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Spanish Pages [373] Year 2017
OBRAS COMPLETAS RAIMON PANIKKAR TOMO VIII VISIÓN TRINITARIA Y COSMOTEÁNDRICA: DIOS-HOMBRE-COSMOS
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PLAN DE LAS OBRAS COMPLETAS DE RAIMON PANIKKAR
Edición a cargo de Milena Carrara Pavan I. MÍSTICA Y ESPIRITUALIDAD 1. Mística, plenitud de Vida 2. Espiritualidad, el camino de la Vida II. RELIGIÓN Y RELIGIONES III. CRISTIANISMO 1. La tradición cristiana 2. Cristofanía IV. HINDUISMO 1. La experiencia védica. Mantramañjarī 2. El Dharma de la India V. BUDDHISMO VI. CULTURAS Y RELIGIONES EN DIÁLOGO 1. Pluralismo e interculturalidad 2. Diálogo intercultural e interreligioso VII. HINDUISMO Y CRISTIANISMO
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VIII. VISIÓN TRINITARIA Y COSMOTEÁNDRICA: Dioshombre-cosmos IX. MISTERIO Y HERMENÉUTICA 1. Mito, símbolo y ritual 2. Fe, hermenéutica y palabra X. FILOSOFÍA Y TEOLOGÍA 1. El ritmo del Ser. Las Gifford Lectures 2. Pensamiento filosófico y teológico XI. SECULARIDAD SAGRADA XII. ESPACIO, TIEMPO Y CIENCIA
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RAIMON PANIKKAR VIII. VISIÓN TRINITARIA Y COSMOTEÁNDRICA: DIOS-HOMBRE-COSMOS Edición MILENA CARRARA PAVAN Coordinación de la edición en castellano VICTORINO PÉREZ PRIETO
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Agradecemos el apoyo y la colaboración de la Fundación Vivarium, sin los cuales esta edición no hubiera sido posible. Título original: Opera Omnia. Visione trinitaria e cosmoteandrica: Dio-Uomo-Cosmo Traducción: Victorino Pérez Prieto, María Tabuyo y Agustín López Diseño de portada: PURPLEPRINT Creative Edición digital: José Toribio Barba Imagen de cubierta: Agustí Penadès © 2011, Jaca Book SpA, Milán © 2016, Herder Editorial, S. L., Barcelona 1.ª edición digital, 2016 ISBN DIGITAL: 978-84-254-3306-1 Herder
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ADVERTENCIA ESTA ES UNA COPIA PRIVADA PARA FINES EXCLUSIVAMENTE EDUCACIONALES
QUEDA PROHIBIDA LA VENTA, DISTRIBUCIÓN Y COMERCIALIZACIÓN ▪
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ÍNDICE PRESENTACIÓN ABREVIATURAS INTRODUCCIÓN
PRIMERA PARTE ASPECTOS DE LO DIVINO
I. LA DIVINIDAD Introducción La polisemia de la palabra Ambigüedad Uso polémico Relatividad Una aproximación a la divinidad Observaciones lingüísticas Observaciones históricas La estructura de la divinidad Los horizontes a) El horizonte metacosmológico b) El horizonte meta-antropológico c) El horizonte metaontológico Los métodos La estructura de la consciencia humana de la divinidad La divinidad entre Dios y lo sagrado Conclusiones Bibliografía II. LOS ROSTROS DE DIOS. FACIES DEITATIS
SEGUNDA PARTE VISIÓN TRINITARIA
PRIMERA SECCIÓN LA TRINIDAD. UNA EXPERIENCIA HUMANA PRIMORDIAL
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INTRODUCCIÓN A LA SEGUNDA EDICIÓN ESPAÑOLA PREFACIO PRÓLOGO INTRODUCCIÓN I. FORMAS DE ESPIRITUALIDAD a) Iconolatría – Karmamārga b) Personalismo – Bhaktimārga c) Advaita – Jñānamārga II. LA TRINIDAD a) El Padre b) El Hijo c) El Espíritu III. LA TRINIDAD RADICAL a) Nihilismo b) Humanismo c) Materialismo
SEGUNDA SECCIÓN EL HOMBRE, UN MISTERIO TRINITARIO
I. PREMISAS 1. Contexto 2. Presupuestos a) La crisis de la tierra b) El fracaso de la razón c) La inverosimilitud del monoteísmo absoluto d) La insuficiencia de las tradiciones aisladas e) El papel insustituible de todas las culturas y religiones 3. Síntesis II. INTRODUCCIÓN 1. El papel de la experiencia humana 2. Responsabilidad hacia el mundo III. EL HOMBRE, UNA REALIDAD IRREDUCIBLE AL SUJETO O AL OBJETO 1. El individuo 2. La persona integral 3. El misterio del Hombre IV. LA QUATERNITAS ANTROPOLÓGICA [8]
1. La imagen helénica del hombre 2. Antropología índica 3. La comprensión cósmica del hombre V. MYSTERIUM 1. Experiencia de la trascendencia 2. Superación del antropocentrismo, del teocentrismo y del cosmocentrismo 3. El hombre integral, una dimensión trinitaria 4. Los tres actos del drama teantropocósmico 5. La Trinidad cristiana 6. La responsabilidad humana hacia el mundo
TERCERA PARTE LA REALIDAD COSMOTEÁNDRICA
PRIMERA SECCIÓN COLLIGITE FRAGMENTA POR UNA INTEGRACIÓN DE LA REALIDAD
INTRODUCCIÓN I. UNA NUEVA VISIÓN a) El horizonte abierto b) La perspectiva humana c) Sumario II. LOS TRES MOMENTOS KAIROLÓGICOS DE LA CONSCIENCIA a) El momento ecuménico b) El momento económico α) El humanismo científico β) La crisis ecológica γ) El interludio ecosófico c) El momento inocente III. LA EXPERIENCIA COSMOTEÁNDRICA a) Algunos presupuestos b) Formulación de la hipótesis c) Algunas objeciones d) Descripción [9]
SEGUNDA SECCIÓN ASPECTOS DE UNA ESPIRITUALIDAD COSMOTEÁNDRICA
INTRODUCCIÓN I. EL PRIMADO DE LA VIDA II. LA VIDA COMO EL TIEMPO DEL SER III. EL SER COMO MANIFESTACIÓN DE LA PALABRA IV. LA PALABRA COMO SONIDO DEL SILENCIO V. EL SILENCIO COMO APERTURA AL VACÍO VI. EL VACÍO COMO ESPACIO DE LA LIBERTAD DE LA ACCIÓN VII. LA ACCIÓN COMO DESCUBRIMIENTO DEL MUNDO VIII. EL MUNDO COMO LUGAR DEL HOMBRE IX. EL HOMBRE COMO PARTÍCIPE DE LO DIVINO EPÍLOGO BIBLIOGRAFÍA DE LA TERCERA PARTE GLOSARIO ÍNDICE DE NOMBRES
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PRESENTACIÓN Los escritos que tengo el honor y la responsabilidad de presentar no son fruto de simples especulaciones, sino que son más bien autobiográficos, es decir, se inspiran en una vida y en una praxis, y solo sucesivamente han ido plasmándose en escritos. Estas Obras completas comprenden un lapso de cerca de setenta años durante el cual me he dedicado a profundizar en el sentido de una vida humana más justa y plena. No he vivido para escribir, sino que he escrito para vivir de una forma más consciente y para ayudar a mis hermanos con pensamientos surgidos no solo de mi mente, sino de una Fuente superior que bien puede llamarse Espíritu —aunque no pretendo que mis escritos sean «inspirados»—. No creo, sin embargo, que seamos mónadas aisladas, sino que cada uno de nosotros es un microcosmos que refleja e influye en el macrocosmos de toda la realidad, tal como se ha creído en la mayor parte de las culturas al hablar del cuerpo de Śiva, de la comunión de los santos, del Cuerpo místico, del karman, etc. La decisión de publicar la recopilación de estos escritos ha sido más bien sufrida por mi parte, y he debido superar más de una vez la «tentación» de renunciar a ella, ya que, si por un lado estoy convencido de lo que decían los latinos (scripta manent), por el otro creo que, en última instancia, lo que realmente cuenta es vivir la Vida, y esta es quizá la razón de que los grandes maestros no hayan escrito nada, como comenta Tomás de Aquino en la Suma, citando a Pitágoras y Sócrates (y omitiendo a Buddha, al que no conoció). «En medio del atardecer de nuestra vida me encontré en una selva oscura ya que la vía recta estaba perdida»,1 porque había perdido todas la certezas. Es, sin duda, un mérito de Sante Bagnoli y de su editorial Jaca Book la iniciativa de publicar estas Obras completas; les estoy, por ello, muy agradecido. Estas obras comprenden prácticamente todos mis libros, a pesar de que algunos capítulos han sido publicados en diversos volúmenes según requería el asunto tratado. Se han añadido, además, numerosos artículos que complementan mi pensamiento, mientras que se han omitido otros ocasionales y casi todas la entrevistas. Quisiera hacer algunas consideraciones que son válidas para todos los volúmenes: referente a las citaciones, hemos preferido remitirnos a las obras publicadas precedentemente, siguiendo el esquema general de mis publicaciones; [11]
la selección no ha tenido en cuenta el orden cronológico, sino el temático, y eso explica que el estilo pueda resultar, en ocasiones, diferente; aunque cada publicación aspira a ser un todo que se sostiene por sí mismo, por lo que algunos pensamientos reaparecen más de una vez —ya que son necesarios para la comprensión del texto—, se ha decido eliminar repeticiones innecesarias; el hecho de que el editor prefiera que las Obras completas estén organizadas por el mismo autor todavía en vida tiene, evidentemente, muchos aspectos positivos; pero si el autor continúa vivo no podrá resistirse a la tentación de introducir modificaciones, correcciones o, simplemente, añadidos a sus escritos originales. Doy gracias a los diversos traductores que han traducido a partir de las diversas lenguas en las que me ha tocado escribir, de acuerdo con el espíritu de aquella multiculturalidad que veo cada vez más importante en un mundo en el que las culturas se enriquecen unas a otras, sin que por ello deban perder su especificidad. Me siento gratamente obligado a recordar también a todos aquellos que, a lo largo de los años, han estado a mi lado ayudándome en la ardua tarea de dar forma a mis pensamientos. Mi reconocimiento particular es para Milena Carrara Pavan, a quien he confiado el cuidado de la publicación de todos mis escritos, que ella conoce profundamente, por haber estado a mi lado en este último período de mi vida, con dedicación y sensibilidad. RAIMON PANIKKAR Con estas palabras presentaba Raimon Panikkar sus Obras completas, que empezaron a publicarse en el 2008 en italiano (R. Panikkar, Opera Omnia, Milán, Jaca Book) bajo la coordinación de Milena Carrara, quien trabajó en estrecha colaboración con el mismo autor hasta que este falleció, en el 2010. Este compendio ha servido de modelo para la edición de sus Obras completas en catalán, francés, inglés y ahora en castellano. Sabemos que Panikkar, quien hablaba y escribía varios idiomas, solía revisar meticulosamente las traducciones y publicaciones de sus libros y artículos. Por ello, ante la pregunta de cuál es la edición de referencia —entre las diversas ediciones de un texto determinado—, la respuesta más adecuada sería «la última»: mientras Panikkar estuvo vivo, sus textos también. Nuestra edición en castellano de las Obras completas de Raimon Panikkar sigue como referencia principal la selección de textos y los [12]
criterios que el propio autor estableció, junto con Milena Carrara, para la edición italiana. En la preparación de nuestra edición hemos recurrido además a los textos ya publicados en castellano (ya fueran originales del autor o traducciones validadas por él), siempre revisándolos a la luz de la edición italiana de referencia y consultando los originales en otras lenguas. Al inicio de cada nueva sección o capítulo, en una nota a pie de página, detallamos la referencia bibliográfica original del texto y las versiones que hemos empleado y cotejado para nuestra edición. LA EDITORIAL 1. Cf. «Nel mezzo del cammin di nostra vita mi ritrovai per una selva oscura ché la diritta via era smarrita» (Dante, Divina Commedia, «Inferno», Canto I, 1-3). En el texto original en italiano, el autor cita este pasaje de Dante, pero reemplazando la palabra cammin (camino) por tramonto (atardecer). (N. del T.)
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ABREVIATURAS Escrituras hindúes AB Aitareya-brāhmaṇa AU Aitareya-upaniṣad AV Atharva-veda BG Bhagavad-gītā BU Bṛhadāraṇyaka-upaniṣad CU Chāndogya-upaniṣad KathU Kaṭha-upaniṣad KausU Kauṣitaki-upaniṣad KenU Kena-upaniṣad MaitU Maitrī-upaniṣad MandU Māṇḍūkya-upaniṣad RV Ṛg-veda SB Śatapatha-brāhmaṇa SU Śvestāśvatara-upaniṣad TB Taittirīya-brāhmaṇa TU Taittirīya-upaniṣad YS Yoga-sūtra Escrituras cristianas 1 Cor [14]
Primera carta a los corintios Col Carta a los colosenses Cant Cantar de los Cantares Dt Deuteronomio Ecl Eclesiastés Eclo Eclesiástico Ef Carta a los efesios Gál Gálatas Gn Génesis Hch Hechos de los apóstoles Is Isaías Jn Evangelio de Juan Lc Evangelio de Lucas Mc Evangelio de Marcos Mt Evangelio de Mateo Prov Proverbios Sab Sabiduría Sal Salmos Sant Carta de Santiago Tes Cartas a los tesalonicenses Otras fuentes
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Denz. H. Denzinger, Enchiridion Symbolorum definitionum et declarationum de rebus fidei et morum, Wirceburgi, typis et sumptibus Stahelianis, 1854 (trad. cast.: El magisterio de la Iglesia, Barcelona, Herder, 382000). Denz.-Schön. Enchiridion Symbolorum: definitionum et declarationum de rebus fidei et morum, a partir de la 32.ª ed. (1963), a cargo de Adolfus Schönmetzer SI. PG J.-P. Migne, Patrologiae Cursus Completus. Series Graeca, París, Imprimerie Catholique, 1857-1866. PL J.-P. Migne, Patrologiae Cursus Completus. Series Latina, París, Imprimerie Catholique, 1844-1855.
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INTRODUCCIÓN Este estudio tiene la ambición de presentar, aunque en forma muy esquemática, una visión de la realidad, una cosmovisión, diferente de la cosmología vigente en la cultura dominante. La visión trinitaria de la realidad no se limita, en efecto, a la concepción que suele llamarse cristiana: es mucho más amplia y universal. La humanidad siempre ha tenido consciencia, más o menos clara, de un Misterio superior, trascendente o inmanente al Hombre. Las páginas que siguen tienen la osadía de querer hablar de esta Realidad que llamamos Misterio. Si atendemos a cómo la humanidad ha expresado la comprensión que tiene de sí misma y del cosmos, descubriremos tres grandes visiones: la visión monista, la visión pluralista (en último análisis dualista) y la visión adualista. Desde una perspectiva metafísica, las tres definiciones indican tres grandes cosmovisiones de la historia humana. a) El espíritu humano anhela descifrar el misterio que lo envuelve y, para ello, se vale de su inteligencia. La inteligencia humana se ha concentrado en una de sus funciones: la razón. Esta es más práctica que el intelecto puro, ya que llega a comprender las cosas descubriendo su concatenación (lógica), y así logra manipularlas. En cambio, el intelecto puro se concentra en la luz interior (inteligibilidad) propia de cada cosa. Para que la razón pueda entender, tiene que reducir a uniformidad los datos que se le presentan. Por eso debe reducirlos a un concepto. Frente a la compleja diversidad de la Realidad, la razón asciende a conceptos cada vez más generales y abstractos. La razón nos conduce, así, a la unidad del concepto de Ser, o de algo equivalente. El Ser es uno, el Uno, o simplemente la Realidad, o aquello que es —dejando de lado las diferentes e importantes distinciones filosóficas—. La razón, para entender, exige la reductio ad unum, como decían los escolásticos. Aunque se elucubre con la analogía o con la dialéctica, siempre habrá un primum analogatum, un concepto primario que nos permite aplicar la misma analogía a muchos conceptos, o a una «síntesis», que nos permite abrazar la dialéctica de los opuestos. Si queremos entender racionalmente la realidad, tendremos que llegar al monismo a través de muchas modalidades que introducimos para diferenciar los distintos seres. Solo serán modalidades. En resumen, si no queremos renunciar a la racionalidad tendremos que afirmar que en última instancia todo es Dios, o Ser, o Espíritu, o Materia, o Energía o Nada... b) Sea por sentido común o sea por intuición o instinto humano, [17]
algunos filósofos han acabado renunciando a una síntesis final y se han quedado en un pluralismo filosófico, que al final se reduce al dualismo entre las dos grandes esferas de la realidad: la material y la espiritual; o sea, el dualismo metafísico. El llamado pluralismo ontológico (no confundirlo con el pluralismo religioso de las discusiones actuales), al admitir una pluralidad de entidades, como el «atomismo», por ejemplo, también necesita de un vínculo mental que sea consciente de la pluralidad; de modo que, en última instancia, se reduce al dualismo mencionado. Son, estas, las dos grandes opciones que nos presenta el pensamiento humano. Ninguna de las dos, sin embargo, está exenta de graves dificultades, como la historia nos enseña. La pura racionalidad del monismo parece ahogar al hombre, que es algo más que mera razón. El puro dualismo, si no quiere renunciar a la racionalidad, tendrá que admitir el carácter provisional de las divergencias y catapultarnos hacia un futuro o hacia una escatología en la que «Dios» será todo en todos, los «buenos» triunfarán sobre los malos, la «lucha de clases» logrará eliminar las desigualdades humanas, el «capitalismo» llevará el bienestar a todos, la «ciencia» solucionará los enigmas todavía no resueltos, el «espíritu» triunfará sobre la materia, la totalidad de los átomos formará un mundo «superatómico», la política será finalmente humana, la religión lo explicará todo, etc. El esquema temporal siempre es el mismo: el futuro tiene la solución —y el consuelo, cuando se cree en todo ello—. Mientras que el monismo da la preeminencia a lo estático, a lo inmutable, a lo absoluto, el dualismo tiende a lo dinámico, al cambio, a lo provisional. Se rechaza en ambos casos el irracionalismo como enemigo número uno. El hombre no puede renunciar a buscar un sentido de la vida y a encontrar su puesto en el cosmos. Ni el agnosticismo ni el escepticismo renuncian a sostener racionalmente sus respectivas actitudes. Puesto que no se puede desvelar el enigma del universo, es más racional abstenerse de explicaciones últimas —nos dicen estos sistemas de pensamiento—. El dilema monismo/dualismo parece no poder admitir una vía media si se quiere salvar la racionalidad. c) Si no reducimos nuestra meditación sobre la condición humana a lo que nos dice una sola cultura, descubrimos que otras cosmovisiones han creído encontrar una salida al dilema al que hemos aludido entre monismo y dualismo. Se trata de la visión adualista o advaita, que constituye la clave de las páginas de este estudio. La gran interpelación de la visión adualista a la mente que ha configurado la cultura moderna (que ya no podemos llamar solo occidental) consiste precisamente en la invitación a superar el [18]
racionalismo sin caer en el irracionalismo, por una parte, o en el superna-turalismo, por otra. El desafío de la aproximación adualista a la realidad representa una mutación en los fundamentos mismos de la cultura dominante que ha creado la civilización contemporánea, basada en la separación entre el conocimiento y el amor. El advaita no puede aceptarse solo con el intelecto; necesita también el amor. El hombre no aspira solamente a querer aprehender la Verdad, que quiere com-prender —y Heidegger puede ser de ello el símbolo contemporáneo—. El hombre también aspira al Bien, que quiere encarnar, realizar —y Levinas puede ser de ello el símbolo actual—. Hace falta un ἱερὸς γάμος (hieros gamos), un «matrimonio sagrado» entre Conocimiento y Amor. Un ejemplo de este desafío es la visión cosmoteándrica, que buscamos describir en la última parte de nuestro estudio. Esta visión nos dice que la realidad no está formada ni por un bloque único indistinto —ya sea divino, espiritual o material— ni por tres bloques o por un mundo con tres niveles: el mundo de los Dioses (o de la Trascendencia), el mundo de los hombres (o de la Consciencia) y el mundo físico (o de la Materia), como si se tratara de un edificio de tres plantas. La realidad está constituida por tres dimensiones relacionadas una con otra —la περιχώρησις (perichōrēsis) trinitaria—, así que no solo no existe la una sin la otra, sino que todas están entrelazadas inter-independientemente. Tanto Dios como el Mundo y el Hombre tomados separadamente, o a se, sin relación con las otras dimensiones de la realidad, son simples abstracciones de nuestra mente. Esta intuición cosmoteándrica, creo, resuelve una serie de antinomias de las que la mente contemporánea parece no poder liberarse. Podría constituir la base para una nueva visión de la realidad.
La Primera parte está dedicada a un estudio general sobre la Divinidad y a uno más particular sobre sus rostros (capítulos I y II). La Segunda parte reproduce en la Primera sección un comentario sobre la Trinidad cristiana, que ha visto numerosas reelaboraciones, ya que el argumento representa el fulcro de la visión cristiana del autor: el Dios vivo es el Dios trinitario, lo cual no es rígido monoteísmo ni politeísmo, como tampoco el cristianismo es su simple doctrina; en la Segunda
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sección se presenta al Hombre como ser trinitario en la visión antropológica, helénica y cósmica y su responsabilidad frente al cosmos. Como recapitulación de la problemática, en la Tercera parte se introduce una visión más amplia llamada Trinidad radical, es decir, la visión cosmoteándrica, descrita primero en su aspecto general y luego en su forma de espiritualidad. Conviene poner de relieve la importancia de este volumen, en cuanto trata de la visión universal del Hombre como microcosmos e imagen del Todo; una visión que reconoce al Hombre su dignidad en relación con Dios y con el Cosmos.
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PRIMERA PARTE ASPECTOS DE LO DIVINO
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I LA DIVINIDAD* ῝Ινα ᾖ ὁ θεὸς [τὰ] πάντα ἐν πᾶσιν Para que Dios sea todo en todos PRIMERA CARTA A LOS CORINTIOS 1 INTRODUCCIÓN La divinidad representa, en cuanto símbolo, la cumbre del esfuerzo, por parte del hombre, de descubrir la propia identidad poniéndola en relación con los límites del universo. La divinidad es el símbolo de lo que trasciende al ser humano y, a la vez, de lo que está escondido en su esencia más profunda. Mientras que las otras criaturas aceptan el entorno que las circunda simplemente como una realidad, el hombre existe como tal solamente si percibe su solidaridad con el universo y su distinción con relación a él. En su recorrido hacia la identidad, el hombre encuentra la divinidad. En un amplio contexto multicultural, la divinidad representa la trascendencia de todos los límites de la consciencia humana y el movimiento del espíritu humano, vuelto hacia la propia identidad a través de su encuentro con la realidad última. La consciencia que el hombre tiene de no estar solo, de no ser el dueño absoluto del propio destino, lo abre a la divinidad. Y esa consciencia, aunque pueda ser vaga, acerca el hombre a la divinidad. La divinidad trasciende y al mismo tiempo circunda al hombre; resulta inseparable de la consciencia del hombre de su propia identidad. Sin embargo, siempre permanece inaprensible, escondida y, de algún modo, aparentemente inexistente. LA POLISEMIA DE LA PALABRA Divinidad es una palabra con varios significados. Es ambigua y a menudo se usa polémicamente. Las distintas interpretaciones que se han propuesto demuestran, además, que se trata de un término relativo. Ambigüedad La palabra «divinidad» es ambigua. En efecto, no se trata de un nombre propio, pero tampoco de un nombre común, puesto que sus referentes resultan muy poco homogéneos. Es, más bien, el resultado de numerosas y diversas abstracciones. La mayor parte de los nombres atribuidos a los Seres supremos, o en todo caso a lo divino, [22]
probablemente fueron, en origen, nombres comunes, elegidos por motivos completamente particulares. Lo que era genérico se hizo específico y concreto y además, en cuanto propio de un ser individual, suscitador de emociones. Así Alá probablemente deriva de al-illah, es decir, sencillamente «el Dios». Njinyi o Nnui, el nombre de Dios entre los bamum de Camerún, significa «el que está en todo lugar» y se revela por ello mismo a la vez concreto e inaprensible. Yahveh significa «el que es» (o «el que será»), y se convierte en el ser por excelencia en la tradición cristiana. Śiva significa «propicio, benigno, benévolo», y representa así para sus fieles el símbolo más elevado de la divinidad desnuda de todos sus atributos. En resumen: hay divinidades llamadas Alá, Nnui, Yahveh o Śiva, pero no hay divinidades llamadas Divinidad. Se venera a Viṣṇu y a Buddha, pero no se venera la divinidad en cuanto tal: solo se puede venerar una divinidad particular. Se habla a menudo, en las tradiciones religiosas, de divinidades «mayores» y divinidades «menores». La palabra «divinidad», en síntesis, es más abstracta que el nombre «Dios». En Occidente, de la Antigüedad al Medioevo y hasta el día de hoy, «divinidad», en su forma adjetiva o pronominal, es un nombre que a menudo se aplica también a las criaturas, sin ninguna implicación teológica. Actividades e individuos, en efecto, son definidos como «divinos» porque participan de la divinidad, pero de tal modo que de ellos no se diría que participan de Dios. Escritores que tratan de temáticas espirituales o bien héroes populares son definidos, en muchas lenguas, como «divinos». En este caso, el término indica sencillamente un carácter de (divina) excelencia, que puede ser compartido por muchas criaturas. También el nombre «dios» era originariamente un nombre común, pero bien pronto se convirtió en el nombre propio del único Dios de los teístas (y también de los ateos, ya que muchos de ellos son simplemente antiteístas: unos y otros viven en el mismo horizonte mítico del único Dios personal, aceptándolo o rechazándolo). Solamente por extensión, los estudiosos hablan, por ejemplo, de los Dioses africanos, o bien discuten sobre la naturaleza de los Seres supremos u otras figuras parecidas. En todo caso, «Divinidad» no es idéntico a «Dios». No se cree, en efecto, en la Divinidad en el sentido individualizado en el que se puede creer en Dios. Se puede, sin embargo, admitir que existe algo a lo que la palabra «Divinidad» hace referencia. Ese referente siempre conservará un cierto grado de misterio y presentará particulares caracteres de libertad, infinidad, inmanencia, trascendencia u otros semejantes. Para algunos, esta entidad misteriosa constituye el máximo ejemplo de la superstición, del primitivismo y de una consciencia no evolucionada, y representa un [23]
pretexto para explotar a los demás bajo la amenaza de un poder terrorífico, pero solamente imaginario. La ambigüedad de la palabra es, por tanto, considerable. Uso polémico Pero «divinidad» es también una palabra polémica, que se ha utilizado a veces en oposición a ciertas concepciones de Dios, sin que por lo demás eso implicara un rechazo total de lo divino. El deísmo filosófico europeo de estos últimos siglos —el cual elaboró un concepto de lo divino más acorde con las ciencias naturales, que iban imponiéndose, que con la idea de un Dios personal— podría servir como ejemplo. La divinidad de los deístas tenía que reemplazar y corregir el θεός (theos) de los teístas, sin por otra parte renunciar a la fe en un Ser supremo o en una Causa primera. No obstante, esta polémica del siglo XVIII no constituía un hecho nuevo. Plutarco de Queronea (ca. 46-119 d.C.), el prolífico sacerdote y filósofo de Delfos, es el primero en utilizar θεότης (theotēs) en el curso de su polémica contra las interpretaciones de las figuras históricas de los héroes que comparecen en la obra de Evémero de Mesina (ca. 300 a.C.). La palabra theotēs aparece una sola vez en el Nuevo Testamento (Col 2,9): en las más antiguas versiones latinas se traduce como deitas, mientras que la Vulgata emplea el término más corriente de divinitas, una palabra por lo demás desconocida antes de Cicerón (106-43 a.C.). En la Carta a los romanos 1,20 encontramos en cambio el término θειότης (theiotēs), que deriva del adjetivo θεῖος (theios) y que la Vulgata también traduce por divinitas. Pero la palabra «divinidad» no resulta polémica solo en contraposición a una concepción personal de Dios. En efecto, es polémica también en cuanto símbolo de un empleo político de lo divino. No debemos olvidar las guerras de religión, los intentos de legitimar el poder y el empleo de la violencia en nombre de Dios, de los Dioses o de la Divinidad, ni, en fin, la justificación aducida por algunas ideologías, con lemas como «In God we trust» o «Gott mit uns». Demasiado a menudo la divinidad ha sido causa de conflictos y de guerras, a veces incluso bajo la máscara de la paz. Relatividad En la perspectiva de la sociología del conocimiento, el empleo moderno de la palabra «divinidad» podría ser interpretado como el esfuerzo de Occidente para abrir un horizonte más amplio que el del Dios monoteísta, pero sin interrumpir la continuidad con la tradición. «Dios» fue un nombre común, que se transformó luego en un nombre propio: el Dios de Abrahán. Fue entonces cuando este Dios pasó a designar al Dios único, que los musulmanes y los cristianos quisieron difundir en el mundo [24]
entero. Todos los demás fueron «simples» dioses o, a lo sumo, nombres impropios para designar al verdadero Dios. Es interesante observar cómo hoy los estudiosos occidentales tratan de librarse de su mentalidad monolítica y colonial. ¿Puede ser la palabra «divinidad» el último baluarte de esta mentalidad? De la constatación, en apariencia paradójica, de que el nombre expresa tanto los aspectos más comunicables como los más inaprensibles de la realidad «divina», podemos sacar dos conclusiones opuestas: o bien todo lo que existe participa de un carácter divino, o bien nada de lo que existe —tampoco la totalidad de las cosas— encarna o agota lo divino. En resumen: la palabra dice todo, cualquier cosa, pero en conjunto no dice nada, ninguna cosa. A partir de esta ambigüedad, se podría también concluir legítimamente que es mejor evitar absolutamente la palabra o, a lo sumo, hablar de divinidad en plural, es decir, referida a específicas entidades sobrehumanas (esto es, divinas). Pero también hay otra conclusión posible. Justo a causa de su naturaleza polisémica, la palabra «divinidad» puede resultar una categoría fundamental para el estudio y la comprensión de la religión. El objeto de la religión tendría entonces su correlato en la divinidad, y no solamente en Dios o en los dioses. Polisemia, en efecto, no significa necesariamente confusión: puede significar riqueza de significados, variedad de sentidos. «Divinidad» podría convertirse, entonces, en un nombre auténtico, esto es, un símbolo aún no corroído por el empleo habitual, más que en un concepto unívoco. Debería ahora tratar de delimitar la amplitud del símbolo «divinidad», para luego estudiar su estructura. Por lo que concierne a la amplitud, analizaré varios métodos de aproximación a este símbolo en su aspecto más general. En un segundo momento examinaré la estructura de la divinidad, analizando diferentes caminos, contextos y perspectivas en cuyo ámbito ha sido estudiada la divinidad. Pasaré luego a la estructura de la consciencia humana, en el momento en que entra en relación con la divinidad. Presentaré, finalmente, una breve comparación entre la divinidad y otras categorías, igualmente amplias; y, para conseguir un cuadro más detallado, concluiré con una síntesis de mis observaciones. UNA APROXIMACIÓN A LA DIVINIDAD Este estudio no trata de la concepción de Dios generalmente aceptada en el mundo occidental y, por tanto, no es necesario discutir; por ejemplo, sobre el ateísmo o sobre la naturaleza de Dios. Además, la perspectiva comparativa y multicultural de este ensayo requiere que los puntos de vista propios de otras culturas sean integrados con el nuestro, y no sencillamente citados. Tenemos que enfrentarnos, no obstante, con una [25]
elección que es predominantemente occidental: asumir una perspectiva partiendo de una tradición (como indica el empleo mismo de la palabra «divinidad»), para luego ampliarla con el fin de adquirir un punto de vista más universal. Observaciones lingüísticas Johann Gottlieb Fichte (1762-1814) observa: «La divinidad solo comparece en las manifestaciones más elevadas del pensamiento». Debemos tener presente desde el principio que el discurso sobre la divinidad es un discurso completamente particular, porque la divinidad se sitúa más allá de las cosas sensibles y de las intelectuales. Sin embargo, el camino hacia la divinidad pertenece a la dinámica de nuestro intelecto. Es lo que expresa el primer principio del Brahma-sūtra: Athāto brahmajijñāsā (Ahí tenéis, por tanto, el deseo de conocer a brahman). El texto alude al «conocimiento desiderativo» o «deseo de conocer», jijñāsā, que emana de una condición existencial (atha). Esta nos libera del peso de la individualidad (ahaṃkāra), permitiéndonos elevarnos a la búsqueda de la divinidad. El proceso se desarrolla según un esquema que es al mismo tiempo existencial e intelectual, sin separación entre razón pura y razón práctica. La divinidad se coloca tanto al principio como al final de la búsqueda humana, y también en el medio. La búsqueda exige pureza de espíritu, fuerza de voluntad y un cambio de vida radical. Hablando de divinidad, ya hemos tenido ocasión de hacer referencia a Dios; ahora hemos introducido brahman. ¿Indican estos nombres la misma «cosa»? ¿O al menos poseen el mismo sentido? Brahman no es ciertamente el Dios único, vivo y verdadero, de la tradición de Abrahán. Y tampoco se puede afirmar que Shangdi o kami sean lo mismo que brahman. Sin embargo, entre estos objetos no faltan elementos de relación recíproca. ¿Podemos concluir, pues, que todos estos nombres se refieren a la divinidad como una categoría general? ¿Es «divinidad» quizá el nombre común de Dios, de lo divino, de brahman, de mana, etc.? Es necesario en primer lugar subrayar que brahman y Dios, por ejemplo, no son lo mismo. Uno es pasivo y no se cuida de nada, es el fundamento de todo y constituye la condición de existencia de todo lo que existe. El otro, en cambio, es activo y providente; está por encima de todo, es personal, es el creador de todo lo que existe. Sin embargo, no son entre sí tan diferentes que sea completamente inadecuado traducir un nombre por el otro. La tradición cristiana, aun afirmando la inefabilidad de los nombres divinos, no negaba que algunos nombres eran, de hecho, más aplicables que otros. Nosotros diremos que brahman y Dios son [26]
equivalentes homeomórficos, ya que desarrollan funciones correspondientes, aunque diferentes, cada uno dentro de su sistema característico. Sería atractivo usar el nombre «divinidad» como nombre abstracto para indicar todos los equivalentes homeomórficos de ese género. «Divinidad» indicaría entonces Dios, kami, brahman, Zeus, Rudra, T’ien, dao, El, Baal, Urdr, Re, Kālī, etc. Esta operación resulta relativamente simple mientras permanecemos en el ámbito de culturas más o menos homólogas: de este modo, es más fácil encontrar propiedades comunes, como infinidad, omnisciencia, bondad, inmutabilidad, omnipotencia, sencillez, unidad, etc. Pero cuando intentamos incluir propiedades como porvenir, nada o ilusión, descubrimos que estos atributos no son en absoluto comunes, y más bien son incompatibles con los precedentes. En realidad, la única estructura común es la puramente formal, que indica algo indefinido, distinto de los seres humanos y quizá superior a ellos, pero a veces solo de un modo aparente. La divinidad sería entonces un concepto puramente formal, privado de cualquier contenido significativo. Podemos notar la tendencia, común sobre todo en Occidente, a universalizar lo que es familiar, como por ejemplo en las frases siguientes: «El Dios cristiano es para todos un valor absoluto; la moderna tecnología es útil para el mundo entero; las ciencias naturales son universalmente válidas; la verdad es universal». Pero debe evitarse tal pretensión, si queremos dar a las otras culturas la misma consideración que a las occidentales. El nombre «divinidad» no circunscribe todo lo que las distintas tradiciones han dicho sobre aquello que en un determinado grupo de culturas puede expresarse con «divinidad». Si en lugar de «divinidad» usáramos el término brahman o kami, nuestro significado cambiaría. Siendo diferente el contexto, serían también diferentes los resultados. Por esto, debemos poner particular atención al hacer extrapolaciones, y tenemos que evitar generalizaciones que no resulten autorizadas por la autocomprensión de las distintas culturas del mundo. Teniendo presentes estas advertencias preliminares, podemos examinar ahora la distinción entre Dios y divinidad. Esta distinción era ya conocida en el cristianismo medieval y es expresada con claridad, por ejemplo, por el Maestro Eckhart. La divinidad dista de Dios tanto como el cielo dista de la tierra; representa el aspecto interior y pasivo del misterio divino y está unida al Deus absconditus, sobre el que se ejerció durante mucho tiempo la reflexión de los Padres. Dios, en cambio, constituye el aspecto externo y activo del mismo misterio. Nosotros, en todo caso, utilizaremos el nombre «divinidad» para indicar no solamente la esencia de Dios (como en Tomás de Aquino), o al «Dios más allá de Dios» o el [27]
fundamento de Dios (como en Eckhart), sino sencillamente aquella dimensión inaprensible, aunque omnipresente, que la experiencia humana más elevada solo alcanza a rozar, y que constituye la meta de la búsqueda. El nombre «divinidad», entonces, no designa solamente a Dios y a los Dioses como seres sustanciales, también puede ser empleado como nombre genérico, que indica todas aquellas fuerzas, energías, entidades, ideas, potencias y demás que provienen de una realidad «por encima» o «más allá» del mundo humano. En este sentido, «divinidad» representa aquel elemento de la realidad que no pertenece ni al mundo material ni al mundo puramente humano, sino que se sitúa por encima y más allá del orden sensible e intelectual. «Divinidad» indica, así, una de las tres dimensiones de la realidad, que todas las tradiciones humanas en la práctica han concebido. Está, en primer lugar, el mundo celeste: los Dioses, las potencias sobrehumanas, lo suprainteligible. Luego está el mundo humano: la consciencia, la ética, la vida, la mente, lo inteligible, etc. Y finalmente, el mundo terrenal: el cosmos, la materia, la realidad espaciotemporal, lo sensible, etc. No podemos proceder más allá en el estudio de la aproximación humana a la divinidad hasta que no hayamos examinado la naturaleza del «objeto» que estamos intentando investigar. Por ahora no es importante establecer si el mundo de la divinidad es el paradigma del mundo humano, de modo que este último sería solamente una sombra de lo real, o si el universo divino es una simple proyección de los deseos irrealizables de los hombres. Queda el hecho de que la experiencia humana, que se manifiesta a través del lenguaje, atestigua la existencia de ese mundo divino, ya sea poblado por δαίμονες (daimones) o por θεοί (theoi), por deva, por elohim, por espíritus de cualquier género, por el Dios único o por nadie. ¿Contamos con un nombre común para designar este universo? ¿Podemos decir que se trata del mundo de la divinidad? Para contestar estas preguntas, llegados aquí, es oportuno un interludio histórico. Observaciones históricas ¿De qué manera han llegado los hombres a la noción de divinidad? Según algunos estudiosos, esta noción ha sido consecuencia de la inferencia de algún tipo de razonamiento causal. La divinidad, en este caso, es un Ser supremo (o varios Seres supremos), celeste o de otro tipo. El interrogante humano sobre el origen de la vida y el mundo produce la búsqueda de una causa, que será «colocada» en el lugar que se cree más apropiado, para convertirse en la morada de un Ser supremo, en el cielo o en la tierra. Otros estudiosos, en cambio, ven el origen de la divinidad no tanto en una búsqueda intelectual como en la angustia existencial del [28]
hombre que afronta los misterios fundamentales de la vida y de la naturaleza. Otros estudiosos, finalmente, creen que la búsqueda de la divinidad no se funda ni en un pensamiento causal ni en un sentimiento de angustia, sino en la consciencia sin más. Según otros estudiosos, en cambio, el hombre ha llegado a la idea de la divinidad gracias a la revelación de un Ser supremo, que se ha manifestado por iniciativa propia. Aceptando que ese Ser supremo existe, aunque su «revelación» sea solamente progresiva y ligada a la evolución intelectual de los individuos interesados, es siempre su potencia la que pone en marcha la primera etapa del proceso. Las discusiones contemporáneas son consecuencia de las grandes controversias del pasado en torno al origen de la idea de Dios; tales controversias surgieron del conflicto que contrapuso las teorías evolucionistas más modernas a las creencias tradicionales sobre Dios. Wilhelm Schmidt (1868-1954), por ejemplo, rechazó el esquema evolucionista y buscó entre los pueblos primitivos las huellas de la revelación originaria de un «monoteísmo primordial»: Schmidt desarrollaba las intuiciones de Andrew Lang (1844-1912), quien había sostenido la existencia de la fe en los Seres supremos entre las poblaciones antiguas, en contraposición a la teoría del animismo primitivo, predominante en aquella época, sostenida por Edward Burnett Tylor (1832-1917). Finalmente, los diversos movimientos ateos — científicos, dialécticos o históricos— convertirán la divinidad en una hipótesis superflua, un instrumento artificial de dominio sobre los hombres, una extrapolación indebida de nuestra ignorancia o bien una mera ilusión para consolarnos de nuestra impotencia. Parece correcto afirmar que la experiencia humana más universal y primordial no es la monoteísta, pero tampoco lo es la atea o la politeísta: se trata, más bien, de una fe firmemente arraigada en un mundo divino, poblado de seres o de fuerzas sobrehumanas de distinto tipo. Que luego tales seres sean uno solo o muchos, que constituyan una jerarquía politeísta o un Urmonotheismus, no es en realidad la cuestión fundamental. Lo que más importa es que esta creencia expresa una experiencia humana según la cual el hombre no está solo en el universo y el mundo sensible no representa toda la realidad existente. Esto se demuestra no solo por las innumerables tradiciones orales y los textos escritos presentes en casi todas las culturas, sino también por la existencia de una verdadera jungla de nombres aptos para designar lo divino. En efecto, todas las lenguas humanas poseen una gran cantidad de palabras para indicar el reino sobrehumano o extrahumano. Pertenece a un segundo momento de la reflexión humana la tentativa de poner orden en [29]
este mundo complejo, asignándole sus grados de realidad, decidiendo qué tipo de jerarquía reina en él y aclarando la relación existente entre ese mundo, el mundo humano y el resto del universo. En una cultura primigenia no hay la preocupación de probar la existencia de la divinidad: los Dioses están, sencillamente, presentes. LA ESTRUCTURA DE LA DIVINIDAD Pero la investigación histórica solo constituye una parte del problema sobre la divinidad. Establecer cuántas personas han llegado a esa idea es, en realidad, mucho menos importante que definir la estructura de la idea misma. Esa estructura, sin embargo, no es en absoluto un dato «objetivo»; se trata más bien, al menos en parte, de una función del interés humano. Tenemos aquí un ejemplo de cómo cualquier iniciativa humana está motivada y condicionada por los intereses de los hombres y los mitos predominantes. En efecto, desde el momento en que la divinidad no posee un referente fuera de la consciencia humana, su estructura depende de las opiniones del individuo acerca de ella y de las de toda consciencia humana para la cual esa noción en sí tiene algún sentido. En otras palabras, lo que la divinidad es, es inseparable de lo que los hombres creen que es. Debemos, pues, intentar comprender las ideas y las experiencias que la humanidad ha tenido en esa materia. A tal fin es necesario, en primer lugar, conocer el contexto en el que se ha situado el problema. Nos vemos, por tanto, obligados a distinguir entre los diversos métodos utilizables para aclarar la cuestión y los horizontes en los que se coloca el problema de la divinidad. Los métodos principales son el teológico, el antropológico y el filosófico. Son métodos de hecho interconectados entre sí y distinguirlos claramente es en realidad solo una cuestión de acentuación. Los horizontes del problema consisten, en cambio, en las conjeturas que hacemos sobre lo que estamos buscando cuando nos planteamos las preguntas sobre la divinidad y sus orígenes. Esos horizontes son función de nuestro universo y de los mitos que guían nuestra existencia. Trataré de distinguir tres de estos horizontes: combinados con los tres métodos ahora citados, constituyen nueve diferentes tipos de noción de divinidad. Por exigencias de espacio, sin embargo, no desarrollaré estas nueve representaciones de lo divino, limitándome a describir solamente los tres horizontes fundamentales, que, de todos modos, predeterminan totalmente el problema de la divinidad. Los horizontes Para comprender de qué tipo de divinidad estamos hablando es esencial reflexionar primero sobre el horizonte del problema. ¿Concebiremos la divinidad como consciencia absoluta? ¿Como un Ser [30]
supremo? ¿Como el individuo perfecto, ideal? ¿O como el creador del mundo? En resumen, ¿dónde colocamos lo divino? ¿Dónde está el lugar de la divinidad? Los horizontes dependen, naturalmente, de la cultura del tiempo y del lugar. No obstante, considerada desde un punto de vista estructural, la función de la divinidad siempre parece constituir un punto de referencia último. Podemos situar indiferentemente este punto de referencia en el exterior del universo o en su centro, en la profundidad del hombre (en su mente o en su corazón), o simplemente en ningún lugar. La cosmología, la antropología y la ontología representan los tres horizontes principales.2 a) El horizonte metacosmológico En los tiempos antiguos, el hombre vivía frente al mundo: su interés principal era el universo como hábitat humano. La mirada del hombre se dirigía hacia las cosas del cielo y de la tierra. El horizonte de la divinidad es justamente el universo, entendido, no obstante, como un lugar «metacosmológico», por completo diferente de cualquier otro. En este caso la divinidad es puesta en relación con el mundo. Naturalmente, puede ser concebida como inmanente con respecto al mundo, o bien, más a menudo, como trascendente; pero siempre es la divinidad del mundo y este último es el mundo de la divinidad. Establecer qué tipo de función o funciones reviste la divinidad y qué tipo de relación pueda tener con el mundo es la tarea de las cosmologías tradicionales. En todo caso, la divinidad es una especie de polo del mundo, un motor primero que lo pone en movimiento, lo sustenta, lo dirige y, con frecuencia, lo crea. El mismo concepto puede también expresarse con una metáfora temporal. La divinidad, en este caso, se configura como el principio, anterior incluso al Big Bang, o bien como el término de la evolución del universo físico, como el punto omega. Es decir, la divinidad puede ser conjuntamente alfa y omega, el principio y el fin del universo. El nombre más común para una divinidad de este género es «Dios», sea este Varuṇa, «señor supremo que gobierna las esferas» (RV I, 25, 20) o Yahveh, que «creó el cielo y la tierra» (Gn 1,1). Este Dios es «aquel de quien en verdad todos los seres han nacido, por el que, después de haber nacido, viven y al que volverán» (TU III, 1). Este Dios es el Παντοκράτωρ (Pantokratōr) de muchas tradiciones, orientales y occidentales. También el deus otiosus forma parte de este grupo. La divinidad, por tanto, en este caso es una categoría metacosmológica, cuyo aspecto más sobresaliente es la infinitud. El mundo que nosotros experimentamos es contingente y todas las cosas son transitorias y finitas. Solamente la divinidad es infinita. [31]
b) El horizonte meta-antropológico En un determinado momento de la historia, el interés principal del hombre no fue ya la naturaleza y el misterioso mundo exterior, situado por encima del hombre, sino el hombre mismo. Su mirada se dirigió hacia los más íntimos recovecos del espíritu humano: los sentimientos, la mente. El lugar de la divinidad es en este caso el mundo humano, un mundo que no simplemente se ha hecho más grande, sino que también ha de ser más profundo. Se trata de un lugar «meta-antropológico». Aquí la divinidad se ve como el símbolo de la perfección del ser humano. La noción de divinidad es menos fruto de la reflexión sobre el cosmos o experiencia de su carácter numinoso que consecuencia de una antropología consciente de sí misma. La divinidad es la plenitud del corazón humano, el verdadero destino del hombre, la guía de los pueblos, el amado de los místicos, el señor de la historia, la plena realización de lo que realmente somos. La divinidad de este tipo no necesita ser antropomórfica, aunque a veces presenta algunos rasgos antropomórficos. La divinidad es entonces el ātman-brahman, el hombre totalmente divinizado, el Cristo, el puruṣa; o también el símbolo de la justicia, de la paz o de una sociedad feliz. Puede ser considerada inmanente o trascendente, puede identificarse con el hombre o distinguirse de él, pero en todo caso sus funciones están en relación con el ser humano. Se trata de una divinidad que vive, que ama y que amenaza, que inspira, que provee, que castiga, que recompensa y que perdona. En ella concluye toda peregrinación, desaparece todo deseo, se para todo pensamiento y se borra todo pecado. La divinidad es, pues, una categoría meta-antropológica. En este punto se sitúan las cuestiones, tan debatidas, sobre la personalidad divina y los análisis psicológicos sobre la fe de los hombres en la divinidad. El rasgo más característico de este horizonte es, sin embargo, el atributo de la libertad. La divinidad es la libertad misma que libera al hombre de sus límites, a menudo dolorosos. En este horizonte se sitúan las modernas teologías de la liberación y la noción de un Dios que actúa en la historia. c) El horizonte metaontológico Se dice generalmente que la cumbre de la evolución humana consiste en la consciencia de sí. El poder de la reflexión transforma al homo sapiens en el ser superior que cree ser. El lugar de la divinidad, en este caso, no puede ser simplemente un superhombre o un fundamento del mundo: tiene que ser un superser. Un lugar «metaontológico», por tanto. El hombre está orgulloso de sus capacidades de abstracción. La divinidad en este caso no solo está más allá del mundo físico, sino también fuera de cualquier reino natural, incluido el humano; está fuera [32]
del intelecto, de los deseos y de la voluntad. La divinidad está entonces totalmente por encima y más allá de la naturaleza, incluida la naturaleza humana. La trascendencia o alteridad de la divinidad es, en este caso, tan absoluta que se trasciende a sí misma, hasta el punto de no poder ya ser definida como trascendencia. La divinidad, en consecuencia, no existe: es metaontológica, está más allá del ser. Pero tampoco es no existente: apofatismo absoluto. Ni es ni existe y tampoco es imaginable o expresable. El silencio es la única actitud adecuada frente a ella; no porque no seamos capaces de hablar de ella, sino porque el silencio es lo que más le cuadra. Se trata de un silencio que no esconde y no revela, de un silencio que no dice nada porque no hay nada que decir. Los nombres de una divinidad así pueden ser śūnyatā, ni Ser ni «No-Ser», ῾ Υπερων (Hyperon), etc. La divinidad de este género es, pues, una realidad metaontológica. Vista desde abajo, por así decir, pertenece a lo impensable; vista, en cambio, desde el interior, pertenece a lo impensado. Pensarla, por lo demás, sería idolatría. Nos encontramos aquí con el problema de la nada de la divinidad, el apofatismo radical desarrollado en muchas tradiciones. El rasgo predominante es, en este caso, la inmanencia y la trascendencia, dos características coexistentes. La divinidad es la inmanencia y la trascendencia ínsitas en el corazón de todo ser.
Tenemos que apresurarnos a añadir que estos tres horizontes no se excluyen entre sí. Numerosos pensadores de tradiciones diferentes han intentado elaborar un concepto de divinidad que comprendiera los tres. En el ámbito del hinduismo, por ejemplo, nirguṇa brahman correspondería al tercer tipo de horizonte, saguṇa brahman, al primero, e īśvara podría representar la divinidad personal de cada uno de los fieles. Análogamente, la tradición cristiana intenta combinar al Dios primer motor (primer tipo) con el Dios personal de los creyentes (segundo tipo) y con el de los místicos (tercer tipo). ¿En qué medida esos tres distintos horizontes pueden ser reducidos a una unidad inteligible? Este es un problema filosófico y teológico que las distintas tradiciones tratan de solucionar de diferentes maneras. Los caracteres morfológicos de la divinidad pueden organizarse sobre la base de esos tres horizontes, sugiriendo una estructura triple de la
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divinidad. El carácter del «yo» constituye la experiencia última de la divinidad metaontológica. La divinidad es el «yo» último, el sujeto final de la actividad. «¿Quién soy yo?». El «yo» que puede contestar a esta pregunta sin plantearse ulteriores preguntas es el «yo» último, es la divinidad. La divinidad meta-antropológica representa, en cambio, la experiencia del «tú». En el impulso humano hacia la divinidad, esta aparece como el «tú» último, con el que se puede establecer un diálogo y unas relaciones humanas. La divinidad como causa última y primer motor del mundo, finalmente, es el «él, ella o ello», que solo una inferencia puede revelar. De esta divinidad siempre se habla en tercera persona. Los métodos Podemos pasar ahora a los distintos métodos empleados en el intento de comprender la divinidad. Sea lo que sea, la divinidad no es ni una cosa sensible ni una cosa inteligible. La divinidad no es una cosa visible ni un simple pensamiento. La hermenéutica moderna se refiere a las «precomprensiones» como una condición necesaria para la comprensión, un «círculo hermenéutico» que se manifiesta necesario en todas las interpretaciones. En el reino de los objetos sensibles e inteligibles nos es posible constatar en qué consiste la precomprensión. Adquirimos una idea del todo, y podemos modificar esa idea examinando sus partes. A partir, precisamente, de esta precomprensión se utiliza un determinado método para comprender un objeto. Pero, en el caso de la divinidad, ¿qué podemos hacer? Si cada método implica una especie de salto proléptico en el interior del objeto considerado, una vuelta al punto de partida y, en fin, un procedimiento metódico sucesivo, resulta difícil entender cómo un método así puede aplicarse a nuestro intento de comprender la divinidad. Realmente no sabemos qué dirección ha de tomar el primer salto, ni de qué instrumentos debemos servirnos —si no es a partir de la tradición recibida o sobre la base de una auténtica experiencia mística—. Pero eso equivale a renunciar a cualquier método de búsqueda de la divinidad: lo reemplazamos con métodos de investigación que sencillamente interpretan las opiniones de la gente sobre ella. Sabemos, además, que si partimos de unos determinados «instrumentos», los resultados dependerán en gran medida de la naturaleza de esos instrumentos. No podemos, por tanto, ni realizar el primer salto (porque no conocemos la dirección) ni volver atrás (porque el objeto está más allá de los sentidos y del intelecto). En resumen, el método de búsqueda de la divinidad es absolutamente sui géneris —si es que existe realmente un método—. [34]
¿Cómo se llega a una precomprensión de la divinidad? Podemos, por ejemplo, heredarla de la tradición. En cambio, en el caso de una experiencia mística directa, no se trata específicamente de precomprensión, sino de una intuición inmediata, que el místico luego manifiesta en los términos de la cultura en la que vive; en definitiva, se llega al mismo resultado. El místico necesita, más bien, una poscomprensión, por así decir, en los términos de su tiempo y de su cultura, que de hecho equivale a la precomprensión inicial, válida para todos los demás. La precomprensión de la divinidad se revela, por tanto, como un dato de la tradición. Son posibles tres actitudes principales respecto de este hecho. Si se acepta como punto de partida y se procede a un esfuerzo crítico en el intento de comprenderlo, esta actitud constituye el método teológico. El teólogo trata de clarificar algo desde el interior. Si se trata, en cambio, de poner entre paréntesis las creencias personales y se intenta descifrar la inmensa variedad de las opiniones relativas a la idea de la divinidad que se han sucedido en el curso de los siglos, esta actitud constituye el método fenomenológico. El dato representa en este caso el sedimento de la historia de la consciencia humana. Por último, si se reflexiona sobre la propia experiencia personal, enriquecida lo más posible con los pensamientos de los demás, esta actitud constituye el método filosófico y místico. Estos métodos no se excluyen uno al otro y desempeñan, los tres, un papel fundamental en la búsqueda humana de la divinidad. Son todos necesarios y se implican recíprocamente. Si hacemos una distinción entre ellos es por razones puramente heurísticas. Cada método presenta divisiones y subdivisiones. La sociología, la psicología y la antropología están entre las disciplinas más importantes en el ámbito de estos tres tipos de planteamiento, cada una con sus propios métodos particulares. Hacemos referencia a métodos, en plural, porque no existe un único método teológico, fenomenológico o filosófico. Cada uno de estos planteamientos presenta, en efecto, una amplia variedad de métodos. Lo que vamos a describir aquí es solamente un esquema general de los métodos, que solo adquiere su fisonomía propia cuando se aplica a casos particulares. El método teológico parte de un dato universalmente admitido: existe un mundo de los dioses, el mundo de la divinidad. Tendremos que aclarar, por tanto, y luego justificar, la razón de ser de ese mundo, aunque no tenemos que probar necesariamente su existencia. En resumen, el origen de la idea de la divinidad es la divinidad misma —entiéndase «divinidad» como fuere—. Este es el núcleo del llamado «argumento ontológico» y de toda iniciativa religiosa que se proponga aclarar la [35]
naturaleza de la divinidad. La divinidad, en efecto, no puede ser conocida si no existe. El problema teológico consiste aquí en determinar el tipo de existencia del que se trata. Tomás de Aquino, por ejemplo, que concluye cada una de sus cinco «pruebas» de la existencia de Dios diciendo «y esto es lo que todos llaman Dios», manifiesta su particular método teológico de explicar la existencia de algo que ya es llamado Dios. La divinidad ya existía, ciertamente, como idea y también como realidad de la que casi nadie dudaba, a pesar de que debía demostrarse todavía su no irracionalidad y verificarse su existencia como real y no solamente como aparente. Las pruebas teológicas presuponen, pues, la fe, y prueban solamente que esa fe no es irracional. Se trata de una forma de fides quaerens intellectum. Hemos observado ya que las diversas combinaciones de los métodos y los horizontes producen diversas configuraciones de la divinidad. En realidad, los métodos teológicos se han combinado principalmente con los horizontes cosmológico y ontológico. Más raramente se han relacionado con el horizonte antropológico, y eso explica la incomodidad que se difunde por los círculos teológicos cuando se discute de ciencias humanas emergentes, como la psicología y la sociología. Pensemos, por ejemplo, en el difícil diálogo instaurado por la teología con Freud, Jung y Weber. Se han realizado estudios serios sobre psicología y sociología de la religión, pero se ha prestado poca atención a la psicología y a la sociología de la divinidad desde una perspectiva teológica. La obra de Hans Urs von Balthasar sobre teología de la estética3 constituye una insigne excepción. El método fenomenológico podría también definirse como un método morfológico, o incluso histórico, puesto que lo utiliza la nueva ciencia de la religión, llamada a menudo «historia de las religiones». En su conjunto, el método fenomenológico, entendido como estudio de las creencias del hombre, deducidas de la autocomprensión humana y reflejadas en la consciencia crítica de los estudiosos, alcanza un consenso unánime. Este es el lugar para una tipología de las nociones de divinidad. Este método se revela hoy particularmente importante en un mundo en el que hombres de religiones diferentes se mezclan en las relaciones de la vida cotidiana, es decir, en las tensiones de la civilización tecnológica. El empleo del método fenomenológico revela una inmensa variedad de tipos diferentes de divinidad. Encontramos, por ejemplo, la llamada «concepción animista» de la divinidad, como fuerza viva que todo lo invade y que anima todo lo que existe. Encontramos el llamado «politeísmo», la presencia de muchas divinidades como entidades sobrenaturales, con diferentes poderes y funciones. Encontramos el [36]
llamado «deísmo», la fe en un Ser supremo, a menudo creador, que luego se vuelve pasivo respecto de su creación: una noción que excluye cualquier tipo de Dios revelado. Encontramos también el «monoteísmo» del tipo de las religiones de Abrahán, religiones de un Dios vivo, providente y creador. Encontramos los diversos «teísmos», que modifican la exclusividad del modelo monoteísta; y el «panteísmo», la identificación de la divinidad con el universo. Encontramos, finalmente, diversos tipos de ateísmo como reacción al teísmo y en particular al monoteísmo. Y, naturalmente, encontramos un gran número de otras distinciones y calificaciones diferentes de estas amplias nociones, que intentan dar respuesta a las exigencias de la razón o solucionar las dificultades levantadas por las distintas experiencias, individuales o colectivas. Todos este tipos, junto con los numerosos cambios que han sufrido en el curso de los siglos, han sido objeto de muchos estudios, muy útiles y completos, por parte de grandes estudiosos, como Mircea Eliade, Gerardus van der Leeuw, Geo Widengren, Kurt Goldammer, William Brede Kristensen y Friedrich Heiler. Excepto Widengren, ninguno de estos autores emplea la noción de «Dios» como categoría religiosa principal. Pero también Widengren, que quiere sobre todo diferenciar la religión de la magia, aunque afirma que la fe en Dios constituye la esencia profunda de la «religión», parte de una idea más bien flexible del significado de Dios.4 Todos los otros estudiosos admiten solo la existencia de una esfera particular, situada en el centro de la vida religiosa. El método místico-filosófico procede de manera diferente, aunque no alejada totalmente, en sus modalidades, de la elegida por los métodos anteriores. La famosa nota de Pascal, que después de su muerte se encontró cosida a su jubón: «El Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob, no el de los filósofos y los sabios»,5 ha servido desde entonces para acentuar en Occidente esta diferencia. Sin querer discutir tampoco sobre si el «Dios vivo» es el actus purus, o sobre si podemos enamorarnos del primer motor, la quintaesencia del método místicofilosófico consiste en la propensión a interrogarse sobre cualquier cosa. El método filosófico es el de la pregunta radical, sea esta la pregunta por la salvación, por el moks.a, por la felicidad o cualquier otra cosa que pueda concebirse. Es precisamente en el interior de esta estructura donde aparece la pregunta sobre la divinidad. Aquí, en una nebulosa hecha de conocimiento y a la vez de ignorancia, en una ciencia del bien y del mal, se sitúa el lugar místico-filosófico de la divinidad. Este lugar es la pregunta suprema, incluso si al final no hubiera respuesta. Si se considera que existe este lugar último, entonces la cuestión [37]
de la divinidad se cambia por la que Heidegger definió como «ontoteología», una reflexión sobre el ser de los entes. En este punto, el método filosófico se encuentra con la controversia histórica. ¿Es la divinidad el Ser supremo o es el Ser en cuanto ser? En este último caso no puede ser un Ser supremo. La diferencia ontológica no coincide con la diferencia teológica. La historia de las religiones se hace la misma pregunta cuando pregunta qué relación hay entre el Ser supremo y la realidad total. Esta polaridad entre ser y Ser supremo impregna la mayor parte de las concepciones de la divinidad. Podríamos expresarla como la polaridad entre la divinidad de los (seres) intelectuales y la divinidad de los hombres (Ser supremo). De un modo más académico diremos: la divinidad es el resultado de una reflexión del pensamiento (que descubre el ser) o bien de una actitud existencial (que tiene necesidad de un Ser supremo). En el primer caso, la divinidad es el Ser providente, el manantial del ser, el fundamento, el Ser «que es» en todos los seres. En el segundo caso, en cambio, la divinidad es el Ser supremo, el Señor, la persona divina, el vértice en la pirámide de la realidad. La primera concepción deberá clarificar la relación entre la divinidad como fundamento del ser y un indeterminado y genérico ens commune. La segunda deberá definir la relación entre la divinidad como esse subsistens y todos los demás seres que la divinidad crea, gobierna y dirige. ¿Es la divinidad ser (Sein, sat, esse) o es el Ser supremo (höchstes Seiendes, paramātman, ens realissimum)? El primero se puede pensar, pero no se puede venerar. El segundo se puede amar y se puede confiar en él, pero sobre este Dios no es posible razonar: el pensamiento lo corroe. Si el lugar filosófico de la divinidad es la pregunta última, podemos encontrar tantas concepciones de la divinidad cuantas son las preguntas últimas. Por tanto, las respuestas son variadas y múltiples. También la variedad de las religiones puede explicarse desde esta perspectiva: las religiones proporcionan respuestas diferentes a las preguntas últimas y las preguntas últimas son diferentes. Pero la reflexión filosófica puede formular aún más preguntas: ¿qué empuja al hombre a hacerse la pregunta última, cualquiera que pueda ser en el fondo esta pregunta? ¿Por qué el hombre es un ser que se interroga a sí mismo, siempre sediento de preguntas? En resumen, el problema de la divinidad tiene que ver con la peculiaridad del hombre, animal que se interroga a sí mismo. «Dios actúa sin un porqué y no conoce ningún porqué», dice el Maestro Eckhart. Lo que empuja al hombre a hacerse estos interrogantes es, en último análisis, la consciencia de no estar realizado, de no saber, de ser incompleto. Esta consciencia se puede expresar en el descubrimiento antropológico de la [38]
imperfección humana, la cual también se manifiesta en la acción; o bien en la observación cosmológica del universo en movimiento, es decir, aún en devenir; o bien en el pensamiento ontológico de la nada, que está al acecho del ser. El problema del devenir, en último análisis, emerge aquí como problema teológico por excelencia. Si el devenir es posible, lo es solamente porque el ser todavía está «siendo». Aquello que cierra esa fractura entre ser y devenir (comprendiéndolos o no en sí) es el lugar de la divinidad, que mantiene abierto el flujo del ser. Habría también otra aproximación al problema al que hemos hecho referencia al hablar del método místico-filosófico, aunque la mística no es específicamente un método en el sentido corriente. En efecto, por mística se entiende una experiencia de la Realidad, una experiencia que, cuando se expresa, cae sin embargo en uno de los tres métodos descritos y deja de ser mística. LA ESTRUCTURA DE LA CONSCIENCIA HUMANA DE LA DIVINIDAD Las diferentes perspectivas de la aproximación humana a la divinidad que hemos realizado hasta ahora se resuelven, en suma, en un rico pluralismo: la realidad es pluralista en sí. No podemos, naturalmente, recluir esta pluralidad en un esquema unitario de inteligibilidad, válido a escala universal. Sin embargo, si tenemos presente nuestra particular situación en el tiempo y en el espacio, así como los distintos puntos de vista y los prejuicios, podemos arriesgar todavía otras consideraciones. Nuestro punto de partida es la inocencia perdida de nuestra condición actual. Sea lo que fuere la divinidad, sea lo que fuere lo que los pueblos de otras épocas hayan sentido, pensado o creído acerca de la divinidad y aunque nos hayan dicho que ha sido la misma divinidad la que les ha hablado, siempre queda la convicción del hombre contemporáneo de que toda relación con la divinidad tiene lugar en el interior de la consciencia y a través de ella. Eso no disminuye en absoluto la realidad de la divinidad: solo afirma que la consciencia humana nos acompaña siempre en este recorrido. Si queremos conciliar entre sí las diversas opiniones sobre la naturaleza de la divinidad, tendremos que apelar a la estructura de nuestra consciencia admitiendo, por un lado, que la divinidad puede ser mucho más que un acto o un contenido de la consciencia y, por otro, que esta consciencia puede variar en el tiempo y en el espacio. Frente a las numerosas opiniones sobre la divinidad, tenemos que confiar en el único factor común a todas ellas, a saber, la consciencia humana, que usa precisamente el nombre «divinidad» o algún otro [39]
término equivalente. La divinidad posee, en suma, esta rara característica constitutiva: se nos revela a través de un acto de consciencia; un acto de consciencia que, aunque su naturaleza sea trascendente, no posee ningún referente verificable externo a la consciencia misma. Este referente, efectivamente, no es ni visible ni inteligible, y no obstante cada cultura del mundo testimonia que constantemente los hombres hablan de «algo» que trasciende todos los demás parámetros. Tenemos que confiar, por tanto, en los documentos del pasado y del presente, que llevan un testimonio de este tertium que llamamos «divinidad». Contamos con que los hombres, al usar este término o sus equivalentes, han querido significar algo. El análisis de la divinidad se funda así no en la presencia empírica del objeto, y tampoco en la inmediata evidencia del pensamiento, sino en la tradición, en su preciso sentido etimológico; o sea, en un bien cultural que nos es transmitido. Parece ser una excepción el caso de los místicos, que afirman haber experimentado de manera directa esa realidad extraempírica y supraintelectual. Sin embargo, cuando los místicos hablan, también ellos tienen que recurrir a su consciencia. El pensamiento y el discurso sobre lo divino pertenecen a un campo particular de la consciencia humana, cuyos contenidos se revelan solo y únicamente en la experiencia directa. Esto clarifica el carácter inaprensible de lo divino, y además explica por qué la pregunta resulta ser más importante que la respuesta. La divinidad resulta visible solo en sus manifestaciones: no hay modo de hacer visible la potencia que se manifiesta más allá de aquello que se manifiesta. Nicolás de Cusa afirma explícitamente que Dios es la invisibilidad del mundo visible, igual como el mundo es la manifestación del Dios invisible. La divinidad no es inteligible. En efecto, dejaría de ser divina si pudiéramos aprehender su significado como si se tratara de algo que pertenece a la esfera humana o mundana. Lo divino no es objeto de observación ni puede existir una ciencia de lo divino. Así, el Maestro Eckhart sostiene que debemos trascender no solo los resultados de la imaginación, sino también los de la comprensión. Mucho antes de Śaṇkara, el mundo índico atribuyó una importancia decisiva a la distinción entre apariencia y realidad, y reconoció que esta última trasciende tanto los sentidos como la mente. La breve Kena-upaniṣad es quizá uno de los textos sagrados que mejor subrayan la trascendencia y a la vez la inmanencia de la divinidad: Aquello que no puede ser expresado con palabras, pero por lo cual la palabra se expresa... Aquello que no puede ser pensado por la mente, [40]
pero por lo cual, dicen, la mente es pensada... Aquello que no puede ser visto por el ojo, pero por lo cual reciben los ojos la visión... No es conocido por los que (creen) conocerlo; es conocido por los que no (saben que) lo conocen. (KenU I, 5 ss; II, 3) En conclusión, de lo divino solo percibimos el λόγος (logos), la «palabra», la θεολογία (theologia). Pero es un logos irreducible a νοῦς (nous): se trata de una palabra revelada solo en la experiencia misma. Sin embargo, esto no nos permite concluir que lo divino sea solamente un estado subjetivo de la experiencia. Toda cosa, en efecto, se correlaciona con un estado de la experiencia, y de todas las demás cosas tenemos un referente comunicable: podemos llegar a la res nominis, es decir, a la cosa nombrada. Pero esto no vale en el caso de lo divino, porque la res nominis está en la ratio nominis, en el significado del nombre mismo. Por este motivo, todas las disputas teológicas y religiosas son tan rígidamente serias. Lo único de que disponemos son los nombres de Dios. Considerar los nombres como simples etiquetas que remiten a las cosas (como en el nominalismo) es el procedimiento típico de las ciencias modernas; pero este método no resulta adecuado en el caso de la divinidad. Sin los nombres no tenemos ninguna posibilidad de buscar el referente. Los nombres de la divinidad son diferentes de los nombres abstractos, como «justicia» o «belleza». Podemos inferir el significado de la justicia observando en las personas un determinado esquema de comportamiento y adquirir un cierto sentido de la belleza confrontando nuestras experiencias con las parecidas de otras personas —o con una definición a priori—. Pero el comportamiento humano y los objetos sensibles entran en la categoría de las experiencias compartidas por todos. En otras palabras, el referente, en todos estos casos, es verificable fuera de la consciencia, aunque no de un modo independiente de ella. Es distinto el caso de la divinidad: no podemos verificarla como un objeto situado fuera del campo de nuestra consciencia, ni podemos comparar nuestros estados de consciencia como podemos hacer, en cambio, con otros conceptos abstractos. En este último caso, podemos señalar las cosas o las acciones que reflejan, revelan o de algún modo describen el significado que atribuimos a esas palabras. En el caso de la divinidad, podemos ciertamente inferir la idea que de ella tienen las personas de lo que ellas mismas dicen y hacen, pero hay una diferencia: una dimensión de trascendencia, inefabilidad, inadecuación, esencialidad o unicidad, que deja necesariamente una fractura entre lo que se manifiesta y su origen. Por esta razón, algunas tradiciones han solicitado un especial «séptimo» [41]
sentido, con relación a lo divino, no reducible a los cinco sentidos y tampoco al «sexto» sentido del intelecto. Ahora bien, afirmar que todos los nombres de la divinidad significan, en último análisis, lo mismo presupone que «nuestro» nombre es el real. Hacemos de nuestra concepción de la divinidad, expresada en el nombre que le atribuimos, el modelo de todas las otras concepciones. El nombre que le atribuimos sería entonces la «cosa» que se supone que puede tener también otros nombres. Pero la realidad no está en estos términos. No todos, en efecto, buscan lo mismo, la última causa, el fundamento del ser o la nada absoluta. No hay muchos devotos de Kālī dispuestos a abandonar su culto para venerar a Alá, o cristianos auténticos dispuestos a renegar de Cristo para adorar al César. La divinidad no es una «cosa en sí» (Kant), y las palabras tienen su importancia. La concepción que tenemos de la divinidad no es seguramente idéntica a su realidad, pero es nuestro modo de acercarnos a ella, y no podemos negarlo sin traicionarnos a nosotros mismos. El martirio por amor de un nombre no es un acontecimiento humano que pueda reducirse a puro fanatismo. Por otra parte, el nombre que atribuimos a la divinidad, o que otros le atribuyen, no agota en absoluto la naturaleza de la divinidad. En sentido estricto, nosotros no nombramos a la divinidad, hacemos solamente referencia a ella; o bien simplemente creemos, invocamos, rogamos, llamamos, danzamos, etc. La divinidad no es objeto de denominación, sino de invocación. La divinidad es aquello a lo que invocamos, suplicamos y veneramos, justamente porque se encuentra más allá de nuestras facultades de comprensión. En la tradición griega θεός (theos) es un nombre predicativo: algunas cosas y ciertas entidades particulares son divinas. Theos es, pues, un atributo. Dios no es un concepto, sino un nombre. Pero cuando un nombre pierde su poder, ningún nivel de conceptualización puede restituírselo. En la concepción de la divinidad se ha verificado una gran revolución: un desplazamiento del predicado al sujeto. En Occidente se podría decir que este es el espíritu de la tradición abrahámica. Muchas religiones afirman que la luz, el amor o la bondad es Dios, es decir, lo divino («la Verdad es Dios», decía Gandhi);6 el Nuevo Testamento, en cambio, invierte la frase, afirmando que Dios es luz, amor y bondad. Algo parecido podría decirse a propósito de la gran revolución de las Upaniṣad: en ellas asistimos al paso del Dios en tercera persona (los Dioses védicos) al Dios en primera persona (aham brahman, «yo soy brahman»), pasando por la segunda persona (tat tvam asi, «tú eres eso»). La revelación del «yo» emana de la realización auténtica del que aspira a [42]
la liberación; el «yo» no es una tercera persona (él, ella, ello o, eventualmente, ellos). El lenguaje de la divinidad no puede estar en tercera persona, la divinidad tiene que ser primera persona. Es solo el «yo» real que dice «yo»; o mejor, cuando el «yo» dice «yo», o en fin, más exactamente aún, cuando yo digo «yo». Esta es la verdadera realización, la realización del «yo» (por parte del yo). Solo el «yo» puede decir «yo». En todo caso, lo divino está tan ligado a nuestro estado de consciencia que no hay ningún modo de establecer qué estado óntico posee (más allá de la afirmación ontológica misma). O mejor: la divinidad no posee estado óntico alguno. En efecto, cualquier afirmación ontológica tiene valor reconocido solamente entre personas que comparten el mismo mito, el mito en que aquella particular forma de lo divino es aceptada como verdadera. La pretensión de ser universal es la tentación constante de toda cultura compleja y sofisticada. Esta aspiración a la universalidad es por lo demás innata en la naturaleza humana. Pero a menudo no logramos admitir que no podemos avanzar ninguna pretensión de universalidad en nuestras expresiones, que naturalmente están muy lejos del ser universales. Por eso un discurso sobre lo divino resulta limitado a los que comparten el mismo horizonte mítico. Todos los demás escucharán, pero no podrán comprender verdaderamente. Cada cultura posee un mito en el que resulta plausible su particular forma de lo divino, que se presenta como posible objeto de discurso. En este sentido, esa particular forma de lo divino no puede ser generalizada: está limitada a los que pertenecen al mismo credo, a los iniciados. Bien mirado, cuando hacemos referencia a lo divino, no sabemos en absoluto de qué estamos hablando. Lo estamos dando por descontado. Y esta es precisamente la función de los mitos: ofrecer un horizonte indiscutido de inteligibilidad, en el que nuestras palabras tengan sentido. Sin embargo, el mundo de la divinidad es un mundo recurrente en la historia de la humanidad. ¿A qué se refieren todas las tradiciones? A esta pregunta los creyentes contestarían que lo divino no es un estado de consciencia puramente subjetivo; muchos dirían que hace referencia al nivel más elevado de la realidad, un nivel tan elevado que se situaría más allá del alcance de las facultades humanas. Sin embargo, siguen hablando de ese mundo, porque forma parte de su mito, y el mito es el lugar de la fe. Solo cuando un extraño al grupo los pone entre la espada y la pared admitirán que no hay ninguna posibilidad de señalar un referente en el mundo de la experiencia humana común. Todo lo más, podrán indicar una experiencia análoga si han dado con un lenguaje para comunicarla. [43]
¿Cuál es, entonces, el contenido de esa experiencia de la divinidad? Hemos dicho que el contenido de la experiencia es inseparable de la experiencia misma, así que no puede ser «mostrado» fuera de ella: lo divino no es sensible ni inteligible. Pero hay más. El sentido común y la evidencia histórica afirman naturalmente que hay todavía algo, puesto que todos hablan, de un modo u otro, de lo divino. Se dirá que no tiene sentido hablar de algo que no podemos pensar. Por este motivo, muchos filósofos creen más adecuado definir el contenido de una experiencia de ese tipo como la nada. Todas las teologías acaban siendo apofáticas. De todas estas consideraciones podemos concluir que en la consciencia humana existe algo que se dirige a algo que está más allá de la consciencia misma; no obstante, no somos capaces de «situar» este algo fuera de la consciencia. Dios ha sido descrito como un «centro trascendente de intención» (John E. Smith). Ninguna maravilla, pues, si muchos pensadores, tanto en Oriente como en Occidente, identifican la divinidad con la consciencia, en su forma más elevada. Otros piensan en un tipo de movimiento trascendental de la consciencia humana hacia una forma superior y perfecta de consciencia, que definen luego como divina. Otros incluso afirman que se trata solo de un desarrollo patológico de nuestra consciencia individual, provocado quizá por el miedo a lo desconocido. Por último, aún reconociendo tanto la inmanencia divina de la consciencia humana como el hecho de la intencionalidad humana hacia una consciencia divina trascendente, algunos no llegan a considerar a la divinidad como una realidad que lo incluye todo, sino solo como una dimensión de esa realidad. La realidad está antes que la consciencia: la consciencia siempre es consciencia de, de la realidad, del ser, o hasta de sí misma. Esta última es la νόησις νοήσεως (noēsis noēseōs) de Aristóteles, la reflexión absoluta de Hegel, el svayamprakāśa («autoiluminación») del vedānta. Pero la pura consciencia no puede ser consciencia de algo, tampoco de sí misma. Por este motivo, el vedānta sostiene que brahman no es consciente ni siquiera de ser brahman. Es īśvara, el Señor, la plena consciencia de brahman. Algo parecido podría decirse del Padre, la plenitudo fontalis de la Trinidad cristiana. LA DIVINIDAD ENTRE DIOS Y LO SAGRADO Después de haber tratado de presentar la problemática relativa a la divinidad en su aspecto más amplio, podemos preguntarnos si no sería preferible hablar de lo «divino» antes que de la «divinidad». Quizá «divino» describe mejor lo que andamos buscando, es decir, una supercategoría o metacategoría que pueda expresar el fenómeno religioso en su universalidad. El nombre «divinidad», dado que su forma gramatical es la del sustantivo, implica en realidad un cierto grado de [44]
sustanciación, que resulta inadecuado para muchas tradiciones religiosas: pensemos en los nāstikā o los anātmavādin del buddhismo, que afirman que no existe Dios porque no existe sustancia. Por esto, a pesar de algunos esfuerzos modernos de adaptación, el mundo buddhista no se encuentra cómodo con la palabra «divinidad», aunque parte de este mismo mundo no encuentra dificultad alguna, naturalmente, con las divinidades. Pero hay otra categoría, igualmente general, que se ha presentado a menudo como el núcleo de las tradiciones religiosas de la humanidad. Toda religión, como se ha dicho, trata de lo sagrado. Fue Nathan Söderblom, en 1913, quien definió la noción de «sagrado» como más esencial aún que la de Dios. Para Söderblom no existe ninguna religión, entre las realizadas históricamente, que carezca de algún tipo de distinción entre sagrado y profano. Más recientemente es Mircea Eliade el principal defensor de la centralidad de lo sagrado como fenómeno religioso por excelencia. Pero, si lo sagrado es la categoría fundamental de la religión, debemos preguntarnos: ¿qué papel y qué lugar le queda a la divinidad? Es extremadamente peligroso reducir la inmensa jungla de la experiencia religiosa de la humanidad, cristalizada en las distintas religiones del mundo, a una categoría singular o también a una sola serie de categorías. Incluso si eso fuera posible, su único objetivo sería proveer una visión panorámica y coherente del conjunto. Pero lo que ciertamente no podemos universalizar es la perspectiva del observador. Admitamos por un momento que lo sagrado es verdaderamente una categoría satisfactoria para interpretar y describir los fenómenos religiosos. Sería, no obstante, una categoría solo adecuada para nosotros; es decir, para una categoría completamente particular de intérpretes, localizados en el tiempo y en el espacio. Si cambian los parámetros de interpretación, debe cambiar también la perspectiva. En resumen: no podemos universalizar nuestra perspectiva, y una «perspectiva global» es obviamente una contradicción en los términos. Queda aún espacio para muchos otros intentos de enfocar la experiencia religiosa de la humanidad. Intentemos, pues, localizar el lugar de la divinidad en el panorama de la experiencia religiosa y distinguirlo de lo sagrado. Un elemento parece caracterizar todos los diferentes significados de «divinidad»: la personalidad. No es necesario que la divinidad sea una sustancia o una persona en el sentido moderno de la palabra. Pero, por otro lado, «divinidad» no designa simplemente una característica atribuida a ciertas cosas, como el término «sagrado». La divinidad es una fuente de acción, un elemento activo, un factor espontáneo: es libre. Sus [45]
acciones no pueden ser previstas: tiene iniciativa. No podemos hablar de la divinidad como de un objeto que podamos contener en la trama de nuestros pensamientos. La divinidad posee la misteriosa capacidad de actuar y no simplemente de reaccionar, de proponerse como guía, aunque sea de un modo simplemente pasivo. En todo caso, tenemos que hacer una distinción entre personalidad y persona, por un lado, y persona y sustancia, por otro. Es necesario recordar que el concepto de persona se ha desarrollado en Occidente no como una meditación sobre el hombre, sino como un problema teológico. Hablar de la personalidad de la divinidad no constituye un antropomorfización mayor que hablar de Dios como de un Ser supremo, algo que alguien podría definir como antropomorfización por el simple hecho de que también el hombre es un ser. Aquí el aspecto polémico de la noción de divinidad pasa a un primer plano. Casi todos admitirán la existencia de una tercera dimensión de la realidad, ya que el hombre y el mundo, tal como los experimentamos, no agotan el otro polo que no es ni el hombre ni el mundo como los experimentamos. Pero no todos están dispuestos a admitir que este tercer polo posee personalidad, es decir, que está dotado de libertad, es fuente de acción, posee una identidad y es relación. En este sentido, el concepto de divinidad no se reduce a la idea de que existe un tercer polo en la realidad. Ni coincide con el concepto de Dios. Se sitúa más bien a mitad de camino entre lo sagrado y Dios. Comparte con lo primero la inmanencia y con el segundo la personalidad. Pero, mientras que el concepto de Dios parece implicar una cierta sustancia, no es necesario que la idea de la divinidad presente esta característica. Esta indica solamente que esa tercera dimensión no constituye una hipótesis puramente mental para dar un sentido a la realidad, o simplemente para ofrecer algo que llene las lagunas de nuestra comprensión. La noción de divinidad sugiere que esta otra dimensión es real, es decir, activa, libre, eficaz y por sí misma poderosa, pero no la separa de los otros dos polos y, por tanto, tampoco la independiza de nuestras concepciones. En resumen, la divinidad expresa la forma más alta de la existencia. CONCLUSIONES Esta aproximación multicultural al misterio de la divinidad tiene un efecto liberador. Nos libera, realmente, de las numerosas aporías que, en el curso de los siglos, han atormentado la mente humana en su tentativa de considerar a Dios como el Ser supremo. Entre estas aporías hay algunas expresadas en las siguientes preguntas: ¿es personal o impersonal? Si es omnipotente, ¿cómo puede permitir el mal? Si es [46]
infinito, ¿cuál es el lugar de los seres finitos? Si es omnisciente, ¿cómo queda la libertad humana? A estas preguntas se les ha dado muchas sutiles respuestas teológicas y filosóficas. Pero las respuestas podrían simplificarse cortando el nudo gordiano de una teoría universal sobre Dios y redescubriendo lo divino como una dimensión auténtica de la realidad. Si la palabra «divinidad» indica una pluralidad de seres divinos, la consciencia absoluta, la felicidad perfecta, el Ser supremo, una característica divina de los seres o el ser en cuanto tal, el pensamiento con respecto a la divinidad queda privado de referente. Al mismo tiempo, parece que es uno de los factores más constantes y poderosos de la existencia humana, a lo largo de los siglos y en las diversas culturas. Los nombres que indican la divinidad o sus equivalentes homeomórficos son únicos. La filosofía admite que la intencionalidad de la consciencia humana, aun dirigiéndose hacia fuera de sí misma, no puede mostrar, en el reino de lo sensible o de lo inteligible, el referente de este acto intencional. En suma, no hay un objeto que sea la divinidad. O la consciencia humana se trasciende a sí misma o el pensamiento sobre la divinidad es una ilusión, cuando menos una ilusión trascendental de la realidad histórica. Deberíamos volver ahora a una de nuestras primeras preguntas. ¿Es suficientemente amplia la palabra «divinidad» para poder incluir todos los tipos del misterio que hemos intentado describir? Sabemos que su contexto originario es el cosmológico, pero también hemos observado que lo distinguimos del nombre «Dios», precisamente para asignarle otros horizontes. La palabra «divinidad» puede parcialmente cumplir este papel con una única condición esencial: que abandone todos los significados derivados de un grupo particular de civilización. Esto equivale a decir que no puede tener un contenido específico, ya que cualquier atributo, sea el ser, el no-ser, la bondad, la creación, la paternidad o cualquier otro está dotado de sentido solo en el ámbito de un determinado universo cultural (o de un grupo de universos culturales). La divinidad se convierte, entonces, en un símbolo vacío, al que las diferentes culturas atribuyen diversas calificaciones concretas, positivas o negativas. «Divinidad», por consiguiente, significa solamente algo cuando se traduce a una lengua específica. Sin embargo, me muestro más bien crítico respecto a una opción de este género, y quisiera proponer un compromiso, que en realidad podría también parecer obvio. Si este escrito se tradujera al chino, al árabe o al suajili, ¿qué palabra deberíamos usar para expresar esta idea de la [47]
divinidad? Deberíamos acuñar un nombre nuevo o bien usaríamos uno antiguo con los significados que posee en la lengua en cuestión. Así, podemos afirmar que, en nuestra lengua, «divinidad» puede ser un nombre adecuado para trascender los límites provincianos de ciertos grupos de culturas, como por ejemplo aquel que no considera el buddhismo como una religión y cree que el confucianismo es solo una filosofía, porque ni uno ni otro aceptan la idea abrahámica de Dios. Pero no deberíamos elevar la palabra «divinidad» a nombre de aquella metacategoría. Es solo un indicador dirigido hacia el último horizonte de la consciencia humana y hacia el límite extremo de las facultades humanas del pensamiento, de la imaginación y del ser. Ahora bien, un nombre abstracto como «ultimidad» o una metáfora como «horizonte» dependen igualmente de sistemas culturales o modos de pensar particulares. Quizá la palabra «misterio» sea más apropiada, a pesar de su sabor helénico. ¿O deberíamos decir brahman, kami, numen...? En todo caso, tenemos que insistir que eso no significa que todas estas preguntas busquen la misma cosa pero en lugares diferentes. La búsqueda es distinta en cada caso y lo son también las relativas modalidades y los métodos. Dejamos abierta la cuestión (en definitiva, una falsa cuestión) de si usamos métodos diferentes porque buscamos cosas diferentes, o si encontramos respuestas diferentes porque usamos métodos diferentes. Ambas posibilidades están profundamente correlacionadas, y esta correlación no se sitúa, como hemos visto, en el terreno del λόγος (logos), sino en el del μῦθος (mythos). Todos nuestros modos y medios, todas nuestras indagaciones y perspectivas pertenecen no solo a la investigación, sino también a lo que se investiga. La divinidad no es independiente de nuestra indagación acerca de ella. Si destruimos radicalmente todas las vías que llevan a la cima, la montaña entera se vendrá abajo. También las laderas de la montaña constituyen la montaña. Los estudiosos pueden discutir acerca de si la humanidad es o no es monoteísta, si un Dios personal es una verdad universal o si realmente existe un creador, si los ateos tienen razón cuando denuncian todo tipo de antropomorfismo y dogmatismo, si hay un origen divino de este universo o si le espera una gloriosa o catastrófica παρουσία (parousia). Una cosa parece emerger como universal cultural e invariante histórica: además del mundo y del hombre, hay un tercer polo, una dimensión escondida, otro elemento que ha recibido y todavía recibe los nombres más variados, cada uno de los cuales atestigua su poder y la incapacidad de los hombres de reducir todo a un común denominador. El ser humano, como individuo o como especie, no está solo. El hombre no está solo no solamente porque hay una tierra bajo sus pies, [48]
sino también porque hay un cielo sobre su cabeza. Hay algo más todavía, algo más que lo que alcanza la mirada o se repliega en el ámbito de lo mental. Hay algo más, algo que los hombres no pueden definir adecuadamente, pero que de todos modos los atormenta. Ese algo es libertad e infinitud. Divinidad es todo lo que no está acabado (in-finito): y por eso permite una continua transformación. El hombre necesita una salida que le permita escapar de la angustia de los hechos exclusivamente empíricos o ideológicos de la vida cotidiana. La idea de la divinidad puede abrir esa salida, a condición de que se mantenga libre de cualquier contenido particular. Se convertiría, entonces, en un símbolo para el mito emergente de una raza humana que ya no puede permitirse transformar las diferencias culturales en una tragedia cósmica. BIBLIOGRAFÍA Balthasar, H. U. von, Herrlichkeit, Einsiedeln, Johannes Verlag, 1961-1969 (trad. cast.: Gloria. Una estética teológica, I-VII, Madrid, Encuentro, 1985-1992): desde la perspectiva de una teología de la estética. —, Theodramatik, Einsiedeln, Johannes Verlag, 1978-1983 (trad. cast.: Teodramática, 5 vols., Madrid, Encuentro, 1990-1996). Castelli, E. (ed.), L’analisi del linguaggio teologico. Il nome di Dio, Padua, CEDAM, 1969: una perspectiva filosófica. Eliade, M., Histoire des croyances et des idées religieuses, vol. I: De l’âge de la pierre aux mystères d’Eleusis, París, Payot, 1976 (trad. cast.: Historia de las creencias y de las ideas religiosas, vol. I: De la prehistoria a los misterios de Eleusis, Madrid, Cristiandad, 1978). Gilson, É., God and Philosophy, New Haven, Yale University Press, 1941 (trad. cast.: Dios y la filosofía, Buenos Aires, Emecé, 1958). Heidegger, M., Holzwege, Frankfurt a. M., Klostermann, 1950 (trad. cast.: Sendas perdidas, Buenos Aires, Losada, 31979): distingue entre los conceptos de Dios, la divinidad, lo sagrado y la salvación. James, E. O., The Concept of Deity. A comparative and historical study, Londres, Hutchinson’s University Library, 1950: un tratado histórico. Kumarappa, B., The Hindu Conception of the Deity as Culminating in Ramanuja, Londres, Luzac & Co., 1934. Owen, H. P., Concepts of Deity, Londres, Macmillan, 1971. Panikkar, R., El Cristo desconocido del hinduismo, Madrid, Grupo Libro 88, 1994 (nueva ed. corregida y aumentada). —, El silencio del Buddha. Una introducción al ateísmo religioso, Madrid, Siruela, 52000: análisis de la idea buddhista del vacío de la divinidad. Pettazzoni, R., «The Supreme Being. Phenomenological Structure and Historical Development», en M. Eliade y J. M. Kitagawa (eds.), The History of Religions. Essays in Methodology, Chicago, University of Chicago Press, 1959, págs. 59-66 (trad. cast.: «El ser supremo: estructura fenomenológica y desarrollo histórico», en M. Eliade y J. M. Kitagawa [eds.], Metodología de la historia de las religiones, Barcelona, Paidós, 2010, págs. 86-94). Pöll, W., Das religiöse Erlebnis und seine Strukturen, Múnich, Kösel, 1974, (en particular el cap. titulado «Der göttlich-heilige Pol»): un análisis positivo de lo divino y
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lo sagrado desde una perspectiva psicológica. Schmidt, W., Der Ursprung der Gottesidee. Eine historischkritische und positive Studie, 12 vols., Münster, Aschendorff, 1912-1955: respuesta a las hipótesis evolucionistas relativas al concepto de «divinidad».
* Este escrito apareció primero como la voz Deity en M. Eliade (dir.), The Encyclopedia of Religion, Nueva York, Macmillan, 1985, vol. IV, págs. 264-276; trad. it., Divinità, en Oggetto e modalità della credenza religiosa, vol. 1 de Edizione Tematica Europea de la Enciclopedia delle religioni dirigida por M. Eliade, coordinada por D. M. Cosi, L. Saibene, R. Scagno, Milán, Jaca Book, 1993, págs. 217-231. Fue también publicado en Bolonia en el 2007 como Divinità, opúsculo de la colección «Parole delle Fedi», bajo la dirección de Brunetto Salvarani. Nuestro texto es traducción (de Victorino Pérez Prieto) de la versión italiana de las Opera Omnia VIII, Milán, Jaca Book, 2010, págs. 7-34, y ha sido cotejado con el texto inglés. 2. Hina ē ho theos [ta] panta en pasin (cf. 1 Cor 15,28). 3. Cf. sobre estos tres horizontes R. Panikkar, «El triple horizonte en el que aparece la divinidad», en Iconos del misterio. La experiencia de Dios, Barcelona, Península, 32001, ed. correg. y aum.; cf. también en «Iconos del misterio», en Obras completas, vol. I.2, Barcelona, Herder, 2015, págs. 29-113. (N. del T.) 4. Cf. H. U. von Balthasar, Gloria. Una estética teológica, vols. I-VII, Madrid, Encuentro, 1985-1992. (N. del T.) 5. Cf. G. Widengren, Fenomenología de la religión, Madrid, Cristiandad, 1976. (N. del T.) 6. «Dieu d’Abraham, Dieu d’Isaac, Dieu de Jacob, non des philosophes et des savants», «Le mémorial», en B. Pascal, Pensées (n.º 711), ed. de M. Le Guern, París, Gallimard, 22004, pág. 454. (N. del T). 7. Cf. Gandhi, «La verdad es Dios». Escritos desde mi experiencia de Dios, Santander, Sal Terrae, 2005. (N. del T.)
