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Spanish; Castilian Pages 360 [348] Year 2017
Meditación espiritual e imaginación poética Estudios sobre Ignacio de Loyola y Francisco de Quevedo
Christian Wehr
Meditación espiritual e imaginación poética Estudios sobre Ignacio de Loyola y Francisco de Quevedo
Christian Wehr Traducción del alemán de Elvira Gómez Hernández
Iberoamericana - Vervuert - 2017
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Derechos reservados © Iberoamericana, 2017 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 - Fax: +34 91 429 53 97 © Vervuert, 2017 Elisabethenstr. 3-9 – D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 - Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.iberoamericana-vervuert.es ISBN 978-84-16922-15-4 (Iberoamericana) ISBN 978-3-95487-565-8 (Vervuert) ISBN 978-3-95487-602-0 (ebook) Depósito Legal: M-15132-2017 Imagen de la cubierta: Claustro del Monasterio de San Millán de Yuso, foto: J. C. García Cabrera Diseño de la cubierta: Juan Carlos García Cabrera
Impreso en España Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro.
Índice
I. Meditación y poesía: perspectivas de una negociación barroca...
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II. Texto y contexto de los EJERCICIOS ignacianos................................... 17 1. Pérdida del centro: una arqueología del engaño barroco ......................... 19 1.1. Del saber universal al saber nominalista: latencia de las sustancias ......................................................................................................................... 20 1.2. La cosmología copernicana y la escolástica: antinomias del Barroco..................................................................................................................... 36 1.3. Entre la antropología metafísica y la antropología empírica: posiciones del sujeto ................................................................................................ 47 2. Cálculo estratégico y huida contemplativa del mundo: paradigmas de la subjetivación barroca ................................................................ 51 2.1. El hablar suplementario: el estilo conceptista........................................ 53 2.2. El actuar suplementario: racionalidad cortesana y perspectivismo barroco ......................................................................................... 59 2.3. ¿Recentralización metafísica? Sobre la genealogía de la espiritualidad ................................................................................................................ 77 3. Autopráctica meditativa y estética barroca: los Ejercicios espirituales de Ignacio de Loyola ............................................................................. 94 3.1. Retorización: imaginación y afección .......................................................... 103 3.2. Psicologización: narcisismo y sucesión ....................................................... 112 3.3. Poetización: lenguaje y sonido trascendente ........................................... 118 III. Ciclo poético ignaciano: UN HERÁCLITO CRISTIANO......................... 1. Ejercicios espirituales y proyecto de vida barroco: los tratados ascéticos ...................................................................................................................................... 2. Macroestructura: disposición programática y organización cíclica ...... 3. Autoconstitución inicial: percepción reflexiva y meditación sobre el pecado (Salmo I)............................................................................................................. 4. Atricionismo: meditación sobre la creación y el infierno (Salmos VII, VI) ..................................................................................................................
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5. Lamento onomatopéyico y aniquilación mística (Salmo V) .................. 6. Recepción meditativa de los mitos: el Narciso espiritual (Salmo VIII) ........................................................................................................................... 7. Subtexto petrarquista y alegoría apotropaica (Salmos IX, XI, XIV)....................................................................................................... 8. Pasión imaginaria y percepción antropomórfica (Salmo XVII).......... 9. Muerte espiritual: abstracción alegórica y experiencia somática (Salmos XVI, XX) .............................................................................................................. 10. Renovación interior: entre la metamorfosis ritual y la retórica ............ (Salmo XXII) .......................................................................................................................... IV. Amor petrarquista y mortificación meditativa: CANTA SOLA A LISI como ciclo dialógico ..................................................... 1. Niveles de la transformación dialógica: ciclos, tópica, afectividad................................................................................................................................. 2. Cárcel de amor y peligro espiritual: “Qué importa blasonar del albedrío” ............................................................................................................................ 3. Entre estimulación afectiva y contención ascética: “Los que ciego me ven de haber llorado”........................................................... 4. Reflejos del sujeto y metamorfosis del objeto: “En crespa tempestad del oro undoso” ................................................................ 5. Muerte de amor y polílogo petrarquista: “Molesta el Ponto Bóreas con tumultos”............................................................ 6. Claustro interior e infierno de amor alegórico: “En los claustros de l’alma la herida yace callada” ....................................... 7. Meditación sobre la muerte e inmortalidad poética: “Cerrar podrá mis ojos la postrera sombra” .....................................................
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V. Aberturas: meditación-doctrina de Estado-sátira.......................... 311 Bibliografía .................................................................................................................................. 323 Índice onomástico .................................................................................................................... 347
I. Meditación y poesía: perspectivas de una negociación barroca
La obra poética de Francisco de Quevedo apenas fue entendida en las épocas posteriores al Barroco. Lo extraño que hay en ella desde el punto de vista histórico tiene dos caras. Por un lado, ningún otro poeta se entregó a las grandes obsesiones del Siglo de Oro como Quevedo: la omnipresente experiencia del engaño domina tanto sus sátiras como su obra espiritual y sus poemas de amor. Por otro lado, su lírica se destaca por una relación especial entre profundidad afectiva y estilización manierista que, desde la perspectiva actual, resulta paradójica: la pasión y la conciencia formal se perciben en los siglos xix y xx como dos contrarios totalmente incompatibles.1 Esto se puede percibir, sobre todo, en las valoraciones partidistas que se han hecho, y se siguen haciendo, de Quevedo. Pues, o bien se le ha considerado el expresivo poeta de una interioridad inquietante —una lectura esta de la que es responsable sobre todo la tan evocada fórmula del “desgarrón afectivo”2 acuñada por Dámaso Alonso— o bien se le ha reducido al estilista virtuoso.3 Pero ambas lecturas empequeñecen de una forma históricamente inadecuada la síntesis barroca de la elaboración formal y la máxima elevación de la expresión afectiva, la cual, en su cima, permite palpar casi físicamente el sentimiento de duelo y de dolor.4 1
En este sentido, los metaphysical poets ingleses serían los únicos que se podrían comparar con Quevedo, sobre todo John Donne con su semejante temperamento. Cf. el estudio de Louise E. Hoover (1972) dedicado casi por completo a esta temática. 2 Dámaso Alonso (1950). 3 Síntoma de ello es, por ejemplo, la caracterización que hace de él Borges como “primer artífice de las letras hispánicas” (1985: 56). Los estudios de Marcos Cánovas (1996), Marie Roig Miranda (1989) y Antonio Gazaustre Galiana (1996) también son parciales en cuanto a su orientación estilística. 4 Cf. José María Pozuelo Yvancos (1979: 194-200).
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Tal vez tales tendencias polarizantes de la recepción impidieron ver una influencia que se puede reconocer precisamente en esa mediación especial; nos referimos a los Ejercicios espirituales de Ignacio de Loyola, del año 1548.5 Estos constituyen el centro de la espiritualidad jesuítica que se iría, poco después de la fundación de la Compañía, como fuerza dominante de la fe y la política cultural contrarreformista. Puede que esta conexión sorprenda en un primer momento. El ascetismo cristiano se asocia, por lo general, con el riguroso destierro de lo corporal de la experiencia religiosa,6 y el interés teológico por la retórica en el Siglo de Oro se restringe principalmente a la praxis homilética.7 No obstante, si se observa con más detenimiento, la mediación especial de ambos aspectos remite precisamente a la crucial innovación de la meditación espiritual de Ignacio de Loyola, quien, en los ejercicios, recurre a procesos retóricos para dirigir la imaginación y los afectos8 poniéndolos al servicio de una presentificación interior de la vida y pasión de Jesucristo. Con esta interiorización de la imitatio Christi, Loyola persigue un interés pragmático. A través de ella, la orden jesuita puede prescindir del espacio cerrado del monasterio en beneficio de sus múltiples actividades seculares. Los ejercicios sustituyen la vida al servicio de Dios al amparo de la institución por la constancia y la evidencia de la imitación interior. En esto se basa también el enorme poder de influencia histórico de los ejercicios, pues posibilitan una stabilitas9 monacal bajo condiciones terrenales. Una condición necesaria para esa independencia espacial es el hecho de que la práctica de la meditación ignaciana no necesite más que la memoria. Esto explica por qué el manuscrito original de los
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El estudio de Louis L. Martz (1954) ya exploró esa influencia en la literatura inglesa del siglo xvii. Para el contexto francés, véase el estudio histórico-positivista de Christian Belin (2002; sobre la meditación ignaciana véanse especialmente pp. 85-98). Stephanie Wodianka (2004) ha investigado el subgénero de la meditatio mortis barroca desde una perspectiva comparativa. 6 Cf. Georges Bataille (1967). 7 En este sentido, fray Luis de Granada fue el que marcó el rumbo, y no solo en el contexto español. Cf. Los seis libros de la retórica eclesiástica, o de la manera de predicar (1954). 8 Martina Eicheldinger (1991: 55-61), por ejemplo, habla de un “retoricismo en la meditación” de Ignacio de Loyola. 9 Cf. Georg Eickhoff (1994: 155 y 162 Anm. 12).
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Ejercicios permaneció bajo llave durante siglos.10 Se trata de un libro ilegible y puramente prescriptivo:11 como manual del maestro espiritual para la instrucción oral, era de uso exclusivamente interno. Este sencillo carácter pragmático contrasta diametralmente con la forma tan viva de la transmisión de los ejercicios, siendo esta, precisamente, la que pudo contribuir decisivamente a su rápida y eficaz difusión mediante la memoria colectiva. Pronto se distribuyeron entre los más variopintos grupos de personas no pertenecientes a la orden, en una forma convenientemente modificada, casi siempre abreviada.12 El hecho de que pudieran pasar con una sorprendente facilidad a los contextos seculares, especialmente a los cortesanos, se debe a razones históricas de gran importancia: los ejercicios podían contribuir de forma decisiva a la organización de la relación del individuo consigo mismo y el mundo circundante, en una época regida por el engaño omnipresente. Por lo tanto, ofrecían modos de tratar un problema general en ese tiempo.13 Ya esa caracterización general evidencia que las consecuencias histórico-literarias de los Ejercicios apenas se podrán concebir de forma adecuada a un nivel puramente filológico. Los Ejercicios no se pueden reducir a su forma textual, sino que representan un arte de vida muy difundido en la época que, ya desde el principio, sobrepasa sin vacilar el estrecho marco espiritual.14 Por eso, sus efectos literarios no se pueden captar completamente ni mediante el análisis intertextual ni por la estética de la recepción.15 La compleja historia de sus efectos estéticos se basa más bien en un intercambio flexible entre la praxis cultural y la imaginación estética, con lo cual hay
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Cf. Michel Narcy (2000). Cf. Sebastian Neumeister (1986). 12 Véase al respecto, por ejemplo, Alain Guillermou (1993: 105), y también Gottfried Maron (2001: 205 s.). 13 Esto se hace patente sobre todo en los objetivos de la segunda semana, pues documentan un corte totalmente nuevo de la meditación espiritual, que pasa a ser un medio con el que se decide sobre los problemas individuales y cotidianos. 14 Para ello, véase la descripción de Wilhelm Schmid (1998), exhaustiva tanto desde el punto de vista histórico como metodológico, y sobre los Ejercicios, Georg Eickhoff (1998). 15 Donde se persigue tal enfoque, los resultados se reducen a comprobaciones positivistas en forma de citas. Véase, por ejemplo, el estudio de S. J. Ignacio Elizalde (1983: 280-301). 11
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que mencionar un concepto dinámico de la negociación, tal y como se desarrolló en el círculo del New Historicism, especialmente por Stephen Greenblatt.16 Una de las novedades decisivas de su poética cultural consiste en suponer una interacción productiva entre el texto y el contexto: del mismo modo que las prácticas sociales y culturales ya están “cargadas de fuerza estética”, así también el texto literario siempre participa en la constitución de su contexto.17 Si remitimos la idea principal a la negociación en cuestión entre la meditación jesuítica y la poesía barroca, salta a la vista especialmente ese carácter recíproco: mientras que el potencial imaginativo de los Ejercicios se pone al servicio de una producción en toda regla de textos interiores,18 la obra lírica de Quevedo se puede entender con frecuencia, a su vez, como escenificación literaria del cuidado espiritual de sí mismo.19 No obstante, esas correspondencias productivas entre la meditación y la poesía no representan un fenómeno que se pueda aislar. Se sitúan dentro de un sistema general de negociaciones culturales cuyo punto de convergencia lo constituye el engaño. Sin la experiencia de una apariencia inevitable de todo lo mundano apenas se puede explicar la gran popularidad de la que gozaron los ideales monacales en el estilo de vida del siglo xvii. En este sentido, los ejercicios ignacianos tienen sobre todo una función orientadora. Estructuran la relación que tiene consigo mismo el sujeto —a quien su propia interioridad se le ha vuelto opaca—, pero también organizan la problemática relación con el mundo exterior del engaño.
16 Cf. Moritz Baßler (1995), como también el programático artículo de Stephen Greenblatt (1995b). 17 Stephen Greenblatt (1995a: 120). En este contexto siempre se menciona la consigna de Louis Montrose (1995: 67). 18 Cf. Roland Barthes (1971: 47-50). 19 El enfoque de los estudios culturales observa tanto “circulaciones de energías sociales” supraindividuales como también correspondencias entre texto y contexto específicas de una época (cf. al respecto Stephen Greenblatt 1993: 9-33). Un acceso de este tipo excluye reconstrucciones biográfico-autoriales. No obstante, Quevedo —como la mayoría de los autores del Siglo de Oro— se familiarizó mucho con los Ejercicios ignacianos durante su formación escolar y universitaria. Estuvo en el internado jesuita de Ocaña y, más tarde, estudió Teología tanto en Valladolid como en Alcalá de Henares, en cuya universidad reformista, precisamente, la ‘moderna’ orden de los jesuitas desempeñó un papel importantísimo.
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Ante este trasfondo se perfilan dos niveles de la “reconstrucción histórica”20 que determinan también el transcurso argumentativo de las reflexiones siguientes. Primero desarrollaremos la especial situación histórica que posibilitó a Loyola poder hacer de la meditación espiritual un instrumento para el trato individual de la apariencia. Así pues, las partes de análisis textual, la III y la IV, investigarán dos aplicaciones poéticas diferentes de dicho medio. Quevedo, en sus dos grandes ciclos líricos, el espiritual Heráclito cristiano y la colección petrarquista titulada Canta sola a Lisi, experimenta con el poder mortificador de la meditación ignaciana en la situación del engaño por excelencia: la tentación erótico-sensual. Con esto se evidenciará que la naturaleza fundamentalmente retórica del cuidado espiritual de sí mismo favorece constantemente y de manera especial las negociaciones entre poesía y meditación. A pesar de los eficaces impulsos lanzados por el New Historicism aún no se ha desarrollado un método coherente para el proyecto de la reconstrucción histórica. En este sentido, la poética cultural de Greenblatt es la que más se acerca al análisis del discurso de procedencia foucaultiana, cuya influencia fue decisiva ya desde el principio.21 Este constituirá también la base teórica de las reflexiones que siguen a continuación, las cuales pretenden interpretar el engaño como fenómeno textual o, más concretamente, como efecto de una fase de cambio epistémico que se refleja de una forma característica en la constitución de las teorías humanistas y teológicas de los siglos xvi y xvii. En la Península Ibérica, sobre todo, esa situación histórica se encuentra marcada por una coexistencia anacrónica y profundamente contradictoria entre formas de conocimiento medievales y modernas. Las consecuencias antropológicas de dicha constelación son variadas y complejas. Sin embargo, se pueden reconocer ciertas tendencias de mayor importancia. Como muestra la mirada retrospectiva, al sujeto barroco se le abrían sobre todo dos posibilidades para posicionarse ante la apariencia de su mundo experiencial. Las dos vías están diametralmente opuestas. Cada una de ellas coincide con las
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El propio Stephen Greenblatt ha llevado el concepto metodológico del New Historicism (1995b: 51). 21 Véanse al respecto Winfrid Fluck (1995: 237 ss.) y Moritz Baßler (1995: 1417), quien también habla del “déficit teórico” del New Historicism.
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dos caras de la paradoja barroca: Weltsucht y Weltflucht,22 es decir, la búsqueda y la huida del mundo. Las élites cortesanas —y también los que tenían que sobrevivir mediante el arte de la picaresca— eligen la confrontación estratégica con el engaño, su instrumentalización en la competición por los privilegios sociales. Al mismo tiempo, el poderoso movimiento espiritual de los recogidos llega a su apogeo. Estos eligen el camino contrario, el escapista: la retirada radical de un mundo de tentaciones que se ha vuelto opaco. Tan solo ante el trasfondo de estas grandes ofertas de sentido es como se podrá valorar la importancia histórica y el poder sintetizador de los Ejercicios, que consiste en mediar entre ambas posiciones. Mediante la interiorización de la imitatio Christi, Loyola consigue conservar la integridad interior del recogimiento bajo las condiciones externas de la existencia terrenal. El hecho de que, para ello, adopte el dispositivo de la retórica afectiva tiende un puente decisivo hacia las negociaciones entre la espiritualidad y la poesía que se manifiestan en la obra lírica de Quevedo.
22 La fórmula paronomástica procede de Leo Spitzer (1931: 53). Francisco de Quevedo hizo realidad —como también Baltasar Gracián— la síntesis paradójica del recogimiento ascético y del arribismo mundano, también en cuanto a su biografía. Ambos conjugaron, en la duplicidad barroca del recogido y del político, el compromiso ambicioso y secular con la austeridad ascética y contrarreformista. Véanse las biografías de Jauralde Pou (1998) de Miguel Battlori/Ceferino Peralta (1969).
II. Texto y contexto de los Ejercicios ignacianos
1. Pérdida del centro: una arqueología del engaño barroco La experiencia de una apariencia inevitable atraviesa cualquier ámbito vital del Siglo de Oro español. Tal y como lo documenta especialmente la literatura de la época, abarca desde las poderosas corrientes espirituales, pasando por las élites cortesanas hasta llegar al mundo cotidiano de la picaresca. Las reflexiones que siguen a continuación pretenden mostrar que el engaño siempre precedió a esas escenificaciones literarias. Su fundamento no se apoya en las condiciones estéticas de los siglos xvi y xvii, sino en las teórico-cognitivas.1 Con ello se abarca un espacio temporal que, precisamente desde una perspectiva epistémica, dio lugar a interpretaciones extremadamente contradictorias. Mientras que una lo considera como una profunda restauración del orden medieval bajo el auspicio de la Contrarreforma, las otras ven en él la decisiva ruptura que dio paso a la modernidad.2 Ambas tendencias interpretativas se pueden apoyar en suficiente material testimonial debido a que, en el Siglo de Oro, se dio una coexistencia paradójica entre la Reforma tridentina y la innovación escéptico-empirista. Y es, precisamente, en las mediaciones contradictorias de tal constelación donde surge la conciencia de que era imposible penetrar con el conocimiento la realidad sensorial dada. 1
Por lo que se refiere especialmente al escepticismo, Hansgerd Schulte (1969) ofrece sugerentes propuestas. 2 La primera línea interpretativa estaría representada por Joachim Küpper, que ha reformulado la tesis de un Barroco contrarreformista y restaurador desde una perspectiva teórico-discursiva (1990). La segunda línea la vendría a representar Jean-Luc Marion, que ha reconocido elementos precartesianos en la neoescolástica tridentina (1981: 110-139). Los historiadores conocen desde hace mucho tiempo los aspectos innovadores de la era tridentina. Véase, por ejemplo, Leszek Kolakowski (1977: 36-48).
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Estas reflexiones iniciales se verificarán en diferentes contextos de la Edad de Oro: en la línea empírica del Humanismo español con Juan Luis Vives, en el discurso médico con Huarte de San Juan, en el escepticismo radical de Francisco Sánchez y, finalmente, en la obra principal neoescolástica de la Contrarreforma, la monumental Disputationes metaphysicae de Francisco Suárez, de 1597. Tal manera de proceder encierra una premisa central de la arqueología del discurso: que el saber de una época se basa necesariamente en un a priori anterior a las diferentes disciplinas.3 Luego, si es posible ir en busca de la génesis del engaño hasta tal estructura profunda, también se podría encontrar así un argumento para su omnipresencia histórica. Ante el trasfondo de este planteamiento se indagará, finalmente, cómo en la reforma astronómica de Copérnico se agudiza de modo ejemplar la simultaneidad barroca de las formas de conocimiento todavía medievales y las ya modernas. Con lo cual salta a la vista que la crisis epistémica y cosmológica también amenaza el lugar heredado del sujeto, cuya posición central metafísica peligra cada vez más por un proceso general de empirización. Pruebas que atestiguan semejantes desarrollos se pueden encontrar constantemente en la obra del jesuita Baltasar Gracián. En ella, que se origina al final de la fase barroca, se pueden reconocer con especial claridad las tensiones y paradojas de esa época de transición. Por una parte se siente todavía comprometida, sin duda alguna, con la tradición escolástica medieval, pero, al mismo tiempo, se caracteriza por una abertura fundamental con respecto a las tendencias innovadoras de su época. 1.1. Del saber universal al saber nominalista: latencia de las sustancias Juan Luis Vives fue para Gracián uno de sus grandes modelos, según comenta él mismo en El Criticón.4 Con la obra del humanista renacentista, procedente de una familia de conversos valenciana, se inician los comienzos de una antropología fundada en lo empírico, no solo dentro de España, sino también en el contexto europeo en 3 Cfr. Michel Foucault (1966: 11-13), como también las explicaciones metodológicas en L’archéologie du savoir (1969: 165-173 y 177-183). 4 Sobre el homenaje de Baltasar Gracián a Vives, véase El Criticón (1980: 505 s.).
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general. Sobre todo el manual titulado De anima et vita, publicado por primera vez en Brujas, en 1538, es considerado como una aportación determinante referente al establecimiento de una psicología5 en cuyo centro se encuentra la categoría de la experiencia. El recurrente alegato a favor del conocimiento científico y la crítica contra los procesos obsoletos del sistema escolástico posicionan a Vives en una dirección nominalista, que él mismo marca con fuerza, del Humanismo español. Con él aparece ya la experiencia ‘barroca’ de una verdad que se escapa al entendimiento humano de forma irrevocable, una experiencia que es siempre el punto de partida principal de la reflexión.6 Esta lleva a Vives a un proceso inductivo que le permite al conocimiento, si no una certidumbre absoluta, sí posibles conclusiones.7 Muchas veces su argumentación se caracteriza por la aparente afirmación de las doctrinas escolásticas y su subversión retroactiva mediante puntos de vista empiricistas. Esto se puede aplicar también a la definición supuestamente ortodoxa de los conceptos universales: “Itaque communio haec similitudo est essentialis in multis, quod in schola universale nominantur”.8 Esta explicación tradicional se relativizará poco después mediante una premisa casi sensualista: el conocimiento de la esencia de las cosas siempre viene transmitido por las percepciones externas y nunca puede ser inmediato en el sentido platónico. De ahí que el conocimiento tenga que conformarse con las probabilidades: “Essentiam vero cujusque rei non per se ipsam cognoscimus, sed per ea quae de illa sensibus usurpamus, nempe actiones et passiones cujusque, nihil enim agens, ut inquit Cicero, ne cogitari quidem potest quale sit”.9 Esta escéptica refutación de los universales corresponde, en el caso de Vives, a la restricción categórica del conocimiento a la percepción sensorial, cuyos límites, al mismo tiempo, definen el alcance 5 Sobre esta valoración, véanse, entre otros, por ejemplo, Gerhard Hoppe (1901); Wilhelm Dilthey (1929: 421-429); Christoph Strosetzki (1995: 248 y 257 ss.). La posición mediadora de Vives entre planteamientos metafísicos y psicológico-experimentales la ha resaltado Mario Sancipriano (1957 y 1981: 64). 6 Véase para ello, desde una perspectiva teológica, Veritas fucata (Vives 1964). 7 Véase Juan Luis Vives: De instrumento probabilitatis (1964). Sobre la crítica a los universales escolásticos y los procesos deductivos de la conclusión, véase De explanatione cujusque essentiae (1964). 8 De explanatione cujusque essentiae (1964: 122). 9 Ibídem (cursiva en el original).
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del saber. Luego, no es la realidad la que carece de un orden sensorial, es el intelecto el que es deficiente:10 [...] ingredimur ad cognitionem rerum januis sensuum, nec alias habemus clausi hoc corpore; ut qui in cubiculo tantum habent speculare unum, qua lux admittitur, et qua foras prospiciunt, nihil cernunt, nisi quantum speculare illud sinit, ita nec nos videmus, nisi quantum licet per sensus, tametsi foras promicamus, et aliquid ulterius colligit mens, quam sensus ostenderunt, sed quatenus per eos conceditur; assurgit quidem supra illos, verum illis innixa; illi ei aperiunt viam, nec alia egreditur; alia quidem esse judicat, non tamen alia intuetur: ergo nos quae dicimus, esse aut non esse, haec aut illa, talia non talia, ex sententia animi nostri censemus, non ex rebus ipsis, illae enim non sunt nobis sui mensura, sed mens nostra [...].11
Los argumentos empíricos de Vives se anticipan a aspectos fundamentales de las posiciones ilustradas. En este sentido habría que pensar, por ejemplo, en la concepción de John Locke de la conciencia humana como tabula rasa sobre la que se va escribiendo sucesivamente a través de percepciones sensoriales. También el argumento de que el entendimiento requiere de un importante apoyo a través de los sentidos es muy avanzado en el contexto de principios del xvi. 10
“Tenebrae in nobis, non in rebus” (Juan Luis Vives: De prima philosophia 1964: 190). 11 Ibídem: 193 s. Parte también de los rasgos preilustrados es el hecho de que Vives vea confirmada la naturaleza del conocimiento, en principio inductiva, empíricamente, en concreto, en el proceso de la adquisición del saber infantil, lo que intenta aprovechar pedagógicamente. El aprendizaje es una abstracción paulatina de lo particular a lo general. Véase al respecto, por ejemplo, el cap. VIII del segundo libro de De anima et vita, titulado “De discendi ratione”: “Cursus discendi est ex sensibus ad imaginationem, ab hac ad mentem, qualis est, et vitae, et naturae; itaque a simplicibus progressio fit ad conjuncta, a singulari ad universale; quod est annotare in pueris, qui (ut dudum dicebam) primum exprimunt partes separatas singularum rerum, deinceps conjungunt et copulant [...]” (Juan Luis Vives: De anima et vita 1964: 373). En la tradición del mito platónico se presenta la famosa cueva de Andrenio en la novela alegórica de viajes y aventuras de Baltasar Gracián El Criticón, como una reescritura novelesca del “cubículo” de la Prima philosophia de Vives. Estos tres lugares filosófico-alegóricos acotan, por sus extensiones limitadas y por la estrechez de su campo de visión, el horizonte de sus habitantes, cuya comprensión de la realidad experiencial se va ampliando poco a poco mediante la percepción sensorial de cada uno de los objetos. Sobre el homenaje explícito de Gracián a Vives, véase El Criticón (1980: 505 s.).
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Esta opinión se opone diametralmente a las concepciones escolásticas medievales, donde al hombre se le concede una familiaridad obvia, incuestionable y apriorística con la creación ya antes de cualquier experiencia: el diseño de su razón se veía, además, como maqueta en miniatura del propio cosmos.12 Como resalta Vives al respecto, el conocimiento de las cosas no se basa tanto en la comprensión de su esencia verdadera, sino en la proyección de juicios subjetivos de la razón. Con ello casi coincide, sorprendentemente, con la teoría de la percepción de Immanuel Kant.13 Completamente ilustrador es, al fin y al cabo, el razonamiento del humanista español cuando equipara, muy en el sentido del concepto de representación clásico, los actos del entendimiento intelectual y de la denominación lingüística:14 el sentido es idéntico a la amplitud del significado de la palabra. Este postulado programático de una transparencia total del significante hacia el significado no volverá a ser actual hasta el siglo xviii con el sensualismo, por ejemplo entre los idéologues franceses: Ad hoc vis prope omnis sciendi atque intelligendi in verbis est sita, nam verbis sensa consignantur, et quae quisque mente ac cogitatione assequitur, verbis exprimit, iisque, quantum facere potest, conjunctis cum explicatione naturae rei cujusque; itaque diligenter communis verborum usus est animadvertendus.15
El hecho de que Vives apoye el significado y el conocimiento únicamente en la percepción sensorial implica reducir el alcance del saber a los aspectos exteriores, cambiantes y contingentes de las cosas o, según el concepto escolástico, a sus accidentes. Sin embargo, no solo las sustancias permanecen inaccesibles, al final tampoco las apariencias sensoriales pueden ser comprendidas totalmente por el entendimiento:
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Hans Blumenberg (1965: 58). En el pensamiento de Vives algunos han constatado en repetidas ocasiones rasgos prekantianos, entre otros, por ejemplo, Menéndez Pelayo. Véase, al respecto, Carlos G. Noreña (1978: 301 s.). 14 Véase, sobre el concepto de representación clásico, Michel Foucault (1966: 60-92). 15 Vives: De prima philosophia (1964: 193). 13
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Meditación espiritual e imaginación poética Haec quidem est germana diffinitio, quae essentialis nominatur; sed quatenus rerum essentiae per se sunt nobis ignorae, quaesita sunt per quae illae nobis innotescerent, nempe adjuncta, quippe ut intelligentiae nostrae ex sensionibus nascuntur, ita essentiarum cognitio, quae est mentis, ex adhaerentium cognitione, quae est sensus; nec solum in essentia substantiarum hoc usu venit, sed in essentia quoque inhaerentium.16
La razón de esto se debe a que Dios, después del pecado original, ocultó la verdadera esencia de las cosas. Así, le prohibió al ser humano llegar a conocerla: [...] nobis quidem propter tarditatem ingeniorum, et maximarum rerum inscitiam, ortus, progressus, exitus, et causae singularum ignorantiae sunt, fieri tamen non potest, quin ille maximas habeat et in minimis rebus causas, alioqui non esset qualem natura ipsa docet, sed neque alium vel mens ipsa potest sibi cogitatione fingere: verum illius sanctae et reconditae voluntatis rationes ac consilia occulta sunt nobis.17
Aquí, si bien se argumenta implícitamente con el tópico de la doble verdad y con ello se salva la base trascendental del mundo objetivo, no obstante se manifiesta todavía claramente el pesimismo cognitivo del nominalismo. Este se basa en una relación con el mundo que ve la validez de los universales tan solo en los conceptos, separando las cosas cada vez más de su anclaje metafísico. Donde el platonismo comprendía lo particular como parte del ser divino trascendental, ahora su apariencia externa queda apropiada de forma productiva. De este modo, se constituye un orden sobre la base de lo que se puede percibir por los sentidos. Aunque Vives todavía no lo etiqueta explícitamente como engaño, en su obra ya se vislumbran con toda claridad las experiencias barrocas de la apariencia y la relatividad perspectivística de cualquier percepción. La latencia de las verdades, que afectaba no solo a las sustancias, sino también a los accidentes, implicaba un problema cuya dimensión el propio Vives no supo ver con todas las consecuencias, un problema este que más tarde ocuparía durante mucho tiempo el centro de la discusión. Consiste en los aspectos éticos de una nueva opacidad 16 De explanatione essentiarum (1964: 131 s.). Para la interpretación del fragmento, véase también Noreña (1978: 302). 17 De prima philosophia (1964: 187).
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cognitiva del mundo, pues ahora ya no se puede diferenciar entre los valores sustanciales del bien y del mal solo por medio del entendimiento. La apariencia exterior ya no remite a la esencia, más bien oculta el origen divino de las cosas en vez de manifestarlo. Vives, en el tratado De anima et vita, se ocupó en profundidad de este dilema que para los Ejercicios ignacianos era también de suprema importancia. A duras penas le pudo dar un giro ortodoxo. En él, de acuerdo con la concepción agustiniana del alma como vestigium trinitatis, presenta cada una de las potencias, la de la memoria, el entendimiento y la voluntad, ordenadas jerárquicamente. Así, al intelecto le corresponde la tarea —en principio imposible— de reconocer el bien: la naturaleza inductiva de la ratio humana, que progresa desde lo particular hasta lo general. Apenas es capaz de elegir entre los universales éticos, que ni se manifiestan en los accidentes ni se transmiten por los sentidos exteriores. Por lo tanto, tiene que buscar la sustancia moral de las cosas ‘en las tinieblas’: “Ratio data est homini ad inquirendum bonum ut id voluntas amplectatur; bonum bruti apertum est, nempe in corpore, nostrum in mente occultum, ideoque nobis opus fuit vestigatione veri in tenebris [...]”.18 La solución, tan solo aproximativa, que propone Vives del dilema ético y cognitivo consiste en hacer el entendimiento más agudo y sensible mediante el estudio, la experiencia y la meditación:19 con la última posibilidad también se ha nombrado la opción que estaba elaborando, casi al mismo tiempo, Ignacio de Loyola en sus Ejercicios espirituales.20 Una vez que se ha tomado la decisión intelectual en contra del mal o a favor del bien, es la instancia de la voluntad la encargada de transformar la elección abstracta en el hecho concreto: “[...] est igitur voluntas, Facultas, seu vis animi, qua bonum expetimus, malum aversamur, duce ratione”.21
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De anima et vita (1964: 355). Véase, sobre las posibilidades definitivamente particulares del conocimiento, el fragmento previo (pp. 354 s.). Un poco más adelante sigue la justificación teológica de la insuficiencia intelectual en el pecado original: “menti nostrae magnas et densissimas nebulas scelus offudit” (pp. 356 s.). 19 “experimentis, disciplina, meditatione” (ibídem). 20 Sobre la influencia de los escritos pedagógicos de Vives en la Ratio studiorum jesuítica, véase, por ejemplo, Eusebio Gil (1992: 20) 21 De anima et vita (1964: 382).
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Por lo tanto, la simple asignación —que, así formulada, apenas se diferencia de la idea del libre albedrío de santo Tomás22— parece ignorar la problemática implícita compuesta de dos niveles. Como se muestra sobre todo en los dos primeros libros de De anima et vita, la decisión de la voluntad se tiene que conformar con un juicio (del entendimiento) inseguro, en definitiva, que se basa, a su vez, en datos sensoriales limitados y, además, potencialmente engañosos. Vives consigue solucionar la paradoja de una forma sofística que será memorable. Establece que la voluntad, en su calidad de potencia mayor del alma, es la potencia del bien por excelencia. Por eso, no puede tender, en absoluto, hacia su contrario. Le compete, en definitiva, decidirse en favor del bien o en contra del mal: [...] liberam quidem animo inter actum et orbationem, velle non velle, nolle non nolle, non inter duos actus contrarios, quando enim vis haec nihil potest velle nisi sub aliqua boni facie, nihil nolle nisi sub mali, ostensa boni specie, non mali, potest quidem non velle, sed non potest nolle, hoc est, aversari et odisse; vicissim quoque, objecta mali specie, non boni, potest non nolle, sed non potest velle hoc est, amplecti et amare. [...] In voluntate actus sunt duo, approbatio, et reprobatio, ex quibus actus exteriores profiscuntur; approbatio, quae est de bono, parit executionem ad illud consequendum, reprobatio autem, quae de malo, vel insurrectionem ad illud superandum, vel contractionem et fugam ad evitandum.23
Vives, por lo tanto, compensa las limitaciones del entendimiento con una interpretación determinista del libre albedrío que se mantiene fiel a un platonismo latente. La potencia suprema de la voluntas, aunque, por un lado, se apoya en la limitada ratio y en unos sentidos poco fiables, por otro lado puede elegir, pero solo por su origen divino. De esta forma, la concepción agustiniana del alma se vuelve a poner en vigor a duras penas mediante una síntesis precipitada y altamente contradictoria. Para resolver un problema creado por ella misma, al final, el escepticismo empírico tiene que alejarse precisamente de la deducción escolástica contra la que Vives se dirigió tan perspicazmente en la mayor parte de su tratado. Al constatarse las artimañas 22
Respecto a la concepción del libre albedrío que, en su decisión, se apoya en el juicio del entendimiento, véase Tomás de Aquino: Opera omnia (1882 ss., I. 83.2 ad 3 y I 22.2 ad 4). 23 De anima et vita (1964: 383 y 386 s.).
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disimuladoras del mal, que se presenta sub specie boni, entra en juego una figura de pensamiento genuinamente escéptica. No obstante, el engaño, paradójicamente, no se saca a colación como argumento a favor de la conveniencia de un conocimiento a posteriori empírico, tan solo aproximativo y probable. Lo que tiene que comprobar, más bien, es una tendencia de la voluntad hacia el bien, ya que, en última instancia, puede ser engañada, pero nunca puede aspirar al mal conscientemente. Con lo cual, la crítica empírica vuelve a ser encaminada hacia el pensamiento medieval de la predestinación, que apenas discrepa del punto de vista tomista.24 Que, en De anima et vita, la determinación restrictiva del libre albedrío constituye el aspecto realmente anacrónico, se irá mostrando en el transcurso de la discusión teológica. En 1588, casi dos generaciones más tarde, en el tratado Concordia Liberi arbitrii cum gratiae donis, el jesuita Luis de Molina se enfrenta radicalmente a la tradición escolástica, precisamente con la posibilidad de la reprobatio, la que Vives había evitado de forma sofística: la gratia sufficiens que ofrece Dios se convierte en gratia efficax solo mediante la decisión humana.25 La idea de que la sola voluntad pueda decidir tomar o no la gracia divina, e impedir así su eficacia, representa otro paso decisivo en el proceso de emancipación nominalista: la forma de existencia individual encuentra cada vez más sus condiciones en sí misma y ya no en determinaciones apriorísticas. Esto, en el caso de Molina, significa que el acto de decisión humano se sigue realizando mediante la scientia media, independientemente de la Providencia y, así también, de Dios como guía y creador. A principios del siglo xvi, la obra de Luis Vives no era la única en la que se anunciaban ya los rasgos prebarrocos de la autoafirmación, 24 Esta mediación paradójica de las posiciones anacrónicas se puede describir, citando a Ansgar Hillach, como “disimulo escolástico” de las tendencias nominalistas que, en la España ortodoxa, aparecerían bajo formas garantes de armonía, como, en este caso, la de la predestinación. Si bien este proceso de absorción del ideario preilustrado no llega a destacar por completo hasta el Barroco contrarreformista confiriéndole a la época su tan considerado perfil paradójico, el ejemplo de Vives muestra cómo ya en el Humanismo de principios del siglo xvi se vislumbran claramente las correspondientes antinomias. Véase Ansgar Hillach (1983: 66). 25 Sobre la posición de Molina en torno a la disputa de la gracia, véase el exhaustivo estudio de Johannes Rabeneck S. J. (1956), así como también su “Die Heilslehre Ludwig Molinas” (1958: 31-63).
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del pesimismo cognitivo y del engaño. Su coetáneo Antonio de Guevara destaca aún más drásticamente la experiencia de un mundo cada vez más opaco y la consiguiente desorientación ética, prescindiendo para ello de las armonizaciones escolásticas. En su apología de la vida rural titulada Menosprecio de corte y alabanza de aldea, de 1539, abandona la “antropología cristiana, que determina a los humanos con un orden salvífico fijado con dogmas […], a favor de una antropología general, libre de valores y puramente descriptiva”.26 Como en el caso de muchos otros, aquí también la falta de la parusía y la decepción de la esperanza salvífica cristiana constituyen el tácito trasfondo histórico. Este está estrechamente relacionado con la experiencia de una nueva contingencia que, según Walter Benjamin, se hará virulenta especialmente en el Barroco:27 el ser humano ya no es el telos del proceso histórico, su futuro está tan inmerso en las tinieblas como sus orígenes, el conocimiento se ha tenido que conformar con los datos de la experiencia sensorial. Guevara pone esto de manifiesto sobre todo en una crítica mordaz contra la sociedad cortesana de su época y la hipocresía de sus valores, así como también en la vehemente revalorización de la idea de la fortuna. Sus reflexiones, al final, siempre desembocan en un pesimismo general, cognitivo y antropológico: Los hombres cuerdos más de sí que no de otros han de andar sospechosos y recatados, porque al mejor tiempo la vida los engaña. [...] Si quisiésemos mirar lo que somos, y de qué somos, y qué somos, y para lo que somos, hallaríamos por verdad que nuestro comienzo es olvido; el medio, trabajo; el fin dolor, y todo junto un manifiesto error. ¡Oh cuán triste, oh cuán miserable es esta vida, en la cual hay tantos desmanes en el caminar, tantos lodos do entrampar, tantos riscos de do caer, tantas sendas a do errar [...]!28
Mientras que Antonio de Guevara representa, en cierto modo, la variante sociocrítica del escepticismo español, Vives, en la segunda mitad del xvi, tendrá un seguidor que le dará continuación a los aspectos principales de su obra de acuerdo con los nuevos tiempos, agudizándolos por su forma cientificista. Nos referimos a Huarte de 26
Hansgerd Schulte (1969: 28). Esto, según una de las tesis centrales del tratado Ursprung des deutschen Trauerspiels (Benjamin 1983). 28 Antonio de Guevara (1984: 130). 27
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San Juan. Su Examen de ingenios para las ciencias, del año 1575, alcanzó un éxito sin parangón para una publicación científica. Aunque su influencia no se manifieste en referencias explícitas, Vives venía a ser, si bien a nivel general, un padrino en muchos sentidos. Primero en cuanto padre fundador de una pedagogía preilustrada en el contexto hispanohablante y, segundo, por haber fundamentado los afectos de forma somática apartándose decididamente de las concepciones deductivo-metafísicas.29 Esto allanó el camino hacia una psicología de base empírica y, en este sentido, viene a ser la verdadera innovación histórico-científica del Humanismo sevillano.30 Vives, ya en el tercer libro de De anima et vita, cuando presenta cada uno de los afectos remite una y otra vez a los modelos explicativos de la medicina de la Antigüedad. En el caso de Huarte de San Juan, quien ahora intenta desarrollar los diferentes tipos de ingenios solo a partir de los temperamentos —es decir, de las condiciones corporales individuales— la patología humoral se convertirá en el horizonte referencial dominante por excelencia. Así pues, ya no concibe los afectos describiéndolos fenomenológicamente, como Vives, sino que los fundamenta, con toda consecuencia, de forma fisiológico-causal como constantes de disposiciones orgánicas típicas. Con lo cual, la voluntad cognitiva empírica contrasta de forma más tajante con las ideas escolásticas tradicionales que en el caso de Vives, aunque, desde el punto de vista estructural, se tope con los mismos problemas de mediación irresolubles. Prueba de ello es sobre todo el hecho de que, en la turbulenta historia de la censura del texto, se expurgaran especialmente todos esos pasajes y capítulos en los que a la capacidad del entendimiento se le asigna una región cerebral determinada.31 Es obvio dónde radicaba para los censores lo insostenible de tal constatación, pues afirma que el intelecto depende del temperamento individual. Así constata, ni más ni menos, que una potencia del alma eterna está determinada por el cuerpo.32 El pesimismo cognitivo, tal
29 Esta novedosa concepción de los afectos se desarrolla sistemáticamente en el libro III de De anima et vita. 30 Véase, al respecto, por ejemplo, el artículo de R. Behrens (1992: 234), como también Carlos G. Noreña (1992). 31 Véase la “Introducción” en Juan Huarte de San Juan (1989: 111-113). 32 Véase, para los pasajes expurgados sobre la “inmortalidad del alma” en el capítulo VII, ibídem: 111.
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y como se deduce de esta explicación, recuerda muchísimo a Vives y Guevara. Para Huarte, la razón que explica la particularidad y la limitación del saber se encuentra en la temperatura: es ella la que especifica y limita la visión de la realidad en tal medida que incluso imposibilita percibir con claridad los accidentes. Dependiendo del tipo de constitución siempre vuelven a aparecer bajo una nueva luz, como lo ilustra un simple ejemplo: el colérico, el flemático, el sanguíneo y el melancólico ven de forma totalmente diferente un mismo pañuelo de color azul.33 El escepticismo de Huarte es demasiado radical como para poder colocarlo bajo la fórmula de la predestinación garante de la armonía, como era todavía el caso en Juan Luis Vives. Bajo la influencia de la doctrina de los temperamentos, el pesimismo teórico-cognitivo llega a fragmentar las convenciones, consideradas seguras, en perspectivas individuales que ni se pueden generalizar ni apuntan teleológicamente a una verdad total: Pero una dificultad grande se ofrece en esta doctrina y pide no cualquiera solución. Y es: si todos los hombres estamos enfermos y destemplados como lo hemos probado y de cada destemplanza nace juicio particular ¿qué remedio tenemos para conocer cuál dice la verdad de tantos como opinan?34
Naturalmente, fundamentar el entendimiento desde la fisiología no solo excluye el estudio de las sustancias, sino cualquier posibilidad de un conocimiento a priori. Como ahora ya no es posible hacer deducciones de las opiniones generales, Huarte busca el remedio en el propio dilema, esto es, en la constatación apodíctica según la cual la verdad tendría una naturaleza acumulativa. Esta sería una suma de las opiniones particulares de acuerdo con cada uno de los temperamentos.35 Pero un conocimiento constituido así solo puede ser aproximativo. Impide ver qué hay detrás de los accidentes de tal forma que desemboca, a su vez, en la cuestión fundamental de la diferencia entre el bien y el mal. También en este punto Huarte da un paso más allá que Vives, y será decisivo. Este último había admitido finalmente que 33
Ibídem: 173. Ibídem: 178. 35 Ibídem: 179. Véase, también al respecto, Gerhard Poppenberg (1995: 108). 34
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entre la apariencia externa y la sustancia moral había una posible discordancia, pero seguía considerando que la propia decisión humana era un acto libre en un mundo que se había vuelto opaco. Ahora, en el Examen de ingenios, se considera que también la decisión depende totalmente de los temperamentos, exceptuando las virtudes y vicios “sobrenaturales”: [...] es cierto que no hay virtud ni vicio en el hombre (no se entiende de las sobrenaturales, porque éstas no entran en esta cuenta y razón) que no tenga su temperatura en los miembros del cuerpo, que le ayude o desayude en sus obras, a la cual, impropiamente, llaman los filósofos morales vicio o virtud, viendo que ordinariamente los hombres no tienen otras costumbres sino aquellas que apunta su temperamento.36
Así pues, la desatadura epistémica del individuo del anclaje trascendental se vuelve a radicalizar, pues el organismo individual ocupa aquí la función de la voluntad, esto es, de la máxima potencia del alma, la cual es responsable de la decisión. Por lo tanto, el determinismo metafísico es sustituido por el fisiológico; esto conlleva, además, la latencia fundamental de las verdades. Por eso hay que suponer que en todas las apariencias externas actúa el mal disimuladamente, incluso cuando la apariencia sugiera lo contrario. La manera en la que Huarte admite la posibilidad de la discretio spirituum, a pesar de ese razonamiento, y el hecho de que recomiende la meditación como instrumento que guía positivamente el temperamento,37 remite con toda claridad al modelo de la decisión que se encuentra en los Ejercicios ignacianos. A partir de ahora ya no es la predestinación, sino la gracia divina la que actúa como instancia armonizadora y la que indica una salida posible del dilema ético y cognitivo: Los que dijeron que las virtudes y vicios que descubría la frenética a las personas que la entraban a ver era artificio del demonio, sepan que Dios da a los hombres cierta gracia sobrenatural para alcanzar y conocer qué obras son de Dios y cuáles del demonio, la cual cuenta San Pablo entre los dones divinos y la llama discretio spirituum; con la cual se conoce si es demonio o algún ángel bueno el que nos viene a tocar. Porque muchas veces viene el demonio a engañarnos con apariencia de buen ángel, y es 36 37
Examen de ingenios (1989: 253; cursiva en el original). Ibídem: 274.
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Meditación espiritual e imaginación poética menester esta gracia y este don sobrenatural para conocerle y diferenciarlo del bueno.38
En su derrocamiento orgánico de la voluntad, Huarte apenas tiene en cuenta que se aparta radicalmente de las ideas escolásticas.39 El apoyo superficial que le dedica a la concepción agustiniana del alma humana, como se puede ver en el prólogo a la segunda edición, se irá desvelando como obsoleto en el transcurso de la argumentación nominalista.40 Así, el momento empírico de esa época se manifiesta en Huarte como revalorización de una corporalidad contraria a la antropología medieval. La libertad de decisión y la posición central del ser humano en el cosmos, que se fundamentan en su semejanza con Dios y se ponen de relieve en la concepción de la voluntad, son sustituidas por un pensamiento determinista, orgánico y afectista. Esto tampoco lo puede disimular la función armonizadora de la gracia. A pesar de todas las diferencias obvias y externas, en este punto central se manifiestan paralelismos básicos y sorprendentes con los Ejercicios de Ignacio de Loyola. Por motivos semejantes, también aquí la decisión individual depende estrictamente de una determinada disposición psicológica que es, a su vez, un efecto de la praxis meditativa. En ambos casos, la decisión de la voluntad, en vista de la opacidad moral del mundo experiencial, ya no puede seguir apoyándose en el juicio de la razón sino que, al final, la guían los afectos. En contraposición a esto Francisco Suárez, el más influyente representante de la neoescolástica tridentina, se encuentra aún totalmente dentro de la tradición jesuítica. Sus Disputationes metaphysicae, publicadas por primera vez en 1597, en Salamanca, alcanzaron pronto el rango de obra principal teórica de la Contrarreforma, la cual influyó enormemente sobre las doctrinas de la época, más allá incluso del estrecho contexto de la metafísica. En tal marco era impensable que se formularan abiertamente puntos de vista escépticos. En el caso de Suárez, los elementos nominalistas están todavía más ocultos, se
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Ibídem: 317 s. El pasaje bíblico se refiere a la Primera carta de san Juan (IV, 1). Véase, por ejemplo, para la concepción tomista del libre albedrío que se apoya en su decisión sobre el juicio de la razón, Tomás de Aquino (1982: I. 83.2 ad 3 y I 22.2 ad 4). 40 Examen de ingenios (1989: 166). El entendimiento y, en especial, la voluntad quedan perjudicados sobre todo por el calor (p. 583 s.). 39
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integran disimuladamente en el sistema escolástico. Un primer indicio de las tendencias innovadoras de las Disputationes es el hecho de que no aparecieran como un comentario sobre la Metafísica de Aristóteles, como hasta ese momento era lo más usual. Suárez remite principalmente a la Summa theologica de Tomás de Aquino,41 si bien en algunos puntos fundamentales la sobrepasa. El hecho de rechazar el principio de la astronomía aristotélico-ptolemaica, que era también la base incuestionable de la cosmología tomista, muestra de forma sorprendente que es partidario de la actualidad científica en un sentido más estricto. Suárez abandona el principio “omne quod movetur ab alio movetur”,42 que pone el cosmos medieval en dependencia directa con la fuerza de Dios, por una concepción más moderna. Esta no solo deja abierta la forma existencial del “Primer Motor inmóvil”, sino que, muy de acuerdo con Copérnico y sus seguidores, sitúa el ímpetu del movimiento en los objetos mismos.43 En la discusión, finalmente, saltan a la vista las concesiones a las posiciones nominalistas. Confrontándose de forma crítica con el escrito de Aristóteles sobre el alma, Suárez refuta cualquier existencia de los universales en la naturaleza, pues se trataría, en definitiva, de lo que proyecta el intelecto humano: “Neque etiam potest universalitas convenire naturae in se praescindendo ab individuis nisi per intellectum [...] vero dictum a nobis est unitatem universalem per opus intellectus resultare”.44 Aun cuando esa influencia, lógicamente, no se haga explícita en ningún lugar, la radical restricción de los universales a lo puramente conceptual se asienta en una tradición nominalista que remite a Guillermo de Ockham y sus seguidores.45 Pero lo que es realmente innovador en Suárez es la equiparación, en gran parte, de la esencia y la existencia, con lo que se nivela un opuesto que constituye “en realidad la base de la antropología tomista”.46 Con argumentos parecidos a los esgrimidos en la cuestión de los universales, la respectiva diferencia se califica de puramente intelectual y conceptual, carente de cualquier 41
Véase la “Introducción” a Francisco Suárez: Disputaciones metafísicas/Disputationes metaphysicae (1960: 9). 42 Cita tomada de Abellán (1986: 615). 43 Cf. ibídem. 44 Suárez: Disputationes, VI, V, 2, y también VI, VI ,1 (1960: vol. I, 748 y 751). 45 Véase Abellán (1986: 614). 46 Hillach (1983: 72). Respecto a esa diferencia, véase Tomás de Aquino (1882: I,3,3 ad 4).
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correspondencia real. La correspondiente sección lleva el título de Excluditur distinctio realis inter actualem essentiam et existentiam: “Dicendum est enim primo essentiam creatam in actu extra causas constitutam non distingui realiter ab existentia, ita ut sint duae res seu entitates distinctae”.47 Las consecuencias que tiene esa equiparación para los planteamientos antropológicos apenas se pueden prever. El hecho de que la existencia fáctica y la esencia metafísica sean idénticas significa que las apariencias contingentes constituyen una unidad inseparable del ser humano.48 Así pues, aunque Suárez no lo formule tan explícitamente, los aspectos particulares y los accidentes ganan un estatus esencial: “[...] sicut tota essentia actuale ens est, ita et partes eius sunt actualia entia, licet partialia; ergo includunt proprias partiales existentias, quae ab ipsis partibus essentiae in re non distiguuntur”.49 De acuerdo con esto, el principio de individuación se define como un despliegue de las disposiciones que hay en el objeto o en la propia persona, y no necesitan ninguna influencia externa: [...] videtur quasi a sufficienti partium enumeratione relinqui omnem substantiam singularem (se ipsa, seu per entitatem suam, esse singularem) eque alio indigere individuationis principio praeter suam entitatem, vel praeter principia intrinseca quibus eius entitas constat.50
Suárez, por lo tanto, apenas formula abiertamente argumentos nominalistas típicos del Renacimiento, pero estos son absorbidos, en cierto modo, por la terminología neoescolástica. De este modo se conserva el marco ortodoxo y la autoridad de las referencias obligatorias, aunque sea de forma superficial. Sin embargo, a un nivel arqueológico más profundo se puede reconocer que se estaba socavando el edificio de la doctrina escolástica con elementos esenciales de una antropología que apunta a la modernidad. En el centro de esa subversión se encuentra la equiparación que hace Suárez entre la esencia y la existencia, la cual le quita al ser humano una dimensión trascendental
47
Suárez: Disputationes, XXXI, VI, 1 (1960: vol. V, 52). Véase también sobre la siguiente cita, Hillach (1983: 72). 49 Suárez: Disputationes, XXXI, XI, 8 (1960: vol. V, 128). 50 Ibídem: V, VI, 1 (1960: vol. I, 644 s.). Sobre el principio de individuación, véase también la “Introduction” de Jorge J. E. Gracia (1982: 1-28). 48
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independiente y lo reduce estrictamente a los rasgos distintivos de su existencia fáctica. En la quinta Disputatio sobre el principio de individuación aparecen claramente otros aspectos de esta innovación. Aquí se constata, por un lado, la fusión inseparable entre la sustancia metafísica y la subsistencia real y, por otro, la independencia de la individuación de las influencias externas. Con esto sale a la luz de nuevo una emancipación del Creador trascendental, tal y como ya se pudo ver en la refutación del principio aristotélico-ptolemaico. En vista de la diferencia puramente conceptual ni siquiera se plantea el viejo problema de la falta de transparencia de los accidentes en las esencias. Suárez elude la tan virulenta problemática del engaño en esa época redefiniendo la terminología tradicional. Esto le permite reconocerse partidario de la concepción tomista del libre albedrío51 sobre la base de una metafísica ortodoxa del bien y del mal.52 Superada de esta forma la discrepancia entre la sustancia metafísica y la existencia fáctica queda eliminada también la fuente principal del engaño. Así, la decisión de la potencia superior del alma se puede apoyar de nuevo en un juicio fiable de la razón. Sin embargo, con esta solución Suárez evita las paradojas que en el caso de Vives y Huarte de San Juan se manifestaban de forma mucho más abierta. No obstante, apenas se puede pasar por alto que también en las Disputationes metaphysicae, dentro de la nomenclatura escolástica, se daban mediaciones muy contradictoras de posiciones anacrónicas. Aquí lo decisivo es que los aspectos contingentes y sustanciales se funden inseparablemente en la existencia real. De esta forma, implícitamente, se da el paso hacia una antropología de la temprana modernidad que ve al ser humano en el marco de sus condiciones de subsistencia, y no a priori como una imagen análoga de la creación.53 Salvo estos intentos de armonizar en el contexto escolástico, a finales del siglo xvi van apareciendo cada vez más claras las tendencias nominalistas del Humanismo español. Un adalid de ellas es Francisco Sánchez, cuyo tratado crítico-cognitivo titulado Quod nihil scitur
51
Disputationes XXXI, V, 4. Véase al respecto la “Introduction” de Jorge J. E. Gracia/ Douglas Davis (1989: 11-101). 53 Esto se pone de manifiesto sobre todo en la discusión sobre la relación entre persona y suppositum. Cf. Disputationes, XXXIV, IV y V, y también Abellán (1986: 619 s.). 52
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representa el ajuste de cuentas más agresivo al sistema del pensamiento deductivo. El escepticismo radical de Sánchez que, de hecho, lo acerca mucho a Michel de Montaigne,54 se concentra en puntos ya conocidos desde Vives, si bien aquel los formula con más mordacidad: los universales consisten solo en el término y no conocen correspondencias reales,55 el conocimiento es de naturaleza experimental y solo se puede apoyar en las percepciones sensoriales.56 En definitiva, no solo las sustancias son inaccesibles, también los accidentes son engañosos y no siempre pueden ser comprendidos por el entendimiento humano.57 En el decisivo punto del desarrollo que se ha ido trazando hasta ahora se encuentra la obra del jesuita Baltasar Gracián. Aquí también la forma de concebirse el orden en la Edad Media se contrapone constantemente a puntos de vista de tendencias escépticas. En este sentido su obra retoma aspectos fundamentales de una revolución histórico-científica de la que ya se habló en relación con Huarte de San Juan y Suárez: la del giro copernicano, que instaura un nuevo modelo cosmológico en contra de la tradición aristotélico-ptolemaica. En la historia de la recepción de ese giro, la cual también se vislumbra constantemente en la obra de Gracián, se condensan de forma ejemplar las mediaciones ambivalentes ya constatadas entre la tradición escolástica y la innovación nominalista. Esto, considerando especialmente la situación española, abre una reveladora perspectiva sobre el perfil epistémico y antropológico de la época barroca. En ella se intensifican las mencionadas ambivalencias hasta llegar a una preferencia sintomática por variados e inagotables tipos de paradojas. 1.2. La cosmología copernicana y la escolástica: antinomias del Barroco Baltasar Gracián concibe la experiencia del engaño no solo como una inseguridad existencial, sino también, sobre todo, como potencial estético. En este sentido remite a la tradición escéptica y la 54
Véase la “Nota preliminar” en Francisco Sánchez (1984: 10 s.). Francisco Sánchez: Quod nihil scitur (1984: 73). 56 Ibídem: 167 y 179. 57 Ibídem: 181. 55
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supera de forma determinante. El ingenio, que para Vives todavía era el medio del conocimiento nominalista, sirve ahora para enmascarar una verdad cuyo semblante desnudo y feo hay que ocultar.58 Así pues, él es también el medio con el que se produce la apariencia. En el programático tratado sobre la agudeza esto se escenifica en forma de diálogo alegórico. Para defenderse de las persecuciones de la mentira, la verdad, desesperada, le pide consejo a la agudeza, que le contesta diciendo: “Verdad amiga, dijo la Agudeza, no hay manjar más desabrido en estos estragados tiempos que un desengaño a secas, mas ¡qué digo desabrido!, no hay bocado más amargo que una verdad desnuda. La luz que derechamente hiere atormenta los ojos de una águila, de un lince, cuanto más los que flaquean. Para esto inventaron los sagaces médicos del ánimo el arte de dorar las verdades, de azucarar los desengaños. Quiero decir (y observadme bien esta lición, estimadme este consejo) que os hagáis política; vestíos al uso del mismo Engaño, disfrazaos con sus mismos arreos, que con eso yo os aseguro el remedio, y aun el vencimiento”. Abrió los ojos la verdad, dio desde entonces en andar con artificio, usa de las invenciones, introdúcese por rodeos, vence con estratagemas, pinta lejos lo que está muy cerca, habla de lo presente en lo pasado, propone en aquel sujeto lo [que] quiere condenar en éste, apunta a uno para dar en otro, deslumbra las pasiones, desmiente los afectos, y, por ingenioso circunloquio, viene siempre a parar en el punto de su intención. Una mesma verdad puede vestirse de muchos modos [...].59
La categoría central de la estética del efecto aquí formulada, que apuesta por lo inesperado, lo sorprendente y la ingeniosidad, se encuentra en la varietas barroca. Al principio del tercer discurso programático del tratado sobre la agudeza, el cual presenta las variantes tipológicas del discurso agudo e ingenioso, se encuentra la siguiente valoración puntualizadora: “La uniformidad limita, la variedad dilata; y tanto es más sublime, cuanto más nobles perfecciones multiplica.
58 Sobre el estetizante código barroco del ingenio en Gracián en contraposición a la conceptualización neoplatónica del término en el Renacimiento, véase Christian Wehr (2003). 59 Baltasar Gracián: Agudeza y arte de ingenio (1988: vol. II, 191 s.). Para una interpretación del pasaje en relación con la visualidad barroca, véase Sebastian Neumeister (1997: 91).
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No brillan tantos astros en el firmamento, campean flores en el prado, cuantas se alternan sutilezas en una fecunda inteligencia”.60 Con este decidido alegato a favor de una pluralidad creada por el intelecto que supera a la de la naturaleza, la variedad en cuestión se coloca en contextos altamente contradictorios. Gracián, al calificarla como efecto del intelecto productivo capaz de expandir el conocimiento, le otorga una cualidad muy cognitiva. Pero, más tarde, con los numerosos ejemplos de discursos ingeniosos que constituyen la mayor parte del tratado, se evidencia que lo que más importa aquí no es tanto aleccionar al lector, sino entretenerlo, es decir, “delectare”61 mediante un discurso agudo, refinado y sorprendente. Los ejemplos de una agudeza aplicada, los cuales hay que entender como las potencias de la mencionada “fecunda inteligencia”, no son en absoluto filosóficos, como hace suponer la definición inicial. Lo que se hace, más bien, es coleccionar una serie de textos, casi todos poéticos, con los que el escrito adquiere en general el carácter de una antología lírica comentada. La ambivalencia fundamental de una agudeza que es, al mismo tiempo, cognitiva y estética se refleja una y otra vez en las diferentes definiciones genéricas del tratado de Gracián, un tratado que se ha considerado como estética, retórica o teoría general de lo bello alternativamente.62 Esta se basa también en la definición ambigua del concepto ingenioso. Lo que al principio es un “acto del entendimiento”63 puramente intelectual, más tarde será declarado medio de un ingenio inventivo que aspira a la belleza más allá del conocimiento científico: “No se contenta el ingenio con sola la verdad, como el juicio, sino que aspira a la hermosura. Poco fuera en la arquitectura asegurar firmeza, si no atendiera al ornato”.64 La trascendencia de esta disociación entre verdad y belleza, tal y como la formula Gracián en su tratado, se hace evidente, sobre todo, en la perspectiva histórico-científica. Como consecuencia del
60 61
Baltasar Gracián: Agudeza y arte de ingenio (1988: vol. 1, 56). “aut prodesse volunt aut delectare poetae” (Horacio: Ars poetica, 1997: v.
333). 62
Véase Peter Werle (1991: 95), con más indicaciones bibliográficas sobre la clasificación genérica de la agudeza. 63 Baltasar Gracián: Agudeza y arte de ingenio (1988: vol. 1, 55). 64 Ibídem: 54.
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giro copernicano documenta que la “unidad de la visión estética y teórica”,65 incuestionable desde la Antigüedad, se quiebra cada vez más a partir del siglo xvi. La idea aristotélico-ptolomaica, según la cual el firmamento en movimiento con estrellas fijas se puede reconocer por completo desde un punto central de observación terrestre, deja de ser compatible con la visión heliocéntrica del mundo. Copérnico demuestra que el movimiento de las estrellas en el que se creyó durante siglos es una ilusión perspectivística que se basa en la posición móvil del propio observador. Además, dentro de las fronteras abiertas del cosmos moderno, los ojos solo son capaces de ver una parte diminuta de los cuerpos celestes. Lo que está más allá del campo visual humano solo se puede explorar con mucho esfuerzo a través de la ampliación medial de los sentidos, sobre todo con la ayuda de instrumentos ópticos. Si ahora Gracián supedita la variedad de la naturaleza que se experimenta directamente a un mundo creado tan solo por la inventiva humana, entonces se evidencia con claridad la dimensión epistémica de esa valoración. Desde Copérnico, el interés astronómico se dirige más allá de las fronteras de la vista a solas. Se dedica a la investigación de lo invisible, se confronta constantemente con descubrimientos sorprendentes o ve confirmados —en el caso más espectacular— cálculos apriorísticos e hipótesis por observaciones empíricas a posteriori. La realización racional de un orden cosmológico, cuya imagen y centro era el hombre, se sustituye por una relación del sujeto con el mundo productiva y, muchas veces, también especulativa. Ahora un “imaginarse intelectual y constructivo en la invención astronómica” puede “equipararse directamente con el acto de la creación de los objetos de esa misma ciencia”.66 Detrás de la ambivalencia cognitivo-estética del concepto gracianesco, el cual muestra nuevas relaciones tras lo visible,67 se vislumbra inconfundiblemente ese acercamiento entre la constitución teórico65
Hans Blumenberg (1966: 121). Hans Blumenberg (1965: 86). 67 Gracián, al concebir como reserva estética lo inesperado e invisible más allá de puntos de vista habituales y automatizados, se acerca ya sorprendentemente —naturalmente sin el trasfondo de la filosofía trascendental del sujeto— a la definición de lo sublime de Immanuel Kant. También en la Crítica del juicio, lo que está detrás de la pura “apariencia” es considerado como fondo poético, y la única que lo puede ensalzar es la inspiración poética (Cf. Immanuel Kant 1983: vol. 8, 277-260, A 117). 66
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cognitiva y la poético-ingeniosa. El discurso ingenioso no pretende en absoluto producir esas correspondencias sorprendentes de forma artificial, sino más bien hacer experimentar analogías preexistentes, aunque ocultas. De esta forma, al menos al nivel programático, mantiene su gesto cuasi científico,68 si bien lo socava implícitamente, como se pudo ver, con los ejemplos tomados constantemente de textos literarios y preferentemente líricos. Los efectos poéticos de esta inteligencia constructiva se manifiestan en una estética racionalista del ingenio, de la sorpresa y de la gracia que calcula sus efectos con conciencia.69 Esta estética participa de una concepción del ingenio que es, principalmente, el medio de la productividad científica, pero también de un ámbito del saber potencialmente infinito al que se le franquean las fronteras abiertas del cosmos copernicano. Así pues, la revolución astronómica adquiere una importancia histórica que traspasa con mucho los estrechos marcos disciplinarios. El acontecimiento científico tal vez más espectacular y exitoso de la temprana modernidad reúne también, de forma sistemática, los rasgos innovadores del Humanismo filosófico del Alto Renacimiento. Aquí también se encuentra en primer plano la concentración en lo singular, una relación universal del desarrollo productivo y, finalmente, la declaración a favor de los procesos empírico-inductivos que se apartan decididamente del carácter cerrado de las deducciones universales. Solo a partir de este conjunto de tendencias orientadas hacia el futuro es cuando el atributo de lo “copernicano” pudo ascender a sinónimo de la innovación científica por antonomasia.
68 “El concepto es un acto del entendimiento, que exprime la correspondencia que se halla entre los objectos” (Gracián: Agudeza, 1988: 55). Sobre la idea del concepto en Gracián véanse —junto con muchos otros— T. E. May (1948, 1950) o Hugh H. Grady (1980). El trasfondo epistémico de la agudeza lo explica Bernhard Teuber (1989: 81-87). Su perspectiva se diferencia de la nuestra por acentuar de otra forma el hecho de que Gracián se sitúe en un umbral histórico y por destacar más su relación con una antigua episteme de la semejanza y no tanto los aspectos crítico-metafísicos y nominalistas de la Agudeza. 69 Los teóricos del siglo xvii anteponen lo novedoso al ideal del efecto del acutum dicendi genus clásico que había estado siempre en la belleza del ritmo y de la armonía; en España sobre todo Gracián, en Italia, por ejemplo, Matteo Peregrini, en su escrito Delle acutezze, che altrimenti spiriti, vivezze e concetti volgarmente si appellano, del año 1639. Sobre la estética de la agudeza en el contexto románico, véase el amplio estudio de Mercedes Blanco (1992).
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Al mismo tiempo —Blumenberg lo ha constatado varias veces— el enorme optimismo cognitivo de la época copernicana se paga con la pérdida de las certezas metafísicas. A este respecto, que el hombre ya no ocupe el centro cosmológico es tan solo la consecuencia más conocida y evidente. En cuanto a la situación española se puede suponer que aquí los elementos copernicanos agudizan la experiencia del engaño de una forma especial. La obra de Gracián no es la primera en la que se observa esto. Ya mucho antes se había propagado el convencimiento de que la verdadera sustancia de las cosas está más allá de lo que se puede percibir con los sentidos, bajo una superficie potencialmente engañosa. Excepto tendencias más bien marginales, ya en el siglo xvi parece perdida una transparencia platónica de la apariencia sensorial en las sustancias metafísicas.70 También la repetida invocación a una verdad doble, teológica y cientificista no hace más que ahondar el pesimismo de la época. Es de suponer, por diferentes razones, que la intensificación de ese clima se puede explicar por las condiciones especiales de recepción e influencia. Estas, en el bastión de la reacción contrarreformista, oponían notable resistencia ideológica a cualquier innovación, y no solo a la astronómica. Como lo ha constatado repetidas veces una larga tradición investigadora, en España se impulsó con especial vehemencia la restitución tridentina de la escolástica medieval —también la cosmología aristotélica, que se oponía diametralmente a la copernicana—.71 Ansgar Hillach ha indagado de nuevo esa situación histórica y ha abierto vías alternativas para poder entender desde el punto de vista de la historia del saber lo que sería más tarde el Siglo de Oro. En su opinión, a España se la puede excluir del giro copernicano solo si es entendido “a modo de manual escolar, como el reconocimiento del heliocentrismo y de las tres leyes keplerianas”.72 Pero si se observa más de cerca, la reforma astronómica está ahí muy 70
Sobre la influencia —insignificante en comparación— del platonismo en España, véase Marcelino Menéndez Pelayo (1984 y 1962: 195-200). 71 Sobre la más reciente formulación de esta tesis en forma de teoría del discurso, véase Joachim Küpper (1990). Una de las más antiguas explicaciones, todavía orientada por la historia de las ideas, proviene de Werner Weisbach (1921). 72 Ansgar Hillach (1983: 55). También esto solo se puede aplicar al siglo xvii: hasta la integración en el Índice de libros prohibidos, en 1616, Copérnico tenía un lugar asegurado en los planes de estudios astrológicos en la Universidad de Salamanca (cf. ibídem: 56, donde hay más datos bibliográficos)
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presente, por ejemplo en la forma discreta, y por eso mismo mucho más eficaz, de “explosivos latentes”73 que hacen estallar desde dentro los convenios ortodoxos. Entre ellos cuentan sobre todo los aspectos estructurales de la reforma cosmológica que garantizan, en general, una relación universal nominalista y productiva, creando así una tensión con respecto a la tradición escolástica. Los intentos de sintetizar tales tendencias tenían que resultar tan contradictorios como se podía ver en las mediaciones paradójicas de Juan Luis Vives, Huarte de San Juan y Francisco Suárez. Incluso en las Disputationes metaphysicae de este último, esto es, en la obra de autoridad de la neoescolástica barroca, salta a la vista que España no fue un reducto de la ortodoxia medieval, sino que estuvo influenciada fundamentalmente por planteamientos preilustrados y escépticos. Por lo tanto, la dinámica contradictoria del Barroco tridentino parece basarse en una permeabilidad osmótica: tras la restauración de la doctrina medieval están trabajando ya las fuerzas subversivas de ese proyecto.74 Así pues, se crea la impresión de un carácter epocal transitorio y profundamente contradictorio que sigue ahondándose cada vez más mediante el saber astronómico: especialmente porque este está unido inseparablemente a la concepción antropológica del tiempo. El giro copernicano no solo representa de forma ejemplar la infiltración nominalista de la escolástica, sino que también conduce directamente a la cuestión de la posición del sujeto.75 Toda su fuerza innovadora se percibe tan solo ante el trasfondo de la cosmología aristotélico-ptolemaica cuya validez siguió sin cuestionarse hasta la temprana modernidad. Según esta, la Tierra está en el centro de una constelación concéntrica de círculos esféricos en rotación cuya estructura jerárquica asciende del interior al exterior: desde las esferas más bajas y sublunares hasta las más elevadas y nobles. La tierra es la que rota con más rapidez y la más cercana al divino Movedor, inmóvil en sí mismo, y que se encuentra fuera del cosmos 73
Ibídem: 55. En la historiografía ya se ha rebatido desde hace mucho tiempo la reducción unilateral de la era tridentina a los contenidos de la alta escolástica: Leszek Kolakowski (1977, 1984), especialmente, advierte de forma convincente de que la Reforma y la Contrarreforma no se excluyen, sino que se relacionan dialécticamente al influirse mutuamente a un nivel latente. 75 Las reflexiones que siguen a continuación están en deuda con el estudio de Ansgar Hillach (1983). 74
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con forma esférica. De ahí que, en la jerarquía cosmológica, ocupe el lugar más alto no solo espacial sino también espiritual. La concepción del movimiento de las esferas cualifica el cosmos aristotélico como “sistema de ayuda energético”.76 Como la rotación tiene que mantenerse mediante una alimentación de energía permanente, esta sigue un principio centrípeto en el que el movimiento no es “estado sino constante pasividad ante una acción que, al fin y al cabo, no es concebida en sí misma como movimiento”.77 Tal y como lo muestra la recepción contemporánea de la doctrina copernicana, el modelo heliocéntrico apenas encontró resistencia al principio, lo cual es sorprendente, al menos desde la perspectiva actual.78 Los aspectos de la reforma cosmológica que, en opinión de los contemporáneos, resultaban realmente heréticos tenían por regla general un fundamento más profundo, pues afectaban a las premisas teológicas de la enseñanza escolástica. El aspecto más importante en lo que concierne a esto se encuentra, tal vez, en el concepto del movimiento, primordial para la física.79 En el modelo centrípeto medieval, el origen del movimiento determinaba también la oposición teológica de arriba y abajo, que estaba, a su vez, dividida en el orden jerárquico de las esferas. En ese modelo, la fuerza eficaz que se recibe desde fuera y que se mantiene garantiza la uniformidad de la rotación mediante el suministro permanente del impulso. El sistema copernicano invierte esa relación: el globo que rota alrededor del Sol ya no recibe su energía desde fuera, sino desde dentro. Esto implica básicamente una idea nueva de la energía de transmisión, la cual ahora se encuentra en el propio objeto.80 76
Hans Blumenberg (1965). Ibídem. 78 Tampoco lo que fue la consecuencia, la posición marginal del hombre en el cosmos, provocó un escepticismo digno de mención. Incluso las implicaciones pesimistas que supuso la nueva excentricidad del sujeto y de su entorno vital hay que interpretarlas más bien como una retroproyección histórica desde la perspectiva del siglo xx, tal y como lo muestra Hans Blumenberg (1964), por ejemplo, con las posiciones adoptadas por Freud y Nietzsche respecto al giro copernicano. 79 Sobre el campo de aplicación de la física dentro de la cosmología aristotélica, véase Aliston Cameron Crombie (1977: 72-78). 80 Ya en la escolástica de finales del Medievo se discutió, tomando como ejemplo un dado, sobre la posibilidad de un movimiento que recibe la energía de sí mismo y no de fuera. Según una teoría de la escuela nominalista de París, bajo ciertas circunstancias, basta que la divinidad deposite un primer impulso en el cuerpo a mover 77
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Las consecuencias que tendrá esa opinión son obvias y si se llevan al extremo como, por ejemplo, en el Teísmo, la divinidad que mueve todo se hace, al fin y al cabo, superflua. Además, exige que el ser específico de los objetos se funde en ellos mismos, lo que requiere orientaciones nominalistas del conocimiento fundamentalmente nuevas: la exploración del individuo en su apariencia sensorial se va imponiendo a su arraigo trascendental y a su inserción en el conjunto de la creación. Debido a la pérdida de la certeza geocéntrica y de la creencia en que la naturaleza se orienta teleológicamente hacia el hombre, esa concentración en el individuo se estimulará todavía más. En ella se origina nada menos que una nueva antropología, pues el sujeto ya no se puede considerar ni imagen ni centro del mundo. Según la concepción medieval, las capacidades del entendimiento y su orientación hacia la totalidad se encontraban ya a priori en el microcosmos humano: el “hombre estaba familiarizado con la creación de una forma única ya antes de cualquier experiencia; el diseño de su razón no era un sistema cualquiera sino el esbozo del propio cosmos”.81 Con Copérnico, y después de él, el aprovechamiento reproductivo de las posibilidades establecidas se sustituye por una relación productiva y creativa con la realidad que, en la progresiva apropiación de los objetos particulares, franquea cada vez más el reino de la naturaleza experimentada a través de los sentidos, contraponiendo así un universo infinito al cosmos aristotélico cerrado. Ya se ha visto que Gracián, en su tratado sobre la agudeza, convierte la observación ingeniosa y perspicaz en un medio de ampliación de la experiencia. La reforma copernicana, por lo tanto, se reduce solo superficialmente a la introducción del sistema heliocéntrico. A un nivel más profundo, establece un esquema cognitivo nominalista que se anuncia ya en la escolástica tardía de una forma lúdica y especulativa.82 El proceso de sustitución confirma de nuevo ese giro epistemológico que observa Michel Foucault en la transición a la temprana modernidad. Las epistemes de
para garantizar que continúe la influencia. En lo sucesivo me voy a referir resumida y parcialmente a lo relacionado con mi tema. Sobre los contextos en cuestión, véase el detallado estudio de Hans Blumenberg (1975: 174-199). 81 Hans Blumenberg (1965: 58). 82 Esto lo muestra, por ejemplo, Ferdinand Fellmann (1988) con el ejemplo de Nicolás de Oresme. De forma más general y sobre una base textual más amplia argumenta Heribert M. Nobis (1969, 1985).
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la Edad Media y del Renacimiento83 regulan las relaciones entre las cosas mediante las diversas figuras de lo análogo.84 Esa categoría de la semejanza se fundamenta, finalmente, en el saber teológico, pues señala un origen común trascendental y de un centro que los objetos de la creación divina todavía dejan reconocer en sus apariencias externas y sensoriales. La cosmología escolástica corresponde a ese modelo en todos los puntos esenciales: aquí el mundo de las apariencias todavía es transparente en su fundamento metafísico, los accidentes manifestados sensorialmente remiten a las sustancias extrasensoriales. Con Copérnico y sus sucesores, la astronomía empieza a emanciparse de esa idea. Los cuerpos celestes en rotación ya no reciben su energía motriz de una divinidad trascendental que conduce y mantiene, sino de un impulso individual, solo válido en el caso particular, es decir, específico. En términos del modelo foucaultiano, la episteme nominalista ya no organiza el mundo según las semejanzas, sino que define lo individual según los criterios de identidad y diferencia.85 De qué manera se forma, en el Barroco español, la copresencia anacrónica de ambas configuraciones lo puede mostrar el ejemplo de las Disputationes metaphysicae de Suárez, donde los elementos nominalistas llegan a ser aceptables solo bajo el pretexto neoescolástico. Este proceso de integración latente se puede entender también en la discusión sobre el problema teológico central de la época, el libre albedrío humano. También aquí es de nuevo un jesuita el más atrevido, al mantenerse distanciado de las opiniones de enseñanza escolásticas y, a la vez, empeñarse con éxito en aceptar la ortodoxia. Nos referimos a Luis de Molina y su comentario sobre santo Tomás, de 1588,
83
Stefan Otto (1992), sobre todo, en lo referente al Renacimiento, introdujo importantes añadiduras y correcciones a la presentación demasiado general que hizo Foucault de la episteme analógica. 84 Michel Foucault (1966: 32-59). Cuando Hans Blumenberg, refiriéndose a Copérnico, habla del “origen del campo de juego que hace posible esos nuevos proyectos” y que está “una capa más abajo” de los contenidos concretos (1975: 198), no está muy lejos de la arqueología del saber foucaultiana. Esta, como se sabe, trata del “apriori historique” y los “codes fondamentaux d’une culture”, que definen el saber de las épocas a una capa originaria (Foucault 1966: 11). 85 Ibídem: 86-91. Stefan Otto ha examinado por completo el concepto foucaultiano de analogismo y mostrado que ya en el Renacimiento se había anunciado reiteradas veces un sujeto representante que no entra en conflicto con la clasificación epocal que utilizamos para nuestros objetivos. Véase Stefan Otto (1992).
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titulado Concordia liberi arbitrii cum gratiae donis, en torno al cual se desató una serie de intrigas políticas y de luchas dogmáticas sin igual, a principios del siglo xvii.86 Molina soluciona la contradictoria relación entre la voluntad libre humana y la predestinación divina de una forma a su vez paradójica al concederle al libre albedrío un campo de acción inimaginable hasta entonces:87 Dios, mediante una scientia media, sería capaz de prever qué decisión tomaría el hombre en determinadas circunstancias situacionales sin que por eso se predetermine obligatoriamente el caso individual concreto. Esta scientia media interpuesta implica una posibilidad que socava las premisas centrales de la doctrina tomista: Dios prevé que la gratia efficax se reciba obligatoriamente. Pero ahora la sola gratia sufficiens es también salvífica. Sin embargo, los humanos la pueden rechazar, lo que está mucho más allá de las fronteras escolásticas y acotadas del ámbito del ser. Santo Tomás también es un defensor acérrimo del libre albedrío.88 Pero la posibilidad de una refutación, el impedimento de la gracia eficaz por la decisión individual le resulta impensable. En contraposición a él, Molina diezma la omnipotencia divina a favor del campo de acción concedido a la voluntad individual. Con lo cual, la predestinación apriorística deja el lugar a la consecuencia supeditada y la ley general entra en vigor solo bajo las circunstancias especiales del caso individual. Ante este trasfondo resulta inmediatamente comprensible por qué, según Ansgar Hillach, la “propia voluntad acentuada por sí misma” representa un “elemento copernicano” y un “principio franqueador” que ya “es expresión de un pensamiento humanista y moderno”.89 Así como la explicación copernicana sobre el movimiento de los planetas, también la concepción molinista del liberum arbitrium destaca el momento de lo separado, lo individual, que se justifica principalmente en sí mismo. Por lo tanto, la novedad del concepto teológico-antropológico sigue de forma epistemológica principios análogos como la reforma cosmológica. Lo característico es cómo el elemento nominalista
86
Véase al respecto René Fülöp-Miller (1960: 162 s.). Sobre los complejos argumentos de Molina, cuyos pormenores no tienen mucha relevancia para lo que nos proponemos aquí, véase Johannes Rabeneck S.J. (1956). 88 Tomás de Aquino (1882: I. 83.2 ad 3 y I 22.2 ad 4). 89 Ansgar Hillach (1983: 28). 87
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mantiene el reconocimiento papal como doctrina ortodoxa y cómo se inscribe en esa tradición escolástica a pesar de las largas disputas. Así, la concepción nominalista del libre albedrío prolonga las ambivalencias epistémicas del Barroco en cuestiones antropológicas. La decisión humana está predeterminada —en esto se basa su determinismo metafísico—, pero también es libre dentro de las circunstancias concretas de la decisión que está por tomarse, y esto es lo que constituye su singularidad empírica. Fue sobre todo Baltasar Gracián, muy sensible a las constelaciones paradójicas, el que confrontó en un espacio reducido esos conceptos antinómicos de su tiempo relacionándolos con la experiencia del engaño. La estructura elemental alegórica de El Criticón, su novela de viajes y aventuras cuya primera parte apareció en 1651, se presta a tales abstracciones en muchos sentidos. 1.3. Entre la antropología metafísica y la antropología empírica: posiciones del sujeto Al final de Barroco español, el jesuita Gracián se declara a favor del geocentrismo precopernicano, como era de esperar: “Gran traza suya fue la firmeza de la tierra en el medio, como fundamento estable y seguro de todo el edificio”,90 le dice Critilo a Andrenio en uno de los primeros diálogos que mantienen los dos protagonistas del Criticón. Poco antes había explicado de forma programática la posición del sujeto en el universo geocréntrico. Su digresión se asemeja a un breve compendio de antropología ortodoxa-medieval. Transmite de forma sincrética la concepción analógica del microcosmos humano con una interpretación platónica del alma. Al mismo tiempo, combina la doctrina patológico-humoral de los temperamentos con la antigua alegoría de la lucha psicomáquica del alma: —¿Qué dizes?, ¿un hombre contra sí mismo? —Sí, por lo que tiene de mundo, aunque pequeño, todo él se compone de contrarios. Los humores comiençan la pelea: según sus parciales elementos, resiste el húmido radical al calor nativo, que a la sorda le va limando y a la larga consumiendo. La parte inferior está siempre de ceño
90
Baltasar Gracián: El Criticón (1980: 93).
