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Ediciones de Iberoamericana Serie A: Historia y crítica de la literatura Serie B: Lingüística Serie C: Historia y Sociedad Serie D: Bibliografías
Editado por Mechthild Albert, Walther L. Bernecker, Enrique García Santo-Tomás, Frauke Gewecke, Aníbal González, Jürgen M. Meisel, Klaus Meyer-Minnemann, Katharina Niemeyer
A: Historia y crítica de la literatura, 63
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Derechos reservados © Iberoamericana, 2012 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 [email protected] www.ibero-americana.net © Vervuert, 2012 Elisabethenstr. 3-9 – D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.ibero-americana.net ISBN 978-84-8489-689-0 (Iberoamericana) ISBN 97 8-3-86527-738-1 (Vervuert) e-ISBN 978-3-95487-055-4 Depósito Legal: M-31087-2012 Diseño de la cubierta: A.f. diseño y comunicación Ilustración de la portada: Fernando de Szyszlo: Camino a Mendieta, 1977. Acrílico, carbón y pastel sobre tela, 150 × 150 cm. Colección particular, Lima. (Iberoamericana Editorial agradece al autor el permiso para el uso de esta imagen.) Impreso en España The paper on which this book is printed meets the requirements of ISO 9706
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Índice
INTRODUCCIÓN .................................................................................................
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1. CONVERSACIÓN EN LA CATEDRAL: TRASCENDENCIA DE LO VISUAL Y DEL EROTISMO EN LA CREACIÓN DE MUNDOS.............................................................
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2. ELOGIO DE LA MADRASTRA: ZONA HETEROTÓPICA O MODELO PARA ARMAR EN TORNO AL ARTE VISUAL .................................................................................
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3. LOS CUADERNOS DE DON RIGOBERTO : SÚPER-TEXTO O ZONA ICONOTEXTUAL HETEROTÓPICA .............................................................................................
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4. LUCRECIA Y URANIA: DEL IMAGINARIO ICONOTEXTUAL Y ERÓTICO AL RECUERDO TRAUMÁTICO ..................................................................................
103
5. IMPACTO DE LA FOTOGRAFÍA EN LA CREACIÓN DE MUNDOS EN EL HABLADOR : DE LA CÁMARA LÚCIDA Y OSCURA A LA SELVA OSCURA REAL Y FIGURADA .........
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6. L A
IMAGEN FRAGMENTADA DE LITUMA : DE FIGURANTE A FOCALIZADOR Y
PRODUCTOR DE CORTOMETRAJES ..................................................................
151
7. PRESENCIA Y AUSENCIA DEL ARTE VISUAL Y DEL EROTISMO: LO INDIVIDUAL Y LO COLECTIVO EN EL PARAÍSO EN LA OTRA ESQUINA .......................................
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BIBLIOGRAFÍA.....................................................................................................
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Introducción
La narrativa de Mario Vargas Llosa se ha destacado siempre por la complejidad formal y la perfección estructural. Asimismo, sus novelas han reflejado constantemente dos vertientes, la social y la individual, y han expresado la profunda inconformidad del individuo con su sociedad, o su existencia, lo cual lo lleva a forjar realidades alternativas mediante la ficción. Un sector de la crítica ha tratado de analizar su obra a la luz de sus ideas políticas, distinguiendo sus tempranas novelas de índole sociopolítica de sus obras más experimentales y metaficticias, mientras que otros investigadores han resaltado ciertos rasgos posmodernos de su obra posterior.1 Si bien las primeras novelas de Vargas Llosa, La ciudad y los perros (1963), La casa verde (1966) y Conversación en La Catedral (1969) han sido consideradas obras maestras de la modernidad, las que siguieron presentan aspectos que se desvinculan marcadamente de estos textos. M. Keith Booker ha confirmado dicha trayectoria y ha analizado las novelas de los años setenta y ochenta desde una perspectiva posmoderna, subrayando en cada obra características distintas de la posmodernidad sin atenerse a un enfoque unificador. Booker considera La casa verde como paradigma de la novela moderna y resalta su alto nivel de experimentación formal, evidente en los juegos espacio-temporales y la yuxtaposición de las historias paralelas que se van entrelazando progresivamente, pero señala que, aunque requiera la participación activa del lector, el rompecabezas textual se arma de manera simétrica y explícita al final de la obra. Booker sostiene asimismo que la estructura fragmentaria de La casa verde y la dificultad que tiene el lector para recomponer tanto la trama como a los personajes escin1 Efraín Kristal ha estudiado la evolución de las obras de Vargas Llosa a la luz del recorrido ideológico del escritor y su análisis ofrece una útil aproximación para comprender la producción literaria vargasllosiana. Su libro, publicado en 1998, sólo abarca hasta Los cuadernos de don Rigoberto (1997) y no enfoca el papel del arte en la gestación novelesca.
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didos apuntaría a estrategias posmodernas. Su estudio, que permite establecer valiosos parámetros, sólo abarca hasta Elogio de la madrastra (1988). Sin embargo, con la aparición de las más recientes novelas de Vargas Llosa, La fiesta del Chivo (2000), El Paraíso en la otra esquina (2003), Travesuras de la niña mala (2006) y El sueño del celta (2010), se hace evidente la imposibilidad de encasillar su producción literaria. En efecto, en estas obras el escritor manifiesta una vuelta a la novela total, retomando temas sociopolíticos e históricos para denunciar el régimen dictatorial y contrastar las utopías colectivistas e individuales. Su penúltima novela presenta una historia de amor narrada mayormente de manera lineal –eliminando los contrapuntos y los saltos temporales–, mientras que la última expone los horrores del colonialismo a través de un protagonista complejo y controversial, todo lo cual indica una constante recreación formal y temática que hace que la totalidad de su producción se resista a cualquier esquema categorizador. Conviene señalar que, por un lado, las primeras novelas totalizadoras de Vargas Llosa crean una ilusión de verosimilitud, y por otro, que esta misma realidad ficcional es puesta en tela de juicio de manera autorreflexiva en numerosas obras posteriores en las cuales se otorgará un mayor espacio a la fantasía y a la vida interior de los personajes, que se convertirán a su vez en surtidores de mundos poéticos. El comentario de Emil Volek al respecto es relevante. Refiriéndose a la “fase post-moderna” de Vargas Llosa, Volek enfatiza la manera en que, en El hablador (1987), el narrador “decide crear, inventar la realidad” y toma decisiones ontológicas.2 Es precisamente esta creación de mundos en relación con lo visual y sus distintas funciones la que examino en determinadas novelas del escritor peruano a la luz de las ideas de Brian McHale, quien postula que la esencia de la posmodernidad radica en lo ontológico. Para estudiar la dominante ontológica propia de los textos posmodernos, McHale se basa en la premisa de G. Thomas Pavel, quien define una ontología como “una descripción teórica de un universo”, teniendo en cuenta que se trata de un universo y no del universo.3 No obstante, al subrayar la creciente tendencia ontológica en la obra de Vargas Llosa, no pretendo delinear la medida en la cual su narrativa es moderna o posmoderna, ya que no sólo sigue vigente la polémica en torno a dichos conceptos, sino que la 2
Véase Volek 44-45. Véase Postmodernist 27; en lo sucesivo, todas las traducciones serán mías a menos que se indique lo contrario. 3
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variada y prolífica producción literaria de este escritor no admite clasificaciones tajantes. Me interesa enfocar particularmente la manera en la cual el autor se vale del signo lingüístico para elaborar imágenes o reproducir el arte visual, principalmente las fotografías y las pinturas, mediante las fantasías o ensueños de sus personajes, lo cual los convierte en creadores de ficción. Umberto Eco afirma que se pueden concebir mundos “posibles”, o “mundos pequeños”, mediante una actividad humana como la lectura, la escritura, el ensueño o la duermevela, y que los mundos proyectados por un personaje dentro de un espacio ficcional constituyen “submundos” (Role 235).4 Sin embargo, cabe descartar la lectura pasiva que no genera submundos, ya que su formación requiere una lectura activa que enciende la imaginación del lector y lo impulsa a recrear el texto. Se podría extrapolar y extender la lectura de textos a la de obras de arte pictórico que estimulan la creatividad del espectador por ser el repositorio del bagaje cultural del artista y de sus pulsiones inconscientes. Debido a la consabida afición de Vargas Llosa por la pintura, se observa que varios de sus personajes devienen a su vez intérpretes de arte y asimismo artífices, desdoblándose en las obras de arte de manera especular. La índole altamente visual y animada de los submundos de los personajes vargasllosianos hace que parezcan desplegarse en una escena teatral o proyectarse en una pantalla de cine. En efecto, Vargas Llosa transforma a sus personajes en productores de cortometrajes, estrategia que multiplica los niveles de interpretación e ilumina la trama “real” de referencia de distintas maneras de acuerdo con el contexto novelesco. La puesta en evidencia de los modos de construcción de los mundos insertos conduce al lector a tratar de evaluar la coherencia y estabilidad del universo ficcional y lo lleva a cuestionar la naturaleza del mundo “real”. Desde la primera novela de Vargas Llosa, La ciudad y los perros (1963), el cadete Alberto, apodado El Poeta, se dedicaba a escribir novelitas eróticas para sus compañeros del colegio Leoncio Prado. La presencia en su obra de personajes con intereses literarios o escriturarios, o dotados de una gran creatividad y de un fecundo mundo interior, asume varios matices y se ha afirmado de manera consistente en numerosas novelas, excepción hecha de La casa verde (1966). Esta tendencia es notable en la vocación truncada de Santiago Zavala, el protagonista de Conversación en La Catedral (1969) y en los tres escritores testimo4
Eco enfatiza que un mundo ficcional posible sólo puede ser concebido por una mente humana y es limitado por el texto que lo conforma o la imaginación de un personaje. Por lo tanto, siempre se trata de un small world o “mundo pequeño” (Limits 74-79).
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niales de La guerra del fin del mundo (1981), sin olvidarse de la presencia del Enano contador. El papel del periodista-escritor se desarrolla de manera autorreflexiva y metaficcional en las tres novelas que concretan el álter ego de Vargas Llosa, es decir, La tía Julia y el escribidor (1977) –en la cual el escribidor Camacho comparte este rol con Varguitas–, Historia de Mayta (1984) y El hablador (1988). Sin embargo, no me interesa tanto destacar la actividad escrituraria de los personajes, unida a, su –a veces frustrada– ambición literaria, sino su aptitud para inventar, soñar y construir mundos posibles dentro de la narrativa de referencia. Esta profusión imaginativa permite subrayar la riqueza creciente de la vida interior de estos personajes que fabrican mundos autónomos a la medida de sus deseos y obsesiones, ya sea para enriquecer su vida o disentir de las limitaciones de la realidad imperante. Por lo tanto, no me he aproximado a las novelas de manera cronológica. He escogido los textos que presentan a personajes dotados de una gran propensión a la fantasía y a los personajes recurrentes que manifiestan una creciente complejidad interior. Mi exploración abarca varias novelas, empezando con Conversación en La Catedral (1969), en la cual figura el germen que definirá la obra posterior de Vargas Llosa. En efecto, en esta novela se manifiesta la importancia del contexto cultural de la imaginación erótica mediante los submundos sadomasoquistas de don Cayo, el esbirro de Odría, quien experimenta a nivel imaginario el mecanismo de construcción de poder. Las pulsiones y deseos profundos, transgresores, intuitivos o contradictorios se evidencian a través de vertientes múltiples que demuestran la manera en que el escritor renueva constantemente sus recursos, como sucede en Elogio de la madrastra (1988) y Los cuadernos de don Rigoberto (1997), El hablador (1987), La fiesta del Chivo (2000) y El Paraíso en la otra esquina (2003). La imagen recurrente y polifacética de Lituma se examina en las siete obras en las cuales aparece, pero principalmente en La casa verde (1966), La tía Julia y el escribidor (1977), La Chunga (1986) y en las dos novelas detectivescas ¿Quién mató a Palomino Molero? (1986) y Lituma en los Andes (1993). Es notable que en los últimos tres textos este personaje demuestra tener una imaginación fértil y crea submundos que visualiza mediante un lenguaje dotado de cualidades cinematográficas. Huelga señalar que la crítica permanece dividida, no sólo en cuanto a la definición general de la posmodernidad, sino en lo que respecta a la clasificación de una plétora de obras en términos de su pertenencia a la modernidad o a la posmodernidad. Es factible, no obstante, acercarse a una obra considerada
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moderna y reevaluar elementos particulares del texto a la luz de teorías recientes. Éste es el caso del Ulises (1914) de James Joyce, una obra cumbre de la modernidad, cuya índole dual corresponde a aspectos estilísticos y estructurales distintos que la crítica no había valorado debidamente. Revela McHale que tan sólo a posteriori determinados capítulos de la segunda parte del Ulises fueron calificados de posmodernos, especialmente cuando se estudiaron a la luz de un texto como Finnegan’s Wake (Constructing 42-48). En su análisis de la novela de Eco El nombre de la rosa (1980), McHale destaca estrategias epistemológicas y ontológicas que la hacen oscilar entre lo moderno y lo posmoderno. Aunque esta novela presenta una búsqueda epistemológica que corresponde tanto al género detectivesco, como al intento de un personaje, Adso, de reconstruir su vida pasada y encontrarle significado, el crítico afirma que no se puede considerar típicamente moderna porque se vale de recursos metaficcionales que desestabilizan el mundo de la ficción y la aproximan al género antidetectivesco.5 Asimismo, McHale resalta las características posmodernas de El nombre de la rosa, como la confrontación de mundos, las técnicas de construcción en abismo y la introducción ex profeso de anacronismos unidos a la incorporación en el espacio ficcional de personajes reales (históricos) que conviven con los personajes inventados, todo lo cual pone de relieve el mecanismo de construcción del mundo de la ficción y crea un efecto de trompe l’œil (Constructing 145-64, 151). Para distinguir las obras posmodernas de las modernas, McHale opone las estrategias narrativas epistemológicas, centradas en los modos y los problemas del conocimiento de la realidad y de su transmisión ficcional, a las estrategias ontológicas que se refieren a la invención de mundos plurales, así como a la manera de existencia de estas realidades y a los efectos de confrontarlas. McHale basa su tesis en la división trazada por el artista Dick Higgins entre las cuestiones cognoscitivas que han caracterizado el arte occidental hasta el nacimiento del Pop Art y las poscognoscitivas, que han dominado el panorama artístico a partir de este período que sitúa alrededor de 1958. Estas preocupaciones coinciden
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McHale considera que el género detectivesco es el género epistemológico “por excelencia”, por su afán de elucidar significados y representa la escritura de la modernidad, mientras que la ciencia ficción sería el género ontológico “por excelencia”, por la creación de mundos paralelos o insertos e ilustraría una estética posmoderna (Postmodernist 16). La novela detectivesca es un género menor que da seguridad y que se propone satisfacer las expectativas de los lectores, si bien llega a ser el recurso ideal de la posmodernidad en su forma invertida, la novela antidetectivesca, la cual frustra las expectativas de los lectores (Tani 40).
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con la gradual desaparición de la imagen mítica del artista tan importante en la modernidad. Las preguntas cognoscitivas del artista giran en torno a las modalidades interpretativas del mundo en que vive para tratar de comprenderlo mejor y definir su propia naturaleza dentro del mismo, mientras que las preguntas poscognoscitivas se preocupan por indagar en qué mundo se encuentra el artista, qué se puede hacer en dicho mundo y cuál de sus identidades o seres se desempeñará en él. McHale aplica aptamente las interrogantes poscognoscitivas al cuento de Jorge Luis Borges “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, que ejemplifica la multiplicidad de niveles ontológicos. En este cuento, se devela el mecanismo de creación del mundo inserto mientras que el mundo imaginario de Tlön cobra más realidad que el mundo del Borges personaje, y por ende, termina desestabilizando, de manera especular, el mundo supuestamente “real” del escritor.6 Estas consideraciones resultan útiles para nuestro acercamiento a la obra de Vargas Llosa en la medida en que los personajes de sus novelas proyectan mundos alternos y paralelos en los cuales se desdoblan y llegan a cuestionar sus múltiples identidades, así como los niveles de realidad en los cuales se desempeñan. Sin embargo, McHale precisa que las dos vertientes –la epistemológica y la ontológica– coexisten en grados variables en la mayoría de los textos, y como la serpiente que se muerde la cola, ambas tendencias llegan a apuntar la una a la otra y a confundirse. Por eso, McHale propone el término “dominante”, que fue acuñado por Jurij Tynjanov y luego problematizado por Roman Jakobson, para indicar la jerarquía de los recursos literarios que estructuran y rigen un texto. Sostiene, así, que el movimiento hacia una u otra vertiente es dual y reversible debido a la índole lineal y temporal del discurso que no permite expresar dos cosas simultáneamente. La noción de “dominante” especifica, pues, el “orden” en el cual se enfocarán diferentes aspectos de la narrativa y la “urgencia” de examinar sus implicaciones ontológicas sin descartar la existencia de cuestiones epistemológicas que se encontrarían relegadas al segundo plano (Postmodernist 6-10, 11). Por lo tanto, se impone en primer lugar subrayar la dominante ontológica de cada obra y develar el mecanismo de construcción de los submundos en relación con lo visual para luego intentar definir su función dentro de la trama “real” de referencia ficcional. La propensión de los personajes a evadirse de la realidad para erigir mundos alternos se puede apreciar a la luz de las ideas de Peter Berger y Thomas Luck-
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Véanse McHale, Constructing 32-33 y Borges, Ficciones 61-69.
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mann, quienes proponen que la realidad es un tipo de ficción colectiva construida y sostenida por la socialización y la interacción, especialmente mediante el lenguaje, e institucionalizada en torno a los discursos imperantes, caracterizados como científico, teológico, mitológico y filosófico.7 Esta realidad integrada y compartida es el terreno de interacción de los miembros de la sociedad, los cuales experimentan de por sí una multitud de realidades privadas o periféricas como: el sueño, el juego y la ficción. Semejantes experiencias individuales se consideran marginales frente a la “realidad” de referencia primordial, de modo que la conciencia siempre regresa a ella como si volviera de una “excursión”. De hecho, rodeadas de la realidad imperante o compartida, las demás realidades privadas aparecen como “provincias de significado” o “enclaves” (Social 25).8 Por ende, los textos en los cuales los mundos posibles, o enclaves, ocupan un espacio considerable representan modelos para armar que estimulan la imaginación y requieren una mayor participación del lector. Estos mundos encajados dentro de otros corresponden a la técnica de las “cajas chinas”, sobre la cual Vargas Llosa ha escrito extensamente y que consiste en insertar historias dentro de historias a través de mudas de narrador. Este recurso le permite entrelazar múltiples niveles de realidad con distintos tiempos y espacios, y reverbera sobre la narrativa entera, borrando los límites entre ficción y realidad. Ello crea, por
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Esta formación colectiva e institucionalizada de la realidad coincide con los planteamientos de Foucault acerca de la construcción del discurso en base al concepto de épistémè. La épistémè representaría, según Foucault, el a priori histórico del saber, es decir, de las reglas de formación de las relaciones discursivas que surgen en distintas épocas y que determinan el conocimiento mediante el discurso hegemónico institucionalizado en el campo legal, científico, histórico y sociocultural. Se destacan cuatro épistémès: el Renacimiento; el advenimiento de lo racional, que abarca los siglos XVII y XVIII, que Foucault llama “l’âge classique”; el siglo XIX, que se caracteriza por el positivismo y un período que comienza con el principio del siglo XX (Les mots 13-14). 8 Para Stanley Cohen y Laurie Taylor los intentos de evadirse se manifiestan en un desprendimiento mental –cuyo caso extremo sería la esquizofrenia– relacionado con los medios de comunicación visuales como el cine y la televisión, la lectura de la vida de gente famosa, las reminiscencias o fantasías que surgen al escuchar una vieja canción o cualquier impacto visual. Estas estrategias escapistas abarcan el sexo, los juegos, el alcohol y las drogas. Asimismo, reflejan la manera obsesiva de hundirse en el mundo de los deportes mediante la conversación o la pequeña pantalla y crean una alternancia, es decir, un barajar de mundos que refleja la fragmentación de la realidad plural propia de las sociedades industrializadas (Escape 111-115). Estos niveles de mundos yuxtapuestos constituyen, según Pavel, una cartografía cultural de entidades ontológicas a la que denomina “paisaje ontológico” dentro del cual se insertan mundos periféricos que representan unas “ontologías del ocio” (McHale, Postmodernist 37).
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consiguiente, cierta ambigüedad y enriquece los niveles interpretativos. Los submundos prolongan esta noción a nivel ontológico y crean una construcción en abismo que refleja de manera especular el mecanismo de creación ficcional. De la misma manera, la configuración de los mundos paralelos representaría una extensión ontológica de los “vasos comunicantes”. En efecto, estos montajes escénicos predilectos de Vargas Llosa ofrecen una imagen espacio-temporal sincrética y permiten una especularización entre episodios (o mundos) porque, aclara el novelista, “se funden en una unidad que hace de ellos algo distinto de meras anécdotas yuxtapuestas [...] y la unidad es más que la suma de las partes integradas” (Cartas 117-125, 139-140). Es precisamente la puesta en evidencia del proceso de formación de estos submundos y de estas estrategias de desdoblamiento y de niveles ontológicos múltiples lo que conforma e informa tanto el valor como el interés de las obras posmodernas. La tensión producida por el roce entre los submundos y el mundo circundante ilumina la narrativa pero al mismo tiempo resalta la índole ficcional del texto novelesco. Además, la confrontación entre entidades ontológicas genera un deslizamiento de significado y crea zonas intertextuales y aporías que requieren la participación activa del lector. Cuando el mundo interior se dilata hasta invadir de manera significativa el universo de referencia, se impone una doble lectura tanto fragmentaria como unificadora. El papel del lector en la reevaluación y reconstrucción del texto se amplia en el caso de los personajes recurrentes que se desenvuelven en un espacio ficcional que representa, según McHale, un “súper-texto” formado por la conjunción de varias novelas (Postmodernist 57). Se abren así espacios incógnitos fuera de la página concreta que invitan al lector a seguir y reinventar el recorrido, a veces anacrónico, de los personajes, para atar cabos y rearmar el rompecabezas. Ahora bien, cabe precisar que la distinta índole de los submundos impone un acercamiento teórico particular a cada uno de los textos que se consideran en este estudio. Resultan útiles las premisas de Michel Foucault tanto en lo que refiere a la configuración de los espacios heterotópicos como a la visión panóptica propia de los mecanismos de control y de poder. Las ideas de Foucault son asimismo claves para comprender la construcción discursiva del sujeto mediante experiencias sexuales limítrofes. Además, las propuestas de Jacques Lacan permiten explorar el desdoblamiento autorreflexivo y especular de los personajes, mientras que las de Luce Irigaray, que prolongan las teorías lacanianas, se prestan mejor al estudio de la especularización femenina en el caso de la interioridad de las protagonistas vargasllosianas. Debido a la importancia del arte
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en varias de las novelas del escritor peruano, las relaciones entre el signo visual y el lingüístico proliferan y se impone examinar la intermedialidad e iconotextualidad inherentes a los submundos inspirados por el arte, a la luz de los planteamientos de Peter Wagner, Ottmar Ette y Mieke Bal, mientras que las teorías de Walter Benjamin y Roland Barthes iluminan las reflexiones acerca del impacto de la fotografía en la creación literaria y artística. Al comparar las modalidades de elaboración de los distintos submundos y las variantes de su índole visual, se perciben similitudes al mismo tiempo que diferencias relativas a la presencia o la ausencia del arte y del erotismo en dicho proceso. Mediante una interioridad creciente, los personajes vargasllosianos cobran vida y se desempeñan en varios planos ontológicos, creando una polifonía de mundos que revela la fragmentación del individuo y de la sociedad a la vez que manifiesta conceptos complejos a nivel tanto esteticista como sociocultural. La indagación en las fantasías y el horizonte imaginario de los personajes apunta a la importancia de esta actividad del ser humano que le permite tanto conocerse y recrearse como desarrollar un pensamiento individual y crítico del mundo que lo rodea, en un mecanismo que se asemeja al de la producción literaria. Conviene mencionar que algunas de las secciones de varios de los capítulos que conforman este estudio han aparecido en diferentes revistas en versiones primerizas, las cuales han sido desarrolladas y actualizadas para este libro.9
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Véanse Habra “El arte como espejo”, “El detective”, “Flora Tristán”, “Lituma’s Fragmented Image”, “Los submundos”, “Postmodernidad”, “Reminiscencias” y “Revelación”.
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1. Conversación en La Catedral : trascendencia de lo visual y del erotismo en la creación de mundos
En una novela totalizadora y moderna como Conversación en La Catedral (1969), Mario Vargas Llosa inicia ciertas estrategias tanto visuales como ontológicas que se irán desarrollando en las novelas posteriores. Me refiero en particular a Elogio de la madrastra (1988) y a Los cuadernos de don Rigoberto (1997), textos en los que se volverán a trazar ciertas imágenes y motivos de esta obra temprana que repercuten en ellos de manera intertextual, enriqueciendo así las diversas lecturas. En efecto, las fantasías voyeuristas de gran índole visual del jefe de Seguridad del Gobierno de Odría, Cayo Bermúdez, anticipan las de don Rigoberto, el protagonista de Elogio y Los cuadernos. Se observa que el mecanismo de creación de los cuadros escenificados que corresponden al mundo interior de Cayo Bermúdez se asemeja al de una novelita erótica por entregas que tiene una función dual: por un lado, servirle de escape intermitente al personaje preso dentro de una red de tensiones políticas, y por el otro, ofrecerle al lector un paréntesis liviano –aunque tan sólo en apariencia– para amenizar su arduo recorrido por el ámbito opresivo de un régimen dictatorial. Se patentiza asimismo que el espacio de la casa de citas de San Miguel, que representa el telón de fondo de las escenas imaginadas por Cayo, funciona a modo de puesta en abismo de la corrupción social y del mecanismo de control que ejerce este personaje a nivel nacional. El que Cayo Bermúdez sea productor de su propia ficción erótica, que se nutre de las imágenes de un libro ilustrado con amores sáficos, nos recuerda a otro personaje vargasllosiano anterior que elaboraba enclaves escapistas. Se trata de El Poeta, Alberto Fernández, en la primera novela de Vargas Llosa, La ciudad y los perros (1963), que escribía novelitas pornográficas para venderlas a sus compañeros del colegio Leoncio Prado. Aunque los submundos eróticos de Alberto no se despliegan de manera visual en la novela, anticipan los de Cayo.1 1
Vargas Llosa revela que su afición a la lectura le valió el apodo de “El Poeta” por los cadetes del Leoncio Prado, a los cuales vendía novelitas eróticas, y que se inspiró en la recepción de su pri-
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Conversación en La Catedral consiste en un rompecabezas narrativo cuyas partes se recomponen al final de la lectura, por lo menos a un nivel estructural, de la misma manera que sucede con La casa verde (1966). Si bien La casa verde representa el paradigma de la novela moderna, Booker ha observado que la fragmentación en la presentación de los personajes apuntaría a una escritura posmoderna (22). Se podría afirmar que semejantes tendencias se disciernen en Conversación, no sólo por las múltiples estrategias narrativas y los juegos espacio-temporales de la obra, sino también por el componente ontológico representado por las modalidades sofisticadas de las ensoñaciones entrecortadas de Cayo Bermúdez. Pero conviene precisar que en Conversación, el limitado espacio dedicado a los mundos insertos no desestabiliza el universo narrativo como, en cambio, sucederá en Elogio y Los cuadernos con las extensas fantasías de sus tres protagonistas. Por otra parte, aunque la organización de la obra carezca de la perfecta simetría que presenta La casa verde, la supera en complejidad. Sus cuatro partes –o libros– son más o menos iguales y constan de diez, nueve, cuatro y ocho capítulos respectivamente. El texto recrea el ambiente de la realidad sociopolítica del Perú durante el “ochenio” de la dictadura del general Odría (1948-1956), período que coincide con la adolescencia de Vargas Llosa. Pese a la vasta y laboriosa documentación real e histórica que el autor acumuló durante los tres años y medio que le llevó escribir esta obra, José Miguel Oviedo ha resaltado en ella el predominio de la invención y de la imaginación sobre lo histórico y lo mimético. Es precisamente este carácter ficcional el que confirma Vargas Llosa cuando declara que “la huelga de Arequipa es el único hecho histórico que aparece directamente en la novela. Es la primera vez que yo he intentado una cosa así, asimilar ficción con historia. Y es uno de los episodios que más trabajo me ha costado. Pero, en fin, no hay en mi novela fidelidad de ningún tipo, digamos, anecdótica, a la historia de estos ocho años. No, ni mucho menos” (Oviedo 208). Asimismo, en su prólogo a la edición de 1998 de Conversación, Vargas Llosa advierte que “Ninguna novela me ha dado tanto trabajo; por eso, si tuviera que salvar una de las novelas que he escrito, salvaría ésta” (9). La novela está estructurada en torno a un espacio, La Catedral, un bar limeño en un barrio pobre, en el cual se desarrolla una “conversación” entre Santiago Zavala, un joven burgués, y Ambrosio, el ex chofer y amante de su padre,
mera novelita para elaborar un episodio de La ciudad. El autor afirmó que las escribía para sobrevivir a la rígida disciplina del colegio militar (El pez 113-114).
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don Fermín. El diálogo se entrecruza con secuencias de otros diálogos que narran las historias de personas desconocidas y que remiten a varios tiempos y espacios. Los dos interlocutores toman cerveza y pasan en este bar cuatro horas que abarcan recuerdos escalonados desde el presente de los años sesenta hasta 1948 y recorren, al lado de la vida personal, los cambios sociopolíticos de este período.2 Cada personaje rememora mediante un fluir de conciencia y monólogos interiores, episodios de su vida que se mezclan con los diálogos sin que haya indicación alguna de la identidad de los hablantes, y se establecen nexos cuyos significados reverberan entre sí. Se evidencia así con creces el uso de la técnica vargasllosiana de las “cajas chinas” que equivale a insertar historias dentro de historias con mudas de narradores como manera de yuxtaponer tiempos, espacios y niveles de realidad. El diálogo entre Santiago y Ambrosio en La Catedral sirve de núcleo a los demás diálogos y funciona como marco espacio-temporal. Inserto entre las capas dialógicas, se desliza un diálogo secreto entre Ambrosio y Fermín, el padre de Santiago, que tan sólo se reconoce mediante la repetición de motivos, frases repetitivas o vocativos, y que se elucidará al final. Oviedo denomina tales diálogos intercalados “diálogos telescópicos”, a causa de los vínculos establecidos entre los personajes que se desenvuelven en la trama ficcional. Aunque estos recursos han sido utilizados por Vargas Llosa desde La ciudad y los perros y La casa verde, en Conversación, los diálogos telescópicos aumentan en número y sofisticación, y llegan a aparecer 18 veces en un solo capítulo dedicado a la huelga de Arequipa y el complot en contra de Cayo. Este efecto de “vasos comunicantes”, predilecto de Vargas Llosa, es producido mediante la yuxtaposición en el mismo párrafo de escenas que remiten a la misma historia en tiempos y lugares diferentes a modo de montaje escénico o collage. En Conversación, las reverberaciones del montaje escénico producido por los vasos comunicantes espacio-temporales se observan también en los diálogos telescópicos. La tendencia a fabular de Cayo Bermúdez se hace de modo continuo e intermitente, yuxtaponiendo de manera intricada su visión interior de los acontecimientos a la realidad concreta que lo rodea. Sus fantasías corresponden a los “submundos” problematizados por Eco, es decir, a mundos ficticios “posibles” insertos dentro del universo de referencia (Role 235). Es factible afirmar que en 2
Oviedo visualiza dichos diálogos, basándose en el marco temporal de 1948 a 1963 concebido por Williams, como una pirámide cuyo ápice es la “conversación” en La Catedral que sirve de marco a la novela (253).
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Conversación, las técnicas de las cajas chinas y de los vasos comunicantes intensifican la representación simultánea de la diversidad de mundos y submundos –descritos o sugeridos– e inducen la participación interpretativa del lector, que fabrica sus propios enclaves para colmar las fisuras de este montaje sofisticado. Además, mediante estos múltiples niveles de realidad, se contraponen distintas cosmovisiones o Weltanschauungen, en el sentido de experiencia de vida. Para McHale, esta metáfora que conjura por su significado un mundo abstracto, puede, además de su índole epistemológica, interpretarse literalmente como un “mundo”, que reviste connotaciones ontológicas; se crea así una ontología dual que multiplica las interferencias entre mundos y cuya proliferación abre nuevos significados y podría contribuir a desestabilizar el espacio ficcional (Postmodernist 79). Sin embargo, este roce de mundos no quita la solidez ni la coherencia del mundo de la ficción de referencia de Conversación, como sucede en obras posteriores vargasllosianas que presentan una más extensa producción de mundos alternos que se dilatan hasta transformar el texto en un modelo para armar. En el espacio concreto de la página leída, se unen en determinados momentos, mundos contrastantes, presentes y pasados, aproximándose así de manera fragmentada, capas y estratos disímiles de la sociedad limeña que se evocan de manera sincrética, trascendiendo las limitaciones espacio temporales. Se intercala asimismo la voz de un narrador omnisciente en tercera persona, a modo de narrador indirecto libre. Este entrelazamiento polifónico de voces y recuerdos crea una impresión de simultaneidad entre las historias narradas y la introspección de los interlocutores que reflexionan sobre su pasado. En esta novela total, se proyecta tanto una visión global y exterior de los personajes como de su vida interior mediante varios puntos de vista que ofrecen una ilusión de objetividad. Sin embargo, sólo se van descubriendo los vínculos entre los personajes al final de una narrativa que se va armando a manera de un gigantesco tapiz, pero que deja zonas de aporía y vacío tanto en la mente de los personajes como en la del lector. Este fresco monumental de la sociedad peruana cuenta con cuatro personajes principales. Santiago, o Zavalita, uno de los personajes más desarrollados de la novelística vargasllosiana, es un joven intelectual que se opone a los valores burgueses sin lograr convencerse tampoco de sus ideales comunistas y revolucionarios. Santiago se aleja de su familia y clase social, sustituye su vocación literaria por el periodismo y pierde todo interés en la política. Su padre, Fermín Zavala, apodado Bola de Oro, es un empresario cuyas relaciones homoeróticas con su chofer Ambrosio se revelan al final. Ambrosio es un zambo de origen
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humilde que acepta servilmente el papel de objeto sexual de su patrón a pesar de estar enamorado de Amalia, la sirvienta de los Zavala, que se convertirá en su esposa. Finalmente, Cayo Bermúdez (o Cayo Mierda) es un cholo (o mestizo) de origen humilde que llega a ser director de Gobierno del dictador Odría. Este personaje se basa en Alejandro Esparza Zañartu, el odiado hombre fuerte del odriísmo. En Conversación, es un voyeur perverso obsesionado por el poder y sus fantasmas eróticos. Bermúdez se aprovecha de las debilidades sexuales de las personalidades que quiere controlar y, al intuir la de Fermín, le cede su chofer Ambrosio. De entre los setenta personajes secundarios, sólo mencionaremos a Ana, una enfermera mestiza que llegará a ser la esposa de Santiago; a Carlos, su amigo periodista; a sus hermanos La Chispa y Teté y a Amalia, que terminará trabajando en la casa de San Miguel donde Cayo mantiene a la Musa Hortensia, una prostituta lesbiana, amiga de Queta, otra prostituta lesbiana a quien Ambrosio toma por confidente. Los diálogos clave tienen lugar entre Santiago y Ambrosio en La Catedral. Luego viene el diálogo secreto entre Ambrosio y Fermín, el de Carlos y Santiago en un bar llamado el Negro-Negro y finalmente el de Queta y Ambrosio, cuando éste le cuenta su vida. La importancia de lo visual se ejemplifica en Conversación a través de dos personajes, Amalia y Cayo Bermúdez, que funcionan como “focalizadores”.3 El término “focalizor” se refiere a un personaje a través de cuyos ojos el lector “ve” de modo fragmentado lo que describe el narrador omnisciente como si estuviera presente en la escena, y asimismo a un personaje que describe recuerdos o estados mentales que no pueden ser compartidos con otros testigos (Bal, Narratology 146-151). La casa de la Musa Hortensia formará el punto de partida del escenario de las fantasías voyeuristas del jefe de Seguridad y representa un espacio de reunión centrípeta de la oligarquía del país que Cayo controla mediante el chantaje dirigido al talón de Aquiles de cada individuo. A través de la mirada de Amalia y de la mirada tanto exterior como interior de Cayo, se delinean los elementos visuales precursores de Elogio y Los cuadernos, al mismo tiempo que se establecen conexiones entre ambas percepciones de la “realidad”, a partir del contexto de la trama novelesca y de los submundos proyectados por Cayo. Es preciso subrayar que las vívidas observaciones de 3 Williams subraya la importancia de estos personajes focalizadores y afirma que la disparidad entre la visión limitada de la inocente sirviente y la abarcadora del poderoso jefe de Seguridad, que alcanza todo el Perú, representa “uno de los contrastes más marcados entre los múltiples contrastes de la novela” (Otra historia 170).
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Amalia no proceden de su imaginación; por ende, este personaje no concibe mundos alternos, sino que trasmite al lector lo que “ve” como si fuera la lente de una cámara que rodara su entorno o un espejo que reflejara el trasfondo de las funciones eróticas ideadas y presenciadas por Cayo. De hecho, cuando Amalia es despedida por los Zavala –porque Santiago trató de seducirla– consigue, gracias a Ambrosio, que Cayo la contrate como sirvienta en la casa de San Miguel. Cada vez que Amalia entra al cuarto de Hortensia se turba, ya que su mirada inocente intuye sin entenderla la trascendencia de los numerosos espejos que le devuelven su imagen: El cuarto de baño relucía de azulejos, el lavador y la tina eran rosados, en el espejo Amalia podía verse de cuerpo entero. Pero lo más bonito era el dormitorio de la señora [...] la cama tan ancha, tan bajita, sus patitas de cocodrilo y su cubrecamas negro, con ese animal amarillo que echaba fuego. ¿Y para qué tantos espejos? Le había costado acostumbrarse a esta multiplicación de Amalias, a verse repetida así, lanzada así por el espejo del tocador contra el del biombo y por el del clóset [...] contra ese espejo inútil colgado en el techo, en el que aparecía enjaulado el dragón (246).
Estos espejos serán clave en las fantasías de Cayo, el cual tenía la costumbre de observar a escondidas los juegos amorosos de las mujeres y solía intervenir brutalmente, de manera real o figurada, para darles latigazos. Los espejos también constituirán un motivo en Los cuadernos, novela en la que don Rigoberto, su hijo Fonchito y la madrastra Lucrecia inventan escenarios eróticos destinados a ser reproducidos frente a un espejo. Asimismo, las obras de arte desempeñan un papel importante en Elogio y Los cuadernos, porque son fuente de escenificaciones tanto fantaseadas como concretadas, de manera que la imagen o el signo visual, reverbera, renovándose, en el espejo lingüístico de los submundos ecfrásticos. En Conversación, la ingenuidad de Amalia sólo le permite describir el ambiente a beneficio del lector, sin interpretarlo: “Había un solo cuadro y le ardió la cara la primera vez que lo vio. La señora Zoila jamás hubiera puesto en su dormitorio una mujer desnuda agarrándose los senos con esa desfachatez, mostrando todo con tanto descaro” (246). Este cuadro apunta a los grabados de desnudos a los que es aficionado don Rigoberto, y funciona de manera especular, reflejándose en las múltiples lunas. Los espejos multiplican tanto el desnudo pictórico como los cuerpos entrelazados ofrecidos a la mirada de Cayo que presencia este juego de reflejos a modo de collage visual que enaltece su gozo y enriquece sus fantasías. Además, la imagen de la mujer desnuda que está
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mostrando “todo” evoca el cuadro L’origine du monde, de Gustave Courbet que se describe en Los cuadernos, y en el que se retrata solamente el torso de una mujer. En L’origine, se hace hincapié en la mirada del pintor (y del espectador) que enfoca el monte de Venus de una mujer anónima cuya anatomía es idéntica, según don Rigoberto, a la de su esposa. Ya que Rigoberto afirma que el arte precede la realidad, el personaje del retrato cobra vida y el lector/espectador evoca el cuerpo de Lucrecia cada vez que mira el óleo. Se borran los límites entre el submundo pictórico que Courbet construye a partir de la realidad y el fantaseado por don Rigoberto dentro de la ficción vargasllosiana. Se establece así un movimiento de osmosis entre estos mundos paralelos en los cuales los personajes de los cuadros y de la ficción llegan a ser intercambiables hasta modificar la manera de contemplar las obras de arte. En Conversación, la lujuria sugerida por el cuadro le ofrece a la recatada sirvienta un atisbo de un mundo de perversión desconocido que gira en torno a la cama de Hortensia y se reverbera, a través de otros espejos, en el espejo del techo. El hecho de que Amalia piense que el “vicio” de Hortensia es la limpieza remite a las extensas abluciones rituales de don Rigoberto en Elogio, donde dedica cada día de la semana a la limpieza de una parte corporal a modo de antesala al encuentro erótico. Ya desde Conversación, el espacio del baño cobra importancia en la novelística vargasllosiana y esto queda de manifiesto en la casa de San Miguel. El baño es el escenario constante de un flirteo voyeurista de Hortensia con las sirvientas, especialmente con Amalia, a quien sorprende en la ducha. Ésta revela que su patrona “se bañaba al levantarse y al acostarse, y, lo peor, quería que también ellas se pasaran la vida en el agua” (255-256). Esta obsesión culmina en una escena altamente visual que envuelve la mirada del lector mediante los ojos de Amalia: “Una mañana Amalia vio la cama vacía y oyó el agua del baño corriendo [...]. El vaho cubría el cuarto, todo era tibio y Amalia se detuvo en la puerta, mirando con curiosidad, con inquietud, el cuerpo blanco bajo el agua [...]. En la atmósfera humosa, Amalia vio aparecer el busto impregnado de gotitas, los botones oscuros. No sabía dónde mirar” (256; énfasis mío). Los verbos “ver” y “mirar” se repiten para realzar la importancia de la vista, lo cual acorta la distancia entre los personajes y el lector como si éste estuviera presente. Esta descripción de la mujer desnuda en la tina anticipa los detenidos baños de Lucrecia en Elogio, que se exhibía al saber que su hijastro la miraba desde el techo, y representa el germen de varias escenas de Los cuadernos. Don Rigoberto no sólo fantasea en torno a El baño turco (1862) de Ingres en Elogio sino que en Los cuadernos va un paso más allá en sus fabulaciones ins-
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piradas en este óleo; imagina a Lucrecia tomando un baño de vapor con la embajadora de Argelia, cuyos pechos oscuros fascinan a su amiga, con sus “pieles cubiertas de gotitas brillantes de transpiración”, deleitándose al verlas acariciarse (263). Además, el voyeurismo de don Rigoberto, que se regocija al observar a las mujeres juntas, representa una extensión del placer “privado” de Cayo. En la casa de San Miguel, Cayo asiste a las actividades sáficas de Hortensia y Queta “y sus ojos iban rápidamente de un espejo a otro espejo y a la cama para no perder a ninguna de las figurillas diligentes” como si observara las figuritas del libro erótico Los misterios de Lesbos que “encendieron sus ojos” desde el día en que se enteró de su ascenso al poder (397, 81). Cayo contempla los cuerpos de las mujeres, el moreno y el blanco, reflejados de manera fragmentada en los espejos antes de participar en sus juegos con una correa en las manos. Esta flagelación sadomasoquista, ya sea real o figurada, que recurre en sus ensoñaciones revela su crueldad, como si personificara al feroz dragón amarillo del cubrecamas. Sin sospechar la relación entre las lesbianas, Amalia descubre con sorpresa a Queta con Hortensia justo cuando Cayo acababa de dejar la pieza: “La señorita dormía vuelta hacia ella, una mano sobre la cadera, la otra colgando, y estaba desnuda, desnuda. Ahora veía también, por sobre la espalda morena de la señorita, un hombro blanco, un brazo blanco, los cabellos negrísimos de la señora que dormía hacia el otro lado [...] y vio el dragón descoyuntado en el espejo del techo” (277). El lector, que no comparte la ingenuidad de Amalia, tiende a asociar la sombra en el espejo con la mirada voyeurista del “espectador “, el voyeur oculto que estaba presenciando el encuentro erótico. El cubrecamas enredado ofrece en el espejo del techo una visión fragmentada del dragón, símbolo del fuego de la entrega. El contraste entre la piel blanca y la piel morena representa un Leitmotiv recurrente en las visiones de Cayo y se volverá a mencionar en la escena del baño turco imaginada por don Rigoberto: “El cuerpo de su mujer era más blanco y el de la embajadora más moreno”, y esta imagen binaria se reiterará en las fantasías eróticas que aúnan a Lucrecia con su criada Justiniana, en las cuales se insiste en este “cuerpo café con leche contrastando con la blancura de la seda” (Los cuadernos 264, 106). Cabe precisar que al construir esta fantasía ecfrástica, don Rigoberto está admirando una reproducción de un óleo de Courbet, Pereza y lujuria, llamado también El sueño, que retrata el medio despertar lascivo de dos mujeres desnudas, una blanca y otra morena.4 4
Véase Los cuadernos 106. L’origine du monde y Pereza y lujuria fueron realizados por encargo de Khalil Bey, un diplomático turco. Las pinturas de dos mujeres que duermen entrelazadas, una
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Al contraponer la piel blanca de Lucrecia con la morena de la sirvienta y luego la de la esposa del embajador de Argelia en distintas posturas, don Rigoberto crea submundos con motivos visuales que coinciden con (o prolongan) los de Cayo. Además, el dragón “amarillo que echaba fuego” del cubrecamas negro de Hortensia (Conversación 246), se transforma y se desdobla, en el encuentro homoerótico imaginado por don Rigoberto entre Justiniana y su mujer vestida de una bata “de seda roja, con dos dragones amarillos unidos por las colas en la espalda” (Los cuadernos 102). Hortensia y Queta tratan sin éxito de pervertir a Amalia, y sus constantes insinuaciones para envolverla en sus retozos, establecen un trasfondo propicio para las fantasías de Cayo, que se percibe como espectador in absentia, cuya sombra amenazadora queda al acecho como si estuviera a punto de irrumpir del espejo del techo. Se contrasta la visión limitada y fragmentada que tiene Amalia del universo lujurioso que la rodea con la visión de Cayo que abarca no sólo las oficinas gubernamentales y el ejército, sino también varios espacios relacionados con el narcotráfico, el hampa y la vida nocturna. Aparte de la casa de San Miguel, y a modo de extensión de este espacio, Cayo controla prostíbulos y bares que le sirven de aglutinante para tentar a sus ministros y diputados, y manipular sus vicios y debilidades. Es como si Cayo tejiera una telaraña, de la cual colgaran como títeres tanto los personajes poderosos del régimen como los pertenecientes a la oligarquía. Esta visión panóptica que dirige mediante la corrupción se evidencia en el capítulo cuatro de la tercera parte, cuando trata de resolver la crisis de la huelga en Arequipa a partir del centro figurado de diez y ocho diálogos telescópicos.5 La capacidad de Cayo para crear mundos alternos construidos en base a sus perversiones, no sólo constituye un nexo metafórico entre los varios mundos y espacios que coteja, sino que le permite refugiarse de las tensiones que lo rodean. Este espacio interior que funciona a modo de válvula de escape visual para sus pulsiones libidinosas, sirve de recurso novelesco para aliviar el recorrido arduo del lector, confrontado con la visión deprimente de la corrupción del régimen y la frustración individual y nacional.
blanca y la otra morena, corresponden a una larga tradición pictórica que abarca, al lado del estilo rococó, las representaciones orientalistas de la mujer blanca junto a la criada negra en una plétora de matices y tonos de piel (Faunce y Nochlin 175-178). 5 De acuerdo con Foucault, el Panóptico es una estructura arquitectónica descrita por un filósofo del siglo XVIII, Jeremy Bentham, como una configuración que permita observar desde una torre central a todos los presos sin ser visto y sin que éstos puedan comunicarse (Surveiller 233).
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Si se considera la realidad como una ficción colectiva, se delinea la propensión de ciertos personajes a querer eludir la realidad, refugiándose en mundos periféricos y privados que configuran “enclaves” o “islas” dentro de la realidad de referencia imperante (Berger/Luckmann 25). Debido a la compleja cartografía social y geográfica de Conversación y de sus múltiples niveles espaciotemporales, se podrían vislumbrar las fantasías de Cayo Bermúdez como islas o enclaves de índole ontológica que dilata a su antojo y en cuyo territorio (“real” o figurado) posee el poder máximo. Desde el principio de la novela se sabe que en Chincha, donde Cayo Bermúdez vivía humildemente, “se metía al cuarto con dos” en el burdel (79). Al enterarse que será nombrado director de Seguridad, compra en una librería limeña Los misterios de Lesbos, pero resulta significativo que, al acostarse en el hotel, no lo leyera sino que lo “manoseó [...] dejando que sus ojos corrieran ciegos sobre las figuritas negras apretadas. Luego, apagó la luz. Pero no pudo atrapar el sueño hasta muchas horas después”, dando libre vuelo a su imaginación.6 Sus preocupaciones acerca de su reciente ascenso se relacionan íntimamente con su predisposición a inventar un universo interior que le permite dominar mentalmente a “figuritas”, a modo de siluetas indeterminadas que simbolizan no sólo a lesbianas potenciales sino a los individuos que va a controlar ciegamente. Hay un contraste entre su apariencia marchita y fría, y su tendencia férvida y obsesiva a refugiarse en un mundo secreto dominado por el vicio. Oviedo asocia su frialdad y el distanciamiento de sus actos con su cinismo y lo llama un “sacerdote de la corrupción”, recalcando la manera en que Santiago es impactado por su “vocecita desganada, servil” y su “cara seca, apergaminada, insípida” (227). En San Miguel, Amalia se pregunta cómo Hortensia aguanta estar con un hombre que “podía ser su padre y era feo y ni siquiera se vestía bien”, comparando sus “ojos hundidos que miraban frío y de lejos, arrugas en el cuello, una boca sin labios y dientes manchados de fumar” con la prestancia de don Fermín (250). Aunque sabe que Hortensia es su querida, Amalia no puede imaginar los gustos depravados del dueño de la casa donde trabaja. Cayo Bermúdez elabora también una serie de fantasías o submundos a modo de montajes escénicos en torno a una protagonista, la esposa del senador 6 Véase Conversación 81. No resulta claro si las figuritas negras del libro homoerótico que fascinan a Cayo son esbozos en blanco y negro o si se trata de mujeres negras. El hecho de que tenga a una mulata y a una mestiza en sus fantasías podría indicar una preferencia por la piel oscura, a la cual yuxtapone a las mujeres blancas para dominarlas y humillarlas.
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Heredia, que se convierte en una suerte de fantasma que puebla sus visiones. En medio de una reunión en el Club Cajamarca, en el cual los diputados y senadores están ultimando los detalles de los preparativos para recibir al general Odría en Cajamarca, el director de Seguridad se abstrae de manera intermitente, contraponiendo su mundo interior al que lo rodea. Yuxtapone mentalmente la elegancia, blancura y distinción patricia de la señora Heredia a la piel morena de la mulata Queta, que decide colocar en el papel de sirvienta de la señora. Cayo oye a medias las palabras que le dirige el senador Heredia mientras imagina tras unos tules ondulantes las dos sombras cálidamente se dejaban caer una junto a la otra sobre un colchón de plumas que las recibía sin ruido, a los miembros del comité de recepción por haber tenido la amabilidad de venir a Lima [...] y las sombras ya se habían estrechado y rodado y eran una sola forma sobre las sábanas blancas, bajo los tules: él también estaba convencido que la visita sería un éxito, señores [...]. La manifestación sería un éxito sin precedentes, don Cayo, lo interrumpió el senador, y hubo murmullos confirmatorios y cabezas que asentían, y detrás de los tules todo eran rumores, roces y suaves jadeos, una agitación de sábanas y manos y bocas y pieles que se buscaban y juntaban (357-58).
Cayo está presente y ausente al mismo tiempo, hundido en su fantasía de manera tan controlada que ésta se incorpora a sus obligaciones políticas sin que nadie se dé cuenta a su alrededor. Cayo mira hacia adentro como si proyectara sobre una pantalla interior el encuentro sexual imaginario entre ambas mujeres. El hecho de apresar virtualmente a la mujer de un alto funcionario lo infla de orgullo y se refleja en su manera de presidir la reunión porque intensifica su sentimiento de control. Una y otra vez, Cayo resalta el contraste del color de la piel de las mujeres, el cual, unido aquí al choque de clases parece permitirle superar su condición de cholo arribista que los prejuicios de la oligarquía le impiden olvidar y que supera al concebir este tipo de aleación sexual que rompe las barreras raciales y sociales. Cayo retoca esta fabulación, cambiando de escenario y colocando ahora a la fantasmal señora Heredia en un balcón donde se celebra la misma manifestación política que está planeando. Dentro de este contexto público, imagina que está sobornando a Queta –en su rol de sirvienta– para que organice con su supuesta señora una sesión homoerótica en su casa y que lo esconda tras de un biombo: “las enrollaría en cámara lenta y él vería las manos de la sirvienta tan grandes, tan morenas, tan toscas, bajando, bajando, por las piernas tan blancas, tan blancas [...] se habría tendido en la cama y él la divisaría” (363-65; énfasis
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mío). Estas descripciones altamente visuales están intercaladas sin ninguna indicación de cambio de discurso dentro de sus interacciones con los miembros de la reunión en el club. Siguen hilvanadas en sus fabulaciones mientras las dos mujeres se desnudan lentamente, pero ahora el jefe de Seguridad es voyeur por partida doble porque interviene como personaje en su propia fantasía: él saldría de detrás del biombo y se acercaría, su cuerpo sería una antorcha, llegaría hasta los tules, vería y su corazón agonizaría [...]. Él se adelantó en la silla: por ese lado no tenían de qué preocuparse, señor Saldívar, contarían con todas las facilidades. Las manos blancas y las morenas, la boca de labios gruesos y la de labios tan finos, los pezones ásperos inflados y los pequeños y cristalinos y suaves, los muslos curtidos y los transparentes de venas azules, los vellos negrísimos lacios y los dorados rizados (365-366; énfasis mío).
El Leitmotiv de la piel morena y blanca se reitera a lo largo de las escenas imaginadas por Cayo, el cual dirige la función como un director de película, alejando o acercando la cámara a su antojo. Al énfasis en los verbos “ver” y “divisar”, se añade el sonido de los diálogos imaginados con los diputados, lo cual otorga una dimensión teatral al hecho de vislumbrarlo todo a través de recursos generadores de ilusión como el trasfondo de sábanas y tules vaporosos y el artificio del biombo. Éste evoca el biombo de la habitación de Hortensia donde este mirón suele estrenar y ensayar sus “funciones” lésbicas. Ambos espacios, el “real” y el imaginado, están conectados como si la habitación de Hortensia fuera un bastidor imaginario cuyas tramoyas acompañan mentalmente a Cayo. Sin embargo, no todas las fabulaciones de Cayo Mierda responden a este patrón imaginario que le permite conjurar cualquier contexto y espacio. Algunas, en cambio quedan arraigadas en el santuario especular que ha armado en la casa de San Miguel y giran en torno a una constante concreta cuando presencia las actuaciones de Hortensia y Queta. Su lado maquiavélico y el sadismo que demuestra al reprimir a sus opositores se manifiesta también en sus perversiones eróticas. En este sentido, puntualiza Oviedo que Cayo “sabe que el poder político es una fuerza que hay que manejar con la misma sensualidad y egoísmo que el sexo; su negocio es siempre lo mismo” (229). Los castigos y torturas atroces que Bermúdez inflige en el mundo “real” y en el “inventado” se mezclan en su mente. Por ejemplo, en el transcurso de una cena, Queta seduce al senador Landa y lo retiene en la casa de San Miguel, provocando la irritación de Cayo; molesto por tener que desvelarse para atenderlo, este cruel personaje
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imagina en el acto que la está castigando con un sadismo feroz: “alcanzó todavía a sepultar la barra ígnea entre los muslos de Queta y a oír el chasquido de la carne chamuscada: paga” (388). Se asocia el dolor a esta inconcebible penetración sexual que le confirma su virilidad al tenebroso personaje al mismo tiempo que su poder. Al incorporar en sus submundos a los personajes que lo rodean, Cayo Bermúdez los convierte en entes de ficción para mejor someterlos. La señora Heredia, por su parte, encarna una naturaleza dual: la de personaje “real” en la trama de Conversación y la de personaje-actriz que desempeña un papel esencial en las fantasías elaboradas en el Club Cajamarca. Eco llama la transposición de personajes del mundo real (o personajes históricos) al mundo ficcional “identidad a través de los mundos”, y afirma que si los personajes pueden atravesar o emigrar a través de la membrana semipermeable que divide el mundo real del mundo de la ficción, pueden también trasladarse entre dos mundos ficcionales; pero, precisa Eco, que mientras el mundo real puede acceder al mundo de la ficción, éste permanece anclado en el universo ficcional.7 Se podría extrapolar tal fenómeno migratorio a la señora Heredia, personaje que se va desrealizando y perdiendo sus características e individualidad a medida que atraviesa los varios planos ontológicos en una construcción en abismo. Este procedimiento crea un efecto de trompe l’œil que borra las fronteras entre lo real y lo fantaseado y devela las suturas de construcción del mundo real de referencia. La necesidad de recurrir a la “señora Heredia” como personaje clave en los ensueños de Cayo se intensifica. El director de Gobierno se vuelve aún más obsesivo a medida que su perversidad aumenta como consecuencia de las tensiones políticas que sobrelleva debido al inconformismo de un gran sector de la sociedad y de la oligarquía. Las modalidades de entrega de Hortensia y Queta en la casa de San Miguel se vuelven rutinarias y es preciso que Cayo las reinvente mediante la introducción de un nuevo personaje para estimularse sexualmente. En efecto, Cayo las observa indeciso, pero tan sólo decide unirse a las dos lesbianas cuando le llega el recuerdo de la señora Heredia como “un fantasma que tomaba cuerpo de repente y saltaba sobre uno por la espalda y lo tumbaba”; esta presencia se materializa en su mente hasta el punto de pensar: “la señora Heredia estaba abajo, iba a subir. Rígido, inmóvil, esperó que subiera” 7
Eco considera que en la obra de teatro de Luigi Pirandello Seis personajes en busca de autor, los personajes quedan atrapados en su mundo y tan sólo logran que el autor participe de su universo ficcional y se convierta en ente de ficción (Role 230-234, 239-241).
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(392). Mientras Hortensia y Queta se acarician de manera desenfrenada, Cayo se imagina que les corta la lengua como haría con sus opositores: “Si fueran mudas, pensó, y empuñó decidido la tijera, un solo tajo silencioso, taj, y vio las dos lenguas cayendo al suelo. Las tenía a sus pies, dos animalitos chatos y rojos que agonizaban manchando la alfombra” (396). Consciente de su rol de director, le parece a Cayo que Hortensia “hablaba como una mediocre actriz que además ha comenzado a perder la memoria y recita despacio, miedosa de olvidar el papel”; insatisfecho con esta producción y representación, el personaje conjura la presencia fantasmal que se había insinuado en el elenco a modo de Leitmotiv : “Adelante, señora Heredia, murmuró, sintiendo una invencible decepción, una ira que le turbaba la voz” (396-397). Aquí, Cayo guía imperativamente a sus actrices como si fueran muñecas o títeres y las referencias al vocabulario de la filmación –cámara lenta, actriz, recitar, papel, los juegos de luz y sombras, las utilerías y el efecto especial del humo– contribuyen a crear episodios correspondientes al mundo virtual del espectáculo (o del cine y de la televisión). Estas alusiones a otros medios de comunicación artísticas que proyectan una ilusión, ilustran la índole altamente visual de sus enclaves y subrayan el roce entre la “realidad” literal y la creación. Se infiltra así una plétora de mundos secundarios que multiplican los niveles ontológicos de la novela. Estas estrategias se aproximan a las técnicas de la ficción posmoderna, la cual logra sus efectos estéticos y sostiene el interés del lector porque refleja la compleja cartografía ontológica de nuestra propia experiencia. Además de protagonizar la escenificación de sus deseos lujuriosos, la aparición insólita de la señora Heredia representa un mecanismo de defensa de parte del político que intenta evadir la tensión circundante, y por eso, Cayo conjura ex profeso estas visiones eróticas mientras está desempeñando funciones públicas. Se podría comparar tal recurso al de un jugador de naipes que esconde bajo la manga un comodín que saca en el momento propicio para cambiar la suerte a su favor. Debido a la teatralidad de las descripciones, es factible conjeturar que las apariciones del fantasma de la señora Heredia funcionan a manera de un deus ex machina que irrumpe en las tablas del escenario fantaseado cuando más lo necesita Cayo (ya sea mientras esté armando un escenario “real” en su casa o uno “imaginado”) para resolver la tensión sexual y ser catalizador de sus orgasmos. Por extensión, observado a posteriori, este vaivén controlado de parte de Cayo entre mundos yuxtapuestos se asemeja a la tendencia actual de apretar los botones del mando a distancia para cambiar los canales de televisión cada vez que un documental o un programa resultan intolerables o demasiado
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pesados. En las fantasías de Bermúdez, la presencia de la mujer blanca presa entre la chola y la mulata ilustra el deseo de parte del mestizo humilde –que ha ascendido a duras penas la escala social– de sentir que puede no sólo controlar sino rebajar a la oligarquía.8 Ello se comprueba en la manera en que, en medio de la reunión en el Club Cajamarca, conjura a su elenco para armar su enclave mental: no, no había ninguna mujer. Se acercaron los diputados, le presentaron a los otros: nombres y apellidos, manos, mucho gusto, buenas tardes, pensaba la señora Heredia y ¿Hortensia, Queta, Maclovia?, oía a sus órdenes, encantado y entreveía chalecos abotonados, cuellos duros [...]. Aceptó un vaso de naranjada y pensó tan distinguida, tan blanca, esas manos tan cuidadas, esos modales de mujer acostumbrada a mandar, y pensó Queta, tan morena, tan tosca, tan vulgar, tan acostumbrada a servir. –Si quiere, empezamos de una vez, don Cayo –dijo el senador Heredia. –Sí, senador –ella y Queta, sí–, cuando quiera (356).