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II LOS ROSTROS DE DIOS FACIES DEITATIS* Cognosce id quod est coram facie tua, et id quod absconditum est tibi revelabitur tibi. Conoce a Quien [lo que] tienes delante de la cara, por fuera, y que te revelará por fuera Quien [lo que] está escondido. EVANGELIO COPTO DE TOMÁS, v. 51 El rostro de Dios, como aquella mirada del icono descrita en el siglo XV por el cardenal Nicolás de Cusa al inicio de su pequeño tratado De visione Dei, mira hacia todos los lados, se extiende a todas partes, está presente en todo rostro y al mismo tiempo no se agota en ninguno de ellos. Dios no tiene rostro porque los tiene todos. Y los tiene todos porque no tiene ninguno en exclusiva. Brahman está escondido en su propio seno, dice la filosofía védica, tan escondido que son solo nuestros atributos los que lo manifiestan. Dios es un Dios «oculto», dice Isaías, haciéndose eco de las sabidurías milenarias que atestiguan que lo divino ama la oscuridad. Pero al hablar de Dios no podemos pretender que nuestro lenguaje sea unívoco. Dios tiene ciertamente un rostro: es el que se transparenta en nuestros rostros y brilla tabóricamente cuando no pretendemos suplantarlo con nuestra fisonomía. Cuando nuestro ego desaparece, aparece el rostro de Dios, desapareciendo como suyo y apareciendo como el genuinamente nuestro. La mirada divina es creadora y crea en nuestra faz aquel rostro divino que también es nuestro. Esto es un oxímoron, pero no una paradoja. La paradoja surge cuando nos empeñamos en elevar el principio de no contradicción a algo más que a postulado de la «palabra» humana y lo convertimos en principio del Ser, cayendo así en la herejía del logomonismo y en el reduccionismo de la Palabra (logos) a la ratio y, peor aún, al concepto. La palabra no está nunca sola, la palabra no es nunca «en sí». La palabra siempre es un aliquid ab alio, in alio y ad alium, es algo que viene de Alguien y dice Algo a Alguien. Al Alguien que ha proferido el logos la tradición cristiana lo llama Generador (Padre), al Algo, Creación, y al otro (Alguien), Espíritu. [51]
Muchos maṇḍala tibetanos, después de largas y pacientes horas de diseño y construcción, y después de haber sido utilizados en cultos especiales, se destruyen para que no se objetivicen y pierdan su energía y su realidad. El rostro no es objetivable; es siempre el rostro de alguien para alguien. El rostro no es una cosa. Todo rostro revela y esconde. «A Dios no lo ha visto nadie, y ello es tan cierto como que a Dios todos lo han visto —cuando han sabido amar—», dice el mismo san Juan (1 Jn 4,12). Lo que ocurre es que muchos de los que aman no saben que ven el rostro de Dios, igual como los bienhechores y los malhechores del juicio que describe san Mateo, no saben que en las obras buenas que hacen o dejan de hacer está presente el mismo «hijo del Hombre». Los rostros de Dios son los rostros del hombre. Los artistas lo intuyen cuando ven en el hombre algo más que lo que ven los distraídos visitantes de un museo; descubren el reflejo de lo divino en el ser humano —y, si son suficientemente puros, ven este reflejo en todo lo que pintan, esculpen, construyen, cantan y, en último término, viven—. Me refiero no solo a los artistas profesionales. Todo hombre es un artista y la obra de arte que nos ha sido encomendada a todos es nuestra propia vida: hacer un icono de nuestra propia existencia. Los artistas que han recibido el nombre de tales intentan plasmar los rostros de Dios en todo lo que hacen (ποίησις, poiēsis) y no solo en lo que realizan, lo que ponen en acto (πρᾶξις, praxis). Los rostros de Dios son los del hombre, acabamos de decir, pero el rostro del hombre no está acabado y muchas veces se enmascara. A menudo el hombre no solo se identifica con su «persona» individual, sino que la cubre con una máscara forjada artificialmente por su vanidad o, peor aún, por su egoísmo. La persona es entonces lo que esta misma palabra significa: una máscara, una máscara que nos enmascara como cuando Adán y Eva perdieron la primera inocencia y quisieron cubrirse al sentir vergüenza de mostrarse desnudos. El rostro descubierto del hombre es un rostro divino, es una faz de Dios. Así lo han intuido muchas culturas cuando nos representan a Dios con muchas caras —y naturalmente muchos brazos y manos, puesto que toda faz requiere su correspondiente cuerpo—. Podría decirse que la representación de un Cuerpo con muchas caras y muchos miembros es uno de los símbolos menos imperfectos del monoteísmo. Lo que hemos dicho hasta aquí es solo una verdad a medias o, mejor dicho, no es verdad, ya que la verdad no se deja dividir, del mismo modo que un corazón dividido no es un corazón puro. No hay dos amores, uno divino y el otro humano, repiten tantas tradiciones, desde la tántrica [52]
hasta la sacramental cristiana. El amor humano es la forma humana del amar del hombre, así como el amor divino es la forma divina del amar de Dios. Pero lo que une el hombre a Dios es el amor, han dicho prácticamente todas las tradiciones. Amor que une, pero que no confunde: hacen falta dos que superen su dualidad sin caer en la unidad. Esto es advaita. No hay dos amores, el uno no existe sin el otro. Un Dios que no amase al hombre no sería Dios, al igual que un hombre que no amase a Dios no sería humano. Cuando verdaderamente amamos, divinizamos — pero si el ser amado no es transparente podemos caer en la idolatría—. El pecado es la escisión de este amor único en dos trozos, con lo que nuestro amor a Dios deviene proyección de un deseo insatisfecho y nuestro amor meramente humano introversión que no se satisface y va de objeto en objeto buscando lo infinito en lo finito. La mística completa la frase anterior afirmando que el amor humano es (también) la forma divina del amar del hombre y que el amor divino es la forma humana del amar de Dios: «Amor ch’a nullo amato amar perdona» (Amor, que a nadie amado amar perdona), escribió sintetizando Dante.2 Amor que requiere «la presencia y la figura», dijo más tarde san Juan de la Cruz.3 Estamos diciendo que, sin amor, no «hay» rostro ni de Dios ni del hombre. El rostro no es una fisonomía objetiva. Un rostro que no hable, atraiga, amenace o rechace, no es un rostro. El diablo tiene también rostro —y, por eso, no es meramente objetivo—. La realidad trasciende nuestras categorías epistemológicas. Debemos encontrar la plenitud de la que hablan las Upaniṣad y que Cristo, según dijo, vino a traer al mundo. Nos toca a nosotros reconstruir el cuerpo divino de Prajāpati, diría la tradición védica; toca a los hombres completar el cuerpo místico de Cristo, nos dirán Pedro, Pablo y con ellos la tradición cristiana, sin citar la sabiduría taoísta o la confuciana, que hablan otros lenguajes que aquí no podemos entretenernos en traducir. El otro aspecto de la única verdad es, en segundo lugar, que los rostros del hombre son rostros de Dios. Lo habíamos insinuado ya. La frase se deja invertir y sigue siendo verdadera si cambiamos el sujeto por el predicado. Para ello quizá debamos purificar nuestra visión y contemplar esta exposición sobre «los rostros de Dios» con ojo puro: el tercer ojo, dirían los Victorinos del siglo XII europeo y otras muchas tradiciones tanto del Este como del Oeste. Nos referimos al ojo que ve en el hombre el rostro de Dios. El ojo con el que vemos a Dios es el ojo con el que Dios nos ve, escribió el Maestro Eckhart.4 El hombre es un icono de la Divinidad porque la Divinidad también es un icono del Hombre. Para ello hace falta la «luz tabórica», yendo incluso un poco más allá de donde llegó el gran teólogo cristiano del XIV, Gregorio Palamás. [53]
Comentando la transfiguración de Cristo en el monte Tabor, durante la cual los apóstoles divisaron el rostro (πρόσωπον, prosōpon) divino del hombre Jesús, el citado teólogo del hesicasmo nos describe la luz tabórica que nos permite ver a Dios en el rostro de un hombre.5 El siguiente paso, al que hemos aludido, nos permite ver al Hombre en las profundidades de la Divinidad. El temor pánico de un determinado Occidente por el panteísmo le ha hecho caer en el extremo opuesto de un dualismo infranqueable, que hace a Dios superfluo o lo convierte, todo lo más, en una metáfora para los llamados creyentes, como si los demás no fueran también creyentes, aunque de una forma distinta. He aquí las dos mentiras, si no sabemos «experienciarlas» juntas: Dios tiene un rostro humano y el Hombre tiene una faz divina. Repetimos que, para descubrir el rostro humano de Dios, hace falta un corazón tan puro como el que es necesario para descubrir el rostro divino del hombre. Hace falta aquel amor indiviso del que hemos hablado. Los puros de corazón verán a Dios, reza una de las Bienaventuranzas, cuyos ecos encontramos en la mayoría de las tradiciones de la humanidad. Un corazón puro está vacío, está libre de ambiciones, de deseos, diría Buddha —y en esta vacuidad descubre lo infinito—. Es un corazón vacío también de conceptos y aun de ideas. Dios no es un concepto y tampoco es una idea. La idolatría es el mayor de los pecados, no solo en Israel, sino en los cinco continentes. Un icono no es un ídolo. El icono, como brahman, muestra solo una cuarta parte de su realidad a los ojos del cuerpo y de la mente. Por eso hacen falta tradiciones anicónicas que nos lo recuerden. No nos dicen que no hay «representación» posible de Dios, sino que lo «representable» de Dios solo es una «parte». La feliz expresión de «los rostros de Dios» significa mucho más que «Dios tiene un rostro» o que «Dios se manifiesta en los rostros humanos» cuando sabemos descubrirlos amándolos. Dice también que de Dios se puede conocer su rostro —como acabamos de decir— solo amándolo. Pero hay algo más. Dios tiene los rostros de sus criaturas y nosotros podemos «verlo» en ellas. Pero también nosotros tenemos un rostro. Nuestro rostro es nuestro símbolo y se nos conoce y se nos ama a través de nuestro rostro. Sin embargo, mi rostro humano no responde o reacciona por igual a todos los rostros divinos de las criaturas. Hay rostros que nos hablan, nos enamoran, nos atraen. Y estos rostros tienen nombres y apellidos; no son apellidos genéricos sino nombres personales, con una faz propia y relaciones íntimas. [54]
En la espiritualidad hindú hay una noción que puede servirnos para explicar lo que estamos tratando de decir: iṣṭadevatā, aquel rostro de la Divinidad que se nos ha mostrado, revelado y, si hemos llegado a una cierta madurez, también nos ha hablado, y con el que hemos conseguido establecer relaciones personales —lo cual no significa «personamorfismo» divino, sino personalismo humano—. La iṣṭadevatā no es la imagen de la Divinidad o el nombre divino de mi capricho o mi elección individualista. Es el nombre que me ha sido dado (por la tradición, la gracia, el gurú, la «providencia»…), y que yo he reconocido como nombre propio suyo para mí y he aceptado libremente. Entonces, ese nombre se convierte en símbolo personal de lo divino. Yo me siento mucho más escogido por él (por ella, la iṣṭadevatā) que como resultado de mi decisión individual. La Divinidad tiene la iniciativa; nuestra actitud frente a ella es más bien femenina. Nos sentimos escogidos, atraídos, amados, conocidos, interpelados. La iṣṭadevatā es un símbolo vivo. Durga, Kṛṣṇa, Cristo podrían ser ejemplos de este símbolo; pero también el Amado o la Amada, así como la Belleza o la Verdad. Se podrá y aun deberá luego discutir si alguno de esos símbolos son adecuados para sostener todo el peso y toda la riqueza de nuestra relación con este Misterio, esta tercera dimensión de la realidad, uno de cuyos nombres es Dios. En todo caso, siempre es el rostro divino que, de una manera más o menos discreta, se nos ha aparecido y en el que se encarna esa aspiración del hombre hacia algo que, aun siendo concreto, no puede renunciar a ser universal. De ahí la ambivalencia de los «rostros de Dios». El hombre moderno está tan habituado a las generalizaciones formales que apenas se da cuenta de que, si no contempláramos los «nombres de Dios» en la forma que hemos comentado, hablaríamos desde un politeísmo burdo. Una confesión personal me servirá para evitar dilaciones inútiles. Dios para mí tiene un rostro, Cristo, pero en este rostro encuentro todos los demás; los encuentro yo, estando muy atento a no confundirlos o a afirmar que los demás deben también ver el rostro que yo veo o que todos los rostros son iguales. Solo en lo concreto radica lo universal. Lo concreto puede ser un símbolo, lo universal no. Lo concreto integra la subjetividad, lo universal pretende la objetividad. Un «concepto» puede ser universal, aunque solo dentro del seno cultural que lo «ha concebido»; un símbolo solo es tal para quien lo descubre como símbolo. El rostro no es rostro para quien no lo mira o para aquel a quien el rostro no se le revela como tal. Y llegaremos a decir que sin amor no hay rostro. Es cierto que todo rostro de Dios es una teofanía (θεοφάνεια, theophaneia), pero no toda teofanía es una manifestación o revelación, [55]
esto es, una phaneia de Dios. Y esto no porque a Dios se lo pueda dividir y tenga «partes» más o menos «sustanciales», sino porque nosotros somos limitados. Toda la discusión islámico-cristiana sobre el monoteísmo y la Trinidad alcanzaría a ver la luz (que no me atrevo a llamar nūr Muḥammadī, luz mahometana), si el ὁμοούσιος (homoousios) o la consustancialidad del Concilio de Nicea se entendiese como una relación real y de igualdad sin la reificación sustancialista —idea que podría justificarse conociendo la génesis de esa formulación—. La luz que nos permite ver los rostros de Dios se refleja en nuestras miradas, de manera que solo vemos aquella parte, aquel aspecto de la Divinidad para el que estamos preparados. Según un ḥadīṯ del Profeta, todo imam puede decir que él es el rostro mismo de Dios, del Dios revelado. Para ver el rostro de Dios hay que ser transparente a la luz. Se sigue de ahí que esta exposición es algo más que un museo: es un mensaje y una interpelación. «No entre quien no sepa geometría», estaba escrito en el frontispicio de la Academia de Platón. No ponga los pies en estas salas quien no esté dispuesto a ver «los rostros de Dios». Es a esto a lo que estamos invitados: un incursión por la «teología especulativa»; es decir, aquella cuya tarea es ser un espejo (speculum) donde se refleja Dios. Y ya dijimos que el espejo debe ser limpio (puro) y, si es posible, no cóncavo ni convexo. Y este sería un consejo para los visitantes de esta exposición. La disciplina arcani tradicional, a pesar de los abusos, no era un capricho elitista de unos cuantos ambiciosos de poder; aunque, como sabían los latinos, corruptio optimi pessima (la corrupción del mejor es la peor). Era para respetar la jerarquía de la creación y advertirnos que es peligroso jugar con fuego. Aquel genio cordobés del siglo XII, Mosheh ben Maymun, en la introducción a la tercera parte de su Guía de perplejos defiende, como se ha hecho con los Veda, con la Biblia y otros libros sagrados, que los secretos de la Torá no pueden ser divulgados a quienes no están preparados, a quienes no se han abierto a la «luz del rostro» (ohr panar), como dice el mismo Maimónides en su obra sobre la «salud del alma». Todos pueden leer actualmente los libros sagrados, pero ¿pueden todos entenderlos? Antes de penetrar en el recinto sagrado de un templo hay que purificarse —tocando el dintel de la puerta, santiguándose con el agua bendita, dejándose penetrar por los efluvios del gopuram (las torres monumentales de los templos hindúes), lavándose la cara o descalzándose...—. Antes de acercarnos a una exposición sobre los «rostros de Dios», deberíamos purificar nuestros rostros, no sea que miremos y no veamos, oigamos y no escuchemos, y los «rostros de Dios» aparezcan como piezas artificiales que algunos expertos han forjado con [56]
materiales más o menos adecuados. La «representación de lo sagrado» solo se «presenta» a quien está presente a sí mismo, nos dicen los sabios de Oriente y Occidente. Cuando nuestra mirada es limpia, vemos lo anicónico en lo icónico, y es entonces cuando el icono aparece como rostro. El rostro, que se ve con los ojos, se comprende con la mente y se intuye con el espíritu: no es solo cuerpo ni es todo lo visible. Un rostro habla y revela. Y valga el oxímoron: un rostro habla lo inefable y revela lo invisible. El rostro nos revela que la palabra no lo dice todo y que el aspecto y la materialidad de lo que nos des-vela están siempre cubiertos del velamen (velo) de la verdad, del bien y también del Ser, como escribió el citado místico occidental del siglo XIII, que se atrevió a predicar en lengua «vulgar» lo más recóndito de sus intuiciones a monasterios de monjes de clausura. Todavía hoy muchas mujeres orientales, al cubrirse el rostro, nos dicen que ellas no son objeto de explotación, deseo o veneración, sino sujetos que no quieren someterse a los caprichos de quienes son físicamente más fuertes que ellas. Yo he visto a mujeres que descubren sin vergüenza su pecho para amamantar a sus hijos, pero que, en cambio, no muestran sus rostros. Hasta que uno no ha descubierto el rostro de Dios en su propio rostro, no se ha conocido a sí mismo; no ha conseguido aquel «conócete a ti mismo» que desde hace casi treinta siglos ha sido quizá la máxima más universal de la sabiduría humana. Quien se conoce a sí mismo conoce a Dios, dijo Platón explicando la invitación del frontispicio de Delfos, glosado magníficamente por Ibn ‘Arabī al comentar un ḥadīṯ de la tradición islámica (γνῶθι σεαυτόν [gnōthi seauton], man ‘arafa nafsa-hu ‘arafa rabba-hu, koiji-kiūmei, para quien lo entienda). Pero esto no es todo o, mejor dicho, sí es todo, pero más bien implícito. «Quien se conoce a sí mismo conoce a todas las criaturas», escribió Eckhart en el inicio de su pequeña joya Del hombre noble,6 haciéndose eco de una antigua tradición elaborada más tarde filosóficamente por Ibn Sīnā (Avicena) y otros pensadores hebreos y cristianos. Un rostro auténtico refleja, e incluso a menudo también refracta, toda la realidad. Esta exposición también podría servir para disolver un cierto complejo de superioridad de los «letrados», como diría la santa de Ávila. Cuando la mente quiere siempre ir más allá de las formas, se queda a menudo más acá de la realidad. Hay sedicentes filósofos que se envanecen de superar todo antropomorfismo con sus «ideas» sobre la Divinidad, como si Dios estuviese más cercano a la idea que ellos tienen (de Dios) que a su imagen en el icono. Alguien ha dicho también que el misterio de Dios está más [57]
cerca de los humildes analfabetos que de los ricos de espíritu, añadiendo que hasta las meretrices podrían precedernos en el reino de los cielos. Una exposición de arte debería ser el punto de encuentro entre lo icónico y lo anicónico, entre el espíritu y la materia, entre lo sagrado y lo profano y, en último término, entre el cielo y la tierra. «Así en el cielo como en la tierra» es una oración que rezan muchos, aunque me temo que algunos lo hacen sin captar la profundidad cósmica de lo que dicen. Pero que no se me malentienda: el encuentro entre estos dos polos de la realidad, el material y el espiritual, lo humano y lo divino,� no es una confusión monista: es un encuentro en un punto tangencial. Es la tangente de nuestra contingencia la que nos permite tocar (cum tangere) lo divino en un único punto sin dimensiones —aunque «toquemos» toda la Divinidad, porque Dios no tiene dimensiones—. Acaso se me diga que un rostro sí tiene dimensiones, a lo que es fácil responder diciendo que un rostro vivo tiene infinitas dimensiones. Espero que esta exposición sobre los «rostros de Dios» contribuya a recuperar creativamente la espiritualidad del icono que durante siglos fue el ideal de la vida contemplativa, como en el siglo IV ya Gregorio de Nisa expresó en su De hominis opificio (La creación del hombre): reconstruir en nosotros la belleza original del modelo que exige vivir en la bondad y en la verdad, con los sentidos despiertos, la inteligencia atenta y la voluntad dispuesta. El icono puede inspirar temor, pero atrae; es serio, pero agradable. Uno de los documentos castellanos más antiguos (aunque quizá provenga de san Agustín), conservado en un texto anónimo del siglo X que se halla en el monasterio de San Millán de la Cogolla, dice así: «Facanos Deus omnipotes tal serbitjo fere ke denante ela sua face gaudioso segamus. Amen» (Concédanos Dios omnipotente hacer tal servicio que delante de su faz gozosos seamos. Amén). Hasta ahora hemos interpretado facies Deitatis en su sentido de genitivo subjetivo: el rostro de la Deidad, la faz de Dios, y hemos dicho que sí, que Dios tiene un rostro y su rostro es una faz humana. Hemos sugerido que la concepción de una divinidad absolutamente trascendente no solo es para nosotros imposible, sino que es incluso contradictoria, ya que, si de alguna manera tuviéramos una noción de Dios, esta misma noción destruiría su trascendencia, aunque fuese solo intencionalmente. La pura trascendencia no es pensable, y ahora nos abstenemos de pronunciarnos sobre si es o no es posible. Solo podemos pensar la trascendencia de Dios y preguntarnos humanamente si acaso es «absoluta», esto es, si está en relación con su misma inmanencia. Es en la inmanencia de la Divinidad donde encontramos algo que trasciende. Por esto podemos hablar de Dios. Y eso sería un argumento ontológico de [58]
segundo grado; no de su existencia, sino del sentido en sí que tiene un discurso humano sobre Dios. Y aquí una iconografía de lo sagrado tiene un lugar preeminente. Dios podrá existir o no como sustancia, pero sí existe en la consciencia humana, y la historia es el argumento más incontrovertible de que Dios, bajo una forma u otra, es un «ingrediente» real de la experiencia y de la historia humanas —y por lo tanto de la realidad—. Dios tiene un rostro, posee una apariencia, tiene un aspecto, un algo que puede ser visto, y con ello estamos jugando con las etimologías de todas las palabras que podríamos enumerar. Es significativo que la Vulgata traduzca como «faz» la advertencia de Jesús de no juzgar según las apariencias: secundum faciem, κατ᾿ ὄψιν (kat’ opsin).7 De hecho, hay textos antiguos que nos hablan de la faz de Isis y genéricamente del «rostro de Dios»: ὄψις Θεού (opsis Theou). La faz (opsis) es lo que se ve, la apariencia, la aparición, la visión, la vista. Ya dijimos que la relación entre lo icónico y lo anicónico es adual (advaita). La pregunta insoslayable propuesta a la mente humana, y que especialmente en los últimos siglos ha torturado al hombre, consiste en poder responder qué es lo que hay «detrás» de esta faz, velada por la apariencia. Y aquí entra en juego la segunda acepción del más complejo de los casos gramaticales. Nos referimos al genitivo objetivo: «El rostro de Dios». ¿De quién? ¿Qué o quién es este Dios que indiscutiblemente parece haber mostrado su faz a los hombres? ¿De quién o de qué es este rostro? ¿Qué hay detrás de él? Esta es la profunda ambigüedad de este caso gramatical y de su poder revelador, porque no por azar la palabra misma (genitivus) expresa relación con engendrar (con ser de, del mismo generador). El genitivo subjetivo y el objetivo, como la esencia y la existencia en una cierta filosofía sobre Dios, coinciden, son un mismo genitivo. El rostro de Dios no es solo el rostro de un objeto llamado Dios, sino que es el rostro que él mismo es y que nosotros vemos. El rostro de Dios es rostro, es su rostro, Dios es rostro. Pero ¿qué quiere decir esto? Nosotros no conocemos más rostro que los rostros humanos y, por analogía, las caras de los otros seres vivos y acaso la fisonomía de las otras criaturas de nuestro entorno. Y esto es lo que queremos decir: el rostro de Dios es el rostro del Hombre. Y, para interpretar la idea que creo que ha generado este escrito: los rostros de Dios son los rostros del Hombre —que, como se habrá notado, escribimos con mayúscula—. Mucho se ha escrito sobre el pasaje del Génesis que dice que «Dios creó el hombre a su imagen y semejanza»8 y mucho se ha especulado sobre las dos palabras utilizadas para discriminar al ser humano tanto de las demás [59]
criaturas como de la Divinidad, de la que el Hombre sería solo una imagen semejante al Creador, pero no igual a él. En cambio, de los ángeles incorpóreos no se dice que sean imágenes de Dios. Estar dotado de cuerpo no es una imperfección del Hombre, como muy profundamente señala una tradición de la India de la que se hacen eco algunas expresiones del mundo griego, por no decir del universo cristiano. La humanidad de Cristo no es una imperfección divina. El antropomorfismo de la Divinidad solo es defendible en la medida en que al mismo tiempo se afirme el teomorfismo del Hombre. Si el Hombre es imagen de Dios, Dios es igualmente imagen humana (por muchos saltos mortales que hagan los partidarios de la relatio relationis), a menos que śankarianos y tomistas nieguen la realidad del mundo. A veces los artistas llegan a tocar más profundamente la realidad que los artífices de las ideas puras, aunque sean las platónicas. El rostro no se deja expresar por un concepto. Para percibir el rostro se requiere un pensar simbólico, que es más que un conocimiento conceptual. Tanto en el griego antiguo como en Homero y en la Biblia hebrea, el término «faz» se usa casi siempre en plural. Y nuestra interpretación no dice que los rostros de Dios sean los rostros de los hombres, sino que los rostros de Dios son el Hombre. Esta es nuestra dignidad, y nuestro destino es completar el icono de Dios.
* Escrito con ocasión de una exposición de pintura y escultura religiosa celebrada en el monasterio de San Martiño Pinario de Santiago de Compostela (del 15 de septiembre al 30 de noviembre de 2000). Se publicó en primera edición como Los rostros de Dios, Santiago de Compostela, Consorcio de Santiago/Arzobispado de Santiago de Compostela, 2000, págs. 208-213. Nuestro texto sigue el original castellano y ha sido cotejado con el texto preparado y corregido por el autor para la edición italiana de las Opera Omnia VIII, Milán, Jaca Book, 2010, págs. 35-43. 1. Cf. El Evangelio copto de Tomás: palabras ocultas de Jesús, Salamanca, Sígueme, 1989, pág. 37. 2. Inferno, V, 103 (trad. cast.: Divina Comedia, versión poética de Abilio Echeverría, Madrid, Alianza, 2001, pág. 32). 3. «Descubre tu presencia, / y máteme tu vista y hermosura; / mira que la dolencia / de amor, que no se cura / sino con la presencia y la figura» (san Juan de la Cruz, Cántico espiritual, en Poesía, Madrid, Cátedra, 1983, pág. 249). [60]
4. «El ojo con el cual veo a Dios es el mismo ojo con el cual me ve Dios; mi ojo y el de Dios son un solo ojo y una sola visión y un solo conocer y un solo amar», Maestro Eckhart, Obras alemanas, Tratados y sermones, Barcelona, Edhasa, 1983, pág. 271. 5. Cf. san Gregorio Palamás, Homilia XXXIV-XXXV [Sobre la transfiguración] (PG 151, 423-450). 6. Cf. Maestro Eckhart, El fruto de la nada y otros escritos, Madrid, Siruela, 22008, pág. 115. 7. Cf. Jn 7,24: «Nolite judicare secundum faciem, sed justum judicium judicate». 8. Gn 1,28: «Faciamus hominem ad imaginem et similitudinem nostram», según la Vulgata.
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SEGUNDA PARTE VISIÓN TRINITARIA
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PRIMERA SECCIÓN LA TRINIDAD UNA EXPERIENCIA HUMANA PRIMORDIAL*
* Este escrito apareció por vez primera en inglés (The Trinity and the Religious Experience of Man. Icon, Person, Mystery, BangaloreMadras, CISRS, CLS, 1970; Londres, Orbis, 1973) y posteriormente en italiano como Trinità ed esperienza religiosa dell’uomo (Asís, Citadella, 1989). Tuvo una primera edición en castellano (La Trinidad y la experiencia religiosa, Barcelona, Obelisco, 1989, trad. de María Tabuyo y Agustín López) –– a la que pertenece el Prefacio de nuestro texto–– y una edición corregida y aumentada por el autor (Madrid, Siruela, 1998) con numerosas reediciones. Apareció también en alemán (Múnich, 1993), catalán (Barcelona, 1998), checo (Praga, 1999), portugués (Lisboa, 2001) y francés (París, 2003). Nuestro texto recoge la reimpresión castellana de 21999, y ha sido cotejado con el texto de la primera edición en inglés y con la revisión italiana publicada en Opera Omnia VIII, Milán, Jaca Book, 2010, págs. 47-126.
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INTRODUCCIÓN A LA SEGUNDA EDICIÓN ESPAÑOLA Aunque este pequeño libro haya aparecido en inglés, alemán, italiano y vaya a aparecer pronto en francés, la primera edición en castellano pasó prácticamente desapercibida. La editorial Siruela ha tenido la inspiración de publicar esta segunda edición revisada y modificada por el autor sobre un tema que ha constituido una meditación constante de quien ha vivido la experiencia trinitaria desde hace más de medio siglo.
Tavertet Pentecostés de 1998
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PREFACIO
Se reveló a sí mismo trinitariamente BṚHADĀRAṆYAKA-UPANIṢAD1 Muchas aguas han bajado por el Ganges desde que hace casi un cuarto de siglo escribí esta meditación trinitaria. Sería extraño que dijera que las aguas no han erosionado el terreno. De hecho, la cabaña en la que escribí la primera versión fue arrastrada por las aguas del río sagrado y ya no existe. Pero sería igualmente sospechoso si afirmase que el Ganges ha desaparecido ya, o que la intuición trinitaria no continúa siendo fundamental tanto en la vida de los pueblos como en mi propia existencia. Por lo que a mí se refiere, la experiencia se ha transformado en lo que he llamado intuición cosmoteándrica, que viene a ser como la continuación de la idea que algunos teólogos han vislumbrado, pero que no han llevado hasta el final quizá por miedo al fantasma de la teología occidental: el panteísmo, que no es falso por lo que afirma, sino por lo que niega. El panteísmo es un error por defecto y no por exceso. Todo es divino, dice el panteísmo. Y entonces se comprende el pánico. En efecto, un Dios monoteísta que lo fuese todo no dejaría lugar ontológico a la criatura. Las consecuencias nefastas saltan a la vista: la fuga mundi, la «religión» como empresa sobrenatural, la relegación de lo temporal a la esfera de lo despreciable y la constante tentación de la teocracia, puesto que fuera de ella las religiones institucionalizadas pierden su relevancia, es decir, su poder. Por ejemplo: un cristianismo identificado con una organización pierde su razón de ser sin la existencia de una cristiandad, que es la que le da cuerpo. De ahí mi «grito» por una cristianía. Pero esto es harina de otro costal. El dilema o Dios o el Mundo es un falso dilema porque se mueve en una abstracción que ha perdido contacto con lo real. Ni este «Dios» ni este «Mundo» son reales. Volviendo al panteísmo, podemos afirmar ciertamente que todo es divino, pero acto seguido debemos añadir que lo divino no se agota en ningún todo. Al panteísmo le falta la experiencia, o, casi mejor, diría que le falta la intuición de la experiencia de la nada, la no-experiencia. Pero no es el momento ahora de adentrarse en ello. La idea a la que me refería, de vieja raigambre cristiana y de reciente revaloración, es la idea que [65]
suele formularse diciendo que la Trinidad «inmanente», la del seno de la Divinidad, es la misma que la «económica», la que actúa ad extra, en el mundo exterior. La intuición cosmoteándrica no se contenta con detectar la «huella» trinitaria en la «creación» y la «imagen» en el hombre, sino que considera que la Realidad en su totalidad es como la Trinidad completa, que consta de una dimensión divina, otra humana y otra cósmica. La Trinidad inmanente se refiere al Ser de Dios, a una concepción ontológica; la Trinidad económica, a la acción de Dios, a una concepción soteriológica; la Trinidad de la que hablaremos se refiere a la Realidad «entera», a una concepción radical. La Realidad misma es trinitaria. El sujeto de las dos primeras nociones es «Dios», que es, por lo general, el Dios de la tradición abrahámica. Es un discurso situado en la tradición «creyente» occidental. Pero este sujeto «Dios» ha entrado en crisis dentro del mismo mundo occidental. Sea «Dios» lo que sea, lo cierto es que la Trinidad de ese «Dios» se ha visto relegada no solo al margen de la vida cotidiana del mundo occidentalizado, sino también relegada de la vida de fe de los mismos cristianos, aunque los libros de los teólogos sigan diciendo que el dogma de la Trinidad constituye el meollo y el centro de la doctrina y de la vida cristianas. Algo sospechoso ocurre, entonces, o con la vida cristiana o con la «Trinidad». El sujeto de la Trinidad radical, por otro lado, no es ese «Dios», sino la Realidad misma. No presupone necesariamente un «Dios» sobre el cual haya luego que decir algo, sino que parte de la totalidad de la Realidad, que incluye tanto al sujeto como el objeto. El punto de partida para la exposición de lo que se quiere decir es, evidentemente, la experiencia personal, pronto cristalizada en una cierta formulación. Ahora bien, ni la experiencia ni aún más la formulación pueden desentenderse de las fuentes que las han alimentado. Estas fuentes son aquellas tradiciones de la humanidad que nos ha sido dado conocer. Conocer significa aquí no solo estudiarlas y apreciarlas, sino vivirlas y compenetrarse con ellas. Esto no quiere decir, en nuestro caso, que se descuide la tradición cristiana y, dentro de ella, la Escritura, el llamado «Magisterio» y las interpretaciones y doctrinas elaboradas posteriormente, sino que significa intentar hacer otro tanto con relación a otras tradiciones. Nuestro estado actual de conocimientos va descubriendo cada vez con mayor claridad que la intuición trinitaria es una especie de «invariante» cultural y, por tanto, humana. Esta invariante humana es el fundamento de la experiencia a la que me he referido. Pero tampoco es ahora momento de entrar en una problemática que he intentado explicar en otros lugares. [66]
La clave para entender esta breve meditación trinitaria se encuentra dentro de una perspectiva cristiana, aunque la Trinidad no sea un monopolio cristiano. Este ensayo intenta profundizar en el misterio cristiano y encuentra en el fondo una confluencia asombrosa con el mundo tradicional de las religiones y el secular de la modernidad. A esas profundidades es posible intentar un diálogo fecundo. Deberíamos ser muy críticos con los intentos simplificadores de síntesis, por bienintencionados que sean, y con las amalgamas eclécticas de espiritualidades. Poco podemos enseñar a los demás, pero mucho podemos aprender todos de los otros. Las consideraciones que siguen están forzosamente escritas de forma condensada y tienen que contentarse con un estilo críptico, aunque, espero, comprensible. Es una obra sin notas a pie de página porque, de haberlas, serían más numerosas que los párrafos del texto. Cuentan que Darwin, ya viejo, al releer entre sus papeles un antiguo y breve escrito exclamó que algo así le hubiera gustado escribir. Se había olvidado de que él había sido su autor. No creo que este sea mi caso porque no me he olvidado de la Trinidad, y también porque me hubiera gustado escribir mucho mejor. En honor a la verdad, el manuscrito me fue arrancado de las manos para su publicación. Espero poder escribir algún día el libro prometido. El autor siente gratitud por la aceptación que este estudio ha tenido en el mundo académico. La idea ha empezado a penetrar también en ambientes religiosos. Este es el momento adecuado para los agradecimientos. Mencionar nombres no sería suficiente; decir, de forma tradicional, que están inscritos en el corazón del autor —o en el libro de la vida, porque creo que se trata de una intuición vital— resultaría afectado. Valga, pues, una acción de gracias colectiva, anónima y muy sincera a todos aquellos que de una forma u otra han colaborado en esta empresa de intentar «hablar» de eso que siempre vale la pena balbucear, precisamente porque, siendo inefable, nos hace «tocar» los confines mismos de lo real. Cierta sensación de no haber sabido decir lo que intuía hace más profunda mi gratitud. Confío en que el lector capte lo que la escritura sugiere más allá del sentido literal y se sienta inspirado por lo no dicho. Esto no es pura «retrónica», como dice sabiamente el lenguaje hablado para no mancillar el sentido positivo de la retórica. Todo lector forma parte de la lectura. Y toda lectura es una interacción entre el autor, el texto y el lector. Hay textos que, por un nexo misterioso, tanto con el lector como, quizá principalmente, con el autor, parecen invitar solo a una lectura banal, o al menos literal, y no permiten remontarse hacia lo no dicho, probablemente porque esta dimensión apofática de toda palabra [67]
auténtica no ha sido suficientemente «sufrida», por el autor o por el lector. La palabra, también la escrita, posee vibraciones y resonancias poco menos que infinitas. Y si las primeras están predominantemente a cargo del autor, las segundas son de incumbencia del lector. Este breve texto, que tiene la pretensión de acercarse a las profundidades de Dios, utilizando la frase de san Pablo, lo hace porque confía en la grandeza del Hombre, completando trinitariamente la frase. Quiero decir que es un libro cargado de silencio, no de un silencio gravoso, sino de un silencio silencioso, vacío, ligero, como el que se oye en la cima de un monte cuando el viento, esto es, el espíritu, calla. Se ha dejado el «mundo» abajo —pero la misma cumbre descansa en sus laderas—. El silencio humano viene al final, después de haber ascendido al monte, «toda ciencia trascendiendo». Sería difícil describir mis sentimientos al revisar la versión de los traductores, a los que debo aquí dar las gracias. Releyéndome, he palpado mi incapacidad de comunicar lo que siento y he tenido que contenerme constantemente para no modificar y completar el texto. Hay puntos que me hubiera gustado matizar e ideas que hubiera preferido no solo expresar de otro modo, sino también profundizar y desarrollar. Muchos temas han sido ya tratados en otros escritos míos, y otros resultan excesivamente simplificados, pero he optado por no introducir más modificaciones que las que me han saltado a la vista en una lectura crítica de la traducción. Insisto en afirmar que el libro, a pesar de su carácter escueto e intelectual, contiene un factor de praxis y de aplicación directa a la situación humana actual. Este escrito surgió de una situación dialógica con el mundo vedántico. Que la praxis nutra la teoría no es una novedad. Siempre la teoría auténtica ha nacido de una praxis temáticamente confrontada. Por eso, una mera repetición doctrinal desencarnada de la situación real de los hombres no es ni siquiera θεωρεία (theōreia), teoría, no ve la realidad circundante. La palabra viva es siempre encarnada. Y a partir de su encarnación en la praxis prorrumpe el λόγος (logos), su discurso redentor, esto es, liberador. En la actualidad ya empiezan a aparecer reflexiones trinitarias que emergen de una vida cristiana comprometida en el mundo. Empiezan también a hacerse menos raras las voces teológicas que adoptan una actitud crítica frente a un cierto monoteísmo cristiano, denunciando su conexión con totalitarismos de todo tipo. Una de las premisas de este libro, que aquí no puede ser demostrada, va todavía más allá: consiste en la discriminación —no digo separación independentista— entre la realidad crística y el acontecimiento evangélico, esto es, en una deshistorización del mensaje cristiano sin caer [68]
por ello en viejas absolutizaciones intemporales del cristianismo o en lecturas «gnósticas». La interpretación del cristianismo como un hecho histórico es legítima y válida. Pero es también la que ha predominado en los dos primeros milenios de vida cristiana. En el tercer milenio, la fides quaerens intellectum de las generaciones cristianas de Asia, África y Oceanía, si estas últimas no pierden su identidad, tendrá que abrirse al acontecimiento crístico, sin basarse exclusivamente en el mito de la historia. Y me atrevo a sugerir que esta superación del mito de la historia no es una exclusividad ni de Oriente ni de Occidente, sino una exigencia de la vida actual del homo sapiens que, habiendo sobrevivido a la prehistoria, tiene ahora que desprenderse de la historia para continuar viviendo. Pero no sigo ahora por ahí, y me limito a lo que venía diciendo. Deshistorizar el hecho crístico no significa eliminar su facticidad histórica, sino simplemente no identificar su historicidad con su realidad. La Trinidad de la que hablaremos no es ni una verdad absoluta intemporal caída del cielo ni una interpretación de un hecho que se agota en la historia. No se trata ni de inmovilizar la vida con absolutismos epistemológicos y axiológicos ni de reducirlo todo a contingencias históricas, y luego privilegiar unas por encima de otras. El dilema no es relativismo o absolutismo, sino el reconocimiento de la relatividad radical de toda la Realidad. Y con eso nos acercamos ya al misterio trinitario. Repitamos que no es cuestión de defender «al Dios de la Historia», sino de comprender que la «Historia de Dios» está involucrada en y con la historia humana y del cosmos, y que toda Historia debe ser superada. Insisto en que la liberación de la historia no implica negar realidad al acontecer histórico, ni desinteresarse de la lucha por la liberación de los pueblos, sino que significa no ahogarse en ella. Ni somos esclavos del destino ni el destino está en nuestras manos, sino que nosotros mismos somos las manos del destino —de un destino superior a nosotros en el que lo divino está igualmente comprometido—. Esta es la dignidad humana. Dicho de otra forma, la liberación del Hombre, incluida la liberación política —actualmente mucho más agudizada— pertenece al dinamismo mismo de la Trinidad. Este dinamismo es también el nixus de la auténtica vida espiritual. La espiritualidad trinitaria no se escinde en una dicotomía acción/contemplación, ni se agota en un activismo estéril, ni se agosta en un quietismo inútil. La llamada práctica de la presencia de Dios, por ejemplo, no consiste en nuestra consciencia de la Presencia de Otro que nos acompaña o que inhabita en nuestro interior; no consiste en sentir la Presencia autosuficiente, y más o menos bienvenida, de un Ser [69]
divino en nosotros, sino en el hecho de darse cuenta de un modo existencial, o mejor dicho, en el acto mismo de participar consciente y libremente en la explosión de Vida que representa la aventura cosmoteándrica de la Realidad. Y hoy esta consciencia se concentra en los dolores de una humanidad y una tierra sometidas a una injusticia sistemática y sistematizada. «Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia» porque ellos participan en la tarea misma de la Trinidad. ¿No es acaso esto lo que significa ser saciados? La auténtica teología — yo la llamaría mejor filosofía— es una cuestión de vida o muerte. La esperanza de que este breve estudio contribuya a desencadenar una praxis liberadora —desde las profundidades de la Divinidad— es lo que quizá me ha movido a su publicación.
Tavertet Pentecostés de 1988
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PRÓLOGO Este estudio fue escrito hace muchos años en Uttarkāshi, en una pequeña cabaña situada en el corazón del Himalaya, a orillas del Ganges. El hecho de que mi silencio fuera interrumpido o puesto a prueba, y ciertamente enriquecido, por Svāmī Abhiṣiktānanda,1 a quien presento mis namaskāra (saludos) desde aquí, me llevó a escribir mis ideas en francés. Estos «saludos respetuosos» son tanto más sentidos cuanto que Svāmijī, que vive ahora en el corazón de muchos, dejó su existencia terrestre en el mismo año en que escribía estas líneas. Fue Mary Rogers, a quien ahora doy las gracias, quien amablemente tradujo al inglés el manuscrito inédito francés para una edición india, que apareció en 1970, precedido de una versión alemana publicada en 1967. Yo mismo revisé el texto íntegro para la edición inglesa en otra pequeña y casi antípoda ciudad, esta vez a orillas del Océano Pacífico. La geografía humana y física ha desempeñado, así, un cierto papel como elemento estimulante del carácter ecuménico de estas páginas superconcentradas. En la actualidad, cualquier problema humano que no se enfrente temáticamente a una panorámica abierta a toda la humanidad está destinado a no ser más que superficial, a no alcanzar las profundidades humanas, a no acceder al corazón de la materia ni a los confines de lo divino. Por otra parte, cualquier problema humano que permanezca abstracto y no se viva de un modo concreto en una situación real, y por ello limitada, está destinado a quedarse en la superficie y a debatirse en las fangosas aguas de las meras generalidades. Ha sido fatigoso reordenar una experiencia sin poder disponer de al menos quinientas páginas para desarrollarla. Las necesitaría para hacerme comprender y ofrecer un tratado sobre la historia y la filosofía de la concepción trinitaria a lo largo de los tiempos y en el interior de las diversas tradiciones religiosas de la humanidad. Es simplemente una exageración injustificable afirmar que la concepción trinitaria de la Divinidad, y con ello de toda la Realidad, es una concepción o revelación exclusivamente cristiana. La cuestión empieza con un problema semántico. Nada hace sufrir tanto como lo que santo Tomás de Aquino, precisamente cuando estaba escribiendo sobre el mismo misterio (Summa Theologiae, I, q. 37, a. 1, in c), denominó vocabulorum inopia, la pobreza de las palabras. La llamada del silencio llega a ser en ocasiones casi abrumadora y con frecuencia obsesiva («un abismo llama a otro», Sal 42 [41],8). Pero la palabra es inherente al hombre. Más aún, la verdad se manifiesta y se esconde en la interpretación, y no podemos renunciar a la verdad, aunque toda palabra [71]
contenga también una mentira, en cuanto siempre dice más y menos de lo que quien habla y quien escucha pueden comprender. La única forma humana de evitar esta trampa de las palabras (como «Dios», «persona», «hombre», en nuestro caso) es recurrir a lo que la propia tradición acostumbra llamar nexus mysteriorum, la coherencia interna y la interrelación de los misterios últimos del mundo (Denz. 3016); es decir, la plausible congruencia de un conjunto de palabras dentro de una cosmovisión dada, de manera que una idea sostenga a otra y un concepto encaje en el espacio proporcionado por otro, ofreciendo así un cuadro del mundo coherente y armónico. Precisamente a causa de esta interconexión, cuando el marco de referencia cambia, también las palabras deben sufrir un proceso similar para poder transmitir las ideas originales. El texto depende siempre de un contexto y, si este cambia, también aquel debe modificarse de forma correspondiente si se quiere mantener el mensaje y el significado originales. Nuestras palabras y nuestros conceptos resultan inteligibles solo en el interior de nuestra concepción de la realidad, que es nuestro mito actual (como marco último de referencia que aceptamos como dado). Solo reconstruyendo o, por así decir, reencarnando las experiencias tradicionales de la humanidad podemos continuar siendo fieles a ellas y, además, solo así podemos profundizar en ellas y continuar la verdadera tradición. La auténtica tradición no consiste en la transmisión de fórmulas muertas o de costumbres anacrónicas, sino en pasar la antorcha de la vida y de la memoria de los hombres. No hay logos (λόγος) sin mythos (μῦθος) ni mythos sin logos. En todo logos hay un mito, el mito que el logos expresa. En todo mito hay un logos, el logos que comunica el mito. Mito y logos se encuentran en el símbolo. El hombre no puede vivir sin símbolos. El símbolo es la verdadera apariencia de la realidad; es la forma concreta en que la realidad se revela a nuestra consciencia o, más bien, es esa particular consciencia de la realidad. Lo real se nos aparece en el símbolo. El símbolo no es la realidad (que nunca existe desnuda, por así decir), sino su manifestación, su revelación. El símbolo no es otra «cosa», sino la epifanía de aquella «cosa» que no-es en todo caso sin su símbolo, pues en última instancia el Ser mismo es el símbolo supremo. Todo símbolo real abraza y une la «cosa» simbolizada y la consciencia de ella. Todo esto no es una mera disquisición en defensa de mis propias formulaciones sobre la Trinidad. Se trata más bien de un principio más universal con referencia a palabras y frases. En el momento en que las palabras dicen única y exclusivamente lo que uno quiere decir y no dejan espacio a lo que también otro quiere decir, en el momento en que pasan a [72]
ser solamente signos y dejan de ser símbolos, en el momento en que solo señalan algo y no son ya la expresión, la manifestación y con ello el velo mismo de ese «algo», en ese momento degeneran también como palabras. Se convierten en meros instrumentos para la transmisión de mensajes cifrados, abiertos solo a quienes previamente poseen la clave. Son términos, signos, más que propiamente palabras, símbolos. De modo que muy fácilmente los términos pueden convertirse en herramientas de poder en manos de quienes dictan su significado o conocen la clave para descifrar los signos. No hace falta ya interpretar ni comprender esos signos; son solo órdenes o normas de orientación, pero no forman parte de uno mismo ni son revelaciones de la realidad. No se puede rezar o jugar y tampoco ser, con esos signos. No se puede hablar verdaderamente con esas mal llamadas palabras, sino solo repetirlas, remedando a quienes imponen ese poder sobre nosotros. Cuando una locución designa solo lo que uno quiere decir y excluye la participación del otro en la formación del significado de la palabra, esa locución se hace estéril. Entonces se encierra en quien la profiere y excluye a quien la escucha, en lugar de permitir una corriente de comunicación entre los que, por este mismo hecho, hubieran podido no solo acercarse y fecundarse recíprocamente, sino también aproximarse mutuamente a la realidad, a la verdad. Toda palabra viva es diálogo. Las verdaderas palabras no son meros instrumentos en manos de alguien, sino parte de la interacción humana, cósmica y también divina, y significan lo que todos acordamos que signifiquen en el acto del intercambio dialógico. De lo contrario, no son palabras vivas: están muertas, «adoctrinan», no educan. Con profunda sabiduría, en la India, ciertas sentencias condensadas y a menudo crípticas, como cristalizaciones de múltiples palabras, se denominaron sūtra, es decir, hilos, lazos, que de una manera aforística y «seminal» tratan de vincularnos con algunas de las grandes intuiciones de la humanidad. Un sūtra es una sutura; cose, no por medio de una cirugía artificial, sino por el propio poder de las cosas, y no solo los complejos pensamientos de los tratados más elaborados, sino que también nos cose a nosotros mismos con la realidad, revelada y escondida en los propios sūtra. Este estudio no es, ciertamente, un tratado, ni puede ser un sūtra, porque el tratado del que se extraería el sūtra no se ha escrito todavía. El autor, sin embargo, cree expresar no una opinión particular, sino el paradigma de una experiencia que está destinada a ser cada vez más frecuente en nuestro tiempo: la experiencia de reunir o, más bien, de concentrar en uno solo los diversos filones humanos en los que se han [73]
acumulado las intuiciones fundamentales de la humanidad. Ya no queremos ser solo hijos de Eva, de Manu, de Israel o de Ismael: queremos ser Hijos del Hombre: bar nāśā’. Los diferentes trazos aquí considerados se reúnen con la intención de formar una trenza que represente una de las más profundas intuiciones que el hombre ha tenido y sigue teniendo todavía, desde distintos puntos de vista y con diferentes nombres: la intuición de la triple estructura de la realidad, de la unidad triádica, existente en todos los niveles de la consciencia y de la realidad, de la Trinidad. No estamos afirmando que la idea de la Trinidad pueda ser reducida al descubrimiento de una triple dimensión del Ser, y tampoco que este aspecto sea un mero descubrimiento racional. Afirmamos solo que la Trinidad es la culminación de una verdad que impregna todos los dominios del Ser y de la consciencia, y que esta visión nos une a los hombres. En tiempos de crisis y cambios rápidos, uno de los mayores peligros y una de las mayores tentaciones consiste en no ser suficientemente radicales, debido a la falta de paciencia y de profundidad, virtudes necesarias, ambas, para hacer frente a la situación en sus raíces. Nos referimos al peligro de la banalidad, de mantenerse en la superficie de las cosas y de los aconteceres y de quedar satisfechos con estadísticas y un cierto tipo de descripciones sociológicas. El propósito de este ensayo es justamente lo opuesto de una huida a los dominios meramente «especulativos» o «teológicos», entendidos como refugios desesperados de la vida cotidiana o de los problemas humanos que diariamente nos oprimen por doquier. Vivir en Europa, en la India y en América me ha enseñado y demostrado que no hay cuestiones más urgentes que las necesidades básicas fundamentales y que no existe necesidad más sentida ni sed más torturante que el deseo de abordar los problemas humanos concretos, no solo de forma global, sino también en su significado esencial y contemplando sus más profundas raíces. No solo de pan, y mucho menos solo de palabras, vive el hombre. Ni solo la materia ni solo el espíritu bastan; el Hombre no puede estar sin Dios ni Dios sin el Hombre. ¿No es la Trinidad el «lugar» donde el pan y la palabra se encuentran? Un Dios no trinitario no puede «mezclarse» y mucho menos unirse con el Hombre sin destruirse a sí mismo. Tendría que permanecer separado, aislado. Ninguna clase de encarnación, descenso y manifestación real sería posible. Dejaría de ser Dios si se convirtiese en Hombre. Un Hombre no trinitario no podría salir de su pequeño «sí mismo». No podría ser lo que quiere y ardientemente anhela ser sin autodestruirse. Tendría que permanecer separado, aislado. No sería posible ninguna clase de divinización, glorificación o redención. Dejaría [74]
de ser Hombre si se convirtiese en Dios. El Hombre se agostaría en su propio interior y Dios moriría por autoconsunción si no existiera la estructura trinitaria de la realidad. Vista desde esta perspectiva, la Trinidad es una de las visiones más profundas y universales que el Hombre puede tener de sí mismo y de Dios, de la Creación y del Creador. No es solo uno de los problemas (teóricamente) más importantes, sino también uno de los interrogantes (prácticamente) más urgentes. Representa una de las necesidades básicas en la raíz misma de nuestra situación humana, en estrecha relación con la exigencia de una sociedad más justa y de una personalidad humana más integrada. La paz y la felicidad humana, la disponibilidad para actuar, los objetivos de la acción y la inspiración en el arte no son valores inconexos entre sí ni independientes del horizonte último de la existencia humana. Dependen en gran medida de cómo el hombre vive su mito subyacente, de cómo imagina su situación y su papel en la vida, problemas todos directamente relacionados con la Trinidad. La doctrina de la Trinidad, en realidad, no tiene por objeto satisfacer nuestra curiosidad acerca de la Trinidad «inmanente», como un asunto interno de la Divinidad (ab intra). Vincula el misterio inmanente con el Dios «económico» (ad extra), en quien se juega el destino de todo el mundo. No es una mera especulación sobre las profundidades de Dios; es, a la vez, un análisis de las alturas del Hombre. Es una «revelación» de Dios en la medida en que es una revelación del Hombre. El desconcertante dilema moderno, por ejemplo, entre un teísmo tradicional poco convincente y un ateísmo moderno mucho menos convincente, se resuelve mediante la concepción trinitaria. La Trinidad, de hecho, imposibilita la consideración de Dios ya sea como sustancia (equivaldría entonces a modalismo o triteísmo) ya sea como lo totalmente «otro» (significaría un dualismo insalvable). «Dios» es nomen potestatis non proprietatis, un nombre que designa una función de poder y no un atributo ontológico, como dice una antigua confesión del Credo cristiano, la Fides Damasi (Denz. 71). Deshacerse de la noción de un «Dios» siempre escudriñador y juez, de alguien que priva al hombre de su responsabilidad última y permite situaciones humanas intolerables, representa un paso adelante en la madurez humana siempre que no se caiga en el otro extremo del dilema: el de un ateísmo miope, que se cierra tanto a la verdadera trascendencia como a la genuina inmanencia. La idea de la Trinidad mantiene una apertura en la existencia humana, garantiza posibilidades infinitas y, aceptando la crítica atea, abre caminos de esperanza y de libertad. La Trinidad revela que hay vida tanto en la Divinidad como en el Hombre, que Dios no es ni un ídolo, ni una idea, ni [75]
una meta ideal de la consciencia humana. No es, pues, ni otra sustancia ni una realidad separada y, por tanto, separable. El acuerdo no debería buscarse en el común denominador, que podría obtenerse prescindiendo de todo lo que es positivo, valioso y distintivo para fijarse solo en lo que es irrelevante y banal; no se encontrará abandonando las afirmaciones teístas y debilitando las convicciones ateas, sino trascendiendo unas y otras. Lo mismo puede decirse en el ámbito de las diversas religiones del mundo. Una coalición para luchar contra la «incredulidad» o para defender «los valores religiosos» no representa una comunión entre las religiones, sino una mera estrategia parcial. Si las religiones del mundo intentan llegar a un acuerdo y quieren estar al servicio del hombre contemporáneo, deben olvidar «santas» alianzas, superar actitudes monopolísticas y enfrentarse a las cuestiones centrales y fundamentales, recuperando aquellos niveles en los que es posible la comprensión sin componendas ni uniformidad. La profundización en la estructura trinitaria de la experiencia religiosa y de las creencias humanas puede de nuevo ofrecer aquí una posibilidad de fecundación, acuerdo y colaboración, no solo entre las religiones mismas, sino también entre estas y el hombre moderno, tan a menudo castigado por sutilezas religiosas que no puede comprender. Debo terminar este prólogo con unas palabras de sincera humildad. El autor está convencido de todo lo que dice. Está igualmente convencido de que todo lo que dice no es lo que quisiera decir, pero no conoce mejor forma de expresarlo y, mientras no se establezca un cierto tipo de diálogo, no sabe decirlo mejor. Está además convencido de que lo que dice es solo una hipótesis, una insinuación y una invitación a adentrarse por esa senda en la que las profundidades divinas y las alturas humanas se encuentran, donde las necesarias distinciones entre filosofía y teología, materia y espíritu, razón y fe, Dios y Hombre, entre una tradición religiosa y otra, no están mezcladas, pero tampoco totalmente separadas. Hay una idea que puede considerarse central en las páginas que siguen: una visión cosmoteándrica y, por consiguiente, adualista de la realidad. Puedo resumir esta idea en tres breves párrafos. 1. El primero se refiere a la universalidad de la experiencia y a la realidad de las llamadas tres personas (en singular y en plural), en cuanto representadas por los pronombres personales. Hay lenguas que no poseen el verbo «ser» y otras que no poseen esta misma palabra como sustantivo. En algunas no existe una diferenciación definida entre sustantivos y verbos. Ninguna lengua conocida carece del «yo», «tú», «él», con sus [76]
respectivas formas en números y géneros. Es en esta estructura última y universal donde se refleja la Trinidad, o, por decirlo teológicamente, puesto que la Trinidad es «Yo, Tú, Él», con los respectivos números y géneros, la experiencia humana presenta este mismo carácter. La Trinidad aparece entonces como el paradigma esencial (no sustancial ni verbal) de la relación personal. 2. El segundo se refiere a la interrelación radical de todas las cosas a pesar de las separaciones artificiales que nuestra mente tiende a realizar cuando pierde la paciencia y la humildad necesarias para considerar las conexiones constitutivas de todo lo que existe. De una u otra forma, ninguna excomunión total es verdadera en la esfera de lo real. Estas relaciones abarcan y constituyen el entramado total de la Realidad. La Trinidad como relación pura compendia la relatividad radical de todo lo que existe. 3. El tercero se refiere a la unidad fundamental de la Realidad, que no debería quedar oscurecida por la diversidad del universo. La variedad de seres, incluida la diferencia teológica entre lo divino y lo «creado», o entre Dios y el Mundo, no debería eclipsar la unidad fundamental de la Realidad. En la experiencia humana de la persona encontramos una clave para este misterio de la unidad y diversidad, y la Trinidad nos ofrece un modelo óptimo de esta omnipenetrante constitución de la Realidad. La persona no es ni una unidad monolítica ni una pluralidad inconexa. Hablar de una persona individual, aislada, es una pura contradicción. La palabra «persona» implica una relación constitutiva: la relación expresada en las personas pronominales. Un yo implica un tú y, en la medida en que se mantiene esta relación, implica también un él/ella/ello como el espacio en que se establece la relación yo-tú. Una relación yo-tú implica igualmente una dimensión de la relación nosotros-tú, que incluye el ellos, igual como el él/ella/ello está incluido en la relación yo-tú. Por otra parte, la persona, estrictamente hablando, no permite ningún plural, pues no es cuantificable. Cinco personas no son ni más ni menos que diez. Lo que queremos designar con esas cifras son solo individuos, pero el individuo no es propiamente la persona, sino solo una abstracción realizada por razones pragmáticas. Lo que solemos llamar persona es aquello mismo que presenta la estructura de un tú, la segunda persona, si queremos utilizar todavía el lenguaje «personalista». Este modelo nos ayuda a comprender mejor la Trinidad, y al mismo tiempo el misterio de la Trinidad nos abre a la posibilidad de comprender mejor la constitución última de lo real. Pero para elaborar todo esto y justificarlo, necesitaríamos el «tratado» al que anteriormente aludíamos, y lo que ahora ofrecemos aquí [77]
es solo una invitación a participar más intensamente en el don de la Vida. Caritas Pater est. Gratia Filius. Communicatio Spiritus Sanctus, O beata Trinitas! Santa Bárbara, California Pascua de 1973
1. Nombre hindú que adoptó el benedictino francés Henri Le Saux (1910-1973), que con el sacerdote compatriota Jules Monchanin (18951957) fundó el Saccidananda Ashram o «Monasterio de la Trinidad». Cf. Obras completas, vol. I.2: Mística y espiritualidad, Segunda parte, sección segunda, cap. III, Barcelona, Herder, 2015. (N. del T.)
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INTRODUCCIÓN Existe una determinada concepción de la ciencia de las religiones carente de vitalidad, «esterilizada» podríamos decir, continuamente dispuesta a detenerse en el plano del fenómeno y que considera las religiones única y exclusivamente como hechos históricos examinados en función de sus manifestaciones culturales. El resultado de esta perspectiva es la identificación que en la práctica se establece entre una determinada religión y su forma sociológica, es decir, el «ropaje» que históricamente asume en un medio particular. Cuando se procede a comparar esta religión, contemplada desde fuera, con la fe y los valores profundos de otra religión o de otra cosmovisión, vivida esta última desde dentro, el resultado no puede ser más que negativo para la primera. Es obvio que un error metodológico de esta clase invalida de inmediato cualquier conclusión que pretendiera deducirse. Penetrar «en el interior» es, pues, imprescindible para establecer una auténtica ciencia de las religiones y llegar a un adecuado discernimiento de los espíritus. Ahora bien, parece, por otra parte, que si se vive la propia religión con fe y desde dentro, se está ipso facto obligado a rechazar o contradecir las otras religiones. ¿Es posible, mientras nos adherimos con sinceridad y convicción a una determinada religión, mostrarnos sin prejuicios respecto de otra? ¿No requiere el diálogo contemporáneo, para ser sincero, un abandono o al menos una ἐποχή (epochē) metodológica, un poner entre paréntesis o un dejar en suspenso las propias convicciones? Respondiendo afirmativamente a esta última pregunta, la ciencia de las religiones ha optado por mantenerse al margen de cualquier compromiso religioso, creyendo que así se mantenía imparcial. Ahora bien, como consecuencia de esta aparente neutralidad, desembocamos en una interpretación fundamentalmente equivocada del núcleo mismo de la creencia religiosa. Ello es debido a que la fe del creyente —y no solo la doctrina objetivable— pertenece esencialmente al fenómeno religioso y no puede ser comprendida sin una cierta participación en ella, participación que yo he llamado πίστευμα (pisteuma), elemento característico de la fenomenología de la religión, como el νόημα (noēma) lo es en una fenomenología de los objetos racionales de la consciencia. La fenomenología, aun posibilitando la comparación de los fenómenos religiosos, llega como máximo a una comparación de sus estructuras o de sus doctrinas, pero no puede ocupar el lugar de la filosofía de la religión (o teología), que es la única capaz de facilitar una comprensión recíproca y en profundidad de los mensajes de las diversas religiones para hacer posible una fecundación mutua. [79]
En el presente estudio pretendemos acercarnos a una comprensión de la auténtica interioridad de las religiones desde un punto de vista que es en principio cristiano, aunque no de un modo exclusivo, con la esperanza de que otros puntos de vista puedan confluir en el diálogo. Permítaseme, por tanto, interpretando mi papel, emprender un soliloquio sincero que pueda invitar al diálogo, consciente siempre de que incluso la melodía más perfecta es un pobre sustitutivo de la gran sinfonía que saboreamos por anticipado y a la que ardientemente aspiramos. Todo cristiano que viva su fe y tenga una experiencia personal del misterio de Cristo se negará a reducir la realidad cristiana al ámbito de su experiencia individual, por más valiosa y esencial que pueda parecerle esta, y menos aún la reducirá a una expresión particular del cristianismo que se haya manifestado en un período determinado de la historia. Vista y vivida desde dentro, la realidad revelada por la fe es algo mucho más profundo que todas las formas individuales y sociales que esa fe pueda asumir y algo mucho más rico que cualquier traducción en términos culturales, filosóficos, teológicos, o incluso religiosos, a la que el ser humano puede recurrir para explicarla. Lo mismo vale, naturalmente, para cualquier otro credo tradicional. Paradójicamente, cuanto más subjetivamente vive una persona su fe, esto es, cuanto más la asimila y la hace suya, mayor consciencia llega a tener de su objetividad, aunque descubriendo al mismo tiempo algo remanente que no puede ser asimilado. En una palabra, hay una correlación positiva y estricta entre toda auténtica subjetividad y toda verdadera objetividad. La subjetividad modernista se equivoca cuando elimina la objetividad, pero más equivocada está aún la objetividad conservadora —y el legalismo— que atrofia toda verdadera subjetividad. La distinción entre esencia y forma es hoy por hoy vital para toda consciencia religiosa y especialmente para la cristiana. Su pretensión de catolicidad, de universalidad, exige su disociación de todo ropaje cultural, algo que para el cristianismo resulta particularmente difícil, debido a la abrumadora herencia griega, que lo empuja de modo casi irresistible a considerar la μορφή (morphē), la «forma» de una cosa, como la esencia de ella. En una teología o filosofía en la que nāmā-rūpa, nombre y forma, es de un modo u otro expresión de la simple apariencia de las cosas, un cambio de formas sería mucho más simple. Además, para una cultura que —a pesar de la progresiva secularización del concepto de logos, hasta el extremo de haberlo reducido a sinónimo de razón— no ha olvidado por completo su origen divino, y que por eso mismo conserva aún rasgos atávicos del respeto debido a la divinidad, todo cambio de λόγοι (logoi) resulta enormemente sospechoso. Sin embargo, no es esta la única manera [80]
posible de aceptar y reconocer a Aquel que dijo: «El Padre es mayor que yo» (Jn 14,28) y rechazó rotundamente el título de «bueno»; Aquel que fue despojado y humillado, y que nos dijo: «Si el grano de trigo que cae en la tierra no muere...» (Jn 12,24). Podemos ir más lejos aún: el despojo cristiano debería ser completo. La fe del cristiano debería desembarazarse de la «creencia cristiana» tal como actualmente existe, y quedar libre de cara a una fecundación que afectara a todas las religiones, tanto antiguas como modernas. Desde un punto de vista sociológico y externo, el cristianismo es solo una religión entre otras. Puede ser comparado, por tanto, con las demás religiones, pues no es sino una más entre ellas. Desde un punto de vista sociológico y también «científico», el cristianismo no puede ser considerado como la religión por excelencia, como si las demás no fueran religiones o fuesen religiones falsas. Al contrario, la fe cristiana —aunque otros puedan preferir llamarla simplemente humana— lleva a la plenitud y, por tanto, a la conversión de toda religión, aunque la especificidad del cristiano constituye un problema que transciende los límites de este estudio. La fe cristiana, en cualquier caso, vive en el tiempo y en el corazón de los hombres. Exige, en consecuencia, la «encarnación» en una forma histórica concreta; pero lo que llamamos cristianismo es una de tantas formas en que es posible vivir y realizar la fe cristiana. De hecho, la forma dominante del cristianismo en la actualidad es la que poco a poco ha ido adoptando en el transcurso de la historia del mundo occidental. Sin embargo, no tenemos ningún derecho a identificar esta forma sociológica particular con la fe cristiana en sí misma. Hacerlo supondría, por una parte, un particularismo incompatible con la catolicidad y, por otra, un colonialismo teológico anacrónico, del todo inaceptable actualmente. No es posible detener en un punto determinado el dinamismo de la historia. Pero menos posible es aún comenzar todo de nuevo, ab ovo, desde el principio. Las formas y las expresiones actuales del cristianismo, incluso las teológicas, pueden resultar caducas, pero no podemos deshacernos de ellas ni reemplazarlas por otras que puedan parecernos más apropiadas a esta coyuntura particular, sin tener en cuenta los derechos de la tradición, es decir, el vínculo histórico entre pasado y futuro. Actuar así no solo sería brutal sino también falso y, en última instancia, imposible. La continuidad no debe interrumpirse; el desarrollo debe transcurrir de un modo armónico, el enriquecimiento de una forma progresiva y la transformación de una manera natural. Este proceso puede llevarse a cabo mediante una asimilación sui géneris de nuevos valores o mediante la salida a la luz de ciertos aspectos hasta ahora olvidados; en una palabra, por un proceso vital de crecimiento en el que la sustitución [81]
no ocurra por rechazo sino por aceptación. Este es el proceso reclamado, ante todo, por una continua exigencia de verdad, particularmente hoy, con una insistencia siempre creciente y una urgencia cada vez mayor, pues constituye el verdadero καιρός (kairos) de nuestro tiempo; un kairos exigido tanto por este mundo moderno, que —con sus valores, que rechaza llamar religiones— desafía a las religiones tradicionales, como por el encuentro recíproco de las religiones, que está produciendo cambios profundos en sus respectivas autocomprensiones. En estas páginas quiero sugerir algunas reflexiones que puedan contribuir a esa profundización y ese descondicionamiento de la fe, tan necesarios en nuestros días. Mi propósito, al emprender esta tarea, es seguir sobre todo un método de rigurosa validez religiosa, sin adoptar ningún punto de vista sectario en beneficio solo de un grupo. Al contribuir al descondicionamiento del cristianismo en la realización práctica de su catolicidad, se colabora con el desarrollo de todas las religiones hacia la armonía. Por tanto, no hay razón de criticar ciertas formas religiosas, que pueden ser buenas en sí e incluso indispensables para el hombre en ciertos estados del desarrollo de su consciencia y del curso de la historia; intento, más bien, trazar las pautas que la fe parece obligada a seguir para hacerse más profunda y más universal. Si tomo el cristianismo como punto de partida, no es por parcialidad o sectarismo, sino porque es necesario partir de algún punto y porque pienso que el cristianismo en particular está llamado a «sufrir» esta transformación purificadora. De hecho, los cristianos parecen ser quienes hoy sienten más intensamente la urgencia de esa «apertura». Subrayo que considero esta interpretación auténticamente ortodoxa —es decir que da a Dios alabanza y gloria (δόξα, doxa) verdaderamente justas (ὀρθός, orthos)— y que, por consiguiente, es plenamente eclesial. Por otra parte, no ignoro las dificultades y peligros que entraña la utilización en ciertas ocasiones de expresiones quizá no muy comunes. Espero que sean siempre interpretadas en concordancia con toda la tradición profunda de la Iglesia desde el principio de los tiempos. Después de estudiar las tres formas de espiritualidad más características que encontramos como constantes humanas en la mayoría de las religiones, nos internaremos en una exposición del problema teológico de la Trinidad, ese misterio que, por una especie de temor reverencial, ha sido virtualmente condenado al olvido en un amplio sector del cristianismo. En la tercera parte de nuestro estudio intentaremos trazar un esbozo de lo que podríamos llamar, siguiendo una antigua tradición, [82]
teandrismo (y que hoy preferiría denominar cosmoteandrismo), es decir, la actitud fundamental que nos capacita para comprender y compartir las ideas básicas de la mayor parte de las religiones del mundo. Esta actitud intenta abrir una vía a la que no podría accederse con un intercambio de ideas meramente intelectual o una epochē de la fe. Durante años he dudado en publicar estas reflexiones; me preguntaba si no debería desarrollarlas en un volumen más extenso, con todo el aparato de la documentación teológica y científica necesaria para una más completa exposición y justificación de mis puntos de vista. Sin embargo, aun a riesgo de ofrecer aquí solo un esbozo preliminar, me he decidido finalmente a compartir con otros este esquema para que fuera corregido y ampliado, pero también, para que fuera experimentado y vivido. Durante este período de tiempo me he esforzado en clarificar mi pensamiento tanto como me ha sido posible. Al hacerlo he descubierto que un escrito no es solo, como creía, el gesto y la expresión de una actitud, sino también una comunicación. Me suelen decir con frecuencia que la cuestión no es tanto cómo me expreso yo mismo sino cómo conseguir transmitir mis pensamientos al lector. Acepto, pues, la mediación, el papel comunicador de las ideas, y me sumerjo de nuevo en la vida... Haré una última observación. Si he decidido publicar este texto en su forma actual, sin las numerosas notas que podrían conferirle mayor autoridad, es en definitiva porque se trata mucho más de una meditación que de un estudio erudito, de una teología mística y «orante» que de una filosofía analítica y reflexiva (aunque deberíamos no forzar la distinción hasta el punto de afirmar la dicotomía). Las páginas que siguen a continuación han sido vividas en la Fe, en la Esperanza y en el Amor. Me remito al pasado, porque de mi vida presente no puedo hablar...
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I FORMAS DE ESPIRITUALIDAD Comenzaremos por definir pragmática y fenomenológicamente la espiritualidad como una manera típica de abordar la condición humana. Expresando esta idea en términos más religiosos, podríamos decir que la espiritualidad representa la actitud fundamental del hombre ante su fin último. En ambos casos, creo que la tipología que a continuación se ofrece podrá ayudarnos a desbrozar nuestro camino en el espeso bosque de las religiones del mundo. Una de las características que diferencia una espiritualidad de una religión institucionalizada es que aquella tiene una mayor flexibilidad, pues se mantiene al margen de toda la serie de ritos, estructuras, etc., que son indispensables en toda religión. De hecho, una religión puede incluir diversas espiritualidades, pues la espiritualidad no está directamente ligada a ningún dogma o institución. Es más bien una actitud mental que se puede atribuir a religiones distintas. Se podría proponer un número casi indefinido de tipologías, pero considero que la que aquí adopto es aceptable desde varios puntos de vista. Pertenece, en realidad, a más de una tradición religiosa y nos ofrece una formulación trinitaria susceptible de ser aplicada a muchas de ellas. Además, este esquema se justifica antropológicamente en cuanto corresponde a la constitución real del hombre. En definitiva, no es el fruto de una construcción a priori, sino que dimana de una valoración empírica de la situación. Mi exposición del tema clarificará estas afirmaciones pero, con objeto de continuar sin más dilaciones, podemos diferenciar tres formas de espiritualidad: de la acción, del amor y del conocimiento, o, expresado en otros términos, espiritualidades centradas en la iconolatría, el personalismo y el misticismo. Uno puede intentar desarrollar y perfeccionar su condición «humana» mediante la adopción de una imagen, un ídolo, un icono, que está al mismo tiempo fuera (atrayendo), dentro (inspirando) y por encima (dirigiendo). Esto da a la vida humana, a su carácter moral, a sus pensamientos y a sus aspiraciones, la orientación y los estímulos adecuados para la acción. También se puede tratar de establecer otra clase de relación con lo que podemos denominar lo Absoluto (por llamarlo de algún modo). Puede considerárselo como el misterio oculto en lo más profundo del alma humana, misterio que solo puede descubrirse y hacerse efectivo por el amor, por una íntima relación personal, a través del diálogo. En este caso, [84]
Dios no solo es, por así decir, el polo esencial que orienta la personalidad humana, sino también su elemento constitutivo, pues no se puede vivir o «existir» sin amor y no se puede amar sin esta dimensión de verticalidad que únicamente se realiza en el descubrimiento de la persona divina. La tercera forma de espiritualidad subraya los derechos del pensamiento y las exigencias de la razón o, más bien, del intelecto o de la intuición; rechaza un Dios más o menos construido a la medida y según las necesidades del hombre, e intenta penetrar en el análisis último del ser para encontrar aquí una visión que dé al hombre la posibilidad de vivir en la plena aceptación de su propia humanidad. Naturalmente, los ejemplos que aquí se ofrecen son meramente ilustrativos; este texto no pretende ser un estudio de carácter histórico ni la relación de un proceso evolutivo en el tiempo. Preferiría considerarlo como un ensayo de dialéctica kairológica. Con el fin de tomar el pulso a nuestro tiempo se abordan aquí ciertas incursiones en el pasado. a) ICONOLATRÍA – KARMAMĀRGA El término que de forma espontánea aflora para expresar aquello a lo que ahora quiero referirme es «idolatría». Podría también elegir esta palabra por el deseo de reivindicar la reputación de muchos llamados idólatras ante la caricatura que tantos han hecho de lo que en realidad es una de las más importantes expresiones de adoración y religiosidad. El hecho de que no se pueda negar el mal uso y las degradaciones que todavía existen de esta exigencia humana primordial, unido al mal sabor que esta palabra ha dejado en las mentes de muchos, me lleva a prescindir de su utilización y a acuñar el término iconolatría para designar esa actitud primaria y primordial del hombre frente a la divinidad o al misterio (sea fascinans, tremendum, o de algún otro tipo). La cuestión de si Dios ha creado al hombre a su imagen y semejanza está abierta a discusión; pero que el hombre se ha forjado o tiene impresa en su interior una idea de la Divinidad como un ser hecho a imagen y semejanza de sí mismo es indiscutible. De otra forma, le sería imposible entrar en contacto con lo divino, sea mediante la palabra o sea mediante el concepto. Intentaremos describir esta actitud apelando a un ejemplo un tanto paradójico, el del pueblo de Israel, que ha sido frecuentemente citado como el reverso mismo de la actitud iconolátrica. Nadie puede negar que, a lo largo de su dilatada historia, el antiguo Israel fue un pueblo profundamente tentado por la idolatría. No solo cayó de forma esporádica en lo que su Ley consideraba el pecado supremo, el pecado que Yahveh, por boca de sus profetas, constantemente condenaba, sino que una mirada atenta nos revela, atendiendo al conjunto [85]
de su espiritualidad, a su idea de Dios y a la totalidad de su culto, que la religión de Israel pertenece a la categoría de las religiones idolátricas o, mejor dicho, iconolátricas. La idolatría constituye una especie de Leitmotiv que se repite en todos los libros del Antiguo Testamento. Por esta razón, el culto a los falsos ídolos fue para Israel el mayor de los pecados y también la mayor de sus tentaciones. ¡La hierba no supone ninguna tentación para el león y a la vaca no le atrae la carne! A los ojos de Israel hay sin duda una distinción fundamental entre la idolatría de tipo judío y la de los pueblos vecinos. El ídolo de Israel no era ciertamente un objeto fabricado con las manos o creado por el pensamiento, y mucho menos algo que el ser humano hubiese inventado o descubierto. El ídolo propio y específico de Israel era Yahveh, el Dios vivo y verdadero, el Uno que se había revelado a ese pueblo y había hecho un pacto con él. El ídolo de Israel no era solo un verdadero ídolo, sino, además, un ídolo verdadero, un ídolo que simboliza la Verdad. No obstante, el hecho de que Yahveh representase la Verdad no suponía ninguna diferencia en el tipo de relación que mantenía con su pueblo. Un estudio morfológico de la religión de Israel y de las religiones de los pueblos circundantes de Canaán revelaría de inmediato que, para sus fieles, Yahveh y los Dioses de los gohim estaban en un mismo nivel. Este hecho explica la lucha continuada, descrita en la Biblia, entre Yahveh, Sabaoth y sus «rivales», los otros Dioses, los Dioses de las naciones. Para mantener su posición de ídolo único y exclusivo de Israel, Yahveh tuvo que combatir contra ellos, y lo hizo con la contundencia que se lee en los textos. Los otros Dioses eran falsos Dioses precisamente porque eran falsos ídolos. No entramos a discutir su poder o su relativa y limitada soberanía; afirmamos simplemente que, para Israel, aquellos Dioses no constituían el icono que corresponde a la teofanía bíblica de Dios. No hay rivalidad sino entre realidades del mismo orden. Volviendo al ejemplo anteriormente mencionado, podríamos decir que no existe posibilidad de antagonismo entre las vacas del prado y los peces del mar. No forma parte del presente estudio la explicación detallada de cómo el culto a Yahveh y el de los otros Dioses eran morfológicamente equivalentes. Basta leer la Biblia y los documentos históricos sobre los Dioses de Moab y Asiria, por citar un ejemplo. En cualquier caso, los israelitas fueron idólatras consumados; no tenían necesidad de ningún mentor que les enseñara a dar forma a los ídolos y rendirles homenaje. Ya en la época de su experiencia del desierto, les bastaron cuarenta días de ausencia de su guía, Moisés, para sustituir el vivo pero invisible icono de Yahveh por un becerro de oro. Toda su historia va en la misma línea. Yahveh existe en el Arca y mora en su Templo, de la misma forma que [86]
Astaroth, Baal y Dagón lo hacen en los suyos. Los judíos hablan de Yahveh, le rezan y se comportan con él igual como los cananeos con sus Dioses. Lo adoran como se adora un ídolo, pues la esencia de la iconolatría no radica, como enseguida veremos, en el carácter material del ídolo, sino en el hecho de conferir a Dios cualidades y atributos propios de las criaturas, depurados en mayor o menor grado, y que pueden determinarse por diversos procedimientos. Añadamos también de inmediato que la iconolatría representa una dimensión normal de la vida religiosa del ser humano e incluso de la manifestación de Dios al hombre. ¿No nos enseñan los Padres de la Iglesia que el Señor, en su condescendencia, se ha adaptado siempre a las necesidades y posibilidades del hombre, manifestándose solo en formas adecuadas a la capacidad humana para recibir su mensaje y ponerlo en práctica? Esta evolución del conocimiento es observable de forma análoga en el individuo. De hecho, la religión no podría existir sin por lo menos algunos vestigios de iconolatría, de manera similar, por ejemplo, a como tampoco podría desencadenarse una reacción química sin ciertas trazas de impurezas en los elementos que intervienen en ella. Una religión «químicamente pura» no es concebible sino en el marco de una individualidad artificialmente «pura» y al margen del hombre tal como es realmente, in statu nascendi, en estado de llegar a ser. ¿Es, pues, la iconolatría en sí misma lo que verdaderamente atacan los profetas? ¿No es más bien la falsa idolatría, la de los rivales de Yahveh? La esencia de la Torá subraya la naturaleza exclusiva de la revelación de Dios al pueblo elegido. «Escucha, Israel [...]. No tendrás otros dioses delante de mí» (Dt 5,7; 6,14). Es el exclusivismo del enamorado. Este mandato transmitido a Israel no es aplicable a otros pueblos. Es una manifestación del Dios de Israel, que está por encima de los demás Dioses. Para Israel, Yahveh es el Señor Supremo (cf. Dt 6,4) y por eso es también un «Dios celoso» (cf. Dt 5,9; 6,15). Aunque la concepción israelita de Dios se verá indudablemente «purificada» bajo la influencia del profetismo posterior, prácticamente nunca llegará a perder por completo su carácter iconolátrico. El cristianismo, que recibió la herencia de los profetas judíos, ha mostrado siempre una especie de horror instintivo hacia la idolatría, hecho que no ha dejado de originar trágicos malentendidos cuando el cristianismo ha entrado en contacto con las religiones de África y de Asia. La actitud cristiana más difundida parece ofrecer un claro respaldo a nuestra tesis. En general, se continúa proclamando en voz alta que la idolatría es la forma religiosa más degradada y degenerada. Quienes, de acuerdo con este punto de vista, retiran bruscamente de su pedestal u [87]
hornacina el ídolo de piedra o madera se apresuran a instalar en su lugar, como objeto de una adoración parecida, al Dios-icono de Israel o bien la imagen o idea que ellos mismos se han forjado del Dios revelado en Cristo. «Ya tenemos a Kṛṣṇa», alegaría un hindú, «¿por qué queréis que pongamos a vuestro Cristo en su lugar? Un icono es tan bueno como otro». Insisto en que no estamos interesados en defender ni en condenar aquí la iconolatría. Nos limitamos a afirmar que la espiritualidad de Israel, basada en la noción de un Dios que habla, castiga, perdona, que se muestra celoso, que promulga leyes, que puede ser ofendido y también aplacado, que ordena, promete y concluye pactos con los hombres, etc., pertenece fenomenológicamente a la categoría de lo iconolátrico, pues esa es la conducta que corresponde a todos los iconos. La única diferencia — fundamental para los hijos de Abrahán— es que en un caso se habla del Dios vivo y verdadero, invisible, creador del mundo, mientras que en los demás casos se ve solo una identificación, a menudo apresurada e inmadura, entre un ídolo concreto y el Dios supremo. Después de todo, ¿en qué consiste la iconolatría sino en la proyección de Dios en alguna forma, en su objetivización, en su personificación en un objeto, que puede ser mental o material, visible o invisible, pero reducible siempre a nuestra «representación» humana? La iconolatría es, en realidad, un cosmoantropomorfismo religioso, la atribución a Dios de formas propias de la criatura, ya sean supra- o infrahumanas. No importa que estas formas sean burdas o sutiles, ni que el iconólatra sea o no consciente de su actitud religiosa íntima, y mucho menos que reconozca que el signo iconolátrico es provisional y debe dejar paso a la realidad subyacente (la res), cuando llega el momento. En última instancia, el icono simboliza la homogeneidad que existe entre Dios y su criatura; esta misma homogeneidad constituye la condición de la religión, de la re-ligatio, que «ata conjuntamente» a Dios y al Hombre, de modo que no son ya realidades independientes y heterogéneas. Si Dios fuera el totalmente Otro, no habría lugar para el amor y el conocimiento, ni para la oración y el culto, no lo habría, en definitiva, para Dios-mismo-comoOtro. El Hombre se desvive por su icono, se somete a su icono, se entrega y se abandona a él, porque su destino está íntimamente ligado al de su icono. El icono no es ni impasible ni inaccesible, está implicado en la aventura humana. Existe reciprocidad entre el icono y quien lo adora. El hombre ama a su Dios-icono porque este Dios se ha convertido para él en piedra, madera, carne, en una idea (ideal). ¿Quién podría apasionarse por el puro Trascendente? (cf. BG XII, 5). El puro Trascendente, por definición, no nos concierne, pues es impasible, inmutable, ajeno a la [88]
condición humana. Yahveh, que sufrió por Israel, era su verdadero icono; su honor estaba íntimamente unido al de su pueblo. Por amor al pueblo de Israel se le manifestó como icono suyo en aquel particular período histórico de la evolución de la consciencia religiosa de la humanidad. Si las vacas tuvieran alguna idea de Dios, ¿podrían imaginarlo de otro modo que no fuera a partir de su ser vaca? Un Dios que careciera de toda relación de semejanza con ellas, en modo alguno podría ser su Dios. La iconoclastia es, por eso mismo, un pecado contra el primer mandamiento. Llegados aquí, procedamos a clarificar nuestras últimas tesis. Tenemos dos elementos: idolatría e iconolatría. La idolatría, entendida como la transferencia a una criatura de la adoración debida solo a Dios, es decir, como una adoración que se detiene en el objeto sin sobrepasarlo en un movimiento progresivo hacia el Creador, hacia el Trascendente, es sin duda alguna el más grave de los pecados. Pero la iconolatría, que comienza por adorar un objeto sobre el que ha descendido la gloria del Señor, y que toma este objeto como punto de partida para un lento y arduo ascenso hacia Dios, no puede ser condenada y rechazada tan fácilmente. Existe, además, en toda idolatría, una experiencia del icono más o menos latente, es decir, una experiencia de carácter iconológico, que es una dimensión esencial de toda espiritualidad verdaderamente humana. Esta experiencia de la semejanza (εἰκών, eikōn) entre Dios y el Hombre, por el hecho de que Dios está en la imagen (εἴδωλον, eidōlon) del Hombre y por el vínculo ontológico entre ambos, debe ser cultivada. Para subrayar un paralelismo al que más adelante volveremos, podemos introducir ahora los conceptos de karman, bhakti y jñāna (acción, amor y conocimiento), que en las religiones de la India constituyen otras tantas vías de espiritualidad. El karmamārga, la vía de la acción sagrada, es decir, la acción ritual que conduce a la salvación, el cumplimiento del deber, la realización del propio dharma, la obediencia a la ley, la observancia de los mandamientos, etc., constituye la primera dimensión espiritual. Si no existiera un Dios-icono que ordenara y promulgara leyes, nada de eso tendría sentido. Un Dios «filosófico», Principio puro, Motor inmóvil, etc., no puede ser el fundamento de una religión viva. Se plantea aquí el problema de llegar a un acuerdo sobre las palabras, pero también a un acuerdo con las palabras —y aquí tiene su papel la sabiduría—, respetándolas y no manipulándolas de forma arbitraria. Ahora bien, la palabra «ídolo» fue introducida para designar un objeto material fabricado generalmente por la mano del hombre y venerado como Dios. El ídolo, por eso, es de fabricación humana y, como tal, inferior al hombre, de modo que adorarlo se convierte en el peor de [89]
los pecados (Is 44,9 ss). Quisiéramos, no obstante, hacer dos observaciones sobre este punto, una de ellas en nombre del gran número de «idólatras» y la otra basada en consideraciones de carácter más general. Entendiendo la idolatría como el acto de ofrecer a una criatura la adoración debida solo al Creador, ¿podemos estar seguros de que los llamados idólatras hacen siempre esa transferencia y caen, por eso mismo, en toda esa confusión? ¿No ocurre aquí lo mismo que con el politeísmo, que solo parece tal a quien no es politeísta, puesto que se atribuyen dos significados distintos a la palabra θεός (theos)? ¿No radicará, quizá, la falsedad de la idolatría en la interpretación que el creyente puede dar a su adoración y no en el acto existencial de la adoración considerado en sí mismo? La idolatría no es falsa en cuanto latría (λατρεία, latreia), adoración, sino en cuanto objetivación de esta adoración. Toda latría presupone un ídolo, icono o imagen, ¿pero es la «idolización» peor que la «idealización» o que la «objetivación»? Y además, ¿no existe la creencia de que la mayor parte de los ídolos venerados fueron ídolos encontrados o surgieron de alguna forma misteriosa, de modo que no es posible afirmar que sean solo expresión de un artífice humano? Si el ídolo es una imagen verdadera de la divinidad —si no se pierde de vista el carácter icónico del ídolo—, la iconolatría forma parte de toda verdadera religión, pues solo se convierte en falsa si se interrumpe la conexión iconológica entre el ídolo y la divinidad. ¿No podría decirse, entonces, que Israel es el adalid de la verdadera idolatría frente a la falsa? Los falsos ídolos son inexistentes porque solo hay un único Dios (cf. el contexto de 1 Cor 8,4 ss). Llegamos así a nuestra segunda observación. Nadie puede saltar sobre su propia sombra. La iconolatría es una de las formas básicas de la consciencia religiosa de la humanidad. Incluso en el contexto judeocristiano, y más aún en el mundo religioso semítico y mediterráneo, la dimensión iconológica y por tanto idolátrica de la Divinidad ocupa el primer puesto. El Hombre es la imagen de Dios, el mundo un «vestigio» divino y la presencia de lo Absoluto es siempre una presencia de encarnación. ¡Cuán fácilmente comprensible parece entonces la tendencia del Hombre a adorar el icono divino bajo la forma de un ídolo cualquiera! En total concordancia con lo que llevamos dicho está el hecho de que la carne sacrificada en los templos fuese llamada εἰδωλόθυτον (eidōlothyton), «sacrificada a un ídolo», por judíos y cristianos, mientras que quienes la ofrecían la denominaban ἱερόθυτόν (hierothyton), «sacrificada como sagrada» u ofrecida en sacrificio. El icono no necesita ser representado gráficamente. Por el contrario, toda espiritualidad iconomórfica tenderá a suprimir aquellos [90]
tipos de iconos que no se adapten a su modelo iconológico fundamental: Israel no admitirá «ídolos»; el Islam no permitirá representaciones pictóricas; las religiones tribales no mostrarán demasiado interés por las «ideas» sobre lo divino (teologías), etc. No obstante, la actitud fundamental de una espiritualidad iconolátrica es el acto cúltico de adoración a una «imagen» de Dios, en la creencia de que representa siempre al verdadero Dios. Este acto nos permite dar a esta espiritualidad el nombre de karmamārga, o vía de la acción encaminada a alcanzar la «salvación», es decir, el fin y la realización del hombre, cualquiera que sea la forma en que esta se interprete. La historia de las religiones nos muestra otras actitudes religiosas fundamentales que no se centran en la concepción de un Dios-icono y a ellas nos referimos acto seguido. Enfocando el tema desde esta nueva perspectiva, se vislumbra una estrecha relación entre la verdadera y la falsa idolatría, que puede resultar asombrosa para el monoteísmo de judíos, cristianos y musulmanes. Es en este punto donde la concepción de la Trinidad ofrece la posibilidad de trascender, sin negarla, la espiritualidad del ídolo, del icono, de la imagen o de la idea. b) PERSONALISMO – BHAKTIMĀRGA Si el karmamārga tiende a la personificación de Dios, el bhaktimārga tiende a un Dios personal. Juntamente con sus Escrituras, el antiguo Israel legó al cristianismo su concepción iconológica de Dios. Sin duda, esta concepción fue «purificada» y transformada tanto por la reflexión sobre el Nuevo Testamento como por un progresivo desarrollo de la consciencia del hombre, tal como pone de manifiesto la sucesiva evolución del judaísmo. No obstante, la concepción veterotestamentaria de Yahveh, el Dios-icono de Israel, configura claramente la base de la idea cristiana de Dios. La plegaria oficial de la Iglesia continúa estando fundada en el libro de los Salmos, rezados y cantados en el Templo de Jerusalén, pese a que contienen sentimientos y actitudes religiosas muy distantes del espíritu del Evangelio. Naturalmente, no tenemos derecho a reducir a un esquema general extremadamente simplificado la compleja evolución del concepto de Dios en el seno del cristianismo; como tampoco sería permisible reducir el cuadro a unas escasas indicaciones de carácter negativo. Si, a pesar de ello, nos atrevemos a señalar aquí, quizá con cierto descaro, algunas líneas de desarrollo dejando a un lado las demás, nuestro objetivo es sobre todo poner de manifiesto la posibilidad de una contribución complementaria, que sobrepasaría los límites históricos del cristianismo tal como se encuentra configurado actualmente, sin pretender de ningún [91]
modo disminuir la incomparable aportación occidental a la encarnación del espíritu cristiano. Está claro que la idea de Dios que encontramos en el Evangelio, especialmente en Juan, dista mucho de la del Yahveh de la tradición judía. Cualesquiera que fuesen las razones históricas por las que se condenó a Jesús, entre ellas no estuvo ciertamente el hecho de haberse llamado a sí mismo divino —esta idea de la divinización del Hombre no era ni tan nueva ni tan escandalosa—, sino por haberse autoproclamado Hijo de Dios (en el sentido trinitario de la expresión, tal como se interpretaría más tarde), es decir, Unigénito de Dios, igual a Él, que procede de Él; en otras palabras, por haber desafiado al pueblo de Israel presentándose como el icono divino, al que se debe obediencia y adoración, al que hay que seguir necesariamente e incluso «comer». A los ojos de los judíos, el crimen de Jesús, al menos según lo entendieron los cristianos de las primeras generaciones, fue atreverse a suplantar a Yahveh, el icono de Israel, ocupando su lugar. Si «el pueblo de Dios» se había negado a adorar a «otros Dioses», con mayor razón debía deshacerse de alguien que se atrevía a afirmar que el Mesías no era un rey «a la manera» de David, sino el verdadero Icono de la Divinidad, la perfecta imagen de Yahveh, engendrado directamente por Él. Yahveh no puede tener imagen, puesto que Él mismo es el Icono. Es imposible hacer imágenes de Dios en la tierra, porque no hay arquetipos en el cielo con los que establecer correspondencia. Únicamente la Trinidad puede rescatar la iconolatría. Muy a menudo los primeros Padres de la Iglesia consideraron las teofanías del Antiguo Testamento y de otros oráculos sagrados como manifestaciones del Verbo. No es de nuestra incumbencia dilucidar aquí la debatida cuestión exegética sobre si Jesús, el «hijo del Hombre», se autoproclamó literalmente «hijo de Dios», afirmación carente de sentido dentro de un rígido monoteísmo. Pero parece fuera de discusión que la figura de su «Padre» no concordaba con la concepción ortodoxa de Yahveh, aunque la mística judía, generalmente posterior, pueda presentar una idea de la divinidad más cercana a la de Jesús, como sucede en casi todas las místicas. No obstante, el escándalo trinitario, que según la teología de los primeros siglos le costó la vida a Jesús, se enturbió con el paso del tiempo. Algunas consciencias cristianas fueron deslizándose de manera casi imperceptible hacia el legalismo, que Pablo había denunciado con tanto vigor. Es un tema importante y descuidado de teología política. La Trinidad no conviene al Imperio cristiano. Un monoteísmo estricto es mucho más congruente con un régimen monárquico de cristiandad. Desde [92]
el punto de vista doctrinal, el progreso especulativo en el acercamiento al misterio trinitario no se vio suficientemente acompañado por un progreso correspondiente en la experiencia mística de este misterio y tuvo poca influencia sobre la vida y la oración del cristiano. Oriente y Occidente estuvieron divididos en lo referente a este punto; mientras que para muchos la Trinidad llegó a ser en la práctica un ídolo triple, para otros cedió progresivamente su lugar, también en la oración, a la llamada «naturaleza divina», con la continua tentación de relegar el misterio de la Trinidad a un inefable «más allá» de ella misma (una divinitas por encima del Padre). El hombre había reducido la Trinidad a una o a tres imágenes, y siempre es posible ir más allá de una imagen. Para un gran número de cristianos, la Trinidad pasó a ser simplemente una noción abstracta y Dios siguió siendo para ellos el Dios de Abrahán, Isaac y Jacob, el gran icono al que había que adorar, propiciar, complacer y obedecer. En honor a la verdad, se lo llamaba Padre (lo que implica un Hijo, etc.), pero sus características se habían alterado muy poco. Era todavía el Juez, el Creador, el Conservador, el Revelador, de hecho, el Otro. Había para ello, además, una excusa magnífica y hasta con un fundamento real: el simple reconocimiento de las cualidades de lo Divino en la persona de Jesús. El monoteísmo monolítico del judaísmo ortodoxo resurgió en un cierto modo de vivir el cristianismo. Para muchos, Jesús se convirtió simplemente en el Dios de los cristianos, y esta es, en efecto, la impresión que se le transmite al hindú, por ejemplo, cuando acontece que tiene ocasión de escuchar alguna predicación del Evangelio: los cristianos son para él un pueblo que adora a Dios bajo el nombre y la forma de Jesús. Este proceso conduce a un desarrollo paralelo y complementario en la consciencia cristiana, dando lugar a lo que actualmente podemos llamar personalismo. El antiguo cosmoantropomorfismo se ha transformado, y se exige ahora que la vida religiosa se fundamente en el concepto de «persona». En adelante, lo importante serán nuestras relaciones personales con Dios, pues solo ellas, se afirma, constituyen la verdadera religión. ¿No es la religión, fundamentalmente, un diálogo entre personas? Y así, algunos sabios de todas las épocas han visto en el personalismo la fisonomía peculiar de toda religión adulta, y en esta dirección pretenden orientar la evolución religiosa de la humanidad, empezando con la formación de la consciencia cristiana. El gran escándalo del hinduismo, dicen los cristianos, es que no cree en Dios como persona. En el personalismo religioso, la obediencia, por ejemplo, no es ya, como en la iconolatría, una sumisión incondicionada, sino el reconocimiento de que es prerrogativa de Dios gobernar. El amor no es ya [93]
un arrebato de afecto espontáneo o el éxtasis inconsciente, sino una mutua entrega. El culto no significa la aniquilación del yo ante lo Absoluto, sino la afirmación voluntaria de su soberanía. El pecado no es ya una transgresión cósmica, sino un rechazo del amor, y así sucesivamente. La llamada predestinación y la noción asociada de providencia divina son ejemplos clamorosos de esta misma tendencia. Dios prevé, Dios predestina, porque Él es Aquel que ama, juzga, perdona, castiga, recompensa; en suma, hace todo lo que una persona hace. Se eliminan las imperfecciones de los seres creados, se hace que lo que queda avance por los estadios ascendentes de la «vía de la eminencia» y encontraremos, al final de este proceso, a la persona divina. Calificamos a Dios de ser personal porque nosotros somos personas y consideramos a Dios como Ser Supremo porque nosotros mismos somos seres. Si deseamos ascender hacia Dios, solo podemos partir de las criaturas, es decir, de nosotros mismos. La via ascensionis del hombre en cuanto tal hacia Dios no puede sino encontrar a la Persona. Pero hay también una via descensionis (de Dios hacia el hombre), que no es necesariamente el mismo camino recorrido en sentido inverso. Fue por una ruta distinta por donde los Magos regresaron a su país. Sea como fuere, el cristianismo se ha ido identificando progresivamente con el personalismo y se ha concluido que la fe cristiana no puede echar raíces donde el concepto y la experiencia de lo que se entiende por persona se desconocen o se encuentran insuficientemente desarrollados, puesto que es imposible entrar en una relación filial con Dios si no se lo ha descubierto como persona. Como en el caso de la iconolatría, tampoco aquí tenemos intención de impugnar el personalismo. Queremos simplemente mantenernos alejados de las conclusiones exclusivistas o de las extrapolaciones precipitadas. Después de todo, el personalismo religioso no es más que una forma de espiritualidad. Personalismo e iconolatría son, en distintos grados, dimensiones inherentes a toda religión que corresponden a diferentes estados de consciencia. No obstante, el personalismo no tiene más derecho que la iconolatría a identificarse con la religión, pues es incapaz de agotar él solo la variedad y la riqueza de la experiencia del Misterio. En la medida en que lo pretenda, negará su valor religioso y se volverá irremediablemente puro antropomorfismo. La vía de la devoción y del amor, bhaktimārga, es el florecimiento normal de la dimensión personalista de la espiritualidad. El don de sí al Señor, el amor a Dios, exige necesariamente un encuentro, una aceptación y una comunicación recíproca entre personas. El amor a Dios no puede ser inferior al amor humano porque, si así fuera, el «Amado» no podría ni [94]
corresponder ni amarnos con la intensidad y la pureza que caracterizan el amor humano. El amor a Dios estaría destinado a desaparecer si no existiese un diálogo, una tensión, un impulso hacia la unión. «No quiero dejar de ser —dice el bhakta—, no por temor de perderme a mí mismo, sino porque entonces cesaría el amor, porque ya no podría seguir amando». No busco la unión, sino el amor. Pero no es para mí para quien anhelo el amor, sino para él. ¿Qué sucedería si él no pudiese amarme? Sin duda, surgen dificultades cuando se intenta comprender, cuando se trata de examinar con la inteligencia el misterio del amor. Siento que alguien me ama y su amor me impulsa a responder con mi amor, aunque de forma imperfecta, en la esperanza de poder abrazarle un día, un día que no conocerá fin. Y si, para evitar el peligro de un dualismo teórico, me veo obligado a desaparecer en sus brazos, no solo se destruiría el amor, sino también la verdadera vida de la Divinidad. Dios solo puede ser una persona». Tal es la conclusión del bhakta, del que ama. Si el deseo de encarnación caracteriza nuestra primera dimensión de la espiritualidad y si su más fuerte tentación es la falsa idolatría, la sed de inmanencia es la fuerza inspiradora del personalismo, y su gran tentación es el antropomorfismo. La unión con Dios encuentra, en efecto, su más perfecta expresión en la comunidad del amor y sobre todo en la comunión personal. Dios es un «Yo» que me llama y me dice «tú», y al llamarme me da mi ser y mi amor, es decir, mi misma capacidad de responderle. Sin embargo, en toda una parte de la tradición religiosa y espiritual de la humanidad encontramos una experiencia del Misterio que adopta una forma completamente distinta de la propuesta por el personalismo. Las Upaniṣad, por ejemplo, dan testimonio de una concepción y una experiencia de la Realidad que difícilmente encaja en el marco de una espiritualidad personalista. Esta experiencia no puede ser reducida a las efusiones amorosas del bhakta. ¿No hay, en efecto, en todo amor un trasfondo egoísta que, en el propio acto de amar, en el seno mismo del amor, lleva consigo la muerte de ese amor? El amor exige la renuncia de sí mismo, pero cuando esta renuncia es total, ¿no desaparece el objeto del amor y no se desvanece el amor en esa misma desaparición? ¿No sucede igual con la ahiṃsā (la no-violencia) que, llevada a sus últimas consecuencias, entraña la anulación más completa, negando y contradiciendo los principios que la inspiran? Para evitar la muerte de un ser cualquiera, nos entregamos a la muerte haciendo que también otros mueran. Rechazando renunciar al amor, que desaparecería por la fusión con el Amado, muere el amor mismo, pues para ser capaces de prolongar la relación recíproca hay que mantener, a toda costa, la separación y la [95]
distancia, que son las condiciones indispensables para el amor mutuo; pero, por otra parte, este mismo amor, y no solo el conocimiento, conduce a una identificación que parece destruir la reciprocidad. Parecería así posible encontrar todavía espacio para dar un paso siguiente. La noviolencia no implica falta de fuerza, ni el amor supone necesariamente el dualismo. c) ADVAITA – JÑĀNAMĀRGA El libro de los Hechos y las Cartas paulinas son testigos de la profunda crisis de universalismo que atravesó la Iglesia en la segunda década de su historia. ¿Podemos decir realmente que la Iglesia, veinte siglos después, ha superado por completo aquella crisis inicial de catolicidad? Quizá deberíamos reconocer que la tensión que se evidenció desde un principio forma parte de la existencia misma de una Iglesia peregrina. En aquel tiempo, la llamada directa de los «gentiles» a Cristo fue sin duda motivo de alteración de las columnas de la Iglesia (Gál 2,9) como registra el Concilio de Jerusalén (Cf. Hch 15). ¿No está también el cristianismo del siglo XX más o menos desorientado por la llamada a la universalidad que ahora se dirige desde todas partes a la Iglesia? ¿Podemos afirmar sinceramente que la Iglesia ha superado el estadio del primer Concilio o que ha aplicado realmente sus decisiones con el espíritu que las animaba y en todas sus implicaciones? ¿No ha seguido siendo el cristianismo una religión morfológicamente semita? La prueba más palmaria de ello es el antisemitismo que la Iglesia toleró, en mayor o menor medida, en el pasado, aun cuando ahora se siente moralmente obligada a condenarlo. No se ataca con vehemencia algo que no toca la parte más profunda del propio ser. La Iglesia no cortó nunca el cordón umbilical que la unía a la Sinagoga; pero, sin negar esta relación fundacional, ¿puede afirmarse que la concepción cristiana del Misterio ha superado el estadio iconolátrico heredado de Israel? ¿Ha ido mucho más allá de una iconología meramente purificada y corregida por un personalismo originado por la evolución del mundo occidental? Aclaremos este punto. De ningún modo pretendemos minimizar el privilegio del pueblo elegido ni menospreciar su especial posición en la economía divina. Menos aún quisiéramos faltar el respeto debido al Antiguo Testamento. Fue sin duda la elección de Israel en un momento preciso de la evolución histórica y religiosa de la humanidad lo que constituye su gloria incomparable. Sin embargo, la grandeza de su religión se manifiesta en que está dispuesta a trascenderse a sí misma. La vocación de Israel, como afirmará el judaísmo tardío, es ser portador de un peso en nombre de toda la humanidad para liberarla, sin impedir a nadie que quiera conllevarlo. ¿Están dispuestos los cristianos a reconocer [96]
que algo semejante puede —o debe— ocurrirle al cristianismo en su tercer milenio? Por otra parte, ¿no es esta vinculación a un contexto sociocultural semita, o a un contexto mediterráneo, la raíz de la trágica incomprensión entre la fe cristiana y las distintas religiones, todavía vivas y vividas con intensidad, que existen en el mundo? Recordemos, aunque sin insistir demasiado en ello, un problema básico: el de la relatividad (no relativismo) del concepto de Dios. Dios es Dios solo para la criatura y con referencia a ella. Dios no es «Dios» para sí mismo. La idea de adoración es inherente al concepto de Dios. Sería un absurdo decir que Dios puede adorarse a sí mismo. Solo el Hijo encarnado llama Padre a Dios. En las grandes teofanías del Antiguo Testamento, Yahveh se revela siempre como el Dios de aquellos a quienes se manifiesta. Nunca dice: «¡Yo soy mi Dios!», sino: «¡Yo soy vuestro Dios!». Dios es nuestro Dios. Sin nosotros y sin nuestra relación con él, Dios no sería «Dios». Dios no es Dios en sí mismo; lo es solo para y, en consecuencia, mediante la criatura. No deberíamos olvidar el origen histórico y filológico de la palabra «Dios». El cristianismo la recibió de las lenguas y religiones indoeuropeas: deva, θεός (theos), Ζεύς (Zeus), deus, gup. Lejos de ser originariamente una designación de lo Absoluto o una expresión metafísica del Uno, fue generalmente utilizada en plural, de la misma forma que su correspondiente semítico elohim. Normalmente, el singular solo se usaba para indicar la victoria o supremacía de uno de los Dioses sobre los demás, o para especificar al Dios particular de un pueblo o país determinado, o al Dios que gobernaba sobre un aspecto específico del Cosmos (la lluvia, el fuego, el trueno, etc.). Tampoco el concepto cristiano de Dios puede dejar de estar afectado por el horizonte histórico en el que emerge. Remite, sin duda, a la experiencia de lo «Absoluto», pero también a la de una teofanía (Yahveh) y de una epifanía (Jesús), tal como se manifestaron en un tiempo y en un lugar determinados. Dios fue pensado y reconocido en un contexto mental y sociológico particular y expresado en una lengua o grupo lingüístico determinados. Pascal tenía razón al observar que el Dios de los filósofos no era el Dios de Abrahán, Isaac y Jacob. ¿Por qué asombrarse entonces de que otros «filósofos» y, más específicamente, otros pensadores, encuentren dificultad en identificar lo «Absoluto» con el Dios de los Patriarcas y del credo judeo-cristiano-islámico? Un concepto de la Divinidad que esté limitado por el ordenamiento cultural tradicional del mundo mediterráneo presenta una serie de notables dificultades. Basta pensar en ciertos problemas [97]
metafísicos que atormentan implacablemente a pensadores y teólogos, como la existencia del mal y del sufrimiento, la dificultad, o hasta la imposibilidad, de una conciliación entre la libertad humana y la voluntad divina, el concepto de «persona», etc. Nuestra época es muy sensible a las dificultades que plantea la concepción personalista de Dios. Si Dios es una persona, se ajusta mal al ideal humano de persona. ¿No se nos muestra con demasiada frecuencia como un padre indiferente ante el mal, que hasta parece disfrutar con el sufrimiento de sus hijos? Como precio por el pecado exige la sangre de su Hijo, al que no duda en sacrificar por «amor» a los hombres. ¿No podría hablarse más bien de crueldad o de sadismo? ¿O es que Dios está sometido a una ley de justicia o a un destino superiores a él? Exige nuestras oraciones pero, salvo contadas excepciones, no parece importarle lo más mínimo dejarlas sin respuesta. ¿Es quizá incapaz de crear un mundo mejor? Y si no es así, ¿por qué ha querido o al menos permitido que el mundo sea como es, tan insatisfactorio y poco adaptado a promover el bien y la alegría de sus hijos? Si la esencia del amor y las relaciones personales es el diálogo, ¿por qué no es posible mantener con él un diálogo en un sentido genuinamente interpersonal? Esta fue realmente la queja de Job al verse forzado a un monólogo «dialógico» de fe ciega. Ciertamente, todas las teologías han tratado de resolver estos y otros problemas semejantes, afinando tanto las respuestas como el propio concepto de Dios. Nuestra pregunta aquí es sin duda previa: nos preguntamos si una concepción exclusivamente personal es adecuada para la divinidad. En fin, este Dios se oculta de forma tan perfecta que, si se quiere, se puede negar su existencia o actuar como si no existiera, sin que se sigan consecuencias desagradables. Una sola nota equivocada en la música sacra china ponía en peligro la armonía del universo, y la amenaza de muerte pendía sobre cualquiera que se atreviese a perturbar la armonía «canónica»; de forma similar, todo aquel que en la Edad Media cristiana destruyera o estropeara un objeto sagrado, incluso una pintura, era merecedor de un castigo correspondiente, como si la parte mutilada estuviera viva. Un minúsculo desequilibrio en el mundo subatómico, aunque pueda resultar imperceptible a los sentidos, conlleva el riesgo de producir el caos en una vasta porción del universo. ¿Será Dios el único que se deja manipular impunemente? Se comprende fácilmente que, para «salvar» a Dios, Buddha optara por permanecer en silencio, actitud que ponía al descubierto el otro rostro de la Divinidad, su dimensión apofática, kenótica: el «no-rostro». [98]
La pregunta entonces es: ¿hay una experiencia de lo divino que no se reduzca al diálogo interpersonal? ¿Puede concebirse una espiritualidad auténtica en la que la Divinidad no sea un «Tú» para el hombre ni su mandamiento la instancia última de toda perfección? En resumen, ¿se agota el misterio de Dios al descubrirlo como Persona? Es aquí donde el hinduismo, al igual que otras religiones, tiene algo que decir. Las Upaniṣad apuntan a una actitud religiosa que no se basa en la fe en un Dios-Tú, ni en un Dios-voluntad-soberanía, sino en la experiencia suprarracional de una «Realidad» que de algún modo nos «aspira» hacia el interior de sí misma. El «Dios» de las Upaniṣad no habla, no es Verbo; inspira, es Espíritu. En el esquema personalista, Dios no es simplemente el Primer Principio de las cosas, la Causa del Ser; es Alguien, es una Persona que llama hacia sí a otra persona que se encuentra, por así decir, frente a él y es tan capaz de responder con amor a su amor como de negarse a hacerlo. Un cierto esquema de las Upaniṣad no se centra en una espiritualidad de la llamada/respuesta ni de la aceptación/rechazo. Las categorías básicas son conocimiento e ignorancia; lo «Absoluto» se descubre en su propia realización, es decir, en la experiencia en la cual es alcanzado. El encuentro no se sitúa en el nivel del diálogo, que resulta trascendido, y hasta la idea misma de encuentro pierde su razón de ser, pues somos transportados a la esfera de la unión. Al estudiar las diversas concepciones que el ser humano se ha forjado sobre la Divinidad, la ciencia de las religiones distingue entre un Dios-inmanente y un Dios-trascendente, conceptos que a primera vista parecen opuestos entre sí. Cuando hablamos de Dios trascendente, pensamos inmediatamente en un Dios que, desde las alturas, convoca, ordena y dirige. Situamos, pues, a este Dios frente al Dios inmanente, que está dentro de nosotros y nos transforma incorporándonos a él. En la práctica, el Occidente moderno interpreta muy frecuentemente la idea de trascendencia en términos de pura exterioridad —el Dios Otro, el Dios de las alturas— y la idea de inmanencia en términos de pura interioridad, una especie de presencia divina dentro del alma, presencia interior que conduce, en última instancia, a otra exterioridad, aunque en sentido opuesto. En esta concepción, el «Dios interior» trasciende al sujeto humano en una medida no inferior a la trascendencia del «Dios exterior», con la única diferencia de que, en lugar de situar al Otro «por encima», ahora se le concibe en un «afuera» al que se le llama «dentro»: es la inexorable consecuencia que se deriva de aplicar cualquier forma de imaginación espacial al misterio de Dios. El Hombre queda, de algún modo, situado en el centro: por encima, la [99]
Trascendencia; por abajo, la Inmanencia. Esta concepción de trascendencia e inmanencia que hace «exterior» al Dios-trascendente e «interior» al Dios-inmanente —lo que podríamos llamar un «inquilino del alma»— es más bien inadecuada. No responde a lo que los místicos de todos los tiempos y contextos religiosoculturales han experimentado de la verdadera trascendencia e inmanencia de Dios. La inmanencia divina, propiamente hablando, no se refiere a un Dios que está, como si dijéramos, encerrado en nuestro ser interior, aunque al mismo tiempo esté tan irremisiblemente separado de nosotros como lo estaría en su aspecto trascendente o exterior. Mucho menos puede reducirse la auténtica trascendencia al aspecto de la exterioridad, ni siquiera al de la «alteridad» de Dios. La verdadera noción de trascendencia sobrepasa todas las barreras humanas y sitúa a Dios en la luz inaccesible de que nos habla san Pablo, en la oscuridad profunda del culto mistérico dionisíaco, en la otra orilla del río, por usar una frase de las Upaniṣad y de Buddha; en una palabra, más allá de cualquier «relación real». La trascendencia implica heterogeneidad entre Dios y Hombre y rechazo de toda relación, que es lo que se encuentra en la raíz de todo antropomorfismo religioso, ya sea iconólatra o personalista. La verdadera trascendencia divina no puede pertenecer al llamado orden natural y racional; en consecuencia, si no se supera este orden, estaremos incapacitados, hablando en términos estrictos, para decir o pensar algo sobre lo «Absoluto». El ateísmo, que niega cuanto la razón humana intenta decir acerca de Dios, comenzando por su existencia, es un elocuente portavoz de esta trascendencia divina. Debemos añadir de inmediato que la crítica del ateísmo al misterio divino, por purificadora que pueda resultar respecto de las ideas sobre Dios elaboradas por los hombres, es siempre incapaz de ensombrecer la pureza diamantina de la trascendencia absoluta que, por definición, está más allá de toda negación y de toda afirmación. El tránsito del Hombre a la trascendencia divina, e incluso su descubrimiento, solo es posible si la iniciativa procede de la trascendencia de Dios y si «radica» en su inmanencia. Inmanencia y trascendencia son como arcos gemelos e inseparables; ninguno de los dos puede sostenerse sin el otro. La inmanencia divina tiene su fundamento en la trascendencia y viceversa. Mejor incluso sería decir que el arco se tiende no propiamente entre el Hombre y Dios sino entre la inmanencia y la trascendencia divinas. El hombre se encuentra situado en el corazón mismo de la complementariedad entre la inmanencia y la trascendencia, o mejor, en la recíproca intimidad entre ambas, o dicho de otra forma, el [100]
Hombre realiza a Dios y su propio ser personal al dejarse penetrar por este dinamismo divino. Si la trascendencia es auténtica trascendencia, la inmanencia no es una trascendencia negativa, sino una verdadera e irreducible inmanencia. Un Dios solo inmanente no puede ser un Dios-Persona, «alguien» con quien mantener una relación personal, un Dios-Otro. No puedo hablar a un Dios inmanente. Si lo intento, provoco el desvanecimiento de la inmanencia puesto que lo hago otro y exterior. No puedo pensar un Diosinmanente, pues, intentándolo, le convertiría en objeto de mi pensamiento y lo proyectaría delante y fuera de mí. El Dios inmanente no puede ser alguien que exista o viva en mí, como si estuviera oculto o encerrado en mi interior. Obviamente, ni la trascendencia ni la inmanencia tienen carácter espacial, ni están tampoco directamente relacionadas con ninguna categoría ontológica. Decir, con san Agustín (Confessiones, III, 6, 11), que Dios es «intimior intimo meo» (más interior que lo más íntimo mío) es todavía insuficiente para expresar la verdadera inmanencia, pues el Dios inmanente no puede estar en parte alguna, ni más allá ni más acá, sin que su inmanencia se esfume. No es intimior; a lo sumo, podría decirse que es intimissimum. La inmanencia de Dios es algo completamente distinto a su inhabitación en nosotros. El Dios inmanente no tiene necesidad de alquilar un lugar en el alma, ni de esperar pacientemente a que se le proporcione algún rincón en lo «íntimo», donde pueda instalarse. La idea de que Dios reside en el alma es meramente un pálido y distante reflejo de la verdadera inmanencia. El hombre no es el «alberguero» de un Dios inmanente. El concepto tradicional de «Dios» está tan vinculado por el uso a la noción común de trascendencia anteriormente esbozada, que solo impropiamente hablando puede el aspecto inmanente de lo divino recibir el nombre de «Dios». Por ejemplo, el término «Creador» atribuido a Dios (al Dios trascendente) no puede ser predicado de la Divinidad inmanente, pues ¿cómo podría crearse a sí misma? Lo Divino no solo es Dios en el sentido del Otro, el Trascendente, la Persona que está más allá y, por tanto, es Maestro, Señor, Creador, Padre —términos que corresponden a las ideas de discípulo, siervo, criatura, hijo—, sino que, de acuerdo con la terminología upaniṣádica, es también en igual medida ātman, el Sí-mismo, aham, Yo, brahman, el Fundamento último de todo. En una palabra, Dios y brahman son, por así decir, un Misterio contemplado desde dos perspectivas opuestas, siendo Dios el vértice y brahman la base del triángulo que representa a la Divinidad. Se trata de equivalentes homeomórficos, como he intentado explicar en otros lugares. [101]
Nos encontramos así ante la siguiente alternativa: o bien se reserva el término «Dios» para designar la dimensión de trascendencia, de supremacía, de alteridad, de lo Absoluto, y adoptamos entonces otro nombre como brahman, ātman, Fundamento, Principio, para designar la dimensión de inmanencia, o bien se amplía el significado de la palabra «Dios» para incluir también esta segunda dimensión. Sin duda, la primera solución simplificaría ciertas dificultades. Clarificaría, de entrada, el diálogo entre las religiones llamadas monoteístas, que se inclinan marcadamente hacia la noción de trascendencia, y aquellas otras que acentúan en mayor medida la dimensión de inmanencia. Sin embargo, esa simplificación, incluso dentro de las religiones «monoteístas», no se correspondería con toda la riqueza de sus propias tradiciones. No se puede ignorar el sufismo islámico y mucho menos dejar a un lado las experiencias místicas del judaísmo y del cristianismo. Si la tradición no estuviera ya tan excesivamente sobrecargada, me inclinaría a usar las palabras «Dios» y «Divinidad» para designar, respectivamente, los aspectos trascendente e inmanente de la realidad divina.
