Madrid / Barcelona: literatura y ciudad (1995-2010) 9783964562937

Incluye relatos sobre ambas ciudades de Arcadi Espada, Quim Aranda, Santos Juliá, Vicente Luis Mora, Roger Wolfe, Merced

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Spanish; Castilian Pages 280 [288] Year 2009

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Table of contents :
Índice
Presentación
Estudio Preliminar
No Ficciones
Destrucción de Barcelona
La Villa de Madrid es la capital del Estado
El paseo de Sant Joan en Rojo
Barcelona y Madrid
La ciudad mentirosa
La ciudad sin realidad
Ríos perdidos
Raval
Mañana en el cementerio de Montjuïc
Contextos
Carrer de Pelai 2
Expiación
Ciudad pronto (ya mismo). Aeropuertos (dos)
Aplicar tarifas habituales
Audi 100. Seat 850
De aquí al cielo. La periferia va por dentro
Ficciones de Memoria
Nuestros días en Barcelona
Romanticismo
Series de policías
1995
Barcelona / Madrid
Representaciones Contemporáneas
Slavoj Apeyron
El padre de Blancanieves
Todo lleva carne
Circular
Barcelona Arcade
Materiales Para La Clase
Glosario
Propuestas de trabajo en clase
Bibliografía
Créditos Y Agradecimientos
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Madrid / Barcelona: literatura y ciudad (1995-2010)
 9783964562937

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LECTURAS ESPAÑOLAS CONTEMPORÁNEAS

VOL. 4

Lecturas Españolas Contemporáneas es una colección de textos literarios destinados a estudiantes que aspiran a hacer del español su segunda lengua. Su lectura, también, puede constituir un punto de partida para aquellos hispanohablantes que buscan una primera aproximación a la literatura actual en lengua española. Con esta finalidad, el texto, rigurosamente editado, va acompañado de una guía de lectura que sitúa al autor y la obra en su contexto y propone vías de comprensión e interpretación, a la vez que sugiere actividades para su utilización en clase.

Dirigen la colección: Javier Blasco e Isaías Lerner Comité Asesor Pilar Celma Víctor García de la Concha José Ramón González Jordi Gracia José Manuel del Pino Lia Schwartz Darío Villanueva

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MADRID / BARCELONA Literatura y ciudad (1995-2010) Edición, introducción y guía de lectura Jorge Carrión

Cátedra Miguel Delibes Iberoamericana Editorial Vervuert • 2009

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Reservados todos los derechos © de los textos: sus autores © de esta edición: Iberoamericana Editorial Vervuert, 2009 Amor de Dios, 1 — E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 | Fax: +34 91 429 53 97 [email protected] www.ibero-americana.net y Cátedra Miguel Delibes, Valladolid www.catedramdelibes.com ISBN 978-84-8489-466-7 ISBN ebook 9783964562937

Depósito Legal: Fotografía y diseño de cubierta: Alexandre Lourdel Impreso en España por Imprenta Fareso, S.A. The paper on which this book is printed meets the requirements of ISO 9706

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ÍNDICE

PRESENTACIÓN ..........................................................

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ESTUDIO PRELIMINAR ................................................. 1. Capitales del siglo XX ........................................... 2. Arqueología del sentido ....................................... 3. Bienvenidos al infierno ....................................... 4. La ciudad leída .................................................... 5. Urbanismo y pantalla ..........................................

11 11 14 22 25 30

NO FICCIONES .......................................................... Juan José Lahuerta Destrucción de Barcelona ...................................... Santos Juliá La Villa de Madrid es la capital del Estado ........... Enrique Vila Matas El paseo de Sant Joan en Rojo .............................. José Ribas Barcelona y Madrid ............................................ Manuel Delgado La ciudad mentirosa ...........................................

37 41 45 57 63 73

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Javier Marías La ciudad sin realidad ........................................ 85 Javier Calvo Ríos perdidos ....................................................... 91 Arcadi Espada Raval ................................................................. 109 Joan Margarit Mañana en el cementerio de Montjuïc ................. 117 CONTEXTOS .............................................................. José María Fonollosa Carrer de Pelai 2 ................................................ Elvira Navarro Expiación ........................................................... Mercedes Cebrián Ciudad pronto (ya mismo) ................................... Aeropuertos (dos) ............................................. Josan Hatero Aplicar tarifas habituales .................................... Manuel Vilas Audi 100 ............................................................ Seat 850 ............................................................. Roger Wolfe De aquí al cielo .................................................. La periferia va por dentro ....................................

119 123 127 143 145 151 157 159 165 167

FICCIONES DE MEMORIA ............................................. 169 Quim Aranda Nuestros días en Barcelona ................................... 173

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Manuel Longares Romanticismo ..................................................... Javier Pérez Andújar Series de policías .................................................. Francisco Casavella 1995 .................................................................. Roberto Bolaño Barcelona / Madrid ............................................. REPRESENTACIONES CONTEMPORÁNEAS ........................ Juan Trejo Slavoj Apeyron .................................................... Belén Gopegui El padre de Blancanieves ..................................... Peio H. Riaño Todo lleva carne .................................................. Vicente Luis Mora Circular .............................................................. Robert Juan-Cantavella Barcelona Arcade ................................................ MATERIALES PARA LA CLASE ........................................ Glosario .................................................................. Propuestas de trabajo en clase ................................. Bibliografía .............................................................. Fuentes primarias ............................................... Bibliografía crítica ..............................................

179 189 197 201 213 217 227 237 245 255 263 265 269 277 277 279

AGRADECIMIENTOS Y CRÉDITOS .................................. 283

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PRESENTACIÓN

Para conocer la España del siglo XXI hay que entender la relación que establecen entre sí sus dos principales ciudades: Madrid y Barcelona. La capital del Estado y la metrópolis cercana a Europa. La urbe imperial y la ciudad modernista. La capital del nacionalismo español y la capital del nacionalismo catalán. Dos metrópolis tradicionalmente mestizas que durante el franquismo (1939-1975) recibieron a miles de inmigrantes de las comunidades del sur (Andalucía, Extremadura, Castilla o Murcia); y que durante la democracia han acogido a miles de inmigrantes del norte africano, de Oriente y de América Latina. Dos centros culturales y políticos insertados en la red urbana de la Unión Europea. Una tensión bipolar que ha sido tanto el motor del desarrollo de España durante los siglos XX y XXI como la causa de innumerables desencuentros y conflictos. En fin: Madrid y Barcelona son los dos principales centros de un país cada vez más policéntrico, la doble introducción necesaria a la España contemporánea. Por esas razones, las dos ciudades han recibido una especial atención por parte de los escritores. Este volumen enfo-

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ca la presencia de Madrid y de Barcelona en la literatura del cambio de siglo, mediante una selección de poemas, relatos y fragmentos de novelas que reflejan, analizan, cuestionan, versionan o sitúan en primer, en segundo o en último plano las dos ciudades españolas en nuestro momento histórico. Se trata de un abanico de puntos de vista que intenta ser lo más plural posible. Diversas generaciones de creadores, de poéticas y estéticas de signo diverso, se entrecruzan en estas páginas. También son diferentes los aspectos de la ciudad que se han querido tratar: el centro y la periferia, los espacios públicos y los privados, las vías de comunicación y los barrios, los seres humanos y las máquinas, la realidad inmediata y la que es representada por pantallas. Para completar la visión de conjunto, era preciso añadir a los textos de creación otros de carácter documental, histórico o ensayístico, que permitieran dibujar el contexto de los personajes y las metáforas con información y con datos. El resultado es una aproximación a la literatura española contemporánea a través del topos por excelencia de nuestra era: la metrópolis. La antología de textos viene introducida por un ensayo teórico que intenta situar la producción textual sobre Madrid y Barcelona en la tradición moderna de la literatura urbana y en el marco teórico de reflexión sobre historia de la ciudad. Y está apoyada en un glosario, una bibliografía y unas sugerencias de trabajo que tratarán de ayudar al lector a desarrollar sus propias ideas y sus propias lecturas sobre el tema. El habitante del siglo XXI es, necesariamente, un lector de ciudades. Idealmente estas páginas habrían de ayudarle en esa incesante formación.

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ESTUDIO PRELIMINAR

La cuestión moral e individual se convierte en una cuestión social y, decisivamente, en una intervención creadora. Par mí, éste es el modelo esencial del conjunto de la obra de Dickens. ¿Qué quiero decir, en concreto, con «intervención creadora»? Quiero decir, aunque sea difícil formularlo, que la moral de Dickens, su crítica social, está en la forma de sus novelas. Raymond Williams (1997)

1. CAPITALES DEL SIGLO XIX La literatura urbana moderna nace, a mediados del siglo XIX , con una doble forma: prosa y verso; o sea, con una doble formulación, complementaria. Por un lado, a través del relato «El hombre de la multitud» (1840), de Edgar Allan Poe, que explora la masa. Por el otro, a través de los poemas parisinos de Las flores del mal (1857), de Charles Baudelaire, que exploran al individuo. Cuando —más de medio siglo después— el gran lector de la metrópolis Wal-

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ter Benjamin habla del flâneur, afirma que es lo contrario del transeúnte, pues éste se mezcla con la multitud —como el protagonista de Poe—, mientras que aquél es un paseante solitario «que busca espacios libres y no quiere renunciar a su mundo privado» (1971: 247) —como el yo lírico de Baudelaire—. Por tanto, en la época en que Londres y París experimentan la eclosión de los fenómenos que van a ser propios de la ciudad moderna —como el éxodo del campo a la urbe, la construcción en vertical, la consolidación del transporte urbano (el tranvía, el metro), la tecnificación del espacio metropolitano (el cableado, la iluminación a gas o eléctrica), la invasión publicitaria, la suburbanización, el nacimiento de la influencia de la opinión pública, la progresiva alfabetización del ciudadano, la contaminación, la configuración de la clase obrera o los espectáculos masivos—, la literatura polariza al individuo, esto es, a la sociedad, inventando dos tipos que se ubican en un extremo y otro de la experiencia urbana: el transeúnte, que habita en la masa, y el flâneur, que se distancia de ella. Ambas figuras responden a la necesidad de leer lo nuevo. En su comienzo y en su final, «El hombre de la multitud» insiste en la idea del mundo como libro de difícil lectura, cuando no de lectura imposible. Lo que hace el narrador, tanto en la primera parte del relato, cuando observa el discurrir de la masa cómodamente sentado en un café, como en la segunda, cuando persigue por las calles de Londres al hombre cuyo rostro no ha sido capaz de interpretar, es intentar leer la metrópolis; ensayar una interpretación. Lo mismo se puede decir de poemas como «Los siete viejos»

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(«¡Ciudad hormigueante! ¡Ciudad llena de sueños, / donde el espectro a pleno día atrapa al que pasa!») o «El cisne» («bloques, andamios, todo se me vuelve alegórico») (Baudelaire 1995). Tanto el narrador de Poe como el yo lírico de Baudelaire buscan el sentido que la metrópolis ha ocultado. Porque cuando Londres o París, primero, y más tarde Nueva York, Berlín o Moscú, sobrepasan el millón de habitantes, y cuando el tren, el tranvía o el automóvil cambian la percepción del espacio físico, el telegrama, la radio o el teléfono la del espacio de la comunicación, y la novela realista por entregas, el periodismo diario y el simbolismo poético la del espacio real e imaginario, la ciudad ya es un espacio de la velocidad, de la acumulación, de la teletransportación, de la metamorfosis, del vértigo y, como tal, deviene un objeto de conocimiento demasiado grande y demasiado veloz, casi incomprensible. «El espacio se modifica porque la velocidad comienza a ser un principio del sistema perceptivo y de la representación», ha escrito Beatriz Sarlo a propósito de Buenos Aires, donde la aceleración contemporánea llega más tarde que a Londres, París o Nueva York (1988: 102). Y sobre el plan Cerdà, que creó el Ensanche de Barcelona a mediados del siglo XIX, ha dicho Joan Ramon Resina que respondía a una «topología de la velocidad», a un urbanismo que privilegiaba la «circulación», y que preveía la hibridación cultural, pues Cerdà vio en el tren «el presagio de una era de migraciones sin precedentes» (2008: 31-32). Migraciones sin precedentes, circulación acelerada, topología de la velocidad, espacio transformado, vértigo, nuevas

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tecnologías. La ciudad tuvo sentido hasta el siglo XIX: entonces, a causa de todas esas novedades, lo extravió.

2. ARQUEOLOGÍA DEL SENTIDO «Desde sus más remotos orígenes», ha escrito el politólogo Joel Kotkin, «las áreas urbanas han desempañado tres funciones críticas distintas: crear un espacio sagrado, proporcionar seguridad básica y albergar un mercado central» (2006: 17). Es cierto que todas las ciudades del mundo, muchas de ellas creadas cuando aún no se tenía noticia de la existencia de otras, siguen patrones similares, condicionados por tres imperativos iniciales: la religión, el poder político-militar y la economía. Siempre se ha vinculado el desarrollo urbano con la circulación de esos tres tipos de símbolos y de ritos de intercambio. El poder de la ciudad es mayor cuanto mayor es la fama de esas tres dimensiones. Durante los reinados de Felipe II y Felipe III, el Madrid imperial ostentaba un aura que comunicaba el poder real y propagandístico de la Corona. La topografía urbana hacía coincidir en su trazado las tres facetas: «hacia comienzos del siglo XVII las dos encrucijadas internas más importantes del tráfico urbano eran la Plaza Mayor y la Puerta del Sol», conectados por «la Calle mayor, que, con el nombre de calle de la Platería y calle de la Almudena, corría desde la Plaza Mayor hasta Santa María de la Almudena y el Real Alcázar» (Juliá et al. 2006: 218), de modo que el eje ceremonial de la Corte prácticamente coincidía con el eje económico del Pueblo, y los topónimos que representaban esa conexión

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remitían tanto a la economía (Platería) y a la religión (Almudena) como al poder monárquico (Sol, Real). El caso de Barcelona a finales del siglo XIX es comparable. El camino de Jesús era la tradicional vía de comunicación entre el pueblo de Gracia y la ciudad, a donde se entraba por el Portal del Ángel. Imposible imaginar una toponimia de mayor impacto teológico. Durante todo el siglo XIX, el camino se convirtió en paseo, zona recreativa por donde caminar, montar a caballo o acelerar el automóvil. Una vez se puso en marcha en Plan Cerdà, en la segunda mitad del siglo, y se urbanizó la zona, el Paseo de Gracia se convirtió en el escaparate del poderío burgués, que puso en manos de la flor y nata de la arquitectura modernista la construcción de sus viviendas. La anexión territorial —Gracia dejó de ser un municipio independiente en 1897— se legitimó urbanística y artísticamente; y se revistió con el tiempo del crédito comercial (Cartier, Chanel, Valentino) y del turístico (la Casa Batlló, la Pedrera, el Hotel Casa Fuster) que son desde el siglo XX sinónimos de prestigio metropolitano. El crecimiento físico de las ciudades significó la multiplicación de esos circuitos: los templos y las parroquias expandieron áreas de influencia dentro de la propia urbe; la creación de barrios y distritos implicó la proliferación de cuarteles, de comisarías, de delegaciones de gobierno, de municipalidades; los mercados semanales derivaron en mercados fijos, en áreas comerciales, en shopping centers. Fue así como la configuración inicial de la ciudad con un centro y su periferia fue mutando hacia la ciudad policéntrica y multiperiférica, que en la posmodernidad ha llevado a nuevos

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conceptos, como el de ciudad difusa y el de ciudad archipiélago. Las políticas urbanas han pretendido que esa ampliación, ese policentrismo y esa difusión no conllevaran la pérdida absoluta del sentimiento de unidad —de pertenencia a una unidad—. Lo que constituye tanto una cuestión geográfica como de profesión de fe. El antropólogo e historiador Joseph Rykwert ha estudiado, en su libro clásico La idea de ciudad (2002), cómo en la fundación de las ciudades antiguas era fundamental seguir, en el asentamiento que aspiraba a ser «urbs», un conjunto de formas rituales: los augurios (como el escrutinio del hígado de un animal de la zona), la demarcación del recinto completo mediante un arado, los sacrificios animales o humanos, o la identificación de un héroe fundador a partir del cual construir la genealogía de los ciudadanos. Con el gesto teatral, con la herida en la tierra producida mediante tracción animal o humana, el momento fundacional quedó inscrito en el suelo. Es imprescindible la escenificación de una representación dramática de la creación del mundo, como si cada ciudad —míticamente— resumiera el universo. Ese drama se materializó en el diseño del asentamiento, así como en su ordenación social y religiosa; de manera que el diseño de los ejes urbanos representa la sintonía con el universo que la ciudad condensa. Se trata de dos coordenadas que se cortan en un plano, orientadas según el movimiento del Sol u otro fenómeno astronómico, como es el caso del «cardus» y del «decumanus» de las ciudades romanas, que se regían por el movimiento solar. Según Rykwert, las fiestas de la ciudad y algunos de los monumentos de ésta

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tienen como función renovar periódicamente la cosmogonía fundacional, es decir, convertir en presente, cada cierto lapso de tiempo, acontecimientos de un pasado mítico. Las razones de esos rituales convergen en una palabra: sentido. La ciudad, que es el invento más importante del ser humano, nace con un sentido inoculado y anclado —como los sacos de arena que retienen al globo en el suelo— en una serie de referencias: una profecía, un acontecimiento, un héroe, una leyenda, un mito. Un sentido recordado físicamente en la propia forma de la ciudad: dos calles como dos ejes, una estatua, una cruz, una tumba, una pintura colgada tras el altar del templo. Un sentido actualizado regularmente en fiestas, estaciones del año, itinerarios, celebraciones religiosas, topónimos. Sin embargo, la ciudad nace para crecer y ese crecimiento lleva implícito la pérdida o la multiplicación del sentido. La ciudad tiende ciertamente a la expansión, a derribar sus murallas y a devorar el campo que la circunda y que la define, a asumir los pueblos vecinos, a la proliferación de calles y de barrios, y por tanto a la polisemia. Barcelona probablemente nació como puerto y se configuró como población en el siglo II a. C., en lo que Robert Hughes ha llamado «una colonia insignificante del Mons Taber, una loma entre los dos ríos desde la cual se domina el puerto» (1992: 95), cuyo nombre sería Barcino. Pronto tuvo su templo dedicado a Júpiter, edificado sobre el templo celtíbero anterior. A los tres siglos, según dicta la tradición, la virgen cristiana Santa Eulalia fue víctima de la persecución del emperador Diocleciano: martirizada, asesinada, se

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convertiría en la patrona de la ciudad y su catedral le sería dedicada. Su condición de patrona duró hasta 1687, cuando la ciudad, amenazada por una plaga de langostas, pidió auxilio a la Virgen de la Merced, que, a partir de ese año, fue su patrona, cuya festividad se celebra en septiembre. De modo que el vínculo con la fundación romana quedó cortado y se creó uno nuevo, que une Barcelona con el siglo XIII, cuando un sueño provocó la creación de la orden de los frailes mercedarios. Para entonces, la memoria de Roma no era más que una retahíla de ruinas desperdigadas, como las del templo de Augusto, en el patio del número 10 de la calle Paradís. También aproximadamente al siglo XIII pertenece la heráldica del oso del escudo de Madrid. Las estrellas, según parece, remitirían a la Osa Mayor, esto es, a una posible vinculación con un orden superior o mitológico. Pero el escudo remite, sobre todo, a la lucha con los árabes, es decir, al mismo conflicto que hay detrás de la intervención onírica y barcelonesa de la Verge de la Mercè. Al oso o la osa se le sumó el árbol como símbolo de un acuerdo entre el concejo y la clerecía de esa misma época. La tradición decidió que se trataba de un madroño y en la actualidad el Ayuntamiento de la capital española siembra ese tipo de árboles en sus parques emblemáticos, pese a no tratarse de una especie particularmente propia de esos parajes. Del siglo XII es San Isidro, el patrón de Madrid desde el siglo XIII, aunque no fue canonizado hasta el XVII. Era mozárabe. No en vano, los testimonios arqueológicos y escritos que poseemos dicen que Madrid es una ciudad —en tanto que emplazamiento

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definitivo— de origen islámico: «o bien no existió una población anterior a la musulmana, o si la hubo, no ha dejado ninguna huella material, lo cual es bastante significativo» (Juliá et al. 1995: 17). El actual Palacio Real fue erigido sobre el antiguo alcázar islámico. Los primeros nombres de la ciudad fueron «Mayrit» o «Magerit», etimología que remite a la circulación del agua. El 15 de mayo de cada año se celebran en Madrid las fiestas de San Isidro, que programan actividades consideradas castizas, como el cocido popular, la romería religiosa o el baile de chotis. También las fiestas de La Mercè aglutinan expresiones folklóricas catalanas, como los castillos humanos, los correfocs o los gigantes y cabezudos. Las capitales actúan como resúmenes sincréticos de las comunidades que representan y de algún modo vampirizan. Los estratos históricos, los posos religiosos y culturales se acumulan, se desvían, se desvirtúan, se confunden. Los sentidos se pierden y se recuperan, se multiplican. Si tomamos el ejemplo de Roma, la primera metrópolis, no hay más que comparar la leyenda de Rómulo y Remo con El Satiricón de Petronio. En el primer relato, el fraticidio, vinculado con el sacrilegio (Remo interrumpe el ritual de fundación que Rómulo está llevando a cabo mediante una reja de bronce unida a un arado), remite a un terreno delimitado y a una fecha, el 21 de abril del 753 a. C., cuando se fundó Roma, según la tradición (y según la traducción a la cronología actual). En el segundo relato, en cambio, más de ocho siglos más tarde, encontramos una ciudad de un millón de habitantes, laberinto de mercados, burdeles, templos, viviendas y calles por

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el que se mueven los primeros personajes picarescos de la narrativa europea. El espacio de Rómulo, el primer gobernador romano, era abarcable. El de los personajes de Petronio, en cambio, es inabarcable. Se necesitan días para recorrer esa Roma imperial; la ciudad está también viva de noche, sin luz natural; con facilidad se pierden de vista el «cardus» y el «decumanus», la orientación, el norte; a los códigos urbanísticos, monumentales, religiosos, políticos o naturales se le suman los comerciales, los sexuales, los militares: la ciudad es un texto complejo, polisémico, de lectura difícil. Por eso la novela es el género que reclama para su interpretación. De la obra de Petronio sólo conservamos fragmentos. Es La Celestina (1499) la primera obra literaria moderna importante (y completa) donde la ciudad cobra protagonismo indiscutible. En ella, más que un espacio religioso o político, la ciudad es un mercado; y los sentimientos, una mercancía como cualquier otra. Todo está en venta porque todo lo rigen las leyes de la oferta y de la demanda: ése es el paradigma de lectura de la ciudad moderna, como se puede observar en la novela picaresca española de los siglos XVI y XVII , en la Barcelona del Quijote (capital editorial), en el mundo que proponen las novelas inglesas del XVIII —con la ética del protestantismo y el espíritu del capitalismo en su núcleo— y en el realismo y el naturalismo decimonónicos. En La febre d’or (La fiebre del oro, 1890-1893), Narcís Oller convierte Barcelona en una ciudad cerrada, dominada por los vaivenes masculinos de la Bolsa; al tiempo que Benito Pérez Galdós describe la fascinación de sus personajes feme-

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ninos por los escaparates de Madrid, su derroche, su endeudamiento. La novela moderna lee el mundo y su epítome simbólico, la ciudad, como un texto de conflictos de clase y de flujo del capital, como una construcción burguesa que puede ser decodificada según los valores de la burguesía; como un cementerio económico bajo cuyas lápidas se amontonan los cadáveres de los mitos, de los rituales, de los sentidos que han ido pereciendo. Pero la literatura no finaliza con el dominio que la novela ha ejercido durante el último siglo y medio ni con la conformidad respecto al predominio de ese cementerio. Al hilo de lo que aquí se está desarrollando, es particularmente interesante la página www.riosperdidos.com, blog de cultura urbana centrado sobre todo en Barcelona, que se define así: «Un ensayo multimedia en progreso a cargo de varios autores. Una vindicación de los lugares sagrados de Barcelona. Esto NO ES un blog. Son murales para una guerrilla imaginaria». Uno de los post, firmado por el escritor Javier Calvo, insiste en la recuperación de la figura de Santa Eulalia, la patrona original de Barcelona: «La Bandera de Santa Eulalia es un río perdido. De todos los elementos de la simbología y la historia de Barcelona, pocos han jugado un papel religioso, civil y militar tan importante para después desaparecer sin dejar rastro. Borrada de las instituciones y de la memoria de los ciudadanos. Varias investigaciones históricas recientes han permitido recomponer parte de la historia de la bandera, destruida en 1714, y conocer el papel que jugaba. Primero como pendón religioso asociado a los restos de la santa, más tarde como bandera civil de la ciu-

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dad y, lo más importante, como bandera de guerra de la milicia armada de la ciudad». La literatura urbana en Internet, por tanto, continúa una investigación milenaria, una práctica forense en busca del significado.

3. BIENVENIDOS AL INFIERNO En El vientre de París (1873), Émile Zola compara el Mercado Central con una «máquina moderna», capaz de albergar «toda la Edad Media y todo el Renacimiento» (2008: 243); metonimia de una capital francesa convertida en espacio alimenticio de todos los vicios, especialmente de la gula. La vocación ordenadora de la novela se acentúa durante el realismo y el naturalismo: toma el relevo de la función enciclopédica que durante el Siglo de las Luces había tenido el género del ensayo. Desde las panorámicas de París que encontramos en las novelas de Victor Hugo hasta las largas digresiones sobre Londres que hallamos en las de Charles Dickens, abundan los ejemplos de una intención abarcadora de la novela decimonónica respecto a la metrópolis. Las escenas en que Fermín de Pas, el personaje de La Regenta (1885) de Clarín, observa la ciudad de Vetusta (Oviedo) desde lo alto de la Catedral y la describe topográfica, detalladamente, resumiría la ambición del novelista: embutir la ciudad en el interior de la novela que aspira a representarla totalmente, tanto en su espacio como en su historia. Esas lecturas que pretenden la coherencia de la totalidad fueron tempranamente desestabilizadas desde la tradición

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también literaria que convirtió la ciudad en un infierno, en un caos que no se deja leer. La ciudad antigua, según poetas y moralistas como Cicerón, Ovidio, Horacio, Plinio el Joven, Juvenal o Marcial, era un lugar de lo negativo: aglomerada, sucia, pestilente, ruidosa, violenta, corrupta. El mito de Sodoma y Gomorra sería su paralelismo bíblico. La pobreza material y moral que refleja la tradición picaresca apunta en la misma dirección. En el realismo y el naturalismo, el desorden propio de los bajos fondos, de los mercados populares y de los suburbios proletarios acostumbra a ser retratado desde las coordenadas de la catábasis: el personaje de origen burgués o aristocrático desciende al infierno social de sus empleados, trabajadores o criados. En la modernidad, Inferno (1898), de August Strindberg, establece un paralelismo entre la locura del narrador y la topografía de París. El topos de la ciudad como hospital psiquiátrico o como cementerio, rastreable en la literatura española desde Larra hasta nuestros días, se hizo realidad durante los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial, el momento histórico en que más cerca estuvo lo real de lo infernal. Madrid y Barcelona, durante la Guerra Civil y en la posguerra, encarnan una realidad literaria que también experimentaron Berlín o Londres. La experiencia de catábasis barcelonesa que vive Andrea, la protagonista de Nada (1945), de Carmen Laforet (1945); el pasaje de Coto vedado (1985) en que Juan Goytisolo describe la desaparición de su madre, víctima de una bomba nacional en el Paseo de Gracia; el poema «Insomnio» (1944), de Dámaso Alonso («Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres»); o la miseria

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moral descrita por Juan Marsé en sus novelas ambientadas en la posguerra serían ejemplos de esa relación entre ciudad e infierno, que se estrecha en contextos bélicos. O en situaciones de conflicto violento —piénsese en el Chicago de Al Capone—; o en la contemporánea ciudad máquina que muestra Metrópolis (1926), de Fritz Lang; o en psycho-thrillers urbanos como Seven (1995), de David Fincher, donde se cita literalmente el Infierno de Dante. La novela negra contemporánea ha conciliado la ciudad mercado y la ciudad infierno. Desde el San Francisco de Dashiell Hammett y Los Ángeles de Raymond Chandler hasta la Barcelona de Manuel Vázquez Montalbán y el Madrid de Juan Madrid, encontramos ejemplos de esa hibridación. El crimen, la abyección y el castigo son también valores del mercado de la gran ciudad. Precisamente el crimen ha sido el tema elegido por Woody Allen para sus últimas películas sobre Londres: Match Point (2005) y Scoop (2006). Ha sido —también— Londres una de las ciudades más retratadas con la forma del infierno: autores tan diferentes como Heinrich Heine, Jane Austen, Fiedor Dostoievski y Joseph Conrad coincidieron en hablar de lo opresivo de su atmósfera. En un poema célebre, titulado precisamente «Londres», William Blake lee la ciudad institucional y mercantilizada a través del rostro de sus ciudadanos: «Vago sin fin por las censadas calles, / junto a la orilla del censado Támesis, / y en cada rostro que me mira advierto / señales de impotencia, de infortunio» (2001). Como recuerda Peter Ackroyd en su monumental Londres: una biografía: «Era la ciudad de la niebla y la

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penumbra también en otro sentido, ya que estaba atestada de gente. Si a principios de siglo la población era de un millón de personas, al acabarse era de aproximadamente cinco millones. Hacia 1911 había subido a siete millones [...]. La metrópolis era mucho mayor, pero también había crecido en anonimato; se tornó una ciudad más pública y espléndida, pero también menos humana» (2002: 733738). Esas dimensiones implican diversidad, pluralidad, etnias y lenguas diversas: se fue fijando la expresión «Babilonia» para referirse a Londres. Como recuerda Ackroyd, la Abadía de Westminster se comparó con la Ciudad de los Muertos de El Cairo; la terminal de trenes de Paddington, con la pirámide de Keops; y el alcantarillado, con los acueductos romanos. Verlaine la llamó «ciudad bíblica»; Carlyle, «una enorme Babel»; y Orwell, «la ciudad de los muertos». Ciudad palimpsesto, ciudad collage, ciudad mundo, así es como funciona la relación del lenguaje con la ciudad: cuanto más se escapa ésta de los límites lingüísticos, más se obstina aquel en recuperar mitos o palabras que nos hagan creer que la contienen, que la explican. Sin entender que esas palabras miran hacia el pasado, mientras que la ciudad mira hacia la metrópolis y ésta hacia la megalópolis. Esto es: hacia el futuro.

4. LA CIUDAD LEÍDA La tensión entre la ciudad/infierno y la ciudad ideal es fundamental en la historia de lo urbano. En el discurso del poder, guarda relación con ese diálogo entre el pasado y el

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futuro. Las características de las zonas marginadas, la precariedad de las viviendas, el tejido urbano como laberinto, los problemas sanitarios e higiénicos, la falta de infraestructuras, las dificultades de acceso de las fuerzas del orden, la hacinación y la promiscuidad, se relacionan —moralmente— con el vicio, con el crimen, con la oscuridad, en fin, con la falta de legibilidad. El afán de los gobernantes y de sus urbanistas es justamente el contrario: acercar la geografía de la ciudad a lo ideal —a lo perfecto, geométrico, edénico, legible, controlable. Desde las ciudades ideales de San Agustín o de Campanella hasta el llamado Modelo Barcelona, lo urbano ha querido ser fácilmente entendido desde el aire, desde la mirada imposible de Dios. Los planos urbanos circulares y ortogonales, los parques franceses, el concepto de ensanche, la ciudad jardín, el cementerio ajardinado, los polígonos de viviendas o industriales, son estrategias de geometrización metropolitana, de racionalismo de algo que tantas veces se ha comparado con un organismo vivo y, por tanto, en crecimiento, naturalmente amorfo. En la modernidad el casco antiguo se ha tematizado y museificado, subrayando sus —a veces supuestas— autenticidad y antigüedad. El caso del Barrio Gótico de Barcelona es paradigmático: en 1928 se erigió un puente neogótico en el carrer del Bisbe, dejando claro que el embellecimiento estaba por encima de la fidelidad histórica; antes, a causa de la desaparición de varias calles por la apertura de la Vía Layetana, se ubicaron en la zona fachadas del siglo XVI, o por voluntad de pintoresquismo se transformaron patios en

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claustros. La fachada gótica de la Catedral, de hecho, se finalizó en 1912 (Cerra 2008: 104-113). Todas las ciudades contemporáneas trabajan en la fortificación simbólica de su centro histórico; en su condición de corazón, de centro cerrado a varios kilómetros de las fronteras abiertas de la urbe. Porque ésta se define en su dialéctica con la periferia, con el campo, con las vías de comunicación interurbana, con las poblaciones vecinas: por su apertura a una conversación asimétrica. La literatura contemporánea asume esa apertura. Si comparamos la topografía de Madrid que proponen obras de Ramón Gómez de la Serna como El Rastro (1915), Toda la historia de la calle de Alcalá (1920) o El Prado (1920), o el esperpento Luces de Bohemia (1920) de Valle-Inclán, antes de la Guerra Civil española y de la Segunda Guerra Mundial, con la topografía que encontramos en la novela La colmena (1951), de Camilo José Cela, observaremos que en la primera Madrid es exclusivamente su centro histórico, su paisaje castizo, mientras que en la segunda pasamos progresivamente del Café de Doña Rosa como metonimia del Madrid tradicional a otras zonas de la urbe, como los burdeles, y a una exploración final de los márgenes, pues es en ellos, en las orillas madrileñas, donde finaliza la novela de Cela. La clásica oposición entre periferia y centro, que se corresponde parcialmente con la dicotomía ciudad/campo, se enriquece en la literatura peninsular posterior a la Segunda Gran Guerra. La metrópolis gana matices, se expande el espectro social y narrativo. Mientras Mercè Rodoreda, en el exilio, convierte el barrio barcelonés de Gracia en un espacio

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emocional y de memoria en novelas fundamentales como La plaça del Diamant (La plaza del Diamante, 1960); Juan Marsé, en los mismos años, en la propia Barcelona, trabajaba en los espacios colindantes (Horta, Guinardó, el Carmelo) a través de figuras de la inmigración. Aunque se pueda ver en la actitud del Pijoaparte, el protagonista de Últimas tardes con Teresa (1966), cuando reta a la Ciudad Condal desde las alturas, una reencarnación posmoderna de Rastignac, el personaje de Balzac, cuando hace lo propio con París, lo cierto es que si en el realismo decimonónico —por influencia del positivismo— era concebible una novela totalizadora, en el último tercio del siglo XX —en plena posmodernidad— sólo puede entenderse la novela como una estrategia para fragmentar la realidad urbana y para retratarla irónicamente, cuando no desde la sátira. Así puede leerse el catálogo de técnicas narrativas que despliega Luis Martín Santos en Tiempo de silencio (1961), donde los desplazamientos del protagonista por Madrid unen los diferentes estratos sociales de la ciudad, sus barrios señoriales con sus zonas de chabolas. La inmigración interna, habitante de los márgenes y responsable de la condición borrosa de éstos, cobra gran importancia dentro de las obras de Marsé y de Martín Santos. Las novelas de la generación posterior, como El avión de madera (2007), de Quim Aranda, y Los príncipes valientes (2007), de Javier Pérez Andújar, abundan en esas mismas tensiones internas de la ciudad contemporánea: cómo gestiona la integración de las masas poblacionales procedentes del Sur; cómo éstas cultivan la memoria del origen en un contexto cultural y lingüísticamente muy diferente, hasta cierto punto alienante,

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pero también enriquecedor; cómo se crean fronteras internas, tiempos diversos, en el seno de la propia metrópolis. A esas migraciones, de extremeños, andaluces y murcianos, sobre todo, hacia las grandes ciudades del norte (Madrid, Bilbao, Barcelona), de los años cincuenta, sesenta y setenta, es decir, de las últimas décadas del franquismo, les siguieron las olas inmigratorias procedentes de América Latina y de África, que también han sido retratadas por la literatura urbana. Belén Gopegui ha hablado en El lado frío de la almohada (2004) de la presencia cubana en Madrid, y en El padre de Blancanieves (2007) de la compleja relación entre una profesora española y un inmigrante ecuatoriano en la misma ciudad. Muchos de los fragmentos de Los detectives salvajes (1998), de Roberto Bolaño, describen una Barcelona de inmigrantes latinoamericanos en busca de su lugar en la ciudad catalana. Desde su doble configuración a mediados del siglo XIX, en los emblemas del transeúnte y del flâneur, el mecanismo más habitual para mostrar la complejidad del entramado urbano es el de hacer que un personaje lo recorra. En el primer caso, habitualmente tres son los motivos del desplazamiento: laboral, mercantil u de consumo ocioso. En el segundo caso, como quedó fijado en el título del poema de Neruda «Walking around», el paseo o la caminata se caracterizan precisamente por la falta de un objetivo, de una meta. Ambas formas de conexión de espacios diversos se entrelazan en El fin de la Guerra Fría (2008), de Juan Trejo, donde Barcelona aparece como un hipertexto de links trazados por los movimientos de los personajes, a pie, en moto, en taxi. Si se dibujaran en un plano todas esas líneas, se descubriría una mara-

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ña que conecta un extremo de la Diagonal, el que apunta con el Aeropuerto del Prat, con el otro, que desemboca en el mar, la Ronda Litoral con la Ronda de Dalt. La historia de Barcelona, acompasada por sus grandes acontecimientos internacionales, se grava en su dimensión física, por donde los personajes transitan sin saber que sus pasos conectan el pasado con el futuro, al actualizar el presente. Esa misma voluntad de totalidad (imposible) encontramos en Circular (2003-2008), de Vicente Luis Mora, una novela sobre Madrid más explícitamente hipertextual, en que la metáfora de la Línea Circular del metro actúa como hilo conductor que hilvana fragmentos de prosa y de verso, de ficción y de ensayo, propios y ajenos. Desde la unidad (Trejo) o desde la fragmentación (Mora), con la certeza posmoderna de que la realidad no puede ser representada, ambas obras conectan la realidad local con la internacional —Madrid o Barcelona se espejean así en Las Vegas o en Nueva York—, aúnan la narración y la especulación, mediante estrategias de circulación de personajes (o de voces o de miradas). La ciudad es palimpsesto: pero no es una superposición de estratos quietos, que puedan interpretarse mediante los procedimientos habituales de la filología o de la arqueología; es una construcción móvil, inquieta, que sólo puede ser fotografiada desde la movilidad, desde la inquietud.

