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Spanish Pages [201] Year 2013
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ARGUEDAS / VARGAS LLOSA El “demonio feliz” y el hablador
Mabel Moraña
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What was modernity for those who were part of its instrumentality or governmentality but, for reasons of race or gender or economic status, were excluded from its norms of rationality, or its prescriptions of progress? What contending and competing discourses of emancipation or equality, what forms of identity and agency, emerge from the "discontents" of modernity? Homi Bhabha, The Location of Culture Realizarse, traducirse, convertir en un instrumento legítimo el idioma que parece ajeno; comunicar a la lengua casi extranjera la materia de nuestro espíritu. Esa es la dura, la difícil cuestión. J. M. Arguedas, Prólogo a Diamantes y pedernales […] Saca tu largavista, tus mejores anteojos. Mira, si puedes. J. M. Arguedas, “Llamado a algunos doctores” A book is an assemblage […] and as such is unattributable […] Therefore a book also has no object. As an assemblage, a book has only itself, in connection with other assemblages […] We will never ask what a book means […] we will not look for anything to understand in it. We will ask what it functions with[…] A book itself is a little machine […] What is the relation of this literary machine to a war machine, love machine, revolutionary machine? [T]he only question is which other machine the literary machine can be plugged into, must be plugged into, in order to work. Gilles Deleuze y Félix Guattari, A Thousand Plateaus
Somos contemporáneos de historias diferentes. Enrique Lihn, “Ay, Infelice”
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Índice Presentación I.
Arguedas y Vargas Llosa o los dilemas del intelectual modélico
II.
El arcaísmo como significado flotante
III.
La lengua como campo de batalla (I): el dilema del signo
IV.
La lengua como campo de batalla (II): hablar por hablar
V.
Hacia una poética del cambio social: verdad, modernidad y sujeto nacional en José María Arguedas
VI.
¿Cuál verdad? Otredad y melodrama en Vargas Llosa
VII.
¿Punto final?: la muerte / el Premio Nobel
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Agradecimientos Este libro surgió de una invitación que me dirigiera Sergio R. Franco, profesor de Temple University, para participar en una sesión dedicada a la obra de José María Arguedas que tuviera lugar en el congreso de LASA realizado en San Francisco en Mayo de 2012. El regreso a la obra de Arguedas y Vargas Llosa desde nuevas perspectivas teóricas me motivó para llevar a cabo, a partir de ese encuentro, una extensa confrontación de ambas poéticas, sobre todo en sus derivaciones culturales e ideológicas. Este libro no habría sido posible sin el estímulo y la gran cantidad de materiales, información y pistas que el propio Sergio me hiciera llegar generosamente durante el proceso de redacción del manuscrito. A él va, entonces, toda mi gratitud. También para Alex Eastman, por la cuidadosa corrección de los borradores y las pruebas de imprenta. A Iberoamericana/Vervuert y particularmente a Simón Bernal mi agradecido reconocimiento por sus invalorables cuidados editoriales.
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Presentación En el análisis de la obra de Arguedas/Vargas Llosa no he intentado abordar exhaustivamente los aspectos propiamente literarios de sus textos sino interpretarlos más bien como gesto cultural y performance ideológico cuyas características y significado son inseparables de los contextos históricos –sociales y políticos— que correspondieran a las distintas etapas de producción de esta literatura. Al mismo tiempo, he estado atenta a las estrategias representacionales que cada uno de ellos pone en marcha para penetrar los intrincados laberintos de la cultura andina y, en el caso de Vargas Llosa, también de otros escenarios culturales sobre los que despliega el vuelo de su imaginación y de su técnica. Pocos autores pertenecientes a un mismo país y a una misma época pueden resultar más dispares que los que ocupan las páginas que siguen. Al mismo tiempo, esa misma disparidad conduce a cruces y hasta a convergencias significativas que vale la pena analizar, como rutas alternativas hacia la problemática social e ideológica de nuestro tiempo. He querido abordar la obra desgarrada de José María Arguedas y la triunfante poética vargasllosiana a partir de las preguntas que la más reciente teoría cultural nos permite formular acerca de los procesos de construcción de la subjetividad, la representación de los afectos, las relaciones entre estética e ideología y la dimensión biopolítica que se revela, mediatizadamente, en la producción simbólica de América Latina. He traído también a colación la relación entre la debilitada categoría de cultura nacional y la apertura de escenarios globales, entre cultura y mercado y entre lengua, identidad y representación. Me ha sido imprescindible tratar de comprender el modo en que antropología y creación literaria se entrelazan en la discursividad poética de ambos autores y las formas en que cada uno de ellos negocia, a su manera, las determinaciones de clase, etnicidad y género en la factura ficcional. Mi intento ha sido perseguir con minuciosidad las variaciones que ambas poéticas van teniendo a través de las décadas, de cara a los procesos de cambio social y político en la región andina y, más ampliamente, en América Latina, sin dejar de considerar otros fenómenos que corresponden al contexto mayor de la cultura occidental: la decreciente dimensión aurática de la literatura contemporánea, las variaciones notorias de la función intelectual con respecto al Estado, las complejas respuestas a la modernización elaboradas desde muy diversos horizontes político-ideológicos, las dinámicas transnacionales que se intensifican y redimensionan a partir del fin de la Guerra Fría, el conflicto intercultural siempre presente en sociedades postcoloniales y la dimensión simbólica de esas luchas, que encuentran en el plano de la lengua uno de sus más arduos campos de batalla. Mi objetivo ha sido el de desentrañar las formas específicas que cada uno de estos escritores elabora al enfrentarse a los dilemas de su tiempo: tradición / modernidad, quechua / español, local / global, socialismo / (neo)liberalismo, afecto, deseo/razón instrumental, occidentalismo /saberes locales, identidad / otredad. El énfasis del estudio no pudo sino recaer, una y otra vez, más que sobre las opciones claramente asumidas, sobre las negociaciones, ambigüedades y conflictos que caracterizan la coexistencia de epistemologías diversas en un mismo contexto cultural y en una misma época. En un sentido más amplio, para decirlo en términos de Deleuze y Guattari, el interrogante que alienta este estudio es el que se resume en la pregunta de qué relación guarda la máquina literaria con la máquina de guerra, con la máquina del amor, con la máquina de la revolución. En esta relación estriba, para mí, el significado principal de los textos,
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y aunque cada lector puede contestar para sí estas preguntas, las páginas que siguen adelantan hipótesis que pueden convertir estas cuestiones en un ejercicio colectivo. La noción de dilema o double bind sugerida por Gayatri Spivak en su libro más reciente, An Aesthetic Education in the Era of Globalization (2012) abrió rutas teóricas que, por cierto, tienen numerosos antecedentes en el contexto crítico latinoamericano. La copiosa bibliografía sobre Arguedas y Vargas Llosa fue instrumental para la aproximación a las textualidades literarias y culturales de ambos autores y para la comprensión de sus particulares espacios de acción intelectual, aunque en la perspectiva que propongo la textualidad propiamente literaria es menos relevante que la textura cultural que la contiene. Pero si las referencias teóricas, sobre todo de la crítica postcolonial, son copiosas en este estudio, no lo son menos las que remiten a la cultura de la región andina, a su tenaz y dolorosa intrahistoria política, social y cultural, cuyas alternativas y significaciones sólo se han podido rastrear aquí a través de calas modestas y aproximativas. El suicidio de José María Arguedas y el Premio Nobel concedido a Mario Vargas Llosa constituyen, por separado y también en conjunto, un desafío para el pensamiento latinoamericano. El primero, porque marca una instancia emblemática, histórica y simbólica, en el desenvolvimiento de la resistencia cultural de los pueblos oprimidos en el continente desde la Conquista, y señala la necesidad inescapable de reflexión política y cultural sobre los temas de la descolonización y la búsqueda de formas otras de modernidad para las sociedades heterogéneas de América Latina. El segundo, porque consagra una forma específica de liderazgo cultural e ideológico que reconoce en el mercado, en la integración occidentalista y en la articulación a las políticas del neoliberalismo una forma nueva de triunfalismo intelectual y cosmopolitismo a partir del cual la diferencia latinoamericana es absorbida y resignificada en el ámbito ancho y ajeno de la literatura mundial. Juntos, esos eventos exponen las tensiones, conflictos y paradojas que forman la trama de la historia regional y continental de América Latina particularmente a partir de la Revolución Cubana. La coexistencia de ambos acontecimientos—duelo y consagración, tragedia y agasajo— marca una encrucijada que excede en mucho el terreno de la literatura; tiene que ver con opciones éticas e ideológicas profundas, con formas muy distintas de desarrollo de la subjetividad y con modalidades muy dispares de valoración de los significados que emergen del lenguaje y también del silencio. Ambos hechos, el suicidio y el Premio Nobel, constituyen asimismo un desafío para el país que fuera cuna de muchas de las obras poéticas, narrativas y ensayísticas más profundas de la lengua española. Desaparición y consagración presentan así una invitación ineludible a pensar la historia de la nación moderna, sus promesas incumplidas, sus beneficios y su costo social. Siempre he pensado que en el Perú se concentran, desde los tempranos textos del Inca Garcilaso, Guamán Poma de Ayala y el Lunarejo hasta el brillante pensamiento de José Carlos Mariátegui, Antonio Cornejo Polar y Aníbal Quijano, pasando por los aportes fundamentales de Gustavo Gutiérrez y Alberto Flores Galindo, algunos de los hitos principales de la historia cultural de América Latina, aquellos que permiten leer con claridad el desarrollo persistente y difícil de categorías crítico-teóricas y de análisis socio-culturales que sin abandonar el diálogo con el pensamiento político y filosófico de otras latitudes sean capaces de capturar la especificidad latinoamericana sin glorificaciones ni fundamentalismos. Aunque éste es un emprendimiento que se verifica de distintas maneras en todas las regiones latinoamericanas, ningún país ofrece como el Perú, a mi criterio, un desarrollo tan pautado de propuestas y logros conceptuales, ni un
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panorama tan lujoso de diversidad y de profundidad poética. He dedicado una buena parte de mi esfuerzo académico, a través de los años, al estudio de algunos de los autores mencionados y sigo convencida de que en el Perú se alojan muchas de las claves para la comprensión del espinoso proceso que conduce a la descolonización del pensamiento y a la comprensión crítica de la historia latinoamericana. Si este libro colabora en algo con estos objetivos habrá valido el esfuerzo dedicado a su elaboración y los riesgos que implican sus propuestas. MM
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En el reciente libro titulado An Aesthetic Education in the Era of Globalization (2012) Gayatri Spivak elabora con especial énfasis diferentes aspectos vinculados al papel de la lengua y de la traducción en la construcción de identidades, sobre todo en relación al sujeto migrante, que parece ser el habitante más prominente y escurridizo de la postmodernidad. Concibiendo la identidad, más allá de todo esencialismo, como un constructo fluctuante, social y políticamente negociado, y como mercancía destinada al intercambio y al consumo (donde valor de uso y valor de cambio son cara y contracara del producto simbólico), Spivak hilvana los distintos capítulos de su libro en torno a la idea del double bind que marca la construcción de subjetividad y los procesos de representación en escenarios postcoloniales. Entiende por double bind el tipo de dilema o disyuntiva en el cual se plantean dos direcciones posibles pero contrarias de acción o pensamiento, las cuales aparecen presentadas de tal modo que la elección real de una de ellas se hace imposible por las imposiciones que plantea la dirección contraria. El individuo sujeto al double bind queda así aprisionado en una (i)lógica que, a partir del lenguaje, simula introducir una opción o alternativa al tiempo que clausura la posibilidad de elegir. El double bind (sin duda alguna, a no-win situation), es considerado una forma de control sin coerción abierta: una coyuntura problemática –una encerrona ético-ideológica – que, desde una posición de autoridad y poder, somete al sujeto a un conflicto irresoluble que le genera ansiedad y confusión, al fragmentar su mundo y disociar la conciencia que lo percibe.1 Generado como herramienta teórica para la comprensión de la patología cognitiva que acompaña a la esquizofrenia, el concepto de double bind se expande aquí al campo de la teoría cultural y al estudio de disyuntivas que afectan particularmente al sujeto postcolonial y a las relaciones entre culturas dominantes y dominadas. La amplia gama de ejemplos multiculturales analizados por Spivak, casi todos vinculados a la literatura europea o a la de las antiguas colonias del Viejo Mundo ilustra este conflicto inherente a la condición del subalterno y a su producción simbólica, surgida ya sea in situ ya en espacios transnacionalizados que requieren un análisis cuidadoso de los cambios que esos desplazamientos generan a nivel subjetivo y socio-cultural. Sin duda alguna, a pesar de su constante referencia a culturas del medio oriente, la autora intenta presentar un análisis de alcances globales. Lamentablemente, Spivak parece no conocer la existencia de José María Arguedas (1911-1969), un escritor postcolonial, migrante, transculturado, que tan ejemplarmente ilustraría su argumento. Sus referencias a América Latina o a la latinidad se limitan a varias alusiones a Guillermo Gómez Peña, una a Ernesto Cardenal, por su poema a Marilyn Monroe, y algunas obligadas alusiones a Aimé Cesaire y al realismo mágico. La atención a estas disyuntivas no es nueva en el contexto latinoamericano. Las mismas han sido ya ampliamente enfocadas en los largos debates sobre conciencia criolla y sobre mestizaje. Estos últimos, que han tenido lugar, con variantes, desde el período colonial pero que se intensifican con la modernidad, han dado lugar, más recientemente, a las categorías de transculturación (Ortiz/Rama), heterogeneidad no-dialéctica (Cornejo Polar) e hibridez cultural (García Canclini), que enfocan sobre todo el tema de las luchas interculturales y la disociación o la bi-pertenencia identitaria en sociedades periféricas. Sin embargo, la diferencia principal entre estas categorías críticas que por momentos parecen superponerse, estriba en el modo en que se conciben las
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formas de elaboración del conflicto socio-cultural. Mientras que la noción de transculturación enfoca sobre todo los tránsitos de centro a periferia y las asimilaciones culturales promovidas por los procesos de modernización en culturas vernáculas, la de hibridez apunta a la conciliación de cualidades diversas en una forma nueva, distinta de aquellas que le dieron lugar. 2 El concepto de heterogeneidad no-dialéctica plantea, por su parte, el mantenimiento de la disociación que afecta a la totalidad social, por ejemplo en la región andina, caracterizada por la coexistencia tensa de sistemas culturales que parecen irreconciliables. La pugna entre elementos heterogéneos no se diluye aquí en una síntesis final, ni los antagonismos se disuelven en la noción liberal de diferencia. Más bien, las oposiciones que se registran en los contextos marcados por la heterogeneidad cultural permanecen presentes, activas o latentes, y existen estrechamente vinculadas a las relaciones de dominación, que son las que regulan las formas y grados de negociación del poder y la efectividad de la resistencia que este poder genera. Cornejo Polar es probablemente el crítico que con mayor precisión identifica en el contexto latinoamericano la persistencia de un registro dual y no sintetizado que alcanza las esferas de la experiencia social tanto como los aspectos lingüísticos (castellano/lenguas prehispánicas), las tecnologías comunicativas (oralidad/escritura), y los géneros de expresión literaria a nivel de “alta” cultura y cultura popular (novela/canción). Estas tensiones culturales, que remiten a las desigualdades y antagonismos económicos y políticos heredados del colonialismo, han dado lugar a sistemas que conviven en constante conflicto dentro de una misma área cultural y en una misma temporalidad. Tal dualidad afecta como un double bind tanto las dinámicas intersubjetivas como la percepción e interpretación del mundo y de la vida, dando por resultado un sujeto desgarrado por una conflictividad que abarca todos los niveles de la construcción identitaria, tanto a nivel individual como colectivo.3 Mi intención aquí no es revisar críticamente estas categorías (a las que me he referido en otras partes), sino más bien aproximar la idea del double bind al tenso vínculo que existe entre la obra de dos prominentes escritores peruanos: José María Arguedas y Mario Vargas Llosa. 4 El primero, considerado el héroe intelectual e ícono indiscutido de la crítica cultural, figura representativa de los dilemas de la interculturalidad, es símbolo del fracaso y la esperanza, de la fragmentación y de la lucha por la imposible superación de las polaridades de raza y clase que atraviesan la historia de América Latina. El segundo, habitante privilegiado de la República Mundial de las Letras, colocado a partir del Premio Nobel de Literatura que le fuera otorgado en 2010 en la cúspide del reconocimiento internacional que sin embargo ya habitaba desde hacía varias décadas, cubre sin embargo un espectro menos loable, que va desde las posiciones de izquierda sostenidas durante los 60 hasta la campaña presidencial que lleva a cabo en el Perú en la década de los 90.5 A ambos escritores los unen y separan, por un lado, sus respectivas concepciones de la historia (su modo particular de articular la dimensión histórica en el espacio de la ficción) y, por otro, las exigencias y los rituales de la lengua. Los separan, sobre todo, las distintas respuestas que cada uno articula al dilema de la postcolonialidad en la región andina y los modos en que ambos se inscriben en el contexto del occidentalismo. En este estudio propongo que es justamente en el posicionamiento de ambos escritores respecto a la modernidad capitalista y en el nivel lingüístico –en la concepción y usos de la lengua, en las estrategias y contenidos de la comunicación y de la expresividad literaria– en el que se dirimen, simbólicamente, los dilemas que atraviesan la obra total de ambos autores, y más aún, los campos intelectuales y ético-ideológicos que cada uno
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representa y que constituyen extremos del espectro moderno. Entiendo aquí espectro en su doble acepción de fantasma y de gama o abanico de matices para aludir con ello, en primer lugar, a las formas afantasmadas –espectrales, materiales y al mismo tiempo ilusorias, ideológicas– de modernidad que recorren la región andina, sus sociedades y sus imaginarios, como proyecto de occidentalización iniciado en la colonia y desarrollado por la república criolla. En segundo lugar, espectral hace alusión también a la amplia gradación de modelos e intensidades que acompañan ese proceso de dominación y resistencia, de asimilación y diferenciación desde el siglo XVI y que ambos escritores re-presentan –actualizan– cada uno en su registro, en el contexto de la modernidad. Para entender la forma en que esa doble espectralidad se actualiza en la obra de los autores mencionados (las modalidades que asume, entonces, el fantasma de la modernidad imaginada y el matizado y desigual registro de aplicación de esa matriz civilizatoria en la región andina) vale la pena esclarecer la plataforma estético-axiológica que los sustenta y el modo en que cada uno asume la función intelectual en su momento histórico. 1. Arguedas y Vargas Llosa o los dilemas del intelectual modélico “Somos contemporáneos de historias diferentes.” Enrique Lihn6 Arguedas y Vargas Llosa constituyen, a no dudarlo, dos modelos bien diferenciados de intelectual moderno, aunque la relación que cada uno guarda y elabora con la modernidad es completamente diferente a la del otro. En la obra de ambos escritores se representa una versión distinta de la alteridad social y cultural en el Perú, cada una de las cuales se apoya en un campo de valores y en estrategias representacionales nítidamente diferenciadas. Podemos preguntarnos, sin embargo, tomando en préstamo las palabras de Spivak, “¿Cuál es el yo que pone en marcha la máquina de la otrificación?” (100), interrogante que nos orienta en la dirección de la construcción de subjetividades a partir de elementos de clase, etnicidad e inscripción del letrado en la institucionalidad cultural (tradición, registro canónico, aparato educativo, medios de comunicación, etc.), registro que cada uno de los autores mencionados utiliza de manera particular. Es justo reconocer, en este sentido, que los dos escritores son conscientes de su valor paradigmático dentro de la cultura nacional, regional y latinoamericana, aunque cada uno inscribe su obra y el perfil intelectual que la sustenta en el mundo letrado de acuerdo a su propio posicionamiento social y convicciones ideológicas. Arguedas, enraizado en los valores persistentes de la cultura dominada, se define a partir de su adhesión a las tradiciones, mitos e idiosincrasia indígena, su lucha con la lengua y su reivindicación del margen como espacio de resistencia y privilegio epistemológico, en la medida en que este espacio articula saberes alternativos, lenguas relegadas y prácticas sociales marcadas por el signo de la victimización y de la heroicidad. En este sentido, Arguedas ocupa en el imaginario latinoamericano y en el del latinoamericanismo internacional, el lugar del deseo y de la utopía, pero también el sitio más oscuro– el punto ciego– de la culpa burguesa. Encarna en muchos sentidos el prototipo del escritor atormentado, que es uno con su obra y termina inmolándose en el altar de la literatura. Al mismo tiempo, representa la alternativa –la imagen en negativo— del intelectual orgánico,
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cuyo éxito se apoya en la complicidad con el poder. Sin embargo, su obra dista mucho de ser univalente y se debate entre el régimen dominante del letrado criollo, con respecto al cual Arguedas define trabajosamente su propia producción y la cultura quechua, marginada y vernacular, que alimenta las vivencias de su infancia y nutre su sensibilidad adulta. A través de un intachable lirismo en el que se sublima la experiencia en discurso, el dolor en poesía, la obra de Arguedas testimonia los crímenes del colonialismo y la república criolla. La identificación con el subalterno, la experiencia de la migración, el translingüismo, la biculturalidad, el experimentalismo estético, la sensibilidad exacerbada, el vitalismo, la experiencia de la naturaleza, la apertura hacia lo mítico, lo mágico y lo popular, la preeminencia dada a lo individual y a lo privado, el tono confesional y testimonialista de sus textos, constituyen de por sí un capital cultural que lo sitúa en el núcleo más álgido del panorama fluctuante y por momentos light de la postmodernidad, desde el cual se revalora su escritura. Muchas de sus premisas y de sus declaraciones, y muchas de las estrategias que utiliza para canalizar un mensaje que entiende como denuncia de la marginación y reivindicación del valor cultural del dominado, parecen haber surgido como un presagio de la problemática teórica y social catalizada, desde las últimas décadas del siglo XX, por el quiebre de la promesa salvífica de la modernidad capitalista entendida como la entrada a un mundo de plenitud, avance, integración y tolerancia. La descalificación del mito de la nación como espacio unificado, homogéneo y armónico (su celebración, en cambio, como espacio de hibridaciones interculturales), el énfasis en el tema de la diferencia construida como identidad, la importancia concedida a la lengua y a la traducción como ámbitos para la negociación de significados no sólo lingüísticos sino culturales, el reconocimiento de la migración como una de las claves de nuestro tiempo, la relevancia concedida a la construcción de la subjetividad individual y colectiva y al tema de los afectos como espacio de articulación entre la esfera pública y la privada, la comprensión de la dimensión biopolítica y particularmente del tema de la raza y de la etnicidad, ejes en torno a los que giran los mecanismos de control social y resistencia colectiva, constituyen cuestiones esenciales de la agenda abordada en las últimas décadas por los estudios culturales y postcoloniales. Como aproximación a un mundo en el que colapsan las certezas típicamente modernas a partir de las cuales se organizan los imaginarios republicanos en América Latina, estas nuevas direcciones crítico-teóricas intentan analizar los términos –en gran medida adelantados por la obra arguediana– a partir de los cuales asistimos a nuevos ordenamientos del espacio y del tiempo, a formas inéditas de construcción y de adscripción identitaria, a nuevas modalidades de elaboración del saber y a trasiegos interculturales que desestabilizan lo social y vacían lo político de sus significados y de sus mecanismos conocidos. Entendida como una intervención simbólica en la modernidad capitalista, la obra de Arguedas adquiere gracias a esta perspectiva crítica una dimensión transnacionalizada y transdisciplinaria que la reinscribe en el canon literario y que incluso corrige lecturas anteriores, de corte más limitadamente regionalista y documentalista.7 En el otro extremo del espectro, Vargas Llosa podría ser calificado a su vez como un intelectual paradigmático de otra forma de inserción del intelectual en la modernidad periférica de América Latina, en la que se leen todavía los rastros del letrado criollo que desde tiempos coloniales se sustenta en el poder de la palabra –literaria y política– como mecanismo de legitimación personal y como plataforma de lanzamiento público. Su narrativa se afinca en el manejo hábil del lenguaje literario desde el encuadre lujoso y comercializado del boom que lo convierte tempranamente en
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la superestrella de la canonicidad literaria andina. En efecto, desde la década de los años 60 su obra se perfila como el producto depurado de la cultura nacional de su país, entendiendo por tal el paradigma ideal y articulado de los distintos estratos y sistemas socio-culturales que componen la sociedad peruana. Al mismo tiempo, esa obra se proyecta como una mercancía exportable en la que lo local se negocia en los términos de una universalidad determinada tanto por los procesos de transnacionalización del capital simbólico como por la acelerada reinserción del subcontinente latinoamericano en el espacio del occidentalismo. El escritor se sitúa así desde el comienzo de su carrera literaria en el núcleo mismo del campo intelectual que en esos años se define en torno al triunfo de la Revolución Cubana y a los posicionamientos que este evento desata. Como intelectual criollo, urbano y consustanciado con los procesos de institucionalización cultural dentro y fuera de su país, pronto se convierte en una de las figuras claves a partir de las cuales se proyecta una imagen de América Latina acorde con la inserción de las clases medias en la sociedad de mercado y con la promoción de las representaciones simbólicas que ésta genera como mercancía simbólica cotizable a nivel internacional y abierta al consumo masivo, en el contexto de la Guerra Fría.8 Sin embargo, el alejamiento de Vargas Llosa de la izquierda latinoamericana a partir del caso Padilla y de las críticas del escritor peruano al régimen cubano creará una fisura irreparable en el campo intelectual que cambiará la percepción si no propiamente literaria, sí político-ideológica, del autor de La casa verde (1966).9 Aunque continúa siendo reconocido como uno de los más brillantes y prolíficos escritores de la lengua española, acumulando premios e incrementando su visibilidad a nivel planetario, el resquebrajamiento de la imagen de Vargas Llosa constituiría, para muchos, un síntoma evidente e irreversible de las tensiones y conflictos que atravesaban no solamente el sistema literario del boom sino el proyecto cultural del “hombre nuevo” que articulado a partir de la Revolución Cubana, intentaba consolidar una alternativa viable al “humanismo burgués” apartándose del prototipo del intelectual elitista y occidentalizado que lo representaba.10 El distanciamiento de Vargas Llosa del régimen cubano, que se registra a partir de comienzos de la década de 1970 a raíz de las críticas que dirige al gobierno de Fidel Castro por las políticas que condenaban la disidencia ideológica en la Isla, va incrementándose hasta cristalizar en un anti-izquierdismo recalcitrante que termina apoyando regímenes intransigentemente conservadores como el de Margaret Thatcher y plegándose cada vez más a la reorientación político-económica neoliberal, que favorece la dictadura del gran capital y las dinámicas del mercado globalizado por encima de los intereses nacionales.11 Misha Kokotovic ofrece un buen panorama del giro vargasllosiano hacia la derecha sobre todo en la década de los 80, que corresponde al período de mayor activación de Sendero Luminoso en el Perú, explicando que en ese contexto revive el racismo de la elite criolla. En efecto, siguiendo una tendencia constitutiva del imaginario de esos sectores dominantes, el senderismo es identificado con la barbarie, confirmando la idea de que la población indígena, en realidad la víctima principal de la radicalización política andina, constituye “un obstáculo al progreso y la razón principal del atraso del Perú” (Kokotovic, La modernidad andina 217).12 Desde su cada vez más acendrado individualismo, reforzado ahora por la adhesión al mercado global, y por un elitismo que su creciente fama literaria ayuda a consolidar, Vargas Llosa se sitúa en una posición neoliberal equidistante tanto del socialismo que antes defendiera apasionadamente como del populismo, al que considera una forma corrompida de indigenismo, demagógico y retardatario. Es con este bagaje cultural e ideológico que Vargas Llosa va solidificando en todos los terrenos
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su perfil de intelectual público, en el cual el análisis de la dicotomía que él percibe en los términos de modernidad versus barbarie, tanto para el encuadre de su ficción como en la candente dimensión política y social que desplegaba esa problemática en la escena peruana de los 80, llega a ocuparlo de manera obsesiva. Vargas Llosa entiende que es justamente en esta coyuntura, que desde su perspectiva ve como irresoluble y obstaculizante, en este double bind ético, político y cultural, donde se define el futuro de la región andina y el destino de su propio protagonismo cultural, afectado ya, aunque no disminuido, por su alejamiento de la izquierda y su ubicación en el ala más reaccionaria de la política contemporánea. En 1983 Vargas Llosa preside la comisión investigadora nombrada por el presidente Fernando Belaúnde Terry para investigar el asesinato de ocho periodistas en Uchuraccay, asiento de las comunidades indígena iquichas en el departamento de Ayacucho.13 El trabajo de la comisión, así como las ideas que el propio Vargas Llosa elabora a raíz de estos hechos tanto en el informe oficial de la comisión como en textos posteriores de carácter ficcional así como en entrevistas y artículos periodísticos, revelan la incidencia de formas prejuiciosas, estereotipadas y discriminatorias de concebir la heterogeneidad étnico-cultural andina, particularmente la situación de las comunidades indígenas, su larga historia de marginación y agresión estatal y las trágicas consecuencias de su resistencia al poder hegemónico de la nación criolla. Según la comisión presidida por Vargas Llosa, entre las causas que habrían conducido a que los comuneros de la localidad de Uchuraccay, habiendo confundido a los periodistas con integrantes de Sendero Luminoso decidieran asesinarlos como un acto de defensa propia, debían contarse los abusos a los que la población indígena estaba sometida por parte de los senderistas o “terrucos” y el aval de las fuerzas armadas al respecto. Los sucesos de Uchuraccay, solventemente analizados por antropólogos, politólogos y críticos de la cultura, dejan al descubierto una intrincada red discursiva que remite, en última instancia, a la incapacidad y desentendimiento del Estado peruano con respecto a la violencia estructural del Perú y a la situación de las comunidades indígenas, que habitan una sociedad constituida de espaldas a sus epistemologías y a sus necesidades concretas como parte del proyecto nacional. 14 En un excelente artículo titulado “Alien to Modernity: The Rationalization of Discrimination” (2006) dedicado a analizar la función de la comisión investigadora en Uchuraccay Jean Franco comenta, entre otras cosas, la función que Vargas Llosa asume al ubicarse en el lugar de la racionalidad y el sentido común en relación a un mundo que presenta como un espacio anacrónico y caótico, marcado por la violencia y las tendencias mágico-religiosas, que contrastarían por su irracionalidad con los modelos dominantes en la nación criolla. Como Franco señala, la caracterización de los distintos grupos sociales involucrados en los hechos de Uchuraccay es elocuente. La representación de los periodistas (el lenguaje usado para describirlos, la reconstrucción de sus acciones mientras se acercaban a la región ayacuchana, las anécdotas que se presentan al lector) contrasta fuertemente con las oscuras y reticentes referencias a los indígenas de la región. Mientras que los primeros son tratados con respeto, como representantes de la razón criolla avasallada por la barbarie, los indígenas, personaje colectivo de la tragedia de Uchuraccay que reaparecería, por ejemplo, en Lituma en los Andes, El hablador, etc., son representados como primitivos, instintivos e incapaces de controlar sus acciones o de comprender completamente sus consecuencias (Franco, “Alien to Modernity” 6-8). Se establecen así dos narrativas que corresponden a estratos paralelos e incomunicados de la
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sociedad andina, que el escritor organiza de acuerdo a un escalafón prexistente de cualidades y derechos que se corresponde con la pirámide del poder y con sus codificaciones culturales. La interpretación que Vargas Llosa da de los hechos –indica Franco– se estructura de acuerdo a un paradigma que esencializa la diferencia cultural construyendo la imagen de una comunidad totalmente aislada y primitiva fuera de la ciudadanía. (Franco, “Alien to Modernity” 11, mi traducción) Como Franco señala, la actuación de Vargas Llosa con respecto a Uchuraccay, tanto su conducta investigativa como el informe y los artículos que produce en relación a los mismos eventos (“Sangre y mugre de Uchuraccay,” por ejemplo) llevan a preguntarse ya no solamente sobre las raíces de la violencia en el Perú y la naturaleza y alcances del sistema de justicia en una sociedad multilingüe. Levantan, asimismo, sospechas acerca del estatus ético de la literatura y la naturaleza autoritaria de la ciudad letrada. En el contexto social en el que se registran los hechos, donde la población indígena, en su mayoría exclusivamente quechua-hablante había sido ya arrinconada por la marginación y la violencia desatada por senderistas y fuerzas estatales en la región, los recursos de las instituciones criollas no llegan a abarcar la tremenda diversidad de niveles y contradicciones que los sucesos investigados al mismo tiempo esconden y revelan. Es sin lugar a dudas la epistemología dominante, los recursos de la lengua hegemónica y la tecnología de la escritura y de la racionalidad ilustrada los que ganan la partida en el simulacro de aplicación de justicia social en sociedades multiculturales donde la mayoría de la población indígena no participa activamente de la vida política ni es considerada parte de la sociedad civil ni puede llegar a controlar los dispositivos de indagación y representación de la verdad que parecen residir siempre en un espacio ajeno al de las víctimas. La estrategia culturalista de elaborar la desigualdad como diferencia y relegar hacia el ámbito intangible de la otredad las consecuencias de la exclusión y la injusticia social impide enfocar la problemática profunda y estructural, de raza y clase, que afecta a las sociedades postcoloniales que recorren desde hace siglos el tortuoso proceso de modernización. Interpretada siempre en términos relacionales –el indio como el negativo de todo aquello que define a la ciudadanía, status controlado por los sectores privilegiados de la sociedad peruana—la articulación social raza/clase apunta, cuando se refiere al sector indígena, a la identificación de un residuo, una huella o traza de las antiguas culturas prehispánicas que se van desvaneciendo en el curso de la historia, pero que en ese proceso interfieren con los impulsos de progreso lineal y con los proyectos de imposición de una modernidad europeizada –o norteamericanizada— y excluyente. Los derechos de la población indígena no son entendidos como naturales sino como otorgados a partir de renuentes procesos de negociación, concesión o restitución, que siempre señalan la posición jerárquica desde la que se cede algo de terreno en la lucha inacabada por el control total de los sectores más desposeídos. Como escritor, Vargas Llosa convierte en tema literario el rescoldo aún vibrante de las antiguas culturas sin llegar a percibirlas como parte de la contemporaneidad.15 En el tratamiento político o literario que da a este sector de la sociedad peruana siempre se hace evidente el vacío que existe entre las epistemologías, prácticas y valores de los grupos marginales y de los sectores criollos o mestizos que han logrado integrarse al proyecto nacional, un espacio que el intelectual conservador llena con paternalismo, desprecio o condescendencia, según los casos. Incapaz de percibir una modernidad popular, alternativa y heterogénea capaz de incluir participativa e igualitariamente a la diferencia, el modelo de
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intelectual que encarna Vargas Llosa se enfrenta a la cultura indígena como quien visita una ruina, tratando de extraer rendimiento estético de algo que es a la vez testimonio de lo que fue y de lo que está dejando de ser, que existe por ausencia. En su análisis de los sucesos de Uchuraccay y del papel desplegado por la comisión presidida por Vargas Llosa, el antropólogo Enrique Mayer se ha referido a las voces que faltan (“the missing voices”) en el proceso de relevamiento de testimonios populares sobre el asesinato de los periodistas, particularmente de los comuneros, cuyos relatos fueron siempre mediados por traductores, intérpretes y expertos en distintas disciplinas académicas y transmitidos en forma elíptica, en tercera persona y en discurso indirecto, como si tras las estrategias representacionales de la otredad no existiera una (id)entidad concreta capaz de representarse a sí misma (Mayer 490). Vargas Llosa registra palabras cortadas, expresiones confusas y silencios del Otro, sin que ninguna frase completa sea reproducida en el intento de ser fiel al pensamiento de quien la emitió, indicando con este fragmentarismo la supuesta deficiencia racional del emisor pero sobre todo su existir más allá de los límites del sistema cultural y axiológico de la nación-Estado: el otro como espectro de una ciudadanía inalcanzable, integrante anónimo de un pueblo que vive al margen de la historia, como vaticinara Hegel para América. Con una condescendencia que tiene más de gesto cultural que de reconocimiento de la materialidad y urgencias de la cultura dominada y de las causas profundas de los hechos, que hunden sus raíces en la desigualdad sistémica del Perú y en las políticas estatales, los indígenas son considerados al mismo tiempo culpables e inimputables, sujetos anómalos de un régimen que los coloca al mismo tiempo dentro y fuera de un orden legal que los abarca sin representarlos. Uno de los vocativos dirigidos a los miembros de la comisión investigadora, según consigna Vargas Llosa, es el de “Señor Gobierno”, prosopopeya que resume una distancia interpersonal insalvable y una identificación sintomática entre intelectual e institución, saber y autoridad, en la medida en que ambos comparten, desde la perspectiva del dominado, una misma forma de participación en los discursos, en los protocolos y en los privilegios del poder dominante. El escritor elabora así la narrativa de Uchuraccay en un relato que apela a la manipulación retórica, la selección léxica, y la habilidad compositiva para construir una versión posible de los hechos que se acomode a los estereotipos que atraviesan los imaginarios colectivos y se inserte en el orden institucional como un testimonio más de la aniquilación que acompaña la historia de los pueblos indígenas, que siempre atraviesan la época de la masacre, como Manuel Scorza señalara, como si ésta fuera una de las cinco estaciones del año. El principio invocado por Vargas Llosa de que en la composición literaria se debe “mentir con conocimiento de causa” (razón por la cual el escritor siempre investiga cuidadosamente los contextos que encuadran su ficción) ronda como un espectro la textualidad y la textura de los sucesos nunca adecuadamente esclarecidos de Uchuraccay. El problema de la verdad es el espectro que recorre no solamente la escritura que da cuenta de ellos, sino la conciencia y la culpa social que ellos generan.16 Literatura y política confluyen de manera constante en la obra de Vargas Llosa, no sólo como prácticas culturales e ideológicas sino también como espacios de performatividad y proyección personal que convergen en la escena pública alimentándose mutuamente. En 1984 el escritor peruano sostiene una polémica con Mario Benedetti sobre temas vinculados a la ideología y al papel del intelectual latinoamericano en el contexto de las transformaciones que estaban registrándose en el continente en esa década.17 Vargas Llosa se refiere al intelectual “como factor de subdesarrollo político de nuestros países” y como causa del “oscurantismo ideológico” que
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aún se vivía en la región. Sus críticas a los intelectuales que continuaban manifestando su adhesión a la Revolución Cubana apunta al proceso de auto-legitimación ya comentado y a sus intentos por mantener marcado el campo cultural como espacio no sólo de competitividad en la producción cultural sino como ámbito de luchas de poder que redundan en la mayor o menor cotización de esos productos.18 Los ataques que Vargas Llosa dirige a escritores de la talla de Alejo Carpentier y Pablo Neruda, por ejemplo, ilustran una estrategia de adjudicación de méritos y menoscabos en la cual Vargas Llosa se asigna el lugar de la ecuanimidad y la libertad ideológica por oposición a las posiciones políticas de quienes han sido “condicionados” por la ideología y actúan, según el escritor peruano, robotizados por el socialismo. No es difícil percibir en los ataques de Vargas Llosa una paradójica actitud defensiva, que sobre-argumenta sus posiciones y disminuye –clasifica, reduce, desvaloriza- a quienes ha situado en el lugar del contrincante, como manera de consolidar el control del poder cultural y la composición de sus agendas. A pesar de la forma ligera y convencional en que Vargas Llosa encara la comprensión de lo social, el escritor parece tener clara conciencia de la existencia y funcionamiento de lo que Pierre Bourdieu denominara sub-espacios sociales (el artístico, el político) en tanto ámbitos que cuentan con sus propias jerarquías y desarrollan sus propias luchas de poder dentro de la amplia red de relaciones que constituyen la sociedad civil. De ahí su propósito de insertarse en ambos terrenos y controlar las lógicas que los definen: las formas de comportamiento, los lugares comunes y los valores que en ellos se manejan. Vargas Llosa no parece dejar de reconocer, tampoco, la autonomía relativa del campo cultural en cuyo interior los agentes sociales, a partir de sus disposiciones y sus hábitos, desarrollan estrategias de relación con el mundo social y llevan a cabo sus luchas de poder, vinculándose de distintas maneras a las formas de dominación imperantes y a las dinámicas de resistencia que se les oponen. Es en este contexto que aparece su denuncia del intelectual barato que sería aquel que es propenso al fanatismo ideológico, noción que en la década de 1980, Vargas Llosa identifica con la tendencia marxista, a la que acusa de dogmática y doctrinaria, haciendo uso y abuso de un lenguaje que recuerda la persecución religiosa.19 Siguiendo su habitual estrategia de distribución de virtudes y defectos, la caracterización de lo que llama “el intelectual barato” se apoya en la idea de la degradación de la cultura occidental, que Vargas Llosa desarrollaría durante toda su carrera, como llamado de atención respecto a la pérdida de valores del occidentalismo y el descaecimiento de la “alta” cultura, amenazada por la masificación. En “El intelectual barato” Vargas Llosa registra la progresiva desaparición del papel tradicional y romántico del pensador, artista o profesional de la cultura: el intelectual como un héroe cultural, reducto del saber, depositario y defensor de los valores cívicos: […] existía la creencia, mejor dicho el mito, de que la intelectualidad constituía algo así como la reserva moral de la nación. Se pensaba que este cuerpo pequeño, desvalido, que sobrevivía en condiciones heroicas en un medio donde el quehacer artístico, la investigación, el pensamiento no sólo no eran apoyados sino a menudo hostilizados por el poder, se conservaba incontaminado de la decadencia o corrupción que había ido socavando prácticamente a toda la sociedad: la administración, la justicia, las instituciones, los partidos, las fuerzas armadas, los sindicatos, las universidades. (“El intelectual barato”, Contra viento y marea I, 332)
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Esta visión del intelectual como “el depositario de valores que en otras esferas […] habían desaparecido” encubría su real marginación de los asuntos públicos. “La verdad era” –indica Vargas Llosa— “que el intelectual no se había sentado a la mesa del poder porque, salvo raras excepciones, no había sido tolerado en ella” (“El intelectual barato”, Contra viento y marea I, 333). “El apetito de poder” que Vargas Llosa identifica en los intelectuales peruanos que participaron en el proceso de socialización de los periódicos llevado a cabo por Belaúnde Terry en 1974, es el rasgo que caracteriza a quienes el escritor califica de “intelectuales baratos”.20 En otra clasificación vinculada a la anterior figuran los que caen dentro del rubro de “intelectual progresista”, aquellos que militan en los partidos revolucionarios, sostienen el credo antiimperialista y defienden la economía estatizada pero que al mismo tiempo, sostiene Vargas Llosa, aprovechan de las ventajas que ofrecen los vínculos con los centros desarrollados, de los que extraen beneficios y prebendas, dejando de lado entonces sus posicionamientos políticos. Vargas Llosa se coloca en una posición supuestamente aséptica y superior a la de aquellos a los que se refiere, desde la que pontifica sobre temas ideológicos, ocupando él mismo el lugar de los valores éticos, la justicia y la ponderación. El tema del intelectual aparece así en Vargas Llosa (melo)dramatizado, literaturizado, como si se tratara de otra de las categorías fungidas por la imaginación para nutrir el mundo de la ficción. Así, aunque entronizado en los mecanismos de poder o al menos siempre ansioso de lograr esta articulación, el intelectual ideal es percibido por Vargas Llosa como un rebelde, supuesto líder auto-designado de una resistencia constante y generalizada contra el status quo. En este sentido, José Miguel Oviedo considera que es la figura de la transgresión la que atrae principalmente a Vargas Llosa, y aproxima militares e intelectuales en la obra de este escritor, entendiendo que sus novelas plantean una crítica sutil del heroísmo a partir de la exploración de esos subsistemas socio-culturales y de las violaciones del ordenamiento jerárquico que ellos inspiran. Esos “traidores” son siempre, observa Oviedo, destruidos o reabsorbidos por el sistema que quieren subvertir. En ese marco: la gran figura que abraza e integra a todos estos violadores de la norma general, el personaje más irredento, conflictivo y contradictorio es el intelectual quien, dentro del ideario personal de Vargas Llosa, se define siempre como un marginal, como un francotirador y quizá como un indeseable que ha perdido todos sus derechos en la sociedad. (Oviedo, “Tema del traidor y del héroe,” Escrito al margen 149) La “distribución de capital simbólico” es uno de los principales roles auto-asignados del intelectual mediático que es, al mismo tiempo, escritor superestrella en uno de los períodos de mayor proyección internacional –y por tanto, de mayor competitividad— en la historia cultural de América Latina.21 Enjuiciamientos, clasificaciones, veredictos, dictámenes, críticas y cuestionamientos a propósito de los más variados temas de la cultura y la política crean un abanico verbal que revela la arrogancia y el individualismo de quien emite fallos y disemina opiniones ubicándose por encima de aquellos a quienes convierte en objeto de sus comentarios. Al ejercicio de la literatura en tanto producción cotizable en los mercados globales Vargas Llosa pugna por agregar la función de organización del campo intelectual e ideológico, percibiendo que este último conlleva a su vez un potencial simbólico que su alejamiento de la izquierda pudo
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haber comprometido en alguna medida. Su percepción del campo cultural como campo de fuerza lo impulsa a insistir en las funciones de la literatura, ya que el comportamiento de ésta con respecto a los proyectos sociales dominantes definirá sus grados de diseminación e incidencia en distintos registros. En la polémica ya mencionada con Mario Benedetti, Vargas Llosa reafirma la idea de la literatura como una forma casi indiscriminada de subversión, es decir como un ejercicio del individualismo que perpetúa la imagen romántica del intelectual desconforme y rebelde contra el status quo, cualquiera sea la definición política de éste y su eficacia para la organización de la sociedad civil. Indicaría así Vargas Llosa, por ejemplo, en su estudio sobre Tirant lo Blanc: Una novela es algo más que un documento objetivo; es sobre todo, un testimonio subjetivo de las razones que llevaron a quien la escribió a convertirse en creador, en un rebelde radical. Y este testimonio subjetivo consiste siempre en una adición personal al mundo, en una corrección insidiosa de la realidad, en un trastorno de la vida. (Carta de batalla por Tirant lo Blanc 86, énfasis de MVLl) Como se ve, la visión del novelista proclamada por Vargas Llosa tiene que ver con la proyección de un Yo que se auto-asume como parte imprescindible de la realidad, es decir, como una subjetividad que debe dejar su impronta en la sociedad a partir de una actitud más que de un mensaje concreto, de un gesto que parece importar más que el contenido que vehiculiza. En muchos casos, el performance intelectual del propio Vargas Llosa parece ajustarse demasiado puntualmente a estos principios e irse vaciando de sustancia real, evidenciando, como Benedetti señala, una frivolidad y un afán de figuración en la escena pública que excede la importancia y fundamentación de las opiniones emitidas. Esta retórica, plagada de lugares comunes sobre la misión del intelectual y el papel de la literatura que el escritor peruano elabora a lo largo de más de cinco décadas, produce en la máquina vargasllosiana un ruido que hace por momentos inaudible el sonido de su literatura. A partir de 1987, como es sabido, Vargas Llosa se lanza de lleno a la carrera política y a la campaña por la presidencia del Perú. Los principios que informan su nuevo empeño público no son otros que los que se han venido discutiendo hasta ahora. El perfil de intelectual derechizado, fiel a las más ortodoxas versiones del neoliberalismo económico y a las políticas conservadoras que lo acompañan a nivel sociocultural se apoya en la ya mencionada obsesión modernizadora en contra de la barbarie y la “africanización” del Perú (Degregori, “El aprendiz de brujo” 73). Como Franco ha anotado, la identificación de arcaísmo y violencia como cualidades de los sectores indígenas, argumento que había servido a los sectores dominantes como justificación para la discriminación racial, se convierte en Vargas Llosa en una verdadera “filosofía política”. Al programa neoliberal a nivel macro, se suman ahora ideas derivadas que buscan dinamizar al electorado poniendo el énfasis en el cúmulo de oportunidades que brinda la economía globalizada y en la responsabilidad individual: cualquier pueblo puede avanzar por la vía del progreso si sabe competir a nivel internacional, de la misma manera que cualquier ciudadano puede incorporarse al mundo empresarial. El programa político del candidato del Movimiento Libertad recupera viejos clichés de la política conservadora, que hacen eclosión en torno a temas específicos, como el proyecto de Alan García de estatización de la banca, que es considerado por Vargas Llosa una “amenaza dictatorial”. Este sería el catalizador de la carrera política de Vargas
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Llosa, caracterizada como un ejemplo de “liberalismo señorial” (Degregori, “El aprendiz de brujo” 94), carrera que culminaría en 1990 con el triunfo en las urnas de Alberto Fujimori.22 Carlos Iván Degregori ha destacado el relegamiento total del tema étnico en la agenda política y estética de Vargas Llosa, como indicio de un conservadurismo discriminatorio que se basa en “el mercantilismo de la piel,” concepto que el antropólogo peruano define como: ese beneficio del que gozan aún hoy los criollos en el Perú, donde todavía el hecho de ser blanco o de piel clara otorga una suerte de ‘renta diferencial’ que se gana con sólo mostrar la cara. Ni siquiera eso. A veces basta con hablar (bien, con determinado acento) castellano por teléfono para hacerla efectiva. Porque se trata de una ventaja étnico-cultural más que racial. (Degregori, “El aprendiz de brujo” 87-88) Degregori está tratando de definir aquí, amén de un residuo de colonialidad acendrado en la modernidad desigual y periférica de la región andina, un rasgo oligárquico interiorizado y manipulado por el intelectual criollo, en este caso Vargas Llosa, en quien se manifiestan tendencias psicosociales de su clase, extremadas a partir de su particular posicionamiento en los altos escaños letrados y políticos del Perú. Desde esas posiciones, las opiniones emitidas por el escritor diseminan y perpetúan una ideología reaccionaria que se proyecta sobre distintos campos culturales y políticos.23 Mirko Lauer definió a Vargas Llosa como el “liberal imaginario” que habiendo partido de posiciones supuestamente izquierdistas que estaban de moda en los años 60, recorre un periplo previsible que termina ubicándolo en la plataforma conservadora en la que el escritor apoya su candidatura presidencial dos décadas después. Interpretando esa movilidad, Lauer destaca, sobre todo, la búsqueda tenaz por parte del escritor de una “identificación social y política de clase” a partir de la cual asumirse como la “conciencia crítica liberal” del Perú, pesquisa paradójica en alguien que, como adalid de esa ideología, debía haber aspirado más bien, según Lauer, a actuar éticamente por encima de la división de clases y partidos (Lauer, “El liberal imaginario” 100101). De acuerdo con el crítico, la puesta en marcha de la máquina publicitaria que promueve la obra del escritor tiene que ver con esos objetivos definidos en torno al deseo de visibilidad e incidencia pública. Los cargos que Vargas Llosa asume, como por ejemplo la presidencia del Pen Club o la integración de la Comisión encargada de clarificar los eventos de Uchuraccay, arriba mencionada, revelan la voluntad de cubrir el mayor espectro posible de posicionamientos y funciones tanto a nivel nacional como internacional a partir de una actuación protagónica que consolida su celebridad y redunda en favor de la popularidad y el consumo de su literatura. Pero aparte del deseo de omnipresencia, lo que Lauer destaca es la práctica inconsecuente y acomodaticia que acompaña este despliegue de Vargas Llosa como funcionario de la cultura, práctica caracterizada por un “doble standard” que Vargas Llosa aplicaría a la interpretación de la pluri/multi realidad de su tiempo, oponiendo modernidad a primitivismo, sociedad criolla y sociedad indígena, como si se tratara de una lucha romántica entre bien y mal que forma parte del universo recibido y que no es necesario ni debatir ni combatir. Así, al cambio de izquierdismo a thatcherismo que opera en Vargas Llosa, se sumaría una tendencia maniquea completamente opuesta a la necesaria ecuanimidad y sensibilidad política y social que hubieran
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requerido labores comisionadas como las relacionadas con los asesinatos de Uchuraccay y con la guerra interna que tiene lugar en la década de los años 80 entre el senderismo y las fuerzas armadas, hechos investigados por la Comisión de la Verdad y la Reconciliación que Vargas Llosa también integra en algunas etapas del proceso.24 Degregori explica los mismos fenómenos como derivaciones del marketing político que no sólo convierte la política en espectáculo sino que al hacerlo disemina una perspectiva niveladora y simplista de la realidad social, haciéndole perder complejidad y densidad ideológica. Indica Degregori: […] al convertir el mercado en el único gran ordenador, y nivelador, [los integrantes del Movimiento Libertad] imaginan un país chato, plano, donde las solas diferencias son aquellas existentes entre ricos y pobres: subestiman tanto la política como la complejidad étnica y cultural del país. (“El aprendiz de brujo” 84) Comparado con la centralidad de Vargas Llosa dentro de la promoción de escritores latinoamericanos de los años 60, Arguedas, quien publica en 1958, en el umbral del boom, Los ríos profundos (1958), a pesar de su creciente visibilidad, fue sin embargo marginal respecto a ese grupo selecto de narradores probablemente debido al hecho de que fue considerado como un autor afín a la literatura indigenista y, en ese sentido, apegado al localismo de sus predecesores. Percibido como un escritor inclinado al documentalismo etnográfico y a la producción de mundos ficticios cercanos al folclore y al costumbrismo, y considerado por algunos como portador de una visión derrotista y melancólica de la historia indígena, la obra de Arguedas circuló por canales diferentes a los recorridos por sus contemporáneos y gozó de un más retardado reconocimiento a nivel nacional e internacional, el cual estuvo basado, por cierto, en elementos bien distintos de los que contribuyeran a consagrar a los grandes narradores del boom. En efecto, la relación que los textos arguedianos establecían entre literatura y antropología parecía seguir un derrotero ajeno al experimentalismo de autores como García Márquez, Fuentes, Cortázar y el mismo Vargas Llosa, quienes se aventuraban por las vías abiertas por el nouveau roman, las técnicas cinematográficas y la cultura de masas, cuando no se refugiaban en la imaginería del realismo mágico. En 1963 Vargas Llosa obtiene el Premio Biblioteca Seix Barral por La ciudad y los perros (1963), novela que pasó a constituir uno de los epicentros del boom por su combinación de intimismo y crítica social, particularmente por su tratamiento de la corrupta cultura castrense. 25 Siguiendo de cerca a esta primera novela y a los relatos publicados unos años antes bajo el título de Los Jefes (1959), las siguientes obras consagran ya de manera total a Vargas Llosa como el primer autor que logra trascender las limitaciones de lo local y alcanzar una universalidad que le permite construir a partir de los asuntos vinculados a la cultura andina un producto que al tiempo que representa la excepcionalidad de la sociedad peruana, sus conflictos y sus imaginarios logra, a partir de un controlado y vistoso exotismo, hacerse accesible y apetecible en otras latitudes. Todo indica, ya desde estas tempranas etapas de su carrera, que el escritor había encontrado una avenida segura de conquistar el espacio transnacionalizado de la literatura y de pasar a integrar un canon que trascendía los límites tan temidos del provincialismo y la mediocridad de la cultura nacional, que el escritor denuncia fervientemente en tantas ocasiones.
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La lectura vis à vis de Arguedas y Vargas Llosa, no tanto en cuanto al análisis textual sino en lo relacionado con la práctica cultural de ambos autores, podría prolongarse así a muchos aspectos vinculados a la construcción del mundo ficticio, los usos del lenguaje y el proyecto intelectual, estético e ideológico total en el que se inscriben sus respectivas obras. Quizá lo más seductor de este ejercicio sería la exploración de los procesos por los cuales estos autores consolidan una cualidad paradigmática en el contexto de los años 60 y décadas siguientes, época atravesada por polarizaciones ideológicas y posicionamientos muy variados respecto a la función del arte y la literatura y a las relaciones cultura/política dentro de las convulsionadas sociedades periféricas de América Latina, en un clima de inestable tensión internacional, conflictos bélicos, resistencias y masificación acelerada. En efecto, a las repercusiones político-ideológicas del Mayo francés, los asesinatos de Tlatelolco y el avance de la represión pre-dictatorial en el Cono Sur, se suma el descalabro económico que recorría, por esos años, América Latina, factores que precipitan el descaecimiento de los modelos de análisis social que habían servido para conceptualizar la experiencia colectiva desde el romanticismo, y que la narrativa del boom reciclaría a partir de sus fundamentos liberales.26 Varios críticos (Vidal, Franco, entre ellos) analizan las relaciones entre ideología y ficción, así como las nuevas avenidas que se proponen en esta literatura para la elaboración de la memoria histórica a nivel continental. El enfrentamiento de posiciones respecto a la relación literatura / sociedad se convierte en un tópico candente cuando los movimientos de liberación nacional y las dictaduras latinoamericanas recrudecen, provocando un clima de polarizaciones que en el campo cultural se inclinan hacia dos direcciones posibles: un apego a la circunstancia local o, por el contrario, una defensa de lo cosmopolita o simplemente lo re-territorializado (en otros términos: lo nacional, regional y/o autóctono versus lo foráneo, modernizante y transnacional, así como toda la gama de posibles relaciones entre ambos). En este sentido, la relación Arguedas/Vargas Llosa recuerda la polémica que el autor de Todas las sangres (1964) mantuviera, a su vez, con Cortázar entre 1967 y 1969, durante la cual el escritor argentino, quien se autodefine como “un ente moral”, contrapone la “visión planetaria” que él sustentaría, favorecida por la distancia del exilio, a la estrecha “misión nacional” que otros escritores, como Arguedas, se asignarían, a partir de su arraigo en la circunstancialidad de lo local y en los “valores del terruño”. 27 Vargas Llosa se refiere a Arguedas como un “ecólogo cultural” (La utopía arcaica 29) por la voluntad de su compatriota de preservar la cultura indígena de la depredación modernizadora. Veremos luego que una actitud muy diferente será la que caracterice las posiciones de Vargas Llosa frente al tema de lo autóctono y también con respecto a la vinculación entre literatura y antropología, tanto en lo relacionado a aspectos conceptuales como metodológicos. El dilema de la época, planteado entre las exigencias de lo nacional y la búsqueda de universalidad no era nuevo en América Latina, donde el arraigo telúrico y el impulso cosmopolita habían constituido cara y contracara del proyecto modernizador durante siglos. Si el impulso transculturador se había perfilado como la fórmula de una superación posible de las restricciones impuestas por el regionalismo, el double bind implícito en la dinámica transculturadora dejaba aún más al descubierto los conflictos de fondo surgidos a partir de la violencia sistémica propia de sociedades postcoloniales, los cuales subyacían a los procesos de producción cultural y a los recursos representacionales que definían el producto simbólico. Para Cortázar, por ejemplo, la adscripción localista de Arguedas, cercana a los peligros del fundamentalismo y a una posible exaltación nacionalista que, según el escritor argentino, podía
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hasta llegar a recordar la experiencia fascista, no estaba tampoco exenta de parroquialismo y de exotización de lo propio, impulsos éstos auto-celebratorios que delataban un provincianismo contrario a las dinámicas impulsadas por el liberalismo (internacionalización, librecambismo, progresismo, etc.). En su polémica con Arguedas, el autor de Rayuela opone totalización a fragmentarismo, territorialidad a transnacionalización: El telurismo […] me es profundamente ajeno por estrecho, parroquial y hasta diría aldeano: puedo comprenderlo y admirarlo en quienes no alcanzan, por razones múltiples, una visión totalizadora de la cultura y de la historia, y concentran todo su talento en una labor ‘de zona’, pero me parece un preámbulo a los peores avances del nacionalismo negativo cuando se convierte en el credo de escritores que, casi siempre por falencias culturales, se obstinan en exaltar los valores del terruño contra los valores a secas: el país contra el mundo, la raza (porque en eso se acaba) contra las demás razas. [Este proceso] puede derivar en una exaltación tal de lo propio que, por contragolpe lógico, la vía del desprecio más insensato se abra hacia todo lo demás. Y entonces ya sabemos lo que pasa, lo que pasó hasta 1945, lo que puede volver a pasar. (Cortázar, “Carta” 8) Vargas Llosa, quien es aludido por Cortázar durante esta polémica para legitimar, con el apoyo de la figura célebre del escritor peruano sus propias perspectivas, se alinearía a su vez directamente en la posición cortazariana, considerando que los argumentos del escritor argentino ganan la partida. Vargas Llosa percibe siempre a Arguedas como un contrincante permanente y esquivo, que por su mera existencia amenaza no ya el prestigio mediático de su obra sino los principios mismos, éticos, estéticos e ideológicos que la sustentan. Atendiendo a estos cambios de la función intelectual y de la relación entre literatura y Estado en el siglo XX, Franco ha identificado entre los escritores de fines de la década de los años 50 y principios de los 60 dos grandes paradigmas que se suman al de la conocida y más tradicional figura del autor: el del cronista/narrador (storyteller) y el del escritor super-estrella que se dirige hacia la producción cultural masificada. Cada uno de estos tipos estaría caracterizado por diversas tecnologías narrativas que utilizan de distinta manera la memoria, la materia histórica y la experiencia individual y colectiva para la construcción de la ficción y el procesamiento de significados que simbólicamente representan el contexto social. Franco conecta estos distintos proyectos narrativos con el desarrollo desigual de América Latina y con la consecuente diferenciación alcanzada por los proyectos de alfabetización y diseminación de la cultura letrada primero, y masiva después, en la región. Según Franco: The dilemma of the novels of the early sixties is that they project a model of enterprise which is limited to the individual and his lifespan (the masculine possessive adjective is also significant). The novelist comes along to rescue from oblivion not ‘real’ people but energies, desires, and dreams which have been swept aside in the backlash of history. But they are energies, desires and dreams which still accrue to individuals. In this sense, it is an ideology of individual enterprise which is put into play even
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though the novels are not coextensive with ideology. (“Narrator, Author, Superstar” 156-157)28 Según Franco, ese “proyecto individual, esencialmente discontinuo y fragmentado”, surge del vacío dejado por el fracaso del capitalismo dependiente y la desaparición de comunidades que sólo reaparecen, de manera espectral, en la cultura popular y en las representaciones imaginarias de sociedades no urbanas, ya que las ciudades constituyen el escenario natural de la racionalizada vida burguesa. El escritor-superestrella se desarrolla en un ámbito situado más allá de los límites de la cultura nacional: el espacio que es ahora conquistado por la imagen, que lo lanza hacia la “sociedad del espectáculo” y desde el que se reconfigura lo colectivo, concebido en los términos de la sociedad de masas, cada vez más alejada de las comunidades nacionales. La relación Arguedas / Vargas Llosa (y la polémica entre Arguedas y Cortázar, que replica los términos del double bind literario de los años 60) puede ser entendida a partir del dualismo señalado por Franco, que remite, en el fondo, a dos posicionamientos diversos del intelectual que habita la modernidad periférica y se siente atraído o repelido, según los casos, por los núcleos y promesas del capitalismo central.29 Si Arguedas está siempre “perseguido por el fantasma del anacronismo”, (Franco, The Decline and Fall 161) la obra de Vargas Llosa –ya sea por la selección de ciertos temas directamente vinculados al fenómeno de masificación cultural (La tía Julia y el escribidor, por ejemplo) o por el tratamiento de otros tópicos, como los del primitivismo (El hablador), la violencia (Lituma en los Andes, Historia de Mayta), la corrupción política (Conversación en la catedral) o la tensión entre civilización y barbarie (La guerra del fin del mundo)– lo señala como un cómodo habitante de la contemporaneidad, a la cual se aproxima a partir de fluctuantes y acomodaticios posicionamientos ideológicos y políticos. Mientras que el storyteller desarrolla una literatura asentada en la afectividad y en la empatía con un mundo acorralado por el proceso modernizador, el escritor superestrella recorre amplios registros de los que excluye –o en los que minimiza o degrada– la representación del mundo indígena en el cual arcaísmo, primitivismo y barbarie tienden a superponerse para él como sinónimos de retraso, ignorancia e irracionalidad. La conocida defensa que Vargas Llosa hace del neoliberalismo y su adhesión a la modernidad occidentalista descarta sin más, como residuos del colonialismo, a las poblaciones y culturas indígenas consideradas como recalcitrantemente anacrónicas e inasimilables al proyecto de la república criolla. Frente al ethos de la modernidad capitalista y a la institucionalidad nacional como asientos de la nación peruana, Vargas Llosa se perfila como intelectual orgánico de un proyecto nacionalista que él mismo espera liderar desde los aparatos del Estado, mientras que Arguedas mantiene, a pesar de su inserción limeña y de su trabajo como funcionario y educador en diversos organismos culturales, una posicionalidad alternativa que lo consagra sobre todo entre círculos progresistas dentro y fuera del Perú.30 El pensamiento postcolonial servirá para potenciar aún más la recepción de Arguedas, por la vinculación que puede establecerse entre su obra, las formas de subjetividad que él representa y los temas de la subalternidad, el multiculturalismo, la migración y los movimientos sociales, que ocupan la agenda crítico-teórica de las humanidades y las ciencias sociales desde el fin de la Guerra Fría. En este contexto, la dualidad Arguedas / Vargas Llosa ejemplifica el double bind ético y estético que se impone a la historia de la región desde sus orígenes occidentales: la ineludible toma de posición frente al colonialismo y a las formas de dominación entronizadas en
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la república criolla, por un lado, y por otro las exigencias impuestas por los procesos de occidentalización, que empujan un crecimiento y una cosmopolitización acelerada de las sociedades que ocupan las áreas periféricas del “alto” capitalismo en la segunda mitad del siglo XX y lo que va del XXI, con un altísimo costo social sobre todo para los sectores marginales y las culturas dominadas a nivel continental. Si el storyteller representa las “narrativas del fracaso”, el escritor superstar encarna la opción por la literatura como mercancía simbólica transnacionalizada que aspira a ser leída como un discurso universalizado o universalizable, en el que lo local e individual son producidos con miras al consumo masivo, en escenarios dominados por la performatividad de la imagen y la cualidad efímera de los mensajes. 2. El arcaísmo como significado flotante De entre todos los ideologemas que se manejan en torno a ambos autores, la noción de arcaísmo es, sin lugar a dudas, una de las más frecuentes y polémicas. El término circula libremente en la crítica literaria y cultural que enfoca la obra de ambos escritores, y también en los conceptos que ellos mismos vierten refiriéndose a sus respectivas posiciones. Ambos se definen a partir de la relación que guardan con el pasado prehispánico y con las culturas que contemporáneamente remiten a él en diversos grados y medidas. Podría decirse que es a partir del eje representacional de las culturas emanadas de la vertiente indígena que la obra de Arguedas y Vargas Llosa surge y se desarrolla, recorriendo en cada caso un espectro diferente en el proceso de producción de significados. En Arguedas, ese espectro se expande teniendo como origen la experiencia vital que se inicia en la infancia a partir del contacto directo con la cultura quechua. El autor se proyecta como aquel que canaliza, traduce e interpreta los contenidos de la cultura subalterna, insertándolos, a través de diversas estrategias, en la cultura dominante, reinscribiendo, de esta manera, la vivencia en el discurso, la subjetividad en la escritura. Vargas Llosa procede, por su lado, aproximándose cautelosa y reticentemente a los contornos que rodean a la cultura criolla: los contenidos de la otredad vernácula son enfocados desde un posicionamiento exógeno y privilegiado, que le permite representar desde afuera y desde arriba el drama de la interculturalidad peruana. Los conflictos de clase, raza y género aparecen entonces en su obra como un movimiento de capas ecológicas de cuyos reacomodos emerge, fragmentaria y provisional, la problemática –incompleta y quizá condenada– modernidad andina. Si Vargas Llosa registra los vaivenes del proyecto moderno como la peripecia melodramática que promete alguna forma de redención histórica, Arguedas se detiene más bien a testimoniar el costo social de esos procesos, los fracasos y perversiones de la modernidad capitalista, vislumbrando la posibilidad de formas otras de ser moderno, capaces de preservar y de desarrollar vías alternativas que sin excluir lo moderno, lo refuncionalicen convirtiéndolo en una de las matrices civilizatorias de la contemporaneidad, mitigando en alguna medida su universalismo autoritario y excluyente. Para Arguedas, arcaísmo es sinónimo de legado cultural, tradición y sedimentación histórica, mientras que para Vargas Llosa significa retardo, sustancia residual con connotaciones de primitivismo, remanente atávico que obstaculiza el progreso y persiste como un anacronismo en escenarios contemporáneos. Para el primero la cualidad de arcaico se asimila a lo auténtico o legítimo dando base para una verdadera arqueología cultural; para el segundo constituye un término despectivo y condescendiente, a partir del cual es posible descalificar los afueras de la modernidad capitalista sin entrar a evaluar los contenidos del deshecho, sin percibir en la ruina el alma del objeto.31
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De ahí que en el contexto arguediano, marcado por la esperanza de la emancipación y de la justicia social, la noción de arcaísmo se vincule siempre a la de utopía, a la búsqueda de un espacio conceptual que permita elaborar el legado prehispánico, que constituye parte fundamental de la irrenunciable identidad colectiva del indio, y la proyección hacia un futuro marcado por las promesas y perversiones de la modernidad, que resulta también inescapable. La utopía es así un no-lugar, la proyección de un sueño y al mismo tiempo la recuperación simbólica de lo perdido. En su estudio sobre la utopía andina, Flores Galindo define el concepto de utopía en su acepción clásica y en su funcionalidad dentro del pensamiento de la región andina, justamente como elaboración identitaria en la que se articulan memoria e imaginación histórica. Como indica este autor, la utopía: es, en primer lugar, una suerte de mitificación del pasado. Intento de ubicar la ciudad ideal, el reino imposible de la felicidad no en el futuro, tampoco fuera del marco temporal o espacial, sino en la historia misma, en una experiencia colectiva anterior que se piensa justa y recuperable –la idealización del imperio incaico, [lo cual implica] navegar contra la corriente para doblegar tanto a la dependencia como a la fragmentación [y] encontrar en la reedificación del pasado la solución a los problemas de identidad. (Buscando un inca 22) Para Vargas Llosa, por otro lado, esta utopía se define en base a las promesas del mercado y del neoliberalismo, como instancias de realización individual y superación de los quiebres y contradicciones heredados del colonialismo y profundizados por la república criolla. En la nueva etapa de transformación del capitalismo, en la que se establecen nuevos nexos con las áreas periféricas y nuevos pactos de explotación y absorción de las riquezas de las antiguas colonias, el letrado se proyecta como el mediador entre esa reconfigurada ideología del progreso y los remanentes del mundo prehispánico. Desde esta perspectiva férreamente afincada en la misión salvífica del intelectual que predica la buena nueva de la redención modernizadora, Vargas Llosa piensa constantemente a Arguedas como el representante de un proyecto demagógicamente sentimentalizado, románticamente definido en torno a un claroscuro de dolor y lirismo, exaltación y melancolía, donde poética y autobiografía se contaminan y sustentan mutuamente. De esta combinatoria surgiría una materia literaria e ideológicamente impura, fluctuante e inapresable, que apela a formas otras de racionalidad que suponen un sujeto epistémico radicalmente resistente a los modelos dominantes e irreductible a los requerimientos de la modernidad, concebida de acuerdo a los modelos europeos. Para Vargas Llosa la emocionalidad es un subterfugio, un juego de lenguaje que rompe un silencio que era ya casi connatural a la identidad andina, tal como ésta fue definida y administrada desde los aparatos ideológicos de la República criolla. Allí encuentra, por tanto, un punto de contención respecto a la narrativa de su contrincante, a quien no deja de admirar ni de desmerecer durante toda su vida. Para Vargas Llosa, Arguedas es su Némesis: si el primero es la hybris (la arrogante conciencia mesiánica que encarna y disemina los ideales del humanismo burgués) el segundo es el espíritu de la retribución: un eco de las voces apagadas que vuelven por sus fueros, que entienden, como Spivak sugiere, que el subalterno no habla si no hay nadie
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que escuche y entienda su palabra, que la literatura existe sólo si es recibida e incorporada en los imaginarios de una época, es decir, si es intervención cultural y no sólo invención a través de la palabra. Las referencias que Vargas Llosa hace a la persona y a la obra de Arguedas son constantes y prácticamente obsesivas, tanto como sus alusiones permanentes al tema del arcaísmo, el primitivismo y la barbarie. El libro que dedica al autor de Los ríos profundos lleva justamente por título Arguedas: la utopía arcaica y las ficciones del indigenismo (1996) y tiene como propósito principal la identificación de los indicadores que en la vida y obra de Arguedas permitirían reducirlo a la dimensión de un creador sujeto aún al pensamiento mágico y seducido por el mito, incapaz de superar una visión subjetiva, victimizada y conservadora de la historia y de la cultura peruana.32 El título sugiere un pensamiento idílico con visos de irrealidad y anacronismo. Apunta también al hecho de que el indigenismo, como movimiento y como estrategia de representación, remite a una verdad que puede ser falseada, desnaturalizada por aproximaciones que deforman su sentido primario. Pero, ¿dónde reside esa verdad y qué estrategias utilizar para desentrañarla? ¿Tiene ésta un carácter esencial y recóndito vinculado a la posicionalidad del subalterno y a su privilegio epistemológico? ¿Requiere de un lugar preciso de enunciación, sea éste epistémico, geo-cultural o ideológico? ¿Cuáles son sus apoyos materiales, sus formas de manifestación, sus grados y niveles de significación? ¿Qué códigos movilizar para convocarla y para representarla simbólicamente? Vidal identifica tres mitos principales en la literatura del boom, emanados de la estética romántica: a) el mito adánico como borramiento del pasado colonial e instauración de un nuevo orden, el de la modernidad capitalista; b) el mito demoníaco como manifestación de instintos de barbarie y c) el mito utópico como búsqueda de un proyecto social alternativo al dominante. Los tres mitos se manifiestan puntualmente en esta dinámica en la que Arguedas y Vargas Llosa, actores del drama social andino tal como éste aparece organizado en el contexto de los años 60, constituyen vías antagónicas de concebir lo nacional en tanto espacio/tiempo de una contemporaneidad contradictoria, en la que se viven, de modo simultáneo, historias divergentes.33 La utopía arcaica constituye, en este sentido, un territorio discursivo que escenifica esas tres vertientes dramatizando los conflictos y desencuentros entre ellas, así como la relación entre los actores que representan esas orientaciones emanadas del romanticismo imprimiéndoles articulaciones diferentes, que resultan de los posicionamientos ideológicos y éticos de cada uno. Dos aspectos son fundamentales en este libro, en el que la relación Arguedas / Vargas Llosa aparece explícitamente construida a través de la textualidad crítico-biográfica. El primer elemento relevante es la contextualización de este discurso; el segundo, la posición enunciativa desde la cual el autor elabora la figura de su biografiado quien es, al mismo tiempo, su contrincante, su personaje y una figura representativa de posiciones que a Vargas Llosa le interesa abordar y rebatir. De este modo, los datos objetivos que el autor maneja están contrabalanceados con el proceso de subjetivación que el texto revela, en el que la organización de materiales y la voz crítica que articula el ensayo expresa en muchos casos más sobre el autor del texto que sobre quien constituye su objeto de estudio.