¿Es posible concebir una religión basada exclusivamente en nuestra «relación» con la Divinidad (inmanente)? No lo creo, por la sencilla razón de que no es concebible relación alguna con lo Absoluto en cuanto inmanente, tal como se expuso anteriormente. ¿Podemos entonces excluir de la religión la dimensión de inmanencia? No, tampoco. Esta dimensión de inmanencia es algo así como el horizonte del que emerge el Dios de las «religiones», el Dios vivo y verdadero. Y esto es precisamente lo que lo preserva de aparecer como un mero ídolo y que impide que se pierda en el antropomorfismo. ¿No sería la dimensión de inmanencia como el lecho de un río, oculto y siempre sumergido, como el suelo sólido y firme sobre el que fluye la mudable corriente de la existencia, como el aire invisible que sustenta la vida, como el espacio vacío necesario para toda comunicación, como la matriz cósmica sin la cual sería imposible la fecundación de nada? La única «relación» que puede establecerse con brahman consiste en la ruptura y negación de toda supuesta relación. La oración profunda es la de la criatura que no tiene consciencia ni del que ora ni de la oración.
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Quien verdaderamente confía no es consciente de confiar en sí mismo, en otro o en cualquier otra cosa. La reflexión genera automáticamente el dualismo y de esta forma una hendidura, por así decir, por la que puede infiltrarse la duda o la desconfianza. En resumen, solo la actitud directa, ekstática, esa que de ningún modo se repliega sobre sí, ni siquiera para hacerse consciente de sí misma, permite entrar en comunicación o, podríamos decir mejor, en comunión, con el fundamento último de todas las cosas. Esto es básicamente lo que la Māṇḍūkya-upaniṣad llama «el cuarto estado de consciencia», turīya: Aquello que no es ni consciencia interna ni consciencia externa, ni ambas a la vez; aquello que no consiste solamente en consciencia compacta, que no es consciente ni inconsciente; que es invisible, inaccesible, innominable, cuya esencia consiste en experiencia de su propio Sí-mismo; que absorbe toda diversidad, tranquila y benigna, sin segundo, aquello que se denomina el cuarto estado, —eso es el ātman. (MandU VII) Se puede probar, esto es, demostrar la existencia de «Dios» partiendo de ciertas premisas; no se puede, sin embargo, probar la existencia de brahman. Brahman, de hecho, no ek-siste. No es el Creador, el origen de la tensión ek-sistencial entre Dios y la criatura. Brahman carece de ek-sistencia porque no posee consistencia. Si —por suponer algo absurdo— se consiguiera probar la existencia de brahman, el resultado de esta demostración no podría ser, por definición, ni brahman ni la Divinidad. En rigor, tampoco «Dios» puede ser demostrado; se demuestra solamente la racionalidad de la creencia en un Ser supremo. La única vía para el descubrimiento de brahman es la revelación, en cuanto levanta todos los velos de la existencia, incluido el del ego, es decir, el de quien emprende el ascenso, o más bien el descenso, en busca de brahman. En su camino hacia el descubrimiento del fundamento último, el ego no puede seguir las huellas hasta el final. Si lo intenta, inevitablemente desaparece; solo permanece y sobrevive si se detiene en su camino. «El que vuelve sobre sus pasos, solo vuelve porque no llegó más que a la mitad del camino...», escribió el místico al-Misrī, refiriéndose a la ascensión de Mahoma. Solo el aham, el Yo, permanece absoluto, el uno sin segundo, el ātman. Precisamente de este desvelamiento de la Divinidad, Fundamento último e inmanente de los seres dan testimonio esencialmente las [103]
Upaniṣad. Su papel en el desarrollo histórico de la consciencia humana parece ser el de aportar a la experiencia del Hombre ese extraordinario enriquecimiento que proporciona el contacto con la dimensión inmanente de lo Absoluto. No tenemos derecho, naturalmente, a ignorar la otra dimensión, y las Upaniṣad, ciertamente, evitan esa actitud. No faltan textos teístas, especialmente en algunas de ellas; tampoco deberíamos olvidar que en el desarrollo de la consciencia religiosa de la India, las Upaniṣad prolongan y complementan la fase personalista e iconolátrica representada por los Veda. Una espiritualidad puramente inmanente sería todavía más falsa que otra fundada únicamente en la trascendencia y que no viera en lo «Absoluto» más que a Dios, al Otro, al Diferente, etc. Dualismo y monismo son falsos por igual. Es preciso subrayar con la mayor insistencia, a la vista de las numerosas interpretaciones incorrectas propuestas tanto en Occidente como en Oriente, que el mensaje central de las Upaniṣad, interpretado en su plenitud (sensus plenior), no es ni el monismo ni el dualismo y tampoco el teísmo que en algunas de ellas se evidencia, sino el advaita; es decir, el carácter adual de lo Real, la imposibilidad de añadir a Dios al Mundo o viceversa, la imposibilidad de colocar en dvandva, como integrantes de un mismo par, a Dios y al Mundo. Para las Upaniṣad, lo «Absoluto» no es solo trascendente sino trascendente e inmanente a la vez, todo en uno. La dimensión de trascendencia excluye la identificación monista, mientras que la de inmanencia impide la diferenciación dualista. Dios y el Mundo no son ni uno ni dos. El hecho de que no son dos es tan evidente como el de que no son uno. Si fuesen uno, ni siquiera podría hablarse con propiedad de Dios y del Mundo, pues entonces solo existiría una cosa: o Dios o el Mundo. El monismo es un ateísmo o un panteísmo. Si fuesen dos, Dios no sería lo Absoluto, pues el «elemento» común, el predicado de ambos, que incluye a la vez a Dios y al Mundo, sería superior y más comprehensivo que ambos, lo cual contradice la definición de Dios como Absoluto. Es fácilmente comprensible que más de una religión se incline por hablar solo de Dios —o de los Dioses—, pero no de lo Absoluto. Dios es entonces el Ente Supremo, pero no el Ser. Consideradas aisladamente, estas dos proposiciones (a saber, que Dios y el Mundo no son ni uno ni dos) no plantean ningún problema al pensamiento. Pero muy distinto es cuando se examinan y se intenta comprenderlas conjuntamente. Abandonada a sí misma, la razón humana queda inexorablemente paralizada cuando trata de resolver este problema. Podemos, además, hacer esta observación a priori. Si la razón fuese capaz [104]
por sí sola de desentrañar el enigma de la Realidad, sería por este mismo hecho inequívocamente divina; lo que equivaldría a reducir la realidad a la racionalidad, puesto que la realidad sería transparente (equivalente) a la razón. La razón no puede superar el principio de no contradicción, y, para llegar al meollo de este problema, es preciso hacerlo. Es importante subrayar que eso no equivale a negar la validez del principio de no contradicción ni que el advaita implique su negación. Habría contradicción si se dijera que Dios y el Mundo son uno y dos (= no-uno) al mismo tiempo. Lo que el advaita sostiene, en cambio, es que Dios y el Mundo no son una sola cosa y mucho menos dos cosas distintas; en resumen, y en conclusión, ni uno ni dos: an-eka, advaita. ¿Hay, pues, otra «facultad» que pueda afirmar simultáneamente que la verdad de estas dos proposiciones y su inter-conexión no es ni de complementariedad ni de simple reciprocidad, sino que la verdad de cada una está inmanente en la otra? El advaita (y prácticamente cualquier mística estaría de acuerdo) afirma que esa «facultad» existe y la llama anubhava, experiencia, intuición, y también gracia, fe, don, revelación, el tercer ojo, el oculus fidei de los Victorinos del siglo XII. Cuando se ha experimentado que Dios está en todo, que todo está en Dios y que, sin embargo, Dios no es nada de lo que es... entonces se está cerca de la realización, de la auténtica experiencia advaita que, como toda verdadera experiencia, no puede ser comunicada ni expresada por medio de conceptos. La Gītā, por ejemplo, dice, en el estilo sucinto que la caracteriza: En Mí subsisten todos los seres pero yo no resido en ellos; y, sin embargo, los seres no subsisten en Mí. ¡Contempla mi divina conjunción! (yogam aiśvaram): Sostengo los seres y no estoy en los seres; es mi ātman lo que hace ser a los seres. (BG IX, 4-5) Toda la śruti, la revelación hindú, conduce a este punto y solo a él: facilitar la comprensión de que ātman es brahman (ayam ātmābrāhma; MandU II); de que solo existe Yo soy (aham asmi; BU I, 4, 1); de que mi yo es solo un tú, como explicaremos enseguida. De este modo, si el diálogo, la oración de alabanza y la petición, junto con el amor y la observancia de la voluntad divina, son las categorías religiosas fundamentales del personalismo, las actitudes fundamentales del advaita consisten, más bien, en el silencio, el abandono, la conformidad total, la pureza, el desapego absoluto. La espiritualidad advaita rechaza todo antropomorfismo. Es incapaz, por ejemplo, de contemplar el pecado como una «ofensa» contra Dios y [105]
permanece insensible ante consideraciones piadosas como las que podrían despertar compunción o gratitud en el corazón de los hombres, insistiendo en el amor que Dios les muestra y en lo que ha hecho o sufrido por ellos. Todo esto es puro antropomorfismo a los ojos del advaitin. Dar gracias al «buen Dios» por haberme creado, por haberme redimido y otras formulaciones similares le parecen el summum del egoísmo, pues implican una inversión del centro de gravedad, que pasa así de lo Increado a lo creado. Nada semejante es compatible con la experiencia de lo Absoluto, según una cierta espiritualidad advaita. Incluso los valores que pueden ser reconocidos tanto por la espiritualidad personalista como por la advaita adquieren un significado muy distinto, según sean vividos en la atmósfera de una o de otra. En una espiritualidad personalista, la contemplación consiste sobre todo en una mirada amante y más o menos directa a la belleza, a la perfección y a la verdad del Otro, que desemboca en alguna clase de éxtasis de amor. En el advaita, la contemplación es simplemente la visión de la Realidad total, donde ya no cabe el ego (yo psicológico) como tal; es la experiencia de lo Absoluto en su simplicidad y en su complejidad, perfecta alegría alcanzada en el énstasis de la unión. Es imposible describir adecuadamente una actitud espiritual que, propiamente hablando, es inefable. En ocasiones ha sido llamada el misterio del ser, pues la mejor manera de expresarla es en términos de «ser», pero incluso esta noción de ser no puede hacer justicia a la experiencia advaita. El teísta tiene una experiencia de Dios como Otro, precisamente porque parte del sujeto ego como sujeto de la experiencia. El advaitin invierte el orden. La Divinidad no puede ser designada como el Otro porque no hay un sujeto ego que, en ese nivel, pueda tener la experiencia. Para el advaitin, la Divinidad no es algo que esté en mí o fuera de mí; la experiencia no es algo que el ego tenga. Es más bien como una luz bajo la cual lo Real se ilumina y se descubre. Lo que el advaitin reconoce no es su nada que se le revela a él, sino la Plenitud que se revela en sí misma (svayamprakāshā). No hay, pues, espacio para un ego en la experiencia del advaitin. No hay un ego que pueda tener esa experiencia. La experiencia existe, y eso es todo. Todo retorno a un ego anularía la experiencia advaita. Es inefable porque no existe ningún ego para describirla o dar testimonio de ella. Jñānamārga, la vía del conocimiento, de la contemplación pura, de la θεωρεία (theōreia), la teoría ontológica, es el camino por excelencia del advaita. Para el advaitin no se trata de transformar el mundo, ni siquiera de transformarse a sí mismo, como para el karma-yogin. Ni [106]
tampoco de rendir culto a Dios amándolo en grado sumo, a la manera del bhakta. Es simplemente una cuestión de olvidarse de sí mismo, de entregarse totalmente a Dios y, por tanto, incluso de renunciar a amarlo, renuncia que no procede de una carencia de amor, sino que, al contrario, en un nivel más profundo, es el signo de un amor más puro y «más extremado», un amor que, habiendo desaparecido en el Amado, no tiene ya memoria de sí. «No despertéis ni develéis a mi amor» (Cant 2,7). No se trata, naturalmente, de conocimiento dualista. El jñāna advaita carece de objeto, no hay límites que conocer. En efecto, no se puede conocer al cognoscente como objeto sin convertirlo de esta forma en conocido (BU IV, 5, 15 y III, 4, 2). Si se le conoce, es solo conociendo con él, siendo el conocedor en ese mismo conocimiento. Si el objeto no existe, el sujeto pierde su razón de ser. Pero ¿puede el sujeto conocerse a sí mismo sin convertirse por ello en objeto de su propio conocimiento? Solo una respuesta trinitaria proporciona la salida a este impasse. Resumiendo: A pesar de que estamos balbuciendo sobre el último misterio de la Realidad, somos hombres que, como ya formuló Protágoras, no podemos eludir la dimensión humana, compañera fiel o infiel en toda aventura, por mística que sea. O invirtiendo la famosa irrupción lírica de Agustín: «adondequiera que vayamos, queramos ascender o se nos antoje resguardarnos, allí no solo se encuentra Dios, sino que también nos encontramos a nosotros mismos». Dicho de otra manera: una antropología tripartita nos puede ayudar a resumir esta triple forma de espiritualidad. En cuanto cuerpo, la dimensión corporal nos impide prescindir totalmente de una espiritualidad iconolátrica en nuestra incursión hacia la plenitud. En cuanto alma, no podemos prescindir de nuestros instintos e impulsos, que nos mueven no hacia un amor privatus, como decía san Bernardo (De diligendo Deo, 12, 34), sino hacia una dilectio in alterum, por citar a san Gregorio Magno (In Evangelium 17, 1). El hombre no puede realizarse sin amar —amor que connaturalmente incluye conocimiento—. En cuanto espíritu (cf. 1 Tes 5,23), nos percatamos de que somos más que mero conocimiento y amor, que hay algo indecible e incognoscible en nosotros que nos catapulta hacia aquellas tinieblas desde donde gritan cantando y gimiendo las voces de prácticamente todas las tradiciones místicas de la humanidad. En resumen, la plenitud humana requiere el cultivo armónico de las tres formas de espiritualidad. Cualquier exclusividad y, añadiría, cualquier superioridad pretendida por alguna de ellas nos desequilibra y [107]
deshumaniza. Estamos diciendo que la senda de la peregrinación humana es un camino trinitario, que es lo que trataremos de ver en las páginas siguientes.
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II LA TRINIDAD Durante mi estancia en Roma con motivo del Concilio Vaticano II, algunos obispos africanos me manifestaron su desconcierto ante la imposibilidad de encontrar en sus propias lenguas las palabras adecuadas para traducir el significado de vocablos como «naturaleza» y «persona»: estos conceptos eran desconocidos en aquellos idiomas. Como respuesta, solo pude expresar mi admiración hacia esas lenguas, mi pesar por no conocerlas y la esperanza de que algún día pudieran contribuir notablemente al rejuvenecimiento del núcleo central del dogma cristiano. Por importante que pueda ser el valor de las formulaciones conciliares y dogmáticas, en absoluto pretenden abarcar el conjunto de la realidad divina que en grado infinito las desborda por todas partes. No debemos olvidar que las palabras «naturaleza» y «persona» nunca se utilizan en el Nuevo Testamento para expresar el misterio de la Trinidad y que las primeras generaciones de cristianos vivieron su fe en la Trinidad sin llegar a tener conocimiento de ellas. En rigor, la Trinidad no es doctrina revelada sino experiencia vivida. Buscarla exegéticamente es un error. En todo caso, mi intención aquí no es desarrollar una exposición de la doctrina trinitaria, sino demostrar cómo, desde la visión de la Trinidad, pueden reconciliarse las tres formas de espiritualidad anteriormente descritas. En efecto, solo una mirada trinitaria de la Realidad nos permite señalar al menos las líneas generales de la síntesis de estos tres caminos, aparentemente irreducibles. La difundida y «moderna» tendencia a considerar todo misterio como misterioso (en su acepción secundaria de oscuro e insondable) ha contribuido a que el misterio trinitario (luz pura) haya sido progresivamente relegado a la lista de objetos y conceptos virtualmente inútiles para la vida práctica cristiana (¿para qué sirve, si es incomprensible?), cuando en realidad la Trinidad no solo es la piedra fundamental del cristianismo desde un punto de vista teórico, sino también la base existencial, práctica y concreta de la vida cristiana. Eso significa que la interpretación clásica de la Trinidad no es la única posible, y que no es imposible trascender teóricamente el dogma trinitario, aunque en ese caso habría que encontrar alguna formulación comprehensiva que incluyera lo que la Trinidad ha significado tradicionalmente. Jesús se refiere en repetidas ocasiones a Alguien mayor que él, a Otro que ha de venir; o, dicho de otra manera, Jesucristo no tiene sentido sin un punto de referencia superior, anterior y posterior a él. [109]
Apertura en todas direcciones: esta es la pura expresión algebraica de Cristo como revelación del misterio trinitario, en cuanto abarca a la vez lo humano (lo «creado») y lo divino. Pero no seguiremos aquí esta línea cristológica, pues nuestro tema es simplemente la ampliación y profundización del misterio de la Trinidad, de modo que pueda servir para comprender las diferentes formas que este misterio adopta en otras tradiciones religiosas. Por tanto, la Trinidad puede considerarse como punto de encuentro de las auténticas dimensiones espirituales de las religiones. La Trinidad es revelación del Misterio último de la Realidad, la consumación de lo que Dios ha «dicho» de sí mismo al Hombre, de lo que el Hombre ha sido capaz de alcanzar y conocer de la Realidad en su pensamiento y en su experiencia mística. En la Trinidad se realiza un verdadero encuentro de las religiones, cuyo resultado no es una vaga fusión o mutua dilución, sino un auténtico realce de todos los elementos religiosos y también culturales contenidos en cada una de ellas. En la intuición trinitaria convergen las visiones más profundas de las religiones que trascienden el acervo particular de una cultura determinada. En la experiencia trinitaria se encuentran en profundidad y mutua fecundación las diferentes actitudes espirituales, sin forzar ni violentar las particularidades fundamentales de las distintas tradiciones religiosas. Cabría hacer la siguiente objeción: ¿por qué insistir, entonces, en seguir hablando de la Trinidad cuando, por una parte, la idea que de ella se ofrece va más allá de la noción tradicional mantenida por el cristianismo y cuando, por otra, el vincularla estrechamente a una religión particular supone una limitación de su alcance, habida cuenta de que una religión difícilmente se adapta a un esquema que no sea el suyo? He aquí mi réplica: en primer lugar, hay una auténtica continuidad, a pesar del desarrollo y la profundización que podrían llevarse a cabo, entre la teoría de la Trinidad que a continuación esbozaré y la doctrina cristiana. En segundo lugar, estoy convencido de que el encuentro entre las religiones no puede realizarse en un territorio neutral, en una «tierra de nadie», lo que supondría un salto atrás hacia un individualismo y un subjetivismo insatisfactorios. El encuentro solo puede tener lugar en el centro de las tradiciones religiosas, a condición, naturalmente, de que no estén inmovilizadas por una esclerosis total. En tercer lugar, mi propósito es la apertura de una posibilidad de diálogo, y podría partir de cualquier otro punto si se me ofreciese otra plataforma adecuada. En cuarto lugar, es casi imposible hablar de estos temas prescindiendo de toda tradición, pues son esas mismas tradiciones las que [110]
han determinado la terminología. Puesto que es justo optar por una de ellas, no se me podrá criticar la elección de la terminología cristiana como punto de partida. En cuanto a los resultados, nuestras vidas y nuestro diálogo tienen delante un futuro abierto. a) EL PADRE Razones filosófico-teológicas me hacen sentir incómodo con el uso de la palabra «Absoluto», pero por motivos de acomodación a un cierto lenguaje tradicional recurro al modo corriente de utilizar esta palabra. Lo Absoluto es uno. No hay más que un Dios, una sola Divinidad. Entre lo Absoluto y el Uno, Dios y la Divinidad, no hay diferencia ni separación: la identidad es total. En una palabra, lo Absoluto lo abarca todo. Por definición, si fuera posible, no hay nada fuera de él. Lo Absoluto carece de nombre. Todas las tradiciones han reconocido que está realmente más allá de todo nombre, que es «innominable», a-nama, ἀνώνυμος (anōnymos). Los términos que a él se refieren son simplemente designaciones procedentes del Hombre y siempre relativas al Hombre. Se lo puede llamar brahman o se lo puede llamar dao. Pero el dao, una vez nombrado, ya no es el dao, y brahman, una vez conocido, ya no es brahman. El Dios que es visto ya no es el Dios (ὁ θεός, ho theos), pues nadie ha visto nunca a Dios; «tú no puedes ver mi rostro [...] y seguir después con vida» (Éx 33,20). Su trascendencia es constitutiva y solo él es verdaderamente trascendente. En la tradición cristiana, lo Absoluto tiene una denominación concreta: «El Padre de Nuestro Señor Jesucristo». Es a él a quien Jesús llamó Padre y Dios, enseñándonos que también nosotros debemos llamarlo Padre y Dios. Sin embargo, ni el nombre de «Padre» ni el de «Dios» son apropiados para lo Absoluto. Son simplemente los nombres con que lo designamos. Él es nuestro Padre y nuestro Dios, es decir, es Padre y Dios para nosotros. Pero independientemente de nosotros, en sí mismo y para sí mismo, ¿qué es Él? En última instancia, la pregunta ni siquiera tiene sentido. Preguntar qué es el «Sí-mismo» de Dios implica sin duda un intento de ir, de alguna manera, más allá de su «Yo», del «Símismo divino». Pero la expresión «Dios en sí mismo» implica una «reflexión» que presupone ya ese Dios inefable (por cuyo «Sí-mismo» nos estamos preguntando). De ahí se deduce la noción de un «Sí-mismo» divino que tiene un origen y que ya no es, por consiguiente, original ni originante. La «reflexión» de Dios no es ya el Padre, ni la nuestra ni la suya, por así decir. El Padre es «el Absoluto», el Dios único, ho theos. La Trinidad no es un tri-teísmo. Es muy significativo que las primeras fórmulas trinitarias [111]
hablen de Dios Padre, Cristo Hijo y Espíritu Santo. Ni el Hijo ni el Espíritu son Dios, sino, precisamente, el Hijo de Dios y el Espíritu de Dios, «iguales» al Dios Uno (ho theos), en cuanto Dios (theos). En este punto, la inadecuación de la dialéctica resulta manifiesta: ni la pluralidad ni, por consiguiente, la igualdad son reales; no hay tres cosas que puedan ser iguales o que puedan ser distintas. En el Absoluto no hay pluralidad, no hay multiplicidad, nada que, multiplicado o añadido, pueda ser tres: «Qui incipit numerare incipit errare» (El que comienza a enumerar comienza a errar), dice san Agustín. Por la misma razón, nada hay en el Absoluto que pueda ser considerado igual o desigual. Pues, ¿dónde encontrar en el Absoluto un punto de referencia que permita la afirmación o la negación de la igualdad? No puede decirse del Hijo que sea igual al Padre como tampoco que sea diferente. Cualquier criterio de medida procede de fuera, y fuera del Absoluto no hay nada. Lo mismo podría decirse con relación al Espíritu. El credo niceno, como también los Padres griegos y Tertuliano, afirman que el substratum de la Divinidad reside en el Padre. Es solo con Agustín cuando la Divinidad, entendida como substratum que confiere unidad a la Trinidad, comienza a ser considerada común a las tres personas. Puede ciertamente admitirse un cierto lenguaje teológico popular que habla de igualdad entre las «tres» personas, a condición de que nos abstengamos de aceptar una naturaleza divina objetivada, trinitariamente «desencarnada», por así decir (la famosa y desechada quaternitas). Pero esta prohibición de deducir consecuencias lógicas suena artificiosa. Las «tres» personas son «iguales» porque todas ellas son «Dios»; pero este «Dios» (al que se suponen iguales) no existe, no es nada al margen o separado de las personas divinas. «Unum est sancta Trinitas, non multiplicatum numero» (Uno [en neutro] es la santa Trinidad y no tiene multiplicidad numérica; Denz. 367). Nos gustaría presentar aquí el misterio trinitario de una forma más directa, siguiendo la orientación más dinámica de la tradición patrística griega y de la escolástica latina de san Buenaventura. Todo cuanto el Padre es lo transmite al Hijo. Todo cuanto el Hijo recibe lo entrega a su vez al Padre. Esta donación (del Padre, en última instancia) es el Espíritu. Quizá las profundas intuiciones del hinduismo y del buddhismo, que proceden de un universo distinto del griego, pueden ayudarnos a penetrar más hondamente en el misterio trinitario. Después de todo, ¿no es la teología precisamente el esfuerzo del hombre de fe para expresar su experiencia religiosa en el contexto mental y cultural en que se encuentra? Si el Padre engendra al Hijo (y es esta una generación total, puesto [112]
que el Padre se da plenamente al Hijo), eso significa que lo que el Padre es lo es el Hijo, es decir, el Hijo es el es del Padre. En la fórmula de identidad «A es B» o «P es H», lo que P es, es H. P en cuanto P, separadamente, en sí mismo, no es. H es lo que P es. A la pregunta ¿qué es P?, debemos responder: es H. Conocer al Hijo en cuanto Hijo quiere decir conocer también al Padre; conocer el Ser en cuanto ser implica haberlo trascendido ónticamente, es conocerlo en cuanto Ser y no en cuanto ente. Y si el conocer es perfecto, es serlo. Este «serlo» es el Hijo. Utilizando otros términos, podemos decir: el Absoluto, el Padre, no es. No tiene ex-sistencia, ni siquiera la del Ser. Lo ha dado todo, digamos, en la generación del Hijo. En el Padre, el apofatismo (la κένωσις [kenōsis] o vaciamiento) del Ser es real y total. Es esto lo que en otras ocasiones he llamado «la Cruz en la Trinidad», es decir, la inmolación integral de Dios (Padre), de la que la Cruz de Cristo, su inmolación, es icono y revelación. Cuando el «Absoluto» se da, se disuelve, deja de ser absoluto, desaparece; se da absolutamente. Nada puede decirse del Padre «en sí mismo», del «sí mismo» del Padre, porque no hay un tal «sí mismo»; ¡no sería Padre! Ciertamente, es el Padre del Hijo, y Jesús se dirige a él en términos de Padre, pero «Padre» no es un nombre apropiado, en el sentido de propio, si bien no tiene otro. Al engendrar al Hijo, el Padre lo da todo, incluso, si podemos permitirnos decirlo, la posibilidad de ser expresado en un nombre que lo nombraría a él y solo a él, al margen de toda referencia a la generación del Hijo. ¿No es aquí, en este apofatismo esencial del Padre, en esta kenōsis del Ser en su propio origen, donde habría que situar la experiencia buddhista del nirvāṇa y el śūnyatā (vacuidad)? Nos encaminamos hacia la «meta absoluta», y al final nada se encuentra porque nada hay, ni siquiera el Ser. «Dios creó de la nada» (ex nihilo); «ciertamente —añadiría un hindú— de nada, salvo de Sí» (a Deo, que no es ex Deo). Este «sí» suyo lo inmoló en el Hijo, en la generación del Hijo. Brahman, nos dicen a este respecto las Upaniṣad, no es autoconsciencia (que es el ātman). Aquello que el Padre conoce es el Hijo, pero la expresión es ambigua, puesto que el Hijo no es meramente el acusativo, el objeto del conocimiento del Padre. En tal caso, no podría ser persona, ni menos aún «igual» al Padre. En lugar de decir: «Lo que / aquel a quien (quod, quem, en acusativo) el Padre conoce es al Hijo», casi sería preferible decir —a pesar de la violencia gramatical que ello supone— «Quien (quod, quis, en nominativo) el Padre conoce es el Hijo». El Hijo no es un objeto, lo conocido, sino el conocimiento del Padre, puesto que él es el Ser del Padre. La «identidad» es total y la alteridad es igualmente infinita: alius non aliud, como solían decir los [113]
escolásticos. Solo se llega al Padre a través del Hijo. Ir directamente al Padre no tiene ni siquiera sentido. Si se intentara hacerlo, encontraríamos que el supuesto camino hacia el Padre es un no-camino, un no-pensamiento, un no-ser. También el Hijo conoce al Padre solo al ser conocido por él: «Tú eres Hijo mío; yo te he engendrado en este día» (Sal 2,7; cf. Heb 5,5), Aham asmi, ᾿Εγώ εἰμι ὁ ὤν (Egō eimi ho ōn), «Yo soy el que soy» (Éx 3,14). La creación es el eco de este divino grito primordial. Cualquier intento de hablar del Padre en sí mismo implica una contradicción, pues toda palabra acerca del Padre solo puede referirse a aquel de quien el Padre es Padre, es decir, al Verbo, al Hijo. Es preciso quedarse en silencio. Las más dispares tradiciones religiosas nos enseñan que Dios es Silencio. Esta afirmación debe ser aceptada en su insondable profundidad. Dios es silencio total y absoluto, el silencio del Ser, y no solo el ser del Silencio. Su palabra, que lo expresa por completo y lo agota, es el Hijo. El Padre no tiene ser: el Hijo es su ser. La fuente del ser no es ser. Si lo fuera, ¿cómo podría ser su fuente? «Fons et origo totius divinitatis» (Fuente y origen de toda divinidad), decía uno de los Concilios de Toledo (cf. Denz. 525, etc.). Análogamente, la idea anteriormente sugerida de que el Padre es el único y absoluto Yo es inadecuada y relativa. La autoafirmación «yo» solo puede formularse con referencia a un «tú», un «tú» que, a su vez, solo puede aparecer cuando hay un «él». El Padre quo ad se, en sí mismo, no es; no es por tanto un yo aislado: se afirma a «sí mismo» solamente a través del Hijo en el Espíritu, aunque aquí podríamos igualmente decir que se afirma en el Hijo a través del Espíritu. O, mucho mejor, no se afirma a «sí mismo», sino que simplemente afirma. Propiamente hablando, ninguna formulación acerca de la Trinidad es verdadera si se toma de forma aislada y al margen de las otras relaciones igualmente constitutivas. «Nec recte dici potest, ut in uno Deo sit Trinitas, sed unus Deus Trinitas» (Tampoco puede decirse correctamente que en Dios uno esté la Trinidad, sino un Dios Trinidad), dice el citado Concilio de Toledo XI, que añade: «Quod enim Pater est, non ad se, sed ad Filium est» (Lo que el Padre es, no [lo] es para sí, sino para el Hijo; Denz. 528). Sin embargo, existe en nosotros una dimensión —la más profunda de todas— que corresponde a este apofatismo total. No solo todo va a él, sino que también todo procede de él, el «Padre de las luces». Indudablemente, no se puede llegar a él, como tampoco un meteoro puede llegar al sol sin quedar volatilizado, desapareciendo así antes de alcanzarlo; pero es igualmente imposible no ser arrastrado por la corriente que todo lo lleva hacia él, hacia el Padre. Se puede estar unido con el Hijo [114]
o se puede estar en el Espíritu, pero no se puede ser el Padre, porque el Padre no es. Jamás se lo puede alcanzar porque no hay un final al que llegar. Y, sin embargo, todas las cosas tienden hacia él como meta última. La imposibilidad de alcanzar al Padre no es, por tanto, una imposibilidad óntica, sino ontológica. La devoción al Padre desemboca en un apofatismo del Ser; es un movimiento hacia... ninguna parte, una oración permanentemente abierta hacia el horizonte infinito, que, como un espejismo, aparece siempre en lejanía porque no está en ninguna parte. La imagen, el icono, existe: el Logos. El Ser es solo una imagen, una revelación de lo que, si estuviera completamente desvelado, ni siquiera sería, pues el ser mismo es ya su manifestación, su epifanía, su símbolo. «El Hijo es su nombre»,1 dice el Evangelium veritatis, texto gnóstico escrito en un ambiente judeocristiano. «El Hijo es la visibilidad de lo invisible», repite san Ireneo (Adversus haereses, IV, 6, 6). «Nadie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no lo atrae» (Jn 6,44). Si consideramos esta afirmación a la luz de lo que se acaba de decir, aparece con tanta evidencia que incluso podría tomarse por una tautología. ¿Cómo, en efecto, podremos alcanzar al Hijo sin participar de su filiación? Pero esta filiación es real solo porque el Padre la hace tal. Es, por así decir, lo contrario de la paternidad. Si voy al Hijo es porque ya participo de su filiación; en otras palabras, porque el Padre ya me ha incluido en la filiación de su Hijo. «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn 14,9) es otro mahāvākya (gran sentencia) de la teología del Padre. Quien ve a Cristo ve al Padre porque el Hijo es el Padre hecho visible, porque no hay nada que ver del Padre salvo el resultado de su paternidad, es decir, el Hijo. Pero ver al Hijo es verlo como Hijo del Padre y, por tanto, ver al Padre en, o más bien, a través del Hijo —y no en sí mismo, puesto que en sí no es nada—. No hay dos visiones o perspectivas, una para el Hijo y otra para el Padre: quien me ve, en la visión de este me, ve al yo que lo engendra y le da el ser. Estrictamente hablando, no se ve al Hijo al margen del Padre ni al Padre al margen del Hijo. No hay dos visiones, sino una: «Semel locutus est Deus; duo haec audivi» (Una cosa ha dicho Dios, estas dos yo he escuchado; Sal 62 [61],12). «El que me ha visto a mí...». Solo el Espíritu puede tener una «visión» así y, con él, aquellos que viven en el Espíritu participando en esta visión del Padre-Hijo. Nadie va al Padre si no es a través del Hijo y nadie puede reconocer al Hijo si no es en el Espíritu. Hablando con propiedad, la espiritualidad del Padre no es una espiritualidad. Es como la roca invisible que sirve de base, la suave [115]
inspiración, la fuerza inadvertida que nos sustenta, atrae e impulsa. Dios es verdaderamente trascendente, infinito. En el momento en que uno se detiene, hace una pausa, objetiviza y «manipula» la religión, la fe y a Dios, desfigura, por así decir, ese fundamento último de todas las cosas que es completamente «inaprehensible» en sí mismo, pero al que se puede sentir como sostén de uno mismo. Si el odio (falta de amor) es el pecado contra el Hijo y la ceguera (negación de la fe) es el pecado contra el Espíritu, la desesperación (rechazo de la esperanza, manteniéndose obstinadamente encerrado en lo finito y limitado) es el pecado contra el Padre. El primero puede ser perdonado. El segundo... no puede ser perdonado porque el pecador no puede pedir perdón (mientras se mantenga en el pecado). Pero el tercero es no-perdón en sí mismo, es el pecado contra el perdón (ya que el perdón es siempre ilimitado), es la contradicción misma del perdón. Es el pecado de no querer, de no ser capaz siquiera de creer que puede haber algo así como el perdón. Y no hay perdón porque se niega que pueda haber pecado. En otras palabras, el pecado contra el Padre es la ruptura con lo infinito, la negación de nuestra divinización, la autocondena a lo finito, a lo cerrado y limitado: el infierno. La desesperación es el rechazo de lo infinito y la asfixia en lo finito... Pero el hombre, puesto que vive en el tiempo y en el espacio, no es capaz de una desesperanza absoluta. b) EL HIJO El Hijo es aquel que es y, por tanto, es Dios. Él es ciertamente Dios-de Dios y Luz-de Luz. Pero, a no ser que procedamos ad infinitum —y por tanto ad absurdum, haciendo surgir a Dios de otro Super-Dios y así sucesivamente—, tendremos que decir que «el Padre del que el Diosde procede» es, propiamente hablando, la Fuente de-Dios. Este de-Dios es precisamente el Hijo. El Hijo es aquel que actúa, que crea, que es. Por él todo fue hecho. En él todo existe. Él es principio y fin, alfa y omega. Propiamente hablando, la Persona Divina, el Señor, es el Hijo, y el Hijo se manifestó en Cristo. Según la teología más tradicional, la palabra «persona» no puede ser utilizada en la Trinidad con analogía real. «Pluraliter praedicatur de tribus» (Lo plural se predica de las tres), dice santo Tomás (Summa Theologiae, I, q. 39, a. 3 ad 4) refiriéndose a las personas divinas. «Persona [in divinis] non est essentia vel natura, sed personalitas» (La persona [en lo divino] no es esencia ni naturaleza sino personalitas), y así la tres personas no son tres Dioses. La analogía existe entre el Creador y sus criaturas (cf. Summa Theologiae, I, q. 13, a. 5; q. 29, a. 4 ad 4) pero no en la Trinidad en sí. La «Persona» no es un «universal» (cf. ibid., I, q. 30, a. 4 para la communitas negationis, intentionis, rationis y rei). O en las inquietantes palabras de [116]
Duns Escoto: «Ad personalitatem requiritur ultima solitudo» (Para la personalidad se requiere la soledad última, Ordinatio, III, d. 1, q. 1, n. 17).2 La soledad radical convierte a la persona en un individuo. Una analogía presupone siempre un fundamento (un secundum quid unum), una entidad o idea como primer punto de referencia; entidad o idea que en este caso no puede existir fuera de las personas divinas, porque esto implicaría o un cuarto principio supremo o un mero modalismo, si la diferencia entre las personas estuviera tan solo en nuestra mente; y mucho menos puede existir dentro de las divinas personas, porque esto implicaría distinción y diferencia real entre ellas, siempre, naturalmente, en el supuesto tradicional de considerar a las personas como individuos separados. Así pues, hablando con rigor, no es cierto que Dios sea tres Personas. «Persona» es, aquí, un término equívoco, que tiene un significado diferente en cada caso. Una vez abiertos a la revelación de la Trinidad viviente de Padre, Hijo y Espíritu Santo, es ya una abstracción hablar de «Dios». La «naturaleza» divina, Dios, como entidad monolítica no existe. No hay más Dios que el Padre, que es su Hijo por medio de su Espíritu, pero sin tres «quiénes» o «qués» de ninguna clase. La palabra «Dios» utilizada para el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, considerados simultáneamente, es un nombre genérico y, por tanto, sin contenido unívoco concreto. No hay una quaternitas, un Dios-naturaleza divina, fuera, dentro, por encima o junto al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Solo la Trinidad es Persona, si usamos la palabra en su sentido eminente y analógico con respecto a las personas humanas: ninguna de las «personas» divinas es una Persona. No hay un verdadero factor de analogía (quid analogatum) común al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. A falta de un término mejor, podríamos ciertamente llamarles «personas» en la medida en que son verdaderas oposiciones relativas en el seno del misterio divino, pero deberíamos guardarnos de «sustancializarlas» o considerarlas «en sí mismas». Una persona nunca es en sí misma, sino que, por el mismo hecho de ser persona, es siempre πρὸς τί (pros ti), relación constitutiva. El ya mencionado Concilio ya dijo que «no puede existir ningún plural en las tres personas» (Denz. 530). En resumen, el hombre puede tener una relación personal solo con el Hijo. «Dios no es persona excepto en Cristo», escribió Jakob Böhme.3 El Dios del teísmo es, por tanto, el Hijo. El Dios con quien se puede hablar, entablar un diálogo, entrar en comunicación, es el divino Tú que está en-relación-con o, más bien, que es la relación con el Hombre y uno de los polos de la existencia total. «El nombre de Dios y Padre, que es esencialmente subsistente, es su Logos», dice Máximo el Confesor (Orationis dominicae brevis expositio [PG 90, 871]). O como, con [117]
Dionisio el Areopagita, le gustaba repetir a la tradición griega: Dios no es «ni tríada ni mónada». Ahora bien, este Dios, el Hijo, es en terminología trinitaria el Misterio oculto desde el comienzo del mundo, el Misterio del que hablan las Escrituras y que, según los cristianos, se manifestó en Cristo. Sobre esto debemos hacer una observación antes de continuar. «Cristo» es un nombre ambiguo. Puede ser la traducción griega del hebreo «Mesías» o puede ser el nombre dado a Jesús de Nazaret. Se lo puede identificar con el Logos, y por tanto con el Hijo, o equipararlo con Jesús. Sugeriría utilizar la palabra originaria de «Ungido» para ese Principio, Ser, Logos o Cristo, que otras tradiciones religiosas designan con nombres distintos y al que se atribuye una gran variedad de funciones y atributos. No pretendo abordar aquí el problema cristológico y, en consecuencia, seguiremos utilizando el nombre de Cristo, pues es importante que la figura de Cristo recupere la plenitud de su significado, pero trataré de evitar actitudes polémicas o apologéticas. Cada vez que mencione a Cristo (salvo indicación explícita expresa) me referiré al Ungido —el Ungido, al que los cristianos no tienen ningún derecho a monopolizar—. Es este Cristo, conocido o desconocido, quien hace posible la religión. Solo en esta Unción hay religatio. Cristo, manifiesto u oculto, es el único vínculo entre lo creado y lo increado, lo relativo y lo absoluto, lo temporal y lo eterno, la tierra y el cielo; Cristo es el único mediador. Todo lo que entre estos dos polos opera como mediación, vínculo o camino es Cristo, sacerdote único del sacerdocio cósmico, la Unción por excelencia. Cuando designo este vínculo entre lo finito y lo infinito con el nombre de Cristo, no presupongo su identificación con Jesús de Nazaret. Incluso dentro de la fe cristiana, esa identificación nunca ha sido afirmada de forma absoluta. Lo que la fe cristiana afirma es que Jesús de Nazaret es el Cristo; es decir que tiene una relación constitutiva con lo que Pablo, siguiendo el Antiguo Testamento, llama Sabiduría increada, con lo que Juan, siguiendo a Filón, llama el Logos, con lo que Mateo y Lucas, siguiendo su judaísmo, consideran en íntima relación con el Espíritu Santo y que la tradición posterior ha acordado llamar el Hijo. No es mi intención discutir aquí los diversos nombres y títulos que pueden haber sido atribuidos a esta manifestación del Misterio en otras tradiciones religiosas. La razón por la que insisto en llamarlo Cristo es porque, fenomenológicamente, Cristo presenta las características fundamentales de mediador entre lo divino y lo cósmico, entre lo eterno y lo temporal, etc., el mediador al que otras religiones llaman īśvara, Tathāgata, u otros nombres. No sin una profunda y profética intuición, [118]
buena parte de la espiritualidad neohindú habla en este sentido de «consciencia crística». No se equivoca el personalismo al afirmar que la relación personal es esencial en toda actitud religiosa evolucionada y que el descubrimiento o revelación del Dios-persona es una contribución decisiva, aunque no única, del cristianismo. Sin embargo, esta afirmación tiene que ser completada recordando que el Padre es «mayor» que el Hijo y que solo en el Espíritu se realiza esta comunión interpersonal en un diálogo armónico entre yo, Hombre, y él, Dios. El Hijo es el mediador, el summus pontifex (sumo sacerdote) de la creación y también de la redención y glorificación, o transformación, del Mundo. Los seres son en cuanto participan del Hijo, son de, con y por él. Todo ser es una cristofanía, una manifestación de Cristo. Si el antropomorfismo se equivoca, no es por asumir lo humano, sino por desdeñar lo divino. Es decir, es inadecuado en la medida en que no llega a un auténtico cosmoteandrismo, plenamente cósmico, divino y humano a la vez, meta y plenitud de toda religión. Las religiones del mundo no siempre han prestado suficiente atención a esta revelación luminosa y deslumbrante de la plenitud del misterio divino; y así, en su experiencia de la Realidad, han conservado una especie de indiscriminación trinitaria. Pero ¿no es precisamente esto lo que les ha permitido mantener a veces un equilibrio, posiblemente más satisfactorio, entre esas tres dimensiones esenciales de toda espiritualidad, que podemos resumir en los términos de apofatismo, personalismo e inmanencia divina? Sea como fuere, en las posibilidades trinitarias de las religiones, en el esfuerzo realizado por ellas, cada una en su línea, para llegar a la síntesis de estas actitudes espirituales, es donde el diálogo de las religiones —el καιρός (kairos) de nuestro tiempo— encuentra su más profunda inspiración y su más segura esperanza. La evolución espiritual de la humanidad atraviesa en la actualidad una fase particularmente importante y tenemos motivos para confiar en que, como resultado de la fecundación mutua de las religiones y de las experiencias que estas contienen, surja en la consciencia religiosa de la humanidad una integración más plena de la experiencia del misterio y de la vida de la Trinidad, y con ello una reintegración del Hombre para realizar la tarea que le corresponde en la aventura de la Realidad. Una analogía tomada del desarrollo interno de la espiritualidad cristiana nos ayudará quizá a aprehender más plenamente la importancia de este kairos. En el seno mismo del cristianismo descubrimos un proceso evolutivo que podría definirse como el paso de un supranaturalismo monodimensional a un naturalismo sobrenatural, que en otras partes he [119]
llamado secularidad sagrada. Fue tal el impacto del Evangelio sobre los hombres que en los primeros tiempos de la Iglesia solo era considerado cristiano «perfecto» el que ya había alcanzado el ἔσχατον (eschaton), el fin, es decir, el mártir, o su sustituto en la esfera temporal, el monje, el hombre que había superado el tiempo y había renunciado totalmente al mundo y a sus obras. Es muy interesante observar aquí que el acosmismo monástico, que en la India brotó cual torrente irresistible como resultado de la experiencia interior del misterio del Ser, surgió de forma igualmente espontánea en Occidente como resultado de la experiencia escatológica de la fe cristiana. Pero poco a poco —y debido no a la relajación del ideal cristiano, como algunos «acósmicos» pretenden, sino más bien a una toma de consciencia y a una apertura progresiva a la comunidad de los hombres, al mundo, a la naturaleza y al misterio— el cristiano, guiado desde el interior por el impulso del Espíritu, se hizo cada vez más consciente de la necesidad de penetrar en las profundidades de las estructuras tanto cósmicas como humanas. Comprendió que su tarea era aportar la levadura de que habla el Evangelio, para modificarlas y transformarlas, y así llevarlas a su perfecto cumplimiento en Cristo, con el riesgo, no siempre superado, de ser arrastrado por «la corriente del mundo». A pesar de los graves peligros y del elevado número de los que sucumben, el cristiano responsable, sensible al viento que sopla desde las alturas, se entrega más actualmente al mundo, en un intento de que su vida florezca en dirección a los demás y a todo el universo. Puede dar la impresión de que hoy se vive un progresivo abandono no solo de la vida eremítica o de «desierto», sino también de la vida conventual o monástica, incluso de las formas más recientes y más abiertas de la vida religiosa clásica, desarrolladas durante el último siglo. Pero, más en el fondo, podemos detectar un empuje, como si dijéramos, del Espíritu que impulsa al cristiano más allá de lo que llamamos cristianismo y más allá de la Iglesia institucional y oficial. Su consciencia cada vez más viva del movimiento irresistible de todas las cosas hacia la ἀποκατάστασις (apokatastasis), la reintegración de todo en Cristo, no le permite ya recluirse tras ninguna barrera, en ningún ámbito del pensamiento, de la sociedad o de la vida institucional, sino que más bien le impele en el Espíritu a comprometerse en toda tarea humana en los niveles más profundos, como la levadura que fermenta la masa, la luz que disipa las tinieblas y la víctima cuya inmolación salva y purifica todas las cosas. Sin duda subsistirán las vocaciones personales y específicas y nada debe perderse de todo cuanto la Iglesia ha ido acumulando de [120]
positivo en el transcurso de los siglos. Toda vocación es por necesidad limitada, y en una espiritualidad auténticamente cristiana hay espacio para las más dispares vocaciones; pero es de vital importancia que el falso acosmismo desaparezca; ese acosmismo que consiste en encerrarse en una estructura mental o institucional y que, siendo un producto de la historia, está por ello destinado a ser sustituido a su vez por la misma continuación de la historia. Los signos de los tiempos —y por su medio, el Espíritu que se revela en ellos — nos invitan a abrir de par en par las puertas de la οἰκουμένη (oikumenē), a abatir los muros (antaño de protección y ahora de separación) de la llamada «ciudad» cristiana (cultura, religión...) y a avanzar con los brazos abiertos al encuentro de todos los hombres. Esos signos ya no permiten que el hombre permanezca en el nivel particularista y limitado, quizá incluso sectario y exclusivista, de su experiencia «individual» de Cristo, pues la experiencia de Cristo está en la κοινωνία (koinōnia) humana y cósmica. Además, la experiencia de Cristo y la espiritualidad que brota de ella implican su plena dimensión trinitaria. Nada podría estar más en concordancia con esto que la enseñanza y el ejemplo de Aquel que vino al mundo solamente para dar testimonio del Padre, para hacer no su propia voluntad sino la del Padre que lo envió; de Aquel que, al acercarse el momento de su muerte, explicaba a sus discípulos que era bueno para ellos que él se fuera, de lo contrario no les llegaría el Espíritu Santo, el depositario de toda la verdad. Si nos mantenemos exclusivamente apegados al «Salvador», a su humanidad y a su historicidad, bloqueamos la venida del Espíritu y retrocedemos así a un estadio de exclusiva iconolatría. Debería ser evidente que cuando decimos Iglesia no nos referimos a la historia de las Iglesias, sino a aquel aspecto del universo que la tradición cristiana, confirmada por el Concilio Vaticano II, llamó sacramentum mundi, el «misterio del cosmos». Además, estos signos de los tiempos no solo se observan en el cristianismo. Por todas partes somos testigos del mismo proceso. Las religiones del mundo se están «secularizando», nuevas religiones o «cuasi-religiones», que aspiran a abarcar lo sagrado y lo profano, surgen por todas partes, mientras los movimientos que se pretenden arreligiosos están siendo progresivamente sacralizados. Y el Hijo, el Ungido bajo cualquier nombre, es el símbolo de este proceso. c) EL ESPÍRITU La revelación del Padre es la revelación del Dios trascendente, de una trascendencia tal que, estrictamente hablando, ni siquiera el nombre de Dios puede serle atribuido. Así, para nosotros, que somos peregrinos en el espacio y en el tiempo, es el Logos quien es Dios. La revelación del Espíritu, por otra parte, es la revelación del Dios inmanente. Como [121]
previamente se expuso, la inmanencia divina no es simplemente una trascendencia negativa. Es algo totalmente distinto a la inhabitación divina en las profundidades del alma. Esencialmente, significa la interioridad última de todo ser, el Principio supremo, el Fundamento tanto del Ser como de los seres. Hablando con rigor, el concepto de revelación solo puede aplicarse al Hijo. La trascendencia en cuanto tal no puede revelarse —ni, análogamente, tampoco encarnarse, lo cual viene a ser lo mismo— puesto que lo que se revela ya no es la trascendencia sino su revelación, es decir, Dios, el Hijo, el Logos, el Icono. La trascendencia debe revelarse para manifestarse, para darse a conocer; pero, por esta misma razón, cuando se manifiesta deja de ser trascendencia y se convierte en revelación, en manifestación de lo trascendente. De un modo análogo, la revelación de la inmanencia no tiene sentido alguno, pues si la inmanencia se revela a sí misma ello implica que no es inmanente sino subordinada (puesto que tiene que revelarse). La trascendencia deja de ser tal cuando se revela: la inmanencia no puede revelarse, pues esto sería una pura contradicción; una inmanencia que necesita manifestarse, revelarse, ya no es inmanente. De ahí la extrema dificultad que implica la utilización de estas categorías fuera de sus específicos marcos de referencia. Por eso elijo aquí el lenguaje de la meditación, tal como fluye de la inteligencia por connaturalidad contemplativa. La divina inmanencia es ante todo una inmanencia divina: Dios es inmanente a sí mismo y solo Dios puede ser inmanente a sí mismo. La llamada inmutabilidad divina es algo completamente diferente de la inmovilidad estática. Sin duda, Dios no se mueve como lo hacen las criaturas, pero tampoco es inmóvil a la manera de ellas. Ello es debido a que en el océano sin fondo de la Divinidad hay una especie de constante profundización, de «interiorización» permanente. La experiencia del misterio trinitario nos muestra que Dios es inmanente a sí mismo, que hay en Él una especie de interioridad insondable, infinitamente interior a sí misma. Cuando se intenta penetrar en el más íntimo misterio de un ser, atravesando su superficie y ahondando cada vez a mayor profundidad, se van dejando atrás, uno tras otro, los sucesivos niveles de su interioridad. Al final, llega un momento en que parece haberse superado y dejado atrás la especificidad de este ser, su «sí mismo». Solo entonces se encuentra — si nos está permitido simbolizar así esta experiencia, pues allí ya no existe ninguna otra cosa— por una parte Dios y por otra nada, la nada. Si se usa la misma metáfora cuando se trata de sondear el secreto último de Dios, se descubre que lo que hay en el nivel más profundo de la Divinidad es el [122]
Espíritu. Para continuar hablando con imágenes —solo peligrosas si nos detenemos en ellas—, ¿no puede afirmarse que, a pesar de todo el «esfuerzo» del Padre por «vaciarse» en la generación del Hijo, por pasarse enteramente al Hijo, por darle todo lo que tiene, todo lo que es, no puede afirmarse —preguntábamos— que también entonces queda el Espíritu, como factor irreducible, como manifestación del no-agotamiento de la fuente en la generación del Logos? Para el Padre, el Espíritu significa, por expresarlo de alguna forma, el retorno a la fuente que lo constituye, o, en otras palabras igualmente inapropiadas: el Padre puede «continuar» generando al Hijo porque «recupera» la Divinidad que le ha entregado. Es la inmolación o el misterio de la Cruz en la Trinidad. Es lo que los teólogos cristianos suelen llamar περιχώρησις (perichōrēsis) o circumincessio, la «circularidad» dinámica interna de la Trinidad. Hay que decir de inmediato, además, que esta inmanencia divina del Padre que es el Espíritu es igualmente la inmanencia divina del Hijo. El Espíritu es la comunión entre el Padre y el Hijo y es conjuntamente inmanente al Padre y al Hijo. De alguna manera el Espíritu pasa del Padre al Hijo y del Hijo al Padre en un mismo proceso. Así como el Padre no retiene nada en la comunicación que de sí mismo hace al Hijo, así tampoco el Hijo guarda para sí nada de lo que el Padre le ha dado. No hay nada que no devuelva al Padre. De esta manera se completa y consuma el ciclo trinitario, que no es de ningún modo un «ciclo cerrado». La Trinidad es efectivamente el misterio real de la Unidad, pues la verdadera unidad es trinitaria. Por esta razón no hay, hablando con rigor, un Sí-mismo en sentido reflexivo. El Sí-mismo del Padre es el Hijo, su enSí es el Espíritu. Pero el Hijo no tiene Sí-mismo; es el Tú del Padre; su Símismo con relación al Padre es un Tú. Y otro tanto puede decirse en lo que hace referencia al Espíritu; el Espíritu «en sí mismo» es una contradicción. Solo existe el Espíritu del Padre y del Hijo. Él es el Enviado. No es ni un Yo que habla a otro ni un Tú al que otro habla, sino más bien el nosotros entre el Padre y el Hijo, este nosotros que abarca también la totalidad del universo de una forma peculiar. Estrictamente hablando, tampoco puede decirse que el Padre sea un Yo, si se entiende por tal una especie de «sujeto absoluto». El Hijo es ciertamente el Tú del Padre. Además, el Hijo es el Verbo, la Palabra. Aquel que habla (el Padre) solo es conocido en la Palabra. El que habla no es nada al margen de este acto de hablar, que es su Hijo. Por esto, en lo que a nosotros se refiere, el Yo divino aparece solo en el tú del Logos a través del nosotros del Espíritu. No hay lugar para el egoísmo en la Trinidad. No tiene Ding an sich, aseidad como tal. Estos temas son extremadamente delicados y nadie debería [123]
acercarse a ellos sin temor reverencial, humildad profunda y un respeto sincero por la tradición. Pues bien, ¿no es precisamente ese respeto por la tradición, ese temor y esa humildad, lo que nos obliga a poner toda nuestra fe al servicio de su examen? Si nos tomamos en serio el apofatismo del Padre, solo podemos decir que el Hijo es el Tú del Padre, sin poder añadir siquiera que el Padre es un Yo. El Yo, donación absoluta, diciendo todo lo que es en su Palabra, no deja nada dentro de sí. Por eso, en relación a nosotros, el Logos es quien se nos muestra como el Yo divino. La Trinidad no es ni modalista ni tri-sustancial (tri-teísta). Debemos tener siempre presente que es muy difícil evitar el modalismo cuando, en un intento de explicar el misterio trinitario, se parte de la idea de Ser, identificando así, con una simple ecuación, Ser y Dios. Si en realidad hay un solo Dios, solo puede haber un solo Ser, y como las tres Personas no pueden ser tres seres, no queda otra alternativa que la de que sean «tres» participantes en el Ser, un Ser que se divide en su interior en tres «perspectivas». Pero, en este caso, o bien las perspectivas son reales y, por tanto, ninguna de ellas comprende la totalidad del Ser (lo cual negaría la Divinidad de cada una de las tres Personas), o bien no son reales y entonces se insinúa subrepticiamente el modalismo (pues en este caso las Personas son solo diferentes modos del mismo Ser). La respuesta tradicional a este problema consiste en afirmar que las Personas son relaciones subsistentes —no sustancias—, lo cual equivale a decir que el Ser es relación, tanto en lo que es interior como en lo que es exterior a sí mismo, con el resultado de que los seres son solo juegos relacionales. Visto desde este ángulo, ¿qué ocurre con la noción de sustancia? Naturalmente, en Dios no hay tres sustancias, sino tres «personas». Pero ¿qué es la sustancia divina? ¿Hay una sustancia divina? Esa sustancia no podría existir en realidad fuera de las Personas. Tampoco puede ser considerada como una cosa, una sustancia común de la que participan las personas, porque ninguna de ellas puede formar parte de nada, sea lo que fuere, pues la divinidad personal es completa. El advaita, que nos ayuda a expresar adecuadamente la «relación» Dios-Mundo, aporta de nuevo su valiosa ayuda para dilucidar el problema intratrinitario. Si el Padre y el Hijo no son dos, mucho menos son uno: el Espíritu los une y los distingue al mismo tiempo. Él es el vínculo de unidad; el nosotros en medio, o más bien, en lo íntimo. El Padre no tiene nombre propio porque está más allá de todo nombre, incluso del nombre de Ser. El Espíritu no tiene y no puede tener nombre propio, porque, en cierto sentido, está más acá de todo nombre, incluso del de Ser. El Ser y los seres —y, por tanto, toda existencia— [124]
pertenecen al reino y a la esfera del Hijo. Si, como afirman los distintos Concilios de Toledo, el Padre es fons et origo totius divinitatis (fuente y origen de toda la divinidad), si el Hijo es Dios y, como afirman los Padres griegos desarrollando la imagen, el Río que fluye de la Fuente, entonces el Espíritu es, diríamos, el Fin, el Océano ilimitado donde se completa, descansa y se consuma el flujo de la vida divina (plenitudo et pelagus totius divinitatis). Mientras no se ha recibido el Espíritu, es imposible comprender el mensaje aportado por el Hijo y alcanzar con ello la θέωσις (theōsis), la divinización que el Espíritu realiza en el Hombre. Indudablemente, el pensamiento hindú está especialmente preparado para contribuir a la elaboración de una más profunda «teosofía» del Espíritu. ¿No es precisamente la aspiración fundamental del hinduismo esforzarse por el descubrimiento y la realización del Espíritu? No pueden tenerse «relaciones personales» con el Espíritu. No se puede alcanzar al Trascendente, al Otro, cuando se está orientado hacia el Espíritu. No se puede orar al Espíritu como si fuera un objeto aislado de nuestra oración. Solo se puede tener una unión no relacional con él. Solo se puede orar en el Espíritu, dirigiéndonos al Padre por medio del Hijo. Es más bien el Espíritu el que ora en nosotros. Cuando se emprende el camino del Espíritu, solo se puede alcanzar el fundamento extraóntico de todo. Pero el fundamento del Ser no es ya el Ser. La contemplación en el Espíritu no tiene contenido intelectual. Hacia este Espíritu apunta la mayor parte de las afirmaciones upaniṣádicas sobre lo Absoluto, cuando son contempladas en su luz más profunda. Como ejemplo podrían citarse muchas páginas de las Upaniṣad. En realidad, ¿qué es el Espíritu sino el ātman de las Upaniṣad, que se afirma idéntico a brahman, aunque esa identidad solo pueda ser existencialmente reconocida y afirmada una vez que se ha alcanzado la «realización»? «Al principio ya existía la Palabra», afirma el Nuevo Testamento. «Al final será el ātman», añade la sabiduría de este Testamento cósmico, cuyo canon no está todavía cerrado. El fin de todo Hombre es reconocer que ātman es idéntico a brahman. El Hombre se encuentra, por así decir, bajo el arco que se tiende entre el Dios trascendente y la Divinidad inmanente. El Mediador (cuyo nombre es desconocido) es el que une ātman y brahman mediante el «puente supremo» (pontifex maximus). Un conocido versículo sánscrito podría traducirse de la siguiente forma: «Aquel que sabe que brahman existe tiene solo un conocimiento indirecto; aquel que sabe “yo soy brahman” tiene en cambio un conocimiento directo». Es falso decir «yo soy brahman» en la medida en que no sea brahman quien lo dice. El único que permite hablar así es el Espíritu y la palabra que lo dice es el Logos. [125]
La espiritualidad del Espíritu es totalmente diferente de la espiritualidad del Verbo. Ni por la palabra ni por la acción se puede alcanzar al Espíritu. La fe en el Espíritu no puede estar revestida de estructuras personalistas. No consiste en el descubrimiento de Alguien, y menos aún en un diálogo con ese Alguien. Consiste más bien en la «consciencia» de que estamos, por así decir, como incluidos en él, que se está ya allí, que somos (si preferimos decirlo así) conocidos y amados por él, o, mejor todavía, que estamos como envueltos, como sumidos en el conocimiento y en el amor, en la belleza en la que hemos penetrado con gozo. Es una especie de pasividad total: no hay ya ningún ego que salvar, pues comprendemos que hay un Yo que nos llama con un nombre nuevo y completamente oculto. La espiritualidad del Espíritu nos descubre en el misterio el horizonte sobre el que emerge el Yo; un Yo que no es el Espíritu, sino el Padre a través del Hijo. Pero es la espiritualidad del Espíritu la que hace posible este descubrimiento, y precisamente por esta razón el «nombre» es siempre nuevo y oculto. Su único camino es el camino del silencio; silencio de palabras, sin duda, pero también de deseos, de acción, silencio, en última instancia, de ser, de querer ser, el silencio total de la voluntad de ser, porque no es por la carne ni por la sangre ni por la voluntad del hombre como se llega a ser lo que se es (lo que se llegará a ser, para quien se sitúe en el plano temporal). La fe en el Espíritu no puede formularse; también es silencio. Vivir la vida según el Espíritu es la existencia auténtica. Por ese motivo, hasta que no hayamos llegado ahí, no puede ser vivida de forma total. Necesita ser complementada con otras espiritualidades, especialmente con la de la Encarnación. Esta complementariedad no significa que las vías del Verbo y del Espíritu no sean completas en sí mismas, sino que nos muestra que la existencia humana temporal está condicionada por la ausencia de unidad entre la vía del Verbo y la del Espíritu. La función de una espiritualidad perfectamente equilibrada es propiamente la integración de ambas vías. La vía del Espíritu, en efecto, sin su integración trinitaria, conlleva un cierto riesgo de desencarnación. Sin embargo, no hay razón alguna para interpretar la vía negativa o apofática, constitutiva de la espiritualidad del Espíritu, como desencarnada o «espiritualizada». Puesto que el Espíritu es santificador y purificador, la vía del Espíritu solo puede ser expoliación y negación de todo lo que todavía no es. Es necesario negar continuamente todo lo que pertenece al ámbito de la criatura para realizar la transformación. La expresión upaniṣádica de esta espiritualidad es neti, neti: no hay que tener miedo a la negación. Todo lo que puede ser existencialmente negado es, por ese mismo hecho, pura potencialidad de ser y consecuentemente no [126]
es. El Ser, que realmente es, no puede ser aniquilado, como tampoco el principio de contradicción puede ser contradicho, sin haberlo supuesto previamente. Es posible negar el Ser, pero no eliminarlo, destruirlo. El suicidio solo le es posible al mortal, pero el Ser es inmortalidad. El temor a la negación total de sí mismo (negación exigida por todo auténtico ascetismo y que solo puede realizarse en y por el Espíritu) es una clara prueba de que este sí mismo, que teme, no es el real y auténtico tú. Solo pretende «ser hombre» quien no lo es: el adolescente, por ejemplo, o el vanidoso. Quien es verdaderamente hombre no se preocupa en absoluto por aparentarlo. Hay que apresurarse a desembarazarse de lo que se teme perder. Este mismo temor es un signo de la carencia de valor de aquello cuya pérdida se teme. La «vida» que puede perderse no es la Vida. Tampoco la existencia que puede perderse es verdadera existencia. Renunciar a todo por amor (que es más fuerte que la muerte) es una nimiedad para quien verdaderamente ama. El verdadero ascetismo comienza con la supresión del miedo a perder aquello que puede perderse. El asceta no tiene miedo. El Espíritu nos sitúa en la única perspectiva auténtica, trastocando todas aquellas perspectivas desde las cuales, por nuestra condición de criaturas y, sobre todo, a causa de la «caída», solemos ver las cosas. Solo en el Espíritu hay verdadera μετάνοια (metanoia), conversión, retorno, cambio de νοῦς (nous), mente, y γνῶσις (gnōsis), conocimiento. El Espíritu no cambia solo nuestros «valores» morales, no transforma únicamente nuestra visión mental de las cosas, sino que renueva en nosotros la «religión» y la espiritualidad. El Espíritu viene después de la Cruz, después de la Muerte. Opera en nosotros la Resurrección y nos hace pasar a la otra orilla. Decimos orilla y no mundo, porque toda orilla es orilla porque hay la otra. La inversión que el Espíritu provoca es total. La sabiduría de este mundo se convierte en locura y el misterio de la Cruz en verdadera sabiduría. El Espíritu lleva al Hombre a darse cuenta de que no es un yo (ego) sino un tú (te), que solo es en la medida en que el único Yo (Ego, Aham) lo llama tú: «Yo, Yahveh, te llamé en justicia» (Is 42,6); – nunca en nominativo, que no sería posible; – sino en vocativo, para darte tu verdadero ser que es ser llamado (a la existencia): «Tú eres hijo mío, yo te he engendrado en este día» (Sal 2,7); – en acusativo, porque te llamo a una relación íntima: «Yo, Yahveh, te llamé» (Is 42,6); – en dativo, porque a ti se te confía la misión de reunir a todos los [127]
hombres en comunidad: «Te daré por herencia las naciones» (Sal 2,8); «por posesión los confines de la tierra», «Te tomo de la mano [...] para alianza del pueblo, para luz de las naciones» (Is 42,6 y 49,6). Y por último, – en ablativo, porque veo en ti un instrumento para servicio del mundo y culminación de la creación: «Para abrir los ojos a los ciegos» (Is 42,7). El Espíritu nos hace comprender las Escrituras. El Espíritu, por ejemplo, nos lleva a comprender que, cuando está escrito para nuestros torpes oídos y nuestros corazones de piedra que «el Verbo se hizo carne», es en realidad la carne la que se hace Verbo, porque el descenso de Dios, como diría santo Tomás, no puede ser real, mientras que, por el contrario, nuestro ascenso a la divinidad puede ser absolutamente real. Esto es verdad no solo para nosotros, sino también para el Verbo, de quien no se puede ciertamente afirmar que, tras haber pasado tranquila y sosegadamente en su cielo innumerables eones de tiempo, haya decidido un buen día «descender» aquí abajo. La verdad es, en cambio, que él —el Unigénito del Padre— era a principio aeternitatis, el primogénito de la Creación, el Primer Principio de todas las cosas, antes incluso de la fundación del mundo, el Cordero inmolado desde el origen del tiempo. Pues ¿qué es verdaderamente la Creación sino una invitación a entrar en el misterio de Dios por Cristo en el Espíritu? En la medida en que el hombre no haya tenido la experiencia, de una u otra forma, de ser un tú pronunciado por Dios; en la medida en que no haya descubierto con el asombro de un niño (pues está lleno de misterio) que él existe precisamente porque el Yo llama (y nos llama por nuestro nombre, porque aquí el nombre representa nuestra esencia, nuestro ser), no alcanzará la profundidad de la vida en el Espíritu. El Espíritu nos hace gritar Abba, Padre, porque en última instancia solo hay un Tú del Padre, que es el Hijo. El Padre nos llama con la misma «llamada» con que llama a su Hijo. En Dios no hay multiplicidad. No puede haber dos «llamadas» ni dos «palabras» en Dios. Somos solo en la medida en que participamos del Logos. Todo ser es una cristofanía y solo una cristofanía. La concepción «psicológica» agustiniana de la Trinidad es bien conocida: somos, conocemos, queremos (o amamos): yo estoy conociendo y amando, me conozco en cuanto soy y en cuanto amo, quiero ser y conocer.4 Una inspirada concepción, sin duda alguna, que nos capacita para aproximarnos al misterio divino a partir del Hombre mismo, imagen de la Trinidad, en lo más íntimo y más verdadero de su ser. Sin embargo, no obstante su validez, su antropomorfismo es obvio: el Padre, Ser; el [128]
Hijo, Intelecto; el Espíritu, Amor, mens, notitia, amor (o también memoria, intelligentia, voluntas). Ahora bien, lo que yo quisiera atreverme a proponer —con el Evangelio en la mano y en el corazón— es lo siguiente: el Padre, Fuente, el Yo; el Hijo, Ser, el Tú; el Espíritu, retorno al Ser (Océano del Ser), el Nosotros. La fórmula trinitaria paulina de Dios, aquel «que está sobre todos, mediante todos actúa y está en todos» (Ef 4,6) nos proporciona la clave: ᾽Επὶ πάντων (Epi pantōn): super omnes, sobre todos, la Fuente del Ser, que no es el Ser, puesto que si lo fuera sería el Ser y no su Fuente: el Yo último. Διὰ πάντων (Dia pantōn): per omnia, a través de todo, el Hijo, el Ser y el Cristo, por quien y para quien todo fue hecho, porque los seres participan del Ser: el Tú todavía disperso en los múltiples tú del universo. ᾽Εν πᾶσιν (En pasin): in omnibus, en todos, el Espíritu, la inmanencia divina y, en el dinamismo del acto puro, el fin (el retorno) del Ser. Por esa razón, el Ser —y los seres— solo existen en cuanto proceden de la Fuente y continúan fluyendo en el Espíritu: el nosotros, en cuanto nos reúne a todos en la comunión integrada de esa perfecta realidad.
1. Cf. «The Gospel of Truth», en H. W. Attridge y G. W. MacRae (eds.), The Coptic Gnostic Library: A Complete Edition of the Nag Hammadi Codices. Nag Hammadi codex i: the Jung codex, Leiden, Brill, 2000, págs. 55-122; «The Son is his name» (ibid., pág. 113). (N. del T.) 2. Opera omnia, vol. 9 [Ordinatio III, dist. 1-17], ed. por B. Hechich, B. Huculak, I. Percan y S. Ruiz de Loizaga, Ciudad del Vaticano, Typis Vaticanis, 2006). (N. del T.) 3. Cf. De tribus principiis oder Beschreibung der Drey Göttliches Wesens (Sobre los tres principios de la esencia divina). (N. del T.) 4. Cf. «Y las tres cosas que digo son: ser, conocer y querer. Porque yo soy, y conozco, y quiero: soy esciente y volente y sé que soy y quiero y quiero ser y conocer», Las confesiones, XIII, 11, 12 (Madrid, BAC, pág. 563). (N. del T.)
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III LA TRINIDAD RADICAL Ya hemos dicho que la realidad trinitaria se ha vivido como una experiencia de fe antes de ser formulada como doctrina. Aquí vendría a cuento la crítica de Agustín a aquellos exegetas de las Escrituras «qui verba perpendunt et a rebus maxime divinis íntelligendis longe remoti sunt» (que escudriñan en exceso las palabras, pero que están lejos de entender su sentido, en especial cuando se trata de cosas celestes; In Evangelium Ioannis tractatus centum viginti quatuor, XXV, 4). La experiencia de la realidad trinitaria ha recorrido una historia fascinante aún por estudiar. La intuición tripartita parece ser una invariante humana. Aparece en una visión triádica tanto de la realidad (lo divino, lo humano y lo cósmico) como del hombre (cuerpo, alma, espíritu) y del mundo (espacio, tiempo, materia). Nos centraremos exclusivamente en la maduración de la experiencia trinitaria en los dos milenios de la historia cristiana, como ejemplo que, con los necesarios distingos, podría ser útil para estudiar otras tradiciones. La experiencia puede ser o no ser la misma, pero su interpretación debe forzosamente inscribirse en el horizonte cultural de cada época, en el mito dominante en cada momento. El impacto de la experiencia de Jesús en las primeras comunidades llevó a preguntarse acerca de a quién llamó Jesús Padre suyo. Se interpretó entonces como una revelación de la vida íntima de Dios, del Dios trascendente: la Trinidad inmanente. Poco a poco, cuando el fin de la humanidad no llegaba y hubo que preocuparse más por las cosas de este mundo, en particular cuando el cristianismo adquirió fuerza y responsabilidad política, la mente cristiana se vio obligada a querer entender mejor la relación de este Dios trinitario con el mundo. Se empezó, por tanto, a conjeturar que esta Trinidad divina no era un deus otiosus en su Olimpo, sino que estaba de alguna manera presente en lo que en las tradiciones abrahámicas suele llamarse creación: la Trinidad económica. El temor de Occidente al fantasma del panteísmo, por una parte, y la prudente preocupación por defender la absolutidad divina y la creaturalidad del mundo, por otra, retardaron el tercer paso, que ahora la consciencia humana, ya madura, al parecer acepta: la Trinidad radical. Desde el punto de vista de una sociología del conocimiento podríamos aventurar que tanto la «secularidad sagrada» que está [130]
apuntando en nuestros días como la consciencia «ecológica» (que prefiero denominar ecosófica), así como la sospecha de que la civilización actual no parece tener futuro, preparan el terreno a la visión cosmoteándrica en la que, más allá del «teandrismo» tradicional, también el cosmos se ve llamado a la ἀποκατάστασις (apokatastasis), «restauración» (Hch 3,21) y a la ἀνακεφαλαίωσις (anakefalaiōsis), «recapitulación» (Ef 1,10), por citar a los santos Pedro y Pablo. Desde un punto de vista cristiano, se trata de un crecimiento en la comprensión del dogma. Desde una perspectiva de las religiones orientales, no hacemos sino explicitar lo que casi todas ellas han sostenido, a saber, la vinculación constitutiva entre el cielo, la tierra y el hombre. Y algo análogo puede decirse de las religiones africanas, a las que les son ajenas las dicotomías del monoteísmo abrahámico. Dicho de otro modo, el mundo moderno de matriz predominantemente occidental ha creído liberarse de un Dios trascendente por medio de su prodigiosa tecnociencia. Dicho gráfica y simplemente: un pararrayos es más eficaz que una candela a santa Bárbara, el teléfono es más práctico que la telepatía y los planetas se mueven sin necesidad de que los empuje un ángel. Además, Dios está con el ejército más fuerte, comprendieron inmediatamente los políticos. Dicho filosóficamente, el mal existe. Pero después del entusiasmo del ateísmo práctico, o quizá por haber descubierto inconscientemente el ἔτυμον (etymon, «verdad») de la palabra usada (ένθεος, entheos), el mundo moderno empieza a vislumbrar que aquel «Dios» desterrado por superfluo debería de nuevo «encarnarse», aunque de otra forma. Quizá Dios y Hombre deberían encontrarse a mitad de camino, precisamente en el terrenal. Ese sería el trasfondo de este tercer paso. Esta noción de la Trinidad radical es fruto de lo que hemos llamado una experiencia teantropocósmica, que por respeto a la tradición y para evitar la cacofonía hemos denominado cosmoteándrica. La integración de la aventura trinitaria en toda la Realidad no mengua ni la trascendencia divina ni la diferencia entre Dios y el Mundo, de manera análoga a como la unidad trinitaria no elimina la diferencia entre las personas divinas. «Teandrismo» es el término clásico y tradicional para designar esa unidad íntima y plena entre lo divino y lo humano, que se realiza paradigmáticamente en Cristo y que es la meta a la que todo este mundo tiende, por Cristo y en el Espíritu. El término teandrismo indica con suficiente claridad estos dos elementos de toda espiritualidad: el elemento humano, que sirve de punto de partida, y el factor transhumano, que lo vivifica desde el interior y es [131]
su consecuencia trascendente. Esta palabra es en realidad cristiana, pero no es una noción exclusiva de la tradición cristiana. Al contrario, está presente como el fin hacia el que tiende la consciencia religiosa de la humanidad y también como la interpretación más adecuada de la experiencia mística. El hombre ha sido visto en la mayoría de las tradiciones más como un ángel caído o un ser que viene de Dios que como un animal evolucionado. Su destino es volver al origen de donde ha venido: el regressus de la Escolástica. El símbolo cristiano es Cristo —Dios y Hombre—. «Quien quiere hacer de ángel, hace de bestia», escribió Pascal (Pensées, n.° 571, ed. de M. Le Guern, París, Gallimard, 22004, pág. 370). Podríamos añadir: «Quien pretenda ser bestia nunca va a lograrlo», pues la luz divina brilla en nosotros y sobre nosotros, nos envuelve y nos transforma desde dentro. «Quien aspira a hacer de hombre», y solo de hombre, termina inevitablemente bestia (en el sentido pascaliano de las palabras), pues un hombre es mucho más que una «caña pensante». El Hombre, en efecto, «sobrepasa infinitamente al hombre». Su ser no puede reducirse a una pura «naturaleza teórica», que tendría su propio fin natural y requeriría una nueva intervención de Dios para elevarlo al llamado estado sobrenatural. La «vocación» que ha llamado al Hombre a ser lo destinó, desde el principio, a ser Hijo de Dios, uno con el Hijo único. Considerar al Hombre como un simple «animal racional» es tanto como negarle el derecho a su verdadero fin, y privarlo completamente de la esperanza de alcanzarlo. Podríamos también decir que significa alienarlo, hacer de él algo distinto de lo que es por aspiración y llamada divina, algo que, en una palabra, ya no es hombre; significa imponerle un destino y una llamada que lo degradan. En la esfera antropológica el significado de la espiritualidad teándrica es claro. Representa una síntesis armoniosa, la mejor posible, entre las tensiones de la vida: entre el cuerpo y el alma, el espíritu y la materia, lo masculino y lo femenino, la acción y la contemplación, lo sagrado y lo profano, lo vertical y lo horizontal. Podríamos decir que el significado fundamental del teandrismo consiste en la comprensión del hecho de que el Hombre posee una capacidad infinita, que lo une con el límite asintótico llamado Dios; o, en otras palabras, que Dios es el fin, el límite del Hombre. Una espiritualidad teándrica consigue eludir el antropomorfismo, por un lado, y el «teologismo», por otro. Busca restablecer una visión adual de estos dos polos de la realidad, que se difuminan y desvanecen cuando son considerados de forma aislada. Una antropología puramente empírica y a ras de tierra degrada al Hombre, mientras que una teología [132]
exclusivamente «revelacional» destruye a Dios mismo. Hombre y Dios no son ni uno ni dos. El teandrismo es esa intuición que la mayoría de los pensadores de todos los tiempos han captado y manifestado, aunque al hacerlo hayan subrayado frecuentemente, como reacción, uno de los polos en detrimento del otro, o hayan utilizado terminologías muy diversas y hasta insuficientes para sostener la tensión entre ambos polos de la realidad. El equilibrio de la balanza se altera cuando se deja de mirar a su fiel; si miramos a Dios nos cegamos, si miramos al Hombre nos aturdimos. Pero, como hemos indicado ya, ha llegado el tiempo de integrar el Cosmos en esta aventura. Nos referimos a la espiritualidad teantropocósmica. La elaboración positiva de una visión cosmoteándrica de la realidad es una tarea que nuestra época debe realizar. No es suficiente admitir una apertura a Dios o una relación extrínseca del Hombre o del Cosmos con la Divinidad. Se trata de descubrir las líneas directrices y los vectores de la totalidad de la realidad dada. Decir que el hombre empírico es «contingente» o insuficiente, y contentarse con la afirmación complementaria y no cualificada de que Dios es «necesario» y totalmente suficiente, no basta. Hacerlo significaría interpretar erróneamente al hombre y postular un deus ex machina artificial. No se trata de un hombre imperfecto, por un lado, y de un Dios perfecto, por otro, sino más bien de una realidad cosmoteándrica existente en todo tiempo y en toda situación. Un Dios «puramente trascendente» es una abstracción del mismo género que un hombre «puramente independiente», o un mundo que se sostiene a sí mismo. No hay tres realidades: Dios, el Hombre y el Mundo; pero tampoco hay solo una: Dios o el Hombre o el Mundo. La realidad es cosmoteándrica. Es nuestra forma de mirar lo que hace que la realidad nos aparezca a veces bajo un aspecto y a veces bajo otro. Dios, Hombre y Mundo están, por así decir, en una íntima y constitutiva colaboración para construir la realidad, para hacer avanzar la historia, para continuar la creación. No se trata del hecho de que el Hombre esté trabajando duramente aquí abajo, mientras Dios lo supervisa desde las alturas para recompensarlo o castigarlo y que el Mundo permanezca impasible a las elucubraciones de la mente humana. Hay un movimiento, un dinamismo, un crecimiento en lo que los cristianos llaman el Cuerpo místico de Cristo y los buddhistas dharmakāya, por citar solo un par de ejemplos. Dios, Hombre y Mundo están comprometidos en una única aventura y este compromiso constituye la verdadera Realidad. Quisiera hacer una última observación. Demos por descontado que [133]
relatividad no es lo mismo que relativismo. Subrayar la relatividad de las espiritualidades y religiones, como también de las actitudes humanas básicas que las subtienden, no significa nivelar y reducirlo todo a una especie de igualitarismo amorfo. Análogamente, no se trata tampoco de juzgar ningún tipo de espiritualidad. Quien se encuentre satisfecho y convencido de su actitud humana fundamental (religión, espiritualidad, etc.) debe seguirla sin atormentarse con escrúpulos inútiles. Sería fatal para él que una falsa ambición de perfección artificial generara en su consciencia inhibiciones y represiones que resultan invariablemente perniciosas. La síntesis que buscamos, y que consiente que toda religión y todo creyente lleguen, en una síntesis teándrica, a la plenitud de la fe y de la experiencia mística, es de un orden totalmente distinto. A lo que aquí aludo es nada menos que a una nueva autoconsciencia, por así decir, por parte de la humanidad, cuyos principios y perfiles han sido entrevistos hace ya tiempo, pero que ahora, poco a poco, se presentan más claramente a nuestros ojos. Esto es lo que constituye el apasionante καιρός (kairos) del momento histórico que estamos viviendo. No se trata, en estas páginas, de elaborar un estudio de esta síntesis cosmoteándrica de las diferentes espiritualidades, o vías místicas, que he descrito someramente, sino más bien de sugerir algunas ideas sobre este tema mediante un procedimiento inverso, señalando las desviaciones fundamentales que pueden introducirse en cada una de estas tres vías, si son seguidas de forma exclusiva y sin las necesarias referencias recíprocas. Toda clase de particularismo que se limitase a una u otra de estas actitudes, desdeñando el resto y olvidando la complementaria y esencial interconexión, conduciría inevitablemente a una espiritualidad rígida y unilateral. Estas deformaciones provienen de la pérdida de armonía entre las tres dimensiones de la Realidad. Cuando se independizan y desconectan entre sí se verifican los extremismos que mencionaremos muy sumariamente. Un θεός (theos) aislado y solitario o que se vuelve superfluo y desaparece (ateísmo), o también que se convierte en una nada absoluta como reacción a una Existencia absoluta, que convierte toda la creación en pura ilusión, lleva al nihilismo absoluto. Un ἄνθρωπος (anthrōpos) autosuficiente y rey indiscutible de la creación, no solo acabará destruyéndola, sino que se aniquilará también a sí mismo, en cuanto el hombre no puede tolerar que otros hombres, semejantes suyos, también pretendan ser lo que los «mejores» de entre ellos creen ser. Es la guerra de todos contra todos, puesto que si el hombre [134]
es absoluto tanto lo es un individuo como otro: el humanismo antropocéntrico. Un κόσμος (kosmos), única realidad absoluta de la que el hombre no es más que criatura suya, un producto de su evolución, sin ningún principio superior, se convierte en un mundo divinizado que rige todo en virtud de leyes que él mismo se ha dado: el materialismo angélico. Daremos solo unas breves pinceladas. a) NIHILISMO El nihilismo representa una de las conmociones más profundas que el mundo occidentalizado experimenta en la actualidad. Sin duda, nuestra época se rebela, a menudo con violencia, contra la idolatría de hecho que cree encontrar en todas las religiones, sean del tipo que sean. En realidad, al hombre moderno le importa muy poco si el ídolo es el Dios verdadero y si las fórmulas que tratan de Dios son verdaderas (¿no hay más realidad, y por tanto más divinidad, en un ídolo de piedra cuando se le adora sinceramente que, por ejemplo, en el concepto de la Trinidad cuando no es re-creado mediante una fe viva?). Como consecuencia, un número creciente de hombres de innegable valor espiritual y moral niega y rechaza las afirmaciones tradicionales referentes a la existencia y naturaleza de Dios. El mundo está descubriendo los valores positivos del ateísmo. Es básicamente la sed de infinito que experimenta el Hombre lo que se descubre en las raíces del clima nihilista de nuestros días. Dios no puede ser exclusivamente un ídolo, ni simplemente una persona, ni el Otro por excelencia, ni siquiera el Ser Supremo. La seriedad misma con la que el hombre moderno toma consciencia de este deseo de verdad lo induce a la búsqueda apasionada mucho más allá de todo lo conocido, lo cual lo lleva a recusar cualquier intermediario y a rechazar inexorablemente toda vana consolación, todo premio, toda recompensa, toda esperanza. Efectivamente, los valores religiosos, presentados demasiado a menudo sin suficiente referencia a la totalidad del misterio, le parecen remedios engañosos y mediocres, válidos solo para mentalidades inmaduras y poco evolucionadas. No están, además, tan lejos de la verdad esos nihilistas que pretenden que la nada, el vacío absoluto, sea la última palabra en lo tocante al misterio. No están fuera de la οἰκουμένη (oikoumenē) estos ateos que rechazan al Dios-ídolo tan frecuentemente venerado por las religiones. Al contrario, son los testigos de una espiritualidad que se dirige al Padre, pero a un Padre «separado» de la Trinidad viva. Dan testimonio de la verdad de que nadie ha visto jamás a Dios, porque en última instancia no hay nada que ver. [135]
Hay que añadir que ni el ateísmo como doctrina ni el nihilismo como «espiritualidad» responden a la actitud religiosa profunda que la humanidad está ahora gestando y buscando con pasión. Representan, sin duda, una dimensión que debe estar integrada en esa síntesis que hemos llamado cosmoteándrica. Después de todo, ¿no hubo un tiempo en el que fueron los cristianos quienes eran llamados ateos, precisamente por rechazar a los Dioses? Otro ejemplo de esta dimensión espiritual puede encontrarse en el buddhismo: es en la espiritualidad del Padre donde el buddhismo puede encontrar su integración. El buddhismo se sitúa en el ámbito de una espiritualidad cosmoteándrica y subraya con insistencia que hablar del misterio último es una insensatez, que querer manipular la Realidad, incluso con la inteligencia, es una blasfemia, y que el silencio que corresponde al vacío (śūnyatā) es la base y el origen de toda palabra, de todo pensamiento y de todo ser. b) HUMANISMO No es una casualidad que la criptoherejía más característica de Occidente desde la Edad Media haya sido y sea todavía el humanismo. La explicación es simple. Por una parte, el humanismo es una saludable reacción contra un excesivo énfasis en lo escatológico y contra un cierto sobrenaturalismo antinatural. Por otra, es una tentación constante para una humanidad que ha alcanzado ahora la edad de la reflexión, porque reduce toda la vida humana, y por tanto la religión, a la perfección antropocéntrica del Hombre. Una religión simplemente humanista es una religión de compromiso, corre el riesgo de reducirse a un mero moralismo y de eliminar de la espiritualidad su dimensión más profunda. Toda espiritualidad auténtica, podríamos decir, está centrada en el punto de llegada (Dios) y no en el punto de partida (el Hombre). Se fundamenta en la unión existente entre los dos polos de la existencia humana —lo creado y lo increado— y no en un dualismo que los confrontaría oponiéndolos uno al otro (por ejemplo, los «pares» [dvandva] teología-filosofía, sobrenatural-natural, sagrado-profano, ciudad de Dios-ciudad del Hombre, bien-mal, Dios-Hombre, etc.). Aquí podríamos recordar el ideal hindú de nirdvandva, abolición de todo dualismo, y la visión paulina de Cristo como «aquel que hizo τὰ ἀμφότερα ἓν (ta amphotera hen), que el dualismo fuera uno» (Ef 2,14: «El que de los dos pueblos hizo uno»). La religión no es el opio del pueblo, pero tampoco es pan, aunque a veces haya que ofrecer pan y aunque un poco de opio pueda ser en ocasiones saludable si no hay otro remedio. No puede reducirse la religión a un mero humanismo. No puede eliminarse del misterio de Cristo la [136]
dimensión del Padre en la que encuentra su plenitud y su consumación. La religión no es simplemente antropomorfismo. El paraíso no se encuentra en la tierra y el santo no es necesariamente el hombre perfecto, humanamente hablando. La religión no es una especie de humanismo, e incluso la expresión «humanismo cristiano» es contradictoria, como he intentado explicar en otra parte.1 Lo mismo podría decirse de cualquier otra religión. La religión, no obstante, a pesar de la ambigüedad del término, es lo que hace al hombre salir de su narcisismo y lo obliga a dejar de creerse el centro del universo, salvándolo de la asfixia de la mera temporalidad, diría el hinduismo. La «religión» es lo que nos permite descubrir nuestra impermanencia y vaciedad, liberándonos de todo egoísmo y dolor, comentaría el buddhismo. Podríamos así parafrasear el mensaje de toda religión, que es precisamente tal por elevar al hombre por encima de sí mismo. Si la actitud espiritual del humanismo es unilateral y, por tanto, peligrosa, falsa además en su pretensión de ser la única espiritualidad verdadera, el dualismo, que constituye su presupuesto, es un error doctrinal paralelo al ateísmo. Sin embargo, la actitud humanista ofrece un incesante testimonio de la suprema dignidad de la vida humana sobre la tierra y nos recuerda que la libertad personal es un elemento esencial de toda espiritualidad. c) MATERIALISMO Es preciso recurrir a una cierta crítica irónica para percatarse de la paradoja de que la concentración exclusiva en la realidad material lleva a espiritualizarla tanto que la convierte en divina. Si la materia lo es todo, esta termina por asumir poco menos que automáticamente los atributos del Espíritu. Cuando se proyectan en el Cosmos los valores que el hombre no puede dejar de reconocer, la materia misma se convierte en el fundamento de todos estos atributos. El hombre no puede negar que piensa, que reflexiona, que posee una conciencia moral, que interpreta el mundo, etc. La Materia se convierte en el equivalente homeomórfico del Espíritu. Eliminados el Dios-Padre y el Dios-Hijo, que implican siempre una relación constitutiva (no hay padre sin hijo, no hay Dios sin Hombre, y viceversa), el Dios-Espíritu puede ser absoluto al igual que la Materia. Todo es Espíritu (Dios-Espíritu), todo es Materia (Materia deificada) son, de hecho, afirmaciones monistas que se dan y que se han dado en las culturas humanas. Los extremos se tocan: el monismo espiritual y el material. El espiritualismo a ultranza puede desembocar fácilmente en un [137]
materialismo monista. Es significativo que la Iglesia se haya mostrado generalmente mucho más severa con los movimientos espiritualistas que con las corrientes de signo opuesto. Es el peligro del «angelismo», que aflora bajo nombres y formas diversas: montanismo, quietismo, jansenismo, esoterismo, puritanismo, etc. Corruptio optimi pessima, la corrupción de los mejores es la peor. ¿No es este el mayor escollo de todas las religiones? Una auténtica espiritualidad trinitaria del Espíritu es de importancia capital en nuestros días, puesto que la evolución de Occidente y el correlativo auge de los valores materiales que se observa actualmente en Oriente arrastran a la humanidad a la pérdida de la interioridad y al rechazo de la primacía de lo espiritual (lo cual, sin embargo, no significa sostener su dominio exclusivo). De nuevo parece evidente la importancia de la espiritualidad trinitaria radical. Sobre este punto ciertos aspectos de las religiones orientales pueden aportar una contribución valiosa, al recordarnos insistentemente la realidad del Espíritu y hacernos conscientes de su papel primordial en la vida humana. Si la espiritualidad del Espíritu se desvincula de su integración en la Trinidad, se cae en el error doctrinal del panteísmo. El panteísmo da testimonio, ciertamente, de nuestra vida y de nuestra existencia en Dios, «en él vivimos, nos movemos y somos» (Hch 17,28), pero ignora que nuestra vida está siempre en un proceso en devenir, in fieri, que llega a ser; ignora que existe en nosotros un impulso hacia lo infinito que nos lleva a participar libremente en la aventura de la realidad, en la περιχώρησις (perichōrēsis) de la Trinidad radical. El panteísmo es monismo. La realidad, en cambio, venimos diciendo, es trinitaria. Quizá ahora resulte más comprensible lo que queremos decir con nuestro discurso sobre la Trinidad radical. Y la llamamos radical porque intenta llegar a las raíces mismas de toda la Realidad. Con ello no se rechaza en absoluto la Trinidad inmanente de un Dios trascendente ni la Trinidad operante de un Dios creador. Ambas se asumen en esta visión trinitaria de la Realidad que hace posible que las llamadas criaturas no sean meramente sombras de un Dios absoluto, cuando no meras apariencias. Siendo así las cosas, tanto Dios como el Hombre y el Mundo son, en el fondo, abstracciones hechas por nuestra mente de una realidad trinitaria, o bien, teantropocósmica. Una espiritualidad humana madura (por seguir utilizando esta expresión) no será entonces un juego dialéctico entre estas tres formas de vida o la especialización reduccionista en una de las tres formas [138]
esbozadas. El juego dialéctico lleva a la esquizofrenia o al compromiso entre «seguir a Dios», «cultivar al Hombre» o dedicarse a «conocer el Mundo». La especialización, como ya hemos dicho, nos lleva al nihilismo, al humanismo y al materialismo. La síntesis armónica que sostenemos es más bien un juego dialogal (pues somos hombres) entre estas tres dimensiones constitutivas de la Realidad, que no es ni monista ni dualista. Esta espiritualidad combina en síntesis armónica las tres dimensiones de nuestra vida. En ella hay contemplación, que es algo más que pensamiento; acción, que no limita su horizonte a la construcción de la ciudad eterna —Dios, que no es únicamente un Juez o un Ojo escrutador—; amor, que sobrepasa todo sentimentalismo; oración, que no se limita a la petición y tampoco a la alabanza, sino que es también silencio; apofatismo, que no desemboca en nihilismo; espacio y tiempo, que no son pasajeros sino que son dinamismo creador; y, sobre todo, inteligencia, que hace que podamos hablar consciente y responsablemente de todo ello. Una espiritualidad cuya más simple expresión sería: el Hombre es algo más que «hombre»: es un misterio cosmoteándrico. Dios, el Hombre y el Mundo están comprometidos, aunque cada uno a su manera, en la misma aventura. Y ahí reside nuestra dignidad.
