a menudo, éticos. Por lo tanto, al enfrentarse a un razonamiento económico, hay que plantearse la antigua pregunta, cui bono? 12
(¿quién se beneficia?) que hizo célebre el estadista y orador romano Marco Tulio Cicerón” (Chang, 2014: 6). En esta disciplina, particularmente en su versión dominante (la Sabiduría Económica Convencional, como la definió el ido John K. Galbraith) el carácter intemporal, ahistórico de sus postulados, la liberan de la necesaria utilización de supuestos realistas y, por reacción, genera diversas críticas que dan lugar a muchas teorías, sobre los mismos fenómenos (desarrollo, desempleo, inflación, ciclo económico), que compiten entre ellas. El carácter eurocéntrico de la filosofía y la historia de la ciencia, que ha derivado – en sentido amplio- de una hegemonía occidental durante los más recientes cinco siglos, se funda en las limitaciones coyunturales y estructurales de antiguos y poderosos competidores, así como en significativas habilidades que, a lo largo del tiempo, se desarrollaron por los europeos para tomar una delantera que, hasta el final del siglo XIX y más notoriamente al término de la Gran Guerra (1914-1918), cruzó el Atlántico, para ubicarse en los Estados Unidos de América. Las aportaciones occidentales al mundo, según un prestigiado historiador, han sido: a) La competencia; b) La ciencia; c) La propiedad; d) La medicina; e) El consumo, y f) El trabajo (Ferguson, 2013: 509 pp.). Resulta curioso el hecho de que otras civilizaciones, que disponían de más historia, tierras más fértiles, visibles avances superiores en la ciencia y la tecnología y mucha más población, sufrieran el significativo rezago histórico frente al éxito occidental. Por ello, es relevante la revisión de las condiciones en que operaban estos importantes adversarios: “De todas las civilizaciones de los tiempos premodernos, ninguna parecía más avanzada ni se sentía superior a la de China. Su considerable población de 100 a 300 millones por contraste con los 50-55 millones de Europa en el siglo XVI; su 13
notable cultura; sus llanuras increíblemente fértiles e irrigadas, unidas por un espléndido sistema de canales desde el siglo XI; y su administración unificada y jerárquica, conducida por una burocracia confuciana bien educada, habían dado a la sociedad china una coherencia y sofisticación que eran la envidia de los visitantes extranjeros. Verdad es que esa civilización había sido sometida primero a graves tensiones por parte de las hordas mongolas y a la denominación después de las invasiones de Kubilai Khan. Pero China tenía la costumbre de cambiar a sus conquistadores mucho más de lo que se permitía ser cambiada por ellos y, cuando en 1368 surgió la dinastía Ming para reunir el imperio y derrotar por fin a los mongoles, seguía vivo gran parte del viejo orden y conocimiento. Desde muy temprano existían enormes bibliotecas. En la China del siglo XI ya había aparecido la impresión por tipos móviles y muy pronto aparecieron grandes cantidades de libros. El comercio y la industria, estimulados por la construcción de canales y las presiones de población, eran igualmente sofisticados. Las ciudades chinas eran mucho más grandes que sus equivalentes de la Europa medieval y las rutas comerciales chinas eran igualmente extensas. Mucho antes el papel moneda había dado fluidez al comercio y el crecimiento de mercados. En las últimas décadas del siglo XI existía en el norte de China una gran industria del hierro que producía alrededor de 125 000 toneladas anuales, principalmente para uso militar y gubernamental; por ejemplo, el ejército de más de un millón de hombres era un vasto mercado para las mercancías de hierro. ¡Merece la pena señalar que esta cifra de producción era mucho mayor que la producción británica de hierro en los comienzos de la Revolución Industrial, siete siglos más tarde! Probablemente, también fueron los chinos los primeros en inventar la verdadera pólvora y los Ming utilizaron cañones para vencer a sus gobernantes mongoles en el siglo XIV. La brújula fue otra invención china, algunos de sus juncos eran tan grandes como los galeones españoles posteriores […] En 1420 se calculó que la armada Ming poseía 1 350 navíos de combate, incluidas 400 grandes fortalezas flotantes y 250 barcos diseñados para persecuciones de largo alcance.
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En 1436, un edicto imperial prohibió la construcción de naves para la navegación oceánica; más tarde aún, una orden específica prohibió la existencia de barcos con más de dos mástiles […] China había decidido dar la espalda al mundo. La razón fue que las fronteras norteñas del imperio volvían a estar sometidas a la presión
mongol.
También
ayudó,
en
la
marcha
a
la
decadencia,
el
conservadurismo de la burocracia confuciana, acrecentado en el período Ming. La convicción confuciana de ver en la guerra una actividad deplorable facilitó la reducción considerable de las fuerzas armadas y la ostentación de los comerciantes ofendía a la elite burocrática” (Kennedy, 1998: 29-35). El desprecio por los comerciantes y la suspicacia respecto a la necesidad de grandes fuerzas armadas, tal cual eran apreciadas por los mandarines, pavimentaron una especie de retorno al pasado y constituyeron las iniciales, no únicas, variables explicativas de la decadencia china. También el medio aportó: “Las diferencias entre Europa y China en lo que a ecología y geografía se refiere contribuían a explicar los muy dispares destinos de la ciencia en esas dos regiones. En primer lugar, la agricultura de Europa (dependiente de las lluvias) no concedía ningún papel al Estado, que la mayor parte de las veces se mantenía alejado de las comunidades locales. Cuando la revolución agrícola en Europa produjo excedentes agrícolas cada vez mayores, ello permitió que prosperaran unas ciudades relativamente autónomas junto con unas instituciones urbanas como las universidades, mucho antes de que, a finales de la Edad Media, se produjera el auge de los estados centralizados. En contraste con ello, la agricultura de China (basada en el regadío y la gestión hídrica) favoreció el desarrollo temprano de estados intervencionistas y coercitivos en los principales valles fluviales, mientras que las ciudades y sus instituciones no alcanzaron jamás el grado de autonomía local que podía encontrarse en Europa. En segundo lugar, la geografía de China, a diferencia de la de Europa, no favorecía la supervivencia prolongada de estados independientes. Más bien, la geografía de China facilitó la conquista y posterior unificación de un vasto territorio, las cuales iban seguidas de largos períodos de relativa estabilidad bajo un gobierno imperial. El sistema estatal 15
resultante eliminó la mayor parte de las condiciones necesarias para que surgiera la ciencia moderna… La explicación esbozada más arriba es sin duda exageradamente simple. Sin embargo, una de las ventajas de este tipo de explicaciones es que elude la circularidad en que a menudo incurren las explicaciones que no profundizan más allá de las diferencias sociales o culturales entre Europa y China. Siempre se puede poner en aprietos a este tipo de explicaciones con una pregunta más: ¿por qué esos factores sociales o culturales diferían en Europa y China? Sin embargo, las explicaciones enraizadas en última instancia en la geografía o la ecología llegan a los cimientos” (Graeme Lang, citado en Diamond, 2006: 522). Mientras China se hundía, un adversario mucho más expansivo y amenazante, constituido por los Estados musulmanes, se convertía en la fuerza de más rápida expansión durante el siglo XVI; a comienzos de ese siglo, fuerzas musulmanas conquistaron el Imperio hindú en Java y en el ecuador de esa centuria se constituyó el Imperio mongol en la India: “A estos signos seculares del crecimiento musulmán hay que agregar el gran aumento en número de fieles en África y la India, en comparación con el cual palidecía el proselitismo de las misiones cristianas. El mayor desafío musulmán para la joven Europa moderna era el de los turcos otomanos o, más bien, el de su formidable ejército y las refinadas técnicas de asedio de la época. Ya desde comienzos del siglo XVI sus dominios se extendían desde Crimea y el Egeo hasta el Levante. Hacia 1526, las fuerzas otomanas habían capturado Damasco y al año siguiente entraron en Egipto, masacrando a las fuerzas de mamelucos con el uso del cañón turco. Los turcos tenían ya Bulgaria y Serbia y eran la fuerza dominante en Valaquia y en los alrededores del mar Negro. A partir de entonces los turcos constituyeron un peligro constante para Europa y ejercieron una presión militar que nunca pudo ignorarse del todo” (Kennedy, 1998: 36-37). La expansión territorial, que se volvió excesiva para una conducción centralizada y despótica, aunada a las prohibiciones impuestas por El Profeta sobre la iniciativa, la disidencia y el comercio, más un problema interno derivado de la división 16
religiosa del mundo musulmán, cuando la rama chiíta (Irak y Persia) desafió las prácticas y enseñanzas sunníes, que eran las dominantes, fueron elementos que se conjuntaron para estancar el poder otomano. “A la larga, la máquina se descompone, pero no antes de finales del siglo XVII. El último sobresalto será el sitio de Viena de 1687… El Imperio turco pudo morir de asfixia marítima al no tener salida sobre los grandes espacios marítimos libres, ni sobre el Atlántico del que le separa Marruecos, ni sobre el Océano Índico, sobre el que tiene mala salida por el Mar Rojo, y el Golfo Pérsico, en donde tropieza con la oposición violenta de los persas y, peor aún, de los europeos recién llegados, con una flota superior y al amparo de sólidas compañías comerciales. También pudo morir por no saberse adaptar a tiempo a las técnicas nuevas. También, lo cual es más evidente aún, porque se alzó ante él, en el siglo XVIII y, sobre todo, en el XIX, la imponente masa de la Rusia moderna. Porque las victorias de la caballería austriaca, en la época de las campañas del Príncipe Eugenio (sobre todo, de 1716 a 1718) sólo habían puesto en peligro a las fronteras de la Turquía europea. Pero con la intervención rusa se alza un coloso joven frente a un coloso moribundo o, por lo menos, cansado. Cualquiera que sea la razón de su decadencia, el Imperio turco no es, desde un principio, ese al que iba a maltratar sin piedad la diplomacia de las grandes potencias en el siglo XIX. Por mucho tiempo, el Islam turco fue un protagonista grande, brillante y temible en la vida mundial. Lo mismo que la Persia de los Sefévidas, que tanto admira, aún en el siglo XVII, un viajero francés y buen observador como es Tavernier. Lo mismo que el Gran Mogol, a principios del siglo XVIII, y a pesar de que le vigilan franceses e ingleses, se apoderará, por el Sur, de la totalidad del Decán. Hay que ser cautelosos con los juicios demasiado precipitados sobre la muy precoz decadencia del Islam. No debemos anticipar” (Braudel, 1991:85). Se presentó con anterioridad, también y para beneficio de Europa, una significativa