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En cuanto a los datos contextuales, es importante recordar que para el momento de publicación de este libro su autor se encontraba ya perfectamente establecido en el campo literario tanto a nivel nacional como internacional. Teniendo publicadas para entonces más de 12 novelas y habiendo recibido gran cantidad de premios de principal importancia en el mundo internacional de las letras (Premio Biblioteca Breve por La ciudad y los perros en 1963, Premio Rómulo Gallegos por La casa verde en 1967 y en el mismo año Premio Nacional de Novela en Perú por la misma novela) Vargas Llosa había sido asimismo admitido como miembro de la Academia Peruana de la Lengua en 1977 y de la Academia Española en 1994 y condecorado por el gobierno francés con la Legión de Honor en 1985. Muchos de sus más importantes ensayos crítico-literarios sobre Tirant lo Blanc, García Márquez, Flaubert, Sartre y Camus, entre otros, habían sido publicados en años anteriores, de modo que su conocimiento del campo cultural estaba ya completamente establecido. Múltiples ensayos dedicados a demostrar su conocimiento acerca del proceso de composición literaria (La verdad de las mentiras [1990], por ejemplo) avalaban también su posicionamiento como crítico, sin olvidar sus memorias políticas, El pez en el agua (1993), libro que proporciona el relato de su carrera política como si se tratara de la de un candidato triunfante que comunica a la ciudadanía el secreto del éxito. Con todo este bagaje, Vargas Llosa contaba ya hacia 1996, cuando aparece La utopía arcaica, con una fama que sostenía su perfil intelectual tanto como su técnica narrativa sostenía su literatura. Contaba, asimismo, con una credibilidad que pone a prueba en el libro dedicado al único autor peruano que podía desafiar, en alguna medida y sin siquiera proponérselo, su inigualado reconocimiento, al exponer una manera diferente de interpretar el conflicto social en el Perú y las opciones políticas que este conflicto ponía sobre el tapete. Lo que es peor, Arguedas representaba una forma de conciencia moral –una forma de culpa social—que el mundo real y ficticio de Vargas Llosa había logrado relegar de sus imaginarios literario y político aunque no desplazar del horizonte ideológico y cultural peruano, al menos del de los sectores más sensibilizados con el problema de la marginalidad e injusticia social en la región andina. Los años finales de la década de los 90 correspondían asimismo al clima ideológico y cultural que sigue a la caída del muro de Berlín y a la finalización de la Guerra Fría. Mientras se trataba de asimilar las consecuencias y significado del derrumbe del socialismo de Estado y cundía el pensamiento débil del postmodernismo, los estruendos del boom iban dejando paso a propuestas estéticas mucho más fragmentarias e ideológicamente inconsistentes que las que habían caracterizado las décadas inmediatamente posteriores a la Revolución Cubana. Se iba abriendo un panorama en el que la literatura iba sufriendo un proceso de descentralización y cediendo terreno a los avances acelerados del mundo massmediático, caracterizado por la invasión tecnológica, los recursos de la comunicación audiovisual y el incremento del mercado como espacio de competitividad y consumo globalizado de productos reales y simbólicos. El campo intelectual, antes marcado por el proyecto ético-ideológico de la izquierda apoyado en la plena vigencia del mundo socialista, manifestaba ahora desorientación y volubilidad, condiciones que alimentaron el avance de posturas oportunistas que no hubieran osado incursionar en el espacio público en años anteriores. El ideologema del arcaísmo, en torno al cual se organiza la crítica a Arguedas y se construye implícitamente, como contracara, la perspectiva del pensamiento moderno e ilustrado que Vargas Llosa define como su propia posición de discurso, sonaba en el contexto mencionado como un anacronismo indefendible. Si en décadas anteriores, como en tiempos de Mariátegui, la
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utilización de ese concepto había formado parte del proyecto emancipatorio articulado a los temas de justicia social, anticolonialismo y construcción de un socialismo heterodoxo adaptado a las condiciones y necesidades de América Latina, en el nuevo horizonte ideológico y cultural del fin de siglo tales propósitos eran asimilados a la idea del fracaso de la izquierda y adquirían una connotación demodé y hasta retrógrada, en la medida en que parecían proponer una vuelta al pasado y una irrenunciable resistencia al progreso, elemento crucial de la modernidad capitalista. Desmantelado Sendero Luminoso desde la década anterior, y cuando habían transcurrido ya 27 años desde la muerte del autor de Los ríos profundos, en un clima de rapante avance neoliberal en el que, al mismo tiempo, las ambiciones políticas de Vargas Llosa habían sido ya para siempre derrotadas, La utopía arcaica constituye una desfasada y exasperada concesión a los demonios no de la creación poética sino de la obsesión intelectual y de la mezquindad individualista, un tardío ajuste de cuentas con una forma de ser del Perú, con un comportamiento ético-ideológico de ciertas formas de vivir y ejercer la cultura, con un ethos, en fin, capaz de desestabilizar, por su mera existencia, el precario equilibrio de las fuerzas sociales y políticas de una región atravesada por la desigualdad y la injusticia. La utopía arcaica no renuncia a ningún recurso retórico-ideológico en su afán por avanzar la tesis de la completa pérdida de vigencia de la utopía emancipatoria del colectivismo andino y la revolución socialista, identificados ambos con la figura y la obra de Arguedas, utilizado como término de la oposición arcaísmo / modernidad que informa el texto crítico de Vargas Llosa. A esa forma trasnochada de pensamiento utópico que este autor hace derivar del “racismo”, “anacronismo” e “irracionalismo” de Arguedas, se opone la utopía moderna de la salvación por el progreso, donde el mercado pasa a ocupar, en un mundo desacralizado, el lugar de la fe. 34 Esta utopía, acorde con los principios del neoliberalismo, deriva del ejercicio pleno de la racionalidad y apuntaría a formas niveladoras de experiencia social y acceso a los bienes de consumo. A través de un estilo condescendiente, cuando no abiertamente denigratorio de la obra de su compatriota, el punto de vista crítico del autor de La utopía arcaica se apoya en la anticuada falacia autobiográfica, que hace derivar de las alternativas de la vida del creador las características de su obra. Utiliza así la información que existe sobre la triste infancia de Arguedas y hasta las circunstancias y repercusiones de su suicidio, para una descalificación de la literatura del autor, a un tiempo “privilegiado y patético” de Todas las sangres. Aunque para obtener credibilidad el trabajo crítico de Vargas Llosa deja lugar a elogios que reconocen ciertas cualidades e influencias de Arguedas sobre su propia obra, las cuales, por otra parte, ya habían formado parte de las numerosas referencias a la obra de Arguedas que pueblan la escritura y la oratoria de su crítico, es indudable que La utopía arcaica es, como ha sido indicado, “una lápida elegante para sepultar a José María Arguedas” quien permanecía vivo en Vargas Llosa, como una herida abierta que era imposible ignorar.35 De más está decir que la interpretación que Vargas Llosa superpone a la figura y a la obra de Arguedas exagera algunos aspectos minimizando otros, en beneficio de la línea argumental que La utopía arcaica despliega en su construcción de Arguedas como el personaje central del discurso biográfico. La comprensión que este autor manifiesta de la inevitabilidad de la modernidad y de la necesidad de articularla racionalmente a los componentes tradicionales que caracterizan a la sociedad peruana y que son particularmente prominentes en las comunidades indígenas no adquiere relevancia en La utopía arcaica, en la que la balanza de la interpretación
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se inclina hacia la denuncia del anacronismo arguediano. Esta resistencia a la modernidad, achacada como uno de los rasgos retardatarios de la población indígena, es adjudicada a Arguedas como carencia técnica, es decir, como una falta de actualización en los recursos literarios que los modelos de Vargas Llosa implementaran desde otros contextos de producción literaria. De esta manera, incluso al reconocer a Arguedas méritos literarios, su perfil creativo es caracterizado como una forma irreductible de primitivismo que no le permite alcanzar las alturas de Rulfo ni de Miguel Ángel Asturias, para mencionar a otros escritores de la transculturación, y que mantendría a Arguedas como un escritor de segundo orden dentro de las jerarquías establecidas por su crítico/compatriota: Arguedas fue un gran escritor primitivo; nunca llegó a ser moderno en el sentido que lo fue Rulfo, aunque escribiera también sobre el mundo rural. Estuvo cerca de serlo con Los ríos profundos, donde, gracias a una sensibilidad y una intuición que suplían su falta de contacto con las grandes innovaciones formales –en el uso de la lengua, en el punto de vista, en la organización del tiempo y el espacio – que la narrativa había alcanzado desde Marcel Proust, Franz Kafka, Joyce y Faulkner, llegó a construir una historia con la autonomía y coherencia internas que son rasgo esencial de la narración moderna. Pero, en vez de perseverar en esta línea, en sus fricciones futuras más bien retrocedió, formalmente hablando, a las técnicas más convencionales y rudimentarias del realismo y del naturalismo, lo que frustró en buena medida su más ambicioso proyecto novelístico: Todas las sangres. (Vargas Llosa, La utopía arcaica 198) Hasta “el desesperado intento final de ser ‘moderno’” representado por El zorro de arriba y el zorro de abajo (1971) termina siendo, según Vargas Llosa, un esfuerzo frustrado en el que la experimentación con distintas formas de discursos, lenguajes y cosmovisiones no logra ensamblar exitosamente todas las vertientes que integran la novela: “fantasía, memoria, testimonio y acción” (La utopía arcaica 198). Los Zorros son, para Vargas Llosa, un libro “entrecortado y quejoso”, “lisiado y desigual”, un discurso emitido al borde del abismo, una experiencia límite que sólo se legitima porque la muerte del autor la rubrica trágicamente, desde el espacio meta-literario, marcando para siempre su lectura. Para descalificar la admiración crítica de Ángel Rama, Vargas Llosa discute incluso la autenticidad de los contenidos culturales utilizados por Arguedas. Según indica, “lo que Arguedas ‘transculturó’ del quechua al español no fue una realidad prexistente sino en gran medida inventada por él, una experiencia histórica subjetivizada, sesgada, recreada a partir de sus deseos, visiones y fantasías: una fabulación literaria”. De la misma manera, las traducciones arguedianas de cuentos y canciones del quechua “son traducciones sólo en apariencia; en verdad, se trata de creaciones modeladas con la arcilla de una materia prima ajena” (Vargas Llosa, La utopía arcaica 157-158). Tanto por su talante crítico como por el momento histórico, cultural y político en el que se publica, La utopía arcaica se implementa así como un golpe de gracia que su autor asesta a un competidor literario y a un opositor ideológico pero sobre todo a una forma de concebir el
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fenómeno literario y de conceptualizar la lucha política que contenía aún un potencial ideológico capaz de reactivar fuerzas ocultas y formas de conciencia reprimidas en la región andina. Y al hacerlo, la noción flotante de arcaísmo se va asimilando a la de barbarie, primitivismo y también telurismo, como puede verse en la elaboración que hace Vargas Llosa de la polémica entre Arguedas y Cortázar, ya mencionada. El propio Vargas Llosa identifica en Arguedas el double bind que implica, dentro de una visión que se quiere progresista y utópica, la voluntad de conservar de un pasado premoderno. Se trata, indica Vargas Llosa, de un “terrible dilema” difícilmente articulable tanto al proyecto modernizador de la elite criolla como a la sociedad igualitaria prefigurada en el pensamiento socialista. Esto hace de Arguedas un marginal perdido a causa de su propia excepcionalidad, un romántico poseedor de un pensamiento inubicable en ninguno de los registros ideológicos de su tiempo, una especie de paria ideológico, un solitario. En el apartado titulado justamente “El dilema de un conservador cultural” Vargas Llosa indica que Arguedas, que reconocía la situación atrasada y marginal del indio y pugnaba por el mejoramiento de sus condiciones de vida, se aferraba al pasado cultural y a sus legados, entre ellos el del pensamiento mágico, técnicamente inasimilable a la teoría marxista. Apegado a una ortodoxia marxista en la que no cree, Vargas Llosa se empeña en enfatizar la inconsecuencia del autor de Todas las sangres refiriéndose a su respeto a lo mágico –de lo cual Arguedas mismo señala no haberse desprendido nunca– como “el drama de Arguedas”, que no atina a elegir entre socialismo e irracionalismo: “Era en suma” –dice Vargas Llosa– “el carácter ‘arcaico’, ‘bárbaro’ de la realidad india –lo tradicional y lo metabolizado de la cultura de Occidente— lo que Arguedas amaba y con lo que se sentía profundamente solidario…” (La utopía arcaica 30-31). Este double bind que encerraría a Arguedas en la encrucijada entre premodernidad y utopía de progreso para las poblaciones indígenas, entre conservadurismo y socialismo, es conceptualizado por quien, en su carácter de superstar, se ve a sí mismo como equidistante de ambas posiciones, ocupando un lugar de privilegio no sólo social sino epistemológico respecto a su contrincante letrado en particular y a sus contemporáneos en general. La imposibilidad de Arguedas de resolver satisfactoriamente la disyuntiva entre arcaísmo y modernidad habría provocado, según Vargas Llosa, el “fracaso” de muchos de los empeños literarios de aquél, por ejemplo de Todas las sangres, novela que Vargas Llosa no duda en calificar como “su mayor derrota al mismo tiempo que la más ambiciosa [obra] que escribió” (La utopía arcaica 31). Esta novela, a la cual vuelve a aludir en su discurso de recepción del Premio Nobel indicando que el concepto del título constituye la mejor fórmula que conoce para definir al Perú, es calificada de modo más mezquino en el libro dedicado a Arguedas como ejemplo de “la inmolación de una sensibilidad en el altar ideológico”, un esfuerzo que el autor quechua-hablante habría realizado para “ajustar su comportamiento a la imagen que de él habían fabricado los progresistas” (Vargas Llosa, La utopía arcaica 31).36 De acuerdo a lo anterior, y más allá de las alternativas que va asumiendo esta confrontación de posiciones entre ambos autores, es evidente que el tema de lo arcaico tiene una relevancia candente en la zona andina, donde la colonialidad sobrevive entronizada en la modernidad en todos los niveles de la vida social. 37 De ahí que la revisión de la historia y los juicios sobre el colonialismo sean temas recurrentes y polémicos en la región. Kokotovic ha rastreado la
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evolución ideológica de Vargas Llosa comparando las posiciones que éste expresa en dos ensayos sobre la conquista producidos por este autor: “El nacimiento del Perú” (1986) y la versión ampliada de ese texto publicada en inglés con el título de “Questions of Conquest” (1990), por un lado, y la novela El hablador (1987) publicada al inicio de la campaña electoral del escritor para la Presidencia del Perú, por el otro. Según indica Kokotovic, en estos textos se expondrían las dos líneas ideológicas que guiaron la campaña electoral de Vargas Llosa: su defensa de la iniciativa privada (mercado libre) como el único camino posible para la modernización de su país y su idea sobre la incompatibilidad de modernidad y heterogeneidad cultural (particularmente por la supervivencia de culturas indígenas) en el Perú moderno. La total falta de iniciativa individual y de capacidad de decisión independiente de los indígenas y la fuerza y persistencia de rasgos culturales “arcaicos y aborígenes” habrían sido los factores determinantes, primero, de la derrota sufrida por las culturas prehispánicas frente a los españoles y, en siglos posteriores, de la imposibilidad de la sociedad andina de realizar plenamente el proceso de modernización. Ante la realidad de lo que califica de “apartheid” cultural, Vargas Llosa corrobora el fracaso de toda posible tentativa de asimilar al indígena a la sociedad criolla. Dice este autor en “Questions of Conquest”: “Quizá no hay un modo realista de integrar a nuestras sociedades más que pedir a los Indios que paguen [el] precio [de esa integración]”, un precio que Vargas Llosa describe en detalle: “renunciar a su cultura, a su lengua, a sus creencias, a sus tradiciones, a sus costumbres, a la adopción de la cultura de sus antiguos amos”.38 Y agrega: Si me viera forzado a elegir entre la preservación de la cultura indígena y su completa asimilación, con gran tristeza elegiría la modernización de la población indígena porque hay prioridades; y la primera prioridad es, por supuesto, la lucha contra el hambre y la miseria. (cit. por Kokotovic en “Mario Vargas Llosa” 448) Plantea en los siguientes términos el double bind que, según él, atenaza la conciencia criolla con respecto a las sobrevivientes culturas indígenas: Es trágico destruir lo que todavía está vivo y es aún una posibilidad cultural pujante, aún si se trata de una cultura arcaica; pero me temo que tendremos que elegir. Porque no conozco ningún caso en el que haya sido posible tener ambas cosas al mismo tiempo, excepto en aquellos países en los cuales dos culturas diferentes han evolucionado más o menos simultáneamente. Pero donde hay tal separación económica y social, la modernización sólo es posible con el sacrificio de las culturas indígenas. (cit. por Kokotovic en “Mario Vargas Llosa” 448) Vargas Llosa atribuye a los pueblos indígenas, a finales del siglo XX, primitivismo, incomunicación y aislamiento. Según propone, la cultura indígena sacrificada ya por la conquista, debe ahora ser inmolada, aún mejor, auto-inmolarse –para acomodarse a la modernidad criolla. Como indica Kokotovic, para Vargas Llosa “[l]os pueblos indígenas deben abandonar sus identidades colectivas para convertirse en los individuos abstractos de la teoría liberal” (“Mario Vargas Llosa” 449). Al oponer una concepción excluyente, autoritaria y elitista de modernización a otra también restrictiva noción de la cultura indígena como socialidad recalcitrantemente refractaria al cambio y a la integración, Vargas Llosa plantea un dilema –un double bind– irresoluble.39 Pero las consideraciones que forman su argumento no se limitan a
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enjuiciar el carácter innato de las culturas prehispánicas sino que se extienden hasta la constitución misma de la sociedad criolla a partir de la independencia. Señala cómo a partir de esa debilidad inicial de las poblaciones aborígenes que tan fácilmente se derrumbaron frente a las “infinitamente pequeñas bandas de aventureros españoles” se engendró “un mundo crónicamente ‘subdesarrollado’ que, en su mayor parte, se ha mantenido incapaz de realizar sus metas y visiones” (cit. por Kokotovic “Mario Vargas Llosa” 449). Incorporando conceptos centrales del desarrollismo y de la Alianza para el Progreso, ideologías rampantes en la América Latina de los años 60, el discurso vargasllosiano transfiere al ámbito de la cultura y a su interpretación del campo cultural peruano principios de integración social y progreso económico tal como éstos eran percibidos desde la perspectiva privilegiada y excluyente de la elite criolla con aspiraciones de liderazgo político. Sin embargo, en el mismo movimiento, y como contracara de ese mensaje que se convertiría en el núcleo ideológico de su candidatura a la presidencia del Perú, representa de todas las maneras posibles su temor y desprecio por los grupos sociales marginalizados, que lo rondan y acosan como espectros de la nación real que amenazan a la nación posible. El mito dionisíaco de que habla Vidal (el desborde del primitivismo) se cierne sobre la utopía liberal del progreso y sobre la pretensión adánica de borrar los remanentes del colonialismo y crear un nuevo inicio para la historia andina. Desde una perspectiva cultural(ista), Vargas Llosa se relaciona con el legado prehispánico a través de su literatura –también a través de la ficción política que rodea a su candidatura presidencial— eludiendo una elaboración en profundidad y un contacto real con la cultura indígena moderna, como si estos términos constituyeran un oxímoron que el escritor no está dispuesto a considerar.40 Su descalificación de la política cultural de Arguedas tiene que ver con este dilema planteado por la existencia multitemporal de la cultura indígena: elemento del pasado, componente del presente y desafío de futuro, continuidad histórica que Vargas Llosa fragmenta y desarticula como si se tratara de planos narrativos de su mundo ficticio. William Rowe recuerda que en el prólogo que escribiera Vargas Llosa a la edición crítica de Hombres de maíz (1949), de Asturias, el escritor peruano “reconoce la riqueza de la cultura indígena, pero solamente en cuanto que pertenece al pasado. Porque de otra parte se la circunscribe dentro de las categorías de la ‘mentalidad primitiva’ y los arquetipos junguianos, incapaz de constituir una racionalidad contemporánea” (Rowe, “Vargas Llosa y el lugar de enunciación autoritario” 7273). Analizando El hablador, Doris Sommer observa que la novela comienza con un “double take”: una reacción de sorpresa que le causa extrañeza y sobresalto cuando desde un escaparate en la ciudad de Florencia ciertos artefactos primitivos y varias fotografías retrotraen al narrador, que creía haber escapado de la conflictiva realidad nacional, a la jungla peruana, la cual lo asedia, a pesar de la distancia, durante su estancia europea. En términos de Levinas, el Otro, inescapable, reclama, persistentemente, reconocimiento. El hablador es así, según Sommer: a sustained performance of simultaneity. Primitive Peru is, admittedly, outside of the narrator named Vargas Llosa. But it holds him, along with us, hostage in its gaze. (“About-Face” 95)41 El problema es no sólo aceptar la existencia del Otro sino correr el riesgo de una identificación tan profunda con él que lleguen a borrarse las fronteras del yo, es decir, la experiencia de una
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alteridad tan absoluta que elimina la posibilidad intercultural como vía hacia el entendimiento mutuo y la justicia social.42 En todo caso, la simultaneidad de que habla Sommer no (con)funde los términos de la duplicidad identidad / otredad sino que los dramatiza aún con más fuerza. Sommer identifica el dilema que recorre la novela y, en general, la narrativa y la ensayística de Vargas Llosa. Según Sommer indica siguiendo a Enrique Mayer, Arguedas habría servido a Vargas Llosa de inspiración para la composición del personaje de Saúl Zuratas, que encarna en El hablador la figura del romántico y tradicionalista antropólogo que pugna por la preservación del primitivismo en contra de los proyectos modernizadores. Zuratas, a su vez, articula el mismo pensamiento “dicotómico e inflexible” (Sommer, “About-Face” 100) que el propio Vargas Llosa utiliza en su programa político, con lo cual queda trazado un curioso periplo que partiendo de y regresando a la figura icónica de Arguedas, une inesperadamente los extremos del espectro ideológico andino. Franco ha señalado, en este sentido, que la perspectiva de Vargas Llosa refuerza la tesis de los dos Perús: uno arcaico y violento y otro abierto a los valores de la modernidad, visión que esencializa la diferencia cultural y construye la imagen de una comunidad indígena primitiva y refractaria al cambio social, que existe fuera de los límites de la ciudadanía (Franco, “Alien to Modernity” 11).43 Existiría, así, un “andinismo” similar al “orientalismo” de que hablara Edward Said en tanto que ideología estereotipada y romantizada de tipos culturales que no condicen con la compleja y radicalmente heterogénea realidad social y cultural de la región. En uno de los análisis más agudos que se han realizado de El hablador, Sara Castro-Klarén explora la aproximación entre literatura y antropología, interpretándola, al menos en algunos de sus aspectos, como una problematización del modelo etnográfico que es la base del regionalismo y de las oposiciones urbano/rural, centro/periferia, escritura/oralidad, que lo sostienen. A partir de una superación de la dicotomía sujeto / objeto propia de la narrativa regionalista, El hablador dramatiza la relación dialógica entre dos voces: una función narrativa que se desdobla en la alternancia quizá “real” de hablantes dentro de la ficción, quizá presentada sólo como un ensamblaje destinado a desestabilizar definitivamente la presencia / ausencia del sujeto. La voz del narrador “occidental” y la del “hablador” que recrea y reformula los protocolos de la oralidad están inscritas, a su vez, dentro del marco inescapable de relaciones de poder que determinan el posicionamiento y proyección de cada enunciación. Occidentalización y primitivismo, modernidad y arcaísmo, identidad criolla y alteridad indígena, se presentan como espacios que aunque puedan percibirse, en puridad, como antagónicos, admiten dinámicas de relativa fluidez e hibridación simbólica y, sobre todo, propician el borramiento de las fronteras epistemológicas y representacionales que sostienen la relación binaria. De una manera que recuerda las estrategias propuestas por Levi-Strauss en Tristes Tropiques (1955) el relato se organiza de centro a periferia, es decir, parte del núcleo “duro” de la ciudad letrada reforzado por el enclave clásico de Florencia y por las referencias eruditas a la cultura occidental, extendiéndose hasta sus márgenes más remotos, donde el mundo perdido de los machiguengas agoniza en un espacio/tiempo que sólo puede ser recuperado y representado de manera simbólica. En el mundo que se extiende más allá de la lógica occidental del discurso y del conocimiento, la identidad se diluye y se recicla como parte de un ciclo vital sujeto a sus propias reglas y dinámicas. La figura de Tasurinchi es un ejemplo. Tasurinchi es uno y todos, es el lugar que ocupa y la forma que asume la comunidad, el eslabón perdido entre naturaleza y cultura, entre yo y otros, el que lidera
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la marcha permanente sin la cual la vida se detiene, vencida por la carencia y por el miedo. Es el que provee en gran medida el material que el hablador organiza como quien tiende un puente entre temporalidades, lenguas, territorios y formas de conciencia. Vargas Llosa hace proliferar las mediaciones entre el observador y lo observado, entre el mundo que posee el privilegio del poder/saber y el universo dominado, objeto inalcanzable del deseo (Castro-Klarén, “Monuments and Scribes” 52). Lo que está en juego en el intento siempre fallido de representación del espacio/tiempo del arcaísmo y de lo primitivo es la insuperable ajenidad del Otro, su presencia convertida en la instancia en la que el yo se abisma y en la que se disuelven las certezas que sustentan la racionalidad moderna. Ante las dificultades de hacer al Otro inteligible a través del discurso y el riesgo de convertirlo en mercancía simbólica, Levi-Strauss se plantea –como sagazmente registra Castro-Klarén– el dilema del conocimiento, vivido como culpa y angustia. El antropólogo, colocado frente a una realidad que se va convirtiendo en cenizas, se confiesa prisionero de una doble debilidad: por un lado, aquello que observa lo aflige y lo perturba; por otro lado, lo que no ve lo atenaza como una acusación.44 Según Castro-Klarén: It is this double infirmity of the impossible subject-object relation in ethnography that Vargas Llosa drives to its own absurd limits in the solipsistic discourse of Zuratas-Mascarita-Tasurinchi-Vargas Llosa. With a very important local political twist, El hablador will make use of such double infirmity in order to propose the idea that the naked storyteller and, by extension, Indians in Peru, are but the invention of ethnography. (“Monuments and Scribes” 46)45 Desde esta perspectiva, la paradigmática población amazónica pasa a representar el lugar emblemático del Tahuantinsuyo tal como éste fuera reconstruido por la arqueología y el discurso etnográfico. Metonímicamente, los machiguengas son el pasado prehispánico y la totalidad del mundo indígena: un objeto producido por el discurso a la medida del deseo de las culturas dominantes que proyectan sobre ese constructo la culpa del colonialismo y de la república criolla que termina por aniquilar lo que resta de la alteridad cultural en nombre del progreso y la modernidad. El hablador es, en ese sentido, indica Castro-Klarén, un proyectil disparado al cuerpo inmóvil del indigenismo: la impugnación de un sistema de representaciones donde el poder/saber occidental hace evidente la definitiva inconmensurabilidad del Otro, su ser inaccesible, inabarcable, que existe sólo como residuo y ruina, y como testimonio de todo lo que falta. El hablador dramatiza así el intersticio, la intermedialidad, la grieta que en sociedades postcoloniales divide inevitablemente los territorios existenciales de distintas culturas que coexisten como retazos de un collage malamente ensamblado en el interior de la nación moderna. La novela teatraliza, también, el lugar del discurso: su acción conectiva que va descaeciendo a medida que se pasa de las comunidades cohesionadas por el mito, por las prácticas cotidianas y por la necesidad de resistir, a las formas disgregadas por la acción del progreso y por el peso aplastante de las grandes narrativas del occidentalismo. El discurso es así en El hablador, multifacético y sin duda intrigante –inquietante, delirante—por su kafkiana capacidad de transmutarse y de ser al mismo tiempo signo, señal, símbolo, emblema, réplica, ventriloquia, pasando del caos originario a la organicidad, de los ritmos letánicos, fragmentarios y poéticos del mito a la polifonía novelesca, de la prédica y la profecía al habla cotidiana, del
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lenguaje del sueño y la memoria a la literatura, el discurso mediático y la repetición cacofónica del loro que reproduce en un eco irracional la voz del Otro.46 En última instancia, sin embargo, la proliferación babélica es abarcada –y de ese modo organizada –por la lengua del dominador, integrada por medio de los recursos de la ciudad letrada a los discursos dominantes, que domestican su primitivismo, aunque el lector del texto novelesco recibe la impresión de que la tesis de El hablador consiste en enfatizar justamente la existencia de los innumerables contenidos que son, por naturaleza, incontenibles, y que están dotados de una espectralidad que recorre inclemente los escenarios de la modernidad. Como formación discursiva, El hablador consagra en el corazón del relato la función narrativa desdoblada como un juego de espejos donde se multiplican las máscaras como metáforas de los subterfugios de la identidad, que sólo puede existir como una creencia ingenua en la unicidad del yo y en la posición que éste ocupa respecto a la otredad. La novela instala el simulacro como recurso representativo de las identidades que dramatizan el drama postcolonial. El nacionalismo es inseparable de la culpa de la exclusión social y de la nostalgia que produce la experiencia constante de la pérdida y esto se manifiesta en la fragmentación de la voz, en la alternancia casi esquizofrénica de espacios y de tiempos (Florencia, la selva amazónica, la ciudad letrada, la atemporalidad del mito, el nomadismo de la huida constante, el presente continuo de la nación moderna). No por casualidad se adjudica a Zuratas la condición de judío, a la que irremediablemente se le asocian los temas de la errancia, la otredad y el horror del exterminio. Culpa y nostalgia se expresan asimismo a través de la inestabilidad del lugar de enunciación y del equilibrio inestable que sostiene la subjetividad, individual y colectiva, real y construida en la ficción.47 Simulacro y postcolonialidad resultan así cara y contracara de una misma moneda: la que representa el intercambio simbólico entre culturas en sociedades fracturadas por la dominación imperial y por la república criolla. Castro-Klarén ha llamado la atención sobre el aspecto de divertimento del texto de Vargas Llosa, al señalar, en su estudio sobre la política y la poética de El hablador, cómo la novela puede ser leída como un posicionamiento con respecto a las formaciones discursivas de la etnografía y del indigenismo: The portrayal of the Machiguenga’s cultural story can now be regarded as a divertimento that charmingly breaks into the development of the central theme: the interpretation of cultures. In other words, this reading of the politics of the novel renders Tasurinchi as the ‘gracioso,’ a selfdeprecating alter ego, in the tragedy played by the acknowledged hero, the novelist, and the antagonist, indigenista ethonographers. (Castro-Klarén, “Monuments and Scribes” 47)48 Castro-Klarén cita uno de los diálogos entre el narrador principal de la novela y Saúl Zuratas, antes de la experiencia amazónica: Eres un indigenista cuadriculado, Mascarita –le tomé el pelo–. Ni más ni menos que en los años treinta. Como el Dr. Luis Valcárcel, de joven… ¿O sea que tenemos que resucitar el Tahuantinsuyo? ¿También los sacrificios humanos, los quipus, la trepanación de cráneos con cuchillos de piedra? Es gracioso que el último indigenista del Perú sea un judío, Mascarita. (El hablador 98 cit. por Castro-Klarén 48)
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Como Bhabha señalara, la mímica (en el caso de El hablador, la de la construcción caleidoscópica Zuratas/Mascarita/Tasurinchi/Vargas Llosa, la del loro, la de los discursos centrales –la Biblia, Kafka—replicados en el contexto anómalo de la periferia postcolonial) es un recurso contracultural de apropiación de los saberes dominantes, cuyos significados se transforman y se redimensionan en la lengua del dominado. En la cita anterior de El hablador, mímica e ironía –parodia –desestabilizan la posición salvacionista de Zuratas identificándola con la ya desprestigiada ventriloquia indigenista, donde el letrado mueve los hilos del constructo étnico-cultural desde las plataformas de la nación criolla. La figura del hablador, su práctica en alguna medida juglaresca o rapsódica, pierde, desde esa perspectiva, densidad: el hablador es como un loro parlanchín, su discurso la repetición de una ya superada utopía arcaizante que ha sido desechada por la historia moderna.49 Como ha sido notado por la crítica, la condición del hablador se diferencia también, notablemente, de la imagen benjaminiana del Erzähler, a la que remite a distintos niveles la práctica discursiva de Zuratas. En lugar de comunicar la experiencia directa, la memoria de vivencias personales acumuladas como un saber que emana de la vida, el hablador vargasllosiano transmite erudición, referencias cultas recicladas a través del subterfugio de la copia y de la oralidad para una audiencia virgen que entiende como original, primordial y auténtico un relato que es en realidad pastiche, simulacro, reproducción farsesca.50 De esta manera, la articulación que Arguedas y Vargas Llosa realizan entre literatura y antropología –su posicionamiento frente a lo arcaico y su definición misma de esta categoría, a la que se atribuyen valores tan dispares –constituye, sin lugar a dudas, uno de los puntos de contención en el estudio vis à vis de ambos autores. En este sentido, es la elaboración de la distancia dentro la perspectiva narrativa (el lugar ideológico de enunciación) y el mundo representado lo que marca uno de los niveles de diferenciación entre los dos proyectos narrativos. Otro nivel tiene que ver con la noción misma de nacionalidad y cultura nacional, la cual engloba nada menos que la valoración del proyecto modernizador y el horizonte de expectativas en el que se inscribe cada una de las posturas que se vienen analizando. Es obvio, sin embargo, que no se debe caer en esencialismos que conduzcan a reducir o estereotipar el complejo perfil estético-ideológico de los autores que nos ocupan. Por ejemplo, sería ingenuo e inexacto identificar sin más la figura de Arguedas con el espacio “puro” e incontaminado de la autoctonía, como si el mérito principal de este autor hubiera consistido en una forma de testimonialismo o documentación fiel de una realidad dada, a partir del rescate y transferencia de contenidos vernáculos al mundo artificioso y carnavalizado de la literatura. A nivel de la práctica cultural, aunque en su propio registro ideológico y disciplinario, Arguedas forma parte de la ciudad letrada no sólo por su calidad de productor literario, sino por su trabajo antropológico y por su trayectoria como educador y administrador cultural. A nivel de la lengua (el nivel, en el sentido que venimos persiguiendo, más primario de la cultura) el drama de la biculturalidad está expuesto como una lucha angustiosa y permanente por lograr la expresión de contenidos marginales a la cultura dominante sin “perder el alma”, es decir, manteniéndose fiel a la diferencia, piedra de toque de la identidad postcolonial que Arguedas representa. La cuestión es a través de qué recursos se representa esa diferencia y cómo se negocia la distancia entre la realidad peruana y el mundo representado en la ficción y también en el discurso etnográfico, para que estos conocimientos y representaciones puedan ser usados como superación de la raigambre
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colonialista de la que derivan y como instrumentos analíticos e interpretativos de valor emancipatorio.51 Arguedas no hace literatura indianista, ni indígena ni propiamente indigenista, ya que la épica de la interculturalidad que su obra representa trasciende esos dominios, colocándolo en un lugar de doble pertenencia, de doble legitimidad, similar sólo a la condición del Inca Garcilaso, que oscila, en un movimiento incorporante pero no dialéctico entre registros culturales opuestos.52 La obra arguediana no dramatiza la heterogeneidad de un producto literario elaborado por un intelectual cuya extracción es radicalmente diferente a la del mundo representado, como puede ser el caso en Aves sin nido (1889), de Clorinda Matto de Turner, donde es justamente la cualidad foránea de la mirada desde la que se observa la cultura indígena lo que se comunica con mayor elocuencia. Más bien, la literatura de Arguedas plantea otro conflicto: el de la tensa coexistencia de protocolos epistémicos diversos y hasta antagónicos en un mismo sujeto. En palabras de Rowe, el caso de los autores que nos ocupan, expone dos aproximaciones divergentes al proyecto modernizador: “La modernidad de Mario Vargas Llosa es homogeneizante. La de José María Arguedas es multi-temporal: su obra literaria transita entre lo moderno y lo no-moderno y maneja, simultáneamente, formas semióticas de ambos mundos” (“A propósito de La utopía arcaica” s/p). Vivida como una lucha entre visiones del mundo divergentes y posicionamientos éticoideológicos asimismo discordantes, la dualidad epistemológica se manifiesta como un conflicto irresoluble que alcanza a los procesos de producción del conocimiento y representación simbólica. Este desdoblamiento o doble pertenencia alimentó argumentos en contra de Arguedas al dar pie a críticas acerca de su falta de consistencia o “confusión” de registros y racionalidades. Sebastián Salazar Bondy, por ejemplo, localiza el dilema entre epistemología dominante y epistemología alternativa, vinculada a saberes locales y a tradiciones sumergidas y marginadas por la modernidad. Indica, así, al respecto: Encuentro que José María Arguedas tiene una doble visión con respecto al Perú, exhibe una doble doctrina, manifiesta una doble concepción del Perú, que resulta en cierto modo contradictoria, aunque él conscientemente no lo crea así. (Arguedas et al., ¿He vivido en vano? 2526) Esa doble visión se expresa en la concepción mágica y casi panteísta de la naturaleza que Arguedas desarrolla a partir de la cultura quechua, y coexiste con una formación universitaria, occidental, racional y científica. Esta vertiente dual provocaría una zona de intercambios y contaminaciones cognitivas donde elementos de distinta naturaleza enturbian la comunicación. Salazar Bondy lo señala de este modo: Encuentro dos concepciones del mundo, y veo que sociológicamente la novela [Todas las sangres] no sirve como documento, salvo que se establezca muy minuciosamente, muy prolijamente, la línea de separación de estos dos mundos, cosa que creo es una tarea imposible de realizar. (Arguedas et al., ¿He vivido en vano? 22-23) Víctima de la desigualdad y la marginación provocadas por la dominación colonialista primero y republicano-criolla después, Arguedas expresa vicariamente, a través de sus personajes, sus
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tramas y su lenguaje narrativo, pero también a través de sus directas referencias personales, una subjetividad desgarrada, contradictoria, enajenada, una heterogeneidad no-dialéctica y no sintetizable, donde los extremos no solamente se tocan sino que intrincadamente se entrecruzan en imaginarios abigarrados y tensos. Sus textos revelan, así, formas de conciencia colectiva en las que los procesos de (auto) reconocimiento social no entregan una imagen identitaria unificada sino caleidoscópica, inestable, constantemente negociada entre los ámbitos del poder y de la resistencia.53 A los desafíos que plantean tanto la pertenencia bicultural y el bilingüismo como la coexistencia, en el mundo arguediano, de elementos mágicos que se combinan con la utopía socialista, en los que nociones como las de pachacuti (cataclismo, terremoto) y revolución pueden articularse y coexistir para posibilitar una explicación político-cosmogónica del mundo social (sus catástrofes y transformaciones), se suma en Arguedas la cuestión disciplinaria. De esta manera, el asedio al tema del arcaísmo y sus formas contemporáneas de representación se realiza desde diversas pero complementarias perspectivas. Tributaria de territorios linderos del saber, el de la antropología y el de la literatura, la obra arguediana redefine las fronteras de ambos, demostrando que el convencionalismo de las divisiones metodológicas y de recursos representacionales corresponde a formas de cognición que difieren de las del mundo andino, en el que la naturaleza, las costumbres, la poesía, la historia, la magia y la política tienden a entremezclarse en visiones holísticas integradas. Rowe ha trabajado, entre otros, las convergencias a nivel del lenguaje entre literatura y antropología en la obra arguediana y ha notado que mientras que en el mundo de la ficción el elemento político (la estratificación y la lucha de clases) tiende a predominar y a relacionarse conflictivamente con el pensamiento mágico, el lenguaje antropológico es de corte mucho más culturalista y concentrado en la representación de aspectos éticos. 54 Según Rowe, el universo arguediano recorre una progresión que va autonomizando el mundo quechua. Novelas como El Sexto (1961) donde lo que rige es la estratificación de lo social, se inclinan hacia el mundo de las pasiones y de las relaciones intersubjetivas que evocan en sordina la sociedad total. Gabriel, protagonista y narrador de esta novela carcelaria, se debate entre el mundo de la sierra andina y el mundo de la costa, donde reina la cultura criolla, mostrando los conflictos de esta bipertenencia cultural que lo afecta tanto como la división ideológica entre apristas y comunistas, que trata de eludir, guiándose más bien por consideraciones afectivas y culturales. De la misma manera, estudios antropológicos como los realizados por Arguedas sobre Puquio dan menos importancia al factor económico que al cultural, mostrando al mestizaje como una metáfora de la integración posible.55 Similar movimiento hacia lo cultural se daría en sus estudios sobre la migración que luego cristalizan en el mundo ficticio de los Zorros. Probablemente Arguedas entiende en este aspecto que es importante que su representación ficcional del mundo indígena no superponga excesivamente la epistemología dominante, ni los principios del pensamiento liberal o marxista, a la conceptualización de la cultura dominada, permitiendo más bien que el mundo indígena fluya de acuerdo con sus propios parámetros culturales y epistemológicos. Mientras que el pensamiento político tal como es manejado por la cultura criolla a partir de matrices europeas es privilegio de la modernidad, la sociedad indígena mantiene un apego a legados culturales en los que la creencia (la religión, el mito, la superstición, la imaginación, etc.) juegan un papel fundamental. Esta coexistencia de epistemologías hace de la obra arguediana una experiencia única en cuanto al transvase y combinación de categorías pertenecientes a diferentes vertientes culturales, haciendo de la literatura de este autor un verdadero laboratorio de experimentación simbólica, en el que se destaca, entre la multiplicidad de elementos
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representados, la importancia de lo étnico como forma principal de dominación y, para ponerlo en los términos de Aníbal Quijano, de “clasificación social”. Según la definición de Quijano: La colonialidad es uno de los elementos constitutivos y específicos del patrón mundial de poder capitalista. Se funda en la imposición de una clasificación racial/étnica de la población del mundo como piedra angular de dicho patrón de poder y opera en cada uno de los planos, ámbitos y dimensiones, materiales y subjetivas, de la existencia social cotidiana y a escala societal. (“Colonialidad del poder” 342)56 Dentro del proyecto arguediano de representación cultural se desarrollan también procesos que cubren un espectro amplio de intensidades y gradaciones. Melisa Moore ha destacado, por ejemplo, que el trabajo sobre identidades y paradigmas emergentes del mestizaje constituye un “discurso de arquetipos” que, sin embargo, no oculta la variedad étnica constitutiva de ese sector social y la cantidad de matices que van del cholo al indio, dependiendo de una serie de variantes regionales, de clase, etc. Indica Moore, en este sentido, que la obra de Arguedas se enfoca en la necesidad de representar la heterogeneidad más que en la presentación de categorías fijas, tanto en el nivel etnográfico como en el literario: Entre el cholo Cisneros y el ex indio Rendón, por ejemplo, hay un mundo de diferencias, sobre todo en lo que se refiere a la aculturación. El objetivo de Arguedas de elaborar un modelo de mestizaje que no sea ni aculturado o asimétrico [sic], que no esté determinado por la subordinación, a partir de lo que observó en la región del Mantaro, se hace evidente en Todas las sangres. (En la encrucijada 97) Priscilla Archibald ha resaltado, por su parte, en su libro Imagining Modernity in the Andes (2011) la flexibilidad intelectual de Arguedas, la cual permitiría entender la discontinuidad de su estilo literario, desde los recursos más etnológicos de algunas de sus obras inclinadas a lo visual (Yawar fiesta) o al lirismo expositivo (Los ríos profundos) hasta las técnicas mucho más dislocadas y “post-modernas”, si se quiere, de los Zorros. Así, mientras el objeto social y el objetivo estético-ideológico se mantienen constantes y consistentes a través de la obra total, la representación simbólica va variando, explorando, adaptándose a distintos registros de sentimiento e inteligibilidad, en el proceso de imaginar una modernidad con el indio. Flores Galindo ha destacado el recorrido que traza la obra de Arguedas en lo referente a espacios geoculturales: del entorno pueblerino y “arcádico” (Escobar) de Agua a la capital de provincia en Yawar Fiesta, y de allí hacia Abancay, capital de departamento, en Los ríos profundos, hasta llegar a la representación de todo el Perú en Todas las sangres y al repliegue final hacia el puerto de Chimbote, en El zorro de arriba. En cuanto a la representación de las clases sociales, el periplo se extiende desde los sectores populares hasta las clases altas (Flores Galindo, Dos ensayos 14-15). En un mismo sentido, Cornejo Polar percibe, como Flores Galindo nos recuerda, la expansión de los escenarios y de la gama de personajes, que del dualismo inicial de indios/gamonales pasa a incluir a oligarcas, terratenientes e industriales, en obras posteriores (Cornejo Polar, Los universos narrativos). Similar desarrollo se da en el aspecto lingüístico, ya que la literatura arguediana atraviesa distintas etapas de “pureza” y “contaminación” idiomática, cubriendo un espectro que va desde los textos en quechua, acompañados de glosarios o de notas
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al pie, hasta interpolaciones o hibidaciones lingüísticas, versiones bilingües o escritura producida ya en el “quechua artificial” de Yawar fiesta ya en el castellano puro –el “decir limpio” –de Los ríos profundos. Alberto Escobar resume este tránsito como el proceso que va del paradigma translingüístico al diglósico (Arguedas o la utopía 138).57 Finalmente, marcando la relación de sierra a costa, la obra de Arguedas sigue el itinerario que describe el proceso de ampliación del capitalismo en los Andes y en las áreas rurales: el crecimiento del mercado interno, la expansión de las vías de comunicación y los flujos económicos que tienen lugar, aproximadamente, entre 1940 y 1970 (Flores Galindo, Dos ensayos 15). Pero sin duda el proceso más significativo desde el punto de vista del mundo arguediano es la voluntad de representación no ya de un mundo arcaico y perimido, sino de los efectos que la modernidad va causando sobre las culturas vencidas por el colonialismo pero habitantes de la modernidad. Uno de los factores más notorios destacados por Flores Galindo es el debilitamiento paulatino de la sociedad quechua-hablante, que se produce paralelamente al avance del castellano como lengua de alfabetización en detrimento de lenguas y dialectos indígenas y la consecuente transformación del sistema educativo en la década de los 60, transformación que deriva de las modalidades que va asumiendo el sistema capitalista y de los procesos de industrialización y tecnificación que lo caracterizan. El impacto que estos cambios producen en la cultura andina, cuya extenuación parece acrecentarse día a día, es considerado uno de los factores que colabora en el quiebre final de la sensibilidad arguediana. De ahí que El zorro de arriba, donde el autor narrativiza la inminencia de su muerte, haya sido considerado como el texto que marca el momento más álgido de una lucha que siendo tan intensamente personalizada, es a su vez un momento clave en el proceso colectivo de descomposición del mundo andino que va siendo minado por una modernidad irracional y discriminatoria. José Guillermo Nugent analiza lo que denomina “conflicto de sensibilidades” en la novela póstuma de Arguedas a partir del estudio de dos escenarios paradigmáticos que organizan la narración: el mercado y el cementerio de Chimbote, a los que considera “espacios contrapuestos de identidad”. Articulado a estas matrices espaciales se desarrolla el proceso global de construcción de significados dando por resultado una tensa oscilación que transmite la idea de fragmentación e intensidad disociativa que tienen su paralelo en la interioridad del narrador. No por casualidad, la saga arguediana culmina con una auto-aniquilación que rubrica la pérdida social y sus repercusiones personales. Alberto Moreiras, por ejemplo, interpreta el suicidio de Arguedas como el fin de la transculturación, es decir, con la evidencia de que no puede haber conciliación entre modernidad y culturas autóctonas sin un sometimiento –una subalternización radical—de las culturas dominadas. La densidad alegórica de los Zorros se extiende así no sólo a todos los niveles de la cultura andina sino a América Latina en su totalidad en tanto espacio postcolonial, asiento de conflictivos choques civilizatorios que el capitalismo avanzado termina por rubricar con el desarrollismo económico en la segunda mitad del siglo XX. En los Zorros, los “hervores” (unidades narrativas cortas) representan el brutal arrasamiento de las culturas autóctonas por el capital transnacionalizado, la vorágine de sentimientos, lenguas y epistemes que se entremezclan en un proceso que conduce a la degradación de lo humano y a la muerte, real y figurada, del escritor. El mundo subjetivo de la afectividad y el deseo atraviesa así la épica deshumanizada del capital. El puerto es el espacio en el que lo privado y lo público entran en colisión con una
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violencia simbólica que excede incluso la violencia real. El impacto del conflicto social llega a desbordar los límites de la ficción invirtiendo los términos de la geopolítica tradicional. Ahora la costa es arrasada por el Ande, el quechua coloniza los espacios del castellano, los animales míticos ocupan el proscenio en el que la vida misma retrocede, canibalizado al Autor y sacrificándolo en el altar de la literatura y de la historia. 3. La lengua como campo de batalla (I): el dilema del signo “La palabra, pues, tiene que desmenuzar el mundo.” J. M. Arguedas, El zorro de arriba y el zorro de abajo. 58
La producción arguediana se desarrolla entre los polos de la lucha lingüística (esa “pelea verdaderamente infernal con la lengua” a la que Arguedas hace referencia) y el silencio final impuesto por la muerte buscada, o sea en el espacio que abre el performance del lenguaje que proyecta, por un lado, la resonancia múltiple del signo y, por el otro, el eco de la palabra ausente. La diglosia arguediana adquiere, en este sentido, una dimensión icónica: se constituye en signo del momento en que la diferencia fisura los imaginarios de la modernidad y los desborda.59 En Arguedas esa performatividad lingüística que Vargas Llosa detecta y critica como una aberración sintáctica, fonética, ortográfica, etc., remite a una lucha de siglos entre distintos regímenes comunicativos, que es como decir entre diversas epistemologías. La mise en abyme de la comunicación diglósica constituye, en este sentido, un exposé de la conflictividad epistemológica andina que se aloja en el corazón mismo de la colonialidad que sobrevive entronizada en la modernidad. La obra de Arguedas representa, así, una pelea cuerpo a cuerpo entre la lengua y el habla, entre el discurso y la voz, entre la propiedad comunicativa del lenguaje y su capacidad denotativa, entre expresividad e inteligibilidad. En la escritura arguediana el subalterno habla, pero ¿qué demonios nos está diciendo? ¿De qué lengua hace uso? ¿Qué códigos pone en circulación y cómo nos interpela a partir de esos usos? ¿Qué sociolectos activa? ¿Qué está exigiendo de nuestra escucha, sin la cual el decir se parece al silencio? El uso del lenguaje moviliza en Arguedas algo más que la racionalidad y la convencionalidad del registro lingüístico: moviliza el deseo y la memoria, la afectividad y la imaginación histórica, es decir, la utopía.60 El decir arguediano supone la creación de un espacio de intimidad con el lector que es también quien recibe e interpreta las resonancias de la oralidad, que llega afantasmada a través de las mediaciones de la palabra escrita. Pero el mensaje no se abisma en estas intrincadas negociaciones entre normas lingüísticas, que finalmente confluyen en el juego de lenguaje (Sprachspiel, en Wittgenstein) que en el caso de Arguedas consiste en la proliferación de hibridaciones, impurezas y contaminaciones. 61 Sometido al proceso de desfamiliarización y desinstrumentalización que desautomatiza la transmisión de significados, el mensaje renuncia a la transparencia del signo, en una apuesta por la opacidad: el lenguaje llama la atención sobre sí mismo, estableciendo un juego de develación y ocultamiento, ofrenda y escamoteo de significados, que remeda la danza macabra –bio-política– de la modernidad capitalista que oscila entre progreso y marginalización, entre la promesa de bienestar social y la aniquilación de la vida misma. El lenguaje literario de Arguedas funciona, dentro de este contexto, como una operación metacomunicacional que consiste en el despliegue mismo del signo que se vuelve señal, indicación
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gráfica y simbólica de una interrupción en el fluir de los registros lingüísticos y en la racionalidad dominante, de una intervención –es decir de un intento por replantear el conflicto cultural y social desde nuevas premisas— y de una interpelación al lector que ahora es a la vez: a) lector del texto (receptor activo de una semántica con frecuencia quebrada, fragmentaria, que hay que rearmar para poder capturar los evanescentes sentidos que canaliza la escritura), b) oyente de las resonancias evocadas por las lenguas que aparecen presentadas como sistemas extraños, como “misturas” al mismo tiempo líricas y anómalas, verbales y musicales, subyugantes y disruptivas de un “orden” que se instaura con el colonialismo y que pervive como colonialidad, y c) espectador de una inusual carnavalización de los signos que afectan la instancia de recepción artística con la introducción de elementos que crean desconcierto, enajenación e incertidumbre. Este nivel mostrativo de la escritura arguediana, se produce a partir de una ostentación representacional de la otredad cuya presencia textual problematiza las bases mismas del contrato social y comunicativo (entendido éste último como la búsqueda de un intercambio de opiniones, información y emociones, que se apoya en un repertorio común de signos y señales). Lo que es interesante en Arguedas es que, como en el Inca Garcilaso de la Vega, como en cualquier sujeto que tiene plena conciencia de su bi o multiculturalidad, la otredad es una parte explícita y abiertamente constitutiva de la id-entidad, un elemento de alteridad que integra y que sustenta al yo, una forma de la exterioridad que se ha interiorizado hasta hacerse una con el ser en que habita y al que define en su mismidad óntica y cultural. Este pliegue y repliegue de la lengua en el habla teatraliza el proceso de producción de significados: expone y escatima los sentidos, dice y oculta, convierte el texto literario en artefacto, collage y simulacro, es decir, en artificio, desafiando las formas conocidas de reconocimiento y representación. Ante el double bind de la postcolonialidad, en la cual el sujeto se debate entre los modelos del dominador y el legado ancestral de las culturas vernáculas, entre la integración y la resistencia, Arguedas representa la opción más difícil y desgarradora, la de una posición intermedia, inbetween, que sin renunciar al espacio abierto por la modernidad, apropia estas propuestas a partir de sus propios términos y sus propios valores. Desde una post-modernidad avant la lettre, aquella que se inicia cuando las certezas de la modernidad ceden ante el fracaso de su implementación política y social, la voz arguediana inaugura, desde su impureza, un tercer espacio de resistencia y de bi-pertenencia, un lugar nuevo de enunciación a partir del cual pudieran negociarse formas inéditas de significación, que fueran más que la suma de las partes que les dieron origen. Más allá de todo riesgo de exotización o fundamentalismo, la política del tercer espacio elude las polarizaciones y el esencialismo. Es una forma depurada de la hibridez que no excluye sino que incorpora productivamente la contradicción y la ambigüedad, y que “asegura que el significado y los símbolos de la cultura no poseen una unidad o fijeza primordial; que aún los mismos signos pueden ser apropiados, traducidos, re-historizados y leídos como si fueran nuevos” (Bhabha 37).62 El drama lingüístico-cultural de Arguedas se manifiesta en todas las etapas de su trayectoria literaria la cual no sigue, por cierto, un recorrido lineal, sino más bien una búsqueda rizomática del sentido que va explorando distintas formulaciones compositivas y diversos lenguajes. En el apartado de su Transculturación narrativa (1982) dedicado a Los ríos profundos Rama destaca la lucha que sostiene Arguedas con la lengua, lucha que según el crítico uruguayo no es
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esencialmente diferente de la que habían asumido los regionalistas (Gallegos, Rivera, Azuela): la que consiste en encontrar un habla “verista” para sus personajes vernáculos (Transculturación narrativa 238). Para Rama, en muchos de sus textos Arguedas asume la tarea– que Rama califica de dilema [double bind] inter-lingüístico –de trasladar la sintaxis del quechua al castellano, logrando representar la lengua dominada ya a la manera de un español rudimentario, en el que se incorporan alteraciones de conjugación verbal, eliminación de artículos y formas reflexivas, ya como si se tratara de “una lengua artificial similar a la hierática que es habitual en los textos sagrados”, lo cual confiere un tono ritualístico al habla de los personajes que representan a culturas autóctonas (Transculturación narrativa 240). Hace así de la diferencia la marca principal de identidad cultural a nivel colectivo y del signo lingüístico una señal que apunta constantemente a las estructuras de dominación y a la dificultosa supervivencia de la cultura subalterna en la modernidad.63 Arguedas funcionaría así como “un agente de contacto” entre culturas (Transculturación narrativa 209), creando un pensamiento y una estética que operan como bisagra entre dos mundos, dos sistemas culturales, dos tradiciones, dos epistemologías. Cornejo Polar lo define como “un zorro moderno que realiza en sí mismo esa misión intercomunicadora” (“Un ensayo sobre los Zorros” 300). La obra arguediana desestabiliza así, ya desde los primeros textos, el archivo criollo y el registro canónico, interviniéndolo con una literatura que es acción intelectual, testimonio y performance cultural. Como Escobar anotara con acierto en su exhaustivo estudio del lenguaje literario arguediano, la composición de los relatos que componen Agua (1935), en los que se presenta el conflicto indio/ misti, se realiza como una indagación desarrollada “tras las huellas de la oralidad” (Escobar, Arguedas o la utopía de la lengua 107). Para Lienhard, esta elaboración de la lengua sigue la línea abierta tres siglos antes por Guamán Poma, creando así una continuidad transhistórica en el proyecto comunicacional andino (Lienhard, La voz y su huella, 197-199). En esta etapa inicial del desarrollo arguediano el objetivo principal es amalgamar quechua y castellano y hacerlos confluir en un lenguaje híbrido capaz de transmitir el espíritu de la cultura dominada metaforizando, al mismo tiempo, su marginación y resistencia, su lirismo y su posicionalidad subalterna en un mundo sujeto a la hegemonía de la lengua de los antiguos colonizadores. En los cuentos de Agua, libro del que existen diversas versiones, se exploran sobre todo, en el plano formal, las posibilidades del translingüismo y las diversas variantes regionales del castellano. 64 A nivel de la representación de lo social, estos cuentos presentan el irresuelto conflicto entre sectores sociales antagónicos, pertenecientes a realidades económicas y culturales irreconciliables en las que el indígena ocupa el lugar de mayor desamparo. Pero es interesante también observar los recursos a partir de los cuales se busca compensar paratextualmente la marginalidad del quechua agregando notas a pie de página, aclaraciones de vocabulario, traducciones parentéticas o glosarios al final del texto principal, dejando así en evidencia la localización periférica y residual de la cultura quechua y su desubicación permanente dentro de la cultura nacional. Agua expone este nomadismo simbólico de la cultura indígena situando en los márgenes de la canonicidad literaria –del texto principal de los relatos—los componentes no integrados a la cultura criolla, dramatizando así la lucha por el poder representacional, el dislocamiento de las posiciones enunciativas y las jerarquías culturales que la literatura recoge y recompone en su propio registro.65 Escobar resume así la búsqueda de un lenguaje literario por estos años:
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Lo que Arguedas buscaba no era crear una variedad idiomática sino una herramienta literaria. Buscaba alterar o penetrar de un código al otro y de esa forma infundir un viento fresco, vivificante en el lenguaje literario de su tiempo y, en especial, en el característico del primer indigenismo, tan extraño para él como la retórica modernista. (“Relectura de Arguedas” s/p) Pero este proceso que Luis Alberto Ratto califica de “imbibición” (el castellano que se va embebiendo del quechua que amenaza con saturar la escritura) es juzgado por el mismo escritor como un recurso que, sobreimpuesto a la lengua dominante y por la misma opacidad que incorpora al discurso literario no llega a transmitir con frescura la naturaleza del mundo representado y el espíritu de su cultura. Abocado a la composición de Yawar fiesta, novela se publicada en 1941 en la que analiza la relación entre indios y mistis y las intersecciones entre emocionalidad y autoridad, tradición y forasterismo, Arguedas se plantea desde el comienzo la necesidad de optar entre la legitimidad de la lengua dominada y la voluntad de hacerse inteligible en la cultura dominante. El tema principal es la problemática de la mestización, y las interferencias entre poder cultural y poder político-económico en un mundo irremediablemente fragmentado. Quizá justamente por esta naturaleza irresoluble del conflicto social que enfrenta la novela todos los procedimientos ensayados por Arguedas a nivel de la lengua se le revelan, en última instancia, como insatisfactorios.66 La pintura en castellano del pueblo de Puquio parece al mismo Arguedas una solución falsa al problema de la representación, a pesar del lirismo que consigue alcanzar en las descripciones del paisaje y en las impresiones que éste causa en quienes lo contemplan. Aunque los capítulos que va leyendo a sus amigos son recibidos con entusiasmo, Arguedas expresa su frustración personal: Bajo un falso lenguaje se mostraba un mundo como inventado, sin médula y sin sangre; un típico mundo ‘literario’ en el que la palabra ha consumido la obra. (Arguedas, Obras completas 195-196). Cinco años luché por desgarrar los quechuismos y convertir al castellano literario en el instrumento único. Escribí los primeros capítulos de la novela muchas veces y volví siempre al punto de partida: la solución del bilingüe, trabajosa, cargada de angustia. (Arguedas, Obras completas 197) En el artículo titulado “Entre el kechwa y el castellano, la angustia del mestizo” (1939) Arguedas se refiere justamente a ese momento de máxima tensión socio-cultural y de mayor frustración creadora, en el que el double bind entre necesidad y legitimidad parece irresoluble: [s]i hablamos en castellano puro no decimos ni del paisaje ni de nuestro mundo interior; porque el mestizo no ha logrado todavía dominar el castellano como su idioma y el kechwa es aún su medio legítimo de expresión. Pero si escribimos en kechwa hacemos literatura estrecha y condenada al olvido. (cit. por Escobar, Arguedas o la utopía 76)67 Opta así por una combinatoria de signos y sonidos, significados y connotaciones que incorpora a sus textos literarios como dispositivo de articulación intercultural y que parece haber tenido en “Warma Kuyay”, el último de los relatos recogidos en Agua, su expresión más feliz.68
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De esta manera, al menos por un período, el escritor cree haber resuelto para sus personajes el dilema del lenguaje –el double bind creado por el enfrentamiento entre lengua hegemónica y lengua subalterna, comunicación y expresividad, signo y símbolo, modernidad y tradición, dominación y resistencia, a partir de la poiesis, echando mano del experimentalismo ya que, como resume Escobar, “la co-presencia de ambas lenguas y el bilingüismo compuesto es el rasgo tipificador del sistema lingüístico mestizo (Arguedas o la utopía 81). La “mistura” que caracteriza la narrativa de este período surge así como respuesta a “la agonía del castellano” que como indica Arguedas, va decayendo, “como espíritu y como idioma puro e intocado” al ser colonizado por el quechua.69 En la creación de ese quechua ficticio, imaginado, Arguedas –el migrante, el traductor –crea un nuevo pacto de recepción del texto: como en un acto de contraconquista, altera definitivamente un género (la novela) que pertenece al paquete civilizatorio eurocéntrico y burgués y coloniza el lenguaje del colonizador, penetrando su retórica, interviniéndola con la ambivalente mistura del signo.70 El lector recibe este acto literario como metáfora de la resistencia y de la alternatividad de la cultura. Como ha indicado Bhabha: […] the importance of hybridity is not to be able to trace two original moments from which the third emerges, rather hybridity to me is the ‘third space’ which enables other positions to emerge. This third space displaces the histories that constitute it, and sets up new structures of authority. (Rutherford 211)71 El espacio de la lengua es el que permite, entonces, articular nuevas formas de autoridad cultural, nuevas dinámicas inter-sectoriales y nuevas formas de relación con el pasado y con el presente de las culturas subalternas. Arguedas “desordena” sutilmente el lenguaje para adecuar el instrumento comunicativo a un mundo ricamente impuro, potencia la lengua enrareciéndola, instalando en su registro convencional ese tercer espacio en el que se sitúan los desplazamientos de grafía, fonética y significado que hacen de su impureza su mayor cualidad expresiva y su más poderoso mecanismo connotativo. Sin embargo tal recurso pronto se manifestará al escritor como excesivamente artificioso y, en algunas de sus formas, hasta grotesco, según el mismo Arguedas reconocerá en los años 50, con más perspectiva sobre sus propios textos: Yo resolví el problema [del lenguaje de los indios] creándoles un lenguaje castellano especial, que después ha sido empleado con horrible exageración en trabajos ajenos. Pero los indios no hablan en ese castellano, ni con los de lengua española ni mucho menos entre ellos! Es una ficción. Los indios hablan en quechua. Toda la sierra del sur y del centro, con excepción de algunas ciudades, es de habla quechua total. Es pues falso y horrendo presentar a los indios hablando en el castellano de los sirvientes quechuas aclimatados en la capital. (Prólogo a Diamantes y pedernales 10)
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Arguedas entiende que la creación de ese lenguaje nuevo que gestó como convergencia simbólica de dos mundos, recurso innovador y necesario que forma parte de “la lucha por la forma” que está llevando a cabo, constituye sin embargo un constructo demasiado ajeno a la realidad de las culturas que coexisten tensamente en el mundo andino. Su propuesta de “un castellano especial” que los indios no usan ni entre ellos ni para comunicarse con los hispanohablantes, se le revela como un artefacto que en su singular y utópica hibridación, carece de credibilidad poética o social. En efecto, a través de ese proceso de “trans-codificación” (Escobar) no deja de revelarse la espectralidad del quechua, que proyecta su sombra sobre los andamiajes de la ciudad letrada. Arguedas intuye que así trabajado, como registro simbólico sujeto a una transculturación inversa donde la lengua dominada coloniza a la lengua dominante, el lenguaje que usan sus personajes es artificio, pastiche, simulacro, palabras todas que desde nuestro vocabulario actual remiten a la parafernalia esteticista de la postmodernidad, que ha reconocido en Arguedas uno de sus más insospechados e involuntarios adalides. El “castellano especial” de Arguedas es, en este período, una forma de mímica –ideológica, cultural, idiomática –que tal como Bhabha la describe, es ante todo “el signo de una doble articulación” o, en los términos de Spivak que venimos utilizando, la indicación inequívoca de un dilema y de una ambivalencia, es decir, de una posición intersticial, ambigua y perturbadora del orden racional dominante. Propia de los contextos post o neo coloniales, la mímica del dominado amenaza la precaria estabilidad de lo nacional. Es una operación que descentraliza y des-hegemoniza el discurso del poder desplazando la mirada hacia la impureza constitutiva del sistema comunicativo y de su régimen restrictivo y disciplinante: The discourse of mimicry is constructed around an ambivalence; in order to be effective, mimicry must continually produce its slippage, its excess, its difference. (Bhabha 86)72 Arguedas es consciente de que se mueve en el límite– teorizado por Bhabha — entre mímica y burla (mimicry y mockery), en el borde del exceso, de la carnavalización y el simulacro. Parece intuir que de la mímica postcolonial conviene solamente retener esa “doble visión” que la informa y que tiene su origen en la cualidad jánica del criollo colonial. La mímica teatraliza la “presencia parcial” del sujeto, sugiriendo que su parte ausente e irrepresentable habita entre las líneas de lo visible, en un estar-ahí al mismo tiempo desafiante e inaccesible, conspicuo y elidido. Bhabha enfatiza el hecho indubitable de que la representación de la diferencia es, básicamente, un problema de autoridad y poder y no solamente el despliegue del deseo del Otro y de su resistencia a ser apropiado, es decir, significado (89). De este modo, el recurso de la mímica sólo puede ser comprendido como estrategia surgida de la dominación colonial, de ahí su constante referencia a los procesos –y a la necesidad— de autorización y reconocimiento. La mímica que informa la creación de ese tercer lenguaje/tercer espacio arguediano, planteada así como “metonimia de la presencia”, no sólo escribe (de) la mesticidad sino que la ejecuta, la inscribe como una hipótesis de trabajo en el cuerpo textual de la nación moderna para perturbar su textualidad –su textura— y exhibir sus inherentes contradicciones. La siguiente novela de Arguedas toma, como es sabido, un rumbo diferente. Según señala el propio Arguedas al final del prólogo a Diamantes y pedernales, la composición de Los ríos profundos parece indicar, que “el proceso ha concluido”. Se refiere a la lucha entre hibridación y
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universalidad, al dilema del autor que sin “perder el alma” tampoco quiere alienar su literatura de los lectores limeños ni del contexto latinoamericano donde comenzaba ya a entrar en ebullición la exportable literatura del boom. La solución de entonces será así, para Arguedas, la de instituir “el castellano como medio de expresión legítimo del mundo peruano de los Andes” (Arguedas, Prólogo a Diamantes y pedernales 10). Llega a la conclusión de que en toda su legitimidad cultural y su innegable lirismo, el quechua es una lengua que carece de valor “instrumental” ya que en un mundo bicultural, el idioma dominado no funciona como herramienta de divulgación sino de relegamiento de contenidos ya de por sí marginales que el arraigo a la lengua vernácula contribuye a mantener dentro de sus propios, limitados parámetros. Llegado a este punto de su proceso creativo, cuando Arguedas asume el bilingüismo pleno, la angustia que lo atormentaba parece disiparse. El hombre que se autodefine como “quechua moderno” en la recepción del premio Inca Garcilaso –el cual, significativamente, une a dos figuras icónicas de las transculturadas culturas andinas –interpreta la bi-culturalidad como una doble vía de acceso a lo real que enriquece las posibilidades cognitivas y comunicativas del creador. Arguedas es ahora un “demonio feliz” que parece haber eliminado, aunque sea transitoriamente, la culpa neocolonial con respecto a las culturas subalternas y entiende la adopción de la lengua del dominador como un recurso estratégico que no implica aculturación sino negociación entre registros que la modernidad ha articulado a sus estructuras de poder. A mi juicio, esta opción implica, en esta instancia del proceso creativo, una afinación del instrumento representacional con miras a la captación de un público aún renuente, en tiempos de acelerada transnacionalización, a los desafíos de lo local. Es interesante notar, sin embargo, que Arguedas mantiene el quechua como la lengua de la poesía, lo cual es indicativo del modo en que concibe los géneros literarios, la relación que éstos guardan con el mercado, y la capacidad de los mismos para expresar los sentimientos y la episteme de la cultura indígena. El quechua permanece así como un registro íntimo, reservado, que se revela dosificadamente, como una instancia de excepcionalidad que cuenta con sus propias formas de codificación y sus propios espacios de circulación intersubjetiva. En Los ríos profundos, novela que Arguedas consideraba hasta el momento su obra más compleja, se entrecruza el lirismo de la narración con los elementos mágicos y con la aproximación antropológica e ideológica al mundo representado. Centrada en Abancay, la obra se abre a una multiplicidad étnica que se vincula a los procesos del mestizaje y a las tensiones que los atravesaban. Los mistis invaden el espacio social y encabezan la estructura eclesiástica, política, militar y administrativa, perpetuando las formas de dominación basadas en el control de la tierra y de los bienes en general, que se disputan creando divisiones y conflictos a todos los niveles. Los mistis constituyen así no un estrato uniforme sino un hervidero de pasiones, vicios y excesos, un sector social en proceso de cambio dentro de una estructura social que se va transformando a su vez inevitablemente, siguiendo las alternativas del proceso económico. Se expresa en esta novela la voluntad de abarcar de un modo más total que en la narrativa arguediana anterior el universo conflictivo y fascinante de la heterogeneidad andina sin que la representación quede presa en categorizaciones o en conductas estereotipadas. La narración privilegia la condición variable y a veces de paradójica de los personajes: Antero Markask’a, estudiante inclinado a la cultura indígena, se transforma en un misti y asume los atributos e intereses de este sector y los comportamientos que estos intereses reclaman, apartándose de su naturaleza anterior:
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Ya no parecía un colegial […] Podía haberse vestido de sombrero alón de paja. Tendría el aspecto de un hacendado pequeño, generoso, lleno de ambición, temido por sus indios. ¿Dónde estaba el alegre, el diestro colegial campeón de zumbayllu? Sus ojos que contemplaban el baile del zumbayllu confundiendo su alma con el juguete bailador, ahora miraban como los de un raptor, de un cachorro crecido, impaciente por empezar su vida libre. (Los ríos profundos 119) Ajena ahora a la emanación mágica del trompo, la mirada del nuevo misti revela agresividad y ambición: es un alma perdida que se pasa de bando. A su vez, el personaje de Añuco, proveniente de una disminuida familia de la oligarquía terrateniente pierde por su conducta disipada todo rastro de su fortuna, cambiando así de condición social. El padre Linares, guiado por sus creencias, se mueve entre los distintos sectores como si se tratara de compartimentaciones fatalmente determinadas por mandato divino que no vale la pena cuestionar y entre las cuales la religión opera como una forma más de complicidad y de sometimiento. El mismo personaje de Ernesto, de origen misti pero perteneciente emocionalmente al mundo quechua, fluctúa sin ubicación clara entre ambos universos, sin que su proceso de mestización logre ganarle un lugar aceptable en la estratificada realidad socio-cultural que pinta la novela. Eclesiásticos y hacendados, mestizos e indios, forasteros y mistis, pongos, colonos, comuneros, migrantes o naturales de Abancay, crean un friso fluctuante, de condición ambigua e identidades problemáticas, ríos profundos de sangre mezclada y sentimientos confusos, sumergidos bajo el peso de jerarquizaciones ancestrales. La representación del cholo, por ejemplo, apunta a un sector ambiguo, fascinado por los beneficios del poder social y en conflicto con las propias bases de su identidad sectorial. Asimismo personajes mediadores, como el de las chicheras lideradas por doña Felipa, incorporan a la acción narrativa un gran dinamismo a la pintura de sectores sociales en sus interrelaciones cotidianas. El personaje del hermano Miguel permite a su vez explorar el tema de la discriminación hacia el negro y por tanto la existencia de otra forma menos analizada de marginalidad étnico-cultural en la región andina. Distintas formas de alienación recorren el universo plural de Los ríos profundos apuntando al ineludible y proliferante efecto del poder dominante sobre todos los estratos de subalternidad que lo sustentan. En ese intento de representación abarcadora y diversificada, la relación interlingüística se resolverá a través de lo que Estelle Tarica ha llamado “una poética de la traducción” (15). 73 El acercamiento de la lengua subalterna al texto castellano se realiza a través de la búsqueda incansable y creativa de las equivalencias de significados y epistemologías entre códigos diversos. Tarica percibe una convergencia simbólica entre lo inteligible, la “limpieza” del registro lingüístico no contaminado y el castellano como la lengua de la literatura, e interpreta esta “limpieza” del lenguaje arguediano en esta etapa, siguiendo a Gustavo Gutiérrez, como opuesta a la “alienación” que habría estado simbolizada en la mistura lingüística de los relatos de Agua, por ejemplo. Supuestamente, según esta línea de pensamiento, Arguedas habría asimilado la hibridación lingüística de aquel período a la enajenación del sujeto representado y de su mundo. En Los ríos profundos debería verse, por tanto, un intento cabal por vencer aquella condición haciendo que sus personajes indígenas se expresen en la lengua del Otro. Creo más bien que el tránsito de mistura a lengua “limpia” en esta etapa de la creación arguediana
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representa más bien una instancia de la negociación comunicativa que explora desde una nueva perspectiva el polo de la interlocución. No es ya sólo el lugar enunciativo el que debe ser manipulado literariamente, sino el lugar del receptor, eliminando el pre-texto de la lengua, su opacidad y su enmarañada interacción con el castellano y proponiendo en su lugar la transparencia del signo, su nitidez comunicativa privilegiando la transmisión del mensaje a la gestualidad cultural del signo que se expone en su contaminada dualidad. No creo, como Tarica indica, que Arguedas quiera apartarse de la mistura lingüística porque ésta es percibida como indicio inextricable de un “castellano indio”, enredado y abstruso, sino porque intuye que la traducción revela mejor la naturaleza diversa y hasta antagónica de los sistemas culturales que componen la región andina, su coexistencia desigual y forzada. 74 Atento a las transformaciones que va imponiendo la modernidad, Arguedas trata de redefinir al sujeto andino como agente social y como sujeto de la historia y de ubicar la peripecia indígena y mestiza no en los márgenes ni en los paratextos de la canonicidad criolla sino en los espacios centrales de la discursividad contemporánea. Lejos de converger en la articulación simbólica del texto, situados frente a frente, los códigos del quechua y del castellano dramatizan su conflictiva posicionalidad dentro de la cultura nacional dejando en evidencia, a través de la artificiosidad de la traducción, los siempre infructuosos esfuerzos de llegar al corazón de la otredad, a la profundidad de su palabra y a la irreductibilidad de sus silencios. Creo que Arguedas intuye la necesidad de dejar al descubierto las trampas de la hibridación como utopía de convergencia, como forma ideológica de mestización armónica en el nivel de la cultura. En este sentido, Los ríos profundos propone más bien enfatizar el vacío que existe entre dominadores y dominados, entre castellano y quechua, entre criollo e indio, con miras a la creación ya no de un lenguaje impuro que articule provisional y artificiosamente dos códigos completamente diferentes, sino como metaforización de una distancia que debe ser asumida y elaborada en cuanto tal, no como diferencia cultural sino como antagonismo económico, político y cultural. Sobre la hibridez, en el sentido que venimos indicando, dice Bhabha: The pact of interpretation is never simply an act of communication between the I and the You designated in the statement. The production of meaning requires that these two places be mobilized in the passage through a Third Space, which represents both the general conditions of language and the specific implication of the utterance in a performative and institutional strategy of which it cannot in itself be conscious. What this unconscious relation introduces is an ambivalence in the act of interpretation. (Bhabha 36)75 El acto de comunicación entre el yo y el tú a partir del cual surge el pacto interpretativo aludido por Bhabha tiene en la obra de Arguedas un relieve especial. La vertiente autobiográfica es justamente la que moviliza ese tercer espacio de la convergencia cultural en la cual el aspecto lingüístico es apenas la parte más visible del témpano que se sumerge en los estratos profundos de la historia y la cultura andina. El bilingüismo y la biculturalidad de Arguedas, su condición nomádica de intelectual que transita entre diversas localizaciones geoculturales, lingüísticas e ideológicas, entre diferentes protocolos disciplinarios, entre temporalidades histórico-culturales y regímenes diversos de racionalidad y de afectividad, lo sitúan en el corazón mismo de la
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problemática postcolonial y de su agenda descolonizadora. El lugar de enunciación y el performance del lenguaje que acompaña en su obra la determinación de ese locus simbólico se vinculan dramáticamente a las instancias remotas de lo personal e íntimo de la experiencia individual pero se extienden hasta abarcar de modo arborescente “la gesta del mestizo” (Rama, Transculturación narrativa 173-193). Esta es la instancia social, ideológica, identitaria, que en el período de lo que Rama llama el tercer indigenismo (el que comenzaría después de Mariátegui y Valcárcel) redefine las formas de pertenencia a la cultura nacional y, desde una perspectiva eminentemente culturalista, explora los términos y límites de la peruanidad, tanto sus insondables esencialismos como sus derivaciones político-ideológicas.76 La mesticidad –para usar aquí el término utilizado por Rama –existe solamente como intermedialidad (in-betweenness) y está atravesada por la ambigüedad y por la ambivalencia. Es un espacio de intervención tanto como de negociación, cuya constitutiva hibridez opera ya en sí misma como dispositivo de des-autorización del poder dominante y de sus discursos de legitimación: Hybridity is a problematic of colonial representation and individuation that reverses the effects of the colonialist disavowal, so that other ‘denied’ knowledges enter upon the dominant discourse and estrange the bases of its authority –its rules of recognition. (Bhabha 114)77 Esta intermedialidad es el espacio operativo de la traducción, procedimiento de traslación y tráfico de los significados que no cancela nunca la distancia entre uno y otro código comunicativo, entre uno y otro espacio epistemológico, sino que la evidencia y dramatiza, al exponer los carnavalizados sustratos que conforman la interculturalidad. La traducción expone, sobre todo, lo irrepresentable de ese tercer espacio comunicativo y los límites de las operaciones que se ponen en práctica para asediar y apropiar la significación que éste aloja. Producto de un largo periodo de gestación, El Sexto, la cuarta novela de Arguedas, tematiza la experiencia carcelaria, planteando los problemas de clase, raza, sexualidad, lenguaje, etc., dentro del panóptico de la prisión que alojara al mismo Arguedas durante los once meses de su detención (desde noviembre de 1937 a octubre de 1938).78 Novela escatológica y descarnada, por momentos grotesca, El Sexto se aparta notoriamente del programa narrativo anterior y sólo anuncia, por la vorágine de contenidos que moviliza, el caótico espacio de los Zorros. Sin embargo, el vínculo autobiográfico que remite a la experiencia del autor de los espacios y dinámicas que elaborara luego en su novela, es, como en otros textos de Arguedas, uno de los denominadores comunes que da organicidad al proyecto literario. El Sexto sitúa la anécdota dentro de un microcosmos que acentúa los contrastes y radicaliza los posicionamientos. El lirismo es un escape previsible y efectivo y se da a partir de la memoria de Gabriel, que lo instala en un mundo idealizado y casi pastoral de canciones y paisajes regionales. Afectividad, memoria, deseo, crean una tortuosa línea narrativa que deja sin embargo espacio para la reflexión e incluso para la libertad –de pensamiento, de expresión –de quienes ya se encuentran eximidos de las imposiciones del mundo exterior y sus regulaciones. A nivel del lenguaje, en la novela proliferan las variantes regionales, los recursos de representación fonética y la reproducción de idiolectos que componen un universo babélico, mímica y remedo farsesco de la diversidad cultural y lingüística del mundo andino visto desde la perspectiva de Gabriel, el narrador-testigo que organiza el relato. Indica Vargas Llosa sobre la novela:
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El libro ha sido construido a base de diálogos; la parte descriptiva es menos importante que la oral. […] En El Sexto, con una sola excepción, quienes hablan no son indios sino limeños, serranos que se expresan ordinariamente en español y gentes de otras provincias de la costa. Arguedas trató de reproducir las variedades regionales y sociales —el castellano de los piuranos, de los serranos, de los zambos, de los criollos más o menos educados— mediante la escritura fonética, a la manera de la literatura costumbrista, y aunque en algunos momentos acertó (por ejemplo, en el caso de Cámac), en otros fracasó y cayó en el manierismo y la parodia. Esto es evidente cuando hablan los zambos o don Policarpo; esas expresiones argóticas, deformaciones de palabras trasladadas en bruto, sin recreación artística, consiguen un efecto contrario al que buscan (fue el vicio capital del costumbrismo): parecen artificios, voces gangosas o en falsete. De todos modos, aun con estas limitaciones, por su rica emotividad, sus hábiles contrastes y sus relámpagos de poesía, el libro deja al final de la lectura, como todo lo que Arguedas escribió, una impresión de belleza y de vida. (La utopía arcaica 232) De este modo, la diferencia cultural que se aloja en El Sexto tiene que ver con el palimpsesto de las clases y las razas andinas, con sus infinitas variables e intrincadas interconexiones locales, con sus mínimas y constantes alteraciones de las normas culturales, lingüísticas e incluso ideológicas que se experimentan en “el mundo real” y que el universo acotado y ficcionalizado de la prisión demoniza y subvierte. La gama de personajes que la novela expone recorren un espectro descarnado y violento que no escatima matices ni grados de perversión y sufrimiento. El pianista, exestudiante de música, es violado por los prisioneros de la cárcel y pierde la razón hasta que sus propios compañeros de El Sexto lo asesinan para robar su ropa. Un japonés que ni siquiera comprende el castellano comparte los maltratos y sufrimientos del pianista y muere también en condiciones desastrosas. “Clavel”, homosexual prostituido por sus compañeros, es contagiado de sífilis y pierde también la razón, consiguiendo la capacidad de la clarividencia. La condición babélica se extiende así desde el nivel puramente lingüístico hasta las formas de racionalidad y locura (una lógica anómala que penetra en niveles ocultos de lo real) que coexisten y se contaminan entre sí, abarcando conductas, valores, procedencias, motivos, historias personales, razas, etnias y preferencias sexuales. Atiborrado de perversión y de degradación, El Sexto explora el mal en todas sus variantes mostrando cómo el panóptico carcelario intensifica sus efectos constituyéndose él mismo, como parte del aparato del Estado, en el principal factor de degradación humana y vergüenza social. A través del trabajo del lenguaje el espacio textual de El Sexto se satura y se tensa, alcanzando sus límites y amenazando con hacer estallar la racionalidad del discurso y el orden inestable de la escritura. Es también en este caldo de cultivo en el que se mezclan marginalidad, delincuencia, ignominia, idealismo y creencia, que se despliegan valores y deseos, se discuten proyectos políticos, desarrollos históricos y sensibilidades estéticas. La novela, quizá la más intensamente política de Arguedas, explora el mundo como anomalía pero entre los intersticios del mal (la homofobia, el racismo, la violencia generalizada) la humanidad de los individuos pugna por emerger y por sobrevivir.