Cayo contrapone los atributos raciales de las dos mujeres y las características físicas y psicológicas propias del modo de vida de los polos extremos de la sociedad limeña. Es evidente que se deleita al ver a la mujer de alta sociedad degradarse con unas prostitutas, y no sólo con una sirvienta sino con gente de una raza considerada inferior. Al mismo tiempo, el entrelazamiento de sus pensamientos con el intercambio actual que ocurre con el senador Heredia revela que quiere humillarlo mediante la apropiación de su esposa. Es como si Cayo raptara a la esposa del senador y la tuviera presa, ensayando en sus fantasías eróticas el dominio que le gustaría ejercer sobre el parlamentario. La recurrencia “estelar” de la señora Heredia en los submundos de Cayo le confiere una naturaleza distinta de la del personaje “real” que se desenvuelve en 8 Bermúdez ejerce así su poder para vengarse de pertenecer a una clase inferior y a una raza mestiza despreciada. Algo parecido sucede con Trujillo en La fiesta del Chivo (2000), cuando el tirano se avergüenza de su ascendencia haitiana y seduce a las mujeres blancas de la alta sociedad. Asimismo, al final de La guerra del fin del mundo (1981), el Barón de Cañabrava viola a la sirvienta morena Sebastiana recostada junto a su esposa enloquecida. En este triángulo insólito, el elemento de dominación de clase y raza es patente y aunque procede de otro contexto, sigue tratándose de explotación. El texto apunta en varias instancias a una relación homoerótica entre la Baronesa y su sirvienta, aunque no se articula la existencia de una relación sáfica (Menton Latin America’s 47, 193). Semejantes escenas tienen el mismo efecto visual que las relaciones eróticas de Cayo con las dos lesbianas (mulata y mestiza) y sus fantasías que juntan a mujeres blancas con morenas. Se extienden las escenas de lesbianismo unidas al contraste entre la piel blanca y morena en Elogio y Los cuadernos.
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la trama novelesca. Esta reapropiación por Cayo, le permite recrear al personaje, y lo desdobla, convirtiéndolo en un remedo de sí mismo en la ficción inserta. Semejante migración de las modalidades de este personaje entre dos mundos ficticios –el “real” y el fantaseado– representa una variante de la técnica de la reaparición de personajes, inicialmente concebida en la narrativa decimonónica (como la balzaciana) para intensificar la realidad de un ente ficticio. Sin embargo, la reaparición de la señora Heredia pese a unificar estos espacios alternos, funciona de manera distinta. En lugar de ofrecer una impresión de verosimilitud, este recurso desestabiliza el mundo novelesco a partir del obvio roce entre ontologías incompatibles. Al develar las estrategias de construcción de este personaje femenino, se pone en evidencia la artificialidad del mecanismo de creación del propio Cayo, subrayando su naturaleza ficticia. En este sentido, se observa que se inician en Conversación ciertos rasgos de una escritura posmoderna. De hecho, el mundo interior de Cayo Bermúdez conlleva varios grados de sofisticación. En efecto, a la vista y al oído, se añade el olfato en los submundos generados por el jefe de Seguridad, incrementando la “realidad” y crudeza de sus proyecciones mentales. Se comprueba que las percepciones ideadas o experimentadas por Cayo al contemplar a las mujeres se expresan de manera grotesca y repugnante, evocando sus métodos represivos: le parecía que olía a sangre manando, a pus, a carne en descomposición, y oyó un ruido y miró. Queta estaba ahora de espaldas y Hortensia se veía pequeñita y blanca [...] sus manos desabotonaban su camisa, arrancaban su camiseta, bajaban su pantalón, y jalaban la correa con furia. Fue hacia la cama con la correa en alto, sin pensar, sin ver, los ojos fijos en la oscuridad del fondo, pero sólo llegó a golpear una vez: unas cabezas que se levantaban, unas manos que se prendían de la correa, jalaban y lo arrastraban. Oyó una lisura, oyó su propia risa (398).
Este episodio “huele” a espacio inquisitorial y se hace eco de las descripciones de las torturas “reales” aplicadas por los esbirros bajo las órdenes de Cayo. Se piensa en la mirada perversa del sádico Hipólito, un homosexual que se excita al ver sufrir a los presos según su acólito Ludovico, quien relata que en el clímax de un interrogatorio “de repente le vi la bragueta inflada como un globo” (162). El lector se adentra en la psicología del voyeur torturador que observa el sufrimiento ajeno. Algo semejante le pasa a Cayo, que debe quebrar cuerpos y voluntades para gozar. Se rozan e interpenetran los submundos del jefe en torno al tormento y al sexo.
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Finalmente, en un capítulo de gran complejidad estructural, Cayo aparece con los generales y ministros antes de la pérdida de su cargo y de su fuga a Brasil a consecuencia de la caída del régimen de Odría (III, 2). Se trata de una sección densa, en la que sus artimañas y chantajes políticos se revelan y desbaratan mientras le cuesta trabajo retomar el control de las riendas del poder. A semejanza del episodio anteriormente descrito que tuvo lugar en el Club Cajamarca –aunque en grado menor, debido a la intensidad de sus preocupaciones– se intercalan sus fantasías, que alternan de modo telescópico y sincrético con los acontecimientos. Al ver al senador Landa salir al encuentro de su hija y abrazarla, Cayo la imagina desnuda en manos de dos lesbianas, y cuando intercepta su intento de comunicarse con su padre por teléfono, se imagina, al oír su voz, que “Hortensia tenía lista la correa, Queta también, él también”, remedando el episodio de flagelación, pero relacionado ahora con una nueva protagonista que sustituye al personaje fantasmal de la señora Heredia (456, 487). Asimismo, en medio de los enredos políticos, mientras la esposa del doctor Ferro le ruega que lo libere, Cayo piensa, en un arranque sadomasoquista, “me estás matando a fuego lento, clavándome alfileres en los ojos, despellejándome con las uñas: la desnudó, amarró, acuclilló y pidió el látigo” (492). Luego, y a cambio de la libertad de su marido, la atrae a la casa de San Miguel donde, en lugar de exigir sus favores, la humilla al revelar las orgías en las cuales solía participar el doctor en este antro de perdición. Es comprensible que este personaje cruel, cínico y corrupto sea apodado Cayo Mierda. Comenta Oviedo al respecto, que “en todo es profundamente fiel a su brutal apodo [...]. No sólo porque se ensucia forzosamente haciéndose cargo de los trabajos sórdidos del régimen, sino porque el poder le permite disfrutar de ciertos placeres privados que sacian su morbosidad” (228). El apodo de Cayo refleja la imagen que tiene Santiago Zavala de su país de “color caca –el color de Lima, piensa, el color del Perú” y añade, expresando su profunda frustración frente a la corrupción y a una sociedad podrida, que Lima se asemeja a un “infierno de verdad. Piensa: la mierdecita en la mierda de verdad” (23, 245). Parece congruente que Cayo Mierda haya sido el centro que ha contribuido a mantener esta situación escatológica en el ámbito nacional y que se refleja en sus fantasías impregnadas de sangre, pus y olores de putrefacción que apuntan al deterioro moral.9 9
David Gallagher ha observado la importancia de la forma y del estilo en Conversación, y señala que el vértice del poder coincide con la complejidad estructural, los diálogos cada vez más cacofónicos y la crudeza del lenguaje (“Vargas” 197).
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A lo largo de Conversación, el magistral montaje entre la “realidad” ficcional y los mundos alternos insinúa que la vida sexual y el imaginario de Cayo son inseparables de su manipulación de la sociedad. Su imaginación depravada se manifiesta tanto de día como de noche y se ensaya en plena actividad política, manifestando su escisión continua. Sus submundos sadomasoquistas revelan su vileza y crueldad porque proceden de su necesidad de controlar a los que lo rodean, y tenerlos constantemente bajo su mirada, convirtiéndolos en personajes doblemente ficticios. El hecho de que pueda al mismo tiempo estar “dirigiendo” ambos escenarios, el público y el privado, indica la envergadura de este personaje complejo que llega a ser el “otro” de Odría. Si bien estas fantasías obsesivas subrayan la debilidad del personaje y lo humanizan, representan al mismo tiempo un trazo visual que arraiga la mirada del lector y mantiene su atención durante el transcurso de la lectura de una novela tan intricada. Es factible unificar de manera figurada las secciones visuales –ya sea vislumbradas por Amalia o por Cayo– y proponer que, recompuestas como miembros de un cuerpo fragmentado, constituyan una narrativa emblemática o precursora de una novela erótica que evoca las novelas por entregas o anticipa potenciales radionovelas y telenovelas para adultos. Amalia, por su parte, funciona como un espejo o lente que refleja la “realidad” ficcional al lector, ofreciéndole mediante su papel focalizador, la ilusión de estar presente. Su mirada nos adentra en la antesala teatral que forma la base de las perversiones y ensoñaciones de Cayo, ya que no sólo opera como bastidor o trasfondo metafórico de sus fantasías sino que ofrece una faceta o reflexión de la vida secreta de las personalidades que la frecuentan. El dormitorio de Hortensia representaría entonces una puesta en abismo de la casa de citas misma y el núcleo de las fabulaciones de Cayo, a partir del cual se formarían las redes configuradas por las fantasías de sus habitantes y visitantes. En efecto, este prostíbulo de categoría es el proscenio venal de la producción, así como de escenificación y montaje de varios cuadros simultáneos que el lector podría recrear a partir de las pistas que el texto procura, siguiendo las pautas de los submundos de Cayo. Se ilumina así el comportamiento de los personajes que ceden al chantaje porque se les ha propiciado una apertura a la realización transgresora de sus instintos reprimidos. La conciencia de Cayo Bermúdez se proyecta en la cartografía sociopolítica peruana que somete bajo su control. Se beneficia de los prostíbulos y de los negocios turbios vigilados por sus esbirros; controla tanto la suerte de los presos (políticos o criminales) como la de la oligarquía representada por los ricos y los
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miembros de su gobierno, e incluso dirige las actividades de los militares. Sus submundos eróticos ilustran de manera liviana y frívola tan sólo en apariencia una perversión sexual, mientras que el sadismo intrínseco representado por la correa y la flagelación real o figurada –que forman parte de la utilería y maquinaria de sus producciones– reflejan su implacable manera de dirigir el país como si ensayara en lo sexual el control que ejerce en lo nacional. Además, el hecho de desnudar a los figurantes de sus escenarios mentales le permite despojarles de distinciones sociales y de cualquier estatus socioeconómico. Las prostitutas lesbianas que le sirven de primeras actrices e incluso las protagonistas de repuesto que Cayo escoge dentro de las capas elevadas de la sociedad y que se incluyen regularmente o de paso –como la señora Heredia y la señorita Landa– recuerdan las figuritas negras entrelazadas de Los misterios de Lesbos, a partir de las cuales fantaseaba. Este libro ilustrado representa un atisbo de la biblioteca y de la pinacoteca de don Rigoberto, quien desarrolla sus fantasías eróticas a partir del arte pictórico. Cabe precisar que estas figuras ilustradas aparecen como siluetas anónimas que lo acompañan desde que Cayo recibe su cargo de director de Seguridad y emblematizan desde este instante a los peones que va a mover en el tablero constituido por el país entero y que se estrenarán en las tablas de sus submundos. La mirada ubicua del jefe de Seguridad ejerce su poder a distancia, adentrándose en la intimidad de todos los que vigila constantemente mediante sus elaboradas fantasías como si representara el ojo del poder panóptico. Es significativo que Foucault equipare las células de los presos observados desde la torre de control del Panóptico con las tablas de un teatro iluminado constantemente: “pequeños teatros en los que cada actor está solo, perfectamente individualizado y constantemente visible” y donde “mediante el efecto de contraluz se pueden observar desde la torre las siluetas prisioneras en las celdas de la periferia proyectadas y recortadas en la luz” (Surveiller 233). El ojo de Cayo le propicia tanto su visión interna como metafórica a través de su red de espías, como si estuviera en la torre central que iluminara las ventanas de los múltiples submundos en los cuales apresa a sus actores. Esta imagen de las siluetas observadas en claroscuro captura exactamente las connotaciones de las figuritas ilustradas de Los misterios de Lesbos que se corporizan en las figuras de las protagonistas de los submundos de Cayo Bermúdez, pero que también evocan a los ciudadanos presos dentro de su secreto sistema de seguridad. Este libro erótico de título intrigante hace eco a la propia producción ficcional de Cayo y evoca los intersticios de sus maquinaciones en torno a los vicios secretos de la élite dominante en cuya conciencia penetra insidiosamente a partir de las fiestas
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orgiásticas que organiza en la casa de San Miguel. Esta casa representa, pues, una extensión de este texto lujurioso, abarcando infinidad de debilidades y perversiones ocultas que este hombre ambicioso y cruel aprovecha para manipular y extorsionar a la gente. El espacio del burdel representa una “zona” particular, típica de las narrativas posmodernas, que se asemeja a las heterotopías foucaultianas y en la cual, en una mezcla heteróclita, mundos y entidades se conjuran y se reúnen de manera incongruente.10 En la casa de la Musa, distintas categorías de individuos que se despliegan en un abanico de clases, razas, colores se entrechocan –amén de los submundos de cada uno de estos personajes– todos unificados bajo la mirada ubicua, interior y exterior, de Cayo. De hecho, este espacio, indispensable a las escenificaciones sadomasoquistas y tácticas de sometimiento de Cayo Mierda, representa una construcción en abismo que refleja todos los elementos que componen la sociedad peruana y que están congregados en esta novela total. Es significativo que Foucault considere que el teatro y el cine, al igual que el burdel, son heterotopías, porque se yuxtaponen en un sólo espacio lugares y realidades disímiles, y presuponen una entrada y una salida que confiere cierto aislamiento y propician una ilusión; además, resalta que en el rectángulo de la sala de cine se proyectan imágenes tridimensionales en el espacio bidimensional de la pantalla (“Des espaces” 48). Se piensa en la índole teatral de las fantasías de Cayo, que convierte a las prostitutas en actrices y no sólo proyecta sus mundos sincréticos en la pantalla de su mente, sino que impulsa a sus invitados a hacer lo mismo. Es posible imaginar estos escenarios multiplicados y reproducidos ad libitum de acuerdo con el número de participantes que se evaden de la “realidad” en este espacio insular que les propicia la inspiración necesaria para fabricar sus enclaves escapistas mediante el sexo, el alcohol y la droga. De hecho, no hay ninguna cultura en el mundo que no sea una heterotopía porque es una constante de todos los grupos humanos. Foucault considera que las heterotopías contrastan con las utopías, que son emplazamientos sin lugar real, que tienen una relación general analógica o invertida con el espacio real de la sociedad y pueden representar una versión perfecta de la sociedad o una inversión de ella, pero que son esencialmente irreales; en cambio, las heterotopías son espacios que tienen un emplazamiento real, pero que están al 10
La “zona” no sólo abarcaría el espacio ficcional proyectado por el lector mediante la lectura, sino que aludiría al espacio conceptual del lenguaje tanto como al espacio intertextual formado por la relación entre textos (McHale, Postmodernist 56-57, 46).
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mismo tiempo fuera de todos los lugares, y cuya función es dual, porque representan otro espacio “real” tan ordenado que pone de relieve los defectos y el desorden de nuestro espacio real (“Des espaces” 49). El espacio heterotópico de la casa de San Miguel, sería, bajo el control de Cayo, un tipo de utopía realizada en la cual todos los sitios reales que se pueden encontrar dentro de la cultura y de la sociedad peruana estarían simultáneamente representados, confrontados, invertidos y ulteriormente anulados. Basándose en los supuestos foucaultianos, McHale observa que el espacio latinoamericano es una zona heterotópica por excelencia porque se representa en oposición a sus “diferencias externas” con Europa como un remedo o su “otro”, y mediante sus “diferencias internas”, ya que abarca un mosaico de culturas, lenguajes, paisajes, cosmovisiones y zonas ecológicas disímiles e incompatibles. Aparte de señalar la complejidad intrínseca de América Latina y las modalidades de su representación ficcional, McHale explica su preferencia por el concepto de zona en lugar de mundos en el caso de las heterotopías literarias, ya que su índole heteróclita representarían “mundos imposibles” según el supuesto de Eco (Postmodernist 51-53, 33). De hecho, Eco afirma que para que un mundo sea “posible” no puede ser coherente e inexplicable al mismo tiempo, porque se anularía, y considera que estos mundos paradójicos representan una crítica subversiva de la formación de mundos (Role 234). Por lo tanto, la casa de San Miguel representaría un “contra-sitio”, o un “anti mundo”, espacio real e ilusorio a la vez, a partir del cual se construyen y deconstruyen las redes de un poder central. Resulta congruente que Rodrigo Cánovas haya reconocido la relevancia de la recurrencia del espacio del prostíbulo en la narrativa del boom. De hecho, Cánovas ha propuesto ver el espacio heterotópico del prostíbulo “como una alegoría del mundo y de la representación artística”, que permite poner en escena tanto el mecanismo del poder y sometimiento como el de la corrupción.11 Allí se hacen y deshacen uniones en torno al placer, a los vicios y a los intereses económicos y políticos, todo lo cual sugiere de manera alegórica el mecanismo imaginario de la formación social y por extensión, nacional. Mediante los submundos de Cayo y sus intentos de manipular a través del espacio heterotópico del burdel, se develan los mecanismos de construcción de la sociedad, ya que estas ficciones insertas aluden a la ficción novelesca y ésta, a 11
Véanse Cánovas “Alegorías” 191, 197; y “Juegos edénicos”. Williams considera que en Conversación, la imagen predominante del Perú es el burdel, al igual que en La casa verde (Otra historia 170-171).
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su vez, al mundo real. La casa de San Miguel emblematiza el mecanismo de poder de Cayo, el cual recrea y controla este espacio generador de ilusión que expone la naturaleza aún más ilusoria del espacio “real” conformado por la nación. Al observar la mirada contrastante de los personajes focalizadores, Amalia y Cayo, el lector se aproxima a esta zona heterotópica mediante perspectivas plurales. Estos segmentos de gran índole visual se podrían considerar como texto independiente, como si fuera una narrativa inserta que guía la mirada del lector a través del texto a modo de una cinta cinematográfica que se proyecta a intervalos. Esta cinta funciona como enclave escapista para el lector, o el espectador, para que pueda, a su vez, en calidad de voyeur, relajarse en medio de una “realidad” ficcional tan devastadora que refleja el clima opresivo de una larga dictadura y configura una construcción en abismo teatral del texto entero, poniéndose así de relieve las suturas de la fabricación novelesca. Un lector atento ve en estos fragmentos no sólo un voyeurismo proveniente de la mente retorcida de un individuo manipulador y ansioso de poder, sino también un atisbo de la manera en que funciona la psicología del dictador, aquí enfocado en su reflejo, su “otro”. Pese a que esta obra señala los efectos de la dictadura y denuncia las consecuencias de los abusos del régimen odriísta, el presidente Odría nunca aparece sino a través de Cayo, su “mano derecha”, su sombra, que se percibe como sombra dividida cuyos submundos subrayan la complejidad.12 A partir del escenario subversivo de la casa de San Miguel, se deconstruye el mundo de la ficción de referencia y por ende se manifiestan las aporías de la “realidad imperante” de la época, es decir, del odriísmo. Sin embargo, Conversación en La Catedral retiene su solidez estructural porque los mundos insertos permanecen supeditados a la trama de referencia. Cayo Bermúdez genera un submundo visualmente llamativo que recorre el universo narrativo a manera de un hilo rojo que refleja de manera especular su ansia de control que quisiera extender a toda la realidad peruana.
12 Comenta Oviedo que el presidente Odría no aparece sino “en una solitaria línea del Libro Dos” (227, 238). En La fiesta del Chivo (2000), en cambio, novela que se aproxima a la nueva novela histórica, Vargas Llosa decide convertir en protagonista a un prominente personaje histórico, el dictador Trujillo. Véase Seymour Menton, Latin America’s New Historical Novel.
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2. Elogio de la madrastra: zona heterotópica o modelo para armar en torno al arte visual
En Elogio de la madrastra (1988) y su continuación, Los cuadernos de don Rigoberto (1997), se describe la vida sexual de una pareja limeña, la cual gira en torno a la relación incestuosa entre la madrastra y su hijastro y las elaboradas fantasías de los protagonistas del triángulo edípico. En ambas novelas, los mundos insertos se nutren del signo pictórico y se caracterizan por un alto componente visual. El desdoblamiento de los personajes dentro de sus submundos no sólo añade dimensiones interpretativas al mundo de referencia de la ficción sino que crea una reduplicación especular de la misma en una estructura abismal. Además, el roce continuo entre las distintas ontologías pone en evidencia los mecanismos de creación de mundos y contribuye a desestabilizar el universo textual. Semejantes estrategias visuales y ontológicas se iniciaron ya en una obra temprana como Conversación en La Catedral (1967), sin por lo tanto afectar la coherencia de esta novela totalizadora y moderna. Al observar la intensa interioridad de don Cayo, es factible sostener que el esbirro de Odría es el precursor de don Rigoberto, el protagonista de Elogio y Los cuadernos, por su obsesión con imaginar y escenificar acoplamientos eróticos. Si bien Cayo involucra en sus enclaves escapistas a las esposas de sus ministros para gozar de su poder a la vez sexual y político, don Rigoberto, en cambio, se vale del arte pictórico como inspiración para sus fantasías y para enaltecer su vida amorosa. El papel fundamental de la pintura en la gestación de Elogio y su secuela se debe a que lo que más le gusta a Vargas Llosa, después de la literatura, es la pintura, que considera “como una rama de la ficción. De ese mundo múltiple, riquísimo, que completa el mundo real y le añade una dimensión que éste no tiene”, y subraya que, para él, “siendo visual, la pintura tiene un efecto mucho más fulminante e inmediato sobre la consciencia” (“Vivir”). No es de extrañar que el autor dote a sus protagonistas de su sensibilidad hacia lo visual para ofrecernos diversas interpretaciones de una plétora de sus obras predilectas. El autor ha insistido en
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varias ocasiones en que las obras de arte, con sus raíces profundas y alquimia de fuentes e influencias, consisten en el repositorio del subconsciente, de los deseos y del imaginario cultural de cada artífice, que propone su propia visión del mundo con su sello original repleto de misterios que hay que descifrar, transformándolos en un proceso de polinización cruzada.1 Se entiende así la trascendencia de los submundos de los personajes, ya que, según Vargas Llosa, “lo mejor que tenemos está en nuestra fantasía, en nuestra imaginación. No está en lo que somos, sino en lo que quisiéramos ser” (“Vivir”). Elogio de la madrastra combina el arte pictórico elevado, ejemplos del cual se representan fotográficamente en el libro, con el género menor (o popular) que es la novela erótica y, de hecho, fue publicada inicialmente como parte de una colección erótica dirigida por el director cinematográfico español Luis G. Berlanga.2 Elogio representa una faceta inédita del arte novelístico de Vargas Llosa, no sólo porque rompe las fronteras convencionales entre la literatura y el arte visual, sino porque ejemplifica el concepto de zona heterotópica.3 En efecto, su estructura particular abarca varias heterotopías foucaultianas, es decir, espacios concretos caracterizados por la acumulación de tiempos, espacios y archivos, como el museo y la biblioteca, o creadores de ilusión o de compensación, como el teatro y el prostíbulo, y que además suelen requerir ritos de pasaje (“Des espaces” 48-49). La proliferación de mundos alternos incrementa asimismo los componentes ontológicos de esta obra y realza su índole posmoderna. Aunque no se ha enfocado todavía la dominante ontológica de Elogio a la luz de las propuestas de McHale, sí se han subrayado varios de sus rasgos posmodernos, por Booker, en particular, quien destaca el papel del lector como voyeur involucrado en la producción de significados.4
1 Véanse Vargas Llosa “Bienvenida” 444, “La suntuosa” 384, “Úrculo” y “Vivir”. El autor ha revelado que solía escribir transposiciones de cuadros de diferentes épocas y estilos que lo habían impactado profundamente para luego seleccionarlas y adaptarlas a las historias que quería contar (entrevista personal). 2 No concuerdo con Corina S. Mathieu en que esta novela sea de índole pornográfica (43). Esta novela erótica difiere de la pornografía en que convierte al espectador en objeto vis-à-vis los actores/personajes que procuran excitarlo, y lo revela todo, sin punto misterioso que esclarecer (Zˇizˇek 11). En Elogio, en cambio, el lector participa activamente en develar los significados escondidos. 3 Véase McHale, Postmodernist 56-57, 46. 4 Véanse Booker 163 y Béjar 244, 246. María Silvina Persino, basándose en los postulados de Hutcheon, considera Elogio como parodia del género erótico (25).
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Elogio de la madrastra: zona heterotópica o modelo
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Este texto híbrido con su mensaje visual yuxtapuesto a un doble discurso verbal, invita a que el lector participe vicariamente en el mecanismo de creación de las fantasías generadas a partir de las pinturas insertas porque tiene el privilegio de observarlas al mismo tiempo que está descifrando el texto lingüístico.5 En cada écfrasis, desplegada de manera eminentemente visual, se delinea la estructura del espacio del deseo de los protagonistas, ya que estos submundos funcionan como cintas cinematográficas o más bien cortometrajes inspirados por el arte pictórico.6 Por medio de las palabras, se adentra en el plano simbólico lacaniano, y se crea otra realidad más compleja, puesto que la cadena infinita de significantes sigue eludiendo la percepción del espacio del deseo, el cual nunca se satisface (Fages 41-42). Partiendo de una representación bidimensional como telón de fondo, se proyecta otra que cobra plasticidad y se extiende en el tiempo y el espacio. Por ende, cada voz narrativa rebasa las limitaciones de verse reflejada en un cuadro como sujeto determinado y va forjando su propio espejo animado, hecho a su medida, y en el cual se recrea a su antojo. De los catorce capítulos que constituyen esta novela, seis aparecen encabezados por una reproducción de una obra de arte y representan narraciones ecfrásticas que proceden implícitamente de los tres protagonistas; los demás capítulos se refieren a la descripción del triángulo edípico en un hogar de la burguesía limeña, seguidos del “Epílogo” y de la “Pinacoteca”. Don Rigoberto, gerente de una compañía de seguros, disfruta de una intensa relación erótica con doña Lucrecia, con quien se ha casado en segundas nupcias. Este señor burgués colecciona libros y grabados eróticos que suele contemplar con su pareja para acrecentar la intensidad de sus jugueteos amorosos durante los cuales escenifican teatralmente las obras de arte. La novela empieza y se cierra con cartas de Alfonso, llamado también Fonchito o Foncín –hijo único y preadolescente de don Rigoberto–, que forman parte de su plan de seducción y de expulsión de su madrastra. Con su primera misiva dirigida a Lucrecia se
5 La activa postura del lector evoca las ideas de Vargas Llosa al respecto: “El tipo de crítica que me gusta hacer, que quisiera hacer, es por supuesto el tipo de crítica que me gusta leer: una crítica en la que haya una participación de la imaginación y de la fantasía tan grande como en una ficción” (Semana 46). 6 De acuerdo con la definición de Leo Spitzer, la palabra griega, ekfrasis (ε ’´κϕρασις) es “la descripción poética de una obra de arte pictórica o escultural, la cual implica, de acuerdo con las palabras de Theophile Gautier, ‘une transposition d’art’, la reproducción, mediante las palabras, de los objetos de arte que se suelen percibir por los sentidos (‘ut pictura poesis’)” (“Ode” 72).
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inicia la táctica maquiavélica. La segunda es una “carta de despedida” del niño ávido de cariños que finge estar a punto de suicidarse, provocando así la consumación del incesto. Con la tercera, una composición escolar titulada “Elogio de la madrastra”, le revela a su padre los pormenores de la relación incestuosa en un texto que funciona como espejo metafórico de la totalidad de la obra.7 En la novela, existen tres niveles narrativos y ontológicos: la narración principal, la secuencia de los cuadros con su mensaje visual, y las narraciones ecfrásticas íntimamente ligadas tanto a las pinturas como a la vida real de los protagonistas. Estos tres niveles entrelazados reverberan metafóricamente entre sí y se encadenan, creando un efecto de circularidad. De hecho, las fantasías suelen hacerse eco en sus primeras líneas de las últimas palabras de la narración que las precedieron y proceden de la conciencia de los participantes del triángulo edípico. Esta superposición de tramas verbales y visuales ilustra una variación de los vasos comunicantes vargasllosianos. En efecto, estos montajes escénicos ofrecen una imagen espacio-temporal sincrética y permiten una especularización entre episodios o mundos. En Elogio, no sólo esta configuración ilustra una extensión de los vasos comunicantes, sino que las estrategias de formación de submundos encajados dentro de la ficción representan asimismo una extensión de las cajas chinas vargasllosianas. Todos estos recursos multiplican las interferencias entre el signo lingüístico y el pictórico a lo largo de la novela. Además, a la serie de reproducciones artísticas impresas en el libro sucede una lista de referencia bajo el rótulo de “Pinacoteca” colocada en un apartado al final de la obra como si formara parte íntegra de la novela, pues figura a modo de posepílogo. Se puede deducir que esta lista sirve de índice separado propio de las inserciones pictóricas, las cuales ubica en cuanto a la proveniencia del original y a su fecha de composición. Esta correspondencia entre la trama visual y su índice refuerza la estructura fragmentada y tripartita del libro, al subrayar la importancia del mensaje narratológico de las reproducciones. Para descifrar este mensaje, Bal parte de una metáfora freudiana, “el ombligo de los sueños”, para extenderla al arte pictórico y enfocar el “ombligo del texto”, es decir, ese pequeño detalle, como el ombligo de un desnudo, o un espacio vacío, que no encaja en la interpretación “oficial”
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El único texto de índole pornográfico es la composición reveladora que Foncín le presenta a su padre.
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y que nos deja insatisfechos y con ansias de completarla.8 En base a la lectura de Bal, Peter Wagner ha propuesto el concepto de “intermedialidad” para referirse a la intertextualidad entre imágenes tanto como entre imágenes y textos, y favorece el término “iconotexto”, que aplica a pinturas acompañadas de palabra y a textos lingüísticos íntimamente ligados a representaciones visuales.9 Ambos acercamientos se aplican a Elogio, que representa un iconotexto que exige estrategias interpretativas que combinan íntimamente el medio visual con el textual. El lector de Elogio se encuentra frente a un modelo para armar, porque no hay evidencia de que los personajes hayan tenido acceso a las reproducciones en momentos específicos de la trama ficcional, y las écfrasis no son introducidas dentro de la narrativa por comillas ni están colocadas en medio del desarrollo de los eventos como si salieran de la conciencia de cada protagonista. Aunque suele haber indicios, palabras o imágenes que permiten atribuir a cierto personaje determinado submundo ecfrástico, el hecho de introducirse en un capítulo separado y después de la lámina –que funciona así a modo de epígrafe visual situado en la página anterior– convierte estas fantasías en relato separado. Para interpretar una zona heterotópica como Elogio, cuya intermedialidad trasciende las fronteras entre medios tanto como entre mundos, es factible postular la existencia como principio organizador teórico de un “autor implícito posmoderno” que requiera a su vez la participación cooperativa de un “lector implícito posmoderno”.10 La secuencia de los cuadros insertos y sus correspondientes fantasías ecfrásticas sugieren que cada submundo proyectado tiene por punto de partida una determinada ventana metafórica visual pero sin que ninguna de estas dos tramas narrativas (la visual y la ecfrástica) estén presentes dentro del mundo de referencia. Al pasar las páginas concretas del libro, la presencia de dichas láminas nos da la impresión de que los personajes están compartiendo el mismo espacio, mirando la obra impresa mientras leemos sus fantasías, lo cual 8
Véase Bal Reading 23-24. Freud denominaba “nombril des rêves” u “ombligo de los sueños” a este centro desconocido que señala una suerte de fisura del inconsciente que se asemejaría al ombligo anatómico (Lacan Séminaire 31). 9 Véase Wagner 16-18. Ette extiende la iconotextualidad, término paralelo a la intertextualidad, a toda relación estética, de tipo descriptivo y no normativo entre imágenes y textos (24). 10 La noción de “lector implícito” fue problematizada por Wolfgang Iser y la de “autor implícito” como ente teórico que mediaría entre autor real y narrador ha sido introducida por Wayne Booth (1961). Bal precisa que el “autor implícito” representaría el resultado de la investigación del significado textual y no la fuente de éste (Narratology 18). La contraparte del “autor implícito” sería el “lector implícito”, que se distingue del lector real o del narratario (Iser 27-38).
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quiere decir que irrumpen dentro de nuestro mundo. Eco afirma que mientras un lector puede tener acceso al mundo de la ficción, un personaje ficticio no puede invadir nuestro mundo, y que si un personaje “real” es representado en la ficción, éste se convierte en ente de ficción (Role 229, 241-242). Sin embargo, el “lector implícito posmoderno” acepta el desafío de esta zona paradójica que permite el recorrido mental entre mundos alternos separados por membranas semipermeables. De la misma manera que se admite la ilusión o trompe l’œil efectuada por la “imposible” intrusión del personaje en la página mirada y por extensión leída, el texto nos incita a pensar que invadimos el espacio y el tiempo “incógnitos”, un espacio “extratextual” (no formulado verbalmente) en que los personajes pudieron haber tenido acceso a dichas obras de arte (o a sus reproducciones). Además, es factible concebir que las obras pictóricas formen parte de la memoria de los personajes y que la presencia de la lámina sugiere de modo incongruente que el lector irrumpa en su mente. Se tendrían que llenar así las fisuras interpretativas abiertas por este montaje insólito que apunta a un viaje tácito entre mundos, entre personajes y lectores que se desdoblan en entes implícitos, en el proceso de develar o fabricar significados. En cuanto a la secuencia de cuadros, los tres primeros representan desnudos femeninos de Jacob Jordaens, François Boucher y Tiziano Vecellio que se pueden asimilar al arte figurativo renacentista y barroco. Siguen dos obras abstractas de Francis Bacon y de Fernando de Szyszlo que rompen en apariencia con el mensaje visual erótico. Se termina la serie con un fresco religioso de Fra Angelico, de época anterior a los demás cuadros y que funciona a manera de anticlímax, simbolizando la castidad con una negación del cuerpo ahora enteramente vestido. Este contraste se acentúa, al considerar otro desnudo, el óleo de la portada, detalle de Alegoría del Amor de Angiolo Bronzino, representando a Venus y al joven Eros, besándose de manera lasciva, y que ilustra la relación incestuosa entre madrastra e hijastro.11 Se evidencia a priori una yuxtaposición de elementos dispares en la selección de cuadros acrecentada por el anacronismo del último fresco. Por otra parte, el capítulo dedicado a la “Pinacoteca” resalta la
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Para la reproducción e interpretación del lienzo de Bronzino, véanse J. Berger 54-55 y K. Clark 135-136. Para Lucrecia, Foncín es “su spintria”, uno de los “amorcillos de los cuadros” renacentistas cuya pureza contrasta con el ardor amoroso (146). En Elogio se subraya la índole erótica y el papel voyeurista que suelen tener los putti, ángeles y cupidos en las obras de arte. Se trata de un tema que los historiadores del arte han evitado por no ser tachados de promover la pedofilia (Gaston 220-221).
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proveniencia de cada obra reproducida en el libro, atando distintos mundos en el espacio concreto de la página. Se menciona el lugar donde están expuestos casi todos los originales y su fecha de composición, excepción hecha del Tiziano que añado en lo siguiente: el Jordaens (1648) en el Museo Nacional de Estocolmo; el Boucher (1742) en el Museo del Louvre, París; el Tiziano (1550) en el Museo del Prado, Madrid; el Bacon (1948) en la colección Richard S. Zeisler, Nueva York y el Fra Angelico (c. 1437) en el Monasterio de San Marco, Florencia. El Bronzino (c. 1560) cuelga en The National Gallery, Londres (portada). Todas las obras están expuestas al público, salvo el Szyszlo (1977), que forma parte de una colección particular no identificada en la novela. Sin embargo, este acrílico le pertenece al escritor y estaba en su casa de Barranco, en Lima, durante la época que coincide con la redacción de Elogio.12 También las nacionalidades de los pintores son variadas: flamenca, francesa, italiana, inglesa y peruana. La secuencia no sigue un plan cronológico de composición, el Tiziano antecede a los dos primeros y el fresco a todos los demás. Se observa que estos espacios y lugares evocan mundos y alegorías míticas y legendarias dispares que configuran una zona heterotópica condensada dentro del universo textual, y formando tan sólo parte del “imaginario” de los protagonistas. Las diferencias entre la versión ecfrástica y las obras pictóricas cobran importancia porque revelan el punto anamórfico –que Lacan denomina “significado fálico”– inherente en ellas y que sólo se distingue si se mira desde determinada perspectiva.13 Parte Lacan de un cuadro de Holbein, Los embajadores, en el cual figura un elemento “amorfo” que resalta dentro del contexto y carece de significado hasta el momento en que al pasar por una puerta cercana, se vislumbra el cuadro desde cierta perspectiva, se recompone la imagen momentáneamente deformada y se descubre que se trata de una calavera (Séminaire 99102). Se atraviesa este limen a manera de un pasaje a través del umbral de la muerte y esta imagen sugiere un comentario existencial acerca de los bienes terrenales. Esta “mancha”, o detalle insólito, representaría el espacio del deseo escondido en las fantasías mediante las cuales se elude el enfrentamiento con la “realidad” mientras se establece una cadena de representaciones (Zˇizˇek 90). El
12 En una foto de una entrevista otorgada por Patricia Llosa Urquidi en 1988 en su casa barranquina, puede verse en el fondo parte de Camino a Mendieta 10 (“Cómo vivir”). Una foto de Vargas Llosa con esta tela en el trasfondo figura en una entrevista realizada por Felipe Barral en CNNES, el 27 de junio de 2006. 13 Véanse Baltrusaitis y Hallyn.
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lienzo funciona como ventana al deseo de los personajes, los cuales pueden verse reflejados más allá del espacio bidimensional y explorar su propio espacio interior. Aunque el deseo nunca se satisface, en esencia, sí requiere un escenario para proyectarse y multiplicarse, el de la fantasía, y sólo a través del ensueño se percata el sujeto de las modalidades de su deseo. Este planteamiento permite comprender la función de la secuencia de cuadros en Elogio, prestándose la misma obra pictórica a varias posibles puestas en escena que ofrecen distintas perspectivas, a partir de las cuales, y mirando al sesgo, se podría vislumbrar la revelación de un punto anamórfico. Por otra parte, no hay evidencia de que los protagonistas estén mirando las pinturas al mismo tiempo que están fabulando. Se trata de un artificio estructural, que se evidenciará con creces al contrastarse con el submundo ecfrástico inspirado por el Szyszlo, el único cuadro en la sala hogareña y el único pintado por un artista peruano contemporáneo. Durante la lectura de la novela, la posición privilegiada del lector le permite detenerse en ambas versiones, la visual y su anamorfosis, mientras sigue la trama edípica en su contexto realista. La mirada del lector podría revelar uno de los significados escondidos en cuanto su mirada coincidiera con otra, ya sea una de las voces polifónicas o la del “autor implícito” o principio estructurador del texto. No sólo se puede decir, siguiendo a Barthes, que cada crítica es una anamorfosis controlada que deforma de manera consistente para crear una visión particular, sino que es también la revelación de un punto anamórfico (Critique 64). Esta visión, como la écfrasis, se puede deconstruir para volver a la perspectiva inicial, o examinar para develar el punto fálico escondido en ella, lo cual consistiría en un vaivén continuo entre el orden y el desorden de las distintas perspectivas. Para explorar el espacio del deseo de cada protagonista en su elaboración de mundos insertos, conviene conformarse al tácito pacto de lectura posmoderna de Elogio, que apunta a que el lector “implícito” penetre en el universo extratextual de los personajes en un espacio (o zona) intersticial y comparta el momento en que cada uno de ellos haya contemplado estas pinturas, ya sea dentro de las colecciones de grabados de don Rigoberto o en las páginas de sus libros de arte que conforman su “museo imaginario”. En esta migración a través de mundos, el lector, en la posición de mirón, se adentra en dos niveles ontológicos porque observaría a cada personaje casi hombro con hombro mientras estuviera mirando las pinturas, es decir, irrumpiría en el enclave privado del personaje como por magia u osmosis. Es factible suponer que cada personaje funciona como focalizador de los escenarios ecfrásticos, los cuales proyecta visualmente
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como cortometrajes, transformándose de manera híbrida en una de las figuras retratadas que cobra vida nueva. Tres de estos mundos alternos proceden de don Rigoberto, cuya voz enmarca la serie, dos emanan de la conciencia de doña Lucrecia y uno proviene del punto de vista de Foncín. La primera fantasía de don Rigoberto, titulada “Candaules, rey de Lidia”, se basa en el cuadro de Jacob Jordaens Candaules, rey de Lidia, muestra su mujer al primer ministro Giges (1648). En el capítulo anterior, doña Lucrecia acaba de visitar a su hijastro en camisón provocativo y desnuda debajo de la seda. Intercambia caricias en apariencia inocentes con el niño que la besa en los labios y vuelve excitada a reunirse con su marido, que la espera desnudo en la cama después de sus prolongadas abluciones cotidianas. La insistencia en la desnudez de los cuerpos establece un paralelo con los desnudos artísticos de manera que la vida “real” de los personajes parece duplicar el arte pictórico. A don Rigoberto le fascina la idea de que la sexualidad de su hijo pudiera ser despertada por las curvas de su mujer: “Le habrás dado malas ideas al chiquito. Esta noche tendrá su primer sueño erótico, quizás”, y ambos conciben al niño como voyeur en potencia, lo cual acrecienta el deseo de la pareja (21). Cada noche, Rigoberto y Lucrecia pretenden ser otros mientras actúan y sueñan para extender el espacio de su deseo. Estas situaciones e inquietudes se vinculan con preguntas poscognoscitivas y giran en torno a preocupaciones ontológicas como ¿en cuál de los varios mundos vive el artista o el individuo?, ¿qué se puede realizar en dicho mundo? y ¿cuál de sus identidades lo haría? Esta noche, siguiendo el ritual amoroso preestablecido en sus enclaves escapistas, Lucrecia pregunta: “‘–¿Quién soy?’” [...] “‘–La esposa del rey de Lidia, mi amor–’”, responde Rigoberto en estado de duermevela (23). En efecto, Rigoberto afirma desde el principio de su narración: “Soy Candaules, rey de Lidia”, y así se identifica con el rey Candaules que, según relata Herodoto, convierte la “grupa” de su reina en leyenda, valiéndose de su primer ministro Giges como voyeur (27).14 El hablante, inspirado por la voluptuosa modelo de Jordaens, 14 En la leyenda de Herodoto, la reina de Lidia se da cuenta de la presencia de Giges en su alcoba y opta por vengarse, obligándole a matar al rey y a casarse con ella (Herodotus 44-45). El hecho de que las historias de Herodoto constituyan una mezcla de realidad y de fantasía evoca la destreza del narrador peruano en borrar los límites entre lo real y lo ficticio y transgredir las barreras entre historia y mito, y entre la verdad y las mentiras (Feal 303). Don Rigoberto/Candaules expresa las mismas preocupaciones acerca de su “leyenda” y deconstruye su formación, tomando una distancia de los hechos como si fuera contemporáneo del autor y actuara como su portavoz (Elogio 30-31, 36-37).
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inventa su propia versión frente a la cual la de Herodoto palidece, y refuta las demás versiones, resaltando las fronteras borrosas entre la realidad y la ficción, y deconstruyéndose así el mecanismo de escritura del “padre de las mentiras”. El rey, como un pintor que posiciona a su modelo, retrata de manera hiperbólica las nalgas de su esposa observadas desde cierto ángulo: Cuando le ordeno arrodillarse y besar la alfombra con su frente, de modo que pueda examinarla a mis anchas, el precioso objeto alcanza su más hechicero volumen. Cada hemisferio es un paraíso carnal; ambos, separados por una delicada hendidura de vello casi imperceptible que se hunde en el bosque de blancuras, negruras y sedosidades embriagadoras que corona las firmes columnas de los muslos (28).
Describe su monte de Venus de manera que evoca L’origine du monde de Courbet, obra que enfoca esta parte de la anatomía de una mujer y que cobrará importancia en Los cuadernos por coincidir, según don Rigoberto, con las formas exactas de su esposa. Rigoberto/Candaules no se limita a propiciar un escenario de voyeurismo ni a comparar notas sobre traseros femeninos sino que añade otro episodio voyeurista al relatado por Herodoto. En efecto, el rey obliga a su esposa a ser poseída por Atlas, el “mejor armado” de sus esclavos etíopes para ver si éste logra una empresa que se jacta de ser el único capaz de llevar a cabo: “penetrarla no es fácil; doloroso más bien, al principio, y hasta heroico [...]. Hacen falta una voluntad tenaz y una verga profunda y perseverante, que no se arredran ante nada ni nadie, como las mías” (28). La necesidad de tener testigos de su proeza sexual, de presenciar la de su álter ego inventado, revela un deseo narcisista de verse proyectado en ambas situaciones tanto activa como pasivamente, y hasta implicaría inconfesados instintos homoeróticos que se manifestarán en su segunda fantasía. Describe el rey el intento del esclavo de manera cinemática, realzada por el contraste transgresivo entre la piel negra y blanca: “Varias veces lo vi adelantarse, resuelto, empujar, jadear y retirarse vencido. (Como el episodio mortificaba la memoria de Lucrecia, a Atlas lo mandé luego decapitar)” (29). Puede que el etíope pague con su vida la experiencia fallida no por consideración a la reina como se pretende sino porque su inhabilidad de cumplir con ella podría significar que el rey sólo lo logra por estar menos dotado físicamente. Este cuadro voyeurista, cuyo efecto es intensificado por la duplicidad y la transgresión, coincide con la escena anterior en la cual la pareja percibe a Fonchito como voyeur potencial y catalizador de su encuentro. Además, el monarca
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intuye que su esposa se percata de la presencia del mirón en su alcoba y admite que, por eso, ambos disfrutan aún más de la situación (34). Don Rigoberto dirige de manera muy teatral la manera en que el monarca esconde a Giges detrás del “cortinaje” para lograr una “visión perfecta” del lecho conyugal con una iluminación con efectos de claroscuro: Mientras la acariciaba, la cara barbada de Giges se me aparecía y la idea de que él nos estaba viendo me enfebrecía más [...]. ¿Y ella? ¿Adivinaba algo? ¿Sabía algo? Porque nunca la sentí tan briosa como esa vez, nunca tan ávida en la iniciativa y en la réplica, tan temeraria en el mordisco, el beso y el abrazo. Acaso presentía que, aquella noche, quienes gozábamos en esa habitación enrojecida por la candela y el deseo no éramos dos sino tres (35-36).
El lector se percata de que, efectivamente, eran tres, tanto en esta fantasía como en el encuentro “real” previo bajo la mirada virtual de Foncín. El lector traza un paralelo entre el voyeurismo del barbudo Giges y el voyeur implícito cuyo rostro angelical los acompañaba a través de las paredes del hogar. Giges sería otra versión de Alfonsito, cuya imagen se metamorfosea al invadir de manera subconsciente el submundo ideado por su padre. La segunda écfrasis lleva el mismo título que el lienzo de François Boucher Diana después de su baño (1742), el cual representa a la diosa desnuda con una de sus acompañantes y corresponde al ensueño de Lucrecia al final del capítulo anterior: “Cuando, por fin, pudo dormirse, tuvo un sueño voluptuoso que parecía animar uno de esos grabados de la secreta colección de don Rigoberto que él y ella solían contemplar y comentar juntos en las noches buscando inspiración por su amor” (65). Lucrecia fabula a raíz de haberse enterado por su criada Justiniana que Fonchito solía espiarla mientras se bañaba. Al saberlo en el techo, la madrastra se demora en la bañera, “mostrándose con largueza y obscenidad” y “exhibiéndose como no lo había hecho antes para nadie” (63-64). Como el niño había confesado a Justiniana que le parecía “estar viendo una película”, Lucrecia quiso dilatarla en cámara lenta para satisfacer su curiosidad, y “protagonizaba este improvisado espectáculo”, convirtiéndose en actriz como si escenificara L’origine du monde (59, 64). En su fantasía, doña Lucrecia se adentra en el cuadro de Boucher, diciendo: “Esa, la de la izquierda, soy yo, Diana Lucrecia”, y “a mi derecha, inclinada, mirándome el pie, está Justiniana, mi favorita. Acabamos de bañarnos y vamos a hacer el amor” (69). La voz narrativa se identifica con Diana como sujeto,
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convirtiéndose la casta cazadora en diosa lujuriosa. Consciente de ser actriz y espectadora al mismo tiempo, Lucrecia acepta ser convertida en artefacto tanto como en la modelo que sirvió de inspiración al pintor. Se desarrolla así un cortometraje complejo de juegos homoeróticos a beneficio “del personaje principal [...] el diosecillo viril, Foncín”, que ella incorpora al escenario aunque permanece oculto como el mirón desde el techo del baño (70, 72). Los tres personajes se desenvuelven bajo distintas máscaras en el submundo pastoril, como si tuvieran vidas paralelas. Es patente el exhibicionismo de Lucrecia, quien confiesa: “aumenta mi éxtasis saber que mientras gozo bajo las manos de mi favorita, él goza también a mi compás, conmigo” (73). Su ninfa Justiniana le sirve de cómplice celestinesca para asegurarse de la presencia de Foncín como espectador de las infinitas caricias que intercambian las dos mujeres. Los verbos “ver” y “mirar” se reiteran al referirse a estos placeres propios del estilo rococó y del libertinaje de las fiestas galantes: “jugamos nuestros juegos a escondidas. Cada vez uno distinto, simulacro que se parece a aquellos números de teatro en que los dioses y los hombres se mezclan para sufrir y entrematarse que gustan tanto a los griegos”; Lucrecia organiza y dirige su cortometraje lúdico: “Justiniana y yo vamos a actuar para él y Foncín [...] actuará también para nosotras [...] sin habernos tocado ni cruzado palabra, nos hemos hecho gozar innumerables veces” (72, 74). Esta escenificación erótica con su voyeurismo recíproco y a distancia realza la importancia de la vista en relación con el tacto. Además, la yuxtaposición de la piel blanca con la morena, un motivo en el arte visual, se patentiza en la dramatización de esa lámina, ya que las modelos de Boucher son blancas como Lucrecia pero Justiniana es una morena de “cabellos crespos” (55-56). Este contraste se manifiesta en Los cuadernos, cuando don Rigoberto imagina secuelas a las relaciones entre Lucrecia y su sirvienta y entre Lucrecia y la embajadora de Argelia en un baño turco. Rigoberto enfatiza de manera sensual esta diferencia de pigmentación como si pintara a sus modelos, y admira la tela de Courbet El sueño, que retrata a dos mujeres desnudas y entrelazadas, una rubia y la otra morena (Los cuadernos 106).15 Se deduce, pues, que Lucrecia se hace eco de las preferencias de su esposo en su apropiación de esta escena bucólica. 15 Esta écfrasis evoca el ensimismamiento de don Rigoberto frente a la reproducción de El baño turco de Ingres en The Nude por K. Clark (Elogio 165). La visión colonialista del pintor presenta un hammam atestado de mujeres desnudas con sus sirvientas, resaltando la yuxtaposición de varios matices de piel blanca, morena y negra.
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El lector de Elogio ya no puede volver a observar este Boucher de la misma manera porque imagina otros matices cutáneos y busca al tercer personaje, “el principal”, “con sus bucles rubios enredados en la enramada y su pequeño miembro de tez pálida enhiesto como un pendón” (70). La ubicua mirada del mirón es indispensable en la narración ecfrástica, la cual prolonga las poses provocativas adoptadas por Lucrecia en su bañera. Aunque la discípula de don Rigoberto parece dudar de sus deseos en la trama narrativa, lo emula y supera en sus fantasías, donde controla la situación. En su submundo, Diana/Lucrecia se refiere al lienzo inanimado: “esta eterna inmovilidad se animará y será tiempo, historia”, consciente de ser productora de una función discursiva que supera el artefacto que la inspirara y susceptible a su vez de engendrar una nueva reproducción visual (74). En el papel de directora, se maravilla de su propio cortometraje e intuye su potencial artístico: escoge la escena final con las mujeres dormidas y entreveradas bajo la mirada de Alfonsito para congelarla a la manera de los fotogramas cinemáticos de M. S. Eisenstein para crear “otro instante eterno” (75).16 Ello remite al instante liminal en el cual la mirada de un pintor unida al contacto de su pincel con la tela congela en medias res un momento en la vida “real” de sus modelos y fija su expresión para la eternidad (Gandelman 51). La écfrasis, en cambio, es fuente de vida continua, porque se abre a renovadas perspectivas generadoras de infinitos cortes icónicos. La voz narrativa concluye con un comentario meta-artístico: “Allí estaremos los tres, quietos, pacientes, esperando al artista del futuro que, azuzado por el deseo, nos aprisione en sueños y, llevándonos a la tela con su pincel, crea que nos inventa” (76). Se sugiere que esta écfrasis sea el punto de partida de una cadena de creaciones interartísticas, correspondiendo a su vez a otros deseos, o ensueños, porque sólo en el sueño se vislumbra la dimensión real de nuestro deseo. Lucrecia se dirige al pintor en potencia después de inspirarse en el pintor del pasado para resaltar la mutua y cruzada polinización intermedial entre medios artísticos. La tercera transposición “Venus con amor y música”, encabezada por Venus con el Amor y la Música de Tiziano Vecellio, revela las artimañas de Fonchito. En ella, el niño se identifica con el dios del Amor que musita palabras salaces al oído de Venus, preparándola para recibir a su dueño, un mercader africano lla-
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Barthes examina el significado de la lectura instantánea y vertical de los fotogramas en Image-Music-Text (67-68).
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mado don Rigoberto, mientras un joven seminarista toca el órgano. Las palabras de Amor hacen eco a las que Alfonso dirige a Lucrecia en la trama principal, ya sea directamente o en sus cartas. El niño/Amor consciente de sus maquinaciones, admite que su meta es “poblar su rubia cabeza de sucias fantasías”, y precisa que “el joven profesor y yo no estamos aquí disfrutando sino trabajando” (97-98). A modo de cajas chinas, el fabulador inventa ficciones lúbricas dentro de su submundo para Venus que está viendo “estas imágenes porque yo se las describo al oído [...] al compás de la música. Mi sabiduría le traduce en formas, colores, figuras y acciones incitantes las notas del órgano cómplice” (100). El seminarista elige “ambiguas músicas” que cobran vida y cualidades visuales de manera sinestésica que erotizan a la diosa (99). El niño pretende haberse enterado por Venus de las palabras de don Rigoberto al amarla: “Tú no eres tú sino mi fantasía” y ‘‘hoy no serás Lucrecia sino Venus y hoy pasarás de peruana a italiana y de terrestre a diosa y símbolo” (103). ¿Habría presenciado el joven Alfonso los ritos amorosos de la pareja? Es factible suponer que si fue capaz de treparse en el alto techo del baño podría también haber escuchado detrás de la puerta o hasta haber sorprendido caricias y explorado los grabados escondidos bajo cerrojo. Fonchito sabe que la “apariencia de Venus es espectáculo orquestado por don Rigoberto” y conoce sus gustos, por eso, en esta fantasía, emula a su padre y se otorga el papel de asistente para el encuentro. Ello indica que en el mundo de referencia intuye su papel de catalizador del encuentro amoroso, y anticipa suplantar al padre. Asimismo, el vocabulario atrevido que el niño/Amor presta a Venus sólo se podría explicar si el joven curioso y lector ávido hubiera hojeado los libros eróticos de la biblioteca paterna con “los veintitrés tomos de la colección ‘Les maîtres de l’amour’ dirigida y prologada por Guillaume Apollinaire”, y The Nude por Kenneth Clark (165). Resulta evidente que el mundo interior y el de la trama principal se están contaminando mutuamente. El voyeurismo es emblematizado por la postura en escorzo del profesor de música que tiene los dedos pegados a las teclas porque sólo tiene derecho a mirar, atormentado como Tántalo. Este voyeurismo programado por don Rigoberto que amenaza de muerte al músico si deja de tocar tiene una contrapartida irónica debido al doble sentido del verbo tocar: “si aquellos fuelles dejan aunque sea un instante de soplar entenderé que cediste a la tentación de palpar” (100). Esta asociación de la mirada con el tacto que se observa en el texto entero de Elogio viene de una larga tradición de origen faraónica. El dios del sol, Ra, era representado por un ojo que simbolizaba el poder creador, y el ojo de Horus,
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robado por Seth y restaurado por Thot, se solía representar por un hieroglifo, el âri, ilustrando el ojo dentro de la palma de la mano. Se ha transformado en el folklore visual del Medio Oriente en un amuleto llamado khamssa (el número cinco en árabe) o “la mano de Fátima”, que protege del mal de ojo. Este mismo símbolo se patentiza como uno de los emblemas más conocidos en el Renacimiento, el Emblematicum Ethico-Politorum de Julius Wilhelm Zincgref, que consiste en un ojo mirando al mundo desde la palma de la mano (Gandelman 2-4). El poder sincrético de la mirada y del tacto se observa en esta écfrasis, en que las notas “ambiguas” que salen debajo de la pulsión de las teclas del joven admirador se transforman en imágenes mediante las palabras del Amor, convirtiendo a la mujer en instrumento de música tocado a distancia. El músico intercambia miradas con la diosa que lee su turbación y se conmueve mientras él clava los ojos en el inaccesible monte de Venus. La transgresión, unida al peligro, intensifican la mirada del seminarista cuyo punto de mira Foncín enfoca: ¿Qué lo imanta de tal modo en ese triángulo de piel transparente [...] al que sombrea el depilado bosquecillo del pubis? [...] hay algo allí que atrae sus ojos cada atardecer con el imperio de una fatalidad o la magia de un sortilegio. Algo como la adivinación de que al pie del soleado montecillo de Venus, en la tierna hendidura que protegen las torneadas columnas de los muslos de la señora, esponjosa, rojiza, húmeda con el rocío de su intimidad, discurre la fuente de la vida y del placer. Muy pronto, nuestro señor don Rigoberto se inclinará a beber en ella la ambrosía. El tañedor del órgano sabe que a él esa bebida le estará siempre vedada (101-102; énfasis mío).