1. Cf. R. Panikkar, «El cristianismo no es un humanismo», en Arbor 62 (1951), págs. 165-168. (N. del T.)
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SEGUNDA SECCIÓN EL HOMBRE, UN MISTERIO TRINITARIO*
* Este escrito se publicó por primera vez en edición alemana como «Der Mensch, ein trinitarisches Mysterium», en R. Panikkar y W. Strolz (eds.), Die Verantwortung des Menschen für eine bewohnbare Welt im Christentum, Hinduismus und Buddhismus, Friburgo, Herder, 1985, págs. 147-190 (Veröffentlichungen der Stiftung Oratio Dominica), obra que recoge las ponencias del Congreso, organizado por la Stiftung Oratio Dominica, celebrado en noviembre de 1984 (St. Märgen, Friburgo de Brisgovia). Nuestro texto es traducción (de Victorino Pérez Prieto) de la edición italiana preparada por Paulo Barone y Lucia Nuzzi para la Opera Omnia VIII, Milán, Jaca Book, 2010, págs. 127-164, revisada y ampliada por el mismo Raimon Panikkar.
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I PREMISAS 1. CONTEXTO El ámbito de esta reflexión se propone ser amplio y envolvente, y precisamente en una doble modalidad: a) Desea abarcar los últimos 6 000 años de experiencia humana. Nos encontramos en un giro de la historia mundial (lo cual no significa solo de la historicidad humana) y parámetros más pequeños de tiempo son inadecuados. Este es, por lo demás, el contexto indicado para un encuentro en las profundidades de las tradiciones humanas, o sea, de las religiones, evitando la comparación superficial entre productos acabados, es decir, teorías fuera de su Sitz im Leben e intuiciones humanas fundamentales no auténticas. Podría ilustrar mi intención tomando como ejemplo nuestra actitud concreta y pasiva aquí, en St. Märgen, en la Selva Negra, con respecto a la liturgia de los dos días pasados, celebrada desde hace más de 4 000 años, en especial en el área mediterránea, y que ha desarrollado un papel importante en la vida de los pueblos. El hecho de que nosotros no hayamos tomado parte, quizá por pertenecer a confesiones diferentes, me parece una señal de nuestra debilidad y de la alienación de los intelectuales con respecto a la vida de los pueblos. Ayer y anteayer la gente en este país, como en todo el mundo, celebraba la festividad de Todos los Santos y el Día de los Fieles Difuntos. Estos dos días de fiesta representan la consciencia de que nosotros estamos en relación con todos los boddhisattva y jīvanmukta (los santos del mundo) que comparten con nosotros el destino de toda la realidad, y estamos unidos con todos nuestros antepasados, también con los que quizá no han alcanzado la iluminación o la salvación, ya que la realidad no es ni solo el presente ni solo la de los vencedores. Lo que ha sido, ha sido y será para siempre. Los muertos están aún presentes y comparten nuestra suerte. Presencia no significa solo presente. Si queremos hablar de responsabilidad con relación al mundo, no podemos tener únicamente ante nuestros ojos lo que los periódicos nos dicen en este momento. El eco de nuestra auténtica existencia se difunde por todo el universo. El ámbito de este estudio intenta, por tanto, tener presente también la experiencia y la sabiduría de las generaciones pasadas. No se trata solo del punto de vista cristiano o hinduista, en cuanto pretende ser universal. Propiamente, estas dos tradiciones creen estar arraigadas en la aurora de los tiempos; por consiguiente, ambas pretenden estar en el origen — [141]
como, con algunas variaciones, la mayor parte de las religiones—. Los parámetros pequeños son insuficientes para nuestras problemáticas y los más grandes, al estilo de los de Teilhard de Chardin, inapropiados, porque se arriesga con ellos perder de vista al hombre. b) El ámbito al que me remito se propone abrazar al hombre en su totalidad. A menudo en simposios como este se produce solo un encuentro de ideas y doctrinas, en línea con el espíritu cartesiano. Para ser fecundo, un encuentro tiene que abarcar también otros estratos de la vida. Debe producirse un acercamiento en el fondo del corazón, de otro modo solo se discute, sin que pueda haber una fecundación recíproca, ya que no se produce ningún auténtico encuentro humano. 2. PRESUPUESTOS Con el objetivo de clarificar ese ámbito, quiero ilustrar cinco convicciones-guía que constituyen el trasfondo de mi presentación. a) La crisis de la tierra Con el comienzo de la «Nuova Scienza», después de Galileo, y en particular después de Newton, el mundo se consideró infinito —en concurrencia, en sustitución o incluso como ornamento de la infinitud de Dios—. Hoy el universo nos parece quizá ilimitado, pero en todo caso finito y de magnitud calculable: energía, mares, elementos, aire, espacio y hasta el tiempo mismo son percibidos como finitos y a menudo amenazados. La tierra ya no es una madre pródiga que se puede querer y explotar, pues posee una bondad infinita. La tierra se manifiesta oprimida y así el hombre se siente amenazado. La crisis ecológica no es una expresión vacía. b) El fracaso de la razón Después de la Revolución francesa, por mencionar una fecha reciente sin remontarnos a los griegos, la razón se mostró impotente para cumplir con su supuesta función de explicar la vida humana. Desde entonces, los problemas del mundo (guerras, hambrunas e injusticias sociales) se han multiplicado hasta el punto de hacer discutible e inadmisible la imagen del mundo propia de la ciencia. La era atómica no representa una mejoría en la consciencia de la humanidad: no sabe explicar ni la maldad ni la santidad. No propongo aquí una confianza ciega en Dios; constato, sin embargo, que la confianza ciega en la ciencia todavía es peor. La realidad no se deja reducir a ningún paradigma racional. c) La inverosimilitud del monoteísmo absoluto El hombre actual ha perdido su ingenuidad y su inocencia — después de Auschwitz, Hiroshima y más de cien millones de muertos en guerras de este siglo (a pesar de o quizá a causa del «In God we trust» y [142]
del «Gott mit uns»)—. En resumen, la figura de un padre omnipotente está ya muerta. El Dios individual, a cuya voluntad se atribuía todo, ha sido destronado. d) La insuficiencia de las tradiciones aisladas En la situación actual ninguna religión, cultura o tradición puede pretender ofrecer presuntas soluciones universales a los problemas humanos —ni teóricas ni prácticas—. Solo y aislado, el hinduismo está amenazado, el cristianismo es impotente, el islam está en fermento, el marxismo, naufragado, el buddhismo, en disolución, las religiones animistas, aniquiladas, el laicismo, autodestruido, etc. Individualmente, los hombres aún pueden ampararse en estas tradiciones, aunque en su mayor parte no ofrecen ninguna protección y la humanidad no encuentra ya ninguna solución satisfactoria en sus pensadores, artistas y guías religiosos. En otras palabras: la transferencia del pensamiento evolucionista a las culturas o a las religiones del mundo, según el cual una cultura o religión menos desarrollada tiene que ceder el puesto a la más desarrollada, ha demostrado ser inadecuada. Las llamadas culturas superiores no están en situación, lo mismo que las llamadas culturas primitivas, de solucionar los problemas de la humanidad. e) El papel insustituible de todas las culturas y religiones La solución no está en tirar el grano con la paja. En su aislamiento, las religiones son impotentes, pero esto no quiere decir que una fecundación recíproca no pueda indicar una vía de salida. Para ello, hay que profundizar en la religión misma, reconquistar las convicciones originarias de las diversas culturas y escuchar todas las voces de las sabidurías, también de las que nos son lejanas. La superación de la fragmentación caracteriza el καιρός (kairos) de nuestra época. 3. SÍNTESIS Por consiguiente, esta meditación quiere representar una cierta síntesis, lo cual no deja de ser una empresa peligrosa y obviamente imperfecta. No se trata de una síntesis específicamente cristiana o buddhista, hinduista o incluso secular. Quiere, no obstante, incorporar un cierto número de tradiciones, para hacer posible que transmitan a la situación actual lo que han transmitido desde siempre. No es una tarea simple, porque cada tradición considera el problema del hombre desde un punto de vista distinto; por lo que no debemos dejarnos seducir por respuestas basadas en las semejanzas. Tenemos que resistir a la tentación a la que ceden hoy muchos estudiosos occidentales cuando hablan de una «perspectiva global» o de una visión mundial, residuo de una mentalidad colonialista, o sea, monocultural, aunque hoy se la llame científica. Se trata, al contrario, de mantener un sano pluralismo y una perspectiva [143]
interreligiosa en nuestra época diacrónica.
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II INTRODUCCIÓN 1. EL PAPEL DE LA EXPERIENCIA HUMANA Nuestra temática habla de «Caducidad y responsabilidad hacia el mundo». La dialéctica es evidente. Todo es fugaz, y así también nuestra responsabilidad y por consiguiente nuestro empeño en el mundo para mejorarlo o salvarlo es, más bien, irrelevante. Muchas tradiciones ocultan el peligro de menospreciar el mundo como mera apariencia y, por tanto, de dejarlo de lado. Quid hoc ad æternitatem? (¿Qué relación tiene esto con la eternidad?) «¡Aquí abajo todo es māyā, ilusión!». Sin embargo, nuestro título completo cita un término intermedio: «Experiencia-de-lanada» (Nichts-Erfahrung). Esta expresión representa la problemática del simposio y vale como símbolo de mi tesis. Precisamente la experienciade-la-nada nos abre al mismo tiempo a nuestra caducidad y, a la vez, a la responsabilidad hacia el mundo. Tenemos experiencia de la caducidad del mundo precisamente porque, al mismo tiempo, experimentamos algo radicalmente distinto. También somos conscientes de nuestra responsabilidad respecto del mundo, porque a través de la misma experiencia reconocemos pertenecer a este mismo mundo. Pero esta experiencia-de-la-nada no corresponde ni a una experiencia con la nada (no hay ningún «objeto») ni a una no-experiencia (no hay ningún «sujeto»), sino a la nulidad de la experiencia, o sea, a la experiencia de la contingencia de nuestra y de toda experiencia, a la experiencia de la insuficiencia de todo lenguaje, a la convicción de que nada puede basarse y sostenerse solo sobre sí mismo, a la intuición de que nosotros mismos somos constructores y observadores (creador y criatura) de la realidad; es decir, el hombre vive la nulidad de su experiencia y es al mismo tiempo consciente de su responsabilidad para con el mundo, no porque se descubre como ser finito, sino porque se le revela la radical relatividad de la realidad —y se hace, por consiguiente, consciente de su papel insustituible—. No existe un punto fijo, por así decir, absoluto, sino solo una polaridad relativa de los tres polos constitutivos del todo: lo divino, lo humano y lo material. Todo está incluido en el título «El Hombre, un misterio trinitario». 2. RESPONSABILIDAD HACIA EL MUNDO Uno de los rasgos negativos de nuestra época consiste en que, debido al poder y a la perfección del complejo tecnológico, el hombre individual se siente impotente para mejorar el sistema e incapaz de modificarlo. Nuestras reflexiones contienen la paradoja de estar hablando [145]
de una responsabilidad, que no solo no reduce su círculo de acción, sino que lo amplía y lo ahonda. El mundo, del que somos responsables, no es solo mi ciudad, sino el universo entero, justamente porque yo no soy un individuo aislado. No se trata de una huida hacia el anonimato, de modo que, mientras hablamos de una responsabilidad no verificable hacia el mundo, descuidamos nuestros deberes profesionales. Se trata de una concepción de la realidad que vuelve a todo hombre consciente de su responsabilidad, precisamente porque el vecino más próximo somos nosotros mismos —una responsabilidad en uno mismo, sin embargo, que solo se descubre cuando superamos el pequeño ego de una individualidad cerrada en sí misma—. Por eso, nuestras reflexiones sobre el hombre no son desviaciones del tema de la responsabilidad hacia el mundo. En cada uno de nosotros está contenida la realidad entera. El pensamiento mecanicista no se ajusta al misterio del hombre. La responsabilidad hacia el ambiente en que nos encontramos comprende ya la completa responsabilidad hacia el mundo y esta repercute en nuestra existencia. El hombre auténtico no es un elemento de una gran máquina mundial, que puede ser reparado o reemplazado, como nos hace creer una imagen mecanicista del mundo. El hombre es la realidad entera de un modo peculiar y único. Después de una parte introductoria (capítulo tercero), en la que he atribuido al individualismo moderno y a la fragmentación de la civilización tecnológica la responsabilidad de la alteración de una consciencia integral de la realidad, sigue el intento (capítulo cuarto) de presentar una imagen intercultural del hombre, que trata de corregir e integrar la del actual provincianismo cultural. A continuación, la última parte (capítulo quinto) se propone ilustrar el misterio trinitario del hombre.
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III EL HOMBRE, UNA REALIDAD IRREDUCIBLE AL SUJETO O AL OBJETO Estamos tan influenciados, a menudo inconscientemente, por el método de objetivación de las ciencias, que se hace ahora necesario dirigir la atención sobre el título de mi aportación. El título debe tomarse a la letra. No equivale a un discurso sobre el hombre como misterio trinitario. No pretendo ni hablar sobre el individuo ni esbozar una teoría sobre el hombre. El hombre no puede ser comprendido ni como objeto —porque él es el que comprende— ni como sujeto —ya que posee atributos y es cognoscible—; y esto constituye ya la primera indicación de su integración trinitaria: el hombre entra en la dinámica trinitaria; por un lado, conoce y ama, por otro, es conocido y amado, y precisamente no de modo accidental, sino constitutivo. Sin amor y conocimiento activo y pasivo no hay ser humano alguno. En resumen, el hombre no se deja reducir ni al cognoscente ni a lo conocido. Aquí hablamos contra ese reduccionismo. 1. EL INDIVIDUO Si el hombre es nuestro punto de partida, entonces debo distanciarme de mis ideas generales y empezar por donde estamos en este momento. Nos encontramos en la época del individualismo democrático. El punto de partida espontáneamente asumido por el pensamiento moderno es el individuo. El hombre de hoy, generalmente occidental o influenciado por Occidente, a duras penas logra imaginarse otro apunto de partida. Él, el individuo, piensa, habla, actúa. Suena extraño, por ejemplo, leer a Śaṇkarācārya, cuando escribe que «el lenguaje habla» —como indican los comentarios modernos de Heidegger a la misma expresión—.1 Quien dice «hombre», piensa en «sí mismo» y quien piensa en «sí mismo» piensa en su propia individualidad, comúnmente entendida como «yo», también cuando, en teoría, desea incluir los otros pronombres personales. (No habría ningún yo sin un tú, etc.). Sin embargo, «yo» se entiende por lo general más como mi individualidad de «alma y cuerpo» y «sí mismo» como lo que hemos llamado ego, o sea, como aquello que me separa de los otros. Difícilmente logramos olvidar este punto de vista egocéntrico. Y digo «olvidar», ya que aquí no es posible ninguna ἐποχή (epochē) llevada a cabo por la voluntad. Una vez introducida, esta consciencia del yo no se deja eliminar solo con la voluntad. La libertad [147]
humana fracasa frente a la consciencia. El saber nos hace libres solo en un sentido determinado y limitado. Nos libera del error, pero nos convierte en dependientes de lo conocido. Ni somos capaces de excluir lo conocido ni podemos excluir un efecto de ese saber en nuestro obrar. También cuando olvidamos involuntariamente lo conocido, «sabemos» que lo olvidado se conserva en el inconsciente y que allí continúa actuando, aunque no lo percibamos. La verdad nos libera, pero la verdad no es saber. Este es el malentendido de toda gnosis, pero no es ahora momento de tratarlo. En suma: el hombre moderno no puede olvidar fácilmente que es un individuo. Cuando decimos «hombre», pensamos en nosotros mismos como individuos y enseguida trasladamos a los otros una autoconsciencia similar, y así debilitamos naturalmente nuestro yo, puesto que tiene que dejar sitio a un segundo yo y a un tercero, y así sucesivamente. En otras palabras, hoy es difícil aceptar experiencialmente cualquiera otro punto de partida que no sea el del individuo. Quizá explicaciones filogenéticas y ontogenéticas pueden contribuir a la comprensión de otro punto de vista, pero antes de que esa comprensión penetre en la consciencia del yo será difícil poder decir «yo» sin pensar primero en nosotros mismos como individuos. Es posible, por ejemplo, atribuir a un niño o a nuestros primeros antepasados una visión indiferenciada de la realidad, dado que ni los niños ni los llamados «primitivos» se distinguen suficientemente a sí mismos del prójimo y del resto de la realidad. Prescindiendo de si es o no correcto, ese pensamiento puede ser tan útil como engañoso. Es útil para ayudarnos a descubrir que puede existir un modo de ver integral, que son posibles otras formas de pensar, que nuestro pensar es demasiado fragmentario, etc. Pero también puede ser aberrante, si llegáramos a creer que el pensamiento evolucionista constituye una verdad ontológica, o que el hecho de que no existiera en los orígenes una consciencia individual podría significar que el hombre primitivo no tenía tampoco ninguna forma de autoconsciencia, o que no estaba aún completamente evolucionado en su humanidad como lo estamos los individuos modernos. Tengamos presente que autoconsciencia humana no significa conocimiento de los hombres, sino autoconocimiento (del hombre). Por tanto, como decíamos, solo los individuos modernos son considerados hombres, mientras que los hombres privados de una consciencia individual no participan de la autoconsciencia humana. Filósofos y teólogos occidentales consideraron seriamente si los esclavos, los africanos o los indios americanos eran hombres en el sentido propio del término, puesto que no mostraban una muy pronunciada consciencia individual. Sería un error concluir de ahí que, en el intento de superar la [148]
perspectiva individualista, hablo ahora del hombre como género. No es esto lo que pretendo, porque el hombre que aquí se toma en consideración no es el objeto de una antropología científica. Quisiera llamar la atención hacia nosotros mismos como seres vivos, aunque pueda ser una tarea casi imposible olvidar el punto de vista individualista, una vez que ha entrado en la consciencia. Mi aspiración intenta superar el individualismo sin (re)caer en una actitud acrítica e indiferenciada. Necesitamos un nuevo planteamiento que no se someta ni al poder de la voluntad ni al de la razón. Como siempre, para compartir esta nueva y antigua experiencia de la realidad tendré que hablar, por un lado, metafóricamente y, por otro, de un modo histórico-cultural. El principio según el cual el hombre es una persona y no un individuo es algo más que una aserción teórica sobre el hombre. Expresa autoconsciencia humana. Entiendo la persona como un nudo en una red de relaciones. El nudo no es aislable de la red, porque son propiamente las relaciones las que constituyen el nudo (la persona). Por esto, «persona» es una palabra que no admite ni singular ni plural. Sostengo, sin embargo, algo más que la concepción según la cual el individuo (el nudo artificialmente aislado) sería una abstracción, útil para objetivos prácticos. «El hombre es una persona» expresa aquella actitud humana fundamental que liga nuestra autoconsciencia no a un «alma» aislada, sino a una «experiencia» personal de una determinada, aunque diferenciada, totalidad. Debería quedar claro que no se habla aquí de lo que la psicología define como experiencia colectiva (Wir-Erlebnis). Se trata más bien de una experiencia personal (Personal-Erfahrung), que podría ser llamada experiencia del todo. Si me considero individuo, me será difícil pensar que los demás hombres se consideran partes vivas de una unidad más elevada (y también humana), sin que esto ponga en peligro mi personalidad y mi libertad. Este es un presupuesto de la concepción individualista y numéricamente democrática del hombre, que no permite desarrollar ningún orden social mejor que el democrático. La cuestión es si esa concepción del hombre corresponde realmente al hombre. El hombre auténtico, real, no puede ser cuantificado, como explicaremos en el capítulo siguiente. 2. LA PERSONA INTEGRAL La autoconsciencia madura no es individual. Con esto no se pretende decir que la consciencia es necesariamente un atributo divino. El santo, según la sabiduría china, es aquel cuya alma comprende al pueblo entero. Según la tradición cristiana, el acto redentor de Cristo es universal, propiamente porque él, en cuanto hombre completo, abraza en sí a toda la humanidad.2 Los ángeles, como esencias espirituales perfectas, [149]
constituyen cada uno, según la teología escolástica, una naturaleza en sí. Según la medicina ayurvédica el cuerpo humano solo es la sede de la consciencia (cetāna) y los sentidos son los canales del espíritu (manas). También la concepción aristotélica de un νοῦς (nous) supraindividual, según la interpretación de Ibn Rušd (Averroes) y de algunos escolásticos, quiere superar la individualidad humana —con el peligro de disolver a la persona humana—. Un punto central de la cultura india es la visión del todo. Esa totalidad no es la suma de sus partes. Al contrario, los entes emergen como partes en el momento en que se separan del todo y son tanto más perfectos cuanto más reflejan la totalidad; «si el todo se divide, solo entonces hay un nombre (para las partes)», dice el Daodejing (cap. 32). En resumen: la autoconsciencia humana no es ni la consciencia del individuo ni la consciencia originaria de sí mismo (genitivo objetivo), pero esa consciencia no está limitada al ego. Más precisamente: la autoconsciencia humana es la participación personal en la consciencia; conscientia, según el latín. No se trata, por tanto, ni de primitivismo ni de romanticismo, y tampoco de un desconocimiento de las grandes contribuciones de la civilización moderna. Se trata más bien de adquirir una concepción integral de toda la realidad, que podría llamarse posmoderna, de modo que los conocimientos fragmentarios de la época moderna, probablemente necesarios como primer paso, quedan integrados en un nivel superior. En los últimos siglos hemos vivido la fragmentación de la realidad. Empezamos con las distinciones y caímos en la esquizofrenia: el hombre aquí y la tierra allí, Dios allá y nosotros acá, el sujeto completamente divisible del objeto, el conocimiento como adquisición y el amor como entrega, las artes como lujo y la ciencia como necesidad, lo masculino como principio activo y lo femenino como pasivo, lo temporal como caducidad y lo eterno como siempre-permanente, etc. Tenemos que superar todos los dvanda (pares de opuestos), dice el Vedānta, probablemente como coincidentia oppositorum o, mejor, como polaridades armónicas en un campo de tensión. Seguramente deben subsistir las diferencias, pero las divisiones tienen que ser superadas. El presente estudio trata de esta superación, con referencia particular a las recientes escisiones de la realidad: hombre y Dios, tiempo y eternidad o creador y criatura. Se hace necesaria la ayuda recíproca de las culturas de la humanidad para superar esta visión fragmentaria de la realidad. No se trata de la confusa suposición de una realidad indiferenciada. Se trata de la dignidad misma del hombre, que es [150]
microcosmos, imagen del todo, chispa del infinito agni (fuego): elemento esencial, definitivo de toda la realidad. El hombre también puede ser pars del todo, pero no puede renunciar a ser una pars particular, que reclama ser pars pro toto, aunque le sea a veces difícil aceptar que conoce y realiza el totum solo per partem. Esto pertenece a la condición humana. El hombre no solo es pars in toto, esto es, una parte más o menos independiente del universo, sino una pars pro toto que, sin embargo, realiza el totum per partem y que eventualmente es el totum in parte.3 Aquí fracasan todos los modelos mecanicistas que hasta hace poco han sido decisivos para las ciencias naturales. «Hasta hace poco», por cuanto algunos científicos como W. Heisenberg, I. Prygogine, D. Bohm, R. Scheldrake y otros ya muestran una orientación hacia el todo. Estamos describiendo una experiencia humana general: el hombre abraza en cierto sentido toda la realidad; él es πάντα πώς (panta pōs), quodammodo omnia, como lo expresó Aristóteles para la ψυχή (psychē). Se puede interpretar esa experiencia como omnisciencia de Dios, intellectus agens, νοῦς ποιητική (nous poiētikē). Espíritu absoluto, νόησις νοήσεως (noēsis noēseōs), ātman-brahman, saṃsāra-nirvāṇa, inteligibilidad última, consciencia en general, etc. Al final siempre se encuentra la aspiración humana hacia la totalidad. Aquí encontramos uno de los más grandes dilemas del pensamiento humano. Por un lado, si pretendemos para nosotros mismos el carácter de infinitud, caemos en la ὕβρις (hybris) de los idealismos filosóficos de todo tipo, como si fuéramos Dios o pudiéramos disponer de lo infinito. La maldición del Génesis cae sobre nosotros: no nos está permitido querer ser como Dios. Por otro lado, si proyectamos esta perfección fuera de nosotros en un ser supremo, sigue una cierta enajenación y empobrecimiento del hombre. Somos entonces solo míseros gusanos, servidores quizá de una majestad trascendente, que exige de nosotros el sacrificio de nuestra humanidad. Podemos posiblemente llegar a ser partícipes de ese Dios, pero al precio de nuestra humanidad. Casi todas las tradiciones humanas, llámense religiones o de otro modo, han perseguido con más o menos éxito un equilibrio y han propuesto una cierta vía media. A pesar de ello, demasiado a menudo, en el ánimo de los pueblos, ese equilibrio no se ha alcanzado casi nunca, a no ser entre los simples y los sabios. Esa vía media o ese equilibrio entre finito e infinito es difícilmente alcanzable por el llamado monoteísmo, o por el atomismo plural. En otras palabras, por un lado, todo tipo de monismo es insuficiente y al final no hace sino que todo se atrofie; por otro lado, no son convincentes ni el [151]
dualismo ni el atomismo ontológico. El equilibrio lo consigue solo una experiencia adual de toda la realidad. Respecto a este advaita, sea aquí suficiente una introducción de carácter fenomenológico. Si reflexionamos sobre la realidad, podemos hacerlo desde el exterior o desde el interior. Si es desde el interior, tenemos que defender inevitablemente el monismo. Probablemente, su versión más suavizada es el teísmo. Este último sostiene que hay un ser infinito, perfecto, sumo, que encierra en sí toda la realidad. En su interior hay lugar para el despliegue y el movimiento de los seres contingentes. Sin embargo, en sí y por sí solo existe una única realidad, que enteramente se conoce, penetra y guía a sí misma y, por tanto, todas las cosas. La realidad es en sí misma inteligible, completamente conocible. Este ser omnisciente es el Dios del monoteísmo. Si, en cambio, miramos la realidad desde el exterior, esto es, si intentamos poner el todo ante nosotros, tenemos que admitir un dualismo que al final resulta insuperable. La versión más suavizada es aquí probablemente el atomismo ontológico, o sea, la concepción de la pluralidad de los componentes definitivos de la realidad. Algunos de estos componentes tienen consciencia, otros no. El universo es la constante tensión dinámica (ἒρις [éris], diría Heráclito) entre las partes. Ambas concepciones tienen un único y mismo punto débil: la relación entre finito e infinito, la relación entre las partes, ya sea en el Uno o en los componentes últimos. Y esto es el ἓν καὶ πολλὰ (hen kai polla), lo uno y lo múltiple de Platón. La visión trinitaria tiene en cuenta precisamente estas relaciones entre las partes y el todo, y sostiene que forman la estructura última de la realidad, sin que haya en la base o se presuponga una determinada sustancia, divina o no divina. El todo no es solo lo dado (¿a quién?), sino lo que es, fue o será, o no es. Y a esto lo llamo yo Realidad. Sin embargo, debemos tener presente que toda afirmación sobre la realidad es de hechura humana y adhiere a la condición humana, sea esta la que sea. Nuestro estudio quiere resumir y transmitir la experiencia multiforme y milenaria de la humanidad. Debe expresarse, no obstante, de una forma que hoy nos sea más cercana. Pero, si nos remitimos a esa experiencia, debemos antes analizarla, a fin de hacerla no solo pronunciable, sino también rechazable y, por consiguiente, eventualmente mejorable. Con el objetivo de introducir cierto orden, esbozaré ante todo una perspectiva antropológica (capítulo cuarto), para luego intentar una interpretación más ontológica (capítulo quinto). Pero antes debemos precisar más nuestro punto de vista. [152]
3. EL MISTERIO DEL HOMBRE El título «El Hombre, un misterio trinitario» presenta una interpretación ambivalente. Una afirma que el hombre, entre los muchos μυστήρια (mystēria) que hay, representa un caso particular de ellos, a saber, el misterio trinitario. El hombre, en todo caso, independientemente de lo que sea, puede ser entendido como misterio, y además como un misterio completamente particular y, precisamente, trinitario — signifiquen lo que signifiquen «misterio» y «Trinidad»—. Según la otra interpretación, el hombre es misterio, simplemente, y además el misterio es trinitario. Preferimos esta segunda interpretación, aunque con una cualificación esencial. En otras palabras, el misterio que el hombre es; ser hombre es el misterio y, para nosotros, el acceso al misterio. Solo en la medida en que somos conscientes de la abisal profundidad humana, entramos en el misterio. Homo abyssus es el hermoso título de una obra de Ferdinand Ulrich;4 según la tradición metafísico-mística del cristianismo «Ser hombre es un misterio, o mejor: el misterio es antropomorfo, de forma humana», dijo Károly Kerényi a propósito de la cultura griega.5 Desde una óptica parecida, decimos que el misterio es sencillamente la realidad y, por consiguiente, no lo decimos en sentido exclusivamente «humano», como esperamos que quede aun más claro en la última parte. El ser hombre es una de las dimensiones trinitarias del misterio. Y esto ya constituye la cualificación mencionada. El ser hombre es el misterio, pero el misterio no se agota en el ser hombre. Tenemos que evitar un modo de hablar cuantitativo: el ser humano es una parte del misterio. La relación es propiamente trinitaria; en ella ninguna «persona» es una parte del todo. La relación es de otra naturaleza. En sentido cristiano: el Hijo, el Cristo total, la humanidad renacida, el cosmos transformado no son una parte de la divinidad. Son divinos, sin identificarse con la divinidad. El Hijo es divinidad, pero la divinidad no se reduce al Hijo. La relación es dinámica y constitutiva. Es importante repetir: por «hombre» no se entiende ni exclusivamente el individuo ni el género, pero al mismo tiempo tampoco ninguna otra abstracción o generalidad; no se quiere eliminar la singularidad humana. Al contrario, por «hombre» entendemos todo ser humano singular en su realidad insustituible y única, y esa particular forma humana, justamente en su unicidad, refleja, contiene y es, en fin, toda la realidad. En este asunto, no es pertinente el método objetivante de las ciencias naturales.
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1. La expresión de Heidegger es «Die Sprache spricht» (el Habla habla), que emplea con referencia a Mallarmé y otros poetas como Hölderlin y Rilke. (N. del T.) 2. Cf. Denz. 624, según 1 Cor 15,22: «Pues así como en Adán todos mueren, así también en Cristo serán todos devueltos a la vida». 3. Cf. el desarrollo que R. Panikkar hace sobre este tema en: Sobre el diálogo intercultural, Salamanca, San Esteban, 1990, págs. 134-135. (N. del T.) 4. F. Ulrich, Homo Abyssus. Das Wagnis der Seins-Frage, Einsiedeln, Johannes Verlag, 1961. 5. Cf. K. Kerényi, «Menschsein als Mysterium in griechischer Deutung», en Weltliche Vergegenwärtigung Gottes, Friburgo, Herder, 1966.
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IV LA QUATERNITAS ANTROPOLÓGICA Deseo ilustrar qué es el hombre a través de tres culturas. Se podría aumentar el número a placer, ya que parece tratarse de una concepción universal. Sin embargo, tres ejemplos pueden ser suficientes para hacer comprensible la cuestión. 1. LA IMAGEN HELÉNICA DEL HOMBRE Para expresar esa concepción empezaré con el vocabulario más familiar en Occidente. El axioma dice: el hombre es un complejo unitario de σῶμα (sōma), ψυχή (psychē), πόλις (polis) y αἰών (aiōn). Extraigo estas cuatro palabras del mundo helénico en general y no en cuanto conceptos técnicos de una determinada y específica escuela griega. Cuando en esta área lingüística se dice ἄνθρωπος (anthrōpos), no nos referimos solo a un cuerpo, o solo a un alma, sino a una comunidad y a un mundo circundante. No solo el hombre en sentido general es una entidad de este tipo, sino que más bien todo hombre es (y no solo tiene) un cuerpo, un espíritu, una estirpe, un entorno, por usar otras palabras en este caso equivalentes. No son de importancia capital los conceptos determinados, sino las cuatro dimensiones del ser humano que esas palabras reproducen. No existe hombre sin cuerpo. Este cuerpo puede estar constituido por muchos elementos, pero el hombre es una entidad corpórea, en la tierra y en el inframundo y en cualquier modo de ser. El hombre se reconoce en y a través de su cuerpo. No es el único ser que tiene un cuerpo y no es solo cuerpo, pero sin cuerpo no hay hombre. Qué es este cuerpo y dónde acaba, si es astral o solo terrenal, si madre e hijo forman en origen el mismo cuerpo, si el cuerpo integral es visible son preguntas abiertas, pero que no niegan el carácter corpóreo del hombre. Algo parecido sucede con el alma. Que sea individual o un único principio de vida, si material o espiritual, temporal o eterna son preguntas abiertas que en todo caso reconocen todas que el alma es un elemento esencial del hombre. Se entiende de suyo que ψυχή (psychē), en cuanto principio de vida, es un concepto general que comprende el espíritu (πνεῦμα, pneuma), el intelecto (νοῦς, nous) y hasta el corazón (en hebreo, nephesh). Sin embargo, el conjunto alma-cuerpo no constituye todo el hombre. De facto no existe semejante ente aislado, hecho de alma y cuerpo. Ninguna entidad de alma y cuerpo existe completamente separada. Tiene padre y madre y generalmente nace dentro de una [155]
comunidad, sin la que no podría seguir existiendo. El individuo no se basta a sí mismo y en realidad no existe. Pero el hombre no es una entidad individual ni siquiera de iure. Ser-hombre significa ser-comunidad — también más allá de las relaciones yo-tú—. Otro término para la tercera dimensión sería «pueblo», o también «casta», «estirpe». No existe ser humano sin pueblo o estirpe, aunque no sea consciente de ello. Excepto en la actualidad, ningún pueblo ha percibido nunca como injusto o irracional que la estirpe entera comparta el destino de algunas personas, beneficiándose o sufriendo por ello, en la victoria y en la derrota, en la gloria y en la vergüenza. El hombre es familia, grupo, comunidad, pueblo, etc.; del mismo modo que es cuerpo y alma (y no solo los posee). La estirpe no es una suma de individuos, sino que pertenece al ser humano, pero también al destino. Las llamadas reacciones «comunales» de la India contemporánea, por ejemplo, lo mismo que los comportamientos dictados por la estirpe, son demasiado frecuentes en todo el mundo para poder ser explicados solo a partir de motivaciones individuales. La humanidad es una unidad con una prioridad ontológica que es relativa a los individuos, como desde siempre supo Pascal. En relación con el progreso científico, afirmaba: «De sorte que toute la suite des hommes, pendant le cours de tous les siècles, doit être considérée comme un même homme qui subsiste toujours et qui apprend continuellement» (Toda la sucesión de los hombres, en el curso de los siglos debe considerarse como un mismo hombre que pervive eternamente y que aprende sin cesar).1 He usado el término polis para expresar esta dimensión humana. La polis, la ciudad, es propiamente el símbolo de la historicidad del hombre. El ciudadano, el hombre de la ciudad, hace política y vive en función del futuro. El campesino, en cambio (no el tecnócrata del agrobusiness), cultiva la tierra y vive en función del pasado: in principio, ἐν ἀρχή (en archē), in illo tempore. Sin embargo, limitarse al aspecto social o sociológico (o al menos darle relieve casi de un modo exclusivo) constituiría una reducción del hombre. Para darnos cuenta de ello es suficiente considerar la cultura periodística moderna. El hombre parece reducido a una entidad política. Este hombre también está hecho de cuerpo y alma, pero ambos son casi exclusivamente manantial de necesidades. Casi no es consciente de ser cuerpo y alma, y todavía menos de ser entorno en sentido ctónico. El funcionamiento de un hospital moderno es significativo: «salud» no significa gozo de vivir (como en la antigua India), sino sencillamente capacidad laboral. Reponer la salud [156]
equivale a restablecer la capacidad de trabajar. El hombre es aquí un factor productivo (también de valores espirituales), un voto en las elecciones, un factor en la megamáquina de la política. Todo es política (polis) y presunción urbanística, esto es, desesperación. Plantas y animales son considerados como elementos decorativos o bienes de consumo; los montes y las nubes, diversión o amenaza, o a lo sumo belleza, pero no partes esenciales del ser. La civilización urbana hace de nosotros, hombres, una manifestación separada de la realidad. El hombre se aparta de ella y ya se ahoga. El hombre es indudablemente sociedad, pero no solo sociedad de animales racionales y menos aún mera sociedad de socios en los negocios con las mismas opiniones. Esto no es todo; los hilos vitales del hombre no se limitan a la sola comunidad humana, tampoco a la humanidad entera. El hombre también es αἰών (aiōn), segmento cósmico de vida, entorno, tierra. El hombre no es el habitante extranjero de un espacio más o menos lleno. (¿Debo acaso subrayar que tiene pies, dedos y hasta dientes y no ruedas y tenedor?). El aiōn no es solo el lugar en el que se mueve. El hombre mismo es aiōn y a él está esencialmente vinculado. Un ser humano acósmico, o sea, no tocado por el espacio y el tiempo, es impensable. No sería un ser humano. El hombre puede soñar con dejar esta tierra, igual como puede desear transformar este cuerpo, pero no puede destruir sus raíces terrenas sin dejar de ser hombre. El chamán abandona su cuerpo, el cosmonauta deja la tierra, pero solo en apariencia, provisionalmente, y después vuelven. La tierra permanece como medida del hombre. La tentación moderna del suicidio nuclear está relacionada con el desarraigo terrenal de la era tecnológica. La idea de que el hombre puede tener una historia independiente de la tierra, o que la salud solo puede ser el resultado de microprocesos en el interior del individuo, o que alguien puede separarse efectivamente (y no solo moralmente) de su propia estirpe son pensamientos informulables, todos ellos, fuera de la moderna cultura individualista. La estirpe de un hombre significa su puesto, como testifica el sánscrito sthāman. Este lugar es fondo, raíz, cepa, como demuestran los vínculos etimológicos de esta palabra. Por tanto, se infiere claramente que αἰών (aiōn) significa saeculum, estructura espaciotemporal del mundo, espacio de tiempo terrestre repleto de vida y materia. Aiōn es la fuerza vital del mundo, el cosmos viviente (y por eso cargado de tiempo). Quien dice hombre dice cuerpo, alma, comunidad y entorno, todo en uno. Quien se mueve, piensa, habla o come no lo hace solo, tirando de un fondo individual: cuerpo, espíritu, compañeros y tierra se pertenecen. [157]
Quien ama ya ha superado su individualidad: y lo mismo quien come y hasta quien respira. A veces estas obviedades se nos escapan. El hombre es más que un pequeño espejo del gran mundo; él mismo, en cuanto hombre, es el mundo entero en forma más pequeña. Rota in medio rotae (rueda en medio de la rueda), decían los místicos sobre la cita de Ezequiel. Τροχὸς ἐν τροχῷ (Trochos en trochō), dice la Septuaginta.2 Todo está compenetrado de todo. La περιχώρησις (perichōrēsis) trinitaria es la ley fundamental de la realidad. A nuestra quaternitas, expresada en términos tan genéricos, se podría objetar que también un elefante, por ejemplo, tiene un cuerpo, un alma, una comunidad y un entorno, y que, en cierto sentido, es todo esto a la vez. No obstante, esto reforzaría mi tesis de la co-pertenencia de todo con todo. A causa de una atención exclusiva por lo específico (aplicación del principio de no contradicción), hemos debilitado el sentido de la totalidad (principio de identidad) y casi olvidado que el todo es, en cada caso, único. No es cuestión de demostrar de qué tipo de corporeidad, alma, comunidad y entorno se compone el hombre, sino más bien de constatar el hecho de que está constituido por estas dimensiones, sea cual sea la esencia de estas. ¿Dónde queda Dios en esta antropología integral? A propósito no se ha hablado de lo divino, porque lo divino representa propiamente aquello que —tal como sucede con los animales y las plantas— se distingue del hombre, a pesar de que existan íntimas relaciones entre todos los reinos de la realidad. Hemos también omitido hablar sobre lo divino propiamente para no comprometer su trascendencia convirtiéndolo en un quinto factor. No obstante, la motivación principal ha sido metodológica, porque aquí describimos el punto de vista antropológico como introducción a la superación del antropocentrismo, sin caer en el teocentrismo. El hombre en cuanto misterio trinitario significa precisamente su integración interior en la realidad total, participando en la perichōrēsis de todas las cosas y siendo él mismo una de estas relaciones. La Trinidad no tiene ningún centro (fuera del propio, si se quiere así). No se deja reducir a ninguna unidad «superior». No es monoteísmo. No existe ninguna Supertrinidad. La distinctio realis entre deus y divinitas ha sido rechazada con justicia por la tradición cristiana (Denz. 188, 745, etc.). La visión trinitaria no deja espacio (en cuanto no es necesario) para un (cuarto) punto fuera de la Trinidad. Ser hombre es un co-esse con lo divino —y también con el cosmos—. El hombre en cuanto tal es la quaternitas descrita que se contrapone como polo a la divinidad y al cosmos. La cuaternidad interior de lo divino podría describirse como infinitud, libertad, trascendencia e inmanencia. La cuaternidad interior del [158]
cosmos podría describirse como espacio, tiempo, masa y energía. Aquí, sin embargo, nos limitamos al hombre. 2. ANTROPOLOGÍA ÍNDICA Al referirnos ahora, aunque solo brevemente, a otra cultura como la índica, no tenemos que esperar conceptos exactamente correspondientes, sino lo que podrían llamarse correspondencias homeomórficas. Hay que subrayar que las correlaciones no son del tipo uno a uno. Solamente la quaternitas (antropológica) tiene aquí sentido. La formulación del problema es otra, las categorías principales son distintas y también lo son las modalidades de pensamiento. Las comparaciones son peligrosas y fácilmente podrían crear una imagen equivocada. Justamente por eso es tan importante adoptar otra perspectiva. Nos salva del peligro de absolutizar nuestras convicciones. No podemos responder a la pregunta sobre qué es el hombre excluyendo otras perspectivas. Ninguna cultura y ninguna religión puede decirnos a priori qué es el hombre, porque esta pregunta atañe al sujeto hombre (y no solo al objeto) y a ella no puede responderse sin haber escuchado también la voz de los seres humanos más alejados de nosotros. Qué es el hombre no es una pregunta científica, porque el que pregunta es el hombre mismo y por consiguiente nadie que pregunte puede ser ignorado —incluidas sus respuestas—. Las palabras clave de la antropología índica son: jīva, aham, ātman y brahman. Diré brevemente, y sin necesidad de repetirlo, que no se trata de conceptos unívocos que pertenezcan a miembros de una escuela filosófica específica, sino de la dimensión en que se mueve el pensamiento hindú. Las palabras son más que los conceptos. Jīva indica el principio vital del hombre, sea este principio eterno o mortal, o bien solo apariencia. El jīva es material y espiritual, o mejor, esta distinción no es de por sí adecuada. Quizá sea un término parcialmente homeomorfo con el hebreo nephesh. El jīva, podríamos decir, representa la integración entre cuerpo y alma; representa mi individualidad. Mis acciones, mis actividades pertenecen a mi jīva. Soy un jīva, pero el jīva no es todo lo que soy. El hombre es también aham, esto es, literalmente, un yo. No existe un yo sin consciencia de sí, sin la implicación de otros centros de consciencia, aunque estos centros no son absolutos —y quizá son solo ilusorios, según algunas escuelas—. Un yo absoluto es una contradicción; dejaría de ser un yo, si no pudiera afirmarse ante otro —de cualquier especie que sea—. Mi posición dentro de mi comunidad pertenece a mi aham. Mi aham depende de la consciencia que tengo de mí mismo, y también del reconocimiento por parte de los otros; es una categoría social, al mismo [159]
tiempo íntima y ontológica. Mi aham no es real sin un tvam, un tú, y tampoco sin la experiencia de que «yo» mismo soy también un tú: tat tvam asi, tú eres eso, esto es, un tú —lo único que da plena validez al yo—.3 El hombre en cuanto hombre es, no obstante, mucho más que solo cuerpo y alma. El hombre también es ātman, el Sí-mismo. Justamente a través de la concentración descubrimos que nuestro centro es también el centro del mundo; renunciando a la propiedad privada de nuestro yo, o, más precisamente, a la actitud egoísta, renunciando a nuestro ahaṃkāra. No soy solo lo que creo ser, sino lo que efectivamente soy. La experiencia del ātman no consiste en pensar que «yo» soy el centro del universo, sino en realizar la experiencia de que el centro del universo es mi verdadero Sí-mismo interior. Si consigo expresar un puro «yo soy», esta afirmación no se distingue de un «yo soy» cualquiera pronunciado por otro ser humano. Se trata de un «yo soy» puro y no de un «yo soy A» mientras que algún otro dice: «yo soy B». En este último caso, el yo es respectivamente A y B, por tanto, el «soy» no capta el ser, sino solo las dos correspondientes entidades. Otra cosa es cuando no hay una diferencia de predicado, porque entonces no entendemos un A y un B, sino un puro «yo soy». Se podría traducir y afirmar que reside en el hombre un principio divino que le da una dignidad infinita o divina. Ese antaryāmin (cf. BU III, 7, 1 ss), este huésped interior, este intimior intimo meo,4 «es» lo que realmente soy. Dicho de otra manera, el «yo soy» incluye en mí también la inmanencia del ātman. La inmanencia no es una trascendencia a la inversa, sino lo que cada ente es finalmente. El hombre en cuanto ātman es el centro de la realidad entera. Este centro, que es también el hombre, no puede localizarse; no está en ninguna parte, o mejor, según una tradición casi universal, está en todas partes. Se podría añadir tautológicamente que el centro de la realidad está propiamente en todas partes donde hay realidad. Brahman no es otra esencia aunque infinita. Brahman no es un ser ni tiene existencia en sentido estricto. La identificación objetiva del hombre con el universo sería una mala formulación de esta idea. Aham brahman no significa panteísmo o monismo. Es la expresión de la experiencia de que el «yo soy», que solo somos capaces de expresar realmente en ausencia de todo egoísmo, no tendría ningún otro predicado que no fuera brahman, si esto llegara a ser posible —ya que brahman no puede ser un verdadero predicado—. Es, de hecho, el fundamento de toda función de predicado. «Yo soy brahman» no significa que mi pequeño ego se ha hinchado hasta a convertirse en brahman, sino que el enunciado ātman = brahman puede [160]
ser llevado a efecto en sentido existencial también por mí, justamente porque también yo soy. «Aham brahman, yo (soy) Brahman», no significa «Gopal es Brahman». «Brahman es (el) yo» sería una transcripción imperfecta y, a pesar de ello, una correspondencia homeomórfica legítima. Repito: «Qué es el hombre» no puede equipararse a lo que yo o nosotros pensamos del hombre, sino que significa lo que el hombre mismo es, no solo como nosotros entendemos al hombre. Este último aspecto solo es una opinión o una parte de la esencia del hombre. Ninguno de nosotros puede hablar en nombre de toda la humanidad. En la tradición hindú, el hombre se ha caracterizado a sí mismo como jīva, aham, ātman y brahman; no se ha definido como individuo animal dotado de razón, sino como centro de la realidad que se siente descentrado a causa de la ignorancia. Lo que nos concierne ahora es la consciencia humana de sí. Caraka, el máximo representante de la medicina india, deja entender inequívocamente que el individuo emerge como tal solo cuando la formacomplejo corposensorial participa por medio del manas de la consciencia universal (cetāna). El hombre individual es un saṃyogi-puruṣa, que a través de los sentidos (indri-yāṇi) percibe el paraḥ-ātmā, el ātman trascendente. Mi consciencia no es propiedad privada de mi persona. La autoconsciencia no debe equipararse a mi consciencia del ego. Esta última es, propiamente, solo una participación más o menos profunda de la consciencia y es más o menos verdadera, según el grado de distinción entre consciencia del ego y del Sí-mismo. 3. LA COMPRENSIÓN CÓSMICA DEL HOMBRE La espiritualidad originaria de las religiones primordiales constituye el tercer ejemplo. El hombre es una unidad orgánica de los cuatro elementos: tierra, agua, fuego y aire. Muy aproximativamente podemos decir que la tierra corresponde al cuerpo, el agua a la vida, el fuego al espíritu del pueblo y el aire al aiōn (cosmos). En todo caso, todas estas correspondencias son solo relativas. Aquí se sostiene que el hombre es un microcosmos, reflejo de toda la realidad, de la misma naturaleza que las otras esencias. Se subraya la interconexión de toda la realidad, que no se limita a la humanidad o a los seres vivos. Hoy muchos de los llamados eruditos están tan influenciados por la antropología occidental del siglo pasado que casi molesta oír rehabilitar, por ejemplo, el animismo o el vínculo teocósmico del hombre. Se debe subrayar, una vez más, que no se trata de un descenso del hombre a simple «naturaleza», sino más bien de una elevación de los cuatro elementos a lo que efectivamente son: las [161]
sustancias originarias vivas y espirituales del universo. Indudablemente, fuego no significa solo oxidación o pérdida de electrones, sino algo parecido al agni de la tradición védica y al ignis de la tradición católicolatina.5 Del mismo modo, el agua no puede identificarse con H2O. Pensemos solo en el agua increada de la Biblia, al agua divina de los pueblos indoiraníes y de las religiones africanas. Es a veces sorprendente ver hasta qué punto se ha reducido la experiencia de la realidad por parte de los hombres envenenados por el complejo tecnocrático. Las únicas excepciones son, a menudo, los artistas y los místicos. Se sigue de todo ello una imagen del hombre no escindida del resto de la realidad. El hombre no es ni dominador de la naturaleza ni una manifestación suya separada. El hombre, en efecto, no se ha reducido a pura «naturaleza», en cuanto por «naturaleza» no se entiende el concepto científico. Si no podemos desdeñar ninguna imagen del hombre, tampoco debemos dejar de lado la consciencia individual del mundo moderno. Como ya se ha dicho, ninguna cultura puede arrogarse hoy el derecho de hablar en nombre de todas, y ninguna puede dar una respuesta satisfactoria a la situación actual del hombre. El capítulo que sigue propone una síntesis provisional de estas voces; una síntesis abierta y provisional, no un sistema. Debemos y podemos tratar de vivir el misterio.
1. B. Pascal, «Préface sur le traité du vide» (1651), en Œuvres complètes, París, Seuil, 1936, pág. 323 (trad. cast.: Tratados de pneumática, Madrid, Alianza, 1984, pág. 130). 2. Cf. Ez 1,16: «Era como si una rueda estuviera encajada dentro de otra rueda». 3. Cf. R. Panikkar, «Chāndogya-upaniṣad, VI, 8 ss», en The Vedic Experience. Mantramañjarī. An Anthology of the Vedas for Modern Man and Contemporary Celebration, Berkeley, University of California Press, 1977, págs. 746 ss; también en Obras completas, vol. IV.1: La experiencia védica. Mantramañjarī, Barcelona, Herder [en preparación]). 4. Cf. «Interior intimo meo et superior summo meo» (Más interior que lo más íntimo mío y más elevado que lo sumo mío), Agustín, Confessiones, III, 6, 11 (trad. cast.: Las confesiones, Madrid, BAC, 2005, pág. 142); Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q. 8, a. 1, etc. Cf. otros textos y comentarios en R. Panikkar, «Die existentielle [162]
Phänomenologie der Wahrheit», en Philosophisches Jahrbuch der Görres-Gesellschaft 64 (1956), págs. 27-54. 5. Para los Veda, cf. los textos en R. Panikkar, The Vedic Experience. Mantramañjarī, op. cit. y, para la tradición cristiana, cf. la liturgia latina del 2 de febrero (bendición de las candelas en la fiesta de la Purificación de María, Candelaria) y de la noche de Pascua: «Invisibili igne, id est, Sancti Spiritus splendore» (Por el fuego invisible, es decir, por el esplendor del Espíritu Santo), dice simplemente una de las bendiciones.
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V MYSTERIUM 1. EXPERIENCIA DE LA TRASCENDENCIA Casi todas las religiones salmodian o anuncian las inexpresables profundidades de la divinidad, las inalcanzables alturas de lo divino (aunque este término sea solo una de las denominaciones posibles) y subrayan esa experiencia que está más allá de todos los pensamientos y representaciones del hombre. No obstante, es el hombre quien habla así, aunque crea estar recogiendo una revelación trascendente. La trascendencia solo puede afectarnos a nosotros, los hombres, hablarnos, acercarse, hacerse comprensible o revelarse, porque su lugar está también en la inmanencia, en nosotros mismos. La inmanencia, como estancia más íntima y pequeña de nuestro ser, es el destinatario de la trascendencia. Inmanencia y trascendencia se co-pertenecen. También las escuelas filosóficas y teológicas, que sostienen que la acogida a la revelación es incluso una gracia de la misma trascendencia, tienen que admitir que esa recepción tiene lugar en un receptáculo transformado, pero humano. Además, ninguna revelación pretende ser un monólogo divino, sino, al contrario, un diálogo divino-humano. En otras palabras, el hombre sigue siendo un polo esencial y no eliminable de toda la realidad, un compañero de vida de la realidad. No existe ninguna trascendencia pura, exclusiva, no relacionada. No es como si nosotros solo de facto no pudiéramos prescindir de nosotros mismos o echarnos a un lado. No hay «nada» completamente independiente del hombre. Es también de iure que nos es imposible llevar a cabo una separación absoluta entre el hombre y la divinidad. Nuestra participación en la realidad no es casual. Pertenecemos a ella y, por consiguiente, asumimos la co-responsabilidad del ser. Lo expreso muy simplemente: no existe lo divino sin lo humano, así como no existe el hombre sin la divinidad. Tanto el «existe» como el «no existe» ocurren en ese último estrato que ya no admite ningún «más allá» ulterior, de modo que debemos decir: «No puede existir». También un «podría-haber-una-trascendenciaabsoluta» sigue dependiendo de nuestra capacidad de pensar; o sea, tal cosa no «puede» existir, si este «poder» depende una vez más de nuestro pensamiento. Nuestro punto de partida era el hecho concreto cultural común, según el cual la humanidad habla de la trascendencia y, por consiguiente, este hecho debe ser la causa de una cierta experiencia. Esto ha llevado al postulado de un Dios trascendente, que, luego, por su perfección, ha sido [164]
imaginado completamente independiente y superior con respecto a nosotros. Mi tesis, ligada a la concepción trinitaria del ser humano, consiste en afirmar que no existe semejante independencia absoluta. No existe una trascendencia absoluta, justamente porque también el hombre en cuanto hombre tiene su lugar propio en la realidad última; también él pertenece al misterio trinitario. Antes de desarrollar las interpretaciones filosóficas o teológicas de esa experiencia, antes de afirmar que esta experiencia ofrece una respuesta o que viene de la trascendencia, que necesita de una revelación, que se refiere al misterio divino o al enigma de la realidad o al abismo de la nada, antes de recurrir a cualquier teoría teológica, deberíamos vivir aquella nuda experiencia. Pero esto no es posible, porque no existe ni puede existir esa experiencia pura. Sería una experiencia sin sujeto y sin objeto. Usamos el término «experiencia» como designación de un contacto inmediato entre un cognoscente y un conocido, y por lo tanto como una intuición intelectual. Si la experiencia fuera «nuda experiencia», no se distinguiría ni el sujeto ni el objeto del conocimiento, ya que la experiencia pura no admite una reflexión sobre sí misma —esto ya sería un segundo acto que enturbiaría la pureza de la experiencia originaria—. Cualquier conocimiento de la experiencia quitaría a la experiencia originaria su simplicidad. En primer lugar, porque este segundo conocimiento prejuzgaría la experiencia misma y, en según lugar, porque la experiencia ya no sería inmediata, por estar mediada por el segundo conocimiento. En consecuencia, en un último nivel, podemos decir: la experiencia es solo un factor no aislable de un determinado estado de cosas. Paradójicamente, podemos hablar de la experiencia solo como fenómeno que sigue a la experiencia misma, y por tanto no como experiencia pura. Deducimos la experiencia de un estado de cosas más complejas. Y con eso reluce, en cierta forma, la impensabilidad y la impronunciabilidad de la realidad. La realidad nos comprende también a nosotros, de modo que no puede haber un conocimiento total de la realidad, a menos que no presupongamos que la realidad solo es consciencia y precisamente autoconsciencia —una posición absolutamente idealista—. Se trata de un descubrimiento con graves consecuencias. La afirmación de que no puede existir ninguna experiencia pura significa que la realidad no puede reducirse a pura consciencia; o sea, ningún monismo corresponde al hecho concreto, si no es a condición de negar aquellas dimensiones de la realidad que son impenetrables al espíritu —y dejar sin resolver el problema del grado de realidad de los fenómenos—. [165]
De todos modos, muchas religiones subrayan tan insistentemente la trascendencia, que desplazan el equilibrio a favor suyo y en detrimento del hombre, que aparece como transitorio o como un evento accidental en el universo. Se comprende, pues, la reacción opuesta de los movimientos antiteístas y ateos. Si Dios tiene la responsabilidad total de su propia creación, ¿para qué el hombre? Sin embargo, no podemos negar históricamente una auténtica experiencia de lo divino. Existe una cierta experiencia de la trascendencia. No obstante, esta experiencia es, primero, una experiencia humana y, segundo, no es una experiencia pura —luego, no existe ningún espíritu «puro», o sea, absoluto—. Toda experiencia está inseparablemente unida a la memoria y a su interpretación, y, en nuestro caso, también al particular peso de la historicidad, esto es, de la tradición acumulada. Podemos decir que la experiencia de lo absoluto no se basa solo en una memoria y no depende solo de una interpretación cultural, sino que tiene también una historia que ahora es inextirpable. Eso no significa que no haya un ámbito divino de la realidad, sino que ese ámbito, en principio, no es del todo independiente del hombre. La realidad no es un reino exclusivo de Dios; también es un reino del hombre y del cosmos. 2. SUPERACIÓN DEL ANTROPOCENTRISMO, DEL TEOCENTRISMO Y DEL COSMOCENTRISMO La visión trinitaria que deseo exponer aspira a emprender una vía media, que no prefiere el teocentrismo o la trascendencia en detrimento del antropocentrismo o de la inmanencia, ni tampoco reduce todo a un humanismo sin reconocer la dimensión divina —y también cósmica—. Los tres polos de la realidad son igualmente definitivos; se compenetran recíprocamente. No es necesario subrayar que toda teoría cosmocéntrica que quiera reducir al hombre a pura materia deja de ser convincente. Por consiguiente, no nos ocuparemos más en detalle del monismo material. Cuando tratamos del hombre en cuanto misterio trinitario, no hablamos del sujeto hombre. El misterio es la realidad entera. Naturalmente, es el hombre el que habla y el que trata de comunicar esta experiencia; el hombre es, por así decir, nuestro ángulo de visibilidad, pero el hombre no hace ninguna afirmación sobre «sí mismo», sino que refleja toda la realidad en cuanto tal, que se expresa a través del lenguaje y de la experiencia humana. Se podría citar al respecto el primer ṛg del segundo verso del Puruṣa-sūkta: «El hombre es efectivamente el todo» (RV X, 90, 2). Sin embargo, este hombre, como ya se ha dicho, no es ni el individuo ni el género humano. Aquí no se puede hablar de ningún antropocentrismo. El misterio es el todo. También el hombre es el [166]
misterio. Dios, el hombre y el cosmos son tres palabras con las cuales, según la perspectiva correspondiente, representamos este todo, sin por ello alcanzar una unidad más alta. La unidad sería monismo y monarquía sofocante; la pluralidad sería dualismo y anarquía destructiva. Cada uno de los tres polos es definitivo y no reducible al otro o a un presunto centro. A pesar de ello, cada uno de estos polos presupone los otros y los contiene. La resonancia recíproca es perfecta. Si nos tomamos en serio este cambio total, debemos reformular también nuestra pregunta. Mientras nos preguntemos: «¿A quién nos referimos cuando decimos “hombre”?», no recibiremos respuesta alguna satisfactoria, porque la pregunta nos deja fuera a nosotros, los que preguntamos. La pregunta no es «a quién no referimos», sino «¿quién es este hombre?». No podemos referirnos al que pregunta, no podemos pensarlo, hablar de él o hablarle. Todas estas son operaciones humanas en acusativo, o bien en dativo. «¿A quién nos referimos, en quién pensamos o a quién nos dirigimos?». Ese «quién» no es ni el que piensa ni el que interroga, sino el que es pensado y es interrogado. Debemos más bien preguntar: «¿Quién es el que refiere, piensa o habla?». «¿Cómo se conoce a aquel por el cual todo es conocido?», preguntan las Upaniṣad.1 No hablo, por tanto, del hombre como misterio trinitario. Eso podría ser teología objetiva o buena antropología, pero no es apropiado en lo que se refiere a nuestra cuestión. Tenemos que considerar que las últimas preguntas requieren una metodología esencialmente diferente de la propia de cualquier otra ciencia y actividad humana. El haber ignorado esto ha sido causa de algunos graves malentendidos. Nosotros no nos ocupamos de la ciencia y ni tan solo de la gnosis. Aquí no podemos proscribir el mito. Nuestro intento requiere una actitud de base radicalmente distinta. Requiere una consciencia, que es inexpresable por principio (y no solo porque seamos finitos o imperfectos). La palabra «misterio» no aparece en vano. Τὸ μυστήριον ἂρρετον (To mystērion arrēton), el misterio inefable. Aquí hay que callar. Y sin embargo, no todo silencio capta la cuestión, o sea, no todo silencio calla. Aquí me apoyaré en la etimología del término griego mystērion: μύω (myō) significa cerrar, estar cerrado, quizá moverse en círculo (piénsese en el término latino moveo). De ahí se deduce el sentido figurado: tener cerrada la boca o los ojos, o sea, no hablar, no ver, callar. Existe un silencio que calla, porque no se quiere decir nada: en efecto, se cierra voluntariamente la boca; se oculta. Es una especie de revelación secreta. Nada resplandece más claramente que los secretos del corazón que se quieran ocultar, dice un proverbio chino. Un [167]
segundo silencio calla, porque no se puede decir nada, por más que se desee; pero la cuestión es demasiado complicada o difícil: en realidad, no se sabe nada, debería decirse. Se balbucea, si se quiere decir demasiado de una sola vez. Existe también un tercer silencio que calla, porque no hay nada que decir: todo carece de sentido. Pero existe, no obstante, un cuarto silencio que aparece como silencio precisamente porque no calla nada; calla, porque no calla nada, es completamente transparente y, por eso, invisible. No tiene nada que callar, puesto que el logos ya ha dicho lo que debía decir, se ha expresado a sí mismo por completo, sin que por ello haya agotado la realidad, ya que «cabe» el logos hay todavía una potencialidad, que es completamente inexpresable. La palabra expresa lo no expresado. Mientras exista la palabra, existe también aquello de donde proviene la palabra, el silencio, el σιγή (sigē) de la patrística, símbolo del Padre en la Trinidad. La experiencia de lo inexpresable está en estrecha relación con la experiencia de la nulidad de toda experiencia; esto significa, en última instancia, que ninguna experiencia, y por tanto ninguna consciencia, puede identificarse con toda la realidad; o bien, en otras palabras, que la realidad no se deja reducir solo a consciencia —y esto significa que el monoteísmo no capta la cuestión, y de este modo hemos llegado de nuevo a la Trinidad—. 3. EL HOMBRE INTEGRAL, UNA DIMENSIÓN TRINITARIA A este silencio corresponde una visión trinitaria fundamental; el logos es, sí, toda la realidad, por tanto, igual a Dios en el lenguaje cristiano, pero no obstante no agota la realidad. La palabra es palabra, porque expresa el silencio, proviene del silencio; eso es posible porque existe un espacio donde esto ocurre, a saber, el Espíritu, y porque proviene de un origen que deja que esto ocurra, o sea, el Padre. Desde fuera, las primeras formas del silencio parecen cerradas; ocultan; nosotros no podemos abrir el círculo cerrado. La última forma del silencio no admite ningún círculo. La circunferencia es infinita, no puede mostrar ni el principio ni el fin. Es inconmensurable con el radio. Logos y espíritu no pueden reducirse a un denominador común. Consciencia y materia son dimensiones de este tipo. Toda dimensión, toda relación en la expresión tradicional, presupone las otras y se apoya en las otras. No hay ninguna prioridad en el entrecruzamiento, ni lógica (el Logos), ni ontológica (el Padre), ni espiritual (el Espíritu); la eventual prioridad depende solo de nuestra perspectiva. El ser humano, esa era mi tesis, es una dimensión, una relación constitutiva de toda la realidad. Todo hombre es centro del universo, o, más precisamente, en todo hombre se con-centra toda la realidad; pero no es, con todo, el único centro. Todo hombre es una concentración parecida. [168]
No existe realmente un centro, ya que existen tantos centros como «componentes» hay de la realidad. La realidad está centrada en sí misma, pero su círculo no se encuentra en ningún lugar, como dice El libro de los veinticuatro filósofos.2 Esta visión se encuentra en las más diversas culturas. Debería ahora dirigir una protesta, que hace referencia a la ciencia de las religiones, contra el moderno exclusivismo occidental, típico de cierta teología cristiana, cuando afirma que la Trinidad es un monopolio cristiano. No quiero negar la existencia de una específica comprensión trinitaria —como no quiero negar también que sería erróneo sostener que la concepción cristiana solo es una copia de otras antiguas—. La realidad entera es trinitaria y las tres dimensiones se compenetran recíprocamente. Esta circumincessio o περιχώρησις (perichōrēsis) es tan perfecta que estos tres elementos pueden ser distintos, pero no se encuentran separados. El cielo, la tierra y lo que está «entre» uno y otra, pasado, presente y futuro, serían formulaciones cosmológicas. Sat, cit y ānanda, el trikāya, la Trinidad cristiana, etc. serían formulaciones religiosas. No decimos que todas estas concepciones sean iguales. Solo constatamos las correspondencias homeomórficas, sin desarrollar ninguna comparación. Lo que aquí nos interesa es la visión misma, «la metáfora raíz», podríamos decir. La idea fundamental es la siguiente: la realidad entera está constituida por una especie de Trinidad que se mantiene unida a través de relaciones recíprocas. Podríamos partir de la Tri-unidad cristiana y afirmar que la revelación cristiana de la Divinidad es válida ad intra y también ad extra, que la estructura trinitaria del todo corresponde a un origen, a una realidad y a una dinámica: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Cristo sería el símbolo cosmoteándrico κατ᾿ έξοχήν (kat’ exochēn). Él es todo en uno, indiviso, y sin mezcla de lo divino con lo humano y lo cósmico. 4. LOS TRES ACTOS DEL DRAMA TEANTROPOCÓSMICO Lo que cuenta es descubrirse «Yo soy». Este es el primer acto. Esa es la consciencia primordial que no puede atribuirse a nada anterior. El que realiza «yo soy», está, por así decir, salvado. Sin embargo, nosotros no lo estamos (todavía). Este Nosotros es también realidad. Y aquí se inicia la aventura del segundo acto. Estamos llenos de ansias de conocer, es decir, no estamos satisfechos con el «yo soy». Buscamos un predicado. El yo exige constitutivamente un tú —de otro modo no sería un yo—. Queremos, por tanto, hacer real este yo. La consciencia de esa irrealización se presenta como insatisfacción. En el buddhismo lleva el nombre de duh.kha, de pecado original en las religiones abrahámicas, de [169]
caída en la mayor parte de las religiones africanas, de avidyā en el hinduismo, de incompletud en algunas filosofías, etc. Somos, por tanto, esa insatisfacción; el desasosiego es nuestra constitución humana. El primer salto de este acto fatal es el descubrimiento de que no estoy satisfecho, de que estoy desnudo. Descubro que soy imperfecto. Una vez emprendida la vía del análisis o de la búsqueda de lo que es el «yo soy», no existe ya final, hasta el más extremo atomismo y más allá, hasta el infinito. Una vez iniciada la caza al objeto, ya no hay ningún freno, porque los objetos se pueden fraccionar, subdividir, analizar, perseguir cada vez más, incesantemente. Los antiguos creyeron que la materia tenía una consistencia propia, por consiguiente, Aquiles podía alcanzar a la tortuga, a pesar de los argumentos teóricos contrarios de Zenón de Elea. El pensamiento no lo era, pues, todo; la realidad era más completa. Por un breve período de tiempo, la ciencia había creído en el carácter autónomo de la naturaleza. Ni los átomos primero ni posteriormente los cuantos podían ser divididos. Hoy la resistencia de la materia ha cedido al pensamiento tecnológico. Los límites del ἄτομος (a-tomos), del individuo, o sea, de lo in-divisible, se encuentran cada vez más lejos. En realidad, no hay ya confines. Dios arriba y el átomo abajo fueron los confines naturales de la imagen humana del mundo y el hombre estaba en medio. Ambos confines han estallado ahora. No hay que asombrarse si los modernos hablan de desarraigo del hombre. Ni el cielo arriba ni la tierra abajo. El paso siguiente es una especificación de mi ser como criatura. Me distingo en cuanto ser humano. Pertenezco a una determinada etnia, cultura, casta, familia, soy limitado en el espacio y en el tiempo. El último paso es el de la individualidad. Sin embargo, el individuo sigue siendo algo enigmático y está ulteriormente fraccionado, como el átomo. Lo hemos buscado en el alma, en el cuerpo, en el corazón, en el cerebro, en los cromosomas, en las células, incluso más allá, en las partículas elementales. El problema de la cultura occidental no consiste tanto en el hecho de subdividir los campos de lo conocible en partes y subpartes — tal como muestra de manera ejemplar la física atómica—, en la fragmentación del saber y, por lo tanto, del hombre, como más bien en el de no encontrar una respuesta satisfactoria a la problemática del «yo soy», porque se la busca en la dirección contraria. Se olvida al sujeto y nos detenemos en la búsqueda de un objeto cada vez más sofisticado. También la psicología, también Teilhard de Chardin buscan en esta dirección: el inconsciente, los arquetipos, el punto omega. Ahora estamos casi al final de ese movimiento centrífugo, cada vez más alejados del yo. Justamente porque nos encontramos en un [170]
callejón sin salida, podemos quizá intuir mejor la radical y necesaria conversión (μετάνοια, metanoia) y percibir su necesidad con mayor urgencia. Se trata de una recuperación del yo, del «yo soy». Este es el tercer acto: yo soy Yo. Yo soy era el primer acto. Yo soy el predicado, o sea, criatura —hombre, hindú, cristiano, ciudadano, cuerpo-alma, conglomerado de átomos, una partícula en el cosmos, energía, individuo— era el segundo acto. El círculo se cierra ahora: «yo soy Yo». Según la etimología, esta afirmación es un enunciado místico. El hombre experimenta que, finalmente, quiere ser Yo. Quiere convertirse en sí mismo, realizarse a sí mismo. A la pregunta ¿«qué soy yo»?, después de una desviación de milenios, la respuesta más simple es de nuevo la originaria: yo soy Yo. Es el yo del tercer acto. El hombre como misterio trinitario significa que el yo del tercer acto no puede renunciar al del primero —porque todo se co-pertenece—, aunque sin identificarse completamente con él. El segundo acto no ha sido en vano —y no lo es tampoco ahora—. Los tres actos van juntos. Solo son las tres escenas del drama universal en el teatro de la realidad donde todos, actores y espectadores, actúan juntos. El regressus (retorno) de los escolásticos, la redención (σωτερία, sōtēria) de los cristianos, el moks.a (liberación) de los hindúes, etc., representan un verdadero cumplimiento. Algo ha ocurrido, aunque sea solo un descubrimiento (del Yo). Hay ahí también una dinámica y se busca una vía. Emprender esta vía de peregrinación, para conquistar la verdadera identidad, es la tarea específicamente humana: transformar el universo, o, dicho en sentido cristiano, colaborar en el nuevo cielo y en la nueva tierra, redimir el cosmos, cooperar en el nacimiento del Cristo total (συνεργεῖν, synergein). Si esa vía es un devenir consciente o una acción, pura gracia o una imposibilidad, o hasta un sueño o una ilusión, son preguntas sobre las que discuten las tradiciones religiosas de la humanidad; sin embargo, todas concuerdan en el hecho de que descubrir la ilusión o cumplir con la tarea es el deseo principal del hombre. El hombre, constitutivamente, no solo está en medio, entre el cielo y la tierra, como sostiene la mayor parte de las religiones, sino que también está en camino: homo viator, del no ser al ser, afirman las Upaniṣad (asato mā sad gamaya [del no ser condúceme al ser]; BU I, 3, 28), y encontramos resonancias cristiano-escolásticas («creatura [...] sibi autem relicta in se considerata nihil est» (La criatura [...] abandonada a sí misma, nada es).3 Yo soy yo y nada menos que yo. Encontrarse a sí mismo (el sí mismo) es el fin de la sabiduría, ya desde el principio de la [171]
autoconsciencia humana. El yo del tercer acto, después de las largas peripecias de la segunda (objetiva) identidad, no puede ser la mera repetición o un reflejo del primer yo. Aquí entra el misterio trinitario. El «tercer» yo, donde yo soy indispensable, es importante y hasta real. Este yo es un elemento esencial de la realidad. Se experimenta como un tú; el tú del (primer) yo; pero un tú que representa un polo definitivo de la realidad y que no puede ser reducido a pura contingencia. «Yo soy yo» significa soy aquel yo que es consciente de sí, porque ha descubierto su relación esencial consigo mismo; además, no se conforma con ser, en cierto sentido, engullido por el primer yo: ¡nada de absorción! ¡Nada de panteísmo! El misterio de la realidad no es estático, se expande; la espiral se ensancha; la aventura de la realidad, el destino cosmoteándrico, la vida trinitaria no es algo que se desarrolle solo en un tiempo irreal, como si todo hubiera sido ya desde la eternidad. La vida de la Trinidad, a la que el hombre pertenece, es cada vez una novedad radical. Los tres actos se desarrollan en un «espacio» recíproco, que no podemos definir ni como contemporáneo ni como atemporal, y en todo caso tampoco es una sucesión. Nuestro tiempo es la experiencia de la diacronía (todo tiempo es distinto y a la vez real). 5. LA TRINIDAD CRISTIANA Una última pregunta tiene que ser debatida aún, puesto que en el título aparece la palabra «trinitario» y algunos lectores supondrán que se trata de un término cristiano. En realidad, no hay ninguna lengua transcultural, pero una reflexión intercultural reclama nuestra atención sobre el hecho de que muchos conceptos, como gracia, Dios, sacramento, y también Trinidad, no son propiedad privada de una única religión. La pregunta sobre el lenguaje cristiano está en todo caso justificada: ¿qué tiene que ver todo esto con la Trinidad cristiana? ¿Dónde queda la ortodoxia, en el mejor sentido de la palabra? Ortodoxia no es ni microdoxia ni monodoxia, es decir, ella, la ortodoxia, la verdadera δόξα (doxa), no puede ser identificada ni con las concepciones populares de los rudes (simples), dirían los escolásticos, es decir, con una opinión reducida o mezquina, ni con una única doctrina y con formulaciones monolíticas. La ortodoxia da una respuesta satisfactoria, al menos no falsa, a una pregunta planteada en concreto. Aquí la pregunta misma se amplía y se ahonda en ella de un modo esencial. No es una pregunta del todo distinta, pero sí mucho más amplia y radical. Ni Platón ni Aristóteles ni Śaṇkara o Confucio nos ofrecen un marco que hoy pueda considerarse satisfactorio. Sin embargo, en lo profundo, la exigencia es la misma. ¿En qué situación se encuentra el hombre? ¿Y la realidad? ¿Cómo llegamos al [172]
reino de Dios? ¿Cómo nos convertimos en iluminados, superamos el mal o eliminamos el sufrimiento? Muchas respuestas son solo desplazamientos de la responsabilidad: la naturaleza, el diablo, el pecado original, la libertad humana, la insondable voluntad de Dios, el ser, la nada... todas hipótesis que han de clarificarse de nuevo a la luz de nuestra situación. Hemos intentado una nueva hermenéutica partiendo del dogma central (el de la Trinidad) de numerosas tradiciones religiosas, recurriendo a menudo al lenguaje cristiano. El pensamiento sobre la Trinidad ha alcanzado su formulación dogmática con la finalidad de reconocer un lugar a la Divinidad trascendente, después del shock de la encarnación inmanente (divina) — por tanto, para superar el monismo (pancristicismo) sin caer en el dualismo—. Ni el dualismo (Cristo sería en este caso un segundo Dios, o bien el mundo sería no divino y Cristo una aparición irreal: docetismo) ni el monismo (ninguna encarnación sería posible, o bien Cristo lo sería todo) son conciliables con la principal experiencia cristiana.4 La Trinidad exige propiamente (por medio de Cristo) reconocer al cosmos un lugar en la realidad última y, sobre todo, conceder al hombre su participación en la transformación de la realidad. La presente contribución intenta mantener esa línea, sin limitarse exclusivamente a la teología cristiana tradicional. No solo debe reconocerse el contenido de verdad de las otras tradiciones, sino que, además, de algún modo, se lo debe tener en consideración y, si es posible incorporarlo, y hacerlo de una forma que no convierta a las demás interpretaciones en caricaturas distorsionadoras o que no las reduzca a los parámetros cristianos, cayendo en un error metodológico. No por nada hemos hablado de correspondencias homeomórficas. La idea cristiana de Trinidad quiere calificar, de hecho, el monoteísmo para hacer sitio a Cristo como verdadero hombre y verdadero Dios. Pero este Cristo, el Hijo del Hombre, no es solo Jesús, sino también —según Pablo y Pedro— su cuerpo entero y por consiguiente el cosmos transfigurado. Si todo ente, y de un modo particular todo hombre, es una cristofanía y Cristo es Hijo de Dios, entonces surge de ahí la comprensión trinitaria de la visión aquí esbozada. Sería oportuno ahondar más en estas reflexiones para desvelar su concepción de la realidad que subyace en ellas. Quizá pueda añadirse solo una cosa, para volver directamente a nuestro tema de la corresponsabilidad hacia el mundo. 6. LA RESPONSABILIDAD HUMANA HACIA EL MUNDO [173]
Si el hombre, en cualquiera de sus formas existenciales, es un polo esencial y definitivo de la realidad, la transformación del mundo será obligación suya directa, aunque no exclusiva. La responsabilidad hacia el mundo no es competencia exclusiva de lo divino, ni está confiada al azar. Somos quizá conscientes como nunca de que el destino del ser depende también de nosotros. ¿Tengo que citar la Palabra del hombre como pastor del ser? La era posatómica ha introducido un novum en la consciencia humana. Ya desde mucho tiempo atrás los hombres son conscientes de que el mundo tendrá un final, que a un kalpa (eón) sigue otro, que la escatología no es ningún fantasma. Lo que, en cambio, hasta a ahora, no era imaginable es la idea de un probable suicidio cósmico, esto es, que el hombre mismo puede ser la causa de este final; que su corresponsabilidad tiene tan profundas raíces que puede llegar a lastimar y quizá dar muerte al ser mismo. Que Dios o la naturaleza pueden destruir el mundo es un pensamiento tradicional. Por eso el hombre quiso aplacar a los dioses y someter la naturaleza. La amenaza, sin embargo, no proviene ahora de lo divino o de la naturaleza, sino, al contrario, de un mundo hecho por el hombre, que parece escapar a su control. Aparentemente, no es posible ni tratar la megamáquina desde el punto de vista religioso ni controlarla científicamente. Observamos que no se trata de una destrucción puramente física del planeta, sino más bien del aniquilamiento de la vida y de la consciencia. El aniquilamiento de la consciencia humana se acerca mucho a la destrucción del ser: si ya no existe ningún portador de la consciencia también el ser consciente desaparece. El hombre tiene su propia responsabilidad hacia la realidad. Poner en un Dios confianza ciega ya no convence. Sin embargo, la mayor parte de las religiones muestra que dispone in nuce de los elementos adecuados para superar este problema. La resurrección de la carne, la encarnación humana de Dios, la cohesión del mundo (lokasaṃgrahā), la interconexión de la realidad (pratītyasamutpāda), la gloria del creador, etc. ofrecen posibilidades de intervención práctica y teórica. Todo parece apuntar a una elevación de la responsabilidad del hombre. La vida depende también de nosotros. Nosotros mismos somos los co-entes del ser. Como propiedad privada nuestra, no somos nada; como seguidores de otro, es decir, como meras criaturas, no somos nada; como elementos de la realidad, somos indispensables; como hombres participamos en el misterio trinitario y nuestra participación no es solo pasiva. Participamos también en el destino del ser.
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1. Cf. BU II, 1; II, 4, 7-14; AU III; KausU III, 8; KenU II, 1-3; MaitU VI, 7. 2. Anónimo del siglo XII, Liber viginti quattuor philosophorum (trad. cast.: El libro de los veinticuatro filósofos, ed. bilingüe de P. Lucentini, Madrid, Siruela, 2000, págs. 46-47): «Deus est sphaera infinita, cuius centrum est ubique, circumferentia nusquam» (Dios es una esfera infinita cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna). (N. del T.) 3. Tomás de Aquino, De aeternitate mundi, n. 7 (trad. cast.: Sobre la eternidad del mundo, Madrid, Encuentro, 2002, pág. 27); cf. De potentia, q. 5, a. 1. 4. Cf. R. Panikkar, «Rtatattva: A Preface to a Hindu-Christian Theology», en Jeevadhara 49 (Kottayam, enero-febrero, 1979), págs. 663.
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TERCERA PARTE LA REALIDAD COSMOTEÁNDRICA*
* La primera redacción de este texto corresponde a la edición inglesa «Colligite fragmenta: For an integration of reality», publicada en From alienation to at-oneness. Proceedings of the Theology Institute of Villanova University, ed. por F. A. Eigo, Villanova (pa), The Villanova University Press, 1977, págs. 19-91. Después de unas versiones abreviadas en italiano, catalán y castellano, se publicó con igual título, y también en inglés, en The cosmotheandric experience. Emerging religious consciousness, ed. por Scott Eastham, Maryknoll (NY), Orbis, 1992, págs. 1-77. Nuestro texto procede del preparado por el autor para la edición española: «Colligite fragmenta. Para una interacción de la realidad», en La intuición cosmoteándrica. Las tres dimensiones de la realidad (Madrid, Trotta, 1999, págs. 17-99, trad. de María Tabuyo y Agustín López) y ha sido cotejado con el revisado para la edición italiana de la Opera Omnia VIII, Milán, Jaca Book, 2010, págs. 167-261. La Segunda sección, con un título semejante a un capítulo de la última parte del libro publicado en español («Aspectos de una espiritualidad cosmoteándrica: Anima mundi, vita hominis, spiritus Dei»), es propiamente la ampliación y revisión de este capítulo, escrita por Panikkar para la edición italiana citada (págs. 263-333).
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PRIMERA SECCIÓN
COLLIGITE FRAGMENTA POR UNA INTEGRACIÓN DE LA REALIDAD
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INTRODUCCIÓN El símbolo de este estudio podría ser el misterio de la transfiguración.1 Nada se olvida, nada se deja de lado. Todo está integrado, asumido, transfigurado. Nada se pospone para el futuro: la entera presencia está aquí —está presente—. Nada se margina o se considera como no redimible, incluidos el cuerpo y la memoria humana. La transfiguración no es la visión de una realidad más bella, ni una evasión a un plano más elevado: es la intuición, totalmente integrada, del tejido sin costuras de la realidad entera: la visión cosmoteándrica. Simplificar en exceso, o peor, eliminar o ignorar lo que no puede asimilarse fácilmente es una tentación humana universal, y el reduccionismo es un pecado filosófico habitual. Aunque las civilizaciones hayan tratado con frecuencia de superar la parcialidad y los extremismos de todo tipo en su intento de construir una realidad habitable, cada una de ellas ha tenido su cuota de ascetas inhumanos, sabios despiadados y santos alejados del mundo. En general, la focalización y la selección se han logrado sacrificando partes integrantes de la realidad, hasta el punto de que lo que se salvaba, redimía o liberaba era, a veces, menos atractivo o menos valioso que lo que se desechaba. Podríamos encontrar ejemplos pertinentes en todas las esferas de la vida, desde la política a la ciencia y a la academia, y no digamos en el ámbito de lo espiritual (que, como el término sugiere, da por supuesta una injustificada tendencia a favor del espíritu y en oposición a la materia). Sea lo que fuere, ha llegado el momento de comenzar a reunir los fragmentos, tanto de la cultura occidental y moderna, que destaca en el análisis y la especialización, como de las diversas civilizaciones del mundo, cada una de ellas con sus propias excelencias y sus limitaciones. Si tenemos que llevar a cabo aquella reconstrucción total de la realidad que hoy ha llegado a ser imperativa, no podemos olvidarnos, ignorar o dejar de lado ninguna religión, cultura o fragmento de realidad. Este estudio es un intento orientado a alcanzar esa integración de toda la realidad. Debemos recoger los fragmentos esparcidos, aunque sean solo migajas.2 Debemos reconstruir el cuerpo de Prajāpati («El Señor de las criaturas», Padre de los dioses y de los seres),3 aunque algunas de las partes se consideren indignas, tímidas o marginadas. Dicho de manera más filosófica, debemos pensar todos los fragmentos de nuestro mundo actual para reunirlos en un conjunto no monolítico, pero sí armónico.4 Esta visión católica (en su significado etimológico) no significa una visión holística de la realidad, de modo que quien la posea pueda dominar el mundo o al menos ser superior a los demás. No se trata de un [178]
sistema global, sino de una síntesis personal que alcanza el totum en la pars concreta que somos nosotros. Desde luego, no abogo aquí por un optimismo ingenuo, como si el mal no existiera, como si la aniquilación no fuera posible, como si la armonía estuviera siempre garantizada. La integración sigue siendo un ideal, la reconstrucción está todavía in potentia. Pero no está en nuestras manos cribar y separar antes del momento oportuno (cf. Mt 13,24-30). Debemos conservar, no obstante, una cierta confianza. Las numerosas notas que acompañan este estudio tienen el objetivo de ofrecerle al lector la posibilidad de profundizar en los temas tratados.5 Vivimos en un tiempo que está perdiendo la memoria histórica a causa de una educación, tanto secundaria como universitaria, predominantemente centrada en las ciencias y en la tecnología; una educación que acaba por cultivar una forma única de pensamiento. Creo que puede ser un antídoto a la crisis cultural de nuestro tiempo presentar un estudio que nos recuerde cuán rico es el patrimonio de la humanidad y que nos haga conscientes de que, a pesar de la «novedad» de algunas ideas, el autor no es original, ya que se inspira en la sabiduría antigua, o mejor «originaria», puesto que tiende a alcanzar el «origen». Las frecuentes referencias a mis obras tienen la finalidad de evitar repeticiones y desarrollos de argumentos aparecidos anteriormente. Debo admitir que, a pesar de mi esfuerzo por expresarme con claridad, este estudio no es de fácil lectura: requiere esfuerzo, atención y disciplina. En el pasado, para ser «lector», en la Universidad o en la Iglesia, se exigía una iniciación particular, porque «leer» se consideraba un arte y una ciencia. El autor desearía contribuir a una democratización de la cultura, pero no al precio de su banalización. Leer un libro no es como echar un vistazo a un periódico: no se puede ceder a la tentación de una lectura apresurada. Incluso las notas pueden servir para introducir las pausas necesarias y asimilar mejor los pensamientos, manteniendo también una justa actitud crítica.
1. Cf. Mt 17,1-8, pero también otros textos de otras tradiciones, por ejemplo, la apoteosis de Kṛṣṇa en el capítulo XI de la Bhagavad-gītā. 2. Cf. Jn 6,12: «Colligite quae superaverunt fragmenta, ne pereant» (Recoged los pedazos que han sobrado, para que no se pierda nada). 3. Cf. Los numerosos y diferentes textos védicos recogidos, por ejemplo, en el capítulo III, «El mito de Prajāpati», en R. Panikkar, Mito, [179]
fe y hermenéutica, Barcelona, Herder, 2007; también en Mito, símbolo y rito (Obras completas, vol. IX.1, Barcerlona, Herder [en preparación]). 4. Cf. la etimología tradicional (véase Agustín) de cogitare (pensar) como colligere (reunir, recoger). La palabra sugiere también el hecho de sacar conclusiones —aunque el tardomedievo dijera irónicamente: cogitare de co-agitare—. Las lenguas neolatinas han reemplazado sabiamente cogitare por «pensar», «pesar» (sopesar, sentir), el amor (tendencia) de cada cosa del universo para alcanzar su lugar en el cosmos. 5. Para no cargar demasiado las notas, los textos no se citan en su lengua original, sino solo en su traducción castellana.