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El Sexto estuvo seguido por una narración que muchos consideran una de las más logradas y poéticas del escritor peruano, “La agonía de Rasu-Ñiti” que Cornejo Polar estima como una “complementación insólita” de la novela carcelaria, con la cual se relacionaría por antítesis (Los universos narrativos 180-185). Los elementos míticos, la alusión contenida a elementos sociales como la condición del indio y de la mujer indígena en las haciendas del Ande, la representación de la danza, la relación entre baile, muerte y continuidad de la cultura, la lograda plasticidad del relato, imprimen un lirismo anticlimático en la trayectoria narrativa de Arguedas en estos años, entre la degradación de la prisión y la voluntad totalizante de su próximo emprendimiento novelesco. También de una naturaleza y un alcance completamente diferentes al mundo carcelario de El sexto, el proyecto holístico de Todas las sangres es, como el de la novela anterior, esencialmente relacional. Busca representar el diseño de un mundo complejo, contradictorio, y sus flujos internos: las tensiones y fuerzas que lo movilizan, tanto a nivel comunitario como a nivel subjetivo. La novela ilustra sobre el proceso de quiebre del gamonalismo o, al menos, sobre su debilitamiento como matriz de dominación económica y social, poniendo en circulación una serie de personajes con distinta adscripción y diferentes posicionamientos individuales frente al deterioro de esta estructura de poder individuales frente al deterioro de esta estructura de poder y la pérdida de privilegios que ese proceso entraña. Se representan, en este sentido, las interrelaciones no sólo entre economías locales y compañías transnacionales sino entre creencia y trabajo, ética, estética y política. Las conexiones entre capitalismo nacional y capitalismo global se suman a la representación de los remanentes pre-modernos del mundo andino y sus distintos modos de producción, los cuales general formas de socialización, valores y subjetividades bien diferenciadas. En el resumen que da Cornejo Polar de la novela se percibe la voluntad abarcadora de la narración tanto como representación de los diversos planos que componen la realidad peruana de la época como en la percepción de los cauces que la nación podría seguir en el futuro: […] Todas las sangres diseña una imagen del Perú como un espacio complejo donde combaten por lo menos cuatro proyectos sociales: el del imperialismo, el de la burguesía nacional –a ratos nacionalista –, el de los terratenientes feudales o semifeudales y el del campesinado indígena. Arguedas imagina que serán los indios, como portadores de los valores andinos, tanto tradicionales como modernos, los que impondrán finalmente su proyecto. (Cornejo Polar, “Un ensayo sobre los Zorros” 299) A partir de la maldición inicial con que se abre la novela en la cual el terrateniente Andrés Aragón de Peralta reprocha a sus hijos Fermín y Bruno por su codicia, lujuria y falta de escrúpulos, la narración va evolucionando en distintas direcciones para ilustrar conductas y actitudes ante el poder, el mundo de los valores, la religiosidad, las pasiones, etc., que en cada personaje asumen diferentes elaboraciones según sus caracteres y la función que se les asigna en ese universo recorrido por ríos de sangre y fracturas estructurales que vienen del pasado más remoto pero que se exacerban con la modernidad. La novela constituye, en este sentido, la disección de un cuerpo vivo, el cuerpo social de la nación andina, marcado desde el origen por la
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desigualdad y la discriminación. El personaje de Rendón Willka, sobre el que volveremos más adelante, concentra buena parte de las tensiones y alternativas planteadas por la novela y sirve como enlace entre distintas posiciones frente al problema del poder que la novela expone. Este personaje representa a la vez la fuerza de la tradición y el anuncio del cambio, lo ancestral y la inevitable transformación modernizadora, energías que convergen en él hasta llevarlo a una muerte que parece una ofrenda al mundo que lo contiene y que se apresta a cambios radicales. Utilizando vasos comunicantes, planos narrativos y temporales que se van intersectando y personajes polifacéticos y cambiantes, que se transforman a lo largo de la acción narrativa, Arguedas logra un desarrollo dinámico en el que la ficción no deja de revelar una preocupación constante con problemas concretos de la región andina. Como novela abarcadora, Todas las sangres incluye una importante representación de la mujer, que por supuesto aparece también en las demás novelas de Arguedas, pero que aquí adquiere una relevancia especial, mostrando, como Moore ha señalado, una forma de marginalidad múltiple, de etnia, género y raza. Como vínculo entre la cotidianeidad y la comunidad, entre familia, fertilidad, sexualidad, la mujer es un personaje complejo, tanto a nivel individual como colectivo, que Arguedas matiza con la creación de caracteres de rasgos muy diversos y funciones también diversificadas. Asunta, Matilde, la Kurku, las mujeres en el mercado, vinculadas al amor inalcanzable, a la violencia sexual, a la maternidad y a la locura, resaltan contra el telón de fondo de la sociedad patriarcal, a la que intervienen de manera generalmente inorgánica pero persistente, impulsando los temas del conocimiento afectivo, la liberación de los instintos y la relación con la naturaleza. Moore indica, refiriéndose a la mujer como personaje colectivo en el que se engendran formas de conciencia y acción incipiente: Los personajes femeninos de TLS revelan una capacidad contestataria en cuanto a lo individual, pero como protagonistas colectivos, como cholas, mestizas y comuneras, descubren el potencial que tienen para plantear una resistencia activa que desplaza aún más lejos las fronteras entre lo público y lo privado, y que consolida su posición como defensoras del grupo subalterno del que forman parte. (En la encrucijada 273)79 Rama considera Todas las sangres, “tanto una novela como un programa de gobierno” (Transculturación narrativa 168) elaborado a partir de la conciencia social del escritor, que entendía su misión de intelectual como la misión histórica de promover una nueva perspectiva sobre la cuestión nacional en las huellas abiertas por Mariátegui, así como la elaboración de un plan de acción cultural capaz de enfrentar los arrasadores impulsos modernizadores en la región andina.80 La representación de intención totalizante y de realismo social que Arguedas realiza en Todas las sangres provocaría una serie de polémicas, desde su publicación hasta nuestros días. Los debates que se desarrollan en torno al texto derivan sobre todo de la voluntad, explicitada por Arguedas, de que esta obra fuera reconocida por su valor testimonial y no sólo literario. 81 Al margen de la discusión que provocara la interpretación de los textos y de los valores que la representación arguediana pudo haber aportado al conocimiento de la realidad peruana, con esta polémica salen a luz dos aspectos que vale la pena rescatar. El primero tiene que ver con el valor de la afectividad como recurso cognoscitivo para la captación de aspectos de la realidad que no se
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manifiestan a los sentidos o a la racionalidad instrumental. En segundo lugar, la polémica llevó a reflexionar acerca de la importancia de las categorías utilizadas para la configuración del mundo ficticio pero también de las categorías y modelos que informan el lenguaje y la metodología de las ciencias sociales que se aplican al estudio de la que Rama llamara “el área cultural andina” y que utilizan sin gran elaboración términos del lenguaje ordinario (indio, cholo, mestizo, etc.) sobre los que es importante reflexionar. Respecto a lo primero, la función de la emoción y en general de los impulsos afectivos en la obra de Arguedas ha sido uno de los lugares comunes de la crítica. Sin embargo el tema ha sido poco analizado a pesar del desarrollo que el “giro afectivo” ha tenido en las últimas décadas como aproximación teórico-crítica al tema de la producción de subjetividad y como vía alternativa de conocimiento y de acción social.82 Algunas pistas fueron dadas ya en este sentido desde la crítica literaria de los años 70. En Transculturación narrativa Rama, por ejemplo, habla de las “iluminaciones” que atraviesan la narrativa arguediana, entendiendo por tal “visiones sincrónicas y estructuradas de captación de lo real” (225) que constituyen modelos de entendimiento alternativos al racional en los que la pasión, la intuición, el pensamiento mítico y el lirismo encuentran su camino, como si se tratara de “matrices de significación” que, a la manera en que las entiende Lévi-Strauss en El pensamiento salvaje, transmiten el conocimiento que el espíritu alcanza de sí mismo y del mundo al cual pertenece (Rama, Transculturación narrativa 197-198). La subjetividad infantil, que sigue marcando en Arguedas, a lo largo de su vida, una forma primaria y fresca de aproximación a lo real, y junto a ella el lirismo, lo lúdico y lo onírico, son parte de esa “inteligencia mítica” detectada por Rama, la cual requiere también para expresarse un lenguaje nuevo, desfamiliarizado y desautomatizado, es decir liberado de las formalizaciones y normativas del lenguaje ordinario, donde la función comunicativa básica opaca la expresividad y emergencia del saber intuitivo (Rama, Transculturación narrativa 194-226). De ahí la búsqueda en Arguedas de una lengua posible, utópica, verosímil aunque artificial y realmente inexistente, capaz de transmitir el lugar intermedio en el que se realiza el tráfico de significados entre culturas, subjetividades, clases y formas de ordenamiento del universo social y comprensión de la experiencia propia, individual y colectiva. De esa experiencia directa en la que se articula la cultura recibida y la sensibilidad propia es que surgen formas específicas de conocimiento del mundo ya que como Quijano recuerda en la mesa redonda sobre Todas las sangres “no es la conciencia del hombre lo que determina su existencia, sino que es su existencia social lo que determina su conciencia. Y una novela de realismo crítico, como Todas las sangres, es también una forma de conciencia social” (Arguedas et al., ¿He vivido en vano? 75). Pero como Arguedas expresara en múltiples ocasiones, la relación con la lengua supone no solamente un vínculo afectivo de identificación con la sociedad y la naturaleza propias sino también un problema de poder, donde la hegemonía del signo lingüístico se afinca en el corazón del drama histórico de la dominación y de la resistencia y remite a los procesos de apropiación y redimensionamiento de los modelos del dominador. Nada ilustra mejor esta intrínseca e indestructible relación entre afecto, poder y lenguaje que las mismas palabras de Arguedas acerca de la lucha histórica entre quechua y castellano y del modo en que las instancias futuras pueden ser imaginadas, desde su perspectiva, dentro del inescapable marco de la modernidad. Como explica en el artículo que titula “Entre el kechua y el castellano: la angustia del mestizo”:
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Cuando empecé a escribir, relatando la vida de un pueblo, sentí en forma angustiante que el castellano no me servía bien. No me servía bien ni para hablar del cielo y de la lluvia de mi tierra ni mucho menos para hablar de la ternura que sentíamos por el agua de nuestras acequias, por los árboles de nuestras quebradas, ni menos aún para decir con toda la exigencia del alma nuestros odios y nuestros amores de hombre. […] pero hoy que el hombre auténtico de esta tierra siente la necesidad de expresarse en un idioma que ha hablado poco, se ha visto ante la angustiosa realidad: el castellano aprendido a viva fuerza, escuela, colegio o universidad, no le sirve bien para decir en forma plena y profunda su alma o el paisaje del mundo donde creció. Y el quechua no es todavía su idioma genuino, con el que habla en la medida de sus inquietudes y con el que describe su pueblo y su tierra hasta colmar su más honda necesidad de expresión, es idioma sin presencia y sin valor universal. […] Esta ansia de domar el castellano llevará al mestizo hasta la posesión entera del idioma. Y su reacción sobre el castellano ha de ser porque nunca cesará de adaptar el castellano a su profunda necesidad de expresarse en forma absoluta, es decir, de traducir hasta la última exigencia de su alma, en la que lo indio es mando y raíz. (Arguedas, Quepa Wiñaq…Siempre 141-42) Indisolublemente ligado al proceso de producción lingüística, el mundo de la afectividad funciona como un espacio en sí mismo político que ayuda a desplegar las “tecnologías mágicas de la intimidad pública” de que habla Nigel Thrift. Constituye, en este sentido, una “intensidad no discursiva” que opera catalizando cambios de subjetividad, tanto en escala colectiva como molecular (Guattari), impulsando la producción de un conocimiento no racional y conectando las distintas instancias vitales, los diversos sujetos entre sí, relacionando sujeto y objeto, sujeto y evento, cuerpo y no cuerpo, o, como Rama señala con respecto a Arguedas, iluminando las intrínsecas relaciones entre palabra y cosa. Estas relaciones manifiestan relaciones sustanciales, vínculos necesarios y vivenciales que pasan desapercibidos a la comunicación ordinaria. A través de su búsqueda lingüística, Arguedas ilumina esta vertiente del mundo cognitivo: abre una nueva vía de acceso a lo real, a lo simbólico y a lo imaginario que constituye en sí misma una alternativa a la racionalidad dominante y que, por lo mismo, desafía el poder con su cualidad ilimitadamente expansiva e inestable, lúdica y lírica, donde el carácter instrumental y el convencionalismo de la concepción occidentalista del lenguaje es rebasado por una cualidad denotativa que convoca otros dominios del conocimiento, del sentimiento y de la imaginación. El afecto apunta siempre al exceso, por eso el lenguaje que lo representa aparece en Arguedas como una lengua desbordada, fuera de cauce, performativa e insubordinada. 83 Más allá de lo lingüístico, la lengua es trabajada como uno de los elementos que componen la semiosis cultural, integrándose en un complejo sistema de producción de significados que abarcan y que también exceden el valor sígnico de la palabra oral o escrita. El sentido es actuado, puesto en escena, performativizado, para lograr la transmisión de mensajes complejos que movilizan una epistemología otra, en la que la creencia, la relación con la naturaleza, la dimensión mítica, la música, el sentimiento y las prácticas de la vida cotidiana se articulan y se alimentan
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mutuamente. El signo lingüístico oral o escrito es, en este sentido, un suplemento, una mediación y, con frecuencia, un obstáculo para la transmisión de significados. Junto al tema de la afectividad como impulso generador de conocimiento, la obra arguediana sugiere también, como se indicara antes, la necesidad de revisar las categorías que son comúnmente utilizadas para referirse a la multifacética combinatoria étnico-racial de la región, a través de conceptos que estereotipan esa realidad. Quijano llama la atención sobre ese punto en Arguedas, fundamentando su opinión de que la narrativa de éste, particularmente Todas las sangres, no encuentra el lenguaje para expresar tales matices y a veces cae en categorías críticas demasiado rígidas y tradicionales para la captación de los procesos de transformación social. Se refiere, por ejemplo, a las dinámicas de cholificación y a la creciente modernización que a mediados del siglo XX ya alcanza de manera desigual a las distintas regiones andinas. Apunta Quijano, por ejemplo, que al hablar del indio el mismo Arguedas proyecta una imagen demasiado estática de esa categoría, que le sirve para llamar la atención sobre la desigualdad y marginalidad de esas culturas: Pero, ¿qué es lo indio? Lo indio de alguna manera es algo que puede contener a grosso modo variados elementos, elementos que provienen de la cultura prehispánica, pero totalmente modificados por la influencia de la cultura hispánica posterior, colonial, postcolonial y los elementos republicanos actuales; que han incorporado al mismo tiempo elementos de la cultura hispánica, también reinterpretados y modificados, que ha incorporado elementos de la cultura occidental posterior, igualmente reinterpretados y modificados, pero que todavía es legítimo hablar, para un sector de la población campesina del país, dentro de la cultura india, una medida en que todos estos elementos configuran una estructura, relativamente, aunque no totalmente, diferente de lo que podemos llamar también en términos menos vagos cultura occidental, o la versión criolla de la cultura occidental en el Perú. (Arguedas et al., ¿He vivido en vano? 58)84 Al deconstruir la categoría de “indio” como clave ideológica y núcleo principal de la poética arguediana, Quijano deja intacto el estatuto de la ficción pero corta amarras con una realidad social cambiante, históricamente condicionada y conceptualmente elusiva, que el análisis de las ciencias sociales debe ir redefiniendo de acuerdo a sus propios protocolos conceptuales y metodológicos. Asimismo Quijano llama la atención, de manera implícita, sobre los peligros de estatización (mitificación, mistificación) de un objeto de conocimiento que es ante todo objeto del deseo, y que más que parte de la realidad es elemento central en el imaginario individual del narrador. A partir de una preocupación estrictamente referencialista y cientificista, la sociología describe la realidad social de acuerdo a una racionalidad de progresión y cambio, que identifica procesos y actores sociales, factores de continuidad y de transformación, captando las diversas instancias de la historia social como sucesiones que se dan dentro de un orden temporal lineal que avanza de pasado a futuro. Otras epistemologías admiten diversas concepciones de temporalidad y distintas coordenadas espaciales como parámetros del conocimiento del mundo.
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Desde el lado de la crítica literaria suenan otras campanas. En su estudio sobre las ciencias sociales y la literatura de Arguedas, refiriéndose a los cuestionamientos que recibiera el autor de Todas las sangres por la representación de la sociedad peruana en esta novela, Moore argumenta que el desencuentro entre ambas perspectivas disciplinarias responde al hecho de que la obra de Arguedas trabaja al mismo tiempo con diversas temporalidades, produciendo una representación caleidoscópica de la realidad andina que las ciencias sociales no pueden aceptar puesto que tal simultaneidad no surge de ni resulta en una síntesis temporal organizada. Indica Moore al respecto, refiriéndose a aspectos compositivos de la novela que permiten canalizar diferentes enfoques disciplinarios: Optando por un formato literario –la novela TLS –y elaborando un tramado en el que se entrelazan preocupaciones de carácter antropológico y materiales etnográficos, Arguedas logra revelar no solo la simultaneidad de dichas disciplinas o géneros, sino también la simultaneidad de los cronotopos que se encuentran dentro de éstos. He planteado que dichos cronotopos permiten la intersección del discurso historicista y el discurso de arquetipos, y que estos se correlacionan con las distintas maneras como se percibe el desarrollo histórico. Al ubicar tanto a los actores sociales como a los acontecimientos específicos dentro de una óptica de ‘larga duración’ (Braudel), Arguedas no sólo logra mostrar un diacronismo temporal, sino que sobre la base de éste le atribuye dimensiones arquetípicas tanto a algunos personajes como a determinadas prácticas y costumbres. A partir de ello surge, por lo tanto, un género híbrido en el que no sólo se combinan elementos científicos y no-científicos, sino también diferentes marcos espacio-temporales que le permiten crear una imagen más totalizadora, como lo señala el propio Arguedas con relación a TLS… (En la encrucijada 303) La obra de Arguedas emerge como manifestación de la subjetividad que desde la perspectiva sociológica, por ejemplo, no podría entregar un conocimiento fiable ya que el punto de vista personal está obscurecido por el deseo, la afectividad, la selectividad de la memoria, las convicciones del individuo, etc. La obra arguediana existiría así desgarrada entre diversos regímenes de verdad a partir de los cuales el objeto de conocimiento se manifiesta como contradictorio y no-sintetizable, como una antítesis que se resiste a la domesticación de una racionalidad que excluye la intuición y la afectividad como vías de acercamiento a lo que existe. No es difícil percibir los méritos de ambas posiciones. La lectura de la obra arguediana desde la perspectiva de las ciencias sociales, tema sobre el que volveré más adelante, ha incorporado, a mi juicio, un componente de extrema utilidad para la lectura de textos literarios del autor peruano los cuales, más allá de su aspiración documentalista y de su obvio valor estético, son leídos, como Quijano puntualiza con acierto, como una forma particular de “conciencia social”. 85 Proveniente de la experiencia directa de la marginalidad indígena tanto como de su elaboración intelectual y literaria, esta conciencia informa sobre los modos de conceptualizar la realidad desde una vertiente dual, inusualmente bi-epistemológica, que a pesar de su alternatividad se expresa en la lengua de las ciencias occidentales y con las categorías provenientes de la máquina interpretativa de disciplinas redefinidas en el contexto del colonialismo y utilizadas por el
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intelectual postcolonial dentro de un proyecto emancipatorio, descolonizador. A su vez, las posiciones que enfatizan la especificidad del texto literario y su capacidad para representar aquellos niveles de la realidad que escapan a la racionalidad instrumental, rescatan formas otras de conocimiento, verdades que recuperan junto a la observación del entramado social y cultural la percepción de lo imaginado, deseado y recordado, como formas simultaneas de procesos y de modos de ser de lo real. Sujeta al double bind que es consustancial a la condición postcolonial, la conciencia arguediana traslada así al campo de la lengua la irresolución de un conflicto que traduce su materialidad en los términos de la lucha simbólica entre formas de subjetividad, sentimientos, saberes y registros comunicacionales que resisten la asimilación y excluyen el consenso. Arguedas, que explora durante toda su vida la posibilidad de articular la sociedad vencida a la dominante manteniendo la integridad de la primera, percibe cada vez más acuciosamente la hegemonía de la segunda. La traslación de significados de una cultura a otra se le aparece entonces como un proceso unidireccional por el que no se logra alterar el estatuto de la realidad ni los valores de fondo que la sustentan. En esta pugna constante, el castellano parece terminar ganando la partida. Pero si esta compleja trayectoria en busca de la verdad comunicativa parecía haber llegado a un límite en el que las diversas alternativas habían sido ya exploradas a fondo, con resultados variables, faltaba aún la experiencia intelectual de habitar el espacio babélico que surge correlativamente al avance del capitalismo transnacionalizado y a su impacto en las culturas locales, punto que resume las preocupaciones éticas e ideológicas de Arguedas. Como es sabido, El zorro de arriba tiene por escenario el puerto de Chimbote, espacio que aloja las barriadas surgidas de la migración y escenario extremado en el que se entremezclan vertiginosamente los protocolos de la hibridación inter-lingüística y de la traducción, los regionalismos y los impulsos foráneos que impactan el paisaje, los modos de producción y la subjetividad colectiva. Allí coexisten, de modo abigarrado, contenidos carnavalizados que requieren nuevas estrategias de lectura y de ejercicio hermenéutico y que son presentados en la narración como un esperpéntico exposé de tipos humanos, dinámicas interpersonales, prácticas y lenguajes que saturan el universo representado y agreden al lector con su fuerza mostrativa e interpelativa. Teniendo como antecedentes la novela carcelaria El Sexto en cuanto a la representación de las zonas costeñas del Perú, así como los cuentos de Amor Mundo, los Zorros remiten a re-emergencias incontrolables de vertientes reprimidas por los procesos modernizadores que se debaten fuera de cauce, en la superficie turbulenta y resquebrajada de un relato que interviene definitivamente el género burgués de la novela, trastornando su discursividad, sus coordenadas espacio-temporales, las unidades de la acción narrativa y el concepto de heroicidad. Se mantiene, sin embargo, exacerbada, si queremos seguir la línea luckacsiana, la degradación del mundo como sustrato general de las acciones, que se desenvuelven como una peripecia inevitable entre mito e historia. La estructuración dialógica pero también la inserción de la textualidad autobiográfica vincula diversas temporalidades, no sólo pasado y presente, tiempo íntimo y tiempo colectivo, sino la atemporalidad del mito con la pujante historicidad de los cambios globales que remueven, como las réplicas de un terremoto que tiene su epicentro en los núcleos del mundo occidental, las bases mismas de la comunidad de Chimbote. La urbe costeña es presentada como un nuevo “Cusco” (ombligo del mundo o vulva penetrada por el capitalismo) el espacio paradigmático de la ciudadpuerto convertida en un submundo satanizado por el capitalismo y atormentado por sus dinámicas de explotación de bienes y personas. La escritura del texto está, por decirlo así,
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intervenida por la presencia autorial y al mismo tiempo organizada vertical y horizontalmente (Escobar, Arguedas o la utopía 225) a partir de ejes que permiten el desenvolvimiento de secuencias anecdóticas tanto como la inscripción de perspectivas enunciativas, incluyendo la función narrativa de los zorros. El relato mítico de estos personajes provenientes de los manuscritos de Huarochirí elaboran un discurso que Julio Ortega califica de supra-racional, una especie de puente que se tiende “entre las dos zonas escindidas del Perú”, la sierra y la costa (Ortega, “Discurso del suicida” 272). El espacio atiborrado y turbulento del puerto representa la encrucijada entre regionalismo pre-moderno y transnacionalización capitalista. Chimbote es elegido como lugar paradigmático por los procesos de acelerado y caótico crecimiento que impulsaran, a partir de 1955, la transformación del poblado pesquero de menos de 5,000 habitantes en el puerto más grande del mundo, dedicado a la recolección de anchoveta y a la producción de harina y aceite de pescado.86 Críptico e insondable, de a ratos esotérico, sentencioso, recitativo y ritualístico, cuando no abiertamente soez y casi alucinado, así como puntuado por momentos de sublimidad y de exasperación, el lenguaje de los Zorros asesta un golpe radical al sentido: constituye un asedio al idioma como cárcel de los significados, una minuciosa deconstrucción de la palabra, la frase, el pensamiento, como lugares de la racionalidad y el consenso posible, efectuando una ruptura sin concesiones de la racionalidad occidental y de sus convenciones epistemológicas y discursivas. De ahí que la novela haya recibido valoraciones adversas que no dejan de reconocer, sin embargo, la importancia y excepcionalidad del texto arguediano. Vargas Llosa ha aludido al lenguaje los Zorros como una jerga o jerigonza incomprensible, un “lenguaje afásico” cuya “barbarie expresiva” constituiría uno de los principales fracasos de la novela. Para Vargas Llosa, El zorro de arriba habría tenido una intención inicialmente realista, que no llegó a cuajar. A partir de este abortado pacto de lectura, el texto arguediano sólo puede manifestarse, desde esta perspectiva, como deficitario y fallido. Ortega se refiere a su vez al lenguaje de los Zorros como el “habla del delirio” y manifiesta su inquietud frente a la “lectura zozobrante” de esa obra, donde resaltan las imperfecciones, “ya que la novela es visiblemente trunca y, aún más, está lastimosamente malograda” (“Discurso del suicida” 269). Castro-Klarén, por su parte, considera que en los Zorros y en El Sexto “domina el afán de denunciar la realidad, lo que produce obras débiles en estructura y desarrollo narrativo” (El mundo mágico 199). Acorralada entre las fuerzas vitales y tanáticas que desata la demoníaca representación de Chimbote, la narración de los Zorros parece estimular interpretaciones que, extendiendo hacia la obra efectos extraídos de la vida/muerte del autor, consideran el texto literario mayormente como un fracaso, de la misma manera en que el suicidio confirma, según muchos, el fracaso de la vida de quien se autodestruye. Como el cadáver después de la muerte, la novela es un cuerpo textual que yace vulnerablemente expuesto a la mirada del Otro, abandonado, testimoniante, sobrecogedor. Como cuerpo textual –como despojo— El zorro de arriba evoca lo residual, la ruina, el resto, o, en términos freudianos, “la sombra del objeto” que cae sobre el yo, ensombreciéndolo. Este cuerpo literario yaciente revela, como la experiencia melancólica extrema que le pone punto final, el “conflicto de ambivalencia” de que habla Freud en su estudio sobre “Duelo y melancolía”, donde analiza la relación entre pérdida, suicidio y narcisismo, y el double bind que crea una disyuntiva irresoluble entre objeto y sujeto, entre la experiencia de aquel que narra su experiencia vital en el momento límite de su autodestrucción y su calidad simultánea de objeto del relato, que se somete a la subjetividad que marca y que posibilita la escritura. Una narración construida a partir de estas premisas sólo puede defraudar expectativas tradicionales de lectura al enfrentar al receptor
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no con un universo ficcional configurado de acuerdo a las convenciones estilísticas conocidas sino con su imagen afantasmada, subvertida a partir de los mecanismos mismos de construcción del relato. Convertida en un mecanismo satánico de desidentificación y de desnarración y utilizando el poder deconstructor de la palabra como correlato de la fuerza irracional y arrasadora del Capital, la novela presenta un hundimiento irremediable, un pachacuti en el que sucumbe la experiencia social del mundo conocido y el sentido se abisma, persistiendo sólo como residuo de una racionalidad enfrentada a lo irrepresentable. Los Zorros enfatizan la existencia de múltiples registros sociales, culturales y lingüísticos, y también la convergencia de textos compuestos en diferentes claves literarias (mítica, ficcional, autobiográfica) que hacen referencia implícita a las fuentes de las que provienen: los saberes locales, la experiencia de vida del autor, las entrevistas realizadas por Arguedas en preparación para el libro, el metier literario occidental y la fuente primaria, los manuscritos de Huarochirí, de donde surgen los personajes de los zorros, el sentido general de sus interacciones y las formas de comunicación que se observan en los diálogos.87 Oralidad y escritura, literatura culta y cultura popular, forman a su vez el sustrato de esta obra que abreva en estas fuentes y las problematiza a todas al crear entre ellas una proximidad conflictiva y fascinante, de profundo lirismo, no exenta de la proyección existencial que deriva del elemento constante de la muerte, que articula el relato.88 Lienhard prestó especial atención al tema del lector perfilado en los Zorros y a las estrategias lingüísticas que impulsan significativamente “la irrupción de la prosa quechua en una novela del mundo hispánico” (“La última novela de Arguedas” 179). Apoyándose en el intercambio dialógico en quechua sostenido por los zorros en el primer capítulo de El zorro de arriba, Lienhard interpreta esta inserción de las réplicas en quechua con traducción al castellano como una opción programática que hace de la obra arguediana, particularmente de esta novela “subvertida y subversiva”, un pionero proyecto de búsqueda de un nuevo tipo de lector para un modo también nuevo de producción literaria. Esta, alejada de las técnicas tradicionales del indigenismo, admite “la instancia narrativa indígena” dirigida como signo cultural al “lector interno” de la novela. Este concepto de “lector interno” designa una abstracción: la figura de un receptor hipotético que, según Lienhard, sea capaz de descodificar todos los códigos presentes en el texto, no sólo los lingüísticos sino los de la ritualidad, la mitología y la simbología indígena. En este sentido, los Zorros sería una narrativa precursora de la interculturalidad, un adelanto, si se quiere, de horizontes culturalmente más fluidos aunque aún sometidos a la hegemonía y al vampirismo del gran capital. El lenguaje flota en los Zorros como si tratara de ondas fónicas transmitidas por la Arguedasmachine, no tanto en el sentido de que habla Beasley-Murray, donde la máquina en tanto objeto industrial se acopla en cuanto tal a los procesos de producción de subjetividad y a las distintas formas de actancia narrativa, sino como recuperación del concepto de “máquina de guerra”: la que es irreductible al aparato estatal y crea, ella misma, territorialidades y ritmos existenciales.89 En el sentido deleuzeano, Chimbote es un ensamblaje donde la heterogeneidad extrema se articula en torno a ciertas dinámicas (la productividad, la industrialización) y toma posesión de un territorio, tanto físico –geocultural— como simbólico y existencial.
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El tema de la raza es también prominente en la descompuesta totalidad del puerto, aunque a él se suman también diferencias generacionales, nacionalidades y regionalismos que agregan matices que llegan a saturar el proliferante collage del relato: Negros, zambos, injertos, borrachos, cholos insolentes o asustados, cholos flacos, viejos; pequeñas tropas de jóvenes, españoles e italianos curiosos, caminaban en el “corral”. (Arguedas, El zorro de arriba 40) Como Deleuze y Guattari señalan acerca del concepto de ensamblaje, lo importante no es tanto lo que éste es sino lo que hace con el espacio que lo contiene y con las relaciones (segmentación, nomadismo) que lo atraviesan (A Thousand Plateaus 257). La lógica que rige en el ensamblaje de Chimbote es la dislocación. La presencia del mito contribuye al enrarecimiento y complejización del discurso y de la ideología que éste transmite, pero al mismo tiempo incorpora la dimensión poética y acrónica en la explosión caótica de sentidos, lenguajes y deseos. Rige también en ese mismo espacio el elemento mágico que sugiere la alquimia insaciable del capitalismo: en Chimbote “las máquinas tragan anchovetas y defecan oro” (El zorro de arriba 100). El organicismo que se aplica a la descripción de Chimbote y de sus dinámicas vitales y tanáticas incorpora una dimensión biopolítica que es esencial para el estudio del universo narrativo arguediano y que adquiere en los Zorros, como se señalara, una relevancia exasperada. En efecto, Chimbote es presentado como un repositorio de cuerpos explotados, sufrientes, enajenados, marcados por el instinto y la violencia y por el signo persistente de la muerte que articula la narrativa de la expansión capitalista. Los Zorros representan en clave cultural y simbólica el vampirismo del capital y las técnicas que éste despliega sobre todo en áreas periféricas, marcadas por la expoliación colonialista en sus diversos avatares históricos. La representación de Chimbote apela a la anomalía y al exceso como elementos de una poética a través de la cual el cambio político y social se manifiesta en toda su inabarcable polifonía. La heterogeneidad de los Zorros es extrema, radical, ya que abarca todos los niveles de la narración: espacios y temporalidades, registros culturales, extracción, características y conductas de los personajes, niveles económicos, prácticas culturales, formas de socialización y estrategias comunicacionales, donde no faltan elementos tecnológicos que interfieren con las formas arcaicas del lenguaje mítico, el decir novelesco y el lirismo de las descripciones. Danzas, devenires, diálogos, presagios, interacciones sexuales, crean todas formas de transformación e intercambio que dinamizan la acción hasta el paroxismo, al tiempo que hay un ritmo más marcado y contenido en las evocaciones míticas y en los presagios que se canalizan en el lenguaje arcaico y sentencioso de los zorros. La dinámica entre costeños y serranos, y la asignación de cualidades que favorece casi siempre a los segundos crean el parámetro más acotado del conflicto entre regiones que se van conectando a través de los impulsos nomádicos que derivan de los modos de producción y socialización que la novela representa. Pero la línea dominante está marcada por la cosmovisión andina desde la cual se observa el microcosmos de Chimbote. Cornejo Polar indica con razón que: “[e]n El zorro de arriba y el zorro de abajo los componentes andinos son de tal magnitud y ejercen tan decisivas funciones que es legítimo pensar que en esa novela, por primera vez, la racionalidad indígena es la que da razón de la modernidad” (“Un ensayo sobre ‘Los Zorros’ de Arguedas” 303).
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Sin embargo, tal afirmación de modelos de percepción y de interpretación de la realidad sólo puede expresarse a través de la “irracionalidad” de los intercambios comunicativos y compositivos que el texto vehiculiza. La realidad enmarañada y anárquica de los Zorros muestra la desbocada afloración de contenidos que habiendo sido reprimidos por la modernidad y exacerbados por la marginación de siglos, vuelven por sus fueros, al tiempo que se incorporan a la escena los elementos nuevos provenientes de las dinámicas globales. El nuevo (des)orden mundial del capitalismo transnacionalizado no puede integrar pacífica o armoniosamente los componentes ya existentes, ni racionalizar sus ritmos, ni dosificar sus efectos. Los Zorros constituyen el escenario eminentemente inorgánico de un sistema global que se desata, invasivo, sobre las regiones, para consolidar su lógica de reproducción del capital trastornando las lógicas locales. Paralela al avance de la muerte del autor que va acercando su consumación a medida que se desarrolla la novela, la explotación capitalista se impone como depredación de la naturaleza y como deshumanización del entorno social. La muerte parece ser el único desenlace posible para una peripecia demoníaca, en la que lo que se representa es eminentemente el momento final de un tiempo histórico y de la mirada que lo registra. Como Cornejo Polar señalara, el nuevo mundo que sobrevendría luego del pachacuti final de la novela carece, todavía, de palabra, de modo que al lenguaje babélico de los Zorros sigue el silencio, el espacio virtual donde resuena el eco de las voces y las máquinas de Chimbote. 4. La lengua como campo de batalla (II): el narcisismo de la voz En el caso de Vargas Llosa, quizá deba empezarse por reconocer que a nivel de técnicas narrativas, estructuración literaria y composición del mundo ficticio, su obra representa uno de los pináculos de la literatura en lengua española y sin duda uno de los ejemplos más brillantes de realización literaria en América Latina. Aunque en este terreno queda todavía mucho por hacer, sus textos literarios han sido ampliamente estudiados, desde sus primeros escritos consagratorios hasta las menos sólidas entregas novelescas de las últimas décadas. Como escritor de la modernización son indudables sus aportes a la diversificación de perspectivas sobre la cultura nacional en América Latina, particularmente desde el punto de vista del pensamiento conservador, sobre la construcción de subjetividades colectivas y sobre el avance de una nueva instancia en la entronización de las áreas dependientes en el capitalismo central vía la tecnificación, la expansión de mercados, y la pluralización de recursos para la creación y diseminación del producto simbólico. Como reconoce Cornejo Polar, ya desde su temprana novela La ciudad y los perros (1963) “Vargas Llosa se inscribió de lleno –mejor: contribuyó decisivamente a [la] fundación— [de] la ‘nueva narrativa hispanoamericana’” (“Hipótesis” 253). Partiendo de este despegue fundacional, su obra no ha cesado de surgir, copiosa y plural, abarcando enorme cantidad de dominios y obteniendo los más altos reconocimientos, hasta culminar en el Premio Nobel de Literatura, que Vargas Llosa recibiera, como es sabido, en 2010 “por su cartografía de las estructuras del poder y sus afiladas imágenes de la resistencia, rebelión y derrota del individuo”. Las condiciones de producción de su literatura, derivadas de su privilegiada inserción en el aparato productor de cultura a nivel internacional son, como ha sido señalado muchas veces, excepcionales, y han redundado en beneficio de la difusión de sus textos en diferentes medios de comunicación, lenguas y circuitos públicos, políticos y culturales. 90 Cornejo Polar detectó en su momento un talante de escepticismo básico en Vargas Llosa, no sólo
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en lo relacionado con el examen de la realidad, sino respecto a la oposición entre realidad y literatura, siendo esta última la que le permite, mediante su innegable virtuosismo literario, lograr un orden que imprime a la relación referente/significado una tensión peculiar. A través de una escritura técnicamente avanzada y que recorre una amplia gama de temas, espacios y estilos narrativos, Vargas Llosa supera las contradicciones de la realidad al entregar un producto acabado, pleno y altamente controlado por el autor, generando así, en el plano de la literatura, “una variante del fetichismo de la mercancía.” (Cornejo Polar “Hipótesis” 255) Así: [m]ientras que en la narrativa, cuyo símbolo es la obra de Arguedas, la producción del texto, su configuración concreta y el sentido que porta reproducen la conflictividad del referente y de la perspectiva con que se le revela, que en última instancia corresponde a las contradicciones del entorno social, [en la obra de Vargas Llosa] al contrario, se crea una relación de índole inversa, el caos es representado por el orden, para decirlo esquemáticamente. (Cornejo Polar, “Hipótesis” 255) Cornejo Polar entiende que Vargas Llosa y Arguedas constituyen, respectivamente, los extremos de un espectro representacional que oscila entre la narrativa de la modernización capitalista que implica un nuevo orden para la región andina y la literatura que representa los fenómenos de desestructuración del viejo orden social, posición que Cornejo Polar identifica como una dinámica de “apocalipsis y utopía”, a partir de la cual es posible poner en marcha un pensamiento crítico que aparece mediatizadamente expresado en los textos literarios y plantear, desde allí, la posibilidad de un curso histórico/político/ cultural alternativo al dominante. Así, mientras Vargas Llosa logra exorcizar los demonios de la contradicción social y el irracionalismo mediante el ordenado mundo de la ficción, Arguedas entrega una visión compleja de una realidad contradictoria, fragmentada e imperfectamente integrada a la modernidad capitalista, en la que los antagonismos se mantienen como el sustrato agónico de la colonialidad supérstite de que hablara Mariátegui.91 Al margen de los méritos y singularidades del mundo literario de Vargas Llosa, existen en su trabajo intelectual otras facetas que son las que nos interesa destacar en este estudio, ya que complementan su poética y completan su perfil en la esfera pública transnacionalizada. Es indudable que al margen de su universo narrativo, donde como ya se ha visto la problematicidad del referente está filtrada y domesticada a través de los recursos de la ficción, el aspecto más prominente en el uso de la lengua remite en Vargas Llosa más al tema del discurso en tanto práctica cultural (al ejercicio de la enunciación mediática, a la retórica comunicativa) que a los problemas vinculados a la representación multicultural o multiétnica en la región andina, que persiguen a Arguedas a lo largo de toda su vida. Enfrentado a estas cuestiones, las estrategias de Vargas Llosa no difieren de las utilizadas por otros escritores de la misma región en cuanto a la representación, desde la perspectiva de la lengua y de los modelos cognitivos dominantes, de las culturas indígenas de la región andina y de los conflictos existentes entre éstas y la sociedad criolla.92 El lenguaje propiamente literario de Vargas Llosa, al que se hace referencia más arriba, ha sido caracterizado ya por la crítica como mundano, a veces crudo y atravesado por coloquialismos, imprecaciones, silenciamientos, frases hechas y refranes que colaboran en dar a la escritura un
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eco de oralidad y un tono espontáneo y conversacional. Este estilo incluye con frecuencia elementos de humor, parodia e ironía, logrando así afirmar el valor de la literatura como una forma de entretenimiento que al mismo tiempo incursiona en problemas sociales de variado registro. La apelación constante al uso de la norma culta del castellano alterna con referencias eruditas y con recursos que una escritura realista que sin querer ser documental aspira a transmitir verosimilitud en la representación de tipos humanos y conflictos sociales. El lenguaje literario vargasllosiano incluye con frecuencia jergas locales y deformaciones léxico-sintácticas a partir de las cuales se llama la atención sobre la ajenidad de ciertos personajes con respecto al lector y sobre las fracturas y disociaciones que caracterizan al mundo representado. La obra de este autor tematiza sobre todo la cultura dominante y los aledaños que ayudan a definirla, como si estos registros de alteridad constituyeran el negativo de una imagen que hay que ayudar a revelar para que sus contornos adquieran nitidez, dejando atrás las formas espectrales y amenazantes que la circundan. Entendida como un espacio hermético y en última instancia incognoscible, marcada por tendencias atávicas, misterios y energías que se existen fuera de la racionalidad occidental, la alteridad cultural y también la otredad que tiene que ver con la inscripción de clase, constituyen la materia principal de esta literatura. De esa otredad se explotan sobre todo los aspectos relacionados con su cualidad irreductible y con su potencial perturbador de los imaginarios y proyectos dominantes. Si en el caso de Arguedas la conflictiva coexistencia de diversos registros culturales de identidad/otredad impulsaba a la creación de espacios intersubjetivos, al ensayo de encuentros posibles y a la constatación de desencuentros inevitables y dramáticos entre culturas, etnias y estratos sociales, en Vargas Llosa la verificación y el mantenimiento de esas dicotomías constituye más bien la clave de la ficción, por el rendimiento poético que es capaz de extraer de la enajenación de ciertos grupos sociales y de la disociación del mundo al cual esos sectores pertenecen. En este sentido, el papel que Vargas Llosa se auto-asigna es el de espectador, testigo y relator de la heterogeneidad andina. También, como Ariel Dorfman señalara en algún momento, la obra vargasllosiana constituye, como contracara de la melancolía que trasuntan los textos de Arguedas, una advertencia contra el fatalismo como ideología burguesa, aunque tan amplia caracterización debe ser matizada según los textos literarios de que se trate. Su literatura emitiría así un llamado a la consolidación del proyecto occidentalista que tiene como una de sus instancias principales la participación de América Latina en la utopía del progreso y en la lucha contra la barbarie y el irracionalismo. Según Dorfman, mientras que Arguedas construye mitos y pugna por preservarlos, Vargas Llosa ayuda a destruirlos. El problema es, sin embargo, más complejo, ya que la obra de Vargas Llosa no está exenta de mitos si se quiere más personales y menos trascendentes que los que se pueden ver en funcionamiento en la obra del autor de Los ríos profundos. Actualizando el rol del intelectual-mesiánico –y de intelectual orgánico –de larga tradición en América Latina, la aspiración de Vargas Llosa parece resumirse en la voluntad de proveer una versión modernizada e inapelable de los conflictos y potencialidades de la cultura nacional vistos desde una posición de privilegio y transmitidos a partir de las tecnologías comunicativas que esta modernidad pone a su alcance. Su literatura, y en general su discurso todo (ideológico, mediático, etc.) se orienta hacia una búsqueda de universalidad en el sentido más lato del término: su obra prolifera en
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discursos, declaraciones, entrevistas, opiniones radiales o televisivas, columnas periodísticas, actuaciones teatrales, integración de comisiones, etc., que revelan una necesidad de omnipresencia que tiende a saturar el espacio público. El mito de la libertad individual como asiento de la democracia y como sitio abstracto del liberalismo alienta a lo largo de toda su obra, que podría resumirse en la intención de consolidar un lugar enunciativo de singular prominencia e inapelable legitimidad como ejercicio de esa libertad y como plataforma para su diseminación como ideología. Este proceso, que pasará por varias etapas, está canalizado a través de lo que Rowe llama los “métodos comunicacionales” del escritor, los cuales, sobre todo a partir de 1975, están caracterizados por un marcado e irrenunciable pragmatismo y por una perspectiva autoritaria y normalizadora que se apoya en una verbosidad donde lo literario auxilia a lo ideológico y lo ideológico reduce lo poético en lugar de nutrirlo y de profundizarlo (Rowe, “Vargas Llosa y el lugar de enunciación autoritario” 65-78). De esta manera, los elementos a partir de los cuales se representan los antagonismos sociales, tanto en ensayos, discursos o entrevistas como en el espacio de la ficción, se presentan con frecuencia desconectados o sólo superficialmente relevados como parte de una totalidad cuyas reglas de funcionamiento y direccionalidad no son percibidas ni elaboradas a fondo. Según indica Rowe: “[d]e la misma manera que en los ensayos falta un concepto de la cohesión social, lo social se define, en la obra de ficción, por la estructuras de conflicto” (“Vargas Llosa y el lugar de enunciación autoritario” 74). De este modo, el uso y abuso del lenguaje con fines prácticos y pragmáticos, como la autopromoción, la actividad periodística, la crítica cultural o el discurso político, áreas en las que Vargas Llosa se explaya a lo largo de su extensa y prolífica carrera, constituye el rasgo más notorio de su producción literaria y de su actuación pública. Podría decirse, siguiendo las pistas que el mismo autor presenta a través de sus textos, que su uso de la lengua cubre un espectro que va desde la calidad de escritor a la de escribiente o escribidor, de la poética a la retórica, atravesando múltiples territorios, reales y simbólicos, ya no sólo como narrador sino como intelectual público e ideólogo conservador. El uso del lenguaje al que apela Vargas Llosa para develar el rostro imaginado del Perú se apoya con frecuencia en recursos paródicos o de estereotipificación comunicativa, dicotomías y hasta lugares comunes que sorprenden en un ideólogo del liberalismo, ya que como señala Lauer en su estudio del escritor como “liberal imaginario”, “[l]a esencia del liberalismo no es la denuncia sino la formulación de los principios sociales y filosóficos capaces de sustentar esa libertad individual para todos que la doctrina postula” (“El liberal imaginario” 108). Pero, como Lauer nos recuerda, “la conciencia crítica liberal tiene sus propias reglas, y Vargas Llosa las fue infringiendo casi todas” (“El liberal imaginario” 100).93 El idiolecto de Vargas Llosa cubre, así, ciertos parámetros de la cultura efectuando a través del lenguaje intervenciones estilísticas que nos introducen a un mundo ficticio no exento de humor, parodia e ironía, pero tampoco falto de cultismos ni de tonos despectivos o condescendientes dirigidos con frecuencia, aunque no exclusivamente, a clases populares o etnias marginadas en la cultura andina. En todo caso, la función del lenguaje y su potencialidad de incidencia social, sus derivaciones o degradaciones, constituyen un tema recurrente en su escritura. Por lo mismo, la exploración de los límites de la literatura y de las fronteras del lenguaje ocupa buena parte de sus textos y de sus reflexiones. A partir de esta indagación sobre el lenguaje su ficción puede penetrar en zonas aledañas a las estéticas canónicas, así como en espacios culturales hibridizados
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y corruptos donde el valor institucional es carnavalizado (colegios militares, cárceles, prostíbulos, poblaciones que viven al margen de la cultura dominante, zonas selváticas, territorios exóticos). Las prácticas vinculadas al lenguaje son así desterritorializadas, sometidas a deformaciones sustanciales, refuncionalizadas. “Hablador” o “escribidor”, por ejemplo, son términos derivados de aquellos que en puridad designan las prácticas de la oralidad y la escritura, extensiones o deformaciones coloquiales que transmiten una modificación espúrea de la función primaria, una forma de vulgarización de prácticas comunicativas básicas y universales. Constituyen, si se quiere, formas “derivativas” que apuntan a la desfamiliarización de lo que aluden, a enfatizar más que la naturaleza del proceso comunicativo o su función directa, el oficio o la praxis a partir de los cuales el habla o la letra escrita, en tanto tecnologías de la comunicación, son manipuladas, convertidas en destrezas que de alguna manera modifican la función inicial –hablar, escribir –convirtiéndola en un tipo de ejercicio reproductivo, repetitivo y rutinario, dirigido a un receptor plural masificado. Hablar y escribir (es decir, relatar, re-contar y, así, transmitir la experiencia, dejar constancia, guardar memoria) son habilidades que cumplen una función socializadora, formas de diseminación de contenidos destinados a una amplia esfera pública, en la que la individualidad se proyecta en contextos mayores. Este proceso de divulgación y hasta de masificación del receptor interesa primordialmente a Vargas Llosa, autor consolidado en el boom literario y productor de mercancías simbólicas de alta cotización internacional. En Vargas Llosa la referencia al “uso de la lengua” remitiría, entonces, desde esta perspectiva, al uso público-mediático que el autor hace de ella, no ya sólo a la utilización del registro lingüístico en función literaria sino junto a éste, a formas más vulgarizadas de verbalización en las que Vargas Llosa mismo se convierte en “hablador” en el sentido de charlatán, parlanchín, cuentero o lenguaraz, desplegando una locuacidad que compite con la elocuencia de su literatura. Es interesante anotar que esta acepción del término “hablador” que estamos manejando (en un sentido diferente, por cierto, del que esta palabra recibe en la obra homónima de Vargas Llosa) remite directamente a Jean Paul Sartre, como es sabido, uno de los pensadores que más influyeron sobre el escritor peruano. En su tan divulgado ¿Qué es la literatura? (1950) al tratar de esclarecer “¿Qué es escribir?”, el maestro francés indica lo siguiente: La prosa es utilitaria por esencia; definiría con gusto al prosista como hombre que se sirve de las palabras […] El escritor es un hablador [parleur, en el original]: señala, demuestra, ordena, niega, interpela, suplica, insulta, persuade, insinúa. Si lo hace literalmente no se convierte en poeta por eso; es un prosista que habla para no decir nada. (50-51, mi aclaración, énfasis de JPS)94 Sartre se refiere aquí a lo que llama “el momento verbal”: aquél en que se ejerce la palabra como una forma de acción que deja su impronta sobre los materiales a los que se refiere. Según Sartre, adalid de la noción de compromiso intelectual que tanta influencia tuviera en la segunda mitad del siglo XX en América Latina y representante principal de uno de los movimientos filosóficos más recibidos en estas latitudes, si el escritor permanece fijado en el valor estilístico de las palabras sin sopesar el impacto que ellas tienen sobre aquello que tocan, la función comunicativa se agota en su propio performance, exponiéndose sólo como gestualidad. Para Sartre, en cambio,
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“La palabra es cierto momento determinado de la acción y no se comprende fuera de ella” (Sartre 51). Para que la comunicación realmente “valga la pena”, debe articularse “a un sistema trascendente de valores”. De lo contrario, “el hablador es un puro testigo que resume en una palabra su contemplación inofensiva. Hablar es actuar: toda cosa que se nombra ya no es completamente la misma; ha perdido su inocencia” (Sartre 52, énfasis de JPS). En Vargas Llosa es el desplazamiento de literatura a medios masivos, de poética a política, de estética a retórica, el que se quiere analizar aquí como un acercamiento radicalmente diferente al que presenta la obra de Arguedas, por ejemplo, donde temas, lenguaje y valores culturales responden a un compromiso ético-ideológico definido en la encrucijada que plantea el double bind dominación/resistencia y el de la biculturalidad postcolonial y donde el uso “civil” de la lengua (declaraciones, artículos, etnografía, educación) es consistente con su programa intelectual y literario. De ahí que su obra constantemente oscile entre literatura y antropología sin permitir percibir entre ambas disciplinas una fisura epistemológica, ya que ética y estética se desarrollan y apoyan mutuamente. Evidentemente, la diferencia entre ambos autores tiene que ver no sólo con una axiología política sino también con un posicionamiento muy distinto frente al problema de la nación y frente a la comprensión de la modernidad capitalista como la matriz económica y cultural dominante de nuestro tiempo. Si la función de hablante deriva en la de “hablador”, por ejemplo, y la de escritor en la de “escribidor”, para nombrar instancias formalizadas y “populares” de utilización del lenguaje oral o escrito, tales formas remiten también a los cambios comunicacionales y a las lógicas de intercambio simbólico impulsados por la modernidad tecnológica. Veamos algunos ejemplos en el nivel de la ficción. Uno de los narradores de El hablador, identificado con el autor, no sólo es escritor sino conductor de un programa televisivo que, no por casualidad, lleva por nombre “La Torre de Babel”, mientras que el “hablador”, Saúl Zuratas, tiene a su cargo el discurso míticolegendario que cuenta la vida y tradiciones de los machiguengas, su lucha por sobrevivir y su cosmogonía. Se pasa así de la centralidad de la ciudad letrada a sus suburbios, ocupados por un receptor masificado, anónimo, enfrentado al juego semántico y destinado a la recepción de discursos creados y reciclados a través de innumerables e incontrolables mediaciones. En La tía Julia y el escribidor (1977), el personaje de Pedro Camacho compone incansablemente disparatados guiones radiofónicos, permitiendo que el relato supuestamente autobiográfico de los amores entre el autor y la tía Julia fluya en contrapunto con la gestación humorística de las radionovelas, forma masificada de “subliteratura” que se presta a un tratamiento irónico y ligero.95 En La ciudad y los perros el personaje conocido por todos como “el Poeta” compone novelitas pornográficas que vende a sus amigos. La ironía de su apodo es emitida desde una posicionalidad que maneja matices y distribuye valores en el mundo jerarquizado del buen gusto burgués. De esta manera, registros elevados e “inferiores”, formas pertenecientes a la “alta” cultura y modalidades correspondientes a la cultura popular se entrecruzan y se definen mutuamente. Las formas populares o degradadas, sin embargo, ocupan una posicionalidad marginal, inferior o subalterna en el universo cultural vargasllosiano. La ficción se sostiene, así, a partir de los relatos mayores (master narratives) del occidentalismo desde donde se organiza la pluralidad de registros verbales que ofrece la cultura, distribuyendo jerarquías y funciones. En la ya aludida novela El hablador, aunque se conceda a los relatos de Zuratas la cualidad de relevar “algo primordial, de lo que depende la vida de un pueblo” (El hablador 92), se trata de
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todos modos de pueblos condenados a la desaparición, que existen fuera de la historia oficial y al margen de la racionalidad occidental, de modo que la transmisión de memoria cultural que lleva a cabo el hablador cumple una función compensatoria, decorativa y exótica en el panorama total de la cultura andina. No cabe duda de que lo que primordialmente representa la novela es la instancia de la mediación, aquella que conectando la memoria en el presente provisional del relato, produce un territorio existencial y discursivo en el que el nomadismo machiguenga se instala y suspende, como en una burbuja cultural, situada entre el presente continuo de la nación moderna y el diluirse de una comunidad en vías de desaparición. La novela es, en este sentido, el canto del cisne que (en) marca el proceso de desvanecimiento de este enclave anómalo de arcaísmo machiguenga en la modernidad, anomalía ilustrada por la deformación del rostro de Zuratas, que como El Lunarejo colonial –y como el personaje kafkiano de Gregorio Samsa recurrente en el texto –encarna la diferencia, la condición intersticial (in-betweenness), la mutación inevitable que amenaza, como la barbarie dentro de la civilización, la otredad interior, el monstruo que habita la identidad moderna y que paradójicamente, ayuda a definirla. En el corazón mismo de la sociedad criolla, moderna y letrada, crece y se fortalece la literatura como discurso mayor, sosteniendo el edificio –el panóptico –de la cultura nacional. La representación, entonces, de estos niveles de pluralización cultural que se despliegan en la modernidad deja intacto el edificio de los valores dominantes. Habladores, escribidores, guionistas y pornógrafos constituyen formas folclorizadas y/o degradadas de funciones comunicativas que han ido derivando y cediendo a las dinámicas dominantes del poder cultural: son el afuera constitutivo de la ciudad letrada en la que se aloja la “alta” cultura; constituyen, así, la diferencia que confirma y fortalece la identidad moderna. Como “hablador” de la nación criolla Vargas Llosa no relata la cosmogonía de su pueblo sino los rituales, ceremonias y entretelones de la modernidad capitalista, a la que trata de consolidar a través de una representación parcial y excluyente (y con frecuencia clasista y maniquea) de la otredad que la sostiene. Realiza, entonces, una especie de “partage du sensible” en el sentido de Jacques Rancière entendiendo por tal la distribución de prácticas estéticas que los ordenamientos sociales hacen posible para los diferentes individuos y sectores sociales dependiendo del lugar que éstos ocupan, regulando así las competencias o incompetencias que estos podrán desplegar en el proceso de representación simbólica y el lugar que esas representaciones llegarán a tener dentro del orden social.96 La distribución o división de lo sensible constituye así una forma de regulación que deriva de las relaciones entre estética y política y que está destinada a efectuar “[a] delimitation of spaces and times, of the visible and the invisible, of speech and noise, that simultaneously determines the place and the stakes of politics as a form of experience” (Ranciére, The Politics of Aesthetics 13, énfasis del autor).97 Este desplazamiento y distribución de funciones sociales se inscribe, como es obvio, dentro del mundo fantasmático de la ideología. El despliegue mediático constituye, en el caso de Vargas Llosa, la forma más eficaz de universalidad. No cabe duda de que la proyección internacional del escritor implica, sobre todo desde su perspectiva, pero también en el contexto de su país, una superación de lo local y una consagración de sus méritos, que permite al autor avanzar posiciones, desde el Parnaso local hasta la República Mundial de las Letras. Según Lauer: [e]l dato más importante de la figura literaria de Vargas Llosa ha terminado siendo su fama mundial, que ha superado largamente su importancia como
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narrador de la realidad peruana, ingeniador [sic] de técnicas para narrar o ágil humorista de la prosa. La fama mundial fue un dato nuevo para el sistema peruano, que tuvo problemas para asimilarlo y todavía reacciona ante ello con una suerte de taimada desconfianza. (“El liberal imaginario” 117) El mismo Vargas Llosa pareció, en muchos momentos, no terminar de creerse las repercusiones de su celebridad internacional sobre su estatura literaria. De ahí, quizá, su constante necesidad de reafirmar este hecho a través de variadas estrategias intelectuales, políticas y mediáticas que van del periodismo a la farándula política, de las incursiones como dramaturgo e incluso como actor teatral al amplio espectro de su obra ensayística, estrategias que muestran una incansable búsqueda de celebridad e incidencia social. La profusa lectura que realiza el Vargas Llosacrítico de obras clásicas de la literatura universal persigue, entre otras cosas, la reafirmación de su comprensión profunda de las reglas y principios estéticos que rigen el canon occidental, al que Vargas Llosa aspira pertenecer desde los comienzos de su carrera literaria. Sus estudios sobre autores como Gabriel García Márquez, Gustave Flaubert, Víctor Hugo, José María Arguedas, Thomas Mann, Albert Camus y muchos otros, llegan a constituir volúmenes críticos individuales o integran libros como La verdad de las mentiras (1990, edición aumentada 2002). Al estudio de los grandes autores de obras consagradas y totalizadoras como las que el mismo Vargas Llosa aspira a producir, muchos de ellos escritores o artistas “malditos”, deicidas, cada uno, en su propio registro, se suman los numerosos estudios sobre pintura abordados por el crítico, en los que se aborda la obra de creadores tan dispares como George Grosz, Fernando de Szyszlo, Fernando Botero, Egon Schiele y Paul Gaugin, demostrando no solamente el interés de Vargas Llosa en el mettier literario y en las artes visuales sino también, o sobre todo, su voluntad de controlar el campo intelectual, de marcar una dirección de recepción y de interpretación artística y textual de obras que considera claves dentro de los registros internacionales y que él entiende como pertenecientes al mismo nivel de su propia obra literaria. 98 Como se ha visto, en el caso de La utopía arcaica, su lectura de Arguedas constituye principalmente un ejercicio de desmitificación destinado a llamar la atención más sobre la persona del crítico –sus valores, posiciones y concepción de la literatura –que sobre aquel a quien secretamente considera su más elusivo y seguro contrincante. El libro no disimula, tampoco, su propósito de ofrecer una interpretación definitiva y en más de un sentido lapidaria sobre el autor peruano, dejando así ordenado el territorio de la literatura nacional, al menos en los planos principales que le competen más directamente.99 Junto a estos pronunciamientos múltiples sobre el canon nacional y universal, la voluntad de prominencia como intelectual público transnacionalizado lleva a Vargas Llosa a proliferar en opiniones, temas y medios comunicacionales trascendiendo el espacio de la literatura y las artes. De la aspiración romántica por la cual el escritor busca llegar a un lector ideal solitario y empático con la sublimidad de la palabra poética, se pasa a la prefiguración de un lector colectivo y masificado, de gustos y niveles de recepción variados y dispersos, marcado por la inmediatez de los medios masivos y la rapidez y simultaneidad de la información. La búsqueda de la universalidad que guía la labor intelectual de Vargas Llosa va dejando de ser la del humanismo (lo que Aníbal Ponce llamara “humanismo burgués”), el arte como dispositivo que entrega un mensaje totalizador dirigido a la esencia del individuo, a su racionalidad y a su mundo pasional, cualquiera fuera su localización geo-cultural, de clase o etnia, y apela cada vez más a la universalidad pragmática y degradada del mercado: el amplio mundo en el que circula y se cotiza
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la mercancía simbólica desde sus registros más banales hasta los más depurados. Del lector ideal se pasa al consumidor ideal, una derivación capitalista del mecenazgo clásico. Hacia este nuevo sujeto consumidor de cultura (en los amplios dominios de la literatura, el periodismo, la imagen, el discurso político, la tecnología, etc.) Vargas Llosa hace llegar de manera constante la palabra convertida en mensaje, juicio, veredicto, comentario o dictamen, como si la proyección hacia la posteridad comenzara por la necesaria captura de la totalidad de sus contemporáneos. La misión intelectual entendida como mesianismo (prédica, arenga, y hasta sermón) es, sin embargo, la misma que caracterizara al letrado criollo desde la colonia y que adquiriera forma “clásica” con el despotismo ilustrado: el discurso de la Razón tal como ésta es definida desde los paradigmas del Poder, desplegándose sobre el pueblo como un ejercicio paternalista, autoritario, monológico, conservador, condescendiente y excluyente, asignando lugares dentro de la pirámide social y dentro de los círculos del saber. Desde la columna periodística titulada “Piedra de toque”, que publica en distintos periódicos nacionales y extranjeros (Caretas, La República y El Comercio de Lima, El País de Madrid, etc.) Vargas Llosa hace llegar al lector opiniones y análisis sobre cultura, prácticas bélicas, filosofía, eventos de actualidad, gastronomía, política internacional, etc. muchos de ellos recogidos luego en volúmenes como los que se publicaran bajo el título común de Contra viento y marea (1983, 1986, y 1990) y en su siguiente libro, El lenguaje de la pasión (2002), en el que el autor parece desear asimilarse, como nos recuerda R. Franco, a la figura del “mandarín intelectual” que él mismo alude en uno de sus escritos refiriéndose a Sartre. Comentando esta última publicación, R. Franco transcribe la definición que el escritor provee de la categoría eminentemente francesa, según Vargas Llosa, del mandarín: “un hombre al que una vasta audiencia confiere el poder de legislar sobre asuntos que van desde las grandes cuestiones morales, culturales y políticas hasta las más triviales” (Vargas Llosa, “El mandarín” en Contra viento y Marea I, cit. por R. Franco, In(ter)venciones 273). Sin duda esta función constituye, para el escritor peruano, una meta que no le parece inalcanzable. El afán abarcador, la voluntad de figuración pública y la técnica acumulativa encuentran otra de sus aplicaciones en el insustancial Diccionario del amante de América Latina (2006), publicado primero en francés (Dictionnaire amoureux de l'Amérique latine [2005]) y dirigido primariamente a un público europeo. Incluyendo cerca de 150 entradas recogidas de entre los artículos y notas que Vargas Llosa produjera desde los años 50, la recopilación presenta “definiciones” sobre múltiples escritores principalmente latinoamericanos (Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, Jorge Edwards, José Carlos Mariátegui, César Moro, Pablo Neruda, Juan Carlos Onetti, Octavio Paz, Juan Rulfo, Jean Paul Sartre, César Vallejo), políticos (Fidel Castro, Che Guevara, Alberto Fujimori) y conceptos centrales para la comprensión de América Latina (“cholo”, “compromiso”, “indigenismo”, “patria”, “telurismo”, “utopía”). El diccionario incluye asimismo notas auto-referenciales que incluyen algunos de los personajes de su narrativa, lugares, etc., así como referencias a artistas (Chabuca Granda, Frida Khalo, etc.) y lugares (Lima, Perú, Europa). Los artículos combinan elementos de información con anécdotas e impresiones personales. ¿A qué modelo de intelectual responden estas prácticas? ¿Dentro de qué paradigmas de acción cultural y a partir de qué tradiciones de pensamiento debe entenderse esta filosofía? El mismo R. Franco ha señalado con acierto que “Mario Vargas Llosa, con mayores o menores matices, sigue
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siendo tributario del pensamiento modernista [en el sentido anglosajón], una concepción caracterizada por la creencia en la unidad de la experiencia, el sentido determinado de la referencialidad, la supremacía lógica y científica de la racionalidad y el predominio de universales”. La creencia, verificable en Vargas Llosa, de que “la realidad podía ser aprehendida como un todo y que los seres humanos compartían un nivel común de experiencia de índole transcultural y transhistórica” explica la concepción del arte como totalización capaz de aprehender, como el mismo escritor indica, “el fondo común de la especie” (R. Franco, In(ter)venciones 275). El ideal fáustico parece subyacer a estos propósitos omnicomprensivos, pero también la más pedestre voluntad de control cultural y de poder social que se le asocian. La lucha con la lengua implica así en Vargas Llosa no sólo el desafío del lenguaje poético sino el reto de su utilización pragmática y abarcadora. Dentro de este proyecto, la inscripción del yo como instancia primaria de la dimensión colectiva será un recurso repetido. Así, la escritura autobiográfica y en general el discurso auto-referencial constituye una modalidad a la que Vargas Llosa apela constantemente como manera de divulgar sus tópicos preferidos y fortalecer su imagen pública. El pez en el agua. Memorias (1993) es quizá el mejor ejemplo de este empeño.100 Marcado por el triunfalismo y por el mito de la personalidad, el título de estas memorias habla a las claras de la autocomplacencia del autor y de su voluntad de proyectar una imagen avasallante de éxito y popularidad más allá de los avatares de la vida pública. La foto de Alejandro Balaguer que sirve de portada a la primera edición de Seix Barral muestra a Vargas Llosa, como ya señalara Sarlo, con una amplia sonrisa, con los brazos en alto en medio de una tupida lluvia de papel picado que celebra su candidatura a la presidencia del Perú, pasando por alto el hecho no menor de que el escritor había perdido las elecciones frente a Alberto Fujimori tres años antes de la publicación de este libro.101 Las memorias constituyen, por el momento en el que están escritas y por el lenguaje que las elabora, el intento de marcar el status de una celebridad avasallante que depende más que de los méritos reales y del reconocimiento colectivo, de la convicción personal y de la posibilidad de controlar la opinión pública y guiar la recepción de su carrera como intelectual mediático cuya esencia alcanza y rebasa los dominios específicos de la literatura y la política. A lo largo de esta exhaustiva recuperación de experiencias y eventos, llama la atención en esta colección de recuerdos la obsesiva reiteración de ciertos términos que se apoyan en dualismos prácticamente decimonónicos: racionalidad y barbarie, civilización y primitivismo, modernidad y pre-modernidad, “compromiso moral” y salvajismo, antagonismos que sirven para organizar la experiencia del mundo y la producción de significados a nivel literario. A la conceptualización maniquea de situaciones, personajes y realidades sociales, se suma la fluctuación de las cualidades que se atribuyen a ciertos grupos sociales dependiendo del papel que estos juegan respecto al yo que organiza el discurso. Las masas, por ejemplo, son positivamente exaltadas cuando se vuelcan en apoyo del candidato, como en la memorable demostración de la Plaza San Martín, donde “las clases medias” lo aplauden con entusiasmo (El pez en el agua 48-49). Al mismo tiempo, son abominadas cuando se presentan como una turbamulta instintiva que escapa a su control, como en el caso de su visita pre-electoral a Piura, donde una “horda enfurecida” parece querer atacarlo con navajas y garrotes. La misma: …parecía proceder del fondo de los tiempos, una prehistoria en la que el ser humano y el animal se confundían, pues para ambos la vida era una
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ciega lucha por sobrevivir. Semidesnudos, con unos pelos y uñas larguísimos por los que no había pasado jamás una tijera, rodeados de niños esqueléticos y de grandes barrigas, rugiendo y vociferando para darse ánimos… (El pez en el agua 574) La candidatura política del escritor es explicada por él como respuesta a una “razón moral” que lo lanza al liderazgo; su esposa Patricia opina, sin embargo, que en este lance político “la obligación moral no fue lo decisivo […] Fue la aventura, la ilusión de vivir una experiencia llena de excitación y de riesgo. De escribir, en la vida real, la gran novela” (El pez en el agua 25). Según ella, atrae a Vargas Llosa sobre todo la posibilidad de encarnar en su país un papel heroico, novelesco, donde la ficción controlada por el creador se vuelve parte de la realidad y donde él mismo puede asignarse un papel protagónico como el que está acostumbrado a fraguar en su literatura. Esta aproximación de liderazgo político y simulacro, de individualismo, ficción y egocentrismo, es propia de una manera de “hacer política” que el movimiento Libertad, al cual pertenecía Vargas Llosa, asume como parte de su performance público en el que tanto los protagonistas de la acción política como sus receptores están sujetos a roles previsibles. Como indica Degregori, “El imperio del marketing político convierte al ciudadano en simple elector, consumidor pasivo de productos políticos: la política como espectáculo” (“El aprendiz de brujo” 82) Este estilo de interpelación popular sólo puede lograrse a costa de un intenso reduccionismo de opciones y mensajes políticos, así como de una simplificación sustancial de la realidad social. El movimiento Libertad no advierte, indica Degregori, la problemática pluriclasista y multiétnica del Perú: …porque al convertir al mercado en el único gran ordenador y nivelador, imaginan un país chato, plano, donde las solas diferencias son aquellas existentes entre ricos y pobres: subestiman tanto la política como la complejidad étnica y cultural del país. (“El aprendiz de brujo” 84) Improvisación, rapidez en los juicios que se emiten sobre procesos y personajes, oportunismo ideológico, parecen ser algunos de los rasgos prominentes en un texto por naturaleza fragmentario, que sigue las alternativas de un devenir del que se seleccionan aspectos que articulan lo público y lo privado y que se sustentan en la idea de una natural excepcionalidad personal del narrador y de las circunstancias en las que le ha tocado vivir. Sólo en algunos casos, como en las reflexiones sobre las demostraciones populares en Plaza San Martín, se apunta a la identificación de un sujeto nacional-popular que excluye al resto de la ciudadanía. Vargas Llosa quiere presentarse como candidato de los sectores medios pero renuncia a la estrategia liberal de una articulación más amplia y abarcadora. Nociones como las de pueblo, ciudadanía, son menos recurridas de lo que sería de esperar en una agenda de liderazgo público. El pueblo, el ciudadano, son descartados como actores políticos y mantenidos como categorías abstractas y vacías, demagógicamente incluyentes y útiles más bien para la articulación de discursos de corte populista, que Vargas Llosa alude despectivamente en más de una ocasión, como una de las desviaciones políticas de América Latina. La agenda vargasllosiana, organizada en torno al proyecto modernizador y al reforzamiento de la occidentalización como estrategia civilizatoria y desarrollista se nutre de estos contrastes simplificadores y aristocratizantes aplicados a la sociedad y a la cultura peruana. Una de las nociones más repetidas es la idea de barbarie, que aplica en general a la valoración de procesos y eventos colectivos: “Una vez más el Perú acaba
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de dar otro paso hacia la barbarización” (El pez en el agua 42) dice, por ejemplo, refiriéndose al proyecto de nacionalización y estatización bancaria de Alan García, que es uno de los catalizadores que lo lanza a la candidatura. El “liberal imaginario” teje así una red ideológica –un discurso en el que la falsa conciencia crea entramados ilusorios, de validez provisional, que hacen resplandecer la imagen personal como epicentro de un proyecto cultural. Este está sustentado sobre los pilares del individualismo burgués y sobre la primacía de la racionalidad ilustrada, aunque en la versión degradada que estas formas asumen en el capitalismo tardío, donde el universalismo es reconfigurado no ya como la búsqueda y transmisión de valores ecuménicos de conocimiento total e integrado sino como el proyecto de capturar mercados globales diversificados y masificados. La instancia que guía la acción intelectual del tipo que tiene en Vargas Llosa un paradigma bien reconocible no es entonces la que se orienta, como en el humanismo clásico, hacia la búsqueda de la espiritualidad y el mejoramiento del individuo, sino la que tiende a fortalecer y diseminar paradigmas hegemónicos de dominación y representación simbólica en el contexto de la globalidad. En su trabajo creativo, crítico y político Vargas Llosa se mueve en el nivel de la “alta cultura” entendiendo por tal las formas institucionalizadas del arte y la literatura. En un grado menor puede llegar a considerar también aquellas expresiones artísticas “masivas” que conquistan un lugar en el mercado, es decir, que logran asegurar un público consumidor que legitima su existencia. En un artículo reciente publicado en la revista mexicana Letras Libres bajo el título de “Breve discurso sobre la cultura” Vargas Llosa expone su preocupación por el deterioro que atraviesan las humanidades en América Latina debido al terreno ganado en distintos contextos por las ciencias sociales que al ampliar excesivamente la categoría de cultura han logrado que lo que tradicionalmente se entendía como tal llegue a perder especificidad simbólica y social. Según indica el escritor, por cultura se ha entendido tradicionalmente: la reivindicación de un patrimonio de ideas, valores y obras de arte, de unos conocimientos históricos, religiosos, filosóficos y científicos en constante evolución y el fomento de la exploración de nuevas formas artísticas y literarias y de la investigación en todos los campos del saber. (“Breve discurso” s/p) La inclusión de las llamadas “culturas populares” corrompe, a su juicio, una categoría que se asimilaba a la selectividad artística, el gusto burgués y la elevación espiritual. Según Vargas Llosa, el deterioro en la consideración del arte y en la enseñanza de las humanidades comienza en Mayo de 1968 con los levantamientos de la juventud parisina y con el afianzamiento del liderazgo intelectual “oscurantista” de filósofos como Michel Foucault, Jacques Derrida y Paul de Man a quienes nuestro flamante Premio Nobel responsabiliza por el deterioro de las humanidades, ya que por su influencia la cultura: “[s]e volvió un fantasma inaprensible, multitudinario y traslaticio. Porque ya nadie es culto si todos creen serlo o si el contenido de lo que llamamos cultura ha sido depravado de tal modo que todos puedan justificadamente creer que lo son” (“Breve discurso” s/p). El ex-candidato presidencial resiente la democratización del concepto y la pérdida de los privilegios y jerarquías que habían sustentado el mundo burgués y el humanismo tradicional, espacios en los que se preservaba, con la ayuda de críticos como Lionel Trilling y Edmund
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Wilson, el aura de la literatura. En el presente, en cambio, apunta Vargas Llosa, todas las categorías van desapareciendo, dejando el mundo al borde de un abismo de degradación y caos: Nadie puede saber todo de todo –ni antes ni ahora fue posible–, pero al hombre culto la cultura le servía por lo menos para establecer jerarquías y preferencias en el campo del saber y de los valores estéticos. En la era de la especialización y el derrumbe de la cultura las jerarquías han desaparecido en una amorfa mezcolanza en la que, según el embrollo que iguala las innumerables formas de vida bautizadas como culturas, todas las ciencias y las técnicas se justifican y equivalen, y no hay modo alguno de discernir con un mínimo de objetividad qué es bello en el arte y qué no lo es. Incluso hablar de este modo resulta ya obsoleto pues la noción misma de belleza está tan desacreditada como la clásica idea de cultura. (“Breve discurso” s/p) El ensayo se cierra con una verificación desoladora: “Hemos hecho de la cultura uno de esos vistosos pero frágiles castillos construidos sobre la arena que se deshacen al primer golpe de viento”. Este pronóstico se amplia y formaliza en La civilización del espectáculo (2012), libro en el que el mismo autor arremete contra la “corrupción de la vida cultural por obra de la frivolidad”, hecho que puede conducir a la destrucción de la “delicada materia que da contenido y orden a lo que llamamos civilización”.102 Incapaz de comprender las fronteras variables de lo cultural y menos aún los espacios intersticiales que existen entre formas culturales institucionalizadas e inorgánicas, Vargas Llosa se refugia en una conservadora y apocalíptica noción de cultura que retrotrae el debate a los términos anteriores a la eclosión de la sociedad de masas y al reconocimiento de la cultura popular, aspectos que sin embargo representa hábilmente en sus textos literarios. En el mismo sentido, escapa a su universo conceptual la idea de la transformación de la función intelectual y la existencia de formas alternativas de conocimiento vinculadas a epistemologías no-dominantes, así como la idea de lo político en tanto espacio productivo de resistencia y movilización colectiva exterior al partidismo y a la institucionalidad democrático-republicana. En el otro extremo del espectro de la modernidad andina, Arguedas existe en la intersección de una serie de prácticas, concepciones culturales y discursos que apuntan justamente a los saberes y cosmovisiones no dominantes que pugnan por participación y reconocimiento en los imaginarios de la nación moderna. Las prácticas de la traducción, la transdisciplinariedad, el biculturalismo, la hibridación lingüística, la coexistencia de racionalidad instrumental y pensamiento mítico, la fusión radical de vida y obra, la presencia e impacto de los afectos en la comprensión de lo real, la estrecha relación entre materialidad y espiritualidad, son algunos de los niveles que emergen de la escritura arguediana y que obligan a desplegar formas de lectura diferentes apropiadas para captar la especificidad poética y simbólica de su literatura. En efecto, la obra de Arguedas debe ser entendida primariamente a partir de las formas inorgánicas, dispersas y fluctuantes de trabajo intelectual que Antonio Gramsci definiera en los márgenes de las regulaciones de la cultura dominante, como zona de intercambios e intervenciones simbólicas, de subversión y reivindicación de formas de lo social que forman parte de las interacciones colectivas aunque no aparezcan aun en el nivel visible y regulado del discurso oficial.103 Su idea de la nación es sin duda un concepto idealizado, romantizado, si se quiere, en el que se exalta la importancia del espacio comunitario y se proyecta una imagen de lo que el