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Meditación espiritual e imaginación poética con la superior y la razón se le atreve el apetito, y tal vez la atropella. El mismo inmortal espíritu no está essento desta tan general discordia, pues combaten entre sí, y en él, muy vivas las passiones: el temor las ha contra el valor, la tristeza contra la alegría; ya apetece, ya aborrece; la irascible se baraxa con la concupiscible; ya vencen los vicios, ya triunfan las virtudes, todo es arma y todo guerra. De suerte, que la vida del hombre no es otro que una milicia sobre la haz de la tierra. Mas ¡oh maravillosa, infinitamente sabia providencia de aquel gran Moderador de todo lo criado, que con tan continua y varia contrariedad de todas las criaturas entre sí, templa, mantiene y conserva toda esta gran máquina del mundo!91
Según el analogismo y su idea cosmológica conductora de la “casualidad acompañante”92 los procesos de los mundos interiores y exteriores siempre resultan transparentes en la fuerza guiadora y conservadora de la divinidad que lo mueve todo. La apología de Critilo a la visión escolástica del mundo como una “creatio continua”93 contrasta con un recuerdo sorprendente de Andrenio, el habitante isleño. Nada más comenzar la novela, este recapitula las primeras observaciones que hace fuera de su cueva, en la que ha crecido a solas: A los principios no sentía tanto aquel penoso encerramiento, antes con las interiores tinieblas del ánimo desmentía las exteriores del cuerpo, y con la falta de conocimiento dissimulaba la carencia de la luz, si bien algunas vezes brujuleaba unas confusas vislumbres que dispensaba el cielo, a tiempos, por lo más alto de aquella infausta caverna. Pero, llegando a cierto término de crecer y de vivir, me salteó de repente un tan extraordinario ímpetu de conocimiento, un tan grande golpe de luz y de advertencia, que revolviendo sobre mí començé a reconocerme haziendo una y otra reflexión sobre mi proprio ser: ¿Qué es esto, dezía, soy o no soy? Pero, pues vivo, pues conozco y advierto, ser tengo. Más, si soy, ¿quién soy yo?, ¿quién me ha dado este ser y para qué me lo ha dado?; para estar aquí metido, grande infelizidad sería. ¿Soy bruto como estos? Pero no, que observo entre ellos y entre mí palpables diferencias: ellos están vestidos de pieles; yo desabrigado, menos favorecido de quien nos dio el ser. También experimento en mí todo el cuerpo muy de otra suerte proporcionado que en ellos: yo río y yo lloro, cuando ellos aúllan; yo camino derecho, levantando el rostro hazia lo alto, cuando ellos se mueven torcidos
91
Ibídem: 92. Hans Blumenberg (1965: 22). 93 Hans Blumenberg (1975: 186). 92
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y inclinados hazia el suelo. Todas estas son bien conocidas diferencias, y todas las observaba mi curiosidad y las confería mi atención conmigo mismo. Crecía de cada día el deseo de salir de allí, el conato de ver y de saber; si en todos natural y grande, en mí, como violentado, insufrible.94
La retrospección expone los inicios de la autopercepción reflexionada. A diferencia de las explicaciones eruditas de Critilo, aquí el despertar de la autoconciencia humana no se constituye como recuerdo sensorial de su origen divino ni en la revelación de su propio ser como microcosmos humano. Andrenio, mientras va observando a los otros seres vivos con pedante precisión, define su ser humano más bien como una forma específica de existencia y apariencia junto a otras. Con esto, su proceso cognitivo transcurre de una manera rigurosamente inductiva. Las semejanzas y diferencias constatadas se orientan estrictamente por la superficie de las características que se pueden observar a través de los sentidos. Resulta difícil, por lo tanto, no leer el pasaje como una evidente declaración a favor de una antropología posescolástica y totalmente alejada del platonismo: la orientación teleológica de la naturaleza y del cosmos hacia el hombre ya se ha quedado obsoleta y ha dejado espacio a una relación con el mundo ‘copernicana’, esto es, constructiva, productiva y escrutadora. El platonismo sigue estando muy presente como trasfondo de contraste a un nivel implícito e intertextual. Pues, es como si Gracián hiciera aquí una actualización epistemológica de la parábola de la caverna: el camino que se describe desde la oscura ignorancia de la caverna hacia la claridad del conocimiento podría parecer un anuncio de la experiencia del mundo y del propio ser de la Ilustración.95 Los dos protagonistas de la novela de Gracián —que representa, en palabras de Hugo Friedrich, un “tesauro de todos los temas y formas estilísticas de la época del Barroco”96— se dan a conocer, así, como representantes alegóricos de la antropología metafísica medieval y empírica áurea.97 A semejanza de las capas geológicas que quedan una junta a otra por el desprendimiento de tierra, las dos 94
Baltasar Gracián: El Criticón (1980: 71). Emilio Hidalgo-Serna (1985: 141 s.) constata en la reflexión de Andrenio una cercanía (aunque frágil) con el cogito cartesiano. 96 Hugo Friedrich (1972: 168). 97 Sobre la transición de una antropología escolástico-deductiva hacia la empírico-renacentista, véase Wilhelm Dilthey (1929: 418 ss. y 471 ss.). 95
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posiciones quedan confrontadas en la forma humanista del diálogo. Critilo y Andrenio se contraponen con sendos modelos argumentativos inductivos y deductivos, con la apertura productiva de lo nuevo y la determinación apriorística de lo semejante. La anagnórisis novelesca al final de la primera parte le confiere a esa interpretación una nueva dimensión: apoyándose en la configuración de la trama de la novela griega, las dos figuras principales se reconocen ahí como padre e hijo. Esto le confiere una dimensión epocal a la constelación alegórica y a su significado principal (la mayoría de las veces a los protagonistas se los interpreta como encarnación de la parte racional y sensorial humana98): la genealogía familiar se expande en una epistémica, la cual desvela el histórico proceso de reemplazo como coexistencia de dos órdenes cognitivos. Así, la diferencia generacional se puede leer como alegoría del giro epocal del Barroco. El Criticón modela, por lo tanto, una arqueología doble del sujeto99 que es analógica y nominalista a la vez. Si bien esa tensión epistémica ya se anuncia mucho antes de mediados del siglo xvii, se agudizará visiblemente a finales del Siglo de Oro: nunca antes se habían confrontado ambas partes tan directamente en forma de diálogo. En este contexto hay que recordar que también el engaño, el obsesivo tema de El Criticón, surge precisamente de esa tensión epistémica entre la restauración escolástica y la innovación nominalista incorporada por los protagonistas de la novela. Contra la insistencia anacrónica a favor de una sustancia metafísica de los objetos se opone una y otra vez el escepticismo del empirismo, que insiste en que dicha sustancia está fuera del alcance del conocimiento humano. Así, las formas aparentes y externas de las cosas se convierten en el escudo protector e impenetrable de la verdad que, aunque se encuentra oculta en ellas, sin embargo escapa al saber irrevocablemente.100 Teniendo esto en cuenta, 98 Así, por ejemplo, la interpretación generalizadora desde el punto de vista antropológico de Gerhart Schröder, quien encasilla a los dos protagonistas en las posiciones de la “razón” y la “sensualidad” (1966: 13 ss.). 99 Sobre el nivel arqueológico de un análisis del sujeto que establece la relación con la forma histórica del saber, véase Michel Foucault (1984: 21). 100 Las manifestaciones sensoriales de los objetos reflejan la mirada del observador hacia sí mismo y hacia los límites de sus posibilidades cognitivas en vez de remitirla a la profundidad, a las ideas intrínsecas y a la participación en la creación analógica del cosmos; así como, por ejemplo, la comunidad social cortesana que expone Baldassar Castiglione en Il libro del Cortegiano, en la que se puede reconocer la armonía de
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no sorprende que el adecuado trato con engaño se transmita de una forma didáctico-ejemplar en las discusiones y vivencias del versado escolástico y del nominalista ingenuo que aparecen en El Criticón de Gracián. A finales de la novela a más tardar, en el encuentro con la figura alegórica del zahorí, se revela claramente dónde están los límites del versado Critilo. Solo en la humildad, esto es, en el reconocimiento de las fronteras de la razón es donde radica un desengaño metafísico. Muy lejos de revelar el ser de las cosas, permite tan solo reconocer la inaccesibilidad de las sustancias y la relatividad perspectivística de cualquier experiencia.101 2. Cálculo estratégico y huida contemplativa del mundo: paradigmas de la subjetivación barroca Como muestra la retrospectiva histórica, al sujeto barroco se le ofrecían sobre todo dos alternativas para tomar cartas en el asunto de la apariencia omnipresente y para encontrar una posición en la inescrutabilidad cognitiva y moral de su mundo. Estas dos vías, al acentuar de forma diferente el tema ‘copernicano’ del libre albedrío humano, transforman la simultaneidad de una antropología metafísica y empírica en ofertas concretas de sentido y de papeles sociales, tal y como se puede apreciar en El Criticón de Gracián. Por lo que respecta al primer aspecto mencionado, la reflexión moralista —y aquí hay que nombrar a don Diego de Saavedra Fajardo y a Baltasar Gracián especialmente, pero también a Francisco de Quevedo— se aprovecha estratégicamente del engaño:102 este convierte la latencia de las verdades en una táctica de la vida cortesana y del arte del fingimiento. Con esto, la antropología empírica se perfila para las exigencias de la competencia social. Los procesos deductivos y apriorísticos del un orden establecido por Dios (Cf. Il libro del Cortegiano, 1964: IV/23, 474). En España, la que favorece la disociación entre accidentes y sustancias es más bien la recepción de los ideales de la personalidad y los conceptos de realidad estoicos, ideales y conceptos que propagan una gran independencia de los sentidos engañosos, la retirada de un mundo experiencial hacia el interior marcado por el engaño y, finalmente, un máximo control de los afectos. 101 Cf. El Criticón (1980: 640 y 652). 102 Como complemento a esto Gerhart Schröder habla del “sujeto estratégico” refiriéndose a Gracián (1972: 270).
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esclarecimiento de la verdad ya no están a la altura del mundo de la apariencia y, por eso, tienen que cederle el puesto a un perspectivismo ‘barroco’: en su lugar se dan reflexiones sobre la relatividad del propio punto de vista, exámenes empíricos del estado individual de la cuestión y modelos de solución casuísticos. Como, sobre todo en el contexto jesuita, se aceptó el discurso ingenioso y ambiguo para persuadir e, incluso, para engañar,103 no sorprende que la variante gracianesca de la racionalidad cortesana se caracterice fundamentalmente por la retórica. De esto resultará una profunda afinidad estructural entre la “agudeza verbal” y la “agudeza de acción”,104 es decir, entre la semiótica conceptista y la antropología cortesana. El poderosísimo movimiento espiritual de la época extrae la consecuencia contraria a partir de las mismas condiciones: en vez de agotarse sistemáticamente trabajando con la apariencia, abre los caminos del recogimiento interior y exterior huyendo de un mundo de potenciales engaños, yerros y de conflictos morales.105 Sin el trasfondo del escepticismo apenas se puede explicar el enorme éxito de las guías espirituales que cuentan como literatura de masas en los Siglos de Oro. La cultura de los recogidos vuelve a reavivar los ideales de la vida monástica, los combina con elementos estoicos abriéndole así al sujeto enclaves para poder colmar la existencia de forma cristiana, según el ejemplo monacal. Por lo tanto, desde el siglo xvi hay dos modelos de subjetivación confrontados que se contraponen y complementan al mismo tiempo, al considerar cada uno exclusivamente o bien la utilidad mundana o bien los peligros espirituales del libre albedrío. El ideal de los recogidos se basa en la aniquilación del yo pecaminoso, mientras que la antropología cortesana enseña la utilidad de multiplicarse a través de estrategias y roles en la lucha por alcanzar prestigio social. Una síntesis de los dos parece inconcebible. No obstante, se mostrará que Ignacio de Loyola consigue la cuadratura del círculo con sus Ejercicios espirituales, pues supo conciliar la racionalidad de la existencia contemporánea con una planificación cristiana de la vida cotidiana según las tradiciones místicas y monásticas. Esta mediación tuvo un 103
Sobre el engaño permitido que, en la moral jesuítica, se designa con los términos de “anfibología” y “reservatio mentalis”, véase René Fülöp-Miller (1960: 250 ss.). 104 Baltasar Gracián: Agudeza y arte de ingenio (1988: vol. 1, 58 s.). 105 El estudio más completo sigue siendo el de Melquíades Andrés Martín (1975).
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éxito enorme desde el punto de vista histórico. Consiste sobre todo en dos pasos innovadores: por un lado, se interioriza la disciplina monástica, pudiendo así seguir existiendo bajo premisas terrenales; por otro lado, la decisión individual se traslada del entendimiento engañoso al nivel de los afectos. De esta forma, los Ejercicios espirituales garantizan tanto el éxito de las actividades seculares del orden de los jesuitas como también la rigurosidad cuasi monacal de su organización institucional y espiritual.106 Por lo tanto, ya a mediados del siglo xvi, los Ejercicios actúan como una mediación previsora entre el compromiso secular y el retiro interior capaz de interpretar infaliblemente los signos de su tiempo. En ellos ya se anuncia claramente el perfil paradójico de la época barroca entre la búsqueda y la huida del mundo.107 La estructura sintetizadora de los ejercicios determinará también el hilo argumentativo de las reflexiones que siguen a continuación, pues, durante los siglos xvi y xvii, dicha estructura se irá desarrollando en los diferentes análisis de la relación espiritual y mundana del yo consigo mismo. 2.1. El hablar suplementario: el estilo conceptista Seguramente no hubo nadie tan familiarizado con la doble cara de la época barroca como el jesuita Baltasar Gracián. Por un lado, como miembro de una orden, conocía muy bien las corrientes espirituales de su tiempo.108 Por otro lado, su vida y obra testimonian que 106 A esto hay que añadir una formación retórica y de la táctica del comportamiento cuya eficacia se pudo comprobar tanto en el Nuevo Mundo como en la corte, sin que por eso llegara a peligrar alguna vez seriamente la homogeneidad confesional de la orden. Véase al respecto Barbara Bauer (1986). 107 La fórmula paronomástica (Weltsucht und Weltflucht) es de Leo Spitzer (1931: 53). 108 El Gracián ‘espiritual’ se manifiesta especialmente en las cincuenta meditaciones del Comulgatorio, un libro de preparación para la comunión, del año 1655, que representa una forma de acomodación de los Ejercicios ignacianos (véase al respecto Sebastian Neumeister 1986). La faceta religiosa de Gracián apenas ha sido tratada por los investigadores, a excepción de Benito Pelegrín, quien constata la coexistencia de los aspectos espirituales y seculares (1985: 195). No obstante, pienso que con esa explicación no se tiene muy en cuenta la complementariedad de los dos aspectos. También el concepto de la “nada” en Gracián parece tener más carga espiritual que “nihilista”: en el contexto de los recogidos (y también en el de los Ejercicios
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se entregó de forma realmente obsesiva y ambiciosa a las exigencias de una conducta táctica impuesta por una existencia secular marcada por la apariencia,109 exigencias que se agudizaron, además, por el contacto con los Ejercicios, que mantuvo durante décadas. Como ya vimos antes, su enseñanza del comportamiento cortesano no se centra solo en la experiencia inevitable del engaño, sino que está construida también sobre el fundamento retórico. Esto es el resultado, sobre todo, de la analogización programática que esgrime al comienzo de su Arte de Ingenio entre la “agudeza de concepto”, la “agudeza verbal” y la “agudeza de acción”.110 Mientras que la primera la desarrolla con todo detalle, la referencia a la agudeza de acción la explica muy brevemente en unas cuantas frases ricas en alusiones. Pero, a pesar de lo sucinto, el paralelismo no es en absoluto arbitrario. De hecho, el comportamiento táctico del cortesano sigue los mismos principios estructurales que, por ejemplo, el discurso refinado y ambiguo, al igual que sucede sobre todo en El Héroe, El Discreto y El Político o en el Oráculo manual. Debido a las escasas alusiones, para confirmar esta hipótesis habría que desarrollar las características generales de la agudeza barroca a partir del campo de aplicación poético y así, después, investigar sus efectos en el contexto cortesano. Ya el título del tratado de Gracián revela la gran influencia que ejerció en él la tradición escéptica. Esta identifica las capacidades de la agudeza y el ingenio como conectadas entre sí o, incluso, como complementarias,111 sugiriendo ya la ambivalencia estético-cognitiva que se reconocerá en la definición correspondiente de “concepto” un poco más tarde.112 Ahora, la idea que tiene Gracián de la agudeza se de Ignacio de Loyola) remite a la aniquilación de la propia voluntad pecaminosa del yo como objetivo de la meditación (véase al respecto Andrés Martín (1975: 93-96 y passim), como también el cap. 3 de nuestro estudio). La importancia que tiene la composición viendo el lugar ignaciana en El Criticón la ha investigado Aurora Egido (1986). 109 Véase al respecto Gerhart Schröder (1972: 265 ss.) 110 Gracián, Agudeza (1988: vol. 1, 58 s.). 111 En el uso contemporáneo de esta palabra, el “ingenio” lleva una carga especialmente cognitiva. Véanse al respecto la nota sobre el aforismo 2 del Oráculo manual (“genio y ingenio”) en Baltasar Gracián, Oráculo manual y arte de prudencia (1997: 101 s.) y también Helmut Jansen (1958: 35 ss.). 112 Véanse al respecto Agudeza (1988: 55 s.) y también el cap. 1.2. de este estudio. Sobre las definiciones tradicionales del concepto gracianesco véanse T. E. May (1948, 1950) y Hugh H. Grady (1980).
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sitúa en una tradición histórico-conceptual que parte de Juan Luis Vives, con lo que se adhiere claramente a los modelos de conocimiento nominalistas.113 Este ya había fijado de forma muy semejante a como lo hace Gracián la relación entre ingenium y acumen,114 haciendo derivar este último término de una etimología inventada de argumentum.115 El origen común de la palabra construido de esta forma tenía como objetivo esclarecer aún más la función cognitiva del ingenio, pues solo la agudeza posibilita penetrar intelectualmente en el mundo objetivo. Con lo cual, no solo es medio de persuasión116 o de sutileza117 dialéctico-deductiva como en la retórica antigua, sino el medio de una apropiación productiva de la realidad dirigida a lo particular.118 La potencia del acumen, difusora del conocimiento, se revela como consecuencia elemental de una relación copernicana con el mundo. La concepción que tiene Gracián de la agudeza, totalmente alejada de la metafísica, se sitúa claramente en esa tradición.119 Asimismo, a semejanza de Vives, la presenta con una terminología neoescolástica en cuyo centro se encuentra la relación entre los accidentes y las sustancias: “Hay distinción en esencias, y ésta es la preeminente, y hayla por accidentes, segunda: una y otra, perficionan la agudeza con belleza superlativa”.120 113
Peter Werle, por el contrario, alega un esquema deductivo de argumentación en su discusión con Emilio Hidalgo-Serna (véase Werle 1991: 105, Anm. 21). 114 Juan Luis Vives: De tratendis disciplinis (1964: 286 ss.). 115 Véase Andrea Battistini (1992: vol. 1, col. 90). 116 Quintiliano: Institutionis oratoriae, XII, 10, 59. 117 Cicerón: De oratore, II, 158. 118 Vives: De tratendis disciplinis (1964: 286). 119 Aquí es donde se ve la diferencia decisiva frente al Barroco italiano. A pesar de los numerosos paralelismos que, en lo esencial, se sitúan al nivel del efecto estético, la concepción gracianesca de la agudeza se mantiene fiel a una tradición escéptica que a los teóricos italianos les resulta muy ajena. De la dimensión neoplatónica que se atribuye a la acutezza en cuanto derivación de lo divino —por ejemplo, en Il cannocchiale aristotelico de Tesauro— no queda ni rastro en su tratado (sobre las “argutezze divine”, véase Emanuele Tesauro: Il cannocchiale aristotelico, 1978: 18-20). Debido a la fuerte posición del neoplatonismo, que parte de la transparencia de las ideas trascendentales en las apariencias sensoriales, la temática del engaño apenas tiene importancia en Italia. De ahí que tampoco pueda afectar al libre albedrío en la forma descrita, ya que la función y el estatus del liberum arbitrium siguen sin refutarse. En cuanto al dominio de la razón sobre los sentidos que posibilitan la libre decisión, véanse, por ejemplo, Marsilio Ficino (1984: 108 s.) y Pietro Bembo (1991: III, 15, p. 202). 120 Gracián: Agudeza (1988: vol. 1, 57).
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En el cuarto discurso sobre la Primera especie de conceptos, por correspondencia y proporción se sigue precisando esa división del sujeto entre los aspectos sustanciales y los accidentales: Es el sujeto sobre quien se discurre y pondera —ya en conceptuosa panegiri, ya en ingeniosa crisi, digo alabando o vituperando—, uno como centro, de quien reparte el discurso, líneas de ponderación y sutileza a las entidades que lo rodean; esto es, a los adjuntos que lo coronan, como son sus causas, sus efectos, atributos, calidades, contingencias, circunstancias de tiempo, lugar, modo, etc., y cualquiera otro término correspondiente; valos careando de uno en uno con el sujeto, y unos con otros, entre sí; y en descubriendo alguna conformidad o conveniencia, que digan, ya con el principal sujeto, ya unos con otros, exprímela, pondérala, y en esto está la sutileza.121
Luego, para la formación de los conceptos, el propio centro semántico tiene, en definitiva, una importancia secundaria. Sirve, al fin y al cabo, como base de un discurso que despliega los accidentes para seguir encontrando entre ellos y el sujeto, y también entre sí, correspondencias nuevas y sorprendentes. Más aún: cuanto menos especificada quede la sustancia con más libertad parece poder entregarse el ingenio a una constante generación de efectos, contingencias y atributos. La proliferación de aspectos secundarios, por lo tanto, recibe su impulso de un centro indistinto, pero esta afirmación solo se sugiere. No obstante, la complicada sintaxis de Gracián nos la hace ver a otro nivel. Como si con ella quisiera poner a prueba el ingenio conceptista también a nivel del aptum retórico, en la sintaxis se reproduce estilísticamente con toda exactitud la conclusión no dicha: la frase, de forma hipotáctica y elíptica a la vez, deja importantes huecos gramaticales para crearle espacio a una condensada enumeración de adjuntos. Así se simula y se ilustra sintácticamente la aglomeración de las partes contingentes del sujeto como consecuencia de la oquedad de su sustancia. Por lo tanto, el verdadero significado no se da inmediatamente, sino que se evoca mediante la acumulación de sus atributos secundarios y variables. Según Derrida, esa estructura de la suplementación de una falta primordial es la base del acto de la simbolización por antonomasia, pues marca la diferencia entre el pretendido sentido y
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Ibídem: 64.
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el signo lingüístico.122 Así, los procesos de la formación de analogías conceptistas se pueden precisar en el sentido de que los significantes ocupan el lugar de un significado latente, pero no para sustituirlo, sino para, finalmente, remitir a su latencia fundamental. Los ejemplos literarios que menciona Gracián, en su tratado sobre la agudeza, para las diferentes clases de conceptos son, de nuevo, la prueba fehaciente de esa conexión: sobre todo ahí donde el sentido inaccesible se declara abiertamente como “secreto” deducible aproximativamente solo a través de sus contingencias y circunstancias.123 Si la definición de “concepto” en el Barroco tardío presenta tales tendencias deconstructivas es, sobre todo, porque se está enfrentando y superando la herencia de una tendencia del escepticismo español que siempre había sido crítico-metafísica.124 La falta de transparencia de las verdades inmanentes en las apariencias externas, tal y como lo ilustra también el diálogo alegórico entre la verdad y la mentira,125 representaba en cierto modo el mínimo denominador común de esa línea que va desde Vives hasta Huarte de San Juan. Ya se aclaró, desde otra perspectiva, que una de las innovaciones de Gracián reside en haber abierto la tradición escéptico-humanista a cuestiones estéticas. Aquí, por lo tanto, hay que pensar de nuevo en su dictum, según el cual la verdad está supeditada a la belleza.126 Teniendo en cuenta sus
122 Sobre la estructura del suplemento, véase Jacques Derrida (1967a: 207 ss.), y sobre el centro ausente de los sistemas logocéntricos, Derrida (1967b: 410 s.). 123 Véase, por ejemplo, el discurso VI sobre la “Agudeza por ponderación misteriosa” (Agudeza, 1988: vol. I, 88-99). 124 No obstante, estas tendencias deconstructivistas permanecen implícitas. Gracián no se atreve a tocar la premisa de un significado, si bien latente, trascendental. En este sentido estamos de acuerdo con Bernhard Teuber cuando ve el conceptismo ligado a las obligaciones de un “logocentrismo de la época” (1989: 86). Según Derrida, las estructuras significativas sin un centro trascendental representan lo impensable por antonomasia (1967b: 409). 125 Agudeza (1988: vol. II, 191 s.). Aquí radica también una diferencia decisiva con la lírica barroca italiana: Marino, por ejemplo, en los Dicerie sacre de 1614, intenta legitimar todavía de forma teológica la abundancia de relaciones estéticoconceptistas con la variedad de la creación divina. Véase al respecto Gerhard Regn (2000: 359-382). Gracián desarrolla el principio metafísico de la fundamentación en la varietas. 126 “No se contenta el ingenio con sola la verdad, como el juicio, sino que aspira a la hermosura. Poco fuera en la arquitectura asegurar firmeza, si no atendiera al ornato” (Agudeza, 1988: vol. 1, 54).
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implicaciones copernicanas127 ese dictum gana ahora otro valor epocal que remite al giro fundamental de las categorías estéticas. Esto quiere decir, en último término, que una revelación ingeniosa de las correspondencias pierde ya en relevancia cognitiva: el serio interés por saber le tiene que ir haciendo cada vez más sitio a una “voluntad artística estilizadora”,128 la cual establece las semejanzas al nivel de los accidentes artificialmente. Por consiguiente, el concepto lleva inscrito una paradoja fundamental: concebido a primera vista como medio para esclarecer la verdad,129 al final sirve para reproducir la apariencia. Michel Foucault constata la ambivalencia al caracterizar el Barroco como la época de una transición histórica en la que todavía no se ha impuesto por completo el esquema de representación clásico y el analogismo ya se ha quedado epistémicamente obsoleto. Sobre todo el escepticismo de carácter cartesiano ve en él ahora una fuente de error. Según Foucault, sólo si se tiene en cuenta este trasfondo puede convertirse, a partir de principios del siglo xvii, en el medio de un juego con la semejanza puramente estético, un juego que se manifiesta preferentemente en la literatura: Au début du xviie siècle, en cette période qu’à tort ou à raison on a appelée baroque, la pensée cesse de se mouvoir dans l’élément de la ressemblance. La similitude n’est plus la forme du savoir, mais plutôt l’occasion de l’erreur, le danger auquel on s’expose quand on n’examine pas le lieu mal éclairé des confusions. «C’est une habitude fréquente», dit Descartes aux premières lignes des Regulae, «lorsqu’on découvre quelques ressemblances entre deux choses que d’attribuer à l’une comme à l’autre, même sur les points où elles sont en réalité différentes, ce que l’on a reconnu vrai de l’une seulement des deux». L’âge du semblable est en train de se refermer sur lui-même. Derrière lui, il ne laisse que des jeux. Des jeux dont les pouvoirs d’enchantement croissent de cette parenté nouvelle de la ressemblance et de l’illusion; partout se dessinent les chimères de la similitude, mais on sait que ce sont des chimères; c’est le temps privilégié du trompe-l’œil, de l’illusion comique, du théâtre qui se dédouble et représente un théâtre, du quiproquo, des songes et visions; c’est le temps des sens trompeurs;
127
Véase II/cap. 1.2. Teuber (1989: 84). 129 Véase Agudeza (1988: vol. 1, 55). Aquí al concepto se le atribuye la capacidad de revelar analogías ya existentes en vez de crear nuevas. 128
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c’est le temps où les métaphores, les comparaisons et les allégories définissent l’espace poétique du langage.130
2.2. El actuar suplementario: racionalidad cortesana y perspectivismo barroco Gracián deja por resolver, al fin y al cabo, si el ingenio y la agudeza están en el centro de una estetización de la teoría cognitiva o más bien de una intelectualización de la estética.131 En El Criticón intenta recoger de forma utilitarista las ambivalencias en cuestión, haciendo declarar a Andrenio que lo bello y lo útil son lo mismo, con lo que la referencia a la variedad diferencial de la naturaleza ya corresponde a un modo de experiencia taxonómico: “[...] yo te confieso que, aunque reconocí y admiré en esta portentosa fábrica del universo estos cuatro prodigios entre muchos, tanta multitud de criaturas con tanta diferencia, tanta hermosura con tanta utilidad […]”.132 En el tratado sobre la agudeza, los ejemplos exclusivamente literarios testimonian de forma prioritaria el aspecto de la hermosura, mientras que las facetas prácticas del ingenio y la agudeza solo se insinúan. La tipología del discurso III de Gracián es el único lugar en el que se nos informa de su función y forma al establecerse una diferencia programática entre la agudeza del concepto, la verbal y la de acción.133 Solo 130 Foucault (1966: 65). La cita de Descartes formula una posición nominalista que se encuentra también en la neoescolástica barroca. Véase al respecto José Luis Abellán (1986: 614). Sobre la influencia de la escolástica tardía en Descartes, véanse Roger Ariew (1999), como también Étienne Gilson (1967) y Jean-Luc Marion (1981: 110-139). Foucault explica de forma ejemplar con el Quijote la situación de transición barroca. Aquí, el fracaso cómico del héroe se basa en la interpretación analógica de un mundo experiencial ordenado ya de forma nominalista (cf. 1966: 60-64). Hans Blumenberg interpreta de forma parecida El Criticón; aquí, según él, la metáfora del “libro de la naturaleza” que se lee analógicamente estaría ya obsoleta y le habría cedido el puesto a una variedad perspectivista de las formas de ver el mundo como corresponde también al esquema argumental del viaje (1981: 108-114). Sobre la metáfora libresca de la “Prose du monde”, Foucault (1966: 32-60). 131 Miguel Batllori (1958: 113 s.) ve en la “teoría estilística” de la agudeza el momento específicamente barroco que con Gracián supera la poética de la imitatio renacentista. 132 El Criticón, (1980: 94). Véase también, para nuestro contexto, la observación de la naturaleza que oscila entre el “provecho” y las “delicias” (1980: 87). 133 Agudeza (1988: vol. I, 58 s.).
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la última se ilustra con una breve anécdota sobre Alfonso el Sabio, la cual, no obstante, se aborda con más detalle en el “VI Primor” de El Héroe. Esta cuenta cómo el monarca ayuda resoluta y lúdicamente a un labrador recogiendo los sarmientos que este último estaba cortando en su viñedo.134 El ingenio no se expresa aquí en palabras, sino en acciones concretas; sugiere, por un cierto tiempo, el intercambio espontáneo entre los papeles del señor y el vasallo. La gracia de esta anécdota corresponde de forma estructural exactamente a esa “agudeza verbal”135 de la que trata Gracián en el discurso VIII como ponderaciones de contrariedad, no sin advertir de que se trata del “concepto que más le cuesta al ingenio; [...] Unir a fuerza de discurso dos contradictorios extremos, extremo arguye de sutileza”.136 Este tipo de concepto se basa también, a su vez, en la contraposición entre las sustancias y los accidentes, por lo tanto en la discrepancia entre el ser y la apariencia cuyos miembros quedan opuestos entre sí: “Consiste, pues, el reparo de contradicción en levantar oposición entre los dos extremos del concepto, entre el sujeto y sus adyacentes, causas, efectos, circunstancias, etc., que es rigurosamente dificultar”.137 La agudeza de acción del rey, como duplicación de una ponderación de contrariedad, sigue principios estrictamente retóricos. El cambio de papeles escenificado se basa en la estructura de un quiasmo antitético: el monarca, en su intención disimuladora, se apropia de los atributos externos del vasallo. Lo mismo le sucede a este a la inversa, pues es el superior, pero solo en apariencia. En ambos casos, las circunstancias engañosas y evidentes se oponen estrictamente al nivel de las sustancias imperceptibles, pero verdaderas. Por lo tanto, la agudeza de concepto y la agudeza de acción son estructuralmente homólogas: en la primera, la relación entre las sustancias invisibles y los accidentes visibles corresponden a la relación del significado y el significante, en la última a la de la verdadera persona y el papel disimulado.138 El sujeto indistinto del concepto retórico pasa a ser la identidad oculta de la agudeza de acción.
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Véase Baltasar Gracián: El Héroe (1986: 15 s.). Agudeza (1988: vol. 1, 58). 136 Ibídem: 105. 137 Ibídem: 106. 138 En este sentido, Hugo Friedrich habla de una “doble vida”: de la “aparente de la representación” y de la “oculta de la personalidad intangible” (1972: 170). 135
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Con lo cual se puede formular aquí la tesis de que el paso del hablar ingenioso al actuar instaura, al mismo tiempo, una antropología moral y cortesana sobre la base estructural de la estética conceptista.139 El aforismo 14 del Oráculo manual ofrece para ello fórmulas de una mordacidad programática. En él se generalizan los procesos de la agudeza verbal, el juego de las contingencias sustitutivas por encima de una sustancia semántica vacía,140 en una norma de comportamiento general de disimulación cuya estructura suplementaria se manifiesta claramente: 14. La realidad y el modo. No basta la substancia, requiérese también la circunstancia. Todo lo gasta un mal modo, hasta la justicia y razón. El bueno todo lo suple: dora el no, endulça la verdad y afeita la misma vejez [...].
Ya en el irisado estatus genérico del tratado sobre la agudeza —que como “programa para formar el ingenio”141 quiere inaugurar una nueva disciplina—, se puede reconocer esa transformación antropológica de la estética a la moralística.142 Seguramente es acertado afirmar que Gracián sitúa su proyecto entre la retórica y la dialéctica.143 Pero con la referencia explícita al actuar práctico recibe, al mismo tiempo, el estatus de un ars vivendi marcado por la agudeza. Los parámetros de esa 139
Las relaciones del Gracián “cortesano” con el Cortegiano de Baldassar Casitiglione las explica Manfred Hinz (1991), quien describe la “transformación de la estrategia conversacional de Castiglione” que hace Gracián y que es la condición para poder hablar “de disimulación o enmascaramiento” (1991: 146). Su análisis certifica a nivel retórico lo que hemos analizado como un desplazamiento epistemológico: mientras que el cosmos social de la corte remite, en el caso de Castiglione, a un orden divino en el sentido platónico, en el de Gracián, la latencia ‘nominalista’ de la sustancia crea, a la vez, la base teórico-cognitiva de la teoría de la disimulación. La analogía que establece Gracián entre el habla ingeniosa y el actuar se puede entender también como la amplificación cortesana del concepto retórico de la actio, el cual entiende la mímica y los gestos como instrumento de persuasión. Véase al respecto, en general, Volker Kapp (1990), en cuanto al contexto cortesano sobre todo pp. 44-47. En relación con la corte española, véase también Christina Hofmann (1990). 140 Véase Agudeza (1988: vol. I, 64). 141 Peter Werle (1991: 102). 142 Mercedes Blanco (1992: 477-555) ve una analogía general entre la escritura conceptista y la formación ética de la teoría en los jesuitas, pues lo importante en ambos casos es que se da un acercamiento probabilístico al caso individual, a lo particular. 143 Véase al respecto Werle (1991: 102 ss.).
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ingeniosidad que determinan el actuar estratégico del cortesano se introducen con todo detalle, especialmente en El Discreto, en el Oráculo manual y en El Héroe. Sus primeros Primores tratan de la central virtud del disimulo,144 tal y como se ejemplificará también más tarde en la anécdota mencionada. Según el estudio ya clásico de Norbert Elias, lo característico de los modelos de acción cortesanos consiste en una psicologización y racionalización que se desarrollan en la temprana modernidad.145 Esta psicologización, motivada por los beneficios del propio entorno vital, se concretiza en el permanente control de los afectos y en el disimulo de las verdaderas intenciones. En este sentido, la anécdota extraída de El Héroe puede ilustrar, a la vez, el hecho de que la agudeza de acción se base en una previsión constante y estratégica: no por casualidad se resalta que, ya antes del episodio mencionado, el regente viajaba de incógnito y sin su corte, “disfrazado con solos cuatro caballeros”.146 El aspecto solo de la ventaja concreta, que el propio Elias menciona repetidas veces como ejemplo, en el caso de Gracián no parece ser realmente evidente. Una razón para ello es que su obra se inscribe en una fase tardía de la reflexión moralística. La enseñanza normativa ya le ha cedido el puesto aquí a una estetización y abstracción,147 que surgen, seguramente, en buena parte del compromiso estructural que tiene la antropología cortesana con el discurso conceptista. En este sentido, la autorreferencialidad del lenguaje poético148 y la finalidad en sí misma que caracteriza el actuar real representan fenómenos complementarios. La agudeza del rey no se expresa, precisamente, mediante la exhibición de la superioridad fáctica, sino como inferioridad disimulada. Tampoco aspira a demostrar una idea ejemplar, sino que, al fin y al cabo, pone a la vista de todos la capacidad de captar, espontánea y resolutamente, las particularidades de una situación.
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Véase al respecto Ulrich Schulz-Buschhaus (1979: 411-430). Peter Werle sitúa el concepto gracianesco de la disimulación en el contexto de la discusión politológica contemporánea (1992: 55-70). 145 Norbert Elias (1976: 169-397). 146 Gracián: El Héroe (1967: 15). 147 “Ninguno de los dos primeros primores” de El Héroe “formulan [...] instrucciones para comportarse tácticamente, sino que tratan, en general, de los requisitos necesarios para conseguir la fama o la reputación” (Peter Werle 1992: 64). 148 Véase Roman Jakobson (1968).
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No obstante, el ejemplo del rey Alfonso se refiere implícitamente al entorno vital. La nivelación funcional del actuar cortesano hay que entenderla teniendo en cuenta la función ejemplar del monarca, quien incorpora, en cierto modo, el prototipo del cortesano perfecto. El ideal no necesita ninguna orientación, más bien la garantiza y, por eso, se basta a sí mismo con sus propias acciones. En este sentido, la anécdota viene a representar algo así como un ejemplo de lo ejemplar, ya que hace ver las condiciones generales que posibilitan la racionalidad cortesana como “triunfo” de una “eminencia en lo mejor”.149 En el aforismo 103 del Oráculo manual se detallan cuáles son las posibilidades de identificación que se le abren al cortesano a partir de ese ideal: 103. Cada uno la magestad en su modo. Sean todas las acciones, si no de un Rei, dignas de tal, según su esfera; el proceder Real, dentro de los límites de su cuerda suerte: sublimidad de acciones, remonte de pensamientos. Y en todas sus cosas represente un Rei por méritos, quando no por realidad, que la verdadera soberanía consiste en la entereza de costumbres; ni tendrá que invidiar a la grandeza quien pueda ser norma della. Especialmente a los allegados al trono pégueseles algo de la verdadera superioridad, participen antes de las prendas de la magestad que de las ceremonias de la vanidad, sin afectar lo imperfecto de la inchaçón, sino lo realçado de la substancia.150
La “majestad del individuo”151 corresponde, como explica la glosa, a una monarquía metafórica: cada uno se tiene que comportar, mediante sus acciones y dentro de sus posibilidades, como un “un Rei por méritos”. El regente no solo ocupa el cargo real, sino que, al mismo tiempo, garantiza su idealidad ejemplar. Esto es también lo que ilustra de forma ejemplar la anécdota del rey Alfonso: su agudeza pone de manifiesto una realeza interior, oculta, abstraída en atributo. Por lo tanto, se opone diametralmente a la pura y ostentativa superficialidad de la ceremoniosidad cortesana, tal y como se denuncia en 149
Así se titula el correspondiente Primor en El Héroe (1967: 16 s.). Baltasar Gracián: Oráculo manual y arte de prudencia (1997: 46; todas las citas que siguen a continuación están tomadas de esta edición). 151 Según Wolfgang Lasinger haciendo uso de una fórmula de Hugo Friedrich (véase Lasinger 2000: 204 s. para una interpretación más precisa del aforismo, ibídem). 150
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la glosa del aforismo 103. Además, la realeza, mediante la abstracción metafórica, se transforma de una medida referencial exterior en una norma interior que es obligatoria no solo para el cortesano, sino también para los súbditos. En este punto se cristaliza una estructura retórica que Jacques Lacan ha descrito como metafórico “passage du signifiant au signifié”.152 El significante —en este caso el del “rey”— se desmaterializa para desplazarse al nivel figurado del significado, es decir, la norma interior de lo “real”. Este mecanismo de identificación valorizadora remite, psicogenéticamente, a la formación del súper-yo: aquí se asimila por primera vez como norma propia la “métaphore paternelle”153 de la ley que antes era externa y ajena. En este contexto no es casual que la paternidad haya sido un atributo metafórico del monarca absolutista desde tiempos inmemoriales: ambas instancias actúan como medida normativa. Así pues, las estructuras identificativas del modelo del rey confirman a la vez la sentencia de Lacan, según la cual el inconsciente se fundamenta fuera de su propia interioridad, en el discurso del otro, elocuente y legislativo.154 Por lo tanto, Gracián presenta al cortesano ideal con una escisión fundamental: según el ideal del disimulo, nada señala en la apariencia externa a la realeza interior, la que, a su vez, es obligatoria para todos.155 Así, el monarca no solo aparece como el soberano en persona, sino, al mismo tiempo, como el significado trascendental que, en general, está en relación fundadora con el sistema de la sociedad cortesana y que define su modelo de subjetivación. Como ha mostrado Derrida, ese significado fundador tiene que estar dentro de la estructura —de lo contrario no sería determinable— y también fuera, pues la precede como principio fundador.156 Esta paradoja también se muestra en la anécdota tomada del Héroe mediante un reflejo refinado 152 Jacques Lacan: “L’instance de la lettre ou la raison depuis Freud” (1966: 515 s.). 153 Véase Jacques Lacan (1998. 175 s.). 154 “L’inconscient, c’est le discours de l’Autre” (Jacques Lacan: “Introduction au commentaire de Jean Hyppolite sur la ‘Verneinung’ de Freud”, 1966: 379). Véase también “La psychanalyse et son enseignement” (1966: 439). 155 Sobre el esquema de subjetivación del “modelo regio” contemporáneo, véase Lasinger (2000: 202-204). 156 Sobre esa paradoja general de los sistemas logocéntricos, véase Derrida (1967: 410).
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en el que se invierten la representación metafórica y la referencial: en lo que dura la escena, Alfonso representa, en el modo de la irrealidad, al vasallo, que interiormente es un rey, lo que garantiza a su vez su verdadero rango en el entorno vital. Así, en cierto modo, el regente se autolegitima siendo principio trascendental de su propia posición empírica. La escisión del cortesano, por el contrario, se manifiesta, como se pudo ver, en la agudeza de acción ejemplar de Alfonso, en la discrepancia entre una realeza interior inaccesible y un disimulo exterior. Esta, en el Oráculo manual, se refiere al horizonte intersubjetivo de la competición cortesana por el prestigio. Wolfgang Lasinger, en especial, ha mostrado la dinámica que gana esta en la lucha entre el desciframiento de posiciones ajenas y el ocultamiento de las propias intenciones.157 A la vez, el aforismo 179 se carga de una importancia programática: “Donde ai fondo están los secretos profundos, que ai grandes espacios y ensenadas donde se hunden las cosas de monta”, se dice en la glosa, tratándose, en definitiva, de “secretos sin contenido […] cosas valiosas que obtienen su importancia gracias al valor relacional en el juego estratégico para conseguir posiciones y actitudes. Esa profundidad no puede albergar la verdad sustancial. […] Gracián pone de manifiesto que la verdad tiene que tener un lugar”.158 Aquí se pueden mencionar otros paralelismos en relación con el ejemplo de Alfonso. También ahí el nivel del comportamiento concreto se relaciona con una base que lo posibilita, la cual queda semánticamente indefinida y calificada solo de forma implícita como una profundidad “regia” que tampoco gana contornos más claros en el aforismo 103 sobre la majestad del individuo. Paradójicamente ese centro se oculta en sus exteriorizaciones. Se basa únicamente en lo conceptual, como lo muestra, por ejemplo, la cualidad de lo “real”. Así, tras las artimañas disimuladoras del sujeto cortesano se puede ver que no hay sustancia. Jacques Lacan no ha dejado de hacer referencia a la primera escisión del sujeto, basada en la interacción paradójica de los desvelamientos y ocultamientos: en el yo inaccesible e irreflexivo de la profundidad, al que Lacan llama je, es en el que hay que ver el verdadero sujeto de la percepción. A él se opone el moi de las
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Lasinger (2000: 213 ss.). Ibídem: 215.
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identificaciones objetales y especulares, que son siempre equivocaciones mientras sean consideradas como la verdadera mismidad originaria.159 El aforismo 89 del Oráculo manual especifica esa estructura especular del perfeccionamiento permanente de la mismidad en el ámbito de la racionalidad cortesana. Además, concretiza también la interiorización abstrayente de la identificación exterior de sí mismo como principio de identificaciones idealizadoras. Se conceptualiza como un camino que va desde la “reflexión sobre sí” primaria y exterior hasta la secundaria interior: 89. Comprehensión de sí. En el Genio, en el Ingenio; en dictámenes, en afectos. No puede ser uno señor de sí si primero no se comprehende. Ai espejos del rostro, no los ai de ánimo: séalo la discreta reflexión sobre sí. Y quando se olvidare de su imagen exterior, conserve la interior para enmendarla, para mejorarla. Conozca las fuerças de su cordura y sutileza para el emprender; tantee la irascible para el empeñarse. Tenga medido su fondo y pesado su caudal para todo.
Si Gracián, en el prólogo dirigido al lector, califica el Héroe como “espejo manual”,160 entonces no solo es relevante la equiparación metonímica entre el libro y el modelo que figura en el título y que se constituye aquí como propuesta de identificación. También se describe con precisión la estructura especular de la función del yo. En los actos de una apropiación imaginaria de identidades que le son externas y previas, la verdadera mismidad, como consecuencia de un efecto de disipación,161 tiene que ser obligatoriamente inalcanzable: como el significado de la realeza que se exterioriza en las estrategias de comportamiento cortesanas, sigue siendo un “fondo” inaccesible lleno de “secretos profundos” y vacíos. En ningún lugar se muestra tan claramente esa estructura suplementaria de la formación identitaria como en la etimología del ideal gracianesco educativo de la persona, la cual originariamente
159 Sobre la relación entre el je como sujeto de la percepción y el moi como objeto de la equivocación, véase Jacques Lacan (1978: 59 ss.). Los mecanismos de las identificaciones especulares se trataron por primera vez en el estudio “Le stade du miroir comme formateur de la fonction du Je” (Lacan 1966: 93-100). 160 El Héroe (1986: 5 s.). 161 Jacques Lacan: “Subversion du sujet et dialectique du désir” (1966: 816).
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significaba la máscara del actor.162 Resalta lo impropio y lo teatral de la función del yo, que es, en sentido literal, excéntrica e incompatible con una verdadera mismidad profunda. Aquí se vuelve a mostrar el potencial deconstructivista de la moralística gracianesca. La verdad del yo no se puede aprehender con el lenguaje, que solo es capaz de captar la identidad como asimilación de los roles dados: el cortesano no se define con una mismidad sustancial, sino mediante una variedad de comportamientos estratégicos bajo el auspicio del poder y la dominación, variedad suplementaria y circunstancial, esto es, efímera. Según Foucault, inspirado por argumentos nietzscheanos, tales faltas son la condición necesaria para un criterio de la verdad que garantice el ordre du discours. El lenguaje figurado de la verdad solo puede enmascarar y negar el ideal de lo no figurado, implícito en una voluntad que se dirige a la verdad. Gracián, al recomendar la conducta táctica de “engañar con la misma verdad”,163 expresa esa relación paradójica mediante una aguda formulación aforística: Le discours vrai, que la nécessité de sa forme affranchit du désir et libère du pouvoir, ne peut pas reconnaître la volonté de vérité qui le traverse; et la volonté de vérité, celle qui s’est imposée à nous depuis bien longtemps, est telle que la vérité qu’elle veut ne peut ne pas la masquer.164
En el caso del jesuita Gracián apenas sorprende que su ideal educativo se base en un esquema de subjetivación y disciplina que remite a los Ejercicios espirituales de Ignacio de Loyola. También aquí, en las técnicas imaginativas de la “composición viendo el lugar” y de la “vista de la imaginación”,165 se aspira a una fusión identificativa con la imagen modelo que solape al propio yo pecaminoso y lo expulse al terreno de una latencia inaccesible. En la espiritualidad, ese proceso se conoce con el término de aniquilación. Si Gracián ahora ilustra directamente la apropiación reflexiva de una identidad ideal, como en la anécdota del rey Alfonso, entonces es como si estuviera efectuando una transformación cortesano-secular de las técnicas meditativas
162
Véase al respecto Marcel Mauss (1985). Sobre el ideal suplementario de la persona, véase también Lasinger (2000: 188-193). 163 Gracián: Oráculo manual, aforismo 13. 164 Michel Foucault (1984: 22). 165 Véase San Ignacio de Loyola: Ejercicios espirituales (1963: 209 s.).
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de la autoformación, técnicas estas que ya aplicaban con frecuencia medios de visualización anteriores a Loyola.166 Por otra parte, hay que ver una dimensión mediadora de la espiritualidad en la figura del rey, cuya divinidad167 mantiene la conexión con la trascendencia, pero que, al mismo tiempo, encarna la imagen ideal terrenal del cortesano. Pero las técnicas identificativas no solo se manifiestan en la interiorización de la imagen ideal, sino también en la apropiación estratégica de las intenciones contrarias. De esto dan testimonio los aforismos 13 (“Obrar de intención, ya segunda, y ya primera”) y 144 (“Entrar con la ajena para salir con la suya”) del Oráculo manual. Aquí, en la “regla del gran maestro”, se nota que se quiere justificar en general tal funcionalización secularizadora de los paradigmas espirituales de esta obra, una “pieza del ateísmo hipotético con el que la modernidad incipiente se asegura su autonomía terrenal casi de forma experimental”:168 251. Hanse de procurar los medios humanos como si no huviesse divinos, y los divinos como si no huviesse humanos. Regla de gran maestro; no ai que añadir comento.
Georg Eickhoff, al investigar esa regla a partir de su fuente bíblica e ignaciana, descubre que en ella los “medios divinos” junto con el “ámbito de la gracia divina” se integran “en la pragmática humana”.169 Esto se puede considerar como legitimación de una tácita profanación de las técnicas espirituales dedicadas a la autoformación que se 166
Véase aquí, respecto a Gracián, el estudio de Sebastian Neumeister (1997). Véanse, sobre la “divinidad”, los aforismos 3 y 160 del Oráculo manual. 168 Blumenberg (1981: 119). Este autor, en vez de esa lectura profanadora de la “regla de gran maestro”, prefiere una interpretación “postridentina” que asegura “en la realización temporal de todas las posibilidades de la naturaleza la infalibilidad del encuentro en el acto de gracia ya escatológico” (ibídem: 120). Esto, sin embargo, me resulta demasiado optimista si se tiene en cuenta el trasfondo de la concepción histórica fundamentalmente negativa del Barroco, en la que también Walter Benjamin basa su interpretación del drama y que tiene que ver con la parusía (véase Walter Benjamin 1983 ). 169 Georg Eickhoff (1991: 116). Para los rasgos ignacianos de la regla, véase también Ignacio Elizalde S. J. (1980). W. Lasinger (2000: 171) ve una superación de la oposición básica entre lo “humano” y lo “divino” en el cruce quiasmático del aforismo, por lo que la nivelación semántica que constata apoya completamente la tesis de la secularización. 167
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puede percibir muchas veces en la moralística de Gracián. Asimismo, la transformación secular de la aniquilación en objetivos estratégicos radica en una negatividad fundamental de la imagen que se tiene en la corte del hombre.170 Remite a la homología estructural de la agudeza verbal y de la agudeza de acción, ya que ambas, sobre la base de las sustancias inaccesibles, integran los accidentes lingüísticos y circunstanciales en nuevas relaciones ingeniosas y sorprendentes. Esa estructura suplementaria de la antropología y retórica del Barroco tardío está estrechamente relacionada con una nueva concepción del ingenio. Ya no opera de forma deductiva como, por ejemplo, en los procesos silogísticos de la deducción,171 sino que reacciona más bien de forma inductiva respecto a la materia hallada, sea esta ahora las circunstancias especiales de una situación concreta o el potencial asociativo y combinatorio de los significantes. En esto se basa el momento innovador, y muchas veces ignorado, de la recepción que llevó a cabo Gracián de la tradición antigua y escolástica. El carácter ad hoc de la agudeza se encuentra diametralmente opuesto a los procesos apriorísticos, y en general sistemáticos, del esclarecimiento de la verdad. Con esto, la agudeza es claro síntoma de una nueva antropología empírica que ya no se deriva de las condiciones metafísicas, como la de una relación nominalista con el mundo que se manifiesta en la apropiación productiva del individuo. La naturaleza espontánea y ocasionalística de la agudeza —el aforismo 288 del Oráculo manual da en el clavo al respecto cuando reivindica programáticamente “vivir a la ocasión”— se hace patente hasta en la forma de los tratados gracianescos. Por estar tan fijada en lo nuevo y lo sorprendente es imposible predecirla. Solo el propio uso, el ejemplo concreto, puede ilustrar claramente sus particularidades. Por eso Gracián eligió para su tratado toda una colección de ejemplos elocuentes procedentes sobre todo de la literatura manierista, especialmente de la epigramática latina y de la lírica barroca. Al mismo tiempo, la clasificación posterior en subtipos variados pretende hacer una sistematización que, en realidad, no se cumple. Apenas puede disimular la falta de principios apriorísticos, especialmente las categorías establecidas no siempre están lo suficientemente diferenciadas 170 Véase al respecto —en relación con el contexto francés— Karlheinz Stierle (1985). 171 Véase Cicerón: De oratore, II, 158.
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y, en la construcción paradigmática, se echa de menos un orden riguroso y general. Tras los numerosos discursos se esconde una antología suelta, seleccionada y comentada de forma subjetiva. Esto se corresponde, por otro lado, con el “principio antológico”172 según el cual está organizada la colección de aforismos del Oráculo manual. En cuanto al contenido, no obstante, tiene un carácter mucho menos ejemplificador que el tratado sobre la agudeza y prefiere definir los requisitos generales y abstractos de la racionalidad cortesana. Estos ahora exigen, como se vio, un actuar resoluto y estrictamente relacionado con la situación concreta, un actuar que va en contra de la instrucción reglamentada y del cálculo apriorístico. Según las propias palabras de Gracián, el “natural imperio” se debe más bien a una “secreta fuerça de superioridad”.173 Esto se puede reconocer ya en la “aporía pragmática”174 de la introducción dirigida al lector. Según esta, la obra no se dirige a los que están dispuestos a aprender ni a los inexpertos, sino más bien al círculo de sabios, es decir, de los experimentados e iniciados que son capaces de reaccionar de forma flexible ante los puntos de vista tan cambiantes de lo aparentemente conocido. “Haze mui diferentes visos una misma cosa si se mira a diferentes luzes”, se revela en la glosa al aforismo 224 (“Saber tomar las cosas”). También en este caso es válida la condición general epistémica de una discrepancia tajante entre la apariencia y el ser, tal y como se formula programáticamente en el aforismo 99 (“Realidad y Apariencia”).175 Por lo tanto, en el Oráculo manual la racionalidad cortesana y el perspectivismo barroco llegan a coincidir ante el trasfondo del engaño. Si, además, Gracián muestra que esto es la herencia del escepticismo español, sobre todo en la experiencia de un engaño omnipresente, entonces él mismo supera dicha tradición en un aspecto determinante: la conciencia pesimista de un mundo que se ha vuelto opaco la reinterpreta como condición positiva que posibilita la ética y estética
172
Lasinger (2000: 46). Véase aforismo 42 (Oráculo manual, 1986: 126). 174 Véase al respecto, también en relación con los Ejercicios ignacianos, Lasinger (2000: 46 ss.) y 73-75 sobre la “modalidad de enunciado deóntico” en el Oráculo manual, que define un marco general de comportamientos éticos. 175 “Las cosas no passan por lo que son, sino por lo que parecen” (Oráculo manual 1986: 156). 173
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barrocas. Así, por una parte, se puede disponer de la apariencia como medio estratégico en la competición social. Por otra, es el medio poético de una reproducción de puntos de vista externos tras los cuales el verdadero sujeto también se le vuelve invisible al lector en ocasiones, así como las intenciones del cortesano al rival desprevenido. Es obvio que también en ese perspectivismo ético y estético se ve la influencia latente de una relación (pos)copernicana con el mundo. Con el descubrimiento de la rotación de la Tierra “se pone en movimiento el lugar desde el que se ubica el que observa el mundo”,176 mientras que el observador aristotélico-ptolemaico veía moverse el firmamento. Ahora la visión sobre las cosas está inversamente determinada. Ya no se determina por los objetos, sino por la posición móvil y en permanente transformación desde la que observa el sujeto. Esto se adecúa, como ha constatado Hans Blumenberg, al motivo literario del viaje, que Gracián elige en el Criticón como principio organizador más importante de la trama.177 También la perspectiva predominantemente secular, que va perdiendo de vista cada vez más la razón de ser metafísica del mundo, se puede relacionar así con el descubrimiento copernicano de las causas que mueven el mundo sin ser espirituales. Severo Sarduy, en su estudio sobre el Barroco, ha dado un paso más. Partiendo del descubrimiento que hizo Kepler de la forma elíptica de las órbitas de rotación de los planetas, vio también en la elipse retórica una figura dominante del alto Barroco español: en la pintura de El Greco y Velázquez, y en la literatura, por ejemplo, de Góngora.178 Especialmente dos argumentos parecen apoyar la deducción analógica de Sarduy: primero la etimología, que remite a la relación semántica de falta y omisión; segundo, el hallazgo geométrico de que la elipse tiene dos centros y, por eso mismo, ninguno verdadero. No obstante, en cuanto a una percepción perspectivísticamente quebrada —y es Gracián, sobre todo, el que no solo la escenifica estéticamente, sino quien la refleja también de forma teórica— parece más pertinente considerar una explicación más sencilla. El observador posicionado en una órbita elíptica se encuentra frente a un objeto fijo en la perspectiva excéntrica. Así, no solo cambia el ángulo visual en cada instante, sino también la distancia espacial. El objeto observado se 176
Blumenberg (1981: 108). Ibídem. 178 Severo Sarduy (1975: 87-132). 177
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desintegra en infinitas visiones, proporciones y tamaños, y produce la impresión de estar en permanente metamorfosis. Aunque persevera en su posición fija, la multitud de formas aparentes parece representar el ser paradójico del propio objeto. Como ocurre con el concepto, la verdadera sustancia nunca se puede captar directamente, sino solo aproximadamente, teniendo en cuenta las coordinadas espaciales y temporales de su observación. En el cálculo infinitesimal se podría ver un paralelismo matemático que no por casualidad es una invención barroca. Sin embargo, en nuestro contexto parece más acertada aún la analogía estructural con la concepción gracianesca de la agudeza en palabras y hechos. Tanto en uno como en la otra, la sustancia se hace totalmente irreconocible tras un raudal en el que proliferan los accidentes,179 los cuales se ofrecen en combinaciones siempre nuevas y sorprendentes. En este sentido, el astrónomo Kepler se presenta como una especie de prototipo epistémico del Gracián cortesano y poeta, y no sorprende que el “Veedor zahorí” del Criticón, un descendiente del geomántico árabe en el Barroco tardío, identifique las diferentes formas aparentes de un objeto con la verdad camaleónica y lo exprese con estas lacónicas palabras:180 —[no hay] verdaderos colores en los objetos, [...] el verde no es verde, ni el colorado colorado, sino que todo consiste en las diferentes disposiciones de las superficies y en la luz que las baña. —¡Rara paradoxa! —dixo Critilio. Y el Veedor: —Pues advierte que es la misma verdad, y assí verás cada día que, de una misma cosa, uno dize blanco y otro negro; según concibe cada uno o según percibe, assí le da el color que quiere conforme al afecto, y no al efecto.181
Esto nos hace pensar directamente en la equiparación de la esencia y la existencia, esto es, de la esencia trascendental y de la existencia fáctica con la que Francisco Suárez, en sus Disputationes metaphysicae, se aparta de la antropología medieval tomista.182 La inaccesibilidad de 179
Véase Agudeza (1988: vol. I, 64). Véase al respecto Theodore L. Kassier (1976). 181 El Criticón (1980: 652). 182 Véase Suárez: Disputationes metaphysicae (XXXI, VI, 1; 1960: vol. V, 52) y también II/cap. 1.2. del presente estudio. La comparación que hace el Zahorí entre 180
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las sustancias tampoco permite que el Criticón de Gracián concluya con el descubrimiento de Felisinda, la alegoría de la felicidad terrenal por la que suspiran los dos protagonistas de la novela en el transcurso de su viaje. Al final solo les queda el panorama de la “Rueda del tiempo” desde las colinas de Roma.183 Sin embargo, el desengaño final no permite ver en absoluto la esencia de las cosas, sino que consiste únicamente en entender que todo ver es espacial y temporalmente relativo. La razón humana queda privada del conocimiento de las sustancias, tal y como lo expresa con palabras bien claras la figura alegórica del Zahorí: —¿Qué puedes tú ver —replicó Andrenio— más de lo que vemos nosotros? —Sí, y mucho. Yo llego a ver la misma sustancia de las cosas en una ojeada, y no solos los accidentes y las apariencias, como vosotros; yo conozco luego si hay sustancia en un sujeto, mido el fondo que tiene, descubro lo que tira y dónde alcança, hasta dónde se estiende la esfera de su actividad, dónde llega su saber y su entender, cuánto ahonda su prudencia [...].184
Si Diego Saavedra Fajardo, por ejemplo, en sus empresas didácticas sobre la Idea de un príncipe político explica con la imagen del telescopio cómo cambia la percepción de la realidad dependiendo de la perspectiva, es porque los trasfondos astronómicos del perspectivismo contemporáneo siguen estando muy presentes a nivel metafórico.185 Pero la influencia de la relación (pos)copernicana con el mundo sobre la episteme barroca es mucho más amplia: llega hasta los ámbitos institucionales. Así pues, en el contexto jesuítico especialmente nos encontramos con una formación teórica ética y jurídica que tiene un carácter aproximativo y una orientación completamente empírico-pragmática.186 Como el concepto de Gracián, también la
los historiadores y los tintoreros permite suponer una referencia directa al ejemplo de los colores de Huarte de San Juan, con el que también se ilustra la variedad potencial de las perspectivas (véase Huarte de San Juan: Examen de ingenios, 1989: 173). 183 Gracián, El Criticón (1980: 812). 184 Gracián, El Criticón (1980: 640 s.). 185 Diego Saavedra Fajardo (1946: 198 s.; “Empresa VII”). 186 Véase, sobre estos aspectos, René Fülöp-Miller (1960: 231-316, también para más datos bibliográficos).
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casuística y el probabilismo moral se fundamentan en una indeterminabilidad esencial del sujeto que requiere técnicas de acercamiento para cada caso individual. Desde las circunstancias externas, es decir, de los accidentes, se cierran las probabilidades de un comportamiento adecuado y la decisión correcta que, en el caso de su confirmación empírica, entran en el canon casuístico. El perspectivismo se encuentra de forma todavía más evidente en el campo de las artes plásticas, en las que destaca, de nuevo, el papel precursor de los jesuitas. Andrea Pozzo, por ejemplo, coetáneo de Gracián, justifica la enseñanza sistemática de la perspectiva en la pintura. Aquí mencionamos sobre todo un detalle representativo que, en nuestro contexto, remite claramente a la transformación permanente y siempre sorprendente del objeto desde la posición móvil del observador: la intensa actividad con las posibilidades creativas del trompe-l’œil y de la anamorfosis llega hasta el campo de la literatura.187 Si se quisiera mencionar un sustrato antropológico común, inherente a las formas aparentes éticas, jurídicas y estéticas de la subjetividad barroca, entonces este consistiría en la reducción rigurosa a sus aspectos externos y accidentales. Esta exteriorización se corresponde negativamente con una interioridad que, si bien se sigue llamando así, se le va privando cada vez más de su sustancia metafísica.188 Como el Andrenio del Criticón de Gracián, el hombre no se define tanto sustancialmente, en correspondencia analógica con el cosmos divino, sino más bien de forma diferencial, como un ser más —si bien privilegiado— de la creación. Así pues, el “horreur du vide”189 barroco se presenta como el efecto de una situación epistémica ambivalente que ahora se inclina claramente hacia una dirección empírica progresista.190 Esto parece confirmar la dialéctica que, finalmente, llevó al Foucault tardío a 187 Sobre la anamorfosis en general, véase Jugis Baltrusaitis (1985). En comparación con la de la pintura, la anamorfosis literaria no se ha investigado mucho. Aquí remitimos a César Nicolás (1986). 188 Con respecto al Oráculo manual y la desustancialización de las verdades cristianas, véase Lasinger (2000: 215). 189 Sarduy (1975: 82). 190 A diferencia de sus precursores escépticos, Gracián apenas se esfuerza ya por armonizar la atrofiada interiorización nominalista con las posiciones escolásticas. Como máximo se encuentran concesiones al nivel terminológico o en aspectos parciales de su obra, sea en la presentación de doctrinas ortodoxas de la Edad Media
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abordar la cuestión del sujeto a partir de tempranas investigaciones sobre la historia del conocimiento y el análisis del poder. En este sentido, el prefacio a L’usage des plaisirs, del segundo volumen de la Histoire de la sexualité, formula un posicionamiento programático. Foucault sitúa aquí la experiencia de sí mismo en el campo de tensión de los ámbitos del saber, los tipos de normatividad y las formas de subjetividad,191 lo que pone en el centro de atención sobre todo dos objetivos analíticos: “[...] cette analyse de l’homme de désir se trouve au point de croisement d’une archéologie des problématisations et d’une généalogie des pratiques de soi”.192 La arqueología, por lo tanto, fundamenta la constitución de sí mismo en el contexto epistemológico y, con ello, describe su dimensión teórica y cognitiva. Por el contrario, la genealogía relaciona las pratiques de soi con los sistemas de poder institucionalmente anclado. Por consiguiente, la esencia del poder se puede reconocer como hipóstasis de un saber abstracto como si fuera una autoridad viva. Hace que la subjectivation aparezca como un efecto epistemológico e institucional a la vez. De ahí se explica la ambivalencia fundamental en la relación del sujeto consigo mismo: su activa constitución se sigue realizando simultáneamente en un acto pasivo de sumisión.193 En este sentido, no solo la subjetivación barroca ha demostrado ser claro efecto de una fase de transición en la historia del conocimiento. También los ámbitos institucionales llevan el sello de la situación liminal epistémica: tanto la corte absolutista como el sistema judicial casuístico crean normas y códigos en los que se puede reconocer sintomáticamente el desarrollo de la introspección metafísica a la exteriorización empírica del sujeto.
transmitidas por boca de Critilo, el protagonista de su novela, sea en su única obra religiosa, titulada Comulgatorio. 191 “Le projet était donc d’une histoire de la sexualité comme expérience, —si on entend par expérience la corrélation, dans une culture, entre domaines de savoir, types de normativité et formes de subjectivité” (1984: 10). 192 Ibídem: 21. Sobre el análisis genealógico del sujeto, véase, para más detalle, la entrevista “Zur Geneaologie der Ethik: Ein Überblick über laufende Arbeiten” (Foucault 1987: 274-281). 193 En relación con esto, Foucault menciona en diferentes pasajes la ambigüedad semántica del “assujettissement des hommes, [...] leur constitution comme ‘sujets’ aux deux sens du mot” (Foucault 1976: 81.). Véase también Foucault (1987: 246) y, sobre el aspecto doble característico de la subjetivación y objetivación en relación con la introspección cristiana, “Le combat de la chasteté” (1994: 307).
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Esa tendencia creciente hacia la exteriorización remite al principio ordenador y espacializador del “plissement”, en el que Gilles Deleuze ve la signatura caracterizadora.194 El puro principio relacional del plegamiento recíproco describe acertadamente el juego combinatorio de los accidentes que entran en conexiones y configuraciones constantemente nuevas —se trate ahora de los significantes de un texto poético o de las coordinadas espacio-temporales de una situación cortesana y jurídica—.195 Al mismo tiempo, el horror vacui barroco sigue estando inseparablemente unido al plissement exteriorizador. No por casualidad Deleuze, en su genealogía del pensamiento barroco, remite principalmente a Leibniz, quien concibió el alma como mónada sin puertas ni ventanas que extrae sus percepciones de un fondo sombrío y abismal.196 A la desustancialización de la introspección, que constituye en cierto modo el aspecto negativo de las actividades mundanas del sujeto barroco, responde en los siglos xvi y xvii un movimiento no tan espectacular, en comparación, pero no por eso menos representativo. Los recogidos —el término abarca las corrientes espirituales del Siglo de Oro—197 extraen del engaño y de un ámbito vital que se ha vuelto contingente la consecuencia opuesta. Evitan la confrontación directa con la apariencia y responden al horror vacui no de una forma
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Gilles Deleuze (1988). Un fenómeno especial dentro del ocasionalismo barroco lo representa la “incompossibilité”: una “forma de exclusión” de dos posiciones que es válida no por principio, sino solo en determinadas constelaciones. Véase al respecto Deleuze (1988: 79 ss.) y, en relación con el aforismo 251 del Oráculo manual, Lasinger (2000: 171 s.). 196 Como resalta Deleuze en referencia al estudio canónico de Heinrich Wölfflin, esa relación antinómica se experimenta directamente en la arquitectura sacra de la época barroca, pues en ella la abundante ornamentación de las cargadas fachadas crea con frecuencia contrastes de gran efecto respecto al hermetismo trascendental y la tranquilidad de los espacios interiores, los “coffret[s] où repose l’absolu” (Deleuze 1988: 40). Véase para ello también Heinrich Wölfflin: “en las partes superiores, la superficie y el contenido se unen de forma más calmada; la completa quietud se reserva para el interior y es precisamente este contraste entre el lenguaje intranquilo de la fachada y la sosegada calma del interior el que constituye uno de los efectos más grandiosos producidos por el arte barroco (1965: 47; la cursiva es mía). Las dimensiones antropomórficas de la arquitectura sacra se basan, en definitiva, en la alegoría bíblica de la iglesia como cuerpo de Cristo. Véase al respecto Hans Jantzen (1987: 151 ss.). 197 Remito por ahora al estudio materialista de Andrés Martín (1975). 195
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estratégica, sino ascética. La retirada interior y exterior de un mundo tentador y de las incertidumbres éticas es para ellos la única vía que permite llevar una vida cristiana bajo el auspicio de la semejanza con Dios. Las técnicas del recogimiento interior que conciben para ello provienen de las tradiciones monásticas y místicas.198 Tampoco hay que pasar por alto que la recentralización ortodoxa del sujeto, unida a la popularización del estilo de vida monacal, se sirve principalmente de categorías negativas. En el primer plano de la subjetivación espiritual no se encuentra la adaptación positiva de modelos, sino la aniquilación de la mismidad. Por lo tanto, hay que preguntarse si las guías espirituales del Siglo de Oro podían ofrecer realmente una alternativa sustancial a los modelos de personalidad suplementarios de los contextos terrenales y, sobre todo, a la pérdida del centro copernicana. Solo teniendo en cuenta esto se podrá valorar, en el contexto cortesano y ascético de la época, la fuerza sintetizadora de los Ejercicios ignacianos. Al contrario que las guías espirituales, estos buscan y encuentran caminos para la relación espiritual con uno mismo, sin perjuicio de los intereses terrenales ni de sus necesidades tácticas. El hecho de que recurran al dispositivo estructurador de la retórica de los afectos, abre, en definitiva, las técnicas de la meditación espiritual a los procesos de la imaginación poética. 2.3. ¿Recentralización metafísica? Sobre la genealogía de la espiritualidad Los poderosos movimientos espirituales del Siglo de Oro fueron difundidos sobre todo a través de las guías espirituales de la época. Esta literatura de masas, tan poco estudiada, si bien se presenta de forma muy dispar en cada caso, lo cierto es que persigue una meta común: la popularización de los ideales de vida monacales y del cuidado de uno mismo. La mayoría de las veces se trata de textos prescriptivos que
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El enorme número de ediciones publicadas de guías espirituales, que fueron realmente literatura de masas en el Siglo de Oro, nos da una idea de la urgente demanda que había al respecto. Según Gerhard Poppenberg (2000: 152), las guías espirituales son “la forma literaria de la época que más difusión tuvo”. Véase también Poppenberg (2009: 58-107).
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introducen al recogimiento y a la retirada de un mundo de potenciales yerros y engaños.199 Francisco de Osuna —que con el Abecedario espiritual en cinco volúmenes, del año 1527, redactó una de las primeras y más conocidas guías, la cual se seguiría editando hasta bien entrado el siglo xvii— encuentra para ello la fórmula programática del “entrar dentro en sí”.200 Esta sugiere, no por casualidad, que antes de esa entrada, la interioridad estaba vacía y deshabitada o, al menos, no habitada por el propio yo, pues el recogimiento se lleva a cabo como despedida de un yo pecador que tiene que cederle la plaza a un hombre nuevo purificado. Esta renovación interior apunta sobre todo a lo más alto de las tres potencias del alma: por regla general, las guías —de las que el Tercer Abecedario de Osuna nos servirá en adelante de ejemplo representativo— ofrecen instrucciones para amortiguar la voluntad propia, corrompida por el pecado original.201 Ese amortiguamiento tiene que dejar espacio para el examen de conciencia de la voluntad divina superior que, en lo sucesivo, gobernará sola en el alma humana: Pero será bien mirar que nosotros y nuestra voluntad somos poca cosa, y si queremos noblecer esta voluntad para que su querer sea de mucho precio, no hay otro remedio sino unirla y juntarla muy fuertemente con otra voluntad que sea de infinita excelencia, y que la juntemos de tal manera que ninguna otra cosa quiera, sino lo que aquella voluntad infinita quisiere, y entonces el querer de nuestra flaca voluntad será de infinito valor y grandeza, pues que, no curando de su proprio querer, tiene el querer de la voluntad infinita, la cual es la voluntad de Dios.202
El proceso de aniquilación se caracteriza por una paradoja fundamental en la que se vuelve a radicalizar la ambivalencia del 199
Una buena visión de conjunto sobre la espiritualidad española la ofrece Andrés Martín (1975). Véase también la compacta y concisa exposición de Gerhard Poppenberg (2009: 58-107), así como también Angelo J. DiSalvo (1999). 200 Francisco de Osuna: Tercer Abecedario espiritual (1998, IX: 294-296). Si bien la mayoría de las obras apareció en la primera mitad del siglo xvi, la enorme cantidad de ediciones —para esa época— testimonia que respondían a una necesidad de recepción que siguió siendo virulenta hasta bien entrada la época barroca. 201 Véase, para la relación entre el pecado original y la teología de la voluntad, Francisco de Osuna: Ley de amor santo (Cuarto Abecedario espiritual) (1948). 202 Fray Alonso de Madrid: Arte para servir a Dios (1948: 165). Véase también Osuna, quien habla de una “vacuidad del corazón para ser lleno de Dios” (Tercer Abecedario: IV, 5, 1998: 174).
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assujetissement entre la constitución y la sumisión, pues la aniquilación es, al mismo tiempo, engrandecimiento de uno mismo y unión mística, ya que la voluntad humana particular se abandona en la entrega amorosa a la voluntad divina:203 “El ánima [...] sale de sí misma saltando de sí o volando sobre sí”.204 Osuna y otros parafrasean repetidas veces esta experiencia interior de la superación de un yo pecador anterior con el estado del “no pensar nada”.205 Pero no por ello el vacío espiritual es un engrandecimiento recibido de forma pasiva, impredecible e incontrolable como en la gran mística medieval, sino el efecto de un esfuerzo consciente y disciplinador que, desde el principio, aspira a eliminar la capacidad del raciocinio: “Habla del asosiego del ánima, diciendo: íntimamente asosiega y acalla tu entendimiento”206 es el título de un tratado central del Tercer Abecedario. Así pues, se evidencia que el sometimiento sistemático de la voluntad y pensamiento propios apunta a dos potencias del alma que, en el contexto contemporáneo del escepticismo español, siempre estuvieron expuestas a una crítica fundamental que pretendía derribarlas. En relación con la antropología tomista, como se ha podido ver, el alcance del entendimiento humano —y no solo este, sino también la competencia para decidir— postulado por Juan Luis Vives, Huarte de San Juan o Francisco Sánchez quedó considerablemente limitado.207 El intelecto apenas es capaz de concebir la sustancia metafísica que hay detrás de la apariencia sensorial, lo que reduce también especialmente las posibilidades de conocerse a sí mismo. Como consecuencia, la voluntad, en su búsqueda de decisión, se puede apoyar en un juicio de la razón, solo fiable de forma condicional. El sujeto, por lo tanto, no solo queda a merced de una apariencia engañosa de todo lo terrenal, sino también confrontado con la inquietante inaccesibilidad de su propia interioridad. Ante este trasfondo, el recogimiento se presenta como compensación espiritual de las relativizaciones que propone el escepticismo de la época en la doctrina agustiniana sobre el alma. Su meta es una
203 Sobre este aspecto, véase Francisco de Osuna: Ley de amor santo (Cuarto Abecedario espiritual) (1948: 319-327 y passim). 204 Tercer Abecedario (VI, 2, 1998: 202). 205 Ibídem XXI, 5, 1998: 559 y passim. 206 Ibídem XXI, 1998: 542-569. 207 Véase II/cap. 1.2. de este estudio.
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positivización metafísica, lo que más tarde será característico del horror vacui barroco, pero aspira también a recuperar el dominio perdido del conocimiento y la capacidad de decisión. Francisco de Osuna entiende de forma totalmente explícita la referencia contrastiva al nominalismo, que ve las engañosas observaciones sensoriales como la causa del engaño omnipresente. A semejanza de Vives, él interpreta la apariencia y la inaccesibilidad de las sustancias sobre todo como peligros teológico-morales. Lo que se le presenta a los sentidos exteriores puede ser, en cualquier momento, un ardid del demonio tentador. El “entrar en sí” actúa contra él, pues cierra la puerta “a todo engaño del demonio, que comienza siempre por alguno de los sentidos”.208 Luego, en aras de un mejor control, el recogimiento traslada la confrontación con el mal al “hombre interior”. Pero incluso ahí espera impaciente el engaño en forma de “asechanzas”, “[...] astucias del demonio” y “falsas amistades”.209 Por eso, la opacidad potencial de la experiencia interior exige una univocidad moral, un dispositivo ordenador y universalizador. El modelo adecuado para una superposición de esta índole lo encuentra la espiritualidad en el esquema de la lucha psicomáquica del alma. En el séptimo tratado del Tercer Abecedario de Osuna se encuentra una plástica descripción de la “guerra de los pensamientos” y la “batalla interior” que se da entre las fuerzas buenas y las demoníacas.210 Según una paradoja específicamente espiritual, el autoengrandecimiento solo se consigue con humidad, humillación y abandono de sí mismo. Por eso, la victoria alegórica se sella con la mencionada renuncia de la voluntad propia, pues solo así se abre el alma a la voluntas divina y queda protegida de las tentaciones enemigas. En este punto, el recogimiento se hace reconocer como imitación interior del modelo mesiánico. El que sacrifica la mayor potencia del alma repite la muerte salvífica de Cristo y el sacrificio por la fe de los mártires211 en el reino de la experiencia interior. La aniquilación 208
Tercer Abecedario, XXI, 5, 1998: 559. Ibídem VII, 1, 1998: 217 y también VII, 2, 1998: 220. 210 Ibídem 1998: 215-239. 211 Así como el mártir entrega su vida por la fe, el ejercitante también sacrifica la voluntas como la parte más valiosa de su alma para poder unirse con Dios. Mientras que los primeros Padres de la Iglesia identificaron el martirio sobre todo con la virtud de la fortitudo, a partir de santo Tomás de Aquino se considerará principalmente como un acto de amor (S. th., II.I, 124): una interpretación que fue aprobada por el 209
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espiritual, por lo tanto, representa una imitatio Christi en forma de vita contemplativa.212 Luego, al menos según la primera impresión, la espiritualidad parece instaurar el discurso fundador del orden de la teología medieval como baluarte contra la influencia corrosiva del Humanismo escéptico. Con lo cual habría que preguntarse si el “loss of self” y la confrontación combativa de la “authority and alien”213 son realmente criterios diferentes de una self-fashioning, tal y como lo cree Stephen Greenblatt, o si no constituyen ya la herencia de una forma mucho más antigua de la relación con uno mismo.214 De nuevo Michel Foucault y Gilles Deleuze nos ofrecen una posible respuesta. El primero vio la subjetivación “au point de croisement d’une archéologie des problématisations et d’une généalogie des pratiques de soi”,215 en un punto de convergencia, por lo tanto, donde se manifiesta como deducción del saber y también como el efecto de las prácticas. El aspecto doble implícito de ese “assujettissement”216 entre constitución y sumisión lo ha intentado expresar Gilles Deleuze con
Concilio de Trento y tuvo también acogida en la espiritualidad. En la inmolación tanto exterior como interior es característico un sentimiento paradójico entre el gozo y el sufrimiento, de ahí que en las actas de los mártires siempre se transmita, por ejemplo, la gratitud a Dios cuando alcanzan la cumbre del suplicio, lo que se parece mucho a la vivencia del gozar extático de los recogidos. Otro paralelismo se encuentra en la curación del alma mediante los estigmas interiores (sufridos en la lucha amorosa del alma) y exteriores (provocados por los torturadores). En el caso de Teresa de Ávila se puede seguir biográficamente, en cierto modo, el desarrollo de un martirio exterior a una muerte interior espiritual: si al comienzo de su Libro de la vida describe cómo se fue ya de la casa paterna junto con su hermano para poder encontrar el martirio en tierras árabes, esa predisposición a la entrega exterior aparece transformada más tarde en la transverberación interior (véase el Libro de la vida, 1987: I, 4-5, 121 s. y también XXIX, 13, 352 s.). 212 Del sacrificio interior habla también Tomás de Kempis, cuyo libro edificante De imitatione Christi tuvo una influencia decisiva en Ignacio de Loyola (véase Kempis 1966: VI, 8-9, 445-453). Sobre el “doble seguimiento de Cristo” y la diferencia entre la imitación exterior e interior, véase también Osuna: Tercer Abecedario, 1988, XVII, 457-480 y también fray Alonso de Madrid (1948: 162 y passim). 213 Stephen Greenblatt (1980: 9). 214 Al menos en este limitado ámbito parece constatarse la tesis defendida por Joachim Küpper (1990) de una renovación del discurso medieval en la España del Siglo de Oro. 215 Foucault (1984: 21). 216 Deleuze (1986: 110).
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la imagen plástica del pliegue.217 De este modo remite a una metáfora ambigua que Foucault utiliza en su obra de diferentes maneras y que significa una duplicación interior de lo exterior, “le dedans comme opération du dehors”:218 “C’est comme si les rapports du dehors se pliaient, se courbaient pour faire une doublure, et laisser surgir un rapport à soi, constituer un dedans qui se creuse et se développe suivant une dimension propre”.219 Sería tentador, pero demasiado simplificador, entender ese modelo de la duplicación tan solo como interiorización individual de modelos discursivos exteriores. Por plissement se entiende más bien ese lugar especial en la configuración del saber en el que se evidencia la subjetivación como consecuencia de la episteme, para formularlo con la plasticidad del modelo espacial. En este sentido, la introspección se presenta no tanto como el acto consciente de una introyección psicológica, sino más bien como el efecto del saber. Esta idea imagina el acto de la constitution de soi como fundamentalmente determinado, pues concibe el aspecto productivo de dicha constitución dependiente de la receptiva y previa relación con el poder y el saber.220 La espiritualidad encuentra en la imagen y semejanza de Dios con los hombres ese lugar epistémico especial del plissement en el que la exterioridad de un saber teocéntrico-analógico se pliega en la interioridad del sujeto.221 San Agustín fundamenta en ella su concepción trinitaria del alma humana con las potencias de la voluntas, memoria y del intellectus,222 y santo Tomás de Aquino les dio una forma que siguió siendo decisiva para el Siglo de Oro español.223 Pero la base para una práctica de vida concreta, orientada por un modelo, no se crea hasta que en el Nuevo Testamento aparece Cristo como imagen
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Ibídem 1986: 101-130 (“Les plissements ou le dedans de la pensée: subjectivation”). 218 Deleuze (1986: 104). 219 Ibídem 1986: 107. 220 A Deleuze le parece que el modelo del plissement responde a una “pensée du dehors” que había fascinado desde siempre a Foucault en cuanto la posibilidad que tiene el pensamiento de expulsar de la reflexión al sujeto trascendental (véase Foucault: “La pensée du dehors”, 1994: vol.1, 518-539; sobre la concepción de un sujeto exteriorizado no dialéctico véase sobre todo p. 521 ss.) 221 Gn 1,26.27; 5,1; 9,6 222 Augustinus: De trinitate, XII, 7, 2001: 11 s. 223 Tomás de Aquino: Summa theologica I, 1888: 93.
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de Dios224 y se constituye su semejanza225 con él. Esa base hace superable la distancia entre el creador y la criatura y eleva la imitatio Christi a la forma ideal de una existencia cristiana que está asegurada no solo dogmáticamente. Ya desde el principio adquiere también una dimensión práctico-prescriptiva que, en la tradición cristiana, está formulada de tal manera que queda lo suficientemente abierta como para producir interpretaciones y prácticas de la imitación capaces de competir entre sí. Así pues, los recogidos, al elegir una forma de imitación radicalmente interior, establecen una antropología analógica contra la exteriorización empírica del sujeto.226 No obstante, si se observa con más detenimiento, la subjectivation espiritual se presenta mucho menos anacrónica de lo que parece desde el exterior. Sus aspectos innovadores radican, de acuerdo con Foucault, no en una referencia arqueológica —realmente restaurativa— a la imagen bíblica del ser humano, sino más bien en el nivel genealógico de las pratiques de soi. A diferencia de la gran mística, donde la unión con la divinidad se experimenta a partir de una actitud pasiva del entregarse y del recibir, las guías espirituales proponen un sólido repertorio de técnicas y ejercicios al servicio de la preparación activa y sistemática para la aniquilación. Por ser medios de una autoformación dirigidos al individuo y que prescinden de los marcos externos de una institución, necesitan medidas de disciplina individual todavía más eficientes. De ahí que los recogidos encuentren el paradigma más importante en la disciplina regular monástica de la que adoptan su catálogo de instrucciones y sus horarios. Basta con echar una ojeada al carácter mayoritariamente prescriptivo de los textos para constatar que la espiritualidad toma su homogeneidad y su carácter tan metódico de esa interiorización de la institución227 cuya 224
2 Cor 4,4; Hebr 1,1-4. Lc 9,23-27; Mt 16,24-28; Mc 8,34-9,1. 226 Véase, respecto a Osuna, Andrés Martín (1975: 115). 227 No todos los autores, sin embargo, adoptan esa disciplina en la misma medida: el ejemplo más rígido podría ser el que se encuentra en la pedante y severa planificación del tiempo del Exercitatorio de la vida spiritual (1500) de García Jiménez de Cisneros que, por la temprana fecha de publicación, está muy influenciado todavía por la disciplina regular monástica: a los ejercicios se antepone un directorio de los horarios canónicos (véase García Jiménez de Cisneros: Obras completas 1965: vol. II, 3-75). El Abecedario espiritual de Francisco de Osuna sigue, por el contrario, una estructura nada sistemática en comparación con el anterior. 225
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expresión plástica se encuentra, por ejemplo, en el discurso alegórico del castillo interior.228 Con el paso de la imposición ajena a la imposición propia de la disciplina, así como el del control que viene de fuera a la introspección y a la toma de responsabilidad por uno mismo, la scène de l’énonciation229 monástica se independiza del lugar y, de esta forma, deviene ubicua bajo las condiciones profanas. El potencial innovador que tiene este paso desde la perspectiva de la historia de la subjetividad es importantísimo. En él, Norbert Elias ha fijado el giro hacia una “racionalización y psicologización”230 en la época feudal tardía o temprano-burguesa, mientras que Foucault ha reconocido al “individu disciplinaire”231 moderno y, en este contexto, ha vuelto a señalar lo mucho que influyeron la clausura monástica y la pedagogía jesuítica en la disciplina social y la sumisión corporal en el siglo xviii.232 Al mismo tiempo, desde esta perspectiva queda claro que la transmisión del saber mediante un poder institucional no falta en absoluto en el movimiento espiritual, sino que se puede ver, precisamente, en la transformación de los preceptos exteriores a la práctica interior del yo. Lo que aquí cambia fundamentalmente son, en palabras de Foucault: “les formes 228 Véase Osuna: Tercer Abecedario, 1998: III, 163-176. (“De como has de guardar el corazón a manera de castillo”). La transformación de la prescripción exterior a la interior —y con ella a la pratique de soi— produce una intensificación de la disciplina, como lo muestra sobre todo el ejemplo jesuítico. Para Georg Eickhoff, el comienzo de esa interiorización de la institución lo marcarían los Ejercicios espirituales de Ignacio de Loyola, lo que seguramente es acertado al nivel de la organización por lo que se refiere al interior de la orden. El presente estudio (que le debe mucho a los estímulos de la tesis de Eickhoff) parte de que el giro esbozado también lo prepararon los guías espirituales y la literatura edificante contemporánea (véase, G. Eickhoff 1994: 158 s.). La interiorización lleva a la nivelación: una forma de la autoconstitución sirve para todas, como señala Deleuze basándose en Foucault (véase, sobre el fenómeno de la “subjectivations collectives”, Deleuze 1986: 111, así como también Foucault: L’Usage, 1984: 37). Sigmund Freud se ha ocupado del fenómeno desde la perspectiva psicoanalítica y lo ha descrito como carácter obligatorio de un ideal del yo para grupos sociales (véase: “Massenpsychologie und Ich-Analyse”, 1982: 88 ss.). 229 Término acuñado por Michel de Certeau (1987: 211-273). 230 Norbert Elias (1976: vol. 2, 369-397). 231 Foucault (1975: 220 ss.). 232 Ibídem 1975: 181-191. Sobre la planificación en el control de la actividad como herencia de las reglas monacales, véase sobre todo p. 192. Sobre las tendencias a racionalizar la vida cotidiana terrenal según el modelo de los conventos, véase también Alois Hahn (1986: 225-228).
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de l’élaboration, du travail éthique qu’on effectue sur soi-même, et non pas seulement pour rendre son comportement conforme à une règle donnée mais pour essayer de se transformer soi-même en sujet moral de sa conduite”.233 Por el contrario, la “téléologie du sujet moral”234 sigue siendo idéntica, sin lugar a dudas. En el monasterio, el servilismo monacal ya estaba al servicio de un “sacrifice de la volonté du sujet”.235 En el caso de los jesuitas llega hasta la “obediencia de cadáver”236 que exige la sumisión de las necesidades del individuo mediante la constante vigilancia y la protocolización de la propia voluntad. En el Arte para servir a Dios de fray Alonso de Madrid se encuentra, para ello, un ejercicio digno de mención que se presenta como aniquilación a nivel afectivo: [...] el leal siervo y amigo de Dios debría en tanto grado despedir o enderezar a Dios el gozo y tristeza, según es dicho, porque ninguna otra cosa le ocupase sino Dios; que por desecharlo perfectamente debría acostumbrar recibir pena y producir acto de dolor cada vez que se ofreciese algo gozoso, y por el contrario, gozarse cada vez que se le ofreciese algo penoso.237
La técnica del contra agere, es decir, la neutralización de los estímulos afectivos, es también central para los ejercicios ignacianos.238 Interioriza el papel del penitente, que se basa en la constante observación y castigo. Foucault ha analizado esta estrategia conductual de la publicatio sui en el caso de Tertuliano y, con ello, ha remitido también tanto al modelo conductor del martirio239 como a la naturaleza esencialmente teatral de la penitencia.240 La sugerida cercanía con el teatro resalta de nuevo cómo se entiende la constitución del yo 233
Foucault: L’usage des plaisirs (1984: 38 s.). Ibídem 1984: 39; cursiva en el original. 235 Foucault: “Les techniques de soi” (1994: 809). 236 Ignacio de Loyola: Constituciones, en Obras completas (1953: 531 ss.). Sobre el establecimiento de un maestro interior de ejercicios en la memoria del ejercitante, véase también Eickhoff (1994: 158 s.). 237 Fray Alonso de Madrid: Arte para servir a Dios (1984: 155). 238 Roland Barthes (1971: 78). 239 Foucault: “Les techniques de soi” (1994: 807). 240 “La pénitence n’est pas nominale: elle est théâtrale” (ibídem: 806). Georges Bataille (1986: 138 ss.) hace referencia al carácter teatral de la meditación también 234
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espiritual en su exterioridad fundamental, en su carácter de escenificación. Evoca un sujeto —actor y director a la vez— que se dirige a sí mismo siguiendo reglas establecidas y que se identifica con un papel dado hasta abandonarse por completo. En este punto queda claro que, como es también lo característico de esos contextos mundanos, los recogidos apenas escapan a esa desustancialización de la interioridad a la que se oponen primordialmente. Si no es mediante la via negationis, en la aniquilación de la propia voluntad, ellos tampoco consiguen alcanzar una cercanía con la divinidad, que queda impedida en la relación práctica con el mundo marcada por el engaño. Así, incluso la autoformación meditativa no se realiza en absoluto como un despliegue paulatino de las disposiciones sustanciales, sino como interiorización y pliegue de modelos tradicionales y tipos normativos. En ningún lugar se puede entender mejor el modelo básico de la subjetivación del plissement que en la lucha psicomáquica por el alma. Las batallas alegóricas con el ejército del enemigo espiritual se caracterizan por la opacidad de las intenciones, por secretas jugadas maestras y artimañas disimuladas.241 Aquí se muestra que la batalla interior espiritual ya exige el sujeto estratégico y el proceder ocasionalístico como los que desarrollaría un siglo más tarde Gracián con su moral.242 Con esto, la exterioridad terrenal y la interioridad espiritual tienen una relación basada en la complementariedad y el plegamiento recíproco. Al nivel de la relación con el mundo y consigo mismo, la antropología empírica y la metafísica son estructuralmente homólogas. Los ámbitos contrarios de la vida, aparentemente desconectados, se fundamentan en el principio común de un enfrentamiento agonal marcado por la apariencia y de la visión estratégica a largo plazo.243 en relación con Loyola. Las tendencias del penitente a la interiorización, tan características de la espiritualidad, ya las observa Alois Hahn (1982: 408) en el siglo xii. 241 Véase al respecto Osuna: Tercer Abecedario (1998: VII, 215-239). 242 Primeras ideas en esta dirección se encuentran ya, no obstante, en el contemporáneo Menosprecio de corte y alabanza de aldea de Antonio de Guevara. A pesar de mediar casi un siglo entre la primera fase alta de la literatura espiritual y la moral de Gracián en el Barroco, se puede hablar, por lo que se refiere a la recepción, de literatura contemporánea; las grandes tiradas de guías espirituales llegan hasta bien entrado el siglo xvii. 243 Sobre la reducción deconstructiva de oposiciones a un principio fundador común, véase Culler (1988: 95-123).