La mención de “la fuente de la vida y del placer” evoca L’origine du monde y el consabido hecho de que Courbet estuviera obsesionado con el misterio de las fuentes y los orificios de las cuevas. Esta descripción altamente visual y realista asemeja una écfrasis del célebre cuadro de Courbet y en ella se comprueba la sinestesia entre el tacto y la vista. Es preciso señalar que si el manierismo renacentista era especular y autorreflexivo, el realismo decimonónico era oculocentrista y, en efecto, el realismo de Courbet toca las cosas con el ojo (Gandelman 1). Además, este cuadro virtual (no reproducido ni mencionado en la trama) cobra vida cuando Fonchito se entera por Lucrecia –en la ficción de referencia– de que don Rigoberto encuentra en los “jugos secretos” de esta fuente el “mejor afrodisíaco” (105). El discurso descriptivo conjura la pintura de Courbet y
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representa una mini écfrasis inserta dentro de la del Tiziano en una construcción en abismo. Su importancia se hace evidente si Elogio se lee a posteriori, después de haberse percatado del papel clave de este óleo de Courbet en Los cuadernos. La obsesión con la intimidad femenina como fuente visual de vida y placer es patente a modo de un motivo a lo largo de la narrativa tanto en los ensueños propios de la trama como en las écfrasis y podría aludir a un deseo de volver al útero materno.17 Este componente recurrente de los ensueños recuerda que, según Lacan, la fantasía escenifica el deseo paradójico del sujeto de convertirse en mirada pura, presenciando el acto de su propia concepción, o sea, el gozo de sus padres (Zˇizˇek 172). Asimismo, la triple mirada voyeurista se repite como en las écfrasis anteriores, y evoca no sólo el triángulo edípico, sino el triángulo enfocado de la anatomía femenina. Pero apenas llega don Rigoberto, se esfuman los actores masculinos, abandonando el escenario de manera teatral. Es irónico que este escenario siga la reunión de don Rigoberto con una esposa que lo espera en “una semimodorra sensual, todas sus turgencias alertas”, sin que sospeche el papel de su hijo en ello (93). La cuarta narración ecfrástica se titula “Semblanza de humano” y se basa en Cabeza I (1948) de Francis Bacon, el primero de seis cuadros con el mismo título. El hablante es el dueño de la casa que acaba de decir a su esposa: “¿No me preguntas quien soy? [...] –Un monstruo, pues–” (117). El óleo representa un bulto con una cabeza completamente deforme con una oreja, un solo ojo, y con afilados dientes de fiera (121). El grito silente de la faz grotesca representa una constante en la obra de Bacon, quien expresaba en sus retratos y autorretratos la violencia que percibía en el acto creativo. Su fascinación por las láminas de enfermedades de la cara y por los mataderos, le hacía ver los rostros deformes y desprovistos de piel a modo de una radiografía o una autopsia (Borel 187-201). El hablante/Rigoberto atribuye el acto brutal del pincel del artista a un incendio que lo desollara y desfigurara, y asume la identidad del ser retratado que dirige su mirada hacia adentro. Se imagina encerrado en un “cubo de vidrio” que podría asemejarse a un espejo sin azogue que le permite ver afuera sin ser visto (122).18 Esta écfrasis contradice el afán de pulcritud de don Rigo-
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Véase Elogio 28, 43, 45-46, 63-64, 71, 101-02, 135, 158-159. Bacon aborrecía las pinturas figurativas y la frecuente presencia de la caja o cubo de vidrio en sus telas era tan sólo una técnica que le permitía controlar la perspectiva. Según el historiador de arte Gaston, la interpretación que el narrador de Vargas Llosa ofrece de este marco que delimita tanto la casa del monstruo como su visión interior es profunda e innovadora (228-229). 18
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berto, quien trata de convertir su cuerpo en obra de arte y el erotismo en empresa estética. Su consciencia de ser un “monstruo” por dentro es como si ahora mirara el negativo de su fotografía desplegada en el mundo “real”. Don Rigoberto consagra cada día de la semana al aseo de distintas partes corporales, correspondientes a los cinco sentidos, como si afinara instrumentos musicales dedicados al erotismo y se convirtiera en una sinestesia viviente. Afirma ser “un artista que pule y remacha su obra maestra”, es decir, su cuerpo, para enaltecer el gozo amoroso y alcanzar la dimensión de eternidad propia de un artefacto (79). Al moldear su apariencia, se purifica de las excrecencias e impurezas como si quisiera tapar o matar al “monstruo” de adentro que lo afea y lo amenaza a diario. Con la “lupa de filatelista” que usa para examinar sus “grabados eróticos” ataca los “pelillos antiestéticos” de la nariz para “decapitarlos” de la misma manera que lucha en contra del crecimiento de sus uñas e intenta eliminar los humores secretados por el organismo. En los tres capítulos dedicados a sus abluciones, se hunde de manera narcisista en sus “enclaves nocturnos” en su cuarto de baño (89). Es factible trazar un paralelo, aunque invertido, entre él y el monstruo que imagina escondido por la barrera de cristal separando dos mundos como si de repente viera detrás del espejo diario el Döppleganger que procura evitar. En su submundo, se enfrenta con su condición “desollada”, desenmascarada, y se acepta tal cual es por dentro y por fuera, aunque sólo lo vean sus amantes de ambos sexo. Don Rigoberto, como su álter ego desfigurado, se enorgullece de la potencia de su órgano genital y comparte la misma preocupación por el tamaño de su nariz, apéndice cuyo aseo es el tema del próximo capítulo de la novela, “Tuberosa y sensual”. En este submundo ecfrástico, don Rigoberto se enfrenta con el estadio preimaginario, anterior al estadio del espejo lacaniano, el del cuerpo troceado y de la sexualidad polimorfa. Esta parte reprimida que corresponde a la unión perdida con la madre corresponde metafóricamente al lado escondido del espejo en el cual todos podríamos reconocernos bajo las apariencias, aunque de forma fragmentada. El ser deforme no puede verse reflejado pero tiene conciencia de su monstruosidad. Sin embargo, su “sexo está intacto” y goza de una rebosante sexualidad al mismo tiempo que despierta una inexplicable afición: “La repugnancia que inspiro a mis amantes se troca en atracción, e incluso en delirio” y afirma: “conmigo aprendieron que todo es y puede ser erógeno” (123-124). Este comentario se hace eco de los pensamientos de Rigoberto, que quisiera tener una mirada radiográfica y sinestésica de Lucrecia para percibir visualmente a través de sus oídos la esencia secreta de su feminidad: “glándulas, músculos,
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vasos sanguíneos, folículos, membranas, tejidos, filamentos, tubos, trompas, toda esta rica y sutil orografía biológica que yacía bajo la epidermis de Lucrecia. ‘Amo todo lo que existe dentro o fuera de ella’, pensó. ‘Porque todo en ella es o puede ser erógeno’” (45). Según el ser mutilado, la fealdad y la hermosura parecen unirse. Al afirmar que “en el fondo de su alma, a la bella le fascinó siempre la bestia como recuerdan tantas fábulas y mitologías y es raro que en el corazón de un apuesto jovenzuelo no anide algo perverso”, parece intuir el substrato del drama familiar, y concluye: “Mírame bien, amor mío. Reconóceme, reconócete”, conjurando la mirada de su amada como si fuera un espejo (124-125). ¿Se refiere el hablante a una especularización vis-à-vis el cuadro, o a su autorretrato lingüístico? Al aceptar lo monstruoso en sí mismo, don Rigoberto quiere que su pareja se vea de igual manera mientras inicia una innovadora interpretación de lo erógeno. Esta mirada autorreflexiva encuentra su eco en la próxima fantasía de doña Lucrecia, basada en un cuadro abstracto del pintor peruano Fernando de Szyszlo, Camino a Mendieta 10 (1977). En esta écfrasis, se nota un uso aún más extenso de la segunda persona que caracteriza la anterior, lo cual permite anticipar un diálogo particular entre ambos submundos. Este Szyszlo forma parte de una serie epónima, y marca la evolución desde los desnudos, a lo monstruoso asociado con la fragmentación corporal, hasta la estilización de las formas. Este acrílico ata los tres niveles estructurales y ontológicos de la novela, por ser la única obra de arte concreta que los tres protagonistas pueden ver a diario en una pared del hogar. A través del cuadro se cruzan sus miradas con las del lector “real” (y las virtuales del “lector implícito” y del “autor implícito”). Se puede suponer que se trata de un original, ya que nunca se le tacha de reproducción en el texto y dado que es obra de un pintor peruano contemporáneo. Tomando en cuenta que este cuadro pertenece a la colección privada de Vargas Llosa, se perciben varios planos ontológicos que se rozan de manera implícita: el mundo de referencia concreto del autor peruano; el del lector concreto; el mundo de referencia ficcional, y el de la pintura y su transposición. Este lienzo de un artista peruano que suele fusionar el arte y los mitos prehispánicos con las técnicas modernas establece un vínculo con la naturaleza híbrida y mestiza del país. El hecho de que este submundo se proyecte a partir de un óleo (que asemejamos al original) y no de una reproducción, explicaría que fuera el más lírico, con connotaciones semimísticas, en contraste con los inspirados por reproducciones fotográficas, las cuales según Benjamin, estarían desprovistas de su “aura” y perderían el carácter sagrado que comunica el contacto con la obra original
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(Illuminations 222-224). La casa de don Rigoberto, con su extensa biblioteca y las colecciones artísticas que conforman su “museo imaginario” y sin paredes, es comparable al espacio liminal de un museo que desrealiza la vida diaria. Si bien la presencia singular del Szyszlo, con todo su potencial aurático, refuerza esta noción de espacio liminal heterotópico propio de los museos, añade al mismo tiempo un toque concreto a la ficción, anclándola al contexto cultural peruano, e infundiéndole una dimensión “real”. Por lo tanto, este cuadro hogareño representa una ventana abierta a la vista de todos, con su mensaje visual propicio a la exploración del espacio del deseo de cada uno de los protagonistas. Cabe señalar, sin embargo, que la postura de coleccionista respetuoso que caracteriza a Rigoberto, con sus actuaciones rituales, corrobora la visión de André Malraux, quien afirma que el aura se mantiene, aunque transformada, en las reproducciones y se traslada al espacio del libro de arte (Krauss 1002). La écfrasis que genera el Szyszlo, “Laberinto de amor”, proviene de doña Lucrecia, que afirma: “he sido la dichosa víctima [...] la inspiradora, la actriz”, otorgándose el papel principal (158). Este submundo, el segundo de Lucrecia, es clave, ya que sigue la consumación del incesto. La iniciación sexual del joven le abre los ojos en el sentido literal y figurado porque lo convierte en intérprete de arte que impone su visión, primero a Lucrecia y por su intermediario, a su propio padre. Le dice el joven a su madrastra acerca del Szyszlo: “es tu retrato secreto, pues [...]. De lo que nadie sabe ni ve de ti. Sólo yo. Ah, y mi papá, por supuesto” (148). Lucrecia ve la obra con ojos nuevos y por primera vez, toma las riendas del juego amoroso, identificándose con “la del cuadro de la sala” (152). La sorpresa de Rigoberto se describe con vocabulario cinemático: “hubo una pausa atónita, como el congelamiento de la escena de un film”, y se muda en admiración sin sospechar que su propio hijo ha invertido los papeles, apoderándose de la mente de su mujer y suplantándole en la cama (152). Émulo del padre, Foncín ha llegado a ser maestro en las fabulaciones, convirtiendo un cuadro abstracto en “cuadro cochino” (143). Este acrílico de Szyszlo, cuya transposición titulada “Laberinto de amor” simboliza la desintegración del hogar burgués por la transgresión de los tabúes, representa una extensión del cuerpo fragmentado y una vuelta a la sexualidad polimorfa de la niñez observada en la écfrasis anterior. La complejidad de la situación incestuosa parece mejor expresada mediante líneas abstractas y perspectivas cubistas. En esta obra de inspiración prehispánica presentada como “un decorado teatral”, se vislumbra un cuerpo femenino sobre un altar, abierto de par en par y penetrado por un elemento fálico de cada lado, lo cual podría
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referirse a los dos protagonistas masculinos o a variantes del encuentro erótico. Se sugieren así múltiples entradas y salidas a este “Laberinto de amor”, como si se tratara de un texto que se leyera desde varias perspectivas. A la izquierda, una silueta con cuernos y una erección visible mira hacia el altar y alude al marido cornudo y obsesionado tanto por su turgente virilidad como por su voyeurismo. Es imposible no evocar, a causa del título, los cuernos del Minotauro con las ofrendas rituales de catorce víctimas de ambos sexos sacrificadas al monstruo de apetito teñido de erotismo. Se conjuran tanto como se fusionan de manera surrealista varios mitos y mundos (el griego y el prehispánico) en este laberinto peruano. Por su parte, Lucrecia identifica esta silueta como su pareja, con connotaciones medio orientales “el de las medialunas sarracenas” convertido en “mirón” y “mirándome como autopsiándome” (158). Esta mirada que une a Eros con Thanatos, evoca el goce sexual, que los franceses llaman “la pequeña muerte”. En dicha fantasía, la conciencia –o el deseo– se proyecta como en un espejo deformante, abriendo infinitas posibilidades: “Al principio, no me verás ni entenderás pero tienes que tener paciencia y mirar. Con perseverancia y sin prejuicios, con libertad y deseo, mirar. Con la fantasía desplegada y el sexo predispuesto –de preferencia, en ristre– mirar” (157, énfasis mío). La insistencia en la vista unida a la paciencia y el goce aplazado son indispensables al descubrimiento del espacio del deseo. Lucrecia concluye con estas directivas: “Ahora, deja de mirar. Ahora cierra los ojos. Ahora sin abrirlos, mírame y mírate tal como nos representaron en ese cuadro que tantos miran y pocos ven” (161; énfasis mío). La interpretación del cuadro tiene que continuarse por una visión introspectiva y recíproca que hace eco al llamado “Mírame bien, amor mío. Reconóceme, reconócete” del “monstruo” invisible detrás del espejo sin azogue de su cubículo (125). La visión personalizada de Lucrecia, que supera la de Foncín, evoca, o más bien prolonga los comentarios de Vargas Llosa sobre los cuadros de Szyszlo que lo intrigan, porque en ellos, ocurre un rito bárbaro y violento, en el que alguien se desangra, desintegra, entrega y también, acaso, goza. Algo, en todo caso, que no es inteligible, que hay que llegar a aprehender por la vía tortuosa de la obsesión, la pesadilla, la visión. Muchas veces, mi memoria ha actualizado de pronto ese extraño tótem, despojo visceral o monumento recubierto de inquietantes ofrendas –ligaduras, espolones, soles, rajas, incisiones, astas– que es desde hace mucho tiempo un personaje recurrente de los lienzos de Szyszlo. Y me he hecho incontables veces la misma pregunta: ¿de dónde sale?, ¿quién, qué es? (“Bienvenida” 444).
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Lucrecia parece ser, en este preciso caso, portavoz del escritor en su profunda apreciación de las connotaciones del lienzo, y el personaje va más allá que su creador, percibiendo su propia historia desgarradora y transgresora en los ecos sacrificiales y rituales emitidos por el “personaje recurrente” del arte de Szyszlo, que le propicia un espejo para proyectarse íntimamente, al intuir las raíces profundas de la obra. A través de la voz de su personaje, Vargas Llosa nos propicia una de las posibles respuestas a sus interrogantes, que ilustra la función del arte en el autoconocimiento. La mirada de Lucrecia opera una radiografía, como un pintor desollando el sujeto para “ver” debajo de las apariencias, develando todo lo convencionalmente antiestético y erotizando los humores: Nos han quitado la epidermis y ablandado los huesos, descubierto nuestras vísceras y cartílagos, expuesto a la luz todo lo que, en la misa o representación amorosa que concelebramos, compareció, creció, sudó y excretó. Nos han dejado sin secretos, mi amor. Esa soy yo, esclavo y amo, tu ofrenda. Abierta en canal como una tórtola por el cuchillo del amor [...]. Esa soy yo cuando, por ti, me saco la piel de diario y de días feriados (159).
Lucrecia acepta el papel de la “víctima “, consciente de participar en un rito sagrado perpetrado por la mirada/pincel erotizante del sacerdote/artista (158). Estas percepciones duplican las de Rigoberto cuando afirmaba buscar lo erótico debajo de la piel de su esposa y se desdoblaba en el ser desollado con deformidades erógenas. Asegura Lucrecia que al perder la apariencia, “la faz y el pelo [...] hemos ganado magia, misterio y fruición corporal. Éramos una mujer y un hombre y ahora somos eyaculación, orgasmo y una idea fija” (160). Su mirada interior crece con su profunda visión de la obra pictórica y su autorretrato lingüístico y el de su esposo se fusionan en uno sólo, íntimamente cruzados en quiasmos verbales: “Tú eres yo y tú, y tú soy yo y tú” (160). El lenguaje se desarticula ex profeso a la par del cubismo de las formas por la voz narrativa consciente de estar “traumatizando la síntaxis: yo te me entrego, me te masturbas, chupatémonos” (161). Mientras Fonchito la veía retratada en la tela, la madrastra percibe en ella la cartografía de la historia incestuosa porque aunque no lo reconociera, el joven está bien presente en la visión triplicada que tiene Lucrecia del cuadro: “Este aposento triádico –tres patas, tres lunas, tres espacios, tres ventanillas y tres colores dominantes– es la patria del instinto puro y de la imaginación” (160). En efecto, hay tres miradas implícitas simbolizadas por tres lunas y tres ventanillas y que remiten también a las tres mentes creadoras de fic-
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ción, a sus interpretaciones del arte visual y a su voyeurismo. Al aludir a las lunas, la narradora une los tres niveles ontológicos de la obra (la trama “real” central y, a su lado, las obras pictóricas y sus transposiciones): “La luna real es la del centro, retinta como ala de cuervo; las que escoltan, color del vino turbio, ficción” (159). Por otra parte, las tres ventanas corresponden a la tríada de las miradas que provienen de las voces narrativas y de los protagonistas. Al decir: “Esos tres miradores exhibicionistas [...] son nuestros ojos”, resulta obvio que el “catalizador” erótico es inseparable de este cuadro (160). El uso constante del “tú” unido al “yo” y al “nosotros” expresa un deseo de unificar a los tres participantes de esta historia iconotextual, pero este artificio ambiguo desconcierta al lector al mismo tiempo que lo atrae. Según McHale, la segunda persona suele sustituir a la primera para sugerir un diálogo interior, pero representa sobre todo un signo relacional que se puede dirigir a cualquier lector para que éste se proyecte a su vez en las fisuras abiertas en el discurso por la presencia del “tú” (Postmodernist 223). Existen pinturas que se dirigen al espectador en segunda persona inclusive si no son figurativas, y estas obras icónicas, aparte de poner en evidencia la artificialidad del acto representativo, tocan al espectador mediante un erotismo táctil (Bal, “Second” 185). En esta écfrasis, la profusión de imágenes líricas y eróticas que ejemplifican una fusión abstracta, y hasta erótico-mística de la pareja, podría explicarse por este erotismo táctil que emana de las formas abstractas y de los colores del Szyszlo que llevan a doña Lucrecia a dirigirse a su esposo: “Ahora ya sabes que, aun antes de que nos conociéramos, nos amáramos y nos casáramos, alguien, pincel en mano, anticipó en qué horrenda gloria nos convertiría” (161). La protagonista cree en la precedencia del arte visual que fabrica la realidad, la cual a su vez es enriquecida por la transposición de arte. Este comentario complementa el de Diana/Lucrecia, que imaginó al pintor del futuro que se apropiaría de su cortometraje ecfrástico. Aunque Lucrecia aparente ser un ente pasivo que emula las ideas de sus dos amantes, ella va un paso más allá que ellos en la interpretación artística, al interpelar al pintor del futuro y del pasado. Aunque don Rigoberto alcanza en su autorreflexividad artística una cima climática que le hace apreciar en el arte abstracto las posibilidades de lo erógeno, se refugia, al perder sus ilusiones utópicas de felicidad, en la sencillez de la representación pictórica convencional unida a su mensaje espiritual. El último cuadro, La Anunciación de Fra Angelico (c. 1437), el único de tema religioso, antecede cronológicamente a los demás y en Elogio, este retroceso indicaría un deseo de volver hacia atrás y de borrar tanto los acontecimientos como las fanta-
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sías de un mundo aniquilado. Acaba de leer don Rigoberto la composición reveladora del incesto titulada “Elogio de la madrastra” y se da cuenta de que la realidad hogareña superaba sus más desenfrenadas fabulaciones. Se percata de que “el rico y original mundo nocturno de sueño y deseos en libertad que con tanto empeño había erigido acababa de reventar como una burbuja de jabón” (176). Rigoberto experimenta la expulsión del paraíso utópico que había forjado. Después de la desenfrenada pulsión para “mirar” y “ver”, detrás y debajo de las apariencias, opta por aceptar el mensaje convencional de la doctrina cristiana sin cuestionarla, mirando la superficie como si temiera “ver”. En este fresco que ilustra el misterio de la concepción virginal de Cristo, se tapa la realidad como se camufla el cuerpo y ambos personajes, María y el arcángel Gabriel, tienen las manos cruzadas como si escondieran sus formas detrás de un escudo. La voz proviene del señor limeño que comparte el estupor de María al oír las revelaciones del arcángel: “siento, de pronto, miedo, como si se abriera súbitamente la tierra y divisara a mis pies un abismo erizado de monstruos espantosos” (184). Don Rigoberto reniega de su sexualidad y de su virilidad dándose no sólo el papel de mujer sino de virgen. Se parodian de manera ambigua tanto la casta naturaleza mariana como la caída de doña Lucrecia. María, esposa del Padre celeste, se siente conmovida por la belleza del mensajero angelical, “el joven rosado” (182). Es una directa alusión a la turbación de la madrastra, esposa fiel que cae en las redes de su hijastro, este “ángel de nacimiento” (17). “Así debía ser Luzbel”, constata también su padre al acabar la lectura del texto redactado por Fonchito, lo cual confirma que, en la écfrasis, el arcángel parodia al hijo que le está anunciando su hombría con la aureola del ángel caído (175). Destrozado, Rigoberto opta por castrarse metafóricamente y refugiarse en la religión. Atribuyéndose la voz de María, se lamenta: “¿Qué va a ser de mí después de esta visita?” (186). La vida familiar ya no puede seguir igual después de la inconcebible revelación. Es irónico que la imagen del arcángel se mencione dos veces anteriormente en relación con don Rigoberto: mediante la voz del monstruo deforme cuyos orgasmos lo hacen sentirse “aéreo y radiante como el arcángel Gabriel”, y luego cuando Rigoberto se entera de su desgracia se vuelve “casto” como “el arcángel que sopla la celeste trompeta y baja al huerto a traer la buena noticia a las santas muchachas” (123, 176). Pero ahora se opera una inversión de ambas imágenes en esta écfrasis final. No sólo su hijo lo suplanta en la cama, en el gozo “real”, sino que en su propia fantasía le quita el papel masculino del icónico arcángel para dejarle el papel virginal femenino. El joven deja de ser un “amorcillo” angelical para cobrar la estatura de un mensajero cumplido. Ade-
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más, el arcángel tiene el poder de la palabra divina, el logos, que le permitió redactar la impactante epístola que representa otro mundo ficticio escriturario encajado dentro de la trama de referencia y que especulariza la novela entera. Con la revelación de Fonchito, la vida “real” irrumpe en las fantasías y altera el movimiento de la cadena interpretativa y creativa. Irónicamente, al ver el título de la composición “Elogio de la madrastra”, Rigoberto observa “con una risotada falsa” que “parece el de una novelita erótica” (172). ¿Sería una manera inconsciente de intuir el contenido frente a un hijo que se le parece, o un guiño del autor que señala el meollo epifánico de su propia composición novelesca? La composición de Alfonso es el equivalente lingüístico del Szyszlo –en su forma dual, visual y ecfrástica –como representación especular de Elogio de la madrastra. En efecto, el Szyszlo es una puesta en abismo visual y representa el centro de las cajas chinas a partir del cual se refleja la obra. La presencia constante a la vista de los protagonistas de estas formas cubistas les ofrece un espejo fragmentado en el cual reconocerse y recrearse. Sin embargo, la composición de Foncín tiene principio y fin, pero el cuadro se presta a una visión sincrónica y sintética que la écfrasis de Lucrecia recrea con su estilo fragmentado y lírico. El mensaje pictórico y el lingüístico ofrecen una lectura laberíntica que remeda el modelo para armar que representa la novela. Existió un proyecto entre Vargas Llosa y Szyszlo de escribir un libro que surgiera de la mutua interpretación de ambos signos y aunque no se llevara a cabo, fue la fuente de inspiración de Elogio.19 Vargas Llosa resalta los componentes del arte de Szyszlo que corresponden al erotismo táctil propio de ciertas obras que se dirigen en segunda persona al espectador y lo tocan: Esta pintura no sólo exige ser vista, sino simultáneamente adivinada, fantaseada y leída. Ella invita también, y en grado extremo, a ser tocada. Es una incitación muy poderosa [...] al mismo tiempo esta pintura que así ofrece su piel como objeto de deseo es aquella cuyo contenido se escabulle y ausenta, la misma que [...] impone fatalmente al espectador una distancia a fin de ser gozada [...]. ¿Qué otra cosa es el juego del amor, esa relación que hace brotar el deseo, que mantiene viva la pasión, que renueva el placer? (“Szyszlo” 14).
La importancia del arte abstracto en la producción de significados es clave en esta novela porque revela la creciente agudeza interpretativa de los tres pro19
Véanse Vargas Llosa A Writer’s 157-158 y Feal 304.
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tagonistas. La mirada del lector implícito posmoderno recorre esta zona heterotópica, y a través de los mundos y medios yuxtapuestos, trata de configurar el andamiaje que corresponda a esta fragmentación, como a través de una obra cubista. En Elogio, se pasa de la contemplación/exhibición de la piel desnuda en las tres primeras narraciones –Jordaens, Boucher y Tiziano– hacia un progresivo desollamiento, desmembramiento o visión radiográfica, en el Bacon y el Szyszlo para retroceder a la corporalidad reconstituida y recubierta no sólo de piel, sino que la piel se vuelve casi invisible, recubierta de vestidos con amplios pliegues. En las primeras tres écfrasis, los protagonistas se desdoblan en dioses mitológicos y reyes pero los nombres de Lucrecia y Rigoberto permanecen, excepción hecha del Boucher, del cual Rigoberto está ausente, suplantado por Alfonso, quien se identifica con el Amor en el Tiziano. Justiniana, personaje secundario, se menciona sólo en el Boucher. El nombre de María figura en la écfrasis final y el del arcángel Gabriel es sugerido pero no se remite a ningún protagonista porque se refleja así la confusión de la voz narrativa que asume de modo ambiguo el papel femenino. El estilo de las tres primeras fantasías ecfrásticas duplica el realismo de los lienzos con descripciones de actuaciones precisas. Este mimetismo detallista merma considerablemente en el submundo de inspiración religiosa para dar espacio al monólogo interior, como si el hablante perdiera su acuidad visual. En el Bacon y el Szyszlo, en cambio, los nombres desaparecen del todo, tanto del arte visual como de sus transposiciones. Se universalizan estas representaciones anónimas y cada hablante se apropia de manera original de la personalidad que proyecta o vislumbra, sin identificarse. Los dos submundos correspondientes constituyen textos lingüísticos menos arraigados en la realidad con connotaciones surreales y expresionistas, y en el caso del Szyszlo, altamente líricas y autorreflexivas. En vez de esconderse bajo máscaras de seres legendarios, han perdido el temor para bucear dentro de sí, recreándose, reinventándose, hasta interpelarse mutuamente en una imposible migración entre mundos. Al hacerlo, duplican el acto de creación artística: se exponen abiertamente, autopsiándose y desollándose, arrancándose la máscara cotidiana constituida por la envoltura cutánea. Esta visión interna debajo de la piel remonta al manierismo renacentista, pero tiene su origen en la Antigüedad: el sátiro Marsyas desafió en un concurso de música a Apolo, que luego le hizo desollar vivo, y este mito griego convierte la creación artística en un acto masoquista de autodesollamiento. Este concepto es ilustrado en el fresco del Juicio Final, en el cual San Bartolomé tiene su piel
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colgada de la mano, y Miguel Ángel plasmó sus propios rasgos en el rostro del santo despellejado. El pintor pensaba demostrar así el tormento del artista que se violenta voluntariamente, quitándose la piel en el acto de creación para transferirla a la tela. Los expresionistas –seguidos por Bacon– retomaron el tema de este suplicio autoinfligido del artista que correspondía a su interés en la radiografía, disección visual de la anatomía, que devela un nuevo tipo de belleza que se oponía a la neoclásica noción de la belleza relacionada con la armonía del cuerpo (Gandelman 114-115, 56). Al igual que don Rigoberto afirmaba que en doña Lucrecia todo podía ser erógeno, se evidencia en Elogio que el mensaje erótico puede existir en el arte elevado desde los desnudos, lo monstruoso, la fragmentación corporal y hasta dentro de lo espiritual. La fantasía o ficción, y el arte visual, son inseparables de la realidad y tienen fronteras borrosas, como se ha sugerido repetidamente en las transposiciones. Mientras se acicala don Rigoberto, controla sus erecciones nacientes, reservándose para el encuentro sexual asociado con las fantasías y sus escenificaciones rituales, como si aplazara la revelación de un significado por ahora oscuro (42, 47, 92). Es curioso que se preguntara Lacan al respecto: “Comment se faitil que personne n’ait jamais songé à y évoquer [...] l’effet d’une érection? Imaginez un tatouage tracé sur l’organe ad hoc à l’état de repos, et prenant dans un autre état, sa forme, si j’ose dire, développée” (Séminaire 101) [“¿Cómo es posible que nadie haya pensado nunca en evocar aquí [...] el efecto de una erección? Imagínense un tatuaje trazado en el órgano ad hoc, en el estado de reposo, y tomando luego en otro estado, su forma, no sé si decirlo, desarrollada”]. Es como si un tatuaje artístico trazado sobre el órgano sexual masculino revelara su punto anamórfico (o significado fálico) sólo mediante el estímulo erótico. Se trata de una imagen concreta que habría que extender metafóricamente al espacio del deseo y a su revelación anamórfica. Lacan aplica la noción de erección/deflación a todo fenómeno visual, especialmente la visión estética y artística. La pintura de Holbein con su punto fálico, amorfo, ejemplifica que para recrear esta mancha deforme e identificarla, el objeto (o el órgano) debe desinflarse, perder su tumescencia para transformarse en una “calavera”. Además, se requiere una mirada al sesgo: Eros es indisociable de Thanatos y el espacio del deseo sería un punto de convergencia entre la imagen y su negación, entre el orden y el desorden. Para Lacan, el ojo es una extensión del falo y un pasaje hacia la muerte que es su opuesto en apariencia. El acto de ver o mirar es el equivalente de la penetración sexual en varios grados de intensidad y la mirada dirigida hacia el “Otro” se describe de modo explícito como una extensión de la
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pulsión sexual (Gandelman 5). Estas reflexiones permiten apreciar el énfasis puesto en Elogio en el erotismo provocado por el voyeurismo a distancia que corrobora la sinestesia entre la visión y el tacto. Frente al intento de armar un iconotexto intermedial como Elogio, el lector se queda con una incógnita respecto al deseo de los protagonistas, pero va forjando su propia visión al tratar de estructurarlo de modo fragmentario, partiendo de este detalle que hace parecer al resto sospechoso, y que coincide con el “ombligo del texto” problematizado por Bal. Una de las funciones del arte visual es servir de ventana metafórica al deseo a través de las fantasías, las cuales, proyectadas en este telón de fondo se convierten en cortometrajes cuyas versiones se pueden repetir ad libitum. Se podría suponer que la obsesión voyeurista de don Rigoberto pudiera esconder el deseo de involucrar al hijo en la perversidad de la pareja. Su búsqueda de un ideal imposible de perfección erótica y estética representa una cadena infinita de deseos que se propone controlar. Doña Lucrecia, a su vez, cree conquistar cierto poder, poniendo su imaginación al compás de la de sus dos amantes, enriqueciendo así su vida sexual. Ambos intentan conseguir la inmortalidad a través del erotismo y del arte. El deseo de Fonchito es más enigmático. ¿Querría la moto que le consigue la madrastra, o la expulsión de la madrastra del hogar, o eliminarla para seducir a Justiniana como pretende al final? ¿O sencillamente quiere controlar a los demás personajes? El niño escritor manipula mediante sus palabras y sus textos, como asimismo mediante su iniciación erótica, el arte, que aprende a interpretar, siendo en cierto modo portavoz del autor. En Elogio de la madrastra, se explora sin retórica, mediante las diversas perspectivas de los protagonistas, maneras originales de interpretar el arte. La novela constituye un comentario sobre las influencias recíprocas entre mundos y medios: el arte precede la vida y viceversa y el signo lingüístico y el pictórico se nutren el uno del otro. Aparte de las actuaciones escenificadas de la pareja en el mundo de referencia que convierte la alcoba en una casa de citas heterotópica, cada personaje concibe su submundo con teatralidad como si estuviera produciendo una película, en la cual dirigiera a sus remedos (o álter ego) y les soplara el guión. Los personajes proyectan sus fantasías en la pantalla de su mente y se convierten en actores que desempeñan distintos papeles en mundos alternos y paralelos, de acuerdo con postulados e interrogantes poscognitivos. Cada uno de ellos se apropia de la identidad asumida por los modelos de los cuadros y se inventa una nueva persona híbrida, otorgando nueva vida a los entes mitológicos o legendarios de las alegorías de su “museo imaginario”. Los cortometrajes
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ecfrásticos parten de una representación bidimensional estática para crear una tridimensional con efectos de sonidos, colores y olores. Además, los submundos inspirados por la vista y el estimulo táctil erótico simbolizado por el khamssa, operan una sinestesia verbal de los sentidos que expande la sensualidad y la dimensión del espacio del deseo con una lectura vertical. Asimismo, cada hablante ilustra una evolución en su lectura del mensaje de la secuencia de obras pictóricas como si no sólo fuera crítico de arte, sino artista y creador de escenas visuales, susceptibles de cortes a modo de fotogramas cinematográficos generadores de pinturas potenciales. Observada a posteriori, la secuencia de cuadros asemeja un montaje de cortes cinemáticos de origen dual (es decir, proveniente del movimiento “fílmico” de la vida real y del virtual del cortometraje ecfrástico), y este ensamblaje silente, parecido al de los fotogramas de Eisenstein, ofrecería lecturas “indescriptibles” y verticales que remiten al tercer significado barthiano (Image 67-68). De hecho, este montaje visual corresponde a la técnica vargasllosiana de los vasos comunicantes que añade significados a la suma de las partes. Se podrían aplicar a esta zona heterotópica las palabras de Vargas Llosa acerca de la obra de Szyslo: “La pintura de Szyszlo no se entrega ni fácil ni rápidamente y, tal vez, una de sus mayores constantes es la de dejar siempre al espectador con la impresión de que algo esencial le ha sido escamoteado, que aquello que ve y admira es sólo el vértice del iceberg” (“Szyszlo” 9). Esta novela abierta es uno de los desafíos de Vargas Llosa: elabora una realidad posmoderna ambigua y fragmentada, que se presta a una infinidad de representaciones artísticas.
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3. Los cuadernos de don Rigoberto: súper-texto o zona iconotextual heterotópica
En Los cuadernos de don Rigoberto (1997), Mario Vargas Llosa retoma los mismos personajes que introdujo nueve años antes en Elogio de la madrastra (1988). Este balzaciano regreso de los personajes, inicialmente concebido para crear verosimilitud en las obras realistas y formar una unidad ontológica coherente, suele producir efectos ambiguos en las obras posmodernas. En efecto, en el espacio intertextual formado por la conjunción de Elogio y Los cuadernos, los personajes se desdoblan y se proyectan en submundos insertos en una construcción en abismo que multiplica los niveles de realidad. El espacio ficcional conformado por este “súper-texto” abre fisuras interpretativas y pone en evidencia la escisión de los protagonistas; se borran así las distinciones entre lo real y lo ficticio, y entre la pluralidad de mundos dispares para crear una zona intertextual heterotópica. Resulta imposible, para un lector informado, leer Los cuadernos sin tener en mente tanto las obras de arte reproducidas en Elogio como los cortometrajes ecfrásticos inspirados en ellos. Se establece entre ambos iconotextos una red de lecturas intermediales que se intensifica, al extenderse el concepto de écfrasis a los textos en los cuales se hacen referencias al arte visual (Wagner 16). De hecho, una lectura a posteriori de Elogio se enriquece con revelaciones acerca del pasado de los personajes y permite seguir su evolución, despejar dudas, pero al mismo tiempo crear nuevas interrogantes. Se percata el lector de que la afición de don Rigoberto a la escritura, antecede a su matrimonio con doña Lucrecia, once años atrás, y se acrecienta después de la separación de la pareja. Se descubre también en Los cuadernos el tamaño y la composición de la biblioteca (y pinacoteca) de don Rigoberto, que ofrece un atisbo de la dimensión casi infinita de su museo imaginario. Mientras que en Elogio, Fonchito era el único personaje que escribía cartas –con el intento de manipular a su madrastra– se evidencia que, en esta continuación, los tres protagonistas participan en esta actividad epistolar.
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En Los cuadernos, se desempeña la actividad escrituraria nocturna de don Rigoberto, en la cual demuestra su afición al arte. Frente a la caída de las utopías colectivistas que denuncia repetidamente en sus cuadernos, el gerente de seguros limeño alberga su utopía privada, que consiste en convertir el erotismo en una creación artística. Don Rigoberto se desdobla en sus mundos ficticios, contagiando a su hijo y a su ex esposa, que lo emulan en una sucesión de reverberaciones interartísticas. La confrontación entre estos distintos planos ontológicos conduce asimismo a los protagonistas a cierto conocimiento de sí mismos, aunque sea fragmentado y fluctuante, lo cual indica que el movimiento progresivo entre lo ontológico y lo epistemológico suele ser circular y reversible dentro de un mismo texto. Tales propuestas hacen eco a la labor autorreflexiva del diarista, cuyos cuadernos dan título a la obra, resaltando la importancia de una escritura que se nutre tanto de sí misma como de las demás artes. La índole artística y heterotópica de los submundos escriturarios de don Rigoberto y su trascendencia dentro del súper-texto se refleja de manera especular en Los cuadernos en los submundos de su hijo Fonchito, el cual elabora anónimos palimpsésticos que conforman otra estructura abismal típica de las cajas chinas vargasllosianas. Esta especularización remite a la novela anterior, ya que la composición del joven Alfonso, “Elogio de la madrastra”, ofrece una visión en abismo de Elogio, de la misma manera que el Szyszlo y su écfrasis constituyen el equivalente visual y creativo de esta reduplicación interna. Sin embargo, Vargas Llosa asume cierta distancia autoparódica al describir la necesidad profunda de don Rigoberto de creer en una utopía personal. Los cuadernos podrían leerse como un intento de parodiar no sólo las utopías colectivistas sino también la exagerada exaltación individual del personaje que intenta encontrar justificación para escapar de los imperativos colectivistas. El empeño de don Rigoberto en no dejarse llevar por lo colectivo denota tanto la voluntad de tomar las riendas de su destino como el deseo de trascender, a nivel personal, la ausencia de telos característica de una sociedad posmoderna. Se puede trazar un paralelo entre el prurito de independencia del personaje que fomenta una cadena de reescrituras y las afirmaciones de Richard Rorty relativas al mundo actual, que sería un mundo abierto en el cual el lenguaje representaría el verdadero artífice de la realidad. Inspirado en Nietzsche, Rorty enfatiza la imposibilidad de encontrar una verdad absoluta, y propone una cultura posmetafísica en la cual el ser humano se iría recreando mediante el lenguaje metafórico y la reescritura para llegar hacia la realización de utopías que se renuevan en un proceso infinito (xvi). De hecho, Rorty enaltece el papel de la
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novela como vehículo de solidaridad imaginaria con los demás, lo cual contribuiría a un cambio en la moral y, asimismo, al progreso en las democracias liberales contemporáneas. Por su parte, el escritor peruano no se limita en esta novela a explorar las modalidades de formación individual, sino que pone de relieve la manera en que la reescritura palimpséstica modifica las relaciones de poder entre los protagonistas que representan el microcosmo de la sociedad. La reflexividad estética que se observa en Elogio se intensifica en Los cuadernos por la intertextualidad implícita entre las dos novelas y la proliferación de referencias al arte, puesto que el ingenioso diarista amplía su repertorio artístico a la fotografía, la literatura, el cine, la música, la televisión y las revistas. En Elogio, el lector visualiza las pinturas insertas al mismo tiempo que está descifrando el texto lingüístico. En Los cuadernos, aparte de la presencia de una secuencia de dibujos expresionistas de Egon Schiele desprovistos de glosa, se alude a obras pictóricas que el protagonista describe como si las pintara, interpretándolas y transformándolas a beneficio del lector, en una modalidad ecfrástica. Al enfrentarse con este archivo artístico, el lector es llevado a hojear libros de arte y bucear en su propio museo imaginario, viendo las obras con ojos nuevos. En Los cuadernos, Alfonso, o Fonchito, luego de haber seducido a doña Lucrecia y provocado su expulsión del hogar, reaparece en la puerta de su madrastra después de seis meses para reconciliar a la pareja mediante mensajes anónimos. La novela consta de nueve capítulos y de un epílogo. Cada capítulo se compone de cinco estratos narrativos. La primera línea narrativa, en tercera persona, corresponde a la trama de referencia novelesca y describe las conversaciones entre Fonchito y su madrastra en torno a Egon Schiele. Siguen dos narraciones de tono y contenido contrastantes que proceden de los cuadernos íntimos de don Rigoberto. En primer lugar, el diarista expresa sus puntos de vista en primera persona en cartas, a modo de diatribas de tono paródico.1 La segunda subdivisión de los diarios ilustra el universo de sus fantasías, que surgen de sus desvelos nocturnos; se narran en tercera persona pero suelen enmarcar a modo de cajas chinas a otros narradores que dialogan en distintos planos: temporales, espaciales y de nivel de realidad. En el cuarto nivel narrativo se insertan los anónimos, fragmentos líricos (en primera y segunda persona) dirigidos a la pareja que parece dialogar en un espacio aparte remedando el vaivén 1
Las diatribas se dirigen a un “usted” (con un sólo “tú”) fluctuante (al arquitecto, al ecologista, a la feminista, al deportista, al amigo rotario, a un voyeur inculpado, al patriota, al lector de Playboy y al funcionario público).
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epistolar de un remitente a otro. Se descubre al final que el joven Alfonso ha producido estos textos donde alternan una voz masculina con una femenina. El quinto estrato visual está constituido por diez dibujos de Schiele, colocados al final de cada capítulo. El hecho de que las cuatro líneas narrativas verbales vengan encabezadas por un título en mayúsculas que no las diferencia ontológicamente dentro de un mismo capítulo, convierte la novela en un modelo para armar. Además, cada título dialoga con la sección anterior de manera autorreflexiva en una metalepsis cargada de ironía. La estructura del texto queda por determinar mediante el acto interpretativo inferido por un ente que opto por denominar “lector implícito posmoderno”. Desde el principio de la novela se delimita el espacio a partir del cual se desarrolla la actividad solitaria del diarista, o sea, su biblioteca. Don Rigoberto define su culto al artefacto en una carta dirigida al arquitecto a cargo de diseñar su estudio: “En ese pequeño espacio construido que llamaré mi mundo y que gobernarán mis caprichos, la primera prioridad la tendrán mis libros, cuadros y grabados; las personas seremos ciudadanos de segunda”. Se hace hincapié en la naturaleza artificiosa de la casa, obra de arte arquitectónico que enmarca otro espacio encajado, la biblioteca, que archiva “cuatro millares de volúmenes y [un] centenar de lienzos y cartulinas estampadas”, sin olvidar sus cuadernos (16-17). Esta zona heterotópica procede de un deseo de crear un archivo en un espacio “real” que abarque todos los tiempos y que esté a la vez fuera del tiempo. El control absoluto de su dueño, que somete periódicamente su colección a un escrutinio despiadado y no vacila en quemar las obras que dejaron de interesarle, revela, al lado de un odio al mal gusto, una intolerancia dictatorial. Por otra parte, su resistencia a fijar un canon y su inclinación a renovar su archivo de acuerdo con su creciente aptitud interpretativa, revela una mente abierta y subraya la escisión del personaje. Don Rigoberto describe sus noches en su última misiva: “Leo, contemplo mis grabados, reviso y alimento mis cuadernos con cartas como ésta, pero, sobre todo, fantaseo, sueño, construyo una realidad mejor”; recaptura así a la esposa ausente gracias a “transitorios figurantes que aparecen como fuegos fatuos, el tiempo de ser[le] útiles” (333). A través de sus escritos, se vislumbra la cara de Jano del burócrata que admite vivir una doble vida y cuya fragmentación se irá intensificando, al identificarse con personajes ficticios, sean literarios o de su propia fabricación. Confinado entre cuatro paredes, don Rigoberto vive la ilusión de poseer su mini mundo como si fuera una comunidad privada. Es factible asociar este aislamiento con la fantasía que elabora en Elogio, a partir del cuadro de Bacon, y
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en la cual se vislumbraba como un ser monstruoso encerrado en un cubículo de vidrio, al amparo de miradas ajenas, como si estuviera meditando en un mandala. En este mundo imaginario, el privilegiado dueño absoluto es don Rigoberto, cuyos discursos y fantasías se verán reciclados por voces tradicionalmente minoritarias, las del hijo y de la esposa. Al final de la novela se constata, pues, que las paredes de su biblioteca se han vuelto elásticas, porosas, por las incursiones del hijo que recorre sus estantes y cuyas intervenciones anónimas provocan un intercambio de ideas entre los tres protagonistas, modificando poco a poco los rígidos parámetros del padre. Al contrario de sus cartas ensayísticas, los ensueños (o submundos) de don Rigoberto semejan cuentos intercalados que alcanzan un alto nivel de complejidad. El protagonista se imagina junto a su esposa que le describe encuentros eróticos, cuya naturaleza ficticia sólo se aclara al final de la novela. El espacio y el tiempo de las supuestas aventuras se yuxtaponen a los del recuento de ellas, mientras la presencia autorial del diarista se evidencia de manera metaficcional, al tener éste que interrumpir el relato para rememorar, o consultar en sus cuadernos, notas, citas propias y ajenas, y láminas. El voyeurismo y el exhibicionismo de don Rigoberto están exacerbados en Los cuadernos, ya que semejante distanciamiento para con la escena conjurada funciona como si se proyectara un cortometraje en una pantalla cinematográfica, en la cual el director, don Rigoberto, viera a doña Lucrecia moviéndose en “cámara lenta” (61). Explica a Lucrecia, su narrataria y actriz, su ars erotica de la siguiente manera: “Lo lento, lo formal, lo ritual, lo teatral, eso es lo erótico” (63). Los cortometrajes ecfrásticos de Elogio convertían una imagen estática en movimiento, pero los redactados en los cuadernos adquieren más dinamismo con un montaje dialógico inserto que incrementa su teatralidad.2 Don Rigoberto crea individuos que funcionan como álter ego o sustitutos teatrales y se compenetra con cada palabra y gesto de cada suplente hasta reemplazarlas en los brazos de su esposa, al consumarse el acto amoroso.3 2 Para Vargas Llosa el género teatral es una forma de ficción, y en una entrevista con Jesús M. Santos, afirma: “El teatro fue mi primer amor. Lo primero que escribí, siendo todavía muy joven fue una obra de teatro” (“Vargas Llosa” 119-120). Se refiere Vargas Llosa a La huida del inca, que escribió en 1951 y fue puesta en escena en Piura (El pez 121, 190). 3 En la lista de reencarnaciones (o suplentes) de don Rigoberto se suceden, el amante aficionado a los gatos; Modesto (Pluto), antiguo novio de Lucrecia; Fito Cebolla, colega de Rigoberto (y Justiniana); Narciso, su hermano gemelo; Manuel de las prótesis, amigo de infancia de Lucrecia; el profesor don Nepomuceno Riga; la esposa del embajador de Argelia; Nicolas Edmé Restif de la Bretonne, el fetichista dieciochesco y Estrella, la prostituta mulata.
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En la primera fantasía, titulada “La noche de los gatos”, don Rigoberto conjura, armado de su pluma, la presencia fantasmal de doña Lucrecia que llega a través de las “sombras”. Al cromatismo de la escena se añade el trasfondo musical de Pergolesi, los maullidos de los gatos, unidos al olor a almizcle y algalia, que contribuyen a crear un efecto sinestésico –involucrando los cinco sentidos a manera de correspondencias baudelerianas– y evocan el voluptuoso hechizo ejercido por el gato y su asociación simbólica con la mujer en Las flores del mal. Se intercalan los puntos de vista de manera telescópica, como lo ha problematizado Oviedo, con el montaje de dos diálogos –uno presente y otro evocado y actualizado por el primero, uniéndose así tiempos y espacios–. El primer plano dialógico corresponde, de manera directa, a Rigoberto y Lucrecia, y el segundo, a su esposa, convertida en “contadora”, cuya voz introduce al amante invisible. Mientras tanto, la pareja se turna para describir o revivir la aventura.4 Uno de estos montajes dialógicos se inicia con la “seca voz” del “amante oculto en el rincón”: –Desnúdate. –Eso sí que no –protestó doña Lucrecia–. ¿Yo ahí con esos bichos? Ni muerta, los odio. –¿Quería que hicieras el amor con él en medio de los gatitos? Don Rigoberto no perdía una sola de las evoluciones de doña Lucrecia por la mullida alfombra. Su corazón empezaba a despertar y la noche barranquina a deshumedecerse y vivir. –Imagínate –murmuró ella, parándose un segundo y retomando su paseo circular–. Quería verme desnuda en medio de esos gatos. ¡Con el asco que les tengo! Me escarapelo toda de acordarme (20).
Como Sheherezada, noche tras noche, don Rigoberto arma una red de historias que le permiten llegar hasta el día siguiente y, al hacerlo, se inventa una Sheherezada-Lucrecia que lo entretiene. Se levanta el telón del escenario de su fantasía, o sea, del teatro interior de la mente, telón de fondo de los enclaves escapistas. De modo intermitente, Rigoberto interviene, y de productor y espectador se convierte en partícipe. Se fusiona con su álter ego y huele, oye y
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Semejantes diálogos privados de acotaciones crean, según Vargas Llosa, “mudas veloces” del punto de vista que permiten un desplazamiento espacio temporal y del plano de realidad (Cartas 67-68, 103).
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experimenta lo mismo que el amante mientras sus palabras se amoldan a las suyas: “–Abre las piernas, amor mío –pidió el hombre sin cara./ –Ábrelas, ábrelas –suplicó don Rigoberto, acortando la distancia entre ambos”, antes de sustituirse a su remedo: “cuando sintió en la lengua, los dientes y el paladar del amante la crespa mata de vellos y el aroma picante de sus jugos le trepó al cerebro, empezó a temblar” (27, 24). Mientras trata a veces de mantener cierta distancia para aplacar su placer, éste se intensifica al visualizar al otro en su lugar, hasta que la ilusión se convierta en realidad climática. En un encuentro homoerótico imaginado por don Rigoberto entre Lucrecia y Justiniana se alude al monte de Venus: “se atrevían por fin a hundirse en esa sombra enterrada, buscando el cráter del placer, la oquedad tibia, la latente boca, el vibrátil musculillo” (110). Esta cita se hace eco de “la fuente de la vida y del placer” que representaba la ambrosía para Rigoberto, según Fonchito-Amor y que aparece en el súper-texto como sinécdoque de Lucrecia (Elogio 102). Estas referencias, reiteradas a modo de Leitmotiv en ambas novelas, apuntan a L’origine du monde de Courbet, obra cuya trascendencia se manifiesta en Los cuadernos. Las puestas en escena concebidas por don Rigoberto suelen incluir un claroscuro con juego de luces que realza las formas del desnudo femenino como en las composiciones pictóricas.5 Mientras él y su álter ego quedan en la sombra, describe una “lluvia de luces”, un “círculo amarillo” y un “cono de luz”, que circundan la “colcha de terciopelo rojo” en la cual Lucrecia retoza con una docena de gatitos que lamen su cuerpo untado de miel de abeja (20-21, 26). Es con los “ojos cerrados” como Rigoberto “ve” mejor y alcanza el mayor grado de lucidez (23). Se pregunta, evaluando con el ojo del artista, cuál sería el proceso más eficaz: “¿Había comenzado a untarla? Sí. ¿Con una pequeña brocha de pintor? No. [...] con cada uno de sus dedos largos” (24). Los dedos del amante remedan el pincel del pintor que delinea las curvas femeninas y las lenguas de los gatos funcionan como pinceladas embellecedoras: “El brillo de la miel condimentada por la saliva de los gatos daba a las formas blancas una apariencia semi-líquida” (27). Este puntillismo gatuno barniza de modo impresionista el lienzo como si su saliva fuera aceite de linaza. Este repetido intento de evocar las formas de Lucrecia recuerdan la descripción que hace Vargas Llosa del “utópico afán” de Monet de “atrapar con sus pinceles esa escurridiza dimensión de
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El énfasis en la escenografía y las luces resulta de la predilección del autor por el teatro, género que ha seguido cultivando con nueve obras, la más reciente Las mil y una noches (2010).
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lo existente”, tratando de capturar los cambios de luz, cuando “una y otra vez, esta realidad de puras formas se le escapaba de los pinceles, como se escurre el agua entre los dedos” (“La batalla”). Se personifican los gatos como asistentes y pintores en este escenario evanescente mientras Lucrecia, convertida en felina, “maulló”, y “parecía una hermosa gata de Angora bajo el rumoroso armiño” (19-20). Esta imagen sensual evoca a la rubendariana Carolina “envuelta en su abrigo de marta cibelina” con “el fino angora junto a ella”, inmortalizada por el soneto “De invierno” (85). Los gatos de Angora se mencionan dos veces en Elogio: la primera en un ensueño de Rigoberto durante sus abluciones cuando “súbitamente imaginó a doña Lucrecia desnuda, jugueteando con una docena de gatitos de Angora”, y en la fantasía de Fonchito-Amor cuando describe a Lucrecia-Venus “con fuego de volcán, sensualidad de ofidio y engreimientos de gata de Angora” (92, 98). Como siempre, el hijo se vale del imaginario paterno. Por otra parte, los dóciles gatitos responden a las directivas, relamiendo “los sedosos, negros vellos del monte de Venus” (27). Don Rigoberto, como titiritero, ha orquestado ese espectáculo surreal que proyecta en la pantalla de su mente –y a beneficio del lector (como del intruso Fonchito)–. Mientras el amante invisible parece dirigir la representación, el Rigoberto-espectador, sumo artífice, la interrumpe, en el momento climático para hurgar en “el arsenal de su memoria” tanto como en sus archivados cuadernos: “‘Espera, espera’”, y “dócilmente, doña Lucrecia se detuvo”; como en los cortes cinemáticos, transforma la escena animada en fotograma estático mientras intenta conjurar tres pinturas de desnudos femeninos con gatos que coincidan con su visión: “la muchacha de Balthus (Nu avec chat)”, la “madera de Félix Valloton, (¿Languor, circa 1896?)” y una prostituta en “la Rosalba de Botero (1968)” (25-26). Su memoria visual le permite reproducir los cuadros con écfrasis que se especularizan de manera intermedial con el “desnudo” de Lucrecia pintado con las palabras. Según Rigoberto, la joven en la madera de Valloton “rasca el erógeno cuello de un gato enderezado”, a modo de símbolo fálico y en el Balthus –denominado también Nu jouant avec un chat (1949)–, frente a la muchacha que lo acaricia, el gato, “con los ojos entrecerrados, calmosamente aguarda su placer” como lo suele hacer el diarista durante sus abluciones (25-26). Se apropia así el diarista de las manías de los artistas, y los gatos devienen partícipes del erotismo, a la manera de Balthus, autodenominado “El rey de los gatos”, quien los solía colocar en sus retratos y desnudos, convirtiendo al felino en voyeur y personificándolo, lo cual duplica el voyeurismo del espectador y subraya el del pintor en relación íntima con su modelo.
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Don Rigoberto agrupa estos tres desnudos de estilos diferentes, atraído por la carga erótica que se trasmite no sólo por el dinamismo y el jugueteo “sensual” entre las jóvenes y los felinos en el Balthus y el Valloton, sino asimismo, y de modo contrastante por el estatismo de la Rosalba, prostituta de formas opulentas que no tiene ningún contacto con el gato postrado detrás de ella, con los ojos fijos en sus enormes nalgas. Esta selección de obras que converge de manera sincrética en una recuperación de una visión placentera de Lucrecia cobra significado, al recordar que Vargas Llosa ha insistido siempre en que Botero crea con sus cuadros “un mundo aparte, hinchado, estático que expresa y exuda el placer con que fueron pintados” porque “pinta como si hiciera el amor o degustara un manjar” (“La suntuosa” 393). En la siguiente fantasía, “Una semana ideal”, el diálogo sigue a una larga misiva, supuestamente enviada por un ex novio de Lucrecia, Modesto (Pluto). Rigoberto interrumpe el recuento de Lucrecia con un “Espera, espera”, o “Alto”, para hacerle el amor a su mujer como durante un entreacto, imitando los gestos narrados (y visualizados). Su escisión le permite ser mirón por parte doble y le permite una mejor apreciación a través de su álter ego: “con esos ojos ajenos lo vio por primera vez” (68). Además, la pareja vuelve a proyectar estas escenas, como si miraran un video erótico de su propia producción para disfrutar repetidas veces de su mutuo exhibicionismo voyeurista. No sólo Rigoberto duplica los gestos del amante en el Orient Express, y se arrodilla para besar los pies de Lucrecia, sino que le sopla las palabras al figurante: “–Te amo y admiro –dijo don Rigoberto. / –Te amo y admiro –dijo Pluto. / –Y ahora a dormir –ordenó doña Lucrecia” (65). Se yuxtaponen ambos momentos y espacios, y la intervención de Lucrecia los fusiona como si estuviera con los dos hombres al mismo tiempo mientras Rigoberto “oía [...] veía [...] sentía la fiebre quemando la piel del ingeniero”, casi en un ménage à trois (68). La distancia desaparece, los espacios coinciden hasta reducirse al de su escritorio limeño y convertirse en su mundo interior. El juego continuo entre los distintos planos consiste en una oscilación entre el goce de los álter ego de don Rigoberto y su propio deseo frustrado. Don Rigoberto ajusta la iluminación que rodea a su amada para resaltar cada uno de sus miembros: “El resplandor de la veladora, una lamparilla en forma de champiñón con dibujos lanceolados, acarició su cuello, hombros, pechos, vientre, nalgas, muslos, rodillas, pies” (64). Trata de recrear una imagen fragmentada que lo devuelva a la sexualidad polimorfa de la niñez, al cuerpo troceado, que revela el desgarramiento inicial sufrido frente a la pérdida de la
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unión inicial con la madre y anterior al estadio del espejo lacaniano. De la misma manera que dedicaba Rigoberto un día de la semana a la higiene de cada uno de sus órganos sensoriales, trata de recordar a su esposa enfocando miembros, atributos, olores y sabores, mediante un desnudo artístico. En una fantasía titulada “El olor de las viudas”, su olfato le permite recobrar a su mujer, a través de asociaciones literarias como el “Tango del viudo” de Neruda, con cuyos versos se compenetra: “Y por verte orinar, en la oscuridad, en el fondo de la casa, como vertiendo una miel delgada, trémula, argentina, obstinada” (174). El olor conjurado “le recordó los momentos más remotos de su niñez –un mundo de pañales y de talco, vómitos y excrementos, colonias y esponjas embebecidas de agua tibiecita, una teta pródiga– y las noches anudadas con Lucrecia” (185). La erotización de lo feo y repugnante es una constante del personaje, ya que Rigoberto afirmaba que todo en Lucrecia era, o podía ser erógeno, y expresaba estas ideas mediante su identificación con el ser deforme baconiano, cuya mirada interior lo devuelve a la consciencia retroactiva de un remoto pasado placentero asociado con la fragmentación corporal (Elogio 45, 123-124). En sus enclaves escapistas trata de recuperar el recuerdo del bienestar más elemental del ser humano mediante la ilusión de montar, a modo de collage, atisbos de la madre perdida con la imagen fragmentada de la esposa ausente. Para él, el signo visual es fuente sinestésica de placeres sensoriales y “las mujeres olorosas” de Klimt, como en Goldfish y la Danae con su “curvilíneo culo de guitarra [...] le habían entrado a la memoria, simultáneamente por los ojos y la nariz”, ya que “ningún pintor había sabido pintar el olor de las mujeres como el bizantino vienés” (173). Esta cadena infinita de significantes intermediales resultante de la intricada interrelación entre textos e imágenes ilustra la elusiva búsqueda del espacio del deseo que nunca se satisface. Cabe señalar que don Rigoberto otorga a doña Lucrecia el papel de cómplice virtual no sólo en la fabricación y escenificación del submundo, sino que este ente ficticio participa asimismo de la “escritura” de este mundo alterno. De hecho, al escuchar esta queja, “Estoy sintiendo celos, amor mío –la interrumpió don Rigoberto”, Lucrecia contesta con autoridad autorial: “–Si lo dices en serio, lo borramos, corazón” (65 énfasis mío). Semejante estrategia metaficcional corresponde a una narrativa que, al autoanularse, pone en evidencia su índole ficticia –señalando las aporías textuales, en lugar de llenar las fisuras interpretativas– y esta interpenetración de niveles ontológicos genera ambigüedad, borrando las barreras entre lo “real” y lo ficticio (McHale, Postmodernist 100101). Esta fusión sucede a veces de modo insólito en otra fantasía de don Rigo-
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berto. Doña Lucrecia, o su alias, una profesora de leyes, está acariciando a un colega, don Nepomuceno, que llora de emoción al verla desnuda, cuando se percata de que don Rigoberto está llorando también. Lucrecia, saliendo de su papel de actriz, toma la iniciativa de interrumpir la fantasía del escritor-escenógrafo y lo tranquiliza: “Cálmate, Rigoberto” (229). Se une así con una sola palabra el mundo “real” de referencia del diarista propio del espacio de su escritorio con el de su submundo y el de sus figurantes. Este viaje a través de las membranas semipermeables entre mundos conforma un efecto de trompe l’œil que pone en evidencia las barreras y estructuras ontológicas. Don Rigoberto concibe tableaux vivants inspirados en sus obras de arte predilectas para elaborar visiones que encarnen el intenso recuerdo del cuerpo de su mujer: Por fin, fue abriendo las piernas, revelando el interior de sus muslos y la medialuna de su sexo. “En la postura de la anónima modelo de L’origine du monde, de Gustave Courbet (1866)”, buscó y encontró don Rigoberto, transido de emoción al comprobar que la lozanía del vientre y la robustez de los muslos y el monte de Venus de su mujer coincidían milimétricamente con la decapitada mujer de aquél óleo, príncipe de su pinacoteca privada (61).
Se confirma así la consagración de la esposa perdida en musa perenne como si trascendiera el tiempo y el espacio y hubiera sido la modelo de Courbet. No se limita a dar la supremacía al artefacto, sino que afirma que el arte precede y genera la realidad en una postura marcadamente posmoderna. Este comentario meta-artístico se hace eco de los de doña Lucrecia en Elogio, que se dirige con sutileza en sus écfrasis al pintor del pasado y del futuro, y asimismo dejará huellas profundas en la mente de su hijo Fonchito. Guiado a veces por el azar que le propicia imágenes cargadas de recuerdos involuntarios, don Rigoberto reconoce en las obras de arte y las fotografías el monte de Venus, los pechos, el trasero, la espalda y hasta las poses de su ex esposa, como sucede con “el espléndido trasero de la bellísima fotografía La Prière de Man Ray (1930)” y “la espalda musical de Kikí de Montparnasse (1925)” (146). Manipula las fuentes de luz que enfocan la anatomía de su mujer al conjurar a sus artistas favoritos: “Una luz oro y azul añil (¿Van Gogh? ¿Botticelli? ¿Algún expresionista tipo Emil Nolde?) que enviaba desde el estrellado cielo de Virginia una luna redonda y amarilla, caía en pleno, dispuesta por un exigente escenógrafo o diestro iluminista, sobre la cama” (224). De
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hecho, se confunde el ojo de varios artistas con la lente de la cámara que enfoca a la mujer convertida en obra de arte. La retrata como si fuera el personaje de un cuadro virtual que estaría trasponiendo lingüísticamente porque “Rubens, el Tiziano, Courbet e Ingres, Úrculo y media docena más de maestros forjadores de traseros femeninos parecían haberse apandillado para dar realidad, consistencia, abundancia y, a la vez, finura, suavidad, espíritu y vibración sensual a este trasero cuya blancura fosforecía en la penumbra” (224). Recrea a su amada en una serie de ingeniosas écfrasis que pretenden superar el original, como si dispusiera del pincel del artista, imaginándola como La maja desnuda de Goya, “aunque con los muslos más abiertos” (71). A través de su personaje, Vargas Llosa se convierte en pintor que recicla los efectos de luz, composición y forma de sus maestros favoritos para realizar el cuadro virtual que recrearía de manera onírica las curvas de Lucrecia. El escritor ha recalcado reiteradamente el componente erótico de la pintura. Afirma, acerca de Úrculo, que su obra alude a “todo aquello que se hace símbolo y cifra en los carnosos hemisferios femeninos con que su arte invita a soñar y gozar, o mejor dicho, a gozar soñando y a soñar gozando”, y hace hincapié en que sus “espléndidos traseros [...] vienen también de la ficción, del cine, de las imágenes de la cultura popular, de las infractuosidades más recónditas del inconsciente, de esa secreta fuente de la personalidad donde se gestan los deseos y yace el limo con que se modelan nuestras fantasías” (“Úrculo”). Esta aleación trae a la mente el comentario de Sherrie Levine acerca de la naturaleza de la obra de arte, el cual conlleva ecos barthianos: “Un cuadro no es más que un espacio en el que una variedad de imágenes, ninguna de ellas original, se mezclan y chocan. Un cuadro es un tejido de citas extraídas de los innumerables centros de la cultura”, y por ende, “el espectador es la tabla sobre la cual todas las citas que forman un cuadro son inscritas sin que se pierda ninguna de ellas” (92). Vargas Llosa sale de su papel de aficionado para convertirse en el virtuoso maestro que retransmite y recompone sus visiones almacenadas en unas interferencias artísticas que involucran y provocan al lector espectador. Esta recuperación artística es una constante en el súper-texto. En Elogio, en la écfrasis del cuadro de Boucher, Diana-Lucrecia se exhibe con su ninfa-amante Justiniana, bajo la mirada del voyeur oculto, Fonchito (55). En Los cuadernos, don Rigoberto monta con ellas otro espectáculo lésbico desde una perspectiva masculina, en la cual no sólo es voyeur, sino artífice y partícipe. “Retrocedió para verlas y oírlas” y, a pesar de la oscuridad, la imaginaba con la criada Justiniana: “se enredaba y desenredaba con ellas [...]. Veía todo, sentía todo, oía todo. Sus narices se embriagaban con el perfume de esas pieles y sus labios sor-
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bían los jugos que manaban de la gallarda pareja” (109-10). El guiño que le hace Lucrecia: “¿No nos estás viendo?”, aparte de ser una extensión de su exhibicionismo anterior, destaca la plena consciencia –que le otorga don Rigoberto a su ente de ficción– de estar desempeñando un papel dual, el de actriz y asistente en la puesta en escena. Es precisamente porque Lucrecia se demostró capaz de tomar las riendas del juego amoroso en Elogio, mediante su interpretación perspicaz y atrevida del Szyszlo, que Rigoberto la asciende ahora a este rol importante de coproductora. Esta escena de lesbianismo evoca las que orquestaba el perverso don Cayo en Conversación en La Catedral entre la mulata Queta y la Musa Hortensia, o las que imaginaba, al involucrar al fantasma de la señora Heredia con Queta. El dragón amarillo del cubrecamas negro de Hortensia (246) reaparece en Los cuadernos, donde don Rigoberto reviste a Lucrecia de “una salida de baño china –‘la de seda roja, con dos dragones amarillos unidos por las colas en la espalda’” (102). Además, Justiniana tiene un “cuerpo café con leche, contrastando con la blancura de la seda” y el “muslo blanco” de su patrona (106). El motivo del contraste visual entre la piel morena y blanca, privilegiado por don Cayo e implícito en Elogio, se enfatiza en Los cuadernos, donde se describe con un realismo oculocéntrico impactante. De hecho, en una de sus pausas predilectas, que le permiten explorar su archivo (imaginario y concreto), “don Rigoberto encontró la referencia que hacía rato buscaba: Pereza y lujuria o el sueño, de Gustave Courbet” (106). Este lienzo describe el amor lésbico entre dos mujeres dormidas y entrelazadas, una rubia y la otra morena, y funciona de manera especular, no sólo para que don Rigoberto ajuste su propia creación a la original, sino para que reconozca en ella a su mujer y su acompañante, en una nueva apreciación artística. Si bien don Cayo busca rebajar a la mujer de sociedad blanca al imaginarla con una prostituta de color, don Rigoberto es motivado principalmente por el placer visual estético, intensificado por las relaciones iconotextuales de su museo imaginario. No se puede descartar, sin embargo, la presencia implícita del aspecto transgresivo y de un remanente del imaginario poscolonial manifestado por semejantes recurrencias, ya que don Rigoberto imagina a Lucrecia desnuda con otras mujeres de piel oscura: la esposa del embajador de Argelia y la mulata Estrella. Con su mirada interior, se transporta al hammam como mirón invisible mientras ambas se besan y se acarician los senos. Según Rigoberto, su composición “era mejor que El baño turco de Ingres, pues, en ese cuadro, el amontonamiento de desnudos descontrolaba la atención [...]. Además, en El baño turco, los cuerpos estaban secos y aquí [...] tenían ya
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las pieles cubiertas de gotitas brillantes de transpiración” (263). Aunque resulte obvio que su fantasía se origine en la visión colonialista y artificiosa de Ingres –que hojeaba en Elogio– su prurito de independencia hace que prefiera lo individual a lo colectivo. En El baño turco, Ingres retrata a una multitud de mujeres desnudas en el hammam, y yuxtapone varios matices de pieles, de las cuales Rigoberto selecciona dos a modo de contraste emblemático. Después del hammam, es en un prostíbulo mexicano donde Rigoberto imagina a una Rosaura-Lucrecia disfrazada de hombre, que besa la “boca de gruesos labios bermejos” de la mulata Estrella, y las retrata desnudas en la cama, con el ojo de un pintor (337). Se observa otra transgresión, aparte de la racial, al fantasear en torno al lado masculino de Lucrecia, es decir, a un supuesto varón con facciones de mujer. Ello remite al homoerotismo tanto latente como manifiesto de sus écfrasis de Jordaens (con el ambiguo episodio del esclavo negro Atlas), y del monstruo bisexual baconiano en Elogio. La obsesión de Estrella con la nariz y las orejas del Rigoberto ficticio lo preocupa: “recordaba el monstruo de Bacon, Cabeza de hombre, óleo estremecedor que durante mucho tiempo lo había obsesionado, ahora sabía por qué: así lo iban a dejar las fauces de Estrella después del mordisco [...] ¿seguiría queriendo Lucrecia a un marido desorejado y desnarigado?” (346). La imagen del ser deforme lo acompaña a modo de autorretrato, de cuyo destino solitario se compadece, antes de reemplazar a la mulata en la cama al lado de su mujer. Este miedo a ser mutilado refleja el temor de ser castrado, como le ocurre figuradamente, al final de Elogio, al enterarse de la relación incestuosa. Mediante sus cuadernos, intenta en estos enclaves escriturarios recobrar su libido perdida, aunque de manera fugaz, para sobrevivir las interminables noches sin Lucrecia. Por otra parte, don Rigoberto amplía su perspectiva a la literatura, acertando que el fetichista francés Restif de la Bretonne se inspiró en el pie de la peruana dos siglos antes al redactar su novela Le pied de Franchette, en 1769, y hasta sugiere que Keats pensaba en los pies de Lucrecia, sin saberlo siquiera, al escribir “Beauty is truth, truth is beauty” (303). Al mismo tiempo que se apropia de los versos del poeta romántico, convencido de que “La belleza es verdad y la verdad, belleza”, el diarista conjura al narrador dieciochesco: Si existiera todavía, se le ocurrió, llevaría al amigo Restif, con el consentimiento de Lucrecia, desde luego, a su casita del Olivar, y, ocultándole el resto de su cuerpo, le mostraría sus pies, encerrados en unos preciosos botines estilo abuelita, y permitido incluso que la descalzara. ¿Cómo habría reaccionado aquel ancestro? ¿Cayendo en
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éxtasis? ¿Temblando, aullando? ¿Precipitándose, sabueso feliz, lengua afuera, narices dilatadas, a aspirar, a lamer el manjar? (302).