transformación:
“De
forma
paralela
al
surgimiento
de
las 17
universidades, otro trascendental cambio estaba teniendo lugar en Europa, menos coherente, menos específico, menos delicado en términos religiosos o políticos, pero en última instancia un cambio igual de práctico y no menos profundo. Se trata del surgimiento de la cuantificación. En el medio siglo transcurrido entre, digamos, 1275 y 1325, apareció en Europa toda una serie de innovaciones que cambió por completo los hábitos del hombre y su forma de pensar el mundo. Según Alfred W. Crosby, . Durante este breve lapso, dondequiera que uno mirara la vida se estaba volviendo más cuantificada y cuantificable. Algunos historiadores creen que éste fue un cambio de enormes consecuencias, que llevaría a Europa a tomar la delantera a China, la India y el islam” (Watson, 2012: 593-594). Sin interferencias invencibles, Europa se encaminó a conducir al mundo, con arreglo a sus más sólidas (aristotélicas y, posteriormente, escolásticas) creencias. En tal circunstancia, y a lo largo de una prolongada historia, se explica la complicada relación entre la ciencia y la filosofía: En la época de su surgimiento, la ciencia no se distinguía de la filosofía. Los griegos, que fueron quienes acuñaron ambos términos, consideraron que la ciencia y la filosofía servían para el mismo propósito. Su contenido era el conocimiento abstracto de la historia, la construcción y el funcionamiento del universo; el cual se obtenía por medios naturales o sobrenaturales y era atesorado por su propio valor. Como se advierte fácilmente, se trata esencialmente de una actitud mágica hacia la ciencia. La primera actitud hacia la ciencia fue más bien contemplativa que activa. Con el Renacimiento, se reconoció que la ciencia no es estática y que, por lo tanto, su esencia consiste en obtener nuevos conocimientos, más que en afirmar los anteriores, aunque la filosofía antigua y la escolástica estuvieron adaptadas a la religión y, de ese modo, fueron más obstáculo que ayuda para la ciencia. Por ello, el trabajo científico de la actualidad se precia de estar despojado de cualquier filosofía, muy a pesar que los avances que produce ponen en tensión a las viejas 18
camisas de fuerza, sin lograr, todavía, colocar en su sitio a las nuevas razones por las que la propia marcha de la ciencia toma tal o cual derrotero. “La Iglesia (Católica Romana), en su conflicto con la ciencia, ha exhibido la fuerza y la debilidad que resulta de la coherencia lógica de sus dogmas. El camino por el que la ciencia llega a sus ideas es enteramente diferente del de la teología medieval. La experiencia ha mostrado que es peligroso partir de principios generales y proceder deductivamente porque los principios pueden ser falsos y porque el razonamiento basado en ellos puede ser falaz. La ciencia parte no de amplias presunciones, sino de los hechos particulares descubiertos por la observación o el experimento. De un cierto número de tales hechos se llega a una regla general, de la cual, si es cierta, los hechos en cuestión son otros tantos casos. Esta regla no se afirma positivamente, pero se acepta al empezar como una hipótesis de trabajo. Si es correcta, ciertos fenómenos no observados hasta entonces tendrán lugar en ciertas circunstancias. Si se encuentra que se producen, la hipótesis se confirma; si no, debe ser descartada y hay que idear una nueva. Establecer que muchos hechos se ajustan a la hipótesis no la hace cierta, aun cuando al final pueda llegar a ser pensada como probable en alto grado; en este caso es llamada una teoría más bien que una hipótesis. Un cierto número de teorías diferentes, cada una construida directamente sobre hechos, puede llegar a ser la base de una hipótesis nueva y más general de la cual, si es verdadera, las demás se infieren. A este proceso de generalización no se le puede imponer límite. Mientras que en el pensamiento medieval los principios más generales eran el punto de partida, en la ciencia constituyen la última conclusión –es decir, última en un momento dado, aunque expuesta a convertirse en un caso de una ley aún más amplia en una etapa posterior. El credo religioso difiere de la teoría científica porque pretende encarnar una verdad eterna y absolutamente cierta, mientras que la ciencia es siempre provisional, esperando que tarde o temprano haya necesidad de modificar sus teorías presentes, consciente de que su método es lógicamente incapaz de llegar
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a una demostración completa y final […] El conflicto entre la teología y la ciencia venía a ser un conflicto entre la autoridad y la observación” (Russell, 1951: 13-15). La victoria intelectual de la ciencia, indiscutible para este autor, provocó serios problemas a la solidez de las ideas entonces dominantes: “Después de que en 1610 Galileo descubriera las lunas de Júpiter con su telescopio casero, sus críticos religiosos condenaron su nueva teoría centrada en el Sol afirmando que era un destronamiento del hombre. No sospechaban que ése no era más que un primer destronamiento. Cien años más tarde, el estudio de las capas sedimentarias llevado a cabo por el granjero escocés James Hutton tumbó el cálculo que había hecho la Iglesia de la edad de la Tierra, afirmando que era ochocientos mil años más antigua. No mucho después, Charles Darwin relegó a los seres humanos a una rama más del populoso reino animal. A principios del siglo XX, la mecánica cuántica alteró de manera irreparable nuestra idea del tejido de la realidad. En 1953, Francis Crick y James Watson descifraron la estructura del ADN, reemplazando el misterioso fantasma de la vida por algo que podemos anotar en secuencias de cuatro letras y almacenar en un ordenador. Y a lo largo del siglo pasado, la neurociencia ha demostrado que la mente consciente ya no es la que lleva el timón de nuestra vida. Apenas cuatrocientos años después de nuestra caída del centro del universo, hemos experimentado la caída del centro de nosotros mismos. Sugiero que los filósofos quizá se han tomado las noticias del destronamiento demasiado a pecho. ¿De verdad no le queda nada al hombre después de todos estos destronamientos? Probablemente sea lo contrario: a medida que profundicemos, descubriremos ideas mucho más amplias que las que hoy en día tenemos en nuestra pantalla de radar, del mismo modo que hemos comenzado a descubrir la magnificencia del mundo microscópico y la incomprensible escala del cosmos. El destronamiento suele revelar algo más grande que nosotros, ideas más maravillosas de lo que habíamos pensado. Cada descubrimiento nos ha enseñado que la realidad supera con mucho la imaginación y las conjeturas 20
humanas. Todos estos avances han rebajado el poder de la intuición y la tradición como oráculo de nuestro futuro, sustituyéndolo por ideas más productivas, realidades más grandes y nuevos niveles de sobrecogimiento” (Eagleman, 2013: 233-236). La afirmación de David Eagleman sobre la víctima de los sucesivos destronamientos no es del todo exacta. Lo que se destronó, en cada caso, fue una forma de pensar que bien podría juzgarse como premoderna. Si con las discrepancias de Galileo, y antes aún, se va conformando un pensamiento moderno, la figura central de esa modernidad, será el hombre mismo: “La época que llamamos modernidad se caracteriza porque el hombre se convierte en medida y centro del ente. El hombre es lo subyacente a todo ente; dicho en términos modernos, lo subyacente a toda objetivación y representatividad, el hombre es subjectum” (Martin Heidegger, citado en Villoro, 2010: 82). Parte de este asombroso resultado encuentra una variable explicativa en la distancia indispensable entre creer y sentir: “En lo mejor de los santos y místicos existía, en combinación, la creencia en ciertos dogmas y una cierta manera de sentir los fines de la vida humana. Se dice que el hombre que siente profundamente los problemas del destino humano, el deseo de disminuir los sufrimientos de la humanidad y la esperanza de que el futuro realizará las mejores posibilidades de nuestra especie, abriga una visión religiosa, aunque poco acepte de la cristiandad tradicional. En la medida en que la religión consiste en una manera de sentir, más bien que en un conjunto de creencias, la ciencia no la puede tocar […] Ninguna superioridad real puede estar ligada inextricablemente con creencias infundadas; y si las teológicas son infundadas, no pueden ser necesarias para la preservación de lo que es bueno en la visión religiosa. Pensar de otra manera es estar lleno de temores respecto a lo que podemos descubrir, lo cual interferirá con nuestros intentos para entender el mundo, pues sólo en la medida en que logramos tal entendimiento resulta posible la verdadera sabiduría” (Russell, 1951: 15-16. El subrayado es mío, FNU). 21