5. URBANISMO Y PANTALLA La ciudad del siglo XXI es una retransmisión constante. Su vocación es la pantalla: están en las autopistas (infor-

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mando de los límites de velocidad, de la obligatoriedad del cinturón de seguridad, de la presencia de obras a dos kilómetros, del número de muertos), en los escaparates de los comercios, en las fachadas de los edificios, en las paradas de autobús; canalizan la publicidad, los horarios del transporte público, el entretenimiento del metro, la información meteorológica. Cada ciudad posee su propio canal de televisión. Las ficciones televisivas y los videojuegos se suman a las cinematográficas y literarias. Varios planos virtuales se superponen al plano físico de toda urbe. William Gibson escribió en Neuromante (1984), cuando Blade runner (1982) estaba todavía en cartelera, que el ciberespacio se parece a Los Ángeles visto desde 2000 metros de altura. M. Christine Boyer (1996) ha defendido que la ciudad máquina del modernismo se transforma en la ciberciudad de la información en la posmodernidad. Pero la metrópolis como circuito de transmisión informática de datos va más allá de la suma de pantallas que la constituyen: la propia ciudad es pantalla. La arquitectura de este cambio de siglo ha apostado por la espectacularidad, por la construcción de edificios marca, por el envoltorio (las intervenciones de Christo en el espacio público serían su paradigma: envolver un rascacielos o los árboles de un parque, disfrazar, convertir lo útil en inútil, en accesorio, en regalo). No es casual que la Ópera de Sidney se inaugurara en 1973, justo un año después de la publicación de Aprendiendo de Las Vegas, el manifiesto de la arquitectura posmoderna de la inclusión y el pastiche. La arquitectura icónica ha reinado durante casi cuatro décadas, como recurso de

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identidad de las ciudades actuales. El puente de Calatrava es una franquicia ejemplar: hay representantes en Valencia, Venecia, Orleans, Bilbao, Buenos Aires, Atenas, Ondarroa, Sevilla, Jerusalén, Haarlemmermeer (tres) y Barcelona. Otros arquitectos y despachos de arquitectura célebres han competido por brillar en el skyline de las metrópolis globalizadas. En Madrid, las Torres KIO, en la Puerta de Europa, de los arquitectos norteamericanos Philip Johnson y John Burgee, fueron inauguradas en 1996, uniéndose a un nutrido relieve de rascacielos, en el que destaca la tradicional Torrespaña, con sus 231 metros de altura. La última incorporación de Barcelona es la Torre Agbar, de Jean Nouvel, inaugurada en 2005. En ambas ciudades el horizonte urbano es híbrido de posmodernidad y monumentalidad clásica: la Basílica de la Almudena y el Palacio Real, en Madrid, y la Catedral y la Sagrada Familia, en Barcelona, se suman a los picos del cardiograma metropolitano, de modo que los símbolos económicos se encadenan con los religiosos, y los tradicionales con los modernos; la sintonía del poder vertical. Ninguna película ha ilustrado esa diversidad icónica tan acertadamente como El día de la Bestia (1995) de Álex de la Iglesia, en que se muestra desde la dimensión religiosa y exorcista de la capital, de laberinto oscuro y castizo, hasta su versión heavy y sus Torres KIO. Otro rasgo del desarrollo de la ciudad contemporánea ha sido su vinculación con hitos espectaculares. El caso de Barcelona es —una vez más— paradigmático: su urbanismo del siglo XX está directamente ligado a las Exposiciones Universales de 1888 y 1929, a los Juegos Olímpicos de 1992 y al

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Fórum Universal de las Culturas 2004. Particularmente la literatura de la posmodernidad ha visto la importancia de la relación de Barcelona con esos hitos: desde La ciudad de los prodigios (1986), de Eduardo Mendoza, que aborda la realidad barcelonesa entre las dos Exposiciones Universales, hasta los relatos de Quim Monzó de los años noventa en que se critica, irónicamente, el ensimismamiento de la ciudad catalana, obsesionada con embellecerse y convertirse en el escaparate de Europa (desde el eslogan municipal «Barcelona, posa’t guapa», que marcó la imagen metropolitana de 1986 a finales de los noventa, hasta «Barcelona, la millor botiga del món» —«Barcelona, la mejor tienda del mundo»—, que ha sido el reclamo del nuevo siglo) (cf. Illas 2007). En los ochenta se forjaron lemas como «Madrid nunca duerme» o «Madrid me mata», en el contexto contracultural de la Movida madrileña, que puede verse como un intento de convertir a la ciudad post-franquista en una ciudad moderna y europea. La fotografía, la literatura, el cine, la música, el diseño, la moda o el grafiti son algunas de las disciplinas artísticas que se integran para expresar la ciudad underground, en un ambiente político favorable, el del alcalde Tierno Galván, que no duda en subvencionar estas expresiones supuestamente alternativas. Los artículos de Quim Monzó sobre Barcelona tienen su paralelo en las crónicas de Francisco Umbral sobre Madrid; pero otras formas de escritura son igualmente fundamentales para la comprensión del fenómeno, de todo fenómeno urbano de las últimas décadas, como la publicidad, el grafiti, las telenovelas o las letras de canciones. Más que nunca, para entender

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la metrópolis hay que leer tanto las grandes novelas como los textos estampados en las camisetas, tanto las películas como los spots de televisión, reactualizando la tradición de lectores representada por Cervantes («como yo soy aficionado a leer, aunque sean los papeles rotos de las calles», Quijote, I-IX). La ciudad española de los años ochenta no se entiende sin los cómics de Miguel Gallardo y sin las páginas de la revista El Jueves. Desde la conciencia de que la realidad es poliédrica e iconosférica, la crítica que se le presupone al arte se materializa en productos idóneos para llevar a cabo la deconstrucción de las estrategias del poder. Es sabido que Charles Dickens concibió Oliver Twist como una respuesta literaria a la Ley de Pobres de Inglaterra, reformada en 1834. El arte político de vanguardia, del surrealismo al situacionismo y sus epígonos, ha visto en la ciudad un contexto idóneo para el ensayo de la subversión. Recientemente, la Ordenanza de Civismo de Barcelona, que entró en vigor en enero de 2006, ha impulsado diversas respuestas desde el terreno del arte. Entre los efectos merece la pena atender a dos: por un lado, el proyecto «(In)cívic» (2007), de los artistas Francisco Blanes y Dionís Escorsa, un juego de estrategia que reproduce el espacio urbano y cuyo manual de instrucciones —titulado Reglas de juego— es un facsímil de la propia ordenanza municipal (Peran 2008); por el otro, el relato «Barcelona Arcade» (2007), de Robert-Juan Cantavella, que lleva a cabo una crítica de la política ciudadana mediante un narrador que, al tiempo que recorre una Barcelona turística convertida en videojuego —lo que Manuel Delgado llama

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«la ciudad de mentira» (2004 y 2007)—, chafa a policías municipales y se divierte al ritmo de Manu Chao. La forma lúdica canaliza la intervención crítica; el (video)juego es tanto una manera de planificar como una manera de vivir la ciudad contemporánea, que —en palabras de Edgard W. Soja— se está «parquetematizando», que «está siendo reemplazada por capas de simulación cada vez más espesas» (2008: 474-476). La ciudad, quizá como ningún otro tema o escenario literario, obliga a la metamorfosis. La forma literaria se adapta a la morfología urbana para darle sentido. Se dirá que eso ocurre también con el resto de temas o de escenarios; pero a diferencia de ellos, la ciudad nos recuerda que —tanto en su origen como en los restos arqueológicos o rituales de ese origen— ella sí tuvo un sentido, algo que no se puede afirmar tan rotundamente sobre el ser humano, el mar, Dios, el amor o lo animal, por citar otras figuras y topos. La adaptación del texto artístico a la intención urbana es la clave de la literatura mencionada o reproducida en este libro, que como todos los libros en él mencionados o parcialmente reproducidos aspira a hacer legible la ciudad.

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NO FICCIONES Contexto teórico. Pistas para entender la historia, la configuración, la antropología, el urbanismo y la mitología de Madrid y de Barcelona. Historias reales. Recuerdos. Ensayos.

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JUAN JOSÉ LAHUERTA (1954) es arquitecto y profesor de Historia del Arte y Arquitectura de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Barcelona. Ha publicado diversos libros, como Antoni Gaudí. Arquitectura, ideología y política (1992), Le Corbusier et l’Espagne. Carnets (2001) o Estudios antiguos. Pieles, miembros, huesos, historias (2009). El texto reproducido a continuación es la introducción a un breve ensayo titulado Destrucción de Barcelona, que concluye así: «volvemos ahora a imaginar la Rambla como el gran río, torrentera, cloaca, jirón de prostituta, gran avenida, descubriendo de repente, aún, en esas huellas, uno de los últimos monumentos vivos de Barcelona y uno de los pocos que podemos amar y admirar».

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En una famosa pintura de 1916 Francis Picabia escribió: «Il n’est pas donné à tout le monde d’aller à Barcelone». No me extraña que estas palabras, que parecen situar a nuestra ciudad en el lugar selecto y distinguido que se merece, al alcance no de todos sino de unos pocos, los verdaderos modernos, hayan sido casi siempre interpretadas como un homenaje, como una prueba más de las afinidades que existían entre Picabia y Barcelona y, por extensión, entre Barcelona y la vanguardia. Se olvida, sin embargo, que con ellas Picabia estaba parafraseando una célebre máxima clásica («Non licet omnibus adire Corinthum»: «No todos pueden ir a Corinto»), que se refería a las míticas putas de aquella ciudad antigua, a la extraordinaria leyenda que hacía de las putas de Corinto las más caras del mundo, de forma que no cualquiera, en efecto, podía pagarlas. Aunque no creo que las putas de Barcelona fuesen las más caras, sí que eran, en cambio, legendarias, o al menos legendario era su barrio, el Barrio Chino, y sin duda es de eso de lo que trata el cuadro de Picabia. Putas o vanguardistas: una modernidad no va por la otra, ni siquiera en Barcelona.

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SANTOS JULIÁ (1940) es historiador, articulista del diario El País y catedrático del Departamento de Historia Social y del Pensamiento Político de la UNED. Es autor de una extensa obra, en la que destacan: Manuel Azaña. Una biografía política (1990), Los socialistas en la política española (1997), Un siglo de España. Política y sociedad (1999) e Historias de las dos Españas (2004). El artículo «La Villa de Madrid es la capital del Estado» pertenece al volumen Madrid. Historia de una capital (1995), firmado por Santos Juliá, David Ringrose y Cristina Segura.

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El crecimiento demográfico experimentado por Madrid desde 1875 y la gran corriente migratoria que se asentó en los municipios de sus alrededores desde 1960 convirtieron la vieja villa en metrópoli; la consolidación de una sólida estructura industrial y de un moderno sector de servicios consumó el proceso de formación de Madrid como capital con fuerza económica propia; el cambio de cultura política que llevó al abandono de la expectativa revolucionaria y del pueblo en armas como sujeto de revolución consumó el proceso de formación de Madrid como capital política de una democracia parlamentaria. Un largo camino se había recorrido: la ciudad-Corte del siglo XIX, en la que predominaban nobles y burgueses ennoblecidos y cuya masa laboral más impresionante eran los servidores personales, con una minoría de artesanos, muchos albañiles y peones de la construcción y escasos obreros de fábrica, había visto crecer a principios del XX una aristocracia financiera y asomar la cabeza a la primera burguesía industrial; con el ferrocarril, la banca y los constructores, Madrid había atraído a intelec-

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tuales, profesionales y proletarios que forjaron el proyecto del primer Gran Madrid, luego exaltado como capital de la República española. En su camino de villa a metrópoli, quedaban en ese Madrid de los años treinta algo más que restos del pasado: artesanos, trabajadores de oficios, pequeños talleres y muy pequeño comercio, traperos, inmensas legiones de pobres le daban todavía cierto aire de ciudad provinciana, arrasado en los años sesenta, cuando la nueva capital industrial acabe por comerse los anillos verdes soñados como utópica protección del viejo Madrid. La población madrileña quedó sometida a la abstracta disciplina de la fábrica y la oficina; la calle dejó de ser lugar de encuentro del pueblo y, con ello, escenario privilegiado de la lucha política, para reducirse al irremediable espacio que media entre el dormitorio y el trabajo. La estructura de clase de la ciudad presentaba menos soluciones de continuidad: había relativamente muchos menos pobres, menos traperos y menos aristócratas financieros mientras se hinchaban las zonas medias de la pirámide social. En consecuencia, los intereses sociales perdieron sus nítidos contornos y se difuminaron en esa amplia clase media que con el tiempo ha acabado por dar su tono a la ciudad. A pesar de su precario punto de partida, Madrid se había convertido, pues, al finalizar los años setenta, verdaderamente en una metrópoli y es sólo una ironía de su historia que «la Villa de Madrid» haya recibido en 1978 el reconocimiento constitucional como «la capital del Estado» precisamente cuando ha dejado de ser una villa. Una ironía o, tal

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vez, el sueño por recuperar un pasado que alienta aún en el recuerdo de los mayores y de cuya destrucción fue testigo la generación intermedia, la que llegó al poder político, estatal y municipal, con la democracia. Al salir del franquismo, la confluencia del movimiento reivindicativo de las asociaciones de vecinos con la fulgurante crecida de los partidos de izquierda se expresó en una nueva mirada sobre la ciudad. No fue, desde luego, un fenómeno exclusivo de Madrid, pero aquí adoptó acentos propios: el reciente pasado se percibió no ya como crecimiento y triunfo sino como pérdida y demolición, no como ordenado progreso que hubiera tenido en cuenta las necesidades de sus habitantes sino como saltos arbitrarios provocados por los intereses de las inmobiliarias. Sin duda, la preeminencia de la política de oferta de vivienda, dejada en manos privadas, sobre la planificación urbana proyectada desde organismos públicos no fue exclusiva de Madrid y ni siquiera de España, pero en un régimen como el español, sin control democrático alguno de las decisiones políticas, y en una ciudad como Madrid, capital de un Estado centralista y pastel que concitaba todos los intereses, los destrozos fueron de una magnitud incomparable y, en algunos casos, de efectos irreparables sobre el viejo casco de la ciudad y sobre su periferia. De ahí que inmediatamente que las autoridades municipales tuvieron que solicitar, para legitimar su presencia, el apoyo popular, el discurso urbanístico experimentara un vuelco radical: se comenzó a hablar de Villa de Madrid, más que de Gran Madrid; de proteger, en lugar de desarrollar; de recuperar, donde antes se decía demoler; y hasta, como si lo de metró-

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poli produjera sonrojo, de Madrid región donde antes se decía Madrid área metropolitana. Recuperar la ciudad: en esas palabras se contiene todo el propósito de las nuevas autoridades que llegaron al Ayuntamiento en 1979, dos años después de las primeras elecciones generales. Ya los anteriores Ayuntamientos habían pensado un plan para proteger Madrid que, sin embargo, no se sintieron con fuerzas para llevar a la práctica. Pero ahora, en 1979, cuando la coalición del PSOE (622 971 votos) y el PCE (231 268) dio a la izquierda una mayoría sobre el partido ligeramente más votado, UCD (634 952), quienes llegaban al poder municipal eran los mismos que habían criticado el anterior urbanismo y dirigido las reivindicaciones del movimiento vecinal. Su primera tarea parecía consistir en paralizar el proceso que había provocado tanto deterioro y agudizado tantas carencias durante los últimos años. El Plan Villa de Madrid que elaboraron al poco de llegar al Ayuntamiento, fruto de un exacerbado sentimiento antidesarrollista, se proponía proteger los espacios urbanos, frenar la densificación y la sustitución de los usos del suelo, recuperar espacios para equipamientos e infraestructuras, negociar con las inmobiliarias la ejecución de algunas actuaciones previstas, impedir la expulsión de la población residente en el viejo casco y en lo que ahora se llamaba la «almendra central». Si se cuentan los infinitivos con los que el responsable de urbanismo del nuevo equipo, Eduardo Mangada, enunciaba los «criterios y objetivos» que habrían de guiar su acción en el inmediato futuro y que impregnarán el Plan General de 1985, se percibirá el carácter claramente defensivo,

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como todavía de oposición, si no ya al poder, sí a una situación recibida, que impregnaba todo el documento: luchar contra la segregación social impidiendo la expulsión de las capas populares y confirmando el carácter popular de los barrios; proteger el patrimonio edificado; mantener y proteger el empleo industrial en el municipio; frenar la terciarización del centro y su utilización para edificar viviendas de lujo; limitar el acceso del coche privado potenciando la política de transporte público; defender, proteger y conservar los grandes espacios; mantener el carácter público del suelo que aún lo tuviera; mejorar la calidad ambiental; reducir los desequilibrios y limitar nuevas edificaciones en áreas consolidadas. Proteger, defender, mantener, impedir, limitar, frenar: ésos son los verbos que Mangada repetía sin parar y ésos son los que llenaron todas las publicaciones oficiales. Si dar la vuelta al proceso hasta entonces experimentado por la ciudad parecía ya imposible, había al menos que paralizarlo, bloquearlo y evitar que siguiera produciendo estragos. Una ideología conservacionista sustituyó en sólo dos o tres años a lo que había sido euforia desarrollista: un crecimiento cero que estaba muy a tono con las nuevas corrientes urbanistas, con la crítica entonces en boga del movimiento moderno y su acento en la calidad de vida, y —lo que no es desdeñable— con la convicción de que la economía en general y el capitalismo en particular habían entrado desde 1973 en una crisis no puramente coyuntural sino definitiva, estructural. Recuperar socialmente la ciudad perdida: la mirada de izquierda sobre la ciudad no se limitaba a estas propuestas

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de freno y protección para un tiempo de crisis sino que se extendía a la recuperación de las llamadas señas de identidad y a la exaltación del carácter tradicional de la ciudad. Había que impedir que la gente abandonara el centro, desde luego, y que la almendra se convirtiera demográficamente en una especie de asilo de ancianos, pero además había que devolver su carácter a los barrios populares. Las fiestas tradicionales madrileñas —algunas de ayer mismo, como, aunque no lo parezca, la de la Paloma, que se diría secular— volvieron a celebrarse gracias al generoso fomento municipal. El Madrid castizo, con sus verbenas, sus zarzuelas y su jerga, volvió a contemplarse enamorado de sí, idealizado. Sin duda, la personalidad del nuevo alcalde, Enrique Tierno Galván, desempeñó un papel central en esta auténtica invención de la tradición que tuvo entre sus diferentes resultados, además de reconciliar a los madrileños con una ciudad hasta entonces denigrada, el despertar del interés por la historia de la ciudad y por su conservación, el renacimiento de la vida en la calle y el impulso a nuevos rumbos culturales que acabaron en la célebre movida madrileña, mezcla efímera de casticismo y posmodernismo. Había, como el alcalde recomendaba, que estar al loro y estarlo, a ser posible, en el mismísimo centro de la ciudad del que la política anterior había pretendido expulsar a las clases populares, reservándolo para servicios y viviendas de alto nivel. La previsión de un crecimiento cero, el acento en los planes parciales, la escasa oferta de suelo, el descuido de las infraestructuras viarias, la negativa a cerrar por el norte el

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cinturón de la M-30 sustituyéndolo con esa especie de nueva Castellana que pretendió ser el bulevar ajardinado en el que el tráfico peatonal primara sobre el rodado, todo lo que, en fin, estaba relacionado con la ideología conservacionista y antidesarrollista que guió el Plan General de 1985 se daría de bruces al cabo de muy poco tiempo con la realidad de una imprevista recuperación económica, la reactivación del mercado inmobiliario y el auge de la demanda de oficinas y viviendas. Mientras, en la periferia, la presión del tráfico colapsaba los accesos a la ciudad, en la almendra central el precio del suelo subió hasta alturas prohibitivas para la mayoría de los madrileños. Lejos de «coser» el tejido metropolitano y de salvaguardar lo que quedaba del viejo Madrid, la evolución de la ciudad en los años ochenta ha consistido en una mayor especialización terciaria del centro —donde no hay ningún barrio claramente burgués y donde a todas las demás clases les resulta imposible comprar o alquilar un piso— y en el aumento de la segmentación social de la periferia: mientras las clases con mayor renta optaron por ocupar el arco oeste-norte, llenando el suelo de urbanizaciones con viviendas unifamiliares, la clase media se desplazó más bien hacia el este y la obrera y media baja consolidaron su ocupación del sur y sudoeste. De ahí que, cinco años después de su aprobación, el Plan General haya vuelto de nuevo a la mesa de operaciones, desbordado como todos los anteriores por unos acontecimientos no previstos y unas previsiones no cumplidas. Ya con el Plan Felipe para los accesos, se revelaron las insuficiencias de la interior planificación: la infraestructura viaria volvía a

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ocupar la atención prioritaria y a definir la forma de la futura ciudad. No sólo una M-30 cerrada por el norte como buenamente se pudiera sino, con toda urgencia, una M-40 que le sirviera de aliviadero y que no sólo no se permitiría ensoñaciones bulevardianas en ninguno de sus tramos sino que entraría, si preciso fuera, por el monte de El Pardo, al que por cierto, ni Zuazo ni Prieto tenían en tanta estima como sus sucesores al frente del urbanismo madrileño. Curiosamente, el renovado discurso desarrollista, en boca de los mismos protagonistas que pasaron del Ayuntamiento a la Comunidad, pretende ahora para Madrid grandes operaciones hasta hace bien poco desechadas: una gran ciudad aeroportuaria, una nueva ciudad para instalación de industrias y servicios al sur, un gran recinto ferial al este, otra autopista de circunvalación a 50 km de la almendra central. Toda la reciente historia de Madrid ha oscilado así entre la nostalgia por la ciudad perdida —y las medidas adoptadas para su recuperación— y la necesidad de desempeñar con eficacia la función de capitalidad de un Estado de nueva planta, en el que es cada vez mayor el peso de las Comunidades Autónomas. Las tensiones surgidas entre ese doble discurso y la fuerza de los hechos permanecen sin resolver. Si Madrid puede ser a la vez una villa recuperada para sus habitantes y la potente capital de un Estado con fuertes corrientes centrífugas es cuestión todavía por decidir, cuando tras la evolución de los últimos años, con las inevitables fricciones entre una visión protectora y la expansión económica de la segunda mitad de los años ochenta, la llegada del Partido Popular a la alcaldía ha conducido a una

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revisión del Plan General de 1985. Pero esto, como bien se comprende, es historia abierta, o sea, política en estado puro, y debe quedar, por tanto, para mejor ocasión.

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ENRIQUE VILA-MATAS (1948) es escritor y columnista del diario El País. Además del libro de crónicas sobre Barcelona Desde la ciudad nerviosa (2000), de varios volúmenes de artículos como El viento ligero en Parma (2004) —de donde procede el que se reproduce a continuación—, y de Dietario voluble (2008), ha publicado más de una decena de libros de narrativa, entre los cuales sobresalen Historia abreviada de la literatura portátil (1985) y Bartleby y compañía (2001). El volumen colectivo Vila-Matas portátil (2007) incluyó una película documental titulada Café con Shandy, en que el escritor mostraba su Barcelona cotidiana.

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Me tocó vivir una infancia y primera juventud en una Barcelona infame que yo sospechaba que no estaba en ningún mapa y cuyo último rincón, en el caso poco probable de que apareciera en alguno, sería el fantasmal y polvoriento paseo de Sant Joan, donde yo vivía con mi familia en tiempos de silencio en los que la ciudad alcanzó las máximas cimas del delirio. Por poner un ejemplo, era tal la desesperación que se encomendaba a los poderes sobrenaturales la lucha contra la dictadura, y llegó a decirse que el Papa de Roma era hijo natural de Largo Caballero y que, en su lecho de muerte, la difunta y rigurosa madre del Papa había obligado al futuro Pontífice a jurar que no regatearía ningún esfuerzo —ni siquiera el de la oración— para acabar con Franco. Juan Benet nos dejó dicho que la memoria es como una novela a la antigua, como un único argumento diacrónico, y que el mejor procedimiento que el individuo ensaya para modernizarla consiste en desecharla como tal y aprovecharla para una serie de relatos, con un único personaje central. Esto explicaría que tan a menudo nos creamos los únicos protagonistas de las historias de nuestra infancia. Y en mi

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caso concreto explicaría que hubiera mitificado tanto el paseo de Sant Joan que hasta llegué a verlo como un territorio exclusivamente propio. Por eso me golpeó tanto, hace medio año, ese artículo de Joan de Sagarra, en el que a través de estas mismas páginas me comunicaba que se había instalado frente a mi casa de la infancia y se estaba apropiando del paseo de Sant Joan, de mi barrio, mitificándolo a su vez. Y también por eso, hace un par de meses, me golpeó todavía más descubrir que Vicente Rojo, actualmente el mejor pintor de México y uno de los mejores del mundo —por mucho que él lo oculte con su legendaria discreción—, había compuesto una serie de lienzos que homenajeaban a San Joan de Barcelona. ¿Cómo era posible que mi exclusivo paseo, situado en el último rincón del mundo, fuera conocido en México y, además, por el maestro de los pintores de ese país? Me quedé tan turulato como Juan Marsé en los años cuarenta al enterarse en el cine Rovira de que en Hollywood conocían la ciudad de Barcelona. Quiso el azar que Vicente Rojo aterrizara la semana pasada en Barcelona y pudiera resolver yo el enigma cuando mi amiga Selma Ancira me lo presentó y, celebrando con él y con su mujer, Alba, su sesenta y cuatro aniversario, pude saber que Rojo nació en Barcelona, en el passatge d’Alió, junto al paseo de Sant Joan, a cien metros de donde transcurrió toda mi infancia. Es sobrino del mítico general Rojo, el último jefe del Estado Mayor del Ejército de la República. A los diecisiete años huyó de la atmósfera franquista de Cataluña y viajó a México, donde, tras diez años sin verle, se reunió con su padre, exiliado, y allí parece ser que Vicen-

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te Rojo volvió a nacer, se hizo mexicano y revolucionó tanto la pintura de ese país como el diseño gráfico de los suplementos culturales y de los libros. Suyas son todas las portadas de la editorial Era, y suya es, por ejemplo, la famosa portada de Cien años de soledad, blanca con rectángulos azules ochavados y la E invertida en la palabra soledad. Me dijo Rojo que un día, al regresar a Barcelona, volvió al passatge d’Alió, que está entre Córcega y Padre Claret, y, tras remontar el pasaje mítico de su infancia y llegar al final del mismo, dobló a la izquierda, pasó por el bar Alaska (el de los aperitivos de Carmen Broto, la puta roja) y, situándose delante de la estatua del economista Guillem Graell, vio una perspectiva sorprendente: en primer plano, el Cuervo, alias mosén Cinto Verdaguer, elevándose por encima del Arco del Triunfo y, por encima del arco, el sereno mar azul de su ciudad. Y me dijo Rojo que, en ese preciso instante, mientras contemplaba la fascinante perspectiva, vio pasar un buque blanco, que a la larga iba a inspirarle los lienzos dedicados al paseo. Yo no sabía que podía verse el mar desde lo alto del territorio de mi infancia. Ayer volví al paseo, subí por el passatge d’Alió, doblé a la izquierda y me situé en el punto de mira que me había indicado Rojo y vi que sólo desde ese sitio podía verse la fantástica perspectiva y estuve allí no sé cuánto rato hasta que por fin, por encima del Arco del Triunfo, vi pasar un buque blanco, y la verdad, señoras y señores, por poco me muero de la emoción.

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JOSÉ RIBAS (1951) es periodista y escritor. Durante más de veinte años dirigió o impulsó la revista Ajoblanco, con sede en Barcelona, que tuvo dos etapas: de 1974 a 1980 y de 1987 a 1999. Vivió también en Madrid y en Londres. Sus memorias de aquella experiencia han sido narradas en Los 70 a destajo. Ajoblanco y libertad, de donde se ha extraído el pasaje reproducido.

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Juan Carlos Pérez Sánchez, que aún no se había rebautizado como América Sánchez, había diseñado una salchicha de neón de color rosa que colgaba de una fachada de la Plaza Molina. El logo anunciaba el frankfurt Pupu. Las connotaciones fálicas del reclamo provocaban nuestras risas siempre que tropezábamos con él. La tarde de la inauguración de la exposición fotográfica de Pep Rigol en la galería Spectrum, Toni Puig escupió a través de la comisura de sus labios, con el mohín de femme fatale: «¡Pupu!». Así fue como nació el mote cariñoso que pusimos a nuestro diseñador. Juan Carlos había nacido en Buenos Aires, llevaba diez años en Barcelona innovando el diseño de la ciudad desde la escuela Eina y solía comentar con admiración la obra del suizo Josef Müller, un genio del grafismo que organizaba las tipografías, los colores, las figuras y las fotos dentro de una retícula o red de diagramación que sólo alteraba cuando usaba las diagonales como ejes. Quim Monzó había diseñado el cartel de la exposición de Pep y discutía acaloradamente con el argentino sobre el tipo de lenguaje gráfico supranacional y esteticista que iba a aplicar en la revista.

