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Spanish; Castilian Pages 424 Year 2012
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Vargas Llosa La batalla en las ideas
La Crítica Practicante, 8
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LA CRÍTICA PRACTICANTE Ensayos latinoamericanos Vol. 8 «LA CRÍTICA PRACTICANTE», como crítica imaginativa y descifradora, aspira a unir creación y crítica, sobre todo en el campo del ensayo. Desde que en 1890 Wilde hablara del «crítico como artista», desde que T. S. Eliot apelara a un poeta crítico, consecuente y consciente de la racionalidad de su obra, la exégesis literaria ha intentado acortar las distancias con el texto mismo que comenta. Dentro de la producción ensayística hispanoamericana no faltan ejemplos de esa proximidad; entre ellos, piezas fundamentales para lo que es ya una historia nutrida y variada de la crítica literaria. La presente colección desea recuperar y publicar libros que subrayen la continuidad y coherencia del pensamiento crítico, y no sólo en torno a la literatura; también aquellos que, en sentido amplio, aborden creativamente la cultura latinoamericana.
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VARGAS LLOSA La batalla en las ideas
Iberoamericana • Vervuert • 2012
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Derechos reservados © Iberoamericana Editorial Vervuert Iberoamericana, 2012 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 [email protected] www.ibero-americana.net © Vervuert, 2012 Elisabethenstr. 3-9 – D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.ibero-americana.net ISBN 978-84-8489-690-6 (Iberoamericana) ISBN 978-3-86527-739-8 (Vervuert) e-ISBN 978-3-95487-057-8 Depósito Legal: Cubierta: Carlos Zamora Fotografía de la cubierta: David Francisco Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro.
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Índice
INTRODUCCIÓN...........................................................................
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I La abolición de fronteras en un mundo «posideas» ......... A. Los hábitos del ensayista ............................................... B. El habla entre nubes y relojes........................................ C. Del Chivo a Casement: el escritor en la esfera pública
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II Votos por su prosa ideal...................................................... A. La prosa de varias campañas ......................................... B. El efecto Popper: hacia el liberalismo no indignado ... C. La verdad, el poder y «yo»............................................
79 79 106 129
III La idea del contraensayo ................................................... A. El prosista como Pinocho y los intelectuales destituidos............................................................................... B. El salto cualitativo.......................................................... C. El «amauta» de Mayta o casado con la realidad ..........
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IV La idea de la contranovela................................................. A. Autobiografía, striptease, vasos comunicantes, cajas chinas, el dato escondido ............................................... B. Antes de la mentira: los demonios, el elemento añadido y la novela total...................................................... C. Nueva carta de batalla y nuevos demonios..................
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V Piedras e ideas de toque ....................................................... A. La política liberal perfecta y la novela democrática .... B. Hacia una coda política para la prosa ........................... C. Cartas entre el Nobel y unos jóvenes novelistas .........
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MÍNIMAS CONCLUSIONES ...........................................................
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OBRAS CITADAS ...........................................................................
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ÍNDICE DE CONCEPTOS Y AUTORES CITADOS ............................
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«¿Está usted leyendo a esa Casandra moderna?». Era un profesor de la Universidad de Stanford, que había leído Comment les démocraties finissent hacía poco. «Quedé tan deprimido que tuve pesadillas una semana», añadió. «Pero es verdad que no hay manera de soltarlo». «¿Antes del diluvio?», Contra viento y marea, II, 366.
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Introducción uando Mario Vargas Llosa recibió el Premio Nobel de Literatura 2010, la academia sueca anunció que fue «[p]or su cartografía de las estructuras del poder y sus mordaces imágenes de la resistencia individual, la revuelta y la derrota». Sin duda, ese mapa se forma con sus novelas y su prosa no ficticia, pero paradójicamente esta última es menos mencionada en evaluaciones similares a la de la comisión del Nobel. Vargas Llosa: la batalla en las ideas recupera la simbiosis de ambos géneros para entender los avatares de las ideas del autor. Además de siempre estar detrás de la batalla de los libros y sus permutaciones, la de las ideas mantiene su protagonismo en el siglo XXI. Sobre todo desde el affaire Dreyfus, los novelistas casi nunca están ausentes de esas luchas. Ninguno ha estado en el meollo de la versión latinoamericana de esa contienda como el peruano, con sus ensayos, novelas, periodismo, y textos afines, con su presencia en los debates más importantes del siglo XX. En éste, el ubicuo autor sigue siendo el reconocido director de una orquestación internacional a favor de la libertad en la literatura y las ideas sociales que la nutren. Como con todo buen director, su primacía surge sólo cuando es necesario, con una especie de yo antagónico. Asimismo, sabe bien que la innovación no proviene de genios que actúan solos, sino del conocimiento acumulado, de errores constructivos y de la abundancia de información que emerge de esfuerzos colaborativos. Aquí descifro el contexto individual e internacionalista del pensamiento de ese hombre-orquesta. Se ha postulado de varias maneras que su obra es una serie de preguntas, pero también es verdad que sigue dando muchas respuestas. Así se convirtió en un autor necesario y, por ende, vale saber por qué otros creen lo opuesto.
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Este libro no es entonces una hagiografía en base a novelas. Si La Fiesta del Chivo (2000) lo ubicó por más de un año en listas de superventas, es muy significativo que casi inmediatamente publicó los ensayos de El lenguaje de la pasión (2001), como para nutrir a su narrativa de las ideas que siempre la contextualizan. La tendencia continuó con El Paraíso en la otra esquina (2003) y La tentación de lo imposible (2004), con Travesuras de la niña mala (2006) y Diccionario del amante de América Latina (2006), con El sueño del celta (2010) y «Diario de viaje. Recorrido de Mario Vargas Llosa por el Congo e Irlanda tras las huellas de Roer Casement», cuadernillo que Alfaguara añade a la edición de 2012 de la novela, como notas que revelan el «secreto» de su escritura. El inicio de estos paralelismos encuentra su fuente histórica al leer Conversación en La Catedral de la mano con El pez en el agua. En 2012 se puede pensar en que El viaje a la ficción (2008) es un resumen de su prolongada atención a los recovecos personales proyectados por la ficción de un autor similar a él, y de su igualmente larga admiración por Onetti. Para un reseñador de Touchstones: Essays on Literature, Art and Politics (2007), selección en inglés de artículos publicados en El País y otros periódicos, el autor tiene la energía y sentido moral mundialista de un Victor Hugo, y los ensayos de esa compilación «[i]lustran cómo su crítica literaria y de arte está acorde con sus convicciones políticas, y revela la constancia de éstas durante los últimos veinte años. Es refrescantemente franco: impaciente con las ideas recibidas y la corrección política, siempre cuidadoso para mantener lo que [aquí] llama su “independencia moral”» (Griffin 2007: 22). Consecuentemente, cada capítulo de Vargas Llosa: la batalla en las ideas despliega en su especificidad otras posibilidades, y capta así la tira de Moebius que sería el emblema de su prosa, hasta Sueño y realidad de América Latina (2010). Para él, la prosa no ficticia se convierte en una empresa tan autoconsciente ante el público, que termina escribiendo algo que toma en cuenta todas las opciones que ofrece la ficción. No obstante, no parece querer escribir acerca del ensayo (con una u otra excepción que discuto), haciendo ensayos. Por eso, tampoco presento un devocionario de apotegmas que alcanza todas las marcas; ni me alarmo por las conclusiones categó10
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ricas popularizadas en el ámbito universitario actual. Aparte de concentrarme en la prosa que lleva publicando bajo la rúbrica «Piedra de toque» desde 1977 (su mayoría recogida en Desafíos a la libertad, El lenguaje de la pasión y Sables y utopías, y parcialmente en Diccionario del amante de América Latina), o bajo los lemas «La cuarta página», «Tribuna» o «Grandes firmas», selecciono un número extenso de los más representativos y los relaciono a otros anteriores, preferiblemente en versiones originales, por la debida distancia que un autor vivo y extremadamente prolífico rara vez permite. Al argüir en contra de la posición crítica generalizada de que si la crónica, el ensayo, la nota, el testimonio (autobiografía o memoria), el reportaje y la crítica se ficcionalizan es de manera subrepticia, difiero de la imposibilidad de comunicación abogada por la crítica que niega toda distinción. Al citar precedentes y al comparar un texto a otro, se domestica el miedo al texto desconocido y se establece el sentido de que cada nueva lectura merece otro nombre. Las discusiones que dedico a qué es el ensayo para él se deben a su canonicidad y a la hibridez genérica de su obra; y a la definición de lo que son la literatura, el escritor, el público, la crítica y su política. Un factor que abarca a los anteriores es mi examen de su «realismo» como concepto del siglo XX aplicado a un fenómeno del XIX . Es paralelo mi examen de su liberalismo como Weltanschauung para la cultura latinoamericana actual, y cómo construye redes literarias y políticas, conscientemente o por inercia, porque muestra el archicódigo que rige su prosa, el numen vial que permite dar sentido a textos que son secuenciales y episódicos a la vez. En él uno encuentra observaciones imperfectas, una lingüística de la mentira. Ese desvirtuar del discurso no significa que una idea injustificada convierta su prosa en historias de desengaños. Sus ensayos, incluido «Elogio de la lectura y la ficción», el Discurso Nobel, suscitan los más diversos comentarios, algunos favorables, otros adversos, otros en fin carentes de una comprensión real o respuesta a las múltiples posibilidades aquí sugeridas. Esa incertidumbre se debe a que sus críticos prefieren parafrasear infinitamente sus reflexiones sobre la novela y su crítica o teoría; a que los textos que se examina como ensayos difícilmente admiten un análisis como conjunto definitorio y definitivo; y tam11
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bién a las posturas antagónicas (políticas e interpretativas) que despiertan a priori su figura y obra, como demuestro en el capítulo cinco. ¿Cómo localizar rupturas en un autor y obra que parecen tan invariables y universales, agigantadas por el paso del tiempo? Su prosa no es el lugar de las dilucidaciones de un pensador que descansa en la doctrina como refugio. Lo que más le marca en la segunda década del siglo XXI es su condición de polémico intelectual internacional, un Turguéniev y Balzac, con la independencia de Orwell, a quien defiende en «Socialista, libertario y anticomunista» (2000) por criticar las utopías (33) y a los intelectuales baratos (34). Se sigue diciendo que su narrativa se distingue por su ingenio, su gusto de la ironía y su propensión a comprometerse con las complejidades de la existencia, con una visión que desdeña el moralismo fácil o el rigor ideológico. No menos se puede decir de cómo espiga en sus ideas el uso de la adversidad, sin el moralismo abstracto que denuncia sin mencionar nombres. Un resultado es que su ensayística compite con su narrativa por desglosar la realidad, condición que ha llamado «la venganza de la novela». Vista así y examinada en sus estructuras estéticas e históricas, aquélla permite discernir la prolongación creadora en su conexión transpersonal (como intelectual público) y en la articulación de elementos dispersos. No es sofisma notar que en él las cosas no funcionan como en la literatura de sus contemporáneos o como ocurre usualmente en la prosa no ficticia posmoderna, porque sus múltiples empalmes son mucho más ricos. Por lidiar con un autor vivo y controvertido las incursiones en su biografía son a veces inevitables, como dice él en un polémico texto sobre Heidegger. En vez de armar un retrato personal, enmarco al autor dentro de una visión de su época, desde la historia de sus ideas, teniendo en cuenta que hasta el Nobel se decía: «Me gustan sus libros pese a sus ideas». Esa tensión en varios modos organiza y da un sentido a su trayectoria. Las ideas de De Obaldia (para el enlace entre la crítica y el ensayo), Lovejoy (para las ideas) y Berlin (para el pluralismo y poder de las idas) posibilitan invocar consideraciones biográficas, culturales, históricas y sociales para iluminar la batalla en las ideas de un autor que ignora distinciones convencionales. En nuestra cultura de la distracción, o 12
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del espectáculo diría él, Vargas Llosa no subordina a su público ante el discurso literario: lo hace negociar. El crítico tiene que darse cuenta del nuevo papel de la literatura en una cultura en la cual el lenguaje escrito no es el único sustrato; y el intelectual no es el único que tiene que convertir las respuestas fáciles en preguntas críticas presentadas a las esferas del poder. Es así que los intelectuales como él se encuentran en un aprieto ante el público, porque se espera que se dirijan a él mientras se alejan de la vida cotidiana para mantener una distancia crítica. Para estos cruces han sido útiles algunos ensayos reunidos recientemente por Marjorie Garber sobre el uso y abuso de lo literario, que contienen ideas que Vargas Llosa ha venido expresando por años, sin que ella lo supiera. A finales del siglo XX se definió como un intelectual que participa en el debate público a través de un periodismo que no muere en veinticuatro horas (lo llama «puente con la realidad», «la sombra de mi vocación»), sobre todo ahora que ha regresado definitivamente a la literatura. A más de cincuenta años del dictamen de Sartre su infrecuente émulo vuelve a preguntar, en Cartas a un [joven] novelista (1997), y con más ahínco en ensayos del siglo XXI, qué es la literatura. Incluso en ese libro el «estilo» ensayístico más convencional es esencial para la libertad del discurso, para dirigirse a un público general culto; especialmente ante una nueva hegemonía crítica, en la cual el poder de la calidad se censura como impertinencia burguesa. Se preguntará ingenuamente si la noción de esfera pública (Jürgen Habermas) a que recurro no incluye en sí la de política. Sí, obvio, pero para problematizar la batalla de hacer una historia intelectual de Latinoamérica y no para el continente. Esta condición complica las condiciones culturales primarias que distinguen al ensayo y textos afines, y cómo la batalla en las ideas se presta a confusiones y equívocos, y cómo la crítica está lejos de elaborar un manual del usuario sin contradicciones. Así, cuando en 1988 Making Waves, selección en inglés de sus ensayos, obtuvo el premio National Book Critics Circle en crítica (el único latinoamericano que lo ha merecido en ficción es Roberto Bolaño), un miembro del consejo dijo: «Ni siquiera es crítica, como yo la entiendo». Por eso Bourdieu propone una ciencia de las obras, cuyo objetivo es cómo se produce el valor de ellas. 13
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En 2012 una de las acusaciones más fáciles contra Vargas Llosa es que su «ideología» es lo más elocuente de su prosa, a pesar de decirle a Aguilar Camín que aquélla nos mató en el siglo XX. Ante autores cuyas paradojas vitales podemos leer, pero cuyas contradicciones personales no entendemos, cabe preguntarse por qué (aparte del fanfarronear de articulistas habilitados en universidades anglosajonas) no se ha armado una campaña similar, o escrito estudios, contra la prosa canónica de la «ideología» opuesta a Vargas Llosa. F. Scott Fitzgerald decía que la prueba de una inteligencia de primer nivel era la capacidad de sostener dos ideas opuestas a la vez, y seguir manteniendo la habilidad de funcionar. Cabe preguntarse por qué el don para lo obvio en la crítica es aplicado de una manera que descontextualiza solamente ciertas batallas ideológicas. Así, a través de Vargas Llosa: la batalla en las ideas la deconstrucción, una irritación de él, es un emblema del estado de la crítica. Ese enfoque y sus secuelas definen el relativismo interpretativo e institucional que promulgan sus partidarios, velando una retórica desprestigiada, lugares comunes y etiquetas lapidarias. Desde ese contexto Vargas Llosa nunca será acusado de extremista, porque ningún prosista latinoamericano actual entra en la batalla de las ideas de la manera visceral en que lo ha hecho él. Al pasar de la política a la ética por medio del análisis literario las relaciones entre él y otros autores emergen tanto por analogía como por comparación directa. Por esto discuto la esfera pública como trasfondo necesario para entender la realización de un prosista que batalla en el mundo posmoderno. El nacimiento de la crítica literaria se da precisamente cuando el público no especializado comienza a cuestionar el énfasis en la razón, versus lo que otras esferas concebían como poder. En 2012 él considera que la crítica literaria está muy venida a menos, que ha sido arrinconada por los medios, y, por ende, tiene menos influencia, a pesar de ser indispensable. No fue casual, pues, que en los años setenta la deconstrucción cupiera perfectamente con disciplinas recientes, desde el feminismo hasta los estudios étnicos, que siguen queriendo descubrir la jerarquía sutil que se esconde en el lenguaje. Por saber lo que es vivir al margen, él ve en esas modas un emblema de la politización de no creer en absolutos, y lo más raro que se pude decir de 14
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él es que ha sido Vargas Llosa durante toda su vida, y que se puede ser artísticamente correcto y políticamente incorrecto. Karl Popper recuerda correctamente que debemos «falsear» o criticar nuestros supuestos. Por eso, ¿quién decide cuál es la traslación correcta de estos conceptos, habermasianos u otros, que se inscriben, a su vez, en una política cultural, en un proyecto intelectual, y en un contexto nacional determinados? Así, la esfera pública y el habitus sólo pueden ser redondeados con un análisis de los eslabones perdidos de su prosa, ya por la crítica o por la logística de su publicación. Por ejemplo, un artículo de El País (o su versión digital) puede ser publicado (o no) posteriormente en La Nación, en Caretas (a la que volvió en diciembre de 1996), en Unomásuno o en decenas de periódicos europeos y latinoamericanos; y a veces puede pasar más de una quincena (como con el texto que escribió al morir José Donoso), y cambiar de título, o más. Así ocurre con un artículo de 2011, «La casa de Arequipa», cuyo origen es un «relato inédito» publicado en francés como «Ma parente d’Arequipa» (Bensoussan 2003a) y fechado 1981. O pueden ser básicamente de carácter técnico, como algunos que reserva para Letras Libres. Haciendo estos enlaces se entiende cómo un público leerá la obra y los giros decididamente estéticos o políticos de un prosista para todos los tiempos, y para un momento histórico en el cual cualquier esfuerzo por mejorar la vida de todos es loable y controvertido. Así, una coincidencia no notada es que publicó La utopía arcaica el mismo año en que recibió el Premio de la Paz de los libreros y editores alemanes, y concentró su discurso en los derechos humanos. Las imágenes que él pueda inventar nunca serán superiores a las realidades que quiere revelar, y por eso no se ha llegado al momento de poder decir «otro libro sobre Vargas Llosa». Por ende, el mío es también una revisión de la crítica sobre un autor que, al interpretar su obra, deja ver sus ficciones. Tampoco presento un «Vargas Llosa para principiantes», porque si partimos de un nivel de igualdad en el derecho de asumir premisas, es un hecho translúcido que el interpretar es un acto y discurso político. Interpretar es concientizarse sobre lo que se hace y asumir las consecuencias ante los que no estén de acuerdo, sermón muy repetido pero poco practicado. Interpretar no implica calcular o suponer de antemano los 15
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ataques de los que difieran de Vargas Llosa: la batalla en las ideas, porque si no éste sería otro libro. En vez de la consabida lectura política de lo literario, es hora de hacer una lectura literaria de la política. En esa atención y tensión está el poder que quiero desenmarañar, y en ella yace el sine qua non de este libro. Un hábito del ensayo (y objetivo mío) es oscilar entre textos literarios y otros que no parecen serlo. La flexibilidad de esa forma, divorciada de la monografía esquemática pero no del rigor, permite penetrar su esfera sin la rigidez preceptiva que se opone a las diferencias entre un discurso de verdad y otro de invención. Por último, otro hilo que enhebro respecto a las ideas de Vargas Llosa es su compleja noción de la mentira. Más allá de la analogía popperiana con que se guarnece, la presento como propiedad cuya aplicabilidad y poder se dan por medio de un proceso de revisión en vez de por una extensión fija. Si la ética define la mentira como la negación de la verdad a alguien que tiene derecho a ella, la literatura toma una actitud similar a la de un asediado presidente estadounidense de finales del siglo XX. No es Obama, sino Reagan, cuya biografía permitió que en uno de sus últimos ensayos del milenio Vargas Llosa retomara la mentira y el papel del narrador en la literatura. Debo mencionar que las personas o instituciones que de una manera u otra contribuyeron a mis elucubraciones no son responsables de mis errores. Agradezco a varios amigos peruanos el conseguirme algunos textos que requería, y a Leonardo Valencia, ecuatoriano en Lima y Barcelona, cuya literatura, presencia, conversación y fraternidad confirman que Vargas Llosa tiene razón respecto a ciertas guerras absurdas y el nacionalismo. De Stanford, agradezco el apoyo de Jorge Ruffinelli, colega y amigo único con quien sigo batallando sobre estas ideas. El Archivo General de la Administración Civil del Estado (Alcalá de Henares) y los archivos de El País me permitieron cotejar originales. El autor da una clave sobre ese tipo de trabajo al hablar de su primer viaje a la selva, experiencia que aprovecha desde sus primeras novelas hasta El sueño del celta, que tal vez tenga más historia de lo necesario. En El pez en el agua dice estar seguro de que «si alguien se tomara el trabajo de cotejar todos esos testimonios y entrevistas, advertiría 16
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los sutiles y sin duda también abruptos cambios que el inconsciente y la fantasía fueron incorporando al recuerdo de aquella expedición» (472). En diferentes niveles conjugo aquí mis intereses académicos, éticos, estéticos y políticos de varios años. Por consiguiente, menciono lo alentadoras que han sido mis conversaciones y correspondencia con colegas como Daphne Patai, Horacio Machín, Francisco Fernández Turienzo, Carlos Granés y David Felipe Aranz. Generosos, Daphne, Horacio, Paco, Carlos y David personifican saberes insuperables, particularmente en lo que se refiere a tratar valientemente el fin de los grandes relatos. Mi deuda con ellos es clara al discutir el pensamiento que influye en Vargas Llosa y su inconformidad respecto de las concepciones y pensamiento usados del tumulto del siglo pasado. A mi esposa Adrienne le agradezco su sensibilidad, inteligencia, sensatez y momentos robados mientras escribía este libro; que dedico a la memoria de mi padre y de mi maestra Ana María Barrenechea, de quien no se deja de aprender. Hace décadas el joven Vargas Llosa, quien sigue admirándola en sus ensayos sobre Borges, le mandó a Buenos Aires una carta sobre sus primeras novelas, que ella me mostró allá, donde comencé este libro, y él y ella me han legado su magisterio.
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I La abolición de fronteras en un mundo «posideas» A. Los hábitos del ensayista Hasta hoy Vargas Llosa contradice completamente la sugerencia de su maestro Flaubert de que el novelista sea como Dios en el universo, presente en todo lado e invisible en ninguno. En la prosa no ficticia latinoamericana la suya ocupa un lugar privilegiado y muy conflictivo, que nos ha dejado ver y no ver como ningún otro autor. La relación histórica de las fases por los cuales pasa un género nuevo como el testimonio y sus variantes, como también la crítica, es en cierto sentido más fácil de aprehender. Así, como no se discute la «poesía» o la «crítica literaria» de Rigoberta Menchú, o la novelística del crítico Ángel Rama (a pesar de que la practicó), causará cierta consternación a los lectores especializados hablar de los ensayos del peruano. Se relaciona a ciertos autores con ciertas obras, se encaja a otros en ciertos géneros. Pero Vargas Llosa ha sido totalmente consecuente con sus premisas, si no con sus géneros, como para exponerlo a la tiranía de la taxonomía, o a la dialéctica de la inversión simbólica. Pensar en él como el novelista que todos conocen (hace unos doce años La Fiesta del Chivo había vendido más de medio millón de ejemplares, aparte de ediciones piratas) disminuye el campo cultural y genérico en que se mueve en las tres últimas décadas, según Neal Gabler (2011: SR6), un mundo de «posideas», porque en una época que sabemos más de lo que jamás sabremos, pensamos menos en toda esa información. 19
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Durante estas décadas en que para Gabler hay más «observaciones» que ideas, su prosa no ficticia es muchísimo más que la re-elaboración de textos por un autor libre ya de la incidencia de inesperadas dedicaciones. La prensa, que no siempre se le adelanta debido a que participa en ella casi semanalmente, no deja que sus proyectos futuros salgan de su esfera pública. Sólo hay que consultar los periódicos importantes más cercanos para notar cómo su no ficción es lo primero que se lee de él. Pero aun así no se la ha examinado. ¿Cómo entonces analizarla sin ninguna pretensión de definirla por su función, conciencia y expectación? Su prosa no ficticia no es «pretexto» o aun «prototexto», porque ya existía como ensayo y todavía sigue existiendo como tal en el momento en que se lea su prosa posterior. No obstante, se puede pensar razonablemente, por ejemplo, en que su «Contar cuentos» (2008), si no un adelanto, es parte de la plantilla con que construye El viaje a la ficción, del mismo año. ¿Cuál sería el pretexto de El sueño del celta? No hay en su prosa no ficticia títulos graciosos, en crisis con su propio mimetismo. Como forma, es preclara, concreta, inseparable del tema que anuncian sus títulos, y si se nota la tendencia a repetirlos y repetirse («Paradojas de la razón histórica», 2002, sobre el centenario de Popper) se debe a su convicción general sobre ese tema, porque si la plantilla conceptual es la misma, los detalles cambian. Así, se cita y poda su no ficción de acuerdo a necesidades críticas, pero no se trata de ver qué sentido propondría como conjunto. Una primera lectura parece sugerir un campo decididamente intelectual, de dimensiones precisas, herederas de la tradición del género, de sus escolios y fragmentos. Que no tenga una calidad aforística, epigramática o fragmentaria no quiere decir que no se encuentre en ella una fluidez de la forma. Por esto, todo intento normativo de sistematización de ella estará siempre codificado por textos que, de una manera u otra, no se adhieren a una voluntad ordenadora. Esta calidad de organizarse en torno a lo flexible permite ver su ensayística, particularmente la de los años noventa en adelante, como metáfora de su actualidad. Su «voluntad de poder» surge de la firmeza con que mantiene sus creencias, opiniones y prejuicios, es un ensayista-crítico (Atkins 1992: 49-50); y por la amplitud de sus lecturas, la facilidad con que escribe, y el 20
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carácter que ha asumido, también es un «hombre de letras». Para construir esos desvíos e irse por rutas secundarias, discurre el antropólogo Clifford Geertz, nada es más conveniente que la forma del ensayo: Uno puede despegar en cualquier sentido, seguro de que si el asunto no funciona uno puede volver y comenzar de nuevo en algún otro, con sólo un costo moderado en tiempo y decepción. Las correcciones a medio camino son bastante fáciles, porque uno no tiene que sostener unas cien páginas de argumentos anteriores, tal como ocurre en una monografía o tratado. Los vagabundeos por caminos todavía más pequeños y por rodeos más amplios hacen poco daño, porque de todas maneras no se espera que el progreso sea incesantemente hacia adelante, sino sinuoso e improvisado, saliendo por donde sale. Y cuando no hay más que decir sobre la materia en el momento, o tal vez completamente, simplemente se puede abandonar el asunto (1983: 6).
Este aspecto de azogue, de género borroso, que contaminará mi recorrido, ha sido señalado positivamente por la crítica más reciente del género, por lo que vale volver a la lectura que hace Adorno del locus classicus de Lukács sobre esta forma. Desplazado en sí por su subtítulo, «Carta a Leo Popper», el ensayo de Lukács trata el ensayo «literario» como híbrido y rechaza la subordinación estética como característica que lo define. Para Lukács, hace cien años (1911) lo que rige es una ironía crítica: «Y la ironía a que me refiero consiste en que el crítico siempre escriba sobre el problema esencial de la vida, pero en un tono que implica que sólo está discutiendo cuadros y libros –y aun entonces no su sustancia más íntima sino sólo su superficie más bella e inútil» (1983: 9).1 Como quedará claro a través de este estudio, la prosa no ficticia de Vargas Llosa no linda para nada con aquella u otras observacio-
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De la versión inglesa. Toda traducción posterior es mía excepto donde se indique lo contrario. Cito parentéticamente los textos de Vargas Llosa, con abreviaturas convencionales: CVM = Contra viento y marea. Esas fichas remiten a primeras versiones, anotadas en bibliografía. Las notas al pie incluyen otros textos oportunos y la crítica más contundente y pertinente hasta mediados de 2012.
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nes de Lukács. Precisamente, al hablar de su otrora héroe JeanPaul Sartre, de su alma gemela y Nobel como él, Camus, de Carlos Rangel (uno de los pocos espíritus ideológicos afines que admite en América Latina), de Rama, y, por cierto, de Popper, Isaiah Berlin y Jean-François Revel, siempre halla la ocasión para hacer énfasis (con vocablos superlativos) en la formalidad de su extensa vocación ensayística. En «El mandarín», dedicado a Sartre, asevera: «El ensayo es el género intelectual por excelencia y fue en él, naturalmente, que esa máquina de pensar que era Sartre descolló. Leer sus ensayos era siempre una experiencia fuera de serie, un espectáculo en el que las ideas tenían la vitalidad y la fuerza de los personajes de una buena novela de aventuras» (CVM II, 232-233). En esta cita se puede notar en cierne las preferencias y el difícil equilibrio genérico que prefiere para su prosa, y sobre todo cómo las ideas, cuyo contrabando siempre ha triunfado en los milenios de nuestras sociedades, son la base de su quehacer. Con ese trasfondo piénsese en el efecto de leer «El teatro como ficción» (1979), antes de que se publicara como prólogo de su Kathie y el hipopótamo (1983), y de que comenzara a ser literalmente actor de su dramaturgia, como explica en «La verdad de las mentiras» (2005), «Odiseo en Mérida» (2006) y «El viaje de Odiseo» (2007), prólogo al volumen dedicado al teatro en sus obras completas. Es más, al preguntársele acerca de su relación con la poesía responde: «La novela es un género que está compuesto de tantas cosas, que puede no ser excelente y ser una buena novela. Puede ser una novela rica; en cambio, creo que esa exigencia de absoluto que tiene la poesía, es lo que a mí me disuadió y me alejó de ella cuando era bastante joven» (Gallagher 1989: 88). Diferente del peruano, Lukács cuestiona el estatuto estético y crítico del ensayo, y objetiviza el personalismo que todas las defensas del género le atribuyen. La definición que da Lukács antecede con clarividencia las complicaciones que quiere definir. Sin embargo, se tuerce en un ensimismamiento que en estos días sólo se halla en la deconstrucción. Lucien Goldmann fue uno de los primeros en tratar de esclarecer el concepto lukacsiano, y lo resume así: «El ensayo […] es una forma intermediaria entre la filosofía que expresa una cosmovisión sobre el plano del concepto, y la literatura que es 22
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la creación imaginaria de un universo coherente de personajes individuales y de relaciones particulares» (1970: 231). La definición de Goldmann es la más cercana al concepto que Lukács sostenía para el género, aunque se sabe muy bien que el húngaro fue cambiando de opinión al respecto. Jameson, quien como Lukács cree que las condiciones sociales implícitas en convenciones genéricas le dan a una obra de arte su significado, añade que, debidamente usada, «la teoría genérica siempre debe proyectar, de una manera u otra, un modelo de la coexistencia o tensión entre varios modos o hilos genéricos» (Jameson 1981: 141). En resumidas cuentas el ensayo es una forma intermediaria para el húngaro, lo que quiere decir que comparte aspectos con lo conceptual y lo artístico. Pero no es todavía un tratado, sino más bien un «poema intelectual». Ese idealismo, dedicado a explorar valores universales, no se nota a primera instancia en Vargas Llosa. El suyo surge al considerar la totalidad de su prosa no ficticia, pero siempre supeditado a la confrontación sin tregua de la materia cubierta. Si más tarde Lukács consideraría el género una discusión sistemática de principios que se aproxima al tratado filosófico, el peruano también experimenta una progresión. Similar a lo dicho por Goldmann acerca de Lukács, sus ensayos son «una forma de expresión que frecuentemente posa preguntas a las cuales no aporta respuestas […] las bosqueja más que las afirma» (230). Si se trata de abolir fronteras, al momento del Nobel Ignacio Echevarría se refirió a cómo el peruano ha dejado atrás el trasfondo de sus coetáneos: En todo este tiempo se ha consolidado su tendencia divulgadora y cosmopolita, con progresiva mengua de la tensión que en sus primeras novelas imponían esfuerzos por captar, con recursos más experimentales, la especificidad de la experiencia latinoamericana. Aun cuando aborda asuntos latinoamericanos, lo hace ahora con lenguaje y enfoques bien adaptados al público internacional al que fundamentalmente se dirige (2010: 25).
Echevarría no insinúa un cálculo en la práctica del peruano, sino más bien un dinamismo que lo distancia de los «boomistas» que sobreviven. En su paráfrasis del texto de Lukács, Edward Said 23
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arguye que el ensayo pertenece por tradición a la crítica, y que su problemática central como forma es su lugar, es decir, su relación con los textos a que se dirige y con su propia «ubicación» mientras se produce. Muy bien se podría hacer una separación de bienes (críticos y de varia lección) en la ensayística de Vargas Llosa, y vale tener en cuenta su decisión de incluir en un mismo volumen textos de gran profundidad con otros que son tipo tranches de vie. Las infrecuentes precisiones de Vargas Llosa sobre el género están dispersas, pero su práctica aclara que lo domina y no siente la necesidad de explicitar su método. Tal vez la precisión más pertinente –incluida en una nota/reseña sobre el desplazamiento genérico en el poemario Las nuevas comarcas del poeta peruano Juan Gonzalo Rose– sea la que hace sobre el texto de Rose, aseverando que no es «uno de esos ensayos de alquimia lingüística que están de moda y en los que la palabra aparece como una entidad autónoma y glacial, disociada de la experiencia de quien la escribe» («El tordo fugitivo», 85-86). Emplea «ensayo» con el sentido de prueba, y la cita refleja su actitud hacia el antiformalismo. Es más o menos lo mismo que arguye Geertz en el texto citado arriba, cuando continúa diciendo: Otra ventaja de la forma del ensayo es que es adaptable a ocasiones. La habilidad para mantener una línea argumentativa coherente a través de una ráfaga de invitaciones muy surtidas; de hablar aquí, de contribuir allá, de honrar la memoria de alguien o celebrar la carrera de otro, promover la causa de esta revista u organización, o simplemente de corresponder favores similares que uno ha pedido a otros, es, aunque se mencione poco, una de las condiciones que definen la vida académica contemporánea (1983: 7).
Aunque desde los años setenta Vargas Llosa ejerce como profesor universitario, no se puede decir que participa del tipo de política que describe Geertz (sus rutas están más apegadas a la tierra), aunque inevitablemente habrá tenido momentos en que ha sido afectado por ella. Como en Lukács, para él el ensayista es en todo momento un crítico general, lo cual es hacer arte no ciencia, dentro de una cul24
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tura común. Consecuentemente la intuición, combinada con el trabajo exhaustivo del investigador de fondo, es un híbrido básico que define su prosa. Al recibir el XII Premio Internacional Menéndez Pelayo en 1999 manifestó: «Uno puede escribir ficción para dar curso a la fantasía y escribir ensayos con rigor a partir de la historia o la literatura». No obstante, al elogiar en 2011 los ensayos de su contemporáneo Luis Loayza, aboga por la «belleza literaria» («Piqueteros intelectuales» 35), y volveré a los bemoles de su definición. Por su pertenencia a la construcción de su no ficción reitero los elementos que según el consenso crítico lo definen como novelista: descripción fiel de la sociedad, diálogos convincentes, estilo complejo, facilidad para dramatizar, criterios morales, presencia especial de los narradores, psicología natural, simpatía hacia sus personajes, tramas factibles. Mientras que el novelista, cuando quiere hacer «real» su arte toma sus modelos directamente de la vida o la naturaleza, el ensayista puede recibir su inspiración de una forma artística establecida. Como en Lukács (y ahí coinciden el peruano y el húngaro) la ética del ensayista –en su búsqueda de una verdad– es tan exigente como la del novelista: el ensayista trata de exprimir la verdad de las formas que discute, mientras que el novelista pretende presentar en sus formas una verdad absoluta obtenida directamente de la naturaleza o la vida. Si la novela es autoritaria cuando contiene una tesis, recordemos que: La representación y la verosimilitud no son, por naturaleza, represivas y autoritarias; ni tampoco lo es la novela. Todo depende del uso que les den los escritores y lectores. Tampoco hay una correspondencia garantizada entre el empleo que le da el escritor y el que le da un lector, así como no hay una correspondencia necesaria entre lo que quiere decir el escritor y el significado inscrito en su obra. La roman à thèse más autoritaria, si se la cuestiona de cierta manera, termina impugnando su propia autoridad (Suleiman 1983: 243).
Me adelanto a lo que va a ser la «verdad» en Vargas Llosa, especialmente después de Popper, que analizo en la sección «La verdad, el poder y “yo”». Baste decir que para Lukács y el peruano el ensayo es una forma que debe relacionarse a las formas sociales y su 25
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bricolage, con la diferencia de que para aquél el género es un «mundo cerrado», en tanto que para el segundo ese tipo de estructuralismo es reemplazado por un deseo de objetividad. Si después de 1911 Lukács se encamina hacia la dialéctica hegeliana, desde los años sesenta Vargas Llosa se abalanza hacia la objetividad y la acción. Esto en lo que se refiere al ensayo, ya que en la novela, como dice en su prólogo «Al este del Edén»: Para divertirse con una historia no es imprescindible creerla. Basta dejarse arrastrar por ella, someterse de buena gana a sus estratagemas y trampas, y, renunciando a la conciencia crítica, al pudor intelectual, al hielo abstracto de la inteligencia, abrir la puerta a las reservas de sensiblería, impudicia, exceso, truculencia y hasta vulgaridad de que todo hombre también consta (La verdad de las mentiras, 148).
Como explico en el capítulo sobre el contra-ensayo y contranovela, estas contradicciones, más que varios binomios o dialécticas intelectualizados, u oposiciones a convenciones genéricas no atribuidas a él, son el meollo de su teoría de la prosa en una época en que ésta se globaliza. Volviendo al análisis de Said, él se apoya en la metafísica que bosqueja Lukács para dar a entender que éste tiene razón al notar en el ensayo un anhelo por lo conceptual e intelectual, ya que como forma es insuficiente para intelectualizar las experiencias vividas. Esta última afirmación es discutible. Said concluye que el ensayo puede hacer preguntarse si es «una dispersión de lenguaje que se aleja de una página eventual hacia ocasiones, tendencias, corrientes, o movimientos en la historia y para ella» (1983: 51). A diferencia de lo que argumentaría Vargas Llosa, Said considera que el género no tiene un destino real, ya que «no hay una conclusión interna para un ensayo, porque sólo algo exterior a él lo puede interrumpir o terminar» (ibíd.: 52). La incógnita del crítico halla respuestas en el público más directo de Vargas Llosa, no en la metalectura de los críticos, porque no todos éstos se esfuerzan por formalizar la endémica contracción del género. Para Hartman, por ejemplo, Lukács habla del ensayo y de la tendencia interiorizante de todo discurso reflexivo, autocrítico. Su patente atracción hacia 26
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Lukács le hace ver la forma como un «severo poema intelectual», frase acuñada por el húngaro, como vimos. Acoplada con la práctica que examino, una conclusión de Hartman esclarece la ubicación de una parte de la prosa no ficticia del peruano: Hoy, los ensayos críticos, para que se los considere como tal, deben tener cierto primer plano: tienden a proceder, en efecto, por cambios de perspectiva […] que exponen la falta de homogeneidad del hecho discutido, la arbitrariedad de los nudos que le dan a la obra la apariencia de unidad. Los primeros planos no están presentes para ilustrar o reforzar una unidad supuesta sino para mostrar que las simplificaciones, o procesos institucionales, son necesarios para lograr algún tipo de visión unitaria y consensual del artefacto (1980: 196-197).
Hartman arguye eventualmente que la elección de un estilo crítico está intricada, a veces de manera irónica, con la suposición de una postura teórica, ya que ambas están formadas por la historia del discurso literario. Si en sus ensayos mayores (sobre García Márquez, Flaubert, José María Arguedas, Hugo y Onetti) no está lejos de ese barómetro, los que examino tienen embrollos superiores. Si no se encuentra cómodo con el género como fait-divers que preferiría la crítica, sí se aproxima a la noción de Adorno de que no coordina elementos sino que los subordina, en constante devenir, una elasticidad, una protesta contra el método cartesiano. Es, además, la suspensión ensimismada de todo método, la forma del derrumbe de la cultura, debido a la destrucción del significado falso: Sin duda hay ya elementos de no verdad en su mera forma, en la referencia a entidad culturalmente preformada y derivada como si fuera entidad en sí. Pero cuanto más energéticamente [sic] suspende el concepto de un algo primero y se niega a deshilar cultura de naturaleza, tanto más fundamentalmente reconoce la esencia natural de la cultura misma […] la relación entre naturaleza y cultura es su tema propio […]. El ensayo se engaña tan poco como la filosofía de lo originario acerca de la diferencia entre la cultura y lo que subyace a ella (Adorno 1962a: 31). 27
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Mónica Virasoro recuerda que en la relación poshegeliana entre filosofía y lenguaje, Adorno no entiende la verdad como unidad conceptual universal «sino como constelación donde el objeto no se define por su identidad sino por su contexto, por la trama de sus relaciones con lo que no es, la cual se lee en los rostros espejados de su historia sedimentada» (en Correas 1990: 80). Esta conclusión es análoga a lo que para Vargas Llosa no es el poemario de Rose antes mencionado: «No es un libro de poesía social ni de poesía religiosa (ni de esos cocteles de ambas cosas que ha puesto de moda Ernesto Cardenal), no es un experimento lingüístico ni tampoco un libro costumbrista de exaltación de lo criollo» (ibíd.: 84).2 Dentro del pesimismo de Adorno la ley más íntima del ensayo es su pretensiosa herejía, su juego con el cientificismo, y su texto no es un estudio sino una presentación de la forma. Para él el nombre es una idea en la medida que es forma; y al ser expresiva la idea es un nombre. O sea, la idea como nombre es una forma expresiva. El ensayo se opone a la ciencia y como crítica inmanentista comparte un medio conceptual con la primera y rehúsa producir una jerarquía conceptual. De Obaldia reitera brillantemente que ningún género es puro, y Lukács y Adorno se complementan respecto al «ensayismo filosófico» (1995: 99-125). Los textos de ellos, dice Aullón de Haro: No sólo intentan descubrir lo que el Ensayo es o haya sido y cuáles sean las determinaciones posibles de su identificación así como las relaciones con la poesía, la filosofía y la ciencia que específicativamente [sic] a ello concurren, sino que, además, haciendo uso del Ensayo
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En 1959 («¿Es útil el sacrificio de la poesía?», recogido en 1989) señalaba el peligro de producir un realismo social que reduce un género a proclama y contingencia política. Rodríguez Rea (1996: 202-206) contextualiza la reacción a ese texto. Como personaje, Cardenal pasa de la realidad empírica a su ficción, y lo devuelve al presunto empiricismo del ensayo. En Historia de Mayta el narrador dice: «Aún conservo viva la impresión de insinceridad e histrionismo que me dio» (92). Añade que desde entonces, y cada vez que intenta leerlo, «del texto mismo se levanta, como un ácido que lo degrada, el recuerdo del hombre que lo escribió» (92). También menciona a Cardenal en por lo menos dos textos de CVM III para señalar las intervenciones hollywoodenses del padre en la esfera revolucionaria nicaragüense (274, 293).
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para la formulación de una teoría del mismo, al modo en que el Poema siempre se erige en algún momento de la obra del poeta en Poética, vienen a proponer un proyecto de sentido apriorístico y preceptivo, una Poética del género (1992: 63).
Si éste es el dinamismo del género, Vargas Llosa se rige por sus piedras angulares, distinciones y doctrinas. En la distinción entre el científico/filósofo y el ensayista, «[s]i se clasifican los filósofos por el estilo de su pensamiento, y no por la verdad de lo que digan –cosa en principio legítima– no se puede caracterizar un tipo por los rasgos de los mediocres, y al otro tipo por los rasgos de los geniales» (Nicol 1961: 257). La dificultad de definición ya no yace en la lucha entre el texto que favorece lo sistemático contra el que ejerce lo circunstancial. El ensayo actual es dialógico, pluralista, interdisciplinario y reflexivo. Aunque obviamente calibra esas actitudes, no debe sorprender que en la dedicatoria de CVM III observe que incluye «pronunciamientos y reflexiones» con prosa más desarrollada. Roland Barthes, tan preocupado como el peruano por «el efecto de lo real», decía, en su «Leçon» ante el Collège de France, que el ensayo es un género ambiguo, en el cual el análisis compite con la escritura. La diferencia yace en lo que se entiende por escritura y el lugar de ésta en una sociedad democrática. Para Barthes, y como manifiesta su obra no técnica, un libro de ensayos es una colección de comienzos, de observaciones conjeturales y fugitivas que se doblan sobre sí mismas y se empujan hacia adelante. En un par de ocasiones de The End of History and the Last Man, Francis Fukuyama –promulgador de la controvertible noción de que el fin del siglo XX marcaba el término de la historia– empleó posiciones económicas recientes de Vargas Llosa para respaldar sus proyectos (1992a: 42, 105), a pesar de que el concepto de democracia liberal que maneja el peruano no es tan selectivo o ahistórico como el de Fukuyama. Los que conocen sus ensayos saben que su escritura está demasiado imbricada, y que se espejea con su propia historia y la Historia general como para compartir esa postura de Fukuyama. Secada critica dos ensayos del autor sobre las teorías popperianas de democracia liberal. Los examina como parte de lo que llama «la miseria del liberalismo criollo», según el cual el novelista no se dife29
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rencia de otros liberales: «Lo que pasa es que Vargas Llosa, como buen narrador de historias, se mueve incómodamente en la esfera de lo abstracto, y como buen “pensador” en el trópico, se mueve con aire de doctor en todo lo que es “importante” y tiene que ver con el intelecto» (1990: 59). Rojas, en una defensa reciente, se va al otro extremo al no matizar el poder de las ideas prestadas y al no dialogar con la bibliografía latinoamericana sobre el tema y el autor. Aunque podría ser una ventaja para un estudio de mayor alcance no introductorio, la segunda parte de su breve elogio, «Un liberal latinoamericano» (2011: 77-124) acumula relampagueos de hechos conocidos y frases hechas. Secada, Fukuyama y Rojas se equivocan al creer que hay un consenso respecto a la legitimidad de la democracia liberal –similar a la «sociedad abierta» que Popper define en el primer volumen del libro homónimo (2010: 202, 294)– como sistema de gobierno. Si Secada no se da cuenta de que Vargas Llosa es un paradigma del pensador novelista, Fukuyama es pesimista, porque arguye que la democracia liberal prevalecerá, pero su éxito conducirá al estancamiento, esterilidad cultural y pérdida de espíritu. No obstante, hay un elemento económico, que Fukuyama explica en un addendum a su tesis (con el cual el peruano estaría de acuerdo): He arguido en otro lado que el imperativo psicológico principal que subyace a la democracia es el deseo de reconocimiento universal e igual. Es decir, todos los regímenes autoritarios, incluso las dictaduras de izquierda basadas en el principio de igualdad, son versiones de la relación amo-esclavo en la cual la dignidad de ciertos «amos» (la «élite dominante», la «raza superior», el «partido de vanguardia» o lo que sea) es «reconocida», mientras que la de la gran masa de los ciudadanos no. El deseo de reconocimiento es una fuente de motivación completamente no económica que puede tener una amplia variedad de formas, y de cierta manera es la base para alternativas no democráticas como la teocracia o el nacionalismo agresivo. Pero sólo la democracia liberal puede satisfacer racionalmente el deseo humano de reconocimiento, otorgando derechos elementales de ciudadanía de una manera universal y equitativa (1992b: 106).
Fukuyama olvida que el deseo de reconocimiento, como muchos otros deseos literarios, adquiere su significado en un con30
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texto social. En ningún momento, como menciona (ibíd.: 104), ni la izquierda ni la derecha latinoamericana convergieron en creer en una extensiva intervención gubernamental en la economía. Si el mundo, según Fukuyama, ha llegado al final de una evolución ideológica que sólo puede conducir a una mayor universalización de las ideas occidentales de lo que es una democracia, los intelectuales liberales y conservadores latinoamericanos saben bien que el continente está lejos de ser un paraíso. Rama explica las relaciones que se dieron durante la democratización de la sociedad y de la literatura, observando que «[e]l liberalismo económico y la democratización que avanzan con vigor desde 1870, nos darían un hirviente período de individualidades creativas que explícitamente se opondrían a toda clasificación dentro de rígidas escuelas y sólo aceptarían la participación libre en el movimiento general de modernización» (1985: 3). Un ensayo ofrece pocos deseos de reconocimiento, y el irracionalismo que tanto valora Vargas Llosa es estrictamente relativo. Así, el género imposibilita pretender dar una definición totalizante, y proporciona sobre todo un conocimiento estético, a pesar de estar en un campo intelectual que lo percibe junto a la crítica como dimensiones que no se pueden examinar como exclusivistas.3 Es claro que a finales de los noventa Vargas Llosa medía inexactamente su entusiasmo por el (neo)liberalismo, y Rojas, por ejemplo, acoge esa pasión en la primera parte de su panegírico
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Véanse Aullón de Haro (1992), Atkins (1992), Good (1988), Hesse (1994), A. Fowler (1982), Arenas Cruz (1997) y sobre todo De Obaldia (1995), más los panoramas de Réda Bensmaia, The Barthes Effect (1987), Paul Heiker, The Essay. Theory and Pedagogy for an Active Form (1996), y Alexander J. Butrym (ed.), Essays on the Essay (1989). En Julio de 2011 se organizó un congreso sobre el ensayo literario en Inglaterra, en que se enfatizó su «inestabilidad personalista». Véase: Catharine Morris, «On Trials», The Times Literary Supplement, 5653 (5 de agosto de 2011), p. 15. Vargas Llosa evita características «amistosas», preferencia de José Luis Gómez-Martínez, Teoría del ensayo (1992), porque desencadenan problemas de subjetividad y limitación teórica. Para Latinoamérica: Horacio Cerutti Guldberg (ed.), El ensayo en Nuestra América. Para una reconceptualización (1993), y El ensayo iberoamericano (1995); Marcelo Percia (ed.), Ensayo y subjetividad (1998); Liliana Weinberg, El ensayo, entre el paraíso y el infierno (2001); y Claudio Maíz, El ensayo: entre género y discurso (2004).
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(2011: 23-76) sin actualizarla, prefiriendo repetir una historia harto conocida del novelista, mientras Secada no matiza. Por la situación descrita arriba, y limitándose al tema del liberalismo, cualquier explicación basada en la terminología de la corriente crítica conocida como textualidad deconstruccionista, en la que todo texto es el/un texto, vislumbra poco. Como expone un crítico del ensayo contemporáneo: «En términos actuales se descartaría al ensayo como una combinación del sujeto burgués humanista-liberal y de una epistemología ingenua, realista que cree en la exacta construcción lingüística de objetos “reales”. Las suposiciones del ensayo son a la vez más subjetivas y objetivas que las de la textualidad; pero ambos aspectos son particulares e individuales» (Good 1988: 180). Debido a esta situación acuño el término interensayo como concepto-metáfora para ciertos textos de Vargas Llosa, porque leerlos permite correspondencias y encadenamientos que su autor sería el primero en admitir. El apelativo interensayo, que por comodidad tendrá su paraje usurpado por ensayo o prosa no ficticia, no cuestiona la originalidad sino que indaga en sus discontinuidades, en su intertextualidad, en sus errores de interpretación pasados o presentes, en las lecturas deformadas o «mala fe» deliberada de sus lectores. Vargas Llosa es en consecuencia un ensayista de argumentos irrebatibles, con quien las concordancias sólo pueden ser oscilantes o momentáneas. En otras palabras, al leer a él y sus interensayos de esta manera hago más tenue la relación entre crítica y literatura –hacia la cual tiene que moverse el ensayo para abolir connotaciones negativas, según De Obaldia (1995: 19)–, entre vastas emociones y pensamientos imperfectos que no siempre tienen conclusiones. Aligero así el proceso interpretativo, no la importancia tradicional del género. Sus ensayos no contienen todo lo que los lectores querían saber sobre él pero temían preguntar. Lo que sí hay son marcas registradas y, como sujeto, Vargas Llosa es el producto de fuerzas históricas que no se pueden controlar (cf. lo que dice Perry Anderson de Tolstói). Pero aun si se puede tener en mano un ensayo individual suyo, no se tiene todavía una ubicación conceptual del espacio que ocupa en el contexto general de su prosa, sino una postergación o subestimación genérica convencional a pesar de intenciones bien 32
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pensadas (Castro-Klarén 1990: 116 y ss.). Vargas Llosa sabe bien que el sujeto ensimismado no puede exigir una relación legítima con los valores de una novela, porque «la retórica auto-referencial de la “sinceridad” y “autenticidad” –expresión de libertad respecto al “terreno desterrado” del sujeto– termina socavando los momentos supremos de valor o “verdad” novelística en la novela» (Cascardi 1992: 104). Lo que se tiene en su prosa no ficticia es un conjunto de disposiciones, creado y reformulado (no armado mecánicamente o como programa preformado) a través de la coyuntura (que puede operar al nivel subconsciente) de estructuras objetivas e historia personal. Este conjunto forma la base de todo tipo de relaciones e incluye el conocimiento y la cosmovisión de una persona, los cuales son una contribución separada, y no fija, a la realidad del mundo. Este marco mediador es lo que Bourdieu denomina habitus (término tomado del crítico de arte Erwin Panovsky). Conocer, entonces, el modo de producción de un habitus, su práctica, es conocer su capital simbólico, es ver cómo el individuo está formado por estructuras sociales y también penetrar su «discurso de familiaridad». Estas nociones, desarrolladas por Bourdieu en su Esquisse d’une théorie de la pratique (1972) y textos posteriores como La Distinction: critique sociale du jugement (1979), proveen un principio generativo necesario para el tipo de prosa que examino en Vargas Llosa. Dados los debates en torno a la ubicación cultural de él, en este esquema no es menos revelador otro dictamen de Bourdieu: «lo que se expresa a través del habitus lingüístico, es todo el habitus de clase del cual es una dimensión, es decir, en efecto, la posición ocupada, sincrónica y diacrónicamente, en la estructura social» (1982: 85). O sea, la práctica que por ahora llega hasta Diccionario del amante de América Latina y la excelente compilación de Carlos Granés, Sables y utopías, son los mayores indicios de su progresión, con barnices que son la fuente de su efecto acumulativo, y he examinado el diccionario como prueba fehaciente de su filiación con las ideas más importantes del siglo XX y lo que va del actual (Corral 2010). Sin duda, el secreto del progreso humano es y siempre ha sido mantener las ideas en movimiento, para que se encuentren y acoplen con nuevas ideas, y se escapen de los que las suprimen en casa. 33
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Poniendo en perspectiva el estado actual de su pensamiento, del cual su diccionario es sólo un ejemplo reciente, es evidente que su autor sabe a ciencia cierta que la tormenta de las ideas de las últimas cinco décadas occidentales es contraria a cualquier consideración del fin de la historia de ellas, a la vez que las ve en relación con las edades del ser humano y sus mitologías. O sea, ante tiempos inciertos en que las artes han retrocedido a la seguridad de las secuelas y el sentimentalismo, en una época en que la idea es no tener ideas nuevas y perseguir lo seguro, Vargas Losa se presenta como voz única, recuperando las incertidumbres históricas que han impulsado la imaginación artística, precisamente como ocurría en la América Latina de los años setenta y ochenta. Esa acción es otra prueba de la consistencia de sus ideas, y del querer pasar de la teoría (pensador) a la práctica (hacedor). La imaginación hace posible que los lectores, como los autores, se eleven hacia el mundo de las ideas y los ideales, pero también les permite equivocarse respecto al significado total de ambos pensamientos, y es fácil mantener los últimos, hasta que haya que cumplir con ellos. Por eso, para darle plusvalía a su actividad, ha tenido que formar un código de valores y un lenguaje distinto del de los científicos sociales, dedicados tradicionalmente a ideas aplicadas más que puras. Su práctica sería entonces una especie de filosofía del juicio y de la libertad.4 Con algunas nociones fomentadas por Bourdieu, como campo intelectual y campo de poder, que en la práctica se reconocen por lo que se dice que produce un autor en una sociedad determinada (los rasgos pertinentes de una biografía), se puede construir el
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La relación se desarrolla plenamente en Alain (Émile-Auguste Chartier), Les Idées et les Âges (1927), respecto al sueño, las ilusiones, los cuentos, los juegos, los signos, los amores, los oficios, el culto y las naturalezas. Para entender la noción de cultura con que funciona, Sefchovich pregunta lo que siempre pregunta él: «¿Cuáles son las ideas y las representaciones que circulan en una sociedad determinada y por qué? ¿Cómo se las identifica con los ámbitos de lo correcto, justo, importante, necesario, sagrado, natural, etcétera? ¿Cómo se crean los consentimientos y las lealtades y cómo se los mantiene?» (2011: 31). Para Alfred North Whitehead en Adventures of Ideas (1933; esp. 1947), la historia del tema se divide en ideales sociológicos (los más accesibles), cosmológicos, filosóficos y «civilización».
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habitus de los ensayos que Vargas Llosa ha publicado hasta el momento. Según Bourdieu: «El principio unificador y generador de todas las prácticas, y en particular de las orientaciones habitualmente descritas como “elecciones” de la “vocación” o directamente como efectos de la “toma de conciencia”, no es otro que el habitus, sistema de disposiciones inconscientes producido por la interiorización de estructuras objetivas» (1983: 35). A pesar de que el concepto de clase de Bourdieu no incluye el de raza, en prácticas sociales como el voto, por ejemplo, el etnocentrismo o el nacionalismo pueden promover la cohesión y la integración, lección que aprendió el peruano durante su candidatura para presidente. Aquí examino su prosa no ficticia alejándome de las falsas oposiciones que el concepto de habitus permite fracturar en un momento social en que todos somos tomistas. El habitus es entonces una costumbre cuya función varía como la mentira o la verdad; a saber: «La verdad es el signo de sí misma y de lo falso» (Spinoza); «El valor de una idea no tiene nada que ver con la sinceridad con que es defendida» (Wilde); «Cualquier bobo sabe decir la verdad. Sólo un hombre fino sabe decir una mentira con arte» (Butler); «El mentiroso sufre de dos males: no cree y no es creído» (Gracián); y «Nunca mienta deliberadamente. Mas, a veces, conviene ser evasivo» (Margaret Thatcher). En varios momentos Vargas Llosa ha ocupado con igual solvencia el habitus de estos individuos, o de supuestos y pronunciamientos similares. La verdad, en su naturaleza, es múltiple y contradictoria, parte del fluir de la historia, imposible de atrapar en el lenguaje. Para él el único camino a la verdad se da por medio de la duda y la tolerancia. Los gérmenes que conducen a estas conclusiones se convierten con el tiempo en ese fantasma medio orgánico y medio mecánico que se llama la idea para un ensayo, y ésta es otra «idea-madre» que desarrolla el peruano, y que a su vez le afectan.5 Como expreso a través de este libro, establece que si la menti5
De Tocqville postula la noción de la idée-mère. Él y Lovejoy, que desarrolla la noción de la idea-unitaria (1964: 3), creen en el encadenamiento multidisciplinario de las ideas (ibíd.: 21-23). La prosa no ficticia es ideal para asegurarse de que esos enlaces persisten. La «Idea» es definida por George Boas en Dictio-
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ra es la divisa del mundo actual la literatura expone que esa condición no convierte a la mentira en un ideal, y diferente de Mary McCarthy en su clásico Ideas and the Novel (1980), no se pregunta por qué el género ha abandonado las ideas. Veamos entonces la incorporación de estas ideas y el poder simbólico que surge para el deslinde de su prosa no ficticia. El camino de aquéllas está relacionado a la ficción y la filosofía, y por eso el problema de relacionar filosofía con literatura (Habermas apuesta por ésta en la modernidad) yace en un peligro simple: infravalorar la obra literaria a favor de la descripción «filosófica» de la primera; o, el peligro opuesto, convertir la obra literaria en algo irracional y misterioso, sugiriendo de tal manera que la experiencia estética está más allá del alcance del análisis racional. Por ende me referiré a cómo algunas afirmaciones deconstruccionistas dejan de serlo cuando su expresión no es clara. Ciertas convenciones indican que el examen de una ensayística debe proceder del análisis de las primeras obras a las recientes. De la misma manera, la historia tradicional del género y su crítica reconstruyen obras representativas en su singularidad y en su independencia, creándose entonces una crónica de individualidades. Esa «normalización» se basa en la superstición de que el cambio en los escritores obedece a una progresión lineal. En esta ausencia de evolución no hay gran diferencia en retroceder del último ensayo a los primeros, si las conclusiones no divergen sustancialmente. Es más, los ensayos de Vargas Llosa no están agobiados por apartes textuales, notas marginales o explicativas, apostillas y anotaciones editoriales. La productividad que lo sigue caracterizando es ideal para el acto crítico según el cual es realizable y más sensato entretejer su prosa no ficticia reciente con sus principales bases estéticas e histó-
nary of the History of Ideas (ed. Philip P. Weiner, New York: Charles Scribner’s Sons, 1973, vol. II, pp. 542-549). ¿A quién pertenecen las ideas? Acogidas por el público, ¿pertenecen sólo a algunos, al que les dio origen, o son parte de una cultura mayor? ¿Tienen Bolívar, Chávez o Vargas Llosa los derechos de autor respecto a lo que debe ser Hispanoamérica y su democracia? ¿Puede cualquiera apropiarse de ideas y palabras sin pedir permiso a sus herederos? ¿Por qué obstaculizan las ideas contrarias la cooperación entre los latinoamericanos?
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ricas. Después de todo, el ensayo es un conducto histórico de comunicación que se ordena sobre la base de la inclusión, y rara vez de la depuración genérica, consideración pertinente cuando la recepción de su prosa está asediada no por su atención a la forma sino por la discusión de un cambio «ideológico». Para entender al Vargas Llosa de 2012, sin pretender clarividencia respecto a lo que será más tarde, es más fructífero concentrarse en el examen de textos posteriores a los de A Writer’s Reality, porque como demuestro, su colocación en diferentes medios es una forma de escoger y alentar a un público específico. Por eso es cándido creer, ante una producción constante, que sólo algunos textos podrían representar una quintaesencia ensayística. El ensayo actual puede enajenar lo familiar, sobre todo cuando su autor no logra hacer fluir la conjunción de crítica, teoría y ensayo convencional, ocasionando como rechazo un regreso a lo personal (Atkins 1992: 45-63 y ss.). No obstante, la representatividad discursiva (y todo lo que implica) de los ensayos que discuto a continuación permite manejar con poca resistencia la posibilidad de colocar los de Vargas Llosa en un compartimiento interpretativo consecuente. Sin duda, su ensayística es anticipatoria, generosa, todavía intranquila, y también autorreferencial. A pesar de su canonicidad, muestra una ingenuidad estética curiosa, y esto sigue siendo positivo para él como crítico de sí mismo, y para su público. Sin embargo, cabe preguntarse cómo hablar de estos ensayos sin ser atraído por su lógica, cómo no repetir sus ambigüedades sin que mi propio ensayo añada al cuerpo textual que trata de descifrar. Este asunto está conectado al hecho de que las contradicciones explican la experiencia dual que mantiene como ensayista y crítico, porque en ellas se manifiesta su identificación con las ideas de otros. Ese proceder del novelista como ensayista ocasiona interpretaciones ingenuas, del tipo: «Cuando Vargas Llosa escribe acerca de su propio trabajo como novelista y establece una teoría sobre su propia obra, realiza una actividad que resulta interesante y emocionante para el lector y para el estudiante de literatura como una introducción a su método de creación» (R. L. Williams 1986: 51; énfasis mío). Otras interpretaciones, como la del Nobel Kenzaburo Oé en diciembre del 2010, aseveran que como ensayista «se revela en La 37
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verdad de las mentiras no sólo como un maestro de la literatura mundial sino como un digno guía para los aspirantes a escribir novelas» (45). Valencia, reaccionando a una crítica de la segunda edición (2002) de La verdad de las mentiras, sugiere con razón que no da en el blanco al criticar a Foucault y Derrida como los críticos literarios que no son, y propone: «En quien debería fijar la mirada Vargas Llosa es en la crítica literaria de Steiner, Said, Eagleton, o el Bloom de los últimos años, que curiosamente no sólo coincidirían con su enfoque, y entrelazarían mundo, texto y autor, sino que son conscientes del papel central que tiene la obra literaria» (2003: 10).6 Los lectores del peruano confirman que saben que esas ideas existen sólo fuera de sí mismo, y nunca pueden ser idénticas a las suyas. Esta nostalgia por la comunicación total está inspirada en el tipo de platonismo criticado por Popper, con cuyas ideas concuerda Vargas Llosa para cuestionar el gran relato del historicismo y la falta de pluralismo y tolerancia en el ejercicio de las varias esferas de la crítica, y también para determinar la historia de su palimpsesto. Los cruces son pertinentes para el entendimiento de su prosa, y al fin, en 2012. Camacho Delgado, refiriéndose al prólogo de Joaquín Marco para el primer volumen de los ensayos de las Obras completas (Galaxia Gutenberg, 2006), constata que éstos «han sufrido su particular peregrinaje intergenérico, desde la conferencia, el curso magistral dictado en alguna universidad importante, el artículo
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Birger Angvik, «La teoría de la novela de Mario Vargas Llosa y su aplicación [sic] en la crítica literaria», en La narración como exorcismo (Lima: Fondo de Cultura Económica, 2004, pp. 21-52, texto no revisado de 1997). Desde Rama, decepciona a críticos especializados por varias repeticiones y una falta de «teorización» que encuentran desde García Márquez… hasta El viaje a la ficción. Esa visión descarta, como demuestra Robb en su reseña de la versión francesa de La tentación de lo imposible, el valor de su crítica sobre García Márquez, Flaubert, Arguedas, o artículos sobre novelistas de Occidente que sigue publicando, algunos recogidos en versiones recientes de La verdad de las mentiras (2002, 2007). Con Gamboa y Rabí do Carmo se explaya sobre el oscurantismo, verborrea y sectarismo de la crítica académica artificiosa, que «fomenta, muchas veces, una crítica vanidosa o una que cumple una rutina académica […] que prima en las universidades de los Estados Unidos» (2007: 2), y emite juicios sobre Bolaño, Cabrera Infante, Puig y Onetti. Véase también su entrevista con Cueto 2006: 83-85.
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periodístico o el prólogo a sus obras favoritas, hasta convertirse en un libro de referencia dentro de su bibliografía» (2011: 210). Recuérdese que ha hecho de su carrera, su prosa y sus tiempos el ménage à trois perfecto. Su talento de por medio, tiene la suerte de vivir en una época de gran agitación social y política, que está lista para él. Al ver toda esa crispación, y pese a que cree que la literatura y el periodismo no son siempre la misma cosa, ve en el último una manera de romper la incomunicación de las esferas públicas. Afirma de Edmund Wilson en «Posmodernismo y frivolidad» que «el escribir para el gran público profano no le restó rigor ni osadía intelectual» (8). En su «Discurso» al recibir el Premio Mariano de Cavia (1997) asegura: «Creo que la literatura y el periodismo no son la misma cosa, pero creo que hay un cordón umbilical que los une en los mejores casos» (17); y repasa cómo el periodismo le permitió romper la incomunicación entre grupos, sectores y clase sociales. Y al obtener el mencionado Premio Menéndez Pelayo (1999) dijo a la prensa: «Me alegra que subrayen lo de la ficción y el ensayo… nunca pensé que fueran incompatibles». Su pensamiento hace ver las conexiones entre los medios de comunicación como sólo un barómetro de las sociedades verdaderamente democráticas. Conversación en La Catedral, Historia de Mayta, El hablador y El sueño del celta pueden ser leídas como contraperiodismo, por distanciarse de lo verídico, y otra manera de expresar su efecto es reconocer que una obra que conecta ideas en vez de protegerlas sirve más a la sociedad. Así, impone su voz en la historia, moraliza (en Historia de Mayta todo el mundo tiene la culpa), crea falso suspenso al esconder cierta información, ofrece interpretación y análisis, y no deja que la historia hable por sí misma. Como dice, toda buena prosa nos sumerge «aislándonos del entorno y sojuzgándonos con su ritmo hechicero, sus fintas conceptuales, la desenvoltura expositiva y los alardes de erudición, esas citas literarias de buen gusto asomando siempre en el momento oportuno, y los arrebatos de humor o chispazos de ironía estratégicamente dispuestos, como escudos, para paliar las posibles objeciones» («El canto de las sirenas», 13). Para él todo buen «estilo», como toda ficción, es un engaño, y remacha que el problema surge «cuando un pensador, un ensayista, que escribe no para dar 39
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un semblante de realidad a unos fantasmas de la imaginación sino con el propósito de describir un aspecto de lo vivido, averiguar una verdad o defender una tesis, posee ese temible instrumento encantatorio» (ibíd.).
B. El habla entre nubes y relojes En un ensayo muy conocido de Objective Knowledge sobre los sistemas físicos, «Of Clouds and Clocks» (1972: 206-255), Popper observa que algunos son como las nubes: altamente irregulares, desordenados y más o menos imprevisibles. Otros son como relojes: regulares, ordenados y de comportamiento altamente previsible. No creo que Vargas Llosa ande con más de un reloj, y por cierto nadie cree que anda en las nubes, sobre todo cuando escribe. Ya que Popper en verdad discute el problema de la racionalidad y la libertad del hombre, su distinción no probaría que en el mundo de las ideas ambas nociones sean incompatibles. Me expreso de manera general sobre el «discurso» del peruano, y sobre la función del discurso ensayístico en su prosa; y sobre la crítica especializada conformista orientada a erosionar o a no confrontar la radicalidad que requiere su obra. Por este motivo, no hay un estudio totalizante de su prosa, porque es muy fácil hablar de discurso protegiéndose en varios tipos de metacrítica o metateoría. Este distanciamiento es practicado generalmente por el facilismo periodístico que menosprecia al discurso académico. Sin embargo, esos comentaristas se sienten obligados, de vez en cuando, a recurrir a esas alturas terminológicas. Hay muchas razones para argüir en contra de la crítica académica ofuscadora, y no menos en contra de la superficialidad periodística que se inyecta de andamiajes académicos. Es un problema que no trata la crítica literaria latinoamericana llamada progresista, a no ser por uno que otro ataque estrictamente personal. No vale la pena añadir a ese diálogo de sordos para constatar que, incluso entre los especialistas, no se da un empleo sensato y coherente de lo que se entiende por discurso, ni una escritura revitalizada por la combinación de lo personal y lo teórico (cf. Atkins 1992; Hesse 1994). 40
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Será por eso que en la versión definitiva (marzo de 1990) de su ensayo sobre Popper, destinado por muchas otras razones a convertirse en uno de los más importantes que haya escrito, el peruano expone poca tolerancia hacia la «palabrería» implícita en el uso estrictamente teórico de términos como discurso, lengua, lenguaje, texto y otros similares. Es parte, veremos, de diferencias básicas que sostiene respecto de la jerigonza académica de los últimos cuarenta años. En 2011, en su artículo sobre los ensayos de Loayza, reitera que la crítica se ha escindido en dos direcciones que no tienen nada que ver con el tipo de ensayo que prefiere. Una es la universitaria, erudita y llena de jerga, vanidosa y abstrusa, que disimula «su nadería»; la otra es periodística, superficial, que no profundiza o fundamenta «con argumentos sus valorizaciones» («Piqueteros intelectuales». 35). El mismo año, en una nota sobre el libro de Carlos Granés, El puño invisible: arte, revolución y un siglo de cambios culturales (2011), menciona que éste «no está estorbado de notas pretenciosas», se refiere al valor de que Granés haya rastreado «una de las más perversas derivas de la cultura posmoderna, es decir, la dictadura de la teoría» («El puño invisible», 31). Si en el capítulo «Mario Vargas Llosa’s (Mis)Encounter with Theory» de su libro Juan E. De Castro (2011: 93-108) se esfuerza demasiado por equiparar la postura antiteórica del peruano con el posmodernismo, es más revelador que tenga que admitir que el autor no defiende la existencia de valores e ideas absolutas (ibíd.: 98), que critica el empobrecimiento de ideas (ibíd.: 105) y que no se puede conectar sus salvedades al moralismo neoconservador anglosajón (ibíd.: 100). Mi empleo del término discurso es igualmente polivalente, y preciso mi premisa conceptual, ya que de otra manera no tendría sentido hablar cabalmente de ensayística cuando se trata de revelar su fluida conexión con el resto de la prosa de Vargas Llosa. No es suficiente examinar el discurso como ampliación de lo que era una discusión erudita, hablada o escrita, sobre un tema filosófico, político, literario o religioso, porque se termina creyéndolo sinónimo de tratado o disertación. Utilizaré discurso generalmente como el lenguaje en acción. Su uso actual, tal vez demasiado teórico y fuerte, afirma la prioridad de prácticas del lenguaje formadas social41
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mente. También es un juego más o menos sistemático de formas, temas y procedimientos que regulan lo que se dice y a quién se lo dice, como las identidades que se asume, conscientemente o no, cuando se lo emplea. Desde la posición de lectores recalcitrantes de las obras de uno y otro, el académico y el periodista son lo mismo ante el discurso. Pero el periodista que escribe por devoción a una idea (no como programa político sino como concepto filosófico) es muy raro. Hay periodistas que cubren el mundo de las ideas, lo cual quiere decir que informan acerca de las vidas y obras de los que las tienen. Hay ensayistas eruditos y críticos sociales que escriben para revistas, pero es difícil imaginárselos en el trabajo diario de reportar. Elaborar y adaptar obsesiones de un tema intelectual no es la esfera de los periodistas. Por eso, aunque se pueda hablar de una «novela de ideas», un «periodismo de ideas» es casi un disparate, a pesar de que estas prácticas no están peleadas, y si el autor es Vargas Llosa, la excepción es la regla. En un sentido amplio, todo ensayo del peruano contiene discurso, y en la teoría contemporánea éste es un conjunto sintagmático, palabra o texto, que constituye ante los ojos de los lectores un conjunto coherente, aunque sus partes individuales conduzcan a considerar otros aspectos de la comunicación. Las relaciones entre el significado de la forma lingüística, el significado de la enunciación dentro de la cual se da y el significado del ensayo que la enunciación contribuye a implementar no se dan sin intermediarios, y sólo se pueden identificar con Vargas Llosa en el contexto de su «estilo». Como asevera respecto al estilo, «lo único que pueda decirse con certeza es que lo determinante en él no tiene mayor parentesco con la corrección ni con la tradición ni con el canon estético vigente, sino exclusivamente con su coherencia interna y la absoluta sumisión a un punto de vista» («El canto de las sirenas», 13). Su discurso, entonces, encarna un objeto y se dirige a un objeto. Con Vargas Llosa el crítico tiene que sensibilizarse respecto a los «apartes», esas frases que se arrojan a un lado del discurso principal. Verlo así permite concebir la comunidad discursiva como una especie de polis en que la política interpretativa –que se queda en lo real si es ética– ocupa un lugar importante. Por esto, la fantasía del fin de la historia (Fukuyama) le permite a uno imaginar que lo real 42
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y lo ideal van a coincidir en el mundo. En el momento actual de las exégesis sobre el discurso, la prosa de Vargas Llosa permite un diálogo mayor, ya que cuestiona qué hace uno después de que se logre la coincidencia entre lo real y lo ideal. Esto se debe en parte a que con la retórica tradicional –o a raíz de ella– el auditorio/público desapareció para la crítica. Pero con las nuevas interpretaciones del papel del lector en la tríada comunicativa se recupera a la vez el auditorio y la posibilidad de que se pueda componer, por lo menos teóricamente, una comunidad discursiva, o un auditorio específico como comunidad. Así, al menos en teoría, el discurso incluye cualquier tipo de enunciación como parte de una práctica social. Como veremos en la sección dedicada a Habermas, si el discurso comunica, tiene que ir más allá del contexto local de la situación textual inmediata, porque un texto literario exige verdad artística, armonía estética, fuerza innovadora y autenticidad. La inclusión de la autenticidad en esta lista de exigencias discursivas de Habermas es una noción que se amplía con las nociones de verdad efectuadas por Vargas Llosa, siguiendo a Popper. Vale entonces preguntarse si la función del arte literario sirve para iluminar a los lectores respecto a sus intereses verdaderos, o si los argumentos que sirven para justificar los patrones de valor no satisfacen las condiciones del discurso. Como argumenta Bourdieu, lo que generalmente se considera arte literario es principalmente el habitus de los que han tenido el capital económico y cultural (y por lo tanto poder) por suficiente tiempo para definir sus vidas y sus gustos como legítimos. Por tanto, otra definición elemental es que el discurso y todas sus complejidades pueden pertenecer a cualquier otro género o subgénero. Mientras Vargas Llosa escribía su narrativa y prosa no ficticia, o simplemente «enunciaba» sus ideas, la crítica se preocupaba por refinar lo que se entendía por discurso. Ducrot y Todorov, en su Diccionario enciclopédico de las ciencias del lenguaje, lo consideran un concepto más descriptivo que metodológico, que dan por sentado para la época interpretativa actual. Después de rastrear soluciones al dilema de cómo definir las partes del discurso sin estudiar lenguas particulares, concluyen que las palabras con que se forma «son unidades de índole demasiado compleja para que pueda clasificárselas según un criterio único, y 43
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menos aún según criterios independientes y complejos» (1974: 243). En resumidas cuentas, para estos críticos las caracterizaciones generales del discurso son una suerte de malabarismo. Tómese un ejemplo vargasllosiano muy conocido: «Esta mezcla sutil es otro de los recursos más viejos de la novela y podría llamarse de “la caja china”. Así como en esas cajas que, al abrirlas, aparece una caja más pequeña que a su vez contiene otra, etcétera, en las ficciones construidas según el sistema de la caja china, un episodio contiene a otro y a veces éste a otro, etcétera» (Carta..., 54). ¿Qué tipo de discurso es éste, qué comunica, qué exige, cuáles son sus significados, a qué «estilo» pertenece? En lo referido hay más que una cita, texto o autor entre corchetes. La convención de identificar lo citado con la abreviatura «Carta…» y el número de página remite a una referencia clara. Aún al no poder precisar cuál es la carta es factible identificar el discurso y su origen o engendrador. Ya que el contexto es el de un libro sobre Vargas Llosa y se puede suponer que los lectores tendrán más que un leve conocimiento del autor y su obra, la cita puede hacer pensar en lo conocido que es el concepto de la caja china en sus numerosas teorizaciones sobre la novela, aunque Kobylecka crea que «se muestra propenso a confundir el lenguaje descriptivo con el normativo» (2010: 55). Más bien, se podría pensar en que la cita pertenece a García Márquez: historia de un deicidio, su primer ensayo extenso, y así de manera sucesiva o retrospectiva. Pero resulta que es de la versión definitiva de Carta de batalla por Tirant lo Blanc (1991), y, proviene del final de un texto de 1968, unos de sus primeros sobre Martorell. Este «prototexto» adquiere, además, mayor contexto con otros de 1970, 1990 y 1991, aparte de las variadas menciones del autor valenciano en otros ensayos, aun anteriores al del sesenta y ocho. Tomemos una acepción menos académica de discurso, y como ejemplo el del Nobel, pronunciado el 7 de diciembre de 2010 (publicado como libro en inglés en 2011) y titulado «Elogio de la lectura y la ficción». Yendo más allá del hecho de que se distribuyó el texto a una esfera pública mundial, los lectores observarán patrones, tics, repeticiones, homenajes, citas y personalismo, lo cual es previsible. Resumirlo como un autoanálisis sobre su vida y su lite44
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ratura es insuficiente, como propone este libro. Pero tiene sentido ordenar el texto, seguir su hilo y estructura. Así, la progresión del Discurso Nobel sería la siguiente: 1) los maestros desde una visión expresada varias veces (39); 2) excurso sobre el terrorismo actual (40, cuyo interensayo sería «El terrorista suicida» del 21 de noviembre de 2010); 3) aparte sobre pensadores (Aron, Revel, Berlin y Popper), Francia y América Latina (40); 4) su peruanidad con respecto a su extranjería (40); 5) los indígenas y digresión sobre España (41); 6) paréntesis sobre el nacionalismo (41); 7) vuelta al Perú y elogio de su esposa (41-42); 8) aparte sobre su padre y la literatura (42); 9) paréntesis sobre el teatro (42); y 10) digresión final concentrada en el origen de la literatura, un mundo sin literatura y la noción de la mentira (42). Esas diez partes no son un resumen de su vida o de su quehacer, sino más bien una muestra de cierta circularidad, que sólo podemos entender así al conectar este discurso retrospectivamente con su prosa no ficticia, ventaja que tal vez tengan más sus lectores que él, y sirvan estas sucesiones como muestra de un propósito de este libro. No extrañará entonces que sus ideas coincidan con las del exhaustivo y actualizado estudio de Garber. En un siglo en que la cultura obliga a discutir lo que no es literatura, o por qué la literatura siempre es contemporánea, los escritos de Vargas Llosa son una refrescante vuelta a los placeres de cuestionar varias ideas, escritos no canónicos, la verdad y la mentira en un sentido literario, la imposibilidad de dar por explicada una obra, y las metáforas encontradas. Pero sobre todo es un siglo en que el uso y abuso de la idea de «literatura» abundan, y éste y los temas anteriores no le son nada extraños al peruano. Con los mencionados, sobre todo la metáfora, éstos son los lemas y contenidos que se convierten en el meollo del tratado más amplio de Garber. Como afirma ella: «Es precisamente porque un libro puede enriquecer la mente, desafiar, perturbar y cambiar la manera que uno piensa, que después de todo –cualquiera que sea su contexto específico– posee esa calidad curiosamente elusiva llamada “valor social redentor”» (2011: 97). En 2012 un lector constante de Vargas Llosa se pregunta si Garber lo ha leído, y si debería leerlo para poner en perspectiva la originalidad que se le quiera atribuir a la académica, hoy arrepentida de la alta teoría. 45
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Encadenamientos como los de arriba determinan lo que es un discurso en un autor, aunque no lo que es el discurso para ese mismo autor. La diferencia es más patente si se pone en entredicho la noción misma de qué es un autor, como se expresa en la discusión foucaultiana del término. La complicación que rehúsan tomar en cuenta algunos críticos especializados que emplean el término discurso sin mayor discriminación es la de que «[c]iertos enunciados lingüísticos se refieren a circunstancias extralingüísticas particulares: en ese caso se dice que denotan un referente» (Ducrot y Todorov 1974: 301). Es decir, también existe un discurso ficcional en el cual se indica que los enunciados describen una ficción y no un referente real. Continúan estos mismos críticos: «De este tipo de discurso, la literatura es la parte mejor estudiada (aunque no toda literatura sea ficción)» (ibíd.: 301). Entran en la lucha por una definición los términos ficción, referente y literatura, cuyos pormenores calificativos son parte integral del discurso que se va construyendo en este libro. Por esta razón, la divagación es uno de los peligros de asumir cualquier discurso, y las estratagemas de éste hacen que los estudios sobre componentes y conceptualización de una obra, como varios dedicados a Vargas Llosa y sus novelas, no cesen hasta hoy en su convencionalismo, aun con jerigonza actualizada. Para no seguir en lo que la crítica convencional consideraría una digresión, mi punto de partida respecto a lo que considero discurso proviene de la crítica más depurada sobre el tema. El discurso, como aluvión todopoderoso que destruye barreras y busca nuevos cauces, es la fuerza dinámica que rompe los ceñidos horizontes de la crítica estática y formalista. Con trabajos de Althusser, Cruisus, Hindess, Hirst, Pêcheux, Van Dijk y, sobre todo, Foucault, la teoría del discurso entra en otro estadio que propone que la manera en que escribimos y hablamos se ajusta a las estructuras del poder en nuestra sociedad. Para Foucault, como para Nietzsche, un individuo forma su autoconcepto de acuerdo a lo que debe excluir o suprimir. En una sociedad el poder no se parcela entre los poderosos sino que circula entre sus miembros, eliminándose así la fijación marxista que identifica el poder con el capital y la fijación feminista que lo equipara con el patriarcado. Es en la práctica de esas consideraciones que Vargas Llosa se diferen46
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cia sobremanera de otros prosistas latinoamericanos de similar canonicidad. Lo confirma ampliamente en El pez en el agua, al decir que desde su juventud revolucionaria el poder le inspiró desconfianza (90-91), y en efecto la indecisión de Zavalita en Conversación en La Catedral se basa en ello; por lo que las sociedades que representa en su prosa se definen por el conflicto y la lucha, y ese discurso refleja y recrea aquellos conflictos de manera complicada. No obstante, Vargas Llosa y sus detractores muestran el fervor característico de los intelectuales que ven la resistencia a su discurso como prueba de que sus ideas son sólidas, y se convierten así en «fábricas del pensamiento» o «productores de ideas». Es definitivo en este sentido el breve y popular ensayo L’Ordre du discours, que Foucault presenta como «Leçon inaugurale» al Collège de France en 1970. El contexto de su popularidad se amplía cuando se sobrentiende que posestructuralistas como Foucault consideran, con razón, que las teorías de la deconstrucción quieren ignorar el hecho de que el discurso está relacionado al poder.7 No todo se puede reducir a aspectos del proceso de significación, como preferirían los graves deconstruccionistas. Cuando algún dictador del Cono Sur da un «discurso» es evidente que ejerce el poder real por medio de sus enunciados, como lo haría un prosista peruano, un crítico ecuatoriano o un redactor español. Para Nietzsche, el precursor de este tipo de argumentación, todo conocimiento es una expresión de la «voluntad de poder», y se pregunta si el lenguaje es la expresión adecuada de todas las realidades (Nietzsche 1990: 21). Y si el ensayista o el lector puede ser una espe-
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Ideario predominante en Francia desde los años setenta, cuando unos cuatrocientos intelectuales firmaron un «Appel pour la moralité et la verité en politique» (Le Monde, 4 de julio de 1973). Según Michel Winock –«Les intellectuels dans le siècle», Vingtième siècle. Revue d’Histoire, II, 2 (avril de 1984), pp. 314–, tras la muerte de Sartre y Aron (Vargas Llosa asevera en 2011 que lo leía durante sus años sartreanos en el apestado Le Figaro), y desde los setenta dominan la duda y frecuentemente el silencio. Su ensayo es un adelanto y resumen de su monumental Le siècle des intellectuels (1997, en español en 2010), limitado al contexto cultural francés. Contextualizo las ideas de Vargas Llosa en términos de estudios afines en «Discount Latin American(ist) Intellectuals», Social Science and Modern Society, XLVI, 2 (marzo-abril de 2009), pp. 119-123.
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cie de übermensch es porque no hay una moralidad universal, sólo existe la moralidad de la tribu. De ello surge la noción de la mentira no moral, que se vería simbólicamente en la escena de El hablador en que el acto de que un hombre blanco estornude es interpretado por Tasurinchi y los Machiguengas como maldad y corrupción. Foucault se encargó de poner ese tipo de «voluntad de poder» al día, retomando la idea nietszchiana de que toda situación humana es producto de la historia, aunque se crea que es un hecho natural. Esto quiere decir –¿hay que repetirlo?– que no podemos hablar de verdades absolutas ni de conocimiento objetivo, como se verá con Popper, en una época que cuestiona los fundamentos de una tradición de dos mil años de pensamiento racionalista. Así, los lectores, la gente, los sujetos que compongan el auditorio, creen que algo es «verdad» si ese algo cabe dentro de las descripciones de verdad fijadas por los que sustentan el poder. Popper inicia todo esto con su «principio de verificación», que convierte en su «tesis de falsificación». Ésta, reducida al ensayo, equivaldría a preguntarse si es verdad o falso que sólo se puede creer algo si se lo puede falsificar en el género. En el capítulo veinticinco del segundo tomo de The Open Society and Its Enemies Popper sostiene que la historia no tiene significado, pero que su posición no implica que se sea impotente ante la historia del poder político, «[p]orque podemos interpretarlo, con vistas a los problemas de la política de poder a cuya solución escogemos dedicarnos en nuestro tiempo» (1966b: 278). Foucault continúa este tipo de positivismo lógico así: «Supongo que en toda sociedad la producción de discurso es a la vez controlada, seleccionada, organizada y redistribuida de acuerdo a cierto número de procedimientos cuyo papel es apartar los poderes y sus peligros, lidiar con los sucesos aleatorios, esquivar su pesada e impresionante materialidad» (1971: 10-11). Vargas Llosa entonces no haría otra cosa que ejercer su poder, a la vez que su auditorio tiene el poder de rehusarlo. Estos pasos se complican. Foucault ve el discurso como una actividad humana central, mas no como un «texto general», un universal. El discurso se constituye por una relación entre el deseo (que quiere que el discurso sea «infinitamente abierto») y las instituciones (que afirman que el discurso se forma por medio de imperativos como la coacción, el encierro y el 48
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control), ya que sólo así se posee el poder. Debido a que el discurso y las instituciones son inseparables, lo que le interesa a Foucault es la dimensión histórica del cambio discursivo. Le interesa, además, la genealogía del escritor-intelectual dentro de procesos históricos específicos de control y producción sociales. La historia –de la cual no podemos tener conocimiento objetivo– es la gama desconectada de prácticas discursivas. Pero no debe creerse que Vargas Llosa deje al narrador o historiador en él desarmado frente a las falsificaciones de la historia. Castro-Klarén arguye que parecería que la ideología de su escritura ha vuelto al punto de partida, y que en sus novelas más recientes (léase hasta 1990) «despliega un narrador inmiscuido en un discurso político directo y polémico» (1990: 225). No contradigo este resumen, pero muestro posteriormente que sus narraciones de fin de siglo (especialmente en el díptico iniciado con Elogio de la madrastra) y dos artículos suyos de 1999 sobre la novela proponen cuestionar la verdad en la narración que, como lo que se entiende como discurso, no se resuelve fácilmente. También hay que tener en cuenta que es un ensayista pragmático que evita las expectativas ingenuas que causan problemas interpretativos al hablar de objetividad histórica. El pragmatismo de sus ensayos prueba que es consciente de que el conocimiento puede ser provisional, aunque se puede concebir que parte del conocimiento pueda prevalecer casi para siempre. Hasta aquí es bastante fácil notar cómo no ha necesitado de Foucault para textualizar estas especulaciones, ya que el discurso también puede ser sinérgico respecto a lo cultural, especialmente hoy. Al retomar en su último ensayo de 1992 la polémica de C. P. Snow y F. R. Leavis sobre las «dos culturas» (corrigiendo y dándole un contexto mayor), insiste en su vigencia y en que «[p]uede gustarnos o disgustarnos, pero es un hecho que, literaria o científica, la cultura que llega cada día más a más gente en el mundo, desplazando a otras, es aquella hecha, o rehecha a su medida, por la industria audiovisual, aquella que ha remplazado el púlpito, el aula y el libro, por la pantalla del televisor» (Desafíos a la libertad, 184). Éste es un vaticinio común, compartido por varios novelistas globales y críticos, quienes pronostican que el poder de la televisión conducirá al público a decir: «El 49
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próximo año leeré una novela». Su reacción –que se debe matizar con su artículo «Héroe de nuestro tiempo» sobre la popular serie televisiva 24, que emplea para explayarse sobre el terrorismo y la política estadounidense, y con «Los dioses indiferentes» (2011) que emplea para comparar una serie televisiva sobresaliente con «la densidad, la diversidad, la ambición totalizadora y las sorpresas imponderables» (29) de las buenas novelas– también nos introduce a un desacuerdo posterior con Popper. Hay que recordar que si bien considera The Open Society and Its Enemies un libro clave por intentar combinar la democracia y la ciencia con principios humanitarios, acepta que Popper se puede equivocar en ciertos puntos históricos. Esa cultura combinatoria de las artes, más que el variopinto pluriculturalismo, es una fuerza histórica mayor. Así, por la circulación del poder, desde CVM sus prácticas discursivas se entretejen inevitablemente con las prácticas sociales cotidianas, desmintiendo el elitismo que se le atribuye con cierta frecuencia.8 Una de las primeras reseñas de la edición peruana de CVM III permite ver los entretelones de nacionalizar las prácticas discursivas. Hecha por el psicoanalista peruano Max Hernández, la reseña se presenta como positiva. Empero, su recorrido destemporaliza la progresión ideológica del reseñado, para concentrarse en la perspectiva nacional de lo que llama «escritos extraliterarios» del autor. Después de señalar que con las estadías inglesas, el positivismo [sic] de Popper, el racionalismo de Berlin y otros efectos del viejo continente Vargas Llosa «se había librado por fin de la prisión mental que le había impuesto su otrora garante Jean-Paul Sartre», Her-
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Las conexiones aumentan, aun cuando lo distancian teóricamente de Popper. En un ensayo-entrevista publicado un día antes de su fallecimiento («Licencia para hacer televisión»), aumentado y con otro título el último de los 48 escritos sociales y políticos de Después de «La sociedad abierta» (ed. inglesa de 2008), Popper arguye que la televisión es un poder no controlado, y por ende antidemocrático (2010: 499-512). Vargas Llosa sostiene que esa receta «va en contra de todos los postulados liberales antiestatistas y anticontrolistas» («La voz de Dios», 7), que su mentor ya había demolido. Popper tiene razón en que la explosión informativa podría crear una población que no cree en nada (idea a la que se aproxima el peruano hoy), o, en el peor de los casos de la ingeniería social, crearía una población preparada a creer fanáticamente en una sola «verdad».
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nández concluye que el autor optó por «la sociedad abierta» (1990: 32). El esquema no está tan equivocado, pero erra al proponer que su autor lo trasplanta mecánicamente al Perú. Es por equivocaciones como ésa que seguiré proponiendo a lo largo de este libro lo fácil que ha sido descontextualizar «discursivamente» los ensayos que examino. Hernández hace la siguiente conexión: Mario Vargas Llosa asumió el modelo neoliberal a partir de una experiencia de individuación y diferenciación exitosa y creativa en lo personal. ¿Puede la sociedad peruana funcionar bajo ese modelo? Podría pensarse que una cosa es la aventura personal y única que lo lleva a uno a buscar en la soledad del ejercicio intelectual los caminos de la libertad; y otra, su propuesta como solución político-económica para un conjunto social que puede estar a años luz de las posibilidades individuales promedio necesarias para que el modelo funcione (1990: 33).
Los litigios activos, de la historia peruana y de Vargas Llosa, se encargan de corregir este tipo de especulación, que en honor a la verdad no va más allá de ser una desesperanzada proyección psicológica (en 1907 Freud trazó una analogía entre el sueño nocturno y la fantasía diurna como versiones disfrazadas de deseos reprimidos), que subestima el dinamismo del analizado (Hernández por Zuzunaga Flórez 1992: 81-91). Este tipo de psicologismo, opuesto abiertamente por Popper, ilumina poco al tratar de esclarecer el papel de la personalidad en el desarrollo literario. Es lo que ocurre cuando se psicoanaliza el suicidio de Arguedas: «En nuestra perspectiva poco importa en realidad una caracterización verbal que, finalmente, es menos esclarecedora que la búsqueda de la ficción neurótica y de su finalidad individual» (Rens 1976: 121). Que los psicoanalistas no hablen del mentir sino de la fantasía indica lo indiferentes que pueden ser a la gran dimensión de la verdad (y a la necesidad de las mentiras). Desde un punto de vista evolucionario, tendría sentido suponer que por lo menos algún elemento del comportamiento relacionado a síndromes etnocéntricos sería parte integrante del repertorio del comportamiento humano. En la teoría semiótica de Jan Mukarovski, una obra de arte puede ser analizada desde tres puntos de vista: como un traba51
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jo o fenómeno perceptible, como un significado de la conciencia colectiva, o como una relación con la realidad externa en la cual se estudia el trabajo del significado y el contexto total de los fenómenos sociales. El psicologismo del tipo de Hernández no puede ver ciertas de estas libertades analíticas, entre ellas que la libertad del individuo respecto a la obra artística y el acto creativo está asegurada por el hecho de que una creación artística no se funde siempre con la conciencia artística de su tiempo; ni está sujeta intrínsecamente a una norma única. En una entrevista breve para The New York Times (7 de octubre de 2007), al preguntarle Deborah Solomon sobre La tía Julia y el escribidor, y si tiene algo contra el psicoanálisis, contesta: «Está demasiado cerca a la ficción, y no necesito más ficción en mi vida. Amo las historias, y mi vida se concentra principalmente en historias, pero sin una pretensión de precisión científica» (15). Es decir, la obra de arte absorbe y cambia la energía social (más pensamientos y sentimientos que ciencia exacta) que la rodea en un proceso de circulación infinita. Por ese proceso, algunas interpretaciones psicológicas logran esclarecer el pluralismo de ideas que aboga Vargas Llosa y cómo se transmite una especie de comunismo de ideas. Según Lovejoy, «cualquier idea-unitaria que el historiador aísla trata de rastrear a través de más de uno –y al fin, de hecho, por todos– los campos de la historia en que participa de manera importante, se llamen esos campos filosofía, ciencia, literatura, arte, religión o política» (1964: 15). Ante esa interdisciplinaridad, sugerida por el preposmoderno Lovejoy en 1936, las palabras de un autor y de un autor «otro» podrían ser robadas por medio de colonias, fronteras, invasiones y reconquistas lingüísticas subconscientes, sin que cada autor pueda discernir las propias de las ajenas. En la interpretación psicoanalítica, la dialéctica entre lapsus libri y lapsus scribendi se despelleja (en la acepción de hablar mal de uno) en la escritura, con préstamos y pillajes que van del robo de la letra a la violación social del ser, según Michel Schneider en Voleurs de mots (1985). En los géneros ensayísticos, se trata de realizaciones de lenguaje, caracterizables en su globalidad por grandes variabilidades discursivas. Las particularizaciones elocutivas de éstas no son siempre reducibles a una especificidad literaria (Aullón de Haro 1992: 106). Dicho de otra 52
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manera, la pregunta citada anteriormente de Hernández encubre un desconocimiento del hecho de que, como manifiesta Foucault, el discurso se constituye por la diferencia entre lo que uno puede decir correctamente en un período dado y lo que verdaderamente se dice (1991: 63). Por otro lado, el desarrollo literario no depende exclusivamente de personalidades, ni la literatura busca personalidades que satisfagan asignaturas anticipadas. Estos campos contestatarios forman el «archivo» de una cultura, pero nunca conoceremos el archivo de nuestra cultura porque éste es el subconsciente desde el cual hablamos. Más al grano, en cualquier campo se gana el poder por medio del discurso, aunque se admite, por ejemplo, que los discursos de Fujimori no le ganaron el poder. Para Foucault se debe concebir el discurso como «la violencia que le hacemos a las cosas, en todo caso como una práctica que les imponemos; y es en esta práctica que los sucesos del discurso hallan el principio de su regularidad» (1971: 55). Es decir, cualquier exigencia de objetividad que se haga a favor de discursos específicos siempre será espuria. No hay entonces discursos absolutamente verdaderos, sólo más o menos poderosos. Respecto al discurso de ensayistas similares a Vargas Llosa, analizo a través de este libro el contexto del que irrumpen, para permitir su presentación y aparición verídica, a la vez que fijar sus límites. En las teorías o suposiciones de Foucault, los conceptos filosóficos fundamentales ya no son la conciencia y la continuidad, con sus corolarios libertad y causalidad, que de paso remiten al primer Vargas Llosa de carga existencialista. Tampoco son el signo y la estructura, que el peruano pudo poner en práctica sin necesidad del estructuralismo. Los que le importan a Foucault son el suceso (la discontinuidad y su azar), las series, la dimensión de la exterioridad de los discursos, como dice en otro momento (1991: 60), junto con el juego de las nociones que están ligadas a ellos: alea, regularidad, discontinuidad, dependencia y transformación. L’Ordre du discours, al fijar los procedimientos para dominar (1971: 23-33) o restringir (ibíd.: 47-48) presenta, por lo tanto, un determinismo y escepticismo poderosos, cuyas implicaciones la crítica no termina de precisar. En la época en que escribe Vargas Llosa el discurso es responsable de la realidad y no la mera representación de ella. No 53
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puede haber oposición sin cierto discurso, porque éste es parte fundamental de la vida colectiva, y la legitimidad del poder se realiza de forma discursiva. Por eso la pregunta clave es qué discurso prevalece o prevalecerá, ya que no sólo determina el conocimiento y la verdad (y el que lo domina tiene media batalla ganada) sino la realidad misma. En este sentido, Foucault es en última instancia un escribano del poder, porque en realidad escribe sobre la victoria del poder. Said sigue la lógica de esta teoría, especialmente en el ensayo homónimo de la colección The World, the Text, and the Critic, y pregunta cuál es el poder del crítico, qué relación tiene su ensayo con el texto analizado, el contexto y el auditorio. O sea que se plantea lo que todo crítico debe considerar: qué relación existe entre la ideología, el profesionalismo, el mundo y el estudio de la literatura. Esto se debe hacer con la ensayística de Vargas Llosa, porque un crítico siempre escribe dentro del «archivo» del presente, especialmente si se es contemporáneo del autor. Cuando el gran discurso de la sociedad funciona como poder, el discurso del crítico sirve como contramemoria para el texto (Said 1983: 184) y tiene que funcionar como contradiscurso, para devolverle al texto su claridad. Lo que está en juego entonces no es la exigencia de cierta autoridad sobre los textos del autor analizado, sino el tratar de producir un discurso tan poderoso en su honestidad que no se pueda archivar dentro de pretensiones estrictamente teóricas. Si la noción de que el discurso es responsable de la realidad es un hecho operativo, Vargas Llosa está diciendo que aquello no tiene sentido sin una sociedad libre y verdaderamente abierta. Ante el relativismo social (la idea de que la sociedad determina lo que es la verdad), es fácil concluir que aunque un grupo de gente dado cree que algo es verdad, no quiere decir que lo es. Creer lo contrario es ceder a la tiranía de la mayoría, y no sobra reiterar que presenciamos enormes divisiones sociales en términos sectarios o ideológicos, y lo que menos hay es acuerdo respecto a qué es un discurso democrático. Esta depuración de lo que entiendo por discurso se relaciona con mi análisis de Vargas Llosa, y reconozco los sofismas que quedan por ajustar. Por ejemplo, en el ensayo la voz del amo, del autor, es patentemente más asequible que en la novela, lo cual implica que el autor podría mentir en ésta, mientras que en el otro género revela su yo 54
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abiertamente. Las divisas del poder muestran la fragilidad de tal argumentación, porque en el ensayo la voz autorial pretende ser pública y transmitir lo que en Le Plaisir du texte (1973) Barthes llama doxa: la Opinión Pública, la Mentalidad de la Mayoría, el Consenso Pequeño Burgués, la Voz de la Naturaleza, la Violencia del Prejuicio. O sea, hoy el dictamen público es la falsa evidencia, las máscaras de la ideología, el habla adaptada a la apariencia. Así por ejemplo, a más de 160 años del manifiesto de Marx y Engels, el discurso que sobrevive de la izquierda sólo puede ser repetitivo, buscar resquicios, y palidece ante ese texto fundacional, especialmente cuando se presenta como ciencia fundamental de lo real, como religión con máscara. Si como ensayo el Manifiesto quiso liberar al proletariado, en el siglo XXI ese tomo necesita liberarse de las ortodoxias de las voces autoriales del marxismo actual. En un ensayo el objeto autobiográfico no es el autor Vargas Llosa, sino su escritura sin máscara. En el prólogo a El lenguaje de la pasión asevera: «La verdad es que siempre trato de escribir de la manera más desapasionada posible, pues sé que la cabeza caliente, las ideas claras y una buena prosa son incompatibles, aunque también sé que no siempre lo consigo» (7). Su escritura no debe ser entendida en el sentido deconstruccionista, sino desde una poética ficcional poco condicional, revelada predominantemente en la opinión y el público, que no siempre exige una satisfacción estética (Genette 1991: 19). Complica inteligentemente las cosas, para disfrutar la confusión de las parcas críticas. En Historia de Mayta, por ejemplo, todos los detalles, incidentes, inflexiones y preferencias del narrador-protagonista apuntan hacia el autor empírico. Pero el simple detalle de que él sea unos veinte y cinco años mayor, y se dirija a él (en el capítulo X), tergiversa el juego de la voz. Este ardid es imposible en sus ensayos, porque son también el resultado del enigma de buscar verdades, y es imposible determinar en qué consiste el método habitual y fundamental de componer la primera versión manuscrita o taquigrafiada. Como dice el revolucionario belga Victor Serge en sus memorias, lo terrible de buscar la verdad es que se la encuentra, y entonces uno ya no es libre de afianzarse a los prejuicios de su círculo personal, o de aceptar los clichés de moda. Foucault sale otra vez al proscenio. Es la noción misma de qué es un autor que hace que los críticos de varias escuelas y momentos 55
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históricos varíen muy poco en sus reflexiones y relaciones con éste. A pesar de que hablaré del «autor», dejo constancia de que cualquier rapto de confusión respecto a éste se basa en lo que Foucault entiende por el término. No lo define de acuerdo a su relación con el escritor empírico o el narrador ficticio, sino como lo que denota una estructura, un tipo de obra o lenguaje, «estilo» o actitud hacia los lectores. Es más, prefiere fijarlo como «función-autor» en el texto que parafraseo (1977b: 113-138) y en L’Ordre du discours, y puede ser una colección de escritos misceláneos. El «autor» no es el origen del significado o del valor de un texto literario, sino más bien un concepto que permite leer la literatura sin consideraciones genéricas, históricas o intencionales. Foucault no quiso decir que el autor empírico no existe, ya que la atención a detalles que sabemos surgen de él debilita los cimientos estéticos de la noción. Lo que quiso probar es que ciertas maneras de tratar a los libros y a los seres humanos pertenecen a ciertos períodos históricos.9 Por eso trata al autor como función del discurso, y uno debe considerar las características que apoyan a ese discurso y determinan cómo se diferencia de otros. Cuando Vargas Llosa entra en la batalla entre literatura y política también se convierte en la única figura política para quien el lenguaje es importante. Detrás de su política virtual está la creencia de que cada exhortación emocionalmente verdadera, con modales, expresiva y precisa, puede engendrar cambios significantes. En el arte del hambre que puede ser el ensayo, la quimera del origen del productor del texto no debería ocupar un sitio primordial. Lo que aduce Foucault, como hace Barthes con la noción de la «muerte del autor», es el desprestigio del concepto autor en la época moderna. Si Ramón Menéndez Pidal había señalado mucho antes que la noción de autor aparece en la poesía romance a principios del
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No debe extrañar que Foucault haya partido de la novela para conceptualizar su término. En 1963 dirigió un intenso y extenso debate sobre el género (1994), en que asevera que la ficción sirve para diferir el encuentro del escritor con su muerte. Para él la ficción y su causas múltiples y heterogéneas, tal como la practicaba el grupo Tel Quel, es un proceso que llama «habla pensante» (340), no una entidad, y su muestra se limita a temas y técnicas vanguardistas.