La dinámica científica, entonces, va construyendo una suerte de adaptación sistémica para la producción de nuevos conocimientos, con la consecuente reducción de la tradicionalmente sobreestimada función del azar: “El azar, como dijo Pasteur, favorece sólo a la mente que está preparada” (Ashton, 1950: 22). Un buen ejemplo de la vinculación entre realidad social y conocimiento, nos es ofrecido por la emergencia de la Reforma Religiosa. Los afanes de Martín Lutero por retornar al mensaje del Gran Testamento, en su lucha con un catolicismo que difundía su versión de los mundos del más acá y del más allá en una lengua desconocida por la casi totalidad de la feligresía, el latín, le condujeron al propósito de alfabetizar, promover la imprenta de los tipos móviles y divulgar la Biblia, en exitosa continuación de los esfuerzos, con ya cuarenta años de funcionamiento, del entonces ido Johannes Gutenberg, con lo que el protestantismo otorgó una ayuda cultural y civilizatoria, no sólo ética, al inminente capitalismo (Barzun, 2005: 29-54). Ahí se explica, por ejemplo, el corto número de países católicos desarrollados, frente a los que son protestantes. Muy a pesar que el texto clásico sobre una etapa definitoria de la historia mundial, La Revolución Industrial, de T. S. Ashton, establece que, al lado de un decrecimiento sostenido de la tasa de interés y del carácter sistémico de la innovación técnica, ese trascendente cambio de época fue escoltado por un notable crecimiento de la población, cuyas variables explicativas no se encontraban ni en la variación sensible de la tasa de natalidad ni en la inmigración, si no en la reducción considerable de la tasa de mortalidad, uno de los hombres más poderosos del mundo, Nathan Rothschild, falleció en 1836 (76 años después de la puesta en marcha de la primera máquina de vapor de James Watt), por las siguientes, repugnantes razones: “En junio de 1836, Nathan Rothschild dejó Londres para ir a Frankfurt a presenciar la boda de su hijo Lionel con su sobrina (Charlotte, prima de Lionel) y para comentar con sus hermanos la posibilidad de que los hijos de Nathan entraran en el negocio familiar. Se trataba probablemente del hombre más rico del mundo, al menos en activos líquidos. Podía, huelga decirlo, permitirse cuanto quisiera. 22
Con cincuenta y nueve años, Nathan gozaba de buena salud, aunque estaba algo obeso. Era un prodigio de energía, sentía una devoción inquebrantable por el trabajo y tenía un temperamento indomable. Sin embargo, cuando salió de Londres padecía una inflamación en la parte inferior de la espalda, hacia la base de la espina dorsal. (Un médico alemán le había diagnosticado un forúnculo, aunque bien podía tratarse de un absceso). Pese al tratamiento médico, empezó a supurar y a dolerle. Sin darle importancia, Nathan se levantó de su lecho de enfermo y asistió a la boda. De haber tenido que quedarse en la cama, la ceremonia se habría celebrado en el hotel. A pesar de sus dolores, Nathan siguió ocupándose de los negocios, con su mujer al dictado. En el ínterin hizo que viniera de Londres el gran doctor Travers y, en vista que no lograba resolver el problema, mandó llamar a un cirujano alemán, presumiblemente para abrir y curar la herida. En vano: el humor malsano se diseminó y, el 28 de julio de 1836, Nathan moría. Al parecer, la paloma mensajera de Rothschild llevó el siguiente recado a Londres: Il est mort. Nathan Rothschild murió probablemente de una septicemia de estafilococos o estreptococos, lo que solía denominarse envenenamiento de la sangre. A falta de más datos, resulta difícil precisar si fue el forúnculo (absceso) lo que acabó con él o más bien una infección provocada por los bisturíes de los cirujanos. Todo esto ocurría antes de la aparición de la teoría de los gérmenes, es decir, antes de que se tuviera noción alguna de la importancia de la limpieza. No se disponía de bactericidas y mucho menos de antibióticos. De suerte que el hombre que lo podía comprar todo murió de una infección de la que hoy se puede curar a cualquiera que logre llegar a un doctor, un hospital o incluso una farmacia. […] La mejor vía de trasmisión era el retrete colectivo, donde el contacto con los residuos se facilitaba por la falta de papel para la limpieza y la ausencia de ropa interior lavable. Quien se viste con ropa de lana sucia –y la lana es difícil de lavar- tiene picores y se rasca, de modo que se ensucia las manos. El gran error era no lavarlas antes de comer. Por eso los grupos religiosos que prescribían el lavado – los judíos y musulmanes- registraban tasas de morbilidad y mortalidad más bajas, lo que no siempre les resultaba beneficioso. La gente se dejaba convencer 23
fácilmente de que si morían menos judíos era porque habían envenenado los pozos cristianos” (Landes, 2000: 15-16). Trece años antes, en Berkeley, había fallecido Edward Jenner, inventor de la vacuna contra la viruela; como forma preventiva frente a la enfermedad, la higiene terminó ocupando, más tarde que temprano y al lado de la medicina, una ventaja occidental de largo aliento (Ferguson, 2013: 203-367). Si la revolución industrial fue un parteaguas histórico, y sí lo fue, resulta conveniente indagar, por un lado, ¿por qué aconteció en el siglo XVIII? y, por otro, ¿por qué en Gran Bretaña? Para responder a la primera cuestión, se ofrecen tres causas fundamentales, características de Europa en ese siglo: a) “La creciente autonomía de la actividad intelectual; b) La aparición de un discurso único en la desunión, en forma de un método común, inevitablemente dialéctico, esto es, la creación de un lenguaje probatorio reconocido, usado y comprendido allende las fronteras nacionales y culturales; y c) La invención de la invención, esto es, la rutinización de la investigación y su difusión (Landes, 2000: 193)”. Por autonomía debe entenderse el hecho de escapar de la validez y autoridad de una tradición construida y apoyada en la filosofía escolástica: “… el alcance del poder de la iglesia estaba constreñido por las ínfulas competitivas de las autoridades seglares (César frente a Dios) y, desde abajo, por las explosiones de disidencia religiosa. Estas herejías quizá no iluminaran con su brillo los debates intelectuales y científicos, pero sí restaron unicidad al dogma y, por ello, apoyaron implícitamente el nuevo orden” (Landes, 2000: 193). Respecto al método, la conseja dominante es: no basta con ver. Hay que comprender, para explicar los fenómenos naturales sin recurrir a la magia: “En la ciencia no tienen cabida unicornios, basiliscos ni salamandras. Donde Aristóteles quiso explicar los fenómenos por la naturaleza de las cosas (los cuerpos celestes se desplazan en círculos; los cuerpos terrestres lo 24
hacen hacia arriba o hacia abajo), la nueva filosofía proponía lo contrario: la naturaleza no está en las cosas, son las cosas las que están (y se desplazan) en la naturaleza. En paralelo, Roger Bacon afirmaba en Oxford en el siglo XIII: . Esta conjunción de observación y descripción precisa, a su vez, posibilitó la refutación y la verificación. Nada podía socavar más el principio de autoridad. Esta mentalidad allanó el camino a la experimentación deliberada” (Landes, 2000: 194). La poderosa combinación de percepción y medición, verificación y deducción matemática originó el nuevo método y la clave para el saber, con el añadido de la deliberación: el mismo Landes cita a David Gans, un pionero en la divulgación de las ciencias naturales que afirmó, en el siglo XVII: “Se sabe que la magia y la adivinación no son ciencias porque sus practicantes no discuten entre sí. Sin controversia, no hay búsqueda del conocimiento y la verdad” (Landes, 2000: 194). En 1634, Marin Mersenne, viajero incansable y promotor de encuentros intelectuales por toda Europa, afirmó que . Dicha afirmación derivó de la construcción de sociedades culturales que, en principio, aparecieron en Italia: Accadèmia dei Lincei o Academia de los Linces en Roma, en 1603; Accadèmia del Cimento en Florencia, 1653. Más influyentes, y posteriores, fueron las sociedades del norte: La Royal Society de Londres (1660), la Academia Parisiensis (1635) y la Académie des Sciences (1666). En estos ambientes se verificaba la paradójica combinación de cooperación y rivalidad, en las que se fue cocinando la invención de la invención o, como sugiere este autor, la rutinización. Por lo que hace a la ubicación, en Gran Bretaña, del cambio de época que representó la Revolución Industrial, las razones rebasan, y con mucho, a la coincidencia convergente de bajas tasas de interés y abundancia de capital, con innovación tecnológica e incrementos de la población por tasas de 25
mortalidad reducidas2. El antecedente político, libertador, de la Revolución Gloriosa de 1688 (que también tuvo relación, en su alumbramiento, con la Royal Society –Watson, 2012: 780-) y un afortunado diseño institucional en el que mores (hábitos del corazón colectivo), tradiciones y reglas sencillas y compartidas originan, por emplear un término olsoniano, las tres patas de la mesa, que invitan a la emergencia de la cuarta, la economía política clásica. Mancur Olson se pregunta: ¿por qué Adam Smith, David Ricardo, Thomas R. Malthus, John S. Mill, Alfred Marshall y John M. Keynes fueron británicos?; ¿por qué se dispuso ahí de condiciones que permitían ampliar el horizonte y reflexionar a profundidad sobre la articulación de la teoría económica con el arte de gobernar, que es eso –y no otra cosa- la economía política? (Olson, 2002: 201). Por las instituciones, las reglas del juego que liquidaron al viejo orden y consolidaron al nuevo, después de notables enfrentamientos en los ámbitos económico, político e ideológico. Keynes describe la relación que, en el siglo XIX, se establece entre las ciencias naturales y la economía: “En la época en que estaba desvaneciéndose la influencia de Paley y sus semejantes, las innovaciones de Darwin conmovían los fundamentos de la fe. Nada podía parecer más opuesto que la vieja y la nueva doctrinas, la doctrina que vería el mundo como la obra del relojero divino y la doctrina que parecía sacar todas las cosas de la casualidad, del caos y de los viejos tiempos. Pero en aquel momento las nuevas ideas apuntalaron las viejas. Los economistas estaban enseñando que la riqueza, el comercio y la maquinaria eran las criaturas de la libre competencia y que la libre competencia hizo a Londres. Pero los darwinianos pudieron ir más lejos que eso: la libre competencia había hecho al hombre. El ojo humano ya no era la demostración del proyecto, discurriendo milagrosamente todas las cosas con la mejor intención; era el logro máximo de la casualidad, actuando en condiciones 2
Con considerable antelación, durante el reinado de Eduardo III -en el siglo XIV-, se establecieron los cimientos de una política mercantil, claramente proteccionista. Este gobernante opinaba que: “Una nación puede hacer algo más útil y provechoso que exportar lana en bruto e importar productos fabricados con ella” (List, 1841: 60). En contra del relato dominante, Inglaterra debe mucho (incluso la propia Revolución Industrial) a su precoz proteccionismo.