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Perú podría llegar a ser como realización de un potencial diversificado de culturas y etnias que arraigan en el período prehispánico. Al establecer su genealogía histórica y literaria en el discurso de recepción del premio Inca Garcilaso, en 1968, Arguedas ensalza al Perú como un “país infinito” poseedor de una riqueza casi inabarcable (“no hay país más diverso, más múltiple en variedad terrena y humana; todos los grados de calor y color, de amor y odio, de urdimbres y sutilezas, de símbolos, utilizados e inspiradores”) conformando un discurso que recuerda casi el anti-imperialismo modernista, en el que se opone la espiritualidad ancestral de América a los adelantos técnicos de los países industrializados (Arguedas “No soy un aculturado” 258). 104 Sin embargo, como bien ha explicado Rodrigo Montoya Rojas, el “socialismo mágico” al que Arguedas hace alusión en ese mismo discurso como una reivindicación de la vertiente afectiva y no-occidentalista de su pensamiento, está lejos de reducirse a la visión idílica que se le reprocha a veces como anacronismo o romantización. Se trata más bien de un gesto incorporante, que quiere promover la idea de una modernidad vernácula, mixta y abarcadora, capaz de articular vertientes diferentes y liberarse del productivismo autoritario y excluyente de la modernidad capitalista. La famosa declaración “no soy un aculturado. Yo soy un peruano que orgullosamente, como un demonio feliz, habla en cristiano y en indio, en español y en quechua” (Arguedas “No soy un aculturado” 257) indica a las claras la voluntad de no ser definido en los términos de la modernidad europea, ni como simple resultado de los procesos de transculturación cultural que constituyen un flujo de influencias y modelos que se expande desde los centros del capitalismo hacia sus periferias. Su reclamo rechaza concepciones mecanicistas del proceso cultural tanto como clasificaciones sociales rotundas y rígidas. Implica una postura a la vez cultural y política, social e ideológica, una declaración de principios y un desafío a los paradigmas de la modernidad desde una posición reivindicativa surgida como réplica a los modelos europeos y norteamericanos, proponiendo más que absorción y adaptación de paradigmas exteriores, un pensamiento de resistencia y de negociación cultural e ideológica. 105 Pero esta declaración implica también una reivindicación del afecto como forma de conocimiento y vía de acción social: el orgullo de la identidad construida, la felicidad del goce intercultural, la lealtad hacia el espíritu comunitario y la alegría anti-productivista, donde lo nacional puede ser entendido no como un paradigma opresivo, gestionado desde los aparatos del Estado, sino como una construcción colectiva que puede ser redefinida desde abajo, a partir de la lengua híbrida del colonizado, que no excluye la apropiación de la lengua dominante sino que supone, más bien, su reformulación creativa y gozosa, su contaminación productiva y enriquecedora, su contra-conquista. Si en el caso de Vargas Llosa se ha visto funcionar la lengua ya no sólo en función literaria sino como propagación multi-mediática de enunciaciones múltiples, diversificadas y omniabarcadoras que cubren y buscan controlar el espacio público (que hemos aludido como un hablar por hablar donde el lenguaje, aligerado del propósito creativo y de la voluntad estética se consolida como información, opinión o comentario crítico) en Arguedas se registrará también otra forma de producción discursiva que ha sido interpretada a veces por la crítica como suplemento de la escritura literaria, es decir como una actividad paralela que puede independizarse de la creación poética a los efectos del análisis. Se trata del discurso antropológico que, considerado aparte de la escritura propiamente literaria, constituiría un complemento no solamente cultural sino ideológico de la narrativa y de la poesía arguediana. El trabajo de Arguedas respecto a la recuperación de mitos, canciones, tradiciones, así como su práctica de coleccionista de artefactos artísticos prehispánicos o modernos producidos en el seno
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de las comunidades indígenas, revela el despliegue de una serie de estrategias de lectura de la cultura popular que siendo específicas se integran productivamente a la “alta cultura” de la que la obra de Arguedas es un alto exponente. Estos niveles de producción simbólica popular constituyen no solamente legados y tradiciones que vienen del pasado sino que documentan procesos de transformación y de mezcla cultural en el tiempo presente. De este modo, la exploración que Arguedas realiza del artefacto cultural implica una visión al mismo tiempo diacrónica y sincrónica, en la que el objeto material o simbólico expone al mismo tiempo su trayectoria temporal y los procesos de mestizaje y transculturación que lo conforman. Estos procesos derivan no sólo de la penetración de la modernidad en las sociedades periféricas de América Latina y particularmente de la región andina sino también de las dinámicas internas de migración dentro del territorio nacional y de las hibridaciones que resultan del mismo. La atención que Arguedas presta a la modificación de instrumentos musicales y a la regionalización que permite advertir en ellos variaciones y continuidades, así como los cambios en formas de composición musical que abarcan canto y danza vinculan elementos rítmicos y efectos mágicos, canciones y relatos, músicas y subjetividades que forman el entramado ficticio de sus novelas y nutren la experiencia de sus personajes. El artefacto de la cultura popular es así tratado por Arguedas en un doble registro, material y concreto, cuando canciones, objetos artesanales, instrumentos musicales, etc. son recuperados como parte de la cultura quechua-andina que el escritor quiere preservar, y simbólico cuando esos elementos son integrados en la ficción, habiéndoseles adjudicado papeles específicos dentro de la narración, como parte del mundo representado. Al igual que los términos de la lengua quechua, la música y los objetos que pertenecen a esa cultura constituyen elementos de identificación y reconocimiento social, separan, en su carácter de signos culturales, el mundo de los mistis y el de la cultura indígena, delimitan identidad y otredad, lo pre-moderno y lo moderno, lo propio y lo ajeno. Los cholos que llegaban a Lima, por ejemplo, son descritos por Arguedas como una multitud creciente que asumía el aspecto de los mestizos de la ciudad aunque “las manifestaciones más directas de su emoción y de su espíritu no se diferenciaban en mucho de las del indio: tocaban quena y charango, pinkullo y mandolina, arpa y bandurria, cantaban wayno y bailaban kaswa” (Arguedas, Indios mestizos y señores 92). De la misma manera en que la naturaleza andina está dotada para Arguedas de músicas y lenguajes, los objetos a través de los cuales se expresa la cultura quechua también hablan la lengua del afecto, la memoria y la ensoñación. Carnavales y fiestas son ocasiones no sólo para la expresión de sentimientos y ceremonias colectivas sino instancias de consagración y transmisión generacional de la cultura, inserciones de lo particular y contingente en la temporalidad histórica. En Señores e indios (1976), al estudiar “La canción popular mestiza en el Perú”, Arguedas se refiere, por ejemplo, a la importancia del wayno como documento de la sensibilidad colectiva del indio y como elemento testimoniante de las etapas que la cultura quechua va atravesando: En los waynos antiguos se puede estudiar el proceso de mestizaje, así como en los fósiles que han quedado incrustados en las capas geológicas se estudia y se reconoce la edad de la tierra, con la diferencia de que los waynos antiguos hablan y cuentan por sí mismos la historia espiritual del pueblo mestizo. (Arguedas, Señores e indios 203)
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La labor etnográfica adquiere así en Arguedas la función de una verdadera arqueología cultural que, repetimos, sólo a los efectos del análisis puede ser separada del proyecto literario y del programa ideológico que lo informa, ya que en puridad constituye una de las partes de la cosmovisión del escritor y del universo que éste aspira a representar en toda su compleja diversidad. La música tiene una función unificadora de la comunidad ya que congrega a sus miembros y canaliza sus emociones y deseos. Doña Josefa acompaña con su guitarra la expresión de soledad y abandono en “Agua” recorriendo diversas localidades desde Puquio hasta Abancay, al igual que en Yawar fiesta diversos géneros musicales evocan la condición del indio solitario y despojado. A través de waynos y harawis (cantos de dolor y duelo) el arpista de Diamantes y pedernales comunica el sufrimiento y también la esperanza de alcanzar purificación y alivio a través de la música. En El Sexto los ritmos de distintas regiones se dan cita como evocación de la diversidad cultural de los prisioneros y de su enajenada condición, en la cual la armonía es una evocación delirante de un mundo del cual se encuentran definitivamente sustraídos. En Los ríos profundos Ernesto está atento a las armonías y ritmos de la naturaleza, el abejorro y el trompo, los ríos y los árboles, llenan el aire de música y trasmiten significados igual que los lenguajes y las imágenes, y la música sirve de trasfondo a la lucha comunitaria contra la injusticia y a la resistencia que la injusticia inspira en los indios. En Todas las sangres la música acompaña el trabajo, la fertilidad de la naturaleza y el despliegue de sentimientos y expectativas colectivas. En los Zorros las escenas carnavalescas exponen símbolos de los ritmos caóticos de la explotación industrial y de la descomposición social que la acompaña, avanzando la idea de un mundo invertido y cubierto de disfraces que esconden su naturaleza real y crean una atmósfera de descontrol y precipitación hacia la muerte. El rock and roll bailado por Maxwell inserta un elemento exógeno en el transculturado espacio de Chimbote, creando una atmósfera de energía exasperada y “fuera de lugar”. El baile de los zorros, a su vez, como el los danzantes de tijeras de Rasu-Ñiti introduce una dimensión extra-racional, mágica y altamente emocionalizada en esas narraciones, revelando la existencia de fuerzas sobrehumanas cuya influencia y significado excede las lógicas y los parámetros conceptuales de la cultura criolla. Valga el rápido recuento para señalar los múltiples valores y funciones que se asignan a la música indígena o mestiza como elemento de (auto) reconocimiento, expresión y comprensión del mundo, como una forma, en fin, de saber y de intuición de dimensiones que escapan a la racionalidad dominante y que abren un paréntesis de simbolismo y de poesía en un mundo marcado por el dolor y la marginación. En sus estudios sobre la función de la música como “espacio sonoro” pero también como forma de conocimiento y de transformación social, Rowe ha analizado las connotaciones semánticas que se asocian a las referencias al sonido musical y a sus relaciones con el mito y con la condición social y sensibilidad del indio. El crítico enfatiza la importancia que da Arguedas al valor cognoscitivo de la música y en general al “mundo mágico del sonido” desde el cual “se subvierten las categorías espaciales de la ciencia occidental” (Rowe, “Música, conocimiento y transformación social” 73).106 Con similar impulso, Lienhard estudia “la reivindicación de la cultura andina” realizada por Arguedas a partir del trabajo antropológico como forma de recuperar un patrimonio cultural desvalorizado por la cultura dominante. En los textos etnográficos de Arguedas, que Lienhard ve como cercanos al género de los “relatos de viaje” (Lienhard, “La antropología” 46) se manifiesta no sólo la empatía del escritor hacia los valores
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estéticos y sociales de la cultura quechua sino la solidaridad con el indio como sujeto marginado y desposeído. Su estudio y recolección de artesanías le permite acercarse a las dinámicas del mercado cultural y al proceso por el cual el arte se va transformando en producto folclorizado y cambiando, consecuentemente, de función y de significado. Pero Arguedas no se limita a estudiar la evolución de elementos simbólicos, artefactos y fiestas populares como los carnavales, las corridas de toros o las danzas rituales, sino que también atiende a las modificaciones de prácticas como el trabajo comunitario, el concepto de propiedad y las formas de socialización que se alteran por efectos de la migración, el crecimiento de la industria y los avances tecnológicos.107 Los trabajos sobre Puquio y Huamanga, por ejemplo, así como el análisis de la evolución que van sufriendo las comunidades indígenas en el Perú moderno, para poner sólo algunos de los ejemplos etnográficos más conocidos de Arguedas realizan en conjunto, como sagazmente percibiera Rama, un “ajuste sobre la cultura indígena” (Rama, “La gesta del mestizo” xix) que permite superar la interpretación nostálgica del Incario y las pretensiones de restauración de rasgos y valores prehispánicos para atender más bien a los procesos de mestización incorporados por las dinámicas modernizadoras, rasgos que marcan el rostro multicultural del Perú contemporáneo. Al mismo tiempo, será esta labor de reconocimiento de la sociedad peruana desde sus artefactos y prácticas simbólicas, la que permitirá pensar a partir de nuevas bases, siguiendo y expandiendo el pensamiento de Mariátegui, la cultura nacional como plataforma primaria a partir de la cual pensar, cuestionar y transformar a la nación moderna para lograr hacer de ella un espacio incluyente e igualitario. Arguedas y Vargas Llosa representan así dos modalidades bien diferentes de elaboración de un suplemento discursivo –intelectual, especulativo o analítico—de indudables connotaciones ideológicas, el cual puede leerse en cada caso, tanto en sí mismo como en relación de complementariedad con respecto a la producción literaria propiamente tal. Se trata de dos usos de la lengua, entonces, y de organización del pensamiento, uno orientado hacia los medios masivos de comunicación, el mercado y la imagen pública. El otro, articulado en torno a un programa cultural reivindicativo y dirigido al interior de la cultura nacional, como llamado a la re-estructuración social y a la activación de valores comunitarios, de cara a los desafíos de la modernidad. Dos formas de entender el cambio social, de situarse frente a la cultura occidental y sus legados de colonialidad, y de insertar lo local en las dinámicas mayores de un mundo en acelerado proceso de globalización. 5. Hacia una poética del cambio social: verdad, modernidad y sujeto nacional en José María Arguedas Aunque el diseño poético-ideológico revela, entonces, un proyecto bien diferenciado en los autores que constituyen el foco de este estudio, resulta interesante confirmar que ambos se ubican con frecuencia en espacios comunes de reflexión, enfrentando dilemas similares vinculados a la representación de la sociedad y la cultura peruanas. En el caso de Arguedas, la plural disposición hacia la observación, registro e interpretación de la cultura popular del Perú se expresa, como se ha venido viendo, a través de una proliferante serie de actividades que abarcan la escritura de ficción narrativa, poesía y ensayo, la educación, la investigación etnográfica, la comunicación oral, la traducción, el coleccionismo (de canciones, mitos, artefactos artesanales, etc.) y hasta formas de performance como la que refiere Juan Millones al recordar la teatralización que el autor de “El sueño del pongo” ofreciera en alguna ocasión de su intrigante y
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alegórico relato (Millones, “Palabras iniciales” 13). La multiplicidad de asedios al objeto de estudio –la cultura popular del Perú y particularmente las formas de expresión propias de la cultura indígena—convergen con la práctica de lo que comúnmente se reconoce como la “alta” literatura, que aunque a partir de muchas adaptaciones e innovaciones estructurales, se inspira en los modelos europeos. Todas estas vías de acceso a la cultura vienen a unirse en la obra de Arguedas en un vértice nítido: la voluntad de registrar, preservar, diseminar e interpretar los legados de la tradición indígena como una vertiente que aún asediada por los innumerables desafíos y agresiones de la modernización, contenía la fuerza suficiente como para insertarse en los nuevos espacios simbólicos y sobrevivir en ellos, nutriéndolos con la energía telúrica que remitía al pasado prehispánico pero también al producto hibridizado de nuevas e innumerables mediaciones transculturadoras que la historia cultural del Perú había ido incorporando a través de los siglos. Más que la textualidad literaria es la textura cultural la que seduce a Arguedas: el entramado rico e intrincado de vertientes, lenguajes, materiales y símbolos que forman el palimpsesto cultural andino, que se ahonda en la sierra, se enmaraña en las selvas y revierte en los flujos acelerados de la cultura urbana, atravesada por una multiplicidad de tradiciones, intereses y discursos a través de los cuales se expresa la heterogeneidad irredimible de la sociedad andina. La literatura es, en este sentido, una de las formas privilegiadas, pero de ninguna manera la única, a través de las cuales se expresa ese acervo copioso de mensajes, sugerencias y escenarios culturales, una de las tecnologías, podría decirse, a partir de las cuales se construye el sujeto colectivo como identidad plural y heterogénea, como identidad en la diferencia. El trabajo del Arguedas se aboca así a una serie de objetivos principales que guían, a mi criterio, su mundo intelectual. Mencionaré aquí los tres niveles que considero más importantes en esa indagación creadora y que marcan no solamente un horizonte estético sino un posicionamiento ideológico y programático que guía la mutifacética práctica cultural arguediana y la construcción de su mundo ficticio: a) la reflexión sobre la función intelectual y la relación entre disciplinas y epistemologías dominantes y alternativas en el contexto andino; b) la comprensión del cambio social como instancia que pauta la transformación social y permite captar la long durée histórica y cultural en la región andina; y c) la elaboración de una noción operativa de sujeto nacionalpopular entendido como agente posible de cambio y como alternativa a la plana y excluyente noción liberal de ciudadanía gestionada y administrada desde las instituciones del Estado criollo. Estos tres niveles se interconectan en la obra de Arguedas constituyendo los ejes ideológicos de su pensamiento y de su praxis crítico-cultural. Vale la pena analizar estas instancias de reflexión en más detalle. Primero, como una de sus áreas principales, Arguedas explora la variable función del intelectual en los escenarios de la modernidad, es decir, la función de la voz intelectual (del maestro, artista, literato, antropólogo, sociólogo, etc.) que interpreta y transmite el acervo colectivo, y que en muchos casos combina la memoria cultural, la imaginación creadora y el rigor científico en una labor volcada hacia la comunidad. La obra arguediana puede considerarse, en este sentido, una aproximación pionera a la peculiar cualidad mediadora y crítica del intelectual moderno como articulador de estratos culturales, etnias y sectores sociales que se vinculan entre sí de acuerdo a jerarquías persistentes pero de peso y densidad cambiantes, cuyas transformaciones acompañan los reacomodos y matices de la dominación capitalista. El intelectual registra y organiza la materialidad de la cultura y al mismo tiempo abstrae de esa materialidad el espíritu de lo social:
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los valores de la comunidad, el espesor del drama histórico y la dimensión del deseo colectivo como instancia de proyección y de realización social. El afán documentalista que caracteriza buena parte de la obra intelectual de Arguedas es no solamente la vía de acceso a las fuentes remotas y en gran medida inapresables de las vertientes originarias en las que abreva la proliferante identidad de la región sino también una de las instancias de su borramiento: todo objeto (canciones, mitos, danzas, artefactos, rituales) es a la vez presencia y ruina, testimonio de existencia y residuo de una batalla mayormente perdida contra las culturas que por la vía del colonialismo afirmaron históricamente su predominio en el mundo americano. En este sentido, la obra arguediana testimonia la preocupación del autor por las relaciones entre la cultura criolla de matriz europea y las formas diversas de expresión popular, que incluyen tanto la ya pujante cultura de masas como las formas más tradicionales desarrolladas por sectores indígenas desde sus enclaves marginales y subalternizados. Esta relación intercultural implicaba el estudio de los vínculos complejos entre oralidad y escritura, institucionalidad cultural y formas espontáneas de producción y registro simbólico, diseminación y recepción de discursos, objetos y prácticas, mecanismos de reproducción, preservación y transmisión de legados, objetos y sistemas de comunicación. El minucioso examen que Arguedas lleva a cabo desde sus colecciones de objetos, canciones, mitos, prácticas culturales, lenguajes y creencias constituye una indagación de elementos que revelan en sus variadas codificaciones huellas de las múltiples formas de identidad andina. En su misma orientación conservacionista y reivindicativa el proyecto arguediano orientado hacia el tema identitario no desconoce los peligros del esencialismo y el fundamentalismo, que ya habían hecho su trabajo erosionante en el pensamiento peruano (y latinoamericano en general) cristalizando en discursos nacionalistas o regionalistas de variadas valencias ideológicas que tendían a reducir la complejidad cultural a una serie de rasgos ahistóricos y homogeneizantes y a definir la identidad como un constructo vinculado a proyectos y valores dominantes. Más bien, Arguedas resiste todo reduccionismo y tiende a un pensamiento incluyente y expansivo, que pasa de lo primitivo a lo moderno, de lo mítico a lo histórico, de los elementos fundacionales a sus múltiples transformaciones históricas, entendiendo que es a partir del entramado de todos estos niveles y temporalidades y gracias a las dinámicas de su constante recomposición que se va procesando la cultura andina. Su intuitiva fascinación con la cultura material, que entronca con el desarrollo que asume ese campo de estudio (Studies on Material Culture, en su modulación anglosajona) particularmente después de la segunda postguerra, reconoce en el artefacto cultural un registro indiscutible de las diversas tecnologías a partir de las cuales el ser humano, desde sus diferentes enclaves étnicos y económicos, imprime su labor transformadora en el medio a través de la producción de bienes materiales y simbólicos. 108 El acercamiento de Arguedas al objeto cultural es así una de las formas que pone en práctica para el estudio de los comportamientos sociales y de la subjetividad colectiva. Es también la proposición de un nexo entre temporalidades, formas de conocimiento y niveles de intuición y racionalidad tradicionalmente desconectados en el estudio etnográfico. Es el caso de la conocida referencia al zumbayllu, en el capítulo 6 de Los ríos profundos, el trompo en que se unen música, lenguaje, sonidos de la naturaleza, recuerdo y fantasía, pasado y presente, mito y realidad. 109 El trompo gira ante la mirada del niño catalizando niveles de percepción que de otro modo quedarían fuera del umbral de la conciencia. Cornejo Polar ha señalado la adecuación del lenguaje a la circunstancia mágica que crea la presencia del objeto. Ernesto repite el nombre, “zumbayllu”, como si se tratara de una invocación o, como señalara Cornejo Polar, “una alocución sacramental, propiciatoria” (Los universos narrativos 124). Como enlace simbólico entre culturas, el elemento mágico detiene el tiempo, girando aceleradamente sobre su propio eje, un
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tábano que zumba, una palabra que se desprende de su significado y fascina más bien por su sonido y su misterio.110 De acuerdo a lo anterior, y con respecto a la compartimentación disciplinaria que algunos han enfatizado en el trabajo de Arguedas, cabría señalar que, en puridad, este escritor sin duda excepcional en las letras hispánicas, no debería ser considerado ni como un literato que hace antropología ni como un antropólogo que produce textos literarios, sino como un intelectual transdisciplinario que apela a diversas metodologías para aproximarse a un objeto complejo, a una episteme que debe aprehender a través de sus elementos visibles y de sus espectros, interpretando los restos dejados por prácticas culturales relegadas por el empuje de la dominación criolla y de la modernidad. En términos amplios Arguedas debe ser considerado más bien un comunicador cuya principal función, tal como él mismo la va definiendo a través de su praxis, es establecer conexiones entre los elementos que configuran el repositorio total de la cultura. Su misión intelectual, tal como él la concibe, es encontrar los vasos comunicantes entre sistemas heterogéneos de existencia y socialización comunitaria y otorgar una voz y un lenguaje a esos contenidos silenciados o invisibilizados por la modernidad. 111 Es útil remarcar al respecto que en esta labor no es sólo la materialidad primitiva de la supérstite cultura incaica lo que espera ser revelado, sino asimismo los cauces subterráneos de la modernidad: los caudales de signos que la recorren, la heterogeneidad irreprimible que la caracteriza, los impulsos de la tecnología que le dan nueva forma, los discursos que definen nuevos proyectos emancipatorios, los sujetos emergentes que se van activando social y políticamente y ocupando su lugar como protagonistas de la historia. Como trabajador cultural, Arguedas se distingue notoriamente de la noción del letrado heredada de tiempos coloniales y rearticulada en la República, referida al sujeto que representa una forma de saber/poder legitimado a partir de su entronización en el sistema de privilegios de sociedades altamente estratificadas y excluyentes, donde el predominio epistemológico de una clase coincidía con la prerrogativa del quehacer hermenéutico y desde la independencia, cuando púlpito y estrado se separan, con el afán mesiánico, de liderazgo espiritual y político. Arguedas se distancia asimismo –aunque no se divorcia –de la concepción iluminista del saber que a través de la racionalidad instrumental permite no solamente controlar el proceso de adquisición y diseminación del conocimiento y perpetuar los modelos a partir de los cuales ese conocimiento se organiza sino también regir la res pública a través de las tecnologías pedagógicas que reproducen los valores e intereses dominantes, desplazando la intuición, el afecto y la creencia a los márgenes del conocimiento legítimo. El modelo intelectual arguediano desestabiliza la noción liberal de intelectualidad entendida como una forma de participación en los valores consagrados del occidentalismo, impuesto desde tiempos coloniales como paradigma de superioridad de clase, raza y género y reformulado a partir de la Revolución Francesa como instrumento principal en la consolidación de la cultura burguesa. Su obra desautoriza toda concepción universalista tendiendo más bien a una definición pluri-versal, en la que se conjugan principios y valores de múltiples vertientes culturales y de diversas procedencias (racionales, afectivas, mágico-religiosas, etc.) que convergen en la percepción y en la interpretación de lo real, cualesquiera fueran sus formas de manifestación ante el sujeto.
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Finalmente, la práctica crítico cultural de Arguedas se aparta del modelo burgués del Autor como Creador de mundos autónomos regidos por sus propias lógicas y ajenos a las urgencias y conflictos de lo social. Para Arguedas, el escritor no es un Dios ni un exponente privilegiado de la elite letrada sino un productor cuya labor consiste en procesar los materiales culturales, preservar sus legados y diseminar sus mensajes. Tampoco es un representante orgánico del pensamiento iluminista ni de los mitos del occidentalismo. La cualidad de “intelectual híbrido” que la crítica ha enfatizado en Arguedas resalta el hecho de que su trabajo se sitúa en la zona intermedia –in-between –en la que se dirime el poder cultural y se expresan los conflictos de base.112 Como representante de lo que Lauer llamara el indigenismo 2 (aquel que entre 1920 y 1940 elabora un discurso de resistencia frente a los embates de la modernidad reafirmando la multietnicidad como una de las bases de la identidad nacional) la misión intelectual de Arguedas está informada por la necesidad de contribuir al proyecto de refundación identitaria sin renunciar a las vertientes vernáculas y sin abjurar de la utopía de un progreso igualitario, capaz de cancelar las divisiones y jerarquías de clase y raza aún vigentes en la modernidad. 113 El elemento mágico que Arguedas reivindica como componente irrenunciable de su pensamiento, una metáfora que encierra todos los contenidos que la razón, el dogma o la doctrina no pueden abarcar, una forma, entonces de racionalidad otra: aquella que rescata un nivel cognitivo que abarca y que supera la racionalidad instrumental y que encuentra en esa pluralidad epistémica una forma de acceso a la verdad social y cultural de la región andina: Fue leyendo a Mariátegui y después a Lenin que encontré un orden permanente en las cosas; la teoría socialista no sólo dio un cauce a todo el porvenir sino a lo que había en mí de energía, le dio un destino y lo cargó aún más de fuerza por el mismo hecho de encauzarlo. ¿Hasta dónde entendía el socialismo? No lo sé bien. Pero no mató en mí lo mágico. (“No soy un aculturado” 257-258.) Este reconocimiento final llevaría a la crítica a especular largamente sobre la naturaleza de lo mágico dentro del proyecto estético e ideológico arguediano y a marcar diferencias entre las cualidades transformadoras que el autor de Todas las sangres atribuyera a esta vertiente y las connotaciones de superstición que lo mágico tiene en otros narradores del Perú, clasificados como indigenistas (Rowe, “El novelista y el antropólogo” 10). Más importante parece el esfuerzo por entender el modo en que esos elementos ideológicos se filtran en la estética arguediana, por ejemplo en el trabajo sobre la lengua y sobre las formas de opacidad que ésta asume en distintos contextos, en los que se oscurece la significación convirtiendo el lenguaje en un dispositivo performativo y carnavalizado. Rowe indica, por ejemplo, cómo el enturbiamiento del habla de Rendón Willka metaforiza el enfrentamiento de dos estatutos culturales pero también de dos formas de poder discursivo: la de la creencia y la de la política, las cuales se articulan de diversas maneras en la búsqueda de respuestas a la (i)rracionalidad del capitalismo. El mismo capitalismo es el que resulta penetrado e intervenido cuando en él se insertan la subversión de los códigos comunicativos y el pensamiento mítico (Rowe, “El novelista y el antropólogo” 114). En los Zorros, donde como el crítico indica, el discurso mítico se diluye como tal, el personaje de “el loco Moncada” pone sin embargo en juego otros elementos por los cuales se cuela una percepción diferente, subversiva y dislocada, de la realidad circundante. A través de un discurso
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fracturado que deconstruye la racionalidad del capitalismo hirviente de Chimbote y por medio de sus atrabiliarias acciones y de sus disfraces, Moncada subvierte la lógica de la explotación y el disciplinamiento del trabajo reproductor del capital con la improductividad lúdica de una percepción turbulenta e indisciplinada de su entorno. Su presencia perturbadora y excéntrica se resiste a la asimilación total y simboliza el mundo amenazado por la alternatividad epistémica y por la heteroglosia, que descomponen el mundo en fragmentos sin relación ni significado. 114 De ahí que el eje verbal de los Zorros sea considerado la base de una nueva poética y del nuevo orden social prefigurado en la novela (Rowe, “Arguedas y los críticos” 157). Sobre todo a partir de su identificación con el pensamiento de izquierda, alentado por las experiencias de China, Vietnam y Cuba y fertilizado por discursos que atravesaban desde los años 60 el horizonte cultural latinoamericano, Arguedas se pliega más bien a la noción de intelectual en tanto que trabajador cultural, cuya práctica se nutría del contacto directo con los materiales y espacios de producción simbólica y se definía como solidaridad con los sectores populares. Arguedas lucha durante toda su vida por definir y consolidar esa posición de discurso tanto desde el punto de vista étnico como de clase, ya que su condición en ambos niveles combinaba diversas extracciones y entrañaba, por lo mismo, conflictos inescapables. Lo mismo sucede en lo relacionado con sus múltiples formas de labor cultural, en las que privilegia el contacto directo con la materialidad cultural a través del trabajo de campo y de la interpretación de los datos que de él extraía y que luego integraba en la ficción o en sus artículos etnográficos. La cercanía entre productor cultural y sujeto social era una condición sine qua non para el intelectual comprometido sobre todo a partir de la década de 1960, período en el que confluían influencias europeas como el marxismo y el existencialismo, que convergen en el Mayo francés, con los impulsos de la teología de la liberación que señalaba en América Latina la necesidad de articular pensamiento y acción, cultura y política, acercando el trabajador cultural a obreros, campesinos, indígenas, estudiantes, es decir, a las más variadas formas de lo popular que se iban definiendo como parte de las transformaciones sociales de la época. De ahí que la trayectoria de Arguedas oscile también entre su participación en la administración de la cultura, su labor en espacios como la Peña Pancho Fierro (en la que desde su fundación en 1936 se convocaba a intelectuales, artistas y activistas) y su atención a las formas variadas de arte popular (sus colecciones de mates, retablos, máscaras, vasijas, por ejemplo) que con la ayuda de su primera esposa Celia Bustamante y de su cuñada Alicia fueron creando un acervo de artesanías que evidenciaba la sensibilidad y riqueza de la cultura indígena. De todas estas vertientes, que construyen una intrincada red de intertextualidades y texturas simbólicas Arguedas va extrayendo materiales que le ayudan a concebir y a definir su posición enunciativa y su función mediadora de intelectual inserto en múltiples comunidades discursivas y condicionado tanto por la dimensión privada, biográfica, afectiva, de su vivencia cultural como por su proyección pública, vinculada de múltiples maneras a la cultura oficial y a la popular, a las formas canónicas tanto como a las menos visibles expresiones de las comunidades andinas. Los distanciamientos que se han venido señalando con respecto a modelos anteriores de acción intelectual con miras a la redefinición de esta función en el Perú moderno no implican sin embargo una renuncia radical a aquellos paradigmas, cuyo peso continúa haciéndose presente, de una manera u otra, en la trayectoria de Arguedas. Pero es justamente en los desajustes que su labor va revelando con respecto a los modelos aludidos que puede advertirse la persistencia de su indagación y el descaecimiento progresivo de concepciones y metodologías que no resistían ya el
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impulso de la transformación social que atravesaba América Latina y que requería nuevos parámetros epistemológicos y nuevas formas de praxis colectiva. La actividad intelectual de Arguedas se define asimismo en el contexto de una serie de aproximaciones teóricas al estudio de la sociedad y la cultura latinoamericanas que adquirieron su total vigencia en la región particularmente a partir de la Revolución Cubana y que vale la pena repasar aquí, aunque sea de manera sumaria. Si, como ha sido reconocido con frecuencia, los principios y el método de la antropología norteamericana influyen fuertemente la labor etnográfica de Arguedas sobre todo en el primer período, también es cierto que otros discursos, como la teoría de la dependencia o la ya mencionada teología de la liberación constituían también propuestas influyentes en la época no sólo para la reformulación del concepto mismo de intelectual progresista y comprometido sino también en cuanto a la conceptualización del receptor, de sus expectativas y necesidades como destinatario del relato cultural, y para la definición del objeto de estudio: América Latina en el contexto internacional y las culturas nacionales como modulaciones específicas dentro de la región.115 La teoría de la dependencia, que cristaliza en la década de los años 50 y 70, contribuye a definir el lugar de América Latina como espacio situado en los bordes de los grandes sistemas del capitalismo internacional y sometido a las repercusiones de los movimientos centrales que condicionaban, en gran medida, procesos nacionales en áreas periféricas. Si las nociones de imperialismo y de penetración cultural estaban ya bien establecidas en el horizonte ideológico de América Latina desde los comienzos del siglo XX la teoría de la dependencia contribuiría de modo más preciso al análisis de las formas de relación entre los países más y menos industrializados así como al estudio de la tensa vinculación entre las elites nacionales y los demás sectores sometidos a su predominio. 116 La proposición del dualismo centro/periferia como diseño de dominación a nivel internacional y la convicción de que el capitalismo se basaba en la explotación de los países subdesarrollados productores de materias primas por parte de las naciones más industrializadas se populariza como una explicación totalizante de las dinámicas económico-financieras. La teoría de la dependencia reacciona contra todo tipo de liberalización aduanera que facilite las importaciones y defiende el fortalecimiento del Estado y de las políticas nacionalizadoras. Se ofrece como un instrumento teórico capaz de dar cuenta de las razones profundas, estructurales, de la desigualdad de clase y raza y de los antagonismos sociales a nivel nacional y transnacional. Todas estas nociones diseñaban un panorama complejo pero inteligible en términos de dominación y resistencia, hegemonía y marginalidad, que si bien no estaba exento de mecanicismo y hasta de reflejismo político-económico, encerraba en un dualismo pedagógicamente operativo las complejas interacciones internacionales que van acompañadas por profundas crisis sistémicas en el interior del capitalismo, las cuales recrudecen a partir de la Segunda Guerra Mundial. Todo esto permite percibir a la región andina como un espacio tensionado tanto internacionalmente como a nivel interno por los antagonismos que afectan no solamente la relación con los centros del capitalismo sino también los vínculos entre los centros de la periferia y sus márgenes sociales o económicos: la capital y el resto del país, costa y sierra, espacios criollos e indígenas, oligarquía y pueblo, etc.
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La conceptualización del sistema de dominación en estos términos permite delimitar los distintos ámbitos que constituyen lo social y definir los posicionamientos ideológicos en torno al papel de la cultura dominante, la resistencia popular, los desiguales desarrollos regionales, etc. Permiten, asimismo, comprender las dinámicas de colonialismo interno, concepto que los sociólogos mexicanos Rodolfo Stavenhagen y Pablo González Casanova elaboran a partir de la década de los años 60 pero que formaba parte del horizonte crítico de la izquierda latinoamericana desde antes como aproximación crítica al fenómeno de las relaciones interétnicas en sociedades postcoloniales.117 Como Mignolo ha indicado, a pesar de que el concepto recibiera críticas debido a las dificultades de su aplicación en diversos escenarios postcoloniales, en el contexto inmediatamente posterior a la Revolución Cubana cumple la función, por lo menos en la región andina, de “establecer un balance entre clase y etnicidad” dejando al descubierto el double bind de las nuevas Repúblicas, que siguen oprimiendo a las poblaciones indígenas como en tiempos coloniales al tiempo que avanzan el proyecto nacional en alianza con otras potencias asimismo colonialistas (Mignolo, Local Histories 105).118 La relación conflictiva entre clase y raza, que es esencial para la comprensión de Arguedas, es percibida en buena medida desde una perspectiva dependentista también desde las ciencias sociales de la época, en la que esa orientación se combina de distintas maneras con el pensamiento marxista. En cuanto a la teología de la liberación, constituye una alternativa al pensamiento de la izquierda marxista tradicional, en la que se conjugan el utopismo cristiano con los ideales del socialismo, definiendo al pobre (el marginado, el subalterno) como una víctima social que debía ser reconocida en todo su potencial revolucionario.119 Algunos críticos han llegado a ver en la obra de Arguedas un paralelismo con motivos bíblicos y en Todas las sangres, por ejemplo, una representación de la doctrina cristiana tal como ésta fue rearticulada desde la perspectiva de la teología de la liberación.120 La relación directa de Arguedas con el Padre Gustavo Gutiérrez alimenta, obviamente, esta interpretación. Gutiérrez cita en su Teología de la liberación (1971) parte de Todas las sangres y escribe un ensayo sobre Arguedas que titula Entre las calandrias (1990), retomando así las palabras que al final de los Zorros hacen alusión a un ciclo históricoideológico que se cierra (“el de la calandria consoladora, del azote” es decir, el de la resignada enajenación del indio) al tiempo que se abre el tiempo de “la calandria de fuego”, o sea el de la lucha por la liberación. Como es sabido, en el diario incluido en El zorro de arriba Arguedas se dirige directamente a Gutiérrez llamándolo “el teólogo del Dios liberador” e incluye en un pasaje de la novela el personaje de un cura progresista que lee la Primera Carta a los Corintios, del Nuevo Testamento en un cuarto en el que están colgados el retrato del Che Guevara y un crucifijo, imágenes que sintetizan las dos vertientes de la teología de la liberación. 121 En obras anteriores se registran también referencias en esta misma dirección. Todas las sangres ha sido frecuentemente citada como ejemplo inequívoco de la orientación liberacionista de Arguedas y de su intento de alegorizar la situación andina a través de la representación de los diversos niveles de explotación y de desigualdad que la caracterizan. En efecto, la novela presenta un microcosmos que está recorrido por sujetos identificables en el Perú moderno: gamonales, sectores medios, indios y mestizos, representantes de corporaciones transnacionales y eclesiásticos, todos los cuales aportan elementos heterogéneos provenientes de distintas vertientes culturales e ideológicas, que son utilizados para la elaboración del conflicto narrativo. Algunos han interpretado la novela como una alegoría bíblica en la que el heroico comunero Rendón Willka representaría al Hijo de Dios. Paralelamente, Willka encarnaría nuevas formas de conciencia social principalmente a través de la búsqueda de una opción progresista capaz de
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superar la estructura social arcaica resistiendo al mismo tiempo los efectos devastadores de la modernización. Injusticia social y redencionismo, opresión y deseo de liberación, constituyen así las fuerzas que sostienen la trama narrativa, donde el elemento religioso juega sin duda un papel articulador de la subjetividad individual y colectiva.122 En todo caso, lo que queda claro es que la obra arguediana, en cualquiera de sus formulaciones, se define en la encrucijada de discursos que delimitan un proyecto emancipatorio directamente asimilable a la situación de los pueblos indígenas en la región andina, aunque aplicable también a otros contextos del agitado espacio latinoamericano de esos años. El pensamiento y particularmente la crítica cultural arguediana entendida como praxis intelectual transdisciplinaria, se inscribe dentro de esa corriente de descolonización de los pueblos tanto en cuanto a sus condiciones de existencia como en lo relacionado con el conocimiento y con las formas de conciencia social que esos sectores populares podían elaborar. La descolonización del conocimiento y la reivindicación de saberes alternativos a la racionalidad instrumental iluminista (para usar aquí una terminología actual derivada de la teoría postcolonial) constituyen una plataforma fundamental en la obra de Arguedas, tanto para la creación de sus mundos ficticios como en la indagación de los reales. Si los discursos vigentes en la época de Arguedas tienen una indudable influencia en su obra, también la tendrán, sin lugar a dudas, los sucesos continentales y los que se despliegan a nivel nacional. Ya hemos mencionado a nivel continental las repercusiones de la Revolución Cubana, las cuales se registran a todos los niveles y constituyen el espacio ideológico en el que se desarrollan los movimientos de liberación nacional en distintas regiones de América Latina. En el Perú, las rebeliones de los comuneros en los años 60, principalmente en las zonas de Cusco, Ayacucho, Cajamarca y Cerro de Pasco, aparecen como un trasfondo vivo en los textos de Arguedas y constituyen pilares inescapables para la construcción de su poética del cambio social. Su conocida relación con el líder cusqueño Hugo Blanco, con quien intercambia correspondencia en quechua en 1969 ha sido interpretada como un vínculo que describe una trayectoria inversa a la que ambos individuos siguieran en su vida: Blanco se separa de la cultura criolla para integrarse a las comunidades andinas y a sus luchas políticas, y Arguedas parte de su inserción en la cultura quechua para insertarse en la ciudad letrada y tratar de captar al público limeño con la representación fidedigna del universo indígena. El mismo Arguedas declara que uno de los móviles para la producción de su literatura fue la reacción contra la forma “falsa” en que autores anteriores (Enrique López Albújar, Ventura García Calderón) representaban al indígena en sus textos literarios: “En estos relatos estaba tan desfigurado el indio y tan meloso y tonto el paisaje o tan extraño que dije: ‘No, yo lo tengo que escribir tal cual es, porque yo lo he gozado, yo lo he sufrido’” (Primer encuentro de narradores 41). Esta búsqueda de la verdad apoyada en la vivencia y en el compromiso personal es la base de una literatura en la que siempre se perciben los trazos tanto del testimonialismo como de la subjetividad de quien escribe guiado por una misión ético-estética que intenta corregir versiones anteriores. La literatura arguediana se propone, aún en clave ficticia, reescribir la historia –no tanto la historia real como la historia posible del Perú moderno –desde una perspectiva capaz de incorporar elementos sumergidos o suprimidos por la historia oficial. Pinta así, por ejemplo, la rebelión de chicheros de Abancay, en Los ríos profundos, y clausura Todas las sangres con el sueño del levantamiento colectivo en los Andes, representado como un río subterráneo cuyo
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bramar anuncia la insurrección indígena. La literatura arguediana quiere así convocar a los agentes reales y posibles del cambio colectivo, haciendo converger el documentalismo, la etnografía, el material autobiográfico, el mito y la imaginación histórica en textos que planteen una alternativa al relato lineal y logocéntrico del occidentalismo. Y esto se hace desde la reapropiación del género burgués por excelencia (la novela) y desde la lengua –a veces hibridizada –del colonizador, pero principalmente desde los límites cada vez más porosos de la ciudad letrada cuyos muros –menos sólidos que los que observa maravillado Ernesto en Los ríos profundos –no pueden contener los embates de nuevas formas representacionales y de nuevos lenguajes sin transformar la materia misma de la literatura y las definiciones de lo literario. Dentro del proyecto descolonizador que caracteriza la obra arguediana es que debe entenderse también la relación que la narrativa de este autor establece con la naturaleza, así como el rescate que efectúa de la cultura material, la cual opera a través de los objetos y las prácticas colectivas estableciendo nexos transhistóricos y transculturales que refuerzan el entramado cultural del Perú. En ese mismo sentido, la elaboración etnológica que Arguedas lleva a cabo en lo que tradicionalmente sería considerado un dominio disciplinario diferente, nutre y preserva la memoria histórica y aporta elementos ineludibles para la formación de nuevas formas de conciencia social.123 Esto, sin olvidar el registro poético, en el que el lenguaje, en cualquiera de sus materializaciones, dinamiza el proceso global de producción de significados. Escritura y oralidad, castellano y lenguas indígenas, mistura y “lengua limpia”, objetos cotidianos, prácticas comunitarias, imaginación y memoria, confluyen todos en el magma simbólico de la cultura, como espacios a partir de los cuales es posible comprender el presente y trascenderlo con el utopismo de la emancipación posible.124 Este tránsito arguediano hacia la descolonización del conocimiento no se realiza, sin embargo, sin tensiones ni contradicciones ideológicas. Si como ya se indicara antes el trabajo antropológico de Arguedas, que se da intensamente entre la publicación de Yawar fiesta en 1941 y de Los ríos profundos en 1958, se nutre de las orientaciones que la disciplina tiene en ese lapso en la academia norteamericana sirviendo como base a la ideología del desarrollismo que tanto impacto teórico y práctico tuviera en América Latina en las décadas siguientes, también es cierto que esas ideas alimentan en Arguedas, al menos en parte, la conciencia acerca de la necesidad de comprender los procesos de cambio social y las prácticas culturales que los acompañan. En este sentido, es útil recordar, como Lienhard indicara, que Arguedas cree en el continuum de la cultura, en la longue durée de la historia, á la Braudel, es decir, en la prolongación temporal de estructuras profundas y en el lento impacto de cambios y rupturas sociales que aunque puedan resultar imperceptibles en lo inmediato, afectan a largo plazo la subjetividad y los comportamientos colectivos, sin que el sujeto de la historia llegue a tener plena conciencia del proceso que está teniendo lugar ante sus ojos (Lienhard, “La antropología” 51). De ahí que Arguedas conciba el cambio social como el resultado de modificaciones que se van produciendo en la realidad social como resultado de la transformación de las capas profundas políticoeconómicas, es decir, como incorporación de los quiebres y desgajamientos de estructuras tradicionales que van dejando paso a formas nuevas de concebir lo social y de organizar lo político. Sin embargo, el signo positivo o negativo que se asigne a ese cambio dependerá, entre otros factores, de los ritmos que asuma la transformación social. Así lo expresa por ejemplo en los ya citados trabajos sobre Puquio y el Valle del Mantaro, donde registra los efectos de la aceleración modernizadora (incremento del comercio, aumento de las obras públicas que
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permitieron expandir los vínculos con la zona costeña, edificación de casas para los indios, etc.). Según Arguedas señala en su artículo “Cambio de cultura en las comunidades indígenas” en Puquio el cambio planteó un conflicto de ritmos objetivos y generacionales que terminaron afectando significativamente el nivel del lenguaje y las interrelaciones comunitarias: […] los viejos indios contemplan con amargura el cambio, porque éste se ha producido con gran rapidez, y existe una diferencia extrema entre la conducta y los ideales de los jóvenes comuneros y la de los viejos. ‘Ellos hablan un lenguaje que nosotros ya no entendemos. No nos permiten hablar ni en los cabildos’ nos decía en tono patético un viejo y sabio cabecilla de Chaupi...(Arguedas, Formación de una cultura nacional indoamericana 32-33) El efecto arrasador del cambio social crea entonces desfases en el habitus social que sólo gradualmente va adquiriendo formas nuevas de conciencia social. 125 La literatura ilumina justamente estas continuidades y rupturas, y elabora las formas inorgánicas, espontáneas y a menudo contradictorias a partir de las cuales se despliega la épica de quienes van atravesando el transcurso conflictivo y complejo de la historia en el día a día de la lucha social. Al responder a la objeción del historiador Nelson Manrique que ve en el Arguedas-antropólogo de los años 50 “un intelectual culturalmente colonizado” (Manrique 88, cit. por Lienhard, “La antropología” 54) cuya adhesión a esas orientaciones contrastaba –y amenazaba en buena medida — lo que Flores Galindo define como la “utopía andina”, Lienhard acierta al enfatizar la convicción del escritor de que la mestización del indio y la adopción que éste iba haciendo de la mentalidad capitalista era a esa altura ya una situación inevitable a la que Arguedas trata, no sin un grado considerable de conflicto ideológico, de incorporar a su comprensión de los procesos regionales. Arguedas utiliza el instrumento de la antropología como una forma directa de acceso a la problematicidad y al particularismo andinos, que son para él no la base para una propuesta incaísta, de recuperación de formas prehispánicas de socialidad, sino el repositorio de valores comunitarios que pueden integrarse en una modernidad periférica, capaz de absorber la heterogeneidad y la especificidad propias de la región andina. Por eso acierta nuevamente Lienhard cuando, in passim, puntualiza que la utopía no tiene en Arguedas nada de “arcaica”, como le endilgara Vargas Llosa, sino que es justamente la intención “desarcaizante” la que guía el proyecto arguediano, instalado de pleno en la problemática –y en la crítica –de la modernidad occidentalista (Lienhard, “La antropología” 55 n. 13). Desarrollismo y andinismo constituyen así dos vertientes que Arguedas entiende no en relación necesariamente antagónica sino, quizá, heterodoxamente dialéctica, ya que de la posible síntesis de ambos podía llegar a surgir una modernización capaz de salvar los elementos propios de la cultura indígena sin sustraerla del proceso histórico de incorporación a la modernidad. 126 Esta forma de compromiso ideológico se atenúa en la década siguiente, cuando el pensamiento de izquierda se fortalece a nivel continental permitiendo que Arguedas avance en su conceptualización del sujeto político andino, que va pasando de una configuración principalmente étnica a una dimensión más popular e incluyente que abarca a serranos y costeños, indios, cholos y mestizos. Enrique Cortés ha analizado el paso que se cumple con Arguedas, desde el abandono de la desacreditación del mestizo realizada por Valcárcel y el
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desconocimiento de la importancia cuantitativa y cultural de este sector social en el Perú moderno, hasta su reivindicación como agente político a partir de factores que superan lo puramente racial: Durante siglos, las culturas europeas e india han convivido en un mismo territorio en incesante reacción mutua, influyendo la primera sobre la otra con los crecientes medios que su potente e incomparable dinámica le ofrece; y la india defendiéndose y reaccionando gracias a que su ensamblaje interior no ha sido roto y gracias a que continúa en su medio nativo; en estos siglos, no sólo una ha intervenido sobre la otra, sino que como resultado de la incesante reacción mutua ha aparecido un personaje, un producto humano que está desplegando una actividad poderosísima, cada vez más importante: el mestizo. Hablamos en términos de cultura; no tenemos en cuenta para nada el concepto de raza. Quienquiera puede ver en el Perú indios de raza blanca y sujetos de piel cobriza, occidentales por su conducta. (Arguedas, Formación de una cultura 2, cit. por Cortés 175)127 De esta manera, queda clara en Arguedas la conciencia de que la conceptualización del sujeto social andino como sujeto nacional-popular en sentido político requiere una operación social e ideológicamente aglutinante, basada no en las diferencias de clase o raza sino en las equivalencias de los distintos sectores en el plano de la desigualdad social o en los grados de conciencia social que pueden permitir a un individuo de cualquier clase identificarse con la causa de los oprimidos.128 Este proceso implica una mirada crítica y revolucionaria con respecto al sistema de dominación y a sus formas variadas de manifestación económica, social y cultural. 129 Requiere, asimismo, una atención especial a los procesos de transformación de los modos de producción en el contexto de la modernización regional y de su impacto en distintos espacios geoculturales. Arguedas está atento a los cambios que se van produciendo a nivel nacional, por ejemplo la migración que hace del puerto de Chimbote un espacio atravesado por grupos sociales de distintas procedencias y por flujos económicos y financieros que penetran y alteran los ritmos anteriores, superponiendo a la mentalidad tradicional los impulsos de las transnacionales y “andinizando” zonas hasta entonces radicalmente diferenciadas de las áreas rurales. Arguedas registra el modo en que esos cambios poblacionales impactan la estructura y la composición de la sociedad peruana y modifican sus imaginarios. Emergen así muchísimos matices de mestizaje. Los cholos, por ejemplo, surgen como una transformación del indio y como resultado de la mestización pudiendo ser considerados, en este sentido, como uno de los avatares históricosociales que resultan de las presiones del cambio económico en la periferia del capitalismo. La cultura de la sierra se va afirmando así en las áreas costeñas y reclamando un lugar en la crecientemente hibridizada cultura nacional.130 El tema del cholo, trabajado mucho por la sociología, toca directamente el mundo arguediano, ya que apunta a la emergencia de nuevas formas de concebir lo nacional. En Dominación y cultura. Lo cholo y el conflicto cultural en el Perú, Quijano analiza las características de este sector asociadas al tema del cambio social y los procesos modernizadores que dan como consecuencia migraciones y transformaciones de la subjetividad colectiva. El cholo es un factor de movilidad que altera las estratificaciones tradicionales y que lidera cambios y formas de agencia política y
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social que responden a la pluralización de la sociedad peruana y los empujes del desarrollo económico, que tienen distintas características y grados en diversas regiones.131 Junto al tema complejo de la cholificación, las categorías mismas de mestizo, mestizaje y mesticismo no han logrado sustraerse a la polémica y han pasado por numerosas relaboraciones. De la Cadena ha estudiado el tema del mestizo en la sociedad andina, y en particular los matices étnicos y culturales que se le asocian, así como el proceso de mezcla racial y cultural en las distintas formas históricas y regionales de hibridación que lo caracterizan. Ya Arguedas, en su discurso de 1958 había llamado la atención sobre los “indomestizos” que “desertaban” a las comunidades en su opción por una vida urbana más articulada a los beneficios de la modernidad (Escobar, Arguedas o la utopía de la lengua 49). La atención a estas interacciones raciales y de clase ha permitido diversas reconsideraciones del papel cultural de este nuevo sector y de sus formas de acción social y representación simbólica, sobre todo desde que Mariátegui reposicionara la “cuestión del indio” dentro de la cultura nacional y a partir de ella recompusiera la perspectiva sobre la sociedad peruana.132 Rama ha sido particularmente crítico con respecto al mestizo y al indigenismo alentado por esta nueva capa social activada principalmente a partir de los procesos de urbanización e industrialización que se desarrollan en el período interbélico. Para Rama el indigenismo constituye “un mesticismo que […] no se atreve a revelar su nombre verdadero” (Transculturación narrativa 141). Según el crítico uruguayo, el movimiento indigenista, y no ya sólo su representación literaria, se amparó en la ambigüedad ideológica y en los muy generales principios de justicia social y reivindicación de los derechos de sectores marginales para avanzar una agenda oportunista en la que se incluyó el tema indígena “como elemento referencial” que nunca llegó a trascender los parámetros de la clase media baja durante su proceso de ascenso social. Para Rama, desde el Memorial de Bartolomé de Las Casas hasta el Huasipungo de Jorge Icaza, el indigenismo no deja de producir: materiales para el consumo de los integrantes de una misma cultura global, según los diversos estamentos en que fue situándose, hispánico, criollo o mestizo, en los períodos sucesivos, manejando un tema en cierta manera exótico cuya finalidad hay que buscar, más que en el discurso explícito reivindicativo (haya sido moral, político, metafísico, social […]), en los recursos artísticos y literarios puestos en juego, en las estructuras estéticas, en la cosmovisión cultural que fue el dato implícito desde donde se procedía a la creación y que por lo tanto estableció la pauta de los textos que a ella respondían. (Transculturación narrativa 143) Rama reprocha a esta literatura de mestizos el no haber desarrollado en realidad una “percepción valorativa” con respecto a la cultura indígena del presente y el haber perpetuado la perspectiva del dominador sobre las culturas dominadas: El movimiento indigenista vio y explicó a los indios con los recursos propios de la recién surgida cultura mestiza, que en puridad no era sino la hija bastarda de su padre, el eterno conquistador blanco, que en estos m omentos estaba consagrada a exigir reconocimiento y legitimación, que le eran negados por su progenitor. De la cultura dominante extrajo todos los elementos que consideraba útiles, sometiéndolos a un proceso de
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simplificación, esclareciéndolos gracias a su contacto estrecho con el funcionamiento real de la sociedad en que vivía, o sea su áspero afán de supervivencia en un medio hostil. (Transculturación narrativa 144) El gran salto que logra dar Arguedas con respecto a la cuestión indígena es su consideración de los valores de esta cultura en la época contemporánea, desprendiéndose de la nostalgia del Inkanato que había guiado los delirios restauradores de muchos de sus predecesores. A partir de aquí, avanzando por la vía de la observación crítica de los procesos de hibridación social que derivan de las transformaciones económicas, llega al reconocimiento de la “positividad del estrato social mestizo” (Rama, “La gesta del mestizo” xviii). Como indica Rama, esta empresa: [n]o fue tarea fácil. El acercamiento de Arguedas al mestizo no se hizo sin inquietudes y suspicacias. Se sintió rechazado por su desconcertante ambigüedad y su aparente antiheroicidad, al menos si se piensa en el típico héroe romántico. Lo vio en dependencia estrecha de los señores, cumpliendo las faenas más indignas; vio también la velocidad con que podía trasladarse de uno a otro bando sin comprometerse claramente con ninguno, pero sobre todo resintió en él su falta de moral. Se necesitaba mucha comprensión para medir realísticamente la situación social del mestizo, su vivir en una tierra de todos los demás pero no suya, lo que le obligaba a desarrollar condiciones adaptables a ambientes hostiles. (“La gesta del mestizo” xvii) Arguedas, que es perfectamente consciente de las ambigüedades y desgarros que provoca en el mestizo su condición intersticial entre clases, razas y momentos históricos, parece considerar que la resistencia a las transformaciones incorporadas por la modernidad puede ser sólo relativa y se concentra en el nivel cultural como laboratorio de procesos de cambio y resistencia social. Si en el mestizo ve un pujante sector que va avanzando su papel protagónico a nivel económico y cultural, la masa andina, caracterizada por su heterogeneidad y fluidez, aparece como el amplio sector a partir del cual puede irse definiendo la función del sujeto nacional-popular como agente de la historia. Es obvio, sin embargo, que la acción política que el mestizo podía llegar a protagonizar no llega aún a concretarse en los años en que Arguedas reflexiona sobre las bases materiales de su “utopía andina”, bases que representa como un verdadero palimpsesto de significación por el cual circulan percepciones, mensajes y objetivos diversos, y a veces divergentes. Será luego, en el progresivo vaciamiento de la política estatal y en los movimientos sociales que se activan hacia finales del siglo XX ocupando los espacios dejados por el agotado partidismo político, que muchas de las líneas exploradas en el nivel simbólico de la cultura pasarán a concretarse políticamente en algunas regiones andinas, aunque no todavía con la fuerza prevista por Arguedas, en la nación peruana. En todo caso, conviene retener la idea de que a través de la red discursiva de su época, y mientras va realizándose la labor de ir fundando formas alternativas de conocimiento, interpretación y representación de lo social, Arguedas va también delineando, junto al proyecto epistemológico, una praxis crítico-hermenéutica capaz de promover una nueva lectura de la textura cultural y de sus cifrados mensajes simbólicos. Ni los modelos europeos ni los anglosajones constituyen ya paradigmas inapelables de racionalidad y modernidad. La visión
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pluri-versal que Arguedas reivindica como base para la comprensión de la realidad social y cultural del Perú está recorrida por profundos ríos de significación, diseños intangibles y dramas colectivos que han sido invisibilizados por la ideología liberal y los saberes hegemónicos. Su trabajo se orienta hacia el des-encubrimiento de una verdad que escapa a los protocolos disciplinarios y a los mitos racionalistas y excluyentes del occidentalismo. Su pensamiento no desconoce ni desprecia estas vertientes, sino que las des-centra y des-universaliza: las convierte, más bien, en instrumentos marginales y provisionales en la búsqueda de un saber incluyente y necesariamente impuro, fundado en la especificidad de lo local y en su irredimible heterogeneidad. Esta “provincialización” del occidentalismo no desconoce la razón colonial ni la complicidad de los saberes que acompañaron, en distintos períodos, la hegemonía políticoeconómica de los centros europeos y norteamericanos tanto a nivel transnacional como en el espacio acotado de la nación-Estado. Pero entiende también que para la recuperación de la historia propia, aquella que ha sido tradicionalmente oscurecida por las versiones dominantes y que esconde la verdad de la dominación y del fracaso, es necesario apropiar el conocimiento existente para desde las plataformas que éste ha establecido, subvertir los saberes dominantes. Como indica Prakash: “No existe otra alternativa que la de habitar la disciplina, escarbar en los archivos y empujar hacia los límites el conocimiento histórico para convertir sus contradicciones, ambivalencias y lagunas, en fundamento para su re-escritura” (311). La polémica entre literatura y ciencias sociales que promueve la lectura de Todas las sangres en el Perú se basa en la pretensión academicista de estas últimas, la cual revela la rigidez disciplinaria y el apego al privilegio de ciertas formas de teorizar lo social que no condicen ni con la naturaleza del objeto de estudio ni con la evolución misma del saber particularmente en los territorios postcoloniales de América Latina. En estas latitudes, la misma hibridación de las culturas y sociedades que exponen aún las cicatrices dejadas por el colonialismo desautoriza la aplicación sin más de compartimentaciones positivistas y de categorías crítico-teóricas gestadas en y para otras realidades culturales. El debate llevado a cabo en el Instituto de Estudios Peruanos en 1965 a propósito de la novela de Arguedas revela no la insuficiencia o el desajuste de la literatura para captar la realidad compleja y a menudo paradójica y contradictoria de la sociedad andina sino la incapacidad de ciertas áreas del conocimiento para abarcar la especificidad de los procesos y la excepcionalidad de los imaginarios más allá de los modelos establecidos. Categorías como las de clase, raza, casta, los dualismos indio/misti, así como la esencialización de la diversidad sierra/costa han demostrado ser insuficientes para la comprensión de fenómenos sociales que consisten justamente en la mezcla y el desdibujamiento de los bordes conceptuales e ideológicos de esas nociones, que pasan a ser reemplazadas o complementadas por otras nuevas que aluden con mayor precisión a los procesos de transformación social, tráfico de significados y transgresión de límites geoculturales. Fenómenos como los de la migración entreveran sujetos, mercancías y lenguajes de la misma manera que los efectos de las tecnologías transforman ya en el Perú de mediados del siglo XX espacios y temporalidades, creando flujos y simultaneidades que hubieran parecido impensables unas décadas antes. La persistencia de elementos premodernos en la modernidad llevó a Quijano, crítico de Arguedas, a elaborar su indispensable categoría de colonialidad del saber/poder como intento por explicar la perpetuación de estructuras coloniales en tiempos contemporáneos y la posible y conflictiva coexistencia de registros, sistemas culturales y formas de dominación muy diversos, que se articulan en el espacio impuro y fluido de lo moderno. Los procesos de cholificación que el mismo Quijano estudia en los años de Arguedas muestran la necesidad de
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flexibilizar el pensamiento no para hacerlo menos riguroso o apartado de la empiria sociológica sino para permitir que la teoría pueda abarcar las transformaciones de lo real, más aceleradas y caóticas que las de las ideas. Arguedas comprendió estas mismas urgencias, de ahí que su literatura muestre un mundo complejo y contradictorio, no anacrónico sino postcolonial por naturaleza, donde la colonialidad del saber/poder está fuertemente entronizada con la modernidad y afecta la constitución misma del mundo ficcional y la poética del cambio social que lo sustenta.133 En efecto, será el pensamiento postcolonial el que teorizará en décadas siguientes lo que anuncia y poetiza la narrativa arguediana: los procesos de hibridación, el surgimiento de nuevos sujetos sociales que incorporan lo racial sólo como uno de sus elementos constitutivos, la importancia de la diferencia como ideologema fundamental para comprender los procesos de (auto)reconocimiento social, las dificultades para teorizar la otredad y ejercer la crítica a la modernidad desde un supuesto afuera teórico que nos permite elaborar sólo relativamente la distancia con respecto al objeto de estudio, la función de la mímica como estrategia de apropiación y redimensionamiento de los modelos del dominador, la importancia de los saberes fronterizos, ni plenamente occidentales ni puramente vernáculos sino transculturados en ambas direcciones, en un proceso de reciprocidad y tensión que con frecuencia no termina en una síntesis armónica, como Cornejo Polar advirtiera, sino en la perpetuación de los antagonismos que derivan de la desigualdad y que ésta continúa alimentando. La misma heterodoxia de Mariátegui prepara desde las primeras décadas del siglo XX estos desarrollos posteriores con su comprensión de los sistemas híbridos y antagónicos que forman la realidad peruana, la importancia del mito y del afecto en la formación de subjetividades colectivas y los persistentes enclaves premodernos propios de sociedades postcoloniales, temas que la teoría de hoy no puede dejar de incorporar para el análisis del conflicto social y de las alternativas emancipatorias.134 Las ciencias sociales, en su crítica a la perspectiva humanística tradicionalmente representada por la literatura, no puede dejar de echar en falta un enfoque universalista, apegado al registro de lo real, y una función pedagógica de la ficción en apoyo de proyectos sociales. La literatura de Arguedas y la poética que sus obra tratan de desplegar como forma simbólica de aproximación al problema del cambio social es demasiado innovadora y demasiado disidente de los modelos conocidos como para poder ser absorbida en su fragmentarismo y en la profunda poetización que entrega del drama de la desigualdad y la épica de la resistencia colectiva. Su performatividad cultural y lingüística parece desafiar los recursos interpretativos del lector que la recibe y que trata de comprenderla, con éxito relativo, dentro de los parámetros canónicos. Las ciencias sociales, que pudieron en el caso del Perú llegar a captar buena parte de estos procesos tempranamente y en sus propios dominio disciplinarios, fueron mucho más limitadas en los trasiegos transdisciplinarios y en la comprensión de las voces que despliega la ficción como registro no de la realidad puntual sino de las formas de percepción que informan la imaginación histórica. Las ciencias sociales exigieron de la literatura una simplificación de la materia representada para que ésta cupiera dentro de las categorías existentes y transmitiera determinadas posturas estético-ideológicas, sin aceptar el desafío de una realidad que rebasaba los parámetros de la teoría y desafiaba los paradigmas epistémicos y metodológicos del momento. Cuando Arguedas es acusado de ofrecer en Todas las sangres una solución indigenista al conflicto social del Perú, particularmente al problema campesino, sus críticos enfatizan implícitamente la heterogeneidad entre el mundo representado y la perspectiva de la narración (ya sea la de los personajes o la del autor mismo). Se está presuponiendo así que el punto de vista de la
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sociología, por ejemplo, puede disminuir o incluso eliminar la distancia entre empiria y relato y que la literatura puede tener la capacidad –o incluso la misión –de pintar universos imaginados donde se domestique la rebelde diversidad de lo real. No se admite que ajena a toda obligación testimonialista la literatura es más bien un espacio por naturaleza impuro y lúdico, de negociación simbólica, un laboratorio de signos y sentidos donde el proceso que transforma la experiencia en discurso es frecuentemente interferido por estrategias representacionales que alteran lo real para desfamiliarizar su captación o para expandir sus registros hacia territorios impensados, provocando efectos que se abren a distintas formas de interpretación y de goce estético.135 Las ciencias sociales tampoco pueden hacerse cargo de la dimensión del afecto que domina en importante medida el mundo arguediano, atravesado por pasiones, intuiciones y deseos que no siempre encuentran representación en el registro de la racionalidad instrumental. Ya CastroKlarén se refirió a la función de lo que llama “afecto cognitivo” en Arguedas, elaborando la importancia que los escritos de Huarochirí tuvieron en la imaginación del escritor, al introducir a través del mundo de la creencia (el mito, lo sagrado) una dimensión de ser/estar típicamente andina que Arguedas plasma en toda su obra y de manera particularmente desgarrada en El zorro de arriba.136 Otros críticos elaboran también la importante función de los sentimientos (rabia, amor, odio, gratitud, ternura) como configuración del “yo profundo” de la narrativa arguediana, así como la fuerza movilizadora de los sentimientos de reciprocidad que caracterizan la socialidad andina.137 Los sentimientos de amor y ternura, que tienen una presencia constante en la obra de Arguedas, comple(men)tan paradójicamente la idea y la función de la violencia siempre latente en sus relatos, ya que como Slavoj Žižek y Peter Sloterdijk nos recuerdan reelaborando ideas de Benjamin, la rabia y del resentimiento constituyen un capital pasible de ser utilizado con propósitos emancipatorios, vinculados con el amor al prójimo y la voluntad de justicia.138 El mismo Arguedas indica, refiriéndose a sus primeros relatos: “Agua es un brote puro del mundo andino; el odio y la ternura lo inspiraron.” Y agrega, “Agua sí fue escrita con odio, con el arrebato de un odio puro: aquel que brota de los amores universales, allí, en las regiones del mundo donde existen dos bandos enfrentados con primitiva crueldad (Diamantes y pedernales 7). En esta convergencia de amor y odio es que se genera justamente el dilema de la lengua, el double bind que Arguedas alude como un “trance”, como un “inconveniente aturdidor” en el que las dimensiones no privilegiadas por la modernidad, lo local y lo íntimo, afloran como registros ineludibles de la subjetividad individual y colectiva. Y allí también es que se urden los “sutiles desordenamientos” que aludiéramos antes en este estudio al analizar el problema lingüístico, las disrupciones de la convención comunicativa, la des-convencionalización del sistema sígnico, el opacamiento del lenguaje como representación metonímica de la invisibilización del sujeto y de su necesidad de aflorar como ruptura, como subversión. Otra vez, la voz de Arguedas: Más un inconveniente aturdidor existía para realizar el ardiente anhelo. ¿Cómo describir esas aldeas, pueblos y campos: en qué idioma narrar su vida? ¿En castellano? ¿Después de haberlo aprendido, amado y vivido a través del dulce y palpitante quechua? Fue aquel un trance al parecer insoluble. (Diamantes y pedernales 9)
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Todos estos niveles introducen variantes de importancia y múltiples estratos significativos en una narrativa donde la ideología aparece siempre tematizada como una forma relativamente domesticada del afecto pero también como un espacio de violencia potencial, y donde la fuerza de lo subjetivo, afectivo y privado, compite con factores políticos, sociales y económicos en la configuración de proyectos y conductas sociales.139 La polémica en torno a Todas las sangres, particularmente en lo relacionado con la figura del comunero Willka, toca en algunas de sus aristas el tema de la construcción de identidades en sociedades postcoloniales y la necesidad de comprender estas instancias de (auto) reconocimiento social más allá de todo esencialismo y de toda fijeza. Sujeta a los procesos de acelerada transformación modernizadora así como a los fenómenos de persistente continuidad de estructuras coloniales en la modernidad y a la emergencia de nuevos sujetos y conductas sociales que acompañan los procesos de migración, cholificación, industrialización y tecnificación, la identidad puede ser solamente entendida como una formación necesariamente relacional, fluida, variable y múltiple, es decir, pasible de cambios y combinatorias donde una forma de definición (“Yo comunero soy”, dice Willka) no excluye otras adscipciones identitarias, otros procesos de negociación de la subjetividad, el deseo y la ideología. Sin negar la fuerza de los factores de clase, raza y género, ni la fuerza del Estado como gestor y administrador de la diferencia, los procesos identitarios alentados por la modernidad combinan distintas formas de afiliación dentro de los parámetros de lo social: modos distintos de definir la patria y la pertenencia al territorio, de entender la relación con la tierra, de establecer las relaciones familiares, la vinculación con la lengua materna, los fenómenos de creencia y el sentimiento político. Como Moore nos recuerda, ante las críticas recibidas en IEP y refiriéndose a la persona literaria de Rendón Willka Arguedas indica que para este personaje: […] no existe contradicción entre su concepción mágica y su concepción racional del mundo. Antes que reflejar una visión sincrética comparable a un mestizaje que con frecuencia esconde el fenómeno de la aculturación, el proceso de cholificación que representa Rendón es típicamente desigual y da muestras de un proceso de transformación parcial o selectivo en el que se conjugan distintos niveles de penetración cultural, tanto en el ámbito urbano como en el rural. En otras palabras, muestra que el cholo puede ser más o menos indio o criollo de acuerdo con su situación geocultural particular. (Moore, “Encuentros y desencuentros” 273-274) Esta es la inquietante e ineludible diversidad social de la región andina que a Arguedas le interesa explorar, donde la constitución misma del sujeto colectivo fluctúa y se recompone de manera constante haciendo que su “naturaleza” escape a cualquier tipo de compartimentación estable debido a las dinámicas que imprimen los procesos de migración y de mestización exacerbados por la modernidad. En esa indagación, Arguedas pluraliza sus aproximaciones a ese complejo y oscuro “objeto del deseo”, la cultura del Otro, que es la suya, sin restricciones disciplinarias ni epistemológicas. No hay lugar en su programa para esencialismos identitarios que colocarían al sujeto fuera de la historia y harían innecesario su relato. Los únicos criterios no ya para la localización de identidades sino de formas de (auto)reconocimiento social que puede
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detectarse en este caso son los que entienden la subjetividad y sus procesos colectivos como eminentemente fluidos y relacionales, en constante proceso de cambio y desenvolvimiento. En la obra de Arguedas se combinan y a veces se mezclan, de manera irrestricta e indisciplinada, como hemos visto, paradigmas de la cosmovisión quechua con la “alta” cultura de origen europeo, formas extra-racionales de aproximación a lo real (reivindicación del afecto, la intuición, el mito) junto a los modelos cognoscitivos recibidos del colonizador y reafirmados sucesivamente en los diversos avatares de la modernidad capitalista, sin que sea necesario optar o jerarquizar esos legados. Lo inspiran por igual el aeroplano y los dioses de Huarochirí, la utopía de la revolución popular y la noción del pachacuti, la magia de la “palabra-cosa” y el poder que ella puede llegar a desplegar a nivel de sentimientos, acciones y conceptos. Entiende que todos estos elementos componen, por sí mismos y en sus interacciones, el mundo complejo que le tocó vivir. Para captar esa complejidad, estudiar sus entramados socio-culturales y comunicarla de manera simbólica, Arguedas afina, entonces, sus recursos representacionales sin descartar ni el realismo ni la fantasía, ni el castellano ni el quechua ni ninguna de las fórmulas aleatorias que sea capaz de proponer, tanto en el nivel lingüístico como en el propiamente literario, para el registro de una realidad elusiva y candente marcada por la tragedia ancestral y la presente. Pero la “inspiración” arguediana no responde a impulsos románticos ni remite a niveles elevados o trascendentes de iluminación estético-ideológica sino a formas profundas y hasta contradictorias aunque siempre concretas e históricamente –ideológicamente –situadas de conciencia social, de elaboración particularizada del inconsciente político que Fredric Jameson teorizara como el lugar simbólico en el que se encuentran cifrados los contenidos de la historia y los diversos relatos que se construyen para comprenderla. Si toda narrativa es, como Jameson señala, un acto socialmente simbólico organizado a partir de la ideología, es desde este punto focal que debe entenderse el proceso de producción literaria que propicia en el caso de Arguedas una re-apropiación de elementos y valores del pasado desde el presente problemático de la región andina. Jameson plantea el dilema –el double bind— del historicismo, que se presenta en la voluntad de captar la monumentalidad de lo antiguo o arcaico (en el caso de Arguedas, como en el de Mariátegui, la dimensión remota del Inkario y sus prolongaciones culturales) desde la problematicidad del presente. Existen formas inapropiadas de relación y reapropiación del pasado, a saber, las que sobreimponen al texto –o a la textualidad cultural— una “rescritura” que la desnaturaliza. Como Jameson indica: This unacceptable option, or ideological double bind between antiquarianism and modernizing ‘relevance’ or projection demonstrates that the old dilemmas of historicism –and in particular the question of the claims of monuments from distant and even archaic moments of the cultural past on a culturally different present— do not go away just because we choose to ignore them. […] [O]nly a genuine philosophy of history is capable of respecting the specificity and radical difference of the social and cultural past while disclosing the solidarity of its polemics and passions, its forms, structures,
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experiences, and struggles, with those of the present. (The Political Unconscious 18)140 Hay en el proyecto literario de Arguedas algo de esta preocupación historicista que respeta, ante todo, “la especificidad y radical diferencia del pasado social y cultural” mientras despliega su pasión solidaria por un presente en el que se prolongan la marginación y la desigualdad de las culturas autóctonas. De manera implícita la obra de Arguedas lee y relee las narrativas del colonialismo que han precedido a la nación, y las de la modernidad, que la han moldeado desde su nacimiento independiente, y se propone avanzar una lectura nueva de la cuestión andina, no de su historia empírica sino de los relatos canónicos que la sustentan. Su obra inaugura así una nueva hermenéutica de la modernidad capitalista y de las heterogeneidades periféricas que subvierten el proceso transculturador que interviene las culturas vernáculas. Su narrativa establece un nuevo pacto simbólico con el lector, que la narrativa del boom no había ni recorrido ni previsto, atenta como estaba a los mecanismos de los mercados globales en los que circulaba una literatura que se había transmutado de texto en libro, es decir, de discurso simbólico en mercancía, y que como tal se cotizaba por su valor de cambio en los mercados internacionales. 141 La obra de Arguedas potencia y en alguna medida exacerba, hiperboliza lo local (singular, contingente) que constituye el núcleo duro de su narrativa, desentrañando las tremendas contradicciones y rupturas que conllevaba el amplio programa transculturador que implementa en la alta modernidad la dominación epistemológica de las periferias de un capitalismo que se expandía entonces como etapa contemporánea –como “fase superior” –del colonialismo originario. Desde el registro de elementos atávicos hasta la fascinación con la tecnología, seducido por los procesos de urbanización y transformación de subjetividades tanto como por la persistente continuidad de las formas comunitarias de socialización y siempre alerta con respecto a la impronta que los modelos del occidentalismo van imprimiendo sobre la heterogénea cultura andina, desnaturalizando sus tradiciones y borrando paulatinamente sus huellas, Arguedas despliega un “modo de producción artístico” para usar aquí la terminología de Jameson, que reconoce en la historia el “horizonte último” para el análisis de la cultura y su registro estéticoliterario. No me refiero aquí a una lectura del desenvolvimiento fáctico por el que atraviesa una comunidad determinada sino a la comprensión de ese transcurso en su significado profundo, intrahistórico, y en su dimensión imaginaria, en la que expectativas, experiencias y deseos se combinan para dar como resultado la dimensión colectiva de lo social y la memoria plural que la preserva. Esta forma de verdad sintética que se apoya en la materialidad de la textura sociocultural (interacciones, objetos, creencias) implica una forma específica de entender la relación entre historia y discurso, realidad y lenguaje, y un compromiso con la verdad, entendida ésta no en su dimensión objetiva, ontológica, como acuerdo con la realidad, ni como propiedad de la representación, sino como una cualidad del sujeto, es decir, como la capacidad de captar y comprender e interpretar la realidad a partir de la experiencia sensible en la que convergen ética y política, conocimiento y hermenéutica de lo social. Es el compromiso del sujeto con el develamiento del objeto lo que permite descubrir su verdad; es su búsqueda lo que posibilita su hallazgo, su interrogación lo que deja emerger la respuesta. Este es el punto en que la atención a la diferencia cultural deja lugar a la representación crítica de la desigualdad político-económica, y el proyecto literario/antropológico adquiere su más alta dimensión ética e ideológica.