La escenificación casi cinematográfica de personajes de índole diversa como un escritor histórico, que es él mismo creador de ficciones, con un personaje ficticio proveniente de la novela anterior constituye otro juego intertextual que enriquece sus proyecciones visuales en la pantalla de su mente. Esta estrategia remite a la noción de identidad a través de los mundos planteada por Eco, y la irrupción de un personaje que va de un mundo incompatible a otro altera el impacto supuestamente realista de la reaparición de personajes, añadiendo un matiz surreal que desorienta, porque los personajes que viajan de texto en texto se apropian de la dimensión ontológica de los personajes extratextuales con los cuales se cotejan. Los personajes intertextuales parecen existir “entre textos” (fuera del espacio concreto del libro y del espacio novelesco) y se asemejarían, pues, a personajes extratextuales que existieron (o existen) fuera del texto, produciendo efectos ambiguos, tanto de familiarización como de enajenación, lo cual impide la recuperación del texto preso entre los niveles reales y ficcionales. Don Rigoberto no se limita a reinterpretar las obras de autores consagrados, sino que, al reinventar las fantasías de un escritor cuya obra literaria considera inferior, se otorga una posibilidad de crear a posteriori un escenario original que supere el anterior. Este lector asiduo observa Le pied de Franchette con ojos nuevos: “Ahora, lo hojeo. Ahora, tú te asomas, Lucrecia, descalza o calzada, en cada capítulo, página, palabra” (299). Las lecturas posteriores del libro de Restif se encuentran así enriquecidas por la presencia de doña Lucrecia, tanto para el inquisitivo Fonchito como para el lector. Don Rigoberto se proyecta asimismo en sus propios cortometrajes de manera narcisista, inventándose a un hermano gemelo más apuesto, con el cual cambia de pareja en “Los hermanos corsos”, fantasía inspirada en la película The Corsican Brothers (1941) con Douglas Fairbanks Jr. (130), inspirada a su vez en una obra de Alejandro Dumas, padre. Está sentado con la esposa de Narciso en un sofá para no perderse ningún “detalle del espectáculo” y ambos voyeurs observan a través de intersticios romboides a la pareja en la cama “anchísima y teatral” bajo una “cónica luz” (145). El marco de los orificios “teatraliza” la escena, que se enfoca como si fuera a través de lentes, ya sea de cámara fotográfica o de “gemelos”. Se crea así una ventana a partir de la cual los personajes pueden verse reflejados y explorar su propio espacio interior, buscando las modalidades representativas de la causa-objeto del deseo (Zˇizˇek 12). Don Rigo-
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berto se inspira en una película para organizar un cortometraje que representa a su doble en brazos de Lucrecia. Observa desde su propia butaca su función cinematográfica privada mientras yuxtapone mentalmente fotografías de Man Ray al cuerpo de Lucrecia. Se infiltra así una plétora de mundos secundarios procedentes ya del cine, ya de obras pictóricas o literarias dentro del plano novelesco, y que multiplican los niveles ontológicos de esta zona heterotópica. Además de gozar a través de alias fabricados, don Rigoberto, en su cualidad de lector asiduo, se identifica con los protagonistas o narradores esquizofrénicos de obras ficticias. En El diario de Edith, de Patricia Highsmith, la narradora construye a su hijo la vida que soñaba para él, pero al conseguir su fantasía, pierde contacto con la realidad. A raíz de ello, don Rigoberto se compenetra con las angustias de una diarista como él y teme por su propia estabilidad mental (221-222). Asimismo, se obsesiona con Juan María Brausen, el narrador protagonista de La vida breve de Onetti. Este masoquista pesimista se angustia acerca de una fantaseada ablación de mama que sufriera su esposa mientras fabrica un argumento para el cine en el cual los personajes están calcados de su pareja (255-266). De una manera paralela, don Rigoberto fabula en torno al pecho de doña Lucrecia, transfiriendo una temida reconstrucción a otra “figurante” inventada y reitera en sus propios escritos (y guiones) la técnica que reconoce ex profeso como caja china, convirtiéndose así en portavoz del autor peruano aficionado a este recurso (260). Conviene subrayar que en sus últimas dos fantasías, Rigoberto rompe el patrón de las cajas chinas con la desaparición de Lucrecia de su estudio como “contadora”. Es como si estuviera cansado de la incesante lucha por conjurarla y se encontrara cada vez más solo, incapaz de materializarla. A lo largo de la novela se percata el lector del estado de desesperación de don Rigoberto, que lo lleva a contemplar el suicidio (293). Se observa que los cuadernos de don Rigoberto dan su título a la novela como si el libro entero fuera uno de estos volúmenes que se desdoblara dentro de sí mismo. El conjunto de los cuadernos –con sus submundos– representa una abismación no sólo de la novela entera, sino también del súper-texto que conforma con la obra anterior. En el acercamiento a este imaginario archivado se conjugan la memoria voluntaria con la involuntaria del protagonista. De manera consciente, el diarista hojea, consulta, mira, apunta y revisa en tomos almacenados desde hace tantos años que el papel se desintegra: “la referencia había sido devorada por la sibilina humedad limeña, o los afanes de una polilla” (131). Su memoria involuntaria proustiana funciona, en cambio, a partir de impactos sensoriales –a veces provocados por imágenes soñadas, recordadas o
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apercibidas, citas vislumbradas de manera fortuita–. A veces detalles olvidados surgen al caerse uno de sus cuadernos: “Lo recogió y echó una ojeada a la página abierta con la caída. Dio un respingo: el azar tenía detalles maravillosos” (306). El archivo del gerente limeño constituido por sus cuadernos, su biblioteca y pinacoteca se renueva constantemente, pero se explora de manera arbitraria, como una suerte de I Ching que se abriera al azar para emprender unas meditaciones con ramificaciones desconocidas. Este entramado iconotextual representa también un texto laberíntico cuyo tejido de citas que emana de innumerables centros de cultura evoca la galaxia de significantes del texto barthiano que no tiene principio ni fin y se explora desde varias entradas (Image 146). Se piensa en el cuadro abstracto de Szyszlo cuyas formas fracturadas se pueden aprehender desde distintas perspectivas y forman un espejo fragmentado remedando el modelo para armar que representa Elogio. Si bien el creativo Rigoberto sigue empeñado en elaborar a toda costa una nueva realidad, su hijo Fonchito manifiesta dos obsesiones: la de reconciliar a la pareja mediante anónimos y su identificación con el pintor expresionista vienés Egon Schiele. La mirada voyeurista de Fonchito explora tanto los espejos lingüísticos y pictóricos de su padre como los de su pintor favorito y procura influir en la vida y el comportamiento de los demás personajes. Mediante un encadenamiento continuo entre la lectura, la reescritura, el ensueño y la fantasía, el espacio de los enclaves del joven se extiende hasta ocupar el de su propia vida.6 Las alusiones a Schiele y a sus cuadros se encuentran entretejidas en el discurso verbal de la trama ficcional de referencia y reaparecen asimismo en los demás estratos narrativos: en los diarios de don Rigoberto y en uno de los anónimos.7 Queda manifiesto que Schiele está omnipresente no sólo en el texto entero sino en la mente del joven Alfonso, cuya mirada ubicua se presiente al doblar las páginas del libro. 6
La frecuencia de estas fugas de la rutina diaria semeja un barajar entre múltiples subuniversos, y puede invadir la conciencia del personaje y alienarlo de la vida “real” antes de alcanzar el caso más radical representado por la esquizofrenia (Cohen y Taylor 98-111). 7 Si se considera el óleo de Schiele El retrato de Herbert Rainier (1910), reproducido en la portada, se observa que la obra del pintor emite un mensaje visual que abre y cierra el texto novelesco (Comini, lámina 4). Este retrato de un joven con las manos contorsionadas y parecidas a las de un adulto expresa la doble naturaleza de la niñez, tema constante en Schiele y plasmado en la escisión de Fonchito. Sin embargo, este óleo no forma parte intrínseca de la novela, puesto que la portada de la versión inglesa traducida por Edith Grossmann ostenta una reproducción de Rolla (1878), de Henri Gervex.
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En Los cuadernos, las misivas redactadas por el joven constituyen su visión selectiva y responden a un telos determinado que demuestra su poder incipiente. Se apropia del espacio de la biblioteca de su padre, y se nutre del contenido de sus estantes y de su pinacoteca que convierte en medallones líricos que viajan desde la casa de Barranco hasta la de Lucrecia, en el Olivar. Se unen así ambos tipos de espacios: tanto el concreto en el cual vive cada supuesto autor (o remitente), como su universo anímico y mental. Las nueve cartas aparecen al final de casi todos los capítulos y están seguidas por un dibujo de Schiele. La excepción es el segundo, en el que el anónimo se inserta entre una carta imaginaria dirigida a Lucrecia y la realización de la fantasía proyectada. Se desconoce hasta el final el autor de las misivas, aunque Lucrecia vacila entre atribuírselas a don Rigoberto o a Foncín. El lector, si bien comparte las dudas de doña Lucrecia debido a su familiaridad con los cuadernos del diarista, tampoco se percata de la autoría de todos los textos. Se descubre el engaño en el epílogo, cuando la pareja intercambia las cartas y cada uno lee la parte que le correspondía. Se dan cuenta de que Fonchito ha canibalizado los escritos de su padre y parodiado el estilo de las novelas rosa para producir veinte anónimos.8 El joven, artista en potencia, ha imitado la letra de su padre e inventado la de Lucrecia, que hasta su esposo desconocía. Aunque el tono de los anónimos es calificado por doña Lucrecia de “huachafo”, o cursi, se perciben en ellos ecos intertextuales de los cuadernos (382). “El fetichismo de los nombres” recuerda el fetichismo de don Rigoberto vis-à-vis partes del cuerpo de Lucrecia, su fantasía en torno al “calzoncito de la profesora”, y sus referencias al fetichista del pie, el dieciochesco Restif de la Bretonne (29, 214, 301). La obsesión con las orejas en “Amor a las orejas voladoras”, hace eco a las abluciones rituales dedicadas por don Rigober-
8 Los anónimos dirigidos a Lucrecia enmarcan la serie: “El fetichismo de los nombres”, “Amor a las orejas voladoras”, “Menú diminutivo”, “Juegos invisibles”, “La víbora y la lamprea” (29, 111, 191, 269, 353), y llevan las firmas siguientes: “Tuya, tuya, tuya, / La fetichista de los nombres”, “Tuya, tuya, tuya, / La loquita de tus orejas”, “Tuyita, tuyita, tuyita / La cocinerita sin juanetes”, “Tuya, tuya, tuya, / La fantasmita enamorada”, “Abrázate maridablemente con esta víbora, lamprea amadísima” (30, 112, 192, 270, 354). Los dirigidos a Rigoberto llevan los siguientes títulos: “Imperativos del sediento viajero”, “Arpía leonada y alada”, “Prohibiciones a la belleza” y “Estofado de tigre” (50, 148, 230, 309) y las siguientes firmas: “Lucrecia-Dánae, Dánae-Lucrecia / Ésta es una súplica de tu amo, esclava”, “El caprichoso de las arpías”, “Nunca morirás”, “Ahora estoy dentro de ti, ahora también soy tú, amada estofada de mí” (51, 149, 231, 310). La carta manuscrita de Lucrecia, impresa en el libro, carece de título pero se cierra así: “Tú, amado, sabes la respuesta. Házmela saber” (240-242).
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to a cada uno de sus órganos sensoriales y a la fantasía en la cual la mulata Estrella se obsesiona con sus orejas (111, 346). El último, “La víbora y la lamprea”, trae a colación un fragmento de La perfecta casada de Fray Luis de León, que remite a las páginas del diarista dedicadas al poeta renacentista español (353, 252). Además, las firmas extienden los juegos de alcoba de la pareja en torno a las preguntas “¿Quién soy?” y “¿Quién eres?”, puesto que la voz se metamorfosea constantemente. Por ende, estos textos representan un hábil montaje entre ideas, obsesiones e imágenes paternas disfrazadas de una expresión propia de la novela popular, ya que don Rigoberto confirma la presencia insólita en su casa de los libros de Corín Tellado (382). En el epílogo, don Rigoberto se asombra al verse desnudado figuradamente frente a su propio hijo: Ha rebuscado, leído, mis cosas. Lo más sagrado, lo más secreto que tengo, estos cuadernos. Que ni siquiera tú conoces. Mis supuestas cartas a ti, en realidad son mías. Aunque no las escribiera yo. Porque estoy seguro, todas las frases, las ha transcrito de mis cuadernos. Haciendo una ensalada rusa. Mezclando pensamiento, citas, bromas, juegos, reflexiones propias y ajenas (382).
La curiosidad de Fonchito le ha permitido penetrar en la mente de su padre, que se ha vuelto transparente para él como si hiciera una radiografía de su alma y de su interioridad. Compone textos líricos que cautivan a doña Lucrecia, que le confiesa su obsesión por “estas malditas cartas. Me paso el día esperándolas, leyéndolas, recordándolas” (233). El alcance de estas cartas y su maestría formal constituyen un desafío a la autoría del padre y a su hombría. Por eso, y aparte de ser dueño sólo de su contenido, don Rigoberto acierta su ascendiente al reconocer ser su “autor intelectual”. De estas veinte cartas, el lector tiene acceso tan sólo a las impresas en el libro: cuatro dirigidas a doña Lucrecia y cinco a don Rigoberto. Sin embargo, Lucrecia alude a dos anónimos que le encienden cuerpo y alma. En uno de ellos, el hablante le pide una cita misteriosa que le produce un sueño erótico intenso del cual se despierta con la consciencia de que este submundo onírico había sido “real”. Este insólito mensaje que califica de “payasadas de peliculón mexicano”, la incita a elaborar una fantasía alucinante, “La cita del Sheraton” (311-328). Pero el anónimo titulado “Blasón del cuerpo de la amada”, provoca a Lucrecia hasta llevarla a contestar al supuesto remitente. Al recibir esta carta, Fonchito la destruye, no sólo porque su letra sea distinta de las que él había for-
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jado (porque hubiera podido reescribirla con su puño y letra), ni porque su tono y contenido no encajan con las demás, sino que, en ella, Lucrecia atribuye a don Rigoberto los anónimos que describe detalladamente, reflejando sin saberlo los diarios de su esposo, y revelándose así el fraude. “Blasón” representa un tributo iconotextual a su anatomía en que “cada uno de sus miembros –cabeza, hombros, cintura, pechos, vientre, muslos, piernas, tobillos, pies– venía acompañado de una referencia a un poema o un cuadro emblemático” (233). Esta recreación fragmentada del cuerpo de Lucrecia en conexión con las artes y las letras, apunta al afán de don Rigoberto de conjurar a su esposa mediante sus obsesiones. De hecho, el hijo, al igual que el padre, experimenta en este proceso de especularización una vuelta a la sexualidad polimorfa y fragmentada de la niñez que reflejan el plano imaginario lacaniano mientras sus textos representan espejos escriturarios que inician su entrada en el plano simbólico mediante el lenguaje. De la misma manera que los cuadernos paternos representan un texto “scriptible” barthiano que inspira la reescritura de Fonchito, los anónimos funcionan a su vez como texto de “gozo” que incitan a la remitente a contestar y escribir, por vez primera en diez años, a un esposo que le desconocía la letra (381).9 En su larga carta, Lucrecia se objetiva de una manera autorreflexiva, demostrando el control que ejerce sobre sí misma. Se recrea mediante la escritura y sobrepone su mirada a las masculinas, invirtiéndose al final las relaciones de poder cuando se enfrenta con don Rigoberto, lo cual contradice la condición de mujer pasiva, dependiente y débil que le ha asignado un sector de la crítica.10 Si bien Fonchito ha subestimado a Lucrecia, retratándola con el tono superficial y vacío de los anónimos que le asigna, descubre con sorpresa mediante esta carta su interioridad, y llega a conocerla mejor aún que su propio esposo. Después de haber intuido el retrato secreto de su madrastra en el cua9
Barthes afirma que el texto placentero es “lisible”, en oposición al generador de gozo que es “scriptible”, y convierte al lector en productor en vez de consumidor del texto (Le plaisir 25-37). Véanse Barthes S/Z 4 e Image 155-164. 10 Se ha resaltado el lado complaciente de Lucrecia sin detenerse en la complejidad de sus tempranas écfrasis que la conducen a superar a sus maestros en la fabulación y en la interpretación artística. Por lo tanto, Guadalupe Martí-Peña tiene una visión muy reductora del personaje al opinar que el “detonador que la hace estallar de placer, no lo son ni sus propias fantasías ni sus propios deseos, sino las fantasías y deseos de otros” (“Egon” 107). Diane E. Marting enfoca únicamente la evolución de Rigoberto, pero no reconoce el papel de superación de Lucrecia, que permite la inversión de las relaciones de poder de la pareja.
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dro abstracto del Szyszlo colgado en el hogar, lo cual la impulsa a ella a elaborar su autorretrato ecfrástico, ahora Fonchito tiene acceso al autorretrato lingüístico de su madrastra. La independencia de Foncín se hace patente en el cuarto anónimo, “Estofado de tigre”, el único dedicado a Schiele, en el cual elabora una écfrasis de Schiele pintando una modelo desnuda delante del espejo (1910), lo que requiere que la remitente ensaye la escena frente al espejo tocada con una máscara de fiera (309). Con esta elección, el joven manifiesta abiertamente sus gustos personales, ya que se interesa por un pintor que don Rigoberto califica de pornógrafo (363, 378). Se observa en la secuencia de los anónimos, la evolución selectiva desde el estilo figurativo de Klimt, al expresionista de Schiele, del gusto por lo simbólico y estilizado a una forma de arte menos accesible. El espejo, medio de reduplicación de los anónimos en la alcoba de Lucrecia, cobra mayor importancia en esta misiva. En este cuadro, Schiele pinta su propio reflejo y el de su modelo, Moa, que aparece de frente y de espaldas –creando la ilusión de ver a dos personas distintas o más bien de ver lo imposible, es decir, la faz y el reverso de una determinada realidad–. Doña Lucrecia se percata más tarde, cuando Fonchito le enseña la lámina, que el sombrero de Moa visto de atrás se parece a la “cabeza de una fiera”, palabras mencionadas en el anónimo y que la llevan a sospechar del joven (277). El desdoblamiento de la modelo –que Lucrecia ha estado imitando– expresa una escisión de personalidad que la madrastra incestuosa confiesa sentir también y que el precoz Fonchito intuye, consciente de la trascendencia del reflejo especular. La mirada ubicua de Fonchito se extiende mediante los anónimos cuyas incógnitas coinciden con la inclusión de la secuencia de ilustraciones sin firma. Mientras en Elogio, la “Pinacoteca” final identificaba cada lámina a color (autor, fecha de composición, medio y museo o colección particular), las enigmáticas obras en blanco y negro de Schiele aparecen desprovistas de texto aclaratorio.11 En Los cuadernos, se evoca una plétora de cuadros que remiten a numerosos
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Para las reproducciones impresas, véanse: Self-Portrait in Crouching Position (gouache y lápiz, 1913) (30); Two Nude Girls Embracing (carboncillo, 1918) (74); Two Girls, Lying Entwined (gouache y lápiz, 1915) (112); Sleeping Girls (carboncillo, 1918) (149); Portrait of Erich Lederer Bending Down (lápiz, 1912) (192); Double Self-Portrait (gouache, acuarela y lápiz, 1915) (231); Reclining Female Nude (carboncillo, 1916) (270); Schiele, Drawing a Nude Model before a Mirror (lápiz, 1909) (310); Man and Woman (carboncillo, 1917) (354) y Standing Male Nude with Red Loincloth (acuarela 1914) (384) (Martí-Peña, “Egon Schiele” 97).
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estilos y épocas, pero las pinturas insertas rinden tributo a un solo artista, Schiele, cuyas obras expresionistas enfocan el cuerpo humano: hombres o mujeres, solos o enlazados en posturas lascivas, desencajadas y forzadas. De hecho, el mensaje narratológico de esta secuencia pictórica sería percibido de manera distinta por cada lector al tratar de vislumbrar este detalle extraño, el “ombligo del texto”, el cual, según Bal, no encaja o deja un espacio vacío que proclama una interacción entre discurso e imagen. El mensaje visual de los dibujos se enriquece en base de los ecos iconotextuales que emanan de las descripciones de las obras de Schiele dentro de la trama y funciona a modo de ventana metafórica al deseo tanto del pintor como de los personajes y del lector. Debido a la importancia obsesiva que daba Schiele a su firma, estos diez dibujos descromatizados y desprovistos de marco conllevan una carga de misterio.12 Si bien el lector llega a reconocer el estilo del pintor, ya que por lo menos uno de ellos sigue su versión ecfrástica, “Estofado de tigre”, el hecho de que se decontextualicen para quedar reducidos al mismo tamaño implica una manipulación externa que plantea interrogantes. Estos dibujos funcionan como la reproducción de la firma del pintor o, más bien, del autor de los anónimos. Aparte de aparecer sin texto verbal alguno, las siluetas están vaciadas del fondo de sombras y matices de colores que rodean los originales. Todo esto sugiere la mano de un copista que se haya afanado en reproducir esbozos a pequeña escala, a modo de sello unificador. Se dirigen las sospechas hacia Fonchito, estudiante de arte en la academia, quien imita la letra de su padre y se identifica con el pintor vienés. El hecho de que los dibujos sigan directamente a los anónimos en ocho de los nueve capítulos resulta en que esta coda ofrezca un mensaje visual que anticipa o refleja las descripciones que hace Fonchito del pintor y de su obra. ¿Podría esta secuencia representar un guiño del autor implícito, en cuanto al principio estructurador del libro? Queda la incógnita: ¿quién las puso allí? Puesto que no aparecen en los anónimos dirigidos a la pareja –lo cual habría dirigido las sospechas hacia el niño desde un principio– podría tratarse de una pista colocada por el autor implícito para indicar la omnipresencia de Fonchito y de su obsesión con Schiele tanto en los anónimos como en la trama narrativa.13 Las reproducciones de obras de un
12 Schiele manifestaba, desde muy niño, una obsesión neurótica con su firma, al igual que los pintores de la Secesión (Whitford 41). Se reconoce la mancha cuadrangular de su firma (formada por la fecha y su nombre y apellido con letras mayúsculas) visible en algunos de los dibujos insertos. 13 Vargas Llosa afirma que aunque su editor le sugiriera añadir los dibujos de Schiele, fue una decisión suya incluirlos en el libro, lo cual confirma su importancia conceptual (entrevista personal).
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artista histórico están colocadas al lado de écfrasis elaboradas por un personaje que cree ser su reencarnación, creando la ilusión de que Schiele mismo las estuviera comentando. El voyeurismo de Fonchito se desarrolla con creces en Los cuadernos. El joven sustituye al padre como testigo del goce de Lucrecia, quien le confía sus reacciones al escenificar los anónimos frente al espejo. Pero su mirada no se limita a seguirla vicariamente en su alcoba sino que la observa directamente en la sala de su casa, transformada en proscenio de un juego de mímica ritualizado en torno a los retratos de Schiele. Como regalo de cumpleaños de Fonchito, Lucrecia acepta “jugar [...] a imitar”, aunque sin desvestirse, el Desnudo reclinado con medias verdes (77).14 Esta obra pone en evidencia el monte de Venus de la modelo, obsesión propia de don Rigoberto que permea sus escritos. Es notable el cambio en los intereses del niño, que le había pedido a Lucrecia el año anterior una moto para su cumpleaños y en esta misma fecha se atreve a transformarla en actriz. Con autoridad, le señala la reproducción del desnudo “como un director teatral instruyendo a la estrella del espectáculo” y “los ojos de Justiniana y Fonchito iban de ella a la cartulina, de la cartulina a ella” (78). Siguiendo los pasos de don Rigoberto, el joven dirige a las complacientes actrices para realizar una écfrasis “teatralizada” de Dos jovencitas yaciendo entreveradas (112). Las dos mujeres actúan con tal “seriedad” que Lucrecia “se sentía muy a gusto dentro del cuadro”, y obedece las instrucciones para amoldarse a las contorsiones del original (82). El goce a distancia de Lucrecia se hace realidad al contemplar al niño, cuya voz le parece ser la de don Rigoberto: “Corregido y aumentado. Aumentado y corregido. Se sintió ida, cambiada” (81). Este voyeurismo recíproco ilustra la sinestesia entre la vista y el tacto que se extiende a otros sentidos cuando Lucrecia percibe con turbación los olores corporales de su criada. Esta escena cobra una doble dimensión porque don Rigoberto concibió con las mismas protagonistas una función lésbica ubicada en la casa de Barranco y asociada íntimamente con un lienzo de Courbet, El sueño, realzando fielmente el contraste entre la pigmentación de la piel de una mujer rubia y otra morena (105-106). Es factible que Fonchito evoque este submundo del diarista, mientras transporta de manera transgresiva estos mismos cuerpos y caras “reales”
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Para las siguientes láminas, consúltense: Desnudo reclinado con medias verdes (Whitford 145); Dos jovencitas yaciendo entreveradas (Fisher 97).
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dentro de un cuadro de Schiele sin darle importancia a la infracción del color de la piel respecto al original. Fonchito crea su propia versión erótica de las pinturas de Schiele sin tener que desnudar a las modelos. Con esta serie de representaciones se evidencia la presencia constante del elemento teatral que conforma, con su vertiente erótica, al lado del prostíbulo, uno de los espacios heterotópicos foucaultianos creadores de ilusión y que requieren ritos de pasaje (“Des espaces” 48-49). Las escenificaciones lujuriosas en torno a los papeles desempeñados por Lucrecia en los submundos de don Rigoberto convierten su habitación en Elogio, y luego su estudio en Los cuadernos, en su burdel privado, sellado por la apreciación ritual de las obras de arte. Este elemento eróticoritual implementado en la casa de Barranco, se reitera en la casa del Olivar cuando Lucrecia reproduce las poses lascivas de las modelos de Schiele y las sugeridas por los anónimos. El arte visual produce una ficción erotizante que dilata el espacio del deseo. Es significativo que, para Lacan, el ojo es una extensión del falo y un pasaje hacia la muerte que es su opuesto en apariencia. El acto de ver o mirar es el equivalente de la penetración sexual en varios grados de intensidad y la mirada dirigida hacia el “Otro” se describe de modo explícito como una proyección de la pulsión sexual (Gandelman 5). Fonchito se inspira en el arte de manera distinta a su padre porque además de reinterpretar las fantasías paternas, trata de dar vida concreta a los cuadros de su pintor favorito. Al transformar a Lucrecia en las modelos de Schiele, todo pasa como si Fonchito quisiera remontar el tiempo para volver a revivir la escena inicial de la concepción de la obra de arte con los ojos del artista. Parece que, al identificarse con Schiele, Fonchito reviviera en forma de tira fílmica, las sesiones de pose del pintor y las estuviera recortando a modo de fotogramas. Fonchito ejemplifica el credo paterno en cuanto a la precedencia del arte respecto a la realidad, pero se compenetra con los submundos de un sólo artista y los asume como suyos. La incorporación de Schiele en la narrativa y la apropiación de su identidad por Fonchito otorgan a este personaje histórico la dimensión de ente de ficción, pero, asimismo, contribuyen irónicamente a realzar la índole “real” de los protagonistas ficticios. Al estudiar la vida de Schiele, marcada por una sexualidad precoz e incestuosa y por su obra de fuerte contenido erótico, Fonchito percibe paralelos entre sus propias inquietudes y las del pintor fallecido a los veintiocho años víctima de una epidemia de influenza. Sin embargo, no es tanto el centenar de autorretratos excéntricos de Schiele, ni su singular manía de pintarse las manos, deformándolas, o el enfoque en los genitales –que Fonchito llama “cositas”– lo
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que le llama más la atención, sino la atormentada expresión de su rostro.15 Detrás del exhibicionismo sacrílego de sus telas el joven se percata de la profunda tristeza del artista, ya que el doble pictórico de Schiele refleja visualmente sus conflictos internos. La serie de autorretratos sombríos de Schiele constituye, según Alessandra Comini un “teatro del ser” pictórico, y la crítica asemeja estas imágenes repulsivas al retrato de Dorian Gray, que absorbe al desfigurarse la decadencia interior del personaje (15, 73-127). Fonchito se compenetra con la angustia desgarradora expresada en la obra cruda de Schiele que resulta ser una radiografía del cuerpo y del alma. Esta visión penetrante, debajo de la piel, remonta al manierismo renacentista que tiene su origen en la Antigüedad. Nos remite al tema del suplicio del músico mitológico Marsyas, quien ejemplificaba el tormento del artífice que se violenta voluntariamente, quitándose la piel en el acto de creación para transferirla a la tela.16 A este autodesollamiento corresponde la automutilación y castración que Schiele proyecta en sus autorretratos e ilustra el componente masoquista inherente en el acto creativo. A través del espejo de luna, Schiele persiguió la unión ilusoria con su imagen entera, luchando al autorretratarse en contra del miedo de desintegración –física y mental del padre sifilítico– y al mismo tiempo buscando independencia de la mirada materna. Por su parte, el adolescente sufre una doble castración al separarse de Lucrecia y expresa su frustrada relación con su madre: “Apenas me acuerdo de su cara, salvo por las fotos. La que me hace falta eres tú, madrastra” (202).17 Mientras su padre permanece ausente, sumido en su propia depresión, Fonchito vierte su energía en Schiele y transmite a su madrastra los datos referentes al artista con precisión y lujo de detalles, como si fuera “protagonista, pues ponía la emoción de quien lo ha vivido en carne propia. Como si en vez de nacer en Lima a fines del siglo veinte, fuera Egon Schiele” (116). Hace hincapié en el comportamiento incestuoso del pintor, involucrado con su hermana –tal vez encuentre aquí cierta justificación por su propia transgresión–.
15 Sus autorretratos alcanzan doscientos cincuenta, superando a cualquier otro artista desde Rembrandt (Knafo 27). 16 Los expresionistas retomaron el tema de este suplicio autoinfligido del artista que coincidía con su gran interés en la radiografía, disección visual de la anatomía que devela un nuevo tipo de belleza opuesta a la noción neoclásica, relacionada con la armonía corporal (Gandelman 114-115, 56). 17 Se precisa que “habían pasado once años” y Alfonsito era un “querube vestido de marinerito” cuando la pareja se conoció (16, 362).
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Fonchito presiente la escisión del artista en sus numerosos dobles y triples autorretratos pero aunque en la novela se califica a Schiele de esquizofrénico, al igual que a los partícipes del triángulo edípico, el artista demuestra tener un control constante de sus creaciones y manifiesta una distancia estética para con su arte que el esquizofrénico no posee (Arieti 366-368). Mientras estuvo encarcelado injustamente durante un mes por corrupción de menores, afirma Fonchito, que Egon “pintó trece acuarelas y eso le salvó de volverse loco o matarse” (368).18 Además, émulo de las ideas paternas, Fonchito piensa compartir el conflicto interior del pintor austriaco: “soy como era él [...]. O sea, esquizofrénico”, y doña Lucrecia no pierde la ocasión para confirmar su naturaleza de puer senex: “en ti, hay un viejo y un niño. Un angelito y un demonio” (200201). Fonchito empieza a dudar de la estabilidad mental de su padre, que se declara esquizofrénico y lanza gritos en el vacío en sus diarios para que lo rescaten, sin saber que su llamado llegará a los ojos de su hijo. Primero, emite el desesperado: “Hoy, me podría suicidar” y luego, revela que se le ocurre quemar la casa “con él y Fonchito dentro” (267, 293). Los cuadernos de su padre le propician un espejo iconotextual que revela ambas caras de Jano del burócrata limeño: la consciente pública y la inconsciente vertida en sus sueños de duermevela mientras que su pinacoteca semeja un espejo pictórico. Se puede postular que el niño se refleja en distintos submundos iconotextuales que se podrían separar grosso modo en dos espejos metafóricos, el lingüístico heredado y el pictórico elegido, que lo ayudan a reconstruir su propia identidad. Fonchito redacta los anónimos partiendo de los gustos de su padre, como lo hizo con la Danae de Klimt, para luego elegir un autorretrato de Schiele elaborado frente a un espejo con la modelo duplicada. La importancia del espejo –inseparable compañero imaginario de Schiele– en la escenificación de los anónimos es percibida por el joven, que se apropia de tal compañero y confiesa a su madrastra: “me sueño con ese espejo” (274). Ya que el pintor/espectador está en el lugar del espejo, la compenetración de Schiele con su espejo y de Alfonso con Schiele se vuelve completa. El joven, que se ha convertido en el álter ego del pintor ha encontrado en sus cuadros un interlocutor ideal, un compañero imaginario con quien dialogar sin palabras. 18 Schiele fue encarcelado veinticuatro días en 1912, sin que se pudieran comprobar las acusaciones de seducción de menores. Esta experiencia afectó profundamente al joven artista, que sobrevivió pintando y escribiendo cartas que fueron editadas y publicadas por Arthur Roessler en forma de un diario póstumo, Egon Schiele im Gefängnis (1922) (Kallir 127-128).
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Por otra parte, no sólo Fonchito controla la imaginación de su madrastra mediante los anónimos, sino que se apodera de su mente. Bajo su influencia, doña Lucrecia elabora una fantasía que supera las de sus maestros. Este submundo metaficcional está poblado de una modelo de Schiele acostada con un desconocido y de un doble del austriaco que los pinta trepado en una escalera, frente a un espejo en el cual aparecen Alfonso y don Rigoberto de mirones, observando las actuaciones de Lucrecia con la pareja en un obsceno ménage à trois. En esta escenografía surreal, el doble de Schiele expone su “inmensa verga que se mecía suavemente sobre la cama” y “se estiraba y crecía como un globo que llenan de aire” (322, 326-327). Esta imagen sería el efecto de los autorretratos de Schiele dotado de una monumental erección, La hostia roja en particular, tela pintada desde lo alto, según explica el niño, y que escandaliza a Lucrecia (156). Mientras el espejo crea un doble voyeurismo, el Schiele imaginado por Lucrecia constituye una síntesis del padre y del hijo, sus dos maestros y amantes, el viejo y el joven. El adolescente ha influido en ella totalmente, hasta el punto que ella también sueña con el espejo de Schiele y las manías del pintor. Este juego de reflejos que une los planos ontológicos cobra luz si se toma en cuenta la naturaleza ambigua del espejo a partir del cual, según Foucault, el individuo se vería reflejado en espacios incompatibles. Plantea el filósofo que el espejo representa una experiencia medianera entre las utopías y las heterotopías porque crea la ilusión de verse en un espacio irreal que se abre virtualmente detrás de la superficie y hace dudar del lugar a partir del cual el individuo se está mirando. Este espacio virtual se asemeja al espacio onírico y creativo de los protagonistas del súper-texto, ya que se desdoblan en mundos alternos de índole utópica. Foucault afirma, no obstante, que el espejo consta de una naturaleza dual, ya que es también una heterotopía porque existe al mismo tiempo que invierte la posición del individuo, resaltando su ausencia de la posición que ocupa en realidad e incitándolo a recomponerse a partir de su reflejo (“Des espaces” 47). Estas consideraciones añaden otra dimensión al “teatro del ser” de Schiele que le sirve de relación especular. El apuesto Schiele se enfrenta al espejo concreto que le devuelve una apariencia objetiva y a sus autorretratos especulares que dialogan con él. Fonchito cuestiona su propia realidad y la del mundo y del espacio que lo rodean a través de los espejos escriturarios e iconotextuales de su padre y los artísticos de Schiele. Puesto que el espejo representa una experiencia “mixta”, ambos (Fonchito y Schiele) están presos en un vaivén entre las dos percepciones que ofrecen sus escritos o pinturas, entre la utopía y la heterotopía. Es factible considerar que tanto el escritor (o lector) de los cuadernos
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como el pintor (o espectador) de los cuadros viven en un “espacio irreal”, o submundo, identificándose con personajes ficticios o históricos, pero al mismo tiempo experimentando un “efecto de retorno” porque la mirada de cada uno recae sobre sí mismo. Este movimiento dual desestabiliza el texto y hace que el espejo, en realidad, llegue a ser el elemento tanto metafórico como “real” de la construcción en abismo de esta novela que abarca en la página escrita mundos heteróclitos y tiempos y espacios distintos que requieren un mayor esfuerzo interpretativo. Fonchito no se limita a reinterpretar los escritos y submundos paternos, sino que desarrolla su propia búsqueda personal. En un anónimo dirigido a su madrastra e inspirado en la Danae de Klimt, el joven transcribe las ideas de su progenitor: “el maestro te anticipó, te adivinó, te vio, tal como vendrías al mundo y serías, al otro lado del océano, medio siglo después” (50). Este comentario meta-artístico sobre la precedencia del arte sobre la realidad es uno de los numerosos ejemplos que leyera Fonchito en los cuadernos, ya sea referente a la pintura, la fotografía o la literatura. Influido por ello, Fonchito se percata de la presencia de cinco figuras andinas adornando el vestido de la modelo Frederike María Beer: “El Perú está metido en los cuadros de Egon Schiele. Por eso me di cuenta. Para mí, fue un mensaje [...]. Esas indiecitas fueron puestas ahí para que yo me las encontrara algún día. Cinco peruanitas en un cuadro de Schiele” (238-239). Aunque supiera que Schiele había traído las figuritas andinas de un viaje a América del Sur, para luego incorporarlas en el retrato, el niño sigue convencido de la intención del pintor de comunicarse con él mediante su creación. Esta interpretación de la obra pictórica y de su mensaje narratológico coincide con la percepción particular del metafórico “ombligo del texto”, cargado de ambigüedad y que, según Bal, se resiste a la coherencia interpretativa. Para don Rigoberto, la recuperación de Lucrecia se asocia siempre a este detalle extraño, ya sea visual o textual, variante del ombligo de los sueños freudianos que corresponde al punto fálico lacaniano asociado con la falta de ser. La obsesión del joven con Schiele resulta de la convicción de don Rigoberto de que las medidas del monte de Venus de su mujer coinciden con las de la modelo de Courbet. No es de extrañar, pues, que Fonchito dialogue con la obra del austriaco y se refleje en él como en su doble, declarando: “Es que yo soy él, madrastra. Aunque lo tomes a broma, es así. Siento que soy él [...]. Viendo ese cuadro me di cuenta [...]. Que yo era él” (237-238). Resulta obvio que Klimt, Courbet y Schiele tienen un impacto en la vida de esta familia limeña. Viena, París, Lima, la Belle Époque y el siglo XX se unen en su imaginario y se plantea
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la trascendencia del arte visual cuyo lenguaje universal desconoce fronteras temporales o espaciales. El hecho de que Beer fuera la única mujer que ambos artistas austriacos retrataron permite trazar un paralelo entre Schiele y su maestro Klimt, y entre Fonchito y su padre, quienes comparten a doña Lucrecia para la escenificación del arte pictórico. En efecto, doña Lucrecia se comporta como una musa dócil, permitiendo a sus dos amantes realizar sus propias fantasías hasta identificarse con las modelos de Schiele. Si bien don Rigoberto centraba su cartografía poética en torno a su esposa, la musa peruana que veía reflejada en todas las formas artísticas, Fonchito extiende su espacio imaginario a lo nacional peruano. El joven, que había sido el primero en interpretar el cuadro abstracto de Szyszlo, un artista peruano, ve ahora el Perú dentro del cuadro del pintor austriaco con el cual se identifica, llevando la especularización personal al nivel nacional. Actúa como un Schiele peruano que se retratara al lado de una Lucrecia cuyas facciones poblaran sus composiciones. El poder incipiente de este complejo personaje equivalía en Elogio a un simple cálculo para deshacerse de su madrastra, pero se manifiesta en Los cuadernos en una manipulación sofisticada de la mente y de las acciones de los demás personajes, convirtiendo a Fonchito en el foco central y unificador de la obra. La búsqueda interior del joven, consciente tanto de su escisión interior como de la de su padre, explica su dificultad de integración social y revela su deseo de sobreponerse a la transgresión anterior. No obstante, el final denota cierta ambigüedad, ya que la voluntad de Alfonso de que todo sea “como antes” impide predecir cuál sería la nueva dinámica del triángulo incestuoso que parece a punto de reanudarse (121). La pareja se pregunta si es un “monstruo” aunque reconocen que “él tampoco lo sabe” (370). A esta perplejidad hace referencia el mismo autor, que ha afirmado en una entrevista que es un personaje que se le escapa y que todavía no acaba de comprender.19 Sin embargo, conviene distinguir la existencia en este súper-texto de dos modalidades de la reaparición de personajes. La primera tiene lugar en la trama “real” de referencia y contribuye a crear verosimilitud entre los personajes que viajan de texto en texto como sucede en la obra realista de Balzac. La segunda sucede entre dicha trama y las varias reencarnaciones de Lucrecia, que reaparece dentro de los submundos de don Rigoberto, cumpliendo una plétora de papeles incongruentes –sin olvidar los numerosos álter ego de Rigoberto y sus intru-
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Entrevista por Julia Otero, 1997.
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siones como personaje homónimo dentro de sus ficciones–. Luego, Lucrecia reaparece en los anónimos que Foncín elabora y en sus propias fantasías en una cadena creativa que se nutre de las ontologías escriturarias o pictóricas anteriores. El viaje o migración de personajes entre mundos ficcionales contribuye a llenar las fisuras interpretativas intertextuales si se trata de obras realistas, pero en cambio, cuando ocurre en los submundos, esta estrategia pone en evidencia el artificio propio de los textos posmodernos, y se acentúa así, visual y figuradamente el efecto de trompe l’œil. El súper-texto conformado por ambas novelas constituye una zona heterotópica iconotextual, o intermedial, que abarca mundos dispares e incompatibles entre los cuales resultaría imposible encontrar un emplazamiento común, de acuerdo con las propuestas foucaultianas. Sin embargo, precisa McHale que los mundos de una zona intertextual pueden llegar a ocupar el mismo “tipo” de espacio, es decir, el espacio proyectado del universo ficcional y concretado por cada lector que unifica este espacio heterotópico mediante su lectura, convirtiéndolo en “homotopía” (Postmodernist 56). El esfuerzo interpretativo se intensifica en un súper-texto en el cual los protagonistas regresan, no sólo transformados sino yuxtapuestos a personajes provenientes de un museo imaginario que conjura varios tiempos, espacios y planos de realidad. Todo pasa como si se ocultaran detrás de una serie de máscaras y con ellas actuaran desde las sombras de la escritura. Las dudas ontológicas se acrecientan cuando las mudas temporales, espaciales y de niveles de realidad crean una oscilación continua entre el mundo de referencia y los mundos insertos. Vargas Llosa ha resaltado que la multiplicidad de mudas podría crear fisuras en el texto, las cuales, si se tomara en consideración la teoría de Roger Caillois, abrirían la puerta a fenómenos fantásticos independientemente de la voluntad autorial. Se trataría, según Vargas Llosa, de una “muda autogenerada, que, con total prescindencia del autor, tomaría posesión de un texto y lo encaminaría por una dirección que aquél no pudo prever” (Cartas 114-115). Asimismo, McHale considera que en las obras posmodernas, el elemento fantástico no surge de las dudas epistemológicas problematizadas por Tzvetan Todorov, sino de unas vacilaciones ontológicas, entre un mundo y el otro (Postmodernist 75). Es precisamente esta confusión la que experimenta el lector del súper-texto, a medida que se adentra en la lectura, al tratar de ubicarse entre el mundo “real” de referencia o el mundo alterno de los personajes.20 20
Juan Carlos Ubilluz, basándose en las propuestas de McHale, considera que Los cuadernos es un texto fantástico (Sacred 534).
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Aunque Vargas Llosa manifiesta tener un gran control de sus estrategias narrativas, concuerdo con esta posible interpretación porque contribuiría a realzar la índole heterotópica de esta zona ficcional y a estimular la involucración del lector implícito posmoderno en la recreación del texto. Aparte de romper la unidad ontológica del súper-texto, las distintas maneras en que se vuelven a presentar los protagonistas en Los cuadernos, sugieren una lectura autoparódica. Los personajes no son unidimensionales, al contrario, se hace hincapié en su fragmentación y en las varias facetas de su personalidad que se van explorando mediante el arte, sin acceder a una verdad absoluta sino a atisbos de verdad. Don Rigoberto, que se regía por preceptos rígidos, demuestra tolerancia hacia las opiniones ajenas. Reconoce la independencia de un hijo precoz, aceptando –o desafiando– el peligro constante que representa su presencia en el hogar, y mostrándose dispuesto a reevaluar la obra de Schiele, al que calificaba de pornógrafo. Al reconocerse en otra versión de sus propios escritos, el padre acepta el canibalismo perpetuo inherente en el acto creativo y resalta la superioridad del texto respecto al autor, aunque la reescritura sea de índole paródica. Ello ejemplifica que la recuperación posmoderna, tanto de escritos anteriores como de formas estéticas, corresponde a una revisión paródica consciente e irónica del pasado que otorga validez al acto interpretativo (Hutcheon 83). Esta reevaluación del texto anterior, lejos de desvirtuarlo, demuestra que cada texto se resiste a una interpretación definitiva. Aunque resalte que las cuestiones poscognitivas propias de la posmodernidad mantienen su preeminencia en esta novela, ceden espacio a su vez a consideraciones cognitivas que permiten también plantear cuestiones epistemológicas y postular determinados significados. El empeño escriturario de don Rigoberto enfatiza la responsabilidad de cada individuo de tomar las riendas de su vida interior y de convertir lo más íntimo, el erotismo, en obra de arte. El espacio fluctuante de la biblioteca ilustra metafóricamente el mundo interior de su dueño, que se dedica a una reconstrucción constante de su paisaje imaginario hasta llegar a “ese ideal supremo donde lo vivido y lo deseado coinciden” (212). El hecho de reinventarse en mundos alternos permite acercarse a momentos en los cuales el deseo está siempre recontextualizado y lleva a cuestionar la naturaleza misma de la realidad. Es más, don Rigoberto, al identificarse como pintor, productor y escritor, realza la función del arte en la evolución formativa del ser humano. Explica el protagonista que el dominio privado es el único terreno en el cual el fracaso no afecta la colectividad, “ya que el hombre y la mujer no pueden
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vivir sin utopías, la única manera realista de materializarlas es trasladándolas de lo social a lo individual” (211-212). En una carta al lector de Playboy, Rigoberto afirma su prurito de independencia: “Yo, por mi parte, voy ahora mismo a hacer el amor con la Reina de Saba y Cleopatra, juntas, en una representación cuyo guión no pienso compartir con nadie, y menos que con nadie, con usted” (292). Este deseo de intimidad es una condición sine qua non, según él, para enaltecer el placer erótico que distingue de la pornografía pasiva y colectivista, incluso si el protagonista elabora artísticamente un espacio transgresivo propicio al erotismo sin trabas a modo de una casa de citas virtual que estuviera poblada por los remedos de Lucrecia. Le confiesa al final: “En realidad, te has acostado con muchas personas todo este año” y Lucrecia contesta “¿Ah, sí? ¿Cuántas? ¿Quiénes? ¿Dónde?”, y le pide todos los “detalles [...] hasta los más chiquitos” mientras están haciendo el amor (375). Cabe señalar que este individualismo exacerbado expresado en sus cuadernos se distingue del que caracterizaba a don Rigoberto en Elogio por su índole constructiva. Se podría pensar, pues, que don Rigoberto, profundamente ofendido por el incesto perpetrado en Elogio, se deja llevar en la siguiente novela por sus instintos, supeditando a ellos su sentido moral, y reconociendo su incapacidad para luchar en contra de las fuerzas irracionales que lo dominan.21 No obstante, don Rigoberto demuestra estar en control de un proceso de recreación activa y constante que va más allá de la superación del vacío dejado por la esposa ausente. En la soledad de su escritorio, el protagonista dialoga con sus escritos y varias obras de arte en una autorreflexividad que no sólo trasciende el tiempo y el espacio sino que resuena en su círculo familiar. Se evidencia que con cada acto interpretativo, con cada reescritura, se reafirma la realidad de un mundo abierto según lo preconiza Rorty. Aunque el filósofo americano se destaca por su postura pragmática, don Rigoberto, en cambio, y pese a su fuerte 21
Kristal considera que el denominador común de las últimas novelas de Vargas Llosa consiste en resaltar el papel de la imaginación y de la fantasía como instrumento para controlar el lado irracional del ser humano, y hace hincapié en la pérdida de valores morales de don Rigoberto en Los cuadernos, insistiendo en que, aunque tal fracaso no afecte a la colectividad, no deja de representar un fracaso a nivel individual (Temptation 180-181). Esta visión limita la importancia del horizonte imaginario de los personajes en el autoconocimiento y la proyección de mundos autónomos que liberan y permiten superar el estancamiento. Don Rigoberto manifiesta su creatividad en un empeño escriturario que no sólo lo ayuda a soportar la ausencia de su esposa, sino, asimismo, a reinterpretar obras de arte literarias y pictóricas en un proceso palimpséstico y evolutivo que lo conduce a modificar su apreciación artística y a reconsiderar sus opiniones.
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desilusión respecto de las utopías colectivistas, aporta una alternativa constructiva al caos posmoderno.22 El esfuerzo del protagonista en desempeñar un ojo crítico y rechazar un canon fijo, le permite volver a descubrir el valor artístico de las obras, como le sucede, por ejemplo, cuando relee a Onetti después de una década. Se piensa incluso en las lecturas innovadoras como la del Pierre Menard borgiano que “recrea” el Quijote y lo actualiza. Lejos de dejarse llevar por sus impulsos, don Rigoberto subraya la responsabilidad individual de tener “derecho a ser diferente, a rehacer el mundo a su imagen y semejanza. ¿No habían hecho eso, él y Lucrecia, cada noche, por diez años?” (304). Se podría extrapolar e imaginar a Vargas Llosa, releyendo después de casi una década Elogio rodeado de sus libros y cuadernos, en un proceso autorreflexivo. En Los cuadernos, el novelista peruano se recrea en una reescritura que se nutre de textos y obras anteriores, suyos y ajenos, deconstruyendo así el mecanismo de creación.23 Al mismo tiempo que se valora la autoexploración de don Rigoberto, se parodia la ilusión utópica del personaje que pretende ser dueño de su reino imaginario encerrado entre cuatro paredes. La mirada transgresora de su hijo lo obliga a reintegrarse a la sociedad y reconsiderar sus puntos de vista, lo que conduce a una inversión de las relaciones de poder. Al interpenetrarse los planos ontológicos del texto, o sea, los mundos ficticios y “reales” de diversa índole, las fronteras desaparecen de la misma manera que las paredes de la biblioteca de don Rigoberto adquieren porosidad. A lo largo de la novela, se observa un movimiento de osmosis que se extiende desde lo individual a lo social y metafóricamente a lo nacional. Las implicaciones ideológicas y sociales se imponen de manera alegórica, sugiriendo una posibilidad de coexistir a pesar de los conflictos y de las diferencias inherentes sea dentro de un grupo social o una sociedad plural. Por ende, este libro, bajo la apariencia de una novela erótica, de género menor, conlleva un nivel profundo de reflexiones existenciales, corroborando el postulado de Linda Hutcheon que afirma que la autorreflexividad paródica
22 Para Rorty, las imágenes y las metáforas determinan, más que las proposiciones y los planteamientos, la mayoría de nuestras convicciones filosóficas (Marino 1-2). Rorty ha propuesto que la filosofía debería convertirse en una suerte de literatura y que la fantasía, los ensueños e incluso los medios televisivos y cinemáticos contribuirían a formar un conjunto propicio al escrutinio hermenéutico (Kimball 9-12). 23 El juego entre el novelista, los escritores y los lectores potenciales evoca la red de relaciones metaficcionales característica de otra de sus novelas posmodernas, La tía Julia y el escribidor (1977).
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característica de las obras postmodernas es indisociable del terreno social y político (90). La conjunción de ambos iconotextos, Elogio y Los cuadernos, conforma un tapiz de interferencias artísticas que provocan al lector a sacudir su pereza intelectual y lo instan a su vez a seguir las huellas de los personajes en su indagación artística, la cual les permite crear mundos alternativos y renovarse al mismo tiempo que vislumbrar cambios potenciales en las posturas ideológicas. Quedamos a la espera de la continuación de este súper-texto, anunciada por el escritor peruano, para seguir las ocurrencias y peripecias de un Fonchito mayor en su próximo retorno al universo literario vargasllosiano.24 Tal vez se concrete en la última parte de esta trilogía, el proyectado recorrido de la familia limeña por los museos vieneses en busca de las obras de Schiele y se delinee la trayectoria artística de su pupilo reencarnado. El final abierto de la novela nos permite anticipar una cadena de recuentos que prolonguen la búsqueda estética del placer y del espacio del deseo de los protagonistas.
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Vargas Llosa ha anunciado que estaba escribiendo la última parte de esta trilogía bajo el título provisional de Las cartas de doña Lucrecia. Véanse Cueto 139 y Vargas Llosa “Cierre”.
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4. Lucrecia y Urania: del imaginario iconotextual y erótico al recuerdo traumático
Con La fiesta del Chivo (2000), Vargas Llosa vuelve a la novela total, pero esta novela se distingue de las anteriores por radicarse en el Caribe, y por la creciente importancia del papel femenino. Es preciso resaltar que hasta la fecha de publicación de La fiesta, Lucrecia y Urania son los dos personajes femeninos que ocupan el mayor espacio en la narrativa vargasllosiana. Además, Vargas Llosa nos permite bucear en los sueños y pensamientos más íntimos de estos personajes muy diferentes, que parecen haber sido creados, no tanto por afán de verosimilitud, sino porque ilustran de manera indirecta, mediante sus submundos, las ideas del autor acerca de la función de la imaginación erótica y artística, y su ausencia, y sobre los efectos lamentables de la dictadura. Es pertinente analizar la interioridad de Urania, la protagonista de La fiesta, para contrastar su estéril y extenso monólogo fragmentado (o soliloquio), nacido del recuerdo traumático de una violación –y sus limitados atisbos imaginativos– con los submundos ecfrásticos e iconotextuales rebosantes de sensualidad y fantasía de doña Lucrecia, protagonista del súper-texto formado por Elogio y Los cuadernos. De hecho, se observa que la vida interior de Urania se aleja, aunque no completamente, de la definición de un mundo posible construido mediante la imaginación, por tratarse en su mayor parte de recuerdos y vivencias personales o históricas. En La fiesta, se evidencia, a través del destino truncado de una de sus víctimas, el impacto duradero de la dictadura, que paraliza las mentes y hasta controla los sueños de los que la padecen, dejando secuelas que perduran toda la vida e impiden a la par del libre albedrío, el desarrollo del imaginario individual. La presencia como la ausencia del arte visual y del erotismo son factores claves que influyen en la habilidad (o inhabilidad) de cada protagonista en desarrollar una autorreflexividad y enfrentarse con su propia verdad. Las modalidades de esta evolución se pueden apreciar a la luz de los postulados de Irigaray en lo que ataña la mirada especular femenina, y mediante las propuestas fou-
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caultianas acerca del proceso de formación del sujeto en relación con el erotismo. En el caso de Lucrecia, se patentiza la importancia del papel del arte en dilatar las dimensiones de la fantasía que libera de la cotidianidad mediante prácticas sociales imaginadas para permitir llegar a un autoconocimiento que representa el primer paso hacia la individuación. De hecho, ambas mujeres, aunque diferentes en esencia, llegan a modificar las dinámicas de las relaciones de poder que definían su vida hogareña y, al enfrentarse a la autoridad patriarcal, ya sea del esposo o del padre, terminan en posición de fuerza –aunque relativa– vis-à-vis el hombre a quien se sometían pasivamente por voluntad propia. Cabe notar, asimismo, que la trayectoria de cada protagonista conlleva un período simbólico de residencia fuera del hogar con una vuelta a él en escenas contrastantes que invierten el patrón de las relaciones anteriores. Doña Lucrecia, una burguesa limeña, es una mujer hecha y derecha que comparte los ensueños eróticos de su esposo, don Rigoberto, para después concebir sus propias fantasías y hasta imponérselas luego de transgredir tabúes, al consumir el incesto con Fonchito, su hijastro preadolescente. Después de un año de separación, la pareja se reconcilia en base a nuevos parámetros que Lucrecia ha logrado establecer. En cuanto a Urania, siendo una niña de tan sólo catorce años, obedece ciegamente a su padre, el senador Agustín Cabral, quien la entrega al general Trujillo –para entonces viejo e impotente– que la viola en un acto semi incestuoso. Después de un exilio de treinta y cinco años, Urania regresa a su país natal, la República Dominicana, para confrontar a su padre, principal responsable del violento ultraje que le ha quitado la posibilidad de un desarrollo afectivo y ha aplacado su sensualidad. Debido a la dimensión emblemática del personaje femenino en La fiesta, es preciso analizar su lenta evolución anímica pese a su larga temporada lejos de la influencia represiva de su país para contrastarla con la toma de conciencia más rápida de doña Lucrecia. La fiesta del Chivo consta de tres líneas narrativas intercaladas. La primera, narrada desde la contemporaneidad, se centra en el personaje de Urania. La segunda enfoca los últimos meses de la vida del dictador durante el gobierno de Joaquín Balaguer, “el presidente fantoche”, y la tercera presenta el punto de vista de los participantes del complot que culminó con el asesinato del Generalísimo, el 30 de mayo de 1961. La voz de Urania se manifiesta en primer plano a lo largo de los siete capítulos que le corresponden y que abarcan la tercera parte de la novela mediante variantes discursivas relacionadas con el monólogo interior y el soliloquio, y que confieren al personaje una teatralidad manifiesta. De hecho, su poderosa voz inicia y cierra la novela, imponiéndose como prota-
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gonista a parte entera.1 Mientras la naturaleza ficticia de Lucrecia no se cuestiona, Vargas Llosa ha aclarado en varias entrevistas que el personaje de Urania era totalmente inventado.2 Crea un personaje que cobra vida dentro del contexto histórico que le rodea porque representa a todas las mujeres que fueron silenciadas y humilladas tanto como al pueblo dominicano, oprimido y degradado durante el trujillato. El escritor peruano vuelve así a la crítica social que caracterizó sus primeras novelas, y ha afirmado que Yo quería que las mujeres tuvieran un papel importante porque, por una parte, padecieron más que los hombres la dictadura de Trujillo y, por otra, porque hubo mujeres extraordinarias en esos tiempos en Santo Domingo que habían permanecido en las sombras y me interesaba sacarlas al sol. Urania es una mujer, pero también es un símbolo. Lo cierto es que a mí me cuestan mucho más trabajo los personajes femeninos que los masculinos (“La política” 20).