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Por eso, al igual que el racionalismo cortesano, también la espiritualidad utiliza “una buena parte de su esfuerzo intelectual en desarrollar un trato adecuado con los hipocríticos”.244 Cuando en la Ley de amor santo de Francisco de Osuna, en el Quarto Abecedario espiritual, el demonio adopta la figura de Dios (“imitando a Dios a su manera”) para ganarse el alma,245 esta estratagema hace pensar inmediatamente en la recomendación estratégica de Gracián de hacer nuestras las intenciones del contrincante para beneficiarnos con ellas a largo plazo. “Entrar con la agena para salir con la suya”, reza al respecto la concisa formulación del aforismo 144 del Oráculo manual. Ya la primera frase de la glosa siguiente parece un homenaje a la génesis espiritual de la divisa terrenal, solo que aquí lo insondable no se presenta como diabólico, sino como atributo divino: “Es estratagema del conseguir. Aun en las materias del cielo encargan esta santa astucia los Christianos maestros”.246 En el contexto del racionalismo cortesano, que ha dejado la búsqueda metafísica de la verdad, las posiciones del bien y el mal se han hecho intercambiables.247 Así pues, el esquematismo binario de la lucha del alma nunca se ve libre de la sospecha del engaño y la contingencia. El hecho de que aquí la alegorización de la interioridad sea medio y meta de una autorreferencialidad activa la diferencia fundamentalmente de la concepción didáctica e ilustrativa de la psicomaquia medieval de la que, no obstante, deriva: los recogidos actualizan la lucha del alma en la pratique de soi de la época. Pero la alegoría adquiere su inconfundible perfil particular en el contexto de la espiritualidad solo con la carga escatológica, cuya función e importancia las ha indagado sobre todo Walter Benjamin en su estudio sobre el drama barroco.248 El trasfondo
244
Poppenberg (2000: 158). Osuna: Ley de amor santo (1948: XLV, 622-635). 246 Respecto al disimulo véase también el aforismo 3 (“Llevar sus cosas con suspensión”), en el que lo insondable del reino divino se eleva a modelo explícito del arte profano de la disimulación: “Imítese, pues, el proceder divino para hazer estar a la mira y al desvelo”. 247 Esto es posible, como ya se vio, por la analogía genealógica y el origen teológico idéntico. Las vagas oposiciones caracterizan también los requisitos de la lucha interior en la que las fuerzas buenas y malas no solo se condicionan mutuamente, sino que también “proceden de un fondo común” (véase Poppenberg 2000: 158 y 167-169). 248 Walter Benjamin (1983: 121-138). Las observaciones de Benjamin apenas han sido aprovechadas por la investigación del Barroco. Harald Steinhagen (1979) se ha 245
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histórico lo forman aquí también la ausencia de la parusía y, unido a esto, una realidad opaca que bajo los auspicios de la apariencia no llega a cumplirse. Ahora es la alegoría barroca la que compensa la decepción de una expectativa histórico-salvífica y la experiencia deficiente de un mundo que ha devenido opaco. Como lo pueden documentar en especial las colecciones de emblemas de la época, su enorme proliferación produce una sobrescritura que restablece la transparencia semiótica perdida. Con esto, el orden del cosmos cristiano se desplaza del nivel histórico y real al retórico y figurativo. Pero, por el momento, queda marcado por una negatividad fundamental, ya que solo el gesto arbitrario de la alegoría y el emblema remiten al transcurso discontinuo de una historia marcada por una negación que impide llegar a una plenitud sustancial.249 Como ampliación de un horizonte de saber puramente subjetivo el mundo de los significados secundarios queda preso además sin remedio en el círculo vicioso del conocimiento y el pecado original. Su certeza metafísica consiste en “el conocimiento del mal”, que hizo fracasar la llegada del reino de Dios a la Tierra; tanto en la expulsión del paraíso como en la decepcionada expectativa final del Barroco: El conocimiento del mal es primario en cuanto conocimiento. Se deriva de la contemplación. El conocimiento del bien y del mal viene a ser, por tanto, todo lo opuesto a cualquier tipo de conocimiento efectivo. Y al estar relacionado con la profundidad de lo subjetivo, no es en el fondo más que conocimiento del mal. Es “cháchara”, en el profundo sentido en que Kierkegaard entiende esta palabra. Por representar el triunfo de la subjetividad y la irrupción de un régimen de arbitrariedad sobre las cosas, este conocimiento constituye el origen de toda contemplación alegórica. [...] Lo alegórico vive en abstracciones y en cuanto abstracción, en cuanto facultad del espíritu mismo del lenguaje, se encuentra en la Caída como en su casa.250 acercado oportunamente a ellas, especialmente a la difícil interpretación de la alegoría (sobre el contexto epistémico del giro copernicano, del nominalismo y del escepticismo cartesiano, véase pp. 669 s.), así como también Ansgar Hillach (1976: 17-113). 249 Por eso el símbolo romántico, que coincide de forma idéntica con el significado, se contrapone diametralmente a la alegoría barroca. Véase al respecto Benjamin (1983: 138 ss.). Sobre la contraposición entre el símbolo motivado y la alegoría arbitraria, véase también Paul de Man (1969: 173 ss.). 250 Benjamin (1983: 209). Véase, para la versión española, .
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Precisamente debido a esta negatividad la alegoría ahora es capaz de superar el horizonte de la contingencia y la particularidad, y de abrirse a una dimensión eucarística. Ante el trasfondo de la reproducción barroca de la alegoría y el emblema se manifiesta ese proceso profundamente paradójico que remite a modelos experienciales de la teología negativa, como efecto de una totalización cuantitativa: el conocimiento exuberante del alegórico “navega hacia el punto del infierno completo” y el mundo recupera su transparencia metafísica “en la medida en que se incorpora al cosmos”.251 Entonces, mediante la ponderación misteriosa,252 se revela la divinidad en el momento en el que Dios abandona al sujeto. Si seguimos la interpretación que hizo Benjamin del altar de Bamberg, así es como ese proceso ha adquirido expresión plástica en el arte sacro: “‘ponderación misteriosa’, la intervención de Dios [...] que se presupone. La subjetividad, que se precipita en las profundidades como un ángel, es sujetada por las alegorías y fijada en el cielo, a Dios, gracias a la ‘ponderación misteriosa’”.253 La inversión oximorónica de la Caída en la Ascensión tal y como se describe en la apoteosis de la ponderación remite directamente a la aniquilación de la espiritualidad española. También aquí la elevación tiene lugar en la humillación si la voluntad de Dios reacciona como consecuencia de la entrega del sujeto. La analogía apenas sorprende. La terminología de Benjamin y el hecho de que recurra repetidas veces al contexto tridentino, pero también a autores como Calderón y Teresa de Ávila, revelan con toda claridad a qué experiencias nacionales e históricas se deben las categorías centrales de su análisis sobre el drama alemán. Así pues, parece ser que entre ese contexto epocal y el Barroco alemán hay semejanzas fundamentales. A este respecto, los paralelismos decisivos hay que verlos en la esperanza salvífica que ha quedado decepcionada y en un mundo que se ha vuelto opaco y que solo permite visiones puramente contemplativas en su fondo metafísico.254 251
Hillach (1976: 109). Benjamin (1983: 208-211). 253 Benjamin (1983: 210). 254 Cuando Benjamin, refiriéndose a la melancolía barroca, habla, por ejemplo, del “amortiguamiento de los afectos, que da lugar a que se retire el flujo vital” y del “síntoma de despersonalización”, entonces ya ve en el perfil general de la mentalidad de la época características que están estrechamente relacionadas con la aniquilación mística (1983: 121). 252
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Esto es la continuación consecuente de las observaciones anteriores, según las cuales la constitución de la interioridad en el recogimiento se presenta, por otro lado, como el resultado de un plissement. En la relación espiritual con uno mismo, la transformación del mundo experiencial empírico, impuesta por el orden alegórico, se pliega hacia dentro. También aquí, no obstante, en la ambigüedad de las estrategias propias y enemigas, su carácter contingente y subjetivo permanece por el momento a salvo. Sin embargo, también la oración contemplativa se dirige desde el principio a la totalidad trascendental, a la transformación eucarística. La espiritualidad, como el drama, pone la mira en la aparición de Dios y en la experiencia del estado de gracia mediante la alegorización. La diferencia principal radica en la referencia: la aniquilación encuentra su punto de partida —junto con la transformación psicomáquica— en la interiorización del sujeto, la ponderación es el resultado de una relación reordenada con el mundo exterior. De acuerdo con esto, ambas experiencias místicas eran un acicate también para las diferentes representaciones artísticas. Mientras que la segunda encuentra su expresión adecuada en las formas plásticas e ilustrativas de la imagen del altar, la experiencia interior lo hace en la evocación y afectación acorporales. Estas expresiones se encuentran en la arquitectura de influencia tridentina. En ella se le sugiere al espectador, sobre todo con la particular decoración de los espacios interiores, la insignificancia de la voluntad propia, incluso la absorción de todo lo individual mediante el centro numinoso. Un conocido ejemplo que, en este sentido, “ha ejercido una enorme influencia en la construcción interior de todo el mundo católico y que ha sido imitado en miles de variaciones”255 es la obra maestra arquitectónica que construyó Miguel Ángel en su vejez: la decoración interior de la basílica de San Pedro en Roma. Heinrich Wölfflin, al investigar los cambios barrocos frente a los planes de construcción originales del arquitecto renacentista Donato Bramante, resaltó los puntos fundamentales: El Barroco requiere, a ser posible, espacios anchos y altos. Pero no es el aumento constante de las proporciones el que produce esta impresión. La basílica de San Pedro proyectada por Bramante no es barroca. Aunque se encuentre en ella una cúpula de las más significativas dimensiones, 255
Burckhardt (1986: 317).
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Bramante colocó alrededor de ella cuatro cúpulas adyacentes de menor tamaño que, aunque no oprimen la central, sí le ofrecen, no obstante, un contrapeso. Miguel Ángel, por el contrario, contó precisamente con esa impresión; disminuyó tanto el tamaño de las cúpulas adyacentes que estas ya no pueden resaltar frente a la central, con lo que consiguió crear un centro completamente dominante ante el cual todo lo demás tiene que dar la impresión de estar falto de libertad y de voluntad propia. [...] A Miguel Ángel le interesa solo lo colosal. Lo que es menor ya no puede estar al lado de forma autónoma. El ser humano se tiene que postrar ante lo grandioso.256
Incluso Jacob Burckhardt, que por lo general se muestra objetivo y crítico, constata ahí “una agradable sensación de ensueño que no se experimenta en ningún otro edificio del mundo y que se puede comparar con un suave flotar”.257 Describe lo suficiente ese estado afectivo del abandono de sí mismo y de la absorción incorpórea que es característica también en la aniquilación. El hecho de que el sacrificio de la propia voluntad imite interiormente la muerte salvífica de Jesús —es decir, que sea el efecto de una apropiación identificatoria del modelo mesiánico— crea el nexo barroco entre alegoría y melancolía constatado por Benjamin.258 El alegórico, al aspirar a la aniquilación como imitación interior de Cristo, construye al mismo tiempo una relación identificativa con la figura redentora. Con esto se restablece a través del alma de forma duradera la unión con un objeto que parece perdido irremediablemente al no darse la parusía. Con esto el alegórico sigue la estrategia de superación del melancólico, que compensa una pérdida real con una apropiación mental.259 La transformación característica que va de la relación del objeto a la del sujeto le otorga a la melancolía una ambivalencia específica que experimenta su ennoblecimiento espiritual en el Barroco: la custodia narcisista de lo perdido va acompañada de la pérdida de uno mismo a la que aspira sistemáticamente el recogimiento.
256
Wölfflin (1965: 91 s.). Burckhardt (1986: 318). 258 Benjamin (1983: 119 ss.). En esto se puede ver una razón decisiva para la dimensión metafísica de la melancolía: su participación en la eternidad. Véase, en relación con esto, Raymond Klibansky, Erwin Panofsky, Fritz Saxl (1988: 343). 259 Véase al respecto Sigmund Freud: “Trauer und Melancholie” (1982: vol. III, 194-212). Sobre la melancolía en el recogimiento, véase también, en general, Andrés Martín (1975: 640, con referencias a Francisco de Osuna y Teresa de Ávila). 257
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Pero la espiritualidad da todavía un paso más allá. Refuerza la orientación identificativa mediante un rasgo específico que —al menos desde el punto de vista psicoanalítico moderno— aumenta los rasgos neuróticos de la melancolía hasta llegar a lo que es ya abiertamente psicótico.260 El cardenal García Jiménez de Cisneros, pero también fray Luis de Granada, Ignacio de Loyola o François de Sales, al que tradujo Quevedo, aseguran que la relación contemplativa con la historia de la Pasión (o con su correspondencia figurada, con la lucha psicomáquica del alma) provoca en el sujeto, al parecer, drásticas reacciones corporales. Signos de esa excitación física son, por ejemplo, la palidez, el llanto, rubores o quejidos. Muestran que se ha cruzado la frontera de la identificación mental a la incorporación fantasmática del modelo, esto es, a la ilusión de la presencia física.261 Luego, en lo figurativo e imaginario, se alcanza un punto paradójico en el que la “melancolía escatológica”262 y la alegoría del Barroco desembocan en una evidencia imaginaria de la historia de la salvación: lo interior se vuelve a plegar hacia el exterior. Con lo cual la incorporación sigue esa lógica paradójica de la inversión que caracteriza también el tópico de la cripta de Derrida:263 el cuerpo se convierte en sepulcro interior e inconsciente de un objeto cuyos rasgos, a su vez, se exteriorizan. De esta forma la contemplación crea un subrogante fantasmático como “corps manquant”264 místico de Cristo. Mediante la referencia a la Última Cena y el sacrificio redentor, la dimensión eucarística queda protegida dogmáticamente de esa dialéctica insondable de la custodia interiorizante y la transformación exteriorizante. Esa dimensión se fundamenta en la doctrina tridentina de la presencia
260
La incapacidad del psicótico de marcar una frontera entre el sujeto y el objeto es, al mismo tiempo, el objetivo de la contemplación. Sobre la característica falta de “demarcación del yo”, también como criterio diferenciador del neurótico, véase el artículo de orientación lacaniana de Hermann Lang (2000: 298). Véase al respecto y de forma general también Sigmund Freud: “Der Realitätsverlust bei Neurose und Psychose” (1982: vol. III, 355-361). 261 Véase Maria Torok (1968: 722 s.). La advertencia sobre este artículo se la debo a Anselm Haverkamp (1988: 351 ss.). 262 Hans Blumenberg (1996: 688, aquí en referencia a Kafka). 263 Esta, a su vez, se debe a la espectacular reinterpretación que hicieron Nicolas Abraham y Maria Torok del análisis freudiano del hombre lobo. Véase Jacques Derrida (1979: 10 s.). 264 Véase al respecto Michel de Certeau (1987: 107-127).
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real de Cristo, en las formas instituidas del pan y el vino. Del mismo modo que el cuerpo del comulgante deviene cripta del Redentor en el rito de incorporación, así también lo recibe el sujeto contemplativo. El soneto que dedica Quevedo, en el Heráclito cristiano,265 al Reconocimiento propio y ruego piadoso antes de comulgar nos brindará la posibilidad de seguir profundizando en esa paradoja específica. Así se revela, finalmente, que también las ofertas de sentido espirituales del Renacimiento tardío y del Barroco están profundamente influenciadas por las estructuras suplementarias que fija el a priori epistémico del tiempo. El poderoso movimiento de los recogidos responde a la pérdida de las sustancias con la retirada del mundo de las apariencias: populariza los ideales monásticos del estilo de vida y de la relación con uno mismo. Pero la desustancialización de la que precisamente huye, lo persigue. Concibe el camino al igual que el telos de la emigración interior y exterior: por un lado sustituyendo las esencias que se han vuelto inaccesibles; por otro, en la negatividad fundamental de su más alto destino, la aniquilación. Y es, precisamente, en este carácter suplementario de la relación espiritual con el yo y con el mundo, en la búsqueda de sustitutos, donde se reconocerá la semejanza fundamental entre los contextos literarios y terrenales de la época. Ahí, de alguna manera, encuentra acogida la relación básica entre la carencia primordial y la sustitución suplementaria: la definición que hace Gracián de “concepto” describe el juego de las circunstancias y accidentes semióticos mediante un centro semántico vacío, la antropología cortesana enseña el ideal del disimulo mediante la profundidad insondable de las verdaderas intenciones. El alcance que tuvieron realmente en el Barroco tales interferencias de formas espirituales y mundanas de la relación con uno mismo se puede extraer de las observaciones que hizo Walter Benjamin a propósito de la figura del soberano en el drama.266 En su calidad de mártir y melancólico con rasgos mesiánicos, este encarna las características esenciales del sujeto contemplativo que ofrece sacrificarse por la imitación interior. Su corte se reúne en torno a él como lo hacen las agrupaciones de emblemas barrocos alrededor de un centro 265
Se trata del Salmo XXII (“Pues hoy pretendo ser tu monumento...”). En la edición completa a cargo de Blecua, el texto lleva el número 34 (Francisco de Quevedo: Poesía original completa, 1996: 31 s.). 266 Benjamin (1983: 53-55).
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trascendental que permanece indistinto y que, sin embargo, les otorga sentido, coherencia y una dimensión eucarística.267 En este sentido, la corte absolutista se presenta como una imitación formal de un dispositivo cristiano, y el modelo monárquico de la subjetivación cortesana como variante profanadora de los procesos espirituales. La analogía podría ofrecernos primeros indicios de cómo los jesuitas lograron conquistar ambos terrenos por igual. Sobre todo la forma específica de los ejercicios espirituales les daba la posibilidad de unir el cuidado espiritual de uno mismo con el compromiso secular reduciendo, de esta forma, la renuncia a la práctica del sujeto contemplativo a lo mínimo. 3. Autopráctica meditativa y estética barroca: los EJERCICIOS ESPIRITUALES de Ignacio de Loyola En el contexto de la literatura religiosa del Siglo de Oro, los Ejercicios espirituales del fundador de la Compañía de Jesús ocupan un lugar excepcional por diversas razones. Lo que tienen en común con las guías espirituales coetáneas es, evidentemente, la forma especial que transmiten de la relación ascética con uno mismo. Para Loyola también es importante la aniquilación de la propia voluntad particular y pecadora. En los ejercicios es, además, el objetivo al que tiende una transformación alegorizadora que está relacionada tanto con la realidad exterior como con la propia interioridad.268 Como en las guías espirituales, aquí, por último, el horizonte experiencial de un engaño omnipresente ocupa el centro de la autopráctica espiritual. Cuando Loyola despliega las posibilidades de desenmascarar un mal que intenta poner en práctica sus poderes seductores bajo la máscara del bien, entonces se está enfrentando también a los problemas fundamentales cognitivos y morales de su tiempo. Pero, más allá de ese contexto general, basta con echar una ojeada al texto para reconocer el valor especial de los Ejercicios y su decisivo potencial innovador:269 los contenidos de la meditación, que las 267
Ibídem (1983: 166). Véase sobre la “téléologie du sujet moral” Foucault: L’usage des plaisirs, (1984: 39). Para la alegoría remito ya a Georg Eickhoff (1992: 880 s.; 1994: 158 s.). 269 Posiblemente por su excepcionalidad formal, los Ejercicios no están recogidos en el inventario enciclopédico, pero orientado puramente a los contenidos, de Andrés Martín sobre la literatura espiritual del Siglo de Oro (véase Andrés Martín 268
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guías espirituales exponían de una forma tan extensa como narraciones —entre ellos se encuentran plots alegóricos, episodios del Antiguo Testamento y, sobre todo, la historia de la Pasión270—, conservan solo lo más esencial. Esta rigurosa restricción garantiza una estructura clarísima de los contenidos de los ejercicios, que hay que practicar durante cuatro semanas. La primera semana está dedicada a la meditación sobre los pecados; la segunda ayuda a la discretio spirituum, esto es, a la diferenciación, difícil pero esencial en el mundo de la apariencia, entre los espíritus buenos y los malos.271 Con ella se puede detectar la sustancia moral que hay detrás de los accidentes engañosos, creando así, al final de esta segunda semana, el requisito imprescindible para la elección: aquí se toma una decisión sobre los problemas que se presentan en el contexto del ámbito de la vida y que exigen una elección entre las diferentes alternativas. Solo a partir de esta fase, que aboga por una abertura innovadora de la meditación espiritual de cara a lo que es importante en la realidad cotidiana, se continúa con los verdaderos temas de la tradición cristiana, esto es, la contemplación de la vida y Pasión de Cristo en la tercera semana y, finalmente, la resurrección en la cuarta. Como ya se ha mencionado, Loyola reduce la presentación discursiva de ese tema al mínimo y en su lugar ofrece un minucioso listado de horarios, apéndices y reglas adicionales.272 A semejanza del Oráculo manual de Baltasar Gracián, en el que se formulan más las condiciones abstractas que los contenidos concretos de la racionalidad cortesana, los Ejercicios también transmiten ante todo pautas de organización para que se practique la meditación de manera correcta y eficaz. La razón de esa irritante ilegibilidad273 de un texto que es en gran parte prescriptivo se debe a que, al principio, se concibió como
1975: 450-514 sobre la espiritualidad jesuítica y algunas obras que sucedieron a los Ejercicios). 270 Conforme al principio de la inventio en la retórica clásica, el ejercitante recurre al repertorio de ese tema como si se tratara de un tópico. Véase, sobre el tópico en general, el agudo análisis de Roland Barthes (1995: 137-143). Sobre la importancia de los tópicos en los Ejercicios, véase también Barthes (1971: 63-65). 271 El pasaje bíblico sobre la discretio spirituum se encuentra en 1 Juan 4,1. Véase Ejercicios (1963: “Reglas para el mismo efecto con mayor discreción de espíritus”, p. 266 s.). Para más detalles véase al respecto N. Baumert (1989: 183-191). La relación con la mántica la trata Roland Barthes (1971: 50-54). 272 Véase Eickhoff (1994: 159). 273 Véase al respecto Sebastian Neumeister (1986).
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manual para la enseñanza espiritual. En él se explican los ejercicios a un ejercitante, en clausura durante varias semanas, que fija en su memoria los preceptos a medida que se van dando las instrucciones: según las indicaciones del director espiritual, el ejercitante ejecuta el aparato prescriptivo en su imaginación sucesivamente como un “texto semántico”274 de los verdaderos contenidos de la meditación. Por lo tanto, los Ejercicios se diferencian de la gran corriente de la literatura espiritual contemporánea no tanto al nivel del contenido cuanto por el de la relación concreta con el yo, es decir, como diría Foucault, al nivel de las “pratiques de soi”.275 Sobre todo en comparación con las guías espirituales franciscanas, estos se caracterizan por ser muy metódicos y abstractos. La causa histórica de esa condensación es evidente. Los Ejercicios, más que para la edificación privada, sirven en especial para la disciplina interna de un orden que prescinde del espacio cerrado del convento a favor de las múltiples actividades seculares. De forma mucho más radical que las guías espirituales, los Ejercicios exigen una interiorización del precepto institucional para la autodisciplina y la toma de responsabilidad. Para los novicios jesuitas o los clérigos regulares son el sustituto de las reglas monacales276 y, mediante esa interiorización capaz de abstraer, crean una ubicuidad totalmente novedosa de la scène de l’énonciation277 conventual. En el contexto del siglo xvi, los Ejercicios marcan la primera fase de un “racionalismo y psicologización”278 de la relación con uno mismo en 274
En el “texto múltiple” de los Ejercicios, Roland Barthes llama “semántico” al nivel de la imaginación interior del ejercitante (a diferencia del nivel textual literal de las instrucciones que transmite el director espiritual: véase 1971: 49 ss.). Naturalmente, también circulaban colecciones de meditaciones redactadas pensadas para la lectura y que se acercan mucho más a las guías espirituales que al ‘texto originario’ literal de Loyola. El Comulgatorio de Gracián presenta una de las formas más conocidas de esas formas de acomodación. Véase, al respecto, Sebastian Neumeister (1986), y en general para las formas de difusión y los aspectos históricos de la práctica meditativa, tal y como se deduce sobre todo de los directorios amplificadores sobre los Ejercicios, Ignacio Iparraguirre S. J. (1953). 275 Véase al respecto Foucault (1984: 21). 276 Véase Eickhoff (1994: 159). Esa es la razón por la que en la fase fundacional de la orden se exigía prolongar el noviciado al doble del tiempo usual. Véase ibídem 1994: 155, como también Eickhoff 1992: 880. Sobre la interiorización jesuítica de las reglas monásticas, véase también Wolfgang Reinhard (1983: 261). 277 Término tomado de Michel de Certeau (1987: 211-273). 278 Elias (1976: vol. 2, 369-397).
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el Renacimiento, relación en la que también Foucault ve el requisito decisivo para el “individu disciplinaire”279 posterior. Por otra parte, ya el propio Ignacio de Loyola había reconocido que la forma de los ejercicios espirituales creada por él no servía solo a los objetivos de la disciplina en el interior de la orden. Con las modificaciones correspondientes pone a disposición un modelo general de cuidado espiritual de uno mismo que podría ser eficaz en las diferentes etapas vitales, incluso para superar los problemas de la cotidianeidad profana. Este franqueamiento secularizador se manifiesta de la forma más patente en los objetivos mencionados de la segunda semana. Estos documentan un patrón totalmente nuevo de la meditación que pasa a ser el medio de la búsqueda de la decisión individual, es decir, a instrumento en la relación estratégica con la apariencia.280 Con lo cual se consigue una síntesis de las técnicas seculares y espirituales de la autoformación que posiblemente fuera única en la España del siglo xvi y que contribuyó de forma determinante a la enorme historia de la recepción de los Ejercicios. Ignacio de Loyola relaciona la exigencia de una integridad interior que respeta las tradiciones espirituales con los requisitos de una representación exterior que, fundamentalmente, es el objeto de los manuales de cortesanos. De este modo supera el escapismo de los recogidos y la negatividad teológica de la moralística. Ese doble carácter se concretiza de forma ejemplar en las preparaciones para la elección correcta, las cuales abren vías para una confrontación sistemática con el engaño —un tema este que, por regla general, se reflexionaba preferentemente en la literatura cortesana—.281 En el marco de los Ejercicios, ese trato con la apariencia, sin embargo, no se pone al servicio de la imposición del propio interés, que sería reprochable desde el punto de vista teológico, sino que debe llevar a una elección correcta y ética (y no solo estratégica). Además, los “Tres tiempos para hacer sana y buena elección”282 cumplían también la función de una disciplina interna que, ya solo por razones prácticas,
279 Foucault (1975: 220 ss.). Véase, sobre las raíces monacales, especialmente jesuíticas, de esa disciplina, ibídem (1975: 166-175). 280 Véase Ejercicios espirituales (1963: 169-189, 231-235). 281 En este sentido, también pueden fomentar el éxito de las actividades cortesanas de la orden. Véase, sobre las fuentes ignacianas de la racionalidad cortesana en Gracián, por ejemplo, Gerhard Poppenberg (1991: 171-202). 282 Ejercicios espirituales (1963: 175 ss., 231-235.
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era urgentemente necesaria. Sobre todo en la labor misionera, el hecho de que estuviera ausente un superior encargado de dictar personalmente las órdenes exigía la apertura de nuevas vías de las que cada uno se pudiera responsabilizar para defender los intereses y mantener un orden consciente de la autoridad. Así pues, hay dos razones por las que Loyola independiza el verdadero momento de la elección de esas instancias poco fiables y propensas a la equivocación que, en el escepticismo de la época, estaban constantemente sometidas a una crítica que las privaba de poder.283 Su modelo espiritual de la búsqueda de decisión responde a un problema principal filosófico y moral de la época sobre el que, desde principios del siglo xvi, se había discutido una y otra vez desde la perspectiva humanística y teológica. Se trata, al fin y al cabo, de la diferenciación entre el bien sustancial y un mal enmascarado dedicado a cazar almas sub specie boni.284 Para solucionar este problema, Loyola recurre al modelo místico de la experiencia. La preparación más importante para la elección se basa en la transformación alegórica de la interioridad, tal y como se lleva a cabo la “meditación de las dos banderas”, en la segunda semana, según el modelo de la psicomaquia y de las guías espirituales franciscanas.285 Esta crea la transparencia de un orden moral binario, con lo que constituye una importante condición que posibilita una elección que, sin embargo, está fuera del control del ejercitante. La toma de decisión activa se sustituye por el recibimiento pasivo de una señal divina286 que hay que descifrar, ya que indica la dirección de la excelsa e infalible voluntad.287 En este punto, la meditación se manifiesta, a pesar de toda racionalización, 283 Véase, por ejemplo, para la decisiva influencia de Juan Luis Vives en el sistema de educación jesuítico, Eusebio Gil (1992: 22). 284 “Proprio es del ángel malo, que se forma sub angelo lucis, entrar con la ánima devota y salir consigo...” (Ejercicios espirituales (1963: 332, p. 266). Sobre esa problemática en Loyola, véase (con las correspondientes referencias) también Gerhard Poppenberg (1991: pp. 179 ss.). 285 Sobre la dedicación alegórica a la interiorización —por ejemplo, en el caso de Francisco de Osuna—, véase también II/cap. 2.3. 286 Loyola califica ese estado casi siempre como “experiencia”, pues se experimenta lucidez a la hora de tomar una decisión y de diferenciar los espíritus. Véase Ejercicios espirituales (1963: 176, 233). 287 Barthes (1971: 54). Barthes describe el camino de la búsqueda de decisión teniendo de trasfondo el sentido “múltiple” de la escritura, es decir, los cuatro sentidos: el texto literal y prescriptivo del “directeur” lo transforma el “exercitant” en el sujeto
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como un trabajo previo a la experiencia trascendental y al contacto comunicativo con la divinidad.288 Es solo esa apertura la que posibilita el desengaño289 en la diferenciación de los espíritus y la que mueve la voluntad humana, la cual abandona su propia vanidad para tomar la decisión correcta.290 Aquí, sobre todo, la presentificación imaginaria de los episodios bíblicos está marcada, finalmente, por una apropiación identificativa de modelos cristianos, apropiación que reprime a la propia voluntad guiada por los intereses particulares. No obstante, si esa experiencia de trascendencia ligada a lo funcional se contrapone a las grandes tradiciones místicas en el contexto carmelita y franciscano con san Juan de la Cruz, Teresa de Ávila o Francisco de Osuna, la variante jesuítica-ignaciana se presenta algo más moderada. La relación, aunque más reducida y en cierto modo bloqueada, se mantiene con los grandes escritos místicos del Renacimiento, que tendían a la fusión:291 el marco disciplinario de los ejercicios dirige la experiencia trascendental al objetivo pragmático de la elección,292 esto es, a la percepción de una señal divina orientadora. Con esto, aquí se indica ya un dilema paradójico que, en general, es característico de la estructura idiosincrásica de los Ejercicios, pues aspiran a una síntesis contradictoria y tensa entre la disciplina social y la evasión mística, entre la subjetivación mundana y la espiritual, cuyo
semántico de la meditación. Su dimensión alegórica alcanza finalmente la divinidad cuyo signo se vuelve a dirigir al más alto nivel anagógico (véase ibídem 1971: 47-50). 288 El hecho de que la verdadera elección se produzca en un ámbito trascendental más allá de la reflexión, resta validez al intento de José de Rivera (1978) por fundamentar los Ejercicios desde una perspectiva de la teoría de la comunicación. Roland Barthes ya había constatado la estructura interrogativa que le otorgan a los ejercicios su particularidad histórica y en la que tanto insiste Rivera (véase 1971: 51). 289 Ejercicios espirituales (1963: 176, 233). 290 Ibídem (1963: 180, 233). 291 El Diario espiritual de Ignacio de Loyola ofrecerá visiones sorprendentes de una dimensión experiencial en la que queda en suspense ese aplazamiento disciplinario de la fusión, ya que está fuera del marco que definen los Ejercicios y, de hecho, se adhiere a la gran mística (véase al respecto II/cap. 3.3.). 292 Corresponde a esa fusión bloqueada que se funcionaliza para objetivos pragmáticos lo que Irene Behn (1957: 9), por ejemplo, llama “ir tomándole el gusto al camino místico” en los Ejercicios ignacianos. En general, para los controvertidos elementos místicos en el caso de Loyola, véase también el estudio muy documentado, pero poco sustancioso en su análisis, de Gottfried Maron (2001: 148-183; con muchas indicaciones bibliográficas).
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éxito lo garantiza sobre todo un aparato sumamente estricto y prescriptivo. Este ofrece el marco formal para una interacción inestable entre el control del ámbito terrenal y el franqueamiento imaginario, interacción esta que se manifiesta de forma sistemática en el Diario espiritual de Ignacio de Loyola. Pero antes queda por reafirmar que la función apotropaica de las imágenes ignacianas293 se refiere estrictamente al momento central de la elección, la cual está marcada por la apropiación fantasmática de una perspectiva modélica que supera el propio punto de vista falible y garantiza la pureza de la decisión. Si bien la meditación sobre la historia de la Pasión de Cristo no se realiza hasta la tercera semana, ya se prepara, en los primeros ejercicios, con la provocación hiperbólica del dolor y el duelo por los propios pecados. El requisito para la elección correcta hay que verlo, por lo tanto, en un estado afectivo ejemplar que se constituye como el efecto de una imitación interior, más allá de lo sensorial y el entendimiento. Únicamente con él es como el ejercitante se enfrenta a la espinosa discretio spirituum. Así, el proceso de elección, basada en el cumplimiento de una voluntad autoritativa, mantiene una relación de la sumisión y la obediencia consciente de la autoridad como la que distingue también a la jerarquía personal en la institución monacal: ya en un sentido formal, la actitud de recibir pasivamente y de aplicar sin voluntad propia las instrucciones de un superior evita cualquier sospecha de arbitrariedad egoísta. En la estructura básica de la meditación con las tres potencias se garantiza que la autoafección esté obligatoriamente por encima de cualquier percepción sensorial o comprensión intelectual. Su disposición ternaria corresponde a la Trinidad divina y, con ello, también a la concepción agustiniana del alma humana como vestigium trinitatis con las potencias de la memoria, el intellectus y la voluntas. Con esto remite ya en un sentido formal a la imagen y semejanza de los hombres con Dios, a la causa dogmática que posibilita la imitación, la cual Loyola, nada más comenzar la primera semana, explica a modo de ejemplo con el tema del pecado original.294 A la oración introductoria obligatoria le siguen “composición viendo el lugar” y “vista de la imaginación”: el lugar en el que se localiza el objeto a observar se percibe 293 Así la conclusión de Stefan Rieger (1997: 311). Véase también al propio Barthes (1971: 57). 294 San Ignacio de Loyola: “Ejercicios espirituales” (1963: 45-54, 209-211).
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con los sentidos interiores. Aquí se requiere sobre todo la potencia de la memoria del ejercitante, quien se imagina la correspondiente escena sin apoyo mnemotécnico, solo con la visión de su fantasía.295 El segundo paso se basa en su comprensión, que, finalmente, conduce al tercer y más alto nivel de la voluntad. Ahí se llegan a trascender la percepción sensorial y el juicio intelectual, y se transforman en una relación puramente afectiva hacia el objeto de la contemplación.296 Como corresponde a un manual para el maestro espiritual, las instrucciones de Loyola resultan breves y precisas: [50] 1.o puncto. El primer puncto será traer la memoria sobre el primer pecado, que fue de los ángeles, y luego sobre el mismo entendimiento discurriendo, luego la voluntad, queriendo todo esto memorar y entender por más me envergonzar y confundir, trayendo en comparación de un pecado de los ángeles tantos pecados míos; y donde ellos por un pecado fueron al infierno, quántas veces yo le he merescido por tantos. Digo traer en memoria el pecado de los ángeles, cómo siendo ellos creados en gracia, no se queriendo ayudar con su libertad para hacer reverencia y obediencia a su Criador y Señor, veniendo en superbia, fueron convertidos de gracia en malicia, y lanzados del cielo al infierno: y así consequenter discurrir más en particular con el entendimiento, y consequenter moviendo más los afectos con la voluntad.297
La autoafección meditativa encuentra su perfección en la contemplación de la historia de la Pasión, que, en los Ejercicios, forma el núcleo de la tercera semana. Ahí se constituye la presentificación de la Pasión como imitatio Christi interiorizada. El asalto a la sensibilidad corporal del ejercitante se recibe como señal exterior de la afección llevada a cabo con éxito. Como se testimonia reiteradas veces, por ejemplo en el Diario espiritual de Loyola, se puede manifestar en las reacciones psicosomáticas del llanto, los quejidos, el palidecer y la 295
Ibídem (1933: 47, 209 s.). Ignacio de Loyola equipara la meditación y la contemplación. Con ello nivela terminológicamente (no siempre consecuente del todo) lo que, sin embargo, queda separado en el transcurso de abstracción de la meditación con las tres potencias: la contemplación dirigida al objeto se hace desde el recuerdo, la mirada carente de objeto y puramente afectiva corresponde al nivel superior de la voluntad. Sobre esa diferenciación, véase san Juan de la Cruz: Subida del monte Carmelo (1948: II, XIIIXVI, 33-40). 297 Ibídem (1948: 210). 296
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ruborización.298 Esta exteriorización física de la imaginación interior llevó a Roland Barthes a hablar de una “corporalidad deíctica” y de sensación “cristomorfa”.299 De nuevo el laconismo de las instrucciones ignacianas contrasta visiblemente con la intensidad del efecto al que se aspira: “[...] si la contemplación es de resurección, demandar gozo con Christo gozoso, si es de passión demandar pena, lágrimas y tormento con Christo atormentado”.300 Las técnicas jesuíticas de la imaginación y la afección remiten a las prácticas transmitidas sobre todo por la retórica forense.301 Así, su transformación espiritual se fundamenta en una práctica de la autoinculpación que, en el Fedro, ya se declaraba como la única meta legítima para aplicar la retórica.302 Aquí se puede reconocer uno de los pocos elementos platónicos en la meditación jesuítica. La adaptación espiritual que hace Loyola de los correspondientes procesos será objeto de estudio en el subcapítulo que sigue a continuación. Como ya se ha destacado, ese uso mortificador de la retórica y el objetivo psicológico de los ejercicios van inseparablemente unidos. Las técnicas afectivas son el medio de la imitatio Christi interior, ya que establecen el nexo identificativo con el modelo a imitar. Esa retórica espiritual, por aspirar a la subyugación afectiva del sujeto como pérdida dramática del yo, ya lleva en sí rasgos específicamente barrocos.303 En este sentido, remite a estrategias de la estética del
298 Para la “identificación con el dolor” mediante la que se efectúa la entrega religiosa, sobre todo en los siglos xvi y xvii, véase Alois Hahn (1990: 135 ss.). El proceso de identificación espiritual, al aspirar a un nivel somático de la vivencia, compensa la pérdida del cuerpo de Cristo. Sobre el corps manquant místico, véase Michel de Certeau (1987: 107-127). A propósito del correspondiente proceso bajo el aspecto de la memoria corporal, véase también Christian Wehr (2007: 141-165). 299 Barthes (1971: 67 s.). 300 Ejercicios espirituales (1963: 48, 210). 301 Martina Eicheldinger (1991: 55-61), por ejemplo, habla de una “retorización de la meditación” en el caso de Ignacio de Loyola. Marjorie O’Rourke Boyle (1997) ha escrito un análisis impresionante sobre la autobiografía de Loyola como autoconcepción sobre un fundamento retórico. 302 Platón (Phaidros, 270b-272b, 1990: 161 ss.). 303 Véase al respecto José Antonio Maravall (1990). Por lo que se refiere a Góngora, véase Sarduy (1975) y Fernando Rodríguez (1975: 87-98) de la Flor sobre los “laberintos del yo” barrocos. Como en el caso de los Ejercicios se trata de una actividad imaginativa genuinamente retórica, es lógico que Roland Barthes denomine “texto” el producto de esa imaginación controlada por reglas (1971: 49 ss.). Wolfram
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efecto, las cuales empezaron a ser realmente representativas a partir del siglo xvii.304 Finalmente se mostrará que el acotamiento ascético de la espiritualidad ignaciana, con la empatía fantasmática que se siente hacia la vida y la muerte del Mesías, se abre a un nivel místico evasivo sobrepasando claramente el estrecho marco disciplinario de los ejercicios. El análisis del Diario espiritual de Ignacio de Loyola nos brindará la posibilidad de observar este traspaso de los límites. 3.1. Retorización: imaginación y afección Como ya ha demostrado Georg Eickhoff con todo detalle, la “retórica divina” de los Ejercicios corresponde, al nivel macroestructural, exactamente al principio ordenador de las partes artis ciceronianas.305 Pero mucho más importantes y trascendentales son los famosos procesos de visualización que Loyola presenta al comienzo de la primera semana como “composición viendo el lugar” y “vista de la imaginación”, procesos estos que influyeron de forma apenas previsible sobre la concepción contrarreformista de la imagen306 y sobre una “folie du voir”307 barroca: “El primer preámbulo es composición viendo el lugar. Aquí es de notar que en la contemplación o meditación visible, […] la composición será ver con la vista de la imaginación el lugar corpóreo donde se halla la cosa que quiero contemplar”.308 Ambos provienen de las mnemotécnicas de la Antigüedad: la “composición viendo el lugar” remite a los loci que sirven de ayuda en la disposición del espacio y la “vista de la imaginación”, a las imagines309 que Nitsch (2000) presenta de forma concisa, con muchos datos bibliográficos útiles, posiciones importantes dentro de la crítica sobre el Barroco bajo el aspecto, aquí central, de la afección y de la pérdida de sí mismo. 304 A propósito de la arquitectura barroca, véase Wölfflin (1965: 68-88) y Burckhardt (1986: 318). Bernhard Teuber (2000: 615-627) ha resaltado la relevancia que tienen las categorías wölfflinianas para la literatura barroca española. 305 Eickhoff (1991). 306 Véase Emile Mâle (1984: 33 ss.) sobre la influencia de las técnicas ignacianas para visualizar. 307 Según el título de Christine Buci-Glucksmann (1986) (sin referencias a los Ejercicios). 308 Ignacio de Loyola: Ejercicios espirituales (1963: 47, 209). 309 Véase Heinrich Lausberg (1960); respecto a los Ejercicios, véanse sobre todo Fernando Rodríguez de la Flor (1978 y 1983: 62-71), y Eickhoff (1991: 75).
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intensifican de forma visual. Estas últimas, como “imaginario del objeto a recordar”, serían “especialmente afectivas” y “contendrían cosas extraordinarias” para facilitar la retención en la memoria. Tales “imágenes particulares […] de un intenso patetismo”310 producen la mayor exaltación posible. Se deben asociar, por lo tanto, a los más elevados genera dicendi, al movere y al pathos que produce.311 Como estrategia persuasiva en los discursos ante un tribunal se utiliza, sobre todo, la figura de la evidentia. Esta es el medio de la autoafección del defensor que, por otra parte, es el requisito imprescindible para producir con éxito la afección en los otros.312 Mediante la descripción viva de detalles drásticos —casi siempre en relación con el escenario de un crimen— se produce la ilusión de la simultaneidad. El orador, el juez y el público tienen que adoptar interiormente el papel de testigos directos en esa situación con la intención de provocar la reacción física del dolor y de la afectación. Las analogías con el objetivo de las prácticas de la meditación son evidentes. También la “composición del lugar” y la “vista imaginativa” compensan la distancia real con una cercanía fantasmática. Sirven para evocar los temas que se han ido transmitiendo, como por ejemplo la historia de la Pasión, activándose sucesivamente los diferentes sentidos hasta que la vivencia sinestésica total del mundo imaginario trasciende la situación meditativa y alcanza el estado de un proceso realista y externo.313 De esta forma, en el ejercitante surge la ilusión de ser un observador directo del suceso imaginado y, con ello, sufrir un martirio en el sentido literal original.314 También en una dimensión 310
Lausberg (1960: § 1089). Quintiliano: Institutio oratoria, III, 5, 2. 312 Ibídem, VI, 2, 32-36. Sobre la evidentia, véase también la Rhetorica ad Herennium, 4, 55, 68 y Cicerón: De oratore, III, 202. Sobre la importancia que tuvo para los Ejercicios, Jean-Pierre Dubost (1988: 209 ss.), y también Bernhard Siegert (1990: 90). 313 La “aplicación de los sentidos” la demuestra Loyola en la famosa meditación del infierno (Ejercicios espirituales, 1963: 65-72, 214 s.). Véase para ello en general también Josef Sudbrack S. J. (1990), sobre la “aplicación de los sentidos”, sobre todo 115 ss. 314 Aquí es relevante un segundo significado de la compositio, aunque no se puede comprobar con toda seguridad qué pretendía con ella realmente Loyola. Como proceso de la dispositio el término remite a las cuatro categorías básicas en las que se divide la transformación de un objeto a describir (adiectio, detractio, transmutatio, immutatio; véase Quintiliano: Institutio oratoria, I, 5, 38-41). Con esto designa exactamente la dinamización prescrita de un cuadro imaginado, pues el objetivo de 311
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pragmática, el marco forense —la evocación de un crimen que hay que expiar— sigue siendo válido. Si la evidentia, en el terreno donde se usaba originariamente, le sirve como estrategia persuasiva al demandante o al defensor, ahora, en el contexto de la meditación, logra la mayor identificación posible con la víctima.315 Es a la provocación de sus síntomas corporales a lo que aspira sistemáticamente tanto el discurso jurídico como el ejercicio espiritual por ser una señal evidente de que se ha logrado con éxito la autoafección.316 De este modo, la realización meditativa de la Pasión crea un subrogante para el “corps manquant”317 místico de Cristo al nivel de sus efectos somáticos. Pero la práctica espiritual de la autoinculpación no solo exige la interiorización del papel de la víctima. Como ya se ha visto antes, implica también que las posiciones del denunciante y del delincuente sufran una transformación imaginaria y que se presenten, en el drama interior de la meditación, ante el juez divino.318 Así, la lucha autoinquisitoria la meditación no es la sucesión en serie de imágenes particulares, sino la presentificación escénica que transcurre sin rupturas y con fluidez dramática. La mnemotécnica de las imágenes agentes también remite a la tradición antigua (véase Frances A. Yates 1996: 9-26.) El hecho de que el ejercitante, emulando la relación identificativa que tiene el actor con su papel, se ponga en el lugar de una persona del mundo interior corresponde al carácter teatral. Por eso, Marc Föcking (1993: 161 ss.). 315 Ya Aristóteles (1982: 93) consideraba lo drástico y la exageración medios legítimos de lo poético-ejemplar frente a lo histórico-particular. En la teoría poetológica del Renacimiento tardío italiano, tanto enargeia (= evidentia) y energeia como mimesis y kinesis se consideraban (erróneamente) equivalentes desde el punto de vista etimológico, lo que corresponde a la estética del efecto de los Ejercicios, una estética esta prebarroca y de un dramatismo inmediato. Véase al respecto Gerhard Regn (1987: 398, n 65 y 67). 316 Si se leen, por ejemplo, las instrucciones de Loyola para la última semana de los Ejercicios espirituales, llama la atención que, en la evocación de la historia de la Pasión, se utilizan también otras figuras afectivas. Entre ellas cuentan especialmente instrumentos para dramatizar los loci presentados, como sermocinatio, fictio personae o exclamatio (véase Quintiliano: Institutio oratoria, IX, 2, 26 s. y IX, 2, 32). En este contexto también es digno de mención un coloquio recurrente con Cristo con el que, por regla general, se concluye cada uno de los ejercicios. 317 Sobre el “cuerpo perdido” de la mística, véase Michel de Certeau (1987: 107-127). 318 Así como en los apéndices para la tercera semana: “[...] en el 2o exercicio haciéndome peccador grande y encadenado, es a saber, que voy atado como en cadenas a parescer delante del sumo juez eterno, trayendo en exemplo cómo los encarcerados y encadenados ya dignos de muerte parescen delante su juez temporal” (Ignacio de Loyola: Ejercicios espirituales, 1963: 74, 215).
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por el alma está, en general, marcada por una interiorización de las constelaciones antagónicas.319 La identificación con ese espectro de roles, polifacético y contradictorio, requiere poderosas medidas de la autoafección. Ignacio de Loyola recurre para ello a los procesos de la amplificación que, a su vez, obedecen a tres tipos de forma dominantes.320 El primero, el de la exaggeratio, consiste en el aumento mediante la comparación y en la forma del comparativo. Lleva “una cosa al mayor efecto psicológico”,321 remitiendo a la situación del ejercitante la carga afectiva de la cosa observada. El ejemplo ya mencionado de la “meditación con las tres potencias” puede ilustrar bien el proceso:322 frente al pecado original de los ángeles y de los primeros seres humanos hay una multitud de pecados individuales. Como consecuencia, la medida del propio castigo tiene que superar considerablemente la caída en el infierno y la expulsión del paraíso. El segundo tipo de forma está estrechamente relacionado con la exaggeratio a través del “aumento y la sucesión ascendente”,323 pero intensifica el carácter comparativo 319 No carece de importancia que se quiera ver en esto una razón de las tendencias “esquizoides” de la espiritualidad tan frecuentemente constatadas (véase, por ejemplo, Poppenberg 2000: 175). 320 Para esos tipos de formas, véase Paul Rabbow (1954: 56-80). La relación entre la retórica y el manejo de los afectos se remonta principalmente al segundo libro de la Retórica aristotélica. Rabbow pasa por alto también que Loyola, para las propuestas decisivas, se base en la retórica de la predicación contemporánea, cuyas técnicas de la afección ajena adapta a las circunstancias particulares de la autoafección (también en este sentido y siguiendo a Deleuze se puede hablar de ‘plegamiento’). Por eso el texto de referencia más importante es seguramente la Retórica ecclesiastica de fray Luis de Granada. Los paralelismos se pueden ver sobre todo en el objetivo del movere, al que tanto Loyola como fray Luis intentan llegar con las figuras de la amplificación (congeries), la exageración y lo hiperbólico (exaggeratio, hyperbel), así como también con el manejo de los afectos (exclamatio) (véase fray Luis de Granada 1954: 520 ss.). Los “sentidos interiores”, como se requieren en la meditación, a él le parecen, sin embargo, una fuente permanente de amenaza para el espíritu (véase Introducción del símbolo de la fé, 1954: 256 s.). Sobre la retórica de los afectos spirituales en fray Luis, véase también Heinrich F. Plett (1975: 44 ss.) y Antonio Martí (1972: 95-101); sobre la manifestación específicamente jesuítico-tridentina de la retórica espiritual, véase ibídem (1972: 234-257) y también José Rico Verdú (1973: 57-77) o Angelo DiSalvo (2005: 73-131). 321 Rabbow (1954: 58). Para el primer tipo de forma de la amplificatio per comparationem, véase también Quintiliano, Institutio oratoria, VIII, 4, 9. 322 Ejercicios espirituales (1963: 50-53, 210 s.). 323 Rabbow (1954: 59). Sobre la amplificatio per incrementum, véase Quintiliano: Institutio oratoria, VIII, 4, 3.
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llevándolo al superlativo. Aquí la afección se debe al aumento triple que llega al clímax: la meditación sobre la Pasión de Cristo se limita, al principio, a su humanidad y, después, hace referencia a la divinidad. Es solo entonces cuando culmina, al comprenderse que el Redentor murió también por los pecados individuales del ejercitante y, de este modo, sirve para provocar hiperbólicamente el dolor, el duelo y la impotencia.324 Finalmente, el tercer proceso consiste en el “aislamiento y la desarticulación”.325 Aquí se produce el aumento por la multiplicación y la secuenciación aditiva: así, por ejemplo, la meditación sobre la existencia de Dios dividida en pasos fortalece en todas las criaturas la conciencia de su magnitud de una forma aún más sostenible.326 En esas técnicas no resulta difícil reconocer una prefiguración espiritual de una poética barroca del extrañamiento y la distorsión conscientes del efecto que producen.327 La lírica de Quevedo no dejará de ofrecer la ocasión de verificar los procesos correspondientes. Pero, en los Ejercicios, están estrictamente integrados en la lógica de la meditación con las tres potencias: la meta es experimentar directamente el modelo interior, una vivencia esta que trasciende las imágenes evocadas, ya que solo pueden ser mero instrumento y fase de transición necesaria. La meditación ignaciana sobrepasa el carácter primario y sensorial hasta llegar al lugar recordado con la ayuda del entendimiento para, finalmente, superarlo completamente en el afecto, al nivel de la voluntad.328 En esto hace recordar el telos eucarístico de la alegoría, tal y como se usa en las guías espirituales. También aquí las imágenes funcionan, al fin y al cabo, como condición que posibilita la experiencia inmediata de la gracia divina, experiencia que se establece más allá de la memoria y el intelecto. En el marco de la composición viendo el lugar, la alegoría, de acuerdo con su ámbito de aplicación en la retórica clásica, se pone al servicio de la hipóstasis visual. Con ella se pueden experimentar de forma sensorial las verdades salvíficas abstractas. Así, 324
Véanse, sobre todo, las meditaciones de la historia de la Pasión de la tercera semana (Ejercicios espirituales, 1963: 201-209, 237 s.). 325 Rabbow (1954: 60). 326 Ejercicios espirituales (1963 : 235-237, 244). 327 Véase al respecto también Christian Wehr/Bernhard Teuber (2004). 328 “y así consequenter discurrir más en particular con el entendimiento, y consequenter moviendo más los afectos con la voluntad” (Ejercicios espirituales, 1963: 50, 210).
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Loyola compara, por ejemplo, la existencia del alma inmortal en la cárcel perecedera del cuerpo con una escena de la naturaleza: En la invisible, como es aquí de los pecados, la composición será ver con la vista imaginativa y considerar mi ánima ser encarcelada en este cuerpo corruptible y todo el compósito en este valle, como desterrado entre brutos animales; digo todo el compósito de ánima y cuerpo.329
Al comienzo de la segunda semana, la alegoría se utiliza en forma de correspondencias tipológicas. En este sentido, representarse mentalmente al soberano terrenal sirve de puente imaginativo para la contemplación del rey eterno y divino.330 La meditación de dos banderas,331 que sigue inmediatamente después, adquiere ahora una posición clave dentro de los Ejercicios espirituales. Esta concentra al máximo la alegoría de la lucha entre el bien y el mal, como ya sucedía, por ejemplo, en el caso de Osuna, sin reducir por eso en lo más mínimo su función de guía del alma. Su inmediato objetivo consiste en preparar la elección posibilitando la discretio spirituum. Para ello, Loyola prescribe, sobre todo, la contemplación de los dos ejércitos enemigos capitaneados por Cristo y Lucifer, respectivamente: al poder tentador de este último se opone, finalmente, la majestad victoriosa del Redentor. Con ello, el dispositivo alegórico de la batalla es aplicable tanto a un esquema psicomáquico de la interioridad como a la realidad experiencial exterior. En los dos mundos se enfrentan en constante batalla los poderes antagónicos del bien y del mal. Parecido a como sucede en la emblemática del drama o en la lucha del alma de la guía espiritual, la contemplación de las dos banderas transgrede retóricamente, por lo tanto, un mundo que se ha vuelto contingente.332 Esta reordena al nivel figurativo un cosmos cristiano que ha devenido opaco, siendo el binarismo moral el que ofrece un máximo de transparencia. Así, de acuerdo con los procesos paradójicos de la ponderación misteriosa y de la aniquilación, se recibe la señal para 329
Ejercicios espirituales (1963: 209 s.). Ejercicios espirituales (1963: 91-100, 218 ss.). De forma semejante procede, en el segundo apéndice para la primera semana, la imagen del juez terrenal respecto al divino, la cual le trasmite al ejercitante el perfil afectivo del penitente que se presenta encadenado ante el “sumo juez eterno” (Ejercicios espirituales, 1963: 74, 215). 331 Ejercicios espirituales (1963: 176, 233). 332 Véase al respecto II/cap. 2.3 y Benjamin (1983: 206 ss.). 330
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elegir correctamente.333 La débil voluntad humana se une a la infalible divina, y la totalidad de la alegoría desemboca en el desengaño espiritual: la representación retórica mediada pasa de repente a ser la experiencia inmediata del estado de gracia.334 Así pues, en la meditación ignaciana también se puede constatar, en general, una permeabilidad entre las vivencias interiores y exteriores, una convergencia de la presencia imaginaria y somático-sensorial que es característica, por lo común, de los modelos experienciales espirituales. Si se echa un vistazo a los primeros escritos de Michel Foucault, se puede confirmar que esos dos ámbitos no se pueden separar con facilidad, incluso en un sentido filosófico. El extenso prefacio a la traducción francesa de Traum und Existenz de Ludwig Binswanger define todavía lo imaginario sobre la base de una fenomenología existencialista.335 Foucault, retomando el estudio clásico de Sartre336 deconstruye la oposición entre realidad e imaginación al reducirla a la característica común de la presencia. Ambos ámbitos vivenciales destacan por estar directamente relacionados con el objeto de la percepción interior y exterior:337 el transcurso escénico e íntegro de la imaginación corresponde en la modalidad de lo figurado al continuum de las percepciones externas.338 De este modo, la imagen se pone de relieve como el verdadero contrincante de la imaginación. Su carácter sustitutivo se encuentra siempre marcado por la ausencia irrevocable de lo representado. En definitiva, puede duplicar miméticamente objetos del mundo experiencial sin por eso llegar a ser igual que ellos. Por el contrario, el ímpetu totalizador de lo imaginario transforma en presencia la relación analógica que tiene la imagen con la realidad. Así logra superar la distancia que existe entre el sujeto
333 Es muy significativo que Loyola hable de la “experiencia” pasiva del discernir y no de un acto de decisión por capacidad propia (Ejercicios espirituales, 1963: 126148, 227 ss.). 334 Con esto está claro también que aquí la sustancia moral no es una esencia previa de las cosas que habría que identificar. Su conocimiento se presenta más bien como un acto performativo, como efecto de una relación básicamente retórica consigo misma. 335 Foucault (“Introduction”, en 1994: vol. I., 65-119). 336 Sartre (1967). 337 Véase Foucault (“Introduction”, 1994: 110-119). 338 Ibídem (1994: 112).
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que imagina y el objeto imaginado:339 “L’image mime la présence [...], l’imagination va à sa rencontre. Avoir une image, c’est donc renoncer à imaginer. [...] L’imagination [...] est par essence iconoclaste”.340 Desde esta perspectiva, las técnicas de imaginación ignacianas se presentan como funcionalización espiritual de un potencial iconoclasta capaz de originar presencia que conlleva la “dur labeur de l’imagination”.341 La composición viendo el lugar constituye la imagen en su materialidad estática. En esta primera fase provisional, el mundo de la imaginación interior se encuentra aún marcado por la distancia espacial y temporal respecto al sujeto contemplador. Sin embargo, la dinamización escénica del lugar inicial en la subsiguiente vista de la imaginación supera el abismo respecto al “lugar corpóreo”.342 Transforma la relación mimética en identidad fantasmática y en presencia ilusoria. El nivel de la visión interior relacionado con los objetos se abre hacia una vivencia total directa y sinestésica que incluye la activación sucesiva de los sentidos interiores, proyecta al propio ejercitante en el mundo de la imaginación interior y, finalmente, culmina en la unión afectiva con el modelo.343 La procesualidad de la meditación con las tres potencias apoya ese acontecimiento: 339 “L’imaginaire n’est pas un mode de l’irréalité, mais bien un mode de l’actualité, une manière de prendre en diagonale la présence” (ibídem 1994: 114). Por eso la reflexión, el intelecto, está mucho más cerca al carácter procesual de lo imaginario que a la imagen estática y sustitutiva: “la réflexion tue l’image, comme la tue aussi la perception, alors que l’une et l’autre renforcent et nourrissent l’imagination” (ibídem 1994: 115). Sobre la superación imaginaria de la distancia entre el sujeto y el objeto, véase también Sartre (1967: 204). Foucault contrapone la forma psicopática y forzosa de lo imaginario, el fantasma, a la actividad imaginativa libre y cuasi poética. Sartre, por el contrario —como Deleuze más tarde— entiende la alucinación psicótica como una variante de lo imaginario de valor pleno. 340 Foucault (“Introduction”, 1994: 115 s.). 341 Ibídem (1994: 116). 342 Ejercicios espirituales (1963: 47, 209 s.). 343 Sería muy interesante indagar sobre los procesos de esa proyección a partir de las estructuras reflexivas en las que se ha concentrado ya Foucault en su famoso análisis sobre Las meninas de Velázquez (véase 1966: 19-31). Efectivamente, las miradas de las figuras que aparecen en esta pintura se dirigen a un espectador ubicado fuera, de tal modo que este podría ocupar la posición ilusoria de un modelo ante el pintor que —en el cuadro— se ha representado trabajando. Así surge un vórtice visual que integra virtualmente al sujeto-espectador en la escena representada; este, al igual que en la meditación ignaciana, adopta el doble papel paradójico de un sujeto que percibe (realmente) y de un objeto (imaginariamente) percibido.
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de acuerdo con Foucault, según el cual la reflexión mata la imagen, la fijación de la imagen inicial se pasa al nivel del entendimiento y de la voluntad con los sentidos interiores, y se transforma en una relación afectiva.344 En este punto vuelve a quedar claro lo arraigada que está la mediación entre el compromiso secular y la integridad espiritual, y por qué los Ejercicios tuvieron una recepción que superó con mucho la importancia interna de la orden. Los ejercicios desatan el potencial de la imaginación, el cual otorga identidad y presencia. De este modo pueden establecer una relación ‘viva’ con el modelo, en el sentido estricto de la palabra, pues produce un cuerpo cristomorfo como escudo espiritual contra las tentaciones de un mundo que está marcado por el engaño omnipresente. Es solo con esa función vital como se manifiesta la esencia profunda de los Ejercicios como “retórica existencial” y “modo de vida”:345 la evidencia de lo imaginario sustituye una retirada del mundo que exige tanto la forma de existencia monástica como también el recogimiento de las guías espirituales, un requisito este indispensable todavía para llevar una existencia auspiciada por la semejanza divina. Con ello, la regio similitudinis346 monástica se hace ubicua. Las técnicas ignacianas de la formación identitaria remiten ahora a procesos ontogenéticos que, más allá del cuidado espiritual de uno mismo, son característicos en el desarrollo de las funciones del yo de forma fundamental. La individuación se lleva a cabo principalmente como transformación identificativa, la cual se basa en la capacidad de ponerse “en el papel del otro con la imaginación”.347 Con esto cobra una importancia fundamental la percepción visual del yo imaginario deseado tal y como lo escenifica la compositio loci ignaciana con un saber intuitivo sobre la psicogénesis de la relación con uno mismo.348 Al nivel teórico, ese proceso lo ha resaltado especialmente Jacques
344
Ejercicios espirituales (1963: 50, 210). Eickhoff (1991: 75). 346 Véase Eickhoff (1994: 155, 162 n. 12). 347 Hahn (1987: 9). La identificación puede llegar hasta la adaptación de un “esquema biográfico”, como en la imitatio Christi (interior y exterior), véase ibídem. 348 Las explicaciones que siguen a continuación dejan de lado el trasfondo biográfico tantas veces tratado, pues para la recepción su importancia es secundaria. Véase, para un enfoque de ese tipo, por ejemplo, William W. Meissner (1992). 345
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Lacan en su estudio pionero sobre el estadio del espejo.349 Aquí se radicaliza el poder de lo imaginario constatado ya por Sartre y Foucault hasta llegar al conocimiento de carácter ilusorio de la presencia y la autoconciencia por excelencia. 3.2. Psicologización: narcisismo y sucesión Según Lacan la forma más temprana de la autopercepción establece una matriz invariable en el desarrollo de todas las funciones subsiguientes del yo. El niño, sin capacidad lingüística aún, reconoce por primera vez su imagen reflejada y la celebra como la “image du corps propre”350 produciéndole un “affairement jubilatoire”.351 Con esto produce una integridad y autonomía imaginarias en su yo especular que están en total oposición con la dependencia orgánica y de motricidad descoordinada de su situación real. Así, el yo especular y ‘reflexivo’ en el sentido literal de la palabra —razón por la que Lacan lo llama “moi”— cede la plaza al “je”, verdadero sujeto de la percepción, en una relación de excentricidad inevitable: es justo a partir de este momento cuando el “moi-idéal”352, no como sujeto del conocimiento, sino como objeto de un desconocimiento,353 se convierte en el lugar de todas las identificaciones subsiguientes. Desde el principio ya está atrapado en las cadenas de las configuraciones imaginarias
349
Lacan (1966: 93): “Le stade du miroir comme formateur de la fonction du Je”. El hecho de que, en lo sucesivo, se elija un método lacaniano para poder leer los Ejercicios como el medio de una vivencia imaginaria e indentificativa se debe a las influencias cristianas tan presentes en el pensamiento de Lacan. Mientras que el psicoanálisis freudiano sigue estando en deuda con la tradución judía, marcada por el cuerpo biológico y social, Lacan, al regresar a Freud, sustituye esa orientación por una enseñanza de la palabra cuyo origen es el Nuevo Testamento. Véase al respecto Michel de Certeau (1987a: 186-190). 350 Lacan (1966: 95). 351 Ibídem (1966: 94). 352 Para más detalles, véase la relación entre el “je” como sujeto de la percepción y el “moi” como objeto del reconocimiento en Jacques Lacan (1978 : 59 ss.). 353 El “moi-idéal” especular hay que diferenciarlo estrictamente del más tardío “idéal du moi” de la fase edípica. Sobre los diferentes estadios de desarrollo, véase un temprano escrito panorámico de Lacan titulado Les complexes familiaux dans la formation de l’individu (1984: 35-49 ; aparecido por primera vez en 1938).
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del ideal,354 mientras que la instancia del “je” permanece inaccesible desde un punto de vista estructural. Nada puede ilustrar mejor esa descentralización fundamental del sujeto que las paradojas de la escena del espejo. El yo especular y el inconsciente se escinden en un doble sentido: por la distancia espacial y por la demora temporal. El estado ideal de la integridad y la autonomía ya es siempre el efecto de una anticipación. Más allá del deseo de la unión real, ese ideal no puede escapar de su fundamento en lo imaginario: la imagen del espejo sigue siendo el cebo inalcanzable de un deseo que intenta en vano superar la brecha entre el yo que percibe y el percibido. Así, la tensión entre lo real y lo imaginario pasa a ser la razón que produce una libido que aspira desde el principio al ideal de la integridad. Con ello, la categoría de la identidad se confirma, desde el comienzo, como categoría diferencial y transmitida desde el exterior. Esta nunca puede llegar a ser idéntica al verdadero yo profundo. Tan pronto como el sujeto se convierte en objeto imaginario para apercibirse de sí mismo, se pone en marcha la dinámica irreversible de la descentralización. De esta estructura de la duplicación reflexiva se deduce que la relación con el yo y la referencia al objeto no solo se originan al mismo tiempo, sino que también son homólogas desde el punto de vista estructural. De modo que ya en la percepción primaria del yo se encuentra un narcisismo secundario que repite el deseo simbiótico por la imagen del espejo al nivel intersubjetivo:355 la imagen del prójimo adopta la posición de un yo ideal que ‘reconoce’ la experiencia amorosa en el otro. Por lo tanto, aquí también se puede afirmar que la fijación imaginaria la mueve el deseo originario de llegar a la unión: el anhelo de un “estado original en el que la libido del yo y la del objeto son inseparables”.356
354
A Lacan le gusta demostrar ese autoengaño imaginario con la posibilidad de sustitución paranomástica del “me connaître” y “méconnaître” (véase 1966: 808). 355 Véase Sigmund Freud (1982: 60 s., 65 ss.). En la fase tardía de su obra, Freud investigó la dinámica psicológica de los movimientos de masas mediante el ejemplo de agrupaciones religiosas (y militares). Como él mismo constató, deben su homogeneidad al hecho de que todos los miembros de la comunidad se sirven por igual de un mismo ideal del yo, transmitido por identificación. De acuerdo con las observaciones que se han venido haciendo, ese ideal se transmite mediante la sugestión de una relación narcisista de entrega amorosa por parte de la “figura del jefe”. Véase Sigmund Freud (1982: 88-108). 356 Freud (1982: 66). Sobre el carácter visual y narcisista de la identificación en el amor, véase también Jacques Lacan (1985: 282).
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Teniendo esto en cuenta, las técnicas de meditación ignacianas resultan ser repeticiones interiorizadas de la escena inicial del espejo. La composición viendo el lugar constituye una imagen ideal que, al principio, guarda distancia local y temporal con el sujeto contemplativo. Luego, en la subsiguiente vista imaginativa que se vivifica escénicamente se lleva a cabo su transformación identificativa. Como corresponde ya a la percepción primaria del yo, esto sucede no solo al nivel de la presentificación visual, sino también en la asimilación de un esquema corporal imaginario. Por último, el mundo experiencial interior es a la vez la instancia mediadora de una transformación afectiva, como lo muestran, por ejemplo, las prescripciones sobre la vivencia interior y el sufrir la historia de la Pasión en la tercera semana.357 Tal y como se ha transmitido casi por unanimidad —no solo por parte de la meditación jesuítica, sino especialmente en las relaciones de las guías espirituales contemporáneas sobre las experiencias—, esa vivencia de la unión interior con el modelo tiene sobre todo dos dimensiones. Una consiste en la estimulación consciente y estratégica de las reacciones corporales mediante técnicas retóricas de la autoafección. Esta provoca un imagen sintomática psicosomática que puede ir desde el ruborizarse y empalidecer, pasando por el dolor concreto, hasta el caso extremo de la estigmatización. Esa imagen proporciona los indicios externos de la cercanía divina y testifica que se ha tomado el camino correcto de la formación espiritual de la identidad.358 Sin embargo, la autoafección constituye solo una fase activa y transitoria de la meditación. Tiende hacia el nivel más sublime de una fusión entre la voluntad humana y la divina que se siente como acto de entrega amorosa. Esa experiencia se sustrae al control de los verdaderos ejercicios, que aquí solo pueden servir como preparatorios. Sublima la libido narcisista a una visión que ahora es contemplativa en el sentido estricto, esto es, abstracto y pasivo, y que transgrede la vista imaginativa dirigida al objeto. “Aquí será demandar vergüenza y
357 Ya en la retórica de la Antigüedad se consideraba la apropiación identificativa de un papel dado como técnica de la autoafección que, a su vez, es el requisito inevitable para tener éxito en la afección ajena. En este sentido, Quintiliano establece, por ejemplo, una comparación con el actor; véase Institutionis Oratoriae, VI, 2, 26-35. 358 Según Freud, la passio Christi encuentra su arraigo más profundo en la represión con sentimiento de culpa por el asesinato del padre originario. Véase al respecto “Totem und Tabu” (1982: 439).
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confussión de mí mismo”359 (sic), se dice al respecto en los Ejercicios, de forma programática al comienzo de la primera semana, si bien la palabra “confusión” hay que entenderla en varios sentidos: principalmente se refiere a la confusión sensorial y mental que se apodera de los ejercitantes por haberse sumergido en el mundo de la fantasía interior. Como término recurrente de recogimiento y sinónimo de aniquilación360 la confusión tiene también, no obstante, un significado específico. El lexema “fusión” que está incluido en ella la remite a la unión más sublime, a la transformación imaginaria en el modelo. No obstante, las estructuras descentralizadoras de la autopercepción revelan que esa identificación no se llegará a realizar nunca por completo, pues la relación con el ideal del yo permanece siempre determinada por las diferencias espaciales y temporales. Luego si el anhelo espiritual quiere alcanzar el estadio de la identidad y presencia totales, tiene que superar la percepción dirigida al objeto: como se acaba de ver, dicha percepción realiza de forma irreversible la autodisociación paradójica en las instancias del sujeto que percibe y el objeto percibido. Según Gilles Deleuze, es sobre todo la dinámica transgresiva del fantasma la que es capaz de abrir un mundo preindividual de la experiencia interior que precede a tales separaciones: esta supera tanto la brecha entre el sujeto y el objeto como la frontera entre la representación productiva y la vivencia receptiva.361 En este punto destaca una coincidencia profunda y estructural entre los mundos vivenciales interiores del fantasma y la meditación. Se pone de relieve sobre todo en los rasgos dramático-visuales de la vivencia imaginaria y en la tendencia a la ambigüedad diatésica: el sujeto representante adopta el papel del “machiniste” activo y “metteur en scène”362, pero también la posición pasiva de un “spectateur”363 de su propia imaginación. Otros rasgos comunes son la constitución de un álter ego imaginario, así como también la ilusión de la vivencia corporal directa.364 Finalmente, la disolución de la oposición, característica 359
Ejercicios espirituales (1963: 48, 210). Andrés Martín (1975: 94). 361 Véase al respecto el análisis del fantasma psicoanalíticamente fundado de Gilles Deleuze (1969 245-252). 362 Lacan (1966: 637). 363 Juranville (1966: 191). 364 “Aspect réel du fantasme: c’est le fantasme en tant que vécu par le sujet dans son corps” (Juranville 1966: 190; cursiva en el original). 360
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del fantasma, entre sujeto y objeto se cumple con toda radicalidad en la asimilación cristomorfa del modelo. Ya con el ejemplo de la guías espirituales queda patente que ese “fantasme de fusion (ou d’incorporation)”365 tiene una base segura y dogmática en la doctrina de la transustanciación tridentina. Así, la comunión representa el equivalente ritual de la meditación. Ambas se encuentran marcadas por la transformación espiritual. Tanto en una como en otra se alcanza un estado de incorporación fantasmática que supera las fronteras entre los cuerpos de forma imaginaria y estiliza el propio cuerpo en cripta, es decir, en sepultura inconsciente del objeto de identificación.366 Como esto corresponde a la imagen sintomática de la incorporación,367 esa custodia interior se siente, al mismo tiempo, como exteriorización física.368 Cuando el ejercitante se acerca al modelo en calidad de “participant à la scène”,369 reduciendo, así, la distancia que lo separa del mundo imaginario interior, la meditación llega, desde el punto de vista analítico, a un estadio patológico.370 En el sentimiento subjetivo, el fantasma de la incorporación deja tras de sí la demarcación entre el yo que imagina y el objeto de identificación.371 Desde una perspectiva psicogenética, en deuda con el análisis que hace Deleuze del fantasma, esa transgresión se manifiesta también como regresión. La mueve el deseo de alcanzar el estado originario
365
Juranville (1966: 191). Véase Derrida (1979). 367 Véase Torok (1968: 722). 368 A esa dinámica exteriorizadora le conviene el hecho de que, a nivel lingüístico-pragmático, no se pueda diferenciar entre una “deixis del objeto” y “del fantasma”. Ambas están regidas por las mismas reglas de los “demostrativos” (véase Karl Bühler 1982: 121-140, especialmente p. 124 ss.). 369 Deleuze (1969: 247). 370 Sobre la psicopatología de la espiritualidad ignaciana, véase William W. Meissner (1992), sobre todo cap. V. 371 Véase también Alain Juranville (1966: 188-194), quien se refiere al XIV seminario de Lacan sobre logique du fantasme, inédito hasta ahora. La incapacidad de poner una clara barrera entre el sujeto y el objeto (es decir, entre el yo y el mundo que nos rodea) es lo que caracteriza también a los fantasmas de una identidad total del psicótico. Sobre esa “falta de demarcación del yo” paranoica y esquizofrénica (que el ejercitante permite tan solo en el marco controlado de la vivencia interior), véase, por ejemplo, Hermann Lang (2000). Lang se apoya en el artículo de Lacan sobre la psicosis (“D’une question préliminaire à tout traitement possible de la psychose”, 1966: 531-583). 366
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de la identidad absoluta que es todavía anterior a las divisiones de la escena del espejo. Si bien Lacan reconoció la estructura diferencial de la autoconciencia y vio que una identidad absoluta no se puede lograr nunca con el yo especular,372 la decisiva fundamentación teórico-lingüística, sin embargo, tiene lugar bastante más tarde. Es solo a través del lenguaje como la brecha entre las instancias del je irreflexivo y del moi reflexivo, esto es, la distancia entre el yo que percibe y el percibido se entiende como diferencia semiótica: como aplazamiento irreducible que fija también la estructura del signo.373 De ahí que se pueda entender por qué el fantasma de la unidad espiritual no solo se sitúa más allá de las fantasías dirigidas al objeto, sino también en el “au-delà”374 de un lenguaje referencial. Como lo muestra el panorama histórico, tal nivel experiencial queda reservado principalmente a la gran mística. Desde la variante racionalista jesuita de la meditación parece que dicho nivel se ha dejado de lado provisionalmente y, de hecho, en el propio texto de los Ejercicios se encuentran pocos indicios al respecto. Como elemento de una experiencia genuinamente mística solo se manifiesta el signo trascendental que, al final de la segunda semana, indica el camino para la elección correcta. Si se ojea el Diario espiritual de Loyola se pueden reconocer elementos evidentes de una experiencia de fusión que se mantiene en la espiritualidad jesuita en cierto modo de forma implícita.375 Ante este trasfondo, los ejercicios se presentan como suspensión ascética de una última unión. Supuestamente por no hacer peligrar su función disciplinadora y controladora, no está prevista de forma explícita en ningún lugar, pero sí que sucede en esa vivencia transgresora lingüística que el propio Loyola denomina “loqüela”. Al mismo tiempo se pueden reconocer en esto grandes afinidades entre la experiencia mística y un lenguaje autorreferencial, es decir, poético.
372 Además, para él, de hecho, era un requisito indispensable enfrentarse a la concepción hegeliana de la autoconciencia tratada en Fenomenología del espíritu (especialmente el capítulo sobre el amo y el siervo). 373 Véanse al respecto las declaraciones programáticas de Jacques Derrida (1972: 1-29). 374 Barthes (1971: 58). 375 Véase al respecto, por ejemplo, Joseph de Guibert S. J. (1938, 1953: 97-120).
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3.3. Poetización: lenguaje y sonido trascendente Ignacio Iparraguirre considera que “el Diario no es, en cierto sentido, más que los Ejercicios en acción”,376 una valoración esta con la que estamos de acuerdo en lo fundamental. El Diario espiritual presenta una especie de comentarios que acompañan a los Ejercicios y documentan, desde la perspectiva de su fundador, el camino de una búsqueda concreta de decisión. En la primavera de 1544 surgió el problema administrativo de cómo financiar las comunidades jesuitas: “Il n’est aucun élément du texte qui ne s’inscrive dans ce parcours”, constata Louis Beirnaert al respecto.377 Sin embargo, de acuerdo con una preparación para la elección que, también en los Ejercicios, se configura principalmente como autoafección, en el Diario espiritual nunca se menciona explícitamente ese problema profano ni su solución. El camino hacia la toma de decisión se lleva a cabo más bien siguiendo estrictamente el esquema de la meditación con las tres potencias: va desde la presentificación visual de episodios bíblicos, pasando por la comprensión378 intelectual, hasta la Pasión que se vuelve a sufrir en la imaginación. Otros pasajes del texto apenas van más allá de la contemplación que acompaña ese sentimiento de compasión: Loyola se restringe, por regla general, a protocolar meticulosamente la economía de los propios afectos.379 La medida que se aplica consecuentemente a ese inventario relacionado con la contabilidad es la cantidad de lágrimas derramadas, que testimonia la intensidad de la vivencia interior al nivel de la exteriorización psicosomática. Sin embargo, en un pasaje central del diario que se ha transferido como el ciclo de la loqüela, se transgrede esa evidencia del sentimiento.
376
Iparraguirre (“Introducción” a san Ignacio de Loyola 1963: 304). Véase también Joseph de Guibert (1938). 377 Louis Beirnaert (1987: 205 s.). 378 Sobre la compositio loci véase, por ejemplo, el Diario espiritual (1963: 52 y 54, 334 ss.); sobre la activación del intellectus, ibídem (1963: 70, 338). Pero, como la meta de la meditación está en la autoafección, los niveles subordinados de los sentidos y del entendimiento apenas se mencionan en el Diario. 379 Esto también se exige explícitamente en los Ejercicios; véase Ejercicios espirituales (1963: 24-31, 204 s.). Véase, en particular, también Iparraguirre (“Introducción” a san Ignacio de Loyola 1963: 311: “[...] en todo el Diario se repiten las fases de toda elección: planteamiento, consideración de los motivos por el tercer tiempo, análisis de las mociones por el segundo tiempo, oblación, acción de gracias”.
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En su lugar aparece una vivencia fantasmática y numinosa que no solo se sitúa más allá de las imaginaciones dirigidas al objeto. Abre también un área fronteriza de autorreferencialidad en la que los distintos afectos se desvanecen. En las anotaciones que hace del 11 de marzo al 28 de mayo, Ignacio de Loyola gira alrededor de ese estado que, en los Ejercicios, no se focaliza expresamente:380 Gracia final: Loqüela 46. a. 1. Domingo (11 Mayo). − Antes de la misa con lágrimas, y en ella con mucha abundancia dellas, y continuadas, y con loqüela interna de la misa con parecerme más divinitus dada, habiendo demandado el mismo día porque en toda la semana cuándo hallaba la loqüela externa, cuándo no hallaba, y la interna menos, aunque el sábado pasado hallaba un poco más apurado. Asimismo en todas las misas de la semana, aunque no tan visitado de lágrimas, con mayor quietud o contentamiento en toda la misa por el gusto de las loqüelas con interna devoción que sentía que otras algunas veces que en parte de la misa tenía lágrimas. Las de este día me parecían mucho, mucho diversas de todas otras pasadas, por venir tanto lentas, internas, suaves, sin estrépito o mociones grandes, que pare que venían tanto de dentro, sin saber explicar, y en la loqüela interna y externa, todo moviéndome a amor divino y al don de la loqüela divinitus conceso, con tanta armonía interior cerca la loqüela interna, sin poderlo exprimir.
[...] 47. Lunes (12 Mayo). − En la misa con muchas lágrimas, y después della con ellas. Todas éstas eran como el día pasado, y con el tanto gusto de la loqüela interior un asimilar o recordar de la loqüela o música celeste, creciendo la devoción y afecto con lágrimas en sentir que sentía divinitus. [...] 53. El domingo (18 Mayo). − Sin ellas y con alguna loqüela sin fuerzas corporales ni turbaciones algunas. [...] 57. El jueves (22 Mayo). − Antes de la misa en cámara y en la capilla con muchas lágrimas; en la mucha mayor parte de la misa sin ellas y con mucha loqüela; tamen trayéndome dubitaciones del gusto o suavidad de la loqüela que no fuese a malo espíritu en cesar la visitación espiritual de lágrimas; un poco pasando más adelante, parecerme que demasiado me
380 Diario espiritual (1963: 221-240, 371-373). Reproduzco la versión textual del editor sin las enfatizaciones gráficas.
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delectaba en el tono de la loqüela cuanto al sonido, sin tanto advertir a la sinificación [sic] de las palabras y de la loqüela [...].381
Como lo explica el posterior autoexamen del 22 de mayo, el don de las lágrimas y el de la loqüela se excluyen al menos de forma parcial. El último no solo parece ser inesperado e incapaz de controlarse, también representa un nivel de experiencia sublime del gozo puro que deja atrás el dolor y el duelo de la imitación interior. Por eso, Loyola de inmediato lo pone bajo sospecha, ya que podría ser un intento de tentación por parte del “malo espíritu”. Pero la discretio spirituum ha llegado ya a un estadio en el que la pureza espiritual de la experiencia es indudable. En la terminología de la experiencia mística, el don adquirido de las lágrimas, que se producen por el potencial afectivo de la imaginación interior, es reemplazado por el don infuso de la loqüela, que se recibe de forma pasiva. Así se marca una transición que va de la imitación activa a un recibimiento, a partir de ahora sin pasión, de lo divino.382 Al final se rompe el marco disciplinario de los Ejercicios, el bloqueo de la fusión para tomar una decisión. El cambio de nivel que va de la mirada meditativa dirigida al objeto hacia la independización de una visión contemplativa y abstracta remite a los modelos de la gran mística.383 En este contexto salta a la vista rápidamente lo que constituye la calidad especial del acontecimiento: con Loyola el paso decisivo hacia el reino más allá de
381
Ibídem (1963: 221-234, 370-372). El título de la “gracia final” lo puso el editor Iparraguirre y, en este sentido, viene a apoyar la estilización hagiográfica. No obstante, sugiere lo que demostraremos en un análisis pormenorizado, que con la loqüela se alcanza un importante, si no decisivo, estadio del proceso meditativo. 382 La localización de esa experiencia dentro del Diario espiritual hace suponer que representa el último estadio de la aniquilación: la entrada de la voluntad divina que indica el camino de la correcta elección; véase la entrada del 22 de mayo: “diversas veces pareciéndome ser enseñado”, y la nota en la que se advierte que Dios es el sujeto inconfundible de esa enseñanza (1963: 372, n. 332). A través del repetido recibimiento de la comunión, el cual se explica con insistencia, se prepara ese proceso de la transformación interior y además se apoya en el ciclo simbólico del año eclesiástico: el Corpus Christi es inminente. Sobre las insistentes explicaciones de las diferentes “oblaciones”, véase Diario espiritual (1963: 7-9, 9 s.; 16-18, 322; 36-38, 328 s.; 46-47, p. 332). 383 Sobre la diferencia entre la meditación objetal y la contemplación abstracta, la cual Loyola no mantiene en su terminología, véase san Juan de la Cruz: Subida del monte Carmelo (1948: II, XIII-XVI).
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las imágenes y de los afectos se lleva a cabo como transgresión lingüística. Por eso, la loqüela, que también aparece enaltecida en la metáfora de una música celesta, puede tomar cuerpo de dos formas fundamentalmente: siendo ‘interna’ se percibe en un discurso sonoro autorreproducido y siendo ‘externa’ ese discurso se percibe desde el exterior.384 Las dos parece que se originan en las lecturas que se hacen durante la misa, en cuyo transcurso las palabras se liberan de sus significados (22 de mayo) y se independizan en un continuum abstracto y sonoro.385 En el resonante espacio interior de la iglesia se capta muy bien esa percepción acústica. Se caracteriza sobre todo porque los diferentes significados no se pueden aislar en la percepción auditiva y porque estos se funden en el flujo continuo del discurso musicalizado. Con esto se suprime la estructura diferencial que representa el elemento que constituye el sentido de la lengua, ya que esta estructura el discurso en las unidades portadoras de significado, según la conclusión a la que llegó Ferdinand de Saussure.386 Ese razonamiento constituye un punto de referencia importante en el giro lingüístico del psicoanálisis que lleva a cabo Jacques Lacan. Si, según la conclusión a la que llega Lacan,387 en la pura diferencia, esto es, en el vacío entre los significantes, hay que ver el rasgo que da sentido a los órdenes simbólicos, entonces ahí también encuentra su lugar estructural el sujeto que domina el lenguaje. Esta instancia ya no
384 Los investigadores aún no han encontrado una explicación convincente sobre la experiencia de la loqüela. Véase al respecto Maron (2001: 67), sobre las audiciones de Loyola, ibídem (2001: 66-70). 385 El fenómeno recuerda al de los “gritos muy sonables” y “suspiros entrañables sin saberlos” de Francisco de Osuna (véase Tercer Abecedario, 1998: X-XI). También se encuentran paralelismos con las “locuciones” místico-lingüísticas como las descritas por san Juan de la Cruz en la Subida del monte Carmelo: semejanzas con la loqüela las hay especialmente en las “palabras formales” que el sujeto percibe como exterior y pronunciadas por una segunda instancia (II Subida 30,1). Sin embargo aquí no se encuentra ninguna referencia al carácter poético y musical de la experiencia lingüística, tan central en el caso de Loyola. 386 “[...] dans la langue il n’y a que des différences” (Ferdinand de Saussure 1968: 166). El teorema, que llegó a ser el credo lingüístico del neoestructuralismo, se fundamenta en la opinión de que el lenguaje no es sustancia, sino forma (ibídem 1968: 157). 387 Lacan siempre parte de esa conclusión elemental a la que llega Saussure de la diferencia constitutiva del significado (véase, por ejemplo, la “Réponse au commentaire de Jean Hyppolite sur la ‘Verneinung’ de Freud”, 1966: 392)
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puede ser la del yo imaginario de las proyecciones narcisistas que se acaba de descentrar, es decir, que se ha exteriorizado en sus imágenes ideales especulares (y que, en realidad, es el objeto de un desconocimiento). Aquí se trata del sujeto de la enunciación, esto es, el verdadero yo profundo cuya latencia estructural encuentra ahora su justificación semiótica.388 Según la lectura lingüística de la represión originaria (Urverdrängung) freudiana como “fonction de manque”389 y “principe de différenciation”,390 ese sujeto llega a desaparecer entre los significantes para dejar espacio a los significados. Por lo tanto el verdadero sujeto de la enunciación puede ser comprensible solo de forma negativa en la paradoja y en la diferencia por excelencia. Su constitución corresponde al mismo tiempo al acto de la propia tachadura.391 El hecho de que el sujeto de la enunciación se fundamente en la propia estructura lingüística hace que la loqüela se pueda entender como escenificación de la aniquilación. Por un lado, la nivelación de los huecos significativos en el continuum sonoro tiene como consecuencia una pérdida de referencialidad que corresponde a la experiencia del “no pensar nada”392 místico. Pero también significa que un sujeto capaz de dar sentido se sale definitivamente del sistema diferencial del lenguaje: aquí la loqüela se revela como síntoma semiótico de una aniquilación espiritual en un sentido mucho más radical aún.