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6. ¿Cuál verdad? Otredad y melodrama en Vargas Llosa La pregunta, explícita o no, planteada por el estudiante profesionalista, por el Estado o por la institución de enseñanza superior, ya no es ¿es eso verdad?, sino ¿para qué sirve? En el contexto de la mercantilización del saber, esta última pregunta, las más de las veces, significa: ¿se puede vender? Y, en el contexto de argumentación del poder ¿es eficaz? Pues la disposición de una competencia performativa parecía que debiera ser el resultado vendible en las condiciones anteriormente descritas, y es eficaz por definición. Lo que deja de serlo es la competencia según otros criterios, como verdadero/falso, justo/ injusto, etc. y, evidentemente, la débil performatividad en general. J. F. Lyotard, La condición posmoderna, 94.
Sin lugar a dudas, la abundante producción literaria de Vargas Llosa recorre derroteros muy distintos. Los temas que parecen preocuparlo con mayor persistencia, vinculados de un modo más o menos oblicuo al problema de la verdad que en la obra de Arguedas toma, como se ha mencionado, visos dramáticos en la producción narrativa y ensayística de Vargas Llosa remiten más bien a los antónimos de aquel concepto. Aunque el problema moral es recurrente en sus textos periodísticos y ensayísticos y aparece infuso en toda su producción, la falta de densidad con la que su escritura se aproxima a la discusión explícita o al tratamiento implícito de estos tópicos es llamativa y sin lugar a dudas sintomática. En efecto, una constante referencia a las nociones de mentira, falsedad, disfraz, simulación, farsa, invención, irrealidad, superchería, ficción, pastiche y simulacro, revela una inquietud constante por determinar los modos en que el quehacer literario se define en su carácter de práctica social (su campo de influencia, su relación con las distintas formas de interacción simbólica, sus formas de incidencia en los discursos del poder, su capacidad interpelativa, su dimensión política) como estrategia retórica y recurso ideológico. Podría decirse que esa insistente indagación sobre la Naturaleza y las funciones de la literatura evidencia la necesidad de legitimación y, en gran medida, de reivindicación de una forma de trabajo que desde el punto de vista conservador es con frecuencia considerada marginal dentro de la lógica de productividad capitalista. En las repetidas opiniones de Vargas Llosa sobre la función del arte y las fuentes de la inspiración poética puede verse el intento de articular una concepción coherente e irrebatible sobre el lugar del escritor y la literatura –su especificidad y relevancia –dentro del protegido aunque fluctuante espacio de la ciudad letrada. Como se ha venido viendo hasta ahora, en Arguedas el problema de la verdad se vincula más bien a la develación de niveles ocultos de la problemática social y pasa ineludiblemente por la lucha epistémica relacionada con los temas de la descolonización del pensamiento, con los desafíos que planteaba la colonialidad y con los remanentes de las culturas ancestrales en su lucha contra los embates de la modernidad. Por esta vía se hacía obvia la necesidad de pensar modos alternativos de ser moderno a partir de nuevas formas de conciencia social. En Vargas Llosa, por su parte, el tema de la verdad remite más bien al nivel de representación de una realidad dada, contingente, inmediata, a la que el narrador se aproxima a través de estrategias representacionales que manipulan la percepción y la interpretación del mundo ficcional, parcializando, retardando o precipitando su manifestación ante el lector. Vargas Llosa trabaja sobre la cortina de humo que esconde lo real, que en toda su corrupta materialidad espera la mirada que lo descubra; para Arguedas detrás de esa cortina de humo hay un abismo –ético, histórico, epistemológico. Su literatura tematiza esa situación límite a partir de la poesía, no sin un dejo melancólico que es esencial al pensamiento utópico. Vargas Llosa registra los grados y
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las formas que asume la degradación en un mundo que es ineludiblemente real, y en este sentido, final, definitivo: el mundo de la-historia-que-es, la del gran capital, la del mercado, la del poder material y simbólico que mueve, como una máquina de guerra, la relación del ser humano con su entorno, con su cuerpo y con el de los otros, con su interioridad. El tráfico del significado no puede ser, entonces, el mismo, en ambos recorridos, ni la concepción de la verdad a la que se aproxima la palabra puede apoyarse, en cada caso, en los mismos pilares. En Arguedas la penetración de las capas que nos separan de la verdad histórica y social es un ejercicio afectivo, un fenómeno de creencia; en Vargas Llosa la escritura literaria implica un despliegue de subterfugios y recursos, un mise en scėne en el que la realidad y la literatura confunden sus respectivos territorios, donde se puede vivir la política como espectáculo, la mentira como verdad, la falsedad como producción de sentido, la ficción como historia, un escenario, en suma, donde todo lo sólido se disuelve en el texto. En ambos escritores se verifica asimismo una posición diferente ante el tema de la posteridad. El acicate del reconocimiento, la fama, la construcción de la imagen pública, que Vargas Llosa sitúa en el primer plano de la aventura intelectual que protagoniza con entusiasmo y dedicación total no llega a penetrar la espesa nube de angustia que parece rodear siempre la figura de Arguedas, ni tampoco llega a horadar el vitalismo gozoso que acompaña, al mismo tiempo, su experiencia vital. El empeño de Vargas Llosa por elevar la práctica literaria a un status de prestigio cultural, profesionalización y proyección internacional, debe ser entendido, al menos en parte, como reacción a lo que el escritor estima como una profunda falta de reconocimiento a la labor letrada dentro de la cultura nacional, menosprecio sobre el cual Vargas Llosa se pronuncia, con especial encono, en distintas ocasiones. Uno de sus más ilustrativos artículos al respecto es el que dedica en 1966 a uno de sus compañeros de generación, Sebastián Salazar Bondy, como homenaje póstumo.142 Vargas Llosa se explaya en torno a la situación del escritor en el Perú, las frustraciones, persecuciones y desplantes de los que siempre es objeto, confirmando que “todo escritor peruano es a la larga un derrotado” (“Sebastián Salazar Bondy” 92). En una sociedad en la que la literatura no cumple función alguna porque la mayoría de sus miembros no saben o no están en condiciones de leer y la minoría que sabe y puede leer no lo hace nunca, el escritor resulta un ser anómalo, sin ubicación precisa, un individuo pintoresco y excéntrico, una especie de loco benigno al que se deja en libertad porque, después de todo, su demencia no es contagiosa –¿cómo haría daño a los demás si no lo leen?—pero a quien en todo caso conviene mediatizar con una inasible camisa de fuerza, manteniéndolo a distancia, frecuentándolo con reservas, tolerándolo con desconfianza sistemática. (“Sebastián Salazar Bondy” 93) El Perú es un país subdesarrollado, es decir una jungla donde hay que ganarse el derecho a la supervivencia a dentelladas y zarpazos. (“Sebastián Salazar Bondy” 95) Cita en su apoyo palabras del propio Salazar Bondy, incluidas en su Lima la horrible: “Lo estético encuentra en Lima un obstáculo obstinado: su aparente gratuidad. Sin valor de uso para el adoctrinamiento o lo sensual, la belleza creada por el talento artístico no tiene destino” (“Sebastián Salazar Bondy” 93). Y agrega:
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En efecto, los poetas, los escritores peruanos lo son mientras son jóvenes, luego el medio los va transformando: a unos los recupera, asimila; a otros los vence y los abandona, derrotados moralmente, frustrados en su vocación, en sus tristísimos refugios: la pereza, el escepticismo, la bohemia, la neurosis, el alcohol. Algunos no reniegan propiamente de su vocación sino que consiguen aclimatarla al ambiente: se convierten en profesores, dejan de crear para enseñar e investigar, tareas necesarias pero esencialmente distintas a las de un creador […] Cuando van a la tumba, la mayoría de los escritores peruanos son ya cadáveres tiempo atrás y el Perú no suele conmoverse por esas víctimas que derrotó diez, quince, veinte años antes que la muerte. (“Sebastián Salazar Bondy” 113) No parece arriesgado aventurar que las condiciones del medio peruano que con tanto resentimiento describe Vargas Llosa son justamente las que quiere llegar a superar para sí mismo a partir de un decidido proceso de profesionalización e inscripción en los escenarios prestigiosos de la literatura mundial.143 Quizá sea la temprana conciencia de las limitaciones y mezquindades del medio nacional uno de los alicientes que lo lleva a la conquista desesperada de los espacios globales, que percibe como menos contaminados o al menos más gratificantes y controlables por el distanciamiento que el intelectual transnacionalizado podía llegar a imprimir en sus contactos personales e institucionales. Quizá también haya que buscar allí las claves de la estatura pública que Vargas Llosa va trabajando para sí mismo, de sus ambiciones políticas, de su omnipresencia en los medios de comunicación masiva, de su participación en comisiones, tribunas y debates que le brindan la oportunidad de colocarse por encima del común de sus contemporáneos ocupando posiciones de liderazgo. Es posible también que esas restrictivas condiciones de trabajo intelectual a nivel nacional hayan profundizado en él el individualismo, la voluntad de profesionalización y de control del campo cultural, el deseo de independizarse del disciplinamiento ideológico del socialismo y la búsqueda incansable de poder y reconocimiento.144 Finalmente, tal vez sea dentro de estos parámetros que hay que entender también la elaboración de una poética informada por trasnochados elementos de sublimidad romántico-idealista que colocan su literatura en un plano trascendente y espiritualizado claramente diferenciado de otras formas de trabajo más pedestres y vinculadas a la cotidianeidad. Esos elementos sublimes que Vargas Llosa reivindica serían la vocación como impulso vital, noción muy trabajada a comienzos del siglo XX por José Enrique Rodó, por ejemplo, dentro del marco de una visión arielista (elitista y humanística) de la cultura; la entusiasta e indiscriminada rebeldía como prueba de un espíritu desconforme y transgresor que se eleva por encima de los poderes establecidos; la idea de los demonios como fuerzas superiores de iluminación y poder creativo; la lucha contra el mal en defensa de principios universalistas y abstractos de moral comunitaria; el individualismo a ultranza como distanciamiento y aristocratismo intelectual. Más tortuosa es la relación que podría encontrarse entre el rechazo del provincialismo limeño expresado por Vargas Llosa y su adhesión al neoliberalismo, entre las restricciones de la cultura nacional y la concepción de una modernidad que se apoyara en la inmolación de las comunidades indígenas, o entre el temor de no poder llegar a sobrepasar los parámetros del modesto y desigual capitalismo periférico y un universalismo de valores y principios que constituye un pre-texto retórico y vacío que no puede servir para justificar el menosprecio por los sectores populares y los delirios megalómanos.145
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Neil Larsen ha insistido sobre la cualidad fútil, insustancial (“inane”) de los principios ideológicos de Vargas Llosa: su fe en el Perú como el lugar apropiado para el florecimiento de la moderna individualidad liberal, su ficcionalización de lo ideológico, resultado de una realidad social sistemáticamente elidida y reemplazada por narrativas siempre, de un modo u otro, autocentradas; su percepción de la “verdad de las mentiras” como el principio por el cual la realidad es sustituida por el simulacro aún en el terreno propiamente político y el conocimiento de lo real se transforma en un acto de fe, como cuando se postula que la pobreza ha sido “elegida” por la población marginal y que las naciones pueden “decidir” su progreso y su prosperidad, como si no existieran condiciones objetivas más allá del deseo y del libre albedrío. 146 Sin embargo, es justamente a los procesos sociales y a los desarrollos históricos que en gran medida determinan las formas de conciencia social y las estrategias transformadoras de la realidad a los que es necesario regresar para contextualizar el proyecto vargasllosiano. En su artículo de 1975 apropiadamente titulado “Albert Camus: la moral de los límites”, al exaltar la figura de Meursault, protagonista de L’etranger como un “mártir de la verdad”, Vargas Llosa demuestra su admiración por esta representación elemental, en el mejor sentido de la palabra, de la desacralización total de la existencia y del reposicionamiento de la fe en el lugar de la moral, como instancia superior a la política. Meursault tiene “el vicio de la verdad”, virtud que Vargas Llosa elogia adjudicando al personaje un dejo de anacronismo y amanerada superioridad que el escritor peruano quiere sin duda asimilar a su propia naturaleza. Enamorado de esta imagen que eleva el espíritu así dotado por encima de todos los demás y que admite el individualismo como clave de excelencia axiológica y virtud cívica, Vargas Llosa efectúa un giro notorio y significativo de su entusiasta admiración a Sartre a su ferviente apoyo hacia Camus, cuyas posiciones dejan un margen mucho mayor para la libertad personal y para el establecimiento de principios éticos que cada individuo puede definir para sí. 147 Este giro en las preferencias de Vargas Llosa es así uno de los más significativos en su carrera intelectual, no sólo por las implicancias ideológicas del mismo sino por los términos en los que se plantea. Vale la pena repasarlos brevemente, como ilustración del proceso más amplio que se viene rastreando en el autor peruano. Aunque la estimación de Sartre está siempre presente en Vargas Llosa, ésta pasa a su vez, como es sabido, por distintas etapas. En el ya aludido artículo titulado “El mandarín” Vargas Llosa reconoce que su admiración por el filósofo francés da un giro después del reportaje que éste concediera a Le Monde en 1964, donde relativiza la importancia de la literatura en relación con otras urgencias de la lucha social. Esta actitud de compromiso a ultranza con la causa social –que Vargas Llosa considera confusa y excesiva, desconocedora de la especificidad del aporte cultural a la lucha contra la injusticia y la desigualdad— lo hace sentirse personalmente “traicionado”. Califica a Sartre como una “máquina de pensar”, en quien todo parece ser un “epifenómeno de la inteligencia”, sin demasiado lugar para el goce, el humor o los momentos lúdicos que Vargas Llosa estima como parte esencial de la vida y, por ende, de la literatura. Aunque reconoce que Sartre lo introdujo tempranamente al tema de la responsabilidad y la función civil de la literatura, Vargas Llosa resiente el estilo austeramente reflexivo del pensador francés y encuentra en su idea del compromiso del intelectual una noción restrictiva de la libertad creadora, una “tontería” que le causa “consternación”, y plantea, sin pudor, permitiéndose “polemizar mentalmente con
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[Sartre] y desbaratarlo a preguntas,” formulando así en “El mandarín” una serie de interrogantes retóricos que vale la pena reproducir: ¿A partir de qué coeficiente de proteínas per cápita en un país era ya ético escribir novelas? ¿Qué índices debían alcanzar la renta nacional, la escolaridad, la mortalidad, la salubridad, para que no fuera inmoral pintar un cuadro, componer una cantata o tallar una escultura? ¿Qué quehaceres humanos resisten la comparación con los niños muertos más airosamente que las novelas? ¿La astrología? ¿La arquitectura? ¿Vale más el palacio de Versailles que un niño muerto? ¿Cuántos niños muertos equivalen a la teoría de los quanta? (Contra viento y marea, I, 400) La vulgaridad y soberbia de la aproximación que elige Vargas Llosa al tema, por otra parte tan manido, de la función social de la literatura, como interpelación dirigida a uno de los más influyentes filósofos del siglo XX resulta, por lo menos, apabullante, sobre todo teniendo en cuenta el encuadre político-ideológico desde el cual el existencialismo y el marxismo se proponen en los años 60 una rearticulación del campo cultural en momentos de cambio social y concientización colectiva, cuando el entonces “socialista imaginario” que era aún Vargas Llosa participaba de la utopía de la transformación social. A pesar de sus fuertes y tardíos desacuerdos con el filósofo francés, Vargas Llosa agradece a Sartre que en su momento le hubiera dado armas conceptuales para luchar contra el provincianismo, el esteticismo, el folclorismo y el maniqueísmo, desviaciones en las que caen muchos de sus contemporáneos. 148 Indica, así, cuando se pregunta qué podían ofrecer las obras de Sartre a un estudiante latinoamericano además de una nutrida información acerca de las nuevas direcciones de la narrativa contemporánea: Podían salvarlo de la provincia, inmunizarlo contra la visión folklórica, desencantarlo de esa literatura colorista, superficial, de esquema maniqueo y hechura simplona –Rómulo Gallegos, Eustasio Rivera, Jorge Icaza, Ciro Alegría, Güiraldes, los dos Arguedas, el propio Asturias de después de El señor presidente—que todavía servía de modelo y que repetía, sin saberlo, los temas y maneras del naturalismo europeo importado medio siglo atrás. (Contra viento y marea, I, 388) El fantasma de la mediocridad nacional, el tono comarcal de su cultura, que a Vargas Llosa le parece una constante amenaza para sus sueños de reconocimiento transnacionalizado, el peso de los temas autóctonos y la referencia “naturalista” a elementos vernáculos que percibe como limitaciones en la literatura de sus contemporáneos constituyen, al igual que su giro de Sartre a Camus, gestos culturales significativos, un síntoma elocuente que no solamente delata una manera de concebir la función intelectual y la relación entre verdad e individualidad, sino que da asimismo testimonio de un clima de época asimilado por ciertos sectores de la intelligentzia latinoamericana, y de las formas de conciencia social que lo caracterizan. Estas inclinaciones remiten también a la cultura nacional y a las luchas por el poder político y cultural que tienen lugar en la nación peruana.
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La generación peruana del 50, en la que suele ubicarse a Vargas Llosa, corresponde a un momento particularmente opresivo en la historia peruana. Coincide, al menos en parte, con el gobierno autoritario de Manuel Arturo Odría, el cual comienza con la Junta Militar de Gobierno (1948-1950) y continúa con la presidencia constitucional (1950-56). El período combina el proceso de modernización caracterizado por las copiosa construcción de obras públicas y el crecimiento de los flujos migratorios desde la zona andina hacia la capital, con la represión de apristas y comunistas, y con el aumento exponencial de la corrupción, fenómeno que Vargas Llosa tematiza en Conversación en La Catedral (1969). Recordando los años de su adolescencia, Vargas Llosa deja que se filtre en sus reflexiones la frustración y el desencanto que el represivo gobierno de Odría logra imbuir en la sociedad peruana, pero asimismo muestra su propia decepción hacia los miembros de su generación, que cedieron ante el peso aplastante del poder: Los jóvenes apristas y comunistas que Odría encarceló o exilió podrán […] recordar esos años con orgullo y furor. Nosotros, en cambio, los adolescentes de esa tibia clase media a los que la dictadura se contentó con envilecer, disgustándolos del Perú, de la política, de sí mismos, o haciendo de ellos conformistas y cachorros de tigre, sólo podríamos decir: fuimos una generación de sonámbulos. (Contra viento y marea, I, 65) El conformismo y la necesidad de reacción se convertirán en motivos constantes en la obra de Vargas Llosa, quien postula un modelo de intelectual que se auto-define como rebelde, capaz de manifestar una constante disconformidad ante el status quo hasta convertirse, como le señalara Mario Benedetti, en un casi mecánico agitador del régimen de turno, cualquiera sea su signo político-ideológico, como una forma, quizá, de pagar una deuda pendiente por el sonambulismo del pasado. El contexto social del gobierno de Odría, que por supuesto afecta también por esos años la primera etapa de producción literaria de Arguedas, presenta un escenario urbano enmarañado y anárquico como consecuencia de la migración masiva de indígenas y campesinos a la ciudad de Lima y a otras ciudades que ofrecían oportunidades de trabajo, con el consecuente surgimiento de barriadas o pueblos populares en los aledaños de los centros urbanos. La marginalidad que resulta de los desplazamientos poblacionales y la desigualdad endémica del país intensificada por las transformaciones mencionadas, los procesos de tecnificación que comienzan a influir sobre la organización del trabajo, el transporte, las comunicaciones y el consumo, producen un cambio profundo en los imaginarios y en los modos de vida de la sociedad peruana, particularmente en las áreas costeñas que reciben una mayor afluencia migratoria, fenómeno que tanto Arguedas como Vargas Llosa incorporarán temática y compositivamente a sus respectivas narrativas. Desde el punto de vista cultural e ideológico, el marxismo y el existencialismo constituyen las corrientes de mayor influencia, aunque estéticamente orientaciones como el neorrealismo italiano, la novelística de Faulkner, el modernismo anglosajón y la literatura fantástica (Kafka, Borges) marcan una impronta innegable en creadores e intelectuales del período. Dentro de la cultura nacional, la llamada generación del 50 sigue las huellas de César Vallejo y José Carlos Mariátegui alentando el proyecto de una literatura comprometida con el cambio social que ya había tenido importantes representantes desde las décadas anteriores. Se diseña así un mapa cultural e ideológico en el que convergen los impulsos modernizadores que van transformando aceleradamente la composición étnica y cultural del Perú –y generando conflictos vinculados con
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los procesos transculturadores –al incorporar el impacto de corrientes europeas y norteamericanas que abren una oferta de cosmopolitismo y prometen públicos idóneos y globalizados para el consumo del producto simbólico nacional. Cuando este cosmopolitismo se traduzca en los destellos tecnologizados y comercialistas del boom esta opción, que no sería la adoptada por Arguedas, se afirmaría como la línea de fuga más prometedora y eficaz para eludir las limitaciones y menoscabos de la cultura nacional. Como es sabido, hacia fines de los 50 la Revolución Cubana vendría a plantear aún otra alternativa, más radical e incierta, en este panorama que hasta entonces se presentaba como una variante del conocido dualismo tradicionalismo/modernidad, localismo/cosmopolitismo que había caracterizado otras coyunturas histórico-culturales en América Latina. La perspectiva del socialismo exigía, sin embargo, otros compromisos y otras renuncias, al tiempo que requería también espacios y métodos específicos de acción cultural y política. Sin estar reñida con las avenidas que abría el cosmopolitismo, que continúa siendo hasta hoy una característica y un desideratum de la cultura latinoamericana, la opción por la izquierda incorporaba al escenario individualista de la modernidad capitalista problemas éticos, proyecciones utópicas, formas de interpelación popular, principios y valores (como colectivismo, internacionalismo, igualdad, justicia social, antimperialismo, descolonización, solidaridad, disciplinamiento ideológico) que parecían cambiar radicalmente las reglas del juego hasta entonces conocidas. Desde la perspectiva que abre la alternativa socialista, es necesario repensar los límites conceptuales y geoculturales de las culturas nacionales y las estrategias de transnacionalización del producto literario de cara no solamente a la transformación de los modos de producción cultural sino también de las formas de consumo simbólico por parte de sectores sociales en proceso de acelerada diversificación. En los años setenta esta cuestión llegaría a constituir uno de los más frecuentes temas de debate entre intelectuales, creadores, críticos y administradores de la cultura. Es desde este contexto que se elabora el concepto de heterogeneidad y la teoría de la transculturación y se estudian los procesos de internacionalización de la literatura, enfoques que abren nuevos horizontes acerca de la producción y comprensión del producto simbólico.149 Como se ha visto, la obra de Vargas Llosa recorre un camino que articula algunos de los rasgos más salientes de las opciones mencionadas negociando los límites y grados de cada una de ellas, dentro de los nuevos parámetros del transnacionalismo. Sus formas de relacionamiento con la cultura nacional se realizarán siempre desde los más altos peldaños de la jerarquía intelectual, algo que le permite eludir los riesgos de resultar reabsorbido por las limitaciones del entorno. A partir de esa adscripción flexible en lo nacional, sus tramas narrativas se urden como calas profundas en un mundo posible, con numerosas e identificables referencias a lo real, que manifiesta palimpsésticamente su materialidad como materia prima de la creación poética. Pero sería el proceso mismo de producción, la manufactura del artificio literario y sus formas de relación con el lector lo que parecería encerrar el secreto del triunfo en Vargas Llosa. Para su inserción en el mercado globalizado, el escritor superestrella elabora los materiales que componen su temática literaria sometiéndolos a un tratamiento que los acondiciona para públicos vastos, multiculturales, que son los que legitimarán en última instancia las opciones estéticas. Tratando de evadir los riesgos más obvios de la exotización y las más recurridas opciones del realismo mágico, el telurismo o la representación mimética, la narrativa vargasllosiana se nutre de materiales híbridos donde el elemento regional es redimensionado a partir de técnicas narrativas que vehiculizan lo local y lo transforman en mercancía simbólica. Su ficción se apoya
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siempre en mecanismos de universalización de lo local, de ahí que la apelación al mal y el tratamiento melodramático de las dinámicas éticas y sociales que sus textos plantean sean fundamentales para lograr la accesibilidad de sus mundos ficticios que se ofrecen a lectores pertenecientes a muy diversos universos socioculturales. Esta dinámica entre el particularismo temático y su accesibilidad estética, entre elaboración de la distancia y creación de dispositivos de identificación con el mundo representado depende de un abanico de recursos formales y de una capacidad de flexibilidad ideológica que al mismo tiempo posibilitan y hacen vulnerable el universo narrativo vargasllosiano. Vasos comunicantes, cajas chinas, desdoblamientos del personaje, mudas temporales, espaciales o narrativas, alternancia de puntos de vista, flashbacks, simultaneidad de discursos, intensificaciones afectivas, apelación a temáticas en las que la violencia, el erotismo y los antagonismos de clase y raza constituyen un repertorio variado y meticuloso de procedimientos apropiados de los grandes maestros (Faulkner, Hugo, y sobre todo Flaubert) y redimensionados de acuerdo a las necesidades expresivas de las culturas periféricas de América Latina. Sin embargo, si la exuberante variedad técnica en que se apoya la obra de Vargas Llosa revela un plan narrativo deliberado y cuidadoso, atravesado por múltiples y bien asimiladas influencias, la reflexión del autor respecto al proceso creativo y a la función de la literatura ha insistido en introducir elementos de muy distinta naturaleza, particularmente extra-racionales, en la comprensión del proceso creativo. Las teorizaciones de Vargas Llosa acerca de la elaboración literaria, aunque pobladas por lugares comunes, banalizaciones y psicologismos acerca de la naturaleza de la literatura y de las instancias que conducen al trabajo simbólico, fueron tomadas a pie juntillas por la crítica, y en gran medida sobredimensionadas al convertirlas en el paradigma de un modelo crítico que se oponía al propugnado por la izquierda en el contexto de la transformación social que el socialismo parecía haber iniciado. Aunque los argumentos que Vargas Llosa esgrime en la definición de la función y la naturaleza del quehacer literario varían a lo largo del tiempo, el leit motiv de esa elaboración recae sobre la capacidad del arte de compensar la mediocridad de la vida, de expresar la disconformidad con el mundo real y elevar la percepción de aspectos de la experiencia cotidiana que pasarían, de otro modo, desapercibidos para el hombre común. Así, por ejemplo, en el ya aludido discurso de recepción del premio Rómulo Gallegos, en 1967, Vargas Llosa se referiría, como introducción al tema de la función de la literatura, al casi mítico poeta vanguardista Carlos Oquendo de Amat (1905-1936) a quien caracteriza como un “hechicero”, un “visionario”, un loco que se inmola en el altar de la literatura. En la tradición del poeta maldito que tiene en Charles Baudelaire su modulación más brillante, Vargas Llosa denuncia a la sociedad que mata al poeta “de hambre, de olvido o de ridículo” y que condena su “hermosa, absorbente y tiránica” vocación a la marginalidad. En el marco ideológico de su tiempo la proposición vargasllosiana debió haber sonado por lo menos como anacrónica. En tiempos de acendrado compromiso ideológico que el mismo Vargas Llosa compartiera durante su período de adhesión al pensamiento marxista, cuando como se ha visto para el caso de Arguedas, la función del intelectual iba incorporando aceleradamente la perspectiva materialista y convirtiéndose en una forma –una, entre tantas prácticas— de trabajo cultural, en el contexto de los procesos de reformulación ideológica y de transformación social liderados a nivel continental por la Revolución Cubana, la concepción romántico-idealista del creador como un pequeño dios que inauguraba realidades ficcionales para sustituir las insuficiencias del mundo cotidiano no pudo dejar de parecer una petición de
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principios un tanto trasnochada y retardataria que daría lugar a múltiples debates respecto al papel político del intelectual en América Latina. En 1969, por ejemplo, Vargas Llosa participa en una polémica con Julio Cortázar y Oscar Collazos a partir de un artículo del escritor colombiano titulado “La encrucijada del lenguaje”, publicado en el semanario uruguayo Marcha a fines de ese año. En el debate, recogido luego bajo el título de Literatura en la revolución y revolución en la literatura (1970), se abordan aspectos vinculados al problema de la función de la literatura, en términos que son bien representativos de los criterios estético-ideológicos que caracterizan el clima cultural de la época.150 El artículo de Collazos que abre el debate comienza por plantear cuestiones vinculadas a la utilización de técnicas literarias procedentes de la literatura europea y anglosajona en América Latina, principalmente por parte de los escritores del boom, y acerca de lo que el escritor colombiano denomina “mistificación del hecho creador entendido como autonomía verbal, como otro mundo en disputa con la realidad, en ‘competencia con Dios’”. Alude al respecto la opinión de Vargas Llosa de que “la literatura no puede ser valorada por comparación con la realidad. Debe ser una realidad autónoma, que existe por sí misma” aunque como el escritor peruano reconoce, “cuando son grandes novelas son grandes porque contienen demonios que pertenecen a la colectividad y no sólo al novelista” (Collazos et al. 9-10). 151 Collazos identifica detrás de los reclamos de autonomía de la literatura, “el síntoma de una encrucijada” – es decir, un dilema, un double bind— que atrapa al intelectual revolucionario entre el deseo de potenciar el arte como una instancia independiente de expresión simbólica y la necesidad de reconocer las urgencias de la realidad social, es decir, entre la tentación de mitificar el hecho poético y el deber de reconocerlo como parte de un mundo en proceso de transformación que requiere un arte que contribuya a esclarecer y avanzar la conciencia social. Esta “escisión del ser político y del ser literario” (15) constituye, para Collazos, una forma ideológica (en el sentido de falsa conciencia) acerca de la manera en que debe ser definida la función intelectual en América Latina, y está determinada por la condición neocolonial y la dependencia de los centros metropolitanos (EEUU, Europa) que han incorporado modelos representacionales y formas de concebir el trabajo artístico que no condicen con las necesidades de sociedades “en vías de desarrollo (ya no solo económico sino cultural” (31). Explica entonces el dilema del escritor latinoamericano como un legado del colonialismo y de los remanentes complejos de la sociedad criolla ante los productos avanzados de las antiguas metrópolis. En una aproximación antiimperialista y dependentista expresada con la retórica de la época, Collazos resume así la actitud del intelectual latinoamericano frente a las técnicas y los cánones literarios del mundo desarrollado: “Huyéndole al fantasma del provincianismo, nos dejamos arrastrar por el cadáver de la metrópoli y queremos asistir, condolidos, a su entierro, hasta con la secreta misión de ser artífices de su resurrección” (22). Más bien, explica el escritor colombiano, el desafío en América Latina es no tratar de emular el “espectáculo” de la cultura foránea sino “ser superiores a nuestra barbarie” (31). Todo lenguaje que no tiene correspondencia con el mundo que representa terminará estallando, ya que el significado de la literatura, incluyendo sus recursos formales y sus juegos estéticos, se realiza a través de la relación de conocimiento que establece con respecto a la realidad a la que pertenece. De esta manera, según Collazos, el lenguaje debe ser utilizado como medio y no como fin, eludiendo así los peligros y distracciones del escapismo esteticista y la ludicidad. El compromiso
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del escritor es con una realidad concreta que exige que el producto simbólico contribuya a abrir perspectivas y a impulsar formas revolucionarias de conciencia social. Reaccionando contra la visión restrictiva y en cierto grado normativa de Collazos, Cortázar interviene reclamando del escritor revolucionario, más bien, una apertura a la libertad creativa, que permita eludir los riesgos prescriptivos del realismo socialista y, en general, de concepciones excesivamente inmediatistas que terminarían sometiendo a la literatura a las contingencias del momento histórico sin permitir la apertura de nuevos horizontes al pensamiento y a la imaginación. La propuesta del argentino se resume en la idea de que se necesitan, en el momento histórico en que se produce este debate, más revolucionarios de la literatura que literatos de la revolución (Collazos et al. 76) así como una definición de la función intelectual basada en la responsabilidad moral, que cada productor cultural jugaría dentro de los parámetros de su campo de acción, sin evasionismo pero también sin prescripciones que limiten la actividad creadora. En su intervención, titulada “Luzbel, Europa y otras conspiraciones”, Vargas Llosa señala, por su parte, que la literatura cumple con relatar aspectos que la historia no puede contar (siguiendo en esto, como indica el escritor peruano, la idea de Balzac de que la literatura es la historia privada de las naciones, su trayectoria íntima, afectiva y con frecuencia inconfesable). Reivindicando siempre el elemento irracional, Vargas Llosa plantea que una literatura eminentemente “racional” debería encontrar la manera de dejarse permear por los elementos oscuros del creador, sus deseos, instintos y obsesiones, sus fantasmas o demonios152: Pienso que la vocación de la literatura establece en quien la asume una inevitable dualidad o duplicidad (utilizo este último término, desde luego, sin la carga peyorativa con que se usa frecuentemente), porque el acto de la creación se nutre simultáneamente, en grados diversos en cada caso, desde luego, de las dos fases de la personalidad del creador: la racional y la irracional, las convicciones y las obsesiones […] Yo pienso que esos elementos inconscientes, obsesivos, que he llamado los ‘demonios’ (antes lo hizo Goethe, ¿no?), son los que determinan casi siempre los ‘temas’ de una obra, y que el gobierno racional que un autor puede ejercer sobre ellos es escaso o nulo, en tanto que en el dominio específico de la forma –la elección de un lenguaje, la concepción de una estructura en que aquellos contenidos se encarnen—el factor intelectual es el preponderante. (Collazos et al. 82-83)153 Similares conceptos se ventilaron en una mesa redonda organizada en París en las que participaron Rubén Bareiro Saguier, Roberto Schwartz, Julio Le Parc, Vargas Llosa y Cortázar, en abril de 1970, dando lugar al libro que el escritor argentino recogiera ese mismo año bajo el título de Viaje alrededor de una mesa. En esa ocasión Vargas Llosa volvió a insistir allí sobre la diferencia entre intelectual strictu sensu, cuya producción se encamina claramente por el camino de una deliberada dirección político-ideológica, y el creador literario, quien produce textos cuyo contenido controla sólo a medias, debido a la injerencia de elementos irracionales que sus propios demonios desatan en el proceso de elaboración literaria. Cortázar y Vargas Llosa coinciden en cuanto a la defensa de un espacio autónomo –o, al menos, de autonomía relativa— para la creación literaria, protestando contra los reclamos de accesibilidad, pragmatismo y
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alineación ideológica del producto simbólico. La distinción que Cortázar establece entre “una creación revolucionaria” y una “creación dentro de la revolución” se orienta en la misma dirección de la refutación de Vargas Llosa del arte en tanto actividad al servicio de determinadas posiciones ideológicas. Como es obvio, el debate era sólo la punta del témpano de un más vasto proceso de redefinición del campo intelectual de cara a las propuestas del socialismo, de modo que deriva inevitablemente al terreno propiamente político. Se discuten los reclamos que Hugo Blanco dirigía desde la cárcel peruana a “los poetas revolucionarios y a los revolucionarios poetas” pidiendo que se volviera a una literatura por encargo, como en los casos de César Vallejo o de Javier Heraud, quienes cediendo a los requerimientos de su momento histórico habían escrito una poesía supuestamente de cuño popular, alejada del exquisito elitismo del humanismo burgués (idea que aún en su pura intencionalidad revolucionaria pasaba por alto la complejidad temática y lingüística de Vallejo, por ejemplo, rasgo que lo alejara inevitablemente de una relación directa con el sujeto popular con quien ideológicamente se identificaba). Valga la referencia a este intercambio de ideas para confirmar una vez más la multiplicidad de dilemas – double binds— que atenazaban la creatividad literaria y la reflexión intelectual por esos años, y que hemos visto funcionar, desde otras trincheras, en el caso de Arguedas, cuya solidaridad con las posiciones de Blanco es bien conocida. Con estos antecedentes, en el año 1972, cuando estaban ya sobre el tapete las disidencias de Vargas Llosa y otros intelectuales con las políticas culturales de la Revolución Cubana, la conocida polémica que el escritor peruano sostiene con Rama a partir de la publicación de Gabriel García Márquez: historia de un deicidio (1971) enfrenta en ese momento con mayor radicalidad aún que en el debate de 1969, dos perspectivas opuestas acerca de la relación entre literatura y sociedad, producción cultural y compromiso político, dejando en evidencia la existencia de dos modelos bien diferenciados de pensamiento crítico. 154 Cien años de soledad (1967) es estudiada por Vargas Llosa como “novela total”, en la que se combinan elementos biográficos, históricos e imaginarios. Vargas Llosa analiza la copiosa red de influencias que dejaron su impronta sobre la obra de García Márquez, desde Faulkner, cuya imaginaria Yoknapatawpha es siempre citada como antecedente para la invención de Macondo, hasta Ernest Hemingway, sin olvidar los marcados influjos de autores y de textos tan dispares como François Rabelais, Borges, Camus, Las mil y una noches, Daniel Defoe, Virginia Woolf y las novelas de caballería.155 Al estudiar la literatura de García Márquez, Vargas Llosa, agrupa sus “demonios” en tres categorías: los personales, los históricos y los culturales. Los primeros son los que se vinculan a la vida privada, familiar, del escritor; los segundos son epocales y se relacionan con el tiempo que le tocó vivir y los sucesos que marcan su experiencia en sociedad. Finalmente, los demonios culturales son los que van pautando sus intereses y preocupaciones intelectuales incluyendo la persecución del estilo, las temáticas literarias y los procesos de representación. El libro analiza el proceso que transforma experiencia en discurso, es decir, las etapas que corresponden a la elaboración de universos ficticios a partir de los materiales que brindan las vivencias personales y las formas de socialización en un momento histórico determinado. La creación literaria consistiría entonces en la transformación de la subjetividad en material estético, en su materialización simbólica. Para Vargas Llosa más que invención hay en la creación literaria un verdadero “plagio” de la realidad, y un arduo trabajo del creador para liberarse de sus obsesiones a través de la escritura. En este esquema, la originalidad consiste justamente en alcanzar la meta, es un objetivo, no un impulso originario. Toda obra niega la realidad al
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reemplazarla por el mundo ficticio, por lo cual éste debe ser convincente, persuadir al lector que deja atrás el mundo real para seguir al creador en los vericuetos de un universo alternativo.156 Sin embargo, lo que desata la polémica con Rama es la aludida concepción vargasllosiana de los “demonios” como el elemento irracional que capturando las disconformidades del escritor con el mundo que lo circunda, cataliza la fabricación de universos ficticios. Estos mundos imaginados sustituyen a la realidad, cuya insuficiente o defectuosa condición se ve entonces reemplazada por la red imaginaria de espacios, relaciones, personajes y sucesos que emergen del genio creativo del escritor, que responde al impulso de sus demonios. De ellos parte la energía creativa que hace del escritor un dios, dueño y artífice del mundo ficticio que compite con el que nos revelan nuestras percepciones y racionalidad. Este escenario, en el que se enfrentaban estilos críticos y aproximaciones al tema siempre debatido de la inspiración poética, trasladaba al plano literario antagonismos más profundos en cuanto a las políticas culturales del socialismo, la relación entre intelectual y Estado y las conexiones entre diversos aspectos que se articulaban en el nivel superestructural (elementos estéticos, éticos e ideológicos relacionados con los contenidos de la ficción, su capacidad interpelativa y las formas de conocimiento que podían extraerse del arte en un mundo en proceso de transformación). Desde la perspectiva de Vargas Llosa, la “realidad real” podía ser eludida, ignorada o dejada de lado, en todo caso, superada –desplazada –a partir del universo manufacturado y controlado de la ficción, fabricado a la medida del deseo y de las obsesiones del creador. La idea de los demonios como fuerza primera del proceso creativo siendo en sí misma un concepto anodino, frecuentemente utilizado como referencia a los elementos emocionales y a los temas recurrentes que van apareciendo en el trabajo artístico, se transformó rápidamente, para muchos, en un ideologema irritante y provocador. La apelación al irracionalismo y la sugerencia de una realidad que podía transformarse de una manera efímera e ilusoria en el plano de la imaginación independizándose así de los determinantes sociales, las problemáticas de poder, las urgencias económicas y políticas, no podía sentar bien en el horizonte ideológico de los años setenta, sobre todo teniendo en cuenta las disidencias del escritor peruano con el pensamiento socialista y el aparte de aguas que habían causado sólo un año antes, sus críticas al régimen cubano y su posterior ruptura con la administración de Fidel Castro a raíz del caso Padilla. Dentro de ese contexto, la constante alusión a los demonios sonaba a alienación, la sustitución de la realidad se leía como evasionismo y negación de la historia y el “dios” en que se convertía el escritor sugería un incontrolable individualismo y una hybris burguesa ajenos a la ética del trabajo proletario y a la mentalidad colectivista del hombre nuevo.157 La reacción de Rama a la visión escatológica de Vargas Llosa sobre la creación literaria se organiza por las vías del materialismo dialéctico pero también del historicismo, oponiendo la lógica de los desarrollos históricos a los argumentos mucho más improvisados y efectistas del escritor peruano, cuyas propuestas tilda de malditismo y de negativismo: el escritor como un ser dominado por fuerzas anómalas que no puede controlar y la literatura como la contracara de la realidad, como la articulación de las carencias y defectos del mundo conocido. Para Rama, el impresionismo psicologista de Vargas Llosa y su visión de la narrativa novelesca como materialización de obsesiones y pulsiones oscuras que dominan la racionalidad acercan al escritor y a su literatura al mundo de la locura más que al del arte. Imbuido de los enfoques sociohistóricos de Lukács y Goldmann, de la episteme foucaultiana y del pensamiento
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heterodoxo de Walter Benjamin y empeñado en la refundación del pensamiento crítico como ejercicio del criterio, como una instancia de racionalización y análisis capaz de explorar las causas profundas de lo social y de redefinir las funciones y especificidades del trabajo simbólico, Rama pugna por una reflexión crítica capaz de acompañar los desarrollos transnacionalizados de la literatura latinoamericana y, al mismo tiempo, idónea para satisfacer las expectativas y necesidades de públicos diversos y los programas culturales de sociedades en proceso de transformación. Para Rama el arte, incluyendo a la literatura, debía transmitir conocimiento de lo real e impulsar formas descolonizadoras de pensamiento crítico. Desde esa perspectiva, las posiciones irracionalistas de Vargas Llosa se revelaban como enajenantes en la medida en que convertían la literatura en ideología, transmitiendo una falsa conciencia acerca de la naturaleza y de la función del producto simbólico. Ángel Rama señala el “asombroso arcaísmo” de la tesis de Vargas Llosa sobre el deicidio señalando que la gastada fórmula que rescataba la idea del irracionalismo del arte revelaba una anticuada preocupación por el momento de génesis del proceso creador que se enfocaba con “imprecisión semántica” y una torsión teologista que hace del escritor un “elegido” justamente en una época en que el marxismo intentaba enfatizar la ideal arte como trabajo humano y práctica social: El escritor inspirado, el escritor protegido de las musas, el escritor de la intimidad terrible y sagrada, el escritor poseído por los demonios, el escritor irresponsable por lo tanto, el escritor niño o loco, como dice Jaspers, todas esas fórmulas no fueron en definitiva otra cosa que ideologizaciones destinadas a preservar el “status” de un profesional a quien la burguesía, al asumir la dirección del mundo europeo, retiró su encomienda, como lo vio con su acostumbrada lucidez Benjamin. (Rama y Vargas Llosa, García Márquez y la problemática de la novela 9) No debe olvidarse en la evaluación de las posiciones del crítico uruguayo frente a los conceptos vertidos por el autor de La ciudad y los perros que era justamente por estos años que Rama se abocaría al estudio sistemático de las literaturas andinas, particularmente a la valoración crítica de la obra de Arguedas, que provoca en el crítico un gran deslumbramiento que cataliza y articula la teorización sobre los procesos de transculturación. 158 No es excesivo suponer que Rama evalúa comparativamente la obra de los dos escritores peruanos, inclinándose notoriamente hacia el autor de Los ríos profundos, cuya originalidad, pasión y posicionamientos ideológicos le parecen mucho más convincentes, en su conjunto, que la obra altamente calificada de Vargas Llosa, poseedor de uno de los repertorios técnicos más nutridos y efectivos de la literatura contemporánea en lengua española.159 También resulta interesante anotar que el supuesto irracionalismo que transmitía la concepción de los demonios en Vargas Llosa cumplía con el intento de restablecimiento del aura que la modernidad había visto desvanecerse en el arte ante los avances de la tecnificación cultural. 160 Las posiciones del escritor, marcadas por un individualismo que insiste en el mantenimiento de una zona de autonomía creativa frente a la autoridad y expansión del discurso político, buscaban preservar un reducto humanístico en el que la alta cultura pudiera permanecer afincada en los mitos de la excepcionalidad del creador, la superioridad estética y la libertad creadora, principios que desde “La literatura es fuego” hasta La civilización del espectáculo Vargas Llosa defendería
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con ahínco. En su Cartas a un joven novelista, de 1997, por ejemplo, vuelve sobre el tema de la mentira productiva y la sustitución de una realidad insuficiente: La ficción es una mentira que encubre una profunda verdad: ella es la vida que no fue, la que los hombres y mujeres de una época dada quisieron tener y no tuvieron y por eso debieron inventarla. Ella no es el retrato de la Historia, más bien su contracarátula o reverso, aquello que no sucedió, y precisamente por ello debió de ser creado por la imaginación y las palabras para aplacar las ambiciones que la vida verdadera era incapaz de satisfacer para llenar los vacíos que mujeres y hombres descubrían a su alrededor y trataban de poblar con los fantasmas que ellos mismos fabricaban. (16) El propósito de Rama de consolidar el discurso crítico como una práctica cultural que superara el comentario impresionista y la mera aproximación hermenéutica y que fuera capaz de percibir desarrollos histórico-culturales, panoramas y relaciones entre la serie literaria y los procesos político-económicos no cejaría y volvería a intersectar con las opiniones de Vargas Llosa con respecto al boom y a su significado dentro de la cultura latinoamericana.161 Es justo indicar que desde el comienzo la posición de Vargas Llosa dentro del espacio intelectual y comercial de la literatura del boom estuvo marcada por el reconocimiento público. Los temores del escritor de resultar subsumido en la mediocridad provinciana de la cultura nacional o asimilado por las ideologías dominantes lo mantuvieron siempre a la defensiva y en una actitud de constante autopromoción con miras a la inserción en mercados globales. En el mencionado discurso de Caracas cuando recibe el premio Rómulo Gallegos Vargas Llosa detecta la transformación social que conduce ya claramente, en la segunda mitad del siglo XX, a la profesionalización del escritor y a la circulación comercializada y transnacionalizada del producto simbólico. Indica, así, en esa ocasión: […] es cierto que en los últimos años las cosas empiezan a cambiar. Lentamente se insinúa en nuestros países un clima más hospitalario para la literatura. Los círculos de lectores comienzan a crecer, las burguesías descubren que los libros importan, que los escritores son algo más que locos benignos, que ellos tienen una función que cumplir entre los hombres. Pero entonces a medida que comience a hacerse justicia al escritor latinoamericano, o más bien, a medida que comience a rectificarse la injusticia que ha pesado sobre él, una amenaza puede surgir, un peligro endiabladamente sutil. Las mismas sociedades que exilaron y rechazaron al escritor, pueden pensar ahora que conviene asimilarlo, integrarlo, conferirle una especie de estatuto oficial. (Vargas Llosa, “La literatura es fuego” 1) No es necesario resaltar el hecho de que lo que Vargas Llosa interpreta aquí como un efecto del cambio que se estaría registrando en la sociedad hacia el reconocimiento de los altos valores de la literatura latinoamericana –transformación que el escritor considera un ejemplo de espontánea justicia social— responde en realidad a una serie de factores concretos que su supuesta
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ingenuidad le impediría reconocer. Tampoco es necesario señalar, a propósito de las últimas líneas de la cita, que la posición del escritor frente a la cooptación oficialista no tiene por qué ser una actitud pasiva sino, por el contrario, el resultado de la complicidad y hasta la complacencia del intelectual con ese proceso que lo vincula a los centros de poder. Podría alegarse que el mismo Vargas Llosa caería voluntariamente en las redes de captura del mercado global, no ya –o no solamente—en su calidad de escritor sino en su capacidad de escribidor, en su papel de intelectual mediático, firmemente instalado sobre la plataforma del neoliberalismo como antes sobre la del socialismo, y no en una pasiva asimilación a las imposiciones de la globalización cultural, sino como un convencido militante de esa nueva forma de oficialismo que impone la extrema profesionalización del creador y su dependencia de los grandes circuitos de comercialización del producto literario, particularmente en un panorama de creciente privatización de la industria cultural globalizada. En estos años, sin embargo, la actitud de Vargas Llosa es de una pretendida ingenuidad que quiere, quizá, denotar recato ante los avatares de la tumultuosa realidad latinoamericana, refugiándose en la producción literaria como si se tratara de un espacio más aséptico y apartado de las tensiones y requerimientos de la hora. En ocasión del Coloquio del libro que tuviera lugar en Caracas en julio de 1972, reafirmaría su “incomprensión” básica del contexto cultural de la época, refiriéndose al fenómeno del boom literario: Lo que se llama boom y que nadie sabe exactamente qué es –yo particularmente no lo sé—es un conjunto de escritores, tampoco se sabe exactamente quiénes, pues cada uno tiene su propia lista, que adquirieron de manera más o menos simultánea en el tiempo cierta difusión, cierto reconocimiento por parte del público y de la crítica. Esto puede llamarse, tal vez, un accidente histórico. (cit. por Rama, “El boom en perspectiva” 59, mi énfasis) Tratando de salir al cruce de este supuesto candor proveniente de quien ya entonces se perfilaba como uno de los más sobresalientes representantes de la brillante corriente literaria del boom, Rama, comentando las opiniones de Vargas Llosa, resume, no sin impaciencia, el encuadre cultural de la época de la siguiente manera: Como tal accidente de la historia corresponde a fuerzas transformadoras que van generando nuevas situaciones: el citado avance de los medios de comunicación que no sólo se tipificó en los ‘magazines’ sino marcadamente en el desarrollo de la televisión, los medios gráficos de la publicidad, el nuevo cine, también deben verse en relación a esas fuerzas transformadoras que generan su nuevo público, entre ellas es obligatorio reconocer la incidencia del aumento demográfico, del desarrollo urbano, gracias a la evolución del terciario, del notorio progreso de la educación primaria y secundaria y, sobre todo, de la industrialización de la posguerra que enquistó en América plazas evolucionadas que reclamaban equipos más dotados que antes, cambios todos ellos cuyas limitaciones y cuya fragilidad son de sobra conocidas. (Rama, “El boom en perspectiva” 60)
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Rama trae a colación factores sociales que, vinculados a cambios económicos, enmarcan y fundamentan el surgimiento del boom, que constituiría, desde la perspectiva sociológica del crítico uruguayo, una de las fuerzas transformadoras que impactan la sociedad latinoamericana de los años 60. La perspectiva de Vargas Llosa elude ese tipo de racionalizaciones. Al escritor le interesa resaltar, más bien, un estado de cosas que favorece la importancia que la literatura está tomando como testimonio de una realidad que, como es el caso en América Latina, demuestra día a día, por “un verdadero festín de razones”, estar “mal hecha” (Vargas Llosa, “La literatura es fuego” 2): plagada de pesadillas como las de la ignorancia, la injusticia, la explotación o la desigualdad. Ante estas condiciones objetivas, los universos de la ficción actúan, como hemos visto, como mecanismos de denuncia y de sustitución simbólica. Afortunadamente, había indicado Vargas Llosa en las primeras etapas de su carrera, el tiempo de la justicia social se aproxima ya que: […] dentro de diez, veinte o cincuenta años habrá llegado a todos nuestros países como ahora a Cuba la hora de la justicia social y América Latina entera se habrá emancipado del imperio que la saquea, de las castas que la explotan, de las fuerzas que hoy la ofenden y reprimen. Yo quiero que esa hora llegue cuanto antes y que América Latina ingrese de una vez por todas en la dignidad y en la vida moderna, que el socialismo nos libere de nuestro anacronismo y nuestro horror. (Vargas Llosa, “La literatura es fuego” 2, mi énfasis) Los términos resaltados en la cita apuntan a un maniqueísmo inquietante, que veremos surgir y resurgir, con distintos tratamientos, a lo largo de toda la obra de Vargas Llosa, donde la dignidad –la panacea –de la modernidad se opone al horror del anacronismo, como la identidad a la otredad. En el Perú, indica: lo notable es ser leal a [la vocación] contra viento y marea... seguir nadando contra la corriente” […] “¿[Q]ué significa, en el Perú, ser escritor?: un individuo pintoresco y excéntrico, una especie de loco benigno al que se deja en libertad porque, después de todo, su demencia no es contagiosa. (Contra viento y marea, I, 93) Vista como una temporalidad en la que los procesos “suceden” y en la que el cambio social es concebido como “accidente histórico” o como advenimiento, la historia y las contradicciones que se manifiestan a todos los niveles en las sociedades periféricas de América Latina serán interpretadas así como fatalidad, como circunstancialidad o como manifestación de la incapacidad de los sujetos para superar sus condiciones de existencia e integrarse a las diversas formas de progreso social que el liberalismo pondría al alcance de todos, democráticamente. 162 Desde esta perspectiva, se hace innecesario para el escritor racionalizar estos procesos de cambio, ya que los mismos pueden ser solamente aludidos por sus efectos y repercusiones, o por el rendimiento estético-ideológico que pueda derivarse de ellos y “comprendidos” como ocurrencias o advenimientos sociohistóricos de vastas dimensiones. Ninguna urgencia ética atenaza el mundo vargasllosiano, que sin embargo plantea el tema moral, dentro de los parámetros convencionales de un pensamiento imaginariamente liberal –para retomar aquí la
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idea de Lauer, quien califica a Vargas Llosa de “liberal imaginario”— recorrido por los universales que son propios del occidentalismo y que permiten evadir las contingencias que impone una modernidad desigual, excluyente e inacabada. En esta economía, los intelectuales son, por vocación, “los profesionales del descontento, los perturbadores conscientes o inconscientes de la sociedad, los rebeldes con causa, los insurrectos irredentos del mundo, los insoportables abogados del diablo” (Vargas Llosa, “La literatura es fuego” 2). Sujeta a una concepción irracionalista como la que se ha venido delineando, la función del intelectual intriga al propio Vargas Llosa, que parece replantear constantemente la cuestión, para los demás pero sobre todo, para sí mismo, de múltiples maneras. ¿Qué es el escritor? ¿Demiurgo o víctima de sus propias pulsiones? ¿Qué papel corresponde a la ficción? ¿Ésta miente siempre, instalando al lector en una irrealidad que sustituye definitivamente las circunstancias que lo rodean? ¿Qué frontera vincula ficción y simulacro, qué borde separa y une falsedad y fantasía? Y si logramos, en efecto, identificar este límite, ¿qué peligros encarna su transgresión? ¿Qué beneficios? Situado en la encrucijada –en el double bind—de su época, donde las urgencias de la transformación política y social de América Latina implicaban también la reinserción de la región en los mercados internacionales y la recomposición de las culturas nacionales como espacios primarios aunque no determinantes de identidad y praxis –sometido, entonces, a la necesidad de redefinir la representación simbólica en relación a la noción cercana de representatividad (política, social, cultural)— Vargas Llosa elabora su literatura como negociación entre dos dimensiones contrapuestas. Por un lado, las exigencias de representación de la materia local provista por la multifacética y conflictiva cultura andina; por otro lado, la dimensión globalizada que requería la producción literaria pensada como mercancía destinada al consumo transnacionalizado. Su tarea está marcada, entonces, aunque de una manera sustancialmente diferente a la forma que esta cuestión asume en Arguedas, por el problema de la traducción –o, para ponerlo en términos de Rama, de una transculturación inversa— destinada a insertar contenidos regionales en el registro universalizante de la tecnificación literaria, capaz de facilitar el acceso de la literatura latinoamericana a la República Mundial de las Letras sin desprenderla del todo, sin embargo, de la fértil y problemática cultura nacional. Vargas Llosa encuentra en la diversificación y en las tecnologización del producto poético el secreto del triunfo. La teoría de los demonios permite resguardar una zona intangible del proceso poético como dominio de la individualidad, un margen de acción que al tiempo que preservaba el aura del producto simbólico vinculaba la creación periférica a tradiciones prestigiosas y consagradas del mundo occidental: Goethe, Baudelaire, Ducasse, Bataille. La obra de Vargas Llosa abunda en la representación de sub-espacios en los que se reproducen, como en un microcosmos, las interacciones entre sujetos y sectores sociales que aunque son tipológicamente reconocibles en el mundo real han sido artificializados por el hecho literario que se apoya en la creación y manipulación de la distancia entre mundo real y mundo ficticio. La prisión, el prostíbulo, el convento, la escuela, la taberna, constituyen espacios institucionalizados que funcionan de acuerdo a regulaciones y códigos jerárquicos bien diferenciados que permiten la interacción de personajes, cosmovisiones y discursos cuyas intersecciones y colisiones catalizan el proceso de producción de significados. Son espacios intersticiales, transicionales, relacionales: no-lugares que dan lugar a una contractualidad solitaria (Augé, Los no lugares
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98), encuentros que se rigen por sus propias regulaciones, que generan su propio lenguaje y se orientan de acuerdo a su particular teleología. En ellos se producen intercambios, transacciones simbólicas, formas transitorias y efímeras de reconocimiento detrás de las cuales sigue desarrollándose, independientemente de la subjetividad individual y colectiva, una realidad en sí misma inalcanzable. El individuo que interactúa con otros en esos espacios transicionales es siempre solitario; su existencia social se concreta de una manera situacional, contingente, sujeta a los condicionantes y opciones que van desplegándose ante él y que lo involucran de una manera u otra. Sometido siempre a los mecanismos de autoridad y a sus estrategias de disciplinamiento, el sujeto de la narrativa vargasllosiana es casi siempre víctima de la violencia física o simbólica de que habla Bourdieu, la cual refuerza o contrapesa el poder dominante. Ejercida como un control físico del cuerpo individual o colectivo o como aplicación de jerarquías inamovibles que modelan la organización de lo social, la narrativa de Vargas Llosa elabora la aventura degradada de un mundo que expone sus contradicciones como si se tratara de un espectáculo que parodia una épica social que ha sacrificado la grandeza a la contingencia, la trascendencia a la circunstancialidad. Por los espacios cerrados, microcósmicos, en los que se despliega la acción ficticia, circula un capital simbólico vinculado a formas alienadas de identidad que se ha ido devaluando en la fricción social, el cual remite a contradicciones inherentes de la estructura política y social. Estas contradicciones se asumen como datos del mundo real sin dar lugar a exploraciones más profundas sino tan sólo al registro de sus efectos, entendidos como epifenómenos acotados y concretos de fuerzas que no afloran a la superficie de la conciencia. Como si se tratara de una energía irracional y por lo tanto inexplicable, los personajes principales de la ficción novelesca son portadores de un elemento que los distingue y los define, y que se convierte en la clave de procesos de intercambio simbólico a partir de los cuales se articula el relato que consiste en la historia de los modos en que circula la excepcionalidad, dejando su impronta sobre el mundo ordinario. Como Bourdieu nos recuerda: [E]l capital simbólico es una propiedad cualquiera, fuerza física, riqueza, valor guerrero que, percibida por unos agentes sociales dotados de las categorías de percepción y de valoración que permiten percibirla, conocerla y reconocerla, se vuelve simbólicamente eficiente, como una verdadera fuerza mágica: una propiedad que, porque responde a unas ‘expectativas colectivas’ socialmente constituidas, a unas creencias, ejerce una especie de acción a distancia, sin contacto físico. (172-173) Este es el caso obvio de Saúl Zuratas, el hablador, y el de Bonifacia, en La casa verde, quien es transpuesta de convento a burdel y prostituida por igual en ambos espacios, que adquieren así una equivalencia simbólica y un valor intercambiable en la economía utilitaria que el texto teatraliza. Es también el caso de Cuéllar, el muchacho castrado en Los cachorros (1967), o de Mayta, que circula como signo de la rebelión y del mal en distintos espacios novelescos.163 En Vargas Llosa la realidad sólo puede ser abordada y comprendida a costa de una flagrante reducción de su complejidad a los términos de un realismo paródico donde se representa el drama de la historia, la lucha interminable entre bien y mal, la degradación inevitable de lo social, la corrupción inherente al poder, las fracturas profundas de la naturaleza humana, como si
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se tratara de estaciones ineludibles en el recorrido lineal y progresivo de la historia. Si en efecto pudiera hablarse de una “poética del cambio social” expresada de manera más o menos explícita en la obra de Vargas Llosa, ésta se manifestaría como una colección de clichés en los que se ensalza la condición espontánea e iluminada del creador como una forma irracional y privilegiada de penetración en el arcano designio de la historia, como un impulso emocional y visionario que lo lleva a sustituir con el universo de la ficción la realidad insuficiente y defectuosa que le tocó vivir. Esto se corresponde con la conciencia limitada de muchos de sus personajes, cuya incomprensión de las circunstancias que los rodean rinde más dividendos narrativos que la iluminación de su mundo interior o la representación de un proyecto que exceda lo inmediato. La complejidad del mundo ficcional vargasllosiano no debe ser confundida, entonces, con una profundización en la complejidad de lo real. Sus tramas abigarradas, sus recursos técnicos y sus enmarañados escenarios narrativos no implican una captación necesariamente profunda del conflicto social. Demuestran, eso sí, la habilidad de construir un tejido imaginario que se superpone al trasfondo inabarcable del drama histórico que continúa desarrollándose más allá de la falsa conciencia de la literatura. El mal campea en la obra de Vargas Llosa porque su existencia y sus recursos confirman la concepción del universo como un espacio de fuerzas desatadas y vaciado de trascendencia, donde lo verdaderamente estético es la desigualdad de la contienda y lo realmente seductor es el modo en que se enfrenta la negatividad. En la medida en que esta obra no canaliza un proyecto alternativo ni transmite certezas en cuanto a la direccionalidad de los procesos histórico sociales que se agotan en su atormentada contingencia (en la medida, también en que sus apoyaturas estéticas y filosóficas pertenecen al repertorio canónico más previsible de la modernidad europea o anglosajona, las cuales tienen siempre en América Latina una vigencia espúrea y fragmentaria) el sustento de esta literatura yace más bien en la anécdota nutrida de los textos y en sus múltiples estrategias de manipulación espacio-temporal, en las modalidades comunicativas y en la selección temática, niveles a partir de los cuales se transmite una impresión de autosuficiencia y completitud del universo ficticio y al mismo tiempo un ahuecamiento del sentido, como si el lector quedara abandonado al borde de un abismo y sólo le quedara contemplar el paisaje desolado que lo circunda. Neil Larsen ha argüido que es el tejido técnico lo que sustituye la falta de cohesión de los fragmentos narrativos que forman las novelas, o de sus múltiples niveles de representación y actancia ficcional, en los que se echa en falta una mínima profundización en la racionalidad de lo político, en su función de dar sentido a la totalidad de lo social más allá de sus innumerables particularidades. En los textos narrativos como en los ensayísticos o autobiográficos, la realidad permanece, indica Larsen, “in-descrita” (“un-described”) en un tejido narrativo saturado de anécdotas de las que no se deduce un sentido profundo –histórico, ético o político– de lo social (Larsen 147). Julio Ortega ha detectado, a su vez, una “derivación perversa” en la obra de Vargas Llosa, la cual se apoya en el descubrimiento y develación del mal que habita en el corazón mismo de lo social. El aparato técnico-estilístico sustenta ese acto de encubrir seduciendo, que permite a la narración desplegar sus efectos sin penetrar en la naturaleza misma del conflicto individual o colectivo, subjetivo o estructural, propio del mundo representado y de los valores que lo sustentan (Ortega, “Vargas Llosa: el habla del mal” 169-177.) Ya que, como el crítico indica, Vargas Llosa elude
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tanto la alegoría como el didactismo, en su obra la humanidad “se denigra a sí misma”: “la existencia es intolerable” y la literatura se nutre, justamente, de la descomposición de lo social, favoreciendo el despliegue de la corrupción y la sordidez, es decir, la mostración del mal en todas sus variables y gradaciones.164 El propio Vargas Llosa lo indica así en 1965: “El novelista es un poco como los buitres: se alimenta de organismos en descomposición. Las sociedades cuando están a punto de derrumbarse encuentran sus mejores trasposiciones al género novelístico” (Primer encuentro de narradores peruanos 163). La función del narrador es exponer: abrir las compuertas de los significados que subyacen a la representación de lo real: Yo creo que ésa es la función del novelista: mostrar de una manera objetiva e imparcial el mundo en el que vive; yo creo que éste es el mejor servicio que el novelista puede prestar a sus contemporáneos; y si su visión del mundo y su trasposición a una visión es auténtica y es profunda, a través de esta visión y de esta ficción los demás hombres van a descubrir su propio rostro, van a descubrir los vicios, los defectos y también las bellezas y los aciertos de esta realidad y de acuerdo a ello podrán transformarla, podrán modificarla, podrán operar sobre ella. (Primer encuentro de narradores peruanos 162) Nótese que en la concepción esbozada en este discurso –emitido el mismo año que “La literatura es fuego” –el proceso creativo es aludido como trasposición, como una instancia que comunica un conocimiento que el individuo no llegaría de otro modo a percibir, haciendo de la palabra una forma inaugural y catalizadora de la acción social. El creador traslada así –reubica—los materiales que encuentra en la realidad misma; su función es la de realizar un exposé, es decir, servir de mediador entre el mundo en que vivimos pero no llegamos a captar por nosotros mismos sin ayuda del arte, y el nivel de la conciencia. Asimismo, se asume que el proceso de representación literaria admite la objetividad y la imparcialidad del creador. ¿Qué pasa, entonces, con las fuerzas irracionales que supuestamente lo guían, con las pasiones demoníacas que atraviesan y moldean la subjetividad? No existe en Vargas Llosa la urgencia atenazadora que presenta la obra de Arguedas por encontrar modos de representación de la agencia social, ni por ensayar en la literatura espacios aptos para el despliegue del pensamiento utópico, ni para la percepción de la historia como algo más que la adición de fragmentos de temporalidad en los cuales convergen fuerzas, seres, discursos, como si se tratara de florecimientos espontáneos, inmanentes, en un mundo desacralizado y desauratizado. Como el autor indica en su estudio sobre Tirant lo Blanc, lo que admira sobre todo en la novela es su ambición, “[e]sa voluntad deicida de recrearlo todo, de contarlo todo, desde lo más infinitamente pequeño hasta lo más desmesuradamente grande que la mirada, la imaginación y el deseo de los humanos pueden abarcar” (96, énfasis de MVLl). El tema de la resistencia no forma parte del repertorio vargasllosiano más que en el nivel acotado de la individualidad, en el cual es posible explorar las formas en que los conflictos de poder se elaboran a nivel subjetivo. Sus escenarios intensos, abigarrados, tanto los naturales como los institucionales, al igual que sus tramas hábilmente teatralizadas, tienen sin duda primacía frente
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al espesor psicológico de sus personajes y a la exploración de la causalidad histórica y social, que tiende a replegarse hacia las bambalinas del relato. El afán totalizador tiene que ver con la arborescencia del relato, que se expande abarcando territorios múltiples y dispares, proliferando en el detalle y regodeándose en la superabundancia de niveles, perspectivas y temporalidades. La aventura del héroe lo abarca todo, por lo menos a nivel anecdótico y temático. Según han observado algunos de sus críticos, el polémico arte poético de Vargas Llosa, que se desarrolla con variantes a través de las décadas, converge en más de un sentido con la factura de su literatura, creando una articulación significativa entre teoría y praxis creadora. Algunos han visto una correlación entre los distintos momentos de teorización acerca de la creación literaria y sus posicionamientos ideológicos. El impulso irracional que Vargas Llosa postulara como catalizador de la creación literaria y el refugio en realidades alternativas presentado como el deicidio a partir del cual el escritor se convierte en Creador, con control absoluto y autónomo del dominio ficticio, deja lugar luego a la idea acerca de la lucha alegórica entre ángeles y demonios que empujan al individuo a replegarse hacia la fantasía literaria o hacia el erotismo en busca de evasión y de compensación simbólica y sensual. La crítica ha interpretado estas torsiones de la poética vargasllosiana en correspondencia con las variaciones ideológicas del escritor. La instancia del deicidio se vincularía así, por ejemplo, al período de apego de Vargas Llosa a las ideas socialistas (en las cuales, sin embargo, la concepción idealista del arte no encuentra su contrapartida) en correspondencia con la publicación de La ciudad y los perros, La casa verde y Conversación en La Catedral. Estas novelas, que se cuentan entre las más aclamadas por la crítica, revelan una preocupación con la cuestión social que se diluye en la segunda etapa del desarrollo narrativo que venimos rastreando. Sin embargo, aún en estas novelas de fuerte encuadre social, la anécdota domina la narración, no sólo por el cuidadoso entramado de discursos, temáticas y estrategias narrativas sino también por la intrincada peripecia de los personajes, involucrando al lector en un viaje simbólico que sobrevuela, sin demasiadas calas de profundidad, en los diversos estratos de lo social. Para Gerald Martin La casa verde, escrita en el momento de máximo impulso de la Revolución Cubana, representa el punto más alto del radicalismo político de Vargas Llosa, por su crítica radical al patriarcalismo, el capitalismo y el imperialismo, temas ineludibles en la época (Martin 30). Según este crítico, la novela “mythologizes, simultaneously, the nation, the continent and, more secretly, the author’s own autobiographical experience” (30).165 La factura del texto denota vitalismo y sensualidad, por la manera en que recorre espacios naturales, integra personajes de las más variadas características y extracciones y hace evolucionar el argumento entre los escenarios de la jungla y la misión de Santa María de Nieva y la ciudad de Piura.166 La novela fue definida por Carlos Fuentes como “la historia de una peregrinación del convento al burdel”, dinámica de correrías y aventuras que no deja de evocar la pasión del autor por las novelas de caballería (44). Pero el mundo vargasllosiano no se apoya, como esas narraciones, en el aliento épico ni en la adhesión a valores fijos capaces de sustentar el mundo representado. Tampoco se regodea en el deleite de la jornada como marco posible para una picaresca moderna, aunque la preminencia de elementos visuales y auditivos convierte la jornada en una especie de film exotista que elude en todo momento la interioridad (Martin 32). El periplo que se cumple en La casa verde está marcado más bien como un tránsito hacia la degradación que afecta al mundo representado en todos sus niveles. A través de un intenso proceso en el que espacios, cuerpos y
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lenguajes se van contaminando inevitablemente, la narración interioriza al lector con el espectáculo de la decadencia creciente de los personajes y del espacio social que los contiene. La percepción del mal á la Bataille, observada por Ortega como una de las características de la obra de Vargas Llosa, se manifiesta aquí en toda su abrumadora negatividad. 167 La violencia no está glorificada ni los personajes se presentan como proyecciones planas y formulaicas de funciones sociales, como en el modelo caballeresco. En Vargas Llosa los personajes y las situaciones en las que éstos se involucran mantienen más bien un espesor y una opacidad que si bien no resultan en una exploración profunda de la intimidad de los personajes y mantienen el énfasis en el nivel intrincado de la trama, logran comunicar el pathos de una realidad que se autodestruye sin remedio, por efecto de sus propias dinámicas. Un caso ilustrativo es el Historia de Mayta (1984), novela en la que las secuencias entrelazadas van desplegando por un lado un presente narrativo (1983) en el que un escritor investiga la historia del trotskista Alejandro Mayta, encarcelado en Lima, a través de entrevistas, testimonios, etc. y por otro lado el pasado, que corresponde a fines de los años 50, en el que se desarrolla la fallida revolución socialista liderada por el protagonista en la región de Jauja. Siguiendo el procedimiento de las cajas chinas, donde una narración contiene y enmarca el despliegue de otra, las nociones de mal, corrupción y fracaso ideológico se articulan para transmitir una versión desencantada del pensamiento y de la acción revolucionaria la cual constituye, sin lugar a dudas, una referencia autobiográfica que remite al proceso del propio Vargas Llosa y que se combina con su siempre presente voluntad de representar el proceso creador en sus distintas etapas de procesamiento, expansión y reelaboración de lo real. La apelación al discurso periodístico, de investigación y registro de fuentes, junto al uso más poético del lenguaje literario, la alternancia de secuencias testimoniales y ficcionalización, así como la manipulación de las fronteras entre lo político y lo poético, lo verdadero y lo inventado, resaltan el aspecto de simulacro a lo largo del texto, el carácter farsesco del constructor literario que al descomponer la realidad en múltiples fragmentos dispersa y dilapida el sentido final del relato, su dimensión (seudo)histórica, su pretensión de realidad, dejando sólo en pie el tema no menor de la irrepresentabilidad del mundo y sus conflictos, una restitución poética del caos que hace regresar como farsa lo que fuera tragedia en sus orígenes. La experiencia se confunde con su relato, y todo lo que el lector posee son visiones /versiones sin verificación posible.168 En su propio registro, el dialogismo de Conversación en La Catedral conduce, como en La ciudad y los perros, a una exploración de los vericuetos del poder y de las contradicciones y perversiones que atraviesan el proyecto moderno, en distintos espacios y modulaciones. Rowe ha indicado que todo este período de la narrativa vargasllosiana se encamina a analizar “el fracaso del individualismo liberal en el Perú”, proyecto que abandona cuando el gobierno militar de Velasco Alvarado comienza a implementar sus reformas sociales: Este fracaso histórico de las capas medias que se mostraron incapaces de realizar la modernización social, lleva, en la historia de las novelas de Vargas Llosa, al abandono de la crítica a la burguesía y a una creciente impaciencia con la ausencia de instituciones y comportamientos liberales, que se achaca primero a los militares y luego cada vez más al supuesto fanatismo e inmoralidad de la izquierda. (Rowe, Hacia una poética radical 66-67)
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A los años 70 corresponde, en efecto, el segundo momento de la narrativa de Vargas Llosa, el que Kristal caracteriza como el período de la lucha entre bien y mal, cuando el escritor se distancia de la izquierda y aumenta su escepticismo político tras el prolongado y sintomático debate desatado por el caso Padilla, aludido con anterioridad. Textos como Pantaleón y las visitadoras (1973) y La tía Julia y el escribidor marcarían este lapso transicional durante el cual publica también La orgía perpetua: Flaubert y Madame Bovary (1975), una de las claves de su concepción del arte y la creación literaria. Siguiendo con su análisis sobre el posicionamiento estético-ideológico de Vargas Llosa, el mismo crítico señala: Las novelas de los años 70 se orientan hacia la comedia de costumbres, donde el fracaso del liberalismo se compensa por una ironía consensual y superior, surgida de los valores de la clase media, desde los cuales el individualismo (en una sociedad ya más modernizada) puede funcionar con más confianza como una ideología. (Rowe, Hacia una poética radical 67) El tercer momento, caracterizado, según Kristal, por la representación del mal en todas sus formas (corrupción, violencia, crimen, obsesión, fanatismo, degradación, autodestrucción, etc.) y por la expresión de pesimismo histórico y social coincidiría con la militancia neoliberal de Vargas Llosa. Esta es la década, además, en la que se producen los enfrentamientos más radicales entre Sendero Luminoso y el ejército nacional y en la que se producen los asesinatos de Uchuraccay. El cambio de rumbo en la literatura de los 80 se expresa sobre todo en obras como La guerra del fin del mundo (1981), Historia de Mayta (1984), ¿Quién mató a Palomino Molero? (1986), El hablador (1987) y Elogio de la madrastra (1988), aunque esta agrupación obviamente incluye textos de muy diversa temática y alcance literario. Publicada a comienzo de este período, en 1981, La guerra del fin del mundo constituye sin duda uno de los proyectos narrativos más ambiciosos de Vargas Llosa y, al mismo tiempo, una de las obras que ha recibido más cuestionamientos por parte de la crítica. Concebida como planteamiento alegórico acerca de los conflictos abiertos por la modernización y las paradojas y riesgos del pensamiento utópico y presentada como una narración totalizante, apocalíptica y en gran medida maniquea, que re-interpreta el histórico levantamiento que tuviera lugar en el Brasil a finales del siglo XIX, La guerra del fin del mundo versa, como es sabido, sobre el levantamiento y destrucción de la ciudad santa de Canudos, y tiene como antecedente la impresionante novela Os Sertoes (1902) de Euclides da Cunha. La narración representa la sublevación popular que responde a las medidas modernizadoras de la nueva República del Brasil que implementa la separación de Iglesia y Estado y otras medidas que fortalecen al gobierno civil y que son vistas como demoníacas por parte de la población que desesperada por el hambre y el caos imperante, termina siendo arrasada por la fuerza militar. Como trasfondo de este genocidio está la red ideológica que forman las nuevas teorías cientificistas, el anticlericalismo, el naturalismo literario y las luchas que rodean a la fundación de la República, en 1889, un año después de la tardía abolición de la esclavitud. En su ambición de novela total, La guerra del fin del mundo representa sobre el trasfondo de la masa anónima de aborígenes de Canudos un friso socio-político complejo compuesto por
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personajes individuales y colectivos, republicanos, monárquicos y militares. Pero representa sobre todo la historia de una lucha desigual y sublime llevada a cabo por los habitantes de ese remoto y aislado territorio del nordeste brasileño, región hoy desaparecida bajo las aguas, como resultado del bloqueamiento del río Vaza-Barris, que resultó en la inundación de esos poblados. La masacre que terminó con la sublevación de Canudos aniquiló cerca de 30,000 pobladores, principalmente ex-esclavos, indígenas y mestizos, en un proceso que registra uno de los más bárbaros aniquilamientos poblacionales del mundo occidental. De principal importancia es la figura de Antonio Consejero, fundador de la ciudad santa, hombre carismático, “feroz y extravagante”, como lo describe da Cunha, quien encarna la fuerza mística pero también el esoterismo, el primitivismo y la magia, y el personaje del anarquista escocés Galileo Gall que remite a la ideología europea y se vincula a los avances sociales y políticos de la modernidad. La versión novelesca de Vargas Llosa, que necesariamente debe confrontar tanto el relato histórico de Canudos como la impresionante obra de da Cunha, reinserta los sucesos en su propio registro estético-ideológico, comunicándoles el fragmentarismo e irracionalidad que son verificables en otros textos del escritor peruano, en los que la organicidad y la profundización en los estratos más complejos de los hechos narrados son sacrificados al efectismo abarcador y visualizador del relato. Cornejo Polar no dejó de notar que de la oposición de los mundos que se enfrentan en Canudos hasta llegar al exterminio colectivo no se desprende, en la versión de Vargas Llosa, una idea de totalidad sino, a lo más, una dinámica antitética, mecánicamente representada. Si en la novela de da Cunha la lucha de Canudos hacía referencia a un universo único aunque desgarrado y sufriente, en Vargas Llosa se plantea como el registro de una oposición prácticamente desconcertante e inexplicable, cuya interpretación está afectada por la forma compositiva que Vargas Llosa ya había usado en otras narraciones: capítulos que se alternan como en un mecanismo de bisagra, los cuales van mostrando el enfrentamiento entre ambos universos en correspondencia con la cosmovisión de los personajes que lideran cada una de las partes en conflicto. Asimismo la narración se emite desde una posición enunciativa y fragmentada, que impide la articulación de un punto de vista capaz de guiar la comprensión del mundo representado en sus múltiples niveles de significación. Como indicara Cornejo Polar, “el narrador se instrumentaliza como una especie de transcriptor de lo que perciben, sienten o piensan [los personajes] sin que sea posible detectar inflexiones que delaten su individualidad: es un narrador objetivo y distante” (La novela peruana 236). Esta configuración de la perspectiva narrativa y la composición en capítulos alternos se presta a una tipificación reduccionista de las características asignadas a personajes, culturas y situaciones y contribuye a la carencia de organicidad del relato, transmitiendo al lector una impresión de desconexión y relación irracional y absurda entre los distintos planos que componen el relato. 169 Según Cornejo Polar, en la obra de Vargas Llosa “el sinsentido que impregna toda la historia de Canudos parece ser absoluto” (La novela peruana 237). En este caso el sinsentido se debe, sin embargo, a la composición narrativa del escritor peruano más que al de la misma historia de la destrucción de Canudos, fortaleza de la anti-modernidad, donde se anuncia a las claras el colapso del proyecto de racionalización modernizadora en nombre del cual se efectúa el genocidio (Larsen 166). Respecto a esta novela, Rowe se hace eco de la idea, manejada por otros críticos, de que una “parálisis narrativa […] impide que las dos facciones se interrelacionen históricamente, dado que la alegoría sobre el fanatismo las estatifica” (“Vargas Llosa y el lugar de enunciación” 73-74).