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siglo XII, Foucault la enmarca en un rol cultural, la precisa como figura ideológica y principio funcional que impide la recomposición de la ficción. Para él el nombre del autor es en última instancia poco pertinente para determinar la persona histórica que lo lleva. Baste decir que el papel que Vargas Llosa decide asumir es un factor subyacente que afecta a su voz y a los aspectos metadiscursivos de sus textos. Dice el mismo Foucault en una entrevista sobre los intelectuales y el poder, que éste sigue siendo un enigma total: «¿Quién ejerce el poder, y en qué esfera? Ahora sabemos con cierta seguridad quién explota a los otros, quién recibe las ganancias, quiénes están inmiscuidos, y sabemos cómo estos fondos se reinvierten. Pero respecto al poder […]. Sabemos que no está en las manos de los que gobiernan» (1977c: 213; énfasis mío). Con los ensayos de Vargas Llosa, en que el poder del hombre y del momento cuaja perfectamente, es claro que cierto poder produce grandes obras de arte. El poder revela que, distinto de la deconstrucción, tiene que haber límites en lo que se concibe como diferencia, porque ésta exige que ciertas cosas se parezcan más a unas que a otras. Al recibir el Premio Jerusalén precisa que en 1976 llevaba algunos años de «reconstrucción intelectual y política», y que pasaba de las utopías a la defensa del «pragmatismo democrático, y me asomaba (todavía con mucha desconfianza) al liberalismo, en las continuas polémicas a que suelo verme arrastrado por lo que parece ser mi ineptitud congénita para toda forma de corrección política» («Bajo el cielo de Jerusalén», 13). Con la «batalla en las ideas» no sólo quiero presentar la trayectoria de un tema sino cómo cada formulación de esa batalla, o un número constante de ellas, ilustra nuevos aspectos del autor y su tiempo. Obviamente, no depende de él explicar el alcance y carácter de cada versión de sus batallas, pero tampoco depende del crítico intentar apurar todas sus implicaciones. El poder de Vargas Llosa es por ende conocer sus límites y construir sus diferencias desde esa esfera.
C. Del Chivo a Casement: el escritor en la esfera pública El discurso de la batalla en las ideas nunca ha sido más fragmentario o volátil, y se entrega fácilmente a expresiones de enojo, 57
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emboscado por agendas políticas y quejas históricas. Con su congénita puntualidad Vargas Llosa se mete de cabeza en estas diferencias. Jürgen Habermas ha venido determinando con mayor precisión qué es esa esfera pública. En un sentido, lo que hace es articular de otra manera la interpretación de la modernidad como separación de esferas de valor. Teorías aparte, tal vez ningún prosista latinoamericano contemporáneo, si se juzga por la atención de la esfera periodística internacional y la defensa de zonas de discusión concomitantes aun antes del Nobel, la ha experimentado más que Vargas Llosa. Aunque la perspectiva sociopolítica de Habermas reaparecerá en el zigzagueo de mi lectura al igual que las de Bourdieu y Foucault, quiero sentar las bases del que en verdad es el primer libro de Habermas. Su The Structural Transformation of the Public Sphere (1991), según sus críticos más avezados, sirve a la vez de fundamento para sus posteriores escritos teóricos sobre los problemas de comunicación y legitimación. Sobre todo, permite explicar algo que no siempre funciona en América Latina, ya que Habermas despega en este libro desde la creencia que los discursos estatales y literarios siempre han estado separados, produciéndose así la necesidad de esferas mediadoras.10 Hace tres siglos, en su Teatro mexicano (1696), el franciscano mexicano Agustín de Betancourt, después de explicar su metodología para determinar la verdad, rechaza la ciencia, la fe divina y la fe humana como fuentes de ilustración. Concluye entonces que la opinión es el único método sensato para lo que le incumbe, y afirma que todas las opiniones son correctas. Su prueba es la diversidad de los españoles, y el tipo de modernidad que hoy se le podría atribuir a Betancourt también se encuentra en Motolinía y Sahagún. Paralelamente, Habermas va delimitando la naturaleza social y cimientos de la vida pública y su opinión en sociedades democráticas europeas, mientras mantiene que derivan su significado específico de situaciones históricas concretas. Es decir, en cierto sentido los métodos interpretativos de Betancourt y Habermas son similares al respon10 El décimo capítulo de la antología de sus ensayos sobre sociedad y política (1989) es un resumen del concepto de esfera pública que Habermas desarrolla en las dos primeras partes de su libro principal.
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der a una cosmovisión en que los hechos y las cosas no hablan por sí mismos. Aunque Habermas distingue entre esferas públicas de variantes «políticas», «representativas» y «literarias», todas son decididamente liberales, secularistas y universalistas y se forman en las circunstancias específicas de una economía de mercado. Según él, la esfera pública burguesa se deteriora en el siglo XIX, cuando instituciones como el Estado asumen un papel dominante en la vida cotidiana. Como Habermas no incluye aspectos comunitarios, dimensiones de clase, etnicidad e incluso identidad sexual que expandirían el concepto, no sé si en las sociedades latinoamericanas, que tienen otros comienzos y son poco posmodernas, se puede hablar de una esfera pública muy separada de estados decididamente burgueses. Con el vaivén entre regímenes democráticos/«neoliberales» y «democráticos»/autoritarios, entre ellos los últimos avatares «revolucionarios» de la izquierda latinoamericana (Chávez, Morales, Ortega, Correa, Kirchner), tampoco se puede dejar de señalar salvedades latinoamericanas respecto a especializaciones y separaciones del discurso político, hechas por Vargas Llosa o los críticos que he examinado hasta 2011 para su contexto. Aparte de la noción de esfera pública, la obra de Habermas también permite apuntalar la relación de algunas preguntas prácticas con la noción de verdad, el papel de la estética en las nuevas modernidades y la relación entre literatura y filosofía implícita a través de mi discusión. Estos aspectos ayudan asimismo a descifrar cómo la política moderna y su lenguaje se trasladan a la circunstancia latinoamericana como proyecto redimible. Para Habermas el problema del público es tripartito y debe ser diferenciado conceptual y sociohistóricamente. En fin, distingue el problema de esta manera: 1. El público como una asamblea de lectores privados que se engrana críticamente dentro de una estructura privada o pública que posee límites más cambiadizos que flexibles. 2. El público como espacio político de controversia o impugnación, el cual podría apropiarse y por ende transformar los asuntos de Estado. 59
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3. El público como esfera «refeudalizada». Es decir, la esfera pública alterada por la intervención de autoridades públicas como la prensa en los intercambios sociales, y por los momentos en que los poderes públicos asumen funciones políticas. Aunque se podría recurrir a la salida inmediata del obvio lugar de la progresión de Vargas Llosa y sus tics accesorios (como literato y político) en este esquema, las conclusiones de Habermas se manifiestan en contradicciones que tienen que ver con otro hecho. Al repolitizarse las relaciones de clase, la dominación de una sobre otra depende de constelaciones de poder más reales. En éstas los discursos se generalizan, se repiten y, en última instancia, se agotan al tratar de convencer al público que dan jaque y mate al lenguaje. Para Vargas Llosa, más que regodeos estas instancias son recovecos que se le instalan cuando expresa su opinión, y especialmente cuando tiene que explicar ante la prensa que nunca estuvo entre sus planes pasar de su vocación literaria a una participación activa, «casi profesional» en política. Antes y después de su candidatura postuló en diferentes ensayos y en diferentes maneras que: La lucha política, la querella política en América Latina (creo que en España también ha sido así) tiende a provocar unos excesos que son verdaderamente terribles. Pero es un precio que uno tiene que pagar; hay que saber que uno se expone a una contienda política defendiendo cosas que, sobre todo en el campo intelectual, no tienen buena prensa: rompen el estereotipo que es más o menos el establishment intelectual; el intelectual antes era conservador, hoy es de izquierdas. Allí la derecha casi no existe, en primer lugar, lo que existen son matices dentro de la izquierda (Tusell 1989: 79).
Vargas Llosa nota bien que la posición intelectual de izquierda y derecha es básicamente similar, porque ambas se basan en un concepto del individualismo como egoísmo. Según Habermas la esfera política pública, que para él data del siglo XVIII, tiene su fuente generativa en debates europeos racionales. En ellos los burgueses debatían racionalmente con los nobles o los intelectuales. En la mea culpa que hace de su libro, mantiene que aquella «esfera política 60
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pública» es la quintaesencia para una formación discursiva de la opinión (Calhoun 1992: 446-448). La relación entre la esfera privada y el mundo público es una de presuposición, en que una requiere la existencia de la otra; y de oposición, porque las características de una se excluyen de la otra. Estas discusiones «racionales», que preceden a la independencia de los Estados latinoamericanos, procrearon los razonamientos públicos y disputas filosóficas acerca de la protección de la esfera privada, como se hacía con los decimonónicos gabinetes o sociedades de lectura llamados «alcancías». A la vez se ampliaba el público, como hacen José Clavijo y Fajardo, Espejo, Fernández de Lizardi en El Pensador mexicano y Montalvo. Sin embargo, la conjunción entre las esferas privadas y públicas ha sido particularmente vulnerable en América Latina. Lo nota con pleonasmo una reseña de A Writer’s Reality al reaccionar a la preferencia del autor por el género ensayístico para emitir juicios políticos: «Lo que es ilusorio [aquí] es el límite entre literatura y política que Vargas Llosa quiere trazar. Su propia práctica literaria desmiente las implicaciones de tal aserción. Sus novelas frecuentemente dependen de transgresiones genéricas y temáticas y son, casi sin excepción, mordazmente políticas» (Parkinson Zamora 1991: 100). Mi entendimiento de su narrativa, específicamente la que practica hasta 2012, gira en torno a la visibilidad de narradores y sus intrusiones en los personajes. El orden progresivo de éstas se da con descripciones de lugares, resúmenes temporales, identificación y definición de los personajes, discursos referidos de lo que éstos dicen o piensan, y comentario-interpretación, juicios y generalizaciones. Durante medio siglo ha desarrollado la capacidad de encontrar en el carácter de cada personaje la zona en la cual la lucidez se cruza con la falsa ilusión y donde el deseo de hacer algo choca con el impulso para disimular. Sin embargo, en esta dinámica hay una dialéctica mediante la cual las modificaciones producidas en cualquier esfera terminan, tarde o temprano, repercutiendo en todas ellas. Es decir, es transparente en todo este andamiaje un radicalismo que consiste en abogar más por la democracia, igualdad racial y de género, el derecho de escoger un modo de vida, la libertad de expresión y pensamiento (incluida la prensa), la tolerancia religiosa, y el derecho a creer en nada. 61
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La incumbencia de ese proceder es obvia, y de una manera u otra se convierte en subtexto del escritor y de los que lo critican. Como las categorías genéricas, las comunidades interpretativas son fluidas y se las cambia fácilmente mediante la suma, sustracción, modificación y rebobinaje de condiciones de tipicalidad. En el primer y «tercer» mundo de Occidente, esta conciencia se está generalizando. Específicamente respecto al concepto que discuto, Terry Eagleton ha sabido aprovechar estas coyunturas, al menos parcialmente, para conectar los fundamentos del juicio y criterio críticos en la época de luchas contra el Estado absolutista del tipo examinado por Habermas. Eagleton suministra el acertado concepto de esfera «contra-pública» para la literatura (1984: 115-118 y ss.), porque, como dije en la Introducción, la conciencia política de la práctica interpretativa debe considerarse infusa en mis exégesis y en las de la crítica en general (Eagleton 1986). Anexa a estas remisiones está la función de la publicidad, que en las sociedades que son la muestra de Habermas se va reconstituyendo como esfera pública. La publicidad da otros pasos y se convierte en arma política de la opinión pública. No está de más recordar aquí que Benedict Anderson, en la segunda edición de su Imagined Communities (1991), a pesar de su admitido desconocimiento de los estudios latinoamericanos sobre el contexto que discute (1998: 338), tiene razón al subrayar el papel de la prensa en las raíces culturales que conducían a creer que existían comunidades entrelazadas por una conciencia nacional. Las convenciones literarias de la prensa todavía proveen eslabones imaginarios respecto a coincidencias temporales y a las relaciones de los periódicos, como forma de libro, con el mercado. Es por esto que, aparte de la relación directa de Vargas Llosa con la prensa, y como objeto de ella y su publicidad, sus comentarios sobre sus convenciones exhiben más de un paralelo con su propia progresión política y contra la idea de Hobbes de que las convenciones simplemente son acuerdos racionales entre personas. Como se desprende de «Nuevas inquisiciones», premiado en 1999, el generalizado amarillismo escabroso o sensacionalista sólo se puede combatir al cambiar ciertos aspectos de la democracia actual, porque es «un perverso hijastro de la cultura de la libertad» (17), y como el remedio (la censura) sería peor que una 62
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enfermedad ahora universal, hay que soportarla. Además, no es sólo un problema del avanzado «primer» mundo. En la batalla en las ideas, la prensa internacional crea más que estereotipos respecto a América Latina, como explica en «¿Libertad para los libres?» (CVM II, 350-355), uno de sus primeros desacuerdos con Günther Grass. Su aserción no pasaría de ser un lugar común si no fuera por el hecho de que esa prensa, por estar en otra lengua y publicarse en otro contexto, duplica el problema, tergiversándolo a su conveniencia y descontextualizando lo que dice el original. Así, cuando «¿Libertad para los libres?» se traduce al inglés en The Atlantic (febrero de 1984: 20-22, 24), el título se convierte en «Un estereotipo de los medios», con el agravante lema «Los intelectuales que abogan por una solución “cubana” para los países latinoamericanos emplean un doble estándar». Friedrich A. von Hayek, reformulador del liberalismo clásico (usado conscientemente como etiqueta política a principios del siglo XIX) y maestro de la escuela austriaca de economía, a algunos de cuyos estudios sobre los errores del socialismo se refiere en Desafíos a la libertad (103-107), se opone a Hobbes al mantener que instituciones como la prensa («propaganda») sirven ciertos propósitos si se han diseñado conscientemente con ellos. Para él (no casualmente dedica su colección de 1967 a Popper, éste escribe un homenaje a Hayek [2010: 487-496] y Merquior [1991] analiza a ambos como liberales moralistas), esta visión de los fenómenos sociales es un error intelectual que conduce a una pretensión desmesurada por reorganizar la sociedad de acuerdo a principios puramente racionales, empresa imposible propuesta por Hobbes y Marx, entre otros. Paralelamente, en «Periodismo como arte mayor», Vargas Llosa se refiere a cómo con la sociedad libre posterior a Franco cambió la prensa española. Su explicación se puede extender a lo que siempre ha creído que debe ser el periodismo, en términos de la libertad que debe permitir y respecto a los peligros y excesos que a veces acompañan a esa libertad: «Esos géneros efímeros y transitivos por antonomasia que son el artículo editorial, la columna de opinión, el comentario de actualidad, el gran reportaje y hasta la viñeta y la cuchufleta se cargaron de ideas y de inventiva, de suculencia y de gracejo» (11). En 2012 añade: «nadie puede 63
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negar que el periodismo, tanto en Ecuador como en el resto de América Latina, está lejos de ser siempre un dechado de probidad, templanza y objetividad» («El honor del mandatario», 31). Es decir, en una sociedad libre los géneros periodísticos se convierten en algo potencialmente positivo, aunque amenazado por los descuidos estilísticos que tanto aborrece en otros autores. La prensa puede procrear una cultura de la mentira porque, como en un drama, la acción de un momento (o años) es un desarrollo de una trama mayor, que se expande hacia atrás y hacia adelante en el tiempo y la casualidad. En un importante ensayo de 1967 (recogido en CVM III) acusa al Times de Londres de afianzarse a propósitos prefijados, de formalismo insípido. Esta lógica del estilo es, según él, una manera de desnaturalizar refinadamente acontecimientos fundamentales para el público. Por ende, tal actitud permite observar «de una manera flagrante hasta que punto la famosa objetividad periodística es una utopía, y cómo, siempre, toda la descripción de la realidad implica cierta interpretación de la misma, una manera de concebirla y juzgarla» (CVM III, 47-48).11 La noción de utopía, como veremos más adelante con el ejemplo de Arguedas, es primordial para sus ensayos políticos recientes (cf. la introducción de Granés, 11-25). Sucintamente, el fin de las utopías políticas y sociales no le parece evidente: «Es lo que está detrás del gran desplome del socialismo, de toda la noción de la sociedad colectiva. Pero yo no creo que el hombre pueda vivir sin utopías […] la cultura occidental es una cultura en la que la utopía ha sido tradicionalmente una protago-
11 Retoma la polémica con el Times en 1983, concentrándose en la interpretación de Colin Harding del informe sobre Ayacucho. Su contestación es «El periodismo como contrabando» (CVM III, 193-198). Véase su intervención sobre el gobierno y la prensa peruana en The Times Literary Supplement, 4325 (21 de febrero de 1986, p. 190). En un artículo no coleccionado, en que llama «insospechable» al The Sunday Times, polemizaba con éste respecto al Congreso por la Libertad de la Cultura. Véase «Epitafio para un imperio cultural», Marcha, XXVIII, 1354 (27 de mayo de 1967), p. 31. No terminó ahí su polivalente relación con la prensa: en abril de 1999 recibe el Premio Ortega y Gasset de Periodismo por «Nuevas Inquisiciones» (recogido en El lenguaje de la pasión) y su denuncia de la prensa amarillista.
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nista esencial» (Marras 1992: 115). Es decir, y quedándonos en lo literario, las utopías son pobres en sus imágenes porque cada imagen de ellas estropea el ideal. Retomando el utopismo del Times de Londres, que desde 1914 tiene un suplemento cultural de nombre parecido, en un ensayo del mismo 1967 incluido en CVM I, dice: «Porque es mentira que el socialismo esté reñido con la libertad de creación. Así lo reconoce una publicación tan poco sospechosa de izquierdismo como el Times Literary Supplement […]» (130-131). Señalo con la cita no su consistencia respecto a su opinión del Times, sino más bien los varios usos que puede hacer de la esfera periodística, siguiendo su propia progresión como ensayista y persona. Como insistiré, los comentarios ensayísticos se deslizan hacia la ficción y los de ésta hacia las novelas. Flexibilidad no quiere decir pérdida de sustancia semántica. Si fuera así, no tendría sentido buscar la polivalencia significativa que permite entender la prosa y sus variantes en diferentes momentos históricos. Limitándose a la presencia de la prensa en su esfera artística, se podría (como preciso más adelante) trazar un arco temporal tanto inmediato como paulatino respecto a este fluir genérico. De acuerdo a los manuscritos que conserva la biblioteca de la Universidad de Princeton, la tercera y definitiva versión de Historia de Mayta fue escrita en Lima y Londres entre marzo y julio de 1984. Según noticias de El País del 27 y 31 de octubre de 1984, período en que presenta su novela ante el público español, se ve obligado a explicar su posición política en tensos debates. Una nota del 27 se titula «La historia como mentira». No es difícil ver cómo el fluir de sus respuestas y declaraciones se convierte en el palimpsesto del capítulo sobre Historia de Mayta en A Writer’s Reality. Hasta la fecha no hay en español un ensayo suyo de conjunto acerca de esa novela, publicada el mismo octubre, cuando afirma que la ficción literaria «no hace daño», a diferencia de las utopías políticas (cf. Arroyo 1984). Si se sigue ese fluir respecto a la prensa (que detallo más adelante) se entiende mejor que al querer entrar el narrador-protagonista en la comunidad de Quero, Junín, diga que las prevenciones de sus interlocutores son fabulaciones: «Tampoco me sorprende este nuevo desmentido de la realidad a los rumores: la información, en 65
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el país, ha dejado de ser algo objetivo y se ha vuelto fantasía, tanto en los diarios, la radio y la televisión como en la boca de las personas» (Historia de Mayta, 274). Su percepción concuerda con la de Gabler, para quien la información trivial desplaza a las ideas, y reinan la superstición, la fe, la opinión y la ortodoxia (2011: SR6). Como queda desarrollado en Historia de Mayta, se recurre a lo falso para aumentar la credibilidad, y lo real es un contrapunto para la ficción. Su contrapunto ensayístico sobre la prensa también se encuentra en dos intervenciones, publicadas en Colombia y no incluidas en los tomos de CVM. La primera de ellas es la transcripción de comentarios espontáneos pronunciados al entregar el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar en Bogotá. El matiz personal que confiere a sus opiniones incluye recuerdos de su labor en La Crónica (en ésta y en La industria de Piura dio sus primeros pininos como periodista) de Lima en 1951, y cómo le permitió conocer esa ciudad, hecho relatado en El pez en el agua (141-155 y ss.), que Rodríguez Rea (1996) detalla y Rojas lee como Biblia (2011: 71-86). Diferente de lo que dice su álter ego en el fragmento citado arriba, afirma: «El Periodismo es una de las escasas profesiones que aún quedan que en lugar de incomunicar a un hombre en el ejercicio de su profesión con las de otros hombres, lo vincula a ellas, le hace vivir experiencias ajenas, le hace ser –en el curso de su trabajo– no uno sino muchos hombres» («Libertad de información», 11). Advierte que eso fue el periodismo en otro momento, porque cuando escribe, en 1982, que «[l]os países que no son libres son algunos países de derecha, otros de izquierda. Todos tienen algo en común: han perdido la libertad de información» (ibíd., 12), concluye que esto se aplicaba al Perú. Pero desde el fin de la dictadura en 1980, y antes de la censura de Fujimori, considera que los peruanos están bien situados «para saber hasta que punto esa Libertad de Prensa que ustedes disfrutan es algo que debe además de enorgullecerlos, motivarlos contra viento y marea» (ibíd.). Actualiza esa idea al manifestar en febrero de 2012 contra el presidente ecuatoriano Rafael Correa que «[e]l amendramiento y la amenaza para instalar la autocensura en el mundo de la información, obligando a los periodistas e informadores a convertirse en censores de sí mismo y a escribir mirando a hurtadillas a su alrede66
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dor, es un método que todos los dictadores modernos practican» («El honor del mandatario», 31).12 En 2011 dijo que en el periodismo –según Prado Alvarado, esa práctica culminó en la revista Literatura entre 1958 y 1959– se puede mentir más que en las novelas. La libertad, como la verdad, es un faro semántico suyo, como se acentúa en Desafíos a la libertad. De la misma manera, las relaciones que ve entre las verdades filosófico-literarias y las lógico-morales son tan estrechas como una relación sujeto-predicado. Sin embargo, no se ha alejado mucho de las ideas de Sartre respecto a la verdad. En Vérité et existence, de 1948 (después de su llamado al compromiso político en el escritor) pero publicado en 1989, Sartre presenta su ontología de la verdad en términos reconocidos hoy en él y el peruano: libertad, acción y mala fe.13 Según Pérez Lindo en el libro de Sartre la verdad aparece como mi verdad, la verdad del otro y la verdad universal (Correas 1990: 101). No obstante, Sartre es único entre los filósofos contemporáneos debido a la capacidad que tenía de expresar cómodamente sus ideas en obras ficticias y tratados técnicos. Novelas como La náusea son inusitadamente filosóficas, y libros como L’Être et le Néant (1943) contienen mucha introspección personalizada y observación psicológica. Esto no quiere decir
12 El problema obvio de cualquier ideología política es pretender hablar por todo un conjunto humano. Véase Armando Ponce, «El mundo intelectual peruano preferiría a Vargas Llosa fuera de la política», Proceso, IX, 619 (12 de septiembre de 1988), pp. 50-53; y «Vargas Llosa describe a su generación: Cortázar, Fuentes y García Márquez», Proceso, XVI, 862 (10 de mayo de 1993), pp. 4851. Sus incondicionales tienden a ser reiterativos y derivativos, así Juan H. Cole, «Mario Vargas Llosa: una trayectoria intelectual», Revista de Economía y Derecho, 6 (primavera de 2009), pp. 7-15, levemente actualizado como «Mario Vargas Llosa: An Intellectual Journey», The Independent Review, XVI, 1 (verano de 2011), pp. 5-14. 13 Un año antes (1947) en un artículo titulado «Le roman, œuvre de mauvaise foi» y recogido en Les Temps modernes, Maurice Blanchot distingue netamente entre realidad y ficción, y propone que la ausencia de vida es un llamado que el autor no resiste como lector. Escribir y leer permiten escapar a lo real, no realizarse, y constituir la ausencia del mundo como el único mundo realizable. Así, los personajes más verdaderos de una novela no son ni vivos ni reales, sino ficticios.
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que la mezcla novelística y abstracta siempre haya sido feliz. Hay en la obra del francés un tejer confuso de metáforas, generalizaciones y exageraciones melodramáticas sin mayor distanciamiento; y en última instancia ésta es la salvedad que le hace Vargas Llosa. En resumidas cuentas, hasta el fin de sus días Sartre quiso probar que para él no había más que una política, la de la prosa. Y esta progresión es otro elemento que lo separa del peruano. No es casual que haya escogido como epígrafe de La ciudad y los perros una frase del Kean de Sartre que termina diciendo que uno miente desde el momento en que nace. Tampoco es casual que al hablar de los treinta años de esa novela no mencione a Sartre sino a Flaubert y Faulkner, y se repita respecto a la novela total («Treinta años…», 344-346, texto que extrañamente no se menciona o trata en la edición conmemorativa), expresando mutatis mutandis que una gran novela debe ser extensa. Al preguntársele diez años después sobre la longitud de una novela como prueba de su valor asevera: «¡No! No lo he dicho así. Eso sería un disparate. ¡No! Lo que he dicho es que en la novela hay un elemento cuantitativo, numérico, que hace que cuando una novela es buena, si además es grande, es más buena. Pero hay novelas grandes que son muy malas» (Alonso y Gordon 2004: 14). En 2010, en una de las dos ocasiones en que volvió a Tolstói, reitera que Guerra y paz es una obra maestra absoluta, un aleph borgiano «que ha materializado el anhelo imposible de todo novelista: recrear un mundo a su imagen y semejanza, en su totalidad» («La querencia del maestro», 13). Además, y no sólo por su realismo basado en figuraciones de la psique y la sexualidad, la grandeza de Guerra y paz yace en ser racionalista para analizar motivos y sentimientos, adelantándose –según una revisión de Perry Anderson de la novela histórica– al modernismo, sin melodramas o sentido histórico fuerte (ibíd., 24-25). El arco se mueve hacia otros derroteros del autor en 1987. En una extensa conferencia pronunciada en Lima durante un seminario internacional sobre el periodismo como factor de paz e integración en América Latina, es más contundente. Lleva a cabo su insistencia retomando ciertas ideas ensayadas en «Libertad de información y derecho de crítica» (1978) ahora en CCM I. El texto de 1987 es una especie de esfera armilar, pero en lugar de hallar la Tierra en el cen68
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tro, encontramos su noción de lo que es la democracia. En vez de la esfera celeste, los círculos que rodean a ese centro componen el léxico ideológico que sigue manejando aún después de su campaña electoral: libertad, economía y sociedad abiertas, oposición al periodismo antidemocrático, moral, un Perú otro, verdades contradictorias, y así por el estilo. Lo que más sobresale para la conexión con la esfera pública y el poder es su rechazo de la proposición retórica de equiparar libertad de prensa con libertad económica. Para él, cuando las dictaduras hacen esto desaparece toda posibilidad de crítica: «En esas sociedades donde el periodismo está enteramente dependiente de un poder económico o centralizador estatal, el control del periodismo, a la corta o a la larga, es absoluto» («Responsabilidad del periodismo…», 18). Esto se conjuga sólo levemente con su posición de 1978, cuando decía: Es la independencia económica la que garantiza la independencia para informar y para criticar. Desde luego que el poder político puede y debe tener sus propios órganos para explicar y defender sus actos y para dar su propia interpretación de la verdad (que casi nunca es unívoca, sino casi siempre ambigua y sujeta a diversas visiones y revisiones), pero, junto –o más exactamente, frente– a ellos […] es requisito indispensable que su propiedad no sea monopolio del Estado («Libertad de información y derecho de crítica», CCM I, 292; énfasis del autor).
Tal vez lo que tenga en Habermas más relevancia y pertinencia ulterior para Vargas Llosa es lo que llama el modelo liberal de la esfera pública, en que todo el mundo se acusa de intolerancia. En ese modelo existe una resignación ante la inhabilidad de resolver racionalmente el conflicto de intereses, y se disfraza esa resignación con una epistemología perspectivista. Es más, «porque los intereses particulares ya no se miden contra los generales, las opiniones en las cuales se los convirtió ideológicamente poseían un grano irreducible de fe» (Habermas 1989: 135). O sea, la esfera pública es un espacio descentralizado y casi fantasmal entre el Estado y la sociedad civil que claramente excluye el del proletariado. Esta esfera, si estiráramos las extrapolaciones de Habermas al máximo y las añadiéramos a las del peruano, contribuiría a la dege69
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neración y distorsión de un modo social que se construye debido a cambios generalmente positivos en las etapas del desarrollo capitalista. Hacia el fin de su Mimesis (1946), Erich Auerbach postula la siguiente relación entre el modo social del momento y el realismo literario tan caro a Vargas Llosa: El tratamiento serio de la realidad cotidiana, el surgimiento de grupos humanos más extensos y socialmente inferiores a la posición de materia para la representación problemática y existencial, por un lado; y por otro, el empotramiento de personas y sucesos al azar en el curso de la historia contemporánea, el trasfondo histórico variable –éstas, creemos, son los cimientos del realismo moderno, y es natural que la forma amplia y elástica de la novela se vaya imponiendo más y más para una interpretación que incluya tantos elementos (1953: 491).
A pesar de admitir su canonicidad respecto a la interpretación del realismo, se puede creer hoy que Auerbach tenía un concepto limitado del término, especialmente por el lugar común crítico que la realidad se construye socialmente. En varios trabajos de los años ochenta dedicados a mostrar lo opuesto, Costa Lima contextualizó socialmente el proyecto de Auerbach, logro similar al de Vargas Llosa: «Para indignación de sus críticos, cuando Auerbach hablaba del realismo no suponía una categoría siempre idéntica a sí misma, sino más bien, ahora podemos decirlo, una categoría metahistórica, definida como la representación del hombre en su ambiente temporal y de acuerdo a sus coordenadas temporales» (1986: 418). Hay una analogía entre el movimiento que hace Habermas de lo literario a lo político y los componentes constitucionales y morales que ahora le preocupan a Vargas Llosa. La diferencia es que para éste el discurso de la esfera pública no trasciende el debate cultural para crear una esfera estrictamente política. Así, no considera la esfera pública proletaria como derivación de la burguesa, ni tampoco comparte, por lo menos en sus novelas, la idealización habermasiana (de 1962) del papel que tiene la familia burguesa en la preparación de sus miembros para la vida pública. La esfera privada de ésta y las ideas de libertad, amor y cultura de la persona eran y son más que pura ideología (Habermas 1991a: 46-48). La conclusión 70
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de Habermas es negativa cuando se considera la esfera pública dentro del contexto del último tercio del siglo XX. La progresión política de Vargas Llosa se aproxima al liberalismo que recusa E. P. Thompson en The Making of the English Working Class (1963), con su análisis del discurso público entre artesanos y trabajadores, diálogo que contradice la historicidad del estudio de Habermas. Thompson y filósofos como Richard Rorty quieren un liberalismo patriótico, al que en verdad le importe la reforma económica y la clase trabajadora. Es un liberalismo de entresiglo, cuya edad de oro fue destruida por la izquierda cultural anglosajona y sus retoños latinoamericanos. Por similares razones hay en el peruano una nostalgia respecto a los momentos en que la opinión pública era racional, cuando los debates, en palabras de Habermas, «en principio se daban sin prestar atención a rangos sociales y políticos preexistentes y de acuerdo a reglas universales» (1991a: 54). El peruano, sin embargo, tiene a su favor la conciencia de clase y el darle un espesor a la historia del marginado y frustrado, sea héroe o no. Sus decisiones morales no se convierten en conclusiones ordenadas, porque sabe que lo que hace es desatar reacciones en cadena que ningún humano puede controlar. El único significado y dirección en nuestras vidas es el que le damos, y no necesitamos recurrir a Nietzsche, o a un nuevo John Maynard Keynes o Hayek, para saber que ése es el destino de la modernidad. Vargas Llosa actúa entonces no como filósofo que busca ilustraciones sino como investigador histórico. Es decir, el racionalismo antidescontruccionista de Habermas y el programa estéticopolítico infuso de Vargas Llosa formulan un deseo de abrir la discusión, retomar la defensa de ciertos aspectos de la cultura moderna y contemporánea, y a la vez entenderlos desde los sistemas económicos y políticos en que se publican sus obras. Sin embargo, las conexiones entre la obra del filósofo y el literato hallan sus «coordenadas esféricas» como liberales que se defienden contra la metapolítica de ideologías totalitarias, y también como defensores de las justificaciones seculares de la idea de libertad, en las cuales el liberalismo contemporáneo encuentra sus raíces (cf. Urroz 2011). Durante su campaña, confirmó su convicción de que los peores mundos nacen del poder: 71
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Creo que por eso he llegado yo al liberalismo. El liberalismo cree que el poder es un peligro y que por eso el poder debe ser diluido, dispersado, pulverizado en la sociedad, por eso yo creo profundamente que la mejor defensa que tienen los hombres contra ese peligro para el individuo, para el sueño y la fantasía del individuo es diluir, dispersar el poder, convertir el poder en algo que está tan diluido en una sociedad que nadie, ningún grupo, ningún partido puede realmente subordinar todos los otros a su capricho, a su voluntad (Gallagher 1989: 92).
El problema –que resumo basándome en Merquior (1991), Hayek (1978), Manent (1987), Wallerstein (1995) y Beiner (1992), por la conexión con la literatura– es que en Europa el término liberalismo designa un orden social basado en el libre mercado, en un gobierno limitado por el imperio de la ley y en la primacía de la libertad individual, mientras que en la América anglosajona corresponde a una amalgama de intervencionismo y capitalismo estatal, colectivismo y social-democracia. Veamos la traducción de esa ideas en «Los estragos de Onán» de Vargas Llosa: «Es sabido la confusión y los malentendidos que en inglés genera la palabra liberal, que ha perdido en Estados Unidos su sentido clásico de persona partidaria de la democracia política, de la libertad de ideas, y adquirido la de radical de izquierda y aun socialista» (13). Hay que matizar esta aserción, porque su autor se encuentra en el medio: cree que puede haber o darse hoy una izquierda democrática, pero tiene que modernizarse, ganándose el centro que hoy aliado a una derecha a la que él no pertenece. Según Habermas (en una discusión de la liquidación de la diferencia entre géneros), las pretensiones de los enunciados a la verdad, exactitud de normas, sinceridad de expresiones, y primacía de ciertos valores predominan en la prosa de la vida cotidiana. Es más, las pretensiones de validez que se manifiestan en el interior de un texto literario sólo poseen una fuerza de compromiso similar para los personajes que aparecen en el interior de ese texto, no para el autor ni el lector (1991b: 30; énfasis del autor). Si la esfera pública literaria, como la política a la que antecede, depende de la autosuficiencia del sistema económico para su independencia, se intuye que Vargas Llosa estaría de acuerdo con Habermas en que las prác72
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ticas culturales prepolíticas ya eran políticas, aun al no estar sujetas directamente al ciclo de producción y consumo (1991a: 160). Por esto, «la esfera pública tiene que ser “hecha”, ya no está “ahí”» (ibíd.: 201). Esta conclusión es muy pertinente para interpretar los ensayos del peruano. La ventaja del enfoque de Habermas es que su subtexto advierte que incluso los textos ficticios que se concentran en la experiencia privada y evitan asuntos públicos tienen un significado político implícito. La adulteración de la esfera pública, entonces, puede estar muy determinada por un filósofo y literato que en sus escritos actúan como críticos neoizquierdistas y mandarines estéticos. Vargas Llosa no objetaría mucho a la conformidad expresada por Habermas cuando dice: «La esfera pública burguesa desarrollada plenamente se basaba en la identidad ficticia de los roles asumidos por los individuos privatizados que se juntan para formar un público: el rol de propietarios y el rol de seres humanos simple y llanamente» (ibíd.: 56; énfasis del autor). Lo que calibra para Latinoamérica es la noción habermasiana de que centralizar el poder gubernamental no afectó la relación entre los dominios público y privado que constituyen el estado burgués (ibíd.: 145), porque la regla centralizada cierra el intercambio, la diversidad y la experimentación e investigación necesarios para el crecimiento social. Lo que hay que mantener en cuenta a través de los capítulos que siguen, es el hecho de que estos dos autores, como ensayistas, contribuyen a la historia del libro y la lectura, a la historia de la sociología de la literatura, de la prensa, de la política que los produce, y a la historia de la cultura popular y el consumismo cultural vistos desde el privilegio de la modernización. Tanto Habermas como Vargas Llosa tienen amplio derecho a criticar lo que viven, como ciudadanos de una esfera pública creciente e inevitablemente «occidentalizada». En un texto de 1978 patentiza de cierta manera la relectura que hace Habermas (en Calhoun 1992) de su concepto de esfera pública, subrayando que: Hay libertad de información en una sociedad cuando en ella los ciudadanos, a través de los distintos medios de comunicación, pueden criticar al poder, o, mejor dicho, a los poderes. A todos los poderes, se 73
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entiende. No sólo el poder político sino también el económico, el militar, el eclesiástico, y los distintos poderes que representan las diversas instituciones sociales, como los sindicatos o, desde luego, como los propios medios de comunicación («Libertad de información y derecho de crítica», CVM II, 287; énfasis del autor).
Como corolario, sigue insistiendo después del Nobel que la literatura hace ciudadanos críticos. Pero los poderes, como la prosa, cambian de estatuto en función del contexto cultural. En su extenso estudio sobre la prensa semanal latinoamericana entre 1960 y 1970, Veron constata que en esas operaciones discursivas el enunciador toma el lugar típico del novelista, y construye una narración a partir de un enfoque que sólo parecería aceptable en la ficción literaria (1975: 218). En El conocimiento inútil, dedicado a la época que sigue a la que discute Veron, Revel distingue entre información genuina y la opinión de interés creado que hoy se quiere hacer pasar por información. Para Revel la corrupción del lenguaje tiene un papel importante en el enturbiamiento de ambas distinciones, y pregunta: ¿Es, por ejemplo, justo titular un artículo sobre el Perú: «Mario Vargas Llosa, campeón de la campaña de la nueva derecha»? Se sabe qué resonancias evoca en un lector francés la expresión «nueva derecha» y a qué se refiere. Ya he hablado de ello en otro capítulo. Resulta que, en ese artículo de su corresponsal en Lima, Le Monde insinúa, pues, que Vargas Llosa se acercaría a una posición fascistoide. El periódico tiende a sugerir a su público, que es no solamente francés, sino muy ampliamente europeo y latinoamericano, que el escritor apoyaría, eventualmente, soluciones autoritarias y favorables a los ricos, en todo caso «reaccionarios» (1989: 126).
En los periódicos la ficción producida para algunos como verdad es recibida por otros como falsa, y reinterpretada en la ficción misma (Genette 1991: 60). O en palabras de Gadamer: «¿Qué es la “verdad” cuando una construcción lingüística ha eliminado toda referencia a una realidad autoritaria y cuando se autorrealiza en sí misma?» (1982: 344). De manera similar, para el Vargas Llosa candidato, el ensayo llegó a asumir un estado involuntario de ficción, 74
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situación complicada por el hecho de que Le Monde publicó sus columnas, después de que cuestionó la complicada ética de ese periódico («Mi vida…», 2003). Estas expectativas reducen el poder «realista» de los enunciados periodísticos. Como muestro, el realismo literario no es una teoría del conocimiento o de la verdad sino del ser. Por eso, una posición realista en la filosofía de la prosa es una teoría sobre la naturaleza del ser de aquélla. Ya que la «esencia» de una disposición realista es preocuparse de las cosas como son, tal cual, el prosista que cree en ello se aplica en la época contemporánea a desaprender y descartar hábitos, suposiciones y categorías que dependían de condiciones ontológicas decimonónicas para ser válidas. Aunque un crítico puede ofrecer una nueva perspectiva de los estudios anteriores sobre Vargas Llosa, el condicionamiento histórico de su lenguaje representa la última interpretación sólo en el sentido cronológico de ser la más reciente. Esta condición es evidente en el interensayo «A Fish out of Water», cuya versión ¿final? En español de 1993 cierra un círculo. Pero se abre a posibilidades mayores, no novelescas, que descubren que las batallas de la esfera pública no siempre funcionan con ideas o buenas intenciones. Como dice en varias entrevistas, ha aprendido que saltar de una esfera intelectual a otras como la política es algo que no se puede hacer sin dificultades. Es decir, podría ser visto como un coleccionista de vastas subjetividades genéricas que siempre anda en una cuerda floja, metido en un juego de posiciones que enmascaran la subjetividad. No obstante, siempre la estira (el «árbol de historias» al que se refiere el periodista miope en La guerra del fin del mundo), porque la ha construido con lo que el último Foucault llamó las «tecnologías del yo», y a veces es tan buen periodista que nos dice lo que no queremos saber. Al hablar de las mentiras de la ensayística y de cómo él mismo pudo convertirse en víctima de un autor que da gato por liebre, observa que «disociadas de la buena prosa que las ponía en movimiento, las ideas centrales de aquellos ensayos me resultaban difícilmente compartibles, y que, en verdad, eran mucho menos novedosas de lo que en un primer momento me parecieron» («El canto de las sirenas», 13). No hay esa dicotomía en él, como ilustro en el próximo capítulo, volviendo a las 75
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complejas raíces ideológicas que no abandona. Al contextualizar allí su prosa con el mundo de las ideas corrige tópicos simplificadores producidos por sus batallas ideológicas. Si he llamado «Del Chivo a Casement: el escritor en la esfera pública» a esta sección es porque los arcos entre el novelista y el público que menciono llegan a un momento definitorio con aquella novela, y se concretan con El sueño del celta. Hubo coincidencia fortuita, no cálculo en el otorgamiento del Nobel y la publicación de su novela más reciente, aunque la segunda edición de noviembre del 2010 se vendió con un CD y una faja que anunciaba: «La nueva novela del Premio Nobel de Literatura 2010»; lo cual no sorprende. Las reseñas han sido generalmente positivas, y se sigue hablando de su novelística de la misma manera; lo cual sí sorprende. Pero lo más asombroso es un hecho que supera la merecida acogida. Se trata de que tan pronto recibió el Nobel se publicaron en inglés dos reseñas del original, cuya traducción a esa lengua se anuncia para el 2012. Una de ellas es de David Gallagher, antiguo conocedor de su obra (también reseñó El Paraíso en la otra esquina para The Times Literary Supplement en 2003), y la otra de Graeme Wood. Éstas tampoco son un cálculo, pero explican el lugar insólito que tiene Vargas Llosa en la esfera pública mundial. Gallagher es meramente correcto en su resumen de la trama, y parecen interesarle más la parte y referentes «europeos» de la trama, y su especulación sobre el fin de la novela (cuando el Dr. Mander examina el ano de Roger Casement antes de aprobar su entierro) ocasionó una corrección en una carta posterior al suplemento (Wood cree que el novelista acepta los diarios como verdad). Hoy tiene poco sentido repetir que «[s]e da el interés de Vargas Llosa a través de su obra en la diferencia entre sucesos verdaderos tal como se desarrollan y las narraciones históricas que más tarde pretenden describirlas» (Gallagher 2010: 20). Y si Gallagher es imperfecto al relacionar esta novela a La guerra del Chivo, más no a La guerra del fin del mundo, acierta al escribir: «Hay mucho en Casement con lo cual Vargas Llosa no estaría de acuerdo; el nacionalismo es horrendo para el novelista, y sin embargo describe la obsesión de Casement con la mitología irlandesa y sus esfuerzos fallidos por aprender bien el gaélico» (ibíd.: 76
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21). No obstante, su lectura es extrañamente apolítica, cuando Gallagher ha sido uno de los mayores simpatizantes de la visión socioeconómica del novelista desde los años setenta. Wood publica su reseña en una revista estadounidense y manifiesta percepciones que superan las de una titulada, traduzco, «El Nobel Vargas Llosa encuentra el protagonista perfecto en Roger Casement», para The Guardian (18 de octubre de 2010, p. 19), de Sam Jones y Benedicte Page (poco antes, ésta seleccionó las mejores novelas del peruano para el periódico, y en diciembre escribió el reportaje sobre el Discurso Nobel), que no hacen más que apostar por un latinoamericano que se ocupe de temas aparentemente extranjeros a él, que construya «mapas de historias alternativas». Wood sí leyó la novela y comienza diciendo que este Nobel «parece el más abiertamente político de las últimas tres décadas» (2011: 13), que es verdad sólo si se considera a todo Nobel político, y a toda literatura política, lo cual hace Wood. Para esa consideración la esfera pública mundial es pertinente, porque Wood refleja cierta percepción extranjera de que «ya es hora de hacer una revaluación de su reputación política» (ibíd.: 13), y concluye que «[m]aravillarse de las curvas peligrosas de la historia, convencido que uno está del lado de la justicia pero perplejo sobre cómo implementarlo, es una posición más circunspecta que la tomada por los Nobel guevaristas de antaño» (ibíd.). La realidad es que los adivinadores de izquierda se equivocaron respecto al Nobel con Naipul en 2001, y con Vargas Llosa. Éste, como hizo Naipul sin lealtades poscoloniales en The Loss of El Dorado (1969) y The Return of Eva Perón and the Killings in Trinidad (1980), ha criticado varios imperialismos y nacionalismos, y es políticamente incorrecto, aunque sin las provocaciones e injurias personales del trinitense. Cuando Wood simpatiza con las denuncias de Casement de las condiciones de los indígenas de Putumayo, y de la solución que propone, asevera: «Ésta es una transformación notable para el personaje, y evidencia, tal vez, de una modulación similar en Vargas Llosa, que ha pasado su vida política condenando la revolución armada» (2011: 13). Pero esto carece de matiz, y sobre todo falta la lectura y mayor conocimiento de los ensayos referidos a través de este libro, y explicar cómo el peruano supera con creces los pro77
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blemas de la novela biográfica, entre ellos terminar con el peor de ambos mundos: una memoria en que no se puede confiar y una novela a la que le falta más complejidad y alcance. No obstante, Vargas Llosa resuelve el problema de la historia sensacionalizada y malentendida, enfoque inauténtico; además del de la ficción reducida a fórmulas, perspectiva genéricamente moribunda. En términos generales, hasta finales de 2011 las reseñas han pretendido ver El sueño del celta como una renovación de la novela histórica, o peor, «de la selva», repitiendo la fórmula de que contar historias exitosas depende más de la proporción y sentido de dirección que de complicaciones y sorpresas narrativas. Si esta novela sugiere conversiones, están dirigidas a los lectores, para que se conviertan en antropólogos de selvas mayores; para que midan las verdades de la evidencia contra las verdades de la imaginación; y para que los reseñadores no hagan comparaciones conocidas o escriban preámbulos innecesarios. Otra manera de decir esto es que en algunas transiciones de El sueño del celta se echa de menos su brillante ficción, que supera a los archivos históricos. En última instancia, esta novela tan reciente, traducida al francés en 2011 y al inglés en 2012, es más la culminación del giro antropológico en la narrativa latinoamericana que Rama vaticinaba en 1984, no de un «liberador» que se consubstancia con el nativo, como Mascarita en El hablador, o ahora Casement.
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II Votos por su prosa ideal A. La prosa de varias campañas Hasta el momento en que decide lanzarse como candidato a presidente, Vargas Llosa conocía muy bien, y rechazaba, el discurso politicastro. Testigo inconveniente de la relación entre la estética y el individualismo democrático, no aceptaba (aparte de las ficciones de la politiquería) que la retórica de ese discurso se aprendiera sobre la marcha. Había poco tiempo para hacer llamados a la razón, la justicia, la decencia, la honestidad y cualquier otra virtud. Como dice Plon, «las realizaciones más notables del discurso político construido en forma de dilema están ligadas a una coyuntura política en que la burguesía se ha visto obligada a dejar que la clase obrera tenga su propia expresión dentro del aparato de Estado» (Monteforte Toledo 1980: 223). Perdida la presidencia, es fácil que otros, inclusive el que esto escribe, especulen sobre cuál fue la identidad discursiva que no pudo llegar al público más general que ansiaba el autor. Para Poole y Rénique, la campaña de Vargas Llosa y su anterior «reescritura» de la historia peruana y del capitalismo le permitieron a la derecha luchar por el terreno político que tradicionalmente había monopolizado la izquierda (1992: 143 y ss.). En esta meta interviene la propia percepción que el autor tiene y publica de sí como intelectual. Hablando de su agobiante campaña, que Caretas llamó «La guerra del fin del mando» en una cronología publicada en 1989 (actualizada y razonada por el joven novelista peruano Jorge Eduardo Benavides en 2011 para la revista Turia), les dice a Gleichmann y Lévy que hubo momentos emocionantes en ese arduo proceso: 79
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Pero la mayoría del tiempo [eso] verdaderamente no tiene nada que ver con la idea que un intelectual se hace de una campaña electoral. ¿Qué es lo que creen los intelectuales? Que la política es una actividad en la cual uno utiliza sus ideas, su imaginación. Que uno tenga sin cesar y presente en su espíritu el modelo de la sociedad que uno quiere, los valores que uno intenta defender. En efecto, no. Un 99 % de la política es pura maniobra, intriga, intriga de la más pequeña (1990: 140).
Sin embargo: «Pero la verdad es la verdad, la diga Agamenón o su porquero, la diga Karl Popper, MVLL, Gorbachov o Achille Occhetto. Y esa misma verdad, la diga quien la diga, mató la estrella electoral y política de MVLL en las elecciones peruanas» (Armas Marcelo 1991: 231-232). Esta explicación de su primer «biógrafo» depende de un concepto filosófico más complejo, que no se puede atribuir unilateralmente, a riesgo de que sus escolios, como discuto en la próxima sección, se usen contra el que los propone. Vargas Llosa personifica el afán intelectual que caracteriza aquellos momentos en los cuales los fundamentos del orden humano entran en crisis. Ya comenzados su campaña y el homomorfismo de los partidos que al principio se declaró como «Movimiento Libertad», Armando Ponce le preguntó si le provocaba algún conflicto representar a un partido «ultraconservador». Más que refutar la asociación, lo que hace es relativizarla: El conservador defiende el status quo, el establecimiento, que quiere mantener las estructuras existentes, y nosotros queremos acabarlas. Acabar con ese Estado corrompido, de gentes que medran con el país y tienen mermada la energía del peruano; queremos privatizar todas las empresas públicas; darles a los campesinos la propiedad de sus tierras; que esos trabajadores humildes que son los trabajadores informales, comerciantes, empresarios, artesanos, que son cientos de miles de peruanos pobres, pasen a ser empresarios y comerciantes de la legalidad (1988: 42).
Por comentarios como éste, a veces ha tenido que refutar ante la prensa (Cruz 1989) que se le acuse de reaccionario, o explayarse sobre los matices entre mensajero y mensaje, recurriendo a Shakes80
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peare, Quevedo, Balzac, Pío Baroja, Eliot, Claudel, Pound, Cioran («Los réprobos»), a los cuales se pude añadir Wyndham Lewis y un sinnúmero iberoamericano, y no basta que manifieste la verdad de la esfera en que se mueve. La reacción pavloviana y en ocasiones impresionista de varios politólogos extranjeros de izquierda, convencidos de la derechización económica de América Latina, es argüir que las élites, las estructuras y la política económica del «mercado libre» han sido el disolvente que ha descompuesto las instituciones y prácticas democráticas de la sociedad latinoamericana. Esta especie de «neoliberalismo» (etiqueta tan ambivalente como «neoconservador» para Latinoamérica) es vista como amnesia histórica colectiva, en la cual se da una intensificación del pillaje y remilitarización imperial. Esta visión del «barbarismo» ha sido puesta en perspectiva por De Castro (2011: 74-92), pero persiste entre sus detractores.1 Vale recordar cómo el cinismo de Adam Smith hacia el Gobierno y su devoción a la libertad individual lo han convertido en símbolo conservador a doscientos años de su muerte, y se falsea su concepto de la «mano invisible» como codicia, olvidando su Theory of Sentiments (1759), en que simpatía, deber y propiedad (sus vocablos favoritos) proveen ideas fundacionales para la psicología moral de la vida liberal. Berlin las adapta dos siglos después, y Vargas Llosa, como Smith, quiere que guíen el comportamiento del hombre común. Smith en verdad argüía que el autointerés, no los impulsos caritativos, motivaba a los carniceros y panaderos a darle de comer a la sociedad. Para bien o para
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Prefiere no definir el neoliberalismo –en 1998 dijo: «nunca he conocido a un neoliberal»–, a diferencia del liberalismo, en que ve un «discreto encanto», y precisa su autodefinición en 2005 («Confesiones de un liberal»). Las ideas recientes sobre el efecto del neoliberalismo en América Latina giran en torno a qué tipo de democracia o de mercado resultará de ese desarrollo mundial. No son menores las preguntas acerca de las relaciones entre partidos políticos y fuerzas sociales, o sobre la existencia de regímenes híbridos y política neopluralista. Los estudios «comprometidos» cuestionan la política de ajustamiento (monopolización de capital) en relación a la economía política, preguntándose qué pasará después del neoliberalismo, que para otros es un neoimperialismo. Véase los tres capítulos de la primera sección de De Castro y Birns, dedicada a «Mario Vargas Llosa and the Neoliberal Turn» (2010), y De Castro (2011).
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mal, su teoría de la naturaleza humana era de su época, factor olvidado por los politólogos que quieren imponer otras o su época al continente americano. Según dos politólogos que parafraseo, a finales del siglo XX se repetía entre Estados Unidos y América Latina una situación análoga [sic] a la del imperialismo de finales del XIX (cf. Petras y Vieux 1992). De esta manera, sigue el argumento: los componentes de ese mercado corroen las empresas nacionales productivas, facilitando la fuga de capital y la desintegración de la estabilidad de los trabajadores. Ese discurso político comprometido anglosajón en torno a América Latina no desea evolucionar o admitir realidades diferentes de las suyas. Si en algunos momentos posteriores al cuestionable giro de 1987 sus reacciones fueron igualmente espontáneas, es cierto que en la esfera que han creado sus ensayos hay un matizar constante de su ideario, patente en resúmenes de sus ideas, como «América Latina y la opción liberal» (1992), publicado posteriormente como «Ideas para una sociedad libre» (1996), versión seguida de un coloquio-debate sobre su tesis, «El liberalismo entre dos milenios» (1998), y ahora en «Piqueteros intelectuales» (2011). En éste define el nacionalismo globalmente, de una vez por todas (y para este libro), con términos que sus detractores no creerían salir de él, enfatizando la relación con las ideas: El nacionalismo es una ideología que ha servido siempre a los sectores más cerriles de la derecha y a la izquierda para justificar su vocación autoritaria, sus prejuicios racistas, sus matonerías, y para disimular su orfandad de ideas tras un fuego de artificio de eslóganes patrioteros. Está visceralmente reñido con la cultura, que es diálogo, coexistencia en la diversidad, respeto del otro, la admisión de que las fronteras son en última instancia artificios administrativos que no pueden abolir la solidaridad entre los individuos y los pueblos de cualquier geografía, lengua, religión y costumbres… («Piqueteros intelectuales», 35; énfasis míos).
En sus orígenes cognitivos esta progresión, que parece descartar el papel de la modernidad en el nacionalismo, surge de una experiencia que sus opositores ideológicos difícilmente experimen82
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tan. No me refiero a elucubraciones producidas por el hecho de que un intelectual haya cortado caña o no, sino al contacto con una realidad que sólo se puede tener poniendo en perspectiva los privilegios de un intelectual del Viejo Continente o de Estados Unidos. Su versatilidad es un producto de dos factores, enraizarse y desarraigarse. Como exhibe en los tres CVM y Desafíos a la libertad, desde Alexis de Tocqueville ningún extranjero ha podido ver tan bien la cultura estadounidense, o un peruano la europea. Más que pedirle que repita ante su público nacional «La flor de la canela», vals criollo traducido a unos cuarenta lenguajes, lo que se precisaba y requería era un verdadero compromiso que admitiera sus contradicciones. Este tipo de calibración del paternalismo y condescendencia es impostergable para su prosa no ficticia reciente, y se resume en la entrevista de 1988 con Ponce: El pueblo humilde en muchos sentidos no es subdesarrollado: los campesinos en Cuzco (con quienes sostuve un diálogo extraordinario) no son subdesarrollados ideológicamente. Entienden por intuición muy bien por dónde va el progreso y la modernidad; en cambio, los intelectuales no. Si usted va a la Universidad de San Marcos, va a ver gentes que saben leer y escribir, tienen una mentalidad decimonónica porque toda su cultura política tiene que ver con folletos dogmáticos que siguen repitiendo el tema de las relaciones de producción […] toda la jerga que hace las veces de ideología para las formas incluso subdesarrolladas de marxismo (43).
Las implicaciones de esta cita se traducen muy bien a la esfera interpretativa «comprometida», que por lo general concuerda con convicciones parecidas a las de los nacidos en familias religiosas, es decir, tener el marxismo más como costumbre que como fe. Aparte de no reconocer que, como toda teoría, la marxista alberga la semilla de su propia destrucción, aquella esfera no se da cuenta de que su insistencia en la representación de la victimología se ha convertido, a la larga, en el tipo de mercado capitalista que rechazan. Es otro tipo de imperialismo que consciente o subconscientemente mantiene a los interpretados en una condición de dependencia, porque sus vidas no mejoran. 83
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En este contexto, si conectamos sus momentos ensayísticos con los narrativos, vemos en su prosa el afán más que intelectual por concebir una política incuestionable y objetiva. Quedándonos en el ensayo, la mayor parte de los textos publicados en la década del noventa bajo la contraseña «Piedra de toque» (que pasó por el semanario Caretas y ahora se publica en La República) –en particular el pretexto «A Fish out of Water» (Vargas Llosa desautorizó su republicación en español) y «Karl Popper al día»– son particularmente idóneos para comprobar esa política. Otros, como la simpatizante «Presentación» (1991) a un libro de crítica sobre el Quijote y los libros de caballería, confirman la política de su teoría novelística. Tiende entonces a representar a la sociedad basándose en principios rectores que dictan no ya las utopías que considera gastadas (Gallagher 1989: 84-85) sino lo más elemental e imprescindible, que nadie podría rechazar. No obstante, hay en su noción de lo que debería ser el estado ciertos retoños de Hobbes, sobre todo en su pesimismo antropológico y las bases y límites de la obediencia política. Aunque Hobbes era un monárquico convencido, respecto al empleo de la sociedad como arte o aparato, su Leviathan, Or the Matter, Form, and Power of a Commonwealth (1651) se presenta ante al público con el máximo rigor, porque su sistema reduce cualquier suceso, inclusive los del pensamiento y la memoria, a algún tipo de materialismo. En su esquema el individualismo radical, sin límites en la economía y la cultura, está en constante lucha política con un soberano. Así, a Hobbes le interesaba la libertad de expresión y de prensa sólo como amenaza que distorsionaba la percepción de sus propios beneficios, más no como promesa. Su ciencia moderna de la política da lugar a un Estado-máquina, un monstruo necesario que ve al individuo como un mecanismo al que hay que controlar. Vargas Llosa opone a esquemas de similar dogmatismo la libertad como factor irrenunciable sobre el cual hay que construir toda norma, ya que la asepsia (sobre todo la lingüística) de los intelectuales conduce a maximizar el poder. Indagando en Hobbes respecto a la cultura despótica que produce la centralización del poder, se nota una conexión con la noción popperiana de la «ingeniería social fragmentaria», que Vargas Llosa a su vez retoma en uno de sus ensayos sobre el filósofo vienés: 84
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El poder absoluto del soberano para crear leyes significa que es el maestro del significado en el mundo social o, con mayor precisión, su monopolizador. Hobbes extendió el despotismo a los términos del discurso y procuró rechazar las formas comunicativas que amenazaban a su ideal monológico. El despotismo se expresa en su insistencia en que el progreso científico y la felicidad del hombre dependen de «definiciones exactas, despabiladas y purgadas primero de ambigüedad». Lo que hay detrás de su obsesión con la pureza lingüística es una preocupación por constreñir las posibilidades de interpretación a la vez que amplía los de una demostración innegable y lógicamente necesaria («América Latina y la opción liberal» 20).
La pura representación de una verdad que se quiere convertir en una realidad es, como dice Barthes, una inmensa resistencia al significado, y en este sentido la idea hobbesiana de la «guerra de todos contra todos» es descartada por Vargas Llosa en textos como La guerra del fin del mundo. En esta última novela, como bien arguye Köllmann, corrigiendo a Schlickers, «The writer-protagonist is perfectly able to communicate the ambiguity of things, so that it would be inappropriate to interpret La guerra as showing “el fracaso de la idea de la explicabilidad del mundo”, attempting to fit the novel of 1981 into the framework of a postulated development of Vargas Llosa away from realism» (2002: 225). El absolutismo de Hobbes es invertido por el novelista para favorecer y apostar por la libertad individualista en el mecanismo de las pasiones humanas. Por esto, al escribir objetivamente sobre su campaña electoral, ex post facto, su visión retrospectiva carece de matices utilitarios. Éstos son los que ayudan a mantener intacta la moral que se atribuía a sí mismo como candidato al iniciar su búsqueda política. Esta circularidad preserva la voluptuosidad moral con que se carga el discurso, y también la equivalencia, extrañamente marxista y de claros antecedentes aristotélicos, de que los criterios para evaluar cualquier exigencia o afirmación verídica por lo general requieren una práctica humana. Propuesto así, el largo ensayo «A Fish out of Water», recuento de su confrontación con otro discurso igualmente irreal, es prueba de que las reglas de un sistema discursivo no se pueden formalizar completamente. 85
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Esto se debe al hecho de que, como praxis, esas reglas tienen más el carácter de reglas prácticas para la acción que el de ciertas reglas lógicas o matemáticas. Su ensayo, entonces, posee una irradiación bifronte, hacia su pasado ensayístico y hacia su futuro político. Por eso vale volver a la historia textual a la que voy recurriendo a través de este libro. Me parecía imposible, ya que la traducción de «A Fish out of Water» se acreditaba a Helen Lane (traductora de otras de sus obras) que no hubiera un original en español. La realidad del caso es que tratando de hallarlo en revistas latinoamericanas, di con una referencia a la versión en español. Resultó que aquélla, publicada en la revista peruana Oiga, es una horrenda retraducción de la versión en inglés publicada en Granta. La re-versión en español ha sido totalmente desautorizada por el autor, convirtiéndose la que se ha publicado en inglés en edición príncipe del texto; y de ella saco mis conclusiones. Pero algo ha pasado desde entonces. En una de las varias entrevistas reveladoras con Juan Cruz asevera que «A Fish out of Water» era parte de una «autobiografía» que, con el título El pez en el agua combinaría memorias (como el Sartre de Les Mots) de su infancia peruana con su experiencia electoral: El relato comenzó siendo una narración sobre esos tres años de trabajo intensamente político que constituyó un paréntesis en mi vida. Después descubrí que una descripción aislada de esa época daría un testimonio incompleto y falaz. Así que decidí entreverarlo con episodios anteriores y posteriores que iluminan mejor lo que fue esa época. Por eso varié el título: se iba a llamar El pez fuera del agua, pero luego vi que en realidad el pez no había salido de su ambiente (Cruz 1992a: 20; énfasis mío).
No es difícil notar el juego entre relato, autobiografía y memoria, porque el texto definitivo es más bien un autorretrato, en el sentido de estar organizado topológico no cronológicamente, es fundamentalmente discontinuo, abierto, y acumula su material con yuxtaposiciones y correspondencias (a veces anacrónicas) entre elementos homólogos (De Obaldia 1995: 93-94). Lo que leía con la expectativa de leer un ensayo es ahora parte de un híbrido que hay que pensar con otros códigos. El pez en el 86
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agua lo sitúa en un presente inescapable porque no es un género privado. A la vez ¿quién es el mayor receptor del lenguaje de El pez en el agua? El yo futuro y más sabio del autor. Popper, hablando del carácter meramente especulativo del psicoanálisis, bien nos recuerda que las teorías (y la conducta de sus protagonistas) pertenecen a dos mundos enteramente separados. Probablemente se podrá leer «A Fish out of Water» y su versión definitiva como un texto autoconsciente sobre cómo se hace una novela, y además como prueba de la actitud genialmente aventurera y dinámica del novelista/ensayista con las formas de la prosa, como parte del radicalismo revisionista que no da tregua a sus detractores. Esto se corrobora no sólo en la práctica de batallar con las ideas, sino también en comentarios suyos que entran en la esfera pública. Las entrevistas con el periodista brasileño Setti son una amena y extensa versión de hechos mencionados en otras que ha concedido, y la ocasión más fuerte en que el peruano permite que su privacidad sea indagada casi completamente. Otras entrevistas parecen interrogar a un pez sobre la naturaleza del agua.2 Si bien El pez en el agua, que terminó y pulió en Berlín, es una autobiografía parcial, sigue ocupando un lugar privilegiado en su canon por su contacto con la esfera política y las suposiciones de los entrevistadores. A Setti le dijo, en 1986: «Si escribo mis memorias después de cumplir 70 años (risas), quizá incluya allí la verda2
No es así en las más extensas o citadas por la crítica: Harss y Dohmann (1969), Cano Gaviria (1972), Marras (1992), Oviedo (1985), Gallagher (1989) y Barnechea (1997). Más reveladoras, aun en lo personal: Setti (1986 y 1989), MorenoDurán (1995), Cueto (publicadas primero en español, y seleccionadas por Letras Libres), y Cruz (2006 y 2010). Para temas nacionales: Entrevistas escogidas, ed. Jorge Coaguila (2004). Otras (Fortson 1979) son extensas pero muy generales. Para el contexto político: Gleichman y Lévy (1990), Boncenne (1987), Díaz (1988), Marras (1992), Ponce (1988), Price (1990), Aguilar Camín (2000), y Boyers y Bell-Villada (2007). Hasta la fecha sus entrevistadores, con preguntas previsibles o maliciosas (Rodríguez Z. 2010), desatienden su prosa no ficticia, y sus críticos todavía no determinan la vigencia de ciertos reportajes. Más centrada en las ideas, y sobre todo una conversación entre pares, es la reciente La literatura es mi venganza (2011), con Claudio Magris, en particular la sección más extensa, «Los vasos comunicantes: novela y sociedad» (1-35).
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dera historia del incidente» (1989: 31; 1986: 29). Se refiere al incidente personal con García Márquez tan publicitado por la prensa, incluso cuando se le otorgó el Nobel. Añade más adelante: Creo que mi vida ha sido suficientemente rica hasta ahora, que he tenido la suerte de hacer muchas cosas, de ser testigo de muchos episodios, de conocer a muchas personas, que pueden dar material para una memoria o una autobiografía. Pero yo no haría nunca eso, mientras sintiera la urgencia, la necesidad de escribir ficciones. Creo que [la autobiografía] es un género para la tercera edad. (Risas). Si llego a los 70, 75 años, creo que habré llegado al tiempo para escribir unas memorias. Además, tendría, espero, la serenidad que se requiere para escribir eso. Creo que no la tengo todavía. (Risas) (1989: 77-78; 1986: 76).3
Dicho de otra manera, cuando ya algunos críticos saboreaban la construcción de un plan de ataque a la política que el Vargas Llosaensayista aparentemente presentaba en «A Fish out of Water», surge la estética sorprendente del Vargas Llosa-novelista que da cara a los futuros de los discursos que combina. Visto así, el primer interensayo de «A Fish out of Water» es su texto de 1987 «En el torbellino de la historia», un mensaje a los peruanos leído por radio y televisión ese año, recogido en CVM III (429-443). Sin embargo, como pocos de sus ensayos anteriores, «A Fish out of Water» contiene una narratividad forzosa que inmediatamente lo sitúa en una zona genérica limítrofe. Ilustrado con fotografías (ausentes en el libro), a primera vista estratégicamente escogidas y colocadas por los editores de Granta, y probablemente suministradas por el equipo de la campaña, el ensayo adquiere una 3
En 2011 cumplió 75 años. Se vislumbra un tomo futuro en «Semilla de los sueños», Letras Libres, II, 23 (noviembre de 2000), pp. 38-43; «Regreso a San Marcos», El País (29 de abril de 2001), pp. 13-14; y en un «relato» de 1981, «Ma parente d’Arequipa» (en Bensoussan 2003a: 61-65; publicado con cambios y como artículo, «La casa de Arequipa», en 2011). Sólo con entrevistadores como Cruz (al cumplir 70 años) permite personalismos. En Vargas Llosa, tal cual (1998), Herbert Morote pretende «deconstruir» psicoanalíticamente El pez en el agua, pero fracasa al no tomar la distancia que le pide al analizado. Esas acusaciones, insólitas y maniqueas como otras lecturas nacionalistas, muestran un don para lo obvio.
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pátina biográfica en la que la representación pictórica del lenguaje corpóreo de Vargas Llosa parece decir tanto como sus exhortaciones y otros procesos verbales. Ahora tal vez más consciente de la ampliación de los públicos a los que se dirige, su texto es más una reminiscencia ecuánime que una rememoración rencorosa. Sus lectores, parece intuirlo, muy bien podrían consultar su prosa no ficticia si quisieran saber más sobre los planes y promesas que hizo en 1991. El libro El pez en el agua es un fin y una vuelta a la separación entre arte y política que considera inviolable: «Cuando el aparato emprendió vuelo y las infalibles nubes de Lima borraron de nuestra vista la ciudad […] pensé que esta partida se parecía a la de 1958, que había marcado de manera tan nítida el fin de una etapa de mi vida y el inicio de otra, en la que la literatura pasó a ocupar el lugar central» (529). Es el año en que entrega su tesis de licenciatura sobre Rubén Darío, publicada en 2001. La repetición, otro eje de su no ficción, comprueba que las estrategias discursivas que conoció o formuló durante la campaña aparentemente tienen un fin menos altruista: hacer historia ensayística de la historia patria que es parte de la historia de su vida, como arguye Krauze (2010) después del Nobel. O como patentiza el autor en «A Fish out of Water»: Hablar en las plazas públicas es algo que nunca había hecho –las clases y conferencias no ayudan–. En el Perú un político no se sube a la plataforma para hablar; tiene que montar un espectáculo. Su propósito es encantar, seducir, arrullar, estar como dos tórtolos. La musicalidad de sus frases es más importante que sus ideas, sus gestos más importantes que sus conceptos. La forma es todo. El buen orador puede decir absolutamente nada, pero lo dice bien. Lo que le importa a su auditorio es que suene y luzca bien […]. El buen orador político latinoamericano se parece más a un torero o cantante de rock que a un conferenciante o profesor: él se comunica con su auditorio por instinto, emoción y sentimiento (70-71).
Si lo que supone Vargas Llosa respecto al público y su esfera fuera cierto, es bastante probable que los oyentes y lectores de sus discursos hubieran fallado a su favor. Pero no fue el caso, y si se cree a la crítica tradicional de izquierda, cuando dice que los 89
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medios masivos sirven al imperialismo, Vargas Llosa hubiera ganado. No creo que el examen de cada uno de sus ensayos revele las razones por las cuales, en grandes líneas, se dio una hendidura entre su conocimiento, sacado de la realidad del gran mundo interno exteriorizado (sus lecturas), y la realidad del mundo tangible. Éste es poco divagador, muy ligado a necesidades poco textuales y difíciles de construir en sujeto de la creación cultural sin perturbar la acción histórica. Lo que sí proveen ensayos como «A Fish out of Water» son los códigos de subjetividad e intrasubjetividad que dan coherencia significativa al discurso (o suma de enunciados y relatos) que elige como engendrador de su cosmovisión. Sin quererlo, ésta lo hizo parte de la historia peruana que quiso cambiar, precisamente por considerarla un maleficio para los grupos históricamente desaventajados. Estos desplazamientos, grandes y recurrentes, permiten notar cargas semánticas en los ensayos vargasllosianos de esta época y, por ende, la independencia o dependencia de éstos en el dinámico contexto sociocultural en que se inscriben y se dan a conocer al público lector. Esa gran dependencia de «A Fish out of Water» en lo que vagamente se podría llamar la trama no debe ser vista como el formalismo del cual ha sido acusado al publicar ciertas novelas. Es, más bien, la consciente ruptura de convenciones genéricas para mezclar, en las expectativas de los lectores acostumbrados al género, el «contenido» que se espera de un ensayo con las estructuras narrativas que enlazan las motivaciones de varios personajes (entre ellos el antagonista Fujimori) con el héroe. De esta manera, transmite la sensación de que lo narrado ha progresado de un reconocimiento falso a la revelación del verdadero estado de las cosas, de la realización de una fórmula a una especie de hiperfolletín. Esta progresión narrativa, claro está, cubre gran parte de la estructura que el formalista ruso Shklovski atribuía a la ficción. La historia es su historia, la personal, la que importa en sí, no en función de la historia de otros o la Historia.4 Por eso dice en «A Fish 4
Me refiero a la progresión de «A Fish out of Water» a El pez en el agua. Véanse la compilación de notas periodísticas de Rodríguez Elizondo (1990) y Enrique Krauze, «Perú y Vargas Llosa: vidas variopintas», Vuelta, XVII, 199 (junio
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out of Water» que creyó que sería mejor presidente «si mantenía intacto un espacio privado y personal de ideas, reflexiones, sueños y trabajo intelectual, amurallado para mantener afuera la política y las actualidades» (55). Es oportuno distinguir aquí que lo que se podría llamar sus ideologemas son los vertimientos particularizantes que le ayudan, lo quiera o no, a telegrafiar su mensaje. El ideologema es una formación anfibia, cuya característica estructural básica puede ser descrita como su posibilidad para manifestarse ya como seudoidea –un sistema conceptual o de creencias, un valor abstracto, una opinión o prejuicio– o como protonarración, un tipo de máxima fantasía de clase respecto a los caracteres colectivos que son las clases opuestas (cf. Jameson 1981: 87 y ss.). Sin creer que la historia se repite, y se corrige, es útil pensar en el cuento intercalado en Ariel del rey y su reino interior, y sobre todo en la colindante idea de Rodó de que las clases intelectuales de finales del XIX eran las más aptas para dirigir una América Latina tan conflictiva. Después de varias elecciones peruanas, la realidad latinoamericana sigue mostrando las veleidades de la clase intelectual, a la cual en un momento sí perteneció Fujimori, y que tiene en sus filas dictadores de diferentes estirpes. Son muchos los reportajes y entrevistas en que Vargas Llosa señala los aspectos pedagógicos y personales de esa experiencia. En uno relata la experiencia que lo llevó a convertir a Alejandro Esparza Zañartu en el Cayo Mierda de Conversación en La Catedral, haciendo literatura de la dictadura (cf. «Los modernos rasputines»). Por eso, aunque el «fujigolpe» de 1992 lo instó a declarar a la prensa que volvería a su país a defender la democracia, sigue admitiendo que su vocación es la literatura, y que puede servir mejor a su patria a través de una ocupación no impuesta, que es como concibe su campo literario.
de 1993), pp. 17-20. Rodríguez Elizondo revela poco nuevo acerca de lo literario en El pez en el agua (Corral 1995), esfera en que están y siguen el ego, id y libido del peruano. Enrique Chirinos Soto, en «El pez fuera del agua», El Comercio (11 de mayo de 1993), p. A2, hace correciones in situ. La recepción en inglés fue muy positiva, representada por Alma Guillermoprieto, «The Bitter Education of Vargas Llosa», The New York Review of Books, XLI, 10 (6 de mayo de 1994), pp. 19-24.
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En «El escritor argentino y la tradición», de Discusión, Borges, parafraseando a Gibbon respecto al Alcorán, sostiene apócrifamente que, así como Mahoma no necesitaba hablar de camellos para probar ser árabe, se puede ser argentino sin abundar en coloridos localismos. Del mismo modo, «lo peruano» ocupa gran parte de la realidad de Vargas Llosa, y no tiene que distinguirlo o calificarlo con nacionalismos turísticos. De la misma manera que su prosa está llena de héroes, con algunas excepciones siempre hay una circunstancia peruana o regreso al habitus y local nacional. Es decir, lo autóctono no se tiene que dar por un juego de referencias directas. Como Mahoma, no necesita llenar cada página con yaravíes, papas a la huancaína, huachaferías, pisco y marineras. Vargas Llosa es inevitablemente peruano, aun cuando sus voces hablen desde Brasil, Florencia o Londres. Precisamente, las ideas recogidas para su Diccionario del amante… establecen su convicción de que para descubrir América Latina es necesario salir de ella, y que europeos y latinoamericanos se entienden, porque sus mundos son «el anverso y el reverso de una misma civilización» («Dentro y fuera de América Latina», 52). Es como si propusiera a los latinoamericanos que la solución es ser menos latinoamericanos, y esto es útil en el sentido que convierte la vida de expatriado en una ventaja. Como podría esperarse, sus sentimientos encontrados se intensificaron inmediatamente antes de la campaña y durante ella. En «El país que vendrá», discurso de clausura del certamen «La revolución de la libertad» dado poco antes de la elección perdida, propone la democracia participatoria como el valor peruano más alto: Si gano esta elección y llego al gobierno, quiero decirles a todos ustedes que, les plazca o lo detesten, gobernarán conmigo. Ustedes me ayudarán en la difícil y apasionante tarea de transformar Perú en un país de nuestro tiempo, sin hambre y sin violencia, con libertad y con trabajo, donde todos los peruanos puedan, gracias a su empeño, alcanzar una existencia decente (9).
El discurso de tesis es evidente en este texto, por el cambio de contexto del que las produce y por la inmediatez del auditorio al cual se dirige. Pero lo más importante es encontrar en este texto 92
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una especie de microcosmo temático de su ensayística entre 1987 y 1990. Comienza desde su preocupación del momento, criticando las nociones ahistóricas de Fukuyama, y termina con su acostumbrada defensa de la modernidad («El precio de ser moderno»). Tampoco deja de lado su apoyo total de una economía de mercado, ni deja de mencionar a Popper y su oposición a la dictadura del estado, «enfermedad latinoamericana» que ha analizado desde sus primeras novelas hasta las de hoy. Pero nada garantiza a priori la condición no ficticia del discurso. Así, en «El precio de ser moderno» no puede evitar hacer un llamado contenidista que se asociaría en primera instancia con su literatura, no política: «Una actividad cultural intensa es, además, una de las maneras en que un Estado liberal puede conjurar uno de los peligros que parecen congénitos a la sociedad capitalista moderna: una cierta deshumanización de la vida, un materialismo que aísla al individuo, destruye a la familia, fomenta el egoísmo, la soledad, el escepticismo, el esnobismo, el cinismo y otras formas de vacío espiritual» (8). De la misma manera, en una entrevista publicada a finales de abril de 1990 sus interlocutores le preguntan si lo que desea para el Perú es una propuesta política utópica. En su contestación resume el tema de sus ensayos «peruanos» hasta entonces, especialmente después del golpe de Fujimori: Es bueno que haya un culto al éxito en una sociedad que quiere salir adelante, que quiere modernizarse, que quiere salir de la pobreza, que quiere desarrollarse. Esa actitud en el Perú no existe. Como en todos los países empobrecidos, con una terrible dosis de frustración, lo que existe más bien es lo contrario: la desconfianza y el odio casi nacional al éxito; el éxito está visto siempre con resentimiento o con rechazo moral (Jara et al. 1990: 20).
Posteriormente, no cree haber perdido el tiempo con este tipo de discurso y reconoce el positivo elemento nacional de la campaña política anterior a los comicios. Del mismo modo en que intento probar aquí la polivalente consistencia de sus ideas, ha sido constante en sus declaraciones a la prensa. Lo ha sido por querer hablar cuidadosamente con una sola voz, y porque tiene claro lo 93
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que quiere hacer y decir; y asume las consecuencias. Aun en la novela, lo que hace que un novelista sea persuasivo no es lo que reporta sino la singularidad de su voz; y la voz ficticia de Vargas Llosa proyecta lejos. Si les dice a los periodistas que la campaña fue dolorosa y difícil, pero que le permitió conocer su país de una manera que en otras circunstancias nunca le hubiera sido posible hacerlo, ya podrán sus lectores leer entre líneas un marco para novelas como Lituma en los Andes, y para «ensayar» algunos ensayos. Entre declaraciones y opiniones, las conexiones ensayísticas siguen aumentando, y como insisto a través de este libro, hasta 2012 no se las ha precisado.5 Su percepción es la de un autor obviamente interesado en el género, y se debe al hecho de que cuando se declara sobre la violencia social y política, y los hilos irracionales que conducen a éstas, el círculo conceptual se repite y se va cerrando. Es fácil especular entonces por qué explica esta violencia con pretextos anteriores. Así, cuando afirma en entrevistas y reportajes que hay que recurrir a viejas supersticiones, ritos y prácticas prehispánicas, para verlas en términos de la proliferación actual de cultos religiosos en los Andes, no se puede hacer otra cosa que recordar el germen e interrelación de otros ensayos o novelas basados en la constancia de sus lecturas. En 1984, mucho antes de que la violencia del maoísta Sendero Luminoso se convirtiera en uno de los argumentos centrales de su campaña, y en la misma época en que comienza a publicar ensayos sobre la especificidad de la mentira literaria, define la violencia de la manera siguiente: «La violencia es el lenguaje de la incomunicación, la forma como se comunican los miembros de una sociedad en la que el diálogo ha desaparecido o no existido nunca. Quienes no pueden o quieren entenderse y están obligados a vivir juntos, se
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Hasta hace poco, y particularmente entre críticos jóvenes nacionales como los compilados por Deffis y Vargas de Luna (2008), causa reacciones encontradas o negativas, como la de Miguel A. Santagada, «Ideología y elitismo en las nociones de política cultural de Vargas Llosa». Menos apegado a lecturas previsibles, aunque negativo, es «An Exile at home with a Referencial [sic] Reading of El pez en el agua» de Haiqing Sun, que nota el diálogo entre ensayo autobiográfico y ficción.
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hacen daño y terminan destruyéndose. La violencia social manifiesta la profunda incomunicación que caracteriza a una sociedad» (CVM II, 401). Matiza lo anterior con una crítica que sorprende a los que ven en él un acérrimo defensor de una modernidad opulenta. Hablando de los hooligans y su comportamiento en el Mundial de 1998, dice que su retorno a la tribu es producto y patrimonio de «un país de altos niveles de vida y de costumbres civilizadas que, precisamente porque ha llegado a ese alto nivel de desarrollo económico, cultural e institucional puede costear a sus ciudadanos, aburridos de las rutinas y autocontroles que inflige la vida civilizada, el lujo de desahogarse, de tanto en tanto, jugando al bárbaro» («El hooligan civilizado», 19). Su crítica a ese sistema es elíptica, y no cabe duda de que en varios momentos el habitus de un escritor que tenga que ver con la determinación de la relación entre gustos y criterios sociales, se encuentra ante la homologación de condiciones de existencia, estilos de vida, métodos de producción y opiniones políticas que afectan al bienestar público y cultural. Aparte de las interminables simetrías entre Camus y Vargas Llosa respecto a la literatura y el intelectual, resumidas por Juan Gabriel Vásquez, el eco de L’Homme révolté (1951) es claro, en tanto que allí Camus propone que los que intentan rebelarse convirtiéndose en nihilistas o utópicos no logran una rebelión auténtica. Como asevera Granés, para los artistas nihilistas que critica Vargas Llosa, «el espíritu occidental no merece ser robustecido mediante alardes estéticos, sino degradado, ridiculizado, convertido en mera materia escatológica […]. El creador no es el ejemplo moral sino quien ensucia de excrementos las conciencias, quien avergüenza, quien degrada todos los valores que sustentan la civilización occidental» (2008: 174). Por eso es reduccionista la conclusión de Bourdieu de que a través de la mediación del habitus, que define la relación que el ser ocupa respecto al mundo social, «la distribución de opiniones políticas entre derecha e izquierda debería ajustarse bastante a la distribución de las clases y a las fracciones de ellas en el espacio cuya primera dimensión se define por el volumen total de capital y la segunda dimensión por la composición de este capital» (1984: 438). ¿Qué pasa ahora que «en los últimos tiempos la única certidumbre de la 95
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izquierda es justamente este dudar de sí misma» (Bobbio 1996: 77)? Vale decir que, no importa cuál sea su orientación política, por su habitus los artistas pertenecen a la clase dominante, aunque sea a una parte dominada de ésta. Es más, dependen de los que tienen el capital económico y no un poder real. En «Vom “Kommunisten” zum “Konservativen” –Wandlungen in Weltbild», la sección más breve de su introducción a la obra de Vargas Llosa, Scheerer –hasta la compilación de De Castro y Birns uno de los pocos críticos que emplea la prosa no ficticia– rastrea la transformación de su cosmovisión (1991: 172-186). Aparte de corregir la percepción generalizada (hasta Rojas en 2011) de que ha pasado de «comunista» a «conservador», no logra sacarlo de la esfera cultural creada por el advenimiento de la Revolución cubana. Aunque llega al momento inmediatamente anterior a las elecciones de 1990, Scheerer tampoco logra extraerlo del contexto sartreano del artista, ni de las amarras del presunto neoliberalismo que abraza (ibíd.: 184-186). En la contemporaneidad que exige su prosa no ficticia, convence más ver en ella el polémico campo cultural polémico que crea y cómo intervienen en él los actores y simples figurantes. Por esas suposiciones me detengo en la presencia que un elemento cultural y político como la aparición de Sendero Luminoso conlleva en su ensayística, aun después de Desafíos a la libertad. Lo más obvio es decir que aquél se ha convertido en un leitmotiv, para todo peruano. Es más, con el arresto de Abimael Guzmán, y con la publicación (28 de agosto de 2003) del informe final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, lo máximo que se puede hacer es especular sobre algún papel futuro de partidos como el suyo en la historia peruana. Si se piensa en el mayor contexto político en que lo ubica, el movimiento es un leviatán demoníaco, y no sólo por las 69 mil personas que murieron entre 1980 y 2000. El 21 de julio de 1992, cuando Sendero Luminoso bombardeó su centro de investigaciones y causó la muerte a tres personas, la prensa informó que el economista Hernando de Soto manifestó: «El terrorismo quiere destruir nuestra realidad». Soto, antiguo asesor de Vargas Llosa, objeto de uno de sus ensayos más controvertidos (CVM III, 333-348), y enemigo acérrimo después de la publicación de El pez en el agua, presuntamente añadió: «Lo que tenemos 96
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que hacer es probar que vale la pena salvar nuestra realidad». El ahora también antiguo asesor de García y Fujimori se refiere a una condición sociopolítica que, sin ninguna intención de clarividencia, Vargas Llosa comenzó a criticar cuando Sendero Luminoso entró en la esfera política peruana. Más que una patente obsesión de cierta intelectualidad nacional con la «realidad», los comentarios de Soto corren el velo a la ironía y las contradicciones de las alianzas que tratan de determinar la realidad sociopolítica peruana y su empleo. Parece que no habría mejor introducción que ésta al referente que el novelista quiere alterar con sus ensayos. En la crítica de las ciencias sociales, más que en la literaria que la podría relativizar con discursos libertinos respecto al futuro de la lucha de clases, una cosa queda clara: Sendero Luminoso creó una esfera terrorista en la cual la violación de derechos humanos amenazó con convertir al Perú en El Salvador de los años noventa. La organización de derechos humanos Americas Watch Committee registró esas violaciones en 1992 (64-71), y examinó las varias reacciones de Fujimori y el pronóstico general entre los peruanos. La atención y los informes de dicha organización –como los recogidos en Report on the Americas de 1990-1991– también se concentran en lo que han significado los resultados del caso de Uchuraccay, Sendero, el «Fujischok» y situaciones similares (ibíd.: 40-44 y ss.). Casi para cada uno de estos asuntos existe un ensayo de Vargas Llosa. Y casi para cada uno de sus ensayos hay una especie de contraensayo, lo cual cambia casi inmediatamente el sector contextual del habitus en que se lee. Tomemos un ejemplo. Entre julio y octubre de 1992 no hay intervención de él que no haya sido publicada como ensayo, artículo o conferencia. Pero su recepción es siempre complicada. Después de la captura de Abimael Guzmán, publicó «Poor Peru» en la edición internacional del semanario estadounidense Time, con fecha 28 de septiembre de 1992. Pocos días después, Chirinos Soto trata de templar lo que considera observaciones descontextualizadas del novelista: «Me atrevo a pensar muy cordialmente que Mario, a su vez, debe al Perú una cuota de serenidad así como una aproximación, si se quiere física, a sus problemas» (1992: A2). Lo interesante es que Chirinos Soto reacciona a una versión destinada a cierto público internacional, porque Time 97
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no ha publicado el texto en su edición nacional. Por otro lado, Vargas Llosa publicó la versión ampliada o «definitiva» del texto después, en El País y en Unomásuno el 8 de octubre del mismo año. La agencia France-Presse distribuye un breve análisis el 9; y el texto sale el 10 en El Comercio, periódico en que Chirinos Soto publica el suyo. En su interpretación de la campaña presidencial y el golpe del 5 de abril de 1992, el norteamericano Daeschner pretende ilustrar al «autoproclamado “latinoamericanista” que cree conocer la región al derecho y al revés, y el lector que desconoce o sabe poco, si algo, sobre la región» (1993: 12). Su detallado trabajo sería más convincente si sus fuentes no provinieran casi exclusivamente de la prensa norteamericana. Así la determinación del habitus ensayístico, como seguiremos viendo, nunca puede terminar en la prensa. Vargas Llosa aprovecha la oportunidad de escribir sobre la captura de Guzmán para explayarse otra vez sobre la situación creada por el golpe de Fujimori del 5 de abril de 1992, texto reproducido en Index on Censorship (XXII [1993], pp. 37-40). El tema de Guzmán se convierte así en una catapulta para discutir globalmente las elecciones convocadas por Fujimori para el 22 de noviembre del mismo año y la posibilidad de legitimar varias medidas antidemocráticas poco diferentes de las empleadas por Sendero Luminoso. Vargas Llosa considera ingenua la opinión pública que Chirinos Soto defiende por estar in situ. Como afirma Bourdieu, la «opinión pública» a veces no es más que una agregación estadística, ya que «existen por un lado las opiniones constituidas, movilizadas, ciertos grupos de presión movilizados en torno a un sistema de intereses explícitamente formulados, y, por otro, disposiciones que, por definición, no son una opinión, si con esto entendemos […] algo que puede formularse como un discurso que quiere ser coherente» (1990: 250). Revelados los resultados de las elecciones que perdió y la eventual fuga de Fujimori, Vargas Llosa tenía razón. Ya lo había señalado hábilmente Revel en el capítulo dedicado al «Elogio de las elecciones» (con el subtítulo «O es mejor ser rico y libre que pobre y oprimido»; 1992: 332-333). A pesar de que una comisión de la ONU no encontró fraudes en esos comicios, el hecho de que la coalición de Fujimori los hubiera ganado le abría a éste el cami98
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no para que se promulgaran leyes que le permitirían ser reelegido cuando terminara su mandato en 1995. Así fue, aunque a finales del 2000 decidió no postularse y al descubrirse las cintas de Vladimiro Montesinos, Fujimori huyó al Japón. Su artículo termina con la siguiente «Nota de Redacción», excluida cuando se reproduce en Desafíos a la libertad: Aunque respetamos los puntos de vista de nuestros colaboradores, nos vemos obligados a aclarar una de las frases del presente artículo, referente a «unos medios de comunicación, que, con excepción de tres revistas, se han puesto todos al servicio del régimen de facto». Generalización inaceptable en nuestro caso y que, por lo demás, está desvirtuada por las propias colaboraciones que venimos publicando del autor, en las cuales se hacen duras y continuas críticas al actual gobierno (Chirinos Soto 1992: A2).
Se podría creer que sus críticos funcionan con la premisa de que cuando la verdad choca con la leyenda, hay que imprimir la leyenda, o que creen que sus cristalizantes ensayos no son más que un extracto de un párrafo que cambiará su obituario. Basta comparar las tácticas discursivas de Vargas Llosa con las de Fujimori (en el mensaje que éste leyó a su nación después de la captura de Guzmán) para darse cuenta de cómo este último no hace otra cosa que funcionar con otros mitos (Anónimo 1992). La expectativa de los lectores de su prosa no ficticia conduce naturalmente a otros, anteriores y posteriores, porque el habitus del ensayista, en tanto que sistema de disposiciones, sólo se realiza efectivamente cuando está referido a una estructura determinada de posiciones marcadas socialmente (Bourdieu 1991b: 43). No sorprende entonces que el 2 de noviembre siguiente se encuentre en el mismo periódico una defensa de «El preso 1509» de Vargas Llosa (en Desafíos a la libertad, 151-156). Su autor, Miró Quesada, la hace sensatamente, basándose en las brechas de indeterminación de la opinión pública.6 Según el habitus del autor, la siguiente opinión de Miró Que-
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La brecha y la mitificación pública se repitieron al reanudarse el problema limítrofe entre Ecuador y Perú, que llamó «Guerra absurda». Al censurar El
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sada debe servir como recurso mnemotécnico respeto al «peruanismo»: «Tampoco el hecho de estar ausente implica necesariamente que no se luche y apueste por el Perú, porque conforme a su leal saber y entender Vargas Llosa, a través de sus artículos, está “apostando” por el Perú; que no debe confundirse con apostar por el gobierno de turno» (1992: A2). O sea, hay en cada ensayo de tema social una identidad de posición que permite auscultar al autor, sus críticos y su público. Para entender adecuadamente una obra literaria, más que entender su género, hay que considerar entonces un par de elementos. Primero, qué posibilidades tienen los escritores en un momento de la historia del campo intelectual y literario. Segundo, qué disposiciones hacia esas posibilidades se deben a la posición que ellos han logrado en el campo y a la trayectoria que los ha llevado allí. Siguiendo a Popper respecto a la autonomía, Bourdieu concluye que este orden, que se instituye a la vez en las cosas (documentos, instrumentos, etc.) y en los cuerpos (conocimientos, técnicas, etc.), se presenta como una realidad transcendente a todos los actos privados y circunstanciales que la certifican (1991b: 45). Más allá que la aplicación de una estética «peruana» de la expresividad o la recepción vale mencionar que el subtexto más sobresaliente en esta discusión de Guzmán es el de la estética del terrorismo, que supera a Vargas Llosa y a sus intérpretes. Sendero Luminoso se convierte así en discurso fílmico en la producción Fire in the Andes (1985) de Ilan Ziv, en el reportaje de Rosana Bond Fogo nos Andes (1991) que examina cómo las «santidades» de sus acciones cumplen con el mito inca de Inkarri. Se convierte también en prueba evidente del argumento básico de Vargas Llosa en el informe acerca de Uchuraccay: el problema de la incomunicación, que históricamente ha imposibilitado las relaciones entre grupos
Comercio el artículo publicado en El País, retira sus colaboraciones del primero. Con su hijo Álvaro fue acusado de «traidor», y la orden de arresto no se realizó. Trata al Ecuador en términos de la pobreza de cierta prensa, en «Matones en el país de la malaria» (CVM III, 408-412), y en torno al caso Lorena Bobbit (Desafíos a la libertad, 301-305). En «Fujimorazo en Ecuador» (2000), no ataca a Fujimori sino a los oportunistas opuestos al neoliberalismo.
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sociales diferentes. Como tema de ensayo, Sendero Luminoso contiene una discursividad en que la jerarquía externa que lucha por definir fronteras genéricas queda supeditada a las luchas feministas, independentistas, intelectuales y mitificaciones pedagógicas por alterar el orden social establecido. Es como volver a la pregunta básica de Hobbes: ¿es posible el orden social? Es entonces cuando se aprecia el poder de este discurso ensayístico, ya que suscita y crea otros discursos. Para Enrique Mayer, el informe de Uchuraccay prueba, otra vez, que la incomunicación que según Vargas Llosa causó la matanza es más ficticia que su narrativa. Lo acusa también de un simplismo interpretativo que la autoridad antropológica nunca hubiera empleado (Mayer 1991: 475-476). El problema más grande según el antropólogo es que el novelista cree que hay un Perú arcaico, representado por el sector andino (indígena), y otro oficial («hispánico»), moderno (ibíd.: 480). Mayer examina y denuncia magníficamente los enredos producidos por esta dicotomía en el trabajo de antropólogos norteamericanos. Tanto Gorriti (1992) como Poole y Rénique (1991), y Starn (1992) analizan lo que el primero cataloga como «senderología gringa» en sendos ensayos. Pero en términos antropológicos no hay mejor estudio que el de Granés, por la perspectiva comparativa en que se fundamenta para retomar este tema, y por contextualizarlo. La obsesión por determinar a quién beneficia un movimiento terrorista no considera, en el caso estadounidense, la flexibilidad del tejido social peruano. Éste tiene que ser considerado en su fragmentación regional, la conexión de Sendero Luminoso con el gamonalismo, los sindicatos, etc. Es decir, como amplían Poole y Rénique (1991 y 1992), los senderólogos no toman en cuenta las diferentes formas de las organizaciones de base o las organizaciones democráticas de nivel local. Vargas Llosa tal vez no estaría de acuerdo, pero si antes de la captura de Guzmán se hubiera tratado a Sendero Luminoso como un partido que atraía a un número reducido de la complejidad étnica del Perú, quizás habrían disminuido las muertes por terrorismo. Hoy, la evaluación periodística de la captura de Guzmán puede ser resumida fácilmente. Para esta esfera cada mito es más vulnerable vivo y prisionero que en la clandestinidad romántica. En otras palabras: el subtexto que cabe 101
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subrayar para el examen de la ensayística vargasllosiana es la relación que establece alguien como Mayer entre la retórica novelística del informe redactado por Vargas Llosa y el poder de la prensa, cuya carácter represivo durante el Docenio y relación con Sendero Luminoso hasta 1982 es analizada por Gorriti (1990b). La verdad es que, más allá de lo que especulen Vargas Llosa, Mayer et al., Sendero Luminoso no es responsable de lo que lo originó. Si bien Mayer tiene razón al proponer que en el informe faltan voces que autentifiquen la verdad de su testimonio (1991: 490-491), lo que falta es acreditarle a Vargas Llosa la capacidad de haber sido portavoz de lo que Fuenzalida Vollmar y el propio Mayer llaman en otro libro «el Perú de las tres razas». Lo que se ha nombrado «el laberinto de la choledad» es un síntoma de la frágil situación cultural peruana. Ni Vargas Llosa ni ningún otro ensayista podrá revelar por qué Sendero Luminoso acentuó cada vez más su infiltración en las barriadas limeñas, o por qué las mujeres (Tarazona-Sevillano, en Palmer 1992: 171-190) son tan numerosas en las «bases de resistencia» del movimiento y en las «Trincheras luminosas» de las cárceles en que han parado. Lo que sí han hecho los muchos ensayos en que se refiere al movimiento, así sea indirectamente, es proveer un contexto mayor para entenderlo. Si Guzmán supuestamente aprendió en el libro rojo de Mao frases como «deslizarse como pez en el agua», es Vargas Llosa quien las actualiza. Cuando escribe acerca de la universidad (ya la llamaba «moribunda» en 1979, término que en 2011 aplicó a la Unión Europea), es inevitable pensar en los efectos que la guerra de Sendero Luminoso ha tenido en el campo cultural que coadyuva a la educación, y en fechas recientes ha ampliado el campo al criticar cómo se educa después de mayo del 68 (cf. «Prohibido prohibir»). En los colegios, el movimiento pretende construir un «cinturón de hierro» y un verdadero «campo de batalla decisivo», campo no muy distante del modelo cubano que sigue Chávez. De acuerdo a Manuel Piqueras en La escuela en tiempos de guerra (1992), el 70 % de los casi ocho millones de niños escolares peruanos vivían en zonas controladas por Sendero Luminoso. Éstos serán los alumnos de universidades como la de San Cristóbal de Huamanga, donde se inicia el movimiento. En una esfera más amplia, el fenómeno senderista 102
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facilitó la aparición del fenómeno Fujimori. Éste, «a diferencia de Guzmán, es un seudoamauta: un amauta de la simulación, un gran falsario y un gran pícaro» (Morodo 1992: 7). Aun antes del golpe de abril de 1992, que demostró que Fujimori era el tipo autoritario en que algún crítico literario temía se convirtiera Vargas Llosa, la prensa peruana y las revistas especializadas de las Américas vaticinaban el derrumbe del Perú; un derrumbe que se aceleró debido al fracaso de la política del nuevo dictador colérico. El poder que tanto se asoció con el novelista lo sustentó Fujimori, quien no hizo otra cosa que volver el país a la política ensayada por la dictadura (de 1968 a 1980) más inmediata a él. Las fluctuaciones e inconsistencias en la política económica peruana son el gran relato de lo que viene ocurriendo en América Latina desde los años ochenta, por creerse que una ortodoxia económica bien aplicada funcionará, y con el éxito relativo de la gestión del renovado Alan García en esta década del siglo XXI, y ahora con el triunfo del nacionalista Ollanta Humala para 2012, ya se había culpado al novelista de otros defectos nacionales, incluso entre sus incondicionales. Estas digresiones peruanistas son necesarias, especialmente si el proyecto interpretativo del ensayo se entiende como uno en que los fines no literarios ejemplifican, de modo inevitable, propiedades estilísticas, independientes de la «ficción», que pueden ser el objeto de apreciaciones estéticas positivas o negativas (Genette 1991: 145). Así, la situación descrita arriba es parte del caos que Vargas Llosa, de manera sutilísima aunque reconocible, anexa a su noción de lo que debe ser el Estado en un mercado libre. El ensayista deja a un lado la década de chaqwa, o caos, que ocasionada por Sendero Luminoso, había desplazado hasta principios de 1991 a unas doscientas mil personas en las zonas de emergencia del país. La construcción del «relato cierto» que es un ensayo como «Bienvenido caos» (1991) –en el sentido de relato fáctico opuesto al ficticio– recogido también en Desafíos a la libertad, revela entonces características estilísticas que generalmente se vienen construyendo como sigue, por lo menos en los que aparecen originalmente en la serie «Piedra de toque»: 1. Íncipit anecdótico. Aquí, su estadía como becario en la Wissenschaftskolleg de Berlín. 103
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2. Mención o alusión a corolarios que apoyan su argumento. Aquí, crítica a la deconstrucción («una lingüística desencantada de las teorías deconstruccionistas de Derrida y Paul de Man»). 3. Lecturas pertinentes como «paratexto» (según Genette, 1982, todo texto que acompaña o rodea al texto principal) y legitimación. Sobre todo Hayek en este caso. 4. Cuerpo discursivo relacionado al tema del ensayo. Aquí, variaciones sobre la relación entre caos, libertad y realidad. 5. Ampliación de la tesis ensayística. Aquí, la relación literaria y el fanatismo que acosa a Salman Rushdie. 6. Discurso indirecto libre con moral. Aquí, un exergo sobre el espíritu tribal y regreso al exordio. De ninguna manera propongo este esquema como recurso interpretativo fijo, cuyos componentes nunca se yuxtaponen. Lo que sí hacen es permitir normalizar el texto en sus varias publicaciones, aunque, como he dicho anteriormente, no predicen lo que será el futuro de su ensayística. Porque se puede pensar que hoy la política controla su discurso, propongo que hay en sus ensayos un equilibrio entre aquélla y lo literario que dificulta la atribución de poderes a las jerarquías internas del discurso. Por ejemplo, concuerda con la opinión de Hayek de que creer en un orden artificial impuesto desde un poder centralizado es una «fatídica presunción» («Bienvenido, caos», Desafíos a la libertad, 75). Aunque es parte de la red de ideas con que se desempeña, la obra de Hayek, tan importante como la de Popper o Berlin, tiene una presencia difusa en Vargas Llosa, quien se concentra en un libro elogiado por Keynes, The Road to Serfdom (1944), y los peligros allí revelados respecto a la ingeniería social y los errores de la mentalidad estatista. No extraña así que manifieste que «[e]l orden que crea la literatura es benigno y bienhechor, como el de ciertas filosofías –no el de todas, claro está–, o el de las artes, o el sistema democrático, o el del mercado. Porque gracias a ellos podemos defendernos del caos, poniéndolo al servicio de nuestra tranquilidad y bienestar» (ibíd., 76-77). Compárese esto con lo relatado en El pez en el agua sobre su programa econó104
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mico para el Perú, cuando quería desmantelar estructuras discriminatorias, «de manera que los millones de pobres y marginados pudieran por fin acceder a aquello que Hayek llama la trinidad inseparable de la civilización: la legalidad, la libertad y la propiedad» (533); y también con su idea de que la globalización alentará la democratización de países autoritarios (cf. «La ilusión del buen dictador»), porque los pueblos libres optan por la modernización que provee la globalización (cf. «Nacionalismo y globalización»). Por estas ideas es difícil concebirlo como conservador. Como asevera Hayek al negar ser calificado como tal, la característica más reprensible del conservadurismo «es su propensión a rechazar un nuevo conocimiento bien corroborado porque no le gusta algunas de las consecuencias que parecen desprenderse de él, o, para decirlo directamente, su oscurantismo» (2011: 526). En los capítulos «Contra-ensayo» y «Contra-novela», aludiendo a los vientos y mareas interpretativos, muestro que si no hay un designio en su prosa para trasladar discursos, hay ya una práctica tan consumada de ella que estos cauces no son otra cosa que su orden natural. Como sugiere en ¿Quién mató a Palomino Molero?, El hablador y las novelas en torno a don Rigoberto, se puede crear la ilusión de que un hombre inteligente siempre puede encontrar orden en un mundo que gracias a los cambios sociales parece más y más desordenado. En un primer nivel un ensayo, como cualquier ficción mencionada, es planeado y termina donde y como el ensayista quiere que termine, y su hechura también tiene que ver con el poder de las limitaciones de espacio o temas, que dudosamente puede imponer la prensa. Además, tiene que ver con algo mayor, la relación entre la literariedad y la cosmovisión. Como demuestro en el siguiente apartado, un sector pormenorizado de la filosofía de Popper influye en la ensayística del peruano, incluso hasta 2011. La preponderancia de esa atención recuerda con fuerza algunas condiciones básicas de la prosa: ser un outsider (valga toda definición) y resistir las seducciones de una verdad monolítica. También recuerda algunas limitaciones básicas de los polos autor y lector en la lógica interpretativa y la actualización de la continua batalla entre diseminación de información y tradición retórica. Vale examinar en qué se apoyan el peruano y Popper para creer que las pro105
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puestas «buenas» pueden mentir. Nada en su oposición al utopismo permite deducir que condenen toda revolución, aunque es dable creer que sus condiciones para las revoluciones son muy restrictivas. Como Orwell y Koestler, ambos consideran el utopismo como un mal, por tolerar el sufrimiento real en nombre de una justicia abstracta que apunta a un mañana impreciso, por enseñar la perfectibilidad, y sobre todo por no confrontar las complicaciones y contradicciones de la realidad. Nuestra cultura sería más pobre sin aquellos dos autores, y sin Solzhenitsyn o Graham Greene. Sin embargo, hay que bajarle el tono al didacticismo de escritores de izquierda y derecha, de Stieg Larsson a Ayn Rand, y esa coherencia se afirma en Vargas Llosa con las ideas de Popper.