388 Sobre esa diferencia, véase Lacan (1978 : 59 s.). Manfred Frank (1984: 376), refiriéndose a la concepción lacaniana del “Je”, habla de un “yo irreflexivo”. 389 Lacan (1966: 807). Véase también ibídem (1966: 801): “Je peux venir à l’être de disparaître de mon dit”: el ser-sujeto y el desaparecer de la lengua son lo mismo. 390 Ferdinand de Saussure (1968: 167). 391 Lacan, por esta razón, lo denomina “sujet barré” (sujeto tachado): un sujeto que es tachado en el lugar del otro que domina el lenguaje (que representa el orden simbólico). Por eso se puede entender también solo en las paradojas: como efecto de disipación (1966: 816) o en el futur antérieur del ‘habrá sido’ (1966: 808.). Lo define de forma aforística: “Notre définition du sujet (il n’y en a pas d’autre) est: un signifiant, c’est ce qui représente le sujet pour un autre signifiant” (1966: 819). Por eso, en sentido estricto, el sujeto no puede ser el autor de su discurso. Su causa es un lenguaje que lo divide al mismo tiempo y que le deja la excentricidad especular como única posibilidad de autopercepción: “L’effet de langage, c’est la cause introduite dans le sujet. Par cet effet il n’est pas cause de lui-même, il porte en lui le ver de la cause qui le refend. Car sa cause, c’est le signifiant sans lequel il n’y aurait aucun sujet dans le réel. Mais ce sujet, c’est ce que le signifiant représente, et il ne saurait rien représenter que pour un autre signifiant” (1966: 835). 392 Véase, por ejemplo, Andres Martín (1975: 163 ss.).
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El fuerte contraste entre las “lágrimas [...] lentas, internas, suaves” y el previo “estrépito” de las “mociones grandes”, como el que se construye en la mencionada entrada del 1 de mayo, marca al respecto el decisivo e inmenso paso hacia delante de la vivencia meditativa. La mímesis identificativa de la Pasión todavía requería que se incitaran al máximo los afectos. Sin embargo, el análisis del estadio especular ha mostrado que esa transformación imaginaria en el modelo no se puede lograr por completo. El ideal especular queda siempre separado del sujeto real que percibe por un distanciamiento tanto temporal como espacial, por el abismo de lo que se anticipa. Por eso la vista imaginativa y su función de la estimulación afectiva no pueden ser más que fases de transición hacia una autoaniquilación más profunda y definitiva. En una entrada anterior del Diario espiritual se habla de una experiencia semejante en la que ya se anuncia la loqüela sin llegar a cumplirse del todo todavía. También mientras la lectura de la misa del 7 de marzo se disipa el sentido literal del texto bíblico y da paso a una visión que, sin embargo, no se puede desarrollar por completo y sigue siendo indistinta como la experiencia lingüística. De este modo se constituye en un estado interior que persevera entre la liberación de lo literal y la elevación visionaria. Como en la loqüela, esa emancipación de la estructura significativa indica la aniquilación de la propia voluntad, aniquilación forzada aquí por el empequeñecimiento de uno mismo (“ego sum puer”) y la sumisión ante la voluntad divina. Pero por el momento solo se realiza en parte: Después en la oración preparatoria con quieta y internamente, y así en la capilla. Después al vestir, con nuevas mociones a lacrimar y a conformarse con la voluntad divina, que me guiase, que me llevase, etc. Ego sum puer, etc. Entrando en la misa, con mucha devoción y interna reverencia y mociones a lacrimar, y al decir “Beata sit sancta trinitas”, y por todo un nuevo sentir, una nueva devoción mayor y a lacrimar, no alzando el entendimiento a las personas divinas, en cuanto distintas ni por distinguir, ni bajando a la letra; mas me parecía la visita interior, entre su asiento arriba y la letra.393
La descripción que hace Loyola de la loqüela testimonia que el proceso de la aniquilación se efectúa en dos estadios. El primero tiene lugar al nivel de la vivencia imaginaria. Aquí la muerte espiritual en cuanto 393
Diario espiritual (1963: 127, 352 s.).
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realización identificadora de la escena de la Pasión —en el protocolo de los afectos en el Diario espiritual se define como “estrépito”— está suficientemente motivada por el propio sujeto meditativo. Esta muerte constituye el punto culminante de la vivencia interior. La imagen del Redentor en calidad de yo idealizado desaparece para abrir una nueva dimensión: el repentino silencio que surge en medio de una tormenta expresa en la loqüela siguiente la aniquilación del yo irreflexivo. Como ya se sabe por el mito de Narciso, la fusión absoluta con la imagen especular equivale a la muerte. Así se une el clímax de la Pasión imaginaria con un gozo transgresivo que es, en sentido estricto, ‘inefable’,394 como lo confirma explícitamente la expresión “sin poderlo exprimir”. Desde un punto de vista psicogenético ambas fases están relacionadas necesariamente entre sí. Entre el yo que percibe y el reflejado actúa desde el principio una diferencia que, más tarde, regulará los mecanismos de la representación simbólica. Se inscribe en el psiquismo por una serie de experiencias somáticas de la carencia. En el centro de cada una de las tres fases del desarrollo infantil se sustituye, tanto real como imaginariamente, un objeto que se consideraba parte del propio cuerpo. Sus sustitutos solo podrán llenar esa carencia primordial de forma ilusoria, pero nunca lograrán remediar sus causas. Así, el deseo de integridad es desde el principio fundamentalmente errático, pues no podrá superar la discrepancia entre la pérdida real y la sustitución simbólica. Depende, por lo tanto, de satisfacciones imaginarias como las que tendrán lugar en el estadio del espejo. Aquí al yo especular se le provee de lo que falta para que la mismidad pueda llegar de forma narcisista a su plenitud mediante la retrospección identificatoria.395
394
Walter Benjamin se dio perfectamente cuenta de esa dimensión espiritual que tiene la materialización del lenguaje típica del Barroco. Sobre el abismo entre “la imagen escrita dotada de significación y el sonido embriagador” que “rompe el sólido macizo del significado verbal” y lleva al “éxtasis de la criatura, […] impotencia ante Dios”, véase Benjamin (1983: 178 ss.). El proceso psicológico recuerda a las definiciones de la tragedia que hace Aristóteles en la Poética desde el punto de vista de la recepción, pues aquí también, en la compasión identificativa, la máxima excitación de los afectos del llanto y el escalofrío sirve, al fin y al cabo, para liberarse de ellos de forma catártica. Sobre el valor poetológico de la onomatopeya lingüística en el siglo xvi, véase Scaliger (1987: 207). 395 En esa diferencia se basan los mecanismos narcisistas de la relación amorosa: se toma del otro, a un nivel imaginario, lo que le falta a uno mismo para reflejarse en
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Así pues, la relación con la imagen del espejo como la forma más temprana del trato con el yo es siempre asimétrica. Se quiebra por una diferencia estructural entre el objeto ausente y el sustituto inauténtico. En ella la brecha semiótica ya está prefigurada antes de que se adquiera realmente el lenguaje. Esto explica por qué el anhelo místico de la unión absoluta no solo tiene que dejar atrás el nivel de la vivencia imaginaria, sino también el campo experiencial extralingüístico al que aspira desde siempre. Ambos aspectos se expresan del mismo modo en la experiencia que tiene Ignacio de Loyola de la loqüela. Así, por lo que se refiere a los Ejercicios, se manifiesta claramente una disposición teleológica en la que, finalmente, las dimensiones representativas de la visualidad y el lenguaje hacen de medios transitorios de su propia transgresión. Desde una perspectiva ontogenética, esa transgresión resulta ser a su vez una regresión. El jesuita Louis Beirnaert ha comparado explícitamente la loqüela ignaciana con el estadio infantil de la adquisición lingüística. Para ello se refiere a una clase de un curso aún por publicar que impartió Jacques Lacan en 1963: C’est à un séminare de Jacques Lacan que nous nous référons pour éclairer la loqüela. Quiconque, dit Lacan, a entendu la vocalisation d’un tout petit enfant, qui vient d’émerger au langage, lorsqu’il est seul, et va s’endormir, perçoit là quelque chose de singulier. Des signifiants détachés de tout sens chantonnent et procurent manifestement un plaisir extrême. Et de même que, au niveau physiologique, la vibration résonne dans le vide du tuyau acoustique, la vocalisation des signifiants résonne ici dans un vide qui est de l’Autre comme tel, celui qui vient de s’ouvrir à l’enfant/infans. Il y a là un moment fugitif, tout à fait lié au temps fondamental de la constitution du sujet parlant comme tel. Sans doute les signifiants viennent-ils à l’enfant de l’extérieur, par exemple de la voix de sa mère. Mais, à cette étape où l’enfant se les incorpore, les fait siens, ils se modulent en lui.396
La base de esta comparación es muy evidente. Tanto la loqüela como la articulación infantil y lúdica de los significantes están marcadas por una emancipación de la figura sonora y material del signo
su perfección. Así se explica la definición paradójica de Lacan: “[...] l’amour, c’est de donner ce qu’on n’a pas.” Véase Lacan: Le transfert (1991: 46). 396 Beirnaert (1987: 215 s.).
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con respecto a su significado.397 Ambos fenómenos mantienen una relación complementaria: así como la experiencia del infans está “tout à fait lié au temps fondamental de la constitution du sujet parlant comme tel”,398 también el místico se despide del sujeto desde el orden simbólico. De este modo, busca evocar una dimensión prelingüística de la experiencia que ya en las más tempranas versiones cristianas aparecía como el reino perdido de una identidad absoluta. Esto se puede aplicar tanto al mundo de los objetos como también al propio sujeto. En el estado adámico del paraíso, como el nombre y la cosa coinciden, es válida la tautología del “Je suis ce que Je suis”,399 en la que aún se conjura la unidad originaria anterior a la escisión por el significante. En la terminología lacaniana, ese reino aparece como “real”, “sin fisura“, es decir, sin estar todavía dividido en los intervalos del orden simbólico. Así pues, se focaliza una relación constitutiva entre el signo sustitutivo y el objeto, es decir, un poder del signo creador del mundo que en el análisis psicológico de Beirnaert queda oculto. Como consecuencia, ese “plaisir extrême” que crea la relación sensitiva con el significante está relacionado sobre todo con la percepción auditiva del sonido, el cual el infans imita y del que se apropia. Como ha mostrado Lacan, la experiencia placentera de la calidad sonora del 397
También Roman Jakobson advierte que, en la adquisición del lenguaje, la transición hacia la articulación cargada de significados se lleva a cabo con la construcción del sistema fonemático y sus cualidades diferenciadoras. Luego, en principio, tiene lugar a nivel de los significantes, lo que viene a apoyar el enfoque lacaniano. Las representaciones abstractas de la palabra se constituyen más tarde (véase Roman Jakobson 1962: 318 s. y 1982: 30). 398 Por lo tanto, el soliloquio del niño escenifica, al igual que la loqüela mística (interior), la desaparición del sujeto creador de sentido de la cadena de los significantes. Este hallazgo lo confirma la lectura crítica que hace Derrida de Husserl. Si este veía todavía en el “soliloque” interno la experiencia de la autopresencia sin ruptura, Derrida fija aún en la afección, mediante la voz interiorizada, las estructuras diferenciales de la prórroga temporal y de la repetibilidad (véase Jacques Derrida 1998: 96 ss.). También la experiencia ignaciana de la loqüela está marcada, como ya se ha mostrado, por una ausencia inevitable de significados. En este sentido, la dimensión deconstructiva del soliloque es obvia. 399 Lacan (1991: 74 y 1986: 204 ss.). Es revelador que la voz de Jehová pronuncie la frase (que después del pecado original ya no es válida para los hombres) antes de enviar las Tablas de la Ley con los Diez Mandamientos: aquí, Lacan lee el recurrente imperativo como referencia a la simbolización, esto es, a la ausencia del objeto (1991: 97 ss.).
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signo arraiga todavía más profundamente. Remite al momento fugaz de la propia simbolización: en el trato lúdico con la pura materialidad del significante se anuncian ya la distanciación y abstracción de la relación lingüística con el mundo.400 Aquí también se supone que el carácter sustitutivo de los símbolos está marcado por una pérdida primordial. La relación directa con la cosa —Lacan la llama “La Chose”, en mayúsculas alegóricas para resaltar su estado virtual— se ha roto irremediablemente,401 la distancia con lo real es absoluta.402 Por eso los objetos, en el sentido humano, se conciben únicamente ante el trasfondo de una ausencia definitiva, una carencia inevitable.403 Al mismo tiempo, esa “muerte de las cosas” justifica un deseo incumplido por conseguir una relación directa más allá de las sustituciones simbólicas.404 La consecuencia complementaria es que, sin un representante simbólico, tampoco puede haber un saber de la ‘cosa’ extralingüística. Así, el propio hablar se presenta como un acto de privación permanente, como constante repetición de una carencia que le concede expresión a la enajenación respecto al objeto. Naturalmente la experiencia mística tampoco es capaz de volver a restablecer lo real anterior a lo simbólico y, en este sentido, tampoco un sujeto idéntico a sí mismo que antecede a la separación mediante los significantes. No
400 Véase también la descripción lacaniana que hace Julia Kristeva de la “arrivée de la signification” y la correspondiente diferencia entre lo “simbólico” y lo “semántico” (1974: 37 y 17-100). 401 La concepción lacaniana de una “Cosa” presimbólica presenta claros paralelismos respecto a la “cosa en sí” de Kant, la cual presupone la síntesis de lo sensitivo y el entendimiento, y, en consecuencia, le es inaccesible al conocimiento (véase Juranville 1996: 96-101). 402 Según una fórmula elíptica y recurrente de Lacan, ese real presimbólico es plano y “sin ruptura”, es decir, todavía no se ha dividido en los intervalos creadores de sentido de la cadena de significados. 403 “[...] rien n’existe que sur un fond supposé d’absence” (“Réponse au commentaire de Jean Hyppolite sur la ‘Verneinung’ de Freud” (1966: 392). El tipo de lectura estructural que hace Lacan se deriva también de ese contexto de la sublimación freudiana; se la puede comparar incluso con la simbolización que deja el objeto en el reino de un ‘real’ abstracto e inasequible (1986: 171 ss. y 179). 404 “Ainsi le symbole se manifeste d’abord comme meurtre de la chose, et cette mort constitue dans le sujet l’éternisation de son désir” (Lacan 1966: 319). Véase también Derrida (1967: 261 s.: “L’imagination est dans son fond le rapport à la mort. L’image est la mort”).
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obstante, ese reino en el que gobierna la verdad divina como “soeur de la jouissance”405 puede integrarse de una forma profundamente paradójica en el horizonte de la vivencia interior. Toda esa contradicción del proceso se manifiesta en la alegoría de la via negationis, pues identifica la satisfacción extática al final de ese camino visual con una que está marcada por la ausencia y la privación. El enfoque semiótico puede corroborar también esa tensión oxímora de forma analítica: el éxtasis místico fija el mundo de lo real anterior a la palabra en el instante mismo de su desaparición. “A l’instant de la jouissance, la Chose vient à manquer”. El momento epifánico se encuentra bajo el auspicio de una “plénitude absolue, qui n’apparaît que dans son manque”.406 En esta paradoja, que constituye también el trasfondo explicativo de la escena del niño que articula lleno de placer, es donde radica, según Lacan, el verdadero significado de la jouissance. Evoca una fase inestable de la adquisición lingüística, pues se volatiliza la pura materialidad de las palabras, en la que ya se anuncia la relación referencial hacia los objetos, con lo que se entrevé también un sujeto que no está dividido. Es sobre todo la cualidad de lo efímero, es decir, la ambivalencia específica de la jouissance entre la presencia y la ausencia que prescribe también el telos de la teología negativa, esto es, la experiencia extática de Dios en su ausencia. Por consiguiente, el “plaisir extrême” del infans, que se dispone a entrar en el orden simbólico, radica también en la “jouissance du signifiant”407 al igual que la experiencia de la loqüela, la cual le da expresión a la salida del sujeto de la lengua. En la entrada del 22 de mayo, Loyola menciona precisamente ese estado lábil, ya que, en la percepción gozosa del 405 Lacan (1991: 74 ss.). En otro pasaje, Lacan trata la semantización de ese espacio con el bien por excelencia; véase L’éthique de la psychanalyse (1986: 257-270). 406 Juranville (1996: 227). En la vivencia interior, el fantasma intenta hacer duradero ese estado lábil. Fija ese momento, pues aún no se ha llevado a cabo definitivamente la despedida de la cosa y el sujeto, por lo tanto, todavía no se ha constituido irrevocablemente en la lengua. La ‘Cosa’ se aleja y esa lejanía parece más inalcanzable aún porque el ruego articulado lingüísticamente se sitúa siempre más allá de su esfera. Así, el deseo (désir) desaparece entre los mundos de lo real y lo simbólico. Esto lo marca con la estructura de un fracaso necesario, pues el cumplimiento de la demande simbólica no puede ser más que fuente de una nueva frustración debido a su carácter sustitutivo: “Disons que le fantasme, dans son usage fondamental, est ce par quoi le sujet se soutient au niveau de son désir évanouissant, évanouissant pour autant que la satisfaction même de la demande lui dérobe son objet” (Lacan 1966: 637). 407 Ibídem (1966: 224, sic).
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sonido, se pierden los significados. La formulación tan solo aproximativa (“me delectaba en el tono de la loqüela cuanto al sonido, sin tanto advertir a la significación de las palabras”408) es, por lo tanto, completamente exacta en un sentido más elevado. Fija el momento fugitivo de la desimbolización y materialización del discurso. Con la desconexión de la referencia y con la concentración en la calidad fonética de los significantes se han mencionado, al mismo tiempo, dos rasgos esenciales del lenguaje poético.409 Con lo cual, esa poetización aparece también como consecuencia necesaria del transcurso de la meditación: el sufrimiento imaginario de la historia de la Pasión abandona necesariamente el nivel de las ideas orientadas al objeto en el punto culminante de la muerte espiritual. Michel Foucault ha mostrado que con esa disociación final de la lengua y la referencia se abre una zona fronteriza paradójica de la capacidad imaginativa. Según su reflexión, el carácter escénico y fluyente de la imaginación es capaz de crear la ilusión de la identidad y la presencia de lo representado. Por el contrario, la imagen estática siempre está marcada por la ausencia del objeto representado. Partiendo de esta oposición se puede entender por qué la manifestación más pura de la imaginación tiene que estar donde se consigue también la máxima distancia hacia la estructura abiertamente sustitutiva de la imagen: en la autorreferencialidad del lenguaje poético, donde la vista imaginativa ignaciana también deja tras de sí la relación con el objeto. Al mismo tiempo, esto puede aclarar por qué la capacidad que tiene la imaginación de crear presencia se manifiesta de la forma más inmediata en la expression poétique, donde se olvida la diferencia. La autorreferencialidad lingüística sacrifica el significado a favor de la materialidad de los significantes. Con esto anula una diferencia que, estructuralmente, tiene efecto también en la división del sujeto: es ella misma la que abre el abismo entre la mismidad que percibe y la reflejada. Así se confirma la tesis de Foucault de que el lenguaje poético es una simulación semiótica de la identidad. Ante tal trasfondo no es casual que se sirva de la metáfora del meditar para darle expresión a esa cualidad especial:
408
Diario espiritual (1963: 57, 372). En el sentido de la definición estructural del lenguaje poético de Roman Jakobson (1968). 409
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L’image [...] n’est que le vertige de l’imagination dans sa remontée au sens primitif de la présence. L’image constitue une ruse de la conscience pour ne plus imaginer: elle est l’instant du découragement dans le dur labeur de l’imagination. L’expression poétique en serait la preuve manifeste. Elle ne trouve pas en effet sa plus grande dimension là où elle découvre le plus de substituts à la réalité, là où elle invente le plus de dédoublements et de métaphores; mais là au contraire où elle restitue le mieux la présence à elle-même, là où l’éparpillement des analogies se recueille et où les métaphores, en se neutralisant, restituent sa profondeur à l’immédiat. Les inventeurs d’images découvrent de ressemblances, et font la chasse aux analogies; l’imagination, dans sa véritable fonction poétique, médite sur l’identité. Et s’il est vrai qu’elle circule à travers un univers d’images, ce n’est pas dans la mesure où elle les promeut et les réunit, mais dans la mesure où elle les brise, les détruit et les consume.410
Según Foucault, el suicidio es el equivalente existencial a ese corte sin compromiso de la relación con el mundo. También aquí se prestan inmediatamente los paralelismos con la aniquilación espiritual a la que aspira el ejercitante en la recreación imaginaria de la historia de la Pasión. En la descripción que hace Loyola de la loqüela, esa muerte espiritual se concretiza como experiencia específicamente lingüística. Este hecho nos lleva a la interpretación semiótica del Tánatos.411 Con ella Lacan sigue reflexionando sobre la observación freudiana de una compulsión a la repetición (Wiederholungszwang)412 que aspira a la muerte: en el hablar mismo, dice Lacan, domina la repetición inevitable que hace permanente la privación fundamental de lo real.413 Cada significante repite la enajenación originaria del objeto. Por eso se anhela regresar a un estado inanimado y, al mismo tiempo, superar la diferencia semiótica. Ahora bien, si el vacío que crea sentido se manifiesta entre los significantes como lugar estructural del sujet de l’énonciation, la relación ininterrumpida con la realidad puede recuperarse únicamente en la retirada radical del lenguaje indicativo.414 Solo 410
Foucault (“Introduction”, 1994: 116; subrayado del autor). Derrida (1967: 261) ve otra afinidad parecida, fundamentada también en la semiótica, entre la imaginación y la muerte. 412 Véase Freud (1982: vol. III, 244-252). 413 Lacan (1991: 14 s.). 414 Por eso el miedo ante la muerte es equiparable, en un sentido estructural, al miedo ante la falta de una carencia que posibilita el habla. Véase Moustapha Safouan (1968: 47). 411
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con esta recuperación se da término a la tachadura del sujeto en los intervalos del orden simbólico —intervalos que le otorgan, al mismo tiempo, el saber original de la muerte—.415 Así, la pulsión de muerte (Todestrieb) y el gozo absoluto se revelan, al fin y al cabo, como convergentes. Ambos aspiran al estado presimbólico de la identidad absoluta: “Le chemin vers la mort n’est rien d’autre que ce qui s’appelle la jouissance”.416 Solo aquí es donde se consigue, con la confusión, un estado en el que coinciden los diferentes niveles experienciales de la meditación: esta caracteriza tanto la jouissance417 como también la experiencia amorosa418 y la pulsión de muerte.419 La aniquilación espiritual del sujeto se lleva a cabo, no solo en la meditación ignaciana, como el anhelado efecto de un raudal de imágenes. De forma representativa ya remite a una “folie du voir”420 barroca que, aunque ya se encuentra en los Ejercicios, no alcanzará su punto culminante hasta el siglo xvii. Ya Heinrich Wölfflin constató en sus pioneras reflexiones sobre el estilo barroco el efecto transcendental que produce la “correspondiente” y abundante ornamentación de las fachadas que, al entrar en el espacio interior, se convierte de repente en su contrario, en la calma absoluta.421 Esos principios afectivos del efecto que tienen las construcciones sagradas hacen pensar en las técnicas de visualización ignacianas y en su meta espiritual, la de la aniquilación. En este sentido, Jacob Burckhardt y Heinrich Wölfflin constataron que la arquitectura barroca, especialmente la tridentina, 415
“[...] le signifiant comme tel, en barrant le sujet par première intention, fait entrer en lui le sens de la mort” (Lacan 1966: 848). Por lo tanto, la muerte se actualiza permanentemente en la estructura diferencial de la cadena de los significantes. Por eso Lacan habla también de “la mort actualisée dans la séquence signifiante” (1966: 629). 416 Lacan (1991: 18). 417 Ibídem (1991: 14). 418 Lacan (1975: 224). 419 Sobre la catexis o carga libidinosa de la pulsión de muerte desde la perspectiva lacaniana, véase Moustapha Safouan (1979). 420 Véase Christine Buci-Glucksmann (1986; pero aquí sin referencias a los Ejercicios). 421 “[...] es precisamente este contraste entre el lenguaje intranquilo de la fachada y la sosegada calma del interior el que constituye uno de los efectos más grandiosos producidos por el arte barroco” (Heinrich Wölfflin 1965: 47). Gilles Deleuze (1980: 40 s.) retomó esa relación antinómica de la fachada y del interior que es típica precisamente de la arquitectura marcada por la Contrarreforma. (Véase también la nota a pie de página 197).
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producía un efecto absorbente, casi hasta narcótico, desde el punto de vista psicológico. Es muy semejante al amortiguamiento espiritual de la voluntad propia: bien como la “falta de voluntad” de una percepción puramente corporal, “separación” de “cuerpo y voluntad”, “postración del ser humano ante el Todopoderoso” bien “levitación tranquila como en estado de ensueño”.422 Según Heinrich Wölfflin las proporciones arquitectónicas se basan siembre en una idea preconcebida de corporalidad.423 Para su variante barroca Lacan ha encontrado una fórmula aforística: “Le baroque, c’est la régulation de l’âme par la scopie corporelle”.424 La scopie como regulación del alma hay que entenderla en diferentes sentidos. Desde el punto de vista etimológico, el término implica el ver, esto es, la dominancia de lo visual. Como abreviación de radioscopie remite también al examen radiográfico de una interioridad corporal que escapa a la vista. Por eso es aplicable tanto a una evocación específicamente barroca del movimiento, del dinamismo físico y de la limitación abierta como a la interiorización de la percepción.425 De acuerdo con el significado original de martirio, el arte contrarreformista quería transmitirle al espectador la ilusión de asistir de forma sensitiva a un acontecimiento dinámico con el que se deja afectar inmediatamente:426 un rasgo que, en los Ejercicios, se concretizó como evidencia de la representación interior y testimonio imaginario. Aquí queda claro que la dimensión estética de esa evidencia es reconocible únicamente en su relación con la espiritualidad de la época. Tiene por meta, como en los ejercicios ignacianos, superar la percepción sensitiva y sugestionar la aniquilación. No puede sorprendernos que Lacan advierta en este contexto una “obscénité”427 en las representaciones corporales contemporáneas, auspiciadas por la “jouissance” omnipresente e inconfundible: 422 Véase Wölfflin (1965: 65 ss. y 91 s.) y Burckhardt (1986: 317 s.). Deleuze (1980), en esa característica de los espacios interiores barrocos, vio paralelismos con la idea del alma de Leibniz como mónada sin ventanas. 423 Ibídem (1980: 64 ss. y passim). 424 Lacan (1975: 105). 425 Sobre el movimiento como característica específica del arte barroco, véase Wölfflin (1965: 45-65). 426 “Ces représentations sont elles-mêmes martyres — vous savez que martyres veut dire témoin — d’une souffrance” (Lacan 1975: 105). 427 Ibídem (1975: 103).
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Je vais poser une question — quelle importance peut-il avoir dans la doctrine chrétienne à ce que le Christ ait une âme? Cette doctrine ne parle que de l’incarnation de Dieu dans un corps, et suppose bien que la passion soufferte en cette personne ait fait la jouissance d’une autre. [...] Le Christ, même ressuscité, vaut par son corps, et son corps est le truchement par où la communion à sa présence est incorporation. [...] Dans tout ce qui a déferlé des effets du christianisme, dans l’art notamment — c’est en cela que je rejoins ce baroquisme dont j’y accepte d’être habillé — tout est exhibition de corps évoquant la jouissance — croyez-en le témoignage de quelqu’un qui revient d’une orgie d’églises en Italie. A la copulation près.428
Esa caracterización a nivel general contiene también rasgos esenciales de la meditación: a este respecto hay que resaltar los aspectos de la incorporación fantasmática, del sufrimiento identificatorio y de una pasión que se experimenta de forma placentera. Al mismo tiempo, sobre todo la “obscenidad” del cuerpo, a la que se hace mención algo más tarde de forma explícita, se apropia de una función espiritual de la “régulation de l’âme” que tiene poco en común con las connotaciones usuales del término. Las imágenes típicas de la época evocan una enorme “jouissance”, sobre todo porque la forma especial de representación imposibilita, con frecuencia, poner límites exactos entre los cuerpos. Se caracteriza por los cuerpos pegados unos a los otros, las redondeces plásticas y compactas que se confunden constantemente por estar tan fusionadas. Así, a semejanza de lo que sucede en la arquitectura de la época, se pierde la distinción de lo individual a favor de un efecto global. Su principio se basa precisamente en prescindir de forma consciente de las claras clasificaciones y subdivisiones, sus medios de expresión más importantes son lo amorfo, lo voluminoso, el movimiento dramático y también la multiplicación. Esas categoría provienen de Heinrich Wölfflin,429 las cuales hicieron escuela no solo en la Historia del arte, sino también en la investigación histórico-literaria del Barroco.430 Gilles Deleuze, en su estudio sobre Leibniz, remitió varias veces a las conclusiones de Wölfflin.
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Ibídem (1975: 102). Véase Wölfflin (1975: 42 ss. y 64 ss.). 430 Sobre la relevancia que tuvieron las categorías wölfflinianas en el Barroco español, véase Bernhard Teuber (2000: 615-627). 429
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El pliegue entendido como principio de configuración —que según Deleuze es la marca del Barroco por excelencia— borra la distinción de lo individual en el juego formal de las correspondencias fractales.431 Pero el plissement no se agota en el ejercicio estético autosuficiente. Este es un prejuicio típico que se tiene sobre el Manierismo432 y que se puede percibir incluso en el pequeño esbozo que hace Foucault del Barroco.433 El pliegue, más bien, se convierte en la correspondencia formal de lo absoluto, precisamente mediante sus efectos niveladores: según Deleuze haciendo referencia a Leibniz, la identidad, en el Barroco, no se define por las diferencias, sino por lo infinito y lo inconmensurable.434 En este sentido, el paradójico principio formal de lo indistinto, que aparece especialmente en las artes plásticas, se libera de sus asociaciones peyorativas y hace referencia a una “forma de observar psicológica”,435 históricamente nueva, que focaliza la “expresión inmediata del alma”.436 Lacan, a quien le gusta transmitir sus opiniones en forma de paronomasias, sugiere esa dimensión innovadora de la estética barroca del efecto en las connotaciones fonológicas del título de un seminario suyo. Encore — un corps: los grupos sinuosos de estatuas y pinturas barrocas ocultan siempre un cuerpo más del que se piensa en el instante en el que se observa. Aquí se evidencia que la estructura de la transición fluida es muy semejante al sonido místico de Loyola, la loqüela. Ahora la nivelación de los vacíos significativos y las diferencias evoca de forma sugestiva y a nivel figurativo la presencia absoluta y prelingüística de un real ‘sin ruptura’ que aún no está dividido por los intervalos del orden simbólico. Lo que afirma Wölfflin sobre el ideal creativo barroco de la “masa impenetrada”437 se parece mucho a esta conclusión: la supresión del
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Deleuze (1988: 20 ss. y passim). Véase, por ejemplo, las opiniones peyorativas y ya canónicas de Hugo Friedrich (1964: 545 ss.), quien refiriéndose a la lírica barroca italiana habla de una dominancia “patológica” del estilo, de una “hipertrofia de la forma y [...] atrofia del contenido” al que le niega incluso cualquier “rango ontológico”. 433 Véase Foucault (1966: 65). 434 Deleuze (1988: 166 ss.). 435 Véase Wölfflin (1975: 60). 436 Ibídem (1975: 64). 437 Ibídem (1975: 64). 432
II. Texto y contexto de los Ejercicios ignacianos
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lenguaje referencial corresponde, en un sentido estructural, a una descomposición de los cuerpos.438 Así, la jouissance, la cual acompaña afectivamente al sujeto cuando se despide de forma mística del lenguaje, corresponde en el arte plástico a un “afecto en aumento que alcanza el máximo éxtasis y un arrebato salvaje”.439 La relación parece tanto más lógica cuanto que, desde el punto de vista del psicoanálisis estructural, ya los límites entre los cuerpos, y también entre las diferentes partes, son siempre también diferencias semióticas: sirven para diferenciar objetos susceptibles de ser simbolizados y así, al mismo tiempo, para delimitar los significantes. También el cuerpo individual está partido en zonas parciales lingüísticas,440 de ahí que corresponda de manera estructural a un “ensemble de lettres”.441 Teniendo esto en cuenta, resulta consecuente que la representación barroca tienda a nivelar la fragmentación simbólica del cuerpo como lo hace la loqüela con la cadena de significantes y su división diferencial. La incondicionalidad de la afección y de la participación física que exige la obra de arte barroca remite de nuevo al objetivo de los Ejercicios ignacianos. En general, no parece exagerado hablar de una prefiguración espiritual de la estética barroca. Los ejemplos de las artes plásticas nos han mostrado una y otra vez que esa estética obedece básicamente a principios deconstructivos. Se caracteriza no solo por una desestabilización de las oposiciones fundamentales internas y externas, sino también de las vivencias reales y fantasmáticas. Los mecanismos de la guía del alma están marcados también por una ausencia primordial. Más allá de la lengua y de las imágenes, el modelo experiencial de los Ejercicios espirituales remite a la via negationis mística. La contemplación sensitiva es, en última instancia, el medio de la aniquilación.
438 De forma semejante, en el fantasma de la incorporación (aquí se manifiesta de nuevo el momento del pliegue) se supera la distancia física respecto al Redentor realmente presente. 439 Ibídem (1975: 65). La relación con las técnicas de afección ignacianas se podrían establecer fácilmente también en detalle. 440 Véase al respecto también Hermann Lang (1973: 293 ss.). 441 Serge Leclaire (1968: 88).
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Tras esa relación suplementaria entre el centro vacío y la variedad accidental se vuelve a perfilar el a priori epistémico de la época. La tensión estructural entre una latencia fundamental de las sustancias y el juego perspectivístico de los accidentes caracteriza, como ya se ha señalado, no solo los escritos moralísticos y la teoría del estilo barroco. También la espiritualidad se revela como el reflejo de un estadio transitorio en la historia del saber que se inicia al principio del Renacimiento, alcanza su punto culminante en el Barroco e instala un orden artificial y transitorio del pliegue. Si se quieren nombrar dos ámbitos en los que toma cuerpo de forma ejemplar, habría que pensar sobre todo en la ambigüedad del discurso conceptista y en la moda contemporánea de la anamorfosis. Precisamente los artistas jesuitas sentían hacia los dos una afinidad especial: las virtuosas escenificaciones estéticas de la apariencia barroca siempre dejaban transparentar un sustrato espiritual. A este nivel se vuelve a establecer la relación con los Ejercicios espirituales, en los que el efecto afectivo de las imágenes es, al mismo tiempo, la función más importante de la relación con uno mismo. Con esto, finalmente, armonizan tanto los aspectos estéticos de la poética barroca como los antropológicos. Es de suponer que también los grandes autores literarios de la época se inscriben en este contexto. Como ejemplo destacable de tal negociación entre la meditación espiritual y la imaginación poética podemos detenernos en la obra lírica de Francisco de Quevedo, uno “de los grandes en la época de transición del barroco”.442
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Von Koppenfels (1981: 60).
III. Ciclo poético ignaciano: Un Heráclito cristiano
1. Ejercicios espirituales y proyecto de vida barroco: los tratados ascéticos Las reflexiones que siguen a continuación parten de una posición inusual, si no paradójica. Queremos investigar la influencia estructural que tuvieron los Ejercicios ignacianos en la lírica espiritual y petrarquista de Francisco de Quevedo, a pesar de que no se puedan encontrar referencias directas en ningún pasaje de forma explícita.1 Como ya se ha visto, la falta de una red referencial intertextual en sentido estricto se explica por la disposición pragmática y la situación específica en la que se transmitieron los Ejercicios espirituales. Al principio se concibieron como manual para el maestro espiritual, que se los hacía recordar a los novicios, y durante largo tiempo permanecieron guardados como documento secreto en la forma original en la que se escribieron.2 Por este carácter de uso interno se explica también la forma anodina desde el punto de vista literario —por ser puramente prescriptiva— de un texto que es en sí mismo ilegible.3 Por otra parte, la especial circunstancia de que surgiera una memoria colectiva en lugar de los típicos mecanismos de influencia literarios, puede explicar la enorme recepción.4 Ya en la fase fundadora de la Compañía de Jesús, Loyola reconoció y fomentó la posibilidad de ofrecer los ejercicios a miembros de otras congregaciones y también a seglares
1 Véase sobre tales referencias el extenso y minuciosamente documentado estudio de Ignacio Elizalde S.J. (1983: 280-301). 2 Véase al respecto Michel Narcy (2000). 3 Véase sobre este aspecto Sebastian Neumeister (1986). 4 Sobre la proliferación de las “casas espirituales”, véase, por ejemplo, Alain Guillermou (1993: 105), con numerosas y útiles referencias literarias en la bibliografía.
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de una forma convenientemente modificada y reducida. Así pues, se creó una vía de transmisión mediante la que, ya a finales del siglo xvi, los Ejercicios se pudieron establecer como paradigma representativo de la autoconstitución y autoformación barrocas. Junto a esa transmisión puramente performativa mediante la práctica meditativa concreta y la aparición de directorios ampliados y comentados, hay que mencionar, además, una forma de difusión que figura ya entre las adaptaciones5 específicamente literarias. Se trata de diversas colecciones de meditaciones individuales más elaboradas. Exponen versiones discursivas de lo que, en el texto original puramente prescriptivo, ha quedado como un espacio en blanco a llenar por el ejercitante con su capacidad imaginativa: aquí, como en el Comulgatorio —el libro de Gracián que prepara para la santa comunión— están formuladas la presentificación sensorial, la comprensión intelectual y la carga afectiva del sujeto.6 Por lo que respecta a las afinidades de Francisco de Quevedo con la espiritualidad jesuítica hay que decir que la influencia de los Ejercicios no se manifiesta solo en su obra poética. Sus tratados ascéticos hacen que el rango que se les atribuye a los ejercicios, como instrumento espiritual para el cuidado de uno mismo en el mundo del engaño, se pueda reconocer más claramente en los grandes ciclos líricos como escenificaciones recónditas y complejas de la meditación.7 En
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Véase al respecto Eickhoff (1994: 159 s.). Véase al respecto Sebastian Neumeister (1986). Sin embargo, Neumeister apenas considera la práctica meditativa específicamente ignaciana como la que se manifiesta en el Comulgatorio, especialmente la de la meditación con las tres potencias. 7 Quevedo encontró un suplemento para el texto original indisponible de los Ejercicios en la Introduction à la vie dévote de François de Sales, de 1609, cuya traducción completa al español la publicó en 1634 (Introducción á la vida devota, en Francisco de Quevedo 1951: 249-341). Los préstamos que toma De Sales de los Ejercicios son considerables, pero aún no se ha tenido en cuenta el alcance que eso ha supuesto. Ya en la introducción constata como novedad decisiva algo que tiene su origen en Loyola, concretamente el haber escrito una introducción a la vida devota bajo las circunstancias de la existencia terrenal (Introducción, 1951: 253). También la introducción detallada de la técnica meditativa corresponde minuciosamente con la meditación ignaciana de las tres potencias: empieza con una composición viendo el lugar, que aquí aparece como “fábrica de lugar” (1951: 270); De Sales habla en el original de la “fabrication de lieu”: véase Introduction à la vie dévote, en François de Sales (1969: 85). Está marcada por una “presencia [...] real, y no imaginada” (1951: 271), es decir, se debe a la evidentia. Después, sigue la activación del entendimiento 6
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su escrito La cuna y la sepultura8 desarrolla de la forma más consecuente esa dimensión existencial de los Ejercicios. Aquí Quevedo, haciendo una clara alusión a la meditación ignaciana, identifica la imitatio Christi afectiva con el “ejercicio del sufrimiento” que, por sus dimensiones éticas y eucarísticas, se presenta también como “ejercicio de las virtudes” y “ejercicio de salud”9. Los procesos estoicos del control afectivo le otorgan a esa autoconstitución espiritual de carácter jesuítico una tendencia terrenal y prosaica. Así, por un lado, mediante numerosas referencias a Séneca,10 la imitatio interior se agudiza al escenificarse constantemente la vida cotidiana sub specie mortis; por otro lado, la orientación puramente terrenal del cuidado de uno mismo cultivado en la Antigüedad se abre a un más allá cristiano. La inmanencia estoica y la transcendencia espiritual se complementan entre sí. Su punto de convergencia se encuentra en la paradoja de la crucifixión, el tema supuestamente más tratado del conceptismo espiritual de la época barroca.11 En un quiasmo antitético, que también en la lírica de Quevedo se usa con frecuencia y de forma variada, la escenificación de la vida como un morir cotidiano corresponde a la muerte (espiritual y física) como nacimiento en una vida nueva. Por lo tanto, la relación del cuidado de uno mismo antiguo y el telos cristiano12 se puede entender, en definitiva, como commutatio retórica
que conduce, finalmente, a la afección al nivel de la voluntad y desemboca en un estado que se presenta, también en el caso de François de Sales, como “confusión” (1951: 272; véase asimismo Ignacio de Loyola: Ejercicios espirituales, 1963: 48, 210). Además se adopta un principio de elección al nivel afectivo que ya había desarrollado el vizcaíno en la segunda semana de los Ejercicios (véase Introducción, 1951: 283 ss.). 8 Francisco de Quevedo: La cuna y la sepultura, 1951: II, 76-100. Todas las citas que siguen a continuación están tomadas de esta edición. Sobre la historia de la creación y publicación de este tratado, véase también la Introducción de Luisa López Grigera a La cuna y la sepultura (1969: XIV-XIX). 9 La cuna (1951: 90). 10 “tota vita discendum est mori” (Séneca: De brevitate vitae, 7,3). Sobre las referencias estoicas en La cuna y la sepultura véanse también las indicaciones textuales (si bien a veces muy generales) que hace Henry Ettinghausen (1972: 73-91). Véase también al respecto Arnold Rothe (1965). Sobre la formación jesuítica de Quevedo y el lazo que lo vinculó toda la vida a esta orden, ibídem (1965: 18-22), con referencias bibliográficas muy útiles. 11 Véase Föcking (1994: 143-152). 12 Sobre la independencia fundamental de la “técnica” y el “telos” como posibilidad de la asimilación cristiana del estoicismo, véase Foucault (1987: 280).
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que, al mismo tiempo, provoca una deconstrucción retrospectiva del título. La cuna se presenta también como sepultura, a la vez que la sepultura como cuna en la vida eterna. Ante este trasfondo programático, La cuna y la sepultura despliega los parámetros teológicos centrales de la meditación en cinco capítulos, abriéndolos sucesivamente hacia una filosofía secular del arte de vivir inspirada en el neoestoicismo. El trato estratégico con el engaño se tematiza ya en el subtítulo, que reza “Para el conocimiento propio y desengaño de las cosas ajenas”. Después empieza el texto principal abordando el pecado original como la razón principal por la que Dios se ha alejado de los hombres. Estos, para superar semejante alejamiento, recurren a la autopráctica estoico-meditativa imaginándose un dispositivo arqueológico de ese acercamiento.13 Este se basa en la creación de los hombres a imagen y semejanza de Dios, es decir, en la semejanza de su alma con la de su creador (p. 80) que, desde san Agustín, se manifiesta en su estructura trinitaria (p. 93) y representa el abismo entre la criatura y el creador, pero también la analogía entre los dos. En el capítulo segundo se pone en la picota la hermosura como causa primera de la esclavitud de la voluntad, la más alta potencia del alma, mediante una estrategia tentadora diabólica, artimaña esta del enemigo espiritual y de la que también alerta Loyola. Sus consecuencias son fatales, pues al ser usurpada la libertad de decisión queda perjudicado el sacrificio de la propia voluntad y, así también, la imitatio interior. En el tratado sobre Las cuatro pestes del mundo y las cuatro fantasmas de la vida, Quevedo expone ese problema central teológico-moral de su tiempo de acuerdo totalmente con la visión ignaciana de que el mal se enmascara. Este actúa sub specie boni para influenciar las almas.14 Lo que remedia la situación es la transformación en el acto de la Comunión, que está auspiciada por la presencia real de Cristo y, así, constituye una identidad espiritual que sirve de escudo protector contra el tentador.15 En este punto se concretiza en La cuna y la sepultura la dimensión espiritual de la autopráctica estoico-secular, ya que el ejercicio del sufrimiento representa también la imitatio Christi imaginaria. 13
Véase también al respecto II/cap. 2.3. Quevedo: Las cuatro pestes del mundo y las cuatro fantasmas de la vida (1951: tomo II, 104). 15 Ibídem (1951: 107). Sobre la incorporación como meta identificativa de la meditación véase II/cap. 2.3. 14
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En el pasaje final, que lleva por título “modo de resignarse en la voluntad de Dios nuestro señor”,16 esa referencia se formula también explícitamente, pues con el mencionado sacrificio de la voluntad se nombra la meta de la experiencia meditativa, la “téléologie du sujet moral”17 eucarístico. La oración formulada como sentencia de “Hágase tu voluntad, y no la mía” lo expresa de forma programática: Señor, […] llévame á que obre tu voluntad, que el premio se debe á las buenas obras, si se hacen. […] Mírame cómo á hijo, de quien eres juez. […] Dentro de mí vive mi proceso y el testigo que sin respuesta me acusa. Tú, que has de ser el juez, eres el ofendido. […] Yo supongo que soy tan malo que me quiero condenar; y sé que eres tan bueno que quieres que me salve. Para este aprieto guardo el decir con tu boca en tu oración: “Hágase tu voluntad, y no la mía”.18
El sacrificio espiritual de la voluntad propia representa una variante interiorizada del martirio, al que se alude explícitamente también en el tercer capítulo sobre los “mártires, soldados christianos” (p. 88). Con ese paralelismo se ilustra una cercanía que abarca la experiencia interior y la exterior, y el sufrimiento imaginado y sentido de forma sensorial. La afinidad es sintomática. Corresponde al ideal de la evidentia por el que se orienta continuamente la actividad imaginativa del ejercitante cuando aspira a identificarse con su modelo como percepción física inmediata.19 En su escrito sobre Las cuatro pestes del mundo 16
La cuna (1951: 93). Foucault (1984: 39). 18 La cuna (1951: 94). Esta relación concreta de sumisión, que conecta el acto interior de la autoinmolación con una constelación que crea roles, también se conoce en la espiritualidad. Como en el caso de Loyola, se manifiesta como “proceso interior” ante un juez divino imaginado (véase Ejercicios espirituales, 1963: 91-100, 218 ss.). Ante él se funden las distintas partes del tribunal en una compleja unidad interior que acaba desembocando en la superación de sí mismo: mientras que los papeles del denunciado y del denunciante coinciden en el acto de la autoinculpación, la identificación con la voluntad del que carga con el sufrimiento —Jesús no solo aparece como “juez”, sino también como “ofendido”— estiliza al pecador, además, como inmolador que ofrece a la voluntad divina la suya propia. Como argumento de exculpación cada uno puede aducir el de la justicia por las buenas obras que, por cierto, es muy tridentino. Con esto, al final, al espectro de roles interior y plural se añade la instancia del defensor de uno mismo. 19 Sobre el ideal de la eficiencia de la evidencia en Quevedo, véase también Paul Julian Smith (1987: 49 s. y 1988: 43-77). 17
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y las cuatro fantasmas de la vida, Quevedo destaca todavía más esas conexiones con la práctica meditativa ignaciana. En él, para llegar hasta la imitatio Christi imaginaria, aconseja figurarse la Pasión del Redentor así como también el sufrimiento físico de los imitadores, los mártires.20 Como “ejercicio de las potencias y sentidos” (p. 139), esa técnica de la permanente presentificación está tomada directamente de los Ejercicios: según la tríada de la memoria, intellectus y voluntas, esto sirve para estimular el afecto a nivel de la voluntad mediante el paso intermedio de la contemplación sensitiva y del entendimiento: “Yo envío delante la consideración, porque de mi parte la asista el entendimiento, para que su comunicación le habilite á disponer mi voluntad” (p. 139). Si la interiorización de una “muerte cotidiana” (p. 138) consigue su verdadero objetivo y le hace sitio a la voluntad divina tal y como insinúa la fórmula de la plegaria “hágase tu voluntad, y no la mía”, entonces hay que llevar a cabo dos estadios de la aniquilación con todas las consecuencias. De esto dio testimonio la experiencia mística de la loqüela del Diario espiritual ignaciano: la afección tiene que alcanzar el punto culminante en el que la autoaniquilación se extiende del yo representado al yo representante, es decir, del sujeto reflexivo al sujeto verdadero. La vivencia transgresiva de la loqüela mostró que ese clímax de la experiencia interior encuentra su adecuada forma de expresión en la autorreferencialidad del lenguaje poético: la autorreferencia de los significantes indica, al nivel semiótico, la identidad del alma contemplativa con la voluntad divina. En este sentido veremos que especialmente la lírica espiritual de Quevedo, pero también su poesía amorosa, siempre busca acercarse a ese estado trascendente de la vivencia interior, pues la afección máxima desemboca en la pérdida de uno mismo. A este respecto, en su obra, el programa ascético y la escenificación poética se relacionan de forma muy semejante, como, en el caso de Loyola, los Ejercicios y el protocolo de los afectos en el Diario espiritual. En ambos casos se trata de la relación entre la prescripción abstracta y la puesta en práctica concreta, entre la regla exterior y la experiencia anímica. Con lo cual, ahora ya se puede especular grosso modo sobre un sustrato espiritual que, de forma estructural, sigue siendo reconocible 20 “Pongan estos símiles delante los ojos […]”: Las cuatro pestes, (1985: 138). Sobre la imitación de la Pasión y de los mártires, véase ibídem (1985: 137).
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todavía en los rasgos generales de la lírica barroca. Aquí habría que pensar, por ejemplo, en el objetivo al que hay que llegar por la evidentia21 y en una estimulación afectiva cuya intensidad se nos antoja, desde una perspectiva actual, artificial y, en ocasiones, incluso desmesurada. Con esto, además, se revela un rasgo que, sobre todo desde el influyente estudio de Hugo Friedrich sobre las Épocas de la lírica italiana, se ha tildado de superficial y autosuficiente: la tan citada “hiperfunción patológica del estilo”, la supuesta desproporción del esfuerzo retórico y del grado ontológico22 aparece en su contexto originario como un aspecto esencial de la autorreferencialidad meditativa. Esto refleja ahí un proceso profundamente espiritual. El lenguaje, al conquistar su autonomía poética más allá de la referencia objetal y de la subjetividad que crea sentido, muestra a la vez la pérdida de uno mismo y del mundo como el destino más sublime de la experiencia cristiana. Esto se puede constatar en el ciclo espiritual de Quevedo, del año 1613, pero también en los sonetos petrarquistas a Lisi, marcados por una transmisión tensa, a veces inescrutable, de la lírica meditativa y amorosa. Al mismo tiempo se darán una y otra vez diferentes posibilidades de comparación, pues, en los dos ciclos líricos, Quevedo ensaya las técnicas ignacianas de la mortificación para superar los mismos dilemas: el cautiverio de la voluntad propia bajo el yugo de la belleza femenina, de la que tanto alertan los tratados ascéticos por tratarse del máximo peligro espiritual. 2. Macroestructura: disposición programática y organización cíclica La disposición que hizo Quevedo del Heráclito cristiano como ciclo meditativo ha pasado totalmente desapercibida, con la única excepción de la lectura que hizo Eric Furr.23 Los análisis que siguen a 21
Véase al respecto Paul Julian Smith (1988: 43-77). Friedrich (1964: 533 ss.). 23 Furr (1986). No obstante, a Furr, cuya explicación se limita casi siempre a parafrasear el contenido del texto, le pasan desapercibidas las relaciones más llamativas con los Ejercicios (por ejemplo, la macroestructura del ciclo que toma por referencia la ordenación en cuatro semanas de estos, la importancia de la retórica de los afectos, las aplicaciones de la meditación con las tres potencias y mucho más). Gareth D. Walters se encuentra entre los pocos comentaristas que se han ocupado del Heráclito 22
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continuación quieren mostrar que la relación con los Ejercicios goza de un alcance mucho mayor de lo que hasta ahora hacen suponer las observaciones centradas sobre todo en el contenido. Las particularidades de la formulación lírica se pueden comprobar comparándolas con las Rimas sacras de Lope de Vega, que aparecen casi al mismo tiempo, cuyas raíces ignacianas han sido objeto de un estudio detallado.24 A nivel de la disposición macroestructural, pero también en la configuración específica de determinados textos, en el amplio ciclo de Lope hay que constatar relaciones variadas y clarísimas con respecto a los Ejercicios. Por regla general se limitan a las descripciones expansivas de la composición viendo el lugar: sobre todo la historia de la Pasión, pero también otros temas y numerosos poemas dedicados a diferentes santos y mártires que se presentan en su dimensión épica y de forma teatral. Desde el diálogo en estilo directo hasta indicaciones deícticas que sugieren un acontecer justo en el momento presente, Lope se sirve aquí constantemente de todo el registro expresivo de la evidentia. Esto, considerando la estructura ternaria de la meditación con las tres potencias, significa que las escenificaciones poéticas de las técnicas ignacianas se quedan restringidas al nivel de la potencia más baja del alma, al de la memoria. A semejanza de la poética meditativa que surge poco antes, en el tardío Cinquecento italiano, de la mano, por ejemplo, de Angelo Grillo, las otras potencias, el entendimiento y la voluntad —y con ello también la afección con la que se concluye—, se
cristiano como ciclo integral, pero sus resultados, por regla general, pocas veces van más allá de las recopilaciones de contenido (véase Walters 1985: 131-159). Sobre la crítica del estudio de Walters, véase la contribución de Julián Olivares (1992), que contiene también observaciones sueltas sobre la influencia de la meditación ignaciana, pero que ve el rasgo estructural dominante del ciclo en la actitud penitente general de la instancia enunciativa. Joseph P. Manley (1977) reconoce de forma aún más general (y evidente) la muerte como un tema al que se recurre con obsesión. Sobre las opiniones tradicionales que juzgan los textos incluidos entre poesía moral y filosofía neoestoica véase, por ejemplo, Alfonso Rey (en Francisco de Quevedo, Poesía moral, 1992: s.). El ciclo es del año 1613, se escribió en seis manuscritos, pero no fue en esa forma textual en la que se integró en la posterior recopilación del Parnaso español o de las Tres musas. Sobre la difusión, véase también el Prólogo en Francisco de Quevedo: Un Heráclito cristiano, Canta sola a Lisi y otros poemas (1998: XXXVII). 24 Véase Eberhard Müller-Bochat (1963: 65-85 y 1970: 611-617). La mencionada investigación, mucho más detallada y sustancial, es de Yolanda Novo (1990).
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activan solo en casos excepcionales.25 Lope, por lo tanto, concibe los Ejercicios primordialmente en el sentido de un ars poética espiritual. Le sirven sobre todo como medio artesanal para configurar de forma sensorial y dramática tópicos hagiográficos y del Nuevo Testamento, y no tanto como instrumento de una autopráctica espiritual. Por eso, dentro de las Rimas sacras, apenas se les da importancia a los elementos místicos, los cuales son tan solo aludidos en los ejercicios, si bien en el Diario espiritual de Loyola aparecen de forma más abierta. La escenificación poética de Quevedo se comporta de un modo exactamente complementario a la forma de proceder de Lope. Exceptuando la forma en la que configura la historia de la Pasión de la tercera semana, raras veces se sirve de esas técnicas imaginativas prescritas por Loyola, como la composición viendo el lugar, vista de la imaginación y aplicación de los sentidos. Por regla general se dirige más bien directamente a los niveles de la reflexión y la afección. El Heráclito cristiano escenifica el proceso meditativo al nivel de las máximas potencias del alma, el entendimiento y la voluntad. Aquí domina la perspectiva interior de un sujeto meditativo que ya está afectado por su actividad imaginativa. Por eso, si se observa con atención el texto, se muestra una y otra vez que los procesos referenciales y sensitivos de la presentificación hay que suponerlos de forma elíptica también ahí donde no se manifiestan explícitamente. Quevedo, en el sentido de la meditación con las tres potencias, entiende aquí la imaginación plástica referencial solo como fase inicial de la meditación que hay que superar. Esta forma es tan solo el estadio inicial de un proceso que, a partir de ahí, lleva a constituir la identidad afectiva marcada por la imitatio Christi interior. De ahí que la composición del lugar y la vista imaginativa ya hayan trascendido la mayoría de las veces en el lenguaje quevediano de la mortificación, las lágrimas y el anhelo de muerte que llega hasta el nivel místico de la aniquilación. El mirar preso en el objeto se puede vislumbrar como estructura latente, casi siempre solo de forma fragmentaria o puramente implícita. En este sentido, el Héraclito cristiano no es muy diferente del protocolo de los afectos del Diario espiritual. Esta cercanía se podrá 25
Véase al respecto Marc Föcking (1994: 155-190). Föcking remite, sin embargo, a un madrigal de Grillo dedicado a la cruz en el que la afección (al nivel de la voluntad) sí se tematiza mediante procesos refinados que quiebran la ilusión (véase 1994: 189 s.).
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mostrar, no en último lugar, en un lenguaje poético de los afectos que es muy afín a la loqüela ignaciana en cuanto a su forma y su función: expresa una exteriorización mística del sujeto que todavía está suspendida en los ejercicios mismos, concebidos estos esencialmente como un instrumento para la disciplina ascética. Pero el hecho de que la disposición de los Ejercicios se deba mucho más a la tradición mística de lo que hace suponer, en un principio, su función controladora y centralizadora, se ha reconocido ya repetidas veces: especialmente en los relatos ‘inoficiales’ de lo vivido en el Diario espiritual, que, al principio, no estaban pensados en absoluto para ser publicados. A diferencia de la versión lírica de Lope, que, si se observa superficialmente, se orienta mucho más hacia la forma original de los Ejercicios, la de Quevedo se ajusta más profundamente a la disposición idiosincrásica de estos. El Heráclito cristiano refleja una estructura de los ejercicios completamente contradictoria, entre la disciplina social y el franqueamiento imaginario en el que la fusión, si bien ha quedado aplazada, sigue siendo posible. En el ciclo mismo, ya con el título se sugiere la relación central entre el programa ascético-meditativo y la escenificación lírica.26 Además, ya evoca el camino de la imitatio interior, pues la colocación de Heráclito y cristiano la motiva una relación alegórica que ensalza al filósofo de la Antigüedad en un modelo tipológico precristiano. De esta forma, lo inserta en un esquema interpretativo figural que, en la literatura espiritual del Barroco español, estaba omnipresente como instrumento de una colonización27 cultural de la Antigüedad pagana. El complemento “y segunda arpa a imitación de David” precisa y amplía esa relación tipológica: como atributo metonímico el arpa evoca al rey bíblico, quien, según las descripciones del Antiguo Testamento, dominaba ese instrumento como nadie, incluso antes ya de su nombramiento. Con esto se indica, al mismo tiempo, que el lenguaje lírico se concibe de forma tópica como articulación literaria musical y apta para ser cantada, y que se hace explícita en los dos primeros
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El prólogo al ciclo está marcado por una autorrepresentación convencional del autor. El hecho de que se estilice como pecador contrito corresponde a un tópico usual del exordio, por lo que no nos detendremos en ello. 27 Sobre el uso que hace J. Habermas de ese término para referirse a la dinámica contrarreformista del Barroco español, véase Joachim Küpper (1990: 24).
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prefacios.28 Las connotaciones poetológicas y espirituales del título convergen, finalmente, en el concepto central y ambiguo de la “imitación de David”. Por un lado se refiere al afán por competir poéticamente con el autor de los salmos lírico-musicales en el sentido de una poética humanística de la aemulatio. Pero, por otro, exhorta también a la forma más sublime de la práctica vital cristiana y espiritual: a la imitación de Cristo y la de sus antecesores, los patriarcas bíblicos. Con “Heráclito”, citado en primer lugar, se sigue matizando esa codificación tanto espiritual como poética del concepto imitativo y el modelo bíblico. Al caracterizar al pensador griego como el “filósofo que lloraba”,29 lo que era muy corriente en esa época, se establece un nexo con el carácter quejumbroso de los salmos penitentes de David que, en calidad de textos originarios del canto cristiano, son también el modelo de los poemas del Heráclito, titulados asimismo “salmos”.30 Con esto se sugiere una concepción contrarreformista y atrita del papel del penitente que irá ganando visiblemente perfil en el transcurso del ciclo. No en último lugar, el “llorar”, implícitamente presente, evoca el flujo de lágrimas que es el objetivo afectivo al que aspira la meditación y síntoma exterior de la compasión identificatoria. Así, las connotaciones que hay tras el título unen el papel humilde del penitente con una autoestilización poética resultante de una doble imitación. Esa relación se constituye en el propio ciclo a diferentes niveles. En correspondencia con el objetivo meditativo de los Ejercicios, Quevedo diseña el camino hacia la renovación interior como imitatio Christi afectiva. Ya a nivel formal llama la atención, en ese sentido, que el Heráclito cristiano esté compuesto por 28 textos,31 lo que numéricamente se corresponde exactamente con el marco temporal de 28 “Tú, que me has oído lo que he cantado [...]” (Francisco de Quevedo, Poesía original completa, 1996: 17). 29 Véase, por ejemplo, el comentario en Francisco de Quevedo, Un Heráclito cristiano, Canta sola a Lisi y otros poemas (1998: 85). 30 Como ciclo referencial siempre se mencionan los Salmi penitenziali de Petrarca, si bien sus relaciones son solo puntuales. 31 Sigo el orden de la edición de Blecua arriba mencionada (Quevedo, Poesía original completa, 1996: 17-36). Furr (1986) tampoco vio las coincidencias numéricas con los Ejercicios. Sobre los problemas de la difusión del texto y del orden cíclico en general véase Julián Olivares (1992: 251) y D. Gareth Walters (1985: 134), que también apoya la versión de Blecua.
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los Ejercicios, los cuales se extienden a lo largo de cuatro semanas. Un texto corresponde a un día. Además, tanto en un sitio como en el otro, el trazado macroestructural se presenta en cuatro bloques compactos, cerrados en sí mismos, pero relacionados entre sí de forma temática. En el Heráclito cada uno contiene siete textos32 que remiten directamente a la semana correspondiente de los Ejercicios espirituales. El ciclo empieza introducido por un soneto programático que tematiza los requisitos teológicos de la práctica meditativa, en especial el dogma central de la semejanza con Dios (Salmo I, V. 9). Dicho soneto inaugura los siete poemas del primer subciclo (Salmos I-VII), los cuales están completamente influenciados por la Primera semana ignaciana. Esa relación se manifiesta, por ejemplo, en el análisis de conciencia y la autoinculpación que sirven de introducción como actitud interior al principio del iter spirituale. Pero sobre todo se hace reconocible gracias a una autoafectación que se estimula mediante la presentificación de los pecados cometidos. Es ella la que formula el deseo de derramar lágrimas y la que también compara la insignificancia del propio sufrimiento con la Pasión del Redentor. De acuerdo con el coloquio que exige Loyola al final de cada reflexión, gran parte de los textos se presentan a nivel pragmático como un discurso directo con la divinidad. Al mismo tiempo, el yo aparece en un estado dilemático del engaño que hace temer la paralización del libre albedrío por la hermosura y anuncia los ejercicios de la segunda semana (Salmo VIII-XIV). Aquí, tras vencerse esa primera tentación, se demuestra cómo se lleva a cabo la preparación para la elección correcta simultáneamente como superación meditativa del problema principal filosófico-moral de ese tiempo: de la identificación de un mal disimulador que se presenta en forma de belleza. Según el modelo de las guías del alma franciscanas,33 pero también de la meditación de dos banderas de la segunda semana, esa preparación está marcada por una transformación alegórica de la interioridad de acuerdo con el esquema binario de la psicomaquia. Esto se manifiesta claramente, por ejemplo, en la referencia a una guerra figural que se combate en el interior del sujeto (Salmo XI, V.6). Al igual que Loyola, Quevedo coloca al final de la segunda semana el desengaño, esto es, lo que, en definitiva, diferencia el bien del mal 32 33
Sobre las propuestas alternativas de estructuración, véase Furr (1986: 55 ss.). Véase al respecto II/cap. 2.3.
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como condición que posibilita la elección. Hasta el último verso del salmo XIV el sujeto no tendrá “conocimiento de que es malo”, con lo que también la situación tentadora, que al principio solo era difusa, se desenmascara como táctica del demonio. Tras este desengaño central —también en sentido formal—, que sucede justo en la mitad del proceso meditativo según el modelo de los Ejercicios, en la tercera semana se da el punto de convergencia espiritual de estos: la presentificación de la passio Christi. Que esto no se tematice de forma explícita en el subciclo correspondiente del Heráclito cristiano (Salmos XV-XXI), sorprende solo aparentemente. Como explica Loyola con el ejemplo de las “Reglas para ordenarse en el comer para adelante”34 —el tema deja adivinar además la relación eucarística con la Última Cena, conduciendo así ya a la cuarta semana, concretamente hasta la Resurrección—, de lo que en definitiva se trata es de una permanente imitatio Christi en la vida cotidiana, en la que el sujeto imaginante ya se ha apropiado de la vita del Salvador identificándose con ella y ahora actúa según ese modelo de una forma no deliberada. En el tratado ascético de Quevedo La cuna y la sepultura, esa práctica acontecía bajo el concepto del ejercicio del sufrimiento. En este sentido, en el penúltimo subciclo del Heráclito habla un yo que ya ha hecho suyo completamente el perfil del sufrimiento y de la relación con la muerte. En ningún otro lugar tiene Quevedo más merecido el título de “poeta de la muerte”35 que en este pasaje de su ciclo espiritual en el que el hablante efectúa la transformación espiritual de la propia existencia sub specie mortis. Se inaugura con un contemptus mundi estoico y cristológico que contiene las referencias a La cuna y la sepultura (Salmo XV). El soneto XVI subsiguiente muestra que la presentificación imaginaria del sufrimiento ya ha encontrado el camino hacia el síntoma físico exterior desde el afecto interior. La observación que hace el hablante de sí mismo en el espejo de sus propias lágrimas expresa esto sin rodeos (vv. 9-11): Esta lágrima ardiente con que miro el negro cerco que rodea a mis ojos, naturaleza es, no sentimiento.
34 35
Ejercicios espirituales (1963: 210-217, sobre todo 214, p. 240). Alberti (1960).
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Las subsiguientes variaciones líricas de una fijación espiritual en la muerte, que es el reflejo afectivo sobre la historia de la Pasión imaginada, consiguen extraer del tema nuevas dimensiones cada vez. En la sucesión de los textos se puede reconocer una procesualidad general que, en consecuencia, termina con el último subciclo. Por el momento, el famoso Salmo XVII relaciona de forma sugestiva lo perecedero de la propia vida con una situación político-nacional general, pero trazada con vaguedad. Los dos textos que siguen a continuación llevan, finalmente, hasta el Salmo XX. A él le corresponde la presentificación de la crucifixión y el entierro de Cristo, por la posición que estos temas ocupan en los Ejercicios. En clara analogía con ese clímax afectivo y espiritual de la visión interior, Quevedo hace culminar aquí el anhelo de muerte lleno de dolor del tercer subciclo con una tremenda intensidad: la descarga eruptiva de los afectos se expresa en la forma alegórica de una naturaleza desatada, en la lucha figurativa de los elementos desenfrenados. Este clímax, que se presenta en la imitación empática del sujeto como correspondencia con la muerte en la cruz, ya no se puede superar más. Por eso, Quevedo cierra el penúltimo subciclo con una reflexión a modo de resumen. El último soneto (Salmo XXI) vuelve a razonar en general sobre una autoconstitución meditativa que se efectúa a través de la imitatio interior. Quevedo demuestra de una manera impresionante esta estructura paradójica de una subjetivación espiritual mediante la figura arcaizante del políptoton, que recuerda la poesía de los cancioneros: con las diferentes flexiones del predicado “sujetar” se muestra cómo la posición privilegiada del ser humano le ha hecho olvidar que su primer deber es la autosumisión. Dentro del tercer subgrupo del Heráclito, que ahora precisamente escenifica dicha sumisión como exitosa, esa afirmación adquiere más bien el rango de un memento general y atemporal gracias también a las estilizaciones cosmológicas y míticas. El último subciclo (Salmos XXII-XXVIII) es sobre todo el que muestra que la mortificación tiene buen resultado en el transcurso meditativo que se evoca poéticamente. Quevedo deja que ese ciclo tenga su inicio en correspondencia directa con la cuarta semana ignaciana, cuyo núcleo lo forma la historia de la resurrección. El soneto inicial a la Comunión (XXII), extremadamente conceptista, describe la transformación interior hacia el hombre nuevo, transformación que ya había presentado el Salmo I apoyándose en la Carta de san Pablo a los efesios (4,17-24) como meta de la meditación. Al mismo tiempo, con los tres Salmos que siguen a continuación
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(XXIII-XXV) se puede observar la única inconsecuencia en esa orientación con respecto a los Ejercicios que, hasta ahora, siempre se había mantenido muy estricta desde el punto de vista formal: estos, ateniéndose rigurosamente a lo que se prescribe en la composición viendo el lugar, transmiten la contemplación de la historia de la Pasión, desde el Domingo de Ramos hasta el Viernes Santo, perteneciente básicamente a la tercera semana. Los últimos textos del ciclo concluyen con un ánimo reconciliador que es producto de la conciencia de la renovación interior. De forma retrospectiva resumen el “gran trabajo” del alma (Salmo XXVI, v. 14) —es decir, el trabajo meditativo— como enderezamiento de la propia voluntad que se muestra sumisa ante la divina (Salmo XXVII, vv. 12-14). Al final, como en los Ejercicios, el último soneto termina examinando cómo lograr el amor de Dios,36 un amor del que el hablante se apodera en la confusión37 que solicita repetidas veces y que ahora consigue (Salmo XXVIII, v. 12). En este panorama general tan solo se han podido esbozar las diferentes estaciones de la autoformación poético-meditativa. Los análisis que siguen a continuación de textos seleccionados del Heráclito cristiano se dedicarán a observar detalladamente algunas de las principales etapas en el camino de la renovación interior tan lleno de peripecias. Siguen el transcurso cronológico del ciclo sin perder de vista especialmente la naturaleza retórica en la que se basa la pratique de soi ignaciana. Al mismo tiempo, se volverá a enfocar atentamente la relación especial entre la autorreferencialidad espiritual, la estimulación afectiva y el lenguaje poético. 3. Autoconstitución inicial: percepción reflexiva y meditación sobre el pecado (Salmo I) El soneto introductorio del Heráclito cristiano de Quevedo va mucho más allá de las fórmulas exhortativas convencionales a las que, por regla general, se restringen la mayoría de ese tipo de textos. Este formula los parámetros esenciales de un cuidado espiritual de uno mismo 36
Ejercicios espirituales (1963: 230-237, 241 s.). Sobre la confusión solicitada, véanse los Ejercicios espirituales (1963: 48, 210); sobre la confusión como sinónimo de la aniquilación mística, véase Andrés Martín (1975: 94). 37
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que enfoca desde el principio un ideal futuro al que se puede llegar. La condición necesaria para tal proyecto es la disociación del sujeto que ya se ha puesto de manifiesto aquí en toda su complejidad y que, si se observa con más detenimiento, remite claramente a la tradición ignaciana de la autoformación espiritual: Un nuevo corazón, un hombre nuevo ha menester, Señor, la ánima mía ; desnúdame de mí, que ser podría que a tu piedad pagase lo que debo. 5
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Dudosos pies por ciega noche llevo, que ya he llegado a aborrecer el día, y temo que hallaré la muerte fría envuelta en (bien que dulce) mortal cebo. Tu hacienda soy, tu imagen, Padre, he sido, y, si no es tu interés en mí, no creo que otra cosa defiende mi partido. Haz lo que pide verme cual me veo, no lo que pido yo: pues, de perdido, recato mi salud de mi deseo.
En el primer cuarteto, mediante fórmulas enfáticas de plegaria, se pide una renovación interior que, como proyecto anticipador de uno mismo, está en contraste diametral con el intrincamiento actual de un yo cuya situación, sobre todo, será el tema de la segunda estrofa subsiguiente. Ese abismo que se extiende dentro del octeto entre el yo actual y el futuro gana más perfil al marcarse de forma enfática, al principio de las estrofas, tanto el estado momentáneo como el deseado. Ya el primer verso presenta al “hombre nuevo” con claras resonancias paulinas38 en la figura recurrente de la redditio, una figura que incrementa la afectividad. La posición parentética adquiere un efecto especial, ya que un mismo atributo sirve de marco a dos términos, “corazón” y “hombre”, relacionados metonímicamente y que, en gran medida, son también sinónimos. El hecho de que esta construcción se adecúe con exactitud métrica a la largura de un verso, aumenta todavía más la necesidad que ya se señaló al comienzo de una 38 Efesios, 4, 22-24. Véase también el comentario en Francisco de Quevedo: Un Heráclito cristiano (1998: 16 y 681).
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renovación espiritual, pues esta coloca al predicado “ha menester” en la prominente posición inicial del segundo verso, quedando así en un lugar equivalente al del “hombre nuevo”. Solo ahora se nombra el “ánima”, es decir, el centro de esa renovación a la que se aspira y que se cumple, sobre todo, en el soneto a la Comunión (Salmo XXII), el cual introduce el último subciclo del Heráclito cristiano. Ese “ánima” constituye la sustancia, el núcleo divino inmortal del sujeto contemplativo que sigue en lo sucesivo su iter spirituale con la activación controlada de las tres potencias del alma. Con esto queda claro aquí que al ser humano no le basta su propia energía para poder alcanzar la meta de ese camino. Su voluntad, como la más alta potencia del alma, de la que se hablará explícitamente durante el transcurso del ciclo, necesita el máximo apoyo, pues solo con él es como se podrá unir con la voluntad divina en el proceso del desengaño y de la toma de decisión. Como ya es el caso en el ideal monástico de la espiritualidad franciscana, Loyola también concibe esa depuración como liberación progresiva de todos los afectos particulares y pecaminosos. Para este proyecto de la mortificación que, como aniquilación incondicional de todo lo individual, garantiza la paradoja fundamental de la autoconstitución espiritual,39 Quevedo aporta el concepto del “denudar”,40 con sus correspondientes connotaciones (v. 3). Con él hace referencia a una culpa por concretar que habría que pagarle a la piedad divina (v. 4). Ese “debo”, a su vez, colocado de forma enfática y prominente al final, cierra una estrofa, dando a entender retroactivamente que es la premisa condicionante para el “nuevo corazón” que se inaugura. Ahora, el mea culpa, precisamente en su franqueza programática, permite diferentes interpretaciones, todas estrechamente relacionadas con el proyecto de la renovación. En el contexto de la praxis meditativa hay que pensar primordialmente en la culpa supraindividual del pecado original que dicha praxis quiere subsanar. Por esta razón, Loyola la prescribe en el ejercicio que sirve de introducción a la primera semana.41
39 Sobre la estructura paradójica del assujettissement en general y su manifestación espiritual en particular, véase II/cap. 2.3 40 La literatura espiritual del Siglo de Oro usa el concepto en el sentido mencionado. Véase Andrés Martín 1975: 96). En el caso de Quevedo parece tener también un doble sentido obsceno. Véase, por ejemplo, el soneto a Lisi 448, v. 10 (según la numeración en Francisco de Quevedo: Poesía original completa, 1996). 41 Ejercicios espirituales (1963: 51, 210 s.).
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Luego, Quevedo se orienta desde el principio por la cronología de los Ejercicios. El “pecado de Adán y Eva”42 que se aduce ahí responde a un alejamiento original de Dios, si bien el abismo entre Creador y criatura no es insuperable, ya que ambas instancias permanecen unidas mediante una relación analógica basada en la semejanza de los seres humanos con Dios. Ya en el transcurso de las reflexiones anteriores, el dogma nuclear del Antiguo Testamento se ha revelado como dispositivo central de la subjetivación espiritual. De ahí que se coloque también en el centro del soneto, al principio de la tercera estrofa: la imagen y semejanza con Dios marca el lugar en el orden teocéntrico donde se pliega la exterioridad del orden del saber hacia la interioridad del sujeto.43 La relación de semejanza representa el abismo entre el Creador perfecto y su criatura corrompida e imperfecta, así como también la posibilidad de un acercamiento renovado, una oportunidad de reducir la distancia creada por la culpa. El ideal y el medio privilegiado de tal perfección de la mismidad en su origen siempre fue la imitatio Christi, cuya variante fantasmática interiorizada representa la práctica de meditación jesuítica. Si se toma en consideración que la organización general del ciclo sigue el modelo del manual ignaciano, entonces la relación espiritual con uno mismo se enfoca ya desde el principio en el pago de una deuda colectiva original, cuyo medio es la imitación interior mediante los ejercicios. Esa conexión fundamental, que hasta ahora solo se podía deducir de forma inmanente, se formula ya explícitamente en el Salmo V del Heráclito. Ahí se vuelve a hablar del “sufrimiento” del Redentor —de nuevo con el predicado de “deber”— con quien se ha endeudado un yo lleno de dolor y todavía alejado de Dios (vv. 1 s. y 12 s.). Así, los parámetros de una forma afectiva del modelo, que al principio solo se insinuaban, se hacen cada vez más evidentes en los “ejercicios de sufrimiento” ignacianoquevedescos. El segundo cuarteto se presenta como concretización del pecado colectivo, insinuado al principio, en la culpa individual, lo que de nuevo solo se sugiere y hay que deducir implícitamente. Contrapone la esperanza en la reencarnación, el tema de la primera estrofa, a la intricada situación actual. Al mismo tiempo este cuarteto, mediante 42 43
Ibídem. Véase II/cap. 2.3.
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la alegoría del iter spirituale, amplía la oposición básica del hombre viejo y el renovado a los contrarios análogos del ver y la ceguera, la claridad y la oscuridad, el día y la noche. Aquí, sin embargo, la plástica ciega noche no representa, como en el caso de San Juan de la Cruz, el momento de la unión del alma con Dios, sino todo lo contrario: el estado del pecado. Como en otros textos de Quevedo, la metáfora del día claro (v. 6) remite, en cambio, al comienzo de la vida eterna después de la muerte física. Por lo tanto, el temor a la muerte (v. 7) equivale al miedo incrédulo ante el más allá, a una fijación pecaminosa en la vida terrenal, en la noche oscura. Ese significado se especifica con la imagen del cebo mortal (v. 8) y sus connotaciones intertextuales. El motivo es usual en la literatura mística de Siglo de Oro. San Juan de la Cruz lo utiliza en la Subida del monte Carmelo, donde el cebo, en su función de estímulo sensual, atrae a los adeptos por el camino místico hasta la unión del alma con Dios. Así, al nivel de la meditación objetal, imaginarse a Dios de forma plástica, por ejemplo, puede ayudar a alcanzar el nivel más elevado de la contemplación abstracta: De donde, los que imaginan á Dios debajo de algunas figuras de déstas, o como un gran fuego o resplandor, o otras cualesquieras formas, y piensan que algo de aquello será semejante á él, harto lejos van de él. Porque, aunque á los principiantes sea necesario estas consideraciones y formas y modos de meditaciones para ir enamorando y cebando al alma por el sentido (como después diremos) y así les sirven de medios remotos para unirse con Dios [...].44
En un sentido semejante, pero formulado más explícitamente, el cebo sensual también se presenta en la mistagógica Noche oscura del alma como estimulante legítimo del alma hambrienta en el camino hacia la fusión: “Aquí [en el quinto grado de la escala de amor; nota del autor] se ceba el alma en amor, porque según la hambre es la hartura; de manera que de aquí puede subir al sexto grado [...]”.45 El uso que hace Quevedo del concepto conserva ciertamente el núcleo metafórico-semántico que entiende el cebo como instrumento de una seducción. Sin embargo, lo somete a una dura crítica desde la
44 45
San Juan de la Cruz: Subida del monte Carmelo (1948: II, 12, 32 s.). San Juan de la Cruz: Noche oscura del alma (1948: II, 19, 136).
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perspectiva más pesimista de un ascetismo específicamente jesuítico. En comparación con la mística carmelita, esta negativización se explica ya por la limitación de lo imaginario en los Ejercicios (limitación que, no obstante, como ya constató sobre todo Roland Barthes, queda compensada por una actividad mayor de la propia imaginación).46 Para evitar a toda costa que la imaginación se independice, lo que socavaría el poder disciplinador y centralizador de los ejercicios, el repertorio de la visión interior permanece extremadamente delimitado. En el contexto jesuítico, una imaginación que se elige ella misma las imágenes en vez de recurrir a la materia meditativa prescrita es impensable. Ante este trasfondo se puede comprender que Quevedo utilice la metáfora del cebo en un sentido contrario al de san Juan. Él no la considera un instrumento que ayuda en el ascenso platónico, sino que la entiende como el medio de una tentación diabólica que lleva a la ruina espiritual; precisamente en este sentido aparece el cebo también en la mística franciscana, como se puede constatar si se ojea la tan leída obra de Osuna, el Tercer Abecedario espiritual.47 Quevedo se apunta a esa tendencia de negatividad teológico-moral, lo que queda constatado en el uso que hace de este concepto en otros textos líricos y argumentativos. En este sentido es muy reveladora sobre todo la comparación con el soneto amoroso al que el editor, González de Salas, le coloca el correspondiente epígrafe.48 Las analogías con el poema introductorio del Heráclito cristiano resultan especialmente de los cuartetos: Confusión de peligros contemplando la hermosura de quien los causa, y consuelo en el riesgo mayor No lo entendéis, mis ojos, que ese cebo que os alimenta es muerte disfrazada que, de la vista de Silena airada, con sed enferma, porfiado, bebo. 5
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Solo de mí os quejad, que sólo os llevo donde la alma dejáis aprisionada, peregrinando, ciegos, la jornada, con más peligro cada vez que os muevo.
Barthes (1971: 55). Véase Tercer Abecedario (1998: IX, 5). 48 En la numeración de Blecua se trata del soneto nº 340. 47
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Quevedo recoge los tópicos petrarquistas del innamoramento, del poder de la mirada subyugadora y de la prisión de amor insuflándoles matices espirituales. El peligro que amenaza al amante aquí parece agravarse en riesgo mortal, los ojos de Lisi se convierten metafóricamente en cebo,49 en el instrumento que lleva a la perdición. El sileno femenino, en el que se invierte precisamente la oposición —tomada del Banquete de Platón— entre la belleza interior y lo externo carente de atractivo, aparece como la encarnación del engaño por excelencia: ella es el instrumento del seductor diabólico y peligroso del que alertan constantemente los escritos espirituales de la época. Esto se hace más claro, si cabe, en un poema amoroso del ciclo Canta sola a Lisi,50 en el que aparece también el “dulce cebo” del texto que introduce el ciclo meditativo. Pero la voz poética no aspira aquí a liberarse espiritualmente de la prisión amorosa, sino que intenta prolongarla precisamente en el sentido de la dolendi voluptas: Si hermoso el lazo fue, si dulce el cebo, fue tirana la red, la prisión dura; esto a mi suerte, aquello a tu hermosura, preso, y amante, Lísida, les debo. 5
El lazo me invidiaron Jove y Febo; Amor, del cebo, invidia la dulzura; la red y la prisión mi desventura crece; yo las adoro y las renuevo.
Por lo tanto, las referencias intertextuales al soneto que introduce el Heráclito cristiano interpretan el cebo mortal como metonimia de la hermosura femenina. La relación se hace más irrefutable en cuanto que, en el poema amoroso, se constituyen otras equivalencias visuales y léxicas con el primer salmo. Aquí habría que pensar en la alegoría de la peregrinación —tradicionalmente la peregrinatio puede significar tanto el recorrido de un amante descarriado como los extravíos espirituales—, pero también en la oposición entre la “ciega noche” y el claro día. El segundo soneto del Heráclito prosigue consecuentemente la
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Werner von Koppenfels ha investigado la continuidad y el cambio de la metafórica del cebo desde la Antigüedad hasta el Barroco (1991). Sobre las adaptaciones espirituales de la imagen, ibídem: 49 ss. 50 Según la enumeración de la edición de Blecua se trata del nº 483.
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evocación implícita de la hermosura demoníaca, como lo deja entender sobre todo el “disfrazado engaño” (v. 4). Ahora también remite a la decisiva instancia de la voluntad, cuya liberación de la tutela de los afectos particulares es de lo que se trata básicamente en los Ejercicios: ¡Cuán fuera voy, Señor, de tu rebaño, llevado del antojo y gusto mío! ¡Llévame mi esperanza el tiempo frío. y a mí con ella un disfrazado engaño! 5
Un año se me va tras otro año, y yo más duro y pertinaz porfío, por mostrarme más verde mi albedrío, la torcida raíz do está mi daño.
La demonización de la mujer —tomada aquí al pie de la letra— y de sus atractivos, tras los que se adivinan siempre las artimañas seductoras del demonio, ya se encuentra en los Ejercicios. El “Enemigo” y la “muger” utilizan las mismas estrategias disimuladoras para someter al alma, como previene Loyola en las reglas adicionales a la cuarta semana.51 Recordemos que Quevedo explica por extenso esa misma conexión en su tratado ascético La cuna y la sepultura, cuyas raíces ignacianas ya se han mencionado. Sobre todo en el segundo capítulo de esa obra52 describe los peligros que depara la hermosura como máscara predilecta del engaño diabólico. Como “vicio enmascarado” esclaviza las potencias del alma humana: “Pues si miras en sí que es la hermosura, que te aparta de toda paz y de todo bien, verás que es un cautiverio de tus sentidos, donde tu memoria, entendimiento y voluntad padecen servidumbre de vicios, á quien da imperio sobre ti el regalo y amor y pasión”.53 El soneto introductorio del ciclo a Lisi, del que hablaremos luego con más detenimiento, trata del aprisionamiento del albedrío por parte de la hermosura y en él se pueden percibir claras resonancias muy al unísono con respecto al tratado:54 51
Ejercicios espirituales (1963: 325, 265). En ese pasaje del escrito se formula una especie de génesis espiritual de la conocida misoginia del autor. Véase al respecto el estudio general de Amédée Mas (1957). 53 La cuna y la sepultura (1969: 81). 54 Nº 442 en la edición de Blecua. 52
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Que de Lisi el hermoso desdén fue la prisión de su alma libre ¿Qué importa blasonar del albedrío, alma de eterna y libre, tan preciada, si va en prisión de un ceño, y, conquistada, padece en un cabello señorío? 5
Nació monarca del imperio mío la mente, en noble libertad criada; hoy en esclavitud yace amarrada, al semblante severo de un desvío.
Los primeros salmos del Heráclito cristiano evocan ese arresto solo implícitamente. De este modo, las coordinadas pragmáticas y apelativas de la autoinculpación adquieren un estatus que oscila de una forma particular. Que el “debo” confesado (Salmo I, v. 4) se fundamenta en la culpa general del pecado original ya se ha podido observar. Pero si se relaciona el soneto proemial del ciclo espiritual con el poema amoroso a la terrible Silena y su mirada-cebo, entonces esto resalta la posibilidad de que se haya cometido un delito personal. En el contexto de la técnica meditativa jesuítica, esa doble referencialidad respecto al entretejido individual y mítico-colectivo es sintomática. Refleja un recorrido individualizado al que obedecen los ejercicios de una manera muy fundamental. Ya en las contemplaciones introductorias de la primera semana, Loyola ordena imaginar justo después de la presentificación del pecado original bíblico también las propias faltas de forma comparativa.55 Mediante esta sucesión, que es específica de la mayoría de los ejercicios que siguen a continuación, la tradición cristiana y la situación individual del ejercitante se relacionan tanto por la correspondencia de sus contenidos como por la repetición temporal: el tema bíblico se traslada a la perspectiva subjetiva vivencial del ejercitante y, de esta forma, puede ser experimentado directamente, en el sentido de la evidentia. Esto apoya, por otro lado, el objetivo para el que se efectúa la meditación con las tres potencias: los objetos de la imaginación se relacionan consecuentemente con el sujeto, y no solo al nivel de los afectos, sino ya al del contenido. Así se hace evidente que los ejercicios apuntan desde el principio, de una manera lógica, a la autoformación: ya el primer día se fija una estructura eficiente 55
Ejercicios espirituales (1963: 51-54, 210 s.).