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Tenemos aquí, paradigmáticamente, a un Vargas Llosa fascinado por el momento farsesco en que la historia, como se verá más adelante, deja de ser tragedia para transformarse en un performance que parodia su ethos inicial, estereotipando sus perfiles. Se produce con ello un vaciamiento que deriva de la perspectiva del narrador, que en La guerra del fin del mundo renuncia a toda proyección personal y se presenta como una figura definitivamente ajena a la realidad representada. A través de un relato artificioso e ideológico de la tragedia de Canudos, la versión vargasllosiana encubre más de lo que muestra. La novela es, al final, un campo de batalla asolado por la destrucción en el que queda en pie solamente el escritor, a solas con su libertad, forastero en el universo que ha creado a partir de sus propios fantasmas. Pero es quizá El hablador, ya aludido antes en este estudio, la novela que mejor ilustra la idea del simulacro: las identidades que el individuo fragua para sí mismo como estrategias de (auto) reconocimiento y conexión con lo real y como forma de ir redefiniendo esta categoría hasta disolverla en los vericuetos de la subjetividad individual y colectiva. Jean Franco ha llamado la atención sobre la dualidad de la búsqueda del Otro sobre la cual se organiza el relato. El double bind organizado en torno a la figura híbrida de Saúl Zuratas y a la intercalación de la narrativa del hablador y los fragmentos autobiográficos, procedimiento que a partir del pastiche va armando y desdoblando la anécdota y el proceso mismo de composición de personajes. No es menos importante, como Franco señala, la mediación de esa tradición realizada por misioneros católicos y protestantes, elemento que conecta con un tema fundamental de la novela: el de los sucesivos reciclajes que sufre la materia narrativa en el proceso de su constitución, desde la oralidad y la memoria, donde la cercanía entre hablador y audiencia es esencial, hasta el distanciamiento del escritor y el público y las tecnologías modernas de reproducción cultural a través de los medios masivos. El programa televisivo al que Vargas Llosa hace referencia en la novela, significativamente titulado, como ya se indicara antes, “La Torre de Babel”, se insinúa también como una de las claves del texto, que se debate entre los condicionantes de la situación multicultural y multilingüística dramatizando la intermediación de la escritura –y más específicamente, de la literatura de ficción—como instancias de encuentro y de articulación conflictiva de culturas y tecnologías comunicativas. Pero por cierto el principal núcleo temático de la novela es el de la otredad en sus múltiples niveles, desde las instancias de elaboración del Yo y reconocimiento de la identidad individual hasta la integración de la diferencia como cualidad constitutiva de lo social y como línea de fuga de la modernidad desigual y excluyente implementada en las periferias del mundo occidental. Vale la pena dedicar dos palabras más al tema del pastiche, que constituye uno de los recursos a los que Vargas Llosa acude para la vinculación de elementos modernos y premodernos y como representación del conflicto cultural en El hablador. Según Franco, en esta novela el pastiche tendría la función de canalizar el contraste más que entre primitivismo y modernidad per se, entre la cualidad de la escritura moderna en busca de sus materiales primarios y la historia mítico-legendaria que cuenta el hablador, vinculada a la oralidad y a la tradición (Franco, Critical Passions 396-400). Como Franco nos recuerda citando a Jameson, el uso del pastiche revela el agotamiento de la alta cultura, al menos en algunas de sus vertientes expresivas y ocurre, según el crítico estadounidense, cuando los artistas, ante una crisis de representación, vuelven a antiguas formas ya estereotipadas de expresión literaria (Critical Passions 393).170 En la versión bakhtiniana, este recurso es considerado una forma de “double voicing” o estilización ya que aparecen fundidas dos formas de discurso e intenciones semánticas sin que se mantenga
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la distancia que caracteriza a la parodia donde las intenciones de ambas voces se oponen y persiguen objetivos diferentes. Franco señala que en culturas periféricas esta voz doble (doble discurso, doble lengua, doble cultura) se vincula a la mímica (ya aludida antes en este estudio de acuerdo al análisis que realiza Bhabha en relación con contextos postcoloniales) en cuanto mecanismo que produce un desplazamiento de las jerarquías, una apropiación paródica o canibalización de posiciones otras que se incorporan en el discurso propio. En El hablador el presente de la cultura criolla y la individualidad del escritor aparecen yuxtapuestos a la relación comunitaria que rodea el ejercicio del discurso mítico-legendario que por medio de la oralidad transmite tradiciones y relatos ancestrales. Como Franco señala, el pastiche canaliza principalmente curiosidad y nostalgia sin modificar en nada la experiencia del autor o el lector. Lo que intriga al narrador es la regresión de Zuratas hacia el primitivismo y la posibilidad de documentar la práctica del hablador en el proceso mismo de su desaparición, no la historia real de las poblaciones indígenas ni su destino en la nación moderna. Finalmente, la misma autora argumenta, en una línea similar a la elaborada por Rowe (citada más arriba) que la preocupación culturalista de Vargas Llosa por la representación de las poblaciones indígenas no sobrepasa el proyecto literario de su estetización: Although it is possible to read Vargas Llosa’s pastiche as a response to the movement known as ‘indigenismo’ and the representation of the Indian by urban and nonindigenous writers, the novel does not register the contemporary indigenous movements in any way. There is no reference to contemporary battles and antagonisms, the political protests, or the international network of indigenous organizations which have sprung up over the last few years. (Franco, Critical Passions 399)171 El pastiche cumple así la función de insertar la cultura de los Machiguenga de una manera descontextualizada, en el género burgués de la novela, como si se sacara la imagen de un archivo para incluirla en el discurso propio, discurso dominante en el nivel de la cultura nacional y dentro de la economía particular de la novela. De una manera implícita, este recurso se apoya, aunque precariamente, en el inestable equilibrio de la lucha intercultural, incorporando un tono de nostalgia y de condescendencia al borramiento irreversible de la cultura indígena de la moderna cartografía occidental. Una forma distinta de collage narrativo y cultural se presenta en Lituma en los Andes, donde el mito clásico de Ariadna y Dionisos se articula al mito andino de los pishtacos que metaforizan las fuerzas irracionales que Vargas Llosa asocia a la acción senderista en los años 80 concentrada en la ciudad ficticia de Naccos.172 La truculencia de la violencia toma en esta novela un vuelo satánico donde el relato explora la estética del exceso como introducción a una cosmovisión en la que la realidad aparece fragmentada en distintos registros –político, militar, mítico, jurídico, detectivesco, sentimental—y entretejida a partir del recurso de la intertextualidad con el universo ficticio desplegado en otras obras del mismo autor (La casa verde, ¿Quién mató a Palomino Molero?, La Chunga). La perspectiva antropológica que rescata la figura de los pishtacos como seres misteriosos y crueles que roban la grasa del cuerpo de los indios y practican el canibalismo, se combina con las referencias a personajes de la mitología clásica, con la alusión a ritos paganos como las bacanales y los sacrificios humanos y con la apelación a la memoria histórica relacionada con sucesos cercanos como los de Uchuraccay, dando lugar así a un ensemble que
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aunque presenta momentos narrativos bien logrados, como la historia de Pedro Tinoco, por ejemplo, crea una estética saturada que disuelve el mundo representado en una multiplicidad agobiante de efectos, referencias y connotaciones. Finalmente, cumpliendo un ciclo que va “de la utopía a la reconciliación”, la etapa más reciente de la producción ficcional de Vargas Llosa sería, según Kristal, el resultado de una actitud de tolerancia hacia las contradicciones e insuficiencias de lo real, actitud que ejemplificarían La fiesta del chivo (2000), El paraíso en la otra esquina (2003), Travesuras de la niña mala (2006) y El sueño del celta (2010).173 Según el mismo crítico, ya desde su fracaso en las elecciones presidenciales de 1990 la perspectiva de Vargas Llosa fue reduciendo su optimismo y dejando lugar a una perspectiva que se traduce en un aumento del tono moralizador y en un punto de vista más sombrío y decepcionado sobre la naturaleza humana que Kristal encuentra bien ejemplificado en las palabras que el personaje de doctor Herbert Spencer Dickey dirige a Roger Casement en El sueño del celta: La maldad la llevamos en el alma, mi amigo […] No nos libramos de ella tan fácilmente. En los países europeos y en el mío [USA] está mal disimulada, sólo se manifiesta a plena luz cuando hay una guerra, una revolución, un motín. Necesita pretextos para hacerse pública y colectiva. En la Amazonía, en cambio, puede mostrarse a cara descubierta y perpetrar las peores monstruosidades sin las justificaciones del patriotismo o la religión. Solo la codicia pura y dura. La maldad que nos emponzoña está en todas partes donde hay seres humanos, con las raíces bien hundidas en nuestros corazones. (Vargas Llosa, El sueño del celta 298, cit. por Kristal, The Cambridge Companion 130) Entre los temas que se exploran en este período, aunque aparecen en la obra de Vargas Llosa desde el comienzo de su carrera, se encuentran los de la sexualidad (incestuosa, homosexual, bisexual, relacionada con la violencia, la prostitución, etc.), el del utopismo político, la búsqueda de perfección artística, la relación entre imaginación y erotismo y el fanatismo ideológico. El sueño del celta es la reconstrucción ficcionalizada de la polifacética vida del diplomático y activista irlandés Roger Casement (1864-1916). Este personaje, de intrigante y seductor perfil histórico, político y social, trabajó durante muchos años en favor de los derechos humanos en el Congo y Perú (Putumayo), misiones por las cuales recibiera el nombramiento de Caballero del Gobierno Británico y otros reconocimientos oficiales. A pesar de estos honores y del peso de sus denuncias sobre la situación de derechos humanos en África y en la zona amazónica controlada por las compañías de extracción de caucho, fue acusado de traición a la patria por sus movilizaciones nacionalistas a favor de la autonomía de Irlanda y ejecutado por el gobierno inglés.174 Según algunas versiones, su vinculación con el llamado Alzamiento de Pascua, considerado crucial en el proceso de la independencia irlandesa, fue mal interpretada, conduciendo a su inmediata condena. Asimismo, documentos personales fueron, según algunas fuentes, falseados, como manera de propiciar su desprestigio. Como ha sido anotado, El sueño del celta guarda contactos con el cuento de Borges “Tema del traidor y del héroe” por el marco anecdótico y la configuración de personajes. No es ajena a la novela, entonces, la noción de simulacro, que veremos funcionar como parte del arte poética de Vargas Llosa durante toda su
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narrativa, aunque el recurso se intensifica el período más tardío de su producción novelesca. Casement, como Paul Gaugin, Flora Tristán y otros personajes de esta etapa, aparecen representados por Vargas Llosa como habitantes de su propio delirio: se auto-adjudican roles que no pueden plenamente realizar, dando lugar a una tensión narrativa que va trazando una línea entre lo deseado y lo conseguido, entre las convicciones iniciales que impulsaron la dinámica de los personajes y lo que éstos efectivamente pudieron lograr a lo largo de su vida. En su reseña sobre El sueño del celta, el escritor irlandés John Banville ha resaltado la ingenuidad del enfoque de Vargas Llosa, cualidad que el autor peruano asigna a su propio personaje. Ganado por el halo romántico de Casement, Vargas Llosa elabora laxamente los distintos aspectos de la vida del “incorregible irlandés”, tanto en lo referido a su desempeño público como en asuntos privados. El resultado es un texto donde los elementos biográficos y en general la información histórica parece, como Banville indica, un exoesqueleto no del todo asimilado al cuerpo narrativo que sostiene exteriormente la obra del escritor peruano. En particular, las alternativas de la vida homosexual de Casement que aparecen consignadas en sus diarios personales están minimizadas en la novela, en la que se alude a detalles de sus relaciones con nativos del Congo o del Perú con una reticencia que quita relevancia a este ángulo de la vida del activista, aspecto que sin embargo fuera ampliamente explotado por el gobierno británico después de su ejecución como manera de manchar la reputación de Casement y reducir la importancia de su denuncia de los horrores del colonialismo.175 Casement resulta así al mismo tiempo rescatado y diluido en la trama de la ficcionalización biografista. El sueño del celta hace del personaje una especie de sombra del individuo histórico que le diera lugar, cuyo perfil es absorbido en el proceso de literaturización que da por resultado una dimensión más amable y de menor densidad que la del original que la inspirara. La dirección que sigue la narrativa vargasllosiana en este período se va desenvolviendo, así, en torno a los procedimientos que apoyan laxamente la literatura en la historia como base de una reelaboración que al tiempo que agrega algunas aristas desdibuja ciertos trazos principales de los modelos utilizados. La violación que aparece al inicio de La fiesta del Chivo como alegoría de la nación sometida por la dictadura, la modificación que realiza Vargas Llosa de los Black Diaries de Casement, la misma supuesta traición del irlandés a la causa política y las imprecisas alusiones a su práctica homosexual, así como la pasión política de Flora Tristán, la experimentación sexual de Paul Gaugin o la apelación al cine mexicano como fuente de sentimentalismo y cursilería en Travesuras de la niña mala, son todas instancias en las que se introduce un tour de force destinado a colocar al personaje en situaciones límite que teatralizan y extreman la narración. Se crea así en el relato un momento de exceso en el que el elemento añadido provoca la disolución o precipitación de los procesos y donde la historia se convierte en performance alcanzando su amaneramiento paródico.176 Más allá, sin embargo, de periodizaciones y caracterizaciones temáticas, llegados a este punto del análisis, ¿dónde reside—podemos preguntarnos—la clave principal del mundo narrativo de Vargas Llosa? ¿Cuál es el ángulo que brinda a la representación de una temática tan variada permitiendo integrar en ella los fluctuantes posicionamientos ideológicos que la informan? ¿Cómo encontrar sentido a su obra entendida sobre todo como práctica cultural e ideológica, a partir de la cual se perfila un modelo de acción intelectual que atraviesa durante medio siglo las etapas más candentes de la historia contemporánea de América Latina, las que van de la
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Revolución Cubana al fin de la Guerra Fría y nos alcanzan en el nuevo milenio? ¿Cómo interpretar esta poética contradictoria, efectista, de a ratos trasnochada, a partir de la cual se ha logrado exportar, como parte del boom pero también más allá de sus parámetros epocales, una imagen de América Latina cotizable en los mercados internacionales? Creo que la respuesta a estos interrogantes tiene que ver, en un sentido amplio, con el carácter farsesco con que la narrativa de Vargas Llosa se aproxima a los temas tratados, entendiendo por tal la aproximación carnavalizada (parodiada a veces, satírica en otros casos, y con frecuencia simplemente teatralizada) de contenidos que remiten a una realidad social que es también, ella misma, construida, ideologizada, en el proceso de su ficcionalización. En su estudio sobre la farsa, término que usamos en este estudio de manera laxa, Priscilla Meléndez reconoce que aunque difícil de definir y de catalogar, la farsa se caracteriza, a grandes rasgos, por la excesiva complejidad de los argumentos, la improbabilidad de situaciones y la utilización de tipos (Meléndez 24-34). Todos estos rasgos apuntan al “enredo” farsesco y se dan, con sus propias características y en diferentes grados, en la narrativa de Vargas Llosa, sobre todo en textos de los años 70 (Pantaleón y las visitadoras, La tía Julia y el escribidor) y, más recientemente, en novelas publicadas a partir del año 2000 (El paraíso en la otra esquina, Travesuras de la niña mala). Como tono narrativo, sin embargo, esta inclinación estilística aparece en otras obras de orientación más seria y temática social. Interesa a nuestros efectos la idea de la farsa como un género menor (menor a la tragedia y al drama, que encabezan la jerarquía de los géneros) que se presta a composiciones light como muchas de las que integran el corpus vargasllosiano y que se acercan a una teatralización de lo social que aun reconociendo la dimensión profunda de esos temas logra de todos modos descentrarlos a través de un planteamiento lúdico, de “pseudo-comicidad”, que apunta más a la disrupción y al entretenimiento que a la extremación dramática de situaciones, caracteres y contextos. Meléndez insiste en la dualidad de la farsa y en su capacidad de trabajar, entonces, tanto en la tensión entre centro y periferia como a nivel de las identidades divididas (split identities) que caracterizan la cultura latinoamericana: It is indeed accurate to say that Spanish American farce takes from its Western counterpart its dual nature. But this duality reflects not so much the subjection to the center by the marginalized other as the split identity of Spanish America’s art and its past and present political reality. […] The relative power of farce in Spanish America to distort, destroy, dismantle, expose, attack, re-write, and erase lies in its experience as a victim of such acts and in its desire to redefine a discourse traditionally associated with an oppressive culture and region such as the West. (Meléndez 32-33)177 La noción de farsa que adoptamos en este estudio tiene que ver, además de los puntos señalados, con el concepto de engaño que Vargas Llosa postula como parte de su arte poética: la idea de que “hay que mentir con conocimiento de causa”, la alusión recurrente a “la verdad de las mentiras”, la concepción del arte, en general, como encubrimiento, inversión del mundo, subterfugio, simulacro, disfraz. Se apoya, asimismo, en la permanente apelación de su poética a técnicas que manipulan la materia narrativa al punto de que el relato funciona como una especie de caleidoscopio cuyas caprichosas imágenes sólo pueden tener un sentido aleatorio, fluctuante e
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imprevisible. El mundo narrativo pasa a constituir, así, un escenario en el que se exponen planos de desarrollo argumental y se presentan entrecruzadamente anécdotas, sucesos, sin que la dimensión profunda de los personajes o de las situaciones representadas llegue a interferir con la naturaleza primariamente fragmentaria y palimpséstica del texto. El énfasis está puesto en la idea del simulacro, en el cual la apariencia, caricaturizada, reemplaza definitivamente a la realidad que le diera lugar: lo dado y lo creado mantienen una coexistencia farsesca, un inestable pero perdurable equilibrio. La simulación que sostiene a la farsa es más cercana a la mímica que a la mímesis por la inclusión de rasgos hiperbolizados, burlescos, de premeditada artificiosidad, que exponen y explotan la distancia que separa original y copia, el deseo y lo deseado. La farsa enfatiza sobre todo el no-ser, la incompletitud y la ansiedad de alcanzar una instancia negada de realización, que se frustra una y otra vez. La materia principal de la farsa es, por tanto, el fracaso, la carencia, el deterioro, la ruina, y su principal dinámica es la exhibición de una ausencia que se llena solamente con el remedo de lo deseado, con la versión rebajada, nostálgica, de lo que no se llega a poseer: el acto sexual para un emasculado, la revolución que equivoca su tiempo y su espacio, el prostíbulo comido por el fuego, el país que se jodió irremediablemente, la Presidencia que no se logra. La ficción, incluso la biográfica, se organiza como el entramado textual que ocupa estos vacíos: ser lo que no se es, llegar a ser, dejar de ser, imaginar que se es, ser y no ser, instancias todas que alimentan el simulacro como estética de carnavalización y parodia, donde los elementos dramáticos rozan siempre, por un lado, lo grotesco, lo sórdido y corrupto, y por otro, se aproximan a la afectación de lo cursi, a su barroquizado juego de máscaras que se abre al fingimiento y al patetismo.178 Para mencionar sólo algunos ejemplos, valga recordar personajes y situaciones centrales de la narrativa vargasllosiana. En La ciudad y los perros (novela para la cual el autor consideró previamente, como uno de sus títulos posibles, Los impostores) fraude y denuncia constituyen los elementos desencadenantes de la acción narrativa. Teniendo como núcleo argumental justamente el engaño (el robo de preguntas de un examen en el Colegio Militar Leoncio Prado) la narración va tejiendo una dinámica de delaciones y enfrentamientos donde violencia y sexualidad crean líneas de tensión que van desarrollándose en distintos espacios y temporalidades siguiendo la trayectoria vital de los cadetes. Pero lo esencial es justamente el quiebre de la norma moral, la transgresión inicial que precipita el desgarramiento de una trama social que va alcanzando poco a poco su descomposición a partir del fraude, factor desencadenante de la acción narrativa. En Los cachorros la castración de Cuéllar funciona como un dispositivo de enajenación que permite explorar la realidad desde la anomalía, ahondar en los mecanismos compensatorios de la pérdida pero sobre todo verificar sus mecanismos de devastación, los cuales alegorizan la condición de una juventud baldada en un medio social implacable y mezquino. En El hablador, historia armada, como se ha visto antes en este estudio, en torno a la problemática de la diferencia, “Mascarita” se describe a sí mismo como “medio judío y medio monstruo” haciendo referencia a la marca que deforma su rostro y a su impura procedencia, rasgos que hacen de él un alter ego de sí mismo, un desdoblado personaje en el que alteridad e identidad son cara y contracara de la misma moneda. Pedro Camacho, el libretista creador de irrealidades radiofónicas en La tía Julia y el escribidor, construye en su delirio mundos paralelos, donde la falsedad opera en contrapunto con la ansiedad de Varguitas, que quiere convertirse en escritor –un miembro digno de la ciudad letrada –proyecto que Camacho parece parodiar con su propia huachafería literaria. El personaje de Zavalita, sin duda uno de los más logrados en la narrativa de Vargas Llosa, conduce en Conversación en La Catedral la
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exploración de las repercusiones individuales y colectivas del fracaso nacional y la impugnación de la mediocridad y la cursilería que atraviesan a la sociedad criolla. La estructura arborescente del texto donde los discursos se multiplican, entremezclan y (con)funden de manera constante, ilustra la cualidad inabarcable de una realidad que parece no tener más dimensión que la proliferación de la frustración y de la anomalía, como si un tumor maligno hubiera enraizado en las distintas capas que forman lo social, alcanzando las formas de percepción del mundo y la conciencia social que lo registra. La simulación y el absurdo definen a Pantaleón Pantoja y a sus falsos informes así como persiguen el excéntrico proyecto revolucionario de Mayta. En El paraíso en la otra esquina las historias frustradas de Paul Gauguin y de Flora Tristán aparecen como otra forma de persecución de un horizonte utópico que no llega a alcanzarse y que se basa en una figuración del mundo que se confunde e intercambia con la realidad. Similares mecanismos están también presentes en las obras de teatro de Vargas Llosa, por ejemplo en Kathie y el hipopótamo (1983) descrita por el autor en el prefacio como una farsa. Meléndez elige justamente esta obra para ilustrar el tema de la farsa en la literatura latinoamericana y en particular dentro de la obra de Vargas Llosa, sobre todo por el modo en que aparece teatralizado en la obra el tema de la comunicación y la factura misma de toda narración. En esta obra teatral Kathie contrata a un profesor universitario para que dé forma de libro a las cintas grabadas durante sus exóticos viajes por África y Asia. La pieza alterna diversos registros que van desde la oralidad de los diálogos y la cinta grabada hasta la forma literaria que se quiere elaborar. La obra testimonia así el proceso de construcción del texto y las formas de (i)realidad que lo componen, yendo de oralidad a escritura, de las formas sub o pre-literarias a la literatura propiamente tal, como instancia de depuración y consolidación del discurso, movimiento que se percibe en numerosos textos de Vargas Llosa. La escritura literaria va precedida, así, de instancias farsescas (escribidores, guionistas, transcriptores) que preparan la emergencia del texto, como bien ilustra la re-escritura que produce el profesor transformando la dicción primaria de Kathie en material estético. Según Meléndez: The farcical dimensions in Kathie y el hipopótamo –mainly the clash between the ludic nature of reality and fiction’s capacity to reflect on and parody life— are portrayed through the transgression of the play’s structures of communication, particularly as they characterize representational-theatrical language and textual literary discourse. Kathie’s complex understanding of language and communication is underscored by its diverse manifestations: language in the form of informal, oral communication; in its written form, with literary or poetic overtones; in its physical and theatrical expressions; as a vehicle of seduction; as an expression of the inner self; in its rhetorical dimensions; and language as a misleading mask. But more important is to recognize that in Kathie these contradictory manifestations interact with each other in the context of farce, itself an aggressive and transgressive theatrical language. (149-150)179 De esta manera, como Meléndez señala, temas tratados en otras obras de Vargas Llosa aparecen aquí abordados en otro registro, como la problematización de la relación autoría/autoridad narrativa, explorada en El hablador, y la alternancia de voces utilizada en Conversación en La
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Catedral, La tía Julia y el escribidor y otras novelas y enfocada en Kathie en un tono que parodia tratamientos anteriores. De esta manera, la farsa permite un despliegue intertextual implícito y al mismo tiempo una matización de ciertos asuntos que, al ser aproximados en distintos estilos narrativos, revelan ángulos y grados nuevos tanto desde el punto de vista formal como temático. Pero si la modulación farsesca logra dotar a los relatos vargasllosianos de ese carácter artificioso que los caracteriza, será la apelación a la matriz melodramática la que imprimirá a esta literatura su nota distintiva en cuanto al tono mismo de la narración y a la configuración estéticoideológica del universo representado. La farsa explica la concepción de la ficción como mentira, construcción, simulacro. El melodrama afecta la composición de personajes y situaciones, sus claroscuros, sus excesos, y ayuda a comprender la persistencia del irracionalismo y la percepción de la realidad como escenario en el que rige más la tecnología del relato que la exploración de las estructuras profundas a las que el mundo ficticio, mediatizadamente, se refiere. La literatura de Vargas Llosa, afincada así en la “política de la farsa” se elabora como negociación entre las técnicas realistas y las estrategias del melodrama, alternando la representación del mundo degradado y su parodia, la presencia de la problemática social y su afectado remedo novelístico. En medidas variables estos contrapuntos quitan espesor a temas y conflictos mientras que, al mismo tiempo, cumplen con la función de mantener las tramas ágiles y accesibles, dando lugar a una literatura que se concibe como una alegre alternancia de entretenimiento y exposé teatralizado de los antagonismos sociales. En La nueva novela hispanoamericana (1969) Carlos Fuentes descubre tempranamente ese rasgo crucial de la narrativa de Vargas Llosa: Una de las claves de La casa verde –indica-- y uno de sus más riesgosos y atractivos aspectos [es] la aceptación del melodrama como uno de los ejes de la convivencia latinoamericana […] Vargas Llosa no ha esquivado el problema del contenido melodramático de unas vidas que, de otra manera, no sabrían afirmar su ser […] Cuando se carece de conciencia trágica, de razón histórica o de afirmación personal, el melodrama las suple: es un sustituto, una imitación, una ilusión de ser. (Fuentes, La nueva novela 47) Esta intuición crítica merece ser desarrollada. Como Peter Brooks ha señalado en su estudio fundamental sobre el melodrama, éste expresa la ansiedad de un mundo donde los modelos morales tradicionales ya no rigen logrando hacer legible el drama de un universo desacralizado en el que las pasiones se desatan sin freno ni direccionalidad. Según Brooks, el melodrama es moralista en el sentido en que es el “drama de la moral” es decir, la teatralización de la crisis profunda de la ética en un mundo sin Dios. De ahí que se nutra preferentemente del mal (del trauma, del conflicto, de la represión, de la disgregación del yo) igual que el psicoanálisis, constituyendo un factor esencial de la sensibilidad moderna. La “imaginación melodramática” sería así para Brooks una forma de (re)conocimiento de la realidad y de aproximación a los dilemas éticos que plantea el problema
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del mal a la razón, sin el auxilio de niveles trascendentes que permitan proyectar el conflicto y resolverlo a nivel extrahumano. Si el melodrama expresa fundamentalmente la ansiedad que produce la crisis generalizada del orden moral y la falta de parámetros estables a partir de los cuales pueda comprenderse y representarse el conflicto ético sin el auxilio de la religión, no es de extrañar que los principales componentes del género pertenezcan al universo de los afectos y movilicen el nivel del deseo y las pulsiones instintivas que atraviesan al individuo y a la comunidad. Estos aspectos se presentan de un modo exacerbado en la representación melodramática, como una forma del exceso que invade y desarticula las formas habituales de conocimiento de lo real. El melodrama se acerca así a lo irrepresentable dramatizando la distancia entre la captación realista y su teatralización literaria, es decir, entre el nivel de la experiencia y su performance simbólico. Esta puesta en escena en la que se sustenta el melodrama pone en evidencia el dilema moral en el que se debaten los personajes que habitan en el mundo ficticio. De esta manera, como ha sido observado, la noción de melodrama no se refiere solamente a un estilo o a una estética particular sino a una sensibilidad, a una forma de conocimiento y a una estrategia comunicacional (a una retórica) que responde a la voluntad de hacer inteligible lo real, interviniéndolo estética e ideológicamente a partir de recursos que hiperbolizan lo representado (Mercer y Shingler). La “retórica melodramática” (Brooks) es así, eminentemente, un mise en scène: el despliegue exagerado del signo que invade la conciencia convirtiendo las conductas sociales en una gestualidad intensa, ritualizada, por momentos farsesca, a partir de la cual se manifiesta lo social en su forma espontánea, dispersa e inorgánica. El melodrama insiste en la capacidad significativa de lo ordinario como el nivel en el que se alojan, con frecuencia de forma camuflada, polaridades que no aceptan ninguna forma de articulación, menos aún la síntesis dialéctica que resuelve el conflicto subsumiendo los términos de la contienda. Luz y sombra, salvación y condena, bien y mal, modernidad y barbarie, identidad y otredad, Eros y Thanatos, lo apolíneo y lo dionisíaco, constituyen efectos antagónicos de lo real, extremos de un espectro que ha terminado por reducirse, en un proceso de intensificación, a sus rasgos más salientes y estereotipados. La extrema emocionalidad y el cuerpo sufriente (individual, social) son los reductos en los que se refugia la energía melodramática: las líneas de fuga por las que escapa la energía que deriva del conflicto irresuelto y de su contenida, inmanente, eticidad. Por eso el cuerpo es el gran protagonista de la representación melodramática: el cuerpo torturado, mutilado, prostituido, aprisionado, consumido por la pasión o arrasado por la violencia. Como repositorio del placer y el dolor, el cuerpo es el espacio del deseo y de la transgresión, de ahí que dé lugar a instancias de ritualización, sacrificio e inmolación, donde el componente simbólico se instala provocativamente entre materialidad y subjetividad, desatando mensajes que cubren todo el espectro ideológico, afectivo, estético y moral. La otredad, que tiene en lo corporal su más obvia apoyatura, es así la gran metáfora de la desagregación del yo y de la fragmentación de los discursos de identidad individual o colectiva que lo sustentan. El Otro no existe solamente como exterioridad: es el yo dividido entre la mirada que observa y la imagen que devuelve el espejo, una forma primaria –sustitutiva –de objetivación del trauma que es siempre único e irrepresentable. El cuerpo individual y el cuerpo social son, como Alonso Cueto ha señalado
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respecto a Vargas Llosa, un cuerpo poseído, que el escritor peruano representa como si estuviera llevando a cabo un proceso de animalización. Los títulos de muchas de sus obras (Los cachorros, La ciudad y los perros, La fiesta del chivo) al igual que los nombres que se dan a numerosos personajes (Boa, el Jaguar, Becerrita) expresan esa idea, como si los instintos fueran ocupando progresivamente el lugar de la racionalidad y el cuerpo fuera el espacio en el que esos devenires exponen su provocadora realidad (Cueto 17-19). Situados en el límite de lo social, los personajes de Vargas Llosa son al mismo tiempo ordinarios y excepcionales, singulares y representativos de formas específicas de socialización y experiencia colectiva. Sujetos como están a la circunstancialidad histórica y a fuerzas interiores que impulsan y controlan sus interacciones, los comportamientos que exhiben son casi siempre reactivos, producto de la contingencia, en un mundo inmanente y desacralizado. El modelo melodramático se verifica en la obra de Vargas Llosa a todos los niveles. Como somera aproximación al tema, se puede comenzar por señalar que, en primer lugar, a nivel del relato autobiográfico el paradigma del melodrama es utilizado como estrategia de (auto) reconocimiento y teatralización de la interioridad a través de la selección fáctica y el lenguaje que se usa para canalizarla. El pez en el agua es, en este sentido, un ejemplo claro del mundo subjetivo que se despliega ante los ojos como memoria asumidamente selectiva, como un adelgazamiento de lo real que hace coincidir lo vivido con lo recordado y lo recordado con lo narrado, no sólo porque el ejercicio biográfico pone en juego la máquina de la subjetivación sino porque la escritura toda, la literatura y sus aledaños, la oratoria, la ensayística, el reportaje, son asumidos como dispositivos para la producción y reproducción de falsa conciencia. El relato autobiográfico opera así no sólo como producción del espectáculo de la identidad imaginada –lo que el sujeto elabora como imagen de sí mismo ante sus propios ojos y como proyección hacia los demás—sino también como construcción de la otredad, ese afuera constitutivo de la identidad que le otorga sentido y la define en sus rasgos más salientes. El pez en el agua, como ha sido anotado por la crítica, está lejos de limitarse a ser un mero testimonio del proceso de lanzamiento político del escritor como candidato del Frente Democrático a finales de los 80. 180 Articula, asimismo, elementos del bildungsroman (la narración del proceso que lleva al autor/narrador/personaje de la infancia a la vida adulta) con la línea política, otro coming of age que parece casi un epifenómeno del primero, como si el escritor identificara madurez con liderazgo, insertando lo íntimo en lo público, lo individual en lo colectivo, lo imaginado en lo testimoniado. El pez en el agua propone la convergencia entre autor y nación, biografía personal e historia colectiva, tratando de construir en esa intersección la plataforma de una narrativa políticoliteraria que sostenga la singularidad del intelectual por encima del fracaso del político. Saturada de anécdotas y escasa en reflexiones de fondo sobre el proceso político peruano y sobre los factores que efectivamente condujeron al triunfo de Alberto Fujimori, El pez en el agua evidencia la ansiedad de controlar hasta en sus más mínimos detalles la lectura de la historia individual y de la gesta política del autor/candidato. El mood melodramático permite entrelazar planos y personajes, esfera privada y esfera pública, como si se tratara de entregas folletinescas cuya caprichosa alternancia enfatiza su fragmentarismo, fiel al propósito principal de construcción de la imagen propia y de fijación de una interpretación estricta sobre las circunstancias que impactaron su desenvolvimiento. Aditivo y documentalista, el estilo de las
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memorias se apoya con exceso en la doble vertiente –individual y colectiva, privada y pública – del relato. Con todo su innegable peso narrativo e ideológico, el individualismo no llega a compensar la falta de relación necesaria entre ambos registros, que progresan con una cohesión precaria e inestable, como si una música de fondo que evoca las radionovelas o las películas mexicanas estuviera auspiciando su despliegue. Reflexionando sobre El pez en el agua Ortega hace converger con acierto en su interpretación la “derivación perversa” que percibe en la obra del escritor peruano con la subcultura del grotesco “como datos reveladores del individuo desprovisto de un mundo normativo” (Ortega, “Vargas Llosa: el habla del mal” 172). Muchos episodios de esas memorias ilustran este rasgo: el reparto de juguetes entre los niños pobres en Puerto Maldonado, Cusco y Andahuaylas, las clases medias nucleadas en la plaza San Martín pidiendo su candidatura, el ataque de la turbamulta en Piura, ya mencionados. En segundo lugar, en el nivel de las tramas ficticias ya aludidas antes en este estudio, el melodrama es la matriz a partir de la cual se piensa el mundo y se lo re-presenta no para implementar una forma de conocimiento racional de la realidad sino para comunicar un saber diferente por medio de las “colisiones tristes” del afecto y el deseo. La imaginación melodramática es una forma obsesiva del pensar y el sentir: un modo de la sensibilidad que circula socialmente aún antes de que exista su relato. Por eso se la considera una tecnología comunicacional que empuja los límites de la ciudad letrada, desjerarquiza la realidad y la desborda.181 En clave melodramática es posible poner énfasis sobre los aspectos ritualizados que asumen los comportamientos sociales y que seducen a Vargas Llosa por su grado de teatralización y su afán, generalmente vano, de regulación y control. El conflicto social puede mostrarse así en sus ocultas conexiones con el deseo, la pasión, los impulsos irracionales, el prejuicio, mostrando los efectos de estos antagonismos como si se tratara de un performance atávico, que existe en la memoria de la especie, y que no necesita explicación ni profundización. La sexualidad, la tendencia a la violencia, el instinto de supervivencia, las formas variadas de la creencia (el mito, el tabú, la religión o la superstición), la intrahistoria, son acogidos en el melodrama como materias propias para el despliegue carnavalizado de sus tensiones interiores. El melodrama aparece así como una forma de oralidad moderna que reivindica formas de subjetividad que traspasan las fronteras codificadas de las culturas oficiales y que se manifiestan como transgresión y excepcionalidad. Es a partir de esta forma melodramática que asume el ser social que puede repensarse la heterogeneidad y lo popular, y percibirse la rasgadura del tejido importado de la modernidad, por donde se filtran formas impuras de sensibilidad colectiva. El melodrama es apto para la representación de contenidos residuales o marginales que existen en los bordes de la socialidad burguesa, de la moral de clase media y de la productividad capitalista. Su registro tiene por territorio preferencial los no-lugares –territorios transicionales y provisorios — donde se desarrollan muchas de las narrativas de Vargas Llosa, espacios jerárquicos y formalizados en los que existe “the moral occult” de que habla Peter Brooks, la lógica escondida de lo no-racional y de la ética particular que lo sustenta. El melodrama aloja en su interior la diferencia como un imaginario alternativo y transgresor, cargado de particularismo. Sirve así ejemplarmente para la representación de la otredad étnica y de clase, la diferencia de género y la diversidad cultural, ya que en el contexto melodramático se pueden exhibir los conflictos y afinidades de los distintos grupos sociales y las dinámicas pasionales que los conectan (sexualidad, violencia) sin los requerimientos solemnes de la épica ni la exotización del realismo
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mágico, dejando que las interacciones y sobre todo la dimensión peculiar de la personalidad individual aporte los elementos necesarios para el despliegue de la narración. Julio Ortega ha opinado que el espectro creativo de Vargas Llosa se resuelve entre dos polos cuyas lógicas se concentran en modelos bien establecidos de composición literaria: la novela de caballería, por un lado, la cual constituiría el paradigma de la armonía y la totalización, y el modelo del folletín melodramático, universo de excesos emocionales y acciones hiperbólicas en el que “la existencia se convierte en una parodia involuntaria.” Si la novela de caballería ejemplificada por Tirant le blanc (1490) de Joanot Martorell representa un universo autosuficiente y cuidadosamente regulado, el melodrama nos enfrenta al “mundo del infortunio heroico.” (Ortega, “Vargas Llosa: el habla del mal”, Crítica de la identidad, 172).182 Como admirador de las regulaciones sociales entendidas como el intento de contención del caos natural del individuo y de la sociedad, y como narrador de la desregulación y de la desintegración de lo social (como relator, en palabras de Larsen, de la desmodernidad) Vargas Llosa encuentra en la representación de la otredad su más fecundo campo de cultivo. La otredad –aquella que existe como objetivación de lo que lo moderno desearía expulsar de su registro, como el espacio de lo reprimido y vuelto a aparecer, de lo temible, y atávico, de lo que subyace y al mismo tiempo contextualiza la identidad— constituye el lugar abstracto en el que se constata una y otra vez el fracaso de la república liberal y la necesidad de reinventarla. Es este (melo) drama de pliegues y repliegues de lo social que Vargas Llosa explora en su escritura, no como calas de profundidad con miras al desarrollo de un proyecto utópico ni como inquisición acerca de las alternativas del espíritu (del individuo, de la nación) enfrentado a sus límites, sino como recorrido por las texturas y accidentes del terreno cultural, como exploración de las ruinas que marcan el paisaje y que documentan lo que pudo haber sido y ya, definitivamente, no será. El Perú de la desmodernidad en el que todo está “jodido” desde siempre, donde todo se pudre, el país que se empeña, sin embargo, en regular, ritualizar, institucionalizar, prescribir, mutilar, para entonces, sobre el residuo de lo social, reinscribir la aventura del héroe degradado, es la materia prima de la literatura vargasllosiana, a la que el melodrama permite exhibir todo su patetismo y convertirlo en texto. En sus reflexiones sobre los temas literarios de Vargas Llosa, Cueto nota que la obra de su compatriota expresa una natural predilección por los transgresores: Alberto Fonchito, en El elogio de la madrastra y Los cuadernos de Don Rigoberto, Antonio Imbert en La fiesta del chivo, Flora Tristán en El paraíso en la otra esquina. Su preferencia por autores como Sade y Bataille, o por personajes de la literatura universal como Madame Bovary y Jean Valjean, debe ser entendida en el mismo registro (Cueto 13). Se trata del despliegue crítico y literario del tópico de la rebeldía –indiscriminada, glamourizada más como gesto que como posicionamiento concreto –que Vargas Llosa absorbiera a su manera en el clima revolucionario de los 60 y que persiste como parte del modelo melodramático del escritor perseguido por sus demonios, entregado a sus obsesiones y acosado por el “vicio de la verdad”. Cueto indica también que el lenguaje de la rebelión se apoya siempre en la fuerza de la oralidad, una presencia flexible, escurridiza, que se opone a la palabra escrita. La rebelión posible es el espectro que recorre la modernidad periférica y desigual de los Andes, dejando al descubierto la precariedad irrisoria del status quo. Vargas Llosa confiere a esa pulsión rebelde visos artificiosos, melodramáticos, hipertrofiados por la perspectiva que con frecuencia asume como organizador autoritario del
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relato, como Autor que se encuentra definitivamente situado en un plano superior y exterior al de los personajes y al de las situaciones que inventa para ellos. En tercer lugar, en el nivel del discurso político propiamente tal, la matriz melodramática se expresa, asimismo, con una intensidad que está exacerbada por el mise en scène público de la individualidad que se autopostula a través del mensaje mesiánico –imaginado –de la ideología liberal. Ni a nivel discursivo ni en el plano de la performatividad mediática Vargas Llosa ahorra elementos de teatralización melodramática: la oposición tajante de bien y mal como fuerzas ancestrales que dominan el mundo de la vida, la presentación carnavalizada de personajes colectivos (el pueblo, los sectores marginales, la izquierda, la clase media, los intelectuales) como una forma de identificación de actores sociales destinados a cumplir roles siempre marcados, de manera más o menos lejana, por fuerzas irracionales y atávicas. El senderismo que asola al país, el pueblo que lo empuja a la candidatura presidencial, las masas que lo agreden durante su campaña, incluso los demonios que impulsan su trabajo literario, responden todos a fuerzas que no pueden comprender y que controlan sus acciones, las cuales, por lo tanto, no pueden ser consideradas nunca una forma de agencia política o social sino el despliegue espontáneo del signo que se libera del significado. La crítica ha percibido esta tendencia al simulacro: como se ha visto antes en este estudio, Flores Galindo ha notado la espectacularidad de lo político en el discurso político de Vargas Llosa y el modo en que el movimiento Libertad moviliza elementos presentes en el imaginario nacional para lanzar una imagen comercializable del escritor devenido candidato presidencial. Larsen ha señalado, a su vez, la tendencia vargasllosiana a ficcionalizar lo ideológico efectuando, como indicara también Rowe, “el empobrecimiento de lo político”. Sarlo se refiere a la teatralización y al simulacro a que echa mano Vargas Llosa como manera de producir una imagen mediática capaz de articular la fantasía popular con las consignas de su campaña política, creando escenarios teatrales para montar en ellos la ficción de la empatía ciudadana. De esta manera, dentro de una poética donde la realidad ha perdido su status frente a la invención y donde mentira y verdad compiten en una lucha desigual por la definición del espacio representacional, el acto de la simulación termina por borrar las fronteras entre falsa conciencia y conciencia real, y por hacer irrelevantes los apremios de la ética y de la política: Al contrario que la utopía, la simulación parte del principio de equivalencia, de la negación radical del signo como valor, parte del signo como reversión y eliminación de toda referencia. Mientras que la representación intenta absorber la simulación interpretándola como falsa representación, la simulación envuelve todo el edificio de la representación tomándolo como simulacro. (Baudrillard, Cultura y simulacro 13-14) 7. ¿Punto final?: la muerte / el Premio Nobel A partir del análisis precedente, queda claro que las direcciones que toma el periplo vital e intelectual de José María Arguedas y Mario Vargas Llosa no pudieron haber sido más dispares.
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Habitantes ambos del territorio codiciado e inestable del canon literario, usuarios muy disímiles de la lengua y de la parafernalia de estrategias discursivas de la modernidad, creadores de mundos ficcionales colindantes aunque también, en muchos sentidos, antagónicos, y representantes de modelos opuestos de intelectualidad y de conducta política, la obra de cada uno de estos autores alcanza un momento climático indudablemente significativo con la trágica muerte del primero y la consagración internacional del segundo. A nivel ideológico, la conspicua figura de Vargas Llosa resulta prácticamente inseparable de los procesos de derechización política que se incrementaron a nivel internacional sobre todo a partir del fin de la Guerra Fría y de las controvertidas políticas neoliberales tanto en sus aplicaciones económicas como en su impacto cultural. La obra y la persona de Arguedas se asocian, por su parte, con el fracaso de la izquierda latinoamericana, con la causa de los movimientos indígenas, con la reivindicación de lenguas que van retrocediendo ante el avance depredador de las culturas hegemónicas, con el arcaísmo, con el utopismo emancipatorio y con las “narrativas del fracaso”. Si la muerte de Arguedas ha pasado a constituir un momento paradigmático de la representación de la lucha descolonizadora de los pueblos de América Latina sometidos por el colonialismo primero y por el proyecto nacional después, la instancia de máximo reconocimiento que significa el Premio Nobel otorgado a Vargas Llosa en 2010 constituye la consagración ya no solo de una obra literaria mayor en las letras hispánicas sino del modelo del escritor superstar y de la ideología “imaginariamente liberal” que lo informa. 183 Mientras que el galardonado escritor peruano se alinea con los flujos transnacionalizados que movilizan sujetos, mercancías y productos simbólicos en tiempos de globalización, encarnando una forma modélica de circulación cultural y de autopromoción en el mundo occidental, la literatura de Arguedas y sus prácticas culturales reivindican más bien los saberes y prácticas de las comunidades marginadas, la subjetividad, la tradición y la memoria, abriendo paso al deseo y al afecto como vías de conocimiento y acción. Muerte y Premio Nobel constituyen formas equiparables de penetrar en la posteridad: modos de trascendencia a través del arte que implican, cada una en su registro, un modo singular de inscribirse en la historia y conquistar su temporalidad. Ambas instancias son, a su manera, performativas, en la medida en que articulan individuo y comunidad, como bien demuestra, en el caso de Arguedas, el cuidado prestado a los detalles de su sepelio, la elección de la música que acompañaría la clausura del ciclo vital, la asignación de roles, escenarios, actores y ceremonias previstos para efectuar la despedida del cuerpo y asegurar la continuidad de la obra. En el caso de Vargas Llosa, la ceremonia del Nobel instala el cuerpo físico y textual en la comunidad internacional y le asegura un lugar en el Parnaso. Ambas instancias constituyen un hito que marca para siempre la recepción del cuerpo poético: la escritura ya roza lo absoluto. Sin embargo, esta dimensión trascendente de la textualidad literaria es sólo aprehensible en toda su significación a partir del conocimiento de las contingencias que atravesó durante las instancias de su elaboración y de su recepción. Es la intrahistoria interpersonal e intertextual la que aporta matices de otra manera ininteligibles a la interpretación de la obra. Como ha venido viéndose, la exploración vis à vis de las poéticas de Arguedas y Vargas Llosa nos enfrenta a entramados estético-ideológicos en los que se expresa, a través de recursos bien diferenciados, una cultura nacional fuertemente afectada por los dilemas que plantea la modernización en sociedades postcoloniales creando inescapables condiciones de producción y recepción simbólica. Podemos preguntarnos, teniendo en cuenta estas cuestiones, cómo evaluar, más allá de su efectividad formal y de su eficacia comunicacional, la literatura y la acción cultural vargasllosiana, su capacidad de conquista de espacios globales, su omnipresencia internacional,
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en contraposición con la tan peculiar y desafiantemente localista producción de Arguedas. Asimismo, ¿cómo conectan ambas propuestas con el más amplio espacio de la globalidad y con los desafíos ideológicos que plantea un mundo en el que las coordenadas espacio-temporales, los procesos de construcción de la afectividad y la experiencia de lo social y lo político se van modificando aceleradamente? Algunas líneas de reflexión que pueden perseguirse como aproximación a estas cuestiones tienen que ver con la definición del campo intelectual y con la función de la práctica letrada y diseminación del producto simbólico en el contexto del neoliberalismo.184 Sería imposible no ver en la consagración de Vargas Llosa una identificación de la institucionalidad literaria con el modelo ideológicamente fluctuante de intelectual que encarna el autor de La ciudad y los perros, un modelo que confiere una atención suficiente a la diversidad cultural como para permitir al escritor poner a dialogar el particularismo de la región andina con discursos centrales– exponer su diferencia –sin enjuiciar los mecanismos sociales y políticos que disimulan tras este ideologema la desigualdad radical de la sociedad que los contiene. El Premio Nobel, que como se anotara antes confirma y documenta un reconocimiento que Vargas Llosa ya disfrutaba desde hacía mucho tiempo, constituye asimismo una carta de ciudadanía en la República Mundial de las Letras, espacio transnacionalizado en el que la especificidad y aún la excepcionalidad de las culturas nacionales es reabsorbida como una nota exótica y decorativa que alimenta y exalta el mundo literario. La crítica social que recorre los textos vargasllosianos tiene casi siempre, como ha sido notado a lo largo de este estudio, una dimensión funcional: se aplica a la representación de la corrupción, el registro del deterioro, la verificación de la presencia y ensañamiento del mal como formas de descomposición que corroen el cuerpo social y lo someten a procesos inevitablemente (auto) destructivos. La injusticia social, considerada un dato de la realidad representada, es quizá, en la narrativa vargasllosiana, el elemento que confiere a sus textos el mayor rendimiento poético, ya que en ella se apoya el constructo ficticio. Jerarquías, estructuras de dominación, luchas de poder, diferencias culturales o discriminaciones de clase, raza o género alimentan la máquina literaria sin llegar nunca a desestabilizar el de todos modos precario equilibrio ideológico del texto. La obra vargasllosiana es así una narrativa que explora y expone la modernidad sin impugnarla, que la asume como una guerra de posiciones cuya intrincada malla puede ser penetrada de manera minuciosa y hasta implacable sin que los fundamentos ocultos de la misma suban hasta la superficie del relato. No resulta posible extraer de un universo así configurado conclusiones terminantes en cuanto a los orígenes de una problemática sistémica que parece alojarse en el corazón mismo de lo real y que se manifiesta sin más como irracionalidad, corrupción y ruptura inevitable y definitiva del tejido social. En la literatura arguediana, por su parte, las estructuras de dominación constituyen un muro de contención para la representación de los conflictos que aquejan a la región andina, ya que es siempre contra ese horizonte histórico, político, económico y social que se recorta el perfil de los personajes y se prefigura un mundo otro, concebido al mismo tiempo como posible e improbable. En las obras de Arguedas la narrativa se organiza como una forma de la imaginación histórica, en la que importan menos las peculiaridades de personajes o anécdotas que el modo en que se transparenta, a través de sus cuerpos textuales, el mundo tenso de la modernidad capitalista y los contenidos míticos y poéticos que aún habiendo sido reprimidos por la fuerza de la dominación occidentalista sobreviven como un repositorio de resistencia y de fuerza vital en las comunidades múltiples que constituyen las sociedad andina. La narrativa arguediana es, en
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este sentido, el agua turbia a través de la cual se percibe el movimiento interno de la subjetividad colectiva, sus sustratos emocionales y sus formas supérstites de intuición de la naturaleza y de racionalidad comunitaria. La propuesta literaria arguediana se apoya así en una concepción relacional de la otredad, que responde afirmativamente a la pregunta de si es posible una antropología sin exotismo, en la que la otredad y, por ende, su representación, sean concebidas como instancias fluidas –no estáticas o situadas en un espacio-tiempo neutro y ahistórico, como en la antropología tradicional—y donde lo meramente sincrético deje lugar a interacciones culturales que modifican constantemente no solamente al objeto estudiado sino nuestro propio punto de mira y las categorías crítico-teóricas que desde él se proyectan.185 El contrapunto entre ambas narrativas ha sido elaborado en los niveles temáticos, lingüísticos, técnicos e ideológicos en múltiples oportunidades, pero han sido sobre todo los cruces y contrastes ideológicos los que han merecido más atención por parte de la crítica. Los conceptos que Vargas Llosa vierte sobre su compatriota en La utopía arcaica –para citar aquí una de las más obvias y premeditadas instancias de contacto textual entre ambos escritores– más que echar luz sobre la estética o la ideología del biografiado, ayudan a caracterizar el modelo estético y representacional que el biografista construye para iluminar, por contraste con su objeto de estudio, los méritos de su propia factura literaria. Para Vargas Llosa la literatura de Arguedas revela un complejo de inferioridad y una voluntad victimista, susceptible e insegura, que partiendo de las desventajas y desventuras que acompañan la vida del escritor quechua-hablante desde la infancia se proyectan de manera implacable sobre la obra poética (La utopía arcaica 310). Según Vargas Llosa, el uso que hace Arguedas de un lenguaje afásico, enajenado, errático, que expresa desvarío mental, contribuye a la configuración de un mundo ficticio que como en una Torre de Babel alberga personajes que se (in)comunican a través de una jerga indescifrable, artificiosa, caricaturesca, que es correlativa de una realidad grotesca y esperpéntica (La utopía arcaica 320-321). La obra de Vargas Llosa parece responder a la opción de situarse en el extremo opuesto del espectro poético. En efecto, Vargas Llosa integra, como hemos señalado, diferencia en identidad, domestica el conflicto, lo hace inteligible y por lo tanto asimilable para la sensibilidad dominante y los públicos transnacionales. Si Arguedas evoca el “Perú profundo” Vargas Llosa representa, más allá de desacuerdos políticos coyunturales, el “Perú oficial”, el que alienta la opción de la modernidad capitalista como modelo autoritario y excluyente para la nación andina, simplificando la realidad social, cultural y política de la región a un extremo que excede incluso los parámetros de la ficción.186 Alegorías, ambas instancias, de los modos posibles de ubicarse frente al double bind planteado por los dualismos centralidad/periferia, hegemonía/marginalidad, cultura dominante/culturas dominadas, castellano/quechua, ideología/política, ética/estética, en sociedades postcoloniales. Es indudable así que el factor ideológico ha jugado un papel fundamental en la estimación de la producción de estos autores, convirtiéndose en el factor diferencial a partir del cual se ha efectuado un aparte de aguas que es no solamente previsible sino imprescindible a la hora de evaluar las contribuciones y limitaciones de proyectos intelectuales que, en ambos casos, optaron desde el comienzo por jugar la carta política como sustento del edificio literario. La obra y la persona de Vargas Llosa se han prestado, junto al reconocimiento prácticamente unánime de la alta calidad de su narrativa, a acaloradas polémicas, mientras que la producción arguediana ha
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despertado, a través de un proceso lento pero seguro, más bien adhesiones calurosas y lealtades duraderas. En el caso de Vargas Llosa, el Premio Nobel no ha acallado a la crítica adversa a su ideología y a lo que este escritor representa como intelectual público dentro y fuera del Perú. Al mismo tiempo, no han faltado quienes han interpretado el reconocimiento del Nobel como un homenaje a la cultura latinoamericana en su totalidad y en general a las literaturas en lengua española, lo cual convertiría al escritor peruano en una especie de embajador de los valores y potencialidades de la periferia en espacios consagrados. Pero el abandono de la izquierda que Vargas Llosa llevara a cabo como un performance público en los años sesenta, la sombra de Uchuraccay, la candidatura fracasada y la adhesión al neoliberalismo no dejan de oscurecer la imagen de quien fuera, sin embargo, reconocido por la academia sueca –paradójicamente –por su aporte al esclarecimiento de los temas del poder y de la resistencia en América Latina. 187 Los administradores del Nobel ponen aquí el dedo en la llaga con su explicación de los méritos que valieron a Vargas Llosa el galardón cultural sueco, trayendo a la memoria colectiva intervenciones del excandidato presidencial no sólo en cuestiones políticas de su país sino de otras naciones, así como entrevistas, opiniones periodísticas y gestiones diplomáticas que no han favorecido su de todas maneras inestable imagen pública. Para citar sólo un ejemplo, en 2010, poco antes del anuncio del Premio Nobel, en un artículo titulado “Vargas Llosa: un militante de la impunidad” el jurista argentino Alejandro Teitelbaum protestó por el envío de Vargas Llosa como representante de su gobierno para la inauguración del Museo de la Memoria en Chile.188 Este hecho estaba directamente ligado al desempeño del escritor como presidente de una Comisión de Alto Nivel nombrada por Alan García para la constitución de un museo similar, con la misma denominación, en el Perú, honrando a los caídos en los enfrentamientos civiles de los años 80. La presencia de Vargas Llosa en Chile comenzó por ser repudiada por un grupo de migrantes peruanos pertenecientes al Movimiento Tierra y Libertad liderado por el sacerdote Marco Arana. El Dr. Teitelbaum recuerda la intervención de Vargas Llosa en asuntos internos de la Argentina, intervención que fuera canalizada a través de la publicación de un artículo aparecido en Le Monde el 18 de mayo de 1995 bajo el título “Jugando con el fuego”, en el que el escritor peruano sugería que era tiempo de “enterrar el pasado” en ese país en lo relacionado con los asesinados y desaparecidos por la dictadura militar, actos que según él involucraban a un gran sector de la población y no solamente a los responsables directos de esos crímenes o a la jerarquía militar que los comandaba. A ese artículo, considerado una insolente intromisión en un tema delicado y candente en Argentina, responderían en su momento el propio Teitelbaum, la socióloga Silvia Sigal y el escritor Juan José Saer en notas publicadas en el mismo periódico francés el 26 de mayo de 1995. Este último explica que elude polemizar con Vargas Llosa a pesar de la información truncada y la mitomanía que demuestra su artículo porque el escritor peruano “no tiene la envergadura intelectual ni las garantías morales que pueden hacer de todo adversario un interlocutor válido” (Teitelbaum). Poco tiempo después Vargas Llosa decidiría cancelar su participación como presidente de la comisión mencionada en el Perú indicando en su carta de renuncia “su desacuerdo ante la aprobación del Decreto Legislativo 1097 que permite archivar casos de violación de derechos humanos cuando el procesamiento de éstos excede los plazos legales”.189 Pero como en el caso de Uchuraccay, el daño ya estaba hecho, y la tardía renuncia no borra de la memoria hechos que son elocuentes acerca de la insistente, proliferante y en muchos casos prescindible actividad pública del excandidato y de su inconsistente posicionamiento ético-ideológico.