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Juan Carlos era un hombre educadísimo que jalonaba su atractivo caucásico con una mata de pelo cuidada y un bigote espeso: «Hay que jugar con las palabras de los textos imaginativamente y usar imágenes que realcen la función de éstos», argumentaba. Juan Carlos disfrutaba instruyendo a los jóvenes en sus clases en Eina e iba rodeado siempre de una pequeña corte. Eran más esteticistas que ideólogos, seguían las actitudes contraculturales por moda, vestían con calculada elegancia y topabas con ellos en cualquier lugar donde hubiera agitación cultural. Su alumno más aventajado y quien se iba a encargar de la coordinación se llamaba Quim Cañellas. Quim era un chaval moreno y bien intencionado que puso ganas y voluntad para que la relación entre ambos colectivos se mantuviera ágil: «Vosotros escribís lo que os convenga y nosotros maquetamos sin consignas dentro del presupuesto fijado». El presupuesto era escaso pero en aquel tiempo lo que más importaba era innovar, ser crítico frente a las convenciones y seguir lo vocacional con las mínimas dependencias posibles. La tarde que dicho séquito, cargado con unas carpetas inmensas, ocupó nuestro despacho cundió la expectación de unos y otros. ¡Por fin el número cuatro estaba a punto de imprenta! Juan Carlos abrió su carpeta mientras dejaba escapar una sonrisa picarona y mostró la portada ampliada. El asombro general en mi caso fue turbación y no supe qué decir ni qué pensar: nada tenía que ver con el contenido. Un mes atrás, Santi y Tomás Nart hablaban de una cubierta tipo Cambio 16, con un personaje conocido y con gancho, y nos

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encontrábamos frente a una perturbación de color magenta. La foto reproducía a dos siamesas pegadas por la espalda que habían protagonizado junto a otros monstruos de feria la película más sorprendente de la historia, Freaks, de Tod Browning. Las siamesas posaban junto a un petimetre de barrio con traje, corbata y zapatos blancos. El galán se estaba dando el lote con una mientras su inseparable hermana observaba al posible comprador de la revista con un ojo triste y el otro sonriente. «¿Están en una fiesta loca del ar-qui-tecto Ricardo Bofill o salen de un baile popular de 1936?», preguntó Albert Abril con vocecita virginal. El nuevo logo era claro e impactaba. Por imperativo legal, nos vimos obligados a olvidar el de Quim —el que combinaba las letras de CocaCola con las de Cacaolat— y sustituirlo por otro. Nos había llegado una notificación notarial redactada en un despacho madrileño de propiedad industrial: «Coca-Cola Company nos ha pedido que les dirijamos a Vds. la presente carta con intervención notarial requiriéndoles amistosamente, pero con firmeza, a variar la tipografía utilizada en el título de su revista en forma tal que no presente semejanza alguna con la propia de las marcas COCA-COLA por el perjuicio que puede ocasionar a la imagen de la marca Coca-Cola entre los consumidores, por ejemplo por la creencia equivocada de éstos de que existe alguna conexión entre dicha revista y la firma propietaria de tal marca». El nuevo diseño representaba, según los entendidos, una lección magistral de grafismo de ruptura. Pep Rigol estaba encantado y proclamaba a los cuatro vientos que Ajoblanco se estaba profesionalizando y dando categoría cultural a la

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fotografía y al diseño gráfico. También es verdad que sobraba texto, aunque en aquellos anos cualquiera devoraba contenidos hasta en la letra más menuda. Los artículos de Quim y Albert ocupaban mucho espacio debido a la traducción castellana y en el último minuto habíamos incluido, por solidaridad, un texto del Grup de Treball contra el oportunismo de los intelectuales que habían participado en la Mostra d’Art Múltiple financiada por Renta Catalana. Pese a que muchos marxistas nos acusaban con inquina de confundir al proletariado, fuimos el único medio que publicó la denuncia de aquellos conceptuales airados que militaban o simpatizaban con el Partido Comunista por mediación de Pere Portabella. Los periodistas de izquierdas infiltrados en la prensa convencional franquista no se atrevieron a criticar a la entidad financiera, lo que ya no auguraba nada bueno cara al futuro. El contenido de aquel número que tanto nos había costado levantar me desconcertó. Me seguía pareciendo excesivamente culturalista y se lo comuniqué a Toni Puig y a Ana Castellar. Ana alababa la maqueta, por atrevida y elegante, y me requería a que escribiese más. Yo le respondía que no era periodista, que necesitaba tiempo para aclarar mis ideas y que los trabajos administrativos me impedían elaborar textos rigurosos. Le dije que estaba leyendo a Bakunin y a Kropotkin y que preparaba un artículo de fondo para un número futuro que podía marcar la línea editorial. Toni defendía el número entre exclamaciones de entusiasmo, remarcando que cumplía las expectativas pactadas en el grupo. El desconcierto no me desalentó, aceptaba el bati-

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burrillo, no pretendía ningún dogmatismo y esperaba respuestas de lectores más acordes con mis ideas; algunas estaban llegando. Me confortaba pensar que en aquel número Nuria Amat había iniciado su carrera literaria con la publicación de su primer cuento: Anacronismo cromático o erotismo decadente. Nuria se había enconado de un polémico escritor latinoamericano que le daba clases de literatura en la universidad y que aún no me había presentado. A todas horas me llamaba y me pedía consejo porque tenía una rival poderosa que no era alumna y pertenecía al cuerpo docente. Otro proyecto de escritor, Kithoue, que llegó al Ajo por Litercrack y con quien pasé horas y horas charlando acerca de la obra de Kerouac y del black panther LeRoi Jones, había publicado una crónica sobre la realidad cultural de la capital, «Madrid 48 horas». Kithoue había ido a visitar a un primo suyo que estaba haciendo la mili. Como yo seguía obsesionado con dar espacio a Madrid, le encargué el trabajo. Escribió la crónica con un estilo apocalíptico y desbocado sobre la ópera rock Godspell, el carquismo y el ambiente que olisqueó en El Rastro. En marzo de 1975, Ceesepe y demás miembros de la Kascorro Factory aún no habían montado el legendario quiosco que transformaría la zona en el punto de encuentro del nuevo underground madrileño. Por el momento, Madrid seguía en la semioscuridad a causa de la fortísima represión policial y del terror que imponía la extrema derecha callejera. El Estado y sus políticos eran mucho más poderosos que en Barcelona, donde el escaso dinero público daba para poco y la gente pasaba del poder estatal. Por

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ejemplo, en mi ciudad, cuando atravesabas la Plaza Sant Jaume los jóvenes rebeldes gritaban contra el presidente de la Diputación provincial: ¡Samaranch, fot el camp!1 La basca despreciaba al hombre que había expulsado a Vázquez Montalbán del diario Tele-Exprés. Otro tanto ocurría con el alcalde, un tal Enric Massó, y sus concejales. Hacía poco, en una votación municipal, el pleno del Ayuntamiento había negado una mísera subvención de cincuenta millones de pesetas para la enseñanza del catalán entre un presupuesto de trece mil millones. Los días que siguieron, el alcalde recibió doscientas cincuenta mil cartas de protesta y el gobernador civil, Rodolfo Martín Villa, que se entendía con la oposición moderada dispuesta a pactar tras la muerte de Franco, se vio obligado a anular dicha votación. El miedo se evaporaba y ningún policía se atrevía a cortar la libertad que bullía en las Ramblas o en la calle Platería, donde Zeleste seguía siendo la catedral del underground. La sección del número cuatro que más respuestas obtuvo entre los lectores fue Acción Súper 8, de Enrique López Manzano, Nacho Nart y Fernando Mir. Empezaba con un manifiesto que reconducía la expectación que había despertado la sección Cineprajna entre los cinéfilos más jóvenes. El manifiesto defendía el cine en Súper 8. Rodar en este formato resultaba bastante más económico y permitía al cineasta expresarse con entera libertad.

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«Samaranch, ¡lárgate!» [Nota del original.]

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Enrique López era un chaval larguirucho y enjuto que hablaba con un ligero deje francés y una insistencia enfermiza. Había estudiado audiovisuales en la Sorbona y en Vincennes, había asistido a festivales europeos de cine en Súper 8 y nos había escrito a la revista. Apareció y decidió quedarse. ¡Qué testarudo era! Estaba obsesionado con estimular la creatividad popular y democrática ante la catastrófica situación del cine español. «Hay que poner el cine no controlado al alcance de todos aquellos que lo deseen para minar el franquismo», repetía cada tarde hasta la saciedad. También se comprometió a organizar una muestra nacional e internacional de cine en Súper 8: «Me tenéis que ayudar a encontrar una institución que acoja la idea hasta crear una red que difunda esta forma de hacer cine independiente fuera de las directrices de las élites artísticas que hacen como si fueran de izquierdas y son burguesas». Fernando, que es quien decidió apoyarlo, publicó una entrevista al joven realizador Pep Salgot, que con su primera película Olvidar esas horas, rodada en Súper 8, había sido la sorpresa en el Festival de Súper 8 de Suiza. La crítica de Ginebra la había puesto por encima de autores tan consagrados como Sydney Pollack y Alain Tanner. Así nació la fama de Pep Salgot como joven promesa y la del Grupo Abierto de Diseño, un grupo de cineastas, fotógrafos, pintores y diseñadores que tenían un chalet en la falda del Tibidabo, al que también estaba adscrito nuestro Pep Rigol, quien por aquellos días seguía exponiendo sus fotografías en la galería Spectrum. Enrique, que siempre iba en compañía de Nacho Nart, consiguió apoyo del cineasta Pere Portabella y acabó

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en el Institut del Teatre, dependiente de la Diputación, en la sección cinematográfica Fructuós Gelabert que dirigía Miquel Porter Moix. Porter Moix había sido uno de los fundadores de la Nova Cançó catalana y era un cinéfilo empedernido. Para el profesor que más cineclubs montó en Barcelona, la obra cinematográfica no sólo debía producir placer estético, tenía que ser además una fuente documental del pasado y del presente. Y éste fue el hombre que permitió a Enrique López montar la Primera Semana Nacional de Súper 8. Un año después, Enrique, que había conseguido un pequeño sueldo del Institut, fue quien con dinero de su bolsillo trajo a un joven tan obseso como él por el cine en este formato que trabajaba en la Telefónica de Madrid: Pedro Almodóvar. El Festival duró diez años y fue el aglutinante de los que empezaban a hacer cine contracultural.

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MANUEL DELGADO (1956) es antropólogo y profesor de la Universidad de Barcelona. Sus libros, como El animal público. Hacia una antropología de los espacios urbanos (1999) o Sociedades movedizas. Pasos hacia una antropología de las calles (2007), se centran en la exploración de la experiencia urbana. Ha sido un cronista fiel de la ciudad de Barcelona, cuyo modelo urbanístico y su evolución histórica ha criticado en volúmenes como La ciudad mentirosa: fraude y miseria del modelo Barcelona (2007), al que pertenece el siguiente fragmento.

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Es en este sentido que se repite que Barcelona es un modelo. Ahora bien, un modelo, ¿de qué? Oficialmente, «modelo de transformación urbana, mejora de la atractividad y de la posición estratégica de la ciudad»1. En realidad, modelo de proyecto alucinado y visionario de ciudad, juguete en manos de planificadores que han creído que sus designios y la voluntad ordenadora de las instituciones que servían eran suficientes para superar y hacer desaparecer los conflictos, las desigualdades, los malestares... Modelo de una vocación fanática de transparencia, el destino de la cual ha sido constituir una ciudad legible y, por lo tanto, obedecible y obediente. Modelo de simplificación identitaria, en busca de una personalidad colectiva estandarizada y falsa, que sirva al mismo tiempo para crear cohesión ciudadana 1

Ferran Brunet, «Anàlisi de l’impacte económic dels Jocs Olímpics de Barcelona, 1986-2004», en Miquel de Moragas y Miquel Botella (eds.), 1992-2002. Barcelona: l’herència deis jocs, Barcelona, Ayuntamiento de Barcelona/Planeta/Centre d’Estudis Olímpics, 2002, p. 270. [Nota del original.]

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en torno a los valores políticos hegemónicos y la esquematización propia de un producto comercial como cualquier otro. Modelo de intervencionismo tecnocrático y de un despotismo centralizador, que ha hecho bien poco para promocionar la democracia participativa, que se ha aprovechado del debilitamiento del movimiento vecinal y que se ha mostrado hostil y agresivo contra unos movimientos sociales cada vez más activos. Pero lo más importante es que todas las políticas urbanísticas desarrolladas en Barcelona han sido guiadas, en las últimas décadas, por la voluntad de modelar la ciudad y modelarla no tan sólo para hacerla un modelo, sino para hacerla modélica, es decir, ejemplo ejemplarizante, referente a seguir de lo que tiene que ser una ciudad sometida a los lenguajes que le ordenaban ordenarse y mostrarse ordenada. Es cierto. Barcelona ha devenido un modelo. Modelo en el sentido de pauta que los planificadores urbanos y los arquitectos de todo el mundo imitan o citan, presunto paradigma de crecimiento, de organicidad, de armonía... Modelo en el sentido, asimismo, de maqueta o reproducción ideal de una ciudad que ha visto realizado el sueño dorado de una identificación absoluta entre la perfección del plan diseñado y unas relaciones sociales no menos proyectadas, que han conseguido un máximo nivel de integración, sin sobresaltos, sin desasosiegos, sin turbulencias. Igualmente, Barcelona es también una modelo, o mejor una top-model, una mujer que ha sido entrenada para permanecer permanentemente atractiva y seductora, que se pasa el tiempo maquillándose y poniéndose guapa ante el espejo,

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para después exhibirse o ser exhibida en la pasarela de las ciudades-fashion, lo más in en materia urbana2. Ésa es la Barcelona-éxito, la Barcelona-fashion, la Barcelona que está de moda —o más bien que es una moda—, como lo demuestra la fascinación que despierta en los turistas de todo el planeta que la visitan. Pero Barcelona es también modelo de otras cosas. A la sombra de la Barcelona-espectáculo, está esa Barcelona modelo de cómo se administra hoy la ciudad tardocapitalista y del nuevo desorden urbano; de cómo la autopromoción municipal y los elogios de las revistas internacionales de arquitectura sólo son posibles escamoteando la otra cara de la moneda, el reverso oscuro de la grandilocuencia oficial y el dialecto del «buen rollo» ciudadanista. Y ahí están los desahucios masivos, la destrucción de barrios enteros que se han considerado «obsoletos», el aumento de los niveles de miseria y de exclusión3, las batidas policiales contra inmigrantes sin papeles, la represión contra los ingobernables... Contrastan2 La imagen de Barcelona como top-model la tomo de Monica Degen, «Passejant per la passarel·la global: ciutats i turisme urbà», Transversal, Lleida, 23 (junio de 2004), pp. 30-32. A propósito: la campaña que desde la primavera de 2007 promocionaba el renovado teleférico de Montjuïc no podía ser más explícita. Su lema: «Déjate seducir por Barcelona». [Nota del original.] 3 Según la Memoria 3006 de Cáritas Barcelona, las personas atendidas habían sido un 12,7 por ciento más que el año anterior y un 20 por ciento más que en 2004. En el mismo informe se recogía que en Barcelona unas 150 000 personas —un 10 por ciento de su población— sobrevivían con menos de 300 euros al mes. [Nota del original.]

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do con todas las deslumbrantes escenografías destinadas a un público concebido al mismo tiempo como espectador y como figurante, todas las complicidades vergonzantes, todos los fracasos infraestructurales, todos los exudados en forma de marginalidad que no se han logrado exiliar a la periferia. Eso es lo que hace posible que Barcelona pueda ser lo que hoy es: modelo o prototipo de ciudad-fábrica, urbe convertida en enorme cadena de producción de sueños y simulacros, que hace de su propia mentira su principal industria y que hace de su componente humano un ejército de obreros-prisioneros, productores y al mismo tiempo vendedores de su propia nada. Para que nada distraiga de esta tarea fundamental —producir y vender sin descanso ciudad—, un mecanismo panóptico no pierde de vista nada de lo que pasa en las calles y plazas de la gran factoría, vigilando que toda espontaneidad quede conjurada, toda rebeldía abortada y ninguna desobediencia sin castigo, convirtiendo la ciudad en una prisión en la que sólo los sumisos viven contentos. La capital catalana ha vivido últimamente demasiado absorta en sí misma, demasiado obnubilada por su nuevo, y en tantos sentidos ficticio, esplendor como para darse cuenta de la naturaleza de los procesos en que ha estado y está inmersa todavía, y del papel que juegan sus ciudadanos en estas dinámicas de transformación, más allá del de meros receptores pasivos que se les atribuye, una especie de excipiente sobre el que se aplican fórmulas y proyectos. Las autoridades políticas barcelonesas y los técnicos a su servicio han creído que el éxito era suyo, que habían sido ellos quienes habían hecho la ciudad que los ciudadanos tenían la suerte de disfrutar, que

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todo había sido cosa de una serie de iniciativas municipales y de consignas de urbanidad que habían descendido pentecostalmente, como lenguas de un fuego salvífico, sobre las cabezas de la gente que habita y usa la ciudad. Una cosa similar pasa con los arquitectos, los diseñadores urbanos y los urbanistas que han gozado del favor oficial, que en las últimas décadas han tenido en sus manos la posibilidad de experimentar con la forma urbana como pocas veces se ha visto en otras ciudades, cuando menos en la historia reciente; hasta tal punto ha llegado el poder que les ha sido confiado y que han ejercido demiúrgicamente. Unos y otros, políticos y arquitectos, han procurado hacer posible el proyecto de una ciudad «buena chica», una ciudad bajo control, ejemplar, sosegada, modélica, planificada, previsible... Tanto los políticos como los planificadores de ciudad a su servicio —o al revés, como se prefiera— han pensado una Barcelona en términos de propuestas, de acciones inmediatas, de proyectos, de decretos, de tipificaciones, es decir, de planes y de planos. Eso ha tenido, sin duda, aspectos beneficiosos para los ciudadanos. Sería necio negar la evidencia de mejoras sustantivas en el campo de los equipamientos, de una transformación estética de calidad en el paisaje urbano y, especialmente, en la producción masiva de exteriores concebidos de manera creativa, a menudo atrevida, no pocas veces eficaz para propiciar espacios de sociabilidad4. He ahí logros que de ningún modo deberían 4 Como ejemplo de intervención encomiable, permítaseme mencionar una de la que, por vecindad, puedo ofrecer testimonio personal: el

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ser olvidados a la hora de hacer un balance de las mutaciones morfológicas que ha conocido Barcelona. Tampoco se encontrará nada en esta obra que ponga en duda la pertinencia, incluso la urgencia, de proyectos y políticas que contemplen la ciudad como un todo integrado y que tomen como objetivo hacer la vida urbana lo más justa y amable que sea posible. Y es ahí donde una advertencia se impone desde el inicio mismo del presente ensayo. No se plantea aquí la menor duda acerca de la necesidad de un proyecto administrativo que planee el crecimiento urbano y lo proteja de los estragos de un sistema socioeconómico que se nutre de la explotación y el abuso. Es bien cierto que bajo la exaltación de un despliegue sin trabas de las energías ciudadanas, de un elogio del caos y de una especie de libertarismo urbano, suele esconderse a menudo un argumento propicio para justificar el más descarnado de los liberalismos económicos. Lo que se denuncia es un afán al mismo tiempo especulador y espectacularizador de la Administración, que se desentiende de lo que tendría que ser su misión de crear, gestionar y mantener en buen estado los escenarios dramatúrgicos para la vida democrática —pero no por fuerza desconflictiviza-

excelente espacio generado cerca de la terminal de autobuses, en Fort Pienc —la plaza frente al centro social y al mercado—, un conjunto diseñado por el arquitecto Josep Llinàs. He ahí una evidencia de cómo un trabajo arquitectónico sin estridencias, pero exquisito, puede ser capaz de propiciar una vida y una conciencia de barrio inexistente antes de la inauguración de la obra. [Nota del original.]

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da— de la sociedad urbana, y que acaba poniéndose al servicio de los intereses mercantiles y financieros de una minoría. En otras palabras: no se puede estar seguro de que la finalidad de todas las mejoras que han tenido como destinataria Barcelona no haya sido sobre todo la de mejorar la oferta de la ciudad, hablando ahora puramente en términos empresariales. Sería decididamente injusto no aceptar que ha habido una voluntad de aumentar el bienestar de los vecinos y la felicidad de los visitantes, pero todas las obras, las iniciativas, las infraestructuras, los cinturones de ronda, los grandes edificios culturales, la producción de espacios públicos... han parecido no menos preocupados por vender mejor —y más cara— la ciudad. Barcelona, en tanto que proyecto, se ha podido antojar a veces más como un proyecto de mercado que como un proyecto de convivencia. Más allá todavía, es razonable sospechar que las políticas urbanísticas que ha conocido Barcelona —y tantas ciudades que en todo momento han seguido su modelo— no han sido sino la continuación de una vieja obsesión de los poderosos por controlar lo que de crónicamente incontrolable ocurre en las calles. Las planificaciones, las mapificaciones, las delineaciones viarias y las zonificaciones han vuelto a ser instrumentos que procuran —sin acabar de conseguirlo nunca— monitorizar lo que realmente sucede al espacio urbano, todas las apropiaciones espontáneas y erráticas a que es sometido por sus propios usuarios, las colonizaciones insólitas e impredecibles que constantemente lo afectan, y que de él hacen un espacio natural de liber-

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tad. En el fondo, quizás Barcelona está siendo el último gran experimento de aquella concepción de la ciudad que se inició a finales del siglo XVIII y que aparece empeñada en regular y codificar la madeja de realidades humanas en que consiste toda concentración urbana. El objetivo es acabar con los esquemas paradójicos, azarosos y en filigrana de la ciudad, aplicar principios de reticularización y de vigilancia que pongan fin o atenúen la opacidad y la confusión a que siempre tiende la sociedad urbana. A una buena parte del urbanismo moderno nunca ha dejado de animarlo —en Barcelona también— la intención de constituir una ciudad perfecta, es decir, una contra-ciudad, advirtiendo que quizás la vocación última de cierto urbanismo acaso sea la de desactivar para siempre lo urbano. Tenemos así que la Barcelona de principios del siglo XXI es lo que lleva siendo desde que se decidió hacer de ella una «ciudad moderna»: usurpación capitalista de la ciudad, expresada, como siempre, en clave de especulación masiva; terciarización, esto es, puesta al servicio de los requerimientos de la técnica y del mercado; desdén por solucionar — hoy ni siquiera al menos aliviar— el crónico problema de la vivienda; apoteosis de postulados monumentalistas y grandilocuentes, a través de los cuales las instituciones políticas aspiran a obtener una legitimidad que no alcanzan por su trabajo; arrogancia proyectadora; obsesión por colonizar de una vez por todas los barrios enmarañados que se resistían al deber de la transparencia; una arquitectura cada vez más ansiosa de impactos visuales fáciles, que ama por encima de

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todo lo banal; un dirigismo absolutista hacia las prácticas reales de los ciudadanos, a las que se querría ver plenamente fiscalizadas y cuya espontaneidad se contempla como un peligro a batir; la arquitecturización sistemática de todo espacio colectivo y el proyecto por convertir a sus usuarios en consumidores; la tematización de la ciudad, traducida en proliferación de los simulacros y festivales... Frente a esa ciudad soñada por los políticos y sus arquitectos —tranquila, sumisa, desconflictivizada, llena de ciudadanos siempre dispuestos a colaborar, ávida por satisfacer a turistas y a inversores—, toda ciudad es otra cosa: un cuerpo que sólo sabe de frecuencias, desasosiegos e intensidades. La Barcelona paradójica, contradictoria, secreta, insumisa... La Barcelona que, de vez en cuando, todavía se niega a obedecer y por la que se desparrama a todas horas aquello que no cristaliza jamás y a lo que no deberíamos dudar en llamar, sencillamente, lo urbano.

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JAVIER MARÍAS (1951) es escritor y traductor. Entre sus novelas destacan Corazón tan blanco (1992), Mañana en la batalla piensa en mí (1994), Negra espalda del tiempo (1998) y la trilogía Tu rostro mañana (2002-2007). Sus columnas de opinión, casi siempre unidas a su experiencia como ciudadano madrileño, aparecen actualmente en El País Semanal y han sido antologadas en varios libros. «La ciudad sin realidad» pertenece a su libro de ensayos Vida del fantasma (1995), donde se reúnen textos escritos entre 1976 y 2000.

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Madrid es una ciudad a la que no le gusta ser definida, menos aún etiquetada, lo cual es seguramente la principal causa de que tras ya muchos siglos de ser la capital de un reino y de un Estado, nadie sepa a ciencia cierta cuál es su imagen predominante. No existe un Madrid literariamente cuajado, tal vez porque casi siempre le ha tocado ser descrito por la pluma provincial y miope de quienes no habían nacido aquí, desde Galdós hasta algún beatus actual: una visión en exceso chocarrera o papanatas o resentida o sórdida, pues ya se sabe que siempre prevalece la mirada del que mira sobre lo mirado. Una visión, por tanto, a la que tradicionalmente se le ha escapado el verdadero espíritu de la ciudad, aunque de esto tampoco pueda acusarse demasiado a nadie, habida cuenta de que es ese «verdadero espíritu» el que Madrid gusta de ocultar, disfrazar, tergiversar, como si se sintiera molesto ante la univocidad, como si no quisiera ser aprehendido ni menos aún comprendido. Madrid parece fingir, y desde luego cambia continuamente. A un periodo demasiado heroico (el levantamiento del 2 de mayo, el asedio de la Guerra Civil) le sigue una

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etapa de apoltronamiento y burocratización, como si los habitantes empezaran a sentirse incómodos ante la idea de quedar como un pueblo duro, sacrificado y capaz de gestas. Pero tampoco persevera la ciudad en ese segundo aspecto, y ella misma lo torpedea con el caos y la exasperación cotidianos, como si también le fastidiara quedar como sede administrativa y más o menos racional. Quizá se le va más la mano (a veces se deja llevar) en este tercer aspecto de la crispación, y a menudo está a punto de convertirse en un endemoniado cruce de Nápoles, Nueva York y Río, pero antes de llegar a tanto parece asimismo arrepentirse y adopta de pronto la apariencia de una ciudad decimonónica, o en todo caso un poco arcaica. Posiblemente lo que no soporta es quedar de ninguna manera, es decir, quedarse, o quedarse quieta. Recuerda en eso a los seres imprevisibles, de los que cada vez va habiendo menos en el mundo entero. De la mayoría de las personas (como de la mayoría de los escritores), ya se sabe lo que van a opinar sobre cualquier asunto nuevo que surja. La culpa de eso la tienen a partes iguales la supersticiosa necesidad de «alinearse» y el deseo universal de poseer lo que suele llamarse «una personalidad» o, aún peor, «una personalidad coherente». Del mismo modo, hay ciudades transparentes y cumplidoras, esto es, que no son ni más ni menos de lo que parecen y dan siempre lo que uno espera, a veces cosas maravillosas, pero sin sorpresas. Así Londres, Venecia o incluso París. En Madrid, en cambio, suele haber un considerable desequilibrio entre su fama (momentánea, efímera, mudable como ella) y su manifestación efectiva.

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Cuando he vivido fuera de aquí y por tanto he podido percibirla como forastero, al regresar unos días me he encontrado justamente con lo contrario de lo que se me anunciaba desde la distancia: recuerdo que en los años de la famosa «movida» yo estaba en Oxford, muerto de aburrimiento y de envidia por lo que se me contaba de mi ciudad natal; pero cada vez que venía de vacaciones me parecía verla en uno de los periodos más mortecinos de su historia; en cambio, cuando no mucho después hubo un lamento generalizado por la pérdida de vitalidad de aquel movimiento para mí fantasma, yo venía de Italia y me asombraba al ver todo el centro colapsado de coches y abarrotado de gente a las cuatro de la madrugada de un jueves, un poco como si Madrid se complaciera en engañar al visitante interesado o aprovechado, en castigar a quien acude a ella en busca de medro y placeres fáciles y en premiar a quien se le acerca pese a las promesas de mucho peligro y más bien poca diversión. Algo semejante ocurre en este año de 1992, en el que la proclamada capitalidad cultural parece que fuera a disfrutarse el año que viene: sólo así se explicarían la atonía general (como de quien está haciendo acopio de fuerzas y reservándose para mejor ocasión) y la disparatada proliferación de obras y criminales zanjas en las calles (como si se aprovecharan las vísperas del evento para adecentar). Madrid es esquiva y ficticia, y por ello finge sin cesar: si uno pasea por ella tiene la impresión de que ha de ser la ciudad más laboriosa y productiva del mundo, vistos el ajetreo, las prisas, el atropello, las sirenas histéricas, el ruido descomunal y la incomprensible cantidad de gente afanosa

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que a todas horas está en sus calles. Pero bastará con que uno las abandone un instante y penetre en un interior (una tienda, una oficina, una estafeta de correos, un ministerio, no importa qué) para tener de inmediato la impresión contraría, a saber: que todo el mundo está mano sobre mano o, cuando menos, se toma la vida con tanta calma como si en efecto aún estuviéramos en el siglo XIX. No me cabe duda de que ninguna de las dos impresiones se corresponde con la realidad, por la simple razón de que lo único que tal vez podría definir a Madrid, y lo que sin duda ha hecho tan difícil su fijación o cristalización literaria, es que se trata de una ciudad evasiva, o lo que es lo mismo, de una ciudad sin realidad.

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JAVIER CALVO (1973) es escritor y traductor de literatura anglosajona. Es autor del libro de relatos Risas enlatadas (2001) y de las novelas El dios reflectante (2003), Los ríos perdidos de Londres (2005), compuesta por cuatro nouvelles, y Mundo maravilloso (2007). Su obra se ramifica por el ciberespacio. El texto «Ríos perdidos» ha sido extraído del volumen colectivo Odio Barcelona (2008), que abrió en su momento un debate sobre la relación de los jóvenes escritores barceloneses con la ciudad posterior al Fórum Universal de las Culturas 2004.

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Dedicado a Tomás Nochteff y Carmen Burguess

1. SINCLAIRIANA Una mitología de resistencia, materialista y psicoanalítica. Material martirológico para una guerrilla imaginaria. Todas las guerrillas necesitan murales en su territorio. Los nombres y las caras de sus mártires, para reforzar la moral de las tropas. Para representar públicamente el significado de la lucha. El martirio como sentido último de los eventos de la historia, una idea procedente del periodo poscanónico del judaísmo, de justificación doble: (1) el martirio representa una necesidad causal en la gran lucha entre el orden divino y el satánico. El Gran Adversario no permite una puesta en práctica pura del plan de Dios, por lo menos no en la era presente. (2) Al mismo tiempo, el martirio hace de antesala de la nueva era. La muerte se convierte en victoria, el martirio es un sacrificio expiatorio y a Satanás solamente se lo destronará mediante ese sufrimiento aceptado. Ésa es la doble justificación del martirio en la literatura apocalípti-

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ca precristiana: causalmente es ineludible y teleológicamente está completamente lleno de sentido. El terreno de batalla de nuestra guerrilla imaginaria será el tiempo. Expulsados de la ciudad corporativo-institucional, los resistentes buscaremos el punto débil del ocupante: el tiempo. El tiempo como Camino de Baldosas Amarillas que lleva al Mercado Global de Oz. Y para asaltar el tiempo, nuestro mesías será Iain Sinclair, el apóstol de las desapariciones. Al tiempo del progreso capitalista, le opondremos el tiempo del regreso sinclairiano. Dice Sinclair: «Es posible acceder caminando a lo previo, como acontecimiento, todavía fiel al momento presente... El pasado es una ficción que nos absorbe. No necesita pasaporte, doblas la esquina y está contigo. Las cosas que se hacen ahí son naturales, son cosas que haces tú. Desprendido de esa sombra no eres nada, no hay nada. No tienes ninguna otra existencia». Y más adelante: «Te permites a ti mismo quedar saturado de esa solución del pasado, involuntariamente, sin querer, hasta que el lugar donde estás se ha convertido en otro. Y entonces puedes vivirlo, y entonces existe». Al tiempo congelado de la hiperrealidad turística le opondremos el tiempo secreto del ritual sagrado. Al tiempo posmoderno de la «Tradición más Modernidad» del PSC le opondremos el tiempo infinito de lo desaparecido para siempre. De la piedra arrancada. Un idioma de runas ilegibles. Un signario estrictamente pagano, anterior a toda cultura imperial, a todo idioma institucional. Bustos de diosas primitivas, Deméter/Tánit, trozos de piedras y huesos de santos. Grafitis de resistencia.

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TESIS I: En el antiguo sitio sagrado, el mural reactiva el altar.

2. EL MANANTIAL DE LA DIOSA La ciudad corporativo-institucional es un acto de magia negra. No es Barcelona, no es Bárkeno-Laie. En el nombre reside el poder. El nombre marca la continuidad, de los elementos a las reliquias. Del bosque al megalito al templo a la basílica. El nombre básico BARC se compone del radical prerromano B-R/V-R («elevarse») con el sufijo posesivo arcaico -K («de»). El radical alude a la divinidad solar que se eleva en el horizonte. Un dios marino y celeste, común a muchas teogonías antiguas. La divinidad solar Bara o Vara se presenta a menudo en los topónimos en forma posesiva BARC-. Tiene una doble función solar y acuática, sin que ello sea contradictorio, ya que como divinidad se relaciona íntimamente con ambos elementos. BERCI-CNOS lleva el segundo término CNOS, forma sincopada de KENOS/ GENUS, que apunta a uno de los principales epítetos de la diosa: la virgen. El radical GEN-/KEN-/CEN- constituye por un lado el nombre de la diosa madre arcaica gena, bena o vena, y por otro lado actúa como nombre común de la base arcaica BANN/BENNA, mujer o doncella. El nombre de divinidades como «Brigit», «Birgit», etc., proviene también del radical B-R más el sufijo -D o -T que debe de ser el título de divinidad. Son formas sincopadas de las anteriores, por pérdida de la vocal intermedia, las que empiezan BARC-/BARG-/BRIG-, etc. Por tanto hay un paralelismo

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basado en el esquema básico B-R-(C/G) O V-R-(C/G). La desinencia posterior, -ONA, es probablemente una palabra ya existente que adoptaron los celtas, Onno, Onna, que quiere decir por un lado, río, y, por otro, manantial. El topónimo, por tanto, contiene el nombre de la antigua diosa-madre mediterránea, cuyo esquema es B-N o BR, pero también adopta las formas B-R-C y B-R-G, mientras que el segundo elemento contiene la antigua palabra -ONNA, que designa el río, la fuente o el agua. El topónimo debía de aludir en su origen a la divinidad a la que se consagró el agua y al enclave que lo rodeaba. ¿Cuándo descendió la Diosa sobre el manantial? ¿Cuándo la vieron emerger del agua por primera vez los antepasados del Monte Táber? En ese momento perdido se inicia la Historia. Los Magos Negros se encargarán de terminarla. ¿Llegó la Diosa en el Paleolítico? Un cuchillo de sílex encontrado en Sant Gervasi en 1917 y fechado en 25 000 años a. C. es el testimonio más antiguo de pobladores del Llano. Los humanos del Paleolítico, con su magia simpática y sus conjuros apotropaicos. En todo caso, los diversos yacimientos de la Edad del Bronce encontrados en el Raval durante la última década ya seguro se corresponden con adoradores de la Diosa. Los yacimientos del Parque de Sant Pau del Camp, del cuartel de la Guardia Civil de Sant Pau del Camp y de las calles Robadors, Riereta y Reina Amalia. Todos organizados en torno a ese mismo núcleo original, presente desde hace cuatro milenios en medio de la Oscuridad Boscosa, resguardado entre torrenteras, vórtice de energías, Centro Sagrado del Raval.

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¿Cómo fue la Noche Primal del Llano? La Ciutat Vella estaba cubierta por las aguas. El mar penetraba unos dos kilómetros más adentro del litoral actual, hasta donde empieza la elevación del terreno en la que se encuentra hoy la Plaça de Sant Jaume. Del litoral para arriba, por todo el llano que subía hacia las colinas, casi todo era bosque poblado de lobos y atravesado por torrentes. Cerca del mar, a la derecha de la actual Plaça de Sant Jaume, se extendían las marismas. Más arriba, aquí y allá, media docena de pequeños cerros, en cuya cima el bosque había sido talado con el fin de alojar a un poblado reducido y amurallado con piedra seca. Esos cerros eran los únicos núcleos poblados. El Puig Castellar. El Turó de Monterols. El Putxet. El Turó del Guinardó. El Turó de la Rovira. Montjuïc. Y por supuesto, el Monte Táber, en la actual Plaça de Sant Jaume, frente a la orilla del mar, cuyas olas batían donde hoy está la Plaça Regomir. Hacia el siglo VI a. C, el monte Táber/BÁRKENO estaba poblado por unos cuantos centenares de indígenas que se denominaban a sí mismos layetanos, LAIESKEN O «gente de laye». Agricultores, cazadores, pastores y alfareros, los layetanos invocaban a los espíritus de ultratumba en los bosques sagrados de los alrededores. Como todos los pueblos íberos, adoraban a la Gran Diosa, Démeter/Tánit, cuyo rostro nos dejaron en cerámicas, exvotos y pebeteros. El buitre, el lobo y los osos señoreaban el territorio boscoso que rodeaba el poblado de Bárkeno. Desde su pequeño promontorio, dominaban un llano cubierto de bosques y ríos. Manantiales y oscuridad. Con el espolón de Montjuïc

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adentrándose en el mar, coronado por el poblado más cercano, donde hasta hace pocos siglos se conservaba un dolmen. Adoradores de los bosques y de los santuarios en la espesura, los layetanos hablaban una lengua que nunca se ha descifrado y escribían en caracteres ibéricos. En Montjuïc se encontraba la cantera de Bárkeno y también la ceca que nos ha dejado las monedas de aquel periodo. En el siglo III a. C. batió dracmas con la inscripción BÁRKENO. Más tarde sustituyó este nombre por el genitivo de la etnia, LAIESKEN. Con este nuevo nombre emitió ases, semises y cuadrantes a mediados del siglo II a. C. Además de las monedas, el nombre solamente se ha encontrado en dos lápidas posteriores: una que habla de un prefecto de Laietània, y otra de la esposa de un romano que se llamaba Annia Laietana. Una estela funeraria descubierta en el Call tenía labrado un signo solar y unos delfines y el nombre del difunto en caracteres ibéricos: NAGE-ILDIR. En décadas recientes se han exhumado varias necrópolis de ese periodo: cerca del estadio de Montjuïc, en la actual estación de Magòria de los Ferrocarrils de la Generalitat. Otra cerca de la Vía Layetana y que se encontró al construir el actual edificio de la Caixa d’Estalvis, antes Banco de España. Su época fue de los siglos VI al II a. C., el periodo ibérico de la Barcelona prerromana. TESIS 2: Si Barcelona nació con el descenso de la Diosa, con el Sol reverberando en el agua, deberá terminar con la misma. La ciudad de los Magos Negros ya no es Barcelona. El gran proyecto de los Magos Negros consiste en crear un duplicado. Una Barcelona superpuesta a la antigua Bárke-

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no, que se vaya aplicando sobre la primera y termine por sustituirla. La Barcelona de los Magos Negros es un acto de usurpación, y, por tanto, no tiene derecho al Nombre de la Diosa. No es Barcelona. No tiene derecho a ningún nombre. En el nombre reside el poder. El nombre marca la continuidad. Del bosque al megalito al templo a la basílica. Bárkeno cuenta con la protección de la Diosa, a ella se le hacen los sacrificios. En los manantiales y en los bosques.