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en la que el modelo interior, la posterior recreación de la Pasión, se prepara sobremanera. En el ciclo meditativo poético de Quevedo, esos mecanismos espirituales de la autoconstitución, sencillos y a la vez refinados, se manifiestan de forma latente, pero específica. Aquí, la transformación subjetivadora y la interiorización vivencial de la historia salvífica se reflejan sobre todo en esa indeterminación constitutiva que hasta ahora solo se había constatado en los primeros salmos, pero que también caracteriza el posterior transcurso del ciclo. Esto se puede entender de forma paradigmática al evocarse inicialmente una culpa general que se puede relacionar de forma sugestiva con el subtexto petrarquista: los cuartetos del primer Salmo, a través del motivo de la tentación, conectan el pecado original del Antiguo Testamento con el riesgo individual que corre la salvación del alma a causa de la hermosura. De esta forma, el peligro del desvío personal por un cebo rico en connotaciones se presenta constantemente como una repetición temerosa del pecado original bíblico. Como ya se mostró con la comparación que se hizo antes de las Rimas sacras de Lope de Vega, aparecidas casi al mismo tiempo, es, en general, característico de la escenificación lírica que hace Quevedo de los Ejercicios el hecho de que ahora apenas se manifieste en el propio texto la composición viendo el lugar como imaginación inicial y plástica. En el sentido de la meditación con las tres potencias ya se ha trascendido la imaginación objetal. Se ha absorbido en la afección realizada y ha entrado a constituir y perfilar una relación consigo mismo que está marcada por el pago de una deuda polisémica. Así se articula, al principio del Heráclito cristiano, un yo que ya ha llegado a la autoinculpación, que es, a su vez, la condición pragmática del proceso de la mortificación que luego se iniciará. Esto significa que aquí el nivel de la memoria de la meditación del pecado original, la que Loyola prescribe para el primer día, tiene que presuponerse fundamentalmente como estructura profunda y subtexto condicionante. El complejo de la culpa y la tentación en el que se centra la historia bíblica resuena todavía en forma de alusiones con los lexemas “cebo” y “debo”, conectados por la consonancia. Tales evocaciones ocultas de una actividad básica de la memoria, insertadas bajo una fórmula poética de los afectos, volverán a aparecer en otros textos del ciclo. El segundo terceto del Salmo I extrema de forma impresionante las particularidades de la autoconstitución espiritual, sobre todo a nivel pragmático. Aquí, de momento, ahora se correlaciona también
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explícitamente la oposición básica del hombre nuevo y el hombre viejo con la de la salvación futura (salud, v. 14) y la perdición actual (perdido, v. 13). Con esto, en el “deseo” (v. 14) que se menciona al final, se prolongan esas connotaciones de la tentación y la seducción sensuales que estaban en el centro de la imagen polivalente del cebo. Estas antinomias semánticas se manifiestan ahora, además, en la confrontación del “yo” (v. 13) con una instancia anónima que se introduce en la complicada construcción doblemente reflexiva de un “verme cual me veo” (v. 12): la divinidad a la que se apela tiene que escuchar los ruegos y no las declaraciones del yo, tal y como se requiere con insistencia. Este cambio tan llamativo hace suponer que Quevedo tomó dichos ruego del Soneto XII de Garcilaso: Si para refrenar este deseo loco, imposible, vano, temeroso, y guarecer de un mal tan peligroso, que es darme a entender yo lo que no creo, 5
no me aprovecha verme cual me veo, o muy aventurado o muy medroso, en tanta confusión que nunca oso, fiar el mal de mí que lo poseo, […].
Aquí, la fórmula doblemente reflexiva sirve para enfatizar la voluptas dolendi. Con ella se insiste en el peligro autodestructor que causa el “deseo loco” (vv. 1-2), del que no se puede escapar aunque se tenga lucidez o conciencia de la propia situación. En el soneto de Quevedo se da una relación semejante. La voz poética también ve amenazada la salvación de su alma por el deseo y pone en juego la instancia anónima de un “verme cual me veo” desde la que se presenta la propia situación en una perspectiva, en cierto modo, objetivadora. Pero Quevedo la pone en correlación con la anhelada “salud” y, así, al mismo tiempo en oposición al “yo” que ahora se encuentra en pecado, una oposición esta que sorprende por su dureza. En un primer momento ese contraste parece estar poco motivado, pues el hablante se presenta desde el principio consciente de su estado pecaminoso de una forma abrumadora, por lo que, en realidad, no es necesario que lo objetivice más detalladamente una instancia no especificada. Teniendo en cuenta este trasfondo, el diagnóstico que hace de sí mismo el “yo” y la visión externa “del verme” resultan casi tautológicos, y
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la confrontación mediante la correlación con “perdición” y “salud” poco convincente de momento. Para interpretar esa paradoja hay que tomar en cuenta una duda fundamental del hablante: un miedo ante el posible engaño, al acecho en cualquier momento, que ya caracterizaba su relación con el cebo de la belleza y que se basa, por último, en una conciencia del engaño angustiosa y desconcertante. En este sentido, el dilema del yo que se articula sería de carácter esencialmente cognitivo, pues remite a su incapacidad de evaluar con fiabilidad la situación evocada de la tentación y sus implicaciones teológico-morales. En última instancia, el yo, sin conocer posiblemente la propia posición y cauteloso ante un engaño fundamental, estaría obligado a rogar a Dios por la salvación de su alma y la renovación interior. El final del segundo terceto no deja duda de que hay que evitar precisamente esa aporía, ya que conduce irremediablemente a la condenación: un sujeto en estado de “perdición” no puede exigir nunca “salud”, sino únicamente “deseo” pecaminoso. Teniendo esto en cuenta, se podría comprender muy bien la solución de delegar el ruego en una instancia anónima y más objetiva, y, de esta forma, aliviarle la carga de su responsabilidad dilemática al “yo” propenso a errar. Esta lectura, además, haría posible que se le atribuyera de forma hipotética un papel al agente no personalizado en el “verme cual me veo”, ya que, por varias razones, podría ser el posible destinatario de una confesión. Esto se apoya en el carácter confesional que tiene en general el texto, la calificación explícita que se hace en el prólogo de todo el ciclo como confesión, la forma de expresión autoinculpatoria, como también un enorme deseo de absolución. Especialmente la función mediadora del enigmático “verme cual me veo” se puede comparar directamente con la tarea del confesor. Debería rogar en el lugar del hablante, pero es fundamentalmente independiente de él, pues, en el texto, cualquier relación causal entre las dos instancias se evita. Esta intervención de una instancia autónoma es típica de la práctica confesional jesuítica de la época: el “juez en el confesionario”56 representa ante Dios al individuo desbordado, en sentido cognitivo y moral, ya que no solo tiene que dar la 56 Véase al respecto Fülöp-Miller (1960: 274-286) sobre el “juez en el confesionario”; sobre los correspondientes procesos del probabilismo y de la casuística, ibídem (1960: 293-306).
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absolución, sino también examinar antes, rigurosamente, cada caso individual. El hecho de que el mundo se haya vuelto opaco bajo la influencia de la apariencia es, en definitiva, la causa por la que el sacerdote tiene que ampliar sus competencias. La discrepancia entre las sustancias y los accidentes, entre la apariencia externa y el estado real de las cosas implica que ya no baste relacionar simplemente los elementos constitutivos del delito a la gravedad de este, tal y como se hacía en los catálogos de pecados tradicionales. Sobre todo en el contexto jesuítico, en su lugar se establecieron vías probabilísticas de juzgamiento. Muchas veces el caso individual solo se puede evaluar de forma aproximativa, según las probabilidades y teniendo en cuenta las complejas casuísticas que escapan al entendimiento y al juicio de creyentes legos. En este sentido, el hablante de Quevedo, quien se ve entregado a una tentación insondable, sería el caso paradigmático de un pecador desbordado, de ahí que delegue la interpretación de su situación y la transmisión de su ruego, adecuado a su yerro, en una instancia competente. Si se observa más de cerca ese contexto institucional que aquí se puede presuponer metonímicamente, entonces a la indeterminación programática del “verme cual me veo” le corresponden otros efectos de sentido. Esta puede remitir también a una experiencia interior cuyas estructuras hacen reconocible ya, en el contexto jesuita, el plegamiento subjetivador de un marco disciplinario que antes había estado garantizado por la institución monástica. Esta interiorización de la orden monástica hacia la contemplación y control de uno mismo bajo la propia responsabilidad anuncia, como hemos visto, una decisiva cesura en la historia del sujeto. Cuando la disciplina pasa de una imposición externa a ser un acto propio,57 aparece en escena un “individu disciplinaire”58 moderno que se expone a la contemplación panóptica de sí mismo por un juez que ahora está interiorizado. Por lo tanto, sería lógico interpretar también la llamativa fórmula del “verme cual me veo” del Salmo I de Quevedo, como un modo de crear esa distancia reflexiva, pues posiciona un medio interior de contemplación: el sujeto se puede observar desde fuera y reconocer tanto el peligro al que está abocado como también la necesidad de renovación. Una interpretación de este tipo no contradeciría en absoluto la primera 57 58
Véase Norbert Elias (1976: vol. 2, 369-397). Foucault (1975: 220 ss.). Véase también II/cap. 2.3., y cap. 3.1.
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lectura institucional y referida al ámbito vital, sino que más bien la complementaría profundizándola. Precisamente la posibilidad de relacionarlo doblemente, tanto con una instancia anímica como exterior y personal, refleja la determinante influencia de las estructuras institucionales en la “expérience intérieure”59 jesuítica. La indeterminación elemental con la que entra en juego esa posición excéntrica de una visión controlada sobre uno mismo —al “verme”, con la función de sujeto gramatical, no se le asigna ningún agente distintivo— viene a apoyar, tendencialmente, un tipo de lectura psicológica. A este nivel, también parece esclarecedora la doble reflexividad. Remite a un censor interno cuya severa mirada, por otro lado, regula la introspección del sujeto. Algunas décadas después de Quevedo, a mediados del siglo xvii aproximadamente, el jesuita Baltasar Gracián retomó de nuevo ese aspecto panóptico-visual de imposición de la disciplina. En el aforismo 297 de su Oráculo manual, el contemplador imaginario se declara ahora como una premisa general e imparcial de la relación consigo mismo. Esa neutralización ética permite poner la introspección en la perspectiva de las rivalidades cortesanas y el trato estratégico con los otros. Ya el mismo mote hace pensar en una generalización secularizadora de la estructura tomada del soneto introductorio de Quevedo: 297. Obrar siempre como a vista. Aquel es varón remirado que mira que le miran o que le mirarán. Sabe que las paredes oyen y que lo mal hecho revienta por salir. Aun quando solo, obra como a vista de todo el mundo, porque sabe que todo se sabrá; ya mira como a testigos aora a los que por la noticia lo serán después. No se recatava de que le podían registrar en su casa desde las agenas el que desseava que todo el mundo le viesse.60
En el Salmo I del Heráclito cristiano, por el contrario, la instancia contempladora está aún estrictamente relacionada con una situación de engaño y el hablante suplica para poderla superar espiritualmente. Para él lo importante es identificar la sustancia moral del cebo 59 El concepto se ha tomado del título del tratado filosófico de Georges Bataille: L’expérience intérieure (1986: 138 ss.). 60 Oráculo manual (1997: 258 s.). Sobre la introspección en el Oráculo manual de Gracián y sus raíces ignacianas (sobre todo en relación con el aforismo 144), véase Sebastian Neumeister (2000). Sobre la interpretación del aforismo bajo el aspecto de una relación moderna consigo mismo, véase Wolfgang Lasinger (2000: 207 s.).
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seductor, conseguir una relación distintiva con él para, así, crear la base de una posible elección. Los Ejercicios, en cuanto medio de decisión, están pensados justo para este tipo de problemas: su objetivo es la mortificación de un deseo particular que contribuye, en esencia, a la perspectiva subjetivamente deformada y, con esto, también a la experiencia de una realidad aparente y sustancialmente inaccesible. En este sentido, el engaño, con el que se ve confrontado el hablante anónimo, representa el momento inicial también en el ciclo meditativo de Quevedo. Su superación, tal y como está previsto también en los Ejercicios, se presenta en los últimos versos del Salmo XIV, esto es, al final de la segunda semana. Si, ante tal trasfondo, se presupone la situación de un sujeto que, al principio del Heráclito cristiano, está dispuesto a vivir los ejercicios durante cuatro semanas, entonces también la instancia del “verme cual me veo” va ganando contornos cada vez más específicos. Esta fija la especial constelación pragmática en la que tiene lugar la meditación: el giro doblemente reflexivo evidencia que la visión del ejercitante, quien se proyecta él mismo en los mundos imaginarios de las historias bíblicas, siempre se somete a la mirada de otro, a una instancia superior en jerarquía. Ya antes se ha comentado que, en comparación con otras órdenes, los jesuitas prolongaban mucho más la duración del noviciado. El tiempo en el que se daban los ejercicios tenía que estar suficientemente calculado para garantizar que se cumplía la disciplina necesaria y para conjurar ya desde el principio el peligro de una imaginación autónoma y prolífica.61 En este sentido, la mirada a su vez observada remite primero a la presencia de un director espiritual que instruye. Pero esa mirada también puede representar la interiorización de esa instancia controladora tras el noviciado, como inspección permanente dedicada a revisar la actividad de la fantasía, tal y como se prescribe en los Ejercicios. Esta interpretación no contradice en absoluto las reflexiones que se han venido haciendo, sino que tan solo enfoca un caso especial de las tendencias generales de la disciplina. La comparación con el ciclo meditativo de Lope de Vega vuelve a ser muy reveladora, pues también al principio de las Rimas sacras la construcción reflexiva del “verme” marca los inicios de una autoconstitución espiritual. Aquí, como en el soneto introductorio del
61
Véase al respecto Georg Eickhoff (1994: 155).
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Heráclito cristiano, va dirigida a la superación del deseo sensual. De una forma más programática que Quevedo, Lope presenta la depuración de la voluntad como la meta de esa autoformación: es con ella con la que se debe preparar la unión final de la máxima potencia del alma con su origen divino.62 No obstante, en el caso de Lope se constituye, de forma más convencional y más clara, el propio sujeto hablante como agente de un “verme” que es reflexivo solo una vez (v. 1): Entro en mí mismo para verme, y dentro hallo, ¡ay de mí!, con la razón postrada una loca república alterada, tanto que apenas los umbrales entro. 5
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Al apetito sensitivo encuentro, de quien la voluntad mal respetada se queja al cielo, y de su fuerza armada conduce el alma al verdadero centro. La virtud, como el arte, hallarse suele cerca de lo difícil, y así pienso que el cuerpo en el castigo se desvele. Muera el ardor del apetito intenso, porque la voluntad al centro vuele, capaz potencia de su bien inmenso.
Un texto tardío de las Rimas sacras, el largo poema compuesto de cien estancias y titulado “Las lágrimas de la Magdalena”, diferencia ahora esa inmediatez de la relación con uno mismo de la estructura doblemente reflexiva, característica de la situación observadora ignaciana.63 En este contexto es interesante sobre todo la ficción que enmarca el texto, la cual se extiende a lo largo de las primeras cinco octavas y se vuelve a retomar en la última estrofa. Esa ficción advierte de las condiciones pragmáticas de una introducción a la meditación jesuítica, esto es, desde la situación dialógica pasando por el acto de memorizar hasta la presentificación visual.64 Desde el punto de vista estructural, la situación lingüística se configura según este modelo;
62
Lope de Vega: Obras poéticas (1989: 297). Véase al respecto, Yolanda Novo (1990: 132-173) y de mi propia autoría: “Performative Medialität bei Ignacio de Loyola und Lope de Vega” (2002: 66-75). 64 El texto se cita según Lope de Vega: Obras poéticas (1989: 346-367). 63
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para expresarlo de forma más concreta: pone en escena la enseñanza de una novicia desde la perspectiva de un maestro espiritual. La destinataria es la bella Fílida, a la que se presenta también con los atributos petrarquistas como inaccesible y cruel (v. 10). Al comienzo de la tercera octava, el hablante, que permanece anónimo, exhorta a contemplar y escuchar en lo sucesivo la conversión de la Magdalena (v. 17), es decir, a imaginársela en una serie escénica dramática y sinestésica. Así, la protagonista que ha dado título al poema tiene que servir como “santo ejemplar” (V.17) y —a semejanza del Salmo I de Quevedo— ayudar a superar el estado pecaminoso de la “noche de error” (v. 20). Aquí, por lo tanto, se constituye —de acuerdo con los Ejercicios— una oferta de identificación espiritual en la que la conversión de la protagonista, que pasa de ser hetaira a santa, sirve a la novicia de modelo para la propia conversión: 25
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Los dos con atención mirar podemos, tú la vana hermosura, y yo el engaño, pues entonces de error fueron extremos, como agora son de desengaño. Aquí el ejemplo de llorar tenemos, y la distancia del provecho al daño, que esta luz, este bien y este consuelo dejó a los hombres la piedad del cielo.
La voz poética cumple la función esencial de un director espiritual: dirige la actividad imaginativa de su alumna, la instruye en las técnicas para activar los sentidos internos y le fija el tema de la meditación en su memoria (v. 21). La historia-marco de Lope se presenta como una concretización de la situación inicial en la que se encontraba la voz poética anónima del Heráclito cristiano de Quevedo, la cual, supuestamente, ya ha pasado la fase del noviciado y ahora realiza los ejercicios por su propia cuenta. Las dos instancias, que Quevedo deja en suspense de forma programática, adquieren aquí papeles muy concretos. La mirada exterior hacia la visión interior procede de la presencia disciplinaria del maestro que dirige los ejercicios; su objeto, cuyo poder de producir afectos debe sacar de la noche de los pecados, aparece en la figura de la Magdalena. La intercesión doblemente reflexiva que enmarca ese proceso identificatorio remite a la psicogénesis de la imaginación espiritual.
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Tomando como referencia el estudio de Jacques Lacan sobre el estadio del espejo, la meditación ignaciana ya se puede leer como el proceso de la identificación imaginaria con un ideal especular.65 Como muestra Lacan, ahora la primera relación con ese moi-idéal (y de una iniciación de este tipo se trata en la constitución espiritual del hombre nuevo) no se entiende sin la presencia de un tercero con poder lingüístico que confirma la identidad del sujeto contemplativo con su imagen especular. La mirada hacia el ideal es siempre objeto ya de otra mirada y requiere ser sancionada por ella.66 Si el soneto que introduce el Heráclito cristiano se considera bajo el aspecto de tal mediación, de la que depende básicamente el poder identificatorio de lo imaginario, entonces se perfila la dimensión profunda, en el verdadero sentido espiritual, de la irisada instancia del “verme cual me veo”. Si en el texto de Quevedo habla un sujeto que ha interiorizado ya al director espiritual observador como la instancia imaginaria del “verme” —y eso, sin duda, parece ser el caso— entonces esto significa que la verdadera autorreferencia primera se manifiesta en el predicado “me veo”. Por lo que se refiere al transcurso especial de una meditación ignaciana, el estado del “verse”, entonces, significa mucho más que el simple conocimiento de sí mismo en la conciencia del peligro espiritual. Más bien remite a la situación pragmática interna de la propia contemplación, la cual, a su vez, se expone a la contemplación segunda del “verme”, pues el sujeto se constituye de acuerdo con las instrucciones de la composición viendo el lugar en los sitios imaginados, adoptando el papel del contemplador en los mundos imaginarios de las historias bíblicas y, a la vez, dándose cuenta de sí mismo como objeto. La proyección, por lo tanto, divide al ejercitante en una instancia contemplativa y contemplada.67 Produce una disociación que es, a la vez, la condición necesaria para las formaciones de identidad espirituales, ya que transporta al sujeto al mundo de la experiencia interior. En el transcurso de la visión, el centro de la percepción se desplaza, finalmente, de una instancia contempladora y exterior al testigo, que
65
Véase II/cap. 3.2. de este estudio. Véase Lacan (1966: 70). Sobre la importancia del “voyant se voir” en el proceso de las formaciones psíquicas del ideal, véase también Lacan (1985: 87 s. y 92-98). 67 También esa disociación se ha querido ver como la causante de las tendencias “esquizoides” de la espiritualidad, constatadas una y otra vez (véase, por ejemplo, Poppenberg [2000: 175]). 66
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al principio solo es visto, pero que después él mismo va viendo cada vez más. Es únicamente al llegar a ese estadio de la integración imaginaria cuando, en la proximidad fantasmática de los acontecimientos bíblicos, se puede conseguir también la identificación con los modelos allí presentes.68 Esta compleja constelación elemental está en correlación directa con las instancias en cuestión del soneto de Quevedo: el sujeto hablante (“yo”) se lamenta de su situación, dominada por el deseo pecaminoso y la perdición espiritual. Al mismo tiempo se presenta como objeto de una conversión interior cuya meta es el “hombre nuevo”. De acuerdo con las condiciones pragmáticas de una imaginación creadora de identidad que tiene que dirigirse a dicho objetivo, ese “yo” ahora se posiciona con una doble actuación: como sujeto que imagina y como objeto imaginado de su propia percepción (“me veo”). Así, ya al principio del ciclo, se manifiesta un álter ego espiritual del que se supone, de forma anticipada, que obtendrá la esperada salvación (“salud”). La rigurosa dualidad de esa relación oposicional entre el yo actual y el futuro la quiebra la instancia mediadora de un “director espiritual” o de su representante psíquico (“el verme”). Con lo cual, se crea una constelación triádica que se lleva a cabo en la meditación a través de la autorreflexividad y su apertura hasta llegar a una posición objetivadora. En las tendencias disociadoras del último terceto se prepara exactamente el proceso de una transformación imaginaria de las identidades espirituales. El primer salmo, sin embargo, no solo determina las direcciones que tomarán los ejercicios en el transcurso de las cuatro semanas. Tal y como muestran las referencias latentes a los asuntos complementarios del pecado original y de la culpa individual, dicho salmo da inicio al mismo tiempo, junto con esa función inauguradora, a la actividad imaginativa dirigida al tema. Los parámetros con los que la voz poética se posiciona inicialmente son constitutivos del ciclo en general. Si se observa cada uno de los textos, se volverán a encontrar repetidas veces, sobre todo la disociación del sujeto en una instancia reflexiva y 68
Tras esa exteriorización física de la conversión interior el yo renovado es capaz, finalmente, de entregarse de nuevo al control de la mirada exterior. Por eso, los niveles imaginarios y externos de la autopercepción reflexiva están estrechamente relacionados en el transcurso de la meditación (los dos, de hecho, se manifiestan en el “verme cual me veo”).
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no reflexiva, su posicionamiento moral en la oposición entre la salud y el deseo, la dominancia de la percepción visual y la centralización de la renovación espiritual en torno a la máxima potencia del alma, la voluntad. 4. Atricionismo: meditación sobre la creación y el infierno (Salmos VII, VI) Los otros textos del primer subciclo también se ajustan al programa de la primera semana de los Ejercicios espirituales. A nivel pragmático dominan los discursos dirigidos directamente a la divinidad, tal y como se prescriben, al final de cada ejercicio, en las instrucciones para el coloquio. Esto se puede tomar como el indicio de una tendencia dominante en general, según la cual Quevedo, en vez de escenificar las estructuras de la meditación ignaciana in actu, como lo hace Lope de Vega en sus Rimas sacras, las presenta como ya realizadas. En este sentido, en los Salmos II-VI se va aumentando sucesiva y consecuentemente la mortificación del pecador contrito. En primer plano aparecen siempre los ruegos para recibir lágrimas, dolor y sufrimiento, tal y como lo ordena Loyola repetidas veces en el transcurso de la primera semana.69 Por el contrario, el Salmo VII, último del subciclo, pertenece a los pocos textos que vuelven a reflexionar sobre el primer paso de la meditación, el preparatorio, es decir, el de la vista imaginativa fijada en el objeto. Con esto hace que se pueda reconocer especialmente bien la orientación exacta hacia el recorrido indicado, el cual va desde los sentidos, pasando por el entendimiento, hasta alcanzar los afectos:
5
69
¿Dónde pondré, Señor, mis tristes ojos, que no vea tu poder divino y santo? Si al cielo los levanto del sol con los ardientes rayos rojos te miro hacer asiento, si al manto de la noche soñoliento leyes te veo poner a las estrellas, si los bajo a las tiernas plantas bellas te veo pintar las flores, Véase, por ejemplo, Ejercicios espirituales (1963: 55, 212; 78, 216 o 89, 217).
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si los vuelvo a mirar los pecadores que viven tan sin rienda como vivo, con amor excesivo, allí hallo tus brazos ocupados más en sufrir que en perdonar pecados.
El tema del que se habla, el asombro infinito ante las maravillas inconcebibles de la creación está tomado de la primera semana de los Ejercicios.70 Según las instrucciones ignacianas, no se constituye en abarcadoras fórmulas generales, sino en la enumeración de lo individual. Al nivel sintáctico, el principio semántico de esa enumeración capaz de crear patetismo se apoya, además, en una estructura también muy repetitiva: a la interrogación del principio siguen cuatro oraciones iniciadas todas ellas con la correspondiente conjunción “si” (vv. 3, 6, 8, 10), la cual deja patente que la lista de los objetos observados no es inspiración espontánea del recuerdo ni menos aún una situación de observación real. Más bien es evidente que la imaginación ignaciana se acopla a tópicos que están siempre sometidos al control del ejercitante: cada uno de sus elementos están siempre disponibles en el inventario de la memoria, de modo que se puede recurrir a ellos en cualquier momento. Al mismo tiempo, la estructura hipotáctica repetitiva, que aporta tensión, prepara la trascendencia de las múltiples impresiones sensitivas a nivel del intelecto, pues la experiencia sublime de un Dios creador omnipresente y benévolo lleva paso a paso y en descenso a lo contrario, a la propia situación en pecado (vv. 10 s.). Así, la importancia de las maravillas evocadas del cosmos radica, sobre todo, en la relación contrastiva con una existencia cuya falta de dignidad vuelve a aumentarse eficazmente al ponerse en relación, al final, con el sufrimiento del Redentor. La alusión al “amor excesivo” (v. 12), que no se llega a especificar mucho más, se puede leer como una manera de explicitar y aumentar la caída del alma por culpa del amor sensual (al principio solo insinuada) un aprisionamiento del albedrío (Salmo II, v. 7) por el poder demoníaco de la hermosura. Al nivel retórico, el texto combina esos tres tipos formales de la amplificación, dirigida a aumentar los afectos, la cual tiene una importancia fundamental para los Ejercicios, como ya lo ha mostrado Paul
70
Ejercicios espirituales (1963: 60, 212).
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Rabbow.71 En este sentido, la consecuente retorización de la meditación espiritual empleada por Loyola se puede observar aquí de forma ejemplar. Quevedo, al integrar directamente los procesos correspondientes de la amplificatio en el transcurso de la meditación con las tres potencias, se atiene estrictamente a una instrumentalización espiritual de la retórica puesta al servicio de la mortificación. Las instrucciones para la composición viendo el lugar ya se pueden reconocer claramente en las recurrentes referencias a un nivel puramente visual de la percepción. Con esto, la impresión amenazadora que pudiera provocar una enumeración monótona, que va en contra del principio de aumentar los afectos en la meditación, se contrarresta eficazmente mediante variaciones sinónimas de verbos relacionados con la percepción visual. A ese nivel inicial de la vista imaginativa, el tema se presenta en el tipo formal de la “individualización y desarticulación” correspondiente a la amplificatio congeries de Quintiliano.72 Esta ahora parece inseparable de una variante especial del segundo tipo formal del “aumento por una serie creciente”.73 Quevedo aquí no escenifica ninguna incrementación típica, sino una sucesión en la que se invierte el principio amplificador de los miembros en crecimiento: a la inmensidad del cielo y al sol luminoso le sigue la noche alumbrada por las estrellas y, al final, el mundo de las plantas inferior (tanto espacial como jerárquicamente). Aquí, por lo tanto, la enumeración va desde lo más sublime e importante hasta lo bajo e insignificante; de lo metafísico y eterno a lo empírico y caduco; finalmente, si se sigue la semantización de esa oposición a partir del soneto introductorio, de la claridad de la trascendencia divina se desciende a la oscuridad de los pecados. Mediante esa ordenación anticlimática, la enumeración desemboca consecuentemente en la decisiva comparación. Ahí (a partir del v. 10), con el tercer tipo formal de la comparatio74 simple, se establece la relación, que ya se divisaba en los primeros versos, con el propio sujeto imaginante. Loyola prescribe constantemente tales giros finales. Corresponden a un desarrollo fundamentalmente concretizador de la
71
Véase Rabbow (1954: 56-80). Ibídem (1954: 60) y Quintiliano: Institutionis Oratoriae, VIII, 4,26. 73 Véase Rabbow (1954: 59) y la “amplificatio per incrementum” de Quintiliano: Institutionis Oratoriae, VIII, 4,3 s. 74 Véase Rabbow (1954: 58) y la “amplificatio per incrementum” de Quintiliano: Institutionis Oratoriae, VIII, 4,9. 72
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meditación una vez que la visión de la imaginación lleva de lo general a lo individual. En la presente variante, la lógica comparativa hace ver que la propia existencia pecadora se encuentra todavía por debajo de los objetos más marginales del cosmos natural. En las palabras finales dirigidas al crucificado —que, desde el punto de vista pragmático, conectan con la interrogatio de los dos primeros versos— se vuelve a amplificar de forma superlativa otra vez esa autohumillación: esta crea un abismo insondablemente profundo entre la propia vida y el sacrificio salvífico del Mesías, destinado, precisamente, a la salvación espiritual del estado pecaminoso. Al presentarse aquí retrospectivamente el transcurso meditativo desde la perspectiva del coloquio, se manifiesta con especial claridad la funcionalización espiritual de los procesos retóricos de amplificación. Quevedo los integra estrictamente en la forma de la meditación desarrollada en tres etapas: al nivel de la memoria se invoca cada uno de los objetos que pertenecen al cosmos de la creación divina. Después, la razón comparadora eleva esa enumeración del nivel imaginario de la percepción interior al empírico de la propia situación, que constituye, a la vez, el último miembro y, por lo tanto, también el más ínfimo de la enumeratio. De esta forma se configura el paso de la sensualidad al intelecto de una forma casi imperceptible y con una lógica obvia y aplastante. Por otra parte, también la afección al máximo nivel de la voluntad se presenta como consecuencia directa del paso precedente del entendimiento. La autoinculpación y autohumillación (que prepara ya de forma determinante la aniquilación posterior) representan una consecuencia ineludible de la conciencia de la propia posición en el cosmos de la creación.75 En la lírica espiritual de Quevedo muy raras veces se muestra con tanta claridad la interacción funcional de la imaginación y la afección. Ya se ha evidenciado varias veces que una gran parte de los textos del Heráclito cristiano se limitaba a formular poéticamente los afectos conseguidos sin que se estableciera la relación explícita con los pre-estadios
75 No es casualidad que la naturalidad con la que se produce, casi por sí misma, la afectación a partir de la galería de imágenes y de su posición descendiente recuerde a la estructura ternaria del emblema: no es difícil ver la interrogatio inicial como un lema seguido de una pictura en varias partes y una subscriptio final. Sobre la gran afinidad que existe entre la emblemática y la meditación ignaciana, véase Marc Föcking (1994: 196 ss.).
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sensitivos e intelectuales de la meditación. Si nos detenemos a observar ese nivel tan relevante, llama la atención, especialmente en los siete primeros salmos del ciclo, el miedo obsesivo, tematizado una y otra vez, ante los castigos divinos por las propias faltas cometidas. Ese temor se menciona también al final del Salmo VII, que acabamos de ver con más detenimiento. La frecuencia con la que ese miedo del penitente constituye el clímax de la dramaturgia afectiva hace suponer que está relacionado con una importante discusión teológico-moral de la época a propósito de la interpretación teológico-salvífica del arrepentimiento. Según la posición tridentino-jesuítica, la attritio, esto es, el puro temor ante el castigo divino, es ya requisito suficiente para la absolución. A diferencia de la contritio, que exige la capacidad de reprobar intelectualmente las propias acciones, aquí basta tan solo tener la correspondiente disposición afectiva para recibir el perdón de los pecados en la confesión y la comunión.76 La meditación con las tres potencias, al apuntar, más allá de los datos engañosos de los sentidos y del entendimiento, a la voluntad y a los afectos, representa la autopraxis complementaria a esa enseñanza teológico-moral. Ante este trasfondo, el primer subciclo del Heráclito cristiano de Quevedo se puede leer como una perfecta escenificación poética de la casuística del pecado jesuítico-tridentina.77 Mediante la metáfora del cebo, el primer soneto presenta, al principio, una situación paradigmática del engaño. Pero, como ya se vio, sigue siendo indistinta de una forma realmente programática, pues, al fin y al cabo y de acuerdo con la attritio, no tiene ninguna relevancia hacer una explicación objetiva. Comprender racionalmente la situación y evaluar teológicamente un posible delito es secundario. Por eso, en el ciclo de Quevedo, no se cuestiona tampoco en ningún lugar el trasfondo fáctico o los aspectos intelectuales de la situación inicial, sino que esta se sondea inmediatamente en relación con su potencial afectivo. Ya el segundo salmo, especifica esa constelación inicial considerando un posible castigo divino. En el segundo terceto vuelve a aparecer la figura paradigmática de la comparación del exceso, expresada aquí, como suele suceder, en un grado superlativo. Precisamente, si no amenaza 76
Véase al respecto (con más indicaciones) Fülöp-Miller (1960: 234-244) y Föcking (1994: 85 s.). 77 Por eso Loyola recomienda también el final de la primera semana como momento ideal para la confesión general; véase Ejercicios espirituales (1963: 44, 209).
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un castigo inmediato, es cuando hay que temer que este, al final, sea más draconiano: Mas, ¡ay! que solo temo en mar tan hondo, que lo que en castigarme agora aguardas, con doblar los castigos lo desquitas.
En los Ejercicios, en la primera semana, se encuentra sobre todo la famosa meditación del infierno cuya función es la de estimular ese temor. El rango singular que ocupa, muy por encima de otros ejercicios, tiene su explicación en el contexto de la casuística de la penitencia jesuítica. Desde el punto de vista teológico-moral, ese exitoso ejercicio es de una enorme importancia, pues pone al ejercitante en un estado que lo hace digno de la absolución. Por eso mismo, para garantizar de manera especial la intensidad afectiva y la eficiencia de la vista imaginativa, Loyola ejemplifica aquí de una forma inusualmente detallada el principio ascendente de la aplicación de los sentidos.78 La plástica y concreta representación imaginaria del infierno debe comenzar con la percepción visual para que, después, mediante la activación sucesiva de los sentidos del oído, el olfato y el tacto, se vaya desplegando el suplicio de la condenación en una vivencia sinestésica total. La importancia del ejercicio, sin embargo, no solo queda patente en el enorme aparato prescriptivo que se le dedica. Ya la explicación teórica del segundo preámbulo no deja ninguna duda de que la trascendencia teológica del tema y la importancia que tiene para el ejercitante la meditación del infierno están directamente relacionadas con la attritio. Según Loyola, un ejercicio concienzudo podría proteger de los pecados, incluso en el estadio del olvido divino, avivando el miedo ante un posible castigo. Para ello, el efecto profiláctico de los afectos se antepone a la intención de acción, una posición jesuítica esta que siempre ha sido muy controvertida. Por esta razón, el temor se declara como objetivo principal al que aspira la meditación: “20 preámbulo. El segundo, demandar lo que quiero: será aquí pedir interno sentimiento de la pena que padescen los dañados, para que si del amor del Señor eterno me olvidare por mis faltas, a lo menos el temor de las penas me ayude para no venir en pecado.79 78 79
Véase al respecto, en general, Josef Sudbrack S. J. (1990). Ejercicios espirituales (1963: 65, 214).
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En el orden cronológico del Heráclito cristiano se encuentra el Salmo VI, en posición análoga a la meditación del infierno ignaciana:
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¡Que llegue a tanto ya la maldad mía! (aun Tú te espantarás, que bien lo sabes, eterno Autor del día, en cuya voluntad están las llaves del cielo y de la tierra) como que, porque sé por experiencia de la mucha clemencia que en tu pecho se encierra, que ayudas a cualquier necesitado, tan ciego estoy en mi mortal enredo, que no te oso llamar, Señor, de miedo de que quieras sacarme del pecado. ¡Oh baja servidumbre, que quiero que me queme y no me alumbre la Luz que la da a todos! ¡Gran cautiverio es este en que me veo! ¡Peligrosa batalla mi voluntad me ofrece de mil modos! No tengo libertad, ni la deseo, de miedo de alcanzalla. ¿Cuál infierno, Señor, mi alma espera, mayor que aquesta sujeción tan fiera?
En una primera lectura parece que apenas se dan conexiones específicas con la meditación del infierno que se encuentra en los Ejercicios. El texto prolonga consecuentemente las estrategias de mortificación del primer soneto. Lo característico aquí es la duplicación paradójica del yo que, por una parte, es consciente, al parecer, de sus pecados, pero, por otra, está tan enredado en sus deseos pecaminosos que rechaza la ayuda divina y prefiere seguir el camino de la perdición.80 Este conflicto psíquico aparece en la imagen de la batalla por la salvación o la condenación que se lleva a cabo entre las dos fuerzas: la “peligrosa batalla” (v. 17) recuerda a la técnica espiritual de una 80
Véanse también los correspondientes comentarios en la edición de James O. Crosby: Francisco de Quevedo: Poesía varia (1994: 103). Sobre los elementos estoicos del texto, los cuales no son muy específicos en comparación con la influencia espiritual, véase el breve estudio de Sulama L. Polasky (1983).
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transformación alegórica de la vivencia interior, una técnica que ya se encontraba en las guías espirituales franciscanas y que Loyola retoma y condensa en la meditación de dos banderas. El hecho de que ya haya empezado aquí la lucha del alma de carácter psicomáquico, en la que se oponen dos claros frentes, hay que interpretarlo —a pesar de la actitud pesimista e, incluso, resignada— como un trabajo meditativo que hasta ahora se ha llevado a cabo con éxito. Como ya se vio, con la alegorización se produce la reorganización figurativa de una interioridad que le ha quedado opaca al propio sujeto. Esta crea una transparencia que constituye el contrapeso anímico a la entrega al engaño exterior. En el estadio descrito en el Salmo VI, esa lucha alegórica se ha decidido casi irremediablemente a favor de las fuerzas demoníacas: sobre todo la más alta potencia del alma, la voluntad, se encuentra bajo su influjo (v. 18).81 De ahí que parezca prácticamente imposible que se pueda lograr la unión con la voluntad divina hacia la que se dirige fundamentalmente la meditación, la que, sin embargo, exige que el alma se libere de una esclavitud dirigida por fuerzas ajenas y a la que se invoca obsesivamente. Pero precisamente ese fatalismo y la supuesta falta de esperanza muestran el éxito que ha ido teniendo el trabajo espiritual en uno mismo. Con ellos, a un nivel más profundo, se puede reconocer el camino paradójico que la meditación propone como solución. La resistencia intencional estaría abocada a fracasar en la opacidad cognitiva del conflicto. Por eso, la alternativa atricionista —y específicamente ignaciana— no aparece hasta el punto culminante de los dos últimos versos. Esta consiste en una comparación del exceso indicando que el miedo ante el castigo divino pesa más que el temor de decidirse contra los pecados y a favor de la salvación del alma (vv. 21-22). El infierno que le espera al alma en el más allá tiene que ser peor que el infierno terrenal del sometimiento de la voluntad por culpa del “amor excesivo” (Salmo VII, v. 12). Por lo tanto, visto retrospectivamente desde ese final, la autoinculpación general de los veinte versos adquiere una dimensión totalmente nueva. Organizada como una larga incrementación, hace ver con formulaciones e imágenes cada vez más drásticas que no hay salida posible de esa situación y que el propio actuar es reprochable. Al final, culmina en la reiteración de que el
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Tal relación se insinúa ya en el soneto inicial (véase III/cap. 1).
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estado de la salvación del alma no solo es indeseable, sino incluso temido (vv. 19-20). En esta construcción hiperbólica y extensamente amplificada, la autoinculpación no aparece tanto como reflejo de un sentimiento verdadero cuanto de un medio que se utiliza consciente y calculadamente para lograr un objetivo. Al fin y al cabo representa la base comparativa incrementadora de afectos en relación con el exceso final. En él se llega a repeler la propia existencia para estimular el temor sobrecogedor ante el castigo divino. Así, la miseria parece transformarse en virtud: el enredo pecaminoso, al provocar el afecto salvífico, ofrece la posibilidad de la propia superación para, al final, ser absorbido por él. El paradójico procedimiento deja claro de forma irrefutable no solo la manera con la que se rechaza aquí la razón como condición para salvar el alma, sino que incluso se la evita estratégicamente. Al igual que en los primeros textos, aquí también se puede afirmar que el hablante no se enfrenta a la situación analíticamente, sino que más bien sondea su potencial afectivo, cuya liberación lleva inevitablemente al temor de Dios digno de absolución. Por eso, el Salmo VI está, desde el principio, bajo el influjo de un cálculo teológico salvífico que obedece a la casuística jesuítica del arrepentimiento. Esta conexión evidencia también la relación latente, a la vez que específica, con la meditación ignaciana sobre el infierno. Lógicamente se centra en el concepto del infierno (v. 21), que aquí, si se observa detenidamente, revela una ambivalencia sintomática. En principio, naturalmente, remite al inframundo cristiano, al más allá donde se castigan los pecados cometidos en la tierra, lo que es también un tema en el ejercicio ignaciano. Sin embargo, mediante la comparación final (v. 22), el infierno aparece a la vez como una imagen que representa el sometimiento de la voluntad en la situación actual del acto lingüístico. Así, bajo el significante del infierno convergen los significados opuestos del delito y el pecado, con lo cual se pone en escena, también al nivel semiótico, la absorción del afecto pecaminoso por el salvífico. En general, en esa ambivalencia del uso figurativo y literal del concepto, se vuelve a reflejar un principio de la meditación que ya era evidente en el ejemplo del pecado original del Salmo I. La idea que se quiere transmitir es el desarrollo individualizador de la imaginación, la especificación sucesiva del tema en relación con la situación del ejercitante. En este sentido, el infierno representa tanto el reino metafísico de las sombras como el dilema subjetivo de la voz poética.
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Junto con otros pasajes se presenta sobre todo la visión del quemarse (v. 14) en esa codificación doble metafórica y concreta: por una parte hace referencia a las llamas punitivas, que son el suplicio de las almas condenadas,82 especialmente porque, a través de la metonimia de la luz (v. 15), aparece el propio Dios como sujeto que castiga. Pero también significa el fuego bíblico de los propios pecados que obstaculiza la iluminación divina. De nuevo la ambigüedad permite reconocer cómo se condicionan estrechamente la vista imaginativa interior y la percepción de la propia situación empírica. Como corresponde al desarrollo de la meditación con las tres potencias, la última ya está claramente afectada por el objeto de la visión interior (los “grandes fuegos”83 del infierno). Por lo tanto, también en ese último estadio, se vislumbra inconfundiblemente la estructura profunda de la compositio loci a través del oscilar referencial. En este contexto se puede añadir además una lectura doble, imaginaria y real, del “me veo” (v. 16) que ya se encuentra en la autoconstitución reflexiva del soneto inicial: el ejercitante se proyecta en el lugar de su imaginación interior (el infierno) constituyéndose ahí en objeto de la propia percepción (“quiero que me queme”, v. 14) bajo el yugo del castigo (“¡Gran cautiverio es éste en que me veo!”, v. 16). La corporalidad e inmediatez de esa visión se sugiere, en el sentido de la evidentia, mediante numerosas indicaciones deícticas. Pero la voz poética también se ve en una situación real de pecado que, a su vez, está determinada por una vista imaginativa previa. Esto, ante las ambivalencias descritas, lo pueden atestiguar los mismos pasajes.84 Así, la percepción interior y la exterior confluyen sintomáticamente de tal forma que, al final, apenas se pueden separar. La exteriorización de lo imaginario se efectúa sin transición, ya que los objetos 82 Como “alusión al castigo del fuego, propio, como es sabido, del Infierno” (según el comentario en Francisco de Quevedo: Un Heráclito cristiano, Canta sola a Lisi y otros poemas, 1998: 21). 83 Ejercicios espirituales (1963: 66, 214). 84 Las dominantes isotopías del cautiverio y de la guerra recuerdan principalmente a la subyugación espiritual de la voluntad. Ante el trasfondo de los resultados obtenidos hasta ahora, también es posible hacer una lectura más específica de esa metafórica: como tópicos de la lírica trovadoresca y petrarquista, las imágenes en cuestión son también la expresión de una cárcel de amor, tal y como se insinúa implícitamente en el soneto inicial. Aquí ya se vislumbra el subtexto de una historia de amor latente y fragmentaria de la que se hablará con más detalle en el capítulo 7.
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de la visión interior se fusionan sucesivamente, a través de su doble codificación metafórico-real, con la situación del sujeto. Ese principio del pliegue desarrolla su mayor fuerza de sugestión ahí donde la visión dirigida al objeto ya está completamente absorbida por los afectos. A este respecto, el Salmo V del Heráclito cristiano representa uno de los ejemplos más impresionantes. 5. Lamento onomatopéyico y aniquilación mística (Salmo V) En el Salmo V, más que en otros textos del Heráclito cristiano, los recursos estilísticos expresivos se imponen a un mensaje de contenido muy reducido:85
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Como sé cuán distante de Ti, Señor, me tienen mis delitos, porque puedan llegar al claro techo donde estás radïante, esfuerzo los sollozos y los gritos, y en lágrimas deshecho, suspiro de lo hondo de mi pecho. Mas, ¡ay!, que si he dejado de ofenderte, Señor, temo que ha sido más de puro cansado que no de arrepentido. ¡Terrible confusión, confuso espanto del que a tu sufrimiento debe tanto!
A nivel pragmático vuelven a dominar los discursos dirigidos directamente a la divinidad. El momento temporal ficticio del acto de habla hay que colocarlo también aquí al final del ejercicio, en el último coloquio. Esto significa que ya se ha realizado el proceso afectivo. A diferencia de los textos hasta ahora tratados ya no se puede deducir aquí de ninguna manera un tema básico de la vista imaginativa. No obstante, se encuentra una serie de características en las que se pueden reconocer diversas instrucciones correspondientes a la primera semana de los Ejercicios. Conciernen sobre todo a la relación de roles 85 En la terminología de Roman Jakobson (1989: 89), esa función lingüística se califica de “emotiva”.
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entre el creador divino y la criatura pecadora, una relación que se ha ido perfilando y agravando cada vez más, y que se extiende a lo largo de la primera semana e inaugura también el Salmo V de manera programática. En las diferentes instrucciones para la profundización de ese abismo, Loyola emplea constantemente instrumentos hiperbólicos para incrementar el afecto. Entre ellos se encuentran, por ejemplo, la toma de conciencia de la propia imperfección frente al creador divino86 o la fijación del fuerte contraste entre la debilidad humana y la omnipotencia creadora.87 Lo indigno del pecador como ofensa contra Dios88 se encuentra también en Quevedo (v. 9) al igual que el ruego para obtener el don del dolor y las lágrimas.89 Finalmente, la autoinculpación de los “delitos” (v. 2), además del reproche de la culpa individual con el que se concluye, permiten reconocer un juego de roles imaginarios: al final de la primera semana, el ejercitante aparece en la figura de un delincuente ante el juez.90 Pero la idea, numerosas veces variada, de una distancia supuestamente insuperable constituye tan solo una parte de esa relación, pues la “criatura” sigue estando unida a su “Criator”91 por haber sido creada a su imagen y semejanza. Es precisamente en esta difícil relación ambivalente, basada en la distancia y la cercanía —como ya lo mostró el texto inicial—, en la que debemos ver la condición dogmática que posibilita la imitatio Christi. Si enfocamos ahora el Heráclito cristiano como escenificación poética de un modelo interior, entonces se revela una paradoja específicamente espiritual. Por un lado, en los primeros textos se ahonda sistemáticamente la distancia abismal con el modelo. Esta observación, sin embargo, es válida solo para los niveles de la meditación objetales, es decir, para la memoria y el intellectus. Por el contrario, a nivel de la voluntad se constituyen, a partir de la meditación de los pecados de la primera semana, los afectos dominantes de temor, sufrimiento, desesperación e impotencia. Bajo este aspecto, entonces, es difícil diferenciar la meta a la que pretende llegar aquí la meditación de la recreación interior de la Pasión en la tercera semana,
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Véase Ejercicios espirituales (1963: 38, 207). Ibídem (1963: 59, 212). 88 Ibídem (1963: 74, 215). 89 Ibídem (1963: 78, 216 y 87, 217). 90 Ibídem (1963: 74, 215). 91 Ibídem (1963: 39, 207). 87
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que representa el clímax afectivo y teológico de los Ejercicios. Si bien no pueden ser más opuestos los contrarios elementales de una idea que se dirige primero a la propia insignificancia y luego a la identificación con el Redentor, el modelo imaginario se origina en el sentido afectivo, es decir, ya directamente desde la mortificación introductoria. Por lo tanto, en esta homología ya se prefigura la transformación interior: esta pone en relación la ya inevitable insignificancia del propio querer falible con la posterior toma de posesión del alma a través de la voluntad divina. Así, precisamente al aumentarse la distancia con Dios se consigue cada vez mayor cercanía identificativa con él. Por eso, Loyola puede prescribir ya en la primera semana que el pecador penitente se compare con el Redentor sufriente.92 En el Salmo VI sucede algo parecido: también aquí la incrementación hiperbólica de la conciencia pecaminosa apenas se puede diferenciar de la subsiguiente recreación de la Pasión a nivel afectivo. A las dos concierne por igual el concepto del “ejercicio del sufrimiento”93 que se encuentra en La cuna y la sepultura, el tratado ascético de Quevedo. Por eso, los últimos versos del texto aquí citado ya pueden poner la culpa individual explícitamente en perspectiva con el sacrificio en la cruz. Los matices cristológicos le confieren al lamento sobre la propia miseria una nobleza y un impacto especial. Se incrementa con efectos sonoros sugestivos, los cuales alcanzan su mayor expresividad en los versos 5-7 y 12-13.94 En principio llama la atención la proliferación de verbos, sustantivos e interjecciones relacionados con el lamento (“sollozos” y “gritos” en v. 5; “suspiro” en v. 7; “¡ay!” en v. 8), pero también de síntomas físicos drásticos del dolor interior (“en lágrimas deshecho” v. 6).95 Como consecuencia de esa acumulación de variaciones sinónimas del llanto, el mensaje contenido en el texto se reduce al mínimo. Sin embargo, la pérdida de contenido proposicional encuentra un fuerte contrapeso en la maximización resultante del efecto afectivo. 92
Ibídem (1963: 87, 217). La cuna y la sepultura (1969: 90). 94 El arte sonoro de Quevedo apenas se ha apreciado hasta ahora. Una de las pocas aportaciones a este tema se debe a Emilio Alarcos Llorach (1980). En lo sucesivo, por el carácter representativo que tiene en general para la obra lírica de Quevedo, presentaré con más detalle los procesos de ese lenguaje poético de los afectos (aunque en el Heráclito cristiano se especifican únicamente a través de la meditación ignaciana). 95 El uso frecuente de interjecciones es, según Roman Jakobson (1989: 89), característico de la función lingüística “emotiva” o “expresiva”. 93
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Este efecto obtiene su eficacia de una estructura repetitiva que, según Yuri Lotman, está relacionada básicamente con el “agotamiento de la capacidad funcional semántica”.96 Ciertamente, aquí se trata de una forma especial de reducción del contenido mediante la repetición, la cual no aspira a la negación absoluta de sentido, por lo que no se puede comparar con el hermetismo radical de la lírica moderna. Aquí la ‘noticia’ parece muy reducida al dirigirse ella misma a la composición del texto. En los versos concernientes del Salmo V esa autorreferencia apunta consecuentemente al nivel ilocutivo del acto de habla.97 De esta forma pone de relieve un carácter enfático de la enunciación poética expresando la situación psíquica de la voz lírica del modo más directo posible. En la isotopía dominante del lamento, el suspiro y el grito coinciden la intención comunicativa y la expresión emotiva, así como los niveles proposicionales e ilocutivos del acto de habla. Con ello, el objetivo retórico de la evidentia remite aquí inmediatamente a la meta del transcurso meditativo, a la afección. El ideal de la presencia sensitiva es válido sobre todo para la composición viendo el lugar, es decir, para el nivel de la memoria. En cambio, Quevedo, en el Salmo V, utiliza la formulación lírica de un patetismo puro y abstracto. El hecho de que aquí no encuentre expresión ninguna la emoción sentida espontáneamente, sino los afectos que más bien se han estimulado y producido siguiendo principios retóricos, se vuelve a confirmar explícitamente en el “esfuerzo” (v. 5) performativo del inicio que señala el lamento como acto de habla intencional. De esta forma, se abordan las implicaciones espirituales y poetológicas del lenguaje afectivo, pero solo en parte. La estructura repetitiva descrita representa una paradigmatización que corresponde de forma ideal a la definición estructural del lenguaje poético propuesta por Roman Jakobson. Esto concuerda también con el hecho de que Quevedo consigue aquí el efecto afectivo sobre todo mediante una sonoridad sugestiva.98 En este sentido llama la atención, por ejemplo, la gran acumulación de la vocal semicerrada y oscura “o”, presente en extremo en los versos 5 y 7, pero que sigue apareciendo también en otros pasajes. Con 96
Lotman (1989: 132). Sobre el concepto de ilocución, véase John R. Searle (1992: 84-113), sobre la expresión de un estado psíquico como constituyente del papel ilocutivo, ibídem (1992: 107; para el ejemplo del lamento p. 117). 98 Roman Jakobson (1989: 112-115). 97
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esto se garantiza que la intención comunicativa del hablante, cuyo sufrimiento tiene que llegar al Redentor, se lleve a cabo no solo de forma semántica sino también sonora. Así se puede entender lo que quiere decir Jakobson con la “perceptibilidad de los signos” directamente material.99 Esta expresa su condición más propia en el lenguaje poético: la elemental “interconexión entre voz y escritura” en el alfabeto.100 “De lo hondo de mi pecho”, el complemento circunstancial preposicional (y amplificación sonora) de “suspiro” (v. 5), evoca incluso una caja de resonancia cuya profundidad se corresponde con el color vocálico y, además, pone el foco de atención en la dimensión sonora del texto. Así se complementa e intensifica la estructura fonética, lo que ya quedó mostrado con el análisis pragmático: con la transformación onomatopéyica del lamento se pone en escena la reducción del enunciado a la ilocución. Si se observa con atención, incluso se impone más la parte sonora que la del contenido. Si se abstrae del contenido textual grafemático y se efectúa otra segmentación, la cual no sería difícil de realizar debido a la fuerte paradigmatización semántica y fonética, se pueden leer pasajes completos del texto como si fueran secuencias puramente sonoras marcadas por las vocales oscuras “o” y “u”, y también la “a”, esto es, como sucesión repetitiva de interjecciones del dolor y el sufrimiento. Este efecto se produce sobre todo mediante encadenamientos llamativos de elementos fonemáticos similares; por regla general se trata de aliteraciones y asonancias. Tales repeticiones vocálicas aparecen también en combinaciones recurrentes con consonantes idénticas (especialmente llamativa es: l-o-s en v. 5). En el texto constituyen una y otra vez superficies sonoras capaces de crear un efecto hipnótico y semejante al eco, y tienden a anular la separación distintiva de cada significante. Esto sucede, por un lado, debido a fragmentaciones microestructurales y a las repeticiones mencionadas, por otro, a que se forman fluidos pasajes por la semejanza sonora al inicio y al final de las palabras (sobre todo en los versos 5, 7, 10 y 12). En el primer subciclo del Heráclito cristiano hay una motivación inmediata para esta liberación sugestiva de sonidos naturales101 y 99
Ibídem (1989: 93). Friedrich A. Kittler (1988: 348) retomando la definición del lenguaje poético de Jakobson. 101 Para el concepto del “sonido natural” (Naturlaut) en el sentido específicamente barroco, véase Walter Benjamin (1983: 179), quien remite a Jakob Böhme. 100
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fuertemente afectivos de una cadena de significantes. En el Salmo IV, que hemos visto anteriormente, el yo lírico constata el inicio de la pérdida de su capacidad articulatoria justificándola con el decaimiento corporal del constante lamento en voz alta:102 5
La lengua se me pega a la garganta; agua a mis ojos falta, a mi voz bríos.
Así, el ornamento sonoro encuentra una justificación comprensible:103 se presenta como síntoma onomatopéyico de unas fuerzas físicas que van decayendo, como indicio de que se va agotando la capacidad para formular de una forma clara y diferenciada. A pesar de su llamativa peculiaridad cabe destacar que los efectos sonoros descritos se emancipan del orden básico morfemático portador de sentido solo en lo formal, pero no en cuanto al contenido. En el sentido de lo que E. Sapir llama “simbolismo referencial” —que, al contrario de su variante puramente expresiva, opera aún sobre una base semántica diferenciadora—,104 la naturalización tendencial de los significantes se pone aquí al servicio de la incrementación expresiva de un contenido proposicional que se hace constantemente reconocible. Adquiere una eficacia adicional a partir de una estructura especial que, según Yuri Lotman, se puede aplicar en general al ornamento lingüístico: no tiene ni un principio marcado ni un final distintivo, pudiendo así interrumpirse o volver a comenzar en cualquier momento.105 Esto es válido para las isomorfías sonoras y no tanto para las semánticas, y en el texto de Quevedo constituye la condición estructural para la evocación de un lamento interminable e ininterrumpible (que, de hecho, no se reduce a un texto, sino que se extiende casi por todo el ciclo en general). Tales emancipaciones del sonido lingüístico son características de contextos comunicativos marcados por una fuerte afectividad. 102
En el Diario espiritual de Loyola también se habla de la amenazadora pérdida de la voz a causa de la desmesurada estimulación por el sufrimiento interno (1963: 85, 342). 103 Aquí entendemos el concepto de ornamento en el sentido formalista de una paradigmatización sobre el eje sintagmático del texto. Véase al respecto Viktor Šklovskij (1987: 88-111). A este estudio he llegado gracias a Wolfgang Lasinger (2000: 132 ss.). 104 Sapir (1929). El estado de la cuestión sobre la onomatopeya lo ofrece el trabajo de Michael Groß (1988). 105 Véase Lotman (1989: 133).
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Ludwig Wittgenstein ha reflexionado sobre ellas partiendo de la dicotomía entre el grito (Schrei) y la descripción (Beschreibung): El problema es ciertamente este: el grito, al cual no se le puede llamar una descripción, que es más primitivo que cualquier descripción, no obstante sirve como una descripción de la vida anímica. Un grito no es una transición. Pero hay transiciones. Y las palabras “tengo miedo” podrían estar más próximas o más alejadas de un grito. Pueden estar muy cerca de él, y pueden estar completamente alejadas de él.106
El ejemplo, sencillo solo en apariencia, se ha elegido seguramente también por la relación paronomástica de los significantes “Schrei” (grito) y “Beschreibung” (descripción). Juega implícitamente con una concepción “cratilística” del lenguaje, esto es, una concepción que supone una relación motivada entre la sonoridad y materialidad del significante, y el significado. Precisamente por eso se puede reconocer que entre el sonido natural y el lenguaje discursivo existen, en ocasiones, esas “transiciones” ocultas de las que el lenguaje afectivo barroco de Quevedo obtiene gran parte de su eficacia al fijarlas y configurarlas poéticamente: si el juego de palabras de Wittgenstein sugiere que el puro sonido natural del grito se puede mantener todavía en su descripción discursiva, el Salmo V del Heráclito cristiano, al contrario, despliega el material fónico de una isotopía del lamento hasta su propia correspondencia onomatopéyica. Con esto se alcanza un punto paradójico: la máxima artificialidad y la más estricta voluntad formal pasa repentinamente a la máxima naturalidad e inmediatez del efecto. Dentro de todo el ciclo, en el Salmo V es donde se cumplen seguramente de forma más sorprendente las connotaciones programáticas del título: el registro musical dominante del lamento hace referencia a Heráclito como el “filósofo que lloraba”107, la musicalización poética del lenguaje remite al subtítulo “segunda harpa a imitación de la de David”. El ejemplo genérico del salmo penitencial del Antiguo Testamento, al que le brindan tributo los 28 salmos del Heráclito cristiano, reúne esos aspectos semánticos y
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Wittgenstein (1982: 300). Véase al respecto el comentario en Francisco de Quevedo: Un Heráclito cristiano, Canta sola a Lisi y otros poemas (1998: 85). 107
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sonoros. Esta relación permite reconocer también un doble papel del concepto de imitación: por un lado, el lenguaje del lamento es la emulación poética del rey poeta bíblico, pero, por otro, representa también a Cristo como modelo afectivo. A través de la relación tipológica entre el patriarca y el Salvador se establece, finalmente, un estrecho contacto genealógico entre la imitación literaria y la espiritual. Como sucede en el Salmo V, ambas se condicionan mutuamente. El lenguaje sonoro de Quevedo revela además una última dimensión que, en relación con el proceso meditativo, tal vez sea la más profunda y la de mayor alcance. Ya se vio que mediante la repetición de elementos isomorfos se borran tendencialmente, a nivel semántico y fonético, las diferencias portadoras del sentido entre los distintos significantes.108 Por eso se tiene la impresión, a través de amplios pasajes del poema, de que se trata de un continuum sonoro cuya estructura recuerda en momentos esenciales a la loqüela, la vivencia transgresora de la que habla Loyola en su Diario espiritual. Con esto, la analogía no se limita en absoluto al nivel lingüístico-formal. También en el caso de Quevedo las particularidades del lenguaje sonoro apuntan a una experiencia espiritual que está relacionada de una forma fundamental con la del fundador de la orden de los jesuitas. Esto ya se puede suponer por razones heurísticas: como medio de la autoformación espiritual, los Ejercicios respaldan tanto el protocolo afectivo del Diario espiritual como las escenificaciones poéticas del ciclo meditativo. En el caso de Loyola, la loqüela se podía leer como síntoma semiótico de la propia meta meditativa, que radica en la mortificación y sometimiento del yo falible, y en el caso más radical, en su aniquilación total. El concepto lingüístico de sujeto de Jacques Lacan inspirado por Ferdinand de Saussure ayuda a entender directamente ese proceso en las estructuras particulares del lenguaje sonoro místico y poético: si el elemento portador del sentido lingüístico se encuentra en los huecos que hay entre cada uno de los significantes —esto es, en la pura diferencia—, entonces es ahí donde tiene su lugar estructural el sujeto que domina el lenguaje y crea el sentido. Por eso, la nivelación de las diferencias en el fluir del discurso sonoro indica que la aniquilación es una despedida del lenguaje de carácter absoluto:
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Véase Ferdinand de Saussure (1968: 166).
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según la definición aforística de Lacan, el sujeto solo puede existir fundamentalmente dentro del orden de los significantes.109 En el Salmo V de Quevedo se da inicio a algo semejante. Aquí se escenifica una impotencia lingüística que ya se había preparado en el poema anterior. Pero ahora, esa impotencia remite ya a una aniquilación de un alcance más profundo cuyo síntoma físico se puede ver en la pérdida de la capacidad de articulación de la que se había lamentado con anterioridad. También la posición dentro del ciclo hace que parezca lógica esa relación con la aniquilación. La mortificación, que es al mismo tiempo una estimulación del dolor y del temor, alcanza su clímax afectivo al final de la primera semana. En este sentido, las purificadoras meditaciones del pecado se encuentran ya bajo el auspicio de la confesión general que aconseja Loyola inmediatamente después. Además, abren paso, a medio plazo, para la subsiguiente elección que tiene lugar en la segunda semana y cuya pureza no puede ser enturbiada por los afectos falibles de carácter personal y particular. El hecho de que, en el Diario espiritual, la loqüela tenga lugar justo antes de la renovación interior, es decir, al final de la tercera semana, no supone ninguna contradicción. Como ya se ha visto antes, la meditación del pecado y la realización imaginaria de la Pasión solo se diferencian en las tramas en las que se basan, pero no a nivel afectivo: la mortificación introductoria prepara la aniquilación definitiva de la crucifixión interior.110 Esa culpa que fundamenta el “sufrimiento” (v. 13) del Redentor la empieza a pagar aquí ya la voz poética con su propio sufrimiento mimético.111 Por eso, también el “espanto” hiperbólico (v. 12) del Salmo V se puede comparar directamente con el “estrépito” de
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“Notre définition du sujet (il n’y en a pas d’autre) est: un signifiant, c’est ce qui représente le sujet pour un autre signifiant” (Lacan 1966: 819). Véase también II/ cap. 3.3. En este contexto se perfila una estrecha interacción del papel ilocutivo del lamento con el objetivo perlocutivo de la aniquilación espiritual. Sobre la relación en general entre la ilocución y la perlocución, véase Searle (1992: 78). 110 Por eso, en la loqüela se alcanza también una dimensión de experiencia interior que está definitivamente más allá del dolor. Esto se debe a que, en el contexto de los ejercicios, se corresponde con el estadio, mucho más tardío, de la renovación interior. En correspondencia con esto, el Heráclito cristiano explora también este ámbito solo en el último subciclo. 111 El Salmo XXIV, que describe la Pasión de Jesús en la cruz, lo hace con las mismas palabras (con lo que vuelven a aparecer, por ejemplo, los sollozos y los suspiros en el v. 39).
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las “mociones grandes”112 que, en el Diario espiritual, conecta con la loqüela. Tanto en un sitio como en otro se alcanza un punto culminante de la experiencia interior en la que ya se anuncia poderosamente la transgresión espiritual, si bien, dentro del ciclo meditativo, la salvación eufórica de la Pasión imaginaria se realizará más tarde. La relación entre el llanto onomatopéyico y la aniquilación espiritual parece más evidente porque el lamento del penúltimo verso desemboca en una “terrible confusión”113 que se entrecruza con el “confuso espanto” de diferentes maneras, tanto por conectarse en la figura de la redditio como también mediante una figura etymologica. Que se acentúe de una forma tan enfática evidencia la relación con esa “confusión”114 que tiene que solicitar el ejercitante en la primera semana de los ejercicios ignacianos. El término aparece ahí como sinónimo de aniquilación; un uso este que es usual no solo en el contexto jesuítico, sino también en la literatura espiritual del Siglo de Oro.115 Lo que hemos constatado ya varias veces es que, en el texto de Quevedo, la confusión es también de índole semántica y afectiva. Como vemos ahora, aparte de esto también expresa una autoaniquilación cuya más alta realización es la unión con la voluntad divina, la cual exige la muerte preparatoria de la propia. Esta pérdida de sí mismo, al igual que en la loqüela ignaciana, también en el caso de Quevedo se lleva a cabo como compleja pérdida del lenguaje.116 Con esto, el
112 Diario espiritual (1963: 221-234, 370-372). El título de “gracia final” se debe al editor Iparraguirre, de modo que está marcado por una estilización hagiográfica. No obstante, sugiere lo que el siguiente análisis mostrará a continuación: que con la loqüela se alcanza un importante, incluso decisivo, estadio del transcurso meditativo. 113 Blecua lee aquí una “confesión” paronomástica. Con lo cual hace una enmienda dudosa por tratarse claramente de su propia decisión: en el manuscrito de Las tres musas está escrito “confusión” (véase Francisco de Quevedo: Poesía original completa, 1996: 20, Anm. 1). Lía Schwartz e Ignacio Arellano mantienen en su edición esta última lectura, y lo justifican tanto con la situación del manuscrito como con el argumento de que así el verso adquiere un perfil retórico más agudo. Estoy de acuerdo con su posición, pues además la repetición acentúa aún más las connotaciones espirituales descritas (véase Francisco de Quevedo: Un Heráclito cristiano, Canta sola a Lisi y otros poemas, 1998: 20). 114 Ejercicios espirituales (1963: 48, 210). 115 Véase Andrés Martín (1975: 94). Sobre la fusión de las voluntades en el recogimiento, véase II/cap. 2.3. 116 Sobre el origen simultáneo psicogenético de la pérdida del yo y la pérdida del lenguaje, véase Moustapha Safouan (1968: 47).
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lamento onomatopéyico del Salmo V se revela como un acto de habla performativo que produce y estimula lo que al mismo tiempo formula: los horrores de la aniquilación a cuyo clima se llega al final del poema con los atributos “terrible” y “espanto”. Así pues, como en el diario ignaciano, la autoaniquilación se presenta también en el ciclo meditativo como la variante espiritual de una pulsión de muerte que su descubridor ya había encontrado tras la compulsión a la repetición.117 Lacan ha hecho una nueva lectura lingüística del Tánatos freudiano y mostrado con ella que ya en el habla se efectúan esa repetición obsesiva y su fijación en el aniquilamiento.118 De esta forma, se caracterizan acertadamente también la estructura y el telos en el obstinado lamento del Salmo V, forzado una y otra vez por la instancia enunciativa a pesar de que su voz prácticamente se ha extinguido. Así aumenta la fuerza expresiva del lenguaje sonoro hasta alcanzar una “violence primaire du cri”119 atávica y arcaica en la que los elementos espirituales, psicológicos y poéticos se funden en una unidad inseparable. Como primeros significantes, el grito y el lamento representan ya un ruego amoroso simbólico120 que aquí es también un motivo central de la imitatio interior. Pero la anulación del lenguaje referencial que esto conlleva es asimismo la articulación de una afectividad pura que anhela la salida del sujeto del orden lingüístico, es decir, su muerte simbólica. En este sentido, el lamento
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Véase Sigmund Freud (1982: vol. III, 244-252). Véase, para más detalle, II/ cap. 3.3, y también Lacan (1966: “Position de l’inconscient”, 848 o “La direction de la cure et les principes de son pouvoir”, 629.). Sobre la interpretación semiótica que hace Lacan del Tánatos, véase en general también Hermann Lang (1973: 284 ss.). 119 Mercedes Blanco (1997: 115). El hecho de que Blanco se refiera aquí primordialmente a la lírica amorosa testimonia lo representativo que es, en general, ese ideal expresivo para la poesía ‘seria’ de Quevedo. También en el ciclo de Lisi se dan constantemente procesos semejantes. Por lo que se refiere al estudio de J. M. Pozuelo Yvancos, Blanco constata que, en el caso de Quevedo, la expresión poética del dolor se encuentra marcada una y otra vez por un “imaginaire du corps torturé” (1997: 115). Véase también Pozuelo Yvancos (1979: 194-200). La formulación permite reconocer de una forma realmente programática las raíces espirituales de una autoafección basadas en la vivencia fantasmática y mimética de la historia de la Pasión y en el martirio interior. 120 Sobre el grito, en el que se fusionan el instinto y el ruego, véase, por ejemplo, Lacan (1985: 181-194). Sobre la dimensión psicoanalítica del grito y su potencial expresivo poético, véase también Friedrich A. Kittler (1977: 29 ss.). 118
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onomatopéyico es regresivo y al mismo tiempo tiene una orientación final, como era el caso de la loqüela.121 En su meta se vuelven a entrever las estructuras del comienzo. Nadie ha reconocido con tanta perspicacia la dimensión profundamente espiritual que se revela aquí de la onomatopeya barroca como lo hizo Walter Benjamin, quien diagnosticó la “liberación en el sonido animado” en el drama barroco alemán y en la obra del místico Jakob Böhme. Aquí, como en las tendencias emancipatorias sonoras del Salmo V, se abre de repente “el abismo entre la imagen escrita dotada de significación y el embriagador sonido articulado […], el sólido macizo de los significados verbales” y se dirige “la mirada a la profundidad del lenguaje”.122 A partir de aquí no queda más que un paso hasta la teoría lingüística mística, la cual estatuye que un discurso indicativo tiene que retirarse en el encuentro con lo absoluto. Su lugar lo viene a ocupar la profundidad espiritual de un lenguaje sonoro cuya estructura no diferencial supera también la disociación de los sujetos mediante los significantes, haciendo que se pueda experimentar sensorialmente su aniquilamiento. Aunque Benjamin remite directamente a Böhme, sus observaciones, sin embargo, captan perfectamente los rasgos generales del lenguaje de la pérdida espiritual de uno mismo. También en el caso de Quevedo y de Loyola el “lenguaje natural” extático va más allá del sentido de la escritura al expresar la “impotencia ante Dios”: Jakob Böhme [...] siempre que habla del lenguaje defiende el valor del sonido frente a la silenciosa meditación profunda. Él desarrolló la teoría del lenguaje ‘sensual’ o de la naturaleza, y este leguaje natural —aquí está lo decisivo— no implica que el mundo alegórico se convierta en sonido articulado, pues este mundo, en cuanto alegórico, queda, por el contrario, confinado en el silencio el “Barroco verbal” y el “Barroco figural” [...] se fundamentan polarmente el uno en el otro. En el Barroco la tensión entre la palabra y la escritura es inconmensurable. La palabra, podría decirse, es el éxtasis de la criatura: es exposición, presunción, impotencia frente a Dios [...].123
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Véase al respecto II/cap. 3.3. y la interpretación de la loqüela allí mencionada del jesuita Louis Beirnaert; véase también Beirnaert (1987: 215 s.). 122 Benjamin (1983: 178). 123 Ibídem (1983: 179).
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La conclusión de que es precisamente el lenguaje no referencial el que expresa una experiencia de ausencia fundamental lo confirma la tesis de Jacques Derrida sobre la “auto-affection phonique”124 que desarrolla en el marco de su lectura de Husserl. Derrida desenmascara como una ficción logocéntrica el postulado de la psicología fenomenológica, según la cual existe una experiencia de la autopresencia directa mediante la afección sonora y vocálica. Ni siquiera a través de la percepción interior se podría lograr una “subjectivité absolue”125 sustancialista, pues, según Derrida, la voz siempre ha tenido su origen en el exterior. Se somete básicamente a la temporalización y, en este sentido, se encuentra irremediablemente marcada por el aplazamiento y la ausencia. En el caso de Loyola y Quevedo, la “autoaffection phonique”, que indica la pérdida de sí mismo, tiene en cuenta esa dinámica deconstructiva. Aunque se trata de un proceso sobre todo de naturaleza lingüística, no hay que perder de vista sus aspectos corporales. Si consideramos el cuerpo una unidad compuesta cuyos elementos ya están sometidos al orden lingüístico —Serge Leclaire habla, en este contexto, de un “ensemble de lettres”—126, entonces la disolución de la estructura de los intervalos simbólicos desembocan necesariamente en una descomposición física. Visto así, el lenguaje no es un medio expresivo de la sensación corporal, sino que más bien fundamenta y determina la experiencia somática. Si, en el Salmo V del Heráclito cristiano, el hablante se cree “en lágrimas deshecho” (v. 6), eligiendo así un verbo drástico que expresa claramente la disolución y la pérdida de los contornos corporales, es porque extrae también esa consecuencia. Ante el trasfondo de la aniquilación y una derrota final en confusión y espanto (v. 12), la expresión que elige muestra que (junto con la disolución de la corporalidad distintiva) regresan al mismo tiempo los horrores del desmembramiento presimbólico. El lenguaje sonoro desreferencializado y la disolución de la integridad somática se revelan como aspectos complementarios de un proceso espiritual. Al mismo tiempo se puede vislumbrar un tercer nivel visual de la autoaniquilación. Al final, se lleva a cabo también como pérdida de la imagen especular sin la que la ilusión de una integridad corporal no 124
Derrida (1998: 96). Ibídem. 126 Serge Leclaire (1968: 88). Véase al respecto también II/cap. 3.3. 125
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se habría creado, pues desde la perspectiva del sujeto que percibe se constituye la idealidad de la mismidad especular mediante un abismo que ya se corresponde con la diferencia semiótica.127 Si esta se nivela, entonces se rompe también el puente libidinoso en la imagen especular en la que se habían ordenado los elementos dispersos del cuerpo creando una unidad imaginaria. El aspecto visual de la aniquilación aquí se percibe solo de forma implícita. Pero al principio del segundo subciclo se mira retrospectivamente hacia ese acontecimiento central de la primera semana. Esto tiene lugar en una visualidad alegórica que ahora explicita también la pérdida de una mismidad especular. 6. Recepción meditativa de los mitos: el Narciso espiritual (Salmo VIII) El Salmo VIII conjura con fórmulas fervorosas la despedida de un “deseo” (v. 5) que ya se había vislumbrado vagamente en el soneto inicial:
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Dejadme un rato, bárbaros contentos, que al sol de la verdad tenéis por sombra los arrepentimientos, que la memoria se me asombra de que pudiesen tanto mis deseos, que unos gustos tan feos hiciesen parecer hermosos tanto. Dejadme, que me espanto, según soñé, en mi mal adormecido, más de haber despertado que dormido; contentaos con la parte de los años que deben vuestros lazos a mi vida, que yo la quiero dar por bien perdida, ya que abracé los santos desengaños que enturbiaron las aguas del abismo donde me enamoraba de mí mismo.
Esta brecha se abre entre la carencia real del je que percibe y su eliminación simbólica en la perfección del moi especular. En este sentido, ya tiene en ella su efecto la diferencia semiótica entre sujeto ausente y sustituto figurativo. Véase, en relación con esto también, el II/cap. 3.3.
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Los versos finales (vv. 14-16) hacen una alusión implícita, pero inconfundible, al mito de Narciso.128 Si se observa con detenimiento, la referencia, aparentemente secundaria, se nos revela de gran profundidad y complejidad. Por un lado, el mito remite tipológicamente a la constitución interior de la instancia enunciativa. Pero también deja entrever el proceso que ha llevado a la situación actual. En relación con el transcurso de la primera semana, su función es, por lo tanto, la de resumir e interpretar al mismo tiempo: vuelve a perfilar con nitidez, al nivel de las imágenes, el proceso y el resultado de la autoformación espiritual.129 El gesto de una retrospección interpretativa que concluye y, de esta forma, abre hacia algo nuevo refleja en conjunto el carácter transitorio del Salmo VIII. Corresponde a la posición formal del texto que hace balance provisional e introduce a la vez la segunda semana del Heráclito cristiano. En este sentido, la imaginería explicativa del mito representa sobre todo una analogía básica: el yo anterior de la instancia enunciativa muere de manera semejante a la de su antecesor de la Antigüedad, quien se enamoró de su propia imagen al verla reflejada en la superficie del agua y acabó ahogándose. En el contexto de la lírica meditativa, esta muerte no es física, sino imaginaria, sentida en el interior y marcada por los “santos desengaños” (v. 14). Ante este trasfondo no cabe duda de que el mito remite alegóricamente a la aniquilación al final del primer subciclo. La tragedia de Narciso, al ilustrar su propia purificación, también complementa retrospectivamente los niveles somáticos y mítico-lingüísticos de la experiencia de la aniquilación con su dimensión visual central. Con esto se aclara de forma explícita que la despedida del antiguo yo se ha realizado también como pérdida de una imagen especular capaz de crear sentido.130 La catexis libidinosa131 de esta imagen encuentra una expresión muy plástica en la frase final: “me enamoraba de mí mismo” (v. 16). Al mismo tiempo se 128
Sobre la afinidad entre una poética barroca del reflejo y la duplicación con el mito de Narciso (con ejemplos tomados de la lírica francesa), véase Gérard Genette (1966). 129 Esa función antropológica general de la mitología la desarrolló Hans Blumenberg (1996). 130 Véanse al respecto las reflexiones fundamentales de Lacan: “Le stade du miroir” (1966). 131 Besetzung en alemán. Véase, para este concepto, Sigmund Freud (1982: vol. III, 52 ss.).
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la juzga moralmente con severidad, porque las aguas de la profundidad en la que el yo anterior se reflejaba representan alegóricamente el abismo espiritual del pecado y, más concretamente, el deseo erótico mencionado ya varias veces a lo largo del ciclo (v. 5 s.). El desengaño al que se llega mediante el trabajo meditativo pone fin así a la autoconstitución presa de los sentidos. El enturbiamiento de la vieja imagen especular equivale a una despedida de la identidad anterior que se va realizando a plazos: el apóstrofe de los “bárbaros contentos” sugiere que la fuerza del deseo aún no ha sido definitivamente derrotada, sino que ha quedado en suspense. A nivel visual, las connotaciones psicológicas del mito remiten de nuevo al proceso meditativo de la primera semana en su conjunto. Así, los temas mitológicos de la Antigüedad se abren a una experiencia trascendental cristiana y se convierten en la expresión bíblica de un proceso interior y espiritual. El método que aquí se observa, la alegorización de procesos anímicos, es muy frecuente en la literatura religiosa. Loyola también lo utiliza en la primera semana de sus Ejercicios como una compositio loci personificadora de lo invisible que lleva a la hipóstasis.132 En este sentido, la transformación que hace Quevedo del tema mítico consigue convertir al héroe trágico en algo fundamentalmente positivo: el Narciso enamorado de sí mismo aparece aquí como un modelo implícito; su destino ejemplar digno de imitación consiste en la aniquilación de un antiguo yo enredado en el deseo pecaminoso. Es en la producción intencional de la aniquilación —que permite reconocer la interiorización del martirio en la meditación— donde radica también la diferencia decisiva frente al mito antiguo. Aquí se manifiesta en el gesto de la inmolación voluntaria con el que se renuncia a la vida anterior que se da por “bien perdida” (v. 13); un gesto que también se exige en los Ejercicios al principio de la segunda semana.133 Bajo el aspecto de la aniquilación, el mito se presta de una forma ideal para una transformación espiritual. Su protagonista representa,
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Ejercicios espirituales (1963: 47, 209). Ibídem (1963: 98, 129 s.). En este sentido, el “espanto” (v. 8) mencionado experimenta una revaloración fundamental: del horror de la aniquilación, en el Salmo V, que aún teme la despedida del deseo pecaminoso, pasa a ser aquí, al contrario, el rechazo de la vida anterior (que aparece también en la metáfora del engaño por excelencia, el sueño). 133
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de una manera casi prototípica, ese mal central contra el que hay que luchar en la meditación para vencerlo, ya que está sometido al poder de sus afectos sin saber por qué y, por eso mismo, se siente impotente. Sobre todo este último aspecto es decisivo respecto a la attritio. Las técnicas de la meditación ignaciana no se proponen precisamente llegar a una comprensión intelectual más profunda de la propia situación, lo que de todas formas sería imposible en el mundo del engaño; más bien siguen un programa alternativo de mortificación que desarrolla su efecto profiláctico y purificador a un nivel puramente afectivo. Conseguir esto con éxito es la condición necesaria de la elección al final de la segunda semana.134 Matar la propia voluntad posibilita que, en esta elección, no se realice el interés individual falible135 y el “proprio amor”,136 sino tan solo la “sanctissmia voluntad”.137 Es esta únicamente la que crea la condición para el desengaño en la diferenciación de los espíritus.138 Por eso empieza también, en la segunda semana, el verdadero proceso de una imitatio Christi interior que, tras la muerte alegórica de Narciso, puede desembocar en la constitución del hombre nuevo. En esa semana, toda una serie de meditaciones se dedica cronológicamente a la vida de Jesús, desde su nacimiento hasta el Domingo de Ramos. Así, la imitación afectiva comienza directamente cuando Cristo se hace hombre y termina justo antes de la semana de la Pasión. Esta visión se relaciona desde el principio con el otro foco de interés de la segunda semana, el proceso de elección, mediante un complejo alegórico que desde siempre es parte del repertorio elemental visual de la literatura espiritual: al imitar la vida del Redentor, el ejercitante sigue a una figura modélica a la que se le atribuye varias veces características de un jefe militar, de un guerrero.139 En la guerra alegórica, que se conmemora con regularidad y que caracteriza la imitación interior al mismo tiempo como un servicio militar, dominan claros frentes. Como en el Tercer Abecedario espiritual de Francisco de Osuna, aquí luchan 134
Véase sobre la “elección”, Ejercicios espirituales (1963: 169-189, 231-235). Esto se puede aplicar sobre todo a la “voz de la carne” (Ejercicios espirituales, 1963: 173), que, en el primer subciclo del Heráclito cristiano, no deja de evocarse mediante la fuerza del deseo para vencerla. 136 Ibídem (1963: 189, 235). 137 Ibídem (1963: 90, 218). 138 Ibídem (1963: 176, 233). 139 Sobre la importancia psicológica de esa metafórica en las “masas artificiales” del Ejército y de la Iglesia, véase Sigmund Freud (1982: 88-93). 135
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según el modelo psicomáquico las virtudes divinas contra los vicios demoniacos. La “meditación de dos banderas”,140 que no solo tiene lugar en el cuarto día de la segunda semana, formando así el centro cronológico de los Ejercicios, sino que también fue considerada por el propio Loyola como uno de los ejercicios centrales, amplifica la alegoría de la batalla entre Cristo y Lucifer hasta convertirla en “imago agente”.141 A nivel general, el ejercicio viene a ser un complemento de la imitación interior, pero, en el contexto específico de la segunda semana prepara el proceso de la elección facilitando al ejercitante encontrar su lugar y estructurar los conflictos éticos gracias a su visualidad sugestiva. Esto le confiere a la “meditación de dos banderas” una función importante en la confrontación con el engaño: sirve para someter los conflictos individuales a la transparencia de un esquema binario y opositor, y abandonarlos a su potencial de afectación. Al instaurar un orden interior a un nivel icónico,142 la alegoría de la batalla contribuye a esa diferencia entre los espíritus buenos y malos que supera al engaño y hace posible recibir la señal divina de la elección correcta.143 Ante el trasfondo de las observaciones que hemos hecho hasta ahora, no resulta sorprendente que en la poetización que hace Quevedo de esta segunda semana ignaciana esté completamente ausente todo lo referente a la vida de Cristo. Este vacío se explica por el ya conocido método con el que Quevedo trata los ejercicios: en general se limita a formular los afectos en los que ya se ha trascendido la visión objetal, es decir, el nivel de la memoria. En este sentido, en el segundo subciclo remite de hecho estrictamente a la segunda semana de los Ejercicios. Deja entrever la paulatina constitución de una nueva identidad espiritual que ahora es posible tras la autoaniquilación de la primera semana, y que, finalmente, lleva también a ganar la facultad de diferenciación que capacita para la elección correcta. Solo hacia el 140
Ejercicios espirituales (1963: 137-148, 225-227). Sobre la tradición de las imágenes agentes en el arte conmemorativo, véase Frances (1966: 9-26). 142 Sobre la alegoría de la “meditación de dos banderas”, véase también cap. II/2.3. y 3.1. 143 De ahí que, en los Ejercicios, ese “conocimiento de los engaños” por el que se ruega antes de la meditación de dos banderas (Ejercicios espirituales 1963: 139, 226) vuelva a aparecer al final de la semana como un conocimiento que se ha obtenido entretanto (véase, sobre la “discreción de varios espíritus” en el “Segundo Tiempo” de la elección, ibídem 1963: 176, 233). Sobre la elección, véase también Barthes (1971: 54). 141
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final de este proceso, cuando en el camino de la elección aparece la alegoría de una batalla espiritual, se reconoce a veces la base imaginativa de la compositio loci. En conjunto, la comparación con la segunda semana muestra que el sacrificio del yo anterior requería esfuerzos mayores y que se encontraba con más resistencias anímicas que el comienzo de una imitación interior, ahora en el sentido estricto. La intensidad afectiva de la aniquilación apenas se puede comparar con la subsiguiente ganancia de conocimiento: semejante excitación febril no volverá a suceder hasta la imitación imaginaria de la Pasión, en la tercera semana. También la autopercepción reflexiva en los Salmos VIII-XIV ya no se dirige al obstáculo todopoderoso del propio enredo, sino que puede mirar atrás, a una lograda superación de los vicios anteriores, si bien aún no definitiva. A diferencia de los textos que se atreven con el lenguaje poético de la autoaniquilación, ahora Quevedo puede recurrir al repertorio usual de las fórmulas del desengaño. La configuración más convencional del segundo subciclo explica también el prominente aumento de la densidad de las referencias intertextuales. 7. Subtexto petrarquista y alegoría apotropaica (Salmos IX, XI, XIV) El Salmo IX comienza con claras referencias a Petrarca y Garcilaso:144
5
Cuando me vuelvo atrás a ver los años que han nevado la edad florida mía, cuando miro las redes, los engaños donde me ví algún día, más me alegro verme fuera dellos, que un tiempo me pesó de padecellos.
Aquí también, al igual que en el soneto introductorio, la relación consigo mismo se manifiesta exclusivamente mediante verbos del campo visual (vv. 1,3,4 y 5), los cuales le confieren expresividad a la 144
Sobre los correspondientes modelos del primer verso (el soneto CCXCVIII del Canzoniere y el primero de Garcilaso), véase el comentario en Francisco de Quevedo: Un Heráclito cristiano, Canta sola a Lisi y otros poemas, (1998: 24 Anm. 1) y el comentario de la p. 685 (con útiles referencias bibliográficas).
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mirada dirigida a la situación anterior del engaño145 de la que la voz poética ya se lamenta al principio del ciclo. Esa relación se presenta también al nivel visual, pues las “redes” (v. 3), como elemento tradicional de la caza y la cárcel de amor alegóricas, vuelven a evocar el cebo del soneto inicial. Por lo tanto hacen suponer lo que no se llega a decir explícitamente en ningún lugar: que la voz poética no ha podido resistir al cebo sensual de la hermosura (Salmo I, vv. 7 s.), como ya se había temido, por lo que la libertad de su voluntad ha tenido que someterse al yugo de esos encantos. Ya en el Canzoniere146 de Petrarca, el albedrío está también dominado por la cruel amada:
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Verdi panni, sanguigni, oscuri o persi non vestì donna unquancho, né d’òr capelli in bionda treccia attorse, sì bella com’è questa che mi spoglia d’arbitrio, et dal camin de libertade seco mi tira, sì ch’io non sostegno alcun giogo men grave.