Vargas Llosa ha declarado haber traspuesto su propia experiencia e investigaciones minuciosas respecto a las lecturas obsesivas de Urania, que se convierte en experta sobre la era de Trujillo.3 Se podría decir que el autor se compenetra con este personaje que considera simbólico y que, en cierta forma, se convierte en su portavoz para denunciar los abusos de una sociedad machista, en la cual los padres regalaban sus hijas al dictador (“Escribir” 5-6). El hecho de dilatar el mundo interior de sus personajes –sobre todo el de Urania– es representativo de la creciente tendencia de Vargas Llosa a adentrarse en los pensamientos de sus entes de ficción para crear una polifonía de mundos insertos que reverberan entre sí, a veces cobrando mayor importancia que el mismo personaje.4 Se observa que la cercanía de personajes de índole distinta crea un movimiento reversible: mientras los personajes históricos se ficcionalizan, un 1
Varios estudiosos opinan que Urania es la verdadera protagonista de la novela, puesto que es a través, en gran parte, de su testimonio personal como se perciben las atrocidades del régimen dictatorial. Véanse Williams, Otra historia 267 y Kristal, “Vargas Llosa” 192. 2 Véanse Vargas Llosa “Las dictaduras” 20 y “Escribir”. 3 El interés del autor en Trujillo se originó a partir de 1975 desde una estadía de ocho meses en la República Dominicana durante la filmación de la película basada en Pantaleón y las visitadoras (Vargas Llosa, “La seducción” 22). 4 Entre otras obsesiones, Trujillo recuerda con frecuencia a Urania como un “esqueletito”, y suele tener pesadillas (24, 26). Los conjurados experimentan también pesadillas o perciben el régimen como una pesadilla infernal. Cabe contrastar dichas pesadillas con las grotescas y caóticas de Pantaleón en Pantaleón y las visitadoras, que expresan de manera paródica y humorística su dilema.
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personaje inventado como Urania cobra realidad dentro del mundo de referencia ficcional y su testimonio, mayor peso. Al contrario de la desbordante propensión a fantasear de doña Lucrecia, se observa que el imaginario de Urania ha permanecido congelado desde su violación. Si bien Lucrecia se vale de obras de arte para proyectar escenarios escapistas en un movimiento hacia adelante, Urania se nutre retrospectivamente del pasado, manteniendo intacto el recuerdo detallado de su agravio que visualiza en escenas en las cuales el elemento fantasioso es mínimo. Si bien se delinean diferencias intrínsecas en los mundos alternos de cada protagonista, cabe señalar que ambas proyectan su vida interior de manera eminentemente visual y teatral. En Elogio, don Rigoberto y doña Lucrecia disfrutan en su intimidad de una licencia moral que los empuja hacia una creatividad interpretativa sin trabas. Después de seducir a su madrastra, Fonchito, heredero de la afición paterna al arte, llama la atención de Lucrecia sobre un cuadro abstracto de Szyszlo, un pintor peruano contemporáneo, colgado en la sala, Camino a Mendieta 10. Esta obra, que representa un cuerpo fragmentado en un altar de sacrificio, le parece proyectar las curvas de su madrastra y sus salaces pulsiones eróticas. A raíz de ello, Lucrecia, quien se subordinaba a la superioridad interpretativa masculina, vislumbra en el lienzo las connotaciones rituales e iniciáticas de la situación incestuosa, unida a un triple voyeurismo, y se identifica como protagonista del cuadro, tomando así las riendas del juego amoroso. Declara, al gozar de su poder nuevamente adquirido: “A los cuarenta se aprenden muchas cosas [...] me parece que estoy naciendo de nuevo. Y que nunca he de morir”, antes de preguntarse, de manera introspectiva “¿Era eso la soberanía?” (153, 158). En su écfrasis del Szyszlo, Lucrecia desarticula el lenguaje y desarma la sintaxis de la misma manera que transgrede las leyes sociales y morales, para luego entablar un diálogo con el pintor peruano, quien, según ella, había anticipado el triángulo edípico. Esta noción de soberanía refleja una rebeldía hacia las prohibiciones y tabúes que son indispensables, de acuerdo con Georges Bataille, a la actitud transgresora indisociable del placer sexual, cuya intensidad culmina con la muerte y el sacrificio. El pensador francés afirma que sólo la literatura permite expresar estas pulsiones internas sin alterar el orden social, y ha resaltado asimismo el papel de “las artes en evocar el desorden, el desgarramiento y la decadencia”.5 La índole sacrificial y
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Véase Bataille, La littérature 13, 51-53. Vargas Llosa concuerda que “la influencia de lo irracional es decisiva en la creación y que la literatura es medio de comunicación, sobre todo, de expe-
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erótico-mística del Szyszlo es intuida por Lucrecia, que se imagina como una “ofrenda. Abierta en canal como una tórtola por el cuchillo del amor” en la “piedra ceremonial”, fundiéndose en un derrame de sangre, esperma y secreciones visibles debajo de la piel desollada en un instante en que “han sido abolidos también los sentimientos altruistas, la metafísica y la historia” (158-160). Lucrecia contempla sin afeites los aspectos horrendos y extremos de sus deseos, y percibe en el cuadro su muerte figurada que corresponde al peligro potencial de su expulsión del hogar. En Los cuadernos, Lucrecia ha dejado la casa de Barranco para irse a la de San Isidro y esta separación del espacio hogareño le permite tomar conciencia de sí misma. Fonchito vuelve a visitarla después de seis meses para reconciliar a la pareja mediante anónimos. Aunque no se volverá a consumar el incesto, Lucrecia sigue atraída por su hijastro, y satisface sus caprichos prestándose a la escenificación de retratos eróticos de Schiele, el pintor predilecto de Fonchito, como solía hacerlo con los grabados de don Rigoberto. Se plegará asimismo a los pedidos de los anónimos, que supone vienen de su esposo arrepentido, encarnando frente al espejo una serie de papeles basados en el arte visual. Sin embargo, estas misivas cargadas de imágenes artísticas y que representan los submundos escriturarios del padre, filtrados y reinterpretados por su hijo, invaden su imaginario hasta hacerla soñar con una rocambolesca y lasciva cita con su esposo en la casa de Barranco. Aunque Lucrecia da una impresión de pasividad al aceptar el papel de figurante en las visiones de su marido y de su hijastro, ella también configura sus propios islotes conceptuales y se afirma como sujeto independiente. Si bien don Rigoberto plasma sus fantasías en sus cuadernos para armar y dirigir funciones teatrales que colman el vacío dejado por Lucrecia, ella se demuestra capaz de salir de estos papeles y recrearlos, para sustituir los placeres sensoriales que le son vedados. Los anónimos, al conectarla con los submundos del diarista, la transportan metafóricamente de San Isidro a la casa de Barranco. Se unen así ambos espacios cuya índole teatral y lujuriosa emblematiza los espacios heterotópicos foucaultianos relacionados con el espectáculo y el burdel donde se yuxtaponen en un solo espacio lugares y realidades disímiles que propician una riencias negativas”, o, como diría Bataille, ‘malditas’; pero para el escritor peruano, la literatura no puede ser restrictiva sino que sólo es auténtica “en la medida en que consigue acercarse más, a partir de esa negatividad que la sostiene a la totalidad humana, y da una visión más completa de la vida, tanto individual como social (tanto del Bien como del Mal)” (“Bataille” 23-24).
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ilusión. Lucrecia se vislumbra en fantasías homoeróticas junto a su criada Justiniana, a quien cuenta a diario una sucesión de escenarios cada día más descabellados en los cuales se disfraza a su antojo. En Elogio, se da el papel principal de Diana en su écfrasis lésbico del cuadro de Boucher, y decide colocar a Foncín como voyeur para enaltecer su gozo y el de su pareja. Es consciente asimismo de que su función discursiva y eminentemente visual engendrará una reproducción pictórica por el pintor del futuro, porque intuye su potencial artístico (76). No se contenta, pues, con ser actriz, sino que se convierte en guionista y dramaturga, hábil en el manejo de las luces indirectas para crear un telón de fondo que se adapte a su autorrepresentación, extendiendo y controlando así las modalidades de sus enclaves escapistas que le permiten ponerse en contacto con su sexualidad múltiple y plural. Reacciona a la cita de un anónimo concibiendo una fantasía delirante que reúne a las modelos de Schiele y a un doble del pintor, figura híbrida de don Rigoberto y de Fonchito, a quien sueña entregarse. Se imagina en los brazos de un desconocido mientras el remedo de Schiele exhibe una erección desmesurada desde lo alto de una escalera a partir de la cual la estaría retratando. Además, proyecta su cortometraje frente a un espejo en el cual aparecen en un doble voyeurismo sus dos maestros y ex amantes, el padre y el hijo (Los cuadernos 321-322). No se limita a aceptar la visión fragmentada de ambos, sino que los reinventa a su manera y con esta visión original, afirma su singularidad. De hecho, Lucrecia no rehúsa la configuración del placer masculino con su espejo y falocentrismo; opta por apropiárselo sin renunciar a ninguno de sus amantes y tampoco a sus demás deseos latentes. Doña Lucrecia manifiesta también su creatividad por escrito en una respuesta singular a los siete anónimos atribuidos a don Rigoberto, acción que refleja un paso hacia la emancipación, ya que le escribe por vez primera en diez años a un esposo que desconoce su letra. En su misiva, que representa una suerte de autorretrato proteico y metaficcional, Lucrecia amalgama con estilo propio las múltiples caras que se le asignan de manera selectiva. Pero mientras manifiesta su autonomía, le sigue el juego a don Rigoberto: “Algo, desde ese fondo oscuro de mi persona que sólo tú has buceado, me ordenó tomar la pluma y el papel. ¿He hecho bien? ¿No habré infringido esa ley no escrita que prohíbe a la figura de un retrato salirse del cuadro al hablarle a su pintor?” (Los cuadernos 242). Acepta tan sólo en apariencia su condición de artefacto, porque al tomar la pluma se sale mediante la escritura tanto del espacio del cuadro metafórico como de su rol de partícipe sumisa. Debajo del tono lúdico, se trasluce cierta ironía porque Lucrecia está consciente de estar dejando atrás su
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papel de objeto para empezar a descubrirse como sujeto. Además, esta extensa carta representa un compendio de papeles lascivos que admite haber asumido: Para ti y por ti, he sido Mesalina y Leda, Magdalena y Salomé, Diana con su arco y sus flechas, la Maja Desnuda, la Casta Susana sorprendida por los viejos lujuriosos y, en el baño turco, la odalisca de Ingres. He hecho el amor con Marte, Nabucodonosor, Sardanápalo, Napoleón, cisnes, sátiros, esclavos y esclavas, emergido del mar como una sirena, aplacado y atizado los amores de Ulises. He sido una marquesita de Watteau, una ninfa del Tiziano, una Virgen de Murillo, una Madonna de Piero della Francesca, una geisha de Fujita y una arrastrada de Toulouse-Lautrec. Me costó trabajo ponerme en puntas de pie como la ballerina de Degas, y, créeme, para no defraudarte, hasta intenté, a costa de calambres, mudarme en eso que llamas el voluptuoso cubo cubista de Juan Gris (Los cuadernos 241-242).
La protagonista dialoga con los personajes ficticios en cuyas figuras se desdobla, añadiéndoles su marca distintiva. La carta de Lucrecia constituye un submundo escriturario que refleja su propia visión de sí misma como si se mirara en un espejo “interior” que le devolviera las múltiples máscaras de su propio deseo. Se “redibuja” con los elementos propiciados por su esposo al labrar este espejo lingüístico sin que se sepa cuántos haya decidido eliminar –puesto que se han demostrado sus dones de fabuladora, y que varios de los anónimos no aparecen en el texto novelesco–. Al verla sumirse cada vez más en sus fantasías iconotextuales, en las cuales se reapropia de su propios deseos y de su cuerpo, se evidencia que la autoexploración de Lucrecia corresponde a los planteamientos de Irigaray, la cual propone sustituir metafóricamente al espejo plano relacionado con la fase del estadio del espejo lacaniano, un espéculo que se amolde a las curvas del cuerpo femenino a fin de que las mujeres se exploren desde su interioridad en una visión distorsionada, fragmentada e íntima, distinta de la mirada ajena (Ce sexe 75). Se trataría para las mujeres de atravesar el espejo, pero no para descubrir el mundo encantado de Alicia, sino para adentrarse en el universo maravilloso de su propio cuerpo. La mujer se observaría íntimamente en todos los resquicios de su feminidad y podría autorretratarse de acuerdo con las percepciones que emanan de su propia hechura. En lugar de reflejarse en una superficie plana, Irigaray propone observarse “a través” del espejo cóncavo, para ir más allá de esta mirada de autorrepresentación masculina que reduciría a la mujer a la posición de doble especular del hombre, o más bien de su álter ego incompleto (Speculum 179182). En el caso de Lucrecia, después de haber aceptado verse reflejada median-
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te el espejo metafórico de las fantasías de sus amantes –e interpretado sus visiones frente al espejo concreto como se lo solían exigir– su voz se alza con autonomía a medida que se libera de la influencia interpretativa ajena. Se examina paso a paso de manera fragmentada y se renueva gracias a sus propios ensueños, reconociéndose como sujeto de deseo. Se afirma así su mirada, en este collage epistolar que proyecta de manera concreta mediante este espejo lingüístico para sobreponerlo a las miradas masculinas. Irigaray considera asimismo la reescritura activa desde el punto de vista femenino del cuerpo de la mujer como fuente productiva de conocimiento autorreflexivo, y la repentina decisión de Lucrecia de expresarse por escrito confirma la importancia de esta introspección. Se construye así como sujeto femenino mediante la escritura que le permite entablar el diálogo con su esposo e intentar recrearse, al grado de no vacilar en asumir su transformación en el “voluptuoso cubo cubista de Juan Gris” (241). Semejante evolución interpretativa fue iniciada en Elogio a partir de las líneas abstractas del Szyszlo que la impulsan a invocar tanto a los pintores reales como a los potenciales que plasmarían sus propias visiones ecfrásticas. Su mirada se intensifica porque logra amoldarse ahora no sólo a una visión plural, sino más estilizada y fragmentada de su propia anatomía, ampliándose así su propia percepción de sí misma. Irónicamente, esta larga carta es la única que no llegará a manos de don Rigoberto. Fonchito la intercepta para que la letra original de Lucrecia no lo delate como fabricador de los demás anónimos. Sin embargo, este texto impreso, en el cual se refleja Lucrecia, permite al lector seguir su recorrido hacia la individuación. Esta carta es tan sólo un atisbo del potencial escriturario del imaginario de este personaje, cuya envergadura se mide por la complejidad de sus fantasías. Se perfila así una cartografía de su subjetividad que delinea sus cambios de posición como sujeto y este proceso permite al lector anticipar y aceptar su evolución a fin de que su enfrentamiento final con don Rigoberto le parezca congruente. El cambio determinante de actitud de la protagonista que se libera de su inseguridad y sumisión se evidencia en el epílogo de Los cuadernos, cuando Lucrecia se atreve a confesar a su esposo la atracción irresistible que sigue sintiendo por su hijastro. Don Rigoberto, que no podía tolerar en Elogio la ambivalencia de una situación incestuosa, termina perdonando incondicionalmente a su mujer y acepta una situación anteriormente inconcebible. Ambos contrincantes se están reinventando y redescubren sus juegos de alcoba a través del universo imaginario de su seudo carteo. Consiguen dialogar de igual a igual a pesar de que Lucrecia está consciente de que su atrevimiento le podría costar
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otro exilio. Las transgresiones de Lucrecia, amplificadas por sus fabulaciones en torno al arte, le han permitido vivir una multiplicidad de vidas. Este proceso corrobora el supuesto de Foucault que considera que el ser se configura a sí mismo como sujeto mediante la interacción social y los diversos papeles que un individuo asume a lo largo de su vida, ya que las limitaciones impuestas por la sociedad son superadas por la activa creatividad del ser, el cual anda en búsqueda constante de nuevas estructuras emancipatorias (Histoire 2, 11-13). Sostiene el filósofo que mediante la experiencia sexual que surge de situaciones limítrofes y el componente imaginativo que conllevan, cada individuo logra ponerse en contacto con su propia verdad (Histoire 1, 205-207). Si bien Foucault resalta el aspecto creativo del ars erotica, al decir que el ser humano se construye como una obra de arte, no lo hace para enaltecer el placer sensual, sino para retrazar su papel en la evolución del autoconocimiento, en lo referente a la verdad, al poder, al cuidado del ser, y asimismo a la renuncia de los placeres corporales. Sin embargo, estos placeres representan el núcleo de la formación del sujeto y son clave en el proceso que conduce a la inversión de las relaciones de poder (“Genealogy” 351). Es cierto que en el caso de Lucrecia, esta red discursiva en torno a la sexualidad no la aparta de sus pulsiones, sino que la ayuda a asentar su soberanía. Resulta obvio que el proceso formativo de Lucrecia la conduce a un diálogo de superación que invierte las relaciones de poder dentro de su hogar.6 Lucrecia ha podido reconstruirse artísticamente y observarse en todos los resquicios de su ser; a través de esta mirada íntima reflejada por el espéculo cóncavo, se subraya la importancia del erotismo táctil femenino, que complementa el visual privilegiado por la mirada masculina. Además, Lucrecia problematiza la situación edípica que asume plenamente con sus interdictos y seducciones. Llega a desear a ambos hombres –el maduro y el preadolescente– sin temor a revelarse tal y como es frente a la autoridad patriarcal que está ahora desafiando. Esta dinámica se aprecia, al recordar que, según Bataille, “la esencia
6 Marting subraya en Elogio el machismo de don Rigoberto y su condenación de una esposa cuya sexualidad se había dedicado a exaltar. A pesar de reconocer que al final de Los cuadernos se instaura una tolerancia mutua de los deseos de ambos, la crítica atribuye esta novedosa manifestación de igualdad de derechos al cambio de actitud de don Rigoberto (209, 260). Sin embargo, esta interpretación no toma en cuenta las etapas de superación interpretativa de Lucrecia y el desarrollo de sus fantasías autorreflexivas, que la conducen a confrontar a su esposo. Esta inversión de poder contradice su condición de mujer pasiva y débil que se le suele asignar; sobre dicha recepción crítica, véase Martí-Peña “Egon” 107.
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del erotismo se da en la asociación inextricable del placer sexual con lo prohibido” (L’érotisme 118). Ahora bien, se advierte que la ausencia de tal proceso formativo en el caso de la protagonista dominicana de La fiesta, impide su madurez emocional. En efecto, Urania ha sido violada a los catorce años por Trujillo, el tirano setentón, antes de haber descubierto su propio cuerpo, o que hayan aflorado su sensualidad y afectividad. Su situación se agrava por la complicidad de su propio progenitor, el senador Agustín Cabral, quien, al caer en desgracia, la ofrece en sacrificio para recobrar la confianza del déspota, de quien era la mano derecha. El brillante senador deviene impotente políticamente y utiliza a modo de arma la sexualidad de su hija como un alcahuete sin escrúpulos. Bataille considera que el “don” de la hija –como si se tratara de una posesión–, a pesar de que se pudiera gozar libremente de ella, equivale al sustituto del acto sexual; explica, en base a las ideas de Lévi-Strauss, que al dar a su hija en matrimonio, el progenitor se libera de los instintos semi incestuosos (L’érotisme 240-242). En el caso de Urania, al contrario, se perpetúa el incesto en potencia, porque se le permite a otro “anciano”, que podría ser su abuelo, gozar de una niña sin siquiera ofrecer la debida protección otorgada por el contrato sexual. El senador Cabral es culpable de la violación incestuosa como si la hubiera perpetrado él mismo. Como consecuencia del trauma causado por esta doble afrenta, la sexualidad de su hija está destinada a ser reprimida y se crea en ella resentimiento y frigidez. De hecho, Urania ha sido simbólicamente “castrada”, ya que su capacidad sensorial íntimamente ligada a su propensión onírica le han sido arrancadas de golpe, como si le amputaran un miembro vital. Es preciso notar la diferencia entre este modo de transgresión brutal y la entrega incestuosa mutua y placentera que ocurre entre doña Lucrecia y su seductor y precoz hijastro. En esta situación existe una participación voluntaria del menor, cuya intervención enaltece el gozo erótico que experimenta Lucrecia con su esposo al mismo tiempo que estimula sus facultades interpretativas. Por otra parte, el tiempo real y psicológico no transcurren de la misma manera para Lucrecia y Urania cuando están alejadas del espacio regido por la dominación patriarcal. La larga temporada que Urania pasa lejos de su patria no ha servido para curarla de sus heridas; se ha convertido en una mujer frígida porque alberga en su fuero interior el penoso recuerdo de la niña violentada. Aunque Lucrecia permanece fuera del domicilio conyugal un año solamente y en la misma ciudad, logra desarrollar una mirada interior que le permite afirmarse como mujer plenamente consciente de sus deseos. Urania, en cambio,
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regresa a su casa al cabo de treinta y cinco años, luego de la muerte del dictador, que ocurrió poco después de su salida del país, para enfrentarse a su padre paralizado que ha perdido la autonomía y la habilidad de comunicarse con los demás. Ambas figuras patriarcales que la engañaron e hirieron profundamente en un golpe sinérgico han desaparecido prácticamente sin que pudiera confrontarlas directamente. El desahogarse frente a su padre hemipléjico aunque sepa que “desde el derrame, ya no era posible hablar con [él]”, significa que está en realidad enfrentándose consigo misma por primera vez después de tanto tiempo (147). Es común que las víctimas de atrocidades y violencia se refugien en su mundo secreto. El hecho de revivir las experiencias traumáticas provoca emociones tan intensas y devastadoras que las víctimas se valen de cualquier recurso para evitarlo. El individuo se aísla y se reduce su potencial conceptual al mismo tiempo que se empobrece su vida (Herman 43). Urania confiesa no haber querido nunca pedir ayuda para olvidar y ha alimentado su resentimiento, reprimiendo así su afectividad (147). Por ende, pese a su larga estancia en el mundo académico y profesional norteamericano, ha permanecido como un ser escindido que todavía no encuentra sosiego porque no ha podido definirse como sujeto a parte entera. De regreso a Santo Domingo, Urania retraza sus pasos en torno a su casa y evoca las etapas inocentes de su niñez hasta el día fatídico de la “fiesta” macabra que le tocó vivir con la “Bestia”, en la Casa de Caoba. Su escisión se nota en la manera en la cual yuxtapone presente y pasado cuando al hablarse a sí misma, alterna el “yo” de la mujer adulta con el “tú”, apuntando a la niña sepultada en su fuero interior. Se “desahoga” en dos espacios familiares distintos: en su propia casa frente a su padre y, luego, en la de su tía Adelina, donde se abre totalmente frente a un público femenino que representa tres generaciones de dominicanas. Al redescubrir su país natal, se percata de que el tiempo ha pasado sin alterarla de manera significativa en su interioridad, en contraste con la envoltura corporal que aparenta una madurez engañosa. Resulta significativo que, de pronto, Urania regrese mentalmente al interior del vestíbulo central que llevaba una “placa de bronce” afirmando que “En esta casa Trujillo es el Jefe” (18). Esta presencia patriarcal que muchos dominicanos mantenían en señal de fidelidad, emblematiza la tiranía y adquiere un potencial incestuoso por estar colocada en el corazón de los hogares. Ello se debe a la fama de Trujillo, la “Bestia”, a quien ningún súbdito podía negarle una hija ni siquiera una esposa, a modo de extensión del derecho de pernada feudal. Es como si la mirada ubicua de Trujillo traspasara las paredes para controlar los
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pasos de cada individuo y violarlo figuradamente. Se piensa en la mirada panóptica de otro personaje vargasllosiano, don Cayo, el jefe de Seguridad del régimen de Odría, quien en Conversación en La Catedral mantenía un control estrecho sobre todas las capas de la sociedad. Es más, en el caso de Urania, esta figura patriarcal sobrepuesta a la del padre cómplice, en la intimidad de la casa de su niñez, conlleva connotaciones altamente amenazadoras unidas a reminiscencias de su agravio. Por eso, y a pesar de la desaparición del régimen trujillista, Urania anticipa con aprensión este enfrentamiento con el ambiguo blasón que marcó su vida y la de su padre como si se tratara de la mirada misma del cruel déspota. La añoranza de recobrar el escenario de su adolescencia nace –pese a su afectividad congelada– de la nostalgia que siente por la época que corresponde al inocente despertar de su feminidad, proceso brutalmente reprimido por la violación. Esta mujer que roza los cincuenta años no ha pasado por las etapas indispensables a su crecimiento anímico y sigue recordando con pudor su atracción hacia el joven que rondaba su casa en bicicleta. Asimismo, pensará más tarde en el sentimiento de culpa y la turbación que había provocado en ella un inocente beso en la mejilla, una linda experiencia que ha yuxtapuesto constantemente con el contacto asqueroso del dictador (504). Urania le echa en cara a su padre el espectáculo desierto de una vida únicamente dedicada al trabajo para confrontarlo con las consecuencias de su abuso. Le explica al anciano por qué “se ha quedado para vestir santos”, y que en los años de la universidad “no recordaba haber ido a una fiesta o a bares ni haber bailado una sola vez” (65, 201). Al salir apresuradamente de la entonces llamada Ciudad Trujillo, la joven desarrolla una gran proclividad al estudio hasta recibirse de abogada en Harvard y trabajar en un bufete neoyorquino. Sigue encerrándose hasta convertirse en un verdadero “témpano de hielo” y ha devenido una mujer cada día más “huraña” y frígida, cuya mirada congela a los hombres que se le acercan (19-20, 210). Esta parálisis emocional se ejemplifica en las actividades e intereses compartimentados de Urania. Es patente la ausencia en su vida del arte visual, del cine, tanto como de las demás artes que estimulan la imaginación, al funcionar como ventanas metafóricas al deseo y que permiten al ser humano volcarse en mundos alternos. A pesar de vivir en Nueva York y viajar de manera exhaustiva, ni siquiera menciona una sola visita a los museos. Se piensa en cambio en Lucrecia, quien aparte de disfrutar de un esposo y un amante aficionados al arte, vive rodeada de retratos que adornan su hogar, con el Szyszlo en posición prominente, y pleno acceso a la extensa biblioteca y la exquisita pinacoteca de don
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Rigoberto. Se evidencia que en el caso de Urania, este vacío artístico le impide desarrollar una labor interpretativa y especularizarse de manera autorreflexiva. Resulta significativo que Urania se dedique a “leer y coleccionar libros sobre la Era de Trujillo” de manera obsesiva, actitud que ella misma denomina el “hobby perverso” (204). Revela a su padre que su “apartamento de Manhattan está lleno de libros [...]. De derecho, de economía, de historia. Pero en mi dormitorio, sólo dominicanos [...]. Me he convertido en una experta en Trujillo. En lugar de jugar bridge, golf, montar caballo o ir a la ópera, mi hobby ha sido enterarme de lo que pasó en estos años” (66). Todo parece indicar que trata de mantener el recuerdo de su violación a flor de piel, incrementándolo con agravios similares y crueldades que pueblan su dormitorio e invaden sus sueños. La presencia física de dichos libros en el corazón de su hogar evoca el bronce grabado en homenaje a Trujillo que adornaba el corazón de los hogares dominicanos. Semejante hobby corresponde a una idée fixe parecida a la fijación traumática padecida por los sobrevivientes de la violencia, cuyas pesadillas permanecen intactas durante largos años (Herman 37). Este fenómeno explica hasta qué punto las atrocidades y abusos de un gobierno dictatorial dominan el inconsciente y el espacio onírico, aun mucho después de la desaparición del régimen. Julie Kruger denuncia la manera en que la dictadura de la era de Trujillo apresaba el cuerpo y el alma de los dominicanos, y apunta que los eslóganes, la letra de los boleros, la propaganda mediática, controlaban y oprimían las mentes como si un panóptico invisible los vigilara. Subraya que se hablaba mucho de la mirada del tirano, que Urania recuerda retrospectivamente, y propone que la lectura obsesiva que hace la protagonista de testimonios sobre la era sería una manera de sujetarlo a su propia mirada (55). Estos comentarios sobre el panóptico invisible evocan la presencia de la placa trasmisora de la mirada de Trujillo en los hogares de los ciudadanos. Aunque concuerdo con Kruger que Urania controla al déspota mediante sus lecturas, considero que además de sujetarlo con su mirada, Urania logra así convertirlo en ente de ficción, desvirtuándolo. Esto se confirma cuando la protagonista declara a su padre que aparecía en sus lecturas “como un personaje” que desempeñaba varios papeles: “Secretario de Estado, senador, presidente del Partido Dominicano” (66). De este modo, Urania, a través de su “hobby perverso” estaría ficcionalizando tanto al instigador de su sufrimiento como a su verdugo Trujillo, con sus numerosos títulos y apodos, entre los cuales figura el de Benefactor, Generalísimo, Chivo o Bestia. Urania somete a ambos hombres a su mirada acusadora que se une de manera sinérgica a la de todo un pueblo a través de los textos que colecciona no
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como artefactos, sino como trofeos de guerra. Se invierten, pues, los papeles al observar la derrota de estas figuras patriarcales para mejor cosificarlas, reducirlas y juzgarlas. No obstante, aunque se trate de un primer paso hacia la objetivación, este proceso sigue alimentando su odio y amargura. Su enclave “perverso”, al igual que el recuerdo de su violación, se alimenta de hechos concretos, aplacan sus facultades imaginativas y la encarcelan al lado de los culpables. Después de dedicar su vida a estudiar la historia dominicana, Urania llega a su tierra, finalmente dispuesta a contar su propia “historia”. El desahogo de Urania devana el hilo de la memoria y aunque no se haga frente al psicólogo como lo hiciera Ana O. con Breuer, remeda lo que dicha paciente llamaba “talking cure” (Herman 12-13). [“cura a través del habla, o del discurso”]. Al hablarse a sí misma frente a su padre paralítico, Urania se convierte por fin en sujeto de su propio relato, aunque carezca de la autoafirmación que trae consigo el diálogo. Si bien se descarga después, al confesarse a sus parientes, el impacto de sus revelaciones es oblicuo y tangencial porque no alcanza directamente a su padre. Pero le hace falta todavía expresarse por medio de los universos oníricos de la imaginación creadora que le permitirán ponerse en relación con su cuerpo y sus emociones. La ruptura del silencio de Urania representa un asomo de autoanálisis aunque permanezca todavía como una virgen ingenua, incapaz de examinarse completamente mediante un espejo cóncavo que le revele fragmento por fragmento su realidad íntima para, como lo asevera Irigaray, llegar a elaborar una visión de sí misma que refleje su identidad e imaginario profundo. Porque carece de tal conocimiento, no consigue olvidar ni superar el efecto dañino de las miradas castradoras de su padre y del tirano que la convirtieron desde niña en mercancía de intercambio político e impidieron su crecimiento anímico. En su mente, ambos representan la “bestia” que la ultrajó y no repara en acusar al enfermo de “volverse un desalmado, un monstruo como [su] Jefe” (137). Aunque ha regresado a la isla y a su casa como mujer profesional e independiente, todavía no ha conseguido invertir satisfactoriamente las relaciones de poder mediante el diálogo con estas figuras patriarcales porque Trujillo ha fallecido y su padre es un “muerto en vida”. Urania sigue “hablando sola, como todos los días desde hace más de treinta años” y no puede gozar de la venganza ni herirlo con sus revelaciones (77, 127, 140). Al observarse a través del espejo de la memoria y del espejo lingüístico formado por los testimonios y recuentos de la era, Urania permanece igual. Se contempla a sí misma y al pasado con una mirada exterior, ya que ha sido incapaz de atravesar el espejo plano de la representación masculina para adentrarse
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mediante el espéculo cóncavo en las curvas íntimas de su propio cuerpo. Traspasar su lado racional le permitiría estar en contacto con su imaginario femenino, que le procuraría el conocimiento de las modalidades de su propio deseo. Postula Irigaray que “cet ‘ailleurs’ de la jouissance de la femme ne se retrouve qu’au prix d’une retraversée du miroir qui sous-tend toute spéculation [...] retraversée ludique, et confondante, qui permettrait à la femme de retrouver le lieu de son ‘auto-affection’” (Ce sexe 75). [“este ‘más allá’ del goce femenino sólo se encuentra al precio de atravesar de nuevo el espejo que subtiende toda especulación [...] una repetida travesía lúdica, que la confunde, y le permitiría volver a encontrarse con el sitio de su ‘autoafecto’”]. La mujer habría de redescubrirse a través del espéculo interior mediante este espacio de gozo narcisista que se descubriría de manera lúdica, perturbadora y espontánea. Asimismo, plantea la estudiosa que para asumir este recorrido personal, tan indispensable para encontrarse con la esencia de lo femenino, se supone que cierta labor lingüística sea necesaria para trasmitir lo especularizado e intuido a un discurso original, una especulación constante, que sea un lenguaje propio a su género (Ce sexe 75-77). Por lo tanto, aunque el desahogo de Urania se inicia con una fuerte voz, permanece incompleto, no sólo por prescindir del componente imaginario y erótico, sino por no recurrir a la escritura. Nunca escribe a sus familiares ni les contesta las numerosas cartas ni tampoco mantiene diario alguno (136, 194). Sólo mantuvo una correspondencia con la monja que la ayudó a escaparse, sister Mary, cuyas cartas “jamás mencionaban ‘aquello’”, aunque se pregunta ahora Urania si no “¿Hubiera sido un alivio desahogarse de cuando en cuando en una carta a sister Mary de ese fantasma que nunca le dio tregua?” dándose cuenta instintivamente de la necesidad de liberarse de este peso (199200). Pero el carteo con la religiosa reclusa en el convento no constituye para Urania una apertura a las interacciones que le ayudarían a definir su propia sexualidad. Al contrario, contribuye a mantenerla en estado de niñez eterna como si fuera una suerte de monja secular. Si bien Urania no se expresa abiertamente a su padre, es frente a un público femenino cuando articula por primera vez en su vida los sórdidos pormenores de su “fiesta” privada con el Generalísimo en la Casa de Caoba. En la casa de su tía Adelina y en compañía de sus primas y de su sobrina, Urania revela durante la cena el rol oscuro de su padre a las mujeres aterradas, y las circunstancias de la trágica noche en que fue entregada al tirano. Relata su experiencia con lujo de detalles como si estuviera actuada en las tablas de un escenario o proyectada en una pantalla de cine, y asegura: “Se me olvidan muchas cosas [...]. Pero, de
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aquella noche, me acuerdo de todo” (494). Aunque la descripción de la “fiesta sacrificial” de Urania es altamente visual, al mismo título que las proyecciones a modo de cortometrajes de las fantasías de los personajes vargasllosianos considerados a lo largo de este estudio, sus recolecciones se distinguen en esencia de las demás. En efecto, el submundo reprimido que conjura Urania no procede de su imaginación, sino de una realidad vivida que se ha mantenido como una idée fixe, marcada en su cuerpo y alma con hierro candente. Es como si guardara un rollo de película a modo de pesadilla que solía presenciar en su soledad y que ahora decide estrenar en público. La traumática experiencia de Urania semeja un descenso a los infiernos, ya que esas vivencias giran en torno a personajes fallecidos, deshumanizados o casi muertos en vida. Esta caída se hace explícita cuando Urania rememora el infame recorrido del “abuelo y la nieta rumbo a la cámara nupcial” (505). Urania conjura a la niña vestida de gala que va a enfrentar su suerte al lado de la “Bestia”, un impotente setentón enfermo de la próstata, odiado por muchos y a punto de ser asesinado. Se percibe a sí misma “como las novias de Moloch, a las que mimaban y vestían de princesas antes de tirarlas a la hoguera, por la boca del monstruo”.7 Resulta impactante la evocación del monstruoso ídolo de bronce cartaginés que ha llegado a simbolizar de manera mítica el colmo de la crueldad debido a los centenares de niños que se le sacrificaban. Esta imagen deshumanizada de Trujillo evoca la placa de bronce colocada en los hogares, la cual cobra a posteriori tanto en la mente de Urania como en la del lector connotaciones idólatras como si cada pedazo de bronce fuera una reliquia metonímica del monstruo de bronce candente. 7
Véase La fiesta 496. Moloch es asociado con el dios cartaginés Ba’al, el Toro Sagrado que se adoraba en las culturas púnicas. Suele representarse como figura humana con cabeza de carnero o becerro y se le ofrecían niños en una hoguera sacrificial. Moloch ha sido equiparado con el becerro de oro de los textos rabínicos, con Cronos, Saturno y, en particular, con el monstruo de Creta, el Minotauro. El diseño de la portada de La fiesta que enfoca el fresco Alegoría del mal gobierno (1328) del sienés Ambrogio Lorenzetti (1290-1348) apunta a estas imágenes. En este fresco aparece Tiranía con colmillos y cuernos, sentada en un trono con un cetro en la mano. Gustave Flaubert desarrolló su propia visión del monstruo de bronce cartaginés, asociado en la Edad Media con el demonio, en su novela semihistórica Salammbô (1888), y adorna las cejas de la cabeza de toro del ídolo de hierro de ojos protuberantes. Tomando en cuenta la admiración de Vargas Llosa por Flaubert, esta alusión a Moloch podría haber emanado de Salammbô, de manera que un lector atento sobrepondría su teatralidad y horror a la manera en que Urania vislumbra su propia inmolación en los brazos destructores del monstruoso y demoníaco Trujillo, lo cual intensificaría la percepción de la mirada legendaria del déspota que la aterra.
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En esta fiesta macabra concebida para ella sola, la niña inmolada se hiela como un cadáver, pero ni siquiera así se salva del apetito del Chivo, que le reclama: “Basta de jugar a la muertita, belleza –lo oyó ordenar, transformado–. De rodillas. Entre mis piernas. Así. Lo coges con tus manitas y a la boca. Y lo chupas, como te chupé el coñito. Hasta que despierte. Ay de ti si no despierta, belleza” (508). El macho exacerbado que no consigue recobrar su virilidad apagada, se ensaña con destrozar el cuerpo y el alma de la adolescente: “Te equivocas si vas a salir de aquí virgen”, mientras “esos dedos que exploraban, escarbaban y entraban en ella a la fuerza. Se sintió rajada, acuchillada” (509). Además del miedo y del asco que suelen acompañar el primer encuentro sexual, Urania experimenta el dolor y la brutalidad. Aclara Bruno Bettelheim que el primer contacto carnal está ilustrado en los cuentos de hadas por la metamorfosis temporaria del novio en animal, ya sea sapo o bestia, hasta que la niña pueda madurar y transferir su apego al padre hacia este ser repulsivo (410). Cuando se cumplen estas etapas, la joven estará lista para enfrentarse con su sexualidad y el monstruo se transformará en príncipe.8 En el caso de Urania, la visión idealizada y pudorosa que tenía de los galanes potenciales y de las primeras caricias está brutalmente destruida. Sin comprender lo que le sucede, en este encuentro forzado con la “Bestia”, se une, al asco de la temprana iniciación sexual, la repugnancia por un cuerpo arrugado, feo y acabado, que evoca la muerte próxima. De esta manera se enfrenta la niña con todo el lado negativo de la sexualidad. Asimismo, tiene que presenciar la frustración y el fracaso de su violador, que la culpa de su ineptitud en despertar su deseo. Irónicamente, la niña llega a esta vil fiesta adornada de sus mejores atuendos y de las joyas de su madre después de haber ofrecido a Dios su pureza y castidad a cambio de que su padre se librara de sus problemas. Pero es su propia caída moral –al quemarse en los brazos ardientes del tirano– lo que representa el precio de la salvación paterna en el régimen trujillista. Resulta congruente que se le aplaque la sensualidad y que quede “pura” y “helada” toda la
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Al analizar el simbolismo de los cuentos de hadas, Bettelheim destaca los que conllevan la metamorfosis del príncipe/novio en animal encantado. La “bestia” inmunda puede ser un repugnante sapo o un monstruo pero su transformación en príncipe ocurre a través de pruebas y mientras la niña está enfrentada a la Bestia se imposibilitan las relaciones; dichos cuentos ayudan a los niños a superar las pulsiones del interdicto del Edipo, pero si se prescinde de este período de evolución o si esta etapa simbólica se cumple de manera apresurada, les resultará difícil lograr una madurez emocional (401-10).
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vida porque Urania siente doblemente la traición de haber sido entregada a una bestia que equipara con su padre. Incapaz de gozar con ella, el anciano quiere destruirla cruelmente y aunque su verdugo le rompe el himen, Urania permanece “virgen” porque no ha experimentado ningún placer sensual, al contrario de las mi-mondaines o “medio vírgenes” de la era victoriana, quienes a pesar de preservar su himen se entregaban a la promiscuidad y al placer. Para Urania, el tiempo se ha congelado a partir de entonces sin que pueda olvidarse de la legendaria mirada de Trujillo “que escarbaba, que iba hasta el fondo. Sonreía, muy galante, pero esa mirada me vació, me dejó puro pellejo. Ya no fui yo” (502). Y después de su horrible experiencia sigue temiendo, al recordar los ojos del viejo derrotado en su virilidad: –De repente, alzó el brazo y me miró con sus ojos rojos, hinchados. Tengo cuarenta y nueve años y, de nuevo, vuelvo a temblar. He estado temblando treinta y cinco años desde este momento. Alarga sus manos y su tía, primas y sobrina lo comprueban: tiemblan. La miraba con sorpresa y odio, como a una aparición maligna. Rojos, ígneos, fijos, sus ojos la helaban. No atinaba a moverse. La mirada de Trujillo la recorrió, bajó hasta sus muslos, saltó a la colcha con manchitas de sangre, y volvió a fulminarla (511).
Urania confirma el daño irreparable que padeció porque nunca pudo conocer el amor: “Más nunca un hombre me volvió a poner la mano, desde aquella vez. Mi único hombre fue Trujillo. Como lo oyes. Cada vez que alguno se me acerca, y me mira como mujer, siento asco, horror. Ganas de que se muera, de matarlo” (513). Al enfrentarse con sus antiguos demonios confiesa haber perdido la oportunidad de sostener lazos afectivos. Las mujeres reaccionan con asombro, resistiéndose a aceptar la bajeza del hermano y tío, y a admitir que pasaran tales atrocidades. Su joven sobrina parece reflejar la inocencia del “esqueletito” que Urania representó para Trujillo, y se entabla una comunicación tácita entres ambas mujeres. A pesar del tiempo transcurrido, Urania se ha quedado al mismo nivel emocional que Marianita, que le promete escribirle, conmoviéndola: “Si Marianita me escribe, le contestaré todas las cartas” (518, 508). Se rompe así la barrera de hielo que la mantenía en estado de parálisis. Al decidir entablar una relación epistolar de índole afectiva, la adolescente dormida en Urania empieza a despertarse al mismo ritmo que su pariente. Ahora bien, los dos escenarios del desahogo de Urania comparten una característica común y es la presencia de un ser (el inválido) y de un animal (el loro) incapaces de articular palabras pero que oyen o escuchan atentamente y se mani-
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fiestan por movimientos corporales y una voz quebrada. En la casa de la tía, una docena de referencias a las reacciones del loro Sansón ofrecen un contrapunto ambiguamente humorístico a su crudo y desgarrador relato. Sansón es un “macho” que presencia estas escenas pobladas de mujeres a manera de sustituto del padre ausente, ya que su comportamiento físico establece paralelos tanto con el del progenitor como con el de un público masculino en potencia. Además, sus ademanes funcionan a modo de “respiro cómico”, y ofrecen el alivio necesario para aguantar el trágico impacto y la indignación causados por el recuento de su afrenta. De hecho, las interrupciones y actitudes del ave coinciden de manera grotesca con las del inválido, quien frente al discurso de su hija, mueve “la cabeza, de arriba abajo, de abajo arriba. Su garganta emite un quejido áspero, largo, entrecortado, como un canto lúgubre” (65). Después, “su padre emite de cuando en cuando un suave ronquido” y “pestañea, dos, tres veces” como si reaccionara a las palabras de Urania (131, 209). Su largo monólogo está puntuado por los cambios de expresión del padre postrado que la “mira, alarmado”, “ha vuelto a dar un brinquito y ha abierto mucho los ojos”, “distiende el rostro” o “permanece encogido”, “pestañea, dos, tres veces”, “sube y baja los hombros”, y luego “entrecierra los párpados y se acurruca dispuesto a echar un sueñecito” (128131, 140-142). En cuanto a Sansón, éste “chilla”, “revienta en una catarata de gritos y ruidos que parecen improperios”, “parece petrificado con las palabras de Urania” o “permanece quieto y mudo”, a veces “parece interesado”, “se pasea nervioso”, y “continúa durmiendo” al igual que el anciano, y “manifiesta su contento o descontento, hinchando el plumaje y chillando” (260, 263, 277, 336, 342, 512). Durante la reconstitución por Urania de los detalles atroces de su innoble fiesta, el loro inquieto con sus atisbos de lenguaje abortado parece ser el eco del paralítico y duplicar las episódicas y fragmentadas reacciones que éste tendría si estuviera presente, y escuchara la confesión rencorosa de Urania. ¿Representaría la voz inaudible del padre que reacciona con emoción en sus destellos cognitivos aunque sea incapaz de expresarse? ¿O ilustraría más bien lo absurdo de la situación de Urania que se enfrenta a un ser animalizado, incapaz de percibir el lamento de una hija permanentemente dañada? Se establece un paralelo no sólo entre el ave enjaulada y el padre enmudecido sino que parece apuntar a los seres silenciados por la dictadura. Urania corrobora estas asociaciones porque dice en cuanto lo ve: “Estoy segura que si comprendiera lo que dice, me enteraría de muchos secretos”, otorgándole así a Sansón cualidades humanas (260). Por lo tanto, la incorporación del loro como transferencia paródica de la voz paterna convierte el episodio final en una versión muy teatralizada de esta trági-
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ca rememoración. Este recurso subraya su artificialidad para disminuir el impacto de las desgarradoras revelaciones, como si Urania las estuviera haciendo en las tablas de un teatro. Todo pasa como si la voz de Urania se desdoblara para que se oyera en dos espacios simultáneamente en una suerte de ventriloquia que trae a nivel implícito e inconsciente al responsable de su desgracia, y lo convierte en animal. Se yuxtapone así el escenario propio de la inocencia de la protagonista, relacionado con el engaño paterno, al de la casa de la tía que se convierte en el espacio de la Casa de Caoba que Urania evoca y proyecta como una cinta fílmica. Tales estrategias subrayan las cualidades visuales de los tres capítulos finales procedentes de la voz de Urania. Conviene resaltar que la Casa de Caoba, con la teatralidad de las orgías y los rituales de desfloración de las vírgenes, representa este espacio heterotópico foucaultiano que procede del burdel, del teatro y del cine, y funciona a modo de utopía realizada en la cual todos los demás sitios culturales reales están al mismo tiempo representados, contestados e invertidos. Este tipo de contra espacio recuerda la casa lujuriosa de San Miguel controlada por don Cayo en Conversación y las casas de Barranco y de San Isidro donde vive Lucrecia, y en las cuales se despliegan juegos teatrales en torno a fantasías eróticas escenificadas.9 No obstante, en la Casa de Caoba, el papel estelar de la figura del ídolo Trujillo resalta, especialmente porque suele abusar de niñas indefensas y su poder sexual como político parece ilimitado. Por ende, dicho telón de fondo tan unido a la vida secreta del dictador, funciona en la novela como una construcción en abismo que emblematiza de manera tajante su despotismo y crueldad a través de su dominio sexual. Esta reduplicación especular resalta sobremanera porque la muerte del dictador ocurre precisamente en el corazón del texto, en el medio de la novela, cuando Trujillo, “la Bestia”, se dirigía a la Casa de Caoba, erotizado y dispuesto a desplegar su virilidad (251, 234). La “fiesta” de Urania ilustra tanto su muerte anímica como la de la virilidad del déspota. Representa también un eco paródico tanto del título de la novela como del epónimo epígrafe que apunta al merengue dominicano que celebra la muerte del Chivo.10 9
Para más sobre las heterotopías, véase Foucault, “Des espaces”. El apodo de “Chivo” le fue dado a Trujillo después de su muerte y, en La fiesta, Vargas Llosa pone en un epígrafe la letra de un merengue dominicano titulado “Mataron al chivo”: “El pueblo celebra / con gran entusiasmo / la Fiesta del Chivo / el treinta de Mayo”. Frauke Gewecke observa que el título de la novela pudo haber sido inspirado por el libro de Bernard Diederich Trujillo The Death of the Goat (1978), en el cual parte de este merengue figura también como epígrafe (159). 10
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Como consecuencia de este vil abuso de poder, la lenta recuperación de Urania parece indicar que le costará mucho trabajo liberar su imaginario de las ataduras de las pesadillas del pasado. Quizás nunca llegue a reconciliar las partes escindidas de su personalidad porque ha transcurrido demasiado tiempo para que se despierte su erotismo y por falta de tener contacto con obras de arte que despiertan su imaginación, al funcionar como ventanas existenciales y especulares. Su carteo eventual con la sobrina la devuelve al punto de partida, al período anterior a cualquier iniciación sexual y constituye una antesala a la posibilidad de construir mundos alternos y desarrollar su lenguaje personal. No obstante, existe una gran diferencia entre este proyecto de escritura que representa un asomo de introspección afectiva y la expresión lingüística de Lucrecia que ilustra el control de una mujer que ha examinado las modalidades de sus anhelos. La larga carta de Lucrecia a don Rigoberto dilata el espacio de sus ensueños y este submundo escriturario se asemeja a un monólogo que celebra su cuerpo como fuente estética de goce narcisista e inspiración. Si se contrasta el monólogo iconotextual de Lucrecia con el monólogo interior de Urania, este último resalta por su ausencia total de fantasía, de sensualidad o creatividad artística. Además Urania no toma la pluma para autorretratarse y objetivarse textualmente. Por otra parte, aunque el monólogo de Urania sea descosido, se parece por su sobriedad e intensidad al de las agraviadas heroínas de las tragedias clásicas. En cambio, Lucrecia se identifica de manera lúdica con las heroínas y modelos de las obras de arte y asume como actriz consumada varios papeles que le permiten un renacer constante. Este vaivén entre tableaux vivants y retratos reales y figurados confiere cierta plasticidad y teatralidad al personaje. Lucrecia resulta indisociable de las efigies artísticas tanto en la mente de los demás contrincantes de este juego interpretativo como en la del lector que debe desentrañar sus identidades plurales en distintas ontologías. En contraste con esta recreación perpetua, la psique de Urania queda rígidamente anclada en el momento trágico en que ocurrió su propia desgracia. De la misma manera que simuló estar muerta frente a su violador, parte de ella ha muerto como suele suceder a las víctimas de un trauma (Herman 49). En efecto, Urania se autodefine al final de la novela como tierra árida incapaz de dar frutos: “A mí, papá y Su Excelencia me volvieron un desierto” (513). Se ha quedado con un gran vacío y sólo puede visualizarse emocionalmente en el papel de niña ultrajada o de mujer resentida. Pese al logro notable que representan sus revelaciones y el acercamiento a su sobrina, el lector se percata de que la frialdad y rigidez de Urania permanecen
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intactas. Al final de la novela se enfrenta en el hotel a un borracho que la invita a tomar una copa y le responde brutalmente: “Get out of my way, you dirty drunk” (518). Por lo tanto, mantiene al partir de la República Dominicana la misma actitud reacia que tenía al llegar, cuando le irritaba llamar la atención en las calles, lo cual indica la dificultad de romper un patrón establecido durante décadas, a raíz de la represión violenta de sus sentimientos. Esta circularidad confirma que para ella el tiempo se ha detenido en lugar de transcurrir, sin permitir que evolucionara su visión del mundo para que se mitigaran o cambiaran sus reacciones. Se comprueba, pues, que el violento abuso que padeció Urania de parte de una autoridad patriarcal –ella misma sumisa a un poder tiránico al cual se equipara–, ha dejado huellas permanentes en su psique, de la misma manera que en cualquier individuo sometido a un régimen dictatorial. A pesar de pasar una larga temporada de libertad en un país democrático como los Estados Unidos, Urania vuelve con la incapacidad de enfrentarse a sus verdugos y, al percibir que sus parientes no han evolucionado, como si se hubiera congelado el tiempo tanto para ella como para su gente, constata, desilusionada que “todavía flota algo de estos tiempos por aquí” (514). Se ha refugiado durante su exilio voluntario en su trabajo como en el enclave de su “hobby perverso”, y se desahoga de este mundo interior que la obsesiona décadas después de la muerte del tirano. Su sexualidad e imaginario aplacados son una metáfora de todas las represiones que padecieron los dominicanos a causa de la censura y la violencia. Asimismo, su propio padre enmudece figuradamente, como los presos torturados a quienes Trujillo ordenaba que se les cortara la lengua. El senador Cabral se convirtió al igual que el pueblo dominicano en cómplice y víctima a la vez, y su parálisis final es sólo un testimonio visible del debilitamiento moral que afecta al país entero, aun después de la desaparición del déspota y su régimen político. El pueblo no consigue librarse de tantos años de terror, violencia, censura y represión que le impedía desarrollar un pensamiento crítico. Puesto que la interpretación artística abre la puerta a la creatividad y a la posibilidad de tomar sus propias decisiones, se evidencia que tal proceso de formación individual del sujeto, que le permite expresar su inconformidad, se encuentra reprimido en cada ser sometido a la tiranía, de la misma manera que la sexualidad y los sueños de Urania fueron aplastados. Ello representa un mal quizás irremediable que explicaría el lento camino de los pueblos recién liberados hacia la democracia y el pensamiento individual. Las diferencias que caracterizan los submundos de Lucrecia y Urania ilustran no sólo la medida en la cual el ambiente socio-político que las rodea influ-
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ye en su vida, sino también la manera en que el comportamiento individual refleja metafóricamente la dinámica nacional. Una lectura alegórica de la trayectoria de ambas protagonistas sugiere que cada individuo, consciente de su capacidad de transformación, es susceptible de modificar su posición como sujeto y afirmarse plenamente. La búsqueda personal de Lucrecia, a pesar de estar desprovista de trabas morales, no involucra a la colectividad, sino a su núcleo familiar, y permite su autoafirmación final que representa una reacción en contra del conservadurismo de la sociedad y del sistema patriarcal. Lucrecia aprovecha sus fantasías y la escritura palimpséstica para visualizarse en mundos interiores que son el primer paso a una recreación colectiva, ya que sus propios cambios afectan el equilibrio del núcleo familiar que representa el microcosmos de la sociedad. Las fantasías eróticas relacionadas con el arte pictórico funcionan como ventanas metafóricas al deseo y permiten trascender la realidad, facilitando la formación de una capacidad interpretativa y visionaria, impensables en un régimen opresivo, pero indispensables para el desarrollo de un libre pensamiento. Se podría afirmar que todo recorrido creativo, ya sea de un individuo o de un personaje, reproduce ciertos mecanismos de la producción literaria. Cabe recordar que Vargas Llosa considera que las novelas son imprescindibles para el desarrollo de un “espíritu crítico, motor del cambio histórico y el mejor valedor de su libertad con que cuentan los pueblos. Porque toda buena literatura es un cuestionamiento radical del mundo en que vivimos” (“Un mundo” 5). Ambas protagonistas están muy presentes tanto al final de Los cuadernos como de La fiesta, lo que permite apreciar su evolución personal especialmente en lo que atañe la autoridad patriarcal. Lucrecia, pese a su fuerte presencia, no deja de ser un personaje secundario, voluntariamente pasivo al principio, que carece de profundidad porque sus pensamientos íntimos están dominados por las poderosas voces masculinas. No obstante, sus submundos van cobrando mayor complejidad, al invertirse las iniciales relaciones de poder que tenía con su esposo. Su superación final pone de relieve el menor progreso manifestado en la evolución de un personaje tan bien delineado en La fiesta como el de Urania, que queda atrapada en su recuerdo traumático. Mientras las miradas masculinas estimulan el deseo y la proclividad imaginativa de Lucrecia, anclan a Urania en el pasado doloroso. Se comprueba que del mismo modo que Urania no ha logrado crecer anímicamente, el país bajo la dictadura tampoco consigue recobrar las riendas de su destino personal para compensar el tiempo perdido y retrocede considerablemente en el tiempo. La indagación en los submundos contrastantes de Lucrecia y Urania apunta a que el hecho de conocerse y recre-
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arse es el primer paso para aprender a recrear la nación e instituir renovaciones en una sucesión de etapas que demuestran una evolución del imaginario. A través de trayectorias ficticias, el lector llega a percibir verdades profundas que le permiten interpretar mejor el mundo que lo rodea. Por lo tanto, se demuestra el papel de la literatura y de las demás artes en el estímulo de una conciencia crítica que se desarrolla en el universo ficticio mediante la concepción de submundos que ilustran los cambios que parten del ámbito individual al ámbito colectivo.
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5. Impacto de la fotografía en la creación de mundos en El hablador : de la cámara lúcida y oscura a la selva oscura real y figurada
En su extensa producción literaria, Vargas Llosa ha enfocado los conflictos y tensiones de sectores diversos de su país, ampliando su panorama geográfico para aproximarse a varias áreas de la cartografía peruana, empezando por Lima y la costa, y pasando por la selva hasta recorrer el territorio andino, que constituye el principal escenario de Historia de Mayta (1984) y de Lituma en los Andes (1993). Su creciente interés en las remotas regiones amazónicas se concretiza en La casa verde (1966) y Pantaleón y las visitadoras (1973), obras que surgieron a raíz de sus primeros viajes por la Amazonía. Ambas novelas de estructura fragmentada enfocan personajes emblemáticos y estereotipados, sin adentrarse en su interioridad, excepto por las pesadillas caóticas y paródicas de Pantaleón, el protagonista de la segunda. El escritor profundiza su visión y cambia tanto de tono como de perspectiva en El hablador (1987), tercera novela vargasllosiana que abarca el espacio amazónico. En ella se plantea la controvertible y laudable empresa de representar literariamente el universo selvático a partir de una mirada o expresión interior, supuestamente la de un personaje vocero de una tribu indígena, al mismo tiempo que el texto subraya paradójicamente la imposibilidad de dicho intento. En esta novela, más que pretender capturar la identidad del otro, se destaca la importancia de la preservación de su cultura mediante la recreación ficcional del oficio de hablador que antecedería el de escritor y cuya trascendencia el protagonista quisiera “emular”. El narrador protagonista, cuyo nombre no aparece, pero que representa el álter ego del novelista peruano, subraya las fisuras de este intento figurativo, llamando la atención sobre su índole literaria y explicando la génesis de la novela que se concibe a raíz del impacto visual de la fotografía de un indígena vista en Florencia. La fotografía conmueve al narrador cosmopolita, impulsándolo a proyectar lingüísticamente una imagen en tres partes a modo de tríptico medieval o renacentista que supere al original y lo complete. Partiendo de una ima-
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gen bidimensional, el narrador le da vida, compensando las zonas de sombra gracias a sus recuerdos e imaginación, descifrando la fotografía como si fuera un texto en el cual se leyera entre líneas. Considero que la voz del machiguenga representa un monólogo interior, o submundo fantaseado del narrador que se desdobla en él.1 Por medio de la palabra, ofrecerá su propia versión animada de un hablador selvático, cuya voz mítica se desplegará en una deformación anamórfica y controlada que se presta a varias interpretaciones, hasta que se vislumbre la presencia autorial mediante claves que el artífice, consciente de la naturaleza ficticia de su re-creación, va proporcionando ex profeso a lo largo de la narrativa.2 De hecho, se evidencia la importancia de lo visual en la elaboración artística de esta novela, que consta de ocho capítulos, en los cuales dos voces narrativas (o mundos) se alternan: la voz metadiscursiva del narrador y la de un supuesto hablador indígena que corresponde a tres de los capítulos impares desvinculados de la narrativa principal, ya que parecen surgir independientemente, como si estuvieran flotando en los espacios intertextuales del libro. Los primeros dos capítulos y el último consisten en el prólogo y el epílogo, planteando respectivamente la incógnita en torno a la identidad del hablador entrevisto en la fotografía, seguida de su aclaración. Los tres capítulos dedicados al hablador constituyen una figuración ontológica mítico-religiosa enmarcada por el metarrelato analítico y racional que desmitifica dicha representación. Semejante ubicación en el corazón del texto subraya su procedencia de la consciencia del narrador y resalta la estructura en abismo que acrecienta su carácter metaficcional. La marcada intertextualidad inherente entre los dos discursos –correspondientes a dos planos ontológicos imbricados– de El hablador, trae a la mente La casa verde (1965) y su complemento analítico, Historia secreta de una novela (1971), libro en el cual Vargas Llosa vuelve sobre sus pasos tanto en la concepción como en la elaboración de la novela. De una manera similar, la recreación
1 Véase Volek 38. Varios críticos concuerdan en que la figura del hablador es una fantasía del narrador. Véanse Kristal, Temptation 165, 168 y Booker 131, 137. 2 Sergio Franco opina que “el silencio de la fotografía metonímicamente nos conduce al silencio del nativo que gravita en el inconsciente neocolonial de El hablador, “pero no se detiene en el papel de la fotografía en la elaboración novelesca” (585). Mi estudio enfatiza, en cambio, la manera en que la fotografía estimula la fantasía del narrador para producir una obra de arte escrituraria con cualidades visuales que no pretende silenciar al nativo ni reificarlo sino rendirle tributo mientras se insiste en que se trata de una empresa imposible.
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lingüística de la imagen del hablador machiguenga está intrincadamente conectada, a manera de cajas chinas, a la narración de referencia que propicia los detalles del recorrido supuestamente autobiográfico del narrador y de los hechos concretos que impulsaran la fabricación del mundo selvático. Ambas narraciones emblematizan, pues, el anverso y el reverso de una misma entidad ficcional que reverbera dentro de sí misma, y se proyecta metafóricamente a modo de fotografía acompañada de su negativo que la estaría deconstruyendo paso a paso, como si la recreación del hablador llevara incorporada su propia “historia secreta”.3 El narrador ha explicado la génesis de su interés en los habladores machiguengas, que es paralela al del escritor. Este interés surgió cuando una pareja de lingüistas, los Schneil, le informaron de la presencia en la tribu de “un personaje raro, que no parece curandero ni sacerdote” y cuya existencia los indígenas trataban de ocultar (88-90).4 Expresa sus varios intentos frustrados de escribir sobre ellos durante los últimos veinticinco años: “el tema había seguido siempre rondándome. Volvía cada cierto tiempo, como un viejo amor nunca apagado del todo, cuyas brasas se encienden de pronto en una llamarada. Había seguido tomando notas y garabateando borradores que invariablemente rompía” (151; énfasis mío). A raíz del impacto visual de la fotografía de un indígena vista al azar en una galería, el narrador es impulsado en dos direcciones: redactar sus recuerdos, que ficcionaliza ex profeso, y elaborar su submundo creativo de manera paralela e intuitiva. Paradójicamente, mientras el narrador lamenta su incapacidad de recrear la figura y el discurso del hablador que lo obsesiona, logra darle vida y oralidad en un mundo alterno y paralelo, en una fantasía que no redacta ni controla de manera racional, y que se le “escapa”. Se evidencia que los capítulos impares referentes a la voz del hablador no forman parte del relato del narrador personaje, que clausura o firma su redacción con: “Firenze, julio de 1985” y “Londres, 3 Sara Castro-Klarén ha observado que, en El hablador, Vargas Llosa reúne el discurso crítico con el ficcional –que mantuvo separados en La casa verde e Historia secreta– para realizar una crítica posmoderna de la etnografía, y que crea de manera verosímil un lenguaje mítico de estilo lírico e innovador que remeda la sutileza de los intentos arguedianos (222). 4 Vargas Llosa sostiene que su visión de un hablador machiguenga es una ficción literaria, pero que los lingüistas Snell (Schneil en la novela) le confirmaron que los habladores existen y que están rodeados de una suerte de tabú (entrevista personal). El escritor peruano ha explicado que se le ocurrió la idea de la novela a través de los varios viajes a la sierra durante su campaña electoral que le permitieron acercarse al Perú indígena (“Mario” 13-14).