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de libre competencia y laissez-faire. El principio de supervivencia del más apto (término que –utilitariamente- es acuñado por Herbert Spencer, y no por Darwin -Watson, 2012: 1036) podía considerarse como una amplia generalización de la economía ricardiana. Las interferencias socialistas venían a ser, a la luz de esta síntesis más completa, no sólo inconvenientes, sino sacrílegas, como calculadas para retrasar el movimiento progresivo del vigoroso proceso por medio del cual nosotros mismos habríamos salido como Afrodita del limo primitivo del océano” (Keynes, 1926: 282).
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II.- NUESTRA CIRCUNSTANCIA: LA DESESPERANZA INTERMINABLE. “Desde mis ojos insomnes/ mi muerte me está acechando,/ me acecha, sí, me enamora/ con su ojo lánguido./ ¡Anda, putilla del rubor helado,/ anda, vámonos al diablo!” (Gorostiza, 1964: 144). “Llorad, amigos míos, Tened entendido que con estos hechos Hemos perdido la nación mexícatl. ¡El agua se ha acedado, se acedó la comida! Esto es lo que ha hecho el Dador de la Vida en Tlatelolco” (Cantares mexicanos, citado en León-Portilla, 1992: XIX). Infortunadamente, la América latina no recibió un impacto directo de la Revolución Industrial, como sí lo recibieron algunos otros espacios colonizados: Australia, Canadá, Estados Unidos y Nueva Zelanda, los retoños de occidente, según Angus Maddison (citado en Bértola y Ocampo, 2013: 16), y se incorporó al mercado mundial hasta la segunda década del siglo XIX. Este rezago corresponde a la metamorfosis de los reinos de Portugal y España que, tras haber desarrollado notables innovaciones en la navegación durante el siglo XV, se abandonaron a las supuestas bondades de la etapa metalista del mercantilismo, desarrollando una función de consumidores, y no de productores, en el despertar científico y tecnológico del resto de Europa: “La España imperial tenía en las manos un ramillete de ironías. La más poderosa monarquía católica del mundo acabó por financiar, sin quererlo, a sus enemigos protestantes. España capitalizó a Europa mientras se descapitalizaba a sí misma. Luis XIV de Francia lo dijo de la manera más sucinta: “Vendámosle bienes manufacturados a España, y cobrémosle con oro y plata”. España era pobre porque España era rica. ¿Qué significaba todo esto para nosotros en el Nuevo Mundo? En cierto modo, que España se convirtió en la colonia de la Europa capitalista y que nosotros, en la América española, también
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en cierto modo, nos convertimos en la colonia de una colonia” (Fuentes, 1992: 167). El caso de México es singular: “Para un europeo, México es un país al margen de la Historia universal. Y todo lo que se encuentra alejado del centro de la sociedad aparece como extraño e impenetrable [...] México está tan solo como cada uno de sus hijos” (Paz, 1950: 59 y 79). Con considerable antelación, el antropólogo Samuel Ramos ponía en tensión los supuestos de la originalidad cultural mexicana: “Carecería de fundamento suponer en México, ya no la existencia, sino aun la mera posibilidad de una cultura de primera mano, es decir, original, porque sería biológicamente imposible hacer tabla rasa de la constitución mental que nos ha legado la historia. No nos tocó venir al mundo aislados de la civilización que, sin ser obra nuestra, se nos impuso, no por un azar, sino por tener con ella una filiación espiritual. En consecuencia, es forzoso admitir que la única cultura posible entre nosotros tiene que ser derivada. México se ha alimentado, durante toda su existencia, de cultura europea, y ha sentido tal interés y aprecio por su valor, que al hacerse independiente en el siglo XIX la más ilustrada minoría, en su empeño de hacerse culta a la europea, se aproxima al descastamiento. No se puede negar que el interés por la cultura extranjera ha tenido para muchos mexicanos el sentido de una fuga espiritual de su propia tierra. La cultura, en este caso, es un claustro en el que se refugian los hombres que desprecian la realidad patria para ignorarla. De esta actitud mental equivocada se originó ya hace más de un siglo la mexicana, cuyos efectos en la orientación de nuestra historia han sido graves. . La reacción nacionalista actual parece, pues, justificada en su resentimiento contra la tendencia cultural europeizante, a la que considera responsable de la desestimación de México por los propios mexicanos. Su hostilidad contra la cultura europea encuentra aún 29
nuevas razones en su favor al considerar los múltiples fracasos ocasionados por el abuso de la imitación extranjera. La opinión popular no ha sido justa al condenar a la cultura como culpable de muchos fracasos nacionales. Importa dilucidar claramente esta cuestión, porque también el desprecio de la cultura puede acarrear tan serias consecuencias como el desprecio a la realidad mexicana. Los fracasos de la cultura en nuestro país no han dependido de una deficiencia de ella misma, sino de un vicio en el sistema con que se ha aplicado. Tal sistema vicioso es la imitación que se ha practicado universalmente en México por más de un siglo. Los mexicanos han imitado mucho tiempo, sin darse cuenta de que estaban imitando. Creían, de buena fe, estar incorporando la civilización al país. El mimetismo ha sido un fenómeno inconsciente, que descubre un carácter peculiar de la psicología mestiza. No es la vanidad de aparentar una cultura lo que ha determinado la imitación. A lo que se ha tendido inconscientemente es a ocultar no sólo a la mirada ajena, sino aun a la propia, la incultura. Para que algo tienda a imitarse, es preciso creer que vale la pena de ser imitado. Así que no se explicaría nuestro mimetismo si no hubiera cierta comprensión del valor de la cultura. Pero apenas se revela este valor a la conciencia mexicana, la realidad ambiente, por un juicio de comparación, resulta despreciada, y el individuo experimenta un sentimiento de inferioridad. Entonces la imitación aparece como un mecanismo psicológico de defensa, que, al crear una apariencia de cultura, nos libera de aquel sentimiento deprimente. Ocurre en este momento hacer una pregunta: ¿por qué, si el individuo es capaz de comprender la cultura y la considera un valor deseable, no la adquiere de modo auténtico? Es que la verdadera asimilación de la cultura demanda un esfuerzo continuo y sosegado; y como el espíritu del mexicano está alterado por el sentimiento de inferioridad, y además su vida externa, en el siglo XIX, está a merced de la anarquía y la guerra civil, no es posible ni el sosiego ni la continuidad en el esfuerzo. Lo que hay que hacer, hay que hacerlo pronto, antes de que un nuevo desorden venga a interrumpir la labor. Y por otra parte, la conducta ya no obedece a la reflexión, sino que cede al impulso apremiante de 30
curar un malestar interno. La cultura desde este momento pierde su significado espiritual y sólo interesa como una droga excitante para aliviar la penosa depresión íntima. Usada con este fin terapéutico, la cultura auténtica puede ser suplida por su imagen” (Ramos, 1934: 20-22). El nombre adoptado por el país tras la independencia, Estados Unidos Mexicanos, y la Constitución de 1824, propuesta por un grupo de intelectuales coordinados por Don Miguel Ramos Arizpe, son expresiones claras de dicha imitación, no siempre bien recibidas por los imitados: La reacción de John Adams respecto a esta normatividad constitucional mexicana resulta, en verdad, elocuente: “¿Acaso era probable, era posible que… un gobierno libre… se introdujera y estableciera entre esta gente, en todo ese vasto continente, o cualquiera de sus partes? Me parecía a mí… tan absurdo… como si se tratara de establecer democracias entre los pájaros, las bestias y los peces” (Schumacher, 1994: 11). También se dispone del juicio de un notable europeo: “La constitución de los Estados Unidos se parece a esas bellas creaciones de la industria humana que colman de gloria y de bienes a aquellos que las inventan; pero permanecen estériles en otras manos. Esto es lo que México ha dejado ver en nuestros días. Los habitantes de México, queriendo establecer el sistema federativo, tomaron por modelo y copiaron casi íntegramente la constitución de los angloamericanos, sus vecinos. Pero al trasladar la letra de la ley, no pudieron trasponer al mismo tiempo el espíritu que la vivifica. Se vio cómo se estorbaban sin cesar entre los engranajes de su doble gobierno. La soberanía de los Estados y la de la Unión, al salir del círculo que la constitución había trazado, se invadieron cada día mutuamente. Actualmente todavía, México se ve arrastrado sin cesar de la anarquía al despotismo militar y del despotismo militar a la anarquía” (De Tocqueville, 1835: 159).