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Como ha sido advertido por la crítica, la dimensión ideológica que se manifiesta de una manera clara en la acciones que Vargas Llosa emprende como intelectual público tiene más complejas y sofisticadas manifestaciones a nivel literario, habiendo dado lugar a importantes debates que se vinculan, a nivel internacional, con temáticas que superan los límites de la política peruana y aún de la región andina. En efecto, la obra de Vargas Llosa ha venido ocupando tanto ideológica como estéticamente a la crítica internacional que ve en ella un ejemplo de cosmopolitismo cultural, no sólo por la variedad de temas y referencias geoculturales sino también por las aproximaciones que propone a problemas actuales como el nacionalismo, la representación de la otredad y la constitución de la subjetividad postcolonial en sociedades periféricas. Quizá el más profundo y matizado análisis de la obra vargasllosiana sea el que se ha dedicado a El hablador, novela cuyos rasgos temático-ideológicos han sido ya abordados en este estudio. Vale la pena volver, sin embargo, a los efectos de un contraste final entre la poética de Arguedas y Vargas Llosa, sobre algunos aspectos que la conectan con debates actuales. En particular, es importante notar el alcance que ha alcanzado la literatura vargasllosiana en diversos contextos de recepción y la complejidad que ha sido descubierta en sus relatos particularmente en lo que tiene que ver con el tratamiento de la relación entre nación y espacios transnacionales, estética y política, otredad e identidad en sociedades multiculturales. Interesa, sobre todo, advertir los resultados interpretativos que emanan de la proyección de la crítica cultural sobre los textos del escritor peruano, y los temas que esta crítica privilegia, de cara a los horizontes teóricos de nuestro tiempo. Respondiendo al estudio del afamado politólogo Benedict Anderson, quien analizara El hablador como novela eminentemente nacional(ista) (es decir, como una alegoría de la conflictiva fragmentación de la región andina y de la coexistencia de diversos registros socio-culturales históricamente antagónicos en la nación peruana) Jonathan Culler ha resaltado más bien su cualidad de mercancía, destinada primariamente a un lector que en general accede a la obra del escritor peruano en traducción. Siguiendo las ideas de Timothy Brennan, Culler indica que el género novelesco se ha convertido en una forma cosmopolita a través de la cual lo nacional puede manifestarse en plenitud fuera de su contexto natural. La cultura nacional ha sido reemplazada, indica Culler, no completamente pero sí en gran medida, por el dominio globalizado, el cual trasciende fronteras diluyendo la proximidad entre productor, producto y consumidor de mercancía simbólica. Esto afecta particularmente a la producción cultural del que fuera llamado Tercer Mundo, en el cual la función de la literatura, que sirviera como elemento fundacional de las identidades nacionales, ha venido transformándose de modo sustancial. 190 ¿Qué aproximación particular a estos temas centrales para el comparatismo literario de nuestro tiempo ofrece la obra del escritor peruano? Debe empezar por reconocerse, en este punto, que la problemática abordada por el narrador principal de El hablador en torno al problema de la comunicación recuerda, en más de un sentido, el dilema arguediano, donde la lengua dominante constituye un obstáculo para la comunicación de contenidos ajenos a la cultura oficial, los cuales reclaman más bien una codificación propia, no ideológica ni portadora de la epistemología del conquistador. El hablador plantea la lucha cuerpo a cuerpo con la lengua recibida del dominador para la expresión de contenidos provenientes de una episteme diferente, relegada a los márgenes de la racionalidad moderna:
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¿Por qué había sido incapaz, en el curso de todos aquellos años, de escribir mi relato sobre los habladores? La respuesta que me solía dar, vez que despachaba a la basura el manuscrito a medio hacer de aquella huidiza historia, era la dificultad que significaba inventar, en español y dentro de esquemas intelectuales lógicos, una forma literaria que verosímilmente sugiriese la manera de contar de un hombre primitivo, de mentalidad mágico-religiosa. Todos mis intentos culminaban siempre en un estilo que me parecía tan obviamente fraudulento, tan poco persuasivo como aquellos en los que, en el siglo XVIII, cuando se puso de moda en Europa el ‘buen salvaje’, hacían hablar a sus personajes exóticos los filósofos y novelistas de la Ilustración. (El hablador 152, mi énfasis) El narrador se enfrenta a las contradicciones y restricciones de un régimen lingüístico que tiene incorporadas las marcas de la dominación y a través del cual se perpetúan los estereotipos impuestos por el colonialismo. Nuevamente, como se ha visto antes, la literatura se enfrenta con la antropología y se revela contra la ajenidad –la fraudulencia— de una elaboración literaria que confirma, en el terreno de la ficción, la hegemonía de los imaginarios de los vencedores sobre la cosmogonía de los vencidos. Las narrativas mayores (el discurso iluminista, basado en el predominio de la Razón) y los mitos que idealizan a la Otredad para neutralizar su alternatividad (el “buen salvaje”) comparten con la literatura (producto eminentemente occidentalizado) el carácter engañoso y falaz de la representación que sólo termina por dejar en evidencia el carácter irrepresentable y el misterio irreductible de aquel al que se ha condenado a la invisibilidad y el no-conocimiento. Como la antropología, la literatura debe comenzar por reconocer la crisis del discurso que representa al otro, ya que el modelo lingüístico y epistemológico que debería revelar su especificidad termina, en realidad, oscureciéndolo. Antropológica o literaria, la formación discursiva traiciona al objeto de su deseo, convirtiéndolo, al intentar representarlo, en una imagen ideológica del yo, en una reflexión de la mirada del observador. Incapaz de administrar la distancia entre objeto y sujeto, la operación representacional se abisma en el proceso mismo de la simulación y se puede resolver sólo como pastiche: la tragedia del colonialismo retorna como farsa. Siguiendo las reflexiones de Anderson respecto al modo en que El hablador se aproxima a la temática espinosa de lo nacional como el espacio en el que se dirime la lucha entre arcaísmo y modernización, Culler apunta a una cuestión neurálgica que se vincula con el dilema principal que se viene analizando en este estudio: el double bind que el escritor enfrenta con respecto a la lengua y a los procesos mismos de construcción simbólica al intentar representar la otredad postcolonial. Paradójicamente, indica Culler, cualquier esfuerzo por preservar la otredad (lo primitivo, autóctono, arcaico o vernáculo) parece pasar inevitablemente por la integración, como inclusión de lo Otro en lo Mismo, como sustracción de la anomalía que conlleva la alteridad y como asimilación de su diferencia en la identidad dominante. La intervención modernizadora se presenta así, paradójicamente, como el único mecanismo apto para salvar al Otro de los procesos de disolución e invisibilización a los que esa misma modernidad lo condenara. Preservación y borradura de la alteridad aparecen como las dos caras de la misma operación representacional. Las discursividades que se cruzan en El hablador, la coincidencia y divergencia de los hablantes, la discordancia entre el lenguaje estilizado del narrador occidental y el discurso babélico del Otro
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que revela la existencia de modelos radicalmente diferentes de pensamiento, instalan en la novela una dualidad y una tensión que metaforiza la esquizofrenia del double bind postcolonial entendido como disociación de la conciencia (ver nota 1): The imposible relation between the novel’s parts dramatizes the unsolvable problem of the position of the Indians in Peru, where inclusion means assimilation, transformation, and destruction of their world, just as surely as exclusion will bring their destruction. […] preservation occurs through the intervention of an outsider; culture is preserved through imitation, repetition, and adulteration (for instance, the assimilation to Machiguenga culture of tales from Kafka and from the history of the Jews). Moreover, and this is especially pertinent to the novel’s performance, from the point of view of the reader, it is precisely the “dubious”, “compromised” representation, in Spanish, of the Machiguenga world that earns support for the idea of preserving this world in its purity and autonomy. (Culler, “Anderson and the Novel” 32)191 La nación moderna se apoya justamente en la inestable y desigual coexistencia de ambos registros y señala la mediación letrada como una función engañosa, ideológica, en la que el portador de la palabra que aglutina y cohesiona a la comunidad se apoya ahora en la mímica y el simulacro. El lugar de la comunidad, ocupado ahora por las lógicas del mercado global, constituye otra línea de fuga para la función del narrador, cuya aura se difumina ante la experiencia de la repetición inercial, cacofónica, de las grandes narrativas del occidentalismo. Como tematización de la pérdida, El hablador no puede ser más que un relato nostálgico, que evita, sin embargo, quedar preso de la melancolía. El duelo por lo perdido no es en la narrativa vargasllosiana un Apocalipsis ni termina, como los Zorros arguedianos, en la disolución de un mundo y en la beligerante identificación de las dinámicas globales que han precipitado esa caída. La pérdida es presentada como fatalidad, casi como un ciclo de la naturaleza que, darwinianamente, condena a los más débiles a la marginación, la diáspora y la desaparición. En Arguedas el vampirismo del capital mantiene, hasta el final, su diabólica racionalidad: la máquina de guerra de la modernidad no solamente arrasa con las comunidades sino que desarticula, de modo radical, las narrativas del occidentalismo. Respecto al tema de la cultura nacional, Vargas Llosa y Arguedas sostienen a lo largo de su obra tesis bien diferenciadas sobre la constitución y proyección posible de esta categoría. Arguedas trabaja para expandir el alcance del concepto, entendiendo por tal un campo abarcador e incluyente de prácticas cotidianas y acción intelectual en cuyo interior las culturas diezmadas por el colonialismo y relegadas por la república criolla deberían llegar a converger, asumiendo y elaborando su heterogeneidad, con el proyecto de modificar las estructuras de dominación que controlan la totalidad nacional. El autor de Todas las sangres entiende la cultura como la confluencia de vertientes provenientes de la producción criolla y aborigen, de la tecnología, de los medios de comunicación, de los aportes europeos transculturados desde la Conquista y de los influjos masificados provenientes de los grandes centros del capitalismo mundial. Su postura no se caracteriza por la exclusión de ninguno de los campos culturales que la modernidad había articulado en el espacio de la nación criolla. Pero en esa confluencia Arguedas siempre advierte y problematiza con radicalidad jerarquías y privilegios, entendiendo la relación intrínseca entre capitalismo, modernidad y nación, de la cual se desprenden las formas específicas de dominación
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y sus efectos sobre la subjetividad y los imaginarios colectivos. Empuja así los límites de lo tradicional, lo nacional, lo popular pero también de lo moderno, intentando elaborar bases posibles para una modernidad alternativa, donde lo local se constituya en una plataforma de reivindicación y afirmación comunitaria, más allá de las vacías y esencializadas identidades nacionales, que en la obra arguediana adquieren una subversiva y poética fluidez. La literatura de Arguedas, que como la escritura del Inca Garcilaso se afirma como una de las voces auténticamente hibridizadas de la región andina, interpela a los distintos sectores que componen la nación peruana y, de modo más amplio, la sociedad andina. Como producto letrado, su literatura tiene como receptor inmediato, necesariamente, al alfabetizado en la lengua dominante. Pero la diversificada obra arguediana que alcanza las manifestaciones musicales, performativas, artesanales, que se ocupa de reivindicar las costumbres locales y las tradiciones comunitarias y se apoya en el estudio de fenómenos sociales como la migración, el desarrollo económico, la comunicación y la problemática de la multiculturalidad, alcanzan una dimensión que se extiende mucho más allá de lo literario. En ese amplio campo intelectual en que Arguedas se mueve, lo nacional se redefine y se resignifica de manera incesante y la práctica misma de la cultura se democratiza alcanzando niveles vinculados a la educación, la etnografía, la difusión cultural, el coleccionismo, prácticas que suponen el contacto directo con las comunidades indígenas y cholas, y con diversos estratos de la cultura criolla. Así, el tema de la nación es resignificado pasando de las connotaciones salvíficas que lo instalaran en el escenario de la modernidad como categoría primaria de análisis social, a la postulación crítica que lo presenta como una de las instancias ideológicas que va descaeciendo con el capitalismo tardío y sus formas globalizadas y fantasmáticas de dominación. Es interesante ver los periplos a partir de los cuales el tema de lo nacional desemboca en la cuestión del público y conecta con las estrategias de representación literaria. Como se ha visto, Anderson, teórico del nacionalismo, identifica en el paradigmático texto El hablador un aspecto central que, con variantes, podría ser localizado también en otras obras del autor peruano. Anderson resalta la importancia que asume el “performance del nacionalismo” (The Specter of Comparisons 356) que en El hablador se plantea como la puesta en escena en la que los distintos actores de la nación moderna, en el contexto del capitalismo periférico y dependiente, son insertados en el espacio/tiempo “homogéneo y vacío” del discurso novelesco. Si en Hispanoamérica la novela decimonónica representaba, como Sommer plantea en Foundational Fictions, el proyecto de la reconciliación nacional por encima de la pluralidad de voces y posicionamientos dramatizados por la ficción, la novela de las últimas décadas del siglo XX y lo que va del XXI sólo puede representar la fragmentación de la nación y las promesas incumplidas que el liberalismo sustentara sobre la base de nociones ya en gran medida inoperantes de Estado, cultura nacional y modernidad. Ante el descaecimiento del modelo integracionista que buscaba asimilar las distintas culturas y formaciones sociales andinas al paradigma englobante de la nación criolla, lo que persiste, en la visión “imaginariamente liberal” de Vargas Llosa, es la estetización del mundo moderno, fuertemente dividido y polarizado, donde los extremos del espectro social se corresponden con el mundo occidentalizado, por un lado, y por otro con la diezmada población machiguenga. Ésta consume como legítimo el simulacro de su propia memoria cultural, que les está siendo devuelta como un juego de máscaras a través de la ventriloquia del hablador. La función del mediador está marcada, como el narrador nos indica, por la melancolía y la soledad. Su papel con respecto a la comunidad ha
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dejado de ser primordial para ir convirtiéndose, en su reciclamiento espacio-temporal, en una forma de gestión que registra una realidad inmodificable, inconmensurable, donde la mercancía simbólica se inscribe en los circuitos del capital: el espacio del mercado, el consumo, la diversificación de los públicos que reclaman contenidos genéricos y accesibles aunque tocados por magia del excepcionalismo y de la diferencia. La Torre de Babel como el lugar en el que se articulan relatos disímiles para el gran público que hace uso de la comunicación tecnologizada es un ejemplo claro del pastiche propiciado por el mercado y de las modificaciones que registran las funciones del narrador. Para Anderson, El hablador se dirige a una audiencia inmediata de lectores nacionales, noción que Culler discute inclinándose por el perfil de Vargas Llosa en tanto autor transnacionalizado inscrito, como se mencionaba antes, en el espacio amplio de la literatura mundial. El tema del lector es de suma importancia, ya que la definición de la instancia receptora del texto permite esclarecer a quien van dirigidas, preeminentemente, las estrategias representacionales desplegadas en el nivel simbólico y explicar, por lo tanto, algunas de las opciones compositivas del texto mencionado. Para Culler, El hablador revela su deliberada proyección cosmopolita no sólo por la abundancia de referencias cultas provenientes del contexto europeo: Dante, Kafka, la Biblia, la ciudad de Florencia, como un escaparate artístico cuyo clasicismo contrasta con los arcos y flechas que enmarca una vidriera que atrae la atención del narrador y que desencadena el relato. Culler señala, en adición a estas alusiones, el uso de un lenguaje en el que se eluden nombres propios o términos técnicos para referirse a los objetos que se exhiben como parte de una muestra etnográfica. La opción por nombres genéricos, menos precisos pero más comprensibles fuera de los contextos culturales que la obra representa, apunta, según Culler, a un lector cosmopolita que a nivel internacional consume el exotismo de la periferia como un valor agregado al texto literario, concebido como un dispositivo de entretenimiento y estetización de lo primitivo. Culler pone sobre el tapete el tema multi/intercultural y el impacto de colonialismo y modernización sobre las poblaciones indígenas, tema cuyas álgidas connotaciones políticas son presentadas morigeradamente al lector extranjero. Culler cita al respecto el juicio de Sommer, quien admite como una de las posibilidades interpretativas de El hablador, la “defensa de la diferencia”, tema que según Sommer puede ser leído en la novela a contrapelo de la propia política del escritor, el cual manifestara en múltiples oportunidades la idea de que el Perú debe inclinarse hacia una “modernidad sin el indio” (Culler, “Anderson and the Novel” 34). Sommer no es la única en señalar esta derivación que se observa en algunos textos de Vargas Llosa de política a poética, de ideología a estética, movimiento en el que la literatura opera como línea de fuga. En su polémica con el escritor peruano, aludida antes en este estudio, Mario Benedetti había señalado ya que la literatura de Vargas Llosa se ubicaba a la izquierda del escritor, permitiendo leer en la composición del mundo ficcional una penetración y una sensibilidad respecto a los problemas sociales y políticos que el discurso ensayístico del mismo autor no dejaba aflorar.192 En una misma línea, James Dunkerley termina su artículo sobre Historia de Mayta, con una observación que aunque atañe a la representación del senderismo en la novela de Vargas Llosa vale, en general, para su relación con el entorno político de su tiempo, tanto a nivel nacional como internacional. Dunkerley observa que las repercusiones de Sendero Luminoso, su expansión en los Andes y su entronización política y social en el Perú en gran medida exceden la capacidad de comprensión histórica del escritor, que no llega a captar, según el crítico, la dimensión total de los hechos:
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Even Vargas Llosa’s formidable imagination cannot face the enormity of this phenomenon. Oscillating between fury, incomprehension and resignation, he has penned us a parable of great promise that terminates as a paltry conceit. He hears his enemy but understands only the words. (122, mi énfasis)193 La problemática que Arguedas y el Vargas Llosa de El hablador vislumbran y elaboran con respecto a la(s) lengua(s) logra abordar así el conflicto social a partir de una vertiente simbólica: la de la escritura en tanto escenario para la teatralización del encuentro entre fuerzas ancestrales y modernas que desgarran al sujeto y al lenguaje que lo representa. Pero mientras el primero culmina en una babelización apocalíptica en El zorro de arriba y el zorro de abajo, Vargas Llosa detiene la pluma en el registro de la fragmentación del discurso en la cual se mantiene la racionalidad, perversa pero inteligible, del mundo representado. El rendimiento poético de esta estrategia se diluye en el caleidoscópico juego de cajas chinas, también ensayado, como se ha visto, en Historia de Mayta, haciendo de la identidad de los hablantes una epopeya menor, un micro-relato, en el que metonímicamente se abisma el significado del drama histórico. Como ha sido alegado por la crítica, la muerte de Arguedas, anunciada y textualmente elaborada como una progresión inevitable en El zorro de arriba, constituye una auto-borradura que metaforiza el tema teórico de “la muerte del autor” con una imprevisible y estremecedora materialidad.194 Si es cierto que con la implementación de su propia desaparición Arguedas se sustrae dramáticamente del double bind que atenaza su historia individual y la de la nación peruana, también es cierto que su suicidio constituye una “forma portentosa de auto-inscripción” (Moreiras, The Exhaustion 200). en el cuerpo de su texto póstumo, en el de la nación peruana y en el del canon literario latinoamericano, al rubricar una conclusión ineludiblemente alegórica para la totalidad de su aventura vital y literaria. Ni la vida del autor podrá ser ya leída sin el texto que anuncia y que rubrica su final ni éste podrá ya desembarazarse de ese evento que interrumpe e interviene la escritura convirtiéndola en una instancia simbólica de gran intensidad ilocucionaria. La muerte de Arguedas, que obviamente cataliza el silencio definitivo de la voz narrativa y que puede ser interpretada como la cancelación alegórica del proyecto transculturador (Moreiras) constituye una instancia emblemática, planeada como tal por el autor, que a lo largo de su vida atraviesa diferentes etapas en el proceso de su reconocimiento público: la de intelectual marginal, educador, funcionario, intelectual público, héroe cultural y finalmente mártir de la causa de la resistencia indígena frente a la marginación y la desigualdad. Si es cierto que en el acto de su auto-eliminación confluyen, como ha sido notado muchas veces, las líneas de lo ético, lo estético y lo político, es también cierto que en ese turning point final, definitivo, se articulan las instancias climáticas del proceso de (auto) reconocimiento del sujeto en todas sus variantes. En efecto, la muerte sutura el imaginario arguediano a distintos niveles, tanto para el propio escritor como para su público: como conciencia de sí y como subjetividad enajenada, como individualidad marcada por el signo de la singularidad y el excepcionalismo y como representación de la comunidad, como concreción del modo peculiar en que los determinantes personales e históricos se configuran en el ser social y como emanación afectiva de una intimidad desgarrada y paradigmática.
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Vargas Llosa desarrollaría la idea, presente también en otros críticos, de que a partir del suicidio de Arguedas su cadáver pasa a rubricar para siempre la escritura de los Zorros, que ya la obra no podría ser ya leída al margen de los datos de la biografía de su autor y de su trágico desenlace. El cuerpo muerto de Arguedas interpelaría –chantajearía –así al lector, según Vargas Llosa, obligando a una lectura conmiserativa del texto, donde la desaparición del autor atraviesa impunemente la frontera entre literatura y realidad.195 Con sus comentarios sobre el suicidio de Arguedas, como en muchas otras ocasiones, Vargas Llosa trata de absorber el impacto y significación de la obra y la práctica arguediana en su propio discurso, ofreciendo una interpretación que apropia el hecho de la muerte del Otro y la disuelve en la perspectiva individual del que mira. La insistente propuesta de Vargas Llosa de que la estética arguediana se caracteriza por su inclinación mórbida no disimula su rechazo por la presentación radical que Arguedas ofrece de la dimensión biopolítica del capitalismo periférico, avenida que Vargas Llosa elige no emprender, al menos no en la forma extremada que se encuentra en Arguedas. La apuesta que Vargas Llosa realiza por una estética inclinada al cosmopolitismo y favorable a las políticas del neoliberalismo se basa en el triunfalismo individualista del escritor superstar donde los avatares de la vida privada pueden ser tematizados en la literatura aunque sólo en el registro melodramático o frasesco, mucho más cotizable en los mercados internacionales que la letánica y beligerante poética arguediana. Sin embargo, en la propia obra de Vargas Llosa, particularmente en El hablador, novela que articula algunas de las más potentes líneas de fuerza de la literatura de este autor, la muerte es también un núcleo significativo de indudables repercusiones poéticas. Anderson señala, por ejemplo, al estudiar la relación entre el Erzähler benjaminiano y el personaje de Mascarita cómo muerte, relato y autoridad narrativa están inextricablemente ligados, dando por resultado la producción de la melancolía como sentimiento prolongado y atenazador ante la inevitable desaparición de una cultura. En las últimas páginas de los Zorros Arguedas, viendo su vida pasar frente a sus ojos, comparte esas imágenes con el lector en una construcción híbrida, biográfico/ficcional que abreva de la experiencia límite de la muerte asumida. El otro aspecto reiterado por Vargas Llosa es el del exhibicionismo arguediano, el cual se expresaría mediante los usos de lenguaje soez, la preferencia por una versión grotesca y esperpéntica del mundo andino, la presentación de situaciones abyectas o, en palabras del autor, la “fascinación por lo asqueroso”, el “uso maniático de la palabra vulgar” y la “obsesión excretal”, formas casi pornográfica de representación de lo social que emergen de una sicología alterada por los traumas infantiles y la marginación del pueblo indígena, con el que Arguedas se identificaba. El gusto por la abyección se combina con “la mística de la naturaleza”, el irracionalismo, el caos lingüístico y la tendencia arcaizante. De esta manera, si desde la perspectiva vargasllosiana los aspectos ideológicos de Arguedas podían ser descalificados como producto del resentimiento y de la sensibilidad exacerbada por el trauma, la persistente “atracción por el barro” que Vargas Llosa descubre en Arguedas lo alinearía en las filas de los poetas malditos, nicho estético propicio para contener la fuerza impugnativa de los textos arguedianos, relegados así al espacio de la extrañeza y de la anomalía (La utopía arcaica 325). Según Vargas Llosa, el ideal de Arguedas es “arcádico, hostil al desarrollo industrial, antiurbano, pasadista” (La utopía arcaica 307). La complejidad y las contradicciones de su mundo son reducidas a la calidad de espectáculo, dimensión en manera alguna desconocida por Vargas Llosa. Èste no deja de advertir, sin embargo, la presencia de dualismos persistentes en la obra de
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Arguedas, a los cuales no deja de calificar como dilemas –double binds—que atenazaban su pensamiento y su mundo ficticio. El más fundamental de ellos, el que planteaba la identificación paradójica de modernización y justicia social. Indica Vargas Llosa que el Arguedas surgido de la cultura quechua resistía el progreso por temor a la aniquilación de la cultura indígena: Pero, al mismo tiempo, el Arguedas avecindado en Lima, intelectual de ideas sociales avanzadas, comprendía que no había escapatoria: la justicia significaría modernización, y ella hispanización y occidentalización del indio, aún cuando este proceso se hiciera mediante el socialismo. Este dilema no pudo resolverlo porque, simplemente, no tenía solución. (La utopía arcaica 306) En la lectura de Vargas Llosa, la literatura arguediana construye así “un fresco del mal” en el que la perversión sistémica de la modernidad, que construye el progreso sobre la aniquilación de la otredad, es leída en clave ético-estética como la corrupción inevitable que se desata sobre la especie humana. El mundo demoníaco de Chimbote es presentado como una orgiástica explosión de irracionalidades. La lógica del gran capital suspende la razón y la reemplaza por la máquina incesante de la productividad, donde el sujeto es consumido por la fuerza mágica y destructiva del objeto. Todas estas tensiones irresolubles conducen, necesariamente, a la muerte, que cancela el dilema al menos para la subjetividad que lo percibe. Queda eliminada así toda posibilidad de consenso o de negociación. La “armonía imposible” del mundo andino, que tan bien analizara Cornejo Polar en Escribir en el aire y en sus artículos sobre heterogeneidad cultural, ha dado definitivamente lugar a la eclosión de las contradicciones que no admiten la síntesis dialéctica. Alberto Moreiras ha visto en el mantenimiento de los antagonismos andinos representados simbólicamente en la narrativa de Arguedas un rechazo y también una renuncia final, definitiva, al espíritu conciliatorio de la transculturación, que la obra (y la vida/muerte) de Arguedas llevarían a su fin. Según Moreiras: Arguedas’s demon is the uncanny will to speak two languages, to live in two cultures, to feel with two souls: a double demon, demon of doubling, perhaps happy but also mischievous, as we shall see. In his affirmation of doubledness, Arguedas makes manifest his forceful rejection of the ideology of cultural conciliation, indeed stating his final conviction that, at the cultural level, there can be no conciliation without forced subordination. (The Exhaustion 196)196 De entre todos los textos arguedianos, es seguramente el de los Zorros el que con más fuerza, y sin duda con más dramaticidad, pinta el dilema –el double bind—de la condición postcolonial y de las consecuencias del tardo-capitalismo en áreas periféricas. Desbordado de afectos y deseos que ya no expresan tanto la humanidad del sujeto sino su desbocada des-humanización, El zorro de arriba es un ejercicio de abyección y de poesía, de des-identidad y, al mismo tiempo, de reafirmación de las bases profundas del ser andino definido no en base a esencialismos o universalismos sino en relación con el cruce contingente y preciso de procesos diacrónicos y de sincronías político-económicas ineludibles, que colocan al sujeto frente al horror del des-
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conocimiento de sí y del entorno urbano y natural que lo contiene. Si alguna prueba se necesitara de la extremada denuncia de la novela y de su valor interpelativo, su final –sus finales, el real y el ficticio— están allí para corroborar en qué términos se realiza la escritura del límite y de qué modo se imaginan los retornos posibles de la vida después del cataclismo de la muerte individual y colectiva, es decir, en “el filo de los tiempos” (Cornejo Polar, Los universos narrativos 300). Asimismo, según han recodado varios críticos, dentro de la cosmovisión quechua la muerte no tiene un carácter de clausura inevitable y definitiva sino que se asocia a la idea de la renovación y la continuidad de los ciclos vitales. En este sentido, como ha señalado Carlos Huamán: [e]l suicidio anunciado al ‘final’ de la obra no es en sí una muerte fatal para Arguedas y para el mundo quechua; es, sobre todo, una vía de renovación y continuidad vinculada a la realidad cósmica quechua-andina. […] La muerte –como dice Cornejo Polar –‘en ocasiones es además señal de redención: cambio de la negatividad del mundo, por obra del héroe, en plenitud afirmativa’. (Huamán 77-78) Fernando Rivera ha enfatizado también la importancia del afecto y de las nociones andinas de reciprocidad y donación como elementos fundamentales para leer la muerte de Arguedas dentro de los parámetros de la cultura quechua: Este límite donde el autor es llevado al punto extremo de retirarse del mundo de la experiencia (suicidándose) para dejar que la escritura se haga posible también en este mundo, para hacerse él mismo escritura y dejarse escrito en una suerte de escritura silenciosa e infinita, que dice sin decir, y que hace de la ficción o de esta nueva forma de ficción la única manera de escribir el mundo de la experiencia: borrándose de ella para que las voces de los otros la restituyan. (Rivera 312) En esa misma línea, Rowe ha llamado la atención sobre la idea de la continuidad del sujeto de acuerdo con la concepción de Dioses y hombres de Huarochirí donde la muerte es entendida como regeneración y resurgimiento, no como disgregación y aniquilación de lo que existe (Rowe, “El lugar de la muerte”). El mensaje principal estriba, más que en la re-emergencia existencial del sujeto, en la continuidad renovada de los lazos sociales que lo contienen y que superan los límites de lo individual y contingente. La presencia constante de la muerte, que constituye al sujeto desde sus primeras etapas formativas (“a mí la muerte me amasa desde que era niño”) intensifica la experiencia vital y el deseo de denuncia de las fuerzas destructoras que atentan contra la naturaleza humana, contra el paisaje, contra los valores de la comunidad y sus sueños de redención y de emancipación social. Al mismo tiempo, la relación niñez/muerte vincularía en Arguedas trauma y “cuerpo lleno de muerte” (Deleuze y Guattari, Antiedipo, cit. por Rowe, “El lugar de la muerte” 171), cuerpo estático que existe para morir (un cuerpo sin imagen o que va perdiendo su imagen) y movimiento incesante del deseo. Muerte y escritura están así estrechamente entrelazadas en El zorro de arriba y vinculadas por un proceso agónico, relacionado a la vez con la lucha y con la muerte cercana, con la acción y con el final de la vida (Rowe, “El lugar de la muerte” 168) como si se tratara de instancias
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inseparables e intercondicionadas en el proceso de búsqueda de un lugar enunciativo desde donde abarcar la trayectoria de la vida y del significado. De hecho, la relación entre muerte y literatura, como la que se establece, por extensión entre literatura y silencio (éste como la muerte del lenguaje) se inscribe en una larga tradición poética a la que se refiere Maurice Blanchot, evocado por Jacques Rancière en sus estudios sobre el discurso mudo. Según Blanchot, en tanto experiencia radical de lenguaje, la literatura es un Tibet imaginario en el que se aloja lo sagrado del signo; se aproxima por ello a la experiencia de la noche, al desierto, al suicidio, constituye una versión de lo Absoluto. El texto poético es una producción de silencio, un enfrentamiento a la irrepresentabilidad de la experiencia humana, una experiencia del límite: “A literary work is, for one who knows how to penetrate it, a rich resting place of silence, a firm defense and a high wall against this eloquent immensity that addresses itself to us by turning us sway from ourselves” (Blanchot en Rancière, Mute Speech 32).197 El suicidio de Arguedas anuda, emblemáticamente, todas estas significaciones, convirtiendo así a su texto final en epitafio, cuerpo textual grabado sobre la lápida del autor, sellando así con palabras mudas la desaparición del cuerpo real. Más que como escritura los Zorros son leídos, desde esta perspectiva, como inscripción elegíaca. El silencio final de la obra no es, así, ni reticente ni elíptico, ni hiato ni omisión ni ausencia de sentido; es un lenguaje mudo, explosivo, cargado de connotaciones y sugerencias, saturado de voces acalladas, de represiones, de llamados y de contenidos irrepresentables. La explotación, la abyección, la marginalidad, “no tienen nombre”: se resisten a ser significadas, reducidas a la convencionalidad del signo. Sartre ha indicado que “[el] silencio es un momento del lenguaje; callarse no es quedarse mudo, sino negarse a hablar, es decir, hablar todavía” (54). Si el lenguaje expresaba en los Zorros proliferación pero también anomalía (“el Mudo” y “la Muda”, el tartamudo, como instancias donde el significado retrocede, sustrayéndose a la circulación fluida y racionalizada) e integraba, en paralelo con la discursividad de los Diarios, contaminaciones interlingüísticas, formas vulgares o arcaicas, sentenciosas o enigmáticas, incluyendo neologismos, presagios, profecías, obscenidades, o simplemente sonidos y músicas diversos, el silencio es también un hervor que se prolonga indefinidamente, y no sólo hacia el futuro. Se remonta también hacia el pasado –como sugiere la lectura de Edmundo Gómez Mango –en una búsqueda de la lengua materna y de la madre, perdida antes de tiempo: Inventar una lengua nueva para resucitar, re-animar una lengua maternal y muerta: quizás (no podría plantearse de otro modo) sea este fantasma ausente el punto de perspectiva, vacío y ciego, de la poética de Arguedas. Hasta en el suicidio, su escritura, la invención de un nuevo canto polifónico y plurilingüístico no deja de cuestionarse sobre el origen y la muerte de la palabra poética. Su incansable búsqueda iniciática de una lengua, la travesía del infierno lingüístico de ‘Los Zorros’, dejan vislumbrar un silencio oriundo, una falta de palabra en el origen, el mutismo de una lengua madre que se calló precozmente y para siempre. La lengua de los Padres-Zorros, la suya propia, quiso decir y traducir la invención de la lengua nueva de la novela indohispánica. (Gómez Mango 368)
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Si la muerte individual tiene un sentido en última instancia vivificador, en la medida en que puede ser vista no sólo como redención personal sino como fertilización y renovación de la vida, también es cierto que su irrepresentable realidad tiene efectos múltiples, estéticos, éticos y políticos.198 Lienhard anota, por ejemplo: Con un balazo como punto final, El Zorro abandona el terreno de la literatura practicada como juego y abre una interrogación sobre la posibilidad y la oportunidad de la escritura novelesca en un país como el Perú. […] La continuación del El zorro no podrá ser literaria sino política: la hará el lector colectivo que crece poco a poco, a lo largo de la novela, para convertirse al final, algo míticamente, en actor de la historia. (La voz y su huella 169 y 171) La literatura convoca, así, a la vida, invita a la acción como resistencia a las dinámicas que los Zorros exponen a través de una letánica y al mismo tiempo exasperada denuncia. Inorgánico, disperso, fragmentado, lo social convoca a lo político, apunta, como las antiguas tragedias, a través de la conmiseración y el terror, a una catarsis que sólo puede tener como motif la activación del indio como sujeto político y como actor social a partir de una agenda de emancipación colectiva. El texto literario recorta así, sobre el trasfondo turbio de la historia, una imagen icónica, insoslayable y provocativa, en la que se mezclan culpa y sacrificio, inmolación y castigo, delirio y dolorosa racionalidad. Sobre el proscenio de la tragedia yace el cadáver del autor, el cuerpo muerto que el escritor ha fijado para sí mismo y con su propia mano, usando a la literatura como el dispositivo para esta fijación, como el alfiler que atraviesa el cuerpo de la mariposa para dejarla expuesta para siempre en el muestrario de la modernidad. Mientras el cadáver conquista la inmortalidad, la palabra poética, enajenada, sigue flotando, como un significante vacío, en el espacio enrarecido de la ideología, relato en busca de la escucha que dará sentido al gesto literario y a la experiencia social que lo sostiene. Los escalofriantes detalles incluidos en las últimas páginas del “¿Último diario?” con el que se cierra El zorro de arriba demuestran una voluntad final de intercalación de realidad y relato, de modelación de una imagen del yo que se completa con la muerte y que con ella adquiere un significado final, de dimensión comunitaria. 199 Como es sabido, Arguedas da instrucciones en este último texto para las ceremonias de su sepelio tratando de asegurarse de que no acabarán en “fantochadas” sino que constituirán una “palpitación”, es decir, un performance sentido, representado por amigos, acorde con sus gustos serranos y con los valores que guiaron su existencia y su obra intelectual. 200 Junto a esta apelación final a lo afectivo, comunica también el auto-reconocimiento de su valor modélico, con el que su individualidad adquiere resonancias históricas: Quizá conmigo empieza a cerrarse un ciclo y a abrirse otro en el Perú y lo que él representa: se cierra el de la calandria consoladora, del azote, del arrieraje, del odio impotente, de los fúnebres ‘alzamientos’, del temor a Dios y del predominio de ese Dios y sus protegidos, sus fabricantes; se abre el de la luz y de la fuerza
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liberadora invencible del hombre de Vietnam, el de la calandria de fuego, el del dios liberador, Aquel que se reintegra. Vallejo era el principio y el fin. […] Despidan en mí un tiempo del Perú… (Arguedas, El zorro 245-246) Esta última frase, que se repite luego creando una especie de motivo recurrente en el texto, apunta a un objetivo estético-ideológico que subyace al lirismo y a la intensidad emocional de la escritura arguediana y que es quizá la clave de su arte poética: la construcción, a partir de la cultura, de un sujeto nacional-popular articulado no sólo desde el punto de vista de las clases sino étnicamente, a partir del cual sea posible elaborar el conflicto social que aqueja al área andina y lograr la implementación de una modernidad con el indio, que integre su cultura sin desnaturalizarla, que mantenga la diferencia superando el antagonismo y que no asimile diferencia con desigualdad.201 Como Spivak sostiene, “recognition begins as differentiation” (244). No obstante, el reconocimiento existe sólo en tanto proceso relacional, socializado, que sólo adquiere pleno sentido en el contexto de la comunidad. Arguedas, que conoce las emboscadas y juegos del lenguaje y que practica la traducción como un puente semiótico entre clases, culturas y temporalidades, culmina en castellano su vida y su obra, para que su discurso sea escuchado y compartido, la escritura disociada y caleidoscópica de sus Zorros. Pasa así de caos a “orden”, de la escritura babélica (mítica, legendaria, ritualizada, local) a la lengua nacional, la del consenso deseado y la ciudadanía, la de la opresión, la exclusión y la modernidad. Finaliza así el largo y tortuoso periplo pautado por la mediación del escritor que gestiona los contactos interculturales y administra, a través de la traducción (entendida como tráfico del significado no sólo lingüístico sino cultural, epistemológico) el discurso del subalterno que existe espectralmente entronizado en la nación peruana y, metonímicamente, en la ciudad letrada que la organiza discursivamente. Lo que va del decir “sucio” (contaminado, híbrido, impuro) de los Zorros a la “limpieza” comunicativa con la que se cierra el “¿Último diario?” (para referirnos sólo a la evolución que se registra en la obra final) es la conciencia que el intelectual adquiere en tanto traductor/productor intercultural acerca de su propio quehacer y de la comprensión de sus límites. Arguedas es consciente de que la traducción cultural puede quedar reducida a un ejercicio monológico si no cuenta con la activa participación del receptor, que da sentido a la estrategia comunicativa. Como ha indicado Spivak volviendo sobre el tema de la inteligibilidad del mensaje del Otro en condiciones de subalternidad, la comunicación depende de esa escucha tanto como del código lingüístico que se utilice en cada caso: The founding task of translation does not disappear by fetishizing the native languages […] Sometimes I read and hear that the subaltern can speak in their native languages […] No speech is speech if it is not heard. It is this act of hearing-to-respond that may be called the imperative to translate. (Spivak 252-253) 202 Es en esta zona indeterminada y quizá indeterminable creada por el double bind de la conciencia postcolonial donde se inscribe, al menos desde algunas lecturas, el discurso arguediano: en ese espacio en el que la palabra resuena aun sin ser escuchada, conquistando una existencia que no obtiene respuesta y que no llega a constituir ese imperativo para la traducción, permitiendo entonces una existencia paralela de registros existenciales y culturales cuyo conflicto se prolonga
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y reproduce bajo distintas formas. Bhabha llama la atención sobre el tipo peculiar de subjetividad que se sitúa en el punto crucial de este splitting (desgarramiento o escisión) del sujeto y que se relaciona, más ampliamente, con la construcción de autoridad (social, cultural o política) y con la posibilidad de llegar a desarticular la voz del poder. Para Bhabha, como para Spivak, el sujeto postcolonial es parte de ese proceso problemático de identificación y de auto-reconocimiento y sus imaginarios están atravesados por esa circunstancia que es histórica, política y social, tanto como epistemológica y representacional. Aprender a existir en esta coyuntura constituye una estrategia de supervivencia que implica constantes reacomodos y negociaciones, que vemos en dramático despliegue en la obra arguediana. Bhabha toma de Benjamín la idea de la disyunción de temporalidades que se registran en un evento o situación histórica, tal como se registran en Arguedas. Este es el tercer espacio entendido como el lapso o lugar en el que coexisten diversos y hasta antagónicos registros temporales, en el cual se aloja esa forma de contemporaneidad en la que se van desarrollando historias diferentes dando lugar a la simultaneidad a la que se refiere Enrique Lihn y que no por casualidad retoman Cornejo Polar y Enrique Mayer en sus estudios sobre la narrativa peruana que nos ocupa. La obra de Arguedas implica así un complejo y agónico proceso de negociación intercultural que no está exento, como es sabido, de contradicciones, concesiones y fracasos. Arguedas constituye, en su misma alternatividad, parte de un registro canónico transnacionalizado sujeto a cotizaciones e intercambios simbólicos y mediáticos propios de nuestro tiempo. El registro simbólico de la lengua que su obra plantea pasa, a través de diversas formas de diglosia, hibridación y “simulacro” léxico y morfológico por un proceso de exploración comunicacional y experimentación que conduce desde las tentativas de una transculturación inversa (Moreiras, Legrás) hasta el remanso del castellano, que es la lengua en la que se transmite la experiencia definitiva y crucial de la terminación de la vida y de la obra, momento icónico de cuyo significado individual y colectivo el autor es consciente. Es en esta lengua, y no en el registro emocional y entrañable del quechua, en la que el escritor se despide del mundo y da instrucciones precisas para su sepelio. Es desde el registro dominante, que asegura que la voz se oiga y el mensaje se propague, que se reafirma el deseo de reconocimiento de la significación ideológica y estética de una obra a partir de la cual podría iniciarse una etapa nueva en la cultura nacional: “Quizá conmigo empieza a cerrarse un ciclo y a abrirse otro en el Perú y lo que él representa…”. ¿Constituye esta concesión final a la lengua del dominador un cierre inevitable para las “narrativas del fracaso”? ¿Una solución pragmática e irreprochable al double bind impuesto por la colonización y reafirmado por la república criolla? ¿Una forma orwelliana del doublethink que los registros culturales dominantes han logrado entronizar en la conciencia del sujeto? ¿Una forma de cooptación de la marginalidad o una estrategia de supervivencia simbólica? ¿Una forma de ser “peripheral at the top” (Spivak 2) que permite participar a un tiempo de los privilegios epistemológicos de la marginalidad y de la visibilidad de los registros dominantes? ¿Es la identidad en efecto una mercancía (un constructo producido para intercambio en el mercado cultural) cuyo valor de uso y cuyo valor de cambio oscilan y se negocian dependiendo de los contextos, circunstancias y propósitos? ¿Es la traducción, en última instancia, como Spivak señala, una “imposibilidad necesaria” (270) que nos coloca inevitablemente ante al vacío final del significado y nos encontramos situados, con la obra arguediana, al borde de ese abismo?
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Como en una disposición de cajas chinas, la escritura de Arguedas contiene múltiples expresiones de performatividad estética que intentan representar la pluralidad cultural andina en todos sus matices. De esta multiplicidad surge la idea de abundancia y de complejidad tanto como la de abigarramiento y disrupción del orden dominante. Sería erróneo buscar algún signo de armonía o equilibrio en el desgarramiento de esta literatura, cuyo poderoso e inestable entramado es testimonio de las rupturas profundas del tejido social y cultural de la región, de su proliferante diversidad y de su inagotable productividad simbólica. Marcada por los mitos de la modernidad (identidad, nación) a los que desafía desde sus fundamentos más profundos, asediada por los fantasmas de una premodernidad inescapable que habita en la creencia popular y en las nunca superadas estructuras de poder y de dominación, la poética arguediana adelanta asimismo la postmodernidad por su irreverente performatividad de la diferencia y por su reivindicación de discursos y posicionamientos marginales en un mundo caracterizado por la fragmentación y la desesperanza. En tiempos de globalización, la obra de Arguedas justamente por sus contradicciones e irresueltas tensiones, por el mundo figurado e inestable que representa y por la diferencia que introduce, nos instala en el lugar desde donde es posible cuestionar los nuevos procesos de afirmación hegemónica y de marginación cultural que la globalidad impulsa y legitima. Como Spivak sugiere, frente a las actuales dinámicas de homogeneización cultural impulsadas por la globalización, “la Torre de Babel es nuestro refugio”. La diversidad de las lenguas y la pluralidad de imaginarios irredimibles que ella sustenta constituyen algunos de los más eficaces y seductores desafíos de nuestro tiempo. En ese sentido, la obra de Arguedas se sitúa, en efecto, como el mismo autor advirtiera en su “¿Último diario?”, en el lugar icónico en el que comienza a cerrarse un ciclo y a abrirse otro, no solamente en la región andina.
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1 El antropólogo Gregory Bateson elabora la teoría del double bind como una herramienta para la
comprensión de la esquizofrenia, entendida como un estado del confusión internalizado por la víctima que es sometida a dilemas que impiden una resolución racional satisfactoria y perpetúan el sentimiento de división cognitiva y fragmentación de la conciencia. Como Spivak indica (y también Homi Bhabha en torno a su idea de tercer espacio) en 1984 George Orwell describe el "doublethink" como el tipo de “pensamiento doble” o doble registro en el que es necesario funcionar en sociedades represivas. En el concepto de Orwell, sin embargo, un elemento de “mala fe” o hipocresía enturbia el uso de este procedimiento, que Bhabha y Spivak conciben más bien como una estrategia de resistencia del subalterno. Ver la forma en que Spivak explica su apropiación del concepto y además la entrevista que Rutheford hace a Bhabha, en la que se discuten estos temas. Estas nociones han desencadenado diversas interpretaciones y críticas. La noción de transculturación, por ejemplo, es considerada por Moreiras una fórmula integrativa, que tiende a diluir los antagonismos. Dice, por ejemplo, en el capítulo 6 de The Exhaustion of Difference titulado “The End of Magical Realism: José María Arguedas’ Passionate Signifier”: “Transculturation is a war machine, feeding on cultural difference, whose principal function is the reduction of the possibility of radical cultural heterogeneity.” (195-196) La función de la hibridez, a su vez, ha dado lugar en Homi Bhabha al concepto de tercer espacio que se utilizará más adelante y que en varios aspectos se vincula a la idea de double bind reelaborada por Spivak. 2
Cornejo Polar se aproxima desde esta perspectiva al tema del “sujeto migrante”, en el cual se radicaliza un conflicto que afecta, en realidad, al sujeto andino en su totalidad. Aquí se refiere el crítico a “las narrativas bifrontes y –hasta si se quiere, exagerando las cosas, esquizofrénicas—del discurso migrante.” (Cornejo Polar “Una heterogeneidad no dialéctica”, 842). Ver asimismo “El indigenismo y las literaturas heterogéneas”, donde se presenta más ampliamente el concepto de heterogeneidad. 3
Como aportes a esta revisión crítica, ver los estudios dedicados a la obra de Cornejo Polar, particularmente al tema de la heterogeneidad y de la transculturación en Asedios a la heterogeneidad cultural, editado por José Antonio Mazzotti y en Antonio Cornejo Polar y los estudios latinoamericanos, editado por Fiedhelm Schmidt-Welle, así como los ensayos incluidos en mis libros Crítica impura y La escritura del límite. 4
Para distintas aproximaciones a los cambios ideológicos y literarios en Vargas Llosa ver, por ejemplo, Degregori, Rowe y Kokotovic. Sobre el alejamiento de Vargas Llosa de la Revolución Cubana a partir del caso Padilla ver Kristal, “Política y crítica literaria”, donde se dan detalles de los polémicos intercambios entre el escritor y autoridades cubanas (Fidel Castro, Haydee Santamaria, entre otros), de su prohibición de volver a Cuba y de las repercusiones internacionales de este proceso. 5
El verso de Enrique Lihn, perteneciente al poema “Ay infelice” recogido en Al bello aparecer de este lucero, 31, fue recuperado por Cornejo Polar en su artículo “Para una teoría literaria hispanoamericana” en el contexto de una discusión del multilingüismo y la multihistoria en América Latina. Cornejo Polar se refiere a ésta como “una historia hecha de muchos tiempos y ritmos, algo así como una multihistoria que tanto adelanta el tiempo como se abisma, acumulativamente, en su solo momento. Como decía Enrique Lihn en un verso memorable, -agrega -, los latinoamericanos ‘somos contemporáneos de historias diferentes’” (Cornejo Polar, “Para una teoría literaria” 11). 6
No otra orientación es la que alienta las críticas que se hicieran a Todas las sangres por parte de antropólogos, sociólogos e historiadores que encontraban en la obra un retrato inexacto, cuando no equivocado, de la realidad peruana. Ver al respecto los conceptos vertidos por Arguedas y otros 7
intelectuales en “¿He vivido en vano?” así como en el libro que recoge los debates del Primer encuentro de narradores peruanos. Según el conocido análisis de Hernán Vidal, “La aparición de las obras más representativas [del boom] coincide en su auge e impacto con la orientación consumista de las economías hispanoamericanas más avanzadas, desde mediados de la década de 1950 hasta fines de los sesenta.” (Vidal 67) 8
El caso Padilla remite a la serie de eventos que se inicia con el encarcelamiento en La Habana del escritor cubano Heberto Padilla, quien en el año 1966 gana en ese país el Premio Nacional de Poesía “Julián del Casal” por el libro Fuera del juego. La decisión del jurado (que integraban, entre otros, José Lezama Lima y el peruano César Calvo) levanta protestas en la Unión de Escritores Cubanos ya que el libro era considerado en círculos oficiales como contrarrevolucionario. En marzo de 1971 Padilla, que era para entonces profesor de la Universidad de La Habana, es detenido y encarcelado a raíz de un recital en el que lee poemas de su libro Provocaciones. Desde la prisión emite una carta donde dice arrepentirse de sus posiciones contra la Revolución, carta que es considerada como un documento producido bajo coerción. Esto levanta una serie de protestas internacionales y de reacciones de intelectuales que manifiestan su desacuerdo con los métodos de la Revolución y con lo que califican como stalinismo cultural. En una famosa carta internacional intelectuales de la talla de Octavio Paz, Julio Cortázar, Simone de Beauvoir, Susan Sontag, JeanPaul Sartre, Marguerite Duras, Jaime Gil de Biedma, Alberto Moravia, Pier Paolo Passolini, Alain Resnais, Juan Rulfo, Carlos Fuentes, Carlos Monsiváis, José Revueltas y Mario Vargas Llosa, entre otros, denuncian la persecución de Padilla y en general la censura llevada a cabo en Cuba por razones ideológicas. Este enfrentamiento es seguido de una serie de acciones en las que el gobierno de Cuba reformula su política cultural, resumida en las consignas: “El arte es un arma de la revolución” y “Con la Revolución todo, contra la revolución, nada”. Como resultado de las gestiones internacionales, Padilla se exilia de Cuba y se establece en Estados Unidos, donde ejerce la docencia hasta que muere en el año 2000. La “Carta a Fidel Castro” está reproducida en Contra viento y marea I, 166-168. Del propio Vargas Llosa véase también “Un francotirador tranquilo”, (Contra viento y marea I, 101-212) escrito en octubre de 1974, donde al comentar el libro de Jorge Edwards Persona non grata (1973) Vargas Llosa ventila sus propias perspectivas acerca del gobierno de Cuba y registra su progresiva desilusión con el socialismo. Sobre la relación de Vargas Llosa con el caso Padilla ver Kristal, Temptation of the Word, cap. 3. 9
Sobre el tema ideológico en Vargas Llosa, además de la múltiple bibliografía existente sobre el tema, la cual se irá citando en este trabajo, ver sus propias declaraciones en Barrenechea. 10
Vargas Llosa se refiere en múltiples ocasiones a la persona y al estilo gubernamental de Margaret Thatcher. En su “Elogio de la dama de hierro”, por ejemplo, expresa a la mandataria británica su irrestricta admiración por las privatizaciones llevadas a cabo en Inglaterra, por la implantación de la meritocracia y la contribución de Thatcher al fortalecimiento del capitalismo global, comunicándole una “admiración sin reservas, esa reverencia poco menos que filial que no he sentido por ningún otro político vivo, y sí, en cambio, por muchos intelectuales y artistas (como Popper, Faulkner o Borges).” Considera Vargas Llosa que el gobierno de “la dama de hierro” constituyó “probablemente la revolución más fecunda que haya tenido lugar en la Europa de este siglo y la de efectos más contagiosos en el resto del mundo. Una revolución sin balas y sin muertos, sin discursos flamígeros ni operáticos mítines, hecha con votos y con leyes, en el más estricto respeto de las instituciones democráticas, e incapaz, por lo tanto, de despertar el entusiasmo y ni siquiera la comprensión de la intelligentzia, esa clase que fabrica las mitologías y dispensa las aureolas revolucionarias.” (Vargas Llosa, “Elogio de la dama de hierro”, Desafíos a la libertad 1318). 11
Kokotovic señala, al igual que otros críticos, el cambio que se produce en Vargas Llosa en ese período de viraje ideológico en el cual revalúa la obra de Sartre y de Camus (que se aludirá más adelante en este estudio) señalando ahora más afinidades con el pensamiento moderado del segundo, y consolidando otras influencias que le permiten reafirmar sus ideas sobre el individualismo, la importancia del dinero como base de la modernidad capitalista, la primacía del mercado y el tema de la libertad como un derecho que no involucra necesariamente la justicia social. Trabaja así sobre las ideas del filósofo y sociólogo Karl Popper, del economista austrohúngaro Frederich von Hayek y del politólogo judío Isaiah Berlin, por ejemplo, a quienes dedica admirativos artículos recogidos en Contra viento y marea I. 12
Con la comisión presidida por Vargas Llosa colaboraron juristas, antropólogos, periodistas, abogados, psicoanalista, lingüistas y fotógrafos. Ver sobre el tema Enrique Mayer, “Perú in Deep Trouble”, así como Jean Franco, “Alien to Modernity”. El informe final fue producido en 1983. Ver Vargas Llosa, Informe de la comisión investigadora. 13
Ver, entre otras cosas, sobre Uchuraccay y Sendero Luminoso, Alberto Flores Galindo, Buscando un inca; Enrique Mayer, “Perú in Deep Trouble”; Nelson Manrique, El tiempo del miedo; Carlos Iván Degregori, Qué difícil es ser dios; Misha Kokotovic, La modernidad andina, cap. 5 y Mirko Lauer, El sitio de la literatura. 14
La representación de la relación arcaísmo / violencia asociados al tema indígena fue frecuente en la literatura del boom, como Jean Franco recuerda: “El Chac Mool” de Carlos Fuentes, “La noche boca arriba” de Julio Cortázar, etc. (Franco, “Alien to Modernity” 12) 15
Sobre estos problemas vinculados al tema de la verdad y a la definición del concepto de víctima y agresor ver Moraña, “El ojo que llora”. 16
La polémica se inicia con una entrevista concedida por Vargas Llosa al periodista Valeno Riva y publicada en la revista italiana Panorama el 2 de enero de 1984 bajo el título, supuestamente responsabilidad de los editores, de “Corruptos y contentos”, como alusión despectiva a los intelectuales latinoamericanos que militaban en las filas del socialismo. El intercambio posterior entre Benedetti y Vargas Llosa aparece en El País entre abril y junio del mismo año. Ver al respecto http://api.ning.com. La respuesta de Benedetti aparece también en la revista Vuelta. 17
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Mirko Lauer comenta esta polémica in passim en El sitio de la literatura, 106.
Rowe ha resaltado este hecho al referirse al tono condenatorio con el que Vargas Llosa encara las críticas que reciben sus posiciones estético-ideológicas, definiendo así un tono polémico que tiende a descalificar al adversario en lugar de rebatir sus ideas (“Liberalism and Authority” 46). 19
Sobre los intelectuales baratos ver asimismo Larsen “Mario Vargas Llosa: The Realist as Neoliberal” (Determinations 147) y Sergio R. Franco. 20
Pierre Bourdieu define el capital simbólico como “cualquier propiedad (cualquier tipo de capital, físico, económico, cultural, social) cuando es percibida por agentes sociales cuyas categorías de percepción son de tal naturaleza que les permiten conocerla (distinguirla) y reconocerla, conferirle algún valor”. Vargas Llosa es plenamente consciente de la importancia del poder cultural y de las estrechas vinculaciones entre campo cultural y campo político, razón por la cual intenta entretejerlos y vincularlos ya que “el Estado, que dispone de medios para imponer e inculcar principios duraderos de división conformes a sus propias estructuras, es la sede por antonomasia de la concentración y del ejercicio del poder simbólico” (Bourdieu 108). 21
Degregori se refiere a Vargas Llosa trayendo a colación la noción de “pituco” que en el Perú y en otros países de América Latina se usa para referirse a “los criollos que, además de ser adinerados, combinan en su conducta lo transnacional y lo aristocrático. La admiración y familiaridad con el Primer Mundo, mezclada con la vieja arrogancia y prepotencia frente a las clases populares, especialmente de origen andino (…) Ser pituco es una de las formas de ser huachafo” (“El aprendiz de brujo” 97). 22
Franco ha señalado, por ejemplo, la reproducción de esquemas racistas en la interpretación de la política internacional latinoamericana, particularmente en el caso de los movimientos sociales o de regímenes orientados hacia el cambio social e interpretados como formas de “etnonacionalismo”, como los gobiernos de Evo Morales, Ollanta Humala y Hugo Chávez, que Vargas Llosa comenta, por ejemplo, en “Raza, botas y nacionalismo” (El País, 15 de enero de 2006), (Franco, “Alien to Modernity” 17 n. 26). 23
En una capacidad similar Vargas Llosa integra también otras comisiones de la verdad, por ejemplo, en Chile. Ver, sobre estos puntos, Moraña, “El ojo que llora”. 24
Vargas Llosa se distingue como uno de los más prolíficos y diversificados escritores del boom. Según algunas apreciaciones, su obra se caracterizaría por una captación de las grandes narrativas que atraviesan la historia, y por un intento de organizar literariamente el caos de lo real, por contraste con la literatura de García Márquez, por ejemplo, quien se habría enfocado más bien en anécdotas más acotadas y en la configuración de mundos orgánicamente constituidos. Fuentes, por su parte, habría ofrecido una versión más historicista, diacrónica y metafóricamente representada, mientras que Cortázar habría sido un narrador cerebral y seducido por la dimensión lúdica de lo real. Ver, por ejemplo, Raymond Williams, cap. 1 y 2. 25
26 Hernán Vidal define el mito utópico como “la concepción romántica de las historias nacionales
como peregrinación entre dos polos, barbarie y degradación americana, entrada a la civilización europea transferida a América” (51). De manera complementaria, el mito adánico supone que “el cuerpo americano llegará al estado utópico mediante un corte radical con el pasado” (53). 27 Al respecto, ver Moraña, “Territorialidad y forasterismo: la polémica Arguedas / Cortázar revisitada”. “El dilema de las novelas de principios de los años sesenta es que proyectan un modelo que está limitado al individuo y a su lapso vital (el posesivo masculino [que está marcado en el posesivo en inglés, mm] también es significativo). El novelista viene a rescatar del olvido no al pueblo “real” sino a las energías, deseos y sueños que han sido arrasados por la historia. Pero son energías, deseos y sueños que aún pertenecen a individuos. En este sentido, es una ideología individual que se pone en juego aún a pesar de que las novelas no son identificables con la ideología.” (“Narrator, Author, Superstar” 156-157). Todas las traducciones son mías. 28
Franco y Vidal producen en la década de los 70 aproximaciones críticas que enfatizan la ruptura del pensamiento utópico como prueba del debilitamiento del proyecto liberal y estudian las repercusiones de estos procesos en la literatura. Ver, por ejemplo, de Franco, “The Crisis of the Liberal Imagination and the Utopia of Writing” y de Vidal, Literatura hispanoamericana e ideología liberal… donde este crítico analiza las relaciones entre liberalismo, dependencia y estética romántica en tanto coexistencia de diversas racionalidades que marcan los proyectos literarios del boom. 29
Entre los cargos ocupados por Arguedas se cuenta el de Jefe del Instituto de Estudios Etnológicos del Museo de la Cultura y el de Secretario del Comité Interamericano de Folklore, a comienzos de la década de los 50. En 1956 es nombrado por el Presidente Odría Director de 30
Cultura, puesto que declina. En 1963 es nombrado Director de la Casa de la Cultura del Perú, cargo al que renuncia al año siguiente para pasar a ser Director del Museo de Historia, posición que ocupa hasta su jubilación, en 1966. Como educador, dicta cursos de etnología y más delante de ciencias sociales en la Universidad de San Marcos y enseña quechua en la Universidad Agraria de la Molina, donde termina suicidándose el 28 de noviembre de 1969. Cuando Arguedas usa los conceptos de lo bárbaro o lo primitivo lo hace en general para caracterizar los antagonismos sociales, de clase y raza, que atraviesan la sociedad andina. Ver por ejemplo el prólogo de Arguedas a la edición de 1954 en la que se reúne la novela corta Diamantes y pedernales y los relatos de Agua. 31
32 Como indica Rodrigo Montoya, “La utopía arcaica es el fruto de un largo trabajo presentado y
discutido en diversos momentos a través seminarios en las universidades de Cambridge (1977-78), Florida (1991), Harvard 1992, y la de Georgetown en Washington (1994). Dos de los capítulos reproducen sus textos publicados antes sobre las novelas El Sexto (Barcelona 1974) y Los Ríos profundos (Caracas 1978). En ambos casos MVLl revisa, y corrige la redacción. Pero en el caso de El Sexto elimina y agrega varios párrafos enteros.” Vidal se apoya, para esta teorización, en la matriz del liberalismo como plataforma ideológica que sostiene el edificio cultural en América Latina desde el siglo XIX. Respecto al caso andino, Cornejo Polar se aparta un poco de esta consideración al entender que el liberalismo se aplicó tardíamente en la región andina y sólo logró un arraigo débil debido a la coexistencia de estructuras neocoloniales que hibridizaron ese proceso, en el que la Iglesia, por ejemplo, a diferencia de lo que sucede en otras regiones, continuó ejerciendo influencia. De ahí que el romanticismo fuera también mucho más diluido en los países andinos, afirmándose más bien en esa región un estilo costumbrista que permitía la supervivencia de elementos regionales dentro del desigual proceso de modernización. Esta es la “simultaneidad contradictoria” de que habla Cornejo Polar, en la que coinciden racionalidades y temporalidades diversas y hasta contrarias: lo sagrado y lo profano habitan el mismo espacio. Ver al respecto Cornejo Polar, “La literatura hispanoamericana del siglo XIX” y también Sanjinés, que aproxima las lecturas de Vidal y Cornejo Polar a propósito del caso andino. 33
Sobre el “racismo” de Arguedas, Vargas Llosa señala que su obra, particularmente El Sexto, realiza “una “repartición esquemática y sin duda no premeditada” de atributos que asignan cualidades opuestas a las sociedades de la costa y la sierra. En El Sexto “todo lo que hay de depravado, inmundo y vil en la prisión es costeño […] En cambio, los espíritus generosos y nobles, o son serranos como Alejandro Cámac y Mok’ontullo, o por lo menos provincianos como el piurano don Policarpo Herrera…”. Y agrega: “…este inconsciente maniqueísmo topográfico y étnico asimilado por Arguedas de la variante más radical de la ideología indigenista, es una de las claves del elemento añadido en la novela, una de las propiedades del mundo ficticio que lo distinguen e independizan del real” (La utopía arcaica 215). Junto a la verificación del elemento añadido, al que no es ajena la propia obra novelística de Vargas Llosa, correspondería agregar un estudio profundo de las causas que influyeron en el surgimiento de esquemas y comportamientos étnico-culturales y de sus prolongaciones en la modernidad que con tanto ahínco defiende Vargas Llosa, como si ésta estuviera libre de semejantes aberraciones. 34
“La utopía arcaica es una lápida elegante para sepultar a José María Arguedas, reconociéndole méritos y elogiando virtudes, pero sentenciando su validez y verosimilitud como testimonio de las luchas de ‘los de abajo’. Los encomios sólo pueden sorprender a incautos, mas no a quienes leen este ensayo atendiendo a su verdadero objetivo” (Dante Castro s/p). Ver asimismo las críticas de Rodrigo Montoya al mismo libro. 35
Las críticas de Vargas Llosa a Arguedas por su posicionamiento ideológico, sin duda uno de los aspectos que le parecía más vulnerable en su compatriota y a partir del cual esperaba poder desprestigiar los logros literarios de éste, se convierten en un leit motiv a lo largo de La utopía arcaica y de otros textos que le dedica, de la misma manera que el tema del arcaísmo y la barbarie constituyen una obsesión que domina su pensamiento. Su deseo es endilgar a Arguedas la misma cualidad de anacronismo que atribuye a su obra. Dice, por ejemplo: “La generación literaria de Arguedas fue la última, en América Latina, en adoptar de principio a fin de su trayectoria, una visión de la literatura en la que lo social prevalecía sobre lo artístico y en cierto modo lo determinaba y para la que era poco menos que inconcebible que un escritor desligara su trabajo de una actitud –o, al menos, de cierta mímica—revolucionaria” (La utopía arcaica 17). En otros casos lo acusa de oportunismo ideológico: “Aunque sin inscribirse nunca en el Partido Comunista y pese a diferencias con la línea adoptada por éste sobre el tema del indio, Arguedas estuvo, como la mayoría de los intelectuales peruanos de su tiempo, en sus vecindades –el típico intelectual progresista, de colaboración sentimental y retórica, que salvaguarda una cierta independencia y evita comprometerse del todo…” (La utopía arcaica 155). Paradójicamente, aquí coincide con las críticas que el senderismo dirigiera también a Arguedas, a quien no consideraban ni siquiera “compañero de viaje”, para usar la expresión de Vargas Llosa. El periódico senderista El Diario publica en 1988, por ejemplo, un fuerte ataque a Arguedas en el que se critica su “nacionalismo mágico quejumbroso”, se lo caracteriza como un partidario de la antropología norteamericana y se condena su “indiofilia zorra” en clara referencia a su novela póstuma. Mayer comenta al respecto: “La imagen de Zuratas otra vez!” (481 y 498 n. 29 y 30). Ver al respecto también Sommer, “AboutFace”, 99-100 y n. 20. 36
Como indica Cornejo Polar, la modernidad andina, en cuyo seno sobrevive la colonialidad, funciona sobre las bases de esta fracturada realidad social, como si “la patria se hubiera fundado en el espacio escindido de una gran contradicción histórica, en la afilada intersección de un mundo arcaico, incapaz de imaginarse al margen de la trascendencia divina, y otro moderno, decidido a asumirse como producción humana”. (Cornejo Polar, “La literatura hispanoamericana del siglo XIX” 17, cit. por Sanjinés 16) 38 Cito acá directamente del texto en inglés de Vargas Llosa, en mi traducción. 37
Según Kokotovic, al contraponer modernización y preservación cultural como términos excluyentes en la región andina, Vargas Llosa se apoya en su propia definición de la modernidad occidentalista como la única posible y en su particular concepción de los pueblos indígenas como congelados en el espacio-tiempo de una invariable condición histórica y social que los coloca indefectiblemente al margen –y aún en contra– del cambio social y de la interacción cultural. 39
Al referirnos al contacto directo de Vargas Llosa con la cultura indígena habría que mencionar sus viajes a la selva amazónica, el primero a su regreso del primer viaje a Paris, a finales de los años 50, en compañía del antropólogo mexicano Juan Comas y otros, y el segundo en 1964. Durante esos viajes registra aspectos de la cultura de los aguarunas, shakras y huambisas, recogiendo información que nutre la composición de La casa verde y de otras novelas que representan vida en la jungla y, de manera más amplia, la experiencia de la otredad cultural y el contraste que Vargas Llosa concebiría como el dualismo primitivismo-modernidad. Sobre su primera travesía amazónica escribe un artículo que publica en la revista Cultura Peruana, titulado “Crónica de un viaje a la selva”. 40
“..un performance constante de simultaneidad. El Perú primitivo está, según se admite, más allá del narrador llamado Vargas Llosa. Pero lo mantiene, junto a nosotros, prisionero de su mirada”. 41
Sommer cita aquí las objeciones que hace Dussel a Levinas en cuanto a la experiencia del Otro, es decir, el dilema de los grados y repercusiones del compromiso ético (Sommer, “About-Face” 95). 42
La tesis de los dos Perús parece haber surgido de Jorge Basadre en 1943 (ver 477 y 496, nota 17 y 18). Mayer aclara que en Basadre esta distinción no responde a criterios étnicos sino culturales, y que Vargas Llosa modifica ese contenido para acomodar la idea del Perú profundo a las connotaciones de arcaísmo y primitivismo y resistencia al progreso, que son recurrentes en su discurso literario y político. Así es que a esta referencia de resonancias étnicas es que se asocian las ideas de resentimiento social e irreductibilidad al proyecto criollo (Mayer 477-479). 43
Las relaciones entre antropología y literatura, así como aspectos de la crisis del discurso etnográfico se analizan en Moraña, “Borges y yo: Primera reflexión sobre El etnógrafo”. 44
“Es esta doble fragilidad de la imposible relación sujeto-objeto en la etnografía la que Vargas Llosa lleva a su propio límite absurdo en el discurso solipisista de Zuratas-Mascarita-TasurinchiVargas Llosa. Con una importante torsión política local, El hablador hará uso de esta doble fragilidad para proponer la idea de que el storytellery, por extensión, los indígenas del Perú, no son sino invenciones de la etnografía” (“Monuments and Scribes” 46). 45
Sobre la ventriloquia en El hablador ver también Castro Urioste, que analiza la novela como “discurso de la conquista”. 46
Para una exploración de la indeterminación de la función narrativa en El hablador ver, entre otros, Faverón Patriau, quien señala que “el principio de indeterminación indicaría, para ponerlo de modo compendioso, que la historia ficcional que ha diseñado Vargas Llosa se constituye sobre el pilar de la duda permanente sobre la fuente del discurso del hablador” (461). 47
“La representación de la historia cultural machiguenga puede así ser vista como un divertimento que irrumpe con cierto encanto en el desarrollo del tema central: la interpretación cultural. En otras palabras, esta visión de la política de la novela propone a Tasurinchi como el ‘gracioso’, un autocrítico alter-ego en la tragedia protagonizada por el héroe reconocido, el novelista, y por sus antagonistas, los etnógrafos indigenistas” (Castro-Klarén, “Monuments and Scribes” 47). 48
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Sobre el papel del loro en El hablador ver Standish.