3. HUESOS El culto a los santos, en el periodo que va desde las persecuciones de Nerón hasta que Constantino tolera el cristianismo en el 313, es un vórtice de magia blanca. Un espacio cargado de energía, entre el anquilosamiento de la religión romana y la transformación del cristianismo en Imperio y Máquina Milenaria de Sufrimiento. Los magos de este periodo son más poderosos de lo que nunca han sido y de lo que nunca serán. Sus poderes son dignos de divinidades locales. Santa Eulalia, la más poderosa de las magas barcelonesas del paleocristianismo, lleva un nombre que remite a los LAIESKEN: la continuidad onomástica como símbolo de poder. Fue el prefecto Daciano quien la sometió a martirio al llegar a Barcelona en 303, ejecutando los edictos de persecución de Diocleciano. Eulalia era una niña, de familia noble y cristiana, nacida en las afueras. De acuerdo con la tradición, su martirio, el día segundo de los idus de febrero, tuvo tres fases. En la primera, le desgarraron la carne con garfios y le arrancaron las uñas. La metie-

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ron en un tonel lleno de cristales y la lanzaron rodando por la calle que hoy se llama Baixada de Santa Eulàlia. La niña soportó los martirios sin inmutarse y se negó a abjurar de su fe. A continuación, la ataron al potro y le aplicaron brasas y fuego, pero los poderes de la niña hicieron que las llamas se apartaran de su cuerpo y quemaran en cambio a los verdugos. Por fin, Daciano ordenó que la clavaran desnuda a una cruz en forma de X. En la cruz tuvo lugar el más famoso de sus milagros: para ocultar su desnudez, su cabello creció mágicamente y una nevada milagrosa cayó sobre la ciudad, cubriendo el cuerpo de la niña. Al cabo de tres días en la cruz, unos cristianos la descolgaron y la enterraron en el sitio donde sus huesos pasarían cinco siglos, bajo la actual iglesia de Santa María del Mar. En 304, durante el mismo periodo que Daciano pasó en Barcelona, fue martirizado otro gran mago, sant Cugat. De origen africano, Cugat llegó a la Península en busca de martirio y fue hecho preso en el camino que iba de Barcino a Egara. En la cárcel, fue entregado al prefecto Galerio para que lo torturaran. Los verdugos perdieron la vista y el prefecto murió, mientras que Cugat fue mágicamente curado de sus heridas. El nuevo prefecto, Maximiano, ordenó crueles tormentos que no tuvieron efecto, mientras que él moría presa de las llamas. Por fin, el tercer prefecto, Rufo, escarmentado por sus predecesores, no aplicó tormento al mártir, sino que lo hizo degollar. El martirio tuvo lugar en el campamento militar llamado Castrum Octavianum, donde hoy se levanta el Monestir de Sant Cugat.

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En el mundo paleocristiano, el término «santo» equivale a mártir. El culto de los santos es el culto a los mártires que han muerto en medio de espectaculares despliegues de magia. Otros creyentes se reunían en la tumba del mártir y celebraban allí la Eucaristía. La ceremonia adoptaba la forma de una celebración alegre y triunfal. El primer ejemplo documentado de dichas ceremonias son las celebraciones anuales en la tumba de Policarpo en el siglo II. Desde el principio del culto, los paleocristianos les rezan a los muertos para que intercedan por ellos, y esas oraciones pronto se extienden a los santos. Enseguida, la intercesión de los santos empezó a buscarse más que la del resto de muertos, y así empieza el culto a los mártires. En Barcelona, los restos de santa Eulalia fueron hallados por el obispo Frodoí en el año 878 y trasladados a la catedral, donde todavía conservan el sepulcro original del siglo IX. La iglesia de las Arenas, donde Frodoí encontró la tumba de la santa, era una basílica rodeada de una gran necrópolis construida sobre un templo paleocristiano anterior con tumbas del siglo IV. Aquél fue el lugar donde se adoraba a santa Eulalia, bajo la actual iglesia de Santa María del Mar. Otro centro de energía. Allí los paleocristianos celebraban sus eucaristías a la maga, le rendían ofrendas para que ella las disfrutara en el submundo y celebraban su pronta resurrección. La resurrección de los muertos, el centro de la religión paleocristiana, era entendida en aquellos primeros siglos como una resurrección física. Los primeros cristianos creían que Jesús iba a ejecutar muy pronto su Gran Acto Mágico, parousia o Segunda Venida, probablemente en el decurso

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de unas pocas generaciones. Al regreso de Cristo le seguiría la resurrección de los muertos y el establecimiento del Reino de los Cielos en la Tierra. Los paleocristianos, sin embargo, creían en la idea farisaica de que los muertos iban a resucitar físicamente. No sería hasta más tarde que se impondrían, a través de pensadores como Orígenes, las ideas platónicas según las cuales solamente el alma era digna de perfección, pero no el cuerpo. Bajo la tierra, los muertos esperaban la resurrección, en las llanuras del Hades. Y los vivos les rezaban. El hecho de que los paleocristianos rezaban a los muertos es algo atestiguado por lo menos desde el siglo II, y la celebración de la Eucaristía por los Muertos es algo documentado desde el siglo III. El tiempo paleocristiano es el tiempo de la escatología. Rezar para que se termine el mundo. Rezar y esperar a que los muertos salgan de sus tumbas. Y entre tanto, mandar a los mejores hombres y mujeres al Hades. Construir un ejército de ultratumba, magos y santos, esperando bajo tierra. El universo no puede ser cambiado, pero para seguir con el plan, para mantener la estructura teleológica de las cosas, la sangre de los mártires debe ser derramada. Son ellos, con sus muertes mágicas, los que mantienen vivo el plan. TESIS 3: Las mitologías de resistencia necesitan criptas y lugares subterráneos. Los mártires nos proporcionan el Arma de Resistencia. Nos dan huesos. Con los huesos y los trozos de piedra ya podemos empezar a luchar. Los huesos de santa Eulalia y las estelas funerarias y las cerámicas de la Diosa. El culto a los santos y a la Virgen como pervivencia de la magia pagana, del culto a la Gran Diosa. Más cerca de

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sus inicios, la magia es más fuerte. Lo que hoy son ruinas, antes eran templos. Las cosas sagradas desaparecen o son reemplazadas por artefactos turísticos. Nosotros, ahora, las dibujamos en las paredes.

4. LOS MAGOS NEGROS En el año 2004, en la Rambla de Raval de Barcelona, empiezan las obras de construcción del hotel Barceló Raval, una torre de planta ovalada, de acero negro y cristal, provista de reflectores y luz interior que, cuando las obras terminen, iluminarán la zona entera de noche. Un cuerpo celeste, un faro gigantesco, que disipe para siempre las sombras de una zona que siempre tuvo su esencia en la oscuridad. La construcción del Barceló Raval es la tercera fase de la guerra de los Magos Negros contra el Raval. La Primera Fase fue la construcción en 1992 del CCCB y el MACBA, cuarteles generales de la Cultura del Ayuntamiento. La Segunda Fase fue el derribo de una parte del barrio en 1999 para abrir la Rambla del Raval, un espacio diáfano que marcó un paso decisivo en la Guerra a la Oscuridad. Paradójicamente, al iniciarse las obras del hotel Barceló se descubrieron en la Illa Robadors restos de la Edad del Bronce, correspondientes al mismo poblado neolítico de Sant Pau del Camp, así como una necrópolis romana. El Raval, antiguo bosque surcado de torrentes y situado en el exterior de las murallas, cobraba su razón de ser en la oscuridad. Ermitas y monasterios, tabernas y prostitutas, bandoleros y locos, todo se producía en la oscuridad de las arboledas.

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Hermano gemelo oscuro de la otra ciudad, de la Ribera, del Mons Táber, en el Raval no regían sus leyes. Allí se desterraba y se ejecutaba, allí se bebía vino y se fornicaba. Allí rezaban los monjes bajo la luna. Los Magos Negros han existido desde hace mucho tiempo. Su Gran Acto de Magia Negra consiste en hacer desaparecer la ciudad y reemplazarla por un artefacto muerto. Por eso odian los lugares sagrados. Su meta es deshacer el vínculo entre los hombres y mujeres y el suelo. Cuando los hombres y mujeres que caminen por las calles de la ciudad ya no tengan ningún vínculo sagrado con el suelo y las piedras y los huesos, entonces Barcelona habrá muerto del todo. La Diosa del Manantial habrá desaparecido. Los muertos con que quieren poblar las calles no son los mártires muertos que surgirán del suelo para besar la mano de Cristo. Son los muertos del turismo, los zombis con olor a crema solar. La ciudad corporativainstitucional-turística de los Magos Negros está muerta y embalsamada, ya que ha vendido su energía sagrada. Ha dejado de ser real para convertirse en hiperreal. Los dos grandes sortilegios que ya se pueden ver en las calles son lo que los teóricos del turismo han denominado la museificación y la tematización de la ciudad. La museificación consiste en embalsamar el centro histórico de la ciudad, recomponerlo con piezas falsas y entregárselo al turismo. Un monstruo fabricado con miembros robados de sus tumbas. El antiguo Monte Táber, transformado en ese artefacto turístico denominado Barrio Gótico, es el principal ejemplo en el centro de la ciudad. Los Magos Negros empezaron a usar la expresión Barrio Gótico entre 1925 y 1927. La expresión designaba el

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pequeño cuadrilátero que va de la Catedral a la Placa de Sant Jaume. Ciertamente, como decía el arquitecto Florensa en 1928, la expresión no se correspondía a nada real y se reducía principalmente a un eslogan turístico. De todas maneras, el adjetivo gótico hacía referencia a la operación consciente de modificación del barrio de la catedral, proyectando una unidad de estilo en un conjunto diverso. El barrio gótico no se redujo a un proceso de restauración arquitectónico, sino que llegó a reconstruir una ciudad medieval imaginaria. En 1927 se construyó entre los dos edificios de la Generalitat un puente neogótico, en el carrer del Bisbe. Lo mismo con el tratamiento monumental de la fachada lateral de la capilla de Santa Águeda. Finalmente, se desplazó piedra por piedra la antigua Casa ClarianaPadellàs, un palacio de los siglos XV y XVI que se encontraba en medio del trazado de la Vía Layetana y se transplantó al frente de la Plaça del Rei, contribuyendo así a cerrar y medievalizar el aspecto del lugar. De esta manera, el Monte Táber, antigua acrópolis ibérica-romana-medieval de la ciudad, se transforma en la nueva Acrópolis de la meta-Barcelona de los Magos Negros. La invención del Barrio Gótico a final de los años veinte se acerca conceptualmente a lo que llevó a cabo la Exposición Universal de 1929 en el Poble Espanyol: la reconstitución artificial de un pueblo como reliquia de un pasado idealizado que no existió nunca. Esta operación de museificación de la ciudad extendió la idea de museo a todo el centro histórico, como una enfermedad metastática, quitándole la vida e inutilizándolo para los fines verdaderos de una ciudad. El

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culto. El trabajo. El foro. Las tabernae, tiendas-tabernasalmacenes-casas comunitarias donde vivía la mayor parte de la población de la Barcino romana. La meta-Barcelona como meta-stasis, que roba la vida y deja tras de sí un paisaje estático. Es fácil ver adónde ha llegado la metástasis y cuáles son sus ejemplos. La tematización, el otro gran sortilegio maligno, ha generado la Barcelona modernista, otro gran monstruo que funciona mediante la destrucción u ocultación de la mayor parte de la historia de los últimos siglos en beneficio del vomitivo legado señorial noucentista y burgués. Posteriormente al Barrio Gótico y a la Barcelona modernista se han producido la Barcelona Olímpica, la Recuperación del Litoral, el Fórum de las Culturas y el Distrito 22@, terroríficos conjuros que progresivamente van expulsando a la población nativa para entregarle el territorio a los zombis turísticos y a los sirvientes del capital. PLAN DE BATALLA: Revisitar los lugares sagrados. Hacer dibujos de las piedras que ya no están. Pintar los murales de la resistencia a los Magos Negros. Dibujar a la Gran Diosa. La Gran Diosa es la madre de Barcelona. Visitarlo todo, únicamente a pie, y únicamente en secreto. El Monte Táber, las ruinas romanas, las Cuatro Columnas del Templo de Augusto. Las cerámicas layetanas. Sant Pau del Camp. Entrar en Santa María del Mar y descender al subsuelo con la Visión Remota. Más abajo de la Basílica de las Arenas. Hasta que la mente llegue a las piedras últimas, abajo del todo, hasta el templo paleocristiano. Volver a encontrar los huesos de la santa. Y luego la siguiente fase, el dibujo, la

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runa. Empezar por el Raval, el Hermano Oscuro. Encontrar los Cuatro Puntos Sagrados del Raval. El Pla de la Boqueria al Norte, el Lugar de las Ejecuciones, donde corrió la sangre de docenas de miles de ejecutados, un Lago de Sangre. (Hoy los turistas se fotografían allí comprando fruta de temporada.) El Portal de Sant Antoni al Sur, lugar de destierro y ejecuciones y escenario de ese desfile pagano llamado Els Tres Tombs. La capella de Sant Llàtzer en el Centro, oculta entre edificios y tiendas, casi invisible para el paseante, el Centro Numinoso del antiguo Raval, donde se escondía a los leprosos y los monstruos. Y por fin, por encima de todo lo demás, Sant Pau del Camp en el este, erguida y desafiante, conmemorando el lugar donde todo empezó, existiendo a pesar de todo. Sacando su energía de esa misma existencia, el Gran Centro Sagrado. Y una vez allí, cerrar los ojos, recuperar el vínculo sagrado. Dejar que suba desde la tierra hasta los pies. Y ver, siguiendo a Iain Sinclair, que «todo está ahí en el aliento de las piedras. ¡Hay una geología del tiempo! Podemos coger los ladrillos con las manos: al cogerlos, entramos en él. El momento muerto solamente existe en la medida en que lo vivimos ahora. No hay sombras cruzando el paisaje del pasado: tenemos el pasado y tenemos lo que se avecina. Llegamos a lo que había y lo hacemos ahora». «Renunciamos a nosotros», nos dice el mago. «Nos liberamos, nos adentramos sigilosamente en nosotros mismos sin darnos cuenta. Entramos en nuestros propios contornos: estamos ahí antes.»

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ARCADI ESPADA (1957) es periodista y profesor de periodismo de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona. Ha colaborado en periódicos como Diario de Barcelona, La Vanguardia, El País, y actualmente lo hace en El Mundo. Su blog ha sido pionero en la blogosfera española. Ha publicado, entre otros, los siguientes libros de periodismo de investigación, de viajes y de ensayo sobre historia y realidad de la profesión: Diarios (2002), Notas para una biografía de Josep Pla (2005) y Ebro/Orbe (2007). «Raval» es un fragmento de Raval. Del amor a los niños (2000), un largo reportaje sobre un supuesto caso de pederastia en el barrio barcelonés.

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Este relato pudo haberse titulado la matanza del cerdo. Ya lo ves: cada uno se lleva del desolladero lo que le conviene. Nadie se extraña. El cerdo es el bien unánime. Aunque dé terribles gruñidos de muerte revolcándose sobre la tierra. Niños como cerdos. Ni García ni Giménez organizaron el caso del Raval. Pero ahí estaban, rebañando: el tapicero dándose importancia, protegiendo al miembro del partido que le pagaba y rematando en la sien a Mena, la Taula, el Casal, y todos los que en un momento u otro habían osado contradecir su autoridad. En cuanto a ella, así se sentía: por fin madre legítima de cientos de tiernos errores biológicos. Los periodistas leen poco. Ni siquiera leen los periódicos. Cada mañana chequean, aspiro al verbo justo, los periódicos de la competencia para ver qué noticias trae la sección donde ellos son especialistas: sólo para saber qué les han arrebatado o cómo han mordido el polvo los colegas. Y raramente abren su propio periódico si no es para comprobar el efecto impreso de lo que dejaron escrito. No leen: ni periódicos ni libros. La operación de leer se aprende en esos dominios, pero su principal objetivo es poder aplicarla en la

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vida. ¡Iluso el que piensa que sólo se leen las letras! La vida es un texto: es preciso descifrar sus unidades elementales, decidir el género y el número de los días, descubrir el sentido de las acciones, desentrañar la sintaxis que aísla o relaciona a los hombres: es la vida el único lugar donde la recreación etimológica tiene consecuencias trascendentes. Pero los periodistas no leen: ojean a lo más. Cualquier oración compleja que la vida presente queda fuera de su canónica y cotidiana cubierta de aguas, del sujeto, el verbo y el predicado. Lo digo, todo esto, por García y Giménez y por cómo desollaron a placer la pieza delante de los ojeadores. Sal de allí. El Casal dels Infants está cerca, aunque el camino se haga tan lento como una brasa. El lugar era una planta baja, sucia y decrépita, con los monigotes propios de la estética no gubernamental pintados sobre los muros. Las putas de las cercanías se pasan la lengua sobre los labios: no por atraer a nadie, sino por higiene. Aún hoy tengo la bola de calor y polvo de esa mañana en la garganta. Octavi, el buen Octavi peludo, me alarga una silla para que hable con ellos, los jóvenes educadores del Casal. Mientras este hecho singular ocurre, los locutores de las radios de España dejan su voz en la denuncia de ese nido cómplice de pederastas. Lo que veo no es, desde luego, muy estimulante. ¡Más Estado!, gritaría ante el primer asalto de humedad y mantequilla rancia. Se hallan, además, en asamblea permanente, una tensa formalidad que incluye la ducha esporádica. Hablan una lengua vil y aseguran que van a coordinarse contigo en cuanto valoren la posibilidad de la intervención mediática a

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través de una dinámica pautante. Pero todos han venido a trabajar esta mañana y éste no es el comportamiento que se espera de unos convictos propagadores del mal pederasta. Por lo demás, muy rápido, a los cinco minutos de conversación a muchas voces, me acostumbro al clima y hago mis pinitos. —¿El problema no será —meto mi meñique con ínfulas en la llaga— que el niño venga un día y diga: De acuerdo, soy una víctima del pederasta, pero los únicos minutos de felicidad al día los tengo con el pederasta? Ehhh..., ¿entendéis lo que quiero decir? ¿Qué se le dice, ehhh..., qué se le dice? —Se le dice que es una felicidad indigna —respondió un digno infeliz. El buen Octavi, director entonces de todos ellos, dejó para otro momento el análisis en profundidad de los hechos. Todo lo que hizo por mí a partir de aquel momento tiene una rara explicación. El aspecto de las calles era infamante: por el calor y las radios, que seguían vaciando su versión de los hechos desde los balcones. En casa me esperaban el silencio y una comida fría. Mis hijas de meses dormían. Las fuentes solventes, apoyadas en el criterio técnico de decenas de expertos convocados con urgencia por los periódicos y los otros medios, aseguraban que los pederastas empalaban sin problemas culitos de meses. Y que la policía tenía fotos de esos pequeños culos de arrabal. No sé bien, tampoco ahora, qué relación se estableció entre los culitos que dormían y la rápida sospecha de estafa que empezó a producirme todo lo que se

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contaba. El alucinado desprecio que exhibía alguno de mis colegas cuando amasaba mis paulatinas opiniones sobre el caso con mi paternidad reciente, ¡con hijas recién nacidas y defendiendo a pederastas!, era un motivo de orgullo: así sabía que la emoción y la ternura no habían transformado mi mirada y mi escritura en una caza. Sin embargo, tal vez ocurriera algo diferente. Tal vez paseando los dedos por la piel de mis hijas creyera como un buen hombre conmovido en la imposibilidad del mal. Todos los culitos del mundo eran mis culitos y era imposible que alguien pudiera hacerles daño. Es probable, así, que detrás de mi orgullo por no dejar mi punto de vista a merced de las apasionadas circunstancias personales que vivía, sólo hubiera candidez y que la amplitud de campo de mi mirada no fuese más que el efecto paradójico de un blindaje sentimental, una irradiación estrábica de mi felicidad. Tal vez por mis culitos no creí nada. Y por el señor Armand de Fluvià, desde luego, grandísimo experto en culos y cabezas coronados, maricón y genealogista, un hombre inteligente e intenso. Oigo su risa de aquel mediodía, al otro lado del teléfono. Una risa sardónica y absolutoria, la prueba primera y definitiva de que Tamarit es un inocente. Nunca más podré separarme de esa risotada larga y ondulante, su respuesta a la pregunta, ¿pero ese tipo puede haber estado dirigiendo una red de pederastas? El señor Armand de Fluviá no dijo nada, ni que Tamarit fuera un buen chaval, ni que tuviera reparos éticos en un asunto así, no dijo que creyera en su inocencia; sólo había dicho que era paidófilo y miembro del casal Lambda —del

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que Fluvià era fundador—, y que allí había organizado una comisión de estudio de los problemas de su tribu con dos miembros: uno era él y el otro Lli. Y había añadido que su paidofilia era pública y orgullosa y que él y la mayoría de la junta directiva de la asociación le habían prestado su apoyo, incluso contra la opinión de algún socio, y que si él había hecho eso era porque creía que los paidófilos sufrían ahora la misma persecución injusta que los gais habían sufrido años atrás. Dicho esto y ante la hipótesis de que en la cabeza de Tamarit cupiera el cerebro de una red pornográfica, el señor Armand de Fluvià se echó a reír largamente y nunca he dejado de pensar en la razón profunda y en la estupenda utilidad de aquella risa.

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JOAN MARGARIT (1938) es poeta y arquitecto. Fue Catedrático de Cálculo de Estructuras de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Barcelona. Entre sus títulos destacan L’ordre del temps (1985), Joana (2002) y Estació de França (1999). Se han traducido al castellano libros suyos como Arquitecturas de la memoria (2006) y Casa de misericordia (2007). Su poesía es una crónica de la ciudad, alimentada tanto sentimentalmente como desde la práctica de la arquitectura, porque Margarit forma parte del grupo de arquitectos que dirige las obras de la Sagrada Familia y es co-autor de la Anilla Olímpica, entre otras obras emblemáticas.

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He estado en la montaña de las tumbas: he llegado hasta aquí cruzando el yermo de Can Tunis, nevado de jeringas y de plásticos grises: aquí tiemblan, errantes, las estatuas de trapo de los yonquis. Corre la voz de que el Ayuntamiento lo arrasará, cubriendo de hormigón los campos de hierbajos ante la enorme reja del cementerio, alzado frente al mar. Será una compañía peor para los muertos: los difuntos, su muro y su silencio, armonizan mejor con esos yonquis

1 El mayor cementerio de Barcelona está en la ladera de Montjuïc, de cara al mar, alzado sobre el puerto. A sus pies discurre el Cinturón del Litoral y se extiende un territorio que durante décadas alojó sombríos poblamientos chabolistas. Desde hace unos años, derribados los barrios marginales de autoconstrucción, es un descampado cruzado por autovías y túneles. A pesar de la enorme transformación, el lugar no ha perdido su naturaleza de suburbio y es sitio habitual de drogadictos. [Nota del original.]

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que son como soldados que deambulan extraviados después de la derrota. Al subir por el viejo camino frente al puerto los barcos y las grúas van empequeñeciéndose, se ensancha el mar. Aquí, en lo más alto, estás salvada del dolor del mundo.

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CONTEXTOS Fragmentos sobre las unidades urbanas (la calle, la plaza), las construcciones de frontera (el aeropuerto) y los enlaces interurbanos (las autopistas). Reflexión poética sobre la toponimia. Dibujos de la incomunicación y de la suburbanización. Para subvertir la dicotomía centro/periferia.

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JOSÉ MARÍA FONOLLOSA (1922-1991) pasó su juventud entre los barrios barceloneses de Can Tunis y Poble Sec; publicó dos libros de poesía antes de emigrar a Cuba en 1951, titulados La sombra de tu luz (1945) y Umbral del silencio (1947). Regresó a Barcelona en 1961 y se dedicó a la escritura de Ciudad del hombre: Barcelona (1996), y su ante-proyecto Ciudad del hombre: Nueva York. Su índice se llama «Callejero». En el poema «Carrer de Bailèn» escribió: «Y una inmensa ciudad será el cadáver. / Con seres trabajando sin descanso / para destruir la forma, este volumen / que la gente conoce por mi nombre».

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No sé por qué la gente ama los campos, los bosques y los montes verdecidos. El verde es un parásito arrogante que oculta la modesta y sobria tierra que lo sustenta. Yo amo la meseta. Allí la tierra muestra, desnudísima, sus suavísimas curvas, como cuerpos tendidos, en reposo, así ofrecidos a la mirada en toda su belleza. Ni un árbol, matorral o altivas flores enturbian su sereno y puro gozo. Tal vez unos rastrojos, sol en polvo, doran su piel turgente algunos trechos. Es hermosa la tierra sin vestido de hierbas. Ella sola, sin adornos. Si acaso algunas rocas para herir a quien tenga intenciones de violarla.

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Sé que está aquí también. Bajo el asfalto. Arropada, ensoñada, penetrada por fálicos cimientos. Protegida. A salvo de las plantas insaciables que devoran los bienes que ella guarda.

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ELVIRA NAVARRO (1978) es escritora de ficción y licenciada en filosofía por la Universidad Complutense de Madrid. Ha sido becaria de la Residencia de Estudiantes. Es autora del libro de relatos La ciudad en invierno (2007), cuatro ficciones protagonizadas por la ambigua y perversa Clara, que va creciendo entre los 12 y 14 años de edad, según se muestra en los cuatro instantes de su vida escogidos por su creadora. «Expiación» es uno de esos cuatro cuentos.

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El agua deja sobre la burbuja de corcho gotas muy pequeñas, de forma ovalada, que apenas resisten el vaivén imperceptible con el que la niña procura mantenerse a flote. Está el deseo de que las gotas brillantes de sol no acaben resbalando sobre la superficie del corcho, pero es tremendamente difícil permanecer inmóvil, en primer lugar porque la burbuja se hunde un poco, y luego, una vez descartado este método, porque cualquier movimiento resulta excesivo para las gotas, que se deshacen a ambos lados dejando una estela de motitas demasiado imperceptibles para ser dignas de contemplarse. Un estrecho cartel a la entrada del recinto advierte de que la piscina es para uso exclusivo de los habitantes de los chalets. Más allá, a la sombra de unos eucaliptos, dos mujeres están sentadas en unas hamacas. Una de ellas tiene la cabeza cubierta con una redecilla, y mira con angustia la quietud de la niña, imaginando tal vez que el asunto estriba en descubrir las fantásticas formas sugeridas por el trazado del agua en la burbuja. En todo caso toma por concentración lo que sólo es una desesperada tentativa de supri-

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mir el movimiento, y se siente francamente alarmada; no es posible, musita, estarse quieta sin coger frío, y además la niña no sabe nadar bien, y con la burbuja desabrochada puede ahogarse. ¿Cómo obligarla a que se abroche la burbuja? A lo largo de los días, la mujer ha tomado franca aprensión a interrumpir los juegos de la niña, y cualquier decisión al respecto se presenta como una tarea humillante. La niña acostumbra a huir de ella, y se esconde por todos sitios obligándola a dar innumerables vueltas. Ella está gorda, hace calor y desde hace diez años envejece sin remedio. Ahora la niña, que se sabe observada desde hace largo rato, con ese instinto del momento oportuno ha dado la vuelta a la piscina hasta colocarse en un pequeño recodo donde no es vista, y sin hacer ya caso ni a la burbuja ni a las gotas espera el paso renqueante de la tía, la cual, como siempre que se ve envuelta en tales dilemas, ha consultado con Estrella. —La niña sabe nadar, Adela —obtiene por toda respuesta. Adela no le hace caso. Se pone en pie y se acerca allí donde la piscina describe una caprichosa curva, que es donde la niña la espera a pesar de no levantar ni una sola vez la mirada hacia ella. Con cuidado de no resbalar va metiéndose poco a poco en el agua por la escalerilla, y comienza a nadar alrededor de la sobrina con cautela, alejándose de cuando en cuando para no levantar sospechas, y con el deseo no sólo de vigilarla, sino también de recibir alguna invitación para participar del juego. La niña, agarrando con fuerza la burbuja, ya se aleja hacia la otra punta, y la tía la sigue durante un rato, siempre como a hurtadillas y sin abandonar la esperanza de la invitación, hasta que final-

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mente, resentida, acaba por aguantarse con su baño solitario y con vigilar desde la distancia.

Se acerca la hora más espantosa del día: la del regreso a casa. Subir la empinada carretera, sentir la frialdad de las paredes en la tela mojada y en los dedos de los pies, y unas manos que arrancan el bañador, secan con una toalla áspera y la visten con una camiseta y unos pantalones cortos hasta la noche. Las imágenes se suceden en su cabeza con rapidez, produciendo primero una leve desazón, y luego un goce consciente de sí, al que la niña se abandona, como muerta; el brazo dejado caer por encima de la burbuja para evitar cualquier esfuerzo en un placer comparable tan sólo al del inicio de la mañana, cuando sus miembros vuelven a tomar contacto con el agua. El detenimiento del mediodía confiere al pequeño cuerpo un carácter irreal. La tía observa largo tiempo, ya fuera del agua, atontada por el sol; cuerpo flotante a punto de hacerla estallar, y se dice: se hace la muerta a propósito, ¡a propósito! Detiene este pensamiento y a continuación se echa la culpa: la loca soy yo. Vuelve a detenerse, confundida, hasta que finalmente se acerca a la niña y, sobre ella, grita. La niña reacciona con rapidez sacando la lengua a la tía, un poco insegura, basculando entre la mirada acusadora y perturbada, el pudor de haber sido sorprendida en semejante comunión con el agua y el nuevo placer de la huida, concentrado en los brazos y las piernas, que se agitan velozmente imitando los movimientos de una rana. —¡Croac, croac! —exclama, desafiante.

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El ritual es el mismo todos los días de la semana. Adela se acerca; cuerpo gordo en convulsión como consecuencia del pavor producido por el contacto con el cuerpo infantil que rechaza, que obliga a mandar desde el borde de la piscina. La niña no se mueve; de repente está sorda, o chapotea con todas sus fuerzas. El miedo no es advertido por la tía, que se queda siempre perpleja ante el espectáculo de la desobediencia, llevado hasta el límite terca e inconscientemente. Adela vocifera, y su voz, de tono demasiado bajo, se quiebra bajo la potencia del grito, nunca alcanzado del todo, nunca con la autoridad necesaria para ser acatado. Es exactamente la debilidad de la mujer lo que hace que la niña se asuste, y lo que a la vez provoca el rechazo, más cuanto que no existe nada que la haga comprender esa situación odiosa: la de la tía al borde de sí misma a causa de una asquerosa pequeñuela mimada. Ese poder es todavía demasiado grande e insufrible. Demasiado grande sin palabras. Estrella hace por fin su triunfal aparición, que consiste en colocarse al lado de Adela y mirar a la niña con cara de no hagas sufrir a tu tía, anda. La diligencia que la niña pone en obedecerla entra en el juego de la desobediencia, y cuanto más perfecta es la puesta en escena; cuanto más rápida la salida del agua y más devota es la mirada que dirige a Estrella, más le tiembla el labio a la tía, horrorizada por la farsa. La niña mira por un solo instante a la mujer, justo antes de que ésta emprenda el camino hacia el chalet sin esperarlas, buscando tal vez un ojalá te ahogues, pero no encuentra más que la misma expresión dolorida y reseca. La victoria adquie-

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re entonces tintes amargos. Todo sin palabras, ahora ella es sucia, aunque por la carretera empinada enseguida se olvida; mira las villas y se entretiene deseando todas aquellas disposiciones espaciales, de leves y abismales diferencias.

La zona residencial la conforman unos veinte chalets estilo años setenta, modestos, que ascienden por la ladera de la montaña y que tienen todos un gran jardín reseco, lleno de jara y otros arbustos. En el chalet de Adela sólo los arriates que rodean la casa están primorosamente cuidados, repletos de jazmines, geranios, pensamientos y begonias por la parte delantera, y por la trasera de árboles frutales y de una increíble mimosa rebosante de flores amarillas que despide una fragancia muy densa, y que constituye el olor por antonomasia del lugar. En la parte de monte, a la que se accede bajando unas escaleras muy empinadas, hay una mesa enorme y redonda de piedra, con cuatro bancos también enormes. Al fondo se apila leña, y todo está limpio de matorral. Es aburrido jugar allí, y la niña sólo baja cuando quiere mirar el monte a través de la alambrada, pues más allá del chalet de la tía nada se interpone entre ella y la montaña. Es el último chalet y el más alto. La imagen más fascinante es la de la carretera, apenas una raya en la calima borrosa, surcada por el reflejo del sol en los coches, que avanzan a gran velocidad. Su sonido se vuelve nítido durante la noche, y mientras el sol gobierna es sólo un suave zumbido, a pesar de que ninguna estridencia preside las jornadas. La niña a veces permanece muy atenta

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al paso de los automóviles. Cuando alguno se acerca, espera con una impaciencia absoluta, pues desde el momento en que el sonido es escuchado hasta que el coche aparece el tiempo de espera se hace desmesurado, y la vista, obstinada hacia el punto más lejano del horizonte, es cien veces engañada por la nebulosa de calor. Finalmente la máquina se acerca, centelleante, y pasa. La sensación que deja se acrecienta hasta desaparecer de nuevo en la lejanía, y todo se torna más quieto que antes. Una especie de misterio parece entonces emanar de la tierra, que se extiende formando un terreno de pequeñas y áridas colinas de color rojizo.