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En el frente interno, esta afición copiadora también encontró relevantes opositores. Fray Servando Teresa de Mier, polémico defensor de la causa independentista y liberal, aunque opuesto al federalismo copiado, presentó sus objeciones: “La Federación era un medio para unir lo desunido, por eso la habían adoptado los Estados Unidos; allí toda la historia colonial exigía el pacto federal como única forma posible de nacionalidad nueva; aquí era desunir lo unido, cuando todo urgía para hacer más compacta, más coherente a la flamante nación mexicana, cuya población, diseminada en un territorio inmenso, si quería una acción administrativa hasta cierto punto descentralizada, exigía, en cambio, una acción política que acelerase el movimiento de cohesión y reprimiese las tendencias centrífugas de las comarcas extremas, para poder contrarrestar los peligros nacionales: uno inminente, que venía de España, otro indefectible, que nos vendría de la vecindad con los Estados Unidos, que aumentaban sin cesar en codicia y en fuerza” (Citado en Sierra, 1902: 196-197). Este equívoco de la imitación ha sido realmente duradero y, en la actualidad, parece llegado para quedarse. La ocurrente afirmación de Carlos Monsiváis, en el sentido de que ya disponemos de la enésima generación de gringos nacidos en México, ilustra la profunda vulnerabilidad cultural que aquí se padece; al respecto, y durante la reciente visita de los gobernantes de Canadá y de los Estados Unidos a México, el presidente Enrique Peña Nieto hizo la presentación de su propuesta Proyecta, que consiste en llevar la cifra actual de estudiantes mexicanos en universidades de los E.U.A. (menos de 14 mil) a 100 mil, en 2018, bajo el supuesto que hace de cualquier universidad de allá una oferta superior a la representada por cualquiera de acá. La mundialización del consumismo estadounidense, establecida poco después de concluida la II Guerra Mundial, no ha remitido como sí parece hacerlo la hegemonía económica de ese país. En la definición de los propósitos del desarrollo nacional, hecha por los gobernantes, se echa en falta, por ejemplo, la política industrial que, desde el año 2006, se ha dejado fuera de los planes nacionales de desarrollo. No hay definición, mucho menos defensa, del anteriormente destacado interés nacional.
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Entre los años de 2008 y 2009, el egreso de estudiantes universitarios a nivel nacional y por área de conocimiento, mostró un comportamiento que resalta la percepción utilitaria de la educación y del conocimiento, en repetición ininterrumpida de los afanes imitadores, particularmente, de la dimensión social que
el conocimiento
tiene
en
el imaginario
colectivo
de
la
sociedad
estadounidense: CUADRO I EGRESO POR ÁREAS DE CONOCIMIENTO 2008-2009. Área de conocimiento
Egresados
% del Total
Arquitectura y diseño
18 308
5.055
Biología, biotecnología y
4 528
1.250
7 443
2.055
30 345
8.379
25 315
6.990
Ciencias químicas
11 579
3.197
Ciencias sociales y
59 750
16.498
Disciplinas artísticas
2 359
0.651
Ciencias económico
88 363
24.399
Educación y pedagogía
44 795
12.369
Ingenierías
67 468
18.630
Matemáticas, física y
1 907
0.526
362 160
100
ciencias del mar Ciencias agropecuarias y forestales Ciencias de la salud, nutrición y biomédicas Humanidades, filosofía y psicología
políticas
administrativas y turismo
astronomía Total
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Fuente: Hernández Laos (coordinador), ANUIES, 2012: 121. Si se asume que el área con mayor egreso durante el periodo (también lo fue entre 1999-2000), es la de ciencias económico-administrativas y turismo que, entre otras, agrupa a las licenciaturas de contaduría, administración, negocios y economía, con muy diferenciadas cifras entre ellas, la apreciación del conocimiento como algo valioso en sí mismo, brilla por su ausencia. La preferencia por saberes hipotéticamente bien remunerados, poco complejos y altamente profesionalizantes prima sobre los de mayor complejidad, considerables mayores esfuerzos de reflexión y más relacionados con el quehacer científico y con el desarrollo nacional. No tan en el fondo, toda la situación de deterioro encuentra en la percepción oficial de educación y de aprendizaje una relevante variable explicativa: “Los sistemas educativos del siglo XIX reconocen, aunque no explícitamente, el juego de educación y aprendizaje. La educación se define por el sistema, los niveles, los indicadores y los resultados de desempeño, y describe tanto a las instituciones que integran el sistema como a las relaciones de poder que lo diseñan y orientan. La educación se refiere a los maestros y su formación. La educación, en suma, navega entre permisos y trámites, y recorre andamiajes políticos e institucionales que canalizan los recursos escasos de la sociedad a la formación de niños, jóvenes y adultos. El aprendizaje, en contraste, se ocupa de las relaciones humanas, de las condiciones que nos preparan para entender, conocer y crear; de los requisitos para adquirir, detonar y acrecentar habilidades, destrezas e inquietudes. El aprendizaje abre el libro del cerebro, la mente y la voluntad y su interacción con el medio ambiente y con la vida; con las experiencias de todos y cada uno de nosotros. El aprendizaje se nutre en su origen de la genética y en su quehacer cotidiano de experiencias y actitudes. El aprendizaje convierte la inspiración en aspiración y viceversa. En síntesis, el aprendizaje permite o facilita el despliegue del potencial humano para una vida examinada, integral y compartida. La educación, con sus sistemas, estructuras y desempeños debe servir al aprendizaje y no al revés. El aprendizaje es humano; la educación es institucional. Los sistemas educativos, como el mexicano, están diseñados alrededor de la educación y, por lo tanto, desarrollan políticas educativas que podrían detonar o inhibir el aprendizaje. Políticos, gobernantes y administradores orientan todas sus acciones hacia las estructuras, las relaciones de poder, las instituciones, los
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recursos y las metas. En este mundo el aprendizaje está atrapado en la educación de los políticos y legisladores. Como puede desprenderse del lenguaje utilizado en la Ley (de 2012), la visión de legisladores como los primeros diseñadores de políticas públicas, es hacia todo aquello que significa trámite, burocracia, formalidad, números y gasto. Obsérvese el tipo de palabras que tanto se repiten en la Ley general de educación. Son palabras que se refieren a un marco institucional construido alrededor de relaciones de poder; de atribuciones, de permisos. Poco o nada en la Ley se refiere al aprendizaje. Las palabras autoridad, autoridades, autorización, autorizaciones y autorizar son utilizadas 152 veces. Y si agregamos ámbitos o instancias de competencia o autoridad competente aparecen 26 veces más. La palabra oficial se utiliza 81 veces. La ley es muy exigua en el tipo de palabras que uno asociaría con un lenguaje de aprendizaje. Esto parece mostrar que los legisladores no ven a la educación desde la lente del aprendizaje sino desde la perspectiva institucional” (Andere, 2013: 130-140). En el terreno específico de la política relativa a la educación superior, la confusión oficial merece mención aparte. La presunción gubernamental de llevar al terreno educativo razones propias del mercado encontró carta de naturalización en las llamadas Transferencias Monetarias Condicionadas (TMC), que descansaron en incentivar el anexo ideológico del individualismo del personal académico, separando el grano de la cizaña, mediante la premiación del personal que correspondiera al perfil de: i) la contratación por tiempo completo en alguna institución de educación superior (IES); ii) la obtención de grados académicos, preferentemente doctorados; iii) la publicación frecuente de resultados de investigación en revistas arbitradas, preferentemente de prestigio internacional; iv) la adscripción al Sistema Nacional de Investigadores (SNI), y v) la obtención de TMC dentro de la propia institución educativa de adscripción. En los niveles de mayor “jerarquía”, estas TMC (internas y externas) superan al salario de los académicos, que es resultado de negociaciones bilaterales con sindicatos cada vez menos relevantes para sus miembros ocupados en la investigación y la docencia. De otro lado, las IES que incrementaran sus matrículas en licenciatura podrían percibir recursos extraordinarios, distintos a los presupuestos, mismos que en más del 90 % están comprometidos en salarios, prestaciones y otros irreductibles, para poner en ejercicio algunas formas de operación, de obtención de insumos y equipos y de ampliación de infraestructura. En el caso de los postgrados, aquellos programas en los que la población docente contara con mayoría de miembros del SNI (preferentemente en los niveles II y III), que apresuraran la graduación de sus alumnos (eficiencia terminal, es el eufemismo), 35