B. El efecto Popper: hacia el liberalismo no indignado El efecto Doppler es un cambio de frecuencia en el cual las ondas de una fuente dada llegan al observador cuando ella y éste están en movimiento perpetuo respecto a sí mismos. De esta manera la frecuencia aumenta o disminuye de acuerdo a la velocidad con que la distancia va disminuyendo o aumentando. Popper nació tres años antes de que Christian J. Doppler descubriera este efecto en 1905; Vargas Llosa en 1936. Más que la onomatopeya u onomancía, el efecto entre el filósofo y el novelista es uno de proximidad ante el mundo que los rodea y los define. Ambos coinciden en la convicción de que, en última instancia, las controversias morales no se pueden decidir con la razón si las premisas desde las cuales se infiere la moral y su lenguaje son irracionales e imprácticas. Sin considerar los géneros, Platón, en su disputa con los sofistas, desconfiaba del artificio verbal que en cierto sentido define a Vargas Llosa como prosista. Paradójicamente, para Platón el artificio verbal convertía la verdad en mera persuasión, cuando el lenguaje debía ser exacto, preciso y tan exacto como para ver a través de él su contenido sustancial o verdadero. Habermas propone que la posición de Popper deja abierta la posibilidad de que haya argumentos morales, pero a la larga es un tratamiento del asunto que exige una decisión. La posición de Popper es un concepto de la 106
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racionalidad que Habermas considera estrecho, porque sólo permite argumentos deductivos: «Ya que un argumento deductivo válido ni produce nueva información ni contribuye nada a los valores verídicos de sus componentes, la argumentación moral se limita a dos tareas: probar analíticamente la consistencia de las premisas valorativas […]; y probar empíricamente la realización de metas seleccionadas desde perspectivas valorativas» (1989: 105-106). Traducido a los ensayos de pátina social del peruano, vemos en ellos el liberalismo reformista e impaciente de Popper (a diferencia del liberalismo más conservador e indignado de Hayek) que no rechaza los experimentos sociales, con tal de que se los pueda revertir fácilmente si resultan desacertados. Es muy probable que Vargas Llosa haya decidido no seguir totalmente a Hayek por su darwinismo, por creer que los principios deben defenderse aún con más rigor e intransigencia en tiempos de crisis, o también por no admitir que la tradición de la libertad siempre ha estado y estará en competición con otras tradiciones. Popper sí lo reconoce, y una base de sus ideas es la batalla contra las tradiciones represivas. Lo anterior es sólo una parte de las conexiones que se puede ir haciendo entre Vargas Llosa y Popper, ya que las otras se irán recogiendo durante las diferentes esferas producidas por los ensayos del primero. Aparte de las coincidencias a posteriori, tampoco se debe habilitar la filosofía del vienés como influencia constante en la obra del peruano. Más que proveer aquí un entendimiento de la presencia del discurso filosófico en el ensayístico, lo que quiero proponer son los problemas que saltan a la vista cuando un literato lee a un filósofo. Uno de los primeros es qué ocurre en la nueva interpretación de la interpretación cuando varios discursos humanísticos se entrecruzan. Una respuesta inicial es evidente: tanto la naturaleza generativa de la paradoja como el genio de las ironías autoevasivas y las implicaciones ficticias de la paradoja del mentiroso (que discuto más adelante) nunca impiden sino que producen un discurso constructivo. Otra pregunta es cómo se negocia la asignación del poder en el discurso cuando ésta es una expectativa convencional. Es decir, qué posición toma el literato cuando su público sabe que él o el filósofo son, después de todo, parte del elenco humano que da forma al capital cultural que ambos construyen. Adorno advertía en 1945: 107
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El intelectual, y sobre todo el filosóficamente orientado, se halla desconectado de la praxis material: la repugnancia que le causa lo impulsa a ocuparse de las llamadas cosas del espíritu. Pero la praxis material no sólo es el supuesto de su propia existencia, sino que constituye también la base del mundo con cuya crítica su trabajo coincide. Si nada sabe de la base, su ocupación será vana. Se encuentra ante la alternativa de o informarse o volver la espalda a lo que detesta. Si se informa, se hace violencia a sí mismo, piensa en contra de sus impulsos y encima se expone al peligro de volverse él mismo tan vulgar como aquello de lo que se ocupa; porque la economía no se anda con bromas, y quien quiera comprenderla tiene que pensar «económicamente» (1987: 132).
En «El artista como lugarteniente», texto de 1953 incluido en Notas de literatura, Adorno se apoya en un estudio de Valery sobre Degas para «atacar» a propósito la «rígida antítesis» (124) entre arte comprometido y arte puro, porque degrada palabra y forma al nivel de meros medios y mina la coherencia y la lógica de la obra de arte (129). Si el ensayo del intelectual es parte de ese capital cultural, y lo es, se puede argüir a favor de la analogía esteticista mediante la cual sería posible entrar en el campo del ensayo sin nunca abandonarlo, a pesar del declive del intelectual público y el ensayo, según Gabler (2011: SR6). Como advierte Bourdieu, la formación estética no es suficiente para explicar cómo uno podría creer que el ensayo o la narrativa son autosuficientes; hay una relación con las condiciones materiales del pasado y del presente en la cual: La disposición estética que tiende a agrupar la naturaleza y función del objeto representado y excluir cualquier reacción «ingenua» –el horror ante lo horrible, el deseo de lo deseable, la veneración piadosa hacia lo sagrado– junto a reacciones puramente éticas, y el estilo (percibido y apreciado por comparación con otros estilos), es una dimensión de una relación total con el mundo y con los otros (1984: 54).
Estas preguntas para la interpretación que un literato hace de un filósofo también encuentran su concretización en el uso que éstos hacen del lenguaje. En la práctica, se usa el lenguaje del ensa108
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yo, literario o filosófico, tanto para revelar como para cubrir; tanto para generar comprensión como para generar malentendidos. El crítico inglés Raymond Williams aconseja, para el momento lingüístico actual, examinar las características «polifónicas» e incluso «dialógicas» de los textos en términos de prácticas sociales, si se las va a reconstruir rigurosamente. Esto debe ser así porque tales características llegan a ser, en la práctica, una pantomima ensimismada de otros, una «proliferación y falsa interacción de estereotipos lingüísticos de clase y género sexual que parten de un consciencia técnica indiferente y enclaustrante» (1987: 46). Es decir, aparte de las salvedades o aseveraciones al respecto, la discusión de la verdad se debe asociar con el declive de la aristocracia lingüística del género ensayo y la dinámica del campo cultural que crea. Hay que negociar las diferencias: la ganancia simbólica de una obra de arte se mide por el valor distintivo que ésta deriva de la rareza de disposición y competencia que exige y determina su distribución de clase (cf. Bourdieu 1984: 229). Pero Vargas Llosa no negocia con el arte. Desde «Caca de elefante» (1997), empleado como primer «antecedente» en La civilización del espectáculo (60-64), hasta «Tiburones en formol» (2008), no defiende el «arte degenerado» que no le molesta. Más bien, critica el arte en que «bajo la coartada de la modernidad, el experimento, la búsqueda de “nuevos medios de expresión”, en verdad se documentaba la terrible orfandad de ideas, de cultura artística, de destreza artesanal, de autenticidad e integridad» («Caca de elefante», 13). En una contundente suma reciente de su actitud hacia el arte, parte de una nota sobre el libro de Carlos Granés, El puño invisible: arte, revolución y un siglo de cambios culturales (2011), el novelista trata del caos dejado por los varios ismos vanguardistas del siglo pasado, de cómo a la larga no han dejado nada valioso más allá de su rebeldía, y sobre todo del cinismo mediante el cual «los más astutos se hicieron ricos y célebres, y alguno terminó invitado a tomar el té a la Casa Blanca» («El puño invisible», 31). Y si exagera que el vanguardismo fue un fracaso absoluto, vale pensar en el apego al mercantilismo que se le atribuye erróneamente cuando afirma que las vanguardias fueron «un ruidoso simulacro que, a menudo, galeristas, publicistas y especuladores 109
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del establecimiento trastocaron en pingüe negocio» (ibíd.). Por esos valores, más allá de la retórica o subjetivismo con que se quiera contrarrestarlos, la lectura de auténticas obras artísticas como las suyas solamente son comparables, por la experiencia que nos proporcionan, al estudio de obras filosóficas de consecuencia. Unas y otras enriquecen el conocimiento que tenemos del humano como fuerza que genera transformaciones estructurales en las batallas de la esfera pública. Lo que subrayo en esta sección y en la que sigue es bipartita, ya que examino primero la lectura de Vargas Llosa del tipo de pensamiento que lo conduce a Popper. Segundo, analizo la lectura de éste que Vargas Llosa lleva a cabo; y por añadidura disgrego el marco para la noción de verdad en que ambos pueden ser entendidos. ¿Cómo llegar a Popper? El intelectual, dijo Karl Mannheim hablando del problema sociológico de la intelligentsia en el primer tercio del siglo XX, es la inteligencia libremente oscilante. Cuando se dan momentos históricos de represión, como los que surgen con bastante frecuencia en América Latina, es patente que no todo intelectual oscila de la misma manera o con igual libertad. Es peor aun cuando ocupan puestos políticos y tienen un interés activo en la esfera estatal. Es en la veleta de la esfera política entonces donde se ponen en tela de juicio los discursos clásicos, donde se definen o ajustan, y donde pierden sus fronteras. En un momento en que su prosa no ficticia contribuye mucho, diferentes esferas intelectuales de las Américas y Europa comienzan a ver en Vargas Llosa un aliado, si no ideológico bastante apegado a lo que ellas preferirían llamar el «sentido común» respecto a las relaciones entre política y cultura. Ya veremos más adelante las precisiones dialogales que requiere la opción del «sentido común», pero por ahora entiéndasela como parte de un proceso para el cual la claridad en la expresión y el enfoque realista sobre las perspectivas históricas son primordiales. Entiéndasela también, respecto al género novela, en términos de una prevención de 1954 hecha por Adorno: «Si la novela quiere permanecer fiel a su herencia realista y seguir diciendo cómo son realmente las cosas, tiene que renunciar a un realismo que, al reproducir la fachada, no hace sino ponerse al servicio del engaño obrado por ésta» (1962b: 47; énfasis del autor). 110
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Resumir cómo se va notando la progresión hacia esta posición en todos los ensayos de Vargas Llosa es una tarea redundante, y pesada para el público, ya que se perderían otros aspectos de su ensayística. No obstante, cabe señalar las coordenadas y redes aparentes cuya representatividad muy bien puede rubricar otras posibilidades de interpretación. Sigo inmediatamente con la lectura que hace de la obra de Berlin, historiador de las ideas, y de los críticos culturales y ensayistas Revel y Rangel. Según Lovejoy: «el estudio de la historia de las ideas […] se dedica especialmente a las manifestaciones de ideas-unitarias específicas en el pensamiento colectivo de grupos mayores de personas, no meramente en las doctrinas u opiniones de un número pequeño de pensadores profundos o escritores eminentes» (1964: 19). Por eso la historia de las ideas es un campo extraordinariamente difícil de hacer popular, y cuando Vargas Llosa acude a sus simpatías no pretende hacer una biografía colectiva, consciente de las facilidades y dividendos que ofrecen los medios digitales de hoy al biógrafo, sino presentar una especie de radicalismo olvidado. Reitero mi concentración en su prosa no ficticia, porque se descontextualiza su estética con afirmaciones como ésta: «La ortodoxia marxista de los intelectuales latinoamericanos es desafiada más y más por escritores [sic] como Hernando de Soto, Mario Vargas Llosa y Carlos Rangel, quienes han empezado a encontrar un auditorio significante para ideas económicas liberales basadas en el mercantilismo» (Fukuyama 1992a: 42). Investigar o examinar su ética respecto a los héroes («protagonistas» es muy neutro) marxistas –y el laberinto de intenciones, intereses, oportunismos y reacciones alrededor de esa cultura y política en las ideas– no forma parte de los congresos o volúmenes dedicados al peruano, y no se puede exculpar esa ausencia con el argumento de que es una condición fluida, porque como esquematizo a continuación, su proceder ha sido consecuente en todo momento.7 7
Véase: Mariela A. Gutiérrez, «Mario Vargas Llosa: Essais d’éthique historique (1962-1982)» (en Bensoussan 2003b: 236-242), dedicado sólo a CVM I; para los tempranos ochenta: Jesús Pindado, «Vargas Llosa: el discurso periodísticopolémico» (en Hernández de López 1994: 367-380), y Mario Paoletti, «Las
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En el ensayo de 1978 «Yo, un negro», recogido en CVM III, critica la insistencia de la «ideología» (por la cual entiende una usurpación retórica de la izquierda) a partir de nociones cuyo significado o contenido aquélla cree evidentes y universales. Por tanto, vocablos como negro no tienen un significado racista único, lo cual tampoco permite usarlo con licencia plena. No obstante, arguye que la ideología, entendida a su manera y sin comillas, ignora convenientemente la infinidad de variantes que producen el lenguaje y el habla públicos. Una fuente de apoyo es que «según Isaiah Berlin hay doscientas definiciones distintas de la idea de “libertad”» (CVM III, 22), aunque Hayek habla de la subjetividad de «libertad y libertades» (2011: 57-72). En «La cultura de la libertad» (1985) de CVM II, presenta una admirable apología de cómo la noción y práctica de la libertad se han afirmado en Occidente, encomio que retomó en julio del 2010 (cf. «Breve discurso sobre la cultura») y que fue traducido al francés a finales de ese año como «Mi idea de la cultura». Según Sara Sefchovich, «este modo de ver las cosas incluye la posibilidad de crear arte y literatura y del cómo» (2011: 31). Esto, sigue el peruano, explicaría cómo creció, se robusteció e incluso se impuso la noción occidental de libertad, a pesar de que se haya intentado dotarla de contenidos equívocos. En una conferencia de 1985 le recuerda al público que «Isaiah Berlin ha detectado por lo menos 40 nociones diferentes de la idea de libertad» (CVM II, 435). No esclarece el caso, ni es tan importante especificar si la disminución tiene que ver directamente con algún cambio en las ideas de Berlin, o si es un simple error de imprenta. Lo que sí cabe fijar es la atención que presta a esas ideas para elaborar el «sentido común» de las suyas. Por eso, lo que más cabe observar respecto a su relación con Berlin y otros «pensadores verdaderos» (como se llama a un grupo ideológico bastante significativo para el novelista) es el empleo que hace de ellos como señas de
ideas políticas del joven Mario Vargas Llosa» (en Polo García 1997: 95-112). La hipótesis errónea de Pindado es que Vargas Llosa escribe exclusivamente para los lectores de El País (en Hernández de López 1994: 374), y Paoletti limita su alcance al año 1975. Es como si el autor no hubiera publicado ninguna prosa no-ficticia entre los años ochenta y noventa.
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identidad. En su lectura de ensayistas liberales va atando cabos ideológicos constantemente, pero no de manera integral, como quiere Rojas, sino matizando, sin la transferencia mecánica a una novelística de «oscuro instinto», como quiere Rojas. Unos difieren de él al recordar que el fin de los regímenes totalitarios no lleva necesariamente a la democracia y a la economía de mercado. Otros sostienen que la salida del socialismo que apoyan esos pensadores no conduce a un liberalismo real (cf. Walzer, en Bosetti 1996), porque la prensa y las tendencias prerrevolucionarias no predicen un verdadero interés en la reforma. Para Vargas Llosa, la obra de pensadores liberales no es tanto una matriz, un modelo o punto de partida. Es más bien un marco, un andamiaje, un trasfondo viable para sus resoluciones actuales en que entran en juego una simpatía y contemporaneidad histórica: En estos días, verificamos lo que siempre sostuvieron un Karl Popper o un Hayek o un Raymond Aron, en contra de un Maquiavelo, un Vico, un Marx, un Spengler o un Toynbee: que la historia nunca está «escrita» antes de hacerse, que no es la representación de un libreto elaborado por Dios, por la naturaleza, por el desarrollo de la razón o por la lucha de clases y las relaciones de producción, sino que es, más bien, una continua y diversa creación, que puede optar por las más inesperadas trayectorias, evoluciones, involuciones y contradicciones, derrotando siempre en su fantástica complejidad y multiplicidad a quienes la predicen y la explican («El país que vendrá», 2).
La presencia de la idea de Dios lo asemeja a Camus, y el calco del Popper de The Poverty of Historicism y el rechazo del relativismo más que pesimismo histórico de Spengler no pueden ser más evidentes; pero retrocedamos a Berlin. Aunque he rastreado su primera mención a un artículo de 1978 (publicado otra vez en 1985 y 1989), su primera discusión amplia del filósofo es de 1980 (compárese la de Desafíos a la libertad, 49-52 y ss.). El artículo de 1980, que incluye en los dos primeros tomos de CVM, determina una parte estimable de la ruta que le provee Berlin. A la vez encapsula su actitud, para entonces poco solapada, hacia un régimen como el de Fidel Castro o del Ayatolah: «Hace algunos años perdí el gusto a las utopías políticas, esos apocalipsis que prometen bajar el cielo 113
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a la tierra: más bien suelen provocar iniquidades tan graves como las que quisieran remediar. Desde entonces pienso que el sentido común es la más valiosa de las virtudes políticas. Leyendo a Isaiah Berlin he visto con claridad algo que intuía de manera confusa» (CVM I, 409; CVM II, 263). El título de este ensayo no puede ser más revelador, apto para la repetición o divinatorio: «Isaiah Berlin, un héroe de nuestro tiempo». Y lo mismo se puede decir de «Sabio, discreto y liberal» (1997), nota necrológica sobre el filósofo. Si en sus novelas los héroes suelen fracasar o frustrarse, en sus ensayos recuperan su acepción original y un cuerpo más real, histórico, fuera de la ficción. En ésta el proceso es a la inversa. Al preguntarle Setti si a veces ha perdido el control sobre sus personajes, de manera que ganen vida propia, le responde: «los personajes, por lo menos en mi caso, no nacen nunca exclusivamente de consideraciones racionales. Los personajes proyectan cosas más bien instintivas, pasionales. Entonces de pronto hay personajes que cobran importancia, que van creciendo solos, mientras que otros personajes, aunque uno los ha programado de otra manera, pasan a un segundo plano» (Setti 1989: 92; 1986: 90). Su raciocinio no explica el racionalismo de un personaje como Lituma, contrapartida de Dionisio y la bruja en aquella novela. Hallar fallos en el control de ellos, especialmente en La tía Julia y el escribidor y La guerra del fin del mundo no es común entre sus críticos, porque más que otros novelistas, les da a sus personajes su bendición y libertad, permitiéndoles una individualidad que no necesita ser categorizada. Ésta no puede ser explicada porque es de ellos: voluntariosos, perversos, contradictorios, eléctricos, volubles, evanescentes, inefables y, en última instancia, inevitables. Si se los pudiera pinchar sangrarían, pero pincharlos es como tratar de parar un tren. No viven como ideas analizables sino como neuronas fugaces, ondas cerebrales o emociones que surgen de una profundidad tan grande que sus fuentes nunca pueden ser descifradas. Las ideas de Berlin (aun las póstumas que podemos examinar retrospectivamente) y otros, al contrario, parecerían facilitarle el control, la armonía y la legitimación que son componentes útiles en una vida en que ya no puede escaparse de las batallas implícitas en las ideas. Berlin y su obra, más que otros pensadores y las suyas, 114
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parecen proporcionarle el mayor antecedente para lo que por lo menos un entrevistador ha llamado la «maduración» del pensamiento de Vargas Llosa. Así como con Revel, leer a Vargas Llosa leer a Berlin es verlo leerse a sí mismo. Así, recordando a éste a finales de 1997 dice: «El liberalismo de Isaiah Berlin consistió, sobre todo, en un permanente esfuerzo de comprensión del adversario ideológico, cuyas razones y argumentos procuró entender y explicar con un exceso de escrúpulo que desconcertaba a sus colegas intelectuales» («Sabio, discreto y liberal», 27). En un ensayo publicado póstumamente Berlin repasa su «camino intelectual», se concentra en el «verificacionismo», fenomenalismo, monismo, Vico, Herder, el romanticismo, el pluralismo, la libertad (1998: 5759), el determinismo y la búsqueda de lo ideal. Naturalmente, la libertad y el pluralismo atañen al Vargas Llosa no indignado, y es en ellos que profundiza. Su admiración hacia Berlin es clara, como lo es también la mancomunidad de ideas e intereses que lo atraen hacia otros pensadores. A la pregunta de si hay algún autor que desde su lectura de Berlin haya significado algo semejante a éste, contesta: Cómo no. Yo ya había comenzado a leerlo mucho, pero sobre todo en estos años lo he estudiado, y es Karl Popper. Es un autor que probablemente más que Isaiah Berlin e incluso más que Hayek –que es otro autor que he leído estos últimos años también con un enorme interés– me ha estimulado enormemente (Antúñez 1988: 32).
El cambio para el Vargas Llosa ensayista es natural, tal como lo debería ser para el público que ha seguido su obra. Hace más de cuarenta años ya tenía conciencia de lo que estaba ocurriendo en el organigrama de su producción. Aparte de reconocer la influencia del ensayo de Sartre Qu’est-ce que la littérature?, del segundo tomo de su Situations (1948), quiere esclarecer algo que, a pesar de las veces que lo ha repetido por cuatro décadas, le siguen preguntando sin imaginación: «Sin duda que en gran medida mi manera de entender la literatura proviene de los ensayos de Sartre. Aunque hoy es un autor que, no te digo que se me ha caído, pero ha dejado de ser para mí tan decisivo como fue en el pasado» (González Ber115
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mejo 1971: 63). Hacia finales de los años ochenta, un ensayo sobre el peruano y la función del escritor repasa sagazmente sus polos: el conformismo del anticonformismo y la revolución de la tradición. Su conclusión abarca lo que sería la conciencia que lleva al autor a pensar en otra manera de acercarse a posibles fuentes intelectuales para su prosa: «Creo que lo que hoy marca la estética de Vargas Llosa respecto a la de otra época es una redistribución de la jerarquía de la finalidad del escritor (primero la personal y después la social). Para él, el fuego de la literatura sigue ardiendo: sólo que ya no trata de destruir, sino de iluminar y excitar» (Silvestri 1989: 21). Para tales efectos de iluminar y excitar, los ensayos de Berlin son idóneos. Su obra, sobre todo la recogida en The Crooked Timber of Humanity y The Sense of Reality, consiste en recuperar el camino de la libertad, a la manera de Popper, sin los dédalos de las ideologías. Vargas Llosa va más allá, porque encuentra en ella la idea de que todo sistema es una prisión. Por eso tampoco es partícipe de los deconstruccionismos finiseculares. Las ideas de Berlin y otros le ayudan a templar los matices políticos detrás de toda prosa. En el apartado anterior propuse un esquema para determinar las características estilísticas de sus ensayos recientes. Aunque creo viable examinarlas en «Isaiah Berlin, un héroe de nuestro tiempo», pienso que es igualmente factible ver cómo la noción del «estilo» se apega, de una manera siempre relativa, a lo que es una meta de todos sus ensayos. Es decir, en la cadena de medios y fines es posible suponer que el objetivo de un artista es imponer su estilo (Genette 1991: 143). Escarbando en lo que escoge de Berlin, se podría reducir la templanza mencionada a los conceptos de las «verdades contradictorias», las «dos libertades» y la fórmula de «el erizo y la zorra», que tienen que ver con la libertad de elección y el pluralismo ideológico en el pensamiento occidental. Los primeros dos y la fórmula, a su vez, conducen a otros, dentro de la libertad de estilo que también propugnan Berlin y él. Así, discute el primer concepto con el siguiente íncipit: «Fiel a su método indirecto, Isaiah Berlin expone su teoría de las verdades contradictorias o de los fines irreconciliables, a través de otros pensadores en los que encuentra indicios, adivinaciones, de esta tesis» (CVM I, 410; CVM II, 264). En otras palabras: para Berlin ningún grupo de ins116
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tituciones sociales y políticas puede satisfacer a todas las aspiraciones legítimas, porque estas aspiraciones chocan. Aunque es natural prolongar las ideas de uno persiguiendo elucubraciones afines, si se piensa en las nociones del campo intelectual y en la de la esfera pública, no es arriesgado notar en la cita un desdoblamiento que beneficia a su autor. Los autores liberales a quienes recurre Berlin se encuentran en una lucha paradójica por eliminar restricciones y urgir que se las imponga. O sea, buscan un grado de imperfección social que haga imprescindible a la libertad, porque no basta con la propaganda de masas sino que es preciso convencer a los intelectuales (cf. Hayek 1967b). En un ensayo anterior, Hayek se refiere al ascetismo de ellos, como muestra del logro de sociedades modernas que le permiten a una persona que no tiene casi nada disfrutar de libertad.8 Sin duda Berlin y sus seguidores expresan una visión persuasiva de la libertad. Pero también hay tensiones y conflictos subyacentes que la caracterizan. Más que las colecciones de Berlin en que se fundamenta Vargas Llosa, el extenso y seminal ensayo Historical Inevitability (1954), recogido en Four Essays on Liberty (1969) le sirve óptimamente para sus propuestas actuales. Allí Berlin supone que la inmensa mayoría de la gente necesita comida, ropa, hogar, algún tipo de protección para su persona; y facilidades para que se escuchen sus quejas, pero admite: Tal vez supongo algo más específico, principalmente que las personas que han adquirido cierto tipo de riqueza o poder económico nunca
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Hayek matiza esa idea en «Coercion and the State» (2011: 199-214), como forma no ideal de existencia. En ésta los intelectuales baratos descritos por Vargas Llosa viven como los burgueses que detestan, o mejor, sobre todo en Estados Unidos. Hayek desarrolla sus dudas sobre el efecto del «gran gobierno» y cómo un gobierno central no puede saber lo suficiente para organizar una sociedad tan eficazmente como el mercado en The Constitution of Liberty (2011; ed. original de 1960), que es más útil para entender el concepto de libertad del peruano. Esa compilación contiene el posfacio «Why I Am Not a Conservative» (ibíd.: 519-533). Las numerosas ideas desarrolladas allí (muy anotadas en 2011), tienen su raíz en observaciones resumidas en «The Use of Knowledge in Society» para el American Economic Review (1945), en que argüía que la mayoría del conocimiento en una economía moderna era local, y por ende no disponible a la planificación central.
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estarán indefinidamente contentas de no tener derechos políticos o estado social; o que los seres humanos son presas de varias pasiones –codicia, envidia, o la lujuria del poder; o que algunos hombres son más ambiciosos, despiadados, astutos, o más fanáticos que otros; y así por el estilo. Éstas son las suposiciones del sentido común (1954: 54).
Si no estuviéramos hablando de la tensión del ensayo, sino de un relato cierto que también se presenta como histórico, la selectividad de Berlin se expone a refutaciones que vale desvelar. En la tradición que recoge Berlin descriptivamente, desde Locke y Mill hasta autores recientes, sus opiniones no implican que los criterios de libertad deben ser justificados o racionales (cf. Brenkert 1991: 74). Por esto Vargas Llosa tendría que calibrar más su creencia de que la libertad que propone Berlin es aceptar congeniar, aún en una posición de desventaja (CVM I, 411-413; CVM II, 265-267). La versión liberal de la libertad –el gran libro que no escribió Berlin– también tiene que ver con un número considerable de profundos problemas en la sociedad actual: la sospecha duradera de la política y el poder, la alienación de otros y de nosotros mismos, y una caracterización negativa de la política que no permite el desarrollo de una teoría adecuada de la libertad política (Brenkert 1991: 100). «La libertad está estrechamente ligada a la coerción, es decir a aquello que la niega o la limita. Se es más libre en la medida en que uno encuentra menos obstáculos para decidir su vida según su propio criterio» (CVM I, 413-414; CVM II, 267-268). Éstas son las dos libertades que extrae de su lectura del Berlin de entonces. Las cito porque fuera de contexto parecen resumir no tanto la visión de un ensayista como Berlin, sino la de un novelista como Vargas Llosa. Esto no quiere decir que él abogue por un individualismo irresponsable. Más bien, se trata de la libertad del escritor en cualquier sociedad. Hace cuarenta años, decía: «Una novela representa simultáneamente muchos más planos de la realidad, y la rebeldía profunda del creador no tiene que ser siempre de tipo social y político. Un escritor puede estar de acuerdo con el régimen socialista de su país y ser un rebelde radical, insatisfecho con la realidad porque no puede tolerar la condición mortal del hombre» (González Bermejo 1971: 76). La impronta de la tercera parte de L’Homme 118
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révolté, en que Camus establece que todo arte es esencialmente una rebelión contra la realidad, es clara. Para Vargas Llosa la novela sólo permite una antipoética, debido a que una poética de ella es una empresa altamente problemática, que trata de sistematizar lo antisistemático, fijar categorías abiertamente antitéticas, y canonizar lo anticanónico. Su prosa se opone característica e indecorosamente a la visión de la literatura que implica una poética de la novela de Occidente como «forastera independiente» (Reed 1981). Pero este conocimiento no siempre libera, ya que, como expone el mismo Berlin, el permitir posibles alteraciones de conducta como resultado de una autopredicción parece posible y compatible con el determinismo (1979: 187). La de Vargas Llosa es una libertad que, paradójicamente, Berlin llamaría negativa. La noción radical de lo que es la libertad hace que ésta critique la vida contemporánea sin el más mínimo llamado a los votos subjetivos y deseos del individuo. Es una noción peligrosa porque el autodeterminismo racional del radical puede hacer caso omiso de los deseos subjetivos de otros individuos que no piensan así (Brenkert 1991: 137). Visto así, el Berlin al que acude Vargas Llosa patentiza también su propia madurez respecto a los efectos de una actitud ideológica. Si se piensa en el concepto de libertad «negativa» de Berlin, la historia de la noción sartreana de la libertad patentiza que la noción de Berlin resulta ser tan compleja como la de «mercado libre» o «libre empresa», especialmente si se considera que el ensayo original de Berlin es de 1958. Berlin, como en su momento Smith (en relación con las colonias y sus valores) y Jeremy Bentham contra el gesto no liberal de no emancipar las colonias españolas, no sostiene que la codicia y actitudes similares son buenas, sino que la economía de mercado libre está estructurada de tal manera que conduce al público a buscar el tipo de autointerés que termina beneficiando al bien común, mientras Smith decía que por cada rico debía haber al menos quinientos pobres. Es lo que Thatcher, casi tan importante como Smith para la privatización, y el medio centenar de países que la siguieron, tomaron como ejemplo en los años ochenta. La noción que Berlin comparte con Popper y ahora Vargas Llosa de «abrir el mercado» simplemente no garantiza la extensión 119
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de la libertad humana. Hay un relativismo en los conceptos de libertad que Berlin deja de lado, y un énfasis en proyectar esos conceptos a cualquier sociedad. Es una manera, un estilo si se quiere, de ampliar el campo, para que al refutar las objeciones el ensayista original pueda apoyarse en un amplio repertorio de alusiones culturales de todos los tiempos. Vargas Llosa, no menos capaz de lo mismo, opta por ceñirse a otro guión. Su ensayo sobre Berlin fue escrito cuando escribía La guerra del fin del mundo. Por ende, la relación entre los discursos que voy proponiendo posibilita contextualizar su siguiente emulación de Berlin: «Todas las utopías sociales, de derecha o de izquierda, religiosas o laicas, se fundan en la noción “positiva” de la libertad. Ellas parten del convencimiento de que en cada persona hay […] un “yo” social idéntico, que aspira a realizar un ideal colectivo» (CVM I, 416; CVM II, 270). Este tipo de conexión es casi interminable para sus ensayos, uno de los mejores valores de ellos; y fácil de atribuir a sus novelas, como expone Boland, aunque hay que matizar su idea que su representación del Perú «está incontaminada por la ideología, el partidismo, el didacticismo, la demagogia o las contundentes opiniones políticas de las que él ha hecho gala» (1996-1997: 232). Como muestra mi esquema para analizar sus ensayos, en un momento el autor se desliza hacia su objetivo principal. En «Isaiah Berlin, un héroe de nuestro tiempo» (y presentación a la versión española de El erizo y la zorra, 1981), esto ocurre en la penúltima parte, dedicada a la fórmula del erizo y la zorra. Para Berlin, en su libro sobre Tolstói, los zorros tienen una visión muy heterogénea, centrífuga de la vida. Los erizos son homogéneamente centrípetos. En este sentido, todo gran novelista tendrá que ser zorro, sobre todo para tener el éxito de un Vargas Llosa. La estrategia de Berlin y Vargas Llosa, también ensayística por excelencia, es sugerir que estos tipos de clasificaciones metafóricas pueden ser artificiales y hasta absurdas. Ya que ambos funcionan con axiomas, las emplean para descubrir lo que verdaderamente les interesa: la conexión con la política de Occidente. Nuestro batallador se identifica con las zorras (CVM I, 420; CVM II, 274). Con la sutileza que lo caracteriza, autodetermina que «[d]isfrazado o explícito, en todo erizo hay un fanático; en una zorra, un escépti120
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co» (419; 273). Esta postura le sirve a Gorriti para determinar que los años de zorro de Vargas Llosa fueron los anteriores al período 1982-1986, ya que en éstos «se metamorfoseó en el erizo del mercado libre que es ahora» (1990a: 27). Así como los países democratizados de la Europa de 2012 se han encargado de calibrar las formas de autorrealización económica que Berlin promulgaba para su contexto, Gorriti afirma, con razón para el momento específico, que «el hecho es que el Perú se encuentra en guerra y ninguna guerra en la historia se ha librado sobre la base de un presupuesto balanceado» (ibíd.: 29). Ante situaciones tan reales, al igual que Berlin, Vargas Llosa disfruta de perseguir ideas y anexarlas a pensadores, y descifrar por qué ellos piensan y actúan como lo hicieron o hacen. Es más, sabe que es necesario viajar para recoger ideas, porque las sociedades sólo funcionan cuando sus miembros tienen diferentes capacidades, recursos naturales, y preferencias. Como Berlin, también es un sintetizador natural. Si ambos siempre ven conexiones entre pensadores, Berlin es rígido en su método y Vargas Llosa no. Así, porque admire la obra de Berlin, no se debe creer que en sus ensayos no hay ninguna crítica de los pensadores que son sus actores (en el sentido de personajes) individuales, colectivos, figurativos y aun no figurativos. Resemantizado por el vuelco que le dan las ideas de Berlin, Vargas Llosa es definitivamente un zorro, sobre todo en los libros de ensayo anteriores a Cartas a un novelista y El lenguaje de la pasión. En ellos siempre pule a los ensayistas que usa, y lo hace, inevitablemente, desde la literariedad. Ya antes admitía, por ejemplo, que las opiniones filosóficas, históricas y políticas de Berlín le parecen esclarecedoras, inclusive compartibles. Pero «hay toda una dimensión del hombre que no asoma, o lo hace de manera furtiva, en su visión: aquella que describió, mejor que nadie, Georges Bataille. Ese mundo de la sinrazón que subyace y a veces obnubila y mata la razón; el del inconsciente que, en dosis siempre inverificables y dificilísimas de detectar, impregna, orienta y a veces esclaviza la conciencia» (CVM I, 423; CVM II, 277). En su ensayo sobre L’Étranger de la primera edición de La verdad de las mentiras ajusta su concepto de la libertad en las sociedades occidentales: 121
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No se puede decir que esa libertad conquistada en distintos órdenes se haya traducido en una mejora sensible de la calidad de la vida, en un enriquecimiento de la cultura que llega a todo el mundo, o, por lo menos, a la gran mayoría. Por el contrario, parecería que, en innumerables casos, apenas obtenidas, aquellas libertades se traducían en conductas que las abarataban y trivializaban, y en nuevas formas de conformismo entre los afortunados beneficiarios (133).
En 1998, hablando de la violencia, prefiere entenderla desde Bataille, quien «sostuvo que la razón de ser de la literatura era hacer vivir al hombre, en ficciones, todo aquello a lo que había renunciado para hacer posible la vida en comunidad» («El hooligan civilizado», 19). Para el peruano éste no es un modo de corregir, sino un modus vivendi que, como veremos inmediatamente respecto a Popper, tiene muy poco que ver con el soplo divino con que Horacio designaba la inspiración. Vargas Llosa trabaja así con lo que le es caro, y sus ensayos no se diferencian en este sentido de lo que logra con su narrativa. Si sus explicitaciones poseen elementos extremadamente positivos y otros un poco contestables, cabe añadir que sus batallas en la esfera pública han tenido bastante que ver con cierto ostracismo al que se ha referido en diferentes ocasiones. Después de las reacciones al informe de Uchuraccay, dice Gorriti: «Los ataques cobraron tal ímpetu que el defender a Vargas Llosa se convirtió en algo que garantizaba miradas desdeñosas y comentarios de menosprecio entre buena parte de la intelligentsia limeña» (1990a: 28). El último calificativo de Gorriti tendrá algún elemento irónico, pero lo cierto es que las parcas de la crítica sí se han aprovechado de los momentos en que Vargas Llosa, por sus ideas, ha sido considerado un autor imperdonable. Esto lo explicito en capítulos posteriores sobre sus contra-ensayos y contra-novelas. A lo que quiero volver en esta sección es a la noción del campo cultural que un autor crea o se le va creando, a pesar de sí. Al hablar en Desafíos a la libertad de la continuación de la polémica causada por el excelente libro de Víctor Farías sobre Heidegger, rechaza el consenso (expuesto por Farías), que «una cosa eran sus actos de ciudadano, y otra, muy distinta, sus teorías, sus ideas» (263). Pareciera estar hablando de 122
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su propia condición en la esfera pública. Naturalmente, cree que no se debe aceptar esa cesura, pero sólo le quedan preguntas; entre ellas: «¿Es la excelencia intelectual una suerte de salvoconducto que exime de responsabilidades morales?» (ibíd.). Específicamente, el público nota alianzas entre varios autores que semióticamente los convierten en actantes (los que realizan o sufren el acto) o actores (personajes, como ya dije). En las simpatías y diferencias de lectura que lo llevan a Popper cabe mencionar, aunque sea brevemente, los lazos con Revel y Rangel. Desde los años setenta, cuando el antiintelectualismo es tópico del intelectual de izquierda («El homicida indelicado», CVM I, 265-275), como una década antes comenzó a serlo en Estados Unidos, aquellos baluartes crean un habitus de una democracia otra con el que está de acuerdo, y hay que distinguir en sus especificidades. Aunque cabría indagar por qué CVM I está dedicado al pintor Fernando de Szyszlo, se podría especular infinitamente en torno a por qué el segundo está dedicado al novelista chileno Jorge Edwards (sobre cuya obra siempre escribe, y viceversa) y el tercero al editorialista literario, filósofo y politólogo francés Revel. Me parece que la crítica del ensayo se podría beneficiar muy poco de tal enfoque, ya que la prensa, que también admite el discurso ensayístico, se ocuparía de corregirla. No obstante, Revel y sus excelentes polémicas merecen breves menciones en CVM I, con relación a Sartre y a la libertad de prensa y crítica (53, 286, 294). En el segundo tomo, le dedica a Revel y su obra un ensayo muy escueto, aunque elogioso. Diez años más tarde, la dedicatoria o paratexto de CVM III está completamente dirigida a Revel. Revestida con la codificación genérica de la epístola, le describe la heterogeneidad del contenido de su colección, haciendo énfasis en que «[c]onstituyen una salvaje mezcla, a la que da cierta coherencia mi propia vida, pues, aunque dominado siempre por la pasión de la literatura, nunca pude dejar de aventurarme por otros territorios (como el proceloso de la política). Creo que en este caleidoscopio de textos se vislumbra el aprendizaje intelectual de la libertad y de su difícil ejercicio» (CVM III, 5). Más allá de los parámetros genéricos –y de que algún estudio finisecular insista errónea y contradictoriamente en la coherencia de su novelística en base a la irracionalidad 123
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como factor unificador– cabría preguntarse por la codificación de la lectura misma y lo que quiere el autor que se haga con ella. Es decir, notar que lo que subraya es el carácter generalmente literario de sus elucubraciones y su creciente interés en una posición política más concreta, a la vez que está diciendo que la homogeneidad es la muerte de la cultura. Que el texto esté fechado «Barranco, agosto 1989» determina a la vez la relación que tendría con la campaña en que estaba a punto de inmiscuirse. Que su atención se dividiera en literatura y política no era en verdad nada nuevo. En 1973, ante la pregunta de qué magma tenía entre manos, encontramos otra de las pocas ocasiones en que relaciona su proceso creativo al ensayo, como también una dicotomía conocida: Ahí tienes: se trata de un ensayo, y he seguido el mismo procedimiento. Se basa en seminarios que di en Londres, Puerto Rico y Estados Unidos sobre la vocación del novelista, la técnica narrativa y, al mismo tiempo, la obra de García Márquez. En este ensayo estoy tratando de fundir ambas cosas: la vocación del escritor, las técnicas de la novela, a partir del caso de un autor concreto, a quien yo admiro y quiero mucho, como es García Márquez (González Bermejo 1971: 73).
Lo que ocurre con el momento del CVM III es que su público crítico no parece querer perdonarle que haya añadido a sus procesos de integración e integrismo una política con la que no están de acuerdo. Después de todo, lo que verdaderamente hace Vargas Llosa respecto a Revel en los dos últimos tomos de CVM es reseñar dos de sus libros, no más. En el segundo tomo glosa La Tentation totalitaire de 1976 (172-175), mientras que en el tercero examina La Connaisance inutile (1988) en términos de las verdades y mentiras que mueven a las sociedades actuales (493-499). No he constatado si este texto es el que sirve de comentario a la edición de El conocimiento inútil que publicó el Círculo de Lectores después de que saliera la traducción de Planeta. Vale subrayar que no examina los procedimientos retóricos por los que Revel, analista de éstos en Le Style du Général: essai sur Charles de Gaulle (mai 1958-juin 1959) (1959, aumentada en 1988), es tan reconocido. Más que trazar cual124
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quier relación directa entre Revel y él, lo cual en sí sería una aportación factible, propongo que los paratextos (dedicatorias, epígrafes, títulos, textos insertados…) que los unen son más pertinentes, especialmente en una esfera pública que no siempre quiere o puede profundizar. Después de todo, los libros de Revel y su racionalismo fueron importantes para la Guerra Fría y su fin porque afirmaban valores democráticos y liberales, en un momento cuando los socavaba la autoduda, culpabilidad y utopías. Por eso, al morir Revel escribe inmediatamente una nota sobre el francés como polemista («Despedida a un combatiente», 2006), y pasa más de un año para la publicación de un ensayo contundente y en muchos sentidos especular («Las batallas de Jean-François Revel», 2007). El crítico del ensayo tiene entonces que hacer de detective discursivo, fijándose en los momentos en que se anulan las oposiciones tradicionales entre el discurso y las estructuras paralingüísticas. Así, construyamos un relato cierto (Genette) de las redes culturales y transformaciones que se pueden notar entre Revel, Rangel y Vargas Llosa. Ya vimos que una conexión se encuentra en el libro de Revel y su apoyo de la solución liberal de Vargas Llosa para la democracia en el tercer mundo (Revel 1992: 178-179 y ss.). Volvamos al comienzo de lo que nos lleva al 2012. El ensayo del peruano sobre Revel tiene la dedicatoria «A la memoria de Carlos Rangel». Rangel es incluido por Revel en una lista atemporal de intelectuales cuyo antifascismo no consistió en remplazar un totalitarismo por otro (1989: 289). El prólogo a la colección póstuma de Rangel, Marx y los socialismos reales (que nos recuerda al Ni Marx ni Jésus con que Revel comienza una veta similar de su obra en 1970), tiene el título «Adiós a Carlos Rangel» (Rangel 1988: 9-10), y fue escrito por Revel, quien posteriormente lo publica como obituario el mismo año. Vargas Llosa, en la dedicatoria ya mencionada, termina su texto diciéndole a Revel: «Mi deuda con lo que tú has pensado y escrito sobre este tema capital [la libertad] es muy grande y así lo muestran algunas páginas del libro. Por eso me permito dedicártelo, con la admiración y el afecto de siempre» (CVM III, 5). A su vez, Revel menciona a Vargas Llosa en su ataque contra lo que considera el absurdo encasillamiento de algunos intelectuales bajo la rúbrica «nueva derecha» (1989: 126-132). En este libro de Revel, 125
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como en la no ficción reciente del peruano, varios actores latinoamericanos como Hernando de Soto, García Márquez y otros ocupan un lugar prominente en el capítulo «De la mentira compleja» (ibíd.: 106-143). Reseñando en 1997 las memorias de Revel, Vargas Llosa parece hablar de sí mismo al decir que lo muestran en plena forma: «fogoso, pendenciero y vital, apasionado de las ideas y los placeres, curioso, insaciable y condenado, por su enfermiza integridad intelectual y su vocación polémica, a vivir en un perpetuo entredicho con casi todo lo que lo rodea» («El ladrón en la casa vacía», 21). Paralelamente, en el homenaje del 2003 de la editorial L’Herne al peruano, leer «Mario Vargas Llosa et la politique» (en Bensoussan 2003: 364-370) de Revel es como volver a leer al francés. Se podría preguntar qué tienen que ver estas similitudes, a fin de cuentas, con el análisis del ensayo, creo que la respuesta más ceñida yace en Rangel. En sus ensayos Rangel no critica las facetas conservadoras del modelo liberal del poder sino que subraya sus propuestas más novedosas. Esto se da sobre todo en los tres últimos capítulos de Del buen salvaje al buen revolucionario, dedicados enteramente al análisis de la progresión de las formas del poder político en América Latina. Dicho sea de paso, el libro de Rangel fue publicado primero en Francia, por la editorial que publica la mayoría de los de Revel, cuyo prólogo se incluye en las diecisiete ediciones desde entonces. En ese polémico y reconocido ensayo se hace una relectura de Marx bajo el título «Héroes y traidores», se discuten algunas «mentiras» como «lo válidamente nacional» y la demografía reformista en capítulos dedicados a «Algunas verdades» y «Algunas verdades más». Y así por el estilo. Dentro de la noción de paratexto que manejo, el uso selectivo de las citas en este libro de Rangel permite vislumbrar la liquidación discursiva de lo que no conviene al desenvolvimiento de la ideología que el ensayo quiere promulgar, y es más un relato cierto hiperespecializado. En éste las citas no son empleadas como recursos para liberar el conocimiento que propone la definición convencional del ensayo, sino como invectiva y como microtextos que sustentan la validez de lo escrito. Ocurre más o menos lo mismo en su El tercermundismo (1982), también prologado por Revel y dedicado a revelar la manufactura 126
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de mitos políticos sobre América Latina. Rangel, siempre negó ser de derecha o conservador, pero nunca que su discurso ensayístico sea desinteresado o regido por una subjetividad orientada a la implantación de una opinión más política que estética, aunque la hostilidad de Sobre el manifiesto radical (1970) y Del buen salvaje al buen revolucionario lo alejan de la ecuanimidad de Vargas Llosa. ¿No se encuentra similar subjetividad en el fallecido Benedetti, García Márquez o Fernández Retamar, y en el contratexto de Rangel que son los ensayos híbridos de Eduardo Galeano? ¿Son similares las redes de la izquierda o de la derecha que no cuestionan su pensamiento único cuando acude a la legitimación de la esfera crítica y burguesa estadounidense? Hay mucha verdad en lo que dicen ambos lados, y a Vargas Llosa le interesa el producto final de cada bando, que por lo general está lleno de distorsiones, verdades a medias e historia tergiversada. Rangel nunca presenta una visión objetiva, y es sólo cuando sale de la esfera inmediata de su prosa no ficticia, hacia sus paratextos, que los lectores detectan el remplazo de una ética por una especie de defensa de su autoformación dentro de la esfera privada. Un fragmento de la carta de Rangel a Revel, que éste intercala en el amplio prólogo que escribe al Del buen salvaje al buen revolucionario, basta para fijar la importante función de los paratextos en el ensayo: Como dije a usted en la oportunidad de nuestro encuentro en Caracas, está por hacer una labor de des-mitologización. No que todo cuanto se dice sobre Latinoamérica sea falso, pero el conjunto da una idea falsa. En parte eso se debe a que durante siglos, imágenes deformantes de la realidad de este continente han sido empleadas como ingredientes de las controversias, las angustias y los ensueños de la civilización europea (1977: 13).
El resto del texto es una previsible imprecación contra la Leyenda Negra. Pero Revel cita además cinco cartas o notas de trabajo de Rangel, y concluye con la siguiente ampliación del público del libro, que se publicó primero en francés: «Subrayo de nuevo, para terminar, que el alcance de este libro va más allá de Latinoa127
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mérica. Puesto que si Latinoamérica es en sí misma un tema interesante e importante, sus problemas y sus fantasmas son los mismos de otros continentes. Sus resentimientos y sus temores frente a Estados Unidos son la versión exacerbada de pasiones que también Europa conoce» (Rangel 1977: 18-19). Sobre todo desde el 2000, la prosa no ficticia que publica el peruano sobre la política e «idea» de Europa, y la relación latinoamericana con Estados Unidos es numerosa y variada, pero despega de puntos de vista que no son idénticos a los de Rangel. No obstante, ambos ensayistas probablemente nunca lograrán las metas, ejercicios y protocolos con que se forjan, y por esto consideran ético el moldear de sus textos. Dicho de otra manera, no separan lo personal de lo profesional, lo cual es percibido hoy, erróneamente, como una convención académica.9 Con tal práctica quieren distinguir los suyos del ensayo «normal», y se abren así a las acusaciones de elitismo y oportunismo que siguieron a alguien como Rangel hasta su desaparición. Si bien el caso de Vargas Llosa es totalmente diferente, la red del campo y poder culturales con que funciona recoge algo de lo que compartió Rangel, con las debidas diferencias en talento y producción. En su texto sobre Revel, Vargas Llosa permite vislumbrar hacia qué formaciones se dirige para el apoyo de su ética ensayística: «Leyendo el ensayo de Revel, uno llega a pensar que la tesis gramsciana sobre el papel del “intelectual progresista” como modelador y orientador de la cultura sólo alcanza una confirmación siniestra en las sociedades que Popper ha llamado “abiertas”» (CVM III, 495). Pero Popper es además un crítico del psicologismo, e intérprete de la ficción (cf. Currie 1989 y 1991). En la próxima sección examino entonces qué le ocurre al discurso no ficticio del peruano cuando lee a Popper. 9
Al estudiar las diferencias entre el ensayo europeo y el angloamericano Atkins (1992: 73-97 y ss.) examina el regreso de/a lo personal, y la reacción que ocasionaron las abstracciones de varios posestructuralismos. Hesse (1994) afirma que exagerar lo personal (similar a la «crítica confesional» de moda) sólo sirve para descontextualizar lo que un ensayista quiere proponer en verdad. Arenas Cruz subraya el carácter dialogal del género (1977: 411-429). Estas subjetividades culturales son analizadas maravillosamente por De Obaldia para el ensayo y la crítica moderna (1995: 93-100 y ss.).
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Éste, como Revel, no está mencionado en los organigramas discursivos de colecciones como La verdad de las mentiras o A Writer’s Reality, pero en un lapso relativamente corto sus ideas se convirtieron en las más influyentes que se pueda encontrar en Vargas Llosa. Y es por una obstinación compartida, expresada por Popper en el primer volumen de The Open Society and Its Enemies: «Mi actitud hacia el historicismo es francamente hostil, basada en la convicción que el historicismo es inútil, y peor que eso. Consecuentemente, mi estudio de las características historicistas del platonismo es muy crítico» (1966a: 34). Por otro lado, demonizar al historicismo es en última instancia oponerse a la historia, y la debilidad de Popper es su suposición de que la dinámica de la historia es el resultado de la interacción de agentes humanos ya presentes y completamente constituidos.
C. La verdad, el poder y «yo» Basándome en sus lecturas de Popper, en esta sección trato de establecer una relación entre verdad, poder y nuestro novelista. La tríada no es descabellada, especialmente si se considera que con La Fiesta del Chivo recuperó la potencia de sus mejores obras, como mostró por más de un año la extensa y positiva recepción de esa novela, y porque esa obra ofrece una relación especular con la seducción del poder, como explicita en una de las entrevistas más extensas sobre el asunto (cf. Krauze 2000). La relación entre el poder y el autor, naturalmente, puede yacer en el gran éxito comercial y de crítica de una novela discutida en la red mundial, en lo que otra entrevista llama la «fiesta secreta del escribidor». Es decir, Vargas Llosa ha vuelto al poder anterior que tenía como autor, rescatando exitosamente un subgénero en aparente desuso (la novela del dictador), y esa condición hará que sus lectores piensen otra vez en el lugar que le corresponde en la esfera pública. La Fiesta del Chivo, que se estrenó exitosamente como obra de teatro en Nueva York en 2003, es la menos ensayística de sus novelas con pátina enciclopédica. Desfila por ella la cultura popular (121, 257, 503), la historia empírica cuyos protagonistas aun vivos han cues129
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tionado la veracidad de lo representado, Estados Unidos, la sintaxis dominicana en los diálogos, etc. También la recorre desde el principio no tanto el poder fantasmagórico del dictador Trujillo, sino el del malo Johnny Abbes García (53) y el del senador-escribidor Henry Chirinos (151). Sin embargo, y de manera especular, está más presente el poder del novelista para armar una verdad. Las verdades en Vargas Llosa, como observo, son más complejas, especialmente si consideramos la carga conceptual que tenía de trasfondo al escribir La Fiesta del Chivo: su experiencia con Fujimori y Montesinos, su exhaustiva investigación sobre Trujillo y su contexto, su relación con la prensa. Esta última se notaría en cómo los periódicos básicamente trujillistas, El Caribe y La Nación, están tan presentes en el imaginario colectivo representado, como la visión externa que el narrador confía al New York Times, y posterior a la publicación de la novela, el relato A la sombra de mi abuelo (2009), de Aída Trujillo, nieta del dictador. Los tentáculos del poder se observan también en la reiteración del caso Galíndez (111-119), de por sí novelizado, y cómo un «dictadorzuelo caribeño» se permitió secuestra y asesinar a un ciudadano español, nacionalizado estadounidense, en Estados Unidos. En todo ese andamiaje se puede notar, a un nivel conceptual, la presencia de Popper, y la rastreo brevemente. Existe hasta hoy sólo un ensayo definitorio y definitivo del peruano sobre el filósofo, otro que retoma esas ideas, a las que contestan Popper y otros (cf. Schwartz et al. 1993), y uno de 1996 llamado «La voz de Dios». Como se verá, de su encuentro con él Vargas Llosa salió tan tocado como Jacobo con el ángel. La controvertible idea popperiana de que la observación sólo sirve para refutar la teoría y no para respaldarla le da al ensayo de Vargas Llosa un alcance aparentemente incalculable, por lo menos en lo que se refiere a su ficción. La historia editorial del texto del peruano contiene varios interensayos, pero su traducción al inglés y francés, y su publicación en revistas de extremado efecto en las esferas críticas y burguesas, son más importantes para la determinación del habitus de su autor y la concomitante transformación de su campo intelectual. Hasta este momento no hay la más mínima mención de la red cultural, intelectual y política que Vargas 130
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Llosa va tejiendo con las ideas de Popper. Es cierto que el ensayo se publicó en el momento en que los estudios sobre Vargas Llosa de los años noventa estaban en prensa. Pero también es cierto que ya menciona a Popper en los tomos de CVM. Como generalización aplicable, presento un marco interpretativo que de ninguna manera quiere dar cuenta de la totalidad de la obra de Popper, o de un precursor más afín a lo literario como Gadamer, para quien la interpretación depende del papel constitutivo de los perjuicios y prejuicios del entendimiento (Frow 1986: 224-227). Los pocos que se han ocupado seriamente de la conexión entre Vargas Llosa y Popper desde la literatura (Valdez Moses 1995) descartan el hecho que Popper simplemente no puede corregir o echarle la culpa a Platón y Hegel por los autoritarismos actuales, progresión que se nota de The Poverty of Historicism a los volúmenes de The Open Society and Its Enemies. Después de todo, no llegar a una solución desacredita sólo al que la intenta, no a la teoría. Si el utopismo, forma de ingeniería social, es la primera de las actitudes contra las que polemiza Popper, la actitud inversa le parece igualmente peligrosa. Ésta, que Popper llama historicismo, consiste en rechazar el principio mismo de una acción tecnológica a nombre de una creencia pretenciosamente racional. La lectura de Vargas Llosa se traduce en párrafos discordantes en la colección de tópicos que caracteriza al discurso literario sobre la filosofía. No obstante, yace en que aportan reanimaciones personales de un literato estricto. Como dice Hobbes, todo lo que es bello o defendible es obra del ingenio, guiada por los preceptos de la filosofía verdadera (1992: 202). Leído cuidadosamente, se notará que Vargas Llosa no está entre los que se quejan de que la idea de trazar la genealogía de la tiranía de Stalin retrocediendo a Lenin, Marx, Hegel y Platón no es otra cosa que un gran emplazamiento de Popper (el título original de The Open Society and Its Enemies, rechazado, iba a ser «Falsos profetas», y se refería a los últimos tres filósofos). En su lectura Vargas Llosa retoma corolarios y tangentes actuales de las discusiones acerca de las fracturas de la sociedad. Diferente de aquéllas, y a pesar de que a veces habla del poder del Estado como el «monstruo frío» hegeliano, apunta algo importante y obvio en este momento histórico: el mundo ha cambiado casi 131
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completamente desde que Popper publicó por primera vez The Open Society and Its Enemies en 1945, como el mismo filósofo siempre notó. Precisamente, los quince capítulos (incluidas unas cartas a Berlin) de la cuarta parte de Después de «La sociedad abierta»…, más una larga entrevista de 1972 y una carta a los lectores rusos de su clásico (2010: 133-295, 347-360, 477-486), muestran su dedicación a precisar el concepto. También hay que subrayar que Popper no puede atenerse a ciertas reflexiones contemporáneas sobre sus temas. Esto es bastante evidente aún en sus últimas puestas al día de conceptos importantes como la sociedad abierta y la democracia. En las dos partes de la actualización «La sociedad abierta, hoy» (1991, reproducida en 2010: 465-476) una primera salvedad que se le podría hacer es que desdeña el nervio de la argumentación de Marx acerca de las contradicciones íntimas del capitalismo, que habían ilustrado socialistas franceses como Proudhon y De Maistre (Berlin 1992b). Otra es que el capitalismo puede ser eficiente (dándole la razón a Marx y Engels), y también frío. En este contexto, lo que mantiene vivos al socialismo y el indigenismo es el reconocimiento por Vargas Llosa de que ningún sistema social en la historia ha sido más innovador y dinámico que el capitalismo. Él y Popper se ven en un conflicto que no son capaces de resolver, de la misma manera que Revel, en Le Regain démocratique (1992) entiende que la caída del comunismo no invalida un papel para el estado en asuntos económicos. Es decir, por un lado Popper reconoce la necesidad de la ley (Estado) para proteger la propiedad privada y el juego de intereses, al tiempo que reconoce también la necesidad de limitar el «proteccionismo o interferencia estatal, ya que éste conduciría a la pérdida de libertad» (Popper 1991a: 5). Es difícil creer en la «revolución universal» de Marx, pero sí en que la lucha de intereses por sí misma no puede llegar a una armonización. El interés, de suyo, divide no unifica. Y si Popper piensa otra cosa, ¿basado en qué razón recurre a la «responsabilidad», aparentemente moral, que es la antítesis del interés económico? De lo que se trata aquí en resumen es de una típica conciencia burguesa, en el sentido de Marx, que se niega a ver en el espejo la responsabilidad verdadera, v.g., exigencia y compromiso. Un texto anterior, en que se defiende contra «las grandes palabras» 132
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de Adorno, Habermas y otros críticos, provee una clave para sus defensas: «Desafortunadamente ignoran el hecho que, a pesar de que soy en verdad un liberal (no revolucionario), mi teoría epistemológica es una teoría del crecimiento del conocimiento por medio de revoluciones intelectuales y científicas» (Popper 1992a: 91). En «A propósito del tema de la libertad», de 1958 pero recogido ahora en la colección póstuma que según él (1995: 9) es una continuación de In Search of a Better World, arguye que nuestra argumentación no es nunca irrefutable, y que siempre hay que sopesar las razones a favor o en contra de una opinión, porque «[d]e esta manera, la formación de opinión contiene siempre en último lugar un elemento de la libre elección. Y es la libre elección la que vuelve valiosa una opinión humana» (ibíd.: 139). Sin embargo, reconoce que ésta es una estimación elevada de la opinión libre, y que «quizá sea cierto que la libertad del pensamiento nunca se puede reprimir por completo. Pero sí se puede reprimir al menos en parte» (ibíd.: 140). En un resumen a estas alturas innecesario de las conexiones entre Popper y Vargas Llosa respecto a la preferencia de ellos de la libertad sobre la igualdad, el novelista mexicano Eloy Urroz señala correctamente que lo que ha cambiado en el peruano «es el medio, el método o praxis en que ha afincado su ataque» (2011: 36), concluyendo que ambos son «neoliberales» sólo en materia económica, pero inclinados a «una izquierda social intransigentemente respetuosa de los derechos y las libertades individuales» (ibíd.: 38). Es fácil estar de acuerdo con Urroz. No obstante, aun su largo y autoindulgente ensayo, lleno de citas y fuentes tanto personales como imprecisas, es un emblema de cómo las defensas y apologías de Vargas Llosa pueden degenerar en las pasiones utópicas que critican, terminando en sermones, sobre todo cuando se basan en pocos textos, cinco en el caso de Urroz. A pesar de lo que opine Popper, existe el capitalismo y vivimos en él, específicamente desde el Renacimiento, en el sentido de economía de mercado, con la aparición de la letra de cambio, moneda nacionalizada, especulación incontrolable (mercado de valores), banca internacional, la usura legalizada, y, si hablamos de una esfera pública, el nacimiento de la prensa. Pese a que Popper y Vargas Llosa no son el tipo de intelectual que alcanza las prebendas del 133
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poder y las ganancias de las corruptelas, parece más válido, y fiel a lo que explico en el primer capítulo, recuperar el innegable campo cultural que han construido. Popper y sus seguidores no piensan en las metodologías como instrumentos que conducen a la verdad, y su evaluación de ellas contiene una circularidad que los filósofos notan constantemente. El valor de mercado de los bienes de consumo y de todos los bienes comerciables determina las relaciones sociales. En ese sentido, los capitalistas entienden lo que se le pasó a Marx: los trabajadores también son consumidores, y no tiene sentido reducir sus sueldos al nivel de subsistencia. La vida social en su conjunto está controlada y dominada por la economía, y esta situación es inescapable para la responsabilidad del individuo y del Estado. Es lo mejor de Marx y el talón de Aquiles de Popper. No es sólo por esto que los filósofos se preguntan si Popper ha sido bueno para la filosofía, y si vale la pena ser antirrealista respecto al éxito en criterios evaluativos (Papineau 1989: 439). Como Imre Lakatos, quien fue hostil hacia Popper hasta el fin, Papineau nunca ha dejado de creer que el problema con la filosofía de la ciencia de Popper es que considera que toda teoría es conjetural, tema que, al querer instruirnos más sobre Popper que sobre Vargas Llosa, no contempla Urroz (2011: 36-37). Es mejor dejar la explicación de reacciones similares en el contexto de un populismo derechista, que se opone de manera paradójica a lo que considera una rebelión contra el liberalismo. Hacia el fin de sus días Popper no quiso aceptar que la sofisticación de la decepción ha aumentado más rápido que la tecnología de la verificación, sin aceptar que las rebeliones se deben más al hecho de que estamos hiperconectados que a la globalización. Vargas Llosa y Popper coincidieron en un seminario de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Santander dedicado al último. Si antes hablaba de redes francoamericanas, en las que insiste Fernando Iwasaki (Ínsula 1998: 17-19), valdría hablar aquí de redes latinoamericanas, porque el seminario de Santander, concentrado en el liberalismo y en las ciencias sociales, continúa el de uno dedicado a la filosofía de la ciencia en 1968, cuyas actas se publicaron con el título Simposio de Burgos (1970). La historia latinoamericana ha cambiado mucho, y en 2012 Vargas Llosa se 134
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encuentra nuevamente más próximo a España. En aquella ocasión de julio y agosto de 1991, la prensa informó que, a pesar de las coincidencias políticas entre ambos, Vargas Llosa disintió de Popper en lo relativo a la redistribución de la riqueza y del desarrollo económico. Más que la consuetudinaria práctica intelectual de descalificar a ciertos miembros de su clase, Popper y Vargas Llosa volvieron a coincidir en la flexibilidad democrática de lo que entienden por sociedad abierta. En el momento en que se da este intercambio, queda emblematizada y concretizada la esfera pública que ambos han creado para sí mismos y su obra. En enero de ese mismo año, La Règle du Jeu parisina, de cuyo comité editorial es miembro, publica el «Actualité de Karl Popper» del peruano. En marzo, la revista madrileña Claves de Razón Práctica publica «Karl Popper al día». Estas dos versiones contienen una quinta y sexta parte que han sido añadidas a los que serían los interensayos originales. Unos meses antes, en octubre de 1990, la revista PMLA, órgano oficial de la asociación de estudios literarios más grande de Estados Unidos, publica «Updating Karl Popper», versión inglesa de los primeros interensayos. Finalmente, en marzo de 1992 Vuelta publica la versión más larga con el mismo título que las versiones española y francesa, que a su vez crean redes adaptadas al público que las lee. Así, en la versión inglesa las notas del traductor son necesariamente superficiales. De la misma manera, la versión francesa, publicada al filo de la traducción de una selección de los tomos de CVM, se ve obligada a anexar una lista de las principales obras de Popper disponibles en francés. Valdría pensar que la parafernalia de esta red tiene más que ver con la popularidad de Vargas Llosa que con las ideas de Popper, y también con un agrupamiento intelectual de los años ochenta en adelante para concebir las ideas totalizantes y totalitarias desde una actitud democrática y liberal. Como decía Hugo, no hay nada tan poderoso como una idea a la que le ha llegado su momento, y un talento del peruano es promover ideas que llegan a la hora más necesaria. En la América Latina actual los agrupamientos no se deciden por un liberalismo de trascendencia o proyección social que sepa conciliar lo colectivo con lo individual. Lo que sí se puede decir es que esos conjuntos, básicamente indeterminados, propug135
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nan soluciones nada coyunturales a las encrucijadas políticas y económicas del momento, según arguye generalmente Edgardo Paz Barnica en El liberalismo en la encrucijada (1992). Pero no significa que Vargas Llosa las acepte sin la mínima crítica, como observamos en su lectura de Revel. Lo que sí quiere decir es que, aparte de las discrepancias (cf. «La voz de Dios»), ve en parte de la obra de Popper el camino adecuado para alcanzar sus ideales de lo que es el progreso, sobre todo en la amenaza del colectivismo a la libertad. Oviedo nota en 1978 el espíritu de la tribu: «Para eso están las pandillas, los clanes, las hermandades de la violencia: ser el amo significa en cierto modo, ser también su mejor servidor, alimentar las jerarquías de la pirámide con el ejercicio sistemático de la humillación, la explotación y la degradación» (Oviedo 1981: 51). Esas ideas permiten observar en los ensayos discutidos posteriormente, los aspectos de una poética generativa que da forma definitiva a su discurso ensayístico. Así, los interensayos diseñan a Popper mediante los atributos de ellos, no por las acciones de él. El texto sobre Popper «nace» ante el público de El Comercio, entre abril y diciembre de 1989, y los cuatro que componen la primera serie de interensayos no se publican con el prefijo «Piedra de toque», rúbrica para otros ensayos de la época. Cronológicamente son «La verdad sospechosa», «La sociedad cerrada y el mundo tercero», «Historicismo y ficción», y «Karl Popper y el Historicismo». La versión inglesa traduce el primero y tercero, mientras que la francesa (que pone subtítulos) y la española (que los enumera) juntan las dos últimas y añaden secciones sobre el reformismo, la tiranía del lenguaje y una más larga sobre el liberalismo en ese momento. Esta última es la versión que Vuelta vuelve a publicar en una etapa triunfante del liberalismo. A primera instancia se creería que se trata de probar la construcción de un discurso conspiratorio. Recuerdo un recurso retórico de sus ensayos poco notado: «Todo lo contrario». Creo que la primera instancia tiene que ver con las virtudes de expansión del ensayo, con una contradicción vital. Adorno explica así este tipo de procedimiento: «El ensayo retrocede espantado ante la violencia del dogma de que el resultado de la abstracción, el concepto atemporal e invariable, reclama dignidad ontológica en vez del 136
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individuo subyacente y aferrado por él» (1962a: 20). Además, Vargas Llosa lee a Popper desde el contexto de lo que también se ha llamado liberalismo conservador, lo cual es otra codificación a tener en cuenta. Las primeras cuatro secciones exponen una lectura de actitud pedagógica, con una voz reflexiva que espera que el destinatario ponga en evidencia su interacción con su contexto histórico y social. No obstante, aprovecha cada momento para recuperar las tematizaciones de otros de sus ensayos. Desde las primeras páginas encontramos entonces discusiones de los conceptos de verdad y libertad («Karl Popper al día», 24), alusiones a las mentalidades tribales y los intelectuales (ibíd.: 25), exhortaciones a la razón y al verdadero espíritu crítico (ibíd.: 26), y así por el estilo. En este tipo de lectura, del cual Vargas Llosa no se hace partícipe, es frecuente la tendencia (no importa cuál sea la materia humanística que se emprenda), a incluir un rápido cursillo en epistemología. Se lo hace como una manera de afirmar la relación de los conceptos del que critica a un nuevo paradigma intelectual, y de cubrir la carencia de rigor crítico. Nunca se halla esa inseguridad en sus ensayos, incluso en éste en que trata temas filosóficos que no tocaba desde que escribía sobre Sartre. Es por esto que constantemente sobresale en sus lecturas su poder de autocorrección y sensatez. En la parte sobre historicismo y ficción da un matiz contemporáneo a las ideas de Popper: «Ahora bien, que no existan leyes históricas no significa que no haya ciertas tendencias en la evolución humana. Y, que no se pueda predecir el futuro, tampoco significa que toda predicción social sea imposible» («Karl Popper al día», 27; énfasis del autor). Como seguiré diciendo, todo vuelve al campo literario: «La concepción de la historia escrita que tiene Popper se parece como dos gotas de agua a lo que siempre he creído es la novela: una organización arbitraria de la realidad humana que defiende a los hombres contra la angustia que les produce intuir el mundo, la vida, como un vasto desorden» (ibíd.: 28). En las actas del encuentro con Popper en Santander en 1991 precisa: Cuando nosotros nos enfrentamos a un mundo como el de La [sic] Guerra y la Paz de Tolstói, o el de La Comedia Humana de Balzac, o 137
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al mundo del Quijote ideado por Cervantes, ese caos que es la vida se nos presenta con un orden racional […]. Eso que yo siempre creí que es Novela, leyendo a Popper descubrí que era para él la Historia, la Historia escrita. Y que, por lo tanto, si es así, un libro como La Guerra y la Paz de Tolstói no es esencialmente diferente de La decadencia y la caída del Imperio Romano de Gibbon, por ejemplo. Porque en ambos libros, uno utilizando datos objetivos de la realidad, y otros datos tomados de la imaginación, hay esa construcción artificial, esa organización artificial del mundo («Mi deuda con Karl Popper», 229-230).
Al haber vuelto a la literatura, y al no dejar el comentario político, va a tener que seguir precisando esa relación. La asume como tal: «Yo, en la política, en lo que es la actividad social, defiendo, estoy constantemente luchando a favor de cosas que parecen ser la negación de todo aquello que hago como escritor, y, sin embargo, me parece que eso es una contradicción no solamente lícita sino inevitable» (Tusell 1989: 74). El problema del «compromiso» del novelista es que la literatura comprometida es demasiado imprecisa como para determinar un género o asociarla con un autor. En palabras de él: «en los tiempos de apogeo del posmodernismo y de la literatura light, concebir una novela comprometida es ir contra la corriente» («Héroe sin cualidades», 40). Es mentira que no haya ya escritores latinoamericanos comprometidos, y sólo hay que leer un periódico y notar cómo se comprometen con cualquier asunto. La lectura vargasllosiana de Popper es en todo sentido dialógica, y privilegia la sensatez de la argumentación paulatina. Es más, contiene lecturas aleatorias que son necesarias para determinar la originalidad de un pensamiento, de un conocimiento relacionado al poder. Para él Popper es el nuevo héroe de relatos ciertos cuya red y periplo quiere trazar dentro de la responsabilidad de las formas literarias y políticas. No obstante, en el elemento añadido (noción analizada agudamente por Bertini 1986: 308-322) de los fragmentos sobre el reformismo, la tiranía del lenguaje y el liberalismo, se nota la paradójica proximidad y distancia que mantiene respecto a Popper. En ellos ve más allá del simplismo del simplismo, para hacer conocer a su público que su contrincante, la verborragia del autodenominado progresista revolucionario, es dañina 138
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para la sociedad: «El “reformista” no aspira a traer la felicidad a los hombres, pues sabe que este asunto no incumbe a los estados sino a los individuos» («Karl Popper al día», 29). Para Vargas Llosa el reformismo es compatible con la libertad, en cambio «la “ingeniería utópica u holística” conduce, a la corta o a la larga, a la acumulación del poder y a la supresión de la crítica (es decir, a la dictadura)» (ibíd., 29). No se puede saber del discurso empleado si al fin de la sección sobre el reformismo está de acuerdo con la existencia del Estado como mal necesario. Pero se ve en otros ensayos suyos lo que ha consolidado al respecto. En la parte siguiente de su examen de Popper, dedicada a la tiranía del lenguaje, se capta el encapsular y el encaramiento de «demonios» anteriores (entendidos como impresiones y recuerdos tenaces más que como creación objetiva) que lleva a cabo. Tal vez no a pesar de sí, tal como quiere poner a su auditorio al día respecto a Popper, lo pone al día respecto a los discursos que le dan nueva forma al suyo. Es entonces muy pertinente que una de las mínimas objeciones que le hace a Popper tiene que ver con los útiles del literato, o sea, las prácticas que revelan la antropología de la escritura. Dice Popper al rastrear la relación entre el mercado de los libros y la revolución democrática ateniense: «Nuestra civilización, efectivamente, se basa en los libros: el sentido de la tradición y la originalidad, la seriedad y el sentido de la responsabilidad intelectual, el poder sin precedentes de la imaginación y de la creatividad, el concepto de la libertad y el afán de preservarla que la caracterizan, se apoyan en nuestro amor por los libros». Popper incluye este texto como «apéndice» a «Books and Thoughts: Europe’s First Publication» en In Search of a Better World, y como en el peruano, sus pretextos o interensayos sólo se determinan en las versiones definitivas que presenta al público. La semejanza formal entre ciertas obras no implica la identidad de su contenido específico, ni una coincidencia en el contenido específico de dos obras indica necesariamente que pertenecen a la misma categoría formal (Suleiman 1983: 6-7). Como Bouvard y Pécuchet, Vargas Llosa sabe que no todas las respuestas están en los libros y sus palabras. Otra objeción es que en cierto sentido Vargas Llosa dice que el lenguaje de Popper es cerrado, porque nunca se entregó a la moda 139
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de la «distracción lingüística». Este resumen del fracaso del giro lingüístico no zanja las dificultades metafilosóficas de la filosofía lingüística. Con precisión literaria, sin Wittgenstein, el peruano considera que Popper no ha sido un filósofo de moda, porque para él la verdad «está siempre fuera de las palabras» («Karl Popper al día», 30; énfasis del autor). Popper se refiere a formas platónicas. Un lenguaje estable puede transmitir verdades respecto a cosas estables. Pero el lenguaje no es estable. ¿Cómo superar esto? A pesar de no aliarse con este trasfondo, en todo momento la crítica que hace Vargas Llosa es justa, aunque respecto al lenguaje es verdaderamente severa con las formaciones discursivas de Popper. No obstante, éste podría ser un problema específico del inglés, lenguaje en que Popper publicó la mayor parte de su obra. Por ejemplo, David Stove, en Popper and After (1982), cree que Popper es uno de cuatro «irracionalistas» que emplean el giro lingüístico para cubrir lo absurdo con recursos lógicos permitidos por la lengua inglesa. Muerto Popper, en una discrepancia posterior al texto que examino, Vargas Llosa afirma: «Diré rápidamente que tengo a Karl Popper por el pensador más importante de nuestra época, que he pasado buena parte de los últimos veinte años leyéndolo y que si me pidieran señalar el libro de filosofía política más fecundo y enriquecedor de nuestro siglo no vacilaría un segundo en elegir La sociedad abierta y sus enemigos» («Ángel del infierno», 7). Aunque Barthes no es un santo de su devoción (y tal vez ello demuestre su objetividad general, que examino adelante), en el texto anterior al de 1996 recurre a la prosa de aquél para mostrar que las apariencias engañan. Según el peruano Popper no se preocupa del estilo, y por esto cree que la fluidez del francés llega mejor al público. Pero hace la salvedad de que exagera: «Porque no es verdad que el asiento de todo poder sea el lenguaje. ¡Vaya sofisma! El verdadero poder mata y las palabras, a lo más, aburren, hipnotizan o escandalizan» («Karl Popper al día», 31). Antes, en «Elogio de la crítica de fútbol», nota no recogida, dice de una clase de Barthes: «sus explicaciones mostraban de manera convincente que la crítica de (sobre) modas tiene muy poco que ver con la realidad que, supuestamente, describe con palabras […] y que es, más bien, una retórica autosuficiente, 140
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autárquica, de gran originalidad e inventiva, cuya función consiste en “mitificar” la moda, rodeándola de una aureola fascinante e irreal» (49; énfasis mío). El zigzagueo conceptual se confirma en esos escritos, cuando fue invitado por La Vanguardia de Barcelona a colaborar como cronista del Mundial de Fútbol 1982. En esa ocasión, y con el distintivo «Escribe Vargas Llosa», publicó trece notas sobre la economía física del fútbol, sin olvidar a Barthes o la semiótica de ese deporte. Volvamos al ensayo sobre Popper. Es curioso que en esta versión, la oportunidad perfecta para desarrollarlas, Vargas Llosa relegue las ramificaciones económicas de las tesis popperianas a un segmento de la última parte del texto. Dedicada al liberalismo contemporáneo, el segmento registra autoridades y lecturas contemporáneas. Es además una verdadera puesta al día y contextualización histórica de Popper. Sutilmente, el peruano no se define como liberal, a pesar de subrayar lo que entiende por el epíteto. Hay así momentos en que se distancia totalmente de sus fuentes de legitimación, para expresar no su libertad ensayística sino la independencia que hasta ahora no han sabido condensar sus críticos: «La medida del progreso no es el desarrollo económico –éste es una consecuencia, más bien–sino el avance de la libertad, en todos los campos: económico, político, cultural, institucional, ético» (32). A pesar de que honestamente cree en esta secuencia, cabría que le objetara a Popper que el mercado libre no es «libre», ya que está afectado por leyes inapelables. La posición antimarxista de Popper se debilita, precisamente por la selectividad que, aún en la revisión de su tesis sobre la sociedad abierta (1991), lo conduce a citar únicamente La pobreza de la filosofía de Marx. La sociedad abierta no está protegida contra la ideología marxista ni otras, justamente porque es abierta. Tras la intervención de Vargas Llosa en el coloquio de Santander, Carlos Rodríguez Braun dice que el libro más famoso de Popper «va camino de dejar de ser un texto polémico» (Schwartz et al. 1993: 242), debido a la vertiginosa desaparición de sus enemigos. Esta aserción queda templada por conflictos mundiales irresolutos, sobre los cuales siempre escribe Vargas Llosa. Igualmente revelador es el hecho de que cuando Rodríguez Braun termina su intervención afirmando que hay que cuidarse de las 141
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propuestas buenas, Popper comenta: «No sé virtualmente nada de Iberoamérica […]. Ha hablado usted de propuestas “buenas”. Sobre eso tengo mis dudas. No sabemos si son buenas o no. Quiero decir, podemos creer que son muy buenas, pero ignoramos cuáles serán en realidad sus resultados una vez que sean introducidas en la política» («Mi deuda con Karl Popper», 245-246). Aunque la crítica de Marx en Popper es todavía una de las más influyentes en la esfera intelectual actual, lo que no hace es diferenciar entre los modelos de capitalismo puro que intentó construir aquél y su teoría de la historia. En los primeros los seres humanos son vistos como simples portadores de categorías económicas. En la última son tipos de formaciones sociales a los que se les asigna un papel importante en la lucha de clases. Así, como propuso para estructuras económicas particulares, Marx en realidad presenta un cuadro mucho más complejo y específico que la división entre clase dominante y trabajadora en que se apoya Popper. En The Open Society and Its Enemies concluye categóricamente y de manera borgeana: «No hay una historia de la humanidad, existe solamente un número indefinido de historias de todo tipo de aspectos de la vida humana» (1966a: 270). En su prisa por defender la teoría social contra el determinismo y afirmar el papel del ser humano, Popper termina negando la posibilidad misma de crear una teoría no determinista de la historia. El problema con esta estrategia es que parece imposible suponer que promoverá los intereses de un individuo más que una política social que permita excepciones a las reglas establecidas, cuando el momento histórico se lo permita a uno. En cambio, Vargas Llosa no niega la historia, y considera demasiado optimista la tesis del libro de Fukuyama («Karl Popper al día», 32). Se va ubicando paulatinamente en el momento contemporáneo, y termina su lectura de Popper con el siguiente aserto internalizado: «Un generalizado conformismo, cuando no una actitud de asco y desprecio hacia la política y la vida pública, es el resultado del progreso material y la consolidación de la democracia liberal en los países occidentales» (ibíd., 33). Como los lineamientos económicos, los de la verdad no ocupan un lugar privilegiado en este ensayo. Esto se debe, tal vez, a que los trataría en los ensayos de La verdad de las mentiras. Como señala en «A 142
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Fish out of water», estaba escribiendo éstos al mismo tiempo que los que componen el interensayo «Karl Popper al día». Pero no se puede entender el manejo de la noción de verdad sin por lo menos una coda de lo que significa en el campo cultural predominantemente occidental en que se instala Vargas Llosa. Se podría comenzar buscando el palimpsesto en el conflicto entre los filósofos griegos estoicos y escépticos, como debate conducido en una tradición compartida. Desde Platón en el Cratilo a San Agustín y su Contra los académicos, pasando por Santo Tomás y su Quaestiones disputatis de veritate, y el Descartes del Disputationes de prima filosofia, es difícil creer que ha habido consenso respecto al término verdad, como indica Wilde en su larga lista de mentirosos canónicos (1968: 179). Al manejo de la noción de verdad dentro de un diálogo democrático que propugna Vargas Llosa se le puede sacar en cara que el problema mayor es que es una tradición compartida. Es decir, aun si se cree que el usuario de la verdad se guía por principios, no hay manera de saber si se aferra conscientemente a una fuerza normativa de esa tradición que hace caso omiso de otros compromisos. El Inca Garcilaso de La Vega, dice en el segundo libro del capítulo II de sus Comentarios reales: «Esta verdad que voy diciendo que los indios rastrearon con este nombre, la testificó el demonio, mal que le pesó, aunque en su favor, como padre de mentiras, diciendo verdad disfrazado con mentira, o mentira disfrazada con verdad». La cultura occidental que desembocó en Vargas Llosa eliminó este tipo de discurso, y el mestizaje que lo suplanta trasplantó su contenido a la deriva ética en que se encuentran la izquierda y la derecha. Hoy «es probable que la línea divisoria entre las dos partes opuestas del universo político pase por la diversa actitud respecto de la bondad o la maldad de la técnica, de la confianza en su poder salvífico o de la desconfianza en su poder destructivo» (Bobbio, en Bosetti 1996: 82). Acabada la ilusión del progreso, ambas siguen siendo cautivas de categorías que no les permiten ser iconoclastas y contribuir positivamente a la sociedad. Estos polos de la esfera intelectual se fían de exageraciones retóricas y terminan dejando la verdad en la misma canonicidad en que la encontraron al querer pasar a la esfera social. Consecuentemente, las mentiras se convierten en un registro de las 143
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expectativas morales que mantienen lo que uno entiende por esa difícil y complicada escisión, especialmente en lo que uno escoge en la vida pública y privada, según Sissela Bok en Lying (1989) y la interminable secuela académica sobre este asunto. Para Gadamer, quien recoge la tradición del manejo de la verdad, la técnica de entender e interpretar se desarrolló por dos caminos, teológicos y crítico-literarios, que surgen de un impulso análogo. Según él, ambos se ocupan de revivir algo que no era absolutamente desconocido, sino que su significado se había convertido extraño e indisponible (1975: 153 y ss.). Todavía más pertinente para la verdad en Vargas Llosa es la noción de texto eminente desarrollada posteriormente por Gadamer. Si se define al texto como una serie de signos que fija el sentido unitario de algo hablado, aun cuando sea algo meramente dicho a uno mismo mientras se lo escribe, el texto eminente «es una construcción que quiere ser leída de nuevo, una y otra vez, aun cuando ya ha sido entendida» (1982: 341). Esta acepción está claramente relacionada con lo que hace la crítica con el texto. Consciente de ello, Charles Graff le responde a Gadamer que la crítica puede ser vista como una serie de respuestas al argumento platónico en La República que la literatura no tiene verdad, o al menos verdad real (en Gadamer 1982: 348). Por esto no es exagerado recordar que la búsqueda de índices doctrinales sobre la verdad se puede rastrear a la historia bíblica del género humano. Creamos o no a Derrida al asumir que los orígenes son siempre intrínsecamente inaccesibles, hoy es claro que cuando tratamos un texto antiguo el enfoque respecto a los orígenes debe ser un arriesgado camino conjetural desde los rastros y claves depositados en tradiciones históricas.10 Esto presupone, aparte de errores históricos y falsificaciones, creerle a la Biblia que los santos patrones de los mentirosos son los cretenses.
10 Los análisis más racionales de Derrida son el de Merquior (1986: 213-242), Norris (1994: 52-67) y Himmelfarb (1994: 131-161), en los cuales me apoyo para la historia y crítica del pensamiento posestructuralista. Los tres muestran que Derrida es un utensilio interpretativo temporario, y sus émulos no lo quieren usar como una autoridad.
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Paralelamente, escribir sobre los de Vargas Llosa u otro ensayista sería una ocupación árida si los críticos no buscaran símbolos escondidos, íconos culturales y patrones psicológicos, entre otras cosas. Estas búsquedas –en que se dificulta reconstruir lo histórico, y en el intento de hacerlo es probable que dañemos irreparablemente al autor en que fiamos– pueden ser útiles cuando desentierran la matriz de los antecedentes virtuales de un autor. No obstante, hay que tratar los de un autor como mensajes escritos en un código que los lectores que están fuera del clero crítico puedan entender. En este sentido, la Biblia es un repositorio importante de muchas verdades humanas que Fujimori, por ejemplo, no supo aprovechar cuando se acusó a Vargas Llosa de ser ateo (para 2011 se define como agnóstico). No obstante, el precursor conceptual más conocido para la mentira, y el más cercano a la semántica expositora y organizadora de mis discusiones previas sobre la lectura que Vargas Llosa hace de Popper, es el relato bíblico referente a la Paradoja del Mentiroso. No rastreo su relación con la lingüística y la filosofía (Kirkham 1992: 271-306) ni tampoco las diferencias con la cultura biográfica «paraliteraria» actualizada exhaustivamente por Garber (2011: 204-232). Me refiero más bien al marco que recoge el discurso de la crítica literaria, sobre todo si se piensa que los desarrollos intelectuales posteriores a la Reforma y la Ilustración les han hecho la vida más fácil a los mentirosos de Occidente. Al respecto, se dice que el filósofo Josiah Royce definía al mentiroso como un hombre que voluntariamente extraviaba sus predicados ontológicos. Pocos de los que formamos la esfera pública o crítica captaríamos la prolongación semántica de tal definición. Lo que sí es cierto es que por sus principios un crítico literario deconstruccionista nunca querrá decir lo que sí puede ser verdad. La aplicación de este método a una obra como la de Vargas Llosa, especialmente a su aspecto eminentemente político, descontextualiza de manera total cualquier mensaje. Ante el menguar de este movimiento vale examinar por lo menos otro de los obituarios norteamericanos del momento. Según Jay, Derrida y sus epígonos creen que todo se puede reducir a un análisis, y sugieren que incluso la deconstrucción misma puede ser apropiada por una jerarquía social que ejerce poder político. Para Jay esto sólo representa una estrategia de aco145
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rralamiento que protege al pensamiento deconstruccionista, suspendiéndolo por encima del ejercicio positivo de ese poder (1992: 71). Es decir, la deconstrucción no puede existir fuera de la política. Así, con los presuntos deconstruccionistas que también quieren ser llamados latinoamericanistas no se debe tratar de ver si su versión del movimiento está a la altura del original. Se trata, más bien, de fijar lo que se puede lograr con su versión. Para un latinoamericano la deconstrucción es lo que Said llama una «teoría viajera», o sea, la producción del colonizado ante el discurso crítico hegemónico que resiste a reducirse interpretativamente a sus orígenes verdaderos, por el simple hecho de que encuentra nuevas expresiones que sólo puede emitir como subalterno de los lenguajes dominantes. Derrida (1990) defendió esta posición ante lingüistas poco simpatizantes (Fabb et al. 1987) y teóricos convencidos. Así, la Paradoja del Mentiroso que no es crítico literario ya se encuentra en una de las epístolas de San Pablo. Éste tenía en la isla de Creta un obispo llamado Tito, quien había sido enviado allí para cuidar ejemplarmente de las necesidades espirituales de los fieles y propagar el Evangelio entre los paganos. Esto habrá sido difícil, debido a ciertas flaquezas morales de parte de los habitantes de Creta. En el primer capítulo de su «Epístola a Tito», San Pablo describe con severidad a los cretenses: «Porque hay muchos indisciplinados, charlatanes, embaucadores, sobre todo los de la circuncisión, a los cuales es preciso tapar la boca, que revuelven del todo las cosas, enseñando lo que no deben, llevados del deseo de torpe ganancia. Dijo uno de ellos, su propio profeta: “Los cretenses, siempre embusteros, malas bestias, panzas holgazanas”». A lo subrayado San Pablo añade la enunciación del verso que redondea a la Paradoja del Mentiroso: «Verdadero es tal testimonio». Tal como está, el caso histórico contra los cretenses es muy parcial, y lo importante es ver cómo el contrato social actual parece basarse en las mentiras. No obstante, esta paradoja ha mantenido el punto central de la compleja lógica incluida en la afirmación de que un cretense dice que los cretenses siempre mienten. Vargas Llosa no vuelve a estos extremos para recuperar lo que entiende por verdad. En el ensayo de Nietzsche (1990), tal vez el más importante sobre aquélla, encontramos nociones más cercanas a las del novelista. Para Nietzsche el 146
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mentiroso intenta crear realidad de lo irreal, o engañar con el lenguaje. Esta definición no es nada nuevo, pero que diga que el hombre tiene una invencible inclinación a dejarse engañar (1990: 35) es un atributo humano que Vargas Llosa ha sabido aprovechar mejor que nadie. Para el alemán gran parte de la importancia de las mentiras surge de la incertidumbre de la verdad (ibíd.: 21-24). Aquéllas son necesidades arraigadas en el placer estético, y un mentiroso puede ser un escritor, un hablador, y sus mentiras revelan cierta verdad, acerca del mentiroso. Vargas Llosa también prueba que las mentiras son necesarias porque sin ellas no habría nada contra lo cual medir la verdad. Es más, varios estudios técnicos de finales del siglo XX mostraron lo difícil que es detectar al mentiroso, porque lo racional y lo intuitivo coinciden (Nietzsche 1990: 37). Vargas Llosa tiene más que ver con la noción de verdad que arranca del marxismo según Sartre. Para éste cada época vive sus verdades como absolutas, y las épocas siguientes reducen esos absolutos a algo relativo, a historias sobre historias. Por consiguiente, la verdad siempre fue y será inconclusa para Sartre, y pasa de la conciencia a la acción, de la existencia a la historia.11 Así, la promesa de una moral hecha en L’Être et le Néant se cumple póstumamente, cuando se publican Cahiers pour una morale (1983), cuyo original es de 1948, y Vérité et existence, ya aludido. En ambas trata de comprender las elecciones que uno puede hacer respecto de sí mismo y del mundo, en 1948. Así como Sartre hizo mucho para popularizar en Francia a novelistas como Faulkner (1947: 73-87), en la filosofía se apegó a Heidegger, sin menospreciar a Hegel en sus discusiones de la verdad. Contundentemente, las discusiones hegelianas sobre el tema se reducen a un razonamiento básico: si la verdad va a ser absoluta, no puede tener historia; y si va a tener historia, no puede ser absoluta. Nietzsche insistía en que la historia no puede ser definida, y muchos filósofos
11 En Les Mots Sartre concluye: «Por mucho tiempo pensé que mi pluma era una espada: hoy sé nuestra impotencia. No importa: escribo, escribiré libros; se los necesita, sea como sea, tienen un propósito. La cultura no salva a nada ni nadie, no justifica. Pero es un producto del hombre: él se proyecta en ella, se reconoce en ella; solo, ese espejo crítico le ofrece su imagen» (1964: 253-254).
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(desde pragmáticos como Dewey a neomarxistas como Adorno) abrazan el sentido hegeliano de la historia, a la vez que rechazan su preocupación metafísica por una verdad absoluta. Este marco no puede ser más claro respecto a lo que ocurre con Vargas Llosa. Pero falta la conflación literaria, ya que la verdad le persigue y los vehículos de la verdad tienen que ver con cómo se interpretan oraciones cerradas, cómo nos satisfacen, y cómo se relacionan a una noción como la de «des-citar» esos libros. Vargas Llosa cuestiona la verdad literaria por medio de una actitud contragenérica que sus críticos no creen aplicable al tipo de libertad que practica en su vida. No sorprende que en «La vieja que pasa llorando» (1998) reitera que «la crítica literaria ha dejado de ser el hervidero de ideas y el vector central de la vida cultural que fue hasta los años cincuenta y sesenta» (18). Añade, tras reprobar la crítica «académica, pseudocientífica, pretenciosa y a menudo ilegible» de Derrida, Paul de Man y otros, que, como Edmund Wilson, «un crítico que sabe leer es capaz de sacar inmenso provecho de la mala literatura» (18). Al fin termina hablando de su La utopía arcaica y su lucha contra la «vieja que pasa llorando»: el patriotismo. Por tales giros parece ser que su vida crea más problemas a sus críticos. Después de todo, la gran mayoría de los novelistas siempre aprovecha la oportunidad de autojustificarse: es la compensación de su profesión, porque su novelística no es una autobiografía permanente. La crítica de Vargas Llosa, tal vez porque cree que los géneros representativos de un momento histórico proveen un mejor conocimiento de los problemas sociales de esa coyuntura, hasta ahora ha aceptado plenamente sus «mentiras» literarias. No sucede lo mismo con las ideas de su prosa no ficticia, recepción que no considera la paradoja principal de su canonicidad: mantenerse fiel a sus modelos a la vez que los tergiversa de manera revolucionaria. Es decir, conoce muy bien la distancia que separa a los géneros y también sus difíciles vasos comunicantes. En el ensayo homónimo de La responsabilidad de vivir Popper sugiere que «[t]oda vida consiste en resolver un problema. Todos los organismos son inventores y técnicos, buenos o menos buenos, con más o menos éxito en la solución de problemas técnicos» (1995: 219). Vargas Llosa estaría de acuerdo con esta sugerencia. Como veremos, cuando el desplazamiento de géne148
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ros se dé por sentado en él, se dedicará a probar otro dictamen de Popper: «Sólo los estúpidos mienten. Aparte de que por supuesto la mentira es inmoral, los que mienten creen que son más listos que los demás, que llevan por mentir la delantera a los demás. Y esta creencia en su superioridad es señal de su estupidez» («Mi deuda con Karl Popper» 1993: 248). O según Orwell, algunas ideas son tan estúpidas que sólo un intelectual las podría creer. Al fallecer Popper el New York Times escogió su vida como una de las «bien vividas», y lo llamó el «filósofo como mata-gigantes». Asumidas las diferencias entre ambos, sobra decir que Vargas Llosa no ha pretendido emularlo. Lo que comparten es un optimismo histórico, una apertura totalizante hacia el Otro, sin desprecio, que ya se ve en sus primeros ensayos sobre Arguedas; y sobre todo, la creencia de que la ignorancia no es una simple falta de conocimiento sino una aversión activa al conocer, que surge de la cobardía, soberbia y pereza mental. Después de Julien Benda, cuyo La Trahison des Clercs (1928) castiga a académicos y escritores por su cobardía y lujuria de poder, el peruano y Popper representan a los intelectuales que retoman las riendas, sin abdicar su deber o traicionar sus valores. Para Benda el intelectual traicionero también quiere estar en el meollo, juntarse a los nuevos bárbaros de la izquierda y la derecha. Las cosas han cambiado poco para esos polos y los intelectuales que se ubican en un bando u otro. Así perdieron el respeto en los años veinte, como hoy, cuando se encuentran sin papeles fijos. Por eso, la desconfianza del público ante ellos se puede rastrear al choque entre el ideal de la igualdad y la realidad del elitismo intelectual. Por tener conciencia de esta situación Vargas Llosa puede sentirse como un dinosaurio, y en particular por escribir en una época de literatura sin muchas ideas, que cede más y más al entretenimiento. Sin embargo, nótese cómo cuando el Nobel varios narradores de generaciones posteriores reiteraron su respeto por su obra y él. Aparte de notas de sus compatriotas Bryce Echenique y Cueto, El Cultural (15-21 de octubre de 2010), recogió comentarios de Zoé Valdés, Iván Thays y varios escritores españoles. En Nexos, Ricardo Bada reunió testimonios de Héctor Abad Faciolince, Leonardo Valencia (que también escribió en el 2005 sobre su técnica), Javier 149
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Cercas, Vásquez, y autores de otras generaciones, entre ellos Ángeles Mastretta, Cristina Peri Rossi, Mempo Giardinelli, Edwards, Gloria Guardia, Sergio Ramírez, además de varios otros que publicaron notas en otros medios, o más tarde, como Carlos Fuentes. Retomo y reviso esta recepción en la última sección del capítulo final, pero debo mencionar que Ignacio Echevarría, el mejor experto actual en las generaciones latinoamericanas recientes, la ha expresado mejor que nadie al establecer el contexto en el cual el peruano recibió el Nobel, aseverando que es «el más invocado y elogiado por las nueva promociones de escritores latinoamericanos, que tienden a ignorar a Carlos Fuentes y se muestran evasivas cuando no reacias a la pesada huella de García Márquez y del realismo mágico» (2010: 25). Echevarría nunca deja a un lado el plano ideológico: «El desleimiento de la izquierda y de qué cosa significa para tantos esta etiqueta –aplicada también a la literatura, y no sólo a las actitudes política– se hace patente en los intentos –por parte de quienes aceptan todavía emplearla e incluso suscribirla, siquiera tímidamente– por adosar dicha etiqueta al liberalismo radical de Mario Vargas» (ibíd.). Si en sus ambiciones cósmicas el peruano, como Hugo, ha pasado por varios períodos (aparte de los literarios, de reaccionario a socialista no dogmático), su legado es el resultado de una gran idea, de un literato admirable por encima de las épocas. Esta observación se contextualiza con la idea de que, a pesar de los golpes de la historia, el ser humano se arrastra hacia adelante, a través de las palabras de profetas y héroes, que en 2012 sólo parecen serlo los genios de la literatura. Sin duda, el que tiene más ideas que el resto también tendrá algunas ideas malas, como el resto, porque manejar el proceso creativo es arduo, y por ende no se le puede pedir ser perfecto. Además, sin la gran idea no se puede apreciar nunca el valor de la idea menor. En verdad podría ser uno de los personajes intelectuales de Saul Bellow, no el Ravelstein de la novela homónima de 2000, sino el de Herzog (1964), y la conexión con éste sería el efecto que ha tenido el peruano en las generaciones que le siguen. Por estas conexiones Vargas Llosa también es admirado, porque con Popper y sin él, sigue mostrando una falta de mezquindad prescriptiva, especialmente en la prosa no ficticia que conduce a su actual batalla de las ideas, como vemos a continuación. 150
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III La idea del contraensayo A. El prosista como Pinocho y los intelectuales destituidos En 1991, siguiendo las huellas de ocho libros de prosa no ficticia de varia extensión, Vargas Llosa hace algo casi inaudito. Publica en inglés A Writer’s Reality, una compilación de prosa sobre su obra mucho más coherente y orgánica que cualquiera publicada por sus contemporáneos latinoamericanos. ¿Es aquél un esfuerzo por armar otro ensayo total, como hizo con su libro sobre García Márquez? Como cuaderno de bitácora, Myself with Others (1988) de Fuentes es una colección anterior que tendría una función similar a la del peruano. Pero es muy dispar, a pesar del valor de algún ensayo individual.1 Es innegable que existen ensayos individuales de incuestionable vigencia publicados por otros novelistas, del boom o antes de él, de acuerdo con el crítico que se lea. Algunos de ellos siguen demarcando sus habitus, y una comparación con los del peruano no viene al caso. Con la excepción de Benedetti y Cortázar, quienes forman parte del campo intelectual en que se mueve, pocos han logrado su nivel de producción. Pero una evaluación 1
Incluyo Valiente mundo nuevo (1990), el más cercano a La verdad de las mentiras por su atención a novelas canónicas. La conflación de voces teóricas manejada superficialmente por Fuentes muestra que la crítica «convencional» de Vargas Llosa está más pensada. De Geografía de la novela (1992) a La gran novela latinoamericana (2011), esa prosa del fallecido mexicano no se mantiene como crítica del género. El estudio sobre Arguedas (1996) de peruano confirma que en el fluir de teoría y práctica no tiene par entre sus coetáneos.