La carretera, la montaña, la luz, el aroma de los jazmines y de los arriates recién regados, el placentero transcurrir de las horas e incluso el bochorno. Todo eso forma parte del encanto de las cosas mudas, cuya existencia es frágil en comparación con la del mundo real, tan sólido e incomprensible: Adela, Estrella, vecinos que vienen a visitarla y a hacerle preguntas del tipo: «Y qué quieres ser de mayor?», o por ejemplo, ahora, permanecer en la cocina mientras Estrella le desenreda el pelo y la tía prepara la comida, envueltas en un ambiente tan afilado como un cuchillo, fruto de su desobediencia en la piscina, y que hace que ninguna de las mujeres se diga nada: tan sólo ese lento desenredar, ras ras, cortar en rodajas el pollo trufado, toc toc toc; sonido espaciado y el silencio pesando dentro y fuera de él, sobre todo dentro y fuera de él, como si los movimientos de la tía fueran una caja de resonancia. La niña cierra los ojos,

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agotada de tanta piscina y sensación de catástrofe y reproches y silencio, y desde la momentánea oscuridad dice: —Yo me peino. —Pues vete fuera para que se te seque. Y no te muevas. La niña sale disparada hacia el exterior. Una vez allí, se sienta en las escaleras que conducen a la entrada de la villa, desde donde puede oír las voces enfadadísimas de la cocina, aunque sin distinguir las palabras. Acercarse a la puerta para escuchar le da demasiado miedo, y cuando considera que su pelo está desenredado, en lugar de aguzar el oído y exponerse a saber algo sobre ella, comienza a emitir pequeños sonidos con la garganta. Al alzar la cabeza se encuentra con el rostro de la tía encajado entre las rejas de la ventana, de un color cetrino, vigilándola. Su expresión es ya archiconocida por la chiquilla, y por ende la que más detesta, y es espantosa de ver ahora por la sencilla razón de que todavía es demasiado pronto para semejante explosión —que por otro lado ocurre todas las noches: su poder maligno es declarado por la tía a la madre bajo la invariable fórmula de: «Ya no soporto a la niña, Inés»—. Demasiado pronto, por lo que el día ya está echado a perder. En efecto, en lugar de lamentarse, de los labios de la vieja mujer brotan unas palabras crueles, lapidarias: —Eres mala y me vas a matar. Pero fíjate en lo que te digo: no te vas a ir de aquí como llegaste. Por un momento, sólo se ve una cabeza sin cuello, una cabeza profundamente amarga, fantasmal y amenazante. La niña se queda muy seria con los ojos cerrados, como si no hubiese escuchado nada, y deseando que la cabeza desapa-

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rezca. Cuando los abra, la tía tiene que haberse ido. Sin embargo, durante largos minutos, Adela permanece ahí. La niña, abominándola más que nunca, y presa de una enorme violencia interior, decide no darle ese placer supremo de ser consciente de su presencia, y cierra los ojos de manera definitiva, al igual que cuando la obligan a quedarse en el salón durante la sobremesa por temor a los golpes de calor, aunque entonces lo que ocurre tiene un matiz distinto; es algo como pegajoso y que nada tiene que ver consigo misma, sino con el exterior. Miradas a hurtadillas, el sonido del reloj, las cortinas echadas y la áspera respiración de las mujeres adormecidas en el sofá; calma chicha en la que la pequeña permanece quieta, muy quieta, con los ojos cerrados como ahora y atenta a las virutas de muchos colores, hasta que a veces Estrella se despierta y viéndola en trance le pregunta: —¿De qué tienes miedo, Clarita? La niña suele mirarla con ojos tristes. Algo parecido al desamparo llega, y se sabe infinitamente pequeña ante la tía, por cuyo amor siente verdadero asco.

Como siempre que cae en semejante estado aprensivo, la niña piensa hasta encontrar algo —explicación, fantasía o, sencillamente, qué hacer— que la restituya, porque ahora, y a pesar de su rebeldía orgánica y justa, va eso otro la está haciendo vacilar; esa suerte de remordimiento ante sí misma, paralizante. Es una sensación terriblemente angustiosa pues, si no da rápido con una solución, entonces el

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curso de los acontecimientos se inmovilizará con ella, y nada de lo que suceda a partir de ese momento podrá tocarla. Ya no podrá jugar normal, ni mirar normal, ni hacer nada normal, hasta que no deje de sentir eso en las sienes y en el centro del estómago. Adela es imaginada en tonos realmente siniestros, que permiten a la niña entregarse a su papel de víctima, apretando mucho los dientes y mascullando: es una idiota, es una idiota, y como esta certeza no funciona, y la mitad de su cabeza está ya aceptando lo que su intuición rechaza —su responsabilidad real, seria y asquerosamente adulta—, poco a poco se desliza hacia la bondad, más por sí misma que por un deseo honesto de complacer, para quitarse la sensación pegajosa y volver a caer en el agujero de la rebeldía justa, como si fuera el péndulo de un reloj. Así pasa un buen rato, sentada en las escaleras y sin decidir nada porque todo es demasiado complicado, hasta que finalmente y como quien no quiere la cosa termina por ser razonable —y esa palabra sí que la entiende, porque los mayores se la repiten sin cesar, y sería parecida a obedecer queriendo—, y con mucha ecuanimidad piensa, o más bien siente, que la tía tiene su parte de razón, por ejemplo cuando la mesa está tan primorosamente puesta y ella nunca es reñida y todo se dispone para su propio placer. Y que eso es tan horrible como lo primero —saberse odiosa—, porque la culpa llega, y entonces digamos que sólo el desequilibrio de la mujer la salva de ser completamente mala. Redimida e ignorante, pues Adela ha desaparecido al fin del marco de la ventana y sus pensamientos han puesto un

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poco de orden en sus emociones, la niña se pone en pie, y con pasos trémulos se dirige hacia la parte trasera de la casa, a pesar de la prohibición de abandonar la terraza. Para darse fuerza a sí misma tiene que seguir desobedeciendo, y además es tan bueno saberse sola, fuera del alcance de las viejas mujeres. Se detiene junto a la mimosa amarilla y dice: —¡Mimosa, mimosa! Luego añade en un susurro: —No podemos hablar alto, porque esas tontas podrían darse cuenta. Se queda en silencio, contemplando extasiada el árbol, de un amarillo excéntrico, alucinante. Son las tres menos cuarto de la tarde y no hay ningún movimiento en los chalets colindantes, ni en la carretera. También los ruidos de la casa en la cocina han cesado, y sólo se escucha el batir de alas de las chicharras, y el propio detenimiento del aire, de una calidad envolvente, como si se posara sobre las cosas y las hiciera refulgir. Los frutales, la chumbera, los granitos de arena, el borde de los arriates, el vuelo de un insecto. Todo adquiere un matiz desconocido, y la sensación es la de poder estar en cualquier lugar, a través de la callada presencia de las cosas, tan extraña. La niña toma conciencia de su vibrante estado, haciéndolo desaparecer y volviendo a fijar la mirada en el árbol, aunque sin más resultados que el de ser invadida por el calor y por la visión borrosa. Los chorros amarillos se difuminan, y entonces el juego consiste en hacer difuminados con todo, hasta que acaban doliéndole los ojos. Luego se sienta, y como que a pesar de la momentánea claridad no es posible deshacerse del lado oscuro, y

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por ello y sin querer se pone a pensar, a pensar y a imaginar y a recordar; «Me produces dolor», le había dicho Adela una noche, dolor, dolor, dolor, y con toda su alma rechaza esta palabra, negra y seca como una tarde de bochorno encerrada en la casa.

—Tu tía y yo hemos estado hablando sobre ti, Clara — dice Estrella mientras se sienta a la mesa. La niña atiende procurando mostrarse grave. —Eres inteligente y te estarás dando cuenta de que las cosas no pueden seguir como hasta ahora. Tu comportamiento es absolutamente ingrato, y tu tía es muy sensible y no puede permitirse semejante estado de nervios. La niña asiente. Ya sabe lo que Estrella va a decir a continuación, que sus padres y el colegio cerrado y vaya disgusto. Y, en efecto, Estrella dice: —Y aunque va ser un problema para ella tenerte que llevar a tu casa, más aún lo va a ser para tus padres y para ti, Clara, porque tu colegio continúa cerrado y ellos no tienen donde dejarte. La niña sigue muy seria, aunque no puede evitar echar miraditas al pollo, repartido en los platos con minuciosidad, con la ensaladita a la derecha, las judías a la izquierda; una presentación de restaurante, y el hambre que le viene casi como un sufrimiento. Por un rato deja de atender, y se concentra en los gestos de ambas mujeres para no mirar el pollo y delatar así su indiferencia, hasta que el tono de voz sube, y de nuevo escucha:

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—Entonces, ¿sabes por qué tienes que portarte bien? La pregunta, tan incontestable como las que le hace la tía, está dirigida a ella, y por un momento eso le sorprende. Normalmente soporta la cháchara sin que nadie pida su intervención. Como es imposible zafarse, termina diciendo: —Porque sí. —Eso no es una explicación —dice Estrella, que se queda de nuevo callada, esperando una respuesta más satisfactoria. El silencio se hace muy pesado, y la mujer, exasperada, retoma su discurso—: En primer lugar, debes obedecer porque no eres más que una niña y todas las niñas obedecen hasta que se hacen mayores. ¿Eso lo entiendes? La niña responde: —Sí. —Además —prosigue—, con más motivo aún tienes que obedecer si la persona que te manda es de tu familia, y más todavía —y aquí la voz se altera, y vuelve a subir hasta convertirse en un rugido— ¡si tú estás a cargo de esa persona, que ahora mismo es tu tía! ¿Entiendes? El sí de la niña sale muy bajito, y casi es comido por la siguiente pregunta: —¿Y sabes por qué? La niña niega. —¡Pues yo te lo voy a decir! ¡A las personas mayores se las respeta, y cuando además son de tu familia se las quiere! ¿Me oyes? ¿Quieres tú a tu tía? La niña asiente. —Entonces, ¿vas a portarte bien? —Sí —responde sin ganas la niña.

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—Dilo entonces. Necesitamos que lo digas alto y claro. —Voy a portarme bien y a querer mucho a la tía. —Dame un beso —dice la tía, gorda bajo su vestido, extendiendo unos brazos como tentáculos y reprimiendo un mar de lágrimas—. A partir de este momento eres una niña buena. Acércate y dame un besito, anda, y otro a Estrella. La niña se levanta y le roza apenas la cara, y lo mismo hace con Estrella. Las dos mujeres, satisfechas, se lanzan al pollo, que devoran en escasos minutos. También la niña traga todo lo rápido que puede, deseando por favor que la comida acabe cuanto antes. Luego pide permiso para pasar la sobremesa jugando en la terraza y Adela, atontada con tanta reconciliación, aunque igualmente temerosa, la deja salir. La niña entra en sus dominios como una exhalación, y corre rápida a comprobar que la carretera sigue ahí, y que el árbol sigue ahí, y que la montaña continúa quieta y misteriosa a través de la alambrada, y después de este recorrido ha de apoyarse en un arriate, porque el cuerpo se le dobla en un calambre, y termina por vomitar, y luego por llorar de rabia porque Adela y Estrella la han visto desde la ventana, y su tía ha dicho bien alto: —Igualita a mí cuando me metían miedo. La niña es tan sensible como yo.

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MERCEDES CEBRIÁN (1971) es autora de cuentos, poeta y periodista cultural. Ha publicado los libros de género borroso El malestar al alcance de todos (2004), de donde se ha seleccionado el poema «Ciudad pronto (ya mismo)», Mercado común (2006), al que pertenece el poema «Aeropuertos (dos)», 13 viajes in vitro (2008) y Sala de máquinas (2009). Explora regularmente la sociedad de consumo en sus columnas del diario Público, reproducidas en el blog «Consumidora pro nobis».

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CIUDAD PRONTO (YA MISMO)

Al final, lo redujeron todo a extrarradio y quitaron el centro. Yo he conocido el centro: sonará cacofónico pero el centro era atrezzo, decorados variables —cerraron [este bar, abrieron una agencia de viajes— para un estrellato modesto, adaptado a nosotros. Su armazón invitaba al titubeo, permitía el no saber qué hacer con el futuro que te habían depositado entre las manos como un paño caliente de restaurante chino después de la ternera con bambú —al final aprendías a limpiarte con él, aprendías a manejar esa pieza de felpa, enrollada y ardiendo, que borraba las huellas de lo pegajoso.

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En cambio el extrarradio lo sabe todo desde la perspectiva de sus zonas insultantemente ajardinadas. Me acuerdo de un juego con tablero, un juego de infancia: árboles, casas, coches, muñecos de sonrisa obligatoria. Vidas con un recorrido ya [trazado, con transacciones comerciales ya organizadas, con decisiones ya tomadas por otros para ti en los cartoncitos de las preguntas. Como en el extrarradio: calles con nombres de flores todas juntas. Planetas todos juntos, pintores agrupados en otro sector (la palabra sector es muy frecuente). Nunca un río con una actriz difunta, y menos un escritor con un volcán.

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No hay que hacer nada en la víspera de no partir nunca. Álvaro de Campos

I El aeropuerto, sí, pero el aeropuerto de la provincia, el aeropuerto de vuelos prescindibles, el aeropuerto para la transacción minúscula y para el apretón de manos que sella un pacto enclenque. Aunque hubo un antes previo al aeropuerto de la provincia, se valoraba el brezo, se valoraba el saludo al quiosquero

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se siente ahora orgullosa, la provincia, de su tráfico aéreo y de su fuselaje. Mírala disfrutar de la elegancia de sus despegues, de la altitud miserable que alcanzan sus aviones. Crece con su aeropuerto la capital pequeña como crece el tumor incontrolable hasta hacerse metástasis, hay fauna y flora autóctonas adheridas al tren de aterrizaje y es literal el modo en que se toma tierra. Nunca una despedida amplia en el aeropuerto de la provincia: el adiós abarcable tiene más bien que ver con un juguete ausente.

II Estoy lejos del pan: he optado por quedarme sobre el suelo diáfano del aeropuerto internacional, he venido a postrarme ante la permanencia de su iluminación. El término antesala surgió aquí y aquí se quedará.

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Todo lo necesario está en este lugar, aquí es donde aprendimos el lenguaje de lo simultáneo, las acciones opuestas al horneado de pan: escoger alimentos envasados en plástico, abrirlos y comerlos mirando las pantallas. Todo son beneficios, han colgado una placa conmemorativa de mi satisfacción e insisto en lo del suelo: dos o más terminales con suelos sin obstáculos, no hay cimientos posibles. Aquí me quedo entonces, donde mi voz se proyecta a lo lejos, donde sólo me piden comprender unos códigos.

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JOSAN HATERO (1970) ha publicado Biografía de la huida (1996), Rumanía en octubre (1999), El pájaro bajo la lengua (1999) y Tu parte del trato (2003), libro de cuentos al que pertenece «Aplicar tarifas habituales», donde se habla de la soledad postfordista a través de la figura del taxista.

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A pesar de llevar ya casi diez años viviendo solo, tras tres días de ausencia, al regresar a su casa después del entierro, ésta le pareció más grande, vivienda excesiva para un viejo como él, que ya no espera recibir más visitas. Recorrió las habitaciones recogiendo todas las fotos y guardándolas bajo llave en un armario con un gesto de abandono. Mañana mismo volvería a salir con el taxi; cuanto menos tiempo estuviera en la casa, mejor.

Durmió hasta pasado mediodía. Cuando salió con el taxi, el sol caía vertical sobre el techo del vehículo, el aire fatigaba la respiración. Por un instante, recordó el cementerio bajo la lluvia tan sólo dos días atrás, la hierba húmeda de aquel país. Encendió el pequeño ventilador sobre el salpicadero. Condujo dirección a los hoteles. Al anochecer, apagó la luz verde de libre y condujo despacio hacia la solitaria playa frente a las fábricas. No deseaba volver a la casa, no todavía. Aparcó en la oscuridad, frente a la arena oscura, frente al mar sombrío, y salió a estirar

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las piernas. El aire soplaba tierra adentro y le trajo el sonido monótono de olas mansas. Había decidido volver a fumar. Intentó encender un cigarrillo, lo intentó repetidamente, no pudo; le temblaban las manos. Se las acercó a la cara, examinándolas. Temblaban.

Tres días después, recibió por radio el encargo de acudir a buscar un cliente. En la dirección indicada esperaba una muchacha de veintipocos años, escoltada por dos maletas idénticas. La muchacha contemplaba ensimismada sus propios zapatos. —¿Ha llamado a un taxi, señorita? Ella levantó la cabeza, miró al anciano taxista, miró en la dirección de donde había llegado el taxi y finalmente afirmó con un enérgico gesto de cabeza. El anciano se apeó de su vehículo y guardó las maletas. —Parece que el calor empieza a aplacar. La muchacha se limitó a emitir un leve sonido de asentimiento al tiempo que entraba en el coche. —Usted dirá —dijo el taxista, sin volverse de su asiento. —A la estación de autobuses. —Estación de autobuses. Muy bien —dijo arrancando el coche—. ¿Algún trayecto en particular? —El más rápido. Gracias. El taxista observó por el retrovisor cómo la muchacha se limpiaba restos de maquillaje de los lagrimales con un pañuelo de papel. La muchacha era tan hermosa que le parecía estar recordándola.

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—¿Le importa que fume? —No, no; fume lo que quiera. Yo... Yo lo dejé hace unos años, cosa del médico; pero aún me gusta el olor del tabaco. El taxista contempló cómo la muchacha encendía un cigarrillo. —¿Un viaje largo? —¿Perdón? —Que si va muy lejos —Mucho —dijo la muchacha. Y añadió—: Espero. —Mi hijo vivía en Inglaterra —dijo el taxista—. Volvía todos los veranos. La muchacha abrió la ventanilla a su lado y desterró una bocanada de humo. No había mucho tráfico a esa hora. —Perdone, ¿le puedo pedir un favor? —¿Un favor? Sí, claro. Si está en mi mano. —Si tiene cinco minutos libres, ¿le importaría despedirme en la estación? Esperar a que arranque mi autobús y decirme adiós. La muchacha aguardó la respuesta del taxista con la cabeza baja, como en un confesonario. Dijo: —Le pagaré. —No, por favor; no será necesario —contestó el taxista—. Ya casi es la hora de comer y en el restaurante de la estación se come bien y es barato. El taxista se detuvo en el aparcamiento de la estación, apagó el motor e insistió en llevar las maletas idénticas hasta el mismo vientre del autobús. Antes de subir, la muchacha dudó un instante, depositó un cauteloso beso en la mejilla del inmóvil taxista, del taxista estatua.

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Desde la ventanilla la muchacha agitó la mano y el taxista le respondió con energía, sumándose a la ceremonia; dijo adiós hasta que el autobús desapareció por la rampa de salida. El taxista miró alrededor, agradecido, sonrío con una nítida y definitiva hermandad a los otros que también despedían. Luego, sentado en su coche, sintió que algo se deslizaba y se movía dentro de él; se deslizaba arrastrándole. A modo de protección, escondió la cabeza entre las manos, entonces inmóviles, por fin.

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MANUEL VILAS (1962) es escritor y profesor de literatura. Entre sus obras destacan los libros de poemas Resurrección (2005), al que pertenecen «Audi 100» y «Seat 850», y Calor (2008); y las novelas Magia (2004) y España (2008). Colabora en diversos medios, como los diarios ABC y Heraldo de Aragón. En su obra, Zaragoza, la ciudad donde reside, se convierte en Zeta, universo mítico en el marco de la posmodernidad última.

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Manuel Vilas se compró un Audi de tercera mano, un Audi 100, y lo ponía a doscientos por la autopista de Barcelona, y luego tenía que pagar el peaje y eso que no iba a ningún sitio. Se quedaba mirando el Audi en las tardes de domingo, en mitad de un descampado, en mitad del desierto. El gran desierto que cerca la ciudad de Zaragoza, estéril y ácido como una bocanada de uranio enriquecido. Miraba las ruedas y las golpeaba con sus botas en punta, y pensaba que estaban durísimas, llenas de aire embrutecido, y es que acababa de estar en una gasolinera que se llamaba «El Cid», y las había hinchado, ese silbido poderoso de las válvulas, y miraba el dibujo de las ruedas, laberíntico y abstracto como las rayas de la mano, y se miró la mano, rugosa piel enaltecida en mitad de la nada, y se había cambiado el viejo radiocasete del Audi por un compacdisc Pioneer, con seis altavoces, 800 euros en el Carrefour,

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y puso a Lou Reed en el compac, y bien, muy bien, Street Hassle puso, y bien, bien, muy bien, dijo de nuevo, esto era todo, el Audi 100, la vida ennegrecida, las cercanías de un pueblo llamado Bujaraloz, la autopista de Barcelona, los infinitos camiones, un toro de Osborne cerca de Pina, el domingo, agrio y crucificado, y Lou Reed sonando en ninguna parte, en el desierto celestial, los 800 euros convertidos en el grito más hermoso de la tierra, y ningún ángel del cielo descendiendo, y Manuel Vilas —siervo de la nada, fumando, estéril, razonando, gimiendo—, silbaba bajo el sol inclemente, difuso, el sol borracho, y les daba patadas a las ruedas y las ruedas le devolvían el impulso, y eso era gracioso, y pensó en la guantera, y abrió la guantera y miró la documentación, y leyó su nombre, y abrió el maletero, y le pareció que allí había un montón de sitio para guardar cosas, y eso de repente le hizo completamente feliz.

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Mi madre me regaló un Seat 850 de quinta mano en el mes de octubre de 1985. Le costó veinticinco mil pesetas. Las ruedas eran recauchutadas y estaban abrasadas, destrozadas, ruedas momificadas del antiguo Egipto. Mi corazón, mis labios, pura goma recauchutada, neumáticos rabiosos del antiguo Egipto. Tenía cuatro puertas, ¿dónde estarán ahora esas cuatro puertas? Iba al cuartel con aquel 850 blanco. No me quitaba la gorra cuando conducía. No podías pasar de ochenta o te lo cargabas, lo hundías en el Leteo o en el Hades, jodido Hades, leía a Homero, y pensaba en esos tipos, Aquiles, Agamenón, Ulises, Helena, ah, pero si no pasabas de 80 el 850 aguantaba. Los asientos eran rojos de escai, un rojo ruso, de la bandera comunista. El intermitente estaba siempre duro. El acelerador era un hierro brillante.

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No había radio, y todo olía, olía la pobreza sedimentada en todos los rincones como una diosa omnipotente, que derramara memoria tan desesperada como los millones de años que el universo fulge para nadie, y olían las ventanillas agrietadas, y las bombillas tuertas del interior. El motor estaba detrás. Unas rendijas le daban el aire aquel de 1985. Iba al cuartel con aquel carro egipcio, aparcaba con cuidado. Lo veo ahora, en las noches sin sueño, venir a buscarme, el cuartel, el estúpido tiempo aquel, girando, giralunas recibiendo aquel beso, lo que pensé allí dentro, en esas cuatro paredes, las colillas que abrasé contra el cenicero quemado, las alas blancas derrotadas, golpeadas en la década de los sesenta, en la de los setenta, y ahora también, las pirámides, el Nilo, el Éufrates, las botas negras, dales brillo, la gorra fea, mi madre abre la cartera y saca un sobre con veinticinco mil pesetas, qué pobres son esta gente, eso pensaba el vendedor, es una ruina, no pases de ochenta,

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me llevaba hasta Zaragoza, me llevaba hasta el cuartel, me visita, me ruge al oído, estoy en el cielo, dice, me vi un día de gloria, joven, el cuartel, mi madre, el tipo de la venta de coches usados, diciendo adiós con la mano derecha, en la izquierda el sobre, coches ungidos por las lágrimas santas, en las afueras de un pueblo, el ser humano, gloria y destrucción, mi pensamiento, mi blancura, no duermo, el gran insomnio de los perdedores blancos. Era un Seat 850 blanquísimo, blanco nevera, dijo aquel hombre. España entera fue alguna vez un Seat 850. Íbamos cinco tipos allí montados, camino del cuartel, en el carro griego, cuatro pernoctas, el conductor, cabo; de copiloto, un cabo primera. Atrás, rígidos, callados, con miedo, dos voluntarios de dieciocho años, y un canario con pulmonía, con las gorras en las cabezas, y fumando. Las asquerosas gorras, sudadas, corona de espinas, y fumando. Fumando los cinco, tirando al aire la ceniza de Fortunas y Ducados, tristes, aplastando las colillas contra los desgraciados ceniceros. Estábamos tan asustados que no nos empalmábamos nunca.

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Siempre desnucada en las braguetas bien abrochadas en tardes perpetuas. Quizá se empalmase por nosotros el impávido e inmortal Seat 850. Y el coche ardía. La vida ardía. Para nada. Éramos miedo. Asqueroso miedo español, éramos pobres, yo era pobre. Menos mal del 850, él era el único que parecía no tener miedo a los días que arden para nada.

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ROGER WOLFE (1962) nació en Inglaterra pero reside en España desde su infancia. Ha cultivado la poesía, la narrativa y el ensayo. Entre sus títulos destacan Días perdidos en los transportes públicos (1992), ¡Que te follen, Nostradamus! (2002) y Oigo girar los motores de la muerte (2002). Muy ligada a la experiencia metropolitana y al malditismo, su obra resiste la clasificación.

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DE AQUÍ AL CIELO

Los madrileños me recuerdan a los estadounidenses. Viven mirándose el ombligo. No conocen más realidad que la propia, y aun la propia la conocen mal. Son estúpidos e ignorantes; de nivel cultural cero. Pero por lo menos no dan la brasa. En general, viven y dejan vivir. No se está tan mal en Madrid.

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Vive en Madrid y le agobia el tráfico la gente los alquileres la delincuencia la polución sonora y ambiental, su trabajo en el periódico, la poca paga, el jefe de sección. «¿Se puede ver el mar desde tu terraza?», me pregunta. «Exactamente no. Pero lo huelo.» «Qué suerte tienes, cabronazo. Vives

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mejor que yo.» Ya. Bueno. La vida es como cuando vas a un restaurante. El plato del de al lado siempre te parece mucho más apetitoso que el que acabas de pedir.

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FICCIONES DE MEMORIA La ficcionalización de la ciudad del siglo XX. Memorias de la migración. Guerra Civil, franquismo y democracia. Ficciones de clase. La mirada extranjera y su transformación en nativa.

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QUIM ARANDA (1963) es periodista, corresponsal en Londres del diario Avui, y escritor. Ha trabajado en diarios como Diari de Barcelona, El Observador y El Mundo. Es autor de dos trabajos sobre Manuel Vázquez Montalbán, cronista socio-político y ficcional de Barcelona, Què pensa Manuel Vázquez Montalbán (1995) y la biografía de Pepe Carvalho. Ha publicado la novela El avión de madera que logró dar media vuelta al mundo (2007) donde se retrata con complejidad la inmigración a Barcelona, con extensiones en Argentina y en Brasil.

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NUESTROS DÍAS EN BARCELONA

Nuestros días en Barcelona eran monótonos. Unos se repetían a otros como copias exactas, con el añadido, al principio penoso, de la ascensión a la buhardilla. A pesar de los ciento treinta y tres escalones que debíamos subir para llegar a ella, la vista desde arriba valía la pena, desde luego; lo único que valía la pena del lugar, cabe decir. Muchos anocheceres, mientras hacía los deberes, me quedaba encandilado mirando por las ventanas, las luces de Barcelona extendidas a mis pies. Desde allí podía ver una parte de la ciudad que entonces ya creía que tenía poco que ver con la que habitaba. Es éste un convencimiento que, a pesar de todo, a pesar de que descendimos de aquellas alturas y ocupamos un piso con ascensor y baño en una tranquila calle de San Gervasio —y de que muchos años después yo mismo me mudé a Ensanche—, ha ido reforzándose con el transcurrir de los años: como si Barcelona, incluso a despecho de las cantatas que la alaban como ciudad de acogida, se resistiera a dar la bienvenida al foráneo y lo mantuviera alejado de su corazón, a veces pequeño y miserable.

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La sentencia de mi tío Manolo, por lo demás, era acertada: —Se ve otro mundo desde arriba —había insistido el día en que llegábamos desde Escua, como para animarnos durante nuestra primera subida a los cielos. Es posible que mi tío dijera todo aquello de la vista y el paisaje, del mar y el limpio cielo, de la visión de otro mundo, de que las escaleras no importaban, etcétera, por una cierta envidia. Porque él, su mujer y mi primo Manolo ocupaban una vivienda —pequeña, pero bastante mayor que la nuestra— en las traseras de la planta baja de la finca de San Eusebio en que la tía trabajaba de portera. Apenas si entraba luz natural allí y de día o de noche debían de mantener todas las lámparas encendidas. La vivienda tenía tres ventanas: dos daban al patio de luces del edificio y una tercera, la más pequeña, a la calle. Esta última permanecía siempre cerrada y con la persiana bajada para ahuyentar las miradas ajenas. Las otras, aunque amplias, apenas si aportaban algo de penumbra. Lo más que se colaba a través de ellas era humedad, olor a orín de gato sobre los tejados de uralita de la manzana interior y la hediondez de la basura que vecinos sin miramientos ni educación lanzaban desde las galerías de los pisos superiores. Por allí caían de vez en cuando hasta huesos de pollo, y, cucha, comentaba mi tío, con aquel desparpajo tan suyo, los vainazas los tiran tan chupados que ni sirven para el caldo ya. A continuación, la tía hacía tremendo mohín de asco y gritaba un ¡Manolo, si serás burro!, al tiempo que se dejaba caer en una silla y, con cierta teatralidad, como de malvada de melodrama, encendía uno de

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sus Luckys para aclararse el mal sabor de boca que le había dejado la ocurrencia. Y a pesar del disgusto que le causaba a su mujer, María, no te pongas así, que no es para tanto, cojones, era aquélla una broma que el tío repetía a menudo, un alegre recibimiento, sobre todo cuando mis padres, mi hermano y yo íbamos a ducharnos a su casa. El ceremonial de la limpieza corporal de los sábados se completaba, igualmente, con una comida familiar, huevos fritos con patatas, por regla general asadas, y aderezadas con aceite, sal y pimienta. A la comida le seguía la sobremesa y a la sobremesa la merienda, leche con galletas. Si Ramón, el hijo del señor Antonio y la señora Rosa, estaba en casa, subíamos a jugar con él. Si no, nos acercábamos a la Plaza Molina o al pasaje Mulet, mi hermano, mi primo y yo a darle patadas a una pelota bajo la vigilancia de alguno de los adultos. La tarde se iba en un suspiro y llegaba la hora de la cena y de volver a la buhardilla. Vuelta a Sarria, el tranvía, el cansancio acumulado de todo el día y la inevitable escalera hasta alcanzar la cama, mamá, cógeme, que estoy agotada A pesar de los elogios desmesurados para con la buhardilla —quizá el tío se sentía responsable por habernos metido allí, un lugar muy poco apto para cuatro personas, y por eso trataba de endulzarnos el trago en la medida de sus fuerzas—, él mismo admitía que la escalera era angosta y muy empinada. —Trabajosa, muy trabajosa. —Demasiado —reconocía mi madre, aunque no se lo oí decir nunca en presencia de mi tío— para tan poco sitio como tenemos al llegar arriba.

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Menos mal de la vista y de la montaña. Tan poco sitio teníamos que en la buhardilla, por llamarla de algún modo, porque más que buhardilla era un palomar: una construcción ilegal aprovechando el terrado del viejo edificio, ni siquiera había un lugar en condiciones en que cocinar. Aquella fue una de las cosas que más le encogió el corazón a mi madre al darse cuenta de cómo habríamos de vivir al menos por un tiempo, que se alargó bastante más de lo esperado.

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MANUEL LONGARES (1943) es escritor. Cursó estudios de derecho, periodismo y filología hispánica. Entre su producción narrativa destacan novelas como Romanticismo (2001), a la que pertenece el fragmento que se reproduce, y Nuestra epopeya (2006), y libros de cuentos como Extravíos (1999) y La ciudad sentida (2007). Ha estudiado a la Generación del 98 y ha escrito abundantemente sobre Madrid.

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—A mi padre le perdonaron la muerte pero le hicieron la vida imposible. Al recordar varias tardes después esas palabras de Monjardín en el Casino, Pía se reconocía devuelta a sus meses de soledad junto a Domi en la imponente casa de Goya cuando su padre se moría lejos y ella intuía que algo desgarrador y pesaroso sucedía fuera de su alcance. Esa estampa de la huérfana sentada en el piso de madera de su cuarto con unos juguetes que luego se daban a los pobres del padre Altuna era tan divergente de la de su marido, con infancia feliz y padres longevos, que al escuchar a Monjardín Pía bajó la vista al mantel fatigado por los restos del banquete. Mientras se empeñaba en reunir con sus dedos las migas de pan, como Máxima en los almuerzos de los domingos, dulcemente la cercaba aquella palabra de fuego que al relatar su niñez contaba también la de ella, y no se atrevía a levantar los ojos ni la cabeza ni a expulsar su ahogo, tan atraída por lo que Monjardín contaba como temerosa de no saber reaccionar adecuadamente. Sobrevenida la medianoche en que las cenicientas dejan de ser princesas, le hubiera convenido una iniciativa de Arce

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que, imponiendo con cualquier pretexto el regreso al hogar, la privase de escuchar el descubrimiento que se insinuaba. Pero Arce era capaz de todo menos de ostentar su autoridad de marido. Y atentísimo a las palabras de su amigo sobre aquella experiencia de desarraigo infantil desconocida para él, no se le hubiera ocurrido interrumpirlo con su retirada intempestiva. —Fueron los años duros de España, los años del hambre y de los fusilamientos, con las cárceles llenas. Así Monjardín relató la posguerra menesterosa de su padre junto al pintor de éxito, sobreviviendo con la alícuota que los vencedores del caudillazgo destinaban a su vanidad de fratricidas. Y los comensales acompañaron al padre de Monjardín en su peregrinación por aquellas casas del cogollito que parecían diferentes de las que habitaban desde que Monjardín las describía con resentimiento. —Ahí donde mi padre había entrado de juez llamaba ahora a la puerta como un mendigo. El expulsado de la carrera judicial se introducía en los hogares del boato con la propuesta de retratar a sus propietarios, y meses después de que éstos accedieran a posar para Villasevil en el sillón de patriarca o de pie con el Retiro al fondo, y ya el cuadro enmarcado, volvía con la minuta de honorarios que no siempre era retribuida con el talón al portador, pues a la mayoría ni se les pasaba por la imaginación que su cuenta corriente debiera abonar el detalle de exponer su arrogancia de patrón o el restaurado escote de su señora a la mirada de Villasevil y a la caricia de su pincel multicolor sobre la blanca superficie del lienzo.