que se sometieran a las sugerencias adicionales del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (CONACyT) y que recibieran una evaluación favorable de las comisiones evaluadoras, formadas por el propio CONACyT, podrían ingresar a un padrón de excelencia, con lo que recibirían otros recursos adicionales, becas para sus alumnos por ejemplo, que garantizarían la permanencia (no necesariamente el aprendizaje) de los inscritos. El resultado de estas políticas, paradójicamente, se mide en el crecimiento de los propios medios y no en el impacto deseable sobre la calidad de la enseñanzaaprendizaje. Tener más personal de tiempo completo (PTC), más doctores, más SNIs, más alumnos, más velocidad en la graduación, más becarios y más TMC se han convertido en un cuerpo de medios virtuoso en sí mismo, sin consideración visible hacia el impacto que tales medios producen en el propósito fundamental que es relativo al mayor y mejor aprendizaje. La confusión de fines con medios no es, solamente, un profundo error metodológico de urgente reparación. Según Manuel Gil Antón, ha producido graves efectos en la, de suyo débil, cohesión académica: estar en el SNI, paradójicamente y en la interpretación de muchos de los beneficiarios, ha devenido ser SNI, distinto y mejor que el resto de los académicos ayunos de esas TMC. La paradoja que acompaña a esta supuesta superioridad, es que se esfuma (con las TMC) a la hora de la inevitable jubilación, en la que ya no se es ni se está en el SNI ni se perciben las TMC y los ingresos que sólo se obtienen en y durante la vida académica útil. En ese momento, deberán abandonarse los hábitos de consumo que fueron incentivados por el ingreso incrementado y la percepción de fracaso e inutilidad tomará su sitio en el desánimo de quienes, así, se convierten en sujetos del todo prescindibles. La circunstancia originada por estas políticas, se resume en una relevante crítica: Si no podemos medir lo que es valioso, en la educación superior, acabaremos valorando, nada más, lo que es medible. R. Birnbaum (citado en Gil, 2014: 431-476). Cuando algunos marxistas interpretaron a la filosofía del pragmatismo como el equivalente ideológico del capitalismo moderno, Thorstein Veblen explicó la existencia del temperamento pragmático como un hecho que, con mucho, antecedió al capitalismo industrial: “La universidad de la época medieval y de principios de la época moderna, es decir la universidad bárbara, se ocupó inevitablemente de las disciplinas pragmáticas, utilitarias, porque tal es la naturaleza del barbarismo; y la universidad bárbara es sólo otra expresión, algo sublimada, de la misma mentalidad bárbara. La cultura bárbara es pragmática, utilitaria, mundana, y su saber tiene la misma composición. El bárbaro de los 36
últimos tiempos o de los primeros es de ordinario un pragmático de remate; tal es el rasgo espiritual que lo separa más profundamente del salvaje por una parte y del hombre civilizado por la otra. ´Pone una cara viva, clara, a la necesidad instantánea de las cosas´ (Veblen, 1918: 24-25). Muy a pesar del cuerpo de compromisos adquiridos por los gobiernos representados en la 24ª. Cumbre Iberoamericana de Jefes de Estado y de Gobierno (Veracruz, México, 8 y 9 de diciembre de 2014), relativos –entre otras cosas- a la promoción de un programa regional inspirado en el europeo Erasmus, que promovería una intensa movilidad de estudiantes y docentes universitarios (la versión latinoamericana sería el programa Paulo Freire), el crepúsculo de las enormes exportaciones de materias primas y alimentos desde la región, aunado a la permanencia de la Gran Recesión, especialmente en Europa, colocan a México frente a los dictados de dos autoridades mucho más poderosas que las educativas y más o menos enemistadas con la promoción del desarrollo educativo, científico y cultural: la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, cuyo titular informa que, ante la caída de los precios internacionales del petróleo (fundamento clave del gasto público), la respuesta oficial, más o menos predecible, será el recorte del propio gasto, mientras que la autoridad monetaria, el Banco de México, encuentra en la acumulación de reservas internacionales, congeladas en sus arcas, una labor virtuosa; la carencia de recursos por exportación de hidrocarburos y la acumulación de reservas que, así, perpetúan su inutilidad, son las variables explicativas del nuevo incumplimiento de lo acordado en estas cumbres. Así están las cosas.
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III.- ¿QUÉ HACER? “La simplificación es la barbarie del pensamiento. La complejidad es la civilización de las ideas” (Morin, 1984: 291). Los primeros acercamientos con las ciencias, sus teorías, métodos, y filosofía subyacente, deben evitar la simplificación de lo que, de suyo, es complejo, para operar con lo que Morin define como una razón abierta. Según este autor, la racionalidad es el establecimiento de una adecuación entre una coherencia lógica (descriptiva, explicativa) y una realidad empírica. “El racionalismo es: 1º, una visión del mundo que afirma el acuerdo perfecto entre lo racional (coherencia) y la realidad del universo; excluye, pues, de lo real lo irracional y lo arracional; 2.º, una ética que afirma que las acciones humanas pueden y deben ser racionales en su principio, su conducta, su finalidad. La racionalización es la construcción de una visión coherente, totalizante, del universo a partir de datos parciales, de una visión parcial, o de un principio único. Así, la visión de un único aspecto de las cosas (rendimiento, eficacia), la explicación en función de un factor único (lo económico o lo político), la creencia de que los males de la humanidad se deben a una sola causa y a un solo tipo de agentes, constituyen otras tantas racionalizaciones. A partir de una proposición de partida totalmente absurda o fantasmagórica, la racionalización puede edificar una construcción lógica y deducir de ella todas las consecuencias prácticas. La aventura de la razón occidental, desde el siglo XVII, ha producido, a veces simultanea e indistintamente, racionalidad, racionalismo, racionalizaciones” (Morin, 1984: 293). Las relaciones entre la historia, la ciencia y la filosofía, que son altamente complejas, debieran ocupar la actividad fundamental de aprendizaje en el TID, partiendo del concepto de cosmovisión, o visión del mundo, entendido como un sistema de creencias entrelazadas, interrelacionadas, interconectadas, e inicialmente aplicado a Aristóteles y a su legado. Algunas de las creencias de Aristóteles: a) La Tierra está en el centro del universo; b) La Tierra es estacionaria, es decir, ni da vueltas en torno a otro astro como el Sol, ni gira sobre su propio eje; c) La Luna, los planetas y el Sol dan vueltas alrededor de la Tierra, completando una revolución cada 24 horas;
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d) En la región sublunar, es decir, en la región situada entre la Tierra y la Luna (incluida la propia Tierra) hay cuatro elementos básicos, que son la tierra, el agua, el aire y el fuego; e) Los objetos de la región supralunar, es decir, la región situada más allá de la Luna, incluida esta, el Sol, los planetas y las estrellas, se componen de un quinto elemento básico, el éter; f) Cada uno de estos elementos básicos tiene una naturaleza esencial, y esta naturaleza esencial es la razón de que el elemento se comporte de la forma en que lo hace; g) La naturaleza esencial de cada uno de los elementos básicos se refleja en la forma en que el elemento tiende a moverse; h) El elemento tierra tiene una tendencia natural a moverse hacia el centro del universo. (Esta es la razón de que las piedras caigan hacia abajo, ya que el centro de la Tierra es el centro del universo); i) El elemento agua también tiene una tendencia natural a moverse hacia el centro de la Tierra pero su tendencia no es tan fuerte como la del elemento tierra. (Por eso, cuando la tierra y el agua están mezcladas, ambas tienden a moverse hacia abajo, pero finalmente el agua acabará sobre la tierra); j) El elemento aire se mueve de un modo natural hacia una región que se encuentra encima de la tierra y del agua, pero debajo del fuego. ( Por eso, cuando introducimos aire en el agua soplando, el agua burbujea); k) El elemento fuego tiene una tendencia general a alejarse del centro del universo. (Por eso, las llamas suben hacia arriba atravesando el aire); l) El elemento éter, del que están compuestos objetos como los planetas y las estrellas, tiene una tendencia natural hacia el movimiento perfecto circular. (Por eso, los planetas y las estrellas se mueven continuamente en círculos alrededor de la Tierra, es decir, alrededor del centro del universo); m) En la región sublunar, un objeto en movimiento tenderá naturalmente a detenerse, bien porque los elementos de que está compuesto llegan a su lugar natural en el universo, o mucho más a menudo porque algo (por ejemplo, la superficie de la Tierra) les impide continuar moviéndose hacia su lugar natural, y n) Un objeto estacionario permanecerá estacionario, a menos que haya una fuente de movimiento (bien un automovimiento, como cuando un objeto se mueve hacia su lugar natural en el universo, bien una fuente de movimiento externa, como cuando empujo la pluma con el dedo sobre la mesa) (DeWitt, 2010: 20-21). “Antes del Renacimiento el cosmos y la sociedad humana se presentaban bajo la figura de un orden finito, en donde cada cosa tenía su sitio determinado según relaciones claramente fijadas en referencia a un centro. Pensemos 39
primero en la fábrica del mundo físico. El universo medieval estaba constituido por dos niveles de ser completamente distintos, sujetos cada uno a leyes propias. El mundo sublunar, es decir, la Tierra, obedecía a ciertas leyes físicas expuestas por Aristóteles y continuadas en lo esencial por la física medieval. El mundo sublunar estaba rodeado por siete esferas. En cada una, una partícula de materia constituía un cuerpo celeste. Pero tenemos que imaginárnoslas como si fueran cáscaras cerradas. Estaban constituidas por un material sutil y transparente; giraban todas ellas con movimiento regular. Estas siete cáscaras, concéntricas las unas respecto de las otras, correspondían a las órbitas que describían en torno a la tierra, según la astronomía ptolemaica, los cinco planetas conocidos entonces, la Luna y el Sol. Más allá de la séptima, estaba la última esfera. Era la esfera de las estrellas fijas en la cual podíamos encontrar todas las luminarias celestes. ¿Y más allá? Más allá, sólo la presencia de Dios” (Villoro, 2010: 17-18). El siguiente ejemplo del razonamiento aristotélico muestra algunas de las limitaciones que ciertas premisas imponen a la búsqueda de análisis alternativos. Premisas: 1.- Todo movimiento que es según el lugar, y que llamaremos traslación, es o bien rectilíneo, o circular, o una mezcla de los dos. 2.- Toda traslación simple, o bien se aleja del centro, o bien tiende hacia él, o bien gira alrededor de él. 3.- El movimiento simple es el de un cuerpo simple. 4.- Los movimientos de los cuerpos simples son simples, y los movimientos de los cuerpos compuestos son mixtos; en este último caso, el movimiento será el que corresponda al elemento que predomina. 5.- Para cada cuerpo simple hay solamente un movimiento natural. 6.- El movimiento hacia arriba y el movimiento hacia abajo son contrarios entre sí. 7.- Una sola cosa no puede tener más de un contrario. 8.- El círculo es perfecto. 9.- La línea recta no es perfecta.