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volumétrica sólo revela la superficie, porque el autoanálisis de la creatividad de otros ensayistas, superpuesto a obras específicas, es demasiado velado, aun para sus prosélitos. Éste no es el caso con él. Así, A Writer’s Reality es seminal, y el primero de su tipo y calidad publicado en inglés por un novelista latinoamericano. Como los maestros franceses y rusos del XIX, este Balzac provee un resumen preclaro de cómo construyó la mayoría de su obra ficticia hasta entonces, y relata su tiempo humano sin el estilo biográfico del «escritor en pantuflas» que menospreciaba Alfonso Reyes. Se le puede aplicar lo que dijo de Reyes en un homenaje en el décimo aniversario de la muerte del políglota: desbarató con su oceánica curiosidad la división artificial creada entre americanismo y europeísmo, era un enamorado de Occidente, pero esa tradición no lo devoró, y no fue un mero epígono de ella.2 Y también se puede ver en él lo que dijo del mexicano al recibir el Premio Internacional Alfonso Reyes en marzo de 2011: «[en] esa misma prosa clara que hacía accesible al profano el mundo del especialista». Parte de esa colección fue publicada anteriormente y permite examinar la construcción de otra característica de su prosa: el contraensayo, el que no se presenta como tal. Estos ocho textos proveen la idea de su autodefinición, legado estético, memorial de ausencias, agenda y registro a posteriori de ambiciones y pasiones, y también un pronóstico de afinidades de estilo o contenido, reales o deseadas, de un prosista eminentemente literario y político. Por esto es notable la considerable ausencia de metáforas (espaciales, según Kobylecka 2010: 71), aunque cuando aparecen infrecuentemente en los tomos de CVM hay un modo de empleo que hay que distinguir. Por ejemplo, a una de sus primeras reseñas –la de La Bâtarde (1964) de Violette Leduc– le da el título de «Memorias de una joven informal». Esto no es una metáfora, como correría a decir la prensa. «Informal» es un símbolo, un emblema, ejemplo y recuerdo, tal vez un caso típico; pero no una metáfora. Es éste el 2
Véase «Homenaje a Alfonso Reyes», en Alicia Reyes et al., Presencia de Alfonso Reyes (México, D.F.: Fondo de Cultura Económica, 1969), p. 162 [nota publicada primero en Le Monde y como «Para enriquecer la vida» en La Nación (26 de febrero de 2005), p. 29].
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tipo de lenguaje, como trabajo y como mercado, con que imprime sus ensayos. El valor lingüístico que les da, su economía, deja una huella que revela que su inmediatez cultural intuitiva resulta muchísimo más útil que el discurso abstracto. Lo que quiere para el arte del ensayo es un conjunto de costumbres que superen a los trucos del periodismo general. Éste es uno de dos aspectos desatendidos de las batallas intelectuales latinoamericanas. El primero es que el periodismo puede elevarse a la categoría de literatura. El segundo es que con frecuencia ha tenido que asumir el papel de oposición política, función que se da desde Fernández de Lizardi, Bello y Montalvo, pasa por Darío, y continúa con él. Recordemos el gran efecto de esos periodistas que fueron Defoe (con The Storm, 1704), Dickens, su lector Marx, y Orwell; por no decir el Zola de «J’accuse…!», mito de la historia del periodismo y el mejor artículo escrito en defensa de un inocente. El hábito de atender a las palabras y observaciones de otros, y por extensión mostrar una compasión profunda del prójimo, es una tarea libertadora y terapéutica fundamental de la literatura y la filosofía. Sin esta actitud, como Vargas Llosa ha dicho sobre cierta prensa, toda creencia que el lenguaje tiene la virtud de decir la verdad no es más que un alarde del tipo que abunda en la prensa amarilla. Para él aun este tipo de prensa de urgencia se apoya en un discurso demasiado rígido y demasiado apegado a las fórmulas y el plagio. Si sirve de algo, es simplemente como materia prima para logros que sólo la novela puede cumplir. Después de todo, fue Zola quien dijo que el periodismo es el yunque sobre el cual todo el mundo tiene que darle forma a su prosa. Una versión depurada de «La cultura de la libertad» (1990), cuyo palimpsesto es de 1985, es entre muchas otras cosas, una defensa de la palabra impresa contra la robotización de la información. Ante la propuesta de un intelectual europeo de que países como los latinoamericanos se dediquen a los artefactos computerizados que aceleran la cultura escrita, o que la transforman en imágenes visuales, Vargas Llosa opta y apuesta por los libros: «Porque con los libros no sólo desapareceremos los escritores y los editores. Desaparecerá también la cultura de la libertad. Y es muy probable que el mundo se convierta en una aburrida sociedad de 153
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robots imbéciles» (20). Es una exhortación que repitió al recibir el Premio de la Paz alemán en 1996, en un extenso discurso titulado «Dinosaurios en tiempos difíciles», que se puede cotejar fácilmente con otros en que critica la literatura facilista y la verdadera falta de ortodoxia en las artes. Más que una cura en salud o una homología entre producción material y lingüística, su posición aclara que su proyecto ideológico nunca implica venderse totalmente a la modernidad de la cultura primermundista, como escriben sus detractores en sus computadoras. En «El precio de ser moderno» (1994), aliando la tesis del ensayo que critica a las que objeta en Arguedas, sostiene: «no veo cómo podría subsistir una cultura mágico-religiosa con las prácticas cotidianas de una sociedad industrial moderna» (9). Recientemente, en «Más información, menos conocimiento» (2011) se muestra pesimista respecto a los efectos de las nuevas tecnologías en la literatura, habla de un «mariposeo cognitivo» (27), de que los alumnos de hoy «no tienen la culpa de ser ahora incapaces de leer Guerra y paz o El Quijote» (ibíd.), sin notar que sus prevenciones sobre los nuevos medios sociales son conocidas y materia de libros más reputados que el que examina, que también reivindican las teorías de Marshall McLuhan. Gabler, por ejemplo, opina que esos medios instalan costumbres que son hostiles al tipo de discurso deliberado que suscita ideas (2011: SR6). Lo que está mostrando al mismo tiempo es que el mensaje de sus ensayos está insertado en su estructura, y los lectores no pueden prescindir del contexto en que es colocado. En su complejidad el ensayo, como artefacto material, consiste en partes predistinguibles, preexistentes, o preproducidas y recogidas. El ensayista las junta de acuerdo con un proyecto consciente o no, en función del habitus que constituye su totalidad y subjetividad. Es por estas acciones que nos parece ver una repetición en textos posteriores. En «La muerte del gran escritor» (1994; recogido luego en El lenguaje de la pasión) arguye que hay dos mecanismos que han ido desacralizando la literatura en la sociedad democrática, hasta convertirla únicamente en producto industrial: uno es sociológico y cultural, y el otro es económico (9). Postula que «el gran instrumento de la democracia no es el libro, sino la televisión» (ibíd.), y acota que lo más importante del ensayo que examina es que revela 154
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«el nuevo rol que ha impuesto al escritor la sociedad abierta moderna» (ibíd.). Como muestro en el último capítulo, las acciones que menciono arriba son las que lo conducen a precisar su verba dicendi para la batalla en las ideas, no de ellas. No es extraño entonces que si en sus novelas ha tratado de simular la realidad en innumerables maneras, en sus ensayos se esfuerza por mostrar la complejidad de este género como un sistema asediado por otras simulaciones. Sus intentos de capturar las tremendas ambigüedades y el caos de la representación de la realidad se abren como abanico a esfuerzos aun más complicados por comprender el patetismo y las presiones y tensiones de una práctica que uno puede sentir para sí mismo. Pero uno no se la puede imaginar para otros, especialmente cuando el modo de operación es del tipo inventivo que se atribuye a los novelistas. Para Vargas Llosa, obtener una realidad verídica es proveer la sensación de «estar aquí ahora», de una presencia que uno no puede definir pero que se sabe lo que es cuando se la siente en la lectura. Ese tipo de discurso realista, como el pedagógico, por lo general rechaza referencias al proceso de articulación, y se mueve hacia una escritura transparente dominada sólo por la transmisión de información. Piénsese, sin embargo, que para Barthes el ensayo es el principio generativo detrás de la evolución de todos los géneros, una especie de género de géneros, si no el centauro que lo creía Alfonso Reyes. De Obaldia, apoyándose en Barthes, observa lo siguiente: «En un sentido, la postura del novelista es la expresión final e inevitable de las “imposturas” del ensayista, de su reconocimiento que no puede ser representado sin comillas» (1995: 184). Como pretensión genérica realista el ensayo es un texto apurado que acelera la semantización de las partes de su discurso. En términos psicoanalíticos el deseo discursivo es una amenaza contra la forma del ensayo, ya que puede socavar el orden social que suele querer representar. No obstante, el peruano sigue intentando discernir cómo un escritor representa la autenticidad, y él es su mejor ejemplo. Sólo uno de los macroensayos que incluye en A Writer’s Reality es una transcripción inalterada de ideas previas. Los dos primeros (sobre Borges y las crónicas de la génesis del Perú) fueron publicados anteriormente, y algunos tienen versiones posteriores, como 155
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los de Borges que, traducidos, culminan en su libro del 2004.3 Los otros presentan una estimación cronológica de sus novelas, con la excepción de Conversación en La Catedral, ¿Quién mató a Palomino Molero? y El hablador. A causa de la logística de publicación de cualquier colección traducida, en el último ensayo menciona brevemente Elogio de la madrastra, entonces a punto de publicarse. Debido a que a través de A Writer’s Reality recurre a su conocido léxico crítico, es dable considerar la totalidad presentada como una primera concretización de su estética. Sin embargo, en esta colección y otras, y en ensayos dispersos, sería un error craso examinar su prosa como expresión reduccionista de apremiantes demonios de continuidad, formalismo puro, o síntesis, como insisten los críticos que quieren «psicoanalizar» su ficción.4 Su léxico, como mandamientos que funcionan hasta El sueño del celta, se podría registrar así: 1. Escribir una novela es como un striptease. 2. Los novelistas exorcizan sus demonios al escribir. 3. Los vasos comunicantes, y sobre todo las cajas chinas. 3
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Los originales pasaron por diferentes cambios y lenguas. Los tomos de CVM dan procedencias pero no son siempre completas. Así, presentó «An Invitation to Borges’s Fiction» como «Las ficciones de Borges» (fechado 15 de octubre de 1988, en CVM III), y luego «The Fictions of Borges» el 25 de octubre de 1987 en Londres (en Di Giovanni 1988: 105-119). El más polémico es «Borges, político», publicado en Letras Libres, I, 11 (noviembre de 1999). Todos son incluidos en su compilación en francés sobre el argentino. El de las crónicas se publicó primero como «El nacimiento del Peru», en La Edad de Oro, ed. José Miguel Oviedo (Barcelona: Tusquets, 1986), pp. 11-27, fechado julio de 1985, y luego en revistas académicas, y últimamente en Sueño y realidad de América Latina (2010). Véanse, por ejemplo, Establier Pérez (1998: 63-101) y R. L. Williams, Vargas Llosa: otra historia de un deicidio (2001). Exceptúo a Boland (1990), que pormenoriza tres demonios principales/viables: personales (el Leoncio Prado), históricos (el régimen de Odría) y culturales (Sartre, Flaubert y Freud). Véanse Zuzunaga Flórez (1992: 81-91), Corral (1995 y «Por qué Vargas Llosa sigue buscando la verdad de sus intérpretes», en El error del acierto [Quito: Paradiso, 2006], pp. 179-1990) y otros críticos de los años noventa: Booker (1994), Gnutzmann (1992), Hernández de López (1994), O’Bryan-Knight (1995) y Rodríguez Elizondo (1993).
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4. La yuxtaposición y alternancia espacio-temporal es primordial. 5. Un novelista debe tratar de escribir novelas totales/informativas. 6. El cumplimiento del salto cualitativo con realismo eternamente renovado. 7. Escribir ficciones es una dialéctica entre verdad y mentira en que triunfa esta última. 8. El humor es un componente que se puede emplear sólo cuando el novelista ha pagado su derecho de piso. Estos mandamientos le conducen a sus fuentes de inspiración, variantes o corolarios, recursos prácticos, y a revelar, como hace con Borges, los autores y libros que le siguen marcando, aunque se pueda creer que esto quedó testimoniado en textos como La verdad de las mentiras. Estas obsesiones formales no son una especie de octaedro del perfecto prosista. En la práctica son círculos concéntricos alrededor de la metáfora central de la tarea de un escritor: transformar las verdades en mentira. La verdad, decía Foucault (1979), es un producto de las relaciones de poder y los marcos de referencia en los cuales fluye, a la vez que experimenta alteraciones cuando los marcos de referencia cambian. Hace más de un siglo Wilde abogaba por revivir el arte de mentir, tan popular en la Antigüedad para el bien de los jóvenes de acuerdo con Platón en La República, porque «la única forma reprochable del mentir es mentir por mentir, y el desarrollo más alto de esto, como hemos señalado, es Mentir en el Arte» (Wilde 1968: 193-194). Tangentemente, una conocida peculiaridad del discurso vargasllosiano es la frecuencia con que aflora el vocablo «realidad». Éste y sus variantes (hoy politizadas), aparentemente tan natural en la crítica anterior a la segunda mitad del siglo XX, son ahora una fuente de malestar, algo que merece un aparte a regañadientes o una torpe vacilación. Impávido, Vargas Llosa habla sobre la realidad sin hacer que sus afirmaciones parezcan la valorización de una tecnología novelística obsoleta o una propaganda genérica. Pero se echa de menos en ese enfoque personalísimo los últimos cuarenta años de crítica sobre el tema. ¿De dónde obtiene el andamiaje filosófico para seguir man157
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teniendo este credo si ve la crítica como charlatanería? Popper lo adquiere indirectamente de Tarski y su semántica de la noción de «verdad». Es más, lo obtiene también de una aceptación general de parte de la intelectualidad occidental de la necesidad inmediata de creer en verdades trascendentes, por lo menos ahora que el intelectual comprometido es centenario. Pero la política pormenorizada no cabe en las discusiones filosóficas más contundentes sobre la verdad (cf. Kirkham 1992); y el mismo Vargas Llosa por cierto adquiere su marco de un literato como Balzac. Éste se dirige así al lector respecto a la verdad: Tú, que sostienes este libro en tus blancas manos, mientras te sientas cómodamente arrellanado en tu suave butaca, mostrarás la misma insensibilidad mientras te dices a ti mismo: “Esto tal vez me divierta”. Después de que hayas leído los pesares secretos del viejo Goriot, tendrás poco apetito para la cena, y culparás al autor por tu dureza, acusándolo de exageración y de licencia poética. Pero recuerda bien esto: este drama no es ni una ficción ni un romance. Todo es verdad, tan verdadero que cada uno de ustedes puede reconocer sus elementos en su propia casa, tal vez en su propio corazón (Le père Goriot, 848; énfasis del autor).
Es fácil trazar una línea que conduce a Vargas Llosa desde las correcciones de Popper a Platón. Vale recordar que Platón también pasó gran parte de su vida resguardado de la política, y que un roce con ella lo llevó a reflexionar sobre las preguntas cívicas que son en el problema central de La República. En ésta, cuando Sócrates, Parménides y Timeo discuten, Platón manifiesta que un gobernante lleva el peor tipo de vida, porque la política requiere el uso de mentiras. Por esto la vida más feliz y completa es la de los filósofos, porque viven por el conocimiento y el acatamiento de la verdad. No obstante, Platón previene que si los filósofos no gobiernan no habrá tregua para los males de las ciudades. Respecto a gobernar, cabe también mencionar que casi hasta finales de los años sesenta los intelectuales no recuperan la importancia, casi refleja, que el apelativo adquiriría para el peruano. Hay que notar, como hace Popper en el segundo volumen de The Open Society and Its Enemies, que cuando se habla de intelectualismo se 158
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incluye el empirismo y el racionalismo (1966b: 224). Esta situación obliga a uno de sus críticos más conocidos a escribir «Tema del traidor y del héroe: sobre intelectuales y los militares en Vargas Llosa» (Oviedo 1981: 47-65), sin fundamentos textuales que justifiquen la inclusión de «intelectual» en su título. Aunque tiene razón respecto a que sus novelas son en gran parte una sutil crítica del heroísmo, cuesta creer que «[p]or eso la gran figura que abraza e integra a todos estos violadores de la norma general, el personaje más irredento, conflictivo y contradictorio es el intelectual quien, dentro del ideario personal de Vargas Llosa, se define como un marginal, como un francotirador y quizá como un indeseable que ha perdido todos sus derechos en la sociedad» (ibíd.: 54). Oviedo estaría de acuerdo con mi objeción, ya que en los ensayos y novelas posteriores a la clara limitación temporal que le provee Vargas Llosa a su crítico, la situación ha cambiado. Para el momento que analiza Oviedo el intelectualismo en Vargas Llosa es un tipo de conducta, pero esto no permite concluir que por ende un personaje como Pantaleón sea un buen revolucionario en el sentido gramsciano (ibíd.: 64). Frente a las crisis latinoamericanas «es posible pensar que el mensaje de Gramsci sigue siendo actual porque nos remite al problema irresuelto del sentido, que la hipertrofia de la modernización ha colocado de manera angustiante ante los hombres del presente» (Aricó 1988: 130). En A Writer’s Reality escribe: «El intelectual latinoamericano –listo, inteligente, culto, bien intencionado respecto a nuestras realidades– a pesar de todo eso, está orientado tan ideológicamente que se puede convertir en un factor esencial de nuestras tragedias, de nuestras catástrofes políticas» (139-140). Es decir, el intelectual a veces colabora en la construcción de un sistema de intolerancia. Las complejidades que suma al concepto de intelectual tienen que ver con el liberalismo que va afilando en su propia conducta y en la de sus personajes, porque su sentido de lo que es la cultura moderna tiene su foco fuera de la sociedad peruana que generalmente representa (cf. Echevarría 2010). Pero la relación entre los intelectuales latinoamericanos y su sociedad y política deja mucho que desear. Para las batallas que confrontan ellos muestran un mayor sentido de responsabilidad hacia la conservación de las tradiciones 159
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del logro intelectual que hacia el bienestar de una colectividad política o civil. Puede afirmarse sin riesgo que los ensayos recogidos de Vargas Llosa en ningún momento manifiestan ese tipo de cinismo (bastante fácil de encontrar en el intelectual latinoamericano o latinoamericanista de izquierda que disfruta de los lujos anglosajones atacándolos con sus galimatías). Esas contradicciones que rodean al ensayista o crítico como intelectual son muy aparentes para él, más o menos al mismo tiempo (abril de 1988) en que dio las charlas de Syracuse University que se convirtieron en A Writer’s Reality, y que tendrían un origen en la intervención bonaerense titulada «Un escritor y sus demonios» (24 de abril de 1985), que se recoge con el mismo título en Mitre et al. (1985: 53-76). Lógicamente, al igual que el filósofo de Platón no pudo evitar crear una polis justa, el escritor Vargas Llosa no puede dejar de tratar de gobernar con justicia. Como el filósofo, es el ser que menos desea el poder político, y se puede confiar en que no abuse del poder. La diferencia, sin embargo, es que durante la época despótica de Atenas Platón se retiró y apoyó «rectificaciones» políticas, mientras que Vargas Llosa no abandonó su lucha contra Fujimori. Las complicaciones de la «política de la política» aumentaron en Desafíos a la libertad y en otros ensayos dispersos, pero se vislumbran en A Writer’s Reality. De todos los de esa colección, en que la infusión política sin sentido estricto es hoy inevitable para sus lectores, el dedicado a Borges se aproxima más a la fusión de estética y política que adopta en su prosa más reciente. En una nota a pie de página (excluida del «original» en español) dice, por ejemplo, que Borges nunca recibió el Nobel porque «hizo comentarios derechistas cuando era inaceptable ser derechista, para “épater le bourgeois”» (12-13). Considera esto más correcto e importante que discutir afirmaciones categóricas –otra que cito de una parte ausente en el original en español: «Porque escribo novelas y cuentos realistas, mi obra se diferencia mucho de la de Borges» (3)– o la del problema de inventar un personaje indígena para La casa verde que «no tenía una relación racional sino mágica con el mundo» (19). En éstas y por todo el libro no se puede dejar de pensar en las connotaciones del aparente desplazamiento vargasllosiano hacia la derecha, como 160
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anota Edwards en su reseña de la colección (1987). Tampoco hay que olvidar las reacciones de los intérpretes «politizados correctamente» y su agenda. La realidad, como dice la nota anónima titulada «A Latin American Liberal» con que The Economist (16 de octubre de 2010) celebró el Nobel, es que «está lejos de ser un abanderado de la derecha. Criticó la invasión de Irak […] y la guerra de Israel en el Líbano en 2006. Frecuentemente ha expresado simpatía por gobiernos moderados de centro izquierda» (44).5 Como dice Javier Cercas: «Regalarle Vargas Llosa a la derecha es un pésimo negocio para la izquierda, igual que fue un pésimo negocio regalarles Orwell y Camus, que nunca quisieron saber nada de la derecha» (2010: 32). Por razones como las de Cercas se ha destituido a los intelectuales. Para ambos polos la política es sólo uno de los males que agobian al mundo; y ensayos como el segundo de A Writer’s Reality manifiestan las tangentes con que la confronta su autor. Por último, tampoco se puede dejar de pensar que cada texto ensayístico de Vargas Llosa es también, tal vez en un sentido menor, una ocasión para reiterar su sentido de la estética más que de la política. Así, en un artículo sobre el homenaje francés al centenario de Borges, aparte de argüir como los franceses han desarrollado mejor que nadie el «arte de detectar el genio foráneo y, entronizándolo e irradiándolo, apropiárselo» («Borges en París», 13), lo que en verdad sobresale en ese texto elogioso es comentar acerca de los límites de la prosa sobrecargada de ideas. Con ella, dice, «hubiera sido imposible escribir novelas como con la de T. S. Eliot, otro extraordinario estilista al que el exceso de inteligencia también recortó la
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Gerald Martin (1987) estima que la progresión liberal del peruano no ha terminado y que su escéptico giro conservador es más una influencia de la interrelación de contextos políticos, latinoamericanos y peruanos. Booker provee una visión cínica: «Pero uno puede ver el distanciamiento de Vargas Llosa de la izquierda radical como una capitulación gradual al orden dominante», porque la revisión «es un paradigma central de la sociedad burguesa, que requiere renovación constante para que los productos “nuevos y mejorados” puedan ser rentables y consumidos así se los necesite o no» (1994: 53). Otra vez, véase la primera sección de De Castro y Birns (2010), en particular Fabiola Escárzaga, «The Wars of an Old-Fashioned (Neoliberal) Gentleman» (29-45).
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aprehensión de la vida. Porque la novela es el territorio de la experiencia humana totalizada, de la vida integral, de la imperfección. En ella se mezclan el intelecto y las pasiones, el conocimiento y el instinto, la sensación y la intuición, materia desigual y poliédrica que las ideas, por sí solas, no bastan para expresar. Por eso, los grandes novelistas no son nunca prosistas perfectos» (ibíd., 14; énfasis del autor). Ni él como crítico o novelista del exceso totalizante, y a los pocos meses escribe paradójicamente sobre un Borges parcial, la seriedad de cuyas convicciones antinacionalistas «no eran aspavientos retóricos» («Borges político», 25). En la superficie ese segundo capítulo de A Writer’s Reality da a entender que examinará los aspectos históricos biculturales del anfiteatro peruano. En verdad (y no es frecuente que haya que usar esta frase para contradecir a Vargas Llosa), el ensayo sirve para defender un individualismo en el cual los aspectos indígenas de la cultura latinoamericana son vistos como perjudiciales para la habilidad de diferenciar entre ficción y realidad. Es la acusación que se le hace al analizar El hablador desde el punto de vista etnográfico. Desde éste, sus críticos parecen estar de acuerdo en problematizar la «traducción» de los Machiguenga a un «discurso» nacional de Occidente, que según el escrutinio de las voces, revela relaciones insuperables entre un yo y un otro. Como advierte Frow respecto a asuntos etnográficos: «No tiene sentido encontrar apalancamiento fuera de la política de la representación, sólo existe una negociación interminable y desigual de relaciones de poder entre ella (y dentro de sus instituciones, controladas en gran parte por la clase intelectual pero no de ella)» (1995: 164). Conocedor de ello, Vargas Llosa traslada su utopía a su poética: «Tal vez no hay otra manera realista de integrar nuestras sociedades que pidiendo a los indios pagar ese alto precio; tal vez, el ideal, es decir la preservación de las culturas primitivas de América, es una utopía incompatible con otra meta más urgente: el establecimiento de sociedades modernas» (CVM III, 377).6 Es como si el autor 6
Cito la versión española. La inglesa –en Harper’s, CCLXXXI. 1687 (diciembre de 1990), pp. 45-53– añade a lo citado un par de párrafos, uno de los cuales intertextualiza la opción de Vargas Llosa por lo moderno con su representa-
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verificable Vargas Llosa estuviera aprendiendo su propia ficcionalización, su mitología personal. Este tipo de realismo, como coinciden Rossi-Landi (1970) y Frow (1986) al respecto, está marcado por la facilidad de recepción que encuentra en un público determinado social e históricamente más que como una colección de individuos. En este contexto en que la posición del sujeto no varía, el tipo de modernidad del que habla Vargas Llosa no será visto como progresista, ya que este tipo de ensayo «realista» sólo podrá ser visto como un texto al servicio de la «ideología dominante», «sexismo», etc. Las realidades que no es nada claro cómo se le puede imponer tal destino a un texto. Como argüía Wilde, la modernidad en la forma sale demasiado cara, y no puede ser otra cosa que vulgar, porque el «público se imagina que porque está interesado en su ambiente inmediato el Arte debe estar interesado en él, y escogerlo como tema. Pero el mero hecho de que están interesados en estas cosas las hace inapropiadas para el Arte» (1968: 174). Esta situación conduce a los lectores de Vargas Llosa a descifrar mucho más que un trasfondo cultural inmediato. Lo que aprenden aquí es hasta dónde estira el autor sus razonamientos para apoyar una idea que parecería lindar con el racismo, sobre todo cuando equipara las cosmovisiones que gobiernan los comportamientos específicamente culturales de los indígenas y los conquistadores. Cuando aconseja que «[p]or ello es bueno que los latinoamericanos conozcan la literatura que nació del Descubrimiento y la Conquista. Las crónicas no sólo rememoran aquel tiempo aventurero en el que la fantasía y la realidad se entremezclaban hasta ser inseparables; en ellas figuran ya los retos y problemas para los que aún no hemos encontrado respuesta» (CVM III, 377), o advierte en «Sirenas en el Amazonas» (1998) una prolongada relación entre las crónicas antiguas y el periodismo respecto a la censura y la verdad ción de la tribu Machiguenga en El hablador. En ésta reconoce la tragedia de eliminar aquella cultura, y teme que haya que elegir. Pero, sigue la versión de A Writer’s Reality: «la modernización sólo es posible con el sacrificio de las culturas indígenas» (37). La continuación, centrada en la progresión de una conquista violenta a una cultura común, y la hipocresía y contradicciones de los académicos al respecto, es «The Children of Columbus», Reason, XXVI, 8 (enero de 1995), pp. 30-34.
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y la mentira, ¿qué pasa en verdad? ¿Es casual que para la parte más extensa de El sueño del celta, «La Amazonía» (139-339), vuelva al Iquitos y Amazonas de novelas anteriores, mezclando por enésima crónica periodística y ficción novelesca, mezcla «nueva» para algunos novelistas en esta década? Más que mostrar lo que se puede aprender del pasado, ya que contiene los problemas irresolutos del presente, lo que se encuentra aquí es la actitud pedagógica que muchos de sus ensayos tienen como centro. Cuando le recrimina con razón a un ensayista el hacer una lectura políticamente correcta de las culturas primitivas añade: «Yo sí las he visto […] no hay pueblo primitivo que no aspire a dejar de serlo» («El canto de las sirenas», 14). No es tanto un problema de encontrar contradicciones ontológicas como «No permitamos que nuestros países desaparezcan», lo cual quiere decir que los latinoamericanos cosmopolitas desaparecerían con los indígenas que están a punto de extinción. Se trata más bien de problematizar la lectura del aspecto más convencional del género ensayístico: ir construyendo una tesis. Vargas Llosa censura al ensayista sin censurar su ensayo, una posición sensata que hace al artista responsable de sus ideas mientras evita la intolerancia estética de la corrección política. La política de un novelista descalifica sólo cuando no tiene arte, porque frecuentemente añade a la trama una complejidad moral sutil. Para sus tesis, por lo menos desde La tía Julia y el escribidor, emplea varios paratextos para explicitar su vocación realista, y sobre todo la experiencia autocrítica. No sé cuántas veces se repetirá, pero casi en ninguna entrevista deja de manifestar que en su ficción «la estructura no responde en absoluto a una experiencia de la realidad de los lectores porque no es lineal, no hay una cronología lineal, hay una modificación continua del espacio y del tiempo, un tratamiento del espacio y del tiempo que no es realista en absoluto» (Oviedo 1985: 156). Se especula mucho sobre la «influencia» de Joseph Conrad, y se especulará más con El sueño del celta, al haber manifestado que supo de Casement en una biografía sobre Conrad.7 Sin embar7
En su reseña de la traducción inglesa Bew menciona a Trollope, Murdoch, Queneau y Higgins, novelistas que entre 1882 y 1982 no lograron «captar» lo que fue la revolución irlandesa. Sostiene que el esfuerzo del peruano, efectivo
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go, su aserción en la segunda edición de La verdad de las mentiras (2002) de que El corazón de las tinieblas «trasciende la circunstancia histórica y social para convertirse en una exploración de las raíces de lo humano, esas catacumbas del ser donde anida una vocación de irracionalidad destructiva que el progreso y la civilización consiguen atenuar pero nunca erradican del todo» (40), templa la relación con el novelista polaco y el héroe/traidor británico. Graeme Wood tiene razón al expresar que la «biografía de Casement ofrece muchas de las complicaciones de la propia carrera de Vargas Llosa: un compromiso preclaro con la libertad, y un desconcierto elocuente sobre cómo una sociedad puede lograrla» (2011: 13). Pero narrar una vida, aun sin llegar al extremo de Disraeli quien consideraba que toda la historia es biografía, es una manera de estructurar consideraciones mayores, y en esto también se distingue el peruano de los historiadores posmodernos que rechazan la coherencia narrativa de los hechos para explorar discursos competitivos sobre el pasado. En un elogio publicado en Página/12 (junio de 2011) de El ruido de las cosas al caer (2011) de Vásquez, Rodrigo Fresán confirma la maestría del peruano, al aseverar que el colombiano «probablemente sea el autor “joven” que más y mejor sabe sobre el atemporal arte de cómo plantar y erigir una novela después de Mario Vargas Llosa». No menos hizo Abad Faciolince en El espectador (marzo de 2011) al decir que las novelas de Vásquez se manejan con las habilidades técnicas de los mejores ingleses «y quizá también con la muy sana influencia de Mario Vargas Llosa». Si se añade lo anterior a las inferencias pedagógicas del realismo, que pocas veces son objeto de análisis para la crítica del ensayo, lo que se tiene es una contralectura de los aspectos estrictamente humanistas de la interpretación del realismo literario (cf. Auerbach 1953). Por razones como ésta no es difícil notar que en
y apasionante, no hace más que la biografías, al no tratar los «diarios negros» de Casement. Es claro que ésa no es la intención del novelista, como dice en varias entrevistas sobre el tema. En «Traitor, Martyr, Liberator», su reseña para The New York Times Book Review (24 de junio de 2012, p.BR11), Leisl Schillinger concluye que la novela es casi realista y demasiado heroica, y lo más «novelesco» es el epílogo.
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lo que sigue de los seis ensayos restantes de A Writer’s Reality Vargas Llosa arma una defensa perspicaz de sus nociones mnemotécnicas de la REALIDAD. Y es aparente lo que hace al concentrarse en las novelas para las cuales tenía estas teorías en mente. En la historia de la filosofía del significado imaginario, hay momentos en que nociones dudosas como la realidad pierden todo interés para el público, se desvalorizan y consisten de sí mismas, como entidades unilaterales. Rosset cree que se puede rehabilitar lo real con el «principio de realidad suficiente», el cual se conecta a lo que no se puede teorizar. Esto se debe a algo muy caro a la manera en que Vargas Llosa trabaja con ciertos temas ensayísticos: «Para ser permanente –para continuar no importa qué– una investigación debe cumplir con una condición doble: debe fundarse en un deseo que nunca deberá debilitarse, y debe ser incapaz de triunfar. La voluntad de encontrar debe ser inquebrantable, y el riesgo de descubrir inexistente: sólo entonces la investigación quedará abierta para siempre» (Rosset 1989: 112). Será por esto que no hay tartamudeo en las discusiones de Vargas Llosa, y su pasión por el tema que trata nunca se desvanece o despega. Aunque en esta colección tiende a oscurecer algunos desafíos valiosos a las ideas recibidas, casi nunca incluye criterios inexpertos o demasiado comunes. Cuando presenta valoraciones equivocadas o generalizaciones magistrales, se debe a lecturas guiadas por una ideología que ha escogido incluir más rápidamente de lo que quiere admitir en sus lucubraciones. No obstante, produce sus creencias con una autenticidad inconfundible, como en los seis ensayos que siguen, centrados en sus novelas, y tal vez más patentes en el tercero y cuarto. Éstos discuten las primeras dos novelas que lo pusieron en cualquier lista hipotética de novelistas latinoamericanos canónicos. El primero es una especie de «Sartre Resartus» respecto a la desilusión del protagonista, en el cual describe cómo descubrió un método en Sartre.8 Es el mismo Sartre sobre quien dice, en la
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Titulado «Discovering a Method for Writing. Sartre, Military School and The Time of the Hero», su origen es «Génesis de La ciudad y los perros» (1971). Según Oviedo (1982) el autor no autorizó la publicación italiana de ese ensayo.
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versión en español del segundo ensayo («Invitation to Borges’s Fiction»): «He sido bastante inconstante con mis pasiones literarias; muchos de los que fueron mis modelos ahora se me caen de las manos cuando intento releerlos, entre ellos el propio Sartre» (CVM III, 464). Las versiones de A Writer’s Reality también contienen notas aclaratorias de su autor y los editores. Esas notas, a veces erróneas, son generalmente superfluas para el público hispanohablante, y son paratextos que permiten lecturas que los originales no contenían. Pero nunca ha llegado a manifestar, como le atribuyen Harss y Dohmann (1969: 390) a García Márquez, que sus ideas literarias cambian con su digestión. Su método, que describe detalladamente para La ciudad y los perros y otras obras, es básicamente poco espontáneo, analéptico, y entonces reconocía su gran deuda con Sartre, Malraux y Faulkner. Para el primero su reconocimiento está fijado en CVM I. Sin embargo, alrededor de 1980, ya iniciada su relectura y mea culpa respecto a su devoción a Sartre, comienza a especular sobre cómo Malraux supo elaborar textos político-literarios mucho más logrados que Sartre, e incluso llega a compararlos en «El mandarín» de CVM II. Se encuentra revelaciones similares en el sinnúmero de referencias a Faulkner en su ensayo sobre La casa verde, y en el autobiográfico, y repetitivo, sobre la relación amor/odio que mantiene con el Perú, «El país de las mil caras». Sobre Faulkner –cuyo «A Rose for Emily» ya vemos en «Los cachorros», y al hablar de su militancia política cuando estudiaba en San Marcos– dice: «Quizá lo más perdurable de mis años universitarios no fue lo que aprendí en las aulas, sino en las novelas y cuentos que relatan la saga de Yoknapatawpha County» (CVM III, 241), época retomada respecto a Faulkner en El pez en el agua (283, 345). En A Writer’s Reality afirma que Faulkner «es probablemente el novelista más importante de nuestro tiempo, el más original, el más rico» (75). Es más, la deuda con él respecto a «la eficacia de la forma», queda resumida en el largo No se ha investigado la relación con el Sartre de L’Être et le Néant, en cuya primera parte (capítulo dos) el filósofo francés define la noción básica de la mala fe como mentirse a sí mismo. En términos evolucionistas mentirnos tiene un costo, pero todavía no sabemos por qué lo hacemos
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prefacio a Sanctuary que incluye en La verdad de las mentiras (77-85). Poco a poco, como todo ensayista consecuente, vuelve a un tema, lo pule, encuentra añadidos, rellena lagunas, provee inversiones, añade conclusiones, postula negaciones, en fin, se lee a sí mismo, lo cual reduce el valor de ciertos críticos recientes que tratan de encontrar en sus «originales», estén donde estén, la fuente de su «verdad». Si acabo de mencionar la relación amor/odio que dice mantener con el Perú es porque su «estilo» remueve recovecos simbólicos superiores. Las relaciones de amor y odio se extienden más allá de su sentir patrio, y tal vez por su nueva visión del internacionalismo neoliberal, a países como Estados Unidos. Su relación con este país («El Perú en llamas», en Desafíos a la libertad) tiene claros antecedentes, relacionados a la corrección de varios estereotipos que un sudamericano de 1970 podría tener respecto a un país latinoamericano «colonizado»: A esa materia primitiva latina de sabrosa humanidad, Estados Unidos la ha modernizado sin destruirla del todo, con fábricas que dan trabajo y altos jornales a los aborígenes, con viviendas higiénicas, carreteras, automóviles, con hoteles y casinos cinematográficos que imantan a los turistas de todo el mundo. El resultado es la felicidad: un país que conserva lo mejor de la barbarie y de la civilización, las maracas y el desodorante, las relaciones personales cálidas y espontáneas y el rascacielos, el aire acondicionado y la comida casera («Imágenes y realidad de Puerto Rico», 88).
Ya en el siglo XXI, también celebra la apertura de Estados Unidos a la diversidad, la elección de Obama, el bilingüismo, y como todo intelectual latinoamericano bienpensante, nunca abandona la duda en torno a las diferencias entre las Américas, sobre todo respecto a sus diferentes utopías, como examina someramente De Castro en «Mr. Vargas Llosa goes to Washington» (en De Castro y Birns 2010: 21-27; rev. en De Castro 2011). Sin embargo, la plantilla anterior que discuto contiene conclusiones cargadas, que los puertorriqueños y la actual situación económica estadounidense ayudarían a objetar, en particular si se cree que el neoliberalismo es otra fuente del soborno de los intelectuales de parte del establis168
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hment.9 En esos vaivenes que mencionaba los ribetes sociopolíticos se van haciendo más sutiles y ricos, puliendo más y más los interensayos que forman el contraensayo. Aparte de varios textos de los años ochenta, el primer interensayo en que retoma a fondo la relación entre Estados Unidos y América Latina es «La amistad difícil», conferencia que leyó en la entrega de los II Premios Letras de Oro, administrados por la Universidad de Miami para la American Express y otras organizaciones y fundaciones españolas. Repite el tema de la relación entre amor y odio, y remacha que «[e]l mito, el estereotipo, el clisé, el lugar común, el prejuicio y la ignorancia nos han incomunicado y enemistado muchas veces, y, más a menudo, dificultado o frustrado lo que, por razones de geografía y de sentido común, debió ser una relación provechosa de la que nuestras culturas y nuestras sociedades se hubieran enriquecido y también nuestros hombres» (1988: 4). Aunque nunca sermonea, termina este ensayo con una exhortación respecto al papel del escritor en los procesos democratizadores. Este texto es sólo la antesala a un ensayo que publicó en inglés en una revista neoconservadora de Estados Unidos con el título «The Miami Model» (1992) y en el periódico Miami Herald, de similar tendencia. En el original, «El odio y el amor» (1992), algunas frases son palimpsestos, y los párrafos resemantizaciones de otros ensayos. En verdad, se podría hablar de una serie de prosa no ficticia patentizada en torno a la democratización y liberalización económica de América Latina, el imperialismo de Estados Unidos y la envidia y celos de los latinos. O sea, encuentra malentendidos y estereotipos en ambos bandos. Al releérselo, el interensayo «The Miami Model» se asemeja más a interensayos anteriores como «El intelectual barato» (1979) recogido en CVM I y fuente de varios
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El asunto no terminó allí. En abril de 1993 publicó en El País otro artículo sobre Puerto Rico, titulado «Espejo del mundo», ahora en Desafíos a la libertad. Se reprodujo en el periódico puertorriqueño El Nuevo Día (28 de abril de 1993, p. 68), como «Puerto Rico ¿espejo del mundo?”». La prensa local reaccionó con típicos asertos y errores. Diálogo (mayo de 1993, p. 16) transcribe («ligeramente editadas» [sic]) reacciones solicitadas en Princeton en contra del artículo.
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testimonios autobiográficos, como El pez en el agua. Aunque reconoce que los conservadores estadounidenses ostentan un olímpico desinterés sobre los latinoamericanos, en «El odio y el amor» postula con razón (si pensamos en otros textos suyos sobre las contradicciones de intelectuales de «izquierda») que: Lo curioso es que esta profesión de fe –el odio a Estados Unidos enmascarado de lucha antiimperial– lo que en verdad delata, en nuestros días, es una forma muy sutil de neocolonialismo. Practicándola, el intelectual de América Latina hace y dice lo que el establishment cultural de Estados Unidos y del Occidente en general espera de él. Sus ucases, condenas, manifiestos, trémolos, confirman todos los estereotipos de la visión del mundo latinoamericano que tiene aquél y dan nueva savia y razones a las críticas, odios, furores contra su Gobierno, su cultura o su país, del «progresista» norteamericano, el único que parece interesarse en América Latina (B6).
Las proclamas que critica no son muy diferentes de las de los críticos latinoamericanos progresistas residentes en Estados Unidos, algunos desde los años cuarenta. Por cierta contradicción vital se puede cuestionar las críticas respecto al materialismo, corrupción, injusticia y represión que según esos intelectuales caracterizan a ese país. Ante esas quejas la pregunta obvia es ¿comparado a quién o a qué país? A pesar de que paradójicamente el idealismo estadounidense es una fuente de los ataques contra él, y se pueda entender la hostilidad que provoca su cultura, los intelectuales latinoamericanos de izquierda se equivocan. Ni el capitalismo ni la cultura masiva o el imperialismo es la causa primordial de su amor y odio contra ese país, porque más le molesta la frivolidad e incluso el carácter apolítico de los mercaderes e importadores de esos significantes, especialmente la de los que tienen puestos tendidos en la academia estadounidense.10 10 Su tono se concretiza a fines de 1991, cuando publica «El odio y el amor» en El País (30 de diciembre), pp. 9-10, recogido en enero de 1992 en El Comercio, versión que cito. El título completo del texto en inglés es «Latin America and the Miami Model: Two Utterly Different Worlds and an Unexpected Symbiosis», Miami Herald (16 de febrero de 1992), sección C: 1C, 4C. En 1992 publi-
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Se ocupó inicialmente de esas fuentes institucionales de sabiduría pasajera, y las despachó, en Desafíos a la libertad, que también se armó con textos publicados en la columna «Piedra de toque», registro transferido a sus colecciones traducidas, y ahora cotejado (respecto a lo «latino») por Marcos Carías con algunos que incluye en El lenguaje de la pasión.11 Emerson, en un ensayo de 1856 dedicado completamente a la verdad inglesa, revela ciertos prejuicios angloamericanos que afectan hoy al latinoamericano, al comparar las «tribus» teutónicas con las «razas» latinas. Para Emerson los ingleses han hecho una nacionalidad de la veracidad y, por consiguiente, «[l]a influencia que tienen los ingleses se debe a la fuerza bruta de la riqueza y el poder; la del francés a la afinidad y talento. El italiano es sutil, el español traicionero» (1983: 835). Hay que templar estas relaciones con las de Vargas Llosa y su noción de identidad cultural. La ve en 1994 como una categoría gregaria, «que presupone una suma de características –raciales, culturales, religiosas, sociales– que una comunidad comparte y que la definen en el todo y la parte; el conjunto social y los individuos que separadamente la componen» («El precio de ser moderno», 9). Para có un texto muy paralelo, «Los “hispánicos”». La serie continúa hasta 2011, con «Literature and the Search for Liberty», en ocasión del Premio Alexis de Tocqueville del Independent Institute. 11 Valdría escudriñar y confirmar la siempre positiva recepción de su prosa no ficticia en Europa y Estados Unidos, por estar a la altura de ideas y pensadores literarios mayores. No casualmente, en enero de 2011, Foreign Policy lo escogió como uno de los pensadores del siglo. Las poco recargadas comparaciones con Amis, el Nobel Coetzee (cf. «¡Cuidado con Elizabeth Costello!»), Kundera, Rushdie, Updike, James y sus pocos pares son frecuentes. Compárese el dossier «Doce variaciones sobre un escritor», Letras Libres, IX, 106 (octubre de 2007), pp. 18-27. No menos ocurre con su ficción: en su reseña de Travesuras de la niña mala, Harrison lo llama «maestro», lo compara a Flaubert, y desarrolla la idea de que la novela es «espléndida, mantiene en vilo e irresistible», y tan completa y convincente que no le permite al lector desviarse de ella (2007: 9). En una nota que complementa a esa reseña, se puede medir su prestigio por los escritores que reseñan sus libros. Así, entre 1982 y 1990 sus libros fueron comentados en aquel periódico por prosistas anglosajones como William Kennedy, Robert Stone, Julian Barnes, Robert Coover, Ursula K. Le Guin y Anthony Burgess. Esto aparte de reconocidos críticos y reseñadores como Jay Parini, que reseña los ensayos de Making Waves en 1997, y Michiko Kakutani.
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explicitar su noción consecuentemente escoge la identidad francesa (cf. «L’Identité française») y a un representante de ella que no puede diferenciar entre la tribu y el mercado, como Debray (Desafíos a la libertad, 271-276; y «El “francesito” que importó Fidel Castro»). La vida de Debray es un ejemplo del intelectual oposicionista, hoy destituido, en una cultura en que serlo significa participar en la reificación de la actividad intelectual. En esa misma colección, y con el título «¿La excepción cultural?», discute los continuos esfuerzos franceses por mantener la integridad de sus productos culturales ante amenazas que, como en muchos otros países de Occidente, aparentemente surgen de Estados Unidos. Vargas Llosa les da una vuelta interesante, y tal vez tan difícil de probar como los argumentos franceses: «La verdad del caso es que quienes han salido a hacer flamear banderas francesas y a hablar de patriotismo, y de cultura y de arte con mayúsculas, en esta movilización están, lo sepan o no, defendiendo los intereses de un grupo de empresarios audiovisuales a los que la idea de una apertura del mercado francés a la competencia estremece de pánico» (Desafíos a la libertad, 268). Naturalmente, hay que cotejar este criterio con el de sus detractores (que ven en sus ideas un desdén del efecto de estas discusiones en «el pueblo») y también con otros suyos, especialmente los que tienen que ver con la cultura audiovisual o con su habilidad para relacionar sucesos estrictamente peruanos a un contexto mayor, como hace en la entrevista con Tacou, «L’Identité française», que se había publicado en El País en julio del año anterior, y en la que declara: «Toda preocupación por la “identidad” de un grupo humano me pone los pelos de punta pues he llegado al convencimiento de que tras ella se embosca siempre una conjura contra la libertad individual» (26). Es notable que esta preocupación se mantiene intacta hasta su «Breve discurso sobre la cultura» y el Discurso Nobel, ambos del 2010. Según Sara Sefchovich (2011), Vargas Llosa no supera ciertos binarismos conceptuales. Lo revelador es que ella responde con otros, según los cuales la autoridad sobre la cultura es el «como diría(n)…» de otros científicos sociales. Cuando dice que a él no le gusta ver las cosas de manera antropológica (2011: 32), vale comenzar pensando en El sueño del celta, El hablador y sus ensayos sobre Arguedas. 172
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Como siempre, cuando tiene un demonio o solitaria en mente nunca lo abandona, y en el que es su artículo más polémico del 2004 y uno de los que ha causado más reacciones, «Razones contra la excepción cultural», vuelve a la batalla, ahora criticando al Gobierno francés y extendiendo la polémica a España y algunas intenciones políticas. Es raro que su conclusión de que la «idea de “proteger” a la cultura es ya peligrosa. Las culturas se defienden solas, no necesitan para eso a los funcionarios, por más que éstos sean cultos y bienintencionados» (27A) no haya atraído más a los anglosajones que lo siguen acusando de neoliberal; tal vez porque su postura consecuente no lo ubica estrictamente en una esfera conservadora, como también podrían extraer de su sensato «Para qué sirve ser culto» (2006). No obstante, sus ideas confundieron más a los intereses creados de sus contrincantes europeos y a los mexicanos que leyeron la polémica en El País.12 Me he dedicado a este argumento concentrado en Francia (cf. una actualización parcial de Forgues, en De Castro y Birns 2010) no para fijar la relación de Vargas Llosa con ese país sino para mostrar, como ocurre en otros ensayos, que su modus operandi es examinar algún problema en términos de algo mayor. Vuelvo así a otro elemento de sus ensayos y novelas que es imposible discutir aisladamente, como se nota, y que inevitablemente deberá rellenar toda grieta o falla que se halle en cualquier discusión de su prosa: la política. Veamos su declaración en el ensayo sobre La ciudad y los perros en A Writer’s Reality: «Cuando quiero escribir sobre asuntos políticos, escribo ensayos o artículos, o doy conferencias. Estoy convencido de que la literatura de creación no es un buen vehículo para hacer declaraciones políticas» (49). Esta actitud está promovida, y confirmada, por una parte considerable de los ensayos políti-
12 Así, Vicente Molina Foix, «Vargas Llosa y el ser excepcional», El País (29 de julio de 2004), p. 8; José Vidal-Beneyto, «Cultura, saber social y pedagogía ciudadana», El País (31 de julio de 2004), p. 9; Fernando Trueba, «¡Viva la excepción cultural!», El País (20 de agosto de 2004), p. 9; y la lectura de Rafel Pérez Gay y Alberto Román, «Cultura y vida cotidiana», Nexos, XXVI, 321 (septiembre de 2004), pp. 87-88. Vargas Llosa responde a Molina Foix y VidalBeneyto en «La cultura adormidera», Reforma (8 de agosto de 2004), p. 27A.
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cos dedicados a los representantes del «nuevo conservadurismo». Incluida la mayoría de ellos en CVM II, el autor establece su renovado íncipit político en el más representativo de estos, «Isaiah Berlin, un héroe de nuestro tiempo» (1986: 260-278), ya discutido en la sección «El efecto Popper: hacia el liberalismo no indignado» (cf. capítulo II). La repetida declaración sobre en qué género prefiere emitir dictados políticos queda templada por una admisión que hace en el mismo ensayo de A Writer’s Reality respecto a Conversación en La Catedral: «Se podría decir que es una novela política porque hay descripciones de una sociedad sometida a una dictadura, y porque las ideas y acciones políticas son un elemento importante de esta obra. Pero la novela no fue escrita para difundir ideas políticas» (49). Con La Fiesta del Chivo aquélla es la mejor novela política escrita en América Latina, y desde las cíclicas novelas de la Revolución mexicana, las fallidas novelas bananeras de Asturias y las arquetípicas de Carpentier («¿Lo real maravilloso o artimañas literarias?», 2000), o las concentradas en el dictador más que en la dictadura, como en García Márquez y Roa Bastos, no se había separado coherentemente la batalla política de la mayor esfera latinoamericana. Como bien subraya Fuentes en «Vargas Llosa, premio Nobel» (Babelia 1003, 19 de febrero de 2011), el peruano no se ocupa de un «tirano genérico» como García Márquez o Roa Bastos, y «no apela a un seudónimo literario o a una figura simbólica, sino que nos refiere a un dictador concreto». En él las historias esquemáticas de un despertar ideológico se convierten en exploración casi lírica de las percepciones desde las cuales surge un entendimiento político del mundo. Según Barthes, la resistencia de la «realidad escrita» a las estructuras es muy limitada en la ficción, y por definición ésta se construye en base a modelos cuyas únicas restricciones son las de la inteligibilidad. Jakobson propone que el realismo en el arte puede ser el reflejo de una intención autorial, un criterio subjetivo, o una motivación consistente de ciertos recursos que no representan al mundo extraliterario per se (1992: 157-167). Wilde cree que el realismo es una falla total como método (1968: 178), ya que le falta forma. Es decir, si el público de Vargas Llosa capta política en sus novelas es porque el realismo, como efecto 174
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verbal y corriente artística, se deriva de detalles maleables (incluso políticos) que le dan la impresión de lo real, según Alberto J. Carlos (1971). Vale entonces cuestionar el sacar conclusiones ideológicas sobre la ilusión de realismo que busca el ensayista peruano.13 De hecho, hablando del arte de Monet, asevera que los elementos indispensables para que aparezca un gran creador son el oficio, las ideas, y la cultura. De éstos, las «“ideas”, una manera más realista de llamar a la inspiración […], es el factor decisivo para hacer del oficio el vehículo de expresión algo personal, una invención que el artista añade con su obra a lo ya existente» («La batalla perdida de “Monsieur” Monet», 14). La idea de que lo que en verdad ocurre es real es poderosamente seductora, pero Vargas Llosa convence de que, si se piensa a fondo, esa idea colapsa y se vuelve incoherente, aun cuando no podemos eliminarla de nuestra mente. Si todo esto parece conocido, y leído, no es tanto por los dictámenes similares a su periplo actual hacia lo que considera un pluralismo político, sino porque el cuarto ensayo de A Writer’s Reality es el interensayo de una conferencia de 1968, publicada como Historia secreta de una novela en 1971. Otro posterior, «Secret History of a Novel» –Princeton University Library Chronicle, LVII, 3 (verano de 1996), pp. 393-414–, no parece ser diferente del capítulo en A Writer’s Reality (57-84). Es más, la declaración del autor en cuanto a la maleabilidad del ensayo y géneros afines para transmitir ideas políticas se contradice en las operaciones formales e ideológicas de novelas subsecuentes como La guerra del fin del mundo, y sobre todo, como se notará más adelante, en el ensayo Historia secreta de una novela. El problema es que aquellas novelas que son «políticas» lo son sólo en contenido: «Es decir, es enteramente posible pensar en que, como autor, haces una afirmación progresista con una novela y, a la vez notar que la forma de la novela
13 En el capítulo final de su Interpretation Juhl explica por qué hay varias interpretaciones para la mayoría de las obras literarias (1980: 196-214). No acepta que el significado autorial se privilegie sobre otros para evitar el caos que podría resultar si fuera así. Concluye que se puede dar cuenta adecuadamente de varias interpretaciones sin abandonar la suposición que una obra tiene una y sólo una interpretación (ibíd.: 237-238).
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derrota tal afirmación» (Davis 1987: 228). O sea, el ensayo de Vargas Llosa sobre La casa verde no sólo contiene elementos contradictorios como cualquiera de otro ensayista, sino que es el espacio textual para, al releerlo, añadir las mínimas correcciones que satisfagan un estado ideológico actualizado, cualquiera que sea. El ensayo «On Being Nine and First Seeing the Sea. Writing The Green House» retiene y provee continuidad a convicciones anteriores y actuales en un sentido metatextual y ontológico: No estoy diciendo que la literatura es algo totalmente desconectado de la realidad. Lo que estoy diciendo es que las verdades que surgen de la literatura nunca son las verdades experimentadas personalmente por el escritor o el lector. La literatura no es una transposición de experiencias vividas. Se obtiene un conocimiento real e importante de la literatura, pero a través de la mentira, a través de la distorsión de la realidad, a través de una transformación de la realidad por la imaginación y el uso de palabras (79).
¿No son similares estas mínimas correcciones al prólogo de los prólogos de La verdad de las mentiras o a su categórico «Mentir para decir verdades es un monopolio exclusivo de la literatura, una técnica vedada [sic] a los historiadores» de su artículo homónimo de 1999? La respuesta es sí, y esto se debe a su esfuerzo disciplinado por establecer un discurso ensayístico si no constante, al menos actualizado. Así, estas correcciones se erigen como interensayo a su «Presentación» a un libro sobre El Quijote y los libros de caballería (1991). Y por último, esta argumentación se da también en su penúltima colección de ensayos, Carta de batalla por Tirant lo Blanc. El último de los tres textos que la componen (publicado el mismo año como folleto por la Caja de Ahorros de Valencia, y posteriormente en otras publicaciones u homenajes) indica cómo ha calibrado sus comentarios para actualizarlos respecto a la progresión de su propio quehacer: «son las palabras antes que las acciones o los caracteres o los paisajes las que constituyen la realidad básica de la ficción, el sustento del universo narrativo, esa atmósfera, sustancia y horizonte dentro de los cuales se van delineando los perfiles de los héroes, sus proezas y debilidades, la gra176
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cia de sus heroínas, la picardía de sus bufones y la ferocidad de sus matanzas» (98); lectura que ha sido vista como un intento del autor por explicar su propia obra (cf. Mérida 1992: 59). Así, Hobbes quería limitar el arte a un tipo de «realismo» al argüir que el artista no puede exceder la posibilidad de la naturaleza (1992: 203). Como sugiere su compatriota Wilde tres siglos después, nadie verdaderamente culto «jamás habla hoy de la belleza de un atardecer» (1968: 188). Vargas Llosa sería la verdad de estos dos ingleses. Precisamente, el elemento añadido a A Writer’s Reality es vasto, ya que la parte equivalente en el original en español de Historia secreta de una novela sólo dice lo siguiente: «Ya lo sospechaba, pero entonces lo supe de manera flagrante y carnal: la “verdad real” es una cosa y la “verdad literaria” otra y no hay nada tan difícil como querer que ambas coincidan» (66). Por tanto, su ensayo no sólo sirve para hacer pesquisas literarias sino para confirmar otras prácticas del autor. Una es el caso de «corregir» a sus críticos al aprovechar (y hacer interesantes) nociones como la del formalismo ruso de «revelar el recurso». Por ejemplo, respecto al problema de qué punto de vista emplear para narrar los amores de Anselmo y Antonia en La casa verde, añade: «El hecho es que pasó inadvertido a los críticos, quienes atribuyeron la voz de esos tres episodios al propio Anselmo y los leyeron como monólogos tradicionales» (ibíd., 57). No en vano una entrevista grabada en video y transcrita tiene como título «Maestro de las voces» (cf. Oviedo 1985). La crítica de los años ochenta en adelante, obcecada por la más marcada intersección entre estética y política en el autor, quiere ahora leerlo todo en función de estos cambios. Hubiera querido ser parte de ese empeño, pero la diferencia yace en que, como no me canso de repetir, la crítica no le presta la atención debida a su prosa no ficticia, o a sus entrevistas. Como le recuerda a sus lectores en El pez en el agua, las relaciones textuales siempre se pueden cotejar más allá de lo que él cree, y en una nota referente a sus escritos sobre la selva, dice: «Escribí sobre ella la primera vez en un artículo en la revista Cultura Peruana (Lima: setiembre de 1958) –“Crónica de un viaje a la selva”–, luego, en la conferencia Historia secreta de una novela (Barcelona: Tusquets Editores, 1971) y en el cap. IV de mi novela El hablador (Barcelona: Seix barral, 1987) además de 177
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innumerables reportajes y artículos» (472). Su interés no puede ser más sincero, al detallar en «Victoria pírrica» (2009) cómo los indígenas de la Amazonía seguirán con las peores expectativas de salud y vida, a pesar o debido a la injerencia política. No extraña, pues, que en una de sus primeras entrevistas extensas, le dijo a Elena Poniatowska que la vocación artística es exclusiva, imparcial, serena, y llena de contradicciones, debido a que «tu actitud debe ser la de un simple testigo lo cual está en contradicción con una posición política frente a la realidad» (Poniatowska 1969: 75); y también que la novela era y será para él un género racional, no un vehículo o instrumento: «Por eso un autor cuando es auténtico, cuando es realmente un creador como Balzac, por ejemplo –aunque sea un reaccionario ¿no?, un partidario de la monarquía absoluta–, escribe obras progresistas ¿no? ¡Mira a Flaubert!» (ibíd.: 77). No es difícil proponer que Vargas Llosa experimenta lo mismo. Con razón la crítica considera a La casa verde un hito de la ficción latinoamericana moderna, pero no revela nada al basarse, aún parcialmente, en generalizaciones. Entre las más absurdas examino dos de Standish. La primera es que novelas como ¿Quién mató a Palomino Molero? y El hablador son estropeadas por cierto mal gusto y facilismo narrativo (1990: 164). La segunda es creer hallar cierta verdad en el comentario cínico de que «desde el momento en que se puso por primera vez un traje confeccionado en Savile Row perdió su credibilidad como cruzado y reformista, y sus novelas, en un momento elitistas respecto a forma, se convirtieron elitistas en contenido con el pasar de los años» (ibíd.: 166). Vargas Llosa nunca ha sido ambivalente respecto a sus convicciones políticas o estéticas, incluso en los años setenta. No hay en su obra novelas de «transición» sino más bien un refinamiento de lo que siempre ha creído. Proponer lo opuesto es escribir desde un «hoy», ignorando su pasado total; y peor aún, ignorar cómo se dan los cambios políticos. No es menor la imprecación de que haya hecho la transición de «notorio crítico izquierdista en La ciudad y los perros (1962) y Conversación en La Catedral (1969) a figura pública de tendencia derechista y verdadero reaccionario [sic] en novelas como La guerra del fin del mundo (1981) e Historia de Mayta (1984)» (Swanson 1990: 224-225), y según el artículo abiertamente hostil aunque bien 178
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documentado de Escárzaga, su izquierdismo peruano duró poco más de un año (De Castro y Birns 2010: 33). Ese tipo de conclusión es curiosa en la crítica latinoamericanista inglesa, que por lo general es cuidadosa,14 cuando en la crítica peruana (Cornejo Polar, Ortega) es común hablar mal de él, especialmente si se ha «atrevido» a corregir a esa misma crítica. Al trazar la relación entre literatura y política en Conversación en La Catedral, La guerra del fin del mundo y La Fiesta del Chivo, Köllmann provee una visión retrospectiva y convincente al manifestar algo obvio pero no aceptado por sus críticos: «The contrast between Vargas Llosa’s far-sighted vision as a writer in the 1960s and his short-sighted entrance into politics in the late 1980s, in the hope to realize his ideas in politics, is striking. The puzzling discrepancy might be due to the special quality that fictional reality has for a writer» (2002: 128). De hecho, su recepción actual podría ser criticada con mayor objetividad si se considerara que sus ensayos son mucho más que un altoparlante en que se mezclan las voces del escritor y el político. Sería más fácil probar la relación entre él y su novelística, pero el ensayo se interpone con facilidad. Por ejemplo, en el prólogo a La orgía perpetua (Flaubert y «Madame Bovary») de 1975 recuerda a su público que la primera parte de su libro «es un mano a mano entre Emma Bovary y yo en el que, por supuesto, hablo más de mí que de ella» (12). Una pregunta como «¿Quién es Vargas Llosa» está tan repleta de ambigüedad como «¿Quién mató a Palomino Molero?», pero no es necesariamente indescifrable. Sin embargo, él es suficientemente positivista para creer que hay una verdad, en algún lado, y en sus novelas más fuertes ha encontrado exactamente donde está. Astutamente, y a pesar de lo que crean los críticos, Vargas Llosa ensaya otro tipo de prosa no ficticia cada vez que el ideario estético
14 Sin embargo, Swanson (1995) defiende la honestidad de reflejar su cambio ideológico en La tía Julia y el escribidor. En una reseña inglesa de reimpresiones de sus primeras novelas «JB» dice que, leídas en los años noventa, «revelan un escepticismo constante que le debe agradar», porque, así como sus denuncias actuales patentizan que está más al centro de lo que se cree, «sus primeras novelas muestran cómo había superado la política utópica aún antes de comenzar a escribir ficción» (1995: 22).
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o político está a punto de parecer sobrecargado. Después de todo, como afirmaba hace casi cuatro décadas un profesor de Oxford de origen chileno: «Vargas Llosa presta gran atención a las minucias de las distinciones de clase en el Perú, y es muy listo en que sabe exactamente en dónde las novelas las pueden grabar mejor. Las novelas no son otra cosa que la expresión de la vida privada, y es precisamente en relación a su efecto en la vida privada que Vargas Llosa examina clase y raza» (Gallagher 1973: 136). En A Writer’s Reality, los capítulos cinco y seis están dedicados a Pantaleón y las visitadoras y La tía Julia y el escribidor, las primeras novelas en las cuales el autor trata de suplantar el paradigma neorrealista con el humor como elemento estructurante. El quinto ensayo, «Playing with Time and Language. Captain Pantoja and the Special Service», trata menos del humor que de la capacidad de la yuxtaposición espacio-temporal para producirlo. En los prólogos de La verdad de las mentiras, que incluye una que otra novela en la cual el humor es un elemento importante, da a conocer un miedo casi cerval a considerarlo. Lo mismo ocurre en la mayoría de los ensayos de los tomos de CVM, aunque no en Desafíos a la libertad. No hay por qué reprocharle a un ensayista esta opción. Diferente de lo que proponía Adorno para salvar al ensayo como género, la escritura puede ser severa y exigente sin ser filosófica y especulativa (Atkins 1992: 69). Es precisamente lo contrario de lo que Derrida quiere hacer con el argumento del Fedro (mostrar que se desenreda en sus oposiciones binarias, en el «veneno» de la escritura), que en verdad es falsear una fuente de la tradición metafísica, v.g., el platonismo. No obstante, llega a reconocer en este ensayo de A Writer’s Reality cómo la introducción de géneros populares en la literatura ha provocado la resucitación del lenguaje muerto. Al igual que el sexto ensayo, el quinto resulta ser un tratado menor cuya esencia es: «Desde el punto de vista de la novela, el lenguaje literario es cualquier lenguaje que tiene la capacidad de sacar al lector de la realidad verdadera y conducirlo a una realidad ficticia, a una realidad separada» (103). El humor mencionado en el párrafo anterior es entonces un principio más regulador y accidental que creativo. Vargas Llosa ve en lo lúdico una posibilidad de experimentar con la forma, más no una perspectiva sobre la representación. De Pan180
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taleón y las visitadores dice: «Me sentí empujado por el material mismo hacia el humor, hacia la comedia, hacia situaciones grotescas, irónicas o sardónicas. Fue en esta manera práctica que descubrí que el humor era en ciertos casos una necesidad» (87-88). En la discusión posterior a la primera versión inglesa de este ensayo añade: «De todos los libros que he escrito Pantaleón y las visitadoras es el que de manera más directa, visible y obvia trata los problemas sociales y políticos de América Latina. Si [usted] ha leído el libro y lo ha entendido, habrá comprendido probablemente que, básicamente, lo que se describe es el problema del autoritarismo» («The Genesis and Evolution…», 24). Pero no puede dejar de volver a la forma, que es lo que más le importa en sus ensayos. En la versión inglesa definitiva asevera que lo que funciona bien en un género no siempre da resultado en otro: «Mi novela Pantaleón y las visitadoras fue convertida en un película terrible […]. Algunos libros se han transformado en películas maravillosas, y algunos han sido destruidos por los filmes» (A Writer’s Reality, 92). Piénsese en que hay dos versiones fílmicas de Pantaleón y las visitadores, y que en 1991 La tía Julia y el escribidor se convirtió en una película en inglés de éxito modesto, con el título Tune in Tomorrow (Sintonice mañana). Más que especular sobre alguna constancia trasplantada se puede cavilar sobre cómo, al reescribir su intersayo no puede hacer otra cosa que ser revisionista, no importa cuán normativo sea su carácter. Después de todo, las películas son un proyecto en grupo, y en raras ocasiones reflejan claramente la voz del autor o el guionista que adapta su obra. Esos trasplantes se dan en toda su prosa, y en gran parte, como cualquier gran autor, en ellos habla de sí mismo, y cambia un arte por otro. Así en un artículo sobre Monet: «el mejor indicio de que jamás sintió que verdaderamente había logrado materializar su designio realista, es la maniática manera como retocó y rehizo cada cuadro, repitiéndolo una y otra vez con variantes tan mínimas que a menudo resultan invisibles para el espectador» («La batalla perdida de “Monsieur” Monet», 15). Si sus ensayos contienen un solipsismo inevitable, sus incursiones en lo que la crítica prefiere llamar metanovela han sido cada vez más frecuentes desde finales de los años setenta hasta este siglo. Desde La ciudad y los perros hasta Travesuras de la niña mala se 181
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podrían intuir intrusiones autobiográficas, en que se cree novelizadas revelaciones posteriores a la novela, tal como se observa en «El país de las mil caras»: «Al poco tiempo de entrar a San Marcos comencé a militar en “Cahuide”, nombre con el que trataba de resucitar el Partido Comunista, muy golpeado por la dictadura» (CVM III, 240). En su larga y amena crónica-entrevista sobre el trasfondo de La ciudad y los perros, particularmente en su epílogo (2003: 189-221), Vilela Galván comprueba que hay que superar la idea de que el pasado marca a un novelista para siempre, y concentrarse en detalles como los de que Vargas Llosa escribía novelitas «pornográficas» y cartas de amor que sus compañeros mandaban a sus enamoradas. Paralelamente, con y desde La tía Julia y el escribidor llega a novelizar frontalmente su vida, lográndose a concebir una serie en que el autor se autoficcionaliza (cf. Bustillo 1993; Booker 1994: 99-138; O’Bryan-Knight 1995; Gutiérrez 1006: caps. 1 a 3). Curiosamente, al discutir esta nivola, y tal vez para evitar otro de los que Allen Ginsberg llamaba sandwiches de realidad, huye del problema de la REALIDAD presentada en esa novela, por lo menos en lo que se refiere al uso de su vida con la «verdadera» tíaesposa Julia, relación que discutiré más adelante. Como en su momento dijo Lukács, la realidad no es sino que se va haciendo. No obstante, Vargas Llosa sigue en un estilo que se podría considerar pedagógico, y analiza sus opiniones sobre las artes culta y plebeya, para terminar aclarando el contenido de muchas alusiones de carácter estrictamente peruano en aquella novela. El humor, como analicé respecto al quinto capítulo de A Writer’s Reality, está al margen de lo que le preocupa, y se encuentra igualmente desenvuelto ante otros temas. Howard Jacobson, ganador del Premio Booker de 2010, correctamente compara La tía Julia y el escribidor con Victory (1915), de Conrad, y Sabbath’s Theater (1995), de Roth, como una de las novelas «ganadoras» sobre el fracaso, arguyendo que el fracaso cómico «debe tener su lugar» (2010: C10). Cuando el comité de redacción de la revista moscovita América Latina le hace, entre otras preguntas extrañamente insulsas, la siguiente: «¿Advierte alguna relación entre el desarrollo de la literatura de un país y la historia de su sociedad?», contesta parcialmente: «No creo que eso se pueda establecer en una manera mecá182
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nica, automática y que, a partir de cada acontecimiento social se pueda deducir muy claramente cuáles van a ser las consecuencias, digamos, en el plano de la forma» (172). Pero sí se puede conectar la forma de referirse a su pasado con estas tachaduras de la historia, a pesar de lo que él crea en el momento de reescribir estos ensayos de A Writer’s Reality. Dice allí: «Aunque la censura no ha sido un problema para mí, La tía Julia y el escribidor fue prohibida por el gobierno militar de la Argentina porque había chistes sobre los argentinos» (121). Las conexiones, y la censura, lo persiguen. Cuando en 2011 algunos intelectuales argentinos muy menores y «progresistas» pidieron que se le retirara la invitación para inaugurar la Feria del Libro de Buenos Aires, retomó el tema, recordó que durante la dictadura de Videla un ministro-general prohibió aquella novela, y aseveró que «los intelectuales kirchneristas comparten con aquel general cierta noción de la cultura, de la política y del debate de ideas que se sustenta en un nacionalismo esencialista un tanto primitivo y de vuelo rasero» («La casa de Arequipa», 35; énfasis míos). A finales de abril de 2011 fue a esa Feria y reivindicó el derecho a la crítica, «aunque a algunos los ofenda». Paralelamente, cuando ese mismo año el Gobierno francés suspendió un homenaje a Céline, se opuso en uno de sus mejores artículos sobre la censura, arguyendo que «el talento literario puede coexistir con la ceguera, la imbecilidad y los extravíos políticos, cívicos y morales, como lo afirmó de manera impecable, Albert Camus» («Los réprobos», 33). Como muestro en la próxima sección, la censura afectó de otra manera a La ciudad y los perros, y el tema, sobre todo cuando tiene que ver con el lenguaje y la cobardía de los escritores, no ha dejado de agitarlo (cf. «Monstruos de ficción, demonios reales», 2003). El ensayo, todo ensayo, se le sale al ensayista de sus manos, se manipula, se maniobra y maneja fuera del texto o textos en que se inscribe. Por eso, a los lectores les resultará difícil no considerar la autonomía de los textos ante declaraciones del autor virtual como: «Un escritor serio es alguien que es capaz de distorsionar la realidad en base a una obsesión o creencia personal, y de presentar esta distorsión en una manera tan persuasiva que es percibida por el lector como una descripción objetiva de la realidad, del mundo 183
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real» (A Writer’s Reality, 115). En un momento de este mismo ensayo llega a decir contundentemente que el humor anterior, el de Pantaleón y las visitadoras, era crudo, vulgar y muy directo, mientras que el de su segunda novela-sobre-la-novela es indirecto y sutil. El chiste, por así decirlo, es que a Vargas Llosa le ha interesado y le interesará lo serio, pero en su formalidad no puede contemplar la posibilidad de que no se tome en serio su actitud. Creo que esto es lo mismo que ocurre en Elogio de la madrastra, a pesar de que en su ensayo sobre La romana de Moravia, afirma que «la literatura que sólo aspira a ser erotica está condenada, como el género policial o la ciencia ficción, a ser menor» (La verdad de las mentiras, 136). Vargas Llosa pasa por alto la consideración de que una estética establecida puede significar, por ejemplo, un conflicto de clases, y aun en el 2005 sigue probando que es mejor crítico que practicante de cómo la gran literatura necesita erotismo. Para él la realidad de una novela confirma la prepotencia de su autor, no importa cómo se la disfrace o con qué teoría se la explique. Éste es el principio que le permite pensar en sus novelas como lo hace, especialmente con La guerra del fin del mundo e Historia de Mayta. Me refiero a estas dos más adelante, ya que explican ampliamente la relación cabal del género novela con sus ensayos. Por eso vale la pena, en este proceso de ir de los más recientes a los primeros, ver cómo los pretextos sobre ambas novelas corroboran su periplo en torno a los «mandamientos» que mencioné al principio de este capítulo. Vargas Llosa usa La guerra del fin del mundo e Historia de Mayta como barómetros y paradigmas de su conspicuo consumo de realidad, y a la vez para trazar su interés en las nociones sociales que llegará a glosar en la obra de Popper. Pero la realización de éstas no es completa. Como ha dicho en docenas de entrevistas, La guerra del fin del mundo es su obra favorita, porque hasta la fecha es su proyecto más ambicioso, mientras que la segunda se está convirtiendo en una de las más examinadas. Para buena parte de la crítica la primera también es notable por ser una novela-sobre-lanovela, y muchísimo más, como prueba Valdez Moses (1995) al examinar varios protagonistas de ella. No obstante, entre los resquicios eminentemente literarios logra dar una visión no ficticia de 184
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las divisiones textuales con que conformaría su representación de una sociedad: «Por esto decidí usar los sucesos históricos de Canudos como materia prima para escribir una novela en la cual sería completamente libre de cambiar, deformar e inventar situaciones, usando el trasfondo histórico sólo como punto de partida para crear lo que en esencia sería ficción, es decir, una invención literaria» (A Writer’s Reality, 133). Este tipo de libertad, de cuyas vertientes políticas sigue teniendo el usufructo, es otra praxis para sus ensayos. Los lectores, atrapados por sus poderes persuasivos, han escuchado por enésima vez cómo todo se relaciona más estrictamente con el acto de escribir que con una sociedad refleja. En el caso de La guerra del fin del mundo, como también se verá más adelante, la relación más estrecha incumbe a la reescritura. Como principio estético esta relación contiene la paradoja de ser lo que más lo separa de la generación de novelistas apegados a la «novela de la persona», y al mismo tiempo lo que más lo apega a los novelistas cada vez menos numerosos de la «novela del lenguaje» de los años sesenta. Debido a que los elementos necesariamente subjetivos de la realidad exceden la ideología –parece decirles a sus lectores–, la consideración de ésta yace en ellos. Por esto declarará en más de un ensayo sobre los medios masivos que las ideologías implantadas en las formas estéticas fácilmente se convierten en propaganda, y no han de ser una preocupación inmediata para el novelista. Respecto a Historia de Mayta admite en A Writer’s Reality que «ha sido leída principalmente como un libro político y en muchos casos ha sido considerada un ensayo político sobre la violencia, revoluciones, levantamientos, el malestar social y agitaciones de América Latina» (144). Por esta corrección y sus colindantes lo que ha dicho en los capítulos anteriores a éste –que lleva el título «Transforming a Lie into Truth. The Real Life of Alejandro Mayta as a Metaphor for the Writer’s Task»– de ninguna manera puede ser considerado una acusación directa contra el marxismo y los actos revolucionarios del continente sudamericano. Los lectores de sus ensayos actuales saben la otra verdad. Es más, escriben la historia de esta novela en la batalla de ideas y la hacen más creíble que la de los entes de Mayta. Aquel tipo de negación espuria se convierte 185
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en subtexto de A Writer’s Reality, y habilita, a la vez que calibra, cualquier aspecto del acto de escribir prosa que Vargas llosa quiera increpar. Para él, la ideología queda obstruida o cancelada por los «demonios» más íntimos que conducen a los novelistas hacia sus formulaciones de la literariedad. Ya que se trata de formas, pensar así en la ideología es no ver la posibilidad de que, indudablemente, una existe dentro de otra. Así, se podría argüir interminablemente sobre la debilidad de una de sus últimas conclusiones en este libro: Mi idea era de que por medio del destino de los personajes en una novela yo puedo hacer evidente algo en que creo: que la ficción es negativa, que tiene resultados negativos para la sociedad y para la historia cuando no se la percibe como ficción, cuando está disfrazada como conocimiento objetivo, cuando es una descripción objetiva de lo que es la realidad; y que por lo contrario, la ficción es positiva y útil para la sociedad, la historia y el individuo cuando se la percibe como ficción (154).
No obstante, es imposible negar que, como los ensayos anteriores a ella, A Writer’s Reality es un poderoso ejemplo del discurso que desemboca en la serie «Piedra de toque», aunque el escogido para Desafíos a la libertad es básicamente político-cultural y poderoso, porque es gran parte de su historia y su laboratorio a posteriori de lo reconocido y por ensayar. El poder se queda en la literatura, porque en la política «real» no supo qué hacer con él: «El poder me inspiró desconfianza, incluso en mi juventud revolucionaria. Y siempre me pareció una de las funciones más importantes de mi vocación, la literatura, ser una forma de resistencia al poder» (Desafíos a la libertad, 90). Es lo que viene diciendo a sus entrevistadores desde los años setenta, y en los años noventa añade que esa desconfianza «me había hecho atractivo el pensamiento liberal, de un Raymond Aron, un Popper y de un Hayek, de Friedman o de Nozick, empeñado en defender al individuo contra el estado» (ibíd., 90-91). La diferencia es que en los ensayos de A Writer’s Reality enfoca un tema conocido desde ángulos inesperados, y lo explora con razonamientos verdaderamente provocativos para la crítica. Vargas Llosa es obsesivo en sus concepciones, y no se puede detec186
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tar la menor indiferencia en sus procesos. Riguroso, sorprendente para su lector asiduo, e intelectualmente osado en sus pensamientos y procedimientos, nunca asume una posición apologética ante asuntos que, es discutible, están por encima del control de un autor, a no ser que sean sus coqueteos con el socialismo. Esta actitud se ve en la primera parte de un contraensayo de los años sesenta (la «década perdida» de la izquierda según Rodríguez Elizondo 1990) que discuto más adelante, específicamente en lo que se refiere a la nueva visión del indio que se da en Arguedas (1976-1996). Es decir, nunca añade a sus contraensayos densidad novelística. Aun así, cada renglón y párrafo de A Writer’s Reality justifica su seriedad de propósito y la convicción con que construye su compilación. Sin embargo, no es enteramente suficiente para revelarles a los lectores su verdadera progresión como practicante del género. Por eso es factible y prudente indagar en los ensayos dispersos que rigen solapadamente su discurso crítico desde el principio de este apartado.
B. El salto cualitativo Después de los tres premios que obtiene en España por sus primeras obras en prosa, el primer gran salto hacia la canonización de Vargas Llosa y su obra surge también de la atención generada por su discurso «La literatura es fuego», presentado al recibir el Premio Rómulo Gallegos en 1967. Desde entonces, la imagen piromaniática no ha abandonado a la descripción del autor y su quehacer, ya sea aplicada en su variante de ave Fénix literaria o por el tono subido de sus compromisos, que respecto a la Revolución cubana, por ejemplo, no han sido matizados en estudios recientes, como el breviario de Cayuela Gally (2008), que tampoco distingue entre las matices ideológicos representados en, digamos, La Fiesta del Chivo (para nada «neoliberal») y El paraíso en la otra esquina (para nada «utópica»).15 De alguna manera, al mismo tiempo que recha15 Burkhard Voigt, «Idealistiche Elemente in der Asthetik von Mario Vargas Llosa», en Filología y didáctica hispánica, ed. José María Navarro (Hamburgo: Helmut Buske Verlag 1975), pp. 613-636, obviamente limitado a la primera
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zó embajadas y direcciones de institutos (el Cervantes), fascinó y fastidió a sus lectores y a los escritores latinoamericanos de lo que considera una izquierda moribunda con su decisión de volver a la literatura. A la vez que denuncia atentados contra su vida, todavía encuentra suficiente tiempo para escribir. Igualmente, mantiene su popularidad como una especie de «conciencia» peruana. Esto es admisible si nos guiamos por su primer regreso (agosto de 1991) al Perú para participar en el Congreso de su partido, y por su empecinada batalla contra el autoritarismo de Fujimori después del autogolpe de éste en abril de 1992 (cf. Daeschner 1993). Si nos quedamos en el ensayo, tenemos el análisis de conciencia y evaluación que él mismo publica, primero como «ensayo» de El pez en el agua, en la revista inglesa Granta (1991). Tenemos también las polémicas memorias de la campaña electoral, publicadas el mismo año por su hijo Álvaro con el polivalente título de El diablo en campaña, que junto a El pez en el agua resumió y actualizó después del Nobel («El príncipe plebeyo», 2010). Sin duda, aquél es un libro escrito con pasión similar a la del padre al recibir el Rómulo Gallegos. Ambos Vargas Llosa y sus lectores saben bien que no se le puede pedir al hijo objetividad respecto al padre, aun en entrevistas (cf. Boland 1988). Sea como sea, El diablo en campaña es un testimonio de primera vista, y en ello yace su valor. Volviendo al padre: añadiendo al texto publicado en Granta, durante 1992 publica en La Règle du Jeu tres largos fascículos (enero, mayo y septiembre), todos traducidos por Albert Bensoussan, que resultan ser adelantos de El pez en el agua.
etapa de su obra, es uno de los pocos que pormenoriza cambios ideológicos en sus ensayos o entrevistas sobre la novela. Véase también la introducción de Fritz Rudolf Fries, «Der Sanger mit dem Konig», a Mario Vargas Llosa, Literatur ist Feuer (Hamburgh: Europaische Verlagsanstalt, 1994), pp. 17-42, que lee ese ensayo desde el contexto de la Revolución cubana y el «Fall Padilla». Completa, aunque breve, es la discusión de Köllmann (2003: 39-45), revisada para su colaboración en De Castro y Birns (2010: 173-188). Actualizo estas discusiones en «El novelista y el compromiso: Cortázar, Vargas Llosa y la revolución cubana», en Cartografía occidental de la novela hispanoamericana (Quito: Centro Cultural Benjamín Carrión, 2010), pp. 159-219.
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Por otra parte, ha sido y sigue siendo actor, animador de congresos culturales, signatario permanente a favor de derechos humanos, comentarista de fútbol (para el Mundial de 1982), anfitrión televisivo («La Torre de Babel», 1981), profesor universitario en prestigiosas universidades inglesas y estadounidenses como Cambridge y Columbia (en 2006 ésta le otorgó el Premio Internacional Maria Moors Cabot por su periodismo). En 1992 ocupó la cátedra Robert F. Kennedy de Estudios Latinoamericanos en Harvard, de la cual recibió un doctorado honoris causa en 1999, ha sido presidente de organizaciones como el PEN Club, etcétera. Sobre todo, sigue escribiendo desenfrenada y religiosamente: teatro, prólogos y guiones, artículos editoriales o de fondo que El País distribuye a todo el mundo. Entrega notas, todo tipo de paratextos, y publica ensayos en inglés sobre su prosa, como ya hemos visto. Además, asiste a conferencias, interviene como jurado en concursos literarios y de belleza, ofrece charlas, firma protestas y proclamas, aparece en columnas dedicadas a chismes de sociedad (Isabel Preysler lo entrevistó para Hola) y trajina entre sus residencias en Lima, Madrid y París, todo antes del Nobel, con el cual aumentaron las exigencias. No se debe ver esta relación de actividades como registro de su fama sino como parte de su deber cívico. Precisamente, en reportajes sobre sus casas en Lima y Londres (cf. Schumacher 19983; Urien Aldao 2000), son claras la modestia y sorpresa ante el cambio en la recepción de su obra, que le permite vivir con mayor comodidad que en los primeros años parisinos. Su energía, que se ha denominado «síndrome de Victor Hugo», se ve en gran medida realzada por la particular habilidad que tiene para la autocrítica y decir «no lo tengo claro» en su prosa no ficticia, así como también por su constante publicación de crítica literaria general. Ésta, desde su libro ahora reimpreso sobre García Márquez, hasta el más reciente sobre Onetti, es siempre inteligente y completa, sin convertirse en una tesis académica cerrada, unitaria sólo en su pomposidad. Cercas establece claramente lo que diferencia a Vargas Llosa de los analistas, columnistas, opinadores profesionales, tertulianos y similares «especialistas» que se pronuncian espontáneamente sobre todo, y da cuatro razones que lo definen como intelectual singular. 189
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Primero, porque «siempre ha servido a las causas que defiende y nunca se ha servido de ellas» (2010: 32); segundo, «siempre está dispuesto a contrastar sus ideas con la realidad y, si la realidad lo exige, a rectificarlas» (ibíd.); tercero, «en su evolución política desde las simpatías revolucionarias de su juventud hasta el liberalismo actual hay una coherencia profunda» (ibíd.); y cuarto, como pensador y polemista nunca confunde «un error intelectual con un error moral», y «cuando ataca las ideas, nunca lo hace caricaturalizándolas, es decir debilitándolas» (ibíd.). Un contrincante como Juan José Saer decía en 1995 que hallaba mérito en su «empecinamiento en opinar sobre todo». No es así. Como establece Cercas, «ha mostrado de nuevo que, aunque a algunos les parezca que nada a favor de la corriente, Vargas Llosa siempre o casi siempre ha nadado contra la corriente» (ibíd.: 31), de lo cual se desprende la pregunta de quiénes son los verdaderos conservadores. Exceptuando algunos ensayos en los tomos de CVM y la versión aumentada de La verdad de las mentiras, casi toda su prosa no ficticia se publica inmediatamente en otras lenguas, práctica que lo asemeja a los autores «progresistas» de Occidente, no a los de la derecha mecánica. Como es el caso desde ¿Quién mató a Palomino Molero?, sus novelas aparecen en inglés o en francés tan pronto como se publican en español, y con el Nobel se comenzó a reimprimir sus obras mucho más. Su fama no se limita a las Américas, y esto dice más sobre su canonicidad y popularidad que del vigor o rigor de sus traductores. Bensoussan, autor de Ce que je sais de Vargas Llosa (2011) y traductor al francés de una selección de los tomos de CVM como Contre vents et marées (1989), La Vérité par le mensonge. Essais sur la littérature (1992) y de la primera versión del Dictionnaire amoureux de l’Amérique latine (2005) compara con elogios la productividad de este «hombre-pluma» a una larga tradición francesa (Vargas Llosa et al. 1990: 87-103). El hecho de que no haya publicado poesía es para muchos de sus críticos un aspecto técnico que él puede superar fácilmente, o del que más bien ya ha prescindido a lo largo de su agobiante producción en otros géneros. Dice: «Creo que la poesía tiene que ser buena, no puede ser “algo bueno”, porque si es algo buena, ya es muy mala, a dife190
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rencia de lo que ocurre con la novela que es un género impuro» (Gallagher 1989: 88). En el registro de sus documentos que conserva Princeton se menciona la existencia de un cajón catalogado bajo misceláneos con el título «Versos de niño» y la de un poema inédito titulado «Guayaquil, Motel Humbold». La nómina que provee la biblioteca tiene la explicación de que los poemas «fueron escritos cuando el autor tenía doce años», mientras que el poema forma parte de un cuaderno que contiene el principio de la primera versión del manuscrito de La tía Julia y el escribidor, un borrador de un artículo sobre Persona non grata de Edwards, etc. (Notebook «B-1» [July to October 1974]). Hace poco contribuyó con «El Alejandrino (Constantino Cavafis 1863-1933)» a un número dedicado a la literatura peruana por Cuadernos Hispanoamericanos (730, abril de 2011, pp. 9-12), que es más un poema narrado y una cortesía a la revista. Esta producción es parte del capital cultural vargasllosiano, y así como hay bienes económicos, existen bienes simbólicos que funcionan de manera parecida. El acceso a esos bienes se va filtrando de acuerdo con los escrúpulos y semievasivas que Vargas Llosa suscita en sus lectores. Dentro de este «inconsciente cultural» (Bourdieu 1971: 180-185), el habitus inculca cómo leer la relativización producida por los textos y su disponibilidad. En el campo cultural que dominaba hasta 2010, cuando lo obtuvo, era un lugar común mencionarlo como candidato al premio Nobel, o –según una mención atribuida a John Updike que discuto más adelante– como el autor que desplaza a García Márquez como el novelista sudamericano del que los estadounidenses tienen que estar al tanto. La frecuencia con la que sus artículos aparecen en suplementos o revistas internacionales de amplia circulación y prestigio público reconocido, junto a la suposición de que él, al lado del colombiano y la heredera de Borges, es uno de los pocos escritores del continente americano que pueden vivir de su oficio, permite a los lectores aproximarse a un ubicuo novelista que por supuesto no necesita críticos que lo presenten. Todo eso, para parafrasear a Borges, le ocurre al otro Vargas Llosa. Por eso, cuando visita al maestro en su casa, lo que le interesa es conmiserar con ese «escritor genial, viejo tramposo», más que discutir temas consabidos. No obstante, relata que le dijo a Borges 191
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que admiraba la constancia de sus diatribas contra los nacionalismos (las suyas son similares). De toda esa visita es más reveladora la relación especular que se puede notar entre ambos prosistas. Lo que uno dice del otro revela un hechizo que es parte de la mundialización de estos latinoamericanos: «Igual que su modestia, sus buenas maneras son más un recurso literario que una virtud. En el fondo sabe muy bien que es un genio, aunque, para un escéptico como él, esas cosas no tienen importancia» («Borges en su casa», 5). Puede ser verdad, dice el superego, que en cada obra de un genio reconocemos pensamientos nuestros que hemos rechazado. Si se piensa en sus ensayos, especialmente en los que convergen en los tomos de CVM, se nota que el desarrollo literario no depende de la personalidad íntima del autor, ya que a veces los confines mismos del mundo literario buscan personalidades que rellenen las tareas que anticipan. Postular la especificidad del desarrollo de una serie como los suyos no significa que se deba percibir la actividad de la personalidad creadora meramente como una intervención externa en el movimiento literario interno; peor aún como una serie de intentos para descarrilar a la literatura de su alcance inicial. Al respecto, comentarios suyos poco acabados, como «la biografía más auténtica de un novelista son sus novelas», en la segunda serie de conversaciones reunidas en libro por Setti (1986: 76; 1989: 77), merecen una discusión más profunda, a pesar de ya haber sido oídos y leídos antes. En el libro ya mencionado de Vilela Galván (publicado en edición española en 2011 con un capítulo nuevo), Vargas Llosa le cuenta: «Mira, nunca he leído los textos que son biográficos» (2003: 221), y precisa que la «biografía» de Armas Marcelo «la había leído su hijo Gonzalo, pero que él ni la había mirado» (ibíd.).16 En su prosa hay una relación directa entre un 16 En su nota sobre Dutch, polémica biografía de Ronald Reagan, propone una conflictiva visión del género, volviendo al binomio historia-ficción y pontificando sobre el narrador («La mentira de las verdades», 17); y en «Nadja como ficción» escribe: «el narrador es siempre el personaje más importante de todas las ficciones» (36). A la vez, está al día de lo que se escribe sobre él: sin mencionar a Vilela, le dice a Cruz: «Ahora ha salido un libro sobre mi estancia en el Leoncio Prado, y hay un chico de entonces que declara que él era mi manager, que yo escribía las cartas y él las vendía» (Cruz 2006: 14). La entrevista con
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lenguaje que autoriza, el individuo que es autorizado, y el estado de los temas autorizados. La realidad, según Froman, es un lenguaje con poder, se la construye con poder; y éste tiene sus realidades. De los 398 apotegmas relacionados que Froman provee, cabe parafrasear el que arguye que la verdad, belleza y bondad incumben al conocimiento. Es más, el conocimiento incumbe a la estructura y descripción; y las falsedades, fealdad y maldad incumben al desintegrar de estructuras, de descripciones que no caben. En fin, el desorden es un asunto del conocimiento (Froman 1992: 132). Para Vargas Llosa, en la literatura como en la sociedad el caos es bienvenido sólo si de él surge el orden, que no es lo mismo que planificación («Bienvenido caos», Desafíos a la libertad, 75). Al nivel estrictamente literario lo permite dentro de una racionalidad preponderante, y «solamente al nivel de la técnica, del estilo, de la escritura, pero en el dominio de la materia, no» (Poniatowska 1969: 78). Para Ernst Fischer, el peligro del arte es que el ser humano no puede vivir sin él, porque vida y arte son un estado de indecisión entre la forma y el caos, pero de éste, «de lo instintivo, de lo libre, la vida y el arte crean la fuerza para oponérsele» (1968: 20). Pero como expone el peruano cuatro décadas después, el caos vanguardista remplazó el fondo por las formas, trivializando las artes más y más, dejando «[u]n verdadero parte de los montes del que sólo salieron ratoncillos» («El puño invisible», 31). Un escritor menor nunca requeriría ese tipo de combate teórico. Como detallo, es cierto que sus convicciones y actos políticos y estéticos, por ejemplo, su corte con el socialismo cubano e internacional alrededor de 1971, más las consecuentes y muy publicitadas polémicas con intelectuales como Rama, Collazos, Benedetti y Grass (y una de 1995 sobre la dictadura más congruente para cierta izquierda argentina que para su antagonista exiliado e inelegante, Saer) no dejan de atraer público. No ha sido menor la repercusión,
Setti (cito el original brasileño y la versión española) es la más abierta hasta hoy. Publicada en español en 1989, hay edición portuguesa (1988), francesa (1990) y una selección en inglés (1991). El primer libro de entrevistas es el de Cano Gaviria (1972), reeditado con explicaciones añadidas en 2011. El original de Cueto, limitado por su tono complaciente, es de 2003.
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especialmente en la prensa, cuando toma partido por el presunto grupo del espectacular Octavio Paz (su par en influencia), o protagonizar otras polémicas publicadas en revistas culturales o suplementos mundiales especializados (entre ellos la peruana Caretas, El País español o la Vuelta y Letras Libres mexicanas). Su canonicidad se filtra incluso en rellenos periodísticos que lindan con lo que choca a la burguesía. Toda esta atención tiene mucho que ver con el tipo de habitus combativo que prefiere. Por esto sorprende que hasta 2011 la extensa bibliografía acerca de él revela que los críticos interesados en la totalidad de su obra no se interesan verdaderamente en la relación entre sus declaraciones políticas y el campo cultural que maneja en sus ensayos, o son patentemente benévolos y complacientes (cf. Cayuela Gally 2008) o coloquiales (Rojas habla de la «tribu progresista», 2011: 77). No es que desconecten literatura y política, como muestro a través de este libro, sino que lo hacen sin especificidad.17 No obstante, es probable que sus lectores comunes estén en su mayoría familiarizados con sus novelas; por lo que no es cuestión de establecer ninguna diferencia elemental o subliminal entre lectores cuyos códigos al leer un autor latinoamericano tengan diferentes especificidades, sino más bien de observar que el hecho de estar más al tanto de su narrativa puede también causar una recepción llena de conexiones imprecisas respecto a su prosa no ficticia. Así, es muy significativo que un buen número de las lecturas periodísticas o críticas generales (Gerdes 1985; R. L. Williams 1986; Cayuela Gally 2008) sobre Vargas Llosa presten escaso interés a su trabajo en el género en el cual es más prolífico. Sus ensayos
17 Exceptúo el panegírico de Armas Marcelo (actualizado en 2002), que surge del acceso privilegiado al autor, y los estudios de Boland (1990), Gladieu (1989), O’Bryan-Knight (1995) y Rodríguez Elizondo (1993). Scheerer (1991), Gnutzmann (1992), la iconografía de Tusell (1990) y Castro-Klarén (1990) son fieles a sus títulos. Varias lecturas (Kölmann, en De Castro y Birns 2010) mejoran y actualizan la última versión del estudio de Oviedo (1982). Consecuentemente, soy selectivo respecto a su crítica, más porque se repite que por su número o lejanía de verdades críticas actuales. De 1998 a 2011 se publican más estudios sobre sus novelas, pero sin tomar posición en cuanto al valor literario relativo de las producidas después del «giro» ideológico.
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antiguos y recientes acerca de varios novelistas latinoamericanos (Onetti), las novelas de éstos, la novela como género, sus últimos estudios sobre novelas europeas y norteamericanas, y sobre Hugo, son bastante reveladores de otro objeto de mi estudio: la relación oscilante entre teoría y práctica ensayística en el conato de un novelista. Como confirma De Obaldia, «bajo la influencia ensayística, la novela se hace fragmentaria, heterogénea (“polifónica”, de varios estilos, y frecuentemente multilingüística), abierta, e intensamente autoreflexiva. A la vez, la novela ensayística no sólo reproduce sino que contribuye y realza el espíritu ensayístico» (1995: 236). No arriesgo mucho al decir que en su prosa no ficticia ha escrito tanto o más sobre la novela y su mundo que cualquiera de sus contemporáneos latinoamericanos. Este hecho, sin embargo, no lo distancia de otros novelistas del continente que han elaborado un continuo de escritos sobre su arte, resucitándolo de alguna manera. Desde que Fernández de Lizardi escribió un combativo «posfacio» ad hominem en defensa de su obra El Periquillo Sarniento (1819), que para una parte de la crítica especializada ha dejado de ser la «primera» novela latinoamericana, el novelista del continente ha mantenido su striptease interpretativo con un rigor inconfundible (cf. Corral y Klahn 1991-1992). Para la novela, como género que oscila entre lo estructural (forma) y lo funcional (inferencia), las contingencias históricas del período en que un texto fue compuesto, como los sistemas genéricos dentro del cual obra el autor, son parte del contexto literario que engendra la aplicación de transformaciones. Extrañamente, la teoría de Vargas Llosa sería la práctica para Davis (1987), quien añade que en la mayoría de los casos la novela tiene el efecto opuesto: reforzar las defensas de la sociedad que se resisten al cambio y reintroducir la conformidad y la pasividad, lo cual sí han experimentado las novelas del peruano. La consistencia y el dinamismo con que ha abordado su teoría de los géneros lo apartan de sus colegas, pues son la base de su argumentación crítica. Al igual que uno puede preguntarse si un novelista teoriza antes de la práctica, o viceversa, uno también puede culpar a un crítico por tratar de establecer conexiones demasiado evidentes entre la práctica realizada por el novelista y la teo195
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ría que ofrece como complemento. Vargas Llosa fácilmente cambiaría el 80 % de su reconocida destreza técnica para que las novelas «progresistas» pusieran un 20 % de valor moral en los usos que hacen de la técnica. Sus ensayos más conocidos en torno al género casi no permiten cavilaciones y progresiones interpretativas, o transposiciones mecánicas que serían más un registro de nombres e influencias. Tampoco son un catálogo de características que se puede usar como instrumento para detectar motivos y patrones estéticos en la construcción de su novelística. Son procedimientos innegables en su obra, como noto en este libro, y hay toda una plétora de novelistas (cf. Miriam Allott, Novelists on the Novel, 1959; Corral y Klahn 1991-1992) en la tradición occidental que argumentarían o ya han argumentado lo mismo vehementemente, postulando la existencia de aquéllas y otras constantes. Éste es un territorio conocido para muchos lectores. Si bien hay hilos conductores en los artículos, reseñas, notas e incluso comentarios espontáneos sobre novelas y novelistas, y el estricto orden cronológico de los ensayos de CVM definitivamente evidencia un tipo de progresión, hay varias consecuencias al trabajar con aquéllos en los cuales se expone o se explora una veta teórica indeterminada. Vale recordar otra vez que existe una cantidad estimable de artículos similares, reseñas, semidecretos y notas que aparentemente ha decidido no incluir en sus antologías. Aquí discuto varios de ellos, sin convertirlos en el pharmakon de la «diferencia» (o aprehensión intuitiva) apreciado por los deconstruccionistas de papel, porque la fecundidad de autores como él y Hugo frecuentemente está en el centro de lo que distingue a los verdaderamente dotados. Los mediocres podrían tener una docena de ideas, mientras Vargas Llosa crea más porque su genio le permite juntar ideas, perspicacias, observaciones ingeniosas, conexiones inesperadas y teorías sin parecer un «todólogo» de los destiempos y desencuentros humanos. Así, es natural que siga creando algo mayor, porque la calidad es función de la cantidad. Vargas Llosa no está interesado en el abultado negocio de las teorías deconstruccionistas que procrean y miman su propio vocabulario exótico, en las ensaladas posmodernas o cualquier exuberancia semejante que tenga poco que ver (en la mayoría de sus 196
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practicantes) con las ideas. En un texto de 1994 que es a la vez otra visión de lo que era y debe ser la crítica literaria asevera: Cada vez que me he enfrentado a la prosa oscurantista y a los asfixiantes análisis literarios o filosóficos de Jacques Derrida he tenido la sensación de perder miserablemente el tiempo. No porque crea que todo ensayo de critica deba ser útil –si es divertido o estimulante ya me basta– sino porque si la literatura es lo que él supone –una sucesión o archipiélago de «textos» autónomos, sin contacto posible con la realidad exterior y por lo tanto inmunes a toda valoración y a toda interrelación con el desenvolvimiento de la sociedad y el comportamiento individual– ¿cuál es la razón de «deconstruirlos»? («Posmodernismo y frivolidad», 8).