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—¿Cómo puede costar más un cuadro que un filete de vaca? —contaba Monjardín que le dijeron a su padre. Días después de aquella cena aún seguía sonrojándose Pía al rememorar el episodio alojado en su mente como un mal sueño: Monjardín atribuyó a la financiación del pintor la dicha de haber estudiado en el selecto colegio de Arce. Pía miró a su esposo, inflado por la alusión en su chaleco de fantasía. La mano izquierda de Monjardín agarró la derecha de Arce, unidas en ese gesto de compenetración que las aprieta y alza en triunfo. Faltaba ella en el grupo e intuyó que Monjardín no tardaría en incluirla, pero no sospechaba su alto costo. Y no porque el roce de su mano con la de Monjardín la turbase sino porque lo que contaba de su madre le revelaba cuánto se había distanciado ella de su marido y lo introducido que estaba en su familia aquel extraño. —¿Quién me iba a decir —dijo Monjardín al tomar la mano de Arce— que este amigo de infancia iba a casarse con la hija de la gran amiga de mi padre? E inmediatamente Monjardín volvió su rostro al espacio de Pía y el huracán enamorado de su verbo le significó que su madre había sido tan decisiva para su padre como el pintor que la retrató. —Siento por tu madre —exhaló Monjardín casi encima de ella— una devoción paralela a la que tú le debes. Esa noche quedó abierta la crisis del matrimonio Arce, pues Pía no entendió que su marido le hubiera ocultado la existencia de un retrato de su madre en la casa de Monjardín. Y se abochornaba al rememorar a Monjardín apresando

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su mano y elevándola con la de Arce para recalcar la armonía de ese trío de dos hombres y una mujer, una alianza que para Pía la enfrentaba a su marido y para el locuaz Monjardín salvaba diferencias ideológicas y de clase social al asumir la trayectoria de entendimiento y amor de sus padres. —La ignorancia nos desune —afirmó Monjardín—, ¡que nos reconcilie la inteligencia! Quizá hablaba de las dos Españas pero a Pía le pareció que su palabra de fuego prendía en algo demasiado íntimo para hacerlo público y en su mirada brilló el orgullo de una clase que no tolera compartir su grandeza. Al azar se debió que las pupilas grises de Pía chocaran con las de Monjardín, y en ese instante en que Arce quedó difuminado por el rencor de su esposa relampagueó el deseo del que Pía abominó enseguida y que no estaba segura de haber traslucido en su mirada, el deseo de morder aquella boca elocuente para tragarse las palabras que vertía, ese deseo que al plasmarse en su cerebro con la ferocidad de su boca agarrada a los labios de aquel arrebatador de sentidos le hizo bajar los ojos asustada de su ocurrencia y enterrarlos en el mantel como si se suicidaran desde el precipicio donde se asomaban al mundo, mientras la mano de Monjardín apretaba inocente la suya y ya ese cerco del profesor socialista sobre su familia abrazaba su pecho de alabastro con la asfixia de las vibraciones hondas, como cuando los niños del suburbio le pedían que no se fuese de su lado porque era de noche y podía no amanecer. Y avasallada por la mezcla de evocaciones y vivencias que la implicaban en el desorden atronador del otoño, murmuró al recordarlas aquella tarde de primavera:

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—Hija, te tocó. En el tono utilizado por su madre con las gafitas de miopía benigna al mirar en el periódico de Caty Labaig la lista navideña de la lotería para alegría y desencanto de Domi. Y fue en ese momento de asunción más atolondrada que consciente de un peligro difuso cuando el repique del teléfono del salón despejó su cabeza de especulaciones retrotrayéndola a la soledad de su casa ducal.

Oía decir Piorra y también Piorrita y dulcemente se vaciaba su corazón del veneno retenido durante sus reflexiones, porque al identificar a la amiga que llamaba a esa hora de la media tarde se figuró que la invitaba a una excursión por los escaparates de la acera derecha de Goya y esta afectividad se sumó a las emociones removidas. —Estoy bien, Fela —respondió a su pregunta. Pero inmediatamente rompió a llorar con el recordatorio del tiempo en que se telefoneaban y salían a la calle. Y Fela, desconcertada por su reacción, se apresuró a adelantarle la noticia que suponía apaciguadora de su desconsuelo: —Las tengo conmigo en casa —anunció—. Serénate, que no se han perdido, pero son dos loquitas de atar. Pía, que no lloraba por su hija, dejó de hacerlo al enterarse de sus devaneos, pues si el amor la debilitaba las ofensas la fortalecían. Cegada por la arrogancia llamó a Gisela Bonmatí para desahogarse de la afrenta de las niñas y compartir una estrategia. Pero como Gisela no estaba en casa dejó un recado escueto a la muchacha y sin mirarse en el

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espejo del baño ni en el retrato de su madre se echó a la calle furiosa por la chiquillada de Virucha: —Las encontramos en el Retiro pidiendo limosna con el perro —había explicado Fela—. Tu hija con la guitarra y la otra de pidona. No le despertaba esa imagen romanticismo o ternura sino la agitación de cuando advirtió que la muerte del Caudillo desequilibraba su posición en el mundo. Consiguió Valium en la farmacia de Alderete, compró unas biscotelas para su amiga y sin curiosear en los escaparates ni cortejar al bóxer ancianísimo de Sisita Notario descendió por Goya y subió Claudio Coello hasta el chaflán del teatro Beatriz. —Pero se encuentran perfectamente y muy contentas — había insistido Fela—. Enseñando sevillanas a Bing Crosby. La llegada de Pía no interrumpió la clase de baile y tuvo que ser la dureza de su tono y el ceño de su altanería lo que intimidara a las niñas, que excusaron su desvarío en la necesidad de socorrer a los pobres. —Queremos ser santas —dijo Goreri— para que Dios nos reboce en sus senos. —El amor de Dios es plástico —y Viracha quedó sobrecogida por una impotencia expresiva que Pía reconoció como suya. —La culpa no es de ellas —confesó Pía a Fela en la sala de espera del antiguo consultorio de dentista— sino del cura de las conferencias, que tira la piedra y esconde la mano. No me digas que no has oído hablar de ese petardista que gasta más en colonia que una pilingui con anillo de pedrusco.

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El marido de Fela las llevó en coche. Expresándose en inglés y sin esperar respuesta ni ser entendido, dejó primero a Goreti en su casa de Juan Bravo esquina a Serrano y a Viracha, Dylan y Pía en la de Goya, donde aún no había llegado Arce. Dylan cenó pero Viracha no, castigada hasta que explicase a su padre el sentido de su travesura. Y esa noche, cuando Pía encontró un minuto de paz, telefoneó a Gisela desde el salón. Pero Gisela no respondió como Pía esperaba. —¿No se lo habrá inventado esa ordinaria? —receló Gisela al conocer la mediación de Fela del Monte. —Estaban en el paseo del estanque, Gise, como quien dice en el centro de Madrid, todo el mundo las ha visto pidiendo limosna. —Tú no. —Yo no, pero eso ¿qué importancia tiene? Me las imagino tiradas por el suelo como caquitas de perro. —No exageres, que Goreti ha venido limpia como una patena. —Porque las hemos enchufado el aspirador en casa de Fela y ahora llevan más colonia encima que el cura mariposa. —Yo no me imagino a mi niña pasando la gorra como un organillero con el mono al hombro —se resistía Gisela— . La ordinaria de tu amiga está de manicomio y además nos tiene envidia porque es de peor condición, te lo he dicho mil veces y como si no. Allá tú, pero ya te advierto que no voy a consentir que hable de mi hija sin lavarse antes la boca. —Mira, Gise, estás imposible. Fela no tiene nada que ver en esto y si no es por ella las nenas se hubieran metido

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en un fregado con pilinguis y mariquitas y habría tenido que hablar tu marido con un pez gordo para quitárselas a la policía que las querría meter en la cárcel por corruptas. Ahora mismo llamo a Izaskun y mañana voy a la madre Santa Faz. Si quieres me acompañas o si quieres no. Pero yo a ese cura le corto las ocurrencias. —Con lo bien que habla —añoraba Gisela. —Pues que se meta la lengua donde ni sé ni me importa, pero a mi hija no la desgracia. Y al decirlo, Pía pensaba en Monjardín. No sólo porque desde el homenaje a Villasevil lo veía en todas partes sino porque encarnaba para ella la responsabilidad del desbarajuste. ¿Quién había traído la división a las familias sino los rogelios? Pero esta imputación y la trayectoria secreta de su madre quedaban en el fondo de su conciencia, lastradas por la vergüenza que les impedía salir a flote, y no se atrevía a mencionarlas cuando abordaba con Arce estos asuntos. —Porque Fela estaba delante no le crucé la cara a la nena de un bofetón —dijo esa noche Pía en el despacho de su marido—. Así que tú me dirás lo que hacemos con esta mocosa.

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JAVIER PÉREZ ANDÚJAR (1965) es escritor, periodista y licenciado en filología hispánica por la Universidad de Barcelona. Ha publicado los libros de no ficción Catalanes todos (2002) y Salvador Dalí. A la conquista de lo irracional (2003). Los príncipes valientes (2007), de donde se ha seleccionado «Series de policías», es su primera novela, una educación sentimental cuyo título remite al célebre tebeo.

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A diferencia de las grandes ciudades que voy viendo en las series de policías, Barcelona no es una ciudad de rascacielos. Lo más parecido a los rascacielos lo han levantado en los municipios de las afueras donde vivimos, que la arropan como un visón de cemento. Todo lo que hay de osadía en un rascacielos, lo tiene de hortera un edificio de catorce, quince plantas de altura. Un rascacielos es un gigante, y un bloque de pisos es más bien un ogro. Con la lectura de los cuentos troquelados, he aprendido desde el primer momento a diferenciar entre ogros y gigantes, y en seguida he visto que los ogros, por lo común, no son tan grandes como los gigantes, tienen verrugas y comen carne humana. Pronto voy a saber, a fuerza de leer cuentos maravillosos, que a los gigantes sólo se les mata cortándoles la cabeza, que es lo que hizo, por ejemplo, David con Goliath. Uno ve en las teleseries, en el Nueva York de Kojak y de McCloud, en el Boston de Banacek, en Los Ángeles de Cannon y de Colombo, en el San Francisco de Las calles de San Francisco, una magia de cuento de gigantes de cabeza jactanciosa que no va a encontrar en las aceras de su periferia

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industrial. Me gustarán las series policíacas como van a encantarme los cuentos de hadas, porque ambos hablan de lo mismo, del hombre que corre, perdido en un bosque o en una ciudad. Aprenderé en la televisión que voy a ser para siempre un hombre que corre, acaso como lo es Pinocho, en los episodios de Luigi Comencini, cuando corre en busca del hada de los cabellos azules por las playas y por los campos con su traje de papel floreado, y su gorro de miga de pan, y sus zapatos de corteza de árbol. En Comencini, tiene el hada de Pinocho un goticismo de pastelería de festivo, una tenebrosidad clara de puntillas, blondas y lazos, y asimismo una convalecencia de mujer que vive encerrada, que la emparientan con la señorita Havisham de la novela Grandes esperanzas, y quizá por eso voy siendo a la vez un poco Pip y un poco Pinocho. Pinocho, en la versión de Comencini, se convierte alternamente de muñeco en niño y viceversa, y así descubriré lo que tengo de títere, y aprenderé de esa forma que dentro de uno palpita una condición atávica y artesanal, a la que nunca va a poder renunciar. Pinocho va más allá que los detectives y los inspectores de policía, pues es el niño que corre, y esto le hace aún más verdadero que el hombre que corre, porque en un hombre que corre hay siempre un poco de retórica, y en el niño lo que hay es sólo estilo. Pinocho es el héroe más cierto, porque muere ahorcado en la rama de una encina, y va a ser necesaria un hada para resucitarlo. Un héroe no lo es sin sacrificio. Atrapado en un mundo donde todo es mentira, y en el que hasta él es de mentira, a Pinocho no le está permitido mentir, y por eso, porque juega bajo esa desigualdad,

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es incapaz de salir adelante. Pinocho cuenta la historia de alguien verdadero inmerso en un torbellino de embustes. Pinocho, en la serie de televisión, es un niño que juega limpio, al que parece que se le muere, gastándole una broma macabra, el hada protectora, y cuando va a visitar su tumba se encuentra que en la lápida dice: «aquí yace el hada de cabellos azules muerta por el dolor de verse abandonada por su Pinocho». Pinocho es el niño en su soledad cósmica de niño, y cuando yo vea esta serie empezaré a darme cuenta de que voy a ser un niño solitario. Pinocho, que va a la escuela de una manera republicana, es decir, para aprender a leer y a escribir, está hilvanado con el hilván perpetuo de la literatura, y en sus andanzas el muñeco de madera se me aparece un poco iluminado por el Asno de oro de Apuleyo cuando le convierten en burro en el País de los Juguetes, y otro poco oscurecido por Jonás en el vientre de la ballena, por supuesto; pero tiene además, cuando escapa de su prisión cetácea a lomos de un atún, cierto aire de la segunda parte del Lazarillo de Tormes, como la que se imprimió en Amberes, aunque esto ya son filologías comparadas. Este fascinante paisaje que es mi barrio también lo voy a encontrar traslucido en esos días en otra serie de televisión, que viene del otro lado del telón de acero, una coproducción entre Checoslovaquia y Alemania Oriental. Con esa serie me curtiré en un internacionalismo de clase, que resulta que me está llegando antes por la emoción estética que a través de la razón política. Aparecen en sus episodios barrios de edificios implacables, que son el reflejo de mi entorno, y los figurantes son vecinos como mis padres, como mis her-

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manas mayores, como mi abuela, como mi tío Ginés, como mi amigo Ruiz de Hita, y de este modo, al encontrarme sentado frente a esos episodios, en mi intimidad de niño lector de tebeos y de libros tebeizados, me maravillaré de que lo mágico vaya a manifestarse en un medio de clases populares. La magia de esta serie la irradia lo extraordinario de su protagonista, un hombrecillo de juguete, llamado Pan Tau, que se transforma cuando quiere en hombre de carne y hueso, y esta circunstancia hace que el asunto se me antoje una versión del Pinocho de Comencini en la cual por fin el muñeco ha alcanzado su derecho a cambiar a voluntad. Elegante hasta la extravagancia en un mundo rigurosamente normal y corriente, Pan Tau se pasea por las calles de esa ciudad, para mí lejana y desconocida, de bloques de cemento y acero, con un bombín y un paraguas bastón, y un clavel blanco en el frac, y una corbata con alfiler de perla, y una camisa blanca inmaculada, y un chaleco gris como el lomo de un delfín, y unos pantalones a rayas como los de un embajador pretérito, o como los de un ministro español de aquellos días, y con unos botines a todas horas recién lustrados. A Pan Tau le basta para transformarse de nuevo en muñeco, y disminuir por lo menos diez veces su tamaño, con darse unos golpecitos en el ala del sombrero al compás de unas notas, que pertenecen a la sintonía de la serie, y que voy a recordar secretamente como quien sabe una contraseña, y a continuación de tamborilear estas notas, Pan Tau dibuja un círculo recorriendo con el índice el ala de su bombín, y así tiene lugar su metamorfosis. Pan Tau se mete, bajo su aspecto de muñeco, en las carteras de los niños que

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no han ido una mañana a la escuela y furtivamente les hace los deberes. A Pan Tau, sus creadores le van a procurar un origen sideral en la era de los Soyuz y de los Apollo, y por eso en el primer episodio se le ve solitario y errabundo por el cosmos a bordo de su vehículo espacial, que está pintado de color rojo, y tiene las ventanas adornadas con encajes y visillos, y lleva en su parte delantera un telescopio dorado. Lo que atrae a la Tierra a Pan Tau es el llanto de un niño, que escucha desde el espacio, y porque quiere atenuar el infortunio o la adversidad de los niños, el muñeco se instala entre los humanos, y para pasar desapercibido toma el aspecto de un hombre. Pero ya digo, lo que me va a cautivar de Pan Tau, por encima de su chocante elegancia, y de su música, y de su haber superado a Pinocho y poder convertirse de juguete a persona y viceversa, es que haya elegido un barrio de trabajadores para instalarse en este planeta.

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FRANCISCO CASAVELLA (1963-2008) fue escritor y guionista de cine. Sus novelas son El triunfo (1990), Quédate (1993), Un enano español se suicida en Las Vegas (1997), la trilogía El día del Watusi (2002-2003) y Lo que sé de los vampiros (2008). «1995» es un fragmento de «Los juegos feroces», la primera parte de su trilogía ambientada en Barcelona.

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Llego a la cima del monte Tibidabo y veo a unos cincuenta huérfanos en su uniforme verde aceituna alineados frente al mirador que se abre a la ciudad. Los niños tiritan de frío y ansia bajo los arcos de la oficina del parque de atracciones. Los parques de atracciones... Algún original dice que esos lugares son un negativo burlesco del infierno, brillo de emoción en aristas de azogue; el Leteo discurre por túneles donde chillan las parejas y el tobogán de la montaña rusa es un precipicio de hierro que lanza condenados a las llamas. Todo es posible. Aunque si esos teóricos de la ingeniería alegórica llegasen a leer estas páginas, se turbarían cuando me vieran subido en una de las atracciones al final de la jornada, mientras decido, en medio de un universo de mi antigua propiedad, que merecen un prólogo la circunstancia y el modo en que me ha sido encargado el Informe. Este Informe. Unos papeles que, si nadie lo impide, serán un relato sobre raras variaciones de las que he sido testigo a lo largo de mi vida. Y esas variaciones no han sido rígidas, ideales; no hay cielo, ni infierno, ni sus ilusiones: uno encuentra laberintos sin plan, construcciones espirales sin

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centro y monstruos, muchos monstruos, nunca iguales, nunca diferentes, rendidos al misterio de una vida secreta que un aprendiz de mago ha vuelto ópera bufa.

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ROBERTO BOLAÑO (1953-2002) fue un escritor de origen chileno, formación mexicana y madurez creativa en Blanes, cerca de Barcelona. Se inició en la literatura como poeta infrarrealista, pero ha pasado a la historia de la literatura por sus libros de cuentos y sus novelas, sobre todo Los detectives salvajes (1998) y 2666 (2004). En un pasaje de la primera, que se reproduce a continuación, se sitúan en contrapunto historias que tienen lugar en Barcelona y en Madrid, piezas del puzzle narrativo deslocalizado que ocurre en la ficción.

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Iñaki Echavarne, bar Giardínetto, calle Granada del Penedés, Barcelona, julio de 1994. Durante un tiempo la Crítica acompaña a la Obra, luego la Crítica se desvanece y son los Lectores quienes la acompañan. El viaje puede ser largo o corto. Luego los Lectores mueren uno por uno y la Obra sigue sola, aunque otra Crítica y otros Lectores poco a poco vayan acompasándose a su singladura. Luego la Crítica muere otra vez y los Lectores mueren otra vez y sobre esa huella de huesos sigue la Obra su viaje hacia la soledad. Acercarse a ella, navegar a su estela es señal inequívoca de muerte segura, pero otra Crítica y otros Lectores se le acercan incansables e implacables y el tiempo y la velocidad los devoran. Finalmente la Obra viaja irremediablemente sola en la Inmensidad. Y un día la Obra muere, como mueren todas las cosas, como se extinguirá el Sol y la Tierra, el Sistema Solar y la Galaxia y la más recóndita memoria de los hombres. Todo lo que empieza como comedia acaba como tragedia.

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Aurelio Baca, Feria del Libro, Madrid, julio de 1994. No sólo ante mí mismo ni sólo ante los espejos ni en la hora de la muerte que espero tarde en llegar, sino ante mis hijos y mi mujer y ante la vida serena que construyo, debo reconocer: 1) Que en época de Stalin yo no hubiera malgastado mi juventud en el Gulag ni hubiera acabado con un tiro en la nuca. 2) Que en época de McCarthy yo no hubiera perdido mi empleo ni hubiera tenido que despachar gasolina en una gasolinera. 3) Que en época de Hitler, sin embargo, yo habría sido uno de los que tomaron el camino del exilio y que en época de Franco no habría compuesto sonetos al Caudillo ni a la Virgen Bendita como tantos demócratas de toda la vida. Y una cosa va por otra. Mi valor es limitado, bien cierto, mis tragaderas también. Todo lo que empieza como comedia acaba como tragicomedia.

Pere Ordóñez, Feria del Libro, Madrid, julio de 1994. Antaño los escritores de España (y de Hispanoamérica) entraban en el ruedo público para transgredirlo, para reformarlo, para quemarlo, para revolucionarlo. Los escritores de España (y de Hispanoamérica) procedían generalmente de familias acomodadas, familias asentadas o de una cierta posición, y al tomar ellos la pluma se volvían o se revolvían contra esa posición: escribir era renunciar, era renegar, a veces era suicidarse. Era ir contra la familia. Hoy los escritores de España (y de Hispanoamérica) proceden en número cada vez más alarmante de familias de clase baja, del proletariado y del lumpenproletariado, y su ejercicio más usual

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de la escritura es una forma de escalar posiciones en la pirámide social, una forma de asentarse cuidándose mucho de no transgredir nada. No digo que no sean cultos. Son tan cultos como los de antes. O casi. No digo que no sean trabajadores. ¡Son mucho más trabajadores que los de antes! Pero son, también, mucho más vulgares. Y se comportan como empresarios o como gángsters. Y no reniegan de nada o sólo reniegan de lo que se puede renegar y se cuidan mucho de no crearse enemigos o de escoger a éstos entre los más inermes. No se suicidan por una idea sino por locura y rabia. Las puertas, implacablemente, se les abren de par en par. Y así la literatura va como va. Todo lo que empieza como comedia acaba indefectiblemente como comedia.

Julio Martínez Morales, Feria del Libro, Madrid, julio de 1994. Voy a contarles algo acerca del honor de los poetas, ahora que paseo por la Feria del Libro. Yo soy poeta. Yo soy escritor. He ganado una cierta nombradía como crítico. 7 × 3 = 22 casetas a ojo de buen cubero, pero son, en realidad, muchas más. Limitada es nuestra visión. He conseguido, sin embargo, hacerme un lugar bajo el sol de esta Feria. Atrás quedan los coches estrellados, los límites de la escritura, el 3 × 3 = 9. Me ha costado. Atrás queda la A y la E que se desangran colgadas de un balcón al que a veces vuelvo en sueños. Soy un hombre educado: sólo conozco las cárceles sutiles. Poesía y cárcel, por otra parte, siempre han estado cerca. No obstante, mi fuente de atracción es la melancolía. ¿Estoy en el séptimo sueño o he escuchado de verdad cantar

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a los gallos en el otro extremo de la Feria? Puede ser una cosa o puede ser otra. Los gallos cantan al alba, sin embargo, y ahora, según mi reloj, son las doce del mediodía. Deambulo por la Feria y saludo a los colegas que deambulan tan idos como yo. Ido × ido = una cárcel en el cielo de la literatura. Deambulo. Deambulo. El honor de los poetas: el canto que escuchamos como pálida condena. Veo rostros juveniles que miran los libros expuestos y buscan sus monedas en el fondo de unos bolsillos oscuros como la esperanza. 7 × 1 = 8, me digo mientras miro con el rabillo del ojo a estos jóvenes lectores y una imagen informe y lenta como un iceberg se superpone a sus caritas ajenas y sonrientes. Todos pasamos bajo el balcón donde cuelgan las letras A y E y su sangre nos chorrea y nos ensucia para siempre. Pero el balcón es pálido como nosotros y la palidez jamás ataca a la palidez. Por otro lado, y esto lo digo en mi descargo, el balcón también deambula con nosotros. En otras latitudes a esto se le llama mafia. Veo una oficina, veo un ordenador encendido, veo un pasillo solitario. Palidez × iceberg = un pasillo solitario que nuestro miedo va llenando de gente, personas que deambulan por la Feria del Pasillo buscando no un libro sino una certeza que apuntale el vacío de nuestras certezas. Así interpretamos la vida en los momentos de máxima desesperación. Gregarios. Bederres. El bisturí corta los cuerpos. A y E × Feria del Libro = otros cuerpos; leves, incandescentes, como si anoche mi editor me hubiera dado por el culo. Morir puede parecer una buena respuesta, diría Blanchot. 31 × 31 = 962 buenas razones. Ayer sacrificamos a un joven escritor sudamericano en el altar de los sacrifi-

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cios de nuestra villa. Mientras su sangre goteaba por el bajorrelieve de nuestras ambiciones pensé en mis libros y en el olvido, y eso, por fin, tenía sentido. Un escritor, hemos establecido, no debe parecer un escritor. Debe parecer un banquero, un hijo de papá que envejece sin demasiados temblores, un profesor de matemáticas, un funcionario de prisiones. Dendriformes. Así, paradójicamente, deambulamos. Nuestra arborescencia × palidez del balcón = el pasillo de nuestro triunfo. ¿Cómo no se dan cuenta los jóvenes, los lectores por antonomasia, de que somos unos mentirosos? ¡Si basta con mirarnos! ¡En nuestras jetas está marcada a fuego nuestra impostura! Sin embargo, no se dan cuenta y nosotros podemos recitar con total impunidad: 8, 5, 9, 8, 4, 15, 7. Y podemos deambular y saludarnos (yo, al menos, saludo a todo el mundo, a los jurados y a los verdugos, a los patrones y a los estudiantes), y podemos alabar al maricón por su irrestricta heterosexualidad y al impotente por su virilidad y al cornudo por su honra inmaculada. Y nadie gime: no hay desgarro. Sólo nuestro silencio nocturno cuando a cuatro patas nos dirigimos hacia las hogueras que alguien a una hora misteriosa y con una finalidad incomprensible ha encendido para nosotros. El azar nos guía aunque nada hemos dejado al azar. Un escritor debe parecer un censor, nos dijeron nuestros mayores y hemos seguido esa flor de pensamiento hasta su penúltima consecuencia. Un escritor debe parecer un articulista de periódico. Un escritor debe parecer un enano y DEBE sobrevivir. Si no tuviéramos, encima, que leer, nuestro trabajo sería un punto suspendido en la nada, un mandala reducido a su mínima

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expresión, nuestro silencio, nuestra certeza de tener un pie cristalizado en el otro lado de la muerte. Fantasías. Fantasías. Quisimos, en algún pliegue perdido del pasado, ser leones y sólo somos gatos capados. Gatos capados casados con gatas degolladas. Todo lo que empieza como comedia acaba como ejercicio criptográfico.

Pablo del Valle, Feria del Libro, Madrid, julio de 1994. Voy a contarles algo acerca del honor de los poetas. Hubo una época en que yo no tenía dinero ni tenía el nombre que ahora tengo: estaba en el paro y me llamaba Pedro García Fernández. Pero tenía talento y era amable. Conocí a una mujer. Conocí a muchas mujeres, pero sobre todo conocí a una mujer. Esta mujer, cuyo nombre es preferible dejar en el anonimato, se enamoró de mí. Ella trabajaba en Correos. Era funcionaria de Correos, decía yo cuando los amigos me preguntaban qué hacía mi mujer. En realidad eso era un eufemismo para no decir que ella era cartera. Vivimos juntos durante un tiempo. Por las mañanas mi mujer salía a trabajar y no regresaba hasta las cinco de la tarde. Yo me levantaba cuando oía el leve ruido que hacía la puerta al cerrarse (ella era delicada con mi descanso) y me ponía a escribir. Escribía sobre cosas elevadas. Jardines, castillos perdidos, cosas así. Después, cuando me cansaba, leía. Pío Baroja, Unamuno, Antonio y Manuel Machado, Azorín. A la hora de comer, salía a la calle, a un restaurante en donde me conocían. Por la tarde, corregía. Cuando ella regresaba del trabajo solíamos hablar durante un rato, ¿pero de qué

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podía hablar un literato con una cartera? Yo hablaba de lo que había escrito, de lo que planeaba escribir: una glosa sobre Manuel Machado, un poema sobre el Espíritu Santo, un ensayo cuya primera frase era: a mi también me duele España. Ella hablaba de las calles que había recorrido y de las cartas que había repartido. Hablaba de los sellos, algunos rarísimos, y de las caras que había entrevisto en su larga mañana de repartidora de cartas. Después, cuando ya no aguantaba más, le decía adiós y me iba a vagabundear por los bares de Madrid. A veces acudía a presentaciones de libros. Más que nada por las copas gratis y por los canapés. Iba a la Casa de América y escuchaba a los orondos escritores hispanoamericanos. Iba al Ateneo y escuchaba a los satisfechos escritores españoles. Más tarde me reunía con amigos y hablábamos de nuestras obras o nos íbamos todos juntos a visitar al Maestro. Pero por sobre la cháchara literaria yo seguía escuchando el ruido de los zapatos sin tacones de mi mujer que recorría su zona de reparto una y otra vez, silenciosa, arrastrando su bolsón amarillo o su carrito amarillo, eso dependía del grueso de la correspondencia a entregar, y entonces me desconcentraba, mi lengua, segundos antes ingeniosa, punzante, se volvía de trapo y me sumía en un hosco e involuntario silencio que los demás, incluido nuestro Maestro, solían interpretar, por suerte para mí, como una muestra de mi talante reflexivo, reconcentrado, filosófico. A veces, cuando volvía a casa a las tantas de la madrugada, me detenía en el barrio en el que ella solía trabajar y remedaba, simulaba, imitaba con gestos entre militares y fantasmales, su rutina diaria. Al final terminaba

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vomitando y llorando apoyado en un árbol, preguntándome a mí mismo cómo era posible que yo pudiera convivir con esa mujer. Nunca encontré respuestas o las que encontré no resultaban plausibles, pero lo cierto es que no la dejé. Vivimos juntos durante mucho tiempo. A veces, en un alto en la escritura y para consolarme, me decía que peor hubiera sido que fuera carnicera. Yo hubiera preferido, más que nada por seguir la moda, que fuera policía. Policía era mejor que cartera. Cartera, sin embargo, era mejor que carnicera. Después seguía escribiendo y escribiendo, enrabietado o al borde del desmayo, y cada vez dominaba más los rudimentos del oficio. Así fueron pasando los años y durante todo ese tiempo yo chuleé a mi mujer. Finalmente me gané el premio Nuevas Voces del Ayuntamiento de Madrid y de la noche a la mañana me vi en posesión de tres millones de pesetas y de una oferta para trabajar en uno de los más conspicuos periódicos de la capital. Hernando García León escribió una reseña elogiosísima de mi libro. La primera y la segunda edición se agotaron en menos de tres meses. He aparecido en dos programas de televisión, si bien en uno de ellos tengo la impresión de que me llevaron para que hiciera el payaso. Estoy escribiendo mi segunda novela. Y dejé a mí mujer. Le dije que nuestros caracteres eran incompatibles y que no le quería hacer daño y que esperaba que todo le fuera bien y que ella sabía que podía contar conmigo en cualquier momento, para lo que fuera. Después metí mis libros en cajas de cartón, mi ropa en una maleta y me marché. El amor, no recuerdo qué clásico lo dijo, sonríe a los que triunfan. No tardé en ponerme a vivir con otra mujer.

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He alquilado un piso en Lavapiés, un piso que pago yo, y en donde soy feliz y productivo. Mi actual mujer estudia filología inglesa y escribe poesía. Solemos hablar de libros. Y a veces se le ocurren ideas muy buenas. Creo que hacemos una estupenda pareja: la gente nos mira y asiente, de alguna manera personificamos el futuro y el optimismo no reñido con la sensatez y la reflexión. Algunas noches, sin embargo, cuando estoy en mi estudio dando los últimos toques a mi crónica semanal o revisando algunas páginas de mi novela, escucho pasos en la calle y tengo la impresión, casi la certeza, de que se trata de la cartera que ha salido a repartir la correspondencia a una hora inoportuna. Me asomo al balcón y no veo a nadie o tal vez veo al borrachín de turno de vuelta a casa, perdiéndose por una esquina. No pasa nada. No hay nadie. Cuando vuelvo a mi escritorio, no obstante, los pasos se repiten y entonces sé que la cartera está trabajando, que aunque no la vea la cartera está recorriendo su zona en la peor hora para mí. Y entonces dejo mi crónica semanal y dejo el capítulo de mi novela y trato de escribir un poema o dedicarle el resto de la noche a mi dietario, pero no puedo. El ruido de sus zapatos sin tacones resuena en el interior de mi cabeza. Un sonido apenas perceptible y que yo sé cómo exorcizar: me levanto, camino hasta el dormitorio, me desnudo, me meto en la cama en donde encuentro el cuerpo perfumado de mi mujer, le hago el amor, a veces con mucha dulzura, a veces de forma violenta, y después me duermo y sueño que ingreso en la Academia. O no. Es un decir. A veces, en realidad, sueño que ingreso en el Infierno. O no sueño nada. O sueño que me

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han castrado y que con el paso del tiempo unos testículos muy pequeñitos, como dos olivas incoloras, me vuelven a brotar de la entrepierna, y que yo los acaricio con una mezcla de amor y temor y que los mantengo en secreto. El día ahuyenta a los fantasmas. Por supuesto, de esto no hablo con nadie. Hay que mostrarse fuerte. El mundo de la literatura es una jungla. Yo pago mi relación con la cartera con unas cuantas pesadillas, con unos cuantos fenómenos auditivos. No está mal, lo acepto. Si tuviera menos sensibilidad, seguramente ya ni siquiera me acordaría de ella. A veces incluso tengo ganas de llamarla por teléfono, de seguirla en su reparto diario y verla, por primera vez, trabajar. A veces tengo ganas de quedar con ella en algún bar de su barrio que ya no es el mío y preguntarle por su vida: si ya tiene un nuevo amante, si ha repartido alguna carta proveniente de Malasia o Tanzania, si aún recibe, por Navidad, el aguinaldo del cartero. Pero no lo hago. Me conformo con oír sus pasos, cada vez más débiles. Me conformo con pensar en la inmensidad del Universo. Todo lo que empieza como comedia termina como película de terror.

Marco Antonio Palacios, Feria del Libro, Madrid, julio de 1994. He aquí algo sobre el honor de los poetas. Yo tenía diecisiete años y unos deseos irrefrenables de ser escritor. Me preparé. Pero no me quedé quieto mientras me preparaba, pues comprendí que si así lo hacía no triunfaría jamás. Disciplina y un cierto encanto dúctil, ésas son las claves para llegar a donde uno se proponga. Disciplina: escribir

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cada mañana no menos de seis horas. Escribir cada mañana y corregir por las tardes y leer como un poseso por las noches. Encanto, o encanto dúctil: visitar a los escritores en sus residencias o abordarlos en las presentaciones de libros y decirles a cada uno justo aquello que quiere oír. Aquello que quiere oír desesperadamente. Y tener paciencia, pues no siempre funciona. Hay cabrones que te dan una palmadita en la espalda y luego si te he visto no me acuerdo. Hay cabrones duros y crueles y mezquinos. Pero no todos son así. Es necesario tener paciencia y buscar. Los mejores son los homosexuales, pero, ojo, es necesario saber en qué momento detenerse, es necesario saber con precisión qué es lo que uno quiere, de lo contrario puedes acabar enculado de balde por cualquier viejo maricón de izquierda. Con las mujeres ocurre tres cuartas partes de lo mismo: las escritoras españolas que pueden echarte un cable suelen ser mayores y feas y el sacrificio a veces no vale la pena. Los mejores son los heterosexuales ya entrados en la cincuentena o en el umbral de la ancianidad. En cualquier caso: es ineludible acercarse a ellos. Es ineludible cultivar un huerto a la sombra de sus rencores y resentimientos. Por supuesto, hay que empollar sus obras completas. Hay que citarlos dos o tres veces en cada conversación. ¡Hay que citarlos sin descanso! Un consejo: no criticar nunca a los amigos del maestro. Los amigos del maestro son sagrados y una observación a destiempo puede torcer el rumbo del destino. Un consejo: es preceptivo abominar y despacharse a gusto contra los novelistas extranjeros, sobre todo si son norteamericanos, franceses o ingleses. Los escritores españoles odian a sus contemporá-

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neos de otras lenguas y publicar una reseña negativa de uno de ellos será siempre bien recibida. Y callar y estar al acecho. Y delimitar las áreas de trabajo. Por la mañana escribir, por la tarde corregir, por las noches leer y en las horas muertas ejercer la diplomacia, el disimulo, el encanto dúctil. A los diecisiete años quería ser escritor. A los veinte publiqué mi primer libro. Ahora tengo veinticuatro y en ocasiones, cuando miro hacia atrás, algo semejante al vértigo se instala en mi cerebro. He recorrido un largo camino, he publicado cuatro libros y vivo holgadamente de la literatura (aunque si he de ser sincero, nunca necesité mucho para vivir, sólo una mesa, un ordenador y libros). Tengo una colaboración semanal con un periódico de derechas de Madrid. Ahora pontifico y suelto tacos y le enmiendo la plana (pero sin pasarme) a algunos políticos. Los jóvenes que quieren hacer una carrera como escritor ven en mí un ejemplo a seguir. Algunos dicen que soy la versión mejorada de Aurelio Baca. No lo sé. (A los dos nos duele España, aunque creo que por el momento a él le duele más que a mí.) Puede que lo digan sinceramente, pero puede que lo digan para que me confíe y afloje. Si es por esto último no les voy a dar el gusto: sigo trabajando con el mismo tesón que antes, sigo produciendo, sigo cuidando con mimo mis amistades. Aún no he cumplido los treinta y el futuro se abre como una rosa, una rosa perfecta, perfumada, única. Lo que empieza como comedia acaba como marcha triunfal, ¿no?