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13 de mayo de 1987 ” (235). Es factible postular que uno de los efectos producidos por la estructura del texto novelesco abra la puerta a lo que Caillois considera, en Au cœur du fantastique, una intrusión de lo fantástico que se desplegaría en las fisuras del texto sin que el mismo autor lo advirtiera. Este fenómeno convertiría el discurso del vocero machiguenga en un ejemplo de lo que Vargas Llosa define, en base a las ideas de Caillois, como “muda autogenerada, que, con total prescindencia del autor, tomaría posesión de un texto y lo encaminaría por una dirección que aquél no pudo prever” (Cartas 114-115). Pese a las similitudes entre los intereses y la vida del novelista peruano y del narrador de El hablador, no hay que confundir al narrador con el autor, como lo ha resaltado Vargas Llosa: ante todo, conviene disipar un malentendido muy frecuente que consiste en identificar al narrador, quien cuenta la historia, con el autor, el que escribe [...]. Un narrador es un ser hecho de palabras, no de carne y hueso como suelen ser los autores; aquél vive sólo en función de la novela que cuenta, y mientras la cuenta (los confines de la ficción son los de su existencia), en tanto que el autor tiene una vida más rica y diversa, que antecede y sigue a la escritura de esta novela (Cartas 52).
Eco precisa asimismo que el escritor no puede participar del mundo ficcional que ha creado sin convertirse en ente de ficción; tal penetración de parte del autor sería tan sólo una ilusión, un trompe l’œil, porque la barrera ontológica que lo separa de su ficción es absoluta (Role 241-242). Barthes asegura al respecto que el autor regresa en su texto como invitado al mismo título que los demás personajes. Esta inscripción lúdica equivaldría a una “bio-grafía”, ya que el “yo” que escribe no pasa de ser un “yo” de papel (Image 161). Además de tales distinciones, el lector implícito se encuentra con un texto fragmentado, en el cual la trama ficcional de referencia está contrapuesta al ensueño impreso del personaje que representa su mundo interior y, por ende, su escisión. Por lo tanto, la inscripción lúdica del autor se evidencia aún más al observar la naturaleza dual del personaje-autor que ejemplifica este “yo” de papel. En la elaboración de este espacio heterotópico formado por mundos incompatibles, la fotografía funciona como motor dual que revive la memoria e inspira la creatividad. Es factible, pues, atribuir la concepción de ambas narrativas (la principal y la inserta) al mismo autor personaje, pero la reproducción de la segunda estaría a cargo del autor implícito o principio estructurador del texto. Al principio de su estadía florentina, donde se inicia su empresa escrituraria, el protagonista manifiesta el deseo de olvidarse del Perú y de sus problemas, y se
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propone sumergirse en el estudio de “Dante y Machiavelli y ver pintura renacentista durante un par de meses”, pero su país se le impone en la mente, “de la manera más inesperada”, cuando topa con una exposición de fotografías de la tribu amazónica de los machiguengas (7). El efecto del signo pictórico es subrayado por las palabras del narrador al recorrer la calle donde Dante “vio por primera vez a Beatrice”: una vitrina me paró en seco: arcos, flechas, un remo labrado, un cántaro con dibujos geométricos y un maniquí embutido en una cushma de algodón silvestre. Pero fueron tres o cuatro fotografías las que me devolvieron, de golpe, el sabor de la selva peruana. Los anchos ríos, los corpulentos árboles, las frágiles canoas, las endebles cabañas sobre pilotes y los almácigos de hombres y mujeres, semidesnudos y pintarrajeados, contemplándome fijamente desde sus cartulinas brillantes (7; énfasis mío).
Se establece una comunicación propiciada por el azar entre los indígenas contemplados y el espectador. Cabe señalar que estas fotos del recién fallecido fotógrafo Malfatti “carecían de leyendas” porque, con el propósito ulterior de publicar un libro “el artista se había propuesto describir ‘sin demagogia ni esteticismo’, la existencia cotidiana de una tribu que, hasta hacía pocos años, vivía casi sin contacto con la civilización” (8). La publicación de este libro de carácter iconotextual no se cumple por la muerte de Malfatti, pero su intención de presentar de manera objetiva el mensaje puramente visual de las fotografías encuentra terreno fértil en la mente del protagonista que las observa. La desaparición del fotógrafo deja el campo libre al narrador para armar su propia interpretación a modo de écfrasis que se desplegará de manera animada y tripartita. Al observar las fotos que le devuelven la mirada, el narrador reacciona con fuerza: “Estoy seguro de que pasaba de una foto a la siguiente con una emoción que, en un momento dado, se volvió angustia”, poniendo énfasis en su compenetración afectiva y con la certeza de reconocer ciertas caras, en particular la de un niño desfigurado por un tipo de lepra, la “uta” (9, 162). Una imagen en particular lo impacta: la fotografía que esperaba desde que entré a la galería apareció entre las últimas. Al primer golpe de vista se advertía que aquella comunidad de hombres y mujeres sentados en círculo, a la manera amazónica [...]. Todas las caras se orientaban como los radios de una circunferencia, hacia el punto central, una silueta masculina que, de pie en el corazón de la ronda de machiguengas imantados por ella, hablaba, movien-
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do los brazos. Sentí frío en la espalda [...]. Bajé, acerqué mucho la cara a la fotografía. Estuve viéndola, oliéndola, perforándola con los ojos y la imaginación (9-10; énfasis mío).
Esta configuración circular se asemeja al círculo trazado dentro de un mandala en los rituales meditativos orientales y simboliza una actividad arquetípica que une a los oyentes como si tuvieran el mismo “corazón”. El narrador se impresiona hasta el punto de desarrollar una relación sinestésica con la fotografía. La vista, íntimamente unida al olfato y al tacto, provoca una penetración metafórica de la escena proyectada en el celuloide que cobra vida de manera proteica, e impulsa al espectador en su deseo de elucidar el misterio de la silueta vista de sesgo de este indígena. Queda convencido de haber visto a “un hablador”, archivo oral de los machiguengas e institución sobre la cual había intentado escribir sin éxito durante años. Además, el narrador revela al concluir su relato que decidió reconocer en dicha fotografía a un ex amigo limeño de los años universitarios (230). Se trata de Saúl Zuratas, antropólogo obsesionado por la suerte de los machiguengas, que llegaría a convertirse física, moral y espiritualmente en El hablador epónimo. En sus reminiscencias, que conciernen un pasado tanto lejano como reciente, el narrador describe a Saúl como un ser dividido entre dos culturas, medio judío y criollo, y además desfigurado por un lunar oscuro que le cubre la mitad derecha del rostro, valiéndole el apodo de Mascarita.5 Con este “marginal entre los marginales”, el protagonista solía sostener debates ideológicos en los años 50, cuando frecuentaban la Universidad de San Marcos, ambos planteando de manera dialógica soluciones opuestas referentes al peligro de extinción de los indígenas (233). Las reacciones del protagonista hacia los mensajes impartidos por la fotografía y sus efectos en el andamiaje estructural del texto novelesco, se pueden elucidar mediante los planteamientos de Benjamin y Barthes. De acuerdo con dichos pensadores, además de tener una conexión íntima con el referente de cuya existencia constituyen las pruebas fehacientes, ciertas fotografías impresionan de manera singular al sujeto que las observa mediante un detalle particular que varía con cada espectador. Para Benjamin, este detalle sería el “aura”, térmi-
5 El lunar que deforma la cara de Mascarita es una alusión a “el Lunarejo”, el peruano Juan Espinoza de Medrano. En su discurso de aceptación del Premio Príncipe de Asturias en 1986, Vargas Llosa resalta el afán del autor de Apologético en favor de don Luis de Góngora (1662) de fusionar las letras europeas con el contexto americano (“El Lunarejo” 401-407).
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no relativo a las asociaciones conceptuales que gravitan en torno al objeto percibido y precursor de una de sus variantes, el “punctum” barthiano (Ferguson 190). En su ensayo, La chambre claire (1980) o cámara lúcida, Barthes distingue la naturaleza dialéctica de la fotografía, que está al mismo tiempo cargada y desprovista de un sistema de códigos; es decir, cada fotografía poseería una índole científica codificada que representa el contexto histórico-cultural, el “studium”, al lado del cual existe también de manera subyacente, el “punctum”, que sería este detalle o cualidad que atrae, agarrando de manera subjetiva al espectador, actuando a la manera de una iluminación que suspende los sentidos y permite acceder a la esencia de dicha fotografía (48-49, 84). Barthes asocia el punctum a una flecha que punza la mirada del observador como una herida que se asemeja a “[une] piqûre, petit trou, petite tache, petite coupure –et aussi coup de dés”, que traduzco como “pinchazo, agujerito, pequeña mancha, pequeño corte, y asimismo golpe de dados o casualidad”; señala Barthes que las fotografías suelen estar manchadas de pequeños puntos a modo de corte o cicatriz que lo afectan de manera aguda del mismo modo que el azar produce un punctum que lo aflige o lastima (La chambre 49). Se piensa en la dialéctica visual y especular del narrador de El hablador con la fotografía que lo hiere en el “corazón” y a quien devuelve el flechazo, creando fisuras de manera figurada “viéndola, oliéndola, perforándola con los ojos y la imaginación” (10). Por otra parte, la impresión visual provoca un movimiento temporal bidireccional hacia el futuro y el pasado, que provoca la creatividad y la rememoración experimentadas por el protagonista frente a la fotografía del machiguenga. El intenso efecto del punctum, que se podría ilustrar metafóricamente por el flash fotográfico, no es estático según Barthes, sino que se despliega activamente hacia el futuro, empujando al espectador a la lectura, la escritura creativa o la contemplación. Este movimiento corresponde a la génesis de una novela incipiente en la mente del observador presa de una distorsión, entre la certidumbre y el olvido, generadora de una angustia vertiginosa y policíaca que Barthes asocia con la película de Michelangelo Antonioni Blow-up, basada en “Las babas del diablo” de Julio Cortázar.6 Este relato gira en torno a una fotografía de una escena de seducción que ofrece fenómenos inexplicados al ser revelada. Aunque difiera del relato, esta película ilustra la ambigua relación entre lo percibido (o recordado) y lo captado por la cámara oscura, dualidad que Benjamin analiza,
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Véanse Barthes, La chambre 130-132, 131-134 y Cortázar, Las armas 61-77.
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planteando la presencia de un inconsciente óptico (“Short” 7). Frente al impulso creativo que Barthes dirige hacia el futuro, Benjamin postula, en cambio, que el impacto aurático conlleva una vuelta hacia al pasado ligada íntimamente a los conceptos proustianos de “mémoire involontaire” y “volontaire”. Benjamin asegura que la memoria involuntaria es una metáfora de la vista y el entendimiento, que trae espontáneamente al presente el pasado que no ha sido registrado por la conciencia, al contrario de la memoria voluntaria, que permanece al servicio del intelecto (Illuminations 158, 186). Aunque ambos teóricos subrayan la intensa participación del espectador en el presente perceptible, Benjamin señala un movimiento temporal inverso al formulado por Barthes, el cual insiste en la propensión creativa hacia el futuro, sin descartar por lo tanto la recuperación del pasado. Por ende, cuando el protagonista ve la fotografía en Florencia, se percata de la existencia concreta del supuesto hablador, y se encuentra predispuesto a relacionarse con él a través del tiempo y del espacio. Su reacción se explica, siguiendo a Barthes, porque más que la existencia del referente, le interesa la certeza de que a través del tiempo y del espacio estos mismos rayos que lo tocaron le alcanzan al mirar la fotografía. Declara Barthes que desde el punto de vista fenomenológico, el poder de representación se supedita al poder de autentificación, ya que lo esencial es la habilidad de relacionarse con el objeto contemplado a pesar del tiempo transcurrido, y advierte que no considera en absoluto la fotografía como una copia de lo real sino como una emanación de lo “real pasado: una magia, no un arte”.7 La fascinación del narrador por esta imagen selvática que irrumpe en el espacio florentino, se originaría de una cualidad en particular, sea el aura o el punctum inherente en la silueta en claroscuro que constituye el centro radial de una circunferencia de miradas y cuyas zonas de sombra lo intrigan. Se puede trazar una dicotomía respecto a dicha reacción para explicar la génesis de cada uno de los planos ontológicos (el submundo y las memorias): en primer lugar, la recreación ficcional de la metamorfosis de Saúl Zuratas en hablador en los capítulos impares resultaría del impacto del punctum que impulsa al narrador a hacer conjeturas acerca de los paraderos de su antiguo compañero, haciendo un salto creativo hacia el futuro para imaginar un mundo alterno. De la misma manera que Barthes decide que la fotografía de su madre a los cinco años es la que le confiere su esencia, el narrador decide que la silueta
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Véase Barthes, La chambre 126-128, 138-139.
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de la fotografía del machiguenga representa a su amigo transculturado en hablador.8 La compenetración emocional del narrador se evidencia por las repetidas veces en que observa la fotografía hasta llegar a equipararla con las obras maestras de los Uffizi (10, 227). Asimismo, se la ha “aprendido de memoria, en todos sus detalles, milímetro a milímetro”, y considera su recuerdo “más conmovedor que el armonioso murmullo de la terza rima dantesca” (228). De este modo, le confiere un carácter ritual generalmente asociado al aura de una pintura original. De hecho, Benjamin afirma que atribuir a un objeto, aun si no se trata de una obra de arte, una cualidad aurática, significa otorgarle la habilidad de devolvernos la mirada, lo cual depende de la intensidad de la reacción del observador (Price 142-143). Es lo que ocurre al narrador en la galería, cuando se percata de que los indígenas retratados estaban “contemplándo[lo] fijamente” (7). Esta impresión visceral teñida de la angustia que experimenta, se asemeja a la herida interna que se asocia con el punctum. Es precisamente a raíz de esta lesión figurada como se origina el deseo del narrador de elaborar su submundo en una imagen tripartita de índole lírica. En segundo lugar, la redacción de sus memorias generada por el efecto aurático que borra el tiempo lineal trae, de manera vívida, el recuerdo de Saúl Zuratas, incitando al protagonista a volver a trazar las etapas que lo condujeron a intentar recrear la figura del hablador denominado Tasurinchi en la novela como la de los demás machiguengas. La función de la memoria, voluntaria o involuntaria, impela al narrador a reorganizar su experiencia archivística, incluyendo conversaciones, reportajes, testimonios e investigaciones, recopilados durante un cuarto de siglo en torno a los habladores. La recuperación proustiana de trozos de vida y su racionalización representan un recorrido interior, tanto consciente como inconsciente, que influye en la elaboración de ambos planos ontológicos: el del mundo alterno y el de la trama referencial. Esta exploración interior que efectúa el narrador personaje de mediana edad y que se desempeña intelectual y culturalmente dentro del contexto florentino, evoca el periplo dantesco. Me refiero al viaje en la selva oscura del alma, ilustrado por los primeros versos de La Divina commedia: “Nel mezzo del cammin di nostra
8 Barthes decide omitir esta fotografía de las demás impresas en su libro y la describe, convirtiéndola en fotografía virtual, ya que el punctum no se puede compartir, y que los espectadores sólo podrían relacionarse con el studium. Considera que todas las fotografías forman un laberinto, en el cual la fotografía de su madre representaría su Ariadna que lo llevaría a elucidar el hilo que lo conducía hacia ella (La chambre 106-115).
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vita / mi ritrovai per una selva oscura / che la diritta via era smarrita” (Dante, Inferno 22) [“A la mitad del camino de nuestra vida / me encontré en una selva oscura / porque había perdido la verdadera senda”]. El narrador cosmopolita rellena las zonas de sombra de la fotografía original filtradas a través de la cámara oscura con impresiones emanadas tanto de la selva oscura “real” como figurada de su vida interior, armándose así el andamiaje de su transposición lingüística. Todo sucede como si el narrador fuera un fotógrafo que estuviera recurriendo a la escritura para retocar la imagen y ofrecer otra perspectiva, creando su propia versión metafórica de un ser ficticio, en la cual se proyecta también el “yo” del artífice mediante su memoria selectiva e imperfecta. Sale a relucir que, en dicho proceso, la luz del referente no es capturada por la cámara oscura del aparato fotográfico, sino de manera diferida a partir de impresiones anteriores filtradas por la selva oscura, o cámara oscura de su interioridad. La empresa artística del narrador sería ofrecer una representación más lúcida, desprovista de claroscuro, eliminándose así los puntos de interrogación. En El hablador se observan juegos especulares entre las imágenes concretas y virtuales, ya sea recordadas o fabricadas, que funcionan de manera sincrética. Se yuxtapone la mirada exterior con la interior, que refleja imágenes recordadas que unen tiempos y espacios. Este proceso interior corresponde a la escritura del protagonista, como si la fotografía le ofreciera una pantalla de base para la proyección ulterior de la tira cinemática recreando al hablador. Si bien Saúl representa su contrapunto ideológico en la dialéctica intelectual, el narrador, al imaginar la transculturación potencial de su amigo, vislumbraría en este contador tradicional un aspecto arquetípico de su papel de escritor.9 Esta transcultu-
9 Si bien la idea de “transculturación”, acuñada en 1940 por el antropólogo cubano Fernando Ortiz, une fenómenos de “desculturación” a otros de “neoculturación”, la “transculturación narrativa” ideada por Ángel Rama, y cuyo mayor exponente es Arguedas, es una alternativa al regionalismo y al vanguardismo que perseguía una “síntesis” entre el culto a las raíces tradicionales y la modernización (Rama 38). En El hablador la transculturación resultante de la fantasía del narrador es, en cambio, un acto poético que efectúa una simbiosis de elementos occidentales en la voz ficticia, aunque entrañable y convincente, del antropólogo convertido en machiguenga. Aunque el proyecto ramiano haya suscitado controversias por provenir de un letrado y silenciar al otro, no descarta la necesidad de representar a otras culturas hasta que estén en condición de expresarse. La estrategia vargasllosiana de concebir la voz de los machiguengas a partir de la de un occidental que se somete a una aculturación al revés, le permite identificarse con él e imaginar su conversión (o transculturación) dentro de este espacio literario, y permite al lector occidental, consciente del artificio, compenetrarse con los rasgos universales de esta oralidad arquetípica.
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ración imaginada reflejaría su escisión interior frente al destino de este pueblo fragmentado, amenazado por los avances de la civilización. Por eso, su obsesión con escribir sobre ellos y recrearlos en un submundo que les dé vida, indica que se resiste a las soluciones pragmáticas que le impone su pensamiento racional. El protagonista relata sus frustradas experiencias al dirigir, en 1981, un programa de televisión de nombre elocuente, La Torre de Babel, que lo lleva a filmar a las poblaciones selváticas (cabe recordar que Vargas Llosa dirigió en 1981 un programa televisivo del mismo nombre). Aunque el medio televisivo se presta a la subjetividad –según las selecciones y ángulos de enfoque del objeto filmado– este proyecto pretende exponer puntos de vista conflictivos, revelando una preocupación obsesiva por la objetividad (148, 180). Pero, los fracasos debidos a un trabajo en equipo minado por los filtros defectuosos de la cámara, impiden la realización de imágenes desprovistas de sombras: “las imágenes salían afeadas por unas extrañas manchas. ¿Qué eran estas medialunas sucias? [...]. Estas medialunas grisáceas macularon todos nuestros programas” (143). Estas sombras evocan las fisuras y zonas figuradas de las fotografías que se resisten a la interpretación y hieren al espectador. Semejantes impedimentos justifican que el protagonista recurra al medio lingüístico para edificar una recreación controlada de su visión interior. Logra crear la imagen de un hablador tan sólo en su fantasía, en la cual borra las imperfecciones y las dudas que no consigue eliminar de sus intentos escriturarios concretos y racionales. Por otra parte, la fotografía de Malfatti, observada en la trama “real” de referencia, es virtual para el lector, cuya mirada, guiada por el narrador se detiene en el lado derecho más oscuro de la silueta fotografiada, que coincide con el lunar de Mascarita y por ende sigue los imperativos del punctum experimentado por el personaje. Las zonas de sombra de la fotografía se asocian al rostro bifronte de Saúl pero también a las medialunas que manchan las imágenes proyectadas en las pantallas televisivas. El nombre del fotógrafo florentino, Malfatti, que apunta a asuntos “mal hechos”, sugiere que el protagonista se dedique a superar la obra del italiano, moldeando su representación tripartita bajo la influencia de su afición al arte renacentista. Es irónico que se partiera de asuntos “mal hechos” (malfatti) visualmente, para mejorarlos lingüísticamente en “bien hechos” (benfatti), en torno a un hombre “mal hecho” (malfatto).10 Por ende, a partir de una imagen bidimensional, se proyectará una visualización
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Véase Volek 222.
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animada y potencialmente sonora con la voz del hablador, a la manera de una cinta televisiva o cinematográfica. Según Barthes, es precisamente el punctum de una fotografía lo que le da vida y lo que, de manera fantástica, arrastra tanto al personaje retratado como al espectador fuera del marco, como si la imagen proyectara el deseo más allá de lo que muestra en un campo ciego exterior a la foto (La chambre 91-93). Se inicia en la mente del observador una sucesión de imágenes que sacan al personaje del retrato que lo enmarca y lo restringe y lo transforman en un fenómeno visual que corre paralelo a las observaciones de Caillois acerca de la intrusión involuntaria de lo fantástico en las fisuras del texto. La irrupción de elementos fantásticos se produce entonces por la pluralización de lo “real” que problematiza la representación. Por consiguiente, la estructura profunda de lo fantástico deviene ontológica en lugar de epistemológica como lo ha teorizado Todorov, y no resultaría de la vacilación entre lo extraño y lo maravilloso sino entre este mundo y el de al lado (McHale, Postmodernist 74-75). Por otra parte, no sólo los dos planos ontológicos, el submundo figurativo y la trama de referencia analítica, evocan una fotografía yuxtapuesta a su negativo, sino que ambos representan una deformación –consciente o inconsciente– de la fotografía original. Se trata de un juego con la perspectiva que corresponde a una distorsión anamórfica que subraya la naturaleza ficticia de la representación. De acuerdo con Jurgis Baltrusaitis, la anamorfosis es una proyección de las formas artísticas fuera de sí mismas, requiriendo un esfuerzo de parte del espectador para encontrar el ángulo visual que permita la reconstitución de la visión del artista. Baltrusaitis parte de un cuadro de Holbein, Los embajadores, en el cual figura un elemento “amorfo” que carece de significado hasta el momento en que, al observar el cuadro desde un determinado punto de vista, se descubre que se trata de una calavera (91). Aunque las anamorfosis suelen conjurar un memento mori, la relación con la muerte, en El hablador, encubre matices suplementarios. En efecto, desde el principio de la novela, el protagonista no puede entrevistar al fotógrafo que acaba de fallecer, dejando que su obra hable por sí misma. La muerte del fotógrafo –autor en potencia– cede el espacio al nacimiento de otro tipo de autoría. De hecho, ambas desapariciones dejan al protagonista en libertad para crear, eliminando su peso testimonial, y subrayando la paradoja inherente en cada fotografía, la cual alude al mismo tiempo tanto a la inmortalidad como a la muerte del objeto que cosifica. Saúl Zuratas también se esfuma de los círculos limeños y reaparece en el submundo del protagonista reencarnado en un hablador que asegura haber vuelto a rena-
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cer por “segunda vez” y de “verdad”, lo cual implica la muerte figurativa del antropólogo (203, 207). La fotografía de la silueta en la exposición florentina conlleva asimismo su carga de memento mori, que impacta al narrador espectador, puesto que apunta a la afirmación de un pasado irrecuperable, fenómeno que Barthes bautiza con el noema “Ça-a-été ”, es decir, “Esto-ha-sido”, recuerdo irrefutable de nuestra presencia que ha sido registrada a la par de nuestra mortalidad.11 Aunque semejante dualidad se prolonga en la fotografía virtual (hecha de palabras) puesto que la escritura supone una ausencia en sí, el medio escriturario le otorga al creador del mundo alterno una libertad absoluta, incluso la de proyectarse en el retrato del otro. El lector se enfrenta a dos tipos de anamorfosis generadas por la fotografía: la primera, artística, y la segunda, analítica, que refleja a la primera de manera invertida como si fuera su negativo. En el prólogo, se sabe que el antropólogo limeño, aficionado a la lectura de La metamorfosis, “tenía un lorito hablador de nombre y apellidos kafkianos que repetía todo el tiempo el apodo de Saúl: ‘¡Mascarita! ¡Mascarita!’”, que se le posaba en el hombro y “lo interrumpía a menudo con su chillido mandón: ‘¡Mascarita!’ ‘Quieto, Gregorio Samsa’, lo calmaba él” (12, 17). De hecho, entre los guiños autoriales del narrador escritor que apuntan hacia el punto anamórfico inherente al tríptico virtual, destaca la metamorfosis de Saúl en hablador, quien en su momento sueña, en una de sus “mareadas” visionarias, que se convierte en un insecto denominado TasurinchiGregorio (196). Mientras el narrador sueña la transformación de Saúl en hablador, el hablador transculturado sueña en mundos míticos alternos su propia metamorfosis o trasmigración en distintos animales en una construcción en abismo, en la cual subyace el submundo del personaje kafkiano, el marginado Gregor Samsa. Además, el hablador se desplaza con un loro deforme en el hombro, bautizado “Mas-ca-ri-ta”, que repite su propio nombre y que adopta como su animal totémico (223-224). Aparecen, pues, las dos caras invertidas de la fotografía y de su negativo, develando su estructura en forma de quiasmo como si el hombre y el pájaro intercambiaran papeles en un proceso de puesta
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Noema es un término usado en la fenomenología para expresar un “pensamiento como contenido objetivo del pensar, a diferencia del acto intencional, o noesis” (“Noema” 1444). Para Barthes, el largo período de inmovilidad que requería la pose del sujeto frente a la cámara se asemeja a una versión de la muerte, mientras que Benjamin la relaciona con la inmortalidad y un potencial aurático superior. Susan Sontag asimila la fotografía a un memento mori (15). Véanse Ferguson 86-87; Shawcross 42-45 y Benjamin, “Short” 17-18.
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en abismo que se refleja también en el intercambio lírico del hablador, que dialoga con los pájaros de la misma manera que el Tasurinchi seripigari (o brujo) conversa con las luciérnagas cuyas hembras se transforman en estrellas. La asociación del hablador con el loro parlanchín y deforme como él, puede también apuntar a una transformación futura en la cadena de transmigraciones, o remitir de manera autorreflexiva al hecho de que su propio discurso no sea nada más que una sarta de repeticiones como suele ser el lenguaje de los loros. Su aceptación del loro contrahecho en contra de las reglas tribales podría ser una manera de cambiar lo que considera negativo en la cultura machiguenga. El submundo del narrador dilata la perspectiva de la fotografía y engrandece la silueta indefinida del hablador para universalizar su condición de archivo oral. Concebida bajo la influencia del arte renacentista que hermana la pintura con la literatura, esta representación tripartita posee características iconográficas: aparte de retratarse al hablador como el salvador de las tribus esparcidas que lo esperan y lo escuchan con ansia y fascinación, se subraya el carácter sagrado de sus relatos transmisores de la cosmovisión machiguenga. El inconsciente colectivo y la cosmogonía indígena se mezclan con interferencias occidentales provenientes del bagaje cultural y del inconsciente personal del antropólogo transculturado, cuyo discurso palimpséstico se tiñe de versiones de historias judeocristianas con referencias al Diluvio, a “Tasurinchi-Jehová”, a la figura del Niño Jesús, pasando por la de Cristo y la Trinidad. Hilvanado de esta manera, el retrato del hablador cobra parentescos con los profetas bíblicos y los santos católicos, mientras los ecos correspondientes de la narración principal corroboran esta lectura, puesto que el protagonista se refiere varias veces a Saúl como a un arcángel, aludiendo a su transformación ulterior como a una “revolución interna” sólo propia de un “santo, iluminado o loco” que “fue atrapado en una emboscada espiritual” (41, 93, 207, 209). El narrador afirma: “Visto con la perspectiva del tiempo, sabiendo lo que le ocurrió después –he pensado mucho en esto– puedo decir que Saúl experimentó una conversión. En un sentido cultural y acaso también religioso” (21). Además, el nombre de Saúl, vinculado al de San Pablo –un hablador converso que ha renacido para unificar a los pueblos– confirma la dimensión espiritual de este tríptico que adquiere la complejidad de los retablos y cuyo lenguaje lírico evoca la obra tripartita de Dante con su terza rima envolvente. Ahora bien, este tríptico virtual queda enmarcado, como preservado en un estuche, por el discurso de referencia en una suerte de estructura en abismo que acrecienta su índole mítico-religiosa. De la misma manera que la silueta de la
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fotografía se situaba en el centro del círculo de oyentes, más bien en el “corazón de la ronda de machiguengas imantados por ella”, los tres capítulos impares surgen en el meollo del texto en torno a un hablador seudoautóctono (10). Éste se dirige con el vocablo “ustedes” a los miembros de su tribu e indirectamente al lector, insistiendo en su posición céntrica en el “corazón” de las miradas (41; énfasis mío). El narrador, admirado por el amor de Saúl hacia los machiguengas, está todavía conmovido por “la tradición de ese invisible linaje de contadores ambulantes de historias [...] que de tiempo en tiempo, [le] vuelve a la memoria y [...], desboca [su] corazón con más fuerza que lo hayan hecho nunca el miedo o el amor” (234 énfasis mío). Este componente emocional denota la herida interna que resultara del punctum de la fotografía de Malfatti cuyo nombre simbólico, Gabriele, subraya la trascendencia del mensaje visual operado por su obra. Ello confiere un impacto afectivo a la representación iconográfica del arcangélico hablador que surge en el espacio intertextual como si flotara mágicamente. De esta manera se unen tácitamente mundos y cosmovisiones dispares –representados por los dos discursos entrelazados que se rozan sin tocarse– con la magnitud de su propia “anunciación”, borrándose así la dimensión espacio-temporal entre la civilización y el mundo primitivo por estos vasos comunicantes. El contrapunto entre esas dos entidades ontológicas (el submundo imaginado y el relato racional) encuentra su equivalente a modo de réplica inserta dentro del discurso principal, el cual presenta dialógicamente las ideologías opuestas de Saúl y del narrador. Estas constantes oposiciones son anticipadas por el plan inicial del protagonista de estudiar a Dante y a Maquiavelo, y parece congruente bajo la influencia de esta dualidad típica del Renacimiento florentino, que mientras el tríptico representa un simulacro lírico espiritual de visión idealizada, en la narración principal se articulan discursos demoledores de ilusiones, sean políticas o literarias. A pesar de que la estructura novelesca refleja esta tendencia binaria, la insidiosa influencia del poema de Dante lleva al narrador a ver en las simetrías de la cosmogonía machiguenga “reverberaciones dantescas” y a establecer paralelos entre las incomodidades de la vida florentina y “los suplicios dantescos” (103, 226). Hasta las tres misivas que manda a Mascarita desde Madrid y París y que quedan sin respuesta –dejándolo perdido en el laberinto infernal de sus investigaciones– representan otra triada, aparte de la terza rima y de la división tripartita de la Commedia, de connotaciones dantescas (102-104). Ello apunta a que los protagonistas siguen evolucionando en círculos concéntricos, enfrentándose a obstáculos reminiscentes de la senda smarrita que les impide la salida. Ade-
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más, el recorrido de ambos protagonistas por la selva oscura real y figurada se asemeja a una suerte de viaje a la semilla carpentieriano y junguiano. Esta odisea se resuelve artísticamente mediante la fabricación de la imagen figurada del hablador, filtrada a través de la cámara virtual de la interioridad del escritor personaje que se adentra debajo de la piel de su amigo, identificándose con su condición de marginado para poder imaginar su transformación no sólo en machiguenga sino hasta cierto punto en una réplica arquetípica de sí mismo. De hecho, esta imagen resulta de la proyección fantaseada de la conversión de su amigo en un arcaico contador de cuentos, oficio que refleja el suyo, y en el cual se especulariza. Aparte de las fotografías de la galería florentina y de las cintas televisivas que el narrador graba en su segundo viaje a la selva, conviene mencionar otro signo visual que aparece temprano en la novela y nos devuelve a la época universitaria del protagonista. Se trata de la grafía selvática que anticipa la escritura y la pintura, un equivalente del visibile parlare o “habla visible” observada por Dante, en su cualidad de narrador personaje, al descifrar la retórica de los bajorrelieves esculpidos en el mármol blanco de la montaña del purgatorio y que ilustran escenas de la historia religiosa y secular (Purgatorio 134-135). Esta oralidad sin palabras se observa en los atisbos escriturarios representados por las inscripciones y tatuajes de los indígenas y se manifiesta mediante un “hueso mágico” de forma romboide que obsequia Saúl al narrador, “grabado con unas figuras geométricas [...] representando dos laberintos paralelos” a modo de “dos boas enroscadas”, que emblematizan “el orden que reina en el mundo” según las creencias machiguengas. El que se deja ganar por la rabia tuerce esas líneas y ellas, torcidas, ya no pueden sostener la tierra” (17). A la luz de esta grafía o “escritura cifrada” inspirada, según Saúl, en las mareadas oníricas del seripigari, resalta la estructura en cajas chinas de la novela, que pone en perspectiva el impacto de la fotografía y dirige la mirada del lector hacia otro punto anamórfico (18). Se evidencia que no sólo los dibujos de este amuleto aluden a la configuración espacial entrelazada del tríptico virtual y de su negativo metaficcional, sino que también refleja de manera especular las opiniones conflictivas de los dos amigos, y la dificultad de llegar a un absoluto, manifestada en sus discusiones apasionadas: el deseo de Saúl de defender a toda costa la preservación de las culturas machiguengas, frente a la postura pragmática del narrador que favorece la aculturación e integración al mosaico étnico del territorio peruano para evitar su extinción frente a una modernización cuyo avance considera inevitable para erradicar el hambre y la miseria.
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Mientras Saúl considera inmoral la empresa del Instituto Lingüístico de Verano y la de los misioneros y etnógrafos que adulteran hasta los sueños de los indígenas, el narrador arguye: “¿Deberían dieciséis millones de peruanos renunciar a los recursos naturales de tres cuartas partas de su territorio para que los sesenta u ochenta mil indígenas amazónicos siguieran flechándose tranquilamente entre ellos, reduciendo cabezas y adorando al boa constrictor?” (23-24). Sin embargo, al redactar su relato, el protagonista expresa su profunda tristeza frente a una solución que él mismo preconiza, y a pesar de su oposición a la visión utópica de Saúl, declara: “una irreprimible melancolía me embargó al pensar que esa sociedad [...] a la que unos contadores de cuentos trashumantes servían de savia circulante, estaría desapareciendo” (158). Su valoración del oficio del hablador, tan parecido al del escritor, es la semilla que lo predispone a reaccionar frente a la imagen de un supuesto hablador en la exposición florentina, impulsándolo a forjar un simulacro de figura redentora de las comunidades indígenas a guisa de ícono universal. El narrador ve en esta silueta que lleva impresa en la mente, y donde se dibuja y desdibuja reiteradamente como si preparara los esbozos de una composición pictórica, ecos de las siluetas de los “troveros ambulantes de los sertones bahianos” y del “seanchaí ” irlandés, figuras arquetípicas de voceros que traen al presente los mitos y la magia de tiempos remotos y que el texto une a modo de vasos comunicantes (158).12 Nacida de los contornos de esta silueta obsesiva que el protagonista rellena con pinceladas surgidas de su memoria, la voz recreada del hablador se dirige a los lectores occidentales para abogar su derecho a la supervivencia, cristalizándose así las dudas del narrador que proyecta sus propios conflictos interiores en la cara híbrida y escindida de su amigo. Cabe mencionar que Vargas Llosa, al igual que su álter ego novelesco, ha manifestado semejantes inquietudes en torno a este dilema, y ha reiterado su gran respeto por los machiguengas, que han resistido persecuciones desde la era incaica, tanto como su reticencia frente a una solución que le parece inevitable para luchar en contra del hambre y de la miseria.13 El viaje figurado de Masca-
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Véase Vargas Llosa, A Writer’s 36-37. Esta referencia a los sertones evoca al Enano, quien en La guerra, amalgama historias fantásticas, exóticas, anécdotas y romances populares, afirmando que ni las inventa ni las interpreta, sólo las transmite (522). Se destaca por su oralidad frente a tres personajes escribientes: el periodista miope, el frenólogo anarquista, Galileo Gall y el monstruoso escriba del Consejero, el León de Natuba. Debido a su relativamente limitada creatividad, y particularmente al espacio restringi13
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rita en el universo machiguenga evocaría tanto una versión del viaje interior del narrador que se identifica con su amigo como del viaje interior del autor real en unos desdoblamientos sucesivos y especulares. La postura ideológica del narrador protagonista no carece de zonas grises que reflejan su escisión intrínseca. Se está dejando contagiar por la mitología indígena, ya que preocupado por la seguridad de Saúl, invoca –a partir de la Ciudad Luz y en su discurso racional– a la deidad machiguenga: “le pedí a Tasurinchi que ninguna bala se hubiera tropezado con él” (105-106). Además, en su segundo viaje a la selva, el protagonista da señales de una conversión profunda, aunque inconsciente, al dirigirse a la Luna por su nombre machiguenga: “¿Era buen o mal signo que Kashiri, este astro macho, maligno a veces y otras benéfico, de la mitología machiguenga, me ocultara su cara con manchas?” (158). Estas sombras remiten a las dudas que lo asaltan acerca de la existencia del hablador y, asimismo, a la elusiva cara manchada de Saúl. Sigue observando: “Ahora se veía a Kashiri, en un cuarto creciente, de un amarillo anaranjado, rodeada de su vasto harén de luciérnagas chisporroteantes”, demostrándose así una tácita aceptación y asimilación de la mitología de la tribu (168). Pero después de que los Schneil le aseguran haber visto a un hablador “albino” y “de pelos colorados”, desfigurado por un lunar que le cubría la mitad de la cara, este astro reaparece en su relato escenificado de manera teatral: “Las nubes que la ocultaban se habían corrido, y, ahora, Kashiri estaba allí, incompleta y lúcida, mirándonos. Un escalofrío me cruzó el cuerpo, de la cabeza a los pies” (173-176; énfasis mío). Semejante personificación de la Luna señala la integración del narrador en el universo propio de la cosmogonía machiguenga y la imagen de su cara incompleta evoca el rostro dividido de Mascarita, sugiriendo que a la lucidez se asocia la imperfección. Se alude a verdades a medias, o fragmentadas, y a la intrusión de un elemento mágico o supernatural. De hecho, la recreación de los gestos y de los relatos animados del hablador que funciona como focalizador, tanto de su entorno como de sus visiones, conlleva rasgos cinematográficos y teatrales acentuados por el rostro semioculto (casi disfrazado) de Mascarita. Asimismo, en su adaptación de los cuentos machiguengas, se notan en el discurso del hablador las huellas del cuentista occidental. Esto trae a la mente las observaciones de Benjamin, quien apunta do que se le otorga, no se incluye dentro de este estudio. No obstante, esta imagen del contador que prefigura la del escritor moderno parece anticipar su valoración posterior en El hablador, novela en que se contrapone, como en La guerra, la modernidad con lo premoderno.
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que los habladores tradicionales tienden a empezar su cuento con la presentación de las circunstancias que rodearon su aprendizaje, dejando claro la filiación, de la misma manera que las huellas de las manos del alfarero permanecen en su obra (Illuminations 92). En efecto, el hablador admite haber sido escuchador y luego transmisor de los relatos que adapta con digresiones propias de su vida. Resulta evidente el paralelo entre la creación del alfarero y la empresa narrativa del narrador que intenta –ya sea en su relato como en su submundo– mantener viva una cultura amenazada y traerla al presente como suele suceder en la obra artesanal. Por otra parte, no se aclara a ciencia cierta la razón por la cual Mascarita, pese a su apego a estas poblaciones, no reconoce la existencia de los habladores machiguengas (93). ¿Sería, como lo supone el protagonista, que nace de un deseo de respetar un tabú que persigue preservar este oficio? Al final, el narrador comprende que las respuestas evasivas de los machiguengas servían de protección al hablador transculturado que asocia con Saúl Zuratas. De hecho, el recelo anterior de Saúl terminaría no sólo protegiendo a los habladores sino encubriendo su nueva identidad dentro de una sociedad en la cual, irónicamente, no hubiera sobrevivido por su deformidad congénita. Una lectura superficial de El hablador sacaría a relucir la pretensión de capturar en esta representación la esencia del indígena, intuyendo su naturaleza profunda en el poder transformativo que ejerce en una conciencia occidental. No obstante, la sofisticación de la novela impide semejante simplificación porque su estructura devela progresivamente su índole ficticia mediante claves o pistas intratextuales que permiten una mirada al sesgo que coincida a veces con los puntos anamórficos a partir de los cuales se “revela” otra perspectiva. En primer lugar, el tríptico ocupa un espacio utópico desligado del resto del texto, o sea, “entre márgenes” literalmente, como si el escritor personaje quisiera evitar la responsabilidad autorial, aunque el efecto resultante sea, paradójicamente, una mayor verosimilitud de la voz independizada del hablador. El narrador reitera varias veces su frustración al escribir: “Inventadas por mí las voces de los habladores desafinaban” (104). Se da cuenta de la “imposibilidad de trasponer al español la manera de contar de un hombre primitivo, de mentalidad mágicoreligiosa” (152). Además, aunque quiera ver la transformación de Saúl como un hecho no verídico sino más bien plausible dentro de su incongruencia, hace hincapié en que convertirse en hablador era añadir lo imposible a lo que era sólo inverosímil [...]. Porque hablar como habla un hablador es haber llegado a sentir y vivir lo más ínti-
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mo de esa cultura, haber calado entre sus entresijos, llegado al tuétano de su historia y de su mitología, somatizado sus tabúes, reflejos apetitos y temores ancestrales. Es ser, de la manera más esencial que cabe, un machiguenga raigal, uno más de la antiquísima estirpe (233).
Consciente de la magnitud de su empresa, el protagonista consigue armar la nueva imagen a raíz del punctum y del aura emanados de la silueta de la fotografía florentina, revelando su voluntad de interpretarla libremente hasta convertir Malfatti en Benfatti o asuntos bien hechos. Según observa Volek, el álter ego del escritor toma “decisiones ontológicas” para inventar mundos posibles (225). En efecto, el narrador duda del recuerdo que tiene de Saúl y dice: “tal vez mi fantasía lo cambie para que encaje mejor con el otro, el de los años futuros, ese que ya no conocí y al que –puesto que he cedido a la maldita tentación de escribir– debo inventar” (37). Se observan asimismo connotaciones borgianas que emanan de “Las ruinas circulares”, relato cíclico en el cual un mago sueña a otro hombre y descubre al final su propia condición de ser soñado (Ficciones 61-69).14 Algo parecido le sucede al personaje, quien sueña la metamorfosis de otro ser mientras otro ente autorial lo está soñando. Al concluir su relato, el protagonista enfatiza su voluntad de crear: “He decidido que el hablador de la fotografía de Malfatti sea él. Pues, objetivamente no tengo manera de saberlo” y que el “bulto que hay en el hombro izquierdo del hablador [...] sea un loro” (230). Volek menciona como probable fuente que inspirara esta decisión el libro del dominico Joaquín Barriales donde se encuentra “la foto de una linda muchacha machiguenga, tomada en 1975, quien luce los beneficios de la aculturación dominicana y es retratada con un pajarito acurrucado en el hombro izquierdo” (39). De ser cierto, el narrador, emulando al escritor peruano, respondería al impacto visual, transfigurando lingüísticamente la aculturación tradicional del armonioso rostro femenino en la aculturación al revés de un antropólogo feo y marginado. Mientras la fotografía invierte la realidad a través de la cámara oscura del aparato a partir de un referente analógico, la imagen tripartita es una figuración anamórfica donde varios rasgos están invertidos ex
14 La artificialidad inherente en la recreación de la voz del hablador ha sido subrayada por Kristal, quien destaca como antecedente directo el cuento de Borges “El etnógrafo”, en el cual un estudiante de antropología llega a soñar en el idioma de los indígenas norteamericanos que estaba observando y abandona sus estudios al perder la fe en las ciencias occidentales (Temptation 168). Véase Borges, “El etnógrafo”, Elogio 57-61.
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profeso mediante la cámara virtual de la imaginación, cuyo referente concreto sólo existe en los recuerdos. Al contrario de la cámara lúcida del Renacimiento, que plasmaba los objetos delineando sus contornos, y de la cámara oscura del aparato fotográfico, que parte de un referente analógico, el tríptico virtual no procura reproducir la realidad, sino que invita a seguir las huellas hermenéuticas de su creador y lleva a la reflexión.15 Los motivos occidentales hilvanados en el retrato del hablador, aunque aludan a la imposibilidad de una transculturación total, representan una simbiosis que permitiría la conservación y transmisión de elementos culturales. Por otra parte, la naturaleza híbrida de Saúl Zuratas, potencialmente capaz de poseer identidades múltiples lo predispone a asimilarse, aunque parcialmente, insinuando que los indígenas que se occidentalizan pudieran mantener algo de sus tradiciones y culturas, haciéndose así una directa alusión a los judíos que suelen integrarse a las varias sociedades sin perder su identidad. Quizás apunte la novela a que las interacciones culturales progresivas que han sido la norma en la historia enriquezcan de ambos lados, o a que la aculturación voluntaria sea una forma plausible de aceptar una síntesis inevitable con el avance de la modernidad. El texto establece un vaivén entre espacios y mundos que se entrecruzan real y metafóricamente, desde el intento de la cámara fotográfica y televisiva de adentrarse en la selva amazónica para representar a los indígenas, hasta la estadía florentina del narrador, teñida de imágenes selváticas. En la cosmopolita Florencia, los zancudos persiguen al protagonista como en la selva peruana y la ciudad está a la merced de olas de turistas que la inundan “como un río amazónico” que invade las calles con ritmos peruanos adaptados por cantantes latinos (225, 227). La interacción entre opuestos sugiere una progresiva universalización, aunque semejante yuxtaposición de espacios e individuos no presupone una integración sino una contingencia actual. Los espacios y mundos se contagian, pero siguen siendo radicalmente opuestos y distantes al igual que los discursos laberínticos paralelos y antitéticos del libro que configuran un modelo para armar. No obstante, la aleación efectuada en el discurso y la figura del hablador facilitan la compenetración del lector occidental con el universo de los relatos míticos machiguengas mediante una voz con tonalidades familiares, e incluso si 15
La cámara lúcida es un aparato óptico renacentista (“cámara” 372). Barthes favorece este término que prescinde de la vacía connotación de la cámara oscura para adentrarse en un mundo lucífero mejor expresado por la cámara lúcida (La chambre 164).
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no se trata de presentar datos etnológicos rigurosos, el interés por esta cultura en vías de desaparición resulta intensificado por la maestría con la cual se ha labrado esta imagen virtual. Se evidencia que el protagonista no pretende capturar la identidad del otro al retratarlo con una óptica occidental porque esta recreación artística está acompañada de otro discurso crítico que realza su hechura ficticia mientras cada uno de los mundos proyectados anula el otro.16 En lugar de reificar al otro o silenciarlo, se le confiere una dimensión espiritual por esta rendición iconográfica de la fotografía que supera al original por su índole lírica y cuyo componente afectivo está subrayado por su posición céntrica. De la misma manera que la silueta del machiguenga estaba situada en el “corazón” de la ronda de aborígenes, el tríptico imaginado surge en una posición privilegiada en el texto, evocando la figura del hablador que se dirige a un círculo de oyentes que incluyen ahora al lector tanto implícito como real, atentos a descifrar las pautas autoriales. Se delinea la trayectoria del claroscuro de la silueta de la fotografía inicial a manera de pinceladas en la elaboración artística de la fotografía y de su negativo, prolongándose en la oscuridad del lunar que divide la “cara bifronte” de Saúl y la del hablador. Estas zonas sombrías se extienden por las “medialunas grisáceas” que invaden como “sombras intrusas” las cámaras de las cintas televisivas para fijarse de modo difuso en las manchas misteriosas, cubriendo “la cara” de la Luna Kashiri sólo comprensibles por la cosmovisión indígena, y que remiten a las manchas del rostro medio velado de Mascarita. Todas estas áreas borrosas simbolizan el paso por la cámara o selva oscura virtual que permitirá la reproducción lingüística. De hecho, su permanencia en el tríptico no sólo insinúa que no se puede “elucidar” o “revelar” todo, sino que corresponden a las fisuras de las fotografías generadoras de punctum, y apuntan a espacios abiertos a nuevas interpretaciones. Se podrían asociar estas sombras a las constantes dudas del discurso
16 Roberto González Echevarría ha resaltado la autorreflexividad y la índole metaficcional de El hablador que representa, dentro de las novelas del archivo, una suerte de etnografía de la antropología. Las novelas del archivo, al dejar al descubierto los entramados de su configuración, contribuyen a la fabricación de un mito moderno que conlleva al mismo tiempo tanto su mistificación como su mitificación; esta literatura repleta de intertextualidad refleja una nostalgia de lo sagrado y aspira a tener una función similar a la del mito en las sociedades primitivas (173-176). Me parece que esta autorreflexividad de las novelas del archivo paralela la del narrador protagonista de El hablador consciente de su propia recreación ficticia de la voz del machiguenga, ya que los personajes vargasllosianos duplican en sus submundos el proceso creativo autorial.
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del hablador, quien reitera más de quince veces “eso es al menos lo que yo he sabido”, haciéndose eco de las dudas del narrador que desconfía de su memoria y vacila en sus convicciones respecto a la suerte de los machiguengas. Si bien la novela no resuelve la controversia, sino que la plantea abiertamente, podemos preguntarnos en qué medida el pragmatismo del narrador no estaría supeditado a sus inquietudes, y el recorrido por el cual transporta a Mascarita no reflejaría el trayecto figurado de su autoexploración personal, llevándolo como al autor real a enfrentarse con su zona más oscura. Ése es el momento en que cada individuo se hermana con los demás, ya que esos puntos oscuros suelen ser comunes a todos en la selva oscura del alma, así como lo sugiere la visión dantesca. Resulta obvio que la influencia del arte, más que la dialéctica, impera en el texto, puesto que el lector al acabar la novela, queda impactado, al igual que el narrador, por la imagen conmovedora –aunque ficticia– del hablador. Por otra parte, la índole ritual de esta obra de arte original que conforma el submundo le confiere autenticidad y su impacto aurático supera con creces al medio fotográfico estático y susceptible de reproducciones mecánicas. De hecho, en la novela, la mirada al sesgo de la silueta fotografiada que impacta al narrador como “obra maestra”, se transpone en un tríptico animado que resalta dentro del marco textual y devuelve la mirada de los lectores, incitándolos al diálogo tanto creativo como constructivo. Se comprueba en El hablador que el medio lingüístico trasciende el pictórico del cual parte, impulsado por el punctum y el aura, tanto hacia el futuro como hacia el pasado, nutriéndose de los recuerdos impartidos por la memoria voluntaria e involuntaria. La cámara oscura (o lúcida) cede el paso al recorrido por la selva oscura, real y figurada, de la memoria e interioridad del narrador personaje. El narrador insiste en lo “inverosímil” e “imposible” no sólo de imaginar la conversión de Mascarita sino de verlo reencarnado en este personaje raigal (233). Niega poder expresar la esencia de los contadores machiguengas mientras que el lector descubre, enmarcada e inserta como en un estuche, la imagen mítica labrada por la fantasía del mismo narrador que contradice en apariencia sus intentos frustrados. Cada discurso, o mundo, anula el otro y el texto devela los artificios de su elaboración de manera paradójica en una narrativa que se anula a sí misma, al exponer varios puntos de vista. Esta novela polifónica posmoderna contrapone mundos e ideologías en un despliegue metafórico de la ambivalencia, en torno a un tema cuya urgencia se impone a raíz de la representación conmovedora del destino trágico de una tribu, presentada mediante su rasgo más entrañable, sus habladores, con los cuales el lector se puede identi-
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ficar. Con El hablador, se abre un espacio literario dedicado a la reflexión en torno a los problemas actuales que presenta esta extensa parte del territorio peruano, reconociéndose así al mismo tiempo el dilema moral y la realidad del complejo mosaico étnico y cultural del país.
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6. La imagen fragmentada de Lituma: de figurante a focalizador y productor de cortometrajes
Lituma es el personaje más recurrente en la obra de Vargas Llosa. Demuestra, asimismo, una propensión creciente al monólogo interior de índole visual e imaginativa. Desarrollada en tres textos en particular –la obra de teatro La Chunga (1986) y dos novelas ¿Quién mató a Palomino Molero? (1986) y Lituma en los Andes (1993)–, su inclinación a fantasear y crear mundos insertos dentro de la trama ficcional de referencia se distingue de las fantasías de los demás personajes vargasllosianos, y refleja facetas singulares de las complejas estrategias narrativas del escritor. La producción artística de Vargas Llosa ha evolucionado desde el marco de la modernidad en los años 60 hacia unas tendencias posmodernas cada vez más pronunciadas en sus siguientes novelas y obras teatrales. Esta constante renovación le ha permitido explorar, de manera reflexiva, la índole paradójica y fragmentada de la sociedad posmoderna, al mismo tiempo que las contradicciones inherentes a las cuestiones estéticas. En el transcurso de su prolífica carrera, varios de los personajes vargasllosianos han viajado de un texto a otro, lo cual ha unificado su visión artística, conectando su obra como una comedia humana balzaciana. Aunque la influencia del autor de La Comédie Humaine es innegable, la manera en que cada novelista se vale de este recurso difiere en su esencia. Si bien la recuperación de diversos personajes en las novelas de Balzac responde al deseo de arraigarlos en un contexto “real” y crear una impresión de verosimilitud, el uso de dicha estrategia en varias obras posmodernas produce el efecto opuesto, generando un aire de inestabilidad que impide la recuperación de la ontología ficcional y devela el mecanismo de su construcción. Balzac no sólo revisaba constantemente sus textos, eliminando discrepancias en sus 460 personajes recurrentes, sino que su obsesión por reproducir la fibra esencial de la realidad lo llevó a reemplazar a algunos personajes históricos reales de sus primeras novelas por personajes ficticios sacados de sus más recientes creaciones.1 1
Véase Preston XV. Vargas Llosa ha reconocido repetidamente la influencia de Balzac, al tratar de “establecer puentes entre las historias para que la historias se integraran y constituyeran una
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Vargas Llosa, en cambio, parte de historias basadas en la realidad para transformarlas ex profeso y distorsionarlas mediante una técnica que ha denominado “strip-tease invertido”, subrayando así la artificialidad de la creación artística (Historia 8). La narrativa del escritor peruano no se rige por la causalidad y en ella tampoco se suele respetar la cronología de los acontecimientos, y estos complejos juegos espacio-temporales crean aporías que contribuyen a producir elementos fantásticos y mágicos propios de su ficción.2 Semejante efecto resultaría de la configuración de una “zona”, es decir, de un espacio heterotópico formado por el roce entre ontologías de índole distinta que pertenecen a tiempos y espacios incompatibles.3 Esta yuxtaposición genera, de parte de los personajes, sobre todo de los recurrentes, una vacilación entre los varios mundos e implica su existencia potencial en los espacios intertextuales conceptualizados por el lector. Dichos planteamientos iluminan especialmente la lectura de Lituma en los Andes, novela en la cual el protagonista confronta el elemento irracional ligado a la fuerte presencia de creencias ancestrales. Lituma aparece en siete obras que ilustran diversas, y a veces contradictorias, facetas de su personalidad, las cuales abarcan distintas etapas de su vida y carrera como guardia civil. En su búsqueda de verosimilitud, Balzac solía desplazar o mudar a sus personajes de la ciudad al campo o viceversa, y las bifurcaciones geográficas y sociales que resultaban tuvieron el efecto de entretejer múltiples sectores y categorías de la sociedad en un tapiz gigantesco (Preston 25). De un modo parecido, la imagen transeúnte de Lituma se convirtió en un motivo unificador que no sólo recorre la cartografía peruana –la selva, la costa y los Andes– sino que conecta los universos ficcionales e invade los espacios intertextuales (o extratextuales) creados por esta red lingüística. No obstante, estimo que la reiterada presencia del personaje trasciende el deseo de verosimilitud y responde al imperativo de disponer de un vehículo especie de árbol de historias” que produjera un efecto totalizador (Navarro 179). La manera particular en que el escritor peruano implementa la estrategia del regreso de los personajes se originaría en su gran admiración por Faulkner, quien emplea dicho recurso mediante la yuxtaposición de distintos planos espaciales y temporales (Kristal, Temptation 26). 2 Véase Gallagher, “Modern” 122-143. Vargas Llosa ha expresado su aprecio por el análisis de Gallagher, quien ha resaltado la complejidad y los efectos de los juegos espacio-temporales en su obra, y el escritor ha corroborado que esta manera artificiosa de aproximarse a la realidad hace que “lo mágico, lo imaginario, lo fantástico es la forma, es la técnica” (Navarro 136-37). 3 La “zona” abarcaría el espacio del universo ficcional concretado por el lector mediante el acto de leer como podría referirse al espacio conceptual del lenguaje en sí, y al espacio intertextual formado por las relaciones entre dos o varios textos (McHale, Postmodernist 56-57).
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reconocible, cuya imagen exprese determinadas tensiones e inquietudes acerca de la realidad sociopolítica del país. Lituma se destaca como un personaje más ético que político, que se dedica a denunciar las injusticias y la corrupción en diversas capas de la sociedad. Mónica Xiomara Navarro se une a otros estudiosos para aseverar que el personaje ilustra una conciencia social actuando en varias ocasiones como portavoz del autor en su insistencia en buscar la verdad. Si bien Navarro se afana en encontrar consistencia entre las diversas representaciones de Lituma y trata de eludir los anacronismos para considerarlo como un personaje realista, me propongo, al contrario, subrayar la artificialidad de dichas encarnaciones, enfatizando las incongruencias que nos impiden ver en Lituma la coherencia típica de los personajes recurrentes balzacianos mediante una lectura posmoderna del “súper-texto”, es decir, del conjunto de obras armado en torno a su imagen fragmentada. Además, Navarro no se ha detenido en la importancia de la creciente interioridad del personaje que lo lleva a crear mundos alternos que se proyectan de manera cinemática en la pantalla de su mente. Estos submundos conforman cortometrajes que resultan de los intentos de Lituma de resolver, gracias a su intuición e imaginación, las incógnitas de los misterios y enigmas policiales, actuando como agente focalizador. Es factible proponer que las diversas representaciones de Lituma correspondan a sucesivas revisiones o traducciones de la creación anterior del autor. Benjamin advierte que, de la misma manera que los fragmentos de una vasija deben encajar el uno con el otro íntimamente, sin ser necesariamente idénticos, una traducción se reconoce en que se parece al original como si ambos textos fueran fragmentos de una misma entidad lingüística (Illuminations 78). En el caso de un personaje ficticio, estas consideraciones evocan la noción de viaje entre mundos propuesta por Eco. Eco señala que, al desempeñarse en otro mundo ficcional, un personaje puede perder algunas de las características de su prototipo, y aunque no sea idéntico, sigue siendo reconocible como el mismo personaje (Role 229). Refiriéndose a estas áreas oscuras que no encajan exactamente en las diferentes versiones, Benjamin propone que “mientras en el original el lenguaje se une al contenido como la piel que envuelve la fruta, el lenguaje de una traducción, aunque sea majestuoso, no puede adherirse con la cohesión de la envoltura natural sino como un largo manto de amplios pliegues” (Illuminations 75). De hecho, entre una determinada versión de Lituma y otra, las disparidades se vislumbran como zonas de sombras en la espaciosa prenda metafórica ideada por Benjamin, ya que el resultante deslizamiento de significado disemina el significante. Como sucede en una traducción, el traslado de Litu-
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ma de un texto a otro –pese a que siga siendo reconocible– lo reviste de nuevas propiedades que no pueden ser idénticas a las del prototipo. No sólo el personaje se desempeña en contextos socio-culturales, temporales y geográficos distintos, sino que sus papeles están supeditados a técnicas literarias que corresponden a una variedad de géneros tanto como a varios grados de caracterización. La manipulación consciente de parte del autor del tiempo novelesco –ya sea histórico o ficcional– y el anacronismo deliberado que caracteriza las varias recreaciones de Lituma crean espacios intersticiales entre los mundos proyectados. Estos espacios en blanco metafóricos evocan las zonas oscuras observadas por Benjamin entre un original y su traducción. Al trazar este paralelo, se podría considerar cada representación de Lituma como una traducción de la versión anterior. Cuando le preguntaron a Vargas Llosa la manera en que Lituma debería de ser proyectado en el escenario de una producción cinematográfica, el autor ofreció una detallada descripción de un mestizo que parecía conocer íntimamente por ser una creación suya que lo acompaña desde hace tiempo: “sería un personaje más bien anodino, sería un cholito piurano, moreno, piel un poco olivácea, con los ojos más bien vivos, el pelo un poquito trinche, con barriguita de la cerveza, no muy alto más bien fortachón, ése sería, quizá con un diente de oro” (Navarro 176). Esta familiaridad con el personaje nos recuerda que Kristal se ha referido a Lituma como a “Vargas Llosa’s everyman” (Temptation 191), un epíteto adecuado que el novelista peruano corrobora plenamente al declarar: “siento que el personaje ya se convirtió en un personaje que está allí para todo servicio” (Navarro 141). Este perspectivismo plural apunta a técnicas y efectos cinematográficos en la medida en que la cámara virtual del novelista captura la silueta de este personaje versátil desde lejos, ofreciendo a veces el destello de una aparición en cameo, para luego bucear dentro de su interioridad en cámara lenta, retrocediendo a veces para enfocar episodios lejanos en una vuelta instantánea al pasado. Lituma aparece en un cuento, una obra de teatro y cinco novelas en un orden de publicación que no coincide cronológicamente con la vida personal del personaje ni tampoco con la historia peruana: Los jefes (1959), La casa verde (1966), La tía Julia y el escribidor (1977), Historia de Mayta (1984), La Chunga (1986), ¿Quién mató a Palomino Molero? (1986) y Lituma en los Andes (1993).4 El personaje hace su debut como sargento en “Un visitante”, cuento 4
Entre los personajes recurrentes vargasllosianos, aparte de los protagonistas de Elogio y Los cuadernos, figura la Chunga que aparece desde La casa verde, es evocada por Lituma en ¿Quién
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que forma parte de la colección titulada Los jefes, inicialmente publicada en 1959 y donde aparece brevemente. En esta primera actuación, Lituma está acompañado por un Teniente anónimo y persigue a un fugitivo en las afueras de Piura, una ciudad costeña. Este episodio coincide cronológicamente con la trama de La casa verde, novela en la cual Lituma figura como sargento. En La Chunga, para su tercer rol, se le asigna asimismo un papel de personaje secundario en torno a un episodio de su juventud, pero en ¿Quién mató a Palomino Molero? llega a ser coprotagonista al lado del teniente Silva. Sin embargo, debido a una vuelta anacrónica hacia el pasado, Lituma, “rejuvenecido”, permanece con el rango de simple guardia. Tan sólo después de haber transitado fugazmente por la sierra en Historia de Mayta, el cabo Lituma deviene el único protagonista de Lituma en los Andes. Después de esta última novela, el círculo se cierra cuando Lituma es ascendido a sargento, cargo que desempeñará en La casa verde, en Los jefes y en La tía Julia y el escribidor. En La casa verde (1966), Lituma se desenvuelve como protagonista en dos de sus cinco narrativas intercaladas sin ejercer todavía la función de focalizador ni de creador de cortometrajes. Las cinco historias están yuxtapuestas pero conectadas de tal modo que el lector se siente estimulado a reordenarlas hasta recomponer la imagen en su totalidad a la manera de un rompecabezas que presenta una coherencia estructural característica de la modernidad. Los cinco protagonistas comparten el reparto con una treintena de personajes, y aunque impactantes e inolvidables, son esbozados como estereotipos o figurantes que se observan desde lejos, ya que no manifiestan monólogos interiores que nos permitan conocer su interioridad. Parecen formar parte de un tapiz de relaciones que cobra sentido sólo en su totalidad, al finalizar la lectura. Sin embargo, la discontinuidad entre los niveles espacio-temporales de los segmentos novelescos entrelazados deja entrever blancos e incógnitas en la existencia de los personajes, rasgos que Booker destaca como el inicio de una escritura posmoderna. Lituma encarna a un ser escindido, que lleva nombres distintos y que se desempeña en dos espacios geográficos contrastantes, la selva y la costa. En una de las historias es un sargento anónimo que seduce a Bonifacia, una sirvienta indígena criada por las monjas misionarias. Luego se casa con ella y la lleva consigo a su Piura natal. Al mismo tiempo, otra narrativa se despliega, de manera fragmató a Palomino Molero? y regresa en La Chunga y en Lituma en los Andes. El joven periodista de Conversación en La Catedral, Santiago Zavala, reaparece en la obra de teatro Kathie y el hipopótamo (1983), donde ayuda a redactar las memorias de una señora.