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10.- Lo perfecto es por naturaleza anterior a lo imperfecto. Demostración: i) ii) iii) iv) a)
b)
v)
El movimiento circular no puede ser el movimiento natural de alguno de los cuatro elementos sublunares (por 5); Tampoco puede ser el movimiento natural de una mezcla de ellos (por 4); Tiene que ser el movimiento de un cuerpo simple (por 3); Tiene que ser un movimiento natural, pues si no lo fuera tendríamos dos posibilidades igualmente falsas: Si el cuerpo cuyo movimiento es circular es fuego o algún otro elemento de este género, su movimiento natural sería lo contrario del movimiento circular. Pero esto es imposible (por 6 y 7); Si, por otra parte, el cuerpo movido por un movimiento contra la naturaleza es una cosa diferente de los elementos, deberá poseer algún otro movimiento que le sea natural. Pero esto es imposible, puesto que si el movimiento es hacia arriba, ese cuerpo será fuego o aire, y si es un movimiento hacia abajo, será agua o tierra. Y esto ha sido ya demostrado como imposible. Tiene que ser anterior al movimiento rectilíneo (por 8, 9 y 10). Y Aristóteles concluye .
La lógica de Aristóteles procede con todo rigor y las conclusiones se imponen como ineludibles, una vez que las premisas son aceptadas (Piaget y García, 1982: 49-50). La primera relación de las creencias con la complejidad, deriva de un hecho que casi resulta evidente: estas y otras creencias de Aristóteles, que se han demostrado equivocadas en todos los casos, para la disponibilidad de información de su época, son -al mismo tiempo- justificadas, con las cualidades suplementarias, en su integración, de la coherencia, la interrelación, y el entrelazamiento, por lo que satisfacen los requisitos de una visión del mundo. Ello puede ayudar a explicar por qué buena parte del mundo occidental mantuvo por un larguísimo periodo (del año 300 a. de C. al siglo XVII) un
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cuerpo de creencias sintonizado con el de Aristóteles3. Un pensamiento crítico durante el Renacimiento, nuevos instrumentos y más abundante y mejor información, facilitaron la emergencia de nuevas creencias. EL RENACIMENTO. El camino hacia la modernidad, como ruptura con las interpretaciones aristotélica y escolástica, encontró un excelente espacio de arranque en el cambio de percepciones que, durante el Renacimiento, se relacionaron con la pérdida del centro, la idea del hombre, la idea de la cultura, la idea de la historia, la idea del alma, la idea de la naturaleza, y la idea de la magia y de la ciencia. Veamos: a) “Ni la Tierra ni ningún otro mundo está en el centro… Esto es verdadero para todos los demás cuerpos. Desde puntos de vista diferentes, todos pueden ser vistos como centros o como puntos de una circunferencia, como polos o como zenits. De manera que no hay un solo mundo, una sola tierra, un solo sol, sino tantos mundos cuantas estrellas luminosas vemos en torno nuestro” (Giordano Bruno, citado en Villoro, 2010: 23-24). b) “Para Nicolás de Cusa, que podríamos considerar el primero de los filósofos renacentistas, el hombre no es parte del todo, el hombre es un todo. ¿Por qué? Porque tiene en él la potencia de llegar a ser cualquier cosa. En el De conjecturis escribe: . Esta totalidad del hombre no consiste naturalmente en el tener propiedades, pues el hombre no lo tiene todo; está en la posibilidad de ser. El hombre puede ser semejante a una piedra, como lo es de hecho en los momentos del sueño profundo; semejante a un vegetal, ¿no tiene acaso en él todas las tendencias, las funciones que animan la vida vegetativa? Puede ser tan bestial como una fiera, pero también semejarse a un ángel y-¿por qué no?- a un dios. El hombre es pues un pequeño mundo que contiene todos los órdenes del universo. Pero esta correspondencia sólo se realiza porque el hombre puede ser aquello que de algún modo elija, mientras que las demás cosas no pueden ser más que aquello que ya son” (Villoro, 2012: 33). c) “>. El ojo es una alegoría de la capacidad cognoscitiva; pero por sí mismo no tiene poder transformador, tiene que ordenar a otra capacidad humana, la mano. La mano es el símbolo del poder activo del hombre, de su práctica transformadora. El ojo ordena a la mano cambiar el mundo que él contempla. Así, el conocimiento está ligado a la práctica, y ésta carece de sentido si no está guiada por el conocimiento. ¿Cuáles son las maneras en que el ojo ordena a las manos transformar el mundo? Son dos; ambas están ligadas como caras de una moneda: el arte y la ciencia. La visión estética y la intelección científica responden a un mismo empeño” (Villoro, 2012: 50-51)4. d) “Si el destino del hombre es transformar con su práctica el mundo en torno, el resultado de su acción no es un mundo natural, sino histórico. La naturaleza del hombre difiere de las otras creaturas por ser la única que tiene historia. En efecto, sólo el hombre se guía por propósitos que realizar en su práctica, sólo él tiene la capacidad de hacer que la realidad se eleve a la altura de sus proyectos: esa acción es la historia […] Quien quizás exprese mejor una versión de esa idea es Marsilio Ficino. El hombre, piensa, necesita crear un espejo que revele su rostro; ese espejo es la historia. Por eso la historia es tan inestable, tan lábil y arbitraria a veces como su creador. Si bien la naturaleza está sujeta a leyes inmutables y ningún ente natural puede doblegar su curso, de tal modo que cada cosa tiene un cauce que debe seguir por necesidad, la historia, en cambio, puede realizarlo todo; porque es tan libre, tan poco sujeta a reglas como su creador: el hombre […] Propio de la modernidad es un cambio de la concepción del decurso histórico. Frente al ideal de permanencia de la sociedad, el de la sociedad en progreso constante hacia el futuro. La marcha histórica tiene un fin que le otorga un sentido. Esta concepción se concretará en el siglo XVIII, con la noción del progreso de la humanidad, tanto en el conocimiento como en la emancipación humanos. Pero tiene en el Renacimiento su germen. Porque no hubiera sido posible sin el cambio, que hemos perseguido, en la idea del hombre y de su relación con la historia” (Villoro, 2010: 57 y 67). e) “En el Renacimiento se inicia un proceso que conducirá, en los siglos posteriores, de la noción del alma como sustancia a la noción del alma como sujeto […] Marsilio Ficino da al problema de la inmortalidad una solución platónica: alma y cuerpo constituyen dos sustancias distintas y 4
“¿Es que acaso hay algo que no venga de él? El mueve a los hombres de Oriente a Occidente; él descubrió la navegación y sobrepasa a la naturaleza, pues los simples cuerpos naturales son finitos, en tanto que las obras que el ojo ordena a las manos son infinitas; tal como el pintor lo confirma fingiendo infinitas formas de animales, árboles, plantas y parajes” (da Vinci, 1989: 65-66).