En las “redes”, que en el Heráclito cristiano se presentan como instrumentos que sirven para esclavizar espiritualmente, también se encuentra un modelo petrarquista. Con el dócil tono de oración, el Soneto LXII —que está dedicado al undécimo aniversario del innamoramento y con el que se evoca también la crucifixión— menciona al cornudo y cómo este va cazando almas con una red: Padre del ciel, dopo i perduti giorni, dopo le notti vaneggiando spese, con quel fero desio ch’al cor s’accese, mirando gli atti per mio mal sì adorni, 5
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piacciati omai, col Tuo lume ch’io torni ad altra vita et a più belle imprese, sì ch’avendo le reti indarno tese, il mio duro adversario se ne scorni. Or volge, Signor mio, l’undecimo anno ch’i’ fui sommesso al dispietato giogo che sopra i più soggetti è più feroce: Véase, por ejemplo, Salmo II, v. 4. Petrarca (1996: XXIX, vv. 1-7).
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Meditación espiritual e imaginación poética miserere del mio non degno affanno; reduci i pensier’ vaghi a miglior luogo; rammenta lor come oggi fusti in croce.
Estas estrofas guardan una afinidad recóndita con el Salmo IX de Quevedo. Ambos textos modelan un enredo pecaminosamente estigmatizado en el proprio deseo. Ese enredo se expresa en cada uno de los poemas con la misma fórmula alegórica y es lo que causa un anhelo metafísico de ser redimido por la muerte. Lo que los diferencia decisivamente es una relación temporal: mientras que el Salmo IX de Quevedo celebra con desprecio hacia el mundo que los mejores días ya han pasado y que se ha deshecho la red enemiga, Petrarca lanza en el aniversario de la crucifixión la esperanza de ser asimismo liberado. No obstante, en su caso esa petición también adquiere una dimensión eucarística por la referencia al sacrificio del Redentor. En comparación con el camino que indica la meditación ignaciana, ese ruego no pasa de ser abstracto ni se llega a cumplir. Así, es de suponer que Quevedo escenifica aquí una superación barroca del dilema petrarquista mediante la imitación interior de Cristo introduciendo una vez más una doble imitatio poética y espiritual. Esta hipótesis se puede comprobar en los procesos del refrenamiento ascético del deseo constantemente mencionado. Tras las referencias ocultas al Canzoniere, en el Heráclito cristiano se vislumbra un subtexto evocativo que se sitúa por debajo de los evidentes procesos de la liberación del cebo. Debido también a la referencia latente al soneto introductorio que se produce a través de la alegoría de la caza del Salmo IX, se puede deducir que esa historia latente no solo está estrechamente unida con el proceso meditativo, sino que incluso constituye su motivo e inicio pragmático. Como se ha mostrado, ya desde el inicio se puede reconocer una historia amorosa de proveniencia petrarquista, la cual es la principal responsable de la situación de engaño, es decir, del enredo en el que se encuentra la instancia enunciativa por culpa del deseo. En este sentido, la mortificación meditativa tiende a la redención mediante una contención anímica que ya es inherente a la asimétrica relación de roles de la poesía amorosa desde la época de los trovadores provenzales.147 El hecho de que esa 147 Véase al respecto el conciso y fundamental planteamiento de Hugo Friedrich (1964 1-15).
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historia con carácter de sustrato se constituya solo indirectamente dentro del ciclo meditativo, encuentra una explicación lógica en la casuística jesuítica de los pecados. Según esta, la naturaleza fáctica de un perdón posible o existente es irrelevante para la absolución en la confesión: no se le puede definir con la absoluta seguridad. Si se indaga con más detalle, se puede incluso dar el peligro de que el engaño haga aún más estrecha la malla de la red de los enredos existentes. Por eso, en el sentido del arbitrio, lo que sirve es abstraerse de la situación concreta vital y contraponerle un programa profiláctico de mortificación que actúe no a nivel intelectual, sino a nivel afectivo y retórico; más exactamente, sobre la capacidad apotropaica del imaginario meditativo para expulsar los peligros espirituales.148 Las referencias directas a la “meditación de las dos banderas” muestran concretamente cómo lleva a cabo Quevedo tal superación del engaño. En el tercer preámbulo al ejercicio ignaciano se pide un “conocimiento de los engaños del mal caudillo”, quien lanza “redes” y “cadenas”149 alegóricas para cazar el alma. Esa petición hay que entenderla como identificación del enemigo espiritual que representa una medida preparatoria ante la batalla alegórica. La imaginería remite directamente al Salmo IX. Pero Loyola le atribuye al demonio no solo el papel de jefe guerrero,150 también puede utilizar su poder seductor en forma femenina, como explican las reglas complementarias de la cuarta semana.151 La diferencia entre esas dos manifestaciones de la tentación son evidentes: el jefe del ejército representa una personificación de lo demoníaco que forma parte permanente de las imágenes para la compositio loci, y se activa, por lo tanto, con la vista imaginativa. A diferencia de este papel alegórico, en el caso de la figura femenina del enemigo se trata de una figura seductora de carne y hueso, es decir, un instrumento mundano de la tentación. Las dos formas de aparición, que corresponden a sendos niveles de la experiencia interior y exterior, se actualizan explícitamente en el Salmo IX. La primera se encuentra —de una manera puramente figurativa a través de la referencia a la “meditación de dos banderas”, pero también con 148
Véase al respecto Roland Barthes (1971: 57) y (siguiendo muy de cerca a Barthes) Stefan Rieger (1997: 311). 149 Ejercicios espirituales (1963: 139, 226). 150 Véase también ibídem (1963: 327, 266). 151 Ibídem (1963: 325, 265).
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efecto retroactivo— en la concretización de la alegoría bélica, en los Salmos XI (v. 6) y XIII (v. 15); la segunda, por el contrario, a través de las alusiones petrarquistas que resultan especialmente de las referencias al soneto introductorio. Esa doble referencia es un efecto de la imaginación apotropaica y representa la capacidad de las imágenes ignacianas para vencer el engaño mediante el principio de las proyecciones alegóricas. Así, en la primera mitad del ciclo, se vislumbra la historia latente en cuyo transcurso la instancia enunciativa anónima es atraída por el cebo de la hermosura para terminar cayendo en la redes del deseo que, al final, se revelan como trampas del demonio. De este modo, la prisión amorosa petrarquista va pasando sucesivamente a un cautiverio de guerra espiritual, lo cual integra el conflicto inicial en el complejo alegórico de la meditación de dos banderas. Esta revalorización tiene lugar entre dos isotopías con una estrecha afinidad. Se efectúa en el transcurso del ciclo como deslizamiento latente de los significados bajo una superficie de significantes que se mantiene casi sin transformar.152 Tal revalorización hace que un peligro —que al principio sólo era difuso— gane en claridad teológico-moral y, de este modo, se dé el paso decisivo para vencerlo. La referencia a los Ejercicios identifica el glissement como consecuencia de una práctica espiritual que abre una nueva dimensión de la relación con uno mismo: al transferirse e integrarse la tentación sensual de la primera semana en la lucha psicomáquica del alma de la segunda, se constituyen también de una forma cada vez más clara las estructuras agonales de las metáforas en cuestión. Estas, que apenas se habían perfilado en la poesía amorosa, sí lo harán, y muy claramente, en los escritos espirituales. De ahí que sea solo en la segunda semana, con su alegoría central de la batalla, cuando se le pueda declarar la guerra al demonio que lanza el cebo y la red, pues dicha alegoría proyecta un enemigo identificable en la tentación opaca. Con los “ejércitos de suerte”153 divinos, le proporciona un rival con el que, al principio, no se tenía que enfrentar. En relación con el transcurso psicológico del ciclo esto significa que el hablante de la primera seducción ya no está indefenso, sino que ahora dispone de un medio que se encuentra en la interiorización y la superación espiritual. Esta es la verdadera razón 152 Véase al respecto, fundamentalmente, Lacan: “L’instance de la lettre ou la raison depuis Freud” (1966); para el mencionado “glissement”, ibídem (1966: 502). 153 Salmo XIII, v. 15.
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de por qué la situación de la prisión amorosa parece no tener solución en el soneto de Petrarca. En el ciclo meditativo, sin embargo, queda sometida a una “imagen agente”154 que es la condición básica para la liberación. Así pues, en el segundo subciclo, se vislumbra una vez más la naturaleza fundamentalmente retórica de la lucha entre el bien y el mal, y, así también, de la relación meditativa con uno mismo. Ella es, en definitiva, la que crea la transparencia de un “noble desengaño” (Salmo XII, v. 29) y “conocimiento de que es malo” (Salmo XIV, v. 27) —un conocimiento solicitado ya mediante súplicas al principio de la segunda semana—.155 Aclarados así los frentes y una vez terminada la lucha silenciosa que se lidiaba para orientarse y para examinar al enemigo, pueden sonar los clarines de la guerra abierta, acallando también de forma programática ese lamento poético-musical (v. 5) que, en el Salmo V, señalaba todavía el culmen de la mortificación preparatoria:
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Nací desnudo, y solos mis dos ojos cubiertos los saqué, mas fue de llanto. Volver como nací quiero a la tierra; el camino sembrado está de abrojos; enmudezca mi lira, cese el canto; suenen sólo clarines de mi guerra, y sepan todos que por bienes sigo los que no han de poder morir conmigo, pues mi mayor tesoro es no envidiar la púrpura ni el oro, que en mortajas convierte la trágica guadaña de la muerte.
No es casualidad que sea en este pasaje donde se mencionan por primera vez explícitamente los “clarines de mi guerra”. Si se compara la posición del Salmo IX con el transcurso de los Ejercicios, se ve que corresponde exactamente al cuarto día de la segunda semana, en cuyo centro está la meditación de dos banderas. Esto también evidencia que el orden semántico de los frentes ahora puede desembocar en el 154
Remito a la tradición de tales imágenes en la mnemotecnia (véase Frances A. Yates 1966: 9-26). 155 “El [...] demandar lo que quiero: será aquí demandar conocimiento interno del Señor” (Ejercicios espirituales 1963: 104, 221).
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confrontamiento directo. La alegoría de la guerra se sigue amplificando aquí con claras referencias al Libro de Job, en el que la existencia terrenal se identifica con un servicio militar en el frente.156 Ahora aparece como señal emblemática del estilo de vida cristiano por excelencia. Esa generalización marca otro estadio más en el proceso del aumento del significado figurado. Se muestra que, hasta ahora, el poder apotropaico de las imágenes ignacianas ha sido eficaz. Al mismo tiempo, se anuncia ya aquí, en referencia a Job, el camino de la tercera semana, la imitatio Christi interior. Quevedo le dedica al escrito bíblico un tratado que lleva por título Constancia y paciencia del Santo Job.157 En él Job aparece como modelo de ascetismo y en relación tipológica con Cristo, pues es el ejemplo a imitar para poder soportar piadosamente un sufrimiento terrenal. Si el Libro de Job, junto con los Salmos, que siguen inmediatamente a continuación, representa el primer modelo del Antiguo Testamento para el lamento lírico-cristiano, para el ciclo de Quevedo viene a ser también un padrinazgo a nivel poético. Luego, aquí se vuelve a constituir una doble imitatio poética y espiritual. En el presente texto, sin embargo, los acentos teológicos son mucho más fuertes. Se manifiestan, sobre todo, en una resignación ante la muerte (v. 12) que se corresponde alegóricamente con la valentía despreciadora de la vida propia del soldado cristiano. También refleja el camino del martirio interior en la meditación. Con esto se nombran paradigmas diferentes que también se complementan y fortalecen entre sí. Estos poseen la función rectora ante el ejercitante, al cual le otorgan además identidad, pues le sirven para transformar la propia existencia sub specie mortis. Este proceso continuará en los Salmos XII158 y XIII antes de desplegar toda su falta de compromiso en la tercera semana: 15 156
Confieso que he ofendido al Dios de los ejércitos de suerte,
Véase, para esas referencias en particular, el comentario en Francisco de Quevedo: Un Heráclito cristiano, Canta sola a Lisi y otros poemas (1998: 685 s.). 157 Francisco de Quevedo: Obras (1951: vol. 2, 231-248). Sobre el tratado, véase también Víctor García de la Concha (1980: 187-212). 158 Aquí no aparece la reflexión sobre la propia muerte hasta el verso 34, ante el trasfondo de una extensa secuencia que se va intensificando y que, en el sentido del lugar común ubi sunt, pasa revista a los diferentes paradigmas de la grandeza histórica pasada.
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que en otro que Él no hallara la venganza igual la recompensa con mi muerte; pero, considerando que he nacido su viva semejanza, espero en su piedad cuando me acuerdo que pierde Dios su parte si me pierdo.
La imagen de la batalla y las referencias que prefiguran la imitación interior del sacrificio del Redentor aparecen aquí cada vez más relacionadas. Como consecuencia de ese acercamiento se condensa y superpone también el espectro correspondiente de las alusiones alegóricas. Por el momento, en la breve confesión se evoca la situación de una deserción del alma. Además, se formula la autoinculpación llena de arrepentimiento de un desertor espiritual que renegó de los “ejércitos de suerte” (v. 15) para seguir la llamada del enemigo. Con la muerte le espera el castigo que siempre se imponía a ese tipo de delito en tiempos de guerra. Si se considera aquí su realización como pago de la culpa, en el sentido completamente jurídico, entonces empiezan a destacarse los primeros rasgos de una dimensión eucarística de la alegoría, rasgos que se extienden si se considera la metafórica habitual. En la jerarquía que separa al jefe del ejército del simple soldado se ve una relación entre el padre y el hijo que es, a la vez, la que hay entre el Dios padre y Cristo, pero también entre Cristo y los fieles de su Iglesia.159 Tales asociaciones tienen una lógica en el contexto de la imitatio interior, pues identifican la resignación ante la muerte del miles christianus expresada aquí como disposición al sacrificio mediante la figura del padre. A una lectura de este tipo la apoya, además, la reflexión sobre el dogma de la semejanza con Dios (v. 19), la razón teológica que posibilita la imitación de Cristo. Con esa repetida recodificación de la alegoría bélica se sigue dando el deslizamiento de los significados bajo los tópicos que se han mantenido idénticos. Parte del cautiverio del amor y de la guerra y, con la cuestión de la culpa y el castigo, termina con el sacrificio redentor. Así pues, en la tercera semana se configura una transición hacia la vivencia empática interior de la historia de la Pasión, transición que, aunque discreta, está coordinada con precisión a nivel connotativo. Pero antes, 159 Sobre la importancia psicológica de esa metafórica en las “masas artificiales” del ejército y de la Iglesia, véase Sigmund Freud (1982: 88-93).
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el segundo subciclo del Heráclito cristiano se cierra con el Salmo XIV, donde se vuelve a insistir en que haya un castigo apropiado. Al mismo tiempo, se crea el puente hacia las variantes de la muerte imaginaria en el subgrupo que sigue inmediatamente a continuación:
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Nególe a la razón el apetito el debido respeto, y es lo peor que piensa que un delito tan grave puede a Dios estar secreto, cuya sabiduría la escuridad del corazón del hombre, desde el cielo mayor, la lee más claro. Yace esclava del cuerpo el alma mía, tan olvidada ya del primer nombre, que no teme otra cosa sino perder aqueste estado infame, que debiera temer tan solamente, pues la razón más viva y más forzosa que me consuela y fuerza a que la llame, aunque no se arrepiente, es que está ya tan fea, que se ha de arrepentir cuando se vea. Sólo me da cuidado ver que esta conversión tan conocida ha de venir a ser agradecida más que a mi voluntad, a mi pecado, pues ella no es tan buena que desprecie por mala tanta pena, a aunque él es vil, y de dolor tan lleno que al infierno le igualo, sólo tiene de bueno el dar conocimiento de que es malo.
Ya el primer verso retoma de forma cíclica la tentación sensual del principio. Lo que sigue a continuación en los otros pasajes es una amplia enumeración de las consecuencias que supone ese delito inicial. Como se puede ver en los Ejercicios, esa autoinspección es sobre todo de carácter expiativo. La actitud sumisa se corresponde con el efecto afectivo de los ejercicios al final de la segunda semana: “1a humildad. La primera manera de humildad es necesaria para la salud eterna, es a saber, que así me baxe y así me humille quanto en
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mí sea possible, para en que todo obedesca a la ley de Dios nuestro Señor”.160 En este contexto, la evocación tan prolija de los renovados enredos que aparece en el Salmo XIV, no se hace tanto para expresar la amenaza a la que se ve abocada la salvación del alma, sino más bien para utilizar conscientemente un medio de la afección. Lo que quiere provocar es, una vez más, el estado digno de salvación. Como ya era el caso de la primera semana, lo que hay detrás de esto es la preparación para la absolución en la confesión general. No obstante, la conciencia del pecado ha alcanzado aquí un estadio fundamentalmente nuevo. Si en el primer subciclo dominaba todavía la attritio, es decir, el temor expiativo ante el castigo divino, ahora el propio infierno como el lugar de esos pecados se convierte en expresión de un tormento terrenal que lo abarca todo (v. 25). Esta subsunción general a una única fórmula visual consigue nivelar la experiencia mundana que se encuentra marcada por el omnipresente “dolor tan lleno” (v. 24). Por otro lado, el contexto muestra que ese negativismo total no es tanto el reflejo de experiencias terrenales, sino que más bien representa el efecto de una suma de operaciones retóricas. Es el resultado de una alegorización abarcadora del mundo experiencial exterior que muestra, una y otra vez, que tras la fachada sensual siempre hay que estar atento a los peligros que corre el alma. La transformación figurativa de la tentación sensual en la lucha psicomáquica representaba de forma ejemplar ese proceso general. La imagen del infierno muestra ahora que el esfuerzo alegorizador ha alcanzado un estadio definitivo de totalidad. Dicho esfuerzo desemboca, como se dice el último verso del Salmo XIV, en el conocimiento del mal. La lapidaria formulación —que está exactamente en la mitad de todo el ciclo— puede hacer olvidar fácilmente el rango esencial que tiene ese conocimiento. En la equivalencia posicional con los Ejercicios se evidencia que la decisión se produce en este lugar: el “conocimiento de que es malo” representa la meta de la segunda semana.161 Él es la superación del engaño y, por lo tanto, la premisa inevitable para la “elección”.162 160
Ejercicios espirituales (1963: 165, 230). Ignacio de Loyola exige ya el primer día de la segunda semana “demandar conocimiento interno del Señor” (ibídem 1963: 104, 221). 162 Por eso el conocimiento que se pide antes de la meditación de dos banderas vuelve a aparecer en los Ejercicios al final de la semana: en el “segundo momento” 161
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Si se vuelve a echar un vistazo a la interpretación de Walter Benjamin, quedará aclarado cómo se configura más detalladamente en la humildad esa interacción paradójica de la totalidad alegórica, el conocimiento del mal y el estado de gracia individual.163 Según Benjamin, la alegoría barroca es, en principio, capaz de reordenar de forma figurativa el mundo real que se experimenta como contingente y opaco. Sin embargo, en un primer estadio queda presa, como acto puramente subjetivo y arbitrario de la superposición aparentemente sin salida, en el círculo vicioso del pecado original y del ansia de conocimiento. Pero esto, no obstante, es solo válido hasta ese momento, pues el infierno de este lado de acá se hace completo como consecuencia de una alegorización proliferante del mundo: luego “la subjetividad declarada triunfa sobre cualquier objetividad engañosa del Derecho y se integra en la omnipotencia divina como infierno”.164 Esto se lee como un comentario directo al desarrollo del Salmo XIV, donde también el “infierno” terrenal (v. 25) es, al mismo tiempo, el efecto de una transformación retórica y una superación del mundo “engañoso”; aquí también se produce “el conocimiento del mal por la contemplación”165 y se descubre el carácter performativo, artificial y abstracto del “conocimiento de que es malo”. El conocimiento barroco del mal está muy lejos de revelar verdades sustanciales tras las apariencias sensitivas. Se produce más bien como efecto de una proyección retórica que supera al engaño: confiere un claro perfil a la experiencia del mundo opaco y de sí mismo. Es solo en la totalidad de esa superposición figurativa, según Benjamin, donde lo metafórico del infierno figurativo cambia repentinamente al estado de gracia en el punto paradójico de la ponderación misteriosa. Quevedo no menciona explícitamente esta última consecuencia, pero, como muestran los Ejercicios, es el objetivo inmanente de la práctica de la humildad. Su efecto expiativo puede abrir ahora la puerta a la Pasión imaginaria de la tercera semana.
de la elección, con la “discreción de varios espíritus” (malos y buenos). Véase ibídem (1963: 176, 233). 163 Véase, respecto a las guías espirituales las explicaciones en II/cap. 2.3.; sobre los Ejercicios, II/cap. 3.2. 164 Benjamin (1983: 209). 165 Ibídem.
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8. Pasión imaginaria y percepción antropomórfica (Salmo XVII) Si se relaciona el tercer subciclo del Heráclito cristiano con la tercera semana ignaciana, se descubre algo que ya nos es conocido. Los temas básicos de la vista imaginativa apenas se pueden reconocer excepto por algunos detalles, pocos pero de gran importancia. El nivel de la memoria queda casi completamente oculto. Como ya sucedió en la primera mitad del ciclo, Quevedo sigue limitando la escenificación poética de la materia meditativa al nivel más alto de la voluntad. Con la Semana Santa, la imitación interior se da ahora en un estadio crucial, el cual exige que se estimule al máximo el sufrimiento y el duelo,166 y que la propia existencia se dirija permanentemente y sin ninguna atadura a su final inminente. Como ya se ha constatado repetidas veces, la avidez de muerte que encierran los textos y que se concentra en los Salmos XV-XXI se basa, en primer lugar, en esa relación latente con la práctica meditativa. Así pues, los “ejercicios de sufrimiento”167 líricos no se limitan en absoluto al sentimiento puramente afectivo, sino que también contienen en sí una imitatio sin compromisos, prescrita muy a menudo por Loyola, y que se extiende a las acciones cotidianas. Parte de esto es, por ejemplo, la imitación de la vida mesiánica en la pobreza, como se predica en el Salmo XV que abre el ciclo.168 Dentro de este ciclo de la Semana Santa se encuentra, en tercer lugar, el famoso soneto “Miré los muros de la patria mía”. En el texto se evita con toda consecuencia cualquier intento de hacer explícito un significado espiritual, lo cual resulta obvio: en la transformación sin ataduras de la propia vida sub specie mortis ya han trascendido las primeras observaciones de la Semana de la Pasión. Estas, de momento, se reflejan solo en el estado afectivo del sujeto, lo que explica que este poema se haya leído constantemente como poesía del desengaño en general, pero a veces también por cuestiones políticas.169 En el 166
Ejercicios espirituales (1963: 203, 237 y passim). La cuna y la sepultura (1969: 90). 168 Ya el ejercicio de humildad al final de la segunda semana prescribe esa imitación de la vida en la pobreza (Ejercicios espirituales 1963: 166, 230). Véase también La cuna y la sepultura (1969: 82). 169 Véase, por ejemplo, la interpretación de Dámaso Alonso (1950: 618); R. M. Price (1987); José Manuel Blecua (1978); David H. Darst (1976); y del autor (2000). Para otros datos bibliográficos de utilidad, véase también Francisco de Quevedo: Un Heráclito cristiano, Canta sola a Lisi y otros poemas (1998: 689). 167
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contexto del ciclo meditativo, no obstante, gana en dimensiones de sentido que no se pueden considerar sin tener en cuenta el trasfondo de la espiritualidad ignaciana:170 Miré los muros de la patria mía, Si un tiempo fuertes, ya desmoronados, de la carrera de la edad cansados, por quien caduca ya su valentía. 5
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Salíme al campo; vi que el sol bebía los arroyos del yelo desatados, y de el monte quejosos los ganados, que con sombras hurtó su luz al día. Entré en mi casa; vi que, amancillada, de anciana habitación era despojos; mi báculo, más corvo y menos fuerte. Vencida de la edad sentí mi espada, y no hallé cosa en que poner los ojos que no fuese recuerdo de la muerte.
A primera vista, el poema parece ser la expresión directa de una serie de experiencias que han hecho perder la ilusión y que, en el momento de la enunciación, se sitúan exclusivamente en el pasado: desde la imagen de los muros “en un tiempo fuertes, ya desmoronados”, pasando por una naturaleza que se pinta tenebrosa de una forma no convencional, hasta llegar al interior de la propia casa en ruinas. Desde el punto de vista formal, cada una de esas estaciones de la vivencia individual forma un bloque aislado. El pretérito indefinido usado de forma recurrente con el que se inician tanto los dos cuartetos como el primer terceto (unas estrofas cerradas sintácticamente en sí) crea la impresión de un encadenamiento asindético de los momentos recordados. No obstante, la estricta paradigmatización no resulta, en absoluto, rígida e inflexible, sino que queda compensada eficazmente a diferentes niveles. Los versos finales 13-14, en especial, producen una interpretación retrospectiva de los espacios descritos. Aunque los “recuerdos de la muerte” (v. 14) remiten explícitamente 170 Ya en este pasaje se puede suponer que el “cotidie morimur” estoico (Seneca 1999: 24,20), que, con razón, siempre se pone en relación con el texto, recibe componentes específicamente eucarísticos mediante la referencia a la Pasión imaginaria.
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solo al interior de la casa, consiguen, sin embargo, estructurar semánticamente en general todo el soneto de una forma implícita. Por esa proyección retroactiva, el texto se presenta como galería poética de imágenes que advierten de la muerte. Así, toda la complejidad del modo de la enunciación, caracterizada por la simultaneidad de la percepción sensitiva, la descripción y la interpretación no se manifestará por completo hasta el final. Esa constitución retrospectiva de sentido se apoya, además, en la dinamización espacial y temporal del discurso conmemorativo. La estructura episódica —con esos cambios de lugar que se llevan a cabo de forma repetitiva, abrupta y enfática cada vez que comienzan las estrofas— sugiere una historia que aquí se presenta de forma fragmentada. Por lo tanto, junto con la actitud narrativa retrospectiva se evoca, en un espacio reducidísimo, a un sujeto narrativo, si bien rudimentario, que se dirige a una meta. Tras esa presentación fragmentaria del pasado personal es lógico ver una peregrinación cuyas estaciones a la instancia enunciativa le parecen, en un momento en el que se detiene, presagios de su propia muerte. Como sugiere el báculo curvado por el uso, ha alcanzado ya prácticamente su meta al final de las últimas líneas del soneto. Que esa peregrinatio terrenal viene a ser, al fin y al cabo, una peregrinación alegórica hacia la patria celestial, se deduce, en definitiva, de la situación del poema en relación con el ciclo meditativo. Esto lo deja entrever toda una serie de prefiguraciones implícitas del proceso de la transformación interior, que no se tematizará hasta el último poema. Sin este contexto apenas se podrían suponer las dimensiones espirituales del soneto, en el que cualquier formulación explícita de una perspectiva trascendental se evita con toda conciencia. Así, con la presentificación interior de cada una de las estaciones vitales y su interpretación implícita como camino de pasión hacia la muerte se da una primera referencia evidente a la tercera semana de los Ejercicios. Pero, mientras que esta última se limita a la observación de los episodios seleccionados de la Semana Santa, en el soneto de Quevedo la propia vida parece puesta bajo esa perspectiva para que sea recordada. Con esto se da aquí una subjetivación de la praxis meditativa jesuítica que ya tenía su germen en los propios Ejercicios: en un pasaje que se puede considerar como fuente determinante de todo el soneto, pero en especial para el sexteto, Loyola recomienda al que medita que mire hacia atrás recorriendo las grandes etapas de su vida,
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presentificando también la casa y el lugar donde ha vivido.171 Para que se logre ese ennoblecimiento hacia la Pasión imaginaria, el propio pasado se tiene que someter a una transformación retroactiva. Esto sucede cuando la instancia enunciativa somete los episodios seleccionados del recuerdo personal a las mnemotécnicas de la meditación ignaciana, transformándolos, así, más tarde en estaciones de un vía crucis personal. No resulta difícil reconocer la técnica de visualización presentificadora de la compositio loci en la evocación de los muros, de la escena de la naturaleza y de la casa. La visión de la fuerza imaginativa le confiere a esos lugares una intensidad afectiva y una presencia sensitiva en la que se compensa eficazmente la distancia temporal y espacial, que casi hasta se escamotea. Los verbos recurrentes de la percepción visual, sobre todo al principio de las estrofas y hacia el final del texto (vv. 1,5,9,13), marcan la vista interior siempre en pasajes que se exponen formalmente, sugiriendo así una inmediatez casi física muy remarcable puesto que, deícticamente, no se manifiesta de forma explícita en ningún pasaje del texto. Así, la configuración de la vida diaria sub specie mortis se manifiesta como la causa más profunda del modo de expresión que oscila entre la proyección alegórica y la percepción exterior. La fuerte rima consonante de despojos-ojos (vv. 10,13) señala, además, cómo cada uno de los objetos observados se convierten en botín simbólico de una mirada que interpreta retrospectivamente, la cual los transforma en símbolos de lo perecedero. La instancia enunciativa del Salmo XVII va más allá de la concreta instrucción de realizar una retrospectiva biográfica que, en los Ejercicios, tiene más bien el carácter de una autoinspección. En el poema excede el propio recuerdo hasta llegar a la visión absorbente, en el sentido de la vista imaginativa. Este efecto lo logra al situar en el pasado no solo las imágenes de los versos 1-12, sino también por atribuirles el sentido simbólico: “Y no hallé cosa en que poner los ojos/que no fuese recuerdo de la muerte” (v. 14). De esta manera, la propia vita se presenta a posteriori como algo teleológicamente dirigido, seguro de su destino y prácticamente perfecto. Es únicamente en esa forma perfeccionada como puede ofrecerse en calidad de objeto 171
Véase Ignacio de Loyola, Ejercicios espirituales (1963: 56, 212). Michel Foucault (2001: 456 ss.) ha advertido que ya la meditación sobre la muerte en la Antigüedad, tal y como se encuentra en Platón o Epicuro, es fundamentalmente retrospectiva, es decir, consiste en mirar atrás hacia la propia vida.
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apropiado y digno de la contemplación. Aquí radica también la razón más profunda de la ambivalencia característica entre la presencia y la distancia. La compositio loci pone el propio pasado a distancia y en una perspectiva interpretativa que es, al mismo tiempo, la condición de su reapropiación identificativa. De este modo actúa como vehículo de una espiritualización a posteriori de la experiencia personal que, al final, oscurece la situación del presente. En este acto de remisión creador de identidad se muestra claramente la función purgativa de la relación reflexiva consigo mismo que establece el salmo primero: el abismo entre el enredo actual —objeto de lamento al comienzo del ciclo— y la purificación futura queda aquí casi cerrado al fundirse el yo que recuerda con el recordado. Pues bien, la vista de la imaginación en el sentido ignaciano no se acaba en absoluto con la figuración de imágenes estáticas individuales, sino que aspira a vivificarlas en una serie de escenas teatrales. Esta dinamización también se puede ver en el soneto de Quevedo, en el que se bosqueja un tríptico poético de las experiencias biográficas marcado por la imitatio espiritual. Pero la vivificación sensitiva de la memoria no produce su efecto únicamente a partir de la situación general, sino también desde la especial configuración de cada una de las imágenes. Esto permite indagar sobre la paradójica relación de la instancia enunciativa con los lugares de su experiencia, una relación esta que oscila entre la cercanía y la distancia. En los Ejercicios ignacianos el objetivo principal es la evidentia. Como figura de lo objetal, en vez de decir, muestra, borrando así la distancia reflexiva hacia lo percibido a través de la inmediatez de la impresión sensitiva.172 Quevedo la utiliza aquí como instrumento sutil, pero también extremadamente eficaz, para producir el patetismo: en Miré los muros, sobre todo la continua antropomorfización de los objetos consigue una inmediatez e intensidad afectiva de la visión que hace que, a nivel retórico, el sujeto y el objeto de la percepción lleguen casi a fundirse. En la primera estrofa se manifiesta esa humanización mediante atributos que, indirectamente, caracterizan también el estado del hablante: como el peregrino, también los muros están “cansados” (v. 3) y carentes de “valentía” (v. 4); la “carrera de la edad” (v. 3) se refiere, en principio, al paso de la época pero, en el fondo,
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Quintiliano: Institutionis oratoriae, IX, 2,40.
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también a la de los años. Tras la personificación de la naturaleza en el segundo cuarteto, el sexteto evoca el “báculo, más corvo y menos fuerte” (v. 11) y la “espada [...] vencida de la edad” (v. 12) como prolongación metonímica del cuerpo debilitado. Mientras que dicha espada se pone en relación catafórica con la falta de valentía del primer cuarteto, en la polisemia del “báculo” se condensan otras referencias inmanentes del texto: como bordón curvado evoca un peregrinaje que ya casi ha alcanzado la meta; como cayado de pastor establece una relación latente con la escena de la naturaleza descrita en el segundo cuarteto y como báculo, el atributo del sucesor apostólico, resalta de forma implícita la peregrinatio terrenal haca la imitatio espiritual. Así pues, aunque los objetos percibidos representan todos ellos símbolos de la transitoriedad terrenal, mediante su dimensión antropomorfa se convierten también en alegorías del cuerpo caduco.173 Las fuentes estoicas del sexteto, entre ellas especialmente la carta 12 de Séneca a Lucilio, son bien conocidas.174 Pero lo que en el caso de Séneca —que escribe con motivo del estado ruinoso de su villa— se manifiesta como advertencia sobre su propia caducidad en una sucesión de comparaciones explícitas, en Quevedo se interioriza y se presenta como proyección alegórica de una autopraxis espiritual. Walter Benjamin, en su estudio sobre el drama alemán del siglo xvii, supo ver con lucidez por qué es imposible separar el sentido literal del metafórico. Para el concepto barroco de la historia, en el que el progreso temporal se considera desmoronamiento de todo lo terrenal, coinciden, en el motivo de la ruina, la referencia objetal y el significado alegórico.175 La tendencia a la interiorización se puede apreciar también en la sucesión de los espacios. Aunque en la primera estrofa queda abierto si el que observa se encuentra dentro o fuera de los muros de la ciudad, en el segundo cuarteto ya está en el espacio libre de la naturaleza hasta que, al final, en el sexteto entra en los espacios de su casa en ruinas. Si se sigue examinando consecuentemente la alegoría del cuerpo envejecido, la instancia enunciativa atraviesa en cierto modo, al final
173 Sobre ese aspecto alegórico de la descripción, véase también Werner von Koppenfels (1983: 333). 174 “Quocumque me uerti, argumenta senectutis meae uideo” (Ad Lucilium 12,1). Véase también el comentario en Francisco de Quevedo: Un Heráclito cristiano, Canta sola a Lisi y otros poemas (1998: 37 y 689). 175 Benjamin (1983: 155-160).
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de sus recuerdos, el propio interior habitado por símbolos de muerte. Este ambiguo adentrarse en sí mismo refleja el proceso de una introspección que relaciona, ya siempre de forma interpretativa, las impresiones externas con el estado anímico. En la frontera entre el espacio interior y el exterior, como medio entre la percepción receptiva y la constitución productiva de significado, los ojos de la instancia enunciativa se sitúan en un lugar prominente: al final del penúltimo verso conducen por la cadena de ecos vacíos hacia la muerte; aunque se cite casi literalmente un verso extraído del Tristia de Ovidio se lo supera con mucho en efectismo gracias a la sugestiva sonoridad.176 En definitiva, los dos versos finales forman una unidad cerrada dentro del soneto, mientras que el v. 12 se conecta aún con el primer terceto. Así surge una organización general en tres cuartetos que constituyen cada uno unidades sintácticas y semánticas. Al final, hay un pareado sintetizador, como en el soneto de Shakespeare. En el Parnaso español, el editor y amigo de Quevedo, Gonzalo de Salas, le antepuso al soneto un epígrafe programático que decía: “Enseña cómo todas las cosas avisan de la muerte”.177 Luego, si se considera esto, surge en general una construcción que recuerda inmediatamente a la estructura del emblema con un lema introductor y sintetizador, una pictura ilustrativa en tres partes y una subscriptio explicativa. La correspondencia formal con la meditación con las tres potencias es, pues, evidente:178 de los resultados obtenidos hasta ahora se deduce directamente de qué forma, en el soneto de Quevedo, se configura la interacción entre memoria, intellectus y voluntas como imagen, interpretación y relación consigo mismo. Resulta también lógico que el epígrafe es totalmente superfluo, pues explicita una conclusión intelectual que, debido a las proyecciones alegóricas realizadas por la voz poética, ya está inscrita implícitamente en las imágenes. 176 “Quocumque adspicio, nihil est, nisi mortis imago” (Ovidio: Tristia, I,XI,23). Fuente tomada de Quevedo: Poesía original completa, 1996: 28). Como ya sucedía en la loqüela ignaciana y en el Salmo V del Heráclito cristiano, la emancipación poética del sonido del lenguaje muestra aquí también la experiencia espiritual de la autoaniquilación: al repetirse el diptongo “ue” de muerte la temática del morir interior no solo se intensifica semánticamente, sino que también se escenifica al nivel semiótico. Véanse, sobre ese proceso, las explicaciones en II/cap. 3.3, así como III/cap. 5. 177 Quevedo, Poesía original completa (1996: 28). 178 Sobre esa relación entre la emblemática y la meditación en la lírica espiritual del Barroco italiano, véase también Marc Föcking (1994: 194 ss.).
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Pues bien, junto con la empresa existe también una forma de símbolo compuesta de dos partes. Originariamente, como medalla que se colocaba en la ropa, consistía en una pictura y un breve texto, y expresaba las intenciones del portador en cuanto a sus acciones en forma de imágenes y sentencias, de tal modo que cualquiera las podía ver.179 Como presentación pública de los objetivos personales, representa un emblema individualizado y reducido a dos partes que se distingue de este porque no pretende tener una validez general. El soneto de Quevedo se puede interpretar ante el trasfondo de esta caracterización genérica como empresa poética, interiorizada y ascéticamente transformada. El lema con el que se concluye formula un propósito que se ilustra con una sucesión de tres picturae antepuestas. Si bien esa intención es de naturaleza auténticamente privada y se revela en el ámbito íntimo de la interioridad espiritual, en el texto literario, no obstante, adquiere un carácter publicitario que corresponde por completo a la forma en la que se presenta públicamente un símbolo. Los rasgos individualizadores de la empresa se corresponden con la subjetivación que se observa en la meditación. El texto de Quevedo une modelos espirituales y simbólicos de la constitución del sujeto en una perspectiva específicamente barroca. Al mismo tiempo, la confrontación con el mundo exterior se configura como una retirada interior. Con lo cual la relación consigo mismo se manifiesta como el efecto de un plissement180: el estado anímico de la instancia enunciativa se constituye también como elemento antropomorfo del mundo exterior, tal y como la interioridad ya incluye lo exterior en sus proyecciones alegóricas. Desde esta perspectiva resulta también evidente la analogía resaltada tanto por Heinrich Wölfflin como por Gilles Deleuze con un rasgo específico de la arquitectura de esa época: la 179 Véase la “Vorbemerkung der Herausgeber” en Arthur Henkel/Albrecht Schöne (1996: XI ss.). Sobre la empresa, véase también Robert Klein (1970: 125150) y Sebastian Neumeister (1997: 98). 180 Gilles Deleuze (1988) ha elevado ese principio del pliegue recíproco —que constituye un orden espacial, no temporal, de las correspondencias fractales— a distintivo determinante del Barroco. En este contexto llama la atención que la estructura ternaria de la imagen y semejanza —que es el lugar epistemológico de ese pliegue subjetivizador— constituya el principio de composición de todo el texto (véase II/ cap. 2.3.), tanto en la escenificación de la meditación con las tres potencias, como también respecto a esa técnica meditativa en relación con la estructura del símbolo y, finalmente, en la tríada de las etapas evocadas de la vida.
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ornamentación intranquila de las fachadas barrocas se contrapone con frecuencia a la hermenéutica y la tranquilidad de los espacios interiores, lo que produce gran efecto.181 El soneto de Quevedo, con su plasticidad arquitectónica y antropomorfa, deja percibir esa relación de forma polifacética. La fachada retórica evoca la paz interior cuando el peregrino anónimo, tras su largo recorrido, llega a su casa ruinosa, la cual es tanto alegoría del cuerpo como morada del alma. Otro significado espiritual semejante se esconde también en la escena primaveral —descrita como sombría, sin atender a convenciones— del segundo cuarteto. En los Ejercicios se encuentra una posible fuente de este cuadro de la naturaleza: “En la invisible, como es aquí de los pecados, la composición será ver con la vista imaginativa y considerar mi ánima ser encarcelada en este cuerpo corruptible y todo el compósito en este valle, como desterrado entre brutos animales; digo todo el compósito de ánima y cuerpo”.182 La segunda estrofa toma el escenario ignaciano del valle y de los animales como base horizontal, con los motivos de la montaña y el sol en las alturas, presentándose como ciclo antibucólico “de lo efímero de la naturaleza: el arroyo funde el hielo, el sol seca el riachuelo, y las sombras del monte oscurecen la luz del sol”.183 La visualización de la muerte con las isotopías tradicionales de la dureza y la frialdad apenas permiten otra interpretación. No obstante, Quevedo sugiere aquí, a la vez, un proceso de transformación totalmente contrario, pues la metamorfosis del agua (el hielo, el río y, finalmente, el vapor) al recorrer verticalmente el cuadro, de abajo hacia arriba, efectúa un ascenso desde la oscuridad fría de las sombras hasta la claridad y el calor del sol. Por lo tanto, el movimiento lleva de los espacios connotados negativamente a los positivos de toda la escena, evocando así los sucesivos estadios de la desintegración y del fallecer. De acuerdo con las instrucciones ignacianas, el espacio de la naturaleza es un cuadro alegórico que expresa el encarcelamiento del alma. Su función es la de personificar un hecho abstracto para fijar de forma duradera lo “invisible” en la memoria del ejercitante. Quevedo vivifica esa escena 181
Según Deleuze (1988: 40), basándose en los estudios sobre el Barroco de Jean Rousset. 182 Ejercicios espirituales (1963: 209 s.). 183 Según la anotación, en Francisco de Quevedo: Aus dem Turm. Sonette, spanisch-deutsch (1981: 68 s.).
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estática dejando que el “ánima” se libere de su cárcel física atraída por la llamada irresistible de una fuerza superior.184 Así, ese proceso de absorción sucesiva transmitido de forma plástica se manifiesta, en definitiva, como prefiguración de la muerte imaginaria que seguirá en el Salmo XX. Por lo tanto, lo que aporta la referencia intertextual a los Ejercicios no es más que una interpretación alegórica del segundo cuarteto. Al mismo tiempo, Quevedo dinamiza el patrón espiritual en una imagen agente,185 cuyo mensaje tropológico se dirige a la aniquilación y elevación del alma liberada. Con esto, el texto se sitúa en el centro del tercer subciclo pronosticando ya el cuarto y último. 9. Muerte espiritual: abstracción alegórica y experiencia somática (Salmos XVI, XX) En el Salmo XVII se manifiesta la transformación emblemática del propio mundo experiencial sub specie mortis como preparación para la muerte espiritual. Por otro lado, en el Salmo precedente, el XVI, se puede reconocer un aspecto concreto de la imitatio fantasmática: la exteriorización física de la imaginación, su intrusión en el sentimiento corporal: Llama la muerte Ven ya, miedo de fuertes y de sabios; irá la alma indignada con gemido debajo de las sombras, y el olvido beberán por demás mis secos labios. 5
10
184
Por tal manera Curios, Decios, Fabios, fueron; por tal ha de ir cuanto ha nacido; si quieres ser a alguno bien venido, trae con mi vida fin a mis agravios. Esta lágrima ardiente con que miro el negro cerco que rodea a mis ojos, naturaleza es, no sentimiento.
“Desatar” (v. 6), en el famoso poema amoroso de Quevedo, significa explícitamente la liberación del alma en el instante de la muerte: “Cerrar podrá mis ojos la postrera/Sombra que me llevare el blanco día/Y podrá desatar esta alma mía/Hora, a su afán ansioso lisonjera” (Poesía original completa 1996: no. 472). 185 Véase Frances A. Yates (1966: 9-26).
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Con el aire primero este suspiro empecé, y hoy le acaban mis enojos, porque me deba todo al monumento.
Aun sin tener en cuenta el epígrafe que se añadió posteriormente, ya el apóstrofe introductor deja reconocer la especial relación con la muerte característica de la meditación.186 La salutación no podría ser más contraria a una actitud pasiva, resignada y conforme con el destino. La instancia enunciativa apela deliberadamente, casi con impaciencia, al descanso eterno, que, al final, será “bien venido” (v. 7). En este pasaje, con el “esforzar(se) a doler, tristar y llorar” ya se hubiera cumplido, en principio, con las instrucciones ignacianas.187 Pero, en Quevedo, la voluntad de expresión hiperbólica no se detiene en absoluto en ese estadio, sino que incrementa la expectativa consciente de la muerte al configurarla como anticipación imaginaria del trance mortal. Esto equivale a un uso potenciador de la meditación con las tres potencias. Ahora se vuelve a alegorizar el propio estado afectivo —es decir, el verdadero objetivo del proceso meditativo—, convirtiéndose este así en objeto de una vista imaginativa de segundo grado. En este sentido, el primer cuarteto lleva desde el mencionado apóstrofe, pasando por el conjuro del instante de la muerte,188 impaciente y lleno de expectación, hasta la imagen mitológica de la entrada del alma en el reino de las sombras. Al final, el hablante se ve bebiendo del río del olvido, evocando así una escena que aparece repetidas veces también en los poemas amorosos.189 Pues bien, una vez transformado el tema abstracto en una forma concreta y al alcance de los sentidos, sigue una reflexión, en el 186
Respecto a la meditación sobre la muerte en el Barroco literario desde una perspectiva comparatista, véase Stephanie Wodianka (2004). 187 Ejercicios espirituales (1963: 195, 236). 188 Sigue con una traducción literal del verso final tomado de la Eneida de Virgilio: “vitaque cum gemitu fugit indignata sub umbras”. Sobre los diferentes motivos y sus fuentes, véase Francisco de Quevedo: Poesía moral (1992: 193 ss.) y Francisco de Quevedo: Un Heráclito cristiano, Canta sola a Lisi y otros poemas (1998: 35 s., además del comentario de las pp.688 ss. Con útiles referencias bibliográficas). 189 De nuevo la serie de escenas modela aquí una compositio loci alegórica de lo “invisible”, en cuyo lugar ya se encuentra el viejo tema del trance mortal, ya conocido en las tradiciones antiguas de la meditación (véase Paul Rabbow (1954: 34 s., 75 s. y 118). También se encuentran reminiscencias de esto en los Ejercicios espirituales (1963: 186, 234).
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segundo cuarteto, que eleva la observación dirigida a los objetos al nivel del intelecto. Esto se efectúa, sobre todo, citando el tópico del ubi sunt (v. 5), que ya se había ampliado en el Salmo XII y que lleva la invocación de la muerte, en la introducción, a un lamento general. Al estrecharse ese nivel gnómico que sigue a continuación hasta llegar a la propia situación, la materia queda encaminada necesariamente al nivel más alto, el de la voluntad y los afectos: la segunda parte del soneto se dedica a vincular de nuevo el tema de la muerte con la propia instancia enunciativa. Así, se pone de manifiesto cómo el transcurso general del texto obedece claramente a la estructura ternaria de la meditación con las tres potencias, que se corresponde de forma ideal con el “tipo ascendente”190 del soneto. Este esbozo dramatúrgico se basa en la aplicación de esos tres procesos de amplificación que se utilizan constantemente también en los Ejercicios.191 Así, en la paradigmatización y variación de un tema básico, se puede reconocer la figura de las congeries que Loyola utiliza con frecuencia.192 El trance mortal aparece primero en el apóstrofe y luego, en la alegorización mitológica. Al final, es lo que motiva la reflexión general y lo que incita a que se medite sobre la propia situación. Este principio estructurador está estrechamente entrelazado con la amplificatio per incrementum:193 la angustia aumenta cuanto más inminente es la caída de la vida en la evocada sombra de la muerte. Este efecto culminante queda garantizado, al final, por el tercer tipo de la comparación simple y regresiva:194 lo que fue un destino de dimensiones históricas atañe también a la propia persona insignificante. Por lo tanto, la interconexión especial de las tres formas de amplificación lleva el tema desde la alegoría mitologizadora, pasando por la retrospección histórica, hasta la situación individual. Ella es la responsable del ímpetu concretizador y subjetivador de la imaginación, que es característico, en general, del transcurso estructural de un ejercicio ignaciano. Esto ya lo han mostrado los ejemplos de la meditación de los pecados, del infierno y de la creación: aquí también se
190 191
Sobre ese “tipo ascendente” del soneto, véase H. Friedrich (1964: 167). Véase Rabbow (1954: 55-90), así como también el análisis del Salmo VI en
III.4. 192
Rabbow (1954: 60 s.). Ibídem (1954: 59 ss.). 194 Ibídem (1954: 58 s.). 193
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sondeó sistemáticamente para el ejercitante un tema supraindividual en su potencial afectivo. La intensidad de ese acoplamiento retroactivo afectivo ya preparaba el camino desde la imaginación interior hasta los síntomas externos de las lágrimas y de los ojos rodeados del “negro cerco”195 (v. 10). Esto se evidencia en el primer terceto mediante la relación jerárquica entre la naturaleza y el sentimiento (v. 11). La estimulación imaginaria del anhelo de muerte es ahora absorbida por un sentimiento puramente físico cuya inmediatez la acentúan los repetidos deícticos al principio de cada una de las últimas estrofas (vv. 9, 12, 14). Aquí, por lo tanto, la evidentia de la vista imaginativa cambia repentinamente hacia una presencia “cristomorfa” del sufrimiento corporal.196 El fantasma del último suspiro remite, finalmente, esa pasión psicosomática a una deuda que hay que pagarle a la tumba, metonimia de la muerte (v. 14). De esta manera se pueden reconocer aquí por primera vez dimensiones eucarísticas de la muerte interior. Ya por lo que se refiere al pecado original197 y a la Pasión de Cristo,198 ese “deber” representaba la obligación de imitar interiormente una muerte salvífica que, en el cuarto y último subciclo, lleva al renacimiento y la renovación interior. Pero, por el momento, los textos subsiguientes imponen la evidencia física del sufrimiento identificatorio. En estos se utilizan constantemente efectos onomatopéyicos del lamento comparables a los del Salmo V, especialmente ahí donde se tematiza la aniquilación espiritual.199 El punto culminante de todo el ciclo lo marca, en este sentido, el Salmo XX:200
195
Sobre la fuente estoica del “cerco”, véase Francisco de Quevedo: Un Heráclito cristiano, Canta sola a Lisi y otros poemas (1998: 39 y 689). 196 Sobre el cuerpo cristomorfo, véase Roland Barthes (1971: 68). 197 Salmo I, v. 4. 198 Salmo V, v. 14. 199 Véase, por ejemplo, Salmo XVIII, vv. 77 y 12-13; Salmo XVII, v. 14; Salmo XX, v. 9. Sobre la relación entre el lamento onomatopéyico y la aniquilación, véase también el análisis en III/cap. 1.5. 200 El texto se cita según la versión del Parnaso español, impreso en Francisco de Quevedo: Un Heráclito cristiano, Canta sola a Lisi y otros poemas (1998: 41). Blecua prefiere para su edición la versión manuscrita (Francisco de Quevedo: Poesía original completa 1996: 30).
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Meditación espiritual e imaginación poética Tuvo enojado el alto mar de España, apenas, Fabio, por orilla el cielo; la ley de arena que defiende al suelo ofensas receló de tanta saña.
5
10
Con temeroso grito la montaña hirió; llevóse el día obscuro velo; mezcló en las venas a la sangre el hielo, erizado temor que le acompaña. ¡Qué me dictó de votos la tormenta, y cuántas mi pavor al Ponto debe y a la deidad suprema exclamaciones! Nunca tierra alcanzara; antes violenta mi nave errara, pues el puerto breve olvido trujo a tantas oraciones.
El soneto sigue una bipartición clásica cuya frontera la constituye el eje central entre el octeto y el sexteto. La primera mitad está dedicada a la descripción, muy cuidada desde el punto de vista retórico, de una tormenta marina que, dentro del ciclo, marca el clímax expresivo. Ese efecto se logra, sobre todo, mediante la personificación de las fuerzas de la naturaleza y la lucha que mantienen entre sí con una vehemencia mortal. Las enfurecidas olas se alzan casi hasta tocar el cielo (vv. 1-2), una irreverencia esta por la que se ofende la alegórica ‘ley de la arena’ (vv. 3-4), que se esfuerza por defender las fronteras naturales. También la montaña lanza un “temeroso grito” por semejante sacrilegio (v. 5), lo que se puede entender como el romper atronador de las olas contra sus rocas. Su sangre se mezcla con el horror helado201 y la oscuridad irrumpe en la claridad del día. Toda esta situación descontrolada se refleja también en una sintaxis llena de viveza dramática: al nivel de la construcción oracional, las complicadas inversiones e hipérbatos insinúan asimismo una perturbación fundamental del orden natural.
201 La personificación de la montaña recuerda hasta en lo textual algunos poemas de Quevedo en los que el volcán aparece como emblema del amante desesperado: desde esta perspectiva, la cumbre helada, por ejemplo, y el fuego interior se convierten en correspondencias alegóricas de los affetti contrari petrarquistas, o el retumbar de la erupción, en los gemidos desesperados por un amor no correspondido. Véase al respecto Mercedes Blanco (1997: 123-128).
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A continuación, el sexteto describe el efecto afectivo que causa ese escenario en el hablante, que, como se llegará a saber en los dos últimos versos, estaba navegando en su barco por el mar y, de repente, se vio en medio de la tormenta descrita al principio. La violencia de la catástrofe natural hace que parezca imposible atracar en tierra firme y conduce irremediablemente a la muerte en alta mar. Con esto, el “puerto breve” (v. 13) resulta enigmático en varios sentidos: trae olvido a las “oraciones” (v. 14) que siguieron a los “votos” (v. 9) y “exclamaciones” (v. 11) del primer terceto. Seguramente se trata de juramentos que no se han tomado en consideración, rezos y exclamaciones que el navegante dirigió al cielo al ver su vida en peligro. En la segunda parte del soneto queda claro que tras esa imaginería marítima se encuentra el tópico alegórico de la vida como un viaje por el mar. Este paso a la imagen del “puerto breve” marca, al respecto, el destino temporal del viaje figurado: “breve” es realmente el atributo del sensus allegoricus implícito de la “vida” y significa que se ha llegado prematuramente al puerto de la muerte, es decir, que la vida ha tenido un final prematuro. Por lo tanto, la catacresis no se puede entender más que como un intento forzado de unir los dos niveles de significado de la alegoría. En el texto, ella es el único indicio que se deja interpretar como allegoria tota202 muy elaborada, en la que se evita cualquier indicación explícita al verdadero significado. Con esto se potencia la relación sustitutiva ya existente desde el principio: la prematura llegada al puerto representa metonímicamente un naufragio que, en el contexto de la alegoría total, hace referencia, a su vez, a una muerte repentina. En la versión del manuscrito, esto se hace inequívoco y se menciona el “naufragio” aún de forma explícita:203 10
202
¡Qué me enseñó de votos la tormenta! Y ¡qué de santos mi memoria debe al naufragio y al mar! ¡Qué de oraciones!
En este sentido, el soneto se podría interpretar también como caso extremo de una allegoria permixta (véase al respecto Quintiliano: Institutio oratoria, VII, 6, 44-47, quien también utiliza el ejemplo del viaje por mar). 203 Quevedo: Poesía original completa (1996: nº 32, 30 s.).
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La alegoría se constituye aquí como una sucesión in crescendo de metáforas individuales:204 la tierra inundada y la montaña representan lugares de vida y de refugio que se han hecho inaccesibles, y la tormenta, la última crisis vital que lleva a la muerte. En este contexto llama la atención que todos esos acontecimientos en cuestión se sitúan en el pasado, lo cual, por otro lado, hace que nos percatemos de una paradoja pragmática. Evidentemente, la situación enunciativa está en una relación póstuma respecto al tema codificado alegóricamente. La tormenta y el naufragio ya han pasado, se ha llegado al puerto de la muerte y la embarcación navega a la deriva por el mar. Parece casi imposible encontrar una explicación lógica para esa peculiaridad dentro del propio texto. No obstante, si se observa detenidamente el contexto del ciclo meditativo, se podría deducir que el nivel figurativo del discurso remite al propio estatus imaginario del sensus allegoricus. Finalmente, en el centro del tercer subciclo se encuentra el punto culminante, afectivo y eucarístico, de la imitatio Christi interior: la recreación imaginaria de la muerte del Redentor. En cuanto al proceso interior y espiritual, esa aniquilación, en efecto, podría ser descrita retrospectivamente. Si se ve qué posición ocupa el texto dentro del Heráclito cristiano, queda confirmada esa suposición heurística, pues el Salmo XX se corresponde con el sexto día de la tercera semana de los Ejercicios: aquí el objeto de la vista imaginativa es el día después de la crucifixión.205 Pero las analogías con la historia de la Pasión no se agotan en absoluto en esta equivalencia posicional, sino que abarcan una serie de detalles semánticos y pragmáticos. Las fuerzas naturales desatadas corresponden al terremoto que, según los Evangelios, siguió a la muerte de Jesús. Lo mismo se puede aplicar a la oscuridad que se cierne sobre la tierra (v. 6) que, además, aparece en la imagen alegórica del “velo”, lo que, a su vez evoca el rasgamiento del velo del templo.206 Finalmente, las “oraciones”, “exclamaciones” y “votos” del primer terceto,207 que el marinero abocado a la muerte lanza al cielo, recuerdan a las últimas plegarias, lamentos y gritos del Salvador agonizante en la cruz. Si nos adelantamos a echarle un vistazo ya al 204
Quintiliano: Institutio oratoria, VIII, 6.14. Ejercicios espirituales (1963; 208, 238). 206 Mateo, 27,45-51. 207 Las indicaciones se refieren a las dos versiones del texto. 205
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Salmo XXV, veremos confirmada nuestra hipótesis respecto a las referencias al Nuevo Testamento. En una composición viendo el lugar, que respeta rigurosamente las prescripciones ignacianas, se plasma el desatamiento de las fuerzas de la naturaleza personificada como una reacción de duelo ante la crucifixión: Llena la edad de sí toda quejarse, Naturaleza sobre sí caerse, en su espumoso campo el mar verterse y el fuego con sus llamas abrasarse, 5
10
el aire en duras peñas quebrantarse, y ellas con él, y de piedad romperse, el sol y luna y cielo anochecerse es nombrar vuestro Padre y lastimarse. Mas veros en un leño mal pulido, de vuestra sangre, por limpiar, manchado, sirviendo de martirio a vuestra Madre; dejado de un ladrón, de otro seguido, tan solo y pobre, a no le haber nombrado, dudara, gran Señor, si tenéis Padre.
A la luz de semejantes características, en el Salmo XX se dibuja, a nivel imaginario, una recóndita imitación de la muerte salvífica llena de alusiones, la cual, en su construcción totalmente estructurada y planificada, va mucho más allá de la mera integración de motivos y temas ocultos. Para describir más detalladamente la estructura fundamentalmente retórica de esa imitatio afectiva queda aún por constatar que el decorado narrativo de la historia de la Pasión (el terremoto, el ocaso y la plegaria) aquí se repite en el estado figurativo de las imágenes retóricas. Tampoco quedan aislados los elementos de ese decorado en estado metafórico, sino que se unen a la alegoría del viaje por mar, la cual ahora representa la vida y el morir espirituales. Con esto, aquí mismo se puede ver que, una vez más, la imitación interior se constituye como efecto de una operación semiótica. A través de la abstracción alegórica se desliza un nuevo significado bajo las citas de la escena en el Gólgota.208 La muerte imaginaria se constituye aquí 208 Sobre el “glissement” como principio de la constitución del sentido, véase Lacan: “L’instance de la lettre ou la raison depuis Freud” (1966: 502).
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completamente como apropiación retórica de la Pasión. En el marco de esa superposición subjetivadora de la tradición cristiana vuelven a coincidir, por lo tanto, la imitatio poética y la espiritual. Así, la programática, que ya se puede percibir en el título del ciclo, también se llega a cumplir de una forma sorprendente.209 La aniquilación extrae todo su patetismo por la estilización bíblica de la propia vivencia. En la recreación fantasmática resuenan ahora los gritos y los rezos del crucificado en la boca del náufrago, y la violencia catastrófica del terremoto surge como respuesta a su propia muerte. Es difícil conectar de una forma más ajustada y al mismo tiempo sutil la relación de carácter vivencial con la Pasión bíblica. La representación se mantiene transparente respecto al texto literal de los evangelistas y, no obstante, se basa indudablemente en la perspectiva del sujeto que la presenta. Las alusiones retóricas y espirituales a la Pasión continúan en las confesiones del primer terceto. Si se pone la “tormenta” (v. 9) personificada en el lugar del “sufrimiento” sinónimo que se encontraba ya para la passio Christi en el Salmo V,210 el enigmático papel alegórico adquiere contornos específicos como “maestra de votos”. La “tormenta”, sinécdoque y personificación al mismo tiempo, evoca a Cristo como ejemplo del propio sufrir que hay que imitar. Estos rasgos se condensan cuando, a continuación, entra en juego una culpa que, a su vez, se fundamenta en el don divino de las “exclamaciones” (v. 11): estas, junto con las lágrimas y los lamentos, convergen en una agonía que hay que estimular repitiendo imaginariamente la inmolación salvífica. Al final, lo que queda por ver es si los afectos formulados se refieren al sufrimiento del Redentor o a los propios sentimientos. Tal ambivalencia es el resultado de un programa espiritual, pues muestra una fusión identificativa en la que ambas instancias ya no se pueden separar. Con esto ya se pone de manifiesto que se subestimaría la capacidad imaginativa del hablante si la alegoría del naufragio se viera solo como un acontecimiento y no como el medio de una imitatio interior que, con la crucifixión imaginaria, ya ha pasado su clímax. Este suceso central regresa en forma de alegoría, la cual, a su vez, no es difícil reconocer como compositio loci de un proceso invisible y anímico.211 Es 209
Véase III/cap. 1.2. Véase Salmo V, v. 14 y la correspondiente interpretación en III/cap. 1.5. 211 Véase Ejercicios espirituales (1963: 47, 209 s.). 210
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ella la que lleva el desarrollo dramatúrgico del ciclo hasta otro clímax nuevo y ahora ya definitivo. Todos los requisitos fundamentales para la vista imaginativa se cumplen en el escenario de la catástrofe de la naturaleza. Este está marcado fuertemente por una inmediatez de la representación dramática en la que las percepciones ópticas, acústicas (v. 5) e incluso táctiles (v. 7) se intensifican y complementan mutuamente produciendo una vivencia total sinestésica. También la forma en la que transcurre el soneto obedece a los pasos individualizadores de la meditación con las tres potencias: de la compositio loci del octeto al aseguramiento reflexivo de la propia culpa en el primer terceto que, al final, pasa con fluidez a la autoafección.212 Es importante, sobre todo, constatar que aquí la crucifixión fantasmática no se tematiza en la ficción de la vivencia simultánea, sino tan solo desde la visión retrospectiva y en el modo de la figuración retórica. El significado primordial permanece ausente. En vez de nombrarlo, más bien se evoca implícitamente. Luego, en ese doble distanciamiento, la alegoría es capaz de constituir su verdadero sentido solo como sentido ausente y pasado. Es el efecto de una proliferación de imágenes y alusiones que, si bien llevan una enorme carga afectiva son, en última instancia, tan solo secundarias y representativas. En este sentido, la suplementariedad de la representación lingüística refleja con una gran exactitud el proceso psicológico que representa. Es ella la que remite al propio procedimiento identificativo capaz de subsanar, solo al nivel imaginario, la ausencia primordial de un objeto ‘real’ en el sentido lacaniano; Michel de Certeau habla del “corps manquant”213 místico del Redentor. En este yerro necesario se puede 212 La versión manuscrita contiene todavía una referencia metapoética a la estructura básica de esa labor recordatoria espiritual que, más tarde, se suprimirá. Si ahí se tematiza la memoria como deudora de “santos” y “oraciones”, pero también del “naufragio” y del “mar”, entonces, teniendo en cuenta que el texto está concebido completamente como una alegoría, no es muy probable que se trate de presentificar experiencias biográficas reales. Aquí lo que se quiere reunir más bien son los parámetros formales y de contenido del primer nivel de la meditación, el que se dirige sensitivamente a los objetos: como sucede por lo general en la imaginación ignaciana, la memoria es aquí también una función de la inventio retórica que se sirve del repertorio de un tópico dado: así, la memoria le debe su tema al campo visual del mar y del naufragio y la especificación de dicho tema se debe, a su vez, a los santos y oraciones. Como se ha podido ver, estos proceden en definitiva de un objeto primordial de la imaginación que, aquí, está solo implícito: la crucifixión. 213 De Certeau (1987: 107-127).
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reconocer la causa más profunda de una negatividad fundamental de la jouissance mística que se perfila ya en la descripción que hace Loyola de la loqüela. La unión espiritual con la divinidad se puede fijar solo en el momento de su disipación.214 Esta paradoja se expresa de forma ejemplar en la alegoría compuesta del Salmo XXII, la cual sugiere la fusión con el modelo mesiánico y muestra, al mismo tiempo, su inaccesibilidad. Si bien, como ha mostrado Jacques Derrida en varias ocasiones, a esa estructura suplementaria no se le escapa ningún acto de expresión lingüística. No obstante, se manifiesta abiertamente en la fusión mística, cuyo lugar ciertamente está “au-delà du langage”.215 Por eso la literatura espiritual siempre rehusó el símbolo sustancializado y presentificador, y en vez de esto encontró su forma de representación preferida en la estructura referencial de la alegoría, arbitraria y abiertamente sustitutiva.216 Dentro del Heráclito cristiano se trata, tras las evocaciones onomatopéyicas del Salmo V, de un segundo intento de expresar lingüísticamente el proceso de la autoaniquilación. Así, la alegorización de la propia experiencia, que empezó en el segundo subciclo, aquí no solo llegará hasta sus límites expresivos, sino que también alcanzará su meta eucarística.217 Con la muerte espiritual del viejo yo pecador se alcanza por última vez el estadio totalizador de la “ponderación misteriosa”218 en el que “está completo el infierno”.219 Es ella la que hace cambiar las estrategias retóricas de la mortificación en el estado transformador de la gracia. Ya el Salmo XXII que sigue a continuación expresa la renovación interior en la comunión. Pero, por el momento, se tiene que establecer la calma tras esa tormenta marina de dimensiones catastróficas, aunque sea de naturaleza retórica. La extensión contemplativa del cielo claro, a la que se alude en el Salmo XXI, ofrece a este respecto el contraste adecuado frente a la catástrofe natural:
214
Véase la extensa explicación en II/cap. 3.3. Barthes (1971: 58). 216 Sobre la contraposición entre el símbolo motivado y la alegoría arbitraria, véase también Paul de Man (1969: 173 ss.). 217 Véase Benjamin (1983: 208-211), así como II/cap. 2.3. y III/cap. 1.7. 218 Ibídem. 219 Según Ansgar Hillach (1976: 109), haciendo referencia a Benjamin. 215
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Las aves que rompiendo el seno a Eolo vuelan campos dïáfanos ligeras, moradoras del bosque incultas fieras sujetó tu piedad al hombre solo. 5
10
La hermosa lumbre del lozano Apolo y el grande cerco de las once esferas le sujetaste, haciendo en mil maneras círculo firme en contrapuesto polo. Los elementos que dejaste asidos con un brazo de paz y otro de guerra la negra habitación del hondo abismo, todo lo sujetaste a sus sentidos; sujetaste al hombre tú en la tierra y huye de sujetarse él a sí mismo.
Con el idilio sin personas se introduce una reflexión general que evidencia, en la figura arcaizante de la políptoton verbal (“sujetar”), que el ser humano, en cuanto el más importante eslabón en la cadena de la creación, “huye de sujetarse él a sí mismo”. Con lo cual se vuelve a aludir implícitamente a la anterior aniquilación, pero también se introduce el último subciclo. En él domina esencialmente el tema de la renovación espiritual cuya condición necesaria es la aniquilación. 10. Renovación interior: entre la metamorfosis ritual y la retórica (Salmo XXII) El primer texto de la cuarta y última semana continúa consecuentemente con la apropiación poética y subjetiva de los ejercicios jesuíticos. El soneto de la comunión, extremadamente conceptista, describe ahora esa transformación interior hacia el hombre nuevo, una transformación que ya había presentado el programático salmo introductorio, apoyándose en la Carta de san Pablo a los efesios (4,17-24) y que es la meta a la que hay que llegar en la meditación. En el sentido de la paradoja de la crucifixión, la muerte interior aparece aquí, al mismo tiempo, como nacimiento espiritual.220 De nuevo, el tema correspondiente extraído de los Ejercicios, la resurrección de Cristo, se presenta desde la perspectiva 220
“La muerte me renueva, no me aniquila” (La cuna y la sepultura 1969: 97).
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del sujeto contemplativo. A la realización imaginaria del sacrificio del Redentor le sigue la esperanza de renovación mediante el sacramento. Como en el coloquio ignaciano, aquí también, a nivel pragmático, se le dirige la palabra directamente a la divinidad: Pues hoy pretendo ser tu monumento, porque me resucites del pecado, habítame de gracia, renovado el hombre antiguo en ciego perdimiento. 5
10
Si no, retratarás tu nacimiento en la nieve de un ánimo obstinado y en corazón pesebre, acompañado de brutos apetitos que en mí siento. Hoy te entierras en mí, siervo villano, sepulcro, a tanto güésped, vil y estrecho, indigno de tu Cuerpo soberano. Tierra te cubre en mí, de tierra hecho; la conciencia me sirve de gusano; mármor para cubrirte da mi pecho.
El concepto que sirve de base se forma mediante la comparación de la comunión con el entierro de Cristo en el cuerpo del ejercitante. Como en otros muchos textos del ciclo, se constituye en la figura dominante de la alegoría en calidad de metaphora continuata. La serie de imágenes comienza con la estilización del propio cuerpo convertido en sepulcro y sigue amplificándose hasta el último verso, cuando aparece el pecho como lápida de mármol. Desde el punto de vista teológico, detrás de estas inusuales figuras conceptistas se encuentra el dogma central tridentino de la presencia real, esto es, la doctrina de la transformación sustancial (no solo simbólica) del sacramento de la eucaristía en el cuerpo y sangre de Cristo. No hay prácticamente nada que pueda visualizar más directamente los rasgos psicopatológicos de la autoconstitución espiritual que esa alegoría del entierro. La identificación va aumentando hasta llegar a la imagen vivencial (aquí todavía anticipada) de la incorporación fantasmática que supera la frontera entre sujeto y objeto al nivel imaginario.221 El 221 Sobre el poder nivelador del fantasma, véase Deleuze (1969: 245-252) y Juranville (1996: 190 s.) y II/cap. 2.3.
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propio cuerpo se convierte en cripta figurativa —concretamente en sepultura inconsciente del objeto—222 y, de esta forma, en recipiente que custodia el “corps manquant” místico de Cristo.223 Desde una perspectiva de la historia del estilo, ese concepto y su contenido dogmático remiten a una poética contrarreformista del movere, en la que se antepone de forma programática el afecto producido por las imágenes al contenido de la doctrina.224 Pero, por otro lado, el ideal de la evidentia está detrás de una alegoría que aquí sirve para presentificar directamente los contenidos centrales de la fe. A pesar de la sugestiva evocación queda por constatar que aquí aún no se ha realizado la transformación interior, pero que sucederá inminentemente. En esta actitud lingüística prospectiva radica también la causa de un cambio de nivel sorprendente y único en el Heráclito cristiano. Con el tema de la comunión se abandona el nivel de una vivencia puramente imaginaria y se abre la renovación interior a su correspondiente ritual. El motivo de ese franqueamiento es de carácter teológico, pues el efecto mágico del sacramento es ineludible según la doctrina tridentina. En este sentido, ese efecto puede garantizar el éxito del trabajo meditativo preparatorio para la transformación espiritual. Ese asegurarse dogmático se pone en escena con refinamiento en el segundo cuarteto también a nivel plástico. Si no se produce la renovación interior, entonces, según la instancia enunciativa, el Redentor deberá retratar su nacimiento en un alma helada, en el pesebre del corazón y en los “brutos apetitos” esclavos de los sentidos. El principio retórico constitutivo de ese giro ya se conoce por otros textos del ciclo. Aquí, una vez más, se vuelve a naturalizar una formulación metafórica. El frío corazón del pecador aparece convertido en decorado descriptivo de un nuevo telón de fondo: el nacimiento de Cristo en invierno.225 Con los “Brutos apetitos” (v. 8) y la “nieve”226 se retoma claramente 222
Véase Derrida (1979: 10 s.). Véase Michel de Certeau (1987: 107-127). 224 Sobre la configuración dramática de esa estética del efecto en el auto sacramental (que escenifica también la eucaristía), véase Manfred Tietz (1981). 225 Ignacio de Loyola prescribe la meditación sobre el nacimiento de Jesús tanto en la segunda como también en la cuarta semana; véanse los Ejercicios espirituales (1963: 110-117, 222 y 265, 249). En el soneto espiritual nº 185 Quevedo escenifica el tema como composición viendo el lugar. 226 Véase también la metafísica del estado afectivo en el Salmo II, v. 3. 223
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la situación en la que se encontraba al principio el hablante, esto es, su persistencia pecaminosa en mantener su deseo esclavo de los sentidos. Así, la compositio loci de la escena navideña se genera directamente a partir de esas imágenes que expresan también el sentimiento afectivo del que comunica. Así pues, la metamorfosis retórica representa implícitamente al mismo tiempo la transformación interior. Se sugiere que, tras la comunión, el pecador recibe la renovación independientemente, en definitiva, del estado en el que se encuentre el sujeto. En la versión de 1613 esta relación se formula de forma aún más explícita: 5
Si no, retratarás tu nacimiento, pues entrando en mi pecho disfrazado, te verán en Pesebre acompañado de brutos apetitos que en mí siento.
Lo que todavía no se ha podido explicar es por qué Quevedo, en los subsiguientes tres salmos, XXIII-XXV, deja de orientarse por los Ejercicios como lo había estado haciendo de forma tan consecuente. Con el cumplimiento exacto de las prescripciones respecto a la composición del lugar, la vista imaginativa y la aplicación de los sentidos, se recupera aquí la observación de la historia de la Pasión desde el Domingo de Ramos hasta el Viernes Santo, que es parte esencial de la tercera semana. Únicamente en esos tres textos —que en su convencionalismo recuerdan claramente a la concepción de temas semejantes en las Rimas sacras de Lope de Vega—, la modelización poética de la meditación vuelve a pasar de la afección del sujeto contemplativo al nivel de la memoria. No hay un motivo claro que justifique ese corte cronológico y estilístico dentro del último subciclo. Sea como sea, aparte de la divergencia con la forma en la que transcurren los Ejercicios, la Pasión en cuanto condición salvífica está tan fuertemente unida a la renovación interior, que esto no supone ninguna ruptura significativa en la unidad del ciclo. Así, los tres últimos textos llevan a cabo un balance final del transcurso completo de la meditación. Ahora, con su sencilla presentación, apenas si se percibe algo de los abismos característicos de la anterior lucha interior. Aquí se vuelven a abordar aspectos decisivos y estaciones del iter spirituale. Así, el conocido Salmo XXVI vuelve a evocar la superación del engaño en ese amargo reconocimiento del mal al que se llegaba al final de la segunda semana (v. 10), sugiriendo
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también los esfuerzos que supone la estimulación afectiva, necesaria para conseguir esa actitud penitente que abre la puerta hacia la salvación eterna, en el sentido de la interpretación attritionista: [...] después de tantas lágrimas perdidas y tantos pasos sin concierto dados, 10
sólo se queda entre las manos mías de un engaño tan vil conocimiento, acompañado de esperanzas frías, y vengo a conocer que en el contento del mundo, compra el alma en tales días, con gran trabajo su arrepentimiento.
El siguiente soneto vuelve a citar la alegoría del viaje por mar, tras la cual se esconde, en el tercer subciclo, la recreación imaginaria de la crucifixión: Bien te veo correr, tiempo ligero, cual por mar ancho despalmada nave, a más volar, como saeta o ave que pasa sin dejar rastro o sendero. 5
10
Yo, dormido, en mis daños persevero, tinto de manchas y de culpas grave; aunque es forzoso que me limpie y lave llanto y dolor, aguardo el día postrero. Este no sé cuándo vendrá; confío que ha de tardar, y es ya quizá llegado, y antes será pasado que creído. Señor, tu soplo aliente mi albedrío y limpie el alma, el corazón llagado cure, y ablande el pecho endurecido.
El motivo de la nave, que era todavía un elemento integral de la alegoría del viaje en el Salmo XX, se coloca aquí en nuevos contextos referenciales. El hecho de que el barco navegue a la deriva tras la muerte de la tripulación, caracteriza la situación alegórica después de la aniquilación tormentosa y de un renacimiento espiritual. La referencia explícita a la “nave despalmada” (v. 2) —esto es, el estado renovado—
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hace indudable tal interpretación. También las aves están incluidas en este contexto emblemático. Formaban parte de la calma total tras la tormenta descrita en el Salmo XXII. Pero, mediante la imagen de la saeta (v. 3), se colocan en un contexto comparable al del barco que, a partir de ahora, remite al transcurso del tiempo (v. 1). Con este nuevo reparto de papeles se establece, en cierto modo, una alegoría de la alegoría. Lo que antes representaba la autoaniquilación —y ahora también— pasa a ser además una expresión figurativa del tiempo. Desde esta perspectiva, la primera estrofa se revela de nuevo como compositio loci ignaciana de lo invisible. La imagen ilustra unas circunstancias abstractas en forma de una concretización alegórica. Al colocarse el tiempo transcurrido con una percepción visual, el primer verso fija con gran precisión ese principio de la presentificación meditativa. Un efecto importante de la sobrecodificación retórica es que los dos sentidos alegóricos del barco fantasma —la aniquilación y el tiempo ligero— se correlacionan de forma específica. Así, el significado acorporal y puramente espiritual del barco, que ya se daba en el primer contexto, se presenta todavía más abstracto. Como consecuencia se produce una pérdida del contorno semántico que expresa el nuevo estado de la instancia enunciativa. El naufragio se encuentra a una distancia indefinida. Así, el renacimiento interior constituye también el inicio de un nuevo estado mítico-atemporal, liberado de la fuerza de gravedad y, con ello, de todo lo terrenal. El barco ya no es arrastrado por las olas, sino que vuela más allá de ellas. En la relación complementaria con esa atemporalidad de la existencia espiritual se encuentra lo efímero del ser corporal. El sosiego tras la muerte imaginaria permite, como se resalta en la segunda parte del soneto, enfrentarse con serenidad estoica al final físico (vv. 8-11). Con esto, el poder purgativo del sufrimiento y del lamento (vv. 6-7) vuelve a evocar metonímicamente el camino espiritual de la imitatio interior. Hasta la última estrofa no se nombra explícitamente su centro anímico: el albedrío (v. 13), el cual ha sido liberado de su esclavitud gracias a la unión con la voluntad divina que se expresa en la metáfora del “soplo”. El pecho ablandado (v. 14) recuerda a la lápida de mármol que aparecía en el Salmo XXII en representación de este, ilustrando el endurecimiento del alma antes de la comunión. Así, el penúltimo texto del Heráclito cristiano cita de nuevo la trama alegórica de la tormenta, del viaje y del entierro, que en la segunda mitad del ciclo representaban la aniquilación, para reunirlos bajo la perspectiva
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de la superación y la consumación. Las variaciones figurativas del iter spirituale se unen en un punto de mira concéntrico. Con ello se consigue pasar al texto final, que hace balance: Amor me tuvo alegre el pensamiento, y en el tormento lleno de esperanza, cargándome con vana confianza los ojos claros del entendimiento. 5
10
Ya del error pasado me arrepiento, pues cuando llegue al puerto con bonanza, de cuanta gloria y bienaventuranza el mundo puede darme, toda es viento. Corrido estoy de los pasados años que reducir pudiera a mejor uso buscando paz y no siguiendo engaños. Y así, mi Dios, a Ti vuelvo confuso, cierto que has de librarme destos daños, pues conozco mi culpa y no la excuso.
Aunque la alegoría del viaje por mar y su meta se vuelve a sugerir aquí de forma fragmentaria (“cargar” y “puerto” en vv. 3/6), el tema central es, sin embargo, la función del amor terrenal hacia el camino de la purificación espiritual.227 El “error pasado” retoma la tentación petrarquista que evoca el soneto introductor al principio del ciclo, en posición simétrica invertida. La búsqueda de la paz interior y la lucha contra el engaño (v. 11) reflejan, al final, parámetros esenciales de su superación mediante la meditación.228 Hasta aquí parece que se ha formulado una clara y sencilla conclusión. No obstante, llaman la atención, especialmente en el primer cuarteto, algunas valoraciones sorprendentes —por lo positivas— de ese amor tras del cual se esconde siempre el seductor demoníaco. Entre ellas se encuentran especialmente el “alegre pensamiento” (v. 1), 227 Los comentadores están de acuerdo en que aquí solo se puede tratar del amor sensual y mundano. Véase, por ejemplo, Walters (1985: 141 s.) y Francisco de Quevedo: Un Heráclito cristiano, Canta sola a Lisi y otros poemas (1998: 52 y 696). 228 El texto es una llamativa imitación del soneto final, CCCLIV, del Canzoniere. Quevedo integra y espiritualiza en su ciclo el arrepentido examen de conciencia como motivo de la lírica amorosa. La superposición remite a procesos que son característicos del ciclo de Lisi.
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la “esperanza” (v. 2) y los “ojos claros del entendimiento” (v. 4). La función y el significado de ese homenaje al amor mundano aparentemente paradójico solo se pueden entender en el contexto de la meditación ignaciana y de la forma de su modelación poética en el ciclo. Así, la situación de la tentación y sus connotaciones demoníacas permanecen extrañamente difusas, sobre todo al comienzo del poemario. Se evocan más intertextualmente de lo que se nombran de manera explícita. Esta falta de distinción clara se explica lógicamente sobre todo por la casuística jesuítica del pecado y su estrecha relación con un mundo marcado por la apariencia omnipresente. La superación específicamente barroca de este dilema se puede explicar de nuevo con la interpretación que hizo Walter Benjamin de una alegorización proliferativa del mundo experiencial: la superposición figurativa intenta compensar la pérdida de transparencia creando un orden de segundo grado a nivel metafórico y retórico.229 La meditación ignaciana también considera este procedimiento. Al igual que muchas otras guías del alma contemporáneas, esta se dirige también a la interioridad del sujeto. La lucha psicomáquica que se desata ahí produce frentes bien claros. En este sentido, la autoconstitución espiritual es representativa de los principios generales de un self-fashioning en los siglos xvi y xvii que, según Stephen Greenblatt, se lleva a cabo fundamentalmente como un combate contra el otro enemigo, contra un “alien”.230 Esto sucede también de forma ejemplar en el ciclo poético meditativo de Quevedo. Aquí, los procesos espirituales de una transformación alegórica se aplican a una tentación erótico-sensual de carácter petrarquista. Solo la integración de tales procesos en el dispositivo alegórico de la meditación de dos banderas puede localizar al demonio tras la hermosura. Con esto, al peligro difuso del principio se le atribuye, en el transcurso del segundo subciclo, un perfil claramente teológico-moral que, al fin y al cabo, también vence al engaño inicial. Esta demonización del amor literario, que hay que entender en sentido literal, se lleva a cabo como un acto puramente performativo. Es completamente independiente de una sustancia real y previene ante la mera posibilidad de un peligro. En este sentido, la superposición alegórica —al igual que en el transcurso de los Ejercicios— no consigue su meta hasta llegar al centro exacto del ciclo: al “conocimiento 229 230
Véase el cap. 2.3 de este estudio. Véase Greenblatt (1980: 9).
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de que es malo” (Salmo XIV, v. 27). Desde este trasfondo se puede entender también el sorprendente homenaje al amor en el último soneto del Heráclito cristiano. El “Amor” (v. 1), por lo tanto, ofrece los “ojos claros del entendimiento” (v. 4), cuando es, al principio, todavía el objeto difuso de un trabajo meditativo que instaura la verdad, el cual va avanzando sucesivamente ejercicio tras ejercicio. Ese camino ilustra de nuevo el proceso cognitivo performativo, un proceso que está en total contradicción con la visión platónica de las ideas. Aquí, el mal no es una esencia previa, sino que se produce más bien como el efecto de una serie de proyecciones retóricas. La sustancia moral no se identifica posteriormente, sino que se constituye de forma preventiva. Pero hasta este estadio, el trabajo del alegórico, según Benjamin, no es capaz de sobrepasar el ámbito de una negatividad fundamental. El gesto arbitrario y profundamente subjetivo de su saber no hace más que repetir el viejo círculo vicioso del conocimiento y el pecado original. Solo en su totalidad la alegorización es capaz de volver a establecer el orden cristiano del cosmos y de llevar al sujeto al estado de gracia mediante la ponderación misteriosa.231 Este estado paradójico de la consumación es el que crea, en el ciclo de Quevedo, la transición hacia la Pasión imaginaria de la tercera semana. Luego, en este sentido, el amor sensual es también la causa indirecta que posibilita la imitación interior de Cristo, la cual se evoca repetidas veces en el último soneto. Esto sucede tanto en la reminiscencia metonímica del “tormento” (v. 2) como en la forma patética del segundo terceto, que recuerda a las palabras del Redentor muriendo en la cruz. Ahí se llega también a ese estado de confusión (v. 12) que entiende la espiritualidad desde siempre como sinónimo de aniquilación. Por lo tanto, el Heráclito cristiano conecta inseparablemente las técnicas de imaginación ignacianas con la tradición de la imitatio Christi. La ubicuidad secular de los ejercicios, que se consigue solo cuando se interioriza la disciplina monástica jesuítica, franquea radicalmente ese ámbito de aplicación originario de la meditación. Ya a partir de la mitad del siglo xvi se crean las condiciones externas para que se asimilen las técnicas espirituales de representación e imaginación a través de nuevos contextos mundanos y literarios.232 Esa 231
Véase Benjamin (1983: 208-211). Esta influencia se ha estudiado más en el caso de las artes plásticas que en la literatura de carácter tridentino. Véase al respecto Emile Mâle (1932: 33 ss.). 232
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divulgación se ve fomentada, además, por la discrepancia que hay en la disposición de los propios ejercicios, a la que se ha referido especialmente Roland Barthes. En su opinión, la pobreza de lo imaginario y la limitación de sus contenidos se encuentran diametralmente opuestas a la poderosa imaginación.233 La intensidad de la propia actividad imaginativa, que se debe a su carácter retórico, es estructuralmente independiente de sus temas. En principio puede proveer de enorme eficacia afectiva a cualquier objeto. En el sentido de tal emancipación argumenta también Stephen Greenblatt cuando hace hincapié en el desatarse inquietante que realiza la “self-fashioning” del viejo modelo de la “imitation of Christ” a partir del Renacimiento. La “considerable anxiety”234 que se libera en ese contexto se manifiesta también en la lírica amorosa de Quevedo. A continuación, esta se analizará como ejemplo de una de las múltiples negociaciones culturales que mantiene la meditación ignaciana con otros tipos de discursos del Siglo de Oro. En el ciclo de Lisi las técnicas de la imaginación espiritual contribuyen a que los estereotipos de la poesía petrarquista adquieran una profundidad y complejidad insospechadas.
233 234
Véase Barthes (1971: 56 s.). Véase Greenblatt (1980: 2).
IV. Amor petrarquista y mortificación meditativa: Canta sola a Lisi como ciclo dialógico
1. Niveles de la transformación dialógica: ciclo, tópica, afectividad El orden cíclico del Heráclito cristiano lo estableció todavía el propio Quevedo, pero no así la compilación de cada uno de los poemas amorosos pertenecientes a su extensa antología titulada Canta sola a Lisi, de la cual se ocupó, con toda seguridad, su amigo y editor póstumo, el humanista González de Salas.1 Este, en la introducción a la edición del Parnaso español de 1648, justifica su proceder con las siguientes palabras: Famosa es mucho la memoria, desde el segundo o tercero siglo antecedente, de el ilustre y elegante poeta, entre los toscanos, Francisco Petrarca; y no menos aún también entre los latinos. Pero no creo que el esplandor que contrajo a su fama, de la celebración de su Laura tanto repetida, querrá ceder al que más le adorne entre sus muchos méritos [...]. Confieso, pues, ahora, que advirtiendo el discurso enamorado que se colige del contexto de esta sección, que yo reduje a la forma que hoy tiene, vine a persuadirme que mucho quiso nuestro poeta este su amor semejase al que habemos insinuado de el Petrarca. El ocioso que con particularidad fuese confiriendo los sonetos aquí contenidos con los que en las rimas se leen del poeta toscano, grande paridad hallaría sin duda, que quiso don Francisco imitar en esta expresión de sus afectos. Señalando fue el curso de algunos años en sonetos diferentes, hasta que llegó 1 La advertencia editorial de De Salas no informa con precisión de hasta qué punto dispuso Quevedo el ordenamiento cíclico. En general, la crítica suele pensar que presenta la composición como algo realizado principalmente por él mismo. Sobre esta problemática, véase Santiago Fernández Mosquera (1999: 15-54; aquí se encuentran otros datos bibliográficos sobre la cuestión de la edición), y también Lía Schwartz (1997: 271-276).