Como propuse anteriormente, lo que admira en ensayistas como Berlin no es sólo el encabalgamiento de ideas densas sino también el estilo prístino en que las presentan. Ensayos como aquéllos, dice en los dos primeros tomos de los suyos, «jamás nos parecen abstractos –como nos lo parecen, por ejemplo, los de un Michel Foucault o los últimos de Roland Barthes–, resultado de un virtuosismo especulativo y retórico que en un momento cortó amarras con la realidad, sino firmemente arraigados en la experiencia común de la gente» (CVM I, 407; CVM II, 261). En 2010 aseveró que algunos pensadores recientes (se refería a Foucault y Derrida) han perdido autoridad porque «jugaban con las ideas y teorías como los malabaristas de los circos con los pañuelos y palitroques, que divierten y hasta maravillan pero no convencen» («Breve discurso sobre la cultura», 53). Por enunciados como éste, que ahora es el segundo capítulo de La civilización del espectáculo (65-75), al leer sus ensayos se observa la ausencia de metacrítica basada en jerigonza académica. Es a la vez desleal a enclaves literarios regionales o nacionalistas, y plantea la cristalización de influencias extranjeras («Los modelos literarios», 1994). Consecuentemente, un examen de sus ideas inmutables y contradictorias sobre el arte de la novela obliga a interpretar su desarrollo como un prosista totalmente dedicado a su oficio. Este enfoque genera una homologación con su obra crítica de primer nivel (lectura directa de la obra), y como intérprete que se confina a una 197
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esfera que reconoce en teoría pero que gusta mucho de violar en la práctica. Para el ensayo está actitud se ha denominado «el regreso a lo personal» (Atkins 1992: 78-84 y ss.), actitud que domina más y más en la academia. Al poner esas convenciones en perspectiva, Vargas Llosa textualiza sus aventuras con la dialéctica de escribir y la futilidad de cuantificar lo que lectores dogmáticos quisieran encasillar como una contradicción formal. Pero desde los años cincuenta además escribe cientos de crónicas, artículos, ensayos, conferencias, cartas, notas, manifiestos, proclamas y hasta lo que llama «decretos» (es más fácil registrar sobre qué no escribe). Por otro lado, despegó dentro del modelo «revolucionario» en que el intelectual latinoamericano rechaza el criterio científico-racionalista de la condición humana, y reacciona «vivamente contra ciertas de sus manifestaciones específicas: el positivismo, el liberalismo burgués y la fe en el progreso, entendido como aumento incesante del bienestar del hombre por medio de la tecnología» (Stabb 1969: 13). Por eso, alrededor de 2012, no se opone a los fines de la revolución tecnológica sino que establece que esas metas deben enriquecer los contactos entre los humanos que la inventaron, no despersonalizarles como las redes sociales que son más espectáculo que comunicación. Pero en «Más información, menos conocimiento» (2011) no se explaya sobre cómo las redes sociales en verdad no pueden remplazar la socialización humana, ni sobre cómo sus ideas al respecto implican que hay una relación filosófica entre los seres humanos y las máquinas que les da a éstas un estatuto casi humano, o las legitima más de lo que él quiere. Esta actividad desemboca en una producción periodística cuyos méritos literarios –de acuerdo con Vargas Llosa– son débiles, pinitos para otra cosa o prosa. Hay que creer eso a medias. Muchas y variadas son las referencias a las virtudes y males de ese periodismo: desde Conversación en La Catedral, La guerra del fin del mundo, Historia de Mayta, los capítulos siete y nueve de El pez en el agua sobre sus inicios en ese gremio, su afirmación en 1997 que «[s]in el periodismo yo no sería el escritor que soy, y no hubiera escrito la mayor parte de las novelas que he escrito» («Discurso…», 16), hasta los premios Ortega y Gasset (1999) y Maria Moors Cabot (2006) por su periodismo. En esa práctica la lista de 198
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figuras y temas literarios que trata es inmensa. A pesar de esto, los ensayos que privilegian y desarrollan una convicción estética prolongada, y que desembocan en A Writer’s Reality o exhiben un interés específico en la novela, son los que publica después de su recuperación de la polémica Camus/Sartre de principios de los años cincuenta en Les Temps Modernes. El desacuerdo tenía que ver, en términos generales, con el papel del escritor en la sociedad. Vargas Llosa no pensaba que éste era un tema sin valor alguno para los años sesenta latinoamericanos. Ello a pesar de que al reunir sus primeros ensayos con el título maniqueo de Entre Sartre y Camus (1981), en realidad la primera edición de CVM I, se mantiene fiel a su rebeldía y admitía su subsecuente adopción de la postura moral de Camus.18 En entrevistas ha explicitado que parte de su rebeldía política se inicia con su lectura de La noche quedó atrás (1941), de «Jan Valtin» [Richard H. H. Krebs, 1904-1951], autobiografía de un sociodemócrata alemán que se convierte al comunismo luego de su decepción con los nazis. La moral, como arguye Sartre en su explicación de L’Étranger de 1943, es una categoría que no le conviene o convence a Camus, porque éste no quiso escribir un roman à thèse. Para Sartre sólo se puede entender aquella novela leyendo el ensayo Le Mythe de Sisyphe. Debido a que Camus distingue entre el «sentimiento» y la «noción» del absurdo, según Sartre: «Uno podría decir que Le Mythe de Sisyphe pretende darnos esa noción y que L’Étranger quiere inspirar en nosotros ese sentimiento. El orden de publicación de estas dos obras parece confirmar esta hipótesis» (1947: 110). Aparte de la obvia similitud con ese Sartre respecto a la preferencia por mezclar géneros, como en El pez en el agua, tiene que explicitar su distancia de ese maestro. En «El mandarín», escrito al
18 Remito a una excelente reseña (Morillas 1984) de CVM I. La nota de Carla Cordúa, «Sartre y Camus en la opinión de Vargas Llosa», Sin Nombre, XII, 4 (julio-septiembre de 1982), pp. 72-78, es más imprecisa que antagónica. Roy provee un resumen de los dos primeros tomos, centrándose en su recepción inmediata en España. Aunque se observa su simpatía por los cambios y actitud de Camus, la mejor contextualización de la polémica sigue siendo la de Germaine Brée (1972).
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morir Sartre, y publicado en cuatro partes en Caretas y luego en CVM II, se nota que podría haber convertido este texto en un ejercicio biográfico, escudándose en la eficiencia narrativa y la coherencia dramática del contraensayo. Después de todo, Simone de Beauvoir había presentado una versión ficcionalizada de los principales existencialistas durante y después de la Segunda Guerra Mundial en su roman à clef Les Mandarins (1954), especialmente la polémica entre Sartre y Camus sobre la subyugación de las ideas filosóficas a la necesidad de actuar. Camus no se consideraba existencialista y planteó publicamente su desacuerdo con Sartre. Éste dramatizó el asunto en Les Mains sales (1948), aunque de los dos no fue Camus el que llegó a mostrar su decepción con el compromiso verdadero. Con La Peste (1947), Camus afirmó su compromiso con la actitud humanista, alegando valores como la libertad individual y el amor humano. Como crítico social, la política antiabsolutista de Camus depende no de la distancia crítica sino de la conexión crítica intimista, progresión que Vargas Llosa ha emulado con creces. O sea, y pensando en La Peste y su relación con La ciudad y los perros, La guerra del fin del mundo y El hablador, lo que asemeja a Vargas Llosa a Camus es creer que las pestes son internas, que los sistemas e ideologías asaltan a las mentes, exigiendo que se los elimine directamente o a través de otros. El remedio, como no hay «Dios», está en el ser humano. Otra semejanza, más aliada a la técnica, es que ambos, a pesar de situar sus novelas en ciertos lugares identificables, proveen narraciones que efectivamente carecen de contextos nacionales, y por ende su valor universalista. Es obligatorio detenerse en la conexión con Camus por varias razones que van más allá de sus simpatías éticas. Primero, los dos son «extranjeros» con identidades universales. Segundo, una obra definitiva como L’Homme révolté se compone de ensayos políticos que, como Desafíos a la libertad, emplean lo literario como informante. Tercero, se ha probado que Camus leyó a Popper (la primera edición de La sociedad abierta y sus enemigos se publicó unos cinco años antes que L’Homme révolté), y ambos libros preconizan el rechazo del totalitarismo (Weyembergh 1979; y Camus 1965: 1626). Cuarto, su relación con la prensa. Diferente de Vargas 200
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Llosa, cuando se le pregunta a Camus si hay que dirigir a la prensa, dice: «No. Hay que dirigir al público, y ése es el papel de la prensa» (1965: 1565). La rebeldía de los tres tiene diferencias (Popper racional, Camus con retórica teatral; «estilos», como anoté respecto a Vargas Llosa). Pero la confluencia entre él y Camus es más constante, especialmente en lo relativo al mesianismo utópico y en la práctica novelística y vivida. Escribe Camus: «Qué es, en verdad, la novela sino ese universo en el cual se da forma a la acción, se pronuncia las palabras finales, los seres se poseen, y la vida asume el carácter del destino. El mundo novelesco es sólo una rectificación del mundo en que vivimos, persiguiendo los deseos más profundos del hombre» (1965: 666). Y como nota optimista, añade: «Aun si la novela sólo describe nostalgia, desesperación y lo inacabado todavía crea una forma de salvación. Nombrar la desesperación es superarla. La literatura desesperante es una contradicción en términos» (ibíd.). Camus, como Gide, admirador de Simenon, siempre distinguió entre los verdaderos romanciers philosophes y los écrivains de thèse, y Vargas Llosa, como los primeros según Camus, escribe en imágenes más que en razonamientos. En un texto (especie de anticipo a L’Homme révolté) que leyó en la Universidad de Columbia en 1946, recuperado y traducido cincuenta años más tarde, Camus expone con una clarividencia que no se pierde hoy, que no todo es poder, no hay justos o injustos, o amos y esclavos si nada es verdadero o falso (1996: 18); que hay síntomas claros de que la cultura de Occidente está en crisis (ibíd.: 13-15), que el concepto hegeliano de la historia es detestable (ibíd.: 17), y que hay que abolir «la violencia y la mentira, porque los que mienten se cierran a otros, y el que tortura y viola impone silencios irremediables» (ibíd.: 22). Naturalmente, no se refiere a la mentira de las novelas sino a la realidad del que juzga cualquier cosa en términos del poder, y no hace otra cosa que «reforzar y apoyar un concepto del hombre que, inevitablemente, conduce a su mutilación» (ibíd.: 28), idea que Vargas Llosa aplica a la cultura (cf. «Breve discurso sobre la cultura», 2010). Como Popper y Vargas Llosa, Camus cree en el diálogo pluralista, en «llamar las cosas por su nombre» (1996: 22); y por haber vivido la explotación que los intelectuales marxistas sólo han leído, 201
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ve en ese diálogo la solución a las intervenciones políticas en nuestros asuntos íntimos. No obstante, el proceso de la política democrática sugerido a los novelistas por Popper no admite que el público puede ser ignorante, que la gente no quiere admitir sus errores, y que la política actual es mucho más compleja de lo que cree. Es decir, la noción de la sociedad abierta y libre (la rebeldía de Camus sería una estructura de ésta) puede ser tan utópica como la del historicismo ciego. De la misma manera, no hay ningún poder disuasorio que valga cuando el crítico social siente los mismos impulsos de amenaza que sienten sus compatriotas. Así, conocedor de las implicaciones profundas del transplante de ciertas realidades al ensayo, Vargas Llosa complica el suyo sobre los franceses para iluminar asuntos históricos amplios. En los mundos de la no-ficción éstos no están confirmados con el universo del hecho que se puede descubrir. Cuando el ensayista llega a los límites de los hechos que puede descubrir, se detiene. Cuando mezcla hechos y ficción –que no es el caso de «El mandarín»– no se obtiene un híbrido sino ficción pura; porque la simple introducción de un hecho ficticio altera todo lo que sigue en la construcción del texto. En su examen de la relación entre L’Homme révolté y la poética vargasllosiana de la novela, Gutiérrez Mouat concluye que, como Camus, Vargas Llosa «encuentra en la experiencia de la ficción un reino de magia y encanto en el cual el individuo puede llevar a cabo un intercambio imaginario de identidad sujeto sólo a la lógica del deseo» (1993: 289). Paralelamente, en su defensa de L’Homme révolté Camus aseveró: «Al fondo de toda obra literaria uno encuentra generalmente sólo una emoción profunda, muy pensada, que, sin justificar la escritura, es suficiente para explicarla. Yo no hubiera escrito L’Homme révolté si, en los cuarenta, no me hubiera enfrentado a hombres cuya manera de pensar yo no podía explicar y cuyos actos no entendía» (1965: 1702). Así, él y Vargas Llosa encarnan la tragedia de los últimos intelectuales, impelidos a asumir una representatividad de la que sus pocos pares han sido desposeídos. Un regreso a la reseña de Sartre de L’Étranger podría dar la clave, porque a pesar de que Camus llama «novela» a su texto Sartre nota en ella un desorden que no cuaja con lo narrado, y prefiere llamarla «una novela corta de un moralista, con cierta sátira dis202
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creta y retratos irónicos que, a pesar del aporte de los existencialistas alemanes y los novelistas estadounidenses, en el fondo se aproxima mucho a un cuento de Voltaire» (1947: 121). La relación entre el novelista y el político o el moralista, como en Camus, nunca ha sido fácil en Vargas Llosa, y sus primeras novelas confirman que esto fue verdad antes de que repudiara al marxismo: «Lo que pasa es que, en el mismo proceso de elaborar sus ficciones, el novelista, considerado uno de los mejores del siglo, socava al político, característicamente habitado por el pesimismo, y consecuentemente eleva los problemas de América Latina a pesadillas de proporciones míticas» («JB» 1995: 22). Como Vargas Llosa, se advierte que Camus se opondría a la moda intelectual de corto plazo apoyada en un relativismo que no reconoce condiciones de verdad para un discurso responsable. No se trata de silenciar a la oposición con el poder, porque la verdad es superior a eso. Como decía Zola en «J’accuse…!», cuando la verdad es enterrada, germina; y su poder explosivo es tal, que todo vuela con ella. Vargas Llosa se aleja de las ideas de Sartre porque reconoce en Camus a un despertador de conciencia cuyo L’Homme révolté es emblemático del juego de engaños al que se redujo el pensamiento occidental mientras reinaba la derecha en los años cincuenta. Como demuestra en la póstuma Le Premier Homme (1994), podía ser un maestro de pensamiento y vida, sin desajustes entre su proyección pública y sus aspiraciones personales, y desde esta perspectiva hay que conectar su obra a la de su par peruano. Aunque Oviedo tiene razón en el recorrido que hace del presunto paso de Vargas Llosa de gestos sartrianos al «impulso moral y discreto escepticismo camusiano» (1993: 96), es hora de esclarecer la progresión. Tomemos en cuenta entonces la teoría política que sirve de andamiaje a la tríada francoperuana y el cruce genérico de los textos en sí, más que la transposición a un eterno «entre Sartre y Camus». Como observa Valdez Moses respecto a La guerra del fin del mundo: «La relación, tenue en el mejor de los casos, entre la historia lineal de la tecnología científica moderna y la historia progresiva de la reforma democrática liberal en verdad se dramatiza mejor en la épica novela histórica de Vargas Llosa que en su ensayo dedicado a Karl Popper» (1995: 169). 203
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Fijada la importancia de cierta política existencialista de Vargas Llosa, la totalidad de los ensayos de los tomos de CVM, leída en el siglo XXI, puede ser examinada como un depositario de mitos candentes y contemporáneos, o, como se ha dicho respecto a A Writer’s Reality, de manera ingenua, como la documentación de un itinerario personal e intelectual (cf. Salgado 1992). Es notable que no sea la crítica especializada, o la que más se ha dedicado a su obra, la que reseña sus ensayos. Y por esto, así como propongo más adelante que la publicación en que se incluye un ensayo muchas veces define la tríada autor-lector-texto, la evaluación de los del peruano es siempre merecidamente elogiosa. Sin embargo, pocos críticos se atreven a poner por escrito que aquello también puede ser previsible, en ciertas revistas, en cuanto al nexo entre política y literatura. Una reseña de Entre Sartre y Camus, para limitarme a la primera recepción de sus colecciones, reitera que «[s]i la cultura de Occidente se caracterizó siempre (o casi siempre) por la pluralidad de sus concepciones y el incesante juego crítico que se establecía entre ellas, hoy esa pluralidad se ve amenazada por un totalitarismo que poco a poco va ganando terreno en el ámbito del pensamiento occidental» (Pereira 1982: 38). Más que hacerle justicia a esos ensayos, los lectores reciben un mensaje comercial en el cual la obra reseñada es sólo parte de un artículo de fondo. Nótese, por lo contrario, que las dedicatorias, prólogos y notas introductorias a los volúmenes de CVM son mucho más que paratextos temáticos, como los cuadros en Elogio de la madrastra (Gutiérrez 1996: 125153). La colocación en primer plano de la revelación del recurso es así un determinante semántico para distraer a la crítica y perturbar sus enunciados. Así por ejemplo, en la única entrevista hasta la fecha en que se le pregunta sobre Entre Sartre y Camus, se limita a resumir los ejes de su prólogo a esa colección (Torres Fierro 1986: 291-292). Como resultado, cierta crítica sólo repite sus enunciados, creyendo en la autoridad del entrevistado. Si es así, y si se quisiera especular hacia dónde va su obra ensayística, sería mejor fiarse en el prólogo que le añade a Entre Sartre y Camus, cuando ésta y su paratexto son incluidos en CVM I. Allí, en el prólogo actualizado (1982) dice: «He añadido ahora cerca de medio centenar –artículos, conferen204
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cias, manifiestos, cartas, polémicas, chismografías, ucases– escritos también entre 1962 y 1982» (CVM I, 9). Parecería argüir que esta combinatoria es la voluntad estética del ensayo, aunque su argumento quedaría proscrito en la práctica por la intención de brindar una exposición objetiva a lo que discute. Es precisamente la tensión producida por la cantidad de objetividad que les adjudica lo que determina que estos textos sean «ensayos». En el prólogo original Vargas Llosa explicita su renuncia al desprendimiento y desapego ensayístico, desnudando así las limitaciones del truco del striptease. Este formalismo, después de todo, implica que una obra parecería tener un solo referente verdadero que administra todo su contenido: el autor. A otro reseñador de CVM I se le escapa la heterogeneidad del pensamiento de su autor, y decide repasar enredos ideológicos que todo lector de Vargas Llosa conoce. No obstante, es paradójico que para pasar a deshistorizar al ensayista el reseñador provea la siguiente ubicación: Dos hilos guían la evolución ética y política de Mario Vargas Llosa. El primero se inicia en una defensa sentimental de la guerrilla peruana y de la revolución de Sierra Maestra y conduce a un reconocimiento no menos sincero del liberalismo democrático en las postrimerías de los años setenta; el segundo desciende de aquella pasión existencialista que finca su axis mundi en la figura de Jean-Paul Sartre y que, después de abrevar en la moral de los límites de Albert Camus, se remansa en el pensamiento político de un historiador de las ideas; el filósofo liberal Isaiah Berlin (Demicheli 1984: 35).
En «El diablo en el refrigerador», reseña de La verdad de las mentiras que Malca publica en la revista peruana neoliberal Debate, la perspectiva es igualmente positiva como las citadas de Vuelta, pero más exacta sobre lo que podría ser y hacer el ensayista. Para Malca: «Se extrañan, sí, ensayos más extensos, no menos brillantes, anteriormente publicados, como aquel sobre Bataille, la primera parte de su libro sobre Flaubert, otro sobre Victor Hugo, Joanot de Martorell y sin contar el proscrito estudio sobre el colega García Márquez. Una recopilación que recoja éstos y aquellos, como 205
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hizo con los dedicados a tópicos políticos, que hasta ahora ocupan tres tomos, sería bastante recomendable» (1991: 57). El deseo queda satisfecho en La tentación de lo imposible, para la política en Desafíos a la libertad, y se combina todos estos temas, en Sables y utopías, ya en edición de bolsillo y traducido al portugués (2010) y francés (2011). El problema es que la logística de la publicación de estas colecciones, así como la noción que Vargas Llosa tiene del ensayo, además de su renombrada independencia, no pueden ni deben o podrán satisfacer totalmente a los lectores. Entre ellos, la lectura que hizo Rama del libro sobre García Márquez es ejemplar en más de un sentido (cf. Vargas Llosa y Rama 1973). Valencia ve acertadamente un arco crítico que no superan los académicos que prefieren exactitud a la síntesis ceñida, y asevera: «Los argumentos de Rama, curiosamente, no distan en esencia de los de González Echevarría. El de la actualidad teórica que exige Rama resulta triste si se lo evalúa: ¿quién recurre a Goldmann y a Hauser hoy en día como lo hizo Rama? ¿Quién recurriría mañana al último e inexpugnable teórico, promocionado hoy, del que se parasita sólo por estatus y novelería?» (2003: 10). Por eso es mucho más fructífero concebir sus ensayos como fluidos, ya que, si se tuviera que resumir su progresión, en los primeros de hace tres décadas reconoce que la literatura es más importante para él que la política (cf. Rodríguez Rea 1996). Su postura ha cambiado poco hoy, y generalmente concluye que en un sentido la literatura política termina sermoneando a los ya convertidos. Así, en « Piqueteros intelectuales» –artículo sobre los ensayos de su compañero de aventuras literarias de los cincuenta, Loayza–, confirma: «El ensayo al que yo me refiero es a la vez profundo y asequible al lector profano, libre y creativo, que utiliza las obras literarias ajenas como una materia prima para ejercitar la imaginación crítica y que, a la vez que enriquece la comprensión de las obras que lo inspiran, es en sí mismo excelente literatura» (35). Si un resultado de esa preferencia es que su prosa no ficticia no siempre es inorgánica respecto al contenido, el pensamiento detrás de ella tiene el poder de sorprender a cada instante en su elegante masaje de la forma. No obstante, las premisas de sus primeros ensayos son una fuente paradójica a la que recurre con facili206
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dad. Digo paradójica porque en ellos su teoría de la novela como género, por ejemplo, es técnicamente periférica, al ser más ideológicos tanto su proyecto ensayístico como el efecto deseado. Paralelamente, no importa lo reticente o eufemístico que aparezca personalmente ante sus lectores sobre la teoría narrativa. Por esto muchos de los otros ensayos no recogidos y que ya he mencionado permiten observar cómo, frecuentemente, lo que propone sólo puede ser leído como un atar de coincidencias en busca de significado. En su resumen de la teoría del tiempo narrativo del peruano Kobylecka apunta que «la cuestión que se vuelve a plantear es la de saber por qué Vargas Llosa, lúcido con respecto a las dificultades arriba expuestas, privilegia el tiempo subjetivo –a expensas del real cronológico– como modelo del artificio temporal aplicado a cualquier relato de ficción» (2010: 70). Él ha contestado esa pregunta con menos teoría, y con creces, recientemente con Magris (2011: 47-58). A mediados de los sesenta, el ensayo parecía ser para él algo que los lectores tenían que experimentar casi físicamente. Lo manifiesta en un muy reconocido y citado texto de 1966 sobre Salazar Bondy, en el que dice que para Flaubert la vocación literaria era «una manera de existir que abarca a todo el individuo» (CVMI I, 107). Exige entonces que el ensayo, como cualquier prosa, deba ser confrontado en sus términos más artísticos, más que como el autorretrato que era para Montaigne, tradición evitada por los ingleses desde Addison y Steele. Para él el género no es ni debe ser una afirmación o la respuesta a un interrogante, postura que lo asemeja a la famosa definición que dio Susan Sontag en los años sesenta para el «estilo». Vale la pena detenerse también en su «La excepción a la regla», ensayo de 1976 hasta ahora no recogido, que se presenta como reseña de los ensayos que Gabriel Zaid reúne en Cómo leer en bicicleta (1975). Su nota resulta ser lo más cercano a una poética del ensayo que haya escrito, ya que sin desdeñar la importancia de la forma, permite notar cómo el autor va internándose en su preferencia por las ideas que dan al género su agilidad. Lo que más le atrae de esa prosa de Zaid es su irreverencia, que al principio del texto llama la «actitud liberal» de ensayar con el ensayo mismo de manera reformista, no revolucionaria. Recalca, con el mismo fondo 207
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alusivo, que el ensayo político ha descendido desde Sarmiento, González Prada y Martí «al nivel de la cacofonía y la cháchara» («La excepción a la regla», 19). Con la clarividencia que lo caracteriza, no deja de retomar lo que más le ha atraído a los ensayos que discute: el desplazamiento genérico ocasionado por un estilo juguetón que excita a la inteligencia. Y concluye sobre Zaid: «Su astucia consiste en asimilar a este género las técnicas de otros géneros, principalmente el humorístico: la exageración, el razonamiento absurdo, la tergiversación, la confusión o amalgama entre la parte y el todo, el arte tendencioso de la cita, etc.» (ibíd., 22). Manifiesta así una preferencia por el tipo de prosa cuyos maestros, sin trazar líneas preferenciales, serían Macedonio Fernández, Borges, el Benedetti literario, Monterroso y Cortázar. A la vez, se está alineando con un claro volteo estético hacia el carácter proteico del ensayo latinoamericano desde por lo menos los años cincuenta, como comprueba cualquier estudio académico hasta 2011. Al ser rechazada la posibilidad de definir un género como el ensayo, se conduce al público lector hacia la disolución de expectativas formales, y al no definirse el género, llamar a un texto «ensayo» o «novela» es una observación mucho más subjetiva que los prejuicios asumidos al aceptar o rechazar obras literarias por ser realistas o antirrealistas. No obstante, mientras los lectores sigan tratando de describir o definir los horizontes todavía «irracionales» de la reflexión y experiencia literarias es intolerante condenar el cuestionamiento genérico. Vargas Llosa, siempre volviendo al demonio, postula que no es una gimnasia excesiva consagrar todo un ensayo a describir «la estrategia de ese crítico-súcubo que edifica su obra a base de presentaciones a los autores de libros en que éstos se presentan» («La excepción a la regla», 21). Porque, para él, la ruptura o transformación genérica que se establece por medio de la concentración en «pequeñeces concretas, objetivas, físicamente mensurables» (ibíd.) es una manera inédita y contundente de tocar las esencias antiutópicas. En la práctica, de los dos primeros tomos de CVM, sólo hay un texto, «Calígula, “punk”» (recogido en ambos) que podría pasar el examen de si la levedad discursiva cabría, aun momentáneamente, en la seriedad del discurso político. En el tercer tomo, los 208
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ensayos contenidos en «Un bárbaro entre civilizados» y una parte menor de la sección «Varia opinión» son los que más se acercan al tipo de ensayo no recogido que representa «La excepción a la regla». Es difícil saber si Vargas Llosa compilará algún día sus ensayos publicados antes de 1962, o si recogerá los desplazados desde entonces. En términos generales, el público no parece requerir tipos genéricos ideales. En principio, no se puede obtener definiciones para esta clase de ensayos, aunque sí se puede proponer examinarlos por medio de condiciones de tipicalidad que reflejen la familiaridad del público con tipos genéricos históricos y la tradición de éstos. El desplazamiento del discurso ensayístico en algunos de sus textos no es un fin suficiente, ya que considera que otro recurso más decisivo en la ensayística de Zaid es «la aplicación del método científico (como la estadística) a asuntos que son anticientíficos» («La excepción a la regla», 22), lo cual parece predecir el efecto Popper que aúne ciencia y humanismo, como discutí en la segunda sección del capítulo dos. Es decir, el desplazamiento literario, ideológico y aun social no hace que el mundo extratextual y empíricamente real desaparezca. En verdad, estos desplazamientos constituyen las contradicciones del mundo representado, lo que hace que se vea el ensayo como «antigénero». En este sentido, toda pretensión del «autor» de establecer para cada texto sus propias leyes de juego (leyes que los lectores convencionales podrían aceptar románticamente) queda rechazada como innecesaria para poder llevar a cabo la lectura. Claro que a fin de cuentas esta libertad de expectativas es relativa. De la dialéctica entre fidelidad y deslealtad a las expectativas y prácticas tradicionales deriva el grado de originalidad que Vargas Llosa proyecta en sus ensayos no recogidos y en los de los volúmenes de CVM. O sea, el ensayista tiene que recordar que los lectores pueden falsear el pacto de lectura, el contrato mimético que pretende darle vida a la teoría. El autor lo sabe, y lo constata en el discurso la recibir el Premio Cervantes: «De ese contrato subconsciente que firman el novelista y su público para jugar a las mentiras depende la novela, género nacido para completar las incompletas vidas de los mortales con aquellas raciones de heroísmo o de pasión, de inteligencia o de terror, que añoran por209
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que no las tiene o no en las dosis que exige su imaginación» («La tentación de lo imposible», 54). En otras palabras: desde Cervantes la novela no ha podido hacer otra cosa que evolucionar, y son los lectores los que con plena aquiescencia de la colectividad (que no es sólo latinoamericana), en determinadas circunstancias ideológicas e históricas pueden tomar la iniciativa de leer un ensayo como narrativa, o ésta como ensayo o teoría.19 El relativismo del proceso de leer deshabilita la consideración de Vargas Llosa que el crítico ideológico o utópico por lo general textualiza «el provincianismo, la verborrea, la ingenuidad, la petulancia, la demagogia, la mentira» («La excepción a la regla», 22). Ante el desplazamiento genérico que aprecia con razón, no hay que negar que lo que permanecerá en el pacto general de lectura es el pacto sociopolítico que ella impone. Hay que recordar que en su narrativa casi siempre hay algún desplazamiento genérico, como en los ensayos sociopolíticos que todavía son el grueso de su producción. En su prosa no se puede ni se debe leer con exactitud interpretativa lo que se presenta como una gran mezcla, híbrido, condensación, transformación, superposición y modulación o imbricación genérica. Aunque estas suposiciones pueden ser fundamentales para el proceso de lectura la noción de desplazamiento interensayístico puede hacer a un ensayo más inteligible. Así, lo que ha surgido de las contradicciones que negocia la deconstrucción es una esfera crítica en la cual no hay verdad absoluta, excepto la de que no hay verdad absoluta. El sujeto (el yo individual) no existe, pero paradójicamente los deconstruccionistas deben hablar y actuar como si fueran sujetos individuales, porque su intención es convertir sus personas en un tipo de antinarrativa, o «estrella» crítica. Aparte de señalar estas deficiencias, que parafraseo de 19 Reitero la necesidad de cruzar o borrar géneros para entender su prosa. En su discusión del liberalismo histórico y filosófico Beiner recalca que es preciso que el teórico sea un narrador, porque filosofía y literatura dependen de verdades normativas (1992: 3-5), y teóricos como Platón, Hobbes, Hegel y otros «poseen un poder literario vivo que no es meramente un complemento de sus afirmaciones filosóficas, sino que yace en sus raíces» (ibíd.: 7). Mill, Hayek y Robert Nozick, no conocidos como liberales progresistas en el sentido anglosajón, expresan opiniones similares.
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Hirsch (1992: 18-19 y ss.), no vale la pena profundizar en algo ya demolido por este crítico y en la sensata artillería con que Ellis y otros que discuto deconstruyen las poco revolucionarias pretensiones de este «movimiento» y sus negociantes. El hecho es que la ética es también responsabilidad del lector, sobre todo ante la prensa amarilla, fenómeno cuya raíz, según Vargas Llosa, «está en la banalización lúdica de la cultura imperante, en la que el valor supremo es ahora divertirse, entretenerse, por encima de toda otra forma de conocimiento o quehacer» («Nuevas inquisiciones», 17). Es verdad que a veces pensamos en que estamos lidiando con un género suelto y desconocido, y simultáneamente con una obra que para nosotros le da cuerpo por primera vez. Esto significa simplificar un suceso complejo, en el cual el contexto de otros géneros mayores, vecinos o contrastantes, guían nuestros reconocimientos (A. Fowler 1982: 259-260). En el ensayo sobre Zaid, Vargas Llosa señala con admiración, aunque no lo practique abiertamente después, que el ensayo innovador tiende a ser oscuro, precisamente porque su contexto genérico no es todavía obvio. Su dictamen, no obstante, nunca subestima las contradicciones contextuales que un autor puede asumir como regla. De esta manera también manifiesta que un prosista no tiene por qué caer en la sobrecodificación que permite a los lectores suponer inmediatamente que un texto pertenece a un género u otro. Es decir, en este ensayo sobre el ensayo, provee una percepción medular acerca de lo que será su prosa posterior, especialmente su narrativa. Lo que busca en la prosa no ficticia es una mirada inquisitiva compartida, en la cual se espera que las percepciones individuales sean probadas y cribadas por otros. Continúa, a la vez, la tradición ensayística americana que confronta los problemas suscitados por una cultura en desarrollo, tradición en la cual «lo que más salta a la vista en sus ensayos son ciertos valores espirituales: el compromiso del escritor con su vocación; la difícil de describir pero omnipresente búsqueda de un nuevo humanismo; y entre muchos otros, un anhelo casi místico de comunión con todos los hombres» (Stabb 1969: 330). Es ésta, en última instancia y a pesar de sí, una actitud antideconstruccionista, porque la investigación estética compartida significa un compromiso con el argumento y el diálogo. Esto es muy diferente de 211
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lo que practican quienes insisten en el valor de la perspectiva crítica individual como reflejo. Ahora, cabría preguntarse después de todo si Vargas Llosa ha especulado, en otros momentos y con soltura ensayística, sobre el ensayo. Directamente, muy poco, aunque naturalmente hay que tomar en cuenta sus opiniones sobre géneros afines. Son los críticos los que en última instancia le obligan a referirse al género; y han pasado varias décadas desde que se les occurió hacerlo. Desde entonces, aparte del rigor intuitivo de su discusión del ensayo en «La excepción a la regla», ha preferido practicar el género antes que discutirlo. A la pregunta de que si el ensayo latinoamericano tendrá su hora como la novela la tenía en 1973, Vargas Llosa contesta: Claro que el género del ensayo no ha alcanzado en este momento en una serie de autores una importancia, una riqueza, como la que antes había alcanzado la poesía, y que todavía no ha alcanzado el teatro; pero el fenómeno puede variar el día de mañana […]. Yo creo que el ensayo ha tenido una época extraordinaria. Puede y debe volverla a tener. Yo creo que la ha tenido con grandes vuelos. Los grandes creadores, quizá en América Latina del siglo XIX, no fueron novelistas, ni poetas, ni dramaturgos, sino ensayistas (Coddou et al. 1973: 12).
En la misma entrevista manifiesta que su interés en el ensayo es constante, pero estrictamente literario. Como sabemos, a los dos años publicaría «Una pasión no correspondida» como prólogo a la traducción castellana de Madame Bovary. Éste y otros dos extensos ensayos añadidos se convierten el mismo año en el tomo La orgía perpetua, y sólo el inglés Julian Barnes se le acerca en sensibilidad como novelista-intérprete de Flaubert. Cabe además pensar en la recepción inicial de estos capítulos, ya que secciones o subsecciones del segundo, como «El elemento añadido» y «Los cuatro tiempos de Madame Bovary» son publicados en la revista colombiana Eco en 1971 y 1974, respectivamente. Como ensayos, éstos son tres variaciones sobre un mismo tema, pero sobre todo una plasmación de la actitud crítica y catártica que siempre debe carburar en el género. El habitus de verse en sus ensayos y criticar el trabajo a veces anodino del crítico, como ya vimos, ya está implanta212
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do en las palabras liminares de ese libro. Sus ensayos revelan un proceso intelectual complicado, y como ocurre en A Writer’s Reality, las discrepancias entre lo que encuentran sus lectores y lo que Vargas Llosa esperaba que encontraran pueden ser vastas. Con su carta de batalla sobre Flaubert, cuyos juegos con la historia en Salammbô se notan en La guerra del fin del mundo, se implanta definitivamente en la Legión del Ensayo, y se declara partidario y sujeto de un eclecticismo crítico frente a la actitud exclusivista de las escuelas críticas del momento. A la vez, la amplificación de lectura que asume como intelectual específico le hace alejarse del merodeo meditabundo que la crítica estrictamente académica aplica al género. Es decir, le da memoria y propósito a su ensayística en un mundo de intersubjetividades lingüísticas que se convierten en regímenes de verdades efímeras. El ensayista sería para él otro técnico del striptease de la verdad, quien se empapa de un método socrático y de pasión por su tema. En la entrevista con Coddou et al., todavía no lo puede precisar, precisamente porque el género se hace al andar. Menciona entonces que sí tiene proyectos ensayísticos definidos, pero vagos. Otra vez, corre el año 1973: He publicado un ensayo corto sobre Bataille, con motivo de la edición, aquí en España, de uno de los ensayos de él. A mí me gustaría, quizás, reunir una serie de ensayos sobre escritores que, como Bataille, representan una cierta marginalidad en torno a su época. Son escritores malditos en su momento, en el sentido de que estuvieron contra la corriente que en un momento dado –en que había una especie de aceptación unánime de una cierta estética, de una cierta moral, de una cierta ideología– ellos postularon exactamente lo contrario (Coddou et al. 1973: 12-13).
Si pensamos en Popper, en el presunto conservadurismo del peruano, y en todas las objeciones de sus críticos políticos dentro del contexto citado arriba del ir contra la corriente, es difícil simpatizar con las galimatías y estancamiento de los últimos. Y si damos un salto a finales de 2011 notaremos que sus críticos todavía prefieren perseguir su ideología en sus novelas, más que en las fuentes y claves de sus ensayos. La excusa de que es «muy pronto» 213
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para poner en perspectiva colecciones como La verdad de las mentiras, Desafíos a la libertad y otras queda desmentida por el hecho de que esos textos fueron publicados individualmente, y por la celeridad con que aparecen críticas de su prosa. La actitud política en algunos de ellos es transparente, aun en un momento en el cual sabemos que la distancia estética en la novela significa una distancia de la realidad. El desdén de Adorno hacia las exigencias de que la literatura sea políticamente progresista y poco más no es muy diferente de los momentos en que Lukács confunde la actitud del novelista con la del texto (cf. Miles 1979), práctica de algunos críticos de Vargas Llosa: Más y más, las novelas parecen insistir en que no se puede confiar en ninguna ideología. Tal vez ésta sea una razón por la cual estas novelas recientes no tienen finales satisfactorios. Pero si no se puede acusar de lo mismo a las primeras, no es porque ofrecían soluciones fáciles a los muchos problemas que bosquejaban: por lo contrario, tendían a ser redondeadas con fuerza por páginas que invitaban a revisar lo que había pasado antes, frecuentemente acompañadas del placer estético que se asocia con la percepción de un diseño global (Standish 1990: 163-164).
El problema es que el ensayo no siempre requiere ese esfuerzo genérico totalizante, y Vargas Llosa lo sabe perfectamente. Los verdaderos conservadores son los críticos que no pueden hacer otra cosa que hablar de los regímenes de poder que los consumen. La crítica «materialista» o «textualista» de la novela como práctica ideológica se convierte, quiera o no quiera, en la manifestación de una ideología (Suleiman 1983: 242). En 1973, y según su plan de trabajo posterior, otro emblema de su ensayística es la reiteración de que le «gustaría reunir en un ensayo una serie de escritores que han llevado a sus últimos extremos esta condición un poco contradictoria, marginal, rebelde» (Coddou et al. 1973: 13). Ahora sabemos que ese plan se cumplió con La tentación de lo imposible y El viaje a la ficción. Pero a sus detractores sólo les convence la homogeneidad en la rebeldía, y Vargas Llosa no tiene cabida en ella. Él practica lo que Habermas llama «ética del discurso» y «discurso comunicativo», 214
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criterios que superan, por ejemplo, la retórica evocativa del deconstruccionismo y a la vez proveen un marco ético para salvar la aceptación arbitraria de imposiciones exteriores. No se puede insistir suficientemente en la complejidad implícita en el hecho de que su pulsión ensayística se transplanta a su narrativa fácilmente. Por eso, proponer una singularidad genérica consiste en imponer un significado correcto y único al texto y al mundo, y al mismo tiempo crear un discurso crítico que podría institucionalizarse. Desde La ciudad y los perros hasta sus novelas totales, sus andanzas dentro de la ficción paródico-detectivesca en ¿Quién mató a Palomino Molero? y su incursión en el relato seudoerótico con Elogio de la madrastra, el resultado es la exhibición de un mundo novelesco deliberadamente cultista. A pesar de su erudición y recursos estilísticos, nunca ha dejado de mantener el equilibrio entre un tipo de narrativa pura y una de ideas poco ficticia. Repletas de personajes, tramas complejas, ricas en diálogo culto como vernáculo, escritas principalmente en un discurso neorrealista (con momentos culminantes de drama alucinante o surreal), sus novelas son en conjunto las de un incansable ecléctico de mente espaciosa. En ellas nunca se encuentra una verdadera ruptura de los géneros: lo que sí existe es una hibridización fortuita, una fusión de horizontes que muestra que para él los géneros no son entidades que se oponen, sino más bien vehículos hacia una perspectiva revisionista de la forma. No se puede leerlas inocentemente, sino como una batalla filosófica mediatizada por el lenguaje, más que por las balas. Es lo que expone en su aspaventera El hablador: «–Eres un indigenista cuadriculado, Mascarita –le tomé el pelo–. Ni más ni menos que de los años treinta. Como el Doctor Luis Valcárcel, de joven, cuando pedía que se demolieran todas las iglesias y conventos coloniales porque representaban el Anti-Perú. ¿O sea que tenemos que resucitar el Tahuantinsuyo? ¿También los sacrificios humanos, los quipus, la trepanación de cráneos con cuchillos de piedra?» (97). En su reseña de esa novela para el suplemento literario del New York Times, Le Guin, novelista de ciencia ficción, la cataloga como obra de ciencia ficción ecológica, como novela de historias y voces que se manifiestan respecto al proceso de aculturación. También la ve como un registro político de los males del momento contempo215
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ráneo, acercándose así a una evaluación del Vargas Llosa de hoy. Es viable proponer que en cierto sentido El hablador es un autoexamen de su propia función de escritor en el contexto sociocultural latinoamericano. Subsecuentemente este tipo de convicción respecto al discurso de su prosa permite una mayor contextualización sobre lo que son sus novelas, y éstas claramente influyen en lo que vendrán a ser sus ensayos. Así, aunque diferente pero no totalmente desvinculada de sus ensayos en términos de efecto, su ficción novelesca puede ser leída como un espacio simbiótico incompleto para el desarrollo de una tesis. El discurso de la narrativa «realista» se caracteriza por múltiples redundancias que operan en todos los niveles de la narración con el deseo de transmitir información ininterrumpida, una estrategia no muy distanciada del ensayo convencional. En tales casos narrativos, como arguye Lucille Kerr (1992: 157) en su lectura de El hablador, se puede dar la situación que la lectura privilegie lo extraliterario sobre la figura textual, y meramente reproduzca sin querer la combinación de figura e imágenes que textos como el de Vargas Llosa ocasionan. Es entonces un problema de lectura, ocasionado por la falta de glosas intertextuales y temporales entre lo que produce un ensayo, cómo éste puede ayudar a explicar la narrativa, y la producción cronológica de ambos textos. Este tipo de interpretación aparentemente teórica puede ser explicada con sensatez. Lo hace Suleiman, mostrando que la lectura de Qu’est-ce que la littérature (de Situations, II) es necesaria para entender la novela corta L’Enfance d’un chef como parodia de la novela de tesis (1983: 244-256). Sin embargo, hace generalizaciones graves en cuanto a que su producción literaria parece estar inmunizada de los escollos de sus ideas políticas y estéticas. El dinamismo de Vargas Llosa contradice creer que el cambio temático de sus novelas recientes ha conllevado un cambio en su técnica narrativa. Sostenerlo es descontextualizar el nivel autobiográfico y juzgar mal su papel intelectual durante la época discutida. Compárese entonces la mejor estimación de su técnica por un practicante y par de su generación, Fuentes, que en base a un profundo análisis de La Fiesta del Chivo –su homenaje ya citado, «Vargas Llosa, Premio Nobel»– concluye que no es periodismo ni historia, sino que 216
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es «novela, novedad, y también nivola, nube y niebla unamunianas gracias a una presencia que comunica los hechos, la distancia, los humaniza, los vuelve novedosos y novelables». Para Fuentes esa presencia es Urania, personaje no siempre convincente en una obra de ribetes shakesperianos. Pero lo importante es subrayar que el mexicano se refiere más al carácter dinámico de la práctica de su colega, aun cuando aquélla sea una práctica muy conocida. Vargas Llosa a veces trata de evitar estas conexiones a cualquier precio. Pero a medida de que aumenta su prosa, se vuelve más difícil no advertir que está imbuida de la pasión de una postura estética y una política determinada precariamente. A pesar de ser natural que el rigor de su lógica novelística vacile hacia los poderes seductores de premisas asombrosas y conservadoras, es justo decir que nunca se olvida de lo que está produciendo: novelas, no teorías. Esto obviamente ha creado problemas tremendos a sus críticos, como acabamos de anotar, hasta el punto de que algunos trabajos de las décadas del entresiglo quieren ser muy prudentes en cuanto al análisis de la política representada, aunque plantean un tipo de «neorrealismo» como la tradición narrativa que Vargas Llosa privilegia.20 Él no ha inventado ninguna realidad. Lo que hace es advertir sagazmente que es imposible aislarse o deshacerse del realismo, por posmoderno que se sea, ya que el realismo ha venido aceptando una autosuficiencia ontológica desde la época de Tirant lo Blanc. El realismo, como paradigma cultural, es una configuración específica e histórica que debe ser entendida en yuxtaposición con otros paradigmas culturales no realistas. El feminismo, por ejemplo, en su corrección de la deconstrucción, permite una revisión del realismo clásico, si por éste se entiende novelas con cosmovisiones sexistas. Más allá de premisas convencionalistas, se 20 Véanse Castro-Klarén (1988, 1990), Gerdes (1984), Gnutzmann (1992) y Scheerer (1991). R. L. Williams (1986) lo lee imprecisamente con teorías narrativas –Booker (1994) es más sofisticado con éstas–, y diez años después, en su colaboración para Explicación de textos literarios (1996-1997) no domina relaciones que Vargas Llosa ha superado. Hay ensayos similarmente ingenuos en Giacoman y Oviedo (1971), Oviedo (1981), Díez (1972), Hernández de López (1994), Rossman y Friedman (1978). Véanse también Letterature d’America (1986) y Boland (1988).
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puede conectar al realismo con el tipo de unidad del pensamiento liberal que en un momento promulgaba Vargas Llosa, pero que ahora ha templado. En esa aparente unidad las virtudes y defectos del realismo provienen, según el antiliberal Mangabeira Unger (1975: 130), de su intento de poder circular por encima del orden de las ideas y los sucesos, implicando que las totalidades que no se pueden analizar, tanto en la realidad como en la teoría social, son lados diferentes del mismo fenómeno. De esta manera, lo que hace el «neorrealismo» actual es subrayar el lado no convencional del concepto moderno de la imposibilidad de medir la teoría contra la experiencia preteórica. Es esto lo que trata de transmitir en varios ensayos y en más de una entrevista sobre el tema. Su lucha en contra del realismo, o con él, adquiere sus matices actuales a mediados de los años setenta, aunque siempre ha estado convencido de que «no hay manera de escribir una ficción que sea una reproducción de la realidad, un testimonio objetivo sobre la realidad. Creo que siempre lo presentí eso, pero lo llegué a ver con absoluta claridad en La tía Julia y el escribidor» (Oviedo 1985: 156). Aparentemente conservador respecto a la cuestión de la posmodernidad, hoy no hace otra cosa que estar al día con la discusión sobre el tema, o por lo menos decir algo igualmente válido a lo que la crítica especializada debate en ensayos mucho más largos y densos. En este sentido, es un realista posmoderno (la tesis de Booker). Para él la historicidad del lenguaje en el discurso no puede ser entendida, como se ve en CVM I y después en La guerra del fin del mundo, sin un concepto de la relación entre lenguaje y experiencia. El pasado, como inventario de patrones constituidos de significado, influye en el presente de los actores lingüísticos, imposibilitando cualquier determinación causal directa del habla debido a la experiencia. Como también mostrará en El hablador, las innovaciones y transformaciones que el habla individual ejecuta o impone sobre los lenguajes heredados deben ser situadas, en última instancia, en la historia de la experiencia y relacionadas a ésta de manera problemática. Abercrombie et al., en su extenso examen de los últimos doscientos años del «problema» del realismo, arguyen que parece haber tres paradigmas principales para el realismo: 1) ofrece un 218
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mirador al mundo; 2) emplea una narración que ha ordenado racionalmente las conexiones entre sucesos y personajes; y 3) oculta la autoridad del texto y encubre el proceso de producción de éste (1992: 119). Villanueva, en su excelente revisión de las teorías del realismo literario, opta por alejarse de lo que llama el realismo genético y formal, para postular una fenomenología y pragmática del término basadas en la cooperación activa del lector (1992: 121158). Es difícil creer que Vargas Llosa se haya guiado por paradigmas semejantes a éstos, porque su práctica siempre incluye al lector. No obstante, sus motivaciones no están lejos de una de las conclusiones de Abercrombie et al.: En el período entre las dos guerras mundiales la relación entre la alta cultura realista y el modernismo no realista de las vanguardias fue particularmente antagonista, como lo fue la de las vanguardias con la cultura realista popular. Estas formas diferentes de cultura se dirigieron cada vez más a sí mismas y criticaron el modo de expresión de cada una. Así las formas culturales ya no se separaban y no eran antagonistas. Estos conflictos y luchas culturales estaban relacionados, desde luego, a conflictos políticos y económicos actuales (1992: 135).
Vargas Llosa tiene razón, el realismo no se ha acabado, ni podrá terminarse nunca, aunque como revisa al recibir el Premio Cervantes, «tanto pragmatismo» (habla de Sancho Panza) es peligroso. Acota que la «razón de ser de la ficción, no es representar la realidad sino negarla, transmutándola en una irrealidad que, cuando el novelista domina el arte de la prestidigitación verbal como Cervantes, se nos aparece como la realidad auténtica, cuando en verdad es su antítesis» («La tentación de lo imposible», 54). El realismo tiene una lógica cuya origen radica el mundo al revés y sus ramificaciones políticas y sociales, y por eso él sigue llamado la atención a cómo nuestros novelistas decimonónicos no notaron la preponderancia y función de tales inversiones, en un momento en que se comenzaba a desenmascarar la ilusión romántica. No en vano, en La Fiesta del Chivo, uno de los trabajos con que se mantiene Urania al estudiar en Harvard es leerle Guerra y paz, Moby Dick, Bleak House y Pamela a Melvin Makovsky (203), y el beodo Chirinos escribe acrósticos, poemas y oraciones fúnebres. 219
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Así, aun en la posmodernidad el realismo tiene una significación mayor. Que Vargas Llosa critique cierto realismo decimonónico no significa que no aprecie la novelística de ese siglo. Flaubert –para quien se necesitaba un léxico, decía Sainte-Beuve en una reseña– es uno de sus héroes por su complejidad. Y a pesar de su popularidad, las últimas novelas de Dickens no son fáciles de leer. Hay que tener lo anterior en mente, porque como concluyen Abercrombie et al., «una gran porción de los textos de cultura alta y popular siguen ejemplificando el realismo clásico. Pero aún más importante, porque las ontologías realistas condicionan incluso la recepción de formas culturales modernistas y posmodernistas» (1992: 138). Debido a que la prosa que seguirá publicando probablemente encaje en estas coyunturas, cabe recalcar también la noción de que movimientos como el de la deconstrucción siempre producen reacciones «realistas» y hasta «defensas» ante la obvia imposibilidad de aquélla para producir que no se basen en la emoción que los derridianos pueden despertar (Tallis 1988: 170-186). El sentido de la realidad, según Berlin, no se puede fundar en la asimilación equivocada de la metodología histórica a las ciencias. La observación directa es más económica e informativa que la inferencia científica (1996: 6), porque hay aspectos del estudio de la historia y la política que son análogos a los de los escritores imaginativos, y nos manifiestan lo imprecisas que son las ciencias para llegar a la realidad (ibíd.: 15, 27 y ss.). Éste es el pluralismo que Berlin subrayó en el último artículo que escribió, aseverando que «para todos los seres humanos debe haber algunos valores comunes o dejarán de ser humanos, y algunos valores diferentes porque si no dejarían de diferir, como de hecho lo hacen» (1998: 57). Vargas Llosa, quien como Berlin no cree que el pluralismo es relativismo, da un paso más allá, otorgándole forma novelística a esas ideas, manifestándose contra el pensamiento único que afectó a su país y el continente en momentos históricos claves del siglo XX.
C. El «amauta» de Mayta o casado con la realidad El problema discutido por Berlin es muy pertinente para la interpretación de obras como Historia de Mayta, que a pesar de su 220
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recepción generalmente poco positiva en el Perú se ha convertido, como decía, en una de las obras más comentadas de Vargas Llosa. Las relaciones entre ensayo y narrativa son el palenque y el contorno, la dialéctica escondida, donde se realiza el acontecer de hechos políticos trascendentes y vidas intensas y paralelas. En la esfera de la novela se dedican diez capítulos a la búsqueda del verdadero Mayta (cuyo significado en quechua son variantes de la frase «andar sin dirección»), emprendida por una voz autorial ligeramente oculta. ¿Cuál es el papel de la voz en la dicotomía entre «relato ficticio» y «relato cierto»? Para Genette: Las características de la voz narrativa se reducen esencialmente a distinciones de tiempo, «persona» y nivel. No me parece que la situación temporal del acto narrativo es a priori diferente en la ficción o en otro lado: el relato cierto conoce bien el relato ulterior (que también es aquí el más frecuente), el anterior (relato profético o anticipatorio), el simultáneo (reportaje), e incluso el relato intercalado, como en los diarios […]. Aquí la distinción de nivel es sin duda la más pertinente, porque esforzarse por lograr verosimilitud o simpleza generalmente desalienta al relato cierto de emplear un recurso muy masivo en las narraciones de segundo grado (1991: 78-79).
Entre la conflación de voces y tiempos de Historia de Mayta, el narrador-novelista conduce una encuesta entre personas que conocieron a Mayta como revolucionario izquierdista, y líder de actividades subversivas en la sierra peruana hacia finales de los años cincuenta. Descubre una serie de contradicciones y falsedades sobre una especie de literato místico católico; presentado como trotskista u homosexual, o como un idealista físicamente repulsivo que es un don nadie. En el décimo y último capítulo, que es el menos fuerte y a la vez el más instructivo de acuerdo con el propósito final de la novela, el encontrar al verdadero Mayta no coincide con lo que el narrador-novelista esperaba intrincadamente. En retrospectiva, este fin aumenta las posibilidades miméticas que ya se vislumbraban en todo el capítulo tercero, como cuando el narradornovelista le dice a Juanita: «–Porque soy realista, en mis novelas trato siempre de mentir con conocimiento de causa –le explico–. 221
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Es mi método de trabajo. Y, creo, la única manera de escribir historias a partir de la historia con mayúsculas» (77). Dentro de este andamiaje, que fácilmente alimenta el espíritu «clarividente» del crítico ingenuo que se apoya en falacias biográficas, el autor logra incluir la miseria, el terror y la violencia que siguen azotando al Perú (hacia finales de 1988 la inflación nacional excedía el 2000 por ciento, y diez años después más del 50 % de la población está desempleado). Pero nunca se encuentra ni siquiera la sospecha de una solución, aunque sea ficticia, para esta inmensa tragedia. Historia de Mayta, obra circular y hasta ahora la más polémica de sus novelas (al menos en su país), termina donde comienza, en la encrucijada ficticia de una situación muy real. La vuelta al germen queda implantada por la frase con que termina la novela: «Y recuerdo, entonces, que hace un año comencé a fabular esta historia mencionando, como la termino, las basuras que van invadiendo los barrios de la capital del Perú» (346). Lo que se condena, pues, es la violencia revolucionaria, mientras que la violencia estructural de las instituciones se deja sin cuestionamiento bajo la pátina de una aceptación implícita de la democracia. Ésta es una limitación constante de las lecturas ideológicas (cf. Omaña 1987; Rowe 1990) de esta obra o de la realidad, aun cuando reconozcan los méritos «literarios» del autor. Es de notar que en ese ensayo de CVM II en que define la violencia, publicado por primera vez el mismo año que la novela, intenta enunciar de manera específica los límites de lo que entiende por democracia: Un sistema de coexistencia de verdades contradictorias, opuesto a aquellos sistemas de verdad única, como los fascistas, comunistas o fundamentalistas religiosos (de ciertas sociedades islámicas), que se fortalece en la medida en que se fortalece la aceptación de una legalidad válida para todos y para todo: hacer frente a los problemas, solventar las diferencias y regular la marcha de las instituciones (402-403).
Para Vargas Llosa la democracia debe ser vista, además, como parte de un proyecto radical internacional que elimina las antiguas cesuras históricas entre élite y masa, sin divorciarse de las necesidades reales de la gente. En una entrevista del 11 de junio de 1991, 222
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subsecuente a las elecciones que perdió, responde: «La democracia, como un fenómeno político, no significa necesariamente ni un desarrollo económico ni una mayor justicia social. Eso es un error que viene del siglo diecinueve y que en América Latina, por desgracia, todavía prevalece. La democracia política ha fracasado todas las veces […] porque fue incapaz de traer desarrollo económico y justicia social» (Marras 1992: 107). Otra manera de decirlo es que el latinoamericanismo idealista del diecinueve tardío se transformó en el nacionalismo del veinte, con el fascismo y comunismo como rivales socialistas (Hayek). En sus definiciones brilla por su ausencia la previsible y absurda noción de cierta izquierda latinoamericana que sólo existen dos líneas de análisis principales para los procesos democráticos del hemisferio: una derivada de la resistencia y las luchas populares contra las dictaduras; otra que ignora las luchas revolucionarias y señala el papel de Estados Unidos en el diseño (Sánchez 1992: 20). Historia de Mayta ensaya de forma muy notoria la discusión de otros temas afines. A la cabeza está el desprendimiento de algunos máximos irritantes del autor (como «amauta» o sabio consejero novelesco), y sobresalen una reducción de la tentación novelesca a la mentira, su cuestionamiento de la naturaleza de la relación entre historia y ficción, su dominio de las voces narrativas y, finalmente, la política de lo que es un autor. La técnica permitió conectar ingenuamente lo narrado en Historia de Mayta con la violencia de Sendero Luminoso de principios de los años sesenta. Esta analogía condujo a sus críticos a acreditar una estrecha relación intemporal entre ficción y realidad, e inclusive afirmar que esa violencia podría ser vista como «reflejo» de «una masacre de ocho periodistas en 1983 que fue demasiado publicitada» (R. L. Williams 1986: 169). Como dice el autor en «Violencia y ficción»: «No quería proponer una anticipación histórica sino explorar las consecuencias de la ficción en la vida» (Desafíos a la libertad, 143). La realidad es que en el «momento» de la novela también comenzaba a surgir el MRTA (Movimiento Revolucionario Tupac Amaru), que en 1984 atacó a la embajada y otros blancos estadounidenses. La cronología política y novelística, más los intersticios de la verdadera historia real del Perú empequeñecen continuamente ese 223
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tipo de afirmación. Dunkerley, en una lectura política de esta novela, manifiesta que su mayor logro es descontextualizar y generalizar respecto a la sombra del radicalismo tipo Sendero Luminoso: «Debido a que todas las historias, “imaginadas” o no, son necesariamente parciales y Vargas Llosa se preocupa justificadamente del discurso interno, el núcleo del libro está constituido por la suposición de que el Mayta semificticio y el Sendero enteramente real sólo pueden ser comprendidos a través de su propia cosmovisión y protocolos esotéricos» (1987: 113). Aunque tiene razón al concluir que la realidad peruana es más prosaica y desesperada, por esa misma razón cuesta creer que el «capitalismo» posterior al Ochenio de Odría o a Belaúnde haya destruido una «sociedad civil manejable» (ibíd.: 122). Uno de los mitos sobre Marx es que sostenía que el capitalismo era un desastre, cuando en verdad lo creía el sistema económico más exitoso de la historia (izquierda y derecha estarán de acuerdo con el vaticinio de 1848), a pesar de que contenía la semilla de su propia destrucción, idea que Hayek (1967b) aplica a la sociedad libre. Es más acertado creer, como postula Dunkerley, que Historia de Mayta representa una continuación y destilación de los motivos esenciales de La tía Julia y el escribidor y La guerra del fin del mundo. Además, las debidas excepciones personales también se vuelven «universales» en el doble sentido en que lo son todos los mejores exponentes del género para Vargas Llosa: «por la pluralidad de asuntos y niveles de realidad que aparecen en ella y porque las raíces de su frondosa selva de anécdotas están sólidamente plantadas en la experiencia compartida» (Carta de batalla por Tirant lo Blanc, 93). Dicho de otra manera, Mayta es doblemente Mayta, dentro y fuera de la novela que lo engendra. La renuencia de críticos como Dunkerley para teorizar más allá de la política frecuentemente hace que glosen facetas de la relación del autor con otras experiencias vitales que, por su patología, no se prestan a una interpretación inmediata, políticamente correcta, o que se tome su lado en la batalla de las ideas. Éste es el tipo de problema crítico que Vargas Llosa propicia al presentar la novela como el método verdadero en vez de como un método de la verdad, y construye a la vez toda una fenomenología de lo que los lectores creen que son sus contratos miméticos con 224
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un novelista (cf. Barrenechea 1982). Cabe entonces recordar que para Foucault la distinción entre verdad y falsedad conforma la manera en que el conocimiento se actualiza en nuestras sociedades. Para el teórico francés, «la voluntad de verdad» es ayudada «por la manera en que el conocimiento es empleado en una sociedad, la manera en la cual es explotado, dividido y, de alguna manera, atribuido» (1972: 219). En Historia de Mayta es como si el autor respetara demasiado a los revolucionarios y a sus víctimas, sus creencias, afirmaciones e incluso sus ideales como para reinventar todo este armazón dentro de los límites de la ficción «pura». Al convertir el discurso ficticio en uno histórico, sacrifica tiempo, ganas y espacio para crear un contexto que finalmente propicia, aunque sea momentáneamente, personajes cuyos referentes deben haber sido personas chatas y aburridas. De la misma manera, cuando escribe sobre un suceso tangencial en revistas de gran difusión como el suplemento dominical del New York Times, sus interpretaciones inflan a otro tipo de referente.21 Hay que captar que en Historia de Mayta escinde doblemente la figura del narrador, oponiéndole otras subjetividades, como el capítulo al respecto en A Writer’s Reality. Éstas pueden ser la del autor empírico o la de la funciónautor, posibilidad que extravía a críticos conocedores de su obra. El hecho de que el autor «novelizado» estudió en el Colegio La Salle niega la identificación con el autor real (Castro-Klarén 1988), o con Alfonso Barrantes (Gnutzmann 1992: 157), o Javier Heraud. Todo el diálogo del narrador-protagonista es interno, y le da la oportunidad a la función-autor de lidiar con la identidad, el azar y lo escurridizo de la verdad que han dominado en su narrativa, y tal vez en la de Vargas Llosa. El narrador de Mayta se convierte entonces en una persona verdadera y no una ficción, y en el proceso pierde de una manera u otra el viejo poder para crear un mundo convincente para los habitantes (los críticos) de su imaginación. Lo
21 Así el artículo que emplea R. L. Williams (1986): «Inquest in the Andes (An Inquiry into the Political Implications of a Peruvian Massacre)». La versión en español de este «discurso narrado» se publicó en Vuelta, VII, 81 (agosto de 1983), pp. 4-15, y en CVM III. Véase también la reacción más exacta de Mayer (1991), discutida anteriormente.
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real «real», como comprueban Historia de Mayta, James en «The Real Thing» (1892) y Coetzee en Diary of a Bad Year (2007) ,sólo requiere un cambio mínimo para no garantizar la autenticidad. Es al reclamar su privilegio de lo verídico que un discurso expone su conservadurismo, como también su inversión en versiones particulares del significado y su hostilidad al cambio. Lo que hace Vargas Llosa se puede rastrear claramente en los ensayos que discuto y en otros de contenido similar, ya que la práctica simplemente se burla de la teoría en vez de depender de ella. Sus críticos sí se han dado cuenta de que debe haber alguna relación entre, digamos, su libro sobre Flaubert y su uso de una pirotécnica espacio-temporal en sus novelas (se refiere a ella en A Writer’s Reality, 100). Pero no ha habido un esfuerzo mayor (aparte de excepciones serias sobre novelas específicas) para vincular estas coyunturas con su política de la novela o con su política en la novela, tal como las expresa en su prosa no ficticia. Por esto no construyo un registro exhaustivo de los temas de sus ensayos sino más bien de lo que éstos tematizan, lo que abren al dialogismo. Por ejemplo, en su autoanálisis de la construcción de Pantaleón y las visitadores aboga también, a pesar de sí y sin Bajtín, por una estructura dialógica para la novela: «Mi idea era no tener un diálogo realista, sino uno que podría llamarse diálogo plural, un diálogo no limitado por consideraciones de tiempo y espacio» (A Writer’s Reality, 93). En este ensayo, como en cualquier otro, la voz autorial que confiesa nunca dialoga. Vargas Llosa cultiva en ellos una voz reconocible, y las oraciones de ésta se convierten instantáneamente en firma, por sumergir su ser en su obra. Más no siempre logra esconder el lado cotidiano que en resumidas cuentas tiene poco que ver con la argumentación. Si no reinventa el ensayo, siempre es fascinante leer qué forma le va a dar la próxima vez. Por esto, la voz autorial que no hace otra cosa que declararse, limitarse a escribir epístolas, memorias, autobiografías sin vida. Y debido a que pocos pueden revelar un pasado sin incidentes, especialmente un autor en la batalla pública, en vez de partir de uno mismo es mejor buscar el drama en otros lados, por nimios que sean los antecedentes de cada ensayo vital. Lo que muestra el peruano cuando decide presentar sus ensayos orgánicamente es su conciencia de que el ensayista y su 226
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público pueden estar determinados. Este orden se da no solamente en el sentido genérico de ser ellos mismos productos estéticos y sociales, sino también porque están determinados por lecturas más sutiles. Estas suposiciones, como seguiré exponiendo, a menudo se usan para decir que no hay tal determinación, que dependen de la alienación lingüística (Rossi-Landi 1970: 265-292). Por esto, sus ensayos pueden igualmente ser leídos como un intento por no caer presa de las estrategias de la racionalidad que adapta la literatura a programas formativos concretos. De la misma manera ponen en tela de juicio la pobreza de ideologías radicales de izquierda o derecha, y vinculan lo racional y lo espontáneo o intuitivo. Estas actitudes sufren de privilegios extrahistóricos que permiten sustraer del discurso ensayístico los condicionamientos presentes o futuros que les convienen. Así se puede extrapolar que su ensayística y lo que cree sobre ella transcurren con un ritmo argumentativo correcto, hasta que irrumpe el primer biografema (Barthes) de realidad. En Historia de Mayta el espíritu ensayístico es mesurado por la ideología, y esto no significa que los sucesos dialogados no permitan cuestionar la naturaleza arbitraria de la vida y el misterioso funcionamiento de causa y efecto. Es más, las versiones conflictivas de la vida de Mayta recalcan la naturaleza subjetiva de la verdad y la maleabilidad de la identidad. Pero la novela no le da tregua al público, porque es un pergamino del cual la escritura se va borrando parcial o totalmente para abrirle espacio a otro texto. Aun dentro del exceso de contenido de Historia de Mayta el procedimiento es claro. Al público no le queda otra opción que seguir la lectura, y llegar mucho más rápido que la trama misma a una epifanía poco sorprendente. Por consiguiente, cualquier intento crítico por argüir que el autor contempla su obra se convierte en pleonasmo. Dicho de otra manera, cotejar realidad y ficción interminablemente en un ensayo novelado es una reacción primeriza al arte, complicada aún más cuando Vargas Llosa hace arte de sus opiniones y opiniones de su arte. Como observa Jakobson en varios de sus estudios formalistas, un autor realista sigue el camino de las relaciones contiguas, y metonímicamente se aparta de la trama hacia el ambiente, y de los personajes a lo que Bajtín llama cronotopos. Superar este funcionamiento, y contex227
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tualizarlo dentro del desplazamiento actual del ensayo es totalmente satisfactorio, incluso en un mercado comunicativo en el cual la máxima tensión del pensamiento se valoriza de acuerdo con los gustos ideológicos de una esfera pública. Si bien puede haber tensión en estos puntos de vista sobre él, todos reflejan un aprecio del enorme poder de su arte para suscitar pasiones, formar opiniones y moldear predicciones. Esta es una de las más importantes contribuciones suyas al ensayismo: no permitir que su lenguaje se vaya de vacaciones, que no trabaje o que se alimente o se ligue con un solo tipo de modelo estético o ideológico. Así acumula material conceptual fundamental para «el resto de Vargas Llosa» y para que el género sea una «abreviatura de su destino» (Borges). Es decir, podríamos volver a la noción de Adorno de que el ensayo no es arte (definido por belleza en el diseño o gracia de expresión) sino pensamiento, trabajo crítico en movimiento, crítica activa de la ideología. Para el ámbito estrictamente hispanoamericano, Giordano propone con razón que las generaciones ensayísticas posteriores a Vasconcelos no han logrado superar los criterios del mexicano respecto a la mayor identidad latinoamericana, y en 1994 Stabb continuó la discusión para los años 1960-1985 en The Dissenting Voice. En el último cuarto del siglo XX las respuestas positivas a esa pregunta disminuyeron, a pesar del aumento en la ensayística. Aunque el peruano trata la soledad, el silencio, la incomunicación, la muerte, y la marginalidad histórica y metafísica, temas que según Giordano (1973: 552) monopolizan a los referentes del ensayo hasta esa época, cabe notar diferencias importantes. Las tematizaciones se han complicado, y si todavía se da en el género la falta de evasión a situaciones límites, el contraensayo que practica Vargas Llosa es un tipo de esperanza interpretativa que, si se pasara a la novela, produciría un optimismo con barreras más realistas. En Apuntes literarios (1935) Medardo Vitier proponía examinar «el contenido ensayista de la novela», idea retomada por Leenhardt y depurada por De Obaldia, que es edificadora en este momento heterogéneo y ético de la prosa latinoamericana, ya que la propuesta es contemporánea a Bajtin y su noción del «ensayo insertado» en la novela, y al «ensayismo» que Musil proponía con sus novelas. 228
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Para Leenhardt, «el destinatario del ensayo no es, como lo es el de la novela, un destinatario teórico. Para el escritor ensayista, el lector –o mejor dicho los lectores del ensayo– se constituyen ya en interlocutores casi reales […]. Yo diría, de buena gana, que el ensayo tiende a convertir al público en interlocutor» (1981: 135-136). Mostrando la vigencia de algunas ideas de Adorno sobre el ensayo y de los lectores ante la función-autor (como posponer el conocimiento y «charlar» sobre el público), Leenhardt determina que la «ironía como forma de combate es el modo en que la estética ensayística se hace presente en la novela, y es la ironía que –a través de la fantasía de la luz usada para aclarar las escenas– asume la función activa que distingue el ensayo desde el punto de vista del lector» (ibíd.: 137; énfasis del autor).22 Aunque la muestra (Yo el Supremo) que escoge Leenhardt no es enteramente representativa de su argumento (el ensayo todavía no se encamina exclusivamente hacia estructuras orales), no cabe duda de que el nexo que quiere establecer con la inteligibilidad de la comunidad americana tendría mayor fortuna con Vargas Llosa. Para él, esa comunidad no permite un realismo documental que no intenta seriamente crear personajes; o un realismo didáctico, en que éstos son portavoces de ideas. Su prosa no ficticia expone una enajenación doble, en que adhiere nominalmente a tradiciones culturales de las cuales sus circunstancias personales lo distancian, y a la alienación del mundo que sus novelas representan, proceder falseado por los críticos que se engañan a sí mismos. Un ejemplo es una breve reseña de Historia de Mayta publicada por el puertorriqueño Iván Silén en una revista peruanoamericana. Cuando se publica era factible para un sector del gremio intelectual latinoamericano hablar de una enajenación burguesa sin poder 22 Se trata de representar un estado indirecto o velado, cuya disgresión discursiva depende de interpolaciones, especialmente en novelas autoconcientes. En tales encuadres la narración termina peleando consigo misma, extremo al que nunca la conduce el peruano. De Obaldia provee la mejor discusión del ensayismo como desplazamiento genérico (1995: 193-236), de quien tomo conceptos afines. Mis observaciones de las archiconocidas teorías de la novela de Lukács y Bajtín se basan en la genial contextualización que Tihanov provee para ambos, sobre todo en su sexto capítulo (2000: 112-161).
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ver el bosque por los árboles. Más que una reseña descriptiva o verdaderamente crítica, Silén presenta un texto panfletario, ingenuo y hasta soberbio («los que construimos el socialismo»).23 Hayek, en «The Intellectuals and Socialism», explica que el socialismo del que desconfiaba tanto como Keynes nunca ni en ningún lugar ha sido inicialmente un movimiento de la clase trabajadora sino una construcción de teóricos e intelectuales, los concesionarios de segunda mano de las ideas. No cabe preguntarse respecto a la política editorial de las revistas literarias, ya que lo mismo se podría preguntar de las que publican al peruano, o defender a un novelista que fácilmente fulmina a sus detractores, pero vale señalar el error olímpico de tratar de emplear cierto andamiaje académico para atacar a Vargas Llosa. Refutar el sofisma de que la novela «es la verdad política y óntica de los personajes que están verdaderamente vivos» (Silén: 270) es duplicar el elitismo de Silén. Limitémonos al apoyo «crítico» al que recurre éste: «La realidad se hace el catecismo-estético de unos literatos enajenados e inconscientes en la soberanía de la ideología burguesa como “ser”, como Uno, etc.». El grave problema crítico de Silén es doble: creer que el realismo actual es decimonónico y creer que el peruano es un realista ejemplar o representativo y único. Sólo habría palimpsestos de los realistas decimonónicos en él, y nada que justifique pensar que desciende literariamente «de la novela “realista” a la novela “ideológica”. Lo obsesión unilateral de la novela (Zola, Gallegos, Güiraldes, etc.) ahoga su posibilidad poética» (Silén ibíd.: 272). Es más, los realistas decimonónicos no se engañaban respecto al peso de la historia o de los hechos empíricos. Detrás del aparato narrativo homogéneo existían registros de gran imaginación. 23 Véase «El Antimayta», Revista de Crítica Literaria Latinoamericana, XI. 24 (2.º semestre e 1986), pp. 269-275. Sobre la reflexión política con respecto a su ficción y ensayística, véase José Miguel Oviedo, «Terrorismo y novela», Vuelta, IX, 105 (agosto de 1985), pp. 21-27. Dice del capítulo 10: «Las novelas de Vargas Llosa son siempre grandes síntesis que reiteran y renuevan las líneas maestras del corpus imaginario al que pertenecen; exactamente lo mismo pasa con Historia de Mayta» (ibíd.: 26). Esta evaluación, desmentida por novelas posteriores, es demasiado formulaica y determinante. No obstante, ésta es la novela que ha ocasionado las reacciones más negativas de su obra.
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Es precisamente Jameson, otro constructor del socialismo académico quien pone en perspectiva el tipo de reduccionismo promulgado por Silén: «Ésta es la situación en la cual los grandes novelistas realistas, “pastores del Ser” de un tipo ideológico muy especial, son obligados, por su propia narrativa e intereses estéticos creados, a repudiar el cambio revolucionario y a situarse en el statu quo. Su evocación de la solidez del objeto que representan […] es necesariamente amenazado por cualquier sugerencia de que ese mundo no es natural sino histórico, y expuesto a cambios radicales» (Jameson 1981: 193). Vargas Llosa no participa de ese altruismo ni quiere perpetuar proyectos moralistas por medio de Historia de Mayta. Silén se aproxima al hecho (muy anterior a su diatriba) de que el autor eventualmente logra que sus «fetiches» pasen de su ficción a la acción, tergiversados para debatir significativamente hechos éticos. Pero ignora el alcance del novelista, porque los revolucionarios en el género tienen un pedigrí que comenzaría con Los endemoniados (1872) de Dostoievski y La princesa Casamassima (1886) de James, continúa con El agente secreto (1907) de Conrad, y más cercanas a su modernidad, con La condición humana (1933) y El cero y el infinito (1941) de Koestler. Las lecturas de Vargas Llosa que han pretendido ser comparatistas no matizan, o desconocen la complejidad de estas obras, y se apegan a las más obvias, cuando, por ejemplo, la de James es en verdad apolítica, asemejándola más a la visión vargasllosiana de que algo más grande que la política explica el mundo. ¿Son las suyas novelas dirigidas estrictamente a los vínculos estéticos y sociales del público latinoamericano, del cual Silén pretende ser portavoz sin consultarles? El problema yace en creer que la política de la literatura es la política de los autores, una idea colectiva. Silén no ve u oye detrás del narrador la voz de un autor que lucha con su poder y su conciencia para obtener una medida justa de humildad. En 1981 Rama da las claves en su evaluación de las primeras obras del peruano: En ellas convive el mayor esfuerzo de recuperación interna de la experiencia latinoamericana con el mayor esfuerzo de adaptación cosmopolita, vinculándoselos con una extremada tensión que detecta su 231
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voluntad de escritor. Parecería un propósito de engarzar los dos polos, a pesar de sus chirriantes colisiones, para no perder nada de ninguno de ellos. Es un proyecto en curso, que ha dado paso a una búsqueda más armónica, pero en cuyo cimiento se encuentra la extremada distancia en que para este peruano se han mostrado las dos coyunturas de la situación cultural de su país, de su área andina (Rama 1981: 81).
El crítico uruguayo escribe lo citado seguro en su predicción del giro que tomaría Vargas Llosa hacia la contranovela. En la novelística denominada política la cosmovisión de la transformación de la sociedad se inspira paradójicamente en el esfuerzo por evitar el progreso. Pero en sus ensayos y comportamiento, dice Edwards sobre el supuesto giro vargasllosiano: «La inteligencia lúcida, el libre examen, siempre han sido progresistas, antirreaccionarios por definición. Así como la descalificación majadera es una de las máscaras típicas del dogmatismo. Es decir, de la barbarie» (1987: 70). Para la novela la pregunta lógica que cabe preguntarse, especialmente siguiendo a los lectores politizados de izquierda, es si ese género es una forma que puede usarse alguna vez con propósitos progresistas (Davis 1987: 225). Davis, escéptico ideológico como Vargas Llosa, advierte contra el efecto anestésico de las novelas «progresistas», que pueden generar un gesto formal de pensamiento débil, flotante; y una retórica progresista pero incapaz de llevarlo a cabo. Para Davis el poder transformador de la novela en la sociedad occidental es muy relativo, y vale notar que Arguedas, quien concluye su vida con esa gran contranovela que es El zorro de arriba y el zorro de abajo, optó al fin por aquel tipo de ensayo novelístico. Una interpretación psicoanalista de esta obra, como la de Rens (1976: 103-125 y ss.), se ve así obligada a admitir que «[l]a posición política de Arguedas, como se desprende de su diario, es la de un intelectual de izquierda muy influenciado por el marxismo pero en el fondo, como es corriente en América Latina, más nacionalista que comunista y, en este caso, más artista que político» (ibíd.: 95). Será Vargas Llosa quien conjuga mejor los intereses antropológicos de su compatriota con la construcción, firme y vehemente, de otra visión de la novela. Precisamente, si en «La utopía arcaica» indica su alianza 232
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parcial a las convenciones genéricas, es de subrayar que lo hace en conexión a la literatura fantástica y las paráfrasis de otros novelistas. Hablando de The Golden Notebook de Doris Lessing en La verdad de las mentiras revela, en forma análoga a lo que dice sobre Arguedas, su visión algo sartreana de la novela comprometida, dentro de una novela experimental: «Es decir, más enraizada en los debates, mitos y violencias de su tiempo; más agresivamente crítica de la sociedad establecida en sus ritos y valores, y, también, más empeñada en participar, a través de la palabra artística, en el quehacer colectivo, en la historia» (214). El «artista literario» es, en última instancia, el que le importa, aun cuando se meta en discusiones políticas. Por eso, al hablar de Bellow, comienza diciendo que «[s]on raros los casos de novelistas o poetas que, de manera paralela, hayan ejercido una destacada función intelectual, como ideólogos políticos, filósofos, críticos literarios o historiadores culturales. Saul Bellow es una de esas excepciones. Toda su obra es una apasionada exploración del mundo de las ideas, que han colmado su vida como colman la de sus personajes» (Desafíos a la libertad, 8081). No le interesa comparar la clara relación de Bellow con autores que conoce bien, como Dostoievski y Sartre, sino apoyar la posición de su par estadounidense contra el antihumanismo y relativismo imperantes en las universidades de ese país. Porque «[s]i las obras literarias sólo remiten a otras obras, no a la vida de su autor [cf. «Führer Heidegger», Desafíos a la libertad, 283-288], ni a la historia, ni a los grandes problemas morales o sociales o individuales, y no tiene sentido juzgarlas como buenas o malas. […] ¿para qué leerlas?» (ibíd., 83). De la misma manera habla de Donoso: «Era el más literario de todos los escritores que he conocido, no sólo porque había leído mucho y sabía todo lo que es posible saber sobre vidas, muertes y chismografías de la feria literaria, sino porque había modelado su vida como se modelan las ficciones, con la elegancia, los gestos, los desplantes, las extravagancias, el humor y la arbitrariedad de que suelen hacer gala sobre todo los personajes de la novela inglesa, la que prefería entre todas» («José Donoso o la vida hecha literatura», 13). Como asevera sobre Bellow, que en su momento preguntó quién es el Tolstói de los zulúes, sigue cre233
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yendo que la literatura es como dinamita, y por esta evidente circularidad en su pensamiento teórico y novelístico, sus héroes –al igual que Dostoievski, que de hijo de padre autoritario (el Gran Inquisidor) regresa al padre, y lucha con el deseo carnal– terminan describiéndose a sí mismos. Los héroes, como vieron Hugo y su único rival del momento, Dickens, o el Kafka para quien la verdad era todo, tenían que ser superiores a la vida. Vargas Llosa –se notará en las secciones del capítulo que sigue– no los representará entonces de segunda mano, ni hay una plusvalía autorial que los finalice como protagonistas o titanes.
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IV La idea de la contranovela A. Autobiografía, striptease, vasos comunicantes, cajas chinas, el dato escondido De las varias tipologías encontradas que se ha establecido de sus novelas hasta 2012 hay algunas que generalmente funcionan. Por ejemplo, La ciudad y los perros, La casa verde, Los cachorros, Conversación en La Catedral y La tía Julia y el escribidor serían «urbanas» y «peruanas». La guerra del fin del mundo, La Fiesta del Chivo, El Paraíso en la otra esquina y El sueño del celta serían «históricas» y «biográficas». A las del «Perú profundo» y «finisecular» corresponderían Historia de Mayta, ¿Quién mató a Palomino Molero?, El hablador y Lituma en los Andes. Y en la tipología de «eróticas» y «humorísticas» cabrían Pantaleón y las visitadoras, Elogio de la madrastra, Los cuadernos de don Rigoberto y Travesuras de la niña mala (en las que no llega a expresar la satiriasis de Hugo). Un obvio problema mayor con estas tipologías es que sus características no son fijas. Así, El sueño del celta es «peruana» y «amazónica», y El hablador puede considerarse urbana. Vistas en términos de la prosa no ficticia, cada una de éstas es una «contranovela», y El sueño del celta «mejora» el informe de Casement con el dramatismo y sentido humano del arte de la novela.1 Otro pro-
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Aparte de reseñas previsibles en El País o La Nación, y de la «británica» de Nick Caistor –«Relato soñado», Revista de Libros, 170 (febrero de 2011), p. 45–, señalo dos publicadas por académicos latinoamericanos de Estados Unidos: José Miguel Oviedo, «El vuelo épico de Vargas Llosa», ABC de la cultura,
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blema es creer, como dije en el segundo capítulo, que la irracionalidad en su ficción provee coherencia. Es más fructífero pensar en que, como su prosa no ficticia, su ficción funciona en base a una constante reescritura. En 1966, cuando tenía treinta años, en una charla en la Universidad de la República en Montevideo (que ésta publicó sin su autorización) empezó a corregir, dictar y redactar, no a postular, su ontología de la novela. Al fin publica el texto en 1974, junto a otro de Arguedas. Alrededor de esa época relativamente temprana del texto original comienza a especular con otro tipo de pasión sobre lo que ese género es para él. Por extensión, va añadiendo también su interpretación de conceptos, teorías e influencias, o fuentes privilegiadas que explayaría y defendería subsecuentemente. A veces, ese momento importante del desarrollo estético del autor queda reducido a un nivel anecdótico, aun por la crítica que enaltece estos dones (cf. Armas Marcelo 1991), o lo pospone y rastrea sus inicios a una época demasiado posterior (cf. Oviedo 1982). No es demasiado preciosista suponer que el uso predominante del tiempo potencial en el texto definitivo puede revelar a los lectores de aquel ensayo de 1966 el aprendizaje crítico de un talentoso y maduro prosista. En esa época Vargas Llosa era ya más que un joven novelista prometedor. En todo caso, es pertinente darse cuenta de que se pueden establecer amplias relaciones entre lo que propone en ese ensayo («La novela») y otros que vendrán después. Retomo mi argumento anterior de que para él la plasticidad del ensayo no es exclusivamente lo más importante. Sus ensayos son y serán injertos con una lógica diferencial. La potencia organizadora de ellos nunca inmoviliza, como el pensamiento científico que Popper critica en textos como Objective Knowledge, y en «Science
968 (23 de octubre de 2010), pp. 4-5, y Roberto González Echevarría, «Las conversiones de Casement», Letras Libres, XIII, 146 (febrero de 2011), pp. 7375. Éste desautorizó la crítica literaria de la segunda edición La verdad de las mentiras. Valencia puso en perspectiva y matizó esa crítica académica, prefiriendo la del creador, en parte porque «[e]n ningún momento se está dirigiendo Vargas Llosa a un público especializado ni específico, más bien todo lo contrario» (2003: 10).
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and Criticism» y «Creative Self-Criticism in Science and Art», recogidos en In Search of a Better World. Popper propone un realismo de sentido común, más allá de las teorías de la verdad basadas en la coherencia o correspondencia: «El realista quiere tener una teoría y la realidad o los hechos […] que son diferentes de su teoría acerca de estos hechos, y que él puede comparar de una manera u otra con los hechos, para saber si corresponde o no a ellos» (1972: 317). Dicho en términos de la sociología de la novela propuesta en esa época por Michel Zeraffa en Roman et Société (1971), la división del género entre realismo e irrealismo indica, simple y llanamente, que propone modelos de vida, de moral, de sentimientos a diferentes sectores de la sociedad, y que al hacerlo registra sus conflictos. Pongo en circulación ciertas suposiciones que en la segunda década del siglo XXI parecerán pleonásticas para los lectores asiduos o el atento observador de Vargas Llosa, y recuerdo que 1966 es el mismo año en que, al hablar de La casa verde, Rodríguez Monegal disemina la «madurez» del autor. Para éste es una norma en vez de una excepción que las novelas sean autobiográficas y la «novela sería así una especie de streap-tease [sic]. El novelista en cada uno de sus libros se desnudaría ante los demás» (Vargas Llosa y Arguedas 1974: 17). El ensayo, por otro lado, elude estas normas, a pesar del personalismo que le permite recoger todo lo que hay de común en comportamientos asignados a distintas esferas públicas. Esta porosidad ha ocasionado que frecuentemente se le asigne al género un estatuto literario secundario, impersonal (cf. Atkins 1992: 35-41), y Vargas Llosa se manifiesta al respecto en «El canto de las sirenas» (1996). Volviendo a «La novela», también discurre acerca de los intentos de Hugo y Flaubert de escribir versiones definitivas de Les Misérables y L’Éducation sentimentale. Discute luego el «elemento añadido» en Tirant lo Blanc, especula sobre el aporte de la historia, realiza una minihistoria de la novela europea; y termina su charla con breves discusiones sobre Faulkner, Arguedas y Cortázar. Ya se ha visto cómo, incluso en A Writer’s Reality, logra mantener su admiración, y crítica, de maestros como éstos. Así como las cartas de Flaubert revelan que invitaba a Turguéniev, Zola, Edmond de Goncourt y Daudet a reunirse los 237
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domingos, el banquete de realistas de Vargas Llosa es algo diferente, pero sólo respecto a los comensales. Vale recordar cómo el joven James se enseñaba a ser novelista leyendo a Balzac, para luego criticar interesadamente a su par. Por otro lado, James cultivaba asiduamente la amistad de escritores mayores y establecidos, como Turguéniev, a quien persiguió enérgicamente por meses. La tendencia de que la ficción absorba hechos tiene poco que ver con la herencia de los grandes realistas como Zola, y todo que ver con la de novelistas excesivos populares como James Michener. En verdad, lo que sí cambia en sus últimas novelas es la representación de la política, pero aún ésta es borrosa, porque son novelas polifónicas más que una polémica armada de antemano. Y si se trata de voces, ya que éstas siempre serán más vastas que el ensayo que las contenga, sus novelas le permiten hablar por ambas comisuras de la boca. Dentro de esa conferencia de 1966 afirma que la «novela, a diferencia de otros géneros, es ante todo una orgullosa afirmación humana […]. Las novelas son esencialmente laicas, aun cuando traten temas religiosos» (Vargas Llosa y Arguedas 1974: 31). Esto sirve de pretexto a su creencia de que las novelas son una especie de desprecio hacia lo divino: «El novelista era en cierta forma un suplantador, un hombre que jugaba a ser Dios, Dios creador de realidades, aunque sean ficticias, aparentes» (ibíd.: 32). Es clara la conexión con el fundamento teórico con que elabora el deicidio en García Márquez. Cree, además, que uno puede reunir los procesos por los cuales los novelistas «contrabandean» sus experiencias en la ficción, y dividirlos en tres grupos de técnicas que «existieron desde siempre, que surgieron con la novela», porque distinta de los otros géneros «no nace gateando sino que nace ya parado, caminando» (ibíd.: 41). Aquellos grupos, entonces más individualizados que hoy, son: la noción de los «vasos comunicantes», la técnica de las «cajas chinas» y el procedimiento que llama el «salto cualitativo». En esa época todo lo que tenía algo que ver con la técnica novelística era para él una variación de estas tres maneras de representar la realidad, y sobre todo una yuxtaposición de cualesquiera elementos que compusieran tales conceptos categóricos. Todo esto fue observado por la crítica de la época, pero ésta no supera sus 238
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obsesiones, debido a que no cuestiona lo que implica la aparentemente positiva constancia de sus posturas estéticas o éticas. Por ejemplo, si «Ángel del infierno» (1994) es una defensa de la madre Teresa y prueba de su objetividad agnóstica respecto a la religión, también es otra carga contra los intelectuales progresistas, cuando lo que arguyen «sólo es cierto si quien lo dice se confina en lo general abstracto y no desciende para nada a lo concreto particular» (7). O, para decirlo sin ninguna intención totalizante, ¿por qué un ensayo estético vargasllosiano de 2012 o finales de los años noventa se asemeja tanto a uno de hace dos o tres décadas? Otra vez, es Rama quien mejor supo apreciar lo que quería hacer Vargas Llosa en un momento en que la «tecnificación narrativa» (frase acuñada por el primero) funcionaba como una escisión entre lo que el mismo novelista llamó novela primitiva y novela de creación: Vargas Llosa ha manejado un pensamiento teórico que frecuentemente utiliza antítesis marcadas, percibiendo la obra literaria como un tenso equilibrio conquistado sobre oposiciones que el escritor unce, casi forzándolas, casi venciendo su tendencia centrípeta, al servicio de la creación. El funcionamiento contrastado de ambos elementos (racional e intuitivo) es bien notorio en su narrativa donde convive un remozado realista con un artífice técnico extremado […]. A pesar del esfuerzo convergente del autor, las fuerzas operantes conservan su autonomía en La ciudad y los perros o en La casa verde, aunque logran una integración más feliz en Conversación en La Catedral (Rama 1981: 45).
Las apreciativas frases de Rama tienen la gran fortuna de haberse convertido en una especie de muletilla crítica sobre el desarrollo del autor. No obstante, no faltan críticos que todavía se creen obligados a producir diagramas explicativos para las yuxtaposiciones de tiempo y espacio en las novelas del peruano. En una temprana compilación crítica sobre él (cf. Giacoman y Oviedo 1971) se podría comparar, por ejemplo, los diferentes cuadros y correspondientes flechas publicados para explicar los posibles hilos narrativos de La casa verde. Esos enfoques no explican, como bien corrige Castro-Klarén en varias publicaciones, ni la fragmentación de la 239
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novela ni la subjetividad en que se basa la alienación de los numerosos personajes. La práctica de hacer desfilar un sinnúmero de personajes, si no tantos como en Dickens, es una que, después de todo, llega hasta El sueño del celta, y Vargas Llosa no va a cambiar. Por esto es más productivo postular, dependiendo más en la historia de la lectura que en un deconstruccionismo, que su obra produce varios cronotopos (Bajtín) e intertextualidades (digamos con La violencia del tiempo de Miguel Gutiérrez Correa) que los lectores experimentan de maneras diferentes. Bajtín, sabemos, oponía el lenguaje novelístico al poético; y sus descripciones de las características de la hibridización, parodia y otros elementos le revelaban el carácter particularmente novelístico del discurso, como sigue haciendo Vargas Llosa. Aunque él no ha querido establecer una jerarquía genérica entre los tipos que practica, no cabe duda de que su preferencia por los géneros en prosa cifra otros componentes de las series que componen la historia literaria. La acelerante polarización entre extremos de alto y bajo se extiende a los binomios rico y pobre, buena y mala novela. Es decir, hay en estos polos una fractura social que deja un vacío enorme donde antes había un centro. En años más recientes Vargas Llosa ha venido llenando ese vacío cuidadosamente, haciéndolo parecer habitable. O sea, se podría decir que su plataforma estética ha ocupado el centro que niegan los deconstruccionistas. Hay en él una propuesta racionalista para exponer los slogans e ideas (culturales, literarias y políticas) vacías. Las otras designaciones al uso resultan insatisfactorias por motivos que sería prolijo discutir aquí, porque su actitud inamovible insiste en que las ideas se basen en la racionalidad y la moralidad. Recordemos, como hace King en su prefacio a la selección en inglés de los ensayos del peruano, que él siempre mantiene abierta la opción de lo irracional, como es el caso de su poca estudiada relación con los textos de Bataille (1996: xvi). Precisamente, lo que lo asemeja a Habermas es su insistencia en la esencia comunicativa de la racionalidad y ver la deconstrucción como irracional y antidemocrática. Así, ambos formulan su idea de la modernidad de acuerdo con dos fundamentos: la racionalidad es discursiva (hablada) y por tanto social; y el discurso requiere que los interlocutores asuman la posibilidad de un 240
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habla sincera y gobernada por la verdad. Es decir, no es un mero asunto de poder o autointerés. Lo que el público realmente debería apreciar en este íncipit genérico de la conceptualización novelística para Vargas Llosa es a un autor incidiendo en sus precursores y en sus héroes novelescos. Éstos constantemente proponen una historia de la novela que sea llanamente una ampliación o revisión de sus raíces «realistas». Dentro del realismo tradicional, los nombres de Stendhal, Balzac, Dickens, Tolstói, Galdós, Dostoievski, Proust y James (todos los cuales contribuyen al estatuto principalmente estético de la novela) serían los más examinados por la crítica occidental. En el epílogo de su The Realists (1978), colección de breves biografías de los nombrados, C. P. Snow se pregunta si sería posible escribir hoy en día novelas realistas como las que ha discutido. Concluye que no puede ser optimista al respecto. El problema es que Snow cree que aquéllas se produjeron debido a ciertas condiciones que no vislumbra en el momento actual. Éstas incluyen la existencia de una vida social energética, y a la vez desordenada. Otras serían la existencia de un público que puede ser pequeño, pero listo a responder, apreciar y creer que vale la pena estudiar y abrigar esas novelas. Snow cree también que se debería tener esperanza. Como él mismo admite, algunas de estas condiciones se dan en el momento que publica su libro. Es de notar, con las salvedades históricas del caso, que el leve pesimismo de Snow no se justifica. El estudio del realismo no se puede fijar en un tipo del movimiento, sin mayor atención al realismo de precursores como Defoe, Fielding, Smollet, epígonos como Trollope, o al de realistas liberales como Howells y Flaubert. En un principio –a partir del diecinueve–, las reflexiones producidas por los realistas revelaban tensiones fundamentales dentro del concepto de realismo. Desde entonces, los debates centrados en forma versus contenido, el «realismo genético» decimonónico, el «reflejo» del realismo socialista lukacsiano y otros espejismos formales han sido superados (cf. Becker 1963; Villanueva 1992). Lukács, el inglés Williams y Auerbach, seguidos por Goldmann, son los primeros en relacionar la novela y la sociedad moderna con conceptos mayores. Pero el idealismo de esa tradición hegeliana es 241
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cuestionado por críticos postreros como Adorno, Benjamin y varios representantes del formalismo y del estructuralismo genético. De alguna manera, Vargas Llosa no se ha librado de varios de sus propios tempranos alcances, que se fundaban en los debates que menciono. Sin embargo, los ha corregido y revisado inteligentemente, ya que al leer sus ensayos subsecuentes sobre el tema lo que se observa es una modulación de las mismas repeticiones, nombres, conceptos e incluso frases hechas de 1966, porque para él: «La representación de la realidad es la mejor manera –creo yo– de hacer que los hombres tomen conciencia de sí mismos, de sus grandezas y también de sus miserias, de sus limitaciones […] a lo largo de la historia las novelas han cumplido un papel desmitificador, turbador, tan poderoso» (Vargas Llosa y Arguedas 1974: 37). En este sentido la búsqueda de una coherencia entre lo que Vargas Llosa dijo entonces (1966-1974) y lo que dice actualmente se debe instalar en intersticios teóricos que no dependen de ver la teoría como literatura (cf. De Castro 2011: 104-106). Él sabe bien que si las esferas realistas son convertidas en abstracciones platónicamente atenuadas pierden la substancia representacional necesaria para la representación neorrealista. Si Lukács fue el erizo que trató de convertirse, sin éxito, en zorro político (cf. Miles 1979), Vargas Llosa ha hecho las cosas al revés, con éxito. Bastaría decir que la variedad de sus textos contiene suficiente información como para permitir este tipo de cotejo. Para recoger y explicitar más el concepto de contranovela, la que no se presenta como tal, vale detenerse en su efecto en una específica. Según Emil Volek, El hablador mostraría la progresión de su autor del realismo mágico a la posmodernidad. Cuesta creer que Vargas Llosa haya pertenecido a la primera categoría (cuyos límites discute en su ensayo «Novela primitiva y novela de creación»), o quiera identificarse con la irresponsabilidad derechista de la segunda, pero Volek tiene razón en subrayar que la obra comparte varios elementos constitutivos de ambas categorías. Howard Jacobson matiza mejor estas relaciones al decir que La tía Julia y el escribidor es «una novela de mil diligencias, y no es la menor de ellas una especie de parodia del realismo mágico mientras se deleita con sus convenciones» (2010: C10). No sorprende entonces que un crítico 242
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muy asombrado por su poder narrativo no lo incluya entre los que cuestionan lo que él llama «la industria de la verdad del modernismo [sic]» (R. L. Williams 1992: 8; compárese Booker 1994). Aunque queda la pregunta de si los elementos con que un crítico define ciertos subgéneros bastan para validar sus suposiciones, Volek hace algo más importante: expresar convincentemente el carácter ensayístico de El hablador y su gran dependencia en las pulsiones de ese género. Así, califica de «metaficción» los ensayos de crítica literaria, y de «legitimación política» los incluidos en CVM I. Sobre todo, Volek demuestra que El hablador se construye de varios palimpsestos, de textos más cercanos al ensayo, en que se discute a los machiguengas y su cultura. Aquéllos serían Matsigenka (1977), Kenkitsatagantsi matsigenka. Cuentos folklóricos de los machiguenga (1976), Tashorintsi: tradición oral matsiguenka (1979) y otros. No hay en la novela una apropiación imperfecta de estos ensayos, ya que el pasar de un género al otro, como bien explica Volek: «Es el producto de un amor, de una profunda inmersión en el mundo mitológico machiguenga y de una inspirada y magistral creación artística desde adentro y como para un público indígena auténtico, pero creación realizada en otro medio lingüístico y orientada hacia otra tradición cultural» (1992: 98; énfasis del autor). Pero el novelista no tiene por qué siempre o directamente «revelar el recurso». Por ejemplo, en ensayos como los dedicados a Arguedas y Onetti, o en las traducciones de ellos, agradece a sus colaboradores, en algunos casos alumnos. No ocurre así en los «Reconocimientos» (453-454) de otra contranovela, El sueño del celta, por ejemplo. Allí provee una extensa lista de colaboradores en varias partes del mundo, y habría que leer entre líneas, o entrevistarlo al respecto para tener una idea mayor de su modus operandi, más allá de lo dicho en entrevistas. Sus críticos no han notado este hecho, y por cierto no se trata de cotejar fuentes o indagar en un proceso creativo cuyo resultado final todo el mundo reconoce. No obstante, y como dije, si The Guardian se sorprendió de que un latinoamericano se preocupara de asuntos anglosajones, un latinoamericano puede hacerse la misma pregunta, aun sin conocer la obra del autor, y preguntar: ¿Por qué Casement? ¿Qué supo Var243
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gas Llosa de su vida y qué leyó? Hay por lo menos una mención importante, la de Séamas O’Síocháin (454), que resulta ser el autor de Roger Casement. Imperialist, Rebel, Revolutionary (2008), la biografía más reciente y polémica (en cuanto a la autenticidad de los «Diarios Negros») del irlandés. Oportunamente la revista colombiana El Malpensante (115, diciembre de 2010) contiene el dossier «Roger Casement y el Putumayo», y ese mismo año se publicó La tragedia del congo, compuesto de la carta al rey Leopoldo por George Washington Williams, el informe general de Casement, y las denuncias de Arthur Conan Doyle y Mark Twain.2 Así como otros críticos han rastreado las fuentes de La guerra del fin del mundo, a pesar de que ya están en los volúmenes de CVM, el saldo positivo es que algunos ejercicios académicos pueden ser fructíferos para constatar la complejidad del novelista. No obstante, el punto clave para la interpretación de su prosa no ficticia es ver cómo concretiza ciertas opiniones y opta por seguir desarrollando algunos de los conceptos con los que comenzó su atención a la novela como género, mientras que añade otros. Su selectividad, más que modus corrigendi, es una manera de ratificar su desarrollo, y privilegiar y precisar los resultados de sus reflexiones posteriores. Es patente entre ellas la noción de reescritura, que trato adelante, aunque cae por su propio peso con los interensayos que discuto. Éstos son lazos que se podría trazar, aparte de las exigencias inmediatas de la esfera editorial, con la dedicación en La verdad de las mentiras a novelas exclusivamente contemporáneas. Como un ejemplo de la modulación de interensayos anterio-
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El Malpensante incluye «Un celta en el Putumayo» de O’Síocháin, «Testigo N.º 14» de Stanley Sealey (trad. Cristina Esguerra) y «Putumayo: bibliografía ilustrada» de Carlos Páramo. O’Síocháin da un adelanto y resumen conceptual de su biografía en «Roger Casement, ethnography and the Putumayo», ÉireIreland, XXIX, 2 (1994), pp. 29-41. En una nota anónima, «El sueño del celta, de la A a la Z», El Cultural, El Mundo (31 de diciembre de 2010) p. 8, provee un glosario demasiado ajustado a lo que se cree transmite la ficción de Vargas Llosa. Similar función tienen algunas entrevistas muy recientes, como la combativa pero fallida de Rodríguez Z. (2010). Vale preguntarse por qué Alfagura decidió publicar La tragedia del congo, cuando ya lo había hecho Ediciones del Viento de La Coruña, ese mismo año.