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REPRESENTACIONES CONTEMPORÁNEAS Ficciones que especulan con la dimensión filosófica posmoderna de la metrópolis. La ciudad pantalla y videojuego. La ciudad circuito. Fragmentación y collage. La inmigración en tiempo real.

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JUAN TREJO (1970) es escritor, traductor y profesor de literatura y de teoría de la traducción. Ha publicado varios relatos en antologías y la novela El fin de la Guerra Fría (2008), de donde se ha extraído el siguiente fragmento, protagonizado por la teoría arquitectónica de Slavoj Apeyron, trasunto del filósofo de origen esloveno Slavoj Zˇizˇek, proyectada en sus ficcionales edificios barceloneses. En la novela, Barcelona no es sólo una realidad topográfica e histórica, sino —sobre todo— un paisaje mental.

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En su discurso de aceptación del premio FAD de diseño y arquitectura, recibido por su famoso trabajo realizada para el restaurante Kimiya, el arquitecto esloveno Slavoj Apeyron habló de la tensión existente entre el discurrir de la historia como concepto tentacular y generalista y la esencia de la ciudad como representación y suma de la identidad humana. Fue un discurso más largo de lo habitual, plagado de tecnicismos y términos filosóficos, aparte del repaso histórico que hizo de Barcelona, aunque resultó curioso que el eje central de su discurso fuese la idea de que la ciudad era en la actualidad la unidad mínima para pensar en el sujeto y la identidad («la ciudad ya no es un paisaje para el retrato del individuo, una suerte de marco o de tela en la que se aprecian unas características. Ahora la ciudad es el retrato y los seres humanos son figuras de la composición que adquieren relevancia como parte de un cuerpo mayor»), añadiendo, a modo de conclusión, que Barcelona era una de las ciudades que mejor había sabido captar la esencia del tiempo por venir, sumergiéndose en un proceso de transparencia (sic), y que, por tanto, era seguramente el lugar más

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adecuado del mundo para preguntarse por el presente y el porvenir del ser humano, tanto a nivel social como íntimo e intransferible. «Tal vez se deba a que Barcelona ha alcanzado el verdadero estatus de la modernidad: ser un lugar de tránsito, de flujo constante. Lo curioso es que ya no existe un destino último, o sea Barcelona no es un lugar-de-pasohacia, sino un lugar de paso sin más. El destino último no es Nueva York o Beijing, pues no hay un carácter marcado que exija llegar hasta allí para descubrir la verdadera esencia de la ciudad o lo urbano. La verdadera esencia, repito, es la de ser lugares de paso. El hecho de ser así no niega la posibilidad de un carácter, todo lo contrario. Se trata de buscar una nueva manera de enfocar la idea de la identidad, tal vez como una particularidad expandible y sin contornos. Al final, por lo tanto, en la futura indiferenciación aparente de las ciudades de paso, lo único que queda o quedará es el nombre, una palabra, que ofrezca cobertura a un fenómeno indiferenciado. El modo en que acabe tratándose ese nombre supondrá el éxito o el fracaso de una ciudad y, en ese sentido, Barcelona se ha adelantado a las principales ciudades del mundo, les lleva una considerable ventaja, pues no ha tenido miedo de desprenderse de ciertas cosas para adaptarse al cambio; un cambio, por otra parte, insoslayable.» Muchos de los presentes en el acto de entrega del premio, y muchos de los que leyeron los artículos aparecidos en la prensa al día siguiente, no entendieron absolutamente del discurso de Apeyron. Otros, entre los políticos y los gestores, se quedaron con frases llamativas respecto a la capacidad de innovación de la ciudad que ellos entendieron como

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un halago a su gestión, sin apreciar doblez o significado oculto alguno. Entre los que captaron siquiera parte de su discurso, básicamente colegas arquitectos y profesores de grado superior, los hubo que asintieron con convicción, una minoría, y los hubo que, como siempre con lo dicho por Apeyron, fruncieron el ceño o directamente esbozaron una risita cínica de carácter destructivo. Los que comprendieron su discurso dieron por hecho que Apeyron dijo todas aquellas cosas de Barcelona, en particular lo referente a la «indiferenciación» y la «transparencia», como argumentación y defensa de su cuestionada visión de la arquitectura y el urbanismo. En cierto sentido, suponían que Apeyron estaba hablando de sus propias construcciones más que de una Barcelona totalmente real; o al menos eso querían creer. En particular, sospechaban que Apeyron estaba justificando el polémico Complejo Ramon Llull, uno de sus edificios más emblemáticos junto al premiado trabajo de reconstrucción y diseño realizado para el restaurante Kimiya, ambos en Barcelona. Los defensores de las teorías de Apeyron en todo el mundo, definían su arquitectura como «invisible», o bien «transparente», término que el esloveno prefería, e incluso declaraban que se trataba de «obras en movimiento», o de estructuras «fluidas», «suspendidas» o «levitantes». Sus defensores destacaban el valor de unas creaciones que dejaban atrás la idea del ego en arquitectura, absolutamente imperante en la época, para volver a centrarse en el entorno y en los ocupantes de las construcciones. Sus detractores también utilizaban el término «invisible» para referirse a sus teorías arquitectónicas, pero en este caso

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como apelativo para algo sin forma, sin estructura y, en última instancia, sin contenido. Se le criticaba también por estar excesivamente ligado a una poderosa multinacional, Best Harvest Enterprises, por ser lo que algunos denominaban «un creador corporativo». De sus obras, y en particular del Complejo Ramon Llull, decían que eran la sublimación del trampantojo, también que no eran más que reproducciones a escala faraónica de juguetes antiguos, sin siquiera un destacado poder evocador. Decían que se trataba de una arquitectura de «plafón y dibujo» en el que realmente desaparecía la idea misma de edificio o construcción. Otros señalaban la debilidad de sus sistemas de prolongación espacial mediante espejos y persianas variables como estructuras centrales más que de acompañamiento. Sus críticos más acérrimos se contaban entre los intelectuales estadounidenses, sobre todo debido a un artículo suyo aparecido en la revista ArtForum un ano después del atentado de las Torres Gemelas de Nueva York en el que podían leerse cosas de este cariz: «No es extraño descubrir que la ciudad reclama del pequeño o gran conflicto bélico. Y ahora la ciudad ha encontrado su nueva amenaza: el terrorismo global. El accidente obliga a la reconstrucción fidedigna. El terremoto, el huracán o el incendio conllevan un trabajo de reconstrucción específica para eliminar el factor azaroso. El terrorismo obliga a detenerse, a pensar en qué hacer con la ruina». O: «La ciudad necesita los derrumbes y las explosiones que acaban con edificios o manzanas para seguir viviendo. De no ser así se fosiliza y muere. La ciudad lucha de ese modo —sujeta al azar— contra la buro-

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cratización y el asedio de la idea de museo. La ciudad como carácter y ser vivo no tiene visión jerárquica: necesita espacio, su fin y esencia es acaecer, suceder, moverse». O: «Al Qaeda está ayudando a cierto sector político a reeditar la Guerra Fría, o como mínimo a mantenerla con vida durante unos cuantos años más. Los hay a los que les interesa prolongar la tensión y el miedo que entraña la confrontación bipolar». O: «La Guerra Fría acabó y el hecho global de que todas las ciudades sean susceptibles de ser atacadas, convertidas en ruina, lo demuestra. ¿Cuántos aviones tendrán que estrellarse en medio de ciudades para que lo entendamos?». O: «Si los dirigentes promueven el miedo, la única vía auténtica de supervivencia para la ciudad será convertirla en una falsa ruina, en una Hiroshima 1945, o bien en una Pripiat 1986 de superlujo, con inmensas galerías subterráneas en las que vivir una pseudovida marcada por la ilusión de haber superado la catástrofe total. Una nueva idea de Las Vegas: la arquitectura simbólica de corte apocalíptico para intentar esquivar la amenaza». La construcción del Complejo Ramon Llull, sin embargo, no despertó en un principio la expectación ni las discrepancias que habían generado otros edificios de Barcelona como el Teatre Nacional o el hotel Arts. Cuando se iniciaron las obras, el furor por construir hacia lo alto y el revuelo que acabaría creando la reordenación urbanística del Fòrum no eran siquiera un rumor popular, pues a pesar de que dicha fase se había iniciado hacía algún tiempo, los medios no habían sabido crear un verdadero marco de discusión o análisis; no habían sabido o no les había interesa-

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do generar interés. Su ubicación, por otra parte, distaba mucho de resultar llamativa en ese momento, justo en mitad del nuevo tramo de la Diagonal que desde Glòries llevaba al barrizal que eran en ese momento los terrenos del Fòrum. Esa zona se entendía todavía casi como la periferia de la ciudad, un lugar un tanto fantasmal, como un animal recuperado de las oscuras garras de la muerte, revivido, y del que no se sabe si utilizarlo para trabajar o apartarse de él dejándose llevar por la superstición. Con el tiempo, el Complejo Ramon Llull se alzaría a una distancia equidistante tanto del hotel Princess de Tusquets como de la Torre Agbar de Jean Nouvel, casi como si hubiesen doblado por la mitad esos kilómetros de la avenida, pero en ese momento fueron muchos los que creyeron que instalar la sede de una empresa en semejante tierra de nadie era poco menos que invocar el desastre. El ciudadano medio poco podía saber que el Complejo Ramon Llull iba a albergar los cuarteles generales en Europa del sur de la multinacional Best Harvest Enterprises, una poderosa empresa centrada en las telecomunicaciones y la ingeniería pero especializada también en cuestiones de reordenación urbanística a gran escala. Best Harvest, por ejemplo, estaba detrás del proyecto de reflote empresarial y urbanístico de Detroit, se había encargado del plan de saneamiento de la ciudad de Taiyuan, así como de la ordenación y las infraestructuras de cinco ciudades chinas más, y era una de las empresas encargadas de los planes de ampliación de Shangai. Dentro de una de las secciones de la multinacional, por otra parte, concretamente Intervenciones Urbanas (Envi-

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ronment Interventions), estaba ubicado, a pesar de mantener un elevado grado de independencia, el estudio de arquitectura de Slavoj Apeyron, con sede en San Francisco; de ahí las críticas que recibía por una parte de sus colegas como «creador corporativo». El Complejo Ramon Llull tenía toda una serie de características que lo convertían en una construcción singular. Sin una forma completamente definida debido a la superposición de planos, con tendencia a lo cúbico más que a lo cilíndrico, constaba de una torre, bastante más baja y chata que la torre de Jean Nouvel o que los rascacielos de la Villa Olímpica, flanqueada por tres edificaciones de siete pisos de altura que formaban una L con la torre principal. Desde la distancia, desde la altura que ofrecían los diferentes miradores o atalayas de la ciudad, resultaba bastante complicado ubicar, incluso visualizar, la sede de Best Harvest. Un curioso e innovador sistema que combinaba enormes planchas espejadas de metacrilato, diferentes capas de tramas de redecilla metálica y plafones con dibujos de finas líneas adaptándose a los contornos de su alrededor y siguiendo las líneas de fuga (de ahí que sus detractores hablasen de la «sublimación del trampantojo») provocaba que, desde la distancia, y a ciertas horas del día, aquella edificación si bien no se hiciese invisible, sí, de algún modo, se mimetizase con el entorno hasta convertirse en indiferenciable. Y luego estaba la sala Ars Magna, uno de los secretos mejor guardados de Best Harvest Enterprises, de la que mucho se había hablado pero de la que realmente era muy poco lo que se sabía. Por lo que se comentaba, los directivos

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utilizaban la sala para las negociaciones más importantes de la empresa y también para seleccionar a los cargos de rango superior dentro de la multinacional. Una vez iniciadas las negociaciones o la entrevista en cuestión, las paredes, el techo y, sobre todo, el suelo, iban perdiendo solidez visual transmitiendo un patente efecto de ingravidez. Un alto directivo de la empresa Sony declaró en una ocasión que no era posible asegurar que las paredes y el suelo llegasen a trasparentarse por completo en un momento dado, que dependía del ángulo de visión, que la sensación de suspensión se captaba, por así decirlo, con el rabillo del ojo, lo cual, por lo visto, aumentaba con mucho la posible desazón. Sin embargo, ese mismo directivo también aseguró que no todo era inquietante, que la falta de presencia espacial también provocaba una sensación de flotación y libertad que llevaba a evitar los lugares comunes y los circunloquios y que, por lo tanto, resultaba infinitamente más sencillo llegar a los puntos clave de la negociación e incluso encontrarles una solución en caso de plantearse un conflicto. No eran pocos los que, en base a comentarios y suposiciones, dudaban de la legalidad de dicha sala y tildaban los métodos empleados por Best Harvest como evidente e ilícita intimidación psicológica. Sin embargo, no había manera de emprender investigación alguna basándose en meros rumores, dado que incluso amplios sectores de la opinión pública desconfiaban de la existencia de la famosa sala. La sala Ars Magna, sin embargo, existía. En ella, precisamente, Montero Dreisden y varios directivos más de la multinacional Best Harvest tenían previsto reunirse con los miembros

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masculinos de la delegación china encabezada por el señor Chang, mientras las mujeres pasaban la tarde visitando el centro comercial Diagonal Mar.

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BELÉN GOPEGUI (1963) es escritora y guionista. Nació en Madrid, se licenció en derecho en su Universidad Autónoma y reside en la capital. Es autora de las novelas La escala de los mapas (1992), Tocarnos la cara (1995), La conquista del aire (1998), Lo real (2001), El lado frío de la almohada (2004), El padre de Blancanieves (2007) y Deseo de ser punk (2009). También ha publicado la conferencia Un pistoletazo en medio de un concierto (2008), en que aboga por la ficción como forma de intervención política.

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El hecho sería cómico si no hubiese empezado a destrozar la vida de Manuela. Es ridículo, por Dios, es peregrinamente absurdo y sin embargo mi hija Susana dice que es lógico. No sólo le parece lógico, espera que hechos como ése se multipliquen. Cuando mi mujer hizo el pedido al supermercado dijo que iba a estar en casa hasta las cuatro y preguntó si podían llevárselo antes de esa hora. Le dijeron que no había problema. A las cuatro y media el pedido no había llegado. Manuela esperó aún diez minutos más y se marchó. Regresó cerca de las ocho, llamó al supermercado para quejarse y reclamar el pedido pero allí le dijeron que ellos no lo tenían, que el pedido figuraba como entregado. A Manuela se le ocurrió preguntar a los vecinos: en efecto, el pedido estaba allí. Lo que hizo Manuela fue llamar al supermercado para comunicarlo y de paso quejarse de la falta de seriedad, no podía ser que se retrasaran y que luego lo dejaran en otro piso sin siquiera avisarla, con productos congelados que los vecinos no habían guardado por no saber lo que había. La mayoría de los congelados se habían echado a perder. En el supermercado le pidieron disculpas

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asegurándole que algo así no iba a volver a pasar. Eso fue un viernes. El sábado por la mañana yo fui a jugar al tenis como todos los sábados. Cuando volví encontré a Manuela llorando. Estaba sola. Susana habría ido a alguna de vuestras reuniones, Marcos tenía entrenamiento de voleibol y el pequeño pasaba el fin de semana con un amigo. Manuela me contó que a las diez habían llamado al timbre. Ella pensó que sería yo por haberme olvidado algo y abrió la puerta sólo con la camiseta de dormir. El ecuatoriano le dijo que era el repartidor del supermercado. Manuela respondió que ya tenía el pedido. Iba a cerrar la puerta pero el ecuatoriano se lo impidió: —No he venido por eso —dijo—. Ayer usted hizo una llamada para quejarse, y me han despedido. Manuela se escandalizó. Lo último que pretendía con su llamada era que despidieran a alguien. Ella se había quejado al supermercado. Si el hombre no había llegado a tiempo era problema del supermercado por no contratar repartidores suficientes. —Pero a mí me han despedido —dijo el ecuatoriano. Manuela estaba incómoda descalza y en camiseta. Pidió al hombre que se fuera, le dijo que ella iba a llamar al supermercado en cuanto se vistiera y les pediría que rectificaran. El ecuatoriano asintió con la cabeza. Manuela cerró la puerta. Llamó al supermercado pero no le hicieron ningún caso. Ella perdió un poco los estribos, les dijo que no tenían derecho a despedir a nadie, les amenazó con reclamarles el precio de los congelados y se fue quedando sin palabras. A eso

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de las doce se dispuso a salir a la calle. Al abrir la puerta, se sobresaltó. El ecuatoriano estaba allí. —¿Qué le han dicho? —preguntó. —Verán qué pueden hacer —mintió Manuela—. Por favor —pidió—, no se quede aquí. —Al ver que el ecuatoriano no decía nada añadió—: No quisiera tener que avisar a la policía. —A usted no le basta con que me hayan despedido por su culpa. También quiere hacer que me detengan. —No, no, ¿cómo puede pensar eso? Pero entienda que no puede quedarse. Llegó el ascensor. Manuela abrió la puerta y no pudo impedir que el ecuatoriano entrase con ella. —Ahora soy responsabilidad suya —dijo el ecuatoriano. Manuela no contestó nada hasta que hubieron salido del portal. —Siento mucho lo que le ha pasado —dijo—. Debe entender que no es culpa mía. ¿Qué quería que hiciese? ¿No haber dicho nada? Yo no le atacaba a usted, yo me quejaba al supermercado. Sería un mundo terrorífico si nunca pudiéramos protestar por nada porque nuestra protesta pueda suponer el despido de alguien. Quedaríamos completamente en manos de las empresas. Usted tiene que irse, le repito que, si no, llamaré a la policía. —Consiga que me readmitan —dijo el ecuatoriano—. Si llama a la policía y me detienen, le escribiré cartas desde la cárcel. Le diré a mi esposa que le mande fotos de mis hijos. Mi esposa y mis hijos vendrán a verla. Si les deportan porque usted también les denuncia, vendrán otras perso-

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nas. Si mis hijos o mi mujer se ponen enfermos, usted lo sabrá. Si a mí me pasa algo, usted lo sabrá. —Tengo que irme —dijo Manuela al ver un taxi libre. Lo paró, se metió dentro y cerró la puerta con prisa aunque el ecuatoriano no hizo ningún intento de entrar. La ventanilla del taxi estaba medio abierta. Manuela pudo oír las palabras del ecuatoriano: —Consiga que me readmitan y dejará de ser responsable. Dio al taxista la dirección del campo de entrenamiento de Marcos. A mitad de camino le pidió que retrocediera. Había dado la primera dirección que se le había ocurrido, pero hacía ya un año que Marcos volvía solo de los entrenamientos. Fue al supermercado. Una vez dentro pidió hablar con el director o una figura equivalente. Le dijeron que los sábados no iba. Salió y unos metros más allá, sentado en un banco, estaba el ecuatoriano, observándola. Manuela apresuró el paso, volvió a nuestra casa atemorizada, sin atreverse a comprobar si la seguía. Cerró la puerta y se echó sobre el sofá. Allí fue donde, diez minutos más tarde, me la encontré llorando. Me engaño esas tres o cuatro veces al año en que añoro la intensidad, Goyo. Me engaño cuando te envidio. El equilibrio es un bien precioso y detesto a los que se creen con derecho a arrojar una piedra contra una superficie helada sólo para que pase algo, sin detenerse un segundo a pensar que con ese acto pueden abrir grietas, barrancos, o hacer que el agua se desboque poniendo vidas en peligro. No tenéis derecho a arrojar la piedra. En el fondo lucháis para

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que todo el mundo sea como mi familia. Dejadnos tranquilos. Dile a Susana que vuelva a casa y no siga celebrando como un avance increíble para la humanidad el que un hombre desesperado haya estado a punto de destrozar la vida de su madre, el equilibrio de su familia, esta boba e insípida placidez de ciertos seres felices de clase media que es, quizá, una de las conquistas más valiosas del género humano, más que cualquier sinfonía, cualquier cuadro, cualquier tratado científico.

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PEIO H. RIAÑO (1975) es escritor y periodista. Dirige la sección de cultura del diario Público. Ha publicado la novela Todo lleva carne (2008), donde la realidad se descompone en archivos jpg y Madrid se revela como una maquinaria social compleja de contornos difusos.

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>015.JPG< Un día antes del cumpleaños de ella, me llaman con prisas desde la ciudad que no para. Aquella que abandonamos hace meses. Confirmo que sigue con prisas. Me proponen un trabajo para empezar al día siguiente. Ellos saben que estoy a más de cuatrocientos kilómetros, lejos de sus prisas junto al mar. Aun así lo proponen. Tiene buena pinta, pero debo renunciar a todo y volver, porque dicen que desde la distancia no funciona. Quieren verme cada día la cara cerca de sus pantallas. Hay buena recompensa y el trabajo puede llegar a ser divertido si no pienso mucho en que lo he dejado todo por estar cerca de sus pantallas. Si no pienso mucho en que renuncio a todo por lo que meses antes renuncié. Por sus dichosas pantallas, las suyas y las de otros. Ella dice que adelante. Adelante.

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>014.JPG< Cuatro maletas de ropa, una de libros, un perro de cincuenta kilos (pelo y carne a partes iguales) y un embarazo evidente. Todo metido en un coche camino de Carabanchel. No se está mal en el fondo. El fondo es la casa de mi suegra. Es el precio de la renuncia, el sopapo de la experiencia. Deshacer lo andado, camino de la tierra donde las oportunidades pueden con las esperanzas. Sin perder la intención de permanecer un mes allí para salir corriendo a otra parte antes de que cumpla el alquiler de Mogro, donde han quedado todas nuestras cosas en armarios y estanterías. El frigorífico vacío.

>007.JPG< En el hospital público con camas de hace treinta años conocí al gitano Ángel. Del Salobral, hasta que les echaron a un piso en Carabanchel. Era su segundo parto, bueno, el de su mujer, su prima hermana. Y todo pintaba que iba a ser su segunda cesárea, porque las contracciones no se alteraban ni escuchando las de Ana, que la tenía al lado. El gitano Ángel tiene veinticuatro años y se dedica a la chatarra. No sabe dónde colocarla ahora que tienen un apartamento de setenta metros cuadrados en un quinto piso. Ni siquiera pueden mover la dekauve con la que recogen por miedo a quedarse sin aparcamiento al regresar de la ronda. No le pregunté dónde echaban entonces la chatarra. Antes sí,

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antes no tenían ningún problema con la chabola y el terreno adyacente. Antes no tenían ningún problema con el salón de la chabola de su madre, que era como todo el hall de espera del hospital público con baños de hace treinta años. Ese salón es el que grababan las cámaras de televisión cuando fueron a cubrir la noticia: la destrucción del asentamiento chabolista del Salobral. El de El País llegó en taxi. Los periodistas alucinaban cuando su madre les enseñaba el salón interminable y que tenían de todo: lavadora, microondas, DVD, pantalla de plasma y un mueble-bar con espejos y madera noble, y todo tipo de licores. No estuve pero lo conocí: la última imagen que veía el gitano Ángel al apagar su móvil era la de aquel mueble-bar. Al encenderlo también. No les dieron la oportunidad de visitar el piso, no les enseñaron fotografías. Les dijeron el día tal, todos fuera de estas chabolas que os merecéis algo mejor y tenéis tres opciones para elegir: Carabanchel, Fuenlabrada o Leganés. Aquí tenéis las llaves, vosotros habéis elegido Carabanchel, pues ¡hala! ya estáis tardando. Al gitano Ángel y a su familia, el aire acondicionado del piso les reseca la garganta en verano. En invierno la bomba de calor no les evita los resfriados. Los gitanos ricos compran terrenos y montan chabolas en ellos. Una chabola no es gratis, cuesta cerca de trescientas mil pesetas. A los dieciocho años, Ángel se hizo la primera toda de madera. No se sabe cómo ni qué originó el incendio, pero junto a su chabola guapa perdió los oros, las fotos y todas sus cosas. La segunda chabola la levantó con más tiempo, se dedicó en cuerpo y alma a la base de arena, la base de cemento y las losetas en el suelo. Además, hizo

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los techos más altos para evitar el calor excesivo en verano. Allí empezó a vivir con su mujer, su prima Sara. Allí tuvieron a su primer hijo, Ángel. A Ezequiel lo criarán en Carabanchel. Ezequiel tendrá los mismos apellidos y el mismo nombre que su abuelo. Ni él ni su hermano han estado acostumbrados a los brazos durante sus primeros días de vida, y siempre estuvieron cerca de la televisión para acostumbrarles a dormir con el vuelo de una mosca, los aviones de Barajas y la música a mil. El gitano Ángel me lo recomendó encarecidamente, que no le acostumbrara a los brazos. También me dijo que preparara la cartera si quería vestirle bonito, porque un chándal así de pequeño de Adidas cuesta sesenta euros. La madre del gitano Ángel se cuela por todos los prohibidos del hospital público con el mismo olor de hace treinta años. Si quiere algo lo hace. Camina porque tiene permiso. Es grande como Ángel. Se ríe cuando te dice que tuvo once hijos y que las bodas de ahora no duran tres días como la suya porque lo de ahora son ajuntamientos, porque ellas no llegan con el pañuelo ensangrentado. La madre del gitano Ángel también se ríe cuando a Ana se la llevan los demonios sobre las contracciones en la sala de expectantes, donde está junto a Sara, que no quiere pasar por contracciones ni dolores. La madre del gitano Ángel mira a Ana y se ríe, le dice que esto del parto son tres muy fuertes y que ya está, que ella ha tenido a once y que eso por lo que Ana está pasando ahora mismo ellos lo llaman raterillos. La madre del gitano Ángel pasaba los raterillos fregando los suelos o limpiando lo que fuera para no pensar en ellos. Se pone guapa por la noche, cuando su nuera entra en el

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box de dilatación y la preparan para dar a luz. Será otra cesárea. El gitano Ángel se alegra de que el segundo también sea niño, porque a ellos las niñas no les gustan. Pero ya le ha dicho a Sara que habrá uno más, que no le importa si es niña, que sea lo que Dios quiera, y con él o ella se retiran, y me hace un gesto de tijeras.

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VICENTE LUIS MORA (1970) es escritor, crítico literario y director del Instituto Cervantes de Alburqueque (Nuevo México). Ha publicado varios libros de poesía, narrativa y ensayo, entre los que sobresalen las dos ediciones de la novela Circular (2003-2007) y Pangea. Internet, blogs y comunicación en un mundo nuevo (2006). La divisa de Circular, que debe su nombre a la línea del metro madrileño, es: «El Circular no se detiene». Del mismo modo, esta novela absorbe materiales diversos y se va reencarnando en diversas ediciones.

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CALLE REDES ¿Es todavía posible la ciudad en una sociedad Industrial, donde el lugar de trabajo no puede estar en la city ni tampoco la vivienda en el lugar de trabajo? ¿Con qué sustituiremos la ciudad como centro social? Max Frisch, Diarios

Como todos los tristes monté en cólera me encaramé en el carro del deseo en todo lo que oliera a compañía como todos los tristes probé el porno solitario del viernes por la noche vi mujeres desnudas para mí que no me preguntaban qué te pasa como todos los tristes acabé en internet catorce horas al día multiplicando el tiempo entre sus rejas

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tan falsas virtuales de colores pero rejas al fin y abandoné de esa manera extraña mi ciudad la otra prisión con rejas de cemento vetusto y gris sin sueños ni mañana en una noche oscura comprendí como todos los tristes que no hay día cuando la noche reina en tu cabeza y me miré perdido entre hipertextos y chats de subnormales y basura y me di cuenta de que todo aquello lo había poseído casi gratis porque Madrid es internet engánchate no debe de haber ya ni un triste fuera

UNIVERSIDAD CARLOS III —Julieta. —Dime. —No mires. Hay un tipo algo raro pero monísimo allí, pegado a la ventana. El de la camiseta de Iron Maiden. —Me he fijado antes. ¿El de la barba y los pendientes? —Ése, ése. Tiene algo, ¿verdad? —Sí. Peligro. —Hija... —No te acerques a él. —¿Por qué? No será para tanto.

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—Tía, te lo digo en serio, incluso sabiendo que los tíos peligrosos te dan morbo. Ese tío es un enfermo. —¿De qué clase? —Está metido en rollos chungos. —¿Yonquí? —Ojalá... en ese caso se le vería venir. Mira, el año pasado, en un botellón, estábamos varias de primero en Arganda, y se acercaron unos tíos para hacer pandilla, en plan guay, ¿sabes?, de buen rollo. Después de un par de horas y unos tiritos, a varios se les soltó la boca, y nosotras comenzamos a preguntarles por algunos tíos de la facu, entre ellos éste, Luismi, creo que se llama. Total, que todos se callaron y miraron a uno de ellos, que resultó ser no un amigo suyo, pero sí alguien que le conocía, vamos: vecinos, o algo así. Nos dijo, fue acojonante, tía, entre los petas, la noche y el frío nos acojonamos, nos dijo el colegui que ese Luismi que tienes ahí se dedica a hacer espiritismo... —Pues vaya rollo. Anda que no conozco yo... —No te adelantes. No del que tú has oído. Recorren las calles de Madrid en que ha habido atentados de ETA. Van a Goya, a Corazón de María, y dejan velas rojas y signos en las marcas de los coches bomba. —Qué hijoputas. —Pues eso. Por cierto: te está mirando.

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BASURERO DE MADRID El verso crece en verdad de la basura. Ana Ajmátova Entre el amor y el basurero automático, la juventud de todo el mundo ha hecho su elección y prefiere el basurero. Gilles Ivain

Un poeta amigo mío tuvo que aguantar una vez una publicidad exagerada por trabajar en un centro de tratamiento de residuos. Ante ese hecho otro escritor, Andrés Trapiello, declaró que «la sociedad se encuentra tal vez en ese vertedero». No hay nada de exagerado en tal aseveración; y no lo digo sólo por la telebasura o porque la política mundial ande hecha unos zorros, sino porque los desechos son una auténtica obsesión contemporánea, dando razón al Ammons de Garbage, para quien la basura era «signo de los tiempos». Por ejemplo: leo estos días Ventajas de viajar en tren, de Antonio Orejudo, y me encuentro lo siguiente: «la verdadera esencia del hombre está en la mierda»; hablando de nuestros desechos, un personaje con el síndrome de Diógenes dice: «Se sorprendería de la abundante información que contienen». Ariel Dorfman, en su novela Terapia, escribe: «Si no amas la basura de la gente, no vas a entenderla nunca, es una manera de conocer lo que llevan adentro, lo que esconden, a través de los desperdicios que echan de sus hogares o de sus cuerpos o de sus mentes». Queda claro. Para los escritores y artistas modernos, la basura es una metáfora sociológica. Stanislaw Lem, en Dia-

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rios de las estrellas. Viajes y memorias (1971), imaginaba viajes estelares mediatizados por la basura espacial, y formulaba su Ley de la Basura: «Cada civilización en fase técnica empieza a hundirse en los desperdicios, sufriendo graves trastornos, hasta que consigue llevar los muladares al espacio. Para que éstos no entorpezcan la cosmonáutica, se los coloca en una órbita espacial. Alrededor del planeta crece un anillo de vertederos de basura, cuya presencia demuestra una era superior del progreso alcanzado». Análoga ley parece regir los estratos inferiores de la atmósfera. Pintores como Cris Ofili elaboran sus cuadros con excrementos de elefante, y Tony Cragg elabora sus esculturas dentro de la llamada estética del contenedor. Para el escritor galo Michel Houellebecq, «La literatura puede con todo, se adapta a todo, escarba en la basura», para retratar el vertedero colectivo. Como hace poco con la televisión, la sociedad se obsesiona cíclicamente con todas aquellas metáforas que la retratan. Es feliz en su misma podredumbre, se refocila en el mal olor, disfruta con personajes cochambrosos, asiste impávida al espectáculo podrido del corazón, eleva a categoría la nauseabundez de sus representantes. Lo bueno de la basura, parecen entender los escritores, es que iguala a todos, como la muerte; pero la iguala, qué desgracia, por debajo (mi amigo poeta es paradójicamente uno de los pocos que intenta hacer algo elevado), y el tono acaba volviéndose irrespirable, poco distinguible de los residuos que trata de criticar. No nos queda más opción que plantearnos si queremos estar al margen del estercolero o ser como esos dos personajes de Fin de partida, de Beckett, que encarnan su papel metidos en cubos de basura durante toda la obra.

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LA CANCIÓN DEL OLVIDO. CONTENEDOR DE BASURA una vasta y destartalada capital, una ciudad con un millón de cubos de basura. George Orwell, 1984

1 transistor roto. 14 cáscaras de plátano. 119 mondas de naranja. 3 botes de aerosol. 5 fundas de cereales, con sus correspondientes cajas de cartón. 10 paquetes vacíos de cigarrillos. 7 condones, 3 de ellos manchados de sangre, 1 con un minúsculo agujero en el extremo. 4 latas de sardinas, 2 de espárragos, 3 de mejillones en escabeche, 1 de caviar iraní. 1 plancha vieja. 1 libro premiado con el Planeta de narrativa. 4 placas de cocina. 2 alfombrillas de ordenador. 1 disquete vacío. 1 disquete con un libro incompleto de relatos. 2 cajas de cerillas, 34 cerillas sueltas. 1 cuerda con un nudo corredizo. 4 platos rotos. 2 vasos rotos. 1 anillo de compromiso. 157 lentejas, 1 546 granos de arroz, 600 garbanzos. 1 taladrador averiado. 1 tubo de pasta de dientes. 57 folios en sucio. 27 periódicos. 45 kilogramos de material orgánico indeterminado. 1 dedo. 2 revistas pornográficas, una de menores y otra gay. 1 sartén. 1 dentadura postiza. 37 688 flores secas. 2 tapones de gel. 1 cubierto. 3 mecheros. 56 plásticos de todos los colores, transparencias y tamaños. 1 diario íntimo. 1 par de castañuelas y una peineta. 1 feto. 1 arnés de escalada. 705 plomillos para escopeta. 10 compresas. 2 cartones de pizza precongelada. 2 casetes descintadas. 1 muestra de orina. 11 pañuelos de papel, 2 secos y 9 húmedos. 2 cartones centrales de papel higiénico. 1 corazón de perro. 1 filtro de cocina. 251 gramos de ceniza y 180

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colillas. 2 poesías escolares. 35 facturas. 80 notificaciones de banco. 1 demanda de separación por incompatibilidad de caracteres. 1 informe médico de eyaculación precoz. 7 vitolas sacerdotales. 1 piedra de hachís. 453 cartas de amor. 1 ordenador Spectrum. 15 cederrón de conexión gratis a internet. 1 porra de policía mordida y unas esposas. 400 manuales de autoayuda. Media tortilla de sacromonte. 78 cáscaras de gamba. 1 listín telefónico. 1 poema para un libro sobre Madrid. 1 chorro de gasolina. 1 cerilla encendida.