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mentada también, en la cual un individuo llamado Lituma regresa a Piura después de diez años de encarcelamiento en Lima por haber matado a un hombre en un duelo. Lituma descubre que su esposa, la Selvática, es prostituta en el burdel llamado la Casa Verde. Aunque a lo largo de la lectura resulta obvio que ambas tramas narrativas se refieren a la misma pareja, Oviedo afirma que algunos críticos encuentran mucha dificultad en reconciliar esta representación paradójica del personaje (162-163). En la selva, el sargento abusa de Bonifacia para hacerla suya en contra de su voluntad pero, por otra parte, se describe como un hombre de buenos sentimientos, un típico sentimental piurano que evoca a su primer amor perdido, Lira. Estas buenas disposiciones no explican la brutalidad que ejerce hacia Bonifacia cuando se instalan en Piura, un comportamiento que podría ser consecuencia del reencuentro con sus ex compañeros de parranda, los machistas y vagos “inconquistables”. En la narrativa yuxtapuesta, al volver de la cárcel, Lituma, en lugar de vengarse de Josefino, el inconquistable que llevó a Bonifacia (la Selvática) a prostituirse en la Casa Verde, la sigue explotando para dedicarse al juego y al alcohol. Raymond L. Williams ha observado que las cinco tramas entretejidas que constituyen el trasfondo novelesco de La casa verde abarcan unos cuarenta años, entre 1920 y 1969, mientras transcurren tan sólo once o doce años en la vida de Lituma (Mario 46). Esta falta de correspondencia temporal entre los planos de la realidad ficcional e histórica crea fisuras interpretativas y áreas oscuras. La presentación escindida de Lituma en La casa verde ejemplifica el viaje de este personaje transeúnte de un mundo ficticio (o “real”) al otro dentro del mismo texto y durante el mismo tiempo, el tiempo de la lectura. Un lector atento y en busca de verosimilitud podría, de acuerdo con Vargas Llosa, volver a trazar los pasos de Lituma en “Un visitante”, cuento que ilustra un episodio que ocurre dentro del contexto conceptual del mundo de La casa verde, mientras el sargento está a punto de ser reasignado de la selva a Piura (Navarro 165). El lector es impulsado a convertirse a su vez en surtidor de ficción y a imaginar otros sucesos y ramificaciones susceptibles de ocurrir en los intervalos que separan los universos ficcionales. En La tía Julia y el escribidor (1977) la acción se condensa dentro de un marco temporal de un año mientras los acontecimientos históricos tienen lugar entre 1953 y 1958. Se trata de una novela metaficcional basada en tramas conectadas que enfocan las vicisitudes de la creación literaria y las relaciones entre la vida y el arte, la realidad y la fantasía. La dicotomía principal reside entre dos tramas alternadas en contrapunto: la autobiografía, escrita desde la
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perspectiva de la madurez de un escritor incipiente, Marito (o Varguitas), que se casa con Julia, su tía política, y la descripción en prosa de las radionovelas de un escribidor llamado Pedro Camacho que dirige los radioteatros de una estación de radio local.5 Ambos personajes comparten la obsesión del escritor peruano por la literatura y su caracterización revela una exploración autorreflexiva del proceso creativo. Propongo ver las radionovelas o radioteatros ideados por el prolífico boliviano, Camacho, como sus submundos. La transcripción o adaptación de estos mundos radiales en forma narrativa podría atribuirse al escritor reconocido, Mario, que recuerda su juventud, o al joven Marito, que se dedicaba a escribir imitando el estilo de sus autores predilectos, y que fue encargado de reordenar y reciclar los radioteatros cuando Camacho dejó la radio. Se puede postular que Mario (o Marito) se apropia del submundo del escribidor, del cual nos transmite una versión parodiada, filtrada por el recuerdo y su imaginación, desdoblándose en una construcción en abismo que refleja así una manera de evadirse de su tendencia precoz a emular obras mayormente realistas y de alto nivel intelectual. En una de sus melodramáticas radionovelas, Camacho ha “reinventado” una representación, inserta en cajas chinas, de Lituma como un sargento que se metamorfosea y reviste de máscaras, cambiándole de profesión y hasta de sexo. En su primera aparición, Lituma aparece como un policía cincuentón –la edad de todos los protagonistas del escribidor, que proyecta sus rasgos de manera especular en sus creaciones– que recibe la orden de matar a un polizón que se ha infiltrado ilegalmente en el puerto del Callao, en las afueras de Lima, misión que se resiste a cumplir. Camacho lo pinta como un individuo de “frente ancha, nariz aguileña, mirada penetrante, rectitud y bondad en el espíritu” y esta descripción llamativa es un motivo visual, casi cinemático que hilvana la trama narrativa de sus radionovelas como un letrero iluminado. Esta máscara caricaturesca que revistirá las caras de sus protagonistas, sugiere que, para Camacho, el mismo actor estaría desempeñando todos los roles, una suerte de comodín, o de everyman, lo cual reflejaría de manera autoparódica la tendencia de Vargas
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Vargas Llosa se desdobla ficcionalmente en “narrador/autor” en las siguientes novelas: La tía Julia y el escribidor, Historia de Mayta y El hablador. Aunque el álter ego del autor comparta con él datos biográficos o hasta el mismo nombre, sigue siendo un personaje de ficción. Camacho es inspirado por una figura histórica con la cual el autor ha tomado muchas libertades. Williams nota la presencia de cuatro escritores en La tía Julia: aparte de los personajes/escritores, Marito y Camacho, distingue al Camacho/narrador y a Vargas Llosa, el escritor extratextual (Mario 111-120).
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Llosa de valerse de Lituma para cualquier oficio. Pronto, las historias del escriba se vuelven incoherentes y se mezclan, los personajes viajan entre mundos ajenos a medida que el autor pierde las riendas de sus composiciones y se encuentra obligado a acabarlas de manera apocalíptica, matando a todos los personajes antes de caer en una depresión nerviosa. Lituma se percibe a través de los lentes de la imaginación fantasmagórica de Camacho como una monja, la Madre o Sor Lituma, un párroco, un sacristán, un curandero, un valiente sargento que pierde a veces su rango y retrocede a guardia para luego suicidarse en unas de sus encarnaciones como capitán Lituma antes de resucitar en distintos garbos en el episodio final. En La tía Julia y el escribidor se observa un caso extremo de transgresión de fronteras ontológicas y una aplicación paródica del regreso de los personajes ilustrados por los submundos de Camacho, situación que lleva al joven escritor protagonista, Marito, a referirse al inagotable “escriba boliviano” como a un “Balzac criollo”.6 Al final, las contradicciones proliferan en las historias de Camacho, que se enreda de manera descabellada con los personajes saltando de un radioteatro a otro, transformando estos mundos “posibles” en mundos “imposibles” de acuerdo con la terminología de Eco, el cual plantea que unas proposiciones verdaderas y falsas no pueden coexistir porque socavan y desestabilizan el mundo de nuestra enciclopedia en lugar de construir un mundo conceptualmente congruente (Role 234). En las divagaciones ulteriores concebidas sin ninguna lógica por el escriba, Lituma ha sido deformado de modo paródico en el transcurso de su transmigración por universos metaficcionales que se convierten en mundos imposibles hasta representar un antimundo. Por otra parte, Vargas Llosa ha sugerido que el Lituma imaginado por Camacho podría originarse en un personaje real residente en el Callao, puesto que el boliviano suele inspirarse en la realidad mientras las demás metamorfosis del mismo personaje responderían a sus divagaciones (Navarro 167). Con esta proposición, el novelista parecería, a primera vista, consolidar la ilusión de que el mundo ficcional en el cual vive Camacho es real y tiene contacto con un Lituma concreto, o con las demás obras de Vargas Llosa, en las cuales deambula el policía. Debido a que el autor ha insistido siempre en el carácter ficticio de 6 Véase La tía Julia (118, 156). Al resaltar los aspectos posmodernos de esta novela, Booker menciona la confusa mezcla de niveles ontológicos que resulta de la conversión de Lituma en una “ficción dentro de una ficción”, y que las radionovelas de Camacho representan “el ejemplo más espectacular de regreso de personajes en la obra de Vargas Llosa” (220).
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sus creaciones, este comentario subraya la existencia de varios niveles de “realidad” dentro del mundo ficcional de referencia, al cual se otorga primacía. Estos planos de realidad suelen corresponder a mundos paralelos, a los cuales se aplica el concepto de identidad a través de mundos postulado por Eco, que remite a personajes reales o históricos que aparecen en una novela, pero también alude al viaje de un determinado personaje y de sus remedos dentro de universos ficcionales distintos (Role 229-230). Es factible extrapolar que, por lo menos en dos de las historias que emanan de los submundos de Camacho, Lituma podría ser el mismo personaje introducido en textos anteriores. Pero, ¿hasta qué punto el honorable sargento cincuentón correspondería al hombre cínico y menor de edad que hemos visto al final de La casa verde destituido de su rango y convertido otra vez en un disoluto inconquistable? Otra explicación posible nos es ofrecida por el escritor, que sugiere que nada impide que después de haber vivido una larga temporada en el mundo del vicio y del ocio, Lituma haya recapacitado, dejando la bohemia de los bares y prostíbulos para volver a reintegrarse en la Guardia Civil, puesto que en el Perú todo es posible (Navarro 165). En Historia de Mayta (1984) volvemos a encontrar al cabo Lituma en dos ocasiones, visto desde cierta distancia mientras está persiguiendo a revolucionarios al lado del teniente Silva en el pueblo andino de Jauja (279, 301). La insurrección descrita en la novela se basa en una auténtica rebelión que tuvo lugar en 1962, anticipando la insurgencia guerrillera de Sendero Luminoso, pero el novelista la sitúa en 1958 para que preceda a la Revolución Cubana. Esta novela histórica devela las interferencias entre la ficción y la realidad, y estos dos niveles ontológicos están constantemente imbricados entre el relato ficcional de la vida “real” de un revolucionario, y la vida “real” del narrador investigador –otro álter ego del autor– que recoge informaciones, ambos unidos a modo de vasos comunicantes. Este proceso se intensifica para culminar cuando ambas voces narrativas en primera persona se fusionan en la mitad del texto, enfatizándose así la inherente dificultad de separar la ficción de la realidad (172-78). El narrador relata sus intentos de indagar en la conciencia del rebelde para llegar a comprender sus motivaciones, y admite que está construyendo una realidad ficticia, mintiendo con conocimiento de causa. Suele identificarse con Mayta e imaginar monólogos interiores desde el punto de vista del revolucionario trotskista (178). Este submundo fantaseado reproduce a veces un fluir de conciencia y se atribuiría potencialmente a ambos narradores, cuya mente y voz se proyectarían al unísono en un mundo inserto. Esto explicaría la identificación que ocurre entre las dos voces narrativas: la “real” y la inventada. Se
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demuestra que el lado irracional, los deseos, sueños o “demonios” de un autor o narrador impregnan su visión de los hechos. Se ofrecen múltiples perspectivas mediante discursos y testimonios contradictorios, que se traducen por la polifonía de mundos evocados y creados, que impiden recobrar un texto como si fuera una entidad totalizadora o un incuestionable reflejo de la realidad. La aparición de la pareja de policías responsables de esta misión andina evoca la primera incursión ficcional de Lituma en la costa en “Un visitante”, al lado de un Teniente anónimo que es probablemente Silva. En ambos casos es un subalterno, adjunto a un superior, y persigue una carrera en el ejército en medio de la creciente inseguridad política del país. Resulta evidente, después de la publicación de Lituma en los Andes (1993), que el cabo Lituma pasa por Jauja, donde hace una pausa antes de llegar a asumir su próximo puesto en la sierra. Este pasaje constituye una configuración espacial congruente de su itinerario luego de su participación en la frustrada investigación de la muerte de un guitarrista en una región costeña en ¿Quién mató a Palomino Molero? (1986). Sin embargo, su presencia en Jauja ocurre cuatro años después del asesinato de Palomino Molero. Puesto que la acción de Lituma en los Andes transcurre en los ochenta, no existe ningún intento de parte del escritor de respetar la cronología en el desarrollo del personaje, como suele observarse en La Comédie Humaine. Esta ambigüedad subraya la artificialidad de la recurrencia de la imagen Lituma, e implica que un lector podría, a posteriori, llenar los vacíos interpretativos de las zonas intertextuales uniendo Historia de Mayta a las siguientes novelas detectivescas. Veinte años después de La casa verde (1966), observamos la “resucitación” literaria del legendario personaje. Lituma es rejuvenecido de manera anacrónica mientras Vargas Llosa indaga en su pasado en La Chunga (1986), una obra metateatral donde predomina la fantasía. En esta obra en dos actos, vemos a Lituma tomando y jugando a los dados en un bar de Piura con sus tres compinches, “los inconquistables”. Uno de ellos, Josefino, apuesta en el juego a su novia Meche: le pide prestado tres mil soles a la Chunga, la dueña del establecimiento a cambio de que la joven pase una noche con ella. Después de una larga temporada, los cuatro hombres regresan al bar para averiguar los pormenores de la desaparición de Meche y el silencio de la Chunga les intriga, impulsándoles a fantasear acerca de lo que había ocurrido esta fatídica noche. Los personajes se convierten en dramaturgos y directores que ponen en escena cuatro versiones del presumido encuentro sexual entre Meche y la marimacho. Cada versión proviene desde el punto de vista de uno de los inconquistables, que se
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desdobla en actor en su mini función. Se enfatizan así las ramificaciones en potencia de un destino y la imposibilidad de saber a ciencia cierta lo ocurrido. En el segundo acto, cada submundo se materializa visualmente, ya que se traslada de la pantalla de la mente de cada individuo a las tablas del escenario. Por ende, el espectador contempla la escena del juego de dados correspondiente al tiempo presente al mismo tiempo que determinada la recreación fantaseada del pasado. En cada una de estas minifunciones, uno de los hombres se levanta de la mesa de juego y participa en el escenario imaginario, desdoblándose en esta actuación en cajas chinas. En el caso de Lituma, el personaje empieza a subir las escaleras que conducen a la habitación de la Chunga. El dramaturgo indica en las acotaciones que los demás inconquistables siguen jugando y conversando sin darse cuenta de la ausencia de uno de ellos (53). La ubicuidad ilustrada por el desdoblamiento corporal (el sugerido y el observado) enfatiza el papel interpretativo del espectador (implícito o real) o del lector del texto, tanto como la índole visual de la yuxtaposición de niveles ontológicos. Afirma Vargas Llosa en la introducción, que “el hombre que habla y el que fantasea –el que es y el que inventa ser– son una unidad sin cesuras, un anverso y reverso confundibles, como esas prendas de vestir que se pueden usar por ambos lados de tal modo que resulte imposible establecer cuál es su derecho y cuál es su revés” (4-5). Esta visión totalizadora que se logra visualmente, ilustra la complejidad del ser humano, y los mecanismos de fabricación de la ficción y de lo “real”. El contraste tajante entre submundos contradictorios, vida interior/exterior, presente/pasado crea efectos desestabilizadores propios de la metateatralidad que subrayan la fragmentación de la percepción humana. Es significativo que Foucault considere que el teatro y el cine, al igual que el burdel son heterotopías porque se yuxtaponen en un solo espacio lugares y realidades disímiles, y presuponen una entrada y una salida que confiere cierto aislamiento y propician una ilusión. Foucault subraya asimismo que el espacio rectangular de las tablas del teatro abarca varios sitios incompatibles, y que en el rectángulo de la sala de cine se proyectan imágenes tridimensionales en el espacio bidimensional de la pantalla (“Des espaces” 48). Pero, pese a su énfasis en la importancia de lo imaginario, la multiplicidad de planos ontológicos y espacio temporales de La Chunga destruye con creces la ilusión teatral tradicional, obligando al lector a crear su propio submundo. Por vez primera, el lector espectador se adentra en la mente de Lituma para descubrir su afán de trascender las limitaciones de su existencia. En las páginas introductorias, advierte Vargas Llosa que estos personajes se desdoblan, “como
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se desdoblan los actores al subir a un escenario o como se desdoblan los hombres y mujeres cuando apelan a su imaginación para enriquecer la existencia, protagonizando ilusoriamente lo que la vida real les veda o empobrece” (5). Mientras se exponen los vicios de sus compañeros –el voyeurismo de José, que imagina un encuentro homosexual, las confesiones sadomasoquistas del Mono y el sadismo de Josefino– la versión tierna de Lituma expresa un deseo caballeresco de rescatar a su enamorada para casarse con ella. En su minifunción melodramática, Lituma revela de manera quijotesca a su Dulcinea, que ha sido flechado desde el instante en que la vio y le muestra una foto de ella robada a Josefino, desteñida por sus besos (75). Es motivado a dejar su vida de vagabundo disoluto, pero, paradójicamente, hasta confiesa que estaría dispuesto a matar a Josefino por ella. Se revela así en toda su complejidad mientras trasciende su machismo, anticipando su cinismo ulterior en Lituma en los Andes y en La casa verde. En efecto, Lituma parece considerar a Meche como mercancía y no vacila en decirle al Mono que se la compre a la Chunga como si fuera un objeto (44, 47). Sin embargo, esta fibra romántica representaría el atisbo de su amor ulterior por Lira, la joven que lo abandona cuando se alista en las fuerzas policiales y que el sargento Lituma añora en una vuelta al pasado en La casa verde. El mini episodio con Lira encajaría perfectamente cronológicamente en el intervalo entre La Chunga y la siguiente novela, ¿Quién mató a Palomino Molero?, donde Lituma es guardia civil. En La Chunga, el amor de Lituma permanece platónico y conformará un enclave de fantasía idealizada que lo acompañará en las siguientes novelas detectivescas. Aunque sus sentimientos por Meche lo empujan a sacudir su pereza, irónicamente, el hecho de querer superarse al devenir guardia civil lo separará de Lira, otro romance en potencia. Este dilema en la vida del joven corresponde a un vacío intersticial significativo entre este texto y el siguiente, donde Lituma se enfrenta a su primer caso policial. En ¿Quién mató a Palomino Molero? (1986) Lituma comparte el papel de protagonista con el teniente Silva, aunque es principalmente a través de sus ojos y de su mente imaginativa como el lector descubre las escenas que lo rodean e intuye eventos pasados. Sus submundos evolucionan desde la proyección dramática en La Chunga, a la producción de cortometrajes correspondientes a la reconstrucción fílmica de un trágico idilio. El breve buceo en su interioridad vislumbrado en La Chunga se despliega plenamente en esta novela publicada el mismo año y ofrece una faceta desconocida de la interioridad del personaje, vibrante de compasión frente a las tragedias ajenas. La acción de esta novela detectivesca transcurre en los años 50, durante la dictadura del general Odría.
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Ambos policías participan en la investigación de la muerte y tortura de un joven guitarrista mestizo, asesinado a raíz de su amor imposible por Alicia Mindreau, la hija de un coronel de la Base Aérea. Tratar de solucionar un caso en el Perú de esta época se revela problemático y resulta en el eventual traslado de los guardias civiles muy lejos de su pueblo. La pareja Lituma/Silva reaparece de manera anacrónica: cuatro años antes de perseguir en Jauja a los terroristas en la insurrección relatada en Historia de Mayta (1984) y antes de su búsqueda de los renegados en las afueras de Piura en el temprano “Un visitante”. El guardia se ha distanciado de los inconquistables y se encuentra en el distrito policial de Talara, cerca de Piura. El desarrollo de la caracterización de Lituma lo convierte en el personaje más entrañable de la novela mediante su papel de focalizador. Esta función permite al lector no sólo descubrir el contexto de los acontecimientos y acercarse a los demás personajes, sino vislumbrar el breve romance de Palomino y Alicia. El componente visual del proceder mental de Lituma se ilustra desde el principio con la descripción gráfica que se ofrece a partir del horrendo espectáculo que acaba de descubrir: El muchacho estaba a la vez ahorcado y ensartado en el viejo algarrobo, en una postura tan absurda que más parecía un espantapájaros o un Ño Carnavalón despatarrado que un cadáver. Antes o después de matarlo lo habían hecho trizas, con un ensañamiento sin límites: tenía la nariz y la boca rajadas, coágulos de sangre reseca, moretones y desgarrones, quemaduras de cigarrillo, y, como si no fuera bastante, Lituma comprendió que también habían tratado de caparlo, porque los huevos le colgaban hasta la entrepierna. Estaba descalzo, desnudo de la cintura para abajo, con una camisa hecha jirones. Era joven, delgado, morenito y huesudo. En el dédalo de moscas que revoloteaban alrededor de su cara relucían sus pelos, negros y ensortijados (5).
Esta imagen descrita con una precisión fotográfica que los ojos de Lituma capturan como una instantánea se impondrá en su mente a lo largo de la novela de manera obsesiva, recurriendo como motivo que lo atormenta: “No puedo quitarme al flaquito de la cabeza. Tengo pesadillas...”; dice que “tenía en la cabeza la imagen del flaquito, allí en el pedregal, pensaba ‘ahora sabré quién lo mató’” y que “Desde que lo había visto empalado, crucificado, y quemado, en el pedregal, tenía la sensación de que ni un solo momento había podido quitárselo de la cabeza” (10, 64, 112). La teatralidad de la visión carnavalesca incrementa el poder de su impresión visual en la consciencia de Lituma. Al iniciar su
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investigación, visita a la madre de Palomino, que le enseña la foto de la primera comunión de su hijo que Lituma describe a modo de fotografía virtual que lo enternece. Se establece un contraste entre ambas imágenes como entre dos fotografías cuyo punctum barthiano –ese detalle que agarra de manera subjetiva al espectador–, le hiere y le impulsa a elaborar en la pantalla de su mente una reconstitución novelesca y cinemática de la aventura del desdichado cantante (La chambre 10, 48-49). En efecto, el intenso efecto del punctum, empuja al espectador a la lectura, la escritura creativa o la contemplación. Este movimiento hacia el futuro corresponde a la génesis de una novela incipiente en la mente del espectador, es decir, del focalizador Lituma, cuyo submundo se estructura a manera de una serie de episodios fílmicos de índole altamente visual tanto como musical por estar teñidos de la nostalgia de los valses y boleros que el bardo solía cantar.7 Se puede postular que la novela está compuesta del entrelazamiento de dos tiras o cintas fílmicas contrastantes que apuntan a dos ontologías distintas. La que corresponde a la trama real de referencia en torno a la investigación sería en color, con detalles concretos, mientras que la otra, propia del ensueño, sería en blanco y negro para sugerir el pasado triste y estilizado de manera casi artística de los enamorados. Las fantasías del guardia corresponden a una inclusión de escenas proyectadas en una pantalla y yuxtapuestas a modo de contrapunto a las escenas veristas. Se observa un marcado contraste entre la investigación racional y pragmática de Silva unida a sus obsesiones sexuales hacia la dueña de la fonda, doña Adriana, y la introspección intuitiva de Lituma que contribuye a la tentativa resolución del caso. Según lo que presencia y aprende acerca del caso, Lituma fantasea, sumiéndose en visiones idealizadas de los jóvenes, en un enclave escapista para exorcizar el horror que sintió frente a la muerte injusta de Palomino y su atroz castración.8 A raíz de ello, el ex inconquistable teme por su virilidad y decide volver 7
Bal considera el punto de vista del focalizador como “sinónimo de visión” y distingue entre lo percibido por un personaje –que un espectador hipotético podría detectar por la vista, el tacto, el oído, el olfato y el sabor– y lo “imperceptible”, que corresponde a acciones mentales o psicológicas como el sueño, el recuerdo, a los cuales un testigo no tiene acceso a priori (Story-Telling 9193, 165). 8 El mecanismo de creación fílmica de Lituma remeda el de la producción literaria del autor, que revela que “la creación literaria es una tentativa de recuperación y a la vez de exorcismo de ciertos fantasmas. Cuando uno escribe está tratando de librarse de algo que lo atormenta, que no es del todo claro para él, y a la vez está tratando de rescatar, de revivir, de salvar del olvido cierto tipo de experiencias que lo han marcado más profundamente que otras y que no quiere dejar
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al burdel como si representara una afirmación concreta de vida en contra de la muerte. En sus monólogos interiores, abundan los verbos de percepción: “Lituma vio”, “divisó”, “miró”, “alcanzó a ver”, “a Lituma le pareció ver”, “oyó”, “sintió”, y desde su fuero interior, “fantaseó”, “imaginó”, “los estaba viendo”. Están entrelazados con preguntas dirigidas a sí mismo, en un fluir de consciencia que une tiempos, espacios y mundos distintos, creando efectos de vasos comunicantes. Lituma suele cerrar o entrecerrar los ojos y abandonarse a su visión interna: En una suerte de sonambulismo, una y otra vez veía a la pareja feliz, disfrutando de su luna de miel prematrimonial en las humildes callecitas de Amotape: él un cholito del barrio de Castilla; ella, una blanquita de buena familia. Para el amor no había barreras, decía el vals [...]. El amor que debían haber sentido el uno por el otro debía de haber sido intenso, irrefrenable, para hacer lo que hicieron. ‘Nunca he sentido un amor así’, pensó (103).
Conmovido por el amor de los jóvenes, Lituma se lamenta con acentos melodramáticos y vuelve más tarde a evocar a Meche. Imagina las noches íntimas de la pareja en su refugio: “¿Se asustaría la muchacha al oír el aullido de los zorros? ¿Se abrazaría a él, temblando, buscando protección y él la tranquilizaría diciéndole cositas cariñosas al oído? [...]. ¿Habrían hecho el amor por primera vez aquí en Amotape?” (103, 105). El verbo “ver” sugiere tanto lo que Lituma observa como lo que imagina o intuye: “–Ya veo– dijo Lituma. Imaginó al flaquito huyendo de Piura por temor a un marido celoso que lo había amenazado de muerte” (24). Otras veces Lituma se convierte figuradamente en una cámara fotográfica que rueda escenas específicas cuando “ve” y “escucha” a los jóvenes perseguidos: “los vio [...] sentados muy juntos con los dedos entrelazados” mientras él, “rozándole el oído con los labios, le cantaba, Dos almas que en el mundo, había unido Dios, dos almas que se amaban, eso éramos tú y yo” (95). Sin embargo, al conocer a la arrogante hija del coronel, Lituma considera que a la joven no le encaja el papel que le había otorgado en esta historia de amor y se nubla su visión: “La parejita que bailaba en aquella esquina, mirándose fijo, hablándose
morir, que no quiere que desaparezcan” (“Conversaciones”). Según Vargas Llosa, las ficciones nos permiten “vivir vicariamente las experiencias”, y que “quien las fabuló lo hizo porque no pudo vivirlas y quien las lee (y las cree en la lectura) encuentra en sus fantasmas las caras y aventuras que necesitaba para aumentar su vida” (La verdad 21).
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con los ojos eran Alicia Mindreau y el flaquito. No, imposible” (126). Está tan sumergido en sus fabulaciones que se resiste a aceptar la realidad, que ahora le empieza a parecer dudosa “como si fuera algo que él mismo inventaba” (129).9 Ahora bien, en lugar de evolucionar hacia el Whodunit tradicional, ¿Quién mató a Palomino Molero? explora la manera en que Lituma recrea o resucita a la víctima ficcionalmente. El guitarrista es recordado como un poeta con una voz envolvente: “era un romántico, una especie de poeta [...] que tenía una voz divina” y Lituma suele pensar en Palomino cada vez que ve su guitarra y oye las melodías que tocaba (22, 29). La persistencia del recuerdo del cantante mediante su música evoca el mito de Orfeo, cuya lira y cabeza decapitada seguían resonando después de su muerte. El guardia se identifica con Palomino, un joven cholo, mestizo como él y su asesinato despiadado incita a Lituma a convertirse en su portavoz y a rebelarse en contra de los prejuicios sociales y raciales. Un lector familiarizado con la obra anterior de Vargas Llosa descubre con sorpresa el componente compasivo inherente en la personalidad del hombre cínico previamente conocido, veinte años atrás, en La casa verde en un espacio ontológico que correspondía al futuro del joven guardia. El texto de Vargas Llosa ha resucitado literariamente a Lituma, el cual, a su vez, resucita a otro personaje muerto, Palomino, creando una ficción dentro de la ficción, proyectando sus submundos en una puesta en abismo que refleja la técnica predilecta del autor. El narrador “parece ceder su autoridad narrativa a Lituma que vuelve a ser sus ojos, su mente y sus emociones” (Lichtblau 66). Se podría inferir que Lituma se convierte de portavoz del bardo en portavoz del autor –expresando indirectamente la simpatía del autor implícito o principio organizador del texto por el joven cantante–. Lituma reconstruye melodramáticamente fragmentos o escenas de las vidas de los amantes mezclando lo real con lo ficticio como si estuviera escribiendo valses y boleros incorporados a sus cortometrajes. No es sorprendente, entonces, que el cine desempeñe un papel importante en el texto. En el pueblo se arma un cine al aire libre y se proyectan películas sobre el “muro blanco” de la iglesia convertido en pantalla (54, 125). Los policías tenían entrada libre en
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Julio Ortega mantiene que en ¿Quién mató a Palomino Molero? los personajes carecen de vida interior y que el autor no otorga suficiente importancia a la “dimensión creativa, poética de la actividad de escribir” (976). Me parece, en cambio, que es un texto provocativo, más complejo de lo que parece a primera vista y que sugiere una multiplicidad de posibles lecturas. Es imposible negar el lirismo de las visiones de Lituma cuando resucita la voz órfica del guitarrista asesinado, e imagina su historia de amor imposible.
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este espacio heterotópico fabricador de ilusiones y disfrutaban de las películas de vaqueros y de las mexicanas. Es significativo el paralelo entre las escenas fragmentadas proyectadas en la pantalla de la mente de Lituma y estas “películas que se veían entrecortadas” mientras se cambiaba cada rollo (124). Asimismo, Lituma presenta la situación final como “una historia de películas”, refiriéndose a las versiones fantasiosas que se arman en el pueblo en torno al caso (181). A pesar del éxito aparente de la investigación que desenmascara la culpabilidad de un grupo de oficiales dirigidos por el coronel Mindreau, el padre “supuestamente” incestuoso de Alicia, la novela se acaba de manera abierta, como las ficciones antidetectivescas. Asegura Stefano Tani que la novela detectivesca es un género menor que da seguridad y que se propone satisfacer las expectativas de los lectores mientras que llega a ser el recurso ideal de la posmodernidad en su forma invertida, la novela antidetectivesca que frustra las expectativas de los lectores (40).10 Lo mismo sucede en esta novela con la yuxtaposición de los submundos de Lituma y el mundo de referencia ficcional. Frente a la multiplicidad de testimonios contradictorios, entre otros los de Alicia y de su padre acerca del incesto, el lector advierte que la realidad de Lituma es arbitraria y subjetiva. Cada fragmento ideado por él se convierte en texto scriptible en términos barthianos, pues el lector se siente impulsado a reescribirlos (S/Z 922). Se crea así una nueva perspectiva que se yuxtapone a la primera como suele ocurrir al ver una película. Este proceder mental permite extrapolar y pensar que la gente del pueblo también fabrica sus monólogos interiores en base a hechos concretos o rumores. Lituma, decepcionado por la resistencia de la gente a aceptar la realidad, se queja al teniente: –Lo cojonudo de todo esto es que nadie se cree que el Coronel Mindreau mató a la muchacha y luego se mató –dijo–. Hablan las cojudeces más grandes, mi Teniente. Que fue un crimen por el contrabando, que por espionaje, que metió la mano el Ecuador. Y hasta que fue por cosas de rosquetes. Figúrese la estupidez (188).
El teniente parece más empedernido. No se inmuta. Ya le había dicho Silva a Lituma: “Las verdades que parecen más verdades, si les das muchas vueltas, si
10 Historia de Mayta y El hablador encajarían también en esta categoría del género antidetectivesco por sus frustradas investigaciones. La novela detectivesca se consume y se olvida, mientras que la antidetectivesca destaca por sus cualidades literarias y estilísticas y porque crea personajes y contextos sociales impactantes que impulsan a reflexiones profundas (Tani 74).
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las miras de cerquita, lo son sólo a medias o dejan de serlo” (107). ¿Quién mató a Palomino Molero? no sólo denuncia la corrupción de oficiales de alto rango o la incapacidad de exponer el partido culpable sino que, al develar la artificialidad del mecanismo de fabricación de los mundos alternos, se cuestiona la manera errónea en que se construye la “realidad” de referencia. Todo pasa como si ambas cintas cinematográficas carecieran cada una de verosimilitud y su entrelazamiento produjera una impresión aún más surreal que la “realidad” ficcional o concreta, como en la proyección de mundos antagónicos que se anulan mutuamente. El final abierto de la novela ofrece múltiples niveles interpretativos que estimulan la participación del lector en la investigación. La imposibilidad de alcanzar una resolución racional subraya el hecho que todas las verdades oficiales son cuestionables e inquietantes. Los detectives sólo consiguen la incredulidad de los ciudadanos como recompensa y su ascenso consiste irónicamente en alejarlos, transfiriéndolos a un lugar inhóspito e inseguro de los Andes. La siguiente novela antidetectivesca, Lituma en los Andes (1993), transcurre a finales de los años ochenta en el corazón de los Andes, en el pueblo ficticio de Naccos, y representa la respuesta literaria de Vargas Llosa al terrorismo. Se desarrolla en un medio ambiente impregnado de violencia por la amenaza constante de Sendero Luminoso, que se complica con el resurgir de mitos indígenas, culminando en sacrificios humanos.11 La novela consta de nueve capítulos y un epílogo y está dividida en dos partes. Cada capítulo presenta una tríada de niveles narrativos: el primero corresponde a la investigación, narrada en discurso indirecto libre proveniente desde el punto de vista del cabo Lituma, que sigue desempeñando su rol de focalizador iniciado en la novela anterior. En el tercer nivel la narración está entretejida dentro de un diálogo entre el cabo y su ayudante, Tomás Carreño, que le devana noche tras noche su odisea sentimental. Ambos niveles están entrelazados por monólogos interiores y visualizacio11
Esta exploración literaria de las raíces históricas e irracionales de la violencia en el Perú ha surgido por las circunstancias que rodearon el asesinato de ocho periodistas perpetrado en 1983 por unos campesinos de la sierra peruana, en el cual hubo sospechas de sacrificios humanos, tragedia que Vargas Llosa estuvo a cargo de investigar. Vargas Llosa concluye en el “Informe sobre Uchuraccay” que los periodistas fueron confundidos con senderistas, pero que sus cadáveres mutilados señalaban una matanza ritual y que su sepultura boca abajo revelaba una resurgencia de creencias atávicas con afán de exorcizar las fuerzas del mal. Contrariamente a la opinión de varios críticos que pretenden que este episodio inspiró la escritura de ¿Quién mató a Palomino Molero?, Vargas Llosa ha afirmado que esta novela había sido escrita antes de estos acontecimientos, los cuales en cambio, sí influyeron en la escritura de Lituma en los Andes (Navarro 186).
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nes de parte de Lituma a modo de vasos comunicantes que unen varios planos espacio-temporales y de realidad. En el nivel intermedio –intercalado como si representara el meollo del texto– se concentra el mayor grado de violencia: en la primera parte, una voz omnisciente e impersonal narra las atrocidades perpetradas por los senderistas mientras en la segunda, la voz de la bruja Adriana evoca el mundo casi fantástico de las creencias ancestrales. Esta configuración ofrece una visión espacial y metafórica del profundo arraigo de la violencia que trasciende las explicaciones racionales y se contrapone tanto a la pesquisa diaria como al desvelo nocturno de los guardias. La pareja Adriana y Dionisio atienden una cantina, cuya situación céntrica en el “corazón del pueblo” ilustra su papel de “invencioneros” en las desapariciones y funciona como espacio heterotópico que ofrece una visión en abismo de la obra (65). Allí acuden los policías y se emborrachan los obreros mientras la dueña les lava el cerebro con sus profecías y supersticiones. En este enclave escapista, Dionisio los impulsa a liberar su instinto “animal” mediante el efecto del alcohol, el sexo y la música, al mismo tiempo que su esposa les obliga a “verse” como en un espejo, trasmitiéndoles versiones fantaseadas de la tradición oral de sus antepasados. El simbolismo nominal de Dionisio, Adriana (Ariadna), Naccos (Naxos) y las orgías endemoniadas que rodean al tabernero en las fiestas y procesiones pueblerinas, evocan las ménades de los festivales rituales dionisíacos.12 Se impone la imagen del monstruo de Creta en su laberinto, sugerida por la portada representando El Minotauro de Picasso, y se podría considerar metafóricamente la novela como un laberinto que esconde en su centro –el nivel narrativo intercalado– al “monstruo” responsable de la violencia irracional. La intertextualidad propia del género detectivesco se manifiesta en esta extensión de ¿Quién mató a Palomino Molero? puesto que los acontecimientos 12
Las profecías de Adriana junto a las bebidas y al baile propiciadas por Dionisio resucitan el instinto atávico de los peones, que experimentan trances místicos donde subyacen las huellas del movimiento espiritual del Taki Ongoy, el cual estipula que las huacas, lugares sagrados o deidades andinas, podían hablar ya no sólo a partir de rocas sino mediante seres humanos. Según Vargas Llosa, el Taki Ongoy se desarrolla hacia 1560 y se prolonga hasta principios del siglo XVII: “Se trata de un verdadero levantamiento religioso –la rebelión de las ‘huacas’– contra el Dios y las creencias de los conquistadores, un retorno al culto prehispánico”, en cuyas ceremonias “los fieles bailaban sin descanso hasta caer en trance y, entre temblores y espasmos, repudiaban el catolicismo” (La utopía 247-248). Vargas Llosa entreteje con maestría los mitos griegos y andinos con el simbolismo de los rituales cristianos para explorar las fuerzas irracionales.
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siguen un desarrollo cronológico y lineal en la vida y carrera del policía, pese a un salto temporal de treinta años que resulta en una incongruente condensación de eventos personales e históricos. Por primera vez, el cabo Lituma actúa como protagonista único encargado de investigar la desaparición de tres individuos que establece un paralelo con los tres paros de la construcción de una carretera. Lituma es el único costeño, y se encuentra aislado en un ambiente ajeno, en el cual la población sigue hablando quechua. Descubre con pavor que los desaparecidos fueron sacrificados para aplacar la ira de los dioses andinos provocada por las excavaciones, y elabora mentalmente los pormenores del ritual. En esta indagación en las raíces irracionales de la violencia, el cabo actúa como portavoz del escritor peruano cuyo conocimiento de los Andes es limitado y que define su propia visión como “la visión que tiene un peruano de la costa, un peruano urbano, con una cultura digamos, occidentalizada” (Semana 31). Mientras conduce la investigación al lado de su subordinado, el guardia Tomás Carreño, se observa una inversión de papeles con esta nueva pareja de detectives. Después de haber tenido que confrontar el voyeurismo y las frustradas obsesiones lúbricas del teniente Silva, Lituma se enfrenta con el amor puro e incondicional de Carreño hacia Mercedes, o Meche, una prostituta piurana que se parece al personaje encontrado en La Chunga. Las reminiscencias melodramáticas de Tomás reproducen el ensueño de la época bohemia de Lituma en La Chunga, cuando quería rescatar a otra piurana llamada Meche, como si el guardia estuviera viviendo, sin saberlo, una fantasía de su superior. Lituma experimenta vueltas nostálgicas al pasado urbano añorado mientras escucha cada noche este discurso contrapuesto a la hostilidad andina que los rodea. Irónicamente, si bien se sentía conmovido por las frustradas aspiraciones románticas de Palomino Molero, ahora se fija únicamente en el aspecto sexual de la aventura del guardia, desempeñando vicariamente el papel de voyeur. Tal parece que ha asimilado la fijación erótica de su antiguo superior, al mismo tiempo que asume su función de jefe. Dentro de su actitud cínica y desilusionada, se pueden vislumbrar –sin por lo tanto entender el proceso– las semillas que deben haber madurado en el individuo para convertirlo en el personaje endurecido de La casa verde. De la misma manera que solía hacerlo en ¿Quién mató a Palomino Molero? Lituma proyecta en la pantalla de su mente una visión cinematográfica del rescate de Meche que incita a Tomás a cometer un crimen pasional: “Lituma cerró los ojos y la inventó. Era rellenita, ondulante, de pechos redondos. El jefazo la tenía de rodillas, calatita, y los correazos le dejaban unos surcos morados en la espalda [...]. Imaginó los ojitos achinados del sádico: sobresalían de las bolsas
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de grasa, se inflamaban de arrechura cada vez que la mujer gemía” (26-27). El lenguaje tierno de Lituma, imbuido de la letra del vals y del bolero con el cual imaginaba el idilio de Palomino y Alicia, se transforma en un lenguaje crudo y vulgar parecido al de Silva. Presiona al cándido Tomás, para descubrir los detalles de su intimidad como si mirara una cinta pornográfica: “Cuéntame de una vez el primer polvo que le diste [...]. –Al que se le está parando es a mí, puta madre –dijo Lituma–. ¿Y ahora qué hago, Tomasito? ¿Me la corro?” (62-63). La historia episódica de Tomás tiene todos los elementos de un folletín a entregas: contrabando, corrupción, fuga, persecución, sazonado con una buena dosis de erotismo y sentimentalismo. De hecho, no tiene nada que envidiarle a los radioteatros que produce Camacho en La tía Julia y el escribidor. El amor ciego de Tomás lo conduce a mitificar a su Dulcinea y proponerle matrimonio. Su cuento culmina con la desaparición de Meche que se esfuma al igual que la joven de La Chunga. Es factible considerar que este relato entrecortado trata del submundo de Tomás, del cual el cabo se apropia como sucede al leer una ficción o ver una película, visualizándolas para forjar su propia versión fílmica. Lituma participa en esta producción como si se tratara de una telenovela de su fabricación, anticipando los hechos: “Ya ves, te las adivino todas. ¿Sabes por qué? Porque he visto muchas películas en mi vida y conozco todos sus trucos” (165). Además, recuerda que desde el colegio escuchaba, fascinado, a su profesor de Historia como si mirara una cinta “en tecnicolor” (203). Al enterarse de que a Meche unos borrachos la habían jugado una vez a los dados, Lituma revela que se había enamorado de una Meche que fue el objeto de una apuesta similar, y el misterio de la desaparición de ambas costeñas se suma al de los tres serranos desaparecidos. Al final, Meche llega al pueblo para reunirse con Carreño en una modalidad de la reaparición de personajes, ya que antes sólo figuraba a modo de cajas chinas dentro de los relatos o submundos. Lituma vacila en reconocerla: “¿Era o no era Meche? Esos ojos tan maliciosos, de chispitas verdegrises, tenían que ser los de ella. Por una mujer así se entendía la locura de amor de Tomasito” (289, 296). Su recuerdo lo obsesiona y en su borrachera trata de convencerse de que era ella. Al acabarse el cuento a entregas que le permitía evadirse y hundirse en otro mundo, se preocupa el cabo: “¿De qué mierda vamos a hablar en las noches que nos quedan? –De Mercedes, de quién va a ser –decretó su adjunto, categórico–. Le contaré otra vez mi amor, desde el principio” (282). Se piensa en una cinta cinematográfica o televisiva que se vuelve a poner a intervalos regulares, creando un suspenso para hacer durar el placer.
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Como los peones acusan al albino desaparecido de ser pishtaco, un ser legendario asociado a los foráneos o gringos, y que atacaba a los viajeros, Lituma, entrecierra los ojos y lo trae a la vida a modo de una instantánea virtual: “Podía entonces chuparles la grasa. Después, los dejaba irse, vacíos, pellejo y hueso [...]. Además de degollar, deslonjaban a su víctima como a un res, carnero o chancho, y se la comían. La desangraban gota a gota, se emborrachaban con sangre” (67). Lituma recrea mediante su intuición los sacrificios perpetrados por los peones, al tratar de compenetrarse con su psique premoderna.13 Al igual que C. Auguste Dupin, el detective de Edgar Allan Poe que se vacía por dentro para compenetrarse con la psique del criminal y poder procesar internamente las fuerzas irracionales ajenas, Lituma hace tabula rasa de sus preconcepciones, identificándose con los serranos para comprender, si no resolver, las incógnitas (Tani 4-5). Cuando se salva de un huayco o avalancha monumental, Lituma cuestiona la índole sobrenatural de su salvación, dándole gracias en voz alta a “la roca que lo había cobijado y, como hubiera hecho un serrucho, susurró: ‘Gracias por salvarme la vida, mamay, apu, pachamama o quien chucha seas’”, hermanándose así con los serranos (208-209). Se yuxtaponen en la mente del cabo y la del lector implícito, mundos incompatibles, cuyo roce provoca un efecto fantástico. Es tan sólo después de casi renacer de las entrañas de la montaña –o laberinto– cuando Lituma se percata plenamente de la naturaleza fantástica del discurso de la bruja. Atraviesa, pues, un proceso de transformación que lo ha puesto en contacto con lo arquetípico mediante un mecanismo inconsciente, y se constata en esta encarnación de Lituma el mayor relieve que alcanza la caracterización del polifacético personaje. Ahora bien, mientras Lituma trata de elucidar el enigma policial, se enfrenta principalmente a dos tipos de discursos, al de su ayudante Tomás y al de la bruja, doña Adriana, cuya voz intemporal, que le llega de manera fragmentada, constituye el espejo metafórico de las creencias arcaicas. El acontecer narrativo se desenvuelve como si Lituma interpretara estos universos discursivos como textos, transformándose así de oyente en lector implícito y luego transponiéndolos mentalmente de manera visual a modo de películas. El discurso melodramático de Tomás, asimilable al radioteatro, sería un texto de placer, o sea, una “obra” de consumo fácil en el sentido barthiano, que se puede tener en la mano
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La evocación del culto de Dionisio establece un contrapunto del mito órfico ilustrado en la novela anterior por la voz del bardo asesinado que no se pudo silenciar.
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y volver a colocar en un estante mientras el de la bruja tanto por su índole sobrenatural y fantástica como por su falta de centro representaría un texto de jouissance o “gozo” que intriga a Lituma, incitándole a reescribirlo, reinterpretándolo (Image 155-157). Se podría extrapolar, extendiendo la metáfora del entrelazamiento de las dos cintas postulada en ¿Quién mató a Palomino Molero?, que un fenómeno parecido ocurre en Lituma en los Andes, yuxtaponiendo en contrapunto la evocación “realista” y placentera de la aventura de Tomás a modo de una cinta cinematográfica o televisiva en color que Lituma “visualiza”, mientras la tétrica recreación “imaginada” del mundo atávico de los sacrificios se proyectaría en blanco y negro por tener un carácter aún más ficticio. Sentado en la cantina, Lituma reconstruye en un fluir de consciencia los dos episodios de las matanzas colectivas como si hubiera sido partícipe. Imagina todo el ritual, reviviéndolo desde las nocturnas procesiones a las altas horas de la madrugada, y culminando con el sacrificio final. Vuelve a captar cinematográficamente, con diálogo y sonido, humo, olores y quejidos, los últimos momentos del albino Casimiro Huarcaya y del mudito Pedrito, conjurando un ambiente fantasmagórico de siluetas que evolucionan en claroscuro con “los conos de luz de las linternas”, evocando en voz alta su visión que combina de manera sincrética los rituales cristianos (225240, 237, 260-268). Se establece un contrapunto entre su percepción de lo realmente ocurrido y un intento fútil de rescatar al condenado como si hubiera estado presente: “‘Sobre todo no te vayas a ir’, susurraba Lituma, a sabiendas de que el albino no podía oírlo. ‘No se te ocurra salir de la cantina, ahora’” (231). Imagina varias versiones de lo sucedido, cambiando a los participantes de la escena como si la estuviera dirigiendo. Su mirada interior enfoca, como la lente de una cámara, un vaivén de imágenes que se iluminan o se esfuman dentro de su cono de visión: “Lo llevaban, lo guiaban, lo sostenían, pasándoselo de mano en mano, y Lituma lo perdió de vista, momentáneamente, en la gran mancha de sombras animadas que los esperaba al exterior del barranco” (238). Lituma lucha en contra de los sucesos y desearía haber podido anular el pasado y rehacerlo. Pero este conflicto interior desaparece, al revivir la muerte de Pedrito, el criador de vicuñas, cuando Lituma se convierte en espectador resignado: “Entrecerró los ojos y vio delinearse frente a él, algo desvaída por la luminosidad blanca del día, la pequeña figura dócil y saltarina de Pedrito Tinojo” (259, 262). Reconstruye un ambiente fantasmal repleto de siluetas como sombras errantes del bajo mundo que vislumbra mediante varios ángulos: “¿Lo llevaban
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cargado? ¿Estaba en un trono? ¿Era el santo patrono de la fiesta? ¿Había un padrecito rezándole, a sus pies, o era el rezo de la santera [...]? No. Era la voz de la señora Adriana” (267). Sus ensoñaciones se van elaborando a medida que intuye la horrible realidad que se niega a aceptar, ya que, a pesar de sus dudas, Lituma trata de mantener hasta el final una actitud lúcida frente a las supersticiones. Émulo de Teseo, el detective intenta volver a trazar el mapa que se desdibuja a medida que el fluir del tiempo multiplica las imágenes especulares, las cuales distorsionan los hechos y dificultan la salida del laberinto urdido por el pasado (Tani 48-49). El hilo de Ariadna se lo proporciona Adriana con las palabras que ha ido hilvanando en un texto de “gozo”, que conduce Lituma a una “reescritura” equivalente a un proceder mental de interiorización. Se acaba la novela con el golpe de gracia final con las revelaciones del borracho acerca del canibalismo de los tres sacrificios. Aunque Lituma trate sin éxito de imaginar a los amantes reunidos en el campamento, el deseo de elucidar el caso es más fuerte. La cinta en color con sus imágenes vivaces se esfuma, y se le nubla la visión para ceder su lugar al blanco y negro, al mismo tiempo que Eros es reemplazado por Tánatos. Presionado por el cabo que le sostiene los pasos, el peón confiesa, al salir de la cantina: “Todos comulgaron y, aunque yo no quise, también comulgué [...]. Eso es lo que me está jodiendo. Los bocados que tragué” (311). El uso del término “comulgar” señala la interferencia de siglos de aculturación occidental. Esta influencia, unida a la incorporación de los mitos griegos a la realidad y cultura andina, confiere al libro un rasgo universal, revelando un intento de unificar los arquetipos humanos.14 Decidido a llegar al fondo del pozo para sondear su espejo oscuro, insiste Lituma en que prosiga el peón y le describa las pesadillas recurrentes que lo atormentan: “Ellos nomás. Cortándoles sus criadillas, tajándoselas y banqueteándose como si fueran un manjar” (311). Pese a la ambigüedad pronominal, las siluetas anónimas de los oficiantes apuntan hacia la pareja de taberneros metidos en el “corazón del pueblo” que configura el espacio heterotópico de la cantina. Abrumado, Lituma, incapaz de concebir lo inimaginable, pierde su propensión fabuladora y se resiste a visualizar las escenas veristas que conjuran el horror de su visión anterior del canibalismo del pishtaco. 14 El epígrafe proveniente de “The Ghost of Abel” de William Blake –“Cain’s City built with Human Blood,/not Blood of Bulls and Goats”–, con reminiscencias bíblicas del primer “sacrificio humano”, evoca lazos universales entre el Viejo y el Nuevo Mundo, la cultura occidental y la prehispánica.
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Al final, las versiones creadas o intuidas por Lituma se revelan incompletas y se plantean más interrogantes a raíz del atroz descubrimiento. El enigma en torno a Meche tampoco se resuelve, puesto que Lituma no se fía de su memoria. Ya que el huayco acabó con las obras de la carretera, se trasladan los guardias, irónicamente, Tomás a Piura, y Lituma a Santa María de Nieva, pueblo selvático, escenario de su segunda aparición como personaje en La casa verde. Se encuentra el cabo con la imposibilidad de clausurar el caso policial y hacer un parte oficial alegando una resurgencia de ritos indígenas. Después del traslado final de Lituma a la selva con el rango de sargento, surgen incógnitas acerca de las causas de su cambio drástico de personalidad que lo conducen de policía dado a la introspección a un ser cínico y empedernido. Después de haber intentado trazar el recorrido literario de Lituma en el súper-texto, conviene explorar las zonas extratextuales que se despliegan en sus intersticios. Puesto que el impacto de La casa verde reside principalmente en el entrelazamiento de las tramas narrativas, en las cuales se desenvuelven personajes estereotipados desprovistos de vida interior, esta novela paradigmática podría considerarse a posteriori como un plano o una mapa inicial que trazara el camino hacia representaciones ulteriores más elaboradas de Lituma que abarcarían desde la encarnación de la mente inquisitiva y creativa del autor hasta convertirse en su portavoz. La creciente interioridad del personaje permite vislumbrar futuras encarnaciones más sofisticadas que reflejen una multiplicidad de inquietudes referentes a los aspectos conflictivos de la realidad peruana. Un lector, pues, no debería acercarse a cada representación de Lituma como si se tratara de réplicas idénticas, sino aproximarse a él teniendo en mente que cada fotografía de un individuo ofrece tan sólo un ángulo de visión y un aspecto de su personalidad. Además, la yuxtaposición de las piezas que corresponden a su imagen fragmentada va más allá de la reconstrucción de una vasija rota porque implica un movimiento de constante crecimiento que, más bien, evoca el proceso de elaboración de una vidriera mediante fragmentos de formas y colores distintos, que ofrecería últimamente una impresión de totalidad y unidad sin dejar de ser una estructura en vías de expansión. La manera en que Vargas Llosa manipula estas imágenes contribuye a borrar los niveles espacio-temporales para hacernos vislumbrarlas dentro de un eterno presente como si se tratara de un objeto multidimensional que ofrece visiones parciales de lo que podría devenir si dispusiera de un tiempo infinito, a la manera de un aleph borgiano que conjurara las realidades pasadas presente y futuras del Perú, y abarcara la cartografía peruana en un efecto totalizador (Aleph 151-169).
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Resulta obvio que a través de las discrepancias inherentes a las encarnaciones de Lituma, trasciende una mayor verdad que a través de un personaje balzaciano supuestamente realista, desprovisto de misterio y de áreas oscuras. Un personaje como Lituma se percibe como un hilo conductor que delinea los contextos y problemas sociopolíticos, ya sea al actuar como representante de una conciencia ética o inquisitiva, o cuando nos adentramos en sus submundos que añaden una dimensión creativa y envolvente al universo ficcional. Afirma Oviedo que en la novelística vargasllosiana: “un ojo interior se abre y empezamos a contemplar visiones más densas” (336). La creciente interioridad que el autor tiende a otorgar a sus personajes en sus más recientes novelas es una apertura a estos mundos posibles que corresponden a la complejidad de una realidad plural. De hecho, Lituma se convierte figuradamente en un ojo, una lente cinematográfica y una “pantalla”, disponibles para adaptarse a las circunstancias que llegan a ser más importantes que el personaje en sí, y a proyectar mundos alternos que cuestionan tanto el mundo real de referencia ficcional como el mundo concreto. Este everyman constituye un medio y no un fin, una cámara que rueda su propio cortometraje bajo la dirección del autor implícito, ya que cada una de sus funciones pasadas o potenciales resulta más importante que la coherencia de su imagen fragmentada.
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7. Presencia y ausencia del arte visual y del erotismo: lo individual y lo colectivo en El Paraíso en la otra esquina
En El Paraíso en la otra esquina (2003), Vargas Llosa convierte a dos personajes históricos, la escritora revolucionaria Flora Tristán (1803-1844) y su nieto, el pintor posimpresionista Paul Gauguin (1848-1903), en personajes de ficción que cobran vida gracias a una profunda indagación en su interioridad. En esta obra, el novelista, fiel a su método de trabajo, se ha documentado de manera extensa para después mentir con conocimiento de causa.1 Entre las numerosas fuentes lingüísticas y pictóricas que sirvieron de base a su investigación, cabe mencionar la profusión de escritos de ambos protagonistas, especialmente sus diarios, cartas y memorias, a partir de los cuales Vargas Llosa ha realizado una labor de selección y transformación para inventar una nueva realidad ficticia.2 Flora Tristán es conocida principalmente por su Pérégrinations d’une paria (1838), libro que representa a modo de crónica social las memorias de su viaje al Perú para reclamar la herencia de su padre.3 Se destaca asimismo por Promenades dans Londres (1840) donde denuncia la explotación de los obreros, de los niños y de las mujeres, y por L’Union ouvrière (1843), su llamado a la revolución pacífica e internacional de los trabajadores que resume su utopía particular. Aparte de su profusa producción pictórica, que rebasa los seiscientos cuadros, Paul Gauguin escribió varias cartas y elaboró textos autobiográficos como su diario, titulado Noa Noa (1848-1903) y acompañado de grabados e ilustra1 Vargas Llosa ha viajado por los lugares mencionados en El Paraíso acompañado de su hija y de un equipo de filmación para documentar la génesis de la novela. Consúltese el libro de Morgana Vargas Llosa, Las fotos del Paraíso. 2 Véanse Vargas Llosa “Mario” y “Utopías”. Mary Berg identifica El Paraíso como una “nueva novela histórica” de acuerdo con los criterios de Menton en Latin America’s New Historical Novel. 3 Vargas Llosa revela que se propuso escribir sobre Flora Tristán en los años 50, cuando era estudiante en la Universidad de San Marcos, y que la lectura de Peregrinaciones de una paria le impresionó. La idea de incorporar a Gauguin le vino años después, cuando estaba investigando y escribiendo la novela (“Mario” 40-41).
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ciones, y una suerte de autorretrato introspectivo, Avant et Après (1923), que incluye también numerosos esbozos. Estos escritos y grabados constituyen un intento de transmitir su propia percepción idealizada de la mitología maorí, con comentarios sobre la creación y la interpretación de sus propias obras. Al reunir en un mismo libro las utopías contrastantes de Flora y Gauguin, El Paraíso retoma en contrapunto la doble vertiente que ha caracterizado la narrativa de Vargas Llosa, es decir, de una parte la preocupación constante por llamar la atención en numerosos textos sobre las injusticias y los males sociales –denunciando a partir de La guerra del fin del mundo (1981) el fracaso de las utopías colectivistas y del fanatismo– y, por otra parte, el afán de indagar en el proceso imaginativo de la mente creadora y de las utopías individuales indispensables para una constante recreación estética, literaria e intelectual.4 Es preciso resaltar la discrepancia entre la visión utópica, teñida de pragmatismo de Flora –unida a sus fallidos acercamientos al erotismo carentes de fantasías esteticistas– y los delirios visionarios e intermediales de Gauguin, cuya sexualidad exacerbada y ambivalente constituía el motor de su inspiración. En El Paraíso, el espacio dedicado a Flora es el mayor asignado a un personaje femenino en la narrativa de Vargas Llosa hasta la publicación de esta novela, ya que abarca la mitad del texto.5 Por lo tanto, se impone subrayar ciertas diferencias y similitudes que presenta este personaje ambiguo con dos personajes femeninos vargasllosianos que representan polos opuestos en cuanto a la índole de su interioridad. Se trata de Urania Cabral, la protagonista de La fiesta, que se desempeña en la tercera parte de dicha novela, y de la esposa de don Rigoberto, doña Lucrecia, personaje recurrente dentro del súper-texto formado por Elogio y Los cuadernos. Al analizar la vida interior de Gauguin como personaje novelado, y su propensión a plasmar de manera escrituraria y pictórica sus fantasías, se tra-
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El autor ha dedicado un largo ensayo, La utopía arcaica: José María Arguedas y las ficciones del indigenismo (1996), y varias novelas al estudio de las utopías. Entre otros personajes que fracasaron en sus intentos utópicos, mencionaremos al Consejero en La guerra del fin del mundo, al insurgente revolucionario Alejandro Mayta en Historia de Mayta, y a Saúl Zuratas, el antropólogo escindido que defiende las culturas indígenas en El hablador. Asimismo, don Rigoberto ha abandonado las utopías colectivas por una utopía individual ligada a la exploración sexual y artística. Afirma Gallagher que Vargas Llosa ha expresado varios matices de emociones de parte de sus personajes en busca de utopías, y ha logrado combinar el horror frente a las consecuencias potenciales de sus sueños con el desprecio hacia cualquiera que no cultive semejantes sueños (“Paradise” 23). 5 En Travesuras de la niña mala (2006), la protagonista, Otilia o Lily, es una mujer que se desarrolla plenamente en el nivel personal y abarca todo el espacio novelesco.