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separables, la destrucción de la segunda no causa, por lo tanto, la desaparición de la primera. Pero Ficino añade un matiz importante a los argumentos tradicionales. La inmortalidad es derivada de las funciones del alma. El alma es, ante todo, actividad y unidad. Es un centro de actos dirigido a todo. Podemos imaginarla como un punto de energía del cual irradiarían rayos de actividad dirigidos a los objetos, de modo que todo quedaría vinculado con referencia a ese punto. […] En Tommaso Campanella, más tarde, podemos encontrar ideas que van en un sentido análogo. Según Campanella habría dos tipos de conocimiento, que él denomina ad-ditum (sobreañadido) y ab-ditum (innato). El primero es el que requiere de una impresión externa para actualizarse, por ejemplo, el conocimiento sensible o la memoria. En cambio, hay un conocimiento ab-ditum, que no depende de los estímulos externos, sino que es producto del acto mismo de entendimiento. A este segundo tipo de conocimiento corresponde la capacidad de reflexión. El alma puede tomarse como objeto de conocimiento de ella misma y autoconocerse. Pues bien, la capacidad de autorreflexión es condición de cualquier otro conocimiento, de tal modo que para que haya conocimiento ad-ditum es menester que el alma tenga una capacidad cognoscitiva propia, previa a la recepción de estímulos externos. Antes que en Descartes, encontramos aquí la primacía del sujeto pensante, cuyo acto fundamental es la capacidad de autorreflexión. El autoconocimiento es, piensa Campanella, distintivo del hombre. En efecto, ninguna otra creatura tiene el poder de volver sobre sí y conocerse a sí misma. Si esto es así, el modo de ser del hombre es esencialmente distinto al modo de ser de otras sustancias incapaces de autorreflexión, porque toda sustancia es objeto para otro, sólo el hombre puede ser objeto para sí mismo. El hombre tiene pues la característica fundamental de ser sujeto puro frente a todo objeto, 44
incluso frente a sí mismo. Ninguna otra cosa puede ser sujeto puro” (Villoro, 2010: 69, 71, 76-78). f) “La naturaleza es fuente perpetua de innovación, de actividad y desarrollo, que despliega incesantemente, a partir de sí misma, nuevas formas, según sus propias leyes, dictadas por su ínsito intelecto […] La ciencia moderna supuso, en sus inicios, una concepción metafísica, aun religiosa. En efecto, la concepción que acabamos de exponer brevemente da razón a las siguientes posibilidades, todas ellas supuestos necesarios de un saber científico de la naturaleza: 1.- Posibilidad de una síntesis universal en el espacio; 2.- posibilidad de una síntesis universal en el tiempo; 3.posibilidad de la síntesis universal en el espacio y en el tiempo se realice conforme a una necesidad intrínseca a la naturaleza () y, 4.- posibilidad de que el hombre intervenga en la naturaleza y la transforme ()” (Villoro, 2010: 96-99). De esta concepción humanista de la naturaleza, en opinión de Max Weber, deriva otra aportación renacentista a la modernidad, el principio del Derecho Natural: “Su formación en la época moderna fue, al lado de los fundamentos religiosos que les ofrecían las sectas racionalistas, obra del concepto de naturaleza del Renacimiento, que aspiraba siempre a descubrir el canon de lo querido de acuerdo con la “naturaleza”; y en parte surgieron apoyándose en el pensamiento de ciertos derechos racionales innatos de cada súbdito” (Weber, 1944: 641). La lectura del renacimiento como un proceso de impulso a la dinámica burgués individualista, en tanto constructora de una nueva época que, a su vez, puso en marcha un proceso sociológico-cultural que se comporta como una U invertida, que experimenta una rápida subida al comienzo y que, al llegar a su cúspide, sufre un lento descenso, corresponde a una afortunada descripción de cómo el fuerte vínculo entre dinero e intelecto logran desterrar a las formas tradicionales de producción y riqueza, desarrollan la vida urbana y otorgan un papel central a la industria y las finanzas sobre la propiedad de la tierra y la producción rural, para abandonar los propósitos democratizadores y acabar sometiendo el proceso a la fuerza del absolutismo (Von Martin, 1946: 72-80). MARTÍN LUTERO (1483-1546). 45
Entre las aportaciones notables del siglo XVI, de las que no todas fueron renancentistas (aunque casi todas libertarias), toma un sitio relevante la llamada Reforma Evangélica, verdadera sacudida de Occidente, que inicia “Cuando el hijo de un minero de Sajonia, Luther, Lhuder, Lutter, Lutero o Lotharius, como era diversamente conocido, clavó sus noventa y cinco tesis en la puerta de la iglesia de Todos los Santos de Wittenberg el 31 de octubre de 1517, lo último que se proponía era escindir su Iglesia, la católica (= ), y dividir su mundo en campos enfrentados. Tampoco estaba realizando un acto desacostumbrado. Era monje y profesor de teología en la recién fundada Universidad de Wittenberg (donde posteriormente estudiaría Hamlet), y era práctica común entre clérigos iniciar un debate de esta manera. El equivalente actual sería publicar un artículo provocador en una revista académica. Un estudioso alemán ha sostenido hace poco que Lutero nunca clavó sus tesis. Lo hiciera o no, circularon con rapidez; había hecho copias que envió a sus amigos, los cuales las copiaron y enviaron a su vez. Pronto, Lutero tuvo la inquietante sorpresa de volver a recibirlas enviadas desde el sur de Alemania e impresas. Este pequeño hecho es revelador. Las esperanzas de reforma de Lutero podrían haber naufragado, como tantas otras de los anteriores 200 años, de no haber sido por la invención de la imprenta. El tipo móvil de Gutenberg, en uso desde hacía 40 años, fue el instrumento físico que desgarró Occidente de lado a lado. Pero una cuestión sobre la nueva técnica merece atención: la imprenta por sí sola no bastó; hizo falta mejorar el papel, modificar la tinta y un cuerpo de artesanos experimentados para convertir la imprenta en poder. Entonces pudieron producirse panfletos con rapidez, con precisión, en gran número y, comparado con las copias manuscritas, con poco dinero. Muchos tratados protestantes estaban ilustrados con grabados de Cranach, de Durero y de otros artistas destacados, lo cual contribuyó a su propaganda al atraer a los analfabetos; sus amigos les leían el texto. Los escritos del siglo XVI de argumentación bíblica y terribles improperios, no siempre en latín para clérigos sino en alguna de las lenguas comunes, iniciaron lo que hoy llamamos la popularización de ideas por medio del primero de los medios de comunicación de masas. Podemos formarnos una idea segura de la fuerza que poseía este nuevo artefacto, el , por el cálculo de que al llegar el primer año del siglo XVI se habían impreso 40 000 ediciones distintas de todo tipo de obras; aproximadamente nueve millones de ejemplares salidos de más de cien imprentas. Durante la lucha protestante había en algunas ciudades media 46
docena de talleres que trabajaban día y noche, saliendo sus emisarios cada pocas horas con paquetes de cuartillas bajo la capa, apenas seca la tinta, para entregarlas a algún distribuidor de confianza: la primera prensa clandestina. Si Lutero no tenía intención de desatar una revolución, ¿qué era lo que pretendía? . Una cuestión inocente, pero oportuna, debido a la vigente venta de . Éstas eran una especie de cheque certificado extendido por el Papa a cuenta del . En la creencia popular, comprar estas indulgencias permitía a su propietario valérselas para evitar la penitencia y abreviar su estancia en el Purgatorio, o la de un amigo o pariente. Lutero quería saber si podía adquirirse en los mercados algún sustitutivo para el verdadero remordimiento y la penitencia activa. A su juicio, el único tesoro de la Iglesia era el Evangelio. De las Noventa y Cinco Tesis de Lutero: Una indulgencia no puede nunca remitir de culpa; ni el Papa mismo puede hacerlo; Dios ha guardado eso en sus manos. No puede tener ninguna eficacia para las almas del Purgatorio; las penas impuestas por la Iglesia sólo pueden referirse a los vivos. Lo que el Papa puede hacer por las almas del Purgatorio es mediante la oración. El cristiano que tiene auténtico arrepentimiento ya ha recibido perdón de Dios, sin ninguna intervención de indulgencias, y por consiguiente no tiene ninguna necesidad de ellas. En este escenario, las rotundas aseveraciones de Lutero resultaron explosivas. Éste había enviado el texto al arzobispo de Mainz, un joven grosero y codicioso que no podía dejar de interesarse en el asunto, dado que él recibía un tercio de los beneficios de la venta de indulgencias como reembolso de los costes del obispado que acababa de adquirir. Al no obtener respuesta, Lutero envió una segunda copia al Papa y siguió con sus meditaciones. A sus 34 años no era ya un joven exaltado. Durante siete años había vivido angustiado, muchas veces desesperado, por el estado de su alma. Había luchado contra los impulsos de la carne –no sólo el deseo, sino también el odio y la envidia- y siempre había perdido la batalla. ¿Qué esperanza tenía de salvarse? Y entonces, un día, cuando un hermano monje recitaba el credo, las palabras le iluminaron como una revelación. . La fe había descendido sobre él de repente, sin haber hecho nada para merecerlo. Su ser escindido o 47
su , como llamó William James a este estado típico, sanó misteriosamente. El misterio era la concesión de la gracia de Dios. Sin ella, el pecador no puede tener fe y seguir la senda de la salvación. Ésta es la sustancia no solamente de las ideas protestantes, sino de la experiencia protestante. El Papa, que era a la sazón el voluptuoso esteta León X, consideró el arrebato de Lutero como uno más de algún otro monje insignificante haciendo exhibición de sus conocimientos. El documento fue entregado a los burócratas eclesiásticos, que tardaron tres años en dilucidar sus herejías. Pero Lutero no esperó. Su revelación de gracia, unida a la memoria de su visita a Roma hacía media docena de años como enviado de su orden, le sugirieron otra idea simplificadora: todo hombre es un sacerdote. Dista mucho de ser , como lo expresa la ordenación sacerdotal católica, pero no necesita la mediación de la jerarquía romana; tiene acceso directo a Dios. El macrocéfalo aparato eclesiástico, una carga para todo Occidente, era inútil. Para que su proposición fuera absoluta, Lutero añadió el principio que él llamó de libertad cristiana: . Esta proclama –todo hombre es un sacerdote, un hombre libre y no hace falta Iglesia-, difundida a los alemanes en alemán, no podía significar más que una vida nueva. Pero Lutero no tenía intención de crear anarquistas y formuló la contrapartida de su afirmación de libertad: ; es decir, a la sociedad secular gobernada por príncipes. La incipiente revolución había definido al enemigo: no era la religión católica y sus fieles, sino el pontífice, sus empleados y sus ritos mágicos, es decir, todos los aditamentos del culto. Cuando llegó a Wittenberg la bula papal que condenaba 41 de las 95 tesis, ello dio a Lutero la oportunidad de hacer una demostración: la quemó públicamente, para enorme deleite, naturalmente, de los estudiantes universitarios que se arremolinaban a su alrededor. Para rematar la faena, Lutero arrojó también algunos rescriptos, los decretos de Clemente VI, la Summa Angelica, y unos cuantos libros de un colega que defendía al Papa, Johann von Eck.