CALLE PROCRESO La ciudad ya no está pensada para el vivir, sino para el circular. Francisco León Florido

«Permanentemente estaba mirando o escuchando, en busca de un hecho o de una palabra, y creía muchísimo en su suerte. Lo que necesitaba vendría a él. Lo que recogía le sería útil en el momento y lugar adecuados. Y como, en cierto sentido, el tema del Ulysses es la vida en su totalidad, la variedad de materiales que necesitaba para construirlo era infinita.» Frank Bugden, James Joyce and the making of Ulysses

CALLE SANTA EUGENIA La locutora engarza las noticias a toda prisa, sin darse un instante de respiro. Del aumento del paro en la provincia a

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una huelga en una empresa cárnica importante, y luego a los accidentes de trabajo, donde hace una alusión a la muerte de su hermano y de su padre ayer, al intentar arreglar un sistema de instalación eléctrica. En un lenguaje monocorde no olvida señalar que su padre murió intentando salvar a su hijo menor, al ver cómo se electrocutaba. No han pasado diez segundos. Se pregunta cómo un dolor tan absoluto, cómo algo que asfixia su existencia y la de su familia hasta cegar la vista, puede suponer tan poco tiempo en el ocio de los demás.

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ROBERT JUAN-CANTAVELLA (1976) es escritor, traductor y periodista cultural. Fue jefe de redacción de la desaparecida revista barcelonesa Lateral. Ha publicado los libros Otro (2001), Proust fiction (2004) y El dorado (2008). «Barcelona Arcade» (2007), un relato sarcástico en que Barcelona se convierte en videojuego, fue publicado en la antología Odio Barcelona (2008).

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PANTALLA/01/ Otra fresa. Doscientos cincuenta puntos. Un melón trescientos cincuenta. BARCELONA ARCADE es una metrópoli muy agradable. No hace tanto, el centro estaba construido de los mismos materiales que el resto de la ciudad: acero, piedras, cemento, alquitrán, vidrios, START! Aquí siempre es un día glorioso. Ya empiezo a caminar recto como una flecha, esclavo de un eterno travelling lateral. Salgo de LA TORRE AGBAR y recorro con mi CABEZA DE GRANDES DIMENSIONES el escenario de esta ciudad siempre hacia delante. Un sol tremendo brilla en el cielo azul intenso. Empieza la partida. El marcador de vida intacto y cero puntos. Todavía no ha salido ningún MONIGOTE AZUL DE UNIFORME AMARILLO FOSFORESCENTE a mi encuentro y llevo casi ocho segundos jugando, START! Si no hago nada por evitarlo, en menos de un segundo ese MUÑECO AMARILLO que acaba de personarse en la pantalla se abalanzará sobre mí con todo el peso de la justicia. Según parece, estás haciendo algo ilegal. Le das al botón y salto por encima de su gorra y sigo hacia delante. En tu

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pantalla, hacia la derecha. BARCELONA ARCADE es un lugar tranquilo y hermoso... Siempre hace buen tiempo. Es ideal pasear a lo largo de sus RAMBLAS mullidas y acondicionadas. Nada que ver con ese ridículo ascenso en vertical de MARIO el tonto buscando la absurda corbata de DONKEY KONG. Cada vez manejas el joystick con mayor destreza. ¡Mira a pantalla! De nuevo lo has logrado. El MUÑECO DE UNIFORME queda otra vez aturdido a mis espaldas. ¿Qué habré hecho, por qué me persiguen? Igual me han confundido con un mendigo y quieren ponerme una multa de 120 euros, o con ese tipo del telediario que va por ahí cortándole las piernas y las orejas a la gente. Esto es el BARRIO GÓTICO. Ahora me manejas por entre sus calles. Sigo adelante. Salvo como puedo los ESCOLLOS FOSFORESCENTES Y AMARILLENTOS que me salen al paso. Cualquiera de ellos informa al visitante de que el PARQUE GÜELL queda por allí y también le dice que no debería marcharse de BARCELONA ARCADE sin fotografiarlo. Recorro todos y cada uno de los lugares agradables que encuentro a diestro y siniestro: encantadoras callejuelas y pequeñas plazas en las que tomarse una cervecita fresca o una paella con sabor a fresa o unas tapas. En serio, ven a BARCELONA ARCADE, vas a ver qué bien, aquí todos somos diseñadores y los domingos por la mañana cantamos canciones de MANU CHAO.

PANTALLA/02/ Los edificios de BARCELONA ARCADE son muy ricos en ARQUITECTURA y temática CULTURAL. El cartón piedra que los cimienta es de la mejor calidad. El scroll del

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travelling es perfecto. Aquí el fin de semana a uno se le pasa volando, con toda su vida nocturna. Ahora llego a la SAGRADA FAMILIA y me doy cuenta de que debo de haber caminado mucho. Todos esos ESPANTAJOS DE UNIFORME y tan pocos BONUS ... Si salto sobre un M UÑECO F OSFORESCENTE y le pisoteo la gorra una sola vez lo aturdo durante tres segundos en los que no actúa. Por menos de quince euros puedes meterte en la SAGRADA FAMILIA y estar viéndola todo el día si quieres. Esas bolas de colores que coronan las torres se esculpían antes en vulgar y tosca piedra pero ahora ya están hechas de PVC, un material mucho más higiénico y moderno, aunque no tan versátil como el cartón piedra. Sigo caminando por este adictivo juego de plataformas de dos dimensiones. Es todo tan bonito que el turista no se lo pasa nada mal. Con cierta frecuencia, la ciudad se detiene y todos cantamos de nuevo, esta vez el himno del BARÇA. Nunca dejo de caminar. Ahora doy una voltereta que supera por encima al primero de los tres MUÑECOS AMARILLOS que han venido a velar por mi seguridad y yo me pregunto si es que habré tocado la guitarra en el espacio público. Has vuelto a presionar el botón: salto sobre el segundo de los MUÑECOS DE UNIFORME y, de rebote, también sobre el tercero. Sigo sin entender por qué me persiguen. Igual quieren recordarme que la ORDENANZA CÍVICA MUNICIPAL 2006 no permite la práctica de acrobacias ni juegos de habilidad con patines o monopatín ni tocar la guitarra ni hacer uso u ostentación de CABEZAS DE GRAN DIMENSIÓN. Ya no importa. Quedan aturdidos a mis espaldas y el sol sigue brillando. La SAGRADA FAMILIA es tan

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hermosa, toda esa gente ha venido a verla desde el mismo Japón. También puedes saltar por encima de ellos y evadirte de la FOSFORESCENCIA DE SUS UNIFORMES AMARILLOS, que acaba perdiéndose en el limbo posterior de la pantalla, donde va a morir ese escenario repetido que ahora se desliza tras de mí como una cinta sin fin paseando los bártulos de un aeropuerto. También el cartón piedra lo inventaron los japoneses. Desde entonces, el tiempo ha pasado muy deprisa. Poco importa. Sigues en BARCELONA ARCADE, sobreimpresionada contra esta CABEZA DE ENORMES DIMENSIONES, dibujada tras mi perfil. Por su dureza, versatilidad y colorido, aquí hemos descubierto que el cartón piedra es un material muy superior en prestaciones al cemento, la piedra y los simples ladrillos. De pronto, me detiene de forma preventiva un DOMINGUILLO AMARILLO DE UNIFORME y pierdo una vida. Me quedan dos hasta el próximo euro. ENJOY BARCELONA. Otro crédito. Más diversión.

PANTALLA/03/ La PANTALLA 03 transcurre en EL METRO. Con mi CABEZA DE GRANDES DIMENSIONES busco sus tesoros escondidos y pienso en lo afortunado que soy, pues si me apeteciese ahora mismo podría insertar otro euro y saltar directamente a la PANTALLA 08 y pasearme hasta decir basta por las inmediaciones del CAMP NOU, o tal vez —por qué no— podría ir a preguntarle a un MUÑECO AZUL DE UNIFORME AMARILLO FOSFORESCENTE, quien sin duda me

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repetiría amablemente esa verdad mediterránea y deliciosa según la cual el PARQUE GÜELL queda por allí: vaya haciendo zigzag y en Marina tuerza a la izquierda, no debería usted marcharse de BARCELONA ARCADE sin fotografiarlo. No ESTÁ PERMITIDO fumar en EL METRO. SÉ CÍVICO. Camina por tu derecha. SÉ CÍVICO. No tropieces. Aquí no hay MUÑECOS AMARILLOS DE UNIFORME sino unos GUARDIAS DE SEGURIDAD BAJITOS E INOFENSIVOS que te quieren pedir el billete. Con mi CABEZA DE GRANDES DIMENSIONES golpeo uno tras otro todos los ladrillos mientras huyo. Corro hacia el andén de la otra línea. Los ladrillos se convierten en frutas y las frutas en mil doscientos puntos. Es cuando encuentro la PÓCIMA ROJA y me sobreviene una sensación aérea como a quien hubiese volado toda su vida. Vale la pena pasar las vacaciones en BARCELONA ARCADE, es mucho más interesante que PRISONER OF ZELDA, MARINA D’OR o TOMB RAIDER. Eso sí, las SIRENAS AZULES te salen al paso todo el tiempo en un barrido absoluto de luminiscencia resplandeciente, instaladas en coches igualmente veloces y llenos de MUÑECOS FOSFORESCENTES en servicio disuasorio de persuasión. Si no quieres perder una vida debes saltarlas todas. Pierdo otra vida. Paso de pantalla.

PANTALLA/04/ En esta pantalla son tantos los MUÑECOS FOSFORESCENTES llegados de las cuatro esquinas de BARCELONA ARCADE que acaban por saturar el escenario y taponar todos los conductos de escape y respiración. Uno ni puede entrar en el HARD ROCK CAFÉ de PLAÇA CATALUNYA. La FOS-

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FORESCENCIA AMARILLENTA ha llegado a enquistarse en las mismas puertas de EL CORTE INGLÉS al punto de obstruir por completo su mecánica corrediza y automática. Los UNIFORMES deambulan a ciegas. Se cuentan por miles. Ya han empezado a caer al suelo. Ahora la gente los está pisando y pasa alegremente una y otra vez sobre la MASA FOSFORESCENTE en que se han convertido hasta transformarla en esa fina y mullida película que cubre el pavimento y que, de un modo tan confortable como inesperado, reviste el centro de BARCELONA ARCADE para gusto y disfrute del visitante. Ya han atascado el sistema de alcantarillado. De repente empieza a llover y la pantalla se inunda. Pierdo otra vida. GAME OVER. IO..., 9..., INSERT COIN, 8..., 7..., 6..., otro euro, 5..., 4..., ENJOY BARCELONA, 3..., 2...: vuelvo a empezar en la PANTALLA 05, 1...: START!

PANTALLA/05/ Las calles de esta ciudad bidimensional son esponjosas además de confortables. Es más, fosforecen. Su ARQUITECTURA es soleada y magníficos sus despertares con cruasán. Cada vez que mi CABEZA DE GRANDES DIMENSIONES golpea un ladrillo lo convierte en una fruta que a su vez sale disparada hacia delante. Sumo los doscientos cincuenta puntos de otra fresa. Ahora es un limón y ya estoy en LA CATEDRAL, donde salto sobre otro MUÑECO AZUL DE UNIFORME AMARILLO FOSFORESCENTE y lo convierto en un DRAGÓN G ÜELL . Paso ante una valla publicitaria que reza E N BARCELONA ARCADE LA GENTE NO RESPIRA, LEE LIBROS. Pulsas

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los dos botones a la vez. Salto. Ahora camino sobre la valla hasta hacerme con la CAPA MÁGICA. Me he vuelto invisible y recorro esta ciudad-escenario sin preocuparme por los UNIFORMES ni por sus MUÑECOS ni por las inundaciones ni los miniguardias de seguridad del METRO ni nada. Los efectos duran seis segundos, más tres de parpadeo en que sólo soy visible desde un punto de vista intermitente. Transcurren y un MUÑECOTE AZUL me da una nueva muestra de CIVISMO con su cachiporra y su bloc. Pierdo otra vida. GAME OVER. 10..., 9..., 8..., INSERT COIN, 7..., 6..., 5..., otro euro, 4..., ENJOY BARCELONA, 3...: vuelves a empezar en la PANTALLA 10: 2..., 1...: otra fresa.

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ABJURAR. Negar, rechazar, retractarse o desmarcarse de una creencia o de un compromiso. ABOCHORNADO. Sonrojado, avergonzando. ABOMINAR . Aborrecer, condenar, odiar a alguien o algo. A R B I T R A R I O . Que procede con arbitrariedad, es decir, sin justicia ni razones, por mero capricho. ACALORADAMENTE. Con agitación, con sofoco. ACOMODADO . Con una posición económica desahogada; rico. AGOBIAR. Atosigar, preocupar, deprimir, abatir. ARROGANTE. Soberbio, altanero. ATÁVICO. Arcaico; que imita o sugiere gestos o comportamientos pertenecientes a generaciones anteriores. AVECINARSE . Acercarse, aproximarse. BASÍLICA. Edificio de una iglesia. B ATIBURRILLO . Mezcla de guisos; en sentido figurado, mezcla de

todo tipo de cosas de naturalezas diferentes. BATIDA. Acción de caza que consiste en barrer una zona para atrapar al mayor número posible de animales; acción policial con el objeto de detener al mayor número posible de delincuentes. BLONDA. Prenda de seda con que se adornan, sobre todo, vestidos de mujer. BOCANADA. Cantidad de aire o de líquido que se toma en la boca o se expulsa de ella. BOMBÍN. Sombrero semicircular. BORBOTEO. Ruido o actividad similar a la del agua al hervir. BUHARDILLA. Parte superior de una casa; habitáculo cercano al tejado del edificio. BUQUE. Barco. CELESTE. Relativo al cielo. CÓLERA. Furia, enfado, enojo de grandes proporciones. CONSIGNA. Orden a seguir, de carácter político.

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CONTORNO. Líneas que delimitan una figura. C ONTRACULTURAL . Referente al movimiento juvenil surgido en los años sesenta, que rechaza los valores establecidos y se manifiesta en actividades artísticas y culturales. C HABOLA . Barraca; construcción humilde y provisional, hecha con materiales poco estables, con carácter de vivienda, propia de los suburbios y de las favelas. CHUMBERA. Árbol o mata de hojas grandes, lobuladas y duras, cuyo fruto es el higo chumbo. D EAMBULAR . Vagar, moverse sin rumbo. DESCAMPADO. Solar, terreno urbano sin edificar. D ESOLLAR . Quitar la piel de un miembro o de un cuerpo. DESPOTISMO. Ejercicio de la autoridad máxima por parte de un déspota; históricamente, forma de la monarquía absoluta, habitual en la Europa del siglo XVIII. DISPARATADO. Inverosímil, exagerado, irracional. DRACMA. Moneda griega antigua. E NCANDILADO . Maravillado, encantado con algo o alguien. ENCLENQUE. Enfermizo, poco atlético, decaído, débil. E NSANCHARSE . Hacerse ancho; ampliarse. E SCABECHE . Salsa utilizada para conservar alimentos.

ESCASO. Poca cantidad. E SCOLLO . Peñasco, roca de gran tamaño; en sentido figurado, dificultad. ESCENOGRAFÍA. Proyección o diseño del espacio teatral. ESPECÍFICO. Concreto. E STAMPA . Reproducción de un dibujo o una figura mediante una lámina. ESTRIDENCIA. Sonido violento. EUCARISTÍA. Ritual sacramental de una misa. EXORCIZAR. Expulsar un espíritu o demonio mediante rituales esotéricos o religiosos, llevados a cabo por parte de un exorcista. F Á L I C O . Con forma de falo, es decir, de órgano sexual masculino. FATIGARSE. Cansarse, ser objeto de fatiga. FINGIR. Simular. F ORJAR . Dar forma, crear, construir. FRANKFURT. Panecillo con salchicha de origen alemán, conocida también como «hot dog»; también, local donde sirven esos bocadillos en España. HILVÁN. Hilo utilizado para hilvanar, esto es, coser con puntadas largas con el objetivo de coser posteriormente de modo definitivo. H URTADILLAS (a hurtadillas). De forma furtiva, a escondidas. Í NFULA . Guirnalda o adorno; en sentido figurado, ser pretencioso.

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INQUINA. Con mala intención. IRRESTRICTO. Ilimitado. JERÁRQUICO. Que pertenece a un orden de naturaleza vertical. MAQUINALMENTE. Con los movimientos propios de una máquina. M A RT I R I O . Castigo, tortura o muerte causados por motivos religiosos. MATORRAL. Planta, generalmente silvestre o asilvestrada. M EGALITO . Monumento arcaico de simbología religiosa, erigido en piedra sin pulir. MEJILLA. Pómulo; parte del rostro entre los ojos y la boca, a lado y lado de la nariz, cuyo reverso es el interior de la boca. METÁSTASIS. Expansión de un cáncer. M IOPE . Que adolece de miopía, defecto de la visión en que no se ve correctamente lo cercano. MITIFICAR. Convertir en mito o en relato literaturizado. MODELAR. Transformar hasta convertir en modelo. MONOCORDE. Con una sola nota musical; monótono, sin variaciones. NECRÓPOLIS. Cementerio. OSAR. Atreverse. PALEOCRISTIANO . Arte cristiano primitivo, anterior al siglo VI. PARAFRASEAR . Traducir, decir en otras palabras; explicar. PINTA. Facha o aspecto de alguien.

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PÓCIMA. Bebida de carácter medicinal o mágico. P ULMONÍA . Enfermedad de los pulmones. PRESUPUESTO. Cálculo del dinero que es preciso para llevar a cabo un proyecto o empresa. RABILLO DE OJO (mirar con). Mirar de través, de reojo, de soslayo. R ENQUEANTE . Andar cojeando o de forma irregular. RESTITUIR. Restablecer, devolver, regresar al estadio anterior. S ÍLEX . Tipo de cuarzo; material propio del trabajo prehistórico, particularmente en la confección de armas y de instrumentos. SOBRECOGIDO. Sorprendido, asustado, intimidado. SOBREMESA. Después de comer, sin levantarse de la mesa. SOMANTA. Paliza, zurra, golpiza. TARA. Imperfección, defecto. TARDANZA. Demora. T ERCIARIZAR . Traspasar al sector económico terciario, es decir, el de servicios. T IROTEO . Intercambio de disparos entre personas con armas de fuego. TECNÓCRATA. Persona con formación técnica en economía o política, que en tanto que dirigente pertenece a una tecnocracia, o gobierno de tecnócratas, donde la efectividad tiene más importancia que otros valores.

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TENTATIVA. Intento. TRANSACCIÓN. Intercambio económico, negocio, convenio. T RAMPANTOJO . Ilusión, ficción, trampa, con el objeto de engañar a alguien. TROQUELADO. Trabajado con troquel, instrumento o molde de metal, como el que se utiliza para acuñar monedas. VAGABUNDEAR . Vagar, caminar sin rumbo fijo, como un vagabundo.

V ERBENA . Celebración nocturna con baile, inmediatamente antes de un día festivo. VERDUGO. Ejecutor. VISILLOS. Tradicionales cortinas que se utilizan para resguardarse del sol o para no ser visto desde el exterior. VÓRTICE. Ojo del ciclón. YERMO. Sin cultivo; deshabitado. YONQUI. Drogadicto. ZAFARSE. Liberarse físicamente. ZARZUELA. Género musical y teatral español.

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1. El fragmento de «La destrucción de Barcelona» menciona la prostitución. Buscar información sobre la realidad del Barrio Chino y argumentar la pertinencia de que esa parte del actual barrio del Raval fuera denominada así. Se puede ampliar la investigación mediante Diario de un ladrón (1949), la novela de Jean Genet allí ambientada en los años treinta, y Todo sobre mi madre (1999), la película de Pedro Almodóvar sobre Barcelona, donde también se observa el fenómeno de la prostitución, pero setenta años más tarde. 2. El ensayo histórico de Santos Juliá y el pasaje memorialista de José Ribas coinciden en retratar el Madrid de los años setenta y ochenta, aunque uno lo haga desde la perspectiva de la política oficial y el otro desde la óptica contracultural. Documentarse para responder por extenso a la siguiente pregunta: ¿Cómo concilió el alcalde Tierno Galván ambas dimensiones de una misma ciudad? 3. Enrique Vila-Matas, en «El paseo de Sant Joan en Rojo», y Javier Marías, en «La ciudad sin realidad», coinciden en invocar la experiencia traumática de la

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Guerra Civil en sus ciudades respectivas y en llevar esa invocación histórica al terreno de la ficción, que es el de sus poéticas artísticas. Leer Dietario voluble, de VilaMatas, y estudiar el conflicto que en él se establece entre ficción y realidad. 4. La crítica que realiza Manuel Delgado sintoniza con la que lleva a cabo Francesc Muñoz en su libro Urbanalización: paisajes comunes, lugares globales (2008), cuyo capítulo sobre Barcelona se titula «La ciudad marca». Leerlo, ampliar sus referencias sobre la visión de Barcelona de Manuel Delgado, y comparar ambos puntos de vista. 5. La propuesta de «Ríos perdidos» conecta con la actitud del situacionismo. Informarse sobre ese movimiento neovanguardista liderado por Guy Debord, particularmente sobre sus conceptos deriva, situación y psicogeografía, y crear su propia cartografía psicogeográfica de la ciudad donde se reside. 6. El barrio del Raval ha experimentado una gran transformación en las últimas décadas. Durante siglos fue el «arrabal», es decir, la zona extramuros. Buscar información sobre el derribo de las murallas de Barcelona y sobre las estrategias oficiales de incorporación del Raval a la metrópolis resultante. 7. Montjuïc es un símbolo de Barcelona. En sus colinas conviven un posible cementerio judío, el gran cementerio de la ciudad, las instalaciones olímpicas, museos emblemáticos, un parque de atracciones en desuso, jardines monu-

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mentales y una fortaleza. Walter Benjamin escribió un relato sobre Barcelona en que habla de la montaña. Buscarlo y situarlo en el contexto de la visita que el filósofo alemán hizo a la Ciudad Condal. Se puede ampliar la investigación mediante la lectura de parte de la obra que Benjamin dedicó a la ciudad de su época y algunos de sus temas: Berlín, París, Baudelaire, el surrealismo, los pasajes, la publicidad, el fragmento. 8. Ciudad del hombre: Barcelona es un poemario con puntos de conexión con Residencia en la tierra, de Pablo Neruda. En éste encontramos el poema «Walking around», que se puede analizar en relación con los temas expuestos en el «Estudio preliminar»: Sucede que me canso de ser hombre. Sucede que entro en las sastrerías y en los cines marchito, impenetrable, como un cisne de fieltro navegando en un agua de origen y ceniza. El olor de las peluquerías me hace llorar a gritos. Sólo quiero un descanso de piedras o de lana, sólo quiero no ver establecimientos ni jardines, ni mercaderías, ni anteojos, ni ascensores. Sucede que me canso de mis pies y mis uñas y mi pelo y mi sombra. Sucede que me canso de ser hombre. Sin embargo sería delicioso asustar a un notario con un lirio cortado o dar muerte a una monja con un golpe de oreja. Sería bello

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ir por las calles con un cuchillo verde y dando gritos hasta morir de frío. No quiero seguir siendo raíz en las tinieblas, vacilante, extendido, tiritando de sueño, hacia abajo, en las tripas mojadas de la tierra, absorbiendo y pensando, comiendo cada día. No quiero para mí tantas desgracias. No quiero continuar de raíz y de tumba, de subterráneo solo, de bodega con muertos ateridos, muriéndome de pena. Por eso el día lunes arde como el petróleo cuando me ve llegar con mi cara de cárcel, y aúlla en su transcurso como una rueda herida, y da pasos de sangre caliente hacia la noche. Y me empuja a ciertos rincones, a ciertas casas húmedas, a hospitales donde los huesos salen por la ventana, a ciertas zapaterías con olor a vinagre, a calles espantosas como grietas. Hay pájaros de color de azufre y horribles intestinos colgando de las puertas de las casas que odio, hay dentaduras olvidadas en una cafetera, hay espejos que debieran haber llorado de vergüenza y espanto, hay paraguas en todas partes, y venenos, y ombligos. Yo paseo con calma, con ojos, con zapatos, con furia, con olvido, paso, cruzo oficinas y tiendas de ortopedia, y patios donde hay ropas colgadas de un alambre: calzoncillos, toallas y camisas que lloran lentas lágrimas sucias.

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9. El relato de Elvira Navarro se titula como la novela Expiación, de Ian McEwan, que ha sido llevada al cine por Joe Wright (2007). Trabajar en la adaptación cinematográfica del relato de Navarro. Pensar sobre todo en el guión y en las localizaciones, es decir, en la relación de los personajes y sus discursos con el espacio. 10. Mercedes Cebrián reflexiona en sus poemas sobre la noción de límite: ¿dónde comienza y dónde acaba una ciudad? Planear una excursión por las fronteras de la ciudad donde se reside. Estudiar mapas, guías y planos; diseñar un itinerario; realizar el viaje pensando en su documentación (fotografías, objetos encontrados, notas en un cuaderno de ruta); construir después el relato que se crea más adecuado para transmitir la experiencia (poema, cuento, crónica de viaje, collage, etc.). 11. «Aplicar tarifas habituales» habla de un tipo de transeúnte en perpetua circulación urbana: el taxista. Conseguir el libro Taxi (2009), de Al Khamissi, sobre los taxis de El Cairo. Después, plantearse una serie de entrevistas con taxistas de su ciudad, en clave etnográfica, con el objetivo de conocer a fondo esos espacios de intercambios de información y de negociación que son los taxis. 12. En la obra de Manuel Vilas existe un substrato de influencia de la Generación Beat. Buscar información sobre ella y determinar hasta qué punto el modo en que Vilas trata el tema de la carretera, de la velocidad, del ritmo, tienen que ver con libros como En la carre-

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tera (1957), de Jack Kerouac. Se puede profundizar en el tema mediante el estudio de cómo se representó la ciudad de San Francisco en la obra de los poetas beat. 13. La periferia y la marginalidad de Madrid y de Barcelona durante los primeros años de la democracia fue retratada en películas como Perros callejeros (1977) y Yo, el Vaquilla (1985), de José Antonio de la Loma, y El pico (1983) y La estanquera de Vallecas (1987), de Eloy de la Iglesia. Visionar esos filmes atendiendo especialmente a los escenarios en que tiene lugar la acción. Después, situar en un mapa de Madrid y en otro de Barcelona esas localizaciones; y compararlas con las de La rossa del bar (1986) y Què t’hi jugues, Mari Pili? (1990), de Ventura Pons, y Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón (1980) y Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988), de Pedro Almodóvar. Extraer conclusiones. 14. Los mundos recreados por Quim Aranda y por Francisco Casavella se sitúan en la tradición del desarrollado por Juan Marsé en sus novelas. Buscar información sobre las novelas del escritor catalán. 15. La memoria de franquismo está todavía gravada en la superficie de Madrid y de Barcelona. Buscar información sobre las obras públicas, la monumentalidad urbana, las comisarías y los edificios de gobierno que caracterizaron el gobierno franquista de ambas ciudades; y evaluar hasta qué punto esas marcas continúan presentes o han sido borradas de la topografía metro-

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politana. Puede ser un buen tema de debate: ¿El pasado infame debe ser eliminado o conservado? ¿En qué términos debe realizarse esa supresión o esa conservación? 16. Javier Pérez Andújar introduce en su novela el tema de las teleficciones. Si nuestra imagen de las ciudades norteamericanas se debe a series como Canción triste de Hill Street (1981-1987), Corrupción en Miami (19841989), The Wire (2002-2004) o Dexter (2006-), la de Madrid y Barcelona se relaciona con El comisario (1999-2009) o Estació d’enllaç (1994-1998), auténticas crónicas de la historia metropolitana. Seleccionar una de esas teleseries, u otra de interés, y analizar cómo se representa la inmigración, teniendo en cuenta las políticas oficiales del momento histórico en que se ambienta. 17. Roberto Bolaño no es el único escritor latinoamericano que ha ficcionalizado Madrid y Barcelona. Sobre Madrid, leer Travesuras de la niña mala (2006), de Mario Vargas Llosa; sobre Barcelona, La rambla paralela (2002), del colombiano Fernando Vallejo. 18. En El fin de la Guerra Fría, Juan Trejo trata de representar los ejes maestros de la ciudad de Barcelona en el siglo XXI. Analizar la novela tratando de trasladar las realidades urbanas a su correlato simbólico; es decir, anotando los paralelismos entre calles, avenidas, intervenciones urbanísticas reales y los símbolos y las ideas que esos lugares, en interacción con ciertos personajes

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de la ficción, quieren transmitir. Ensayar después una interpretación de conjunto. 19. Gopegui, Riaño y Mora elaboran historias diversas ambientadas en la misma ciudad, Madrid, y la misma época, primera década del siglo XXI. Comparar, técnica y estilísticamente, los tres textos; situarlos en la tradición moderna y contemporánea de relato urbano. ¿Qué hay de tradicional y qué de novedoso en ellos? 20. En La ciutat interrompuda (2001), Julià Guillamon decía que a finales del siglo XX cinco eran las principales estrategias de elaboración literaria de Barcelona: la humanización de los no-lugares, la descripción de la ciudad de la gente, la documentación del presente, la ampliación del campo de visión del centro a la periferia y la creación de mapas cognitivos cada vez más complejos. Consultar ese libro de referencia y argumentar si «Barcelona Arcade» se puede entender desde esas coordenadas.

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SARLO, Beatriz (1988): Una modernidad periférica: Buenos Aires, 1920-1930. Buenos Aires: Nueva Visión. SETA, Cesare de (2002): La ciudad europea del siglo XV al XX. Barcelona: Istmo. STURM-TRIGONAKIS, Elke (1996): Barcelona: la novel·la urbana (1944-1988). Kassel: Edition Reichenberger. THOMAS, Hugh (ed.) (2004): Antología de Madrid. Madrid: Gadir. THROWER, Norman Joseph William (2002): Mapas y civilización: historia de la cartografía en su contexto cultural y social. Trad. de Francesc Nadal. Barcelona: Ediciones del Serbal. TRÍAS, Eugenio (1976): El artista y la ciudad. Barcelona: Anagrama. VÁZQUEZ MONTALBÁN, Manuel (1998): La literatura en la construcción de la Ciudad democrática. Barcelona: Crítica. VV. AA. (2007): «Madrid en sus literaturas». En: Leer, año 23, nº 184 (julio-agosto). WILLIAMS, Raymond (1997): Solos en la ciudad: la novela inglesa de Dickens a D. H. Lawrence. Trad. de Nora Catelli. Madrid: Debate. — (2001): El campo y la ciudad. Trad. de Alcira Bixio. Buenos Aires: Paidós. ZOLA, Émile (2008): El vientre de París (1873). Trad. de Esther Benítez. Madrid: Alianza.

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CRÉDITOS Y AGRADECIMIENTOS

Iberoamericana Editorial Vervuert y Cátedra Delibes agradecen a los autores y editoriales donde se publicaron originalmente los textos que conforman este volumen el permiso para su reproducción. © Quim ARANDA, 2007 «Nuestros días en Barcelona», de El avión de madera que logró dar media vuelta al mundo, publicado por acuerdo con Editorial Candaya. © Roberto BOLAÑO, 1998 «Barcelona / Madrid», de Los detectives salvajes, publicado por acuerdo con Editorial Anagrama. © Javier CALVO, 2008 «Ríos perdidos», de Odio Barcelona, publicado por acuerdo con Editorial Melusina. © Herederos de Francisco CASAVELLA, 2003 «1995», de El Día del Watusi, publicado por acuerdo con Editorial Mondadori. © Mercedes CEBRIÁN, 2004 «Ciudad pronto (ya mismo)», de El malestar al alcance de todos, publicado por acuerdo con Editorial Caballo de Troya. © Mercedes CEBRIÁN, 2006 «Aeropuertos (dos)», de Mercado común, publicado por acuerdo con Editorial Caballo de Troya.

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CRÉDITOS Y AGRADECIMIENTOS

© Manuel DELGADO, 2007 «La ciudad mentirosa», de La ciudad mentirosa: fraude y miseria del modelo Barcelona, publicado por acuerdo con Editorial Libros de la Catarata. © Arcadi ESPADA, 2000 «Raval», de Raval. Del amor a los niños, publicado por acuerdo con Editorial Anagrama. © José María FONOLLOSA, 1996 «Carrer de Pelai 2», de Ciudad del hombre: Barcelona, publicado por acuerdo con Editorial DVD. © Belén GOPEGUI, 2007 «El padre de Blancanieves», de El padre de Blancanieves, publicado por acuerdo con Editorial Anagrama. © Josan HATERO, 2003 «Aplicar tarifas habituales», de Tu parte del trato, publicado por acuerdo con Editorial Debate. © Robert JUAN-CANTAVELLA, 2008 «Barcelona Arcade», de Odio Barcelona, publicado por acuerdo con Editorial Melusina. © Santos JULIÁ et al., 1995 «La Villa de Madrid es la capital del Estado», de Madrid. Historia de una capital, publicado por acuerdo con Editorial Alianza. © Juan José LAHUERTA, 2005 «Destrucción de Barcelona», de Destrucción de Barcelona, publicado por acuerdo con Editorial Mudito and Co. © Manuel LONGARES, 2001 «Romanticismo», de Romanticismo, publicado por acuerdo con Editorial Alfaguara. © Joan MARGARIT, 2006 «Mañana en el cementerio de Montjuïc», de Arquitecturas de la memoria, publicado por acuerdo con Editorial Cátedra. © Javier MARÍAS, 2007 «La ciudad sin realidad», de Vida del fantasma, publicado por acuerdo con Editorial DeBolsillo.

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© Vicente Luis MORA, 2003 «Circular», de Circular, publicado por acuerdo con Editorial Plurabelle. © Elvira NAVARRO, 2007 «Expiación», de La ciudad en invierno, publicado por acuerdo con Editorial Caballo de Troya. © Javier PÉREZ ANDÚJAR, 2007 «Series de policías», de Los príncipes valientes, publicado por acuerdo con Editorial Tusquets. © Peio H. RIAÑO, 2008 «Todo lleva carne», de Todo lleva carne, publicado por acuerdo con Editorial Caballo de Troya. © José RIBAS, 2007 «Barcelona y Madrid», de Los 70 a destajo. Ajoblanco y libertad, publicado por acuerdo con Editorial RBA. © Juan TREJO, 2008 «Slavoj Apeyron», de El fin de la Guerra Fría, publicado por acuerdo con Editorial La Otra Orilla. © Enrique VILA-MATAS, 2004 «El paseo de Sant Joan en Rojo», de El viento ligero en Parma, publicado por acuerdo con Editorial Sexto Piso. © Manuel VILAS, 2005 «Audi 100» y «Seat 850», de Resurrección, publicados por acuerdo con Editorial Visor. © Roger WOLFE, 2002 «De aquí al cielo», de Oigo girar los motores de la muerte, publicado por acuerdo con Editorial DVD. © Roger WOLFE, 2007 «La periferia va por dentro», de revista Litoral, publicado por acuerdo con la revista.

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