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al veinte y dos, frisnado con el que seguía en tan pequeña disonancia. Después muere la causa de su dolor y amante se queda, prometiendo inmutable duración del carácter amoroso en su alma, por toda su inmortalidad. Mucho parentesco, en fin, habemos de dar en estas dos tan parecidas afecciones, como en la significación le tienen los conceptos con que ambos las manifestaron en sus poesías.2
Es evidente que De Salas entiende la ordenación cíclica de los textos como una tarea testamental en el sentido de su creador, como un proyecto editorial que no pudo terminar el amigo fallecido. Sus palabras no dejan la menor duda de que su empresa está legitimada, pues le resulta evidente que esos versos de Quevedo son una imitación de los de Petrarca. Esta seguridad se basa sobre todo en dos criterios subrayados expresamente por De Salas; por un lado, le resulta importante el particular lenguaje afectivo de los textos y, por otro, el hecho de que con ellos se pueda componer una historia amorosa, es decir, un ciclo poético según el modelo del Canzoniere. Como en el caso del propio Petrarca, el transcurso cronológico lo marcan los numerosos sonetos aniversario.3 Lo destacable aquí es que De Salas resalta precisamente las características que la investigación ha seguido confirmando como esenciales del sistema petrarquista:4 primero la “estructura antinómico-paradójica de los afectos”; luego, los “constituyentes típicos del sustrato de los acontecimientos exteriores de la historia petrarquista”5 y, finalmente, “el mantenimiento de la identidad de un único amante”6 (y de una amada). En este sentido, el ciclo de Lisi se corresponde —grosso modo, con divergencias significativas aún por discutir— con el Canzoniere.7 También la hipótesis de que 2
Quevedo: El Parnaso español, monte en dos cumbres dividido, ed. J. González de Salas/Diego Díaz de la Carrera, Madrid 1648, pp. 256 s.; citado según el “Prólogo” en Francisco de Quevedo: Un Heráclito cristiano, Canta sola a Lisi y otros poemas (1998: XLIV). 3 Santiago Fernández Mosquera (1999: 35 ss.) ha construido con perspicacia un orden simétrico del ciclo en torno a los cuatro sonetos aniversario. 4 Véase, sobre el petrarquismo como sistema, Klaus W. Hempfer (1987). Sobre las características constitutivas de los ciclos amorosos petrarquistas, véase también la concisa explicación de Andreas Mahler (1993: 70). 5 Véase Gerhard Regn (1987: 26-36). 6 Ibídem (1987: 33). 7 Por la función modélica que tiene el ciclo petrarquista para todos los imitadores posteriores, no supone una contradicción que Carlo Consiglio (1946), por ejemplo,
IV. Amor petrarquista y mortificación meditativa
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la idea de un ciclo la tuviera el propio autor no se puede descartar del todo, pues, al fin y al cabo, muchos de los textos van dirigidos a la misma dama y, además, se pueden ordenar de forma cronológica.8 Teniendo esto en cuenta, el orden macroestructural del ciclo se puede describir, al menos aproximativamente, como una sucesión de subgrupos textuales unidos por la temática y el estilo.9 A un poema introductorio (442) de carácter programático le sigue un grupo de sonetos, descriptivos en su mayoría, en los que se canta a la belleza de Lisi haciendo uso de los tópicos de la encomiástica petrarquista (443-450); después viene una serie de textos que modelan sobre todo los affetti contrari de diferentes maneras (451-458). Continúa —si exceptuamos algunos momentos retardatarios, a veces con matices
vea a Groto, Boscán, Camões y Marino como modelos inmediatos de la poesía amorosa de Quevedo. Véase también Walters (1985: p 113). Por supuesto, el ciclo de Lisi tampoco se ha librado de especulaciones biográficas sobre la identidad de la protagonista femenina. Véase al respecto también, con numerosos datos bibliográficos, Walters (1985: 104 ss.). 8 La identidad personal permanente de la dama es un importante constituyente de los ciclos petrarquistas. Seguramente por eso De Salas, de forma programática, la pone de relieve ya en el título. El hecho de que posiblemente la ordenación de los poemas no la hiciera el propio autor motivó a algunos comentaristas a proponer disposiciones alternativas y “más contundentes”. Véase, por ejemplo, Walters (1985: 171 s.); para otras soluciones, ibídem (1985: 114 s.) y también ídem (1984):. Como todas las propuestas son necesariamente especulativas, en lo sucesivo me atengo a la hipótesis de que hay un sustrato del Canzoniere y me sirvo de la edición de Cátedra, que se orienta por la de González de Salas como queda bien justificado por parte de los editores (Francisco de Quevedo: Un Heráclito cristiano, Canta sola a Lisi y otros poemas, 1998). Por lo tanto, los sonetos nº 483-506 introducidos en la edición más tardía de 1670 (según la de Blecua) no se tendrán en cuenta. Esta decisión no se ha tomado solo por razones ecdóticas, sino también por una cuestión de contenido, puesto que estos sonetos amorosos relativamente convencionales no se pueden integrar de forma convincente en el final abismal del ciclo, marcado por el deseo de muerte. Por el contrario, sí mantendré la enumeración de Blecua por puro pragmatismo, ya que es la más utilizada. 9 Esos subgrupos “unidos de forma macroestructural” se constituyen según una tendencia a la formación serial que es típica del ciclo petrarquista en general. Véase a este respecto (con más anotaciones bibliográficas) Andreas Mahler (1993: 64 s.). Cuanto más rudimentario es el sustrato narrativo al nivel macroestructural mucho más se puede desarrollar esa serialización dentro del ciclo. Como ya se ha sugerido, en los sonetos a Lisi eso se reduce al mínimo; probablemente por la organización póstuma del ciclo. Joseph G. Fucilla (1960: 195-2009) ha comprobado de forma positivista las influencias petrarquistas en la lírica de Quevedo.
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Meditación espiritual e imaginación poética
platónicos— un continuo aumento del sufrimiento amoroso que culmina en la agonía del yo lírico anhelante de muerte (459-491). A esto le sigue la muerte de Lisi (492) que, tras el madrigal 507 —una imitación del texto-modelo de Luigi Groto—, desemboca en cuatro “Idilios” finales (508-511) que tratan del testamento y la muerte por amor del yo lírico. Este breve resumen permite ya reconocer las semejanzas con el ciclo petrarquista, pero mucho más aún las diferencias evidentes que la crítica apenas ha tomado en consideración hasta ahora por empeñarse en homogeneizar y ver una continuidad de la historia literaria. Llaman la atención sobre todo dos diferencias de gran relevancia. Por un lado, el ciclo empieza ya en mitad de la historia amorosa. El innamoramento ha sucedido, por lo tanto, antes del momento de la enunciación de los poemas. Además, la muerte de Lisi no se tematiza hasta el final; así, efectivamente, el soneto 492 es el único texto de la colección in morte. Con lo cual resulta desacertado hablar de una construcción bipartita según el modelo del Canzoniere. El vacío del poema in morte se llenará, no obstante, con la agonía del propio amante que, desde el punto de vista cuantitativo, ocupa mucho más de la mitad del ciclo. De esta forma, la escenificación de la voluptas dolendi se independiza básicamente del duelo por la pérdida del objeto, lo que le confiere rasgos completamente solipsistas al carácter del amor doloroso que ya es de por sí egocéntrico. Además, en el caso de Quevedo, la intensidad afectiva de su creación no tiene parangón en el contexto de la poesía amorosa contemporánea.10 La eruptiva violencia expresiva, que en el círculo de la Generación del 27 se consideró incluso premoderna o expresionista, se nutre de nuevas fuentes de la modelación de los afectos con las que se relaciona el discurso petrarquista. Sobre todo los temas recurrentes del martirio, la pasión, el éxtasis y la fijación, que se repite de forma obsesiva por la propia muerte, remiten claramente al paradigma de la lírica espiritual y, en especial, a la meditativa. Dichos temas muestran que aquí el potencial afectivo de la imitatio Christi interior, del que Quevedo supo sacar un gran efecto poético en el Heráclito cristiano, se convierte también en estímulo tácito de la voluptas dolendi. Con esto se produce 10 Únicamente el coetáneo John Donne tiene semejanzas con Quevedo. Sobre la relación entre los dos autores, véase el estudio comparativo de Louise E. Hoover (1972).
IV. Amor petrarquista y mortificación meditativa
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una interferencia entre la modelación espiritual y literaria de los afectos que adquiere en ciertas ocasiones rasgos verdaderamente bíblicocristológicos. Así, por ejemplo, el soneto 454 transmite el tormento amoroso con las correspondencias léxicas pertenecientes al complejo visual de la tormenta catastrófica y el eclipse solar procedente de la historia de la Pasión y que, en el Salmo XX del Heráclito cristiano, representa alegóricamente la recreación imaginaria de la crucifixión. Aparte de esto, en los sonetos a Lisi se desarrolla el martirio por amor a partir de la situación inicial de estar determinado por fuerzas ajenas, lo que se asemeja de manera fundamental al principio del ciclo meditativo. Tanto aquí como allí el tópico del cautiverio amoroso remite al alma privada de libertad; en ambos casos la experiencia poética gira constantemente en torno a la paralización de la libre voluntad por el deseo sensual. Así pues, aquí, ya se puede adelantar que, en los poemas amorosos, el deseo anhelante de muerte está marcado hasta el final por una contradicción irresoluble. Luego, no se puede saber a ciencia cierta si los procesos espirituales de la afección sirven para intensificar la voluptas dolendi —que precisamente como deseo particular ya es pecaminoso en el sentido teológico y, por eso mismo, se le combate en el Heráclito cristiano— o si la pasión imaginaria no tiene más bien una función apotropaica, en concreto la de servir para superar el enredo inicial, como fue el caso en el ciclo meditativo. La ambivalencia apenas se puede deshacer, ya que el perfil afectivo de la imitación interior apenas se diferencia de la voluptas dolendi petrarquista, aunque desde un punto de vista teológico-moral estén diametralmente opuestos. También la aniquilación espiritual está marcada por afectos antinómicos, pues como recreación identificativa de la Pasión mesiánica está siempre auspiciada por la esperanza salvífica y la deseada reencarnación. En las formulaciones antitéticas del Heráclito cristiano, donde se habla, por ejemplo, de las “dulces penas mías”,11 se expresa una y otra vez exactamente esa cercanía problemática entre la experiencia mística y la retórica oximorónica de la lírica amorosa. Y no hay que olvidar que, por lo que respecta a esa convergencia, también la muerte en la cruz es una muerte por amor, tal y como la desean los poetas petrarquistas para poner fin a su tormento.12 11
Salmo X, V.1 Por eso, según Julián Olivares (1983: 112 s.), las escenificaciones tan extremadamente dramáticas que crea Quevedo de la muerte por amor van mucho más 12
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Hay bastantes indicios de que Quevedo pone en escena conscientemente esa convergencia paradójica del amor espiritual y terrenal. Una prueba de ello la podemos ver en una toma de posición extraída de su escrito ascético sobre la Virtud militante. Contra las cuatro pestes del mundo. El pasaje se encuentra en el primer subcapítulo, sobre “La muerte”: Aquella congoja fué providencia en el que era más que hombre, para que en la naturaleza se viese era verdadero y naturalmente hombre; y que como hombre temía la muerte, siendo Dios, porque venia á satisfacer por Adán, que siendo hombre no la temió, por ser como Dios. Fueron congoja á Cristo los que interviniendo en su muerte corporal, habian de fabricarse su muerte eterna. Y aquel temor de Cristo y aquel sudor sangriento está animando de gozo en su muerte por su ley á todos los mártires, en quien el amor divino vence á la naturaleza humana: lo que siendo imperfecto, pretende frecuentemente el amor frenético del apetito por un bien mentiroso que se propone. Empero este amor falsificado no vence la naturaleza, antes la ciega; solo al amor de Dios es permitida la victoria destos temores. En el mártir tiemblan con los tormentos los miembros; encógense con el fuego; desátanse con el cuchillo, enflaquécense desangrados, desfigúranse difuntos; y esto cuando el alma goza constante, como enamorada.13
La relación teológica es clara: la muerte en la cruz fue la salvación para el status naturae en pecado original. Al hacerse Jesús hombre,
allá de la tradición petrarquista y proponen reformulaciones decisivas de un lugar común tradicional. También la conclusión a la que llega Pozuelo Yvancos (1979) de una desautomatización del lenguaje poético en Quevedo se puede relacionar siempre con la influencia espiritual. Sobre la ambigüedad del tópico petrarquista en la poesía amorosa de Quevedo, véase también Georgia Naderi (1986). La simultaneidad dialógica de los motivos espirituales y terrenales-petrarquistas en la poesía amorosa de Quevedo contradice la tesis de Ulrich Schulz-Buschhaus, quien observa en este poeta —y en la lírica barroca en general— “una disociación poetológica de los discursos espirituales y mundanos: en vez de entrar en conflicto lleno de tensión trágica como en el caso de Petrarca, en los poetas del Barroco ocupan diferentes apartados, por así decirlo, o capítulos de un poemario. […] Si entretanto ya no se da un encuentro entre los poemas eróticos y religiosos en la construcción vertical de una jerarquía de sentido, sino solo en la coexistencia horizontal de un repertorio temático, entonces, con el aumento de la diferenciación de su estatus discursivo, se harán inevitablemente cada vez más indiferentes entre sí”. Véase Schulz-Buschhaus (1997). 13 Francisco de Quevedo: Virtud militante en Obras (1951: 137).
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la crucifixión no solo es la salvación eucarística de Dios, sino también el sufrimiento corporal de la criatura mortal. Por eso, en el sacrificio redentor, el éxtasis del alma y la agonía física están inseparablemente unidos. Esa vivencia paradójica se vuelve a repetir en los destinos sangrientos de los mártires, que son testigos de la Pasión mesiánica y, al mismo tiempo, sus primeros imitadores. De ahí que Quevedo separe escrupulosamente la experiencia del amor divino en el bautismo de sangre de un deseo puramente terrenal prisionero de los sentidos y al que se le condena por “mentiroso”.14 A pesar de que se reconoce claramente la voluntad de distanciamiento, no es capaz, sin embargo, de establecer un contraste irrefutable entre el amor de la criatura y el de Dios. El atributo de “frenético” con el que se condena al primero podría caracterizar igualmente esos macabros destinos de los mártires, que evoca con un detallismo casi sádico. Del mismo modo, tampoco llega a quedar claro a qué amor se refiere la comparatio final: según Quevedo, bajo el fuego y los cuchillos de los paganos, “el alma goza constante, como enamorada”. El adverbio comparativo expresa un acercamiento, tiene un carácter ilustrador y formula un estado de semejanza. Con esto se tiene casi la impresión de que al amor sensual, tantas veces condenado, se le vuelve a hacer justicia implícitamente, sobre todo porque el “gozar” puede referirse tanto al amor corporal como al espiritual. Esta referencia doble hace pensar inmediatamente en la poesía mística, en la que la consumación erótica representa alegóricamente la unión extática del alma con Dios. A diferencia de esto, en la poesía amorosa de Quevedo se muestra constantemente que el “gozo” terrenal y el metafísico no pueden ser sustituidos precisamente el uno por el otro en una relación retórica. Aquí se constituye una ambivalencia real e indisoluble, pues la experiencia amorosa se encuentra en un oscilar paradójico entre la condenación y la redención que entrecruza inseparablemente ambos polos y los intensifica mutuamente. Como ya se ha mostrado, la retórica paradójica del lenguaje petrarquista de los afectos es especialmente apropiada para expresar tales actualizaciones latentemente contradictorias, porque siempre deja abierto si la parte de la voluptas refleja un deseo metafísico o secular. Asimismo, el aspecto del dolor puede expresar tanto la pasión pecaminosa y 14 Con los atributos de mentiroso y falso se vuelve a mostrar el poder disimulador del mal que, en el mundo del engaño, se sirve del amor para seducir.
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profana como la cristológica. De estas posibilidades interpretativas antagónicas resulta una relación llena de tensión de estas dos lecturas que rivalizan irremediablemente: por un lado, en el caso de Quevedo, la interpretación siempre hace suponer que —como en el ciclo meditativo— la fuerza mortificadora de la pasión interior se opone a que el deseo ate a la voluntad. Por otro lado, dicha fuerza puede ser igualmente el medio para seguir estimulando los affetti contrari. En el primer caso, sería el medio de una autopráctica meditativa auspiciada por la salvación espiritual y, en el segundo, representaría el continuo enredo en el deseo pecaminoso y particular. En definitiva, la afinidad de los afectos espirituales y profanos deja también abierta la posibilidad de una dialéctica paradójica entre las dos posiciones. La intención primordial de la contención ascética se independizaría y se descontrolaría al convertirse en su diametral contrario. Solo podría aumentar infinitamente lo que en realidad quería amortiguar: no se podría diferenciar entre la incitación y la mortificación de los afectos. Exactamente en este sentido es en el que Quevedo, en su programático “Soneto amoroso difiniendo el amor”, habla de este sentimiento como oximorónica “enfermedad que crece si es curada”.15 Aquí ya se pone de relieve que la ambivalencia terrenal y espiritual de la experiencia amorosa se puede transmitir con elementos recurrentes de la tópica petrarquista. En este contexto piénsese en la guerra amorosa —que también puede representar una lucha psicomáquica en el sentido de la meditación de dos banderas—, en la imagen del infierno y la cárcel de amor y, finalmente, también en el motivo arcaico del arrepentimiento y la penitencia procedente de la lírica trovadoresca. A pesar de tales ambigüedades, en Quevedo el sistema petrarquista no se deshace, sino que conserva su identidad, pues, como sucesor del autor-modelo toscano, lo ha leído también el amigo y editor González de Salas. Así se producen los matices espirituales como acentuaciones de algunos aspectos de la experiencia amorosa que, en el Secretum de Petrarca, ya representaban los momentos en los que el alma corre peligro. Entre ellos se encuentran la melancolía, la determinación de la voluntad por fuerzas ajenas, así como también el enredo en el propio deseo, para el que no hay solución aunque se tenga conciencia de culpa.
15
Soneto 375, v. 11.
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La ambigüedad constatada hasta ahora de forma resumida identifica la lírica amorosa de Quevedo como dialógica, en el sentido de Mijaíl Bajtín, ya que se colocan frente a frente dos voces de diferente proveniencia en una relación de tensión. La dialogicidad fundamental de la lírica petrarquista es conocida.16 Pero, en el caso de Quevedo, esta no se constituye ni en la coexistencia general de formas y estilos ni en un juego abierto de “tipos de discursos”.17 Es más bien, siguiendo la idea central bajtiniana, una dialogicidad estrictamente “inmanente”, pues adquiere forma en una “hibridación” y “dualidad” de la propia palabra.18 Así, aquí se manifiesta una interferencia “disonante” que confronta dos opiniones ideológicas incompatibles.19 Esta afinidad paradójica de dos concepciones antinómicas del amor no se encuentra solo en Quevedo. Según Alois Hahn, es característica, por lo general, de la experiencia religiosa del cuerpo en los siglos xvi y xvii: El dolor, cuanto más doloroso, más acerca a Dios y, entonces, se funden la dicha subjetiva y el suplicio objetivo, realizándose el cambio radical del tormento al placer. [...] Con cierta intensidad de la automortificación se producen sentimientos de felicidad casi sin excepción. Ese cambio de la cualidad catéctica se da también, como es sabido, en lo más profano.20
Sobre las causas de tales analogías solo se puede especular. Una lectura psicoanalítica insistirá en la semejanza estructural que se da entre el amor espiritual y el poético, puesto que ambas posiciones se caracterizan por una relación fundamentalmente neurótica con el objeto que compensa la ausencia física mediante una cercanía fantasmática.21 En este sentido, se pueden comparar perfectamente las evocaciones líricas de la amada ausente propias de la técnica meditativa, la cual pretende recuperar el cuerpo de Cristo perdido en la vivencia identificativa de la Pasión.22 La estructura paradójica de los afectos se produce en ambos casos por una presencia imaginaria que se ve remitida una y otra vez 16
Véase Warning (1987). Véase Hempfer (1993). 18 Véase Bajtín (1979: 172, 195, 244, 246). 19 Véase Bajtín (1985: 208-220 y también la síntesis de 222 s.). 20 Hahn (1990: 135 s.). 21 Véase Moustapha Safouan (1968: 47 s.), o también, respecto a las escenificaciones del amor cortesano en la lírica trovadoresca, Lacan (1986: 167-184). 22 Sobre el “corps manquant” místico, véase Michel de Certeau (1987: 107-127). 17
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a una inevitable carencia real, por lo que la euforia del deseo se quiebra necesariamente. Lo especial de la lírica de Quevedo es que puede hacer perceptible, mediante la confrontación dialógica entre el amor secular y el espiritual, cómo ambos son capaces de estimularse mutuamente. Los sonetos a Lisi alcanzan sus clímax expresivos siempre ahí donde la voluptas dolendi aumenta hasta llegar al tormento directo de un cuerpo torturado.23 Esto la diferencia fundamentalmente de otras apropiaciones religiosas de la lírica en los siglos xvi y xvii. Lo que se tiene aquí no es ni una univocidad teológica en el sentido de la “corrección tridentina de Petrarca” que se hizo en el cinquecento italiano24 ni una reescritura a lo divino como la que realizó Sebastián de Córdoba con los versos de Garcilaso.25 La pluralidad de voces implica más bien una abertura y una indecibilidad fundamentales. Esto se puede aplicar también, finalmente, al verdadero objetivo del proceso meditativo, a la reencarnación espiritual: Quevedo la vincula dialógicamente con la propia fama póstuma de su poesía, contraponiendo así la renovación interior al reconocimiento implícito de la vanitas mundana. Tales estructuras no se pueden reconocer por igual en todos los sonetos amorosos. Además, hay que constatar un claro cambio de acentuación en el transcurso del ciclo. Al principio, dominan todavía los elementos petrarquistas tradicionales, en la segunda mitad se van cristalizando cada vez más los roles espirituales. Los análisis textuales que siguen a continuación quieren fijar ciertas etapas decisivas dentro de ese proceso general. Por el momento hay que hablar sobre el poema programático de la introducción. Este le otorga al tópico petrarquista de la cárcel de amor rasgos de una grave amenaza espiritual; ya desde el principio se dan paralelismos latentes con respecto a la situación inicial del Heráclito cristiano. Con el soneto antitético “Los que ciego me ven de haber llorado”, que en el poemario se encuentra en tercer lugar, se puede entender cómo se manifiesta por primera vez la dialogicidad poético-espiritual. Mientras que aquí se puede reconocer solo a un nivel latente, en el poema fuertemente conceptista sobre la
23 El indisoluble entrecruzamiento de los deseos profanos y la muerte espiritual les otorga una intensidad afectiva y una profundidad especial a la que no ha llegado otro poeta amoroso. Véase al respecto, por ejemplo, José María Pozuelo Yvancos (1979: 194-200) y las opiniones de Olivares (1983: 113-141). 24 Véase Marc Föcking (1993; 1994: 53-102). 25 De Córdoba (1971).
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“Crespa tempestad del oro undoso” se pone al descubierto de forma paradigmática. Un punto culminante afectivo lo constituye el soneto “Molesta el Ponto Bóreas”. Mediante referencias ocultas a la historia de la Pasión, Quevedo expande aquí la voluptas dolendi hasta una imitatio Christi imaginaria. Tales tendencias a la espiritualización se prolongan. “En los claustros de l’alma” se transforma la muerte amorosa poética en la autoaniquilación mística. Sin embargo, en última instancia, esta aniquilación poético-meditativa carece de trascendencia: como se muestra en diferentes textos —entre ellos especialmente el famoso “Cerrar podrá mis ojos la postrera sombra”— en la parte final del Cancionero barroco se profana la renovación espiritual irremediablemente en una inmortalidad poética. 2. Cárcel de amor y peligro espiritual: “Qué importa blasonar del albedrío” En el soneto que inicia el ciclo de Lisi no se tematiza ni un “giovenile errore”,26 confesado retrospectivamente en toda su trascendencia, ni tampoco el autoengrandecimiento del poeta como sucede, por ejemplo, en el poemario Olive de Joachim Du Bellay. El texto no ofrece el menor indicio como para que se pueda hacer una interpretación de un programa poetológico, sino que comienza in medias res. Lo que se tematiza es el cautiverio del libre albedrío, en el momento actual del poema, bajo el yugo de la hermosura: ¿Qué importa blasonar del albedrío, alma de eterna y libre tan preciada, si va en prisión de un ceño, y, conquistada, padece en un cabello señorío? 5
Nació monarca de el imperio mío la mente, en noble libertad criada; hoy en esclavitud yace amarrada al semblante severo de un desvío.
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Una risa, unos ojos, unas manos todo mi corazón y mis sentidos saquearon, hermosos y tiranos.
Petrarca: Canzoniere (1996: I, v. 3).
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Meditación espiritual e imaginación poética Y no tienen consuelo mis gemidos; pues ni de su vitoria están ufanos, ni de mi perdición compadecidos.
El motivo central podría estar inspirado en la Canzone XXIX de Petrarca:27
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Verdi panni, sanguigni, oscuri o persi non vestì donna unquancho, né d’òr capelli in bionda treccia attorse, sì bella com’è questa che mi spoglia d’arbitrio, et dal camin de libertade seco mi tira, sì ch’io non sostegno alcun giogo men grave.
El arbitrio, como concepto teológico que representa la voluntad en calidad de potencia del alma, aparece tan solo una vez en el Canzoniere. Ni se expone especialmente ni se emplea de forma llamativa, sino tan solo en relación con el tópico de la cárcel de amor.28 Otra fuente más de inspiración para ese poema de la introducción podría ser el siguiente soneto del petrarquista español Fernando de Herrera:29 10
Yo, que tan tierno engaño oý, cuytado, abrí todas las puertas al desseo por no quedar ingrato al amor mío. Aora entiendo el mal, y que engañado fuy de mi Luz, y tarde el daño veo sugeto a voluntad de su alvedrío.
Herrera marca un contraste moral y temporal muy claro entre el antiguo engaño y una situación actual de conocimiento que al yo lírico le permite ver con lucidez su anterior sometimiento. En este sentido es 27
Canzoniere XXIX, v. 1-7. Los versos en cuestión se complementan argumentativamente en las reflexiones del Secretum: aquí se tematiza repetidas veces cómo el amor hace caer en una dependencia pecaminosa de fuerzas ajenas de las que el poeta ni puede ni quiere liberarse por su propia voluntad. 29 Al fin y al cabo, en su obra también se menciona en un pasaje el concepto de “albedrío”. Las estrofas aquí citadas proceden de Fernando de Herrera: Poesía castellana original completa (1985: 268). 28
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comparable a la situación del giovenile errore de Petrarca, pues el soneto introductor del Canzoniere también describe la experiencia amorosa poético-biográfica desde la retrospectiva purificada. En el caso de Herrera, no obstante, la voluntad (v. 14) representa metonímicamente a la dama que, justo antes, había sido introducida con la metáfora de la “Luz” (v. 13), es decir, otra vez solo a nivel figurativo. La doble sustitución retórica, aunque mantiene a distancia abstracta a la propia amada, sin embargo pone aún más de relieve su característica central: el “alvedrío” que, colocado también llamativamente justo al final, cierra el soneto. Así, su dominancia, a la que el hablante se entrega sin oponer resistencia, queda colocada visiblemente en el primer plano.30 Quevedo toma de Herrera el momento de un dominio todopoderoso de la amada inalcanzable sobre la voluntad del hablante, y de Petrarca, por el contrario, la alegoría de la cárcel de amor.31 Con esto destaca una dimensión del peligro del alma que, en los textos de referencia, está mucho menos marcada. De la posición introductoria del texto se deduce que la temática tiene ya un rango programático para el ciclo en general. A este respecto, el primer cuarteto, en la forma retórica de la interrogatio, ya hace hincapié expresamente en lo inútil que resulta elogiar la libertad de la voluntad humana cuando el alma ha caído prisionera de la hermosura. Esta relación se constituye por la conexión directa entre “ceño” y “prisión”, remitiendo esta última a su vez, metafóricamente, a “cabello” (v. 4). El pelo remite de forma sinecdótica a Lisi y su belleza, mientras el “señorío” la presenta como 30
Pero, a diferencia de Quevedo, las connotaciones teológicas del término no se actualizan en ninguna forma reconocible. Resulta más lógico pensar que Herrera utiliza aquí el “alvedrío” como sinónimo de una “voluntad” más general para evitar una repetición en el último verso. En este sentido, el último terceto recuerda al Soneto XVIII de Garcilaso (“Si a vuestra voluntad yo soy de cera”). El hecho de que aquí la dama sea el sujeto del albedrío y no el hablante, no supone ninguna diferencia relevante con respecto a Quevedo: tanto en un caso como en otro lo que se expresa es una dominancia absoluta de una voluntad ajena que equivale a la paralización de la propia. En general, el concepto no parece haber contado con circunstancias favorables ni entre los autores italianos que se tomaban como modelo ni entre los poetas españoles renacentistas, pues, aunque Garcilaso recurre con frecuencia al tópico de la cárcel de amor y lo relaciona también con la potencia anímica del entendimiento —como en el ejemplo de la Canción IV—, nunca remite a la voluntad. El albedrío se empezará a tratar como un tema recurrente de la literatura —especialmente en el auto sacramental— solo a partir de la rápida difusión de la doctrina jesuítica de la voluntad. 31 Véase al respecto Lía Schwartz (1992).
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vencedora y señora. Así, la dama, a la que no se nombra explícitamente en ningún lugar, aparece como la guardiana de una prisión figurativa que, por otro lado, representa alegóricamente la hermosura.32 Quevedo amplifica esa isotopía de la prisión por todo el soneto y la pone en estrecha relación con la alegoría de la guerra de amor, en la que la dama también aparece como tirana y vencedora (vv. 11, 13) ante la que queda sometida el alma del hablante (v. 7). Para ello basta, como ya en el caso de Dante y Petrarca, la mera exhibición de su cruel menosprecio (v. 8). El gesto de sometimiento se expresa mediante algunos de los objetos preferidos de la encomiástica petrarquista, como los ojos, la mano, el cabello y, en especial, la risa cruel (v. 9), culminación de una mímica del rechazo. En contraposición a esa evocación metonímica de Lisi hay una enumeración de los aspectos que, por parte del hablante, han quedado afectados por la sumisión amorosa. Al albedrío, introducido en primer lugar, se le otorga la posición más elevada dentro de la jerarquía, lo que está en correspondencia con su rango teológico como la mayor de las tres potencias del alma. Para poner de relieve la completa esclavización del “alma” (v. 2), Quevedo incluye también las otras dos potencias menores: la “mente” (v. 6) remite a la “razón”, es decir, al intelecto, y los sentidos (v. 10), por último, están relacionados tradicionalmente con la memoria. El cautiverio alegórico representa una situación actual (“hoy”, v. 7) que contrasta diametralmente con la pasada libertad del alma, mencionada en el segundo cuarteto (vv. 5-6). Como muy tarde aquí se hace evidente que el texto introductor del ciclo de Lisi, con el aprisionamiento del albedrío por parte de la hermosura, despliega una constelación inicial que resulta muy semejante al comienzo del Heráclito cristiano.33 Quevedo le otorga dimensiones de una dramática amenaza espiritual con las que aún no contaba la tradición petrarquista.34 La nueva acentuación de la voluptas dolendi se explica por el trasfondo teológico de la época, ya que se fundamenta en una revalorización radical del libre albedrío a través de la doctrina jesuítica-molinista
32
El epígrafe de González de Salas explicita esa relación: “Que de Lisi el hermoso desdén fue la prisión de su alma libre”. 33 Véase al respecto también el tratado ascético La cuna y la sepultura (1969: 81). 34 En este sentido, la “perdición”, posicionada llamativamente en la mitad del último verso, ocupa también un lugar típico.
IV. Amor petrarquista y mortificación meditativa
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establecida a finales del siglo xvi.35 Con esto, en el ciclo amoroso barroco se crea una situación inicial que deja abiertas dos posibilidades contrarias en el sentido de la dialogicidad constatada: en el Heráclito cristiano se pone en marcha, como ya se vio, un programa de oposición basado en la meditación y la mortificación que lleva, finalmente, a la liberación de la voluntad. En el ciclo amoroso petrarquista, ante el trasfondo de la tradición genérica, ocurre lo contrario: aquí lo esperable es que no haya escapatoria del cautiverio de amor. Si la primera vía representa la lucha activa y decidida contra los afectos pecaminosos hasta llegar incluso a la pérdida de sí mismo, la segunda se caracteriza por la resignación melancólica y gustosa ante una situación imposible de cambiar. El soneto antitético que ocupa el tercer lugar dentro del ciclo transmite una primera impresión de cómo se relacionan entre sí. 3. Entre estimulación afectiva y contención ascética: “Los que ciego me ven de haber llorado” Los que ciego me ven de haber llorado y las lágrimas saben que he vertido, admiran de que, en fuentes dividido, o en lluvias, ya no corra derramado. 5
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Pero mi corazón arde admirado (porque en tus llamas, Lisis, encendido) de no verme en centellas repartido, y en humo negro y llamas desatado. En mí no vencen largos y altos ríos a incendios, que animosos me maltratan, ni el llanto se defiende de sus bríos. La agua y el fuego en mí de paces tratan y amigos son, por se contrarios míos; y los dos, por matarme no se matan.
A primera vista, el soneto se presenta como configuración poética de los affetti contrari, consciente del modelo petrarquista en cada
35 Véase al respecto II/cap.1.2. En España, la confirmación papal del molinismo se celebró con “procesiones festivas, música, representaciones, fuegos artificiales y corridas de toros” (Karl Vossler 1950: 194).
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verso. La escenificación retórica de los afectos contrarios como lucha constante entre los elementos es muy común en la lírica amorosa. No obstante, se pueden reconocer algunos rasgos específicos de la Ballata LV del Canzoniere:36 Quel foco ch’i’ pensai che fosse spento dal freddo tempo et da l’età men fresca, fiamma et martir ne l’anima rinfresca. 5
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Nun fur mai tutte spente, a quel ch’i’veggio, ma ricoperte alquanto le faville, et temo no ’l secondo error sia peggio. Per lagrime ch’i’ spargo a mille a mille, conven che ’l duol per gli occhi si distille dal cor, ch’à seco le faville et l’ésca: non pur qual fu, ma pare a me che cresca. Qual foco non avrian già spento et morto l’onde che gli occhi tristi versan sempre ? Amor, avegna mi sia tardi accorto, vòl che tra duo contrari mi distrempe; et tende lacci in sì diverse tempre, che quand’ò più speranza che ’l cor n’esca, allor più nel bel viso mi rinvesca.
Tres siglos más tarde, Quevedo no parece superar en ningún punto esencial el modelo. En ambos textos la lucha figurativa entre el fuego y el agua, que representa los afectos en conflicto, se expone de forma muy semejante. Tanto en uno como en otro las lágrimas metaforizadas se acrecientan en raudales de agua, oscurecen los ojos del poeta, pero son incapaces de apagar el fuego del corazón enamorado. El hablante se ve expuesto con impotencia a las fuerzas antagónicas de sus pasiones. Pero, más allá de esas analogías generales, destaca una serie de detalles divergentes que, en la recreación barroca, da la impresión
36 Véase, para otras posibles fuentes del texto (a las que ya remite el propio González de Salas), el comentario en Francisco de Quevedo en Un Heráclito cristiano, Canta sola a Lisi y otros poemas (1998: 171 y 772). En el manuscrito 4117, el cuarto verso reza “y en lágrimas ardientes destillado”. La cercanía léxica respecto al octavo verso de la Ballata de Petrarca es tan notable que hay que reconocer una relación intertextual directa, aunque no se pueda comprobar.
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259
de un estilo típico de la época, es decir, manierista y profundamente elaborado desde el punto de vista retórico.37 En este sentido, hay que resaltar especialmente la constante tendencia a la superación hiperbólica del complejo de los motivos petrarquistas: las “onde che gli occhi tristi versan sempre” (v. 12) Quevedo, en el primer cuarteto, las convierte —exagerando— en “lluvias”. Además, las lágrimas, se ponen en una relación metonímico-sustitutiva con el propio hablante (“en fuentes dividido o en lluvias”, vv. 3 s.). Así, la constitución afectiva del lamento se equipara con la persona de forma insistente, pero, al mismo tiempo, adopta dimensiones supraindividuales de un acontecimiento de la naturaleza. En la construcción del segundo cuarteto, colocada simétricamente, sucede algo muy semejante. Aquí el corazón ardiente adopta la función del testigo que se extraña de que la llama del amor no haya causado ya un fuego y extinguido por completo a la persona en centellas, llamas y humo negro. Esta paradoja solo se puede explicar a un nivel metafórico: los ríos de lágrimas del propio hablante inflamado de amor, aunque reducen el ardor, no lo pueden apagar. Así pues, como ya sucedía en la primera estrofa, en el escenario figurativo de la segunda se produce también una metamorfosis retórica del hablante. Allí el estado afectivo estaba representado por las “fuentes” y las “lluvias” (vv. 3-4); aquí, por las “llamas” y las “centellas” (vv. 3-4), lo que se puede leer como réplica de la “faville” petrarquista (v. 5). En ambos casos, las respectivas imágenes antagónicas se asignan a los sustitutos sinecdóticos del yo lírico (“ojos” y “corazón”), lo que, a nivel visual, ya revela claramente que los afectos contrarios lidian su batalla en el interior de un único sujeto. El sexteto también formula ahora esa relación de forma explícita. En él los affetti contrari se ven directamente confrontados entre sí (cuando en las dos primeras estrofas se presentaban aún aislados) y desembocan en una lucha paradójica indisoluble. Al estar igualadas las fuerzas de los elementos rivales, es imposible que uno se imponga sobre el otro. Así, el hablante queda entre el ardor y el frío, entre la brasa seca y la lluvia húmeda; una tortura que no cesa y que se renueva constantemente.
37 Sobre la relación entre Barroco y Manierismo, véase Ulrich Schulz-Buschhaus (1995: 18), y también Hugo Friedrich (1964: 536).
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Meditación espiritual e imaginación poética
Aquí se ve que la “función exagerada del estilo” barroco38 no se agota en absoluto en juegos artístico-artificiales que constituyen un fin en sí mismos. La comparación directa con Petrarca evidencia que dicha función se pone estrictamente al servicio de un incremento de la expresión afectiva, es decir, cumple una clara función de la estética del efecto. Es por esto, en especial, por lo que la comparación de los poemas es muy reveladora, ya que las connotaciones espirituales latentes del texto son el resultado consecuente de una poética barroca de la aemulatio, puesto que se manifiestan en un exceso semántico, creado por el estilo manierista y la superación consciente y efectista del autor modelo.39 Así, precisamente en la comparación con la Ballata de Petrarca se pone de manifiesto una serie de conceptos muy característicos también de la literatura espiritual. Ya la ceguera metafórica del primer verso —en el sentido de la aemulatio representa una incrementación de los “occhi tristi” petrarquistas (v. 8)— remite al soneto introductor del ciclo meditativo: ahí la “ciega noche” (Salmo I, v. 5) y representa una situación biográfica marcada por el yerro espiritual. Es cierto que ese nivel semántico no domina en el soneto amoroso, solo se perfila de forma mucho más débil; no obstante, también por lo que respecta a la lectura que sigue a continuación, hay que insistir en la ambivalencia fáctica y figurativa del concepto. La ceguera, por un lado, se explica por los ojos llenos de lágrimas, pero se refiere también al estado que provoca la desorientación abstracta y, en consecuencia, espiritual. En este sentido, el término advierte de esa “perdición” que, en el soneto introductor, ya representaba una prisión amorosa con carga metafísica (v. 14). Tales connotaciones se ven reforzadas y aumentadas de manera decisiva mediante la semejanza metonímica directa entre la ceguera y el abundante derramamiento de lágrimas; esto último, además, representa la renuncia psicomáquica en la que se puede ver una afección ejemplar mediante el ejercicio espiritual. En este sentido, ya el título del ciclo meditativo, que coloca al “filósofo que lloraba” en un emblemático primer plano, era de una expresividad programática. Entre los mencionados síntomas corporales estaba también, por último, el lamento, que en el Heráclito se
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Hugo Friedrich (1964: 533 ss.). Sobre la dinámica paradójica de la autosuperación, inherente al estilo manierista, véase Lasinger (2000: 159 s.). 39
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escenifica onomatopéyicamente de una forma impresionante40 y aquí resuena asimismo en los “bríos” del “llanto” (v. 11) enfermo de amor. A través del campo semántico de la oscuridad, el final del segundo cuarteto vuelve a conectar con la ceguera del primer verso. Además, el vocablo “humo” (v. 8) Quevedo lo utiliza casi exclusivamente en la lírica espiritual: una vez en su paráfrasis poética del Cantar de los Cantares41 y otra, en el Poema heroico a Cristo resucitado, compuesto de ochenta estancias, que narra el descenso de Cristo a los infiernos. Aquí también se evocan los círculos de humo y fuego que rodean al Ángel del infierno:42
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Dejó caer el cetro miserable en ahumados círculos de fuego.
El término aparece una segunda vez en un contexto parecido: 210
215
Uno,43 de ardientes hidras coronado, formaba en sus gargantas ruido horrendo; cuál, de sierpes y víboras armado, las estaba a la guerra previniendo; otro, en monte de fuego transformado, en las humosas teas viene ardiendo, y cuál quita (corriendo a la batalla) a Sísifo la peña, por tiralla.
El atributo “negro” se encuentra en contextos semejantes al del sustantivo “humo”. Sobre todo en el citado Poema heroico a Cristo resucitado se vuelve a utilizar en la descripción del infierno.44 Otra pista nos lleva al famoso soneto 485 (“En los claustros del alma”), en el que los colores oscuros presentan de forma plástica un infierno interior imaginario; aquí se encuentra la colocación sinestésica de “negro” y “llanto” (v. 10), si bien el lamento ya lo conocemos por el soneto a Lisi (v. 11). 40
Véase III/cap. 1.5. Nº 198, v. 78 (según la numeración de la edición de Blecua). 42 Nº 192, vv. 169 s. 43 De los “espíritus oscuros” (ibídem, v. 205). 44 Aparte de esto, en la lírica de Quevedo representa siempre a la propia muerte. Véanse las numerosas referencias en Gonzalo Sobejano (1971: 481). 41
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Meditación espiritual e imaginación poética
Aunque se podrían hallar más pruebas, es ya en este pasaje en el que se pone de manifiesto con suficiente claridad que el potencial referencial léxico del “humo negro” siempre apunta al tema del infierno en la obra lírica de Quevedo. Con ello se da, al mismo tiempo, una localización implícita del fuego amoroso45 que se describe de forma ostentativa y ante el que el hablante solo puede contraponer el flujo refrigerante de sus lágrimas. El tópico del infierno amoroso, que aquí es tan solo inmanente y descifrable mediante sus atributos icónicos, se expone y se nombra explícitamente en un soneto a Lisi posterior.46 En la obra poética de Quevedo hay básicamente dos formas en las que aparece el tema: dentro de la lírica espiritual representa miméticamente el ‘verdadero’ lugar de condena del más allá cristiano; en la amorosa, por el contrario, representa un infierno figurativo, un lugar imaginario en el que se atormenta el amante no correspondido. Aquí los roles petrarquistas son intercambiables. Al principio del ciclo es el amado el que se abrasa y, más tarde, la propia Lisi —al menos en la imaginación vengativa del yo lírico— como lo atestigua, por ejemplo, el soneto 467.47 Ahora parece lógico que, aparte de esto, se estilicen no solo el bestiario, sino también las figuras humanas del infierno como analogías emblemáticas del rechazado y de la cruel Lisi: bien mutándose las serpientes del infierno48 en una Lisi venenosa cuyos efectos son semejantes a los de la víbora,49 bien apareciendo Sísifo y Tántalo como tipos mitológicos del hablante petrarquista.50 Aunque ninguno de los dos se mencione explícitamente en este texto, sí que se sugieren con claridad tales correspondencias mediante el escenario implícito de ultratumba y las referencias intertextuales.
45
Inclusive los atributos metonímicos del fuego, la llama, el humo y las centellas (vv. 5-8). 46 Se trata del soneto 467. 47 “Imagina hacer un infierno para Lisi, en correspondencia del infierno de amor que ya ella le había hecho”. 48 Poema heroico a Cristo resucitado, v. 211. 49 Como reza el epígrafe del soneto 464 (“Exhorta a Lisi a efectos semejantes de la víbora”). 50 Sísifo aparece, por ejemplo, en la Lamentación amorosa 390, v. 59; asimismo, Tántalo, en 390, vv. 57 s. y 449, v. 14 y finalmente, en el soneto 294 en general. Sobre todo esta última figura se conoce como equivalente emblemático del tormento amoroso, también en la lírica anterior (por ejemplo en Garcilaso y Herrera).
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La constante imaginería del fuego permite hablar de una metáfora continua. Como ya se ha visto, se extiende desde el principio del segundo cuarteto hasta el final del soneto y, en su conjunto, constituye el infierno alegórico del amor. El proceso que tenemos aquí no nombra simplemente el objeto del que se habla, sino que lo hace imaginar sucesivamente en cada uno de sus aspectos. Lo conocemos de otros contextos. Aun cuando aquí no se note la observancia rigurosa de los preceptos ignacianos, el principio sí remite ya claramente a las técnicas imaginativas de la meditación. Las correspondencias que se dan no son solo de carácter formal, sino también de contenido. La importancia central que tiene la meditación del infierno en el contexto de los Ejercicios ignacianos ya se tematizó con motivo de la escenificación lírica en el Heráclito cristiano.51 Aquí se le exige al ejercitante que se figure las llamas imaginarias del fuego infernal para estimular el miedo ante el castigo divino, lo que, por otro lado, es condición esencial para lograr la salvación del alma según la doctrina atricionista.52 En la meditación, la presentificación del infierno tiene, por lo tanto, una función apotropaica,53 pues tiene que neutralizar imágenes y excitaciones pecaminosas provocando una penitencia que todo lo subyuga. En el soneto amoroso de Quevedo, esa preparación ascética de la imaginación parece haberse invertido de forma profanadora. La presentificación imaginaria de las centellas de amor que, al mismo tiempo, son fuego infernal sirve, a primera vista, para incrementar exclusivamente un afecto pecaminoso y particular. En este sentido, el texto parece continuar consecuentemente la situación de la cárcel de amor del soneto introductor. En ese tipo de lectura, el tema espiritual implícito ofrecería, en definitiva, el material metafórico para una culminación dramática de la voluptas dolendi; es decir, Quevedo lo habría invertido en instrumento retórico de lo hiperbólico barroco. Precisamente la comparación en la lírica espiritual54 con escenificaciones de la meditación ignaciana del infierno muestra que es muy
51
Véase III/cap. 1.4. Ejercicios espirituales (1963: 65, 214). 53 Véase Roland Barthes (1971: 57). 54 Por ejemplo, en el citado Poema heroico a Cristo resucitado, que contiene sugestivas descripciones del infierno en el estilo de la compositio loci. También en el trasfondo del Salmo VI, perteneciente al Heráclito cristiano, se encontraba la meditación 52
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difícil hacer una separación entre la afección ascética y la poéticoprofana. Las mismas fórmulas y procesos pueden expresar una simulación marcada por la salvación, pero también por la condenación. Esto significa, en definitiva, que tras la metafórica petrarquista se puede suponer también básicamente una actividad imaginativa cuya intención latente es la mortificación. Aunque, si se hace una comparación, este componente todavía no está muy acentuado al principio del ciclo de Lisi, se irá cristalizando cada vez con más claridad en la segunda mitad. Por lo que se refiere al soneto antitético, esto significaría que la autoproyección en el infierno de amor también podría ser un acto de penitencia deliberado. En este caso, se trataría de una contramedida ascética que opone la evocación visual del castigo divino a la tentación sensual, aspirando así a la salvación metafísica. Como ya se ha visto, esta preparación eucarística de lo imaginario dominaba el ciclo meditativo de Quevedo, en cuyo centro, con el aprisionamiento de la voluntad, hay un dilema ético y teológico-moral semejante al de los sonetos amorosos a Lisi. A través de la analogización oculta entre la llama ardiente de amor y el fuego del infierno, la ambivalencia ascético-poética de los afectos conduce al final también a una doble caracterización de la figura femenina, la cual ya se conoce de otros contextos. Como “Silena airada”55 e incorporación del engaño por excelencia, Lisi representa la oposición entre la belleza exterior y el vicio interior, por lo que siempre es un medio potencial de la tentación diabólica. Su núcleo demoniaco hace también plausible que sea ella misma la que emita el fuego abrasador en el soneto antitético (v. 6). Además lleva a la equiparación alegórica con la víbora del soneto 464, donde se identifica con el emblema de la tentación y del pecado original por excelencia. A partir de aquí no hay más que un paso hasta las “sierpes y víboras” del infierno recreado en el monumental poema espiritual sobre el Cristo resucitado (v. 211).56 ignaciana del infierno, como ya se vio. Asimismo, en la lírica espiritual de Angelo Grillo se encuentran escenificaciones poéticas de los Ejercicios (entre ellas también la meditación del infierno). Véase Marc Föcking (1994: 155-199). 55 Soneto 340, v. 3. 56 Ante ese trasfondo, también en los sonetos amorosos se debería tener en cuenta una estrategia latente que ya se podía percibir en el ciclo meditativo: la demonización de la hermosura, además de representar el peligro espiritual, se puede leer también como proyección alegórica que identifica al enemigo, lo que posibilita que se dé una lucha espiritual.
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En la culminación final del soneto, por el contrario, parece volver a dominar la tópica puramente petrarquista. El último verso contrapone de nuevo los elementos antagonistas del texto juntándolos de forma oximorónica, creando así un efecto climático. Quevedo combina aquí dos tipos formales de soneto, el antitético y el gradual.57 Esa relación tiene un efecto potenciador, pues permite diseñar un tormento amoroso de un carácter hiperbólico paradójico y específicamente barroco. Vistos en sí mismos, los elementos del agua y el fuego poseen un efecto mortal. Su recíproca neutralización provoca que la tortura se multiplique al impedir precisamente que esta termine: el ardor se suaviza gracias al flujo de las lágrimas y el caudal de agua queda embalsada por el fuego. El verso final, por lo tanto, representa un exceso manierista de los affetti contrari. No obstante, hay que tener en cuenta que la muerte amorosa no es un motivo muy frecuente en la lírica petrarquista,58 ni mucho menos se escenifica de esa forma tan espectacular. Quevedo, en comparación con la tradición lírica (piénsese otra vez, por ejemplo, en la Ballata de Petrarca), produce aquí también un exceso semántico y afectivo que hace ver una dimensión ascética subyacente. Ya en los cuartetos se tematiza la disolución del yo: primero en los raudales de agua, producidos por él mismo, de las fuentes metafóricas y, después, en el humo negro del fuego infernal. Si, heurísticamente, se parte de una función mortificadora de tal metáfora en el sentido del contra agere59 ascético, entonces se plantea también el punto culminante como un final consecuente. Este, por lo tanto, representaría una aniquilación espiritual: la extinción del yo, que se encuentra en el estadio del enredo pecaminoso, mediante la imaginación del infierno que la anticipa.60 También el punto culminante del soneto se destaca por una lectura doble, una ambivalencia latente entre la simulación afectiva y la mortificación 57
Véase al respecto Friedrich (1964: 167 s.). En la lírica del Siglo de Oro, la temática de la muerte aparece de vez en cuando en Garcilaso (por ejemplo en la Canción IV, v. 169 y en la Égloga I, vv. 261-266). En Herrera, en especial, tiene un papel prominente. 59 Véase Roland Barthes (1971: 78). 60 En este sentido, también “desatado” (v. 8) lleva su correspondiente carga semántica: en el soneto amoroso más famoso de Quevedo, el verbo representa explícitamente la liberación del alma de la cárcel del cuerpo en el instante de la muerte: “Cerrar podrá mis ojos la postrera/sombra que me llevare el blanco día/y podrá desatar esta alma mía/hora, a su afán ansioso lisonjera” (Quevedo: Poesía original completa 1996: no 472). 58
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ascética. En el primer caso, la aniquilación virtual al final del texto sería el efecto de una sumisión pasiva bajo la prisión de amor y sus torturas; en el segundo, representaría precisamente lo contrario: un castigo en el marco de las prácticas espirituales de la autoformación, como sucedía ya en el Heráclito cristiano. El verdadero significado de tales caracterizaciones y ambigüedades de la lírica amorosa se irá cristalizando a medida en que se repitan en el transcurso del ciclo. Los principios de su constitución poética, por el contrario, son característicos ya en el soneto antitético: la convergencia de la imaginería apotropaica y la tópica petrarquista ya se vislumbra aquí con frecuencia. La primera se sugiere, en primer lugar, sobre todo mediante lo hiperbólico específico de la época y una acentuación fuerte de los temas del arrepentimiento y la muerte. En esta polifonía ascético-petrarquista no se contraponen simplemente dos posiciones ideológicas contrarias, con lo que se cumpliría ya, en principio, el criterio de Bajtín para la dialogicidad. Puesto que la autoconstitución ascético-ignaciana y la petrarquista se basan en una afectividad paradójica muy semejante, la relación que tienen entre sí es más bien de exclusión e incrementación al mismo tiempo. En esto se fundamenta la especial complejidad, la tensión oximorónica y el atractivo poético de semejante actualización: en el ciclo de Lisi queda constantemente abierto si los procesos retóricos se ponen al servicio de la estimulación o de la purgación. Mediante tal transformación de la tradición lírica, Quevedo reactiva una paradoja más antigua con el ingenio de la espiritualidad barroca. Gerhard Regn, especialmente, ha entendido la estructura antinómica del petrarquismo como consecuencia de las teorías amorosas del Renacimiento italiano. En el comentario al Simposio de Ficino, por ejemplo, los delitie amoris pueden operar también como remedia melancoliae: “Pero ahora la reactibilidad de un potencial afectivo positivo anima al amante precisamente a perseverar en un amor que, al final, tiene que producir un sufrimiento inevitable. Por lo tanto, el remedio del sufrimiento radica también una causa fundamental de su prolongación”.61 Por supuesto, en la lírica de Quevedo son totalmente diferentes los signos ideológicos, que, además, muy pocas veces dejan entrever rasgos platónicos. Lo que sí se mantiene es una ambivalencia estructural que
61
Regn (1987: 29).
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se basa en la homología entre el remedio y el mal que hay que eliminar. Esta forma, en la que confluye la imaginación ascética con la poética en una dialéctica paradójica, recuerda a las conclusiones a las que llegaba Derrida en su lectura del Fedro platónico. Aquí, el pharmakon de la escritura se hace virulento en su sentido doble e inverso del veneno y el antídoto: aumenta lo que en principio tenía que subsanar.62 Por la convergencia entre la visualidad apotropaica y la tópica petrarquista surge un efecto semejante. En vez de su anulación se produce un incremento e intensificación del afecto pecaminoso. Así, lo imaginario espiritual constituye un suplemento que, en vez de curar, infecta. Por eso, al final, es muy difícil saber si se trata de un remedio o de un mal. Cuando Quevedo, en su “Soneto amoroso difiniendo el amor”, habla del amor como “enfermedad que crece si es curada”,63 da en el clavo de esa dialéctica paradójica. Su famoso poema sobre el cabello de Lisi la escenifica de una forma todavía más original y enigmática. 4. Reflejos del sujeto y metamorfosis del objeto: “En crespa tempestad del oro undoso” En crespa tempestad del oro undoso, nada golfos de luz ardiente y pura mi corazón, sediento de hermosura, si el cabello deslazas generoso. 5
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Leandro, en mar de fuego proceloso, su amor ostenta, su vivir apura; Ícaro, en senda de oro mal segura, arde sus alas por morir glorioso. Con pretensión de Fénix, encendidas sus esperanzas, que difuntas lloro, intenta que su muerte engendre vidas. Avaro y rico y pobre, en el tesoro, el castigo y la hambre imita a Midas, Tántalo en fugitiva fuente de oro.
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Derrida (1992). Sobre la ambivalencia del pharmakon, que reúne en sí efectos antinómicos, véase, por ejemplo, p. 158. En la literatura del Siglo de Oro tardío, esa paradoja es tópica: “Grande aforismo fue siempre hacer antídoto del veneno” se dice en el Político de Gracián (Baltasar Gracián: El Político 1986: 205). 63 Soneto 375, v. 11.
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El poema reúne una retórica manierista extremadamente artificial, con sugestivos efectos sonoros y un arsenal de relaciones combinatorias. Así, Quevedo logra superar la tradición poética de forma lúdica, ganando al mismo tiempo profundidad afectiva. Estas características tan variadas y diferentes de la poesía barroca se pueden juntar en un espacio reducidísimo mediante la rigurosidad formal del soneto.64 Como se verá, todo esto entra en contraste paradójico con una latente seriedad ascética. El mejor modo de entender la complejidad del soneto es a través de sus elementos tradicionales. En principio se presenta como un poema petrarquista sobre el cabello de la amada. No obstante, el propio objeto de la descripción se mantiene de forma consecuente en un segundo plano. Esa latencia se da desde el principio: ya en el primer verso aparecen los sustitutos metafóricos del agua y el fuego en lugar del cabello, que se menciona tan solo una vez explícitamente al final del primer cuarteto. Por lo tanto, desde el principio hay ya una dominancia incuestionable del hablante figurativo, que, a partir de la segunda estrofa, se volverá a potenciar. En ella aparecen de nuevo las expresiones visuales, pero ahora como primum dentro del nuevo ámbito de los objetos, es decir, de forma desmetaforizada: en las dos estrofas centrales, el agua y el fuego actúan como elementos naturales de una serie de temas mitológicos en cuyo núcleo se encuentran Leandro, Ícaro y Fénix. Por otro lado, esos dos elementos volverán a sufrir una nueva y última metamorfosis en el último terceto, en relación con dos asuntos mitológicos. Esa transformación ya se había empezado a preparar en el primer verso y ahora vuelve a llevar hasta el objeto real del cabello que, finalmente, pasa a la historia de Midas y Tántalo bajo la imagen del oro. El proceso específicamente barroco de la metáfora naturalizada se encuentra también en un soneto que ha sido considerado constantemente como un decisivo texto de referencia. Pertenece al tercer
64 En correspondencia con esa variedad de significados, el soneto ha provocado toda una serie de interpretaciones divergentes: Robert ter Horst (1980) vio connotaciones sexuales; Maurice Molho (1978) se dedicó meticulosamente a las estructuras retórico-lingüísticas; Paul Julian Smith (1987: 77-84) insistió en la convencionalidad retórica; Gareth Walters (1985: 95 s.), en los motivos mitológicos; José M. Pozuelo Yvancos (1979: 148-159) reconoció una desautomatización del lenguaje poético; el estilo conceptista lo analizaron Arthur Terry (1978) y Alexander Parker (1978).
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libro de la Arcadia, la novela pastoril de Lope de Vega. Aquí se hace también una comparación del pelo con las olas del mar que, al final, se transforman en el decorado descriptivo de una escena mitológica:65 Celso al Peine de Clavelia Por las ondas del mar de unos cabellos un barco de marfil pasaba un día que, humillando sus olas, deshacía los crespos lazos que formaban de ellos; 5
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iba el Amor en él cogiendo en ellos las hebras que del peine deshacía cuando el oro lustroso dividía, que éste era el barco de los rizos bellos. Hizo de ellos Amor escota al barco, grillos al albedrío, al alma esposas, oro de Tíbar y del sol reflejos; y puesta de un cabello cuerda al arco, así tiró las flechas amorosas que alcanzaban mejor cuanto más lejos.
Más cercana todavía al texto de Quevedo es una imitación del soneto de Lope que salió de la pluma de Giambattista Marino:66 Donna, che si pettina Onde dorate, e l’onde eran capelli, Navicella d’avorio un dì fendea; Una man pur d’avorio la reggea Per questi errori pretiosi e quelli. 5
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E mentre i flutti tremolanti, e belli Con drittissimo solco dividea, L’or dele rotte fila Amor cogliea, Per formarne catene a’ suoi rubelli. Per l’aureo mar, che rincrespando apria Il procelloso suo biondo tesoro, Agitato il mio core à morte gìa.
Cita tomada de Lope de Vega: Poesía selecta (1984: 220). El soneto se encuentra en Le Lire III, 34 a. Sobre la relación entre los dos textos, véase también Paul Julian Smith (1987: 81 s.). 66
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Meditación espiritual e imaginación poética Ricco naufragio, in cui sommerso io moro, Poich’almen fur, ne la tempesta mia, Di diamante lo scoglio e ’l golfo d’oro.
Lope y Marino exponen ya abiertamente en los primeros versos la estructura retórica de la comparación, sin ocultar lo convencional de la sustitución del pelo por el mar. Quevedo contrarresta precisamente esa sensación de continuación y variación renovada de un tópico petrarquista.67 A diferencia de las artificiales miniaturas de Amor minuciosamente organizadas de los textos modelos, él hace surgir una situación ad-hoc en la que se activa espontáneamente la fuerza imaginativa por el estímulo visual y sensual del pelo que cae para entregarse a la visión interior de una serie de cuadros de grandes dimensiones y dramáticamente animados. Como queda claro cuando se nombra más tarde el cabello, al final de la primera estrofa, la imaginación se emancipa del objeto primario de la observación ya en el momento de la propia percepción. Así pues, los sustitutos metafóricos del pelo aparecen desde el principio en primer plano. Gracias a la compleja organización del primer verso quedan indisolublemente relacionados mediante identificaciones y correspondencias recíprocas, especialmente cuando se canjean los adjetivos y los nombres en la figura inicial de la hipálage: “Crespa” queda relacionada tendencialmente con “oro”, mientras que a la “tempestad” le corresponde “undoso”.68 Esa inversión sintáctica se motiva eficazmente por la dominancia de las equivalencias fonéticas, las cuales son tan prominentes que apenas se perciben, por el contrario, las catacresis al nivel semántico. Crean la impresión de un entrecruzamiento indisoluble de los elementos evocados que queda reforzada, además, por la organización sintáctica de los elementos: la “tempestad” y el “oro” quedan enmarcados por sus respectivos atributos contrarios. Por lo tanto, la especial complejidad del principio radica sobre todo en una potenciación del proceso retórico de sustitución. La similitud
67 Marino, no obstante, rompe implícitamente con la tradición petrarquista al cargar de forma hedonista la metáfora del cabello y el mar acoplándole el motivo de la muerte. En el caso de Quevedo falta ese subtexto erótico del que Smith (1987) tampoco se ocupa. 68 Véase al respecto el comentario en Francisco de Quevedo: Un Heráclito cristiano, Canta sola a Lisi y otros poemas (1998: 180).
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metafórica no solo surte efecto en la relación entre “tenor” y “vehicle”69 (cabello y agua o cielo), sino que también regula la relación semántica entre los sustitutos figurativos e intercambiables del propio cabello. Esa fusión de los elementos visuales tiene una función anticipadora al referirse a las subsiguientes metamorfosis que contiene el soneto. Sugiere un espacio homogéneo compuesto de agua y cielo por igual, creando así el marco de una serie muy densa de temas mitológicos que hace regresar las metáforas iniciales en forma naturalizada. La reversibilidad semántica se extiende aquí a una espacial, reflejándose el cielo y el mar sobre un eje horizontal.70 Esa intercambiabilidad se escenifica ya en el segundo verso con el sintagma “nada golfos de luz”: los términos del ámbito marítimo (“nadar” y “golfo”) se entretejen inseparablemente mediante el genitivo (“de luz”) con el mar de luces del cielo atravesado por los rayos del sol. Ese reflejo en torno a un eje central imaginado constituye también el principio formal que construye el siguiente cuarteto, el cual consta de dos pares de versos paralelos. Aquí vuelven, con el mito de Leandro, las dos analogías visuales del cabello de forma desmetaforizada: primero el mar, naturalmente, pero también el fuego orientador que Hero, su amada, enciende en la orilla del Helesponto y se refleja en las olas del mar Egeo. El sintagma oximorónico “en mar de fuego proceloso” expresa de forma dramática ese efecto óptico al dar la impresión de que se funden los elementos, de tal manera que prosigue la metáfora introductoria de la tormenta. Con ello se prepara sugestivamente, al mismo tiempo, la siguiente alusión al mito de Ícaro, el cual se constituye, a su vez, a partir de un reflejo horizontal de la escena que mostraba a Leandro nadando. Lo elevado y lo profundo, lo de arriba y lo de abajo simplemente se invierten. Ahora el sol representa el fuego; el cielo, el mar; el trayecto que recorrió Leandro hasta la antorcha de la orilla se convierte en la trayectoria de Ícaro. Ambos mueren en el mar, y aquí es donde convergen los dos mitos. En el tema del primer terceto, dedicado a la leyenda de la resurrección del ave fénix, se vuelve a tomar esa pareja mitológica para, al mismo tiempo, sobrepujarla continuando consecuentemente con los 69
Según la muy usada terminología de Ivor A. Richards (1936). Sobre ese proceso específicamente barroco del reflejo horizontal de escenas de la naturaleza, aplicado por Quevedo a los espacios de acción mitológicos, véase Gérard Genette (1966), con ejemplos tomados de la lírica francesa, y Werner von Koppenfels (1992). 70
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motivos del fuego (“encendidas”, v. 9) y de la muerte (“difuntas” v. 10, “muerte” v. 11). Pero al metaforizarse de forma expresa la historia del fénix, los mitos mencionados al principio se integran en un horizonte de sentido figurado, pues lo que se quema aquí (o lo que cae víctima de las olas) son las “esperanzas” (v. 10). Por consiguiente, el renacimiento figurativo (“engendre vidas”, v. 11) de las cenizas de las esperanzas truncadas también remite a su propio regreso. La constelación visual que abarca todo esto no deja ninguna duda de que aquí se trata de los afectos de un amante que siguen existiendo más allá de la muerte corporal, una paradoja esta que se encuentra con frecuencia en la lírica de Quevedo. La naturalización de un complejo metafórico inicial domina también la última estrofa. En ella sigue descendiendo el movimiento de expansión espacial, que empezó al nivel del mar y continuó hacia arriba; el oro metafórico del cabello aparece ahora como el “tesoro” de Midas (vv. 12-13), que remite al “oro” del primer verso no solo semántica, sino también paronomásticamente. Esta circular conexión con el principio del poema se vuelve a reforzar en la imagen final de la “fuente de oro” (v. 14). El material icónico del “oro undoso” se convierte, en una última metamorfosis, en esa fuente que se retira justo cuando Tántalo se acerca a ella para calmar su sed insaciable. Así, los cinco mitos citados se generan de un material semántico que ya está fijado, con la escena observada, a nivel ficcional. A pesar de las apiñadas secuencias visuales, expansivas y asindéticas, este proceso le otorga al texto una contundencia formal sorprendente que se complementa mediante la gran homogeneidad del contenido. En este sentido, los mitos se presentan como una sucesión de variaciones sobre el tema principal de un deseo. Sus objetos remiten sin excepción, de forma visual, al pelo y, con ello, a la propia dama. Otro refinamiento que crea unidad e incrementa el efecto consiste en que las metáforas primarias y naturalizadas remiten, en definitiva, al mismo objeto. Así, los temas evocados ilustran constantemente la situación inicial del hablante y su relación con Lisi, en cuyo mar de rizos dorados se pierde contemplándolos: la parte principal del texto representa una reflexión imaginaria del propio deseo que se refleja a través de diversas analogías emblemáticas. A este respecto, los mitos se van juntando hasta formar una progresión característica que crea casi el efecto de un argumento: Leandro e Ícaro mueren por querer acercarse mucho al objeto de su deseo y arriesgarse demasiado en el peligroso camino
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hacia él. La configuración final de la leyenda del fénix incrementa ese sacrificio involuntario al escenificarlo ahora como un acto intencional que lleva a la renovación paradójica de la esperanza desde sus propias cenizas. Como se insinúa aquí, la muerte, por lo tanto, no marca el final del deseo, sino precisamente su intensificación. Así pues, el deseo no tiende simplemente al cumplimiento, sino que, en el sentido de la voluptas dolendi, se quiebra siempre, pues se define por la distancia insalvable con el objeto.71 Visto así, su incrementación resulta masoquista. El segundo terceto, a su vez, expone esta última dimensión de manera emblemática y realmente casuística al abrir dos alternativas posibles de superación: Midas se expone al tormento precisamente por cumplirse su deseo, tormento que excede con mucho el acicate de sus antiguos deseos. En este sentido es preferible el sacrificio heroico de Ícaro y Leandro, quienes fracasan en su deseo. El destino de Tántalo, finalmente, es el que se refiere tal vez con más claridad al amor doloroso del hablante mediante el atributo de “sediento” (v. 3). Representa una continuación alegórica del mito del ave fénix, según el cual las esperanzas nunca mueren. Si se entierran, vuelven a resucitar de una forma todavía más pasional. Por consiguiente, las tres estrofas últimas del soneto describen, en general, una sucesión emblemática en cinco partes respecto a las diferentes facetas de la voluptas dolendi, que se escenifica mediante sus equivalentes mitológicos, de forma hiperbólica barroca, y tiende a una gran incrementación. Según la quintaesencia paradójica, cuanto más se acerca el objeto de deseo más inalcanzable se hace realmente y tanto más infinitamente aumentan los tormentos de los deseos incumplidos. En este sentido, por lo tanto, los escenarios de los mitos antiguos repercuten en la situación de la observación inicial cuando perfilan retroactivamente la relación del hablante con la amada en el sentido de un amor doloroso petrarquista. Por lo tanto, su estado afectivo no se constituye hasta el predicado del segundo terceto: “lloro” (v. 10) es la única expresión en primera persona que hace también explícitamente transparente el espacio mítico hacia la situación inicial de observación. 71
Esa necesidad de mantener el objeto amoroso a distancia es la que caracteriza, desde la perspectiva psicoanalista, la posición del neurótico. Véase al respecto Moustapha Safouan (1968) y —por lo que se refiere a las escenificaciones del amor cortés en la lírica trovadoresca— Lacan (1986: 167-184).
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El efecto descrito se fundamenta en la naturaleza de los procesos metafóricos. Las expresiones figurativas no sustituyen sin consecuencias aquello a lo que se refieren, sino que repercuten de forma decisiva en los objetos primordiales de referencia.72 Si se observa bajo esta perspectiva el soneto de Quevedo, se verá que en él se escenifica tal acoplamiento semántico retroactivo de una forma especialmente eficaz. Precisamente, aquí, la latencia de lo sustituido es la condición esencial para las metamorfosis, que, por eso mismo, resultan más variadas y de mayor alcance. Así se constituye la rampa retórica para una serie de realces grandiosos de los roles petrarquistas: el cabello de Lisi obtiene dimensiones de una ubicuidad cósmica, los sufrimientos amorosos del hablante se estilizan en un heroísmo mítico-atemporal. En la lírica de Quevedo se encuentra constantemente tal relación de concentración y expansión llena de tensión y de contrastes. La reducción radical de los papeles petrarquistas —la dama y el hablante aparecen solo de forma sinecdótica a través de “cabello” y “corazón”— se contrapone a la inmensa proliferación de sus sustitutos metafóricos. Ese proceso de formación de signos corresponde exactamente a las definiciones programáticas del concepto barroco, tal y como se refiere a él Gracián en su tratado sobre la agudeza. La restricción del sujeto pone en marcha un proceso semiótico que acerca tanto sus coordinadas espaciales y temporales (del pelo en el momento de la caída) como sus “contingencias”, “accidentes” y “efectos” (las características secundarias de la forma y el color) a ingeniosas y sorprendentes constelaciones.73 De este refinamiento conceptista con el que se configura el tópico petrarquista surgen los primeros indicios de una escenificación poética de técnicas espirituales para la imaginación. Como ya se vio, esto provoca que el estado anímico del hablante se constituya dentro del texto primero como efecto de una compleja operación retórica.74 72
Este efecto no se tiene en consideración en las poéticas antiguas, sino solo a partir de la investigación moderna de la retórica. Para la relación entre la “teoría de la sustitución e interacción”, véase, por ejemplo, Max Black (1983: 68-79) y Paul Ricoeur (1983: 361 s.). 73 Véase Agudeza (1988: vol. 1, 64) y II /cap. 2.1. 74 Si se considera la posición del soneto dentro del ciclo, la estructura afectiva de su formulación poética es anterior; luego habría que hablar de una incrementación mediante los procesos espirituales de la imaginación. Si se observa de forma puramente inmanente, se revela, por el contrario, que en el texto los afectos se constituyen
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También es una sensación sensitiva primordial, como en la meditación ignaciana, la que constituye el punto de partida de una sucesión de escenas dramáticamente animada y visualmente presentificada. No resulta difícil imaginarse el hundimiento en el mar dorado de rizos como reconfiguración que poetiza una situación contemplativa espiritual. Tras el camino por las ondas metafóricas hay un acto concreto del mirar: el movimiento del corazón remite metonímicamente al recorrido errante de la mirada a través del pelo —o, lo que también sería imaginable, a una posición, inmóvil ella misma, de observador desde cuya perspectiva se fija el movimiento del pelo cayendo—.75 El estado de la creciente excitación se manifiesta ya en las características descritas de los rizos: “crespo” significa también irritado o aturdido, y con la “tempestad” se hace referencia a la tormenta alegórica de los sentimientos. Esa interferencia recíproca entre la impresión visual y la estimulación afectiva se apoya fundamentalmente en la correlación ya explicada del ojo (o la vista) y el corazón, motivada por el acto del movimiento. Sus emociones, a semejanza de la vista imaginativa ignaciana, aparecen, por lo tanto, como consecuencia directa de una situación de observación cuyo objeto repercute en el que observa.76 Este efecto estético se presenta todavía con cierta vaguedad según los principios de una vista imaginativa ignaciana. También, tanto el epígrafe puesto por González de Salas más tarde (“Afectos varios de su corazón fluctuando en las ondas de los cabellos de Lisi”) como el comentario de la edición crítica resaltan esa particularidad: “A diferencia de los retratos de Lisi construido en los sonetos 105, 107 y 127, este se focaliza en la descripción de la cabellera de la amante y el efecto emocional que produce en el amante” (Francisco de Quevedo: Un Heráclito cristiano, Canta sola a Lisi y otros poemas, 1998: 180, la cursiva es mía). De la “construcción literaria de los afectos” habla también Lía Schwartz (1997: 276). 75 Sobre esas características generales del perspectivismo barroco en un sentido epistémico y estético, véase II/cap. 2.1. y 2.2. 76 La relación paronomástica de “lloro” (v. 10) y “oro” (vv. 1 y 14) reproduce también a nivel de los significantes ese efecto de acoplamiento retroactivo entre la sensación sensitiva y la situación afectiva —esto es, la transformación de una cualidad visual en una queja amorosa—. En este contexto se puede recordar también la conclusión a la que llega Roland Barthes, según la cual, en los Ejercicios, un imaginario débil se opone a una imaginación fuerte (1971: 56 s.). A esta observación se puede añadir que la actividad imaginativa espiritual es fundamentalmente independiente de sus contenidos. Se puede utilizar para cualquier objeto imaginable, tal y como muestra el soneto del cabello. Aquí, el efecto específico cambiante de la evocación visual y la estimulación afectiva no entra en vigor tan tarde como en las secuencias mitológicas, sino ya en el primer cuarteto: el aspecto del cabello
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al principio del poema. No obstante, en el nuevo nivel ficcional del segundo cuarteto, en el que regresan cada una de las metáforas naturalizadas como primum de las escenas mitológicas, adquiere contornos específicos, pues desde ahí se constituye el amor doloroso a través de una serie de identificaciones imaginarias.77 Esto sucede una vez más de forma característica mediante un acoplamiento retroactivo que lleva hasta la situación del hablante cuando se evocan las figuras mitológicas. Este proceso se conoce de la meditación ignaciana. En ella también surge la afección como efecto de una autoproyección en espacios imaginarios y se lleva a cabo como transformación identificatoria de los roles que se sitúan ahí. Si el ejercitante se sumerge en los modelos de las tradiciones cristianas, el hablante petrarquista se representa en su fuero interno los emblemas míticos del deseo no cumplido. Sin embargo, en el soneto de Quevedo no se ha elaborado una compositio loci en el estricto sentido ignaciano. No obstante, el principio de una vivificación escénica y de una carga afectiva de las imágenes presentadas se puede reconocer en una reducida forma evocadora. Los temas del mundo de los mitos antiguos se presentan en instantáneas que se van agudizando dramáticamente cada vez más, igual que imágenes fijas en las que el aumento climático del suceso ha quedado paralizado con gran efecto. El hablante ve a Leandro e Ícaro
provoca la sed de belleza del hablante y deja reconocer ya su excitación en los atributos descriptivos de la tormenta y el mar. Aparte de esto, esa primera observación tampoco es fáctico-objetal, sino interior e imaginada, pues la imaginación metaforizada se produce solo en el caso de que Lisi se desate e pelo por completo (“si el cabello deslazas generoso”, v. 4). Si bien esa limitación condicional implica que semejante situación no se puede dar en el momento en el que se habla, esto no impide en absoluto, por otra parte, la fuerza imaginativa. Hace que aparezcan ante los ojos interiores sus escenarios en el momento mismo del acto de habla e independientemente de cualquier estimulación exterior, tal y como lo testimonia el tiempo presente utilizado. La contradicción se deshace solo cuando se entiende también la observación de la caída del pelo como un acto poéticamente controlado y por propia voluntad, y la espontaneidad sugerida de la imaginación, como un arreglo retórico. Los dos pueden ser reclamados cuando se desee por la vista imaginativa en el sentido de una inventio retórica. 77 Sobre el principio de las identificaciones especulares en los Ejercicios, véase II/cap. 3.2 y el trabajo fundamental de Lacan: “Le stade du miroir comme formateur de la fonction du Je” (1966). La melena dorada y brillante de Lisi actúa aquí, efectivamente, como espejo metafórico que, al mismo tiempo, es el medio de una reproducción imaginaria del hablante.
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en el momento de sus respectivas muertes gloriosas, al fénix cuando se está quemando, a Midas en medio de su tesoro y a Tántalo en las aguas de la fuente subterránea. El carácter elíptico y al mismo tiempo sugestivo de esas secuencias detenidas, cuya inmediatez se ve reforzada además por el uso del presente, cumplen de forma ejemplar el efecto patético de la evidentia. Así, las conexiones actanciales de los mitos surgen como si fueran correlatos imaginarios sin pronunciar de las imágenes estáticas.78 La condensada graduación serial y la ordenación en aumento79 hacen el resto en ese proceso evocador. Si comparamos este procedimiento con otros textos se puede ver en qué aspectos se diferencia la escenificación original de temas mitológicos de las elaboraciones habituales en la lírica petrarquista. Quevedo pudo encontrar inspiración leyendo a Garcilaso, cuyo Soneto XXIX, además de estar dedicado al mito de Leandro, fija también el momento dramático de la muerte:80 Pasando el mar Leandro el animoso, en amoroso fuego todo ardiendo, esforzó el viento, y fuese embraveciendo el agua con un ímpetu furioso. 5
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Vencido del trabajo presuroso, contrastar a las ondas no pudiendo, y más del bien que allí perdía muriendo que de su propia vida congojoso, como pudo ’sforzó su voz cansada y a las ondas habló d’esta manera, mas nunca fue de su voz dellas oída: “Ondas, pues no os escusa que yo muera, dejadme allá llegar, y a la tornada vuestro furor esecutá en mi vida”.
78 Mediante la evocación elíptica surgen los contextos argumentativos de los mitos citados en cierto modo como espacios en blanco a rellenar por la imaginación del lector. Sobre ese principio, véase Wolfgang Iser (1975). 79 Ambos representan también los procesos retórico-afectivos de la meditación ignaciana. Véase al respecto Rabbow (1954: 56-80). 80 Véase también el soneto de Leandro 311 de Quevedo, que en algunos aspectos remite al de Garcilaso.
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La leyenda de Ícaro es el tema del Soneto XII de Garcilaso, pero aparece también en algunos textos de Herrera81 y Lope;82 la materia del fénix se encuentra asimismo en Lope,83 pero es sobre todo un tema predilecto del proprio Quevedo.84 Mientras que la historia del infeliz rey Midas apenas se trata en la poesía del Siglo de Oro, no ocurre lo mismo con la figura de Tántalo. En la tercera elegía de Fernando de Herrera se considera el equivalente al suplicio del amor no correspondido:85 ¡Quién me daría, Amor, una voz fuerte, i espíritu en mis lástimas osado, para cantar las cuitas de mi suerte! 5
Qu’el luengo error de mi primer cuidado ocupada me tiene la memoria, i todo mi sossiego enagenado. Yo nací para ver, cruel, tu gloria, cual Tántalo engañado, i, al estremo, para llorar perdido mi vitoria.
Quevedo encuentra una superación barroca de esa analogía: el héroe antiguo tiene que considerarse dichoso. Como al menos está cercano al objeto de su deseo, no tiene que soportar los tormentos de la distancia espacial:86 Dichoso puedes, Tántalo, llamarte, tú, que, en los reinos de vanos, cada día, delgada sombra, desangrada y fría, ves, de tu misma sed, martirizarte. 5
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Bien puedes en tus penas alegrarte (si es capaz aquel pueblo de alegría)
Canción I, v. 25, en Fernando de Herrera: Poesía castellana original completa (1985: 763). 82 Lope de Vega: Poesía selecta (1984: 52, v. 5). 83 Ibídem (1984: 209, v. 81). 84 Soneto 302, vv. 9-10 y 477, vv. 9-14. 85 Fernando de Herrera: Poesía castellana original completa (1985: 657). Véase también la escenificación tan parecida que hace el conde de Villamediana de la figura de Tántalo: Poesía impresa completa (1990: 467). 86 Soneto 294.
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pues que tiene, hallarás, la pena mía, de el reino de la noche mayor parte. 10
Que si a ti de la sed el mal eterno te atormenta, y mirando l’agua helada te huye, si la llama tu suspiro; yo, ausente, venzo en penas al infierno; pues tú tocas y ves la prenda amada; yo, ardiendo, ni la toco ni la miro.
Al igual que en el soneto del cabello, en estos ejemplos aparecen las figuras míticas como equivalentes del amor doloroso. La analogía temática, precisamente, hace que se destaquen todavía más las diferencias, sutiles pero decisivas. Estas no son de contenido, sino que se sitúan únicamente al nivel de los procesos retórico-afectivos. Garcilaso y Lope se conforman con descripciones. Donde se crea una relación explícita entre el yo hablante y la figura mitológica, como en el poema de Quevedo sobre Tántalo, los paralelismos se limitan a una simple comparación. Por el contrario, el soneto del cabello crea una visión interior que es, a la vez, el medio de la autoafección. Sus objetos no tienen una relación puramente explicativa o ilustradora con el hablante, sino que, a través de su estatus ambivalente —entre la ausencia real y la presencia fantasmática— repercuten en su estado anímico. En lugar de una relación comparativa, el texto construye una serie de reflejos narcisistas e identificaciones imaginarias. Así, en vez de una descripción estática de un estado previo, el soneto presenta un acto procesual de la autoconstitución y autotransformación que permite reconocer las estructuras de las prácticas espirituales de uno mismo. Semejante síntesis entre la lírica amorosa y las técnicas de imaginación genuinamente espirituales no solo es inusual en la historia de la literatura, sino también altamente problemática desde una perspectiva teológica. Contribuye a la incrementación de los afectos particulares fijados en la hermosura, favoreciendo así la determinación ajena de la propia voluntad, la cual hay que superar precisamente mediante la meditación. Esto no solo causa sorpresa en el caso de un autor como Quevedo, cuya rigidez ortodoxa ya era conocida. Sería totalmente impensable si en el texto no se pudiera reconocer otra tendencia —muy sorprendente por ser fundamentalmente contraria— de la imaginación poético-espiritual. Entre los numerosos comentaristas del texto, Maurice Molho fue tal vez el único que siguió seriamente esa pista,
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remitiendo las figuras mitológicas a las interpretaciones cristiano-emblemáticas de la Philosophia secreta escrita por Juan Pérez de Moya en el año 1585.87 Tomando el horizonte de la ortodoxia como explicación ideológica, Leandro e Ícaro dan a conocer las consecuencias fatales de la concupiscentia y la hybris humana, mientras que Tántalo y Midas representan el destino de los avaros y codiciosos. Tanto en unos como en otros, el mensaje tropológico de los exempla se basa en mantener el justo término medio. Con esto, dentro del soneto amoroso se abre un sorprendente nivel semántico de la mortificación y de la contención ascética. Dicho nivel coincide perfectamente con la función apotropaica de lo imaginario ignaciano, esto es, con el contra agere88 ascético que aquí, por lo tanto, se manifiesta no solo a nivel formal, sino también a nivel ideológico. El hablante, por consiguiente, intenta contrarrestar sus deseos ilegítimos y mantener a distancia el objeto de ellos imaginándose una serie fantasmática de ejemplos marcados por el “castigo” (v. 13) y la penitencia. Ante este trasfondo, la limitación de la escena que se observa adquiere nueva relevancia, pues pone el primer cuarteto en una relación consecutiva, que es causal y temporal al mismo tiempo, con el subsiguiente transcurso del texto: si Lisi se suelta el cabello entregándole así al hablante el poder seductor de la hermosura (vv. 3-4), él entonces activa una imaginación que busca reprimir la excitación erótica al hacer ver drásticamente sus consecuencias. Como ya se mostró, ambas fases están estrechamente relacionadas desde el punto de vista semiótico. Las imágenes de la disciplina ascética se generan directamente de la situación tentadora.89 Si se sigue tras la pista de ese nivel semiótico ortodoxo y centralizador, llama la atención que los mitos evocados no representan una estrategia mortificadora general contra los peligros de la seducción sensual. En este sentido, Leandro e Ícaro, sobre todo, pueden ser interpretados como prefiguraciones imaginarias de una aniquilación espiritual que apunta al yo preso de los sentidos y sometido
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Véase Molho (1978: 362-371). Véase Roland Barthes (1971: 78). 89 La llamativa equivalencia posicional de “mi corazón” (v. 2) y “nada” (v. 3) se puede leer también como indicio de ese acto de la autoaniquilación imaginaria del corazón sediento de belleza, ya que, en definitiva, no es solo una forma conjugada de “nadir”, sino también el pronombre indefinido “nada”. 88
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a la hermosura.90 Las leyendas de Midas y Tántalo encontrarían su equivalente, por lo tanto, en esos temas meditativos auspiciados por la attritio: tienen que estimular el miedo ante el castigo divino, que es la condición necesaria para la absolución. Dentro de los Ejercicios ignacianos, esa función correspondía especialmente a la meditación del infierno, que, tipológicamente, es muy cercana al tema de Tántalo. A partir de aquí no solo surgen relaciones variadas con el texto correspondiente del Heráclito cristiano,91 sino también fantasmas de ultratumba latentes en el tercer soneto del ciclo amoroso. Incluso el tema inicial de la tentación perteneciente al ciclo meditativo regresa de forma explícita. Con el primer cuarteto el texto le da continuación a una demonización de la hermosura que está omnipresente en la otra teórica y literaria de Quevedo, y que hace aparecer constantemente contra-estrategias ascéticas. La materia del mundo mítico antiguo puesto al servicio del amortiguamiento de los afectos se da ya en la lírica petrarquista de principios del Siglo de Oro, pero en un sentido espiritual muy general y nada específico. El complejo temático del pecado y la penitencia se encuentra ya en los trovadores provenzales, luego, pertenece al fondo arcaico de la lírica amorosa europea. A este respecto, Garcilaso, en el Soneto XII, por ejemplo, se sirve de los mitos de Ícaro y Faetón con la (vana) esperanza de aprender de ellos para conjurar el poder del “deseo loco”: Si para refrenar este deseo loco, imposible, vano, temeroso, y guarecer de un mal tan peligroso, que es darme a entender yo lo que no creo, 5
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no me aprovecha verme cual me veo, o muy aventurado o muy medroso, en tanta confusión que nunca oso fiar el mal de mí que lo poseo, ¿qué me ha de aprovechar ver la pintura d’aquel que con las alas derretidas, cayendo, fama y nombre al mar ha dado,
El anuncio de tal autoaniquilación se cumple en textos del ciclo que aparecen más tarde, incluso en la forma correspondiente de una muerte imaginaria causada por el fuego y el agua. Véase al respecto la interpretación en IV/cap. 2.6.-2.7. 91 Véase sobre todo III/cap. 1.4.
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Meditación espiritual e imaginación poética y la del que su fuego y su locura llora entre aquellas plantas conocidas, apenas en el agua resfrïado?
Esa leyenda la acentúa también Lope de Vega, si bien de forma diferente, relacionándola con el pecado y el castigo. En su caso, el destino de Ícaro representa simbólicamente un proceso de desengaño. Lo que antes parecía ser amor, al final resulta ser un castigo:92 210
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así mis ojos libertad buscaban de la nueva prisión en que se veían, pues por librarse de mirar, miraban, y pensando salir, se detenían, cuando las alas de Ícaro abrasaban rayos del sol, la cera derretían y este regalo, cuyo ejemplo sigo, pensaba que era amor, y era castigo.
Por otra parte, la comparación directa muestra la escenificación compleja y sumamente original de los mitos en el soneto del cabello. Garcilaso expresa la entrega desesperada al amor doloroso, mientras que Lope hace una retrospección a un proceso de desilusión. En el caso de Quevedo, por el contrario, se continúa aumentando progresivamente lo que ya se había insinuado al principio del ciclo, esto es, una relación abismal, profundamente paradójica y aporética entre la estimulación y la mortificación. Al fin y al cabo queda por decidir si el mito reproduce sencillamente el amor doloroso, si lo incrementa o si se contrapone a él en el sentido de una disciplina ascética. Para todas estas caracterizaciones se encuentran ejemplos en la lírica amorosa del Siglo de Oro, pero solo Quevedo las escenifica dentro de un texto como simultáneas, contradictorias y sin posibilidad de ser mediadas entre ellas. Esta estructura dialógica se puede leer como agon imaginario, es decir, como guerra alegórica entre los partidos de un poder seductor demoníaco y su disciplina meditativa, una lucha que ya era dominante en el ciclo espiritual. Pero aquí, a diferencia del Heráclito cristiano, el enfrentamiento no tiene que resolverse. Como muestra el texto con gran contundencia en la sucesión de cada uno de los 92 Lope de Vega: Amarilis. Égloga a la reina christianísima de Francia, citado según: Poesía selecta (1984: 429).