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res uno puede examinar sus juicios sobre Hugo (1983) y sobre Flaubert. El artículo sobre Les Misérables es una apreciación de la omnisciencia del novelista y la manipulación de su narrador y su punto de vista: «El personaje principal de Los miserables no es Monseñor Bienvenu, ni Jean Valjean, ni Fantine, ni Gravoche, ni Marius ni Cosette, sino quien los cuenta y los inventa, ese narrador lenguaraz que está continuamente asomando entre sus criaturas y el lector» («El último clásico…», 50). ¿No es esto lo mismo que ocurre en las ocho secciones de El hablador? Las esferas del antes y después de esta novela no caben en el cuadro en que se sitúan las secciones I y VIII, ni la ubicación de la trama en las secciones II, IV y VI; como tampoco el lugar de las narraciones de las secciones III, V y VII logran borrar nuestras sospechas de la presencia del ensayista Vargas Llosa. Este esquema depende más de la interacción entre lectores y autores implícitos respecto a lo verdadero o verosímil, tal como el autor apunta para Los miserables arriba. Como dice L. Kerr: «La muerte de un tipo de autor inevitablemente parece conducir, por lo menos en El hablador, al nacimiento de otro. Esta figura aparentemente autoritaria también es promovida como una figura que se escribiría a sí misma en el texto como un sujeto familiar aunque ajeno, un sujeto divido, parecería, entre diferentes historias» (1992: 144). Al igual que en el ensayo, la voluntad de descuartizar el mundo representado en la novela por medio del lenguaje es una decepción bastante clara para los lectores cuando abandonan los campos de referencias internas de la prosa. Aparte de la semejanza de esta postura con conceptos actuales sobre el «narratario» de críticos como Prince y Bal, vale la pena notar, por ejemplo, que ése no es el caso con Historia de Mayta. Recuérdese que hay dos maneras en que el lenguaje habla por medio del sujeto, o para que el sujeto use el lenguaje como instrumento discursivo. Lecercle señala que una es privada y la otra pública, y sugiere que podríamos «oponer la privacidad del delirio –la cual es lo que más se acerca a esa celebrada imposibilidad: el lenguaje privado– a la del carácter público del cliché» (1990: 112). En ambos casos, concluye Lecercle con razón, es el lenguaje, no el sujeto, quien habla. Tal vez ésta sea una de las paradojas en que 245
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coincide la deconstrucción, a la que se oponen Vargas Llosa y las nociones de verdad y falsedad de Popper. El problema es que cuando éste sustituyó la noción de verificación por la de falsabilidad se deshizo del contexto de aplicación. Es como decir: «Verdadero o Falso: “Uno no puede creer en algo si no se lo puede falsificar”». Es desde ese momento (o momentos) sociohistórico que puede emerger o se hace efectiva una teoría social. El otorgar una categoría de valor-verídico a una proposición representa la conformidad de uno con esa proposición, un acuerdo que sólo se puede conferir después de pensarlo bien. La paradoja que menciono se patentiza cuando para este tipo de pensamiento la autonomía suministrada por la libertad es crucial. Esto se debe al hecho de que la responsabilidad moral que conlleva la libertad no parece ser una consideración de la deconstrucción, pero sí de Vargas Llosa y de la mayoría de los novelistas latinoamericanos. Popper bien mantenía que era moralmente erróneo no creer en la realidad, y no se ha probado lo contrario. Cuando habla sobre lo que llama «narradores-personajes singulares» en La orgía perpetua, o sea diálogos entre personajes sin la mediación del narrador omnisciente, afirma con matices críticos que «[e]sto ocurre cuando el diálogo no es “descrito”, sino directamente expuesto a la experiencia del lector, mediante un mutis corto pero total del relator invisible» (226). ¿No estará discutiendo algo igualmente pertinente a otro aspecto de Quién mató a Palomino Molero? Saltará a la vista que la transposición del ensayo del novelista a la novela del ensayista nunca será esquemática o acrítica. A largo plazo, este tipo de conexión se podría volver fácil y escasamente reveladora de algún otro tipo de innovación en la creación de una teoría de la prosa. En el ensayo sobre la novela de Hugo –que además de El hablador era parte del proyecto mayor en que continuaba trabajando a finales de los años ochenta, junto con una novela sobre la madre de Gauguin, Flora Tristán (Setti 1986: 72-75; 1989: 74-77)– plantea falacias biográficas comunes, criticando a Hugo y otros su intuición mecánica, aunque no sus esfuerzos totalizantes. Como sabemos en 2012, todas esas promesas fueron cumplidas con sendas obras, y tal vez era de esperar que su novela sobre Tristán haya ocasionado más crítica en Francia (Michaud) 246
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que en el resto del mundo. El segmento que concretiza lo que vengo exponiendo termina por contradecir parte de lo que dijo al principio de su ensayo: Cada novelista inventa un narrador dotándolo de una naturaleza particular, de unas facultades y limitaciones precisas, en función de lo que quiere contar. Esta operación –inventar a alguien que narre lo que uno quiere narrar– es acaso la más importante que realiza el novelista […]. Si hay algo que distingue al novelista clásico del moderno es precisamente el problema del narrador. La inconsciencia o la consciencia con que lo aborda y lo resuelve establece una línea fronteriza entre el novelista antiguo y el contemporáneo («El último clásico…», 56).
En vez de acusar a Vargas Llosa de interpretarse mal es mejor averiguar cómo declaraciones como la citada constituyen solamente una parte de un contexto mayor. Una manera de introducir a los lectores en este contexto es examinar la política interpretativa implícita en una esclarecedora exégesis de otra de sus novelas. Me refiero al trabajo de Reisz de Rivarola, publicado primero en Hueso Húmero. Los trabajos sobre él, como vimos con Silén, por lo general conjugan un infrecuente espíritu analítico y preocupaciones teóricas con un andamiaje muy amplio y una deficiente investigación documental. La de Reisz podría ser entonces una interpretación definitiva de la relación actual entre historia y ficción en su obra. Su lectura sería también reveladora de la esfera de la dependencia de otros críticos en la verbosidad no novelesca y la teoría sin concretizar. Mi punto de partida es popperiano, ya que se debe insistir, como él, en que sólo se pueden contar como pruebas legítimas los esfuerzos por mostrar la falsedad o doblez de las teorías. Dicho de otra manera, y soy contundente al respecto, toda ficción, en la medida que se deriva de la memoria del novelista, es histórica en un sentido, pero los lectores siempre entran cautelosamente en esos mundos construidos ingeniosamente, que dejaron de existir antes de que naciera el autor. Vargas Llosa agregaría que Popper pasa por alto la dependencia de la teoría en la realidad, lo cual también parece ocurrir con algunos críticos superficiales del peruano (cf. Angvik, Cayuela Gally, R. L. Williams). 247
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Baste recordar el famoso ejemplo de la falsificación que Popper provee en The Logic of Scientific Discovery (1935/1959). Para él la existencia de un cisne negro refuta las miles de instancias que parecen confirmar la proposición que los cisnes son blancos. Pero si la afirmación «éste es un cisne negro» no es probada, no queda demostrado que la hipótesis esté equivocada. Así, las novelas de Vargas Llosa, como las mejores del siglo XX sobre catástrofes colectivas, resultan proféticas, porque se concentran en las víctimas, los compañeros de ruta, los oportunistas y los que se hicieron de la vista gorda. Naturalmente, negar esa visión es un lujo que sus críticos sólo se pueden dar a posteriori. Como otros que he mencionado, el ensayo de Reisz también discute la generalizada mala recepción que Historia de Mayta tuvo en el Perú. Menciona además las favorables críticas extranjeras y la interpretación que su autor hace de ésta, recogida en inglés como el último capítulo de A Writer’s Reality. Como aparte pertinente, ya que discuto en última instancia la política de la crítica, cabe señalar que los críticos nacionales apostaron en contra de él sólo después de ser criticados en sus ensayos (notablemente, Antonio Cornejo Polar, en La utopía arcaica y El pez en el agua). Sus réplicas pueden ser vistas como poco altruistas o serias, ya que dependen de la esfera pública que Vargas Llosa, no ellos, puede crear. Más importante es la conclusión de Reisz que, al conformarse la novela con contar una historia en el acto mismo de narrarla, se ubica al público ante una convicción metaliteraria que podría glosarse así: «“Estos relatos son, como todas las novelas del autor Vargas Llosa, una amalgama, indiscernible para el lector, de hechos y objetos fácticos (vividos u observados por él) y de hechos y objetos meramente posibles, producto de su fantasía” […]. “Los relatos de la vida de Mayta son realizaciones paradigmáticas del código estético en que se basa toda la obra de Vargas Llosa”» (1987: 849). Lo que yo añadiría es que también presentan una mayor conciencia de situarse en la esfera pública, lo cual podría estar emblematizado en un ensayo posterior sobre la novella La muerte en Venecia. Para Vargas Llosa la transformación de Gustav von Aschenbach expresa verdades profundas, que se extrapolan mientras los conceptos de éste sobre la vida y sus componentes se meta248
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morfosean. Además, la muerte del personaje es una alegoría del abismo habitado por las fuerzas violentas a las que nos lanzan nuestros apetitos ocultos, lo cual es una conclusión similar a la que propone en su ensayo sobre la autobiografía de Reinaldo Arenas. Como patentiza en otros ensayos acerca de Camus, estas aseveraciones tienen un marco que no es difícil atribuir a una esfera primaria del novelista. Para él como para Camus, en vez de la muerte debe haber rebelión, pasión, lucidez y sensualidad pagana. Según Vargas Llosa el ensayista, las pulsiones del protagonista de La muerte en Venecia son reprimidas: Por eso, la vida municipal le impone límites y la moral, la religión y la cultura lo amaestran y tratan de sujetarlo dentro de ciertos cauces en las últimas semanas de su vida. Gustav von Aschenbach descubre –y, con él, el lector de la hermosa parábola– que todos esos intentos son siempre relativos, pues, como le ocurre a él, esa voluntad de restitución de la total soberanía recortada en el individuo en aras de la coexistencia social, renace periódicamente para exigir que la vida sea no sólo razón, paz, disciplina, sino también locura, violencia y caos (La verdad de las mentiras, 28-29).
Estos constantes destellos de perspicacia, sabemos, caracterizan a sus ensayos, a la vez que determinan la imposibilidad de extraer de ese manantial un orden ensayístico, porque cuando Vargas Llosa el filósofo le habla al público de sus designios existencialistas éste tiende a fruncir. Cuando Vargas Llosa el novelista describe la misma situación, casi nos convencemos. La diferencia tiene que ver con nociones filosóficas de fiabilidad o credibilidad, en oposición a la de falseabilidad (Popper). En términos más literarios, la escisión de Vargas Llosa se rige mayormente por la diferencia entre interpretar la ficción e interpretar las condiciones de ciertas creencias (cf. Currie 1991; Juhl 1980). No obstante, los mejores momentos de las batallas del autor ocurren cuando se da un conflicto de discursos que, si ya están enredados en su prosa, se sanciona transparentemente con la crítica. La esfera crítica que se construye en torno a este Vargas Llosa comienza con una recepción positiva de sus novelas. Ésta no pro249
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viene siempre de amigos, discípulos e incondicionales suyos, como sería el caso para los ensayos de Edwards y Krauze que discuto a continuación. En oposición él presenta un discurso crítico menos metafórico, basado en lecturas pluralistas templadas por la distancia y su independencia, inclusive respecto a la esfera cultural en que se mueve. Veamos qué pasa cuando el discurso crítico es fraterno. Edwards emplea su reseña de Historia de Mayta para reflexionar de manera muy personal sobre las minorías determinantes en algunos procesos políticos latinoamericanos. Para él la ficción política de esta novela contiene todos los ingredientes reales (y negativos) de la historia peruana contemporánea, y subraya que «[l]o más asombroso de todo es que mentalidades como ésas existen, actúan, determinan, incluso muchos de los fenómenos latinoamericanos actuales» (1985: 96). Junto a una discusión de la novela, lo que se presenta es un discurso aliado con lo que se cree que representa la novela. Pero resulta que las expectativas del público de esa revista en cuando a lo que debe representar la novela sí se cumplen, sin que éste pregunte si existen otros códigos para leerla. «Historia de Mario», la lectura de Krauze, presenta corolarios que su clara alusión al título de la novela encubre. Si bien se trata de una lectura escrita seis años después de la publicación de la novela, se arguye a posteriori la llegada oportuna de lo que tematiza. Este tipo de recepción es sutil, pero también clara en su aprobación ideológica. Krauze se ubica en la misma posición que el narrador-protagonista al principio de Historia de Mayta: relatará su regreso a Lima. La novela le revela al crítico los serios problemas del Perú, y le permite rastrear (recurriendo a ciertos ensayos claves del autor) el desencanto de Vargas Llosa con los programas de izquierda que intentaron solucionar esos problemas. Surgen a la vez ciertos demonios, sobre todo la actitud de los intelectuales ante la guerrilla, y es pertinente que Vargas Llosa no haya publicado en la prensa internacional el «relato cierto» (Genette) o completo de la masacre ocasionada por una guerrilla poco similar a la representada.3 Falacias
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La versión completa se incluye en CVM III con un título más impactante, «Historia de una matanza», en la sección «Sangre y mugre de Uchuraccay».
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interpretativas similares a las de R. L. Williams también surgen cuando un historiador como Krauze practica la crítica literaria: «Como en una metáfora instantánea y macabra, Vargas Llosa comprendió, en Uchuruccay, los extremos a los que ha conducido el celo ideológico que él mismo albergó durante su juventud. En ese momento de “asombro, indignación y tristeza” concibió Historia de Mayta y, muy probablemente, entrevió también su propia historia futura» (1990: 41). Este tipo de crítica genética es templada con los comentarios que el autor emplea para borrar las falacias biográficas de sus críticos, tal como lo hace en el ensayo sobre esta novela en A Writer’s Reality. Como Edwards, Krauze relega la urdimbre imaginaria de la novela y se afianza a la actualidad de la que puede abusar el discurso ensayístico cuando atenta contra la estructura novelesca, a pesar de que Vargas Llosa nunca permite que tales cruces genéricos se conviertan en doctrina. A pesar de esto, Krauze termina su texto con la reflexión de que en las elecciones de 1990 el «inmenso valor histórico de Mario Vargas Llosa está en reclamar el poder para el liberalismo» (ibíd.: 41). Y otro valor, desde La ciudad y los perros, es que como Balzac hizo con París, Vargas Llosa ha convertido a Lima en una novela. En fin, en Edwards y Krauze el discurso fraterno reviste una doble forma para la concepción del mundo. Es una forma que puede negar cualquier realidad que no se ajuste a su valoración del tema del ensayo. Para llegar a resoluciones de este tipo (que puede excluir a una buena cantidad de los ensayos vargasllosianos) siempre será necesario examinar la encrucijada de los discursos ensayísticos y novelescos del autor en el momento de la publicación de una novela, y el ejemplo máximo es, otra vez, la misma Historia de Mayta. Como Reisz argumenta correctamente, su juego de coincidencias no es un vasto intento de infiltrar o camuflar lo que son en la superficie comentarios bastante conservadores sobre la situación política con
Ésta contiene el polémico «Informe sobre Uchuraccay» (de varios autores, redactado por él), entrevistas y documentos relacionados con la reacción posterior al informe. Retoma el tema en 1994 con «El precio de ser moderno», donde mantiene su opinión al reseñar el libro Las paradojas del Perú oficial, de Juan Ossio, antropólogo asesor de la Comisión de Uchuraccay.
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respecto a la violencia en el Perú. Si se piensa en la historia del Perú, es fácil cotejar, aunque sea de manera muy sui generis, la relación del autor con su país antes y después de su regreso «definitivo» a él en 1974. Es un eterno retorno, como expresa en «Siete años, siete días» de 1997 (publicado a los quince días en La Nación como «El Perú de Alberto Fujimori»), que tiene más que ver con sus batallas para mejorar a su país que con ilusiones patrioteras. Lo califico así porque el comentarista Beltrán Peña monta una miscelánea semibiográfica que compila anécdotas, artículos, notas, comentarios, entrevistas y faits divers de Vargas Llosa, que naturalmente es incompleta, y cándida. Es más, la yuxtapone a temas generales, gratuitos y arbitrarios cuyo gran relato es el tipo de nacionalismo que el autor rechaza con poca paciencia, como hizo con el conflicto limítrofe entre su país y el Ecuador.4 Por otro lado, lo que había pasado alrededor del año en que publicó Historia de Mayta era que había llegado a una «notable consistencia teórica» (Reisz de Rivarola 1987: 838). Un conocimiento de la prosa del autor, más allá de sus novelas, permite coincidir generalmente con esta conclusión, porque se trata, en última instancia, de un cambio de cosmovisión. En este sentido, se podría hallar una analogía entre los cambios discursivos del momento de Historia de Mayta y los que son ocasionados por su lectura constante de Popper. Es una relación simbiótica entre crítica y literatura que Max Wundt explica de la siguiente manera: Sin partir de algún concepto filosófico-fundamental, jamás podrá llegar a comprenderse verdaderamente el estilo de una obra literaria. En este aspecto como en todos, son siempre en última instancia móviles de orden filosófico, relacionados con una concepción del mundo, los que impulsan al artista a elegir esta o aquella forma, aunque él 4
Beltrán Peña ilustra su texto-antología con fotos del autor, otros actores intelectuales, y con una lista de premios Nobel de literatura. No obstante, su iconografía permite observar aspectos cotidianos del ámbito peruano. Véase el catálogo-homenaje El Perú de Mario Vargas Llosa, ed. Luis de Toledo (1995). En 1999, cuando ganó los premios Ortega y Gasset, Menéndez Pelayo y Jorge Isaacs, declaró que el reconocimiento se debía a la suerte y al trabajo.
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mismo rara vez llegue a tener una conciencia clara de estos móviles. Y esto que decimos se refiere tanto a los géneros literarios en general como a los tipos estéticos fundamentales y específicos que actúan a través de todos los géneros (1984: 444-445).
El hecho de que no he querido ir estableciendo una escisión definitiva entre sus ensayos y su narrativa no es simplemente por razones genéricas que he fijado, sino porque su prosa no ficticia ha entrado con cierta dificultad en la parte de la esfera pública que controla el mercado, por imaginaria que ésta parezca. Cabe notar, por ejemplo, que hay ediciones exclusivamente peruanas (PEISA) de sus obras. Por esta especificidad, cuando una reseñadora bien intencionada cree descubrir un género en el cual Vargas Llosa deja de ser un artista logrado, considerando que La orgía perpetua define su verdadera capacidad para criticar a otros autores sin mezclar su biografía [sic] (Parkinson Zamora 1991: 100), las conclusiones de Reisz demuestran la necesidad de latinoamericanizar el contexto. Volviendo a Reisz, a pesar de que uno podría argüir en contra de un fin tan apresurado para un novelista que todavía está tratando de concretizar su visión de los géneros en prosa –otro ensayo afín, «En torno a los miserables» (1964) de CVM I (43-47), sería su prototexto–, lo importante es que Vargas Llosa parece estar de acuerdo con facilitar la introducción de su «teoría» en sus novelas. Aun en el caso de que en términos del elemento autobiográfico haya un antecedente para la novela de Mayta en La tía Julia y el escribidor (que a su vez proviene del humor de Pantaleón y las visitadoras), y hasta en La ciudad y los perros, como les dijo a Harss y Dohmann, el mismo problema de autorrevelación no intencional azota al discurso referido de El hablador y su intimidante discursividad. Como con la tía Julia, Mayta y ahora Casement, en El hablador hay una historia bifrontal cuyos dos argumentos y técnicas disímiles se alternan hasta el fin. En la primera el compañero de clase del narrador ha sido devorado por la cultura indígena, y como en ¿Quién mató a Palomino Molero? (otra obra que fue objeto de críticas negativas), el narrador efectúa una búsqueda detectivesca. La segunda historia es un largo monólogo estetizante hecho por un narrador nativo, que en el último capítulo resulta ser Saúl Zura253
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tas, el centro de las fotografías del primer capítulo que ocasionaron la búsqueda que emprende el narrador. La circularidad fantástica que comparten las novelas de la tía Julia, Mayta y Zuratas se confunde todavía más por un «autor» que es realmente una función del discurso. Además, el «autor» trata de no dar lugar a ninguna sospecha sobre sus intrusiones, ya que las exhibe desde un principio. Por más que los lectores no estén de acuerdo con los puntos de vista con que pretende orientar sus historias y crean que él es directamente responsable por empresas novelescas más fallidas que exitosas, el hecho es que ellos están frente a mentiras elevadas a otro poder. Esto es consecuente en la praxis de la teoría. En Historia de Mayta, cuando el narrador finalmente se encuentra con Mayta, y temiendo perder sus futuros logros novelescos después de un año de «investigarlo», añade: «En una novela siempre hay más mentiras que verdades, una novela no es nunca una historia fiel. Esa investigación, esas entrevistas, no eran para contar lo que pasó realmente en Jauja, sino, más bien, para mentir sabiendo sobre qué mentía» (320). Moisés, Vallejos, el Profesor/Chato Ubilluz, Adelaida, Juanita y Anatolio, más que informantes sobre diferentes contextos revolucionarios y personales de Mayta, son, en verdad, delatores de cómo un narrador construye el diálogo entre las voces de una novela. Los narradores tienen que ubicarse por encima del juego entre lectores y protagonistas, para responsabilizarse de «escribir» a los personajes y señalar cómo leerlos. Así, el narrador es la esencia de la mentira central de una novela, y nunca debe contaminar lo biográfico, dice en uno de sus últimos artículos de 1999 («La mentira de las verdades», 17). Además, es su función guiar la problemática de la lectura para los diferentes públicos en la estructura narrativa de la novela. El factor crucial en la construcción de la novela es entonces el control del autor de la discontinuidad entre posiciones discursivas y la posición social actual del hablante. Según Frow: «Las posiciones de elocución y recepción que se especifican como apropiadas son posiciones vacías y normativas que pueden ser llenadas, rechazadas, ironizadas, parodiadas o reemplazadas con posiciones alternas. El hablante puede llenarlas consciente o subconscientemente, o las puede fundir con otras, o sim254
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plemente puede ignorarlas o ser incompetente para llenarlas» (1986: 73). No es gratuito entonces que los testimonios de Vargas Llosa estén intercalados por interrupciones de la función-autor como: «Le aclaro que todos los testimonios que consigo, ciertos o falsos, me sirven […] lo que uso no es la veracidad de los testimonios sino su poder de sugestión y de invención, su color, su fuerza dramática» (114-115). Se va construyendo de esta manera una metaficción, apoyada en la inserción de un discurso ensayístico que linda en lo irónico, lo cual en última instancia la función-autor admite como tal. Hutcheon, en su reacción al análisis de la metaficción en la versión inglesa de «Karl Popper al día», declara: «No estoy nada segura de que podamos pensar en el poder de tales textos simplemente en términos de lo que Mario Vargas Llosa llamó una vez la “coherencia arquitectónica” (1024) de un mundo ficticio, porque el poder para persuadir […] está arraigado a menudo en lo real y en el impacto afectivo de esa referencialidad asumida» (Hutcheon 1992: 19). Así, en el décimo y último capítulo de esta metaficción, la función-autor le dice a Mayta que le gustaría conversar con él, aclarar ciertos enigmas desde el punto de vista y poder narrativo del trotskista. Se ve entonces forzado a concluir: «Además, esta conversación es mi último capítulo. No puede usted negármela, me dejaría la novela coja» (322). La crítica que ha notado cinismo en esta conclusión sólo tiene razón respecto a cierto empobrecimiento de la narratividad. Es innegable (y la función-autor no lo esconde en ningún momento) que el cinismo y autoparodia se aplican a conciencia y desde el comienzo a las actividades de Mayta y sus camaradas. Para variar, al comienzo de la segunda parte de La guerra del fin del mundo el «periodista miope», especie de álter ego admitido del autor (a la vez que un homenaje intertextual a Euclides Da Cunha y sobre todo al Étienne Lousteau de Illusions perdues y otras obras de Balzac), pontifica sobre el poder de la lógica irracional del periodismo. El periodista concluye: «Las mentiras machacadas día y noche se vuelven verdades» (362). En Vargas Llosa la búsqueda de datos irreales es parte de un deseo libidinal, que entendida como «poder» desafía códigos y sigue los imperativos de la intensidad narrativa más que los de la significación. Manifies255
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ta Borges en su irónico «Argumento de una novela que nunca escribiré» (1983) que las varias sincronías que escoge un novelista nunca satisfacen al lector. Por esto la de Borges también sería una contranovela, no sólo en términos de su propia prosa sino en los de la mejor tradición de la novelística latinoamericana: «He imaginado el argumento de una novela que por razones de ceguera y de ocio no escribiré, y que sería el reverso de la admirable Guerra del cerdo, de Bioy Casares» (Corral y Klahn 1991-1992: I, 650). Vargas Llosa postularía este razonamiento como una mentira (cf. «Borges en París», 1999), porque siempre ha creído imposible desasociar la novela del tipo de experiencia humana de que se mofa Borges. Para él el argentino despreciaba la novela como género porque la «imperfección que es esencial en una novela fue para Borges inartística y, consecuentemente, inaceptable» (A Writer’s Reality, 1112). ¿Cómo llega el peruano a la mentira como ordenador y generador textual, cuando creer que el lenguaje esconde sentimientos es tan antiguo como la literatura?
B. Antes de la mentira: los demonios, el elemento añadido y la novela total Lo que acabo de examinar en la sección anterior para las novelas es otro planteamiento y proposición de sus ensayos: el prosista debe mentir con convicción, o sea que a veces se puede decir la verdad más fácilmente con mentiras. Como he dicho, es superfluo pretender establecer una tipología de sus ensayos porque el sincretismo, la simbiosis y los intertextos cancelan cualquier intento taxonómico. Ya vimos que muchos ensayos de CVM I se publican en el segundo tomo. No obstante, la inclusión futura de textos más breves, periodísticos o no, con otros de mayor envergadura, permite establecer ciertas categorías generales, y los extensos cambios que convierten en irreconocibles los textos que fueron los originales de La utopía arcaica son emblemáticos de su actitud hacia el género. Sin embargo, así como en La ciudad y los perros el personaje Gamboa (objeto de una serie televisiva) se repite mentalmente la indispensabilidad que le había inculcado Montero diciendo: «El 256
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orden y la disciplina se obtienen adecuando la realidad a las leyes» (1973: 399-400), el novelista, según Vargas Llosa, sólo debe cuestionar dentro de los límites de los proyectos novelescos que inician sus mentiras ficticias. Esto se da prácticamente sólo cuando su público lector percibe los programas o proyectos como ya terminados. Calcando la polivalencia teórica de su propuesta el autor ha preguntado varias veces: ¿Qué quiere decir que una novela siempre miente? No lo que creyeron los oficiales y cadetes del Colegio Militar Leoncio Prado, donde –en apariencia, al menos– sucede mi primera novela, La ciudad y los perros, que quemaron el libro acusándome de calumnioso a la institución. Ni lo que pensó mi primera mujer al leer otra de mis novelas, La tía Julia y el escribidor, y que, sintiéndose incorrectamente retratada en ella, ha publicado luego un libro que pretende restaurar la verdad alterada por la ficción. Desde luego que en ambas historias hay más invenciones, tergiversaciones y exageraciones que recuerdos y que, al escribirlas, nunca pretendí ser anecdóticamente fiel a unos hechos y personas anteriores y ajenos a la novela […]. No se escriben novelas para contar la vida sino para transformarla, añadiéndole algo («El arte de mentir», 3).
Parece muy factible analizar todo esto no como una mentira sino como un juego basado en lo verosímil (la tía no fue para él lo que Louise Colet para Flaubert, o Placerdemivida para Tirant).5 Su postura se opone al realismo convencional con miras neorrealistas, que hoy privilegia de una manera más ajustada a la visión contemporánea de los paradigmas realistas del siglo XXI (cf. Tallis 1988). Según Abercrombie et al., buena parte de la literatura de finales del
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Véase Catherine R. Perricone, «Entrevista con Julia Urquidi Illanes», Hispania, LXX, 4 (diciembre de 1987), pp. 850-852. Más reveladora es la carta de Vargas Llosa que Urquidi Illanes incluye en su libro (1983: 292-294), en la cual le explica lo que quiere lograr con su novela. Sorprende, por ende, que Liliana Tiffert Wendorff no retome estos aspectos en su «Camacho c’est moi»: parodia social y géneros literarios en «La tía Julia y el escribidor» (Lima: Editorial San Marcos, 2006), o que no los problematice al hablar de la crítica favorable y desfavorable en torno a La tía Julia y el escribidor (45-49).
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XX es de un tipo brutalmente más discordante que sus antecesores: «La nueva cultura realista podría efectivamente ser vaciada en un molde que no es ni semiótico ni mimético, sino resueltamente indéxico [sic] en colorido» (1992: 138). Es necesario contextualizar así su postura porque, desde la etapa anterior a La ciudad y los perros, la realidad empírica se le mostró a Vargas Llosa como algo inconquistable, mentirosa de por sí. Desde entonces se ha rendido al juego con la mimesis y contra ella, y sus antecedentes quedan demostrados en la logística de la publicación de La ciudad y los perros en la España de 1963, y en la extensa contextualización de Cercas para la edición conmemorativa de 2012, en que actualiza inteligentemente asuntos autobiográficos (482-483), de forma (489), moral (495), y de cómo el peruano subleva, descoloca y pone en duda las certezas de los lectores (497). La documentación existente sobre la publicación de su primera novela y sus problemas con la censura española del momento estaba originalmente en el Archivo General de la Administración Civil del Estado en Alcalá de Henares. La consulta de estos documentos revela, por ejemplo, que antes de que su literatura fuera literalmente fuego en un patio del Leoncio Prado (institución que, junto al Ejército peruano, lo «rehabilitó» en 2011, después del Nobel), un brevísimo prólogo de Cortázar para La ciudad y los perros no fue autorizado, tal vez porque termina con estas palabras:
Pero esa denuncia no tendría el valor catártico que alcanzará algún día si no estuviera escrita como sabe hacerlo Mario Vargas. Implacable testigo del infierno, su alucinante experiencia puede ser también fórmula de redención el día en que nuestros pueblos descubran la libertad profunda que espera su hora encerrada al pie de las estatuas ecuestres de las plazas.
No especulo por qué el título en inglés de esta novela significa «La hora del héroe». En Alcalá me enteré también de que la novela se presentó a la censura franquista de la época con el título «Los impostores» en febrero de 1963. No obstante, el 25 de marzo del mismo año Seix Barral resolicitó permiso de publicación y cambio de título. Éstos quedan aprobados el 28 de septiembre de 1963, sin 258
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que se objetase al segundo juicio de José María Valverde, ni a los juicios críticos de Sebastián Salazar Bondy. Tampoco se prohíben las cinco páginas de prólogo originales de Valverde (que se excluyeron en ediciones subsecuentes), y párrafos admirativos de Uffe Harder, Roger Caillois y Alastair Reid. Valverde, en su «Carta informativa sobre un prologuillo a La ciudad y los perros» (Diez 1972: 100-106) provee su interpretación de estos hechos, como también el autor en «Génesis de La ciudad y los perros» y la versión más extensa y definitiva de este ensayo en A Writer’s Reality. El visto bueno fue concedido porque Vargas Llosa había accedido a los cambios, no sin haberle despachado una carta detallada, elegante y enérgica a Carlos Robles Piquer, entonces director general de Información. En ella le dice: He realizado esta tarea teniendo en cuenta sus amables sugerencias, aunque (permítame una confidencia) sin alegría ni convicción alguna. De todos los párrafos señalados como sospechosos de inmoralidad o de irreverencia con las instituciones y los hombres, he corregido ocho, porque ellos no alteraban en lo fundamental ni el contenido ni la forma del libro. En algunos casos he suprimido los términos objetados y, en otros, los he reemplazado por conceptos más imprecisos y genéricos. Asimismo, he suavizado algunos episodios, introduciendo un clima de ambigüedad a base de eufemismos y frases elípticas.
Después de proveerle otros argumentos en contra de las minucias objetadas por la censura, concluye su carta con: Finalmente, me siento en la obligación moral de decirle que, con estas explicaciones, quiero cumplir un deber de cortesía con usted, por las amabilidades que ha tenido conmigo, pero que esto en nada modifica mi oposición de principio a la censura, convencido como estoy de que la creación literaria debe ser un acto eminentemente libre, sin otras limitaciones que las que le dictan al escritor sus propias convicciones.6
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Agradezco al jefe de Sala, José Luis La Torre, el acceso a estos materiales, del fondo «Cultura», Caja 14 413, Legajos 1031 a 1063. Cito textualmente de las cartas, informes de lectores, permisos, prólogos prohibidos y textos afines sobre diferentes obras del autor, que no están paginados consecutivamente.
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Si estos documentos sólo revelan el proceso verbal, el querer decir formal de los litigantes más que un saber decir, la logística de ensayos subsecuentes revela otros contextos. La publicación como cuaderno de la importante conferencia «La libertad de la cultura y la cultura de la libertad», fechada abril de 1985 y publicada por la Fundación Eduardo Frei de Chile, incluye un diálogo con su autor.7 En esa ocasión le da a Guillermo Blanco una larga respuesta a la pregunta de si ha sufrido la censura o la autocensura. Parte de lo que contesta incumbe a lo que acabo de relatar y citar arriba; es más, constata detalles: Más tarde, en mi primera novela que también se publicó en España el año 1963, la censura todavía existía. Era bastante más flexible entonces. Ya conocí, además, al censor en cuerpo y alma, porque tuve una larguísima entrevista con el jefe de la censura, con el que discutí en un restaurante de Madrid adonde me llevó a almorzar, los párrafos de la novela que él quería suprimir, que él quería cortar. Fue una discusión realmente con ribetes cómicos porque cada vez que él me decía «bueno, esto sí es intolerable, esto sí es obsceno», entonces yo protestaba y decía: ¿esto obsceno?, de ninguna manera, yo se lo voy a leer. Leía en voz alta el párrafo y entonces en las mesas del contorno se producía una curiosidad, un cierto desasosiego. Fue una discusión que demoró varias horas y al final, al término de la discusión conseguí que la censura sólo me cortara ocho frases (La libertad de la cultura…, 23).
Vargas Llosa menciona a su auditorio (chilenos en el régimen de Pinochet, al cual sólo pueden aludir en sus preguntas al autor)
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Este cotejo ha sido actualizado exhaustivamente por Alejandro Herrero-Olaizola, «The Writer in the Barracks. Mario Vargas Llosa Facing Censorship», en The Censorship Files (Albany: SUNY Press, 2007), pp. 39-70, sin pormenorizar las implicaciones comerciales de esa censura. Otro rescate reciente es «Vargas Llosa en manos del censor», El País (26 de noviembre de 2010), pp. 48-49, de Tereixa Constenla, que no acredita el trabajo de Herrero-Olaizola. Con sus «Palabras Iniciales», se reproduce como «La cultura de la libertad» en CVM II, 425-442. Lo presentó como «The Culture of Freedom» (1986) en universidades americanas, y es la base de «Books, Gadgets, and Freedom», The Wilson Quarterly (1987). Esta versión es el «original» de la que aparece en Quimera (1990).
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otros pormenores de la censura española, desde su primer contacto con ella en 1958 hasta el año 1963 que discuto. En germen, lo que queda claro es que en 1985 él no disfraza su pasado; no miente, si se quiere. A la vez, puede conciliar su compromiso con el mimetismo de la literatura, la mentira novelesca, con el de la realidad circundante. Sabemos que estos elementos podrían textualizarse ilimitadamente, y la crítica lo ha notado en La ciudad y los perros, en Conversación en La Catedral (Köllmann 2002: 81-137) y en sus «metanovelas» posteriores, a pesar de que afirma en A Writer’s Reality haber podado lo narrado en su primera novela (39-55). Estos ensayos, vistos desde este contexto, muy bien podrían ser variaciones sobre el tema de la censura, cuya definición culmina en su ecuánime autodefensa «Piqueteros intelectuales»: «Los vetos y las censuras tienden a imposibilitar todo debate y a convertir la vida intelectual en un monólogo tautológico en el que las ideas se desintegran y convierten en consignas, lugares comunes y clisés» (35; énfasis miós). También, si ha construido algo incontestable esa prosa no ficticia es pasar de un existencialismo adaptado al mundo latinoamericano a la defensa de la razón, sin negar la pasión que ésta puede contener, apoyado en un andamiaje filosófico cada vez menos «liberal». Dice su crítico más conocido, refiriéndose categóricamente a los dos primeros tomos de CVM: «Este libro confirma tanto la lucidez de su pensamiento como las obsesiones o “demonios” que rigen su mundo novelístico, aparte de sus artes de polemista y francotirador intelectual» (Oviedo 1991: 140). Y tiene razón respecto a la producción anterior a CVM III, La verdad de las mentiras y A Writer’s Reality. Con la concretización por los lectores de lo que ha publicado y lo que probablemente seguirá publicando, se hace evidente que es en su prosa no ficticia inicial, y no siempre en la reciente, donde se encuentra fenomenalizado el trabajo de significación. Visto así, su trabajo de significación actual es parte de un proceso ontológico poco diferente del aplicado a influencias anteriores (Sartre) y actuales (Popper) que ha querido emular. Por ejemplo, al recibir el Premio Cervantes dijo: «Malraux, Melville, Hemingway, Kipling, Kafka, Víctor Hugo, Stendhal, Faulkner, Johanot Martorell, Balzac, Flaubert, Tolstói y tantos otros fabuladores formidables, debieran 261
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comparecer a recibir este premio conmigo» («La tentación de lo imposible», 55). Para el Discurso Nobel, su lista de maestros incluye a Conrad, Mann y Orwell; «Elogio de la lectura y la ficción», 39). El caso es que, como él, todos esos maestros son ríos, titanes, águilas, monstruos que proveían solos un sistema de educación por el cual todo escritor tiene que pasar. Pero no son todos iguales. Jorge Volpi, joven escritor mexicano que se añade tardíamente a su cohorte en su admiración por Vargas Llosa, termina disminuyendo la importancia del peruano para el boom al compararlo excesiva y transparentemente a quien considera un maestro mayor, Fuentes. Su artículo, presentado como parodia barroca, es poco ingenioso, y si es verdad que se parodia a los que son más inteligentes que uno, como decía Nabokov, la sátira es una lección, la parodia un juego, y Volpi no logra ni una ni otra.8 Veamos entonces –en otro documento inédito del Archivo General de Alcalá– cómo se puede haber generado la operación de una de sus preocupaciones actuales. El 27 de noviembre de 1965, José María Zarate entrega su informe sobre el manuscrito de lo que sería La casa verde. En parte éste reza como sigue: Novela de costumbres. Literatura cuidada y poética-realista, desgarrada, de ambiente y dialecto peruano, tan fiel y castizo que a veces cobra sabor clásico y también es en ocasiones poco inteligible para el español […]. La obra salva lo pornográfico a fuerza de calidad literaria y tipismo. Pese a su tema escabroso puede autorizarse por ello, salvo algunas correcciones. PUEDE AUTORIZARSE CON SUPRESIONES.
Se aprueba la publicación, no obstante, y no es arriesgado ni psicologismo facilista proponer que el sabor de otro tipo de mentira llegará a influir en las cavilaciones ensayísticas del joven novelista. Como una gallina cuidando a sus pollitos, entonces, el novelista deberá llenar su espacio discursivo con mentiras patológicas e imaginativas, ya que las «mentiras de las novelas no son gratuitas: lle-
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«Vargas Llosa y la Cofradía de la Explosión. Breve relación del Siglo de Oro», Revista de la Universidad de México, Nueva Época, 91 (septiembre de 2011), pp. 13-19.
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nan las insuficiencias de la vida» («El arte de mentir», 4). No obstante, el novelista intuye que querer saber todo sobre una persona es una práctica esencialmente autoritaria. ¿Cómo se distancia la función-autor de las implicaciones morales de una aserción como la que cito? ¿O de la «mentira noble» de Platón? Cinco años más tarde, en el prólogo a la versión española de Mrs. Dalloway, de Virginia Woolf, precisa cómo se van componiendo esas mentiras: Me refiero al narrador –aunque aquí convendría tal vez hablar de la narradora– de la historia. Éste es, siempre, el personaje central de una ficción. Invisible o presente, uno o múltiple, encarnado en la primera, la segunda o la tercera persona, dios omnisciente o testigo implicado en la novela, el narrador es la primera y la más importante criatura que debe inventar un novelista para que aquello que quiere contar resulte convincente (La verdad de las mentiras, 54-55).
Sus novelas podrían ser entonces ventrílocuas especulaciones que intentan crear personajes que sean más creíbles que cualquier cosa que el verdadero Vargas Llosa pudiera hacer. Dicho de otra manera, es como tratar de decir la mentira de la verdad. Ya que sus diversos personajes pueden cumplir funciones idénticas, más que analizar las funciones de ellos es mejor hablar, como lo hace el formalista Propp, de las «esferas de acción» de cada uno de ellos. R. A. Kerr (1990), en su registro de cómo Vargas Llosa construye sus personajes, discute algunos que denomina «adolescentes», «yoes secretos», «personajes de coro», y otros cuyas metamorfosis sería mejor analizar desde el concepto de figura, según la conceptualización de Auerbach o la de Cortázar. Sin embargo, su repertorio de personajes parece una colección poco mentirosa del mundo actual, lleno de adictos, arrastrados, borrachos, don nadies, locos, perdedores, revolucionarios fracasados, tristones, vagabundos y profesores sin cátedra. Inclusive a excepción de los últimos y con sus a veces poco halagadores y desfavorables retratos de las mujeres –piénsese sobre todo en Amalia, Bonifacia, Hortensia, La Chunga, Lalita, las otras mujeres de La casa verde, las de Pantaleón y las visitadores, la Madrastra, Sebastiana y la Niña mala, que como Lisbeth Salander, muestran cómo funciona el mundo de los hombres–, 263
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éstas son mentiras representativas. Precisamente, en La guerra del fin del mundo los personajes más convincentes son mujeres (Estela, Jurema, Maria Quadrado) y los grandes movimientos de la historia latinoamericana son vistos por sus experiencias (Valdez Moses 1995: 155). No menos se puede decir de Urania, el hilo conductor y protagonista de La Fiesta del Chivo. El neorrealismo, limitado por su proyecto de representar en alguna manera típica las condiciones reales de la existencia social, ha tendido a reducir las opciones de sus protagonistas femeninas al matrimonio, la muerte o el abandono moral. Debe notarse que sus personajes no son prisioneros de ningún período, y tienen un aire atemporal para el cual clásico es un calificativo favorito. Evidentemente, ninguno de estos tipos coincide con el inicial horizonte de expectativa que sus primeros críticos y entrevistadores preveían para él: «El escándalo y la publicidad son lo último que a uno se le ocurriría asociar con la persona de Vargas Llosa. Es tranquilo, sencillo, sonriente –una sonrisa taciturna–, tímido, introvertido. Su inesperada notoriedad lo sorprende todavía constantemente» (Harss y Dohmann 1969: 423), y en verdad sigue siendo así. Veinte años más tarde, el capítulo cuarto de sus conversaciones con Setti está compuesto de un discurso muy honesto sobre la fama, el sexo, la familia, el dinero, el ocio y antiguas (pero ahora rechazadas) experiencias con drogas (Setti 1986: 105-130; 1989: 105-131). Algún crítico se ha quejado (paradójicamente recurriendo a la mezquindad que le atribuye erróneamente) de que emplee el discurso de familia, en ensayos como «Mi hijo el etíope» y en las novelas que culminan en Elogio de la madrastra. Esa especulación no cabe en la crítica de un novelista importante cuyo destino biográfico merece mejor tratamiento. La libertad del creador aparte, lo más interesante de la personalización del discurso es que proviene, tal vez, del liberalismo creado e impulsado por culturas no hispánicas que presuponen una escisión entre esfera privada y esfera pública.9 Vargas Llosa ha aprendido de sus equi9
Me refiero al psicológicamente amateur y confuso artículo de Wolfgang A. Luchting, «Endofagia literaria (La propia familia en las narraciones [sic] de Mario Vargas Llosa» (Vargas Llosa et al. 1990: 105-124). Mucho más logrado
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vocaciones y hechos mortales y fárcicos acerca de la eterna presencia en lo humano del accidente y la contingencia. Tal vez por eso, revelar la tiranía de las mentiras se ha convertido para él en una misión, donde sea que encuentre una desconexión entre la realidad y la piedad. Lo que propone su visión de «la ficción como mentira» es que es imposible para un personaje mentir a no ser que piense que sabe la verdad. Por ende, cuando creemos que un narrador no es fiable, o que miente, debemos pensar en que esas personas están respondiendo a una verdad, y es así en la medida que son respetuosas de la verdad. Lo que definitivamente no se puede equiparar con sus «mentiras» es su devoción a la estilización de su prosa, en las novelas o ensayos. Para estos últimos, por ejemplo, se puede confirmar la disciplina que logra mantener, evolucionando, aun cuando confronta ocupaciones como la candidatura a la presidencia de su país. La verdad de las mentiras, compuesta de ensayos de diferente extensión redactados entre enero de 1987 y septiembre de 1989 (con prólogo actualizado en junio de 1989), fue escrita en esa época. Vale fijar la batalla en las ideas que se convertirá en centro generador de ese discurso ensayístico. El 28 de julio de 1987, Alan García anunció su plan de nacionalizar la banca en el Perú. El 2 de agosto de ese mismo año, Vargas Llosa publicó en El Comercio limeño el artículo «Hacia el Perú totalitario», que se reprodujo en La Nación de Buenos Aires el 7 de agosto, y así sucesivamente en otros periódicos y lenguajes hasta terminar en CVM III (417-420). En esos años también dio discursos en contra del proyecto de García, y dirigió documentos y reuniones que se oponían al proyecto. Es así como se inicia la concretización real de su discurso político y la inevitable inserción de éste, con su debido cambio ideológico (que ya he discutido) en sus ensayos y textos afines. A la vez todas estas inserciones eran un palimpsesto para las novelas que estaba publicando o por publicar. Dicho de otra manera, aceptando que no hay correspondencia directa, al ubicarse en una especie de prees Roy C. Boland, «Padres e hijos en las novelas de Mario Vargas Llosa», Love, Sex and Eroticism in Contemporary Latin American Literature, ed. Alun Kenwood (Melbourne/Madrid: Voz Hispánica, 1992), pp. 85-97.
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política (o sea sin un programa en que la teoría anteceda a la práctica) Vargas Llosa deja que la conexión entre sus novelas y la acción política sea resuelta por el mediador que es el lector; y que las novelas ayuden al pensamiento antes o después de la acción (Whitebrook 1996: 45). Pero ¿cómo seguía escribiendo los ensayos de La verdad de las mentiras, en qué momento y cuál era su habitus? Según su hijo mayor, y portavoz de la campaña electoral durante las elecciones, había una rutina. Después de levantarse temprano, correr una media hora, desayunar leyendo los periódicos y reunirse con su kitchen cabinet, es decir, «gente de confianza» o gabinete en la sombra, Vargas Llosa, relata su hijo Álvaro: «se encerraba en su estudio a leer y escribir, generalmente dedicándose a los prólogos que se había comprometido a hacer para un puñado de grandes novelas contemporáneas, cosa que le permitía sumergirse en la literatura a fondo sin sentir la angustia de no estar escribiendo una novela» (Á. Vargas Llosa 1991: 45). Su inmersión en la prosa no ficticia y su vocación general de escritor quedan constatadas en lo que dice su hijo y en una carta que reproduce la iconografía Retrato de Vargas Llosa. Redactada en Londres el 16 de octubre de 1989 y dirigida a Hans Meike, del Círculo de Lectores de España –para cuya editorial escribió los veinticinco ensayos individuales que recoge en La verdad de las mentiras– explicita lo que es para él el trabajo de ensayista en ese momento: Para mí, representa algo más que un empeño de circunstancias. Lo cierto es que en estos dos últimos años, absorbido por la política –actividad tan estéril la mayor parte del tiempo– leer o releer esas veinticinco novelas, anotarlas, reflexionar sobre ellas y prologarlas, ha sido un maravilloso refugio, al que acudía en los pocos momentos disponibles, como quien va a beber agua fresca en las pausas de una sofocante carrera. Al margen de como hayan salido, he escrito esos ensayos con un cariño y un entusiasmo grandes porque en estos veinticuatro meses ellos han sido casi la única manifestación de mi vocación de escritor (que, aunque hoy día no parezca así, es la única que tengo) (Tusell 1990: 93).
El ensayo, como se ve en la cita y en la atención del público, no es tanto excluido de la literatura tanto como relegado a los márge266
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nes de ésta. Su posición fronteriza entre lo puramente literario y lo puramente científico o filosófico le da una afinidad a lo que A. Fowler llama literatura en potencia (1982: 5), visión que De Obaldia pormenoriza brillantemente (1995: 8-28). Finalmente, se vuelve a confirmar esto en «A Fish out of Water»: «En los tres años de mi campaña escribí sólo una serie de prefacios para una colección de novelas modernas, y algunos discursos, artículos y breves ensayos sobre política» (56). Se podrían encontrar y cotejar cientos de ejemplos en que manifiesta dedicaciones afines, con la misma certeza y tenacidad. ¿Mentira dentro de las mentiras? ¿Predicados ontológicos no confirmados? Todo lo contrario: es la habilitación de la significación de sus ensayos, que todavía no ha sido sometida a la subjetividad radical de la deconstrucción. Así como Poncio Pilatos pudo preguntar «¿Qué es la verdad?», el presunto deconstruccionismo a la anglosajona llega a ideas cuasi-radicales ya formuladas por un camino trillado, sin superar lo que cualquier lector despabilado obtendría de una lectura atenta (Norris 1994: 56). Cuando se antepone el método del sistema al de la sensibilidad, lo que se consagra es lo evidente. Dicho de otra manera, en varios sentidos, cualquier novelista canónico de las Américas ha deconstruido la novela y sus contextos más reconocidos y «permanentes». Así, no es casual que la recepción de Diseminario la desconstrucción. Otro descubrimiento de América (1987), primera introducción latinoamericana al movimiento, ha sido nula, porque con la lógica deconstruccionista el análisis se amplía a niveles preciosistas. Con Vargas Llosa, cuyas obras se rigen por un método lógico, la mera aplicación intransigente de una teoría no revela otra cosa que lo sobreentendido, como bien arguye Matamoro (1990) en el análisis más penetrante de la dialéctica de la novelística del autor anterior al ensayo «La verdad de las mentiras». El prefacio epónimo de La verdad de las mentiras podría leerse como una esfera de la mentira, porque se compone de los artículos sueltos: «El arte de mentir» (1984) y «El poder de la mentira» (1987). El primero se incluye en CVM II y el segundo en la versión en español de la entrevista con Setti. Exento de alteraciones, el prefacio está fechado «Barranco, 2 de junio de 1989». Según el criterio deconstruccionista, ese prefacio sería una especie de 267
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summa autorial respecto a la mentira en la prosa (no lo es), y un íncipit genético (no lo es) para la percepción crítica de una nueva etapa en su obra. Encima, «La verdad de las mentiras» es el texto introductorio de El autor y su obra, actas de un homenaje-curso de verano de 1989. En lo que se debe hacer hincapié es en que este novelista les ha ganado a sus lectores en su propio juego: la asociación de los problemas internos de la prosa y cómo éstos son institucionalizados. Esto se nota en su conocida y muy reproducida encuesta de enfoque generacional sobre lo que ha sido la novela latinoamericana. En ella ve a los novelistas de finales de los años sesenta («creadores») como la esperanza para un género que ha presenciado la muerte de los pasivos practicantes europeos y norteamericanos. Termina considerando a las decimonónicas tradicionales («primitivas») como históricamente interesantes, pero de un valor estético y documental mínimo. Respecto a los primeros novelistas realistas y románticos latinoamericanos, dice: «El interés de sus novelas es histórico, no estético, e incluso su valor documental es reducido: reflejas, sin punto de vista propio, nos informan más sobre lo que sus autores leían que sobre lo que veían, más sobre los vacíos culturales de una sociedad que sobre sus problemas concretos» (29).10 Si se sigue la creencia de Habermas de que en el siglo XIX la esfera pública se convirtió en algo ficticio, por incorporarse a ella una burguesía, el contexto histórico latinoamericano imprime la falla de generalizar el marco con el que funciona el filósofo alemán: el desarrollo de una economía capitalista de mercado en etapas claramente discernibles. En el contexto vargasllosiano, la implicación no es sólo que los novelistas del siglo XX que leyeron la historia de
10 Cito por «Novela primitiva y novela de creación en América Latina» (1969), versión más próxima al original inglés. Este ensayo, excluido de los tomos de CVM, se publicó primero en inglés como «Primitives and Creators» (1968) y luego como «The Latin American Novel Today» (1970 y 1989); y en español como «Novela hispanoamericana: de la herejía a la coronación» (1969); y con el título «En torno a la nueva novela latinoamericana», Río Piedras, I, 1 (septiembre de 1972), pp. 129-140; y en Teoría de la novela, ed. Germán y Agnes Gullón (Madrid: Taurus, 1974), pp. 113-125.
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acuerdo a Flaubert son afortunados, sino que resume en cierto sentido la actitud que define al propio ensayista. Es decir, si en La guerra del fin del mundo demuestra con creces el valor de la documentación, la historia, y la estética; muy bien se podría argüir que sus novelas posteriores evitan problemas concretos al disfrazarlos de otra verdad. Hablar de las alegorías en esa novela es disfrazar interpretativamente una disimulación que es bastante transparente. Son un lugar común de la interpretación, para lectores y críticos contemporáneos, aunque Gutiérrez (1996) tiene éxito al articularlas respecto al padre y la nación. La verdad en Vargas Llosa es lo que cuenta como verdadero dentro del sistema de reglas que él mismo ha impuesto a su propio discurso y arte; y su respaldo ensayístico es lo que determina y verifica esas verdades, como anexo. Entre todas sus mentiras, a cualquier prosista se le escapa una verdad, y ella basta para poner en entredicho la base ontológica de las primeras. Como dice Wilde: «Una de las causas principales a las que curiosamente se debe el carácter de lugar común de la mayoría de la literatura de nuestra época es, sin duda, el deterioro del Mentir como arte, ciencia y placer social. Los historiadores antiguos nos dieron ficción agradable en la forma de hechos; el novelista moderno nos presenta hechos aburridos como ficción» (1968: 168). Las mentiras de Vargas Llosa evitan caer en esas advertencias del irlandés, y desde La guerra del fin del mundo hasta El sueño del celta, parafraseando la continuación del argumento de Wilde, la única gente verdadera es la que nunca existió y tiene ideas peligrosas. La justificación de un personaje en una novela no es que otras personas sean lo que son, sino que el autor es lo que es. De lo contrario, como puntualiza Wilde, «la novela no es una obra de arte» (ibíd.: 172). Ha llegado así a un nivel de identificación en que sus deseos pueden ser vistos como representados y satisfechos por sus ensayos y novelas. En esta equiparación, si seguimos las ideas introducidas en el primer capítulo, la producción de la verdad es una función del poder. Dentro de ese contexto, la adjudicación de la libertad es el gran relato, y esto tiene un precio interpretativo. De las muchas paradojas que emergen del más mínimo bosquejo de Vargas Llosa, apunta Gerald Martin, la más interesante es la que contrasta su 269
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«casi obsesiva insistencia en su independencia personal con una necesidad igualmente decidida, pero disfrazada con mucho más cuidado y más intrigante, de provocar (y por ende, tal vez, atraer más hacia sí mismo)» (1987: 207). Para Wilde, lo que es interesante de la gente en una sociedad buena es la máscara que lleva cada uno, no la realidad que está detrás de la máscara (1968: 172). Es éste el poder del prosista, sobre todo en una sociedad que no piensa. Aún cuando piense, el poder choca contra la libertad, ya que el amor de ésta es parte de la anulación de la esclavitud del otro que define al poder. Ante el problema de legislar la libertad en una sociedad liberal, en la cual el peruano es un «caballero andante» según Martin, la libertad sólo puede ser definida positiva o negativamente. En la primera opción «es el poder de perseguir las metas de uno sin interferencia humana. Negativamente, es la condición en la cual uno no tiene que someterse a la voluntad de otro. La definición positiva y la negativa son intercambiables, dado el calificativo “sin interferencia humana” agregado a la primera» (Mangabeira Unger 1975: 84). Es así como Vargas Llosa provee los términos mediante los cuales se constituye su verdad, con el ensayo de ese poder en la lucha entre realidad y autenticidad. En «El poder de la mentira», que es más que nada una meditación levemente velada sobre el poder político en la sociedad, el novelista observa que «[c]ondenar a la historia a mentir y a la literatura a propagar las verdades confeccionadas por el poder no es un obstáculo para el desarrollo científico y tecnológico de un país ni para la instauración de cierta justicia social» (1). Como ya hemos observado en A Writer’s Reality, su léxico se apoya en su convicción de que los humanos viven de la mentira. Es más, mentir es un derecho que se debe defender sin vergüenza, «[p]orque jugar a la mentira, como juegan el autor de una ficción y su lector, a las mentiras que ellos mismos fabrican bajo el imperio de sus demonios personales, es una manera de afirmar la soberanía individual y de defenderla cuando está amenazada» (ibíd.). Este abandono altamente individualizado de la libertad colectiva es para el novelista la fuente de todas las otras libertades, pero ¿se puede dar esa libertad en el ámbito político en que la mentira es persistente y ubicua? Aquí, como en otros ensayos, su abdicación es también una poten270
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tísima denuncia en contra de cualquier restricción ideológica por el poder estatal, por la colectividad de izquierda o derecha. Con palabras semejantes (ya que es el texto de 1987, o segunda parte del ensayo definitivo) determina en la última parte del prólogo de La verdad de las mentiras lo que es la ficción: Una acusación terrible contra la existencia bajo cualquier régimen o ideología: un testimonio llameante de sus insuficiencias, de su ineptitud para colmarnos. Y, por lo tanto, un corrosivo permanente de todos los poderes, que quisieran tener a los hombres satisfechos y conformes. Las mentiras de la literatura, si germinan en libertad, nos prueban que eso nunca fue cierto. Y ellas son una conspiración permanente para que tampoco lo sea en el futuro (20).11
Exige entonces una responsabilidad textual y ética, en que la mentira de lo interpretado no sea vista como la obra de una «máquina de textos» sino como la de un individuo que asume cierta responsabilidad por sus palabras y acciones. Por consiguiente, su prosa no ficticia nunca equipara la complejidad con la claridad ni la ofuscación con la significación extrema, y le sirve para mantener vivo el lenguaje y la seriedad intelectual, para mostrar la cara detrás de la voz. Su estilo no es el de insinuar sino el de decir transparentemente (Miró Quesada G. 1992: A2). Cuando en 1967 se insertó plenamente en las batallas de la esfera pública, como miembro de una sociedad capitalista que entendía que la seriedad intelectual peligraba, ya sabía que el llamado de la literatura le proveía 11 El prólogo se publicó en inglés como panfleto, Fiction: The Power of Lies (Melbourne: La Trobe U, 1993), y como artículo en Partisan Review, LXIV, 3 (verano de 1997), pp. 356-365. Hay cierto consenso crítico en presentar 1987 como el año en que agudiza las consideraciones éticas de la relación entre un escritor y su contorno político. G. Martin (1987) ofrece un resumen de esa progresión. Sobre cómo inciden sus cambios en la prosa peruana, véanse la discusión «Vargas Llosa, pre y post» (Cornejo Polar et al. 1979) y Omaña (1987). Para los escritos de los años ochenta y noventa, véanse los cuatro capítulos de la sección «The Writings of the 1980s and 1990s» en De Castro y Birns (2010). Sin duda, en lo que va del siglo, La Fiesta del Chivo es el paradigma para la crítica, como queda demostrado en la compilación de Popovic y Chávez Pérez (2010).
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un tipo de salvación por medio de la insurrección. Alrededor de esa época Lafforgue, llamándolo «moralista», propone que sus primeras novelas son ideológicamente tramposas, porque contribuyen a fortalecer en vez de encausar la sociedad que pretenden denunciar. Esta actitud conecta con una empresa que tiene más de mil años, y que pasa por el De Magistro de Santo Tomás de Aquino y llega hasta las especulaciones actualizadas posteriores a Heiddeger. Paul de Man, sacerdote de la deconstrucción estadounidense, presenta otra alternativa: «Siempre es posible enfrentarse con cualquier experiencia (para excusar cualquier culpa), porque la experiencia siempre existe simultáneamente como discurso ficticio y acontecimiento empírico y nunca es posible decidir cuál de las dos posibilidades es la correcta» (en Lehman 1991: 219). Uno de los mejores intérpretes del movimiento, centrándose en el despachador de éste, determina con razón que: «Frecuentemente Derrida escribe sobre obras literarias pero no ha entrado directamente en temas tales como la tarea de la crítica literaria, los métodos para analizar el lenguaje literario, o la naturaleza del significado en la literatura. Las consecuencias de la deconstrucción sobre el estudio literario deben ser deducidas, pero no queda claro cómo deben ser realizadas dichas inferencias» (Culler 1984: 159). Las diferencias con la actitud de Vargas Llosa no pueden ser más claras; y es en las posibilidades críticas que provee un ensayo donde mejor puede poner en perspectiva o corregir ese tipo de relativismo. No quiero decir que la novela funcione con un radicalismo menor, porque ningún género es políticamente neutro, sino que en una esfera democrática la novela funciona con la expectativa de que el público cree en la democracia y las libertades que ésta supuestamente provee. Si el ensayo, la novela y la teoría pueden revelarle al público el lugar que ocupa en la dinámica del poder, también contienen la posibilidad de desmantelar los inventorios y repertorios con que el público se aproxima a ellos. Los poderes de la dinámica que presentan los géneros en prosa pueden ser compensatorios, dominantes, estéticos y políticos. Pero cuando el público entra en esferas que no se puede leer, no tiene otra opción que compararlas con los poderes reales que lo afectan y transforman cotidianamente. 272
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Vargas Llosa escribe entonces el tipo de novela más apto para la sociedad de su tiempo: la novela liberal, en el siguiente sentido. Hemos analizado que las ideas son una fuerza imprevisible en la historia, y que la política y la prensa actuales nos mantienen atentos al insinuar que tienen un conocimiento especial de los principios que hacen girar al mundo. Si a esa encrucijada añadimos el estado de las ciencias humanas en una época teórica vemos la imposibilidad de funcionar con compartimientos estancos. Aun admitiendo el cisma entre arte y ciencia señalado en 1959 por C. P. Snow, es un hecho admitido que las ciencias humanas mejoran al compartir sus descubrimientos. Vargas Llosa ha sido un adelantado al respecto, porque le dio a su acción política un carácter creativo. Al hablar del criterio político, Berlin expone que lo que importa es saber particularizar el entendimiento de una situación, tener un «don particular, posiblemente poco diferente del de los artistas o escritores creativos […] quiero decir algo perfectamente ordinario, empírico, y cuasiestético en la manera en que funciona» (1996: 45-46). Lo que no pudo controlar el novelista fue la manera en que cierta esfera pública latinoamericana reacciona a lo estético, como voy mostrando. Sea como sea, el resultado es que «la fusión de escribir novelas y la teoría social es un aspecto de la irrupción de una democracia liberal pragmática, en vez de la afirmación de una nueva epistemología sobre discursos ficticios o no ficticios» (Wihl 1995: 103). Lo que sitúa a novela y teoría social en el desarrollo de una misma especie de género son los asuntos morales que incumben a las democracias liberales de Occidente, que es donde está el latinoamericano del sigo XXI. La función moral de la novela es en el mejor de los casos la libertad negativa que postula Berlin, y la teoría tiene que ceder ante la práctica, porque «uno puede dedicarse a una práctica adecuada y exitosa con una teoría inadecuada o aun falsa de la práctica de uno» (Beiner 1992: 179-180). Es decir, y como examina Whitebrook, la novela tiene mucho que ofrecer a la teoría política, giro narrativo de la política literaria actual, según filósofos como Rorty y Nussbaum. Aunque Whitebrook a veces exagera el poder de la novela (1996: 43), sí tiene razón en observar que el teórico político por lo general no conoce la literatura, o en el mejor de los casos ofrece aplicaciones incompletas: «No hay, por ejemplo, ningún reconoci273
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miento de la extensa bibliografía sobre teoría narrativa, o narratología, que examina las complejidades de términos como “autor”, ”clausura”, “secuencialidad” o “unidad narrativa”» (ibíd.: 40). Estas preguntas son significantes en cuanto teoría y en cuanto los teóricos políticos le pidan al literato saber de teoría política, lo cual es factible. Como subraya Beiner: «Uno no aprende a andar en bicicleta teniendo una teoría de qué es andar en bicicleta» (1992: 19). El criterio político, sigue Berlin, es saber integrar, hacer conexiones y remitir un sentido de conocimiento directo de la textura de la vida: «Es un sentido de lo que es cualitativo más que cuantitativo, de lo que es específico más que general; es una especie de conocimiento directo, diferente de una capacidad para describir, calcular o inferir; es lo que se llama sabiduría natural, entendimiento imaginativo…» (1996: 46). O sea, no basta con ser político, o con ser novelista, especialmente si se va a borrar las fronteras que separan a esos campos. Vargas Llosa ha notado cómo la novelística, la teoría social y la política no pueden hoy disminuir sus aspiraciones, y le tocó a él combinarlas. Beiner recuerda que la obra literaria, al evocar tipos ejemplares, no ofrece mandamientos prácticos y directos del tipo «Vive tu vida así» (1992: 6), y lo mismo hace la filosofía. Su solución es que cada campo de las ciencias humanas sea teóricamente más modesto y ambicioso: más modesto respecto a las recomendaciones prácticas específicas, y más ambicioso al reflexionar sobre la naturaleza de la humanidad y las metas de la sociedad (ibíd.: 6-7). Éste es el intento de Vargas Llosa, y patentiza el sentido de realidad que Berlin define como «esa sensible autoadaptación a lo que no puede ser medido o pesado o descrito totalmente –esa capacidad llamada perspicacia imaginativa, o genio en su punto más alto– que muestran los historiadores y novelistas y dramaturgos y personas ordinarias dotadas de un entendimiento de la vida (llamado sentido común a su nivel normal)» (1996: 25).
C. Nueva carta de batalla y nuevos demonios Si ésa es su situación hasta el 2012, ¿qué le queda por hacer en su prosa? Si se sigue la interpretación exorcística que reina en la 274
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crítica sobre sus ensayos, la mentira no sería más que un juego existencialista basado en su relectura de la interpretación que hace en 1975 de Clamence, el juez-penitente de La Chute (1956) de Camus. En varios ensayos sobre él postula que las grandes novelas poseen una «monotonía apasionada», y L’Homme révolté sigue dándole argumentos filosóficos para su evaluación del desplome de regímenes actuales. Para él ese ensayo «es un análisis del espeluznante proceso teórico que ha conducido al nacimiento de las filosofías del totalitarismo, es decir los mecanismos intelectuales por los que el Estado moderno ha llegado a darle al crimen y la esclavitud una justificación histórica» (CVM I, 244). En ese sentido es clara la presencia de La Chute en Conversación en La Catedral. Pero ha encontrado otros demonios, que ahora refundidos, ya que siempre lo acompañaron, le proporcionan otra misión evangélica en la que puede embarcarse. ¿Cómo se da esta progresión? Quedándonos en Camus, en su primera «Revisión de Albert Camus» (1962) menciona L’Étranger de paso para argüir que aún en sus Carnets, Camus era más artista que filósofo. Por consiguiente, considera errónea la creencia de que en él «coincidían el creador de ficciones y el riguroso ensayista» (CVM I, 16). En el más amplio, «Albert Camus y la moral de los límites» (1975), escribe que el tema de L’Étranger, «la mejor novela de Camus» (CVM I, 235), es la confrontación entre el hombre natural y su derecho de ciudad. En «El extranjero debe morir» (1988) nota que la interpretación crítica «positiva» de Mersault ve en aquél un ser «a quien la sociedad condena por su ineptitud para decir mentiras o fingir lo que no siente» (CVM III, 126). Es más, el «comportamiento de Mersault nos ilumina las insuficiencias y vicios de la administración de la justicia y nos deja entrever las suciedades del periodismo» (CVM III, 127). Concluye que el protagonista ha sido visto como personificación de la libertad, tal vez porque presuntamente manifiesta su rechazo de la hipocresía social. A cincuenta años de la publicación de la novela de Camus, para él Mersault no es un idealista, sino un ser animalesco que es precursor y aviso de lo que es el abuso de la libertad en nuestra sociedad. Los énfasis son míos, y no hay que adjudicarse gran capacidad psicoanalítica para poder establecer conexiones poderosamente extraliterarias entre autor y obra. 275
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Es así inevitable la regresión interpretativa a su noción de los «demonios personales». Éstos están especificados, como se sabe, en lo que originalmente fue su tesis doctoral definitiva sobre lo que hoy sería el primer canon de García Márquez.12 En aquella obra tan sinergética considera el escribir novelas como una rebelión en contra de la realidad, en contra de «Dios». Es una ruptura y un saqueo contra la cultura crítica del momento, en la cual la personalidad de los novelistas rebeldes contaba tanto como las experiencias históricas constructivas. Al ser esto así: «Toda novela es un testimonio cifrado: constituye una representación del mundo, pero de un mundo al que el novelista ha añadido algo: su resentimiento, su nostalgia, su crítica. Este elemento añadido es lo que hace que una novela sea una obra de creación y no de información, lo que llamamos con justicia la originalidad de un novelista» («El novelista y sus demonios», 86). Agrega categóricamente que los «demonios» (personales, históricos y culturales) son las experiencias exorcizables que causaron la separación del novelista de la realidad. De esta manera contradictoria los demonios se transforman en sus «temas» (ibíd., 102 y ss.). Afirmaciones como éstas pierden de vista que, cualquiera que sea la esfera de actuación social en que un novelista se mueva, el trabajo sobre la materialidad específica de su medio artístico es indisociable del desarrollo de su capacidad expresiva, entre ella admitir carecer de una opinión formada o verse obligado a reflexionar. Esta práctica es difícil en una época en que las ideas, especialmente las grandes, emocionantes y peligrosas, tienen poco «uso» para una cultura en que las invenciones se
12 «Definitiva» porque entre los documentos conservados por la biblioteca de Princeton (Cuaderno «H-2», 1958-1959) se encuentran unas notas para una tesis doctoral sobre la poesía de Eguren. Véase la versión que da Urquidi de estos hechos en la entrevista con Perricone. Poco añade anotar, como hacen críticos recientes, que un borrador de Pantaleón y las visitadoras (empleado por el autor entre 1971 y 1972) se halla en el Cuaderno «E-1», caja 3, carpeta 3, sin fijar la genética o variantes del texto. Todo novelista cambia sus textos, y el peruano lo viene haciendo para el ensayo al menos desde 1964 en Casa de las Américas, cuando publica en un número dedicado a la «nueva novela» un adelanto de La casa verde, fragmento que reescribe totalmente para la versión publicada de esa obra.
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transforman en «ideas» que si bien pueden cambiar nuestra forma de vivir, rara vez modifican nuestra manera de pensar (cf. Gabler 2011: SR7). Pero las ideas y creencias no son peligrosas sino su uso. Por eso, opina que la crisis económica actual «es propicia para que germine la demagogia y la sinrazón del eslogan, el lugar común y el estribillo prevalezca sobras las ideas y el análisis realista («Reflexiones sobre una moribunda», 39). En la evaluación definitiva que es La utopía arcaica afirma: «En José María Arguedas se puede estudiar de manera muy vívida lo que los existencialistas llamaban “la situación” del escritor en América Latina, por lo menos hasta los años sesenta, y éste es uno de los propósitos de La utopía arcaica. Otro, analizar, a partir de la obra de Arguedas, en sus méritos y deméritos, lo que hay de realidad y de ficción en la literatura y la ideología indigenistas» (9-10). Más adelante, en «Una corrida de toros en los Andes» (127-148), brillante explicación de Yawar Fiesta, robustece su creencia en el valor literario de Arguedas, y a la vez reitera sus opiniones sobre el estatuto de lo real en la ficción, aunque cabe preguntarse si esa corrida de toros (¿utopía arcaica?) es hoy una tradición cultural mestiza más que española. En efecto, al meterse en territorios desconocidos del arte de novelar, crea orden del desorden, una narración del caos representacional. Y si es verdad que requiere mucho ego crear novelas totalizantes, se sabe igualmente que la ambición de revelar los patrones, agendas secretas y códigos misteriosos del caos está en buenas manos con él. Es más que probable que por la polivalencia de esa postura sus comentaristas y críticos, con la meritoria excepción de Rama (1973 y 1982) y el extenso análisis de Bertini (1986), sigan dependiendo y anclándose en nociones similares. Por ejemplo, Filer (1978) se ve obligada a comparar a Vargas Llosa con Flaubert, sin ninguna noción explícita de qué es un crítico que no practica la novelística, y sin cuestionar si interpreta al novelista francés con «razón».13 Este tipo de psicologismo –que el 13 Igualmente débiles son Durán (1988) y Angvik (1987). La conceptualización mejora en Castañeda (1990), Sobrevilla (1972 y 1991), Standish (1984), Taberner (1980), Otero (1976) y Matamoro (1980), y se resume en Kobylecka (2010:
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autor ha profundizado en vez de abandonar en novelas posteriores a La tía Julia y el escribidor, terminando en Elogio de la madrastra y la secuela Los cuadernos de don Rigoberto que anunció como «una novela de neurosis más bien risueña»– posibilita la voz de los clichés elementales que son el reino del proceso psicoanalítico primario (el pensamiento latente). El ensayista que hace de crítico literario no participa en la puesta en marcha del texto interpretado ni en sus aserciones. El ensayista que hace de crítico tampoco puede suponer que las obras literarias tienen los mismos límites que el psicoanálisis. Ésta, o ver el libro como ilusión liberal, ha sido y será una acusación de varios críticos del producto final que es La utopía arcaica. Pero hacerlo sería no ver que ese libro es más una revisión de varios «indigenismos» peruanistas (30), y sobre todo una polémica multidisciplinaria con antropólogos, literatos y sociólogos. Por virtud de estas suspensiones miméticas, el fin del texto, que informa al todo que precede, está fuera del control del ensayista crítico. Es decir, cuando detecta en una novela una aparente intrusión en el proceso psicoanalítico primario de García Márquez o Arguedas, ésta puede ser en realidad una clave intencional, puesta ahí por el autor analizado para granjearse la emoción de los lectores. La literatura no se constituye de las mejores intenciones. Éstas siempre conducen a textos que respetan ciertas convenciones cuyo significado se ajusta a aquellas intenciones. Por eso se necesita una caracterización independiente del significado de una novela para medirla contra alguna intención autorial, y el dilema queda ilustrado en las novelas autobiográficas de Vargas Llosa. En un procedimiento similar, mi metacomentario ensayístico (mi lucha con mis «demonios» críticos más que personales) contribuye 49-68), que desconoce a éstos. Hay conclusiones lapidarias como la de Ana M. Rodríguez Vivaldi, en «De híbridos y otras especies: Mario Vargas Llosa y su noción de la literatura»: «Para él, entonces, sus novelas y sus obras dramáticas cumplen la misión ayudar [sic] a crear una nueva realidad en el contexto histórico, como lo hacen en el contexto literario» (Explicación de textos literarios 1996-1997: 34). La mayoría de las interpretaciones recogidas en Hernández de López (1994) expresan opiniones similares. La sección «Mario Vargas Llosa in the Twentieth-First Century» en De Castro y Birns (2010) subsana esas insuficiencias.
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también a la creación de una cohesión textual, o al sentido de que el público está lidiando con un texto significativo, y no con un enlace arbitrario de palabras (cf. R. Fowler 1981: 64-65). La paralela noción psicológica de los demonios se volvió una causa célebre cuando defendió sus probables implicaciones políticas en contra del malogrado y canónico Rama, quien inició el diálogo con su reseña de García Márquez: historia de un deicidio. Luego, junto con Cortázar, Vargas Llosa arremetió en contra del entonces joven novelista colombiano Óscar Collazos, más conocido hoy por su antiguo compromiso político que por sus novelas (cf. Vargas Llosa, Collazos y Cortázar 1970: 78-93). No obstante, su postura en este aspecto es bastante similar a la del capítulo cinco de El pez en el agua, que es el seductor relato de su decisión de 1958 de hacerse novelista. ¿Cómo cabe esa memoria en su prosa no ficticia? Según Mudrovcic, El pez en el agua es todo menos una memoria, y precisamente el «todo» es la idea que rige en ese libro. Mudrovcic lo lee como si fuera un moralista decimonónico (2001: 532), y menciona que deja «preguntas sin contestar» (ibíd.: 535). ¿Qué texto autobiográfico no lo hace, o contesta las preguntas que queremos, o hace confesiones a medias? Lo que sería su «idea-unitaria» (o la historia de pruebas y errores que es la historia de las ideas, según Lovejoy 1964: 23) continúa también en su ensayo sobre la logística de construir La casa verde y –ya lo vimos respecto a las voces en la discusión de la versión en inglés de ese ensayo– corrige las exégesis de sus críticos: «Fue por esta época que descubrí que las novelas se escribían principalmente con obsesiones y no con convicciones, que la contribución de lo irracional era, por lo menos, tan importante como la de lo racional en la hechura de una ficción» (1971: 57-58). Cabe preguntarse si la cita se puede traducir como «cuántos hechos suman una ficción». El dato que puntualiza su coherencia y empeño en lo relativo a la «hechura» apolítica (entonces) de su quehacer es que la versión en inglés del ensayo sobre La casa verde en A Writer’s Reality reproduce (ahora) la versión original, con sólo un leve aunque importante cambio sobre la «verdad real», como ya vimos. En ese mismo protoensayo de 1971, explica la verdadera fuente de la pandilla de «inconquistables» (los Leones: Josefino, Mono, José y Lituma), los toscos que reaparecen 279
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en ¿Quién mató a Palomino Molero?, La Chunga y en Lituma en los Andes (novela notable del año 1996, según The New York Times), con la cual regresa a sus picos literarios, a las lecciones sobre la prehistoria andina, al terrorismo, y según Updike, al tic casi nervioso de alternar capítulos (1996: 86). Más que nada, su protoensayo lo reconecta con Flaubert, con sus otras lecturas y preparativos para la escritura de cualquier novela y, por qué no, con su «striptease invertido» (Historia secreta de una novela, 8) al realizarlo. Con La casa verde Vargas Llosa entra en la primera fase de la «novela total», sin el concepto foucaultiano de una «historia total» (1972), en su archiconocido y grandioso intento de aprehender la realidad, en todas sus grietas y rincones, chucherías y predios epistemológicos. Si postulaba una intención parecida para la novelística de García Márquez o Arguedas en sus ensayos sobre ambos, hemos visto que los grandes relatos históricos (la Unión Soviética, las dictaduras) se desmoronan con facilidad. Es interesante señalar, no obstante, que desde su primera novela hasta Pantaleón y las visitadoras su crítica de la realidad peruana está contradicha en teoría por las nociones deístas de su libro sobre García Márquez. Uno de los primeros comentadores de ese libro, el reseñador anónimo de The Times Literary Supplement, aprecia que el primer libro de ensayos orgánico del autor «tiene esa minuciosidad obsesiva que caracteriza a las novelas de Vargas Llosa y se basa en una visión coherente de la naturaleza de la novela y de la situación y papel del novelista en la sociedad» (1972: 14), pero no nota las actitudes encontradas ante el poder. Añade, además que, la «teoría le debe algo al Lukács de La teoría de la novela y algo a Sartre […]. Pero en resumidas cuentas el problema principal –la relación entre lo ficticio y lo empírico– nunca se esclarece, tal vez porque la noción de los “demonios” del autor es en última instancia inadecuada» (14). Si pensamos en que para el Lukács de La teoría de la novela el tiempo es casi un personaje, el reseñador se equivoca. Vargas Llosa termina escogiendo una estructura novelística más compleja, el tiempo (cf. Kobylecka 2010), para mostrar la vacuidad de reducir al género a una forma subsidiaria de las clases sociales o intereses ideológicos. A pesar de las explicaciones marxistas, hay un consenso crítico de que las rela280
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ciones exactas entre los actos de héroes individuales y los actos de las clases sociales nunca han sido aclaradas, y de ahí no hay totalidad. Como sabe bien cualquier lector o seguidor de la obra y crítica de Vargas Llosa, la noción de la influencia de los demonios condujo inmediatamente a la famosa polémica con Rama que mencioné al principio de esta sección. Fue más con el ángel que con Ángel, y no la repetiré aquí. Pero uno de sus ejes era que Rama consideró la noción del peruano decimonónica y conservadora (cf. Vargas Llosa y Rama 1973). Ambos autores fueron corrigiendo con creces la exactitud de sus premisas con el pasar de los años, pero el ensayo de Vargas Llosa, releído hoy y lejos del momento en que Lukács reinaba para la crítica latinoamericana de la prosa, revela que en última instancia el verdadero conservador (respecto a la forma) era el crítico húngaro, no Vargas Llosa. Para éste, como revelarán sus ensayos posteriores, la técnica no es un simple adjunto de la forma, ni tampoco una superstición. Para Lukács el concepto de la forma es epistemológico. Así, una obra de arte corre el velo a la totalidad «extensa» de la realidad por medio de una totalidad «intensa». Esto no es meramente una copia, ya que una totalidad no puede copiar. Precisamente, la única vez que menciona a Lukács, hasta hoy, es en su ensayo en memoria de Rama. Asevera allí que en la obra crítica del uruguayo fue predominante la perspectiva sociológica, y que éste a veces «incurrió en las generalizaciones que esta perspectiva puede producir, si se aplica de manera demasiado excluyente al fenómeno artístico» (CVM II, 378). Es, con sus debidas salvedades, una acusación que parte de una postura similar a la que ha sostenido contra los deconstruccionismos, y más específicamente contra lo que llama «verdad literaria y verdad sociológica» en La utopía arcaica (261-263). Consciente como cualquier pensador honesto de que la realidad se construye e instituye socialmente, toma otra ruta. En su atención a las nuevas formas de narrar subraya, después de todo, el papel productivo del arte de la prosa. Esto será evidente en los abrumadores modos objetivos, o posmodernos si se quiere, de Conversación en La Catedral y aún en La guerra del fin del mundo. Ésta, masivamente cargada de política e intertextos, sigue produciendo sin cesar el tipo de crítica centrada 281
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en el popular concepto de metanovela, que no tiene sentido repasar. Como dice De Obaldia: Ya como novelas, novelas cortas o cuentos, el rasgo predominante de la ficción «moderna» es epistemológico; despliega estrategias que engranan preguntas respecto a cómo puede ser interpretado el mundo, por quién, y con qué grado de certeza. De ahí que se ponga en primer plano el proceso y la materia de la escritura y el correspondiente cambio de énfasis del «mostrar» al «decir» […]. Desafía la base misma del conocimiento, «suspendiendo el criterio» y hace alarde del hecho que los órdenes objetivos son elaboraciones humanas, no entidades naturales, dadas; y que sólo se puede acceder a la realidad y la verdad a través del medio altamente inestable del lenguaje (1995: 242).
Por eso Enkvist (1987) –y más tarde Köllmann (1982)– es una excepción al analizar teoría y praxis en La guerra del fin del mundo de manera convincente. No obstante, como Establier Pérez (1989), Enkvist se apoya casi exclusivamente en los libros sobre García Márquez y Flaubert, la entrevista de Cano Gaviria y muy pocos ensayos. Si en la primera novela retrata un sistema político tan represivo que le permite mostrar los vicios de cada nivel social, en la segunda privilegia la representación del fanatismo e intolerancia políticos a través de proyectos de construcción nacional. La historia de Canudos es un incidente fundamental en la historia social brasileña, y no es ni una rebelión de fanáticos ni un modelo de la resistencia proletaria a la represión. Vargas Llosa logró notarlo, y le añade el discurso violento de ese fin de siglo que, al año de terminar la masacre de Canudos (1893-1897), llegaría a la cuenca del Caribe. A diferencia de sus críticos, ensaya la opción novelística de que tales utopías revolucionarias descartan otras alternativas, corrompen fines. Lo anterior se lleva a cabo –en un esfuerzo novelesco balzaciano y tolstoyesco– por personajes escindidos entre soluciones intelectuales y la pluralidad de los conflictos populares. Un crítico pregunta retóricamente por qué un autor peruano contemporáneo querría dar nueva forma al texto de Os Sertoes. Politizada correctamente, concluye que «Vargas Llosa no le da realmente la palabra a este pasado [sic]. Más bien le da la oportunidad al 282
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periodista […] de rectificarse, de revisar la jerarquía de civilización y barbarie que justifica las acciones del Estado y que permite a las fuerzas armadas exterminar a mujeres y niños hambrientos» (Franco 1987: 423). Cualquiera que lea la novela en español notará el gran error de creer que sólo se debe trabajar ideológicamente contra el discurso histórico, para satisfacer públicos como el angloamericano. Como demuestra el novelista, las impugnaciones de los críticos políticamente correctos surgen, sin que ellos se den cuenta, de la contradicción de que siguen «una antigua doctrina de profundas raíces europeas, la de la utopía» («El canto de las sirenas», 14). El hecho es que sin la lectura de «una larguísima serie de poetas, músicos, artistas, filósofos o novelistas franceses, alemanes, italianos, ingleses, rusos, austriacos, daneses» (ibíd., 14), es decir, de su propia esfera y clase íntima, no podrían fabricar lo que el autor llama «ficciones sociológicas y antropológica», condición que examino en el último capítulo. Los paratextos, hipertextos, hipotextos (textos con enlaces) y pretextos (texto que es más que un motivo o causa simulada) de La guerra del fin del mundo, como se sabe y han ilustrado Gutiérrez y otros, están en el guión que escribió con Rui Guerra a principios de los años setenta. Si añado estos prefijos a texto es para denotar que las obras literarias nunca se presentan una sociedad desnuda. Sus autores las rodean de un aparato que las completa y protege, y éste puede imponerle al público una especie de manual del usuario (cf. «El canto de las sirenas»). Bensouassan, por su parte, da su testimonio de traductor respecto al paso del texto de la pantalla a la escritura. Por otro lado, las notas, borradores, ideas y citas que se encuentran entre los documentos pertinentes a esta obra, archivados en Princeton (Cuaderno «A-1», segundo semestre de 1972 a principios de 1973, en Barcelona), revelan cómo las inscripciones de los textos primitivos son manifestaciones difíciles de borrar y se prestan a una doble lectura. Éstos son los varios títulos que Vargas Llosa consideraba para la obra: «Los perros del infierno», «Los perros de la guerra», «La guerra particular» y, finalmente, «La guerra de Canudos». Cabe precisar que también se observan estas inscripciones en algunos ensayos sueltos, publicados entre 1967 y 1978, en revistas como Amaru y Caretas. Cuatro de estos se reco283
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gen en CVM II, y se podrían considerar sin mucho riesgo interensayos. Un texto posterior como «Mi deuda con Euclides» (1990) sería otro interensayo, defensivo (es su reacción a la acusación de que su novela es «una mala imitación» de la novela [sic] de Da Cunha), basado en la recepción todavía problemática del gran relato en que se ha convertido su novela. De aquí en adelante, la práctica de fluir de un género a otro no debe sorprendernos. Así es como Roy puede afirmar: «Aunque no es frecuente, en la obra narrativa de Vargas Llosa hay trasvases textuales de fragmentos de artículos. Por ejemplo, “Una visita a Lurigancho” […] ve reproducidos párrafos enteros en la narración de Historia de Mayta» (1988: 56). Lo mismo podría decirse de su artículo periodístico «La frontera» (1999), sobre la República Dominicana y la parcelación de la sociedad global, y está por investigarse si incluye ese texto, o sus ideas, en La Fiesta del Chivo. No obstante, la realidad es que hay una gran simetría en esos ires y venires estructurales, como ha mostrado convincentemente Köllmann (2002: 157) para La guerra del fin del mundo. Es cierto que después de Conversación en La Catedral hay una nueva permutación en sus convicciones autoriales (comienza la búsqueda de la verdad). A pesar de que paratextos como las fichas de contraportadas y otros discursos propagandísticos insisten en que esa novela es en el fondo política, Gerald Martin interpreta el cambio como sigue: «El mundo de las novelas de Vargas Llosa era tan opresivo como antes, pero ya no le preocupaba tanto, y su punto de vista inexorablemente comenzó a cambiar. No podía hacerse nada sobre la naturaleza de la sociedad humana y por lo tanto no tenía sentido preocuparse por ella» (1987: 219). En la narrativa y en la vida real, las personalidades que comparte la persona del autor parecen rodearlo de trampas ontológicas. Esto ocurre especialmente en sus fases de transición, como han observado varios entrevistadores al hablar de su cambio de la seriedad del impulso creador de los años sesenta a los regímenes paródicos de los setenta. Cuando cambia del «escritor tímido» (cf. Harss y Dohmann 1969) al artista de la esfera pública que es el centro de atención, una de esas personalidades a veces desaparece en un momento extremadamente inapropiado. Esta evaluación merece salvedades 284
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que tienen que ver con generalizaciones sobre la pérdida o descubrimiento de la realidad cultural. Ernst Fischer, en su rechazo del neopositivismo de la reconstrucción detallista del nouveau roman francés, afirma que la «insistencia de elementos conservadores del mundo socialista en la figurada idealizada del hombre “simple” como árbitro definitivo de asuntos artísticos es una tendencia retrógrada. Es parte del irresistible avance del socialismo que el hombre “simple” se convierta gradualmente en un hombre altamente diferenciado» (1975: 502). El vaticinio de Vargas Llosa, un par de décadas después, es diferente: «Creo que, como el futuro no está escrito sino que es algo que se elige, América Latina puede llegar a ser lo que pienso que sería lo mejor para ella: un continente que, como está ocurriendo en Europa, vaya hacia una integración política y económica y hacia una disolución de las fronteras» (Marras 1992: 101). Una novela como Conversación en La Catedral realmente textualiza el cambio del autor en lo que se refiere a la política de representación. No hay continuidad en la corrupción representada, ya que los lectores están frente a una novela cuyo significado reside casi totalmente entre líneas. En uno de sus artículos más trabajados, alterados, fragmentados, reproducidos, y comentados sobre la novela y el novelista (con respecto a Arguedas), impone no ceder ante las expectativas del lector en lo concerniente a la deformación de la realidad, especialmente en relación con los peligrosos obstáculos sociales que tiene que enfrentar el novelista. El argumento contrario es que su público puede percibir que tiene en mente a lectores específicos cuando hace pronunciamientos como: El público real y potencial del escritor –sus lectores o, simplemente, sus conciudadanos– se han habituado a entender la literatura como un servicio social edificante, una actividad a través de la cual cobra forma aquello que los medios de información desfiguran y la enseñanza y la política oficial ocultan. Este público espera que la literatura contrarreste el escamoteo de la realidad que practica el poder y mantenga viva la esperanza y estimule la rebeldía de las víctimas. Al pensar esto de la literatura, ese público confiere al escritor una personería moral y cívica y el escritor debe tratar durante su vida de ajustar su 285
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conducta a esta imagen (por lo menos en las cosas que dice, no siempre en lo que hace) so pena de descrédito («La utopía archaica [sic]», 14).14
Es por estas razones que en las novelas que publica después de este ensayo se siente obligado a explicar su actitud ante la literatura comprometida y su dificultad para establecer fronteras que impidan lecturas oportunistas y chantaje intelectual, porque todo ensayo exhibe y acredita una pluralidad de yoes. Sin embargo, con el liberalismo reformista que ha llegado a caracterizarlo, advierte allí que «[l]a exigencia de compromiso puede significar, también, el descalabro de una vocación artística si, por la índole de sus experiencias y su temperamento, el escritor es incapaz de escribir sobre aquello y en la forma que la sociedad espera de él» (ibíd., 21). Leyendo con cuidado, uno puede ver que para él, cuyas novelas no lo hacen humilde, el elemento autobiográfico es más y más un determinante ineludible y contradictorio. Echa sal en las heridas del novelista, y sería deshonesto dejar de reconocerlo. Al respecto, es provocador constatar cómo la amplitud de versiones, variantes y corolarios de la obsesión vargasllosiana por Arguedas y su vida y obra se ajustan al público, a la traducción, a la aparición de este mismo texto en publicaciones de dirección ideológica no siempre de acuerdo con sus propuestas. Es como si estuviera creando huellas ideológicas más que un itinerario para un contraensayo. El que acabo de citar lo es en el sentido genérico más polivalente. Como ensayo engendra añadiduras, correcciones, omisiones y variantes cuyo producto final es el extenso libro La utopía arcaica, añadiéndole la carga semántica del subtítulo «José María Arguedas y las ficciones del indigenismo». Su logística, anotada parcialmente en el preámbulo al libro (9-12) y muestrario total de la noción de interensayo, es la siguiente: Variantes y versiones en inglés: «Social Commitment and the Latin American Writer», World Literature Today, LII, 1 (invierno de 1978), pp. 6-14. [Versión parcial,
14 Cito por la versión mecanografiada, documento de trabajo entregado entre octubre de 1977 y julio de 1978. Con sus interensayos, proto- y contraensayos este pretexto se convierte en el libro La utopía arcaica.
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leída en la Universidad de Oklahoma en marzo de 1977]. Reproducida en Lives on the Line. Ed. Doris Meyer. Berkeley: University of California Press, 1988, pp. 126-136. «The Writer in Latin America», Index on Censorship, VII, 6 (noviembre-diciembre de 1978), pp. 34-40. Y verbatim en They Shoot Writers, Don’t They. Ed. George Theiner. London: Faber and Faber, 1984, pp. 161-171. «The Real Life of the Latin American Novelist», Harper’s Magazine, CCLXXXVII, 1720 (septiembre de 1993), pp. 22-24. Y como «Politics and Literature: The Odd Couple», en The Writer in Politics. Ed. William H. Gass y Lorin Cuoco. Carbondale: Southern Illinois University Press, 1996, pp. 60-81. Versión aumentada y revisada en francés: «Écrire en Amérique latine», Magazine Littéraire, 151-152 (septiembre de 1979), pp. 18-23. Versiones en español: «Arguedas: la utopía arcaica», Agro, III, 5 (febrero de 1976), pp. 24-36. «La utopía arcaica», Revista de la Universidad de México, XXXII, 7 (marzo de 1978), pp. 1-10. [Con nota al pie: «Conferencia leída en la clausura del Primer Congrès de Cultura Catalana, en el Palacio de Congresos de Barcelona, el 24 de noviembre de 1977]. «La utopía archaica [sic]», Working Papers N.º 33. Cambridge: Centre of Latin American Studies, University of Cambridge, 1978, 32 pp. «La utopía arcaica», Co-textes, 4 (1978), pp. 24-63. «La utopía arcaica», Sábado de Unomásuno, 220 (23 de enero 1982), pp. 2-4.
Entre Arguedas y Vargas Llosa, como arguye excelentemente Giudicelli (1991), hay una engañosa contemporaneidad que obliga a considerar la lectura que uno hace del otro dentro del contexto del desnivel generacional.15 Compárese esto con lo que dice Swan-
15 Así el formalismo de Ariel Dorfman, «José María Arguedas y Mario Vargas Llosa: dos visiones de una sola América», en Imaginación y violencia en América (Barcelona: Anagrama, 1972), pp. 213-247, que exagera el poder alegórico de Arguedas y la crítica. Igualmente ingenuo, sobre todo respecto a «los
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son sobre La tía Julia y el escribidor: «Al escribir una novela no política que simultáneamente incorpora su propio estatuto sociocultural ha creado una obra literaria notablemente coherente que nace, sin embargo, de esa evolución política» (1995: 79); y añade: «sus cambios son consistentes, la escritura seria es más importante que la popular» (ibíd.: 69). Por su parte Booker (1994) cree que es porque ve el escepticismo hacia las visiones utópicas como un llamado al compromiso con el mundo real en vez de las fantasías idealizadas del posmodernismo. Desde este contexto intelectual a posteriori, que incluiría la generalizada corrección de Nietzsche a los que proponen un «mundo verdadero», convirtiéndolo en mito, «La utopía arcaica» provee el esquema explicativo de la visión que querrá dar de Arguedas. De esta manera, los otros no serían más que interensayos que ni alternan ni añaden cambios fundamentales a la imagen establecida (Giudicelli 1991: 266). En su examen del reacomodo global que hace Vargas Llosa de Arguedas, Giudicelli difiere claramente de Rowe. Si su lectura es positiva se debe a la importancia que le atribuye a los ensayos para explicar las novelas, y a su intención de rastrear la dialéctica de recuperación y rechazo que siempre esconden los procesos de beatificación o de hechicería de un autor (Giudicelli 1991: 251). Los cruces intergenéricos son un arma de doble filo para la lectura, y Giudicelli termina diciendo que Vargas Llosa podría redondear su visión de Arguedas con un examen de éste como ensayista e intelectual público. No me distancio mucho de lo que propone Giudicelli, y a manera de ilustración, vale añadir lo que hace Vargas Llosa con la consideración de por lo menos otro texto, como sugiere y prueba la versión en libro de 1996. Se trata de «Tres notas sobre Arguedas», recogido por primera vez en el segundo volumen de la clásica antología Nueva novela latinoamericana. Las notas, publicadas primero en los años sesenta, son respectivamente «Indigenismo y buenas intenciones» (30-36), «Visión interior del indio» (36-45) y «Los ríos profundos: ensoñación y magia» (45-54). zorros» de Arguedas, es Alejandro Losada, «Mario Vargas Llosa. La creación como profesión y la neutralidad del naturalismo», en Creación y praxis (Lima: UNMSC, 1976), pp. 68-81.
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Como los adelantos de sus novelas, la esfera cronológica que les toca produce una «narración» que sólo se puede construir con la participación activa de los lectores, su visión de la prensa académica, y su manera de perseguir al autor o su interés en él: Versiones de interensayos sobre Arguedas: La primera nota a continuación, de hace cuarenta y siete años, revela fehacientemente la consistencia estética del autor, especialmente frente a los persistentes ataques en torno a su supuesta revolución hacia la derecha. Juntas, las notas se publicaron primero con los siguientes títulos y como sigue: «Indigenismo y buenas intenciones». Con este título en Revista de la Universidad de México, XIX, 5 (enero de 1965), pp. 7-9. Primero como «José María Arguedas descubre al indio auténtico», Visión del Perú [Lima], 1 (agosto de 1964), pp. 3-7. Luego, como «Prólogo» a Los ríos profundos. Santiago: Editorial Universitaria, 1967, pp. 9-17. Las dos primeras notas se publican como «José María Arguedas y el indio», Casa de las Américas, IV, 26 (octubre-noviembre de 1964), pp. 139-47. «Ensoñación y magia en Los ríos profundos». Primer prefacio a José María Arguedas, Los ríos profundos/Cuentos. Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1978, pp. ix-xiv. La primera versión es muy anterior: «Ensoñación y magia en José María Arguedas», Expreso, 24 (25 y 26 de abril de 1966). Esta versión se publica en Cuba dos veces: «José María Arguedas y el indio», prólogo a Los ríos profundos. La Habana: Casa de las Américas, 1965, pp. vii-xxiv; y como «Los ríos profundos», Casa de las Américas, VI, 35 (marzo-abril de 1966), pp. 105-109. «La utopía arcaica», Unomásuno, XVII, 5992 (3 de julio de 1994), pp. 1, 20. En que en verdad analiza la política inglesa post-Thatcher. «Discurso del Doctor don Mario Vargas Llosa», en Doctorado «Honoris Causa» de los Excmos. Sres. D. Fernando Mönckeberg Barros/D. Mario Vargas Llosa. Valladolid: Universidad de Valladolid, 1995, pp. 37-55.
A continuación, y Giudicelli menciona algunos de los que siguen, cabe señalar también la convergencia de los siguientes interensayos en la orientación general de lo que quiere y terminará haciendo con las novelas de Arguedas: 289
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«José María Arguedas, entre sapos y halcones». Segundo prefacio a José María Arguedas, Los ríos profundos/Cuentos. Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1978, pp. 191-206. Fechado «Lima, agosto 1977». Éste es su discurso de ingreso en la Academia Peruana de la Lengua, la cual lo publica en su Boletín, 12 (1977), pp. 89-117. Se reproduce con discursos aleatorios, aumentado por cuatro párrafos introductorios, como José María Arguedas, entre sapos y halcones. Se incluye también como prefacio a ediciones españolas de los cuentos de Arguedas. «Literatura y suicidio: el caso de Arguedas; El zorro de arriba y el zorro de abajo», Revista Iberoamericana, XLVI, 110-111 (enero-junio de 1980), pp. 3-28. «José María Arguedas: entre la ideología y la arcadia». Revista Iberoamericana, XLVII, 116-117 (julio-diciembre de 1981), pp. 33-46. Y en Sin Nombre, XII, 1 (abril-junio de 1981), pp. 7-20. También como «Prólogo» a José María Arguedas, Todas las sangres. Madrid: Alianza/Losada, 1982, pp. i-xiv. «La utopía arcaica», Unomásuno, XVII, 5992 (3 de julio de 1994), pp. 1, 20. «Discurso de Mario Vargas Llosa», en Congreso Internacional. Conversación de otoño: Homenaje a Mario Vargas Llosa…, pp. 14-35. También en Investidura de Doctor Honoris Causa del Ecmo. Sr. Dr. D. Mario Vargas Llosa. Murcia: Universidad de Murcia, 1998, s.p. Ahora el tercer capítulo de La utopía arcaica.
No obstante, un listado «total» comenzaría con su primer texto sobre Arguedas de hace más de sesenta años, «José María Arguedas», publicado en el Suplemento Dominical de El Comercio, 132 (4 de septiembre de 1955), p. 8; y continuaría con el «Prólogo» para la edición española de El sexto (Barcelona: Laia, 1974) y otros textos. Ningún listado similar será exhaustivo, e importa señalar que no es tanto la constancia de su interés en Arguedas sino cómo emplea esa obra para hablar de temas «peruanos» y mundiales más profundos. Específicamente, sus cambios de posición con relación a la cultura peruana son naturales y perfectamente factibles, como arguye Rowe en su rastreo ideológico de los textos vargasllosianos sobre Arguedas. Nótese, por ejemplo, cómo la primera de las «notas» sobre Arguedas contiene la contemporaneidad que menciona Giudicelli: 290
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La significación moral y social de una obra presupone un coeficiente estético. Si no es así, no hay literatura. Las buenas intenciones no sirven para nada si no van acompañadas, o precedidas mejor, de eso que los románticos llamaban inspiración, los simbolistas rigor y los realistas conciencia profesional. El escritor tiene un compromiso con los demás y, a la vez, consigo mismo; con su tiempo y, simultáneamente, con su propia vocación. La literatura es un medio pero también un fin, para ser «útil» debe primero existir (35).
Recuérdese que Vargas Llosa emite este juicio antes del caso en torno al malogrado Heberto Padilla, y mucho antes del hipotético giro de 1987 (para Urroz es 1980, para otros 1971). ¿Es posible deducir de la cita anterior que el autor siempre se ha opuesto al compromiso político? Obviamente que no. Se trata, claramente, de cómo la crítica manipula su discurso ensayístico, sacándolo de su contexto. Lo que quiero sugerir entonces es que siempre se debe tener en cuenta la elasticidad retórica del ensayo y sus marcos paratextuales. Se debe al diálogo continuo que el género pretende establecer con su público que los lectores más politizados puedan detectar contradicciones y lagunas sin mayor esfuerzo. El «autor» puede hacer como si se dirige a una corporación, a una secta o a un grupo específico. Por otro lado, también está orientando su teoría hacia una batalla pública más universal, por el interés que suscitan su contenido y sus conclusiones. En la noción de palimpsesto que vengo empleando, las huellas de la escritura anterior no se borran, ni tampoco son una parodia o pastiche. Más que una literatura al segundo grado, o algo a merced de la mala fe crítica, lo que se demuestra es que el desplazamiento histórico de los lectores es enriquecedor (Genette 1982: 24-25). Se vuelve aquí a la noción vargasllosiana de los vasos comunicantes, marcas pertenecientes a diferentes registros de la realidad exterior o interna a la prosa, pero que pueden ser consideradas elementos constitutivos de esas realidades. Es decir, son marcas construidas en base a patrones subyacentes que las integrarían como sistema. Dentro de ese sistema aparentemente demiúrgico las ristras de significados quedan libres para conducir de un nódulo a otro. Entonces, no debe sorprender que, como hace en la 291
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mayoría de sus novelas, el autor empírico oblitere parcialmente su responsabilidad mimética. Contextualizado así, Vargas Llosa no es siempre diferente de los pocos prosistas que son sus pares, ni es un ensayista estrictamente de tesis que pretende cambiar la suya en función de las presiones del momento histórico. Para él la historia supera creer que el pasado fue hace mucho tiempo, y que por eso no se puede conocer nada ni a nadie de esa época, excepto lo que conviene. Es por esto que es difícil, al considerar las etapas de la carrera textual de Vargas Llosa, creer o afianzarse de esta premisa de Rowe: «En lugar de una moral capaz de rebasar las posiciones y fórmulas políticas, o de un conjunto de principios que no se apoyan en la autoridad de una persona sino en su propio poder de convicción, él establece su propia persona como lugar de autoridad» (1990: 84). Ya que Rowe le pide al autor esclarecer el «estatuto epistemológico de la “convicción”» no es nada difícil exigir el mismo tipo de personalismo de ese crítico. Lo que hace Rowe es reemplazar un cliché político por otro con la fórmula: «Yo creo en esto, Vargas Llosa no. Pues, tengo razón». Guiándose por un historicismo levemente marxista, en que la historia tiene un patrón y significado que pueden ser usados en el presente para predecir el futuro (idea, como hemos visto, refutada por Vargas Llosa vía Popper y otros), Rowe sigue (y seguirá) arguyendo que el autor «se ha aliado con el empuje homogeneizador de la metrópoli, y ha propuesto que el nacionalismo cultural no tiene validez» (ibíd.: 89). Podría ser verdad, porque a veces raya en la contradicción. Por ejemplo, en «Raza, botas y nacionalismo» (2006) de El País, publicado como «De la mano de la izquierda boba» en La Nación, se explaya sobre las relaciones entre un nuevo racismo, militarismo y nacionalismo en el área andina, proveniente de Chávez, Morales y Humala (antes de su cambio de 2011). Es un artículo que todo latinoamericanista extranjero y local ha de aprender de memoria y convertir en lectura obligatoria, aunque escritores menores como el argentino Abel Posse y el boliviano Edmundo Paz Soldán (que actúa con la rapidez de un Morales de la literatura) expresaron «esperanza» en La Nación a los pocos días. No obstante, cuando argumenta sensiblemente que se aprecie el mestizaje, aseverando 292
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que el atuendo y apariencia de Morales parecen «programados por un genial asesor de imagen, no altiplánico sino neoyorquino, han hecho las delicias de la prensa y elevado el entusiasmo de la izquierda boba a extremos orgásmicos» (23) y que el boliviano «es el emblemático criollo latinoamericano, vivo como una ardilla, trepador y latero» (ibíd.), se nota cierto rencor que, extrañamente, supo exteriorizar y ver con claridad en El pez en el agua. La historia del populismo latinoamericano no es una de progreso total, pero en el interés de síntesis y armonía de las razas, llevar ropa del altiplano para identificarse con las aspiraciones del pueblo parece un pequeño paso adelante, y el problema, como quiere probar el peruano, es que se ha politizado esa máscara, aun cuando Correa se ponga camisas similares, y las alterne con trajes. Rowe da una impresión demasiado reduccionista y autoritaria de lo que aboga el autor en los ensayos en que se apoya el crítico. La realidad y este tipo de intérprete no son buenos amigos. Es el mismo error que señalé anteriormente en la lectura que hace Franco (1987) de La guerra del fin del mundo. No sorprenderá que la versión en inglés del ensayo de Rowe incluya un posfacio y forme parte de una compilación de Franco, en la que tratan de ilustrarnos con su versión de cómo la cultura latinoamericana está en crisis. Si Reisz representa al crítico de Vargas Llosa que sí ha leído toda su obra, Rowe representa al intérprete resentido cuya lectura sólo puede surgir de una ideología homogénea. Rowe, en su queja y tal vez porque no considera la «estética andina» universal, no puede ver cómo el peruano siempre lee desde una amplia selección de la literatura y críticas nativas y occidentales. Así, siempre necesitaremos a ciertos ingleses para que nos «traduzcan» lo que pensamos. Como vamos viendo, hay otros ensayos que si no aumentan lo que viene proponiendo Vargas Llosa en lo que se refiere a política, por cierto precisan sus premisas y desbaratan ataques como el de Rowe, que llegaron a ser del tipo «por qué no votaré por Vargas Llosa». Lo que es más patente en Rowe es la diatriba crítica, agudizada en esta época, de una mentalidad anglosajona «politizada correctamente». Ésta se traduce en resucitar el moralismo y la responsabilidad del tipo «fardo del hombre blanco» de Kipling, que en su interpretación imperialista, limitada a la lengua inglesa y por 293
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ella, termina descontextualizando las negaciones del ensayista. Cabe preguntarse, sin el exclusivismo en que cree Rowe tiene que ver con que él sea un extranjero aculturado y poco simpatizante, o con un andino como el autor, ubicado en el área cultural discutida. Esta pregunta, que no es el nacionalismo barato que el peruano ataca (desde «El desafío de los nacionalismos», de 1998, hasta «Europa y los nacionalismos», de 2003) es más bien una posición ética, aventajada e innegable, a la que puede ocurrir ante la relativización interminable de cualquier argumento. Después de todo, ¿cuántos benévolos portavoces extranjeros pueden sufrir un campo cultural sin ser obligados a asirse de la soberanía local que esos mismos críticos foráneos atestan llamándola, de manera acomodaticia, «dependencia»? Rowe arguye que Vargas Llosa ¡desconoce! el Perú, y que manipula su cultura con fines políticos autoritarios. Las falacias biográficas que emplea permiten refutar sus acusaciones y revertir a él y su neoimperialismo la ideología normalizadora con la que quiere embestir. Ya que Rowe y él emplean el término moral en los segmentos citados, recordemos que, por supuesto, la moral no tiene nada que ver con la verdad de la situación. En efecto, estas nostalgias y diferencias no son más que versiones del discurso del poder, que como ya he dicho, Foucault (1972) prefiere ver como violencia reificante. En el más teórico de los casos, serían como una práctica que se imponen los humanos al escoger qué poder sustentan. He aquí entonces, coadyuvada por la crítica, la admisión implícita de la ruptura epistemológica que mencioné anteriormente como algo que afecta a todo novelista, especialmente al latinoamericano del siglo XXI. No es raro, pues, que la «ficción» que más usa para exponerla sea El zorro de arriba y el zorro de abajo, ya que en su catártica metanovela de 1969 Arguedas incluye un diario de sus intentos de suicidio, construyendo a la vez una novela altamente lírica y de denuncia. En un ensayo recogido en los dos primeros tomos de CVM, su compatriota resume similar y categóricamente las ideas sociopolíticas con que inicia y termina los años ochenta: En realidad no existen culturas «dependientes» y «emancipadas» ni nada que se les parezca. Existen culturas pobres y ricas, arcaicas y 294
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modernas, débiles y poderosas. Dependientes lo son todas, inevitablemente. Lo fueron siempre, pero lo son más ahora, en que el extraordinario adelanto de las comunicaciones ha volatilizado las barreras entre las naciones y hecho a todos los pueblos co-partícipes inmediatos y simultáneos de la actualidad (CVM II, 315).