Standish sugiere que El hablador dialoga, tácitamente, con dos textos borgianos: “El informe de Brodie” y “Pierre Menard, autor del Quijote”, donde los temas de identidad/otredad, original/copia, verdad/discurso, aparecen exhaustivamente abordados. 50
Es fundamental en Arguedas el tema de la antropología, su vinculación con la etnografía norteamericana y su posición si no explícita por lo menos infusa de la problemática del discurso antropológico en cuanto a la representación de culturas no dominantes. Como una introducción a este tema y su vinculación con la literatura puede verse Moraña, “Borges y yo: primera indagación sobre ‘El etnógrafo’”. Para un resumen general de las direcciones interpretativas que siguiera la crítica arguediana ver Rowe, “Arguedas y los críticos” y R. Franco, “Diez líneas de fuerza”. 51
Para Rowe, “La obra de MVLl es efectivamente indigenista o neoindigenista (Lituma en los Andes), o una parodia del indigenismo (Historia de Mayta)” (“A propósito de La utopía arcaica” s/ p). Sobre el indigenismo de Arguedas ver Huamán, cap. 1. 52
Para Alberto Moreiras esta duplicidad transmite la idea de un rechazo rotundo de toda conciliación posible entre culturas antagónicas: “Arguedas’s demon is the uncanny will to speak two languages, to live in two cultures, to feel with two souls: a double demon, a demon of doubling, perhaps happy but also mischievous […] In his affirmation of doubledness, Arguedas makes manifest his forceful rejection of the ideology of cultural conciliation, indeed stating his final conviction that, at the cultural level, there can be no conciliation without forced subordination” (The 53
Exhaustion of Difference 196). [“El demonio de Arguedas es la rara voluntad de hablar dos lenguas, vivir dos culturas, sentir con dos almas: un demonio doble, un demonio de la dualidad, quizá feliz pero también juguetón […] En su afirmación de la dualidad, Arguedas pone de manifiesto su rechazo forzoso de la ideología de la conciliación cultural, reafirmando de hecho su convicción final de que, a nivel cultural, no puede haber conciliación sin subordinación forzada”.] Rowe aborda el tema del culturalismo, esencial en Arguedas, y también de importancia fundamental para comprender el desarrollo de la antropología en el contexto histórico y cultural desde la década de los años 40. Destaca, sobre todo, que lejos de tratarse de una problemática que atañe al desarrollo de la disciplina etnográfica, la orientación del discurso antropológico registra tensiones ideológicas profundas en cuanto a la importancia de la categoría de clase para la comprensión del conflicto social y a su desplazamiento por la noción de cultura en tanto espacio de representación y lucha que puede no llegar a alcanzar una dimensión política al quedar limitada a la consideración de factores superestructurales. Rowe menciona, por ejemplo, la oposición entre las visiones de Juan Ossio y Rodrigo Montoya en cuanto al peso del elemento étnico, que llega en muchos casos a oscurecer la problemática económica y sus derivados (la desigualdad, la explotación, la marginación del indio, etc.) reduciendo el problema a cuestiones raciales. Desde allí, Rowe plantea la relación entre magia y política, sobre todo a partir del valor subversivo de la primera, tema que merecería, en sí mismo, un tratamiento más detenido en estudios actuales, partiendo de las bases establecidas por el investigador británico. Ver Rowe, “El novelista y el antropólogo frente al lenguaje”. 54
Ver por ejemplo el artículo producido por Arguedas bajo el título “Puquio: una cultura en proceso de cambio”, publicado en la Revista del Museo Nacional, Tomo XXV, en 1956, así como otros estudios reunidos en la edición de Rama, José María Arguedas. Formación de una cultura nacional indoamericana. 55
La obra de Arguedas y el análisis sociológico de Quijano, principalmente los conceptos de éste sobre clasificación social, colonialidad, eurocentrismo y la importancia del factor étnico como desafío al desarrollismo capitalista tienen tanto en común que resulta paradójico que Quijano fuera uno de los intelectuales que realizaran a Arguedas duras objeciones durante el la mesa redonda sobre Todas las sangres, cuyas actas se publican bajo el nombre de He vivido en vano? en 1969. Las críticas que se hicieran a Arguedas por esa voluntad totalizante de la sociedad peruana a través de la ficción dejarían rastros profundos en el escritor. Quijano le reprocha a Arguedas sobre todo no haber comunicado en su novela la evolución de la cuestión racial en el Perú, que según Quijano el narrador entendería como excesivamente estancada en formas pre-modernas de existencia social, que incluyen la representación demasiado simplificada y anacrónica de la estructura de castas que se habría evolucionado mucho en la región desde la colonia mezclándose en el presente con la estratificación de clases. Asimismo Quijano critica el papel de la clase obrera e incluso ciertos usos del lenguaje y de la materia prima de la experiencia personal en la composición del mundo ficticio. Quijano aclara, sin embargo, la importancia que confiere a la novela de Arguedas dentro de la narrativa andina: “Todas las sangres”–dice– “es, para mí, la más importante empresa narrativa llevada a cabo sobre la sociedad peruana. Desde el punto de vista del escritor, constituye un progreso extraordinario en relación con su obra novelística anterior, por su construcción, por el uso de sus recursos narrativos y, sobre todo, por la vastedad y la complejidad del material elaborado, no obstante las vacilaciones lingüísticas, la debilidad de los personajes y ambientes que corresponden a medios sociales que el autor no ha estudiado suficientemente, la simplificación de situaciones y conflictos en servicio de ideas preconcebidas” (Quijano “De Aníbal Quijano a José M. Oviedo. En torno a un diálogo” 73). “¿No es verdad, amigo crítico,” –continúa Quijano, dirigiéndose a Oviedo –“que los ambientes y personajes más débil y vagamente elaborados, pertenecen casi todos al alto mundo social y financiero, que Arguedas no ha estudiado profundamente? ¿No es verdad que los conflictos y mecanismos económicos que aparecen en la novela, son tratados de manera bastante simplificada y no añaden, por eso, nada notable al valor literario del relato? ¿No es verdad que el 56
grupo obrero es oscuramente presentado, en la misma medida en que el novelista imagina una posibilidad estrictamente indígena de modificación de la situación social de campesinado? ¿No es verdad que Rendón Willka, personaje con el cual Arguedas declara identificarse, como posición frente a los problemas del campesinado indígena aparece con una reveladora incongruencia lingüística y psicológica, hablando unas veces en español correcto y otras un español elemental y entrecortado, con la conducta de un cholo ladino y clarividente al comienzo, para irse plegando progresivamente a la densa atmósfera de misticismo e irracionalidad que rodea el mundo de don Bruno? ¿No se puede sospechar que en la medida en que el autor se identifica con el personaje, pone de manifiesto las incongruencias y vacilaciones de su propia posición frente a las alternativas abiertas a la conducta de Willka? y la idealización del mundo indio, fiel expresión de la permanente adhesión emocional de Arguedas a su temprana experiencia, ¿acaso añade vigor o verosimilitud a la elaboración literaria del grupo indio en la novela?” (76). Al respecto puede consultarse Escobar, Luis Alberto Ratto, entre otros. Tarica provee otra interpretación de la trayectoria de Arguedas hacia el castellano, interpretando su opción por esta lengua como un desvío de la enajenación y una búsqueda de la transparencia comunicativa. 57
La expresión de Arguedas es parte de una de sus intervenciones en el Primer encuentro de narradores peruanos de 1965. Ver 41. 58
Es de interés fundamental en este tema el trabajo de Martín Lienhard, pionero en la recuperación e interpretación de culturas orales y bi/plurilingües en América Latina. Ver al respecto Rowe “La hermenéutica diglósica en los trabajos de Martín Lienhard” en Hacia una poética radical, 59-64. 59
Es apropiado, en este sentido, el título Arguedas o la utopía de la lengua que Escobar diera al libro en el que estudia “lengua, discurso y escritura” en la obra de Arguedas a través de los distintos usos y funciones del lenguaje. 60
Este uso del lenguaje remite al “segundo” Wittgenstein, el de Investigaciones filosóficas (1953), quien concibe el significado como ligado no ya a la capacidad descriptiva o referencial del lenguaje que se exaltaba en el Tractatus (1921), sino como producto de la función que ese lenguaje asume por sus usos y efectos concretos. Si el lenguaje es, para Wittgenstein, un sistema de juegos, las reglas que lo rigen deben ser, según él, compartidas, constituidas por y dentro de un registro socializado que las legitima y les da continuidad. De este modo, la producción de significados depende ya no sólo de la pragmática del signo (las maneras en que es utilizado) sino de los contextos de su actualización y de las experiencias concretas a las que ese lenguaje remite mediatizadamente. 61
62
Sobre la noción de “tercer espacio” aplicada a la literatura latinoamericana, ver Moreiras.
Ya Escobar percibió –y Castro Klarén lo recuerda en su artículo “‘Como chancho cuando piensa’” — que Arguedas reclama su “derecho a la diferencia” (Escobar 232). 63
Escobar trabaja sobre las diferencias entre las distintas ediciones de Agua: la original, de 1935, la que incluye Diamantes y pedernales, en 1954, y la que en 1967 se ubica bajo el título Amor, mundo y todos los cuentos (Escobar, Arguedas o la utopía de la lengua 118). 64
El “Vocabulario” de quechuismos incluido en la versión original es suprimido en la versión de 1954, en la que se emplean notas o paréntesis con la traducción castellana, como ha estudiado Ratto (mencionado por Escobar, Arguedas o la utopía de la lengua 119). Ver, entonces, Escobar y Ratto para el análisis de estos aspectos lingüísticos en la obra arguediana y para una comparación de las distintas versiones de Agua. 65
Sobre la composición de Yawar fiesta y el problema de la lengua ver Cornejo Polar, Los universos narrativos, Castro-Klarén, El mundo mágico, Kokotovic, “Transculturación narrativa y modernidad andina” y Hare. 66
Son de gran importancia aquí las observaciones de Escobar sobre la noción de “pureza” del castellano que Arguedas alude, y también acerca del tema de la recepción que subyace a la preocupación por la lengua, problema vinculado a las múltiples variedades del quechua, cuestiones de alfabetización, circulación y acceso a la literatura, etc. (Ver, por ejemplo, Escobar 74 y siguientes.) 67
Como ha indicado Silvia Spitta al analizar la posicionalidad “entre dos aguas” de Arguedas, el quechua coloniza el castellano de múltiples maneras, erosionando sus códigos a todos los niveles: “El uso de las palabras quechuas; la eliminación de artículos; el descuido de la concordancia en español; el uso de oraciones que favorezcan el uso del gerundio; la pérdida de la forma pronominal del pronombre personal; la proliferación de diminutivos y su extensión hacia los adverbios y gerundios que normalmente no los utilizan; la confusión fonética entre la letra y la letra i y entre las letras o y u y el uso indiscriminado de las formas informales y formales de dirigirse a las personas” (Spitta 166-167). 68
Para la conmprensión de algunos aspectos del conflicto de la biculturalidad y la coexistencia difícil de registros lingüísticos vale la pena tener en cuenta las relfexiones de Sommer en su artículo titulado “A Vindication of Double Consciousness”. 69
Uniendo la cuestión de la lengua a la de la migración y a la creación del tercer espacio enunciativo, indica Bhabha: “To think of migration as metaphor suggests that the very language of the novel, its form and rhetoric, must be open to meanings that are ambivalent, doubling and dissembling. Metaphor produces hybrid realities by joking together unlikely traditions of thought” (cit. en Rutherford 212). [“Pensar en la migración como metáfora sugiere que el mismo lenguaje de la novela, su forma y su retórica, deben abrirse a significados que son ambivalentes, duales y engañosos. La metáfora produce realidades híbridas al efectuar la convergencia improbable de varias tradiciones de pensamiento.”] 70
“[…] la importancia de la hibridez no es ser capaz de trazar dos momentos originales de los cuales emerge un tercero, más bien la hibridez es para mí un ‘tercer espacio’ que permite que otras posiciones emerjan. Este tercer espacio desplaza las historias que lo constituyen, y establece nuevas estructuras de autoridad” (Rutherford 211). 71
“El discurso de la mímica está construido en torno a una ambivalencia; para ser efectiva, la mímica debe producir continuamente su deslizamiento, su exceso, su diferencia”. (Bhabha, The Location of Culture 86) 72
73
Sobre Arguedas como traductor ver también Bernabé.
“Para Arguedas” –dice Tarica –“la mistura era el signo de una ruptura histórica. Si la abandona, es porque reconoce que, para la gran mayoría de sus lectores y críticos, la mistura sólo se entendía en tanto una mímesis del ‘castellano indio’, o sea, un castellano incorrecto y difícil de comprender para un lector metropolitano” (20). 74
“El pacto de interpretación no es nunca simplemente un acto de comunicación entre el Yo y el Tú designado en el texto. La producción de significado requiere que estos dos lugares se movilicen en el pasaje a través de un Tercer Espacio, que representa tanto las condiciones generales de lenguaje como la implicancia específica de la enunciación en una estrategia performativa e institucional de la cual no puede en sí misma ser consciente. Lo que esta relación inconsciente 75
introduce es una ambivalencia en el acto de la interpretación” (Bhabha 36). Arguedas descubre, en esta búsqueda, el protagonismo cultural del mestizo y su potencialidad política, es decir, las paradójicas ventajas de una posicionalidad intersticial que hunde sus raíces en la condición colonial del criollo, en su cualidad jánica, constitutivamente ambivalente, tema sobre el que volveré más adelante.Ver al respecto las fermentales y sin duda polémicas elaboraciones de Rama sobre el mestizo a lo largo de los ensayos de la segunda parte de Transculturación narrativa y específicamente las páginas 144 y 184. 76
“La hibridez es una problemática de la representación y la individuación colonial que invierte los efectos de la desautorización colonial, de modo que otros saberes “negados” entren en el discurso dominante y minen las bases de su autoridad –sus reglas de reconocimiento” (Bhabha 114). 77
Como es sabido, Arguedas es encarcelado a los 26 años por haber formado parte de una actividad de protesta contra el General Camarotta, representante de Benito Mussolini, quien había sido invitado a la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. 78
Moore realiza el estudio más exhaustivo que existe hasta ahora sobre el tema de la representación de la mujer en la obra de Arguedas, siguiendo el desarrollo desde los primeros textos del autor peruano pero concentrándose en Todas las sangres. Pero lo que es también interesante en su estudio es que incluye el análisis del tema de la mujer en la obra antropológica de Arguedas vis à vis sus representaciones literarias, lo cual permite ver con claridad el lugar que asigna a la mujer como agente social de conciencia social incipiente pero en crecimiento en un mundo pesadamente patriarcal y fuertemente estratificado. La mujer tendría así, como Moore señala, no sólo el papel de representar un tipo de sujeto en el que se combinan distintas formas de marginalidad sino también el de servir como puente entre etnicidades y binarismo de clase, género, entre espacio público y privado, naturaleza y cultura, etc. 79
Gonzalo Portocarrero ha resumido los aportes de Todas las sangres para la comprensión de las posibles formas de modernización en el Perú y planteando las siguientes alternativas para el país (que resumo aquí textualmente, aunque de manera necesariamente fragmentaria): a) Una modernización liderada por el capital extranjero y sus intermediarios. El agente de este primer camino es la compañía Wisther-Bozart; b) Una modernización presidida por un empresariado nacional que logra preservar su autonomía respecto al capitalismo internacional. Es el camino propuesto por don Fermín Aragón de Peralta; c) El proyecto neofeudal de don Bruno que implica resistir la modernización percibida como una fuerza corruptora del hombre; d) El proyecto encarnado en la figura de don Lucas: perseverar en el gamonalismo, en el abuso sin piedad. Se incorporaría aquí el mensaje cristiano que este personaje asimila al sistema de dominación tradicional. Ver Portorcarrero, “Aproximaciones”. 80
Dice Arguedas, refiriéndose a las objeciones que se hacen a este aspecto documental de su obra: “Si no es un testimonio, entonces yo he vivido por gusto, he vivido en vano, o no he vivido. ¡No! Yo he mostrado lo que he vivido, ahora puede que en el tiempo que esto que he vivido no es cierto, lo aceptaré, bueno, con gran alegría. Hay algunos elementos sí que no son exactamente sociológicos, que no son un testimonio exactamente etnográfico” (Arguedas ¿He vivido en vano? 36). 81
Para un panorama al respecto, tanto crítico como teórico, ver por ejemplo los estudios incluidos en el libro co-editado por Moraña, El lenguaje de las emociones. Sobre el tema del sentimiento en Arguedas ha escrito también Juan Manuel Marcos. Castro-Klarén trata el tema del afecto en Arguedas en “Como chancho cuando piensa”. 82
Ver al respecto Moraña, “El afecto en la caja de herramientas”, publicado como postcriptum a El lenguaje de las emociones. 83
Según Quijano, faltaría en la narrativa arguediana, si es que ésta quiere mantenerse fiel a ese desiderátum testimonialista que el escritor expresa con frecuencia, una observación más detenida de los procesos de cambio social, que arrastran modificaciones culturales de importancia. Según Quijano, Arguedas oscila entre varias maneras de concebir estos procesos, como sustitución de las formas tradicionales por formas modernas que invalidan a las anteriores, pero también como procesos de integración que permiten sobrevivir a las formas arcaicas sin hacerlas perder su contenido. Esto que para Quijano es una incongruencia, es considerado por Arguedas más bien una de las cualidades de la sociedad postcolonial que él intenta representar en todos sus matices. Sobre este dilema entre ciencias sociales y literatura ver Moore, En la encrucijada. 84
Sobre el tema de las ciencias sociales en relación con la obra arguediana, ver los trabajos de Moore y el estudio de Archibald, “Overcoming Science in the Andes”. 85
Ver al respecto Sulmont y Flores Galindo, El movimiento obrero en la industria pesquera, donde se analiza justamente el caso de Chimbote, y las transformaciones sociales que resultan del proceso económico de explotación pesquera y exportación del producto a nivel internacional (instalación de decenas de fábricas, activación portuaria para buques de pequeño y gran calado destinados a la recolección y exportación de pescado, y aumento de la población desde unos pocos miles en la década de los años 40 a más de un cuarto de millón de habitantes dos décadas después). 86
Lienhard ha enfatizado el carácter escindido de los Zorros, no sólo en cuanto a modalidades narrativas sino por la utilización de oposiciones (arriba/abajo, propia de la cosmología quechua; occidental/andino, oralidad/escritura, hombre/mujer) y por la pluralidad de perspectivas narrativas, el aglutinamiento de idiolectos y sociolectos, etc. Asimismo, las posiciones de los personajes, los escenarios y conflictos manifiestan una constante inestabilidad (“La andinización del vanguardismo urbano” 326-332). 87
Sobre los Zorros y particularmente sobre sus vinculaciones con la cultura popular andina, ver Lienhard, Cultura popular andina y forma novelesca. 88
La ingeniosa lectura que Beasley-Murray realiza de los Zorros supone un campo conceptual y filosófico más amplio del que el mismo crítico trae a colación, y aunque no desarrolla el concepto de la máquina de guerra aplicado a la escritura arguediana, sí sugiere su posible aplicación a la interpretación de la obra del escritor peruano. 89
“Es claro” –opina Cornejo Polar –“que el sistema productivo que sostiene a la narrativa de Vargas Llosa es sustancialmente más desarrollado y eficaz que el peruano; así, entonces, su representatividad, en este orden específico, es parcial e indirecta. Aunque obedece a una dinámica de modernización común a un más o menos vasto grupo de narradores peruanos, Vargas Llosa, al escapar de los constreñimientos nacionales, la realiza en una escala impensable dentro del país” (“Hipótesis” 253). 90
La narrativa arguediana constituye así “la más intensa e iluminadora reproducción estética de las contradicciones medulares de la formación histórica peruana: en lo esencial, de su desmembrada constitución socio-cultural, donde convergen varios sistemas culturales, con sus respectivas lenguas, y distintos modos de producción, débilmente integrados, dentro de un lento y traumático proceso de homogeneización capitalista que finalmente llega con notable retraso” (Cornejo Polar “Hipótesis” 251-252). 91
Ciertas aproximaciones al problema de cómo manejar la lengua del indígena incluyen en El Hablador, por ejemplo, la estrategia de hibridación o de “mistura” como las que el mismo Arguedas utilizara con mayor efectividad en muchos de sus textos. 92
Sobre el tema del “liberalismo” de Vargas Llosa ver asimismo, además de los fundamentales trabajos de Lauer y Degregori, Escárzaga-Nicté. 93
Agradezco a Sergio R. Franco esta oportuna referencia que confirma la interpretación que ofrezco en este estudio sobre la forma utilitaria y con frecuencia gratuita en que Vargas Llosa hace uso del lenguaje, no en su función poética sino prosística, prosaica. 94
Cornejo Polar opina que ya con Pantaleón y las visitadoras (1973) y luego con La tía Julia y el escribidor Vargas Llosa inaugura la novela de entretenimiento. Esta es otra vertiente por la cual canaliza, además de su tendencia a la ironía y a la parodia, una de las modalidades que reiteradamente aparecen en sus textos: el melodrama. 95
Explica Rancière: “Denomino como división de lo sensible ese sistema de evidencias sensibles que pone al descubierto al mismo tiempo la existencia de algo común y las delimitaciones que definen sus partes y posiciones respectivas. Por lo tanto, una división de lo sensible fija al mismo tiempo un común compartido y unas partes exclusivas. Esta distribución de partes y posiciones se basa en una asignación de espacios, tiempos y formas de actividad que determina la manera en la cual algo común se presta a participación y en la que distintos individuos tienen parte en esa distribución. El ciudadano, dice Aristóteles, es aquel que toma parte en el hecho de gobernar y ser gobernado. Sin embargo, otra forma de distribución precede a esta participación: aquella que determina quiénes forman parte en la comunidad de ciudadanos. El animal que habla, dice Aristóteles, es un animal político. Aunque el esclavo comprenda el lenguaje de los amos, no lo ‘posee’. Los artesanos, dice Platón, no pueden estar a cargo de las cosas comunes a la comunidad porque no tienen el tiempo para dedicarse a otra cosa que no sea su trabajo. No pueden estar en otra parte porque el trabajo no espera. La división de lo sensible muestra quién puede tomar parte en la comunidad en función de lo que hace, y del tiempo y del espacio en los que se ejerce dicha actividad” (The Politics of Aesthetics 12, énfasis del autor, mi traducción). 96
“una delimitación de tiempos y espacios, de lo visible y lo invisible, de la palabra y el ruido, que determina simultáneamente el lugar y los riesgos de la política como forma de experiencia” (Rancière, The Politics of Aesthetics 13, énfasis del autor, mi traducción). 97
98
Para un estudio de los ensayos críticos de Vargas Llosa ver entre otros King.
Como es sabido, la obra ensayística y crítica de Vargas Llosa está recogida en más varios volúmenes. Como un ejemplo representativo ver por ejemplo La verdad de las mentiras. Sobre este aspecto de la obra del escritor peruano ver King. 99
100
Sobre este texto ver R. Franco, “The recovered Childhood”.
Sarlo analiza el papel del simulacro como modalidad simbólica y la función de la estética electrónica en las campañas presidenciales de Vargas Llosa y Fujimoni. 101
Sobre esta publicación de Vargas Llosa ver los comentarios de Jorge Volpi quien indica en su reseña, entre otras cosas: “En La civilización del espectáculo, Vargas Llosa acierta al diagnosticar el final de una era: la de los intelectuales como él. Poco a poco se difuminan nuestras ideas de autoría y propiedad intelectual; ya no existen las fronteras entre la alta cultura y la cultura popular; y, sí, se desdibuja el mundo del libro en papel. Pero, en vez de ver en esta mutación un triunfo de la barbarie, podría entenderse como la oportunidad de definir nuevas relaciones de poder cultural. La 102
solución frente al imperio de la banalidad, que tan minuciosamente describe, no pasa por un regreso al modelo previo de autoridad, sino por el reconocimiento de una libertad que, por vertiginosa, inasible y móvil que nos parezca, se deriva de aquella por la que Vargas Llosa siempre luchó” (s/p). Bhabha se ha referido a la necesidad de articular nuevas formas de trabajo humanístico que apunten justamente a la liminalidad disciplinaria, que es espacio en que pueden sobrevivir las humanidades. Arguedas ilustra esa idea de que el mundo occidental vive en la actualidad en los límites de sus propias disciplinas, mientras que el mundo de Vargas Llosa continua siendo un universo compartimentado, donde fusiones e intercambios pueden pertenecer solo al espacio de la ficción y la otredad constituye a lo más una perturbación de las identidades dominantes de la cual pueden extraerse considerable dividendos estéticos, en la medida en que ilustran un drama social que intersecta productivamente con las necesidades temáticas de la literatura. Ver A. Mitchell. 103
104
Sobre la relación de Arguedas con el objeto tecnológico ver Beasley-Murray.
Rama ha visto en el discurso de 1968 una manifestación de la plena conciencia social del escritor, que reconoce su misión histórico-cultural y la asume con plenitud. Entiende las palabras de Arguedas como una confirmación de la categoría que él mismo (Rama) apropiara de Fernando Ortiz y del venezolano Mariano Picón Salas. Dice de Arguedas, promoviendo así una interpretación ligeramente self-serving de las palabras del escritor peruano: “El conocía bien el carácter mestizo de la cultura peruana y no ignoraba su propio papel de agente transculturador, de modo que el problema está todo él remitido a las formas que adoptaría el proceso de mestización transculturante en curso, procurando que no destruyera las raíces ni provocara la anomia de las comunidades rurales, pero que tampoco cegara las fuentes creativas y la plena incorporación a la historia” (Rama, Transculturación narrativa 266). 105
Ver asimismo, respecto a la labor de Arguedas respecto a la música, los artefactos artesanales, la recopilación de cantos y canciones, además de los artículos de Rowe incluidos en sus Ensayos arguedianos, el libro de Huamán, 145-191. 106
Ver por ejemplo, como sugiere Lienhard en su estudio, las reflexiones sobre “La sierra en el proceso de la cultura peruana” incluido en Formación de una cultura nacional indoamericana, 927. En general, todo este volumen, cuyos materiales fueron seleccionados por Ángel Rama, entrega una muestra muy representativa de los aspectos que se vienen discutiendo en esta parte del presente libro. 107
El estudio de la cultura material se desarrolla principalmente en Estados Unidos y en Europa durante el siglo XX, aunque surge en el siglo anterior. Como emprendimiento interdisciplinario, el estudio de la cultura material se ocupa de la historia, usos y significado de objetos y artefactos pertenecientes a distintos contextos culturales e históricos y de las relaciones sociales que se establecen en torno a ellos. En ese sentido, se vincula a estudios sobre el consumo, el medio ambiente, la circulación de mercancías, el establecimiento del valor, los usos del objeto, las construcciones identitarias a que éste da lugar, las transacciones e intercambios comerciales, la preservación del legado cultural, la institucionalidad museística y temas afines. Las principales disciplinas que convergen en el estudio de cultura material son la antropología, la historia, la arqueología, la sociología, la filosofía, la crítica cultural, la economía, etc. Para un ejemplo de estudios generales con esta orientación ver al respecto, por ejemplo, Material Culture: A Research Guide, editado por Thomas J. Schlereth, The Social Life of Things de Arjun Appadurai, o el Journal of Material Culture. En algunos casos el estudio de la cultura material recae sobre todo en el análisis de la circulación de mercancías, reconociendo uno de sus fundamentos teóricos en el temprano estudio de Georg Simmel The Philosophy of Money, de 1907, y en los trabajos de Marx sobre producción capitalista y economía política. En otros casos la orientación tiene más que ver con el análisis de conductas sociales á la Bourdieu o con la orientación más semiótica de 108
Baudrillard. Sobre el significado de zumbayllu ver Huamán, 286-292, cuyo libro es también muy útil para comprender el sentido de otras referencias del quechua incluidas en las obras de Arguedas. 109
Moore resalta la importancia unificadora del zumbayllu, como elemento híbrido y como “mediador mágico”, indicando que “tal como ocurre con el toro y con la corrida en Yawar Fiesta, el zumbayllu dramatiza tanto la diversidad socio-cultural de la sociedad andina como las posibilidades de su integración” (En la encrucijada 305). 110
Ortega resalta, aunque refiriéndose estrictamente al mundo literario de Arguedas, su condición de comunicador de un modelo plural, apropiado para la representación de una sociedad altamente estratificada y culturalmente diferenciada. Los ríos profundos constituye, en este sentido, una representación ficcional del drama social que se deriva de la coexistencia tensa de distintos sistemas de comunicación que suponen modelos perceptivos diversos así como distintas formas de transmisión, jerarquización y procesamiento de la información. De ahí la configuración plural del narrador, y los desdoblamientos en un yo autorial, un yo testigo, y un yo protagónico. Algunas de las observaciones de Ortega sobre el tema de la comunicación pueden aplicarse a la labor antropológica de Arguedas y también, de modo más global, a su trabajo como crítico de la cultura. 111
Anne Lambright trabaja la útil noción de “intelectual híbrido” entendiendo por tal aquel miembro de la ciudad letrada, generalmente de extracción urbana y de raza blanca que se identifica con las comunidades indígenas y cuya conciencia social lo prepara para luchar por ellas (56-57). Lambright estudia esta hibridez no sólo en términos de intercambios o bi-pertenencia étnica sino también en relación con la ideología nacionalista y vinculada a la noción de género, a la representación de lo femenino en la obra de Arguedas y a las funciones que se le asignan, tanto a nivel estético como ideológico dentro del universo ficticio de este autor. Así utilizada, la noción de hibridez, que termina por abarcar demasiados niveles, se expande hacia otros territorios ampliando las posibilidades del análisis pero también diluyendo –haciendo menos estricto, por momentos, el acceso a las posibles valencias teóricas de esta noción. 112
Castro Klarén ha propuesto la noción de “realismo indigenista” para pensar a Arguedas (El mundo mágico 21), autor en el que el compromiso con la realidad histórica no se diluye en la dimensión indudablemente poética de los textos, los cuales remiten siempre a una percepción del mundo atravesada por la epistemología de la cultura indígena. 113
Rowe concluye su artículo sobre “El novelista y el antropólogo” con una reflexión que, por sí sola, podría guiar nuevas lecturas de Arguedas desde la perspectiva postcolonial: “A medida que la respuesta andina se desplaza desde una praxis imaginaria a una praxis real y las fronteras entre los dos mundos desparecen, el universo mitológico entra en crisis, a la vez que la cultura del Perú capitalista pierde su apariencia monolítica e impenetrable. A despecho de la utilización del mito, la magia y el simbolismo religioso, pero también debido a su utilización, la obra de Arguedas escenifica la necesidad y la dificultad de ir más allá de la mitología” (116). Creo, sin embargo, que la última apreciación de Rowe es debatible, ya que el mito cumple una función articuladora de rendimiento ideológico importante, como ya anotara Mariátegui, haciendo el mundo inteligible e incorporando categorías de percepción y análisis que la racionalidad occidental relega a los márgenes del conocimiento aceptado. 114
Sobre el tema de la antropología norteamericana y en general de esta disciplina como instrumento del imperialismo, así como sobre las relaciones entre la antropología y el pensamiento “mágico” en Arguedas ver Marisol de la Cadena (“La producción de otros conocimientos y sus tensiones: ¿de la antropología andinista a la interculturalidad?”) y Degregori y Sandoval (“Dilemas y tendencias” y Saberes periféricos, entre otros). Ladislao Landa Vásquez trae a colación la idea de 115
la “anthropology at home” o antropología de lo cercano para referirse a la mirada local ejercida por Arguedas sobre su propio entorno, en la que se mezcla con lo observado lo recordado y vivido, es decir, su calidad de “informante nativo” (“auto-etnografía”), condición en la que al conocimiento de primera mano de la cultura propia se unen elementos subjetivos (afectividad, deseos, etc.) que afectan de distinta manera la interpretación y el relato etnográfico. Ver al respecto Strathern. Ver asimismo Clifford y Geertz sobre la composición del relato etnográfico. Aunque los orígenes de la teoría dependentista se vinculan al crack de 1929 y al esfuerzo para la comprensión de la crisis mundial del capitalismo y la elaboración de alternativas regionales, en América Latina esa tendencia se divulga a partir del economista argentino Raúl Prebisch, quien dirige la CEPAL (Comisión Económica para América Latina) entre 1948 y 1962. Se desarrolla así en diversos contextos de la región latinoamericana el debate sobre el papel proteccionista del Estado, el papel de los mercados internacionales y la configuración centro/periferia como estructuración de la dominación capitalista. Los representantes principales de la teoría de la dependencia son Theotonio Dos Santos, André Gunder Frank, Celso Furtado, Ruy Mauro Marini, Enzo Faletto y Fernando Henrique Cardoso. La teoría de la dependencia analiza los beneficios del control estatal y rechaza las presiones del mercado internacional promoviendo más bien barreras proteccionistas y estimulando la industrialización sustitutiva de las importaciones. Ver al respecto Furtado, Cardoso y Faletto. 116
Como indica: “La definición del colonialismo interno está originalmente ligada a fenómenos de conquista, en que las poblaciones de nativos no son exterminadas y forman parte, primero, del Estado colonizador y después del Estado que adquiere una independencia formal, o que inicia un proceso de liberación, de transición al socialismo o de recolonización y regreso al capitalismo neoliberal. Los pueblos, minorías o naciones colonizados por el Estado–nación sufren condiciones semejantes a las que los caracterizan en el colonialismo y el neocolonialismo a nivel internacional: habitan en un territorio sin gobierno propio; se encuentran en situación de desigualdad frente a las elites de las etnias dominantes y de las clases que las integran; su administración y responsabilidad jurídico-política conciernen a las etnias dominantes, a las burguesías y oligarquías del gobierno central o a los aliados y subordinados del mismo; sus habitantes no participan en los más altos cargos políticos y militares del gobierno central, salvo en condición de ‘asimilados’; los derechos de sus habitantes y su situación económica, política, social y cultural son regulados e impuestos por el gobierno central; en general, los colonizados en el interior de un Estado–nación pertenecen a una ‘raza’ distinta a la que domina en el gobierno nacional, que es considerada ‘inferior’ o, a lo sumo, es convertida en un símbolo ‘liberador’ que forma parte de la demagogia estatal; la mayoría de los colonizados pertenece a cultura distinta y habla una lengua distinta de la ‘nacional’” (González Casanova, “Colonialismo interno” 410). Ver asimismo Stavenhagen y González Casanova, De la sociología del poder a la sociología de la explotación. 117
En los Andes, el concepto de colonialismo interno, señala Mignolo, “se aplica claramente al doble vínculo que experimenta el Estado nacional tras la independencia y que se dirige, por una parte, hacia el fortalecimiento de la política colonial frente a las comunidades indígenas y, por otra, al establecimiento de alianzas con las potencias coloniales metropolitanas” (Historias locales 172). Como indica Mignolo, Silvia Rivera Cusicanqui recurre también a este concepto en sus estudios sobre el campesinado indígena en Bolivia. 118
La teología de la liberación reconoce sus orígenes en los años 60 y tiene como representantes principales al sacerdote peruano Gustavo Gutiérrez Merino, quien publica Historia, política y salvación de una teología de liberación en 1973, el brasileño Leonardo Boff, el colombiano Camilo Torres, miembro del Ejército de Liberación Nacional de Colombia, y otros. Este movimiento articula el trascendentalismo cristiano con el énfasis marxista en los procesos económicos y la lucha de clases como elementos fundamentales para la comprensión de la injusticia social. Se enfoca en la pobreza como instancia de movilización para una acción social transformadora, en contra de la 119
desigualdad, elaborando así la noción de víctima social, solidaridad y pecado estructural, constituyéndose en una alternativa al capitalismo y asimismo en una vía distinta de las tradicionales avenidas partidistas y ortodoxas hacia el socialismo. La relación entre Gustavo Gutiérrez y Arguedas quedaría documentada en El zorro de arriba y el zorro de abajo y en el libro de Gutiérrez, Entre las calandrias, que dedicara a su relación con Arguedas. Ver al respecto Boff, Dussel, y Gutiérrez (Teología de la liberación). Ver al respecto, por ejemplo, Klára Schirová, “El dios de los pobres” en “Todas las sangres: La utopía peruana” 118-126. 120
A partir de estos elementos las connotaciones religiosas que pudiera tener la obra de Arguedas han sido, en algunos casos, exageradas a partir de lecturas voluntaristas, como la del mismo Gutiérrez, que enfatiza mucho la importancia del Dios cristiano en la narrativa arguediana. En todo caso, las relaciones entre teología y literatura latinoamericana aún no se han trabajado exhaustivamente. Ver al respecto Schirová y Rivera-Pagán, mencionado por la crítica checoslovaca. 121
“Desde el punto de vista del contenido y de la forma, Todas las sangres cumple con los rasgos de una novela mítica o de una alegoría bíblica […] La trayectoria de Willka simboliza la vida, la muerte y la resurrección de Cristo. Su peregrinación a Lima, el despertar, el regreso a San Pedro, la organización de las comunidades y la muerte redentora junto con la señal del mesianismo repiten y afirman el ciclo cristiano del sufrimiento y la salvación” (Schirová 120). 122
El primer trabajo antropológico de Arguedas es su tesis doctoral para la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, titulado Las comunidades de España y del Perú, escrita sobre la base del trabajo de campo que llevara a cabo en España en 1958. El mismo autor describe esta tesis como un “irregular libro, una buena crónica, [que] tiene, por tanto algo de novela y está salpicado de cierto matiz académico” (Millones, “Una mirada” 22). 123
En términos de rescate cultural, vale la pena recordar el trabajo que Arguedas realiza con la recuperación de relatos andinos a partir de las versiones recogidas por Luis Gilberto Pérez, quien sirve a Arguedas como informante sobre aspectos de la cultura quechua. Arguedas publica esos textos en quechua y traducción al castellano en la revista Folklore Americano. Es interesante advertir la proliferación de mediaciones y la función documental que se asigna a la literatura como espacio de (re)conocimiento cultural y reivindicación de composiciones marginadas. Ver al respecto el artículo de Bueno Chávez. 124
Lienhard señala con acierto que “A diferencia del ditirámbico mesianismo indigenista de Luis Valcárcel en Tempestad en los Andes, el mesianismo mestizo que anima el artículo de José María Arguedas [se refiere a “La canción popular mestiza”, recogido en Indios, mestizos y señores] –la conquista definitiva no ha de tardar—no apunta a una violenta tempestad social, sino a un cambio de mentalidad” (Lienhard, “La antropología” 50; énfasis de M.L.). 125
Ejemplos de estas posiciones pueden verse por ejemplo en los textos sobre Puquio y el Valle del Mantaro recogidos en Formación de una cultura indoamericana. 126
Sobre el trabajo etnográfico de Arguedas y su elaboración de la noción de mestizo y mestizaje ver de la Cadena y Kokotovic, La modernidad andina, sobre todo su cap. 2, “Del desarrollismo al pachakutiy” 93-131. Acerca de Valcárcel ver Escobar, 30-35, y sobre las diferencias entre éste y Arguedas, Cortés. 127
Coincido con Cortés en su discusión de las consideraciones de Manrique y Flores Galindo sobre lo que sería en Arguedas, de acuerdo a la perspectiva de estos investigadores, un discurso contradictorio y armonizante sobre el tema del mestizaje. Creo que su noción de mestizaje está 128
conceptualizada a partir de una cierto esencialismo estratégico, en la medida en que Arguedas está tratando de proponer una categoría que permita delinear un agente político, es decir, una estructuración cultural e ideológica en principio aglutinante que pueda pasar por encima de los antagonismos y matices internos para consolidar una agenda de movilización política. Después de las consideraciones vertidas por Mariátegui, que trató de analizar la posición del mestizo en su momento histórico en relación con los demás sectores sociales, el tema del mestizo ha sido estudiado con gran solvencia por Flores Galindo, Buscando un inca. Ver asimismo Escobar, “En torno del mestizo” en Arguedas o la utopía de la lengua, 48-56, y de la Cadena, Indígenas mestizos, donde estudia a partir de ese concepto la condición de individuos de origen indígena pero transterritorializados, cuya experiencia en los centros urbanos no cambia, sin embargo, la identificación con la cultura autóctona. Ver asimismo su artículo “¿Son los mestizos híbridos?”. 129
Como se señalara antes, Flores Galindo anotó respecto a estas representaciones del cambio social en la novela arguediana el hecho de que esta narrativa parece seguir el itinerario que describe la expansión del mercado interno en el Perú: “Se podría establecer un paralelismo entre la expansión de la red vial, el crecimiento de la agricultura comercial, la intensificación de los flujos del intercambio y de los flujos monetarios y comerciales con el desarrollo de la obra de Arguedas (Dos ensayos 15). Flores Galindo incluso vincula esta temática arguediana a la propia biografía del escritor, los viajes de su padre, abogado, por un país en pleno desarrollo, la reinserción de José María en los colegios de Ica y de Huancayo, sus estudios superiores en Lima. 130
Quijano ve este proceso como un desarrollo desigual que es imposible aplicar sin matización a los distintos contextos. Ver la discusión de Moore sobre el tema en En la encrucijada, 163 y siguientes. 131
Es importante aquí ver el cambio sustancial que sufre el concepto de mestizaje en el contexto del populismo en el período de la entre-guerra, no sólo en el Perú sino por supuesto también en México, tras el impacto de la Revolución Mexicana. En este período cambia sustancialmente la noción de cultura nacional y la conceptualización del sujeto político en América Latina y particularmente en la región andina. Ver al respecto Moraña, Literatura y cultura nacional en Hispanoamérica. 1910-1940. 132
Moore reconstruye los términos del debate y el horizonte intelectual de la época en que se lleva a cabo el famoso encuentro de 1965 en el IEP, espacio en el que circulaban los trabajos recientes de Henri Favre sobre el campesinado en Huancavelica y el influyente estudio de Quijano sobre la emergencia del sector cholo en el Perú, tema sobre el cual ha escrito más recientemente Nugent, El laberinto de la choledad. Moore recuerda también el hecho de que el mismo personaje de Rendón Willka que tanta controversia levantara en el contexto de las mesas redondas del 65 por el modo en que se relaciona con otros personajes que representan el capitalismo (el patriarca latifundista Don Andrés Aragón y Peralta y sus hijos Don Fermín y Don Bruno) es él mismo un producto de la migración interna del Perú, un ex-indio o cholo que encarna el escepticismo pero también la adaptabilidad de ese sector social. A pesar de su desconfianza de la política de partidos e incluso del comunismo como estructura político-ideológica, Willka se manifiesta como capaz de responder a los desafíos de la modernidad, aceptar el cambio impuesto por la tecnología y negociar formas de funcionamiento dentro de los nuevos parámetros sociales de la época. Representa, en ese sentido, una forma en absoluto “anacrónica” de inserción social sino más bien las ambigüedades y contradicciones propias de un nuevo tipo social en un escenario atravesado por profundas transformaciones (Moore, “Encuentros y desencuentros”). 133
Sobre Mariátegui y el pensamiento postcolonial ver Moraña, “Mariátegui en los nuevos debates. Emancipación, (in)dependencia y ‘colonialismo supérstite’ en América” Latina”. 134
Es interesante notar que, demostrando la jerarquización disciplinaria de la época, Arguedas se defiende de los ataques de sus críticos apelando mayormente al mismo lenguaje de las ciencias sociales, indicando la imprecisión de los términos (“indio”, “cholo”), citando el ejemplo de los cuatro “pongos” de Huancavélica, y sosteniendo que toda realidad social, y toda categoría de análisis, son necesariamente relativas al lugar preciso del que se trate, reivindicando así la dimensión del particularismo de lo local, y la necesidad de historizar los procesos y contemplar sus variantes geo culturales. Ver al respecto Moore, “Encuentros y desencuentros”. Cuando el cuestionamiento a Arguedas llegó desde las avenidas de la crítica literaria (Oviedo, Salazar Bondy) se hizo aún más desconcertante por el reclamo que realizaron estos críticos acerca de la falta de documentalismo de la novela de Arguedas. 135
Castro-Klarén considera el despliegue afectivo que deriva del manuscrito de Huarochirí, que expone el mundo shamánico como una forma de conocimiento que Arguedas habría tratado de incorporar en su escritura. Más que el mero derecho a “ser diferente”, o la evidente direccionalidad tanática del texto, los Zorros estarían marcados por el afecto en tanto exceso que pone a prueba los límites de la escritura y de la vida misma. Sobre el “afecto maquínico” en los Zorros ver BeasleyMurray. 136
Ver por ejemplo, además de Castro-Klarén, Portugal (“AGON: la imaginación melodramática”), Moore (“Encuentros y desencuentros” 275-276), Fernando Rivera (“El zorro en el espejo” en R. Franco, José María Arguedas: hacia una poética migrante 178-182), y Marcos. 137
Ver Žižek, Violence, sobre todo el apartado dedicado a violencia divina. Žižek nos recuerda una de las frases más citadas del Che Guevara: “Hay que endurecerse sin perder jamás la ternura” (204). Las consideraciones de Žižek sobre violencia mítica concebida por Benjamin (“aquella que demanda sacrificio”, Žižek 199) podrían aplicarse a instancias de la narrativa arguediana. 138
El prólogo de Arguedas a Diamantes y pedernales (que en la edición de Arca/Calicanto sólo incluye una de las novelas a las que alude el autor en esa introducción) es muy rico en conceptos acerca del dilema de la lengua, la traducción, la relación afecto/ideología/lengua, la lengua como ficción, los vínculos entre universalidad y regionalismo, etc. 139
“Esta opción inaceptable, o double bind ideológico entre antiquismo (‘antiquarianism’) y ‘relevancia’ o proyección modernizadora demuestra que los viejos dilemas del historicismo –y en particular la cuestión de las prerrogativas de monumentos de momentos distantes y aún arcaicos del pasado cultural en un presente culturalmente diferente—no desaparecen solo porque elijamos ignorarlos. […] Solo una genuina filosofía de la historia es capaz de respetar la especificidad y diferencia radical del pasado social y cultural al tiempo que revela sus polémicas y pasiones, sus formas, estructuras, experiencias y luchas, con las del presente” (Jameson, The Political Unconscious 18). 140
Sobre la literatura como valor de cambio en la época del boom ver David Viñas y sobre ese movimiento literario en general y su significado cultural e ideológico, Rama, “El ‘boom’ en perspectiva”. 141
En la generación peruana del 50 que correspondería a Vargas Llosa se incluye en general también a autores como Sebastián Salazar Bondy, Julio Ramón Ribeyro, Francisco Bendezú, Carlos Eduardo Zavaleta, Luis Loayza, Alejandro Romualdo, Pablo Guevara, Eleodoro Vargas Vicuña, Javier Sologuren, Jorge Eduardo Eielson y Blanca Varela, entre otros. Sobre esta generación, ver el controversial libro de Miguel Gutiérrez, La generación del 50: un mundo dividido, en el que se estudia a los intelectuales nacidos en el Perú entre 1921 y 1936, incluyendo figuras como la de Abimael Guzmán, con juicios que desencadenaron calurosas polémicas. 142
La noción de “literatura mundial”, de larga data en el contexto europeo, fue acuñada, significativamente, como referencia geo cultural al espacio en el que textos y autores literarios reciben consagración y proyección transnacional. Este concepto, que ha sido debatido en el mundo académico por sus indudables connotaciones ideológico-culturales, constituye otra forma de aludir al tema del reconocimiento, promoción y consumo del producto poético en el mercado global de bienes simbólicos que el capitalismo consolida y redefine en la segunda mitad del siglo XX. Sobre el concepto de literatura mundial ver Casanova y Moretti. Para una crítica del mismo desde la perspectiva de la literatura de América Latina ver los artículos incluidos en el libro sobre ese tema publicado por Sánchez-Prado. 143
El tema de la mediocridad del medio cultural peruano atenaza a Vargas Llosa aún en etapas en las que ya había alcanzado su consagración, Indica así, por ejemplo, en La utopía arcaica, publicada en 1996: “Desigualdad, discriminación, atraso, concentración de la riqueza en ínfimas minorías rodeadas de un océano de miseria no sólo afectan a trabajadores, campesinos, desocupados. Son también obstáculos para la práctica de una actividad intelectual o artística. ¿En qué condiciones puede sobrevivir un escritor en sociedades cuyos índices de analfabetismo llegan a la mitad de la población? ¿Cómo iba a prosperar la literatura en países sin editoriales, sin publicaciones literarias, donde los autores para no morir inéditos debían muchas veces costear la publicación de sus libros? ¿Qué clase de vida literaria podía desenvolverse en sociedades donde las condiciones materiales –falta de educación, salarios míseros, desempleo crónico—establecían un verdadero apartheid cultural que segregaba de los libros a la gran mayoría? Y si, encima de todo esto, el poder había impuesto sistemas de control en la prensa, la televisión, la radio y en las universidades, lugares donde la literatura podría encontrar refugio y promoción, ¿cómo permanecería el escritor ciego y sordo ante los problemas sociales?” (26). 144
Sobre el perfil ideológico de Vargas Llosa y sus contradictorias posiciones políticas ver Juan E. de Castro, “Mr. Vargas Llosa Goes to Washington”. 145
Siguiendo las ideas de Larsen, desde esta inanidad ideológica que convierte a la realidad y al pensamiento político en simulacro –tendencia que hace de Vargas Llosa “el Pantaleón Pantoja del neoliberalismo” (Larsen 147) –es que se interpreta el proyecto moderno, el cual, como indicara Larsen, parece manifestarse mejor a aquellos que teniendo la habilidad de representarlo estéticamente, son al mismo tiempo los menos dotados para comprenderlo teóricamente (Larsen 168). 146
Vargas Llosa así lo reconoce: “Son valores individualistas por definición” –indica—“alérgicos a la concepción puramente social del hombre, y en los que Camus vio dos formas de redención de la especie, una manera de regenerar la sociedad, un tipo superior y privilegiado de relación humana” (“Albert Camus y la moral de los límites”, Contra viento y marea, I, 237) 147
Vargas Llosa dedica una serie de artículos a la obra de Sartre. Ver, por ejemplo, en Contra viento y marea, I, además de “El mandarín”, “Los otros contra Sartre”, “Sartre y el Nobel”, “Sartre y el marxismo”, “Sartre veinte años después”. Sobre la relación y las polémicas entre Sartre y Camus ver en el mismo libro “Revisión de Albert Camus” y “Albert Camus y la moral de los límites”. En este último artículo, publicado originalmente en Plural en 1975 Vargas Llosa se apoya en los cuestionamientos morales de Camus contra la ideología de cualquier signo y en la obsesión del autor de La peste con el terrorismo de Estado y el sacrificio de la libertad para efectuar su giro hacia las posiciones del neoliberalismo dejando atrás el pensamiento de Sartre y el socialismo que lo sedujera en la década anterior para enfocarse en el tema que está realmente en la raíz de todas sus preocupaciones intelectuales y políticas: “la relación del creador con los príncipes que gobiernan la sociedad”, es decir, la relación de poder, la función del intelectual y la autonomía relativa del campo cultural (“Albert Camus y la moral de los límites,” Contra viento y marea I, 231-252). Rowe ha notado “el empobrecimiento del discurso político” en el ensayo sobre Camus, cualidad que se 148
proyectará sobre todo el discurso político de Vargas Llosa en los años que sigan (Rowe, “Vargas Llosa y el lugar de enunciación autoritario” 68). 149
Ver al respecto Cornejo Polar, Rama (Transculturación narrativa) y Losada.
El debate incluye los artículos que llevan por título “Literatura en la revolución y revolución en la literatura: algunos malentendidos a liquidar” de Cortázar, “Contrarrespuesta para armar” donde Collazos responde al argentino en enero de 1970, y la réplica de Vargas Llosa, “Luzbel, Europa y otras conspiraciones” fechada en abril de 1970. 150
El artículo de Vargas Llosa que motiva la reacción de Collazos es el que lleva por título “La cultura en México”, publicado en Siempre!, 16 de abril de 1969. 151
Para confirmar el uso de la idea de los “demonios creadores” en escritores de la época del boom, y aún en los conceptos que éstos siguen sosteniendo en la actualidad, véanse las respuestas de Collazos a José Carvajal, en la que el escritor colombiano retoma las ideas sobre los demonios creadores, la disconformidad del escritor y la literatura como evasión de la realidad: “JC: ¿Sigue pensando que ‘la creación literaria es una especie de exorcización de nuestros demonios interiores’? OC: Si no fuera así, el escritor estaría constantemente expuesto a la locura. La creación literaria es su ‘vía de escape’, como afirma Graham Greene en su autobiografía. JC: ¿Quiere decir que sus demonios interiores han sido siempre el exilio, el erotismo y la política? OC: En cierto sentido, sí: esos son los temas dominantes de mi narrativa. Y responden a una experiencia de trashumante, asumida desde muy temprana edad. Experiencia azarosa: nunca la proyecté, la asumí. El exilio como experiencia autobiográfica, el erotismo como expresión del carácter, el principio del placer que ha regido mi vida; la política, en su significado más amplio, como respuesta ética a un mundo o un orden social que abomino” (Carvajal, “Oscar Collazos: la inconformidad irremediable” s/p). 152
Sobre el tema de los demonios en Vargas Llosa ver Raymond Williams, particularmente el cap. 2, en el que resume las ideas del escritor peruano y las vincula al inconsciente en la teoría de Freud, el irracionalismo de Nietzsche, etc. 153
Los textos que componen la polémica que tiene lugar desde las páginas de Marcha son, por orden de aparición: 1) Rama: “Vade Retro” (número 1591), 2) Vargas Llosa: “El regreso de Satán” (número 1602), 3) Rama: “El fin de los demonios” (número 1603), 4) Vargas Llosa: “Resurrección de Belcebú o la disidencia creadora” (número 1609), 5) Rama: “Nuevo escritor para nueva sociedad” (número 1610), 6) Rama: “Un arma llamada novela” (número 1612). Los artículos que corresponden a las intervenciones de Vargas Llosa han sido reproducidos en Contra viento y marea. Todas las intervenciones aparecen también en Rama y Vargas Llosa, García Márquez y la problemática de la novela. 154
El libro de Vargas Llosa sobre García Márquez, nunca reditado debido a la enemistad que surgiera más tarde entre ambos escritores, constituyó originalmente, como es sabido, la tesis doctoral del narrador peruano en la Universidad Complutense de Madrid, donde obtuviera el título de Bachiller en Literatura en la Facultad de Filosofía y Letras, sección Filología Románica. Los cursos académicos previos a su graduación se desarrollaron entre 1958 y 1960. La tesis doctoral fue dirigida por el profesor Alonso Zamora Vicente. 155
Sobre la polémica entre Rama y Mario Vargas Llosa puede consultarse Sánchez López, Mariaca, L. Castañeda y Perilli. 156
Se ha señalado a Goethe como uno de los antecedentes de la idea de los demonios de la creación, así como a George Bataille, ya que ambos plantean en distintos contextos la noción del mal y el desorden satánico como uno de los impulsos que lleva a la creación entendida como rebelión contra el orden establecido y develación de aspectos ocultos y prohibidos de la realidad. Ver por ejemplo Kristal, Temptation of the Word, 3-5. En el contexto nacional, la influencia de César Moro–de quien Vargas Llosa toma un texto como acápite para El elogio de la madrastra –ha sido también establecida. Dice Vargas Llosa sobre Moro: “El caso extremo del creador peruano exiliado es, seguramente, el del poeta César Moro. Muy pocos sintieron tan íntegra y desesperadamente el demonio de la creación como él, muy pocos sirvieron a la solitaria con tanta pasión y sacrificio como él” (“Sebastián Salazar Bondy” 98). La idea de lo satánico o demoníaco asociado al proceso creativo tiene, como se ha indicado antes, un valor metafórico que ha sido sobredimensionado por la crítica. En general es la forma figurada de aludir al impulso transgresivo o subversivo que puede llegar a tener la literatura. En Vargas Llosa es un lugar común apropiado de distintos contextos que se repite como forma de reafirmar la cualidad “rebelde” y excepcional del escritor y de la experiencia literaria. Con Moro (quien fue, junto a Emilio Adolfo Westphalen, uno de los más interesantes representantes del surrealismo en América Latina) Vargas Llosa comparte la idea de la literatura como un dominio separado de lo real, de plena autonomía, guiado por la gratuidad, que no admite ningún uso específico ni se debe ajustar a ningún programa vinculado a la poesía social, al arte indigenista, etc. Pragmática y poética son, entonces, dominios separados de acción y pensamiento. Sobre la influencia de Moro en Vargas Llosa ver Castro Klarén, Mario Vargas Llosa, 95-96, y Kristal, Temptation of the Word, 12-19. 157
En efecto, de los ensayos que componen Transculturación narrativa en América Latina publicados como libro en 1982, “El área cultural andina” vio la luz por primera vez en 1974. “La gesta del mestizo”, se publicó en 1975 como prólogo a Fundación de una cultura nacional indoamericana, donde se reúnen trabajos hasta entonces dispersos o inéditos de Arguedas. “La inteligencia mítica” se publica en 1976 como introducción a los ensayos del mismo escritor peruano publicados bajo el título Señores e indios. Todo este material crítico da evidencia del reconocimiento y preferencias de Rama, ya analizados en lo que toca a la obra de Arguedas en capítulos anteriores de este libro. 158
Rama y Vargas Llosa habían trabajado juntos en Casa de las Américas y también habían coincidido en ciertas críticas, más moderadas de parte de Rama, a las políticas culturales de Castro. A pesar del tono apasionado y riguroso de la polémica, Rama no deja de reconocer los méritos de la narrativa de Vargas Llosa. Un buen ejemplo es su artículo consagratorio sobre La guerra del fin del mundo, publicado en 1982. Vargas Llosa reconoce también los aportes del crítico uruguayo en “Ángel Rama: la pasión y la crítica”, nota que escribiera como semblanza cuando se produce la muerte de Rama, en 1983. 159
Según Franco, en García Márquez: Historia de un deicidio, la concepción presentada por Vargas Losa del artista como un Lucifer que se rebela contra la sociedad para crear su propia realidad es otra versión del escritor-héroe (Franco, “From Modernization to Resistance,” Critical Passions 295). 160
Toda la obra de Rama puede ser leída como el mayor intento latinoamericano por esclarecer el proceso de institucionalización cultural en la región y contribuir al mismo dejando en evidencia las tensiones, contradicciones y paradojas del campo intelectual en general y particularmente del literario. Como he desarrollado en otra parte, la teoría de la transculturación se ubica en la encrucijada que se plantea en los años 70 entre cultura nacional e influjos ideológicos foráneos, no solamente los modernizadores de cuño liberal, sino también los provenientes del pensamiento 161
marxista, cuyo carácter “foráneo” constituyó uno de los argumentos represivos que la derecha instrumentó en la persecución de la teoría y la praxis de la izquierda. Rama intenta reflexionar sobre esas convergencias que nutrían necesaria y productivamente las culturas postcoloniales de América Latina y se combinaban con corrientes vernáculas que canibalizaban sus contenidos, es decir, que los incorporaban, reformulaban y convertían en parte constitutiva de la ideología y la práctica social. No de otro modo debe ser visto también un libro como La ciudad letrada destinado a ofrecer una cartografía de los procesos de institucionalización cultural que demuestran a un tiempo la autonomía relativa del campo cultural y de los múltiples sistemas que coexisten de manera tensa en su interior. Ver al respecto Moraña, “Ideología de la transculturación” y otros ensayos sobre estos temas incluidos en Ángel Rama y los estudios latinoamericanos, así como Poblete, “Trayectoria crítica de Ángel Rama”. Para una crítica de La ciudad letrada ver Perus. Pueden verse al respecto las opiniones –simplistas, en mi opinión—de van Delden sobre los dualismos casi siempre maniqueos que afectan el pensamiento de Vargas Llosa (las oposiciones ficción/realidad, privado/público, literatura/política, conformidad/transgresión, democracia /dictadura, que aparecen en sus textos) las cuales se hacen más fluidas, reconoce van Delden, en el mundo ficticio. (214) Según este crítico también la visión antiutópica que Vargas Llosa sostiene con respecto a la sociedad total admite, sin embargo, la posibilidad de utopías individuales o simbólicas. Aunque van Delden entiende que el “itinerario [de Vargas Llosa] es rico en situaciones y en dilemas intelectuales” (196) su estudio no llega a explorar la carga ideológica o las correspondencias estéticas que estas encrucijadas plantean al escritor peruano en el plano de la política y el arte. 162
Oviedo ha destacado las semejanzas entre ambos espacios y el hecho de que estas instituciones constituyen núcleos cerrados, marginales y jerárquicos por el que los personajes circulan adoptando o retomando nombres (La Selvática, Lituma) según los ambientes y papeles que les toca jugar en cada caso (Oviedo, “Historia de un libertino”, Dossier Vargas Llosa 33-48). 163
“El sistema de imágenes de las novelas de Mario Vargas Llosa ilustra una intuición central del mal y la distorsión. Esa intuición se responde a sí misma en la elaboración crítica de esas novelas, en su denuncia sistemática, pero aún en la crítica preserva su drama y su condición irresolutiva. Este drama hace que la existencia se muestre de modo intolerable, en su espectáculo perverso, mal configurada. Esa condición, que la existencia se revele incompleta y acaso imperfectible, aniquilándose a sí misma en la carencia de una norma genuina, haciendo de la destrucción su último horizonte” (Ortega, “Vargas Llosa: El habla del mal” 177). 164
“mitologiza, simultáneamente, la nación, el continente y, más secretamente, la propia experiencia autobiográfica del autor”. 165
Algunos críticos agrupan y clasifican las obras de Vargas Llosa de acuerdo a diversos criterios, más allá de los períodos en que fueron escritas. Así por ejemplo O’Bryan-Knight estudia La tía Julia y el escribidor, Historia de Mayta y El hablador como una trilogía, a pesar de que no son obras contiguas ni el autor ha indicado nunca que pertenezcan a un mismo ciclo novelesco. Para O’Bryan-Knight las tres obras se potencian entre sí al enfocar, respectivamente, distintos espacios o fases del Perú: la capital costeña, la sierra y la selva, aunque esta distribución no es radical, ya que Historia de Mayta, por ejemplo, se desarrolla en parte en la prisión de Lurigancho, en Lima, y otras novelas como algunas secciones de La ciudad y los perros, La casa verde y Pantaleón y las visitadoras también incursionan en el espacio de la selva amazónica. 166
En “¿Quién mató a Mario Vargas Llosa?” Ortega llama la atención sobre el carácter conductista de narraciones que desarrollan a los personajes como producto de las circunstancias sociales y que dan importancia a los argumentos por encima del tratamiento de la intimidad. 167
O’Bryan-Knight nota, junto a otros críticos, el carácter metaficcional de Historia de Mayta y la consecuente subjetivización de lo ideológico (68-71). Sobre Historia de Mayta ver también Dunkerley. 168
John King cita en uno de sus libros el comentario que emitiera el escritor inglés Anthony Burgess (autor, entre otras cosas, de La naranja mecánica [1962]) al reseñar la publicación de La guerra del fin del mundo. Esta opinión es ilustrativa del modo de recepción que la literatura latinoamericana tiene aún en ciertos medios internacionales, a pesar de los esfuerzos de galardonados escritores de la región. Indica Burgess: “There is a danger that the Great Contemporary Latin American Novel will soon be laying down (if it has not done so already) rigid rules in respect of its content, length and style. Apparently it has to be bulky, baroque, full of freaks and cripples with names hard to fix in one’s mind, crammed with wrongs done to peasants by the state or the land owners, seasoned with grotesque atrocities, given to apocalyptic visions, ending up with resignation at the impossibility of anything ever going right for South America”. [“Existe el peligro de que la Gran Novela Latinoamericana Contemporánea pronto establezca normas rígidas (si no lo ha hecho ya) con respecto a su contenido, extensión y estilo. Aparentemente, tiene que ser voluminosa, barroca, llena de gente rara y de lisiados con nombres difíciles de recordar, plagada de malas acciones infligidas a los campesinos por el estado o los propietarios de la tierra, aderezada con atrocidades grotescas, inclinada a visiones apocalípticas, culminando en la resignación dada la imposibilidad de que nunca nada vaya bien para Sudamérica.”] (“Latin Freakshow”, Observer, 19 de mayo 1985, cit. por King, On Modern Latin American Fiction ix). 169
170
“Aunque es posible leer el pastiche de Vargas Llosa como respuesta al movimiento conocido como “indigenismo” y a la representación del indio por escritores urbanos y no-indígenas, la novela no registra los movimientos indígenas contemporáneos de ninguna manera. No hay referencia a batallas contemporáneas y antagonismos, a las protestas políticas o redes internacionales de organizaciones indígenas que han florecido en los últimos años” (Franco, Critical Passions 399). 171
Enrique Mayer se ha referido, entre otros, a la creencia en los pishtacos como un elemento que a nivel popular tematiza los temores que despierta la violencia y la persecución de la cultura indígena, y que sirve para localizar en una zona no-racional de los imaginarios colectivos sentimientos colectivos de terror, odio, venganza, etc. Es interesante anotar, siguiendo las sugerencias de Mayer, que la figura del pishtaco sirve asimismo como vehículo para una crítica del capitalismo entendido como vampirización social, sobre todo respecto a los sectores más desposeídos. Supuestamente la grasa extraída por los pishtacos del cuerpo de los indios sirve para aceitar la maquinaria industrial o es utilizada como manera de pagar la deuda externa del Perú, con lo cual la creencia se articula a aspectos económicos señalando las implicancias bio-políticas de la explotación capitalista. Ver Mayer, “Peru in Deep Trouble”, 472-473. 172
Por supuesto, esta periodización no es tajante y se cumple sólo parcialmente ya que algunas obras de un período presentan las características de otro. De todos modos, las etapas reconocidas por Kristal dan una idea para ordenar la producción del escritor de acuerdo a los cambios de su pensamiento político. Ver, entonces, de Kristal, la “Introducción” a The Cambridge Companion, así como “From Utopia to Reconciliation” and Temptation of the Word. 173
Casement fue acusado de haber simpatizado con el llamado Alzamiento de Pascua, que tuviera lugar en Dublín el 24-30 de abril de 1916 teniendo como objetivo de liberar al pueblo irlandés del dominio del Reino Unido. Sin embargo Casement parece haber estado convencido de que estas acciones iban a fracasar y habría regresado a Irlanda para persuadir a los alzados de que la situación no era propicia. El levantamiento, sofocado a los seis días de su iniciación, estuvo liderado por James Connoly, jefe del Ejército Ciudadano Irlandés, quien fue ejecutado. 174
175
Para una versión detallada de la vida de Casement ver Reid y Mitchell.
“La primera obligación de una novela es independizarse del mundo real, imponerse al lector como una realidad autónoma, válida por sí misma, capaz de persuadirlo de su verdad por su coherencia interna y su verosimilitud íntima y no por su subordinación al mundo real. Lo que da soberanía a una ficción, lo que la emancipa de lo vivido, de lo ‘histórico’, es el elemento añadido, esa suma de ingredientes temáticos y formales que el autor no expropió a la realidad, que no robó a su vida ni a la de sus contemporáneos, que nacieron de su intuición, de su locura, de sus sueños, y que su inteligencia y destreza confundieron con los otros, aquellos que todo novelista toma de la experiencia propia y ajena” (Vargas Llosa, Carta de batalla por Tirant lo Blanc 102, énfasis de MVLl). 176
“Es de hecho correcto indicar que la farsa hispanoamericana toma de su contraparte occidental su naturaleza dual. Pero esta dualidad refleja no tanto la sujeción al centro por parte del otro marginalizado como la identidad dividida del arte hispanoamericano y de su realidad política pasada y presente. […]En Hispanoamericana el poder relativo de la farsa de distorsionar, desmantelar, exponer, atacar, reescribir y borrar radica en la experiencia de haber sido víctima de tales actos y en el deseo de redefinir un discurso tradicionalmente asociado con la opresiva cultura occidental” (Meléndez 32-33). 177
M. Keith Booker ha visto en estos rasgos pistas para la inscripción de Vargas Llosa entre los escritores postmodernistas, particularmente en el trato paródico del conflicto social y de la historia política. 178
“La dimensión farsesca en Kathie y el hipopótamo –principalmente el choque entre la naturaleza lúdica de la realidad y la capacidad de la ficción de reflejar y parodiar la vida – están retratados a través de la transgresión de las estructuras de comunicación de la obra, particularmente en el modo en que caracterizan el lenguaje representacional-teatral y del discurso textual-literario. La compleja comprensión del lenguaje y de la comunicación en Kathie está subrayada por sus diversas manifestaciones: el lenguaje en la comunicación forma de la comunicación oral informal; en su forma escrita, con sobretonos literario so poéticos; en sus expresiones físicas y teatrales; como vehículo de seducción; como expresión de la interioridad,’ en sus dimensiones retóricas; y en el lenguaje como máscara engañosa. Pero es más importante reconocer que en Kathie estas manifestaciones contradictorias interactúan entre sí en el contexto de la farsa, ella misma un lenguaje teatral agresivo y transgresivo” (Meléndez 149). 179
180
Ver al respecto R. Franco, “The Recovered Childhood”, Kelly Austin y Larsen.
Ver al respecto Herlinghaus, “La imaginación melodramática”, en Narraciones anacrónicas, 21-59. 181
Ortega opina que Vargas Llosa no se interesa por el “exotismo popular” ni por las formas híbridas de la cultura popular más que por la posibilidad que esos espacios ofrecen de parodiar las reglas de la sociedad y explorar el grotesco de un mundo en el que las normas y principios morales están en crisis. Esta sería la “derivación perversa” de la obra del escritor peruano. 182
183 En los términos definidos por Fredric Jameson, Arguedas habría llevado a cabo el acto
alegórico por excelencia por la forma, lugar y registro de su suicidio y por el modo en que este aparece cuidadosamente articulado al proyecto literario. En su ya clásico texto “Third World Literature in the Era of Multinational Capitalism”, Jameson se refiere a lo que él llama “alegorías nacionales” en relación con ciertos modelos básicos de ficción que provienen de las culturas del llamado “tercer mundo”. Dice Jameson que dichos textos proyectan “a political dimension in the form of national allegory: the story of the private individual destiny is always an allegory of the
embattled situation of the public third-world culture and society” (69). [“una dimensión política en la forma de alegoría nacional: la historia del destino privado individual es siempre una alegoría de la situación de lucha pública de la cultura y de la sociedad del Tercer Mundo”.] Como se sabe, esta concepción de la literatura del Tercer Mundo como alegórica ha sido largamente debatida. Ver al respecto, por ejemplo, Ahmad. Este tema, cuyo tratamiento exhaustivo excede las posibilidades de este estudio, remite al modo en que funciona la institución literaria tanto dentro de los parámetros de la cultura nacional como en el amplio contexto de la globalidad. El tema se vincula asimismo con la noción ya aludida de “literatura mundial”. 184
185
Ver al respecto Augé.
Degregori se pregunta, por ejemplo, cómo el mismo autor que pudo representar un mundo de matices y complejidades sociales y culturales en obras como La casa verde pudo ser el mismo que en la campaña electoral maneja el tema de la modernidad de una manera naïve y extremadamente simplista. Encuentra una respuesta en la conducta de una generación que inaugura la inserción del Perú en los nuevos circuitos internacionales tratando de lograr desde esta base una alianza con los sectores populares (Degregori 74-75). 186
Voceros de la academia sueca indicaron que se confería el premio a Vargas Llosa “por su cartografía de las estructuras del poder y sus mordaces imágenes de la resistencia individual, la revuelta y la derrota”. http://cultura.elpais.com/cultura/2010/10/07/actualidad/1286402403_850215.html 187
El abogado y jurista argentino Alejandro Teitelbaum es autor, entre otros libros, de La armadura del capitalismo, Ética y derechos humanos en la cooperación internacional y La crisis actual del derecho al desarrollo. 188
Esa carta de renuncia fue publicada en El Comercio el 13 de septiembre de 2010 y aparece reproducida en http://elcomercio.pe/noticia/638568/mario-vargas-llosa-renuncio-presidenciacomision-lugar-memoria. 189
Según indica Culler, citando a Brennan: “In particular, there has emerged an important strain of third-world writing: ‘the lament for the necessary and regrettable insistence of nation-forming, in which the writer proclaims his identity with a country whose artificiality and exclusiveness have driven him into a kind of exile –a simultaneous recognition of nationhood and alienation from it’” (Brennan 63 en Culler 65). [“En particular ha surgido una importante corriente de escritura tercermundista: ‘el lamento por la necesaria y lamentable insistencia en la formación de la nación, en el cual el escritor proclama su identidad con un país cuya artificialidad y exclusionismo lo han llevado a un tipo de exilio –un reconocimiento simultaneo de la pertenencia y la alienación con respecto a la nación’”.] 190
“La imposible relación entre las partes de la novela dramatiza el problema irresoluble de la posición de los Indios en Perú, donde inclusión significa asimilación, transformación, y destrucción de su mundo, del mismo modo en que la exclusión traerá su destrucción […] La preservación ocurre por la intervención de alguien de afuera; la cultura es preservada a través de la imitación, la repetición, y la adulteración (por ejemplo, la asimilación en la cultura machiguenga de relatos de Kafka y de la historia de los judíos). Además, y esto es especialmente pertinente en el performance de la novela, desde el punto de vista del lector, es precisamente la representación dudosa, comprometida, en español, del mundo machiguenga la que obtiene apoyo para la idea de la preservación del este mundo en su pureza y autonomía.” 191
Indica Benedetti, refiriéndose a los comentarios de Vargas Llosa sobre los intelectuales de izquierda: “Hace tiempo que nos hemos resignado a que [Vargas Llosa] no esté con nosotros, en nuestra trinchera, sino con ellos, en la de enfrente, pero en cambio no podemos resignarnos a que, por diferencias ideológicas o amparado quizá en las dispensas de la fama, recurra al golpe bajo, al juego ilícito, para reforzar sus respetables argumentos. Afortunadamente, la obra de Vargas Llosa está netamente situada a la izquierda de su autor, y seguirá siendo leída con fruición por los zombis, los robots y los perros de Pavlov” (48). 192
“Ni siquiera la imaginación formidable de Vargas Llosa puede enfrentar la enormidad de este fenómeno. Oscilando entre la furia, la incomprensión y la resignación, ha escrito una parábola promisoria que termina en un engaño trivial. Escucha a su enemigo pero comprende sólo las palabras.” (122, mi énfasis) 193
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Ver al respecto las interpretaciones de Forges y Moreiras.
Sin ceder al peligro de la generosidad crítica, Vargas Llosa señala: “Sin ese cadáver que se ofrece como prenda de sinceridad, la desazón, prédicas y últimas voluntades del narrador serían desplantes, fanfarronería, un juego no demasiado entretenido por la hechura desmañada de muchas páginas. El cadáver del autor llena retroactivamente los blancos de la historia, da razón a la sinrazón y orden al caos que amenazan con frustrar a la novela, convirtiendo en ficción –pues lo es, también — en documento sobrecogedor” (La utopía arcaica 300). 195
“El demonio de Arguedas es la voluntad extraña de hablar dos lenguas, de vivir en dos culturas, de sentir con dos almas: un doble demonio, demonio de la dualidad, quizá feliz pero también travieso, como veremos. En su afirmación de dualidad, Arguedas pone de manifiesto su fuerte rechazo de la ideología de la conciliación cultural, estableciendo definitivamente su convicción final de que a nivel cultural no puede haber conciliación sin subordinación obligatoria” (The Exhaustion 196). Para una crítica del análisis de Moreiras ver Archibald, particularmente el capítulo 5 de Imagining Modernity in the Andes, titulado “Urban Transculturations”. 196
“Una obra literaria es, para alguien que sabe cómo penetrarla, un rico y descansado lugar de silencio, una defensa firme y un muro alto contra esta elocuente inmensidad que se dirige a nosotros desviándonos de nosotros mismos” (Blanchot 219 en Rancière, Mute Speech 32). 197
Cornejo Polar señala que Arguedas tiene una concepción peculiar de la muerte, como renovación de energías vitales y cósmicas y como instancia que hace parte de los ciclos de continuidad de la cultura. Persigue esta idea en Los ríos profundos, “La agonía de Rasu-Ñiti”, Todas las sangres y por supuesto en El zorro de arriba y el zorro de abajo. El tema del suicidio es también tratado por Vargas Llosa en “Literatura y suicidio” y por Rowe en “El lugar de la muerte”. Moreiras lo retoma como momento alegórico que conecta con el debate de la transculturación. 198
Rowe se ha referido, entre otros, a “la remoción de la frontera entre el autor empírico y el autor implícito, entre vida y escritura” en Arguedas (“El lugar de la muerte” 167). En este artículo Rowe alude también a “la incidencia de la muerte en la formación del sujeto” y a los distintos tipos de muerte que están representados en la narrativa arguediana: la muerte social, la expulsión del discurso (la cual causa una especie de “herida narcisista”), la muerte ritualizada de Rasu Ñitu, la muerte espiritual, etc. 199
Maruja Martínez ha dejado el testimonio del sepelio de Arguedas, donde el cadáver aglutina a la multitud y la ritualidad sutura la herida de la muerte: “Dicen que Arguedas pidió que si había discursos, que fueran sus estudiantes, sus amigos. El flaco ‘Manzana’, presidente de la Federación de Estudiantes de la Agraria, será el encargado de despedir a su maestro. Pero no entiendo bien lo que dice, pues las lágrimas no le permiten vocalizar. Muchos estamos llorando. Y puedo ver a 200
Chepo, el bravo agitador molinero, a ‘Ojos’, al ‘Cabezón’ y a otros camaradas dirigentes estudiantiles y del partido, derramar las más hermosas lágrimas que uno se pueda imaginar. Al momento en que el féretro es introducido en el nicho, por encima del pabellón surge la figura de un indio vestido de fiesta; la miopía no me permite verlo bien, pues estoy bastante lejos. Pero escucho sus gritos en quechua. Las arengas y las despedidas militantes cesan súbitamente, respetuosas, ante este triste clamor y lo que —pese a no entenderlo— siento como una despedida sin esperanzas” (s/p). Legrás apunta a esta cuestión cuando indica que “an important point of contention focused on the definition of the popular subject in the Andes: is the subject an Indian or a peasant?” [“un importante punto en discusión fue la definición del sujeto popular en los Andes: ¿es el sujeto indio o campesino?”] (212), problema cuya formulación marxista se debe, como es sabido, al pensamiento de Mariátegui, cuyas reflexiones al respecto guiaron las de Quijano, Cornejo Polar y otros. 201
“El objetivo fundante de la traducción no desaparece fetichizando las lenguas nativas […] A veces leo y escucho que el subalterno puede hablar en sus lenguas nativas […] Ningún discurso es discurso si no es escuchado. Es este acto de escuchar-para-responder el que puede ser llamado el imperativo de la traducción” (Spivak 252-253). 202