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I UNA NUEVA VISIÓN Y así como nadie puede percibir la belleza del poema sino dirigiendo su mirada sobre el todo, de la misma manera ninguno percibe la belleza del orden y del gobierno del universo si no lo contempla en su totalidad. BUENAVENTURA1 Este estudio tiene la humilde y por lo mismo animosa ambición de contribuir a una re-orientación radical del hombre contemporáneo, situándolo en un horizonte abierto, que incluya los milenios de la experiencia humana cristalizada en las diferentes culturas del mundo. Es un pecado de pusilanimidad creer que el hombre no tiene memoria más allá de su historia individual.2 El mismo lenguaje que hablamos y la biología que sostiene nuestras vidas manifiestan de un modo sintético las experiencias de innumerables generaciones. Hoy somos cada vez más conscientes de que solo un horizonte abierto ofrece una base satisfactoria para el entendimiento humano. Por otra parte, la buena voluntad, el deseo sincero y el intelecto más perspicaz del mundo son incapaces de superar nuestra limitada perspectiva humana. Solo un poco de agua verdadera puede aliviar —aunque no apagar— la sed de universalidad. Conscientes de esta situación, quisiéramos dar una visión de nuestra situación actual. Evidentemente, muchas olas concretas deben quedar anónimas si deseamos captar el rumor profundo del océano. Las reflexiones que siguen tienen que pasar todavía la prueba del tiempo y de la evaluación crítica, por lo que se presentan como una hipótesis con la esperanza de que la crítica que recibirán en este intento de detectar —y así señalar— los signos de los tiempos purifique la visión teantropocósmica de sus inevitables defectos. Este estudio quiere ser una invitación al diálogo.4 No he podido convencerme nunca de que la verdad pudiera lograrse por exclusión ni la libertad por «decisión», es decir, excluyendo opciones reales y auténticas porciones de realidad. Tengo la convicción de que los sistemas de circuito cerrado traicionan su objetivo y que una síntesis no tiene por qué ser sistemática. No podría dedicarme únicamente al estudio de las ciencias o a las alturas de la especulación filosófica, descuidando la praxis y, mucho menos, refugiarme en la teología como si [181]
el lugar escondido de Dios no estuviera en todo lo que es. Esta visión, sin embargo, no es sino una vislumbre imperfecta de un destello resplandeciente —un Fünklein del que otros han dicho y dirán cosas espléndidas—. a) EL HORIZONTE ABIERTO ¿Es posible tener en nuestra época una visión no fragmentada de la realidad? ¿Podemos permitirnos el lujo de ignorar los fracasos de tantas filosofías y cosmovisiones, persistiendo en la necesidad de la síntesis? ¿Podemos seguir ignorando el hecho de que los grandes descubrimientos de los últimos quinientos años parecen haberse realizado renunciando a estos sueños filosóficos y concentrándonos en áreas especializadas de estudio? ¿No exige, quizá, la socialización de la humanidad que cada uno de nosotros cumpla con su deber, contribuyendo así al bienestar común? En una palabra, ¿no es el momento de resignarnos de manera humilde y realista a la «condición humana» y abandonar las grandes ideas difundidas y pregonadas por metafísicas y teologías de todo tipo? ¿No deberíamos comenzar a reconocer que las fuentes de la creatividad humana no son ya los campos tradicionales de la religión, de la teología y de la filosofía?4 ¿No está, quizá, la misma «filosofía» tratando de convertirse en una «ciencia positiva»?5 También en literatura: «Las cosas se caen a pedazos; el centro no puede mantenerse; / una anarquía pura y simple se ha desatado en el mundo...».6 ¿No es la nuestra, después de todo, la edad de la ciencia y la tecnología?7 Y, sin embargo, la sed innata en el hombre de unidad y armonía no puede de ningún modo saciarse con el pensamiento contemporáneo, que sostiene que los antiguos ideales de sabiduría, ḥokmāh, jñāna, σοφία (sophia), γνῶσις (gnōsis), etc., eran meros sueños ahora mermados por el «pensamiento» analítico y positivista;8 que la idea medieval de sapientia ha desaparecido para siempre;9 que el ideal renacentista del hombre es un modelo utópico y deletéreo;10 que el esfuerzo enciclopédico europeo es una empresa fracasada;11 que hablar de la «barbarie de la especialización» es un atavismo,12 y que la apelación a la síntesis es una ilusión piadosa.13 Nos interesa aquí la antigua y venerable polaridad, que parece estar en el inicio de toda la consciencia reflexiva humana. Los griegos la formularon como la tensión entre lo Uno y lo Múltiple: ἓν καὶ πολλὰ (hen kai polla).14 El problema estriba no en la unidad o la pluralidad, sino en ese καὶ (y) que las une o las separa.15 Si apuntamos a la unidad (heteronomía), la pluralidad reducida a irreal a la larga se rebela e impone sus derechos. Si apuntamos a la pluralidad (autonomía), hay la lucha de [182]
todos contra todos y la mutua destrucción. ¿Existe algún vínculo entre un monismo, en el fondo rígido y devastador, por una parte, y una pluralidad, en el fondo anárquica e igualmente fatal, por otra? En nuestro actual estadio de consciencia, no podemos aceptar de manera irresponsable ninguna de estas dos experiencias humanas como solución. Hemos vivido ambas opciones el tiempo suficiente y con suficiente intensidad como para ponernos en guardia y no seguir cometiendo los mismos errores.16 ¿Es la historia magistra vitae o meramente la crónica deprimente de los tropiezos del hombre?17 Por una parte, este esfuerzo por la unidad parece un aspecto constitutivo del ser humano. Nada que no sea la unidad, nada que no sea la verdad y la belleza satisfará al hombre. La inteligibilidad pide la reducción a la unidad, y el amor tiende a la unión.18 Ni la dualidad ni la pluralidad pueden ser nunca la solución definitiva, porque por el mismo hecho de su inherente multiplicidad dejan un margen para posteriores preguntas.19 Este afán de unidad no es solo ontológico y epistemológico (unidad del ser, unidad de intelección), sino también sociológico y político (unidad de la humanidad, unidad de las civilizaciones). Las sociedades tienden a unir y juntarse; los pueblos tienden a la asimilación y a la socialización.20 Por otra parte, el fracaso de una ciencia, filosofía o religión o política unificante, como también las experiencias de fanatismo, dictadura y explotación humana de todo tipo en el nombre del único Dios, o del pensamiento, el imperio, el partido o el sistema únicos, o de una única verdad o religión son ya de por sí demasiado dolorosas, devastadoras y recientes como para que no constituyan una advertencia contra las visiones unitarias y los sistemas monolíticos. Y en esto radica el poder y la seducción de los movimientos liberales de todo tipo: representan reacciones autónomas frente a actitudes heterónomas. Nada que sofoque la libertad humana puede perdurar o ser considerado verdaderamente humano.21 La condición humana exige la libre realización del hombre. No hay justicia si no se respeta la libertad.22 Pero no hay libertad donde se quebranta la justicia.23 Pero la justicia implica una norma, un orden. ¿Quién tiene la autoridad para dictarla? ¿Y cómo se reconocen la autoridad y la norma? Ningún sistema monista o cosmovisión uniforme satisfará nunca la inagotable versatilidad del hombre, cuya gran dignidad es inseparable de su libertad y de su unicidad personal; así como ningún liberalismo individualista puede evitar el abuso del más fuerte ni ignorar que el mal también es una realidad. El dilema puede ser trágico: En un extremo, anarquía, caos, enfrentamientos civiles y de [183]
civilizaciones, guerras de partidos, de ideologías y de grupos humanos de todo tipo, que conducen, en definitiva, a la mutua destrucción o a la victoria, siempre efímera, del más fuerte. Esta situación no siempre es visible en la ideología liberal, pero está implícita y emerge en el momento en que se sacan las consecuencias lógicas o cuando las tensiones subyacentes afloran a la superficie. La pluralidad es, en última instancia, inestable. En el otro extremo, la dictadura del «Big Brother» —sea comisario político, dictador, presidente, personaje religioso o reformador económico—, con toda la maquinaria subordinada y los órganos burocráticos que «lo» sostienen. También aquí la situación puede no ser evidente a primera vista, pero aparecerá de manera inexorable cuando las estructuras míticas sean puestas en duda, es decir, cuando las decisiones fundamentales no estén por más tiempo justificadas por los mitos comúnmente aceptados. El monismo es, en definitiva, explosivo. Después de tantos siglos de experiencias negativas en todos los órdenes de la vida, la visión que proponemos no puede ser ni monista ni pluralista. ¿Hay una salida a este dilema? Ciertamente, se han buscado muchas. Para empezar, el dilema puede interpretarse en varios niveles. El problema metafísico está relacionado con la reconciliación de lo Uno y lo Múltiple en el orden supremo del Ser. La cuestión epistemológica se centra en la identidad y la diferencia. El planteamiento científico se ocupa de la unidad y coordinación de las ciencias. La sociología pretende llegar a modelos de conocimiento y la política trata de encontrar formas prácticas de organizar la vida humana. No vamos a tratar aquí este problema humano último de la unidad y la multiplicidad, de la identidad y de la diferencia, de la pluralidad y del pluralismo. Quisiéramos solo ofrecer una tipología general aplicable a los distintos niveles, que pueden afectar al problema de la unidad de los seres, de las religiones, de los gobiernos o de las instituciones. Una primera forma de resolver el dilema consiste en no ver el dilema, es decir, en no afrontarlo en absoluto o en no admitir que el dilema existe. Es la actitud pragmática que no ve un problema en la diversidad y en la incompatibilidad recíproca de las opiniones extremas, sino meramente un hecho que no exige elucidación. No hay manera de razonar con la ignorancia, del mismo modo que tampoco hay forma de derrotar a la inocencia —en la medida en que una y otra lo sean—. Pero una vez que surge la cuestión, esta debe afrontarse: el hombre no vive, en este supuesto, de acuerdo con las exigencias de su situación y, en lugar de ello, prefiere permanecer indefinido y agarrarse a vagas esperanzas o a [184]
expectativas futuras. Este podría ser, en efecto, el caso de muchos, hasta que crisis históricas o personales los obligan a afrontar situaciones extremas. Existe una segunda forma de escapar al dilema. Consiste en decir que el dilema es teóricamente irresoluble: se rechaza así la filosofía y toda aproximación intelectual en favor de una forma de vida cotidiana más concreta, actuando de la mejor manera posible en la situación dada. Un tercer tipo de respuesta niega que exista un dilema real y opta por una de las alternativas propuestas como solución posible. Una de ellas defiende el liberalismo, el dualismo y la libertad como solución práctica al dilema. La otra elige el orden, la justicia, la unidad y la verdad como solución activa para una vida humana digna de ser vivida. La primera solución afirma que las uvas están verdes, porque no podemos alcanzarlas, la segunda trata de demostrar que no hay uvas, mientras que la tercera sostiene que las uvas están maduras únicamente en una de las dos viñas. Existe no obstante un cuarto camino, representado por la mayoría de las religiones tradicionales a un nivel popular. Consiste en el aplazamiento indefinido de cualquier solución en este mundo. En realidad, la demora en encontrar una solución en este «valle de lágrimas», donde todo es duh.kha, māyā, ἁμαρτία (hamartia) —sufrimiento, ilusión, pecado—, puede ser incluso definitiva debido a que el status deviationis o la condición saṃsārica del hombre (el estado de pecador o peregrino) es el único real en este mundo, y así el aplazamiento es radical hasta que alcancemos la patria (verdadera y definitiva). Sin duda, los cielos sobrenaturales y las ideologías futuristas tienen un efecto catártico positivo, pero solo en la medida en que la gente cree en ello. Si esa creencia falla, tiene lugar la reacción opuesta, y así el hombre oscila de un extremo a otro, tanto en su existencia personal como en la histórica.24 Esta es la fuerza y la debilidad de toda postura escatológica. Ofrece una excusa para el status deviationis de la condición humana real: por una parte, hace la existencia un poco más tolerable, pero, por otra, puede también paralizar cualquier noble esfuerzo de mejorar esa misma situación.25 ¿Por qué preocuparse y dedicar tanto esfuerzo si, después de todo, no vamos a alcanzar «el reino» o si ese reino «no es de este mundo»? No es momento ahora de discutir estas teorías. Es suficiente observar que, cualquiera que sea la solución invocada, en el momento en que el problema aparece como tal requiere una solución, que no tiene que ser necesariamente unívoca, sino que podría ser pluralista y podría distinguir entre una síntesis siempre abierta y un sistema completo o al menos completable. [185]
En cualquier caso, necesitamos un horizonte abierto;26 y más lo necesitamos aún en la actualidad, cuando no solo geográfica, sino históricamente, nuestro mundo es ya el planeta entero y la tecnología ambiciona unificar los medios de gestionar nuestra común condición humana. En términos concretos, la necesidad de una visión unificada de la realidad es tanto más urgente cuanto que ya existen otros muchos factores unificadores en acción, que pueden provocar una unificación parcial, pero que ignoran los ingredientes fundamentales del ser humano y, en consecuencia, hacen violencia a la realidad. En otras palabras, ninguna solución que no tenga un cierto carácter definitivo puede satisfacer al hombre, nada excepto el todo puede ser la estación final de su peregrinación —mental, cordial y existencial— .27 Pero ¿podemos pretender estar en mejor posición que nuestros predecesores, que dijeron tantas cosas que consideraban importantes y definitivas y que nosotros actualmente encontramos del todo obsoletas? Después de todo, ¿no es también el «horizonte abierto» una perspectiva humana? Hemos dicho horizonte abierto, y no perspectiva global, como tan a menudo se dice actualmente. El ideal de una perspectiva global —con todas las bienintencionadas consignas que lo acompañan («pensar globalmente, actuar localmente»,28 etc.)— es poco convincente, al menos por dos razones. En primer lugar es, estrictamente hablando, una contradicción en los términos. No puede existir ninguna perspectiva de 360 grados, ni siquiera de 180. Cualquier perspectiva es limitada, y el ser humano no puede tener una visión global de nada. No solo tendría que abarcar visiones contradictorias, sino también agotar el conocimiento (visión) de su(s) objeto(s). Ambas cosas son imposibles. En segundo lugar, el entusiasmo por la perspectiva global parece un vestigio de la intransigente costumbre imperialista de presentar algo en lo que se cree como si fuera realmente beneficioso para toda la humanidad. El peligro radica, entonces, en extrapolar acríticamente la propia perspectiva limitada en un imperativo global que se supone debe convenir a todos; y las consecuencias pueden ser realmente devastadoras. Esta actitud —con frecuencia inconsciente— perpetúa el mismo viejo arquetipo de una verdad, un Dios, una Iglesia, una civilización, etc., y actualmente, una ciencia, una democracia, una tecnología y un mercado económico. El horizonte abierto, por otra parte, pretende preservar la validez de esta corriente hacia la unidad y la universalidad, pero sin cerrarla en [186]
una única perspectiva, visión o sistema. Necesitamos un horizonte para ver y comprender, pero somos conscientes de que otros pueblos tienen otros horizontes; aspiramos a abrazarlos, pero somos conscientes del carácter siempre escurridizo de cualquier horizonte y de su apertura constitutiva. Se podría avanzar una doble explicación: epistemológica y filosófica. La hipótesis epistemológica subraya que, a pesar de importantes excepciones antiguas y modernas, desde hace milenios las culturas dominantes han prevalecido siempre sobre las otras porque han separado el conocimiento del amor. El amor se ha relegado a una función secundaria y generalmente individualista y privada. Como hemos señalado, el conocimiento requiere unidad, mientras que el amor quiere unión. Reducirlo todo a unidad (sistema único, globalización, etc.) elimina el amor. Pretender la unión de los contrarios puede ser una utopía irrealizable. La visión cosmoteándrica no es ni una cosa ni la otra. Su símbolo es la armonía: esta no destruye ni la unidad ni la unión, sino que hace posible la experiencia dinámica en una interrelación advaita o trinitaria.29 La hipótesis filosófica podría reducirse a la explicación del sentido de una palabra: advaita (adualidad). Hemos dicho que el dilema predominante en el mundo occidental es monismo (Uno) o dualismo (Uno y Múltiple). La visión adualista afirma: ni Uno ni Múltiple, porque la realidad no está sometida a las exigencias de la mente, y soluciona el dilema negándolo, porque no hay el Uno sin la Multiplicidad, ni esta sin el Uno, porque la realidad es pura relacionalidad y la polaridad es su característica, como veremos seguidamente. b) LA PERSPECTIVA HUMANA La necesidad de mantener nuestro horizonte abierto debería tomarse muy en serio para evitar el error común de venerar la modernidad, como si el último descubrimiento y el estudio más reciente fueran los definitivos, o al menos más verdaderos que los anteriores, y ofrecieran por ello un mejor fundamento a la síntesis.30 Aquí parece que un doble factor juega un papel esencial. Por una parte, una vez alcanzado cierto grado de sofisticación intelectual, no podemos renunciar a la pretensión de verdad que reclaman nuestras opiniones en el ámbito preciso en el que pretenden ser verdaderas. Se trata de un axioma fundamental del pensamiento humano. No puede ser negado, pues su contradicción exigiría propiamente la validez que niega. Toda afirmación es una auténtica afirmación en la medida en que pretende afirmar una verdad.31 Pero, por otra parte, sabemos que, aunque ningún período de la historia humana ha tenido la «última» palabra, toda palabra tiene una [187]
cierta validez operativa en y para su propio tiempo en un determinado contexto. Postular «A es B» (a) equivale a afirmar que «A es B» es verdadero (b) [o (a) es verdadero] Ahora bien, esta última afirmación implica una tercera: «A es B» es siempre verdadero (c) [o (b) para siempre] porque, en términos estrictamente lógicos, (a) = (b) = (c). Si (c) no se verificase, no podríamos saber si (b) se verifica igualmente y cuándo. Esto significa que mientras A siga siendo A y B siga siendo B, la ecuación (a) perdura. Pero no existe ningún criterio en A o en B que garantice que lo que conocemos como A y B seguirá siendo invariable, tanto en nuestra percepción de los términos como en el contexto que los hace ser lo que son, esto es, que A sea A y B sea B. Esto significa que (a) es equivalente a «A es B mientras A sea A y B sea B» (d) Pero no sabemos por cuánto tiempo A y B conservarán sus identidades respectivas. En otras palabras, la autoidentidad de A y B es un postulado necesario para el pensamiento lógico, pero carece de cualquier garantía externa. ¿Lo que vemos hoy como «A es B» (a) seguirá siendo así mañana? Las afirmaciones (a), (b) y (c) son ciertamente válidas, pero ninguna de ellas contiene ninguna garantía de que mañana continuarán siendo válidas. En otras palabras: (a) = (b) = (c) = (d) equivale a decir que el factor tiempo está implícito en cualquier afirmación lógica, y que un cambio en el factor temporal puede destruir la afirmación lógica. [188]
Nuestro problema es saber si el horizonte abierto de hoy no será mañana solo otra perspectiva humana, limitada. Este es el conocido problema hermenéutico: el texto es siempre función de su contexto.32 ¿En qué sentido podemos tener afirmaciones universales si estas dependen de un contexto particular y no tenemos ningún contexto universal? Para entendernos con términos concretos: ¿significa eso que, cuando hablamos del final de un período y de una cierta visión global, estamos tropezando en el mismo escollo que nuestros predecesores? Si digo, por ejemplo, que nosotros tenemos ahora la posibilidad de una visión completa y de una concepción holística de la realidad, ¿no estoy siendo una víctima ingenua del mismo espejismo? Por esta razón se necesita, como si dijéramos, un segundo grado de sofisticación para evitar la Escila del agnosticismo y el Caribdis del dogmatismo. Aquí distinguiría entre relativismo y relatividad, entre una actitud agnóstica, intelectualmente paralizada por el miedo al error, y una consciencia relacional, que comprende que, puesto que todo conocer e incluso todo el ser está inter- e intrarrelacionado, nada tiene significado independientemente de un contexto delimitado.33 No se encontrará, por tanto, ninguna solución final, no puede darse ninguna respuesta convincente hasta que el hombre no descubra un mito, un horizonte que satisfaga sus capacidades intelectuales y emotivas. En otras palabras, la formulación de un paradigma unificador, que no sea al mismo tiempo un sistema monolítico y cerrado, parece ser de la máxima importancia. Estas consideraciones forman el contexto de la hipótesis que aquí propongo. No presento un sistema, es decir, un tratado sistemático referido a la situación del hombre en el universo; ofrezco una síntesis que no solo queda abierta, sino que permite, e incluso requiere, diversas interpretaciones. Además, sugiero que esta síntesis pertenece al orden del mito, que no es una visión de una visión, sino simplemente una visión. La comunicación de una visión no es una exposición (de imágenes de la realidad), sino una comunión (en la visión del universo): un mito.34 Este simple razonamiento tiene un corolario muy importante: nos hace conscientes del mito del conocimiento conceptual como instrumento adecuado para «captar» la «realidad». Lo que el conocimiento conceptual, en cambio, conoce realmente solo es el aspecto estático de la realidad. Para decir algo permanentemente válido de A y B, ambas tienen que permanecer inmutables, de otro modo no nos referimos a las mismas cosas. La mutabilidad de las cosas pertenece a nuestra experiencia empírica de la realidad: las cosas cambian. Aquellas cosas que parecían buenas, bonitas y también justas en el siglo pasado, podemos no [189]
percibirlas como tales hoy. La gran estrategia de la mente es la invención o el descubrimiento (no entramos en el tema) de las «esencias» de las cosas. Si las esencias son inmutables, podemos afirmar algo válido también para mañana. A este descubrimiento, sin lugar a dudas genial, sigue la invención (o descubrimiento) del concepto como sinónimo de la esencia; concepto que permite las operaciones más extraordinarias de la mente. La geometría sería un ejemplo paradigmático de todo eso: el triángulo real no existe, pero la mente puede deducir del concepto de triángulo un conjunto de propiedades que luego se muestran válidas en sus aplicaciones en el mundo real. Este hecho es tan pasmoso que de Platón en adelante el concepto (de triángulo, en nuestro ejemplo) es considerado por muchos como la verdadera esencia de todas las cosas, por lo que el mundo real sería el mundo de las esencias —sin que discutamos aquí los méritos y deméritos del idealismo—. El ejemplo más extraordinario de un mundo conceptual es la ciencia moderna. Su éxito es tan innegable y epatante que el concepto «ciencia» ha agotado prácticamente todo el campo semántico de la palabra. En efecto, ciencia quiere decir conocimiento, γνῶσις (gnōsis), jñana; pero el conocimiento no es solamente, y tampoco principalmente, conocimiento conceptual; junto a este tipo de conocimiento está también la consciencia simbólica, que supera la dicotomía objetividad/subjetividad.35 La ciencia moderna se ha convertido en un álgebra de conceptos (abstractos) extraídos de los experimentos y aplicados luego al comportamiento de objetos mensurables. Sin entrar en esta problemática, añadamos solamente que, junto a la mutabilidad de las cosas, también está la mutabilidad del intelecto. Este tercer descubrimiento es bastante reciente, aunque con antecedentes multiseculares en Oriente y Occidente. Hay antecedentes más inmediatos de este descubrimiento en la «sociología del conocimiento»,36 pero una elaboración más completa depende de una reflexión más profunda de la consciencia simbólica. Solamente entonces, es decir, superando la dicotomía sujeto/objeto, puede aceptarse la mutabilidad del intelecto, es decir, su relatividad, sin caer en el relativismo rígido que se destruye a sí mismo en su misma formulación. En nuestro ejemplo citado, lo que parecía bueno, bonito y justo en el siglo pasado, y que ahora ya no percibimos como tal, quizá lo era en aquel tiempo porque lo «bueno, bonito y justo» no son conceptos (inmutables), sino símbolos que implican tanto al objeto como al sujeto. También la verdad es relacional. Cuando la epistemología se escinde de la ontología, es decir, cuando el conocimiento se desliga del Ser para convertirse en una actividad autónoma de la mente, la verdad deviene concepto y, por tanto, inmutable [190]
—de otro modo no podríamos conocer fuera del acto mismo del conocer—. La onto-logía, en cambio, como el «logos del Ser» (genitivo subjetivo), no puede determinar a priori cuál es la palabra del Ser antes de escucharla. Estas consideraciones eran necesarias para encuadrar el argumento de todo el libro. c) SUMARIO Intentaremos formular ahora α) un breve sumario fenomenológico, luego β) un resumen filosófico, seguido de γ) una descripción antropológica, completada por δ) un relato mítico. α) Cuando el primer hombre comenzó su trayectoria en la tierra como ser humano, encontró a los Dioses ya presentes. Este parece ser un dato fenomenológico importante, aunque a menudo se olvide. En la propia consciencia del hombre, los Dioses son más antiguos que el hombre y anteriores a él. El hombre primitivo estaba más convencido de la existencia de lo divino que de lo humano. Y no tenía ninguna duda acerca del cosmos. El hombre «primitivo» pensaba en los Dioses cuando se preguntaba sobre la Naturaleza y sobre sí mismo. Los tres elementos ya estaban allí. A continuación, cuando la consciencia humana comenzó su largo recorrido de análisis e introspección, este conjunto indistinto comenzó a romperse. De este modo tuvo comienzo un segundo momento de la consciencia humana: un gran período de discernimiento y de perspectivas cada vez más separadas. Lo divino se separa cada vez más del mundo y el hombre emerge como un ser independiente que descubre y disocia las fuerzas separadas y las leyes particulares de toda la realidad, descubriéndose a sí mismo como el centro de operaciones cada vez más individualizado. Es un proceso de discriminación e individualización. Pero hay aún un tercer momento en la consciencia humana: es la todavía no realizada conquista de una nueva inocencia, la síntesis de una experiencia integral. Las diferentes esferas del ser y las distintas formas de consciencia luchan por llegar a una unidad compleja; las piezas dispersas del segundo momento van moviéndose hacia la reconstrucción; el cuerpo del hombre llega a ser otra vez parte constitutiva del hombre y el mundo reaparece como el cuerpo mayor en el que se integra el hombre. La comunidad humana deviene consciente de que es algo más que una masa indiferenciada o una aglomeración de individuos alienados. La dimensión vertical o divina no se proyecta ya sobre «otro» ser, sino que es vista como la dimensión infinita de la realidad misma. El ideal de esta sinergia divina, humana y cósmica ha estado presente seguramente desde la misma emergencia de la consciencia, pero se mantuvo fluctuante, como [191]
en un movimiento de suspensión, por así decir, y hoy cristaliza en formas más claras y coherentes. Ahora parecen estar presentes los signos de una mutación real en el dinamismo global de la realidad: un cambio en la consciencia implica también un cambio en la realidad. Como hemos dicho, este estudio toma en consideración toda la memoria del hombre histórico que se remonta hasta cerca de 8 000 años, y quisiera abarcar tanto la experiencia del hombre oriental como la del occidental. Para comprender la modernidad en el contexto global de la geografía y la historia humana, debemos considerar la experiencia total humana, aún a riesgo de dejar de lado los detalles particulares. β) Un resumen filosófico debería subrayar que el primer momento de la consciencia humana está dominado por el mito del cosmos, es decir, por una consciencia del espacio omnipenetrante. La realidad es espacial y los tres mundos son vistos en términos espaciales: el mundo más allá de los Dioses, el mundo intermedio de los seres vivos, especialmente los humanos, y el mundo inferior con una existencia diferente de la de los dos otros mundos. Nada es real si no está puesto en algún lugar del espacio. Dios, Hombre y Mundo son reales porque están localizados en el espacio. En el segundo momento, predomina el tiempo. La realidad es sobre todo temporal y los tres mundos son los reinos del pasado, del presente y del futuro. Para algunos, Dios pertenece principalmente al pasado, para otros al futuro, y para los llamados místicos, lo divino es primordialmente presente. También el hombre viaja de un mundo temporal a otro y el cosmos se revela en la «historia natural». El mito de la historia es la característica dominante de este segundo momento. En términos epistemológicos, el conocimiento sujeto-objeto es el gran logro de este momento, pues es una consciencia temporal la que capacita al hombre para descubrir que antes del conocimiento del objeto (conocido) debe tomar en debida consideración la estructura del sujeto (cognoscente). Este paso del objeto más bien espacial al sujeto más bien temporal puede servir para esquematizar el dinamismo principal de este momento. No podemos, sin embargo, articular plenamente el mito del tercer momento sin destruirlo. Podríamos llamarlo, de manera provisional, el mito unificador, y advertir su tendencia hacia la superación de la dicotomía epistemológica sujeto-objeto y de todo dualismo metafísico. Podríamos caracterizar este mito como el movimiento hacia la totalidad y el ideal de la síntesis. Los tres mundos no son ya puramente espaciales o temporales; tienden a ser los mundos del espíritu, la vida y la materia; el reino divino, humano y cósmico que penetra los tres universos temporales y espaciales. El monismo y el dualismo parecen obsoletos. El pluralismo (que no es la pluralidad) y las diversas concepciones adualistas y [192]
trinitarias parecen adquirir más fuerza. No solo se unifica el campo espaciotemporal, también la hendidura temporal-eterna parece renellarse en una consciencia tempiterna. Podría también utilizarse un lenguaje más académico y hablar de tres fases en la evolución de la consciencia del hombre o de la filosofía misma: la filosofía metafísica, la filosofía trascendental y una «filosofía» de la integración, que trata de superar las aporías características de prácticamente toda filosofía crítica, reconociendo que los elementos del problema no son solo dos —sujeto-objeto, Hombre-Mundo, idealismorealismo, teoría-praxis, concepto-realidad, intelecto-voluntad, etc.—, sino más bien que la relación entre ellos forma el vínculo que constituye la unidad trinitaria de lo real. El círculo vicioso es superado por el círculo vital. γ) La vertiente antropológica de este ensayo tiende a subrayar el proceso multimilenario por el que el hombre parece haber pasado. Pretende recordar el hecho, aparentemente incontrovertible, de una consciencia primordial, difusa e indiferenciada, para describir luego esa unidad en la que antes vivía el hombre y el doloroso, pero también maravilloso, complejo proceso de discriminación, diferenciación, alienación y extrañamiento por el que ha pasado el hombre. Aspira, además, a describir el momento en que se ha alejado de él, y a sugerir que ha llegado el tiempo de regresar, de recoger los fragmentos, de recobrar aquella unificación que ha sido siempre un ideal del hombre. La antropología quiere también subrayar el carácter tanto filogenético como ontogenético de este proceso, y sugerir que la crisis de nuestro tiempo está vinculada al hecho de que la exigencia de unidad es más fuerte que nunca, mientras que la pérdida del camino es tan grave como siempre. En otras palabras, aunque estamos convencidos de que los fragmentos deben ser recogidos de nuevo y reunidos de manera orgánica y armoniosa, nadie parece saber cómo hacerlo. Solo sabemos que desconfiamos de cualquiera que pretenda tener algo así como una panacea universal. Pero una cosa debería estar clara: la síntesis no puede ser solo intelectual, sino que tiene que ver con una cierta reconstrucción del gran puruṣa, la Persona primordial. δ) Esta historia mítica es significativamente uno de los mayores mitos universales de todos los tiempos, en Oriente y en Occidente. Para centrar el objetivo de este ensayo, ofrecemos como paradigma una combinación del mito semítico de Adán y la historia indoeuropea de Prajāpati.37 Hubo un principio feliz, un punto alfa, una fuente indiscriminada y misteriosa de todo. Por algún motivo, o, mejor dicho, sin ninguna [193]
motivación externa (pues no había nada), el Abismo, el Principio, el Dios, el Vacío, el No-Ser... se estremeció y produjo el Ser, el Mundo, la luz, la creación y, en un determinado momento, los seres humanos. Existen, con toda seguridad, importantes diferencias en estos mitos, pero todos concuerdan en que una Unidad indiferenciada, un Principio misterioso, salió de su soledad, se liberó de su inactividad, creó, produjo, dio nacimiento a la existencia, al tiempo, al espacio y a todo lo que se mueve dentro. Hubo, o, más bien, hay, un primer momento originante, una Fuente, un Uno, un Dios, una Materia, una Semilla, una Persona. Este Origen crea, produce, origina, se divide precisamente porque no quiere existir más tiempo solo. Pero esto es posible únicamente porque ha llegado a ser consciente de sí mismo. Esta consciencia hace que el Principio sea consciente de sí mismo, visible en su reflejo, eso es: real. Se trata de un doble movimiento: uno en el seno del Principio mismo, y otro «hacia» el exterior, por así decir. Dios genera y crea, se desmiembra y crea el Mundo, el Uno deviene en fuente escondida y produce la multiplicidad. De este proceso surge el hombre. Por tanto, el hombre tiene el mismo origen que el cosmos, la misma fuente, esto es, el poder mismo de lo divino que se puso en movimiento al principio. Los tres coexisten. «Antes» de la creación, el Creador no era ciertamente creador; antes de lo «múltiple», lo Uno no era siquiera uno. Y, sin embargo, este dinamismo mueve solo en una dirección: lo Uno está en el origen, es el Origen, pero lo es solo porque origina. En «sí mismo», no es nada. Por eso este Principio no tuvo un Inicio porque es el Inicio del Tiempo. La caída pudo ser este primer momento o pudo acontecer en una segunda etapa. En cualquier caso, existe una caída, y el resultado es la situación histórica del hombre, su condición real. Hay en el hombre una sed, un impulso, un deseo de ser Dios, de alcanzar el fin, la meta (aunque muchos pensadores hablan de «ser como Dios», preocupados por no «empañar» el carácter absoluto de Dios o la identidad del hombre). Existe en Dios un ardor y un amor por el Hombre y por el Mundo. De nuevo, aquí el movimiento es doble: de abajo hacia lo alto, del Mundo, estimulado por el Hombre, hacia Dios, y de lo alto hacia el abismo y, también, de lo Uno a lo Múltiple: por eso encontramos en todas partes el dinamismo recíproco de sacrificio y sacramento. En definitiva, en cualquier caso todo tiene el mismo Origen: todo está relacionado; el universo entero es una familia, un macro-organismo: lazos de «sangre», por decirlo así, animan todo lo que es. Somos de la misma raza. Somos los miembros desmembrados de su Cuerpo. Nuestra tarea (y nuestro privilegio) es re-membrar el Cuerpo desmembrado; recomponerlo, esto es, sanar e integrar todos los miembros disyuntos de la realidad, [194]
esparcidos como están a través del tiempo y del espacio. La energía para esta «salvación» puede proceder de múltiples direcciones, pero su fuente es única. Esta es la aventura de toda la realidad.
1. Breviloquium, Prologus, 3, 4: cf. ed. Quaracchi, V, 204 b (cf. Obras de san Buenaventura. t. I, Breviloquio, en Obras de san Buenaventura, ed. bilingüe, Madrid, BAC, 1945, pág. 170). 2. Quiero aclarar que para mí la palabra «hombre» designa al ser humano andrógino, y no al elemento masculino que a veces lo ha monopolizado, y en lo que se refiere al pronombre seguiré el uso común, en espera del utrum, el nuevo género que abarque el masculino y el femenino sin reducir, uno y otro, a un neutro, ne-uter no-humano. La solución no es la yuxtaposición (él/ella), sino la integración. Por esa razón, utilizaré «hombre» para referirme al ἄνθρωπος (anthrōpos) de la visión teo-antropo-cósmica (Dios-Hombre-Mundo) aunque por razones fonéticas, utilizaré con mayor frecuencia la palabra «cosmoteándrica», en la que ἀνήρ (anēr) significa anthrōpos, homo (no solo varón) —como en muchos textos griegos—. No olvidemos que en muchas lenguas el género no existe y que en todo caso no debe ser confundido con el sexo. «Guardia» y «centinela» no se refieren generalmente a la mujer. 3. El tema central del segundo y del tercer capítulo de esta parte ha sido desarrollado en una contribución mía al «Second International Symposium on Belief», The Emerging Dimensions of the Religious Consciousness of our Times, celebrado en Viena en enero de 1975, publicada en las Actas del simposio en forma más sucinta que la ofrecida en el simposio mismo. Ideas similares se presentaron también en el coloquio internacional sobre «Ecological Anthropology from the Perspective of the Different Traditions of Mankind», celebrado en St. George House, Windsor Castle, Inglaterra, en abril de 1974, y en el simposio sobre «Natur-Natürlichkeit-Naturverständnis», en Kioto, en octubre de 1974, patrocinado por el Institute for Intercultural Research (Heildelberg), luego sintetizado en «Colligite Fragmenta: For an Integration of Reality», en F. A. Eigo y S. E. Fittibaldi (eds.), From Alienation to At-one-ness, Proceedings of the Theology Institute of Villanova University, Villanova (PA), The Villanova University Press 1977, págs. 19-91. 4. ¿No es este uno de los efectos catárticos de un cierto existencialismo? Renuncia a las generalizaciones «filosóficas» y abstractas en favor de situaciones existenciales «concretas». [195]
5. Cf. los dos iluminadores volúmenes de H. Rombach, Substanz, System, Struktur, Friburgo, Múnich, K. Alber, 1965, 1966, que lleva el largo y significativo subtítulo de Die Ontologie des Funktionalismus und der philosophische Hintegrund der modernen Wissenschaft (La ontología del funcionalismo y el trasfondo filosófico de la ciencia moderna). Cf. también R. Panikkar, «Conocimiento científico y conocimiento filosófico», en Ontonomía de la ciencia, Madrid, Gredos, 1961, págs. 86127. 6. «Things fall apart; the centre cannot hold; / Mere anarchy is loosed upon the world...», W. B. Yeats, «The Second Coming», citado por Nathan A. Scott, Jr., en The Broken Center. Studies in the Theological Horizon of Modern Literature, New Haven, Yale University Press, 1966, pág. XVIII (cf. The Collected Poems of W. B. Yeats, Londres, Macmillan, 1934, pág. 211). 7. Cf., como ejemplo, la colección de ensayos editada por H. Freyer, J. Papalekas y G. Weippert, Technik im technischen Zeitalter, Dusseldorf, J. Schilling, 1965. 8. Cf. también, como un ejemplo más entre muchos, G. Marcel, Les hommes contre l’humain, París, La Colombe, 1952 (trad. cast.: Los hombres contra lo humano, Buenos Aires, Hachette, 1955). 9. Cf., como contexto de fondo, J. Maritain, Les degrés du savoir, París, Desclée, 51946 (trad. cast.: Los grados del saber, Buenos Aires, Club de Lectores, 1978). Es significativo que, en las 1874 páginas de los tres volúmenes del Handbuch philosophischer Grundbegriffe, ed. por H. Krings, H. M. Baumgartner y Ch. Wild, Múnich, Kösel, 1973-1974 (trad. cast.: Conceptos fundamentales de filosofía. Barcelona, Herder, 19771979), no haya espacio para una sola entrada de Weisheit (sabiduría). 10. Cf., por ejemplo, una figura como la de Nicolás de Cusa, cuya edición crítica definitiva, a cargo de R. Klibansky et. al., Nicolai de Cusa, Opera Omnia (Iussu et auctoritate Academiae Litterarum Heidelbergensis, Hamburgo, F. Meiner, 1970), es insustituible. Cf. también E. Cassirer, Individuum und Kosmos in der Philosophie der Renaissance (1927), Darmstadt, Wissenschaftliche Buchgesellschaft, 1969 (trad. cast.: Individuo y cosmos en la filosofía del Renacimiento, Buenos Aires, Emecé, 1951). Se aconseja al lector corregir alguno de los clichés de Cassirer a la luz de H. de Lubac, Pic de la Mirandole, París, Aubier, 1974. 11. Cf. los volúmenes de G. Gusdorf, Dieu, la nature, l’homme au siècle des lumières, y L’avènement des sciences humaines au siècle des lumières, París, Payot, 1972, 1973. 12. Cf. las agudas consideraciones de 1930 sobre «La barbarie del [196]
“especialismo”», en J. Ortega y Gasset, La rebelión de las masas, en Obras completas, vol. IV, Revista de Occidente, Madrid, 61966 [1930], págs. 215-220. Cf. también R. Buckminster Fuller: «Por lo tanto, en directa contradicción con la especialización actual, todo el proceso educativo debe de ahora en adelante comenzar en un nivel más amplio de inquietud mental, y este nivel consiste en un intento sincero de abrazar todo el fenómeno eternamente regenerador del Escenario del Universo» («Intuition: Metaphysical Mosaic», en Intuition, Nueva York, Doubleday, 1972, pág. 46). Cf. también su monumental obra en dos volúmenes: Synergetics: Explorations in the Geometry of Thinking, en colaboración con E. J. Applewhite, Nueva York, Macmillan, 1975. 13. Cf. el primer trabajo extenso con el que debuté en el campo intelectual: «Visión de síntesis del universo», en Arbor I/1 (Madrid, 1944), págs. 5-40, reimpreso en mi Humanismo y Cruz, Madrid, Rialp, 1963, págs. 9-60, que lleva el lema que también he escogido para este estudio. 14. Cf. Platón, Filebo, 15d, y también BU I, 2, 1 ss y CU VI, 2, 1 ss. 15. Toda la historia de la teología cristiana occidental podría caracterizarse como el esfuerzo desesperado por «combinar» extremos aparentemente y dialécticamente incompatibles: uno y tres en la Trinidad, uno y dos en cristología, filioque, simul iustus et peccator, uno y no uno en la creación y en la visión beatífica, etc. 16. Cf. las esperanzas de los escritores clásicos: «La historia, testigo de los tiempos, luz de la verdad, vida de la memoria, maestra de la vida (magistra vitae)...», Cicerón, De Oratore, II, 9 (36) (trad. cast.: Sobre el orador, Madrid, Gredos, 2002, pág. 218); o también: «¿Pues quién ignora que la primera ley de la historia es no atreverse a mentir en nada? ¿Y a continuación el atreverse a decir toda la verdad? ¿Y que al escribirla no hay sospecha de simpatía o animadversión? Estos, naturalmente, son sus cimientos, que todos conocen: su armazón y construcción consta de lo narrado y de su expresión», ibid., II, 5 (62-63) (trad. cast., págs. 229-230). Y Tácito dice:«Tengo decidido no recoger más que las propuestas insignes por su honestidad o notables por su ignominia, lo cual estimo el cometido fundamental del analista, de manera que no queden en silencio los ejemplos de virtud, y para que el miedo a la infamia en la posteridad reprima las palabras y acciones perversas», Annales, III, 65 (trad. cast.: Anales, Madrid, Gredos, 1979, pág. 251). 17. Cf. los notables esfuerzos de A. J. Toynbee en el undécimo volumen de su obra A Study of History (Londres, Oxford University Press, 1933), que trata de construir una historiografía filosófica que [197]
ofrecería al hombre moderno la perspectiva adecuada para comprender el pasado. Como dice al comienzo de uno de sus últimos libros: «La cuestión del destino de la especie humana no siempre aparece en la mente de las gentes», Change and Habit. The Challenge of our Time, Londres, Oxford University Press, 1966, pág. 3. Cf. también F. Heer (Europäische Geistesgeschichte, Stuttgart, Kohlhammer, 1953, reed. Viena, Böhlau, 2004), demasiado olvidado. 18. Cf. Dionisio Areopagita, De Divinis nominibus, IV, 15 (PG 3, 713): «El amor... pensamos que tiene cierto poder para unir y para mezclar» (trad. cast.: Los nombres de Dios en Obras completas del Pseudo Dionisio Areopagita, Madrid, BAC, 1997, pág. 43); frase traducida por Migne por «Amorem... in quamdam sive potestatem copulantem et commiscentem intelligamus» (ibid., col. 714) que Tomás de Aquino (Summa Teologiae, I, q. 20, a. 1 ad 3) parafrasea así: «Amor es vis unitiva et concretiva» (El amor es una fuerza de unión y de fusión). Cf. también R. Panikkar, El concepto de naturaleza, Madrid, CSIC, 2 1972, págs. 249-271; también en Filosofía y teología. Pensamiento filosófico y teológico (Obras completas, vol. X.2, Barcelona, Herder [en preparación]). 19. Cf. Plotino, el último capítulo de la Enéada final (VI, 9, 1), que lleva por título Sobre el Bien, o el Uno, y comienza con la frase fundamental: «Todos los seres por la unidad son seres». O, mejor: «Es en virtud de la unidad por lo que todos los seres son seres» (trad. cast.: Enéadas v-vi, Madrid, Gredos, 1998, pág. 533). 20. El nombre de P. Teilhard de Chardin viene inmediatamente a la mente. Cf. su prólogo de 1947 a Le phénomène humain, París, Seuil, 1955 (trad. cast.: El fenómeno humano, Madrid, Taurus, 21986), o su sugerente expresión en un trabajo de 1952: «Un champ de sympathie à l’echelle planétaire», La vision du passé, París, Seuil, 1957, pág. 378 (trad. cast.: La visión del pasado, Madrid, Taurus, 1958, pág. 350). O también: «¿Qué sucederá el día que, en lugar de la Humanidad impersonal propuesta por las modernas doctrinas sociales como objetivo del esfuerzo humano, reconozcamos la presencia de un Centro consciente de convergencia total? En ese momento, los individuos apresados en la irresistible corriente de la totalización humana se sentirán fortalecidos por el mismo movimiento que les está acercando y reuniendo. Cuanto más agrupados estén bajo lo Personal, más personales llegarán a ser. Y eso ocurrirá fácilmente, en virtud de las propiedades del amor», «Human Energy», Building the Earth, Nueva York, Dimension Books, 1969, pág. 85 (ed. orig.: Construire la terre: extraits d’oeuvres inédites, París, Seuil, 1958). [198]
21. Cf. R. Panikkar, «Hermenéutica de la libertad religiosa: La religión como libertad», en Mito, fe y hermenéutica, Barcelona, Herder, 2007, págs. 429-465; también en Mito, símbolo y rito (Obras completas, vol. IX.1, Barcelona, Herder [en preparación]). 22. Este es un aspecto integrante de la «teología de la liberación». Cf. G. Gutiérrez, Teología de la liberación. Perspectivas, Salamanca, Sígueme, 1973. 23. Cf. el párrafo inicial de la «Declaración sobre la libertad religiosa» (Dignitatis Humanae Personae) del Concilio Vaticano II (1965): «De la dignidad de la persona humana tiene el hombre de hoy una conciencia cada día mayor, y aumenta el número de quienes exigen que el hombre en su actuación goce y use de su propio criterio y de libertad responsable, no movido por coacción, sino guiado por la conciencia del deber. Piden igualmente la delimitación jurídica del poder público, a fin de que no se restrinjan demasiado los límites de la justa libertad tanto de la persona como de las asociaciones» (Documentos del Vaticano II, Madrid, BAC, 1976, pág. 579). 24. Cf. la Edad Media occidental tardía, tal como la decribe J. Huizinga, The Waning of the Middle Ages, Garden City (NY), Doubleday, 1954, pág, 27: «Tan abigarrado y chillón era el colorido de la vida, que era compatible el olor de la sangre con el de las rosas. El pueblo oscila, como un gigante con cabeza de niño, entre angustias infernales y el más infantil regocijo, entre la dureza más cruel y una emoción sollozante. Vive entre los extremos de la negación absoluta de toda alegría terrena y un afán insensato de riqueza y de goce, entre el odio sombrío y la más risueña bon- dad» (trad. cast.: El otoño de la Edad Media, Madrid, Alianza, 41982, pág. 39). 25. Cf. la crítica de Karl Marx: «La lucha contra la religión es, indirectamente, la lucha contra ese mundo, del que la religión es el aroma espiritual [...]. La historia tiene, pues, la misión, una vez que la verdad del más allá se ha desvanecido, de establecer la verdad del más acá» («Contribución a la crítica de la Filosofia del Derecho en Hegel», Prólogo de Crítica de la Filosofía del Estado en Hegel, Buenos Aires, Ediciones Nuevas, 1965, págs. 9-11, cursivas en el original). 26. Cf. el esfuerzo de un joven científico, J. de Rosnay (Le macroscope. Vers une vision globale, París, Seuil, 1975; trad. cast.: El macroscopio: hacia una visión global, Madrid, AC, 1977), que quisiera añadir a lo microscópico (infinitamente pequeño) y a lo telescópico (infinitamente grande) lo macroscópico (lo infinitamente complejo) para una perspectiva del ecosistema humano total. Cf. también E. Morin, Le paradigme perdu: la nature humaine, París, Seuil, 1973 (trad. cast.: El [199]
paradigma perdido, Barcelona, Kairós, 41992), con abundante bibliografía, y los diversos artículos sobre la espiritualidad universal de Th. Berry, «Traditional Religions and the Modern World», en Cross Currents 22, 2 (primavera, 1972), págs. 129-138; «Contemporary Spirituality: The Journey of the Human Community», en Cross Currents 24 (verano-otoño 1974), págs. 172-183. 27. En «Little Gidding» de T. S. Eliot, The Four Quartets, encontramos el estribillo: «No cesaremos de explorar / y el fin de toda nuestra exploración / será llegar a donde arrancamos / y conocer el lugar por primera vez. / Cuando lo último de la tierra por descubrir / sea lo que era el comienzo...» (trad. cast.: T. S. Eliot, «Cuatro Cuartetos», en Poesías reunidas 1909-1962, Madrid, Alianza, 21979, pág. 219). 28. Cf. por ejemplo, René Dubos, Celebrations of Life, Nueva York, McGraw Hill, 1981, cap. 3, págs. 83-127. 29. Cf. Panikkar, La Trinidad. Una experiencia humana primordial, Madrid, Siruela, 21999. Cf. Segunda parte, primera sección de este volumen. 30. Alguien debería tener suficientes ánimos para ofrecer una muestra de los pensadores que repiten, consciente o inconscientemente, que «hoy sabemos», «la última palabra de la ciencia es», «se descubrió precisamente el otro día», «la versión moderna de esto es», «finalmente, hoy hemos llegado a la conclusión», «el laboratorio X o una investigación de la Universidad Y ha establecido que», «el último libro sobre ese tema dice»... La novedad no solo está de moda, sino que la esencia del conocimiento parece que hoy es lo que es «nuevo». No obstante, al hablar a sus contemporáneos, todo autor ha de pagar este tributo al mito temporal. 31. Cf. la famosa paradoja de Epiménides de Creta: «Todos los cretenses son mentirosos», que puede reducirse a la frase: «Esta afirmación es falsa». 32. Cf. H.-G. Gadamer, Kleine Schriften, vol. I, Tubinga, J. C. B. Mohr (Paul Siebeck), 1967, pág. 118. 33. Cf. el capítulo «Pratīyasamutpāda», en R. Panikkar, El silencio del Buddha. Una introducción al ateísmo religioso, Madrid, Siruela, 5 2000. 34. La palabra «mito» se utiliza aquí en el sentido explicado en R. Panikkar, Mito, fe y hermenéutica, Barcelona, Herder, 2007 (también en Mito, símbolo y rito, en Obras completas, vol. XI.1, Barcelona, Herder [en preparación]) como el horizonte más básico de la inteligibilidad. Mito es aquello en lo que creemos sin saber que creemos en ello: «Punto de referencia última, como criterio de verdad en base al cual los hechos son [200]
reconocidos como verdaderos. El mito, cuando es creído y vivido desde dentro, no necesita ser investigado más a fondo, es decir, ser superado por la búsqueda de algo que va más allá; requiere solo ser hecho cada vez más explícito, porque expresa el fundamento mismo de nuestra convicción de verdad» (pág. 118). Cf. también V. Corwin, St. Ignatius and Christianity in Antioch, New Haven, Yale University Press, 1960, págs. 127 ss, que da la siguiente definición de mito (que abraza también Flp 2,6): «Una afirmación de la verdad en forma dramática para sugerir las interrelaciones dinámicas de lo divino, el mundo y el hombre», en R. P. Martin, Carmen Christi, Cambridge, Cambridge University Press, 1967, pág. 120, nota. 35. Cf. R. Panikkar «Per una lettura transculturale del simbolo», en Quaderni di psicoterapia infantile, vol. 5: Simbolo e simbolizzazione (Roma, Borla, 1981), págs. 53-91. 36. Cf. La obra pionera de M. Scheler, «Probleme einer Soziologie des Wissens», en Versuche zu einer Soziologie des Wissens, MúnichLeipzig, Duncker & Humblot, 1924, págs. 1-146. 37. Cf. R. Panikkar, Mito, fe y hermenéutica, op. cit., págs. 80114; también en Mito, símbolo y rito (Obras completas, vol. IX.1, Barcelona, Herder [en preparación]).
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II LOS TRES MOMENTOS KAIROLÓGICOS DE LA CONSCIENCIA Aun siendo consciente de las reservas y de los riesgos propios de esta propuesta de hipótesis omnicomprensiva, creo que podemos descubrir tres actitudes humanas fundamentales en el despliegue de la consciencia. Las llamo momentos kairológicos y no momentos cronológicos, para subrayar su carácter cualitativo.1 Los tres momentos kairológicos que vamos a describir no son ni épocas simplemente cronológicas ni etapas exclusivamente evolutivas de un modelo lineal. No solo cada uno de estos tres momentos está ya presente en los otros dos, sino que los tres son compatibles con más de uno de los esquemas propuestos por los estudiosos del tema.2 Esto no niega que pueda haber una secuencia cronológica de los tres momentos en una misma cultura, o que existan civilizaciones vivas que coexisten espacialmente y sean, sin embargo, temporalmente diacrónicas.3 No obstante, estos momentos pueden ser llamados «kairológicos» porque presentan un carácter marcadamente temporal e incluso una cierta secuencia histórica, aunque no sigan el modelo secuencial del tiempo lineal y cuantificable lógica o incluso dialécticamente.4 La idea de un dinamismo kairológico no debería confundirse con una concepción lineal de «progreso» o con una noción rígida de desarrollo o «evolucionismo».5 El movimiento de la consciencia no es ni rectilíneo ni cronológico, sino más bien en espiral y kairológico.6 Leyendo las grandes obras de la antigüedad, uno no puede sino preguntarse si hemos hecho algún progreso. Las Upaniṣad, las profecías de Isaías, el Daodejing, los Cuatro Libros de Confucio, los Diálogos de Platón, el Majjhima Nikāya y las narraciones evangélicas sirven para avalar esta tesis. Más aún: todo estudiante de historia sabe que las concepciones aparentemente más modernas ya fueron defendidas con frecuencia por otras personas en la antigüedad. Hay un proverbio chino que dice que todo lo que se puede aprender no es digno de enseñarse. Igualmente conocida es la sincera afirmación del viejo Goethe, que dijo a Eckermann que, si hubiera comprendido mejor lo que había sido dicho antes de él, no se habría atrevido a añadir una sola palabra.7 «Nil novum sub sole» (Ecl 1,9). Nada nuevo bajo el sol... Y, sin embargo, estas preciosas semillas, fruto de personalidades excepcionales, crecen y proliferan en muchos suelos, de manera que lo que fue una vez la excepción, la experiencia cumbre de una cierta época, se convierte en [202]
lugar común de otra.8 Hay, sin embargo, otra razón para repetir verdades vivas una y otra vez, y es esta: todo lo que se dice sinceramente es una reactualización que implica alguna novedad, al menos temporalmente. Es una nueva asimilación de una verdad que puede dar vida, si es vivida de nuevo. Hablar y escribir pueden ser, así, actividades litúrgicas; no solamente repiten, sino que recrean. Sea como fuere, trataremos ahora de afrontar la arriesgada tarea de esbozar muy brevemente las líneas de fuerza y los vectores culturales de nuestra problemática. a) No puede existir ningún método a priori en una investigación de este tipo. El método se deriva del tema que es objeto de la investigación, y este tema solo puede ser detectado si aplicamos un método capaz de descubrir y desvelar el fenómeno en cuestión. Desde este punto de vista, la «precomprensión», el «círculo hermenéutico» y la «metodología» en general son problemas capitales. b) La especulación última, a diferencia de cualquier otro tipo de pensamiento, no puede tomar prestado su método de algo exterior a ella, sea de un procedimiento matemático o de un esquema evolutivo. No está sometida a ningún tribunal superior y ha de confiar en sí misma. Puede únicamente tratar de hacerse transparente a sí misma, es decir, autoconsciente y autocrítica, en el mismo proceso de adoptar su propio modo de inteligibilidad. De lo contrario, es únicamente ciencia aplicada y no investigación fundamental. c) Una reflexión sobre el conjunto (holística), además, no deja espacio para nada exterior a ella, no solo en cuanto al método, sino también respecto al propio tema objeto de examen. Si hablamos de crecimiento, por ejemplo, no podemos suponer ningún modelo que lo preceda. Si hablamos de un despliegue de momentos, no podemos presumir que esos momentos siguen una ley prescrita u obedecen a alguna instancia «superior». d) El fundamento último del método tendrá que ser la realidad misma que el método ayuda a descubrir. No hay conocimiento sin presupuestos e hipótesis. Estás últimas son los puntos de partida que una investigación crítica tiene en cuenta, y que «adopta» con la finalidad de proceder más allá. Los primeros son, por definición, pre-supuestos (presub-puestos), es decir, el fundamento mismo que damos por descontado, sobre el que descansan las hipótesis sin que seamos conscientes de ello. Solo los otros pueden detectar nuestros presupuestos. Podemos en este caso o aceptarlos, convirtiéndolos entonces en hipótesis, o rechazarlos, esto es, cambiarlos. [203]
e) Hemos tratado de limitar nuestras hipótesis al mínimo, siguiendo la ley general de la economía de los «entes»: «Entia non sunt multiplicanda sine necessitate» (Los entes no deben ser introducidos en nuestras especulaciones sin necesidad). Podemos lograr este mínimo intentando hablar un lenguaje que tenga sentido para el mayor número posible de sistemas y lenguajes filosóficos. Además, siempre que sea posible, el lenguaje se usa de un modo formal, para que las palabras puedan ser interpretadas de diversas formas. Cuando, por ejemplo, decimos «salvación», no queremos decir exclusivamente lo que el cristiano entiende por σωτερία (sōtēria), sino que queremos incluir también moks.a, nirvāṇa, liberación, paz, y cualquier otro concepto que designe lo que un determinado sistema de pensamiento llama «salvación». f) Además de los presupuestos inconscientes, nuestras hipótesis están expresamente tomadas de los conocimientos contemporáneos, en la medida en que soy capaz de compartirlos y de conocer sus hipótesis. Esto significa que, aunque yo esté condicionado por el tiempo, el espacio, el lenguaje y la tradición, no estoy especialmente influido, dentro de lo posible, por una determinada escuela de pensamiento o por una sola religión. Aplicando estos principios, la hipótesis principal de nuestra investigación consiste en la voluntad de dirigirnos a la situación humana total, utilizando los medios que la situación misma proporciona. En otras palabras, no confiamos en la corrección de alguna teoría externa; la explicación, por así decir, debe ser autoclarificadora. Esto significa que tenemos que usar los mitos vivientes de hoy como puntos de referencia y como horizonte de inteligibilidad, sin intentar justificarlos. Esto supone, además, que recurrimos a lo que nos es dado inmediatamente, a saber, nuestra consciencia. Filosofías y teologías de la historia, sociologías y ciencias de la religión, así como antropologías y psicologías de todo género se han enfrentado al problema de intentar identificar un cierto orden en la evolución de la consciencia del hombre sobre la tierra. Muchos pensadores han propuesto diversos esquemas con los correspondientes períodos, divisiones, fases, etc. Enumerarlos requeriría todo un ensayo.9 Si nuestra división tripartita tiene algún mérito especial, es el de recapitular, y en cierta forma reflejar y expresar, muchos de esos esquemas más elaborados y perfeccionados, pero con menos hipótesis y una gama más amplia de datos que la disponible hasta ahora. En cierto sentido, mi fuerza radica en que me baso en el trabajo de otros, a pesar de que la idea global sea más el fruto de una visión, más una experiencia que la conclusión de un ejercicio mental. Esto puede quizá explicar también [204]
por qué la intuición aquí descrita no se limita a la historia o al hombre, sino que trata de abarcar todo el campo de lo real. a) EL MOMENTO ECUMÉNICO Mucho se ha escrito sobre el hombre primordial (propongo que dejemos de decir «primitivo», por las razones que voy a dar). Después de numerosos estudios de todo tipo, antropológicos, históricos, psicológicos y sociológicos, tendemos actualmente a un equilibrio saludable entre las concepciones extremas que harían del hombre primordial o una rama inferior del homo sapiens o el ejemplo más puro de la humanidad. En el primer caso, se afirma que solo la cultura hace humano al hombre; en el segundo, que la civilización es una enfermedad. Un sano equilibrio no pasará por alto las diferencias, pero tampoco romperá la continuidad. Además, debemos de algún modo ser capaces de apropiarnos e incluso de integrar en nosotros esa mentalidad primordial. En otras palabras, si no hay continuidad entre el hombre antiguo y el hombre actual, es decir, si no hay, por así decir, una humanidad primordial todavía viva en cada uno de nosotros, no hay forma de que podamos comprender realmente ni a nuestros antepasados ni a nosotros mismos.10 La edad ecuménica es un período que podríamos llamar del hombre de la naturaleza. Aquí naturaleza es οἶκος (oikos), la casa, el hábitat del hombre.11 Lo divino está en la naturaleza, que no es meramente «natural» sino sagrada, y en última instancia una con lo divino.12 Esto es lo que los historiadores llaman a veces el período agrícola. El mundo entero es el hábitat del hombre: este vive en la tierra y la cultiva. No tiene «sentido» de naturaleza, pues forma parte de ella. No siente la necesidad de contemplarla, pues pertenece a ella. Caza, pesca y trabaja la tierra, así como procrea y hace la guerra en ella. No es ni un espectador ni un actor sobre la tierra, sino su producto «natural». El hombre es también sagrado, porque el universo entero lo es y él es una parte del todo. La comunión con la realidad es aquí coextensiva con la ausencia de una autoconsciencia que separa y reflexiona. Ciertamente, el hombre es consciente de la naturaleza, como lo es de sí mismo; se distingue cada vez más de la naturaleza, pero sin separarse de ella. Y esto explica la peculiar relación del hombre con el mundo de la naturaleza: la naturaleza inspira temor, adoración, debe ser aplacada; con frecuencia es considerada como el término superior de una relación personal. En este momento, personificación y divinización van generalmente de la mano. El hombre cohabita con todas las fuerzas naturales y divinas del universo. La naturaleza genera Dioses, hombres, seres vivos y todo tipo de cosas. Ella es la gran procreadora. Es natura naturans, tanto como naturata. Para los griegos, la φύσις (physis) es el [205]
principio dinámico de todo.13 La relación del hombre con la «naturaleza» no es esencialmente diferente de la relación con sus semejantes. Naturaleza y cultura no son dos entidades separadas, y mucho menos se oponen dialécticamente. Las leyes china, romana y germana, por ejemplo, considerarán muchos delitos contra las «cosas» a imagen y semejanza de los cometidos contra las personas, y muchos otros sistemas jurídicos castigarán las «cosas» como si fueran seres humanos. Esta visión de la realidad es cosmocéntrica. La tierra es el centro del universo, y la religiosidad humana es fundamentalmente ctónica. Esta consciencia cosmocéntrica no debe ser interpretada como una creencia meramente animista y «primitiva».14 Muchas civilizaciones «sofisticadas» han albergado también el mismo sentimiento cósmico. No pienso aquí únicamente, ni tampoco principalmente, en la convicción presocrática de que el mundo era sagrado y que, por eso, estaba «lleno de Dioses»;15 existe también la convicción —que persiste en el mundo occidental mucho después de Isaac Newton, y en otras cosmovisiones posteriores hasta el presente—16 de que el cosmos entero es un organismo vivo: en palabras de un teólogo moderno, y sin embargo tradicional, un μακράνθρωπος (makranthrōpos).17 En realidad, Pico della Mirandola utiliza esta misma expresión,18 evidentemente relacionada con la idea bíblica de Adán como representante de todo el universo,19 pero que no tiene nada que ver con una comprensión puramente materialista de la relación entre Hombre y Mundo.20 Esta convicción encuentra su contrapartida en la noción del hombre como microcosmos.21 La idea no es solo una intuición griega, a pesar del nombre griego, sino también poshelénica y cristiana. El símbolo se encuentra en la misma palabra: de μικρός κόσμος (mikros kosmos) a μικρόκοσμος (mirocosmos).22 Hay dos momentos en la idea del hombre como microcosmos: uno inmanente y otro trascendente. El primero, que afirma que el hombre no es nada más que una mezcla de los cuatro elementos, es criticado por Gregorio de Nisa23 y aprobado por Escoto Eriúgena.24 El segundo es aceptado por la patrística cristiana, la escolástica y el Renacimiento con un consenso unánime.25 La concepción del hombre como microcosmos está reforzada ulteriormente por la noción védica del hombre que representa toda la realidad: el puruṣa (hombre) primordial «es este todo, eso que ha sido y lo que será» (RV X, 90, 2).26 El humanum es el centro de la realidad, el cosmos es antropomórfico y los dioses están implicados en la aventura. Esto lleva a la noción de todo el cosmos como ser vivo. Esta idea es familiar desde Platón,27 y adquiere fuerza en el mundo [206]
cristiano. Orígenes la consideraba probable,28 y Agustín no la rechazó.29 Después, bajo formas diferentes, llegó a ser escolástica30 y moderna.31 Solo cuando el alma del mundo fue identificada con Dios o con el Espíritu Santo32 la Iglesia cristiana condenó la idea.33 El hombre moderno tiende a olvidar esta visión común al hombre antiguo, medieval y renacentista; una visión del conjunto del universo como realidad viva en la que los ángeles movían los planetas, los demonios andaban de un lado para otro y espíritus de todo tipo poblaban las esferas cósmicas.34 Filósofos y teólogos por igual tuvieron cuidado, sin embargo, de distinguir a Dios del principio formal o material del mundo, por miedo a que fuera degradado a una realidad puramente intramundana. No obstante, existía el consenso de que un cierto principio unificador intrínseco al universo hacía de él una unidad y, en cierto sentido, un socio digno del hombre. Significativo a este respecto es el juego de palabras de Metodio de Olimpia, que juega con el doble sentido de cosmos como joya y mundo. El hombre es, dice, ὁ κόσμος τοῦ κόσμου (ho kosmos tou kosmou), «la gloria (diadema) del mundo».35 Es otra forma de enunciar la idea tradicional del hombre como magnum miraculum.36 No obstante, esta idea no destruye la concepción jerárquica del universo.37 Por el contrario, refuerza la jerarquía cósmica al situar al hombre, así como a todos los seres superiores e inferiores, en el lugar que les corresponde. Tampoco niega que el hombre tenga un papel especial que desempeñar y una misión única que realizar. Aquí, la idea del Antiguo Testamento de un hombre que domina y cultiva la tierra (cf. Gn 1,28) queda complementada por la noción de las Escrituras cristianas del hombre que colabora con Cristo en la redención del mundo.38 Ahora bien, en vez de detenernos en estas hipótesis bíblicas,39 aventuraremos únicamente una consideración adicional. Como sucede habitualmente, el grano y las malas hierbas crecen juntos. Solo los que tienen exceso de celo carecen de la paciencia (tolerancia)40 necesaria para esperar el tiempo justo para discernir la realidad.41 En este caso, el «grano» es la idea positiva (antes tan familiar) del anima mundi,42 es decir, la convicción, antes expresada, de que el universo es un organismo vivo y que nosotros, «mortales», compartimos el destino del cosmos, que nuestra vida participa de esta iluminación universal,43 que somos destellos de la Luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo (cf. Jn 1,4) y que aparece en su esplendor tabórico solo en raras ocasiones (cf. Mc 9,2-8). La vida es solidaridad, todos estamos totalmente implicados en los acontecimientos del universo; toda acción tiene repercusiones universales.44 El hombre no está aislado; [207]
también cuando desea ardientemente la soledad, la desea solo para restablecer su vínculo con el todo, que pudiera haberse descompuesto por inclinaciones desordenadas o alterado por algún entrampamiento en aspectos meramente parciales de la creación.45 El elemento negativo y perturbador (las «malas hierbas») es, en este caso, la idea de que el alma del mundo es Dios, una idea que no solo sofoca la independencia y trascendencia de Dios —haciendo a Dios totalmente de este mundo—, sino que también atrofia cualquier posibilidad abierta para que el mundo se desarrolle y evolucione por caminos nuevos e inexplorados, permitiéndole correr los riesgos inherentes a la condición de criatura. Si el mundo «viene de la nada», todas las posibilidades le están abiertas, incluida la de volver a la nada.46 Además, si Dios es el alma del mundo, la libertad humana es un engaño, pues el hombre no podría entonces seguir su propio camino, sino que estaría movido únicamente por el alma inmanente del mundo. Por supuesto, todo esto supone una idea particular de la Divinidad, pero es precisamente esta idea la que dominaba en aquella época en que floreció el mito del anima mundi. La «peligrosa» identificación de Dios con el alma del mundo perjudicó a ambas nociones. Al final, esa identificación llevó a admitir una pluralidad de almas del mundo; además, la inherente estructura jerárquica de estas almas múltiples hizo inevitable un principio superior: un alma de las almas.47 Lo dicho hasta aquí representa un momento desafortunado en el desarrollo humano que la Nuova Scienza, en el fervor de su luna de miel con la historia occidental, liquidará como animismo primitivo o como residuos de una visión superada del mundo. En vez de crecimiento y continuidad, la matematización del mundo favoreció una ruptura, cuyas consecuencias solo ahora comenzamos a ver y a pagar. Y, sin embargo, por más que este proceso pueda variar en los detalles de cultura a cultura, el hombre ha vivido y vive todavía en comunión con la naturaleza de una forma que puede sonar extraña a los oídos de los habitantes de las ciudades tecnologizadas: los no urbanizados no están alejados de la naturaleza, sino que son de su misma sangre, por así decir. Es solo con el predominio de la visión cuantitativa profesada por las llamadas ciencias «naturales» como esa enajenación aparece y se convierte en lugar común de la experiencia contemporánea.48 Esto es lo que describiremos a continuación. b) EL MOMENTO ECONÓMICO Si la literatura sobre el hombre primordial y los orígenes de la humanidad es abrumadora, la plétora de pensamientos, ideas e hipótesis formuladas respecto a la naturaleza de la «modernidad» es simplemente [208]
desconcertante y casi imposible de abarcar en su conjunto. Intentar hacerlo nos distraería de nuestra tarea principal, que es ofrecer una visión esquemática de la situación. Deberemos, más bien, limitarnos al grado de generalización que la especulación filosófica nos proporciona. Comoquiera que sea, la característica global de este vasto y rico momento en la consciencia humana es la creciente enajenación del hombre respecto de la naturaleza, debida no solo a la razón, sino también a los sentimientos y a la historia. Esta alienación parece ser el precio que el hombre ha pagado por la consciencia exasperada de su individualidad. Hoy este proceso se ha estudiado a fondo y desde muchos ángulos. La individualización puede convertirse en un ideal solo si el hombre encuentra en su individualidad la plenitud de todo cuanto él puede ser, de otro modo sería un empobrecimiento. En este período el verdadero οἶκος (oikos) del hombre es su νόμος (nomos); su casa ya no es la tierra, que ahora explota para sus objetivos, sino el mundo ideal (de su mente o de un futuro que forjar según sus proyecciones ideales). El hombre es el señor incondicional y soberano del universo. Él es el dueño de la naturaleza. El centro de gravedad se desplaza del cosmos al hombre, y cuando, después de Copérnico, la tierra deja de ser el centro cosmológico del universo, la pérdida se compensa porque entonces el hombre toma su sitio y se convierte en el centro. Esta es la grandeza y el peligro de todo tipo de humanismo. Aquí tenemos una visión antropocéntrica de la realidad. α) El humanismo científico Si el primer período kairológico podría definirse como el de la mentalidad primordial, este segundo período podría caracterizarse, por una parte, por la mentalidad científica y, por otra, por la actitud humanista. Hoy en día, casi todo lo que se considera valioso lleva la etiqueta de «científico» o «humanista». La famosa máxima de Protágoras, «el hombre es la medida de todas las cosas»,49 pese a estar bien entendida, no ha sido superada y resume los dos vectores operativos de esta actitud: el hombre está en el centro de todas las cosas y la medida en el corazón mismo del hombre. Este predominio de la medida nos permite caracterizar este segundo momento kairológico como el del hombre sobre la naturaleza. Aquí lo divino (reconocido o no) está oculto en el hombre. Si en el primer período la naturaleza es más que «naturaleza», aquí el hombre es más que «hombre», e indudablemente más poderoso que cualquier individuo particular. La idea operativa en este momento es el νόμος (nomos), el dharma, el dao (sin considerar sinónimos estos conceptos). El hombre descubre las leyes del universo, las estructuras objetivas de lo real; distingue, mide, experimenta. Este es, propiamente hablando, el período [209]
histórico de la civilización. El hombre es el «rey» de la creación, el señor del universo. Al descubrir las leyes del cosmos, llega también a descubrir, poco a poco, su propio nomos y se hace cada vez más consciente de que su mente, su νοῦς (nous), es el criterio de inteligibilidad y quizá incluso de la realidad. Después de maravillarse ante la naturaleza, comienza a maravillarse de su propia mente y se asombra al ver que el universo físico parece seguir las leyes que su mente descubre y formula. Lo divino, aunque camuflado, confesado o no, emerge dentro del hombre. Además, la equilibrada definición aristotélica del hombre como ζῷον λόγον ἔχον (zōon logon echon), como animal dotado de logos, o más bien como ser vivo transido por ese poder misterioso (divino) llamado logos, va interpretándose poco a poco de modo que desdeña su animalidad y reduce su «divinidad», su logos, a mera razón.50 Este logos tiene la asombrosa facultad no solo de «ver» cosas, o de conocer de manera objetiva, sino de ver que ve, de conocer el conocimiento.51 Es más que simple reflexión. El hombre, en su conciencia moral, ha tenido siempre la capacidad de reflexión y un sentido de responsabilidad. Se trata de la reflexión elevada al tercer grado, por así decir: reflexión no sobre las cosas (sé que estoy conociendo cosas) ni sobre el yo que piensa (sé que es mi yo el que conoce cosas), sino sobre la reflexión en sí misma (sé que conozco por medio y a través de mi capacidad de conocer). Ahora el hombre no solo sabe que es un ser que conoce, sino que dirige este conocimiento sobre su propia reflexión y se capta a sí mismo en el propio acto de examinar su poder de conocer. Esto genera no solo filosofía, sino filosofía crítica: la res cogitans es lo que importa, lo que al hombre lo hace hombre y, en el fondo, también divino. La razón es entronizada como criterio último y positivo de la verdad. En cierto sentido, la razón siempre había sido considerada un criterio negativo desde que el hombre descubrió que su conocimiento podía ser también conocimiento reflexivo. La razón tenía una especie de poder de veto: lo que la razón encuentra contradictorio no puede aceptarse. Pero este poder negativo y pasivo de la razón se convierte, durante la evolución del segundo período (kairológico), en positivo y activo. La razón nos dice entonces no solo lo que no puede ser, sino aquello que debe ser. En el mundo occidental, podría considerar a Descartes como representante de este cambio radical. Ciertamente, lo que es contradictorio no puede ser verdadero; pero la verdad no está regida exclusivamente por la no contradicción. Los famosos 100 táleros del bolsillo de Kant no son contradictorios, y sin embargo no es necesario que sean verdaderos, que existan realmente en su bolsillo. El legítimo deseo de encontrar un criterio positivo de verdad llevó a Descartes a afirmar que [210]
solamente puedo aceptar como verdadero lo que puedo entender de manera clara y distinta. Pero esta afirmación no puede invertirse, pues entonces la verdad sería solo lo que puedo entender con claridad y distinción. Y sin embargo esto es precisamente lo que hizo Descartes, preocupado por establecer un único criterio de verdad entre diversas opiniones irreconciliables. Esto significa que, desde el momento en que estoy más preocupado por la certeza que por la verdad, tendré que preguntar no solo por qué las cosas son así, sino por qué puedo yo estar seguro de que las cosas son así. Esto llevó a Descartes, de manera casi imperceptible, a invertir la frase, y del consejo epistemológico de tomar por verdadero solo lo que puede verse con claridad y distinción sacó la conclusión ontológica de que lo verdadero solo es aquello que la mente humana puede ver con claridad y distinción.52 A partir de aquel momento, la verdad fue prisionera de la razón humana y se abría el camino a la revolución copernicana de la Edad Moderna.53 Sin embargo, el principio epistemológico de Descartes todavía dejaba espacio a lo suprarracional y permitía a la realidad alguna independencia respecto de la razón, porque aún consideraba que la mente humana funcionaba de una manera principalmente pasiva. En Occidente, desde el tiempo de Aristóteles, el alma, precisamente como principio de intelección, era considerada «en cierto modo todas las cosas», quodammodo omnia.54 La comprensión se consideraba como understanding, como algo que «está bajo» la influencia de las cosas mismas. Fue Kant quien cambió el papel principalmente pasivo de la razón por una función más activa. La verdad no es entonces solo lo que podemos ver con claridad y distinción, sino sobre todo aquello de lo que podemos estar ciertos porque controlamos el funcionamiento adecuado de la mente, sin transgredir indebidamente sus reglas o las exigencias fundamentales de los datos empíricos.55 Los pasos sucesivos son conocidos. La razón se convierte en Espíritu y el Espíritu en la realidad suprema, Dios. En cualquier caso, como Hegel formulará más tarde, comentando a Descartes: «La consciencia es un momento esencial de la verdad».56 El idealismo domina y la dignidad del hombre estriba en participar en este movimiento del Espíritu. Pero la mitad de la realidad, por no decir más, está pobremente representada en este momento: la materia y el mundo de la praxis solo están presentes en las acciones del Espíritu de forma atenuada. No ha de sorprender que aparecieran dos pujantes reacciones en la escena intelectual de Occidente del siglo XIX: la que hizo naufragar a Hegel y condujo a la aparición de Marx, Engels y su escuela, y la de los revivals arracionales o suprarracionales de todo tipo, desde el fideísmo, el [211]
voluntarismo y el romanticismo al neotomismo, el existencialismo y el misticismo. Está claro que todavía estamos demasiado inmersos en este período para tener una perspectiva crítica de él. Aun aquellos que se han salido «fuera» están todavía afectados por sus actitudes de fondo, a pesar de las críticas que actualmente parecen estar tan de moda entre los pensadores de vanguardia. Curiosamente, les extrèmes se touchent, porque lo que hace tan solo unas pocas décadas era considerado casi oscurantismo medieval parece ser ahora la «última palabra» del pensamiento moderno.57 Por correctas que puedan ser muchas de estas críticas contemporáneas, no podemos ignorar el valor de los descubrimientos científicos, las «ventajas» aportadas por la ciencia. Quisiera recordar igualmente que ni siquiera los países más antiimperialistas y los movimientos más «reaccionarios» desean hacer tabula rasa del presente en todos sus aspectos.58 Para los primeros, el momento económico no debe ser destruido, pero hay que disolver los vínculos con un mercado presentado como si fuera la naturaleza. Nuestra tarea no consiste en abolirlo, sino en superar su absoluto dominio sobre el hombre moderno.59 Este período ha hecho posible por vez primera un atisbo de consciencia planetaria, o al menos de comunicación humana a escala global. Y si es cierto que muchos de nuestros problemas modernos han sido creados en parte por la misma civilización científica que ahora trata de resolverlos, es también innegable que la civilización moderna ha aumentado la calidad de la vida sobre la tierra.60 Ningún romanticismo, ninguna nostalgia debiera cegarnos sobre este estado de cosas.61 Consideremos, por ejemplo, la máquina: si, por un lado, parece degradar al hombre al nivel de la materia, por el otro, sin duda, eleva la materia al nivel del hombre.62 No obstante, en una valoración equilibrada de la era moderna, no se puede excluir la consciencia de sus límites: parece, en efecto, que hemos llegado al final de la modernidad.63 Pensadores de las tendencias más diversas parecen estar de acuerdo en este punto.64 β) La crisis ecológica Pienso que son tres las experiencias principales que han llevado al hombre moderno a preguntarse por los fundamentos mismos de su humanidad, tal como se entendido normalmente en esta fase humanista. La primera es la experiencia de que lo humanum parece excluir la tierra. Hoy el universo material parece vengarse con la escasez de «recursos», mostrando así sus capacidades limitadas; reaccionando, en suma, al trato recibido de manos del hombre, que durante tanto tiempo ha explotado el planeta a su voluntad, y en realidad para uso exclusivo de no más que una [212]
minúscula parte de la humanidad. Esta experiencia está en la base de la actitud ecológica. La segunda experiencia es la constatación del fracaso, por parte del hombre, de su sueño de construir una civilización verdaderamente humana. A pesar de su inmensa megamáquina tecnológica, parece que el hombre ha fracasado en la creación de una era verdaderamente humanista, y la razón de este fracaso no es ni un error de cálculo ni un fallo técnico. No podemos achacar a la ignorancia o la impotencia las causas de nuestra difícil situación actual. Teóricamente, podríamos erradicar la pobreza, la injusticia, el hambre y la explotación; podríamos dominar la naturaleza hasta un grado asombroso, podríamos vivir en paz sin conflictos ideológicos letales; podríamos construir un mundo libre de necesidades; podríamos lograr aquel grado de libertad y bienestar que el hombre ha soñado desde tiempo inmemorial.65 Y, sin embargo, el hombre moderno se siente más que nunca en manos de un destino que no consigue de ningún modo controlar. Y el terror a este destino aumenta más aún en la medida en que el hombre puede predecir cuál será. Puede predecir que, dada la incontrolada acumulación de armamento en el arsenal global, su utilización se hace cada vez más probable en futuros conflictos: puede prever que el creciente desequilibrio en todos los aspectos entre «los que tienen» y «los que no tienen» desencadenará reacciones violentas; puede predecir que las ideologías nacionalistas solo podrán ser detenidas por contraideologías, y así sucesivamente. El hombre moderno, como sucede en el sector ecológico, puede ser capaz de posponer el conflicto por un cierto tiempo, pasando la carga de afrontar estos tremendos problemas a las generaciones futuras; pero cuando se para a pensar, siente de manera instintiva cuán artificioso y letal, en definitiva, puede resultar eso y, por más que esto pueda consolar a algunos, no puede ciertamente resolver el problema. Sin duda, podemos dejar de pensar en un problema particular, pero no podemos ignorarlo, sobre todo si estamos convencidos de que tomar esa postura no es la solución del problema.66 Lo que parece claro a muchos, actualmente, es el espantoso conocimiento de que nuestra situación presente no es ya un problema técnico o moral, y ni siquiera una cuestión de competencias adecuadas o poderes apropiados. Aunque los seres humanos fueran sabios y morales, está el hecho de que cabalgamos a lomos de un tigre del que no podemos bajarnos. «¡Que paren el mundo, que yo me bajo!» puede sonar tanto a grito de esperanza como de desesperación, pero sabemos muy bien que la humanidad ni podrá ni querrá hacerlo. Es demasiado tarde para encontrar un camino de salida para mi ego. En una palabra, el hombre moderno es consciente de que existen fuerzas en acción que él no puede dominar y a [213]
las que todavía no ha tomado en debida consideración. Aquella solidaridad total, tanto tiempo rehuida por las élites, incumbe ahora a toda la raza humana. Si la primera experiencia consiste en descubrir los límites del universo físico en general y los de esta tierra en particular, la segunda experiencia es el descubrimiento de los límites interiores del hombre, límites cuya causa no está en una falta de conocimiento objetivo, de saber cómo actuar, sino en algo más profundo, algo insondable. La idea clásica de Laplace de que el mundo es calculable, y por tanto controlable, hoy no puede funcionar: aun con medios ilimitados a nuestra disposición y el conocimiento completo de las leyes humanas y naturales, todavía tendríamos que hacer frente a la incertidumbre, al riesgo y a un peligro considerable. En realidad, somos profundamente conscientes de esta situación, aun cuando no prestemos atención a los más pesimistas profetas de la desgracia. Mientras que la primera experiencia se manifiesta en la difícil situación ecológica y la segunda en la crisis humanista, la tercera asume la forma de un dilema teológico. Esta tercera experiencia se refiere a la incompatibilidad entre la idea tradicional de lo divino y la comprensión moderna del cosmos y del hombre. En cierto sentido, se trata del mismo fracaso: la tierra se deteriora, el hombre no puede resolver sus problemas, y hasta Dios parece incapaz de mantener sus compromisos. La era en que Dios combatía por los hebreos, los musulmanes o los cristianos en el Mar Rojo, en Guadalete o en Lepanto quedó atrás hace mucho tiempo. El Dios de la historia permanece ocioso; el Dios de los filósofos se muestra indiferente y el Dios de la religión no parece interesarse por la condición humana. No es de extrañar que la crisis actual afecte a las raíces mismas de la realidad y no pueda resolverse con soluciones a medias o reformas parciales. Ya hace demasiado tiempo que los Dioses han traicionado a los humanos; Dios mismo parece haber roto sus promesas y haberse decidido incluso a burlarse del hombre, cediéndole la terrible responsabilidad de su libre albedrío. Si el Omnipotente conocía la debilidad del hombre, ¿no fue injusto de su parte imponer condiciones que sabía que el hombre nunca podría cumplir? Poniendo la manzana en el centro del Paraíso y permitiendo que la serpiente hablara a la mujer, ¿no era acaso inevitable la caída, tarde o temprano? ¿Cómo puede un Dios todopoderoso y misericordioso permitir todas las injusticias y el sufrimiento de la condición humana? El teísmo ilustrado no pudo haber sido tan brutal como la teología de la «muerte de Dios» quisiera hacernos creer, pero las concepciones populares no estaban muy alejadas de las caricaturas hechas por los críticos de las religiones tradicionales. Quizá podríamos resumir la [214]
experiencia del hombre moderno afirmando, con cierta exageración, que Dios no ha salvado al hombre, y por eso el hombre lo ha abandonado. Naturalmente, un Dios abandonado equivale a un Dios muerto, a un Dios negado. Y el deus ex machina invocado por el desvaído deísmo de los «intelectuales» no puede ya bastar para mantener en funcionamiento la maquinaria cósmica. Ahora lo sabemos mejor.67 Comoquiera que se interpreten estas tres experiencias, aquí es donde nos encontramos hoy. La época contemporánea, que podríamos describir como la del hombre en la naturaleza, es el resultado inevitable de la era económica y sirve a su vez de preludio necesario al tercer momento kairológico. Lo divino, si se le reconoce, es un tercer elemento separado que no parece desempeñar un papel preponderante. Un Dios exclusiva y absolutamente trascendente no solo trasciende la esfera pensante del hombre, sino que también huye de la galaxia del Ser. Deja de ser, tout court. Un antiguo salmo puede ayudar a comprender este cambio: Cuenta el número de las estrellas y llama a cada una por su nombre. Grande es nuestro Señor y poderoso, y su sabiduría, sin medidas. (Sal 147,4-5)68 Las estrellas tienen número: son magnitudes cuantificables. Todo tiene un número, como en la sentencia citada con tanta frecuencia durante toda la Edad Media: Lo dispusiste todo, con medida, número y peso. (Sab 11,20)69 Por tanto, todo es mensurable, el cosmos entero pertenece a un orden cuantitativo, nada escapa a la mathesis universalis, que tanto ha fascinado a las mejores mentes de todas las épocas.70 Al mismo tiempo, sin embargo, cada estrella tiene su propio nombre, aunque solo el Señor que se lo ha dado —y no el hombre— lo conoce. El nombre es el poder de la sabiduría, el nombre rehúye el número; todo tiene su medida, excepto la sabiduría del Señor, que es inconmensurable y sin número. La sabiduría pertenece al reino de la cualidad y si, después de Protágoras, no podemos evitar la convicción de que «el hombre es la medida de todas las cosas», el hombre en sí no es medido por nada: también él es sin medida o número, porque es a imagen y semejanza del infinito (cf. Gn 1,27).71 En pocas palabras, la realidad tiene una dimensión inconmensurable, tanto si la localizamos en el cosmos como en el hombre o en algún otro lugar. Esta es ya una descripción del tercer momento kairológico; pero describamos primero un poco más la situación ecológica intermedia. [215]
Actualmente nos enfrentamos a las consecuencias del período que ahora llega a su fin. La alienación se ha convertido en un eslogan popular. Separado de un Dios inaceptable que está encima de él y de un mundo inerte que está debajo de él, el hombre está cada vez más solo. Ha extendido la red de su inteligibilidad como un insecticida que mata todo aquello que no es racional y hace desaparecer a todos los seres intermedios que no puede controlar con su mente; los espíritus, antaño compañeros suyos, no son ya creíbles; los Dioses se fueron, y un Dios solitario y hasta superfluo va desvaneciéndose poco a poco.72 Incluso la naturaleza, en la que el hombre parecía apoyarse sólidamente, ahora se le escapa de las manos, tanto intelectualmente73 como físicamente.74 El optimismo de la Nuova Scienza ha cedido el paso a la simple comprensión de que la naturaleza no puede ser manipulada ni mental ni físicamente con inmunidad o impunidad.75 El científico no puede ya observar desde una perspectiva neutral y distante; lo quiera o no, está implicado en los mismos fenómenos que observa, y el mismo acto de observación no puede separarse del objeto observado.76 Así también reacciona la naturaleza a siglos de abuso, poniendo al hombre frente a recursos en vías de extinción, especies extinguidas y drástica degradación del medio ambiente a escala mundial. Todo esto no es sino el preludio de la crisis contemporánea, que es más una crisis de la civilización que la crisis de una determinada civilización.77 El civis, el ciudadano, y la civitas, la ciudad, han dejado de ser paradigmas creíbles para el hombre. La selva no está ya disponible para la huida y el desierto ya no puede considerarse desierto cuando se experimentan y se instalan en él armas de destrucción total. Cuando se han cortado todas las retiradas, ¿qué queda por hacer? En las últimas décadas, el descubrimiento del genoma, los trasplantes de órganos, la clonación y los alimentos transgénicos han llevado al hombre a considerarse de nuevo dueño del universo y de su suerte. Los frenos morales no sirven, como no han servido nunca. El problema es más profundo: no basta una reforma, hace falta un cambio de civilización, y para que este ocurra es necesario un cambio antropológico, imposible sin una μετάνοια (metanoia) espiritual —que es a lo que estas páginas esperan poder contribuir—. El hombre tiene que encontrar su camino en y a través de una naturaleza desacralizada.78 Por su parte, la naturaleza parece haber perdido la paciencia, y el hombre se ha dado cuenta finalmente de que esta no es ya absoluta o infinita ni quizá indefinidamente receptiva y obediente.79 Cuando el hombre mismo ha eliminado todo absoluto de su vida, ¿por qué debería sustituirlo el cosmos? Estamos aprendiendo que el [216]
ser de la tierra es finito. La consciencia ecológica aflora cuando el hombre empieza a descubrir que la naturaleza no es solo pasividad infinita y que este planeta es un recipiente limitado.80 Y así el hombre decide ser un manager más humano de la madre tierra e intenta tratar de manera más racional la naturaleza, pero se trata en realidad solo de un gesto táctico: «Ahora nuestra explotación debe ser más suave y razonable». La idea subyacente sigue siendo la misma: «Solo tratada de esa forma la tierra dará sus frutos».81 El οἶκος (oikos) está todavía dominado por el logos humano. Una nueva ciencia, la ecología, ha aparecido y está en camino de convertirse en otro instrumento para el dominio humano de la tierra. Mientras la ecología sea una ciencia, no superaremos el segundo momento del conocimiento científico, es decir, seguiremos estando bajo el imperio de la teoría que guía nuestra praxis, intentando hacerla lo más racional y razonable que sea posible, lo que es un adelanto, sin duda, pero no es todavía suficiente. Efectivamente, hoy el hombre adopta una nueva actitud hacia la naturaleza; vuelve a descubrir su belleza, su valor, e incluso empieza a establecer una nueva relación de compañerismo con ella. Se vuelve más sensible y aprende a tratarla con cuidado, incluso con amor.82 Pero el hombre es todavía el jefe, el rey, aunque quizá reina más como monarca constitucional que como soberano absoluto.83 Sin embargo, ya se ha iniciado un cambio más radical.84 Es posible que sea el miedo a la catástrofe inminente lo que desencadena el movimiento ecológico, pero sus raíces son más profundas que el mero anhelo de supervivencia.85 Después de todo, la gente más mentalizada ecológicamente es aquella que menos amenazada está de manera inmediata por la situación. Existe en la base de la sensibilidad ecológica un cambio casi imperceptible, que va desde una actitud preferentemente activa ante la realidad a una postura más pasiva. De cualquier modo, el hombre se cree todavía el centro del universo; asume la responsabilidad del mundo entero y le gusta hablar de su iniciativa. La actitud ecológica, de manera bastante significativa, no deja de ser una actitud activa y tecnológica.86 La ciencia siempre ha querido sobre todo conocer, descubrir y, en definitiva, controlar la realidad. Y esto es así porque —para consternación de los moralistas— no parece preocuparse por lo que se denomina la responsabilidad social de la ciencia. El científico está apasionadamente interesado, por ejemplo, en descubrir el funcionamiento del átomo físico o de la célula biológica, y sin embargo parece completamente insensible a la «traducción» técnica de esta investigación en bombas o en ingeniería genética —excepciones aparte—.87 La tecnología, en contraste con la ciencia, no es solo ciencia aplicada, sino que presupone también la determinación de aplicar las [217]
ciencias, hacerlas útiles, poderosas. En este sentido, la ecología cae dentro del campo de la tecnología. Es ciencia aplicada, tiene medios para actuar y defenderá la idea de que la acción es la verdadera función del filósofo e igualmente del científico. La contemplación por sí misma se hace injustificable.88 El contemplativo siente la necesidad de justificarse a sí mismo, de demostrar que también él es útil, y el filósofo especulativo debe repetir una y otra vez que no es un mero espectador, sino el factor cultural más importante, aunque sea solo a la larga. La actitud ecológica reafirma la creencia contemporánea de que la teoría sin praxis es estéril —a veces incluso inhumana y criminal— y que, al contrario, la praxis sin teoría es ciega, tal vez incluso cruel y destructiva. Sea como sea, el hombre adopta un acercamiento a la naturaleza más «humano» y activo, aunque quizá menos natural. Podría introducirse entonces el concepto de tecnocultura, distinto al de «agricultura» y en contraposición a «tecnología». Con esta palabra quiero sugerir una nueva consciencia de la relación hombre-mundo y, así, una nueva sensibilidad hacia el cuerpo, la materia, la sociedad y el mundo entero.89 Las relaciones con la materia y con el cosmos en general devienen cada vez más profundas. La ciencia contemporánea tratará de superar el abismo que media entre lo objetivo y lo subjetivo. Hay aquí, pues, una visión antropocósmica de la realidad. γ) El interludio ecosófico La ecología es un movimiento que nos ha abierto los ojos sobre la fragilidad del planeta y sobre sus límites, provocando un cambio muy positivo en nuestra relación con el entorno, que debe ser cultivado y respetado. Sin embargo, no hemos llegado todavía a una nueva cosmología. La visión del mundo implícita en la ecología no se ha librado, por una parte, de la noción dualista del mundo material e inerte, lleno de recursos y, por otra, del mundo de los seres humanos, que tienen el derecho a explotar esos recursos. La tierra es un objeto y no se piensa en que también puede ser un sujeto —como supone la teoría animística y como defiende la ecosofía—. En este sentido utilizo la palabra ecosofía, es decir, «la sabiduría de la tierra» —como genitivo subjetivo, es decir, no nuestra visión más o menos convincente sobre qué es la tierra, sino, como he explicado en otro lugar, la sabiduría de la misma tierra que el hombre recoge cuando entra en verdadera comunión con ella—.90 Esta actitud hacia la tierra no debe ser interpretada como una «vuelta» a un «primitivismo» más menos o irracional o sentimental, sino más bien como una nueva relación con todas las realidades materiales. [218]
Esta visión emergente en nuestros días es un paso hacia el momento de integración de las diversas experiencias de la humanidad que, podemos decir, es la tarea de nuestro tiempo. Hemos hablado de un cambio antropológico que, para ser duradero, debe partir de la base —en este caso, de la tierra misma, cuyo lenguaje tenemos que aprender—. La consciencia ecosófica puede ser el interludio para una visión menos fragmentaria de la realidad. La tierra nos advierte que no podemos continuar por el camino emprendido. Esta actitud no es un retorno sentimental a la naturaleza, sino más bien un descubrimiento de nuestro vínculo advaita y sacramental con la materia.91 He resumido esta nueva sensibilidad en nueve puntos: 1. Desmonetización de la cultura. 2. Desmantelamiento de la torre de Babel. 3. Superación de la ideología de los Estados-nación. 4. Retorno de la ciencia moderna a sus límites. 5. Corrección de la tecnocracia a través del arte. 6. Superación de la democracia a través de una nueva cosmovisión. 7. Recuperación del animismo. 8. Paz con la tierra. 9. Redescubrimiento de la dimensión divina. Programa que presentamos como proyecto para desarrollar, pero no en este lugar.92 c) EL MOMENTO INOCENTE Defino este tercer momento como «inocente», en el sentido primigenio de la palabra: in-nocens, que no es nocivo, que no hiere ni causa violencia a la realidad, no la «viola». La inocencia respeta la dignidad de cada ser y no utiliza el conocimiento como una intromisión en la intimidad de las cosas.93 Este respeto de la realidad implica una actitud de amor y confianza frente a ella. El hombre reencuentra su sitio en la realidad sin violencia, dejándose abrazar por esa realidad, en cuyo regazo se encuentra. El hombre contemporáneo percibe de un modo cada vez más preciso que no se trata ciertamente de buscar una divinidad puramente trascendente ni de proyectar esa divinidad en el futuro como primer símbolo de la trascendencia; en efecto, todas las utopías futuristas comunes a nuestro tiempo son signos de esta búsqueda.94 La crisis es profunda: los sueños futuristas no sirven para salvar a los que mueren mientras tanto.95 Las soluciones a medias y los sucedáneos no bastan. Nada excepto una μετάνοια (metanoia) radical, un cambio completo de mente, corazón y espíritu responderá a las necesidades de ahora.96 No es [219]
suficiente, por ejemplo, castigar a quienes ensucian las calles, o gravar con impuestos a las empresas que contaminan las vías fluviales. Por importantes que puedan ser esas medidas, tratan solamente los síntomas. No basta enseñar a los niños a ser respetuosos con la naturaleza y animar a los adultos a ser conscientes de los problemas ecológicos. El cambio requerido es radical; no es tanto una nueva política del hombre hacia la naturaleza como una conversión que reconozca su destino común. Mientras el mundo y el hombre sean considerados seres extraños uno al otro, mientras su relación sea la de amo y esclavo, según la metáfora de Hegel y Marx, mientras no se considere que esa relación es constitutiva tanto del hombre como del mundo, no podrá adoptarse ningún remedio duradero. Por este motivo, señalo que ninguna solución dualista puede perdurar; no es cuestión simplemente de tratar la naturaleza como una extensión del cuerpo del hombre, por ejemplo, sino de ganar, quizá conquistar por vez primera, a escala global, una nueva inocencia. Este es el desafío de la ecosofía contemporánea. No se trata solo de hacer frente a los problemas tecnológicos dirigidos a eliminar la contaminación, controlar el aumento de la población y conservar los recursos (por importantes y hasta vitales que puedan ser estos problemas); nos encontramos ante un dilema global que supera con mucho las fronteras de los países ricos o los problemas de la industrialización.97 Un ejemplo puede ayudarnos a comprender lo que quiero decir. No hacen falta muchas leyes ni un escuadrón especial de policías para que los hombres no se coman unos a otros. La antropofagia ha entrado en la consciencia del hombre como repugnante, y simplemente ha desaparecido. Por este motivo, ninguna solución meramente técnica podrá ser resolutiva, aunque sea deseable. Debería sonar la alarma contra la tentación dictatorial y totalitaria de reprimir el dinamismo humano y la libertad personal con medios meramente externos, coercitivos y artificiales. Hay que encontrar, en cambio, un orden ontonómico que tome en consideración el problema en su globalidad sin ignorar las exigencias fundamentales de las ontologías regionales.98 Por eso, tenemos necesidad de desarrollar una experiencia más integral sobre la que todavía hay mucho que decir y hacia la que el dilema ecológico nos dirige, considerándolo un síntoma que hay que curar. Esta experiencia integral es lo que yo denomino la visión cosmoteándrica, el tercer momento kairológico de la consciencia. En el capítulo tercero describiré esta visión, aunque sin desarrollar sus consecuencias prácticas para nuestra situación actual. Repito que esta urgencia universal, o momento católico, está [220]
presente en los otros dos momentos, y que los tres momentos en su conjunto existen en la mayor parte de las situaciones. Se trata al mismo tiempo de enfatizar, de aumentar la sensibilidad hacia un mito unificador más que hacia análisis parciales y sectoriales, por poco que no nos contentemos con una solución positiva para mí, para mi familia, mi país, mi religión o incluso para el hombre en general. El problema es cósmico y es humano y alcanza también a la Divinidad. Un ejemplo de la necesidad que el ser humano siente de un horizonte abierto se manifiesta en el interesante cambio que ha tenido lugar en la autocomprensión de la teología cristiana contemporánea. No hace mucho tiempo, los signos de novedad y exclusividad garantizaban la verdad del cristianismo: la creación ex nihilo era considerada como una contribución exclusivamente judeocristiana; la gracia era prerrogativo solo del cristianismo, lo mismo que el amor a los enemigos; la salvación se encontraba solo en el cristianismo; los sacramentos eran los únicos medios de salvación: «extra ecclesiam nulla salus» (fuera de la Iglesia no hay salvación), etc. Ahora, se da casi la situación opuesta. Hoy los teólogos cristianos subrayan que los mitos bíblicos son universales, porque representan la condición humana, que Jesús es el Señor porque es una figura universal, el hombre para toda la humanidad, etc. Análogamente, gusta destacar que la ciencia es auténtica porque no tiene nacionalidad, que el arte es bello porque la belleza es para todos y no solo para unos pocos privilegiados. El hombre moderno puede aún ser provinciano en muchos aspectos, pero aborrece el elitismo y, en su inmensa mayoría, muestra estar de acuerdo con quienes luchan contra el apartheid, el racismo, la discriminación —en definitiva, contra cualquier limitación de los derechos que se consideran universales—. Podríamos expresar este tercer momento en un lenguaje más filosófico-mítico y subrayar que supone la conquista de una nueva inocencia. El primer momento kairológico podría denominarse momento extático de la inteligencia: el hombre conoce. Conoce las montañas y los ríos, conoce el bien y el mal, lo agradable y lo desagradable. El varón conoce a la mujer y viceversa. El hombre conoce la naturaleza y conoce también a su Dios y a todos los Dioses. Tropieza, se equivoca y corrige sus errores dejando que las cosas lo instruyan. El hombre aprende principalmente mediante la obediencia, es decir, escuchando (ob-audire) al resto de la realidad, que le habla, lo dirige, le enseña. En esta actitud extática, la mente es predominantemente pasiva. El segundo momento es el momento enstático de la inteligencia humana. El hombre sabe que conoce. Sabe que es un ser cognoscente, pero sabe también que este conocimiento reflexivo, como el pecado [221]
original, pronto o tarde lo expulsará del Paraíso.99 En el Paraíso lo que es bueno es bueno, puro y simple: una manzana es una manzana. El hombre primordial tiene una manera de ser directa que no desea nada «distinto» o nada «más» de lo que es; en realidad, no hay lugar para nada diferente. El hombre agota su conocimiento conociendo el objeto. No ha de sorprender, pues, que la iconolatría, en el sentido positivo de la palabra, sea todo lo que queda de este estado primordial, el último vestigio de la etapa paradisíaca del hombre. Al venerar el icono, el hombre no es consciente de sí mismo; está totalmente absorto en el acto de rendir homenaje y cantar alabanzas al símbolo de lo divino. Para él, la teofanía es tan perfecta que no puede descubrir ninguna diferencia entre la θεοφάνεια (theophaneia) y el θεός (theos) manifestado en ella. Y esto le hace idólatra a los ojos de quienes, más sofisticados (ya no inocentes), lo contemplan desde fuera.100 En otras palabras, lo que yo llamo la diferencia simbólica no es inmediatamente consciente.101 La diferencia simbólica se manifiesta solo existencialmente, en la medida en que el hombre continúa viviendo, luchando y adorando, sin pensar en sus actos anteriores. Sin embargo, en el segundo momento o momento reflexivo, el hombre comprende que el símbolo es y no es la cosa. El símbolo es la cosa, porque no existe la cosa «en sí» o «fuera del» símbolo. No lo es, porque el símbolo es, precisamente, el símbolo de la cosa y, por tanto, no es la cosa. Cuando el hombre ve en la manzana algo «distinto» a la manzana, está a punto de perder su inocencia. En realidad, el hombre primordial ve en la manzana el universo entero, no como algo distinto de la manzana, sino como manzana. El conocimiento reflexivo enfrenta al hombre consigo mismo: en primer lugar, con el conocimiento consciente de que conoce. El hombre se hace entonces consciente no solo de la manzana, sino del hecho de que conoce la manzana. En segundo lugar, esto lo hace consciente de que conocer la manzana no es todo lo que hay que conocer, porque al menos conoce que conoce y por eso conocer la manzana no agota su conocimiento. En otras palabras, deviene consciente de los límites de su pensamiento y, por consiguiente, de sus propios límites. El hombre se consuela diciendo que entonces y solo entonces conoce la manzana en cuanto manzana. La identidad de la manzana, en la que antes se jugaba todo su destino, se ha convertido en la identificación de la manzana, de la que puede decir muchas cosas, excepto lo que la manzana es en última instancia. Comienza la diferenciación. El hombre descubre que la manzana es solo una cosa. Puede ser un hermoso símbolo, pero no es el único, y en concreto no es lo simbolizado, sino solo su símbolo. La diferencia simbólica se ha convertido en separación ontológica. La manzana ya no lo [222]
satisface, porque quiere conocer también la no-manzana; quiere conocer más, tanto de la manzana como de la no-manzana. Quiere co-nocerlo todo, es decir, a Dios, que es aquí el símbolo que representa la totalidad. Solo entonces comprende la tentación de querer ser como Dios, porque solo entonces se conoce a sí mismo como no-Dios. Y aunque puede haber oído decir que todavía-no es Dios, no tiene paciencia para esperar a convertirse en Dios al final de su peregrinación terrena. Quiere llegar a ser como Dios ahora, y por eso presta atención a la serpiente que le ofrece la no-manzana que él descubre en la manzana. Parece que el hombre debe comer la manzana, disfrutarla y destruirla, sacrificarla con la finalidad de alcanzar aquello que ahora acaba de comprender que la manzana simboliza. Esta búsqueda de todo lo que está oculto en la manzana y más allá de la manzana caracteriza el segundo momento de la consciencia humana, el sacrificio de la primera inocencia.102 El tercer momento kairológico no puede significar únicamente la recuperación de la inocencia perdida. La inocencia es inocente precisamente porque una vez perdida, no puede ser recuperada. No podemos regresar al paraíso terrenal, por mucho que deseemos hacerlo. El deseo mismo es la mayor amenaza, así como el deseo del nirvāṇa es el principal obstáculo para llegar a él. Igualmente, desear no desear, desear el no-deseo, porque el no-deseo es el camino, es contraproducente, puesto que es solo otra forma —más sofisticada— de desear. El tercer momento es una conquista, una conquista, difícil y dolorosa, de una nueva inocencia.103 No se trata de retroceder, ni tampoco de avanzar constantemente de manera indefinida e indiscriminada. No podemos volver atrás, es decir, fingir que no sabemos, cuando en realidad sabemos. Y saber que somos seres cognoscentes hace imposible el conocimiento puro —a menos, o hasta, que nos convirtamos en el Conocedor absoluto, que conociéndose a sí mismo conoce a todos los seres y todo el conocimiento—.104 Pero nadie puede decir nada sobre ese Conocedor sin destruirlo, sea como conocedor (se convertiría en lo conocido), sea como absoluto (estaría relacionado con nuestro conocimiento).105 La primera inocencia está perdida para siempre.106 No podemos proceder al infinito, es decir, no podemos pretender disponer de un conocimiento válido y seguro de todo, cuando sabemos que no conocemos los fundamentos en los que descansa ese primer conocimiento. No podemos pretender que conocemos y detenernos ahí, como si eso fuera el conocimiento absoluto, cuando en definitiva sabemos que no sabemos. Si realmente sabemos que no conocemos los fundamentos sobre los que se basa nuestro conocimiento, eso signi-fica que no conocemos la verdad de lo que conocemos; pues sabemos que la [223]
verdad de lo que sabemos depende de un factor desconocido. Conocemos nuestra ignorancia acerca del fundamento de nuestro conocimiento. Pero este conocimiento de nuestra ignorancia no es ni ignorancia ni conocimiento. No es ignorancia, pues sabe. No es conocimiento, pues no tiene objeto: no conoce nada. No podemos conocer la ignorancia como tal: no podemos conocer lo no conocido. Si pudiéramos conocerlo dejaría de ser ignorancia. Si pudiéramos conocer lo no conocido, esto último devendría conocido. Este conocimiento de nuestra ignorancia es un conocimiento que sabe que nuestro conocer no es conocimiento exhaustivo, no porque conozcamos la ignorancia, sino porque sabemos que otros tienen un conocimiento diferente al nuestro y quizá nos han convencido de que tenían razón. El conocimiento de nuestros límites no es un conocimiento directo, sino una consciencia que surge del conflicto de conocimientos; un conflicto que no podemos resolver. Estamos obligados a superar el conocimiento por el no-conocimiento, mediante un salto de... fe, confianza, sentimiento, intuición. En otras palabras, la nueva inocencia consiste en superar la desesperación intelectual que surge cuando descubrimos que no podemos romper el círculo vicioso ni con un acto del intelecto ni con la pura fuerza de voluntad. La voluntad está demasiado infectada por el intelecto para mantener tanta autonomía. Si intentamos de manera consciente superar el huis clos intelectual mediante un acto de voluntad, es todavía el intelecto el que nos dirige e inspira. Queremos saltar los muros de cualquier prisión en que nos encontremos, escapar de este valle de lágrimas, de este mundo de sufrimiento o de impasse dialéctico, solo después de haber descubierto las antinomias en que estamos inmersos. Nadie quiere saltar por encima de barreras inexistentes. En el estado de inocencia, el paraíso no tiene verjas. En el estado de culpa, el Infierno no tiene puertas. La nueva inocencia no puede abolir ni las verjas del paraíso ni las puertas del Infierno, pero ni tan solo desea cruzar sus umbrales. Permanece en el antariksa, en el μεταξύ (metaxy), el intermedio, el medio positivo, el āyus, el αἰών (aiōn), el saeculum, el mundo de la vida tempiterna, sin temer el reino de abajo ni sentirse atraída por el reino de arriba. La nueva inocencia no es meramente una repetición de la antigua. El estado de atención concentrada, en el que se cesa de ser autoconsciente, tiene poco que ver con el olvido de sí mismo de la distracción. La forma tradicional de expresarlo era decir que el hombre no había perdido completamente su condición, que no estaba completamente corrompido, sino solo «herido», o, como preferían decir los escolásticos: «vulneratus in naturalibus et expoliatus ex supernaturalibus» (herido en su naturaleza y despojado de los dones sobrenaturales). Existe en el hombre [224]
un germen de Vida que posibilita una regeneración, que es algo más que una simple restauración. En esta profundidad es donde se instaura el tercer momento, la nueva inocencia. Solo la redención, o mejor, la regeneración, puede dar lugar a la nueva inocencia. Cualquiera que sea la forma existencial que esta redención pueda asumir, su estructura está marcada por la experiencia de los límites intrínsecos de nuestra consciencia. Chocar contra los límites de la razón pura ha sido siempre el problema de los filósofos. Los límites de los que hoy somos cada vez más conscientes no son solo el principio de no contradicción como límite inferior y el misterio como límite superior, sino también los límites intrínsecos de la consciencia misma. Es la experiencia de que el pensamiento no solo revela y oculta, sino que también destruye cuando es llevado al extremo. El pensamiento tiene un poder corrosivo. La nueva inocencia no niega el pensamiento, sino que lo trasciende. Las conocidas palabras de Agustín sobre el tiempo107 se convierten en algo más que una manera de hablar, desde el momento en que la consciencia reflexiva reflexiona sobre ellas. Podemos manejarnos con los conceptos de Dios, justicia, patriotismo, amor, aborto, etc., mientras no los pensemos hasta el final, mientras respetemos (porque todavía creemos en él) el mito que envuelve el logos que los articula. La nueva inocencia está unida al nuevo mito. Y el nuevo mito no puede expresarse en palabras; no es todavía logos. Podemos ver a través del mito, aunque cabe suponer que las generaciones futuras encontrarán quizá opaco lo que para nosotros es transparente. Este mismo proceso podría expresarse también en términos psicoantropológicos. Después de la descripción de la «participación mística» de Lévy-Brühl,108 la primera etapa de la consciencia humana ha sido considerada un período de no-diferenciación acrítica entre objeto y sujeto, de manera que en la mentalidad «primitiva» «lo inconsciente es proyectado sobre el objeto, y el objeto introyectado en el sujeto, es decir, psicologizado».109 Los vestigios de este estado de «participación mística» son lo que el análisis y la terapia de Jung tenían intención de superar. La teoría jungiana de la individuación es conocida. En este proceso, el centro de gravedad pasa del ego consciente al Sí mismo, o a «un punto, por así decir, virtual entre lo consciente y lo inconsciente».110 Ahora bien, dejando aparte las valiosas interpretaciones de Jung, ni siquiera una ruptura radical entre objeto y sujeto sería operativa. Debemos recuperar un sentido de unidad con lo real que no elimine todas las diferencias. Preferiría reservar el término «participación mística» para esta tercera etapa, y llamar a la primera participación primordial o acrítica, sed de nominibus non est disputandum. [225]
Esta etapa sería el tercer momento, que, presente ya desde el principio de la consciencia humana, está emergiendo con más energía en la época presente tras la experiencia multimilenaria del hombre sobre la tierra. La primera inocencia se ha perdido —para siempre—. El esfuerzo del hombre para recobrarla ha fracasado, al parecer, desde hace siglos, al menos para una gran parte de la humanidad. El hombre ha perdido la esperanza en sus propias fuerzas. Los tres puntos fundamentales de la consciencia histórica, Dios, Hombre, Mundo, parecen haberse derrumbado. Los Dioses parecen haber traicionado al hombre y este ha quedado decepcionado por ello. Ni siquiera los humanismos antropocéntricos han salvado al hombre: los seres humanos siguen luchando a muerte unos contra otros. Hemos perdido la confianza en el otro —y también en nosotros mismos—. También la tierra parece haber renegado del hombre y estar cansada de la violencia que este le causa, agotando sus «riquezas». Esta es la situación contemporánea. La vieja inocencia, con sus ideales, parece haber sido derrotada. Y aquí que aparece con urgencia la necesidad de una nueva inocencia. No se trata, como ya hemos dicho, de un retorno al Paraíso, ni de una nostalgia del pasado; se trata de vivir la Vida en su plenitud, con la madurez de las experiencias de la historia y el entusiasmo por la constante novedad de la vida misma. Después de milenios de una cultura de la fuerza y de la guerra, la única alternativa para la supervivencia es una cultura de la solidaridad y de la paz.111 Debo ahora contenerme ante la posibilidad de ulteriores desarrollos, para no perjudicar el equilibrio del libro ni alterar el carácter expositivo de la presentación, que simplemente se propone plantear esta intuición con el mínimo de presupuestos filosóficos. Esto implica que la descripción ofrecida en el tercer capítulo de esta primera sección no exige necesariamente que se esté de acuerdo con las ideas filosóficas o psicológicas que conforman estos últimos parágrafos.