Es este tipo de sentido común y sensibilidad, totalmente modernos, que sus críticos progresistas no pueden aceptar desde su propia ubicación privilegiada. En esta época escribe La guerra del fin del mundo, que llama ante Setti su novela favorita, apreciación que repite en A Writer’s Reality, aunque posteriormente diga que Conversación en La Catedral le es más entrañable porque le costó más trabajo. Con La guerra del fin del mundo –que según él le costó tanto esfuerzo como Conversación en La Catedral y La Fiesta del Chivo–, aparentemente pretendía apaciguar a aquéllos que querían que ficcionalizara un tipo específico de compromiso social. Pero inmediatamente anterior a ella había escrito La tía Julia y el escribidor. Con ésta, escrita al encontrarse fascinado con el hecho de «novelizar» con humor a un escritor de radionovelas a quien se le mezclaban argumentos y personajes, tampoco halló ninguna tregua entre sus lectores, especialmente para los que su política dentro y fuera de su prosa se estaba volviendo sospechosa. Los lectores olvidaban que desde que Platón atacó a la democracia por inestable (y por basarse en la ignorancia, lucha de clases, amor al poder y la riqueza, libertad individual y gobierno de la mayoría) el novelista latinoamericano no ha tenido que leer a Platón, Machiavelli o Smith para modular la implantación de esas ideas en sus obras. La esfera pública, aun sin la política, va cerrándole el círculo a Vargas Llosa. No obstante, descubre lo siguiente: «Cuando digo que elegí una trama, en realidad estoy mintiendo; no se trata de una elección de un movimiento racional, de una liberación perfectamente lúcida sobre una manera de organizar la historia. Es algo mucho más complejo, más lento, menos claro» (Yáñez 1985: 31). O sea, «novelizar» es una palabrota para una actividad muy sospechosa, que debe poco a la literatura. La tía Julia y el escribidor, con su discurso referido y autoconsciente, desplazará al tipo de novela total, de realidad tabulada, que había sido construida con 295
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la disciplina que sus extraordinarios dotes intelectuales le permiten exhibir sin restricciones. En aquella novela, como en el caso de Mayta, los lectores deben adivinar de qué manera los protagonistas son percibidos e imaginados por los otros personajes. Diferente de lo que apunta la crítica especializada, en La tía Julia y el escribidor el «doble» del autor no se dirige al proceso fundamental de la narrativa: imaginar un otro para proyectar en él deseos, inclinaciones y temores. Los novelistas se fascinan con los dobles porque en su soledad llegan a ser conscientes de cuantos otros «yoes» excluyen de sus representaciones. La paradoja que acompaña a esa fascinación es que un escritor escoge sus propios temas sin someterse a los dictados del público. Por eso, el género no proporciona una enciclopedia de preocupaciones y temas literarios favoritos de Vargas Llosa sino una transmutación intelectual de lo que en novelistas jóvenes de hoy puede ser una transferencia de los accidentes crudos de sus agitadas vidas. Lo que se lee en él es un agente irritante de los críticos: la posibilidad de una teoría de la novela. Así se la puede considerar un género filosófico, no por afirmar proposiciones filosóficas, «sino porque aun sus formas más convencionales constantemente ilustran, dramatizan y retratan la interacción de mentes y objetos como representaciones del conocimiento» (Freedman 1968: 74). Por el hecho de que el modelo empírico para un personaje principal en La tía Julia y el escribidor fue su primera esposa, ésta se sintió obligada a presentar un “ensayo” correctivo, que propone otro “efecto de lo real” y un cuestionamiento personal válido y básico frente a la metodología del peruano, y en la próxima sección contextualizo las estrategias de Urquidi Illanes. Es más, su testimonio fue traducido al inglés con un título muy comercial (literalmente, «Mi vida con Mario Vargas Llosa») y menos polivalente que el original español, Lo que Varguitas no dijo (1983). No obstante, el ejercicio novelesco de Urquidi es menos ácido que el ejercicio parlanchín de cómo no escribir una «novela» que se yergue contra otra. Es factible leer aquel ejercicio como encuadre de todos los subgéneros narrativos de la década de los años ochenta, o como una recuperación de la novela popular ante el cansancio de la novela política que se desvanecía en los años 296
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setenta.16 Se puede postular este cambio sin creer ingenuamente que en esa época Vargas Llosa u otros «boomistas» pensaban conscientemente en construir novelas de «transición». En El pez en el agua (41-44) se retracta «realmente» de la ficcionalización de Urquidi, pero no cabe duda de que esa experiencia, real y ficticia, le ocasionó contraventuras. Entre otras cosas, sirvió para que hacia el final de la vida de su padre, en vez de llegar a cierta paz, volvieran a distanciarse, básicamente por los episodios autobiográficos de La tía Julia y el escribidor «en los que aparece el padre del narrador actuando de manera parecida a como él lo hizo» (El pez en el agua, 340). En cualquier caso las «vidas» de estas novelas fueron y ya no son paralelas. Ahora hay que considerar los ensayos que anteceden al texto definitivo más que a los comentarios periodísticos o a la crítica obtusa. Me refiero a la prensa y crítica que descontextualiza lo literario al pretender leerlo desde la psicosis personal, o desde lo que significa la canonización para la esfera pública. Nunca sabremos con precisión qué tenía en mente cuando escribió La tía Julia y el escribidor, especialmente cuando sigue escribiendo autorretratos. Si lo supiéramos, lo que tenía en mente y lo que logró no son exactamente lo mismo. Por eso, hablar de su «sujeto escritural» o de la «fantasía de otorgar poderes» revela las fantásticas limitaciones de la deconstrucción, sin descubrirle nada al conocedor hispanohablante de la política de su prosa. Según la documentación depositada en Princeton, por ejemplo, cuando termina el manuscrito de La tía Julia y
16 Así Angeles Cardona, «La tía Julia y el escribidor como encuadre de todos los subgéneros narrativos de la década de los años ochenta. La recuperación de la novela popular», en Literatura de dos mundos, III, ed. Victorino Polo García (Murcia: V Centenario/Comisión de Murcia, 1993), pp. 143-162. Para la visión periodística: Hubert Cam, «Con la tía Julia», Caretas, 529 (3 de noviembre de 1977), 56B-56D, 57; Shirley Christian, «A Latin Romance: His, Hers and TV’s Versions», The New York Times (6 de mayo de 1988), p. 8; y Claudia Lanzarotti, «La guerra de los Vargas Llosa», Hoy [Chile] (16 al 22 de noviembre de 1983), pp. 41-42. La reescritura de La tía Julia y el escribidor recurre a su obsesión por extraer pretextos de interminables fuentes y problemas, registrados en Gerdes (1985), López Morales (1980) y McCracken (1980). Wendorff, referida, pone estas discusiones al día.
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el escribidor entre julio de 1974 y octubre de 1976, el autor concebía dos posibilidades de título: «Raúl Salmón, autor de radioteatros» o «Vida y milagros de Raúl Salmón». De hecho, el sentido y efecto de realidad de La tía Julia y el escribidor lo atacó y sigue atacando en carne viva. Si hasta la escritura de esta novela había creído que la decadencia política y social eran fuente inagotable para su prosa notablemente ambiciosa, ahora se veía obligado a enfrentar a sus lectores de manera distinta, a estar más a la defensiva frente a ellos que ante los críticos. Vale notar su contestación previsible ante un auditorio ruso a la pregunta «¿Cuál es su actitud frente a la crítica profesional?»: «Bueno, cuando me atacan y me dan palos, no me gusta. Cuando me elogian, me encanta. Pero nunca les hago caso. Siempre me interesa, como no, ya que es una manera de saber lo que ocurre con lo que uno ha escrito» («Mario Vargas Llosa: “El mejor libro siempre será el que uno va a escribir”» 1978: 169). De la misma manera, en la extensa entrevista con Lola Díaz, se siente obligado a dar explicaciones «lógicas» de las amenazas contra su vida, que en el prerelato de su campaña electoral descartará con facilidad («A Fish out of Water», 24-25). No obstante, en lo que a las amenazas se refiere, el «personaje» de Urquidi, como antiguo demonio, vuelve a acecharlo: «Los apristas fueron los que mandaron mensajeros a Bolivia para conseguir que la tía Julia, mi ex mujer, se trasladara a Lima para despotricar contra mí» (Díaz 1988: 79). La novela y su teoría, como la vida, nunca puede ser acusada de coherente. Es precisamente su intransigencia ydesplante de contranovela que contribuye a mayores esfuerzos críticos por desarrollar una poética coherente de la forma, y a que los novelistas tengan un conocimiento más profundo de ella. En Vargas Llosa, gracias a su carácter insurrecto y al ser fiel al dictado de Berlin de que «la libertad absoluta no puede significar que los lobos se coman a todos los corderos» (Marras 1992: 111), la lectura de sus ensayos obviamente desmiente este tipo de concretización, como queda claro en «El poder de la mentira» (1987), más que en un psicoanálisis ingenuo de sus novelas. Es difícil para sus detractores reconocer, por lo menos con constancia, que él siempre ha sido un infractor; y la transgresión acarrea límites, orígenes y trayectorias completas. Pero la relación entre límite 298
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y transgresión nunca es clara. Como la resume Foucault, «su relación toma la forma de una espiral que ninguna infracción simple puede agotar» (1977a: 35). O sea, como en toda construcción binaria, la dialéctica entre dos polos es algo que se da por sentado, sin la necesidad de la presencia física y detallada de cada uno. Además, las antinomias de teoría y verdad, razón y deseo, y reglas y valores son problemas fundamentales de la doctrina liberal. Para Mangabeira Unger, volviendo a su insistencia en la inadecuación de las ideas liberales, las dos últimas antinomias representan las dificultades más importantes enfrentadas respectivamente, por la psicología y el pensamiento político liberales: «La primera es el acertijo planteado por la idea moderna de ciencia y naturaleza. La psicología y teoría política liberales constituyen un solo sistema de pensamiento. Éstas están unidas a la idea moderna de ciencia y naturaleza por una alianza común con la noción de que no existen esencias inteligibles» (1975: 133). Si aliamos a esto los más de trescientos años de crítica de la novela como forma, desde el Traité de l’origine des romans (1670-1711) de Pierre Daniel Huet y Théorie des Romans (1795) de Friedrich von Blanckenburg, notamos que el modelo formal para estudiarla conduce a su propia trascendencia, y por eso en el homenaje de Turia Daniel Mesa Gancedo (2011: 233-261) puede hablar de «enmiendas» al deseo de totalidad que Vargas Llosa aplica a todo quehacer, corrigiendo lo que le parecen excesos comerciales en torno a El sueño del celta. Esas abundancias, como el «Pack Vargas Llosa» o la Biblioteca Vargas Llosa que El País comenzó a ofrecer en octubre de 2011, con las cuales Alfaguara vende la obra, no tienen necesariamente su visto bueno total: son probablemente asuntos de contrato. Es igualmente pertinente proponer que los públicos que discuten la prosa del peruano no sólo han asumido su existencia sino también el control de técnicas imperceptibles de poder, muy palpables en los diferentes sectores que la componen. La prosa, como podemos extrapolar de su discusión de Popper, es en Vargas Llosa una dialéctica en que la verdad adquiere un aspecto completamente nuevo cuando el devenir es reconocido como elemento constituyente del ser humano. Así se vuelcan las imágenes ópticas de la verdad y se permite que la acción adquiera un carácter interroga299
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dor y perentorio. En la esfera pública de hace siglo y medio, según Habermas, los críticos «no concebían otra autoridad que la del mejor argumento» (1991a: 41). Debido a esta condición los ensayos de un autor como Addison mostraban que era una especie de censor, y la novela irrumpe como la forma estética más propensa a presentar la subjetividad de núcleos más privados. Esa transformación no afecta a América Latina hasta el siglo entrante, ya que Habermas se refiere a la novela burguesa del siglo XVIII. Para Vargas Llosa, las batallas de la esfera pública, sus jerarquías políticas, estructuras legales, categorías sociales y actores pertinentes se construyen de acuerdo a cierta lógica. Estos conjuntos de conceptos organizadores, o reglas que nunca son metáforas, como dije en otro momento, no se aíslan de sí mismos de manera estricta. Ensayo y novela son el auto de fe de su biografía, y como géneros se meten en vasos comunicantes, pero sin fin común. Así, en cada caja china de ellos hay un dato escondido y si seguimos al peruano la prosa sería una sublimación. Por otro lado, el novelista tiene que incluir lo social para objetivar lo que dice. La novela existe, como insiste Lukács en La novela histórica (1955), en la realidad física y social, en el tiempo y el espacio, como si el género tuviera que decir la verdad, con límites propios. En la medida en que una categoría cancela o se equilibra con la otra, se crea un patrón. El realismo severo de Lukács, dice Freedman, es enriquecido por su sentido de la tensión entre la progresión histórica y un mundo social en tiempo presente (1968: 70). Entonces, es natural que Vargas Llosa (nada ortodoxo respecto al tema) constantemente quiera definir en qué sentido es real la ficción, y forzosamente tiene que explicarlo en sus ensayos. Si nos restringimos a sólo un género de la prosa (y podríamos pensar en los ensayos que recoge en La verdad de las mentiras) el despegue teórico del ensayista le permite a su público reducir el despegue de sus especulaciones de esta manera: «la novela de Martorell» = el palimpsesto; «la novela de Flaubert» = el nuevo realismo; «la novela de Proust» = el tiempo; «la novela de Balzac» = la sociedad; «la novela de Arguedas» = la ideología; «la novela de Kafka» = la realidad. Y así por el estilo, y no sólo porque las novelas históricas nunca dejan de estar de moda, cambiadas por las características 300
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posmodernas que señala Perry Anderson (2011: 27-28). Con la última equiparación no quiero negar cualquier apego suyo al formulismo o a lo estático, sino señalar que en los dos géneros incluye modulaciones y extensiones concéntricas, cuyo fragmentarismo original no siempre queda abolido al leerlos como aglomeraciones discursivas. Es decir, el «realismo» de sus ensayos y novelas desata su honestidad, dice lo que piensa. Por extensión se desata el hecho de que un formador de gustos tiene que ser alguien que odia ciertas realidades. Esta conclusión no encamina mi crítica hacia una posición alejada del contexto político y social específico del trabajo intelectual. Todo lo contrario. La esfera pública incluye toda dinámica social que no se traduce para todos en discurso cultural. Es más, la producción del intelectual puede normalizarse cuando entra en esferas definidas por la previa entrada en ellas de sus coetáneos. Un excelente ejemplo latinoamericano es la toma de posición en torno a la Revolución cubana y sus protagonistas y antagonistas, latinoamericanos y mundiales. Esa situación fue particularmente pertinente para la percepción del intelectual internacional, porque la esfera pública contemporánea forzosamente incluye varios actores, disciplinas y políticas.17 Éstos son parte de la «mano invisible» de Adam Smith, mediante la cual la constelación de disciplinas de un momento dado ayuda a constituir el orden social del momento. Esos géneros y disciplinas muestran en nuestro continente que las alternativas surgen de los márgenes de lo que es «el novelista» para el público. O sea, se rescata al «público» de la abstracción académica, se lo confronta cotidianamente. Al principio de The Structural Transformation of the Public Sphere Habermas postula que en la situación lingüística ideal no debe haber desavenencias entre el público como sujeto colectivo y la opinión pública. En el resto de su obra Habermas muestra cómo la esfera pública liberal degenera bajo las condicio-
17 Véase mi «El novelista y el compromiso: Cortázar, Vargas Llosa y la Revolución cubana» (citado en el tercer capítulo del presente libro), en que Arenas, Cabrera Infante, Padilla, Franqui y Fernández Retamar protagonizan lo que el reiterativo y derivativo Edwards llamó «líos de cubanos», además de aprovechar su papel con edición tras edición de su Persona non grata.
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nes del capitalismo moderno. Este colapso conduce a deformaciones explotadas por los medios masivos, la publicidad y los gobiernos parlamentarios (Holub 1991: 87). Esta situación (aducida por Vargas Llosa) no se transplanta automáticamente a las esferas latinoamericanas: El capitalismo es el sistema más eficiente para la creación de la riqueza y el gran instrumento de modernización de un país, y por eso los liberales lo defendemos sin el menor rubor. Eso sí, nos apresuramos a precisar que el capitalismo es un sistema amoral y que por ello un régimen de empresa privada y economía de mercado no basta por sí sólo para impulsar el verdadero progreso, que es inseparable de la legalidad y de la libertad, es decir, de una eficiente democracia política, de gobiernos representativos que obliguen a las empresas a actuar dentro de la ley, compitiendo entre sí por los favores del consumidor («Ladrón que roba a ladrón», 14).
Esa situación es particularmente conflictiva si encima el desplazamiento político del intelectual latinoamericano elimina el elemento de verdad social que Habermas considera primordial para que la esfera cultural no se convierta en la ficción de la ficción. Estas creencias tienen asideros reales en los países latinoamericanos y, como Vargas Llosa observa en un artículo complementario, «la prueba es que no hay campaña electoral en que los partidos y líderes en pugna no traten de desacreditar al adversario presentándolo como “el candidato o el partido de los ricos”» («Robin Hood y los alegres compadres», 9). Veamos entonces una polémica en que se inmiscuye a menos de un año de «Robin Hood y los alegres compadres». En febrero de 1997 el hombre de negocios y filántropo húngaronorteamericano George Soros publicó un extenso artículo (adelanto de su The Crisis of Global Capitalism, 1998) en The Atlantic Monthly, con el título «The Capitalist Threat». Según Soros, ex alumno de Popper y Hayek, el capitalismo eufórico actual estaba tan desenfrenado que el peor enemigo de la sociedad abierta ya no era el comunismo sino la amenaza capitalista (Soros 1997: 45) de su título. Se desató una inmensa disputa, se llamó a Soros traidor al sistema que lo con302
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virtió en multimillonario; y en sus respuestas a The Atlantic Monthly algunos académicos lo acusaron de teorizar entreveradamente. Vargas Llosa es uno de los que critican al autor de Soros on Soros (1995), y éste a la vez le contestó en El País del 26 de enero y 5 de febrero de 1997. En «El diablo predicador» (recogido en El lenguaje de la pasión) dice que las tesis de Soros «no hacen más que refrendar, con algunos matices propios y sin aportar argumentos novedosos, la crítica al libre mercado o “capitalismo salvaje”» (13), y concluye que Soros «hace muchísimo mejor ejerciendo de capitalista que reflexionando y predicando sobre el sistema al que le debe ser billonario» (ibíd.). Se puede desmenuzar interminablemente los argumentos de ambos, sin darle la razón a ninguno, pero quiero señalar algo diferente. Para toda guerra en las ideas Vargas Llosa siempre vuelve a América Latina, en este caso creyendo que Soros pone el dedo en la llaga al señalar que mientras más libre el mercado más deshumaniza. Pero no cree que la receta esté en el intervencionismo estatal, sobre todo en los países del Este, donde no hay las libertades que prometía la caída del muro de Berlín. Desarrollar esa idea le permite conectarla a su creencia en Popper y manifestar que Soros ignora que «la historia de América Latina es una ilustración poco menos que matemática de lo que les ocurre a los países cuyos gobiernos, a fin de corregir los desafueros del capitalismo salvaje, empiezan a intervenir y a regular toda la vida económica como él recomienda» («El diablo predicador», 13). Es decir, por enésima vez acude al vaso comunicante de la no intervención estatal. En «Toward a Global Open Society» (The Atlantic Monthly, enero de 1998, pp. 20-32), Soros, siguiendo la tesis popperiana de la falsificación, matiza su artículo original. Dice que al concentrarse en los problemas del capitalismo global no quiso menospreciar los beneficios de la globalización, como creían sus críticos, y agrupa las deficiencias del sistema bajo cinco categorías principales. Otra vez, la batalla puede ser infinita, y lo importante es apuntar que en última instancia Vargas Llosa y Soros están básicamente de acuerdo. En el primer artículo de 1997 Soros dice que la explicación que da Popper en The Open Society and Its Enemies «fue altamente abstracta y filosófica, y el término “sociedad abierta” nunca obtuvo reconocimiento amplio» (1997: 45-46). Al final 303
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asevera que «[s]e puede ver que el concepto de la sociedad abierta es aparentemente una fuente inagotable de dificultades. Eso se debe esperar. Después de todo, la sociedad abierta se basa en reconocer nuestra falibilidad […]. Tener un programa para ella sería autocontradictorio» (ibíd.: 58). En última instancia, el peruano y el multimillonario discuten la relación entre valores éticos y el poder político, y no se sabe si el primero contestará a The Soros Lectures (Publicaffairs, 2010) en que Soros ajusta sus ideas en «Open Society» (pp. 49-72) y «Capitalism versus Open Society» (pp. 7395). En los años noventa su consistencia ensayística yacía en la manera en que relacionaba sucesos socioculturales extranjeros (Inglaterra, en el caso de «Robin Hood y los alegres compadres») a nuestra América y en ver en ellos una verdad universal: «Esas sociedades que saben diferenciar entre el rico y el ladrón y que se empeñan en acabar con éste y no aquél, sin complejos de inferioridad respecto de la riqueza bien habida, y que han superado el prejuicio cristiano y colectivista que hace de la pobreza un valor per se, son muy pocas. Pero son ellas las que han alcanzado las formas más elevadas de existencia y las que están a la vanguardia de la civilización» («Robin Hood y los alegres compadres», 9). ¿Qué hace cuando la batalla se ubica aún más en América Latina, en un espacio en que un intelectual crítico no sólo construye imaginarios colectivos sino que también lucha con los movimientos sociales? Si el vocablo intelectual nació con el affaire Dreyfus, con un sentido menos peyorativo que el que ha perdurado debido a sus aspectos carnavalescos, con la Revolución cubana se crea dos «razas morales», como decía Benda. Por esta división –respecto a los derechos del hombre, la soberanía de la nación, la indignación del espíritu y la cultura– las ideas surgen de aquéllos que rehúsan consentir lo inaceptable, aun cuando engendrado por su propia tribu. Al buscar el lugar del peruano entre los intelectuales, hay que darse cuenta de que en él la idea-unitaria es un conjunto de textos ritualizado, cuyo centro consolidado resiste modificaciones, y como resultado se abre a muchas provocaciones. Pero mientras más audazmente se prueba a sus ideas-unitarias, más fuertes y agudos son sus intentos por no dejar que se las sobrepase. Sirvan de preámbulo «Los inte304
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lectuales y el poder» (1998) y «Piqueteros intelectuales» (2011). En el primero arguye que, a diferencia de los Estados totalitarios, en las democracias la halagada vanidad del intelectual experimenta una desilusión brutal: «el mercado, poniendo al descubierto las verdaderas prioridades del conjunto de la sociedad, le revela que en la jerarquía social está ciertamente muy por debajo de los empresarios, de las estrellas de cine…» (17). La lista de quejas sigue, pero no indica algo pertinente. Al basar su argumento en un ensayo del filósofo político Robert Nozick –según el cual los intelectuales habrían sido premiados cuando estaban en el colegio y no soportan que el capitalismo no corone a los verbalmente brillantes– no menciona que el escritor latinoamericano que le ocupa no surge del capitalismo, y por más premios que reciban los cubanos de la isla, simplemente no se equiparan a las prebendas del primer mundo que tanto ansían. En «The Intellectuals and Socialism» Hayek asevera que las convicciones y opiniones de los intelectuales son el cedazo por el cual deben pasar todas las nuevas nociones antes de llegar a las masas. Y además señala algo poco discutido en la academia: no es porque los socialistas sean más inteligentes que se da la criba anterior, sino porque una proporción mayor de socialistas con las mejores mentes se dedican a ejercicios intelectuales. En el segundo ensayo, como hemos visto, Vargas Llosa resume sus ideas anteriores con ejemplos culturales concretos y, como Hayek, amplía la nómina de los miembros de la sociedad que componen la clase intelectual. Éste es otro trasfondo que le permite entrar al siglo XXI tratando de preservar la libertad que ha ido adquiriendo la cultura occidental. Si es verdad que se repite, tampoco se puede dejar de admirar cómo es un ser indiviso que se apega a su trabajo, aun cuando sus detractores arguyan que su poder ha cambiado.
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V Piedras e ideas de toque A. La política liberal perfecta y la novela democrática Poco es tan claro respecto al pensamiento del Vargas Llosa de finales del siglo XX como su prólogo a Desafíos a la libertad, titulado «Piedra de toque». Dice que son textos que quieren dar «testimonio de la fecunda vitalidad de las ideas y valores promovidos por ciertos pensadores liberales» (9); que «[a]quí y allá he suprimido alguna palabra de más o aligerado la construcción de una frase pesada, pero ninguna de estas enmiendas altera nada sustancial» (910). Este capítulo se concentra en el pasado y presente de los lazos de ese entorno, complementando la explicación de su novela liberal del final de la sección «Antes de la mentira» del cuarto capítulo. Dice Goytisolo en su nota sobre Desafíos a la libertad que el peruano es «un ensayista político de una enjundia y coherencia insólitas y admirables» (1995: 1), que defiende sus ideas, «a menudo impopulares», con una honestidad y valentía infrecuentes en el ámbito americano (ibíd.). Emerson creía que no podía haber erudición sin mente heroica. ¿Cómo llega a esa esfera? En los años ochenta una brevísima discusión de su práctica concluye categóricamente: «Sus ensayos son los de un tradicionalista desinteresado, por lo general, en los recientes desarrollos teóricos del pensamiento estructuralista y posestructuralista, y algunas veces desaprueba abiertamente de la empresa crítica, tal como se la practica actualmente» (R. L. Williams 1986: 152). El problema con esa conclusión no es que emane de un análisis mínimo de su extensa ensayística, sino que no considera que la preferencia «tradicional» no quiere 307
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decir que sus ensayos sean menos complejos. Una conclusión adicional, de que los «ensayos políticos de Vargas Llosa son generalmente breves, incisivos, y llaman la atención a asuntos de suma importancia para el intelectual latinoamericano» (ibíd.: 157-158), no sólo sirve para rematar una lectura incompleta sino como emblema de la porfía evidente en gran parte de la crítica que generaliza sobre él o emplea pensamiento usado. Vargas Llosa es plenamente consciente de que la lucha contra los poderes siempre incluye alguna resistencia cultural, y que para llevarla a cabo los intelectuales de izquierda son tan adeptos en ser calculadores y demagogos como los conservadores criticados por Bobbio (1995: 101-110). La diferencia es que sus ensayos de «derecha» recrean un proceso de indagación atenta, frecuentemente profunda, en el que presenta cuidadosamente sus experiencias personales y las emplea como la base de sus criterios. En un prosista menor esta estrategia es claramente peligrosa. Pero en su caso la evidencia y el fallo conllevan una unidad de lo estético y lo moral, y es contra esta unidad que se juzga a los escritores o se los cree deficientes. Vargas Llosa no abdica, ni en sus ensayos ni en su vida, en su intención de transmitir una cosmovisión poderosa, sin mentís. No obstante, celebrar la libertad y la creatividad, aquélla no olvida las limitaciones que la enmarcan. Como buen observador privilegiado, se opone a la deducción del conocimiento a partir de conceptos reduccionistas de la objetividad. Diferente de lo que postularía un deconstruccionista de paquetilla, para él sí existe un conocimiento del tipo cuya completa objetividad pueda ser la ocasión de una convicción interna en la mente del cognoscente. Puede ser, incluso, una convicción que le permite creer que no se ha equivocado en su insobornable progresión. Ya que anteriormente me mostré de acuerdo con sus advertencias sobre la deconstrucción, cabe señalar que Vargas Llosa también deconstruye, no para desplazar infinitamente sino para intervenir en el campo cultural. En principio él no vería nada malo en promulgar, como los hegelianos, que la realidad (según Hegel, lo que es racional es real y lo que es real es racional) es un proceso dinámico en vez de reflejo de ideales estáticos. Ahora le interesa lo lóbrego que produce la dialéctica, más que el mecanicismo de ésta. 308
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En este sentido, su discurso de la época de Entre Sartre y Camus le da un imprimatur de izquierda que, con la excepción de Benedetti, ninguno de sus detractores podría emular. Si se cree la verdad de sus reseñadores de las últimas tres décadas, ahora se lo reconoce como excelente novelista y como ensayista que le da a la prosa un fundamento esencialmente psicológico, con una inteligencia aguda no peleada con dosis de humor (cf. Chaves 1992). Admitido este trasfondo nos encaminamos hacia una primera conclusión: él sí se opone al peligro implícito para la crítica de la ofuscación discursiva, de la pretensión y de la escritura ensimismada. Lo explicita en su ensayo sobre Rama, cuya muerte fue para él «una funesta profecía sobre el futuro de una disciplina intelectual que ha venido declinando en América Latina de manera inquietante» (CVM II, 377). Rama, quien sí ha creado escuela en las Américas, nunca participó del dependentismo ciego que deforma la práctica latinoamericanista en ciertas esferas académicas de Estados Unidos, para tomar el ejemplo más patente. Si sigo con esta breve digresión es porque según Vargas Llosa la «crítica literaria tiende en nuestros países a ser un pretexto para la apología o la invectiva periodísticas, o, la llamada crítica científica, una jerga pedante e incomprensible que remeda patéticamente los lenguajes (o jergas) de moda, sin entender siquiera lo que imita: Barthes, Derrida, Julia Kristeva, Todorov» (ibíd., 377). Contrariamente a Barthes o Derrida, Vargas Llosa se resiste a equiparar el lenguaje clásico con la dominación burguesa. Precisamente, lo que vigoriza a sus ensayos es el sentido de urgencia con que los infunde, las piedras que lanza, alejándose así del tono calmado y contemplación distanciada que es tradicional en el género desde sus textos fundacionales. Si en las páginas anteriores he desmitificado las ilusiones interpretativas del agonizante deconstruccionismo latinoamericanista de segunda mano, es por una razón elemental. Ésta tiene que ver con la actitud colonizada de expresarse en la lengua del amo, cediendo consecuentemente a que éste defina en su lengua qué debe ser lo latinoamericano. Ahora, si la crítica que cumple con ese servilismo mostrara un ápice de rebeldía, o contextualizara sus interpretaciones con la lectura de la crítica escrita en países latinoamericanos, habría motivo para no creerlos ingenuos. 309
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Barthes, al contrarrestar en Critique et Vérité (1966) las concepciones idealistas sustentadas por los que se oponían a su quehacer, rescata el valor sociopolítico de cualquier interpretación. Al hacerlo, establece algo que he mostrado en varios momentos: lo verosímil en un discurso crítico consiste en que no contradiga a las autoridades (la tradición, los Sabios, la mayoría, la opinión corriente, lo políticamente correcto, el discurso universitario, etc.). Es decir, no importa cuál sea el enfoque, todo intérprete tiene que confrontar lo verosímil crítico, que según el francés gusta mucho de las «evidencias». Sin embargo, esas evidencias son estrictamente normativas. Por este procedimiento, Vargas Llosa: la batalla en las ideas se expone al siguiente esquema, que parafraseo de Barthes: los desacuerdos se convierten en extravíos, los extravíos en culpas, las culpas en pecados, los pecados en enfermedades, las enfermedades en monstruosidades. Paralelamente surgen otras seudodisciplinas de segunda mano (pos- y decolonialismo, sobre todo) que no tienen que ver con Nuestra América actual. Éstas tendrán el mismo fin, ya que los posestructuralistas vuelven a la combinación infinita de formalismo y estructuralismo que se suponía remediaran (es la tesis de Merquior 1986), y Vargas Llosa ha logrado exhibir claramente cómo estas irrupciones desatienden los contextos pragmáticos e históricos de la interpretación cuando se trasladan a la política liberal. Pero antes de que se deduzca categóricamente que su rechazo de la inestabilidad significante conduce a intransigencias estrictamente literarias en el momento actual, se lo debe contextualizar con el rechazo visceral de varios pronunciamientos del autor. Veamos lo que publicaba por lo menos un periódico español a finales de junio de 1992. El País reportaba que había dividido a los intelectuales catalanes al opinar que Barcelona se está empobreciendo debido a la defensa de lo peculiar catalán. Un escritor intentó refutar las declaraciones de Vargas Llosa llamándolas una «gilipollez dicha por un turista», pero él sigue defendiendo el idioma español, sin relativizar nada, y no se debe quedar con la impresión de que la recepción de él en España ha sido negativa. Todo lo contrario, como demuestran Rafael Conte, en «España descubre a Mario Vargas Llosa», y María Pilar Donoso, en «Los años de Barcelona», ambos recogidos en El autor y su obra: Mario Vargas Llosa, y el ser 310
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miembro de la Real Academia Española. Su actitud crítica no se guía por naciones, y entre finales de agosto y principios de septiembre de 1990, llamó a México «la dictadura perfecta». Esa breve intervención sobre el autoritarismo y otras recogidas en la prensa y traducidas parcial o posteriormente a varias lenguas, tuvieron lugar en un encuentro de intelectuales en ese país.1 Todo ello también es parte de la continua relación de amor y odio que tiene Vargas Llosa con la prensa, ya que no creo que haya llegado a un momento ecuánime o definitivo con ésta para la definición de su prosa no ficticia. Primero que todo, está el hecho de la descontextualización. Por ejemplo, el coordinador editorial de los volúmenes en que se transcriben las intervenciones se ve obligado a decir que: Con admirable insistencia y abundancia, cierta elemental prensa «de izquierda» defendió en México una de las intervenciones de Mario Vargas Llosa, a propósito de lo que el escritor peruano llamó la peculiar forma de «dictadura perfecta» que caracteriza la prolongada hegemonía del partido oficial en nuestro país. La expresión de Vargas Llosa fue discutida (por el mismo Octavio Paz, que la consideró imprecisa y poco feliz), pero hay que apuntar que los entusiastas defensores del párrafo en cuestión lo celebraron porque parecería llevar agua al molino de la teóricamente socializante oposición al Partido Revolucionario Institucional (Paz et al. 1991: 8).
El coordinador arguye que las crónicas defensoras no atendieron el contexto en que Vargas Llosa emitió sus declaraciones. 1
Las jornadas se llamaron «El siglo XX: la experiencia de la libertad». Vargas Llosa participó en la Mesa 8, «Del comunismo a la sociedad abierta». Sus intervenciones principales (matizadas con acuerdos y desacuerdos de Edwards y Paz) se recogen en el primero de los siete volúmenes de actas (Paz et al. 1991: 130-133, 151-153, 160-162 y ss.). Algunas versiones mexicanas del asunto: Jorge Luis Espinosa, «La pregunta de Televisa a pensadores», Unomásuno, XIII, 4612 (2 de septiembre de 1990), p. 23; Jorge Luis Espinosa y Fermín Ramírez, «México es la dictadura perfecta», Unomásuno, XIII, 4610 (31 de agosto de 1990), p. 22; Armando Ponce y Gerardo Ochoa Sandy, «Detrás de “los asuntos familiares” de Vargas Llosa: su pleito con Octavio Paz», Proceso, XI, 723 (10 de septiembre de 1990), pp. 50-55; y la actualización posterior al Nobel de Roberto Pliego, «Vargas Llosa en el laberinto mexicano», Nexos, XXXII, 395 (noviembre de 2010), pp. 47-48.
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Ahora, se puede jugar infinitamente con el contexto. Por ejemplo, los participantes eran, entre muchísimos otros, Daniel Bell, Leszek Kolakowski, Cornelius Castoriadis, Hugh Thomas, Krauze (director del debate en que participó Vargas Llosa), Edwards, Agnes Heller, Carlos Franqui y el mismo Paz (como participante). No hay que precisar la esfera cultural que estos intelectuales formaron alrededor de Vuelta o su secuela Letras Libres bajo el lema de Popper, y en el mundo discursivo que precisé en el primer capítulo. Tampoco hay que detallar la previsible reacción de los que, no sin poco oportunismo, encontraron en su persistente némesis un nuevo y temporáneo aliado a pesar de sí, porque el contexto radica en una esfera mayor. Me refiero al hecho de considerar que Vargas Llosa comienza a colaborar en la prensa después del período (1910-1950), que Álvarez y Martínez Riaza llaman «consolidación del periodismo de masas» en su Historia de la prensa hispanoamericana (1992). Es una colaboración de más de un centenar de textos concentrados en la literatura peruana contemporánea, publicados entre 1954 y 1959 en diarios y revistas del Perú y España, como verifica Rodríguez Rea (1996: 15-17). Precisamente, la vigencia e importancia de su obra periodística se deben a que esos escritos se dan en un momento en que la información pura agota su finalidad en su sola difusión. No obstante, él deconstruye a los que deconstruyen al señalar los excesos de significados y cómo lo que se quiere decir no tiene que enredarse en contradicciones y malentendidos. Referido a la prensa, es entonces importante que Vargas Llosa publique durante y después de lo que Álvarez y Martínez Riaza llaman «los intentos de organizar un nuevo orden informativo mundial», que para ellos cubre los años 1950-1980. Esos intentos no han cesado y él se encuentra en el centro de ellos, como ocurrió con Correa en 2012. Por esto, no es circunstancial que en 1988 Mac Hale incluya el ya mencionado combativo texto sobre Harding y el Times de Londres en su compilación, a pesar de que fue publicado primero en 1983 en El Mercurio. Junto a textos de Solzhenitsyn y varios directores de periódicos de Occidente (en que colabora) Vargas Llosa es uno de los que diseccionan cómo se orquesta la desinformación. El ahínco de su voluntad ensayística se convierte en pro312
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ductivo terrorismo intelectual; y trazar su arco revela mucho de la progresión personal que define su discurso operativo en la política. Es un regreso a la transgresión, a la confrontación de la adversidad, a la libertad de siempre, como viene haciendo al tratar el terrorismo islámico en términos de la autocrítica de Occidente, aunque sin dirigirse a cómo ha cambiado el lenguaje actual. Estas vueltas le permiten convertir al ensayo en género dominante, más que en un embrague de dominación de la prosa que depende estrictamente de insumos propagandísticos o de un campo cultural que nadie entiende. Por eso no tiene los aliados que absuelven de toda responsabilidad personal al artista, al que ven como figura transgresiva condenada injustamente por la sociedad burguesa. Aunque no siempre lo ha sido, desde Desafíos a la libertad se constata que su prosa no ficticia es personal pero no según la moda de 2012, porque como forma descubre su posición respecto a asuntos complejos, y al escribirla prueba sus sentimientos, instintos y pensamientos en el crisol de la composición de ellos. En ella establece su honestidad, porque fuera de la ficción, la honestidad quiere decir no mentir. No hay en este Vargas Llosa la familiaridad exagerada con que otros prosistas le dicen al lector «no soy muy diferente de usted», ni tampoco hace que cada experiencia se convierta en un ensayo en que domina el tono confesional. Esta prosa no es el antiguo primogénito ilegítimo del matrimonio entre periodismo y literatura, que ya he examinado. La suya sintetiza o reconcilia lo más claro del crítico académico con lo más riguroso del comentarista popular. En el breve protoensayo sobre la utopía arcaica dice: «La insumisión congénita a la literatura es más ancha de lo que creen quienes la consideran un mero instrumento para combatir a los gobiernos y las estructuras sociales dominantes: ella irrumpe por igual contra todo lo que significa dogma y exclusivismo lógico en la interpretación de la vida, es decir las ortodoxias y heterodoxias ideológicas por igual. En otras palabras, ella es una contradicción viviente, sistemática, inevitable de lo existente» («La utopía archaica [sic]», 12; énfasis del autor). También ha dicho frecuentemente que las novelas son como máquinas poderosas, que para ser memorables deben de ser gran313
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des. Ha asegurado, además, que cuando ha comenzado una que está adquiriendo la forma de una sociedad viviente, está tan supeditado a ese mundo en construcción que «prácticamente todo lo que hago, todo lo que digo, de alguna manera es aprovechado por la novela» («Un escritor y sus demonios», 75). Es arduo, pero no imposible, probar que su discurso ensayístico, como el novelístico, tiende a convertirse en un examen de relaciones entre palabras o entre mensajes verbales y no-verbales al cual su público siempre se remonta. ¿Por qué entonces –aun después de textualizar su campaña electoral– la negativa constante a especular sobre la posibilidad de que enfatice en su prosa sus apuntalamientos políticos? El hecho es que le ha dado al discurso político el peso de la literatura. Si sus oraciones son complicadas o detalladas, sus cláusulas, metáforas y digresiones se convierten en un todo gramatical. Si algunos peruanos no aprendieron lo que quería enseñarles fue porque ellos, como cualquier habitante del mundo occidental, no podían concebir un lenguaje político que fuera verdadero en vez de simplemente persuasivo. A él no le hubiera importado la política de la manera en que lo hizo sin que le importase el lenguaje exactamente de la misma manera. El problema fue (y es) que ese tipo de precisión parece irrelevante en el mundo «pragmático» de la política, inconveniente, y peor que inútil. Es una paradoja para él que la complejidad en el lenguaje, que idealmente significa complejidad de pensamiento, se tradujo en que la riqueza de pensamiento no gana elecciones. Por cierto, al entrar en la batalla de la política de la esfera pública no quería convertirse en mártir, pero estaba dispuesto a perder a nombre de lo justo, lo cual es más importante que ganar. Si a partir de La tía Julia y el escribidor sus novelas son un inventario de las posibilidades discursivas de la novela contemporánea, ¿por qué entonces sus esfuerzos por evadir una discusión concreta sobre la importancia del elemento político en ellas? Creo que la solución, como espero haber ido mostrando, yace en tres aspectos. Primero en una consideración pormenorizada de cómo en épocas recientes su discurso ensayístico invade mássu discurso novelístico. Segundo, no en determinar categóricamente qué o quién es el público, sino en cómo uno de sus actores afecta a la esfera pública y su política. Tercero, en probar que es más fácil concebir las batallas de la esfera 314
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pública como una serie de formaciones discursivas históricas, en que las afirmaciones públicas de él y sus contrincantes se legitiman y se institucionalizan. No se trata de sutilezas cognoscitivas, ni de una yuxtaposición genérica a lo Borges. Es más bien una tachadura visceral de los márgenes de un discurso por otro, de calificar e interrogar cualquier autorización. Por otro lado, la clara inserción del autor en la política le da forma a cierta batalla pública en la cual el debate racional y crítico no tiene cabida. Vargas Llosa ha notado este tipo de barbarie, pero también ha sido atrapado por ella. Les dice a Gleichmann y Lévy: «En una novela uno puede, ¿cómo lo digo?, uno debe abrir las puertas a lo irracional, a los fantasmas. En política –o, por lo menos en la política tal como la concibo– no. Si uno quiere una política honorable, reformista, etc., hay que recurrir a la razón, a la inteligencia de la gente. Esto es lo más difícil para un escritor» (1990: 151). Las estrategias de comunicación del discurso político contemporáneo y su significación histórica han sido examinadas con amplitud por Bulnes Aldunate y Guihalmou, en los militantes debates que recoge Monteforte Toledo en El discurso político. Pero si esas discusiones persiguen una forma abstracta, en su discurso político Vargas Llosa trata de buscar un arte combinatoria que dramatice el orden social y sus conflictos. Es como actualizar el viejo pedido de una nueva ciencia de la política, expresado famosamente por Hobbes, cuyo Leviathan está dedicado a elogiar la ciencia a costa de la mera prudencia. Todo sistema que produce discursos es un conjunto de restricciones esquivas, pero como actualizan Degregori y Grompone para la campaña de Vargas Llosa, el mayor contexto nacional especifica las condiciones bajo las cuales ese discurso circula y se consume. No obstante, la publicidad para su campaña presidencial se logró con la política a veces secreta de grupos con intereses creados, los cuales no se distinguen ni en la izquierda ni en la derecha por su altruismo o habilidad para esconder el medio del mensaje. ¿Cómo se puede creer que la izquierda y la derecha se defienden, cuando su propia existencia depende del conflicto? Dicho de otra manera, cómo salen de esa comedia de enredos que era la definición política de finales del siglo XX, cuando ambos polos tienen que preguntarse cómo transformar la democracia escarmentada en 315
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democracia consolidada (cf. Rodríguez Elizondo 1993). Un sistema político es legítimo si honra dos verdades: que la vida de uno es tan importante como la de otro, y que cada cual tiene que vivir su vida. Sólo entonces se lo puede aceptar, lo cual no significa que de hecho todo el mundo lo aceptará, sino más bien que uno lo podría rechazar con cierta razón. Es decir, tal como están las cosas en el mundo, sabemos qué condiciones tiene que cumplir una sociedad legítima, pero no sabemos cómo satisfacer esas dos verdades al mismo tiempo. La implicación histórica es que ambos, los que queremos un sistema y los que quieren otro, no somos irracionales o simples sujetos que despolitizamos el discurso político al analizarlo. Lo que pasa es que la diferencia para el que opta por un sistema u otro es simplemente demasiado grande. Tal vez esta lección respecto al status quo sea lo que Vargas Llosa no pudo transmitir a los mexicanos al llamar a su sistema la «dictadura perfecta». Quizás por esto publicó en 1992 un artículo periodístico (en verdad una reseña de un libro de Krauze, recogida en Desafíos a la libertad) con el mismo título, en que robustece sus opiniones originales y discute la cooptación de los intelectuales por el oficialismo. Antes de que se publicara el protoensayo «A Fish out of Water», que la revista Granta ilustró ampliamente con fotografías del autor en varios sombreros, trajes, poses y actitudes que conforman el sistema de la moda del político incómodo y codificado, Beatriz Sarlo opinó sobre lo que puede parecer obvio en un ambiente primermundista. Rastrea ella los cambios en emblemas políticos que llegaron a mostrar a Fujimori como el karateca que no era, y la piscina de la casa de Vargas Llosa transformada en un arrabal que el candidato, según las fotos, habría visitado en situ. Sarlo pregunta: ¿Qué pasa cuando esta parafernalia ocupa el lugar de la política? La estética de la televisión y del advertising propone su modelo a la esfera pública, que se ha mass-mediatizado [sic]. Las figuras del caudillo, del ejecutor, del parlamentario se funden en la del comunicador, modelada sobre el ideal de alto impacto y gran frecuencia por unidad de tiempo, baja cantidad de información o alta cantidad de información indiferenciada que no funciona como mensaje sino como ícono 316
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comunicativo. Las formas discursivas «intelectuales» son despreciadas por un populismo comunicacional que copia las estrategias de los mass-media, creyendo ponerse en contacto con una cultura popular descubierta en las huellas que los mass-media dejan sobre el imaginario colectivo (1990: 22).
Valdría recordar como correctivo a lo que se puede extrapolar sobre él en el ensayo de Sarlo, que precisamente con La tía Julia y el escribidor, sus ensayos de varia opinión no recogidos y sus memorias autobiográficas, demuestran un conocimiento de construcciones simbólicas que responden tanto al régimen del discurso político anclado en la estética y la interpretación de lo popular. La cultura se puede representar a sí misma en maneras que son tan dañinas como las que otros usan para representarla, y debido a esto la diferencia entre opresión y libertad es irreducible a la distinción entre hablar por uno mismo o por otro. Por tanto, no creo necesario darle al estudio cultural de Sarlo la pátina de que se construye «como si» produjera una actividad intelectual orgánica, ni tampoco atribuirle esa función a un proyecto intelectual que se basa y se seguirá basando en estudios exclusivamente universitarios. Creer lo contrario sugiere un reconocimiento falso que sólo puede ser descrito como ideológico. En las opiniones admirativas recogidas para Nexos por Bada después del Nobel, Sarlo asevera que Vargas Llosa, conocedor de la desconfianza moderna en la representación, tiene una obra periodística que es una culminación de su deseo de realidad. Y comparándolo a Martí y diciendo que su viaje a Irak merecería no ser juzgado superficialmente sino como un gran reportaje, «incluso si se disiente de sus ideas», concluye que «tiene la percepción de lo concreto, de la individualidad significativa, de lo original que capta en paisajes sociales desconocidos» (Bada 2010: 28). El fragmento de Sarlo que recoge Bada es parte de la nota «La conciencia representativa de una época» que la crítica publicó el 10 de octubre de 2010 en La Nación, y su conclusión, «Invención, fantasía aventurera, peripecia desaforada, proliferación de relatos y deseo de realidad no se contradicen en Vargas Llosa. En esto, aunque sólo en esto, es un optimista» (énfasis mío), provee el contexto debido. 317
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Volviendo a la percepción cultural del pensador que se convierte paulatinamente en novelista demócrata, Degregori y Grompone, más allegados al contexto peruano, puntualizan la incapacidad del candidato de advertir su propio perfil económico y étnico-cultural, especialmente al hacer campaña por el voto preferencial: A partir de su visión unidimensional del país, convencidos de que su llamado a que todos sean empresarios tendía puentes a través de la brecha económica, e influenciados posiblemente por la nueva tendencia de la cultura norteamericana que ve con buenos ojos la exhibición de riqueza, saturaron de propaganda los medios de comunicación. A pocas semanas de la primera vuelta, Vargas Llosa se dio cuenta que el derroche resultaba contraproducente y llamó públicamente a sus candidatos a suprimir sus campañas individuales (1991: 84-85).
La estrategia cabe en el contexto mayor de lo que se está dando en la naturaleza del discurso político con las transiciones democráticas latinoamericanas. Según la izquierda, al nivel cultural e ideológico las nuevas élites ascendentes desarrollaron un discurso doble: uno dirigido hacia el electorado privilegiaba asuntos de representación popular; y otro hacia instituciones estatales, la élite económica y Washington, que empleaba el lenguaje de la reconciliación con las fuerzas armadas, inversionistas, y banqueros extranjeros. Más que esto, creo que otra manera de decirlo es que Vargas Llosa, aunque consciente de la complejidad y flexibilidad de la historia del discurso político, postergó sus dimensiones estructurales. Como agrega un asesor de su campaña presidencial: «Los guardaespaldas de Mario fueron vistos por las clases bajas del Perú como el objeto de lujo de un hombre privilegiado […]. Mario, quien habla con palabras y páginas, no entendió adecuadamente el poder de las imágenes visuales electrónicas» (Brown 1991: 91). Pero no fue un asunto racial, como corrige Vargas Llosa a su ex asesor en El pez en el agua (320-321). Las convenciones estables, modismos, usos, retóricas, o vocabularios del discurso político, que Foucault ha analizado de manera extremadamente exagerada y unilateral, son entonces un sublenguaje cuyos marcos conceptuales y metafóricos no se pueden transferir de un habla a otra, por lo 318
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menos de modo poroso. En el siglo actual no es históricamente posible establecer un consenso haciendo un llamado a fundamentos metafísicos como la verdad, porque el consenso debe surgir de la interacción comunicativa del discurso mismo. Lo que nos queda es algo que el Foucault de Les Mots et les Choses (1966) exigía: la existencia de una verdad discursiva, que permita tener un lenguaje que sea verdadero para la historia del conocimiento, idea, naturalmente, relativa. Por ejemplo, la publicidad, según Habermas, le concede prestigio público a una persona o asunto, y lo prepara para el ascenso lleno de ovaciones en un clima de opiniones que en verdad no son públicas. Para Habermas, la noción de «trabajo publicitario» indica que «una esfera pública, que en un momento implicaba la posición de los portadores de la representación y tenía su continuidad resguardada por un firme simbolismo tradicional, ahora debe ser llevada a cabo deliberadamente y caso a caso» (1991a: 201). Los ensayos de Desafíos a la libertad llevan a preguntarse si se puede producir en las batallas públicas que he trazado una novelística política «perfecta». Si para el Marx de la primera mitad del siglo XIX la crítica era en varios sentidos la autoclarificación de las luchas y deseos de la época, para el Habermas de la segunda mitad del XX la crítica surge de aclarar las relaciones institucionales entre varias esferas de la vida pública y privada en un capitalismo establecido. Algunos críticos de la novela política (como ruptura con el pensamiento mítico) anteriores a los discutidos Beiner, Whitebrook y Wihl, coinciden en creer que la consideración del acto deliberado en el capitalismo es pertinente en ese género. Otro crítico sigue cuidadosamente la noción de Jameson de la causa ausente como «un sistema de relaciones sociales tan variado que resulta imposible describirlo como una totalidad» (Boyers 1985: 20), mientras sugiere correctamente que el interés en el momento representado siempre fundamenta lo que los lectores consideran una novela política. Esos momentos representados en una novela o presentados en un ensayo, como las reuniones de hombres en clubes y cafés que forman la esfera pública, crean una red discursiva y un cuerpo cohesivo cuyas deliberaciones pueden asumir la forma de una fuerza política, con o sin poder. Vista así, la noción de una 319
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red intelectual formada en torno a una nueva batalla democrática para América Latina se puede rastrear a los años ochenta, y continúa hoy. Protagonistas como Cabrera Infante, Edwards y Rangel, a los cuales ha dedicado ensayos, acompañan a muchos otros que participaron en el congreso (discutido) en que, recordemos, Vargas Llosa llamó a México la dictadura perfecta. Esas opiniones, algunas de momentos anteriores fueron compiladas por Krauze en América Latina: desventuras de la democracia (1984), especie de The God that Failed (1949) latinoamericano. Simbólicamente traducida al francés como Le Dieu des Ténèbres (1950), en esa compilación los «militantes» Ignacio Silone, Richard Wright y Koestler (que sigue gozando de mucha fama por sus batallas, sobre las cuales Vargas Llosa escribió «Almas inflexibles. El cero y el infinito de Arthur Koestler» en 1999), y los «simpatizantes» André Gide, Louis Fischer y Stephen Spender, expresaron su decepción en un sistema que apoyaron en un principio, como el peruano y algunos coetáneos latinoamericanos. Said emplea esa obra de Koestler para arguir que la diferencia entre un intelectual profesional y un novato yace en que «el profesional pretende imparcialidad en base a una profesión, mientras que el amateur no actúa ni por recompensa ni por lograr una meta arribista inmediata, sino por un compromiso con ideas y valores en la esfera pública» (1994: 109). Said comete persistentemente un error fundamental: pensar que los intelectuales hablan exclusivamente sobre ideas. En sus descripciones de intelectuales falta el reconocimiento de la revolución que su propia obra ha ocasionado en la interpretación de ellos. Así, sigue siendo parte de la tarea del crítico de Vargas Llosa reconectar los momentos sociales latinoamericanos en que emergen conceptos como los de la «función-autor», política, ensayo y otros afines, porque históricamente la crítica está conectada al auge del liberalismo, y no ha pasado a ningún tipo de radicalismo verdadero. El crítico debe operar, siempre, desde una esfera que se sitúe contra el público, ya que sólo de esta manera reconecta lo simbólico y lo político. Otro crítico estadounidense (Howe), tal vez menos alejado del contexto latinoamericano que Boyers, define la misión del novelista político como la representación de la relación entre una ideología preconcebida y la maraña de sentimientos que está tratan320
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do de presentar. Si se piensa en las relaciones entre texto, ideología y realismo, que sería el caso para Vargas Llosa, no está de más reiterar que la ideología de una clase no es una expresión coherente de sus condiciones vitales. Lo que hace la ideología es articular sus relaciones vividas a otras clases; y en este sentido la ideología siempre es impura (cf. Eagleton 1980: 151). Esto a pesar de que en el caso de los latinoamericanos, sigue Howe, y ya que no pueden admitir el callejón sin salida de la política, «[p]or lo general tienen que enfrentar las paradojas de sus culturas ya sea a través de una retórica de expansión o una antirretórica de contracción –que es lo mismo que decir a través de la fábula o la farsa» (1987: 259). Es precisamente debido a que las identificaciones de los críticos son en gran parte inconscientes que las representaciones de la realidad empírica pueden funcionar como filtros para la proyección y el desplazamiento de las pulsiones de los escritores y lectores. A causa de esas identificaciones, entonces, estos dos polos comunicativos captan lo que se les representa como real, digamos la política. Por eso, para la lectura política de la novela, me parece bastante superada la tesis de Goldmann de que, en tanto que forma, la novela presenta una homología «rigurosa» con las relaciones que los hombres tienen con los bienes y los seres en una sociedad individualista, aburguesada. La novela, como forma de conocimiento, es más bien una dialéctica entre otorgamiento-de-forma y mimesis. En esta dialéctica (todavía lukacsiana) la forma exige inmanencia y el mundo transcrito miméticamente resiste a la forma (cf. Bernstein 1984: 107). Ya vimos lo difícil que es separar los polos socioestéticos de alto y bajo. Pero cuando en la prosa de Vargas Llosa se da el paso de las novelas a los ensayos estos hiatos son menos difíciles de discernir, porque en ellos trata de representar el mundo fidedignamente. La clase baja y la alta como protagonistas positivas brillan por su ausencia en los ensayos, y cuando surge la baja es como víctima, a la manera de los prosistas latinoamericanos que toman caminos ideológicos diferentes a los suyos. El sujeto burgués define y se redefine constantemente con la exclusión de lo que designa como bajo en términos de suciedad (recuérdese la mención de la basura y sus colindantes en Historia de Mayta), repulsión, ruido, y contaminación. Esa exclusión constituye la identidad del sujeto 321
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burgués, debido a que internaliza lo bajo por medio del signo de negación y disgusto. No obstante, ya que la repugnancia siempre conlleva el sello del deseo, los dominios expulsados vuelven como objetos de nostalgia, anhelo y fascinación. De esta manera, la exclusión necesaria para la formación de la identidad social al nivel del inconsciente político es simultáneamente una producción al nivel del Imaginario. Por estas razones en sus ensayos y novelas lo socialmente marginal es simbólicamente central en la construcción de lo que es, después de todo, una subjetividad. Así, la transgresión sobrepasa las barreras y normalizaciones textuales para aludir a los condicionamientos humanos, y es en esta encrucijada donde reside cualquier exégesis de estos textos (cf. Allatson en De Castro y Birns 2010, y Gómez-Vidal en Popovic y Chávez Pérez 2010). El poder, foucaultiano o no, es una fuerza productiva ejercida por individuos pero raramente controlada por ellos, como bien vio en Conversación en La Catedral y en «Los modernos rasputines» (1998). En este contexto sí tiene razón Leenhardt, discípulo de Goldmann, al argüir que la literatura: Puede en ciertas circunstancias vincularse a sistemas ideológicos no dominantes, y por consiguiente adherirse a grupos sociales hostiles a la clase dominante, sea hacia delante –literatura progresista–, sea hacia atrás –literatura nostálgica–. […] Por lo tanto, no podrían quedar los vínculos entre literatura y sociedad fijos en la inmediatez de una relación causal o estructural; hay que apreciarlos dentro de la dinámica de los grupos y las clases sociales (1975: 183, 186).
Cuando la crítica de Vargas Llosa comienza a especular sobre las alianzas de clase que el autor transpone en su prosa, como vimos respecto a Historia de Mayta, pretende hallar una transparencia que ignora la encrucijada que acabo de citar. Lo hace para recuperar los subtextos cubiertos por las relaciones de poder, que siempre se extienden más allá del poder de la pluma. El Estado, la Nación y la Sociedad llegan a ser casi sinónimos para los críticos menos felices de sus novelas. El único que ha tratado la transposición con inteligencia y extensivamente ha sido B. Anderson, partiendo del hecho de que el «mejor lugar para examinar el asunto de 322
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cómo el escritor finisecular todavía podría tratar descifrar la nación es Latinoamérica» (1998: 336), y su muestra es El hablador (338348), «no la obra general de Vargas Llosa, o su vida» (ibíd.: 338). Los sinónimos mencionados son imposibles de concebir para sus ensayos, en los cuales sitúa la tríada mencionada más cerca a la esfera del pueblo. La ubicación se debe a que las relaciones de poder entre los personajes ficticios son obviamente más fáciles de manipular que las de los protagonistas en sus ensayos, quienes confrontan un Estado más real. Si éste puede analizar cómo el poder se apropia de la esfera pública no puede examinar por qué el poder del Estado se concibe como tal. Nótese cómo lo noveliza, y complica, Vargas Llosa en La Fiesta del Chivo, cuando el narrador dice del dictador: «Dudaba a veces de la trascendencia, de Dios, pero nunca de la función irremplazable del catolicismo como instrumento de contención social de las pasiones y apetitos desquiciadores de la bestia humana. Y, en la República Dominicana, como fuerza constitutiva de la nacionalidad, igual que la lengua española» (301; énfasis mío). Como apunta Foucault, las relaciones de poder (y por ende el análisis que se debe hacer de ellas) se extienden necesariamente más allá de los límites del Estado, en dos aspectos: Primero porque el Estado, por toda la omnipotencia de sus aparatos, está lejos de ser capaz de ocupar todo el campo de las relaciones de poder actuales, y además porque el Estado sólo puede operar en base a otras relaciones de poder ya existentes. El Estado es superestructural en relación con una serie completa de redes de poder, que incluyen al cuerpo, la sexualidad, la familia, el parentesco, el conocimiento, la tecnología y así sucesivamente (1979: 39).
En esa encrucijada está el Vargas Llosa del siglo XXI respecto a las variantes del poder social, por su conocimiento anterior de las complejidades de lo que es una lucha de clases, y por su pasado políticamente envidiable. Se podría decir (y cualquier lector de E. P. Thompson y su posición antialthusseriana, opuesta al teoricismo elitista, podría defender esta aserción) que la progresión política de Vargas Llosa ha sido hacia un liberalismo manchesteriano, 323
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tecnocrático e imperfecto, como él mismo admite. Su liberalismo prescribe principios de justicia para la estructura básica de la sociedad, en vez de una vida ideal para un individuo o comunidad. Es decir, no sólo se aleja de la idea de Hobbes de que el deber del Estado es mantener un modus vivendi entre individuos de creencia y valores diversos, sino también del liberalismo fundamentalista de alguien como Fukuyama, todavía esperanzado en un progreso hacia una civilización racionalista universal. Según Fukuyama, lo que se acabó cuando la historia terminó fueron los desacuerdos fundamentales sobre los modelos ideales para la organización social. El triunfo de Occidente fue el triunfo de una idea occidental: la democracia liberal. Pero el fin de la historia no implica, según Vargas Llosa, la ausencia de los conflictos en sí. Más bien, sólo exige que todos los conflictos sean entendidos como aprietos entre identidades, lo cual es peor. Él es entonces el intelectual disidente que comienza filosofando sobre una especie de primer fin de mundo. Es también, en todo sentido, el intelectual específico que quería Foucault, especialmente en términos de sus batallas contra el poder: es el intelectual que se dirige a problemas sociales particulares sin depender completamente en una teoría general de la naturaleza humana o de la historia, con la esperanza de exponer un mal, en vez de corregirlo. Cuando Vargas Llosa se mete en la política su púlpito se sitúa en la batalla pública de manera más visceral, y el tipo de libertad que tiene es claramente diferente, ya que como político tuvo que moverse entre las complicadas realidades de esa esfera. En ese puesto choca contra los intereses contradictorios que componen ese habitus. Se da cuenta de que las fronteras normales de la política y sus pasiones son también el punto de encuentro entre la moralidad y el pragmatismo. Recordemos otra vez que el habitus es un sistema adquirido de esquemas generativos, ajustados con cierta objetividad a las condiciones particulares en que es constituido. ¿Cuáles son las disposiciones y actitudes a las que siempre recurre el comportamiento? Como vimos en su lectura de Popper, acepta el campo del mercado, pero hay suficiente en sus ensayos como para darse cuenta de que no le gusta inmiscuirse en él. De la misma manera, antes de convertirse en candidato mostraba no estar en contra del 324
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campo de los partidos políticos, pero también mostraba estar por encima de ellos. Es decir, todavía no ha podido encontrar un lugar para sí en la política tradicional latinoamericana, tal como se notó en sus alianzas durante las elecciones municipales y durante su retorno al Perú para la reorganización del Fredemo en 1991. Como intelectual y político ahora prefiere la armonía y la disciplina tanto en su vida como en su prosa. El problema es que las vidas de autores como él frecuentemente tienen un empuje narrativo superior al de la obra de arte simplemente imitativa o mimética. Así resumida, su opción no se distancia para nada del contexto liberal mayor. Resulta que con el advenimiento de pontífices liberales latinoamericanos la representación burguesa de la esfera pública también abandonó su filosofar, se hizo más «realista», como Vargas Llosa. En un contexto mayor y a pesar de las diferencias dadas con el traslado continental, en las Américas y antes en Europa la opinión pública se convirtió en un poder entre otros poderes, sin reconocerse la dicotomía de clase que implicaba. Ésta genera grupos alternativos para la formación de clases, y transforma el entendimiento social de lo que vale como conocimiento. Pero según Popper, en un ensayo de los años cincuenta, el concepto de opinión pública se ha aceptado sin la mínima crítica, como si el «pueblo», la «gente» y el «hombre en la calle» fueran una sola entidad o deidad. Mucho antes que Habermas, Popper señala problemas prácticos entre la censura y los monopolios de la publicidad, y por ende encuentra granos de verdad y gran poder en ambas esferas. Sin embargo, sostiene que «es un peligro para la libertad si no es moderada por una fuerte tradición liberal. Es peligrosa como árbitro del gusto, e inaceptable como árbitro de la Verdad. Pero algunas veces puede asumir el papel de culto árbitro de la justicia. (Ejemplo: la liberación de los esclavos en las colonias británicas). Desafortunadamente puede ser “manejada”. Estos peligros pueden ser contrarrestados sólo con el fortalecimiento de la tradición liberal» (Popper 1992c: 160).2 Las prevenciones de ésta contra lo que verdadera-
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Por liberal (véase «Literature and the Search for Liberty» de 2011) siempre se entiende el aprecio de la libertad individual, consciente del peligro inherente
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mente amenaza a la democracia que se haya creado en países específicos parecerían salir de una voz que no se puede distinguir. En los atentados que eventualmente desmantelaron el gobierno liberal del fallecido Carlos Andrés Pérez («La OEA y los golpistas» en Desafíos a la libertad), Vargas Llosa ve lecciones para el resto del continente. En «Ruido de sables», del mismo libro, añade: «la vieja picardía criolla de los politicastros profesionales no sirve para hacer una reforma liberal en democracia. Pasar de una economía enajenada por el subsidio y los controles a una libre tiene un alto costo social que no puede imponerse por sorpresa –con nocturnidad y alevosía– a una sociedad sin que ello genere tremendas explosiones de descontento y frustración» (93). Recuerda, además, que los presidentes de países democráticos son elegidos no para hacer lo que quieran, sino para practicar la política que los votantes escogen. Esta ambivalencia en las remozadas teorías liberales cuando se organiza el capitalismo queda resumida por Habermas como sigue: Pero ni el modelo liberal ni el socialista eran adecuados para la diagnosis de la esfera pública que quedaba peculiarmente suspendida entre dos constelaciones representadas de manera abstracta en sus modelos. Dos tendencias relacionadas dialécticamente entre sí indicaban el fracaso de la esfera pública. Mientras más esferas de la sociedad penetraba, perdía simultáneamente su función política, a saber: la de
en toda forma de poder y autoridad, no un simpatizante de un partido político. La crítica del liberalismo revela parientes lejanos con ideas cercanas, no una doctrina unida. Vargas Llosa no adhiere a enterrar el liberalismo, lo cual impide considerarlo conservador en el sentido anglosajón. Según Irving Kristol, un neoconservador es un liberal que ha sido asaltado por la realidad, idea expuesta cuando Michael Harrington, autor socialista de The Other America (1962) acuñó neoconservador. El liberal anglosajón cree que el Gobierno debe mejorar las oportunidades del pueblo y ensanchar sus libertades; así, en la crisis actual, Obama regresa a prescripciones de Keynes, no de Hayek. Sin embargo, con la crisis económica actual, desde 2011 Hayek está suscitando muchísimo interés en el ámbito anglosajón. El capítulo «Mr. Vargas Llosa Goes to Washington» de De Castro (2011: 46-59) resume las conexiones, sin centrarse en Hayek, a veces aliando las ideas del peruano a un contexto que el mismo autor ha puesto en perspectiva.
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supeditar los asuntos que había hecho públicos al control del público crítico (1991a: 140).
Créase lo que se crea sobre esta progresión, no cabe duda de que al atribuírsele calificativos similares a Vargas Llosa se comete la injusticia de quitarle al que ha entrado en esa esfera la posibilidad de definirse, o de no hacerlo. Los que quieren encasillarlo por lo general están instalados en la ortodoxia epistemológica de un marxismo colectivista, previsible, monolítico, impersonal, linear y reduccionista; y no muestran la mínima intención de plantear la atenuación (o lo que él considera la esquizofrenia ética del intelectual barato) tal como se le pide al conservadurismo. Quedándonos en el territorio de los estudios literarios, uno de los apartados de la historia de la crisis terminal del socialismo real propuesta por Rodríguez Elizondo (1993) examina la crisis de la teoría, en el contexto de que cree en una nueva izquierda que abandone las cosmovisiones totalizantes (como el marxismo neohegeliano) y la terrible costumbre de orientarse por modelos elaborados desde y para otras realidades. Tal desesperación tiene que ver con la conversión del materialismo histórico en metahistoricismo de carácter religioso, y del materialismo dialéctico en una especie de mirabile dictu. Como sigue mostrando Vargas Llosa, los intelectuales literarios pocas veces hacen lo que escriben, y no sólo por emitir opiniones que aumentan su arribismo. Se llega a esta postura porque en «ese conflicto por la discrepancia y por la predicción los intelectuales actúan sobre la base de su erudición, conocimiento, metodología científica, capacidad de análisis y hasta de expresión» (Rodríguez Elizondo 1990: 144). Para muchos, el siglo XX terminó en 1989, cuando el comunismo cedió en Europa. No obstante, cuando cierta izquierda se apropia del término «Nuestra América», sigue pensando que «[d]emocracia y neoliberalismo son incompatibles con la acepción integral –política, económica y social– de la democracia» (Sánchez 1992: 25), porque según ellos la clave del éxito socialista radica en desplegar más y mejor el poder y la sabiduría de la gente. Es más, lo que Sánchez y otros llaman neoliberalismo no es, como he examinado, un retorno al pasado liberal, sino «una respuesta nueva del capitalismo en la búsqueda de condiciones siem327
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pre propicias a su desarrollo, bajo las circunstancias del inicio de otra etapa de división internacional del trabajo y de acumulación de capitales» (ibíd.: 31). Es por esas ideas «burocrático-progresistas» que Vargas Llosa sigue batallando contra los mitos que se nutren de sí mismos, y especialmente contra los representantes que se benefician de hablar de ellos y de sólo visitar la isla de su realidad. En «La ficción y la historia» repasa el libro del malogrado François Furet, Le Passé d’une illusion (1995) cuya inmediata traducción al español y portugués el mismo año tuvo una reacción igualmente inmediata y positiva. Vargas Llosa viene tratando su relación con el comunismo desde «Un francotirador tranquilo» (en CVM II), pasando por «Y al tercer día ¿resucitará?» (en Desafíos a la libertad). Lo que quiero señalar es que el peruano aprovecha su lectura de Furet para volver a exorcizar los demonios de siempre, para exhortarnos a considerar las ideologías utópicas como parte de la gran ficción que es la existencia: «Su tema, el más importante sin duda entre todos los que han llenado de ruido y de furia el siglo que termina, no es la historia real del comunismo, sino la del extraordinario contraste que hay entre esta historia objetiva y su visión idealizada o mítica» («La ficción y la historia», 13). Y ese autoengaño, que con razón parece creer vigente en ciertos sectores iberoamericanos, siempre ha afectado a su esfera pública. Por ello acota que «[p]or las páginas del libro de Furet desfila aquel ilustre, pero también patético, cortejo de militantes e intelectuales que tuvieron la lucidez de comprender la impostura y el coraje de denunciarla, en cada uno de los actos de la gran comedia» (ibíd., 14). Su nómina es la de The God That Failed, y acaba, naturalmente, en Camus. Vargas Llosa sabe bien que sólo se ha terminado el comunismo, mas no el utopismo y otras ilusiones perdidas. Nótese que en ningún momento recurre al facilismo de hablar de Cuba, porque aquí, como en todos sus ensayos, lo que le interesa es algo mayor: cómo la revolución adquiere carácter universal a los ojos de la intelectualidad europea gracias a los resultados desastrosos de las guerras ideológicas. El racismo, el nacionalismo, el multiculturalismo, el conformismo absoluto del totalitarismo, el poder como fuentes de todos los males sociales («La guerra florida», en Desafíos a la libertad) y las sinrazones de temas aliados son los que 328
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surgen entre 1990 y 1994, y que en varios sentidos definen su ruta, por lo menos hasta 2012. Obviamente, no se llega a nada constructivo aliándose a un lado u otro, y los cambios históricos (cuya presencia invisible se niega con valor, a la vez que se moviliza contra ellos todo sortilegio imaginable) no han visado a los que lo han hecho. Lo mejor es dejar que cualquier posición que se le pida al crítico que especula sobre estos polos políticos quede infusa en la polivalencia y complejidad de la explicación de estos ensayos. Visto de esta manera, y por cualquier intento presente de definición, Vargas Llosa es inherentemente un novelista político cuya política ES decididamente translúcida, especialmente si se la coteja con los ensayos que publica en sus intersticios políticos, como hemos visto al principio de este libro. Sus declaraciones, si no relativistas al respecto, transmiten ahora un normativismo previsible: No sé si esto es verdad para otros novelistas, pero creo que en mis novelas los temas políticos aparecen con bastante frecuencia, de una manera u otra, debido al tipo de novela que trato de escribir. Podríamos decir que son novelas con una misión, que se esfuerzan por mostrar una visión íntegra de la sociedad. Trato de escribir acerca de un mundo desde diferentes niveles de experiencia, y en algún nivel la política por supuesto tiene un papel importante (Gazarian Gautier 1989: 329).
Lo que no precisa es la selectividad de los últimos años que, dentro de la cotidianidad en que parece incluir a la política, hace que la novelice con una «misión», que busque formas factibles para realizarla. Es por esto que en ¿Quién mató a Palomino Molero?, aparte de representar el carácter evasivo de la verdad, al fin se descartan los factores sociales mayores (los verdaderos demonios) que pudieron haber ocasionado el asesinato que engendra la novela. El hecho es que en esa novela el narrador cuenta todos los callejones sin salida, las búsquedas inútiles y todas las claves detectivescas que no dieron resultado. Por tanto, la narración es a veces frustrantemente elíptica y estática, y si pensamos en el elemento detectivesco en Historia de Mayta y la influencia general de Camus en Vargas Llosa podemos llegar a conclusiones interesantes. En 1946 329
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Dashiell Hammett comenzó a dar conferencias sobre la posibilidad del relato detectivesco como medio literario progresista. Ese mismo año Camus visita Nueva York por la publicación en inglés de L’Étranger. Camus revelaría posteriormente que los cuentos detectivescos estadounidenses fueron su inspiración, y no es descabellado imaginar que, con la salvedad política, Vargas Llosa haya tenido en cuenta este hecho. De la misma manera, Elogio de la madrastra no es tanto una sucesión de escenas pasionales o «paratexto de cuerpo suntuoso» (Gutiérrez) sino una meditación sobre la corrupción de la inocencia en las garras del poder y de los que lo poseen. Disfrazando su novela de significados polivalentes, cede a la tentación de condenar una sociedad que para él representa la desintegración de una utopía. Esta utopía, tal como vio en Arguedas, no tendría lugar si no fuera la representación anticipada de otra que no se aloja en el reino estético. Consecuentemente, los ribetes neoconservadores de la utopía de Elogio de la madrastra proveen los péndulos del comportamiento de los personajes. Ya no es esta novela, entonces, una de las novelitas pornográficas que escribía otro álter ego, el cadete Alberto Fernández en La ciudad y los perros. De una utopía «arcaica» quiere pasar a una en que la modernidad sea el valor que sociedades como la peruana debieran asimilar, una utopía cuidadosa, sin fanatismos religiosos, que no se confunda con la terquedad individualista. Es decir, desea una utopía positiva, fundada en el bienestar de todos, muy diferente de la que examinó, por ejemplo, en La guerra del fin del mundo. Al respecto formula: «En una sociedad moderna el éxito está bien visto, y es algo que estimula a los demás a progresar, a esforzarse y a trabajar. Eso no existe en nuestro país y tenemos que conseguirlo porque es una condición ante la modernidad» (Jara et al. 1990: 20). La ironía es que él es la primera víctima de la modernidad que desea, ya que la metamorfosis de ésta no se desconecta de los movimientos socioculturales del momento. Es por esto que en la América Latina actual los liberales se han convertido en los que quieren mantener el statu quo estético y político, mientras que los verdaderos conservadores son los que abogan por que se efectúen cambios en las jerarquías internas y externas que obstruyen la evolución del campo cultural. El problema es que 330
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las bases filosóficas del conservadurismo de Occidente no se distinguen mucho de las de la tradición liberal. Hayek, por ejemplo, defiende la libertad individual ante el Estado en términos liberales (1967a: 177). Vargas Llosa, diferente de sus críticos, no ignora que el conservadurismo contradice la presuposición de que la sociedad liberal contemporánea es cada vez más mundana, racional y progresista. Si se toma en cuenta este campo cultural y de poder para su discurso ensayístico, sus momentos novelísticos menos felices ocurren cuando, al adueñarse del discurso público de la política, deja de confrontarlo neta y abiertamente con los valores privados del discurso de su prosa. La interpretación más completa, hasta ahora, de lo que es la idea de la novela en él concluye que su vocación «proviene de una insatisfacción de fondo, y el escritor escribe para lograr reconciliarse con la realidad, para recuperar un desacuerdo insoportable. Pero esta reconciliación nunca llega: la obra acabada y publicada no sirve para hacer menos opaco o enigmático el mundo real, que continúa irguiéndose amenazante y caótico ante el individuo» (Bertini 1986: 351). Vargas Llosa estaría de acuerdo con ese psicologismo, y lo aplica a Salazar Bondy en el conocido ensayo sobre su compatriota. Pero cabe insistir en que con el auge de su ensayística y los cambios personales es menos dable postular, como hace Bertini, que lo que rige en su novelística es la noción de obra abierta. Dicho de otra manera, la novela no es para Vargas Llosa, como para Lukács, la resolución de los problemas del individuo en una sociedad abierta. Lo que fija en sus ensayos le permite, sobre todo, proveer en sus novelas un modelo estético de la libertad humana. Este modelo subyace de una manera u otra, como vimos en su percepción del neorrealismo no literario, en alguna teoría (pos)modernista. A la vez, logra conectar ese enfoque con la esfera de la política internacional referida a primeros y terceros mundos. El neorrealismo político propuesto alrededor de 1979 por Kenneth N. Waltz con fuertes ribetes popperianos apunta, como el del peruano, hacia otras ambigüedades de los conceptos ideológicos para el equilibrio de poderes. Como en la prosa del peruano, estas categorías no se refieren a clases sociales y las luchas entre éstas, sino a la lucha entre Estados modernos. Paradójicamente, este neorrealismo es 331
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una postura althuseriana, cuyos errores combinan compromisos estatistas, estructuralistas, positivistas y utilitarios implícitamente vertidos sobre sus propias libertades. Es decir, estas jerarquías o cruces discursivos son una manera de superar en la prosa las contradicciones del realismo clásico cuya eficacia no captura las experiencias sociales líquidas. No obstante, los sujetos humanos son presentados en los ensayos y novelas de Vargas Llosa como seres cuyas posibilidades de libertad se hacen realidad cuando, independientemente de todo lazo o expectativa normativa, logran producir constantemente nuevos autoconceptos. Por lo tanto, los cambios de su prosa proceden de una voluntad de arte nuevo, aun cuando ésta sea la voluntad de un realismo. El nivel de libertad, al cual el individuo puede llegar por medio del dominio de sí mismo y de lo que puede crear, se mide entonces de acuerdo a la distancia que puede crear entre sí y la esfera de valores culturales de su momento histórico. Las multitudes abigarradas de Conversación en La Catedral y La guerra del fin del mundo, y el puente que establecen con el heterogéneo elenco de sus ensayos, evocan entonces el subtexto de que la libertad positiva se obtiene experimentando muchas formas de vida, dentro de una tradición y comunidad diagnosticadas en función de lo que no se puede perder en una sociedad. En la crítica estadounidense del género novela de finales del siglo XX se creía que la de Occidente había llegado a formularse actualmente como modo subjetivo, paradigma ético, discurso cultural y terapéutico, diseño psicosocial, estrategia posmoderna avant la lettre, y simple proceso narrativo (cf. Spilka y McCracken-Flesher 1990). De la misma manera, la crítica latinoamericanista progresista habla del supuesto poder de la política en la novela, pero en realidad el tema ha sido supeditado por esa crítica a intereses personales. No se debe a que la relación entre la novela y las frases manidas de sus comentaristas sea ahora problemática, sino a que los medios y guardabarreras literarios han canonizado desenfrenadamente al novelista en vez de a su prosa, que obviamente incluye a su ensayística. De esto no se debe culpar a la sociología de la comunicación de los comentaristas angloamericanos, sino a la ceguedad crítica ante el punto en el que la novela y la ideología, vistas por los prosistas, divergen. En el 332
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capítulo 23 de La cartuja de Parma Stendhal explica que la política en una obra literaria es como un tiro en medio de un concierto, algo vulgar, y por lo tanto es imposible no prestarle atención.
B. Hacia una coda política para la prosa Estos comportamientos y tácticas de poder resultan de una concepción que comienza por la exigencia de uniformidad de pensamiento (los dogmas de otros), de ideología, de una política única. Esta condición hace sospechoso y espinoso reclamar conclusiones aglutinantes, especialmente cuando no surgen de confesiones paralelas. Lo anterior sería la gran conclusión de este libro. Como decía en la introducción, las conclusiones tajantes son el reino de los académicos, y la ensayística de Vargas Llosa no es el mejor lugar para aquéllas. Aunque sus críticos progresistas se precaven constantemente, ignorando o marcando la provisionalidad de sus exégesis, no es éste un argumento habilitante para justificar sus apresuramientos o descuidos. Dicho de otra manera, practican un discurso estrecho, de conducciones únicas y abolutistas, regidas por las guerras interpretativas por las que atraviesa ese discurso que no se atreve a decir su nombre verdadero. Ésta es la médula del asunto, del momento policíaco de la crítica. Un comentador político, que por circunstancias de la historia llega a un espacio de guerra por el poder, no quedándole otra alternativa, no deja de ser un diseminador político. Es el problema con un intelectual poderoso como Bourdieu, que exhibe los emblemas de su poder en los medios que critica, como prueba de la aversión que le inspira el poder de otros. Comprendido así, el acto crítico puede ser visto como una organización paramilitar, coadyuvado por pensadores similares. De allí el comentario deconstruccionista o la crítica marxista ortodoxa: si la noción de representación o responsabilidad de un discurso desaparece, el auditorio no sabe qué podría ser de incumbencia filosófica o literaria. Es la literatura que desafía esos dogmas, porque escrita al «margen político» le recuerda a Occidente lo que siempre ha sido la literatura: urgencia, compromiso, tensión, y sentimiento (cf. Schwarz 1990: 218), sobre todo considerando, con Gabler, que 333
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los pensadores son víctimas de la superabundancia de información, y que las ideas de los de hoy también son víctimas de ese exceso. Como manifiesta Adorno, retomando nociones de su «El artista como lugarteniente» al que me referí en el tercer capítulo, la verdad de las obras yace más allá de sí mismas, a causa de su estructuración estética; y ese más allá tiene valor social. Adorno propone un punto medio que distinga entre tendencia y compromiso, y a este último polo como una reflexión más elevada. Sobre todo en lo que se refiere a las funciones del discurso en ensayos y novelas recientes del peruano, muy pocos de sus críticos han sabido establecer la siguiente distinción propuesta por Adorno: El concepto de compromiso no hay que tomarlo demasiado al pie de la letra. Si se lo convierte en norma de censura, entonces reaparece aquel momento del control dominante respecto a las obras de arte, al que ellas ya se oponían antes de cualquier compromiso controlable. Pero así quedan sin efecto categorías como la de tendencia y aun las otras más burdas que le han sucedido, y su anulación ya no responde sólo a los deseos de la estética del gusto (1971: 321-322).
El novelista comprometido de Occidente es considerado como tal sólo si obedece ciertas reglas ideológicas. Si su compromiso es con su arte o algo por el estilo, deja de ser «comprometido», y se lo somete a pruebas que se agigantan con el poder de la prensa. Vargas Llosa lo piensa así al recibir el Premio de la Paz: «Que el escritor “se comprometa” no puede querer decir que renuncie a la aventura de la imaginación, ni a los experimentos del lenguaje, ni a ninguna de las búsquedas, audacias y riesgos que hacen estimulante el trabajo intelectual, ni que riña con la risa, la sonrisa o el juego porque consideran incompatible con la responsabilidad cívica el deber de entretener» («Dinosaurios en tiempos difíciles», 13). La exigencia de compromiso olvida que su empeño no es reciente, porque la literatura, desde Cervantes, Swift y otros, nunca ha estado libre de ortodoxia doctrinal. Según Rushdie, que sabe de esto, el novelista y el editor de un periódico viven de la ficción, porque los personajes de carne y hueso no se pueden escapar de su imaginación y pensamientos 334
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impresos. Aunque agradece a la prensa la atención que le ha dado a su situación, le parece levemente impropio que en una sociedad libre «un novelista sea reescrito» (1996a: 19). Opina que vivimos en una época de más y más censura (ibíd.: 20), en que el vocablo respeto se emplea para enaltecer los abusos de extremistas ideológicos. Para él, entonces, «el mayor asunto que confrontan los periodistas y los escritores de novelas es determinar, y entonces publicar, la verdad» (ibíd.: 18). Ésta, como demuestra Rushdie en otro artículo, nunca es regional; y para producirla hay que rechazar los obituarios de la novela escritos por eruditos como George Steiner, porque como observa Rushdie: «No hay crisis en el arte de la novela. La novela es precisamente esa “forma híbrida” que añora el profesor Steiner: es parte investigación social, parte fantasía, parte confesión; cruza fronteras del conocimiento y topográficas» (1996b: 50). En suma: la novela no ha muerto, ni la crítica o el libro. Vale tener en mente también un comentario de Hayek sobre la relación entre empleo e independencia: «No me opongo a la influencia que ejercen las clases intelectuales a las cuales pertenezco, o sea, los profesores, periodistas o funcionarios públicos. Pero reconozco que, al estar empleados, tienen su propio prejuicio profesional que en ciertos puntos esenciales es contrario a los requisitos de una sociedad libre y que tiene que ser confrontada o por lo menos modificada» (2011: 193). En «Las profecías de Casandra», recogido en El lenguaje de la pasión, Vargas Llosa se refiere a la misma conferencia de Steiner que discute Rushdie. Si éste no cree en las alarmas de Steiner acerca del ocaso de la novelística europea (y lo prueba convincentemente), nuestro batallador opina que los medios audiovisuales (cf. la polémica con Popper, ya mencionada) nunca producirán obras maestras del tamaño de las literarias, como también arguye en «Dinosaurios en tiempos difíciles», aunque allí implica que literatura es sólo la buena literatura y el cine sólo diversión. Y la consecuencia más notoria de la gran expansión del público consumidor de libros «ha sido paradójicamente, no la difusión masiva de la mejor literatura, sino la caída en picada de exigencia intelectual y artística para el libro literario y el surgimiento de una subcultura –la del best seller» (14). Es una posición que Vargas Llosa sigue 335
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manteniendo en el siglo XXI, además de verificar que trata respetuosamente y vuelve a críticos con quienes no está de acuerdo (así en «Presencia real», publicado en 1991 y no incluido en Desafíos a la libertad). Lo que hace es enseñarnos a pensar que la literatura no se agota con la prosa posmodernista que conoce. Igualmente importante es que mantiene que la democracia de libre mercado tiene vicios sutiles, que explican sus imperfecciones. En «El paraíso de los libros», tres años antes de «Las profecías de Casandra», expresa el personalismo de su relación con la cultura del libro, la combinación de sensualidad, egoísmo, e ingenuidad que se experimenta al acudir a un negocio de libros nuevos o de ocasión (669). Como vimos en otras prosas, no se queda en la experiencia personal. Lo que le interesa es la solución a su pregunta, hoy retórica, de si la cultura del libro va a desaparecer. Dice que la parece técnicamente imposible, y que acepta la hipótesis de que el proceso acarreará ventajas culturales y tecnológicas considerables. Pero: «Eso sí, me intriga la suerte de la literatura en medio de estas mudanzas. ¿Sobrevivirá en la era audiovisual? Seguramente, sí. Pero, sin duda, como una cultura al margen de la principal […]. En contrapartida, será tal vez más personal y más libre» (ibíd., 670). Los libros, según expone en estos artículos separados por casi tres años, gozan de buena salud, y lo que está detrás de sus propias alarmas es que la democracia está permitiendo que la cultura de Occidente se olvide de leer. Esa idea, que enfatiza que en la sociedad abierta la literatura no debe ser Light –para evitar copiar la paradoja de que en las sociedades cerradas se la considere peligrosa– es la idea fundamental de «Dinosaurios en tiempos difíciles» (6-7). En 1999 concentra la idea en «Nadja como ficción» y «La muerte de la novela». Si en el primero define el género volviendo a su binarismo predilecto de realidad y ficción (35), y ve en Breton a un marginado por preferir novelas «hermafroditas» (34), en el segundo distingue entre «novela de sofá» (las que le importan) y las de novelistas light, «la inmensa mayoría de los cuales escriben novelas más para ser convertidas en películas que para conquistar a los lectores» (14). Expandió el tema en estos años, sobre todo en dos artículos de 1997, «Librerías y libródromos» y «Epitafio para una biblioteca», que no siempre notan que las obras y los lugares 336
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que la contienen se legitiman a sí mismos, lo quiera o no el sistema político en que existen. Tal vez sean más contundentes dos largos artículos de este siglo. El primero, maniqueo y extenso sobre la amenaza de las novelas light, es «Un mundo sin novelas» (2000), que también defiende el «conocimiento totalizador» (39) que sólo se encuentra en ellas. El segundo, «Camelias fragantes» (2005), permite fijar cómo distingue entre novelas follestinescas del XIX, la literatura popular y la hibridez del XXI. Esas opiniones necesitan matices, y no subestimar la fabulación de best sellers como la trilogía Millenium de Larsson, a cuya defensa (no de la absorbente protagonista que no es un modelo para las jóvenes de hoy) salió con «Lisbeth Salander debe vivir» (2009); y no es inconsecuente observar que las novelas de Larsson, Bolaño y Vargas Llosa son ambiciosas, sus personajes complejos, su escritura fuerte, y comparten la capacidad de narrar ágilmente. En lo que va del siglo actual, Emily Parker, en ocasión de la publicación de la versión inglesa de «Un mundo sin novelas» para festejar el Nobel, escribe: «Su obra es probablemente la máxima refutación de los que creen que la literatura existe en la periferia de la historia y la política, o que alegan que “no tienen tiempo” para la ficción» (2010: A17). ¿Por qué matizar sus opiniones? En este caso porque las novelas de Larsson también contienen una política anticapitalista caricaturesca, en que los periodistas virtuosos batallan contra capitalistas criminales que se reconoce fácilmente. Una objetividad paralela a su artículo sobre Salander se desprende de «Acomodos con el cielo», en que combate sin fanatismo el fanatismo que acosa a Rushdie, fatwa o no, por la importancia que ambos atribuyen a la palabra impresa. Allí añade que «[m]uy probablemente ninguno de los imanes que condenó a muerte a Salman Rushdie ha leído su libro y menos aún esos fieles que, a ciegas, están dispuestos a ejecutar la bárbara sentencia. Porque se trata de una novela casi ilegible, un mamotreto prolijo y tedioso en el que hay que hurgar asfixiantemente para llegar a las blasfemias del escándalo» (Desafíos a la libertad, 24-25). Al respecto vale comparar el estilo del artículo «Diana, la muerte obscena» (Clarín, 18 de septiembre de 1997, p. 23), que escribió Rushdie al morir Lady Di (en inglés se había publicado tres días antes con el título «Crash», 337
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o choque, en The New Yorker), con el que escribió el peruano sobre el mismo tema. Aparte de concientizar al lector por enésima vez respecto a la censura, el fanatismo religioso y su relación con las sociedades antidemocráticas, muestra que el llamado contra Rushdie es contra todos nosotros, porque los interesados en el tribalismo, la identidad exclusivista y la ideología por la ideología no aceptan el diálogo. Su crítica ideológica no deriva hacia una estetización de la política o en un nuevo academicismo. Si el habla es elitista y codificada, como la de la deconstrucción o el feminismo académico anglosajón, no se hace otra cosa que replicar el elitismo y patriarcado de los cuales se quejan, como demuestra en «Contacto visual» (Desafíos a la libertad, 199-203) sobre el dramaturgo David Mamet, quien en The Secret Knowledge (2011) ahora rastrea su conversión de liberal a conservador estadounidense. Se podría reiterar que en Notas de literatura Adorno afirma que si la novela quisiera ser fiel a sus cimientos realistas y decir las cosas como son, tendría que repudiar un realismo que, al producir una fachada, sólo ayuda a fomentar un comercio de decepción. Como propuse en capítulos anteriores, el realismo es de empleo limitado, porque como estética restauradora excluye convencionalmente. Esta salvedad, que Lukács y Auerbach desatendieron en su discusión del realismo al no relacionarlo a otras formas culturales o del conocimiento, es más fácil de subsanar en la relación entre el realismo y la prosa no ficticia, lo cual es teóricamente compatible. Para Adorno, sabemos, el ensayo es realista en su fragmentación, ya que así no impone un orden en una modernidad que de por sí es bastante desconcertante, desordenada, fragmentaria y sin conclusiones. El lenguaje existe en la modernidad como un hecho y como un valor (crítica que hace Habermas a Derrida sobre el discurso), y por eso puede ser considerado característico del giro actual que tiende a expandir y a limar la comunicación entre los seres humanos. Según Vargas Llosa, en América Latina un escritor siempre está ordenadamente desarraigado entre una vocación y una obligación, y, como lo sigue formulando desde los ensayos de los años ochenta: «la vocación de la literatura es una vocación que lo induce a uno al distanciamiento, es decir, uno sólo puede crear si se encierra en sí mismo con sus propios demonios, trabaja en esa soledad escar338
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bando su imaginación, ese lado oscuro de la personalidad que es el que provee realmente de materiales de trabajo a un escritor» («Cultura de la libertad», 1985: 9). Hay que recordar que cualquier texto genera lineamientos, da órdenes desde su base textual, y hace girar todas las necesidades de la organización en base al aparato discursivo de la misma. Por esto proponía en mi segundo capítulo que la noción gadameriana del texto eminente es viable para el entendimiento de los ensayos del peruano. Bruns, en su respuesta a Gadamer, aclara lo que se debe entender por texto eminente: «Un texto eminente nunca es meramente “correcto”. Nunca depende de nada para su eminencia. Es decir, no sobresale en virtud de su correspondencia con algo, y por cierto nunca debido a que está de acuerdo con cualquier versión de las cosas que aprobemos o autoricemos como “verdadero”» (en Gadamer 1982: 358). Esto no quiere decir que los militantes del texto eminente se conviertan en «militares revolucionarios», ya que serían militares al fin, a veces queridos y apreciados por el pueblo lector, pero lejanos del pueblo que no lee. Lo interesante de esta situación es que los opositores de Vargas Llosa, y los que lo apoyan, no se dan cuenta de que una organización discursiva debería conocer a conciencia al sector social que quiere representar. De esta conciencia de clase provienen las organizaciones discursivas, más que de un ensayo u otro que conduce a algunos críticos a no apostar por él o su obra. Es en ese sector donde conviven todas las expresiones, a nivel culto o nivel popular. Después de todo, Lenin argüía en Qué hacer (texto que leen los terroristas en Historia de Mayta) que la democracia social era la expresión histórica no del proletariado (que desde el Imperio romano sirve al Estado únicamente con su prole) sino de los representantes educados de las clases propietarias; es decir, de los intelectuales que elaboran sus teorías independientemente de los movimientos verdaderamente populares, refugiándose en la inautenticidad acomodaticia de sus personas públicas. El hecho es que nadie, desde su comodidad crítica, se mata por posiciones divergentes donde viven «los otros», sea en las filas del desempleo, el crimen y el castigo, en los sindicatos, asambleas populares y arrabales, o en las organizaciones parroquiales y de base. La crítica no está al servicio de la verdad, porque no se sabe 339
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cuánta verdad puede soportar. Para oponerse a instituciones de esferas hegemónicas efectivamente los críticos deben abandonar ese proyecto y ver la verdad como la figura que da poder a la producción compulsiva y discursiva de las metas reguladoras de la cultura (cf. Bové 1986: 267-268). La paradoja de pretender hablar por una posición política que beneficie al «pueblo» es que son precisamente los organismos que acabo de mencionar los que han permitido la supervivencia y el desarrollo de mecanismos discursivos privilegiados, como el de los comentaristas populares o profesores universitarios protegidos en departamentos que parecen asilos a donde van a morir ideas viejas, y que debajo de la máscara de cierto conocimiento dicen entender la prosa no ficticia de Vargas Llosa. Ni las mal llamadas izquierda y derecha se proyectan hacia organizaciones revolucionarias que permitan diferentes tendencias internas y aseguren mecanismos de recambio. Por eso obras como las de Tocqueville, Hayek y Keynes, y las del peruano siguen siendo populares para las ideas encontradas de izquierda y derecha, y actualmente abundan las traducciones y estudios sobre ellos. Las conducciones terminan habituándose a ser flexibles, tanto en las estructuras que poseen el poder, como en las que lo aguantan. De la misma manera, la crítica habla del peso del discurso pasado y de la ansiedad de la influencia. La necesidad de innovar es entonces una parte antigua de la psiquis del prosista, pero la novedad nunca ha sido tan crucial para éste como a principios del siglo XXI. Paralelamente, si nuestras ideas parecen más pequeñas hoy no es porque somos más tontos que nuestros antepasados, sino porque las ideas no nos importan tanto como antes. Aunque se le puede objetar que en la época de los filósofos clásicos de Grecia se chismeaba, vivimos, vuelvo a Gabler (2011: SR5), en un mundo «posideas», en el cual las grandes ideas que provocan pero que no se puede rentabilizar instantáneamente tienen tan poco valor intrínseco que menos personas las están generando, y a pesar de la red, hay menos recursos para diseminarlas. Así, las ideas atrevidas están pasadas de moda. Frente a ese mundo, que según algunos historiadores permite hablar de un siglo perdido, prosistas como el peruano nunca han sentido tanta presión para violar tradiciones, y en la práctica discursiva lo hacen a su manera, lo cual no siempre 340
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satisface al auditorio. Ante Vargas Llosa, y en él, la autocrítica deja de ser válida cuando no hay mecanismos democráticos de recambio que permitan corregir los errores que se comete. Como explican Hayek y Popper, es necesario distinguir entre verdad y error, pues el primer error es el relativismo escéptico. Así, el problema con sus detractores es muy claro: proponen una lectura de él basada en lo que Vargas Llosa quiere refutar. Hay que abandonar entonces el callejón sin salida entre política y estética que sigue dominando en ensayos interpretativos como los de la deconstrucción. Ésta quiere eliminar la tensión, positiva, entre la estética y la política, cuando lo que hay que hacer es aumentar la presión entre los que proponen uno u otro polo interpretativo. Vargas Llosa, en su lucha entre el tipo de sensatez propuesto por Adorno y el psicologismo, parece estar produciendo más significados que sus lectores al venerar más a la verdad que a las circunstancias, todo lo cual se eleva a un poder más alto en los ensayos discutidos. En uno de los de la primera serie «Piedra de toque» manifiesta de manera desdoblada y contundente el paradigma y barómetro de su discurso ensayístico: «El hombre de convicción dice aquello que piensa y hace aquello que cree sin detenerse a medir las consecuencias, porque para él la autenticidad y la verdad deben prevalecer siempre y están por encima de consideraciones de actualidad o circunstancias» (Desafíos a la libertad, 133). Sólo algún «intelectual barato» que haya leído sus ensayos superficialmente podría decir que Vargas Llosa quiere establecer de antemano una ontología de poder en su comportamiento textual. Sus piedras de toque son la piedra filosofal, la piedra del escándalo, la piedra franca, y de éstas dependen su política y estética realista, que revelan necesidades existenciales en su lucha por un nuevo yo cultural. Para volver a uno de sus héroes iniciales, su «yo» ensayístico tiene una situación (Sartre) dentro de la cual forma un proyecto específico. Si Les Mots es un adiós a la literatura dividido entre «Leer» y «Escribir», El pez en el agua es un regreso, y están bien escritas porque la literatura sólo se destruye con literatura, incluido el padre severo que asemeja a ambos prosistas. Si con su autobiografía de 1953 Sartre se liberó de su neurosis al convertirse a los valores revolucionarios, en 1993 Vargas Llosa hizo algo parecido, 341
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pero al revés políticamente, y sólo como comienzo de algo mayor (cf. Matías Barchino Pérez, en Polo García 1997). Se distancia así de lo que cree que sigue prevaleciendo en América Latina: una visión maniquea del mundo, que sólo ha permitido una cierta cantidad de libertad o liberación. Pero en lo profundo, afirma, las características y actitudes que surgen de esa tradición «todavía regulan nuestras acciones: yo lo noto continuamente en mi propia persona» (Yáñez 1985: 68). Por eso, cuando quiere representar el mundo latinoamericano actual –que en verdad no está al fin de la historia, la ideología o la violencia, como para que él deje de escribir sobre ello– obligatoriamente presentará personajes que reproducen o se aproximan a este modelo dado, aunque no sean copias fieles. Para él no hay nada como una buena idea para generar copias de ideas buenas. En otro diálogo de 1985 dice: «El tipo de episodios, de personajes que suelen resultar para mí estimulantes, es decir, que me sugieren una fantasía y esa urgencia, ese cosquilleo que lo lleva a uno a plasmar una historia, generalmente son episodios o personajes que, de alguna manera, viven o experimentan algo negativo, aunque me pasan muchas cosas positivas y conozco cosas que son muy hermosas» («Cultura de la libertad», 21-22). Al respecto, vale pensar en el hecho de que en sus novelas siempre hay un personaje positivo, un héroe en el que no existe la autoconciencia valorativa (el autor, según Bajtín). Ese personaje siempre da la impresión de estar en un estadio moral superior, y la interpretación ingenua lo podría asociar con el autor empírico (así Braulio Muñoz en su monografía del 2000, A Storyteller: Mario Vargas Llosa between Civilization and Barbarism). Esta presencia es notable en Historia de Mayta, anteriormente en La tía Julia y el escribidor, y por cierto menos en el siglo XXI. Sin embargo, como en Tolstói, La guerra del fin del mundo es un asalto a la teoría histórica del «gran hombre», desmantela las ilusiones de los individuos y expone las energías anarquistas y anónimas que propulsan la vida. Si se puede razonar que hay un sentido en el que, para que las novelas funcionen, los lectores deben sentirse atraídos al personaje central –y los últimos ensayos de Vargas Llosa en realidad no hacen más que presentarlo como otro personaje en ellos– resulta poco arriesgado suponer y asumir que la idea misma del personaje 342
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en la novela es en sí ideológica.3 La lectura de sus lecturas también lo son, y basta un ejemplo para dejarlo en claro. En el ensayo «Tirant lo Blanc: las palabras como hechos» del libro dedicado a esa novela retoma por enésima vez su convicción de que las «únicas auténticas novelas “realistas” son las malas novelas, aquéllas que carecen de poder de persuasión para convencernos de la realidad de su irrealidad, aquéllas a las que la incompetencia del autor no pudo liberar de la servidumbre de lo real, ésas que no pasan de ser un documento, un testimonio, un catastro de lo existente» (104). Su convicción, obviamente, no sólo permite trazar un círculo interpretativo para el final de mi libro, sino también lo que ha significado la raíz de este tipo de discurso ensayístico vargasllosiano, especialmente para la crítica que la ha examinado a conciencia durante las últimas dos décadas. He dicho anteriormente que la inmensa mayoría de ella no se ha dedicado a su ensayística, tal vez porque no se han coleccionado.4 Los libros que he examinado como introducciones, dependen del procedimiento de ver los patrones recurrentes en la novelística de Vargas Llosa como una expresión que de alguna manera refleja sus experiencias o punto de vista. Así conceptualizada, la maniobra parece sensata; pero a veces se reduce a referirse a personajes como si fueran reales, o álter egos de Vargas Llosa (Camacho, Cuéllar, el Escribidor, Gall, el Poeta, etc.). Debido a que sus narradores hablan fre3
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Véase Davis (1987: 107 y ss.), cuya evaluación de los efectos de la ideología en la estructura de la novela he seguido. La revisión vargasllosiana de la temporalidad en la novela es similar a la noción de que el tiempo es la diferencia entre la contradicción y la diferencia misma. La temporalidad se articula fundamentalmente como contradicción, en vez de como la línea directa que Vargas Llosa considera ingenua en novelistas anteriores a Flaubert. Lo muestran Rodríguez Rea (1996), la antología de Prego, Textos del joven Vargas Llosa (1994), y Mario Paoletti (en Polo García 1997: 95-112). De las monografías publicadas entre 1987 y 1999, la única que trata sus ensayos con cierto detenimiento, aunque como parte de un panorama introductorio, es la de Scheerer (1991). No será hasta el año del Nobel que se comienza a subsanar esta brecha con la compilación de De Castro y Birns (2010), y brevemente por Ossio en la compilación de Saba (2008). La covencional sección «Démons et esthétique de Mario Vargas Llosa», en Gladieu (1989: 129-150), es la interpretación más concisa y útil del período crítico que señalo.