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zará un paralelo entre sus submundos iconotextuales, que develan las etapas ocultas que rodean la creación pictórica, y los submundos ecfrásticos de otro diarista, aficionado al arte, don Rigoberto. El Paraíso consta de dos líneas narrativas entrelazadas que podrían ser leídas independientemente. Su yuxtaposición en capítulos alternos crea y subraya conexiones y contrastes entre el destino y la personalidad de dos seres relacionados por la sangre y por el sueño utópico de cambiar el mundo a través de la revolución pacífica o del arte. Sin embargo, nunca lograron encontrarse en la vida real porque el pintor nace cuatro años después de la muerte de su abuela. La novela reúne ambos personajes y las tramas de referencia que les corresponden en un solo espacio que abarca un siglo. Además, cada narrativa está marcada por vueltas al pasado que traen al presente distintas épocas, de modo que en el espacio de la ficción, se conjuran una multitud de planos de realidad, de naturaleza pictórica o lingüística. Asimismo, este texto dual contrapone espacios geográficos tan distantes como los europeos, americanos y las islas del Pacífico, en los cuales los protagonistas nunca coinciden. Por ende, el conjunto del universo ficcional constituido por el acercamiento en el espacio físico del libro de la abuela y de su nieto deja de constituir un mundo coherente posible para representar un mundo imposible, o antimundo, y constituye un modelo para armar que requiere una fuerte participación del lector implícito posmoderno.6 La intricada interrelación entre los dos universos ficcionales y sus respectivos submundos insertos hace que sea imposible distinguir entre los ecos y correspondencias artísticamente labradas, realzadas o inventadas, y las que resultan de hechos biográficos. Los hilos sutiles trazados mediante la ficción novelesca hacen parecer aún más ficticia, por ejemplo, la coincidencia nominal espeluznante –aunque verídica– entre Olympia, la única pasión de Flora que ésta recuerda intensamente al final de su vida, y la Olympia de Manet, desnudo cuya pose desafiante obsesionó a Gauguin desde que vio el cuadro, y cuya foto lo acompañó hasta sus últimos días. Los pormenores de esta afición están descritos en El Paraíso en dos capítulos contiguos (18 y 19), que conforman un díptico contrastante –como una imagen y su reflexión invertida en un espejo, o una foto y su negativo– que representa una puesta en abismo del texto entero. Allí reside el lindero que marca la divergencia entre ambos caminos: el activismo de Flora, con su utopía colectivista unida a su renuncia del erotismo, frente a la odisea esteticista de Gauguin, inseparable de su desbordante energía sexual. 6
Véase Eco, Role 235.
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La obra está compuesta de veintidós capítulos. Los impares enfocan los meses finales de la vida de Flora Tristán. El lector la sigue en su gira propagandística de seis meses que la lleva de París hasta Burdeos y durante su larga enfermedad. Los capítulos pares describen los últimos diez años de la vida de Gauguin, casi todos transcurridos en la Polinesia francesa. La novela respeta el patrón de un diario de viaje, y cada capítulo se encuentra encabezado por una fecha y un lugar determinado, formato que remeda los diarios y cartas reales de estos personajes históricos decimonónicos y que crea una impresión de verosimilitud. Por lo tanto, la lectura de El Paraíso suscita la impresión de que Vargas Llosa leyó entre líneas para llenar las fisuras de dichos escritos y poder ofrecernos una mirada profunda en los pensamientos de los personajes, proyectados a manera de mundos alternos que pudieran haber coincidido con eventos o fantasías que los seres reales no lograron o no quisieron formular. Las dos historias cobran vida mediante la alternancia de la tercera y de la segunda persona en mudas, muchas veces veloces, que describen el presente narrativo y las introspecciones. El uso de la tercera persona en discurso indirecto libre ofrece una mirada tanto interior como exterior que procede de la perspectiva de los protagonistas. Vargas Llosa consigue así “crear una ambivalencia en la que el lector no sabe si aquello que el narrador dice proviene del relator invisible o del propio personaje que está monologando mentalmente” (La orgía 237-238). Este relator invisible que parece expresar el “yo” de cada protagonista recorta la distancia entre el lector y el personaje, y enmarca diálogos en los cuales éste aparece directamente hablando en primera persona. Semejantes estrategias permiten visualizar a Flora y Gauguin, enfocarlos en cámara lenta y a modo de construcción en abismo para adentrarse en los resquicios de su memoria y obsesiones. Flora se autodenomina, según el contexto, “Andaluza”, “Florita”, o “Madame-la-Colère”, y el diálogo interior de Gauguin alterna entre “Paul” y “Koke”, como lo llamaban los polinesios. El artista se pregunta: “¿Para cuándo la obra maestra, Koke?” (30) y al recordar sus años de empleado modelo en la Bolsa de París, piensa: “¿Quién te hubiera dicho que terminarías pintando y esculpiendo, Paul” (75). Flora recuerda sus dieciséis años, cuando trabajaba en un taller de litografía: “De algo te sirvió tu buena disposición por el dibujo. En otras circunstancias, acaso habrías llegado a ser una pintora, Andaluza” (47). Es irónico que tuviera ese temprano talento para luego perder todo interés estético, mientras que su nieto, Gauguin tan sólo lo descubre a los treinta años. Flora y Gauguin reevalúan sus vidas y decisiones e imaginan como en un árbol de historias los posibles caminos que hubieran podido elegir. Sus sub-
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mundos se plasman dentro de las actividades obsesivas que constituyen enclaves que consumen sus vidas y los alejan de la realidad diaria, pero cabe señalar que su índole fuertemente visual sólo se manifiesta en el caso del pintor. Al final de los últimos dos capítulos, que describen la muerte de los protagonistas y sus funerales en Burdeos, 1844, y Atuona, Hiva Oa, 1893, la voz narrativa se distancia de su interioridad como una cámara que se aleja en un travelling y se apagan ambas voces y vidas desde la perspectiva del presente novelesco. Ambas historias concluyen, contadas por el narrador invisible de manera omnisciente, uniéndose así a Flora y Gauguin como si fallecieran a un mismo tiempo y en espacios escénicos que estuvieran unidos al espacio concreto de la lectura a medida que se pasan las últimas páginas. La novela está enmarcada por la evocación del juego infantil del “Paraíso”, que propicia su título y le confiere una estructura cíclica que emblematiza la perpetua búsqueda utópica del deseo obsesivo, de esta esquiva falta de ser que se trata de alcanzar en lugares y momentos cada vez más remotos. La ceguera de los protagonistas y su ensimismamiento se ilustra visualmente desde la portada del libro –diseñada por Enric Satué–, que muestra la fotografía de una niña con los ojos vendados, preguntando a otra por el “Paraíso”. Flora ve en una plaza de Auxerre niñas ocupadas en este entretenimiento que le evoca su infancia feliz en los jardines de la “bella mansión” de Vaugirard donde según su madre, jugaba al “Paraíso” bajo la “mirada risueña de don Mariano”, un aristócrata peruano que fallece cuando Flora tenía cuatro años (13). Pero también rememora haberlo visto jugar en Arequipa y habérselo enseñado a sus dos hijos. En su lecho de muerte, Flora constata las limitaciones de su utopía: “Si no habían salido mejor era porque en esta vida las cosas nunca salían tan bien como en los sueños. Lástima, Florita” (459). Le hace eco su nieto Gauguin, quien poco antes de morir, se enternece al ver a unas niñas de las islas Marquesas jugando al “Paraíso” y recuerda haber participado en esta diversión con sus primitos en Lima cuando tenía un año. La universalidad de esta actividad infantil que se desempeña en varios idiomas y sitios ejemplifica el deseo del ser humano de hallar este espacio idóneo que esquiva a Gauguin hasta el final de sus días: “Todavía no encontrabas este escurridizo lugar, Koke. ¿Era un fuego fatuo, un espejismo?” (467). Las reminiscencias de este juego simbólico y la evocación del Perú establecen un nexo entre ambos personajes. Aunque la novela presenta a Flora de manera fragmentada y anacrónica, a partir de sus últimos meses de vida, convendría retrazar la vida del personaje histórico. Flora Tristán nace en París en 1803, de madre francesa y padre perua-
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no, don Mariano Tristán de Moscoso, pero la unión de sus padres, celebrada en una ceremonia religiosa privada, sin ninguna documentación civil, no tenía validez legal. Flora contrae matrimonio a los dieciséis años con André Chazal, dueño del taller de litografía donde trabajaba. Permanece cuatro años al lado de este hombre, al que no amaba y que la maltrataba. De los tres hijos que tuvo, sólo Aline, la futura madre de Gauguin, sobreviviría. Flora tuvo el valor de abandonar su hogar con sus hijos, enfrentarse en varios litigios a su esposo y desempeñar varios empleos. Su rebeldía se manifestó cuando decidió emprender un viaje al Perú en 1833 para reclamar su herencia. Dejó a su hija con una nodriza en el campo y se inventó una nueva identidad, presentándose como mujer soltera. Su tío, el poderoso don Pío Tristán y Moscoso, la recibió con afecto en Arequipa, pero le negó todo derecho legal a la fortuna paterna. A raíz de su frustración, regresa a París transformada, decidida a luchar contra las injusticias. Poco después escribe Peregrinaciones, donde cuenta su vida y comparte sus memorias del Perú posindependencia, del cual denuncia el racismo, los privilegios y el feudalismo de la era colonial, aunque también admira la libertad de las mujeres. Este libro, publicado en 1837, fue bien recibido en París, pero quemado en signo de protesta en el Perú, donde suscitó la ira de los peruanos de alta sociedad y la de su tío, que descubre así su engaño y decide suspenderle su ayuda económica. Este éxito literario y las revelaciones de su intimidad frustran a su esposo, que atenta contra su vida, disparándole una bala que se aloja en su pecho, que no fue posible extraer y que terminaría matándola en 1844. A partir de este momento, Flora se dedica a estudiar los pensamientos de los grandes utopistas del siglo XIX, conoce a fourieristas, sansimonianos, icarios y owenistas, entre otros seguidores de pensadores y reformistas sociales. Después de un paréntesis amoroso con Olympia, una aristócrata polaca exiliada en París, viaja a Londres para visitar fábricas, manicomios y prostíbulos, varias veces disfrazada de hombre. A su regreso, concibe su utopía de Unión Obrera, redacta la obra epónima y sigue hasta el final con su activismo incansable. Al detenerse en el desprendimiento progresivo y total de Flora de cualquier tipo de lazo afectivo o sensual, se observa que, en su compromiso social, no queda espacio para el erotismo y tampoco para el esteticismo. Al visitar el Palacio de los Papas en Aviñón, “no le interesó el ostentoso y pesado edificio, y menos las pinturas de Devéria y Pradier que adornaban sus macizas paredes –no había mucho tiempo ni ánimos para gustar del arte cuando se estaba en una guerra contra los males que agobian la sociedad” (191). Flora se niega en
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Carcassone a dar un paseo por las “iglesias y las murallas medievales a la luz de la luna”, declarando: “¡Qué me importan a mí las piedras viejas, cuando hay tantos seres con problemas que resolver! Sepa usted que yo cambiaría, sin vacilar, la más bella iglesia de la Cristiandad por un sólo obrero inteligente” (399). No sólo se cierra a la belleza, sino también al amor. Cortó su intensa relación con Olympia aunque le confiesa: “eres la única persona en este mundo a la que he amado [...]. Pero tengo una misión [...]. Debo entregarme en cuerpo y alma a esta tarea”, y rechazará el amor de su amigo, el pintor Jules Laure, alegando que “su misión, su lucha, eran incompatibles con una pasión amorosa” (398, 366). Para Flora, el individuo no existe, tiene que borrarse en un sacrificio autoimpuesto para lograr la meta vislumbrada y moldear una sociedad ideal. En El Paraíso resalta la naturaleza paradójica de la protagonista. Se evidencia que la joven ambiciosa de treinta años que pasó un año en el Perú, es distinta de la activista revolucionaria que promueve la Unión Obrera. Excepción hecha de su relación parisina de dos años con Olympia, sólo en su etapa peruana se manifiesta su lado emocional, sensual e imaginativo, ya que en estas “peregrinaciones” se desempeña como mentirosa, aventurera, coqueta, cínica y calculadora. Es factible postular que Flora concibe dos tipos de submundos en los cuales el elemento fantaseado está ausente (o limitado): los que ilustran sus experiencias pasadas –reales o noveladas– redactadas en sus diarios, cartas y en su libro de memorias, y los que reflejan su visión utópica y pragmática que presenciamos en el presente novelesco y que plasma en sus escritos sociopolíticos. Si bien la evocación de sus aventuras amorosas truncadas podría conllevar atisbos de fantasía, Flora no proyecta en la pantalla de su mente escenas que la impacten visualmente. Al contrario, relata estos momentos de debilidad con una dialéctica racional como si quisiera realzar el trauma que sufrió a raíz de su matrimonio y que le impidió disfrutar plenamente del placer corporal. Estas reminiscencias afloran en su mente de manera casi proustiana cada vez que durante su gira propagandística algún hombre la corteja, o se le insinúa, provocándole asco o repugnancia, sentimientos afines a los que frenaron su entrega a los apuestos oficiales por los que sintió una atracción inicial. Al igual que Urania, la protagonista de La fiesta que recordaba hasta bien entrada en años su primer beso en la mejilla, Flora, digna heredera de su época, ansiaba de joven encontrar el amor “de las novelas, ese sentimiento tan delicado, esa exaltación poética, esos deseos ardientes”, mientras que el amor con su marido era “una asquerosidad dolorosa”, y se lamenta: “Cuánto habías llorado, Florita, de asco y vergüenza, después de esas violaciones nocturnas a que te
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sometía este tirano de tu libertad”, a quien consideraba como “bestia lasciva” (49, 53). Se piensa en la figura bestial del cruel anciano, el dictador Trujillo, que desfloró a la inocente Urania y la convirtió en un “témpano de hielo” (La fiesta 210-211). Si bien Flora –apodada Madame-la-Colère por sus arrebatos– comparte al final de su vida en particular, la aversión e irritación de la protagonista dominicana hacia las miradas masculinas y las relaciones sexuales, el trauma ocasionado por su abusivo esposo ha sido asumido de manera menos radical porque sigue manteniendo relaciones amistosas con ambos sexos y llegará a apasionarse por Olympia. Además, Flora redacta sus memorias y su autobiografía, empresa que la libera del peso del silencio que pesa sobre Urania. Es pertinente suponer que para Flora, más que el odio al sexo, es la falta de libertad y de derechos, que resultan en tres embarazos consecutivos, lo que le hace rehusar la intimidad con los hombres tan indiferentes al sufrimiento y a los anhelos de sus compañeras. Esto explicaría que pudiera permanecer tanto tiempo al lado de sus admiradores, titilando su deseo de modo lúdico. Durante la travesía en barco que la llevaba al Perú, Flora estaba muy consciente de ser el foco del deseo de la tripulación. “¿Se habían enamorado de ti los diecinueve varones de El Mexicano, Florita? Probablemente. Lo seguro era que todos te deseaban” (182). Aparte de flirtear con el capitán Zacarías Chabrié, seduce en Arequipa a un coronel alemán, el rubio mercenario Clemente Althaus, esposo de su prima Manuela de Flores, pero “la repugnancia aquella contraída hacia el sexo desde su matrimonio con Chazal prevaleció”, y le da “una bofetada sin mucha fuerza” (233). Algo parecido sucede en su aventura con otro mercenario, el coronel gamarrista Bernardo Escudero, que se enamoró de ella y con quien soñó casarse hasta cuando le “buscó la boca, se rompió el hechizo. ¡No, no, Dios mío, qué locura! ¡Nunca, nunca! ¿Volver a aquello? ¿Sentir en las noches, que un cuerpo velludo, sudoroso, se montaba sobre ti y te cabalgaba como a una yegua? La pesadilla reapareció en tu memoria, aterrándote” (315). No obstante, esta aventura con Escudero resulta de su fascinación por la esposa del general Agustín Gamarra, doña Pancha o la Mariscala, que combatía y gobernaba al lado de su esposo. Esta figura liminal ilustraba para Flora el ideal de mujer poderosa y heroína legendaria que querría emular. Flora admira a esta mujer cruel, valiente e intrigante que vestía botas, montaba a caballo y manejaba el látigo y la pistola. De su intenso sueño de “ser una segunda Mariscala” nace su decisión de seducir al coronel Escudero, amante de doña Pancha, para luchar y gobernar a su lado (314-315). Suscitan también su admiración las “rabonas”, soldaderas “indias o zambas” que luchaban junto al ejérci-
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to y las “tapadas” limeñas que “montaban a caballo vestidas de hombre”, fumaban, apostaban, montaban a caballo y disfrutaban de mayor libertad que las francesas (277, 319-320).7 Estas facetas de destinos femeninos potenciales la impulsan a luchar por la emancipación de las mujeres. Asimismo, se evidencia que su ambivalencia sexual y rechazo de la condición subalterna femenina se define mucho antes de que se vistiera de hombre en Londres y de su relación homoerótica, escandalosa para la época. Decepcionada por no haber encontrado el “Paraíso” en el Perú, regresa Flora decidida a crearlo en su propio país. Desarrolla un sueño altruista orientado hacia el porvenir y sus enclaves escapistas se centran en sus incansables esfuerzos por promover sus ideas revolucionarias mediante escritos y arengas, al contrario del enclave de Urania o “hobby perverso”, que la ancla en el pasado con la lectura obsesiva de los testimonios sobre la era de Trujillo (La fiesta 66, 204). La vida afectiva de Urania, en estado de parálisis desde su violación, está totalmente desprovista de sensualidad hasta sus cuarenta y nueve años, mientras que la de Flora presenta una evolución, porque es tan sólo a los cuarenta y un años, al recorrer el suroeste de Francia, cuando se sobrepone a sus veleidades amorosas, que considera de un egoísmo debilitador. Conviene notar que Flora y Urania nunca manifestaron afición alguna por el arte, el visual en particular, el cual figura en primer plano en el imaginario de doña Lucrecia. Esta mujer de cuarenta años se especulariza continuamente de manera narcisista, reinventándose a través del arte y del erotismo. Flora comparte con esta madrastra incestuosa y lasciva ciertos aspectos transgresores, pero mientras Lucrecia se limita a concebir escenarios homoeróticos, la sensualidad de Flora se expresa abiertamente y se enfrenta al qué dirán al involucrarse con Olympia. Flora piensa en la manera en que ésta la “besó en los labios” y le declaró su amor (395): te había hecho gozar, Florita, sí, mucho [...], sentir bella, deseable, joven, mujer. Olympia te enseñó que no había por qué sentir miedo ni asco del sexo, que abando7
En El Paraíso, se menciona que estas mujeres de buena sociedad vestían “la saya, una estrecha falda y un manto que, como un saco, envolvía hombros, brazos, cabeza y dibujaba las formas de una manera delicada y cubría tres cuartas partes de la cara, dejando al descubierto sólo un ojo, las limeñas, vestidas así –disfrazadas así–, a la vez que fingían ser todas bellas y misteriosas, también se volvían invisibles” (319). Gauguin se acordaba siempre de cuán bella era su madre Aline vestida de tapada en Lima y que “la mantilla le cubría un ojo” (154).
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narse al deseo, hundirse en la sensualidad de las caricias, en la fruición del goce corporal, era una manera exaltante de vivir, aunque durara sólo unas horas, unos minutos. Qué egoísmo delicioso, Florita. El descubrimiento del placer físico, de un goce sin violencia, entre iguales, te hizo sentir una mujer más completa y más libre (396-397).
Estos recuerdos, aunque teñidos de lirismo, no la llevan a recrear la escena para revivir el placer y aunque la evoque a modo de Leitmotiv en sus monólogos interiores, su ex amante no habita en sus sueños.8 Una sola vez durante su gira, Flora “soñó con Olympia. Un sueño grato, tierno, ligeramente excitante, nostálgico”, que se menciona pero que no se proyecta de manera vívida (394). Es evidente que para Flora los sentimientos de igualdad entre amigas son el motor que permite su entrega, aunque no podía evitar “un sentimiento de culpa, la sensación de dilapidar energías, de un desperdicio moral” (397). Tampoco se arrepiente a posteriori de la brusquedad de su ruptura a su regreso de Londres, consciente de que “era tu deber actuar como lo hiciste” (399). Estas cogitaciones prácticas acerca de su aventura contrastan con las desenfrenadas fantasías de Lucrecia en su écfrasis del cuadro de Boucher, en el cual se imagina haciendo el amor con su criada Justiniana a guisa de ninfa, exhibiéndose de manera descarada frente al voyeur Fonchito (Elogio 69-74). Lucrecia se metamorfosea y dialoga con los personajes de los cuadros, interpelando a los pintores del pasado y del futuro, a medida que sus submundos crecen en complejidad hasta convertirse en cortometrajes altamente visuales. Aunque Flora experimenta brevemente el placer físico en situaciones transgresoras con Olympia, se limita a evocaciones fugaces y no llega a desarrollar esta parte profunda de su ser. Asimismo, se mantiene al margen de las aperturas creativas propiciadas por el arte e indispensables para la formación individual. Pese a esta postura, cabe notar cierto toque imaginativo y lúdico en su personalidad cuando se disfraza de húsar en los carnavales en el Perú y de hombre en Londres; de hecho, conoce a Olympia en un baile de disfraces en el cual va de gitana y ambas hacen una vez el amor ella de ninfa y Olympia de Sileno (235, 397). Debido al formato novelesco que remeda la escritura de un diario, es preciso evaluar la índole intimista del submundo escriturario de Flora, deteniéndonos 8 Berg destaca las páginas en las cuales Olympia irrumpe en el pensamiento de Flora: “15, 53, 60, 97, 101-02, 130, 228, 272, 353, 355, 364, 394, 398, 405, 409” (215). Vargas Llosa resalta las grandes lagunas en la biografía de Flora y la manera en que la edición de sus cartas por Stéphane Michaud la muestra con sus “contradicciones y debilidades: realista y soñadora, generosa e irascible, ingenua y pugnaz, truculenta y romántica, temeraria e insensible al desaliento” (“La odisea”).
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en los ecos de su carteo amoroso con Olympia y de su libro de memorias, aunque los atisbos de estos textos nos llegan de manera diferida en el universo ficcional a modo de monólogos interiores. Los fragmentos de sus cartas a Olympia expresan la fuerza de sus sentimientos: “se cartearon dos o tres veces por semana, misivas apasionadas [...] ambas contaban los días, las horas, los minutos para volver a verse. Te como a besos y caricias en todos mis sueños, Olympia. Adoro la oscuridad de tus cabellos, de tu pubis” (398). Sin embargo, pese a la frecuencia de las recolecciones, éstas no constituyen un punto de partida para fantasear. En efecto, Flora contrapone constantemente la razón a la pasión y renuncia pronto a sostener su relación amorosa y a estar en contacto con su imaginario femenino. Se percibe su ambigüedad en sus “peregrinaciones”, donde se autorretrata sin afeites. Por una parte se destaca como heroína de aventuras románticas con sus numerosos galanes y su admiración por figuras heroicas aureoladas de leyenda, y por otra ofrece una crónica aguda a modo de documental o diario de viaje.9 Semejante testimonio literario consiste en recuerdos, en cierta medida transformados, pero que distan de las ensoñaciones de una mente creativa. En El Paraíso, Vargas Llosa se adentra en los intersticios y puntos suspensivos metafóricos dejados por Flora en sus escritos y trae a la vida de manera visual los detalles que faltan a sus aventuras. Aunque la naturaleza de la relación del personaje histórico con Olympia permanezca dudosa (Berg 215), la descripción tanto de sus flirteos como de la entrega a su amiga enfatiza el placer que pudiera haber experimentado y la convierte en un personaje más redondo y entrañable. La ambivalencia de Flora se percibe, a varios años de distancia y con otros matices, en la vida de su nieto. Ambos apasionados de la libertad, quieren romper moldes para cambiar la sociedad o el arte, y manifiestan la misma fuerza para realizar sus sueños. Pero mientras para su abuela “el sexo era uno de los instrumentos primordiales de la explotación y dominación de la mujer”, para Gauguin era el motor, el fuego imprescindible que le permitía encender su imaginación para crear sus obras (100). Flora “salía de sus reuniones” donde arengaba a los obreros en “estado de incandescencia espiritual”, mientras Gauguin sentía “este estado de incandescencia” cuando pintaba sus obras maestras y se convertía “en un ser convulsionado, incandescente” (97, 436, 200). Un breve recorrido por la vida de Gauguin ilumina el acercamiento a su desarrollo como personaje ficticio. El pintor posimpresionista nace en 1848 de
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Véase Gabriel Icochea Rodríguez, “Flora Tristán”.
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la unión de Aline Chazal, hija de Flora Tristán, con Clovis Gauguin. Al morir su esposo, Aline y sus dos hijos pasan unos cinco años en Lima, en la casa de su tío abuelo, don Pío Tristán y Moscoso, antes de regresar a Francia cuando Gauguin cumple siete años. De joven, pasa ocho años en la marina mercante y, aconsejado por su tutor, Gustavo Arosa, gran coleccionista de arte y amante de su madre, se desempeña como empleado en la Bolsa de París. Su tardía vocación artística empieza como un hobby que crece hasta convertirse en una obsesión que lo llevará a abandonar a su esposa danesa, Mette, y a sus cinco hijos. Los años que pasó Gauguin en el Perú dejaron huellas que se manifestaron en su gusto por la asimilación en su arte de objetos provenientes de culturas extraeuropeas. Las momias, con sus posturas inusitadas; las esculturas incaicas y las figurillas de barro cocido precolombinas que vio en casa de su tío y más tarde en la de su tutor, se quedaron grabadas en su mente y las plasmó en varias de sus obras y esculturas como se menciona fielmente en la novela (370-371). En el Perú entró en contacto con varias razas indígenas y mestizas, incluidas la china y la negra, que solían formar parte de la servidumbre, lo cual explicaría su afición por el color dorado cobrizo de la piel de los polinesios. El pintor se solía presentar en los círculos parisinos como le sauvage Péruvien, y se jactaba de su mestizaje como de tener ascendencia india porque decía que en él había “raza, o mejor dicho, dos razas”.10 Gauguin huye de la civilización para tratar de recuperar, en las culturas que en el entorno artístico de su época se solían considerar “primitivas”, la energía y pureza de un arte auténtico, ligado a la vida diaria y a las creencias ancestrales. Pasa una temporada en Bretaña; luego, en el Caribe, donde contrae la sífilis o “enfermedad impronunciable”, eufemismo que se convierte en Leitmotiv del texto vargasllosiano, antes de convivir nueve semanas en la Provenza junto a Vincent Van Gogh, con cuyas ideas no coincidía, excepto en su búsqueda común de un Edén propicio a una nueva expresión artística.11 El “Holandés Loco” le instila su propio sueño de un paraíso exótico inspirado por la novela de Pierre Loti Rarahu, Le mariage de Loti, donde el placer sería indisociable del arte (80). Gauguin viaja a Tahití en 1892 y termina sus últimos años en las islas Marquesas, donde muere en 1903. Aparte de producir centenares de cuadros, 10 Véase Avant et Après 148: “il y a de la race, ou pour mieux dire, il y a deux races” (citado en Vernier-Larochette 7). 11 Véase El Paraíso 25. Afirma Vargas Llosa acerca de Gauguin y Van Gogh que “No hay indicios de una relación homosexual entre ambos, pero sí pasional” (“Dos amigos”).
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numerosas esculturas y cerámicas, este gran artista revisó constantemente sus diarios y memorias iconotextuales de su época polinésica, autorretratos fragmentarios y llenos ex profeso de puntos suspensivos, como si su autor no quisiera llegar hasta el fondo de su pensamiento (Avant 4-7). Los submundos iconotextuales de Gauguin evocan los del aficionado al arte don Rigoberto y los del pintor expresionista Egon Schiele. En Los cuadernos, los submundos pictóricos de contenido altamente erótico de Schiele se transmiten a través de un personaje, Fonchito, que se apropia de dichas obras y obsesiones como si fueran suyas. En El Paraíso, en cambio, el pintor mismo se convierte en ente de ficción que revela las secretas etapas de su creación artística. Conviene hacer hincapié en la consabida afición de Vargas Llosa por la pintura. En base a su deseo de escribir un libro en el cual los cuadros fueran personajes que se hablaran para revelar el proceso creativo, el autor ha afirmado que se valió de las obras maestras de Gauguin para imaginar por primera vez semejante proceso. Tuvo que transponer su experiencia ecfrástica de “escribir las pinturas” para adentrarse en el mundo de la creación de obras de arte (“Mario” 43). Es evidente que el lector de novelas intermediales como El Paraíso, Elogio y Los cuadernos, es impulsado a buscar y descubrir en varios libros de arte las láminas descritas, acrecentando las relaciones iconotextuales con la obra original, y multiplicándose así los mundos evocados y sus significados.12 Sin embargo, las cualidades visuales del lenguaje vargasllosiano operan su propio hechizo y permiten al lector prescindir de la consulta de las reproducciones de pinturas. Se enaltece así la apreciación del arte visual en un movimiento recíproco, ya que la contemplación del signo pictórico se enriquece con su traducción o interpretación mediante el signo lingüístico, y viceversa, de manera especular. La primera mujer maorí de Gauguin, Teha’amana, de trece años (la edad de todas sus vahines), le dio el apodo de Koke y le inspiró su primera obra maestra tahitiana, Manao tupapau (1892) (23).13 En sus diarios y cartas, Gauguin ha ofrecido explicaciones meta-artísticas detalladas acerca de la concepción de
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Para la índole intermedial de los “iconotextos”, véase Wagner 16-18. Para las láminas, consúltense ¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿Adónde vamos? (18971898), Shackelford 168-77; El hechicero de Hiva Oa (o Marquesan Man with Red Cape) (1902), Shackelford 250; Hermaphrodite, Mary Beard 133; Manao Tupapau (1892), Shackelford 55; Nevermore (1897), Thomson 103; Olympia (1863), Sweetman 312-13; Pape moe (Aguas misteriosas) (1893), Eisenman 114; Retrato de Aline Gauguin (1890), Cachin 10. Para la foto de Aline Gauguin, véase Cachin 14 y para la foto de Charles Spitz, Eisenman 26. 13
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dicha obra, y el personaje explica –a través del discurso indirecto libre– la visión que le impactó al llegar tarde a su cabaña sumida en la oscuridad: Entró en la cabaña, y, cruzado el umbral, buscó en sus bolsillos la caja de fósforos. Encendió uno y, en la llamita amarillo azulada que chisporroteaba en sus dedos, vio aquella imagen que nunca olvidaría, que los días y semanas siguientes trataría de rescatar, trabajando en este estado febril, de trance, en el que había pintado sus mejores cuadros. Una imagen que, pasado el tiempo, seguiría en su memoria [...]. Sobre el colchón, a ras de tierra, desnuda, bocabajo, con las redondas nalgas levantadas y la espalda medio curva, media cara vuelta hacia él, Teha’amana lo miraba con una expresión de infinito espanto, los ojos, la boca y la nariz fruncidos en una mueca de terror animal (31-32; énfasis mío).
La joven lo “tomó por un tupapau” o espíritu de los muertos que atemorizaba a los nativos. El espectáculo enardece a Gauguin, que le hace el amor “en la postura en que la había sorprendido. Tenía todavía en los ojos el espectáculo imborrable de esas nalgas fruncidas levantadas por el miedo” y “por un instante, sodomizando a Teha’amana se sintió un salvaje” (32-33). El deseo sexual inseparable de su fuerza creativa se quedó grabado en su memoria, y aunque nunca pudo recobrar este instante epifánico, recreaba mentalmente “esa imagen que volvía a ver cada vez que cerraba los ojos” mientras pintaba con frenesí durante una semana y la volvía “a poseer cada noche” (34). Fiel a la síntesis e hibridez de sus composiciones, que surgían más de su mente que de la realidad, Gauguin corporiza al amenazador espíritu maorí en una mujer vieja encapuchada como las bretonas en lugar de los demonios con garras y colmillos de dragón descritos por viajeros occidentales, y reconoce que “el fantasma [...] en verdad era más tuyo que tahitiano, Koke” (35). Su vahine le propicia el ambiguo título de Manao tupapau con su doble significado: “‘Ella piensa en el espíritu del muerto’ o ‘El espíritu del muerto la recuerda’”, de manera que la obra dialoga con su modelo (36). Ya que su mujer lo confundió con un tupapau, y debido a la ambivalencia sexual que lo caracterizaba, tal vez Gauguin plasmara en esta figura enigmática de índole voyeurista su propia realidad de hombre-mujer que no se atrevía a confesarse abiertamente. Además, “una semana después de terminar su obra seguía retocándola, y se pasaba horas enteras delante de la tela en observación”, reflejándose en su pintura, que le devolvía su propia y anhelada transformación en un salvaje (36). En esta época “estaba casi tocando el Edén” (30). El lienzo remitiría al instante liminal en el cual la mirada de un pintor unida al contacto de su pincel con la tela congela en medias res un momento en la vida “real” de sus modelos y fija su expresión para la
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eternidad (Gandelman 51). La novela pone, asimismo, el énfasis en el momento presente, el “durante” que el artista histórico no describió en sus diarios dedicados al “antes y después” del proceso creativo. El Gauguin personaje se vuelve a retratar en sus monólogos en un cortometraje, retrayendo de su memoria visual un avant, “pendant” et après, cada hito creativo, movimiento tripartito, antes, durante y después, que convertiría, mediante la lectura, el cuadro mismo en un fotograma, como si viéramos cortes cinematográficos de un rodaje en cámara lenta a través de los ojos del pintor como focalizador. En El Paraíso, el cuadro bidimensional cobra vida propia y deviene así tridimensional creando una ontología distinta que se reflejaría sobre la tela original, la cual adquiere nuevos significados como si procediera de un corte fílmico. Manao tupapau ha sido interpretado por varios críticos de arte como la respuesta de Gauguin a un cuadro que le fascinaba, Olympia (1863), de Edouard Manet, que copió y de cuya reproducción nunca se separaba.14 Era su manera no sólo de reverenciar esta obra revolucionaria, sino de romper con la modernidad de la pose insolente del desnudo, cuya mirada venal –consciente de su comercio carnal– convierte al espectador en voyeur. De hecho, el personaje de El Paraíso revela que esta “foto amarillenta y algo borrosa” era “la más antigua” de su colección de fotos. Poco antes de morir, en Hiva Oa, explica a sus amigos que esta imagen camaleónica, aparte de ser “diosa” y “puta”, representa su fantasía por “ser mil mujeres a la vez, en una sola. Para todos los apetitos, para todos los sueños [...]. Aunque, ahora, apenas consigo verla. Pero la llevo aquí, y aquí, y aquí. Lo dijo a la vez que se tocaba la cabeza, el corazón y el falo” (376). Además observa que la imagen no tenía nada que ver con la modelo, Victorine Meuret, que Manet había “transfigurado”, enfatizando así el papel creador del artista (375). A causa de su obsesión con Olympia, que funciona como ventana metafórica a su deseo, el pintor reacciona al punctum barthiano de la fotografía que lo hiere en el corazón.15 Se enciende así su imaginación de una manera inconsciente que lo impulsaría a pintar a Teha’amana de una manera invertida que remeda la pose del anónimo Hermaphrodite del Museo del Louvre.16 Al
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Véanse Brooks; Eisenman; T. J. Clark; Sweetman y Wallace. La fotografía poseería una índole científica codificada, el studium , al lado de una cualidad subjetiva, el punctum que Barthes asocia con una flecha que punza la mirada del observador como una herida (La chambre 49, 84). 16 La orientación hacia la derecha del Hermaphrodite y del desnudo en Manao tupapau y en Nevermore en 1897 es inhabitual en la historia del arte (Eisenman121). 15
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mismo tiempo, en esta representación andrógina de un cuerpo de piel oscura, el personaje/espectador, vería reflejada su propia interioridad en estos pigmentos que ilustran su deseo de volver a un estado primordial, con una sexualidad espontánea, desprovista de mercantilismo. Esta percepción especular de sí mismo se podría traslucir no sólo a través del erotismo táctil de ciertas pinturas sino a partir del “ombligo del texto”, es decir, ese pequeño detalle, como el ombligo de un desnudo, que resiste la interpretación oficial, nos deja insatisfechos y con ansias de completarla, porque asalta de golpe a la manera del punctum. En Manao tupapau sobran estos detalles insólitos que tocarían y hablarían de manera diferente a cada espectador, como la postura, la expresión de miedo raigal y la presencia incongrua del mítico tupapau, que reemplaza a Laura, la caribeña negra que lleva un ramo de flores en el desnudo de Manet. Stephen F. Eisenman subraya la índole al mismo tiempo carnal y espiritual del cuadro y considera esta obra como un intento de parte del pintor de sintetizar los modelos europeos y oceánicos de sexualidad liminal (122-123, 21). Sin embargo, el personaje de El Paraíso afirma que “la niña desnuda sería obscena sin el miedo de sus ojos”, aunque constata paradójicamente que éste “aumentaba su belleza, encogiendo sus nalgas de manera tan insinuante” (35). Es evidente que su afán de complacer a los críticos de arte franceses, y de evitar escandalizarlos por la sexualidad sin afeites inherente a la pose sugerente de la modelo, estaba en contradicción con la proyección en la tela de su propio deseo ambivalente, al transferir a la blanca y pragmática Olympia a un cuerpo dorado de rasgos andróginos, paralizado por un terror irracional. A partir de este roce con las fuerzas ocultas (y el impacto visual) que le inspiraron sexual y artísticamente, el personaje se pregunta si “¿Se podían fabricar artificialmente esas circunstancias en que se rompían las barreras del tiempo, como la noche del tupapau?”, para poder de nuevo trasladarse “a los albores de la humanidad” y reencontrar este Edén que lo eludía (37). Aunque el protagonista sigue buscando el utópico espejismo como fuente de su inspiración, no se debe descartar en la génesis de esta obra, el efecto latente en su subconsciente de la fotografía de Olympia que lo obsesionaba. La respuesta a su pregunta estética y existencial vendría pronto con Pape moe (Aguas misteriosas) (1893), cuadro inspirado al mismo tiempo en una foto y en una experiencia sexual transgresora con su amigo Jotefa. El joven leñador se interesaba en su arte y Gauguin siente una atracción inexplicable hacia este andrógino “de piel cobrizo cenicienta”, hasta descubrir una conexión entre él y una foto de Charles Spitz que lo perturbaba desde que la vio en la Exposición Universal de París en 1889 (68-
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69). Se trataba de un joven de sexo indeterminado, de perfil en un ambiente tropical, que se inclinaba frente a una cascada e irradiaba, según Gauguin, una sexualidad ambivalente propia de un hermafrodita: “La foto sugería ambas posibilidades con la misma intensidad, sin excluir una tercera: que fuera las dos cosas, alternativa o simultáneamente”; desde entonces, “la imagen lo intrigó, lo indujo a fantasear, lo excitó” y ahora, al reencontrarla en medio de su baúl se da cuenta de que “ésta era la imagen que, de manera vaga, tu conciencia, tu intuición, habían identificado con el joven leñador” (69). Gauguin había descubierto que si no hacía el amor la inspiración se le esfumaba y sus submundos eran tanto visuales como sexuales. Cuando ambos hombres suben al monte para cortar un árbol de pan indispensable para sus esculturas, Gauguin observa las formas de su guía con “efervescencia”, descubriendo un lado insospechado de su propia naturaleza, el deseo de “ser poseído por él igual que posee el hombre a la mujer [...] la sangre de Koke hervía; tenía los testículos y el falo en ebullición, se ahogaba de deseo” (71-72). El protagonista recrea en su mente este episodio de manera simbólica y sinestésica teñida de lirismo, al evocar, a modo de correspondencias baudelerianas, las fragancias, colores y sonidos del placentero ambiente edénico. Mientras Gauguin recuerda cómo rechazaba los avances de los marineros, se entrega pasivamente a las caricias y al abrazo de Jotefa en el arroyo: “Se sentía desfallecer de aquel deseo inédito. Abandonarse, rendirse, ser amado y brutalizado como una hembra por el leñador” (72). Lo que maravilla al pintor es percibir que a raíz del placer se notaba una absoluta ausencia de “angustias y remordimientos” o “de culpa y vergüenza” en el maorí, ajeno a la noción de pecado; decide crear al día siguiente “un cuadro sobre el sexo tercero, el de los tahitianos y los paganos no corrompidos por la eunuca moral del cristianismo”, porque ya sabía que “en el fondo de tu corazón, escondido en el gigante viril que eras, se agazapaba una mujer” (73). Como con Manao tupapau, El Paraíso retraza los pasos iniciales de la creación artística de Pape moe. En efecto, Gauguin empieza su cuadro con la ayuda de la foto de Spitz, “pero apenas la consultó porque la conocía de memoria”, y sobre todo gracias al recuerdo “de la espalda desnuda del leñador andando delante de él en la espesura, en medio de un ámbito mágico, que conservaba intacto en la retina” (74). Según Barthes, es precisamente este detalle, el punctum de una fotografía, lo que le da vida y arrastra tanto al personaje retratado como al espectador fuera del marco de manera fantástica, como si la imagen proyectara el deseo más allá de lo que muestra, de su connotación cultural (La chambre 91-93). Por eso, se inicia en la mente del observador una sucesión de
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imágenes que sacan al personaje del retrato que lo enmarca y lo restringe y que, en el caso del pintor, lo conduce a trasladarlo y transfigurarlo. Además, al analizar la dualidad de la imagen fotográfica, Benjamin describe un inconsciente óptico paralelo al inconsciente instintivo (“Short” 7). A partir de semejantes estímulos visuales el artista pinta durante una semana la escena que lo adentró en un nuevo paraíso sin prohibiciones en un cuadro que uniría al personaje de la foto con la experiencia concretada con Jotefa. Se reproduce en la tela la cascada y la lujuriosa vegetación, pero “nadie sabría que en estas ‘aguas misteriosas’ flotabas tú, Koke [...]. Nadie sabría nunca que Pape moe era también tu autorretrato, Koke” (75). Esta exploración sexual y artística que surge de situaciones limítrofes y de su componente imaginativo le permite, de acuerdo con los postulados foucaultianos, ponerse en contacto con su propia verdad (Histoire 1 205-207). Consciente de que en “la pintura, la fotografía de Charles Spitz centelleaba y vibraba”, el protagonista ha labrado una síntesis intermedial en su submundo pictórico que le devuelve su propia imagen y le permite explorar su interioridad. Gauguin se detiene frente al cuadro completado, como lo hizo con Manao tupapau, pero ahora lo saca afuera para admirarlo bajo la luna llena y “lo estuvo contemplando bañado por esa claridad amarillo azulada que imprimía una patina enigmática a aquella laguna” (80). La ambigüedad del pintor se manifiesta en su voyeurismo exacerbado mientras se deleita en haber alcanzado otra vez en carne propia, como en su tela, “los albores de la humanidad”. Sin embargo, el personaje histórico no se revela enteramente en su diario, del cual existen varias reescrituras. Aunque le dedica varias páginas a esta historia, se sugiere la relación homoerótica sin su consumación, dejando varios puntos suspensivos tanto reales como figurados (Noa Noa 32-47). En El Paraíso, en cambio, el principio estructurador del texto se adentra en los resquicios tanto del submundo escriturario como del pictórico del personaje histórico de manera ecfrástica, porque indaga en lo más profundo del ente de ficción y en la génesis de su obra, ofreciendo escenas vívidas de un avant, “pendant” et après, que ejemplifican la iconotextualidad de las pinturas (que llevan títulos explicativos) y de los textos (llenos de ilustraciones) de Gauguin. Se llenan así en la novela los puntos suspensivos con una versión animada y verosímil de lo que pudiera haber ocurrido y se nos ofrece una versión del “durante” que omitiera Gauguin en su diario iconotextual, Avant et Après. Además, el protagonista entabla una dialéctica no sólo con los modelos y personajes de sus cuadros sino también con los de las fotografías. Se establece un vaivén entre lo real y lo fantaseado en una serie de
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reverberaciones interartísticas. Pape moe marca una etapa crucial en la búsqueda utópica del protagonista, el cual imagina que si Van Gogh viera este cuadro, intuiría los demonios interiores expresados en él y le diría: “¡Has fornicado con el diablo, hermano!” (84). Es notable que tanto el pintor histórico como el personaje vargasllosiano hayan descubierto de manera tardía la índole apasionada de su propia sexualidad al mismo tiempo que su pasión por la pintura (77-79). Irónicamente, este aprendizaje coincide con sus experiencias caribeñas que le valieron, al mismo tiempo que la producción de obras maestras, la “enfermedad impronunciable” y explicaría el comentario de Van Gogh acerca de sus cuadros de La Martinica: “¡Formidables! No fueron pintados con pincel, sino con el falo. Cuadros que al mismo tiempo son pecados” (81). Esta fusión del sexo con lo visual se ilumina mediante las propuestas lacanianas. En efecto, afirma Lacan que el ojo es una extensión del falo y por lo tanto, el acto de ver y de mirar es el equivalente de la penetración sexual en varios grados de intensidad. Por eso, la mirada dirigida hacia el “otro” se describe de modo explícito como una extensión de la pulsión sexual que conlleva la formación de una imagen en su totalidad al mismo tiempo que su destrucción (Gandelman 5, 160). Se explicaría así cómo la búsqueda de la belleza, inseparable de la sensualidad, ilustra para el pintor sifilítico una ambigua lucha diaria para crear y recrearse pese al mal que lo mataría y que resultó de esta misma iniciación que lo incendió estéticamente. La naturaleza híbrida y dual del Gauguin histórico fue plasmada principalmente en sus pinturas tahitianas y marquesanas. Su ambivalencia sexual se sugiere cuando se vestía con un pareo y solía pintar mujeres musculosas y masivas mientras muchos de sus hombres eran andróginos y esbeltos. Es curioso que al llegar a Tahití, los indígenas tomaran al artista personaje de la misma manera que lo hicieran con el pintor histórico, por un taata vahine o mahu, un hombre-mujer, porque tenía “los cabellos largos y el sombrerito mohicano a lo Buffalo Bill” (24, 251-252). Pero esta apariencia no desentonaba en una sociedad en que los hombres-mujeres constituían parte íntegra de la vida diaria. Estos hombres de rasgos más delicados no eran necesariamente homosexuales, sino que disfrutaban de una libertad total porque ser mahu era una elección y no conllevaba estigma alguno entre los maoríes.17 Gauguin pintaba en función
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Sobre los mahus, véase “Los hombres-mujeres” por Vargas Llosa. Acerca de Gauguin y el tema del andrógino, consúltense Wallace y M. Donahue.
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de sus composiciones imaginarias y lograba proyectar en sus telas un sincretismo cultural estilizado. Por eso, para volver a los orígenes, despojaba a sus modelos de la ropa impuesta por los misioneros. En El hechicero de Hiva Oa (1902) reviste a su modelo de una capa roja y de atuendos femeninos, convirtiéndole en mahu, figura que lo obsesionaba. Con la progresión de su mal, sus mujeres lo abandonaban por el asco que les provocaban las llagas de sus piernas y se administraba solo las inyecciones de morfina. El protagonista lamenta entonces no haber vivido con un hombre-mujer, porque “era sabido que las mujeres más fieles y leales con sus maridos eran los mahus. No fuiste un salvaje cabal, Koke. Esto te faltó: aparearte con un mahu” (472). Con este comentario, se afirma al final de su vida su ambivalencia y su constante búsqueda del inalcanzable Edén. En Nevermore (1897), otro desnudo que rompe con la tradición pictórica occidental por la posición del cuerpo hacia la derecha, Gauguin captura la expresión ida de su segunda mujer Pau’ura, que acababa de perder a su hija recién nacida. Como con varias de sus obras, pinta de memoria la visión que lo impactó en estado de exaltación y vuelve a admirar el cuadro a la luz crepuscular, convencido de haber creado una obra maestra. Decide introducir un cuervo, animal que no existe en Polinesia, porque le recuerda el ave de mal agüero del poema de Edgar Allan Poe, The Raven, de cuyos versos escoge su título (197-198, 201). Coloca un cuervo “sin ojos” en lugar del tupapau del desnudo anterior y añade a un par de mujeres encapuchadas que volverán a reaparecer en forma distinta y de manera insólita en varias obras –como en El hechicero de Hiva Oa (1902) y en su magistral ¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿Adónde vamos? (1897-1898)–. Cabe señalar que el significado de tales motivos en sus ontologías pictóricas elude al mismo personaje como si se tratara de este detalle, el “ombligo del texto”, que no encajaría con el resto del lienzo. En El Paraíso, los comentarios del pintor acerca de la enigmática presencia de esta pareja pone de relieve la autorreflexividad del creador, que no está siempre consciente del origen de los demonios interiores que plasma en la tela (o en la ficción). Desilusionado por la falta de reconocimiento hacia su arte, por la muerte de su hija preferida, Aline, y por no haber encontrado el “Paraíso” tan anhelado, Gauguin trata sin éxito de suicidarse en 1898. Pero antes de atentar contra su vida, el personaje pinta varios meses, en “estado de incandescencia”, su principal obra maestra: ¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿Adónde vamos?, que concreta su utopía: “un Jardín del Edén no abstracto, no europeo, no místico sino maorí” (243, 251). Plasmó sus inquietudes en este lienzo de cuatro metros de largo que evocaba los frescos de Puvis de Chavannes. Representaba a doce personajes,
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incluyendo a niños y a una vieja acuclillada como “momias peruanas”. En la novela, Gauguin medita frente a su lienzo “viéndolo de regreso de la muerte”, y dialoga con sus creaciones, que se le escapan. No logra interpretar la presencia de la pareja de mujeres vestidas con túnicas que se hablan en secreto y en las cuales imagina verse con Aline, obsesiones que surgen de “esas fuerzas oscuras venidas del fondo del alma, el crepitar de tus pasiones, la furia de tus instintos” (254). Se percata al contemplar el lienzo de que la figura central que remeda a Eva cortando la fruta del árbol era un hermafrodita y que pese a sus miembros femeninos, “no eran de hembra los bultos que hinchaban el taparrabos: eran unos buenos testículos y un consistente falo, acaso en proceso de erección”; se convence entonces de que “sin saberlo ni quererlo habías pintado un taata vahine en el centro de tu mejor cuadro” (251-253). Se plantea en la novela que, debido a que ningún maorí pudo describirle al ídolo de la diosa Hina, el pintor tuvo que inventarla y resulta significativo que le diera rasgos andróginos, como si fuera un símbolo divino y conciliador de este dualismo que lo inquietaba. El título que Gauguin coloca a la obra tan sólo después de “renacer”, ¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿Adónde vamos?, remite a preguntas filosóficas y existenciales que reflejan las dos vertientes que McHale distingue como indicativas de lo moderno y posmoderno, sin que estas tendencias se excluyan mutuamente. Lo epistemológico y cognoscitivo correspondería a la modernidad y lo ontológico y poscognoscitivo, a la posmodernidad (Constructing 32-33). El cuestionamiento del protagonista, unido a su empeño en crear una nueva realidad, revelan una posición ambivalente frente a dicha dicotomía porque reflejan al mismo tiempo un afán epistemológico por elucidar significados al lado de una intención firme de recrearse a sí mismo mediante la edificación de mundos alternos y paralelos, ilustrando así tendencias posmodernas. Estas preocupaciones demuestran su naturaleza dual e híbrida, que retrata en sus cuadros y que El Paraíso subraya mediante la introspección del personaje. Gauguin crea ontologías, inventa dioses y mitos maoríes, que graba y describe en su iconotextual Noa Noa, convencido de que, “en el futuro, para averiguar cómo eran los maoríes, la gente consultará mis pinturas” (67-68). Además, todas sus obras llevan su letra, como un tatuaje sobre la piel del lienzo. Su deseo de construirse una identidad de “salvaje” lo impulsa a hacerse tatuar el pecho, práctica intermedia entre la pintura y la escritura, convirtiendo su cuerpo en obra de arte (468). De hecho, es bien sabido que el pintor histórico solía escribir los títulos explicatorios en un maorí adulterado para oponerse a las autoridades francesas y recrear los antiguos mitos a su manera (Eisenman 20). Se manifiesta así una búsqueda
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de sí mismo a través de identidades plurales y de la tendencia del protagonista a vivir en submundos que logra cristalizar en las sucesivas telas. Además, su nueva aproximación al desnudo provoca una revisión del enfoque tradicional y abre la puerta a modos de expresión revolucionarios de parte de los artistas del siglo XX. El empeño del artista en valorizar el cuerpo como sitio de placer y belleza representa una suerte de tatuaje artístico que convierte el cuerpo en un significante más que en un significado trascendente (Brooks 75). En busca de un paraíso que nunca encontraría, Gauguin se muda a las lejanas Marquesas, donde pensaba descubrir el secreto de los tatuajes, del canibalismo y de los sacrificios rituales descritos en la literatura. En Hiva Oa, pese a su desilusión, concreta con la construcción de su nueva casa, la “Maison du Jouir”, el enclave onírico de Van Gogh, el cual soñaba con una “Casa del Orgasmo” o “Casa del Placer” exótica que reuniera una comunidad de elegidos, aunque Gauguin acaba siendo el único artista en ocuparla (335, 338). Sin embargo, Gauguin nunca deja completamente Occidente (ni tampoco sus recuerdos peruanos), porque su museo imaginario lo acompañaba, mediante sus colecciones de pinturas, fotografías y reproducciones, pero mayormente por su fabulosa memoria visual. El pintor, que había sido coleccionista, poseía obras de Monet y Pissarro, y conservaba en un baúl “una serie de clichés de su vieja colección: Holbein, Durero, Rembrandt, Puvis de Chavannes, Degas, algunas estampas japonesas” y “la reproducción de un bajorrelieve del templo javanés de Borobudur” (387, 374). La utopía del Gauguin personaje resulta muy individualista, por su egoísmo y fuerza creadora sin límites. No sólo el artista abandona a su familia, diciendo que “el amor aburguesa a los hombres”, sino que parece indiferente a las consecuencias de su “enfermedad impronunciable” en sus vahines y demás relaciones (43). Como don Rigoberto, que pintaba con su imaginación, Gauguin estaba convencido de que el arte precedía la realidad y ambos protagonistas dialogaban con los personajes de las obras pictóricas mientras elaboraban submundos altamente visuales. Las sucesivas casas de Gauguin, llenas, como la “Maison du Jouir”, de sus telas y de su baúl repleto de imágenes y textos, se podrían asemejar a la biblioteca y pinacoteca de este otro diarista limeño, ya que las pinturas y reproducciones de don Rigoberto conforman un museo imaginario que prescinde de paredes, como afirma André Malraux, para unir espacios y tiempos de manera sintética y sincrónica (Krauss 1002). Los grabados eróticos de don Rigoberto traen a la memoria las cuarenta y cinco fotos pornográficas que Gauguin adquirió al hacer escala en Suez y que exhibía en una pared (154). Sin
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embargo, la imagen clave que reinaba en su hogar era la de Olympia, la prostituta que encarnaba su fantasía polifacética de “mil mujeres” de manera similar a las numerosas máscaras camaleónicas con las cuales don Rigoberto revestía a doña Lucrecia (154). De hecho, hay que hacer hincapié en que ambos personajes ocupan espacios heterotópicos propios del burdel y de la biblioteca que representan a la vez que refutan e invierten al mismo tiempo todos los sitios reales que corresponden a la cultura. Según Foucault, tales heterotopías son espacios concretos caracterizados por la acumulación de tiempos, espacios y archivos, como el museo y la biblioteca, o creadores de ilusión o de compensación, como el teatro y el prostíbulo, y que además suelen requerir ritos de pasaje (“Des espaces” 48-49). Además, la manera en que Gauguin atesoraba su colección de reproducciones se asemeja a la religiosidad con la cual don Rigoberto ponía bajo llave ciertas obras y volvía a contemplarlas mientras fantaseaba, escribía, releía sus cuadernos o hacía el amor. Gauguin tenía a mano su “colección sobre la que volvía una y otra vez como, otros, a los recuerdos de familia. Recorría, barajaba, acariciaba este entrevero” con una intensidad que evoca el fetichismo de don Rigoberto (69). Ahora bien, la postura de coleccionista respetuoso, propia tanto de don Rigoberto como del Gauguin histórico y del personaje, otorga una dimensión particular a sus fotografías, corroborando la visión de Malraux, quien afirma, al contrario de Benjamin, que el aura de una obra de arte se mantiene, aunque transformada, en las reproducciones y se traslada a la intimidad del hogar (Krauss 1002). Además, aparte de contemplar sus propios originales, Gauguin solía inspirarse en fotografías, sensible al punctum que lo impulsaba a recrearlas con sus pinceles, confiriéndoles una índole aurática mediante su mirada atenta. Es revelador que en una de las fotos de Suez, la mirada de una puta se asociara a la expresión triste de su madre, Aline, aflorando así sentimientos edípicos. Se acuerda de haberle reprochado su relación con Gustavo Arosa, aunque el artista transculturado se arrepintiera ahora de sus prejuicios burgueses. Veinte años después de su muerte, la había retratado en base a una foto que, pese a varios intentos frustrantes, no conseguía encontrar, y tampoco lograba ubicar el óleo Retrato de Aline Gauguin (1890) (154-155). En sus últimos años, Gauguin parece obsesionado con volver a captar la mirada materna que recordaba desde niño cuando Aline, bajo la mantilla limeña, dejaba un ojo al descubierto (155). En esto, se parece a Schiele, que buscaba en sus telas la mirada ausente de su madre. Semejante búsqueda revelaría un deseo de volver a un estado anterior al estadio del espacio del espejo lacaniano que simboliza el principio del dualismo
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y la separación de la madre. Estas fantasías en torno a la figura materna equivaldrían metafóricamente, a una vuelta a un “paraíso” perdido a causa de la construcción social del sujeto (Jackson 89). Sin embargo, los dos artistas se aproximan al arte de manera distinta y sus submundos pictóricos cumplen funciones opuestas. En sus dobles y triples autorretratos, Schiele expresa su angustia desgarradora, causada por una sexualidad precoz e incestuosa a la vez que proyecta una radiografía de la sociedad victoriana. La fragmentación corporal de sus autorretratos indica el miedo a contraer la sífilis que enloqueció y mató a su padre. Si bien padecía de este mal, Gauguin buscaba en cambio unas visiones de belleza idónea exterior, con cuerpos enteros y sensuales, aunque sexualmente ambiguos, que lo devolvieran a “los albores de la humanidad”. El pintor francés se metamorfosea físicamente en sus retratos y autorretratos, mientras recrea la realidad, proyectando una multitud de álter ego en sus submundos pictóricos y escriturarios. Ambos artistas se construyen como una obra de arte y dialogan así consigo mismos. Pero Schiele proyecta una visión descarnada de la realidad y de su sufrimiento interior mientras que Gauguin se esfuerza por reproducir su ensueño edénico teñido de armonía y de ambigüedad. En El Paraíso, el pintor logra vivir su utopía bajo varias identidades en mundos alternos y paralelos configurados por una cadena incesante de obras maestras que corresponden a intentos sucesivos de volver a un estado primordial que lo eludía de esquina en esquina. Resulta evidente que su verdadero autorretrato, que él sólo reconocería, estaría en Manao tupapau, Pape moe y ¿De dónde venimos?, entre otras composiciones que reconstruían su latente naturaleza andrógina. Poco antes de morir, delirante bajo el efecto de la morfina, Gauguin, cuya vista se debilitaba, se hunde en su submundo “como si te separara de tus amigos de Atuona una cortina de agua”, metáfora que ilustra las membranas invisibles entre mundos paralelos (475). Las imágenes y los recuerdos se suceden y se mezclan en su mente mientras el artista sigue conceptualizando su arte: “se había esfumado aquella frontera que, antes, separaba de manera tan estricta el sueño y la vida. Esto que estabas viviendo ahora es lo que siempre quisiste pintar, Paul” (480). Este monólogo interior muestra que, pese a su ceguera, el pintor seguía en busca de un arte sincrético que reflejara su paraíso soñado, un mundo sensual lleno de armonía y belleza en el cual se fusionaran los sexos. La afición de Vargas Llosa por el arte visual y su imaginación creadora se manifiesta en la destreza de su evocación del proceso creativo de Gauguin en una serie de llamativos antes, “durante” y después que conforman una visión en
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profundidad de la elaboración de sus obras maestras y de la edificación de realidades alternativas. De este modo, impulsa a sus personajes a vivir intensamente lo que estaba tan sólo sugerido en sus escritos. Al ficcionalizar a estos personajes históricos y darles vida de manera convincente, exponiendo sus dudas y contradicciones de manera autorreflexiva, se implica, asimismo, que sus diarios y manuscritos serían también de índole ficcional. Gauguin solía decir que no podía distinguir lo que en la vida de su abuela era vida o ficción y sus propios textos se caracterizan por la invención etnológica, paradójicas revisiones y un fantaseo creciente, especialmente al final de su vida. Al leer El Paraíso, se percibe la admiración del autor por ambos personajes, especialmente por su deseo de romper con las ideas preconcebidas y constrictivas para reclamar la libertad. Para Vargas Llosa “esa utopía de la libertad es la fuente principal de la civilización y del progreso” (“I Conferencia” 29). No obstante, se nota también cierta ambivalencia de parte del autor hacia estos personajes, que se consumen en su obsesiva búsqueda. Flora por el sueño de imponer su visión reguladora como receta para mejorar la vida de generaciones futuras –lo cual, de manera contradictoria, restringiría eventualmente su libertad de elección individual–, y Gauguin, quien para recobrar en su obsesión creadora una naturaleza salvaje guiada por el instinto, sueña con regresar a un pasado totalmente libre de reglas. Ninguno de los dos logra su propósito ni tampoco alcanza la felicidad porque no vieron el éxito de las semillas que sembraron, aunque han dejado huellas importantes en la sociedad y la expresión artística moderna. El libro reivindica a Flora Tristán, que aunque no logró la fama de su nieto ha hecho contribuciones importantes a la emancipación femenina. Además, representa un homenaje a estos utopistas sin los cuales no hay cambio posible, ya que ilustran la capacidad visionaria que permite trascender lo real para crear una nueva realidad. De una forma paralela, los personajes vargasllosianos desarrollan una propensión fabuladora para concebir mundos posibles que cuestionan el mundo de referencia ficcional. El Paraíso ejemplifica, a través de los destinos de Flora y Gauguin –que conocemos al bucear en sus submundos como si leyéramos sus diarios reunidos en un solo espacio– la diferencia tajante entre la utopía colectivista, pragmática y la utopía individual propia de la mente creadora. Se contrasta la diferente índole de sus submundos, los de Flora plasmados en los recuerdos o en un plan de vida futura y los de Gauguin rebosantes de fantasía, formas y colores, al mismo tiempo que se unen las dos vertientes que el autor ha explorado de manera separada, es decir, la social y la individual.
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De hecho, la novela ilustra de manera sincrética las dos tendencias que don Rigoberto experimentó de manera sucesiva, o sea, su desengaño de las utopías colectivistas, seguida de su utopía individual en torno al arte y al erotismo. Por otra parte, cabe recordar que Vargas Llosa ha insistido siempre en la necesidad de las utopías y de los sueños, pero sólo cuando no se tiñen de fanatismo y violencia. La fecundidad subversiva de lo imaginario, siempre y cuando no se imponga a la colectividad, evita la esclerosis social. El autor ha defendido asiduamente el derecho a la libertad y a la libre expresión que provocan una cadena de interacciones capaces de cambiar de manera democrática no sólo la sociedad sino el pensamiento artístico y cultural. En esto, ha reiterado, reside el poder de la literatura, que reinventa el mundo y trae a los lectores espacios y mundos alternos que ilustran el alcance de la creatividad y de la rebeldía de sus personajes. Vuelve a demostrar Vargas Llosa con este modelo para armar que la literatura es fuego, como lo había declarado en 1967 cuando recibió en Caracas el Premio Rómulo Gallegos.18
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Véanse Martínez “Regreso a las utopías” y Vargas Llosa “Utopías”.
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