1 Soy plenamente consciente de que la palabra griega καιρός (kairos) no siempre significa lo que algunos teólogos modernos quieren o hacen que signifique, pese a que el término expresa un aspecto más cualitativo que χρόνος (chronos). Para una crítica de la distinción en el Nuevo Testamento, véase J. Barr, Biblical Words for Time, Londres, SCM, 1962, págs. 20-46. Tal vez podría introducir aquí términos tomados en préstamo a la tradición índica, pero puede no ser necesario si [226]
recordamos simplemente que «tiempo» tiene tanto un carácter secuencial, más formal (cronológico), como un aspecto cualitativo, más orientado al contenido (kairológico). Cf. M. Berciano, «Καιρός. Superación del tiempo en el cristianismo», en Naturaleza y gracia 48, 1-2 (enero-agosto, 2001), págs. 167-200. 2 R. Bellah, por ejemplo, en «Religious Evolution», en American Sociological Review 29 (1964), págs. 358-374, distingue cinco estadios en la evolución de la religión: primitivo, arcaico, histórico, protomoderno y moderno. 3 Cf. las dificultades que le salen al paso a J. A. Toynbee y las reservas que este establece cuando trata de encontrar el criterio para un «Estudio comparativo de las civilizaciones», y más aún cuando trata de elaborar una «Visión de conjunto de las civilizaciones», en su ahora clásico A Study of History, Londres, Nueva York, Oxford University Press, 1933 ss (trad. cast.: Estudio de la historia, 13 vols., Buenos Aires, Emecé, 1951-1968; Estudio de la historia, 3 vols., compendio de D. C. Somervell, Madrid, Alianza, 51980). El tiempo cronológico no es suficiente. 4 Es para mí alentador, y para E. Voegelin una prueba de honradez intelectual, que este autor haya abandonado el modelo temporal con el que comenzó sus proyectados seis volúmenes sobre Order and History. El hilo conductor de la temporalidad lineal se quebró tras el tercer volumen. Los datos recogidos y las ideas elaboradas convencieron al autor de «la imposibilidad de alinear los tipos empíricos en alguna secuencia temporal que permitiera a las estructuras efectivamente encontradas emerger desde una historia concebida como “curso”», como afirma en la Introducción al cuarto volumen de este monumental estudio, The Ecumenic Age, Baton Rouge, Louisiana State University Press, 1974, pág. 2. 5 Cf. C. Dawson, Progress and Religion, Londres, Sheed and Ward, 1929 (trad. cast.: Progreso y religión, Buenos Aires, La Espiga de Oro, 1943); J. B. Bury, The Idea of Progress. An Inquiry into its Origin and Growth, Nueva York, Dover, 21955 (trad. cast.: La idea de progreso, Madrid, Alianza, 1971), etc. 6 Cf. la expresión similar de Kairologie utilizada por R. Guardini para expresar el poder y la unicidad de los momentos humanos entre el Principio (Archäologie) y el Fin (Eschatologie), Die letzen Dinge, Wurzburgo, Werkbind, 1940, Introducción. 7 «[...] Todo lo que merecía decirse [...] se ha proclamado y repetido mil veces a lo largo de los siglos que nos precedieron», G. Thibon, L’ignorance étoilée, París, Fayard, 1974, pág. IX, que también repite el refrán chino y las palabras de Goethe. [227]
8 Leonardo da Vinci, por ejemplo, depuró el principio de la perspectiva lineal en la pintura hasta un punto sin precedentes en su tiempo y hasta después de él. Su visión condicionó tanto la visión de los siglos siguientes, que sus cuadros parecen hoy casi demasiado normales. Sus cuadros se han convertido en algo común. El visitante medio de museos no encuentra nada especialmente notable en ellos, salvo su fama. Otro caso apropiado es la conocida historia del ingenuo estudiante inglés que preguntó a su profesor por qué Shakespeare utilizaba tantos tópicos. La visión de los maestros es siempre ordinaria en este doble sentido: ordena e influye en la manera en que la gente ve las cosas, hasta el extremo de que, inevitablemente, cae en la banalidad ordinaria del tópico y solo puede ser recuperada —si acaso— por medio de un esfuerzo o intuición extraordinarios. Cf. R. Panikkar, «Common Patterns of Eastern and Western Scholasticism», en Diogenes 83 (Florencia, 1973), págs. 103-113. 9 Por citar solo algunos de los nombres más conocidos: G. B. Vico, La scienza nuova (1744), 2 vols., Milán, Rizzoli, 1963 (trad. cast.: Ciencia nueva, Madrid, Tecnos, 2006); J. G. Herder, Ideen zur Philosophie der Geschichte der Menschheit (1784-1791), Darmstadt, Melzer, 1966 (trad. cast.: Ideas para una filosofía de la historia de la humanidad, Buenos Aires, Losada, 1959); A. Comte, Cours de philosophie positive (1830), 6 vols., París, Costes, 1908-1934, espec. el vol. 5: La partie historique de la philosophie sociale; G. W. F. Hegel, Vorlesungen über die Philosophie der Geschichte (1873), Leipzig, Reclam, 1907 (trad. cast.: Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, Madrid, Alianza, 1980); etc. Cf. también la teoría de las tres edades, a saber, del Padre, del Hijo y del Espíritu, propuesta por Joaquín de Fiore en su Expositio in Apocalypsim (o Apocalypsis nova) y las seis aetates consideradas por Agustín, por ejemplo en De Genesi ad litteram, XII (PL 34, 253 ss), De Genesi contra manicheos, I, 23, 41 (PL 34, 193), Confessiones, XII, 8, 8 (PL 32, 829), etc. 10 Cf. la observación de M. Eliade en The Quest, Chicago, University Press, 1969, págs. 70-71: «Me parece difícil creer que, viviendo en un momento histórico como el nuestro, los historiadores de las religiones no tomen en consideración las posibilidades creativas de su disciplina. ¿Cómo asimilar culturalmente los universos espirituales que nos abren África, Oceanía o el Sudeste asiático? Todos estos universos espirituales poseen una estructura y un origen religiosos. Si no los abordamos con la perspectiva de la historia de las religiones, desaparecerán como universos espirituales y serán reducidos a hechos sobre organizaciones sociales, regímenes económicos, épocas de la [228]
historia colonial o precolonial... En otras palabras, no serán captadas como creaciones espirituales y no enriquecerán la cultura occidental y mundial; solo servirán para aumentar el número, ya terrorífico, de documentos clasificados en los archivos, y que solo esperan que los ordenadores se hagan cargo de ellos» (trad. cast.: La búsqueda. Historia y sentido de las religiones, Barcelona, Kairós, 32008, págs. 99-100). 11 La Naturaleza es su viś (sánscrito), su casa. El hombre es viśpati, el señor de la casa (cf. veśah, vicinus, vecino y vicus, grupo de casas). 12 Cf. la afirmación de Toynbee: «El tipo más antiguo de religión registrado se compone de mitos sobre la naturaleza no humana», A Study of History, Londres, Oxford University Press, 1972, pág. 344 (trad. cast.: Estudio de la historia, 3 vols., compendio de D. C. Somervell, Madrid, Alianza, 51980), donde se sugiere también que ahora la naturaleza ha dejado de ser religiosa debido a que «por medio de la tecnología» el hombre la explora científicamente en vez de «captarla» míticamente: «No obstante, el hombre ya obtuvo su victoria decisiva sobre la naturaleza no humana hacia finales del cuarto milenio a.C., cuando consiguió regular las aguas de la cuenca baja del Tigris-Éufrates y la del Nilo». Al principio, lo divino estaba «mezclado» con la naturaleza. Después, lo divino se «experimentó» solo y, más tarde todavía, en el hombre. Ahora es el momento de la síntesis. 13 Cf. R. Panikkar, El concepto de naturaleza, Madrid, CSIC, 2 1972, págs. 23 ss. 14 Aunque hayamos eliminado las citas en la lengua original, pensamos que es preciso referir los textos que siguen para recordar la riqueza de la tradición occidental. 15 El pasaje entero dice: «Otros hay además que afirman que el alma se halla mezclada con la totalidad del Universo, de donde seguramente dedujo Tales que todo está lleno de dioses», Aristóteles, De anima, I, 5 (411a 8-9) (trad. cast.: Acerca del alma, Madrid, Gredos, 1978, pág. 163). Cf. además un pasaje relacionado en Metaphysica, I, 3 (938b 20 ss) (trad. cast.: Metafísica, Madrid, Gredos, 2007), donde Aristóteles desarrolla el primer principio de Tales, y los perspicaces comentarios de É. Gilson, God and Philosophy, New Haven, Yale University Press, 1941 (trad. cast.: Dios y la filosofía, Buenos Aires, Emecé, 1945), en su capítulo primero: «God and greek Philosophy». Cf. Agustín, De civitate Dei, VII, 6 (PL 41, 199) que refiere la opinión de Varrón según el cual «todas las cuatro partes [del universo —éter, aire, agua, tierra]— están llenas de almas» (trad. cast.: La ciudad de Dios, en Obras de san Agustín, vols. XVI-XVII, ed. bilingüe, Madrid, BAC, 1958, [229]
pág. 458). 16 Cf. como ejemplo el fascinante trabajo de A. Koyré, From the Closed World to the Infinite Universe, Harper, Nueva York, 1957 (trad. cast.: Del mundo cerrado al universo infinito, Madrid, Siglo XXI, 1979), que, al describir la «crisis de la consciencia europea» en los siglos XVI y XVII, la reduce a la «destrucción del cosmos» (de un todo finito y bien ordenado a un universo indefinido e incluso infinito) y a «la geometrización del espacio» (de los lugares intramundanos de Aristóteles a la extensión infinita y homogénea de Euclides). 17 «El mundo constituye un todo, un conjunto, y este conjunto es humano: es un makranthrōpos», E. Mersch, Le Christ, l’homme et l’universe, París, Desclée de Brouwer, 1962, pág. 13. No sin razón, el gran teólogo del Cuerpo Místico insiste en esta idea a lo largo del libro, que tiene como subtítulo: Prolégomènes à la théologie du corps mysthique. 18 «Es importante observar que Moisés llama al mundo “un gran hombre”. En efecto, si el hombre es un pequeño mundo, ciertamente el mundo es un gran hombre, etc. Observaréis, pues, con qué armonía todas estas partes del mundo y del hombre se corresponden», Heptaplus, al final (en H. de Lubac, Pic de la Mirandole, París, Aubier-Montaigne, 1974, pág. 163). 19 Cf. Agustín, In psalmum XCV, 15 (trad. cast.: Enarraciones sobre los salmos, en Obras de san Agustín, vol. XXI, ed. bilingüe, Madrid, BAC, 1956) y literatura secundaria en H. de Lubac, Pic de la Mirandole, op. cit., pág. 167. 20 Cf. Macrobio, Comentarii in Somnium Scipionis, II, 12, 11: «Physici mundum magnum, hominem brevem mundum esse dixerunt», Leipzig, Teubner, 1868, pág. 614 (en H. de Lubac, Pic de la Mirandole, op. cit., pág. 167; «Los físicos afirmaron que el mundo era un hombre grande, y el hombre, un mundo pequeño», Comentarios al Sueño de Escipión, Madrid, Siruela, 2005, pág. 151). 21 Cf. la creencia común de la tradición escolástica reflejada en los siguientes textos: «A esto se debe que el hombre sea llamado (dicitur) mundo pequeño (minor mundus), porque todas las criaturas del mundo de algún modo se encuentran en él», Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q. 91, a. 1 (trad. cast.: Suma de Teología, vol. I, Madrid, BAC, 2001, pág. 817). El dicitur remite a Aristóteles, Physica, VIII, 2, 2 donde «el Filósofo», manteniendo la tesis de que «nunca hubo un tiempo en el que no hubiera movimiento, y que nunca habrá un tiempo en que no haya movimiento» (252b 6), dice: «Y si esto es posible en un animal, ¿qué impide que ocurra lo mismo también del universo como un todo? Porque [230]
si esto ocurre en un microcosmos también podrá ocurrir en un macrocosmos; y si en el cosmos, también en el infinito...» (252b 25-29; trad. cast.: Física, Madrid, Gredos, 1995, págs. 430-431). 22 Cf. H. de Lubac, Pic de la Mirandole, op. cit., pág. 160 ss, con referencias a Clemente de Alejandría, Agustín, Filón, Isidoro, los escolásticos hasta Nicolás de Cusa, Luis de León y Calvino. 23 De hominis creatione, XVI, 3 (cf. Laplace, Sources Chrétiennes, VI, págs. 151 ss). 24 De divisione naturae, IV, 12 (PL 122, 793 ss). 25 Cf. H. de Lubac, Pic de la Mirandole, op. cit., págs. 160-169, para referencias pertinentes y comentarios clarificadores. 26 Cf. el comentario en R. Panikkar, The Vedic Experience. Mantramañjarī. An Anthology of the Vedas for Modern Man and Contemporary Celebration, Berkeley, Los Ángeles, Londres, University of California-DTL, 1977, págs. 73-77; también en La experiencia védica. Mantramañjarī (Obras completas, vol. IV.1, Barcelona, Herder [en preparación]). 27 Cf. el locus classicus, Timeo, 33 ss y también Leyes, 896 ss. 28 «Si bien, el conjunto de todo el mundo está estructurado por diversos oficios, no se debe pensar que desentona ni que discrepa en sí mismo, sino que tal como nuestro cuerpo, que es uno, consta de muchos miembros [1 Cor 12,12] y es contenido por una sola alma, así también todo el mundo, tal como un cierto animal inmenso y exrtraordinario, creo que conviene suponer que es sostenido, como por una sola alma, por la Potencia y el Logos de Dios. Pienso que esto también es indicado por la santa Escritura, por lo dicho por medio del profeta: ¿Acaso no lleno el cielo y la tierra, dice el Señor? (Jr 23,24), y también: El cielo es mi trono, pero la tierra es el estrado de mis pies [Is 66,1]; y lo que dijo el Salvador, cuando afirmó que no se debe jurar ni por el cielo, que es el trono de Dios, ni por la tierra, que es el estrado de sus pies [Mt 5,34-35], y además lo que afirma Pablo, cuando pronunció su discurso ante los atenienses, diciendo: En Él vivimos, nos movemos y somos [Hch 17,28]. ¿De qué modo en Dios vivimos, nos movemos y somos, sino porque con su Potencia abraza y contiene todo el mundo? ¿Y de qué modo el cielo es el trono de Dios y la tierra el estrado de sus pies, sino porque tanto en el cielo como en la tierra su Potencia llena todo, como también dice: ¿Acaso no lleno el cielo y la tierra, dice el Señor? [Jr 23,24]. A partir de lo que mostramos, no creo que nadie tenga dificultad para aceptar que Dios, el Padre de todo, llena y contiene el mundo entero con la plenitud de su Potencia» (Orígenes, De principiis, II, c. 1, 3 a; trad. cast.: Sobre los principios, Madrid, Ciudad Nueva, 2015, págs. 330-331). [231]
29 Cf. De Genesi ad litteram imperfectus liber, 17 (PL 34, 226227): «Puede también entenderse Espíritu de Dios en otro sentido; juzgándole criatura vital, en la cual se contuviera y se moviera este mundo visible con todos sus cuerpos, a la que Dios omnipotente concediera cierto poder que le sirviese para obrar en aquellas cosas que eran producidas. Este espíritu con propiedad se llamaría Espíritu de Dios, siendo como es más excelente que cualquier cuerpo etéreo, pues toda criatura invisible aventaja a todo lo que es corporal y visible. ¿No son de Dios las cosas creadas por Él? Ciertamente que sí, pues al hablar de la tierra se dijo: De Dios es la tierra y todas las cosas que ella contiene (Sal 24[23],1); y hablando del conjunto universal de los seres se dice: ¡Oh, Señor, que amas las almas, tuyas son todas las cosas! (Sab 11,26). Luego puede entenderse la palabra espíritu de este modo que he dicho, si creemos que lo que se dijo en el principio hizo Dios el cielo y la tierra, únicamente se refiere a la criatura visible o material; y así, pues, era llevado sobre la materia de las cosas visibles, en el principio de su creación, el espíritu invisible, el cual era también criatura, es decir, no era Dios, sino naturaleza hecha y formada por Dios. Mas si creemos que la materia anunciada bajo aquella palabra de agua comprende la creación universal, a saber, la criatura intelectual, la animal y la corporal, de ningún modo puede entenderse en este lugar Espíritu de Dios, sino por aquel Espíritu Inmutable y Santo que era llevado sobre la materia de todas las cosas, las cuales hizo y perfeccionó Dios». O este otro fragmento: «Una tercera opinión puede originarse de esta palabra espíritu: juzgar que bajo el nombre de espíritu se expresa el elemento aire, para que así quedaran denominados aquí los cuatro elementos de los cuales se compone este mundo visible, a saber, cielo, tierra, agua y aire; no porque existiesen separados y ordenados, sino porque en la confusión todavía informe de aquella materia, estaban, sin embargo, predeterminados para ser creados de ella, a cuya confusión e informidad se le dio el nombre de abismo y tinieblas. Pero cualquiera que sea de estas sentencias la verdadera, debe creerse que Dios es el autor y creador de todas las cosas que han aparecido, tanto de las visibles como de las invisibles, no en cuanto a los vicios que puedan tener contra la naturaleza, sino en cuanto pertenece a las mismas naturalezas, pues no existe absolutamente criatura alguna que no haya recibido de Dios el principio del ser y la perfección de su propio género y sustancia», ibid., 18 (PL 34, 277; trad. cast.: Del Génesis a la letra, incompleto, en Obras de san Agustín, vol. XV, ed. bilingüe, Madrid, BAC, 1957, pág. 517). Y también: De consensu evangelistarum I, 35 (PL 34, 1058); cf. asimismo Retractationes, I, 5, 3 (PL 32, 591) y I, 11, 4 (PL 32, 601-602); De civitate Dei, VI, 6 (PL 41, [232]
199); etc. 30 Es interesante el argumento que desarrolla Tomás de Aquino al aceptar la tesis de que Dios mueve el mundo como el alma mueve el cuerpo, siguiendo la tradición cristiana común. Cf. Alberto Magno, Summa de creaturis, II, q. 3, a. 1 y Buenaventura, In librum tertium Sententiarum, dist. 2, a. 1, q. 2. Ambos citan lo que piensan que son palabras agustinianas: «Así como el alma está en su cuerpo, así Dios está en el mundo», aunque en realidad esas palabras son de Alquero de Claraval, De Spiritu et Anima, c. 35 (PL 40, 805). Tomás plantea la objeción: «Al hombre se le llama “mundo menor”, porque el alma está en el cuerpo como Dios en el mundo». Y admite: «La semejanza se aprecia en algún aspecto, es decir, porque el alma mueve al cuerpo como Dios mueve al mundo. Pero no hay parecido total, porque el alma no creó de la nada el cuerpo, como hizo Dios con el mundo», Summa Theologiae, I-II, q. 17, a. 8 ad 2 (trad. cast.: Suma de Teología, vol. II, Madrid, BAC, 2001, págs. 174-175). 31 Cf. la obra monumental de Duhem (1954-1959). 32 Cf. el Concilio de Sens (1140) que condenando condenó el error atribuido a Pedro Abelardo: «Quod Spiritus Sanctus non sit de substantia [omnipotentia] Patris [aut Filii], immo anima mundi». O, según otra versión más reciente, «Quod Spiritus Sanctus sit anima mundi»., cf. Denz. 722. 33 Recordeamos aquí, entre otras, las ideas de Escoto Eriúgena, Averroes, Avicena, Siger de Brabante. 34 Por ejemplo, la afirmación de Alberto Magno (Summa de creaturis, I, tract. III, q. 16, a. 2): «Admitimos con los escritores sagrados que los cielos no tienen almas y no son animales, si la palabra alma es tomada en su sentido estricto. Pero si queremos poner de acuerdo a los científicos [philosophos] con los escritores sagrados, podemos decir que existen ciertas Inteligencias en las esferas [...] que son llamadas las almas de las esferas [...] pero no están relacionadas con las esferas a tal punto que justifique que definamos al alma (humana) como entelequia del cuerpo. Hemos hablado según los científicos, que contradicen a los escritores sagrados solo nominalmente». Tomás de Aquino concuerda (Summa Theologiae, I, q.70, a.3). Cf. C. S. Lewis, The Discarded Image: an Introduction to Medieval and Renaissance Literature, Cambridge, University Press, 1971 (trad. cast.: La imagen del mundo: introducción a la literatura medieval y renacentista, Barcelona, Península, 1997), para una correcta visión medieval. Cf. toda la Divina Commedia de Dante, por ejemplo: «Inferno», VII, 73 ss; «Paradiso», II. 35 De resurrectione, I, 35, en H. de Lubac, Pic de la Mirandole, [233]
op. cit., pág. 163. 36 La definición de Asclepio Mercurio refiriéndose al hombre como magnum miraculum fue un lugar común en la Edad Media, así como en el Renacimiento. Cf. Agustín, De civitate Dei, X, 12, y otras auctoritates, citadas por H. de Lubac, Pic de la Mirandole, op. cit., págs. 161 ss. 37 Cf. el texto significativo de Tomás de Aquino, que resume la mentalidad común de la época: «Podemos colegir de todo lo expuesto que Dios dispone todo por sí mismo. Por esto, a propósito de las palabras de Job: “¿Quién puso a otro sobre la tierra que fabricó?” (Job 34,13), dice san Gregorio: “Porque rige al mundo por sí mismo quien por sí mismo lo creó”. Y Boecio en La consolación de la filosofía (III, q. 12): «Dios dispone todo por sí solo”. Sin embargo, en cuanto a la ejecución, administra las cosas inferiores por las superiores. Las corporales, en efecto, por las espirituales. Por eso dice san Gregorio en los Diálogos (IV, c. 6): “En este mundo visible, nada puede disponerse si no es por la criatura invisible”. Y los espíritus inferiores, administrados por los superiores (c. 79). En conformidad con esto dice Dionisio (La jerarquía celeste, IV) que “las esencias intelectuales celestes reciben primero en sí mismas la iluminación divina y después hacen llegar hasta nosotros ciertos reflejos superiores a nosotros”. Y administra los cuerpos inferiores por los superiores. Por lo que dice Dionisio (Los nombres de Dios, IV) que “el sol causa la generación de los cuerpos visibles, y da movimiento vital y nutre, aumenta, perfecciona, limpia y renueva”. Y de todo esto en general dice san Agustín (De Trinitate, III, c. 4): “De la misma manera que los cuerpos más densos e inferiores están regidos con cierto orden por los más sutiles y potentes, así todos los cuerpos lo son por el espíritu racional de la vida; y el espíritu racional pecador, por el espíritu racional justo», Contra Gentiles, III, 83 (trad. cast.: Suma contra los gentiles, ed. bilingüe, Madrid, BAC, 1953, págs. 309-310). Cf. otro comentario a esta idea subyacente del orden cósmico en R. Panikkar, El concepto de naturaleza, op. cit., págs. 238-248. 38 Cf. 1 Cor 3, 9: «Porque somos colaboradores (συνεργοί, synergoi) con Dios». 39 Para un buen análisis introductorio, cf. los artículos de L. White, Jr., R. Dubos, H. P. Santmire, G. Fackre y otros en I. G. Barbour (ed.), Western Man and Environmental Ethics, Massachusetts, AddisonWesley, 1973. 40 Cf. Lc 21,19: «A fuerza de constancia [patientia] salvaréis vuestras vidas». ῾Υπομονή (Hypomonē) es tolerancia, paciencia y también resistencia, fuerza, constancia. Cf. también R. Panikkar, «Pluralismus, [234]
Toleranz und Christenheit», en H. Schomerus et al., Pluralismus, Toleranz und Christenheit, Nuremberg, Abendländische Akademie, 1961, págs. 117-142 (también en Pluralismo e interculturalidad, en Obras completas, vol. VI.1, Barcelona, Herder [en preparación]). 41 Cf. Mt 13,24-30 y Eclo 1,23: «Hasta el momento justo aguantará el hombre constante y al final la alegría dará su fruto». 42 Cf. H. R. Schlette, Weltseele. Geschichte und Hermeneutik, Frankfurt a. M., Knecht, 1993. 43 Cf. Agustín: «Oh, Dios, Luz espiritual que bañas de claridad las cosas que brillan a la inteligencia», Soliloquia, I, 1, n. 3 (PL 32, 870; trad. cast.: Soliloquios, en Obras de san Agustín, vol. I, ed. bilingüe, Madrid, BAC, 1946, pág. 479). O también: «Cuando se trata de lo que percibimos con la mente, esto es, con el entendimiento y la razón, hablamos de lo que vemos que está presente en la luz interior de la verdad, con que está iluminado y de que goza el que se dice hombre interior; más entonces también el que nos oye conoce lo que yo digo porque él lo contempla, no por mis palabras, si es que lo ve él interiormente y con ojos simples. Luego ni a este, que ve cosas verdaderas, le enseño algo diciéndole la verdad, pues aprende, y no por mis palabras, sino por las mismas cosas que Dios le muestra interiormente», De magistro, XII, 40 (PL 32, 1217; trad. cast.: Del Maestro, en Obras de san Agustín, vol. III, ed. bilingüe, Madrid, BAC, 1951, pág. 747); cf. también De ideis, 2, De divinis quaestionibus, LXXXIII, q. 46 (PL 40, 30), Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q. 84, a. 5; q. 88, a. 3. 44 Esta es la principal intuición de la teoría del karma. Cf. R. Panikkar, «La Ley del Karma y la dimensión histórica del hombre», cap. 14 de Mito, fe y hermenéutica, Barcelona, Herder, 2007, págs. 377-402; también en Mito, símbolo y rito (Obras completas, vol. IX.1, Barcelona, Herder [en preparación]). 45 Cf. P. Rousselot, Pour l’histoire du problème de l’amour au Moyen Âge (Baeumker-Beiträge), Münster, Aschendorffschebuchhandlung, 1908, vol. VI. 46 No parece necesario recordar al lector que esta noción de creatio ex nihilo ha tenido una dilatada e importante historia a lo largo de toda la tradición cristiana. Cf. al azar: «La materia informe no es anterior en el orden del tiempo a las cosas formadas. Fueron creadas a un tiempo, la materia de que se hicieron y lo que se hizo. Así como la voz es la materia de las palabras, y las palabras indican la voz ya formada, pues el que habla no emite primeramente una voz informe a la que después pueda coger y formar en palabras, así el Creador no hizo en tiempo anterior la [235]
materia informe, y después, según el orden de cada naturaleza, la formó como por una segunda reconsideración. Creó, pues, ciertamente formada la materia», Agustín, De Genesi ad litteram, I, XV, 29 (PL 34, 257; trad. cast.: Del Génesis a la letra, en Obras de san Agustín, vol. XV, ed. bilingüe, Madrid, BAC, 1957, pág. 605). Cf. también Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q. 45, a. 1 y las interesantes palabras del Daodejing, XL: «Los diez mil seres del mundo nacen del Ser y el Ser nace de la Nada» (trad. cast.: «Movimiento del Tao», en Lao-Tsé (Laozi), Tao Te Ching, Madrid, Tecnos, 22012, pág. 105). 47 Cf. la analogía de Agustín, que llama a Dios anima animae meae (alma de mi alma). 48 Cf. R. Guénon, El reino de la cantidad y los signos de los tiempos, Madrid, Ayuso, 1997, pág 65: «En cambio, dentro de la cantidad pura, la separación alcanza su grado máximo por ser allí donde reside el propio principio de la “separatividad”, ya que es evidente que el ser está tanto más separado y más encerrado en sí mismo cuanto más limitadas se vean sus posibilidades, es decir, cuantas menos cualidades comporte su aspecto esencial». Cf. la penetrante voz de Tomás de Aquino: «La ciencia de Dios es medida de las cosas, pero medida cuantitativa, pues lo infinito no la tiene, sino porque mide la esencia y la verdad de la realidad», Summa Theologiae, I, q. 14, a. 12, ad 3 (trad. cast.: Suma de Teología, vol. I, Madrid, BAC, 2001, pág. 214). 49 Πάντων χρημάτων μέτρον ἄνθρωπος (Pantōn chrēmatōn metron anthrōpos), Protágoras, Fragmento 1. Cf. R. Panikkar, «La superación del humanismo», en Humanismo y Cruz, Madrid, Rialp, 1963, págs. 178-253, que expresa de manera más elaborada mi tesis de 1951: «El cristianismo no es un humanismo» (Arbor 62 [febrero, 1951], págs. 165-186). Para otras referencias, cf. el capítulo «Religion et humanisme», en H. de Lubac, Pic de la Mirandole, op. cit., págs. 145-159. 50 Las palabras de Aristóteles son: «El hombre es el único animal al que [la naturaleza] ha dotado de logos (el don del habla)», Polit., I, 2, 125a 9 ss: Οὐθὲν γάρ, ὡς φαμέν, μάτην ἡ φύσις ποιεῖ. λόγον δὲ μόνον ἄνθρωπος ἔχει τῶν ζῷων (Outhen gar, hōs phamen, matēn hē physis poiei· logon de monon anthrōpos echei tōn zōon); cf. VII, 13, 1332b 5. En otro lugar he descrito el paso del Verbum Dei («Palabra de Dios», Logos divino) al Verbum entis (Palabra del ser) de la metafísica, y por tanto al verbum mentis (palabra de la mente) de la epistemología, para llegar al verbum mundi (palabra del mundo), de los teóricos de la ciencia, y al verbum hominis (palabra del hombre) de la filosofía del lenguaje. En todo caso, se ha olvidado al Espíritu. Los teólogos han hablado del Verbum Dei y a este Verbum Dei lo consideraron como Dios, aunque añadían [236]
entre paréntesis que era el Hijo de Dios. Los metafísicos lo han construido como Verbum entis y este Verbum entis es entendido como Ser, divinizándolo a menudo. Los epistemólogos parten del verbum mentis para decidir sobre la verdad. Filósofos posteriores han hecho del verbum mundi su punto de partida y los teóricos científicos, al igual que los filósofos modernos del lenguaje, reconocen como instancia última el verbum hominis. No se ha olvidado solo el Ser, sino que se «dejado de tener en cuenta el mito y este olvido también ha alcanzado también al pneuma». Cf. R. Panikkar, «Die Philosophie in der geistigen Situation der Zeit», en Akten des xiv. Internationalen Kongresses für Philosophie, Viena, Herder, 1971. 51 Cf. Aristóteles, cuando dice que la mente puede conocerse a sí misma: καὶ αὐτὸς δὲ αὑτὸν τότε δύναται νοεῖν (kai autos de hauton tote dynatai noein), De anima, III, 4 (429b 9), y repite que la mente es en sí misma pensable como lo son sus objetos: III (430a 2) e insiste en que la ciencia teórica y su objeto son idénticos (ibid.). 52 Cf. la primera regla del Discourse de la méthode, II (1637) en R. Descartes, Opera Omnia, vol. VI, París, Vrin, 61987, pág. 18: «[...] no admitir jamás como verdadera cosa alguna sin conocer con evidencia que lo era; es decir, evitar cuidadosamente la precipitación y la prevención y no comprender, en mis juicios, nada más que lo que se presentase a mi espíritu tan clara y distintamente que no tuviese motivo alguno para ponerlo en duda» (trad. cast.: Discurso del método, Madrid, Alianza, 1979, págs. 81-82). 53 Esta es la conocida paráfrasis de la autoevaluación de I. Kant de su Crítica de la razón pura. Cf. la nota al prólogo de la segunda edición (1787): «Las leyes centrales de los movimientos de los cuerpos celestes proporcionan así completa certeza a lo que Copérnico tomó, inicialmente, como simple hipótesis, y demostraron, a la vez, la fuerza invisible que liga la estructura del universo (la atracción newtoniana). Esta atracción hubiera permanecido para siempre sin decubrir si Copérnico no se hubiese atrevido a buscar, de modo opuesto a los sentidos, pero verdadero, los movimientos observados, no en los objetos del cielo, sino en su espectador. Por mi parte, presento igualmente en este prólogo la transformación de este pensamiento —que es análoga a la hipótesis mencionada— expuesta en la crítica como mera hipótesis. No obstante, con el solo fin de destacar los primeros ensayos de dicha transformación, ensayos que son siempre hipotéticos, dicha hipótesis queda demostrada en el tratado mismo, no según su carácter de hipótesis, sino apodícticamente, partiendo de la naturaleza de nuestras representaciones de espacio y tiempo y de los conceptos elementales del [237]
entendimiento» (trad. cast.: Crítica de la razón pura, Madrid, Taurus, 2005, pág. 23, nota a B XXII). 54 Cf. «El alma es en cierto modo todos los entes», Aristóteles, De Anima, III, 8 (431b 21: ἡ ψυχή τὰ ὄντα πώς ἐστι πάντα [hē psychē ta onta pōs esti panta]; trad. cast.: Acerca del alma, Madrid, Gredos, 1978, pág. 241). Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q. 14, a. 1 c: «Por lo cual el Filósofo en III De Anima dice: En cierto modo el alma lo es todo» (Suma de Teología, vol. I, Madrid, BAC, 2001, pág. 201). 55 «Se ha supuesto hasta ahora que todo nuestro conocer debe regirse por los objetos. Sin embargo, todos los intentos realizados bajo tal supuesto con vistas a establecer a priori, mediante conceptos, algo sobre dichos objetos —algo que ampliara nuestro conocimiento— desembocaban en el fracaso. Intentemos, pues, por una vez, si no adelantaremos más en las tareas de la metafísica suponiendo que los objetos deben conformarse a nuesto conocimiento, cosa que concuerda ya mejor con la deseada posibilidad de un conocimiento a priori de dichos objetos, un conocimiento que pretende establecer algo sobre estos antes de que nos sean dados», Kant, «Prólogo de la segunda edición», Crítica de la razón pura, op. cit., pág. 20. 56 Hegel dice literalmente que «la conciencia de sí es un momento esencial de la verdad»; cf. G. W. F. Hegel, Vorlesungen über die Geschichte der Philosophie, Sämtliche Werke, Stuttgart, Frommanns, 1959, vol. XIX, pág. 328 (trad. cast.: Lecciones sobre la historia de la filosofía, III, México, FCE, 1977, pág. 252). De manera significativa, Hegel sigue comentando (después de citar a Böhme): «Aquí, ya podemos sentirnos en nuestra casa». 57 Cf. un convincente resumen de la evolución de la cultura occidental desde la Edad Media en L. White, Jr., «Science and the Sense of the Self: The Medieval Background of a Modern Confrontation», en Daedalus (primavera, 1978), págs. 47-59. 58 Un ejemplo patente podrían ser las políticas de la mayor parte de las naciones africanas. 59 Cf. J. Ellul: «Utilizo la palabra “convergencia” para mostrar que en una civilización tecnológica las diferentes técnicas con las que el hombre se relaciona en sus actividades cotidianas son enteramente independientes una de otras y a menudo incluso tiran en direcciones diferentes y aparentemente incompatibles; sin embargo, al final, todas ellas recaen en el hombre, convergen sobre él y amenazan con reducirlo a un objeto de la técnica. En otras palabras, no es el hombre el que maneja la tecnología sino la tecnología la que maneja al hombre», «Conformism and the Rationale of Technology», en G. R. Urban y M. Glenny (eds.), [238]
Can we Survive our Future? A Symposium, Londres, The Bodley Head, 1971, págs. 89-90 (trad. cast.: ¿Sobreviviremos a nuestro futuro?, Barcelona, Plaza & Janés, 1978). 60 «Lo que la humanidad necesita no es una demolición total de las tecnologías avanzadas, sino difundir realmente un desarrollo posterior de la tecnología según los principios ecológicos que contribuirán a una nueva armonización de la sociedad y del mundo natural», Ecology Action East, «The Power to Destroy, the Power to Create», en I. G. Barbour (ed.), Western Man and Environmental Ethics, op. cit., pág. 245. 61 Incluso un crítico tan severo como Ellul se muestra decidido en esto: «No estoy condenando la técnica o la tecnología, no se trata de pronunciar una sentencia [...] se trata de ver cómo el individuo, que es la víctima principal de la técnica, podría ahorrarse algún sufrimiento. Pero la técnica está aquí para quedarse. Es el resultado de un proceso evolutivo que también nos ha dado mucho, por lo que deberíamos estar agradecidos. Pero, repito, solo comprendiendo exactamente cómo actúa el sistema técnico podemos determinar cómo puede el hombre convivir con el sistema técnico», J. Ellul, «Conformism and Rational Technology», op. cit., pág. 95. 62 Cf. R. Panikkar, Técnica y tiempo. La tecnocronía, Buenos Aires, Columba, 1967. 63 Cf. W. I. Thompson, At the Edge of History, Nueva York, Harper & Row, 1971, y la idea de una «aldea global» (global village) de M. McLuhan y Q. Fiore. Tal como dice «[...] nos encontramos en lo más profundo de una nueva era de implicación tribal», M. McLuhan y Q. Fiore, War and Peace in the Global Village, Nueva York, McGraw-Hill, 1968, pág. 6 (cf. trad. cast.: Guerra y paz en la aldea global, Barcelona, Planeta-Agostini, 1968; Martínez Roca, 1971). 64 «[...] tanto si no podemos mantener el crecimiento como si no podemos tolerarlo, la larga era de la expansión industrial está entrando ahora en sus fases finales», dice R. Heilbroner en An Inquiry into the Human Prospect, Nueva York, W. W. Norton, 1974, pág. 129 (trad. cast.: El porvenir humano, Madrid, Guadarrama, 1975, pág. 100), tras un detallado análisis de nuestra situación actual. O también: «La edad de la máquina ha terminado ya», afirmaba L. Mumford hace más de cuatro décadas en The Conduct of Life, Nueva York, Harcourt, Brace & World, 1951, pág. 4. Cf. también R. Guardini, Das Ende der Neuzeit; ein Versuch zur Orientierung, Basilea, Hess Verlag, 1950 (trad. cast.: El fin de los tiempos modernos: ensayo de orientación, Buenos Aires, Sur, 1958). O, en palabras de M. Heidegger: «Se piensa con ello en la posibilidad de que la civilización universal, que ahora mismo comienza, supere algún día el [239]
cuño científico-técnico e industrial, única medida para la estancia del hombre en el mundo; que lo supere, por supuesto no a partir de o por sí mismo, sino de la disponibilidad del hombre para una determinación que, se la escuche o no, habla constantemente en el destino aún incierto del hombre. [...] Tal vez hay un pensar más sencillo que el imparable desencadenamiento de la racionalización, y el arrastrar tras de sí de la Cibernética. Es posible que sea sumamente irracional precisamente ese arrastrar. Tal vez hay un pensar fuera de la distinción entre racio-nal e irracional, más sencillo todavía que la técnica científica, más sencillo y, por eso, aparte; sin efectividad y, sin embargo, con una necesidad propia», «Das Ende der Philosophie und die Aufgabe des Denkens», en Zur Sache des Denkens, Tubinga, Niemeyer, 1969 (trad. cast.: «El final de la filosofía y la tarea del pensar», en Tiempo y ser, Madrid, Tecnos, 2000, págs. 81 s, 42). 65 Este ha sido desde hace tiempo el mensaje de R. Buckminster Fuller (Critical Path, Nueva York, St. Martin’s Press, 1981) y de su «World Game» para «hacer que el mundo funcione». El «éxito» físico de la humanidad en el planeta tierra puede muy bien ser hoy técnicamente factible, como Fuller y otros han intentado demostrar, pero su consecución pocas veces ha parecido tan humanamente remota, debido a las intrínsecas limitaciones humanas de las que a continuación se habla. Ahora es más evidente que nunca que una apelación a la sola razón —o, de modo parecido, un recurso a la racionalidad científica en los asuntos humanos— afecta únicamente a una pequeña parte de la compleja realidad humana. 66 Estas frases escritas hace décadas parecen al inicio del nuevo siglo hasta demasiado ligeras y benévolas ante la situación mundial actual. Nos abstenemos de las estadísticas y de los hechos. La «guerra» contra el «terrorismo» destruye la tierra y a los hombres aparte de ser contraproducente. La respuesta no es la reacción tecnológica, sino la espiritual —de una espiritualidad encarnada, como veremos más adelante—. 67 Esta actitud la expresa muy bien F. Schiller en su Die Götter Griechenlands: «Unbewusst der Freuden, die sie schenket, / Nie entzückt von ihrer Herrlichkeit, / Nie gewahr des Geistes, der sie lenket, / Sel’ge nur durch meine Seligkeit, / Fühllos selbst für ihres Künstlers Ehre, / Gleich dem toten Schlag der Pendeluhr, / Dient sie knechtisch dem Gesetz der Schwere, / Die entgötterte Natur» (Sin conciencia de los deleites que brinda / por su propia gloria jamás arrobada, / jamás vista por el genio que la guía, / por mor de mi dicha, dichosa jamás, / fría ante la honra de su propio artista, / semejante al golpe muerto de la péndola, / servil obedece [240]
a la ley de lo grave, / desnuda de dioses, la naturaleza; trad. cast.: Friedrich von Schiller, «Los dioses de Grecia», en Seis poemas filosóficos y cuatro textos sobre la dramaturgia y la tragedia, Valencia, Museu Valencià de la Il·lustració i la Modenitat, 2005, pág. 27). 68 Es difícil expresar toda la fuerza de este pasaje si no lo hacemos teniendo al menos en mente la versión griega de los LXX, o como lo interpreta la Nueva Versión Latina: «Definit numerum stellarum, / singulas nomine vocat. / Magnus Dominus noster et viribus potens, / sapientiae eius non est numerus» (Define el número de estrellas, / y las llama por su nombre. / Grande es el Señor y poderosa es su fuerza, su sabiduría no tiene límite). 69 La versión de los LXX traduce: ἀλλὰ πάντα μέτρω καὶ ἀριθμῷ καὶ σταθμῷ διέταξας (alla panta metrō kai arithmō kai stathmō dietaxas), y la Vulgata: «Sed omnia in mensura, et numero et pondere disposuisti». 70 Basta mencionar a Pitágoras, Ramon Llull, Nicolás de Cusa, Kepler y Leibniz; y a ese grupo estamos tentados de añadir nombres modernos como Husserl, Gödel, Einstein, Russell, Fuller y muchos otros. 71 Cf. también la colección de ensayos editada por L. Scheffczyk, Der Mensch als Bild Gottes, Darmstadt, Wissenschaftliche Buchgesellschaft, 1969, y la monografía de H. Crouzel, Théologie de l’image de Dieu chez Origène, París, Aubier, 1956, que da una idea del lugar central que esta convicción mantiene en la tradición judeocristiana. 72 Otra coincidencia que hay que señalar es que, cuando Heidegger intenta describir la situación contemporánea, habla de «la huida de los dioses, la destrucción de la tierra, la masificación del hombre», en Einführung in die Metaphysik, Tubinga, Niemeyer, 1966, págs. 29 y 34 (trad. cast.: Introducción a la metafísica, Buenos Aires, Nova, 1980, pág. 82). 73 Cf., por ejemplo, la teoría de la incompletitud de Gödel, la teoría de la relatividad de Einstein, el principio de indeterminación de Heisenberg, las múltiples hipótesis referentes al inconsciente de Freud, Jung y otros, el élan vital de Bergson, la Angst de Heidegger, el absurde de Sartre, la creencia en lo sobrenatural de cristianos y otros, etc. 74 Muchas de las teorías mencionadas surgen de la experiencia de que la naturaleza tiene una espontaneidad, un dinamismo, un impulso y un poder superior al hombre e independiente de él. 75 De nuevo, la obra de P. Duhem, Le système du monde, es indispensable para comprender el cambio trascendental que la ciencia moderna ha llevado a cabo en el hombre y la nueva fase que actualmente estamos viviendo. Cf. también A. Koyré, Études newtoniennes, París, Gallimard, 1968; From the Closed World to the Infinite Universe, Nueva [241]
York, Harpers, 1958 (trad. cast.: Del mundo cerrado al universo infinito, Madrid, Siglo XXI, 1982); Études d’histoire de la pensée scientifique, París, Gallimard, 1973 (trad. cast.: Estudios de historia del pensamiento científico, Madrid, Siglo XXI, 1982). 76 «Lo que Bohr señalaba en 1927 era la curiosa comprensión de que, en el campo atómico, la única forma en que el observador —incluido su equipo— puede permanecer sin implicarse es no observando nada en absoluto», G. Holton, «The Roots of Complementary», en Tradition und Gegenwart (Eranos Jahrbuch, 1968) Zúrich, Rhein-Verlag, 1970, pág. 49 (trad. cast.: «Los orígenes de la complementariedad», en G. Holton, Ensayos sobre el pensamiento científico en la época de Einstein, Madrid, Alianza, 1982, cap. 3, págs. 118-163). O también: «[...] no podemos observar los átomos como son en sí mismos, objetivamente, por así decir, pues eso no existe. Solo podemos captarlos en el acto de observación, y podemos decir cosas significativas solo sobre esta relación. Estamos profundamente embridados en esta interacción», W. Heinsenberg, «Rationality in Science and Society», en G. R. Urban y M. Glenny (eds.), Can We survive our Future, op. cit., pág. 83 (trad. cast.: ¿Sobreviviremos a nuestro futuro?, op. cit., 1978). 77 «Es un “malestar de la civilización” que entra a formar parte de nuestro habitual estado de ánimo», dice enfáticamente R. L. Heilbroner en su equilibrado y perspicaz libro, The Human Prospect, Nueva York, W. W. Norton, 1974, pág. 20 (trad. cast.: El porvenir humano, Madrid, Guadarrama, 1975, pág. 14). 78 Cf. las ahora ya clásicas palabras de L. White: «Nuestra ciencia y nuestra tecnología han surgido de las actitudes cristianas de la relación del hombre con la naturaleza, que son casi universalmente mantenidas no solo por cristianos y neocristianos, sino también por aquellos que inocentemente se consideran poscristianos. A pesar de Copérnico, todo el cosmos gira alrededor de nuestro pequeño globo. A pesar de Darwin, no somos, en nuestro corazón, parte del proceso natural. Somos superiores a la naturaleza, la desdeñamos, queremos utilizarla hasta para nuestros caprichos más insignificantes», «The Historical Roots of our Ecological Crisis», en I. G. Barbour (ed.), Western Man and the Environmental Ethics, op cit., págs. 27-28. 79 Cf. como ejemplo de esta «conciencia ecológica», la afirmación: «El medio ambiente es finito y nuestros recursos no renovables son finitos. Cuando las reservas se agoten, tendremos que reciclar lo que hemos usado», W. Murdoch y J. Connell, «All about Ecology», en I. G. Barbour, Western Man and the Environmental Ethics, op. cit., pág. 166. [242]
80 «Tendremos que enfrentarnos, por ejemplo, al hecho de que, sin duda en un par de generaciones, la tierra se habrá convertido en una “nave espacial”, y una nave espacial muy pequeña y atestada de gente, con destino desconocido», K. E. Boulding: «The Prospects of Economic Abundance», en J. D. Roslansky (ed.), The Control of Environment, Ámsterdam, North-Holland, 1967, pág. 52. Cf. también R. Buckminster Fuller, Operating Manual for Spaceship Earth, Carbondale (IL), Southern Illinois University Press, 1969, y B. Ward, Spaceship Earth, Nueva York, Columbia University Press, 1966. 81 ¿Podemos encontrar vestigios de «chauvinismo masculino» en el concepto de terra mater? Cf. las palabras de O. L. Freeman: «Lo que propongo a vuestra consideración [...] es que nosotros, la gente, tengamos más cuidado con el medio ambiente, lo controlemos, si preferís, de forma que genere una más razonable y responsable distribución nacional de empresas productivas y creativas y de utilización de los trabajadores», «Opening Convocation Address», en J. D. Roslansky (ed.), The Control of Environment, op. cit., pág. 5. O también: «Una ética ambiental responsable debe reconocer la finitud del hombre y su lugar en el cosmos. El hombre ha sido seleccionado para ser el guardián de la creación de Dios y para transformar el orden natural de cara al bienestar humano. Pero debe comprender los límites de la transformación técnica. Los efectos secundarios de todas sus acciones deben ser calculados cuidadosamente, y han de tomarse las debidas precauciones para evitar los efectos negativos. Debe además comprender que incluso los aspectos positivos de sus transformaciones técnicas afectan a las distintas personas de manera diferente», N. J. Faramelli, «Ecological Responsibility and Economic Justice», en I. G. Barbour (ed.), Western Man and the Environmental Ethics, op. cit., pág. 200. 82 Cf. las observaciones de R. Dubos: «Afortunadamente, una de las consecuencias más importantes del antropocentrismo ilustrado es que el hombre no puede manipular eficazmente la naturaleza sin amar la naturaleza por ella misma», «A Theology of the Earth», en I. G. Barbour (ed.), op. cit., pág. 53. O también: «¿No podemos comprender ahora la unidad moral de nuestra experiencia humana y hacer de ella la base de un patriotismo respecto al propio mundo?», B. Ward, Spaceship Earth, op. cit., pág. 148. 83 El presupuesto de que el hombre dispone de «soberanía sobre la naturaleza» concedida por Dios persiste con notable vigor incluso cuando renuncia a la postura de «dictador benevolente» implícita en la actitud ecológica hacia la tierra. Ningún ejemplo más apropiado viene inmediatamente a la mente que el del ex presidente Ford en la [243]
inauguración del nuevo National Environmental Research Centre, en Cincinnati, el 3 de julio de 1975. Primero el cambio táctico: «En una época de reconciliación, yo propondría un área de mayor comprensión. Sugeriría una tregua con la naturaleza. Hemos tratado durante mucho tiempo el mundo natural como un adversario más que como un don sustentador de vida concedido por el Todopoderoso. Si el hombre tiene el genio de construir, debe tener también la capacidad y responsabilidad de conservar». Pero luego, la trampa: «Persigo el objetivo de un aire limpio y un agua pura, pero debo también perseguir el objetivo del máximo empleo y un progreso económico continuado. El desempleo es una plaga tan real y dolorosa como la contaminación que amenaza a esta nación» (recogido por UPI, Washington Bureau). 84 Como dice W. I. Thompson en Passages about Earth. An Exploration of the New Planetary Culture, Nueva York, Harper & Row, 1973-1874, pág. 81: «Si verdaderamente deseamos lograr una transformación planetaria de la cultura humana, debemos ir más allá de las conspiraciones autoritarias de H. G. Wells y W. W. Wager y del elitismo tecnocrático del Club de Roma, para tomar consciencia de las mitologías cósmicas que todavía viven el planeta». 85 Cf., como dos ejemplos de esta «dualidad», las palabras de Ecology Action East, «The Power to destroy, the Power to create», en I. G. Barbour (ed.), Western Man and the Environmental Ethics, op. cit., pág. 252: «Hoy, si es que debemos sobrevivir, debemos empezar a vivir. Nuestras soluciones deben ser proporcionadas al alcance del problema, si no, la naturaleza se vengará de manera espantosa de la humanidad»; y R. Dubos, «A Theology of the Earth», ibid., págs. 43-44: «La expresión “teología de la tierra” me la sugieren los informes de los astronautas del Apolo que referían lo que habían visto desde su cápsula espacial, haciéndome descubrir que la tierra es un organismo vivo [...]. Por eso, la expresión “teología de la tierra” denota para mí la comprensión científica de las relaciones sagradas que unen a la humanidad con todos los atributos físicos y vivos de la tierra». 86 De manera que no ha de sorprender, por ejemplo, que Stewart Brand y el personal de The Whole Earth Catalogue/CoEvolution Quarterly se hayan encargado de realizar el catálogo definitivo de los programas de ordenador. 87 Cf. el sincero y revelador testimonio de Heisenberg: «Recuerdo una conversación con Enrico Fermi después de la guerra, poco tiempo antes de que se experimentara la primera bomba de hidrógeno en el Pacífico. Discutíamos sobre este proyecto, y yo sugerí que en esa ocasión deberíamos habernos abstenido de hacer la prueba, habida cuenta de las [244]
consecuencias biológicas y políticas. Fermi replicó: “Pero es un experimento tan hermoso” [...]», W. Heisenberg, «The Great Tradition. End of an Epoch?», en Encounter 44, 3 (marzo, 1975), pág. 54. Y, a pesar del famoso caso Oppenheimer de 1954, esta actitud parece prevalecer actualmente, haciendo que las palabras que J. R. Oppenheimer escribió en 1947 resulten aún más conmovedoras: «A pesar de la visión y de la previsora sabiduría de nuestros jefes de Estado en tiempo de guerra, los físicos sintieron una responsabilidad particularmente profunda por sugerir, respaldar y, en definitiva y en gran medida, conseguir realizar armas atómicas. Tampoco podemos olvidar que estas armas, tal como de hecho fueron utilizadas, hicieron más despiadadamente dramática la inhumanidad y la perversidad de la guerra moderna. En cierto sentido, brutal en todo caso, que ni la vulgaridad ni el humorismo ni la exageración pueden extinguir, los físicos han conocido el pecado; y este es un conocimiento que no pueden olvidar», J. R. Oppenheimer, «Physics and the Contemporary World», en The Open Mind, Nueva York, Simon & Schuster, 1955, pág. 88. 88 Cf. la declaración: «El tiempo del estudio y del aislamiento ha pasado. Debemos equilibrar nuestra actividad mental y nuestras meditaciones con una exteriorización a ras de tierra, anclándonos en las visiones de la New Age», que expresa la filosofía que guía a la comunidad de Findhorn, en W. I. Thompson, Passages about Earth, op. cit., pág. 163. 89 Como expresión de esta actitud, cf. W. Berry, que parafrasea a J. S. Collis (The Triumph of the Tree, Londres, Cape, 1950): «Comprenderemos que no vivimos sobre la tierra, sino con la tierra y dentro de su vida. Comprenderemos que la tierra no está muerta, como el concepto de propiedad, sino tan intensa y completamente viva como un hombre o una mujer, y que existe una delicada interdependencia entre su vida y la nuestra», «A Secular Pilgrimage», en I. G. Barbour (ed.), Western Man and the Environmental Ethics, op. cit., pág. 138. 90 Cf. R. Panikkar, Ecosofía. Para una espiritualidad de la tierra, Madrid, San Pablo, 1994. 91 Henryk Skolimowski introdujo el término «ecofilosofia» en este sentido. Cf. su Éco-philosophie et éco-théologie: pour une philosophie et une théologie de l’ère écologique, Ginebra, Jouvence, 1992. 92 Cf. R. Panikkar, «Nuova società per nuovo millennio», en Settimanale Culturale di Conquiste del Lavoro 53, 3-6 (Roma, 2000), págs.130-131. 93 R. Panikkar, La nueva inocencia, Estella, Verbo Divino, 1993, [245]
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1999 (ed. corregida y ampliada; también en Mística, plenitud de vida (Obras completas, vol. I.1, Barcelona, Herder, 2015, págs. 61-74). 94 La espiritualidad del «punto omega» de P. Teilhard de Chardin (El fenómeno humano, Madrid, Taurus, 1967, págs. 311-329, y El medio divino, Madrid, Taurus, 1981) y la teoría de Dios como «Futuro absoluto» de Karl Rahner (Escritos de teología, vol. VI, Madrid, Taurus, 1969, págs. 76-86) son ya ejemplos típicos del gran ideal de Marx y Engels en el Manifiesto comunista (II, final), que proclama: «Y a la vieja sociedad, con sus clases y sus antagonismos de clase, la sustituirá una asociación en que el libre desarrollo de cada uno condicione el libre desarrollo de todos», El manifiesto comunista, Madrid, Ayuso, 1974, pág. 96. 95 «Hay que afrontar la situación real de la humanidad con toda su crudeza. Para la actual generación, para los millones de seres humanos de Asia y África de 1975, no hay esperanza ni solución en el orden de la temporalidad», R. Panikkar, «El presente tempiterno», en A. Vargas Machuca (ed.), Teología y mundo contemporáneo. Homenaje a K. Rahner, Madrid, Cristiandad, 1975, pág. 136. 96 Frases como la siguiente son hoy lugares comunes: «Nada fuera de esta transformación impedirá que la raza humana se hunda todavía más en la barbarie», L. Mumford, The Conduct of Life, Nueva York, Harcourt, Brace & World, 1951, pág. 4. «Esta se considera ahora una edad irreligosa. Pero quizá solo significa que la mente está cambiando de un estado a otro. La próxima etapa no es la creencia en muchos Dioses. No es la creencia en un Dios. No es una creencia, no es una concepción del intelecto. Es una extensión de la consciencia de forma que podamos sentir a Dios, o, si se prefiere, es una experiencia de armonía, de penetración de lo Divino, que nos vinculará de nuevo con el animismo, la experiencia de la unidad perdida al irrumpir la autoconsciencia. Esto expiará nuestro pecado (que significa separación); será nuestra unificación», J. S. Collis, en W. Berry, «A Secular Pilgrimage» (1973), en J. G. Barbour (ed.), Western Man and Environmental Ethics, op. cit., págs. 138-139; «Sí, necesitamos un cambio, pero un cambio tan fundamental y transcendental que incluso los conceptos de revolución y libertad deben expandirse más allá de todos los horizontes anteriores», Ecology Action East, «The Power to Destroy, the Power to Create», ibid., pág. 248. 97 Aquí es donde veo la importancia de movimientos como el Centre Lebret de París, con sus reflexiones sobre Foi et développement (que es también el nombre de su revista mensual). 98 Esto ha sido visto con claridad, en la cuestión vital del desarrollo, por D. Goulet (en su The Cruel Choice: A New Concept in the [246]
Theory of Development, Nueva York, Atheneum, 1971): «Aunque los males de las actuales formas de desarrollo sean considerables, no debe suponerse que el subdesarrollo es una bendición. Al contrario, es porque el subdesarrollo es una mala situación por lo que las sociedades son propensas a escoger modelos imperfectos de desarrollo. Cuando el hambre, la enfermedad y la ignorancia pueden eliminarse, es moralmente malo perpetuarlas. Y no existe ninguna justificación para preservar los viejos valores si estos apuntalan los privilegios sociales, la explotación, la superstición y el escapismo. Además, el horizonte cognoscitivo de los hombres no debe limitarse a la tradición sobre la base de que los nuevos conocimientos son presagio de desgracias» (pág. 249), aunque el autor no minimiza las dificultades de la tarea: «La cuestión importante, en definitiva, es esta: la posibilidad de diversidad cultural debe ser salvaguardada por políticas bien meditadas. Cuestiones que causan perplejidad afloran cuando debe decidirse qué peculiaridades culturales deben ser permitidas y qué otras eliminadas, si estas interfieren en el desarrollo» (págs. 269-270). Cf. también D. Goulet, A New Moral Order: Studies in Development Ethics and Liberation Theology, Maryknoll (NY), Orbis, 1974. 99 Esta es una idea tradicional en el judaísmo y en el cristianismo, aunque principalmente defendida en ambientes místicos y gnósticos. Ha sido resucitada por autores contemporáneos como R. C. Zaehner (The Convergent Spirit, Londres, Routledge & Kegan Paul, 1963), que afirma que el pecado original señala «la emergencia del hombre a la plena consciencia» (pág. 61). Cf. también P. Ricœur «La simbólica del mal», en Finitud y culpabilidad, Madrid, Taurus, 1969, pág. 562: «Por lo visto, el yahvista [autor del Génesis] quiso borrar todos los rasgos de inteligencia y discernimiento vinculados al estado de inocencia, atribuyendo las aptitudes culturales del hombre a su estado posterior a la caída. Este autor quiere presentar al hombre de la creación como una especie de hombreinfantil, inocente en toda la extensión de la palabra: este hombre-niño no tenía más que extender la mano para coger los frutos espontáneos del huerto maravilloso, y solo despertó sexualmente a raíz de la caída y de la vergüenza consiguiente. Según este relato, la inteligencia, el trabajo y la sexualidad serían frutos del mal». 100 Cf. mi capítulo «Reflexiones sobre las religiones monoteístas y politeístas», en R. Panikkar, Los dioses y el Señor, Buenos Aires, Columba, 1967, págs. 37-44. 101 Para la consideración de la diferencia simbólica en términos litúrgicos, cf. R. Panikkar, Culto y secularización, Madrid, Marova, 1979, cap.1; también en Mito, simbolo y rito (Obras completas, vol. IX.1, [247]
Barcelona, Herder [en preparación]). 102 Cf. como simple ejemplo de la capacidad de penetración de esa actitud la siguiente declaración, escrita en 1951, por un hombre de acción como Dag Hammarskjöld: «De repente: el paraíso del que estamos excluidos por nuestro saber...». Conocimiento reflexivo, sería mi amistosa enmienda. Pero algunos párrafos después, cuando supongo que el autor no establece ninguna relación consciente con la primera frase, escribe: «Una humildad que jamás compara, que no rechaza lo que es demasiado “diferente” o “más”», Markings, Nueva York, Knopf, 1964, pág. 71 (trad. cast.: Marcas en el camino, Barcelona, Seix Barral, 1965; Madrid, Trotta, 2009, pág. 67). 103 ¿No es este el significado de «quien no recibe como un niño el reino de Dios no entrará en él» (Mc 10,15)? ¿Y no es esta la nueva inocencia que comprende el significado de «Bienaventurados los pobres en espíritu» (Mt 5,3)? Podríamos citar numerosas fuentes budistas y cristianas. Cf. al azar: «Madurez: también una nueva inconsciencia; la que llegas a alcanzar cuando te has vuelto totalmente indiferente a ti mismo en una completa aquiescencia al destino», D. Hammarskjöld, Markings, op. cit., pág. 90 (trad. cast., pág. 83). 104 Cf. un texto que se remonta a más de dos milenios, de Metafísica, XII, 9, de Aristóteles: «el Filósofo intenta mostrar que Dios no entiende otra cosa sino a sí mismo en cuanto lo entendido es la perfección del que entiende y de eso que es el entender...», Tomás de Aquino, In Metaphysicorum xii, lec. 11, n. 2614. O bien: «Dios conoce todas las cosas conociéndose a sí mismo, en cuanto su ser es el principio universal y originario de todo ser, y su conocimiento es la raíz universal de todo conocimiento...», Tomás de Aquino, De substantiis separatis, 14, comentando el mismo texto de Aristóteles. 105 Cf. las especulaciones metafísicas del νόησις νοήσεως (noēsis noēseōs), de Aristóteles, el svayamprakās.a («luminoso por sí mismo») de los vedantistas y la teología de la luz de la escolástica cristiana. 106 Es hermoso decir y escribir: «Ser sabio y no saberlo es alta perfección; no ser sabio y tenerse por tal es vicio» (Daodejing, LXXI; trad. cast.: «El sabio se ignora», en Lat-Tsé (Laozi), Tao Te Ching, Madrid, Tecnos, 22013, pág.169). Pero, lo mismo que la conocida parábola del publicano y el fariseo y otros textos similares, esas afirmaciones pueden hacerse solo una vez. Una vez hechas, ni el que las oye ni el que las lee puede utilizarlas, si no es abandonándose a una experiencia de otra naturaleza. 107 «¿Qué es, pues, el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé», Confessiones, [248]
XI, 14 (trad. cast.:Las confesiones, en Obras de san Agustín, vol. II, Madrid, BAC, 2005, pág. 478). 108 L. Lévy-Brühl, Las funciones mentales en las sociedades inferiores, Buenos Aires, Lautaro, 1947. 109 C. G. Jung, «European Commentary to the Secret of the Golden Flower», en R. Wilhelm, The Secret of the Golden Flower, Nueva York, Harcourt, Brace, 1935, pág. 122 (trad. cast.: G. Jung y R. Wilhelm, El secreto de la flor de oro. Un libro de vida chino, Barcelona, Paidós, 2 1961 [2010], pág. 60). 110 Ibid., pág. 123 (trad. cast., pág. 61). 111 Cf. R. Panikkar, Paz e interculturalidad. Una reflexión filosófica, Barcelona, Herder, 2007; también en Pluralismo e interculturalidad (Obras completas, vol. VI.1, Barcelona, Herder [en preparación]); y en Paz y desarme cultural, Santander, Sal Terrae, 1993 (Madrid, Espasa-Calpe, 2002).
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III LA EXPERIENCIA COSMOTEÁNDRICA La llamada sensibilidad ecológica es únicamente un apéndice al segundo período, y los tres momentos kairológicos reales son: a) el momento primordial o ecuménico, es decir, la consciencia llamada pre-reflexiva en la que la naturaleza, el hombre y lo divino aparecen en una mezcolanza, que no siente la necesidad de descifrar las distinciones; b) el momento humanista o económico, es decir, la actitud histórica en la que el proceso discriminante de individualización pasa de la macroesfera a la microesfera; c) el momento inocente o cosmoteándrico, que quisiera mantener las distinciones del segundo momento sin perder la unidad del primero. Nos centraremos ahora en la descripción de esta experiencia holística, más que en sus divisiones.1 Al describir esta intuición, la expresión teantropocósmica podría parecer más exacta, ya que ἄνθρωπος (anthrōpos) se refiere al hombre como ser humano, esto es, como diferente a los Dioses, mientras que ἀνἠρ (anēr) tiende a connotar lo masculino. Sin embargo, esto no siempre ha sido así.2 Por otra parte, la palabra «teándrico» tiene una historia venerable en el pensamiento occidental y siempre ha significado la unión de lo humano y lo divino sin confusión. Además, el término «cosmoteándrico» es más eufónico que «teantropocósmico».3 Para reducir mi presentación a lo puramente esencial: a) explicaré las bases de esta intuición, b) formularé la idea, c) consideraré algunas objeciones posibles, y finalmente d) describiré brevemente cómo esta intuición ve la realidad. a) ALGUNOS PRESUPUESTOS La visión cosmoteándrica podría ser considerada la forma original y primordial de la consciencia. En realidad, ha alboreado desde los comienzos de la consciencia humana como visión indivisa de la totalidad; pero en su primordialidad es todavía una visión inocente e indiscriminada, que queda rápidamente ofuscada por descubrimientos regionales más brillantes, tanto físicos como metafísicos. No sorprende, por tanto, encontrar al hombre casi intoxicado por sus progresivos descubrimientos de la generosa realidad de los mundos que están encima, en torno o en su interior. Las olas son verdaderamente fascinantes, las corrientes submarinas y la fauna marina sin duda merecen nuestro atento estudio, pero ahora es necesario dirigir nuestra atención también al océano entero.4 [250]
Parece que imaginar toda la realidad en términos de tres mundos es una constante de la cultura humana, independientemente de que esta visión se exprese espacial, temporal, cosmológica o metafísicamente.5 Un texto sagrado, entre otros muchos, dice: «Se reveló como triple».6 Existe un mundo de los Dioses, otro de los hombres y un tercero de aquellos que han pasado por el tamiz del tiempo; el Cielo, la Tierra y el Mundo de los muertos; el firmamento, la tierra y el mundo intermedio; el pasado, el presente y el futuro; lo espiritual, lo psíquico y lo corpóreo, etc. La clásica división antropológica tripartita del hombre como cuerpo, alma y espíritu podría ser comprendida como otra formulación de la misma intuición, a condición de que no la interpretemos de manera puramente individualista para entender «mi» cuerpo, «mi» alma y «mi» espíritu. En realidad, ninguna de estas tres dimensiones está individualizada o particularizada. Cuerpo, alma y espíritu son más bien los denominadores comunes de todo ser real, si este último no se separa de sus conexiones vitales con la realidad en su conjunto.7 El dogma cristiano del Cuerpo Místico afirma precisamente esto: cada uno de nosotros es una parte integrante de una unidad superior y más real, el Christus totus.8 La frase del Evangelio «[...] conmigo lo hicisteis»,9 podría ser la formulación de esta solidaridad universal y, sobre todo, humana. La visión de la realidad como un único cuerpo es casi universal: el mundo como cuerpo de Dios en algunas espiritualidades del Sur de la India, el buddhakāya (cuerpo del Buddha) propio del buddhismo, junto al dharmakāya (cuerpo del dharma) y también el karma como solidaridad universal solo son algunos ejemplos. La misma palabra «solidaridad», recordemos, tiene el origen en solidus, cuerpo sólido. Comoquiera que sea, leer nuestras categorías más modernas en la construcción tradicional de tres planos sería una interpretación injustificable y catacrónica, que llevaría a un error metodológico, exactamente al error contrario de la exégesis anacrónica. Si esta última juzga el presente con categorías de comprensión obsoletas, la primera juzga el pasado con modelos de inteligibilidad actuales, pero igualmente inapropiados. Sostengo, no obstante, que esta visión es la que hemos tenido siempre y que siempre ha sido función del sabio recordar a sus contemporáneos la totalidad, y así salvarlos del error de intuiciones esclarecedoras pero parciales. En todo caso, podríamos preguntarnos si la humanidad habría alcanzado nunca su capacidad de análisis y discriminación sin la perspectiva unilateral, incluida la exageración ocasionada por los descubrimientos regionales. O felix culpa!10 Hoy, sin embargo, esta visión de conjunto parece ser la esperanza [251]
viva de un número cada vez mayor de personas y el objetivo explícito de la consciencia humana. El hombre, que nunca ha quedado contento con verdades parciales, sospecha ahora que muchas convicciones tradicionales pueden ser, efectivamente, solo parciales. El hombre ha buscado siempre la realidad última (entera, total), y ahora sospecha que si intenta ir más allá de todo puede muy bien suceder que esté dejando atrás la misma realidad.11 El hombre no se siente satisfecho alcanzando las cumbres si desde ellas no puede ver también los valles. Lo que importa es la realidad entera, la materia y el espíritu, el bien y el mal, la ciencia y también el misticismo, el alma tanto como el cuerpo. No se trata de recuperar la inocencia que tuvimos que perder para llegar a ser lo que somos, sino de conquistar otra nueva. En cada nivel y período de la consciencia humana, ha existido siempre la tentación de reducir lo real, de encontrar atajos para la síntesis, eliminando aquellas partes de la realidad que son difíciles de asimilar o manejar. Muy pronto en la historia se le privó a Dios del cuerpo y, después, de toda la materia, para que fuera únicamente espíritu. Por la misma razón —para suprimir las imperfecciones del Perfecto— se le hizo inmutable e inmóvil. Algo similar sucedió con el hombre. Obsesionado por la necesidad de preservar su «dignidad», primero se despojó a sí mismo de su animalidad, luego de su cuerpo y de sus sentidos, y a continuación de sus sentimientos, para convertirse en una res cogitans, una máquina que piensa. A pesar de la optimista doctrina iranio-cristiana de la resurrección de la carne, la perfección del hombre se fue «espiritualizando» hasta provocar una comprensible reacción opuesta. Sin duda, es mejor entrar en el reino tullido o mutilado que ser arrojado fuera del todo (cf. Mc 9,42-48), pero esta solución drástica no debe ser una regla general. Al contrario, «a todo el que tiene, se le dará y tendrá de sobra...» (cf. Mt 25,14-30). O también, la verdad es que nadie puede servir a dos señores (cf. Mt 6,24), pero es igualmente cierto que, en última instancia, solo hay un amo, una totalidad, una realidad, de manera que ninguna parte de lo real puede o debe ser aniquilada o ignorada en favor de otra parte. El reduccionismo espiritual es tan deletéreo como el material. Nuestra tarea es ahora superar el reduccionismo más inminente, que limitaría la realidad a uno solo de sus elementos constitutivos. Y esto solo puede hacerse si superamos nuestra perspectiva antropocéntrica y avanzamos hacia la búsqueda de la nueva inocencia —que no fragmenta la realidad—. Esta búsqueda es uno de los presupuestos de la visión cosmoteándrica. Anteriormente mencionábamos la relatividad radical de toda la realidad y la diferenciábamos del relativismo agnóstico que [252]
eliminaría toda certeza y suprimiría toda diferencia. Es la relatividad radical que permanece en el fondo de la consciencia cosmoteándrica: no podemos cortar la comunicación entre las esferas de lo real. Además, esta comunicación no puede ser solo un lazo moral o un vago conocimiento de que las cosas están relacionadas. En términos aristotélicos, las relaciones deben ser tan reales como los elementos que están en relación. En otras palabras, el estatus ontológico de la consciencia que une las diferentes esferas de la existencia debe tener al menos la misma consistencia que las esferas que une. De manera que o el universo está hecho de relaciones tan fuertes (y tan reales) como las cosas relacionadas o estas se disuelven en un universo caótico, desintegrador y solipsista. Y hay aún más, como dice el advaita: las relaciones son la verdadera realidad; los polos son en cuanto son polos de la realidad: un polo solo no existe; es una abstracción. La visión cosmoteándrica asume también la experiencia de los aspectos no-individualistas del conocimiento y, en definitiva, del sujeto supraindividualista del conocimiento. Conocemos, disfrutamos conociendo, pero no somos los propietarios privados de «nuestro» conocimiento. Mi conocimiento es conocimiento real solo en la medida en que está en mí, pero no es mío. El conocimiento no es solo comunión con el objeto, sino también comunión entre sujetos. Podemos comunicar conocimientos porque estos van más allá de lo individual y no nos pertenecen como propiedad privada. Nuestra hipótesis fundamental, por tanto, es la armonía última de la realidad: todo está relacionado. A pesar de las esferas del ser, de los grados del saber, de las variaciones ontológicas y de las jerarquías ónticas, una visión completa de la realidad no puede pasar por alto ninguno de sus aspectos ni sacrificar alguna parte «inferior» a favor de una «superior». Ninguna separación entre «apariencia y realidad», vyavahārika y paramārthika, ens a se y ens ab alio, «el camino del sabio y el camino del necio», «materia y espíritu», «creador y criatura», «noúmeno y fenómeno», «ilusión y realidad»... puede impedirnos ver que la otra cara de la moneda, por así decir, aun no siendo lo verdadero, lo último, lo existente u otra cosa, tiene todavía su propio grado particular de realidad en la medida en que se manifiesta y se puede hablar de ella. O, como afirma coherentemente la escolástica vedántica: brahman es el sujeto último de avidyā (ignorancia). Ver la serpiente (de la famosa parábola india) en lugar de la cuerda puede ser (es) una ilusión, pero la serpiente es real como serpiente, aunque sea únicamente real en la imaginación. Vidyā (sabiduría) no consiste en reconocer este mundo como no real, sino en descubrirlo como mera apariencia, māyā, el velo de lo [253]
real.12 Intentaré formular la misma idea desde un ángulo diferente. Una ojeada a la historia de la consciencia nos la muestra oscilando entre una exagerada unidad, que engulle toda variedad, y un atomismo igualmente extremo (aunque encubierto en términos dualistas), que hace imposible cualquier inteligibilidad última y rompe la paz y la armonía en la mediación. Los grandes maestros (y quizá también la gente sencilla) mantuvieron una visión equilibrada, pero los epígonos se van a los extremos. La experiencia cosmoteándrica quiere recuperar, en otra vuelta de la espiral, la vía media positiva (y no puramente dialéctica) entre la paranoia del monismo y la esquizofrenia del dualismo. Esto es todo lo que quisiera exponer. b) FORMULACIÓN DE LA HIPÓTESIS Las ortodoxias y los tradicionalismos de todo tipo han criticado duramente, durante más de un siglo, la modernidad.13 Nos han dicho que el hombre, alejado del cosmos y separado de Dios, no puede sobrevivir.14 La intuición cosmoteándrica es, en este sentido, tradicional y contemporánea, en cuanto no solo busca recuperar las raíces del hombre, sino que va más lejos. En primer lugar, no se queda en el hombre, sino que penetra en las mismas fuentes de la «creación». Quiere restablecer la tradición no solo hasta la «era metafísica», sino también adentrarse en un tiempo mucho más remoto, «antes de que el mundo fuera formado», cuando la sabiduría jugaba con los hijos de los hombres y se deleitaba en su compañía (cf. Prov 8,31). En segundo lugar, sin ignorar un cierto orden jerárquico, esta visión no presume poder situar el centro en Dios (tarea imposible en cualquier caso, toda vez que el hombre es consciente de que quien hace esto es él), sino que permite a las tres dimensiones establecer el equilibrio en la libre interacción entre ellas. En tercer lugar, no congela la tradición como si fuera inmutable, sino que la continúa y la perfecciona. Trataré de explicarme. El principio cosmoteándrico podría formularse diciendo que lo divino, lo humano y lo terreno son las tres dimensiones irreducibles que constituyen lo real, es decir, toda realidad en cuanto real. No niega que la capacidad de abstracción de nuestra mente, para objetivos particulares y limitados, pueda considerar partes de la realidad como independientes; no niega la complejidad de lo real y sus múltiples grados. Este principio nos recuerda que las partes son partes y que estas no están yuxtapuestas accidentalmente, sino esencialmente relacionadas con el todo. En otras palabras, las partes son parti-cipaciones reales y deben ser comprendidas no según un modelo meramente espacial, como los libros son parte de una biblioteca, o el carburador y el engranaje del diferencial son partes de un automóvil, sino más bien según una unidad orgánica, igual como cuerpo y [254]
alma, o mente y voluntad pertenecen al ser humano: las vivimos como partes porque no son el todo, pero no son partes que puedan ser «apartadas» del todo sin dejar de ser lo que son. Un alma sin cuerpo es una pura entelequia; un cuerpo sin alma es un cadáver; una voluntad sin razón es una mera abstracción; y una razón sin voluntad, una construcción artificial de la mente, etc. Son dimensiones constitutivas del todo, que llena todo lo que es —como los miembros de un cuerpo vivo—. Lo que esta intuición pone en evidencia es que las tres dimensiones de la realidad no son ni tres modos de una realidad monolítica indiferenciada ni tres elementos de un sistema plural. Hay más bien una relación intrínsecamente triple, que expresa la constitución última de la realidad. Todo lo que existe, cualquier ser real, presenta esta constitución una y trina expresada en las tres dimensiones. No estoy diciendo solamente que todo está directa o indirectamente relacionado con todo lo demás: la relatividad radical o pratītyasamutpāda de la tradición buddhista. Subrayo también que esta relación no es solo constitutiva del todo, sino que brilla, siempre nueva y vital, en cada destello de lo real. Ninguna palabra puede ser comprendida aisladamente. Todas las palabras son relacionales. No sabríamos dar sentido a Dios sin las criaturas. La bondad implica el mal. La tierra tiene necesidad del agua, del sol o de un espacio vacío. El tiempo necesita espacio y viceversa. El tiempo manifiesta eternidad. Todas estas relaciones se han interpretado con mucha frecuencia de manera dialéctica, principalmente porque se ven como relaciones binarias. La visión cosmoteándrica supera la dialéctica porque descubre la estructura trinitaria de cada cosa —y la tercera dimensión, lo divino, no es una «tercera» oposición, sino precisamente el mysterium coniunctionis—. La verdad no es simplemente lo opuesto al error, como si solo existieran estos dos extremos. Un continuum va del uno al otro. Todas las cosas son, por así decir, andróginas y ambivalentes, debido a que son en realidad trinitarias. Las relaciones que llenan el universo penetran los lugares más íntimos de todo ser. La intuición cosmoteándrica no es una división tripartita de los seres, sino una visión del triple núcleo de todo lo que es y en cuanto es. Describiremos ahora brevemente estas tres dimensiones. α) Todo ser tiene una dimensión abisal, sea trascendente o sea inmanente. Todo ser lo transciende todo —incluido, y quizá más precisamente, su propio «sí mismo», que, en verdad, no tiene límites—. Es, además, infinitamente inmanente, es decir, inagotable e insondable. Y esto es así no porque el carácter limitado de nuestro intelecto no puede penetrar más a fondo, sino porque esta profundidad pertenece a todo ser en cuanto tal. Poner límites al Ser (en cuanto Ser) es destruirlo. Aislar [255]
realmente a un ser (si esto fuera posible) equivaldría a asfixiarlo, matarlo, cortarle el cordón umbilical que lo une al Ser. De acuerdo con la mayor parte de las tradiciones humanas, llamo divina a esta dimensión, pero esto no supone que no pueda utilizarse otra palabra. La percepción fundamental, aquí, es la infinita inagotabilidad de todo ser real, su carácter siempre abierto, su misterio, su libertad, por decirlo con otros términos. En todos los seres reales alienta un soplo de realidad, un prān.a (soplo vital), como si dijéramos, que impregna cada fibra de ese ser y lo hace real, no solo por el hecho de ponerlo en relación con toda la realidad, sino también por mantenerlo suspendido sobre un abismo insondable que hace posible el crecimiento, la vida y la libertad. Todo lo que es, es en cuanto participa en el misterio del Ser y/o de la Nada, como algunos preferirán quizá decir.15 Esta dimensión divina no es una superestructura superpuesta a los seres, ni un fundamento meramente extrínseco a ellos, sino el principio constitutivo de todas las cosas, comparable al acto tomista de existir que confiere existencia a los seres sin que sea, hablando con propiedad, un ingrediente del «ser».16 Esto significa que Dios no entra en la composición formal de un ser porque, en esta terminología, Dios no es un principio formal (causa formalis), ningún ser real es reducible a su forma.17 Todo lo que hay es sat (ser). Si no fuera por esta dimensión, ningún cambio sería, en definitiva, posible, pues no habría «espacio» para él. O, de otro modo, si no fuera por esta dimensión, todo cambio particular equivaldría a una transmutación total del ser cambiante, de manera que nada cambiaría realmente, porque no habría continuidad alguna. Es comprensible que algunos sistemas prefieran llamar a esta dimensión la nada, el vacío, la vacuidad que hace posible todo lo demás. Si no fuera por esta dimensión, cualquier cambio llevaría consigo una alienación total, pues ningún ser sería lo bastante flexible para permitir tanto la variación como la continuidad. En definitiva, todo ser es un misterio y tiene una dimensión de infinitud y, por tanto, de libertad, que le confiere una dignidad única. β) Todo ser real, además, entra en el campo de la consciencia; es pensable y, por este mismo hecho, está vinculado a la consciencia humana. Pero, una vez más, no es momento ahora de polemizar con palabras o sobre palabras. No podemos hablar, pensar o afirmar nada (positiva o negativamente) que no esté conectado con nuestra consciencia. El mismo acto de afirmar o negar algo establece una conexión, si es que no existía ya una. Podemos hablar sobre un hipotético cuerpo astronómico de constitución química desconocida que orbita en torno a un cierto sol desconocido. Pero esta frase solo tiene sentido en la medida en que habla [256]
desde unos parámetros conocidos, proyectados sobre una hipótesis igualmente cognoscible. En otras palabras, las aguas de la consciencia humana bañan todas las orillas de lo real (aun cuando el hombre no pueda penetrar el pelagus ignotus de lo más hondo) y por este mismo hecho, el ser del hombre entra en relación con toda la realidad. El campo entero de la realidad vive humanizado en él. El carácter transparente de la consciencia pertenece no solo al hombre que conoce, sino también al objeto conocido. Podríamos llamar a esto una dimensión de la consciencia, pero también podemos llamarlo dimensión humana, pues trátese de la consciencia que sea, esta se manifiesta en y a través del hombre. Incluso si defendemos la posibilidad de una consciencia totalmente independiente del hombre, esta misma afirmación —hecha por cualquier ser humano— contradiría ya esa independencia total. Esto no significa que todo pueda ser reducido a consciencia o que la consciencia lo sea todo. La intuición cosmoteándrica declara precisamente que las tres dimensiones constitutivas de lo real no son reducibles unas a otras; por tanto, el mundo material y el aspecto divino son irreducibles a la sola consciencia. Y sin embargo ambos están impregnados de consciencia, y en un cierto sentido son co-extensivos con ella. Como solían decir los Padres de la Iglesia en sus comentarios al libro del Éxodo,18 solo podemos ver la espalda de Dios cuando ya ha pasado; podemos descubrir las «huellas» de Dios, pero no podemos ver a Dios cara a cara. O como a menudo han observado los filósofos: la materia es materia porque es opaca a la mente. Así también, un ente individual en cuanto individual no es cognoscible, porque no lo podemos comparar con nada; el cosmos es cosmos porque no es hombre o Espíritu, etc. Esta dimensión humana de la realidad no significa que una entidad particular, de la que el hombre no es consciente, o no lo es todavía, no existe o no es real. No quiere decir, por ejemplo, que Plutón no existía antes de 1930, sino que Plutón era y es real en cuanto entra en relación con la consciencia humana. Es real como planeta desde 1930, era real como probable planeta desde comienzos de este siglo, y como planeta posible desde hace al menos dos milenios. Era real como posible cuerpo celeste desde que el hombre descubrió la posibilidad de los cuerpos celestes, y era real como cuerpo o como ser en cuanto cuerpo y ser han sido siempre objetos de conocimiento. Incluso un discurso hipotético sobre Plutón como un no-ser lo relaciona con la consciencia humana, precisamente por esa misma opacidad óntica. Viene ahora la pregunta natural e inevitable: ¿existía Plutón como cuerpo celeste antes de que los seres humanos existieran sobre la tierra? Nadie niega que podemos, aún más, debemos, pensar que Plutón existía, [257]
como todos los demás planetas, mucho antes de que la vida humana fuera posible sobre la tierra. En otras palabras, Plutón es concebible como un cuerpo astronómico, cuya existencia es independiente de la consciencia humana. Pero su posibilidad de ser pensado ya lo relaciona (aunque no necesariamente de manera causal) con la consciencia humana. Todo esto no significa, obviamente, que Plutón (o cualquier otro ser) deba ser conocido o pensable por todo ser humano consciente. Significa simplemente que pensabilidad y cognoscibilidad en cuanto tal son características de todo lo que es. Formulándolo polémicamente: ciertamente esse est percipi (el ser es perceptibilidad), como quería Hume, pero ser implica corporeidad, como dice nuestra hipótesis. La realidad, no obstante, es «más» que ser y el ser mismo más que perceptibilidad. Como resultado de los experimentos de Piaget y de otros, podemos aceptar que un niño en su período «preconceptual» no se dé cuenta de que hay un reloj oculto bajo un pañuelo que lo esconde,19 y mucho menos que se sienta inducido a explorar esta posibilidad levantando la tela; pero pronto aprenderá que el reloj está allí cuando alguien, o él mismo, levante el pañuelo. Y esto equivaldrá a un gran descubrimiento. Yo sospecho que el adulto todavía está profundamente afectado por ese descubrimiento y hace las mismas suposiciones inconscientes cuando se enfrenta a una consciencia fundamentalmente nueva. Presumimos que Plutón estaba allá arriba también antes de que levantáramos el pañuelo de la distancia opaca por medio del telescopio, como si la consciencia fuera lo mismo que el conocimiento sensorial. No afirmo que Plutón no estuviera allí antes de su «descubrimiento»; estoy diciendo que el problema no se surge antes de convertirse en un problema significativo. Así como en la primera dimensión no afirmo que todo ser es divino, tampoco afirmo ahora que todo ser sea consciente, tanto si consideramos ese ser particular como sustancia divina, en el primer caso, como si lo consideramos como sujeto de la consciencia, en el segundo. Todo depende de qué entendemos por ser: el ente como la propiedad privada que solo ese ser «posee» (excluyendo a todos los demás), o eso que lo hace único (su unicidad inclusiva): su diferenciación (de los otros) o su identidad (consigo mismo). En otros términos, todo es cuestión de si usamos el principio de singularidad o el principio de individualidad para determinar lo que un ser es.20 Afirmo, en todo caso, que todo ser tiene una dimensión constitutiva de consciencia, aun cuando mi comprensión de ese ser no hipostatiza la consciencia en «él», sino en alguna otra parte; por ejemplo, en mi conocimiento de él, o en la consciencia en general.21 No [258]
solo no podríamos conocer un ser si no estuviera de algún modo vinculado a la consciencia, sino que, además, esta relación es constitutiva de ese mismo ser. La consciencia impregna todo ser. Todo lo que es, es cit (consciencia, intelecto). Si no fuera por esta dimensión, la realidad no sería cognoscible y la consciencia sería una característica de la realidad superpuesta y extrínseca. No se confunda consciencia con consciencia racional. γ) Todo ser, finalmente, está en el mundo y comparte su secularidad. No hay nada que entre en la consciencia humana sin entrar al mismo tiempo en relación con el mundo. Es más, esta relación no es meramente externa o accidental: cualquier cosa existente tiene una relación constitutiva con la materia/energía y el espacio/tiempo. Incluso si admitimos la posibilidad de una existencia extramundana, incluso si aceptamos la realidad de una experiencia mística, atemporal y acósmica, no solo utilizamos imágenes del lenguaje terreno, sino que el solo hecho de negar cualquier relación con el mundo constituye ya de por sí una relación, aunque sea negativa. En una palabra, la extra o ultramundanidad es ya una característica secular y tiene el saeculum como referente. Por ejemplo, supongamos que verdad y ángeles son entidades reales, cada cual en su propio orden. Ambas, sostengo, tienen una dimensión mundana. El concepto epistemológico de «verdad», así como la idea ontológica de «verdad», solo pueden ser significativos dentro de un mundo; es decir, en el campo de la experiencia mundana —aunque posteriormente la extrapolemos—. Además, la verdad, en cuanto elemento de la epistemología, no solo está relacionada con la mente del hombre, sino con los objetos del hombre, materiales o imaginarios, que también pertenecen ya a ese mundo. Una verdad metafísica —sea cual sea— es solo verdadera si es realmente κατά φυσικά (kata physika). Algo similar puede decirse con respecto al ángel «celestial». Aun haciendo caso omiso del dato etimológico de que «ángel» significa enviado, precisamente enviado a los hombres y a la tierra, la verdadera existencia del ángel, asura (espíritu del mal), deva (deidad), apsara (ninfa), espíritu, está ligada al destino del hombre y del mundo, y está, por tanto, íntimamente relacionada con ese mundo. Aunque digamos que el ángel está por encima de la materia y más allá del espacio y del tiempo, estas referencias lo ligan ya a nuestro mundo y este vínculo es constitutivo. Aunque el ángel no fuera para nosotros, el ángel está con nosotros formando parte de la realidad, en comunión, por tanto, con las otras partes. Ciertamente, la realidad no es un πᾶν (pan), un solidum sin partes; es un πάντα (panta), un totum, no un aglomerado ni un solo ser o Ser. Una de las hipótesis más valiosas que nos ha proporcionado el [259]
momento económico presenta la realidad en una doble forma. De un lado, el reino claro y convincente de las ideas espirituales y, de otro, el reino material, separado del intelectual. Podríamos citar como ejemplos a Platón en Grecia y a Śaṇkara en la India, a pesar de la diversidad de sus interpretaciones académicas. Pero este modelo de inteligibilidad es en el fondo reduccionista y tiene sus límites. Divide la realidad en dos, y la fractura (aunque se considere solo epistemológica) pronto se muestra insuperable. La visión cosmoteándrica, al contrario, consideraría esta primera dimensión como un elemento igualmente constitutivo de todo ser. No hay dos mundos. Pueden existir tantas distinciones y gradaciones ontológicas como consideremos necesarias, pero, en definitiva, solo existe una realidad —a pesar de los inconvenientes de este último término, que en realidad enfatiza la res, la dimensión cósmica—. Todo lo que es, es res y ānanda (gozo, felicidad). ¿Estoy diciendo, entonces, que Dios es mundano, o estoy aboliendo la distinción (tan grata al hombre civilizado) entre naturaleza y cultura? ¿O entre mundo y persona? No, no suprimo estas distinciones, ni siquiera entro ahora a discutirlas. Solo afirmo que un Dios sin el mundo de hecho no existe. Afirmo que esta dimensión cósmica no es un apéndice superfluo de las otras dos dimensiones, sino igualmente constitutiva, tanto del mundo como de cualquier parte real del todo. Mencionamos anteriormente la correlación entre microcosmos y makranthrōpos, que es también uno de los pilares de la experiencia upaniṣádica. A cada parte del cuerpo humano corresponde una parte del universo material.22 Esta correlación es esencial en el tantra, pero está igualmente presente en Occidente.23 El hombre puede llegar a ser todo, no solo porque puede aprehender todo, sino también porque está en perfecta correlación con el mundo material. La relación no podría ser más íntima. Y es un intercambio mutuo: «Si el hombre es un microcosmos, el mundo es un makranthrōpos».24 Una vigorosa metáfora utilizada por un maestro zen puede darnos otro vislumbre de esta intuición de la unidad de la polaridad hombrenaturaleza. Al describir el efecto de la disciplina de simplificar la propia vida, dice: «Aquí se muestra al desnudo la visión más hermosa de tu tierra natal».25 Quizá solo el lugar donde uno ha nacido tiene ese poder, esa aura de vida que lo hace aparecer no separado, no ya como una hermosa parcela de tierra o como algo en verdad «exterior» a nosotros, sino como parte integrante de nosotros mismos, una extensión o, más bien, una continuación de nuestro propio ser. Ese paisaje es más que una indicación geográfica o una anotación histórica; es lo más interior y esencial de uno mismo, el cuerpo o encarnación de nuestros sentimientos, de nuestro [260]
descubrimiento más personal del mundo, del ambiente que no solo ha «modelado» nuestra vida, sino que realmente es nuestro campo de existencia. Las raíces que nos unen al mundo están ahí; es ahí donde estamos en contacto con el ombligo que todavía nos da vida y nos hace humanos. Es quizá uno de los pocos lugares donde no podemos ser mediocres o hipócritas, y donde todavía se mantiene una tenue esperanza de alcanzar una nueva inocencia. Ese lugar es parte de mí, igual que yo soy parte de ese lugar. No hay nada exclusivamente poético o estético en esta experiencia. Poetas, pintores y artistas de todo género pueden ser más sensibles en la expresión de este sentimiento (ellos son nuestras antenas), pero también la persona más común está sin duda abierta a su poder. Digo que un ser puramente inmaterial es una abstracción, tanto como lo es un ser exclusivamente material, y que un espiritualismo monista es tan unilateral como un materialismo monista. Sostengo que no existen almas sin cuerpo ni Dioses desencarnados, así como no existe materia, energía o mundo espaciotemporal sin la dimensión consciente y divina. Esto no significa que «Dios» tenga un cuerpo como el nuestro; significa más bien que Dios no existe sin materia, espacio, tiempo, cuerpo, y que toda cosa material que existe es de Dios o, de manera más precisa, cosa de Dios, mundo propio de Dios (genitivo subjetivo).26 Estamos tan acostumbrados a dividir la realidad que cuando decimos «Dios», o «cuerpo», o «materia», pensamos en entidades separadas e independientes, sin darnos cuenta de que son abstracciones — son conceptos, ni siquiera son símbolos—. Si no fuera por esta dimensión espaciotemporal, la realidad simplemente no existiría. Todo sería solo el sueño de un soñador inexistente, que solo ha soñado un sueño, que ha soñado que soñaba. Si no fuera por la materia y la energía, o el espacio y el tiempo, no solo el pensamiento y el discurso humanos serían imposibles, sino que Dios y la consciencia se retirarían también a la pura nada y a la ausencia de significado. El fundamento último de la certeza de que existe algo es que el mundo existe; la base última de la esperanza del hombre es la existencia del mundo, que es un dato inmediato. Sea cual sea la respuesta que pueda darse al porqué último de Leibniz y Heidegger, la pregunta descansa en el ámbito del mundo, que la sostiene y hace posible el preguntar. «¿Por qué existe algo?» puede ser una pregunta solo si ese porqué existe, es decir, si ya «emerge» de la nada.27 Es significativo que la pregunta homeomórfica de las Upaniṣad sea más personalista que la occidental (cf. KenU I ss, etc.). En resumen, todo ser tiene una dimensión de materialidad por lo que ofrece resistencia a toda reducción de la mente. Si Dios y la [261]
consciencia empapan la materia, la materia a su vez empapa lo divino y lo humano. Su símbolo es el cosmos. Dicho esto, es necesario clarificar nuestro lenguaje individualizador y generalmente objetivador. Decimos Dios, Hombre, Cosmos y pensamos en tres seres separados —confundiendo la distinción con la separación—. La realidad no es Dios, Hombre, Mundo o Infinito, Consciencia y Materia como tres seres intrínsecamente relacionados. La realidad no es compuesta ni es divisible. La realidad es; pero lo que es lo descubrimos como un movimiento dinámico o como una relacionalidad. La μετάνοια (metanoia) de que hemos hablado como «superación de lo mental» (más que cambio de mentalidad) nos permite percibir el movimiento relacional, la περιχώρησις (perichōrēsis), como la llamaba la tradición cristiana, es decir, la danza cosmoteándrica de lo real. c) ALGUNAS OBJECIONES Todo lo que hemos dicho puede encontrar dos objeciones filosóficas fundamentales. La primera α) afirma que, al relacionar intrínsecamente todo con todo, despojamos las cosas de su individualidad y lo echamos todo de una manera indiscriminada en el mismo saco. La segunda objeción β) afirma que es simplemente falso suponer que un ente no pueda existir sin otro. En última instancia, sin embargo, ambas objeciones se basan en una epistemología deficiente que se ha separado acríticamente de toda ontología. El conocimiento se considera en este caso una actividad de una mente autónoma, es decir, desligada de nuestro ser completo y del Ser en cuanto tal. Este conocimiento tiene que justificarse entonces a sí mismo. Un ejemplo clásico es el planteamiento kantiano sobre los «juicios sintéticos a priori». No se trata ya, entonces, de reflexionar sobre cómo el hombre, que forma parte de la realidad, se hace consciente de ella, sino de analizar cómo la mente llega a un juicio que ni está dado por el análisis del sujeto ni es fruto de la experiencia empírica.28 Sin querer criticar el genial descubrimiento kantiano, en cuanto nos concierne, podemos decir que un efecto colateral de la doctrina de la autonomía de la razón es que no necesitamos la experiencia sensible para formular una verdad, ya que, a causa de esa escisión (entre ontología y epistemología), la verdad (que pertenece entonces a la epistemología) tiene que ser necesaria y universal. El conocimiento no solamente resulta independiente de la realidad sensible, sino que deviene en un objeto «descubierto» en un concepto. El conocimiento de A es A y solamente A. Como máximo, el concepto de A permitirá operaciones algebraicas que permitirán a su vez establecer conexiones lógicas con otros conceptos, [262]
pero no conexiones ontológicas con cualquier otro ente que no sea A, o no esté epistemológicamente ligado a A. En resumen, esa epistemología, exclusivamente lógica, no admite un conocimiento holístico de la realidad —que no será evidentemente conceptual—.29 α) La primera objeción afirma que, establecido que «A es A», se sigue que «A es A en virtud de todo lo que distingue A de no-A». El concepto A implica su diferencia específica; en consecuencia, abocarlo todo en un concepto universal como el concepto de Ser lleva al monismo y a la pérdida de la individualidad de los seres, y de aquí a la deducción, instrumento de la «ciencia moderna». La objeción es válida dentro de un modelo particular de pensar. A este respecto podría ser útil una reflexión intercultural. Cuando pensamos, en efecto, podemos seguir dos modelos de inteligibilidad, uno regido principalmente por el principio de no contradicción y otro por el de identidad. En otro lugar he sostenido que la mayor parte del pensamiento moderno occidental se rige por la primacía del principio de no contradicción, mientras que la cultura india se apoya en la primacía del principio de identidad.30 Al aplicar el principio de no contradicción, tendemos a aislar las «cosas» y a despojarlas, por tanto, de su realidad total, separándolas artificialmente de lo que realmente son —que va más allá de los conceptos—.31 Cuando afirmamos que «A es A» porque no es B [siendo B no-A], escindimos de A todo lo que no es A (que es no-A), aislamos A del resto de los seres por miedo a que A se confunda con B. A queda «definido», pero también aislado. A se ha identificado con su concepto específico y no es visto como símbolo (e imagen) de la realidad. Una manzana no es un árbol porque el árbol no es la manzana; pero la manzana sin árbol es una abstracción, no es la manzana real, aunque las propiedades específicas de la manzana no son las del árbol. La matriz de todo ente es el Ser mismo y, si separamos el ente del Ser, mutilamos la realidad de aquel ente particular. El concepto de manzana no es el concepto de manzano, pero la manzana real implica el manzano. Siguiendo el principio de no contradicción, A es tanto más A cuanto más puede distinguirse y separarse de no-A. Conocemos por diferenciación, por escisión; «componiendo y dividiendo», dijo Tomás de Aquino, antes que Descartes. ¿Será este conocimiento por escisión el conocimiento del bien y el mal? —sería, parentéticamente, una duda teológica—.32 En cambio, al aplicar el principio de identidad, tendemos a no ver las diferencias, confundiendo dimensiones de lo real verdaderamente diferentes e interpretando la identidad como ausencia de las diferencias. Siguiendo el principio de identidad, A es tanto más A cuanto más se [263]
identifica consigo misma. Conocemos aquí por identificación, participación, unión. Conociendo la manzana pensamos conocer el manzano. No nos interesa conocer la no-manzana para conocer mejor la manzana misma. No hace falta subrayar ulteriormente que identidad y diferencia son correlativas.33 La una implica a la otra y, a pesar de eso, se contradicen recíprocamente. He aquí otro ejemplo de la polaridad constitutiva de la realidad. En un caso puedo identificar una cosa solo si puedo diferenciarla de cualquier otra; en el otro caso puedo diferenciar una cosa solo si puedo identificarla mostrando que no es como cualquier otra cosa. Ha llegado el momento de integrar estos dos principios. Todo proceso cognoscitivo es una empresa discriminadora, pero tiene igualmente una función de síntesis. Esto significa que, para conocer lo que un ente es, no deberíamos mutilar el Ser que es. Por otra parte, tenemos que dejar también espacio para las diferencias. Solo la combinación de ambos principios puede proporcionar una respuesta satisfactoria en la que la identidad no sea aniquilada por la diferencia, ni la diferencia sea absorbida por la identidad. Hay que añadir inmediatamente que el Ser no es un concepto, por tanto, el concepto de Ser no es el Ser. Hemos hablado en otro lugar de la «consciencia simbólica» y de la ontología como del logos propio del ser que percibimos con nuestro logos, que no es reducible a razón (ratio) — aunque la razón es un elemento esencial del logos—.34 Un elefante no es un hombre, pero ambos son, aunque de modo diferente. El elefante es y el hombre es; pero uno no es el otro. El elefante es distinto del hombre y el hombre es distinto del elefante, pero ambos participan en el Ser. No sería correcto decir (o pensar) que el elefante es hombre o que el hombre es elefante. Sin embargo, no podemos separar el es del elefante del es del hombre; no podemos manipular las cosas a nuestro antojo. Hombre implica el ser hombre. Por eso podemos decir que el ser hombre no puede ser identificado con el ser elefante; pero negar humanidad al elefante (el elefante es no-hombre) no significa negarle su pertenencia al Ser (también el elefante es). En este sentido, no podemos decir «el elefante no-es hombre».35 Podemos y debemos decir, en cambio, que «el elefante es no-hombre». El es los distingue y al mismo tiempo los une. En el es del elefante hay sitio para todo lo que es —en cuanto es se dice de muchas maneras, como ya lo formuló Aristóteles—.36 El elefante y el hombre participan análogamente en el Ser. Por tanto, si queremos decir lo que el elefante es, tenemos que aducir también todo lo que el elefante es, es decir, todas sus relaciones constitutivas. Los seres son relaciones (como también lo es el Ser). Y esta es la intuición fundamental [264]
de la experiencia cosmoteándrica. Muchos sistemas teístas, por poner otro ejemplo, afirman la diferencia entre Dios y sus criaturas subrayando la trascendencia divina, pero también afirman la identidad sui géneris de Dios con su creación, subrayando su inmanencia. Dios es más inmanente a cualquiera criatura que la identidad propia de la criatura (la identidad consigo misma), así que, si nosotros tuviéramos que sustraer a Dios de la criatura, esta caería en la nada absoluta.37 Lo que estoy afirmando es que los vínculos que relacionan todo con todo los constituyen también las cosas mismas. Cuando afirmo, por ejemplo, que un trozo de pan es cosmoteándrico en cuanto es real, no quiero decir que es un trozo de pan más muchas otras cosas, es decir, una parte de Dios y una porción de hombre, anulando así todas las diferencias. El trozo de pan es un trozo de pan, lo que implica, en primer lugar, que es un trozo y no la totalidad del pan. Además, el pan forma parte de todo aquello que sirve de alimento. El pan real de un trozo de pan es algo más que una mónada aislada y su «panidad» (si con eso entendemos todo lo que lo distingue del no-pan) no agota todo lo que es el pan. El trozo de pan es el pan del trozo, y este pan (del trozo) es el ser del pan. El es del trozo de pan está intrínsecamente conectado con todo lo que es. Ciertamente, el trozo de pan es un fragmento del Ser y tiene que ser tratado como tal. Pero al individualizar el fragmento (cualquier fragmento) no podemos y no debemos escindirlo de la comunión de los seres y de la participación sui géneris del Ser. El pensamiento analítico, por importante que sea, no puede desconocer que transmite un significado en el interior de una determinada estructura sintética, sea consciente de ello o no lo sea. Me gustaría detenerme un momento en este ejemplo, para explicar el sentido que adquiere la Eucaristía vista desde esta perspectiva. La consagración del pan no es tanto la transformación del pan en Cristo, como la transformación de Cristo en pan. El pan consagrado no deja de ser pan. Al contrario, se convierte en pan íntegro, un pan que contiene la realidad entera, un pan que es divino, material y humano al mismo tiempo. Es la revelación de la naturaleza cosmoteándrica de la realidad. Cuando en la vida cotidiana partimos el pan, tendemos a olvidar este hecho en cuanto tal, y nos aislamos de esta experiencia integral. La Eucaristía nos recuerda el todo y nos lo hace real: «Esto es el Cuerpo de Cristo». Es sabido que esta expresión indicaba en el origen a la Iglesia, es decir, el Cuerpo de los creyentes, la comunión de todos los hombres. El Cuerpo Místico no se refiere solo al pequeño grupo de los llamados «creyentes». Se amplía a la «vastedad» del universo entero en su propia [265]