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cuentemente con voces diferentes, cambian asociaciones personales y cosmovisiones, o participan de ironías borrascosas, el hábito de muchos críticos de Vargas Llosa de sacar un pasaje de su contexto y usarlo como evidencia biográfica parece muy arriesgado. En la teoría y la práctica el autor establece un contraste (que no hay por qué llamar bajtiniano) entre la prosa que contiene muchas voces dentro de una cosmovisión autorial particular y la prosa polifónica que abarca una multiplicidad de voces y conciencias iguales. Taler (1988), Gregory (1988) y R. A. Kerr (1994), en sus reseñas de la producción crítica de los años ochenta en torno al autor, proveen más detalles sobre esta necesaria crítica de la crítica de Vargas Llosa. No obstante, pienso que la contribución más reveladora del tipo de reacción que ocasiona el Vargas Llosa ensayista es un texto sobre lo que para muchos de sus lectores es su «primera época». Se trata de «Para un plano de batalla de un combate por una nueva crítica en Latinoamérica», de Rincón. El título parodia el del primer ensayo que Vargas Llosa publicó acerca de Tirant lo Blanc, como introducción a la versión castellana de este libro. Rincón, ahora posmodernista a la alemana, pretende ver en ese ensayo todo y parte de lo que es el prosista, dentro del contexto del idealismo metodológico del cual lo acusa. Debido a que Rincón presenta su propio ensayo como un plano de lo que la crítica debería ser en América Latina, su proyección revela problemas metodológicos, no todos basados en la campaña organizada por la cultura y el momento que representaba la revista en que Rincón publica su ensayo. Primero, cuesta creer que en ese momento Vargas Llosa fuera el representante de algún movimiento crítico, inclusive del eclecticismo. Segundo, él no había producido hasta entonces lo que se podría llamar un corpus ensayístico representativo. Por último, la cronología posterior de su práctica ensayística, crítica o no, se encarga del utopismo de ambos críticos. Según Rincón: «La “lectura” que propone Vargas Llosa en su “Carta de batalla por Tirant lo Blanc”, quiere arriesgarse por los caminos más diversos. El único que no descubre es el de una perspectiva materialista» (1971: 40-41). Si pensamos en lo que es la práctica actual de la esfera crítica, aun en Cuba y sus medios oficiales, resulta que el dina344
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mismo en la constancia ha sido asumido con creces por Vargas Llosa, y no por los otrora «materialistas». Me parece preferible leer no sólo la novelística sino también la crítica de Vargas Llosa sin subordinar sus temas, porque su prosa está repleta de montajes de infinitos recursos, que sugieren que no hay novelística o ensayística anterior a la lectura. Por ejemplo, si se quiere determinar que hay una teoría vargasllosiana de ribetes psicoanalíticos, como infructuosamente tratara de probar Pereira (1981) antes de la sensatez de Boland (1990), se termina dividiéndola en categorías que si bien se derivan de la teoría, no se reconocen en las novelas. Para el realista estricto –lo sabe Rincón y un buen lector–, no hay ni debe haber diferencias entre literatura y vida. Opto entonces por ver su prosa como una máquina que produce una retórica de la realidad, y por ignorar las subdivisiones en la continuidad que aquélla produce. Es únicamente en este sentido que mi lectura de las novelas del autor está autorizada por su teoría. Como he observado antes, todos estos asuntos también surgen del problema del realismo. No obstante, en Vargas Llosa el realismo no tiene nada que ver con su cosmovisión, o una técnica con la que quiera persuadir a su público, sino más bien con las maneras en que éste lee. De allí que cuando él habla de novela «primitiva» en verdad se refiere más a los novelistas realistas latinoamericanos fijados en contratos miméticos decimonónicos. Estos contratos, como explica C. P. Snow en The Realists (1978), no siempre se mantuvieron en la tradición europea. El realismo contra el que lucha Vargas Llosa no busca necesariamente la realidad como modelo, sino que reduce su escritura hasta hacerla caber dentro de los límites que garantizan su equivalencia con el «el efecto de lo real». Es diferente del de Barthes, para quien es un truco retórico que engatusa hacia un acuerdo tácito con la ideología de la verosimilitud (cf. Merquior 1986: 133). Rincón, entre otros, deja pasar por alto esta diferencia. El campo intelectual que crea la trascendencia de revistas y otras instituciones como las que incitan la polémica mencionada invierte una de las tres etapas en que, según Bourdieu, se debe fundar el método analítico de obras culturales. Me limito a la primera, en la que se analiza la posición del campo de producción cultural 345
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dentro del campo de poder. A la vez que se puede mostrar que los intelectuales conservadores dominan temporalmente, mientras son dominados simbólicamente, se puede mostrar que el intelectual «progresista» también es formado por el capital simbólico asociado con el reconocimiento de los pares ideológicos. En palabras de Vargas Llosa, sea cual sea el teñido ideológico que se le dé a un programa cultural, «[s]e trata de tender puentes entre las grandes creaciones artísticas e intelectuales y esa masa de hombres y mujeres a la que la creciente especialización y la agresiva competencia de los productos masivos de comunicación y sus subproductos seudo- o semiculturales separan cada vez más de aquéllas» («Los viernes, milagro», 2).5 En el contexto de hoy, entonces, salta más a la vista que sus comentarios acerca de sus convicciones críticas y culturales son una variante clara de su conocido interensayo «Novela primitiva y novela de creación en América Latina», con la puesta al día de rigor basada en la relectura de relecturas. De la misma manera, en una especie de absolutismo más ceñido a la teoría novelística, Vargas Llosa propone mantener su tipo de personajes, porque cambiarlos es antitético a su idea de lo que son la verdad y la realidad. Y la política de ellos, como la verdad, ya no puede ser teorizada como una relación entre una representación y un mundo latinoamericanos, porque en la práctica ninguno de estos polos puede mantenerse aislado del otro. Tan pronto como un autor crea personajes, los ubica, hace que mantengan diálogos y se enreda en la trama «el novelista se queda atascado con el equipaje de la ideología, y ningún portero en el mundo va a ser capaz de aliviar ese problema» (Davis 1987: 228). Esta evaluación le da otra tonalidad a su aparentemente inadvertido comentario, iniciada su campaña electoral, de que lo que «no existe en los países latinoamericanos es esa política pragmática, esa política de resignación al mal menor, que es la que ha traído el éxito
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Doce años después de esos escritos no había cambiado mucho su opinión, como se desprende de algunos ensayos recientes: «Razones contra la excepción cultural» (2004), y «La cultura adormidera», Reforma (8 de agosto del 2004), p. 27A. Todas sus antologías del siglo XXI, incluidas traducciones como Touchstones y Wellsprings, confirman esta aserción.
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a los países anglosajones» (Díaz 1988: 81]). Es más o menos la misma idea, altamente polémica para varias esferas intelectuales, que expresó respecto al rescate de las que considera estructuras totalitarias de los incas. La propuso en «Novels Disguised as History. The Chronicles of the Birth of Peru», de A Writer’s Reality, en que aboga por la modernización de lo autóctono (21-39). El ensayo es recuperado en castellano con el título original de «El nacimiento del Perú», aunque añade los párrafos que en un momento crearon otro interensayo en inglés. Ésta es la explicación editorial para esta última versión: «Se publica aquí en español en versión aumentada de un ensayo que se publicó anteriormente como “Questions of Conquest” en Harper’s Magazine en diciembre 1990» («El nacimiento del Perú», 811). Sin duda, éste es uno de los más representativos para él, y lo incluye en el reciente Sueño y realidad de América Latina, libro basado en su discurso al recibir el doctorado Honoris Causa de la PUCP, con la misma explicación (42).6 Su mensaje es que en la política social de ese tipo de imperio, el individuo no tiene libertad. Cabe subrayar que en un solo ensayo general, de reflexión metafísica incompleta pero clara que lo aproxima al Whitehead de Adventures of Ideas, quiere trazar una diferencia ontológica entre indígenas y europeos que las ideas recibidas del mestizaje latinoamericano niegan contra viento y marea. Si los indígenas son responsables de su propia deconstrucción, se podría relacionar este punto con una formulación respecto al singular camino bioevolucionario por el cual emerge el lenguaje humano (cf. B. Anderson 1998: 354-356). Si la ruta inicial conduce en principio a comportamientos desinteresados, podríamos identificar las fuerzas mágicas que según Vargas Llosa mantuvieron a los grupos indígenas americanos atrapados en sus varias cosmovisiones.
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Y con este título en A Writer’s Reality, 21-39. El original es «El nacimiento del Perú» (1985), incluido ahora en CVM III. Ilustrada y con seis polémicos párrafos iniciales, la versión inglesa ocasionó reacciones inmediatas, cuya debilidad las dejó en la academia estadounidense y peruana. Cuando recibió el Premio de la Paz en 1996, 43 líderes de organizaciones indígenas de base protestaron el premio, en la red, y concluyeron que querían una «modernidad con identidad propia».
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El problema es que cuando los críticos anglosajones leen versiones en inglés de su prosa no ficticia, o reaccionan a novelas como El hablador, no pueden dejar de «hacerse el nativo» o «jugar al autóctono». La excepción, aparte de Anderson, y tal vez por el hecho de ser novelista, es Joyce Carol Oates. En el prólogo a su antología The Best American Essays of 1991, que incluye ese texto, Oates apunta: «el ensayo más ambicioso en términos de su alcance histórico e implicaciones políticas es “Questions of Conquest” de Mario Vargas Llosa» (xxi). Un crítico «interdisciplinario» no puede o rehúsa ver estos valores. En Les Mots et les Choses, Foucault decía que la «antropologización» es en nuestros días el gran peligro interior del saber. Este antropologismo intermediario e ingenuo es tan peligroso como la franqueza del peruano, porque cuando se dice «cuidado con todos» y se goza arrogantemente de la mezcla posmodernista del ellos y el nosotros, «peligramos abjurar de responsabilidades tan graves como las evadidas cuando los primeros colonialistas decidieron que se le podía quitar la tierra a los pueblos colonizados, que Otros debían morir o convertirse en cosmopolitas pobres, si era necesario, para abrirle el paso a la modernización occidental» (Torgovnick 1990: 41). Más cercano al ejemplo del peruano, Starn (1992) arguye que los antropólogos se perdieron la revolución de Sendero Luminoso, porque no prestaron atención a las fuentes sociales y culturales de la violencia política y los movimientos guerrilleros. Esta posición se opone al reportaje antropológico de Mayer, quien escribe el suyo como contestación al de Starn, insistiendo en una especificidad peruana que el novelista no ve con buenos ojos. Conviene recordar, con Habermas, que al excluir Vargas Llosa a un sector social como los indígenas peruanos, se los está marginando también del reino social en el cual se puede formar la opinión pública. Socializados de esta manera, no están al tanto de la crítica, control, influencia, ceguera y penetración que ellos, como parte del cuerpo público, podrían practicar sobre el Estado, no importa que sean modernos o no. Vale recordar también que su discurso narrativo provee el otro lado de la moneda. Después de todo, en El hablador (especie de continuación rural de la limeña Historia de Mayta respecto a la esfera indígena peruana) queda 348
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demostrado que la función-autor incluye en el papel del escritor la obligación de mantener la supervivencia de las culturas autóctonas ante la hegemonía de la cultura industrial tecnológica, sistemas políticos represivos, y el narcotráfico. Este pronunciamiento pasaría inadvertido, como positiva política de «dependencia», si no fuera por el hecho de que tres años antes o más había dicho que, al haberse definido como un social demócrata, quería para América Latina el tipo de gobierno que proveyera una síntesis de lo que representaban, por ejemplo, Felipe González y Margaret Thatcher. Es decir, un socialismo conservador sui generis, que para intérpretes del liberalismo remozado como Paz Barnica (en El liberalismo en la encrucijada), se diferencia muy poco del neoliberalismo en que se conjugan participaciones razonables del Estado y del individuo. Para Vargas Llosa, siguiendo a Berlin más que a marxistas arrepentidos, se acabaron las luchas ideológicas entre socialismo y capitalismo o liberalismo. El error de los críticos de izquierda es típico de los que, en resumidas cuentas, no dejan progresar al liberalismo: confunden la fuerza de la democracia con una debilidad. La democracia verdadera deja que las posiciones antitéticas a la filosofía dominante sean incorporadas al consenso gobernante, aunque sea por un tiempo arriesgado, sin que los principios democráticos se desmoronen. Los críticos del liberalismo frecuentemente suponen que el liberalismo acarrea el abandono de todo principio. Todo lo contrario: la libertad intelectual se puede basar en la premisa de que la libertad moral puede ser descubierta, y establecida con seguridad, por medio de la investigación sin inhibiciones. La democracia deja que todas las voces sean escuchadas, incluso las que se le oponen. ¿Pero puede una democracia garantizar que un país funcione eficientemente? No, pero es incierto que cualquier forma de gobierno lo pueda hacer por un tiempo indefinido. La verdadera fuerza de la democracia, como insiste Vargas Llosa, es su capacidad de incorporar las necesidades y deseos de una población plural y pluralista a un consenso gubernamental, por un período considerable. Esto no ha ocurrido en el Perú u otros países latinoamericanos, donde habría una democracia inmadura. El autor, entonces, quiere especificar de una vez por todas derechos y libertades que 349
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sean inmunes ante los caprichos de la lucha política, debido a que éstos niegan las verdades profundas derivadas del pluralismo de cosmovisiones. Así, cree que la «gran pugna en el futuro va a ser menos ideológica, y quizás será, probablemente, entre una fuerza que represente una opción socialdemocráta y una opción liberal. Va a ser siempre el Estado el punto de discrepancia» (Marras 1992: 110). Es una posición constante, optimista, ya enunciada en San Francisco en 1987, ante la Comisión Trilateral (cf. «América Latina y la opción democrática»). En un texto contemporáneo acerca del tema, la summa «América Latina y la opción liberal» (1992), expresa la magnitud del problema. Arguye allí que podemos tener gobiernos democráticos, pero nuestras mentalidades están lejos de ser democráticas. La discrepancia se debe a que (aparte de varias contradicciones que señala) seguimos dedicados al peor monopolio de todos: la verdad. El pluralismo respecto a la verdad, explicado desde Michael P. Lynch, Truth in Context (1998), hasta Simon Blackburn, Truth: A Guide (2005), es el punto medio para el callejón sin salida de si hay una sola verdad objetiva o no, compatible con el realismo. Cuando se trata de proposiciones –aserciones de qué es correcto o equivocado, juicios estéticos, narraciones históricas totales, posibilidades, afirmaciones científicas sobre entidades observables– Vargas Llosa sabe que la objetividad es mád difícil de defender. En La utopía arcaica asevera: «Un escritor nunca sabe para quién trabaja, si lo hace con la totalidad de su ser, con su razón y su sinrazón, con sus ideas y obsesiones, con sus intuiciones e instintos. Arguedas era, en este sentido, un auténtico escritor, que creaba con toda su personalidad y todas sus contradicciones» (277). Su ensayo no es un planteamiento utópico basado en su propia poética sino una propuesta exacta sobre el desarraigo occidental del Perú, y sobre todo una ilustración del antagonismo entre los escritores de las Américas. Es por ello que, La tía Julia y el escribidor aparte, siempre ha textualizado totalmente estos valores esenciales en su narrativa. Sus críticos no hacen lo mismo, y pocos mencionan –o brevemente– su tratamiento novelístico del socialismo y el capitalismo en la política latinoamericana, entre ellos Carlos (1971), David (1987) y el ya discutido artículo de Rowe (1990). Sotelo (1988), Arroyo 350
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(1984) y sobre todo Zuzunaga Flórez («El político en la obra literaria», en 1992: 53-80) son los únicos que tratan de conectar su política y sus novelas, pero lo hacen subestimando su prosa no ficticia. Esos comentarios observan que, diferente del siglo XIX, no parece haber un papel para el intelectual en el Estado ante la caída de socialismos basados en lo que Rodríguez Elizondo (1990) llama «existencialismos crepusculares». Son aserciones que conducen a preguntar otra vez si los intelectuales en verdad han tenido una función durante momentos históricos en los cuales no había un requisito de definición certera, o si pueden volver a sus hábitos liberales, como durante el affaire Dreyfus. En el primer relato de su campaña electoral para Granta manifiesta esas diferentes alianzas con optimismo: El mito más peligroso de nuestra era, empotrado ahora en la consciencia del Tercer Mundo, es que los países pobres viven en la pobreza debido a una conspiración de los países ricos, que han arreglado las cosas para mantenerlos subdesarrollados, para explotarlos. En el pasado, la prosperidad dependía exclusivamente de la geografía y el poder. Pero la internacionalización de la vida –de los mercados, la tecnología, el capital– hoy permite que cualquier país, si se organiza en una base competitiva, logre un crecimiento rápido («A Fish out of Water», 34-35).7
Así situado ideológicamente, y como le repitió a la prensa en cuanto perdió las elecciones, y como sigue manifestándole, el vasto relato de su campaña pretérita no es un subtexto para alguna campaña futura. En situaciones como la del futuro de Vargas Llosa, la prensa de Occidente quiere creer que la naturaleza y calidad del diálogo en torno a asuntos públicos no les incumbe, que lo único
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Dice más o menos lo mismo en «Entre la libertad y el miedo» (CVM III, 477492), y publicado primero en El Expreso (7-8-9-10 de noviembre de 1988), Vuelta, XIII, 147 (febrero de 1989), pp. 13-18; y en abril del mismo año como Entre la libertad y el miedo (Buenos Aires: Fundación Banco de Boston, 1989). Defiende el mercado como solución a la crisis europea actual en «Reflexiones sobre una moribunda», 2011). Como los anteriores, presento este registro como indicio de la consigna ideológica en que cabe su prosa no ficticia de tema político.
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que tienen que hacer es dar las noticias. Es más, preguntar qué es lo que la prensa puede contribuir al diálogo significa que habría algo que ella debería contribuir. En la batalla latinoamericana de las ideas ninguna mezquindad profesional es una ilusión, debido a que en aquella esfera cultural la responsabilidad de la prensa siempre ha sido una realidad, y un peligro. La vuelta a Popper es evidente. No hay en la cita anterior un reconocimiento, por ejemplo, del impacto negativo del libre intercambismo de Manchester, del que tanto necesitó Marx para sus teorías. Las leyes del mercado hacen más que imponer un precio competitivo para los productos; se encargan también de que los productores en una sociedad tomen en consideración las cantidades de bienes que exige la sociedad; y cuando los productores no pueden cumplir con la demanda se desmorona el sueño del mercado como sistema que se regula por sí mismo. Es una contradicción celebrar el capitalismo de mercado libre mientras se lamenta el descenso de los valores tradicionales, porque son valores que la misma cultura (engendrada por el empuje de las materias primas) carcome eficientemente. El capitalismo constantemente agrava el declive moral al crear apetitos y satisfacerlos a expensas de la tradición y la circunspección. Vargas Llosa notó esta debilidad estructural en su campaña, e intentó salvar al capitalismo de sí mismo y los capitalistas. Fujimori no aprovechó esa visión en su segundo mandato, a pesar de que como dice el novelista en El pez en el agua, aquél «se había apropiado de mis ideas» (532). En una defensa reciente y contradictoria de ese destino alega: «Críticos de la izquierda y la derecha frecuentemente han elogiado mis novelas, para distanciarse de las ideas que he expresado. No creo que mi obra pueda ser separada de mis ideales» («Literature and the Search for Liberty», 2011: A19). Fue precisamente la Revolución industrial la que ocasionó el levantamiento de los trabajadores ingleses. A éstos, como a los latinoamericanos, el liberalismo académico estadounidense (y políticamente marginado) tampoco les dice nada. Lo que hace Vargas Llosa en la propuesta citada, siguiendo al liberalismo thatcheriano que se fiaba en la «bondad del hombre» o la ya mencionada mano invisible de Smith, es dar un salto injustificado de la concepción económico-privatista del capital a una concepción económi352
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co-social. Esa elipsis funciona muy bien en la literatura, pero todavía no se ha dado en la economía, como en un momento corrigieron los marxistas la teorización de un Estado de competición perfecto de Smith. La prosa vargasllosiana entonces manifiesta que la escritura puede ser una mentira; sin embargo, es una mentira nueva y leve, comparada a las grandes mentiras de la prensa, la economía, la política, el Estado, la crítica y otros poderes. Sobre el aprieto económico actual aseveró: «Si hay algo que la crisis presente ha demostrado es que no se puede vivir en la ficción, algo que la literatura permite, pero no la política ni la realidad “municipal y espesa”» («Reflexiones sobre una moribunda», 2011: 39).8 Esta suerte de salto –producido por la mecánica de largos párrafos que expresan una idea inicial en una primera oración compacta; idea desarrollada después hasta que se agota e inicia una especie de contramovimiento– necesita justificaciones históricas. Desde que perdió las elecciones estas vindicaciones han cambiado considerablemente en el Perú. Es posible cotejar entonces varias versiones de sus proyectos para su país. Durante la campaña, pocas fueron las variantes que emitió en discursos públicos, entrevistas y plataformas escritas, y los reportajes de Farnsworth y Guy Martin recogen las versiones más sucintas de los debates, compilados por Wicht et al. (1990), y esclarecidos por Marzorati (1989) y Daeschner (1993). Enfocándolo correctamente, hablar de esa política en el muy dividido, dinámico y necesitado mundo de la novela latinoamericana «es considerar algo tan variado que se resiste a una definición. Hablar de la política de novelas como éstas es comprimir la dificultad y abrirla a interrogantes que sólo una investigación muy aguda puede hacerles justicia» (Boyers 1985: 72). Cuando ese 8
En Literature and the Economics of Liberty (2010) Paul Cantor y Stephen Cox estudian a Cervantes, Conrad, Mann y otros como empresarios que siempre anticipan el futuro, y arguyen que la heterodoxia de la escuela austriaca de economía es una metodología idónea para entender la humanidad. En «La era de la sospecha» (2008) Vargas Llosa relaciona la desconfianza en la novela a las sospechas de la crisis económica que comenzó ese año. Ni él ni los otros admiten que economistas como Hayek o su polo opuesto Keynes, ambos populares durante la crisis económica actual, son políticos e intelectuales cuyo genio, y petulancia, no puede hacer que el mundo produzca y consuma.
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dominio se ve impedido por las maquinaciones novelescas de los ensayos de un Vargas Llosa y la política actual de la crítica de la novela, se termina evitando una resolución interpretativa, por ingenuidad o por falta de conocimiento del contexto político latinoamericano. Como prosista, el peruano claramente ofrece forraje para corregir una verdad de un canónico intérprete estadounidense, de acuerdo a quien, una vez que los novelistas latinoamericanos reconocen la realidad del callejón sin salida de la política, «a veces cambian a un estilo duro, magro, como para bajar la cabeza ante la soberanía de los hechos y descontar sus propios dones para encantar» (Howe 1987: 261). Aunque podría parecer por parte de sus ensayos que se habría rendido al cambio notado por Howe, su Elogio de la madrastra lo desmiente, especialmente cuando describe el acto amoroso como sigue: «Han sido abolidos también los sentimientos altruistas, la metafísica y la historia, el raciocinio neutro, los impulsos y obras de bien, la solidaridad hacia la especie, el idealismo cívico, la simpatía por el congénere; han sido borrados todos los humanos que no seamos tú y yo» (160). Con el elemento añadido, dice a sus lectores que el novelista está haciendo su striptease de nuevo, y que probablemente escribirá otro ensayo para que sepan que su realidad no es lo que creen. O una novela, porque cuando salga este libro se habrá leído bastante Los cuadernos de don Rigoberto, que según Erika Jong, conocida por sus libros eróticos, fue el libro más bello de 1998, comparable a Portnoy’s Complaint de Roth por la reacción que ocasionó su temática. De esa manera logra despistarlos de su habitus ensayístico y su reificación. Al igual que presta atención selectiva a los imperativos novelísticos de otros, o de críticos que no le impresionan más allá de lo epidérmico, ahora que se enfrenta de otra forma a las realidades políticas sigue atendiendo a los lineamientos actuales del discurso político y la acción «correctos». No sorprenderá que sus ensayos futuros lleguen a explayar por qué el novelista no debe ser fiel a las exigencias de la política de derechas y su campo de poder en un nuevo siglo apocalíptico, que lo asemeja a otro Nobel conservador e inconformista, el François Mauriac siempre joven, generoso y valiente que publicaba en Le Figaro. 354
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El mayor enigma propuesto por Vargas Llosa, como autor, ciudadano, persona y pensador de las Américas, es su ruptura radical con las hegemonías socioculturales existentes. Su fuerza de verdad radica en condenar el pesimismo de los revolucionarios (que creen que todo está tan mal que sólo la revolución puede salvarnos) y de los reaccionarios (que creen que el equilibrio de nuestras vidas es tan precario que no debemos arriesgarnos a nada). Como Jean de la Bruyère, opina que decir la verdad es frecuente y generalmente lo contrario de lo que se cree que es, y sus ensayos de la primera mitad de los noventa focalizan la trayectoria de ese período vital. No es exagerado concluir que el batallador ocupa varias esferas culturales: «riguroso en todo su proceder literario, haciendo la literatura que vive cotidianamente, es de aquellos novelistas que no sólo no desdeña la teoría literaria, sino que despliega un extraordinario campo de actividad en esta materia, fruto de la cual es una lista importante de títulos críticos, estudios profundísimos y pasionales, sobre sus propios modelos y obsesiones literarias» (Armas Marcelo 1991: 305). Exceptuando su marcado desprecio de la deconstrucción, vale reiterar la salvedad que se ocupa más de la crítica convencional que de la teoría literaria (cf. Castañeda 1990). Y si hay una relación paradójica entre él y la teoría es porque rechaza correctamente sus versiones más obtusas, y a la vez crea teorías de la novela, el artista, la influencia y la política. Por ende, en los capítulos anteriores examiné lo que ha pasado en la evolución de su relación con la conciencia social crítica, y las ideas que le guiaron por sus tan aceleradas como profundas y continuas transformaciones en la antigua parcelación entre historia y ficción. En el ámbito internacional en que se mueve hay una efervescencia intelectual que a cada paso se mezcla más y más con la política, como se dio hacia finales del siglo XIX latinoamericano. Las batallas de la esfera pública y la prensa han exacerbado el habitus del intelectual, haciendo que su autonomía sea amenazada en el campo de poder que ha logrado en el mundo literario. Es por esto que los críticos y los lectores tienen que mostrarle que saben algo acerca del «Vargas Llosa» que él no quería saber hasta el momento en que escribe. En un texto de 2005, al hablar de un entrevistador joven y desconocido que sí sabía hacerle preguntas, afirma: «No hacía la 355
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menor crítica, no daba opinión personal alguna, se limitaba a contar la novela con una neutralidad absoluta, desapareciendo detrás de los personajes y la historia, sustituyéndolos en cierto modo, con una destreza consumada y pequeños pero muy eficaces efectos –pausas, énfasis, cambios de tono– que enriquecían extraordinariamente aquello que contaba» («El gusanillo de los libros», 37). Nótese cómo aprueba lo que él no hace cuando critica novelas de otros autores. Expresó de la siguiente manera lo opuesto de ese tipo de interpretación, en la polémica ya mencionada con el periodista inglés Harding –me refiero al facsímil crítico publicado originalmente en El Comercio y en los números 9 y 11 a 13 de Granta–. Para Vargas Llosa, Harding no es una rara avis sino un prototipo de una especie numerosa: Abundan en los países del mundo occidental. Están en los grandes diarios, en las radios, en las televisiones, en las universidades. Bajo el camouflage de especialistas en América Latina, contribuyen más que nadie a propagar esa imagen de sociedades salvajes y pintorescas con que muchos nos conocen en Europa, por las distorsiones que llevan a cabo cuando simulan describirnos, investigarnos, estudiarnos. América Latina es, para ellos, una estratagema que les sirve para desfogar sus frustraciones políticas, esas quimeras revolucionarias a las que sus propias sociedades no dan cabida (CVM III, 197).
Es por comentarios como el de arriba que su autor molesta y anatemiza a la izquierda y a la derecha. Pero cabe preguntar si tiene razón, y si hay una analogía entre su situación y la del crítico que hoy escribe un libro acerca de él. Frecuentemente, en el ámbito estadounidense en que se produce mi libro, los presuntos expertos que definen para ese público lo que es y será la literatura latinoamericana suelen ser anglosajones que prefieren escribir exclusivamente en su lengua. El peligro para el latinoamericano y el latinoestadounidense y su cultura no termina en la lengua. Por varios tipos de exilio, algún crítico latinoamericano (a veces respetado) llega a esa esfera intelectual. Inmediatamente se le hace darse cuenta del juego de poder sustentado por los que lo reciben con brazos 356
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abiertos y facilidades y recompensas negociables; y cae en la trampa de convertirse en otro verosímil crítico «colonizado» a vuelapluma, del tipo que no necesita Vargas Llosa. Es este el tipo de sutileza que se les escapa a los latinoamericanistas que se anclan en textos como Imagined Communities de Anderson. En su esfuerzo por mostrar, entre otras, la relación entre el capitalismo y la prensa, Anderson ignora estudios imprescindibles escritos por latinoamericanos o españoles, porque simplemente no necesita entenderlos. Llega incluso a olvidarse de Tocqueville (tan popular hoy como Adam Smith) y su interpretación de una comunidad muy próxima a las Américas: Estados Unidos. En una sección de la primera parte de su generalmente conservador De la Démocratie en Amérique (1835-1839), Tocqueville establece la importancia de la prensa en la creación de un sistema democrático, y no subestima el poder de aquélla para eliminar lo malo, ni se engaña respecto a las perversiones que podría procrear. La posición de Vargas Llosa respecto a la prensa, vimos, no es muy diferente. Aunque he templado las ideas de Habermas con una especificidad latinoamericana, no hay por qué conectar la especificidad de Estados Unidos con la de América Latina a principios del siglo XIX. Como arguye Tocqueville, la facilidad de establecer una prensa en Estados Unidos sin mayor intervención de leyes gubernamentales es algo que en ese momento no se daba ni en Francia ni en Inglaterra. No obstante, concluye Tocqueville, después del pueblo el poder de la prensa es el más poderoso. Hacia finales del XX, la relación era menos simbiótica, ya que si Vargas Llosa tenía a su lado la esfera creada por los principales diarios de Occidente, en la inmediatez peruana, por ejemplo, Sendero Luminoso tenía a Quehacer y El Diario, cuyos editores publicaron en 1988 la entrevista más conocida (dos ediciones de 100 000 hasta que se confiscó la tercera) con Abimael Guzmán, hasta su arresto. En esta situación periodística los intelectuales conservadores ocupan una posición ambigua, porque: La lógica de la polémica política, que todavía obsesiona a numerosos análisis de pretensión científica, se esfuerza por tratar a todos los escritores conservadores como portavoces de los privilegiados y de 357
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ignorar, de manera más o menos deliberada, la distinción entre las representaciones conservadoras que producen los escritores profesionales y las que producen los mismos dominantes, banqueros, dirigentes industriales, hombres de negocio, o sus representantes en el orden político cuando se los trata como productores ocasionales de bienes culturales (Bourdieu 1991a: 9).
Cabe subrayar que Vargas Llosa no participa del antiintelectualismo que Bourdieu pasa a atribuir a las estrategias discursivas del conservadurismo, ni es el único intelectual que se rebela ante los dolorosos cuadros sociales e intelectuales que fácilmente continúan en el siglo XXI. Vargas Llosa es el síntoma de la angustia de un sector intelectual a la que ya no tranquilizan los discursos basados en la ilusión socialista. Si se distancia de cierta norma latinoamericana no es porque quiera, o tenga razón o no. Es en verdad parte de un movimiento internacional, una especie de triángulo en el cual él es el ángulo latinoamericano, mientras que Revel en Francia y el malogrado Howe y otros en Estados Unidos componen los dos polos restantes. Pero es un triángulo amorfo, que sólo los que lo conocen superficialmente, o desde fuera, pretenden catalogar como conexo y reaccionario. En lo que sí se equiparan estos grupos es en que sus lectores, por lo general, están cansados de izquierdas y derechas. Esta posición es otro subtexto que crea Vargas Llosa en sus ensayos. Los ensayistas o intelectuales con quienes lo he asociado izan la bandera del inconformismo político como condenación simbólica de las opresiones imperantes. No obstante, ninguno de los salidos de las élites en que se mueven estos intelectuales revela una congruencia, disposición y tenacidad de llegar hasta el fin, a las raíces a las que quiere llegar Vargas Llosa. En conjunto, sus ensayos se aproximan más a una historia de su prosa total que de su ficción, aunque hemos visto la dificultad de proponer tal escisión. Esto no impide que a veces elucide, de modo definitivo, los problemas específicos que expone en cada ensayo. Si se quiere verlos como una serie, especialmente los de CVM, se debe tener en cuenta que el postular la especificidad de su desarrollo no significa que se deba percibir la actividad de la personalidad creativa (Vargas Llosa) meramente como una intervención externa en algún movi358
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miento literario inmanente. Si ello es el fluir y cariz del ensayo latinoamericano, los suyos no son una serie continua de intentos por descarrilar la literatura ensayística de los ejes de su dirección inerte. Si percibimos la personalidad del ensayista como portadora exclusiva de influencias externas y no como elemento estructural básico contenido en la literatura misma, «entonces la unidad de la personalidad y la obra, del hombre y la literatura, se desintegra en dos polos antagónicos que compiten contra sí» (Grygar 1982: 199). En este mar de relaciones, en lecturas más amplias de la cultura latinoamericana y en el espacio de su complejidad se hallan los andamios de su visión literaria. Como modelo de lectura la noción activa de interensayo desenreda más aspectos textuales que la lectura puramente inmanente, por no hablar del hecho de que permite tener en cuenta la dimensión del poder histórico de la prosa como conjunto de redes textuales. Así, la de Vargas Llosa constituye un vasto panel de larga duración como fuente de referencia de problemas textuales e intelectuales concretos. Y si esto no se considerara posible, sus ensayos contienen reflexiones desafiantes y un repudio de cualquier mecanicismo forjado en el siglo XX por simplificaciones groseras. Tal vez con razón un compatriota suyo de principios del mismo siglo decía: La literatura del Perú es incipiente. Se encuentra en el período de formación; mejor dicho, de iniciación. De ahí proviene que abunden en ella los ensayos y las copias, y que prodigiosamente escaseen las obras definitivas, las de valor intrínseco y absoluto, desligado de la consideración del medio y de la época. Este carácter no es tampoco peculiar al Perú: se aplica a la literatura de toda la América Latina. Países nuevos, pobres, poco poblados, que han tenido existencia política tan inquieta y azarosa, en los cuales la profesión de literato suele no ofrecer porvenir ni recompensa alguna, mucho han hecho con producir a un Olmedo, a un Heredia y a un Bello […]. Pero el ingenio no basta, si los restantes factores son hostiles, para constituir una gran literatura, y no se puede sostener que la hispano-americana lo sea (Riva-Agüero 1962: 264-265; énfasis del autor).
El dictamen anterior fue recibido positivamente por Unamuno, mientras que Mariátegui, en el último de sus 7 ensayos de interpre359
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tación de la realidad peruana, criticó severamente el contexto mayor y predominantemente colonialista que produce aseveraciones como la de Riva-Agüero. Vargas Llosa, que no sigue la línea política de Riva-Agüero ni el peruanismo de los críticos de éste, no es intransigente en su análisis de la terca realidad peruana, no sólo porque la construcción social de la realidad nacional ha cambiado, sino porque el andamiaje crítico tendrá que ir de la mano, como propone Habermas, con los cambios sociales pertinentes. Dicho de otro modo, para distinguir un consenso verdadero de uno falso tendríamos que saber cómo determinamos la sensatez de los participantes en el discurso. Aunque Vargas Llosa no se expone hoy a teorías críticas muy diferentes de las de Popper, recupera el concepto marxista de respetar la revolución permanente. Así, es radical en el sentido marxista, que es el de ir a rajatabla a la raíz de las cosas en su teoría y praxis, sin relativismos morales. Para él se puede tergiversar una observación de Marx y decir que ser épico es la forma artística de una sociedad desarrollada, porque seguía creyendo en 1999 que «nuestra época no está reñida con la épica» («La muerte de la novela», 16), y no sorprende que Marx haya querido escribir sobre Balzac, pero murió antes de hacerlo. Para De Man y sus epígonos deconstruccionistas la crítica marxista no es histórica por depender de una reconciliación programada para el fin de un desarrollo temporal lineal. En este sentido Popper olvida dos cosas en su refutación del historicismo: primero, que el comunismo de Marx nació precisamente como reacción contra el liberalismo capitalista que él mismo propugna; y, segundo, que la sociedad abierta se puede envenenar por sí sola. Al igual que Foucault sustituye la noción de ideología con la de discurso, Popper reemplaza la «ideología» por la exhortación para que seamos buenos chicos. La extensión de la democracia y la imitación europea del colapso de las dictaduras y absolutismos latinoamericanos son, en efecto, cosas buenas o logros positivos, como demuestra el buen comienzo de Humala. Sobra decir que si no se aprende de la historia, ni se oye los quejidos de los que sufren la opresión inevitable que deriva del sistema, volverá otra reacción tan fuerte como las pasadas. Éste es el subtexto de Desafíos a la libertad y la prosa que vendrá. En este sentido, es primordial que su correcta actitud ante 360
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el absolutismo de Fujimori le permitió poner a Popper en otro estadio de la ansiedad de sus influencias. Se trata, para ese caso, de humanizar el poder, de racionalizarlo. Los esfuerzos de Vargas Llosa por renunciarlo sólo resultaron en otro ejercicio del poder de parte de los militares. Éstos, como su presidente, tenían un autoconcepto mesiánico basado en la corrupción. Esta conclusión no se desprende del texto completo en que condena la decisión de Fujimori de disolver el congreso peruano, sino de textos posteriores en que dice que es ingenuo creer –como postulaba Fujimori– que bajo la democracia los militares tenían las manos atadas para confrontar a Sendero Luminoso (cf. «Regreso a la barbarie», en Desafíos a la libertad, 109-113). Según el novelista, detrás de esa acción están las fuerzas castrenses, los «militares felones» («Fujimori y los militares felones», 1992; «La movilización de las democracias», 1997; «La ilusión del buen dictador», 1998). No extraña entonces ver en el temible y pragmático Johnny Abbes de La Fiesta del Chivo una actualización del Cayo Bermúdez de Conversación en La Catedral, y de Fujimori. De la misma manera, los variados exilios de Salinas de Gortari, Fujimori, Menem y Gutiérrez son prueba de que el cesarismo latinoamericano no se ha desvanecido sino que ha evolucionado. Y Vargas Llosa, como hizo en 1999 respecto al arrestado Pinochet y polémicamente con Chávez en Venezuela, sigue batallando contra esa evolución, desde el arte. No cede en ese patrón, y al serle otorgado el Nobel lo anotó agudamente Kakutani en The New York Times (2010), y un editorial de The Wall Street Journal (8 de octubre de 2010, p. A18) con el título, que traduzco, «Una pluma contra la dictadura». ¿Qué era el Perú al fin de 1997? Más o menos lo mismo que es en 2012. Casi la mitad de sus 24 millones de habitantes viven en la pobreza, el 85 % de sus trabajadores no tienen empleos (de éstos, se calcula que entre dos y tres millones son universitarios) y casi el 17 % de la población vive en una pobreza extrema (y por lo tanto malnutridos). Estas condiciones convierten el mensaje de los guerrilleros que sobreviven en algo atractivo, aunque el informe final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, publicado el 28 de agosto de 2003, reporta que tres de cada cuatro personas que murieron entre 1980 y 2000 eran indios que 361
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hablaban quechua. Estas condiciones existían cuando Fujimori asumió el poder en 1990 (se ha dicho que en los años ochenta la economía peruana pasó de la ortodoxia a la heterodoxia, y viceversa), pero el porcentaje de peruanos que vive en la pobreza subió del 46,5 % en 1994 al 49 % en 1996, y en 1998 el país sufrió una recesión. Es decir, Sendero, que era más poderoso y violento que el MRTA (en 1995 trató de apoderarse del congreso, y la estadounidense Lori Berenson terminó en Yanamayo), puede estar reorganizándose, y reclutando miembros que seguirán amenazando la seguridad del país. Fue el MRTA que a finales de 1996 se adueñó de la embajada japonesa en Lima, para ser desalojados a la fuerza, hecho que otra vez le permitió a Vargas Llosa despotricar contra Fujimori y el claro oportunismo que éste manifestó con el trágico y castrense fin de esa ocupación.9 Es por la falta de cambio en el Perú, aún hoy, que Vargas Llosa –al exigir una democracia verdaderamente radical– sigue marchando contra la corriente, y demuestra cómo un intelectual puede alcanzar la cumbre de la militancia exigente y creadora. Diferente de otros ensayistas, no hace obedecer a los hechos sino que los interroga como si pudieran testimoniar sobre alguna verdad importante. Por la misma razón nunca vio gran diferencia entre Fujimori y un militar como Montesinos (ambos todavía arrestados y encarcelados), ya que según él los dos se concebían como redentores del Estado y sus esperanzas. La situación del Perú actual le recuerda a los latinoamericanos y a las esferas internacionales las dos características que definen a las democracias resucitadas del continente: la constante amenaza de intervención militar y la atracción de este poder social (elitista y en cierto sentido más estable 9
Cuando el MRTA tomó la embajada arremetió contra la prensa que distinguía entre los malos y «Los buenos terroristas» (1996). Caretas reprodujo este artículo con el prefacio: «En circunstancias que conmueven a todo el país, y en las que se reclama con particular interés su opinión, el ilustre novelista y ensayista vuelve a colaborar en Caretas». Hace lo mismo con «Los patriotas» (1997): «Este artículo aparece como primicia mundial. Caretas comparte la opinión del autor sobre el trabajo de los periodistas, sobre la hipótesis alrededor de la nacionalidad del presidente Fujimori […] y sobre las verdades que más importan en un ciudadano» (43).
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que los partidos políticos) hacia los golpes de Estado. Mientras que a finales de 1997 y 1999 Fujimori se dio cuenta de los límites de su poder, se fugó al Japón y hasta este libro permanece en la cárcel, Vargas Llosa sigue confiando en el poder de la escritura, y nunca abandonó su campaña contra él (cf. «Contra la amnesia», 2004). Pero la memoria del ensayista puede fallar, y el género exhibe la ambigüedad de estos interrogatorios al convertir al lenguaje en la memoria del poder psicológico y sociopolítico. Se puede especular, claro está, que una preocupación tan intensa con la verdad encuentra varios equivalentes en una intensa preocupación con la mentira. Al leer la prosa no ficticia del peruano conviene preguntarse si lo que los lectores quieren creer u olvidar sobre el pasado ineluctablemente corrompe la memoria, aun cuando está de guardia la estricta fidelidad a los hechos. Más que muletilla o simple estribillo, en estos ensayos la mentira es una especie de mantra libidinal. Ésta no se retracta al «¿qué es la verdad?» de Poncio Pilatos –Francis Bacon, en «Of Truth» de sus Essays (1597-1625), reitera: «¿Qué es la verdad? dijo Pilatos en broma; y no quería quedarse esperando la respuesta»– sino que señala la importancia de la prosa no ficticia de Vargas Llosa para el entendimiento de las batallas del mundo intelectual en que nos movemos. Nunca le falla su elocuencia de diplomático al probar que a la verdad le gusta que la prueben, a pesar de que puede darse la sensación de que retiene ciertos sentimientos e impresiones, como un jugador de póker esconde los naipes. Paradójicamente, arguye en sus ensayos que los significados construidos por los filósofos y narradores de la opinión pública deben ser juzgados en términos de su relación con la realidad de las prácticas sociales. Como Popper, cree que el hombre no puede alcanzar la felicidad absoluta (para ambos, ésta no es un problema del Estado), pero sí la madurez relativa. ¿Cómo expresar esto en géneros tradicionalmente cubiertos de paradigmas racionales? El modelo epistemológico, que tanto el mentor como su epígono literario peruano detesta, es para el último una descripción de una forma de acción social que sólo quiere justificarse a sí misma de manera abstracta. O en palabras del narrador de Historia de Mayta: «“Informar” es ahora, entre nosotros, interpretar la reali363
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dad de acuerdo a los deseos, temores, o conveniencias, algo que aspira a sustituir un desconocimiento sobre lo que pasa, que, en nuestro fuero íntimo, aceptamos como irremediable y definitivo» (274). Para Habermas la esfera pública es el lugar entre los campos gubernamental y privado en el cual la gente puede negociar los temas del día a través del discurso racional. Vargas Llosa patentiza que lo «racional» es un deseo incumplido, a pesar de que sus propios desafíos muestran que la batalla de las ideas sí puede ser una institución que contribuye a un tipo de cultura sin el cual la democracia se ahoga: escribir sobre libros en el lenguaje claro y elegante de los eruditos que piensan que la cultura debe ser accesible al no especialista. Por eso, a finales del siglo pasado fue acercándose más y más a un público con el que ha estado en contacto desde que comenzó a enseñar en universidades de todo Occidente: los jóvenes que siempre terminan viendo en él un rebelde con causa, y es bueno recordar esa continuidad al comienzo de la segunda década del XXI.
C. Cartas entre el Nobel y unos jóvenes novelistas Como he confirmado, la publicación de las exitosas Los cuadernos de don Rigoberto y La Fiesta del Chivo no fue un regreso de su autor a la literatura, o un abandono de la política. A tres décadas de su polémico discurso al recibir el Premio Rómulo Gallegos, dio otro igualmente resonante, cuando mereció el Premio de la Paz alemán, que he discutido. En ese discurso revela un reintegro a la batalla en las ideas, no un retorno a lo conocido, y confirma un dinamismo de ya cincuenta años. Se trata también de su consistencia impertérrita e imperturbable, opuesta al pensamiento único y la ceguera intelectual. La razón principal de «una vida dedicada a la literatura», decía en 1996, es su empeño en «entender el trabajo literario como una responsabilidad que no se agota en lo artístico y está indispensablemente ligada a una preocupación moral y una acción cívica. Con esta idea de la literatura nació mi vocación» («Dinosaurios en tiempos difíciles», 5). Así brega directamente con preocupaciones morales y cívicas en su prosa no ficticia, dejando la 364
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discusión directa de una estética para su ficción, parcialmente. Como escudero de sus ideas iniciales, a mediados de septiembre de 1997 se reinstaló permanentemente en la literatura y cómo hacerla. Es un desplazamiento natural en cierto tono pedagógico que pulula en su prosa hasta 2012, como arguyó Oé en 2010. Si para el peruano el siglo XX fue el de la democracia y la libertad, a finales de los noventa volvió a meterse de cabeza en otro valor más obsesivo: la narrativa como oposición a alternativas totalitarias. La relación entre democracia, libertad y literatura, afirma, es tener la meta no de lograr una abundancia material sino la dignidad del individuo, sobre todo en el siglo XXI, cuando esas ideas cuajan con la de novelistas de generaciones posteriores. Según él, un novelista sigue teniendo mucho que decir al respecto, aún cuando joven, como constatan los reportajes que se le hizo al recibir el Nobel y una extensa epístola anterior, Cartas a un novelista, publicada en un momento clave para las recientes generaciones de narradores. Y su generosidad con ellos e interés se confirma, con el prólogo de 2010 a Les bonnes nouvelles de l’Amérique latine, antología de nuevos cuentistas publicada por Gallimard, o con largos ensayos sobre narradores de generaciones posteriores y actuales tan dispares como Cercas, Abad Faciolince y Alberto Fuguet. Se debe notar, además, que su práctica está más cerca a la de autores como el hondureño-salvadoreño Horacio Castellanos Moya, respecto a novelizar el agotamiento ideológico (y «mágico») latinoamericano que crea antihéroes. A su vez, éstos y en particular Vásquez y Leonardo Valencia, aun antes del Nobel, habían comprobado que lo leían constantemente. Todos estos comentarios superan con creces las venias forzadas del discípulo instantáneo, y en ningún momento se podrá insinuar que hayan querido aliarse al «poder», percibido o real del maestro, o aceptar ciegamente sus ideas. Como dice Cercas en un texto posterior al Nobel pero anterior a la entrevista que se incluye en el número-homenaje de Turia, «si ni siquiera comparto siempre mis propias ideas, ¿cómo voy a compartir siempre las de otra persona?» (2010: 31).10 10 Imposible registrar la reacción periodística. Un emblema es la cobertura de El País (8 al 10 de octubre), y durante «La semana sueca del premio Nobel», del 8
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Cuando los compiladores de McOndo (1996), best seller y polémica colección de jóvenes narradores de finales del XX, dijeron que temerle a la cultura bastarda es negar nuestro propio mestizaje, estaban pensando en ciertos valores compartidos. Para ellos y algunos de los talentosos autores que reúnen (Santiago Gamboa, Valencia, y en cierto grado Jaime Bayly), América Latina, real y presente, es «Vuelta y los tabloides sensacionalistas», MTV Latina, Borges y «por supuesto Vargas Llosa». El adalid de ese grupo desigual, Fuguet, ha dedicado una parte considerable de su prosa no ficticia a Vargas Llosa, llamándolo «Súper Mario», escribiendo el prólogo al libro de Vilela, y reciclando homenajes suyos para el momento del Nobel. Pero Cartas a un novelista no se dirige a ellos, algunos de los cuales lo emulan, sino más bien al autor mismo, su obra, los lectores que lo conocen, y a los novelistas en ciernes que lo conocerán. En la posdata de esas once cartas aconseja: «estoy tratando de decirle que se olvide de todo lo que ha leído en mis cartas sobre la forma novelesca y que se ponga a escribir novelas de una vez» (189). Cuando se publicó la primera edición argentina (1997) de Cartas a un novelista, título que adquiere «joven» para la edición española, y mantiene en la de 2011 de Alfaguara, los jóvenes de las Américas se acordaron más de él que de Rilke. No extraña entonces que, más allá de encontrar en sus opiniones sobre el novelar un espíritu afín concentrado en la libertad, esos jóvenes vean en él un maestro ejemplar respecto a cómo vivir en tiempos difíciles. Ésa también fue la idea fundamental en las contestaciones que en marzo de 1998 publicó el suplemento Lectura del periódico mexicano El Nacional, con el título «Respuestas a Vargas Llosa de 10 novelistas jóvenes de Hispanoamérica» (cf. Bibliografía). No es de diciembre en adelante. Ese 8 de octubre le celebraron académicos, intelectuales, actores y escritores, entre ellos Muñoz Molina (50), Abad Faciolince (53), Iwasaki y Vásquez (56), Savater (57), Cercas (61). El 9 le festejan Guelbenzu (37), Montero (38) y otros. El 10 de octubre, en «Catorce minutos de reflexión» (29), relata su propia reacción para el mismo periódico, y es notable que vuelva a sus ideas en momentos como ése. Ese mismo día La Nación de Buenos Aires publica elogios de Sergio Ramírez, Edwards, Krauze y Beatriz Sarlo, más una defensa de Juan Cruz, que se debe comparar con la entrevistacomentario fallido de Rodriguez Z.
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menos el entusiasmo juvenil del número especial y de lujo que le dedicó el número 91 de la revista peruana Etiqueta Negra (enero de 2011). Hay en ellas un tono admirativo, novísimo, franco, desfachatado, combativo, y sobre todo inteligente. La informalidad de ellas recuerda un texto de Cortázar respecto al encabezamiento de cartas en «Grave problema argentino: Querido amigo, estimado, o el nombre a secas», en La vuelta al día en ochenta mundos, parte del cual dice: «él es novelista y usted también; en realidad usted es mejor novelista que él, pero no cabe duda de que él piensa lo contrario». Si se quiere leer evaluaciones objetivas de qué significaba Vargas Llosa a finales del siglo XX para los que vivirán la mayoría del XXI, los textos más perspicaces son los del ecuatoriano Leonardo Valencia (8), el argentino Fresán (4-5), y el peruano Iván Thays (8-9). En «Gratitud crítica» Valencia, que como otros mencionados, también colabora en Turia, valoriza Cartas a un joven novelista como fusión de saberes novelísticos, rechaza el nacionalismo irreflexivo que agobia al talento individual ante la tradición de su propio país, y ve en Vargas Llosa un estímulo ejemplar con el cual medirse, más que un obstáculo: «Y por eso no comparto la voz de ese coro que se dedica a desprestigiarte» (8). Valencia vive así el contexto por el que lucha o luchará el joven novelista de este siglo, y Vargas Llosa sigue siendo uno de sus maestros para él y su cohorte, por batallar con metas latinoamericanas, sin paternalismo o condescendencia. No es casual que Valencia y otros escritores españoles y latinoamericanos hayan suscrito el manifiesto «Hablar, escribir, criticar» que publicó El País al mismo tiempo que Vargas Llosa publicó «El honor del mandatario» contra la censura y abusos de la libertad de expresión por Correa. Maestro que es, para la edición de 2011 de su libro escribió un prólogo titulado «Una discreta autobiografía» (9-10) en que dice: «Escribí todos estos capítulos en pocos meses, aprovechando notas y apuntes que me habían servido para dar conferencias o seminarios sobre mis autores favoritos. Se trataba, pues, de un libro muy personal y, en cierto modo, de una discreta autobiografía» (9-10), aunque había advertido: «Éste no es un manual para aprender a escribir» (9). Esto también lo constatan los doce escritores que 367
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contribuyen con testimonios ricos y variados (además de la mencionada cronología de Benavides) para el número de Turia (2011). O sea, les dice «hagan lo que digo no lo que escribo», y su libro no es un taller de corte y corrección, o de cómo prostituirse. Por eso comienza mencionando a sus maestros contemporáneos (Faulkner, Hemingway, Malraux, Dos Passos, Camus, Sartre), Martorell, Flaubert, Hugo y otros «realistas» clásicos aparecerán después (cf. «Los modelos literarios» y «Elogio de la lectura y la ficción»), práctica que revela al mejor tipo de pedagogo. Son cartas de un profesor paciente, nada paternalista o condescendiente, que se van hilando en un estilo tal vez muy próximo a la amistad. Ese efecto de acercamiento no siempre da la impresión de ser una mosca en el papel, que presencia la correspondencia privada de un gran autor. Esta sensación, empero, es causada por el hecho de que Vargas Llosa y su vida y obra están tanto en la esfera pública que la intimidad de esta correspondencia no nos hace sentir que estamos espiando, husmeando en un sanctum sanctorum, o compartiendo lo desconocido, deseos muy humanos. Por ejemplo, su base conceptual y muy pedagógica para lo fantástico (136, 138) ocasionará que algunos quieran un desarrollo mayor, aunque se puede desear lo mismo de Borges. He encontrado más de una docena de reseñas de Cartas a un novelista (edición argentina, Ariel), aparecidas en español y francés. Incluso se publicaron dos en Vuelta, la segunda de las cuales examina Cartas a un [joven] novelista (edición española y mexicana, Ariel/Planeta). Todas son positivas. El cambio de título, que es factible atribuir a decisiones editoriales, revela más sobre el reconocimiento del que goza su autor que sobre su comercialización. Sabemos que su popularidad va de la mano con los cambios sociohistóricos que invaden a nuestra cultura, y como vimos arriba, el estar harto de ciertas utopías hace que el que promulgue ideas en torno a ese rechazo ascienda a la cumbre de la ensayística, o del teatro, como ocurre con el libresco Tom Stoppard y los dramas de su trilogía The Coast of Utopia (2002). No sorprende que un novelista de una generación iberoamericana posterior, Enrique Serna, provee una excelente, directa y compleja lectura en 2004 de la primera edición de Literatura y política (2001), dejando constancia de por qué 368
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Vargas Llosa es un paradigma para los novelistas de generaciones actuales. Es similar y patente la sofisticación de las respuestas de esos jóvenes; e inevitable compararlas a la limitación de un artículo en inglés sobre El hablador de una profesora estadounidense, que agradece efusivamente a una nómina variopinta de latinoamericanistas descubrirle que el autor ¡frecuentemente alterna tiempos y espacios en su narrativa! Se evitará descubrir la pólvora leyendo más al autor (por ejemplo, La Fiesta del Chivo y sus tres series de narraciones alternas en torno a Trujillo, los conspiradores y Urania), o Faulkner y Las palmeras salvajes, en que alterna entre «Las palmeras salvajes» y «El viejo», que a sus críticos novicios. Como recuerda en Cartas a un joven novelista, apoyándose en Cervantes (passim) y el novelista inglés D. M. Thomas (131-133), cruzar tiempos y espacios es algo muy natural en Occidente, ese lugar que también es nuestro. Hernán Núñez el Pinciano, más cerca a Iberoamérica que al mundo anglosajón, dice en su Philosophia antigua poetica (1596), que los episodios «han de estar pegados al argumento de manera que si nacieran juntos, y se han de despegar de manera que si nunca lo hubieran estado». Vargas Llosa estaría de acuerdo, aunque en su preceptiva nada neoclásica los episodios se definen por su carácter novelesco más que por su contenido temático. Pero en algo concuerda con sus antecesores críticos. Para ambos los componentes novelescos secundarios son interesantes porque ayudan a examinar lo accesorio, a entender lo esencial, en el sentido neoclásico de que aquello es la verdad. Ante esa situación, ¿qué es Cartas a un joven novelista? Depuración, balance de sus ideas, técnica sin tecnicismos, discurso con método, aunque sin la teorización que hemos visto en otros de sus ensayos. Como dice el novelista argentino Eduardo Gudiño Kieffer, en una apreciativa nota publicada en La Nación bonaerense, este libro «es un generoso compendio de sabiduría práctica puesto al alcance de todos». Socrático en varios momentos, en verdad cuenta su relación, llena de emoción, con la tradición novelística de Occidente. Es una historia llena de descubrimientos constantes, con matices, reflejos, sobreentendidos y la participación solidaria y comprometida de sus lectores, entre ellos el posible joven novelista que es el receptor putativo. Si se quiere encontrar el acostumbrado carácter 369
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polémico de su prosa no ficticia, se lo halla sólo en su concepción estructural de la novela, y en el volver al pasado, pecado mortal para la crítica actual. Diferente de F. Schlegel, que en «Carta sobre la novela» (1799-1800) dice que la detesta por querer ser un género separado, para Vargas Llosa la novela supera con creces el tradicionalismo que según el alemán la debilitaba. Por eso lo que se enfatiza aquí es el patrón más reciente de su segunda madurez (la primera fue la de su precocidad como novelista), su giro ensayístico si se quiere, que no agota su creatividad. En orden, aunque refiriéndose a otros en cada momento, los capítulos dedicados a los jóvenes novelistas se ocupan de la «solitaria», combinación de vocación y rebeldía genética para el novelista; el catoblépas flaubertiano retomado por Borges, o el no huir a los demonios y la autenticidad; el poder de persuasión, o la forma como verdad de la mentira; el estilo, u organización del lenguaje narrativo; el narrador (el espacio), en que discute los tipos de puntos de vista; y para terminar la primera mitad, el tiempo en la novela, del que «puede decirse, sobre todo de las novelas modernas, que la historia circula en ellas en lo que respecta al tiempo como por un espacio» (97). Los capítulos siete y ocho de la segunda mitad conjugan las posibilidades que ofrecen los niveles de realidad, y el octavo específicamente expande aspectos mencionados sobre las «mudas». Son cambios que crean una polivalencia simbólica en que los adelantos, ecos, reiteraciones, silogismos y retornos son sólo el comienzo de una diseminación que paulatina o espontáneamente hace de los lectores partícipes mayores. Trata así de distinguir entre un sistema de intercalación y un sistema coordinativo. Lo que une a las mudas es su carácter heterogéneo y disperso, como también el hecho de que no siempre sabemos dónde comienzan. No hay nada en este libro sobre el papel de la política en la novela, y eso es un desafío para los novelistas hispanoamericanos de hoy. Aquel papel, como vimos, se detalla en La utopía arcaica, que como Cartas a un joven novelista, causó reacciones en el Perú que no se han visto en otros países, o para otros autores.11 Tampo11 Véanse las nueve opiniones recogidas en Rocío Silva Santisteban et al., «Encuentro de zorros», Quehacer, 106 (marzo-abril de 1997), pp. 71-82; y
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co se encuentra opiniones sobre la «tropicalización de la novela», que en Les Testaments trahis Kundera atribuye a los latinoamericanos y otros que viven por debajo del paralelo treinta y cinco. El que ha leído bien a Vargas Llosa sabe que ya ha tratado ambos temas exhaustivamente en otros escritos, algunos muy anteriores. Por eso Iván Thays, en su respuesta titulada «La lección inocua», y concentrándose en el gran efecto que tuvo en él El pez en el agua, le dice: «usted tuvo la auténtica modestia de no creerse mejor de lo que era sino de tratar de ser, sin trucos, sin escapes, sin falsas disculpas para sí mismo, aquello que siempre quiso ser: un novelista profesional» (8). Eso es lo que transmite convencionalmente Cartas a un joven novelista, más allá de las argucias que podrían parecer estáticas, porque también se lee como historia de detectives. No obstante, para el crítico empedernido que no puede aceptar el derecho de un autor a separar literatura y política, en la octava carta discute la libertad y responsabilidad del escritor. De Céline dice que es «un autor por el que no tengo ninguna simpatía personal, más bien una clara antipatía y repugnancia por su racismo y antisemitismo, que escribió, sin embargo, dos grandes novelas» (142). En 2011, defendiendo al francés cuyo racismo y antisemitismo repulsa, añade: «La literatura no es edificante, ella no muestra la vida tal como debería ser. Ella, más bien, a menudo, en sus más audaces expresiones, saca a la luz, a través de sus imágenes, fantasías y símbolos, aspectos que, por una cuestión de tacto, buen gusto, higiene moral o salud histórica, tratamos de escamotear de la vida que llevamos» («Los réprobos», 33). Y si de Carpentier no le gusta «nada su rigidez, academicismo y amaneramiento libresco» (52) aprecia que logre transmitir coherencia y sensación de necesidad en sus textos. Es la misma estrategia que sigue con Robbe-Grillet Ramón Mujica Pinilla, «Mario Vargas Llosa y la negación occidental del mundo andino», Debate XIX, 94 (mayo-junio de 1997), pp. 40-44. El lineamento políticamente correcto proArguedas recurre en Helena Usandizaga, «Ante las paradojas de la razón», Quimera, 168 (abril de 1998), pp. 75-78, y en Clarín y El mundo, en que paradójicamente se le recusa valorizar lo sociológico por encima de lo estético. Esta recepción es típica de los reseñadores «comprometidos», no de un análisis profundo de las virtudes y defectos de su obra. Fue diferente la recepción en Vuelta y Cuadernos Hispanoamericanos.
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(117-119). Todo lo anterior es lo que más causa admiración en los jóvenes que le contestaron a Vargas Llosa en El Nacional. En «El dato escondido» la contestación de Fresán gira en torno a la condición genérica de lo que nos parece un ensayo, tal vez por la tesis en torno a cómo escribir. Fresán cree que es un manual que se convierte en un thriller del novelista serial llamado Vargas Llosa. Esa idea le da a Fresán la oportunidad de repasar influencias novelísticas y conexiones con la cultura popular que le parecen perfectas para producir el «dato escondido» de un novelista. Por eso comienza diciéndole que le agradece que Cartas a un joven novelista sea «un libro con la virtud de sistematizar lo que siempre se intuyó (virtud y propiedad que siempre les he atribuido a los verdaderos maestros) y que, al mismo tiempo, no resigne el efecto embriagador de un inquietante perfume utópico» (4). Pero Vargas Llosa no se engaña, porque sabe que «los recursos y procedimientos que muchas veces parecen invenciones modernas por el uso vistoso que hacen de ellos los escritores contemporáneos, en verdad forman parte del acervo novelesco, pues ya lo usaban con desenvoltura los narradores clásicos» (168), sean Martorell, Cervantes o Sterne. Por eso varios comentaristas, como María Caballero, han sostenido que es positivo que el autor mantenga intacta su teoría (Ínsula 1998: 11), mientras otros aseveran que no hay teoría sino un estancamiento tradicionalista o convencional. Detrás de los inevitables desacuerdos, un hecho es evidente: su consonancia ensayística es magistral, y construye tensión aún en sus momentos psicológicos más sutiles. Los ensayos como Cartas a un joven novelista están a la vez tan bien hechos como imaginados vívidamente que uno podría llamarlos artesanía espontánea. Hace más de medio siglo, en The Unquiet Grave, Connolly decía que Flaubert, James, Proust, Joyce y Virginia Woolf acabaron con la novela, y que después de ellos todo tendrá que ser reinventado, como desde el principio. Añadiendo varios latinoamericanos a ese elenco (Onetti, admirable; Monterroso, a quien dedica varias páginas entusiastas; Cortázar, ejemplar; Rulfo, fantástico en varios sentidos; Borges, inimitable; y García Márquez, en ese orden), como también Cervantes, Martorell y otros europeos, Vargas Llosa parece coincidir con Connolly en cuanto a los logros del 372
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reparto de éste y del suyo. Lo interesante es que todos los factores, causas y elementos que puede compartir con ellos no bastan para reconocerlos en la estructuración de sus novelas. He ahí su arte de renovarse constantemente, de ser sutil respecto a la lucha entre la tradición y el talento individual. Volviendo a la organización de Cartas a un joven novelista, el capítulo nueve se refiere a las historias dentro de la historia; el décimo al dato escondido, es decir, el conocido oxímoron de los silencios elocuentes. El undécimo, sobre los vasos comunicantes, es el mejor, a pesar de su brevedad y de ser una técnica asociada inmediatamente con él. La segunda mitad termina con una posdata sobre la crítica, aunque en cada carta está implícito lo que piensa de ella. Se reconocerá la terminología, e incluso ciertas explicaciones, pero lo que pasa es que Vargas Llosa no quiere que, como ocurre hoy, el teórico y sus teorías se conviertan en algo arcano, para especialistas, ahistórico y posmoderno. Quiere que sus teorías sean el hombre y su tiempo, no un concepto oportuno, parte inasequible de la reserva disponible de símbolos culturales. El Nobel no dice nada sobre títulos, prólogos, notas, posfacios, dedicatorias, finales o comienzos y otros componentes afines que le dan a una novela su presentación inicial (aunque repite que «la ficción es una mentira», 14-15). Éstos inevitablemente afectan la manera en que los lectores la reciben y perciben, y son importantes para lo que Barrenechea bien llama el «contrato mimético» que se establece con una obra. Pero él no quiere crear imágenes que se pueden pedir prestadas o ser usadas para distorsionar, reinventar o utilizar para propósitos ahistóricos y alejados de la verdad. Por eso, y como siempre, sorprende. Son novedades el retomar su admiración por la narrativa de García Márquez, que caballerosamente no abandona, establecer binomios estéticos entre Borges y Bierce (89), Carpentier y Sterne (98-99), Guimarães Rosa y Virginia Woolf (134-137). No extrañe así que la mayoría de los estilistas ejemplares del cuarto capítulo, aquéllos que demuestran cómo escribir, sean latinoamericanos. Con las salvedades del caso para la diferencia creativa que se intuye en la novelística y la crítica, ése es el destino de los manuales. Los que pretenden enseñar cómo «crear» terminan aumentando la «cultura del comentario» que Steiner critica en Real Presences. Var373
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gas Llosa, conocedor de Steiner y analista de los excesos actuales de la crítica, y zorro que es, constantemente postula que su Cartas a un joven novelista no debe ser tomado al pie de la letra. Sin embargo, recuérdese, como he hecho través de este libro, que para él la crítica verdadera es otro tipo de literatura, y la practica. Escribir sobre libros es parte del pensador, y él se interesa en la crítica por las mismas razones por las cuales sus lectores se interesan en un ensayista o novelista. Uno quiere saber quién es esa persona y cómo ve al mundo, y si ha pensado profundamente para llegar a sus conclusiones, revolución que se traspasa a los jóvenes lectores del Nobel. Pero esa revolución no es siempre a favor de la literatura sino de sí mismo. Un ejemplo es la crítica ad hominem que hace Volpi de La civilización del espectáculo (2012), la más reciente conjunción de las ideas culturales de Vargas Llosa. Sin mencionar que el peruano dialoga respetuosamente con él (204-206) dentro de una «Reflexión final» sobre el futuro del libro impreso, en «El último de los mohicanos» Volpi se dedica a descalificar la persona del maestro, no a sus ideas. Mientras el peruano reconoce que el tema es una batalla eterna con querellas conocidas que no comenzaron en el 68 en que nació Volpi, este opta por una falta de transparencia y lógica que se convierte en mezquindad y falta de compromiso con el texto. No discute –a decir verdad, como otros reseñadores hasta la fecha– que Vargas Llosa ha estructurado las ideas matrices de su ensayo con rigor y consecuencia, o que cada uno de los seis capítulos y la «Reflexión final» contiene uno o más «Antecedentes», o que estos son plantillas conceptuales para la actualización de sus ideas sobre la civilización del espectáculo, contextualizados por una amplia introducción («Metamorfosis de una palabra», 1332). En «Mohicanos y bárbaros en el gueto» César Antonio Molina reacciona al texto de Volpi, habla correctamente de injusticia e ingratitud, y pregunta con razón «¿Qué quedará entonces del escritor? ¿A qué oficio se dedicará el propio Volpi?» (37). Como en sus escritos anteriores sobre la ficción, el boom, y sobre Vargas Llosa, el mexicano adopta un tono críptico y apocalíptico que revela la fragilidad de sus ideas. En vez de discutir por qué el peruano arguye que el libro impreso nos permite interrumpir, infe374
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rir, adivinar, exclamar e ignorar, es transparente su empeño por figurar en un mundo ensimismado y no superar su dedicación a tópicos. Molina bien dice que Volpi rechaza lo que representa el «mundo» de Vargas Llosa, que es el mismo de Volpi. Su revolución no está a la altura de las del peruano, ni de la de Bolaño y muchos de los mencionados arriba, y no sólo por su optimismo malhadado en la tecnología, que no prueba conocer. Cartas a un novelista tiene una fuerza que no tiene la inteligencia artificial a la que se apega Volpi: el sentido urgente de producir efecto, hablar con Vargas Llosa en vez de con una máquina, y admitir que el peruano en verdad es muy bueno, a pesar de todos los jóvenes que dicen que es muy bueno. El hombre verdadero, y vuelvo a un tema principal de este libro, es mucho más interesante que las contradicciones que encuentren sus críticos después de toda una generación de hagiografías y reinvenciones. Por eso es fácil hacer la conexión, respecto a intención y resultado, entre estas Cartas a un joven novelista y las que le escribió Rilke a Franz Xaver Kappus entre 1903 y 1908 con título similar, Briefe an einen jungen Dichter (1929). Eran diez, más breves y algo pomposas y solemnes que las del peruano. Si aquéllas tenían la densidad, riqueza y aparentemente inagotable valor nutritivo, éstas, como una novela, reflejan la condición del novelista, la falta de conflicto entre su intemporalidad universal y un encuadre fechable y localizado. Las cartas cambian con él (Vargas Llosa era mayor que Rilke cuando las escribió), esclarecen su visión y la nuestra, hasta que la soledad que Rilke creía ser el don y el fardo del poeta se fusiona con la «solitaria» que Vargas Llosa cree ser el peso del novelista. Lo que dice de Burroughs se puede decir sobre la novela y él: «hizo de él un esclavo feliz, un sirviente deliberado de su adicción» (23). Mientras Vargas Llosa escriba más crítica sobre la novela, sea ésta total o totalitaria (diferencia que establece en los años sesenta), menor se hace la necesidad de publicar otro libro sobre su novelística, y dada la institucionalización de autores de Occidente, de recurrir al facilismo de conjurar influencias. Y si de los mitos puede afirmar que en cada uno de ellos «hay, siempre, junto al elemento imaginario o fantástico, un contexto histórico objetivo» (124), lo mismo se puede decir de su prosa no 375
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ficticia y su regreso al pasado para esclarecer el futuro de los jóvenes, que en ese libro son un cifra de cualquier persona con inclinaciones artísticas. Dos excelentes críticos de la narrativa latinoamericana contemporánea, los españoles Eduardo Becerra e Ignacio Echevarría, han expresado magníficamente la relación entre el maestro y las generaciones que le siguen y emulan, mejor que Volpi (cf. el cap. IV). Becerra, en el artículo más convincente, exhaustivo y bien pensado del número de Turia ya mencionado, asevera que el «hallazgo de una poética de lo íntimo que no niega la vertiente política y el anhelo por construir extensos panoramas sociales e históricos abre interesantes posibilidades al rastreo de huellas y ecos en la narrativa de hoy» (2001: 191). Si una de las filiaciones de las que se ocupa Becerra es problemática (Paz Soldán), porque no logra superar al transferir a Estados Unidos la «literatura de catacumbas, experimental y esotérica» a que se oponía el peruano en los setenta, y que cita Becerra (ibíd.: 196), éste tiene razón al constatar que los homenajes de los nuevos narradores «nos hablan de cómo determinadas características de la poética de Vargas Llosa mantienen su vigor más de treinta años después y por tanto se apartarían de otros rasgos de aquella novelística necesitados de revisión para las nuevas generaciones» (194). Echevarría añade a las conexiones que cité en capítulos anteriores, machacando que el «modelo literario de Vargas Llosa es el que mejor parece adaptarse a la vocación de la mayor parte de los jóvenes ansiosos por ingresar en los circuitos internacionales de la edición y asimilarse a la cultura global de la que son partícipes y consumidores» (2010: 25). Y punto.
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Mínimas conclusiones l fin de Vargas Llosa: la batalla en las ideas, la tira de Moebius que mi introducción postula ser el emblema de su prosa, expone la franja en que se halla una parte importante de las raíces de sus ideas. Las versiones más étnicas de esa pirotécnica, como arguye recientemente, sirven para promulgar identidades reaccionarias, integrismos y otredades que socavan cada propuesta de entendimiento humano entre los latinoamericanos y los que creen serlo. Que esas ideas fácilmente traducidas en formas de odio y paranoia sean hoy parte de la debatida esfera de la teoría literaria es tan perturbador como otros sucesos políticos y sociales del mundo real. Por eso cree que literatura y libertad son inseparables, y que ésta, que permite que viva la primera, no es un don del cielo sino una convicción elegida junto a «unas ideas que deben enriquecerse y ponerse a prueba todo el tiempo» («Dinosaurios en tiempos difíciles», 12). Su prosa no ficticia es el resultado de combinar convicciones estéticas y políticas, y posee un lenguaje tan pulido al examinar contradicciones que le da la razón a la opinión de Flaubert de que la prosa es como el cabello: brilla cuando se la peina. Para esa metáfora dividida entre hombre de letras y pensador político que es, concentrarse en los polos de experiencias significativas no es reestablecer un equilibrio perdido entre las oscilaciones de reduccionismos opuestos que abruman al mundo. Su equilibrio comenzó con su país: «Donde hay que matizar ahora es que existe una derecha en el Perú que es profundamente reaccionaria; una derecha que en eso está muy cerca de lo que es la izquierda; que no quiere cambios profundos, porque tiene casi el mismo terror biológico que tiene la izquierda a la libertad que nosotros tenemos» (Gallagher 1989: 77), opinión que remite a su autocon-
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cepto de hace casi medio siglo, en «La literatura es una forma de insurrección permanente» (1967). Acabada esa guerra y su impacto en la cultura, según Rorty (1991) y muchos otros, la prosa no ficticia exige a los críticos un vocabulario nuevo, que les permita fijarse en temas que han pasado por alto, que le devuelva a esa prosa la idea, su sentido de forma aprehendida y modificada por la mente humana. Al exigir que las palabras sean liberadas de las significaciones fijadas por adelantado del discurso socializado, Barthes y otros subestimaron hasta qué punto la publicidad y los medios masivos lograron este fin. En estas luchas relativistas, llenas de aberraciones metafísicas diría Vargas Llosa con Berlin, se pierden capas y subtextos culturales. Sobre todo, se pierden las ideas y sus autores, los contextos críticos en los cuales los artefactos culturales y patrones de significación exigen ser entendidos como mundos complejos. Dentro de estos patrones, es esencial para nuestro autoentendimiento histórico y pluralista que conectemos la contramemoria y la esperanza realistas que contiene su prosa. Sus textos muestran que no es un reaccionario, sino que está a la vanguardia del pensamiento verdaderamente progresista de hoy: «sin renunciar a entretener, la literatura debe hundirse hasta el cuello en la vida de la calle, en la experiencia común, en la historia haciéndose» («Dinosaurios en tiempos difíciles», 7). Y es cierto que su prosa no ficticia es mucho más heterodoxa que las teorías de sus críticos, y que lleva más de medio siglo de ser consecuente con sus ideas núcleos. Son «la novela que no se atreve a decir su nombre», y al decir sus verdades Vargas Llosa no se aleja mucho de la desconfianza filosófica de la escritura. (En el Fedro Platón manifiesta que las copias de las copias —la representación escrita— se alejan de las ideas, y de la Verdad). Su verdad depende de ideas, de la lógica y proposiciones puras que se arriesgan a contaminarse por la polivalencia de la escritura y por quién controla el discurso. Con Popper, cree que la historia es afectada e inflada por el crecimiento del conocimiento. No se necesita a Foucault para observar que como crítico emplea documentos «verdaderos» para que sea posible no sólo certificar la verdad sino también experimentar lo que autoriza una alteración de lo que 378
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somos y de nuestra esfera cultural, nuestro conocimiento. Por eso no hay que creer que alguna posibilidad posmodernista suya (¿no lo es el argumento de La utopía arcaica, al rechazar el etnocentrismo unívoco andino?) excluye el compromiso o la cultura popular, como nota Swanson (1995), y demuestran las novelas que desembocan en Los cuadernos de don Rigoberto y en La Fiesta del Chivo (cf. «Los modernos rasputines»). En cuanto a mis conclusiones sobre las conexiones con su entorno, hay una pertinente analogía entre el pragmatismo de Vargas Llosa y una ironía de Foucault: «Tantos autores que se conocen o desconocen, que se critican […], se saquean; se encuentran sin saberlo y hacen cruzar sus discursos obstinadamente en una red que no controlan, de la cual no pueden ver el todo, y de cuyo alcance no tienen una idea adecuada» (1972: 131-132). Si Vargas Llosa y sus ideas desaparecieran de la batalla pública mañana mismo, o se desdoblaran o autoparodiaran, sólo tendría más fama. También habría noticias de haberlo visto, chismes sobre su vida privada, y rumores acerca de su regreso o fin. Pero debido a que el periodismo es una esfera cultural en que Vargas Llosa también participa, su práctica en él sigue fresca, y es parte primordial de la historia de nuestras ideas. La inmediatez de sus reportajes (el periodismo quiere ser borrador de la historia), sin alentar el voyeurismo y la falta de ética, hace que nuestro pleno conocimiento de las circunstancias sea secundario, y que nos sorprendamos ante una idea o hecho cuyo fin creíamos saber. Vargas Llosa, sin nihilismo de los posmodernistas, encuentra numerosos significados ocultos en las connotaciones, raíces y sonidos de las palabras que busca para su prosa. No son menores los que encuentra en su búsqueda intelectual de una identidad latinoamericana, porque su coherencia no tiene que ser explicada en términos de otra cultura o en oposición a ella. La prosa requiere su propia consistencia interna, pero un ensayista que funciona con ideas no está obligado a ser consistente de un punto a otro. Mi trabajo ha sido descifrar cómo escribir una prosa fundacional de nunca acabar, después de que ha estado tanto tiempo sin ser leída a fondo. Así, un análisis sensatamente interdisciplinario de su batalla en las ideas ilustra también cómo escribir con pocos detalles biográficos acerca de un autor y la política de su pensamiento. Este 379
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examen se complica cuando sigue siendo imposible cambiar la percepción de sus contemporáneos respecto a él y su adhesión a lo que Revel infiere en su obra de 1992 como impulso o reactivación democrática mundial. En la esfera pública que comienza hacia finales de los años ochenta y continúa hoy es claro que su participación en la esfera política termina felizmente en la mea culpa de «A Fish out of Water» y su versión definitiva. Las lecciones de esa experiencia son literarias, porque es a ese campo al que ha vuelto en el momento actual, sin ver el neoliberalismo como una entidad trascendente o utopía. Decía en el primer capítulo que para cuando salga este estudio habrá vuelto a registrar realidades múltiples e incómodas, a captar detalles, y a acumular ideas y emociones que dialogan con todos los tiempos. Si su piedra de toque nunca mide el valor material de antaño, como ensayo sirve psicológica y figurativamente para ablandar otras piedras. Liberal latinoamericano hasta siempre, aun en tiempos y situaciones difíciles, mantiene el don de convencer con ideas elegantes o conflictivas y visionarias. En uno de sus ensayos más exactos también cumpliría con las exigencias de un liberal, estadounidense. En «Los inmigrantes» (Premio Mariano de Cavia 1996 del ABC en periodismo) —ahora en El lenguaje de la pasión— desmenuza los miedos de los blancos ante la inmigración, repite (para desmoronarlos) los argumentos a favor de cerrar las fronteras, relata experiencias personales conmovedoras, y concluye: «En realidad, la ayuda más efectiva que los países democráticos modernos pueden prestar a los países pobres es abrirles las fronteras comerciales, recibir sus productos, estimular los intercambios y una enérgica política de incentivos y sanciones para lograr su democratización» (9). Respecto a lo estrictamente familiar, aparte de reportajes, viajes o colaboraciones con sus hijos, «La capa de Belmonte» (2003) y pocos otros presentan posibilidades de otra autobiografía que podría escribir. En esto se acerca al Camus de La Peste, la cual es una parábola y sermón, posición que no agradó a sus primeros críticos. El problema yace en que criticar la obra de Camus, como la de Vargas Llosa, con estándares que se aplican a la mayoría de las novelas sería arriesgarse a condenarla por ser moralizante. Lo que 380
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hay que juzgar es la actualidad y urgencia que todavía tienen La Peste y La guerra del fin del mundo para el mundo. El método de Camus, como el actual del peruano, es justificado porque es imposible expresar en términos políticos una actitud que parece estar fuera del pragmatismo político. De la misma manera, el hecho de que Le Premier Homme y El pez en el agua son bosquejos autobiográficos y «novelas» que refunden su vocación literaria, los establece como el contrapunto perfecto a Les Mots, paradigma de la autobiografía pulida y calculada, a pesar de las mil cien páginas de borradores y manuscritos que dejó Sartre sobre esa obra. Camus y Vargas Llosa nunca estuvieron tan convencidos o «acabados» ideológicamente como Sartre, y la obra póstuma de Camus y la actual del peruano prueban que tenían razón al ver la vida sin tanta rigidez. Vargas Llosa el escéptico abandona definitivamente ciertas utopías, le dice «basta» al colectivismo ciego que se limita a reordenar los términos en vez de examinar la estructura de la oposición (Hayek 2011: 526-527), y derrumba muros mentales. Sabe muy bien que hay seres utopistas genuinos u oportunistas, y que los más han perdido la capacidad de saber la diferencia. Por eso se instaló en 2011 en un camino hacia lo que considera «la razón», por medio de la literatura de ideas, porque la política sólo le ha producido violencia. Lo que hay que considerar finalmente es que esa especie de retirada es más un viaje hacia un compromiso muy real con el mundo, transmitido a sus lectores directamente por las virtudes y defectos de su prosa. Ésta, hasta 2012, es el encuadre y recuperación de otros géneros que la definen y formulan. La piedra de toque que lo ocupa hoy es, en fin, lo que sirve de ensayo para conocer la bondad o malicia de algo o alguien, y sobre todo de la política de la batalla pública. Ahora es una batalla que le permite conocer otro tipo de crítico, porque en verdad sólo se ha opuesto a los excesos de algunos de ellos. Se vislumbra entonces otro tipo de crítica acerca de él: la de los libidinalmente independientes (al criticar sobre lo criticado, no instalados en esferas aprobadas por el autor), ante el legado interpretativo de sus ideas. Como dijo su hijo Álvaro en su recuerdo sobre el día del Nobel (reproducido en diferentes versiones en la 381
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prensa), en Vargas Llosa la dimensión literaria y la dimensión cívica son indisociables (2010a: R5), y Vargas Llosa: la batalla en las ideas mantiene que esa condición surge de su posición intelectual y ética. Diferente de algunos intelectuales polémicos para quienes las posturas controvertibles son un tipo de pavoneo, ajuste de cuentas, revisionismo instantáneo conveniente, o una manera de quedar bien con sus colegas políticamente correctos, el peruano busca verdades no únicas. Su inclusión en la esfera pública latina y mundial se expresó perfectamente en la amplia portada del periódico neoyorquino publicado en español, El Diario-La Prensa del 8 de octubre de 2010, cuando lo anuncia como «Nuestro Nobel» en inmensos titulares, sin la intención irónica de algunos comentaristas peruanos en Etiqueta Negra (enero de 2011), que tragan duro pero admiten que es «peruano» después de todo. Su batalla contiene motivos personales y prejuicios, pero la desempeña de la manera más abierta posible, sin las agendas escondidas de sus pocos pares. La crítica de 2012 y la que vendrá estarían de acuerdo en que como escritor e intelectual propone de buena fe que el conocimiento es una virtud, y que así se lo lea mal, Vargas Llosa por lo menos hace algo por el conocimiento y las culturas de las cuales irrumpe. Para seguir con ese empeño, es seguro que se habrá contentado con el anuncio del Nobel en literatura de 2011. San Francisco, 2012
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En colaboración —
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Índice de conceptos y autores citados
Bataille, Georges: 121-122, 205, 213, 240 batalla: 9-10, 12-14, 16, 44, 54, 56-57, 63, 75-76, 87, 102, 105, 107, 110, 114, 122, 125, 150, 153, 155, 159, 173-176, 181, 185, 188, 213, 215, 224, 226, 249, 252, 265, 271, 274, 291, 300, 303-304, 310, 314315, 319-320, 324, 328, 335, 337, 344, 352, 355, 361, 363364, 367, 374, 377, 379, 381382 Beiner, Ronald: 72, 210n, 273274, 319 Benedetti, Mario: 127, 151, 193, 208, 309 Bensoussan, Albert: 15, 88n, 111n, 126, 188 Berlin, Isaiah: 12, 22, 45, 50, 81, 104, 111-121, 132, 174, 197, 205, 220, 273-274, 298, 349, 378 Borges, Jorge Luis: 17, 92, 155157, 160-162, 167, 191-192,
Académico: 17, 24, 38n, 40-42, 44-45, 128, 143-144, 148-149, 156n, 163n, 189, 197, 206, 208, 213, 230-231, 235n, 244, 289, 301, 303, 309, 313-333, 338, 352, 366n Adorno, Theodor: 21, 27-28, 107-108, 110, 133, 136, 148, 180, 214, 228-229, 242, 334, 338, 341 Arguedas, José María: 27, 51, 64, 38n, 149, 151n, 154, 172, 187, 232.233, 236-238, 242-243, 277-278, 280, 285-290, 294, 300, 330, 350, 371n autobiografía/biografía: 11-12, 16, 34, 86-88, 111, 1 48, 165, 192, 164-165, 192, 199, 226, 235, 241, 243, 244n, 249, 253, 300, 341, 367, 380-381 Barthes, Roland: 26, 29, 31n, 55-56, 85, 140-141, 155, 174, 197, 227, 309-310, 345, 378 417
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233, 241-242, 261, 312, 315, 353, 371 De Castro, Juan: 41, 81, 96, 161n, 168, 173, 179, 188n, 194n, 242, 271n, 278n, 322, 326, 343n deconstrucción: 14, 22, 47, 57, 104, 145, 146, 210, 218, 220, 240, 246, 267, 272, 297, 308, 338, 34, 347, 355 Derrida, Jacques: 38, 104, 144146, 180, 197, 272, 309, 338 dictador: 47, 67, 91, 103, 105, 129-130, 174, 323, 361 dictadura: 30, 41, 66, 69, 91, 93, 103, 139, 174, 182, 193, 223, 280, 311, 316, 320, 360-361
208, 228, 256, 315, 366, 368, 370, 372-373 Bourdieu, Pierre: 13, 33-35, 43, 58, 95, 98-100, 108-109, 191, 333, 345, 358 Camus, Albert: 22, 95, 113, 119, 199n, 161, 183, 199-204, 249, 275, 309, 328-330, 368, 380381 Castro-Klarén, Sara: 33, 47, 194n, 216n, 225, 239 censura: 13, 62, 66, 99n, 163164, 183, 258-261, 325, 334335, 338, 367 civilización/barbarie: 34, 92, 95, 105, 109, 127, 139, 165, 168, 197, 232, 283, 304, 315, 324, 361, 374 conservador: 31, 41, 60, 80-81, 96, 105, 107, 126-127, 137, 161n, 169, 170, 173, 190, 214, 217-218, 251, 281, 285, 308, 326n, 330, 338, 346, 349, 354, 357-358, 326n cosmopolita: 23, 164, 231, 348 Cortázar, Julio: 67n, 151, 188n, 208, 237, 258, 263, 279, 301n, 367, 372 Cruz, Juan: 80, 86, 87n-88n, 128n, 192n, 366n Cuba: 63, 96, 102, 188n, 187, 193, 289, 301, 304-305, 328, 344
Eagleton, Terry: 38, 62, 321 economía: 31, 59, 63, 67n, 69, 81n, 84, 93, 108, 113, 117n, 119, 133-134, 141, 153, 268, 302, 326, 353, 362 elecciones: 35, 80, 91, 96, 98, 147, 223, 251, 266, 314, 325, 351, 353 Eliot, T. S.: 81, 161 erotismo: 184, 215, 235, 354 España: : 45, 60, 135, 173, 187, 199n, 213, 258, 260, 266, 310, 312 espectáculo: 13, 22, 89, 109, 197198, 374 Estados Unidos: 38n, 72, 82-83, 117n, 123-124, 128, 130, 135, 168-172, 235n, 309, 357-358, 376
debate(s): 9, 13, 33, 56n, 60, 65, 70-71, 82, 143, 183, 205, 218, 418
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Granés, Carlos: 17, 33, 41, 64, 95, 101, 109
europeo(a): 15, 58, 60, 74, 76, 83, 92, 102, 127, 128n, 152153, 173, 195, 237, 268, 283, 328, 335, 345, 347, 351n, 360, 372
Habermas, Jürgen: 13, 15, 36, 43, 58-60, 62, 69-73, 106107, 133, 214, 241, 268, 300302, 319, 325-326, 338, 348, 357, 359, 364 habitus: 15, 33, 35, 43, 92, 95-96, 98-99, 121, 130, 151, 154, 191, 194, 212, 266, 324, 354-355 Hayek, Friedrich: 63, 71-72, 104-105, 107, 112-113, 115, 117, 186, 210n, 223, 230, 302, 305, 326n, 331, 335, 340-341, 353n, 381 Howe, Irving: 320-321, 354, 358 Hugo, Victor: 10, 27, 135, 150, 189, 195-196, 205, 234-235, 237, 245-246, 261, 368
fanatismo: 104, 282, 330, 337338 Flaubert, Gustave: 19, 27, 38n, 68, 156n, 171n, 178-179, 205, 207, 212-213, 220, 226, 237, 241, 245, 257, 261, 269, 277, 280, 282, 300, 343n, 368, 370, 372, 377 Foucault, Michel: 38, 46-49, 5358, 75, 157, 197, 225, 280, 294, 298, 318-320, 333-334, 348, 360, 378-379 Frow, John: 131, 162-163, 254 Fujimori, Alberto: 53, 66, 90-91, 93, 97-99, 100n, 103, 130, 145, 160, 188, 252, 316, 352, 361-363
indigenismo: 215, 277-278, 286, 288-289 influencias: 14, 107, 115, 161, 165, 171, 194-197, 232, 236, 261, 281, 318, 329, 335, 340, 348, 355, 359, 361, 372, 375
Gabler, Neal: 19-20, 66, 108, 154, 227, 333, 340 Gadamer, Hans-Georg: 74, 131, 144, 339 Gallagher, David P.: 22, 72, 7677, 84, 87n, 180, 191, 377 Garber, Marjorie: 13, 45, 145 Genette, Gérard: 55, 74, 103104, 116, 125, 221, 250, 291 Goldmann, Lucien: 22-23, 206, 241, 321-322 Gorriti, Gustavo: 101-102, 121122
justicia: 76, 79, 106, 160, 170, 204, 223, 270, 275-276, 324325, 327, 353, 374 Krauze, Enrique: 89, 90n, 129, 250-251, 312, 316, 320, 366n Latinoamérica: 13, 31n, 73, 81, 127-128, 323-344 419
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Leenhardt, Jacques: 228-229, 322 Letras Libres: 15, 87n-88n, 156n, 171n, 194, 236n, 312 lingüística: 11, 24, 32, 42, 46, 52, 74, 84-85, 103, 109, 125, 140, 145, 154, 195, 213, 227, 301 Lovejoy, Arthur O.: 12, 35n, 52, 111, 279 Lukács, Georg: 21-28, 182, 214, 229n, 241-242, 280-281, 300, 331, 338
190, 201, 204, 273, 312-313, 324, 331-334, 336, 351, 357, 364, 369, 375 Oviedo, José Miguel: 87n, 136, 156n, 159, 164, 166n, 177, 194n, 203, 217n, 218, 230n, 235n, 236, 239, 261 El País: 10, 15-16, 65, 88n, 98, 100n, 112n, 169n-170n, 172173, 189, 194, 235n, 260n, 292, 299, 303, 310, 318n, 365, 367 parodia: 216, 240, 242, 254-255, 257n, 262, 291, 344, 379, periódicos: 10, 15, 20, 62, 74, 77, 98-99, 130, 138, 169, 171n, 265-266, 310, 312, 334, 366, 382 personaje(s): 22-23, 25, 28n, 61, 67n, 72, 77, 90, 114, 121, 123, 150, 159-160, 186, 192n, 215, 217, 219, 225, 227, 229-230, 233, 240, 245-246, 248, 254, 256, 263-265, 269, 280, 282, 295-296, 298, 323, 330, 334, 337, 342-343, 346, 356 pobreza: 93, 100n, 141, 227, 304, 351, 361-362 políticos: 15, 17, 50n, 61, 64, 71, 81n, 110, 116, 118, 127, 161n, 169, 173-175, 178, 181, 183, 193, 200, 206, 210, 213, 219, 221, 233, 250, 272, 274, 282, 294, 308, 314, 316, 325, 329, 349, 353n, 363, 377, 381 Popper, Karl: 15, 20-22, 25, 30, 38, 40-41, 43, 45, 48, 50-51,
Merquior, José Guilherme: 63, 72, 144n, 310, 345 México: 152n, 262n, 287, 289, 311, 320 nacionalismo: 16, 30, 35, 45, 7677, 82, 92, 105, 168, 183, 192, 223, 252, 292, 294, 328, 367 neoconservador: 41, 81, 169, 326n, 330 neoliberal: 51, 59, 81, 96, 100n, 133, 161n, 168, 173, 187, 205, 327, 349, 380 Nietzsche, Friedrich: 46-47, 71, 146-147, 288 Nobel (premio): 9, 11-12, 22, 37, 44-45, 58, 74, 76-77, 8889, 149-150, 160-161, 171n, 172, 174, 188-191, 216, 252n, 258, 262, 311n, 317, 337343n, 354, 361, 364-366, 373374, 381-382 Occidente, 38n, 62, 112, 119120, 145, 152, 162, 170, 172, 420
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Rangel, Carlos: 22, 111, 123, 125-128, 320 Reisz, Susana: 247-248, 251-253, 293 religión: 52, 55, 82, 239, 249 Revel, Jean-François: 22, 45, 74, 98, 111, 115, 123-129, 132, 136, 358, 380 Rowe, William: 222, 288, 290, 292-294, 350 Rushdie, Salman: 104, 171n, 334-335, 337-338
63, 80, 84, 87, 93, 100, 104107, 110, 113, 115-116, 119, 122-123, 128-143, 148-150, 158, 174, 184, 186, 200-203, 209, 213, 236-237, 246-249, 252, 255, 261, 292, 299, 302303, 312, 324-325, 335, 341, 352, 360-361, 363, 378 populismo. 134, 293, 317 posmodernismo: 41, 138, 288 psicologismo: 51-52, 128, 262, 277, 331, 341 prosa: 9-15, 19-23, 25-27, 29, 32-33, 35-41, 43, 45, 47, 55, 65, 68, 72, 74-76, 79, 83-84, 87, 89, 92, 96-99, 105, 110111, 112, 116, 119, 127-128, 140, 148, 150, 151-153, 156, 160-161, 169, 171n, 173, 177, 179, 181, 186-187, 189-190, 192, 194-195, 197-198, 206208, 210-211, 214, 216-217, 220, 224, 226, 228-229, 235236, 240, 244-246, 249, 252253, 256, 261, 265-266, 268, 271-272, 274, 279, 281, 291, 295, 297-300, 309, 311, 315316, 321-322, 325, 331-333, 336, 338, 340, 344-345, 348, 351, 353, 358-360, 363-366, 370, 375, 377-379, 381
Said, Edward: 23, 26, 38, 54, 146, 320 Sartre, Jean-Paul: 13, 22, 47n, 50, 67-68, 86, 115, 123, 137, 147, 156n, 166-167, 199-200, 202-205, 233, 261, 280, 309, 341, 368, 381 Sendero Luminoso: 94, 96-98, 100-103, 223-224, 348, 357, 361 Setti, Ricardo: 87, 114, 192, 193n, 246, 264, 267, 295 Smith, Adam: 81, 119, 295, 301, 352-353, 357 socialismo/comunismo: 52, 63-65, 113, 125, 132, 187, 193, 199, 223, 230-231, 285, 302, 311n, 32-8, 349-351, 360 sociedad abierta: 30, 50n, 69, 132, 135, 140-141, 155, 200, 202, 302-304, 311n, 331, 336, 360 Soros, George: 302-304
radicalismo: 61, 87, 111, 224, 272, 320 Rama, Ángel: 19, 22, 31, 38n, 78, 193, 206, 231-232, 239, 277, 279, 281, 309 421
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Volek, Emil: 242-243
teoría literaria: 353, 377 trama: 25, 28, 64, 76, 90, 164, 215, 227, 245, 295, 346 Tusell, Javier: 60, 138, 194n, 266
Wilde, Oscar: 35, 143, 157, 163, 174, 177, 269-270 Williams, Raymond: 109 Williams, Raymond L.: 37, 156n, 194, 217n, 223, 225n, 241, 243, 247, 251, 307 Wilson, Edmund: 39, 148
Valencia, Leonardo: 16, 38, 149, 176, 206, 236n, 365-367 Vargas Llosa, Álvaro: 100n, 188, 266, 381
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Próximamente HABRA, Hedy: Mundos alternos y artísticos en Vargas Llosa. Madrid/Frankfurt: Iberoamericana / Vervuert 2012. (Ediciones de Iberoamericana, A, 63) ISBN 9788484896890 RAMÍREZ, Sergio: La manzana de oro. Ensayos sobre literatura. Madrid/Frankfurt: Iberoamericana/Vervuert 2012, 192 p. (La Crítica Practicante. Ensayos latinoamericanos, 7) ISBN 9788484896623
Títulos relacionados AÍNSA, Fernando: Del topos al logos. Propuestas de geopoética. Madrid/Frankfurt: Iberoamericana / Vervuert 2006, 304 p. (La Crítica Practicante. Ensayos latinoamericanos, 2) ISBN 9788484892915 Reúne una serie de ensayos en torno a la función del espacio en la narrativa latinoamericana: sus símbolos y la forma en que la naturaleza, el paisaje y los lugares (topos) se transforman artísticamente (logos). BALZA, José: Red de autores. Ensayos y ejercicios de literatura hispanoamericana. Madrid/México, D.F.: Iberoamericana/Bonilla 2011, 330 p. (La Crítica Practicante. Ensayos latinoamericanos, 5) ISBN 9788484895862 Desde la colonia, con El Lunarejo y Antonio de Navarrete, hasta la literatura de la segunda mitad del siglo XX, Balza traza en estos ensayos un fresco de la cultura americana que incluye letras, paisajes, arte y música. CASTAÑÓN, Adolfo: Viaje a México. (Ensayos, crónicas y retratos.) Madrid/Frankfurt: Iberoamericana/Vervuert 2008, 376 p. (La Crítica Practicante. Ensayos latinoamericanos, 4) ISBN 9788484894063 Ensayos y textos diversos en torno a México. Más que una serie de tesis, propone una red de preguntas a través de las obras de autores como Juan José Arreola, Salvador Elizondo, Carlos Fuentes, Monsiváis, Octavio Paz, etc.
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