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mitos, la única posibilidad que hay para continuar el conflicto consiste en agravarlo y agudizarlo dramáticamente. Aquí se manifiesta, con más claridad que en el soneto antitético, que la imaginación espiritual produce efectos comparables al pharmakon socrático. También ella representa un remedio que no hace más que empeorar lo que, al fin y al cabo, tenía que ser en principio eliminado,93 con lo cual pone en escena el amor como “enfermedad que crece si es curada”.94 En este sentido, la leyenda del fénix —que Quevedo posiciona deliberadamente en la mitad del soneto— gana en importancia programática. Constituye el relé imaginario del texto, pues el tema de la resurrección representa emblemáticamente, en última instancia, la homología formal de las posiciones que aquí se confrontan de forma dialógica. Las relaciones opuestas son válidas únicamente al nivel de las fijaciones ideológicas; un diagnóstico este que coincide exactamente con la definición de la dialogicidad de Bajtín. Desde el punto de vista formal no se puede mantener la diferencia entre la afectividad poético-particular y la ascética. Da igual que el regreso de las “esperanzas [...] difuntas” (v. 10) a modo del fénix garantice la persistencia del amor doloroso petrarquista, o que la tarea de la mortificación espiritual, precisamente por eso, no pueda terminar nunca y tenga que comenzar siempre de nuevo. Más allá de su valor teológico-moral contrario, apenas se pueden diferenciar los dos niveles semióticos del texto.95 Se anulan en el bucle infinito de una renovación constante de los afectos. Su sujeto no es capaz ni de alcanzar ni de dejar tras de sí el objeto de deseo y el peligro. Al igual que los “secretos profundos”96 de Gracián, persiste bajo sus sustitutos en el lugar de una latencia inaccesible. Este diagnóstico puede llevar hasta una caracterización metapoética oculta del desdichado rey Midas. En la escena de la vista imaginativa, finalmente, queda un representante alegórico del hablante, “pobre” (v. 12) en bienes sustanciales, pero al mismo tiempo “rico”
93 Véase Jacques Derrida (1992) y la interpretación del soneto antitético en IV/ cap. 2. 94 Soneto 371, v. 11. 95 Sobre la deconstrucción de oposiciones como reducción a un principio fundador común, véase J. Culler (1988: 95-123), quien, a su vez, remite a Derrida. 96 Oráculo manual, aforismo 146.
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(v. 12) en representantes metafóricos.97 Al tocar los objetos de su placer corporal los convierte en un sustituto que tiene que permanecer superficial y le hace pasar un hambre insaciable y eterna. Con esto, a nivel emblemático, se ha captado muy bien la estructura suplementaria en la que se basa la “condition absolue” de cualquier deseo, tal y como lo ha mostrado repetidas veces Jacques Lacan.98 Sin llegar jamás a poder recuperar un objeto originario “real”, el désir se ve siempre relegado de sustituto en sustituto. Esta diferencia atañe, no en último lugar, a la puesta en lenguaje, que lleva a cabo una separación irreversible entre el representante simbólico y el objeto. Desde esta perspectiva, la variación conceptista que hace Quevedo del motivo del cabello se puede leer como alegoría del propio deseo. Tras el mar de rizos rubios se oculta un objeto mítico “real” en el sentido lacaniano. Así, el destino de Midas refleja, en definitiva, la situación paradójica de la enunciación petrarquista mediante la analogía del “oro” y el “cabello”: el poeta, en el empeño de alcanzar su objeto, lo transforma en el duradero metal precioso del sustituto retórico. Le otorga brillo poético al distanciarlo insuperablemente de sus necesidades. Baltasar Gracián extrajo la definición de “concepto” de esa estructura suplementaria, la cual no es solo una estructura del deseo, sino de la relación del lenguaje con el mundo. También el hambre eterno de Tántalo, lo que lo hace comparable a Midas, representa los efectos afectivos de esa latencia fundamental del objeto.99 Gracián, al titular “Dexar con hambre” el penúltimo aforismo de su Oráculo 97
En la moraleja del mito se invierte la relación del valor: Midas vuelve a añorar en vano los bienes de los que se puede disfrutar “realmente” tras el representante del oro. 98 Sobre esa “condición absoluta” del deseo, véase Lacan: “La direction de la cure et les principes de son pouvoir” (1966: 629). 99 El motivo del hambre mantiene la relación con la psicogénesis del deseo, pues el désir surge como reacción a una privación primaria y una carencia que exige el sustituto simbólico de los primeros objetos (orales). Véase al respecto, por ejemplo, Hermann Lang (1973: 224 s.). La estructura diferencial del deseo tiene efecto en la negatividad fundamental de la jouissance, pues la imposibilidad de llegar a poseer el objeto “real” hace que el désir aspire, en lo sucesivo, a ese momento efímero de estar lo más cerca posible de él, ya que desaparece tras su representante simbólico: “A l’instant de la jouissance, la Chose vient à manquer”; en la evocación de una “plénitude absolue, qui n’apparaît que dans son manque” (Juranville 1996: 227); véase también la explicaciones correspondientes a la loqüela ignaciana en II/cap. 3.3.). El Tántalo apostrofado como “dichoso” por Quevedo gana incluso una importancia emblemática para ese éxtasis negativo marcado por la retirada y la ausencia (soneto 294, v. 1).
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manual, lo que hace es convertir esa necesidad de privarse en una ética de la moderación del Barroco tardío. En este punto, por lo tanto, el ascetismo profano del pastor espiritual cortesano se encuentra con la reescritura mortificadora del mito antiguo que se da en la lírica amorosa quevediana. 5. Muerte de amor y polílogo petrarquista: “Molesta el Ponto Bóreas con tumultos” Al soneto del cabello le sigue una serie de poemas estrechamente relacionados que continúan amplificando los temas y los motivos que en aquel solo se habían citado brevemente.100 Uno de ellos retoma el tópico de la tormenta y lo amplía desde una metáfora a una alegoría extremadamente dramática. A partir de la sinécdoque del corazón, que nada a través de las olas de los rizos dorados, aparece el emblema del “marinero-amante” que va zozobrando abocado a la muerte:101 Molesta el Ponto Bóreas con tumultos cerúleos y espumosos; la llanura del pacífico mar se desfigura, despedezada en formidables bultos. 5
10
De la orilla amenaza los indultos que, blanda, le prescribe cárcel dura; la luz del sol, titubeando obscura, recela temerosa sus insultos. Déjase a la borrasca el marinero, a las almas de Tracia cede el lino; gime la entena, y gime el pasajero. Yo ansí, náufrago amante y peregrino, que en borrasca de amor por Lisis muero, sigo insano furor de alto destino.
El sentido figurado de esa “tempestad” —que, en el soneto del cabello, representaba la excitación del estado interior del amante—
100 Entre ellos la presentación que se hace acto seguido del mito del fénix (450), un lamento amoroso (451) y dos sonetos cuyos temas se han tomado de la mitología antigua. 101 En la numeración de Blecua se trata del soneto nº 454.
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sigue manteniéndose en su parte esencial, pero aparece en una forma amplificada e incrementada. Al mismo tiempo, los elementos visuales con los que se constituye la agitada escena de la tormenta crean una densa red referencial intertextual. El vocabulario marítimo, en especial, proviene casi todo de la poesía de la Antigüedad, sobre todo de las Odas de Horacio, lo que le otorga al texto rasgos cultistas que recuerdan constantemente al estilo del tan injuriado Góngora. Los vocablos más llamativos son los latinismos “Ponto” y “Bóreas” para referirse al viento y al mar, y también el alegórico “almas de Tracia” (v. 10).102 Las recurrentes referencias a las odas antiguas consiguen crear un nivel estilístico elevado y patético que, no obstante, se quiebra de inmediato debido a ese estado de excitación febril que aparece con tanta frecuencia en la lírica de Quevedo. Esa impresión de máxima tensión se produce por la dinamización de cada una de las imágenes. El resultado es una sucesión de escenas dramáticas que evoca un desarrollo quasi narrativo de forma concisa: la transformación de la superficie plana del mar (v. 2) en el caudal de agua amorfo y desgarrado que se presenta al final del primer cuarteto, se realiza en tan solo tres versos. Junto a los procedimientos para condensar el tiempo se encuentran, sobre todo, la representación personificada de las fuerzas naturales puesta al servicio de la inmediatez expresiva. Pozuelo Yvancos, en su análisis del soneto, se ha concentrado sobre todo en los rasgos antropomorfos de la escena de la tormenta y ha demostrado que la alegoría tiene varios sentidos en casi todos los elementos visuales.103 Los atributos oximorónicos de la costa arenosa caracterizan, por un lado, la cualidades del elemento natural —que, a pesar de su blandura material, es también lo suficientemente dura—, para acotar espacialmente el mar y, así, encarcelarlo (v. 6). Pero también aluden a las características contradictorias de la amada que, a pesar de su belleza, se comporta con frialdad y reserva. La estilización implícita de la “orilla” como donna petrarquista encuentra su contrario en la descripción alegorizante de las olas que bate la tormenta, pues
102 Véase el comentario en Francisco de Quevedo: Un Heráclito cristiano, Canta sola a Lisi y otros poemas (1998: 191 s. y 787 s.). Al parecer, Quevedo utiliza también como fuente directa una recopilación de citas sobre el tópico de la “tempestas” que se encuentra en Poetices libri septem, el libro V de Julio César Scaligero; véase al respecto Smith (1987: 132). 103 Pozuelo Yvancos (1979: 137-140).
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representan los afectos desbordantes del hablante, los cuales chocan contra los muros de su cárcel de amor, es decir, en el sentido real, fracasan finalmente ante la crueldad de Lisi. Al principio del segundo cuarteto se pone en escena esa relación usándose terminología jurídica. Precisamente la rebelión del hablante —esto es, el sensus allegoricus de la tormenta—impide un posible indulto de la dama (vv. 5-6). Este poner en cláusulas la situación solo puede significar que la liberación de las emociones contrarresta precisamente los intereses del amante. Si antes existía aún la posibilidad de que Lisi se compadeciera del desdichado (lo que insinúan los “indultos” en v. 5), ahora se endurecen definitivamente los frentes contrarios tras su sublevación, la cual supera con mucho el rol que prescribe el petrarquismo. Esta conexión se revela por una alegoría intrincada y combinatoria que recurre a diferentes complejos visuales y los relaciona de una forma sorprendente, pero siempre motivada. La base retórica la constituye la isotopía de la tormenta. En la segunda estrofa se transmite con una alegoría de la cárcel de amor que le da realmente a la escena de la naturaleza su perfil petrarquista, si bien de una forma oculta y puramente implícita. La imagen de la “cárcel dura” (v. 6), mediante la que se retoma el tema del soneto introductorio, constituye, por su parte, el centro de una nueva isotopía, ahora jurídica. Introduce una oposición entre castigo e indulto que define, al nivel real, el potencial comportamiento de la dama ante el hablante. Que lo último resulta imposible, tal y como corresponde a las reglas de la tradición petrarquista, lo muestra la desesperada situación del “marinero” (v. 9) en el primer terceto: sus gemidos se mezclan con el crujir que produce la entena del barco (v. 11). En vista de la enorme violencia de las fuerzas naturales no le queda más remedio que darse por vencido (v. 10) y ceder el lino (v. 10) en el que ya se adivina el sudario. En la última estrofa se hacen explícitas las connotaciones relacionadas con la muerte. Aquí, en una última gran analogía que se inicia de forma enfática, todo el complejo alegórico remite explícitamente al propio yo (“Yo ansí […]”, v. 12) que se entrega, como náufrago y peregrino al mismo tiempo, a la tormenta amorosa. Hasta ahora, las connotaciones espirituales del soneto apenas han llamado la atención.104 En el segundo terceto, sobre todo por los términos 104 Una excepción la constituye Paul Julian Smith, quien, no obstante, no toma en consideración las relaciones con la meditación (1987: 128 ss.).
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característicos de “peregrino” (v. 12) y “alto destino” (v. 14) el amor petrarquista se abre a una dimensión sagrada. Ese movimiento final no sorprende. En los rasgos abstractos de una relación de roles que se presenta casi exclusivamente con envoltura alegórica se ha preparado de forma discreta, pero consecuente y decidida. En este proceso, la terminología espiritual remite a un principio organizador general. Se basa en la configuración formal y de contenido del texto en su totalidad y permite poner en relación cada uno de los aspectos que se han ido mencionando hasta ahora. Todo el soneto está construido, inconfundiblemente, como meditación ignaciana —o, más exactamente, como una composición viendo el lugar105 alegórica que convierte las circunstancias abstractas en una idea sensorial—.106 La verdadera vista imaginativa se extiende a través de las tres primeras estrofas, en las que se cumple el efecto de la evidentia de forma ejemplar. Ya el presente, que se utiliza ininterrumpidamente, da la impresión de que está sucediendo algo en la pura inmediatez. En una “doble vía sensorial” de la configuración poético-dramática se evoca la tormenta también a nivel fonético: el acercamiento principalmente visual se incrementa y complementa con procesos acústicos.107 De esta forma, la visión interior se expande a la vivencia sinestésica total como consecuencia de una aplicación de los sentidos. Al final, se pone un marco narrativo que, en pocos versos, va desde la llana superficie acuática hasta el oleaje azotado por la tormenta. Así se cumple con la obligatoria dinamización fluida y escénica de cada una de las imágenes. El hecho de que la percepción interior no esté cargada afectivamente al principio —al menos no explícitamente, como se vio—, corresponde por completo al carácter procesual de la imaginación espiritual. De acuerdo con el transcurso individualizante de la meditación con las tres potencias, la relación con el sujeto imaginante se construye solo de forma sucesiva. En este sentido, el primer terceto concretiza, en principio, la tormenta en el “marinero” afectado (v. 9) y su barco. Solo cuando se introduce la figura identificatoria que media
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Ejercicios espirituales (1963: 47, 209 s.). A nivel alegórico ya se vio cómo la escena de la tormenta modela, al mismo tiempo —de forma recóndita, pero distintiva—, una relación de roles petrarquista. 107 Véase Pozuelo Yvancos (1979: 138), que cita el texto como ejemplo de la desautomatización del lenguaje poético en Quevedo. Sobre la crítica a esta tesis véase también Smith (1987: 126 s.). 106
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entre el yo y la escena alegórica de la naturaleza, el hablante consigue remitir también a sí mismo la visión dirigida al objeto. Trasciende al nivel del entendimiento al reconocer la analogía entre la desesperada situación del marinero y la suya propia (v. 12). Con esto, ahora también se nombra explícitamente lo que ya se apuntaba de forma implícita en las fuerzas desatadas de la naturaleza mediante sus rasgos antropomorfos. Por lo tanto, el especial refinamiento de la compositio loci cuenta aquí con un doble fondo: su sensus allegoricus, analizado con perspicacia sobre todo por Pozuelo Yvancos, anticipa desde el principio la vuelta individualizante al yo-hablante. En este sentido, en la segunda mitad del texto se cierra de forma explícita el círculo que lleva a la situación amorosa codificada del octeto. La meta de la vista imaginativa, la autoafección al más alto nivel de la voluntad, resulta de la comparatio que introduce casi automáticamente el último terceto. Ese estadio definitivo en el que se acopla la impresión sensorial a la situación del sujeto se manifiesta sobre todo en el último verso. En la preparación a la inminente muerte por amor, añorada por el insano furor casi con impaciencia, se alcanza el clímax final del soneto y, con ello, también la meta de un ejercicio ignaciano.108 Una vez más nos encontramos aquí, al parecer, con los procesos imaginativos de los Ejercicios para, a través de ellos, superar la tópica petrarquista. Pero tras el drama alegórico se encuentra un contenido semántico sagrado que se infiere solo si se observa detenidamente. Para ello, la estrecha relación con el Salmo XX del Heráclito cristiano, a la que también se ha referido Paul Julian Smith,109 puede ofrecer los 108 Por lo tanto, ese proceso armoniza de nuevo con el tipo aumentativo del soneto (véase Friedrich 1964: 167 s.). La analogía constatada con el desarrollo de los ejercicios ignacianos se manifiesta también al nivel formal. Si, aparte de esto, se considera el epígrafe de De Salas (“Náufrago amante entre desdenes”), entonces, como ya era el caso en el Salmo XVII del Heráclito cristiano, resulta una construcción ternaria con el motto, pictura y subscriptio, tomada de la estructura del emblema. En la literatura barroca son muy usuales las escenificaciones literarias, especialmente poéticas, del emblema y aparecen sobre todo en la lírica meditativa (véase, sobre la afinidad de la emblemática y la meditación en la lírica espiritual del Barroco italiano, Marc Föcking (1994: 194 ss.). Sin el epígrafe añadido posteriormente, en el soneto de Quevedo surge una construcción de dos partes según el modelo de la empresa (véase al respecto la “Vorbemerkung der Herausgeber” [“advertencia preliminar de los editores”] en A. Henkel/A.Schöne [1996]: XI ss., y sobre la empresa, R. Klein (1970), así como también S. Neumeister (1997: 98). 109 Véase Paul Julian Smith (1987: 129 s.).
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primeros indicios. Debido a la importancia de la comparación directa presentamos de nuevo el texto por completo: Tuvo enojado el alto mar de España, apenas, Fabio, por orilla el cielo; la ley de arena que defiende al suelo ofensas receló de tanta saña. 5
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Con temeroso grito la montaña hirió; llevóse el día obscuro velo; mezcló en las venas a la sangre el hielo, erizado temor que le acompaña. ¡Qué me dictó de votos la tormenta, y cuántas mi pavor al Ponto debe y a la deidad suprema exclamaciones! Nunca tierra alcanzara; antes violenta mi nave errara, pues el puerto breve olvido trujo a tantas oraciones.
El análisis del soneto ha mostrado que aquí la alegoría de la tormenta marítima expresa una nueva vivencia imaginaria de la crucifixión de Cristo, la cual constituye el clímax afectivo en la pasión fantasmática del proceso meditativo. Sobre todo en los motivos del terremoto y del eclipse se reconocían analogías directas con la escena del Gólgota. Dentro del texto espiritual, Quevedo las transmite, como ya se vio, con una alegoría del naufragio que, por otro lado, visualiza de forma plástica el proceso interior de la aniquilación.110 Las analogías con el soneto amoroso son tan evidentes, sobre todo en las dos primeras estrofas, que apenas hace falta resaltarlas explícitamente. A este respecto hay que mencionar la tormenta alegórica, la relación antagónica y personificada entre el oleaje y la costa, el repentino eclipse y la inminente muerte en el mar que se está deseando casi ardientemente. En el contexto del Heráclito cristiano, esa actitud se podía comparar directamente con la dimensión eucarística de la autoaniquilación. Pero en un ciclo petrarquista no existe tal motivación. La tradición de la lírica amorosa, no obstante, conoce también la muerte metafórica y a veces combina ese tópico con la alegoría del viaje por mar o con el peregrinaje. Aquí, sin embargo, 110
Véase al respecto la extensa interpretación en III/cap. 9.
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el inminente final aparece siempre como un destino forzado por circunstancias externas, el amante no correspondido tiene que aceptarlo también en contra de su voluntad. Esa actitud que afirma la muerte con euforia está muy alejada del petrarquismo,111 que opta más bien por la resignación silenciosa ante lo inevitable. Esto se ve en el soneto del naufragio, CLXXXIX del Canzoniere, muy semejantes respecto a la temática: Passa la nave mia colma d’oblio per aspro mare, a mezza notte il verno, enfra Scilla et Caribdi; et al governo siede ’l signore, anzi ’l nimico mio. 5
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A ciascun remo un penser pronto et rio che la tempesta e ’l fin par ch’abbi a scherno; la vela rompe un vento humido eterno di sospir’, di speranze et di desio. Pioggia di lagrimar, nebbia di sdegni bagna et rallenta le già stanche sarte, che son d’error con ignorantia attorto. Celansi i duo mei dolci usati segni; morta fra l’onde è la ragion et l’arte, tal ch’incomincio a desperar del porto.
Fernando de Herrera formula de forma semejante el apego a la muerte del amante no correspondido expresándola con la alegoría del viaje por mar:112 5
Si yo nací sugeto i obligado a perderm’en las ondas d’el mar fiero, cual navegante mísero, engañado,
111 Esto lo constata también Smith con referencia al texto en cuestión (1987: 128). En el estudio de Pilar Manero Sorolla (1990: 200-240), las referencias a la variopinta configuración de la tópica marítima en el petrarquismo ofrecen muchas otras posibilidades de comparación. Ahí donde se le transmite a la dama la predisposición a morir con un gesto agresivo y exigente, como en el segundo soneto de Garcilaso de la Vega, se percibe la influencia de la poesía del cancionero medieval. La expectativa esperanzadora y extática de Quevedo tiene primordialmente raíces espirituales, como se mostrará, y está muy alejada de las connotaciones eróticas y provocadoras de Garcilaso. 112 Elegía II en Fernando de Herrera: Poesía castellana original completa (1985: 768).
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Meditación espiritual e imaginación poética ¿por qué, con dulce canto i lisongero, suspenso, me llevastes compelido al dolor grave’n que lloroso muero?
Si se hace una comparación, se constata un diagnóstico anterior. En el caso de Quevedo vuelve a aparecer un exceso afectivo como efecto de una poética barroca de la aemulatio. Cómo se configura aquí concretamente esa superación hiperbólica de la tradición, se puede mostrar haciendo comparación con el poema introductorio del ciclo amoroso. Ahí ya, es decir, en un lugar programático, aparece la alegoría de la cárcel de amor. Regresa en la “cárcel” (v. 6) del soneto petrarquista del naufragio que conecta el campo visual marítimo con la situación amorosa petrarquista. Ya nada más comenzar el ciclo, pero más aún en los textos subsiguientes, se cristaliza a este respecto una ambivalencia específica. Siempre queda abierto, de forma característica, si la prisión bajo el dominio de la hermosura desemboca en una resignación consciente del pecado y gustosa, como en el caso de Petrarca y sus seguidores, o si más bien provoca la reacción contraria de la contención ascética y la liberación. La cuestión tiene que quedar sin resolverse por razones basadas en las particularidades de la propia modelación de los afectos: las estructuras paradójicas del enredo petrarquista, por un lado, y las de la mortificación espiritual, por otro, resultan demasiado semejantes. Esta doble lectura se puede aplicar potencialmente también al motivo de la muerte fantasmática. Por una parte es el clímax de una pasión imaginaria, estimulada por los ejercicios espirituales, pero marca también, en la tradición lírica, el colmo de la desesperación en la vivencia interior de la voluptas dolendi. Así se prolonga la ambivalencia de la simulación afectiva y de la contención ascética, que es constitutiva de amplias partes del ciclo en general y remite aquí al estadio teleológico de la aniquilación. El recibimiento final de la muerte se refiere, lógicamente, a la tormenta alegórica del principio, que evoca la rebelión, puesto que la revuelta con la que se pretende superar los muros figurativos de la prisión (“orilla” v. 5) se puede interpretar, en ese sentido ascético, como un intento de liberación del sometimiento a la hermosura. En este punto sería comparable con el proyecto del ciclo meditativo, al que también se le puede aplicar la superación de la constelación petrarquista. Ante este trasfondo, la configuración de las primeras tres estrofas como una constante compositio loci gana una nueva dimensión de significado: la
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tormenta que azota los muros de la cárcel se manifiesta aquí como una alegoría apotropaica.113 Podemos leerla como medio retórico de una autoformación espiritual que al final lleva a la aniquilación. Por lo tanto, en el marco de tal interpretación se oculta de nuevo, en definitiva, la guerra psicomáquica que lidian las fuerzas del mal y del bien en el interior del sujeto. Esta, en consecuencia, introduce el fantasma de la muerte con el que se concluye. Su caracterización positiva y extática deviene plausible y evidente en cuanto se la relaciona con una aniquilación inminente. En ella se lleva a cabo la destrucción del viejo sujeto enredado en la cárcel de amor alegórica. El hecho de que la muerte aparezca marcada al final de forma enfática como “alto destino”, no hace más que corroborar esa abertura trascendental. Esta se manifiesta también en la referencia intertextual al Salmo XX del Heráclito cristiano, que pone en escena casi con imágenes idénticas la recreación imaginaria de la crucifixión. Según la construcción dialógica del ciclo, en general, el soneto permite también, en cada uno de sus elementos formales y de contenido, una interpretación diametralmente opuesta. La comparación con Petrarca y Herrera muestra que la compositio loci alegórica se puede interpretar en toda su construcción como una apoteosis de la voluptas dolendi. Nada impide que la configuración de la cárcel de amor, el naufragio y la muerte por amor se lean como polílogo petrarquista114 que supera hiperbólicamente los motivos de la tradición lírica. Incluso la analogía de la muerte salvífica y el sufrimiento amoroso ya se encuentra en Petrarca. Aparece ya al principio, en el innamoramento del Viernes Santo y en los diferentes poemas anuales, en los que se conmemora esa fecha, pero también en el premonitorio soneto CCCLVII: 10
Né minaccie temer debbo di morte, che ’l Re sofferse con più grave pena, per farme a seguitar constante et forte;
113 Desde una perspectiva espiritual de una situación petrarquista fundamental se explica también la compleja potenciación de la relación retórica sustitutiva: el tópico alegórico de la cárcel de amor se integra en una compositio loci que es, a su vez, alegórica. 114 Sobre ese “polílogo” de los diferentes “idiomas amorosos” en la lírica petrarquista, véase Warning (1987: 337).
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Como en el soneto antitético y el del cabello, ahora los elementos alegóricos de la tópica petrarquista se someten también a una ambigüedad basada en la homología de la mortificación ascética y la estimulación poética de los afectos. No se da una diferencia entre la incrementación y la superación imaginaria del enredo pecaminoso, tampoco en la segunda parte del ciclo, en la que se ansía la muerte. Aquí domina una agonía que ahora ya se anuncia de una forma inequívoca. 6. Claustro interior e infierno de amor alegórico: “En los claustros de l’alma la herida yace callada” Todos los comentaristas sin excepción han exaltado el elocuente soneto sobre la herida que yace callada en los claustros del alma y devora la vida del amante desgraciado,115 por considerarse el ejemplo más impresionante de la fuerza de la interiorización poética en Quevedo.116 Por otro lado, se ha visto como una desautomatización del código petrarquista117 de la que surge una expresividad abismal cuasi moderna118 y, finalmente, casi como trascendencia mística de la lírica amorosa:119 En los claustros de l’alma la herida yace callada ; mas consume, hambrienta, la vida, que en mis venas alimenta llama por las medulas extendida. 5
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Bebe el ardor, hidrópica, mi vida, que ya, ceniza amante y macilenta, cadáver del incendio hermoso, ostenta su luz en humo y noche fallecida. La gente esquivo y me es horror el día ; dilato en largas voces negro llanto, que a sordo mar mi ardiente pena envía.
El soneto que se interpretará a continuación, “Cerrar podrá mis ojos la postrera sombra”, se encuentra, en realidad, en un lugar anterior dentro de la cronología del ciclo. Aquí lo presentaremos al final por estar tan fuertemente conectado con los últimos textos metapoéticos de la antología. 116 Gonzalo Sobejano (1971: 460). 117 Pozuelo Yvancos (1979: 196-208). 118 Dámaso Alonso (1950: 608 y 613). 119 Julián Olivares (1983: 85).
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A los suspiros di la voz del canto; la confusión inunda l’alma mía; mi corazón es reino del espanto.
La incrementación de la expresión afectiva va acompañada de la radical reducción de los motivos petrarquistas al ámbito de la pura interiorización. También desde un punto de vista pragmático llama la atención lo poco determinado que queda el texto. No solo no se nombra a la Lisi ausente, sino que falta sobre todo cualquier referencia a una vivencia exterior, cuasi biográfica, lo que era característico de toda la segunda mitad del ciclo. En su lugar, ya el primer verso presenta una arquitectura visual que guía la mirada hacia el espacio interior del alma (v. 1) y del corazón (v. 14), así como del dominio anatómico de las venas y médulas (vv. 3-4). Estas últimas, a su vez, se integran en las isotopías contrarias del alimento y la comida que atraviesan todo el soneto,120 si bien no se oponen, en absoluto, de una forma muy estricta. Se relacionan más bien incrementándose y complementándose mutuamente: la vida, que representa metonímicamente al hablante, se consume por el ardor interior y, con las últimas fuerzas, nutre al mismo tiempo la callada herida. Ambos, tanto la herida causada por la flecha de Amor como el fuego metafórico, forman parte del repertorio de la tópica petrarquista. Sin embargo, esos motivos aparecen aquí en una forma inusualmente abstracta y poco específica. En este caso, la tesis de Pozuelo Yvancos, según la cual Quevedo desautomatiza el lenguaje poético, resulta muy convincente, pues se evita consecuentemente que se dé la impresión de una variación renovada de los estereotipos literarios. Así, el soneto se puede presentar como el lamento sobre el puro sufrimiento, nacido de la nada y capaz de abarcarlo todo. Sin la referencia contextual al ciclo amoroso, se podría relacionar perfectamente con la lírica espiritual.121 Esta tendencia es característica de la segunda parte de la antología, en la que, en vez de escenificarse el duelo por la amada muerta, se representa la agonía del propio hablante. Como lo sugiere el segundo cuarteto, la lucha mortal termina aquí: el pálido yo, devorado por el fuego interior, cree ser ya humo, noche oscura y ceniza amante. 120
Pozuelo Yvancos (1979: 199 ss.). Véase también el comentario en Francisco de Quevedo: Un Heráclito cristiano, Canta sola a Lisi y otros poemas (1998: 845). 121
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Una vez más, esta inmediatez del lenguaje afectivo poético se debe al procedimiento de la meditación jesuítica.122 Todo el octeto está configurado como compositio loci alegórica de lo invisible.123 Este presenta un acontecimiento abstracto —el peligroso sufrimiento amoroso— a través de una serie de imágenes concretas y plásticas. Con esa escenificación visual de la agonía, Quevedo se inscribe en la tradición de las imágenes arquitectónicas con función recordatoria.124 Al mismo tiempo, las modifica conforme a las mnemotecnias espirituales. La imagen inicial de los “claustros de l’alma” obliga a juntar totalmente el nivel de sentido literal con el alegórico mediante el genitivo. Esta comparación es también única en la lírica de Quevedo, y constituye un comienzo de gran efecto y lleno de connotaciones gracias a la relación in crescendo implícita: los claustros representan el ámbito central del monasterio que remite, de nuevo en sentido figurado, al interior del sujeto, esto es, al alma y al corazón (v. 14). El genitivo, por lo tanto, expresa la superación paradójica de un superlativo. Con ello carga afectivamente el enunciado inicial de una forma especial, pues indica que la herida en un ámbito de importancia vital se abre en lo más íntimo del sujeto. Junto con las connotaciones proposicionales, los “claustros de l’alma” revelan también una dimensión de sentido específicamente pragmática. No solo evocan el espacio sagrado de la memoria de la visión interior y su inventario imaginario, sino que remiten al lugar de la propia actividad imaginativa. Lo especial de la meditación ignaciana se basa, efectivamente, en una interiorización de la disciplina monástica que permite la independencia de la clausura y los rezos de las horas. El ejercitante jesuita ya no contempla dentro de la arquitectura real del monasterio, sino en la imaginaria del alma. El lugar de las reglas externas lo ocupa ahora la visión interior que se lleva a cabo como activación sucesiva de cada una de las potencias del alma. Al mismo tiempo crea, como ya se pudo ver, una relación identificatoria con los modelos del estilo de vida cristiano que compensa eficazmente la 122
En el presente soneto se trata de un caso único, constatado también por la crítica. Véase Olivares (1983: 85) y Francisco de Quevedo: Un Heráclito cristiano, Canta sola a Lisi y otros poemas (1998: 845). 123 Ejercicios espirituales (1963: 47, 209 s.). Desde esta perspectiva, el epígrafe de González de Salas se lee como la correspondiente instrucción de un director espiritual: “Persevera en la exageración de su afecto amoroso y en el exceso de su padecer”. 124 Véase al respecto Yates (1966).
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pérdida del marco institucional. Con ello, “el asceta barroco interioriza alegóricamente el convento”, tal y como lo expresa sucintamente Georg Eickhoff: El lugar y la imagen, la localización e imaginación del lugar son los que convierten la disciplina alegórica de los Ejercicios en una economía mnemónica de la previsión ascética futura. En el caso del monje era la estabilidad constante de la arquitectura del monasterio la que organizaba su vida, a través de la semejanza imaginaria con el texto de la Sagrada Escritura. La arquitectura de las imágenes bíblicas que se inaugura con la práctica de los Ejercicios en la memoria de los novicios jesuitas, ahora, con la imitatio Christi peregrina, organiza su vida bajo las condiciones de la diferencia profana. El noviciado conventual de los jesuitas es una estación de paso y solo se perpetúa en la memoria. El asceta barroco interioriza alegóricamente el convento.125
Por lo tanto, la clausura del alma quevediana se deja relacionar con los aspectos pragmáticos y de contenido de esa interiorización. Como sucedía ya en textos anteriores, la vista imaginativa hace surgir aquí un campo visual —no único, sino compuesto— en el que se hace un montaje de varias isotopías. Los términos “claustros” y “alma” llevan, sin duda alguna, una carga espiritual. Por el contrario, la “herida” que se sitúa dentro de ese marco alegórico admite, potencialmente, varias interpretaciones. En la lírica petrarquista representa la herida causada por la flecha de Amor, mientras que en la literatura espiritual —en especial la poesía meditativa—, los estigmas del crucificado.126 Ante el trasfondo de una ambivalencia poético-espiritual, como aparece ya en diferentes textos del ciclo de Lisi, resulta sorprendente que no se manifiesten, en principio, ninguno de esos significados. En vez de esto, con la herida se introduce una isotopía anatómica que, en el octeto, se ramifica en una complicada construcción de relaciones causales: la herida hambrienta devora la vida (v. 3). Esta, a su vez, nutre a través de las “venas” (v. 3) una llama que se extiende por las “medulas”
125
Georg Eickhoff (1994: 159). La herida de amor está en el corazón, de ahí que se pueda relacionar con la herida en el costado del Crucificado. En la lírica espiritual del Barroco italiano se encuentra con frecuencia el juego con las escenificaciones petrarquista-espirituales del motivo. Sobre tales interferencias entre la lírica amorosa profana y la espiritual véase, en general, Föcking (1994: 53-102). 126
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(v. 4). En relación metonímica con la llama, al comienzo de la segunda estrofa aparece el “ardor” (v. 5), que, de nuevo, bebe la vida. La agonía, por lo tanto, tiene una causa doble: es consecuencia de la herida mortal, pero también del ardor interior. Esas causas que se presentan y relacionan de manera elíptica y repentina evocan un proceso, el cual consiste en que el calor de la sangre se escapa por la herida mencionada al principio y, en consecuencia, toma posesión de todo el cuerpo. Sobre todo la forma en la que se desarrolla el segundo cuarteto parece constatar tal proceso. En él, la propagación de la llama (v. 4) ya ha realizado la destrucción: del ardiente “incendio hermoso” (v. 7) solo quedan las cenizas del cadáver quemado. La especial escenificación de esa terminología cumple todos los rasgos esenciales de una vista imaginativa ignaciana, entre ellos, sobre todo, la configuración dramática y la presencia sinestésica-sensual del objeto, pero también el progresivo desarrollo que se vivifica escénicamente. Desde la herida imaginaria, pasando por la quemadura interior, hasta llegar al escenario final de silencio, oscuridad y humedad, se van presentando los sucesivos estadios de la agonía. Quevedo toma el discurso que constituye la compositio loci de lo invisible del conocimiento medicinal de su época. Procede de la patología humoral, que en España tuvo una gran difusión durante el Siglo de Oro a través del Examen de ingenios de Huarte de San Juan, de 1594, el cual se editó varias veces. De acuerdo con la doctrina hipocrática y galénica, Huarte considera el temperamento individual dependiente de las disposiciones orgánicas, en especial de la calidad y distribución de los humores. En su lírica amorosa, Quevedo cita con frecuencia ese discurso médico de forma fragmentaria. Así, en el presente soneto este se alegoriza, pues ya la herida del primer verso es, como se ha visto, imaginaria. Con ella se inaugura un uso figurado de la terminología fisiológica que, en lo sucesivo, se extiende a una compositio loci e ilustra los diferentes estadios de la autoconsunción por el sufrimiento amoroso. Esta imaginería gana una especial fuerza sugestiva cuando, después del principio abstrayente, el suceso vuelve a aproximarse al sentimiento corporal. Este desarrollo parece solo plausible en el contexto de la doctrina patológico-humoral, ya que ahí tiene la misma calidad el “calor” interior que el del fuego exterior.127
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Véase Huarte de San Juan (1989: 698).
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Aun cuando en el soneto no se manifiesta ninguno de los cuatro temperamentos de una forma clara, sí llama la atención una recóndita sucesión que relaciona los cuatro humores con un encadenamiento orgánico: el calor, la humedad y la sangre del primer cuarteto remiten claramente al temperamento sanguíneo. Al comienzo de la siguiente estrofa, el ardor (v. 5) evapora el elemento húmedo, con lo que el clima interior se transforma en acaloramiento y sequía: una complexión que representa ahora al colérico, el cual se caracteriza, además, por la bilis amarilla evocada mediante el color del fuego ardiente. El incendio interior es tan breve como impetuoso y deja tras de sí cenizas (v. 6) y oscuridad (v. 8). Así, en el segundo cuarteto queda la sequía, mientras que el calor y la claridad son sustituidos por el frío y la negrura. Todos estos son rasgos inconfundibles del temperamento melancólico.128 El cambio escénico con el que se concluye presenta el mar alegórico (v. 11) y, finalmente, incluso una inundación (v. 13). Aquí el elemento del agua, junto con la oscuridad y el frío, remite al tipo del flemático. En la mencionada sucesión, la doctrina médica relaciona los temperamentos no solo con el transcurso de las estaciones del año, sino también con las cuatro edades del ser humano: desde la pueritia, pasando por la adolescentia y la aetas virilis, hasta la senectus. Con lo cual, a medida que se desarrolla el soneto, las evocaciones latentes de los humores se van ajustando a una vita extremadamente concisa, pero completa, desde la infancia hasta la vejez. La biografía comprimida según el código patológico-humoral depende directamente de una alegorización del discurso médico que va hacia la compositio loci. Esta vuelve a incrementar de forma sugestiva el potencial expresivo efectivo de la visión interior: la autoincineración mediante el fuego interior del amor, tal y como se insinúa por el subtexto médico, consume la vida aceleradamente y solidifica el largo camino hacia la muerte en instantáneas dramáticamente abreviadas. Corresponde al espíritu abierto y dialógico de la poesía petrarquista —que contrapone discursos heterogéneos en un reducido espacio— el
128 A él le corresponde también la bilis negra. En la patología humoral se resalta constantemente la posibilidad que hay de pasar del temperamento sanguíneo al melancólico. Véase la Introducción de Guillermo Serés en Examen de los ingenios (1989: 78). También la “confusión” (v. 13) podría correlacionarse, en este contexto, con la confusión melancólica del entendimiento. Véase, sobre esta relación, Raymond Klibansky, Erwin Panofsky y Fritz Saxl (1988: 157).
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hecho de que los elementos del agua y el fuego no se integren aquí solo en el discurso médico. A nivel metafórico representan también los affetti contrari de la lírica amorosa. Ya en el soneto antitético se configuraba la estructura antinómica del deseo en la alegoría tópica de una lucha de elementos que ya se encuentra en Petrarca.129 Lo especial del presente texto es que tal confrontación de las fuerzas antinómicas empieza aquí a ladearse hacia una parte: el fuego es vencido, mientras que el frío y la oscuridad se imponen. Con esto, sin embargo, todavía no es definitivo que la voluptas dolendi se decante por el sufrimiento, lo que supondría una posición inequívoca que ya no se ajustaría al marco del sistema petrarquista.130 No obstante, llama la atención que se resalte claramente el dolor. Esto enfoca otra estrategia retórica que ya se encontraba de forma latente en el soneto antitético: la estilización de la interioridad en infierno figurado que culmina en “reino del espanto” (v. 14).131 Por otro lado, aquí el infierno imaginario, más que mencionarse de forma explícita, se evoca implícitamente. Si bien esto sucede de un modo más drástico y claro que al principio del ciclo, los correspondientes procedimientos siguen siendo casi los mismos. Como en el soneto antitético, el procedimiento de extender metonímicamente la llama amorosa petrarquista al fuego, al humo y la negrura consigue una cercanía sugestiva con la descripción del infierno del Poema heroico a Cristo resucitado.132 Ante este trasfondo resulta consecuente que, también en el soneto, la visión de ultratumba esté marcada de nuevo por una ambivalencia poético-espiritual mediante la herida de amor. Aquí se hace referencia sobre todo al infierno amoroso petrarquista, es decir, a un tópico literario que marca el punto culminante de la voluptas dolendi. Esto significa, en el contexto general del ciclo, que la existencia poética, sometida al yugo de la hermosura, ha alcanzado su desesperado y último estadio, tal y como se había proyectado en el poema introductor. Pero, como hemos visto, la visión, desde un punto de vista formal, se
129 Se trata del soneto 444, “Los que ciego me ven de haber llorado”. Véase al respecto también el análisis en IV/cap. 3. 130 En cuanto a la función de los affetti contrari como “marcadores de sistema” para la poesía petrarquista, véase Regn (1987: 26-31). 131 Véase también, sobre la “ecuación corazón = infierno”, Gonzalo Sobejano (1971: 469). 132 En la edición de Blecua, el texto tiene el no 192. La cita abarca los vv. 1-4.
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constituye inconfundiblemente como una compositio loci ignaciana. Esto implica una interpretación radicalmente contraria: si se observa la imaginación del infierno bajo el aspecto del ejercicio espiritual, hay que entender la autoproyección en un escenario fantasmático más allá de la penitencia y del castigo como un acto intencional. La imaginería del infierno sería, por lo tanto, de carácter apotropaico. En la meditación ignaciana del infierno estaría marcada por la mortificación de la propia voluntad y del deseo: el sujeto imaginante se expone a la tortura de la condena metafísica para liberar el alma del sometimiento a la hermosura.133 Con esto, una vez más aparece aquí esa dialogicidad latente característica también de otras partes del ciclo. Al final queda sin resolverse si la imaginación ignaciana produce el aumento hiperbólico del afecto poético134 o si sirve para su contención ascética. A la acentuación del dolor en los affetti contrari petrarquistas le corresponde el hecho de que, ahora, las connotaciones espirituales se hacen cada vez más patentes. Ya tanto los motivos de la herida135 y de la llama como su situación en el interior del alma remiten claramente al repertorio alegórico de la mística. Tales rasgos se pueden reconocer, entre otros, en el apóstrofe introductor de la Llama de amor viva de san Juan de la Cruz: ¡Oh Llama de amor viva que tiernamente hieres de mi alma en el más profundo centro!
También el éxtasis amoroso que se siente de forma directamente sensual y corporal recuerda claramente a los modelos de experiencia místicos. No obstante, ese éxtasis se integra rápidamente en una guerra figurada de indudable procedencia petrarquista:136 Amor me ocupa el seso y los sentidos; absorto estoy en éxtasi amoroso; 133 Recordemos que tal intención coincidiría con la situación inicial del ciclo meditativo. 134 Esta interpretación es la que sugiere también el epígrafe de González de Salas: “Persevera en la exageración de su afecto amoroso y en el exceso de su padecer”. 135 Para otras referencias al frecuente motivo de la herida en la lírica de Quevedo, véase Gonzalo Sobejano (1971: 473 s.). 136 Soneto 486, vv. 1-4.
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Meditación espiritual e imaginación poética no me concede tregua ni reposo esta guerra civil de los nacidos.
Junto a reminiscencias de la mística carmelita, al final del ciclo llaman la atención sobre todo las tendencias que intensifican el sufrimiento amoroso en una pasión imaginaria. Así le otorgan dimensiones cristológicas que remiten primordialmente a la influencia de la meditación ignaciana. En un subtexto así no pasa desapercibido, sobre todo ahí donde la voluptas dolendi se estiliza como “dulce martirio”137 o también donde se caracteriza explícitamente como “pasión”138 (también en el sentido de passio Christi). Quevedo crea aquí, a nivel poético, una homología afectiva entre el amor espiritual y el profano, la cual desarrolla en su tratado ascético sobre la Virtud militante. En las experiencias de los mártires se repite la ambivalencia del redentor entre la agonía física y el éxtasis del alma. Esta vivencia paradójica es, según Quevedo, comparable al estado del alma enamorada.139 Con la “confusión” que se apodera de todo (v. 13), también del alma al final, esa historia de amor de doble fondo alcanza su clímax. Ha sido sobre todo la literatura de los recogidos la que ha ocupado este término. Las guías espirituales lo utilizan constantemente como sinónimo de aniquilación, y también en los Ejercicios se presenta como la meta a alcanzar de la meditación.140 Sin embargo, en el soneto amoroso de Quevedo representa también la cumbre afectiva de la voluptas dolendi. Con la confusión, el soneto acaba llevando la pasión amorosa imaginaria al final climático a través de los claustros de l’alma.141 Los 137
Soneto 484, v. 4. Soneto 490, v. 4. 139 Véase IV/cap.1, y Francisco de Quevedo: Virtud militante contra las cuatro fantasmas de la vida (1985: 137): “En el mártir tiemblan con los tormentos los miembros; encógense con el fuego; desátanse con el cuchillo, enflaquécense desangrados, desfigúranse difuntos; y esto cuando el alma goza constante, como enamorado”. 140 Véase Andrés Martín (1975: 94) y Ejercicios espirituales (1963: 48, 210). 141 En el proceso de la autoaniquilación interior se acercan también, al nivel del sentido espiritual del texto, los elementos carmelitas y jesuitas: en ambas tradiciones, la mortificación de la propia voluntad constituye la meta y el centro de una experiencia interior. El hecho de que la influencia ignaciana resulte ser al final la dominante, lo muestra no solo el contexto cíclico, sino también la escenificación poética de la propia aniquilación: en la gran mística, la pérdida de sí mismo desde una posición fundamental pasiva se experimenta como un don divino. La meditación jesuítica, por el contrario, aspira a ella de forma activa y sistemática: aquí constituye el último estadio de 138
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procedimientos sobre su configuración lingüística remiten, también en sus detalles, a la loqüela142 ignaciana y al quinto salmo del Heráclito cristiano.143 Aquí, también la confusión interior corresponde al mismo tiempo a la confusio semántica: el transcurso del texto muestra que es sobre todo en los tercetos cuando, en el exceso del espanto, el mensaje se reduce cada vez más al lamento, es decir, al puro afecto. Con ello, como ya era el caso en el Salmo V del ciclo meditativo, coinciden en gran parte los niveles proposicionales e ilocutivos del acto de habla. Esto sucede, por un lado, a nivel lexemático mediante la acumulación de los sinónimos del lamento y el dolor.144 Pero el llanto se enriquece también con procedimientos onomatopéyicos al acumularse las vocales oscuras, abiertas y semiabiertas, que son características de toda la segunda parte del soneto. En general, la interacción de la reducción semántica, la repetitiva estructura sonora y las fluidas transiciones léxicas145 sugieren un continuum lingüístico y sonoro que nivela tendencialmente los vacíos entre los significantes creadores de sentido. Aquí también, por lo tanto, se escenifica la aniquilación como acontecimiento semiótico, como despedida del sujeto de la estructura lingüística diferencial que se puede experimentar de forma directa y sensitiva.
una imitación interior de la Pasión, tras la cual hay, de nuevo, un trabajo imaginativo controlado. En correspondencia con esto, también la formulación lírica de la propia aniquilación es diferente, pues en la poesía mística aparece como narración alegórica en la tradición del Cantar de los Cantares y su exégesis, mientras que en la poesía meditativa de Quevedo lo hace como una vivencia presentificada marcada por la evidentia. La oposición se puede ilustrar también con el motivo de la herida: en el caso de san Juan de la Cruz es un elemento integral de una historia de amor alegórica, tiene, por lo tanto, un estatus primordialmente retórico, mientras que en la meditación jesuítica es el estimulante imaginario de una transformación identificatoria. Como consecuencia de estas diferencias fundamentales, las relaciones directas entre ambas tradiciones espirituales no pueden ser más que de carácter puntual. Uno de esos puntos de contacto lo detectó Bernhard Teuber (2000: 76 s.) en el “mançano” del Cántico espiritual (v. 141), que representa también una referencia alegórica a la cruz de la historia de la Pasión. 142 Véase II/cap. 3.3. 143 Véase III/cap. 5. 144 Esto es especialmente llamativo en los vv. 10-12. 145 Esa transformación fónica se presenta de la forma más sugestiva en la formulación poética de la propia aniquilación: “la confusión inunda l’alma mía” (v. 13). De “cierto simbolismo fónico” habla también Gonzalo Sobejano (1971: 465).
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La forma verbal del presente apoya ese efecto decisivamente. Sugiere que la aniquilación sucede justo en el momento del acto de habla, por lo que crea la ilusión de ser un acontecimiento presente. En relación con esto se puede reconocer también una sucesión latente. Si el primer terceto configura la eliminación de la instancia con poder lingüístico todavía a nivel fonético, en el lamento en voz alta (“dilato en largas voces negro llanto”, v. 10), ese proceso parece haber terminado al comienzo de la última estrofa. El uso repentino de la forma del pasado implica una pérdida de la voz (“A los suspiros di la voz del canto”, v. 12), que apenas permite otra interpretación. Solo a partir de ahora —de nuevo en presente— es cuando la confusión puede inundar el alma (v. 13). Se ve cómo el ideal de la evidentia llega a tener efecto no solo en la vista imaginativa dirigida al objeto del octeto, sino también en la vivencia directamente afectiva del terceto. En el marco de la forma procesual general, las dos fases están estrechamente relacionadas, pues constituyen el respectivo estadio inicial y final de la meditación con las tres potencias. Por consiguiente, aquí se constituye un nivel metapoético en el que se manifiestan claramente los aspectos que se relacionan con la simbología de los sonidos. La forma sinestésica del “negro llanto” (v. 10) indica la cualidad onomatopéyica del lamento146, pero, al mismo tiempo, remite al lugar de su origen, al infierno interior. El “Poema a Cristo resucitado” lo relaciona con el príncipe de las tinieblas:147 Enséñame, cristiana musa mía, si a humana y frágil voz permites tanto, de Cristo la triunfante valentía, y del Rey sin piedad el negro llanto.
En general, la carga afectiva del texto literal califica la enunciación como acto performativo que lleva a cabo fonéticamente lo que transmite en cuanto a contenido: la aniquilación. Los significantes, al hacer de esta forma experimentable su mensaje, también a nivel sensitivo, se convierten en una memoria material de las experiencias interiores. En el caso de Quevedo, esto sucede en un sentido original y profundo. Su soneto más famoso permitirá indagar en ese aspecto y relacionarlo con la conclusión del ciclo amoroso. 146 147
El penúltimo verso también se puede leer en este mismo sentido. No 192 en la numeración de Blecua. Se citan los primeros cuatro versos.
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7. Meditación sobre la muerte e inmortalidad poética: “Cerrar podrá mis ojos la postrera sombra” Cerrar podrá mis ojos la postrera sombra que me llevaré el blanco día, y podrá desatar esta alma mía hora a su afán ansioso lisonjera; 5
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mas no, de esotra parte, en la ribera, dejará la memoria en donde ardía: nadar sabe mi llama la agua fría y perder el respeto a ley severa. Alma a quien todo un dios prisión ha sido, venas que humor a tanto fuego han dado, medulas que han gloriosamente ardido, su cuerpo dejará, no su cuidado; serán ceniza, mas tendrá sentido; polvo serán, mas polvo enamorado.
Someter a otra interpretación el soneto supuestamente más interpretado de la literatura española148 requiere una justificación, la cual se deduce de las observaciones hechas hasta ahora. Este texto está también marcado por una intensificación espiritual de la tópica petrarquista y, desde el punto de vista formal, imita el transcurso de un ejercicio ignaciano. El tema, la anticipación imaginaria de la hora mortal, ya proviene de la literatura meditativa de la Antigüedad, pero también se encuentra en los Ejercicios.149 De forma semejante a como lo hace en el Salmo XVI del Heráclito cristiano, Quevedo escenifica aquí la presentificación interior de la propia muerte como compositio loci alegórica de lo invisible.150 La primera estrofa presenta el tema
148 Véase, por ejemplo, Dámaso Alonso (1950: 563 ss.); Fernando Lázaro Carreter (1978); Pozuelo Yvancos (1979: 221-229); Aurora Egido (1990); Julián Olivares (1983: 128-141); Paul Julian Smith (1987: 172-175); D. Gareth Walters (1985: 123 s.); Pablo Jauralde Pou (1997: 90-117). La lectura que sigue a continuación se limita a los aspectos que no han sido considerados en los estudios mencionados. 149 Véase, sobre la meditación de la muerte, Paul Rabbow (1954: 34 s., 75 s. y 118), así como también Michel Foucault (2001: 456 ss.). Sobre el correspondiente ejercicio ignaciano, véanse los Ejercicios espirituales (1963: 186, 234). 150 La observación de Julián Olivares en lo referente a una “dramatization” (1983: 130) viene a apoyar nuestra conclusión.
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todavía de forma general al evocar de antemano la liberación del alma de la cárcel (omitida) del cuerpo caduco. La oposición metafórica entre la noche oscura de la vida actual y el claro día de la existencia en el más allá recuerda al soneto introductorio del ciclo meditativo al conferirle a la visión connotaciones claramente espirituales. Después, en el segundo cuarteto, sigue la verdadera composición viendo el lugar. Con el cruce del río Leteo presenta la muerte como escena mitológico-alegórica151 y pone a salvo dos elementos sorprendentes. En vez del alma es la llama (de amor) la que pasa nadando el río de ultratumba (v. 7). Además, se resiste a la “ley severa” del olvido que, por lo general, se aplica a todos los que beben de sus aguas. Estos dos momentos de extrañamiento preparan la más famosa paradoja de la literatura española. Lo que queda del fuego de la pasión es —según la conclusión final— ceniza enamorada.152 En los restos mortales se eternizan los afectos más allá de la muerte.153 La imaginación ignaciana aparece aquí, de forma más evidente que en otros textos, marcada por una incrementación hiperbólica de la voluptas dolendi. El aspecto apotropaico, la tendencia a una contención ascética de la tortura amorosa apenas se reconoce. Se manifiesta básicamente en la visión espiritual del principio dirigida al más allá. En el transcurso de la primera mitad del soneto, sin embargo, se manifiesta una apoteosis ardiente del sufrimiento amoroso terrenal. A este respecto, el cambio decisivo ocurre en la compositio loci del segundo cuarteto. Aquí se quiebra la expectativa inicial y el tema de la resurrección: no es el alma, sino los afectos los que resultan inmortales. Julián Olivares ha advertido de un concepto oculto, ya que el “sentido” que Quevedo pone en juego en el penúltimo verso es ambiguo. Puede referirse tanto al sentimiento concreto como también al significado abstracto: “Sentido also has the important sense of meaning; this is especially the case when used with tener, to have”. De acuerdo con Olivares, con este concepto se expresa sobre todo la
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“Quevedo’s voice in the poem is Latinate and classical” (Smith 1987: 174). Gilles Deleuze (1988: 116) remite a la “espiritualización del polvo” barroca. 153 Con esto se alcanza, al mismo tiempo, el último estadio de la meditación con las tres potencias. La vista imaginativa y su objeto alegórico se llevan a una reflexión cuya conclusión es que el poder del amor se resiste al destino del olvido, y desemboca en una evocación anticipada del “polvo enamorado” (v. 14) que representa a la vez la afección al nivel de la voluntad. 152
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intensidad del sufrimiento amoroso: “Because of his intense existence his ashes will have meaning”.154 Si, dentro del ciclo, se relaciona la paradoja con los textos contiguos, se perfila un tipo de lectura poetológica más profunda. Por ejemplo, en el soneto 460, colocado antes, ya se anuncian claramente los temas y los motivos centrales del Amor constante más allá de la muerte. La continuación paradójica de la vida del amor más allá de la muerte se expresa aquí también como el cruce del río de ultratumba o la autoincineración interior: Si hija de mi amor mi muerte fuese, ¡qué parto tan dichoso que sería el de mi amor contra la vida mía! ¡Qué gloria, que el morir de amar naciese! 5
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Llevara yo en el alma adonde fuese el fuego en que me abraso, y guardaría su llama fiel con la ceniza fría en el mismo sepulcro en que durmiese. De esotra parte de la muerte dura, vivirán en mi sombra mis cuidados, y más allá del Lethe mi memoria. Triunfará del olvido tu hermosura; mi pura fe y ardiente, de los hados; y el no ser, por amar, será mi gloria.
Aquí, la inmortalidad de los afectos está en correlación sobre todo con el concepto de “memoria” (v. 11). Se refiere primordialmente al recuerdo que tiene el hablante de Lisi, que va más allá de la muerte, lo que hace que su “hermosura” triunfe sobre el olvido (v. 13). Detrás de esto, no obstante, se encuentra el monumento de la poesía de forma tácita pero presente mediante una estrecha red de metonimias. Es ella la que conserva la belleza y, así, genera la inmortalidad de los amados. Tras el gesto encomiástico se oculta la autosuperación poética. La relación entre ellos deja reconocer la anticipación de la propia fama póstuma en el concepto de la “gloria”, que se nombra dos veces (vv. 4 y 14) y queda contundentemente marcado por su posición y el énfasis. En Petrarca ya se encuentra una escenificación semejante de 154
Olivares (1983: 140).
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la inmortalidad poética en los símbolos relacionados con Laura del Canzoniere.155 Pero Quevedo extrae nuevas dimensiones al tópico al actualizarlo con la forma especial de un “lenguaje natural” barroco.156 Una explicación más detallada sobre esta relación la puede ofrecer su programática Nueva filosofía de amor contraria a la que se lee en las escuelas,157 compuesta en forma de canción: 55
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Juntarse dos contrarios pueden, pues en mi proprio pensamiento el placer y el tormento se juntan a acabarme temerarios. Y en tanto que mi bien y gloria miro, lágrimas canto y música suspiro. Bien puede, en mi cadena, el ser con el no ser a un mismo punto estar, por mi mal, junto, pues muero al gusto, estoy vivo a la pena; y ansí es verdad, Inarda, cuando escribo que yo soy y no soy, y muero y vivo.
En este contexto es importante sobre todo la fórmula quiasmática de “lágrimas canto y música suspiro” (v. 60), pues en ella se equiparan la formulación lingüística con el contenido afectivo, esto es, el sentido y el sentimiento dentro de un acto de habla. Con lo cual, a nivel poético, se señala una afinidad que, entre otras cosas, ya había aparecido en el soneto sobre el Amor constante más allá de la muerte. Aquí también convergen, en el doble significado del término “sentido” (v. 13), el sentido abstracto y la concreta sensualidad de la experiencia amorosa. Así, la imagen sinestésica del ‘canto de lágrimas’ señala también que, en Quevedo, ese efecto surge como consecuencia de los procesos onomatopéyicos. La transformación sonora provoca constantemente una convergencia entre el significante y la intención comunicativa158 que aparece, sin excepción, en el punto culminante 155
Véase Hugo Friedrich (1964: 197-201). Benjamin (1983: 179). 157 En la edición de Blecua, el texto tiene el no 387. 158 En la terminología de Austin y Searle se acercan uno a otro los niveles proposicionales e ilocutivos del acto de habla. Véase al respecto los detallados análisis en III/cap. 5 y IV/cap. 6. 156
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afectivo del lamento: ahí donde el lenguaje realiza de forma sonora el contenido que transmite.159 De este modo, la doble referencia de “sentido” indica, finalmente, que la materialidad sensual de los significantes es idéntica al significado del sentido abstracto.160 Mediante la especificación iterativa del “cuando escribo” (v. 65), Quevedo subordina expresamente la realización de tal unidad a las condiciones pragmáticas del acto de escritura. Indicando así el momento performativo del poner en palabras, se documenta ahora teóricamente lo que ya se pudo ver repetidamente en los textos mismos. El discurso poético no solo transmite sencillamente el lamento. Es también el medio principal de su estimulación, lo que corresponde exactamente con las estrategias retórico-afectivas de los ejercicios ignacianos y su aplicación a la lírica. Mediante una comparación directa con el último de los sonetos amorosos que acabamos de tratar se puede ilustrar de qué modo surge tal “sentido” ambivalente entre el significado y la sensualidad. Su relación es la de un aviso previo. El prospectivo “Cerrar podrá mis ojos” añora una muerte imaginaria mediante la llama de amor interior, una muerte descrita “en los claustros de l’alma” como acontecimiento presente.161 Aquí se configura el camino hacia la confusión como proceso semiótico que hace que la agonía se pueda experimentar sonoramente al ‘performarla’, en rigor, fonéticamente. Por lo tanto, la “gloria” del poeta no se basa solo en el contenido significativo de la obra. Su tormento amoroso perdura también en la materialidad del significante que puede transmitirlo de forma directa. Así, al final del ciclo, con la apoteosis barroca de la voluptas dolendi, la eternización de los afectos se convierte claramente en una profanación de las dimensiones espirituales. Esto significa también que la situación inicial de la cárcel de amor y el peligro del alma, como se describe en el soneto de la introducción, no se llega a superar. Las estrategias para contener los afectos funcionan, al fin y al cabo, como el pharmakon socrático. Incrementan al máximo lo que en realidad
159 En la terminología de Roman Jakobson (1989: 89) le corresponde una estricta limitación del lenguaje a su función emotiva. Véase, sobre la relación barroca entre el sonido y el significado, en perspectiva histórica, Walter Benjamin (1983: 185). 160 También la entonación forma parte de los llamados “indicadores ilocutivos”, ya que indica el carácter de un acto de habla. 161 Las analogías se muestran también en detalle. Se manifiestan sobre todo en la terminología de la patología humoral y en la composición viendo el lugar alegórica.
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debían eliminar,162 al llevar el tormento amoroso hasta la cima de una pasión de connotaciones cristológicas. Aquí se evidencia también que el ciclo meditativo y el amoroso se encuentran en una relación complementaria. Mientras que, en el Heráclito cristiano, los procedimientos de la autoformación espiritual llevan a superar una inicial situación de tentación y de engaño, en Canta sola a Lisi ese proyecto da un vuelco a lo contrario después de un comienzo semejante. La renovación interior parece haberse transformado en inmortalidad poética. Los cuatro “Idilios” que cierran el ciclo amoroso pueden constatar que esta perpetuación de la obra constituye un contrapeso consolador al anterior espanto de la autoaniquilación. En ellos ahora el lamento amoroso se transmite a la naturaleza bucólica:163
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Allí serán mis lágrimas Orfeos y mis lamentos blandos ruiseñores; suspenderé el infierno a mis deseos, halagaré sus llamas y rigores;
La última estrofa del poema conecta, entonces, con el soneto introductorio al volverse a recordar, con la alegoría del cebo, el círculo vicioso de la tentación y de la prisión amorosa. Dicha alegoría remite a un martirio interior que tal vez hubiera debido servir para superar esa situación. Al final, sin embargo, se reveló como medio de su eternización. Como sucedía ya en el soneto sobre la “Crespa tempestad del oro undoso”, aquí aparece también la figura de Tántalo como emblema mitológico de un deseo condenado a la eternidad:
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Tú, que del agua yaces desdeñado, con sed burlado, en fuente sumergido; tú, que a solo bajar subes cargado; y tú, por los peñascos extendido, para eterno alimento condenado, del hambriento martirio cebo y nido: todos venid, ¡oh pueblos macilentos!: veréisme remedar vuestros tormentos.
Véase Jacques Derrida (1992) y las interpretaciones en IV/cap. 1.3 y 1.4. Idilio I, citado según Francisco de Quevedo: Un Heráclito cristiano, Canta sola a Lisi y otros poemas (1998: 268). En la edición de Blecua, que se basa en una más tardía del ciclo, el texto tiene el no 390. Véase también, sobre el problema de la ordenación, IV/cap. 1, nota 8. 163
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Cuando Quevedo, en la segunda parte de su ciclo amoroso barroco, alude a la meta meditativa de la renovación interior y la utiliza de trasfondo para celebrar la propia inmortalidad, el proyecto de superar el enredo pecaminoso toma la dirección contraria. Lo que queda es la encarnación de la vanitas aferrada a lo terrenal: la anticipación de la fama póstuma en la tierra, la eternización ególatra. El sufrimiento amoroso hacia el que se dirigían, aun con éxito, las técnicas espirituales de la mortificación en el Heráclito Cristiano experimenta aquí su superación gloriosa. Con esto se impone una tendencia visible ya desde el comienzo. Al final, triunfa la paradójica dinámica del contra agere1 ascético, que en vez de combatir el afecto pecaminoso en su raíz lo estimula más aún. La paradójica afinidad entre el curar y el errar puede transmitir la idea de lo difícil que es autoformarse espiritualmente en el mundo barroco del engaño. Las lecturas de textos argumentativos procedentes de diferentes ámbitos del saber del Siglo de Oro han mostrado las raíces del engaño omnipresente. En ellos hemos podido apreciar una tensión anacrónica que se repite constantemente: el concepto de sustancia metafísico de la Edad Media se ve confrontado con el escepticismo moderno que limita el alcance del conocimiento humano a los datos de la percepción sensitiva. De esto resulta, necesariamente, que la forma engañosa en la que aparecen las cosas impide sacar conclusiones fiables de su verdadero ser metafísico. Ante este trasfondo, la experiencia del engaño se manifiesta como el efecto de una fase de cambio epistémica en la que las formas medievales y modernas del saber se relativizan mutuamente. También el perspectivismo barroco tiene aquí su fundamento. En lugar de los conocimientos que 1
Véase Roland Barthes (1971: 78).
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permiten ver la esencia de las cosas, aparece una cantidad de visiones externas que dependen de la posición contingente del que observa. Por las aporías de esa situación epistémica, la era tridentina adquiere un carácter profundamente anacrónico. Especialmente en la Península Ibérica, el clima contrarreformista está marcado por una tensión indisoluble entre las tendencias restauradoras y las innovadoras.2 Esto se revela de forma ejemplar en dos modelos cosmológicos que se dieron simultáneamente. En el siglo xvi, en las universidades españolas se enseñaba tanto la nueva doctrina copernicana como la antigua visión del mundo ptolomaica. Esta anacrónica constelación se prolonga en el conflicto de dos modelos antropológicos, pues la visión moderna que entiende al ser humano como forma de existencia empírico-contingente entra en competencia con su concepción metafísica como microcosmos. Andrenio y Critilo, el par protagonista de El Criticón, la novela de Baltasar Gracián, configuran alegóricamente esa doble genealogía del sujeto barroco. Esta domina también las grandes propuestas de sentido que se desarrollan en España en los siglos xvi y xvii para enseñar formas individuales de tratar. Así, las élites cortesanas, pero también los pícaros de los estratos sociales inferiores, eligen el camino del juego controlado con la contingencia. Aquí, la apariencia se convierte en arma estratégica para sacar beneficios en la competición social. Con ello regresa de nuevo la problemática relación entre la representación exterior y la sustancia oculta en las normas de una ética mundanoutilitarista, pues las máscaras del cortesano y del pícaro son, al mismo tiempo, artimañas para ocultar: sirven para disimular los verdaderos motivos que, en la obra de Gracián, se llevan al ámbito de una latencia inaccesible. En relación con el discurso conceptista se establece una analogía estructural y suplementaria, a saber, cuanto más indistinta quede la sustancia semántica del sujeto (y del discurso), más marcada es la tendencia a la proliferación de sus accidentes. El camino contrario a esa ética mundano-cortesana lo siguen los grandes movimientos espirituales de la época. Las guías espirituales del Siglo de Oro predican la retirada del mundo del engaño, que ya apenas permite una existencia auspiciada por la semejanza divina. Con esto se revela que, al final, incluso el cuidado espiritual de uno
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Véase, sobre esta relación conflictiva, en general, Leszek Kolakowski (1977).
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mismo no escapa a la negatividad del a priori epistémico. También ella sigue comprometida con la relación entre la sustancia oculta y la representación contingente, luego está muy alejada de una resustancialización del mundo barroco. Esto se hizo evidente, por un lado, en la negatividad fundamental de su meta general, que consiste en la aniquilación sistemática de una interioridad que se ha vuelto opaca. Tales procedimientos de la autoformación espiritual destacan sobre todo como analogías anímicas con las estructuras agonales de la lucha secular por el prestigio. Al enemigo espiritual se le combate con la misma cautela estratégica que al terrenal. Tanto en un caso como en el otro, se trata de descifrar y obstaculizar las intenciones rivales. Por consiguiente, con el recogimiento se interiorizan los principios de la racionalidad cortesana: aparecen, en palabras de Gilles Deleuze, plegadas hacia el interior.3 En analogías de este tipo parece confirmarse la hipótesis de un apriori arqueológico que marca los modelos cognitivos de una época4 para posibilitar así el intercambio cultural entre los discursos teológicos y científicos, pero también entre los éticos y estéticos.5 En esta constelación, los Ejercicios ignacianos adoptan una posición sintetizadora, lo cual constituye su trascendencia sin par y su poder de influencia; indican un camino que concilia eficazmente los objetivos de los movimientos espirituales con las exigencias de la existencia mundana. Esto funciona sobre todo por la rigurosa interiorización de la imitatio Christi. El refinamiento psicológico de los ejercicios se debe a que establecen de forma duradera una relación identificatoria con el modelo. De este modo, la imitación fantasmática de la vida y muerte de Jesús posibilita una stabilitas monacal bajo las condiciones del engaño terrenal. La experiencia interior puede alcanzar con esto una dinámica iconoclástica que sobrepasa los marcos disciplinarios de los Ejercicios y abre una dimensión mística y evasiva, como se pudo ver en las transgresiones del Diario espiritual ignaciano. 3
Véase, sobre el principio del pliegue como signo epocal del Barroco, Gilles Deleuze (1988). 4 Véase Foucault (1966: 11-13; 1969: 166-173). La recurrencia del mismo sistema teórico-cognitivo en los correspondientes discursos se podría describir, siguiendo a Foucault, como “identité formelle” o “translation de concept” (1969: 167). 5 Véase la introducción del presente estudio o también el programático artículo de Stephen Greenblatt (“Kultur”, 1995 y “Grundzüge einer Poetik der Kultur”, 1995).
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Los procedimientos para estimular ese modelo imaginario de Cristo proceden sobre todo de la retórica de los afectos, lo que constituye un requisito decisivo para las negociaciones poético-espirituales que marcan la obra lírica de Francisco de Quevedo. En sus dos grandes ciclos líricos, el poder mortificador de la meditación ignaciana se pone a prueba en una situación elemental de engaño que representa, al mismo tiempo, un máximo de peligro espiritual. Al principio se encuentra en cada uno de dichos ciclos la pérdida de la voluntad propia, esto es, la más alta potencia del alma, bajo el dictado de la hermosura femenina. En el Heráclito cristiano, que reproduce al detalle la estructura temporal y dramatúrgica de los Ejercicios, se consigue superar espiritualmente el dilema, y en esto la alegoría tiene una función clave. Esta, como en las guías espirituales franciscanas, sirve también en los Ejercicios para reorganizar figurativamente una relación con el mundo y con uno mismo que se ha vuelto opaca. La recepción de Quevedo sigue estando en deuda con esa función espiritual cuyas paradojas exploró sobre todo Walter Benjamin.6 Precisamente el gesto arbitrario y profundamente subjetivo de la reescritura alegórica de un conflicto espiritual desemboca también, en su caso, en la renovación interior. Con lo cual, al final, el dilema cognitivo de la contingencia se convierte en el medio de su propia superación. La sustancia moral se establece solo en los actos performativos de una relación retórica con el mundo y con uno mismo. Por lo tanto no constituye una entidad dada. Al mismo tiempo, toda la inestabilidad y contradictoriedad de ese proceso implica siempre el peligro del fracaso. La constatación poética se encuentra en el ciclo petrarquista Canta sola a Lisi. Aquí no se consigue la superación meditativa de la prisión amorosa, que es también la del libre albedrío. Con ello vuelve a quedar sin resolverse si las técnicas de la imaginación y de la afección ignacianas contribuyen a la contención ascética del conflicto amoroso o si se utilizan para su incrementación. No será hasta el final del ciclo, donde se pone en escena la apoteosis barroca de la voluptas dolendi petrarquista, cuando quede absolutamente claro que vence esta última: del fracaso espiritual resulta, finalmente, una ganancia estética.7 6
Véase Benjamin (1983: 138-211). Así, en la lírica amorosa barroca se actualiza una tendencia a la estetización de modelos discursivos religiosos que ya se encuentra en el Canzoniere de Petrarca. Véase al respecto Hans Robert Jauss (1984: 144). 7
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La influencia de los Ejercicios está presente no solo en los grandes ciclos líricos de Quevedo —junto a muchas otras obras8—, sino también en las satíricas visiones del más allá de Los sueños.9 Así, tres de las cuatro postrimerías, que forman parte de la materia tradicional de la meditación espiritual, aparecen ya en el título de los grotescos sueños.10 Pero hasta ahora han pasado desapercibidos los elementos específicamente ignacianos, visibles, por ejemplo, en el pasaje que sigue a continuación, procedente de las páginas introductorias del Sueño de la muerte: Entre estas demandas y respuestas, fatigado y combatido (sospecho que fue cortesía del sueño piadoso más que de natural) me quedé dormido. Luego que, desembarazada, el alma se vio ociosa sin la traba de los sentidos exteriores, me embistió desta manera la comedia siguiente, y así la recitaron mis potencias a escuras siendo yo para mis fantasías auditorio y teatro.11
Quevedo retiene el momento, ya que las fuerzas imaginativas del sueño se independizan de los sentidos exteriores. Las potencias del alma le presentan una historia a la percepción interior que adquiere rasgos de un espectáculo dramático, con lo que el sujeto observador adopta el doble papel de actor y espectador de sí mismo. Esto resume con toda brevedad y precisión las características fundamentales de la vista imaginativa ignaciana: desde la aplicación de la percepción, pasando por el carácter escénico y fluido de la representación, hasta la disociación del propio ejercitante que se proyecta en los mundos imaginarios, apareciendo así como sujeto imaginante y objeto imaginado por igual. Al final, Quevedo fija también ese estadio decisivo, ya que la sucesión de imágenes se independiza del observador y transmite la ilusión de un acontecimiento real en el sentido de la evidentia. Pero la cercanía metonímica entre el sueño y la meditación no se agota en esas correspondencias formales. Ya al comienzo del sueño se señala también, a nivel del contenido, una tendencia básicamente ascética de la imaginación. El narrador se queda dormido leyendo el 8
Las referencias explícitas a la espiritualidad ignaciana las ha recogido Ignacio Elizalde S.J. Véase ídem, sobre Quevedo (1983: 280-301). 9 Véase Eberhard Müller-Bochat (1993: 78 s.). 10 Véase Ilse Nolting-Hauff (1968: 44 y 108). 11 Francisco de Quevedo: Los sueños (1999: 312).
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Libro de Job, al que Quevedo dedicó su propio tratado ascético. La figura del Antiguo Testamento aparece aquí como escenificación de la existencia terrenal sub specie mortis. De este modo, se manifiesta como emblema de una autopraxis estrechamente relacionada con la imitatio Christi interior.12 Otras relaciones se originan porque la presentificación de la muerte, sobre todo en la tradición ignaciana, tiene no solo una dimensión mortificadora, sino también eucarística. Su función es estimular un temor que en la casuística de la penitencia jesuítica es, por otra parte, el requisito para la absolución. Cuando, en las primeras páginas del Sueño de la muerte, el narrador se estremece lleno de miedo, entonces se ha tenido en cuenta, con toda certeza, esa meta perlocutiva. Por lo tanto, la agresión satírica y la autoformación espiritual son, en principio, compatibles, especialmente porque en la meditación la exageración estridente es un instrumento legítimo de la afección.13 En la lírica satírica se puede observar algo parecido. Así, en el centro del siguiente soneto, al que le antepuso un epígrafe en latín, se encuentra el motivo de la calavera, esto es, el emblema barroco de lo efímero y del desengaño por excelencia:14 Serta, ungüenta, meo ne gratificare sepulchro: vina, focus, lapidi sumptus innanis erit. Haec mihi da vino, cineres miscere falerno, Nempe lutum facere est, non dare vina mihi. Hijos que me heredáis: la calavera pudre, y no bebe el muerto en el olvido; del sepulcro no come y es comido; tumba, no aparador, es quien lo espera. 5
12
La que apenas ternísima ternera la leche en roja sangre ha convertido, no por ofrenda, por almuerzo os pido, y el responso, después, de hambre, muera.
Francisco de Quevedo: Constancia y paciencia del Santo Job, en Obras (1951: vol. 2, 231-248). Véase, sobre el tratado, también el estudio de Víctor García de la Concha (1980). 13 Con lo cual hay que mantener, naturalmente, que en el transcurso del Sueño de la muerte los componentes ascéticos desaparecen casi por completo tras la risa carnavalesca. Algo semejante se podría constatar también en el caso del Sueño del Juicio final y del Sueño del infierno. 14 Francisco de Quevedo: Poesía original completa (1996: no 611).
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Dadme aquí los olores cuando güelo; y mientras algo soy, goce de todo: venga el pellejo cuando sorbo y cuelo. A engullirme mis honras me acomodo, que dar el vino al polvo no es consuelo, y piensan que hacen bien, y hacen lodo.
El mismo tema lo presenta Lope de Vega de una forma seria y ortodoxa en las Rimas sacras, su ciclo meditativo:15 A una calavera Esta cabeza, cuando viva, tuvo sobre la arquitectura destos huesos carne y cabellos, por quien fueron presos los ojos que mirándola detuvo. 5
10
Aquí la rosa de la boca estuvo, marchita ya con tan helados besos, aquí los ojos de esmeralda impresos, color que tantas almas entretuvo. Aquí la estimativa en que tenía el principio de todo el movimiento, aquí de las potencias la armonía. ¡Oh hermosura mortal, cometa al viento!, ¿dónde tan alta presunción vivía, desprecian los gusanos aposento?
Lope entiende el motivo en su más propio sentido ascético. Para él, la calavera es el emblema de lo pasajero de todo lo terrenal. Recuerda el carácter efímero de la vida mundana, la necesidad de mantener siempre la conciencia del contraste con la eternidad metafísica. Este tópico, en el soneto de Quevedo, que se presenta como variante poética del testamento, se convierte en su grotesco contrario. Se basa en un concepto según el cual, en lenguaje de jerga, la calavera puede 15
Lope de Vega: Obras poéticas (1989: XLVII, 315). Antonio Carreño, en el comentario a este soneto, ha constatado los elementos jesuíticos que hay en él (en Lope de Vega: Poesía selecta, 1984: 329). Véase, en general, sobre las raíces ignacianas de la Rimas sacras, Yolanda Novo (1990). Gracián cita el soneto como ejemplo de los “conceptos de contrariedad”; véase Agudeza (1988: vol. 1, 178 s.).
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representar también al borracho. Ese doble significado da lugar a toda una serie de arriesgados juegos de palabras al tergiversarse el memento mori abstracto hasta llegar a la confesión de un hedonismo impúdico. Al calavera no le espera la tumba, sino el aparador (v. 4); se está pudriendo (v. 2), lo que le afecta al esqueleto, pero también al bebedor depravado que huele (la comida ansiada) e hiede (él mismo), como sugiere la polivalencia de “güelo” (v. 9). Como después de muerto ya no podrá consumir, quiere que le entreguen antes la ofrenda funeraria. En vez de rociar con vino la tierra en el entierro, produciendo así “lodo” —en el doble sentido de embrollo innecesario y suciedad (vv. 13-14)—, los familiares le deberían dar en vida todo lo que sea bebible. El gran tratado de Quevedo sobre teoría de Estado Política de Dios, del año 1626,16 contrapone a tales deformaciones carnavalescas el ennoblecimiento del espejo de príncipes mediante elementos de la meditación ignaciana. Nada más comenzar el primer capítulo legitima y explicita esa relación: Viendo Dios en los primeros pasos que dió el tiempo, tan achacoso el imperio de Adán, tan introducida la lisonja del demonio, y tan poderosa con él la persuasión contra el precepto; y recién nacido el mundo, tan crecida la envidia en los primeros hermanos, que á su diligencia debió la primera mancha de sangre; el desconocimiento con tantas fuerzas, que osó escalar al cielo; y últimamente advirtiendo cuán mal se gobernaban los hombres por sí después que fueron posesión del pecado, y que unos de otros no podían aprender sino doctrina defectuosa, y mal entendida, y peor acreditada por la vanidad de los deseos; −porque no viviesen en desconcierto con tiranía debajo del imperio del hombre las demás criaturas, y consigo los hombres, determinó bajar en una de las personas á gobernar y redimir al mundo, y á enseñar (bien á su costa, y mas de los que no le supieren o quisieren imitar) la política de la verdad y de la vida.17
La Encarnación constituye aquí el núcleo de una teoría espiritual del poder político. Según Quevedo, el ejemplo hecho carne del Redentor dio a conocer un ideal divino de regencia que, por el pecado 16
La segunda parte no se publicó hasta 1651, es decir, después de la muerte de Quevedo. 17 Francisco de Quevedo: Política de Dios y gobierno de Cristo nuestro Señor, en Obras (1951: vol. I, 10).
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original, había caído en el olvido. En el marco de la doctrina barroca de Estado, la Política de Dios fue posiblemente el único texto que entendió la imitatio Christi como modelo de las virtudes del soberano absolutista. Ahí donde se reconocen en especial los elementos específicamente ignacianos es donde Quevedo remite la interacción de las potencias del alma a la relación del monarca consigo mismo. El efecto mortificador del modelo interior provoca, como ilustra la fórmula de la plegaria “hágese tu voluntad” (p. 10), una aniquilación de la propia voluntad. Con ella, el soberano deviene un medio que ejecuta una voluntad divina infalible que se apodera de él: “No quiere Christo que la voluntad propia se entrometa en sus obras” (p. 10).18 Esa fundamental concepción le permite a Quevedo, en lo sucesivo, dar a su escrito la forma de un comentario bíblico ininterrumpido. A cada uno de los capítulos se le anteponen pasajes seleccionados de los Evangelios cuyo contenido político se explora, finalmente, de forma exegética. Debido al sustrato espiritual, la Política de Dios gozó de un enorme éxito, inusual sobre todo para el género del espejo de príncipes. Las numerosas ediciones que tuvo el tratado ya poco después de que apareciera la primera parte, puede documentar la gran importancia que tuvieron los Ejercicios, en el tardío Siglo de Oro, como instrumento de la autoformación. Aunque la doctrina gubernamental de Quevedo se dirige particularmente a los regidores, sin embargo no se pierde en absoluto esa aspiración a una antropología universal. Al final, el monarca, si resulta ser digno de sus actos según criterios cristológicos, se convierte él mismo en ejemplo para sus siervos; esto es, en un medio que pone en comunicación el cielo y la tierra, tal y como lo formuló el jesuita Baltasar Gracián en su homenaje al monarca ejemplar, Fernando el Católico: “La verdadera y magistral política fue la de Fernando. [...] Conquistó reinos para Dios, coronas para tronos de su cruz, provincias para campos de la fe; y, al fin, él fue el que supo juntar la tierra con el cielo”.19 Ante el trasfondo de esa ejemplaridad, lo monárquico, entonces, puede declararse norma metafórica en el sentido de un ideal general. 18
Es con los capítulos subsiguientes cuando queda claro que esas explicaciones generales sobre la relación espiritual con uno mismo son válidas también para el monarca. Mis explicaciones, por tanto, lo anticipan. 19 Baltasar Gracián: El Político en: El Héroe, El Político, El Discreto, Oráculo manual y arte de prudencia (1986: 194).
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De nuevo fue Gracián el que dio la clave de esa relación de forma aforística: “Cada uno la magestad en su modo”, reza el correspondiente aforismo del Oráculo manual.20 Esa abstracción mediadora se encuentra ya también en los Ejercicios ignacianos, donde la idea del monarca terrenal sirve de puente imaginario a la presentificación del rey celestial,21 al que hay que imitar en el sentir, el pensar y el actuar.
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Baltasar Gracián: Oráculo manual (1997: aforismo 103). Véase, sobre la interpretación del mismo, Wolfgang Lasinger (2000: 204 s.) y II/cap. 2.2. del presente estudio. 21 Ejercicios espirituales (1963: 91-100, 218 ss.).
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Índice onomástico
Alonso, Dámaso 11 Aristóteles 33, 105, 124 Bajtín, Mijaíl 251, 266, 283 Barthes, Roland 96, 98, 99, 102, 158, 240, 275 Bataille, Georges 85 Batllori, Miguel 59 Beirnaert, Louis 118, 125, 126 Benjamin, Walter 28, 68, 87, 89, 91, 93, 124, 193, 210, 216, 238, 239, 316 Blanco, Mercedes 61, 192 Blumenberg, Hans 41, 45, 59, 68, 71, 196 Burckhardt, Jacob 91, 131 Castiglione, Baldassar 50, 61 Certeau, Michel de 84, 96, 229 Deleuze, Gilles 76, 81, 82, 84, 106, 110, 115, 116, 131-134, 218, 306, 315 Derrida, Jacques 56, 57, 64, 92, 126, 130, 194, 230, 267 Egido, Aurora 54 Eickhoff, Georg 68, 84, 103, 297 Elias, Norbert 62, 84 Ficino, Marsilio 266 Föcking, Marc 147 Foucault, Michel 44, 45, 58, 59, 67, 74, 75, 81-85, 96, 97, 109-112, 129, 130, 134, 214, 315 Frank, Manfred 122 Freud, Sigmund 43, 84, 112-114 Friedrich, Hugo 49, 60, 134, 145 García Jiménez de Cisneros, Francisco 83, 92 Garcilaso de la Vega 43, 84, 112-114, 163, 200, 252, 255, 262, 265, 277-279, 281, 282, 291
Gracián, Baltasar 16, 20, 22, 36, 3841, 44, 47, 49, 51, 53-57, 59-62, 64-67, 69-74, 86, 87, 93, 95, 96, 140, 166, 274, 283, 284, 314, 319, 321, 322 Greenblatt, Stephen 14, 15, 81, 238, 240 Granada, fray Luis de 12, 92, 106 Guevara, Antonio de 28, 30, 86 Hahn, Alois 86, 111, 251 Huarte de San Juan, Juan 20, 28-32, 35, 36, 42, 57, 73, 79, 298 Herrera, Fernando de 254, 255, 262, 278, 291, 293 Hillach, Ansgar 27, 41, 46 Hinz, Manfred 61 Horacio (Horatius Flaccus, Quintus) 286 Iparraguirre, Ignacio 118, 120, 191 Jakobson, Roman 126, 129, 182, 184186, 309 Juan de la Cruz, san 99, 121, 157, 301, 303 Juranville, Alain 116, 284 Kant, Immanuel 23, 39, 127 Kempis, Tomás de 81 Kolakowski, Leszek 42 Koppenfels, Werner von 159 Küpper, Joachim 19, 81 Lacan, Jacques 64-66, 112, 113, 116, 117, 121, 122, 125-128, 130-132, 134, 170, 189, 190, 192, 284 Lang, Hermann 116 Lasinger, Wolfgang 65 Madrid, fray Alonso de 85 Molina, Luis de 27, 45, 46
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Meditación espiritual e imaginación poética
Neumeister, Sebastian 140 Nitsch, Wolfram 103 Olivares, Julián 146, 247, 305, 306 Osuna, Francisco de 78-90, 83, 87, 99, 108, 121, 158, 198 Otto, Stefan 45 Ovidio (Publius Ovidius Naso) 217 Petrarca, Francesco 149, 200-202, 205, 243, 244, 248, 250, 252, 254-256, 258, 260, 265, 292, 293, 300, 307, 316 Platón 159, 214 Poppenberg, Gerhard 77 Pozuelo Yvancos, José María 248, 268, 286, 289, 295 Quintiliano (Marcus Fabius Quintilianus) 114, 174 Rabbow, Paul 106, 174 Regn, Gerhard 266 Saavedra Fajardo, Diego 51, 73 Sales, François de 92, 140, 141 Sánchez, Francisco 20, 35, 36, 79 Sarduy, Severo 71 Sartre, Jean-Paul 109, 110, 112
Saussure, Ferdinand de 121, 189 Scaligero, Julio César 286 Schröder, Gerhart 50, 51 Schulz-Buschhaus, Ulrich 248 Schwartz, Lía 191 Séneca, Lucio Anneo 141, 216 Smith, Paul Julian 268, 270, 287, 289, 291 Suárez, Francisco 20, 32-36, 42, 45, 72 Teresa de Jesús, santa (Teresa de Ávila) 81, 89, 99 Tesauro, Emanuele 55 Teuber, Bernhard 40, 57, 103, 303 Tomás de Aquino 33, 80, 82 Vega, Lope de 146-148, 162, 167-169, 172, 234, 269, 270, 278, 279, 282, 319 Vives, Juan Luis 20-30, 35-37, 42, 55, 57, 79, 80 Walters, D. Gareth 145-146 Werle, Peter 55, 62 Wittgenstein, Ludwig 188 Wölfflin, Heinrich 76, 90, 131-133, 218