condición. Decir que esta propia condición se alcanza al final de los tiempos deriva de cierta cosmología, que concibe el ἔσχατον (eschaton) en términos históricos y el «fin» del tiempo como plenitud de un tiempo lineal. Sin embargo, podemos llegar a tener una comprensión tempiterna de esta plenitud, que permitiría que la presencia del todo llenara nuestra vida en nuestro propio presente. Esto no le quita nada a la realidad de la presencia eucarística en su sentido concreto; al contrario, nos muestra que no es una aberración metafísica. La especificidad de la presencia de Cristo no es puramente material. No olvidamos que el famoso opus operatum que reconoce eficacia a la obra independientemente del «operante» no es magia (es decir, fuerza objetiva de la acción en sí), sino opus operantis Christi, acción de Cristo en el interior del rito.38 Si el pan consagrado se quema o un perro lo come, Cristo no es ni quemado ni comido. Eso no elimina la diferencia entre el pan «consagrado» y el pan común, sino que subraya más bien la relacionalidad de todo acto y la posibilidad que tiene cada ser de manifestar el todo. Los escolásticos hablan de la potentia obœdientialis. Pero este no es nuestro tema. β) La segunda objeción pretende pasar de un «no puede ser pensado» en el terreno lógico del pensamiento (epistemológico) a un «no es» tanto en el terreno óntico como en el ontológico. Plutón no puede ser pensado antes de ser descubierto, pero de ahí no se sigue que lo que luego se llamará Plutón no existiera ya antes de ser pensado (descubierto). Es momento de añadir un breve comentario, porque estamos criticando buena parte del pensamiento dominante en Occidente, de Parménides a Hegel. La respuesta a la segunda objeción, que impugna la inter-independencia de todo ser, tiene que ver con la naturaleza de la mente que no puede, de por sí, distinguir entre la «realidad» y la «posibilidad» de cualquier entidad, sin un criterio empírico externo. Ninguna reflexión sobre 100 hipotéticas rupias me permite saber si el dinero está o no está efectivamente en mi bolsillo.39 Por otra parte, a menudo tendemos a extrapolar sin fundamento adecuado, es decir, a imponer a la esfera de la existencia lo que únicamente pertenece a la esfera de lo ideal o de lo intelectualmente concebible, cayendo así en una μετάβασις εἰς ἄλλο γένος (metabasis eis allo genos), en un rígido desplazamiento de los géneros, que provoca malentendidos. Decimos esto a fin de responder a la objeción que sostiene que, aunque algunos seres no pueden existir sin otro, existen seres que pensamos no requieren la existencia de otro. Ciertamente, un cuerpo humano vivo no puede existir sin un corazón, pero un corazón vivo puede existir sin el roble y, aunque un roble necesita de un suelo apropiado, no exige la existencia de la justicia humana. No niego que un [266]
ser pudiera ser o incluso que puede ser sin otro. No niego que los pájaros pudieran existir sin los océanos, aunque no podrían existir sin aire. Pero no estamos ocupándonos de meras posibilidades, sino de realidades, de manera que si los seres A y B existen, no existe de hecho ningún A sin B o ningún B sin A, aun cuando uno o ambos podrían existir sin el otro. El hombre puede existir sin el roble y este sin el hombre, pero de hecho no existe el uno sin el otro. Deberíamos considerar seriamente que el conocimiento de lo que es no se identifica con el conocimiento de lo que podría ser. Consideremos un ejemplo: un sistema teísta afirmará que, aunque no existe un mundo sin un creador, puede existir un Dios sin creación. Un teísta puede ciertamente pensar un Dios que, para ser real, no requiere la existencia de ninguna criatura: pero este «Dios» no existe, porque el Dios real, el Dios que en realidad existe, es un Dios con las criaturas. Que Dios «pueda ser» (sin criaturas) es una característica fenomenológica del concepto teísta de Dios, no una afirmación ontológica sobre «él». Otra observación puramente fenomenológica podría ser aquí pertinente. Una ἐποχή (epochē) rigurosa se mueve en dos direcciones: aligera a la intuición eidética de la carga de la existencia, liberando así a las esencias de las angustias del nacimiento existencial, pero libera también a las existencias de responsabilidades que estén más allá de su competencia.40 En una concepción teísta, Dios puede también ser definido fenomenológicamente como id quo maius cogitari nequit (el ser por encima del cual no puede pensarse nada mayor).41 Además, Dios puede ser descrito como aquel «ser necesario» que puede existir a se, por sí mismo (es decir, que no necesita de ningún otro ser para existir), mientras que la criatura o el ser contingente puede ser definido como aquel que puede existir solo ab alio, solo si tiene su fundamento en otro o en alguna otra cosa. Tendríamos entonces que decir que un análisis fenomenológico de nuestra consciencia, cuando piensa «Dios» o «criatura», lo piensa como autosuficiente en el primer caso y como no autosuficiente en el segundo. Un ser necesario sin criaturas es concebible; un ser contingente sin un fundamento es impensable. Podríamos además añadir que un ser necesario puede existir sin criaturas y que un ser contingente no puede existir sin algo que fundamente su existencia. Esto puede ayudar a clarificar nuestro concepto desde un punto de vista fenomenológico y podría también ayudarnos a reconocer la validez de un argumento ontológico cualificado, pero no puede justificar la extrapolación al universo de las existencias. En otras palabras, las afirmaciones «Dios puede existir sin el mundo» y «el mundo no puede existir sin Dios», pueden ser observaciones fenomenológicas válidas, pero no son [267]
afirmaciones ontológicas sobre Dios o el mundo. Del mismo modo, aunque yo puedo pensar un mundo sin hombres, esto no prueba de ninguna manera que exista ese mundo sin hombres. Prueba que yo puedo pensar ese mundo, pero no prueba su existencia. En efecto, ese mundo (sin hombres) no existe. Alguien podría replicar que, ciertamente, eso es así ahora, pero que hace millones de años existía un universo astronómico sin seres humanos. Sin entrar en polémicas afirmando que el concepto de tiempo implícito en esta observación no es válido, y sin invocar la teoría de la relatividad para negar esa cronología absoluta, podemos responder, primero, que la afirmación misma actúa en una consciencia humana en la que mundo y hombre coexisten y, segundo, que si introducimos el pasado debemos introducir también el futuro, lo cual invalida la objeción. Si afirmamos: «Hubo un tiempo, t1, en el que existía un universo sin seres humanos», debemos completar la afirmación diciendo que, desde la perspectiva del tiempo t1, «habrá un tiempo, t2, en que el universo existirá con seres humanos». Ahora bien, la cuestión es precisamente que el tiempo del que somos conscientes, de una forma u otra, es t = t1 + t2, porque t1 y t2 son solo tiempos parciales. Por eso podemos decir también: «No existe un tiempo, t, en el que el universo exista sin seres humanos». El tiempo no es únicamente el tiempo pasado.42 El pūrvapaks.in (el que en una discusión filosófica sostiene la opinión opuesta) podría replicar entonces que solo afirmaba que «hubo un tiempo sin seres humanos» y no que «existe ese tiempo». Cabe replicar a esta objeción que ese hubo es pasado solo desde la perspectiva del presente (en el que no hay mundo sin hombres). Esto equivale a afirmar: «podemos imaginar un hubo (un tiempo vacío, por así decir, en cuanto no había ningún hombre) en el que no existían seres humanos, pero en el que existía un mundo». Y esto es cierto solo en cuanto existía, no en cuanto existe. Por eso, podemos decir instintivamente: «puede existir un tiempo en el que hay una tierra sin humanos, pero en cuanto nos concierne, no existe en verdad ningún mundo sin seres humanos».43 Ya nos hemos referido al principio de Parménides como al dogma fundamental de prácticamente toda la filosofía occidental. Las dos objeciones, en efecto, presuponen el principio por el que «ser y pensar son isomórficos». «La contradicción no puede ser pensada, por tanto no es». La contradicción no puede ser ciertamente pensada y desde el punto de vista del pensamiento tenemos que afirmar que no es pensable. Pero ¿por qué el ser debería obedecer a ese principio?44 Ahora bien, como dije anteriormente, me gustaría presentar este principio cosmoteándrico con el mínimo de supuestos filosóficos, y el mínimo es que la realidad muestra la triple dimensión de un elemento [268]
empírico (o físico), un factor noético (o psíquico) y un ingrediente metafísico (o espiritual). Con el primer elemento me refiero al complejo materia-energía, el cosmos; con el segundo factor, a la reflexión sui géneris del hombre sobre el primero y sobre sí mismo; y con el tercer ingrediente, a la inagotabilidad inherente a todas las cosas: lo cósmico, lo humano y lo divino. d) DESCRIPCIÓN Hemos hablado de tres dimensiones diferentes de la realidad. La metáfora «dimensión» pretende ayudar a superar la tentación monista de construir un universo modalista simplista, es decir, un universo en el que todas las cosas no sean sino variaciones y modos de una única sustancia. Al mismo tiempo, representa un intento de superar la tentación pluralista de postular dos o más elementos, sustancias o grupos de realidad radicalmente separados, que únicamente tengan entre sí lazos externos o causales, y en definitiva accidentales. Sin negar las diferencias, e incluso reconociendo un orden jerárquico entre las tres dimensiones, el principio cosmoteándrico subraya la relación intrínseca entre ellas, de manera que esta triple corriente, por así decir, llena el dominio entero de todo lo que es. En otro lugar he criticado el concepto moderno de la interdependencia, positivo en la interacción pero poco realista porque está todavía atado a una cosmología dualista. Se habla, en efecto, de interdependencia en el orden político y democrático y se interpreta a veces en el mismo sentido también la intuición buddhista del pratītyasamutpāda como interdependencia cósmica. La visión cosmoteándrica es más realista y defiende con mayor eficacia la dignidad de todo ser. No habla de interdependencia, porque en esa cosmología el más pequeño depende del más grande y no viceversa; como se dice en el Kerala, cuando una hormiga trata de atraer hacia sí a un elefante, no es el elefante el que va hacia la hormiga, sino que es la hormiga la que va hacia el elefante. La relación constitutiva de las tres dimensiones de la realidad no es la interdependencia propia de un modalismo monista, sino una relación de inter-in-dependencia, porque reconoce en todo ser su grado de libertad. Cada dimensión es real y está ciertamente unida a las otras, pero conserva su ontonomía.45 Esta intuición deriva, en última instancia, de una experiencia mística y, como tal, es inefable.46 No se trata de una conclusión analítica. Se trata más bien de una visión holística, que coordina los diferentes elementos del conocimiento con el conocedor mismo, y luego los transciende. En el fondo es el resultado de una intuición simple e inmediata, que nace en la consciencia del hombre una vez que ha vislumbrado el núcleo en el que conocedor, conocido y conocimiento se [269]
encuentran. Tendré que limitar esta descripción a un esbozo rápido. Por razones heurísticas sería necesario describir separadamente las tres dimensiones, pero no es posible hacerlo, porque cada una de ellas es una dimensión de la otra y son, por tanto, inseparables. Está claro, sin embargo, que no se trata de modalidades o modos diferentes de una única sustancia, sino que, como en la Trinidad, cada dimensión es un polo de la realidad. α) En la visión cosmoteándrica, el mundo no es un simple hábitat o una parte externa de mí mismo o incluso del todo. El mundo es simplemente ese cuerpo más grande, que solo percibo de manera imperfecta, porque generalmente estoy demasiado preocupado con mis asuntos particulares. Mi relación con el mundo no es, en definitiva, distinta de mi relación conmigo mismo.47 El mundo y yo diferimos, pero no somos dos realidades separadas, pues compartimos la vida, la existencia, el ser, la historia y el destino en un único mundo.48 Mi mano no es mi corazón; puedo vivir sin manos, pero no sin corazón. Mi mundo no se confunde con el mundo de otro; puedo vivir sin haber comprendido muchas de mis relaciones con este mundo, pero no si carezco de todas ellas. De una manera única e idiosincrásica participamos de todo el cosmos. Somos símbolos únicos de la realidad total. No somos el mundo entero, pero, como solían decir los antiguos, «espejeamos», somos un reflejo, una imagen de la realidad.49 Esto es lo que significa haber sido hechos a imagen y semejanza del Creador (cf. Gn 1,26-27). Y esta es la razón por la que todo habla de «él»:50 porque él es el que habla, el que dice todo.51 Ciertamente, no existe mundo ni hombre sin esta dimensión divina. Rechazar el Mundo como algo provisional y reducir la realidad a Dios y al alma es la típica tentación «espiritualista» o, más bien, gnóstica. El gnosticismo puede predicar la salvación en y a través del conocimiento solo porque se ha resignado a salvar únicamente el alma, la parte espiritual del hombre y del cosmos.52 Para hacer esto, debe condenar la materia e incluso excluir por completo el mundo de la vida «eterna»: no hay «un cielo nuevo y una tierra nueva», hay solamente un cielo viejo (cf. Ap 21,1 ss). El mundo no es solo «la gloria del Señor», es también el mundo del hombre —y también nuestra gloria—. Se pertenecen el uno al otro. La materia es tan perdurable como el Espíritu, aunque ambos puedan tener necesidad de pasar por la purificación de la muerte para resucitar. Recuperar nuestros lazos con el mundo no es cuestión de tener, sino de ser.53 La tierra no pertenecerá a los poderosos, a los ricos o a los grandes, sino a sus hijos mansos y humildes.54 [270]
Lo mismo podría decirse a propósito de Dios y del mundo. El cosmos no es solo materia y energía convertible. El cosmos tiene vida, el cosmos está en movimiento, y, como el hombre, posee también un plus de dimensión, un «más», que está en sí mismo y, sin embargo, no procede de un «sí mismo» restringido y abstracto. El cosmos no es un trozo aislado de materia y energía, es la primera dimensión de la realidad total.55 Un cosmos sin hombre ni consciencia no sería, y ciertamente no es, el cosmos que habitamos. Un cosmos sin este impulso divino, sin este dinamismo incorporado a su núcleo más íntimo, no es ciertamente el cosmos que experimentamos, la vestidura material de toda verdadera teofanía. Como explicitaremos en la segunda parte de este estudio, el mundo, es decir, el universo material, es un elemento constitutivo y definitivo de la realidad. No decimos que el mundo es divino ni que lo divino es mundano; afirmamos, en cambio, que el mundo, en cuanto estructura material de la realidad, pertenece a lo real tanto como la Divinidad o la Humanidad. Esto no quita que no haya una jerarquía entre estas tres dimensiones de lo real, ni que el mundo sea mortal, como también lo es la vida humana individual en la forma actual. Pero, repetimos, el mundo separado del resto de la realidad es un concepto, válido, pero, en todo caso, siempre una abstracción. β) Dios no es lo absolutamente Otro (alius); sin tener en cuenta la dificultad filosófica inherente a esta formulación: la trascendencia absoluta se contradice en el acto mismo de pensarla. Dios no es ni siquiera igual a nosotros. Diría, más bien, que Dios es el único y último Yo,56 que nosotros somos los «tú» de Dios, y que nuestra relación es personal, trinitaria y adualista. Pero la visión cosmoteándrica no tiene necesidad de expresarse en esos términos. Basta decir que el hombre experimenta en la profundidad de su ser sus inagotables posibilidades de relación, su carácter no-acabado (es decir, in-finito), pues no es un ser cerrado y no puede poner límites a su propio crecimiento y evolución. El hombre descubre y siente en su propio ser que hay algo más, un más innato que pertenece a su ser personal y, al mismo tiempo, lo trasciende. Descubre otra dimensión que no puede manejar. Siempre hay algo más de lo que la vista puede ver, de lo que la mente puede descubrir o de lo que puede sentir el corazón. Este siempre más —más de lo que percibimos, entendemos y amamos— representa la dimensión divina. Tradicionalmente, este más ha sido experimentado como un mejor y, la mayor parte de los casos, como un otro, como el misterio del Principio y el Más Allá, es decir, como lo Eterno e Infinito (o lo Supratemoral y lo Supraespacial). No es este el lugar para presentar un modelo de lo divino. El mito cosmoteándrico —como estoy tentado de [271]
llamarlo— excluye claramente un monismo rígido o una atomismo no cualificado, lo mismo que el deísmo y el antropomorfismo, pero no excluye el amplio espectro de sistemas que tratan de abarcar, con mayor o menor éxito, la rica variedad de lo dado, sin sacrificar esta variedad a la unidad o la unidad a la multiplicidad. Dios no es solo el Dios del hombre, sino también el Dios del mundo. Un Dios sin funciones cosmológicas no es Dios, sino un mero fantasma. Dios es esa dimensión de más y mejor tanto para el mundo como para el hombre. No solo el hombre, sino también el cosmos está incompleto, no acabado, in-finito. El cosmos no se expande mecánicamente ni se despliega de manera automática; también evoluciona, crece, se mueve hacia un universo siempre nuevo. No solo son necesarias la teo-logía y la meta-física (disciplinas que pretenden abarcar el universo entero) omnicomprensivas, sino que ahora, más que nunca, también la teo-física tiene su lugar propio.57 El latín nos permite expresar lingüísticamente cuanto estamos diciendo: Dios no es ciertamente el Otro (alius), un extraño al hombre, completamente separado: pero no es tampoco el idem. Dios es el alter, la otra «parte» de nosotros y del mundo. Como alter no podemos confundirlo, pero en cuanto alter tampoco podemos identificarlo con nosotros. Está entonces claro que el más, del que se ha hablado, no es un factor adicional, algo exterior y extraño que no le pertenece al hombre real. No obstante, este más es al mismo tiempo independiente; no es un apéndice del hombre; es un ens a se, como dice la tradición occidental. γ) El hombre es ese ens ab alio, sin el cual el ens a se no tiene sentido, porque entonces todo ente sería a se. Este ab alio requiere la lectura en sentido inverso: un ab alio requiere un a se del que el ab alio proviene. En otras palabras, el ab alio tiene que apoyarse en el a se, pero no como un cuerpo se apoya en otro, sino como el fundamento intrínseco del ser contingente (ab alio). Dios es inmanente al hombre, de otro modo no habría con-tingencia (cum tangere), esto es, el «toque sustancial», para decirlo en términos de san Juan de la Cruz, con la Divinidad. La expresión escolástica, citada a causa del olvido de la Trinidad (por temor al panteísmo), no ha utilizado la expresión más apropiada al hombre (y a toda criatura) como un ser in alio. El hombre es, en última instancia, algo más que un individuo. El hombre es una persona, un nudo en una red de relaciones, no limitadas a los «tú» directamente conocidos, sino que llegan hasta las antípodas mismas de lo real. Un individuo aislado no es solo incomprensible e incapaz de sobrevivir, sino también contradictorio. El hombre únicamente es hombre cuando tiene el cielo encima, la tierra debajo y sus semejantes [272]
a su alrededor. Así como «individualizar» al ser humano es como cortar el cordón umbilical que le da vida, así también aislar al Hombre de Dios y del mundo es como ahogarlo. No hay hombre sin Dios o sin mundo.58 Ya hemos hablado del hombre como portador de consciencia. Esta consciencia no es propiedad privada nuestra, nos somos sus dueños, pero nos constituye en cuantos hombres. Este es nuestro privilegio. El hombre no es el centro del universo porque el universo no tiene centro, pero es por medio de esta consciencia como nos damos cuenta de ello. El antropocentrismo es falso y el hombre lo sabe, pero lo que nuestra consciencia no puede hacer es apearse de sí misma y poder aún hablar de ella, tal como no podemos apearnos de nuestra sombra. El antropocentrismo puede ser superado, pero el antropomorfismo es nuestra sombra. Incluso la metáfora más atrevida de nuestra condición humana nos lleva a otra orilla, que siempre está, no obstante, bañada por nuestras aguas humanas. A menudo oímos usar la metáfora del agua para el pez y del aire para el pájaro para describir la consciencia humana: estamos dentro de ella y de ella no podemos salir, porque cualquier salto fuera de la consciencia se produce siempre dentro de la consciencia, en cuanto hablamos y somos conscientes de ese intento. La metáfora del pez es aún más rica. Ciertamente, el pez no puede salir del agua, pero así como algunos peces pueden dar saltos fuera de ella, así el hombre puede dar un salto hacia la trascendencia fuera de la consciencia. Pero es solamente un salto, un raptus, un éxtasis, una experiencia que nos permite ver que no somos todo el universo ni tampoco su centro. Estos saltos permiten a la consciencia humana entrever la trascendencia. Pero hay más: si el pez permanece mucho tiempo fuera del agua muere, igual como el hombre muere si no regresa al agua de la consciencia. Pero aquí está el misterio del hombre: el pez deja de existir, pero el hombre puede resucitar antes de la muerte fisiológica y esto le permite hablar de su dimensión divina inmanente y trascendente. Quizá incurrimos aquí en un problema semántico. Quizá estos tres nombres o grupos de nombres deberían reservarse para las características exclusivas de sus respectivas dimensiones. En este caso, lo divino quedaría para lo que no es ni humano ni cósmico, lo humano para lo que no es ni divino ni cósmico, y lo cósmico para lo que no es ni humano ni divino. Pero ¿cómo se relacionan entonces los tres? ¿Cómo explicamos los impulsos extra o sobrehumanos del hombre? ¿O el poder creativo del cosmos? ¿O la inclinación humanizadora de lo divino? Por supuesto, es solo una manera de hablar, pero no hay duda de que los modos de [273]
expresión del hombre moderno necesitan, efectivamente, una revisión completa, un nuevo lenguaje. El hombre no deviene menos humano cuando descubre su vocación divina, ni los Dioses pierden su divinidad cuando son humanizados, ni el mundo se hace menos mundano cuando estalla de vida y consciencia. Quizá estamos diciendo que el hombre se encuentra en una encrucijada, porque lo real es precisamente este cruce de las tres dimensiones. Toda existencia real es un nudo único en esta red ternaria. La visión cosmoteándrica de la realidad es fruto de una intuición holística e integral de la naturaleza de todo lo que existe. Quizá un antiguo maṇḍala pudiera ayudarnos a representar simbólicamente la intuición cosmoteándrica: el círculo. No hay círculo sin centro y sin circunferencia. Los tres no son lo mismo y, sin embargo, no son separables. La circunferencia no es el centro, pero sin este no existiría. El círculo, en sí mismo invisible, no es ni la circunferencia ni el centro, sin embargo está circunscrito por aquella e implica este último. El centro no depende de los otros, porque es un punto sin dimensiones, y sin embargo no sería el centro —ni ninguna otra cosa— sin los otros dos. El círculo, solo visible por la circunferencia, es la materia, la energía, el mundo. Y es así porque la circunferencia, el hombre, la consciencia, lo abarca. Y círculo y circunferencia son ambos lo que son porque hay Dios, un centro, que en sí mismo (esto es, en cuanto Dios, parafraseando a los antiguos) es una esfera cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna.59 ¿Cómo llamaremos al maṇḍala completo? Deberíamos distinguir lo divino, lo humano y lo cósmico; no debería confundirse el centro con la circunferencia, y esta última no debería confundirse con el círculo, aunque ni siquiera puede separarse de él. Después de todo, la circunferencia es el centro «engrandecido», el círculo es la circunferencia «rellena», y el centro actúa como auténtica «semilla» de los otros dos. Hay una circumincessio, una perichōrēsis de los tres 60. En la fase ecuménica, el cosmos actuó principalmente como centro; puesto que esta actitud era extática, podía ser cosmocéntrica, pues el hombre no era totalmente consciente de sí mismo y de su posición especial en el universo. El pensamiento era, principalmente, una actividad pasiva, precisamente porque el hombre que lo pensaba era pasivo. Pero cuando nos hicimos conscientes de que el mundo no era el centro, comenzamos también a buscar el centro y la circunferencia reales. Esta es la fase transitoria de las concepciones teocéntricas, que acaba cuando el hombre, al final, se da cuenta de que es él quién ha puesto a Dios en el centro y como centro. En la fase económica, el hombre deviene cada vez más centro; [274]
puesto que este momento era enstático, estaba destinado a ser antropocéntrico, pues el hombre era consciente de ser la medida de todas las cosas y, por tanto, de su posición central en el universo. El pensamiento se hizo activo, precisamente porque el hombre se hizo consciente de su actividad mental. Pero apenas conseguimos la perspectiva de los diversos arcos de la circunferencia, descubrimos que no es una línea recta y empezamos a buscar un posible centro (o los posibles centros) de la curvatura. No sorprende que este problemático centro se haya buscado de mil maneras y no sea fácil de encontrar, porque un segmento de circunferencia ofrece un centro diferente del calculado por cualquier otro sector de la circunferencia. Evidentemente, no nos encontramos todos en la misma circunferencia mientras no avancemos lo suficiente... y compartamos el mismo horizonte mítico. La visión cosmoteándrica no gravita alrededor de un punto singular, ni Dios, ni el Hombre, ni el Mundo, y, en este sentido, no tiene centro. Los tres coexisten; están interrelacionados y pueden estar jerárquicamente integrados o coordinados, pero no pueden estar aislados, pues esto los aniquilaría. La intuición cosmoteándrica que he tratado de describir, aunque expresada en términos filosóficos, representa, creo, la consciencia religiosa que está emergiendo en nuestro tiempo. El hombre moderno ha dado muerte a un Dios aislado e insular, la tierra contemporánea está matando a un hombre despiadado y rapaz, y Dios parece haber abandonado al hombre y el cosmos. Pero, habiendo tocado fondo, percibimos signos de resurrección. En la raíz de la sensibilidad ecosófica transcurre una vena mística; en el fondo de la autoconsciencia del hombre se evidencia una necesidad de lo infinito y de lo inteligible; y en el corazón mismo de lo divino hay un fuerte impulso hacia el tiempo, el espacio y el hombre. «Spiritus Domini replevit orbem terrarum: et hoc quod continet omnia scientiam habet vocis». Aleluya.61
1. En este ensayo utilizo el neologismo «holístico», constatando que, en la acuñación del término «holismo», Jan C. Smuts, en su ya clásico Holism and Evolution (Nueva York, Macmillan, 1926), no lo restringía al terreno de la evolución biológica, aunque el terreno en que ha recibido mayor atención sea la biología. En el capítulo V, «General Concept of Holism», Smuts describe su utilización de la palabra en los siguientes términos cosmoteándricos: «El planteamiento minucioso de los [275]
conceptos de materia, vida y mente, y su desbordamiento parcial del dominio de cada uno, plantea una ulterior pregunta, a saber, si detrás de ellos no existe un principio fundamental del que son un resultado progresivo [...]. Holismo (de ὅλως [holōs] = totalmente) es el término aquí acuñado para este factor operativo fundamental respecto de la creación de conjuntos en el universo [...]. La idea de conjuntos y totalidad no debería, sin embargo, quedar limitada al dominio biológico; abarca tanto las sustancias inorgánicas como las manifestaciones más elevadas del espíritu humano» (págs. 85-86). Para un análisis actualizado del concepto de «holismo», cf. el último libro de A. Koestler, Janus. A Summing Up, Nueva York, Vintage/Random House,1978 (trad. cast.: Jano, Madrid, Debate, 1981). 2. Antes de Homero, el término no connotaba solo el masculino, y en las palabras compuestas representaba al humano, un sentido que está en concordancia con su raíz indoeuropea [cf. el sánscrito nā (nar, v. gr., nārāyaṇa)] y que el posterior latino vir no conservó. Así, la expresión podría, y seguramente debería, ser comprendida en su significado original de ser humano. Cf. los ejemplos y la bibliografía citada en P. Chantraine, Dictionnaire étymologique de la langue grecque, París, Klincksieck, 1968, y también J. Pokorny, Indogermanisches etymologisches Wörterbuch, Berna-Múnich, Francke, 1959, sub voce «ner-(t-), aner». La idea fundamental de Lebenskraft, después ampliada para significar valor y fuerza, es importante y puede también explicar su monopolio por guerreros y varones. Pero serviremos mejor lo humanum liberando estos valores positivos de su monopolización por la mitad masculina de la raza humana que admitiendo la derrota e inventando nuevos términos para «mujeres» [wo-men] y «seres de sexo femenino» [fe-males]. 3. En realidad, aunque anthrōpos era un término originalmente andrógino en su significado, pronto se convirtió en prerrogativa de los varones, y así el género masculino prevaleció, aunque con excepciones. 4. Cf. el pelagus divinitatis de la tradición cristiana medieval. 5. La trinidad, el trikāya, el sat-cit-ānanda, el triloka de prácticamente todas las religiones, las tres dimensiones espaciales, temporales y antropológicas, etc., parecen tener raíces más profundas en la realidad que en cualquier mecanismo o esquema meramente heurístico o epistemológico. 6. Sa tredhā ātmānam. vyakuruta, dice BU I, 2, 3. Las traducciones habituales dicen «dividió [de tres maneras]» (Hume, Radhakrishnan, Zaehner, Senart, Filippani-Ronconi, etc.), siguiendo el contexto y el significado ordinario del verbo compuesto vyākr, cortar, desatar, separar; pero también exponer, explicar, declarar. Cf. vyākr.ta (y [276]
avyākr.ta), separado, desarrollado, desplegado, transformado, y el término sām.khya para desarrollo y creación: vyākriyā. 7. De manera bastante significativa, los clásicos corpus, anima, spiritus (σῶμα, ψυχή, πνεῦμα [sōma, psychē, pneuma] se conviertieron en anima, animus, spiritus (ψυχή, νοῦς, πνεῦμα [psychē, nous, pneuma]) en la tradición posterior. Cf., por ejemplo, Guillermo de St. Thierry, Epistola ad fratres de Monte Dei, I, ii, 45 (PL 184, 315 ss): «El principio del bien en la forma de vida animal es la perfecta obediencia; su progreso consiste en lograr el control del cuerpo y someterlo, su perfección llega cuando el ejercicio habitual de la virtud se ha convertido en placer. El principio del estado racional es comprender lo que se le antepone por la enseñanza de la fe; el progreso consiste en vivir de acuerdo con esa enseñanza; la perfección llega cuando el juicio de la razón se transforma en efecto espiritual. La perfección del estado racional es el principio del estado espiritual; el progreso está en ver la gloria de Dios con el rostro descubierto (2 Cor 3,18); su perfección consiste en ser transformado en su semejanza, tomando gloria de esa gloria (a claritate in claritatem), por obra del Espíritu de Dios» (trad. cast.: Carta a los hermanos de Monte Dei y otros escritos, Salamanca, Sígueme, 1995). 8. La expresión ha sido popular desde Agustín (passim). Cf. al azar: «quia caput et membra unus Christus», Enarrationes in Psalmum LIV (PL 36, 629). Y también: «[...] únicamente teme al Señor aquel que se halla entre los miembros de este hombre; son muchos hombres y un hombre solo; muchos cristianos y un solo Cristo; [...] no es Él uno y nosotros muchos, sino que, siendo nosotros muchos en Aquel uno, somos uno. Luego Cristo es uno, Cabeza y Cuerpo. ¿Cuál es su cuerpo? Su Iglesia, conforme dice el Apóstol: Somos miembros de su Cuerpo (Ef 5,30); y: Vosotros sois cuerpo de Cristo y miembros (1 Cor 12,27)», ibid., CXXVII, 3 (PL 37, 1679; trad. cast.: Enarraciones sobre los Salmos, en Obras de san Agustín, vol. XXII, ed. bilingüe, Madrid, BAC, 1957 pág. 364). O también: «Así como se llama a la Iglesia entera cuerpo místico por analogía con el cuerpo natural del hombre, que realiza actos diferentes de acuerdo con la diversidad de miembros, como enseña el Apóstol en Rom 12,4-5 y 1 Cor 12,12 ss, así también se llama a Cristo cabeza de la Iglesia por semejanza con la cabeza del hombre», Tomás de Aquino, Summa Theologiae, III, a. 8, q. 1, c (trad. cast.: Suma de Teología, vol. V, Madrid, BAC, 1994, pág. 127); cf. también iii Sent. 13, 2, 1; De Veritate, XXIX, 4-5; Compendium theologiae, 214; In 1 Cor. II, lect. 1; In Eph. I, lect. 8; In Coloss. I, lect. 5. Cf. la encíclica Unam Sanctam: «Unam sanctam Ecclesiam [...] quae unum corpus mysticum repraesentat, cuius corporis caput Christus, Christi vero Deus» (Una sola y santa católica [277]
Iglesia [...]. Ella representa un solo cuerpo místico, cuya cabeza es Cristo, y la cabeza de Cristo, Dios; Denz.-Schön. 870) y, del Concilio Vaticano II: «Del mismo modo que todos los miembros del cuerpo humano, aun siendo muchos, forman, no obstante, un solo cuerpo, así también los fieles en Cristo [...]. Él es la imagen de Dios invisible, y en Él fueron creadas todas las cosas. Él es antes que todos, y todo subsiste en Él», Constitución Dogmática sobre la Iglesia (Lumen Gentium) c. I, sec. 7. San Ambrosio de Milán tiene una maravillosa intuición cuando, en un contexto diferente (está hablando de la «educación de una virgen»), dice: «Ubi ergo tres isti integri [a saber, corpus, anima, spiritus], ibi Christus est in medio eorum» (Por tanto, donde están estos tres [a saber, corpus, anima, spiritus], allí está Cristo en medio de ellos), De institutione virginis, 2 (PL 16, 309). Y continúa afirmando que la función de Cristo es ser «qui hoc tres intus gubernat et regit ac fideli pace componit» (el que gobierna a estos tres y los rige y los une pacíficamente) (ibid.). 9. Cf. Mt 25,40. 10. Himno de la Vigilia Pascual de la liturgia cristiana. 11. Cf. uno de los pasajes más famosos de Plotino, que se encuentra en las últimas líneas de su obra inmortal, Eneádas (VI, 9, 4851): «Y esta es la vida de los dioses y de los hombres divinos y bienaventurados: un liberarse de las demás cosas, de las de acá, un vivir libre de los deleites de acá y un huir solo al Solo» (trad. cast.: Enéadas, V-VI, Madrid, Gredos, 1998, pág. 556). O, en la más tradicional versión medieval: «un vuelo del solo al solo» (φυγὴ μόνου πρὸς μόνον [phygē monou pros monon]). 12. El de se utiliza aquí en el sentido del genitivo subjetivo. Cf. Lalitavistara, XIII, 175 ss, y también Sam.yutta Nikāya, IV, 54 296. 13. Cf. las encíclicas papales que atacaron el «indiferentismo», el «modernismo», el «americanismo», el «liberalismo», etc.: Gregorio XVI, Mirari vos (1831); Pío IX, Singulari quadam (1854), Gravissimas inter (1862), Syllabus (1864), etc.; León XIII, Libertas, praestantissimum (1888), Testem benevolentiae (1889); Pío X, Lamentabili (1907), Pascendi dominici gregis (1907), Sacrorum antistitum (1910), Quadragesimo anno (1931); Pío XII, Humani generis (1950); etc. 14. Cf., por ejemplo, el significativo resurgimiento de libros como R. Guénon, Le regne de la quantité et les signes des temps, París, Gallimard, 1945 (trad. cast.: El reino de la cantidad y los signos de los tiempos, Barcelona, Paidós Ibérica, 1997); La crise du monde moderne, París, Gallimard, 1969 (trad. cast.: La crisis del mundo moderno, Barcelona, Obelisco, 21988); F. Schuon, L’œil du cœur, París, Gallimard, 1950 (trad. cast.: El ojo del corazón, Palma de Mallorca, José J. de [278]
Olañeta Editor, 2003); Sentiers de gnose, París, La Colombe, 1957 (trad. cast.: Senderos de gnosis, Palma de Mallorca, José J. de Olañeta Editor, 2002); J. Needleman (ed.), The Sword of Gnosis: Metaphysics, Cosmology, Tradition, Symbolism, Los Ángeles, Metaphysical Press, 1974; P. Sherrard, Human Image: World Image. The Death and Resurrection of Sacred Cosmology, Oxford, University Press, 1995; y S. H. Nasr, Knowledge and the Sacred, Nueva York, The Gifford Lectures, Crossroad, 1981. 15. Como indicaba al comienzo, no defiendo una metafísica particular que limite el «Ser» a un único sentido. No-Ser, Nada, śūnyatā, o cualquier otro símbolo podría ser apropiado en este contexto. 16. Cf. Tomás de Aquino: «Creare autem est dare esse» (crear es dar el ser), In I Sent., d. 38, q. 1, a. 1. 17. Cf., por ejemplo, Tomás de Aquino, Summa contra gentiles, I, 26. 18. Éx 33,22-27; cf. especialmente Gregorio de Nisa. 19. Cf. J. Piaget, Pyschology of Intelligence, Londres, Routledge & Paul, 1950 (trad. cast.: La psicología de la inteligencia, Barcelona, Crítica, 1983). 20. Cf. R. Panikkar, «Singularity and Individuality: The Double Principle of Individuation», en Revue Internationale de Philosophie 19, 12, n.º 111-112 (Bruselas, 1975), págs. 141-166. 21. La idea aristotélica-agustiniana-escolástica del νοῦς ποιητικός (nous poiētikos) o intellectus agens, especialmente tal como fue entendida por los pensadores islámicos, proyectaría aquí alguna luz. 22. Cf., por ejemplo, Puruṣa Sukta (RV X, 90) y Puruṣa, el hombre primordial (BU, II, 3, 1-6). También R. Panikkar, The Vedic Experience, Berkeley, Los Ángeles, Londres, University of California Press, Longman & Todd, 1977, por ejemplo, págs. 75-77; igualmente en La experiencia védica. Mantramañjarī (Obras completas, vol. IV.1, Barcelona, Herder [en preparación]). 23. Cf. R. Panikkar, Elogio de la sencillez, Estrella, Verbo Divino, 1993, págs. 119 ss.; cf. «Elogio de la sencillez», en Espiritualidad, el camino de la Vida (Obras completas, vol. I.2, Barcelona, Herder, 2015, págs. 207-389). 24. Cf. el texto citado de De Lubac, Pic de la Mirandole, París, Aubier, 1974, espec. págs. 160-169, donde se habla de esta congruencia o correspondencia. 25. Citado por D. T. Suzuki, Introduction to Zen Buddhism, Londres, Rider, 1960, pág. 46 (trad. cast.: Introducción al budismo zen, Buenos Aires, Kier, 2006; Bilbao, Mensajero, 1979), recogido en Th. [279]
Merton, Mystics and Zen Masters, Nueva York, Farrar, Strauss & Giroux, 1967, pág. 233 (trad. cast.: Místicos y maestros zen, Buenos Aires, Lumen, 2001). 26. Cf. Aristóteles: «Todas las cosas tienen por naturaleza algo de divino», Etica a Nicómaco, 1153b 32 (Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 41985, pág. 119). 27. Cf. la descripción de Ricardo de San Víctor en su De trinitate, IV, 12 (PL 196, 937): «Quid est enim existere, nisi ex aliquo sistere?» (¿Qué es «existir» sino ser «a partir de» alguien?). 28. No olvidemos que Kant quiere proporcionar una base filosófica a los descubrimientos científico de Newton; no hace falta decir que, dentro de estos límites, representa un paso de gigante. 29. Si la lógica tradicional toma el objeto como un dato, la lógica trascendental (kantiana) crea su objeto, que así puede representar la universalidad y la necesidad deseada. 30. Cf. R. Panikkar, «Le fondement du pluralisme herméneutique dans l’hindouisme», en E. Castelli (ed.), Demitizzazione e imagine, Padua, CEDAM, 1962, págs. 243-269 (trad. cast.: «El fundamento del pluralismo hermenéutico en el hinduismo», en R. Caponigri (ed.), Pensadores católicos contemporáneos, Barcelona, Grijalbo, 1964, págs. 527-549. 31. Cf. la interesante confesión autobiográfica de Edgar Morin en el prólogo de su obra Le paradigme perdu: la nature humaine, París, Seuil, 1973 (trad. cast.: El paradigma perdido, Barcelona, Kairós, 41992), donde reacciona contra la teoría dominante del hombre basada no solo en la separación, sino también en la oposición entre hombre y animal, cultura y naturaleza, y afirma que durante los veinte años de su «formación» académica debió reprimir su deseo de superar «el gueto de las ciencias humanas» para articular una «antropocosmología». Cf. la bibliografía al final de su libro. 32. Cf. el interesante testimonio de un no-filósofo, que ha seguido ese camino de un modo existencial: «Nosotros (occidentales), por otro lado, hemos estado “desplazados” y siempre somos conscientes de nosotros mismos como espectadores. Este ser espectadores corresponde a una herida en nuestra naturaleza, un tipo de pecado original [...]. Cuando dejamos de “contraponernos” al mundo, creemos que dejamos de existir», Th. Merton, Mystics and Zen Masters, op. cit., pág. 245. 33. Cf. T. R. V. Murti, The Central Philosophy of Buddhism, Londres, Allen & Unwin, 1960, que, hablando de la «estructura» de la dialéctica mādhyamika, dice: «La relación tiene que realizar dos funciones mutuamente opuestas: en cuanto relaciona ambos términos, [280]
haciéndolos significativos el uno al otro, tiene que identificarlos; pero por el mismo hecho que los relaciona, tiene que diferenciarlos» (pág. 138). En una nota cita a F. H. Bradley, Appearance and Reality, vol. I, Oxford, Clarendon Press, 1930, pág. 21: «La relación presupone la cualidad y la cualidad presupone la relación. Cada uno de estos aspectos puede asumir el papel de algo que ni se une ni se separa respecto del otro; y el círculo vicioso en que giran no es la verdad sobre la realidad» (trad. cast.: Apariencia y realidad: ensayo metafísico, Santiago de Chile, Universidad de Chile, 1961, págs. 13-14). Cf. también Dionisio Areopagita, De divinis nominibus, XI, 2: «Y en primer lugar debemos decir que Dios es creador de la paz en sí, y de toda paz, y de la paz de cada cosa, que todas las cosas se unen entre sí en su unión sin confusión, unidas indisolublemente y, sin embargo, cada una permanece en su forma propia sin mezclarse nunca y sin ser perturbada por mezclarse con las contrarias ni sufrir menoscabo alguno en la perfección y pureza de la unión. Contemplemos, pues, la naturaleza, única y simple, de la Unión pacífica que une todas las cosas en sí misma y entre sí y que conserva todo totalmente unido sin confusión ni mezcla» (trad. cast.: Los nombres de Dios, en Obras completas del Pseudo Dionisio Areopagita, Madrid, BAC, 1990, pág. 89). Cf. también BG IX, 4-5. 34. Cf. R. Panikkar, «Símbolo y simbolizacion. La diferencia simbólica. Para una lectura intelectual del símbolo», en K. Kerényi, E. Neumann, G. Scholem y J. Hillman, Arquetipos y símbolos colectivos. Circulo Eranos i (Cuadernos de Eranos – Cahiers d’Eranos), Barcelona, Anthropos, 1994, págs. 383-413; también en Mito, símbolo y rito (Obras completas, vol. IX.1, Barcelona, Herder [en preparación]). 35. Cf. mi interpretación de la famosa catus.koti del buddhismo en R. Panikkar, El silencio del Buddha. Una introducción al ateísmo religioso, Madrid, Siruela, 1996, págs. 135-150. 36. El clásico Τὸ δὲ ὂν λέγεται μὲν πολλαχῶς (To de on legetai men pollachōs), «ens autem multis quidem dicitur modis», el ser se dice de muchas maneras; pollachōs, muchas maneras, o multiplicidad, se refiere al légetai y al logos, el decir del ser, porque (como sugiere la continuación del texto), ἀλλὰ πρὸς ἓν (alla pros hen) («sed ad unum», en relación con lo mismo), el mismo ser, antes de decirse, es —ekam eva advitīyam, «uno solo sin dualidad»— (CU VI, 2, 1; Aristóteles, Metafísica, IV, 2 [297], 1003a 33). 37. Cf. la frase de Agustín tan citada a menudo (pero no siempre suficientemente comprendida): «interior intimo meo et superior summo meo» (más interior que lo más íntimo mío y más elevado que lo más sumo mío), Las confesiones, III, 6, 11 (Obras de san Agustín, vol. II, ed. [281]
bilingüe, Madrid, BAC, 2005, pág. 142); también Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q. 8, a. 1; I, q. 105, a. 5; Calvino, Institutio christianae religionis, III, 7: «No somos nuestros; luego olvidémonos en lo posible de nosotros mismos y de todas nuestras cosas. Por el contrario, somos del Señor, luego, vivamos y muramos para Él» (trad. cast.: Institución de la religión cristiana, Rijswijk, Fundación Editorial de Literatura Reformada, 1968, pág. 527). 38. Cf. R. Panikkar, Le mystère du culte dans l’hindouisme et le christianisme, París, Cerf, 1970. 39. Para una discusión sobre el argumento ontológico, basta nombrar Ch. Hartshorne, Anselm’s Discovery, Lasalle, Open Court, 1965 y J. H. Hick y A. C. McGill, The Many-faced Argument, Nueva York, Macmillan, 1967; ambos con una útil bibliografía. Cf. también M. M. Olivetti (ed.), L’argomento ontologico, Padua, CEDAM, 1990; más de 750 páginas con importantes contribuciones. 40. Por epochē se entiende, a partir de Husserl, la suspensión de juicio, el poner entre paréntesis cualquier atributo de un ser que no pertenezca a su pura esencia. La descripción fenomenológica apunta a las esencias puras y no considera la relación de aquella esencia con ninguna cosa «fuera de ella misma» como, por ejemplo, si la «cosa» existe o no en el mundo real. Cf. R. Panikkar, Mito, fe y hermenéutica, Barcelona, Herder, 2007; también en Mito, símbolo y rito (Obras completas, vol. IX.1, Barcelona, Herder [en preparación]). 41. Anselmo, Proslogion, II. 42. Comparto las afirmaciones de M. Heidegger, Einführung in die Metaphysik, Tubinga, Niemeyer, pág. 64: «Pero, rigurosamente considerado, no podemos decir que hubo un tiempo en que el hombre no era. El hombre fue, es, y será en todo tiempo, porque este solo se temporaliza (sich zeitig) en cuanto el hombre es», (trad. cast.: Introducción a la metafísica, Buenos Aires, Nova, 1972, pág. 122). Pero no necesito admitir necesariamente esa hipótesis para llegar a la misma conclusión. 43. Es sabido que la pregunta «¿Existía naturaleza antes que el hombre?» fue debatida apasionadamente en la «lucha» (leyendo los textos, no podemos evitar este término) entre los «materialistas dialécticos» y la «filosofía de Mach y Avenarius». Cf. la sección bajo este epígrafe en V. I. Lenin, Materialismo y empiriocriticismo (1908), Madrid, Ayuso, 1974, págs. 66-67. «La teoría falaz y reaccionaria [de Avenarius], porque por esta razón se vuelve más cobarde», asumía una relación «potencial» entre el mundo (anterior al hombre) y el hombre, y exasperaba a Lenin tanto como cualquier teoría «idealista» basada en [282]
Fichte o en Kant. Aquí solo quiero afirmar que nuestra tesis está tan distante de los «idealistas» como de los «materialistas». No estoy sosteniendo que exista o no un objeto sin sujeto, ni afirmo que exista o no exista «una cosa en sí». El argumento se basa más bien en la «coordinación» constitutiva (es decir, la interrelación) de todas las cosas, sin aceptar la hipótesis metafísica de que, en el fondo, todo es materia o todo es espíritu. 44. Cf. R. Panikkar «Thinking and Being», en Du Vrai, du Beau, du Bien. Études Philosophiques présentées au Professeur Évanghélos A. Moutsopoulos, París, Vrin, 1990, págs. 39-42. 45. R. Panikkar, «Le concept d’ontonomie», en Actes du xie Congrès International de Philosophie, Bruselas, 20-26 de agosto de 1953; recogido en Ontonomía de la ciencia. Sobre el sentido de la ciencia y sus relaciones con la filosofía, Madrid, Gredos, 1961. 46. «Misticismo» no quiere decir esoterismo ni visiones extáticas, sino la sobria experiencia de la realidad en sus tres dimensiones, que se lleva a cabo con el «tercer ojo», junto con los ojos de los sentidos y el intelecto. «Inefable» no quiere decir secreto o enigmático, sino que trasciende, sin negarla, toda expresión lingüística. 47. Cf. la universalización de la gāyatrī (el verso más sagrado del ṛg-veda) en el clásico proceso índico de alcanzar la consciencia propia: yā vai sā pr.thivī-iyam vāva sā yad idam asmin purus.e śarīram (eso que la tierra es, lo es también el cuerpo del hombre; CU III, 12, 3). 48. Cf. las palabras de Thomas Traherne: «No disfrutarás del mundo correctamente hasta que el mismo mar no fluya por tus venas, hasta que no te vistas con los cielos y te corones de estrellas; y te des cuenta de que tú mismo eres el único heredero de todo el mundo, y más que eso, porque los hombres que hay en él son cada uno su único heredero, lo mismo que tú», Centuries of Religious Meditations, citado en Th. Merton, Mystic and Zen Masters, op. cit., pág. 133. 49. Cf. el simbolismo del espejo que no refleja ya la propia imagen en el Orphée de Jean Cocteau (cf. «Orfeo», en Obras escogidas, Madrid, Aguilar, 1966). Eso es sin duda la muerte. 50. Cf. Rom 1,20 y los innumerables comentarios a este pasaje en la tradición cristiana. El mundo es la primera Revelación de Dios. Para una idea de la comprensión tradicional de la naturaleza, cf. M.-D. Chenu, La théologie au douzième siècle, París, Vrin, 1966: los diversos volúmenes de É. Gilson (La philosophie au Moyen Âge. Des origins patristiques à la fin du xive siècle, París, Payot, 1947 [trad. cast.: La filosofía en la Edad Media: desde los orígenes patrísticos hasta el fin del siglo xiv, Madrid, Gredos, 2007]; L’esprit de la philosophie médiévale, [283]
París, Vrin, 1948 [trad. cast.: El espíritu de la filosofía medieval, Madrid, Rialp, 1981]; History of christian philosophy in the middle ages, Londres, Sheed & Ward, 1980; etc.) y los cuatro volúmenes de H. de Lubac, Exégèse médiévale: les quatre sens de l’Écriture, París, Aubier, 1959. 51. Cf. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q. 34, a. 3, c: «Dios, conociéndose, conoce toda criatura [...]. Pero porque Dios con un solo acto se conoce y lo conoce todo, su única Palabra es expresiva no solo del Padre, sino de toda criatura» (Suma de Teología, vol. I, Madrid, BAC, 42001, pág. 358); Cf. también Sal 39,3 ss. 52. «El núcleo esencial [del sistema gnóstico] es el empeño de restituir el πνεῦμα (pneuma) del hombre de su estado de alienación en el cosmos al pneuma divino del Más Allá mediante la acción basada en el conocimiento», E. Voegelin, Israel and Revelation, Baton Rouge, Louisiana State University Press, 1956, pág. 20. 53. Cf. el famoso axioma de José Ortega y Gasset: «Yo soy yo y mi circunstancia», que debería ser interpretado no solo como una Umwelt inmediata, sino como el entorno total del hombre que pertenece a su mismo ser —y viceversa—. 54. Cf. Mt 5,4, respecto al significado del griego οἱ πραεῖς (oi praeis: los bondadosos, humildes, atentos, mansos) y del hebreo am haaretz (pueblo de la tierra, los desamparados, los desheredados). 55. «Omnia mundi creatura quasi liber et pictura nobis est et speculum» (Todas las criaturas del mundo son para nosotros libro, imagen y espejo), dice el siempre sorprendente Alain de Lille (PL 210, 599a), expresando la creencia común de muchos siglos. 56. Cf. las palabras de Nietzsche: «Si hubiera un Dios, no soportaría no serlo» (cf. «En las islas afortunadas» [149], en Así habló Zaratustra), y la afirmación de Simone Weil, «qui dit je, ment», o la experiencia upaniṣádica aham-brahman (yo [soy] brahman). 57. Cf. el epílogo en R. Panikkar, Ontonomía de la ciencia, Madrid, Gredos, 1971, págs. 355-359, así como id., «Introducción a la teofísica», en Convivium 21 (Barcelona, 1966), págs. 235-243. 58. Cf. el delicioso dicho cosmoteándrico de Tsze-sze [Zisi]: «El que es capaz de desarrollar su naturaleza hasta el máximo también podrá hacer que los demás hombres desarrollen todas sus capacidades naturales. El que puede hacer que los demás hombre desarrollen sus capacidades naturales también será capaz de hacer que todas las cosas las desarrollen. Al que tiene la facultad de hacer que todas las cosas desarrollen su naturaleza hasta el máximo también le será permitido que ayude al Cielo y a la Tierra en sus transformaciones y cuidados. Al que le es permitido ayudar al Cielo y a la Tierra en sus transformaciones y cuidados también [284]
le será permitido formar un trío en pie de igualdad con el Cielo y con la Tierra», Chung Yung, XXII (trad. cast.: «El justo medio», en Confucio, Los cuatro libros, Barcelona, Paidós, 2011, pág. 414). 59. La frase aparece quizá por vez primera en el siglo XII en el libro seudohermético Liber viginti quattuor Philosophorum, prop. 2 (trad. cast.: El libro de los veinticuatro filósofos, ed. bilingüe de P. Lucentini, Madrid, Siruela, 2000, págs. 46-47): «Deus est sphaera infinita, cuius centrum est ubique, circumferentia nusquam». Esta es la fuente de Eckhart y, después de él, de Nicolás de Cusa. Cf. la interesante «variación» ofrecida por Alain de Lille (Regulae theologicae): «Deus est sphaera intelligibilis, cuius centrum ubique, circumferentia nusquam» (Dios es una esfera inteligible, cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna). Para otras consideraciones sobre la misma metáfora, que más adelante se aplicará al universo en Pascal, etc., cf. K. Harries, «The Infinite Sphere: Comments on the History of a Metaphor», en Journal of the History of Philosophy XIII/1 (enero, 1975), págs. 5-15. 60. Cf. Jn 10,30; 10,38; 14,9 ss; 17,21; 1 Cor 1,19 ss, así como las palabras de Agustín: «Y cada una de ellas está en cada una de las otras y todas en una y una en todas, y todas en todas, y todas son unidad», De Trinitate, VI, 10, 12 (PL 42, 932; cf. Tratado de la santísima Trinidad, en Obras de san Agustín, vol. V, ed. bilingüe, Madrid, BAC, 1961, pág. 455), o también: «Mas, cuando la mente se conoce y se ama, subsiste la trinidad —mente, noticia y amor— en aquellas tres realidades, y esto sin mezcla ni confusión. Y si bien cada una tiene en sí subsistencia, mutuamente todas se hallan en todas, ya una en dos, ya dos en una. Y, en consecuencia, todas en todas», De Trinitate, IX, 5 (PL 42, 965; ibid., pág. 551). 61. Cf. Sab 1,7: «Porque el espíritu del Señor llena toda la tierra, y el que todo lo abarca conoce cuanto se habla».
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SEGUNDA SECCIÓN
ASPECTOS DE UNA ESPIRITUALIDAD COSMOTEÁNDRICA
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INTRODUCCIÓN Spiritus Domini replevit orbem terrarum SABIDURÍA1 Hasta ahora hemos tratado de decir que el momento que la humanidad está atravesando hoy requiere una radical mutación en la consciencia humana. La novedad de la tecnociencia, que ha modificado la superficie del planeta, debe ir al mismo paso que un crecimiento espiritual del hombre. La palabra «espiritualidad», que continuamos usando, sugiere un primado del espíritu. El espíritu es el símbolo de la parte más noble de la realidad, como dicen Lao-Tsé (Laozi), Eckhart y otros muchos. Una interpretación dialéctica de la «espiritualidad» parecería, sin embargo, contraponer espíritu a materia; justamente lo contrario de lo que queremos decir. En la visión cosmoteándrica no hay materia sin espíritu y, viceversa, tampoco espíritu sin alma, aunque no se trata de una relación dialéctica.2 La palabra «espiritualidad» se ha introducido en el lenguaje contemporáneo como un sustitutivo de la palabra «religión», a causa del sentido corriente que esta última ha asumido desde algunas décadas, sobre todo en las lenguas latinas. «Religión» ha llegado a ser sinónimo de religión organizada, institución social, por lo general con una estructura ideológica dogmática, y ha perdido el sentido primigenio de «religiosidad» como dimensión humana y el sentido etimológico de «lo que liga», más aún «religa», el espíritu con el alma y con el cuerpo, ya sea en el individuo o en la sociedad; esa «fuerza», «energía», «impulso» que liga y «religa» a los hombres entre ellos y también con la tierra y el universo entero; aquel «anhelo», «aspiración», «atracción»... que nos empuja a restablecer un vínculo con el Misterio, lo Infinito, lo Invisible, el Abismo, la Nada, Dios... Según la etimología, la religión también puede interpretarse no solo como lo que nos vincula pasivamente (religat), como una cuestión de hecho, sino también como lo que nosotros vivimos activamente eligiéndola como relación libre (relegere).3 Quisiera recobrar el sentido holístico y tradicional de la religión como dao, dharma y parecidos, pero me he contenido de utilizar estas definiciones para evitar un peligro mayor, a saber, el de dar la impresión de que se trata de una «religión» nueva en contraposición a las religiones institucionalizadas como «sistemas de creencias». Utilizamos, por tanto, la palabra «espiritualidad», subrayando además que el espíritu es fuente de actividad.4 En otras palabras, la praxis es tan importante como la teoría, ya que no pueden separarse una de otra: una praxis sin teoría es ciega, no [287]
ve la realidad, en consecuencia, no da ningún resultado positivo; una teoría sin praxis es manca, no tiene manos para tocar la realidad, no incide en ella y demasiado a menudo es contraproducente. Por tanto, una espiritualidad cosmoteándrica se refiere a una vida en que la teoría y la praxis forman un todo armónico. En esta espiritualidad, la teoría no es la causa de la praxis, ni la praxis causa de la teoría; aun influenciándose recíprocamente, ninguna de las dos prevalece sobre la otra, superando la antinomia dialéctica del aut aut. Superaría los límites de nuestro estudio querer describir esta espiritualidad, que no pretende reemplazar la tradicional, sino solamente completarla, algunas veces corrigiendo o tratando de hacer revivir aspectos olvidados. Los nueve capítulos que siguen no desarrollan los aspectos más conocidos de toda espiritualidad, como la meditación, el ascetismo, el dominio de las pasiones, la consciencia, el abandono, la pureza de corazón, la veracidad, la humildad o el amor y tantas otras virtudes —que, no obstante, son indispensables—. Nuestro estudio, como ya hemos afirmado, no quiere ser un tratado de espiritualidad, sino que solo pretende subrayar aspectos a menudo dejados de lado. Cierta mentalidad, sobre todo contemporánea, se preguntará cómo clasificar esta espiritualidad: cristiana, buddhista, atea, panteísta o de otro tipo. He criticado frecuentemente la manía de la clasificación: para entender un fenómeno, la mentalidad analítica siente la necesidad de aislarlo, de distinguirlo del resto, buscando su «diferencia específica»; es decir, clasifica los fenómenos según sus diferencias de clase. Según otras mentalidades, en cambio, no hace falta aislar un fenómeno para entenderlo.5 Cómo clasificar la espiritualidad cosmoteándrica es una pregunta legítima, pero no necesaria para su comprensión. En todo caso, tenemos que usar un lenguaje particular, aun sabiendo que todo lenguaje es fruto de una cultura determinada y solo inteligible dentro de ella. Nuestro lenguaje es ciertamente occidental, por tanto, lleno de resonancias latinas, helénicas, semíticas y anglosajonas, incluso cuando hace incursiones en otras culturas. Cuando decimos corazón, por ejemplo, el lector español no entenderá shin (kokoro) ni hr.daya ni nefesh ni haqq. Dharma no es idéntico a dhamma ni a deber o religión, igual como Dios no es necesariamente Zeus ni brahman ni kami y, sin embargo, existe entre estos nombres una relación de equivalencia homeomórfica. La espiritualidad cosmoteándrica, a pesar de su lenguaje particular, no es una espiritualidad «confesional» ni tampoco «sincretista», pero puede ser considerada el fundamento de toda espiritualidad humana encarnada —en «relación trascendental» con cada [288]
espiritualidad—. Los títulos de estos nueve capítulos son como sūtra, porque su contenido va unido, como las perlas de un collar, y quiere resumir toda una visión de la vida que requiere ser meditada y, sobre todo, vivida. Sería malentender estos sūtra si se interpretaran como perlas aisladas privadas del hilo que las compone en un collar. No describiremos el collar, pero no podemos ocultar el nombre del hilo. El hilo es el Amor. Sin el amor las perlas no tienen ningún valor, y viceversa, sin los sūtra el collar no sería un collar. El amor no es una abstracción; el amor real siempre está encarnado y estos sūtra solo son cristalizaciones que brillan cuando el amor los ilumina uniéndolos. Los sūtra no son consejos prácticos que haya que seguir ni principios abstractos que deban aceptarse; son afirmaciones teórico-prácticas que deben encarnarse.
1. Sab 1,71: «El Espíritu del Señor llena toda la tierra». La Biblia de los LXX habla del πνεῦμα (pneuma) del Señor que llena la οἰκουμένη (oikoumenē), el mundo y todos sus habitantes. 2. Cf. L. Klages, Der Geist als Widersacher der Seele, Leipzig, Johan Ambrosius Barth, 1929-1932. El título de la obra es significativo: «El espíritu como enemigo (contrario, oponente) del alma». 3. Hay también una tercera etimología posible; cf. R. Panikkar, Religión y religiones, Madrid, Gredos, 1965, pág. 54 [re-legere, re-ligare, re-eligere]; cf. Obras completas, t. II, Barcelona, Herder, 2015, págs. 80, 541 y 613-614) 4. Esta es una de las funciones atribuidas al Espíritu en las religiones africanas, así como en la liturgia cristiana: «renovar la faz de la tierra», la fuerza divina que actúa en todo. 5. Cf. R. Panikkar, Le mystère du culte dans l’hindouisme et le christianisme, París, Cerf, 1970, págs. 37-41; también en Hinduismo y cristianismo (Obras completas, t. VII, Barcelona, Herder [en preparación])..
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I EL PRIMADO DE LA VIDA He venido para que tengan Vida y Vida en plenitud» (Jn 10,10) podría ser el lema de este primer aspecto. Se trata de la Vida que estaba en él (Jn 1,4), el Primogénito del universo (Col 1,15; cf. AV XIX, 6, 4), aunque él no fuera el origen, el Padre de las luces (Jn 1,8; Sant 1,17; etc.) de aquella luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo otorgándole Vida (Jn 1,9). La Vida inmortal es «aquella que los dioses veneran como Luz de las luces» (BU IV, 4, 16). Pero la luz es invisible; solo se hace visible cuando cae sobre un cuerpo opaco, que recibe la luz, la retiene y la refleja. Solamente cuando llega hasta nosotros se transforma en luz. La luz del sol no es luz —como, por otra parte, ningún ente solo es ente—. Todos ser es relación. Esta «luz que resplandece sobre [...] todos los mundos [...] es la misma luz que resplandece dentro del hombre», dice otro texto sacro (CU III, 13, 7). La experiencia de la luz es el introito a la experiencia suprema: la experiencia de la Vida. La Vida está fuera y dentro, somos nosotros y está por encima de nosotros. Esta es la experiencia cosmoteándrica fundamental: la experiencia de la Vida. La Vida no es propiedad privada ni siquiera de los seres que llamamos sensibles o animados. Cuando la cosmología copernicana reemplazó a la de Ptolomeo, y la ciencia moderna eliminó las cosmologías de otras tradiciones de la humanidad, hubo un paso adelante en el conocimiento «científico» del universo, pero al precio de un reduccionismo que ha hecho de la vida un epifenómeno del cosmos. No se trata de volver al llamado animismo mágico, sino de recobrar una cosmovisión más completa. La Vida invade toda la realidad. No se trata de adoptar un panpsiquismo indiferenciado, sino de superar una concepción estática del Ser, sin caer en una visión meramente dinamicista de la realidad. La experiencia de la Vida no cae en los extremismos citados porque no rompe la armonía de la realidad. Armonía, como he desarrollado en otro lugar, es la categoría propia del advaita y la Trinidad, porque la relación en la que ambas se basan no puede sino ser equilibrada, por tanto armoniosa. En última instancia, una visión monista de la realidad tiende al Uno, una visión dualista a la Unión (entre dos); una visión adualista, a la Armonía. La Vida es novedad constante y al mismo tiempo continuidad en transformación. Cuando la continuidad que sustenta la vida de un ser se interrumpe, sobreviene la muerte de ese ser, pero no de la Vida. La Vida [290]
no muere, dicen los Veda (cf. CU VI, 2, 3), muere el individuo. La realidad está viva; mejor dicho, es Vida. Las que he llamado tres dimensiones de la realidad son tres formas de Vida. La Divinidad es Vida. Dios es el Viviente por antonomasia. El Hombre es un ser vivo. La experiencia de la Vida es la experiencia humana fundamental, abierta a todos los hombres. La Vida es «anterior» a la acción, al pensamiento e inseparable del Ser. También la Materia está viva. Nos detenemos un poco sobre esta última afirmación porque las otras dos son menos problemáticas: «La Tierra está viva. Es Madre». «La unión entre el Cielo y la Tierra engendra a todas las criaturas»: les da la vida y las mantiene. «Innumerables espíritus y fuerzas habitan en el mundo». «El mundo está lleno de Dioses». «El universo entero es creación, es decir, fruto de la Vida divina, que llena con su vitalidad el cosmos entero». «La Vida no es privilegio solo del hombre: el hombre participa de la Vida del universo». El hombre, justamente porque vive, ha sido llamado microcosmos; y así como el microcosmos vive, también el macrocosmos vive, es un ser vivo, dotado de un principio de unidad, un principio vivo, un alma. La natura naturans (naturaleza que genera) es la vida misma de la natura naturata (la naturaleza generada). Los tres mundos —Cielo, Tierra, Hombre— participan de la única y misma vida. Lo que empieza en el nivel subatómico, la asimilación de una cosa por parte de otra para sobrevivir en un estadio «superior», culmina en la acción de beber el σῶμα (sōma) y recibir la Eucaristía. Una Upaniṣad dice: «Yo soy comida. Yo que soy comida como al comedor de comida» (TU III, 10, 6). Todo está comprendido en el dinamismo primordial que se ha llamado sacrificio: nuestra participación en ese metabolismo universal que permite que la Vida esté (llegue a ser) viva y gracias al cual subsiste la realidad entera. Estas y otras ideas semejantes han sido compañeras constantes de la humanidad desde los primeros albores de la consciencia, y no han desaparecido completamente de la escena contemporánea. Casi dos tercios de la población mundial viven todavía con ellas; e incluso en esa tercera parte llamada «desarrollada» vemos numerosos ejemplos y reapariciones de estas intuiciones tradicionales. La ecología «profunda», la ecosofía, las nuevas corrientes psicológicas, la «hipótesis de Gaia», el resurgir del interés por las prácticas chamánicas o por las divinidades femeninas, la revalorización del llamado politeísmo, el nacimiento de «nuevas» religiones, el reciente respeto por los pueblos indígenas, así como las numerosas tentativas de superar de manera crítica las insuficiencias del cientifismo injertando nuevas intuiciones cosmológicas [291]
en las ciencias naturales: todo ello son señales, aunque de valor muy diverso, de la mutación que está emergiendo. El centro de gravedad común, más allá de las formas diversas y de los méritos, o no, de estos movimientos radica en una marcada insatisfacción por la atmósfera tecnocrática que predomina en la vida moderna después del canto de cisne del romanticismo. Sin embargo, el peligro de todos los movimientos de moda, ya que fácilmente pueden dar lugar a clichés superficiales, está en las actitudes extremas y las reacciones unilaterales. En el mundo clásico, las discusiones versaban en torno al problema de la llamada anima mundi.1 El hecho de que la tierra tenga un alma significa que está viva, es decir, que tiene en sí misma la causa inmediata de sus movimientos. Este es un buen comienzo, mientras no separemos la causa del efecto. No es a través del pensamiento causal como llegamos a ser conscientes de la Vida. El alma no es la «causa» que hace que la tierra viva. La expresión «tener un alma» es engañosa, porque lleva a la dicotomía que buscamos superar. La tierra no es un cuerpo inerte movido por un motor, animado por un alma. La tierra está viva porque el Ser es Vida. El mito del anima mundi sugiere simplemente que la tierra es un organismo vivo, que tiene una espontaneidad que no sigue de manera mecánica un modelo o modelos establecidos una vez para siempre; y esto denota cierta libertad, que no es mero capricho o fantasía desenfrenada, sino que implica tanto una medida de previsibilidad como un intervalo de indeterminación. La misma expresión anima mundi no dice que la tierra tiene un alma, sino que es un animal; es decir, que está animada, en el sentido original de la palabra. El mismo cambio de significado en el vocablo «animal» revela la fuerte influencia de la perspectiva cartesiana, que priva de manera sistemática a los animales de su animus y, por tanto, de su ser como criaturas animadas.2 Al final del siglo XIX, el racionalismo europeo consideró el llamado «animismo» como una visión «primitiva» de la realidad, propia de cosmologías «subdesarrolladas», y con esta interpretación no hizo otra cosa que evidenciar sus prejuicios y sus límites. Indudablemente, la vida (anima) de un animal no es igual a la vida de un vegetal. Pero incluso las piedras tienen alma, una vida propia, aunque se llame energía. La expresión anima mundi puede desorientar, ya que puede dar a entender que hay un mundo sin alma: en tal caso no sería un mundo, igual como un hombre sin alma no es un hombre, sino un cadáver. El mundo es mundo porque está vivo. Los poetas lo intuyen, pero las mentes racionales se ríen de ellos como si solo expresaran metáforas sugestivas de un mundo irreal, como cuando Rainer Maria Rilke hace hablar a las piedras en diálogo con [292]
Miguel Ángel.3 La reanudación de una espiritualidad animista no significa la vuelta a una concepción anticientífica y «primitiva» de la materia, sino que representa, más bien, un paso adelante en la experiencia de la materia. La tierra debe ser vista como sujeto y no solo como objeto. Las consecuencias son de orden económico, político y también religioso. Todo eso me ha llevado a introducir la palabra ecosofía.4 Por «ecosofía» entiendo la «sabiduría» de la tierra en el sentido del genitivo subjetivo, aunque el hombre sea el intérprete (humano) de esta sabiduría.5 Las discusiones actuales sobre los derechos de los animales y sobre los derechos de la tierra enseñan que la mentalidad ecosófica está penetrando, aunque muy lentamente, en algunos ambientes. Digo que lo hace lentamente porque la aproximación con que nos acercamos al problema es aún monocultural, y está impregnada incluso de la concepción romana del derecho. Habría otra perspectiva si, en lugar de discutir sobre los «derechos» (el ius romano), se hablara de dharma, karma o r.ta. La tierra tiene su orden intrínseco y natural: quebrantarlo no solo significa lesionar sus «derechos» sino sobre todo herir su naturaleza. La visión cosmoteándrica nos hace conscientes de que herir el anima mundi es crear una disarmonía en toda la realidad, es herir la vida del mundo. La espiritualidad secular es consciente de que el saeculum está vivo, con todas sus consecuencias. Esto no quita que la vida humana como ζωή (zōē) vaya mucho más allá de la vida biológica como βίος (bios). El anima mundi no es ciertamente el Espíritu Santo, creencia condenada por la Iglesia como panteísmo, pero no como creencia (universal) en el anima mundi (cf. Denz. 722). Hasta tiempos recientes los hombres, también en Occidente, no dudaban del alma de la tierra. La crisis empezó con Pasteur (1822-1895), cuando demostró que no existía la «generación espontánea» de los animales. Por anima mundi no se entiende evidentemente el alma animal, sino la vida que llena el mundo. La tierra, el sistema solar, todo el universo es un sistema automovido y autorregulado, que reacciona de diversas maneras a los distintos estímulos y también actúa de manera diversa según los respectivos grados de libertad. Una piedra reacciona a la presión y al calor, un animal a otros estímulos y el hombre aún a otros.6 El sistema cosmológico dominante no nos provee de un término para definir la «sensibilidad» de las cosas que llama «no vivas» (y, por tanto, muertas). Ningún ente, en todo caso, está aislado y sin relaciones con el entorno en que se encuentra, aunque los «sentidos» de las cosas sean diferentes de los sentidos de los vegetales, [293]
igual como estos son diferentes de los «sentidos» de los animales, etc. Es oportuno, en este punto, aclarar un malentendido harto difuso. La concepción del mundo como un gran mecanismo, reforzado por el dualismo cartesiano entre alma y cuerpo, ha hecho que los llamados espiritualistas defendieran la visión de un motor (espiritual) extrínseco al mundo, comúnmente llamado Dios. El miedo al panteísmo, sobre todo en las culturas monoteístas, ha llevado a considerar los cuerpos, en cuanto tales, como sistemas regidos por el principio de la inercia; como seres sin vida. Y aunque los cuerpos «vivientes» tienen un grado mayor de libertad, también ellos están sometidos al principio de la entropía. Indudablemente, la vida humana no está en el mismo nivel de la vida animal, ni esta en el nivel de la vida de la materia, como tampoco la vida de los ángeles, en los que creen tantas tradiciones, es igual a la vida divina. Pero la Vida penetra todo el universo. El anima mundi de la visión cosmoteándrica no es aquel motor que pone en movimiento desde el exterior con una chiquenaude (un capirotazo) inicial, como dijo Descartes. Según la hermosa comparación de Aristóteles, si el primer motor mueve el mundo como el amor de un amante, ὡς ἐρώμενος (hōs erōmenos), el universo no puede no sentir esta atracción. El antropomorfismo de la formulación de la ley de la gravedad (los cuerpos se atraen...) es más importante de lo que parece. «Vita viventibus est esse» (la vida para los vivientes es el ser), dice la tradición aristotélico-tomista. Así como hay muchas formas o grados de ser, hay muchas formas o grados de vida. Los grados no han de confundirse, pero la visión cosmoteándrica no encuentra otro símbolo que la Vida para expresar este dinamismo que informa y penetra todo el universo. El hombre reconoce esta vida haciéndose consciente de vivirla. La vida del hombre es vida consciente: el βίος θεωρητικός (bios theōrētikos) de la civilización griega, la vida intelectual en el sentido más amplio de la palabra. Por tanto, la verdadera cultura no consiste en adquirir muchas informaciones, sino en saber vivir conscientemente; es decir, en ser conscientes de la Vida. Este es el gaudium vitae, la alegría del vivir. Resumiendo: la espiritualidad cosmoteándrica no niega «la gloria de Dios» o «el reino de la Justicia en el mundo», el nirvāṇa, el Cielo, la Felicidad o la Perfección, sino que pone el acento en la experiencia de la Vida; experiencia que lleva luego a la realización de los grandes ideales mencionados. Esta experiencia es universal en el hombre. Todo hombre es consciente de vivir y tiende a configurar su vida según una axiología, a veces recibida y a veces encontrada por él mismo, pero en todo caso aceptada. La experiencia de la Vida se ofrece a todo hombre, y cada uno [294]
de nosotros puede vivirla en su plenitud. Pero ¿qué es esta Vida?
1. Cf. entre los muchos libros actuales, H. R. Schlette, Weltseele und Hermeneutik, Frankfurt, Knecht, 1993, para una reflexión filosóficohistórica sobre estas cuestiones. 2. Anima significa también «aire», «aliento» y «espíritu». Cf. el griego ἄνεμος (anemos), «viento», y el sánscrito aniti, «él respira», así como ātman (aliento, alma, vida, el «sí mismo») y prān.a, el «soplo vital». 3. Cf. R. M.ª Rilke, «Von einem, der die Steine belauscht», en Sämtliche Werke, IV, Frankfurt, Insel Verlag, 1987, págs. 345-350 (trad. cast.: «De un hombre que escuchaba las piedras», en Historias del buen Dios, Barcelona, Montesinos, 2007, págs. 67 ss. 4. Término usado ya por Arno Næss, pero en otro sentido. Cf. H. Skolimowski, Éco-philosophie et écothéologie: pour une philosophie et une théologie de l’ère écologique, Ginebra, Jouvence, 1992, que con su noción de «ecofilosofía» se acerca al sentido que yo atribuyo a «ecosofía». 5. Cf. R. Panikkar, Ecosofía. Para una espiritualidad de la tierra, Madrid, San Pablo, 1994. 6. Cf. Th. Berry, The Dream of the Earth, San Francisco, Sierra Club Books, 1988, para una visión de este tipo; también R. Panikkar Ontonomía de la ciencia. Sobre el sentido de la ciencia y sus relaciones con la filosofía, Madrid, Gredos, 1961, págs. 179 ss, para el problema de la vida como automovimiento y la posibilidad de la «vida in vitro», mucho antes de la problemática contemporánea de los genes y de la clonación.
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II LA VIDA COMO EL TIEMPO DEL SER Es una paradoja estimulante que la mentalidad secular contemporánea sea de nuevo sensible a una dimensión del anima mundi que estuvo de alguna manera olvidada en los últimos siglos de la cultura occidental. La paradoja consiste en que la Modernidad se ha vuelto sensible a una de las características más tradicionales de la vida: el tiempo —y el tiempo es el gran desafío a la Modernidad—. La palabra anima significa simplemente vida, y la vida es la categoría suprema. «La eternidad es Vida, ζωή (zōē), [...] que permanece en identidad por razón de que posee siempre presente la totalidad de su ser».1 El hombre es vida y también el mundo material pertenece a la vida. Además, y más allá de las contingencias históricas y sociológicas, el aspecto más profundo de la secularidad es la importancia no solo positiva, sino definitiva, que concede al tiempo. La secularidad afirma los valores provisionales del saeculum; esto es, del mundo temporal —como se ha dicho ya ampliamente—. El saeculum es un verdadero universo, no es algo ilusorio o secundario. El mundo real es temporal, y la temporalidad es su carácter último. A partir de Aristóteles, la especificidad de la vida se ha visto en el automovimiento.2 Aunque esta idea fue modificada por la Edad Media,3 fue aceptada por el Renacimiento.4 Solamente los seres vivos se mueven; las piedras (macroscópicamente) no se mueven. Se hablaba del movimiento, pero en términos de espacio, y no tanto de tiempo.5 Nuestra mentalidad secular vuelve a poner en relación el tiempo y la vida. Que el mundo es temporal significa que no es una estructura muerta, un mero esqueleto insensible al paso del tiempo. Los antiguos griegos, como podemos ver en el Lexikon de Hesiquio de Alejandría, en el siglo V d.C., habían definido ya la vida (zōē) como χρόνος του είναι (chronos tou einai), como «el tiempo del ser». La misma temporalidad del universo manifiesta que está vivo; tiene juventud, madurez y ancianidad, enfermedades e incluso muerte. Debemos detenernos un momento para restablecer una conexión importante, a menudo pasada por alto. El Ser se ha entendido a menudo como el fundamento de todo lo que es, como algo inmóvil, por tanto. El Ser es, en consecuencia, inmutable, perenne, eterno y en última instancia divino. Las cosas cambian porque todavía no son lo que «quieren» ser. [296]
Quieren ser propiamente porque aún no son, en cuanto no han alcanzado la plenitud del Ser —ya pleno y por tanto inmutable—. Quieren Ser y carecen de Ser en igual medida. Ahora bien, el tiempo es el «flujo» de los seres, pero los seres solo pueden fluir en el Ser. El tiempo «deviene» el mismo fluir del Ser. Esto es lo que los griegos llamaban zōē, vida. Esta Vida es la misma Vida del Ser —su tiempo—. La consciencia contemporánea ha subrayado la relación intrínseca entre Ser y Tiempo.6 El tiempo no es un accidente del Ser; el Ser mismo es temporal. Los seres no se deslizan sobre algo llamado tiempo, como si fueran por una pendiente nevada. La temporalidad pertenece a la misma esencia de los seres, y el «tiempo» concreto de un ser no puede abstraerse del ser sin destruirlo. Un Aśoka7 del siglo XX o un aeroplano medieval son auténticas contradicciones. No solo no existen tales cosas, sino que no pueden existir porque, en tiempos distintos de aquellos en que existen o existieron, Aśoka no sería Aśoka, ni el avión sería un avión. Estamos ante un nuevo ejemplo de extrapolación del pensamiento científico moderno fuera de su campo. El verdadero pensar no es un álgebra de conceptos. La experiencia humana del tiempo nos ofrece un buen ejemplo de la evolución de la consciencia humana, y volvemos, así, al tiempo como vida. La palabra «tiempo» connotaba originalmente una intuición predominantemente cualitativa, en el sentido de que todo ser tenía su propio tiempo. El tiempo era la forma peculiar de todo lo que existe. Con el descubrimiento de un modelo cuantitativo subyacente a cada duración, el tiempo llegó a identificarse con su parámetro cuantitativo, con el supuesto de que existía una correspondencia unívoca entre «tiempo medido» y la realidad más rica del tiempo. La gran revolución comienza con la invención del reloj. El «tiempo físico» fue degradado a simple campo (lugar) donde los fenómenos materiales despliegan sus potencialidades de una manera totalmente mecanicista y determinada: una cuarta dimensión expresable en coordenadas cartesianas —función del espacio y de la velocidad—. Esta influencia de la ciencia moderna sobre el pensamiento humano ofrece un ejemplo que tiene consecuencias psicológicas y políticas de extraordinaria importancia: la identificación entre tiempo y tiempo medible. Para que el tiempo sea medible debe ser constante; las horas de invierno y las del verano tienen que ser todas de 60 minutos y una hora de alegría y otra de sufrimiento o de sueño deben ser consideradas iguales, aunque nuestro sentido común nos las hace descubrir diferentes. Sea como sea, la consciencia occidental contemporánea (incluida la ciencia actual) recupera la idea de que el tiempo pertenece a la realidad misma. La temporalidad es una forma peculiar de la existencia humana y, [297]
como tal, no es una autovía por la que el hombre transita, sino parte integrante de su propio ser. El pasado no es dejado atrás, sino que se acumula en el (tiempo) presente; el futuro no solo debe llegar, sino que hasta cierto punto es ya efectivo en el presente, etc. Todo esto muestra una relación directa con una espiritualidad cosmoteándrica que nos libera del peso del pasado y de la angustia del futuro, sin anular, en todo caso, el tiempo. Este es precisamente ese vínculo intrínseco que enlaza todo nuestro ser en una unidad más o menos armónica, ya que el karma negativo del pasado ha sido perdonado (cancelado), o redimido y la incógnita del futuro se ha integrado más o menos en nuestra libertad. Y esto ocurre en un doble plano: individual, en cuanto toca el núcleo de nuestro ser, y personal, en cuanto nos relaciona con el resto del universo. La espiritualidad cosmoteándrica es, de hecho, la forma de vida que nos conecta con el destino de toda la realidad, no de un modo mecanicista, sino preservando los espacios personales de libertad: es la inter-independencia de todo lo real de la que hemos hablado tantas veces. Lo que nuestra consciencia actual empieza a redescubrir es la conexión intrínseca entre la Vida y el Ser en su nivel más profundo. La Vida es el dinamismo del Ser. Las cosas se mueven y su movimiento es temporal. Cuando una cosa muere, el tiempo deja de moverse, de ser, para esa cosa. Las cosas son en cuanto se mueven y se mueven en cuanto son temporales («se mueven en el tiempo», hablando impropiamente); es decir, en cuanto están vivas. Esto no debería anular la distinción entre los llamados cuerpos inertes y los llamados seres vivos.8 La vida es el tiempo intrínseco a las cosas, como ya vieron los griegos. Ahora bien, esta vida general, universal, ζωή (zōē), debería distinguirse de βίος (bios), entendido este último término como vida individual, exactamente lo contrario al uso corriente en la ciencia moderna (biología), pero de acuerdo con su uso en «biografía». Por zōē se entiende «la vida de las criaturas».9 La conexión es tan intrínseca que podemos invertir los términos, como hace Plotino. Esta vida es precisamente tiempo, el tiempo del Ser o «el tiempo del alma». El tiempo, pues, está contenido en la diferenciación de la vida; el incesante movimiento hacia adelante de la vida trae consigo el tiempo interminable; y la vida, cuando alcanza sus etapas, constituye el tiempo pasado. Sería, pues, acertado definir el tiempo (χρόνος, chronos) como la vida del alma en movimiento (ζωὴ ψυχῆς ἐν κινήσει, zōē psychēs en kinēsei), cuando pasa de una etapa de la experiencia a otra. Pues la Eternidad es vida en reposo ((ζωὴ ἐν στάσει, zōē en stasei), inalterable, idéntica a sí misma, siempre interminable y acabada; y si hay una imagen de la eternidad, esta es el tiempo. 10 [298]
Esta última frase es la famosa definición de Platón repetida hasta nuestros días. «Vida eterna» no significa bios atemporal sino más bien zōē, vida ilimitada, llena precisamente de temporalidad: αἰώνιος ζωή (aiōnios zōē), como la llaman los Evangelios: vida cósmica, vida de los siglos, secular.11 Si Grecia concibe la vida como el tiempo del Ser, la India clásica percibe el tiempo como el aliento vital de la realidad. El tiempo «hace madurar a los seres y abraza las cosas». El tiempo es el «Señor que opera el cambio en los seres». «El tiempo creó la tierra». «En el tiempo está la consciencia». Y, de manera explícita: «En el tiempo está la vida» (prān.a).12 Para expresar la noción de vida, la tradición sánscrita utiliza generalmente la raíz prā-, respirar (y, por tanto, vivir). Prān.a connota aliento, espíritu, vitalidad.13 A veces, en plural, el término significa vida, en el sentido de conjunto de todos los alientos vitales. La vida es lo que llena todo lo que existe.14 Otros términos son asu, que significa fuerza vital y también aliento y, asimismo, āyus, poder vital y también duración de la vida, tiempo de la vida.15 Esta experiencia del tiempo es esencial para una espiritualidad cosmoteándrica: el hombre es tiempo en cuanto es vida, pero no es el propietario de «su» tiempo, como tampoco es el dueño de su propia vida. El hombre vive «en» la vida, participa de la vida —y la vida, como dicen los Veda, no muere, porque sería una contradicción o, como dice otro texto, «dentro de la muerte está la vida» (SB X, 5, 2, 4)—. Quien experimenta la Vida no tiene miedo de la muerte. Solamente el individuo muere. La espiritualidad cosmoteándrica es profundamente personal (como personales son las relaciones intratrinitarias), pero no es individualista. Es una espiritualidad madura que ha eliminado el ego, el ahamkāra, el egoísmo. El tiempo no nos es extrínseco; «perder el tiempo» sería perder el ser; vivir el tiempo es vivir la vida y vivir la vida es vivir la tempiternidad.16 Esta actitud frente a la muerte podría ser una verificación de la experiencia cosmoteándrica. Quien tiene miedo de la muerte es porque tiene miedo de la vida; quien tiene miedo de la vida es porque no la vive, y no la vive porque su ego está agarrado al bios individualista, que desaparecerá como la gota de agua cuando cae al mar. Quien se ha descubierto como agua, en cambio, y no como gota (aunque agua encerrada en una gota), no teme perder su individualidad. El precio de no morir al ego no es solo no poder resucitar, sino también no poder ser feliz gozando de la vida.17 Otra cosa es el temor al dolor que acompaña a menudo la muerte. Pero también a este respecto debería decirse que el [299]
dolor duele y, por tanto, tiene que evitarse, pero no necesariamente hay que temerlo. Si mi tiempo es mi vida, y esta es el bios, ha de dolerme que mi vida desaparezca; pero si mi vida es mi tiempo, cuando haya descubierto la Vida en la vida y que esta no es de mi propiedad, gozaré de la Vida en cada momento tempiterno. Resumiendo: una espiritualidad cosmoteándrica no aspira a una prolongación temporal (de un tiempo lineal). La experiencia de que solo existimos por un tiempo limitado en este mundo y que se nos brinda la oportunidad de descubrir el núcleo tempiterno de nuestra vida nos lleva a una actitud de serenidad, de Gelassenheit, fuente de felicidad.
1. Plotino, Enéadas, III, 7, 3 (17) (trad. cast.: Enéadas iii-iv, Madrid, Gredos, 1985, pág. 201). 2. Cf. R. Panikkar, El concepto de naturaleza, Madrid, CSIC, 2 1972, págs. 200 ss, para un estudio más detallado de la naturaleza de ese automovimiento. 3. Cf. inter alia, Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q. 18, a. 1. 4. En este contexto es interesante señalar las consecuencias revolucionarias de las teorías de Galileo, que implicaban que los cuerpos vivos celestes debían seguir las mismas leyes que las cosas inanimadas terrestres. 5. Cf. R. Panikkar, Ontonomía de la ciencia, Madrid, Gredos, 1961, donde expongo de manera sucinta mi crítica del «pan-psiquismo»; introd. también en Espacio, tiempo y ciencia (Obras completas, t. XII, Barcelona, Herder [en preparación]). 6. Cf. Heidegger, Sein und Zeit (1937), Tubinga, Niemeyer, 1972 (trad. cast.: El ser y el tiempo, México, FCE, 1971; Madrid, Trotta, 2003), obra que le mereció un puesto entre los más grandes de la filosofía, al menos de nuestro tiempo. 7. Aśoka (siglo III a.C.) fue un emperador indio, el tercero de la dinastía Maurya, que es especialmente conocido por su conversión al budismo y sus edictos inscritos en pilares distribuidos por todo el territorio indio. (N. del T.) 8. Cf. la distinción entre movimiento inmanente y movimiento intrínseco, en R. Panikkar, Ontonomía de la ciencia, op. cit., págs. 121 ss, así como El concepto de naturaleza, op. cit., pág. 166. 9. Para esta distinction fundamental, cf. K. Kerényi, Dyonisos, [300]
Princeton, Princeton University Press, 1976, pág. XXXII (trad. cast.: Dionisios: raíz de la vida indestructible, Barcelona, Herder, 1998, 22011, pág. 14). Kerényi cita también a Hesiquio y a Plotino. 10. Cf. Enéadas, III, 7, 11, 41-47. «Así que la extensión de la vida comportaba tiempo, y el avance incesante de la vida comporta tiempo incesante, y la vida transcurrida comporta tiempo transcurrido. Si, pues, uno dijera que el tiempo es la vida del Alma en movimiento de transición de un modo de vida a otro, ¿parecería decir algo con sentido? Sí, porque si la eternidad es vida en reposo, en identidad y en uniformidad e infinita en acto, y si el tiempo ha de ser una imagen de la eternidad como lo es este universo con respecto al inteligible, es preciso decir que el tiempo es, en vez de la vida de allá, una vida distinta y como en sentido equívoco: la de la referida potencia del Alma» (trad. cast.: Enéadas iii-iv, op. cit., pág. 223). 11. La expresión se encuentra dieciséis veces solo en los Evangelios, y veintiséis en los otros libros de la Escritura cristiana. Cf. M. Berciano, «Καιρός. Superación del tiempo en el cristianismo», en Naturaleza y gracia 48, 1-2 (2001), págs. 167-200. 12. Para estos y otros textos índicos, cf. R. Panikkar, «Time and History in the Tradition of India: Kala and Karman», en UNESCO, Cultures and Time, París, UNESCO Press, 1976, págs. 63-68. 13. Cf. el griego πλήρης (plērēs), el latín plenum, el sánscrito pūrna, «llenar», y también piparti, «él alimenta»: derivan de la raíz prā, que significa «llenar». 14. Cf. el sánscrito antiguo jyā-jī, y el latín vivus, vita, «vivir». Otra palabra de la tradición es jīvanam, que deriva de la raíz jīv-. 15. Relacionado con el griego αἰών (aiōn) y el latín aevus. La misma palabra aiōn —de la que procede saeculum, el mundo temporal, y también eternidad— significa originariamente «la force qui anime l’être et le fair vivre» (la fuerza que anima el ser y le hace vivir). De aquí pasa a significar el mundo como ser vivo, lleno de energía vital, aiōn. Cf. É. Benveniste, «Expression indoeuropéene de l’éternité», en Bulletin de la Societé linguistique de Paris 38 (1937) pág. 11. 16. Empiezan a abundar estudios contemporáneos que critican la mayor de las penurias de la civilización tecnocrática acelerada: la falta de tiempo (convertido en objeto de consumo y explotación). No es casual que los primeros estudios de Galileo trataran de la aceleración. 17. Cf. R. Panikkar, «El agua y la muerte. Reflexión intercultural sobre una metáfora», en Anthropos 53/54 (Barcelona, 1985), págs. 62-72; también en Mito, símbolo y rito (Obras completas, vol. IX.1, Barcelona, Herder [en preparación]). [301]
III EL SER COMO MANIFESTACIÓN DE LA PALABRA El ser no tiene solamente una relación íntima e intrínseca con el Pensamiento, como parece que ha sido el postulado inicial de la filosofía desde Parménides (siglo VI a.C.). No es casual que la primera metáfora griega verse sobre el sentido de la vista: lo que se ve es lo que se comprende. La sabiduría que viene de Dios se llama «re-velación»: eso que quita el velo del misterio y nos hace ver la verdad sin velos. Ahora bien, mirar implica adoptar una actitud activa de los sentidos y de la mente. La revelación tiene significado solo para un ser que ve. Hay que levantar el velo para poder ver la verdad, para descubrir la verdad. Otras culturas, en cambio, dan más importancia al oído. La sabiduría que viene de lo alto en la India se llama śruti, «aquello que se escucha»; y lo que se escucha es la Palabra. La metáfora del oír para entender presupone que nosotros escuchamos, recibimos, estamos dispuestos, permitiendo que el sonido penetre en nosotros y, penetrándonos, que entendamos su sentido. Brahman también es sonido (śabda-brahman). No hablaríamos si no hubiéramos escuchado primero; y no escucharíamos si nuestro ser no participara del Ser que habla. Naturalmente, no tenemos que interpretar lo dicho como características exclusivas de ambas culturas. La tradición occidental conoce, en efecto, la importancia de la escucha por la fe, el papel de la escucha de la palabra de Dios y la voz interior. «La fe viene de la escucha», dice la Escritura cristiana, aunque en otro contexto (cf. Rom 10, 17). Por otro lado, tampoco la India ignora la importancia de la visión (darśana) como presencia frente a lo sagrado o como inteligencia de la verdad. Sin embargo, los factores socioculturales son distintos: el ojo para Grecia es más penetrante que el oído, mientras que el oído para la India y para las tradiciones semíticas es más sutil que la vista. Ahora bien, para «ver» una piedra, una planta, una máquina o un razonamiento, para llegar a la comprensión, debemos situarnos como un agente activo que dirige el ojo al objeto. En cambio para «oír» lo mismo, si oír es el modo de llegar a la comprensión, debemos situarnos como un agente pasivo que recibe los sonidos emitidos por el «objeto en cuestión». La primera tendencia lleva al experimento (miramos las cosas); la segunda, a la experiencia (las cosas nos hablan); la primera lleva a una intervención más activa, la segunda a una participación más pasiva. Debe [302]
haber luz para que yo pueda ver una piedra y tiene que haber aire para que yo pueda oír el ruido de una piedra que cae, pero soy yo el que cumplo el acto del ver y soy yo el que tengo que estar a la escucha. Comprender (under-stand) significa aquí literalmente estar bajo (stand under) el sonido (el hechizo) de la cosa así entendida. Sobre el trasfondo de una cultura tradicional, occidental, índica, china o africana, se podría afirmar que la respuesta personal al Ser que habla se expresa sencillamente con la atribución de los nombres propios a cada cosa. El nombre no se entiende en este contexto como una simple señal, sino como el vínculo entre la cosa (nombrada) y el que la nombra. Un nombre propio toca el alma de la cosa, como se señala en el relato bíblico de Adán, que da nombre a todas las cosas (cf. Gn 2,19-20).1 El lenguaje no es solo una técnica; es una creación.2 El nominalismo, por una parte, nos ha permitido la abstracción y el empleo de conceptos hasta llegar a la ciencia moderna, pero, por otra, nos ha alienado de las cosas y de nuestra relación personal con ellas. Podemos postular que «vida» solo significa vida humana: podemos proponer el axioma de que el «tiempo» solo es la medida del movimiento material en el espacio. Podemos manipular los términos porque los inventamos con fines heurísticos, pero no podemos hacer lo mismo con las palabras, que tienen una historia propia, que han sido transmitidas y que llevan consigo connotaciones que escapan a nuestro poder de establecer lo que nosotros pensamos que deberían querer decir. Los términos son señales epistémicas que usamos para designar objetos. Las palabras son símbolos que encontramos en el intercambio entre hombres, cosas o experiencias humanas.3 Encontrar la palabra justa es un arte difícil. Implica entrar en simbiosis creativa con el universo lingüístico de una cultura y enriquecerla con una contribución original —aunque solo sea con un matiz—. La espiritualidad de la palabra requiere, en primer lugar, saber escuchar la Palabra originaria (lo cual requiere silencio). En segundo lugar, saber escuchar la voz de los otros, especialmente la voz de los sabios (lo cual requiere atención y amor). En tercer lugar, saber transmitir lo que viene sugerido por las cosas mismas, comunicando aquello que el espíritu nos inspira decir (cf. Lc 21,14; etc.). Por tanto, toda palabra auténtica es un sacramento (cf. Mt 12,36). Es el Ser que habla.4 Las cosas a las que damos nombre, a diferencia de los objetos a los que ponemos etiquetas, esto es, términos para su identificación, son entidades que han entrado ya en nuestra vida por medio de algo más que simple sensación, percepción o conocimiento abstracto. Para no recargar nuestro lenguaje decimos «cosas» en el sentido más corriente del vocablo; pero en este contexto «cosas» incluye acontecimientos y experiencias. En [303]
la terminología buddhista, la palabra dharma identifica tanto la vía, la norma, la ley universal que informa la realidad como cada cosa individual en su aspecto de encarnación de la Vida, es decir, tanto la cosa como la vida de la cosa en armonía con la Vida. Estas cosas están en una relación viva con nosotros, y es propiamente esto lo que constituye la unicidad y la no intercambiabilidad. Y sabemos por experiencia que no todo nombre es apto para denominar de modo auténtico aquellas cosas que son parte de la urdimbre y de la trama de nuestra vida. A pesar de nuestro «alfabetismo», las culturas vivas son, por lo común, culturas orales. Las lenguas habladas son de hecho dialectos. Hay un dialecto académico igual como hay un dialecto del Trastevere romano y un dialecto propio de cada generación. No nos toca ahora comentar la influencia de los medios de comunicación de masas; basta hacer mención de ello para darnos cuenta de lo alejados que estamos de la intuición inmediata de la Palabra y del cambio que este hecho representa —y que debemos tener presente, aunque no se trata de volver atrás por nostalgia del pasado—. Hemos dicho que el Ser habla y, por tanto, tenemos que escucharlo. La espiritualidad cosmoteándrica es una espiritualidad de la escucha. También hemos dicho que la escucha requiere estar atentos a las voces de la Palabra. Este es el sentido profundo de la obediencia, como la misma palabra expresa (ob-audire).5 Cuando el hombre obedece a la realidad y no quiere dominarla, la oye hablar, escucha el lenguaje del Ser y empieza a descifrarlo. Aprendemos a leer, pero hemos descuidado la educación del escuchar. Esta es la actitud que he llamado ecosófica. La ecología ha hecho grandes progresos para moderar la explotación de la naturaleza, pero no ha cambiado todavía la relación de dominio por parte del hombre. La ecosofía no es magia en el sentido de que el hombre oye hablar a las piedras o entiende el canto de los pájaros —aunque esta hipótesis no se debe excluir—.6 Más bien diremos, para evitar malentendidos, que la naturaleza no se expresa con palabras; quien habla es el hombre y la naturaleza a través del hombre cuando el hombre no se aliena de ella y sabe ser su voz en lugar de desear ser su dominador. El vivere secundum naturam clásico no significa necesariamente una vuelta a un «primitivismo» grosero o a ignorar el comportamiento de la naturaleza y de las «leyes» del mundo material, sino que alude más bien a una simbiosis positiva y natural. Este discurso requiere una aclaración, porque no toda palabra es dabar, śabda, logos, divina; no toda palabra es la voz de la naturaleza. Hay que aprender a escuchar tal como hay que aprender a leer —a leer el libro de la naturaleza, como decían los medievales, cuando leer y escuchar iban juntos porque se leía en voz alta—. Si leer es una ciencia, [304]
escuchar es un arte. Pero la palabra humana es también un logos humano y, así como puede haber mentira en el logos humano también puede haber ruido en la palabra de la naturaleza.7 Esta palabra sonora tiene el silencio como límite superior y el ruido como límite inferior. El hombre contemporáneo vive en el estrépito de la «civilización» de las máquinas. Buena parte de la humanidad vive en un mundo acústicamente confuso, morfogenéticamente bombardeado de ondas artificiales y sociológicamente obligado a una aceleración que rompe los ritmos silentes de la naturaleza. Una espiritualidad cosmoteándrica no puede ignorar este hecho y creer que cada sonido proviene solamente de una naturaleza divina. Hay el mal moral, pero también el mal acústico y la exasperación de los sentidos. Hemos dicho que la fuga mundi, en este caso el taparse los oídos, no es la solución. Hay una polución acústica innegable y, si la espiritualidad es el arte y la ciencia de gestionar nuestra condición humana, podemos preguntarnos si es posible transformar el «mundanal ruido» en «mundanal silencio», el ruido mundano en silencio secular. ¿Hay una alquimia que pueda transformar en quietud el estrépito del mundo? En primer lugar, no todo estrépito es exclusivamente ruido acústico. Todo ruido es causa, pero también efecto, de una estridencia anímica y manifestación de que también hay disonancia en la realidad. Su nombre es el mal —que no es solo mal moral—. Así como combatir el mal con otro mal no hace más que multiplicarlo, combatir el estrépito con más estrépito no parece ser la solución. Todos hemos experimentado cómo contestando con voz sosegada a alguien que grita se consiguen normalmente un cambio de tono —y a menudo no solo tono acústico—. Nuestra calma interior tiene un poder transformador. Este es un ejemplo casi banal, pero podría representar la transformación alquímica de que hablábamos. Individualmente quizá podemos hacer poco contra la contaminación acústica que nos bombardea casi constantemente, pero unidos a otros se han conseguido ya algunos resultados, aunque mínimos. Además, el sufrimiento del dolor acústico puede llevarnos a promover algo más el silencio en nosotros y alrededor nuestro. Podemos también acostumbrarnos al ruido de los aviones si vivimos cerca de un aeropuerto o de una calle ruidosa, pero esta adaptación fisiológica tiene que ser una ocasión para cultivar más también el silencio interior y empeñarnos en reducir el estrépito exterior. Una verdadera espiritualidad toma muy en serio el mal y no se deja arrollar por él. Recordemos que la flor de loto crece en un pantano de aguas pútridas. El ruido de la ciudad puede estimularnos a cultivar la serenidad interior y a buscar, o también a crear, espacios de silencio en nuestra vida [305]
que luego, valga la paradoja, como olas silenciosas se propagan también por el universo. Resumiendo: una espiritualidad cosmoteándrica tiende más a la escucha de la realidad que a una actitud agresiva de intervención sobre ella, aunque esté dictada por las mejores intenciones. Se trata de una actitud más femenina que nos lleva a una humanización de todas nuestras relaciones, empezando por la naturaleza y culminando con nuestros semejantes. La palabra es la característica humana por excelencia. Una espiritualidad cosmoteándrica pone el acento sobre nuestra humanidad.
1. Cf. RV X, 71, 1: «[...] cuando los sabios comenzaron a dar un nombre a cada cosa». 2. Cf. R. Panikkar, «La paraula, creadora de realitat», en R. Panikkar (ed.), Llenguatge i identitat, Barcelona, Publicacions de l’Abadia de Montserrat, 1994, págs. 11-61. 3. Cf. R. Panikkar, «Words and Terms», en M. M. Olivetti (ed.), Esistenza, mito, ermeneutica, vol. II (Archivio di Filosofia), Padua, CEDAM, 1980, págs. 117-133. 4. Cf. R. Panikkar, «Thinking and Being», en VV. AA., Du Vrai, du Beau, du Bien. Études philosophiques présentées au professeur Évanghélos A. Moutsopoulos, París, Vrin, 1990, págs. 39-42. 5. La palabra griega subraya esta relación con mayor fuerza. Audire está relacionado con αἰσθάνομαι (aisthanomai), «percibir». Cf. αἴσθησις (aisthēsis), «sensación» y también «conocimiento». 6. Cf. el hermoso capítulo de Rilke «Von einem der die Steine belauscht», en Sämtliche Werke, vol. IV, Frankfurt, Insel-Verlag, 1987, págs. 345-350, ya citado. 7. Cf. el testimonio conmovedor del pensador y poeta del siglo XI Alain de Lille. Cf. R. Panikkar, «La visió ecosòfica de l’Edat Mitjana», en Serra d’Or 425 (mayo, 1995), pág. 10.
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IV LA PALABRA COMO SONIDO DEL SILENCIO El Ser habla. El Ser no existe sin vida, y la Vida se manifiesta en la Palabra. El Ser habla en el hombre y habla al hombre, cuando el hombre no se ha alienado del Ser, cuando no quiere romper su vínculo con el Ser, cuando deja que el Ser exista en su integridad. Este es el poder del hombre, que puede interferir en la armonía de la realidad —y perturbar la música de las esferas celestes, decían los antiguos—. El desorden entra cuando se invierten los papeles: cuando la palabra invade el silencio en lugar de dejarse generar por él. Esa disonancia sería el equivalente homeomórfico del pecado original: el hombre quiere apoderarse de la Palabra, no la deja emanar del Silencio, a la escucha del cual permanece. No se trata de una palabra que rompe el silencio, sino de un silencio que da a luz la palabra: la palabra que emana del silencio, como canta la liturgia cristiana de Navidad (Sab 18,14-15), haciéndose eco de los Veda, cuando describen la palabra como «entraña del universo» (AB II, 38). «Al principio ya existía la Palabra», hemos citado ya, pero el Principio no es la Palabra. El Principio es el Silencio, allá donde la Palabra nace, como dijo Ignacio, obispo de una de las primeras ciudades de la cultura de su tiempo: Antioquía.1 No es una paradoja: la Palabra como «primogénita de la Verdad» (RV I, 164, 37)2 como primera «emanación», «creación», «hija»... del Principio viene del Silencio. La Palabra es originaria, no hay nada antes que ella, pero es originada; no es el Origen, viene del Silencio; de otro modo no podría ser originaria. El símbolo del Silencio es la Nada. Decimos «creación» para subrayar que viene de la Nada, aunque la expresión gnóstica sería «emanada» y la cristiana, «generada», por quien, como generador, no puede sino llamarse Padre, y su «naturaleza» es la Nada, porque todo lo que «era» (que es) lo ha dado (lo da) al Hijo, al Logos, a la Palabra.3 Comoquiera que sea, toda palabra, en la medida en que participa de la Palabra, es un sacramento, como ya hemos dicho: «crea» aquello que auténticamente pronuncia. Es una experiencia humana común que toda palabra real no es una repetición de otro vocablo, sino que es casi una materialización de la realidad que la palabra significa, algo parecido a una encarnación. Realmente decimos algo cuando nuestra palabra es virgen, [307]
cuando no repite, sino que surge espontáneamente de la entraña de la realidad —donde la palabra reside—. Por eso se nos pedirá cuenta de cada palabra vana, ineficaz (cf. Mt 12,36). Dejar hablar al silencio puede sonar como una paradoja, si se interpreta en el sentido de que el silencio habla. El silencio es silencio porque no habla; pero el silencio también es silencio porque no se encierra en sí mismo ahogándose en su silencio, sino que es la condición misma para que de él brote la palabra. El silencio es la condición misma de la posibilidad de existencia de la palabra. La palabra existe porque el silencio la hace posible, pero también el silencio llega a ser silencio porque la palabra lo re-vela, cubriéndolo con su sonido igual como la luz revela la oscuridad (que a su vez hace visible la luz, cubriéndola con su luminosidad). Una espiritualidad cosmoteándrica deja que las palabras surjan del silencio mismo de las cosas, hace que estas hablen a través de la palabra humana. La palabra humana deviene entonces revelación de la realidad de aquello que las cosas realmente son. Si el origen de las palabras se encuentra en el silencio, ninguna palabra podrá tener la pretensión de ser la palabra exacta y definitiva, ningún significado podrá ser unívoco y final, porque el silencio no dicta su interpretación. El pluralismo es una característica de esta espiritualidad; lo cual no significa anarquía de significados. La mayor parte de las discusiones doctrinales provienen del hecho de que se construyen conceptos verbales que, estando lejos del silencio original, tienden a absolutizarse. Nuestro título no es un oxímoron real, sino solo aparente, porque no estamos habituados ni a la escucha del Silencio ni a la consciencia holística más allá del pensamiento analítico —«componendo et dividendo», decía ya Tomás de Aquino—. El sonido del Silencio está en relación con la «música» de las esferas (Pitágoras) —pero al parecer Pascal no lo oyó nunca y por eso le espantaba el «silencio de los espacios infinitos»—. El sonido del Silencio es la Palabra (de nuevo la relación advaita o trinitaria). El sonido representa un punto importante en nuestra espiritualidad, porque la Palabra no es, como se interpreta a menudo, idéntica a su significado, es decir, a su contenido intelectual. Ciertamente, hay la palabra interior y toda palabra es palabra y no solamente ruido acústico, porque tiene un sentido; pero la palabra es palabra plena y real en cuanto contiene la cuaternidad constitutiva de la palabra: el que habla, un tú al que se habla, un sentido intelectual y un sonido material. La intuición védica ha llamado a la palabra no solamente vāc (en latín, vox, voz) sino también [308]
śabda, es decir, sonido, voz que la filosofía mīmām.sā considera luego como el sonido eterno. En ambos casos, la palabra es voz, por tanto, algo material. El Logos trinitario, como Palabra del Padre, es ya una realidad material. Cuando el Padre habla (es decir, genera el Logos), crea toda la creación, dice santo Tomás.4 Esta es la Materia como parte de la realidad cosmoteándrica o de la Trinidad radical, como he tratado de explicar en otro lugar. Palabra y Silencio proceden al unísono. Resumiendo: esta espiritualidad tiende al silencio más que a la expresión unívoca de cada cosa y cada acontecimiento. Se convierte entonces en una espiritualidad tolerante, no por motivos estratégicos, sino por experiencia de la contingencia humana, que proviene de haber tocado (cum-tangere) el misterio del Silencio junto con el misterio de la Palabra. En resumen, es una espiritualidad de paz.
1. Cf. R. Panikkar, «El silencio de la palabra. Polaridades no dualísticas», en Cielo y tierra 10 (invierno, 1984-1985), Barcelona, Arbor Mundi, Integral, págs. 25-40. 2. Cf. también TB II, 8, 5, 3. Cf. R Panikkar, «El silencio de la palabra», op. cit., passim. 4. Summa Theologiae, I, q. 34, a. 3; etc.
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V EL SILENCIO COMO APERTURA AL VACÍO No hay hermenéutica del Silencio porque toda interpretación lo quebranta. La interpretación es obra del Logos, pero el Silencio no es Logos y, al no serlo, está vacío de Palabra. No se puede decir que el Silencio sea un No-ser porque el No-ser no es. El Silencio es la ausencia de Palabra y, desde un punto de vista lógico, es «anterior» a la Palabra, ya que es lo que la hace posible. La Palabra es el órgano del ser, es su Primogénita. Por tanto, el Silencio será la ausencia del Ser. No es su negación, el No-ser, el Nulla (ne-ullus) latino, el Niente (non-ens) italiano, sino más bien la Nada (non-natum) española y la śūnyatā (vacuidad) buddhista —que no han de confundirse con el nihilismo moderno—. En todo caso, en el silencio el hombre hace la experiencia del vacío, es decir, de la pura ausencia. Pero la ausencia solo se puede experimentar como una ausencia de presencia, como la espera de algo que se esconde en la presencia, pero que no se presenta —no como una presencia que se ha disuelto—. No obstante, también la experiencia inversa es real y, en cierto modo, desde nuestro punto de vista, más importante. Es la experiencia de la presencia, de una presencia no definible, que cuando no es estática adquiere forma sobre el fondo de una ausencia que la hace posible. Esta ausencia no se percibe como una experiencia directa de ausencia, que sería una contradicción en cuanto la ausencia estaría presente a nuestra consciencia. No es la ausencia de otro ser que sería su complemento o su suplemento; es una especie de espacio vacío que hace que la presencia del ente presente sea posible y pueda moverse, existir, por así decir, y, en última instancia, ser. La filosofía contemporánea de la «Escuela de Kioto» ha unido la especulación occidental moderna con la oriental buddhista, que permite superar cierto nihilismo, pero reconociendo también su valor correctivo respecto de una filosofía demasiado estática del Ser.1 Es cierto que la mística de todos los tiempos ha subrayado la aproximación apofática a la realidad. Así, se habla del «rayo de tinieblas», del «no-saber», de la «nube del no-conocimiento», de la docta ignorantia, etc., por no citar a Laozi (Lao-Tsé), las Upaniṣad, el Dhammapāda y tantos otros textos orientales. Sin embargo, en principio, la espiritualidad predominante en nuestros días, también en Oriente, es preferentemente [310]
catafática.2 En esta situación aparece el καιρός (kairos) de una espiritualidad cosmoteándrica. Se podría decir que representa un retorno a la mística como experiencia universal, sin caer en el misticismo como experiencia particular, o mejor, especializada. He tratado de describir en otro lugar3 la mística como visión de la realidad en sus tres dimensiones, material, intelectual y espiritual, correspondientes a los tres órganos humanos de apertura a la realidad que algunas tradiciones han descrito como el ojo de los sentidos, el ojo de la mente y el ojo del espíritu.4 «Dei cognitio experimentalis»5 (un conocimiento experimental, es decir, directo e inmediato de Dios) es, desde san Buenaventura, una definición cristiana clásica de la mística que una espiritualidad cosmoteándrica podría aceptar matizando las tres palabras de la definición. La mística es ciertamente cognitio, conocimiento, pero en un sentido más amplio y más profundo de como se interpreta generalmente. El «conocimiento» sería en este caso el toque consciente, la apertura completa, también de los sentidos; es praxis y teoría a la vez. Experimentalis, es decir, inmediata y, por tanto, sin la inter-pretación de una cognitio mental —y que algunas tradiciones dirían también consciente—. Conocimiento de Dios, Dei. Ciertamente, si por Dios se entiende un icono de toda la realidad, el misterio que no tiene nombre, pero que todo nombre revela y esconde, entonces la definición podría servir para una espiritualidad cosmoteándrica, aunque el lenguaje sea distinto. La cognitio no es reflexiva, la experimentalis no es objeto de ningún experimento, tampoco mental, y Deus no es una realidad meramente trascendente. Resumiendo: esta espiritualidad tiende a un contacto con toda la realidad, aun sabiendo que es infinita y misteriosa en cada uno de sus aspectos. Esta espiritualidad supera la aproximación mental a la realidad, sin dejar de lado la dimensión intelectual. Es una espiritualidad mística.
1. Cf. J. W. Heisig, Filósofos de la nada. Un ensayo sobre la Escuela de Kioto, Barcelona, Herder, 2002, para una exposición lúcida y crítica de los tres mayores representantes (Nishida, Tanabe, Nishitani); también M. Yusa (Zen & Philosophy. An Intellectual Biography of Nishida Kitaro, Honolulu, University of Hawaii Press, 2002) para una biografía intelectual del fundador de la escuela (Nishida). 2. Cf. R. Panikkar, «De Deo abscondito», en Arbor 25 (1948), [311]
págs. 1-26, donde ya se apuntaba esta problemática. 3. Cf. R. Panikkar, «Navasūtrāni», en Obras completas, vol. I.1, Barcelona, Herder, 2015, págs. 227-360. 4. «Oculus carnis, mentis et fidei», dice Hugo de San Víctor. 5. San Buenaventura, Commentaria in quattuor libros Sententiarum, III, d. 35, a. un. q. 1, c.
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VI EL VACÍO COMO ESPACIO DE LA LIBERTAD DE LA ACCIÓN La experiencia del Vacío es un descubrimiento que transforma. Se encuentra en el mismo nivel del descubrimiento de la Vida. No seguimos siendo los mismos, más bien nos hace descubrir lo que realmente somos, nos revela nuestro auténtico «sí mismo», que no es de nuestra exclusiva propiedad. Nos hace descubrir la profundidad insondable del Ser, el abismo insondable, sin fondo (el Ungrund, como dice la mística renana), de la realidad que todos nosotros somos —donde este «somos», este Ser, se integra, por así decir, en el horizonte del Vacío—. Ya hemos dicho que el Vacío no es la negación del Ser. Si lo afirmáramos caeríamos en una contradicción. El principio de no contradicción debe ser superado, pero no negado (el hecho de negarlo lo implicaría en su misma negación). El Vacío y el ser no son uno, no son lo mismo; pero tampoco son dos. No hay predicado que pueda servir como respuesta. He aquí de nuevo el advaita. No se vive la plenitud del ser si no es en el Vacío. El descubrimiento del Vacío nos abre a la experiencia de la libertad; nada nos obliga, tampoco en el orden de la pura consciencia; su espacio está vacío. El pensamiento racional tiene que seguir las leyes de la razón (el principio de no contradicción) y adecuarse a sus objetos —a las cosas que piensa—. En el Vacío no hay cosas. «Donde hay Espíritu del Señor, hay libertad» (2 Cor 3,17). No es la libertad del pensamiento, no es la anarquía, sino una superación del pensamiento mismo, como nos dicen tantas escuelas de espiritualidad. Esta libertad del pensamiento nos lleva a la libertad de la acción. La acción humana libre no es una reacción; por este motivo no es previsible. Partimos primero del orden sociológico para remontar luego al metafísico. El valor atribuido a la actividad humana ha atravesado dos momentos extremos en la historia de la espiritualidad: del desprecio de los «trabajos serviles» —considerados en la Biblia un castigo divino y en la India tradicional una actividad no digna de los «renacidos» a una vida superior— a la exaltación del trabajo humano como la contribución del hombre a la riqueza del mundo, al bienestar de la humanidad y a la autorrealización. A medida que se producía esta evolución, la contemplación, considerada una especialidad alejada de la vida «activa», perdía valor en la vida espiritual. [313]
La revolución industrial, que comenzó como un catalizador de una actitud humana innovadora, transformó la obra del hombre, que de actividad destinada a la realización del hombre pasó a ser trabajo para la producción, con una pura finalidad económica. La crítica de Marx es válida en muchos de sus análisis, óptima en sus intenciones, pero errada en sus conclusiones por la unilateralidad de sus premisas —como, por lo demás, también el capitalismo—. Parece que se pasa de un extremo al otro, a pesar de los numerosos esfuerzos de llegar a un compromiso. Sin entrar en las obstinadas discusiones actuales, es significativo, por ejemplo, constatar cómo el pensamiento cristiano, a remolque de los tiempos, después de Marx, ha empezado a redescubrir el valor positivo del trabajo,1 hasta crear toda una «teología» del trabajo e incluso una «teología de las realidades terrenas»,2 aunque esta última esté más cercana a la valorización positiva de la secularidad que a un apologética del trabajo. El texto bíblico de partida no era propiamente la maldición de Eva por parte de Yahveh después de la caída (Gn 3,17-19), sino la frase de Dios después de la creación —extrapolando, sin duda, su sentido—: «Tomó, pues, Yahveh-Dios al hombre, y lo instaló en el jardín de Edén para que lo cultivara y guardara» (Gn 2,15). También es un signo específico de este período el que la mayoría de las órdenes contemplativas cristianas, apenas se establecían «en tierra de misión», abandonaban su carácter «contemplativo» para dedicarse a «obras activas» —cosa, por otro lado, más que comprensible, considerada la condición social de aquellos países—.3 Podríamos multiplicar los ejemplos citando la aproximación de filósofos marxistas a posiciones menos extremistas.4 Una espiritualidad cosmoteándrica distingue claramente la cooperación con el dinamismo de la naturaleza, la actividad humana en sinergia con la creación y el trabajo moderno que se ha convertido en medio para «ganarse la vida», expresión que suena casi a blasfema si se toma en serio. No se gana la vida con el trabajo, sino con las virtudes, la fe, el amor: con la misma vida. El dinero que se gana no es la vida, sino todo lo más un medio para procurarse una existencia más o menos confortable. El trabajo (tri-palium) es instrumento de tortura. El hombre no ha sido creado para trabajar, sino, como dice el Biblia, para cultivar un jardín, como hace un artista y no un «asalariado». 5 La Bhagavad-gītā nos dice explícitamente que el hombre debe ser activo, debe actuar para mantener la cohesión de este mundo (lokasaṃraha), cumpliendo así una función cósmica.6 Toda actividad humana con fines exclusivamente egoístas es, por eso mismo, inmoral. Esta es la gran contribución de la espiritualidad que buscamos [314]
delinear; y es aquí donde aparece la importancia del discurso sobre el Vacío. En el interior de una filosofía del Ser toda acción tiende a un fin, como parece haber sostenido la filosofía de Aristóteles, hasta el punto de buscar también una finalidad a la acción divina (a pesar de lo que dice un texto bíblico, aunque un poco ambiguo).7 Si introducimos, en cambio, la filosofía del Vacío, la verdadera acción libre no está determinada por una finalidad. Este es el sentido tantas veces malentendido de la Bhagavadgītā, cuando nos dice que llevemos a cabo nuestras acciones sin apegarnos a sus resultados,8 lo que, fuera de contexto, puede resultar hasta inmoral. Algo parecido nos dicen también algunos místicos cristianos cuando afirman que «el hombre noble» actúa sin porqué, como la flor que «florece porque florece».9 Ni el futuro, ni el Ser están predeterminados. No hay un pre anterior al Ser. El ser y el Vacío se encuentran en polaridad constitutiva. Su relación no es dialéctica (lo cual sería una contradicción), sino que es adual (advaita). Llevar a cabo una acción con esta libertad requiere un total desinterés, un sereno desapego que solamente un corazón puro, es decir, vacío, puede tener. «No se premedita la autodefensa», dice el Evangelio.10 Estamos de nuevo frente al problema del tiempo. El fin de una acción es distinto de la intención que impulsa hacia ese fin, y también es distinto de los medios que se emplean para conseguirlo. Intención y medios son ciertamente distintos del fin. Este último determina los primeros. Pero esta diversidad conceptual no significa necesariamente separación real. Una acción espontánea, por ejemplo, no pone en práctica esa separación y un acto de amor puro tiene la finalidad en sí mismo. Un medio no es necesariamente un instrumento. Mi corazón puro es un medio para un acto de amor desinteresado, pero no es el instrumento. La primera vez que se va en peregrinación a la Meca, si nos hacemos eco de lo que dice Ibn ‘Arabī, es para ver la Ka’bah y acumular méritos para el cielo; la segunda vez, para ver al Señor de la Ka’bah, para gozar de su Presencia sin ningún interés por los méritos que se adquieren; la tercera vez, el místico no lo hace ni por los méritos ni por el gozo, lo hace sin finalidad alguna; en el camino está la meta —y no ve ni la Ka’bah ni a su Señor—. La espiritualidad de que hablamos puede permitirse esta libertad porque en la experiencia de la περιχώρησις (perichōrēsis) cosmoteándrica se descubre que ya somos el campo en el que se juega la aventura de lo real. La experiencia del Vacío corresponde al descubrimiento de la realidad como creatio continua, por citar la escolástica, o el pratītyasamutpāda, por remitirnos al buddhismo mahāyāna. La realidad es novedad constante, una obra de arte. Nadie habría podido sugerirle a un Beethoven cómo componer la Sonata a Kreutzer. [315]
Resumiendo: una espiritualidad cosmoteándrica no tiende a la consecución de algo que (todavía) no se tiene porque se es consciente de lo que se es; somos conscientes de encontrarnos en el punto de cruce de las tres dimensiones de lo real, también somos conscientes de que esta consciencia no es «nuestra», y que, en cuanto «nuestra», se encuentra todavía cargada de todas nuestras imperfecciones y limitaciones. Pero en esto reside la verdadera libertad.
1. Cf. M.-D. Chenu, Pour une théologie du travail, París, Seuil, 1955 (trad. cast.: Hacia una teología del trabajo, Barcelona, Estela, 1960). Cf. también la encíclica Rerum novarum (1891) de León XIII, cuyo título ya es una confesión del retraso respecto del Capital (1867) de Marx y el Manifiesto del partido comunista (1848). También el título de la encíclica de Pío XI es una confesión: Quadragesimo anno (1931). 2. Después de la segunda guerra mundial, a finales de los años cuarenta, yo mismo participé muy activamente en cursos internacionales (europeos) sobre una «Theologie der irdischen Gegebenheiten» [Teología de las realidades terrenas] (sobre la que tengo un libro todavía inédito). Cf. también G. Thils, Théologie des réalités terrestres, París, Desclée de Brouwer, 1946 (trad. cast.: Teología de las realidades terrenas, Buenos Aires, Desclée de Brouwer, 1948), etc. 3. Cf. F. Wilfred, Asian Dreams and Christian Hope, Delhi, ISPCK, 2000, para una valoración reciente de este problema en la India. 4. Pensamos en nombres como Ernst Bloch, Herbert Marcuse, György Lukács, la Escuela de Frankfurt, etc. 5. Cf. el citado texto de Gn 2,15. 6. Cf. BG III, 20 y III, 25. 7. Prov 16,4: «Omnia propter semetipsum operatus est Dominus» (Todo lo hizo Yahveh con un fin), que contiene en todo caso un propter. Las tradiciones modernas (sin duda más cercanas al original, pero más alejadas de lo que queremos sugerir, lo mismo que la interpretación de la Edad Media) dicen: «Dios ha hecho todas las cosas para que realicen su propio destino». 8. Cf. BG III, 4; II, 35; XVIII, 47, 49. 9. A. Silesius, Der cherubinische Wandersmann [1675], Múnich, Goldmann, 1960: «Die Ros’ ist ohn warum; sie blühet, weil sie blühet, / Sie achtt nicht jhrer selbst, fragt nicht of man sie sihet» (trad. cast.: El peregrino querubínico, Madrid, Siruela, 2005, pág. 95: «La rosa es sin porqué. Florece porque florece. A ella misma no presta atención. No [316]
pregunta si se la mira»). 10. Cf. Lc 21,14: «No debéis preocuparos de cómo os podréis defender».
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VII LA ACCIÓN COMO DESCUBRIMIENTO DEL MUNDO El hombre es libre porque el Vacío no lo determina y le deja un espacio de libertad; pero la realidad no es solamente Vacuidad. Las cosas ofrecen resistencia a la acción del hombre y esta resistencia hace que nosotros las descubramos como reales. Esta resistencia, sin embargo, no es insuperable. El hombre puede cambiar la forma de las cosas y el curso de los acontecimientos. Primero trataremos de las cosas, y luego, del curso de los acontecimientos. Mundo, en efecto, puede significar el mundo material de las cosas o el mundo de los acontecimientos humanos. La acción del hombre sobre el mundo material es la gran especialidad de la ciencia moderna. Nuestra espiritualidad no puede olvidarlo. Hemos alcanzado un conocimiento del mundo que ha de ser integrado en la espiritualidad contemporánea. Hace falta subrayar que no podemos ignorar no solo los problemas de bioética, por ejemplo, sino sobre todo las profundas visiones de la ciencia contemporánea acerca de la materia y la vida: nos acercamos al Misterio desde una nueva perspectiva, que enriquece y también transforma muchas de las actitudes más antiguas respecto al mundo y al cuerpo. Y como este es un tema más conocido y más estudiado, por razones de brevedad, no de importancia, dirigimos nuestra atención al sentido más holístico de la palabra «mundo». Desde la perspectiva de las cosmologías, parece que el primer significado de «mundo» es el cosmos en su totalidad. «¿Qué es el mundo sino la manifestación [visible] del Dios invisible? ¿Qué es Dios sino la invisibilidad de las cosas visibles?», dice lapidariamente un filósofo místico cristiano.1 El segundo sentido es este mundo, es decir, nuestro planeta tierra. La visión del hombre sobre este mundo oscila entre dos polos de comprensión simbólica: el primero es la solidez y, por tanto, la centralidad de la tierra; el segundo es su fertilidad y, por consiguiente, su aspecto vital. Estos dos polos pueden ser vistos por parte del hombre según un doble simbolismo. Por una parte, la tierra es tierra firme, terreno sólido, lo que no es mar. Sobre la tierra el hombre se mantiene sobre sus pies. La tierra, precisamente porque es firme, representa el símbolo primario del centro, el eje estable, el núcleo de aquella simbólica matriz de orientación y centralidad. El árbol sagrado, la roca santa, el pilar, el gozne, la [318]
montaña central, etc., son símbolos cosmológicos que centran, fijan y orientan al hombre hacia lo último, la totalidad divina, el Uno.2 En realidad, la mayor parte de las ramas de la filosofía reconocen el cosmos como algo dado y admiten también los fenómenos que constituyen el mundo como punto de partida del pensamiento, por diferentes que puedan ser sus interpretaciones de esos fenómenos o de esa realidad dada: el mundo podría ser tan solo una gran ilusión, o podría ser todo lo que existe, pero, en todo caso, tiene que ser aceptado ante todo por lo que «es» —sea apariencia o realidad—. No importa a este respecto si el mundo es el planeta tierra o el universo astronómico. La escolástica medieval consideró el mundo como la primera fuente del conocimiento: «Quod in intellectus est, primo in sensus erat» (Lo que se encuentra en el intelecto, estuvo primero en los sentidos).3 Son los sentidos los que atestiguan la realidad misma, y ellos son los testigos de la realidad de la tierra. La centralidad de lo cósmico en la filosofía realista y empírica es evidente, y hasta hoy uno de los principales intereses de la filosofía siempre ha sido encontrar el Grund, o hasta el Urgrund, el fundamento o el abismo primordial de todas las cosas. La filosofía trascendental debe, en primer lugar, conocer aquello que pretende trascender; el laukika (lo que pertenece a la vida cotidiana, lo ordinario) tiene que ser conocido en sus propios términos antes de poder hablar del lokottara (lo que está más allá de lo común, lo extraordinario). La revelación como fuente de conocimiento, que a primera vista parece ignorar las «leyes» cósmicas, muy a menudo presupone la dimensión cósmica como sacramento, símbolo o hierofanía. En pocas palabras: la tierra es materia, sustancia, y también el centro de nuestro pensamiento. Sin embargo, la tierra también es aquello que está bajo el cielo, aquello que incluso estando lejos se encuentra bajo la influencia del cielo —sean las estrellas o sea lo divino—. La tierra no solo ofrece fundamento a la realidad, sino que produce realidad. La tierra es fértil, es el útero de los seres. Ella recibe la semilla de lo divino y la transforma en vida abundante. La tierra es el lugar en que lo divino manifiesta al hombre su generosidad y su poder. La tierra recoge la multiplicidad del mundo en sus pliegues; su tarea es abrazar y dar cabida a todos los seres. Y es a través del cambio como crecemos y vivimos. La tierra, como sede del cambio, se convierte en el terreno de la fe. Solo por un acto de fe siembra el campesino y lanza la red el pescador; solo por un acto de confianza damos nosotros por cierto que el sol saldrá cada día, que todos los elementos del cosmos manifestarán al día siguiente el mismo aspecto que el día anterior, que el [319]
aire seguirá transportando las ondas de la radio, que el cobre conducirá la electricidad, etc. La tierra no es en absoluto pura pasividad. Por decirlo brevemente: la tierra es materia, también materia prima (πρώτη ὕλη, prōtē hylē). A pesar de las diferencias, hay una profunda intuición en llamar con el mismo nombre a la materia física y a la materia metafísica (materia prima). Si no somos sensibles a este doble simbolismo de la tierra y no logramos captar la relación entre ambos polos, corremos el peligro de interpretar erróneamente la solidez de la tierra reduciéndola a sustancia, opacidad, impenetrabilidad, muro que separa ambos mundos, y convertir la receptividad en manipulabilidad, probabilidad y mera tangibilidad: el materialismo. O bien, en el otro sentido, consideramos la tierra como un trampolín para trascenderla. La tierra se convierte entonces en un medio para saltar más alto; es aquello que nos proporciona el dinamismo para la autotrascendencia. En resumen: la tierra es energía. La tarea humana es reconstruir el cuerpo desmembrado por autoinmolación de Prajāpati, el padre de los Dioses para el hinduismo,4 es cooperar en el crecimiento del Cuerpo Místico de Cristo hasta que «Dios sea todo en todos» (1 Cor 15,28). Se trata, en fin, de participar como espectadores, actores y también como coautores en la aventura de la realidad. Pero si, como espectadores del despliegue del universo, somos más bien pasivos, como actores tenemos nuestro propio papel, que incluye un margen de libertad para desarrollarlo más o menos bien. Pero somos también, al mismo tiempo, coautores del libretto de la Vida (valga la metáfora), y esto supone una libertad aún mayor y, con ella, una mayor responsabilidad y dignidad. Si la libertad del espectador se limita a animar a los actores, aun cuando sea solo con una atención intensa para que el espectáculo sea bello, la libertad de los actores es mucho mayor, porque deja margen para una interpretación personal; sin embargo, como coautores tenemos en nuestras manos, al menos en parte, el destino del universo. Pero, en tercer lugar, mundo quiere decir también mundo humano. Más concretamente, el hombre vive en una πόλις (polis) y la polis no es extrínseca a su ser. Por eso, transformándonos nosotros, también transformamos a la sociedad. El hombre no es un individuo aislado; es comunidad, polis, o sea, un animal político, como lo llama Aristóteles — o, más exactamente, un ser vivo (ζῷον, zōon), por naturaleza (φύσει, physei) político, ciudadano (πολίτικον, politikon). La espiritualidad que intentamos describir es una espiritualidad humana, eminentemente humana, y no contempla, por tanto, únicamente alcanzar el cielo, el nirvāṇa o la salvación del individuo, sino que se [320]
empeña también en la construcción de una ciudad justa. Como hemos dicho antes, es una espiritualidad secular; se preocupa por el reino de la justicia entre los hombres, aun sabiendo que ni la justicia perfecta ni la felicidad perfecta son de este mundo. El compromiso en la polis pertenece esencialmente a esta espiritualidad, que no se limita al perfeccionamiento de un espíritu desencarnado o de un individuo deshumanizado. La perfección humana, a la que tiende esta espiritualidad, no es individualista. El ermitaño no es necesariamente individualista ni la fuga mundi es necesariamente egoísta. Hay situaciones en que la soledad es necesaria, pero no debe ser confundida con el aislamiento. Un eremita que viva solo en su ermita en la montaña puede estar en comunión con la humanidad y tener, por tanto, una influencia más eficaz sobre la vida política de un país o una nación que centenares de «activistas», los cuales, en todo caso, tienen también su propio papel. Esta espiritualidad no solo no separa el espíritu de la materia, tampoco separa a los hombres entre sí. Esto no quiere decir que no respete la ontonomía de todo ser —ontonomía que requiere el descubrimiento de la inter-in-dependencia de todas las cosas y el respeto de los distintos grados de libertad de cada partícula individual de la realidad—. El compromiso en la polis nos cura de una enfermedad que ha contagiado algunos tipos de espiritualidad que han separado lo sagrado de lo secular, como ya hemos observado. Este compromiso requiere, evidentemente, un conocimiento del mundo político en su sentido más amplio y más noble. Durante demasiado tiempo se ha querido separar la espiritualidad de la política, con tristes resultados para ambas. Una cosa es la sana y necesaria separación entre Iglesia y Estado, como reacción a las teocracias y a los cesaropapismos de la historia islámico-cristianojudía, y otra el divorcio entre religión y vida o entre espiritualidad y política. Habiendo tratado ya ampliamente este tema, me permito ser más breve.5 Pero hay un aspecto que requiere ser puesto en evidencia, en armonía con todos los aspectos anteriores. La espiritualidad de que hablamos podría ser caracterizada por una de las bienaventuranzas del Evangelio de Jesús: «Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia» (Mt 5,6). La metáfora es fuerte: no se dice que se trata de la búsqueda de la justicia (δικαιοσύνη, dikaiosynē), del esfuerzo para establecerla en el mundo, sino de hambre y sed, por lo tanto, de una verdadera necesidad, poco menos que fisiológica, de justicia, de algo sin lo cual se muere. No es algo trivial, un suplemento a la perfección, un «santo deseo», sino una necesidad vital sin la cual se muere. Además, si [321]
se tiene hambre y sed de justicia, eso quiere decir que no hay justicia, que no podemos nutrirnos de ella porque falta en el mundo. Se diría que se trata de una mercancía muy escasa —entonces y ahora—. Y esto no es todo. El Evangelio añade algo difícil de creer, casi un koan del zen. El texto continúa diciendo: «porque ellos serán saciados». ¿Cuándo? Después de veinte siglos, la justicia no ha aparecido todavía en el mundo, por no hablar de los millones de víctimas del hambre y de las guerras. Una interpretación bastante común, pero para muchos poco convincente, es la exégesis escatológica: la justicia se restablecerá al final de los tiempos o al final de la vida. Entretanto, los muertos están muertos, los masacrados son masacrados y la justicia es pisoteada. De poco consuelo sirve creer que en otra vida triunfará la justicia, porque, mientras tanto, en esta vida, continúa faltando. Se trata de un gran desafío, y no solamente para los cristianos, porque el problema es universal. Estaría tentado de decir que esto representa una piedra de toque de una espiritualidad auténtica, porque no se trata exclusivamente de una cuestión racional. La cuestión queda sin resolver, pero quisiera exponer mi hipótesis, que, aun no teniendo una confirmación universal, no se limita a mi experiencia personal. La bienaventuranza que nos sirve de referencia no dice que sean bienaventuradas las víctimas, sino que son bienaventurados los que sufren hambre y sed de justicia, porque serán saciados; porque, antes de morir de hambre y de sed, habrán descubierto que la muerte no es la gran tragedia, que el dolor es una condición humana y que el gozo interior y la paz son un don que puede sernos concedido también en una prisión, en una muerte por indigencia. No se trata de un consuelo superficial, sino de una experiencia de la profundidad de la vida que es divina en nuestra mortalidad y gozosa en nuestros sufrimientos. No hemos acabado aún. Quien tiene hambre y sed trata de satisfacerlas, se lanza a la acción y entonces descubre el mundo y hasta el reino de los cielos (cf. Mt 11,12). El mundo no es un concepto fruto de nuestras «teorías»; el mundo se conoce en nuestra «praxis», en nuestra acción sobre el mundo. Seremos «saciados» en la medida en que nos comprometamos a colmar esta sed. Una espiritualidad cosmoteándrica requiere acción y contemplación. Resumiendo: la espiritualidad de que hablamos no aspira a restablecer el paraíso en la tierra ni a proyectar toda esperanza en otro mundo. Esa espiritualidad considera el saeculum y sus estructuras de manera realista, esto es, como reales, pero no como toda la realidad; sabe que el hombre debe buscar la justicia en esta tierra, pero que el reino está [322]
en nuestro interior, que incluye también a los otros en su dimensión más profunda. Dicho brevemente, es una espiritualidad secular.
1. Nicolás de Cusa, Trialogus de possest, 72, al final (trad. cast.: Diálogos del idiota; El possest; La cumbre de la teoría, Pamplona, EUNSA, 2001, pág. 194). 2. Cf. M. Eliade, Traité d’histoire des réligions, París, Payot, 1940 (trad. cast.: Tratado de historia de las religiones, Madrid, Cristiandad, 1974). 3. La frase, de origen aristotélico, no ha de interpretarse necesariamente, como ha hecho cierta escolástica, contra la teoría iluminista de Platón. Cf. el añadido de Leibniz a la frase latina: «nisi intellectus ipse»: todo proviene de los sentidos, excepto el intelecto mismo. Cf. Ph. Sherrard, Human Image: World Image. The Death and Resurrection of Sacred Cosmology, Ipswich, Golgonooza, 1992, y otras obras suyas, para una crítica a Occidente, que ha olvidado el origen divino del conocimiento, como sustentó san Buenaventura, quien con verdadero esprit de finesse defiende la frase de Aristóteles diciendo que solo vale para el pensamiento abstracto, pero no para el conocimiento de Dios y del alma. Cf. Commentaria in quattuor libros Sententiarum, II, d. 39, a. 1, q. 2 concl. (Opera omnia, Quaracchi, vol. II, pág. 904). 4. Cf. cap. 3 «El mito de Prajāpati» en R. Panikkar, Mito, fe y hermenéutica, Barcelona, Herder, 2007, págs. 89-114; también en Mito, símbolo y rito (Obras completas, vol. IX.1, Barcelona, Herder [en preparación]). 5. Cf. R. Panikkar, El espíritu de la política. Homo politicus, Barcelona, Península, 1999; también en Secularidad sagrada (Obras completas, t. XI, Barcelona, Herder [en preparación]).
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VIII EL MUNDO COMO LUGAR DEL HOMBRE El mundo ofrece resistencia a nuestras acciones, pero de este modo nos revela no solamente su realidad, sino también la nuestra. Encontrándome y tropezándome con el mundo descubro mi realidad; es decir, que yo también formo parte del mundo, que soy mundo, materia, tiempo, espacio y no solo conocimiento, intelecto, mente —aunque es con estos últimos como descubrimos los primeros—. Ya hemos señalado en otro lugar el peligro del angelismo, o sea, la confusión del hombre con el ángel, la creencia en que el hombre perfecto es el hombre angélico, el más parecido al ángel. En el campo de la espiritualidad, sobre todo asiática, eso corresponde al llamado acosmismo, es decir, a la creencia en que el hombre ha caído en el saṃsāra, pero que no forma parte de este cosmos, al que se le niega toda realidad última. Para el sādhu acósmico el mundo y los hombres, en cuanto «mundanos», no existen realmente, no son reales. También otras formas de espiritualidad, posiblemente menos extremistas, afirman que el mundo no pertenece a la realidad última, por ser transitorio y mortal. La espiritualidad cosmoteándrica presenta una novedad bastante radical: por una parte se distingue del materialismo (porque la materia no es todo) y, por otra, del idealismo (ya que la materia pertenece al todo). No niega la mortalidad ni la contingencia; no niega que desde la perspectiva del intelecto la materia tenga un grado de realidad inferior al que nuestra consciencia atribuye al espíritu, pero defiende enfáticamente que la dimensión material de la realidad, y con ella el espacio y el tiempo, pertenecen como tales a la realidad ni más ni menos que lo divino y la consciencia. La patria del hombre es la Tierra material; o, mejor, la Tierra es la madre del hombre, pero este es también hijo del Cielo, su Padre, en armonía advaita. Somos terrestres tanto como somos celestes; la realidad material nos pertenece tanto como la espiritual. La armonía no es el equilibrio de dos partes iguales, de dos mitades —así como no somos la mitad de nuestra madre y de nuestro padre ni Cristo, mitad Hombre y mitad Dios—. La armonía es la περιχώρησις (perichōrēsis), la interpenetración natural, como en la Trinidad. No hay un polo sin el otro. El hombre no es solo «hombre»: también es cósmico y su destino no es independiente del destino del universo. No somos solamente [324]
peregrinos en este mundo; el mundo es también nuestra casa y todos los valores terrenos son valores humanos. El hecho de que seamos seres (también) terrestres representa el aspecto positivo de la teoría evolutiva, aunque esta no sería aceptable si pretendiera hacer superfluo el misterio divino, como menos aceptable es aún el compromiso dualista según el cual el alma estaría infundida por Dios en un cuerpo magistralmente preparado por la Naturaleza. La primera frase de este párrafo debería estar invertida: el cosmos no solo es «cósmico», sino también humano, y su destino no es independiente del destino del hombre. Ya hemos dicho que «Dios», «Hombre» y «Cosmos» son tres abstracciones de la realidad indivisa fruto de nuestra mente —aunque cum fundamentum in re, como dirían los escolásticos, es decir, con un fundamento real (como en la Trinidad)—. Comoquiera que sea, el hombre es terrestre, y sus actividades sobre la tierra tienen para él una importancia definitiva. En otras palabras: la historia es real y su curso no nos deja indiferentes. Es un corolario de la secularidad sagrada que hemos llamado lo metapolítico.1 La importancia de la historia para la salvación humana es el extraordinario legado del judaísmo (sin que eso signifique aceptar su interpretación). Pero el hombre no es solamente polis, comunidad; también es persona, es decir, un nudo único en esta red comunitaria constituida por los hilos de la sociedad, de la historia y también del universo: estos hilos forman los nudos que sostienen los hilos y que, a su vez, son sostenidos por ellos (de nuevo la perichōrēsis). En cuanto nudo, cada uno de nosotros es único y nuestra unicidad es ante todo corporal. Mis pensamientos son míos, pero también pueden ser de muchos otros que los compartan, y eso también vale para los sentimientos, que pueden ser comunes, pero no para las sensaciones corporales. Una cierta emoción somática, así como un determinado dolor corporal, son míos, solo me pertenecen a mí, de un modo muy distinto a una intuición intelectual. Ya los antiguos afirmaban que lo que nos individualiza (el «principio de individualización») es la materia y más exactamente la materia cuantificada (signata quantitate). En pocas palabras: todo cuerpo es único e individual. Nosotros somos personas, pero siempre individuos; y nuestra individualidad está en nuestro cuerpo. Sin cuerpo no existe el hombre. Nuestros cuerpos son templos del Espíritu Santo, dice la misma Escritura (cf. 1 Cor 6,19; etc.). En nuestros días, sobre todo en Occidente, se ha revalorizado el cuerpo (a veces hasta el paroxismo) como reacción quizá a formas de espiritualidad de los siglos pasados. Hoy día no es una novedad afirmar que yo no tengo simplemente un cuerpo, sino que soy cuerpo —aunque [325]
no solamente cuerpo—. Se empieza, por tanto, a aceptar que la unidad psicosomática del hombre no es una unión de dos sustancias (res cogitans – res extensa), sino una unidad primordial del hombre que no es ni solamente cuerpo ni solamente alma y tampoco una simple yuxtaposición de ambos. La posmodernidad no ha llegado todavía a una antropología tripartita más completa: cuerpo-alma-espíritu, más conforme con la espiritualidad cosmoteándrica. Todavía estamos lejos, en todo caso, de una introducción del valor del cuerpo en el discurso político contemporáneo. Un ejemplo —que sería escandaloso si no hubiera una indiscutible buena voluntad por parte de la mayoría de los hombres políticos, sobre todo economistas y juristas de nuestro tiempo— es el modo como se discuten problemas de derechos humanos y económicos a la luz de principios o estadísticas desencarnadas: el cuerpo que se muere de hambre es un número abstracto; el agua de los manantiales que la industria ha contaminado, y que produce millones de víctimas al año, no es objeto de prioridad en las asociaciones internacionales. Refiero estos ejemplos porque estamos afirmando que una espiritualidad cosmoteándrica no es desencarnada. El ascetismo cosmoteándrico cultiva no solo el alma, sino también el cuerpo. Es significativo que la educación contemporánea de masas no solo ha olvidado el espíritu, sino también el cuerpo, reduciendo la cultura física a gimnasia, o a cursos de yoga y artes marciales para pequeñas élites. El cuerpo humano es sexuado; todo el hombre (y no solo su cuerpo) es una polaridad yin-yang que no puede reducirse a la dicotomía fisiológica varón-hembra. El ser humano es andrógino, aunque con caracteres predominantes y constituciones fisiológicas distintas. La espiritualidad que describimos, bien alejada de los abusos y de las obsesiones sexuales, es una forma de vida que integra en la vida espiritual tanto el cuerpo como el sexo. No nos corresponde a nosotros, en esta visión de conjunto, descender a la casuística del matrimonio, del celibato, de la amistad, del yoga, del tantra y de la participación del cuerpo en general en la vida espiritual. Daremos solo un ejemplo, aunque sea aparentemente marginal: la espiritualidad de la conversación que implica también la del diálogo. Sin diálogo entre los hombres (y las culturas) no hay ninguna posibilidad de paz en la tierra.2 La conversación requiere, ante todo, la presencia física. Las conversaciones por internet o televisión pueden ser un sustitutivo, pero no son lo mismo. Una conversación humana, es decir, entre hombres, cada uno de los cuales es fuente de conocimiento, no es un simple intercambio [326]
de ideas; requiere tiempo, atención y corporalidad. El hombre es un ser dialogante y a través de la palabra realiza su humanidad. La conversación es la gran escuela de humanidad, tolerancia, educación y aprendizaje. Durante siglos, la cultura ha sido transmitida por la conversación, y hoy la sede donde se deciden todos los destinos de los pueblos se llama «parlamento». Los países clásicos tenían un ἀγορά (agora) o al menos una plaza. Es preciso revalorizar la retórica. El objetivo de la conversación no está solo en aclarar ideas, intercambiar informaciones o convencer al otro; se puede conversar sin un objetivo preciso, por el «placer» de hacerlo, porque hablar pertenece a nuestra naturaleza (homo loquens). No se puede hacer la guerra mientras se habla, aunque sí hay una retórica violenta. Resumiendo: una espiritualidad cosmoteándrica no aspira ni a conquistar la Tierra ni a alcanzar el Cielo, sino a alcanzar la plenitud del Hombre. Es una espiritualidad de la encarnación, porque ve en el hombre lo divino.
1. Cf. R. Panikkar, El espíritu de la política. Homo politicus, Barcelona, Península, 1999. 2. Cf. R. Panikkar, Paz e interculturalidad. Una reflexión filosófica, Barcelona, Herder, 2007; también en «Paz e interculturalidad», en Culturas y religiones en diálogo. Pluralismo e interculturalidad (Obras completas, vol. VI.1, Barcelona, Herder [en preparación]).
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IX EL HOMBRE COMO PARTÍCIPE DE LO DIVINO La espiritualidad que estamos describiendo es fundamentalmente humana (¿cómo podría no serlo?). Pero el hombre no es un ser aislado ajeno a la Tierra y forastero para el Cielo. Ciertamente, está entre Cielo y Tierra porque participa de ambos, como mediador (sacerdote) entre los dos. Sin la Tierra el hombre no es hombre; pero, del mismo modo, sin el Cielo el hombre no es él mismo. La espiritualidad cosmoteándrica ayuda al hombre a vivir lo que él es: no un intermediario, sino un mediador entre Cielo y Tierra; por tanto, ha de guiarlo en los asuntos terrestres y en su peregrinar hacia lo Divino, hacia una Plenitud que no es puramente biológica, sino que alcanza la totalidad de la Vida (ζωή, zōē). No se trata de rebajar a Dios a la dimensión del hombre y del mundo, sino de levantar al hombre y el mundo a la altura de Dios —de la Divinidad presente en cada cosa—. Quizá «dimensión» no es la mejor palabra para expresar la intrarrelacionalidad entre estos tres constituyentes de lo Real, aun salvaguardando su jerarquía, pero no he encontrado otra mejor. El hombre como ser personal, como un yo que tiene la posibilidad y la necesidad de encontrar a un tú, es interpelado también por una fuerza superior, que le otorga un yo porque lo llama tú. Este yo es lo Divino. El hombre, en cuanto tal, es interpelado por «algo» que no es él, pero al que reconoce trascendente justamente porque siente esta interpelación en su interior —en su inmanencia—. El hombre es interpelado por «Otro», que se le manifiesta tal vez a través de alguien que está a su lado, pero solo cuando en él descubre a Otro —que no está, con todo, separado de su vecino—. Esta fuerza que interpela se puede llamar Cielo, Belleza, Naturaleza, Nirvān.a, Todo, Nada, Ser, Amor... Estas palabras, que no son sinónimas y que tienen un valor muy diverso, son los equivalentes homeomórficos de «aquello» que en muchas tradiciones suele llamarse Dios. La palabra «Dios», aparte de las comprensibles alergias que puede suscitar y las caricaturas que de ella se han hecho, no es un símbolo universal; hay espiritualidades que no sienten la necesidad de este nombre, aunque no pueden prescindir de algo «superior» al hombre. La persona humana no puede aceptar que algo superior al hombre no sea personal. Al mismo tiempo, es demasiado consciente de las propias [328]
limitaciones para conformarse con un antropomorfismo barato que hace de Dios una proyección del hombre, ni que sea vista como un superhombre. La espiritualidad cosmoteándrica descubre la dimensión divina en toda la realidad, trascendente a todo, pero esta dimensión no puede ser trascendente si al mismo tiempo no es también inmanente. Esa trascendencia necesita un nombre, aparte de una imagen. Si la imagen de la Divinidad se identifica con la Divinidad misma, se cae en la idolatría y, si se niega, se cae en el ateísmo, que, a su vez, lleva a constituir en absolutos al Hombre, la Sociedad, el Futuro, la Patria o el Ideal. El hombre necesita creer en algo que lo trascienda. Con este propósito he introducido la palabra iconolatría, distinguiendo entre ídolo e icono. El primero es un constructo humano; podemos tener de él una imagen y un concepto; el segundo es el símbolo de aquel Misterio que hemos llamado lo Divino. No es propiamente una imagen y no tenemos de él un concepto.1 El icono es el símbolo de lo Divino, pero como auténtico símbolo lo simbolizado no puede separarse del símbolo, y a pesar de ello no se identifica con él.2 El icono puede ser más o menos fiel y manifestar más o menos fielmente los atributos de lo Divino en los que se esconde el misterio divino: «Dios se esconde en sus mismos atributos (cualidades), guṇa», dice un texto sagrado (cf. SU I, 1, 3). Alá tiene noventa y nueve nombres. Cada nombre lo nombra, pero no es él. El Maestro Eckhart dice que Dios es «innominable» y «omninominable».3 Pero el símbolo es símbolo no solo cuando lo simbolizado se oculta en él, sino también cuando el simbolizante lo descubre como tal (símbolo) participando conscientemente en su descubrimiento. El símbolo trasciende la dicotomía epistémica entre sujeto y objeto —sin abolir aquello que he llamado la diferencia simbólica—. En otras palabras, el icono es icono solo para quien lo descubre, para quien lo considera tal. La iṣṭadevatā de la espiritualidad hindú representa un óptimo ejemplo de icono. Se suele traducir iṣṭadevatā como la «divinidad de nuestra elección» —elección que no es del individuo, como cierta interpretación, influenciada por el individualismo moderno, puede hacernos pensar—. Dos sūtra de Patañjali, de tres palabras cada uno (YS II, 44-45), nos ayudarán a comprender su significado svādhyāyād iṣṭadevatā samprayogah. «a través de (por medio de) la contemplación (reflexión, estudio, concentración, meditación, devoción consciente) [se consigue] la unión [329]
(comunión) con la [el icono apropiado de la] Divinidad escogida [por la Divinidad misma, por el karma, de la historia, por la cultura o por la libre espontaneidad personal]». Para que esta elección sea la apropiada, el siguiente sūtra dice que es necesaria: samādhi – siddhih. īśvara pran.idhānat «la total donación (devoción, concentración en la absorción del) Señor que lleva a la unión (perfección)». Eso equivale a afirmar que es la divinidad misma la que elige por nosotros. Y esta también puede ser la respuesta a la cuestión, crucial para un cierto teísmo occidental, que no está dispuesto a abandonar la idea de un Dios personal, que es la iṣṭadevatā, el icono.4 Aquí tocamos un tema crucial de la espiritualidad y un punto central del hiato entre Oriente y Occidente. Se ha dicho y repetido que la piedra de tropiezo entre estos dos mundos cultural-religiosos es el carácter personal del «Dios vivo» de las tradiciones semíticas (y también africanas) y el «Absoluto impersonal» de las religiones asiáticas y de una determinada escolástica abstracta. Ante todo, nos encontramos frente a un serio malentendido, debido a la falta de conocimientos interculturales. Basta decir que las razones que llevan a un Śaṇkara a negar que Dios es persona (con el objeto de no degradar a Dios a un antropomorfismo indigno de él) son las mismas que empujan a un Tomás de Aquino a afirmar que Dios es personal (a fin de no degradar Dios a ser una cosa sin intelecto ni voluntad). Una espiritualidad cosmoteándrica, abierta a la interculturalidad, nos ayuda a integrar las dos concepciones de lo Divino. No podemos ciertamente reducir a Dios solo a una idea o a pura trascendencia; debemos poder tener relaciones personales con este Misterio. No hay relación sin amor, ni se puede amar una «dimensión» o, en su lugar, un ídolo. Por otra parte, un Dios omnipotente, insensible al mal o parcial hacia un solo pueblo no es tampoco creíble. Si queremos aún llamarlo «persona», tenemos que ampliar tanto esa noción que la persona humana pierde toda analogía real, para convertirse solo en una analogía abstracta aplicable a cualquier ente. La iṣṭadevatā desarrolla una función fundamental que una espiritualidad exclusivamente apofática no puede desarrollar: la iniciativa divina. La mística ha sido descrita como un pati divino, un sufrir, recibir y sentir las cosas divinas. La verdadera espiritualidad no es una simple proyección de nuestros anhelos insatisfechos, no es una invención de nuestro intelecto. En la historia de la espiritualidad encontramos [330]
constantemente la afirmación de que nadie busca a Dios si no lo ha encontrado ya de algún modo; es decir, si la iniciativa no viniera de Dios mismo.5 La dimensión divina no es una cosa muerta —al contrario, es la Vida de la que todo participa—. La teología cristiana de Cristo como icono de Dios, Īśvara como Dios personal y la iṣṭadevatā como icono viviente, vistos como equivalentes homeomórficos, pueden ayudarnos a dar un paso adelante. Los equivalentes homeomórficos, como analogías de tercer grado, no son idénticos los unos a los otros, y presentan divergencias conceptuales, axiológicas e históricas, pero hacen posible el diálogo y, por tanto, la discusión. Debemos reafirmar, de paso, que los equivalentes homeomórficos no quieren decir que Cristo sea semejante a Īśvara, o brahman al dao, y así sucesivamente; sin embargo, posibilitan el diálogo intercultural, porque apuntan a problemáticas equivalentes en las respectivas formas de pensamiento, cultura o religión. No podemos dar una respuesta al problema de Dios, por ejemplo, en una religión que no se plantea ese problema. Los primeros misioneros cristianos en Corea tenían que convencer a los «paganos» de que eran pecadores antes de poder darles la respuesta de un Redentor. Pero volvamos a nuestro cuestión. Una espiritualidad cosmoteándrica no elimina una religiosidad personalista y una relación humana con lo Divino. Una cosa es un cierto antropomorfismo, innato en cualquiera actividad humana, y otra la absolutización de nuestras representaciones de lo Divino —o de la realidad—. Parafraseando a Protágoras, podría decirse que el hombre no es la medida de todas las cosas,6 pero que es consciente de que su μέτρον (metron) es humano y que esta consciencia le posibilita trascenderlo humanamente. Una espiritualidad cosmoteándrica no puede dejar de ser humana. De aquí deriva la importancia de la iconolatría, con la condición de que se la distinga de la idolatría. La relación iconolátrica con la Divinidad es plenamente personal. Hay diálogo, amor, plegaria y todos los demás sentimientos humanos que anidan en nuestro corazón. Pero el icono es el símbolo de la Divinidad; símbolo indispensable y único camino humano para acercarse al misterio divino. De ahí deriva la necesidad de un conocimiento simbólico distinto del conceptual. No podemos llegar a lo simbolizado si abandonamos el símbolo, pero no podremos conocer nunca lo simbolizado si lo identificamos con el símbolo. No olvidemos que el Ser mismo solo es cognoscible como símbolo.7 Una vez más, nos encontramos ante la relación advaita. Esto es lo que da a la espiritualidad [331]
cosmoteándrica una forma de espiritualidad que, superando las barreras de lo humano, puede ser universalizada, porque se manifiesta en los diversos iconos de aquel «Inefable» que entrevemos en nuestra consciencia «mística» —lo cual no significa que todos los iconos se parezcan entre sí—. Ya hemos dicho que con la homeomorfía nos referimos a una analogía de tercer grado. Un ejemplo nos evitará profundizar ulteriormente en este problema tan capital. Desde hace un par de siglos, se discute en Occidente si se tiene que enseñar la «religión» en las escuelas públicas, pero no se discute si la física es una ciencia neutral o si la misma noción de educación puede renunciar a la idea de παιδεία (paideia) —traducida por Cicerón como humanitas y en alemán como Bildung ¡y no como Kultur!—.8 Por razones históricas comprensibles, en Occidente religión se ha identificado con organización (única o múltiple) y no como organismo vivo de la misma sociedad humana, como ocurre, en cambio, en casi todas las otras culturas humanas. La palabra «espiritualidad» en las lenguas occidentales ha surgido casi espontáneamente como reacción útil para separar la religiosidad, como aspecto constitutivo de la naturaleza humana, de las «religiones oficiales». Esta separación representa una de las heridas más profundas de Occidente y uno de los mayores obstáculos para la mutua comprensión entre la civilización occidental u occidentalizada y las otras culturas de la humanidad. La alternativa no es, evidentemente, una teocracia. La alternativa es un planteamiento advaita, es decir, trinitario, del problema.9 La educación religiosa (en este sentido) es más esencial para la vida humana que, por ejemplo, la «ciencia de la informática». Creer que los derechos del hombre o que la ética en general pueden fundarse en motivos pragmáticos de self-interest, sin ninguna referencia a la dimensión espiritual del hombre, es la gran herejía occidental moderna —hecha posible, debe ser subrayado, por el monopolio de las instituciones religiosas y por su abuso del poder. Muy recientemente, se ha empezado a discutir si la propuesta de Constitución de la Unión Europea tiene que hacer referencia a los valores judeocristianos o debe ser asépticamente laica, es decir, sin ninguna referencia a la dimensión «religiosa» del hombre. Una espiritualidad cosmoteándrica corta el nudo del problema, ya que no hace ni de la religión ni de Dios una cuestión sectaria —lo cual no impide que deba mencionarse en esa Constitución la historia judeocristiano-islámica de Europa—. El inicio de esta actitud tiene raíces muy profundas en la cultura occidental, pero es suficiente señalar una de las fechas fundamentales de [332]
su itinerario: el año 1625. «Etiamsi daremus no ese Deum» (Aunque admitiéramos que no hay Dios),10 aserción que iba precedida por la confesión tácita de Grotius, que la definió como una blasfemia monstruosa, pero que fue aceptada como una hipótesis plausible y liberadora también por muchos teístas. Aquí Europa traiciona su concepción sectaria de Dios. Dios es relegado a una hipótesis superflua — lo mismo que la ética a una limitación de la libertad humana—. Y, de hecho, el «progreso» de Occidente se ha desarrollado en esta dirección. La tolerancia ha sido adquirida al precio de convertir a Dios en un «asunto» privado. Una espiritualidad cosmoteándrica afirma muy claramente que ese Dios no existe. El desafío para el mundo contemporáneo es, por consiguiente, este: el (re)descubrimiento de este Misterio como aspecto constitutivo de la Realidad.321 Resumiendo: una espiritualidad cosmoteándrica no reduce a Dios a un concepto o a un elemento más respecto de los demás elementos de la realidad. «Totum in quolibet» (el Todo en todas las cosas), decía Nicolás da Cusa, pero una cosa es cosa porque en un cierto modo refleja el Todo. Es una espiritualidad religiosa.
1. Cf. supra, Segunda parte, sección primera «La Trinidad. Una experiencia humana primordial», pp. 83-185,. 2. Cf. R. Panikkar, «Símbolo y simbolizacion. La diferencia simbólica. Para una lectura intercultural del símbolo», en K. Kerényi, E. Neumann, G. Scholem y J. Hillman, Arquetipos y símbolos colectivos. Círculo Eranos i (Cuadernos de Eranos), Barcelona, Anthropos, 1994, págs. 383-413, también en Mito, símbolo y rito (Obras completas, vol. IX.1, Barcelona, Herder [en preparación]). 3. Cf. el profundo comentario de V. Lossky, Théologie négative et connaissance de Dieu chez Maître Eckhart, París, Vrin, 1960, págs. 4196. 4. Esta es la tesis de un libro reciente, muy discutido en Estados Unidos, que, aun no entendiendo del todo mi pensamiento, interpreta el símbolo de forma parecida a nuestra descripción: R. Haight, Jesus, Symbol of God, Maryknoll (NY), Orbis, 2002 (trad. cast.: Jesús, símbolo de Dios, Madrid, Trotta, 2007). 5. Cf. Jn 6,44, del que se hacen eco las famosas frases de san Bernardo (De diligendo Deo, 7, 22; PL 182, 987), de Pascal (Pensées, n.º 711, ed. de M. Le Guern, París, Gallimard, 22004, pág. 460) y de muchos otros. 6. Cf. Platón, Teeteto, 152, y el comentario pertinente de M. [333]
Heidegger, Nietzsche, Pfullingen, Neske, 1961, vol. II, págs. 135-141 (trad. cast.: Nietzsche, Barcelona, Ariel, 2013, págs. 630-634). 7. Cf. Panikkar, Le Mystère du culte dans l’hindouisme et le christianisme, París, Cerf, 1970, págs. 123-148; también en Hinduismo y cristianismo (Obras completas, t. VII, Barcelona, Herder [en preparación]). 8. Es obligado citar los 3 volúmenes de la obra clásica de W. Jaeger, Paideia, Die Formung des griechischen Menschen, BerlínLeipzig, De Gruyter, 1947 (trad. cast.: Paideia. Los ideales de la cultura griega, México, FCE, 21985). 9. Cf. R. Panikkar, «Non Dualistic Relation between Religion and Politics», en Religion and Society 25/3 (Bangalore, 1978), págs. 53-63. 10. Huig de Groot (Hugo Grotius), De iure belli ac pacis, Prolegomena, § II (trad. cast.: Del derecho de la guerra y de la paz, 4 vols., Madrid, Reus, 1925; Del derecho de presa; Del derecho de la guerra y de la paz: textos de las obras De Iure Praedae y De Iure Belli ac Pacis, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1987). 11. Desde el punto de vista cristiano he hablado del paso de una cristología tribal a una cristofanía cósmica en R. Panikkar, La plenitud del hombre. Una cristofanía, Madrid, Siruela, 1999 (ed. rev. 32004), passim; también en Cristianismo. La tradición cristiana (Obras completas, vol. III.1, Barcelona, Herder [en preparación]).
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EPÍLOGO Somos conscientes de la imperfección de esta exposición, pero también de su importancia. Por este motivo, epilogamos cuanto hemos dicho desde un ángulo más existencial. Con finalidades heurísticas dividiremos en parágrafos lo que es simple y corresponde a una sola y única visión. 1) Esta visión cosmoteándrica debe emerger espontáneamente. Hace falta una nueva inocencia. No sirven imposiciones legales o constricciones morales, por importantes que puedan ser en sus ámbitos: la espiritualidad, en efecto, no puede imponerse con una orden o por ley, sino que tiene que florecer libremente en las mismas profundidades de nuestro ser. Una espiritualidad que no sea libre no sería una espiritualidad. Su terreno es el mito, que es precisamente eso que se acepta espontáneamente. 2) Esta espontaneidad presupone que nuestra espiritualidad mantiene su independencia, en cuanto sea posible, frente a hipótesis filosóficas y científicas. El criterio de autenticidad de un mito es su carácter metafilosófico y metacientífico. Un mito es polivalente y polisémico. Para muchos, hoy, Dios y la ciencia ya no son mitos, sino ideologías. La espiritualidad que describimos no ha de verse afectada por esas ideologías, esto es, debe valer sea cual sea la ideología que sigamos. Este es el desafío a la mentalidad contemporánea, que ha confundido la mente (racional) con el intelecto (intuitivo). 3) La tierra no es ni inferior ni superior al hombre. El hombre no es ni el patrón de este mundo ni una simple criatura, engendrada por un vientre cósmico. La tierra no es tampoco igual al hombre. La igualdad presupone un género más alto del cual las dos especies son ejemplares iguales. El hombre no es una «especie» del género «criatura». El hombre y el cosmos, al contrario, son dimensiones últimas, consiguientemente no reducibles la una a la otra o a otra entidad más alta. La relación no es dualista. Ambos son distintos, pero no separables. Mi cabeza es distinta de mí, pero no puede ser separada de mí: dejaría de ser lo que es y yo igualmente. Mi cabeza es esencialmente la cabeza de un cuerpo. La metáfora del cuerpo es tradicional y se encuentra en numerosas culturas —pero, como toda metáfora, tiene sus límites—. 4) Nuestra relación con la tierra forma parte de nuestra autocomprensión. Es una relación constitutiva. Ser implica y presupone ser en y con el mundo. Hay una relación de ontonomía. No trato mi estómago independientemente de mi cuerpo ni de mí. Estoy convencido de que lo que es mejor para mi estómago también es mejor para mí, [335]
aunque a veces pueda sentirme atraído más por la cantidad que por la calidad y soltarme a comer o a beber demasiado. Esta desarmonía es el mal. Una vez que esta consciencia holística ha empezado a tomar consistencia, nuestra relación con la tierra será del mismo tipo. No necesitamos un reciclaje pragmático, sino una simbiosis viva, un rejuvenecimiento recíproco, un movimiento en espiral. Así como existen fenómenos entrópicos en el universo, existen también análogamente movimientos sintrópicos: los vitales. En el apogeo del individualismo europeo, la mayor preocupación religiosa consistía en salvar la propia alma. Una espiritualidad más madura ha descubierto que «el asunto de salvar nuestras almas individuales» no era ni un problema ni una verdadera salvación, porque esas almas individuales no existen independientemente —y no existe un alma sin un cuerpo—. Estamos todos interconectados, y solo puedo alcanzar la salvación si incorporo en cierto modo todo el universo en la empresa. Auctis augendis (en proporción mayor, aunque correspondiente), quisiera decir que la espiritualidad cosmoteándrica nos hace conscientes de que no podemos salvarnos si no es incorporando la tierra en la misma aventura —y, minutis minuendis (en proporción menor, aunque correspondiente), incorporando también a Dios—. Naturalmente, también se transforma la misma idea de «salvación». Desaparecen tanto el premio como el castigo: las acciones realmente humanas se cumplen por sí mismas y no en vista de un fin extrínseco a ellas. 5) Con este tipo de espiritualidad se supera la ideología panmonetaria. No se vive solo para comer, pero cuando se come de modo adecuado vivimos y dejamos vivir, y la vida circula. No trabajamos para ganar dinero o para consumir, sino porque la actividad humana forma parte de la vida humana y cósmica y sostiene todo el organismo. La acumulación implica una relación peculiar con el tiempo. El dinero genera poder, pero poder sobre todo respecto de una futura incertidumbre. La espiritualidad cosmoteándrica ve la plenitud no en un tiempo futuro, sino en un espacio más amplio que incorpora los «tres tiempos». Nuestra relación con el tiempo no es algo que pueda separarse, como si el tiempo «corriese» independientemente de nuestra vida. Somos tiempo, no solo vivimos en el tiempo. Del mismo modo, el espacio no es un «lugar» donde desarrollamos nuestras actividades, sino donde somos (y no solo estamos) —es el espacio de nuestra vida, el corpus mundi—. 6) Esta espiritualidad supera la dicotomía entre el llamado misticismo natural como forma inferior de unión con el Mundo o con el Ser, y el misticismo teísta como forma de unión superior con Dios. La naturaleza no es nada si no es naturata (generada), y Dios sigue siendo [336]
igualmente una abstracción si no es naturans (generador). Si escalo la cumbre más alta encontraré allá arriba a Dios, pero, de igual modo, si penetro en las profundidades de una divinidad apofática, encontraré ahí el mundo: ni en un caso ni en otro habré dejado el corazón del hombre. La «creación» del mundo no significa que el «creador» luego se ha ido, ni la «encarnación» de Dios significa la «humanización» de un individuo particular. Toda la realidad está implicada en la misma aventura — cosmoteándrica—. Esta espiritualidad no niega las grandes intuiciones tradicionales, pero las inserta en un marco más amplio. Podría decirse que se llega a un sensus plenior, a un sentido más completo, que abraza las intuiciones tradicionales —transformándolas en la misma transmisión (tradición)—. 7) Esta espiritualidad sanaría, además, otra de las heridas abiertas del hombre moderno: el abismo entre lo material y lo espiritual y, por lo mismo, entre lo secular y lo sagrado, lo interior y lo exterior, lo temporal y lo eterno. Recordemos las palabras de Jesús relatadas en el Evangelio (copto) de Tomás, v. 22: «Cuando [...] hagáis la parte interior como la exterior y la parte superior como la inferior, de modo que hagáis uno solo al varón y a la hembra y el varón no sea varón ni la hembra hembra [...] entonces entraréis en el Reino».1 No es cuestión de desenfocar las diferencias, sino de darse cuenta de las interrelaciones y de ser conscientes de las interindependencias y correlaciones. Hablamos de inter-in-dependencia porque todo ser tiene un grado de libertad dentro de una armonía que no «está preestablecida», pero que puede ser perturbada —y este es el problema del mal—. El hombre no tiene una doble ciudadanía, una aquí abajo y otra allá arriba, o una para ahora y otra para después. El hombre es aquí y ahora el habitante de una realidad auténtica que presenta muchas dimensiones, pero que no divide la vida humana en dos partes, en el tiempo o en el espacio, para el individuo o para la sociedad. El servicio a la tierra es servicio divino igual como el amor de Dios es amor humano. En resumen, a pesar del nombre de «espiritualidad» que hemos usado para expresar esa visión, no ha de entenderse en oposición a una «materialidad» o a cualquier otra noción que divida la realidad. Colligite fragmenta ha sido el lema de este estudio. 8) La espiritualidad cosmoteándrica evidencia el valor definitivo de las estructuras espaciotemporales de la realidad, pero no a costa de la dimensión divina. Lo divino queda como el aspecto de infinitud y libertad de todo ser. Escondida en todas las cosas, por así decir, a saber, como la inmanencia misteriosa de la realidad en todas sus «manifestaciones», está la «chispa» divina que da vida a todo. Como ya hemos señalado, la espiritualidad cosmoteándrica es una [337]
espiritualidad trinitaria. En este sentido, la inmanencia divina no significa panteísmo; no se afirma que todo es Dios, sino que el todo también es divino, igual como el Logos y el Espíritu son Dios y no son el Padre, sin confundirse tampoco entre ellos. Esta dimensión divina lo llena todo, está en todas partes, pero no es toda la realidad: el hombre y el mundo tienen también su realidad en mutua inter-independencia, como en la περιχώρησις (perichōrēsis) de la tradición trinitaria. 9) La espiritualidad cosmoteándrica es fruto de la experiencia advaita o trinitaria. El advaita o adualidad, como hemos afirmado muchas veces, no es ni monista ni dualista. Las lenguas europeas, a causa del pensamiento dialéctico moderno (y yo he hecho lo mismo en escritos menos recientes) han traducido la palabra advaita como no-dualidad. Sin embargo, esta traducción puede hacernos pensar que, negando la dualidad, se llega a la intuición advaita. La conclusión lógica es entonces la del monismo: no-dos, por tanto, uno. La intuición advaita, sin embargo, no se reduce a una negación de la dualidad: sería entonces más simple afirmar la unidad, ekam, ekattva: Todo es uno. Esto es monismo o panteísmo: la consecuencia lógica de la negación de toda dualidad y, por tanto, de toda pluralidad. Sin embargo, la auténtica intuición advaita no es lógica —y aquí está su dificultad y su valor—. En el advaita no se trata de negar la dualidad (no-dualismo) sosteniendo la unidad, pero tampoco de afirmar la dualidad negando la unidad. Se trata de superar la dialéctica como en la Trinidad. Interpretando dialécticamente el «ni uno ni dos», se produce una contradicción y, cayendo en lo irracional, no hay posibilidad de intuición alguna. Pero el advaita no es esto. El neti neti nos quiere llevar más allá de lo mental. No es, por tanto, una negación sino una ausencia: una adualidad; una ausencia de dualidad entre Dios y el mundo, entre el hombre y Dios y entre todas las distinciones que nuestra mente se ve obligada precisamente a hacer. Es aquí donde se introduce la visión del tercer ojo o la intuición mística, la anubhava advaita o experiencia adual. Pero ¿cómo se puede tener una visión de la ausencia, una experiencia de aquella realidad primordial a que hace referencia el ṛg-veda (X, 129, 1): «Al principio no hubo ni el Ser ni el No-ser»? Podemos «racionalizar» y decir que a la nada se llega por la negación del Ser. En efecto, es así como la India descubrió el cero, que llamó vacío (o nada) śūnya: a – a = 0. Desde el punto de vista formal es un descubrimiento genial, el principio y la base de la ciencia matemática. Estamos, sin embargo, en el campo de la abstracción, porque en realidad no podemos encontrar una segunda a [338]
(igual a la primera), para hacer la sustracción. Todo ser tiene una identidad única y, por tanto, incomparable. También a es única y sin segundo. La operación mental es formalmente plausible, pero aquella segunda a no es real. El cero no existe y, como dicen las mismas matemáticas, no es tampoco un número (ni par ni impar, ni múltiple de uno, ni de sí mismo). Descubrir la vacuidad de todas las cosas es el camino del nirvāṇa, dice el buddhismo mahāyāna, pero este descubrimiento no descubre nada (non-ens), aunque como descubrimiento es un descubrimiento real: se descubre la realidad («antes» de que esta sea, dirían algunas escuelas orientales). Hemos insertado este excursus filosófico para poder allanar el camino a la espiritualidad cosmoteándrica, que presupone la intuición advaita, que es un equivalente homeomórfico de la visión trinitaria. Dios, Hombre, Mundo no son ni tres ni uno: son «dimensiones» constitutivas de la realidad. Nosotros, hombres, mediadores entre Cielo y Tierra (como decía la antigua China) participamos de lo divino y de lo cósmico, sin confusión de nuestras respectivas identidades. Si la palabra «religión» significa lo que nos une a toda la realidad, la espiritualidad cosmoteándrica es la religión que nos permite llegar de modo natural a la comunión con lo divino, con los hombres y con la materia. Esta religiosidad no es necesariamente una nueva confesión religiosa: puede ser asimilada por más religiones. Se trata de nuevo del colligite fragmenta de nuestro lema, esto es, de unificar nuestras vidas, no en sentido monista, como si todo fuera uno y la meta ya estuviera alcanzada, ni en sentido dualista, como si la verdadera realidad estuviera en el futuro, en otra vida. Los fragmentos son generados por una hendidura: recogerlos no significa hacer con ellos un montón informe, sino no dejar que se pierdan, no olvidarse de ningún fragmento de lo real. Armonía, no unidad, podría ser el símbolo de lo que he tratado de expresar. La espiritualidad cosmoteándrica es quizá la forma de religiosidad más simple y más antigua de la humanidad. No es solo para unos pocos, como tampoco la mística es una especialidad para almas dotadas de facultades parapsicológicas. El tercer ojo no está reservado solo a los llamados santos, aunque exija pureza de corazón y la contribución de los otros dos ojos para la intuición completa de lo real. Hemos hablado del amor por las cosas materiales y las situaciones humanas como portadoras de un núcleo divino que les da valor y dignidad. Esta espiritualidad representa la síntesis de las tres vías [339]
tradicionales de la acción (karma), de la devoción (bhakti) y de la consciencia (jñāna). Cuando una persona hace lo que tiene que hacer (svadharma) y lo hace con pureza de corazón, descubre en esa acción la plenitud de la realidad. El antiguo consejo de hacer cada cosa con total dedicación podría ser el resumen de esta espiritualidad. Las cosas son las cosas: Jesús dejó que las piedras fueran piedras y se negó a transformarlas en pan; en la décima viñeta clásica del zen, el campesino vuelve al mercado, a la vida ordinaria; en casi todos los tratados de mística, el último grado vuelve a ser igual al primero, pero iluminado por una luz especial —luz que no viene de fuera sino de las cosas mismas—. En el Evangelio, la recompensa o el castigo se merecen por las acciones hechas no por Cristo, sino por aquellas que se hacen por sí mismas (Mt 25,37.44). Se vive la espiritualidad cosmoteándrica viviendo la vida en plenitud: entonces se descubre la Vida en la vida. Estos son solo algunos aspectos de una espiritualidad que está emergiendo por todas partes y que hemos intentado sintetizar en pocas páginas. Ha de destacarse que se trata de una experiencia personal que debe «ser reforzada» con la vida en nuestro «peregrinaje» por el «campo» de la realidad.
En el ocaso del cammin di nostra vita se suele ver el mundo sub specie aeternitatis y se tiende a relativizar lo temporal y las vicisitudes de la historia. Hoy sabemos demasiada psicología para no dejarnos alcanzar por la sospecha de que la nuestra es una actitud de autoconsolación —por lo demás, legítima—para superar los sueños mesiánicos de la juventud. Después de todo, el refugio hacia la interioridad es propio de la edad madura, y sin esta dimensión la vida humana no tiene sentido. Sin embargo, un extremo no justifica el otro. Este libro no elimina la esperanza, pero no la confunde tampoco con la espera de un futuro mejor. La esperanza es el descubrimiento de la dimensión de la realidad invisible a los ojos del cuerpo y de la mente. Solo el tercer ojo, juntamente con los otros dos, nunca solo, nos abre a una visión más completa, fruto natural de una antropología tripartita. El καιρός (kairos) de la humanidad en el momento actual no permite soñar con un próximo futuro «glorioso» ni ampararse en un
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pasado idealizado, sino que nos desafía a afrontar un presente tempiterno. En este presente la secularidad desarrolla un papel esencial en la vida del hombre, sin caer en un reduccionismo materialista. El autor es consciente de la dificultad de presentar una idea nueva y al mismo tiempo tradicional, pero está convencido de la importancia capital del tema. Aun excusándose por la densidad del texto y sus posibles imperfecciones, puede asegurar que, en todo caso, tras las páginas hay una vida vivida que quisiera poder transmitir también al lector. Adviento del 2003 1. Cf. El Evangelio copto de Tomás: palabras ocultas de Jesús, Salamanca, Sígueme, 1989, pág. 40.
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GLOSARIO
advaita (sánscrito): «adualidad» (a-dvaita). Intuición espiritual que percibe la realidad última de un modo ni monista ni dualista. Expresión metafísica elaborada filosóficamente por Śaṇkara. Significa reconocer que no hay dualidad entre el mundo y lo divino, que el problema de lo uno y lo múltiple es propio de la razón dialéctica y no se aplica a la realidad última. El Absoluto se comprende en la experiencia misma de su realización. advaitin (sánscrito): seguidor del advaita, que profesa la adualidad ātmanbrahman. aham (sánscrito): «yo», nominativo del pronombre de primera persona. Es el «Yo» como principio ontológico de la existencia, distinto del yo psicológico. Como ahaṃkāra es el sujeto de la experiencia, que tiene la función de unificar todos los datos de la conciencia. aham asmi (sánscrito): «Yo soy», fórmula o mahāvākya de realización espiritual, que proviene de la Bṛhadāraṇyaka-upaniṣad. ahiṃsā (sánscrito): «no-violencia», respeto por la vida; deseo de no introducir violencia en la realidad. Principio moral y filosófico basado en la armonía última del universo. Se encuentra en la base de la práctica ascética común a todos los caminos espirituales de la India y ha sido sobre todo desarrollada por el jainismo y el buddhismo. anama (sánscrito): inefable e innombrable, sin nombre y mucho más allá de cualquier designación. aneka (sánscrito): adjetivo que califica todo lo que no es uno, todo lo que no constituye una única y sola entidad. anubhava (sánscrito): experiencia directa, conocimiento que deriva de la intuición espiritual inmediata, intuición de la Realidad total. También es la revelación y la gracia en la que el conocedor deviene uno con lo conocido. asti (sánscrito): tercera persona del singular del indicativo presente del verbo ser, en sánscrito. ātman (sánscrito): de la raíz an- «respirar», principio vital, respiración, el cuerpo, el Sí-mismo o esencia interior del universo y del hombre, de un ser individual y de la realidad en su conjunto. Núcleo ontológico en el hinduismo, que es negado por el buddhismo (anātmavāda). Se refiere a la persona entera, indivisa, y también al centro más íntimo del hombre, a su núcleo incorruptible, que en las Upaniṣad se descubre como idéntico al brahman. aupaniṣada (sánscrito): adjetivo derivado del sustantivo Upaniṣad, significa perteneciente a las enseñanzas sagradas contenidas en los 108 textos conocidos con este nombre, que forman parte de las Escrituras (śruti). avam ātman brahman (sánscrito): «este ātman es brahman», fórmula de realización o mahāvakya, derivado de la Māṇḍūkya-upaniṣad, que significa la unicidad del Absoluto. bhakta (sánscrito): oficiante, devoto, aquel que sigue el camino del amor a Dios y se somete completamente al Divino (cf. bhakti). bhakti (sánscrito): de la raíz bhaj-, «adorar»; devoción, sumisión, amor a Dios, relación personal con Dios, misticismo del amor. Uno de los caminos de salvación
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mediante la unión con la Divinidad. bhakti-mārga (sánscrito): el camino del amor y de la devoción, uno de los tres caminos espirituales clásicos (karma-mārga, jñāna-mārga). brahman (sánscrito): el Absoluto, la Realidad absoluta, fundamento y sustrato todas las cosas; en las Upaniṣad se identifica con el Sí-mismo inmanente (ātman). Conceptos homeomórficos: dos conceptos (o una secuencia de conceptos) son homeomórficos cuando la función que desempeña un concepto en un sistema se corresponde con la función respectiva del segundo concepto en otro sistema. Por ejemplo, Dios, en su función de última instancia del pensamiento, debe cumplir la función de creador y de providencia. Brahman, para ser una última instancia debe comportarse pasivamente y con indiferencia. dao (chino): «camino», concepto central de la filosofía china, en particular en el taoísmo. Daodejing (chino): «el libro de la vía y de su fuerza», obra fundamental del taoísmo filosófico en China, atribuida a Laozi (siglo VI a.C.), históricamente perteneciente al siglo IV a.C. dharma (sánscrito): ley cósmica y ritual, orden cósmico. El nombre se extiende también a las manifestaciones de la misma ley que rige los diversos niveles de la existencia, como la justicia, el deber y las observancias religiosas y sociales transmitidas por la tradición. Por lo tanto, designa la «religión» como conjunto de prácticas y leyes. Según el Mahābhārata, es aquello que mantiene el mundo unido, y es uno de los cuatro «objetivos humanos» (cf. purus.āsartha). dharmakāya (sánscrito): cuerpo místico del dharma en el buddhismo mahāyāna. Ding an Sich (alemán): la cosa en sí (terminología de Kant). dvandva (sánscrito): pareja de opuestos, como caliente y frío, placer y dolor. Ego eimi ho eimi/on (griego): «Yo soy el que soy/es». eidolothyton (griego): ofrenda sacrificial a los ídolos, en contraposición a hierothyton. esti(n) (griego): tercera persona del singular del indicativo presente del verbo ser en griego. Gītā (sánscrito): El «Canto del glorioso Señor», el «Canto del sublime», célebre poema didáctico índico insertado en el Mahābhārata, llamado a menudo «el Nuevo Testamento del hinduismo»; es el libro sagrado más conocido en la India. Es un poema religioso de 18 cantos que contiene las enseñanzas del Señor (Bhagavan) Kṛṣṇa a su devoto Arjuna sobre la vía del amor divino y su relación con el deber. gohim (hebreo): gentiles, «paganos», no pertenecientes a la revelación de Israel. gnōsis (griego): sabiduría liberadora, conocimiento adquirido mediante el intelecto iluminado. Cf. jñāna. Grund (alemán): fundamento último, sustrato del Ser. hierothyton (griego): ofrenda sacrificial sacra, en contraposición a eidolothyton. Īśvara (sánscrito): el Señor, de la raíz īś-, «ser amo, guiar, gobernar». Término genérico para referirse al Dios supremo en la tradición hindú, tanto en su aspecto de Maestro y Mediador del universo, como de Hombre perfecto. jīvanmukta (sánscrito): liberado en vida, la categoría más elevada de persona santa o realizada, la cual ha alcanzado la meta en esta vida y en el cuerpo humano, el que ha llegado a conocer su identidad ontológica ātman-brahman de la condición primordial, el que ha recuperado su propio ser, desde una integración completa con el Ser. jñāna (sánscrito): conocimiento (de la raíz jñā-, «conocer»), intuición, [357]
sabiduría, realización o conocimiento experiencial de la identidad de ātman y brahman. jñānamārga (sánscrito): el camino del conocimiento, contemplación y visión intuitiva de la Realidad; uno de los tres caminos clásicos de la experiencia espiritual (cf. bhakti, karman). Esta vía comprende diversos grados de contemplación. kairos (griego): tiempo, instante decisivo, punto crucial en el que el destino cambia de fase o época. karma o karman (sánscrito): «acto, obra, acción», de la raíz kr.-, originariamente, acción sagrada, sacrificio, rito, y después también acto moral. El resultado de todas las acciones y obras según la ley del karman, que gobierna las acciones y sus resultados en el universo. Más tarde, relacionado con el renacimiento, indica la concatenación entre las acciones realizadas por un sujeto y su destino en el ciclo de muertes y renacimientos. karmamārga (sánscrito): el camino de perfección basado tanto en la acción como en el rito; uno de los tres caminos clásicos de la espiritualidad (cf. bhakti, jñāna). En los Veda se refiere a las acciones sacrificiales vistas como camino de salvación; muy pronto incluye acciones morales, o más bien todas las acciones realizadas con espíritu de sacrificio. kenōsis (griego): aniquilación, vaciado de sí mismo, superación del propio ego. Kṛṣṇa (sánscrito): lit. «el negro»; es la octava encarnación o avatāra de Viṣṇu y uno de los dioses más populares. No aparece en los Veda, pero se identifica con una popularísima figura de héroe (el proceso histórico de la identificación es complejo y controvertido); en la mitología hindú es el hijo octavo y último de Vāsudeva, de familia ks.atriya (guerrera), y de Devakī; es pastor y más tarde héroe, y sus gestas se narran en el Harivam.śa (La estirpe de Hari, o Viṣṇu), suplemento del famosísimo poema épico del Mahābhārata. Es el niño divino y el Dios pastor de Vṛndāvana, la encarnación del amor y el Dios juguetón por excelencia. También es el dios que revela la Bhagavad-gītā. koinōnia (griego): comunidad, comunión. logos (plural logoi) (griego): palabra, pensamiento, juicio, razón. mahāvākya (sánscrito): «gran afirmación». Así se designan algunas de las grandes fórmulas de las Upaniṣad, tradicionalmente reducidas a cuatro, que expresan de una manera muy concisa el contenido de la experiencia del Absoluto. Māṇḍūkya-upaniṣad (sánscrito): probablemente posterior a la predicación de Buddha, esta upaniṣad contiene la doctrina de los estados de conciencia y de su relación con los grados del Ser, representados por la sílaba om. metanoia (griego): transformación, cambio de mentalidad y de corazón, conversión; ir más allá (meta) del mental racional (nous). nāma-rūpa (sánscrito): «nombre y forma», es decir, la unión de las denominaciones y apariencias que constituyen el mundo fenoménico (saṃsāra) en contraposición con lo no manifiesto. neti neti (sánscrito): «no es esto, no es aquello» (na iti na iti), es decir, la negación de cualquier caracterización del ātman o brahman: fórmula de la Bṛhadāraṇyaka-upaniṣad (XI, 3, 6) para indicar que el Absoluto está mucho más allá de cualquier concepto o afirmación; apofatismo puro. nirguṇa (sánscrito): «sin atributos, sin cualidades». Designa el brahman en la imposibilidad total de predicar nada de él, Absoluto trascendente. nous (griego): mente, pensamiento, intelecto, razón, principio de la persona. oikoumene (griego): el universo en cuanto dominio del hombre. saguṇa (sánscrito): «con cualidades». El Absoluto concebido por el intelecto humano, equivalente en el vedānta a Īśvara, el Señor. [358]
śruti (sánscrito): «aquello que se ha oído», la Revelación védica, dicho sobre todo de textos sagrados, los Veda y otras escrituras autorizadas del hinduismo, que se revelan al espíritu humano; el entero corpus de los Veda transmitido oralmente. Tathāgata (sánscrito): lit. «aquel que ha llegado así, que ha alcanzado el ser, que se ha extinguido», apelativo del Buddha. theōreia (griego) contemplación pura, de orden ontológico. theōsis (griego): divinización del hombre, por medio de una inspiración del Espíritu. Torāh (hebreo): ley hebraica contenida en la Biblia. turīya (sánscrito): el estado último del Sí-mismo, el cuarto estado de la conciencia, más allá de los estados de vigilia, sueño y sueño profundo, de los cuales, según las enseñanzas de la Māṇḍūkya-upaniṣad, la conciencia se libera de toda conciencia en la inefabilidad del Absoluto infinitamente inmanente y trascendente. Upaniṣad (sánscrito): enseñanza sagrada fundamental en forma de textos que constituyen el sentido último de los Veda; se consideran parte de la revelación (śruti) y son la base del pensamiento hindú posterior. Las más importantes e influyentes Upaniṣad védicas se remontan a los siglos VIII-IV a.C., si bien se componen Upaniṣad menores hasta el siglo XVI d.C. En ellas el pensamiento religioso desarrolló meditaciones sobre el Ser Supremo, el Sí-mismo y el mundo. Constituyen la primera gran manifestación de la especulación teológica, filosófica y metafísica india. Veda (sánscrito): lit. «conocimiento» (de la raíz vid-, «conocer»); el conocimiento sagrado incorporado en los Veda en cuanto corpus entero de las «Sagradas Escrituras» (aunque originariamente fueran transmitidas sólo oralmente). En sentido estricto, Veda se refiere solo a las Sam.hitā (Ṛg-veda, Yajur-veda, Sāma-veda, Atharvaveda); en sentido lato incluye también las Brāhmaṇa y las Upaniṣad. En plural se refiere a los cuatro Veda. vedānta (sánscrito): lit. «fin de los Veda», es decir, las Upaniṣad como culminación de la sabiduría védica. En el sentido de uttara-mīmām.sā o vedāntavāda, sistema filosófico (advaita-vedānta, dvaita-vedānta, etc.) basado en las Upaniṣad y que enseña una interpretación espiritual de los Veda; una de las últimas escuelas filosóficas del pensamiento hindú entre cuyos representantes más insignes se encuentran Śaṇkara, Rāmānuja y Madva. veterotestamentario: perteneciente al Antiguo Testamento.
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ÍNDICE DE NOMBRES
Abelardo, P. Abhiṣiktānanda (Henri Le Saux) Abrahán Adán Agustín de Hipona, san Alain de Lille Alberto Magno Alquero de Claraval Alá al-Misrī Ambrosio, san Anselmo Aquiles Aristóteles Astaroth Avenarius, R. Averroes Baal Balthasar, H. U. von Barbour, J. G. Barr, J. Beethoven, L. van Bellah, R. Benveniste, E. Berciano, M. Bergson, H. Bernardo, san Berry, Th. Berry, W. Bloch, E. Boecio, S. Bohm, D. Böhme, J. Bohr, N. Buenaventura de Bagnoregio, san Boulding, K. E. Bradley, F. H. [360]
Brahman Brand, S. Buddha Bury, J. B. Calvino, J. Caraka Cassirer, E. César, Cayo Julio Chantraine, P. Chenu, M.-D. Cicerón Clemente de Alejandría, san Cocteau, J. Collis, J. S. Comte, A. Confucio (K’ung-fu-tzu) Connel, J. Copérnico Corwin, V. Cosi, D. M. Crouzel, H. Cusano véase Nicolás de Cusa Dagón Dante Alighieri Dao Darwin, Ch. David Dawson, Ch. Descartes, R. Dionisio Areopagita Dubos, R. Duhem, P. Duns Escoto, G. Durga Eckermann, J. P. Eckhart, Maestro Einstein, A. El Eliade, M. Eliot, T. S. Ellul, J. [361]
Engels, F. Epiménides de Creta Escoto Eriúgena, G. Euclides Eva Evémero de Mesina Fackre, G. Faramelli, N. J. Fermi, E. Fichte, J. G. Filippani-Ronconi, P. Filón de Alejandría Fiore, Q. Ford, G. Freeman, O. L. Freud, S. Freyer, H. J. Fuller, R. B. Gadamer, H. G. Galileo Gandhi . Gilson, É. Gödel, K. Goethe, J. W. Goldammer, K. Goulet, D. Gregorio I Magno, papa y santo Gregorio XVI Gregorio de Nisa, san Gregorio Palamás, san Grotius, H. Guardini, R. Guénon, R. Guillermo de St. Thierr Gusdorf, G. Gutiérrez, G. Haight, R. Hammarskjöld, D. Harries, K. Hartshorne, Ch. Heer, F. [362]
Hegel, G. W. F. Heidegger, M. Heilbroner, R. L. Heiler, F. Heisenberg, W. Heisig, J. W. Heráclito Herder, J. G. Hesiquio de Alejandría Hick, J. H. Holton, G. Homero Hugo de San Víctor Huizinga, J. Hume, D. Husserl, E. Ibn ‘Arabī Ibn Sīnā (Avicena) Ignacio de Antioquía Ireneo de Lyon, san Isaías Isidoro de Sevilla, san Isis Ismael Īśvara Jaeger, W. Jesucristo Joaquín de Fiore Job Juan Evangelista, san Juan de la Cruz, san Jung, C. G. Kālī Kant, I. Kerényi, K. Klages, L. Klibansky, R. Koestler, A. Koyré, A. Kristensen, W. B. Kṛṣṇa [363]
Lang, A. Laozi (Lao-Tsé) Laplace, P. S. Leeuw, G. van der Leibniz, G. Lenin, V. I. León XIII Leonardo da Vinci Levinas, E. Lévy-Bruhl, L. Llull, R. Lossky, V. Lubac, H. de Lucas Evangelista, san Luis de León, Fra Lukács, G. Macrobio Maimónides véase Mosheh ben Maymun Mahoma (Muhammad) Marcel, G. Marcuse, H. Maritain, J. Martin, R. P. Marx, K. Mateo Evangelista, san Máximo el Confesor McGill, A. C. McLuhan, M. Mercurio Mersch, E. Merton, Th. Metodio de Olimpia Miguel Ángel Moisés Morin, E. Mosheh ben Maymun (Maimónides) Mumford, L. Murdoch, W. Murti, T. R. V. Næss, A. Nasr, S. H. [364]
Needleman, J. Newton, I. Nicolás de Cusa Njinyi véase Nnui Nishida, K. Nishitani, K. Nnui Olivetti, M. M. Oppenheimer, R. Orígenes Ortega y Gasset, J. Pablo de Tarso, san Panikkar, R. Papalekas, Ch. Parménides Pascal, B. Pasteur, L. Patañjali Pedro, apóstol Piaget, J. Pico della Mirandola Pío IX Pío X Pío XI Pío XII Pitágoras Platón Plotino Plutarco Pokorny, J. Prajāpati Protágoras Prygogine, I. Ptolomeo Radhakrishnan, S. Rahner, K. Ricardo de San Víctor Ricœur, P. Rilke, R. M. Rogers, M. Rombach, H. [365]
Rosnay, J. de Rousselot, P. Rudra Russell, B. Saibene, L. Salvarani, B. Śaṇkara Santmire, H. P. Sartre, J.-P. Scagno, R. Scheffczyk, L. Scheldrake, R. Scheler, M. Schiller, F. Schlette, H. R. Schmidt, W. Schuon, F. Senart, E. Shakespeare, W. Shangdi Sherrard, P. H. Siger de Brabante Silesius, A. Śiva Skolimowski, H. Smith, J. E. Smuts, J. C. Söderblom, N. Suzuki, D. T. Tácito Tales Tanabe, H. Tathāgata ; véase también Buddha Teilhard de Chardin, P. Tertuliano Thibon, G. Thils, G. Thompson, W. I. T’ien Tomás de Aquino, santo Toynbee, A. J. [366]
Traherne, T. Tsze-sze (Zisi) Tylor, E. B. Ulrich, F. Varrón Varuṇa Vico, G. B. Viṣṇu Voegelin, E. Wager, W. W. Ward, B. Weber, M. Weippert, G. Weil, S. Wells, H. G. White, L., Jr. Widengren, G. Wilfred, F. Yahveh Yusa, M. Zaehner, R. C. Zenón de Elea Zeus
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INFORMACIÓN ADICIONAL Raimon Panikkar (Barcelona, 1918–Tavertet, 2010) es uno de los representantes más destacados del pensamiento intercultural y el diálogo interreligioso. Al final de su vida emprendió la tarea de seleccionar y organizar temáticamente su profusa obra, publicada en varios idiomas. «Estas Obras completas comprenden un lapso de cerca de setenta años durante el cual me he dedicado a profundizar en el sentido de una vida humana más justa y plena. No he vivido para escribir, sino que he escrito para vivir de una forma más consciente y para ayudar a mis hermanos con pensamientos surgidos no solo de mi mente, sino de una Fuente superior que bien puede llamarse Espíritu.» Este tomo tiene la ambición de presentar una visión de la realidad, una cosmovisión, diferente de la cosmología vigente en la cultura dominante. Trata de la visión universal del Hombre como microcosmos e imagen del Todo; una visión que reconoce al Hombre su dignidad en relación con Dios y con el Cosmos. La Primera parte está dedicada a un estudio general sobre la Divinidad y a uno más particular sobre sus rostros. La Segunda parte reproduce en la Primera sección un comentario sobre la Trinidad cristiana, que ha visto numerosas reelaboraciones, ya que el argumento representa el fulcro de la visión cristiana del autor: el Dios vivo es el Dios trinitario, lo cual no es rígido monoteísmo ni politeísmo, como tampoco el cristianismo es su simple doctrina; en la Segunda sección se presenta al Hombre como ser trinitario en la visión antropológica, helénica y cósmica y su responsabilidad frente al cosmos. Como recapitulación de la problemática, en la Tercera parte se introduce una visión más amplia llamada Trinidad radical, es decir, la visión cosmoteándrica, descrita primero en su aspecto general y luego en su forma de espiritualidad.
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OBRAS COMPLETAS DE RAIMON PANIKKAR Edición a cargo de Milena Carrara Pavan I. MÍSTICA Y ESPIRITUALIDAD 1. Mística, plenitud de Vida 2. Espiritualidad, el camino de la Vida II. RELIGIÓN Y RELIGIONES III. CRISTIANISMO 1. La tradición cristiana 2. Cristofanía IV. HINDUISMO 1. La experiencia védica. Mantramañjarī 2. El Dharma de la India V. BUDDHISMO VI. CULTURAS Y RELIGIONES EN DIÁLOGO 1. Pluralismo e interculturalidad 2. Diálogo intercultural e interreligioso VII. HINDUISMO Y CRISTIANISMO VIII. VISIÓN TRINITARIA Y COSMOTEÁNDRICA: Dioshombre-cosmos IX. MISTERIO Y HERMENÉUTICA
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1. Mito, símbolo y ritual 2. Fe, hermenéutica y palabra X. FILOSOFÍA Y TEOLOGÍA 1. El ritmo del Ser. Las Gifford Lectures 2. Pensamiento filosófico y teológico XI. SECULARIDAD SAGRADA XII. ESPACIO, TIEMPO Y CIENCIA
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NOTA FINAL
Le recordamos que este libro ha sido prestado gratuitamente para uso exclusivamente educacional bajo condición de ser destruido una vez leído. Si es así, destrúyalo en forma inmediata. Súmese como voluntario o donante y promueva este proyecto en su comunidad para que otras personas que no tienen acceso a bibliotecas se vean beneficiadas al igual que usted. “Es detestable esa avaricia que tienen los que, sabiendo algo, no procuran la transmisión de esos conocimientos”. —Miguel de Unamuno Para otras publicaciones visite: www.lecturasinegoismo.com Facebook: Lectura sin Egoísmo Twitter: @LectSinEgo o en su defecto escríbanos a: [email protected] Referencia: 4918
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